cafe solo movil

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libro cafe solo de andrea ferrari. formato movil

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¿Dos chicos enamorados encima deuna cornisa? Nadie tiene la menorduda de que pretenden acabar consus vidas, y el barrio en pleno entraen acción para impedirlo. Claro quetodo no es siempre lo que parece.

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Andrea Ferrari

Café soloEl Barco de Vapor: Serie Roja -

Volumen 18

ePub r1.0

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Ariblack 23.04.14

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Título original: Café soloAndrea Ferrari, 2004Diseño/Retoque de cubierta: JavierAramburu

Editor digital: AriblackePub base r1.1

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A mi madre que me contagióel placer por los libros.

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1. Clorinda

Tal vez ustedes lo recuerden,porque el caso fue famoso. En aquellosdías la televisión no hacía más querepetir una y otra vez la imagen de loschicos: dos figuras minúsculas paradasen la cornisa de un enorme edificio. Undiario tituló en su tapa «Romeo y Julietaviven en Villa Urquiza» y por aquí todosguardamos esa hoja como trofeo. Es queno sucede todos los días que el barrio

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de uno salga en primera plana. Después,como ocurre con todo, los medios sedesentendieron del caso. Otros temascorrieron a Romeo y Julieta de lostitulares y la gente terminó porolvidarlos.

Nosotros no, les aseguro. Aquíseguimos hablando de ellos durantemuchísimo tiempo. Les digo más: aúnhoy, si alguien viene con suficientepaciencia, puede conocer hasta los máspequeños detalles de ese romanceincreíble, que tuvo en vilo al país enterouna noche de noviembre.

Para escuchar la historia biencontada conviene acercarse al almacén

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de Clorinda y Raimundo a las tres ocuatro de la tarde, cuando todavía haypocos clientes. No tengan duda de queClori es la mejor: no hay otra persona enel barrio que lo cuente con tanta pasión.Y ni siquiera es necesario insistirle.Alcanza con mencionar el tema para queella se acode en el mostrador, en eseespacio libre entre las latas de duraznosen oferta y el queso parmesano, yempiece. Primero siempre se aclara lagarganta. Luego eleva los ojos, comomirando al techo o tal vez al cielo, ysuelta un pesado suspiro.

—Esa —dice—, esa sí que es unahistoria. Y yo la conozco como nadie.

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El relato lleva un buen tiempo: lehan oído hablar del tema hasta tres horasseguidas, en una tarde de sábadolluviosa. Pero no sé si ustedes estáninteresados en la versión completa. Siaceptan perderse algunos de losfabulosos detalles que atesora lamemoria de Clori, entonces puedodarles una síntesis de lo que ella cuenta.

Son jóvenes, apenas catorce oquince años. Ella es hermosa: el pelocastaño largo y ondulado, los ojos de unazul grisáceo, la nariz fina, los labioscarnosos. El tiene aún rasgos algoinfantiles, el pelo un poco largo, lamirada desafiante. Están enamorados.

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Pero no es uno de esos amores típicosde la adolescencia, que un día sí y otrono. Este es un amor apasionado,profundo. Sin embargo, un mundo lossepara. Para empezar, la posicióneconómica: ella pertenece a una familiarica, que habita una de las mejores casasde la zona, una mansión de tres pisos yjardín. Él, en cambio, es pobre y vivejunto a sus padres y sus tres hermanos enun pequeño departamento. Además, unaantigua disputa divide a sus familias.Durante un tiempo, mantienen su amor ensecreto. Pero entonces el padre de ellase entera. Ese día arde Troya: gritos,llantos, portazos. El padre no está

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dispuesto a que la niña de sus ojos sigaadelante con esa relación. Se lo prohíbe.Ella discute, pero no consigue nada.Desolada, le comunica a su amado lanoticia. Arde Troya otra vez: él no estádispuesto a aceptarlo. Le anuncia que vaa enfrentar a su padre. Ella no tolerapensar en la pelea entre las dos personasque más quiere y toma una decisióntremenda: esa misma noche va a subir ala terraza más alta de la zona y se va alanzar al vacío. Le escribe a él una cartade despedida que empieza diciendo«cuando leas esto ya no voy a estar eneste mundo» y la deja en el buzón de sucasa, pensando que no la verá hasta el

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día siguiente. Pero él la recibe antes delo pensado, esa misma noche. Desesperay, creyendo que ella ya murió, decidetambién él quitarse la vida. Va en buscadel edificio más alto para tirarse. Yclaro, el edificio resulta ser el mismo.Total que los dos se encuentran ahíarriba. Cuando él llega, ella está paradaen la cornisa. El camina lentamente porel mismo borde hasta que sus dedos setocan. Y ahí están: las manos tomadas, elvestido de ella (que según Clori hacejuego con sus ojos) flameando en elviento, cuando alguien desde abajo losve. Y ese alguien llama a la policía, quellama a los bomberos y pronto hay una

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multitud mirándolos y gritándoles que nolo hagan, que lo piensen mejor, que novale la pena. Por supuesto llegan lascámaras de televisión, que transmiten endirecto, y al rato todo el país estápendiente de esos chicos, de que no denun mal paso que convierta la escena enuna verdadera tragedia. Entonces entrela multitud aparece el padre de ella,desesperado, y con un megáfono de esosque usan los bomberos le ruega a su hijaque desista. Le promete que va a aceptaral novio, porque con tal de no perderlaestá dispuesto a todo. Entonces ellospermiten que los ayuden y, con pasosvacilantes y temblorosos, desandan el

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camino recorrido por la cornisa,mientras allá abajo todos contienen elaliento. El final es feliz: llegan sanos ysalvos, se abrazan, todo el mundofesteja, y la familia llora de puro alivio.

Ahí termina el relato.—¿Pero cómo? ¿Y después que

pasa?Eso es lo que todos preguntan. Si

ahora están de novios, si se van a casar.Están también los que quieren saber losnombres verdaderos, porque claro queellos no se llaman Romeo y Julieta. Ylos que preguntan sus direcciones: estosson casi siempre los periodistas, quetras esa noche invadieron el barrio en

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busca de los detalles desconocidos de lahistoria. Y no solo los de Buenos Aires:hasta llegaron reporteros de Córdoba eincluso un equipo de la televisiónespañola… Pero Clori no suelta prenda.

—Eso —suele decir— ya esprivado. No voy a ser yo quien meentrometa en la vida de los chicos.

Y eso que le rogaron. Lepropusieron, entre otras cosas, ser lainvitada estrella de un programa detelevisión a cambio de que revelaraalgún dato crucial. Y nada. Hasta hubouno que se atrevió a ofrecerle dinero:Clori ni siquiera le respondió, se limitóa cerrarle la puerta del almacén en la

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cara. Pero lo que verdaderamente laperturba no es eso: es que alguien tengala osadía de poner en duda su versión delos hechos. Como aquel periodista, elnarigón, que una vez terminado el relatopreguntó:

—¿Y los gatos?—En esta historia no hay ningún gato

—respondió Clori seca, pero todavíaamable.

—Cómo que no —se atreviósoberbio el narigón—, varias personasconfiables me aseguraron que hubo dosgatos en la terraza que tuvieron un rolclave en el caso. Pero tal vez usted nosepa todo lo que pasó.

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La cara de Clori se enrojeció y susojos parecieron a punto de largarllamas. Golpeó en el mostrador con talfuerza que las facturas y recibos que sumarido Raimundo acababa de ordenarprolijamente volaron por todo el lugar.Era claro que no había más que hablar:segundos después el periodista narigónestaba fuera del almacén con la claraadvertencia de no volver nunca jamás.

Yo creo que se lo buscó. ¿A quién sele ocurre decir una cosa así? Sí, escierto que algunos detalles del relato noconcuerdan y que nadie más que Cloriparece saber que el padre de la chicagritó por el megáfono que aceptaba a su

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novio. Sí, también es cierto que enrealidad ella no vio nada de lo quesucedió: fue reconstruyéndolo poco apoco a partir de lo que le contaron,sumando un dato de acá y otro de allá. Yqué. Uno a lo de Clori no va en busca dela VERDAD, así con mayúsculas: allíuno va a escuchar una historia biencontada.

La verdad, si realmente a alguien leinteresa, puede buscarse en otro lado. Amí me interesaba.

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2. Anselmo

Un buen lugar para empezar podríaser el negocio de Anselmo. Sinembargo, el periodista narigón no sedetuvo allí. Yo lo vi pasar, abstraído ensu libreta de apuntes, probablemente aúndisgustado por el mal momento quehabía sufrido con Clori. No le echósiquiera una ojeada a la relojería y esoque Anselmo estaba ahí parado,esperando que algún cliente se decidiera

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a entrar.Y si uno lo piensa bien, todo

empieza allí: en la falta de clientes.Porque si el negocio hubiera funcionadomejor, Fernando seguiría trabajando yentonces las cosas hubieran sidodistintas. Pero me estoy precipitando.Mejor cuento la historia tal como me laexplicó a mí Anselmo, que aún hoy sigueextrañándolo a Fernando.

—Un muchacho con un don naturalpara los relojes —dice—. Una lástimaque tuviera que irse.

Es una manera peculiar de ver elasunto, porque en verdad fue el mismoAnselmo quien le dijo que se fuera, que

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la gente arregla cada día menos relojes yya no podía seguir pagándole el sueldo.

—Y la primera reacción delmuchacho no fue preocuparse por sufuturo, sino por los animales. Así es él:los animales son su pasión.

La pasión de Fernando en este casose trataba de dos perros, un gato, unatortuga, un loro y un mono. Como parano preocuparse. Hasta ese momentovivía felizmente con todas sus mascotasen un pequeño departamento alquilado, ados cuadras de la relojería. Es decir,felizmente para él y desgraciadamentepara sus vecinos, que no hacían más quequejarse del ruido y el mal olor. Tras

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dieciocho reuniones de consorcio yvarias cartas amenazantes, los vecinosno habían logrado que Fernando mudaraa sus animales, pero habían obtenido unapromesa del dueño del departamento:ante el más mínimo problema, lecancelaría el contrato. Estando losánimos tan caldeados, Fernando teníaclaro que no habría modo de negociar unatraso en el alquiler. Sin sueldo nopodía pagar, y sin pago, él y toda lafauna quedaban de patitas en la calle.Claro que él podía conseguir lugar en lacasa de algún amigo, pero ¿quién iba aaceptar a dos perros, un gato, unatortuga, un loro y un mono?

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Como suele suceder en estos casos,la solución llegó de donde menos podíaesperarla: de un cliente. Mejor dicho, deuna clienta, que un día se apareció conuno de esos relojes cucú en el que elpajarito se negaba a cantar. Y mientrasAnselmo revisaba el mecanismo, dejócaer el comentario como al pasar: quesu hermano andaba buscando uncuidador para la quinta de Bella Vista. Yque era urgente, porque los caseros sehabían ido sin previo aviso y alguientenía que hacerse cargo de la casa y delos dos perrazos que allí vivían.

No habían pasado dos horas cuandoFernando ya se había ofrecido como

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cuidador. Una semana después estabainstalado. Es decir, todo marchaba sobreruedas.

Ya sé que a esta altura alguien sehabrá impacientado y se preguntará quétiene que ver todo esto con Romeo yJulieta. Con tranquilidad: ya vamosllegando. Porque, como decía, todomarchaba sobre ruedas, a excepción deun pequeño detalle: el gato. Resultó quelos dos perrazos de la quinta eran unasbestias feroces y apenas vieron al gatointentaron destrozarlo. Fernando lorescató en dos oportunidades y analizólas opciones: no iba a estar siemprepresente para salvarlo, de modo que era

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mejor encontrar una nueva casa paraModesto. Porque ese era el nombre delgato.

Así es como aparece Marcelo enesta historia: es el chico que seconvirtió en el nuevo dueño de Modesto.Ya sé: ustedes se preguntan otra vez cuáles la relación con Romeo y Julieta. Puesbien: Marcelo es Romeo. Me lo dijoAnselmo. Y el gato tiene unaimportancia central en la historia, talcomo intuyó el periodista narigón. Soloque preguntó en el lugar equivocado.

Si del gato vamos a hablar, hay queempezar por mencionar el asunto delnombre: una confusión. Eso también me

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lo contó Anselmo. Así son las cosas:cuando Fernando decidió buscar unanueva casa para Modesto, se puso allamar a cuanto número tenía en laagenda. Pero las páginas avanzaban, lasmonedas se iban agotando (llamaba deun teléfono público), y nadie queríaadoptar al gato. Por suerte, llegando alfinal de la agenda, su amigo Walteraportó una luz de esperanza: dijo que élno, muchas gracias, pero que su sobrinoMarcelo tal vez sí aceptara al gato.Entonces se produjo esa extrañacomunicación: Fernando llamaba desdeun bar en Bella Vista, donde en esemomento una animada concurrencia

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miraba el partido de fútbol Colombia-Argentina. Al mismo tiempo, en la casade Marcelo su hermano menor estabaarmando un fantástico berrinche porqueintentaban forzarlo a meterse a labañadera contra su voluntad. Antesemejante interferencia sonora, no esraro que Marcelo entendiera que el gatose llamaba Molesto.

Pero aun cuando, mucho después,supo la verdad, Marcelo ya no quisocambiar el nombre, porque el errorparecía calzarle a la perfección a unanimal que se pasó toda la primeranoche en su casa rasguñando las puertas.Y fue como si ese nombre definiera la

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relación entre Marcelo y el gato, quenunca pareció sentirse cómodo en sucasa. Sí, no había duda, ese gato se veíadecididamente molesto.

Así llego al momento que ustedesesperaban: el día en que Anselmo losconoció. A Romeo y Julieta, porsupuesto. Dice que estaba intentandodescubrir cuál era el problema con esemaldito reloj de bolsillo que le habíadejado un viejo cliente cuando entrarondos adolescentes a los que nunca habíavisto. Nada llamativo, asegura, apenasdos chicos como tantos otros. Elmuchacho le preguntó por Fernando:dijo que necesitaba comunicarse con él

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de inmediato. Imposible, explicóAnselmo sin siquiera sacar los ojos delreloj, porque en la quinta de Bella Vistano había teléfono. El chico insistió conla urgencia del asunto.

—¿Y cuál es la emergencia? —preguntó el relojero dignándose al fin alevantar la vista.

Así supo de los problemas entreMarcelo y Molesto. De la inquietud delgato, que daba vueltas por la casaolisqueando despectivo, como si nohubiera un solo rincón decente dondeecharse a dormir una siesta. De lasmadrugadas en vela a causa de losrasguños y quejidos. De esos momentos

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de zozobra, cuando el gato se le tirabaencima y lo miraba fijo, comourgiéndolo a hacer algo.Definitivamente, era necesaria laintervención de Fernando.

—Yo pienso que Molesto quiere unanovia.

Eso fue lo que primero que dijo ellaen la relojería y recién entoncesAnselmo le dedicó un poco de atención.«Linda chica», dice ahora si uno lepregunta, pero no hay forma de hacerloentrar en detalles.

—Tal vez tu amiga tenga razón —cuenta que le dijo a Marcelo. Después,se limitó a darles la dirección de la

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quinta en Bella Vista, único datodisponible de Fernando.

¿Y qué más?, preguntarán ustedes.¿Qué hay de la pasión, de esetormentoso amor entre los adolescentes?Pues nada, según Anselmo, nada que seapreciara a simple vista. Apenas doschicos, comunes y corrientes.

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3. Ramón

Con solo verlo pasar, supe adóndese dirigía el periodista narigón: al tallerde Ramón. Era obvio, todos habían idoallí. Ramón tiene bien contabilizadas susintervenciones en los medios: aparecióen cuatro noticieros de televisión, tresrevistas y dos diarios. Hasta habló endirecto con no sé qué locutor famoso dela radio. Y todo para nada.

Les voy a decir una cosa: en este

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barrio hay gente que sabe mucho y dicepoco. Otros, en cambio, cuentan muchomás de lo que en verdad saben. Ramónes uno de ellos. A fin de cuentas, élapenas estuvo en dos oportunidades conel padre de Marcelo, cuando le llevó elauto a arreglar. Pero a los chicos, aRomeo y Julieta, no los vio nunca. Aúnasí, habla. Y cómo.

Aquella tarde yo estaba apoyada enel mostrador del kiosco haciendo mishabituales apuestas mentales sobreadónde se dirige la gente. Los veo pasary, por su manera de caminar, por lasmiradas, por la tensión de los cuerpos,arriesgo que van a girar hacia la

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izquierda, al banco, o a la derecha, a lacarnicería, o que tal vez crucen hacia laescuela. No pretendo decir que sea unentretenimiento brillante, pero es unamanera como cualquier otra de matar eltedio. Otras veces, cuando hay pocosclientes, veo novelas en televisión.Muchas novelas. Mi tía Mary dice quever tantas novelas achica el cerebro yque con veintisiete años podríaocuparme de cosas más importantes. Sí,tal vez, pero me divierto. Es que a mírealmente me fascinan las historias deamor. Debe ser por eso que me metí eneste asunto.

Pero volvamos a lo nuestro. Les

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decía que estaba segura de que elnarigón iba a lo de Ramón, pero él mesorprendió: se detuvo y volvió sobre suspasos, hasta el kiosco. Durante unosminutos observó las golosinas. Era laprimera vez que yo podía mirarlo decerca. Tendría unos treinta y cinco años.Era flaco y sobre su imponente narizllevaba calzados un par de gruesosanteojos. Me pidió entonces un paquetede chicles. Cuando le estaba dando elvuelto, preguntó por Romeo y Julieta. Losoltó mirando para otro lado, como si noquisiera darle demasiada importancia alasunto.

—Estoy seguro de que usted conoce

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a estos chicos a los que apodaronRomeo y Julieta. Tal vez pueda contarmealgo de ellos.

Le contesté que no podía ayudarlodemasiado: nunca los había vistopersonalmente. Pero él siguiópreguntando. Quería saber si yo eraantigua en el barrio, cuántos años teníami kiosco, qué tal eran los vecinos…Tardó unos diez minutos hasta que porfin largó lo que se traía entre dientes: meofreció trabajo de guía. Suena raro, sí,pero eso es lo que quería. Que yooficiara de abrepuertas. Tenía laimpresión de que conmigo iba a lograrque la gente le contara lo que no le había

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dicho a los otros periodistas.Honestamente, no sé bien por qué

acepté. No fue por la plata, de eso notengan duda. Lo que me ofreció no erasuficiente para tentar a nadie. Creo queme gustaba la idea de ver cómo trabajaun periodista, que me hacía sentirimportante guiarlo por el barrio. O talvez no fue más que la excusa paraabandonar la rutina por un par de horasdiarias. Eso fue lo que acepté: solo unpar de horas al mediodía, cuando miprima solía reemplazarme en el kiosco.

Sé que ustedes van a preguntarsedespués por qué no le dije todo lo quesabía. Tampoco me resulta fácil explicar

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eso. En verdad, intenté algo en unprincipio. Pero el hombre no meescuchaba. Estaba demasiado sumergidoen sus razonamientos para prestarmeatención. Demasiado convencido de suinteligencia para considerar lasopiniones de una persona común ycorriente como yo. Entonces 110 dijenada más: decidí dejar que siguiera elcamino que se había trazado. E hice otrade mis apuestas mentales: veamos quiénllega más lejos.

Aquel día lo conduje adonde queríair. Al taller de Ramón, como yo habíaimaginado. Francamente, en este caso nohacía falta guía alguna: Ramón habla

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hasta con las piedras. Pero igual cumplícon mi rol y los presenté. No se hizorogar: volvió a decir, como infinitasveces antes, que entre esos dos chicos«algo raro había». Cada vez que lo hacelevanta las cejas insinuante, como paradarle un sentido oscuro a ese «algo».Pero no hace más que repetir laspalabras del padre de Marcelo que,francamente, nunca entendió nada. ¿Porqué debería extrañarle a alguien que doschicos que se conocen desde siempresean amigos?

—¿Pero cómo que se conocíandesde siempre? —interrumpiódesconcertado el periodista narigón

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cuando captó la esencia del asunto—.¿No era un romance secreto?

—En realidad —dijo nerviosoRamón, a quien no le gusta nadacontradecir la versión de Clori—, ellostenían ya de chicos una relación rara,pero cuando crecieron todo se volvió unmisterio.

Si me preguntan a mí, misterio nohabía ninguno. Dos chicos de la mismaedad que viven apenas a una cuadra dedistancia y se hacen amigos.

Pero Ramón insistió con lasanécdotas supuestamente «extrañas»: lecontó al narigón que cuando teníanapenas cuatro años se encontraban en la

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plaza y se pasaban toda la tarde juntos,ignorando a los otros chicos. O que a losseis se tomaban la mano para cruzar lacalle. Y que no eran como los demáschicos que a esa edad no soportan a losdel sexo opuesto. Ellos, siemprepegados. Sospechosamente unidos.Hasta se llamaban todos los días porteléfono.

A mí siempre me irritó escucharlohablar así: ¡si ni siquiera los conoce!Pero Ramón es como un eco del padrede Marcelo. Y más que un eco, unadmirador.

—El padre fue el único en darsecuenta de que algo raro se cocinaba, el

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único que vio venir lo que sucedería esanoche —proclamó—. La madre, encambio, insistía con que eran amigos ylisto. ¡Amigos! Si a los once años se lapasaban juntos todo el día, de un ladopara el otro. Si la propia familia diceque el pibe estaba descuidando losestudios. No, a mí no me vengan concuentos. Entre esos dos ya había algomás que amistad: y si no, ¿por qué sefueron sin avisar?

«Para no oír pavadas como esta», lehubiera respondido yo.

Pero antes de seguir avanzandoquisiera decir algo: para mí, buena partede la culpa de lo que sucedió la tienen

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los que hablan sin saber. Los padres, losvecinos, los chismosos. Ese tipo degente que se la pasa anticipando quealgo malo va a suceder. Los que piensanque un adolescente siempre está alborde de la catástrofe. Si alguien sehubiera tomado el trabajo depreguntarles, de buscar las respuestas enlugar de inventarlas, entonces las cosasnunca habrían llegado adonde llegaron.

Pero otra vez me estoy precipitando.Mejor volvamos al taller. Porque elnarigón quería saber más. Más sobrecómo se desencadenaron los hechos.

Eso nos llevó de nuevo a aquella

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famosa noche. Es cierto que los chicosfaltaban desde el día anterior de suscasas, contó Ramón, pero hasta esemomento parecía haber una buenaexplicación. Los padres de Marcelocreían que se había quedado a dormir enla casa de un amigo y volvería de unmomento a otro. Por eso no estabanpreocupados hasta que sonó el teléfono.El que llamaba era el padre de la chica,quien había descubierto todo.

—¿Cómo? —volvió adesconcertarse el periodista—, ¿lospadres se hablaban? ¿No era que unmundo separaba a los chicos?

—Bueno —se apuró a aclarar

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Ramón—, las familias eran vecinas. Sehablaban lo indispensable, nada más.

—Estaban peleados. Había unaguerra familiar que llevaba años. ¿O no?

El narigón parecía ponerse nervioso.—Había existido una disputa, sí —

lo tranquilizó Ramón—. Muy dura, escierto, pero ya habían pasado variosaños. Para ese momento las cosas sehabían enfriado un poco.

—Y además los padres de la chicaeran ricos, y los del chico, pobres —insistió el periodista.

—Ricos, lo que se dice ricos, nodiría, pero tienen una excelentepropiedad, casi una mansión. Y sí, los

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padres del chico están en una posicióneconómica mucho peor.

Hay que decir algo a favor deRamón, y es que se esfuerza porcomplacer a su público. ¡Excelentepropiedad! ¡Por favor! Por supuesto queyo —como el noventa por ciento delbarrio— fui a mirar la casa donde todosdecían que vivía Julieta. Y de mansiónno tiene nada: apenas una casaagradable, dos plantas, un jardincito.Según me dijeron, Marcelo vive a unacuadra, en uno de los típicos edificiosde la zona. Un buen edificio. Si mepreguntan a mí, entre una y otra casa nohay gran diferencia.

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Pero retomemos el relato de Ramón.Resulta que el padre de la chicaliteralmente se tropezó con el problema.Fue así: cuando a las seis de la tarde deese sábado no había aparecido, lafamilia empezó a inquietarse. Entoncesel padre decidió salir a caminar y, depaso, tocar el timbre en la casa de laamiga donde supuestamente estaba suhija. Claro que se asustó cuando lapropia amiga lo atendió y le dijo que no,que no estaba allí ni había estado el díaanterior. Volvía con la mirada en el piso,pensando cómo decirle a su mujer lo quesucedía sin que le diera un ataque dehisteria, cuando chocó violenta mente

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contra un tipo parado en la mitad de lavereda.

—Disculpe —dijo, frotándose elbrazo que había dado contra el codo delotro—, no lo vi.

—Disculpe usted —le respondió elotro—. Es que estaba distraído, conesos chicos allá arriba.

—¿Qué chicos?Recién entonces el padre de la chica

se dio cuenta de que había un montón degente parada en la puerta de ese edificioy que todos miraban hacia arriba.

—Ahí, en la cornisa. Son unosadolescentes que al parecer se quierensuicidar —agregó el hombre bajando la

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voz—. Me dijeron que sus padres noaceptan la relación: les rompieron elcorazón.

Claro, él también se puso a mirarpara arriba. No los reconoció deinmediato, pero hubo algo en la imagende esos dos chicos que lo inquietó. A sulado, una mujer acababa de traer unoslargavistas de su casa, para no perderseni un detalle del asunto, y él se los pidióprestados. Sobre lo que pasó después,admite Ramón, las versiones difieren:algunos dicen que cayó redondo apenaslos vio. Otros, que solo se le aflojaronlas rodillas y alcanzó a decir que leestaba bajando la presión. Pero todos

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acuerdan en que fue la señora Chan, ladueña del autoservicio de enfrente, laque sacó una silla para que el pobrehombre se sentara.

La noticia de que el padre de lachica estaba allí corrió más rápido quela luz. La gente se acercó a mirarlocomo a un mono en el zoológico y hastahubo quienes tuvieron el atrevimiento decriticarlo por querer interponerse en larelación entre los dos chicos. Porquedurante todo ese tiempo, la historiahabía volado de boca en boca en lamultitud: que era un romance puro yapasionado, que sus familias no losentendían, que los chicos preferían

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morir antes que separarse.—El hombre sin duda estaba bajo

shock —interpretó Ramón— porqueparecía no entender nada. «Quérelación», decía, «de qué me hablan».

—Entonces fue cuando le habló a lachica por el megáfono —especuló elnarigón.

—De eso no sé nada —admitióRamón—, pero tal vez la señora Chan,que estuvo desde el principio, lo sepa.

El periodista anotó prolijamente«señora Chan» en su libreta para noolvidar consultarla, pero Ramón seguíaadelante. El relato se acercaba al final:iba por la parte en que los bomberos

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habían subido a la terraza y un psicólogoespecialmente entrenado en resolveresas situaciones intentaba disuadir a losenamorados de dar el paso fatal. Fue unfinal de película, dice siempre Ramón,porque los chicos empezaron a caminarlentamente por la cornisa y todo elmundo temía que un resbalón convirtierala historia en una verdadera tragedia.

—Los bomberos habían extendidouna soga para que se sujetaran y pasito apaso finalmente llegaron al otro lado.Ahí los agarraron, no fuera que se lesdiera por tirarse a último momento. Porsupuesto, abajo todo era una fiesta: lagente gritaba, aplaudía, se abrazaba. Los

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autos hacían sonar las bocinas y losflashes de los fotógrafos iluminaban lanoche. Y así fue que terminó.

—¿Y los gatos? —preguntó elperiodista.

—¿Qué gatos?—Me dijeron que había unos gatos

que tienen una importancia fundamentalen la historia.

—Algo oí —dijo precavido Ramón—, pero yo no creo que sea tanimportante.

Esta vez el narigón decidió noinsistir. Por supuesto hizo máspreguntas: quería saber cuándo laamistad se había convertido en amor, si

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era verdad que los chicos se habíanfugado porque sus padres les impedíanverse y si después de todo el escándaloel noviazgo seguía en pie. Ramóncontestó vaguedades. Es que,francamente, no tenía ninguna respuesta.Debo admitir, sin embargo, que al finaltuvo un gesto de grandeza: se negórotundamente a darle los nombres realesy las direcciones al periodista.

—En el barrio queremos que loschicos puedan vivir en paz —afirmósolemne.

Creo que no tenía ni idea de lo queestaba diciendo, pero no hay duda deque sonó bien.

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4. Catalina

Catalina se crió entre papeles,lapiceras y transportadores. Es la hijade María Marta, la dueña de la librería,y fue allí donde empezó a gatear yaprendió a hacer cuentas, aun antes de ira la escuela. Siempre me pareció unanena simpática Catalina, pero tiene unproblema: habla demasiado. De modoque yo sabía a lo que me arriesgabacuando entré esa tarde dispuesta a

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encontrarla. No era inocente mi paso porallí, lo admito. Es cierto que necesitabatinta para la impresora, pero elverdadero motivo de la visita era que yohabía oído decir que Catalina la conocíaa Julieta. Pero de esto al narigón no ledije ni una palabra.

Cuando llegué ella combatía elaburrimiento ordenando los cuadernospor color y tamaño. Por suerte su madreestaba haciendo el inventario y no nosinterrumpió. Conversamos un pocosobre la lluvia de esa mañana y sobre laheladería que estaban por abrir en laotra cuadra, hasta que al fin fui al grano.Le pregunté si la conocía.

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—Tal vez sí y tal vez no —mecontestó.

—¿Y eso qué quiere decir?—Que no estoy segura.Me contó que, como todo el mundo,

había estado muy atenta aquella noche alas imágenes de la televisión. Pero eraimposible distinguir las caras, selamentó, estaban muy lejos. Sinembargo, cuando al otro día en suescuela empezó a correr la versión deque la chica era Carla, a ella le parecióposible. Coincidía el pelo, dijo, largo ycastaño.

—¿Pero no le preguntaron?—Claro que le preguntamos y ella lo

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negó. Pero eso no significa nada.Catalina me dio entonces una larga

explicación sobre el asunto de losgrupos. Que podría resumirse así: entrelas chicas de 7º A había dos grupos. Elde Lisa y el de Sole. También habíaalgunas que no estaban en ningún grupo,pero ella, Catalina, sí: estaba en el deSolé. Y Carla en el de Lisa.Evidentemente, entre los dos gruposhabía una cierta hostilidad. Sededicaban, como objetivo básico, ahacer caer a las otras en bromaspesadas. Por eso no era sencillo saber laverdad.

—¿Pero vos qué pensás? —me

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impacienté—. ¿Es o no es Julieta?—No sé. Cuando oí el rumor pensé

que sí, que era posible. Carla en esosdías había estado bien extraña. Entoncesla historia se conoció y ella lo negóporque no quería que nosotras, las deSolé, lo supiéramos. Pero después penséque a lo mejor era al revés. Que ellas,las de Lisa, hicieron correr el rumorpara que nosotras nos lo creyéramos, yque Carla lo negó porque sabía que asínosotras íbamos a pensar que eraverdad. ¿Entendés?

Les confieso que a esa altura yoestaba bastante mareada. Intenté cambiarel ángulo del asunto y le pregunté si

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existía un Romeo. O sea, si Carla teníaun novio o algo parecido.

—Tal vez sí y tal vez no —repitió.—¿Qué querés decir? —pregunté, ya

exasperada.—Que había un chico que le gustaba,

pero con ese no pasó nada. Y hay otrocon el que ella siempre está y esahistoria es rara.

Una vez más, la explicación fuelarga. Durante sexto grado, todossuponían que Carla gustaba de Manuel yque Manuel gustaba de Carla. Pero,según los rumores, Carla dejó de gustarde Manuel y él se puso de novio conLaura. Algunos decían que lo hacía para

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darle celos a Carla y que en realidadella seguía gustando de él y él de ella.Pero además Carla siempre estaba consu primo, el de 7º B. A nadie le parecíararo que fueran y vinieran juntos, ni queconversaran en los recreos, justamenteporque eran primos. Un día Lucía, queno es ni del grupo de Solé ni del deLisa, le pidió que se lo presentara,porque el primo le parecía bastantelindo, y Carla dijo que sí, que no habíaproblema, pero al final no se lopresentó. Y otro día al primo casi lomata el portero porque arrancó una flordel cantero de afuera y todos dijeron queera para Brenda, también de 7º B, pero

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después Carla explicó que no, que eraporque ese día la mamá de su primocumplía años y él se había olvidado decomprarle un regalo.

—¿Y todo eso qué tiene que ver? —pregunté yo, agotada.

—Que después supimos que elprimo de Carla no era de verdad suprimo. Entonces, es raro.

—¿Por qué?—Porque si dicen que son primos

pero no son primos significa que ellosquieren que todo el mundo crea que sonprimos. Porque tal vez son otra cosa.¿Entendés?

——Entiendo —dije, pero entendía

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bastante poco.Recién entonces se me ocurrió

preguntarle cómo se llamaba el primoque no era primo.

—Marcelo —me contestó—, igualque un amigo mío del jardín de infantesque tenía una historia rarísima. Si queréste la cuento.

Pero le dije que no, gracias. Ya teníalo que quería. Romeo y Julieta eranMarcelo y Carla. Yo estaba segura.Bueno, casi segura.

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5. Reinaldo

Al día siguiente fuimos a laescuela. Para no sentirme tan mal, yo lehabía contado que, según una versiónllegada a mis oídos, Romeo y Julietaestudiaban ahí. Pero en el camino, elnarigón se mostró profundamenteescéptico.

—¿Cómo van a estar en la mismaescuela si pertenecen a mundosdistintos? —me preguntó—. ¿Cómo los

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padres los van a mandar juntos, cuandouna disputa tan profunda divide a lasfamilias? No —meneó la cabeza—, tudato no debe ser correcto.

Yo apenas le contestaba. Es que noquería hablarle de Catalina, porque delo contrario él iría a molestarla. Demodo que intenté darle algunas pistasque lo orientaran, sugiriéndole dóndepreguntar. Él, sin embargo, me cortó deplano.

—Te agradezco la intención —dijo—. Pero es suficiente con que hagas deguía. Yo me arreglo muy bien parabuscar mis informantes.

Es un idiota presuntuoso, pensé.

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Desde ese momento decidí convertirmeen simple observadora, ser apenas unatestigo de la forma en que el hombreerraba una y otra vez el camino.

En la escuela, por ejemplo, soloquería confirmar sus propias ideas. Poreso la negativa cerrada de FelicitasDorrego, la directora, lo tranquilizó.

—De ningún modo, señor —le dijoella, acentuando sus palabras con golpesde la lapicera contra su escritorio—.Aquí los únicos Romeo y Julieta quehemos visto han sido los deShakespeare. También a Otelo, aHamlet, a Julio César, a Ricardo…

Por un momento, temimos que la

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directora nos recitara todos lospersonajes de Shakespeare sin respiro.Pero por suerte ella detuvo laenumeración y volvió a golpear con sulapicera.

—Aquí, señor, los chicos vienen aestudiar. Es-tu-diar. Y además, lerecuerdo que esto es una escuelaprimaria. Pri-ma-ria. De modo que loschicos más grandes tienen doce años. Do-ce. Supongo que los que usted buscason mayores.

—Do-ce —repitió como un autómatael narigón—. Claro que no, no puede seraquí.

Así que le agradeció a la directora y

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caminamos hacia la puerta. Pero comoel narigón es un periodista que se preciade no quedarse con una sola versión delas cosas, antes de irse dimos unasvueltas por allí. En la sala de maestrosestaba la señorita Mariela, la de 6º B,que aprovechaba para corregir pruebasmientras sus alumnos tenían clase deEducación física. Él se presentó y aboca de jarro le preguntó si sabía algode Romeo y Julieta.

—Es una obra dramática de WilliamShakespeare en cinco actos —dijo sinlevantar la cabeza de las pruebas.

—Eso ya lo sé —protestó elperiodista—. Me refiero a esos chicos

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que se subieron a la cornisa. Alguien medijo que son de esta escuela. Ustedseguramente habrá oído algo…

—Qué Romeo ni qué Julieta, yotengo treinta y cuatro pruebas paracorregir y después una hora y media deviaje hasta la otra escuela, donde doyotras dos horas de clase a treinta y unsalvajes que ni se imagina lo que son.Otra que Romeo y Julieta. Lo que a míme tocó es La tempestad y siempreestoy arriba del barco.

Al fin, el periodista logró que laseñorita Mariela se calmara y le contaraque sí, que por allí se habían oídomuchos comentarios sobre la historia de

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la cornisa y que se había especulado conque los protagonistas eran tal o cual,pero que todo eso no pasó de versiones.Y que, personalmente, ella creía queesos chicos no estaban en esta escuela.

El narigón me miró con la cara deorgullo del que ha cumplido con sudeber: el dato, opinó sobrador, estabaequivocado. Pero cuando estábamos apunto de poner un pie en la calle, nosencontramos con Reinaldo, el portero.Yo lo conocía y me detuve a saludarlo.

Les cuento que Reinaldo es lapersona con más antigüedad en laEscuela Nº 18 y también el másmemorioso. El 27 de marzo pasado las

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maestras le festejaron los veinticincoaños en la institución con gaseosas,papas fritas y una torta en la que se leíaen letras de azúcar: «Felicidades, Rey».Porque así es como le dicen: Rey. Enese festejo tuvieron que escuchardurante una hora y diez minutos lasmejores anécdotas de los veinticincoaños, incluyendo la de 1979, cuandohubo que desalojar la escuela por unescape de gas y Pablito Torres, de 3º A,se quedó solo, encerrado en el baño,hasta que Reinaldo regresó para sacarlo.Y aquella de la directora a la que ledecían Juana la Loca, que en 1985 sepresentó en la escuela en camisón sin

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darse cuenta y nadie se atrevía adecírselo.

Reinaldo lo sabe todo. Tambiénsabía por qué estábamos allí.

—Usted es el periodista que andabuscando información sobre Romeo yJulieta —le dijo al narigón.

—Sí —admitió él—, pero ladirectora ya me explicó que no sonalumnos de esta escuela.

—Dicho con todo respeto, DoñaFelicitas no se entera lo que pasa bajosu nariz —desafió Reinaldo—. Siquiere, yo puedo contarle.

De modo que el narigón no tuvo otroremedio que sacar su anotador y

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escuchar lo que Reinaldo tenía paracontar. Que era mucho. Para empezar,que los chicos sí iban a esa escuela. Queel pibe estaba en 7º B y tenía unhermano menor en 2º A. Que solía llegarsiempre sobre la hora, cuando el timbreya estaba tocando, y él lo veía correr laúltima cuadra arrastrando la mochila.Que era un chico gracioso, siempre conuna salida ocurrente.

—A mí me dicen Rey, pero él mellama Su Alteza real.

—Bueno, sí —se impacientó elperiodista—, ¿pero cómo sabe que esRomeo?

—Aquí uno se entera de muchas

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cosas. Yo soy una persona muyobservadora y ato cabos.

Entre los cabos atados estaba elviaje. Aproximadamente una semanaantes de que estallara el escándalo, dijoReinaldo, el chico se le acercó y lepreguntó cómo llegar hasta Bella Vista.Porque sabía que el portero viajabahasta allí casi todos los fines de semanapara visitar a su hermana.

—Yo le di instrucciones muy exactasy hasta le regalé un papel con loshorarios de los trenes.

—¿Pero para qué quería ir a BellaVista?

—Él me dijo que tenía unos amigos

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allá. Pero cuando sucedió el asunto de lacornisa, yo oí decir que ellos primero sehabían fugado. Y sumé dos más dos: lafuga, no tenga usted duda, fue haciaBella Vista.

—Ajá —dijo el periodista no deltodo convencido—, ¿y la chica?

—¿Qué pasa con la chica?—Digo, si usted la conoce.—A ella la tengo menos ubicada,

pero creo que es una flaquita de pelolargo de 7º A. Varias veces los vi irsejuntos. Pero también lo he vistoconversando con otra chica, una rubia,así que de ese punto no estoy tan seguro.Pero le voy a contar algo que le va a

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interesar: un día lo agarré al pibecortando una flor de uno de los canteros.Yo le grité: «¡No me cortés las flores!».Pero él se rió y me dijo: «Disculpe, SuAlteza, pero es una emergencia». ¿Quéme dice? Es obvio que está enamorado.

Al periodista le gustó la historia y laanotó velozmente en su libreta. Peroseguía sin sentirse convencido.

—No sé —dijo meneando la cabeza—, estos tienen solo doce años. Son muychicos para haber protagonizado lahistoria de la cornisa.

—¿Chicos? No, usted no sabe lorápidos que son ahora los de doce —contestó Reinaldo—. A usted, por

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ejemplo, lo dan vuelta y media.

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6. Isabel

La historia de los gatos fue paramí un rompecabezas que fui armando dea poco. Lo principal, sin embargo, losupe de casualidad. Un día estaba en elbanco, haciendo la cola para pagar lacuenta del teléfono, cuando meenfrasqué en una de esas conversacionessin demasiado sentido. Todo fue porquealguien había dejado afuera un perroatado que ladraba como un condenado y

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la señora que estaba antes que yo en lafila se quejó del ruido. Nos pusimos ahablar de perros y gatos: si unos sonmás compañeros, si los otros son máslimpios, en fin esas cosas un poco tontasque uno puede comentar en la cola delbanco. Enseguida Isabel —así sellamaba la señora— se largó a contarmecon lujo de detalles las anécdotas de sugata. Era evidente que la adoraba.

—Mire —dijo de pronto—, se lamuestro.

Y sacó su billetera. Allí donde lagente suele tener el retrato de sus hijos onietos, ella guardaba la foto de su gata.Fue curioso, porque enseguida tuve la

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sensación de que ya había visto esaimagen: la gatita blanca sobre un sillón,con un lazo rojo en el cuello. Se lo dije.

—Claro —contestó Isabel—,probablemente la vio porque esta fotoformaba parte de un cartel que estuvohace poco pegado en las paredes ypostes del barrio.

Y ahí nomás me empezó a contar lahistoria de cómo su gata una noche habíadesaparecido. Admito que al principiono le presté demasiada atención. Pero depronto dijo algo que me sobresaltó:mencionó a un gato llamado Molesto.

—¿De verdad se llama Molesto? —pregunté.

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—Sí, suena raro, pero así lepusieron. Y fue por culpa de ese gatoque mi Meli se escapó. Ella es una gatamuy decente y nunca se hubiese ido sinun buen motivo.

Me costó sacarle a Isabel un relatoordenado de los hechos. Pero la cosaera más o menos así. La gata solía salirpor la ventana de la cocina cada noche:saltaba a la terraza, para dar apenas unavueltita. Hasta que una noche salió y novolvió. Cuando a la mañana siguienteIsabel fue a buscarla, tremendamentepreocupada, se encontró en la terrazacon la chica del tercer piso, Carla, y unamigo. Así me enteré de un dato

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fundamental: Carla, o sea Julieta, esvecina de Isabel.

—¿Y el amigo quién era? —pregunté, disimulando mi ansiedad.

—Se llama Marcelo. Un buen chico,le digo.

Aquella mañana en la terraza, loschicos le explicaron a Isabel quetambién ellos buscaban un gato. Quecasualmente se había escapado la mismanoche que Meli.

—Después me di cuenta de que elloslo habían provocado todo —suspira—.Tienen cada idea estos chicos…

Lo cierto es que Isabel nunca supotoda la verdad sobre los gatos. Fue tal la

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impresión que le produjo la ausencia deMeli que se quedó como petrificada enla terraza vacía.

—A mí casi me da un ataque —admitió.

Bastaba mirarla para saber que eracierto. Asustados, los chicos secomprometieron a encontrar a ambosgatos. Se lanzó entonces la OperaciónBúsqueda. Que básicamente consistió enelaborar cien carteles con las fotos delos dos gatos y pegarlos en cuantopedazo libre de pared encontraron a supaso. Allí, bajo la palabra «Buscados»aparecía una descripción y el número deteléfono adonde debía comunicarse

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quien los viera. Solo que no secomunicó casi nadie. En todo el fin desemana hubo solo tres llamados, me dijoIsabel. El primero era una loca queaseguraba que los gatos eran unos talesBastet y Zekhmet y que su huidaanunciaba que llegaba la serpiente delcaos. Lo descartaron. En el segundo, lavoz al otro lado no tenía más de seisaños: dijo que había visto cuando losgatos eran robados por una malignamujer que vestía un tapado de piel apintitas.

—Este acababa de ver Los 101dálmatas —dijo Marcelo después decortar.

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El tercer llamado les permitióabrigar alguna esperanza. Una chicacreía haber visto a uno de los gatoscuando entraba en una obra enconstrucción junto a su casa. Hacia allápartieron Marcelo y Carla. Se metieronen la obra, se ensuciaron de pies acabeza y la cara de Marcelo quedócubierta de rasguños al intentar agarrar aun gato al que confundió con Molesto.Volvieron con las manos vacías. Sucias,pero vacías.

Entonces decidieron terminar con labúsqueda. Fue cuando se fugaron.

—¿Se fugaron? —dije yo interesada,porque hasta ese momento no había oído

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más que rumores sobre esa supuestafuga.

Pero Isabel no me podía contar nadainteresante. Solo supo que habíanpartido hacia algún lugar lejano sinavisar y que luego aparecieron los gatos,pero en el medio se armó el granescándalo. En esta parte del relato bajóla voz.

—¿Se acuerda de esa noche en quevinieron los canales de televisiónporque había dos chicos en una cornisa?¿Esos que todos llamaban Romeo yJulieta? —me preguntó—. Bueno, elloseran los chicos.

Me hice la sorprendida.

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—¿Pero realmente se querían tirar?—No creo… —dijo sacudiendo la

cabeza—, se ven tan alegres estoschicos. Todos dicen que los padres losquerían separar, pero yo de eso no sénada. Ni me atreví a preguntar. A mí mebastó con que devolvieran a mi Meli.

Empezó a despedirse, porque lehabía llegado su turno en la fila, pero ladetuve para una última pregunta.

—Dígame, Isabel, ¿ellos están deverdad tan enamorados?

Sonrió.—Cuando uno los ve, así de primera

impresión, no parece, pero hoy en díalos chicos son distintos. Yo diría que sí,

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que están muy enamorados.

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7. La señora Chan

Si en algo le serví al narigón fuepara allanarle el camino con la señoraChan. Lo atendió solo paracomplacerme a mí, que soy su clienta.Hasta ese momento había echado a todoslos periodistas que se aparecieron porallí con una única explicación:

—Hablar no. Poco tiempo, muchotrabajo.

No es sencillo para nadie mantener

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una conversación sin interrupciones conla señora Chan. Hay que reconocer queel narigón desplegó una buena dosis depaciencia para tomarle unasdeclaraciones mientras ella embolsabagalletitas, pesaba tomates, ponía preciosy atendía a sus clientes. Y clientes tienemuchos: desde que abrió hace un año,cuando vino de Corea, el autoservicioestá siempre lleno. Es que, por muchoque le moleste a Clorinda que uno digaesto, sus precios son considerablementemás bajos. Así que podrán imaginarse labronca que le dio a Clori que fueraprecisamente la señora Chan la queprimero vio a los chicos y llamó a la

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policía. Tanta bronca le da que nunca lamenciona en su relato y hasta es capazde negar su participación rotundamentesi alguien lo sugiere. Pero no tenganduda: fue ella quien los vio.

—Ahí, ahí —le dijo al narigónseñalando la terraza del edificio deenfrente—. Juntos. Ahí parados. En elborde.

Aunque aprendió españolextraordinariamente rápido, la señoraChan sigue hablando de una maneraextraña, con frases muy cortas que nosiempre parecen tener relación entre sí.Tal vez por esto el periodista no la tomómuy en serio. Grave error, si me

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preguntan a mí. Porque fue sin duda ellaquien mejor vio las cosas. Intentódecirle, por ejemplo, que los chicos alláen la cornisa parecían querer avanzarhacia algún lado, pero él no la escuchó.

—Entonces vinieron la policía y losbomberos —la apuró.

—Y curiosos. Y periodistas. Yvendedores. De gaseosas, de pochoclo.Pero yo vendí más. Mejores precios.

—Ajá —se impacientó el periodista—, pero los padres, ¿qué hicieron?

Ella se lo explicó con calma:primero llegó el padre de la chica, yestuvo a punto de desmayarse. Entoncesella sacó una silla, esa verde oscuro, y

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se la prestó. Otra persona le prestó unteléfono celular, que usó para llamar asu mujer. Y también a los padres delchico. Al rato estaban todos acá, junto alnegocio, mirando hacia arriba.Nerviosos, temblando estaban. Una delas mujeres lloraba. El padre del chicodecía que si no se mataban ahí arriba losmataba él cuando bajaran. Entoncessubieron los bomberos.

—Y el padre de la chica habló conel megáfono —quiso guiarla el narigón.

—Ningún megáfono.—¿Cómo que ninguno? A mí me

aseguraron que el hombre los convencióde no saltar hablando por un megáfono.

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—¿Inventa o le cuento? —se enojóla señora Chan.

El periodista se calló. Ella leexplicó entonces que, mientras elcomisario de la zona intentabatranquilizar a los padres, subía a laterraza un grupo de bomberos lideradospor un tal Piedrabuena. Un experto, alparecer. Al menos eso decía elcomisario: que ese hombre iba aconversar con los chicos e iba a lograrque se bajaran de la cornisa. Yefectivamente, al rato los chicosempezaron a moverse de a poquito haciala terraza. A la gente ya le dolía elcuello de tanto mirar para arriba, pero

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nadie les sacó los ojos de encima. Hastaque dieron el último paso y huboaplausos, y abrazos, y llantos.

—¿Y mientras tanto los padres sehablaban? —preguntó el narigón.

—Claro —respondió la señoraChan.

—Pero estaban peleados —insistióél—, una disputa muy fuerte que habíadividido a las familias.

—¿Fuerte? —sonrió la mujer—. No,un farolito.

—¿Cómo un farolito?—Sí, chocaron. Hace mucho. Uno

rompió el farolito del auto a otro.Estacionando. Se enojaron un poco.

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Gritaron.—¿Solo eso?—Sí. Después tomaron cervezas.

Allá, en el bar. Y listo, amigos.El periodista la miró desconfiado. A

esa altura ya no le creía demasiado. Poreso no la tomó en serio cuando ellaquiso explicarle lo que hasta entoncesnadie había contado: que esa noche ellatambién había visto llegar a los chicos.Y entrar al edificio.

—Querrá decir que vio a uno deellos —la corrigió el narigón—. Porqueprimero llegó la chica y después y elmuchacho. Él la encontró ya parada enla cornisa.

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—Nada que ver —dijo la señoraChan—. Llegaron juntos. Los vi. Yvenían con otro. Un hombre.

—Eso es imposible, señora —reaccionó irritado el periodista—. Todoel mundo me aseguró que la chica llegóprimero. Ella ni siquiera sabía que elmuchacho iba a venir.

La señora Chan pareció enojarse.—Como quiera —dijo, y se puso a

limpiar el mostrador sin dirigirle unamirada más al narigón.

Él salió apurado del autoservicio yyo lo seguí. Pero casi no hablamos. Nisiquiera se había dado cuenta en todoese tiempo de que atrás, ordenando unas

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cajas, estaba el Cabezón, que podríahaberle contado algunas cosas muyinteresantes para su investigación.Aunque tal vez fue mejor así.

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8. El Cabezón

Quisiera poder decirles su nombrereal, pero les confieso que no lo sé: paramí, y para el resto del barrio, siemprefue el Cabezón. Es posible que ni élmismo lo sepa. La señora Chan lo llamasencillamente «Cabe». Y lo llama a cadarato, porque el Cabezón hace un poco detodo en el autoservicio: corta fiambre,acomoda la mercadería, cobra, atiendeel teléfono. Y cuando no hay nada que

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hacer, mira la calle. Por eso vio muchascosas aquella noche.

A mí me lo contó un día mientras mecortaba el queso para los sándwiches.No sé si les comenté que yo en el kioscovendo sándwiches. Empecé hace pocosmeses y funcionó bien, sobre todo almediodía, cuando hay un montón degente en busca de un almuerzo barato. Alprincipio me animé solo con los dejamón y queso, y ahora ya tengo treinta ytres variantes.

Bueno, pero esto a ustedes no lesinteresa. Les decía que el Cabezónestaba cortando el queso cuando salió eltema de Romeo y Julieta. Me dijo que él

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los había visto llegar antes que nadie,incluso antes que la señora Chan. Queestaban los dos chicos y un muchachomayor, que a él le resultaba vagamenteconocido, como si lo hubiera visto en elbarrio.

—Entonces —pensé yo en voz alta—, si llegaron juntos, no es cierto que elchico la encontró allí, en la cornisa. Nies cierto que ella había decidido tirarse.¿Pero para qué subieron?

El Cabezón se encogió de hombros.—Tal vez para fingir que se iban a

tirar.—Claro —asentí—. Entonces ellos

querían que los vieran. Quizá pensaban

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que así convencerían a los padres.—Pero cuando llegaron no fueron al

edificio donde pasó todo —me aclaró elCabezón—, sino al de al lado. —¿Cómo?

—Sí, estuvieron un rato tocando eltimbre en el edificio de al lado, peronadie les abrió. Estoy muy seguroporque hubo algo que me llamó laatención: el tipo tenía un mono en elhombro.

—¿Un qué?—Un mono, chiquito.—Andá, no te creo.Pero me lo juró: por su mamá y por

Boca Juniors, así que le creí. La cosa

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había sido así: los tres llegaron en unacamioneta, que manejaba el muchachodel mono. Conversaron un rato, ahí en lavereda, mientras esperaban que alguienles abriera. El monito, que según entendíera un tití, chillaba cada tanto un poco yel tipo lo acariciaba. Entonces, dijo elCabezón, se produjo la discusión.

—¿Los chicos se pelearon? —pregunté.

—No, apareció una mujer y se pusoa gritar.

—¿Quién era?—No tengo idea. Solo oí que decía:

«¡No lo voy a permitir!».—¿Sería la madre de alguno de los

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chicos? A lo mejor quería evitar quesubieran a la cornisa.

—Tal vez. En un momento mepareció que el muchacho los protegía: seponía delante de ellos, intentandocubrirlos. Después la mujer levantó eldedo, como amenazándolos, y se fue.Ellos caminaron hasta el edificio de allado y tocaron el timbre. Enseguida lesabrieron.

—Y después los viste en la terraza—deduje yo.

—Pero pasó mucho tiempo. Primerolo vi salir otra vez al tipo del monito. Sesubió a la camioneta y se fue. Y un ratomás tarde empezó todo: cuando

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estábamos por cerrar, la señora Chanvio a los chicos en la cornisa.

Se entiende que ese día elautoservicio cerró sus puertas más tardeque nunca. Porque empezó a llegar gentey más gente, hasta que se formó unamultitud nunca vista en el barrio. Eramás o menos el horario de la cena, peronadie quería volver a su casa y perderseel final de un asunto tan apasionante, asíque muchos entraron a comprar algopara matar el hambre: un alfajor, unasgalletitas, unas bebidas. Y la señoraChan no iba a desaprovechar la ocasión,por lo cual ese día el local estuvoabierto hasta entrada la noche. El

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Cabezón, por supuesto, no se perdiódetalle: vio la escena final en la cornisay también cuando llegó una ambulancia ylos médicos fueron conducidos adondeestaban los chicos, para revisarlos.Después subieron los padres, junto conla policía. Y como no pasaba nada más,la gente se empezó a ir. De a poco, lamultitud se fue desarmando, loscamarógrafos levantaron sus equipos, yllegó la hora de cerrar. Ya no habíanadie en la calle cuando el Cabezón, queestaba bajando la cortina, los vio salir.Los cuatro padres y los dos chicos.

—¿Todos juntos?—Sí, aunque nadie hablaba. La

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chica, con sus padres, caminaba másadelante. Después iba la otra pareja, y alfinal, solo, el chico. Pero había algomuy extraño. Y esto nadie lo sabe.

Me dio un escalofrío de puraemoción.

—¿Qué?—Que cada chico tenía en sus manos

un gato.

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9. Carlitos

Al bombero Piedrabuena lo buscótoda la prensa del país. Había un buenmotivo: era un protagonista clave en lahistoria de Romeo y Julieta. Fue él quienconversó con los chicos en la terraza enaquellos momentos culminantes. ¿Qué lecontaron? ¿Cómo los convenció de bajarde la cornisa? En esos días, lasrespuestas a estas preguntas valían oro.Las autoridades de la Policía y los

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Bomberos habían aprovechado ladifusión que tuvo el caso para alardearsobre la efectividad de sus métodos:gracias a la profesionalidad de sushombres, decían, todo se había resueltofelizmente. Pero eso a nadie leinteresaba: lo que los periodistasquerían era hablar con Piedrabuena. YPiedrabuena no hablaba. Aún hoy no sési su actitud respondía a la prudencia oal temor a hacer un papelón.

Lo cierto es que el narigón tuvo quebuscar a alguien más que diera cuenta delo que había sucedido allá arriba. Fui yoquien le habló de Carlitos. Porque en elbarrio todo el mundo lo conoce: Carlitos

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es el hijo de Don Crespi, el dueño de laverdulería. Por las mañanas ayuda a supadre a despachar. Y por las noches esbombero voluntario. Un flamantebombero, diría: cuando todo sucedió nohacía ni dos semanas que se habíaenrolado. Por eso me permito dudar desu verdadero conocimiento del caso. Nocrean que yo quiero hablar mal de él,todo lo contrario. Pienso que es unexcelente muchacho: atiende muyamablemente a los clientes y jamásaprovecha una distracción para meter,por ejemplo, una manzana podrida en labolsa. Pero sobre su rol aquella nocheme quedan algunas dudas.

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Según pude saber después, fue así:Ricardo Piedrabuena fue convocadocomo experto en el manejo de presuntossuicidas. Junto con él subieron a laterraza varios bomberos pararespaldarlo. Pero como Piedrabuena noquería asustar a los chicos, se aproximósolo y el resto quedó al fondo. Entreellos estaba Carlitos.

—Eran unos chicos raros —le dijoal periodista narigón, cuando loencontramos en la verdulería.

—¿En qué sentido raros?—No se comportaban como uno

esperaría en esa situación. Ni siquieraparecían asustados.

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Lo primero que Piedrabuena hizo,dice Carlitos, fue presentarse. No seacercó demasiado, porque se sabe queuna persona parada en una cornisa puededar un paso en falso si se sienteacorralada, y adiós. Así que un poco ala distancia les dijo: «Hola. SoyRicardo Piedrabuena y vengo aayudarlos. Por favor, quédense quietos.No cometan una locura».

Pero la situación ahí arriba erabastante ruidosa. No solo que habíaviento, y que los chicos estaban lejos,sino que venía un barullo tremendo de lacalle. Porque los curiosos, losperiodistas, los vendedores y los

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policías habían formado una masa degente tan grande que impedían el pasode los autos. De modo que a todo elruido se sumaban los bocinazos.

—Así que no se entendían bien —cuenta Carlitos—. La chica preguntó:«¿Qué dice?». Y Piedrabuena repitió:«No cometan una locura». Fue entoncescuando ella dijo: «Solo papá».

—¿Solo papá?—Sí, interpretamos que solo

hablaría con su padre. Por eso,Piedrabuena le dijo que no habíaproblema, que de inmediato le traíamosa su papá. Y ahí empezaron las cosasraras.

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—¿Qué cosas?—La chica se puso a gritar que no,

que si traíamos a su papá se mataba.—¿Pero no lo había pedido ella?—Por eso le digo que los chicos

eran extraños.Las cosas siguieron de mal en peor,

explicó Carlitos. Porque Marcelo yCarla de pronto se movieron y todostemieron que saltaran al vacío.Piedrabuena volvió a decirles que sequedaran quietos e intentó convencerlosde que no hicieran nada apresurado,porque había tiempo.

—Entonces la chica dijo: «No haytiempo, es muy tarde».

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—¿Y qué quería decir con eso?—Ni idea. Pero otra vez tuvimos

miedo de que saltaran.La tensión no hacía sino aumentar.

La estrategia de Piedrabuena fueentonces cambiar de tema, explicóCarlitos; inducir a los chicos a que serelajaran y le contaran algo. Fuepreguntando algunas cosas, como susnombres y sus edades, pero lasrespuestas llegaban entrecortadas. Y depronto la chica dijo algo sobre una talMelina.

—¿Melina?—Sí, algo sobre una Melina que

molestaba. Interpretamos que se trataba

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de un triángulo amoroso, que habíaproblemas entre ellos por culpa de unatercera chica. Por eso Piedrabuena lepidió que se olvidara por ahora de esetema. Entonces ella contestó: «Cómo mevoy a olvidar si por eso estoy acá».

—¡Ajá! —dijo cada vez másinteresado el periodista y rápidamenteescribió en su anotador: Melina molesta:triángulo.

A esa altura, cuenta Carlitos,Piedrabuena estaba al borde de ladesesperación. Abajo se había juntadouna increíble cantidad de gente y lasituación se volvía cada vez máspeligrosa. Entonces intentó un recurso

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arriesgado: se fue acercando de a poco yle ofreció su mano a la chica.

—Eso fue lo más desconcertante detodo.

—¿Por qué?—Porque la chica le agarró la mano

y dijo: «Mucho gusto».—¿Mucho gusto?—Sí, como lo oye. Todos pensamos

que le estaba tomando el pelo.

Si uno va a juzgar por sus caras,sostiene Carlitos, era mucho peor lasituación de Piedrabuena que la de losdos chicos. Porque ellos seguían ahíparados, con expresión de aburridos. En

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cambio el bombero se veía desesperadoy transpiraba a mares. No era paramenos: había recibido una comunicaciónnada más y nada menos que del jefe dela Policía Federal, que estaba viendotodo por televisión y le advertía que lascosas tenían que salir bien. Sin embargo,las cosas no estaban saliendo nada bien:esos chicos tenían un comportamientototalmente inusual y no respondían aninguna estrategia. Si se llegaban a caer,con toda esa gente abajo, los canales detelevisión filmando y las más altasautoridades pendientes del asunto,Piedrabuena sabía que su carrera estabaperdida.

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—Esto no lo escriba —le pidióCarlitos al narigón—, pero cuandovolvió a hablarle a la chica, casilloraba.

—¿Lloraba?—Sí, pobre Piedrabuena, estaba

desesperado. Les dijo, o más bien lesrogó, que se bajaran de allí.

—¿Y qué le contestaron?—La respuesta fue verdaderamente

absurda: la chica le dijo que sí, quehacía rato que se querían bajar, pero élno los dejaba.

Ahí nomás Piedrabuena les hizo unaseña a los bomberos, que desplegaronuna soga para que los chicos pudieran

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agarrarse. Y, siguiendo las instruccionesque les daban, empezaron a caminarlentamente hacia la terraza.

—Ahí sí, seguro que estabanasustados —dedujo el periodista.

—No, ni siquiera entonces. Másbien parecían sorprendidos.

Al fin llegaron al borde y losbomberos no esperaron más: lostomaron fuertemente de los brazos y losbajaron. Después se les tiraron encimapara inmovilizarlos, algo que teníanprevisto de antemano por si se lesocurría una maniobra extraña de últimomomento.

—Y encima se quejaron —protesta

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Carlitos—. Decían que los estábamosmaltratando.

—¿Y ustedes qué hicieron?—Se los entregamos a los médicos

que habían mandado del hospital. Ya noqueríamos estar un minuto más ahí. Quéquiere que le diga, mucho se hablódespués de Romeo y Julieta, delromance apasionado, pero para mí queesos chicos estaban locos. No sé siestarán locos por amor, pero que estánlocos no tengo duda.

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10. Fernando

Seguro que alguna vez les pasó:toparse con alguien, saber que uno lo havisto muchas veces antes, pero serincapaz de decir quién es. Eso mesucedió a mí ese día cuando entré a larelojería. Iba en busca de una pila parami reloj, que se había detenido la nocheanterior. Anselmo estaba hablando coneste muchacho-cara-conocida y mesaludó distraídamente. El otro me

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sonrió.—Aquí estábamos comentando

sobre el asunto de los chicos, Romeo yJulieta —dijo Anselmo—. Fernandoconoce una parte importante de lahistoria.

Claro, me dije a mí misma:Fernando. Recién entonces me di cuentapor qué esa cara me resultaba tanfamiliar: cuando trabajaba en larelojería, Fernando había pasadoinfinitas veces por mi kiosco a comprarcigarrillos. Supongo que fue por eso,porque éramos casi amigos sinconocernos demasiado, que me contótodo. Y todo empieza, evidentemente,

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con el gato.Sí, Modesto se había convertido en

un verdadero problema en la quinta.Demasiado independiente: eraimposible mantenerlo dentro de la casa.Para evitar que cayera en las garras delos perros terminó pasando a manos deMarcelo.

—Tendría que haber hablado máscon él antes de dárselo —se lamentaFernando, que se siente un pocoresponsable por todo lo que pasódespués. Pero no: la entrega fue rápida.Precisamente allí, en la relojería. Seencontraron una mañana, el gato cambióde manos y apenas hubo algunos

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comentarios sobre vacunas y alimentos.Fernando no volvió a saber nada de élhasta ese día, un viernes, en que el monoempezó a gritar.

—¿El mono? —pregunté yo.—Sí, yo tengo un mono tití, se llama

Simbad.Fernando estaba cortando el césped

en la quinta aquel famoso día y no oyónada hasta que apareció el monolanzando alaridos. Recién cuando apagóla cortadora pudo oír a los perros. Losperros y los gritos. Corrió hasta lapuerta y vio una escena que le hizosaltar el corazón: había un chico (reciéndespués reconoció que era Marcelo)

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tirado en el piso y un perro lo teníaagarrado del pantalón. La chica estabaacorralada contra la pared por el otroperro. Pálida, parecía a punto dedesmayarse. Cuando les sacó a losperros de encima, Fernando vio que lascosas eran menos graves de lo queparecían. Marcelo apenas tenía unrasguño en la pierna y el pantalón roto.Carla estaba ilesa. Lo peor, en realidad,era el susto.

—Son unos salvajes esos perros —dice Fernando—, como yo no oía eltimbre, los chicos empujaron el portón yentraron: ahí fue cuando se les tiraronencima. Entonces los llevé a mi casa y

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los invité a quedarse a dormir. Así ibana descansar bien y yo podíaacompañarlos al día siguiente con lacamioneta hasta la capital.

La pasaron bien aquella noche,recordó Fernando sonriendo. Comieron,jugaron a las cartas y miraron lasestrellas con un telescopio. Y hablaron,claro. Entre otras cosas, del gato. Queera el motivo por el que los chicoshabían viajado hasta allí: para que él lessugiriera dónde buscarlo. Por lo menoseso le dijeron. Así, Fernando les contóla historia, la misma que después mecontó a mí. La historia de Modesto. OMolesto.

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Resultó que el pobre Modesto habíaido pasando de mano en mano. Suverdadera dueña, en realidad, sellamaba Matilde y había sido una vecinade Fernando. La vecina del 2º B. Unainfortunada tarde, Matilde tuvo unaccidente: la atropelló un colectivo ytuvieron que llevarla al hospital. Al díasiguiente, Modesto empezó a circularpor la terraza y los balcones del edificiomaullando lastimosamente. Extrañaba asu dueña, sin duda. Fernando decidióentonces adoptarlo hasta que ellavolviera. Pero no volvió.

—¿Se murió? —pregunté yo.—No, pero como tenía las dos

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piernas fracturadas se fue a vivir a lacasa de una hermana hasta tanto serepusiera. Yo acepté cuidar a su gato.

De modo que Modesto se fuequedando con Fernando. En realidad, elgato circulaba a su antojo: a vecesestaba ausente días enteros y luegoaparecía de noche, hambriento ycansado. Era raro. Le gustaba echarselargas horas junto a las personas, perono que lo acariciaran. Detestaba al lorode Fernando, aunque parecía llevarsebastante bien con la perra. A la que leescapaba sin falta era a Clotilde, lamamá de Fernando, que cada tantopasaba por allí con alguna comida de

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regalo e intentaba llamarlo con un michi-michi-lindo-la-lechita. Lasensación que todos tenían, en realidad,era que Modesto aún esperaba a sudueña: cada mañana daba vueltas por subalcón, como buscando el olor. Pero larecuperación de Matilde se complicó yfueron pasando los meses. Entoncesllegó el momento en que Fernando tuvoque mudarse.

—Intenté comunicarme con Matildepara entregarle su gato —contó—, peroella y su hermana se habían mudado y nopude conseguir el nuevo teléfono.

Así fue como Modesto terminó enmanos de Marcelo. Fernando insiste en

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que fue él quien cometió el error: debióexplicarle algo más sobre lapersonalidad del gato. Pero cómo iba aimaginarse que en la casa de Marcelo nohabía ni patio ni balcón. Y que todas lasventanas tenían rejas. Es decir, queModesto estaba virtualmente preso.

Mientras conversaba con Marcelo yClara, a Fernando la respuesta se leapareció, obvia, en su cabeza. ¿Dóndepodía ir Modesto apenas recuperada sulibertad? Evidentemente, a lo deMatilde. No había duda: tenía que haberintentado llegar hasta ese edificio.Aquella noche en la quinta se fueron adormir con la sensación de que el

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enigma estaba resuelto. Al día siguientepodrían, sin problemas, recuperar algato. Y a la gata también. Eso creíantodos.

La idea era salir por la mañana, peroa la camioneta se le dio pordescomponerse y Fernando logróhacerla arrancar recién pasado elmediodía. Luego vino el problema conSimbad, que armó tal escándalo dechillidos cuando se iban que tuvieronque llevarlo con ellos. Entre una cosa yotra, llegaron ya por la tarde. Y seenfrentaron con el primer problema:cómo entrar al edificio. No era cuestión

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de tocar cualquier timbre, porque larelación de Fernando con sus antiguosvecinos distaba mucho de ser buena.Intentó con la chica del 7º B, la mássimpática del edificio, pero nadiecontestó. Y ahí estaban, parados en lapuerta sin saber qué hacer, cuandoFernando se acordó de Javier. Elmúsico: un tipo sumamente agradable alque había conocido aquel día en que elbarrio se inundó y todos los que nopodían llegar hasta sus casas serefugiaron en el bar de la avenida.Javier vivía en el edificio de al lado.Enseguida bajó a abrirles y les dijo quesí, que conocía a otra gente en los

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departamentos vecinos y no tendríaproblema en ayudar a los chicos aacceder a ese edificio. Y eso es todo,dijo Fernando.

—¿Cómo todo? —pregunté yodesilusionada.

—Sí, porque yo los dejé con Javiery me fui. No supe más nada hasta queesa noche prendí el televisor y vi a doschicos en la cornisa, mientras el paísentero gritaba que se querían suicidarporque su familia no aceptaba su amor.Yo no entendía nada. Pensé que tal vezhabía pasado algo en el medio quedesencadenó el drama.

—¿Algo como qué?

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—No sé, Carla comentó que teníaque llamar a su casa. Supuse quepodrían haberle dicho algo por teléfonoque la trastornó…

—¿Pero qué pueden haberle dicho?—Es una idea simplemente —se

atajó Fernando—. Pero como todosdicen que los padres se oponían alromance, yo me imaginé lo siguiente:ella llamó y los padres, que estabanenojadísimos porque no había vueltodesde el día anterior, le prohibieron quevolviera a verlo. Y entonces ellos sesubieron a la cornisa.

—Es posible —dije yo—, suenabien. Pero tengo entendido que hubo una

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pelea con alguien más. Una pelea en lacalle.

Fernando pareció molestarse.—No, fue una discusión sin

importancia, pero eso es personal.Me pareció que me ocultaba algo.

Empezó a despedirse porque debíavolver a la quinta, pero yo le hice unaúltima pregunta.

—¿De verdad ellos se quieren tanto?Pareció dudar.—Son muy unidos, pero… conmigo

no se mostraron enamorados. Ni un besose dieron. Le digo más: ni siquiera me dicuenta de que eran novios. Pero contodo lo que oí y leí después sobre ellos

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pensé que tal vez querían ocultármelo.Quién sabe.

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11. El doctor Vázquez

Encontrar a un médico de esos quesuelen viajar en las ambulancias no estarea sencilla. Al periodista narigón lellevó varios días de llamados y visitasinfructuosas. Finalmente el dato precisose lo dio una enfermera que le presentéyo. El día que lo encontramos, el doctorVázquez estaba de guardia en el hospitaly tenía poco tiempo. Y sobre todo pocasganas. Admitió que había subido a la

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terraza aquella noche a revisar a loschicos, pero luego se excusó en elsecreto profesional: dijo que no podíarevelar datos sobre sus pacientes. Elnarigón insistió mucho, le prometió queno mencionaría su nombre y le ganó,creo, por cansancio. O tal vez porque,en el fondo, Vázquez estaba orgulloso desus teorías sobre lo sucedido y leencantaba exponérselas a alguien. De apoco le fue contando todo.

—Una situación extraña —recordó—. En un principio fue verdaderamentedesconcertante.

—¿Por qué?—Porque esos chicos no se

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comportaban como uno espera que lohaga quien acaba de vivir una situacióntan dramática. No lloraban, no parecíandesesperados. Por el contrario: se losveía lo más tranquilos. Demasiadotranquilos.

Vázquez y un enfermero subieroncuando los chicos ya se habían bajadode la cornisa. Les bastó un vistazogeneral para saber que su estado físicoera perfecto. El problema estaba, dice elmédico, en su condición psíquica. Poreso intentó acercarse a ellos poco apoco: les hizo algunas preguntasgenerales, para ir ganando confianza.Pero la conversación no avanzaba por

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los carriles normales.—Les pregunté, por ejemplo, si

estaban muy tristes. La chica mecontestó que no, que tristes para nada,pero sí muy cansados porque ese asuntoles había llevado el día entero.

—¿Qué asunto? —preguntó elperiodista.

—No sé, supongo que se refería auna pelea entre ellos. Yo insistí:pregunté si ya habían hecho eso otrasveces. Me refería, claro, a poner enriesgo sus vidas.

—¿Y qué dijeron?—El chico me contestó: «No, es la

primera vez que subimos a una cornisa.

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Pero es fácil: fíjese que es muy ancha».Y, encima, después agregó: «No lerecomiendo probar ahora, porque searma un revuelo terrible».

—¿Eso dijo?—Ajá. Por eso le digo que yo estaba

muy desconcertado al comienzo, hastatemí un brote esquizofrénico, meentienden, problemas mentales. Peroluego comprendí la esencia de sucomportamiento.

Se trataba, dijo Vázquez, de unareacción a una situación traumática:negarla por completo. No crean que sonmías esas palabras. En esos términos loexplicó el médico: los chicos habían

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subido a la cornisa tal vez sin intenciónreal de tirarse. Probablemente solointentaban desafiar a los padres. Peroluego, ante el impacto emocional deverse parados allí, con todo el mundoabajo gritando, habían levantado unmuro en sus mentes: para ellos todo esono estaba sucediendo.

—¿Cómo que no estaba sucediendo?—preguntó el narigón, que no lograbaseguir el razonamiento de Vázquez.

—Bloquearon lo que pasaba, en suscabezas negaron que existía un peligroreal, que sus vidas estaban en juego. Esun mecanismo de protección. Le digomás: actuaban como si los alterados

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fuesen los otros y no ellos. Y encima,transfirieron el riesgo hacia unos gatos.

—¿Gatos?El periodista abrió los ojos

sumamente interesado.—Sí, una transferencia muy curiosa.

Al mismo tiempo que demostraban notener ninguna conciencia del riesgo quehabían corrido, se preocupaban por unosgatos que andaban dando vueltas porallí.

—¿Qué gatos?—No sé, unos gatos callejeros

simplemente. Pero ellos insistían conque había que rescatarlos. Fíjese quénotable: los chicos no hacían mención a

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su propio rescate, pero hablaban desalvar a los gatos. Pedir ayuda para losgatos era, estimo yo, una manera depedir ayuda para ellos mismos.

Aquella noche, Vázquez tambiénhabló con los padres, que habían subidopoco después que ellos a la terraza. Laimpresión que tuvo, dice, es que habíaserios problemas entre padres e hijos.Sobre todo con el papá de Marcelo, queestaba fuera de sí de la bronca. Por eso,él intentó calmarlos y les aconsejó quefuesen prudentes.

—Les dije que probablemente loschicos sufrirían de estrés postraumático.

—¿De qué?

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—El impacto de lo que acababan devivir llegaría tarde o temprano. Yentonces ellos debían ayudarlos. Lespedí que intentaran entenderlos en lugarde criticarlos. Que aunque no apoyaransu relación, era mejor no intentarsepararlos.

—¿Y qué le dijeron?—No fue fácil, sobre todo con el

padre del chico, que se la pasabarepitiendo: «Habría que darles unabuena paliza». Pero al final su mujerlogró hacerlo entrar en razones.

—¿Los volvió a ver?—No, no los vi más. Y ahora

discúlpeme, pero tengo pacientes que

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esperan.Vázquez dio media vuelta y se fue.

El narigón se quedó parado allí, en elpasillo del hospital, garabateandoalgunas palabras en su anotador. Estabacontento. Me dijo que sentía quefinalmente estaba consiguiendo buenainformación para su nota. Yo asentí,pero no le contesté nada.

Aunque no lo sabía entonces, esa erala última vez que lo acompañaba. Al díasiguiente mi prima consiguió un trabajode tiempo completo y ya no pudoayudarme en el kiosco. Cuando se loanuncié, el narigón no se mostrómolesto.

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—No importa —me dijo—, ya estoybien encaminado. Ahora sí que estoycerca de la verdad sobre Romeo yJulieta.

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12. Carla

Yo pasé mucho tiempo con ella sinsaber quién era en verdad. Claro que nopodía reconocerla: solo la había vistoen televisión o en las fotos de losdiarios, pero la imagen en la cornisa eratan pequeña que nadie había podidoidentificar sus rasgos. Así que ese día,cuando se presentó en mi kiosco, lo quevi fue una chica como cualquier otra.Linda, sí, pero no muy llamativa. Vestía

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jeans y remera y tenía el pelo recogidoen una trenza.

—Vengo por el aviso —dijo,señalando el cartelito que yo habíapegado en la pared del kiosco.

Yo estaba buscando a alguien que meayudara por las mañanas: necesitabareemplazar urgentemente a mi prima.Pero no era solo eso: el asunto de lossándwiches estaba teniendo más éxito delo esperado. Ya había incorporadoentonces los de atún y los de pollo contomate; la preparación me demandabapor lo menos un par de horas en las queno podía atender el kiosco. Además,planeaba ofrecer envío a domicilio por

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la zona, pensando sobre todo en losempleados de los negocios que nopodían salir a comprar. El cartelitodecía: «Se necesita chica o muchachopara atención al público y reparto.Cuatro horas por la mañana». Es ciertoque no especificaba la edad, peroustedes se imaginarán que yo pensaba enalguien mayor. Digamos dieciocho,diecinueve años. Por eso no me tomédemasiado en serio a esa chica con carade nena. Creo que también por eso tardétanto en darme cuenta de que era Julieta:pese a todo lo que sabía, yo seguíaesperando que los dos fuesen mayores.Esa es una de las tantas confusiones que

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fueron creciendo y transmitiéndose en lahistoria de este romance.

Como les estaba diciendo, ella meseñaló el cartelito y yo me limité aaclararle que buscaba a alguien mayor.

—¿Qué edad tenés? —le pregunté.—Estoy por cumplir trece.—Muy chica —constaté—. Los

chicos no tienen que trabajar.Después seguí ordenando las

galletitas en el estante.Ella, sin embargo, no se movió. Me

explicó que acababa de terminar laescuela primaria y quería una ocupaciónsolo durante las vacaciones. Que aunqueera chica era responsable. Que nunca se

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iba a equivocar con los vueltos porqueera muy buena en matemática. A todoeso le agregó un argumento interesante:tenía un amigo que podría hacer losrepartos a domicilio en bicicleta. Yestaban dispuestos a dividirse el salarioque yo ofrecía. Así que empecé atomármela en serio.

Pero no fue ninguna de esas razoneslo que me decidió a aceptarla por elverano: sencillamente, me caía bien. Leofrecí una prueba, tres días para sabercómo andaba. Recién ahí le pregunté elnombre.

—Carla Martínez —dijo sonriendo.Y ni siquiera entonces me di cuenta.

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Fue recién en el tercer día de sutrabajo cuando algo hizo clic en micabeza. En las dos jornadas previashabíamos preparado y repartidovolantes por la zona para promocionarel servicio: «Ricos sándwiches caserosa domicilio. Múltiples sabores. Y si nole gusta ninguno, le preparamos el quenos pida». Esto último había sido unaidea de Carla: que cada uno creara susándwich. Después lo bautizaríamos consu nombre. Bien pensado, le dije. Paraentonces ya me había olvidado de que setrataba de una prueba: Carla se quedaba,no había duda.

Les decía que solo en el tercer día

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caí en la cuenta de que estaba enpresencia de Julieta. Habían empezado allegar los pedidos, y cuando la primeratanda estuvo casi lista ella me dijo queiba a llamar a su amigo para que lospasara a buscar.

—Además quiero que lo conozcas—agregó—. Se llama Marcelo.

—Ah, bueno —dije yodistraídamente mientras envolvía uno dequeso, huevo y aceitunas. Y de prontofue como si alguien me golpeara enmedio de la frente. Carla y Marcelo,Marcelo y Carla… Me puse a mirarlacomo si fuera la primera vez: el pelolargo, castaño, los ojos grises. Ella se

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dio cuenta de que algo pasaba.—¿Por qué me mirás así? —

preguntó.No supe qué decirle. No quería

pasar por chismosa.—Recién tuve la impresión de que te

conocía de antes —inventé—. De que tehabía visto… no sé, en otra situación.

Ella desvió la mirada.—No me acuerdo.—Digo que estuviste en algún

lado… que te vi en alguna foto… en otrolugar…

Suspiró. Había entendido.—Sí, soy yo —dijo.Se hizo un silencio. Yo la seguía

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mirando.—Supongo que querés que te cuente

—adivinó.Intenté no sonar demasiado ansiosa.—Solo si tenés ganas.—Bueno, pero antes te advierto una

cosa: la verdad no tiene nada que vercon lo que se dice por ahí.

Y me lo largó sin anestesia,dándome de lleno en la cara con esadesilusión.

—Esto no es una historia de amor.Romeo y Julieta no existen.

El relato se extendió a lo largo devarios días. Carla solo hablaba cuando

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estábamos completamente solas, pero acada rato alguien entraba al kiosco y nosinterrumpía. Ella se callaba deinmediato: nadie debía oír, me dijo,porque si no podrían empezar otra vezlos rumores. Carla se quejaba todo eltiempo. De la inclinación de la gente ahablar de lo que no sabe. De la facilidadcon que repiten cualquier cosa que hanoído por ahí. De la liviandad con quelos periodistas hablaban de ellos portelevisión. Y sobre todo, de que la genteles ponía una etiqueta.

—Si uno no es amigo de la maneraen que piensan que hay que ser amigo, siuno se ve más a menudo de lo que creen

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aceptable, entonces suponen que hayotra cosa —protestó—. Por esodecidieron que Marcelo y yo éramosnovios.

La cosa venía de lejos. Ya cuandoeran chicos, dice Carla, habíacomentarios. Sobre todo del padre deMarcelo, que nunca entendió nada. Solíaecharles una de esas miradas insinuantesy declaraba en su clásico tono suspicaz:«Estos chicos son carne y uña».Justamente para evitar esas miradas, esainsoportable suspicacia, ellos a vecesdecían que eran primos. Porque nadiepiensa que los primos son novios.

—¿Entendés? Nosotros no somos

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novios. Nunca fuimos novios —insistió—. Pero todo se complicó con los gatos.

Carla reconoce que la de los gatosno fue una buena decisión. Una ideatonta, dice. Es que Molesto se habíapuesto insoportable y creyeron que todolo que necesitaba era una compañera.Entonces lo llevaron ahí, a la terraza desu casa, por donde solía pasear la gatade Isabel. Pero en un primer momento nopasó nada, cada gato se acurrucó en unrincón y no se dijeron ni miau. Lasituación se había vuelto aburrida y nosolo eso: la noche estaba fea, ventosa,con olor a lluvia. Fue Carla la que

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sugirió que los dejaran un rato y jugarana los dados en su casa. El primer partidolo ganó ella y el segundo Marcelo. Asíque el desempate era obligado. Si elpadre de Marcelo no hubiese insistidotanto con los llamados telefónicos paradecirle que debía volver temprano, talvez no se habrían olvidado de los gatos.Pero no hubo maldad, insiste Carla,cómo podían imaginarse ellos que esanoche Molesto iba a huir y menostodavía que Melina lo iba a seguir. Fuepor eso que hicieron todo lo quehicieron: la búsqueda, el viaje, lacornisa.

—¿Entonces ustedes nunca se

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quisieron tirar? —pregunté yo.—¿Nosotros? No, cómo se te ocurre.

Nunca haríamos una locura semejante.La que se iba a tirar era Isabel.

—¿Isabel?—Bueno, eso creímos. Esa mañana,

cuando nos encontramos en la terraza,Isabel tenía una cara terrible. Murmuróque sin la gata no podía vivir. Estabaahí, parada junto a la baranda, cuandomiró hacia abajo y dijo: «Si no apareceMelina, me mato». Nos dimos un sustotremendo. Ahora, francamente, creo queexageraba: sobrevivió sin problemastodos esos días. Pero quién podíasaberlo: no íbamos a ser nosotros los

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culpables de una tragedia.Así que, cuando fracasó la búsqueda

en el barrio, emprendieron el viaje.—¿Viaje? —pregunté yo—. ¿No era

una fuga?—No, ¿por qué nos íbamos a fugar?

Claro que hubiéramos preferidoquedarnos en casa tranquilos, pero algohabía que hacer. Si vos hubieras visto lacara de Isabel ese día pensarías lomismo. Teníamos que ayudarla de algunamanera. A Marcelo se le ocurrió que larespuesta podía tenerla Fernando, queestaba en Bella Vista. Solo que el viajefue difícil. Muy difícil.

—Entonces no estaban de novios, no

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se querían tirar de la cornisa ni sefugaron —dije yo desilusionada—.Nada es como debía ser.

—Es que tenés que aceptarlo —mecontestó— esta no es una historia deamor, es una historia de confusiones. Deconfusiones y de gatos.

Fue un viaje en el que todo saliómal, dijo Carla. Para empezar, elcolectivo: tardó demasiado, y cuandofinalmente llegaron a la estación Retiroel tren que pensaban tomar se había ido.De modo que tuvieron que esperar elsiguiente. Ya para entonces les habíadado sueño, de puro aburrimiento. Y esefue el primer gran problema: el sueño.

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Porque con el traqueteo se quedarondormidos. Ella se despertó cuando eltren acababa de entrar a una estacióndesconocida. Asustada, le preguntó auna mujer si todavía faltaba para BellaVista.

—¿Bella Vista? Huy, querida, sepasaron. Van a tener que tomar el trenpara el otro lado.

Lo sacudió a Marcelo y se bajaron alas apuradas. El lugar se veía bien feo,dice Carla, sucio, lúgubre. Marcelointentó tranquilizarla: se habían pasadounas pocas estaciones, solo tenían quecruzar de andén y esperar el siguientetren. Pronto estarían en Bella Vista. Pero

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en ese momento apareció la banda. Erancinco pibes. Altos, de pelo bien corto ycamperas negras. Grandotes comoroperos. Se pararon en medio del andény les bloquearon el paso.

—Permiso —dijo cauto Marcelo.Pero no se movieron. Uno de ellos

sacó una navaja del bolsillo y empezó apasársela de una mano a la otra.

—Tenemos un problemita —dijoburlón—. Nos quedamos sin guita.Seguramente ustedes nos pueden prestar.

—No tenemos —contestó Marcelo.—Tu noviecita debe tener —se rió

el grandote.A Carla le dio bronca que también

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ese tipo creyera que eran novios, perose dio cuenta de que no era momento deaclararlo. Admite que estaba muerta demiedo: los roperos se veían feroces.Marcelo estaba ahí parado y no hablaba,miraba fijo a los otros, como jugando aquién desviaba primero los ojos. Ellahubiera querido darles el poco dineroque llevaban encima, pero no se decidíaa hablar. Y en ese momento, sin avisoprevio, Marcelo le agarró fuerte la manoy la arrastró. Se escurrieron por unhueco que habían dejado los tipos yvolaron. Eso le parecía a Carla: quevolaban.

—¿Y no los agarraron? —pregunté

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yo.—Trataron, pero la verdad es que

nosotros corríamos más rápido. Lostipos esos eran bien malos, pero estabanbastante gordos. Les faltaba velocidad.

Carla cuenta que mientras corría oíaa su espalda las respiraciones agitadas,los insultos. Que cruzaron el puente queiba hacia el otro andén, justo cuando eltren llegaba. Que sintió un tirón fuerte yse dio cuenta de que le habían arrancadola mochila, pero no se detuvo. Ningunode los dos se detuvo hasta llegar el tren.Subieron de un salto, justo antes que elguarda. En eso, cree Carla, tuvieronsuerte: habían caído precisamente en el

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vagón en que viajaba el guarda, un tipoalto con cara de pocos amigos. Por esoprobablemente los gordos no subierontras ellos. Los vieron por la ventanaparados en el andén, aún agitados,mirándolos con cara de bronca. Ellaquiso decirle a Marcelo que le habíanrobado la mochila, y que no importaba,porque estaban sanos y salvos. Pero nopudo, me explicó, porque tenía un nudoen la garganta que no la dejaba hablar.Viajaron en silencio hasta que Marcelolo rompió para preguntarle si le gustabael café.

—¿Estás loco? —dijo Carla—. Contodo lo que nos pasó y a vos se te da por

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hablar del café.—Por eso —insistió Marcelo—,

pensemos en otra cosa. ¿Te gusta o no?—¿Con leche?—No, solo.—No sé, probé una sola vez. ¿Y a

vos?—A mí sí, pero mis padres no me

dejan tomar si no es con leche. Dicenque el café solo es para grandes, quetengo que esperar por lo menos hasta losquince. ¿No es absurdo? ¡Como sihubiera una edad establecida para elcafé!

—¿Tuviste miedo? —lo interrumpióCarla.

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—Mucho. ¿Y vos?—También.—¿No te tomarías un café? Recién

pasó un vendedor, debe de estar en elvagón de al lado.

—Sí —dijo Carla—, pero no tengomás plata.

Marcelo rebuscó en sus bolsillos ysacó unas monedas.

Se levantó, caminó hacia el siguientevagón y enseguida volvió con los doscafés. Solos. Carla dijo que estaba rico.Y que la hizo sentir más grande.

Tuve que esperar todo el fin desemana para poder seguir oyendo la

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historia. El acuerdo con Carla era quetrabajaba de lunes a viernes, de modoque me pasé sábado y domingoimaginando cómo seguía el asunto. Lesconfieso que aún tenía entonces algunaesperanza de que finalmente seconvirtiera en una historia de amor,aunque hasta ese momento se parecíamás bien a una novela de aventuras. Ellunes, apenas entró, le pedí que avanzarade una vez.

Llegaron a Bella Vista mucho mástarde de lo previsto, me dijo: yaoscurecía. Los datos que tenían sobre laquinta eran un poco vagos, apenas la

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calle y un nombre: «Los Salvajes». Poreso detuvieron a una mujer que iba enbicicleta para preguntarle dóndequedaba.

—¿Los Salvajes? —repitió—.Cruzando, el segundo portón a laderecha. Tengan cuidado.

Todo esto debió haberles dicho algo,pensó después Carla. En primer lugar elnombre y luego la advertencia. Pero no:siguieron caminando y una vez frente ala quinta tocaron el timbre. Primero untimbrazo normal. Nada. Luego uno máslargo, insistente. Nada otra vez.Entonces Marcelo apoyó su dedo en eltimbre y lo dejó allí, varios segundos. Y

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nuevamente, nada. Carla admite que ledio un ataque de mal humor: se empezóa quejar porque Marcelo no habíaconfirmado que Fernando estuviera encasa, porque la había llevado hasta ahíinútilmente, porque habían soportadoese viaje odioso para nada. Él no lecontestó. Se limitó a empujar el portóny, para su propia sorpresa, descubrióque no estaba trabado.

—Entremos —le dijo a Carla—. Talvez Fernando está en el fondo y no oyeel timbre.

Carla dice que mientras entrabantuvo un vago malestar, una sensación deque no debían hacer lo que estaban

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haciendo. Nunca llegó a decirlo: nohabían dado ni cinco pasos dentro de laquinta cuando aparecieron los perrazos.El primero se tiró sobre Marcelo, quecayó de espaldas con un grito ahogado,atinando apenas a cubrirse la cara conlas manos. Espantada, Carla vio cómo elperro le agarraba la pierna con unosdientes descomunales y parecía a puntode devorársela. Levantó la cabezapensando en pedir ayuda, solo para vera la otra bestia que corría a todavelocidad hacia ella. Empezó entonces aretroceder hacia el muro. Cuando se diocuenta de que era una mala decisión yaera tarde: ladrando como un

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endemoniado, el perro la habíaacorralado y no tenía hacia dóndeescapar. En los segundos que siguieron,dice Carla, ella y el perro se miraronfijamente. Pensó muchas cosas en esetiempo corto y a la vez eterno: que elanimal debía tener rabia porque babeabaexageradamente, que ella se iba a hacerpis encima del susto, que esa era unamanera ridicula de morir y que consuerte se desmayaría y no sentiríacuando la bestia se le tirase al cuello.Fue entonces cuando oyó al mono.Claro, pensó que alucinaba: que elmiedo le fabricaba sonidos en sucabeza. Pero no, el mono estaba ahí. Y

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luego llegó el tipo, que gritó con una vozpotente:

—¡Titán! ¡Sultán! ¡Vengan para acá!Las dos bestias obedecieron de

inmediato. Carla sintió que las piernasya no la sostenían y se dejó caer al piso.Recuerda vagamente que el hombre seacercó y que fue su cara y el absurdomono lo último que vio antes dedesmayarse. O tal vez no se desmayó,me dijo, sino que cerró apenas unmomento los ojos para olvidarse de todoeso.

Veinticuatro sándwiches. Doce deatún con mayonesa y doce de jamón y

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queso. Y también bebidas. Me lopidieron así, de sopetón, de una oficinaque está a dos cuadras. Parece queestaban festejando un cumpleaños ydecidieron encargarlos sin previo aviso.Hubiera dicho que no con tal de seguiroyendo la historia, pero no podíaperderme semejante venta. Así quecontesté que por supuesto estarían allíen una hora y cuando corté me di cuentade que no tenía suficiente pan ni fiambrey que una hora era poquísimo. Carla nodudó: llamemos a Marcelo, me dijo,para que nos ayude. Yo ya lo había vistodos veces antes, pero siempre depasada. Esa fue la primera vez que pude

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observarlo con detenimiento. Vino conel pan y el jamón que le encargamos ytodos pusimos manos a la obra. Fue ahícuando noté que la de ellos no era unarelación como cualquier otra. Tenían lafamiliaridad de los hermanos junto conel encanto de los amigos. Mucha miradacómplice, mucho sobrentendido. Sí,ustedes pensarán que soy una románticaperdida, pero eso me dio ilusiones. Talvez ella no me decía toda la verdad.

La casa era chica y estaba muydesordenada, me contó Carla recién a lamañana siguiente, cuando pudimosseguir con la historia. Aún hoy no se

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acuerda bien cómo llegó. Pero ahíestaba, recostada en un sillón, mientrasFernando le revisaba la pierna aMarcelo. Solo unos rasguños, lotranquilizó enseguida, nada parapreocuparse. Entonces les dijo quedescansaran mientras les preparaba un técon tostadas y ella se dedicó a mirar asu alrededor. Era como estar en la casade Indiana Jones, dice. Del techocolgaban sogas a modo de lianas, paraque el mono pudiera balancearse agusto. En el piso, junto a la chimenea,estaba la perra Nela, con sus tresminúsculos cachorros. Sobre una mesahabía una jaula, con la puerta abierta. El

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loro estaba allí, pero posado del lado deafuera. Todo muy extraño.

Mientras tomaban el té, Fernando lessugirió que se quedaran a pasar lanoche: tenía un par de bolsas de dormirque extenderían ahí, en la sala, y al díasiguiente él tenía que ir a Buenos Airesy podía llevarlos en la camioneta. Carladudó sobre la conveniencia de quedarse,con esas bestias dando vueltas afuera,pero solo de pensar en volver a tomar eltren esa noche se sentía enferma. Asíque aceptaron y Fernando los acompañóhasta la despensa para hablar porteléfono a sus casas. Claro, lo quecontaron fueron puras mentiras. Cada

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uno mencionó la casa de un amigo dondesupuestamente se quedarían a dormir.Carla me lo explicó con tono resignado.¿Qué iban a decir? ¿Que estaban en unaquinta con animales salvajes y un tipomedio raro? No, no había otra salidaque mentir. Pero fue ahí cuandorealmente se complicaron las cosas.

—Los padres se preocupandemasiado cuando uno tiene doce años,¿no te parece?

—No sé —le dije—, hace muchoque no tengo doce años.

—Es así —insistió—, se ponennerviosos porque uno crece. Seimaginan cosas que no existen.

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—Pero a ustedes se les fue la mano—dije—, esa vez les dieron motivos. Yotambién me hubiera puesto nerviosa ensu lugar.

Carla movió la cabeza, comodudando.

—Bueno, puede ser —contestó—,pero no era para tanto.

Esa noche —siguió contándomeCarla— fue divertida. Pese a suextravagancia, Fernando resultó un tipoagradable. Preparó un asado, y mientrasesperaban que se cocinara les enseñó areconocer el sonido de las aves en laoscuridad y les mostró lasconstelaciones con un telescopio. Luego

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hablaron de la desaparición de Molestoy la solución se les apareció sencillafrente a sus ojos. Se sintieron optimistasaquella noche, seguros de que habría unfinal feliz.

Carla dice que se fue a la camapensando que no iba a poder dormirsecon tantos animales a su alrededor. Peroapenas cerró los ojos cayó en un sueñoprofundo del que despertó con laagradable sensación de haber volado.

Salieron demasiado tarde, dijoCarla. Fernando se entretuvo primerocortando el césped y luego tuvo quemeter las manos en el motor de la

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camioneta, que se negaba a arrancar. Yno fue precisamente un viaje de placer:el mono iba con ellos y le tiraba delpelo a Carla a cada rato. Pero al fin y alcabo llegaron. Claro que ahí empezaronotros problemas.

La idea de Fernando había sidobuscar a los gatos en los balcones o enla terraza de su antiguo edificio, adondesuponía que Molesto debía haber vueltoen su eterna espera de Matilde. Tocó eltimbre en el 7º B, donde vivía unaamiga, pero no había nadie. Y,extrañamente, no quiso tocar en otrospisos. Dio algunas excusas vagas, peroel motivo se hizo evidente minutos

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después, dice Carla, cuando llegó unamujer. Era una señora mayor, que sedispuso a abrir la puerta con su llave.Marcelo estaba a punto de abordarlapara pedirle que los dejara pasar,cuando ella se dio vuelta y los miró. Ahíempezaron los gritos.

—¿Gritos? ¿Hubo una pelea? —pregunté yo. Eso me encendió una luz:era la escena que me había descripto elCabezón y que se había negado aexplicarme Fernando.

—Sí. Ahí empezamos a entender loque pasaba en ese lugar.

Al parecer, la mujer odiaba aFernando más que a nadie en el mundo.

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Y al verlo ahí, pensó que pretendíavolver a vivir en el edificio. Por eso losgritos: fuera de sí, la señora juraba quenunca le permitiría regresar con sussucios y ruidosos animales. En suexaltación también se la agarró conCarla y Marcelo, creyendo quepretendían vivir con él y sus mascotas.

—Nos amenazó con llamar a lapolicía y hacernos encerrar en unreformatorio —se rió Carla—. Fernandose interpuso entre ella y nosotros eintentó explicarle que no teníamos nadaque ver, pero no quería oír, estaba comoloca.

Cuando finalmente la mujer entró,

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decidieron que era mejor alejarse unrato. Si efectivamente llamaba a lapolicía, las cosas podrían complicarse.Fue entonces cuando Fernando seacordó de Javier, un amigo que vivía enuno de los departamentos de al lado. Lepidió que ayudara a los chicos, ya queconocía alguna gente en el otro edificio.No mucho después se volvió a la quinta.

—¿Por qué se fue? —pregunté yo.—Dijo que estaba ocupado. Pero, la

verdad, creo que tenía miedo. Creo quesus viejos vecinos lo aterrorizan.

Yo quería que Carla terminara decontarme la historia ese mismo día.

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Estaba dispuesta a no atender a nadiemás en el kiosco con tal de oír el final.Pero cuando íbamos por la mejor parte,apareció la madre. El horario de Carlahabía terminado hacía un buen rato yestábamos comiendo unos sándwichescomo almuerzo. La madre miró a sualrededor, puso una cara extraña y lainvitó al cine. Creo que en realidadquería curiosear el lugar y tal vez a mí.Carla me había dicho que sus padres noestaban de acuerdo con el asunto deltrabajo: decían que era muy chica y queaún no hacía falta que ganara su dinero.Mi sensación es que ella queríademostrarles que era lo suficientemente

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grande y madura como para tener untrabajo de verano, y no una chiquilinairresponsable, como ellos parecíanhaber creído. A su vez, los padreshabían terminado aceptando porquequerían mostrarle que erancomprensivos y que no era necesariomentirles, como ella parecía habercreído. De modo que ahí todos queríandemostrarse cosas y a mí me dejaron sinel final de la historia hasta el díasiguiente.

Javier era muy amable, me contóCarla cuando retomó el relato, perodespués de bajar y subir varias veces

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para tocar timbres en el edificio de allado pareció cansarse de todo el asunto.Es que esa noche nadie estaba en sucasa. La gran idea se le ocurrió aMarcelo en una de las tantas veces quebajaron: miró hacia arriba y se diocuenta de que los dos edificios tenían lamisma altura. Así dicho, parece unapavada. Pero no lo era: si tenían lamisma altura tal vez sus terrazas estabanjuntas. Eso fue lo que dijo Marcelo: porqué no subir a la terraza de Javier y versi desde allí podían observar la otra. AJavier le pareció bien. Tal vez, piensaCarla, era una manera de sacárselos deencima. De modo que les dio las llaves

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y dejó que fueran por su cuenta.Cuando entraron creyeron

sinceramente que habían llegado al finaldel camino. Todo resultó a pedir deboca. Efectivamente la otra terrazaestaba a la misma altura, separada poruna reja, pero lo mejor no era eso. Lomejor era que casi enseguida vieron aMolesto. Ahí estaba, lamiéndosetranquilamente las patas, como si notuviera nada que ver con el caosgenerado. Marcelo y Carla se abrazaronde felices que estaban.

—No entiendo —dije yo—.¿Entonces por qué salió todo tan mal?

—Por la reja. Ahí nos dimos cuenta

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de que no teníamos cómo llegar aMolesto: la reja que separaba las dosterrazas era altísima y tenía púas en losextremos.

Le dieron varias vueltas al asunto,pero no había manera de atravesarla.Entonces surgió la idea de caminar porla cornisa. Así de sencillo.

—No pongas esa cara —me dijoCarla—. No es tan delirante comoparece. Sé que desde la calle la cornisase ve pequeña, pero vista de cerca esdiferente: debe tener más de un metro deancho. Bastaba con pasar la baranda,que era baja, y caminar hasta la otraterraza. Facilísimo.

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Ella se quedó mientras era Marceloel que recorría la cornisa. Por susexclamaciones de alegría supo que lascosas no podían salir mejor: en la otraterraza también estaba Melina. Marcelotomó un gato con cada mano y sedispuso a volver. Pero claro, no seanimaba. Una cosa era caminar por lacornisa solo y tranquilo y otra muydistinta era hacerlo con dos gatos que seagitaban en sus brazos. La solución se leocurrió a Carla.

—La idea era así —me contó—: Yotambién debía avanzar un poco por lacornisa. Marcelo tomaba uno de losgatos, se acercaba unos pasos y me lo

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pasaba. Yo lo depositaba en la terraza yhacíamos lo mismo con el otro. De esamanera, ninguno caminaba con los dosgatos en brazos. Pero cuandoempezamos a hacerlo todo se arruinó.

—¿Por qué?—Oímos ruido y miramos hacia

abajo. Y lo vimos.—¿Qué vieron?—A un millón de personas. Se veían

como hormiguitas ahí abajo, todos conla cabeza tirada hacia atrás, mirándonosa nosotros. Marcelo dijo: «Ahora sí quesonamos». Y, lamentablemente, teníarazón.

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Parece mentira, pero cuandoestábamos en la mejor parte se aparecióClori en el kiosco. Más inoportuna nopodía ser. Quería unos caramelos parala garganta y se pasó como diez minutoseligiendo, que si los de mentol o los dementa con naranja. Cuando estaba porirse, vio a Carla.

—Joven tu empleada… —me dijocon evidente tono crítico.

—Es solo por el verano —aclaré—,hasta que empiecen las clases.

—¿No nos vimos en algún lado? —le preguntó entonces a ella, frunciendoel ceño.

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Les confieso que me preocupó.Hubiese sido una verdadera catástrofeque Clori se diese cuenta de que Carlaera Julieta.

—No creo —le respondió muysegura—. Yo sí la vi a usted, en latelevisión.

Clori sonrió.—Ah, sí, me entrevistaron muchas

veces para hablar de esos chicos,Romeo y Julieta. ¿Conocés la historia?

—No demasiado. Solo lo que vi enla tele.

—Tenés que venir un día al almacény te la cuento —la invitó.

—Claro —sonrió Carla—. Me

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encantaría. Cualquiera de estos díaspaso.

Yo respiré aliviada.

La primera reacción, siguiócontando Carla después, fue bajarse dela cornisa. Pero no llegaron a dar nisiquiera dos pasos cuando un grito losdetuvo.

—¿De quién? —pregunté yo.—De un tipo que se llamaba

Piedrabuena.—Ah, el bombero.—Sí, claro, todos sabían que era

bombero menos nosotros. Porque el tipono tenía uniforme, ni gorro, ni manguera.

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¿Cómo íbamos a saber que erabombero? Ese Piedrabuena se paró ahí ynos dijo: «No se muevan».

—¿Y qué pensaron?—Que era un loco.—¿Un loco?—Sí, un loco que quería evitar que

nos bajáramos. Nos dio miedo. Tené encuenta que estábamos parados en unacornisa: ¿y si al tipo se le daba porempujarnos? Decidimos quedarnosquietitos y seguirle la corriente. Porquedicen que a los locos hay que seguirlesla corriente. Entonces él empezó a decirdisparates.

—¿Cómo disparates?

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—Sí, dijo algo sobre que hay quecomer verdura.

—¿Qué?—Bueno, al menos eso entendimos:

se oía bastante mal con el ruido quevenía de la calle. Pero estoy segura deque fue algo sobre la verdura.

En ese momento me acordé deCarlitos: «No cometan una locura»,había dicho.

—¿Y vos qué contestaste? —pregunté.

—Solo papa.—¿Solo papa?—Sí, porque a mí no me gustan ni la

lechuga, ni la acelga, ni la espinaca…

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Siempre discuto con mi mamá por eso.La cuestión es que como había queseguirle la corriente, le dije que yocomo únicamente papa. Y el tipo mesale con que le dé el nombre y elteléfono de mi padre para ir a buscarlo.Por supuesto que le grité que no, que deninguna manera, porque si venía mi papáme mataba. Entonces este Piedrabuenase puso mal.

—¿Por qué mal?—No sé, era muy raro, a cada rato el

hombre parecía tener un ataque deangustia. Sobre todo cada vez quenosotros nos movíamos para bajar. Nosdijo que no hiciéramos nada, que había

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mucho tiempo. ¡Imagínate! Eran comolas nueve de la noche, teníamos querescatar a los gatos, en mi casa me ibana matar por llegar tarde y este tipo salíacon que había tiempo. Le dije que no,que ya era tarde. Y otra vez parecióangustiarse. Entonces, para calmarlo,quise explicarle el asunto de los gatos.Le conté que estábamos ahí por Melina yMolesto. ¿Y sabés lo que me contestó?

—¿Qué?—¡Que me olvidara de Melina! A mí

se me ocurrió que tal vez él queríaquedarse con la gata de Isabel y le dijeque de ninguna manera, que yo estabaahí por Melina. Lo único que faltaba era

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que nos robaran la gata. Pero creeme, eltipo era verdaderamente extraño.

—¿Qué hizo?—Se me acercó para estrecharme la

mano. Yo pensé que al fin y al cabo sequería hacer amigo, así que le di lamano y le dije «Mucho gusto, Carla». ¡Yahí se puso a llorar!

—¿A llorar?—Sí, se le caían las lágrimas. La

verdad es que a esa altura ya me diopena. Se ve que el tipo no pasaba por unbuen momento. Entonces le pregunté silo podía ayudar en algo. Eso fue lo másinsólito: me pidió que nos bajáramos. ¡Yera lo que estábamos tratando de hacer

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todo ese tiempo!—Ahí terminó todo.—No. Aparecieron un montón de

bomberos que estaban escondidos y nosdieron unas sogas. Francamente, nohacía falta, porque podíamos caminarsin problemas. Pero, para darles elgusto, nos agarramos. Y cuandobajamos, ¡se nos tiraron encima!

—¿Cómo encima?—Sí, casi nos ahogan. Te digo que

esa noche toda la gente actuaba de unamanera muy extraña.

Carla cree sinceramente que esosdos médicos que subieron a la terraza no

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eran médicos de verdad, sinoimpostores que se pusieron unguardapolvo. Porque se comportaron deun modo que no duda en calificar deridículo. Ella y Marcelo les explicaronde entrada que no hacía ninguna faltaque los examinaran porque gozaban deuna excelente salud. Pero como los tiposinsistieron tanto, decidieron aceptar.Suponían que les iban a tomar el pulso omirar la garganta, como hace un médicocualquiera, pero no. Empezaron ahacerles un montón de preguntas raras:cómo se llevaban con sus padres, siestaban tristes, si tenían ganas dellorar…

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—Puras pavadas —me explicó— ynadie quería ocuparse de lo únicoimportante: rescatar a los gatos. Yo creoque en el fondo al tipo del guardapolvole divertía la idea de la cornisa.

—¿Cómo que le divertía?—Sí, nos preguntó mil veces si

habíamos tenido miedo, cómo nossentimos allí. Para mí que él tenía ganasde subirse. La cornisa lo tentaba.Nosotros se lo desaconsejamos: sí, erabastante divertido, pero se armabademasiado lío.

Y aún faltaban los padres. Hastaellos, dice Carla, se mostraron raros esanoche. Demasiado amables, demasiado

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comprensivos. Con Marcelo habíanestado imaginando lo que les esperaba:un buen reto, un castigo, que les anularanlas salidas por una semana. Algo así.Sin embargo, los padres los miraban conesa sonrisa falsa y no decían nada. Talvez jamás les creyeron. Aunque lesexplicaron mil veces el asunto de losgatos y de Isabel, la desconfianza nuncase les fue de los ojos. Insistían enrelacionar el viaje y la cornisa con elasunto del secundario.

—¿Qué asunto? —pregunté.—En esos días estábamos

decidiendo a qué secundario iríamos.Nosotros queríamos seguir juntos en la

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misma escuela, pero mis padres queríanmandarme a otra. Decían que era mejor.Pero eso no tenía nada que ver con losgatos, claro.

Las dos familias, sin embargo,insistían en la idea de que habíanquerido fugarse porque estabanpreocupados por el futuro. El peor fue elpadre de Marcelo: con todo lo quedijeron la televisión y los diarios, nuncamás se sacó de la cabeza que erannovios. Pero a fin de cuentas, sostieneCarla, tal vez el escándalo tuvo unefecto positivo. La cuestión delsecundario se resolvió sin más peleas. Yahora, cada tanto, hasta los dejan tomar

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un café. Solo.—Quizá todos cambiamos un poco

—me dijo—. Hasta nosotros.—¿En qué sentido? —pregunté.—No es lo que estás pensando —

replicó adivinando la intención en misojos—. No hay historia de amor. Peroestamos un poco distintos. Más grandes,creo.

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13. Marcelo

Es tímido, pensé la primera vezque lo vi. Después me di cuenta de queera una falsa impresión. Marcelo es delos que estudian bien una situación antesde decir una palabra. Puede pareceringenuo, pero en realidad es audaz yprovocador. Y, como descubrí días mástarde, es capaz de mentir sin que lodelate un solo gesto de su inocente cara.

Ese martes del que les quiero hablar

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nos habíamos atrasado con lossándwiches: no estaban aún envueltoscuando Marcelo llegó a buscarlos. Poreso encadenó su bicicleta al poste de laluz y se sentó pacientemente a esperar.Carla terminaba de hacer los paquetes atoda velocidad mientras yo atendía a uncliente. Le estaba dando el vueltocuando vi aproximarse desde la esquinaal periodista narigón.

—Miren —les dije a ellos—. Ese esel periodista que está escribiendo sobreustedes.

Los dos se asomaron, interesados. Eltipo venía hacia el kiosco.

—¿Y si le decimos la verdad? —

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preguntó Carla.Marcelo la miró extrañado.—¿La verdad?—Bueno, una parte al menos. Así no

escribe tantas pavadas.Marcelo sacó una moneda de su

bolsillo.—Si sale cara, decimos la verdad

—dijo mientras la tiraba al aire.La moneda subió casi hasta tocar el

techo y cuando caía Marcelo la atrapóen el aire, entre sus dos manos. Lasabrió lentamente.

—Cruz —dijo en el momento en queel narigón llegaba.

El tipo entró y echó una mirada a

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todos.—Buenas tardes —saludó mientras

se acomodaba en uno de mis nuevostaburetes.

Yo le sonreí.—Hace mucho que no nos veíamos.

¿Todavía trabajando?—En realidad vengo a despedirme

—me contestó—. Ya terminé el informe.Pensé en pasar a saludarte y, de paso,comerme un especial de atún.

Mientras le servía el sándwich vique los chicos lo miraban sin ningúndisimulo.

—¿Usted es el periodista que estáhaciendo una investigación en el barrio?

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—le preguntó Marcelo haciéndose eltonto.

—Sí —sonrió el narigón—. Pero yala terminé. Podrán leerla el próximodomingo. Y les aconsejo que no se lapierdan. Va a ser un informe especial:toda la verdad sobre la historia deRomeo y Julieta.

—¿Y cuál es la verdad? —preguntóMarcelo.

—No me gusta adelantarme —dijoel periodista mientras le daba unmordisco al sándwich—. Va a ser mejorque lo lean.

—Cuéntenos algo —pidió Carla—,algún detalle.

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El tipo se limpió la boca con unaservilleta y suspiró.

—Bueno —aceptó—. Les voy adecir algo: la fuga de los chicos de laque todos hablaron en realidad nunca seconcretó. Es cierto que el muchachoplaneaba irse con la chica a Bella Vista,para escapar de la presión de lospadres, pero no lo hicieron.

—¿Por qué? —preguntó Carla.—Porque alguien se interpuso. Y ese

es el verdadero nudo de la historia queyo descubrí.

Era evidente que el narigón no podíarefrenarse. Es de esas personas a las quele encanta hablar de sí mismas. Ya

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estaba dispuesto a decir todo.—Qué interesante —lo alentó

Marcelo—. Cuéntenos, ¿quién seinterpuso?

—Había otra chica que lo estabarondando a Romeo en esos días. Unarubia. Una mañana, todos en la escuelavieron que él se robaba una flor. Julieta,que ya estaba celosa, creyó que era parala otra chica. Fue por eso que se subió ala cornisa: por celos.

—¿Por celos? —preguntó Carlaconteniendo la risa—. ¿Y quién era laotra?

—Este dato aún no lo sabe nadie: sellama Melina.

Page 218: cafe solo movil

—¿¿Melina??El narigón advirtió la sorpresa en el

tono de Marcelo.—¿Qué? —preguntó—, ¿la conocés?—Bueno —dijo Marcelo muy serio

—, conozco a una Melina que vive cercade acá. Creo que podría ser ella. Sí,probablemente sea ella.

El periodista sacó rápidamente suanotador y una birome.

—¿Y cómo es? —preguntó.Marcelo se quedó pensando.—Tiene una onda… digamos, felina.—¿Felina? —el narigón estaba cada

vez más interesado—. ¿Qué querésdecir, sexy?

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—Se podría decir, sí.—¿Podrías describirla? ¿Cómo es

su pelo?—Claro, muy claro. Y suele usar una

cinta roja en el cuello.—Ajá —el periodista escribía a

toda velocidad—. Una cinta roja. Muyatrevida. Sí, sí, todo concuerda… ¿Y teparece que ella puede haber seducido almuchacho?

—Tanto no sé —dijo Marcelo—, aél no lo conozco. Pero sería posible:ella es muy especial.

—¿Y estará enamorada de Romeo?—Creo que no —dijo Marcelo

bajando la voz—. Me parece que en

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verdad Melina quiere a otro.—¿Ah, sí? ¿A quién?—A un tipo que nunca quiere estar

quieto. Un tipo muy audaz, que ama lalibertad: no le gusta sentirse encerrado.

—Tal vez por eso ella, sintiéndosedespreciada, se acercó a Romeo —dijomuy serio el periodista—. Fue cuandoJulieta se sintió celosa y subió a lacornisa. Y Romeo la siguió. Lo que yodescubrí es que allí se produjo unextraño fenómeno.

—¿Qué fenómeno?—Ellos, asustados por lo que

pasaba, sufrieron un bloqueo mental ynegaron la realidad. Nunca tomaron

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conciencia del peligro real que corríanen la cornisa. Por eso fue tan difícilhacerlos bajar. En ese estado de shock,se preocupaban por unos gatos.

—¿Gatos? —la palabra sobresaltó aMarcelo—. ¿Qué gatos?

—Unos gatos callejeros, queandaban por allí. Lo interesante es queen lugar de preocuparse porque estabanponiendo sus vidas en riesgo, hablabande unos gatos. Negar el peligro para nosufrir: es una reacción frecuente.

—¿En serio?—Sí. Ahora ya saben —dijo el

narigón con evidente orgullo—. Esa esla verdad sobre Romeo y Julieta. Por

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supuesto, se darán cuenta de que merefiero a ellos así para no revelar susverdaderos nombres.

—¿Usted conoce sus nombres? —preguntó Carla.

—Claro —dijo el narigón—, perono voy a publicarlos. Quiero que puedanvivir sus vidas en paz.

—Bien dicho —intervine yo—, asíse hace. Dejemos vivir a Romeo yJulieta.

El tipo terminó su sándwich yguardó el anotador.

—Fue un placer —dijo comodespedida—. No dejen de leer la nota.

—No nos la perderíamos por nada

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del mundo —le contestó Marcelo.

Fue la última vez que lo vimos: nossaludó cortésmente, a uno por uno, y sefue con paso lento, como cansado.Entonces le pregunté a Marcelo quéhubiera hecho si la moneda caía del ladode la cara.

—Le habría dicho que Romeo yJulieta nunca estuvieron enamorados —me contestó.

—No te habría creído —dije yo.—No —coincidió Carla—. Fue

mejor así. Ahora va a poder escribir unalinda historia.

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14. Clorinda

Se me había acabado la mayonesa.Por eso me hice una escapada hasta lode Clori, que me queda apenas a doscuadras. Ya sé que es más caro, peroestaba apurada. Al cuidado del kioscoquedó Marcelo, que reemplazaba aCarla por unos días. Ella se había ido aMar del Plata con sus padres.

Mientras esperaba que me cobrara,vi el artículo del diario doblado junto a

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la caja registradora. La nota del narigón.Todo el barrio la había leído, releído ydiscutido en esos días.

—¿Ya la leíste? —pregunté, como sino supiera la respuesta.

—Sí —suspiró Clori—. Unapérdida de tiempo. Dice puras mentiras.

—¿Para vos todo lo que cuenta esfalso?

—Por supuesto. Es que esemuchacho se creyó cualquier cosa. Esopasa por ir a preguntarle a quien nosabe.

Obviamente, se refería a la señoraChan, pero preferí ignorar elcomentario.

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—Yo tengo un dato nuevo —agregóbajando la voz.

—¿Sí? ¿De qué se trata?Clori puso cara de misterio y se me

acercó un poco más.—Se la llevaron —susurró.—¿A quién?—A Julieta, claro.—No entiendo. ¿Quién se la llevó?

¿Adónde?—Los padres. La llevaron de viaje,

a Europa, creo. Es para separarla de él.—¿En serio? —pregunté mientras

pensaba que en ese momento Carladebía estar tomando sol en alguna playa—. ¿Otra vez quieren separarlos?

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Clori suspiró.—Es el destino trágico de estos

chicos. Se interponen entre ellos,intentan quebrar ese amor tan intensoque los une. Habría que hacer algo poresos pobres enamorados.

Pensé que lo único que les faltaba aCarla y a Marcelo era que Clori semetiera en sus vidas.

—El destino es el destino —dije—.Uno no puede cambiarlo.

—Tenés razón, muy sabias tuspalabras —me contestó solemne y mecobró tres con ochenta y cinco por elfrasco chico de mayonesa. Un robo, laverdad.

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Ahora, mientras les cuento esto,siento que los extraño. A fin del veranodejaron el trabajo en el kiosco y desdeentonces los veo poco. Cada tantovienen a saludarme, pero desde queestán en el secundario tienen menostiempo. A Marcelo suelo verlo pasar enbicicleta.

—¡Adiós, Romeo! —le grito aveces.

Él se ríe y hace sonar su bocina.Ya sé, a ustedes les gustaría saber

qué pasó entre ellos. Pues nada,siguieron amigos. Como siempre. Hubogente que llegó a identificarlos comoRomeo y Julieta y hasta los pararon en

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la calle para preguntarles cuál era laverdad. Ellos nunca quisieron hablar deltema. A veces negaban rotundamente serlos protagonistas. Otras optaban por elsilencio: que cada cual pensara lo quequisiera.

La historia que escribió el narigón,con sus ingredientes de celos y drama,despertó mucho interés aquí. ¿Entonceses esa la verdad?, se preguntaronalgunos en aquellos días. Sí, asegurabanotros que nada sabían y volvían acontarla agregando detalles de su propiacosecha. Después, sin embargo, tambiénesa versión fue olvidada. O mezcladacon las otras hasta hacer una especie de

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guiso de historias. Es que se dijerontantas cosas sobre este tema, que verdady mentira terminaron por confundirse enel barrio. Hasta para mi: algunas vecesyo misma llegué a dudar de la verdad.Hubo días en que pensé que en realidadel romance existía, pero ellos,entrenados en el arte del ocultamiento,habían logrado engañarme incluso a mí.Quién sabe.

Ahora que pasó el tiempo, sinembargo, puedo decir que la versión queal fin se impuso en el barrio fue la deClori. A Carla y Marcelo esa historiales sigue pareciendo muy graciosa. Cadatanto vienen a verme, se sientan en mis

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taburetes altos y hablan del narigón, deClori y de todas las mentiras que secontaron. Yo ya nunca les pregunto sihubo algo más, algún secreto que no medijeran. Me gusta simplemente oírloshablar y reírse. Antes de sentarnos,siempre les sirvo un café. Solo, porsupuesto.

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ANDREA FERRARI (Buenos Aires1931). Es traductora literaria de ingles,aunque se desarrollo profesionalmenteen el periodismo. En España, recibió elPremio El Barco de Vapor en 2003 porsu novela El complot de las Flores, y elPremio Jaén de Narrativa Juvenil por Elcamino de Sherlock en 2007. Otros

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títulos son El hombre que queríarecordar, Aunque diga fresas y Eldiamante oscuro.