Capítulo gratis. Los diez mandamientos de la mujer

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I Esa mañana, mi primer día de clases en la escuela primaria, ¡yo estaba feliz! Como no llevaba el uniforme todavía, me empeñé en usar una batita verde muy casera, cuyo color me tenía fascinada; llevaba también las recién descubiertas sandalias de plástico verde, con correa en el talón y tobille- ras blancas nuevas. Después de la ceremonia, los más de 40 condiscípulos fuimos al nuevo salón de clases. Los tonos grises de piso y paredes se alegraban con un dibujo muy bello que decoraba un largo pizarrón colocado en la pared del costado: en un paisaje de campo, bajo un árbol, una casita con techo de letras cursivas, esperaba con sus puertas abiertas a los animalitos del bosque que iban en camino. Me senté hasta adelante, como había recomendado mi mamá, en la pri- mera fila y en el primer mesabanco. Quedé justo enfrente de la puesta del salón. La profesora consideró oportuno “leernos la cartilla”, así que, apoyándose en un largo palo de escoba, empezó a pasear entre las filas, golpeando insistentemente contra el piso: “Éste no es el jardín de niños…” (Tan, tan…) “¡Aquí no venimos a jugar…!” (Tan, tan…) “Hasta sin orejas se va a quedar el que no trabaje…” (Tan, tan…) “¡Cómo quisiera que fueran mis hijos…!” (Tan, tan…) “¡…para freírlos a todos en aceite caliente!” (Tan, tan…) Acto seguido, indicó que íbamos a hacer una plana de la “a”, dibujándola en el pizarrón, y sin mayor explicación ordenó iniciar. Todos los compañeros sacaron el único cuaderno que llevaban; la mayo- ría, un cuadernito de veinte centavos, rayado, con hojas engrapadas, que NO ACEPTARÉ NINGÚN TIPO DE VIOLENCIA EN MI CONTRA ELENA NIETO GONZÁLEZ 74 / 75

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I

Esa mañana, mi primer día de clases en la escuela primaria, ¡yo estaba feliz!

Como no llevaba el uniforme todavía, me empeñé en usar una batita verde muy casera, cuyo color me tenía fascinada; llevaba también las recién descubiertas sandalias de plástico verde, con correa en el talón y tobille-ras blancas nuevas.

Después de la ceremonia, los más de 40 condiscípulos fuimos al nuevo salón de clases.

Los tonos grises de piso y paredes se alegraban con un dibujo muy bello que decoraba un largo pizarrón colocado en la pared del costado: en un paisaje de campo, bajo un árbol, una casita con techo de letras cursivas, esperaba con sus puertas abiertas a los animalitos del bosque que iban en camino.

Me senté hasta adelante, como había recomendado mi mamá, en la pri-mera fila y en el primer mesabanco. Quedé justo enfrente de la puesta del salón.

La profesora consideró oportuno “leernos la cartilla”, así que, apoyándose en un largo palo de escoba, empezó a pasear entre las filas, golpeando insistentemente contra el piso: “Éste no es el jardín de niños…” (Tan, tan…) “¡Aquí no venimos a jugar…!” (Tan, tan…) “Hasta sin orejas se va a quedar el que no trabaje…” (Tan, tan…) “¡Cómo quisiera que fueran mis hijos…!” (Tan, tan…) “¡…para freírlos a todos en aceite caliente!” (Tan, tan…)

Acto seguido, indicó que íbamos a hacer una plana de la “a”, dibujándola en el pizarrón, y sin mayor explicación ordenó iniciar.

Todos los compañeros sacaron el único cuaderno que llevaban; la mayo-ría, un cuadernito de veinte centavos, rayado, con hojas engrapadas, que

NO ACEPTARÉ NINGÚN TIPO DE VIOLENCIA EN MI CONTRAELENA NIETO GONZÁLEZ

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algunos niños enrollaban como taquito, para llevarlo atorado entre el cuerpo y el pantalón.

Me fugué momentáneamente del salón de clases, disfrutando del paisaje que adornaba mi preciosa mochila de hojalata: chiquita, rígida, ligera, con agarraderas de plástico en azul turquesa y con escenas del cuento de Blanca Nieves impresas en todas sus caras. (Gracias, papá.)

El contenido era fantástico. Todos los materiales de la larga lista de úti-les escolares estaban ahí: lápices de color, sacapuntas, tijeras, cuaderno blanco, cuadriculado, rayado… Por ser hija del profesor, yo estaba desde muy pequeña familiarizada con todos estos materiales, salvo el interesan-tísimo cuaderno de doble raya que jamás había visto. Obviamente, elegí éste y realicé la plana con cuidado y pulcritud.

La profesora, entre tanto, sin dejar de vociferar, estaba haciendo correc-ciones uno a uno y había empezado, justo, por el extremo contrario al lugar en el que me encontraba. Para cuando llegó a revisarme, yo espe-raba una palabra de reconocimiento.

A cambio de esto, la escuché gritar: “¡Pero cómo se te ocurre que en este cuaderno…!”, al tiempo que levantaba su brazo empuñando el palo de la escoba. El siguiente grito que escuché fue el mío. Corrí en dirección a la puerta de la escuela, afortunadamente abierta, y salí por ella a toda carrera, rumbo a mi casa, que se encontraba a unos cien metros, en la misma cuadra de la escuela.

La profesora salió corriendo detrás de mí mientras gritaba: “¡Regresa!, ¡regresa, si no, te va a ir peor!”

Yo gritaba, gemía, corría, todo al mismo tiempo, mientras las sandalias me estorbaban y el frío viento de septiembre azotaba mi rostro, secando las lágrimas con que el cabello se me pegaba a la cara.

En la entrada del callejón que daba a mi casa, encontré a mi mamá, canasta en mano, rumbo al mercado. Ella era chaparrita; no obstante, en ese momento la vi enorme, luminosa, cual ángel poderoso. Me abracé a sus piernas, suplicando: “¡No me lleves a la escuela…! ¡Por favor! ¡Ya no quiero ir a la escuela!”

Finalmente, la profesora me dio alcance: “¡Esta niña no obedece!”, explicó, jadeante. “¡Qué bueno que la encuentro! Ayúdeme a llevarla a la escuela…”

En cada respuesta, mi madre se dirigió a mí, ordenando: “¡Métete a la casa! ¡Permíteme hablar con la profesora!”

LOS 10 MANDAMIENTOS DE LA MUJERC R E A D O S P O R L A M U J E R

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La profesora sufrió una gran desilusión ante la negativa de mi madre para regresarme a la escuela. “A eso se debe —le dijo enfadada—, a las madres cómplices y consentidoras, que los niños sean tan groseros y des-obedientes.”

Por la tarde, cuando mi padre regresó del trabajo, montó en cólera, diciendo: “…Mañana, vas y le dices a la profesora que exigimos el trato adecuado por parte de una persona que estudió para tratar niños. Que estamos en la mejor disposición de apoyar el trabajo. Que tú acudes todos los días a la escuela y podrá hacerte cualquier observación en el momento en que ella indique. Y no le autorizamos tocarla, de ninguna manera…”

A la mañana siguiente, volví a la escuela, con la certeza de que mi madre estaba cerca.

A partir de entonces, todas las tardes de los siguientes cuatro años mi mamá las dedicó a reforzar y ampliar los contenidos del currículo. Ella es enfermera y ávida lectora. Su forma interesante de tocar los temas me generó un gran amor por los libros y el conocimiento. Gracias a ellos he podido transformarme. (Gracias, mamá.)

Cautamente, me contó que no le diría a la profesora que estudiábamos por la tarde.

Ante los docentes y padres de familia, la profesora me presumió siempre como su mejor alumna.

P.D. Persiste hasta el día de hoy la violencia de asignar grupos de más de 40 alumnos a los profesores (en alguna zonas), en horarios cada vez más largos.

II

El hombre era realmente interesante, con un sentido del humor extraordi-nario, la risa a flor de boca, erótico, pulcro, trabajador, sumamente tierno y sensible, “casi perfecto”, despreocupado y de mente muuuuy abierta; pues le importaba un comino la “insignificante” diferencia de edades: él tenía 38, y yo estaba plena e nteresada en ser feliz el resto de mi vida (sola o acompañada).

Dice una canción venezolana que me divierte mucho: “… Mula que otro amansa… alguna maña le crea…” ¡y se la encontré! Le encontré la maña aquella tarde que volví, después de un día de compras, a la pequeña vivienda que compartíamos. Me encontraba satisfecha y relajada, feliz de estar con él.

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Aun cuando percibía algo extraño en su conducta, no le di importancia. Mientras yo buscaba un lugar cómodo para iniciar conversación, él calentó la plancha y, acercándose a mí como un felino, inesperadamente colocó la superficie caliente de la plancha a milímetros de mi mano.

Tiempo antes, en uno de esos “ataques de sinceridad” que tenemos con los que amamos —tontamente, dice mi admirado psiquiatra, el de la radio—, él me había contado que hacía tal cosa con su anterior pareja y madre de su hija.

Describiéndola como celotípica y violenta, lamentaba alguna vez haber entrado en su juego, al acercarle la plancha caliente a la cara. Así, había logrado saber que el ginecólogo la había visto con deseo, o el dentista se había acercado más de lo debido y a ella le había gustado. Sé que en ese momento, logré dar un salto cuántico, pues en vez de dejarme inva-dir por el pánico, sólo mire de reojo mi mano y la plancha… la plancha y mi mano inmovilizada por la suya. Asumí, fríamente, una actitud cor-poral de desinterés casi desdeñosa, como aburrida, volteando la cara al lado contrario y permaneciendo ahí, como cuando te hallas en la monó-tona fila de un banco.

Minutos después, ante su expectativa fragmentada y sintiéndose total-mente incongruente, soltó mi mano y fue a colocar la plancha en su lugar.

Dejé pasar el tiempo justo, casi “teatral” y le pregunté:

—¿Ya terminaste? Pues escúchame bien, porque te lo voy a decir una sola vez: el día que vuelvas a hacerme este numerito, no sólo no voy a retirar la mano, sino que yo misma voy a ponerla contra la plancha… luego iré a denunciarte por violencia física y maltrato psicológico, y cuando estés tras las rejas voy a pagar para que te den una chinga de tal magnitud que-no-volverás-a-caminar-bien, ¡por el resto de tu vida…! ¿Comprendiste?

Después, ambos continuamos con la cotidianidad, como si nada hubiera sucedido.

Los siguientes dos años me dediqué a crecer como persona, a ser muy feliz a su lado; me encantaría que él pudiese decir lo mismo.

He tenido, a lo largo de mis muchos años, varios compañeros de vida.

Aún guardo con gratitud y emoción el recuerdo de los sorprendentes y felices momentos que pasamos juntos.

LOS 10 MANDAMIENTOS DE LA MUJERC R E A D O S P O R L A M U J E R