Capitalismo, imperialismo, nacionalismo: dinámicaradical y la dinámica del capitalismo, el...

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7 Capitalismo, imperialismo, nacionalismo: dinámica agraria y resistencia como soberanía alimentaria radical Mark Tilzey

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    Capitalismo, imperialismo, nacionalismo: dinámica agraria y resistencia como soberanía alimentaria radicalMark Tilzey

  • Mark Tilzey

    Mark Tilzey es profesor asociado de la Uni-versidad de Coventry e investigador en go-bernanza de los sistemas alimentarios. Estu-dia temas relativos a la ecología política, los regímenes alimentarios, el cambio agrario y la agroecología, la gobernanza y la política agroambiental, así como la economía políti-ca internacional de los sistemas agroalimen-tarios. Mark también es un ecólogo califica-do con un interés particular en el paisaje y la ecología histórica. Ha asumido un papel de liderazgo en un número significativo de pro-yectos de investigación, incluido un proyecto de Leverhulme Trust que aborda la multifun-cionalidad agrícola en la OMC (un estudio de varios países que explora la relación entre el neoliberalismo y la sostenibilidad agrícola).Centro de Agroecología, Agua y Resiliencia, Universidad de Coventry, Coventry, Reino Uni-do. [email protected]

    Resumen

    E n este artículo se explora la dinámi-ca del capitalismo, el imperialismo y el nacionalismo para contextualizar y explicar la soberanía alimentaria llamada radical. Se definen las oportunidades y limi-taciones que rodean su dinámica, como un movimiento anticapitalista y contrahegemó-nico. Las dificultades para subvertir el nexo Estado-capital se examinan con los Esta-dos de marea rosa en América Latina como la referencia, en particularmente Bolivia y Ecuador. Este populismo “de izquierda”, me-diado por el bienestarismo financiado por el neoextractivismo, ha subvertido movimien-tos “radicales” de soberanía alimentaria. Las crecientes contradicciones del neoextrac-tivismo presagian la deslegitimación de los

    vínculos periféricos entre Estado y capital, un resurgimiento del populismo autoritario de derecha y una nueva ronda de protestas contrahegemónicas.

    Résumé

    Cet article explore les dynamiques du capi-talisme, de l’impérialisme et du nationalisme pour contextualiser et expliquer la souveraineté alimentaire « radicale ». Il présente les possibi-lités et les contraintes qui entourent les dyna-miques de la souveraineté alimentaire « radi-cale » à titre de mouvement anticapitaliste et antihégémonique. Les difficultés de faire échec aux liens entre l’État et le capital sont explorées en prenant l’exemple des États de la vague rose en Amérique latine, en particulier la Bolivie et l’Équateur. Ce populisme de « gauche », par l’intermédiaire d’un État providence financé par le néoextractivisme, a subverti les mouvements pour une souveraineté alimentaire « radicale ». Les contradictions croissantes du néoextracti-visme laissent présager la délégitimisation des liens périphériques entre l’État et le capital, une résurgence du populisme autoritaire de droite, et une autre ronde de protestations antihégé-moniques.

    Palabras clave: Nacionalismo; capitalismo; imperialismo; resistencia agraria; soberanía alimentaria

    Introducción

    En este documento se explora la relación entre la soberanía alimentaria denominada radical y la dinámica del capitalismo, el im-perialismo y el nacionalismo. La soberanía alimentaria radical invoca una comprensión marxiana o sociorrelacional del capitalismo

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  • y las transiciones agrarias (Tilzey 2018) con el capitalismo, a partir de la perspectiva que sur-ge de la mercantilización de la fuerza laboral por medio de la expropiación de los medios de producción de los productores agrícolas, o la acumulación primitiva (Marx 1972). Esta ex-propiación conduce a la imposición de la de-pendencia del mercado a las clases laborales (Kautsky 1988; Madera 2002; Bernstein 2009) como condición de supervivencia. La sobera-nía alimentaria radical, uno de los movimien-tos de resistencia agraria contemporáneos más importantes (Edelman y Borras 2016), pretende la abolición de esta condición como requisito previo para la sostenibilidad social y ecológica. El propósito de este documento es contextualizar en espacio y tiempo los mo-vimientos radicales de soberanía alimentaria dentro de la amplia dinámica política y eco-lógica del nexo Estado-capital (McKay 2018; Tilzey 2018) y del modo imperial, subimperial y periférico del sistema capitalista mundial que los estructura. El razonamiento detrás de esto es, en primer lugar, entender la base causal de la soberanía alimentaria radical en oposición a su forma progresista, y en segun-do lugar, ofrecer una visión estratégica de las oportunidades y limitaciones de la soberanía alimentaria radical como un movimiento an-ticapitalista y contrahegemónico, a partir de los estudios de caso de Bolivia y Ecuador.

    Se articuló una teorización que integra el marxismo político (Brenner 1985; Mooers 1991; Wood 2002), la economía política internacio-nal neogramsciana (Cox 1993; Bieler y Morton 2004), la teoría de la regulación (Boyer y Sai-llard 2002) y la teoría del Estado poulantziano (Poulantzas 1978). Por lo tanto, en este artículo, la lucha de clases, el capital y el Estado serán las categorías analíticas centrales y dialéctica-mente relacionadas, para generar un marco analítico marxiano que delinea la teoría y la praxis de la soberanía alimentaria radical.

    Para entender la base causal de la sobe-ranía alimentaria radical y obtener una visión estratégica sobre las oportunidades y limita-

    ciones que rodean su resurgimiento, creemos que se requiere una mejor comprensión de la dinámica entre capital y Estado como nacio-nalismo, imperialismo, y ahora subimperialis-mo, y de la naturaleza de la dependencia del mercado y la acumulación primitiva, entendi-das como un requisito previo para su subver-sión por la vía de la contrahegemonía (Tilzey 2019a; 2019b). Sostenemos que la contrahe-gemonía como soberanía alimentaria radical —por razones íntimamente relacionadas con el carácter imperialista y subimperialista del capitalismo como el “modo imperial de vivir” (Brand y Wissen 2018)— se encuentra en el hemisferio sur, el núcleo mundial de la mayo-ría de los campesinos, el semiproletariado y pueblos indígenas cuyos vínculos con la tie-rra no mercantilizada ofrecen rutas de escape de la precariedad del capitalismo “desarticu-lado” (De Janvry 1981).

    Sostenemos que esta ubicación diferen-cial se produce por que la “transición agraria” capitalista en el hemisferio sur no ha adop-tado la forma plena de la proletarización —separación completa de los trabajadores de los medios de producción— que ha caracte-rizado al hemisferio norte y partes del subim-perio. Aquí la transición suele ser parcial, los campesinos y el semiproletariado conservan por lo regular cierto acceso a la tierra, una tendencia agravada por la falta de oportu-nidades de empleo seguro en la agricultura capitalista y el sector no agrario (De Janvry 1981; Vergara-Camus 2014; Vergara-Camus y Kay 2017; McKay 2018). Esto se debe, en gran medida, a las formas periféricas y dependien-tes de acumulación de capital (Petras y Velt-meyer 2016). Es decir, aunque la gran mayoría de países de América Latina ha pasado por una transición capitalista, el carácter social y sectorialmente desarticulado de esa tran-sición (De Janvry 1981; McKay 2018) implica que un porcentaje significativo de las “clases laborales” que conservan el acceso a la tierra emprenden formas de producción no capi-talistas. Este porcentaje —campesinado me-

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  • dio e inferior— retiene una posición de clase campesina más que proletaria, una conside-ración vital para entender la base causal de la soberanía alimentaria radical. Creemos que debido a la semiproletarización y la precarie-dad, tiende a surgir un imaginario “radical” de soberanía alimentaria —aunque no está im-plícita la inevitabilidad—, una posición contra-hegemónica que aboga por la redistribución de la tierra de los capitalistas entre el campe-sinado y el precariado para produccir valores de uso fundamental, siendo la comida quizá el más importante. Esta transición agraria “in-versa” constituye una abrogación de la acu-mulación primitiva.

    En el caso contrario, sugerimos que la transición agraria capitalista en el hemisferio norte, y cada vez más en el subimperio, ha implicado más bien la proletarización, lo que ha llevado a la extirpación del campesinado y la apropiación casi exclusiva del campo por agricultores capitalistas. El carácter poten-cialmente revolucionario del proletariado se ha visto disminuido aquí por la cooptación de esta clase en el capitalismo como “aristocra-cia laboral” y “consumidores”. El “intercambio ecológico desigual” con el hemisferio sur ha facilitado estas “recompensas materiales” y el carácter urbano predominante de estas sociedades, lo que podríamos llamar “impe-rialismo de recursos” para sostener el “modo imperial de vida” (Brand y Wissen 2018). La im-plicación de estas dinámicas es que, debido a la extirpación general del campesinado, la resistencia rural al capitalismo en el hemisfe-rio norte es minúscula en comparación con la del el hemisferio sur, y por lo general asume una forma no “radical”, sino de soberanía ali-mentaria “progresista”, porque la promueven los productores comerciales “alternativos” de menor escala, los “nuevos campesinos”, en palabras de van de Ploeg (2008).

    ¿Cómo podría suceder el cambio contra-hegemónico de la soberanía alimentaria ra-dical? Aquí es donde el papel del precariado del hemisferio sur se vuelve fundamental. La

    ubicación diferencial de las clases contrahe-gemónicas radicales en la periferia implica el resurgimiento de las rupturas entre Esta-do y capital, como se ha demostrado en la historia de las “guerras campesinas” (Wolf 1999; Vergara-Camus 2014). No está implíci-ta la inevitabilidad, por supuesto, pues cual-quier escenario de este tipo está supeditado a la dinámica “política” —la fuerza relativa y la destreza estratégica de las fuerzas socia-les, o la “lucha de clases”—, aunque con un trasfondo “ecológico” de escasez creciente de recursos y energía. En la segunda parte de este documento expondremos las dificulta-des que conlleva que las comunidades sub-viertan el nexo Estado-capital, al referirnos a la experiencia de los movimientos con-trahegemónicos en los Estados de “marea rosa” de América Latina. Bolivia y Ecuador representan un microcosmos, aunque sean un pálido reflejo, del funcionamiento del “modo imperial de vivir” en el que las fuerzas contrahegemónicas que derrocaron el neo-liberalismo en la primera década del nuevo milenio se ven trastocadas progresivamente por programas nacional-populares del capi-talismo reformista. El término “nacional-po-pular” implica una alianza de clases entre los grupos “subhegemónicos” —burguesía de orientación nacional y pequeña burgue-sía— y contrahegemónicos o anticapitalistas para formar partidos políticos como el Mo-vimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia y la Alianza País (AP) en Ecuador. El capitalismo “reformista” supone una forma socialmente incluyente del dúo Estado-capital, en el que el Estado se apropia un porcentaje significa-tivo del valor excedente o de las rentas de capital y lo redistribuye entre las “clases la-borales”.

    Estos regímenes “populistas”, en alian-za con el capital imperial y subimperial, han desplegado las ganancias del neoextracti-vismo hacia el radicalismo amortiguado por el bienestarismo y el empleo, y al mismo tiempo han fomentado la acumulación pri-

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  • mitiva y la destrucción de las formas ecoló-gicas de vivir (Veltmeyer y Petras 2014; Til-zey 2019a). La resistencia a la acumulación primitiva y la precariedad va en aumento; sin embargo, como respuesta, los Estados se tornan cada vez más autoritarios. Sostene-mos que, como consecuencia, la deslegiti-mación del nexo periférico Estado-capital vuelve a estar presente. Si bien el populismo de derecha es un peligro siempre presente, como lo demuestran los acontecimientos actuales en Bolivia y Ecuador, esa deslegiti-mación presagia una nueva ronda de protes-tas contrahegemónicas.

    Capitalismo, imperialismo, nacionalismo y soberanía alimentaria radical

    El surgimiento de la soberanía alimentaria ra-dical se basa en buena medida en la perpe-tuación de un semiproletariado con acceso parcial e inadecuado a la tierra, en gran parte del hemisferio sur. Con frecuencia, este semi-proletariado también tiene una relación fun-cional dualista con el capital (De Janvry 1981; McKay 2018), el nexo Estado-capital en el sur que busca mantener relaciones de acumula-ción de capital socialmente desarticulada. Ésta es la clave del “nuevo imperialismo” (Petras y Veltmeyer 2016; Tilzey 2019b), el norte que subordina al sur bajo el neoliberalismo, con el imperio que busca perpetuar las relaciones de

    articulación social entre sus ciudadanos a ex-pensas de la periferia. Para estos últimos, la realidad de la precariedad, que implica una remuneración insuficiente, empleo intermiten-te o la autoexplotación en el sector informal, merma la narrativa —asociada a la articula-ción social— de la inevitabilidad y la superio-ridad de los modos de existencia capitalistas/urbanos/industriales frente a los modos no capitalistas vis-à-vis. De manera tendencial, el resultado es un imaginario “radical” de so-beranía alimentaria, ciertamente de soberanía de la tierra o soberanía de subsistencia (Tilzey 2018), como contrahegemonía y como transi-ción agraria inversa, en la que el acceso a la tierra para producir valores de uso esencial es la principal demanda del precariado.

    El Estado —imperial/subimperial— des-empeña un papel importante en la constitu-ción y estabilización del “modo imperial de vida” no sólo al asegurar el acceso externo a los recursos estratégicos —acumulación—, sino al garantizar internamente un cierto nivel de vida de las masas con ayuda de los sis-temas de seguridad social y las regulaciones del mercado laboral —legitimación—. El Es-tado implementa un modo de regulación —legitimación—, como la normalización hege-mónica del consumidor como denominador clave de la “buena vida”, mientras la capaci-dad de prometer y asegurar el crecimiento y el “progreso” —el régimen de acumulación— es en particular importante porque constitu-ye la base material del modo de vida imperial (Boyer y Saillard 2002; Jessop 2016; Brand y Wissen 2018; Tilzey 2019b). Por lo tanto, ve-mos que el capitalismo, el Estado y el impe-rialismo, con el “centro” y la “periferia”, están “internamente” relacionados, o constituyen fenómenos conjuntos.

    En términos más generales, el capitalismo no puede sobrevivir sin el Estado, porque éste asegura funciones de acumulación y legiti-mación fundamentales para el primero, por lo tanto, el capital y el Estado moderno son codependientes como el nexo Estado-capital

    El norte que subordina al sur bajo el neoliberalismo, con el imperio que busca perpetuar las relaciones de articulación social entre sus ciudadanos a expensas de la periferia. Para estos últimos, la realidad de la precariedad, que implica una remuneración insuficiente, empleo intermitente o la autoexplotación en el sector informal,

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  • (van Apeldoorn, de Graaff, y Overbeek 2012; McKay 2018; Tilzey 2018). Otero (2013; 2018) desarrolla un argumento similar sobre la im-portancia regulatoria continua del Estado en contraste con los argumentos de McMichael (2013) para los poderes plenipotenciarios asumidos por el capital transnacional. En pri-mer lugar, se trata de las funciones comple-mentarias de acumulación y legitimación del Estado en relación con el capital, como las definen O’Connor (1973) y la reoría de la regu-lación (Boyer y Saillard 2002). Además, según Poulantzas (1978), dada la falta de influencia “extraeconómica” que los capitales individua-les pueden ejercer al proporcionar el espacio institucional esencial para varias fracciones de la clase capitalista, y quizá otras clases, el Estado puede formar estrategias y alianzas a largo plazo mientras, en paralelo, el mismo Estado desorganiza las clases no capitalistas por medio de la cooptación y la división.

    El nacionalismo puede ser un componen-te clave, porque eleva la identidad nacional por encima de la clase, facilitada a su vez por recompensas materiales aseguradas por medio del imperialismo. Poulantzas (1978) también indicó que el Estado, por razones de legitimación, debe ser “relativamente autónomo” de los intereses y demandas de fracciones particulares del capital, incluso del capital “en general”. Sugirió que el Estado representa la condensación del equilibrio de las fuerzas de clase en la sociedad. Propo-nemos, entonces, que el Estado moderno se conceptualice útilmente como una rela-ción social. En otras palabras, se trata de una arena o contenedor —el nexo Estado-capi-tal— (Taylor 1994; van Apeldoorn, de Graaff y Overbeek 2012) en el que se desempeñan la impugnación de clases y el compromiso, sobre todo para asegurar la reproducción material e ideológica de las fracciones he-gemónicas del capital, incluso cuando éstas tengan una orientación transnacional. Esto

    1 La “cuestión agraria” se refiere al trabajo original del mismo nombre de Kautsky (1988), en el que explora el impacto del capitalismo en la sociedad agraria, el papel de la agricultura en el curso del desarrollo capitalista

    también afirma la importancia perdurable de las fracciones divergentes de capital en la dinámica actual y la importancia generaliza-da de la forma territorial y el carácter poten-cialmente imperialista del Estado.

    El nacionalismo/populismo personifica la iniciativa de clases particulares/fracciones de clases que aprovechan las crisis de acumula-ción, en especial las de legitimación, con miras a mejorar los intereses político-económicos de su electorado principal. El resultado es la formación de un “bloque histórico” —una alian-za de clases más allá del electorado principal que puede denominarse “nacional-popular” (Gramsci 1971)—, cuyo objetivo es la “captu-ra” del Estado como preludio de la estabiliza-ción, por medio de la relegitimación del nexo Estado-capital. Esto se asegura con medidas reformistas en beneficio de las clases que su-frieron en la crisis precedente, como causa del nacionalismo/populismo. Típicamente, el po-pulismo despliega el nacionalismo como un contrapunto retórico del “internacionalismo” —fracciones de capital neoliberales y transna-cionalizadas— y subordina la clase a la identi-dad nacional/étnica/racial (Brass 2000; 2014).

    Las resistencias al neoliberalismo y el im-perialismo, como en los Estados de la marea rosa, pueden tomar la forma de intentos na-cional-populares para fomentar la articula-ción social, que tienen el efecto de subvertir la fuerzas contrahegemónicas y anticapita-listas, como la soberanía alimentaria radical. Sin embargo, estos intentos de fomentar el capitalismo articulado se ven limitados por la dependencia imperial/subimperial y la incapacidad de proporcionar empleo se-guro no agrícola que podría transformar al campesinado en un proletariado, como en el hemisferio norte. Como se mencionó, es-tos intentos son los “límites políticos” de la transición agraria al capitalismo —señalada en otras partes como “cuestión agraria 1” (Tilzey 2018, 322)—1 y están restringidos por

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  • limitaciones ecológicas —fuentes y sumide-ros— que prohíben en el hemisferio sur la generalización de los niveles de consumo/abundancia del hemisferio norte —señala-da en otras partes como “cuestión agraria 2”: límites “ecológicos” (Tilzey 2018, 322)—. El desarrollo desarticulado resultante y la precariedad generalizada acarrean deman-das de los que carecen de tierras para tener un modelo de soberanía alimentaria radical más allá del capitalismo, reforzado por un resurgimiento del llamado a la autodeter-minación y la descolonialización indígenas —señalado en otras partes como “cuestión agraria 3”: el “modo campesino”, fuera del impasse político-ecológico del capitalismo (Tilzey 2018,322)—.

    Regímenes nacional-populares, neoextractivismo y la subversión de la contrahegemonía

    Los impactos diferenciales de la dinámica ex-plotadora “política” y “ecológica” en el sur, los déficits en el desempeño periférico del Estado respecto a su bienestar, empleo y legitimidad, junto con la asunción intrínseca dentro del capital “formal” en vez de “real” de la mayoría semiproletaria, llevan consigo la probabilidad creciente del desafío al nexo Estado-capital por fuerzas sociales contrahegemónicas. No obstante, la capacidad del nexo Estado-ca-pital para subvertir la contrahegemonía se ha demostrado incluso en el hemisferio sur, en experiencias como las de los movimien-tos radicales de soberanía alimentaria en el ciclo “progresivo” de los Estados de la marea rosa latinoamericana. Bolivia y Ecuador son Estados que ejemplifican cómo las fuerzas “radicales”, conformadas por el campesinado superior/inferior, el semiproletariado, el pro-

    y en particular el papel político del campesinado al facilitar u obstruir el cambio social radical.

    letariad, los sin tierra y los pueblos indígenas, entraron en lo que resultó ser una alianza fa-tídica con la burguesía nacional “progresista” y el campesinado superior para desplazar el neoliberalismo, sólo para instalar regímenes nacional-populares de capitalismo reformista (Hylton y Thomson 2007).

    Algunos estudiosos (Postero 2010; Har-ten 2011; Ellner 2012) ven el surgimiento de los Estados de marea rosa como una des-viación radical de los regímenes neoliberales anteriores, una refundación de la economía, la sociedad y el Estado que “pretende ha-cer que todo el sistema económico y políti-co sea más justo, incluyente, participativo y alineado con las culturas indígenas” (Ellner 2012, 97) y “promete la inclusión radical de todos los desfavorecidos en el pasado” (Har-ten 2011, 202-203). Postero (2010, 29) sugiere que los nuevos regímenes representan una cesión del “control permanente sobre el Es-tado a los sectores indígenas y populares”. El análisis que se presenta en este artículo es profundamente escéptico de esas afirmacio-nes y se alinea con el pensamiento articula-do por estudiosos como Brabazon y Webber (2014), McKay (2018), Vergara-Camus y Kay (2017), y Veltmeyer y Petras (2014). Este pen-samiento afirma, con diversos énfasis, que si bien los Estados de marea rosa asumieron o han asumido funciones regulatorias y re-distributivas mayores que sus predecesores neoliberales, éstas se han guiado más por el “neodesarrollismo” y el “agroextractivismo” o neoextractivismo que por cualquier intento real de enfrentar las bases estructurales de la desigualdad, la pobreza y la precariedad de la tierra. Como indican Vergara-Camus y Kay (2017, 433), los dos elementos más impor-tantes en las políticas rurales de estos Esta-dos “han sido la falta de una reforma agraria redistributiva y la falta de un programa de reformas para colocar a los campesinos y la agricultura familiar en el centro de un modelo

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  • sostenible e igualitario de desarrollo agrícola”, o en nuestros términos, de soberanía alimen-taria radical. Vergara-Camus y Kay abundan:

    No se elaboró ningún plan para comenzar a re-

    organizar al sector campesino para que pudiera

    adquirir algún tipo de dinamismo colectivo con

    la creación de cooperativas, redes o agroindus-

    trias, en lugar de políticas aisladas orientadas

    hacia el productor individual. Del mismo modo,

    la mayoría de las medidas contra la pobreza

    simplemente aliviaron por un tiempo los ni-

    veles de pobreza con una serie de subsidios

    y apoyos a los ingresos, que dependen de la

    capacidad y la voluntad de los gobiernos para

    proporcionarlos.

    El capitalismo reformista implica un nuevo compromiso con mayor orientación e inter-vencionismo del Estado en la economía, so-beranía alimentaria nacional —en gran medi-da retórica— y programas sociales para aliviar las graves disparidades de ingresos de la era neoliberal (Veltmeyer y Petras 2014). Sin em-bargo, los fondos para estos últimos se basan en los ingresos del “nuevo” extractivismo de minerales, combustibles fósiles y agrocom-bustibles, ofrecidos por el surgimiento de Estados subimperiales, en particular China (Veltmeyer y Petras 2014). Estos fondos han sido instaurados por el “Estado compensa-dor” (Gudynas 2012) para subvencionar pro-yectos de bienestarismo e infraestructura y apaciguar al electorado contrahegemónico, cuyas demandas de redistribución radical de la tierra y derechos de la tierra siguen estando insatisfechas en gran medida. Por lo tanto, te-nemos una situación en la que las dinámicas del Estado, como “doble movimiento” (Polan-yi 1957) contra el neoliberalismo, se facilitan por el auge de una hegemonía en potencia, China, que forja vínculos simbióticos, aunque asimétricos, con regímenes nacional-popula-res periféricos para apoyar la acumulación y su deseo de asegurar la paridad geopolítica con Estados Unidos.

    En la última década, Bolivia y Ecuador han instaurado estrategias nacional-populares con objetivos de acumulación y legitimación: una forma de capitalismo redistributivo, cen-trado en las necesidades de acumulación de su electorado principal de clase subhe-gemónica, mientras han utilizado los frutos del neoextractivismo —cimentado en gran medida por la oligarquía agraria y el capital transnacional— para aplacar a las clases con-trahegemónicas por medio del bienestarismo como una medida de legitimación (Vemelt y Petras 2014). Esto permite eludir o mitigar por un tiempo las causas estructurales de la desigualdad y la pobreza, pero sólo a costa de profundizar las contradicciones políticas y ecológicas del capitalismo extractivo (Tilzey 2019a). Conforme estas contradicciones se profundizan y se exacerban por el crecimiento “sin empleo” y la alta dependencia de los mer-cados externos, crece proporcionalmente el malestar social. La respuesta del bloque go-bernante en los Estados de marea rosa es un giro hacia el creciente autoritarismo para im-pulsar su programa de mercantilización ace-lerada (Webber 2017b) y la destrucción de los fundamentos biofísicos para una vida sosteni-ble, o buen vivir, en nombre del crecimiento efímero y el consumismo.

    Un régimen nacional-popular gira en tor-no al equilibrio de la legitimidad del nexo Estado-capital: ¿quién se beneficia de la acumulación extractiva, el bienestarismo y la creación de infraestructura bajo el “neode-sarrollismo”? ¿Quién pierde con la acumula-ción primitiva y la proletarización? El régimen funciona mediante el trasformismo, una es-trategia para asimilar y neutralizar los intere-ses contrahegemónicos al incorporarlos a las políticas del bloque histórico, subhegemóni-co (Cox 1993). Por lo tanto, las protestas con-trahegemónicas, como las movilizaciones antineoliberales en Bolivia y Ecuador en las décadas de 1990 y 2000, son asimiladas de manera progresiva en el bloque nacional-po-pular, mientras la oligarquía hegemónica, en

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  • un inicio marginada, ve que su influencia se restablece poco a poco. En lugar de restaurar el estatus quo, el trasformismo implica una transformación “molecular” (Gramsci 1971; Webber 2017b) en el equilibrio de la influen-cia de clase, que va aniquilando la capacidad de los movimientos contrahegemónicos y domesticando al mismo tiempo al extremis-mo de derecha de la oligarquía. El trasfor-mismo, como programa nacional-popular de capitalismo reformista implica una dialéctica de revolución/restauración, transformación/preservación (Webber 2017a; 2017b), en la que un bloque populista subhegemónico apacigua a la oligarquía y al mismo tiempo busca neutralizar a las fuerzas contrahege-mónicas. El pegamento fiscal que une el blo-que populista proviene del neoextractivismo, que cobra un precio cada vez más alto a las poblaciones subalternas y el tejido biofísico de la tierra, lo que incita la resistencia de es-tas poblaciones. El resultado predecible es el aumento del autoritarismo estatal.

    Los regímenes de Rafael Correa y Lenín Moreno en Ecuador, y de Evo Morales en Bolivia ejemplifican bien este proceso. Am-bos han tratado de relegitimar el capitalismo con el reformismo populista de “izquierda” y

    la ampliación de la cohorte de beneficiarios del extractivismo. De manera sintomática, el núcleo del bloque populista subhegemónico comprende a las clases medias que, en par-ticular en Ecuador, se han visto beneficiadas con el aumento del empleo, los salarios y el desarrollo de infraestructura por medio de subsidios a los combustibles (Davalos y Albu-ja 2014).

    Bolivia

    Las elecciones de 2005 le dieron una clara victoria a Evo Morales, el líder del sindicato de cocaleros. Su partido, el MAS, era cerca-no a los movimientos sociales indígenas, an-ticoloniales y populistas emergentes que se habían unido para oponerse a las reformas neoliberales impuestas desde la década de 1990. Esta coalición de organizaciones cam-pesinas, indígenas y obreras formó el Pacto de Unidad, fundamental para el ascenso de Morales al poder, y se integró al nuevo ré-gimen en varios niveles (Fabricant 2012; Mc-Kay, Nehring y Walsh-Dilley 2014; Webber 2015; 2017a).

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  • La distribución altamente desigual de la tierra fue una de las causa importantes de la movilización antineoliberal. La pequeña clase de oligarquía terrateniente posee más de 70% de la tierra más productiva, concentrada en las zonas bajas del este, mientras más de tres millones de campesinos, de una pobla-ción nacional de unos 10 millones de perso-nas, no poseen tierras (Enzinna 2007; Webber 2015). Una pequeña clase de campesinos ricos o de clase alta —pequeñas granjas co-merciales—, entre el campesinado inferior y la oligarquía, dio un apoyo político vital a Mora-les. Como era de esperarse, esta clase recibió recompensas (Webber 2017b) y aumentó su número de miembros durante el régimen de Morales (Webber 2017b).

    La aspiración del Pacto de Unidad era ins-tituir una Revolución Agraria para enfrentar las condiciones lamentables de los campe-sinos inferiores e indígenas. Esto debía lo-grarse con la expropiación de la tierra de la oligarquía y su redistribución entre los cam-pesinos (McKay, Nehring y Walsh-Dilley 2014), elemento crucial de la soberanía alimentaria radical, y también con la reasignación de tie-rras de propiedad estatal, como una manera mucho menos contenciosa de perseguir la

    reforma agraria. De este modo, la prioridad política de la Revolución Agraria de 2006 de-bía ser la distribución de tierras del Estado “que no cumplían una función socioeconómi-ca” a favor de los grupos subalternos (Fabri-cant 2012). Lamentablemente, este esperado programa de redistribución de la tierra no se ha materializado. Como era de esperarse, el campesinado superior, el pilar de apoyo de Morales, ha sido el principal beneficiario de la reforma (Colque, Tinta y Sanjines 2016) y la oligarquía agraria ha permanecido en gran medida intacta (Fabricant 2012; Webber 2015). En realidad, dado que menos de 10% de la tierra en el sector de la reforma se ha trans-ferido a los beneficiarios subalternos para los que estaba destinada, la estructura sesgada de la propiedad de la tierra en Bolivia perma-nece inalterada.

    Aunque el periodo entre 2006 y 2010 fue más auspicioso respecto a la reforma radical de la tierra, esta ventana de oportunidad se ha ido cerrando desde entonces. Después de 2010, el régimen de Morales optó por priori-zar el registro y el título de las tierras en lugar de la expropiación y la redistribución (Colque, Tinta y Sanjines 2016; Webber 2017b). entre tanto tanto, se ha vuelto característica la bi-

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  • furcación de una clase ampliada de campe-sinado superior comercial yuxtapuesta a un campesinado inferior sin tierra o semiprole-tariado (Webber 2015; Colque, Tinta y Sanji-nes 2016). La consolidación de la primera se facilitó mediante el registro de la tierra, que implicaba la concesión de derechos de pro-piedad absolutos a los particulares. Con la consolidación de su estatus jurídico-econó-mico, este pequeño sector comercial agríco-la continúa explotando la deteriorada fortuna del campesinado inferior al obligarlo a vender su fuerza de trabajo.

    Donde antes prevalecía un dualismo en-tre el semiproletariado campesino y la oli-garquía agraria, con la expansión del cam-pesinado superior el registro de tierras vio el surgimiento de una estructura tripartita de relaciones sociales y de propiedad agraria. La oligarquía ha conservado su estatus como la clase hegemónica en el control de la tierra más productiva, la producción de la plusvalía y el arrendamiento de tierras. El campesinado superior comercial constituye la clase subhe-gemónica agraria que, en lugar de ser “au-tónoma”, en realidad está subordinada a las cadenas de valor más grandes del desarrollo agroindustrial (Colque, Tinta y Sanjines 2016; Webber 2017b; McKay 2018). Además, las afirmaciones del régimen de Morales sobre el papel estratégico de esta clase en la se-guridad alimentaria nacional fueron en gran medida retóricas, pues durante el mandato del MAS se presenció una expansión cons-tante en la importación de alimentos básicos, que comprometió la producción nacional de salarios relacionados con alimentos y la su-pervivencia del campesinado medio e inferior (Colque, Urioste y Eyzaguirre 2015; Ormachea Saavedra 2015). El destino de la clase con-trahegemónica semiproletaria y sin tierra en esta estructura tripartita tiene dos vertientes: convertirse en un ejército de mano de obra o de reserva —que causa la reducción de sa-larios y costos de producción por el dualis-mo funcional— o convertirse en población de

    “excedentes”, condenados a unirse a las filas del precariado rural/urbano (Colque, Tinta y Sanjines 2016; McKay 2017). El Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra (MST) de Bolivia, por ejemplo, representa una res-puesta radical de soberanía alimentaria. Sus tácticas de invasión de tierras reflejan el en-tendimiento de sus miembros de que la des-igualdad de tierras está incrustada en el con-texto periférico del capitalismo mundial, que debe transformarse para lograr la igualdad en el reparto de tierras. El MST se esfuerza por garantizar los derechos colectivos a la tierra de todos los campesinos bolivianos en el contexto de una campaña más amplia para la reforma agraria generalizada, que impli-ca cambiar las relaciones sociales hacia una producción independiente, a pequeña escala y ecológicamente sostenible (Fabricant 2012; Brabazon y Webber 2014).

    La oligarquía agraria alcanzó la hegemo-nía estatal de 1996 a 2006, una “alianza des-articulada” que, sin embargo, fue desplaza-da temporalmente por la subhegemonía del gobierno del MAS entre 2006 y 2009, el pe-riodo de la Revolución Agraria (McKay 2018). Al antagonismo abierto entre la oligarquía y el “bloque histórico” del MAS de movimien-tos subhegemónicos y contrahegemónicos durante este lapso le siguió un acercamien-to entre las fracciones de la oligarquía y las subhegemónicas. Esto coincidió con el com-promiso de Morales de profundizar el neoex-tractivismo al aliarse con la oligarquía en una “Revolución productiva” (McKay 2018) y al mismo tiempo “desradicalizar” a los elemen-tos contrahegemónicos del bloque por me-dio de la cooptación o la represión. El núcleo de la alianza populista subhegemónica com-prende, como se ha señalado, el campesina-do comercial superior —que ha mantenido su influencia sobre muchas instituciones públi-cas, Instituto Nacional de la Reforma Agraria, la Comunidad Andina de Naciones y el Minis-terio de Desarrollo Rural y Tierra— y los sin-dicatos más grandes, como la Confederación

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  • Sindical de Trabajadores Campesinos de Bo-livia (Colque, Tinta, y Sanjines 2016; Webber 2017b). Esta insinuación de la fracción cam-pesina superior en el aparato estatal y pa-raestatal, el electorado principal de Morales, ha significado la decapitación y el intento de desmovilización de las fuerzas contrahege-mónicas. En este sentido, la Revolución Agra-ria, que debió transformar las relaciones so-ciales y de propiedades rurales en beneficio de la mayoría campesina inferior, permanece en suspenso (Almaraz 2015). A falta de una resolución para la situación agraria de la ma-yoría campesina inferior en la reforma agraria redistributiva, la gran cuestión se refiere a la durabilidad de la alianza popular nacional. La ironía es que Morales trató de suavizar a la oposición al instaurar el “Estado compensa-dor”, que tiene como premisa el extractivismo que impulsa la acumulación primitiva, la base causal de esa oposición. El régimen del MAS intentó mitigar la precariedad resultante con acciones de bienestarismo, sin atender sus causas. Conforme Morales trataba de forzar la expansión del extractivismo frente a la dis-minución de los precios de los productos bá-sicos, desde 2014, la contradicción ecológica se profundizó, hubo mayor precariedad so-cial y se incrementó la oposición. De la misma manera, el populismo del régimen se volvió cada vez más autoritario. En efecto, el estilo de liderazgo de Morales se parecía cada vez más al de un caudillo (Thwaites Rey y Ouviña 2012; Zibechi 2016; Webber 2017b) por la for-mulación de políticas tecnócrata y déspota, con actividades extractivas implementadas a la fuerza. Esto sólo incitó una mayor oposición al modelo de exportación extractiva, su des-trucción ecológica concurrente y la violen-cia. Las repercusiones políticas de este giro al autoritarismo incluyeron la fragmentación del Pacto de Unidad, con la salida de la Con-federación de Pueblos Indígenas del Oriente Boliviano (CIDOB) y el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (CONAMAQ), en 2011 (Webber 2017b). Morales, a su vez,

    intentó inhabilitar a estas organizaciones con respecto a su representación independiente de grupos indígenas y campesinos. El riesgo para el MAS, con este giro al autoritarismo, se manifestó con más claridad en la decisión de la antes leal Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUT-CB) de seguir retirar su apoyo al MAS en su intento de cambiar la constitución con el fin de permanecer en el poder. Este cisma sin precedentes es sintomático del aumento de la autonomía relativa de la CSUTCB y el de-terioro de sus relaciones con el MAS (McKay 2018). Esta enemistad con la CSUTCB resultó profética en relación con los acontecimien-tos actuales, cuando su líder Nelson Con-dori, tras la salida de Morales hacia México, después del “golpe” en noviembre de 2019, literalmente recibió con los brazos abiertos al dirigente de los nuevos “populistas de dere-cha”, Luis Camacho.

    El régimen del MAS, con sus políticas y retórica nacional-populares, trató de legiti-mar un programa de acumulación extractiva de capital (Orellana 2011). El MAS intentó “in-corporar” el capitalismo y ampliar su cohor-te de beneficiarios entre los grupos de bajos ingresos con medidas de bienestarismo, con una narrativa de comunalismo y cooperación como un falso vivir bien. Esto representó un equilibrio temporal entre las dimensiones contradictorias de acumulación y legitima-ción del nexo Estado-capital. Al aplacar a las fuerzas contrahegemónicas entre 2006 y 2009, Morales restauró la legitimidad del nexo Estado-capital. Más adelante, cambió el énfasis a la acumulación de capital para be-neficiar a la oligarquía terrateniente, el capi-tal transnacional y el campesinado superior a expensas de la mayoría subalterna (Webber 2017b). Con la pérdida de la legitimidad del MAS, esta mayoría subalterna ha buscado de nuevo una solución “política” y “ecológica” al extractivismo más allá del capitalismo. Los límites de la legitimidad del MAS se han de-finido por su creciente recurso al autoritaris-

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  • mo en busca del neoextractivismo. Ahora, in-centivados por la tendencia hacia la derecha de los regímenes de Brasil y Estados Unidos, la oligarquía cruceña y los nuevos ricos han aprovechado hábilmente las divisiones en el bloque histórico de izquierda y el autoritaris-mo de Morales para maquinar un “golpe” en nombre de la “democracia” y el “pueblo”. Si se institucionaliza con éxito, esta maniobra mar-cará el comienzo de una ronda de extractivis-mo intensificado y la erosión de los avances sociales logrados por el MAS, lo que amena-za con socavar, quizás irremediablemente, la construcción a largo plazo de la “soberanía de subsistencia” como el auténtico buen vivir.

    Ecuador

    A pesar de más de 10 años de mandato de los regímenes populistas de “izquierda” de Co-rrea y ahora Moreno, la estructura de la te-nencia de la tierra en Ecuador sigue sesgada a favor de una oligarquía agraria y la mayo-ría del campesinado es semiproletario o sin tierra (Brassel, Herrera y Laforge 2008). Así como la falta de acceso a la tierra de estos subalternos condujo a una protesta agraria antineoliberal en la década de 1990, también representa una contradicción fundamental en el proyecto popular nacional de Correa y Moreno (Carrión y Herrera Revelo 2012; Martí-nez Valle 2017). Al igual que en Bolivia, estas fuerzas subalternas contrahegemónicas brin-daron oportunidades a los intereses subhe-gemónicos, que incluían a las clases medias urbanas —forajidos— y el campesinado supe-rior para constituir un “bloque histórico” y re-vocar el neoliberalismo en 2006 (Clark 2017). Este bloque fue apoyado desde el exterior por la búsqueda de combustibles fósiles y minerales, y la exportación agrícola de China, que estaba feliz de extender el crédito al nue-vo régimen (Bonilla 2015). El núcleo urbano de clase media de este bloque subhegemónico

    logró integrarse a la fracción “progresista” o campesina superior por medio de la nueva subvención estatal para mejoras competiti-vas en la agricultura comercial a pequeña es-cala (Henderson 2017). Al mismo tiempo, trató de neutralizar a la fracción campesina inferior “radical” con el “bienestarismo”, financiado por un “Estado compensador” emergente, sobre la base del neoextractivismo y los préstamos chinos (Davalos y Albuja 2014).

    La dependencia política de Correa en la Mesa Agraria (Plataforma Agraria), una agru-pación de fuerzas contrahegemónicas, lo obligó, después de las elecciones, a cumplir con uno de sus principales compromisos: la convocatoria en abril de 2007 de una asam-blea nacional constituyente (McKay, Nehring y Walsh-Dilley 2014). Esta asamblea aseguró la “inclusión en la constitución” de muchas de las demandas clave de la Plataforma Agraria, en particular, la redistribución de la tierra al sector campesino, la subvención estatal y los servicios de extensión a gran-jas de menor escala (Clark 2017). Con du-das predominantes sobre su legitimidad, el régimen de Correa fue forzado a absorber estas demandas de soberanía alimentaria, al menos en la retórica, en su proyecto po-pular nacional. Sin embargo, más adelanté quedó claro que Correa estaba dispuesto a considerar la implementación sólo de los elementos reformistas, “progresistas”, de la soberanía alimentaria, es decir, propuestas del campesinado superior subhegemónico consistentes con su populismo nacional. Las demandas “radicales” o contrahegemónicas de redistribución de la tierra aún no han sido atendidas (Giunta 2014; Henderson 2017; Til-zey 2019a). Correa, y en consecuencia More-no, sólo ha introducido las medidas de refor-mas agrarias que concuerdan con su visión de soberanía alimentaria productivista como seguridad alimentaria nacional, lo que impli-ca, entre otras cosas, el apoyo a las mejoras de la productividad del sector campesino superior.

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  • Así como en Bolivia, la visión de la sobe-ranía alimentaria de Correa y Moreno es in-compatible con las demandas contrahege-mónicas del campesinado inferior sobre la redistribución de tierras, la sostenibilidad y la producción agroecológica (Carrión y He-rrera Revelo 2012; Martínez Valle 2017). Estas últimas habían sido mitigadas con el “bien-estarismo” del “Estado compensador”. Los medios fiscales para hacerlo provenían de manera indirecta de los ingresos neoextrac-tivistas (Davalos y Albuja 2014). Al igual que Morales en Bolivia, Correa y Moreno han fo-mentado la “nueva extracción” de minerales, combustibles fósiles y agroalimentos, por ejemplo, el aceite de palma principalmente en la zona oriente, impulsada cada vez más por capital chino (Carrión 2016). Además, gracias a préstamos chinos, se han financia-do obras de infraestructura, como carreteras

    y aeropuertos, lo que refuerza el compro-miso del régimen con el neoextractivismo. Mientras el neoextractivismo causa devas-tación ecológica y dislocación social en el oriente ecuatoriano (Carrión 2016), los princi-pales beneficiarios del “Estado compensador” —el campesinado superior por el crédito y el campesinado inferior por los complementos salariales— no se ven tan afectados. Entre tanto, la oposición al extractivismo es cada vez más reprimida con argumentos de “terro-rismo” o “desestabilización de la revolución de los ciudadanos”, indicativo de una marca-da tendencia hacia el populismo autoritario (De la Torre 2013). De la Torre (2013) señala que el Estado está cooptando movimientos sociales y domando a la sociedad civil, los ciudadanos se están convirtiendo en recep-tores pasivos y agradecidos con las políti-cas benevolentes y tecnócratas de su líder.

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  • Esto es parte de una tendencia clara hacia el caudillismo y el autoritarismo. Sin embar-go, a diferencia de Bolivia, el liderazgo del movimiento social no es utilizado por el apa-rato estatal, sino que sus miembros son en-gañados por políticas estratégicas dirigidas y desembolsos para el bienestar. El resultado ha sido el divorcio progresivo de los líderes del movimiento social y su base de apoyo, como en el caso de la Federación Nacional de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras (Fenocin), la Confederación de Na-cionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) y la Confederación de los Pueblos de Nacio-nalidad Kichwa del Ecuador.

    El programa de Correa y Moreno de me-jorar la productividad y competitividad co-mercial del campesinado superior y colo-car al Estado en el centro —“reestatización” (Tilzey y Potter 2007)— como propulsor de desarrollo (Herrera Revelo, 2017) responde a las necesidades de esta pequeña fracción agrícola, tradicionalmente desatendidas. De manera previsible, los regímenes de Correa y Moreno siguieron siendo populares con esta fracción de la clase subhegemónica (Hen-derson 2017; 2018), que sirve para legitimar el populismo nacional y su retórica centrada en el mercado nacional. Al mismo tiempo, las políticas del régimen han debilitado el li-derazgo de los grupos contrahegemónicos, sobre todo los de sede andina, que persisten en su llamado a la redistribución de tierras y a la condena de políticas orientadas al mer-cado, ya sean nacional-populares o neolibe-rales (Carrión y Herrera Revelo 2012; Hender-son, 2018).

    En 2006, las organizaciones contrahege-mónicas fueron fundamentales para impul-sar al Estado hacia políticas antineoliberales. Desde entonces, han asumido respuestas reactivas contra un régimen populista que ha constitucionalizado parcialmente sus de-mandas, ha cooptado selectivamente su li-derazgo y se ha apropiado de sus discursos y bases de apoyo (Becker, 2012; Henderson,

    2017; Tilzey, 2019a). Muchas organizaciones campesinas e indígenas se han visto incapa-citadas, ya que los regímenes Correa y More-no se han apropiado de su discurso y del eje central de su política, al menos en relación con el campesinado superior (Herrera Re-velo, 2017). Estos gobernantes han respon-dido de manera positiva a las demandas de protección del campesinado superior contra competidores agroalimentarios transnacio-nales —junto a los programas sociales, como subsidios salariales para el campesinado in-ferior—, pero se niegan a implementar de-mandas contrahegemónicas de expropia-ción masiva y redistribución de tierras, algo por lo que siguen abogando los miembros andinos de Fenocin (Henderson, 2018). El “radicalismo” se ha apaciguado a favor del reformismo, mientras, por el momento, la oligarquía ha sido persuadida de los méritos del “Estado compensador”. El nacional-po-pulismo ha implicado la convergencia hacia el centro, por un lado, de la contrahegemo-nía campesina, y por el otro, de la hegemonía oligárquica. Al igual que en Bolivia, el con-cepto gramsciano de trasformismo nos ayu-da a entender este proceso.

    Sin embargo, si las fuentes de ingresos del neoextractivismo se ven mermadas, ya sea por razones “ecológicas”, “políticas” o am-bas, el auge del consumo, el desarrollo de la infraestructura y los desembolsos para el bienestar flaquearían, con implicaciones ad-versas predecibles para el pacto populista. El programa popular nacional se enfrentará en-tonces a una crisis de legitimación, marcada por un giro distinto al autoritarismo. En efecto, presenciamos una aceleración del autorita-rismo y la violencia por parte del Estado, que reacciona a la profundización de la oposición a su programa de extractivismo. De hecho, en fechas recientes, el régimen de Moreno ha tratado de introducir un paquete de aus-teridad para calificar para un préstamo del Fondo Monetario Internacional (FMI) en res-puesta a una crisis fiscal, y para reinsertar las

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  • políticas neoliberales. Para esto ha recibido el apoyo unido de la oligarquía de derecha y de Estados Unidos (Resmini 2019). No obstante, es posible que la crisis de legitimación tam-bién se vea marcada por un resurgimiento de la movilización contrahegemónica y su visión del “auténtico” buen vivir, que derrocó al neo-liberalismo hace una década y media. Hoy ve-mos protestas generalizadas en Ecuador en respuesta al intento de Moreno de imponer el paquete de austeridad del FMI, apoyado por la violencia extrema de las fuerzas armadas (Resmini 2019).

    Conclusión

    Al desarrollar una comprensión más profun-da de las relaciones entre el capitalismo, el Estado y la clase mediante el concepto de nexo Estado-capital, y de la relación entre los Estados periféricos y el imperio/subimperio, este documento hemos intentado explicar cómo la soberanía alimentaria radical se ubi-ca diferencialmente en el hemisferio sur, en especial en América Latina. También se bus-có demostrar cómo los avances políticos de la soberanía alimentaria radical en las déca-das de 1990 y 2000 han sido subvertidos por el nacionalismo y el populismo basados en el neoextractivismo como un “consenso de los commodities” (Svampa 2013). En esencia, el neoliberalismo delimitó a los beneficiarios del extractivismo al hemisferio norte y a una pequeña clase de elites “extrovertidas” del hemisferio sur. La pobreza extrema y la pre-cariedad resultantes en el hemisferio sur du-rante la década de 1990 y la primera del nuevo milenio generaron una crisis de legitimación para el neoliberalismo en particular en Amé-rica Latina, que resultó en el establecimiento de un “doble movimiento” con el surgimiento de los movimientos radicales de soberanía

    alimentaria, fundamentales en la instauración posterior de los Estados de marea rosa, sobre todo en los casos de Bolivia y Ecuador. Estos Estados han perseguido, en síntesis, una ver-sión diluida del “modo imperial de vivir” en sus propios territorios nacionales, aunque Brasil, como subimperio, extrae recursos de su pro-pia “periferia” dentro de América Latina. De esta forma, como programas nacionales-po-pulares de desarrollo, los Estados de marea rosa han perseguido una forma de capitalis-mo redistributivo, centrado en las necesida-des de acumulación de sus electorados su-bhegemónicos principales, las clases medias y el campesinado superior, mientras utilizan las ganancias del neoextractivismo —genera-do en gran medida por la oligarquía y el ca-pital transnacional— para aplacar y subvertir a las clases agrarias contrahegemónicas por medio del bienestarismo. Esto ha permitido ignorar o mitigar temporalmente las bases estructurales de la desigualdad y la pobreza, pero sólo a costa de profundizar las contra-dicciones políticas y ecológicas del capitalis-mo extractivo.

    Por lo tanto, la durabilidad del “consen-so de los productos básicos” es incierta. El neoextractivismo sólo ofrece una base a cor-to plazo e inherentemente insostenible para la capacidad fiscal del Estado reformista. Esta capacidad y la alianza neodesarrollista y nacional que sostiene están sujetas a con-tradicciones ecológicas —impactos como el agotamiento y destrucción por la extracción de recursos— y políticas —disminución de los precios de los productos básicos, des-plome de los mercados externos, etc.—. Si la fuente de ingresos del neoextractivismo se ve mermada por razones ecológicas, políti-cas o ambas, el auge de los consumidores, el desarrollo de la infraestructura y los “des-embolsos para el bienestar” flaquearán, con implicaciones adversas predecibles para el pacto populista. Entonces el programa po-pular nacional se enfrentará a una nueva crisis de legitimación. En Ecuador, la capa-

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  • cidad fiscal del gobierno ha estado bajo una presión cada vez mayor y su presidente trata de imponer un paquete de austeridad para obtener un préstamo del FMI. El gobierno ha tenido que retirar algunos elementos de este paquete de austeridad, en particular la amenaza de cancelar los subsidios al com-bustible, debido a la presión de los más vul-nerables acerca de las consecuencias de un aumento en el precio del combustible, con el apoyo significativo de grupos indíge-nas, incluyendo a la Conaie, cuyas protestas han resurgido y han fungido como pararra-yos para manifestaciones de gran descon-tento contra las políticas del régimen, pues las aspiraciones del semiproletariado y el campesinado indígena sin tierra no se han cumplido. Las protestas han sido recibidas con violencia extrema de las fuerzas arma-das, apoyadas por la oligarquía de derecha y Estados Unidos. El resultado de las moviliza-ciones es muy incierto al momento de escri-bir este artículo.

    Por otro lado, la deslegitimación del po-pulismo de “izquierda” amenaza con caer en las manos de una derecha renovada, que “ondea la bandera del nacionalismo” (Mala-mud 2017) y está lista para asumir la batuta del populismo autoritario (Herrera Revelo 2017), un escenario que se ha visto en Brasil y ahora parece una posibilidad creciente en Bolivia. A medida que el populismo de “iz-quierda” se mueve hacia la derecha y la de-recha invoca el populismo nacional, se hace más difícil distinguir las dos variantes del populismo autoritario, ambas basadas en un programa de neoextractivismo, aunque con beneficiarios incluso más delimitados en el último caso. Por ende, los acontecimientos recientes y en curso en Bolivia indican que el papel de caudillo que asumió Morales y la manipulación de los límites legales del man-dato presidencial alejaron a sus elementos de apoyo y lo hicieron vulnerable ante las acusaciones de fraude electoral surgidas después de las elecciones generales en oc-

    tubre de 2019. La “nueva clase media indí-gena” nacida durante el gobierno del MAS, beneficiada por el neoextractivismo, ha reti-rado su apoyo a Morales o ha permanecido inmóvil durante la reciente agitación. Esto ha permitido a la derecha explotar estas divi-siones, reunir a su electorado tradicional de oligarcas cruceños y nuevos ricos cambas —entre los que se encuentra el “líder cívi-co” de derecha/populista, Luis Camacho—, acoger a la nueva clase media y dividir el apoyo subalterno al ganar el favor de gru-pos que se han distanciado de Morales, por ejemplo, la entente entre Luis Camacho y Nelson Condori. Sin embargo, el elemento clave detrás del reciente y aparente “golpe” de la derecha ha sido la rendición de la fuer-za militar y policial ante los “incentivos” de la derecha y su falta de apoyo al compromiso de Morales de celebrar nuevas elecciones generales. Esto habla del fracaso del MAS para “despolitizar” a estas fuerzas y de la ad-hesión subyacente de éstas al gobierno de una elite no indígena y su compromiso con una visión “uninacional”, en lugar de “pluri-nacional”, para Bolivia —miembros de estas fuerzas que retiran de sus uniformes la in-signia wiphala, símbolo del plurinaciona-lism—. Las fuerzas de derecha también han sido alentadas por el cambio al populismo autoritario derechista en el imperio —Esta-dos Unidos— y el subimperio —Brasil—. Este último en particular se prepara para reforzar su relación tradicionalmente explotadora con Bolivia con una alianza con la oligarquía de las tierras bajas (Marini 1973).

    Quizá en estos Estados seremos testi-gos de un retroceso hacia el autoritarismo de derecha, acompañado de la tragedia del despojo ecológico reforzada conforme se acelera el extractivismo, y las disparida-des crecientes de ingresos, la pobreza y la precariedad, mientras las medidas de bien-estar disminuyen, el empleo se estanca y la propiedad de la tierra se concentra aún más. Puede que el populismo de derecha

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  • requiera desarrollar relaciones clientelistas con algunos elementos de las clases subal-ternas, pero éstas harán poco para mitigar la tendencia general a la baja en medidas de igualdad social y sostenibilidad ecológica. No hay duda de que estas contradicciones generarán un “doble movimiento” en algún punto en el futuro. El populismo de “izquier-da” ha intentado fomentar elementos del neodesarrollismo con base en el neoex-tractivismo y ha generado consumismo y bienestarismo, que han representado un microcosmos diluido el “modo imperial de vivir”. El populismo de “derecha” representa un ataque casi rotundo al medio ambiente y los pueblos indígenas en particular, y cons-tituye una aceleración sin precedentes del extractivismo sin compensación, en el que este proceso es retratado como un derecho “divino” a explotar los recursos al servicio de la potencia nacional y frente a la “intro-misión” ecológica imperial. Sin embargo, con las demandas de soberanía alimentaria radical para una “revolución agraria” insatis-fechas, el electorado contrahegemónico no podrá ser apaciguado o reprimido indefini-damente. El agotamiento de los recursos y los suelos por el extractivismo (McKay, 2017) tal vez sea un presagio de la disminución de fondos del Estado capitalista “compensador” del populismo de izquierda y de la plusvalía

    atenuada para la elite agroexportadora del autoritarismo de derecha, con la consiguien-te ruptura de las alianzas populistas frágiles y un resurgimiento de la resistencia radical. Esta vez, la escasez del “excedente ecológi-co” del extractivismo bien podría restringir la capacidad del nexo Estado-capital para evi-tar que las fuerzas contrahegemónicas bus-quen una solución agroecológica y basada en el campesinado para la cuestión agraria, como el cese y la reversión de la “acumula-ción primitiva” para atender tanto la preca-riedad rural como la urbana por medio de la soberanía alimentaria radical, un elemento clave de la autonomía capitalista como “so-beranía de la subsistencia” (Tilzey 2018).

    Sobre el autor

    Mark Tilzey

    Es profesor asociado en el Centro de Agroeco-logía, Agua y Resiliencia, en la Universidad de Coventry, Reino Unido. Sus áreas de investiga-ción son la ecología política, el cambio agrario y la política emancipadora como la soberanía de subsistencia. Es autor de Political Ecology, Food Regimes, and Food Sovereignty (Palgrave Macmillan, 2018).

    Para citar este artículo:

    APA: Tilzey, M. 2020. Capitalismo, imperialismo, nacionalismo: dinámica agraria y resistencia como soberanía alimentaria radical. Revista Bienestar, 1(2) 190-207.

    Tradicional: Tilzey, Mark, "Capitalismo, imperialismo, nacionalismo: dinámica agraria y resistencia como soberanía alimentaria radical", Revista Bienestar, núm. 2, vol 1, 2o2o, pp, 190-207.

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