Capítulo gratis de El día de mi vida II La historia de Saúl Mendoza

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SÍDNEY 2 000

Saúl Mendoza HernándezM E D A L L A D E O R O

Atletismo, 1 500 metros sobre silla de ruedas.

Miércoles 28 de septiembre de 2 000

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COMPETIR en los Juegos Olímpicos es la máxima aspiración para cual-quier deportista en el mundo. Cada cuatro años, unos diez mil atletas lo-gran ese sueño y, durante 17 días, se reúnen en una misma ciudad para refrendar el gran mensaje que promueve este movimiento. Son cientos de miles los que sueñan con llegar a esa gran cita, pero sólo unos cuantos lo consiguen. Dentro de esa grandiosa colección de hombres y mujeres, hay un grupo diminuto, una docena de atletas distintos al resto, para los que estar ahí es aún más especial. Yo, Saúl Mendoza, soy uno de ellos.

Los atletas con alguna discapacidad, como es mi caso, tenemos una cita cada cuatro años en los Juegos Paralímpicos, un acontecimiento que crece cada vez más. Sin embargo, tener la oportunidad de ser parte de los Juegos Olímpicos, poder competir en el mismo escenario que las grandes estrellas del atletismo mundial y recibir esa atención del público y los medios de comunicación, es la mayor de las ilusiones para deportistas como nosotros. Llegar hasta ahí significa poder mostrarle al mundo lo duro que trabajamos y todos los obstáculos que hemos dejado atrás.

“¡Ah!, pero la capacidad de un hombre debería exceder su

comprensión, pues si no, ¿para qué existe un cielo?”

Robert Browning

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Desde los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1 984, dentro del calenda-rio se incluyeron dos competencias de atletismo sobre silla de ruedas, con el objetivo de promover los Juegos Paralímpicos, los cuales se llevaban a cabo siempre en la misma ciudad, un par de semanas después. La inclu-sión de esta espectacular disciplina tuvo tanta aceptación, que las pruebas de 1 500 metros para hombres y 800 metros para mujeres, permanecen, hasta la fecha y con entrega de medallas de por medio, como competen-cias de exhibición.

La tarde del 27 de septiembre del año 2000, durante los Juegos Olím-picos de Sídney, yo ya sentía el nerviosismo que implicaba competir ante los ojos de todo el planeta y dentro del evento más grande que existe sobre la faz de la Tierra. Era el único mexicano calificado a la final de los 1 500 metros sobre silla de ruedas que se efectuaría al día siguiente, y me había entrenado meticulosamente los últimos cuatro años para ganar esa medalla olímpica. Ya había tenido la oportunidad de participar en los Juegos Paralímpicos de Seúl 1 988, Barcelona 1 992 y Atlanta 1 996. La de Sídney 2000 sería mi segunda participación en Juegos Olímpicos. Una Olimpiada atrás, en Atlanta, había terminado fuera del podio, en el quinto lugar, y aquel resultado me había dejado grandes aprendizajes.

Martes: 18:55 horas

ERA UNA tarde cálida y medio nublada en Sídney. Antes de cada com-petencia siempre me gustaba salir a entrenar por la tarde y, si me daba tiempo, también a rodar ligero por la mañana. Para mí era la mejor manera de estar tranquilo y concentrado; era parte de mi meditación en movimien-to. Por eso, el martes 27 de septiembre, justo un día antes de enfrentar mi competencia, salí a rodar algunos kilómetros, acompañado por Wendy Gumbert, mi entrenadora en ese momento y quien –años después– se convertiría en mi esposa. Wendy era la directora de un centro de rehabili-tación para personas con problemas motrices en Warm Springs, Georgia, el cual se especializaba en atender a atletas con discapacidad.

Alrededor de las siete de la noche, ya estábamos de regreso en la Villa de Atletas para efectuar los preparativos finales y descansar. Ganar la me-dalla de oro era mi ilusión más grande. Cuatro años antes, en Atlanta 1 996, había batallado mucho con una variable para la que no me había preparado adecuadamente: la lluvia. Aun así, di mi mejor esfuerzo, pero la carrera no se desarrolló como yo hubiese querido: un par de competidores me encajo-naron en el tramo final y me impidieron cerrar a máxima velocidad. Siempre me he esforzado por aprender lo más posible de mis derrotas, por lo que, al terminar esa competencia, regresé a casa y empecé a entrenar sobre piso

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mojado. Tres semanas después, regresé al mismo escenario, el Estadio del Centenario, para los Juegos Paralímpicos de Atlanta 1 996 y gané la medalla de oro en la misma distancia y de nueva cuenta, bajo la lluvia.

Durante el último año había demostrado que estaba entre los doce atletas más rápidos del mundo de forma consistente. Un mes antes de los Juegos Olímpicos había competido en Suiza, donde obtuve el segundo mejor tiempo en la distancia. Llevaba una semana en Sídney. De hecho, llegué a la ciudad el día en que Soraya Jiménez se convirtió en campeona olímpica en levantamiento de pesas. Cuando entré a los dormitorios de la Delegación Mexicana dentro la Villa Olímpica había una algarabía impre-sionante… ¡Estábamos prácticamente de fiesta! Fue muy inspirador por-que me recordó para qué estábamos en los Juegos Olímpicos. Nosotros éramos representantes nacionales y teníamos un gran compromiso con nuestro país. Esa era una señal muy positiva, la mejor bienvenida posible.

Antes de subir a mi habitación, Wendy y yo pasamos al comedor para cenar algo ligero. Me serví sólo una ensalada con pollo. Cuidaba mucho mi alimentación y llevaba una dieta especializada basada en alimentos con alta cantidad en proteínas, además de muchos líquidos. Una de las ventajas que teníamos los atletas que competíamos en Sídney, era que todo estaba muy cerca. La mayoría de las instalaciones y sedes estaban dentro del Sydney Olympic Park –incluida la Villa Olímpica– por lo que podíamos ir rápidamente a cualquier escenario deportivo en un lapso de quince minutos. Cuando no podía entrenar en la pista de 400 metros, situada a un costado del Estadio Olímpico, me iba al circuito donde circulaban los autobuses que transpor-taban al público y a los atletas. Me sentía muy bien entrenando ahí porque me mantenía en contacto con el ambiente de los juegos y no corría ningún peligro. La avenida estaba delimitada por higueras australianas y al final del bulevar había una fuente que formaba una cortina de agua.

“La poliomelitis me atacó durante los primeros años de mi vida, pero gracias al apoyo de mi familia y amigos, así como a un gran esfuerzo personal, no permití que esa discapacidad me impidiera soñar en grande”: Saúl Mendoza.

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Había llegado a Sídney el 17 de septiembre, justo una semana antes de mi prueba y me parecía una ciudad increíble. Recuerdo que desde que iba en el avión y me asomé por la ventana, me impresionó la bahía y la arquitec-tura. Además, su gente es muy entusiasta y tiene una gran cultura deportiva, lo que estaba haciendo de los Juegos Olímpicos un evento fabuloso.

Yo tenía 33 años y me encontraba en excelente forma física. Ostentaba el récord mundial de los 5 000 metros, el cual había impuesto en la Peach-tree Road Race, justamente en Australia un año antes; y también tenía el récord mundial de los 800 metros. Con base en mis resultados previos, sentía que los Juegos Olímpicos eran mi gran oportunidad para terminar en un buen lugar y demostrarme a mí mismo que podía cumplir mi sueño de ser medallista.

Después de cenar, Wendy y yo regresamos a la habitación. Como no me gusta que me den masaje antes de una competencia, tomé una ducha de agua caliente para relajarme. Tenía mi propio cuarto dentro de un depar-tamento que compartía con el equipo mexicano de taekwondo, integrado por Víctor Estrada, Águeda Pérez y Mónica del Real. Esa tarde, los tres se habían ido al State Sports Center, sede de su especialidad, porque Águeda comenzaba su competencia.

Me sentía muy cómodo en el departamento y me adapté rápidamente a la convivencia con mis compañeros. Siempre procurábamos motivarnos unos a otros. Con quien más platicaba era con Víctor; a veces nos imaginá-bamos que pasaría en nuestras competencias y, de esa forma, nos liberá-bamos un poco de la presión. No tuvimos conversaciones muy profundas pero siempre tratamos de hacer el entorno más placentero.

Cuando salí de la ducha, me puse a preparar lo que utilizaría para el día siguiente. Soy de las personas que, si no deja arreglado todo lo que va a necesitar, no puedo concentrarme y tengo la sensación permanente de que me falta algo. Así que acomodé el traje con el que iba a correr, revisé mis guantes, mis lentes, y mi maleta para poder irme tranquilo a dormir.

Eran casi las diez de la noche cuando terminé de revisar mi equipo y me metí a la cama. Estaba nervioso y mi mente imaginaba todo lo que podía ocurrir al día siguiente. Como mi competencia sería en la noche, todavía tenía planeado ir a entrenar por la mañana para poner mis músculos a punto desde temprano, tal y como lo hacía en mi casa en Warm Springs.

Llevaba varios años viviendo en ese suburbio, a una hora de Atlanta, porque me parecía un lugar perfecto para entrenar. El vecindario donde

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vivía limitaba con un parque nacional. Prácticamente toda la comunidad tenía algo que ver con el centro de rehabilitación para personas con disca-pacidades motrices, por lo que en ese poblado las condiciones eran muy favorables para mí.

Todos los días iniciaba mis entrenamientos a las siete de la mañana; me iba a rodar a las montañas durante dos horas y media. Después regresaba a mi casa y dormía hasta el medio día. Cuando despertaba, comía algo y trabajaba en mi computadora hasta las cuatro de la tarde y a esa hora regresaba a entrenar. Esa misma rutina la estaba repitiendo en Sídney, por lo que me sentía muy bien.

Esa noche no pude dormir bien. Soñé con mi competencia; estaba ob-sesionado con lo que debía hacer: el tipo de estrategia que iba a usar, dónde me iba a colocar durante las primeras vueltas, cómo me iba a sentir. Quería adelantarme a cualquier situación, contemplar todos los escena-rios. En los Paralímpicos de Barcelona 1 992 se me había ponchado una llanta de la silla quince minutos antes de la competencia, y eso había mer-mado mi rendimiento; en Atlanta 1 996, la lluvia me había tomado por sor-presa y, al no estar preparado, afectado mi desempeño. Había aprendido mucho de esos contratiempos y quería evitar, a toda costa, que algo se interpusiera en mi camino.

En mis sueños repasé el proceso que debía ejecutar para llegar a tiempo al estadio, es decir, dos horas antes de mi competencia. El tiem-po que tardaría el autobús en ir de la Villa Olímpica al Estadio Olímpico y cuánto tiempo debía calentar previamente. Eran detalles muy técnicos y yo estaba convencido de que, en una competencia de tal magnitud, no debe improvisarse.

Miércoles: 6:02 horas

ME DESPERTÉ a las seis de la mañana. Estaba preocupado porque no había tenido una buena noche y mi descanso no había sido el ideal. En cuanto me levanté, me vestí sin bañarme porque quería evitar relajarme en exceso. Era el momento de hacer un entrenamiento más, justo como lo había planeado. Quería revisar de nuevo mi equipo, particularmente mi silla de competencia y, sobre todo, ensayar –otra vez– el proceso para to-mar el autobús en la tarde. Cuando salí de mi habitación, estábamos a 26 grados centígrados, una temperatura estupenda para competir. A esa hora, la Villa Olímpica estaba muy tranquila y callada. Los atletas apenas estaban despertando y ya era la segunda semana de los juegos.

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Wendy y yo pasamos al comedor para desayunar. Sólo me serví un café y un plato de fruta. No debía cargar mucho mi estómago. Terminé rápido y luego de diez minutos, nos fuimos rumbo al bulevar olímpico. Wendy y yo entrenábamos juntos, ella en su bicicleta y yo en mi silla de ruedas. Si bien ella procuraba no hablarme de la competencia, había aspectos básicos que repasábamos. Wendy usaba estrategias psicológicas conmigo y me decía que estaba preparado para esta carrera y que tenía una muy buena opor-tunidad. Me decía que las estadísticas señalaban que yo debía quedar en los primeros lugares. También platicamos de mis adversarios, de sus cua-lidades y defectos. La mayoría de ellos eran velocistas y eran muy fuertes en sprints de 150 metros, mientras que yo tenía mayor resistencia y podía rodar a máxima velocidad por distancias más largas.

Cuando llegamos a la pista aledaña al Estadio Olímpico, ya había algu-nos atletas entrenando. Decidí prepararme mentalmente para dejar el mie-do en la pista. Escuchaba música relajada, ligera, música de Elton John, Mariah Carey y Celine Dion.

Entrené durante 30 minutos, y sentí mis brazos en muy buena forma. Entrenar no solo me permitía evaluar cómo estaba muscularmente, tam-bién me servía para probar la silla de ruedas. Aproveché para ajustar el compensador: el mecanismo que permite que la rueda delantera gire en el ángulo preciso para dar la vuelta en la pista de 400 metros.

Revisé que las ruedas tuvieran la presión de aire necesaria en cada llanta, que no estuvieran flojas y que tuvieran la tracción adecuada. De igual forma me aseguré que los cinturones que me sujetan, tanto los de la espalda como los de las piernas, tuvieran la longitud correcta. Probé que los guantes me quedaran bien y que la superficie de velcro que recubre las palmas tuviera la adherencia ideal. Asimismo, le coloqué los números de competencia a la silla. Al terminar mi entrenamiento tenía la certeza de que ella y yo estábamos en perfectas condiciones.

Abordamos el autobús de regreso a la Villa Olímpica. Era un día so-leado y el cielo estaba despejado. Pensé en que la Delegación Mexicana estaba teniendo mucho éxito en los juegos. Cuatro años atrás, en Atlanta 1 996, la delegación nacional solo había ganado una medalla, el bronce de Bernardo Segura en los 20 kilómetros de marcha. Hasta ese 28 de sep-tiembre, México sumaba cuatro medallas: el oro de Soraya Jiménez, las preseas de plata de Noé Hernández en la marcha y de Fernando Platas en clavados; y Cristian Bejarano por lo menos había asegurado la presea de bronce en boxeo.

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Cuando llegamos, nos fuimos directamente al comedor en donde al-morcé otro plato de fruta y un par de huevos. Como después no iba a tener tiempo para regresar a comer, Wendy me preparó un sándwich de jamón y una ensalada, de esa forma, cuando me diera hambre otra vez, no tendría que bajar de nuevo.

Cuando llegué a mi cuarto, me quité la ropa que había llevado al en-trenamiento y la puse sobre una silla. Esa mañana había utilizado exac-tamente el mismo equipo que utilizaría en la carrera para que no hubiera ninguna sorpresa. Mi uniforme era verde con unas franjas blancas sobre los tirantes. Tenía estampadas sobre el pecho las primeras tres letras de la palabra México. Preparé también los pants que iba a usar en caso de que me tocara estar en la ceremonia de premiación.

Como estaba muy inquieto, me recosté a escuchar música y a leer un rato. Por fortuna, me quedé dormido durante dos horas y descansé todo lo que no había descansado la noche anterior.

Miércoles: 13:04 horas

CUANDO me desperté, continué meditando y mentalizándome para la competencia. Saqué la comida que Wendy me había preparado y encendí mi computadora portátil para ver la película “Gladiador”, sin duda, una de mis favoritas. Tenía identificadas varias escenas que me motivaban mu-cho. Disfruté viendo la entrada del gladiador al Coliseo, cómo manejaba los nervios, cómo controlaba el miedo; así como las escenas en las que él se levantaba para seguir luchando cuando tenía todo en su contra. Eran situaciones límite para un ser humano y pensar en esas circunstancias me fortalecía mentalmente. Ver la película y asimilar la historia, me sirvió para alcanzar la motivación que necesitaba para la competencia.

Apenas era la una de la tarde y mi competencia estaba programada para las seis. Calculé que debía salir en el autobús como a las tres de la tarde para cumplir con todos los tiempos. A pesar de mi gran preparación, sentía incertidumbre por lo que podía pasar. Pensaba en las múltiples po-sibilidades que pueden presentarse en una carrera de 1 500 metros: que se te atraviesen, que te tiren, que te den un codazo, que se te ponche la llanta, que se te haga tarde, etc. ¿Cómo me sentiría cuando estuviera en la línea de salida? ¿Funcionaría la estrategia que había preparado? ¿Cuál iba a ser mi plan B?

Los meses previos a los Juegos Olímpicos, hice todo lo posible para prepararme para cualquier situación. Trabajé con Wendy muchas repeticio-

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nes de alta velocidad. Consideraba que, para ganar, era necesario tener recursos distintos a los de mis rivales. Por eso, habíamos entrenado hasta el cansancio los últimos 300 metros de la competencia: el gran cierre. Wendy y yo teníamos un sistema para perfeccionar ese último tramo, el que separa a los medallistas del resto: colocábamos un cono de señaliza-ción en la marca de los 300 metros finales y ella iba por delante de mí en la bicicleta, como si fuese uno de mis rivales. Al momento de llegar a los 300 metros, yo eludía el cono, me abría y emprendía el rebase. Tenía que acelerar a máxima velocidad para superar a Wendy y ponerme al frente cuando faltaran 50 metros para la meta. Durante los tres meses previos a Sídney 2000 hicimos esto todos los días.

Poco antes de las tres de la tarde y antes de salir rumbo al Estadio Olímpico, Wendy y yo nos tomamos un momento para orar. Le pedimos a Dios que me dejara terminar bien la carrera. Yo sabía que estaba preparado, pero quería él que me ayudara a sentirme bien y lograr un buen resultado. El haber participado en tantas competencias me ha dado la confianza para poder controlar mis nervios durante las horas previas a las competiciones: llevaba doce años participando en competencias internacionales del más alto nivel. Con 21 años de edad me califiqué a los Juegos Paralímpicos de Seúl 1 988, de dónde regresé con una medalla de plata en los 200 metros, y dos bronces en 800 y en 1 500 metros. Asimismo, había competido en los Juegos Paralímpicos de Barcelona 1 992 y también en los Olímpicos y en los Paralímpicos de Atlanta 1 996. Si sentía nervios y ansiedad, lo único que deseaba era que transcurriera rápido el tiempo y que ‘me soltaran el toro’ para enfrentarme a él.

Cuando salimos de nuestra habitación e íbamos rumbo al autobús me encontré a algunos atletas mexicanos que me desearon suerte. Había mu-chos deportistas descansando en los balcones de sus departamentos. Yo

“En Atlanta 1996, empezó a llover y yo no estaba preparado, por lo que terminé en quinto lugar. Luego de esa lección, Sídney era mi oportunidad de ir por todo”.

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ya tenía puesto mi uniforme de México y le había colocado el número “2” a mi casco, dígito que me correspondía en la línea de salida. Creo que por la tensión de mis gestos, la gente que me veía se daba cuenta de que iba rumbo a mi competencia. Como atletas, entendían que era mejor no decir-me mucho, sólo lo fundamental.

Cuando abordamos el autobús, ya estaban ahí por lo menos la mitad de mis adversarios. Era un transporte adaptado para facilitar el acceso de las sillas de ruedas. Entre nosotros existen ciertos niveles de cordialidad. Por lo general, te acercas a saludar a algunos, a los que identificas que no están trabajando o que no pueden decirte algo que pueda afectarte. Por fortuna, la mayoría se trataba de atletas con quienes yo había competido anteriormente y ya los conocía. Con el australiano John MacLean me lle-vaba muy bien. Tenía sólo 22 años y estaba muy entusiasmado por estar compitiendo en su casa. El suizo Heinz Frei –plusmarquista mundial de maratón– era uno de los más experimentados, una leyenda en las carreras sobre sillas de ruedas. También estaba ahí el campeón del mundo, el fran-cés Claude Issorat –vencedor en los exhibiciones olímpicas de Barcelona 1 992 y Atlanta 1 996–, cuya táctica dentro de la competencia sería estar detrás de mí porque sabía que, al final, yo podría lanzarlo al frente. Desde mi perspectiva, consideraba que el francés era mi adversario más fuerte.

La atmósfera era tensa en el autobús. Todos mirábamos las sillas de nuestros contrincantes y sus uniformes; desde ahí era posible detectar cómo estaba cada uno de mis rivales. Hay competidores que pueden lle-gar a ser agresivos, no sólo física, sino también verbalmente. Durante esa época, uno de los corredores más fuertes era el canadiense Jeff Adams, un pelirrojo extrovertido, que solía tratar de intimidar a sus contrincantes. Adams se caracterizaba por su agresividad y por su piel llena de tatuajes. Durante el trayecto al estadio, dijo un par de veces, para que todos lo es-cucháramos, que él iba a ganar. Me di cuenta de que estaba muy nervioso. El estadounidense Scott Hollonbeck iba también hablando mucho para ver quién caía en su “juego” mental. Yo prefería no hablar con ellos; me man-tenía concentrado y me ocultaba detrás de mis lentes y mis audífonos.

Tras quince minutos de trayecto, llegamos al Estadio Olímpico. Aún faltaban dos horas y media para que iniciara la competencia. De inmediato me fui al vestidor para instalarme, mientras Wendy revisaba el aire de las llantas de mi silla de ruedas. Las llantas deben mantenerse a 180 psi (libras por pulgada cuadrada). Los competidores sobre silla de ruedas usábamos el mismo vestidor que los atletas convencionales. Mientras acomodaba mis cosas, vi a muchos velocistas preparándose para sus competencias. Ese día se disputaba la final varonil de los 200 metros, así como las últimas

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pruebas del decatlón. Era muy emocionante ser parte de ese fabuloso espectáculo atlético.

Cuando salí del vestidor para apoyar a Wendy en la revisión de mi silla de competencia, se acercaron a mí unas corredoras de Jamaica quiénes también competían esa tarde. Ya nos habíamos encontrado entrenando en la pista los días previos. Yo creía que cada competidor se enfocaba en sus actividades y que no ponía atención a otros, sin embargo, se acercaron sonrientes y me desearon suerte. El detalle de que grandes figuras del atletismo mundial se acercaran a saludarme, me dio mucha satisfacción.

Faltando hora y media para mi prueba, empecé a rodar nuevamente so-bre la pista de calentamiento. Estar al tanto de los tiempos es fundamental para un atleta olímpico. Mi primera llamada sería faltando 45 minutos para mi competencia y, a partir de ese momento, ya no podría calentar a gran velocidad, apenas tendría un espacio de 100 metros para rodar y mantener la temperatura de mi cuerpo. A pesar de todo el movimiento que había en el estadio, me sentía cómodo porque estaba familiarizado con el lugar; los días previos había tenido tiempo de rodar sobre la pista principal, y conocía los protocolos a seguir. Luego de tantos años como atleta internacional, la experiencia acumulada era fundamental en esos momentos de gran tensión. Wendy siempre se mantuvo cerca de mí, por cualquier cosa que pudiera necesitar. Ella me conocía muy bien, y sabía exactamente cómo tratarme en esos instantes.

Miércoles: 17:12 horas

FALTANDO 45 minutos para mi competencia escuché el penúltimo llama-do. Antes de entrar al salón de competidores, me despedí de Wendy y ella me deseó toda la suerte del mundo. Me dijo que recordara todo lo que habíamos practicado y que ése era mi momento.

Una vez ahí, los oficiales verificaron mi acreditación y revisaron mi silla. El reglamento estipula que la rueda delantera no puede ser más grande que las traseras y que los complementos aerodinámicos no deben rebasar la rueda que va al frente. Es un proceso muy rápido. Después de ese trá-mite, seguí calentando debajo del estadio pero dentro de un espacio muy reducido. Eran menos de 100 metros de distancia que para lo único que te sirven es para mantenerte caliente. Para ese momento, ya me había quitado los audífonos y sólo traía puestos mis lentes. Me esforzaba por no distraerme con ningún estímulo externo. Trataba de pensar sólo en mí, en mi cuerpo, en mi estrategia y en acondicionar mis músculos para que estuvieran listos para dar su máximo rendimiento.

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Una de mis ilusiones era obtener un resultado de impacto internacio-nal. Como yo vivía en los Estados Unidos de América, era muy importante confirmar mi clase como competidor de élite para seguir siendo sujeto de apoyos y patrocinios. Una de mis obsesiones era no repetir los errores cometidos en el pasado. En Barcelona 1 992, por ejemplo, luego de que se me había ponchado una llanta minutos antes de la competencia, al final me descalificaron porque, según los jueces, me venía cerrando con el suizo Heinz Frei. Cuatro años más tarde, en los Olímpicos de Atlanta 1 996, em-pezó a llover y yo no estaba preparado para este tipo de clima, por lo que terminé en quinto lugar. Cuando regresé a casa aprendí a correr con lluvia y regresé a los Juegos Paralímpicos en donde gané la medalla de oro en los 5 000 metros a pesar de que estaba lloviendo, además de que obtuve un récord paralímpico. Luego de esas lecciones, Sídney era mi oportunidad de ir por todo.

Me mantuve rodando todo el tiempo, en esa reducida zona de calen-tamiento, hasta que escuché la última llamada. Un par de oficiales nos formaron para salir al estadio. Yo ocupaba la segunda posición de la fila, detrás del australiano John MacLean. Apenas doce años atrás, en 1 988, MacLean había sido arrollado por un camión cuando pedaleaba su bicicle-ta, lo que cortó de tajo sus aspiraciones de convertirse en futbolista pro-fesional, sin embargo él había seguido buscando la gloria deportiva desde su silla de ruedas. En la tercera posición colocaron al sudafricano Ernst van Dyk, quien había nacido sin piernas debido a un problema congénito. Detrás de él, al australiano Kurt Fearnley, de sólo 19 años y que participaba en sus primeros juegos. En quinto lugar de la fila estaba el estadounidense Scott Hollonbeck, subcampeón paralímpico en los 1 500 metros, tanto en Barcelona 1 992 como en Atlanta 1 996. La sexta posición la ocupaba el francés y campeón olímpico defensor, Claude Issorat. En séptimo puesto venía el experimentado canadiense Jeff Adams y, al final de la fila, el suizo Heinz Frei, de 42 años y que participaba en Juegos Paralímpicos desde Los Ángeles 1 984. En total éramos ocho competidores dentro de una prueba tan rápida como los 1 500 metros. Tendríamos que darle casi cuatro vuel-tas a la pista de atletismo, y en el cierre había que evitar, a toda costa, los choques que pudieran presentarse al salir de la última curva.

El túnel para salir a la pista era largo y sombrío, al fondo, podían verse las luces de la pista. El recorrido fue muy tenso. Conforme avanzábamos los sonidos del estadio se escuchaban más fuerte. Imagine que era como sentir el rugido del Coliseo Romano antes de la salida de los gladiadores. El puente de acceso a la pista estaba en la recta contraria a la meta, por lo que recorrimos unos 200 metros para llegar a la línea de salida. Fueron minutos muy estimulantes porque los 80 mil espectadores que llenaban

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el Estadio Olímpico se pusieron de pie para aplaudirnos. En las tribunas al-cancé a ver banderas de México, lo cual me motivó aún más. Me entusias-mó el saber que había gente de mi país apoyándome. Sentí un compromi-so con ellos. A pesar de las 15 horas de diferencia entre Sídney y México, sabía que, a esa hora –las dos de la mañana–, mi familia me estaba viendo por televisión.

Cuando llegamos a la línea de salida, yo ya me encontraba en otro estado mental. Mi concentración estaba al máximo. Ya no escuchaba el zumbido del estadio ni me distraía nada en las tribunas, lo único de lo que estaba consciente era de lo que estaba pasando en mi organismo, de alis-tar mi cuerpo para la explosión de energía que debía efectuar. Mi corazón estaba acelerado, mis músculos tensos, mi mente estaba enfocada en mi estrategia. Sabía lo que debía hacer, paso a paso, durante la carrera. Sentía cómo los nervios y la ansiedad eran cada vez más intensos. Quería que la competencia iniciara ya para poder descargar toda esa tensión. Comen-zaron a anunciarnos uno por uno, nombre por nombre, país por país y a proyectarnos en la pantalla. En esos momentos ya me encontraba aislado de los demás competidores. Sólo estaba concentrado en la ejecución de una carrera que había planeado durante cuatro años.

Una vez acomodados en la línea de salida, respiré profundo un par de veces. Fue ahí cuando sonó el disparo. Al instante se escuchó también una gran ovación en el estadio. ¡La competencia estaba en marcha!

“Esperé las primeras tres vueltas y lancé mi ataque en los últimos 300 metros. El francés Claude Issorat me retó en el sprint final”.

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Salí muy tranquilo en los primeros 100 metros, con base en mi estrate-gia para observar cómo se acomodaba el grupo. El canadiense Jeff Adams y el estadounidense Scott Hollonbeck tenían por costumbre irse a la punta del pelotón. Adams iba por dentro, sobre el carril uno, y el estadounidense ocupó el carril dos. Su idea era bloquear al grupo y mantenerlo unificado en una sola velocidad. Sabían que tenían un mejor sprint que los demás, y por eso querían controlar al grupo hasta los últimos 200 metros y, una vez ahí, vencernos con tan solo el metro y medio de ventaja que llevaban. Sin embargo, el que Adams y Hollonbeck manejaran esa estrategia, era conveniente para mí.

Mi intención era mantenerme “flotando” detrás de ellos; reservar ener-gía y atacarlos al final, en los últimos 300 metros, por lo que la velocidad a la que estaban llevándonos era ideal para mí.

Luego de los primeros 200 metros, ya tenía la posición que más me favorecía. Alternaba en el tercer y cuarto lugar, siempre rodando sobre el carril dos, para evitar que alguien pudiera encajonarme.

Al llegar a los primeros 350 metros, Adams y Hollonbeck mantenían la punta y marcaban el ritmo. Sin embargo, a partir de la segunda vuelta, noté como el experimentado suizo, Heinz Frei, comenzó a acelerar. Su es-trategia era totalmente diferente a la del resto. Por su tipo de discapacidad, a Frei le costaba mucho trabajo hacer cambios repentinos de velocidad, le toma más tiempo acelerar, así que, para él es necesario imponer el ritmo y tener la punta del pelotón.

Con el ataque de Frei, el grupo comenzó a estirarse y yo me quedé en el antepenúltimo lugar. Como lo había anticipado, el francés Claude Isso-rat, venía siempre detrás de mí, con la intención de aprovechar mi fuerza para que yo lo “lanzara” en los últimos metros. Luego de 500 metros, Frei le dio alcance a Adams y a Hollonbeck y tomó el liderato.

Yo me mantuve en la antepenúltima posición, esperando el momento justo para lanzar mi ataque. Por delante de mí, iban el australiano MacLean y el sudafricano Van Dyk, detrás, Issorat y el australiano Fearnley. De cual-quier forma me sentía muy bien. Mis brazos estaban respondiendo como yo quería, los nervios habían quedado atrás y sentía una gran ambición, un coraje volcánico por demostrar que podía vencer a mis rivales.

El ritmo que impuso Frei no era algo que me preocupara. La velocidad se había elevado, pero me permitía mantener mi estrategia. Cuando cruza-mos por segunda vez la meta y rebasamos la marca de los 700 metros, vi-

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gilé las intenciones de mis rivales cercanos. Debía evitar, a toda costa, que me encajonaran. Los que se saben inferiores en el último sprint, intentan ocupar posiciones que les den ventaja y le impidan a los más rápidos po-der acelerar con comodidad. Eso ya me había ocurrido, cuatro años atrás, en Atlanta 1996. En aquella ocasión me quedé atorado entre dos rivales y cuando pude cambiarme de carril era demasiado tarde, los punteros se me habían escapado. Tenía que ser muy preciso para lanzar mi ataque. Si me apre-suraba, la energía se me podía acabar antes de llegar a la meta; si lo hacía más tarde, me faltarían metros para poder alcanzar a mis rivales.

Luego de 800 metros, Frei se mantenía en la punta. Detrás de él, Adams y Hollonbeck, quienes, seguro, harían un cambio de velocidad en los últimos 400 metros para rebasarlo. El desgaste siempre es mayor para el que encabeza al grupo, porque es quien marca el ritmo. Los que venimos atrás tenemos la ventaja de que nos van cortando el aire y hace-mos un esfuerzo menor, lo que nos permite tener mayor energía al final. Sin embargo, cada competidor es distinto y cada uno intenta aprovechar, estratégicamente, sus fortalezas. Los que tenemos resistencia y buen sprint podemos esperar en la parte trasera del grupo, los que son muy veloces pero no tan resistentes, apuestan por vencerte en el uno a uno en el embalaje final.

Cuando cruzamos la línea de meta, en la marca de los 900 metros, to-dos empezaron a hacer cambios de velocidad y de posición. Yo también apreté el ritmo pero me mantuve en el antepenúltimo lugar, apenas por delante de Issorat y el australiano Fearnley. Antes de que se acabara la segunda curva de esa tercera vuelta, el sudafricano Ernst van Dyk, quien iba adelante de mí, intentó rebasar al australiano John MacLean, para apoderarse de la cuarta posición. MacLean estaba en su casa y compi-tiendo ante su gente, por lo que, al sentir el acecho de Van Dyk, aceleró y trató de cerrarle el paso. De repente, MacLean y Van Dyk se atoraron y el australiano sufrió una volcadura. Se escuchó un clamor gigantesco en el estadio. Van Dyk perdió control y velocidad pero no cayó. Se me crisparon los nervios. Yo venía un metro atrás, por lo que, para evitar el choque, tuve que abrirme hasta el carril seis. El francés Issorat siguió mi trayectoria y libró también el accidente, al igual que Fearnley. Todo ocurrió súbitamente y ese cambió de carril me hizo perder un par de metros con respecto a los punteros. Faltaban 500 metros y no podía permitirme te-ner esa desventaja al llegar a la marca de los últimos 300 metros porque sería imposible darles alcance. Por fortuna, los líderes mantuvieron su rit-mo. Aún así, tuve que hacer un gran esfuerzo para recuperar mi posición. Debido a la caída, había pasado de ser sexto a cuarto lugar. Issorat seguía pegado detrás de mí, y Fearnley detrás de nosotros.

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Al escuchar la campana que anunciaba la última vuelta, en la marca de los 1 100 metros sentí una descarga de adrenalina y estrés en todo mi cuer-po. Aún me sacaban ventaja así que intensifiqué mi braceo. Por delante iban Frei, Adams y Hollonbeck. Tenía que conectar lo antes posible con ellos, me-terme de nuevo a ese grupo para poder ejecutar mi estrategia. Braceé con furia durante esa primera curva de la última vuelta y alcancé a los punteros justo cuando se acercaba la entrada a la recta. Ahí comenzaban “mis 300 metros”, el momento de mi ataque para ir por la medalla. Como yo ya llevaba una velocidad distinta a la de los líderes y no me iba a frenar, me abrí hacia el carril cuatro, como lo hacía cuando eludía el cono de señalización que colocábamos durante los entrenamientos, y comencé a rebasar por fuera a lo largo de esa penúltima recta. Detrás de mí se vino Issorat. Todos acelera-ron, sin embargo yo sabía que en esa disputa yo era más poderoso. Todo mi cuerpo y mi mente se concentraron en alcanzar la velocidad de ataque, tal y como lo habíamos hecho tantas veces, cuando me concentraba en darle alcance a la bicicleta de Wendy. Primero pasé a Hollonbeck. Eso me dio mucha confianza, ¡mis brazos estaban reaccionando como quería! A media recta, superé a Adams. Los veía bracear con coraje para tratar de frustrar ese ataque, pero yo ya había alcanzado la velocidad que deseaba. Era im-perante rebasar a Frei antes de que comenzara la última curva. Necesitaba tomar el liderato y apoderarme del carril uno para poder dar esa vuelta lo más cerrada posible. Di un jalón a máxima potencia, y exactamente cuando estábamos rebasando la marca de los últimos 200 metros, pasé a Frei y me orillé a la izquierda para tomar la línea uno. Cuando cambié el compensador para empezar a girar, sentí a Issorat detrás de mí. El francés también había logrado superar a los tres contendientes en esa recta.

¿Podrían mis brazos mantener esa ventaja? ¿Podría continuar bracean-do a ese ritmo? Concentré cada célula de mi organismo en bracear, bra-cear con coraje, con furia, con deseo, con ambición. No iba a esperar otros cuatro años para volver a intentarlo. Eché la cabeza hacia abajo y comencé

“¡Cruzando la meta en primer lugar! Me convertía en Campeón Olímpico y consumaba el sueño de mi vida deportiva”.

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a darle con todo a la silla de ruedas. Sentí el ácido láctico borboteando en mis brazos y en mi pecho… y también comencé a sentir el deterioro pro-ducido por el cansancio. Sabía que tenía ventaja pero no estaba seguro de cuánta. ¿Un metro? ¿Dos… tres? No quería voltear, no iba a hacerlo.

Al salir de la curva, continué con la cabeza hacia abajo pero muy pen-diente de mi vista lateral. Me dije que si veía una rueda asomarse por el flanco derecho, sacaría ahí todo lo que me quedara de energía. Iba a defen-der esa posición con toda mi voluntad, ¡iba a luchar hasta el final!

Por fortuna, tomé la última recta, sin que ninguna silla de ruedas ame-nazara mi primer lugar. Cambié de nuevo el compensador y emprendí el camino a la meta; si mantenía la velocidad sería imposible que me alcan-zaran. Cada metro que ganaba era un golpe psicológico para mis rivales, cada brazada era una menos rumbo a la victoria. Me acomodé sobre la línea que separa los carriles uno y dos. En esa posición nadie podría re-basarme por dentro y los obligaría a atacarme por la derecha. Faltaban 60 metros. Me sentía exhausto, pero no iba a aflojar. Sentía que la recta era interminable, la meta se veía tan lejos, tan distante. Sin embargo, también sentí una fascinante sensación de que mi estrategia estaba dando resulta-dos, y que lo planeado, durante tanto tiempo y con tanto cuidado, estaba funcionando. ¡Faltaban sólo 40 metros!

“¡Sigue! ¡Vamos! me repetía internamente. Quería voltear a ver a mis rivales, quería saber cómo iba, pero aún faltaba mucho para la meta: ¡treinta metros! Braceaba por mi vida, braceaba por toda la gente que me apoyaba, por todo el dolor y todo el esfuerzo, por todos los entrenamientos y las caídas, por todas las veces que había rechazado la posibilidad de desistir. ¡Veinte metros! Braceaba por esa medalla que llevaba doce años buscando, por todo el empeño y todos los sacrificios que había hecho para poder estar en ese momento, en ese lugar, justo a esa hora, en esa posición. Braceaba por todas las horas de entrega y estudio; braceaba porque había hecho a un lado muchas cosas con tal de acercarme a la perfección, rozarla acaso, ser el mejor del mundo en una sola cosa: esa carrera, ese día.

¡Diez metros! En ese instante me atreví a voltear y me llené los ojos con la imagen que quería encontrar, con la que había soñado siempre: Issorat detrás de mí; y el resto, tres metros atrás. Ahí se me vino encima toda la emoción. Sonreí de una manera en la que jamás lo había hecho. Se me iluminaron los ojos. Levanté el brazo derecho y lancé un grito al aire. Crucé la meta con la cabeza arriba, pleno de victoria, mirando a la tribuna y mostrando toda la felicidad que era capaz de sentir. Disfruté cada instante de esas décimas de segundo que tomó cruzar la meta. Vi mi rostro en la

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pantalla gigante del estadio y ahí, rompí el trance competitivo, para volver a escuchar, a mirar, a sentir, todo lo que estaba pasando a mi alrededor.

Busqué a Wendy con la mirada, al final de la recta, y la vi con una ban-dera de México en las manos y saltando por el triunfo. Hice un quiebre para acercarme hasta donde ella se encontraba. Nos separaba una valla, pero nos abrazamos con la mirada. Ya no había angustia, nervios ni ansie-dad, sólo alegría, emoción, la sensación de libertad que me daba saber que todo había terminado y que, por fin, podía relajarme y disfrutar, sí, disfrutar esos instantes maravillosos que había soñado mil veces, pero que supera-ban, en intensidad y belleza, todo lo que había imaginado.

Wendy me arrojó la bandera de México y me arranqué a dar la vuelta de celebración. Todo el estadio estaba rendido ante nosotros, toda la gente nos ovacionaba de pie por el espectáculo que habíamos brindado. Nunca había triunfado ante tanta gente. Más de 80 mil personas me saludaban por mi victoria. Me sentí el hombre más afortunado del mundo. Pensé en que ese momento me pertenecería por siempre. Aún así, me costaba tra-bajo asimilar la victoria. Todo había pasado muy rápido, sólo 40 segundos después de la caída de John McClain, el punto de quiebre de la carrera, yo ya había cruzado la meta. Que afortunado había sido al poder eludir el accidente y tener la fuerza para remontar.

Miré la pantalla y me di cuenta de que había logrado un nuevo récord olímpico en la distancia: ¡3:06.75! Me enteré también de que el francés Claude Issorat terminó segundo, con un tiempo de 3:07.65; mientras que Heinz Frei entró en tercero con 3:07.82. Issorat se acercó para felicitarme y nos dimos la mano. Me había preparado cuatro años para esos tres mi-nutos de máxima esfuerzo, en el fondo, me había preparado casi toda mi vida, desde que empecé a competir formalmente en el atletismo, para dar esas cuatro vueltas a la pista.

Mientras rodaba con la bandera de México en mis manos, pensé en mis padres y mis hermanos, sabía que ellos, a las dos de la mañana de México, estarían despiertos celebrando también mi victoria. Yo era el tercero de diez hermanos, siete de ellos mujeres. Me los imaginé, en sus casas, compar-tiendo conmigo, a miles de kilómetros de distancia, esa fabulosa emoción.

Cuando me faltaban unos 200 metros para completar la vuelta, me crucé con la australiana Cathy Freeman, campeona olímpica en los 400 metros, unos días antes, y con Marion Jones, la mujer más rápida del mundo en aquel momento. Estaban calentando para su competencia de 200 metros. Cathy me miró y me felicitó. Fue algo maravilloso porque yo

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la admiraba mucho; la había conocido, tres años antes, durante el Cam-peonato del Mundo de Atenas 1 997. Nos invitaron a una comida y, cuando me estaba sirviendo en la barra, había ciertas cosas que no alcanzaba. De pronto alguien se acercó y me dijo: “¿Te puedo ayudar en algo?”. Me dio pena pero le dije: “Sí, ayúdame”. Cuando volteé a ver de quién se trataba, resultó que era Cathy Freeman, quien acababa de ser campeona del mun-do. Sorprendido le pregunté: “¿no acabas de ganar la medalla de oro?” Ella me contestó alegremente que sí. Por supuesto, que la felicité y le agradecí el gesto. Para mí fue algo inolvidable porque ella era una de las deportistas que más admiraba dentro del atletismo. Por eso, tres años más tarde, ahí, en el Estadio Olímpico, mientras daba mi vuelta de la victoria, Cathy sabía perfectamente lo que yo estaba experimentando.

Cuando estaba por llegar a la línea de meta, uno de los oficiales se acercó para decirme que debía abandonar la pista porque iba a comenzar otra prueba. Antes de salir, me encontré al canadiense Jeff Adams. Él ha-bía terminado en sexto lugar. Adams se acercó y me dio la mano. “Muy bien”, me dijo. Su agresividad competitiva había quedado atrás y ahora me demostraba que –una vez terminada la prueba– era capaz de reconocer mi triunfo. Me pareció un gesto de gran nobleza, un momento de gran satisfacción, porque sintetiza lo que es el espíritu de la rivalidad deportiva: “antes de la competencia haré todo lo que pueda para ganarte, pero una vez concluida, no tendré rencor y si pierdo reconoceré que hoy fue tu día”.

Cuando entré al túnel Wendy ya estaba ahí esperándome muy emocio-nada. Traía mi maleta y el resto de mis cosas y no pudo decirme mucho porque estaba llorando. Nos abrazamos y sentí como los fotógrafos des-cargaban sus cámaras sobre nosotros. Después pasé por la zona mixta en donde empecé a dar entrevistas para la televisión mexicana. Compartí con ellos el gran orgullo que sentía por poder representar a México y re-galarle esa victoria. Yo sabía que ése era un momento fundamental para el deporte paralímpico de mi país; era la oportunidad de que nos vieran, nos ayudaran, nos apoyaran a todos los atletas con alguna discapacidad.

En la zona mixta había mucha prensa mexicana y todos resaltaban el hecho de que hay gente que puede romper todas sus barreras y llegar hasta donde se lo proponga. En el túnel estaban también lo directivos más importantes del deporte mexicano. Ivar Sisniega, director de la Comisión Nacional de Cultura Física y Deporte (Conade), se acercó a saludarme muy emocionado. Desde el estadio yo ya había detectado a un grupo de mexi-canos que bajaban mientras yo entraba por el túnel. Fue muy gratificante compartir ese momento con muchas personas de la Delegación Olímpica, gente a la que tenía muchos años de conocer dentro del deporte.

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Mientras recibía las felicitaciones, uno de los oficiales se acercó para llevarme al examen antidoping. Cuando llegué al salón ahí estaban el fran-cés Issorat y el suizo Frei, ambos muy contentos por lo que habían logra-do. Una vez ahí me relajé un poco. Todo estaba ocurriendo muy rápido: la carrera, la victoria, la vuelta olímpica, las felicitaciones, las entrevistas, etc. Por la emoción y todo el desgaste no podía orinar; además había una per-sona encargada de supervisarme mientras lo intentaba, lo cual no lo hacía precisamente más fácil. Tomé mucha agua y traté de que mi cuerpo y mi mente descansaran luego de tanta tensión. Me tardé una media hora en dar la muestra y completar el trámite.

Al terminar el control antidopaje nos dijeron que tendríamos 45 mi-nutos para prepararnos antes de la ceremonia de premiación. Aproveché ese tiempo para comer fruta y para darme un baño. Me quité el traje de competencia y me puse los pants de gala de la Delegación Mexicana; tam-bién cambié mi silla de competencia por mi silla de uso diario. Ya no había nada de qué preocuparme, toda la presión había quedado atrás. Sólo había gozo, alegría, tranquilidad, y yo disfrutaba cada instante de ese proceso previo a la entrega de mi medalla.

Cuando regresamos a la pista para la premiación, cruzamos el mismo puente –por el cual una hora antes habíamos salido al “matadero”–, pero ahora la sensación era totalmente diferente. La tensión se había trans-formado en una maravillosa emoción. Me sentía pleno y profundamente satisfecho. En la filosofía olímpica, ese estado se describe como el “mo-mento blanco”. Y una vez que salimos al estadio, comprendí el porqué. Al escuchar las fanfarrias olímpicas y ver, de nuevo, a todo el público ponerse de pie para recibirnos, sentí que flotaba. Mientras avanzábamos rumbo al podio, muchos recuerdos comenzaron a desfilar por mi mente. Pensé en mis padres y en lo orgullosos que debían de estar al verme ahí. Recordé mi infancia en la ciudad de México, el ambiente de fiesta que siempre había en mi casa por lo grande que era mi familia, los amigos del barrio, quie-nes me decían “Pulpito”, porque cuando jugábamos futbol yo me ponía de portero y me impulsaba con mis muletas para atrapar las pelotas. Evoqué mi escuela, el centro del DIF “Gabriela Brimmer”, donde comencé a rehabi-litarme desde los cuatro años de edad y donde cursé desde kínder hasta secundaria. Agradecí haber elegido el deporte como medio para encauzar mi vida, aprovechar mis habilidades y enfrentar mi discapacidad. Llegaron a mi mente mis primeros partidos de basquetbol sobre silla de ruedas cuando tenía 15 años, los entrenamientos de natación y mis primeras ca-rreras dentro del atletismo a invitación de mis entrenadores en la escuela; mis primeras victorias en el Maratón Internacional de la Ciudad de México, mis primeros Juegos Paralímpicos, mis primeras preseas, etcétera.

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Cuando nos colocamos detrás del podio y nos anunciaron como gana-dores, di gracias a Dios por haber tenido la fuerza para entrenar todos los días. ¿Dónde estaría ahora si no me hubiera preparado adecuadamente? ¿Dónde estaría si no hubiera aprendido de mis derrotas? ¿Dónde estaría si hubiese sido yo el del choque en la última vuelta de la competencia? Seguramente estaría viendo esa premiación desde los túneles del estadio y pensando en todo lo que tendría que hacer para intentarlo de nuevo en los próximos Juegos Olímpicos. Sin embargo, lo más importante era que estaba ahí, que era yo y nadie más quien, en ese momento, se encontra-ba, en el que era para mí, el centro del Universo.

Cuando dijeron mi nombre y me anunciaron como campeón olímpico. Pensé en el significado que tenía el deporte en mi vida y cómo había cam-biado mi existencia desde que encontré en él mi pasión. Al impulsarme para subir la rampa que me llevó al centro del podio, sentí una emoción muy fuerte. Por un instante sentí temor, miedo a perder el control de mis sentimientos y desbordarme. Quería llorar, gritar y reír al mismo tiempo. Estar ahí era algo que nunca me había sucedido. Había ganado muchas carreras y muchas medallas paralímpicas, pero nunca había estado en el lugar reservado a los campeones olímpicos y con todos los ojos del mundo sobre mí.

Cuando me pusieron mi medalla de oro y el público se levantó para escuchar el Himno Nacional de México, el tiempo se detuvo para mí. Ver la bandera de mi país en lo más alto fue confirmar el cierre de un ciclo personal; un sueño que había comenzado muchos años atrás y al que le había dedicado toda mi energía, había invertido 18 años de mi vida para

“Durante veinte años orienté mi vida en función de alcanzar la excelencia deportiva, esa noche en Sídney 2000, recibí la máxima recompensa”.

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llegar a ese momento. Todas las decisiones las había tomado en función de poder estar ahí: dejar la ciudad de México, mudarme a Estados Unidos de América, elegir ciudades que me ofrecieran las mayores ventajas posi-bles para mi condición de atleta de alto rendimiento y para mi desarrollo deportivo, buscar los apoyos, las becas, estudiar diseño industrial, diseñar mis sillas de carreras y también sillas para practicar otros deportes, todo tenía aún mayor sentido al verme ahí, en pleno estadio, escuchando mi Himno Nacional.

Cuando bajé del podio me sentí diferente, tenía otra perspectiva de la vida. Dejé de ser incrédulo, pensaba que ya todo era posible porque mi sueño más grande se había convertido en realidad y si había podido lograr eso podría lograr mucho más. Estaba convencido de que era capaz de alcanzar, con trabajo y dedicación, todo lo que quisiera. Tenía plena con-fianza en mí y estaba seguro de que encontraría la fuerza en mi interior para alcanzar mis ilusiones si ponía auténtica pasión. También comprendí que, de no haber ganado, igual habría sido una experiencia inolvidable por el simple hecho de llegar a los Juegos Olímpicos y competir ante los me-jores del mundo. Finalmente, la medalla de oro fue el valor agregado, un maravilloso regalo, para premiar esa fabulosa aventura, ese largo camino que había emprendido para llegar hasta ahí.

Cuando terminó la premiación nos llevaron directamente a la sala de prensa. Ahí, junto a Claude Issorat y Heinz Frei, respondimos las pregun-tas de la prensa internacional, en torno, al estado de nuestro deporte y el mensaje del movimiento olímpico. Al salir de la conferencia de prensa, José Luis Adame y Jorge Camacho, reporteros de TV Azteca, me estaban esperando para invitarme al programa de José Ramón Fernández.

Eran las nueve y media de la noche cuando tomamos juntos un autobús que nos llevó al Centro Internacional de Televisión (IBC), el cual estaba a medio kilómetro del Estadio Olímpico y dentro del mismo parque. Para mí era muy importante que mi triunfo resonara en México, era fundamental aprovechar ese momento para promover el deporte paralímpico y también una nueva cultura de inclusión social para los discapacitados.

Al llegar al estudio de TV Azteca en el (IBC), todo el staff me recibió con aplausos. Fue muy emotivo ver a tantos mexicanos brindándome ese re-conocimiento. Platiqué con José Ramón Fernández durante 20 minutos y ahí tuve la oportunidad de ver con calma la repetición de mi competencia. Me sentí muy satisfecho por toda la preparación que había hecho y por saber que no nos habíamos equivocado en la elección de la estrategia. Du-rante la entrevista, localizaron telefónicamente a mi familia y nos enlazaron

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“al aire” en televisión nacional. Todo México pudo ver como platicaba con mi mamá mientras ella lloraba de alegría. Fue muy emotivo hablar con ellos, escuchar sus voces llenas de júbilo y cómo mi victoria podía generar tanta felicidad entre la gente que me conocía.

Al terminar la entrevista con José Ramón, fui al estudio de Televisa, el cual se encontraba a un lado. Ahí le dedicamos otros 20 minutos a hablar de mi historia, mis inicios en el deporte y lo que necesitábamos los atletas discapacitados para desarrollarnos mejor. Nunca antes en mi carrera había tenido tanta exposición mediática como ese día. Terminé con las televi-soras después de la medianoche y, hasta momento, sólo había cenado un sandwich que me habían ofrecido en uno de los estudios. Wendy me acompañó en todo momento y juntos regresamos a la Villa Olímpica en una camioneta de TV Azteca.

Cuando llegué a mi habitación me sentía exhausto. Después de ha-ber procesado todos los momentos que había vivido ese día, me quité la medalla de oro que aún me colgaba del cuello y la dejé sobre mi cama. La observé por unos instantes; reflexioné sobre todo lo que significaba. Dediqué unos minutos para orar y darle gracias a Dios por todo lo que me había permitido vivir esa jornada. Esa presea de oro era la segunda para México en esos juegos, luego de la que había conseguido Soraya Jiménez en levantamiento de pesas. Me sentía muy satisfecho porque yo también había cumplido con mi deber como atleta.

Luego de tantas emociones estaba exhausto. Me di un baño y me quedé en la regadera más tiempo del que acostumbraba. Fue ahí cuando recordé lo que algunos años atrás me había dicho uno de mis terapeutas: “Tienes que cambiar tu interior. El 90 por ciento de las personas tratamos de cambiar nuestro exterior y nos frustramos, el 10 por ciento cambian su interior y triunfan”. Yo había elegido ser parte de ese 10 por ciento; yo había aceptado ese reto, ese compromiso; me había atrevido a cambiar mi inte-rior y esa decisión me había llevado al alcanzar lo que tanto había soñado.

Al salir de la regadera, puse mi medalla en el buró y me acosté en la cama. Comprendí que esa presea de oro era un hermoso regalo, pero que la medalla más importante es la que uno sale a conquistar todos los días; el esfuerzo que hacemos por no perder la motivación, por no renunciar a nuestro sueños, por superar los obstáculos que nos pone enfrente la vida, por descubrir todo lo que podemos ser. En esos maravillosos instantes de paz interior, con los ojos cerrados y las imágenes de ese fabuloso día pasando de nuevo por mi mente, confirmé lo que me había repetido durante tantos años: este es el único mo-mento para dar lo mejor de ti, porque es un instante que nunca se repetirá; es la ocasión ideal para poder encontrar tu potencial.