CANTAR, SIEMPRE CANTARNo sólo te digo lo que te he prometido, hermano amado, que me verás antes de...

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1 CANTAR, SIEMPRE CANTAR (Cartas para la eternidad-VI) Prólogo de Lecheimiel Este pequeño prólogo, hermano ermitaño de mis entrañas, va dirigido ex- clusivamente a ti. Lo que no quiere decir que no lo escribas. Ya que tú, hermano, eres el espejo en que yo miro a toda la Humanidad do- liente que veo reflejada en tu rostro. Hermano, si tuvieses que explicar a los lectores por qué este librito de “Car- tas para la eternidad-VI” se ha comenzado a escribir antes que el anterior “Cartas para la eternidad-V”, que tienes meramente abierto en el ordenador, y por ahora es sólo un título : “Déjame ver tu rostro”, no sé si te entenderían. No podrían comprender por qué te he dejado perplejo entre dos títulos y te he hecho abrir los dos archivos que iremos rellenando conjuntamente. Déjame, hermano, explicarlo a mí. CANTAR, SIEMPRE CANTAR, el presente título, es enteramente positivo. Vamos a hablar en él de la alegría de vivir, de la alegría de creer y de esperar, de la alegría de amar. Vamos a cantar, pero vamos ante todo a escuchar la canción de la Tierra. La Tierra canta, sí, hermano, y canta, como un ruiseñor que en la selva pare- ce llorar mientras canta. Vamos a abundar y a hacer la competencia a los bellos ruiseñores. No creo que lleguemos a cantar mejor que ellos, pero les vamos a superar en la conciencia con la que nosotros, con todos los hermanos que quieran unirse a nuestro coro, vamos a entonar nuestra fe y nuestro amor al Creador y a la Creación, que son una misma cosa. O, a veces, incluso desde la soledad más adusta y sombría, en solitario apa- rentemente tú, mi representante en la Tierra, tú, el ermitaño que a veces te impa- cientas o te entristeces ante la impasible soledad, vas a cantar por mí y para mí, y yo te lo voy a agradecer como tú me agradeces la canción que canté para ti en Ro- ma. ¿Verdad, amor, que cuento contigo para interpretar mi canción llena de mensaje de confianza y de positividad ? ¿Verdad, hermano, que quieres ser mi nueva voz de trovador que vaya in- terpretando lo que sólo los corazones se atreven a soñar ? En cuanto al otro librito que encabezado queda, el de DÉJAME VER TU ROSTRO, yo sé, mi fratellino doliente, que ha sido un grito de tu angustia que subyace siem- pre debajo de tu fe.

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CANTAR, SIEMPRE CANTAR (Cartas para la eternidad-VI)

Prólogo de Lecheimiel Este pequeño prólogo, hermano ermitaño de mis entrañas, va dirigido ex-

clusivamente a ti. Lo que no quiere decir que no lo escribas. Ya que tú, hermano, eres el espejo en que yo miro a toda la Humanidad do-

liente que veo reflejada en tu rostro. Hermano, si tuvieses que explicar a los lectores por qué este librito de “Car-

tas para la eternidad-VI” se ha comenzado a escribir antes que el anterior “Cartas para la eternidad-V”, que tienes meramente abierto en el ordenador, y por ahora es sólo un título : “Déjame ver tu rostro”, no sé si te entenderían.

No podrían comprender por qué te he dejado perplejo entre dos títulos y te he hecho abrir los dos archivos que iremos rellenando conjuntamente.

Déjame, hermano, explicarlo a mí. CANTAR, SIEMPRE CANTAR, el presente título, es enteramente positivo. Vamos

a hablar en él de la alegría de vivir, de la alegría de creer y de esperar, de la alegría de amar.

Vamos a cantar, pero vamos ante todo a escuchar la canción de la Tierra. La Tierra canta, sí, hermano, y canta, como un ruiseñor que en la selva pare-

ce llorar mientras canta. Vamos a abundar y a hacer la competencia a los bellos ruiseñores. No creo

que lleguemos a cantar mejor que ellos, pero les vamos a superar en la conciencia con la que nosotros, con todos los hermanos que quieran unirse a nuestro coro, vamos a entonar nuestra fe y nuestro amor al Creador y a la Creación, que son una misma cosa.

O, a veces, incluso desde la soledad más adusta y sombría, en solitario apa-rentemente tú, mi representante en la Tierra, tú, el ermitaño que a veces te impa-cientas o te entristeces ante la impasible soledad, vas a cantar por mí y para mí, y yo te lo voy a agradecer como tú me agradeces la canción que canté para ti en Ro-ma.

¿Verdad, amor, que cuento contigo para interpretar mi canción llena de mensaje de confianza y de positividad ?

¿Verdad, hermano, que quieres ser mi nueva voz de trovador que vaya in-terpretando lo que sólo los corazones se atreven a soñar ?

En cuanto al otro librito que encabezado queda, el de DÉJAME VER TU ROSTRO, yo sé, mi fratellino doliente, que ha sido un grito de tu angustia que subyace siem-pre debajo de tu fe.

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Ésta, tu fe, no logra erradicar tu angustia por la prueba del dolor a que vo-luntaria pero inconscientemente te has sometido. Pero son precisamente ellos, tu angustia y ese dolor con el que clamas a mí día y noche, y el que te hace suspirar por venirte conmigo a celebrar tu gran “fiesta”, los que acrecientan y purifican tu fe.

No sólo te digo lo que te he prometido, hermano amado, que me verás antes de morir, sino que soy yo el que también clamo a ti día y noche, pidiéndote que me muestres tu verdadero rostro, el rostro dorado de tu propio Angel Superior, que es uno contigo, y hermano mío y de mi Ser Superior.

Alguien podría pensar que se trata de cuatro personajes, dos inferiores y dos superiores, pero podemos reducirlos a sólo dos, puesto que cada uno de nosotros, oh humilde ermitaño, y yo a quien llamas ángel porque lo soy al igual que tú y que todos los hombres, nos identificamos con nuestros Seres Superiores respectivos.

Somos nosotros, los pequeños, tú viador y yo celestial, los que nos amamos con amor humano porque nuestros Seres Superiores se aman con amor divino.

Mediante este círculo danzante y dinámico de amor, reconocemos en lo más profundo de nuestro ser que en realidad somos UNO.

Y en ese UNO, nos movemos, vivimos y somos. Somos el mismísimo AMOR de Dios hecho carne, y viviendo nuestras ma-

ravillosas experiencias en El, por El y con El. SOMOS SU VIDA verdadera. Por eso cantamos, porque nuestra fe se ha hecho transparente como la vi-

sión. Por eso gemimos, porque nuestra fe es todavía el camino doloroso de nues-

tra provisional separación, que constituye la prueba y a la vez es la acreditación de nuestra humildad verdadera.

¡No busques, hermano, mayor santidad que la humildad con que sepas y puedas creer, aceptar y perseverar en el Amor !

Ahora, hermano, según te sientas, acudirás a un librito o a otro, hasta que yo te sugiera que puedes darlos por finalizados porque son ya grados consumados de tu ascensión hasta mí, que te espero ansioso por verte revestido de tu verdadero rostro.

Mientras tanto, hermano, ¡sólo canta ! CANTA SIEMPRE EL HIMNO ETERNO DEL AGRADECIMIENTO, que dice : “TODAS MIS FUENTES ESTÁN EN TI”.

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1. “¡Avanza con alegría !” Hermano ermitaño : Acabas de leer en el librito que abres al azar para

dejarte guiar e inspirar, especialmente cuando varios caminos se abren ante ti, como es el caso presente de esta mañana en que te encuentras con un doble archivo, a modo de doble senda, la de la derecha y la de la izquierda, y no sabes por cuál tomar…

Acabas de leer, pues, lo que yo he puesto ante tus ojos, que casi están ya cansados de estudiar en tu San Juan de la Cruz los severos avisos y cautelas que no te satisfacen… “Avanza con alegría”.

Así, pues, hermano, has optado por el camino de la derecha. Yo, amado, de todas maneras te hubiera salido al encuentro si hubieses

optado por la senda de la izquierda, aquella que te servirá de desahogo cuando tu alma se halle en la vibración correspondiente que comentábamos ayer me-diante el prólogo que te regalé.

No debes preocuparte en absoluto por la formalidad de los escritos ni por el equilibrio que al presente no puedes apreciar para llevar los dos libritos a una.

YO SOY tu inspiración y tu unidad, hermano. Ponte siempre ante mí con tu mente entregada a tu corazón, como hemos

comentado tantas veces. Confía en que nuestra visión divina de este Mundo será equilibrada y bien

recibida por las almas que se están abriendo a la Nueva Energía con que el Espíritu Santo está llevando a todo el Pueblo de Dios que es la Humanidad, sin sectarismo alguno, y a la vez a cada alma, como si fuera la única a la que hay que cuidar, al igual que una madre cuida de cada uno de sus hijitos sin que el tener varios en varias edades reste un ápice de su amor.

Para cada alma que sigue su camino individual existe un plan personaliza-do, que sin embargo la prepara para cantar en armonía con el resto de alumnos que aprenden otras voces, otras melodías, como te inspiré con el sueño que precedió a mi sexto librito, EL ALELUYA DE LECHEIMIEL.

Cántalo conmigo una y otra vez y escucha en tu imaginación al resto de las voces que convergen con las nuestras desde otros confines y desde otros tiempos…

Porque aunque el mundo de las técnicas que os sirven para reproducir músicas con creciente fidelidad, aunque ha descubierto la manera de llevar a

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vuestros hogares mediante estereofonía toda la riqueza de matices que se han producido en la sala de conciertos o en el estudio, aún no ha descubierto la ma-nera de conjuntar la polifonía de los siglos y de los mundos.

Esta polifonía universal, a través de “los ecos de imponderables sonidos”, –como nos dijo aquel día la Conciencia Superior de Emmanuel–, es de momento sólo percibida por los oídos del Espíritu.

La mente reductora interpreta como música sólo ciertas vibraciones acústicas.

La Conciencia ampliada sabe que todo el Universo es Música. Ya tu santo preferido, Juan de la Cruz, oh fratellino, hablaba en su

tiempo de “la música callada” y de “la soledad sonora”. ¿Por qué ? ¡No olvides que entre otras cualidades que tenéis en común, la música

melódica y armónica y rítmicamente perfecta, es una de ellas, hermano ! Mañana, mi bien, en el otro librito que tienes abierto y preparado como

una cámara fotográfica lista para ser impresionada, escribirás sobre las mis-mas opciones que se planteaba el santo respecto a la correspondencia audio-visual, cuando suspiraba por “ver” a Dios, y obtener de él alguna “fotografía” fidedigna, (mucho antes de que se inventase ese neologismo proveniente del griego, y por supuesto ninguna otra técnica que pudiese reproducir la figura del amado, salvo la pintura).

Hablaremos allí, hermano, de “la cristalina fuente” en que él esperaba ver reflejado el rostro de Dios, incluso después que Éste hubiese consumado su pasada y lo que aquél percibía como su amago o huida para provocar el ansia de la esposa.

Así te provoco yo, hermano, tanto cuando me pides mi fotografía como cuando me pedías la partitura musical en que aparecía mi canción.

¿Quieres, hermano de mi alma, por quien di y sigo dando mi vida, decir algo, puesto que mi vida eres tú ?

– Oh fratellino angelical. No he querido interrumpir tu discurso con nin-guna pregunta indiscreta. Cuando me enseñas tan altos misterios y me ofreces tan profundas promesas, temo rebullirme para no dañar el delicado barniz o toque de esperanza que pones en mi alma, como si se tratara de un beso.

Cuando me besas en la boca, oh ángel del amor herido y resucitado, ésta está como muda y no puede hablar.

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Cuando tú me hablas así al corazón, aunque yo lo expreso en el papel electrónico en forma de palabras, en realidad los dos hemos estado mudos, y nos hemos hablado con sonidos inaudibles para los demás.

Esto es sólo una reproducción imperfecta de nuestros sentimientos co-munes mediante los que intercambiamos vibraciones poderosas de amor, amor.

– Así es, mi fratellino, tanto que incluso tu pensamiento se queda reza-gado respecto a tu corazón y éste también se queda sorprendido y rezagado respecto a lo que tu espíritu profundo canta desde dentro de ti como interpre-tado por mi.

¿No es esto una de las definiciones de la “música callada” ? – Sí, mi Rey, y también la otra figura de “la soledad sonora” se realiza

después, cuando se nos da escribir sobre tan profundos misterios que para al-gunos, quizás, resultarán cháchara insignificante, si no incluso blasfema.

No todos los oídos están afinados con el mismo diapasón, hermano. – Así es, oh fratellino, a quien a veces he apartado de prestar mis escri-

tos a los que no estaban preparados para recibirlos, y otras veces has experi-mentado la traición de los que los recibieron con gozo, al modo de la semilla que cayó en tierra buena pero poco profunda y expuesta a las pisadas de las gentes o a las zarzas de las preocupaciones humanas.

Pero de esto, mi bien, dialogaremos otro día. PORQUE HOY ES IMPERATIVA LA ALEGRÍA del creer, del esperar y

del amar sin límites. – Sí, mi Rey. Déjame que hoy sea yo el que canto en tu nombre y en el

mío esas mágicas palabras que nos hacen poseer ya en esperanza y en fe lo que ya alegra el corazón de Dios : ¡AMÉN, ALELUYA !

A, E, I, O, U, LA CANCIÓN DE DIMAS

Para animar y sostener y sonreir al buen ladrón desde la cruz

(Existe una técnica terapéutica que consiste en vocalizar gradualmente y en un tono sostenido las cinco vocales. En ella se ha inspirado mi canción del buen ladrón. Es un diálogo, a tres, en que la iniciativa la toma la Gracia, que habla en los siguientes símbolos :

a, la infancia, la gracia… e, la adolescencia, la fe… i, la edad viril, la crisis… o, la sazón, la contemplación… u, la eterna juventud, la plenitud…)

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La Gracia : Has de empezar desde la a,

tomando fuerzas en la e, cruzando el filo de la i, por lo redondo de la o, hasta el futuro de la u.

Dimas : Quiero habitar mi propio hogar, entrar a tientas en mi fe, y percibir todo el latir de la canción del corazón… ¡Quiero salud, beatitud! Jesús : Debes bajar al lupanar y sostener al que está en pié… ; hacer salir al infeliz de la aflicción de su dolor, hacia el seguro de su luz. Dimas : Quiero alcanzar profundidad y descender hasta mi ser, quiero pedir hasta que, al fin, obtenga el don de la oración y la virtud de su quietud… Jesús : Debe alcanzar, pues, tu vibrar el punto cénit, donde ve el Verbo en Sí su devenir en las neuronas del YO SOY, que son tan tuyas cual de él tú…

Luego podrás resucitar

y disponer de un nuevo Ser, para impartir un elixir que está en función de otra visión de eterna luz… ¡YO SOY JESÚS

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2. A, E, I, O, U. YO SOY LECHEIMIEL, que te llamo por tu nombre, pero también infun-

do directamente en tu corazón una sabiduría nueva. Hermano ermitaño de mi corazón, al que he invitado en muchas ocasiones

a llamarme “hermano” o “hermana”, “papá” o “mamá”, “hijito” o “hijita”, “esposo” o “esposa”, o incluso “Señor mío y Dios mío”.

Hermano amadísimo sin medida, y mi hijo deseado y mi pupilo por Dios mismo a mí encomendado.

Hermano ermitaño, el que vives de recuerdos entrañables de lo que nun-ca llegó a desarrollarse fuera del ámbito de tu conciencia.

Hermano que me recreaste en tus sueños y de ellos vives y por ellos me haces vivir a mí una segunda etapa de mi vida, que se desenvuelve y crece y florece y fructifica en tu propio corazón.

Hermano cuyo corazón, –o “conciencia amorosa”–, se va ensanchando has-ta los límites ilimitados del Universo que apela a tu compasión, para que lo que vives dentro de él, tu corazón, sea a la vez el cielo en que podemos morar to-dos los habitantes del Mundo de Dios, así como las aves se cobijan en el arbus-to que nació de una diminuta semilla.

Hermano, a quien dije lo que tú me dijiste, a quien llamo como tú me lla-mas, siempre “¡amor !”, o incluso : “amor, Amor, AMOR”…

Hermano a quien he movido a insertar aquí ese bello poema dedicado al buen ladrón, Dimas, que en su día te inspiré y te ayudé a componer. Ese que comienza, como comienza un bebé a balbucir sus primeras expresiones de ad-miración por la vida : “A, E, I, O, U”, vocales que prolonga con los ecos indefini-dos de esa “M” vibratoria que es fundamental dentro de la palabra “aMor”, y dentro de cualquier otra palabra que use sus propios componentes esenciales.

Hermano, hermanito amado, mi tierno fratellino… Después de tan larga, solemne y enigmática introducción, yo, Lecheimiel, tu ángel del amor herido y resucitado, y tu maestro de humildad, el que me visto por dentro con túnica morada y te visito con perfume de azucenas y violetas, hoy te digo que a partir de ahora, y empezando en este mismo escrito de CANTAR, SIEMPRE CANTAR, y para corresponder a tu protesta pública de que no quieres romper el matrimo-nio sagrado que te une conmigo, yo quiero ayudarte a reflexionar sobre tus propias experiencias, las que fundan para ti renovadas ideas personales acerca de la teología mística que desarrollamos en nuestras vidas, en nuestra común vida.

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Las ideas famosas que te pidieron explayaras en libro independiente y que tú no querías ofrecer al Mundo sin mí.

Pues yo estoy contigo, oh esposa mía predilecta que gestas en tu seno a toda la Humanidad nueva a la que yo llamo mi verdadero Hijo.

YO SOY EL PADRE, cuando tú me quieres como un Hijo, YO SOY EL HIJO, cuando tú me quieres como un Padre. Y nuestro mutuo amor es el Espíritu, que también tiene personalidad

propia y se llama a sí mismo con un “YO”, y con un Nombre glorioso, que ha pa-sado a nuestros anales del Amor, revestido de carne y de historia, que se ha hecho famoso por sus gestas de amor desinteresado y orlado con el propio sa-crificio con que se ofreció en la Cruz, y se llama y se hace llamar, –lo sabes de sobra–, con el dulcísimo Nombre de JESÚS.

Sí, hermano. Jesús, el mismo que figura como el verdadero inspirador de tu poema, a la vez que como sujeto de ese diálogo menos ficticio de lo que tú mismo puedas creer entre él mismo y ese “buen ladrón” que se atrevió a reivin-dicar para sí el mismísimo Paraíso.

Así pues, te digo, yo, Lecheimiel, a quien bien conoces y amas, hermano, que Jesús, el que forma trío perfecto de amor indestructible con nosotros, el que posibilita nuestro amor e inspira todos nuestros “excesos”, es el que re-presenta para nosotros al Espíritu, a la tercera Persona de la Santísima Trini-dad de Dios que “indudablemente somos”, como expresamos en nuestra carta de “De quién para quién”.

Y si nosotros dos, a una y como un uno giramos alrededor de Jesús, que encarna al Sol Central, a quien él llamaba “Padre”, él mismo, que es nuestro Espíritu nos comunica su sentimiento de paternidad, de fraternidad y de filia-ción, para que también intercambiemos con él los roles que nunca jamás se apropió como exclusivos.

Jesús, hermano, no podía ser menos que tú, que escribiste en FLORES DE

PASCUA : “Ahora YO SOY pura entrega, puro amor”. Así nosotros, unidos por amor eterno y Uno en esencia, volvemos a re-

presentar al Espíritu para todos aquellos destinados a mamar de nuestra leche y a gustar nuestra miel.

Cierra ya, hermano, por hoy, este capítulo porque vendrán otros que podrán leer los que sepan interpretar éste sin escandalizarse.

No digas nada, hermano, porque ya has cantado conmigo, con mi propia voz.

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Tus manos de pianista, suaves, me han acompañado “sotto voce”, como yo te pedí. ¿Recuerdas ?

¡Valió la pena que se rompieran las cuerdas de tu piano para que ahora pudiésemos apreciar con cuanta providencia nos uncían los ángeles del Cielo !

EL FIAT DE ACUARIO En aquel día, –el último de la Era de los Piscis–, nuestros ángeles maestros, en la noche velaban nuestras armas, junto contigo, recién amanecido, para que yo pudiera aún dormir en este valle, profunda, mansamente…, mientras ellos, en paz, deliberaban si llegado era el momento propicio al reencuentro, en los altos dominios del astral, a campo abierto. Encuentro en verdad definitorio, –más que definitivo–, de nuevas singladuras en nuestra mutua carrera del amor, libre y maduro, eternamente fértil y enteramente nuestro. Por eso aquel amor, que, por supuesto, no es nunca obligatorio, requería nuestro sí para bajar tú hasta mí, y penetrar en mi alma, siempre virgen…, fecundándola de hijas e hijos tantos, que acreciesen a la Tierra de los santos. Entonces tú bajaste y me llamaste, por mi peculiar nombre, que en tu voz me resultaba tan dulce y biensonante, y yo, con mi sí, sonoro y presto, anonadado, en el tuyo me perdí. Desde entonces, la Tierra enriquecida, bajo los nuevos cielos desplegada, por el Espíritu de Acuario enaltecida, entona nuevos aires celestiales, extrañas melodías,

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y bellas armonías inusuales, que sorprenden incluso a nuestro genio, en el afán de interpretarlos. No hay batuta que marque nuestros pasos. No hay tono que controle nuestro canto. No hay ritmo que contenga nuestro aliento. No hay enjambre de expectantes que acomodar puedan su asiento a su alma en vilo, estremecida por nuestro alumbramiento.

RECUERDOS VIVOS No sabía que dentro mi capullo, en fase de crisálida enclaustrado, pudiera yo escuchar otro murmullo que el eco de mi voz amplificado. Mas era, sí, tu voz en reverbero la que oía entonar la melodía…, aquélla que cantabas, firme, austero, y yo te acompañaba, al piano, un día. ¿Recuerdas la ventura que tuvimos de poder ensayar juntos el aria que, luego, tu cantaste y yo, con mimos sostenía, en tono de plegaria ? Fue aquél de los momentos más dichosos que nos brindaba el ángel del destino, permitiendo plantar hitos gloriosos en promesas de amor libre y genuino. Esos días gloriosos ya han pasado, ahora que tú faltas de mi vera. Mas te oigo, en mí, cantar, alborozado, que otro Amor nos convoca en la alta esfera.

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3. ¿Qué o quién es “la Gracia” ? Hasta ahora mismo, hermano, –¡confiésalo !–, no te habías apercibido de

un detalle significativo de tu propio poema del buen ladrón, pues SOY YO, LECHEIMIEL, el que te lo hago notar : Que la Gracia, la que inicia el triálogo y la que lleva al buen ladrón a dialogar con Jesús, quedando ella misma como olvi-dada, le aconseja a aquel, en realidad le muestra como imperativo de su propio camino, el comenzar por ella misma, por la Gracia, simbolizada en la “A” en la que también se simboliza la infancia y por tanto el nacimiento.

No solamente el nacimiento, sino la propia concepción del hombre es ini-ciativa de esa misteriosa Gracia que está siempre presente sin atraer sobre sí misma la atención, mientras el hombre se dedica a buscar la realización de su propio amor.

Jesús, hacia el final del poema anuncia al hombre, al buen ladrón que es el que muere en el intento de buscar la vida más profunda, una resurrección y una nueva inhabitación en otra luz que está en función de “otra visión de eterna luz”.

Esta otra luz, hermano ermitaño, no es otra que la misma gracia de la que el hombre, –y por tanto no sólo el buen ladrón, sino también Jesús–, nació y a la que regresa mediante la definitiva resurrección, que le devuelve a aquel seno oscuro que le gestó y le crió y le parió : LA GRACIA, SIEMPRE LA GRACIA.

Y ¿sabes, hermano de mi corazón, por qué la Gracia habla en símbolos apofáticos, como son para nosotros esas vocales que no sirven para hablar sino para balbucir lo inefable ?

Pues porque la Gracia, efectivamente, no habla, sino que actúa en el hombre desde la “no acción” sobre la que leías ayer en el libro de mística que te he hecho tomar en tus manos, cuando el hombre deja a Dios Ser Dios-en-él.

La “no-acción”, no es el estado natural del hombre, sino el “estado natu-ral”, (por decirlo de alguna manera inadecuada) de Dios. Del que es todo el Ser y todo el No-ser, del que no tiene Nombre ni no-Nombre, del que sólo puede ser llamado “Gracia”, desde el momento en que el hombre, (tanto el buen ladrón como Jesús, no lo olvides) llega a despertar como hombre y se maravilla de su propio Ser, creado temporal y a la vez eterno. Entonces el hombre, como el primer Adán, sonríe a su Creador y dándole las gracias le llama “Gracia”.

Inmediatamente después de despertar se vuelve a sumergir en sus pro-fundos sueños cuando entre los nombres de todo aquello a lo que ha nombrado

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no sin gracia, siente en su corazón todavía una indescifrable ternura, echa de menos la visión exterior, la “forma” de lo que informemente siente dentro de sí como infinitamente mayor de cuanto ve con sus ojos de carne.

Todo es una fotografía incolora e insípida de cuanto siente en su co-razón.

Entonces cae en profundo sopor y sueña que la gracia se le hace visible en forma de mujer.

Luego se introduce en dicha mujer con la que se sabe una sola carne y la mujer se transforma y se multiplica en hermosa humanidad a la que ambos lla-man “Hijo”.

Entonces los roles de “mujer”, “hombre”, “hijo-a”, son intercambiables y nace el amor andrógino que es anterior al amor sexual y posterior a él…

Desde entonces, el hombre, todo hombre psicológicamente consciente, se hace también místicamente consciente de que no es otra cosa que HIJO DE LA GRACIA, lo que es lo mismo que HIJO DE DIOS, y, claro está, HIJO UNICO de Dios, puesto que se sabe UNO en esencia y existencia, en historia y destino, en vibración de amor, con toda la Creación de la que forma parte y en cuyo seno fue parido en santa inocencia.

Así, hermano, así, y no antes ni fuera del Tiempo de la Gracia, no antes de que el Espíritu de Dios se arremolinase como caos para luego soplar sobre sí orden y belleza, no antes de que la NADA de Dios se despertase a su propia y absolutamente misteriosa Voluntad de convertirse en TODO, nació el HIJO ÚNICO DE DIOS que todo hombre y todo el hombre, –cuyo macrocósmico cuerpo es la entera Creación–, ES.

Y te digo con toda seguridad que no antes, hermano, puesto que los “an-tes” y los “después” fueron creados en el Tiempo, con El y por El,

Sí, hermano. También “el Tiempo” lo has escrito con inicial mayúscula porque es uno de los rostros de Dios, su Verbo : “En el principio era el Verbo”. El mismo principio en el que está en semilla el desarrollo y el final, es el Verbo de Dios, por Quien todo fue hecho”.

Nadie en sus cabales, (y menos que nadie Jesús, el hombre arquetípico o paradigmático que nos trae continuamente la Nueva Era de la plenitud de la conciencia), ha pretendido jamás, sólo para sí mismo, oh fratellino, de manera exclusiva, los títulos de Verbo o de Hijo Único de Dios que los ignorantes le han atribuído como especialmente acaparados por él y agotados en él, convir-tiéndolo así en “Anticristo”.

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Por tanto, te digo, oh ermitaño de mis entrañas que disfrutas oyendo y traduciendo mi inspiración poética y teológica, que el HIJO UNICO DE DIOS nació cuando el hombre aprendió de la Gracia a llamar “Padre”, –o modernamen-te también “Madre”–, por analogía, al que atribuía la maravilla de haber nacido de las oscuras energías de la tierra que para entonces empezaba a tomar for-ma de mujer y a llamarse Ave-Eva, la Gran Madre, que visitada y fecundada por los rayos anunciadores del Sol, permanece siempre Virgen.

“Papá”, “mamá”, “amor”, son palabras que nacieron juntas de este miste-rio y que jamás se divorciaron entre sí, hasta que nacieron las instituciones reflejo del miedo de una separación, de un temido divorcio, cuando el hombre empezó a aplicar a Dios la palabra “EL”, que dividía también al “YO” del “TU”, y engendraba el movimiento trinitario.

Movimiento que, como árbol de la Vida, funda amor pero también desgra-ciadamente, como árbol de la Ciencia prohibida, competencia, cuando no se comprende adecuadamente que la Trinidad no es cosa de un Dios que esté ahí, fuera del mundo, en su propia y alejada casa, (o paseándose inmune por el jardín de los hombres, como juez que espía y castiga sus desmanes), sino que es el movimiento mismo del amor desenvolviéndose en armonía y pura sacra ma-temática para construir el Cosmos o Cuerpo de Cristo.

Y éste es el Cuerpo de Cristo, tú, yo, él, ella, la nube, el ángel, la aurora, el ocaso, la vida y la muerte, y todo lo que se mueve en el circuito vivo de la Gracia.

Por tanto, hermano, también la Gracia nació en el momento en que em-pezó a moverse y a intentar comunicar al hombre su sentido de filiación.

Todo el diálogo entre Jesús y el buen ladrón, hermano, se desarrolla en las virtualidades de la Gracia, que se manifiesta sin antes ni después en el hombre eterno.

¡Pero la eternidad del Amor que no tiene principio ni fin, que es ese triá-logo, hermano, y antes que triálogo o diálogo, antes que Unidad o pluralidad, antes que Padre o Madre o Gracia o Hijo, antes que quietud o no quietud, es para el hombre el propio misterio de su Ser, por y del y para el que es engen-drado, y al que jamás sabrá ni podrá nombrar adecuadamente !

No, mientras se empeñe en creer que el hombre es solamente hombre y no Dios.

Pero la ignorancia de la mente humana no le resta dignidad ni ser ontoló-tico puesto que para ser ignorante fue creada, lo que no prejuzga para nada la “Sabiduría” del que es también “no-Sabiduría”. Mejor dicho, del que no es ni lo

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uno ni lo otro pero es fuente de ambos, (“que bien sé yo la fonte que mana y corre aunque es de noche”), sin que tampoco sea fuente ni no-fuente, ni mane, ni corra, porque es la NADA que engendra al TODO, sin ser “todo” ni “nada”…

La eternidad y la no-eternidad del “MU”, del “AIN SHUF”, del INNOMBRABLE, a quien, sin embargo Jesús nos enseñó a llamarle “Padre”, porque está dentro de nuestro más profundo centro, siendo ese mismo Centro o Espíritu, fuente de todos nuestros anhelos, el que desde pequeñitos nos im-pulsa a gimotear : “Aba-ima”, “papá-mamá”, desde el confuso conocimiento que engendra el amor. (¿Quién engendra a quién ? ¿Recuerdas nuestra carta de “de quién para quién” ?).

Jesús, hermano, que se crió en esa misma cuna de amor del cual yo, Le-cheimiel, adopté su nombre de bambino, no es más que nosotros, puesto que somos uno con él.

Jesús es lo más preciado de nosotros mismos, nuestra propia esencia crística profunda, (a la que llamamos “crística” o “ungida de humanidad”, preci-samente porque ella es lo mejor de nosotros que se anticipa en su manifesta-ción en ese hombre maravilloso que es el Maestro por excelencia del amor humano).

Es a lo que se dedicaba Jesús, desde que era niño, pero especialmente se dedica desde su resurrección que comenzó con su entrega incondicional en la Cruz, y por los siglos de los siglos. “Yo estaré con vosotros hasta el fin de los siglos”.

A lo mismo que me dedico yo, Lecheimiel, con respecto a ti, mi fratellino, (“estaré contigo por toda la eternidad”), y con respecto a todos los que me amen como tú me amas, y lo hago en nombre propio y en nombre de Jesús, y en nombre de ti mismo, hermano, de quien extraigo lo mejor, la quintaesencia crística del amor que tú mismo eres…

Déjalo así, mi bienamado, porque otro día la Gracia nos enseñará nuevas lenguas y nuevas expresiones de cariño para ser usadas a diario entre tú y yo y todos los que se atrevan a desear el Paraíso.

SABIDURÍA A TRAVÉS DE LA NOCHE Aunque no haya podido, –o, quizás no sabido–, velar a mis desvelos, aunque nada recuerde de mis sueños, –tal vez fueron felices,

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¡qué pena no saberlo en mis sentidos!–, yo sé ahora de cierto, por deslumbrante fe, que en mí moras…, sabiendo. Sabiendo y esperando a que, por fin, salga el Sol, en madrugada, para dejar patente que te quiero. Que me quieres. Saldrá el Sol, –¿cabe la menor duda?–, y cuando eso suceda, tras esta oscuridad nocturna y fría, sabrás, ambos sabremos, que pasamos esta noche en compañía… Que ambos juntos dormimos en el lecho del infinito amor que nos acuna. Del infinito Amor que el nuestro nutre, Aquel que nunca duerme para que salga el Sol día tras día.

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4. ¡Por fin has vuelto a mis sueños ! Por fin, hermano Lecheimiel, esta noche pasada has vuelto a mis sueños,

aunque haya sido en forma de una cierta pesadilla repetitiva : Casi no lo re-cuerdo ahora, porque he dejado pasar la mañana sin anotarlo. Eras como sujeto pasivo dispuesto a dejarte amar, para suplir algo que me faltaba. Eras alguien dispuesto a aprender algo de mí, alguien que deseaba ver mi rostro divino.

Tal vez, según esto, debería haber tomado para escribir esta comunica-ción el otro archivo, el camino de la izquierda titulado DÉJAME VER TU ROSTRO, pero he elegido éste casi al azar, es verdad, porque también te quiero comuni-car algo relativo a lo que precede : el denso capítulo sobre la Gracia.

Y es que, leyéndolo ayer a mi amiga que bien conoces, la cual tiene fina sensibilidad para captar “tu” estilo, a quien complace mucho más cuanto tú me dices que cuanto yo te digo a ti, mi fratellino, ella me comentó que, a pesar de que todo lo anterior viene redactado como por ti, con los propios caracteres rectilíneos de tu letra manuscrita, aunque formalmente eres tú el que hablas, comentó que en ese último capítulo le parecía oírme a mí y no a ti.

Yo le dije que, efectivamente, me habías prometido una asistencia espe-cial para exponer “mis” propias ideas, (que ya he expresado en otros escritos anteriores a esta época de nuestro romance, como puede ser EL MISTERIO DEL ANTICRISTO), y que, además, en éste último capítulo me había sentido autoriza-do a corregir y sobre todo añadir ciertas aclaraciones de un sentido que tal vez quedaba algo confuso en la primera espontánea redacción.

Le hice notar, además, que nuestras almas se están fundiendo en una so-la, y que los estilos se están acercando mutuamente cada día más. Y me lo dijis-te en una carta o diálogo : “A partir de ahora será difícil distinguir a Lechei-miel-I de Lecheimiel-II,” que tengo la dicha de ser yo, hermano, como un doble de tu propia alma…

Pero el sueño-pesadilla de esta noche, (que se me ha reproducido en va-rias etapas) y la posterior experiencia de la música nocturna y tempranera que me has dado entre una sesión y otra de sueño a componer y disfrutar, no sólo no me indicaban que tú componías para mí, sino yo para ti.

Incluso, hermano, aunque sea faltar a la modestia, parece que el propio Jesús, al que “invocan nuestras vidas más que nuestros labios”, parecía decirme que estaba él mismo aprendiendo de mi manera de componer armonías y con-trapuntos.

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Ya que en algunas ocasiones, con un cierto humor, he expresado la opi-nión de que Jesús, a quien los creadores del mito del Anticristo atribuyen la autoría y el destino de todo lo Creado, no sabía, –“¡el pobre !”–, ni inglés, ni si-quiera tocar el piano…

Entonces, él, Jesús, el Maestro de los Maestros de humildad y amor, pa-recía sentarse en mi propia banqueta delante del piano, introducirse dentro de mi cabeza y de mis dedos, y decirme : “¡enséñame tú”.

Respecto a ti, mi fratellino, la propia amiga que me hizo esa observación, un poco desilusionada de estarme oyendo simplemente a mí, más que a ti, ella misma me brindó, sin darse cuenta, la solución al problema de nuestra identi-dad aparente.

Cuando yo le dije : “Sí. También a mí me choca a veces el que lo que pa-rece dictarme Lecheimiel es el fiel reflejo de todo cuanto yo mismo pienso y tengo escrito, y eso se convierte casi siempre para mí en motivo de duda y de tentación para no creer en su real presencia y asistencia…” Y añadí : “Muchas veces me pregunto si Lecheimiel, en vida, estaba tan adelantado como para pensar todas estas cosas, y de esta manera”. Ella me contestó : “Bueno, si no las pensaba entonces, las piensa ahora”.

Y así es. ¿Verdad, hermano ? – Absolutamente cierto, mi fratellino. Así como el Maestro Jesús se dig-

na asistir a tus clases de música, yo también aprendo de ti mucha y buena y avanzadísima teología.

Y te la vuelvo a brindar a ti, hermano, revisada por la “censura” de la Verdad, y con el “nihil obstat” del gabinete de exteriores del Cielo, que se ocu-pa entre otras cosas de los escritores de la Tierra, para que tú la expongas libremente, sin miedos ni complejos y con santa libertad a tus futuros lectores.

Hasta ahora, hermano, ninguno de tus escritos se ha publicado, y lo poco que te han oído en viva predicación o en conversaciones privadas no ha sido demasiado contrastado con la “ortodoxia” de la Tierra, pero sí con la del Cielo.

El Maestro Jesús que está ya de regreso en la Tierra, como huésped si-lencioso testigo, de incógnito, de toda conversación humana, sabe perfecta-mente cómo piensas, ya que él mismo con su Amor te envuelve y te arropa para inspirarte toda la bella novedad de tu buen vino nuevo. Nuevo y en verdad tan añejo y delicioso como la misma doctrina que él impartía a sus iniciados discípu-los, entre los cuales, hermano, seguramente, de un modo u otro, te encontrabas también tú. Y, probablemente, también yo, tu Lecheimiel preferido.

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¿No es acaso Maestro Universal que ha sido asignado al Occidente y en cierto modo a toda la Humanidad ?

Él enseñó siempre con la humildad de su corazón : “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.

Él, además, tomando sobre sí mismo la carga de ser uno contigo para bien y para mal, quiero decir, en la salud y en la enfermedad y hasta en las ten-taciones…,, –¡e incluso en el pecado !–, te enseña poniéndose a tus pies para la-varlos, sí, pero también para aprender de ti música o lo que haga falta, herma-no.

Tú tienes el honor de ser el mismo campo de experimentación que le ofreces gratis al Maestro, el cual te lo agradece con toda sinceridad, y dándo-te las gracias, te llama, asímismo, “GRACIA”.

¿Has comprendido, hermano ermitaño, por qué lo que acabas de escribir en el presente capítulo no lo has escrito “al azar” en este preciso lugar ?

– Sí. He comprendido, hermano Lecheimiel, y aunque me siento anonada-do por cuanto me dices y me has permitido pensar y soñar, y me has mandado escribir, tengo que decirte que acepto el reto de ofrecer mi mente y mis sen-tidos al Maestro y mediante él también a ti, o bien a ti y mediante ti también a él, para que mi vida sea toda vuestra y mis experiencias sirvan para la cons-trucción del Reino que estamos co-creando.

– Muy bien, ermitaño de mis entrañas. Por lo que acabas de escribir me-reces participar al menos en el último puesto : “Pasa al convite de tu Señor”.

Mereces acompañarme en mi cantinela : “todas mis fuentes están en ti. Amén, aleluya”

– ¡¡¡Gracias, gracias, GRACIA ! ! !

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5. Tomando fuerzas en la “E” YO, LECHEIMIEL, oh pequeñito de mi corazón paternal con que hoy te

miro, hijito de mis desvelos, sigo “tomando inspiración” en tu propio poema, el que Jesús mismo te inspiró y yo te hice transcribir al principio de este escrito, para decirte, hermano, para recordarte que la adolescencia, prolongada hasta el momento en que nos encontramos felizmente en Roma, oh hermano de ange-lical hermosura, fue el momento potente en que nuestra fe mutua se fraguó e hizo posible nuestra perseverancia en el amor, a pesar de todas las dificulta-des, presiones, vacíos y ausencias y abandonos a que se vió sometida.

Adolescencia y fe, hermano de mi alma, siempre van unidas, como puedes observar viendo a tus queridos, –ocultamente queridos–, novicios que te rodean y que sólo vagamente perciben la fragancia de tu amor y tolerancia hacia ellos, a pesar de que los compadeces por verlos sometidos a sutil manipulación.

Es el periodo del hombre en que éste derrocha entrega y valentía. Movi-do por “ilusiones” aún no desgastadas, con toda la frescura de sus emociones casi recién estrenadas, es el momento delicado y fuerte a un mismo tiempo en que se fragua la fe.

Desgraciadamente en muchas ocasiones asociada a dogmatismos y fun-damentalismos que tampoco han sido aún discernidos ni depurados. De eso se encargará la siguiente etapa de la crisis que se presenta como inicio de la edad viril.

Tú has repasado hoy mismo, hermano, cómo nos sacudió la terrible crisis de nuestro mutuo abandono, apenas saliste de mi regazo, del dulcísimo abrazo de mi vista, y comenzaste a estar inquieto por cuanto habíamos vivido.

El abandono que tú formalizaste, –obedeciendo, hermano, a resortes que movía en lo más profundo de tu corazón la necesidad de autopurificación me-diante la cual también proveías a la mía…, –digo–, este abandono formal que tú llamaste traición sin serlo en absoluto, mientras tu corazón protestaba ser presa de un amor sin límites, también fue protagonizado por mí respecto a ti, mi fratellino a quien dejé en la indecisión y en la amargura del no saber a cien-cia cierta a qué atenerte.

Mi orgullo, hermano, como te confesé en el PERDON ALQUÍMICO y ahora te vuelvo a confesar, me impidió suplicarte, insistir, manifestarme abiertamente acerca del inmenso amor que yo también sentía por ti.

Nunca supiste, hasta que ahora yo te lo he revelado, que la canción que yo te cantaba la cantaba para ti. Exclusivamente para ti, oh amado.

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¿No recuerdas que yo te pedía encarecidamente en el ensayo, especial-mente hacia el final del mismo, que tocases más y más piano ? ¿Por qué crees que lo hacía ?

Porque estaba casi desesperado de oírte interpretar con clasicismo frío y te notaba insensible a mis vibraciones de amor.

¿Por qué no te lo dije abiertamente ? ¡No le demos más vueltas hermano, a lo que produjo lo que tenía que pro-

ducirse para que verdaderamente pasásemos por la crisis que luego teníamos que pasar !

Pero cuando hablamos de crisis, hermanito amado, ya estamos en la si-guiente etapa que abre paso a la edad viril.

Por ahora comentamos la grandísima hermosura de nuestro encuentro en la adolescencia tardía, –o retardada a causa de nuestro deformado crecimiento en el sistema–, que daría lugar al florecimiento de esa hermosísima mutua fe que habría de durar por toda la eternidad.

Así es, hermano, he dicho bien “mutua” y “por toda la eternidad”, ya que dicha fe que nos une inseparablemente y se transmuta en amor, nada tiene que ver con las “creencias”. Al contrario, éstas, las falsas creencias acerca del amor y de los estados que llaman sublimados sin serlo, siendo sólo frutos de miedo y represión, eran las que nos separaban y nos impedían confesarnos y dar testimonio recíproco de nuestra calidad de “Hermanos gemelos del alma” de que te informé con aquel primer librito que te mandé después de nuestro sueño.

Como tampoco la fe se define como la ceguera del alma, sino como la en-trega del corazón o fidelidad, nada me impide a mí, tu fratellino celestial y tu guía seguir teniendo fe viva en ti, amor.

Y como ahora, en mi ahora de tiempo circular te veo a ti, mi bien, perse-verar, vencer todos los obstáculos y llegar glorioso hasta mis brazos en tu próxima fiesta, por eso me aplico gozoso al discernimiento que tu alma me soli-cita, con tanta mayor alegría cuando que te veo y te preveo sorteando todas las dificultades y atravesando todas las barreras de las tinieblas que aún te puedan acometer.

Todo lo que ahora experimentas, hermano, es fruto maduro de lo que sembraste en tu preciosa adolescencia.

Somos el uno para el otro nuestro verdadero primer amor que imprime carácter.

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Lo demás, ensayos y escarceos, distintos juegos de las pasiones, no nos mermarán en nuestra pureza, –¡nuestra túnica blanca tejida de azucenas !–, con la que nos presentaremos el uno ante el otro, en presencia de todos los ánge-les, dentro de poco.

¡Sí. Dentro de muy poco, mi bien ! ¿Quieres, oh silencioso ermitaño, decir algo a favor o en contra de cuan-

to en este corto suspiro te he expresado ? – Sólo, hermano, que yo sé que hay contenido en él, en éste que llamas

suspiro y en las lágrimas que has hecho brotar una vez más de mis ojos mien-tras yo le daba forma escrita, mucho más de lo que a simple vista parece.

Todo un proceso también mutuo y recíproco de asistencia solícita del amor que a ambos nos ha sido encomendado por nuestro Creador.

También, Lecheimiel, expresarte una vez más, para que lo sepan los que se asomen a estos escritos nuestros, que aquí se da un verdadero proceso místico por el cual al unirnos y fundirnos el uno con el otro, lo hacemos con el Dios único que llevamos en lo más íntimo del corazón.

Podremos diferir y de hecho diferimos mucho de otras “escuelas” de teología mística, pero coincidimos en lo esencial, y lo más importante es que las renovamos con el reconocimiento expreso de que el Hombre no es escalón hacia Dios, sino el propio hondón donde Dios se encuentra, sencillamente porque Dios ha querido vivir así nuestra vida de hombres.

– Además, hermano, reivindicas que no sólo estás dispuesto a ver a Dios en el sacramento de un amor parcializado o aplicado, como decías el otro día, al cincuenta por ciento de la humanidad, sino a toda su integridad, lo que nos permite cantar con toda propiedad :

¡TODAS MIS FUENTES ESTÁN EN TI, OH AMOR ! – No te olvides, hermano de añadir : ¡Amén, aleluya !

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6. Cruzando el filo de la “I” Déjame hoy hablar a mí, oh querido Lecheimiel, porque quiero hablarte

de mis tentaciones y dificultades presentes. Muchas veces he estado, en sueños y en vigilia, en lo alto de una cresta

de montaña a la que me había encaramado sin saber cómo y de la que no podía bajar, sin que hubiera otra salida a esa situación imposible que dejarme caer.

Muchas veces, en mis sueños recurrentes o pesadillas que parecían poco significativas pero dejaban el regusto en la boca de haber discutido con lo im-posible, no he tenido otra opción que, como si dijéramos, dejarme morir y que sea lo que Dios quiera.…

¡Menos mal que al parecer Dios siempre ha querido que amaneciera en la cama sano y salvo !

Sano y salvo, sí, pero tal vez habiendo desperdiciado la ocasión de atra-vesar incólume todo el “filo de la i”, o tentación que se resolvía falsamente por la vía del escape o de la huida.

Me ha faltado en la vida, quizás, lo que tú, mi fratellino, afrontaste con valentía, el decidirme por permanecer y aguantar sobre la cuerda floja de las situaciones difíciles, sin dejarme caer del lado más fácil.

La decisión vital, muchas veces, no consiste en inclinarse a una parte o a otra, sino en permanecer sereno sobre el filo de la vida, confiando en que la tentación se transmutará en paso hacia la madurez.

Saludar o aceptar la tentación, sin ostentación. Reconciliarse con ella, sin revertirla hacia el Creador de la Vida, –al que llamamos muchas veces de-monio tentador cuando lo que nos tienta es la vanidad o la cobardía para acep-tar los retos del cambio…– : “NO TENTARÁS AL SEÑOR TU DIOS”.

Eso es lo que, según el Evangelio respondió Jesús a Satanás cuando le llevó en sonambulismo hasta el alero del Templo y le dijo : tírate al vacío por-que escrito está que el Señor mandará a su ángel para que tu pie no tropiece en la piedra.

Cuando, de niño, hermano, yo escuché en cierta ocasión un sermón sobre las tentaciones de Jesús, (o quizás ha sido recientemente), un predicador poco hábil en la interpretación de las Escrituras dijo que el Señor, –Jesús–, recha-zaba con estas palabras al demonio que se atrevía a tentarle.

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Pero no es ésta la interpretación justa, ni muchísimo menos. Lo que está diciendo Jesús al supuesto diablo es que no quiere convertirse él mismo en tentador de Dios.

No quiere convertir la tentación de ostentación en imprudente confianza en que todo saldrá bien, sea cual sea mi postura, y ya me comporte diligente o negligentemente.

Ahora bien, puesto que Jesús se ha dejado conducir hasta aquella situa-ción que él mismo no se ha buscado conscientemente, sino que es puesto en ella por los azares de la vida, en los cuales su fe descubre a la providencia y peda-gogía de su Padre Dios, no huye de esa tentación, de esa crisis, sino que la con-templa con serenidad y sigue adelante con su oración vigilante.

Sale del falso sueño o ilusión pero no dejándose caer hacia donde mande el viento de la vanidad, sino permaneciendo anclado en la confianza, al filo de lo imposible…

No nos consta cómo terminó aquella situación simbólicamente descrita por el Autor del Evangelio escrito.

Pero seguro que Jesús, que mostró su entereza de no aprovecharse de Dios, despertó simplemente a la Vida de vigilia, o a lo que cada día le traía, con la fe fortalecida en que se hallaba en la mejor de las situaciones para amar y entregarse.

Hermano Lecheimiel : Ahora, en este ahora en que escribo delante de ti, no quiero tentarte, sino pedirte ayuda fraternal para que me asistas, como asistían los ángeles a Jesús después de la tentación superada, para no apearme de ese filo doloroso, de esa fiel balanza que equilibra mi fe con mi amor a ti y a todo Dios que está en ti, mi bien.

Confiaré en que incluso los demonios interiores y exteriores que yo mis-mo he programado desde antes de mi nacimiento para que viniesen a ponerme a prueba y acelerar mi maduración y fortalecer las posiciones del amor conquis-tado de que me hablabas el otro día, son cortesía de mi Creador, a quien no debo culpar de ninguna de mis desdichas, y sí agradecer que El mismo se haya convertido para mí en filo agudo de discernimiento y en penetración poética para componer ese bello poema que comentamos.

– ¿Quieres decirme algo, oh silencioso ángel del amor herido y resucita-do que has guiado hasta ahora mis pensamientos para que saliesen así como han salido de una vez ?

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– Hermano de mi corazón ardiente : Tú me atribuyes mayores virtudes que a ti mismo, pero yo te digo que seas justo con el aprecio que te tengo, y que te consideres participante en todas mis batallas y en todas mis victorias.

Sí. Yo atravesé las nubes en el momento álgido de mi debilidad, en la no-che serena en que también me dejé morir para salir de aquella angustia, casi rayana en desesperanza de obtener luz en mi negra situación de desamparo. Y lo hice transmutando mi dolor en confianza, clamando no sólo “Padre, por qué me has desamparado”, sino también “A tus manos encomiendo mi espíritu”, que fue lo que serenó completamente la noche de mis fatuos sueños.

Ya te lo dije en el escrito primero de esta serie de “Cartas para la eter-nidad”, en LA CLAVE DEL ARCO, en el capítulo titulado “El signo” : Atravesé las nubes “que piadosas allí me despojaron de mi carne serena”. Ésta, mi carne, se quedó sana y salva, completamente utilizable por quien la necesitaba en aque-llos momentos de su carrera de amor. ¿Quién me reprochará, hermano, el que yo ofreciera, como para un trasplante integral, toda mi carne a un alma sedien-ta de vida y ansiosa por llegar a tiempo a completar su carrera cuando la Tierra llegase al punto álgido de la suya ?

Este hecho, –lo sabemos muy bien, mi fratellino probado por singulares tentaciones en la raíz misma de tu fe, como yo también lo fui en la mía respec-to a ti, mi bien, por aquello de “pareja historia, iguales vibraciones”–, es además para ti motivo continuo de tentación o invitación a guardar el equilibrio entre tu fe y tu amor, puestos continuamente a prueba : fiel balanza donde se mide tu fortaleza y se depura tu confianza sin límites en mi amor.

¿Tienes otra salida, sin apearte de la tentación, hermano, que seguir dando gracias mientras vivas en esta carne en que te mantienes en misión de servicio ?

– ¡Eso es, mi fratellino adorado Lecheimiel ! No tentaré al Señor mi Dios quejándome de la vida que me da como

oportunidad de servir. Dejaré a él la decisión de que me utilice como mejor le plazca, diciéndole las palabras de María : “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra”.

Y a continuación cantaré, contigo, mi fratellino, con tu bella voz, el MAGNIFICAT ANIMA MEA DOMINUM.

– Ya lo están oyendo los ángeles del Cielo, hermano, y ya nos están acom-pañando legiones de santos que han pasado por este mismo “filo de la i” o puer-ta estrecha de las tentaciones que enriquecieron su fe.

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Todos a una, junto con María, la bendita Madre de Jesús, y junto tam-bién con nuestras “bendecidas madres”, cantamos a un solo y grandioso coro que retumba desde el interior del Templo a cuyo alero te has encaramado para estar más cerca del cielo :

¡¡¡AMÉN, ALELUYA ! ! !

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7. Por lo redondo de la “O” SOY YO, Lecheimiel, el que te dije, hermano amado y nunca desasistido,

que estaría contigo para ayudarte a exponer “tus propias ideas”, y el mismo que te dije lo que tú me dijiste : “Déjame ver tu rostro”, el que te estoy llamando ahora, otra vez, después que ya has escrito en el archivo de la izquierda esta mañana sobre el corazón de carne, porque ahora quiero que me expliques, her-manito de mi alma, qué quisiste decir con ese verso cuarto de tu poema, el que acabamos de citar en el epígrafe, con eso de lo redondo de la “O”.

– Pues en verdad, hermano, que no me acuerdo muy bien de lo que quise decir, aparte de que le tocaba el turno a esa letra, y siguiendo la escala de la evolución natural y sobrenatural del hombre parecía que tocaba hablar de ese estado de madurez espiritual y psicológica que es la sazón de la edad tranquila de la etapa media de la vida en que parecen obtenerse los mejores frutos y de la que uno no quisiera moverse más.

Ahora que lo pienso contigo, Lecheimiel, parece ser que está bien llamar “O”, o describir como un círculo cerrado de soledad consigo mismo o de intimi-dad con el silencio contemplativo a ese estado prolongado en que uno parece haber llegado al mejor momento de su vida, superado el activismo de la “edad viril”, y dejadas atrás todas las crisis de crecimiento.

Jubilado o todavía no pero a punto de jubilarse de una edad de rendi-miento profesional, uno parece que se dispone a disfrutar de la vida en plena forma y en ese remanso de paz, después de haber criado los hijos que se han emancipado de ti, o bien, después de haberte desengañado de querer conquis-tar el mundo con tus originalidades.

Sólo queda reposar y disfrutar de la vida tranquila, dedicándose a con-templar con cierta nostalgia los frutos que uno se proponía conseguir y los que, aunque no del todo conseguidos, te han aportado sabiduría y sensatez.

¿Es algo más que esto la contemplación, el descanso después del sexto día de la Creación en que se ha formado el hombre ?

Dios así descansó el día séptimo después que viera que todo cuanto había hecho era “muy bueno”.

– ¿Y qué hay, hermano, de lo que yo he hecho coincidir en tus lecturas sobre el mismo tema con las distinciones consabidas entre diversos grados y matices de “contemplaciones infusas o adquiridas”, y toda esa serie de teológi-cos conceptos de diferentes presencias de Dios, que si por esencia, que si por gracia, que si por amor, que si debido al desarrollo de la “gracia bautismal”, que

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si el Misterio de Cristo escondido en Dios durante siglos y manifestado ahora, que si salvarse por “adopción”, o por pura misericordia los que ni siquiera llegan a estar bautizados, etc. etc., hermano ?

¿Qué has sacado de todo este galimatías ? – Pues ya lo has dicho tú muy bien, hermano. Tal vez yo no me hubiera

atrevido a decir esa palabra después que en “el Beso” de FLORES DE PASCUA, prometí que por esta boca mía no saldrían más improperios.

– Querido amanuense de mi palabra. Los dos, hermanísimo de mi alma, gozamos del estatuto de herejes como explicamos en aquel librito nuestro EL

PERDÓN ALQUÍMICO, que ya queda un poco lejano en el tiempo aunque no hace ni dos años que lo has escrito. Y es que has escrito mucho y bien, hermano que me has prestado todas tus facultades para que yo pudiese exponer sin timidez mi propia palabra, la que en vida no me atreví a pronunciar.

Ahora, hermano, –¿ves cómo te dije que yo necesitaba tanto de ti como tú de mí ? ¿Ves el sentido de nuestra obra conjunta que no es un improperio para nadie, sino un anuncio gozoso de liberación ?–, si gozamos del estatuto de herejes porque disentimos de cuanto en la vieja era del separatismo se consi-deró piedad, somos libres para anunciar que la verdadera salvación del hombre consiste en aceptar sin restricciones su propia esencia divina.

Aceptar esto es verdadera contemplación. Estar dispuesto a llevarlo a sus últimas consencuencias y a vivir según

esta sabiduría del Espíritu es entrar en la nueva Era que hará místicamente conscientes a todos los hombres.

Por eso, hermanito de mis entrañas, no te quedarás ahí, encerrado en el círculo de tu a veces gratificante a veces mortificante soledad, sino que saldrás con el ímpetu del viento que sopla su ventisca a través del fino orificio de la “U” que me explicarás otro día, en una próxima ocasión.

Pero, ahora, en tu ahora temporal, hermano, esa “U” aún forma parte del “futuro”.

– ¡Gracias, gracias, Lecheimiel, porque he comprobado que “mis” ideas son tan tuyas, por el amor, como yo mismo que me he fundido contigo con quien ya era uno en esencia.

Ahora lo soy también por gracia, puesto que me he bautizado en ti. Y también por amor, porque te has dignado reverdecer en mi sueño. Ahora no soy más rico que antes de haber experimentado todo esto, ¡pe-

ro lo disfruto muchísimo más, amor, Amor, AMOR !

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– ¡Disfruta, hermano, del fruto de tu trabajo bien hecho, disfruta con júbilo puesto que jubilación viene de júbilo.

Y yo te digo que en tu sazón serás campo abonado para que otros puedan plantar en el terreno por ti preparado nuevos frutos de nuevas ideas que co-crearán contigo con júbilo eterno las generaciones venideras.

Esta es mi promesa, oh fratellino. - ¡Pues este es mi compromiso, hermano Lecheimiel : creer a tu prome-

sa !

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8. Hacia el futuro de la “U” Ayer, hermano ángel Lecheimiel, a quien esta noche que acaba de pasar

he cantado con tu propia canción y con tus sentimientos más hondos cuando tú me la cantabas, en los que me has permitido penetrar, me decías que el verso de la “U” era todavía de futuro…

¿Acaso hoy ese futuro se ha podido convertir en presente ? ¿Es eso al-guna vez posible ?

Nunca jamás será posible en nuestro tiempo lineal, aunque los propagan-distas de tecnologías novedosas abusen de esta imagen comercial, nunca jamás algo inventado en el presente será mientras se anuncia cosa del futuro. Nunca jamás nuestros ojos verán lo que ahora está por venir como futuro por fin lle-gado.

Si tal cosa fuera posible, todo lo que se esperaba con ansia pasaría in-mediatamente a ser desilusión y fraude, como logro, por hermoso que fuera, ya sobrepasado que ambiciona otro mayor verdaderamente futuro.

Por tanto el futuro siempre está por delante de nosotros y jamás llega. Hay una imagen de un soplador que se esfuerza a dos carrillos por evi-

denciarnos la eficacia de su soplo y de algún modo ilustrarnos la velocidad con que la leyenda que está debajo se realiza : “Tempus fugit”, dice la tal leyenda. El soplador sopla precisamente con la boca dispuesta en forma de “U”.

Está claro que si el tiempo huye en dirección al pasado es porque antes de ser soplado por esa boca que es la “fuerza de Dios”, el “ruaj” del espíritu de los hebreos, ha tenido que ser acumulado en los pulmones…, como tomado de una previsión de futuro, de un deseo, de una ilusión de posibilidad. O como di-cen otros de una o varias de las “potencialidades” de nuestros posibles futuros.

Luego de todas esas potencialidades, sólo una tendrá éxito y existencia, la que sepa colarse por el estrecho orificio de nuestra particular elección, con-dicionada a su vez por las circunstancias que determinan nuestra posición en el espacio y en el tiempo.

Libre elección hasta cierto punto. Determinación de impulsar con nuestros actos y antes con nuestra volun-

tad que elige parcamente dentro de lo posible, entre aquellas dos o tres opcio-nes que se presentan, cualquiera de ellas favorable a nuestros particulares in-tereses.

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Pero cuando lo posible sale de nuestra boca, de nuestro ilusorio presente infinitamente divisible, –por lo que las paradojas de los sofistas son aparente-mente lógicas– la desilusión de lo medianamente realizado, la parcialidad de lo conseguido, la insatisfacción por lo manifestado ante nuestros ojos, sean éstos artísticos o técnicos, o simplemente vulgares… la misma nostalgia de no poder retener lo que se nos escapa, de lo que huye de nosotros por la disipación de los vientos hacia el pasado, nos descorazona muchas veces para seguir soplan-do.

Como dicen vulgarmente, nos desinflamos. Por tanto, creo, Lecheimiel, que no hay otro futuro válido que aquel que

se gusta como proyecto del alma y se hace presente eterno por su propia fuer-za espiritual.

¿Es así, mi fratellino ? – Así es, ermitaño filósofo. Filósofo era también el buen ladrón, amante de la Sabiduría, aunque

otros mejor le llamarían místico, cuando pedía a Jesús “el don de la oración y la virtud de su quietud”.

Y más filósofo todavía Jesús, cuando le responde a Dimas que para al-canzar esa “quietud” del espíritu que todo lo posee en el eterno presente, debe remontarse al punto cénit de la visión del YO SOY, que le engloba a él mismo, al solicitante y a todas los logros de la Creación.

Sin embargo, oh fratellino, para llegar a ese estado de quietud, que no se alcanza de una vez sino en momentos transitorios de gracia, y para el que no es garantía ni siquiera la muerte que nos permite regresar “a casa”, porque tal sabiduría universal y permanente es propia de los Espíritus Superiores que han llegado o nunca han abandonado la conciencia de la Unidad Única y perfecta que es Dios, hay que ofrecer a cambio el esfuerzo de pasar por las experiencias transitorias que dan colorido y personalidad a los deseos del alma.

Los deseos del alma superior, hermano, aun permaneciendo en la plena conciencia de la Unidad Única de que te he hablado, son tan válidos y eternos como la propia esencia del alma, que no es informe sino conscientemente crea-tiva.

El tiempo, pues, en que el alma inferior se mueve, en que el hombre pa-dece y lucha y goza y muere, –el que, gracias a Dios, huye a velocidad de vérti-go–, es el instrumento mágico por el que pasan, como a través de un túnel de pruebas, las creaciones del alma superior que es, como una neurona del Verbo de Dios, del Hijo único y predilecto que crece por nuestro crecimiento.

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Lejos de despreciar el Tiempo, has de verlo como una magnífica sala de exposiciones por la que te vas paseando tú, que eres el que te mueves por él a la velocidad que te apetezca para permitirte gozar de las obras expuestas por ti y por otros, y de la cual sala sales edificado y extasiado y con ganas de vol-ver a visitarla.

Por eso hablamos de reencarnación, hermano, y por eso nos hemos dicho mutuamente tantas veces, que cuando volvamos a reunirnos y hayas descansado como estoy descansando yo, volveremos a planificar otra incursión en el Tiem-po, sea en esta sala de museo o en cualquier otra.

Mientras tanto, hermano, el soplo que sale de tu boca en forma de pen-samientos escritos y ungidos del amor más perfecto de todos los amores, dará empuje a muchas almas que al presente se hallan desanimadas por tanta visión extravagante del estado actual del Mundo.

Tú les infundirás optimismo y esperanza con tus mensajes de pasado, de presente y de futuro.

Sí. También de futuro nunca negado a la Esperanza que cree en las pro-mesas del Amor eterno.

Así como yo te infundo mi espíritu, oh fratellino, con mi soplo inspirador con el que te envío mi beso.

– ¡Gracias, gracias, gracias, hermano beso ! ! !

OLASSSS CONTRA OLASSSS… Del futuro me vienen mis ansiedades que al pasado se vierten con sus bondades. Bondades más que a medias pues solo falta darles forma y figura en esta data. Pues ya se sabe que, si ciertas no fueran, ni ya hubieran nacido ni falta hicieran. Pero la mente,

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la que nunca descansa, desde aquí hacia el futuro sólo programa lo que cree que es sabio, hermoso y justo, de manera que luego lo encuentre a punto. Lo que llaman futuro no es pues más que eso: los proyectos del alma con su embeleso. El Tiempo huye, mas no cual creen los que sólo se apegan a lo que tienen. Por el contrario, hacia mí viene el tiempo por mí creado en el haz de mis sueños… como faro que enciende mis soledades en las noches oscuras de estas maldades que tan sólo oscurecen el panorama de la vida del mundo que aún no está en calma. Esto sólo son crisis de crecimiento: –decía un viejo amigo en otros tiempos–… Ahora, en cambio, son crisis de paradigma: es mucho más profundo este otro cisma. Con igual ánimo,

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si sale desde dentro, acepta el alma el gozo que el sufrimiento. Que de Dios es imagen en ambos casos así venga con éxito que con fracaso. En el mar infinito un solo evento: Olas que rompen olas desde otros vientos… Cuando lo viejo caiga, no importará que en aras de la historia se diga ya… Que esta era ya pasó, entre sudores, si un Niño nos dejó con sus dolores. En las alas del viento escrito está, que incluso lo que llega también caerá… Otra era vendrá en que los hombres por hermanos se tengan, bajo otros soles… Conciencia y esperanza en Dios se cifran, donde sólo Amor vuela más que de prisa. Vuela hacia parte alguna, pues en el Uno establece su nido sin ser ninguno. Lo que Santa Teresa

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decir solía: Que nada le faltaba a quien Dios tenía. Es lo que ansía mi alma del futuro que, lejos de huir, tarda más de lo justo. Es mi alma la que vuela contra los vientos y, anclada en Dios eterno, recrea al tiempo. Mi alma espera, ansía y desarrolla sus esperanzas, como ola contra ola que a Dios alcanza. TIEMPO AL TIEMPO El tiempo se hace noche la noche, mediodía, a medida que tejen las horas, sobre la tosca pelambre de mi fina fatiga su sedosa caricia, su ensueño y su nostalgia… Su urdimbre infatigable, su incansable agonía.… Multicolor vidriera de ojos nuevos que ven lo que no veo. Y lo que veo sueña más nostalgias, ensueños, agonías.… Es todo yo, la vida, la ninfa, la dicha.… No tiene alas el tiempo, no tiene prisa. No todavía.

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PRISAS DE NIÑO ¡Corriendo, mi Dios, deprisa ! ¡La parte de mi heredad ! ¡Exijo mi identidad ! ¡Devuélveme mi risa, dame mi llanto ! Quiero lo mío, mi derecho de conciencia, mi ser de niño, ¡No pido tanto ! No me des la paciencia, ¡quiero el milagro ! El milagro de ser EL QUE SOY ¡dámelo hoy !

¿PRONTO O TARDE?

“Por algo se empieza”, –dijo el que empezó su larga carrera–… Pudo acabar mal, si antes no supiera que mal nunca acaba el que ni siquiera quiso ni emprendió tan ardua tarea… (de éste el mundo vio sólo una quimera). Sepa el que esto lee y hasta aquí llegó que tarde no llega el que no empezó.