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CAMBIO DE ESCENARIOS SOCIALES, EXPERIENCIA JUVENIL URBANA Y ESCUELA Marcelo Urresti Frente al problema del fracaso escolar se propone como principio de solución desarrollar una nueva institución dentro del sistema escolar, un agente encargado de atenuar su recurrencia, el profesor tutor. Su objetivo es lograr la disminución del fracaso y la deserción escolar: deberá tratar de recuperar a los que se alejaron, retener en el sistema a aquellos que podrían abandonarlo y ayudar a que, los que se queden, mejoren sus rendimiento. Para ello, como una de sus tareas básicas, tendrá que estimular la integración grupal de los alumnos y comprender a los adolescentes como sujetos globales de una experiencia social e histórica, trascendiendo la exclusiva órbita escolar. Su función principal como consejero, apoyo, generador de propuestas y de contención, implica posicionarlo como un brazo articulador capaz de absorber conflictos disgregadores y transformarlos en motores de integración. El profesor tutor, en términos culturales 1 , será una especie de conversor, de traductor entre los unos y los otros, un mediador simbólico que tratará de que los que están de cada lado del circuito comunicativo (institución y alumnos) se puedan entender de la manera más transparente que sea posible. Casi al modo de un antropólogo dirigiéndose hacia una cultura ajena, el profesor tutor tratará de descifrar los significados de la cultura de los adolescentes para aproximar los puntos de vista de los actores involucrados en cada espacio de conflicto. Asimismo deberá desarrollar una visión social del entorno que envuelve a la institución escolar, acercándola a otras esferas de contención social definidas por el estado, comprendiendo además, en forma amplia, la problemática ambiente en la que ésta se encuentra comprometida. De este modo, el profesor tutor será el encargado de extender la 1 Entendemos por cultura no el tradicional uso ilustrado, que supone un tipo de bien que se posee o no, o del que se dispone en escalas diversas, en más o en menos, y que suele ser utilizado como sinónimo de “conocimientos”. El término cultura que manejamos remite a la acepción que la antropología ha construido a lo largo de su historia y que ha sido complementado por la sociología y la semiología: el conjunto interrelacionado de códigos de la significación, históricamente constituidos, compartidos por un grupo social, que hacen posible la identificación, la comunicación y la interacción, es decir que se trata del caudal simbólico que se manifiesta en los mensajes y en la acción, en cada intercambio, mediante los cuales, miembros de grupos sociales se piensan y se representan a sí mismos, a su contexto social inmediato y al mundo que los rodea. Ver Margulis, Mario. La cultura de la noche. Espasa, Buenos Aires, 1994. Págs. 14 y ss. Neufeld, María Rosa. “El concepto antropológico de cultura” en Lischetti, Mirta. Antropología. Eudeba, Buenos Aires, 1986.

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CAMBIO DE ESCENARIOS SOCIALES,

EXPERIENCIA JUVENIL URBANA Y ESCUELA

Marcelo Urresti

Frente al problema del fracaso escolar se propone como principio de solución desarrollar

una nueva institución dentro del sistema escolar, un agente encargado de atenuar su

recurrencia, el profesor tutor. Su objetivo es lograr la disminución del fracaso y la

deserción escolar: deberá tratar de recuperar a los que se alejaron, retener en el sistema a

aquellos que podrían abandonarlo y ayudar a que, los que se queden, mejoren sus

rendimiento. Para ello, como una de sus tareas básicas, tendrá que estimular la integración

grupal de los alumnos y comprender a los adolescentes como sujetos globales de una

experiencia social e histórica, trascendiendo la exclusiva órbita escolar.

Su función principal como consejero, apoyo, generador de propuestas y de contención,

implica posicionarlo como un brazo articulador capaz de absorber conflictos disgregadores

y transformarlos en motores de integración. El profesor tutor, en términos culturales1, será

una especie de conversor, de traductor entre los unos y los otros, un mediador simbólico

que tratará de que los que están de cada lado del circuito comunicativo (institución y

alumnos) se puedan entender de la manera más transparente que sea posible. Casi al modo

de un antropólogo dirigiéndose hacia una cultura ajena, el profesor tutor tratará de descifrar

los significados de la cultura de los adolescentes para aproximar los puntos de vista de los

actores involucrados en cada espacio de conflicto.

Asimismo deberá desarrollar una visión social del entorno que envuelve a la institución

escolar, acercándola a otras esferas de contención social definidas por el estado,

comprendiendo además, en forma amplia, la problemática ambiente en la que ésta se

encuentra comprometida. De este modo, el profesor tutor será el encargado de extender la

1 Entendemos por cultura no el tradicional uso ilustrado, que supone un tipo de bien que se posee o no, o del que se dispone en escalas diversas, en más o en menos, y que suele ser utilizado como sinónimo de “conocimientos”. El término cultura que manejamos remite a la acepción que la antropología ha construido a lo largo de su historia y que ha sido complementado por la sociología y la semiología: el conjunto interrelacionado de códigos de la significación, históricamente constituidos, compartidos por un grupo social, que hacen posible la identificación, la comunicación y la interacción, es decir que se trata del caudal simbólico que se manifiesta en los mensajes y en la acción, en cada intercambio, mediante los cuales, miembros de grupos sociales se piensan y se representan a sí mismos, a su contexto social inmediato y al mundo que los rodea. Ver Margulis, Mario. La cultura de la noche. Espasa, Buenos Aires, 1994. Págs. 14 y ss. Neufeld, María Rosa. “El concepto antropológico de cultura” en Lischetti, Mirta. Antropología. Eudeba, Buenos Aires, 1986.

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escuela hacia la comunidad en la persona de los alumnos, en el conocimiento y el

ascendiente que tenga sobre ellos, haciendo de la cuestión escolar algo que exceda lo

didáctico, introduciéndose en la estructura motivacional de los alumnos, eso que de manera

creciente los vuelve cada vez menos “sujetos” de la institución y que tantas dificultades

plantea para su continuidad en el sistema.

La idea que inspira este escrito es básicamente metodológica, se propone ante todo

transmitir una manera de mirar, por eso brinda herramientas que pueden contribuir a

agudizar la observación, medio fundamental para comprender las motivaciones de fondo

que pueblan el mundo adolescente y que luego repercuten directa o indirectamente en la

escuela. Esperamos que con esto, los profesores tutores puedan enriquecer sus esquemas

cognitivos confrontando su experiencia adquirida en el trabajo, valiosa por el contenido de

información que porta en “estado de incorporado”2, con la visión distanciada del enfoque

socioantropológico. No se trata de oponer conocimientos como si fueran enemigos o

competidores para ver cual es mejor, más verdadero, verosímil o eficaz. El saber del actor

es el saber del compromiso, de la implicación, del dilema práctico u operativo, y su valor

radica en el nivel de singularidad de la experiencia adquirida, en su capacidad para la

resolución de los problemas con los que se encuentra. El saber del investigador procura

otro tipo de objetivos, más ligados al contexto general, a las grandes tendencias, a las

formas en que se representa la experiencia, por eso su saber es diferente, tiende a la

generalidad, a los esquemas abstractos, al concepto. En términos ideales, casi típicos, uno y

otro tipo de saber tienden a estar separados. Pero en la realidad, más compleja y

enmarañada de lo que actores y analistas típicos estarían dispuestos a aceptar, se da un

constante ida y vuelta de una instancia hacia la otra en la que ambos tipos de saberes (y

ambos tipos de figuras) se sintetizan en un arco de fórmulas de diverso contenido.

Si el profesor tutor deberá ser un talento “eminentemente práctico” tendrá que valerse

también de cierta visión cartográfica, estratégica, que le permita comprender las

posibilidades del terreno sobre el que está actuando. Es por ello que proponemos integrar

perspectivas diferentes sobre este fenómeno complejo, susceptible de ser reconstruido

desde diferentes miradas, a fin de multiplicar las posibilidades comprensivas de cada sujeto

enriqueciendo su experiencia vivida.

2 Bourdieu entiende de este modo los saberes hechos cuerpo, casi convertidos en un hábito, es decir, pura práctica. Entre los muchos lugares en que lo menciona se puede consultar, Bourdieu, Pierre. Cosas dichas. Gedisa, Barcelona, 1987. Pág. 70 y ss.

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Este documento se divide en tres partes, una inicial en la que se aborda desde un punto de

vista conceptual la adolescencia y la juventud como categorías construidas socialmente,

una intermedia en la que se analiza el cambio de experiencia histórica de los últimos veinte

años y una final en la que se describen las condiciones sociohistóricas actuales, distintos

tipos de jóvenes y la relación que mantienen con las instituciones escolares.

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PARTE I. ADOLESCENCIA Y JUVENTUD:

DOS CATEGORÍAS CONSTRUÍDAS SOCIALMENTE

Adolescencia y juventud son dos términos a través de los cuales las sociedades modernas

han intentado ordenar segmentos poblacionales partiendo de la edad. En todo orden social

la edad funciona como un criterio clasificatorio y al igual que el sexo, son los primeros

determinantes de diferencias básicas que serán luego procesadas por la cultura. De uno y

de otro lado quedarán las categorías por ellos definidas, los géneros, y los grupos de edad.

A primera vista puede parecer transparente el conjunto de los actores definidos por el

criterio etario, pero a poco que se adentre la observación en los límites todo aquello que

aparecía en principio claro y diferenciable, comienza a tornarse vidrioso para volverse

opaco. Preguntas altamente intuitivas en procura de cierta claridad inicial, pondrían en más

de un aprieto a todo aquel que quisiera trazar fronteras claras: a qué edad comienza la

adolescencia? A qué edad termina? Y la juventud? En qué se diferencian específicamente

la una de la otra? En el caso de que coincidan, por qué se usan dos términos diferentes?

Cuándo comienza una persona a ser adulta o a envejecer definitivamente? Como se puede

ver se trata de preguntas sumamente simples que no tienen respuesta, al menos del tenor de

simplicidad que exigen las preguntas. Y eso se debe a que estas categorías no se pueden

definir con base en criterios etarios.

Durante algún tiempo y para facilitar la respuesta muchos estudios prefirieron no entrar en

polémicas difíciles y optaron por definir las edades con base en límites definidos por la

edad: de este modo, la adolescencia término promedio podía empezar a los 10 o a los 12

años, extenderse hasta los 16 o los 18, y la juventud comenzar en alguna de esas edades y

terminar en los 25 o en los 30 según el enfoque elegido. Se trataba de estudios

demográficos, que trabajaban con datos censales, de ahí su opción por estos criterios un

poco rígidos. Obviamente, estos límites no estaban fijados sin algo de arbitrariedad y

pronto caían bajo sospechas fundadas. Las preguntas habituales remarcaban las dudas

sobre qué podían tener en común individuos cuya única característica similar era coincidir

en la fecha de nacimiento, o qué limite real podía marcar una edad arbitrariamente

definida. Si bien términos como adolescencia y juventud definen “grupos de edad”, no se

los puede demarcar con la exactitud que suponen los criterios de edad, puesto que sus

límites son variables, como todo límite de edad, y sus fronteras son sociales antes que

meramente etáreas, es decir que están socialmente construidos y por lo tanto, varían

histórica, geográfica y culturalmente.

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Es posible constatar con relativa facilidad que la definición de la población adolescente o

joven ha cambiado con el paso de la historia. Se podría arriesgar con alta plausibilidad que

no siempre existieron los jóvenes ni mucho menos los adolescentes. Supongamos una

sociedad en la que la media de vida es de 30 años, donde los riesgos de muerte por

enfermedad son altos, donde se suma a ello cierto estado generalizado de guerras, donde no

hay condiciones de asepsia que garanticen partos sin riesgos, donde hay problemas de

escasez de agua potable, hambrunas recurrentes y ciudades carentes de sistemas sanitarios

eficaces. En tal sociedad, hablando con justeza, no habría jóvenes: la población tendría

períodos de vida sumamente cortos y esto no permitiría la diferenciación de roles por

grupo de edad, todo tendería a apiñarse en una población compacta acechada por las

condiciones del ambiente. Imaginemos qué diferencias efectivas podrían llegar a operar en

términos de edad en una sociedad tan concentrada. Evidentemente se trataría de diferencias

muy poco significativas. Supongamos que con el tiempo, las condiciones de infraestructura

mejoran, los problemas sanitarios se reducen, la producción de alimentos crece, los partos

seguidos de muerte disminuyen, poco a poco la población irá aumentando y las

expectativas de vida irán creciendo, la población se extenderá en su pirámide de edad y

comenzarán a aparecer diferenciados distintos grupos nucleados en torno a edades

diferentes, en principio, los jóvenes y los viejos. Los grupos jóvenes comienzan a existir

históricamente cuando se une a cierta bonanza demográfica la capacidad cultural de

elaborar la diferencia que la estructura reproductiva de esa sociedad hace posible.

Geográficamente, y complementando el ejemplo que acabamos de dar, en el ancho

presente inclusive, es posible constatar que hay sociedades que no tienen jóvenes.

Pensemos intuitivamente: si la juventud es ese período a través del cual se vive un tiempo

intermedio que va desde el abandono de la infancia, hasta el paso definitivo que supone

pasar a formar parte del mundo de los adultos, entonces, no hay juventud, o al menos, no la

misma juventud en todas las sociedades. Es muy extendido entonces, el tipo de sociedades

sin juventud, ya que como lo prueba la antropología3, con un rito de pasaje que suele

consistir en un período breve de alejamiento de los púberes de sus aldeas, seguido de un

bautismo, una circuncisión o alguna otra ceremonia de marcación corporal, los miembros

de estas sociedades pasan casi sin transición o con alguna de mínima extensión temporal,

directamente desde la infancia a la adultez. Es decir que la madurez corporal es suficiente

como condición para entrar en el mundo adulto, condición que es legitimada por un rito

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que hace las veces de frontera oficial entre un grupo de edad y el otro. Aunque no suene

convincente a primera vista, en la historia de la humanidad, la regla marca que la mayoría

de las sociedades ha funcionado de esta manera, es decir que lo inusual es que haya

sociedades con juventud. Por lo tanto, ese dato inmediato de nuestra experiencia social,

casi incuestionado de que hay algo natural en el desarrollo humano y dentro de él un

período que se engloba en la categoría juventud, es altamente discutible.

En sociedades modernas las curvas demográficas tienden a extenderse cada vez más, las

estructuras socioeconómicas se complejizan, surgen nuevos saberes y prácticas

institucionales, se combinan y pluralizan los sistemas educativos, se diversifican las

producciones culturales y sus consumos, situación en la que el juego de las

diferenciaciones sociales se multiplica. El presente actual en constante explosión se

encuentra con una variedad creciente de grupos de edad, producto de esta diversificación:

hoy en día tenemos niños, púberes, adolescentes, jóvenes, jóvenes adultos, maduros,

mayores, tercera edad, gerontes, y hasta comienza a surgir una cuarta edad. Evidentemente

muchas de ellas no tienen ninguna entidad social, al menos, por el momento. Tendríamos

que pensar que con la juventud o con la infancia durante mucho tiempo sucedió

exactamente lo mismo. La infancia es un mundo que como muy bien mostró Ariés no tiene

más de dos siglos de existencia.4 Hemos visto en los últimos tiempos consolidarse una

categoría que nuestros mayores inmediatos casi ni conocieron, la de la tercera edad. Y por

más eufemística, falsaria o prometedora que sea, poco a poco va instituyendo agencias

sociales en las que se reconoce a sus miembros, se los define, tal vez con categoría vagas,

pero se los va conformando como un grupo socialmente reconocible. De ahí a su

institucionalización definitiva no queda más que la insistencia y la consolidación de los

intereses que le dieron forma. No es descabellado, por la tendencia impuesta, pensar que

no tardarán en aparecer nuevas categorías intermedias, anteriores y posteriores.

En este contexto, la pregunta por la adolescencia y la juventud toma otras características,

se coloca bajo una nueva luz. Tanto una como la otra son categorías construidas social e

históricamente y articulan un “material” escaso, la temporalidad hecha cuerpo, la vida de

un cuerpo, su duración cronológica traducida en los términos de un sistema de oposiciones

significantes, es decir, de una cultura. Las diferencias entre adolescencia y juventud,

entonces, responderán al tipo de cultura al que nos refiramos, a sus rituales oficiales u

3 Uno de sus casos clásicos es el libro de Margaret Mead, Adolescencia, sexo y cultura en Samoa. Planeta, Barcelona, 1985. 4 Aries, Philipe. Infancia y familia en Antiguo Régimen. Taurus, Madrid, 1986.

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oficiosos de pasaje, a las marcas de sus tránsitos y a los sistemas de categorizaciones de

edades vigentes en la sociedad de la que se trate. Atenta a estas características, la teoría

social dedicada al tema ha comenzado a considerar una perspectiva relativamente aceptada,

adolescentes y jóvenes, serán todos aquellos que una determinada sociedad considere como

tales. El papel de la investigación consiste en tratar de definir cómo distintas sociedades

construyen sus categorías. Se supone que así se superan las limitaciones del enfoque

puramente centrado en la edad. De este modo, para sociedades modernas como las que

habitamos, se considerarán los elementos que constituyen al adulto y se verán las vías de

acceso que llevan, socialización mediante, a los sujetos desde su madurez corporal hasta la

plena madurez social. Es decir que para aclarar de qué se habla cuando se habla de jóvenes,

en la medida en que se trata de una transición, primero hay que detenerse en las

características que definen a un adulto normal (estadísticamente frecuente), el final de la

transición, para ver luego qué es lo que conduce hasta él.

Un adulto se define como alguien que ha establecido su vida al margen de su familia de

origen, que se autosustenta, que ha constituido su propia familia, que tiene hijos, que ha

definido exitosamente –después de prepararse para ello- un destino laboral. Qué sería la

juventud entonces? Ese período de mora en el cual cierto segmento de la población llegado

a la madurez sexual, a su plena capacidad biológica para reproducirse, no termina de

consumarse como un adulto y se encuentra a la espera de adquirir los atributos que lo

identifiquen como tal. En esa moratoria, ese período de espera, estarían los jóvenes.5

En una sociedad como la nuestra, en la que la diversificación y autonomía de las esferas y

los estratos que la componen se hace cada vez más dramática, aparecen nuevas cuestiones

a tener en cuenta, puesto que se trata de una sociedad compleja, con divisiones tajantes, y

esto sucede hasta un punto tal que permite plantear la coexistencia de distintas sociedades

en una misma sociedad. Si hacemos una comparación con aquello que la tradición

antropológica ha llamado “sociedades primitivas”, “simples” o como se acostumbra hoy,

“otras”, sociedades en general y comparativamente de baja diferenciación interna, se puede

advertir que los procesos de división por edades van tomando distintas velocidades según

los grupos que conforman la sociedad. Concretamente hablando, distintas clases sociales

tendrán distintos tipos de maduración social, más o menos acelerada según las presiones

5 La visión de la sociología actual comparte mayoritariamente este punto de vista. El libro de Cecilia Braslavsky. La juventud argentina: informe de situación. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1986, plantea la cuestión con claridad y es ilustrativo de esta tendencia.

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materiales a que estén expuestos, y por ende, de extensión de ese período intermedio entre

la niñez y la adultez al que llamamos juventud.

Esto nos lleva a un punto de suma importancia: no todos los individuos que tienen la edad

de ser jóvenes se encuentran, socialmente hablando, en la misma situación. No todos

entran en la formación de las familias en la misma edad, ni tienen la misma presión

económica por definirse laboralmente. Es decir que no todas las clases gozan de esta

ventaja que produce la vida social actual, hecho que en su desigual distribución hace que

haya clases con jóvenes y clases que no los tienen, o cuya duración, mínima, casi los torna

invisibles. Maternidad y paternidad adolescente, cortes en la permanencia en el sistema

educativo, necesidad de trabajar, producirían entre los sectores populares, una reducción de

la moratoria social. Los planteos centrados en la moratoria, eficaz herramienta conceptual

para comprender de manera más crítica la construcción social de la juventud, se encuentra

con un problema: casi no hay juventud en los sectores populares. De modo tal que

superado el problema del corte de edad como criterio, partiendo hacia indicadores

constructivos en el orden social, surgen nuevos obstáculos: en la definición social del

modelo de juventud está operando un sistema de dominación social que hace aparecer

como jóvenes sólo a los miembros de una clase, excluyendo implícitamente a los

miembros de otras clases que no acceden objetivamente a la moratoria social. De una o de

otra manera, implícitamente, los enfoques de la moratoria social reproducen este modelo

de dominación social en sus esquemas conceptuales.

Con la adolescencia sucede algo parecido. Aunque como dijimos anteriormente, ambos

segmentos de edad se distinguen con base en criterios no exhaustivos, en los términos

impuestos por nuestra cultura, la adolescencia aparece como el período previo a la

juventud o en menor medida como la primera juventud, y supone, básicamente, el

momento problemático en que se consuma la madurez corporal y se discute por primera

vez la herencia familiar en la constitución de la personalidad. De modo que se manifiesta

como un período de crisis en el que se abandonan maneras habituales de situarse en el

mundo de las edades y se asumen nuevas posiciones de rol junto con una corporalidad en

desarrollo. Con otras palabras, se trata de una etapa transicional de la vida de las personas

en la que se atraviesa una crisis profunda, un interregno que se origina con la madurez

sexual y que se va definiendo con el proceso de las moratorias hasta desembocar en el

reconocimiento social que supone ser adulto.

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Tal como fuera tematizado clásicamente por Erikson6, el período adolescente escenifica

una crisis: por un lado un abandono, una pérdida, la del cuerpo y el lugar del niño, y por

otro, una búsqueda, la de la identidad en el mundo adulto. Al igual que en el caso de la

juventud, no todas las culturas ni las épocas históricas reconocen este problema de la

transición y de la búsqueda: hay sociedades que con ritos de pasaje precisos definen la

transformación del niño en adulto, y por lo tanto, al no percibir el momento crítico no

tienen adolescencia.

En sociedades como las nuestras, la crisis se manifiesta en el cuestionamiento que el

adolescente hace del sistema de referencias que constituyen la identidad que ha heredado

de la familia. En la experiencia habitual del niño, la familia aparece como el grupo de

pertenencia natural, espontáneo e incuestionado durante la infancia, que constituye al niño

como sujeto, a su lugar en el entorno próximo y en el mundo que lo rodea. La familia

funciona como la primera matriz de sentido en la que se elabora una representación del sí

mismo y del mundo social. La adolescencia comienza en lo corporal con la madurez sexual

y en lo psicosocial con el cuestionamiento de esta herencia recibida, y a través de las

búsquedas posteriores afirma la necesidad de constituirse frente al mundo de los padres, en

oposición y conflicto frente al mismo. La familia otorga una historia en la que se es

individuado, y la adolescencia supone el primer paso en la construcción autónoma de esa

nueva historia que constituirá la nueva identidad.

Es por ello que aparece como un período crítico en el que, elaboradas y superadas las

situaciones de desacople, y según distintos enfoques que enfatizan aspectos diversos7,

sobreviene la madurez psicológica propia de la constitución del adulto promedio sano: con

un nuevo sistema de identificaciones que lo define y una forma de sexualidad asumida. En

esto podrán variar los ritmos según las clases sociales o las familias pero no el proceso.

El famoso conflicto generacional puede ser entendido a esta luz como la discusión de la

herencia familiar y la progresiva decisión del sujeto en la elección de lo que serán sus

grupos de pertenencia. La adolescencia coincide con la salida de la familia hacia los grupos

de pares, hacia la relación autónoma con otras instituciones o con la comunidad en general,

que comenzarán a ser, de modo creciente, elecciones autónomas de los sujetos, situación

que supone un enfrentamiento con las elecciones predeterminadas por la familia, que al

6 Erikson, Erik. Sociedad y adolescencia. Siglo XXI, México, 1987. 7 Ver las distintas posturas planteadas en el texto de Obiols, Guillermo y Silvia Di Segni de Obiols. Adolescencia, posmodernidad y escuela secundaria. Kapelusz, Buenos Aires, 1998. Págs. 52 a 62.

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final del camino podrán ser recuperadas, aceptadas, transformadas o negadas, desenlaces

que no anulan el desajuste inicial por el que, casi inevitablemente, pasan.

Hay quienes han identificado este modelo de interpretación como el de un adolescente

moderno.8 El púber indócil, maníaco depresivo, que busca diferenciarse dramáticamente,

que es idealista y utópico, expresaría dramáticamente en estas actitudes la brecha

generacional, conflictiva en la que se moviliza un crecimiento adulto “normal”. Según

estas descripciones hoy las cosas habrían cambiado. El adolescente actual no tendría a qué

oponerse, al menos no claramente, en la medida en que no habría ideologías fuertes con las

que elaborar el contraste, hecho que expresaría una identidad formada en el collage, la

composición sin plan, como un pastiche en el que no habría conflicto ni rebelión, y por lo

tanto, no habría brecha, sino simplemente, huida sin choques, indiferencia. Esto generaría

una confusión entre los mundos juvenil y adulto. Este, tradicionalmente enérgico y claro en

sus objetivos y modos de socialización, estaría en la actualidad poblado por las dudas, las

brumas y las indefiniciones propias del mundo adolescente, convertido en modelo para el

mundo adulto. Al vacilar la socialización dura, tradicional, el conflicto movilizador

desaparece, y la etapa adolescente se va convirtiendo en un estado. Otros estímulos

sociales del presente estarían afirmando esta tendencia: la extensión de la estética

adolescente como modelo de conductas a ser imitado.

Con estos planteos, entramos en la misma zona problemática de la definición de juventud

hecha por la moratoria social. Es difícil negar que la adolescencia, poco a poco, se va

convirtiendo en un modelo social a imitar, que se extiende cada vez más por la acción del

mercado, los medios masivos y la publicidad, que difunden como generalizable las

características de su imagen, con lo que va dejando de ser una etapa para convertirse en un

estado permanente. Una prueba adicional de ello podría ser que la vejez se va

conviertiendo en algo vergonzoso, que habría que esconder. La adolescencia sería una

forma de la estética muy atractiva que hasta los más viejos estarían imitando: la presión

por lograr el cuerpo ideal, de evitar el paso de los años, serían tendencias evidentes de la

desvalorización por la que pasa hoy en día el ser adulto. Por otra parte, el conflicto

generacional que antes se daba por el deseo que los adolescentes expresaban de ser adultos,

hecho que los impulsaba a diferenciarse de los modos de ser adulto ya existentes, se

invierte de los adultos hacia los adolescentes. El modelo de socialización parecería estar en

las antípodas.

8 Obiols y Di Segni. Op. cit. Págs. 48 a 51.

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A pesar de su alta plausibilidad esta descripción, como la de la moratoria social, puede

discutirse. No es que sea falsa, el problema está cuando se la generaliza o se la acepta

como una tendencia monolítica. En principio la adolescencia no es solo una estética,

supone crisis, desorientación, pérdida de rumbos y una dolorosa vivencia al tratar de

encontrarlos (habría que ver si los adultos, sólo por su cambio de opciones estéticas,

comienzan a vacilar respecto de las decisiones sobre su futuro, su identidad y su situación

vital). Si se la reduce solo a imagen se corre el riesgo de confundir un modelo de

adolescencia, el de una clase, con toda la adolescencia, o su opuesto complementario,

negárselo a amplios sectores que pasan fugazmente por ella o no la adquieren, como es el

caso de los sectores populares. Ese modelo de estética es un importante dato del ambiente

pero no agota el problema.

Tanto el proceso de juvenilización en el que la moratoria parecería resolverse, como el de

la conversión de la adolescencia en un estado, llegan a un mismo nudo problemático: si

bien se trata de descripciones creativas, que conducen la atención hacia tendencias de

actualidad, confunden un aspecto parcial de las definiciones con la definición completa. En

principio toman algo puramente estético y de clase, el aspecto corporal en el caso de la

adolescencia y las vías diferenciales de acceso a la adultez en el caso de la moratoria

social, como si agotarán los fenómenos que tratan, y esta operación obstruye la mirada.

Tanto la adolescencia como la juventud son períodos en los cursos de vida y grupos de

edad en la medida en que distintos estadíos históricos de la sociedad los constituyen como

tales. También es cierto que detrás de la definición social de esas agrupaciones existe una

lucha clasificatoria en la que distintos sectores tratan de darle su contenido, definiéndoles

un perfil.9 Hay modelos dominantes de ser joven o de ser adolescente, que tienen por

detrás la articulación de estrategias sociales de dominación, que luchan por establecer esos

modelos que, en última instancia, funcionan como herramientas de dominación. Detrás de

estas clasificaciones la sociedad disputa el acceso a recursos, a su distribución, a la lucha

por su control y monopolización.

En esas disputas se expresan distintas visiones, distintas experiencias, y eso es lo que

constituye el motor de las luchas sociales por la clasificación. Tal vez el más importante de

estos conflictos sea el generacional. Si hay algo que define el ser joven no es tanto una

estética o una moratoria social –con las características que ya observamos- como el

9 Para ampliar la cuestión ver “La juventud no es más que una palabra” en Bourdieu, Pierre. Sociología y cultura. Grijalbo/Consejo Nacional de las Artes, México, 1990.

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posicionamiento fáctico frente a las generaciones precedentes.10 Es el lugar temporal que

marca la experiencia, que sitúa al sujeto en el mundo de la vida y que le indica las

probabilidades de afrontar efectivamente la muerte. La juventud es esa facticidad que

señala como un dato duro quiénes son precedentes y quiénes son posteriores. Y esto está

más acá o más allá tanto de las estéticas que “definen” un grupo de edad, que en última

instancia es un juego de apariencias sociales en disputa, como de las moratorias sociales

desigualmente distribuidas en distintos sectores de la población.

Con esto no se quiere negar la importancia de la estética –apariencia- ni de las vías sociales

que componen la transición a la adultez promedio. Simplemente se las quiere

complementar con un planteo que posicione la definición en una instancia previa: la de la

experiencia de vida diferencial que supone tener una edad y no otra. Con esto se trata de

recuperar esa base “material” de la edad pero procesándola culturalmente: tener una edad y

no otra supone pertenecer a una generación y no otra, supone haber sido socializado en un

momento histórico determinado, ser hijo de una coyuntura y darle un tipo de relieve

temporal a la propia experiencia. Haber nacido en un momento, la facticidad, encontrarse

arrojado entre los entes que componen el mundo de la vida, implica una manera de abrirse

a la experiencia temporal de lo social, ser hijo de la historia de un modo y no de otro, tener

hermanos en esa vivencia, cercanos o lejanos, con distintos grados de compromiso con ese

momento de apertura a la temporalidad, pero en última instancia congéneres en lo que hace

a la exposición a los estímulos de una época.

Ese tiempo diferencial que distancia de la muerte es el mismo que se expresa en la

asociación de cadenas de acontecimientos, dándole un sentido temporal a la existencia, un

sistema de referencias de momentos anteriores o posteriores, simultáneos o sucesivos,

centrales o periféricos dentro de los cuales un sujeto posiciona su propia duración en el

conjunto de las duraciones sociales e históricas. Es decir que el crédito temporal disponible

y la facticidad es lo que le da profundidad histórica a la experiencia personal en la que cada

sujeto construye su propia identidad. La juventud entonces más que una estética o una

moratoria social, ambas pertenecientes a sectores sociales que se la apropian con relativa

10 El planteo que sigue a continuación conoce dos versiones previas, ambas realizadas en colaboración con Mario Margulis. Una primera extensa, planteada técnicamente en el contexto de la teoría sociológica, con una pars destruens inicial que recorre y ataca los prosupuestos de las teorías corrientes sobre el tema y una pars construens que ofrece un esquema superador, bajo el título “La juventud es más que una palabra” en Margulis, Mario. La juventud es más que una palabra. Biblos, Buenos Aires, 1996, y otra más breve y expositiva, que está en la primera parte del artículo “La construcción social de la condición de juventud”, publicada en el libro de autores varios “Viviendo a toda”. Jóvenes, territorios culturales y nuevas sensibilidades. Diuc/Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 1998.

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exclusividad, es un posicionamiento objetivo en el conjunto de las distintas generaciones

que luego toma características de clase específicas, pero que comparte la definición de

situarse en uno y solo en un momento de la historia, por eso es una experiencia singular e

intransferible de cada uno, común con aquellos “hermanos de generación”. Por eso, por

más que una estética promocionada por el mercado pueda ofrecer sus signos exteriores

como mercancías, y alguien las pueda adquirir, jamás tendrá su núcleo, ese capital

temporal de que se dispone, que se pierde irremediablemente y no se puede recuperar, por

más sano y saludable que esté el cuerpo, por más que se demore la llegada de los hijos. De

igual manera y a la inversa: por más que los sectores populares, en virtud de sus modelos

estéticos, de sus dietas y rutinas laborales, no tengan el cuerpo adolescente del modelo

impuesto, por más que tengan hijos en edades muy tempranas, por más que se vean

obligados por presiones materiales a tener que trabajar y cortar sus carreras escolares, o

dicho en otros términos, por más que su moratoria social sea mínima o inexistente y su

apariencia no los identifique con los grupos adolescentes por su estética, si su edad así lo

determina, si su capital temporal excedente es grande, entonces serán jóvenes, aunque

socialmente, según los modelos sociales impuestos, no lo parezcan. Complementando una

vez más: por más cirugías que se practiquen, por más dietas y cuidados gimnásticos que se

procuren, por más recursos que se inviertan en la juvenilización, en el cultivo de la imagen

juvenil, si el espesor de la experiencia y la memoria temporal acumulada indican la

pertenencia a una generación mayor, si el capital temporal escaso habla de una moratoria

vital agotada, entonces se estará ante un no joven, juvenilizado si se quiere por cuestiones

de apariencia adquirida o conservada, pero no joven en el sentido duro del término.

Para recapitular entonces, la juventud es una condición de facticidad, un modo de

encontrarse arrojado en el mundo, que articula la moratoria vital, la historicidad de la

generación en la que se es socializado y la experiencia de las duraciones y de la

temporalidad. Ser joven entonces es una forma de la experiencia histórica atravesada por la

clase y el género, pero que no depende exclusivamente de ellos, sino que adquiere

modalidades diferenciales en ellos. De este modo, la juventud es una condición que se

articula social y culturalmente en función de la edad -como crédito energético y moratoria

vital, o como distancia frente a la muerte-, con la generación a la que se pertenece -en tanto

que memoria social incorporada, experiencia de vida diferencial-, con la clase social de

origen -como moratoria social y período de retardo diferencial-, y con el género -según las

urgencias temporales que pesen en general sobre el varón o la mujer.

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PARTE II. LAS NUEVAS GENERACIONES

EN EL CONTEXTO SOCIAL DE LA ACTUALIDAD

Jóvenes de ayer y jóvenes de hoy: comparación entre generaciones.

Es común encontrar en artículos periodísticos, como en debates televisivos de tono

político, la comparación entre las generaciones de los años 60-70 con la de los 80-90. Se

trata de un tema recurrente en encuentros públicos y en muchas de las rememoraciones de

aquellos que fueron jóvenes en aquellas épocas pasadas. La comparación, en general,

funciona como una suerte de rasero, y el metro patrón, parece estar puesto en la

precedencia histórica, es decir en la generación mayor, como punto de evaluación de lo que

le sobra o le falta a la generación más próxima. En estos contextos suele constatarse el

tránsito de los jóvenes desde las utopías hacia el enfriamiento, desde las actitudes idealistas

hacia las pragmáticas, desde una voluntad transformadora hacia una integrada y

conciliadora.

Tal vez no sea del todo lícito comparar generaciones como si fueran la misma cosa por el

sólo hecho de la coincidencia en la edad, atribuyéndoles implícita autoctonía, pero hay que

reconocer que este mecanismo tiene una fuerza muy extendida y, en general, funciona

como modo intuitivo básico del sentido común a la hora de comprender qué le pasa a los

adolescentes y jóvenes de la actualidad. Por defecto y por exceso entonces aparecerán las

diferencias, las marcas distintivas, las características salientes de los jóvenes en uno y otro

período. Pero podríamos preguntarnos, ¿es comparable el ser joven de hoy con el ser joven

de hace 30 años?

Si nos situamos en los términos de la juventud entendida como experiencia histórica la

respuesta es negativa. No se trata de actores aislados susceptibles de comparación. Se trata

de épocas históricas que definen los conflictos de manera diferente y en ellos, en el interior

de sus líneas de fuerza, se precisa la posición de una perspectiva generacional particular,

situación en la cual se vivencia la experiencia social de manera diferencial. Es decir que

más que comparar generaciones hay que comparar sociedades en las que conviven

generaciones diferentes. Para decirlo con una frase ilustrativa, no es que los jóvenes de hoy

son consumistas y los de los años 60 politizados. En los años 60 era tan improbable tener

afinidades alejadas de la política como hoy su contrario, y esto, no tiene que ver sólo con

los jóvenes. Entonces, signar el desencanto y la despolitización sólo como una cuestión

voluntaria de un actor colectivo, como puede ser la juventud en este recurrente caso, es un

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procedimiento conceptualmente ilícito aunque social e históricamente iluminador. Si bien

las comparaciones de actores no son posibles, su recurrencia y necesidad son síntomas que

nos hablan de un modo de comprender el significado de lo histórico por la atribución de

sentido que en ellas se le da al presente.

Una comparación de épocas, más que de jóvenes, puede iluminar las esperanzas y los

temores, así como los supuestos pasados, las gestas interrumpidas o vigentes, que ponen de

un lado y del otro de la raya a las generaciones que hoy en día se oponen entre sí, la lucha

generacional que en el plano de lo simbólico define qué es (y qué fue) ser joven. Lo cual

significa que para comprender qué pasa con los jóvenes de hoy, más que pedirles o

juzgarlos por aquello que hacen o no hacen, es comprenderlos en su relación con la

situación histórica y social que les toca vivir pues, más que de un actor, se trata de un

emergente.

Antes de entrar específicamente en el tema vamos a hacer un bosquejo conceptual general,

un marco en el cual colocar esta “comparación”. Albert Hirschman, economista

heterodoxo, agudo observador de la realidad, trató de responder a una percepción personal,

del orden de la impresión inmediata, que lo sacudió en ocasión de su segunda visita a

París.11 La primera de ellas había ocurrido en el año 1968. Ese París estaba convulsionado

por los movimientos revolucionarios de mayo, literalmente copado por un clima

asambleístico generalizado en el que se respiraba a cada paso el ejercicio mismo de la

república. La ciudad en efervescencia, las universidades en constante debate sobre sus

fundamentos, los estudiantes movilizados, la opinión pública agitada. Parecía como si el

orden social y político estuviera siendo deliberado, cuidadosamente construido y sus

objetivos en manos de los que durante tanto tiempo estuvieron ajenos a él. Casi no había

lugar para lo privado. Todo se derivaba de y tendía hacia lo público, ámbito de atracción,

de encuentro y de construcción. Lo privado aparecía como un disvalor, como una esfera

decadente a ser superada por el ejercicio de los más altos ideales, los de la cosa pública.

Su segundo viaje entonces fue lo que le produjo el extrañamiento, la sensación de ajenidad.

Fue en 1980, donde se encontró con otro París, otra gente, totalmente distinta, hecho que le

produjo una profunda intriga. De golpe, el clima de asamblea había desaparecido, la

movilización se había diluido, el clima de debate se encontraba desinflado y en su lugar,

nuevas preferencias, nuevas expectativas, cifradas en otros sistemas de referencias,

11 Hischman, Albert. Interés privado y acción pública. FCE, México, 1986.

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impensables diez o quince años antes. Qué había pasado? Cómo fue posible que se hayan

reciclado las opciones y se hayan orientado hacia el ámbito del bienestar privado? Qué fue

lo que hizo que del encuentro público se haya dado primacía al universo doméstico y que

las discusiones y debates se hayan orientado hacia la satisfacción en ese ámbito?

Para contestar estas preguntas Hirschman armó un conjunto de hipótesis para explicar por

qué cambian las preferencias. Ese conjunto de hipótesis conforma cierta teoría de la

acción. Aunque no lo es, compromete términos que le son afines, preferencias, conjunto de

opciones, prioridades, satisfacción. Los actores sociales tratan de obtener satisfacción a las

expectativas que tienen antes de encarar uno u otro curso de acción. La acción transcurre

en un tiempo finito, con conjuntos de opciones acotadas, procurando satisfacer necesidades

y expectativas que, como diría la economía neoclásica, son virtualmente infinitas. Se opta

por determinada cosa y no por otras. Ahora, el problema surge cuando no se cumple con lo

esperado. Ahí está la clave de la argumentación. Cuando esto sucede, se da la decepción.

Se puede insistir, cambiar de caminos, obtener resultados adversos o exitosos, pero si la

decepción se repite, entonces se abre la posibilidad del cambio de opciones, de la

reorientación de las expectativas y de las preferencias. Cuando aquello que se busca, se

concluye razonablemente que no se puede obtener, entonces se deja de buscar. Pasa a otro

registro. La decepción entonces es el motor del cambio.

Históricamente, y siguiendo la matriz que los economistas comparten en su modus

cogitandi, las preferencias de los actores se ordenarán describiendo ciclos. No quiere decir

que los ciclos sean monolíticos ni homogéneos, se trata de agregados estadísticos definidos

por líneas centrales de preferencias con sus respectivas periferias. Así entonces habrán

ciclos de preferencias sociales que se sucederán continuamente con sus fases depresivas y

de auge, orientándose sucesivamente de lo público a lo privado y viceversa. Para cerrar con

este esquema, el primer París sería el del auge del ciclo público, el segundo el de su

momento de crisis saliendo hacia el ciclo privado. Los años posteriores indicarían la

profundización del mismo, hasta nuestros días.

Lo interesante de este planteo es justamente la visión cíclica. A poco de andar por las

bibliografías llamadas postmodernas, en las más apologéticas suelen aparecer climas

crepusculares casi terminales. Desprovistas de todo sentido histórico suelen proponer como

último estadio aquello que predican, paradójicamente haciéndose cargo de esas categorías

tan modernas de la superación y el fin de la historia que poco antes habrían criticado y que

ellos mismos sí vendrían a consumar. Una visión cíclica, entre otras cosas, permite pensar

en ciertos retornos, no necesariamente idénticos, aunque similares. Los discursos del fin,

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atractivos por su estímulo a la percepción de los cambios, no siempre son sensibles a las

subyacencias, los emergentes y los retornos de una historia compleja que, si bien no tiene

un sentido, no significa que no pueda tener ninguno.

Al igual que lo que hace Hirschman para París, podemos establecer dos ondas largas en la

Argentina con respecto al significado histórico que tiene el ser joven. Obviamente, se trata

de una tendencia mundial que con diferentes matices y con acontecimientos específicos por

zona se da en todas las geografías. Se trata de cambios de nivel global, podríamos decirle

también de época, que se escenifican de maneras específicas en distintas regiones. Tal es el

caso de la Argentina, que tiene influencias externas muy marcadas, pero que también

responde a las modulaciones internas que dicho proceso adquiere en nuestro país. Como

decíamos más arriba, la primera de esa ondas largas va de los años 60 a mediados de los 70

y la segunda es la que comienza después de la vuelta de la democracia y sigue hasta

nuestros días. Se trataría de dos cuadros de época en los cuales los jóvenes de cada período

ocupan un lugar peculiar.

Ser joven en los 60-70: el impulso a la participación.

La generación que se abrió a la vida social durante el filo de los años 60-70 fue parte de un

momento social que impulsó masivamente a la población hacia la participación en todas

las esferas y movilizó políticamente sectores cada vez más amplios, previamente retraídos

o indiferentes en relación con las cuestiones públicas. Los jóvenes de aquellos años,

conformaron su experiencia en un contexto social, tecnológico, económico y cultural

totalmente diferente al actual, por ello sus comportamientos, compromisos y expectativas

son notablemente distintos respecto de los hoy reinantes, miembros de un clima histórico

que nos habla de otra forma de estar en el mundo, de vivir sus dimensiones, en relación

con códigos, estructuras del sentir y del pensar distintas.

Aquellas sociedades funcionaban sobre la base de un modelo económico que tenía

premisas organizativas integradoras. Las prácticas productivas estaban organizadas en un

modelo de ingeniería conocido como fordista-taylorista. Esta logística de la producción

económica apuntaba a un objetivo central, la obtención de ganancias a través de una

creciente inversión en productividad, se trataba de aumentar cada vez más el volumen de lo

producido, consumiendo más energía, empleando más fuerza de trabajo o utilizando

maquinarias cada vez más modernas. El resultado que se perseguía con estos aumentos era

bajar costos, copar mercados y obtener ganancias a través de esa ecuación. Los volúmenes

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de productos cada vez mayores a costos más bajos, invitaban a un ensanchamiento del

consumo como momento necesario para realizar efectivamente las ganancias, a través de la

recuperación de lo invertido en la conclusión de cada ciclo económico.

Después de la crisis del 30 y de la segunda posguerra le había sido encomendado al Estado

un papel preponderante en las economías vigentes: su función consistía en resolver por

anticipado las crisis cíclicas de superproducción en las que incurría el sistema de libre

mercado dejado a su exclusiva autorregulación. El Estado debía, según lo que fue conocido

como políticas keynesianas, anticiparse a las crisis agregando la demanda. Agregar la

demanda era básicamente producir consumo, y esto se hacía redistribuyendo ingresos

desde los sectores del capital hacia los del trabajo. El Estado tomaba impuestos de los

primeros y los distribuía a través de gastos económicos y sociales. Se endeudaba, pero

creaba empleos, producía servicios y una amplia cobertura social. Estos gastos preparaban

un terreno propicio para absorber lo producido, con lo cual se generaba un círculo virtuoso

en el que los impuestos y su gasto arrastraban la demanda que se convertía así en un motor

de crecimiento económico.

Esto tenía unas consecuencias sociales de gran importancia. En términos técnicos y por la

propia dinámica de la producción capitalista, hacen falta cuotas crecientes de mano de obra

empleada, con el paso del tiempo, con calificaciones cada vez más elevadas, por otro lado,

el Estado genera empleos como base del crecimiento económico, redistribuye el ingreso

como estrategia anticíclica y al invertir en servicios y cobertura eleva los estándares de

vida medios de la población. Esto se traduce en pleno empleo, desempleo de muy baja

duración, posibilidades de mejora social, carreras laborales estables, ascensos salariales,

mejoras en los salarios reales. Una clase media que crece, puestos de trabajo crecientes,

protegidos, un conjunto de trabajadores compacto, asociado en sus intereses con el Estado,

a su vez en cierta momentánea alianza con los sectores del capital. El consumo se

ensanchaba por el efecto de la producción de tipo fordista en bienes de consumo masivo,

los más aptos para ese tipo de producción, lo cual redundaba en una mejora y

modernización constante de los estilos de vida de la población en general. Esto no evitaba

de ningún modo las desigualdades sociales y económicas pero tendía a equilibrarlas,

distribuirlas y reordenarlas. Los modelos del consumo al igual que los de la producción

tendían a homogeneizarse por la monotonía misma de las técnicas empleadas, hecho que

nos habla de una sociedad integrada.

Una clase media numerosa y en crecimiento exigía mayor participación en los ingresos,

igual que las clases populares que si bien se veían en ocasiones amenazadas por las crisis y

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cortos períodos de desempleo, no carecían de oportunidades de mejora, pasando por la

marginalidad momentáneamente, superándola después. Esto implicaba también una mejora

en las capacidades adquiridas por la propia dinámica del mercado laboral, mayores niveles

de instrucción exigidos, lo cual impactaba en una escolarización que se ampliaba y que

mejoraba su calidad. Eran los años en que la educación era muy prestigiosa y valorada, ya

que aparecía como base posible del ascenso social, de la igualación de las oportunidades y

de la mejora generalizada de las capacidades para enfrentar el mercado laboral.

Una matrícula que se ampliaba en todos los niveles una universidad que crecía, un

presupuesto educativo en aumento, era el marco de un sistema educativo que se

modernizaba, en el que estaban cifradas las expectativas de desarrollo económico y social

por parte de los planes políticos, y las esperanzas de distintos sectores sociales en la mejora

de su calidad de vida. Podría decirse que había cierto matrimonio feliz entre el ámbito

económico y el de la formación escolar.

Las industrias culturales también tenían un perfil que directa o indirectamente apoyaba esta

dinámica favorable a las instituciones escolares y al modelo social integrador. La televisión

tenía una importancia menor en la vida de las personas, sólo había cuatro canales, el

tiempo de emisión se extendía por doce horas como máximo, la programación era

mayoritariamente producida en el país, los horarios centrales estaban reservados a

noticieros que emitían simultáneamente para todo el país, noticias que definían claramente

su proveniencia, los programas de entretenimiento y atracciones ocupaban los fines de

semana o los horarios posteriores a los noticieros, los de interés para las mujeres iban a la

tarde y apuntaban a una audiencia de amas de casa de clase media, los programas

deportivos eran esporádicos y atendían sólo a eventos de importancia, había programas de

opinión en horarios de la franja nocturna. Este recorrido puede parecer insignificante pero

tiene su importancia. Si lo miramos con atención veremos que responde al típico modelo

de audiencia generalizada, si bien está segmentada por horarios y por las tareas que se

supone separan del televisor a distintos tipo de televidentes, apunta por la apertura a la

generalidad, a todos los que enciendan. Esta televisión cimentaba cierta idea del “nosotros

nación” por detrás de su funcionamiento. Los programas de ficción de estilo costumbrista,

aún sobre la difusión de estereotipos, reproducían imágenes habituales, del orden de lo

cercano, para sus audiencias. Los noticieros cumplían con una función estrictamente

informativa e integradora de la audiencia, en la medida en que esos noticieros eran

nacionales y en todos los canales ocupaban la misma franja. El espectador estaba casi

cautivo de una programación que al no darle opciones, ser de carácter local y manejarse

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con audiencias abiertas, no buscaba la complicidad singular del televidente para lograr

índices de raiting importantes. Ese nosotros implícito de la comunidad de espectadores se

daba como una imaginaria compañía de los otros como yo presentes frente al mismo

estímulo, sea informativo, sea de entretenimiento. Esta televisión entonces cumplía una

función congregante y uniformizadora.

No tenía el prestigio ni la importancia del cine, que en aquella época aún conservaba la

inercia de sus años dorados, que en una región como la Argentina tuvo un impulso

extraordinario. Tampoco del espacio imaginario que tenía la radio, vehículo informativo y

de entretenimiento primordial, identificatorio de la gran mayoría de la población,

conectada también a una suerte de comunidad imaginaria que tendía a la homogeneidad.

Su programación, su música, sus noticias, mayoritariamente tenían como telón de fondo, el

horizonte local. La industria del libro conoció su mayor auge en términos comparativos y

definió uno de sus momentos de máximo esplendor en el mundo de la lengua castellana.

Las editoriales y sus fondos, la cantidad de títulos, los volúmenes de venta de libros,

tuvieron en esos años de modernización, números que nunca fueron igualados.

Dar un simple recorrido por estos fenómenos nos habla de una sociedad más ocupada en la

lectura que en la imagen, con la radio como vínculo con el exterior inmediato, con todo su

juego de evocación imaginaria sugerida por los radioteatros, y todo en un modelo general,

que incluye también al cine y a la naciente televisión, de funcionamiento masivizante,

integrador y homogeneizante de sus respectivos públicos.

Esos años, verán florecer un cambio fundamental en otros niveles de la cultura. En los años

60 comienza a extenderse un clima de renovación en las costumbres, provocado por una

larga onda con una influencia que superaría las fronteras nacionales de todo el mundo, que

alteró formas tradicionales de concebir el cuerpo, de relacionarse con las instituciones, de

comprender la familia, de concebir la autoridad. Fue un complejo conjunto de cambios que

modernizaron drásticamente las formas de la vida cotidiana que había superado la segunda

guerra mundial en Europa y en EEUU. Se sabe que estas regiones han tenido la capacidad

de funcionar como ejemplos arrastrando con sus modelos culturales vastas regiones

alejadas o periféricas del globo. Tal vez se haya debido a la influencia de sus poderosas

industrias culturales, pero lo cierto es que, más allá del factor de difusión, que supondría un

esfuerzo que no estamos en condiciones espaciales de desarrollar aquí, han tenido una

pregnancia fundamental a la hora de imponer modelos de conducta. Y estos modelos

surgieron de ese fenómeno múltiple que fue la revolución sexual, el surgimiento de las

culturas juveniles y el ascenso participativo de los estudiantes universitarios. Cada una de

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estas cuestiones, si bien tienen orígenes distintos y no siempre se asimilaron

automáticamente las unas con las otras en las mismas personas, marcan en general ese

clima de época en el cual, junto con los factores económicos, educativos y mediáticos que

antes marcábamos, se establecerá la argamasa con la que se construirá casi

automáticamente el impulso a la participación que tan fuertemente marcó la experiencia

histórica de ser joven en esos años.

La juventud argentina y mundial que vivió su adolescencia entre los años 60 y 70, se

encontró con un mundo en el que se estaban levantando muchas barreras de las que, tal vez

la principal, fue la del sexo. En las sociedades previas, imperaba una moral restrictiva

sobre el sexo y sobre el cuerpo en general. Fuera de su función reproductiva, o de las

instituciones que lo enmarcaban, como el matrimonio, se convertía en una práctica

ilegítima, que había que ocultar. Esto implicaba cierta visión sobre el sexo como ámbito de

misterio, habitado por la culpa y por la vergüenza. En este contexto, se abre una

experiencia casi única en términos históricos, la reivindicación de la corporalidad, del

derecho al goce del cuerpo, de la desculpabilización de la sexualidad. Esto supuso el inicio

de búsquedas, de climas transgresivos en los cuales se sucumbía a la atracción de lo nuevo,

al coqueteo con lo prohibido. Las generaciones anteriores, fieles a sus costumbres no

ocultaron sus diferencias, ejercieron su autoridad y expresaron su pensamiento, en una

batalla que perderían. Las actitudes de padres y autoridades, las resistencias por parte de la

sociedad de los adultos, se definieron rápidamente como un punto de contraste

generacional en el cual lo joven implicaba al mismo tiempo un universo de

reivindicaciones en el que se discutían las herencias culturales, se registraban avances por

parte de las mujeres en sus búsquedas de autonomía, se extendía una práctica sexual

crecientemente liberada, vivida como natural, y fundamentalmente, se asistía a la ruptura

con los modelos represivos del pasado.

Esto tuvo consecuencias que se asociaron imaginariamente con otros movimientos

cismáticos que se estaban dando al mismo tiempo en esa cultura. Los años 60 son los años

en los que se difunde y consolida por primera vez un conjunto de expresiones culturales,

que por medio de la acción de las industrias del rubro se generalizarían como consumos,

producidas y consumidas, hechas por y exclusivamente para jóvenes. Es la primera vez que

se registra un fenómeno cultural de estas características. El rock and roll, en principio un

género musical derivado de la música negra norteamericana, comenzará a convertirse en

un mundo de referencias asociadas que acompañará películas, relatos literarios, y generará

todo un imaginario de gran influencia en el cual serán excluyentemente los jóvenes sus

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héroes y protagonistas. Comenzará poco a poco a escenificarse ese mundo latente que

estrenaba sus propios lenguajes, verbales, indumentarios, gestuales, con los cuales expresar

su diferencia (y disconformidad) frente al mundo adulto. Más allá de los estereotípicos

personajes que salieron a flote de este mundo imaginario, muchos fueron los que se

hicieron de herramientas mentales con las cuales representarse a sí mismo y a su lugar en

el mundo que los rodeaba. Esto que al principio apareció como una mera moda de la que se

esperaba su pronta desaparición, fue el inicio de un conjunto de expresiones que se iría

renovando, cambiando figuras y modelos, adquiriendo mayor fuerza hasta constituir una

cultura transnacional juvenil, que enfrentaba las herencias locales, mezclándose con ellas,

generando una parcela hasta ese momento impensada. A través del rock se expresaban e

identificaban, o comenzaban a hacerlo, esos mismos jóvenes que estaban discutiendo las

herencias represivas de la generación anterior en otros ámbitos de esa misma cultura. El

movimiento hippie, la música progresiva, la psicodelia, el pop, y sus influencias múltiples,

en el mundo del diseño gráfico y de objetos, en el ámbito de otras artes industriales, como

el cine, o en los medios masivos nacientes, el impacto en la generalización de modas, como

sucedió en la industria de la indumentaria o en el mundo de la imagen, indican una

extensión de la expresión originariamente juvenil por todos los ámbitos de la cultura.

De modo que una nueva distancia comenzaba a separar a los jóvenes de entonces respecto

de sus padres o abuelos inmigrantes, que habían aprendido duramente a hacerse nacionales,

a querer estas regiones generosas y a ostentar con orgullo la cultura en la que habían

crecido, aprendido a amar, construido un futuro e imaginado el mundo. Estos jóvenes se

separaban de ellos, y reflejaban en sus conductas e identificaciones, nuevas formas de

identidad social. Era un mundo en que en distintos puntos de su geografía, la juventud

adquiría protagonismo, creciente brío en la contestación cultural y política, confianza en su

fuerza. Ese mundo estaba divido por un conflicto central que sumaba fuerzas planetarias en

todas las regiones y que polarizaba los ánimos bélicos que tanta fuerza le han dado a las

ideologías. La guerra fría definía una geopolítica de la imaginación para todo aquel que

quisiera involucrarse en política, era como un horizonte de realismo en el que se

enmarcaban los pensamientos, las aspiraciones y los proyectos. Dos grandes modelos en

competencia, ambos ciclópeos y agotadores, ambos virtuosos e insoportables en más de

una de sus fases. En este contexto una nueva expresión de la época renovará esperanzas e

impondrá nuevos rumbos, el surgimiento del Movimiento de los No Alineados o lo que

después se llamó Países del Tercer Mundo. Si bien no tuvo una actuación política de gran

relieve, abrió horizontes y señaló una tendencia que rápidamente fue defendida por los

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sectores progresistas de los países centrales, entre los que, los jóvenes ocupaban un lugar

central. Los movimientos de liberación nacional que desmantelaban los últimos vestigios

de los imperios europeos consolidados en la primera parte del siglo, encontraban las

simpatías de muchos habitantes de las metrópolis. Argelia, Vietnam, Angola, por sólo

nombrar tres de una larga lista, serían escenarios de confrontación política y bélica

localizada, aunque con consecuencias globales: su impacto se haría notar en los equilibrios

internos de los países centrales. Era un momento en que aparecían nuevas vías de

orientación política dentro de todos los regímenes de gobierno, y en esas convulsiones, en

esos intentos de cambio, en los que no faltaron los mártires, los jóvenes, estudiantes,

obreros o campesinos, siempre protagonizando las luchas. La revolución cubana, la

revolución cultural china, la primavera de Praga, Tlatelolco, el Cordobazo, el mayo

francés, la resistencia civil contra la guerra de Vietnam, la toma de Berkeley, son episodios

que nos hablan de una historia de participación y compromiso político que se acelera. Al

mismo tiempo surgen distintos movimientos de reivindicación de causas diversas,

comienza a través de movimientos pacifistas y de resistencia antiatómica a perfilarse los

primeros ecologismos, el movimiento por los derechos civiles en EEUU, se hacen escuchar

con fuerza los movimientos feministas, los movimientos estudiantiles, la Iglesia Católica

acompaña los cambios con el Concilio Vaticano II, una fracción radicalizada y joven

intenta renovar la institución animando el Movimiento de los Curas por el Tercer Mundo

que hace su opción por los pobres. Como es fácil apreciar en esta pequeña selección de

acontecimientos el mundo entero se radicalizaba en un contexto de ascenso político

generalizado.

En los ámbitos universitarios se leía a Sartre, a Fannon, a Marx, a Mao, a Althusser, a

Marcusse, un público cada vez más amplio descubría a los novelistas del muy cercano

boom latinoamericano: Fuentes, García Marques, Cortazar, Vargas Llosa, Rulfo. Se

multiplicaban los festivales de música, en los que aparecían por primera vez, las canciones

de protesta, donde se homenajeaba a las gestas y los héroes del momento, como el Che

Guevara, Angela Davis, Daniel Cohn-Bendit, o Stokely Carmichael, recitales de

solidaridad, grandes fiestas colectivas en las que el sexo, la música y la política se fundían

en una materia común. Ese compromiso creciente con las causas públicas, con la defensa

de los derechos, gozaba de simpatías que se ampliaban y que tenían en los jóvenes su

impulso principal. Ya comenzaba en nuestro país a surgir tímidamente el rock nacional, las

juventudes de los distintos partidos se radicalizaban y adoptaban los atmosféricos vientos

de reivindicación nacional y latinoamericana que estaban sobrevolando el ambiente. La

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denuncia del imperialismo y de las desigualdades sociales, la necesidad de formar una

conciencia nacional activa, los objetivos de la emancipación nacional y social, impulsaban

a militantes y sectores comprometidos a pasar de los discursos a las prácticas, cada vez

más directas, cada vez más enérgicas. La lucha contra las dictaduras, contra el totalitarismo

y las censuras de diverso tipo, también hicieron de este momento, efervescencia pura, con

los jóvenes como emblema.

La juventud se radicalizaba en el mundo entero, y también en nuestro país. Situación

favorecida por horizontes optimistas de ascenso social y mejora en los estándares de vida,

inscriptos en distintos ámbitos de la vida moderna, como el trabajo, la escuela y el ejercicio

de la ciudadanía, tendencia reforzada por cierta situación propensa a la redistribución de

recursos sociales -como los económicos y culturales- contexto que marcaba una sociedad

en procura de una democratización creciente.

Ser joven en los 80-90: el enfriamiento.

En los años 80 la situación descripta ha cambiado notablemente, el panorama es otro.

Cambios que han conmovido a las sociedades en todas sus esferas afectan las formas de la

participación y definen una manera de ser joven, una experiencia histórica en la que lo

juvenil, se ve rodeado con significados completamente diferentes. Transformaciones de

orden tecnológico han incidido en la esfera de la producción económica, en la circulación

de los capitales y en los sistemas de comunicaciones, alterando la división técnica y social

del trabajo, rearticulando las ingenierías industriales, y diversificando las ofertas de

productos para el consumo. Esto tiene consecuencias inmediatas en la formación de las

clases sociales y en las formas simbólicas a través de las cuales se agrupan los

consumidores: se trata de un contexto que se complejiza y rompe con las dinámicas de

agregación de la población antes vigente, dificultando la movilización política, hecho que

deriva de una creciente fragmentación de intereses. Describiremos brevemente esta nueva

situación.

A mediados de los años 70 en el seno de las economías más avanzadas comienza a

aplicarse lo que hasta el momento no había sido más que una invención, una mera

posibilidad en el mundo de los desarrollos científico técnicos: la microelectrónica.

Tímidamente al principio, dado sus elevados costos relativos, pero generalizándose con el

paso del tiempo, estas nuevas tecnologías permitirán rearticular los sistemas productivos y

las formas de organizar el trabajo, con todas las derivaciones que de allí surgieron. La

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microelectrónica hizo posible la flexibilización técnica de los sistemas productivos: con

herramientas reprogramables, con sistemas inteligentes de relación entre puestos de

producción, la fábrica tradicional, organizada en torno a un sistema de flujo fijo y

constante, como fue la línea fordista, comienza a tornarse plástica, compleja, adaptable. La

maquinaria reprogramable rompe con una limitación de las herramientas anteriores: su

escasa posibilidad para salirse de un patrón preestablecido, para fabricar diversos tipos de

productos. La ingeniería fordista armaba el proceso de producción pensando en un

producto que, con muy pequeñas variaciones, se trataba de repetir lo más eficientemente

que se pudiera, la mayor cantidad de veces, con la mayor velocidad, con el objetivo de

bajar su costo para luego dar la batalla comercial en el mercado. Así se obtenían las

ganancias, aumentando la productividad.

Esta nueva ingeniería, a la que por el momento se nomina como “postfordista”, organiza la

producción en torno a otros conceptos. Las ganancias se procuran siguiendo otras

estrategias. Ya no apuntando a la saturación y competencia cerrada en un mercado

generalizado, sino explotando la segmentación de múltiples mercados, lo que en términos

técnicos se llama “nichos de mercado”: si antes se competía por la monopolización, puja

que implicaba grandes esfuerzos de cuya racionalidad sólo cabía esperar la baja constante

de las ganancias, hecho que tendía a desalentar a largo plazo la inversión, las nuevas

estrategias tratan de escapar de la competencia, descubren o producen un nicho, un

segmento específico de la demanda, lo cubren rápidamente con una oferta que responde

exclusivamente a esa necesidad, en el mundo actual se sabe que la competencia no tardará

en llegar, se disfruta en ese lapso de la percepción de sobreganancias, y la idea es que

cuando la competencia llegue y comience a bajar costos, a imponer la lucha por la

productividad, el primer ocupante ya esté partiendo hacia otros nichos. Los ciclos de

ganancias entonces se vuelven más nerviosos, más inestables, y la estrategia que mayores

beneficios obtiene es la más creativa, la que más pueda diversificarse en el menor tiempo.12

Esto tiene consecuencias decisivas en el escenario social.

La primera es que el mundo de la producción trata de adaptarse rápidamente a la demanda,

cubriendo sus variaciones o tratando de estimularlas, lo cual lleva a una constante

diversificación de las ofertas y segmentación del consumo. En términos generales, si la

dinámica de la producción previa tendía a homogeneizar los distintos tipos de

12 Se discute si este cambio, y hay diversas posturas, está motivado en la tecnología o en la organización del trabajo. Por razones de espacio no entraremos en este punto. Para quien esté interesado en esto, puede

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consumidores hacia un mismo tipo de producto con un mismo nivel de poder adquisistivo

–motivado por el rol redistributivo del Estado- este nuevo esquema invierte la ecuación

pues tiende a diferenciarlos, a fragmentarlos como conjunto, y a separarlos entre sí. La

tendencia actual permite que se apunte a mercados muy específicos, sin la presión de que

los costos se bajen, apuntando a captar a aquellos que estén dispuestos a pagar por la

especificidad, que no debe ser entendida necesariamente como exclusividad pues no se

trata de consumos de lujo o de bienes suntuarios, sino de todo tipo de bienes o servicios,

incluso los de consumo masivo, hasta estos se proyectan hoy con diferencias que los

cualifican en una pluralidad cada vez más abundante. Los bienes y servicios de consumo

masivo son cada vez más variados entre sí, situación que nos habla de una sociedad que en

uno de sus aspectos, y no precisamente menor, se torna cada vez más fragmentaria y

compleja.

Si antes el esquema productivo iba de la producción al consumo, estimaba sus costos,

preveía el comportamiento de la demanda, diseñaba una estrategia global y luego se

comprometía en bloque a cumplir con los objetivos, para lo cual necesitaba sincronización,

aporte calculado y colaboración de cada segmento de producción, hoy las cosas se han

invertido. Con las nuevas tecnologías más flexibles y las nuevas formas de organización

del trabajo, se va del mercado a la producción, es decir que no se produce más que lo que

pide la demanda, este concepto altera la forma de calcular costos, de almacenar materias

primas, de contratar mano de obra: todos estos factores se verán sometidos a la lógica de

funcionamiento de los mercados. Para decirlo de modo exagerado aunque gráfico, primero

se vende, luego se produce. Esto redunda en ritmos de producción que más que en altos

volúmenes y en la carrera desaforada por producir más a menor costo, piensa en productos

de alto valor, que exploten oportunidades, que maximicen cada nicho y que no

comprometan la capacidad de cambio de la esfera productiva.

En términos laborales y en el peso específico de los sectores trabajadores en el proceso

productivo, este cambio técnico y organizacional tendrá consecuencias decisivas. Si los

trabajadores antes eran estratégicos, su no colaboración implicaba detenciones en las líneas

de montaje lo cual redundaba en grandes pérdidas, hoy la situación cambia: los ritmos más

flexibles precisan otro tipo de trabajador más discontinuo, dinámico y polivalente.13 Esto

hace que las formas tradicionales de presión sindical se vean comprometidas. El proceso

consultar, de Benjamin Coriat El taller y el robot. Siglo XXI, México, 1993. O también, Pensar al revés. Siglo XXI, México, 1995.

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productivo más fragmentado y complejo afecta la conformación de la estructura

organizacional y de los sistemas de remuneraciones, situación que incide en el

cuestionamiento de la tradicional solidaridad de los trabajadores, antes motivada

objetivamente por la técnica fordista, que si bien imponía ritmos laborales alienantes,

otorgaba a los trabajadores cierto poder de veto que les permitía negociar reivindicaciones

en condiciones favorables. Las tareas múltiples, la movilidad de los trabajadores, y

fundamentalmente, la pérdida de importancia del factor trabajo intensivo, condicionan el

lugar de los trabajadores sean manuales o no manuales, cada vez más reemplazados por

máquinas, cada vez mas segmentados como colectivo.

Por otro lado, una economía que en términos macro tiende cada vez menos a crisis de

superproducción, hecho que se ve acompañado por el constante ensanchamiento de los

mercados producido vía globalización, hace que los Estados también cambien su función.

Si en el esquema keynesiano producían empleos para agregar la demanda, en los esquemas

poskeynesianos tratan de eliminar su participación en la economía reduciéndose al mínimo.

Así los antes positivos déficits fiscales se convierten en verdaderos gastos, en

impedimentos, y por lo tanto se trata de reducirlos. Esto incide en el ámbito del empleo y

en la cobertura social tradicional de las poblaciones. Los Estados se ven presionados a

reducir gastos económicos y sociales, desmontan servicios de salud, desinvierten en

cuestiones antes estratégicas como la educación, privatizan los seguros de retiros, generan

menos empleos, deterioran la calidad de sus prestaciones, es decir, que abandonan parcial o

totalmente las actividades que antes sostenían, bajo pretexto de racionalización de áreas

ineficientes que al pasar a manos privadas dejan de garantizar la prestación generalizada.

Es así como los Estados van focalizando sus intervenciones, desentendiéndose de la

gestión de la vida de la población, poniéndose en un lugar, que cuando encarna

cabalmente, se limita a arbitrar conflictos entre partes y cuando lo hace de manera

deficiente, contribuye a extender el clima de desigualdad social que, progresivamente,

tiende a imponerse. Los Estados del ajuste, protagonistas de estas décadas postkeynesianas,

se desentienden de los gastos sociales para atender otras urgencias, y dejan servicios de

salud deteriorados, la escuela pública en crisis, los sistemas de jubilación abandonados. De

este modo, antiguos canales de promoción social se van cerrando, con el costo de

frustración y caída de las expectativas que esto implica.

13 En los últimos años hemos asistido a las discusiones entre sindicatos, empresas y poder político en torno a esta problemática.

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En esta situación, no es casual que con estados y empresas de estas características haya

crecido el desempleo y derivando directamente de ello, la exclusión social, fantasma que

asola a las sociedades contemporáneas. Hoy en día, salvo algunos casos muy especiales

como EEUU, en los que inciden otros factores, las economías más avanzadas del mundo

están rozando las tasas de desempleo más altas de su historia, situación que se agrava en

las economías periféricas. Si pensamos en las consecuencias estratégicas que esto tiene

para los sectores trabajadores, notaremos que su capacidad de presión se reduce, dado que

numéricamente los sindicatos son cada vez más débiles, tienen menos recursos, su

incidencia en el proceso productivo es menor, con una solidaridad de clase técnicamente

dificultada, y con una masa de trabajadores desocupados que cuestionan las bases mismas

de la acción sindical, pues, los que momentáneamente no tienen trabajo, que son cada vez

más y durante más tiempo, pueden o deben ser representados sectorialmente? Como se

podrá notar, en este contexto, y frente al debilitamiento estratégico de los sectores del

trabajo, el capital se vuelve cada vez más fuerte, con más probabilidades de imponer sus

intereses y sus puntos de vista. Esto, obviamente deprime los salarios en términos

generales, fragmenta las escalas, diferencia segmentos, lo cual explica la movilidad social

descendente que parece ser la dominante del momento histórico presente, y no solo en la

economía de la periferia.

Cuando el desempleo se convierte en una amenaza tiene efectos disgregadores a nivel

social. A nivel subjetivo y personal, una situación de escasez de empleo, disciplina al

trabajador: lo vuelve temeroso, dócil, conservador, proclive a aceptar las condiciones que

se le imponen, a nivel de tareas, a nivel de remuneración, ya que si no las cumple sabe que

hay muchos codiciando su lugar, dispuestos a todo. El empleo va cambiando de ser un

derecho a convertirse en un privilegio y el trabajador empleado un ser agradecido por la

suerte que le ha tocado, situación en la que defiende lo que tiene a costa de la solidaridad.

Las reivindicaciones históricas, no es casual, se pierden. Los sindicatos pierden fuerza. El

sector trabajador, mientras menos estratégico sea en estos nuevos esquemas, más

perjudicado se verá. Porque no es que todo tipo de trabajo empeore su situación. En la

actualidad hay sectores de trabajadores de lujo que mejoran su situación en la medida en

que están asociados estrechamente con el éxito del capital: todo el espectro de las gerencias

altas y medias se encuentra en esta posición de mejora. Esto también nos habla de

fragmentación en el mundo laboral, ya que por tareas y remuneraciones los intereses se

vuelven cada vez más heterogéneos y difíciles de conciliar.

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Los cambios técnicos, además de lo organizativo, han alterado completamente el mundo de

la producción, en la medida en que han incidido drásticamente en la forma de circulación

de factores económicos de importancia, como son los financieros y los conocimientos

estratégicos. Para la producción de la actualidad cada vez son más importantes los saberes

especializados, los que aprovechan aquellas oportunidades de las que hablábamos más

arriba. Diseños de todo tipo, asesorías, consultoría financiera, jurídica o técnica, publicidad

y marketing, estrategias de productos, recursos humanos y personal, entre otros, son los

rubros que mayor incidencia tienen en los productos finales, sean del tipo que fueren. Su

peso en los costos y en los resultados, nos hablan de su importancia y participación. La

novedad a la que asistimos, es que con los cambios tecnológicos estos factores circulan a

nivel mundial, con un control por parte de los Estados cada vez menor, y forman parte de

un mercado internacional crecientemente interconectado entre sí, con una capacidad de

respuesta cada vez más veloz, con menores anclajes locales. Este suele ser el tipo de

trabajo que está creciendo en generación de empleos y en nivel de remuneraciones, pero su

escala es baja y supone un nivel de capacitación muy alto: esto significa que es para pocos.

Si nos detenemos un poco y comparamos con la situación anterior, notaremos que el

panorama es completamente distinto: estamos frente a una creciente fragmentación

estructural en lo económico y en lo social.

En el ámbito de la industria cultural y las comunicaciones sucede algo similar: de manera

creciente se superan las fronteras nacionales, antes restringidas por cuestiones técnicas y de

costo, generando un sistema que se planetariza en su oferta. Al contrario de lo que se suele

pensar, este proceso está muy distante de homogeneizar a consumidores y espectadores, ya

que funciona en el mismo sentido de la producción de bienes y servicios que antes

indicábamos: cualquier oferta se planea para llegar con toda eficacia a un número acotado

de espectadores, altamente comprometido pero escaso en cantidad. Esto no impide que

algunos productos se proyecten para audiencias amplísimas, pero no son la norma, la

lógica general es la de la segmentación de mercados, o en este caso, de espectadores (que

es lo mismo).

Si atendemos al panorama actual notaremos que los consumos de tiempo libre y las

tecnologías disponibles para facilitarlo tienen inscripta la doble lógica de la privatización y

la especificación. Ante todo, son tecnologías audiovisuales las que, prácticamente,

monopolizan el tiempo libre de la mayoría de la población. Esto nos habla de un profundo

cambio en la cultura, el lugar del libro cambia: no es que se pierda, sino que se va

desplazando hacia usos cada vez más especializados, utilizado masivamente en los

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sistemas de instrucción, medios que van generando lectores profesionales, con la consabida

disminución de los amateurs y los curiosos masivos que en otras épocas animaron el

mercado editorial y ciertos ámbitos intersticiales de la cultura. El libro no muere en la

sociedad actual, cambia de función, ya que con la presencia abrumadora de los productos

en soporte audiovisual deja su lugar otrora protagónico en la esfera del tiempo libre, para ir

recluyéndose entre aquellos que hacen de la lectura su medio de vida. La lectura

tecnificada, pierde el halo placentero, humanista, politizante y complementario de la

construcción de la ciudadanía, instancias con las que tradicionalmente fue identificada.

Esto es lo que ha hecho que algunos autores, no exentos de tintes nostálgicos, afirmaran la

muerte de la cultura letrada proyectando sobre ella la desaparición de todas las otras

cuestiones con que fue asociada.

Más allá de este cambio, no menor, hay otros emparentados con la estructura misma que

adquiere el sistema de industrias culturales en el presente de consecuencias sociales tal vez

más decisivas. Como decíamos más arriba, la lógica impuesta de privatización y

segmentación, marca la oferta de estos bienes. Las tecnologías de la imagen se privatizan y

generan consumos domésticos más extensos: las horas de televisión promedio han crecido

históricamente, al igual que el número de televisores por persona y el encendido. Por otro

lado la televisión no es la misma, ya no pocos canales, poco tiempo, de aire, con

producciones nacionales, reflejando realidades locales, apuntando a audiencias abiertas y

generalizadas, ahora hay 24 horas continuas, canales mayoritariamente cableados, lo cual

desplaza el lugar de la TV abierta, que no es que se deja de ver, pero adquiere otra

importancia, con canales segmentados, que apuntan a audiencias cada vez más específicas,

más comprometidas, pero menores, con una programación que proviene de distintos

lugares del mundo aunque preferentemente de EEUU, y con una tendencia a la

fragmentación cada vez mayor si pensamos en los canales codificados, en el “pay per

view” y en la novedad del momento, la TV satelital que técnicamente permite la

individualización del acto de mirar televisión. La simple comparación nos habla de una

desarticulación de las audiencias antes abiertas y generalizadas que eran la norma. Hoy

solo se congrega una audiencia de este tipo con eventos muy esporádicos, como un

mundial de fútbol, una olimpíada, algún acto político especial como una elección, o

fenómenos de raiting alto que están en el orden de lo extraordinario, como un escándalo

público de dimensiones (para lo cual debe tener ingredientes privadísimos) o algún

programa boom que en general no se extiende por más de una temporada. Un simple

vistazo muestra que la normalidad de funcionamiento de este medio tiende primero a la

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segmentación, a la individualización, y esto, paradójicamente, dentro de marcos globales

en los cuales la coincidencia simultánea puede darse en lo remoto espacial y no en la

vecindad.

Por otro lado, si pensamos en otras industrias de la imagen, como la del video casero,

veremos que opera la misma lógica. Videos producidos para consumo casero, estrategias

de comercialización que privilegian los últimos estrenos del cine, éxitos de taquilla

preferentemente, películas con muchos efectos y mensajes casi anecdóticos, parte de la

estrategia general de pasatiempo que se está imprimiendo en las industrias de la cultura.

Por otros medios, un pay per view que exige desplazarse unas cuadras para ver en soledad

lo que se desea, casi una TV satelital pero para pobres.14

El cine y el teatro, que de algún modo conservan el esfuerzo de la motivación, la salida de

la casa, el viaje, la ceremonia de abstraerse, la concentración, esa experiencia casi religiosa

de comunidad congregada ante un mismo estímulo, cuando funciona masivamente lo hace

en torno a formatos comerciales y mayoritariamente mediáticos, afirmando la lógica de lo

fácil que envuelve en general a las industrias de la imagen para consumo rápido. En

términos de audiencias y públicos, se profundiza aquella división y fragmentación

estructural de origen tecno-económico, con el añadido de la facilidad, esa suerte de

recepción indolora programada para garantizar el éxito en una masa espectadora cada vez

más abrumada por los ritmos laborales, más necesitada de catarsis que nunca. Pobres,

alienados, pero massmediatizados y en conexión global.

La globalización de las industrias culturales tiene una dinámica compleja, tiende al mismo

tiempo hacia la fragmentación territorial –de esas unidades que fueron las culturas

nacionales- y su integración extranacional compleja, por segmentos de consumidores

globales. La globalización genera una cultura mundo, que no homogeneiza los territorios

culturales en uno sólo sin fisuras, sino que rompe con las unidades preexistentes,

reconectando los fragmentos en una lógica de conexión de lo distante y de desconexión de

lo cercano. En este sentido, globalización cultural, es glocalización cultural.15 La industria

cultural así conformada, y en su formato tradicional como industria, es decir como

máquina de acumulación de ganancias, entra de este modo en una lógica que

aparentemente es contradictoria, hacia la masificación y la diversificación de los consumos

14 No entraremos en cuestiones de títulos, sería muy arduo, pero las preferencias generales afirman la lógica del consumo televisivo, la tendencia a la cultura de la facilidad, películas de acción, de aventura, dibujos animados para chicos. (video niñera) 15 Para ahondar en este punto se puede ver Renato Ortíz. Mundializaçao e cultura. Brasiliense, Sao Pablo, 1994, o del mismo autor, Otro territorio. Unqui, Quilmes, 1996.

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al mismo tiempo. Es preciso comprender este funcionamiento para ponderar su impacto en

la conformación de culturas locales cada vez más complejas y segmentadas incluso para

sus mismos participantes y sostenedores.

Regiones antes aisladas se conectan con flujos de imágenes, de información y de

entretenimiento, que colapsan con los ritmos temporales locales tradicionales. Esto

rearticula los ritmos locales y los sitúa en una doble velocidad. La ruptura de los tiempos

históricos implica entre otras cosas, la rearticulación de la memoria colectiva y de los

relatos personales, es decir de las formas culturales dentro de las que se construye la

identidad y se reconoce a los semejantes. Esto contribuye a la obsolescencia y alteración de

formas simbólicas de la vida social, a su recambio permanente, con consecuencias

rearticulantes en la conformación de los grupos y en los esquemas a través de los que los

sujetos comprenden el mundo social, lo propio y lo ajeno, lo cercano y lo lejano.

Nuevamente cambio y fragmentación donde hubo estabilidad e integración. En estas

coyunturas los sujetos anclados localmente deben rearticularse. Un elemento importante a

tener en cuenta es que suelen ser los jóvenes los que se adaptan con más docilidad a estos

cambios, lo que produce brechas en relación con sus mayores, para los cuales aparecen

como completos extraños. Muchos de los códigos a través de los que los jóvenes se

reconocen perteneciendo a una experiencia común, están mundializados, situación que

genera nuevos ruidos respecto de sus padres.

Esta situación estructural económico social y cultural, a su vez, tiene efectos directos sobre

el mundo de la política. Los partidos políticos con representación de clases se debililtan a

igual ritmo que sus bases de sustentación, los movimientos sindicales pierden sustento ya

que los trabajadores se encuentran divididos por el desempleo, la competencia laboral y la

amenaza de exclusión social. La cultura toma una dinámica transnacionalizada en la que

los contenidos de reivindicación nacional se diluyen, los mismos colectivos conocidos

como naciones incluso se ven sujetos a procesos comunicativos que diluyen sus fronteras

simbólicas, rearticulan las tradiciones que los edificaron y promueven nuevas formas de

identificación personal y colectiva. Es decir que el panorama se rearticula. Por otro lado el

Estado va abandonando sectores en que era dominante para pasar a ser un actor más y en

muchas ocasiones, ni siquiera el más importante, de suerte que se ve debilitado frente a

otros actores fundamentalmente empresarios, o frente a los mercados, impersonales, de

fuerza y poder de veto creciente. Es decir que la situación de los sistemas políticos es

diferente a la del pasado, hoy estructuralmente más débiles y desarticulados.

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En este contexto es que las políticas neoliberales se han hecho eficaces con relativamente

bajos costos políticos y, en ocasiones, hasta con apoyos electorales masivos, incluso

después de imponer acciones de neto corte antipopular. Esto ha dado pie para hablar de una

crisis de representación de los sistemas políticos vigentes o su paso hacia nuevas formas,

de la que algunos de cuyos síntomas son, la desafiliación de los partidos tradicionales, la

indiferencia política creciente, la no concurrencia a las urnas, los altos porcentajes de

indecisos hasta último momento, la falta de opinión formada en la ciudadanía, los votos

volátiles que van sin problemas de un arco al otro del sistema, las estrategias atrápalo todo

de los partidos que para ello despolitizan sus discursos y borran sus plataformas electorales

(en ocasiones comprometedoras), la apertura de las listas a figuras provenientes del

exterior de los aparatos partidarios tradicionales, que entre otras cuestiones, delinean un

perfil político de muy bajas calorías, en el que los partidos casi no se diferencian entre sí,

más que por el eslogan con el que decidirán identificarse, o el candidato elegido, casi

exclusivamente por su imagen. Es decir que la política está cambiando y los partidos

también: ya no son tan importantes la movilizaciones como las apariciones en los medios,

no tanto los programas de acción futura como la imagen de sus hombres, no tanto la

voluntad política que encarnen como su astucia para administrar eficientemente una

economía, los partidos ya no importan por su capacidad para formar cuadros

comprometidos o militantes orgánicos, o para establecer una doctrina congregante, ahora

son estructuras semiprofesionalizadas cuya acción surge en momentos preelectorales

encabezados por comandos técnicos que analizan encuestas de opinión, estrategias de

publicidad mediática y controlan lo que sus candidatos no deben decir para no

comprometerse frente a los electores, y todo esto sumido en la convicción de que los

estados son herramientas cada vez menos eficaces a la hora de intervenir políticamente en

la sociedad.

En el mundo de los últimos diez años, después de la maduración de los fríos años 80 y la

consolidación de los recesivos años 90, soplan aires de desencantamiento político, de

ajuste neoliberal y retracción económica, de transnacionalización de las industrias de la

cultura y del auge del universo audiovisual. La guerra fría ha dado paso a nuevas formas de

repartija geopolítica, con una buena parte del ex mundo comunista transformado en

economías emergentes, con un tercer mundo cada vez más debilitado y claudicante, con un

capitalismo orgulloso, no necesariamente homogéneo ni monocromático, acompañado por

liberalismos con libre competencia electoral, eso que también se llaman democracias de

estilo occidental, un mundo en el que las reivindicaciones en bloque se han perdido, en el

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que los jaqueos al sistema solo son posibles por excesos dentro del sistema mismo, como

sucede con las crisis financieras, donde la participación política y la lucha por la igualdad

de oportunidades o de una mayor autonomía, poco a poco se va retirando de los escenarios

sociales, dejando espacios vacíos, con una exclusión social aguda y amenazante, con

violencia urbana creciente, con jóvenes desorientados que, como muchos mayores, no

saben a dónde van. En este contexto, todo lo que empujaba a la voluntad a transformar

comprometidamente el mundo, se vuelve contenido privado de conciencia, buen augurio,

anhelo personal. No son sólo los jóvenes los responsables de este clima. Ellos, más bien,

igual que aquellos de otras épocas, son un síntoma de los tiempos que corren.

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PARTE III. ARRITMIAS, DISONANCIAS, DESENCUENTROS

Tal como surge de la comparación anterior son otros los desafíos y las urgencias que pesan

sobre los jóvenes, la exclusión, el desempleo, la mirada desvalorizadora del mundo adulto,

y todo en un contexto de expansión de una cultura donde lo “fast”, un conjunto de valores

inmediatistas, hedonistas, contrarios al sacrificio y al esfuerzo, obstaculizan la acción de

algunas instituciones contenedoras y formativas, como por ejemplo es el caso de la

escuela. En este apartado recorreremos algunos de estos tópicos recién mencionados.

Los jóvenes entre la exclusión social y la “cultura de lo fácil”.

En la actualidad y en términos generales, la relación de los jóvenes con el mundo de la

economía se ve complicada. La juventud crece en un ambiente contradictorio: por un lado,

expuesta a una inducción permanente de aspiraciones al consumo (que asocian el ser al

poseer), y por el otro, abandonada a una situación con altos índices de desempleo, en la

que la obtención de los recursos que exige la lógica de mercado para adquirir bienes se

encuentra cada vez más lejana. En estas condiciones, no es casual, la doble presión social

se resuelve con estrategias que exceden los modos tradicionales y hasta los marcos legales

en los que funciona la economía para la gran mayoría de la población.

En un escenario económico en el que las diferencias sociales se agrandan, la brecha que

separa los que más y los que menos ganan se hace cada vez más amplia, con índices de

desempleo históricamente muy altos, empleos precarios y discontinuos con escasa

protección social por parte del estado, la amenaza de exclusión social se encuentra en el

horizonte cercano de la experiencia de vastos sectores sociales. En este contexto los más

afectados, por cuestiones que hacen a cierta debilidad relativa, como la falta de carrera

laboral acumulada, suelen ser los jóvenes. Con una inserción laboral precaria, cuando la

obtienen, con salarios más bajos que los de los mayores cuando hacen la misma tarea, con

tareas de baja calificación o nulo atractivo, con escasas probabilidades de crecimiento, la

mayoría de los empleos que obtienen los jóvenes, funcionan más como necesidades

dolorosas que como medios de realización personal.

Muchas veces, y más entre los sectores populares, estas dificultades ligadas con el mundo

del trabajo llevan a opciones en las que se desenvuelven lazos reproductivos ligados con

economías marginales e ilegales. Circuitos vinculados con las drogas, la prostitución o el

robo, y toda la economía de prácticas que se despliega a su alrededor, tiene su origen en

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esta doble presión que señalábamos más arriba, con la concurrencia de un factor ambiente

al que se podría llamar “cultura de lo fácil”: cuando caen o se debilitan emblemas

socializadores, cargados de fuerza simbólica, detrás de los que se promocionan valores

como la contención, la contrición, o el sacrificio, y su contracara, la recompensa final, el

reconocimiento posterior al esfuerzo y la carencia, se vuelve cada vez más difícil esperar y

exigir conductas que se estructuren siguiendo estos mecanismos imaginarios. Para las

generaciones anteriores, el trabajo, la escuela y el ahorro, se asociaban con un mundo de

valores en los que estaba inscripta esta maquinaria del sacrificio: los esfuerzos del presente

se compensarían en un futuro mejor. Un imaginario férreamente establecido por su

probabilidad efectiva de realización, eficaz a la hora de producir conductas porque sus

efectos eran tangibles. Trabajo no sólo significaba tener un empleo, desarrollar una tarea,

implicaba además ocupar un lugar en la vida social, tener una identidad que ostentar

orgullosamente ante los otros, ser un trabajador, no importa el rubro, era obtener respeto y

reconocimiento, mostrarse común, y a través de ello, exteriorizar una de las formas de la

virtud moral más extendidas históricamente en nuestra sociedad, la honestidad.

La escuela también funcionó en cierta lógica valorativa moralizante. Al igual que el

trabajo, aparecía en el marco de la promesa, tangible, del ascenso social. La escuela –no

sólo la primaria obviamente- implicaba además la posibilidad de acceder a mundos

valorados como los del saber, la formación y la cultura. Estos espacios tradicionalmente

vinculados con el poder de las clases altas, eran verdaderos emblemas para las clases

alejadas de ellos, y su prestigio, era una meta legítima a la que se aspiraba a llegar sólo por

la escuela. Es decir que como mejora en la posición laboral o como medio de acceso a un

mayor prestigio para las familias, la escuela funcionaba en esa lógica en la que los

sacrificios presentes implicaban con alto grado de probabilidad, recompensas futuras. El

halo sagrado que la envolvía tenía este casi irresistible poder de atracción sobre sectores

sociales amplios que creían en sus promesas, altamente razonables.

Hoy en día asistimos a la crisis de estos dos tradicionales ámbitos, el trabajo y la escuela,

como canales de inserción social. No queremos decir con esto que sean ellos los

responsables de la crisis. Es la compleja crisis social general que hemos descripto la que ha

desplazado el lugar imaginario de la recompensa que durante tanto tiempo ha rodeado a

estas instituciones. En este contexto, no es casual, pierden fuerza atractiva. Los jóvenes, en

medio de estos cambios, parte misma de estos cambios, sin la inercia valorativa que suele

pesar sobre las generaciones precedentes, comienzan a valorar positivamente otras

instituciones tradicionalmente desvalorizadas, como es el caso visible de los circuitos de la

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marginalidad y la ilegalidad, muchas veces forzados, muchas veces elegidos. Las

dificultades que los jóvenes encuentran para insertarse socialmente en los canales aún

reconocidos como “normales” genera la visión que los patologiza. Esta realidad, altamente

visible para el sistema mediático, suele colocar a los jóvenes como el costado apocalíptico

de la sociedad.

Complementario con el factor ambiente exclusión ya señalado, actúa cierta lejanía

existente entre la escuela y la cultura juvenil tal como está tomando forma en la actualidad.

La pérdida de eficacia de la escuela sobre los alumnos radica, como dijimos, en la crisis de

sentido que afecta a la institución en el contexto histórico y social de fin de siglo: se va

desmoronando como parte del gran articulador social centrado en el eje trabajo-estudio.

Esta articulación simbólica está prácticamente ausente en la cultura de los sectores

juveniles y cuando se la encuentra se parece más a un residuo discursivo que a una matriz

eficaz de producción de prácticas. Hoy en día, la crisis de los ascensores sociales (trabajo,

estudio, inversión a largo plazo, sacrificio), cuestiona la validez de la escuela como

instrumento de socialización y de producción de sentido. La escuela y el trabajo aparecen

bajo una nueva luz, más pesimista, visión que se agrava cuando se trata de sectores

populares, crecientemente azotados por el desempleo, la desalarización, la precarización

laboral y la amenaza de la exclusión social. En ese contexto el lugar de las instituciones

tradicionales de socialización, se resignifica. El papel imaginario de la escuela vinculado

con la apertura hacia nuevos horizontes de mejora social, básicamente laborales, se disloca.

Al mismo tiempo, con el avance creciente de la influencia de los medios masivos de

comunicación sobre la vida cotidiana de la población, esta tendencia a la extensión de la

“cultura de lo fácil” se agudiza.

Con el avance de los medios audiovisuales, sistema que se complejiza y diversifica cada

vez más, participando de lo que algunos autores llaman la “virtualización de lo real”16, se

abren nuevos canales de circulación de mensajes que tienden a desplazar a los

tradicionales, entre estos, la escuela. Esta tendencia es más fuerte cuando se trata de los

segmentos más jóvenes de la población, muchas veces socializados “electrónicamente”. En

este contexto, la autoridad tradicional de padres y maestros se ve crecientemente

compartida, asediada y hasta jaqueada, por la omnipresencia del sistema mediático. Si bien

esto no debe llevar a pensar que los medios se imponen sin resistencias, debe ser tenido en

cuenta como un factor de peso en el debilitamiento general del lugar ocupado por la

16 Castels, Manuel. El surgimiento de la sociedad de redes. Blackwell Publishers, Internet, 1996. Cap. 5.

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escuela. Obviamente dependerá de cada familia el grado de resistencia que se oponga a la

presión de los medios, situación que condicionará su eficacia. Pero también es cierto que la

tendencia general en la cultura presente, si hacemos un simple cuadro comparativo por

épocas, se inclina hacia una eficacia cada vez mayor. En este sentido, y en la medida en

que se propone básicamente como entretenimiento, con el sistema mediático tiende a

facilitarse el camino para la imposición de la “cultura de lo fácil”. Medios audiovisuales,

consumo indoloro y facilidad, son fenómenos consustanciales.

Esta cultura en la que el esfuerzo y el trabajo para obtener algo, ceden como puntos

máximos en las escalas valorativas para ser desplazados por otros valores de tipo

cortoplacista, y hasta de inspiración “mágica”, como el exitismo, el consumismo

desenfrenado, el hedonismo y el narcisismo, es el marco en el que hay que ubicar a las

culturas compartidas por los jóvenes. Estas culturas dentro de los que se estarían forjando

las nuevas subjetividades, protagonistas de este fin de siglo, se alejan del lugar

tradicionalmente ocupado por la escuela. Comprender esto es fundamental para acercarse a

uno de los rasgos definitorios de las culturas juveniles que se han ido extendiendo a lo

largo de los últimos treinta años por el cuerpo social en su totalidad.17

Ante la crisis de sentido que sufren las instituciones tradicionales de la socialización -

familia, escuela y trabajo, fundamentalmente- surgen alternativas en las cuales los

adolescentes y los jóvenes buscan formas de identificarse, reconocerse entre sí, establecer

grupos, forjándose cierta idea de sí mismos, de los otros y del mundo que los rodea. En

principio, ese mundo se les aparece como el mundo de “los otros”, de los adultos, en el

cual tratan de reconocerse como legítimos afirmando consumos y preferencias comunes en

los cuales se encuentran a sí mismos y entre ellos. La afirmación en ciertos valores de las

culturas juveniles implica en parte la búsqueda de una malla protectora, contenedora, frente

a un mundo ancho y hostil en el cual, en términos generales, no pueden ver una salida.

(evidencia que involucra a sectores cada vez más amplios de la población, ya no

precisamente juveniles).

17 Como señalan algunos autores, Bell, Lipovetsky o Yonnett, paradójicamente, la tendencia hedonista generalizada de la cultura actual es una metabolización que la sociedad de consumo hace de un imaginario profundamente contracultural y anticapitalista, una ética contraria a la protestante, contraria a los valores del trabajo, la contención y el ahorro sacrificado, iniciada por las vanguardias estéticas modernistas en los años ’20 y ‘30, asumida por las iniciales culturas juveniles vinculadas con el rock en los años ’60, hoy desplegadas masivamente por la extensión de estos “productos” de la industria cultural actual. Respectivamente, Bell, Daniel. Las contradicciones culturales del capitalismo. Alianza, México, 1989. Lipovetsky, Gilles. La era del vacío. Anagrama, Barcelona, 1986. Yonnet, Paul. Modas, juegos y masas. Gedisa, Barcelona, 1988.

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De allí que se expresen en conductas que describen un arco que va de la rebeldía más

radical a la resignación más apática e indiferente, y hasta incluso, suele darse también, la

convivencia casi acrítica de ambas tendencias en mezclas confusas. Las nuevas formas de

socialización en las que se traban las culturas juveniles tienen un horizonte utópico y hasta

redentor, aunque ello conviva con los más hostiles distanciamientos frente a las prácticas

de transformación que muchos de sus imaginarios deberían implicar. Las culturas juveniles

son potencialmente transformadoras, en sus contenidos y expresiones, mucho menos en sus

prácticas, por la resistencia espontánea que manifiestan frente al “mundo adulto”, el mundo

que heredarán, en el que tan pocas alternativas de futuro suelen percibir.

Algunos temas de su interés como la música, el sexo, la TV, el fútbol, las reuniones con las

barras, ciertos consumos como el alcohol y las drogas blandas, nos hablan de una afán de

búsquedas de placer inmediato, de necesidad de contacto afectivo, de compartir atmósferas

grupales, en los cuales ciertas imágenes tradicionales y recurrentes como “el barrio”, “la

vieja”, “el país”, “la familia”, “los amigos”, siguen ocupando lugares de privilegio, aunque

no necesariamente coincidan con las definiciones que éstos han recibido en el pasado.

Estas presencias significativas nos hablan de cierta espontánea necesidad de encontrarse,

de contenerse y de cooperar, aunque el contexto haya cambiado y muchos de esto

significantes hayan cambiado de contenido. En este caso, y esa es la certeza más

inmediata, la escuela y el trabajo como valores, se desplazan hacia lugares secundarios.

Algunas respuestas del mundo adulto frente al mundo de los jóvenes.

Tradicionalmente el mundo adulto ha generado una visión despectiva y temerosa del

mundo y la cultura juvenil. Por más que se diga en la actualidad que el modelo adolescente

triunfa como norma estética, hay que ser prudente con estas consideraciones. El mundo de

los jóvenes ha aparecido en general como algo mal visto, carente de valor, superficial,

pasajero, producto de un estadío de inmadurez que tarde o temprano habría de superarse.

Todo ese culto de la belleza juvenil, de la despreocupación irresponsable como modelo de

vida, es una idealización de los valores de una clase, la dominante, que a través de una

estética extiende y universaliza como legítimos, como dignos objetos del amor, lo que son

sus condiciones objetivas de vida. El modelo de belleza adolescente que se universaliza es

el de las modelos, el desapego frente a las necesidades del mundo productivo es la

posibilidad de la que gozan los jóvenes de sectores medios y altos, la lozanía y salud del

cuerpo, sus características atléticas, son la media de grupos sumamente reducidos en

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nuestra sociedad que disponen del tiempo libre y el acceso a los recursos y las técnicas

necesarias para lograrlo. Que eso sea valorizado y pretendidamente extendido es una

estrategia propagandística de la publicidad que especula con los deseos inconscientes de la

población y encuentra en ellos un terreno fértil para vehiculizar con mayor eficacia el

pregón de las mercancías. Sin embargo, por fuera de esto, todo lo que aparece como propio

del mundo joven, y mucho más aún cuando contradice ciertos valores básicos del mundo

de los adultos, se tiñe rápidamente de sospecha, se coloca bajo un cono de sombras y se

excluye sistemáticamente de la esfera de lo público, salvo en el caso de la violencia y las

crónicas policiales.

Los jóvenes en general aparecen ocupando el lugar de lo peligroso y del riesgo, tanto para

los otros como para ellos mismos. La visión que la sociedad adulta tiene de los jóvenes es

en última instancia la de la amenaza. La causa de esto tal vez radique en que para la lógica

de los medios masivos de comunicación, sólo puede ser noticia aquello que llama la

atención, lo extraordinario, y más aún si tiene ribetes de espectáculo. Mucho de lo que

rodea a los jóvenes, aunque no agote su experiencia es lo que suele sobreexponerse en los

medios, la parte negativa, demonizada, que se desvía de la normalidad, normalidad que no

es tanto la de los jóvenes como la del mundo que los adultos proyectan y en el que se

supone que habrán de funcionar los jóvenes. En ese contexto de aparición las imágenes no

pueden ser otra cosa que negativas. En términos de imaginario, el mundo de los jóvenes,

por los jóvenes y para ellos, cuando se traduce a la experiencia de los adultos aparece

como extraño, incomprensible, superficial, violento, amenazador, riesgoso, falto de

objetivos, errabundo. Esto es lo que hace que, inconscientemente pero de forma

sistemática, el mundo adulto esté organizando defensas y prevenciones para contrarrestar

el efecto de esa más que virtual amenaza.

A lo largo de las últimas décadas se han ido dando cambios en la visión de los jóvenes por

parte de la sociedad. Esa visión no siempre se detuvo sobre los mismos tópicos, ni le

atribuyó las mismas características. La figura del joven ha ido cambiando, según los

ánimos dominantes en las distintas coyunturas. No es inusual que el lugar del joven haya

sido, en numerosas ocasiones, idealizado, rodeado de valores altamente positivos: se elogió

su capacidad de innovar, de resistir a las imposturas, su franqueza frente a las

convenciones, su capacidad de sobreponerse a los prejuicios imperantes, su lucha por la

libertad. Ahora cabría preguntarse si no serían estas virtudes, más que algo propio del ser

joven, una proyección invertida por parte de los adultos visiblemente descontentos con el

mundo que les tocaba enfrentar. Lo cierto es que estas virtudes siempre aparecieron

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idealizadas en los discursos menos críticos, en los productos culturales destinados al

consumo masivo, en los cuales funcionaban como verdaderas vacunas, es decir, pequeñas

incorporaciones del mal para evitar que se ramificara como oposición frontal al entero

cuerpo social.18 Telenovelas, películas moralizantes, discursos políticos, se encargaron de

difundir estos estereotipos a través de sus alabanzas. Pero mas allá de estas celebraciones

idealizantes, bien miradas, es fácil advertir que sólo funcionaron como declamaciones.

Insistimos, el lugar del joven siempre ha sido negativamente valorado. De no haber sido

así, por qué no se instituyeron medidas políticas, administrativas o de orden productivo que

hubieran tendido a darles algo más que un mero reconocimiento simbólico? Cabe

sospechar bastante sobre el rol de estas expresiones valorizadoras.

Por otro lado, y muy por el contrario, la acción sistemática del mundo adulto frente a las

expresiones de los jóvenes, sus valores, mensajes y actitudes, en general, ha tendido a

reprimirlas, controlarlas, restarles espacios de circulación o, en última instancia, a

colocarles signos negativos. A poco de recorrer las estrategias del Estado en distintos

momentos se podrá notar como siempre está presente una visión forense de lo juvenil, con

la preocupación central por controlar, por evitar desbordes, en políticas que han procurado

“resolver” todas las disfunciones que aparecían nucleadas bajo el rubro “problemática

juvenil”: la marginalidad, la delincuencia, las adicciones, la violencia, los problemas de

adaptación y las conductas desviadas y, desde hace poco, el desempleo, todo como si

fueran cuestiones estrictamente juveniles. De este modo los jóvenes han pasado a ser

sucesiva y hasta simultáneamente desde reservorio de pureza y virtud hasta fuentes de des-

confianza a ser vigilada, desde el heroísmo revolucionario desinteresado hasta la conspira-

ción demoníaca organizada, desde ser los liberadores y los dueños de la promesa y del

futuro hasta expresar la más indiferente y turbia de las apatías.

La expresión de lo juvenil por parte del mundo adulto, su predicación y atribución de

sentido, ha pasado por épocas diferentes, coyunturas que como dirían los semiólogos han

construido discursos dominantes dentro de los que se fue definiendo y redefiniendo su

espacio. De este modo y con las urgencias históricas del momento, las décadas del '60 y '70

se inclinaron mayoritariamente por la identificación de lo joven con las imágenes

románticas de la rebeldía, la introspección reflexiva acompañada del compromiso

militante, de suerte que con tales atribuciones los jóvenes oscilaron desde ser transfor-

madores, activos, “hombres nuevos”, a ser impacientes, atolondrados e “imberbes”. Tal vez

18 La vacuna es una de las figuras de la retórica conservadora. Ver Barthes, Roland. Mitologías. Siglo XXI,

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como complemento de estas convulsiones epocales después hayan sido ellos mismos los

que, con el surgir de las dictaduras, hayan aparecido como el blanco privilegiado de la

represión militar, deviniendo grupo “sospechoso”, espolón de proa, según alguna retórica

de la época, de intereses foráneos que venían a destruir la esencia argentina y su modo de

vida.19

Cambiando de contexto histórico, ante la guerra de Malvinas, esos mismo jóvenes

cambiarán de atributos, serán sacrificados como defensores de la Patria, y la imagen se

revertirá momentáneamente. Como suelo de la legitimación de las grandes

transformaciones políticas, económicas y sociales, los jóvenes aparecerán una y otra vez

encarnando esa figura prototípica, encargada de matrizar los discursos políticos

dominantes, o el afán de poder en alza, como verdaderos significantes vacíos dispuestos a

su llenado según la conveniencia de la última ocurrencia presente. Algo similar sucede con

la vuelta de la democracia: en este caso los jóvenes aparecerán nuevamente como los

representantes simbólicos (nunca reales) de la recuperación de los derechos y de las

esperanzas puestas en el nuevo orden político, en su apertura y en las posibilidades que

durante tanto tiempo los regímenes de facto habían coartado. Así los jóvenes como

mártires y héroes democráticos resurgirán como reservorios de vida y de la defensa de los

derechos humanos. Con el paso del tiempo, el desencantamiento y fin de la primavera

democrática, el enfriamiento de las pasiones políticas vigentes, nuevamente se pondría a

los jóvenes como encarnadura del humor dominante: esta vez en las figuras fantasmales y

atemorizadoras de la apatía, el descompromiso, la falta de futuro, el peligro de

disgregación social, la violencia y la anomia. Joven sigue siendo sinónimo de acecho, lugar

simbólico que ha cambiado de contenido, pero no de función. Hoy en la apatía y en la

violencia, lo cual tal vez tenga mucho de cierto, pero eso no debe llevar a pensar que el

problema está exclusivamente allí. Aunque sea chivo emisario, la paz no retorna al rebaño,

y el problema, como vimos, es más grave.

Los jóvenes y las instituciones escolares: encuentros y desencuentros.

Si tuviéramos que decirlo con una sola frase, diríamos que los jóvenes mantienen con las

instituciones escolares una relación definitivamente ambigua y compleja. No se puede

México, 1980. Págs. 108 y ss.

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establecer una relación que los englobe a todos por igual. Ante todo, hay distintos tipos de

escuelas, que responden a modelos educativos diversos, que difunden distintos saberes, que

se insertan en zonas geográficas con problemáticas sociales completamente disímiles, que

pueden ser públicas o privadas, laicas o confesionales, con pedagogías tradicionales o

alternativas, entre otras tantas posibilidades, hecho que hace imposible hablar de una sola

relación, ya que tampoco hay una sola escuela. Luego, se suma a ello la diversidad de los

jóvenes debida a su pertenencia familiar y de clase social, situación que complejiza aún

más la recientemente descripta. Sin embargo, y en favor de la hipótesis descriptiva que

hemos utilizado para caracterizar la situación económica y social que rige para la mayor

parte de la población, se puede decir que en términos de imaginario social la escuela no

ocupa el lugar que tuvo para las generaciones anteriores, y esto con relativa independencia

del lugar de clase, siempre dentro de los sectores sociales mayoritarios. Es decir que ya no

se espera de la escuela que cumpla con la promesa de ascenso social que durante tanto

tiempo estuvo vinculada con ella.

Hoy en día “escuela” no se asocia automáticamente con ascenso social, se la ve como una

condición básica, necesaria aunque no suficiente, para la reproducción del lugar social

ocupado por la familia de origen. Ya no se la ve como un ascensor social, sino como un

estabilizador, y esto se debe a que la probabilidad de movilidad social existente ya no es de

ascenso, como hace treinta años, sino de descenso. En este sentido, la causa del cambio de

valoración imaginaria que recibiría la escuela hay que asociarla con el cambio de la

situación por la que atraviesa la idea de la movilidad social presente en los imaginarios

mayoritarios de la población. Es en relación con esto, con el cuánto se está dispuesto a

descender en términos de imaginario, que se articulan las posturas de los distintos tipos de

jóvenes en torno a las instituciones escolares. El pedido que se le hace a la escuela ya no

ronda en torno a qué es lo que garantizaría su eventual contuinidad, que es cada vez menos

clara, sino qué implicaría su falta, a qué habría que atenerse de no seguir en ella. El

contexto histórico de la valoración de la institución, que es aquella acción por la que se le

otorga sentido, se ha invertido. La escuela ya no garantiza, ya no asegura, y está, en todo

caso, en un contexto de defensa contra la caída social, hecho inminente (al menos como

fantasma) que conmueve los imaginarios que durante tanto tiempo la acompañaron. No es

casual que la escuela esté sufriendo el parcial abandono de los sectores populares y de los

19 Algunas de estas consideraciones pueden verse específicamente analizadas en Kuasñosky, Silvia y Dalia Szulik. “La interpelación del Estado a los jóvenes en la Argentina”, (mimeo), Buenos Aires, 1997. Págs. 2 y 3.

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sectores medios, ya que fue para ellos para quienes representó una vía de mejora social,

hoy obstruida. De este modo el significante “escuela” juega en otros juegos de lenguaje

motivados por la época, distintos a los tradicionales, y cobra, por lo tanto, otro sentido.

La relación con la escuela dependerá del marco social en que se inserte la familia de

origen. Para valorar el sentido que se otorga a la escuela, no es igual pertenecer a las clases

populares que a las clases medias, y mucho menos, a las altas, lo cual se relaciona también

con cierto horizonte adquirido por el recurso del nivel de instrucción formal alcanzado por

cada familia, mientras más elevado, con mayores probabilidades de colocarse en un lugar

más alto en la escala social. Esto se debe a que la escuela ha funcionado efectivamente

como un ascensor social y las clasificaciones emergentes posteriores a su influencia se han

modificado. Es decir que en las clases medias hay una valoración de la escuela que

proviene de la situación histórica de esos mismos sectores mejorada por su intervención.

Por ello, es fácil comprobar la alta presión escolarizante que ejerce la clase media sobre sus

hijos, probablemente la más alta del espacio social, contracara opuesta por el vértice con

los dramáticos conflictos que suelen sufrir cuando las generaciones menores no se adaptan

a esos mandatos. Estas álgidas situaciones difícilmente se dan entre los sectores populares,

provenientes de una historia en la cual la escuela nunca ocupó un lugar tan destacado como

por ejemplo fue el lugar del trabajo, hecho decisivo, que llegado el caso inclina el fiel de la

balanza hacia su lado. De igual modo, entre los sectores altos, el valor de la educación

básica o secundaria, tampoco llega a la estima que demuestra en la clase media: en estos

sectores la situación es menos conflictiva, ya que la presión es más baja, en la medida en

que está más claro el destino final de los estudios, hecho que elimina incertidumbre y a

pesar de las exigencias disciplinarias, convierte a los estudios en una actividad mundana

que puede realizarse con relajación. Las clases altas tienen claro e incorporado el camino a

seguir y no se juegan todo a la carta exclusiva del estudio como sucede entre los sectores

medios, lo cual les reduce ansiedad y dramatismo.

Es sabido que cuando se trata de sectores que no disponen de herencias importantes a nivel

material o social, a nivel de propiedades o de relaciones, se juegan todos los recursos

reproductivos a la posibilidad multiplicadora de la educación, como capital que permitirá

que sus hijos puedan mantener o mejorar la posición que los padres han logrado. Pero hay

una situación adicional. Hoy en día está claro que el horizonte de estudios básicos

necesarios para tal fin se extiende cada vez más, por la competencia social creciente y por

la progresiva complejización de los sistemas expertos o de toma de decisiones, tendencia

que convierte a la escuela media en una suerte de pasaje, pues ya no garantiza de por sí un

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empleo, ni tampoco el históricamente anhelado ascenso social, móviles rectores de las

fantasías escolarizantes de las clases medias y, en menor medida, de las clases populares.

Hoy en día, en términos generales la visión de las clases medias en relación con la escuela

es compleja: aparece como una suerte de medio que hay que soportar para poder acceder a

la universidad o a otras instancias superiores que sí serían los lugares en los que se

resolvería lo que antes se hacía con la secundaria y mucho antes con el primario. En este

sentido el valor del secundario está en una suerte de “doble vínculo”20, por un lado no sirve

para nada, pero por el otro sirve para todo. Es así entonces como se plantea cierta visión

esquizoide en torno de la misma: en sí misma no tiene valor pues no da garantías de trabajo

mejor y ascenso social, pero tiene el valor de ser un medio necesario para acceder a algo

superior, lo cual significa que está y no está valorada. Vale como fase de un proceso, pero

no se la valora como tal. Decíamos antes que es el lugar de máximos conflictos

generacionales en la clase media y eso sucede cuando algunos adolescentes deciden

desengancharse del sistema, cuando han decidido no invertir en semejante futuro, que se

les aparece como muy lejano, sin ver con claridad cuales serán los frutos disponibles en el

final del camino. Algunos años atrás era casi impensable que alguien abandonara el

secundario, hecho que no hacía de estas ocasiones algo imposible aunque sí altamente

improbable. Si esto está pasando cada vez más es porque la tradicional mística de la

escuela secundaria, entre los sectores medios, se está secularizando, es decir, que está

perdiendo su valor sagrado, de entidad indiscutible y, con más realismo, como lo muestra

la valoración como mero “medio”, se va volviendo algo sin valor y que llegado el caso, si

no se pretende el esfuerzo que llegue hasta el final, “puede” abandonarse. Por otro lado,

está el proceso de empobrecimiento generalizado que está sufriendo la clase media, esto

también hay que tenerlo en cuenta como un factor de ruido y de desaliento, ya que para las

familias empobrecidas se vuelve cada vez más costoso mantener a sus hijos en el sistema,

hecho que se torna mucho más visible cuando esos chicos están desmotivados, cuando no

ven clara la desembocadura del esfuerzo presente o cuando no obtienen buenos resultados

en la institución.

De este modo, el espectro de las clases medias oscila en su valoración de la escuela, en un

extremo, entendiéndola como un medio necesario que hay mantener a cualquier costo, y en

este caso, las familias asumirán el costo de la obligación y la fuerza, lo que le traerá

20 La noción corresponde a Gregory Bateson. Se la puede encontrar en distintos libros. El más conocido es Pasos hacia una ecología de la mente. Amorrortu, Buenos Aires, 1984. O también en forma menos técnica en algunos pasajes de sus Metálogos. Ediciones Buenos Aires, Barcelona, 1982.

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conflictos terribles con los hijos que no asuman sus mandatos, y en el otro, con una visión

secularizada que no espera tanto de la escuela y que llegado el caso aceptará el abandono

como una circunstancia más, no como un drama, y tratará de hacer que sus hijos trabajen

como modo de evitar que pierdan su tiempo. Muchas veces, por la presión que ejerce el

desempleo juvenil (cuando no se consiga trabajo) y por la creciente cultura de lo fácil de la

que hablábamos más arriba, este segmento de jóvenes se volverá susceptible a las ofertas

de estudios informales, de secundarios acelerados, de ciertas escuelas de oficios

(reconocidas o no), de instituciones pobladoras de los márgenes del sistema que funcionan

a una velocidad menor, o de establecimientos que venden soluciones mágicas para resolver

en poco tiempo lo que normalmente se hace en mucho. Esto último, es absolutamente

inconcebible para una familia que tiene un capital acumulado y una valorización de ese

capital obtenido con esfuerzo a lo largo de una historia cercana a la evolución del sistema

educativo. En estas familias no es que sea imposible que se den casos como estos, pueden

darse pero no será la regla, y si se dan, serán vistos con vergüenza y se tratará de

esconderlos, lo cual prueba por la negativa la importancia que se le da a la escuela.

En otros sectores sociales, las cosas serán diferentes. En los sectores populares no trabajar

es un disvalor, no poseer la propia plata es no ser adulto, autónomo y responsable,

situación que se puede traducir como no ser lo suficientemente hombre. Se sabe que uno de

los máximos valores en el mundo de los sectores populares es el de la independencia

económica, que en el caso de los varones se hace mucho más explícita como requerimiento

ya que ser independiente es una manera de afirmarse como hombre. Unido a esta idea de

ser hombre, está la de ser proveedor, ser generoso y cobijar: si se tiene dinero se puede

sostener a otros, “bancarlos” y mostrar (y demostrar/se) a través de esa actitud que se está

en condiciones de ser un verdadero hombre. Un hombre, con plenos derechos, es un adulto

y esa condición la da la independencia que deriva del “poder dinero”. Ese imaginario

ligado al poder que otorga el dinero, su posesión, su disponibilidad, pesa enormemente en

la cultura de los sectores populares. La solidaridad, más que como la entiende la clase

media, como un desprendimiento de lo propio, ligado a un acto de inspiración moral,

muchas veces tiene entre los sectores populares esta valoración como trasfondo, la de la

demostración de la hombría, de la capacidad de gastar como acto destructivo. Asociado

con esto están muchas de las actitudes inconcebibles para las clases medias, como la muy

disvaliosa actitud de ahorrar sin gastar, algo que a todas luces se evita o se esconde. En los

sectores populares rige la ecuación de la inmediatez, del no futuro, del vivir el presente

pleno, y que muchas veces suele ser lo más razonable, ya que el ahorro tiene sentido

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cuando es económicamente posible, y en estos sectores de bajos ingresos, ahorrar de a muy

poco para un futuro lejano es una pérdida, algo irracional. Por eso entre los sectores pobres

o de bajos ingresos se consume “dispendiosamente” todo lo que se tiene, porque no hacerlo

no garantiza la superación de la situación de privación. En este contexto entonces, es que

se entiende la famosa frase “la plata es para gastarla” precepto casi indiscutible entre los

sectores populares. El materialismo inmediato, el gasto “irracional” tipo “potlach”21 que

domina el consumo de los sectores populares, ese espíritu festivo y ceremonial del gastar,

es casi un mandato implícito entre aquellos que sólo viven de su trabajo corporal, del fruto

de ese trabajo, escaso, inmediato, fungible, incapaz de reproducirse de manera ampliada,

hecho que se retraduce en consumos destructivos y que suele ser lo que justifica a la postre

el por qué del sacrificio laboral y la consiguiente identificación que se asocia con él. Es en

virtud de la fiesta que el trabajo se hace soportable.

El trabajo entonces no aparece como un fin sino como un medio a través del cual se hace

posible sostener la posición, el modo de consumo y de identificación de lo masculino. En

los últimos tiempos, y este es un importante tema a tener en cuenta, el valor del trabajo

como medio legítimo para realizarse como adulto ha perdido su lugar de preeminencia, por

la evidente merma que sufre, por su precarización y por el bajo nivel de realización que

hace posible. Esta deslegitimación “material”, además, es acompañada por cierta

desvalorización simbólica22: para las generaciones más jóvenes el trabajo ha comenzado a

perder el peso de legitimidad que tuvo. Es casi paralelo a la pérdida de la mística escolar

para los sectores medios. La oposición de muchos adolescentes de sectores populares con

sus padres pasa por ese respeto del trabajo, por la valorización casi sacralizante vigente en

las generaciones anteriores, actitud que los jóvenes no entienden del mismo modo, y si la

valoran, no es para seguirla como un ejemplo, sino como una resignación. Un contexto en

el que el trabajo no dignifica, donde la cultura de lo fácil destruye la importancia asignada

a la noción de sacrificio, a la obtención de los bienes por medios legítimos (o mejor

21 Se trata de un término nativo adoptado por la antropología, de larga trayectoria y aceptación y hace mención a las ceremonias en las cuales ciertas tribus y grupos étnicos consumían y destruían en una gran fiesta colectiva todos los bienes acumulados durante un período de tiempo acotado. En estas fiestas aquel que más destruía, regalaba o gastaba era el que se convertía en el miembro más prestigioso del grupo. En principio aparecía como una conducta no económica, dado que constituía un gasto irracional. Es mucho lo que se discutió en torno al tema para interpretar su sentido. Cuestiones de oportunidad y espacio impiden que continuemos con estas consideraciones. Un buen resumen de estas arduas discusiones puede encontrarse en Harris, Marvin. El desarrollo de la teoría antropológica. Siglo XXI, México, 1985. 22 Esto se puede asociar con el auge que ciertos relatos de acción, con sus héroes inidividuales, que no respetan leyes ni órdenes ni herencias ni mandatos, más que el propio criterio intuitivo de su voluntad, y también con ciertos ejemplos muy tangibles del espacio público ligados con la corrupción. Estas formas del

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legitimados por ciertos discursos otrora dominantes, como fue el caso del peronismo para

la Argentina), hace que se abran horizontes hacia nuevas prácticas, de oposición a lo

heredado.

Los jóvenes de los sectores populares de hoy esperan más los fines que el medio, y se

puede pensar que se trata de un ajuste subjetivo ante un mundo que objetivamente ha

cambiado. En este contexto son otras las estrategias de reproducción, muchas veces

colindantes con la marginalidad y la ilegalidad, otras las prácticas, como “caretear”, robar,

hacer changuitas por poco tiempo, pichulear y cirujear, pero siempre con la misma

valorización del dinero como recurso, como jugada de suerte, como mediador capaz de

procurar mágicamente beneficios. Ese dinero que permite ser aceptado entre los mayores,

que da carta de ciudadanía en el mundo adulto, que permite el tradicional “pagarse los

vicios”, que rompe la situación muy mal vista de tener que pedir, que hace que las mujeres

se fijen en aquel que lo posee, ese dinero que hasta hace posible el sexo, implica un mundo

de significaciones en el que la escuela o está distante o directamente no está. En este

contexto, la escuela de alguna o de otra manera “afemina” a los varones, los minoriza,

tornándolos dependientes de sus padres, poniendo a los muchachos en rutinas que se

visualizan como propias de otra clase de personas, o en términos sociológicos, de otras

clases. El fracaso escolar, entendido en términos amplios, y el malestar que se expresa más

urgentemente entre varones que entre mujeres, es en buena medida derivado de esta

infravaloración de la escuela respecto a otros ámbitos de la vida social.

La escuela impide obtener ese poder que otorga el dinero y que puede traducirse en

diversión, placer, valoración de los pares, sexualización del que lo posea. Tradicionalmente

la escuela y las prácticas a ella asociadas han funcionado para los sectores populares como

un medio ambiguo, valorado por la posibilidad del ascenso social (mucho más acotado que

en el caso de los sectores medios) pero por el mismo, negativo, en la medida en que separa

a aquel que ascienda de su medio social original, hecho que, en muchos casos puede

asociarse con la traición. Como sucede en las familias de sectores populares en las cuales

uno de sus miembros se aventaja en el sistema educativo, el resto lo sostiene y lo alienta, lo

apoya y lo mantiene, pero cuando recibe los frutos del esfuerzo familiar, que por necesidad

no es exclusivamente parental sino de la familia completa, se debe por reciprocidad a

aquellos que lo ayudaron. Así funcionaba tradicionalmente la economía de la promoción

escolar en los sectores pobres.

individualismo contemporáneo, verdaderas caras ocultas del narcisismo vigente, están teniendo gran impacto por la difusión que imponen los medios de comunicación y de prensa.

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El tema importante es que hoy en día esta posibilidad está cada vez más distante. Cada vez

es mayor la inversión temporal que hay que hacer para que un hijo, que en estos sectores es

un recurso, una fuente de ingresos, se convierta en un estudiante tiempo completo: un hijo

que no trabaje, y durante tanto tiempo, se va volviendo poco a poco, algo casi remoto.

Además, si las expectativas de ascenso social, siempre menores en estos sectores, se

ocluyen, el cálculo de probabilidades y la ecuación en la cual el estudio se vuelve

familiarmente rentable, se hacen cada vez más pesimistas. La escuela tradicionalmente

poco valorada salvo en relación con el trabajo, cae junto con la caída del trabajo.

Imaginariamente pierde posición de rentabilidad, mucho más aún si se la vincula con el

otro estímulo ambiente que es la cultura de lo fácil. Así la voluntad de insistir, de

permanecer en el sistema, se vuelve más lábil, más tenue, más vulnerable. No es casual que

en esta situación aumente el fracaso escolar.

Permaneciendo en sectores populares, el caso de las mujeres implica una posición

diferente. Una mujer en sectores populares es valorada y respetada en su medio cuando se

realiza como madre. Por más trabajadora que sea afuera de la casa, su peso específico y su

poder en la familias y en los vecindarios dependerá de la realización como madre, y

mientras más hijos tenga, mejor. Los roles de la matriarca en la casa y de la vecina a partir

del umbral, que se combinan sin mayores ruidos, se legitiman en y por los hijos que son el

recurso de acumulación principal en la economía simbólica de las mujeres de los sectores

populares. La carta ganadora de la mujer pasa por el hijo: sin horizontes de realización

profesional o laboral, y mucho menos ahora que falta trabajo, sin expectativas de ascenso

social a través del estudio, lo cual supone una costosa inversión de largo plazo, no son

muchas las vías de mejora que les quedan disponibles. Una de ellas es la de ser madre. Una

mujer de sectores populares nunca es abandonada por su entorno familiar previo, entra en

la trama de cooperación de las mujeres, cria hermanos al mismo tiempo que hijos, es

ayudada por su madre, sus abuelas y hasta sus hermanos. Es decir que se trata de una

apuesta a través de la cual se entra en el sistema de las mujeres abandonando el mero lugar

de hija (irresponsable, menor, no asentada, chiquilina) La forma de sentar cabeza es

teniendo hijos. Se sabe que los hijos no se “escapan”, que opera cierto deseo inconsciente

en su gestación. Hay una presión social importante a la hora de conformar el sentido de lo

real y la elaboración de la experiencia de vida, que en el caso de estas mujeres de sectores

populares, las impulsa a tener hijos. Es esta economía simbólica la que produce embarazos

en edades casi púberes, y en mujeres que sabiendo perfectamente todo tipo de precisión en

materia de anticonceptivos, se equivocan, fallan, lo hacen porque él se los pide o

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simplemente se olvidan, en los momentos decisivos. Como es bien sabido, una de las

causas más importantes de fracaso entre las mujeres adolescentes de sectores populares son

los embarazos a edades tempranas. En este marco es que hay que poner a la escuela en el

caso de las mujeres de sectores populares. Nuevamente, muy lejos del centro de atención,

relegada y a la espera.

El caso de los sectores altos puede servir por la negativa para confirmar las tendencias

mayoritarias vigentes en el espacio social. Estos sectores viven la escuela media y la

superior con mucha menor presión que los sectores medios. Esto se debe a que tienen

mucho más claro el fin de los mismos, la desembocadura de la inversión presente, y por lo

tanto, comprenden e incorporan con mucha mayor facilidad el valor del sacrificio. En estos

sectores los capitales disponibles, económicos o sociales, las propiedades con que se

cuenta y las relaciones familiares acumuladas, sí están en condiciones de reproducirse y

mejorar con el concurso del estudio. El estudio no sólo es un ámbito de instrucción, sino de

conformación de estrategias familiares, de vinculación, de relacionamiento y de

intercambio. Por eso, el cuidadoso ejercicio de los establecimientos de enseñanza, las

grandes cuotas que se está en disposición de pagar, y el celo distante que rodea el ejercicio

constante de la formación, todos hechos que justifican y valoran el sacrificio de sus

jóvenes con vistas a un futuro de afianzamiento y reproducción ampliada de las herencias.

Las clases altas privilegian un tipo de formación altamente exigente que apunta al

liderazgo, a la apropiación y la gestión de los bienes disponibles en el sistema, que en este

caso sí forma parte de las ecuaciones realistas y genera las conductas esperadas. En estos

sectores todavía funciona la hipótesis de mejora como profecía que se autorrealiza: por eso

la promesa de la escuela es aceptada, porque sus resultados son tangibles. La función de la

formación apunta casi en términos tradicionales a la construcción del carácter, a la

templanza, de allí el énfasis en las disciplinas, en los conocimientos clásicos, y no tanto en

los conceptos como en las actitudes. Los liceos militares (aunque hoy no existan más), la

formación jesuítica, los colegios de internados, los colegios bilingües de jornadas

completas, serán muestras de una exigencia casi abrumadora si se la compara con la que

reciben otros jóvenes provenientes de otros sectores sociales. Y esto funciona porque los

sectores altos pueden sostenerlo y porque el horizonte de realización que prometen,

estadísticamente hablando, se cumple para la totalidad de los casos

El objetivo puesto en construir el espíritu de cuerpo de una clase, puede explicar muchas

de las prácticas que en esos colegios se desarrollan y la importancia relativa que reciben si

se los compara con los habituales en otros sectores: los deportes de conjunto, el valor de

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las insignias y las ceremonias, el cultivo de la competencia y la reciprocidad entre iguales,

las constantes selecciones, distinciones y premios, todo esto apunta a una cuidadosa

preparación para la constitución de elites. Y en la medida en que eso se realiza

efectivamente, se convierte en una poderosa fuerza de atracción. La importancia dada a los

idiomas, y esa educación que casi parodia en pequeño el universo del servicio diplomático,

con fórmulas, protocolo, trato, debates sobre problemas comunes y globales, hablan de un

entrenamiento en cuestiones que aparecen destinadas a estos sectores sociales, que exigen

arduas preparación y sacrificio. La fórmula central, exigir para templar. Los temas

privilegiados, la economía, la alta administración y la gestión. Son escuelas altamente

prácticas con saberes fuertemente espiritualizados.

Los colegios de elite, en su gran mayoría, son privados y suelen ser muy caros. Este hecho

genera un peso simbólico con fuertes consecuencias sobre la escolarización de los jóvenes,

pues marca la importancia del acto educativo visto como inversión, hecho que valoriza las

instituciones como ámbitos dignos de respeto. Lo material, en este caso, se traduce en

símbolo, para los jóvenes de un sector que ve en esto, no sólo gestos de distinción social,

sino de un “valor” trascendente. Tal vez sean estos factores del ambiente los que expliquen

esa rara paradoja de que, en estos colegios, a pesar de las grandes exigencias con que se

trata a los alumnos (no se permite repetir grados, no se aceptan previas, los ritmos de

trabajo son amplios e intensos) la retención es casi completa. Como puede apreciarse, por

la negativa, en este caso, cuando los objetivos están claros, y en esto la escuela es un

medio, ya que le son exteriores, las instituciones funcionan. La escolarización de los

miembros de distintas clases sociales responde a motivaciones ambientales que pesan de

distinta manera según el sector de que se trate, haciendo de la educabilidad una variable

discreta: lo que en algunos sectores es un obstáculo, en otros no aparece, los intereses y las

expectativas funcionan de modo diferente, generando encuentros productivos o abismos de

distancia de los jóvenes con respecto a la institución.

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REFLEXIONES FINALES

La adolescencia como la juventud suponen búsquedas. En ellas se escenifican conflictos,

se expresa cierta vulnerabilidad, derivados de una identidad en proceso de constitución. La

oposición entre generaciones ha sido un capítulo recurrente de nuestras culturas, en el que

la necesidad de superar el mundo heredado ha sido un desafío para los más jóvenes y

también para sus predecesores. Las transgresiones, la construcción de modelos y

paradigmas ha acompañado estos procesos. Las formas socialmente instituidas de triunfar

y ocupar un lugar entre los adultos, formas legitimadas de consagrarse exitosamente en el

pasaje hoy parecen estar en crisis. Ya no hay dos o tres modelos de adulto con los que

identificarse para resolver fructuosamente la momentánea crisis de identificación que

tradicionalmente supuso la adolescencia. El futuro está borroso para la gran mayoría de los

adolescentes actuales, y en ese contexto, los medios disponibles para construirlo se ven

más borrosos aún. Antes la crisis era momentánea, y prometía resolución. Hoy no está

claro el final del camino, lo cual genera confusión. Muchas veces los adolescentes resisten

al mundo adulto por ver en él las dos caras juntas, la de las exigencias y el respeto, con la

de la hipocresía y la mentira. Frente a este mundo, los jóvenes desorientados, a través de

sus propios mensajes, pero también de sus actitudes, si bien tímida y simbólicamente, se

siguen oponiendo y rebelando.

Queda atrás un mundo de transgresiones fuertes, políticas, culturales, en relación con el

propio cuerpo. Esto se encuentra bloqueado y obnubilado, nuevas amenazas como la

exclusión y el Sida, el desempleo y la falta de futuro, colocan a los jóvenes en un contexto

defensivo, violento y desvalorizado. Aquel mundo de actividad pública y de lucha contra la

represión, está representado por esa generación previa, que fue joven en los ’60 y ’70, que

prácticamente se arrogó con exclusividad ese espacio y que hoy son los adultos, son los

padres que consciente o inconscientemente funcionan con modelo de lo que hay que

abandonar, oponerse y superar. No es fácil la batalla histórica que le toca a los jóvenes de

hoy, con el mundo que le han preparado sus padres y los padres de sus padres.

Frente a él, toda estrategia de búsqueda transgresora, parece agotarse, ser superficial, no

tener sentido. Y probablemente sea cierto, en el contexto en que esto sucede, con las

inercias históricas que pesan sobre el mundo de los adultos. No es casual que una de las

formas de la transgresión pueda derivar en una implosiva indiferencia, en buena medida

inconsciente e inocentemente expresada en algunas prácticas de los adolescentes urbanos

de la actualidad. La oposición de generaciones sigue existiendo, lo que han cambiado son

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sus móviles. Si contra el trabajo y la escuela, se opone el mundo de la calle y cierto cultivo

real e imaginario de la ilegalidad, con sus héroes autodestructivos o desesperados,

glorificados por el rock, esto habla de esa batalla desplazada de lugar. Si el tiempo de ocio

como tiempo de aventura, de espera y producción de lo extraordinario y sorpresivo se

defiende con tanto ahínco, será porque los padres lo desvalorizan, le temen o no pueden

identificarse con él.

Esos jóvenes mitad amenaza, mitad espectáculo para consumo adulto, con sus

manifestaciones expresivas cada vez más encriptadas, derivadas de enclaves identitarios a

cual más caprichoso, se suceden y superponen vertiginosamente en los medios, en las

cadenas de videos, en los lugares de encuentro típico de los jóvenes en la ciudad, en las

revistas que comparten, en las pequeñas ceremonias que los nuclean, hechos todos que se

inscriben en una atmósfera caótica de códigos cambiantes, de desafíos simbólicos cada vez

más audaces, síntomas de rituales de afirmación atados a modas efímeras. En ellos se

expresa esa “necesidad” de los procesos de construcción de identidades grupales: la

congregación de los semejantes en un “nosotros”, recortado y en relieve respecto de la

segregación de los otros en un “ellos”. Esos ellos, dramáticamente expresado, son los

adultos.

Si la industria de las imágenes monta una estrategia comercial y comunicativa destinada a

fomentar el consumo a través de la explotación de signos juveniles, no es casual que la

búsqueda de la identificación grupal por parte de los jóvenes, muchas veces, tienda a

enmascararse, a borrar las huellas de su presencia, a fugarse hacia la innovación constante.

Tal vez sea este mecanismo, del apetito de identificación opositiva, lo que hace que los

jóvenes estén tan cercanos y tan revulsivos al mismo tiempo, tan impulsados y tan

resistentes a la vez, tan “con-fundidos” frente a los procesos de supresión de fronteras que

el sistema de las apariencias sociales, de construcción de las generaciones, produce entre

los adultos y los adolescentes.

Aceptando que la identidad juvenil se construye por oposición al mundo adulto, que la

transgresión es un factor de peso para la constitución de los jóvenes en futuros adultos, hay

que admitir que la situación actual es difícil. Podríamos preguntarnos, qué lugar tienen los

jóvenes de hoy, qué espacios tienen para “transgredir” y desafiar el mundo adulto

construido por la generación anterior de jóvenes que hoy son sus padres? En principio ya

no pasa por el sexo, tampoco por la política, ni por el desafío de las ideas. Aparentemente

los cuestionamientos, si se les puede llamar así, son más estéticos que políticos, más del

orden del símbolo que de la realidad efectiva. Tal vez, la gran transgresión de los jóvenes

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de hoy consista en darle vuelta la cara a la política de aquellos que todo el tiempo les

reclaman su falta de politización. Tal vez, otra gran transgresión sea darle la espalda al

trabajo y la escuela, dada su ostensible cualidad de sacrificio sin resultados. Tal vez, otra

gran transgresión se de en el terreno de la droga, reemplazando al sexo amenazado por el

Sida y a ese sexo en el que los jóvenes de los 60 se enfrentaron con sus padres, como

espacio del secreto, lo oculto, lo malo y lo tentador.

Con la aceleración de la caducidad de las formas simbólicas de la vida social, ese constante

reemplazo en el que se evidencia la velocidad creciente de la sociedad contemporánea, el

mundo que viene llega cada vez más rápido, y así también evanesce ante nuestros ojos. Por

eso hay que adelantársele. Para que el profesor tutor pueda ejercer su función con eficacia,

tendrá que tener un pie bien afirmado en esta no siempre transparente cultura juvenil, cada

vez más compleja, cambiante y sutil, en la que podrá articular estrategias de colaboración y

recuperación con el ámbito escolar. Un profesor tutor que estuviera atento a las

transformaciones del mundo cultural de los jóvenes, de sus ideas, de sus expectativas, de

sus preferencias, de sus limitaciones y temores, en resumidas cuentas, de los imaginarios

en los que construyen su experiencia histórica, tendrá más elementos para cumplir

exitosamente con su misión.