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LA NARRACIÓN BREVE DE PUNO APUNTES PARA UN ESTUDIO SISTEMÁTICO DEL CUENTO PUNEÑO Por: Feliciano Padilla

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LA NARRACIÓN BREVE DE PUNO APUNTES PARA UN ESTUDIO SISTEMÁTICO DEL

CUENTO PUNEÑO

Por: Feliciano Padilla

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CONTEN IDO Pág.

Presentación 4

CAPÍTULO I: La literatura oral 8

1.1. Generalidades 8 1.2. Características de la literatura oral 11 1.3. Principales especies vigentes de la literatura oral altiplánica 13 1.4. Articulación de la oralidad y la literatura escrita 15 1.5. Algunas recopilaciones de la literatura oral altiplánica 17 Acero Ppatjata 17 Khapía Kota 19 Kota Anchancho 22

El zorro y la wallata 24 El zorro y el cóndor 26 El origen del lago Titicaca 28 Del zorro y el cuy 30 CAPÍTULO II: La narrativa escrita 34 2.1. La narrativa puneña de la etapa de iniciación 34 2.1.1. Alberto Rivarola y Miranda 38 A la descuidada se clavan las banderillas 39 2.1.2. Emilio Romero Padilla 44 Balseros del Titicaca 52 2.1.3. Román Saavedra: Eustaquio Kallata 58 Estepa en llamas 59 2.1.4. Mateo Jaika 69 Los pescadores del Titicaca 70 2.1.5. Vicente Achata Vargas 77 El trompo 77 2.2. La narrativa puneña de la etapa de consolidación 80 2.2.1. Omar Aramayo 81 Los mil días 82 2.2.2. Luis Gallegos 87 El cojudiómetro 91 2.2.3. Jorge Flórez-Áybar 96 En un rincón de la tierra 99 2.2.4. Feliciano Padilla 110 Réquiem por Amadeus 115 2.2.5. Zelideth Chávez Cuentas 120 La Merciquita 122 2.2.6. Jovin Valdez 129 Aniquilina 130 2.2.7. Waldo Vera 144 Felipe II 146

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2.3. Los narradores de fin de siglo 149 2.3.1. Elard Serruto Dancuart 150 Refugio de arena 152 2.3.2. Adrián Cáceres Ortega 156 El cangrejo 161 2.3.3. Vladimiro Centeno 173 Aguardando la noche 180 2.3.4. Édward Huamán Frisancho 183 El beso de la muerte 185 2.3.5. Christian Reynoso Torres 192 Una larga espera 192

Bibliografía básica 197 Obras citadas 202 Revistas puneñas consultadas 209

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PRESENTACIÓN

La convocatoria al Concurso “EL AUTOR DE CREACIÓN LITERARIA EN LA

MACRORREGIÓN SUR” , que busca identificar a los autores de cada región y recopilar las obras,

en todos los géneros literarios posibles, que hayan sido publicados o no en los Departamentos de

Cusco, Puno, Arequipa, Tacna, Moquegua y Apurímac, nos impone la tarea de revisar, corregir y

ampliar los materiales de un trabajo anterior relacionado con la literatura puneña, elaborado en más

veinticinco años de investigación. El tiempo con que se cuenta para preparar un libro general, como

quisiera el autor, es cortísimo. Por esta razón, se opta por llamar la atención de los miembros del

Jurado y de los lectores, sobre la narración breve de Puno, dejando para otra oportunidad lo

concerniente a la poesía.

Hacer una selección literaria de lo mejor que ha producido Puno en narrativa es muy complejo,

cuando no, riesgoso. Los criterios de selección varían de un antólogo a otro. No obstante ello, siempre

se impone la calidad, aunque este concepto, también, puede ser relativo; por cuanto, lo que tiene

calidad para uno, pueda que no lo tenga para otro. Se impone decir algo más en este preámbulo:

Sucede que en una antología están varios que no deberían estar y no están otros que deberían. Ése es

el riesgo que cargo sobre mi responsabilidad. La ausencia de los que merecen y no están es por falta

de materiales en mi biblioteca y en las que he consultado y revisado durante el período de recolección

de datos. Sin embargo, los críticos, especialistas; en fin, los lectores en general, coincidirán conmigo

en que en este libro está todo lo mejor que ha producido Puno.

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La obra es una selección y no la historia de la literatura puneña que, con seguridad, debe estar

escribiéndose, en este momento, por parte de algún estudioso. Si fuera historia aparecerían los cientos

de nombres que están consignados en otros trabajos y habrían sido agrupados por escuelas,

tendencias o de modo generacional. Pero, el lector advertirá que no es así. Lo mío es una antología

comentada; por eso no están todos los nombres que aparecen en “El Cuento Puneño” de José

Portugal Catacora, o en la Antología de Narrativa del Dr. Samuel Frisancho Pineda, principalmente.

Los intelectuales que han elaborado antologías con criterio de selección son José Luis Ayala y

Édwin Tito Quispe, de quienes se da cuenta en el contenido de este libro y en la bibliografía.

El presente trabajo aborda la narrativa puneña en sus dos vertientes: oral y escrita. La literatura

oral altiplánica es muy rica. Se aborda ese tema en la primera parte; primero, sentando posición

teórica acerca de la oralidad y; en segundo lugar, presentando una muestra de 4 ó 5 textos, solamente,

debido al poco espacio que el proyecto preveía para este tópico. Soy consciente de que hay un

material exuberante sobre literatura oral. Conozco la literatura oral que han recopilado,

sucesivamente, José Portugal Catacora, Samuel Miranda, Héctor Estrada Serrano, Julián Palacios,

Jorge Aguilar, Samuel Frisancho, José Luis Ayala, Víctor Ochoa Villanueva, Crónwell Jara, Cecilia

Granadino, Marcelino Villagra Cruz, Dionicio Condori, Édwin Tito y otros. No obstante este

riquísimo material, sólo se ha seleccionado pocos textos, debido a que el propósito del proyecto es

centrar el trabajo en la literatura escrita.

Por otra parte, este libro delimita su objetivo solamente a narración breve; particularmente, al

relato y cuento. La novela no ha sido abordada en esta obra: primero, porque ya existe un ensayo

literario con el título de “La novela puneña en el siglo XX”, de Jorge Flórez-Áybar y; segundo, por la

inconveniencia de presentar solamente fragmentos. Jorge Flórez-Áybar descubrió hasta 32 ó 33

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novelas escritas por puneños durante todo el siglo XX; específicamente hasta 1998, año en que se

publica aquel ensayo en la Editorial Sagitario de La Paz – Bolivia. Pero, luego aparecen otras novelas

como “Más allá de las nubes”, de Jorge Flórez-Áybar; “Las plagas y el olvido”, de Luis Gallegos;

“Las Leyendas del Ekeko”, de Omar Aramayo; “Por qué lloras Candelaria”, de Zelideth Chávez;

“Caserío”, de Miguel Cáceres Calvo y; “Cábala para Inmigrantes”, de José Luis Ayala, cuya primera

novela es “Wancho Lima”. En el año 2005 se han registrado otras publicaciones de novelas: Te es

esperaré en el cielo, de Fidel Mendoza y; El coronel de la espada virgen, de Luis Gallegos; ésta

última basada en la vida y andanzas del coronel Angelino Lizares Quiñónez. Se sabe que Omar

Herrera y Hugo Bonet, también, han publicado sendas novelas recreando la vida de este coronel y

sanguinario gamonal.

La narrativa puneña es menos pródiga que la poesía. A eso se debe la poca cantidad de

narradores antologados. La narrativa ha sido dividida en dos etapas o fases: etapa de la iniciación y

etapa de la consolidación. Se llama período de iniciación no para subestimar o desdeñar la narrativa

de aquel tiempo que, dicho sea de paso, fue de gran calidad, sino, sólo para destacar que con esos

grandes escritores comienza la verdadera narración breve de Puno. En cuanto a lo segundo, porque

esta narrativa tiene la virtud de haber ganado un espacio en la historia de la narrativa peruana y,

andina, en particular. De la etapa de la iniciación hemos podido rescatar a Alberto Rivarola y

Miranda, Emilio Romero Padilla, Román Saavedra (Eustaquio Kallata), Mateo Jaika y Vicente

Achata Vargas. De la fase de consolidación se tiene a Omar Aramayo, Luis Gallegos, Jorge Flórez-

Áybar, Feliciano Padilla, Zelideth Chávez, Jovin Valdez y Waldo Vera Béjar.

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De los llamados “Narradores de fin de siglo” se ha antologado cuentos de Elard Serruto

Dancuart, Adrián Miguel Cáceres Ortega, Bladimiro Centeno, Édward Huamán Frisancho y

Christian Reynoso Torres.

Ésta es la antología que se ha preparado. Como toda propuesta o acto humano es probable que

divida la opinión de las personas. Es el riesgo que se corre; pero, nadie podrá negar que es la primera

vez que se hace una antología comentada de narración breve, cuyo criterio de selección es la calidad

de los textos.

Puno, febrero del 2006.

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APUNTES PARA UN ESTUDIO SISTÉMICO DEL CUENTO PUNEÑO

La narrativa puneña, tal como la narrativa andina en general, se desarrolla bajo dos

modalidades o vertientes: oral y escrita.

CAPÍTULO I

LA LITERATURA ORAL

1.1. GENERALIDADES:

Se entiende la oralidad como un fenómeno sociocultural que registra e influye a la

vez, en una determinada concepción del mundo y sistema de valores concernientes a un

grupo étnico. La oralidad, además, interviene substancialmente en los procesos de

adquisición, preservación y difusión del conocimiento. Toda oralidad está en

correspondencia con una racionalidad; vale decir, con una forma de conceptuar y

representar el mundo. Por eso, Bronislaw Malinowski desautorizó cualquier análisis textual

e interpretación del mito que no tuviera en cuenta su función y conceptualización al

interior de la comunidad.

“¿Cómo se decía “oralidad” en quechua precolonial? Desde la perspectiva de las

sociedades americanas que solemos calificar de orales al sistema de comunicación

elaborado a lo largo de su historia -rico repertorio de medios y códigos expresivos que

apuntaban a todos los sentidos de percepción- no sufría ninguna ‘deficiencia’. Nada ciegas

ni ágrafas, esas sociedades (que dejaron magníficos testimonios de sus capacidades

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gráficas y plásticas) prescindieron, simplemente, de rendir culto especial a la notación

gráfica de su discurso. La reproducción constante de la sociedad garantizaba –mejor que

cualquier soporte gráfico- la reproducción discursiva gracias a la memoria colectiva del

conjunto de sus prácticas semióticas. Al instalarse, con la conquista, el grafocentrismo

europeo en la cúpula del poder continental, los sistemas de comunicación autóctonos,

marginados por el nuevo poder recién adquirieron la deficiencia o el hándicap que parece

caracterizarlos ahora (...) Su recuperación, estudio, conocimiento, forma parte, por

consiguiente, de cualquier programa serio de descolonización cultural” (LIENHARD,

Martin; 1995:11)

Cuando la literatura se aborda desde su perspectiva etimológica, se cae fácilmente

en la cuenta de que literatura que proviene de la palabra literae, significa letra o escritura.

Por tanto no sería posible hablar de literatura oral; pero como dice Ricardo Vírhuez:

“La literatura es un viejo oficio que puede rastrearse desde los tiempos más remotos

de todos los pueblos. El reciente invento de la escritura, y luego de la imprenta, no hizo

más que acelerar su desarrollo, establecer niveles y diferencias y sancionar la división del

trabajo intelectual. Surgió así la literatura moderna con las peculiaridades que todos

conocemos, pero no surgió la literatura. Los criterios etimológicos de que la literatura es

principalmente escritura aparecen cuando ésta (la escritura) es entronizada por los grupos

dominantes como el principal medio de cohersión ideológica (...) Por tanto, la etimología

no puede darnos la significación ni el sentido de la literatura, sino apenas el origen de su

nombre. La literatura ágrafa, oral y colectiva se ha practicado y se practica en todos los

países del mundo...” (VÍRHUEZ, Ricardo, en Apumarka No 04, Puno-UNA 2003).

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La literatura oral andina hace alusión a todas las expresiones orales que desde hace

siglos hasta nuestros días se han difundido en el área de los Andes, bajo la forma de mitos,

tradiciones, cuentos, fábulas, leyendas, adivinanzas, canciones, etcétera, a pesar de la

paradoja que significa la frase “literatura oral” debido a los argumentos ya esgrimidos

líneas arriba. A ellos se agrega las conclusiones de investigaciones realizadas por

distinguidos estudiosos de la materia, como Martín Lienhard, de la Universidad de Zurich;

Silvia Spitta, de un Centro de Investigación de Literatura Latinoamericana de los Estados

Unidos; Carlos Pacheco de la Universidad Simón Bolívar de Caracas; así, como las de

Ricardo Valderrama y de Antonio Cornejo Polar -sólo por citar algunos nombres-. Estos

criterios permiten reconocer caracteres de expresión artística en la oralidad o literatura oral

de cualquier cultura ágrafa o cultura que ha interrumpido su proceso escriturario (creación

alfabética).

Es necesario hacer referencia a la antigüedad y vigencia de la oralidad en la

sociedad peruana. Ella aparece con la formación de las primeras organizaciones tribales en

el territorio peruano, hace 15,000 años, aproximadamente y; se va sistematizando en un

proceso prolongado para pasar por formaciones superiores como las de Chimur, Muchic,

Tallán, Nazca, Paracas, Chavín, Tiwanaku, Wari y, finalmente, Inca. Y decimos: "se va

sistematizando" porque va adquiriendo formas diversas que van desde las canciones y las

representaciones teatrales, hasta los cuentos, las adivinanzas y otras especies.

La invasión española no anuló el desarrollo de la literatura oral, la que, por el

contrario, siguió su propio curso, un camino autónomo, con sus características tan

peculiares, y con seguridad, seguirá desarrollándose en el futuro, mientras haya peruanos

enraizados a una cultura milenaria y, entre tanto se siga hablando las lenguas nacionales

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como el quechua, el aimara y las lenguas amazónicas. Algo más, la literatura oral

altiplánica comparte -con algunas diferencias de matices- los mismos rasgos y las mismas

características de la literatura oral producida en Los Andes y en sus estribaciones ubicadas

en la Costa y Selva peruanas. Estas características recurrentes que se presentan en muchos

lugares con ciertas diferencias se llaman “constantes culturales”, aunque a decir verdad, no

sólo se refieren a la oralidad, sino, a toda clase de expresiones como las costumbres, las

tradiciones, los valores, las actitudes y los conocimientos creados y acumulados en miles

de años.

1.2. CARACTERÍSTICAS BÁSICAS DE LA LITERATURA ORAL

a. Son utilitarias: Las diferentes formas de expresión de la oralidad altiplánica tienen

carácter didáctico. Sirven, principalmente, para interiorizar en las generaciones

jóvenes los valores reverenciados en la comunidad y fijar pautas de

comportamiento orientadas a consolidar las relaciones interpersonales. “Más que

para la fruición espiritual, están orientadas a ser utilitarias, es decir que, sirven para

algo" (CÁCERES, Juan Luis, 1994: 17).

b. Son anónimas porque no tienen autor conocido. Pertenecen a la memoria colectiva;

son discursos que pertenecen a la comunidad que las crea en un proceso complejo

y, a veces, prolongado.

c. Son populares porque las crean los pueblos que utilizan estas formas de expresión

artística para exteriorizar su forma de conceptuar y representar el mundo, sus

problemas, sus aspiraciones y, finalmente, su proyecto histórico.

d. Son tradicionales porque se difunden de generación en generación apoyadas por

algunos recursos literarios como la aliteración y la onomatopeya.

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f. Son mutables porque están sujetas a transformaciones de acuerdo al tiempo y el

espacio. Aunque respetan la matriz básica, varían en matices de un tiempo a otro o,

de un lugar a otro. Un mismo cuento o mito puede tener varias versiones, tal como

sucede con el mito de Incarrí que tiene versiones diferentes en Sicuani, Apurímac,

Ayacucho y Puno, lo cual demuestra la mutabilidad de la literatura oral. Los

cambios pueden obedecer, también, a que el narrador oral varíe algunas partes de

su relato, en concordancia con los requerimientos de su auditorio.

“La mutabilidad es otra característica básica de la literatura oral. Consiste en una

especie de metamorfosis que permite transformarse al hombre en animal o planta, o

viceversa” (CÁCERES, Juan Luis, 1994: 18). Gracias a un mimetismo básico que

permite al emisor sustituir a los personajes transformados se mantiene la tensión y el

interés entre los oyentes.

g. Unidad hombre-naturaleza: Se refiere a la comunión de los personajes con el

mundo que los rodea, porque el hombre se siente parte de la naturaleza. El mundo

andino es animado: Tienen vida los cerros, los ríos, las plantas, los lagos, etcétera.

El mundo andino es inmanente: todo lo que nos rodea incluido los Dioses tienen

carácter de inmanencia; no hay nada sobrenatural. El mundo es panteísta: todo

cuanto rodea al hombre es sagrado.

Los cerros, los ríos, así como los animales y las plantas cuidan del hombre, de

la misma manera que el hombre cuida de ellos, bajo un equilibrio que no se puede

romper so pena de sanción. Mucho de lo que hoy, en plena etapa de la

globalización, se llama ecología, cuyo desequilibrio preocupa al mundo, se

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encuentra como fundamento de la cultura andina y, por tanto, se manifiesta en sus

relatos.

h. Reproducen los valores básicos de la cultura, como son el valor trabajo, la

reciprocidad, el valor sabiduría, los valores de la honestidad (No seas ladrón, no

seas mentiroso, no seas ocioso), etcétera.

1.3. PRINCIPALES ESPECIES VIGENTES DE LA LITERATURA ORAL

ALTIPLÁNICA.

- El huayño: Es una mezcla de música, canto y danza como expresión de la poesía

indígena que se practica en distintas ocasiones y tonos, igualmente, diferentes. Debe

distinguirse del huayño mestizo pandillero que en Puno adquiere características de

música semiculta o culta. El huayño como una vertiente de la literatura oral cumple

distintas funciones dentro del proceso de la producción y de las relaciones familiares

y comunales, en general.

- Wifalas y kaswas: Se expresan a través de una mezcla de música, canto y danza que

se interpreta durante los carnavales y acciones importantes de la comunidad.

- Ayataqui: Igualmente, mezcla de música y canto que se interpreta como despedida en

los funerales de algún miembro de la familia o de la comunidad. Lo más

representativo de esta especie en Puno son los Ayarachis de Paratía: los campesinos

al tiempo que cantan, arrancan de sus sicuris tristísimas melodías para despedir a sus

muertos.

- Q’axilunaka (Kajelos): Por la presencia de la guitarrilla y del charango y más aún del caballo,

el kajelo, poema cordillerano por antonomasia, no es poesía aimara prehispánica. Es una

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creación posthispánica que recrea la iniciación sexual de los jóvenes aimaras, a través de la

danza, la canción y las palabras. Los kajelos y sus cultores representan la pervivencia y la

continuidad de la lengua y cultura aimaras. Se afirma con mucha razón que se trabaja en favor

de la lengua aimara o quechua solamente cuando elaboramos textos con escritura quechua o

aimara.

- Mitos: Son relatos que se expresan como formas de concepción del mundo y del

proyecto histórico andino. El mito de Incarrí, el mito de Qollari, Watiacuri,

Wirakocha, Wallallo Karwincho, Pariaqaqa, etc., tienen ese sentido.

- Leyendas: Son discursos referidos al origen del hombre y de las sociedades; por

ejemplo, la leyenda de Mallqu Qápac y Mama Uqllu o la leyenda del Puma Uta.

- Adivinanzas: Son expresiones cortas llenas de gracia y agudeza. He aquí una

adivinanza en aimara: ¿Qunas qunasa? Ch´iqi jinchu kheti, jaken ch´amapa arumay

uro tururi. Qhutirara sunkha tuto itiqo. ACHACO. Traducción del aimara al español:

¿Qué será, qué será? Vivaracho, orejudo, tragón de día y noche del trabajo ajeno;

ocioso y bigotudo. RATÓN.

- Cuentos: Se constituyen en especímenes de gran valía de la literatura oral altiplánica.

Se tiene como ejemplos, los clásicos cuentos de: "El granizo, la lluvia y el viento",

"El pleito del pucu-pucu y el gallo", "El zorro y el ratón", "La sapa y la perdiz", "La

apuesta entre el zorro y el cóndor", "Kota anchancho", "Acero P'atjata", "El burro y

el buey", "La wallata y la zorra", "Khapiya Kota", "Auka Konkori" y "Pisi Mara" -

estos últimos recopilados por Héctor Estrada Serrano, con prólogo del poeta

cusqueño Luis Nieto Miranda-. A estos cuentos podemos añadir, “Del zorro y la

wallata”, “El zorro y el cuy”, “Del origen del lago Titikaka”, etcétera.

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- El teatro: Son representaciones de la vida social y económica de los pueblos. No está

hecha para el escenario formal tal como sucede con el teatro occidental. No se

representa con el fin de generar una fruición espiritual o algo parecido, sino, que las

mismas actividades festivas, relacionadas casi siempre con el sistema productivo, la

fertilidad, etc., adquieren ribetes de teatralidad; por ejemplo “el velata fukuy” y el

“kasarasiri” que tienen estos rasgos por ser ritos ceremoniales con participación de

muchísimas personas. Igual puede hablarse del “tupay” donde cientos de jóvenes

indígenas demuestran su valor participando en verdaderas luchas cuerpo a cuerpo, al

ritmo de música y participación de toda la comunidad.

1.4. ARTICULACIÓN DE LA ORALIDAD Y LA LITERATURA E SCRITA .

La narrativa escrita, por su parte - y esta frase no hace referencia a las recopilaciones

que algunas personas o especialistas hacen de la literatura oral, sino a la literatura escrita

cuya base es la creación- está íntimamente ligada a la oralidad. De una u otra manera, al

expresar el mundo que representa su foco narrativo, exterioriza algunos aspectos de la

cultura y, junto con ella, elementos de la oralidad, en un proceso de recreación compleja e

intrincada, habida cuenta de que la oralidad y la escritura asumen códigos y racionalidades

distintas, aunque no contrapuestas. Al respecto, el Dr. Cornejo Polar manifiesta:

"Es obvio que la oralidad y la escritura tienen en la producción literaria sus propios

códigos, sus propias historias y que inclusive remiten a dos racionalidades fuertemente

diferenciadas; pero, no lo es menos que, entre una y otra hay una ancha y complicada

franja de interacciones. Todo hace suponer que en América Latina esa franja es

excepcionalmente fluida y compleja, especialmente cuando se asume, como debe asumirse

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que su literatura no sólo es la que escribe en español o en otras lenguas europeas la élite

letrada -que por lo demás- resulta ininteligible si se mutilan sus entreverados vínculos con

la oralidad" (Cornejo Polar Antonio, 1994: 26).

Para demostrarlo baste citar sólo un caso: La presencia de los Chullpatullus en la oralidad

andina y que luego aparecen complementariamente en diversos cuentos escritos, hasta llegar a la

pluma de Gamaliel Churata en "El pez de oro"; y, luego de muchos años, al cuento "La agonía de un

viejo qolla" de Padilla, de igual manera, en otros autores. La explicación es que es imposible pensar

en la sobrevivencia de una cultura oral que no utilice la escritura como otra forma alternativa de

conservar la memoria.

“El reconocimiento de la cultura andina como esencialmente oral no nos dice nada sobre la

posibilidad de ser referida a una escritura, sólo afirma que opera y procede su trasmisión por medio

de la voz. De hecho desde la invasión española se desarrolló una relación entre modos orales y

escritos de pensamiento. Es absurdo suponer capacidad de sobrevivencia a dicha cultura que no

involucre esta relación” (HUAMÁN, Miguel Ángel; 1994:37).

En consecuencia no es raro que muchos textos escritos, particularmente, narrativos, recreen

elementos básicos de la oralidad o los presenten a nivel de sustrato, aunque en esa transposición

pierdan matices y rasgos que no pueden ser reproducidos por la escritura.

“Al contar un cuento, lo oral: timbre, tonos, cadencias, ritmos, onomatopeyas que

enriquecen de por sí la historia, se complementa además con gestos, ademanes, actitudes,

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movimientos de manos y cuerpo. La fuerza que de esta manera adquiere el relato no tiene

comparación con la simple lectura. Por eso el cuento ya escrito pierde, porque ese otro

lenguaje, el fónico y gestual ya no se percibe” (GRADADINO, Cecilia; 1993: 13).

Otro aspecto que es necesario remarcar es la inserción de la oralidad en los textos escritos, tal

como sucede, por ejemplo, en el cuento “Tus trenzas olían a romero” de Sócrates Zuzunaga o en la

novela “Obdulia de los Alisos” de Miguel Arribasplata, o en “Canto de Sirena” de Gregorio

Martínez. De modo que, en la era postmoderna, no solamente hay una interrelación entre oralidad y

escritura, sino, la inclusión del discurso oral en la propia escritura.

“Uso la expresión ‘ilusión de la oralidad’ precisamente por su carácter ambiguo y hasta

controversial. No es una manera de pasar juicio sobre las lecturas que encuentran ‘oralidad’ en la

escritura, sino, un recurso para continuar planteando la incómoda pregunta de cómo podemos

conocer la oralidad a través de la escritura si es que asumimos las ‘limitaciones’ de la escritura

alfabética que han ido apareciendo... Si puedo ‘recuperar’ una oralidad en la escritura, si de alguna

manera aquélla llega a manifestarse en la escritura a pesar de ésta, entonces, ni en ella ni en mi lectura

de tal escritura ocurrirían las exclusiones presupuestas por la dicotomía entre oralidad y escritura.

Leer en un determinado texto escrito un texto oral subyacente muestra por ese mismo gesto, que

aquello que llamamos ‘oralidad’ o ‘texto oral’ no es excluyente de la escritura, a pesar que ambas

categorías sean pensadas como tales” (MARCONE, Jorge, “La oralidad escrita”, 1997: 27).

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1.5. ALGUNAS RECOPILACIONES DE LITERATURA ORAL ALTI PLÁNICA

ACERO PPATJATA (*)

Entre Pomata y Yunguyo, pueblos fronterizos de la provincia de Chucuito, existe una

colina que desde las alturas desciende hacia la costa del Altiplano y se asemeja mucho a

una culebra que tiene la cabeza separada hacia el lago Titicaca. Adelante y más cerca al

lago, se destaca una enorme roca granítica de color verdoso, con el lomo arrugado, que

tiene también mucha semejanza con un sapo. Seguramente por estas semejanzas, la

fantasía creadora del aymara ha tejido una fantástica tradición; pues, le llaman a este sitio

Acero Ppatjata, esto es, culebra chancada. Con respecto a este lugar, sus habitantes han

conservado y cuentan la siguiente tradición:

En tiempo de los “Anchanchos” (demonios), cuando el mundo estaba en eterna

oscuridad y sus pobladores eran los gentiles, la culebra de los cerros, estaba en constante

lucha con el sapo del lago. La primera, simbolismo de la belicosidad del pastor

cordillerano, persiguiendo al pacífico sapo, habitante de las verdes y alegres riberas del

histórico lago, en su afán de exterminarlo y tragarlo, para así dominar Cordillera y

Altiplano y quedarse como dueña absoluta del mundo.

El Dios Sol, que contemplaba de lo alto esta riña a muerte, colérico arrojó una

enorme roca sobre la iracunda culebra, mutilándole la cabeza. De esta manera, el batracio

pudo refugiarse en las tranquilas aguas del lago, librándose para siempre de su voraz

enemigo. El Sol, satisfecho de haber devuelto la tranquilidad al paso, dio también fin a las

luchas del reptil y el batracio.

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Esta tradición concuerda con las terribles luchas que actualmente sostiene el indio

cordillerano con los del lago. Casi toda fiesta celebrada en capillitas de parcialidades,

terminan siempre en temerarias luchas de los “Kota-jjakes” y “Suni-jjakes”, gente de la

cordillera contra indígenas de la meseta (lago).

Ejemplarmente castigada la culebra, el sapo dicen que vivió tranquilo, iniciando

una era de muchos años de bonanza para la humanidad

- 0 -

* Tradición referida por un anciano de Keñuani, de 72 años de edad, provincia de Chucuito, distrito de Yunguyo, Departamento de Puno.

(*) Este relato ha sido extraído del libro “Cuentos, leyendas y tradiciones aymaras” de

Héctor Estrada Serrano, con prólogo de Luis Nieto, Editorial Garcilaso, Cusco 1976.

KHAPIYA KOTA (*)

“Khapiya” es un cerro majestuoso que se halla situado en el tránsito de Pomata a Yunguyo,

distrito de la provincia de Chucuito, cuyas aguas procedentes de su misteriosa laguna,

riegan y dan vida a muchos cientos de hectáreas de terrenos de cultivo de sus alrededores;

por eso, los naturales le rinden culto pagano en fechas determinadas del año. Así, el 24 de

junio, en San Juan, día de la suerte; el 3 de mayo, día de la Cruz; el 24 de diciembre,

navidad del Niño; en Espíritu Santo y cualquier otra ocasión que el campesino practica la

“marca” del ganado y levanta cosechas abundantes, el “Tata Khapiya” (padre Khapiya) es

motivo de fervorosos homenajes. Le ofrendan “Mesas”, tributos de dulces acompañados de

sahumerios de incienso y libaciones de variedad de licores; “aytus” (ritual) de coca

mezclados con “untu” (sebo) de llama o alpaca, la “kkowa” que es la yerba infaltable para

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estas ceremonias, todo a cargo del diabólico “Qayuni” (brujo) y de su pícaro “Yanapiri”

(secretario), personajes especializados para practicar estos ritos que tienen mucho de

paganismo indiano y algo de sentido místico mestizo.

La fantasía creadora del habitante aymara ha tejido muchas leyendas y tradiciones

con respecto al “Khapiya”, altura gigante de las cumbres del Altiplano; pues, ha servido de

argumento para protagonizar la siguiente tradición:

Los pobladores campesinos de las cercanías del “Khapiya”. Afirman a pie juntillas,

que en la cima del cerro, existe una laguna encantada, cuyas cristalinas y tentadoras aguas

invitan al visitante a revolcarse en su regazo. En las riberas de la apacible laguna, se dice

que existen evidentes restos de la flora de los valles de clima cálido; pues, crecen esbeltos

naranjos, arbustos de la codiciada coca y otras plantas exóticas que jamás las manos del

hombre han tocado. En estos pequeños bosques se solazan apaciblemente pumas y gatos

monteses, tan imponentes y grandes como los jaguares de la Selva. Se dice, también, que

estos felinos son los celosos guardianes de la laguna y sus intocables plantas. Si acaso

algún humano intentara siquiera acercarse a las orillas, y mucho más pretender arrancar las

tentadoras naranjas y beber de sus frescas aguas, entonces, estos incautos serían devorados

de inmediato por los feroces animales, casos sucedidos con más de dos pastores

campesinos, quienes desaparecieron en cuerpo y alma víctimas de su atrevimiento.

A las doce del día, seis de la tarde y doce de la noche, son horas aciagas de

encantamiento de la laguna, pues, en sus relucientes remansos nadan hermosos “unqayllas”

de “kori” (patillos de oro) brillantes, así como “keyllas” (gaviotas de plata) que deslumbran

con su brillo a los humanos. Precisamente, afirman los naturales, en estas horas se

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multiplica la vigilancia, los guardianes pumas y gatos han cambiado también de pelaje y

ahora rodean a veloz carrera las costas del lago encantado, lanzando espantosos maullidos,

que muchas veces se dejan oír en las faldas del cerro.

Las personas que desde lejos han presenciado estas espeluznantes escenas, han

tenido luengos años de existencia, y en caso contrario, los imprudentes que han pretendido

cazar a los felinos y “unqayllas” (patillos) han sido severamente castigados por el celoso

Achachila del Khapiya.

Para infundir mayor seriedad a sus relatos, cuentan que en cierta ocasión, dos

hermanos desertores del ejército, armados de sendos fusiles, se habían refugiado en la cima

del cerro Khapiya para burlar la persecución de que eran objeto. Obligados por el hambre y

la sed bajaron de sus escondites a la orilla de la laguna y al ver que los pumas les

mostraban los dientes en actitud de ataque, los desconocidos, en defensa propia, dispararon

sus fusiles para dar cuenta de sus circunstanciales enemigos, pero, grande fue la sorpresa

que se llevaron, al ver que las balas eran rechazadas a manotada limpia por los pumas,

proyectiles que a su vuelta llegaron a herir de muerte a los desertores.

Éstos y otros hechos inverosímiles, tejidos por la sorprendente fantasía del indio

aymara, han influido grandemente para que el campesino agricultor de las cercanías del

Khapiya, temerosos de provocar el enojo del Dios de las cumbres, le rinden pleitesía de

admiración para que desde las alturas mire con bondad a los hombres y evite el hambre y

la miseria, porque siempre de sus nevados nacen y luego bajan la granizada devastadora, la

tendida nevada, los vientos huracanados y la mortal helada, plagas que matan sin

misericordia a la humanidad.

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-0 –

* Tradición relatada por los campesinos de las inmediaciones del cerro Khapiya, distrito de Yunguyo, provincia de Chucuito.

(*) Este relato ha sido extraído del libro “Cuentos, leyendas y tradiciones aymaras” de Héctor Estrada Serrano, con prólogo de Luis Nieto, Editorial Garcilaso, Cusco 1976.

KOTA ANCHANCHO (*)

Cuentan los “Aukis” (ancianos) que, en tiempos remotos, hace muchísimos años: cuando

los hombres andaban semidesnudos, habitaban en “Ttojos” (cuevas), cuando en las

pampas y cerros no se conocían casa ni se cultivaban las tierras, cuando las llamas, las

alpacas y las vicuñas eran “salljas” (salvajes), cuando los seres humanos se alimentaban de

carne cruda, de animales y peces que cazaban, e incluso, de carne humana de guerreros

enemigos que aprisionaban en sus constantes luchas, cuando las mujeres eran de uso

común y los hijos no tenían padres conocidos, ocurrió un hecho que escuchamos de

nuestros abuelos y, ellos, igualmente, de sus bisabuelos.

En un mundo sin animales domésticos, sin fuego y muy pocas fuentes de agua,

donde el hombre era lobo de sus semejantes; en medio de este maremagnum humano,

dicen que el algo llegó a agitarse salvajemente, bramaba con olas gigantes anunciando

algún suceso extraordinario. De entre las espumas blancas de esa masa enmarañada, ante

la atónita mirada de salvajes, surgió una pareja de “Anchanchos” (demonios) , hombre y

mujer, vestidos con lujosos mantos y coronas de brillantes metales, que al comienzo

llenaron de terror a los chunchos; pero, con el transcurso del tiempo y con la bondad

demostrada por los visitantes, llegaron a domesticarse los salvajes, tanto humanos como

animales. Pues, ya no eran “Anchanchos”, sino semidioses sin nombre ni estirpe. Nadie

sabía cómo se llamaban ni de dónde venían. Por eso les llamaron “Kota wawas” (hijos del

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lago). Dicen que la pareja divina se quedó mucho tiempo, al cabo del cual enseñó

costumbres útiles de vida civilizada. Todos se sometieron a su bondadosa autoridad, todos

aprendieron las sabias enseñanzas impartidas, y en señal de gratitud, le rindieron culto

como a hijos del lago.

En lo sucesivo cubrieron su desnudez con pedazos de jergas tejidas por ellos

mismos. Aprendieron a guarecerse de las inclemencias del clima en casuchas de barro y

paja que también ellos mismos construían. Los “Chokelas” (cazadores de vicuñas)

hicieron el chaco de los animales cerreros y tras de mucha porfía llegaron a amansarlos.

Ahora, la tierra había cobrado nueva vida, los campos estaban cultivados, el problema del

hambre había desaparecido, todo tenían a la mano y ya no había necesidad de ambular en

busca de sustento. Cada día se enseñaban y aprendían nuevas costumbres, los “Kota

wawas” se habían convertido en Dioses, razón por la cual, eran motivo de mil rogaciones,

de admiración y respeto. Los visitantes forasteros enviados por una divinidad ignorada,

conforme pasaban los años (amautas hijos del lago) vieron la conveniencia de enseñar a

contar a sus creyentes y para ello utilizaron los dedos de las manos. Era necesario que los

“Urus”, ya semicivilizados , aprendieron a contabilizar hasta llegar a la decena, para llevar

la cuenta del ganado que se multiplicaba, de las abundantes cosechas, de la procreación

humana, de los hechos más notables como las guerras y todo acontecimiento sucedido en

aquellos tiempos remotos.

Es sumamente interesante, cómo ha podido conservarse a través de los siglos

transcurridos, los números del uno al diez de la proto cultura Tiwanako. Es un hecho

innegable que todo pueblo, por más bárbaro que haya sido, tiene sus modalidades de vida,

su historia y su sentido filosófico, característicos y muy propios. Así las muchas

tradiciones aymaras han sido transmitidas de generación en generación...

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Se dice que los “Kota wawas”, convencidos de que la misión encomendada por

sus Dioses se había cumplido en las tierra de los aymaras; entonces, sin anunciar su viaje

desaparecieron junto con la lluvia, quien sabe envueltos por la niebla de los siglos.

Finalmente, prosiguen los “Auquis” que cuando la gente conoció la ausencia de

sus benefactores, hubo consternación general: Todos lloraron con lágrimas amargas la

repentina desaparición de sus Dioses. El lago volvió a agitarse y con sus tremendas “ojjes”

(olas) lamió todo lo que se hallaba en sus orillas.

El mito de la aparición y la fuga de la pareja de “Anchanchos” aymaras, es quizá el

agua que se personifica, el espíritu mítico del lago sagrado. Del líquido brujo que es la

vida misma se hace presente en forma de mito; por eso, en las serranías, hoy planicies del

Altiplano, la historia de los “Kota wawas” se ha convertido en la mítica leyenda de los

hijos del lago.

Es posible aseverar que el mito referido concuerda con la aparición en las riberas

del Titicaca, de Manco Cápac y Mama Ocllo, pareja que, después de haber cumplido su

cometido en el Collao, habría tomado rumbo al Norte, para iniciar una nueva etapa

civilizadora en el valle del Cusco, esto es, en un medio de habla quechua.

- 0 -

* Mito referido por Modesto Luna, vecino mestizo de Juli, capital de la provincia de Chucuito y recopilado por Estrada Serrano..

(*) Este relato ha sido extraído del libro “Poemas y Relatos Aymaras” de Héctor Estrada

Serrano, con prólogo de Luis Nieto, editado por Omar Aramayo, Lima 2000.

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DEL ZORRO Y LA WALLATA (*)

En la orilla de una laguna, una wallata madre estaba sacándose los piojos. Sus crías

jugaban alrededor de ella, sin alejarse.

Una zorra vieja que pasaba por la pampa se detuvo y se quedó mirándolas.

Saboreaba a las crías de la wallata desde lejos y pensaba en cómo atraparlas.

- Mi estimada señora, permítame una pregunta - dijo la zorra, acercándose a la wallata -

¿Cómo hace para que sus crías tengan patitas rojas?

La wallata, sabiendo que los zorros nunca hacen preguntas con buena intención, le

mintió:

- Es fácil - le dijo - pongo a mis crías al horno y cuando están asándose y sonando "chiss,

chiss", yo digo "pinta, pinta, pinta". Después las saco del horno y ya tienen las patitas

rojas.

La zorra se fue a su casa y construyó un horno. Lo calentó y puso dentro a sus crías.

"Que lindo, mis hijos también tendrán las patitas rojas", pensaba.

De dentro del horno empezó a salir un ruido: "chiss-pum, chiss-pum". La zorra,

saltando decía "pinta, pinta, pinta". Después abrió el horno y encontró a sus hijos como los

tenia que encontrar: achicharrados.

La zorra, furiosa, salió a buscar a la wallata. Quería vengarse. La encontró nadando

tranquilamente en medio de la laguna seguida de sus crías. La zorra la miró sin poder hacer

nada, no sabía nadar. Entonces empezó a gritar así:

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- ¡Zorros de los cerros, zorros de las pampas, vengan a ayudarme!

Al rato aparecieron cientos de zorros, venían de todas partes, machos y hembras,

chicos y grandes. La zorra les dijo:

- Hermanos y hermanas, aquella wallata me ha hecho matar a mis crías, ayúdenme a

castigarla. Bebamos todos el agua de la alguna. Cuando esté seca yo la atraparé.

Todos los zorros se acercaron a la orilla y empezaron a beber. La wallata se reía a

carcajadas. "ni todos los zorros podrán secar esta laguna", les decía a sus crías. Los zorros

ya tenían las barrigas hinchadas, pero seguían bebiendo. Algunos empezaron a reventar.

Otros reventaron después. Murieron tantos que no se podía ni contar.

La wallata, en el medio del agua, siguió riéndose.

- 0 -

* Este cuento fue recopilado desde hace unos 80 años en las riberas del Titicaca. (*) Cuento extraído de la obra “Relatos de la Literatura Oral y Escrita del Altiplano

Puneño, de Édwin P. Tito Quispe, Impresiones Gráficas REPSA, Puno 1997.

EL ZORRO Y EL CONDOR (*)

Un zorro hambriento que andaba buscando donde robar algo, vio a un cóndor que también

estaba en los mismos apuros.

El zorro le dijo al cóndor ¿De dónde vienes hermano? ¿del espacio?

- Vengo de las altas cumbres nevadas, cumbres que eternamente están cubiertas de helada

nieve; he bajado a buscar alimentos para resistir mejor el rigor de las nevadas- dijo el

cóndor.

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El zorro se rió a carcajadas y le respondió burlonamente:

- Es raro que todo un señor cóndor, llamado rey de las alturas no pueda resistir el frío. Yo,

con ser un habitante de la llanura, me siento más fuerte que tú para soportar ese frío que

tanto miedo te infunde, y para demostrarte con hechos, te desafío a permanecer durante una

noche en la cumbre más elevada de la cordillera de los Andes.

El cóndor aceptó el reto y ambos ascendieron al cerro. El cóndor se posicionó de la

punta más elevada, tendió una de sus alas a manera de colchón y se acurrucó

cómodamente. El zorro, por su parte, de igual modo, tendió su traposa cola y se sentó

frente al cóndor. Así comenzó la desigual apuesta. No tardó en desencadenarse una terrible

tempestad que es muy frecuente en aquellas regiones.

El zorro, de primera intención, invocó a los dioses tutelares para que calmen sus

iras, y desde un comienzo había alegado que la apuesta no era con la tempestad, ni con los

rayos, sino contra el frío únicamente.

Las condiciones de la apuesta, de común acuerdo, eran demasiado severas; pues, el

ganador debía comerse al derrotado. El cóndor ya saboreaba su desayuno y temeroso de

que el zorro desistiera de su apuesta, hizo cesar la tempestad. Cayó una fuerte nevada. El

cóndor sacudía a menudo las alas para eliminar la nevada, de lo que, también, protestaba el

zorro.

- La apuesta, amigo mío, no está en sacudirse la nevada sino en aguantarla - gritó el zorro

porque él estaba casi totalmente cubierto de nieve y sólo se le veía la cabeza.

A la media noche, el cóndor exclamó: ¡Zorrito ...!

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- ¡Cóndor!- contestó el zorro y agregó -. Señor cóndor ¿no tienes frío?

- No tengo frío- contestó el rey de los cielos; más bien estoy un poco fatigado por el calor.

Así transcurrieron las horas y el pobre zorro no podía soportar por más tiempo

aquel mortífero frío. Ya se sentía desfallecer. Precisamente cuando el día empezaba a

clarear, el zorrito había sucumbido víctima de su vanidad.

El cóndor, después de dormir un momento, preguntó por última vez:

- Zorrito, ¿sientes frío todavía?

El zorro ya no contestó, había pagado con su vida la desigual apuesta. Al poco rato el

cóndor tenía a su lado un excelente y sabroso desayuno.

-0-

(*) Cuento extraído de la obra “Relatos de la Literatura Oral y Escrita del Altiplano Puneño, de Édwin P. Tito Quispe, Impresiones Gráficas REPSA, Puno 1997.

EL ORIGEN DEL LAGO TITICACA (*)

Cuentan los abuelos que la zona en la que ahora viven los puneños era antiguamente un

inmenso valle llamado Tierra Eterna. En la parte en la que ahora está el lago se desarrolló

un pueblo también muy grande llamado Pueblo Eterno.

Aquéllos eran tiempos felices. Nadie sabía qué era el sufrimiento. La tierra era

generosa: daba abundantes frutales y plantas maravillosas que no había que cuidar. Bastaba

con recoger los frutos y servirse lo que uno necesitase. Había también plantas de las que

brotaba la lana con la que se confeccionaban hermosos vestidos como los que jamás nadie

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ha visto. El clima siempre era perfecto: no había exceso de lluvias, ni existía la sequía. Los

animales vivían entre los hombres porque eran muy mansos.

Los hombres eran poderosos porque convertían las montañas en llanuras con sólo

disparar sus hondas. Todos poseían oro y joyas. Las calles del pueblo estaban llenas de

palacios, templos y santuarios revestidos de oro y plata con incrustaciones de piedras

preciosas. Pero, ocurrió que estas personas desobedecieron el mandato divino cometiendo

una falta grave y el Dios padre muy enojado se dirigió a ellos:

- Ustedes ya no viven según mi mandato, por lo tanto les prohíbo escalar la cumbre

sagrada. Nadie tendrá derecho a subir al santuario, y si alguien lo intentase, perecerá.

Esta sentencia fue escuchada por el diablo que desde ese momento se dedicó a tentar a los

hombres:

- Si escalan el santuario podrán poseer el mismo poder que el Dios supremo, les decía.

Entonces los hombres intentaron subir a la cumbre sagrada, cuando en eso el Dios

supremo encolerizado les envió miles de pumas para que devoren a toda la población.

Aterrados pidieron protección al diablo, quien se los llevó a las profundidades de la tierra,

debajo del lago, en donde siguen viviendo convertidos en espíritus malignos.

Tanto dolor produjo al Señor supremo el hecho de que los hombres hubiesen pedido

ayuda al demonio que eclipsó el sol e hizo temblar a la tierra como si fuera el fin del

mundo. Al mismo tiempo todos los seres celestiales empezaron a llorar amargamente

provocando terribles tormentas de lluvia que duraron todo el día y toda la noche. Poco a

poco, el pueblo fue desapareciendo debajo de las aguas, quedando al final en lo más

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profundo del lago. No quedó ni un animal vivo. Sólo se salvó, por obra divina, una pareja

de humanos que logró cogerse de un tronco de sauce que se mantuvo a flote. Sólo ellos

dos, porque los demás no pudieron escapar de la muerte. Finalmente, el Dios supremo

sintió compasión e hizo que la lluvia cesara. Pasada la tormenta la pareja de sobrevivientes

contempló millares de pumas muertos (titis) que flotaban sobre las aguas con sus vientres

de color gris (qaqa) hacia arriba.

Así cuentan la historia del origen del lago llamado Titicaca y del Pueblo Eterno que

está sumergido en sus profundidades, el que -según dicen - puede verse en las lúgubres

noches de luna nueva.

-- O --

(*) Cuento extraído de la obra “Relatos de la Literatura Oral y Escrita del Altiplano Puneño, de Édwin P. Tito Quispe, Impresiones Gráficas REPSA, Puno 1997.

DEL ZORRO Y EL CUY (*)

Alguien, un desconocido hacía destrozos en una chacra, de noche. Esto sucedió hace

mucho tiempo. Las plantas amanecían rotas y a medio comer. Entonces, el dueño de la

chacra construyó una trampa, la puso en el lugar adecuado y esperó atento, sin cerrar los

ojos en ningún momento. A la media noche escuchó unos gritos; alguien había caído en la

trampa. Era un cuy grande y gordo. El dueño lo amarró a una estaca y regresó a su casa.

-Mañana temprano hiervan agua para pelar un cuy. Almorzaremos cuyecito - les dijo a sus

tres hijas, antes de irse a acostar.

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El cuy, amarrado a la estaca, forcejeaba y mordía inútilmente la soga. Y, así lo

encontró un zorro que pasaba por allí.

- Compadre - le dijo el zorro - ¿Qué has hecho para que te tengan así?

-Ay, compadre, si supieras mi suerte -le dijo el cuy -. Yo enamoraba a la hija más gorda

del dueño de esta chacra y ahora él quiere que me case con ella. Pero esa joven ya no me

gusta. También quiere que aprenda a comer carne de gallina que a mí me da asco.

Así le mintió el cuy. Después, haciéndose el sonso, exclamó el muy ladino:

- Creo que a ti sí te gusta la carne de gallina.

- A veces, le dijo el Zorro, también haciéndose el sonso.

-¿Por qué entonces no me desatas y te pones en mi lugar? Así te casarás con una joven

gorda y comerás carne de gallina todos los días.

-Te haré ese favor, compadre - le dijo el zorro.

Al día siguiente, muy temprano, cuando el dueño de la chacra vino a llevarse al cuy,

encontró al zorro.

- ¡Desgraciado! ¡Anoche eras cuy y ahora eres zorro! Igual te voy a zurrar - dijo el dueño

dándole latigazos.

- ¡Sí me voy a casar con tu hija! ¡Te lo prometo! También te prometo que comeré carne de

gallina todos los días- gritaba el zorro.

Al oír este atrevimiento, el dueño lo azotaba con más fuerza, hasta que en una tregua

de la tunda, el zorro le explicó toda la mentira del cuy. El dueño se puso a reír y después lo

soltó, un tanto arrepentido de haber descargado su ira en otra persona.

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Desde ese día, el zorro comenzó a buscar al cuy. Quería cobrarse la revancha de

todos los latigazos que recibió del chacarero. Un día se topó con él y pensó que había

llegado la hora de la venganza. El cuy, viendo que ya no podía huir se puso a empujar una

enorme roca y el zorro se le acercó para cumplir su cometido; pero, el cuy reaccionó:

- Compadre zorro - le dijo - a tiempo has venido. Tienes que ayudarme a sostener esta

roca. La santa tierra se va a voltear y esta roca puede aplastarnos a todos.

Al comienzo el zorro dudaba, pero la cara de asustado que ponía el cuy terminó por

convencerlo. Y empezó a ayudarlo, es decir, a sostener la gigantesca roca.

Después de un rato, el cuy le dijo:

- Compadre, mientras tu empujas yo voy a buscar una piedra grande o un palo para acuñar

esta roca.

Paso un día, dos días, y el cuy no volvía con la cuña. El zorro ya no podía más.

"Soltaré la roca aunque me mate", pensó. Dio un salto hacia atrás, pero la roca ni se

movió.

- Otra vez me ha engañado- dijo-. Pero, ésta será la última porque lo voy a matar.

Día y noche le siguió el rastro hasta que lo encontró junto a un corral abandonado. El

cuy lo vio de reojo, calculó que ya no podía escapar. Entonces se puso a escarbar el suelo.

- Rápido, rápido -decía como hablando para sí mismo -. Ya viene el juicio final, va a caer

lluvia de fuego.

- Bueno, compadre mentiroso, hasta aquí has llegado - le dijo el zorro-. Te voy a comer.

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- Está bien, compadre - le dijo el cuy- pero ahora hay que hacer algo más importante.

Ayúdame a hacer un hueco porque va a llover fuego.

El zorro se puso a ayudar. Cuando el hueco ya estuvo hondo, el cuy saltó dentro de él.

- Échame tierra, compadre zorro - le rogaba el cuy-. Tápame por favor, no quiero que me

queme la lluvia de fuego.

El zorro, asustado, le contestó:

- Viendo bien las cosas, tú eres menos pecador que yo. A ti no te castigará demasiado la

lluvia de fuego. Mejor entiérrame tú.

- Tienes razón compadre. Cambiemos, pues, de lugar - le dijo el cuy, saliendo del hueco.

El cuy no solamente le echó tierra, sino también, ortigas y espinas. Y mientras lo

tapaba iba diciendo:

-¡Achacau, achacau, ya empezó la lluvia de fuego! Cuando terminó, se limpió las manos y

se fue riendo.

Pasaron los días y dentro del hueco el zorro empezó a sentir hambre. Quiso sacar una mano y

se topó con las ortigas.

- Achacau- dijo-. Deben ser las brasas de la lluvia de fuego

Guardó su mano y esperó. Días después, el hambre le hizo arriesgarse: salió entre el

ardor de la ortigas y los pinchos de las espinas. Vio que afuera todo seguía igual. "Ya se

habrá enfriado el fuego ", pensó. Estaba más flaco que una paja. Finalmente, se convenció

de que había sido burlado, nuevamente.

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Lo buscó, entonces, sin descanso, día tras día y noche tras noche. Una noche que

andaba buscando comida, encontró al cuy al borde de un pozo de agua. El cuy, al verlo, se

puso a lloriquear.

-¡Qué mala suerte tienes, compadre! - le dijo -. Yo estaba llevando un queso grande, pero

se me ha caído en este pozo. El zorro se asomó al pozo y vio en el fondo el reflejo redondo

de la luna.

- Ése es el queso - le dijo el cuy.

- Tenemos que sacarlo - dijo el zorro.

- Hagamos esto, compadre: Usted entra de cabeza y yo lo sujeto de los pies.

-

Y así lo hicieron por un buen rato. El cuy, sosteniéndolo, le decía:

- Es usted muy pesado, compadre. Ya casi no puedo sostenerlo.

Dicho esto, lo soltó. El zorro, gritando, cayó de cabeza al fondo del pozo. Así dicen

que murió.

- O –

(*) Cuento extraído de la obra “Relatos de la Literatura Oral y Escrita del Altiplano Puneño, de Édwin P. Tito Quispe, Impresiones Gráficas REPSA, Puno 1997.

CAPÍTULO II

LA NARRATIVA ESCRITA

La narrativa escrita en Puno, acorde con lo que manifesté en artículos y sucesivas

conferencias, se divide en dos etapas de desarrollo:

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2.1. LA NARRATIVA PUNEÑA DE LA ETAPA DE INICIACIÓN

Puno fue muy fértil y rica en narrativa, tanto en cuento como en novela. Jorge Flórez-

Áybar nos habla de 34 novelas en un ensayo que publicó en 1998 (Léase "La novela

puneña en el siglo XX", Jorge Flórez-Áybar, Editorial Sagitario, La Paz-Bolivia, 1998).

Puede discutirse sobre la calidad de las novelas, porque al fin al cabo, el autor no ha

afirmado que tales novelas sean un dechado de perfección y virtudes, sino, solamente que

ha descubierto que existen 34 novelas, lo cual estaría convirtiendo a Puno en el pueblo

provinciano que más novelas y cuentos ha producido en el Perú. Todas estas obras, por sus

características y temática, pueden ser consideradas dentro del indianismo idealista-

realista- romántico, indianismo modernista y del indigenismo ortodoxo, según el

"paradigma" de Tomás Escajadillo.

José Portugal Catacora elaboró la principal antología sobre el cuento puneño y

demostró que desde 1875 a 1940 hubo en Puno 106 personas que cultivaron el cuento

(Portugal Catacora, 1955). Este mismo autor cuando habla del cuento diferencia tres etapas

de evolución del indigenismo, cánones en los cuales fueron producidos dichos textos.

Helos: Los cuentos indigenistas sociales, los cuentos indigenistas folklóricos, y los cuentos

indigenistas histórico-legendarios y románticos ( Portugal Catacora, José, 1955: XXI).

El Dr. Samuel Frisancho ha publicado una magnífica antología del cuento puneño

en 1978. Cruza dos variables para clasificar a los narradores: las escuelas o tendencias y el

aspecto cronológico. En el fondo, reproduce la misma antología de Portugal Catacora, con

algunos agregados.

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José Luis Ayala, por encargo de CORPUNO, también elaboró la última antología

de la narrativa puneña, en 1987, como parte del II Festival del Libro Puneño. Este trabajo

tuvo un criterio de selección personal -quizá arbitrario o segregacionista-, porque el

abundante muestrario de cuentos de Portugal Catacora y Samuel Frisancho, bajó

enormemente en cantidad y, finalmente, otros narradores no fueron considerados.

El Dr. José Tamayo Herrera respecto del cuento puneño tradicional expresa frases

realmente halagadoras:

"Puno es una tierra extraordinariamente rica en cuentistas; su producción debe ser la

más profusa del Perú, en este género y; casi toda ella se realiza dentro de los cánones

literarios del indigenismo" (Tamayo Herrera, 1982: 356).

Se menciona a una cantidad admirable de escritores que cultivaron el cuento.

Leamos lo siguiente:

"... En Puno puede señalarse a los siguientes: Adrián Cáceres Olazo, con Una

tragedia del alcohol; Vicente Cuentas Zavala, con El destino; Víctor Echave Cabrera, con

LLipllej- uma; Benjamín Dueñas Tovar, con Los quibios; Ernesto More, con Kilisani; J.A.

Cuentas Zavala, con La última suerte; Francisco Chukiwanka Ayulo, con Un drama en la

puna; Lizandro Luna, con el Ylla; José Franco Hinojosa, con La leyenda de la honda;

Federico More, con Sólo en los Andes la noche tiene plano y tiempo; Manuel Núñez

Butrón, con Ha muerto doña Jesusa Paza Ccalla;... Román Saavedra, con Estepa en llamas;

Mario Franco Hinojosa, con Todo avisaba que tenía que ser así;...Inocencio Mamani, con

El último beso de la tarde; Daniel Castillo, con La lección aprendida; Emilio Frisancho

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Smith, con Tiburcio Huanca; ...José Portugal Catacora, con La Katita; Héctor Estrada

Serrano, con El cóndor y el joven;...Enrique Cuentas Ormachea, con El Quillhua; ... Óscar

Cano Torres, con La escuela; Luis A. Rodríguez, con Cromos andinos; Julián Palacios, con

Pleito entre el pucu-pucu y el gallo" (Tamayo Herrera, 1982: 358).

El Dr. Samuel Frisancho Pineda, en su "Antología del cuento puneño", agrega otros

autores que faltan en la relación ofrecida por Tamayo Herrera, cuya base es la antología de

Portugal Catacora. Entre los principales citamos a Gamaliel Churata, con Tojjras; Aurelio

Martínez, con Nobleza; Lizandro Luna, con El pongo; Emilio Romero Padilla, con T.B.C.;

Alejandro Peralta, con un cuento sin título; Mateo Jaika (Víctor Enríquez), con Los

pescadores del Titikaka; Emilio Armaza, con Historia de dos ambiciones y recuerdo de un

encanto; Emilio Vásquez, con La hora; Mario Gilt Contreras, con Duelo andino; Óscar

Cano Torres, con La venganza de los kollis; Mercedes Bueno Morales, con Kollana; José

Parada Manrique, con Yana Mollete; Efraín Miranda, con Pollera de fiesta y luto; José

Paniagua Núñez, con Ella (...)" (Léase Antología del cuento puneño, de Samuel Frisancho

Pineda, Edit. Los Andes, Puno 1978)

Es realidad la lista sería larga de enumerar. Se trata, pues, en la mayoría de los

casos, de cuentistas de gran calidad; pero, que por circunstancias de sus profesiones no se

han dedicado a escribir un libro orgánico, ni se han orientado a trabajar el cuento como un

oficio. Han escrito cuentos esporádicamente, en algunos periódicos y revistas locales o

regionales, pero, sin mucha pretensión. Por esta razón, el prestigio de los narradores

puneños indigenistas, salvo el caso de tres escritores (Emilio Romero, Mateo Jaika y

Román Saavedra (Eustaquio Kallata), no ha pasado de ser local o regional, a lo más.

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Y, no se puede cambiar de página sin citar al Dr. Vicente Achata Vargas, quien

cierra todo un ciclo de la narrativa de esta época. Sus bellos cuentos "El trompo", "El

mendigo de la catedral", pasarán necesariamente a la historia, como pertenecientes a una

etapa importante de la narrativa puneña.

Entre los cuentistas que han destacado a nivel regional y; en algunos casos,

nacional (Romero Padilla, por ejemplo); por la innegable calidad de sus trabajos, por su

dedicación y por haber publicado libros orgánicos, tenemos a los siguientes:

2.1.1. ALBERTO RIVAROLA Y MIRANDA

Alberto Rivarola y Miranda nació en Puno el 7 de Agosto de 1892. Fue compositor y

periodista. Inició sus estudios en el colegio Seminario, y completó la secundaria en 1903.

Trabajó como tipógrafo en el diario El Siglo, más tarde colaboró con El Eco de Puno y,

finalmente, el diario “Los Andes” con el seudónimo Este Bandido, con el que escribió

crónicas amenas y festivas. Sus biógrafos dicen que sus conocimientos musicales eran

intuitivos. En 1924 fundó la “Estudiantina Dunker”. Entre las composiciones están los

valses “Siempre vivas” y “Cuando te marches” y, los huayños: “Me voy con mi palomita”,

“Zampoñas de mil recuerdos”, “Con mi corazón” y otras muchas piezas musicales. En

1934 conquistó el segundo premio en un concurso de música convocado por “La Cabaña”

de Lima.

Alberto Rivarola es un narrador importante de la literatura puneña, de estilo festivo

y satírico. En sus textos trata de explotar las relaciones sociales complejas y sencillas a la

vez, del sector popular de la ciudad; particularmente, de la chola mestiza que se abre

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campo en la urbe, a fuerza de trabajo, perseverancia y dulce coquetería que, a veces, la

lleva a situaciones comprometidas que conspiran contra las supuestas “buenas costumbres”

de la gente citadina, tal como ocurre en su cuento “A la descuidada se clavan las

banderillas”, que ha sido incluido en las famosas antologías de cuento puneño publicadas

por José Portugal Catacora y Samuel Frisancho Pineda.

El cuento “A la descuidada se clavan las banderillas” es una verdadera fiesta de la

ironía, donde el autor pone de manifiesto su gran capacidad de inventar un lenguaje

apropiado para esta narración y de desplegar con éxito las alas de un humor contundente

que no tendrá dificultades para arrancar una sonrisa inevitable de sus lectores, por su tono

festivo e irónico. De todos los narradores antologados en este trabajo, es el único escritor

conocido que, al escribir un cuento, hace gala de tanto humor y un lenguaje coloquial

propio de las clases emergentes de Puno. Este texto fue escrito en la década del 30 ó 40

probablemente; pero, por la estructura y la manera cómo presenta la historia del cuento,

con un tono socarrón y usando un diálogo coloquial bien medido, tengo la sensación de

que es un narrador que se adelantó a su tiempo en cuanto al tema, al ritmo y otros

elementos de la narrativa. Su referente no es lo rural, ni su personaje es el indio. El

escenario de “A la descuidada se clavan las banderillas” es Juliaca, una ciudad en proceso

de formación y sus personajes son “cholas” emergentes ligadas a la presencia del

ferrocarril, que es el principal signo de la penetración capitalista en la Región de Puno. Es

una lástima que Rivarola y Miranda no nos haya dejado más cuentos publicados.

A LA DESCUIDADA SE CLAVAN LAS BANDERILLAS.... (*)

Juliaca, en una mañana alborotada por el viento rezongón y el trajín de mercaderes.

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- Güen día nos dé el tatito, comadre Rosaria, ¿de dónde tan de mañana, si son las

cinco?

- Güenos los tenga Ud. comadrita Hermelinda. Vengo de Misaicuatro de San

Francisco.

- Acá no hay ningún San Francisco. Dirá Ud. de la Merced chiquita.

- Sí eso mesmo... Alalaucito ... ayayaucito ¿Qué convida Ud. pue pal frío? ¿Tiene

Usted café?

- ¡No falta! ¿Quere Ud. bien cargadito?

- ¿Cómo con perdigones?

- Qué contenta la noto, de seguro que anoche llegó mi compadre José y la hizo

alegrar con las ricuras que trajo...

- Sí; estuvo acá, llegó en el tren de carga, pero ya se fue en la mañana a tomar el

desayuno ande la otra... ande la “Pocconti”, pue, a Puno.

- Y eso lo dice Ud. tan satisfecha, como si no le doliera ... y más bien le gustara.

- ¡Qué quiere Ud. comadre!, si ella también ayuda a trabajar en algo, mandando las

chocas, bogas, indios, muetos, ullucos y todo lo que puede. Sí, parece una verdadera

hermana de familia ... ¿Y Ud. ande se queda, si mi compadre Pablo es un bandiu? ¿Acaso

no sé lo que a Ud. le mandan de Arequipa?

- Efectivamente, yo recibo los camarones, la fruta, la verdura ...

-¡A pue, aguante Ud. que entre la verdura vienen malogrados los camotes y

verdeonas las calabazas; y los rábanos que dan gusto ¡asina de grandes!

- ¡Quimus de hacer! Así será nuestra suerte. No hay más que seguir la corriente ...

como dijo alguno anoche.

- ¿La corriente de la llojlla?

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- De fijo que tuvusté en la junción de tiatro de anoche.

- Sí, estuve allí, porque me invitaron desde temprano.

- ¿Y le agradó lo que presentaron?

- Ay, bastante. Si le digo que mey reyiu hasta mearme de risa ...¡Jesús! ¿Y a Ud. no

le pasó igual cosa?- preguntó doña Hermelinda.

- Yo me divertí de alma; pero tomé mis precauciones no tomando chicha ...

-

- A ver. ¿Cuál de los números le agradó más?

- Casi tuitos. Esos chicos parecían mesmamente que gente grande; estaban tan

salidosos y se lucían con una gracia que daba gusto; bien enseñados, no hay duda; al

menos ese queiso de doctor; luego el otro de ayudante...

- Cierto que causaba de admiración cómo trabajaba; si parecía que toda la vida

habían sido del teatro......

- ¿Y los grandes?

- ¡Ah!. Esos lo hicieron como propios maestros. ¡Ese doctor Arce!. ¡Ese coronel

Castro!. ¡Qué antiojudo Barbaluza...! ¡El empresario del cine!. ¡El maistro mayor don José

ah!

- Nunca me había reyido como anoche.

- Todos ellos fueron los que ocasionaron mi resfrío, porque tuve que seguir la

corriente ... la meadera que me causaba tanta risa pue; y yo que quería evitarla

pellizcándome, y ¡nada!.... Cuando salieron los cocineros estaban para freír monos.¿no?

Yo ya no tenía naíta de agua cristalina de tanta risa...

- Sí; todo el público estuvo contento. ¿Y que le pareció la chica Juliecita?.

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- Le digo, comadre, que ella ha derramau lisura como dicen los entendius. Estuvo

como como si juera artista experienciada. No se asustaba nadita de la gente... ¡Qué

resabida y encantadora qui estaba! A mi lau habían algunos jóvenes que decían: ¡Quí

hermosa qui está! ¡Y ya parece casamentera! ¡Ese lunarcito, qué bien le sienta!

- Cierto, estaba bonita como es la chica, y con esa actuación les ha dao ejemplo a

esas otras chicas lisas que no tienen gracia más que pa mirarse en el espejo, preguntándose

si están lindas como pa que se las coman los hombres con los ojos...

- Le digo a usté que la junción mi ha hecho recordar a las que daban en otros

tiempos los señores Migueles.

¡Qué güenas!

- ¿Y por qué se olvidó usté de los orquesteros?... ¿Acaso no lo hicieron también?

¡Cómo no!; yo me muero por la música y más que nada por los músicos; aunque

son unos “bandas”, que tienen varias mujeres en todas partes.

- Yo no voy a eso, comadre. No sea usté tan adelantada. Lo que a mí me entró en

curiosidá jue cuando les clavaron las banderillas ... al Albertito, a los Pepes y a toditos.

- ¿Banderillas? Ja, ja, jaaaa. Si fueron escarapelas.

- Ah, pero les hizo escarapelar el corazón como si les hubiera golpeado con la

chaquena, sin duda.

- ¿Por qué así comadrita?

- Por la buena moza que les hizo la tentación, que ellos no esperaban, ni soñaban...

- Se sentirían honraos y orgullosos de tener cerquita a la neñita linda clavándoles

con un alfilercito, para hacerles una ligera sangría...

- Sería ese rato cuando tocaron esa cuequita que se llama “Mentirosita”, no?

- A mi me parece que tocaron esa linda musiquita incaica que decían era “Lulú”,

que es una palabra salida del concho del cariño, según oí a una linda ilustrada......

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- Bueno, yo adivino que a ese rato ya se habría emocionado...

- ¿Cree usté? Quizás pue, la música tiene tanto poder y juerza como el encanto de

las mujeres...como dijo un qalita diestro.

- Cuando se acabó la junción me dio mucha pena.

De seguro; igualito que a mí; pues ya me había acostumbrado a pasar ratos tan

agradables.

- Las tijeras cortaban duro por todas partes. ¿No notausté?.

- Cuando la estudiantina tocaba esa musiquita de “Tu ya no soplas”, se decían: tú ya

no soplas como soplete; otra decía: más bien tú ya no soplas como juelle de acordión-

añadió doña Hermelinda.

- Si todo era hablar de la sopladera y otras cuchicosas que se decían entre los

malcriados de contraltecho.

- Ciertamente escuché tantas cosas... tildaban juerte a esas personas lustrosas que

no asistieron a ayudar a los ministros que se desviven.

- ¿Qué importa que no asistieran los ilustrados y los jije lifes, si el tiatro estaba

lleno?

- Pero siempre se hicieron notar... aunque le diré a usté que Juliaca ya necesita un

local güenazo y grande, pa que los de galería no estemos como en lata de portola.

- Cuando hay llenos y si una se acomoda tempranito, ya no puede ni menearse, ni

salir con libertad, y corre riesgo de que le pase lo que a mí... Si cuando me acuerdo, sudo

breya. Tamié me puso el condenau como una buena banderilla, comadrita, ¡asina de

grande!

- Dejesusté de acordarse de la humedá y tomemos un resacado, que eso nos hará

bien sobre el cuche de queso.

¡Salú!

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- Salú, comadrita Hermelinda.

- ¿Va usté a los maches de esta tarde?

- Si, estoy invitada por mi amiguita doña Analana y su vecina doña Santusa.

- Ambas gustan de la pelotera, no?

- El fútbol. Ah, sí, mucho. No fallan. Y esta tarde juegan los antonianos que ha

traído ese simpático padrecito Peralta, que tanto se hace querer con los chicos.

- Pero, yo creo que acá les darán la tanda nomás....ya hey apostao a la de acá.

- Ojala no suceda así, porque yo mei ladeado pa los de allá; cuento con San

Antoñito paque haga el milagro...

- Bueno, allá nos veremos; y dispués podemos pasar ande la comadre viajerita a

tomar la chicha con nata.

- Adiós, hasta entonces... comadre meacha.

(*) Tomado de la Antología del Cuento Puneño, publicado por el Dr. Samuel Frisancho Pineda.

2.1.2. EMILIO ROMERO PADILLA

Nació en Puno en 1899 y murió en Lima en 1993. Fue un distinguido jurista puneño,

parlamentario, ensayista, periodista, decano de la Facultad de Economía de San Marcos,

Presidente de la Sociedad Geográfica del Perú y narrador exquisito, dueño de un lenguaje

definitivamente literario y pulcro. Escribió el hermoso libro de cuentos: Balseros del

Titicaca (primera edición, 1934; segunda edición, 1989). Mucho antes de este libro, desde

1918 las principales revistas de Lima y el extranjero, aparte de Puno, publicaron sus

cuentos. Por ejemplo, "El pututu" fue publicado por José Gálvez en La Crónica de Lima.

Variedades, por intermedio de Clemente Palma, publicó sus relatos desde aquel año. Otro

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cuento suyo fue publicado por la prestigiosa revista Zig Zag en Santiago de Chile. En los

años 30 viajó a Lima. Allá, la política, el estudio metódico de la sociedad peruana y las

convulsiones socioeconómicas de entonces lo separaron por un tiempo de la narrativa y lo

llevaron por el camino de las preocupaciones sociopolíticas. Sin embargo, la publicación

de sus libros “Balseros del Titikaka” y “Memorias Apócrifas del General José Manuel de

Goyeneche” es suficiente para ser considerado entre los mejores narradores puneños de la

etapa en que se lo menciona.

Omar Aramayo, en diferentes disertaciones y; últimanente Hugo Lipa, en un trabajo

de tesis, lo han considerado como el padre de la narrativa escrita en Puno, porque

Balseros del Titikaka fue publicado en 1934 y muchísimos cuentos suyos en revistas de

Lima desde 1918. Romero Padilla, además, escribió la novela “Memorias Apócrifas del

General José Manuel de Goyeneche”, publicada por la Editorial Minerva, Lima 1971.

“Memorias Apócrifas del General José Manuel de Goyeneche está considerada entre las

mejores novelas puneñas escritas en el siglo XX. Podría añadirse a esta gran obra, la de

Jorge Flórez y Zelideth Chávez, para formar la trilogía de novelas más importantes de la

Región, hasta el momento de escribirse esta antología.

“Memorias Apócrifas del General José Manuel de Goyeneche” del narrador Emilio Romero

Padilla, por la estructura, por el lenguaje, el trabajo de los personajes y la acción principal tan

contundente, en cuya base se encuentra 20 años de historia (1805-1825) de la guerra de la

emancipación americana, es una de las novelas más acabadas de la narrativa puneña del siglo XX.

En concreto, es la recreación literaria de una parte esencial de nuestra historia. Un análisis intertextual

entre las acciones de la novela y los datos de la misma historia, nos permite trazar líneas de

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coincidencia entre ambas. En efecto, existe una relación de similaridad entre la realidad y la ficción,

en lo relacionado a las acciones, fechas y nombres de algunos personajes, como es el caso del

movimiento revolucionario del Sudeste de Latinoamérica llevado a efecto desde 1805 hasta 1824, así

como nombres de Gabriel Aguilar, Manuel Ubalde, los virreyes Avilés y Abascal, el conde Ruiz de

Castilla, de los argentinos Juan José Castelli, Ildefonso de las Muñecas, Manuel Belgrano y los

hermanos Angulo, etc. Estos personajes históricos han sido recuperados, creados o recreados por la

poderosa imaginación de Romero. El poder creativo de personajes tan verosímiles, la atmósfera que

satura las páginas de la obra, así como el trabajo de un lenguaje plenamente literario, hacen que el

texto sea, con toda justicia una novela histórica. De esta novela se puede decir que tiene por

fuente a la realidad; pero que, habiendo emergido de ella, para convertirse en literatura, ha

incorporado a su naturaleza el “elemento agregado” del que nos habla Mario Vargas Llosa.

Un análisis detallado de “Memorias....” permite valorar otros aspectos como el lenguaje

utilizado por Romero Padilla. En cuanto al lenguaje, se puede afirmar que es plenamente literario,

porque alcanza una belleza notable no sólo cuando emplea el lenguaje figurado (pleno de símiles y

metáforas artísticamente labrados), sino, incluso cuando el narrador está haciendo uso del castellano

culto no tropológico. Es realmente importante la cadencia del lenguaje, el ritmo logrado sobre la base

del uso adecuado de las palabras y la concatenación de vocablos utilizados con precisión y elegancia.

Eso sí, se advierte una serie de faltas de ortografía en construcciones tan sencillas que nos hace pensar

que se trata de yerros cometidos por los digitadores. Llegamos a esta conclusión al contrastar estos

párrafos con los que corresponden a otros libros y artículos de carácter científico-social de su autoría,

que se caracterizan por la limpieza de la escritura. No se puede olvidar que Romero Padilla es uno de

los puneños más cultos del siglo XX.

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Por otra parte, se debe remarcar el hecho de que la mayor parte de sus personajes están bien

trabajados. Naturalmente, como en toda novela, hay personajes planos; es decir, trazados apenas con

suaves pinceladas o simplemente mencionados con el objeto de sustentar algunas acciones de la

novela. En cuanto al título de la novela y la importancia de los personajes debe decirse que el autor

utiliza un ardid o artificio con el objeto de desviar al lector. Deduciendo del título, “Memorias

Apócrifas del General José Manuel de Goyeneche”, podría pensarse que Goyeneche es el

protagonista de la obra; sin embargo, no lo es. Los protagonistas son Ernesto Loayza, Daniel

Echevarría, Monsieur Pellerand, José María Salinas y un grupo notable de revolucionarios

argentinos. José Manuel de Goyeneche es, contrariamente, antagonista en la medida en que realiza

todo tipo de acciones -fuego, sangre y terror, dice el narrador- para liquidar el movimiento de

emancipación de la América del Sur. El autor, de manera muy creativa, ha utilizado la palabra

apócrifa, justamente para decirnos que Goyeneche no es el protagonista; que la vida de este general es

sólo un pretexto para hablar de otros que sí son importantes. Memorias apócrifas significa, también,

memorias falsas; vale decir, es la negación para que el texto no sea considerada como memoria - que

es una especie diferente y distante de lo que se ha escrito -. Con este artificio, Romero Padilla, nos

advierte desde el título que “Memorias Apócrifas del General José Manuel de Goyeneche” es una

novela y no una memoria o historia. Recuérdese que la palabra “apócrifo (a)” significa falso, incierto,

fingido. Por tanto, también debe concluirse que el título nos ha sido presentado apócrifamente.

“Fue hijo de Eladio Romero Ramírez y Honorata Padilla Álvarez. Sus orígenes son

quechuas. Su mayor biógrafo, Mauro Paredes, nos manifiesta: ‘Su niñez la vivió en la

península de Capachica, tierra de sus ancestros donde aprendió a amar la tierra y admirar el

azulino lago’. Fue alumno de José Antonio Encinas en el Centro Escolar No 881, en el cual

destacó juntamente con Gamaliel Churata, Alejandro Peralta, Luis de Rodrigo, Emilio

Armaza, fundadores del Grupo Orqopata y escritores de renombre nacional. Leyendo los

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libros de Encinas se advierte que éste lo trata con mucha consideración.Romero vivió en

Lukina, perteneciente a la península de Chucuito. Terminó su educación secundaria en el

Glorioso Colegio Nacional ‘San Carlos’, donde reinaba una obscuridad sin nombre, según

dice Romero en “Perú Vivo” (1966). Se inicia literariamente escribiendo ”Noche de San

Juan” (1917), una obra de teatro de factura indigenista; obra inspirada en su admirado amigo

Enrique Ibsen. Romero Padilla presenta su obra como una actividad del grupo Bohemia

Andina; por tanto, es miembro activo de Bohemia Andina, donde formó grupo con Gamaliel

Churata, Alex Franco Hinojosa, José Rosell y Puga, Rafael Arias, Víctor Villar, Luis de

Rodrigo y otros. Bohemia Andina publica el periódico La Tea, desde 1917 a 1920.

Posteriormente, abandona Puno y marcha hacia la gloria, aunque todavía no a Lima; sino,

hacia Arequipa donde estudia en la Facultad de Letras y Ciencias de la Universidad Nacional

San Agustín. En Arequipa publica ‘Ritmos Andinos’; luego, escribe y publica un cuento de

factura ficcional notable titulado La Raza, en el diario El Pueblo, decano de la prensa

arequipeña, participando activamente en las ‘Universidades Populares’, especie de

seminarios de culturización e ideologización de trabajadores, conducidos por intelectuales

progresistas. Por esta época gana el prestigioso premio literario “Contenta” de Arequipa.

Desde 1918 empiezan a publicarse sus cuentos en Lima, particularmente, en La Crónica y en

Variedades” (LIPA, Hugo, tesis universitaria sobre Romero Padilla, UNA-Puno 1999).

“Por los años ‘20’ se establece en Lima: ‘Todos llevábamos un fuego encendido

en el alma’ (Romero; en Perú Vivo: 1966). En la capital escribe en la revista ‘Variedades’

dirigida por el temible Clemente Palma, donde colabora con creaciones literarias: cuentos

y artículos de cultura. Posteriormente, se incorpora como catedrático de la Universidad

Mayor de San Marcos. En 1928 escribe en Lima su monumental: ‘Monografía del

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Departamento de Puno’. Ni antes ni después de la publicación de este libro, se trató el

problema de Puno con tanta seriedad, orden y sistematización. Todos los especialistas han

coincidido en catalogarla como la mejor ‘monografía jamás escrita en Puno’. En 1930

publica: ‘Geografía Económica del Perú’, una obra que ha circulado por las universidades

nacionales y particulares, como un manual obligado de formación de profesionales de

distintas generaciones. Por esta época es elegido Asambleísta Constituyente en las filas del

Partido Descentralista, en pleno Gobierno de Sánchez Cerro, pero, pronto es destituido y

puesto bajo vigilancia policial, por ‘separatista’ y ‘entreguista’” (LIPA, Hugo, Op. Cit.).

Sucede que fue el ideólogo o doctrinero de la descentralización; fue quien lo

planteó en aquella época como un proceso de redistribución del poder y de la economía

para enfrentar el asfixiante centralismo. En 1932 publicó su obra cumbre sobre

descentralización: “El Descentralismo”, que actualmente es una obra básica y de consulta

entre los políticos que sostienen el regionalismo y la descentralización con autonomía. En

su tiempo, su pensamiento descentralista mereció palabras elogiosas del amauta peruano

José Carlos Mariátegui. Posteriormente, completó este trabajo con “Regionalismo y

Descentralismo”, 1969. Como se dijo, ingresó a trabajar como catedrático en la

Universidad Mayor de San Marcos, ostentando en los años siguientes el grado más alto de

la Universidad: "Profesor Emérito". Sus cátedras principalmente fueron "Geografía

Económica del Perú" y "Historia Económica del Perú".

Luego publicó el ensayo "Tres ciudades del Perú" referente a Puno, Cusco y

Arequipa; en 1941, "Nuestra Tierra: un ensayo de Geografía para el Pueblo”. Andando el

tiempo es invitado para ser miembro del Instituto de Estudios Económicos y Sociales de

México. Por 1942 fue Presidente del Instituto Peruano Norteamericano, institución rectora

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de actividades culturales de Lima. Fue, asimismo, miembro de GAET. Luego, se le

nombra miembro de la Comisión Consultiva de Relaciones Exteriores del Perú. En 1945

publicó "El Pensamiento Económico Latinoamericano", México, 1945, por la Editorial

Fondo de Cultura Económica y contribuye activamente a la integración latinoamericana

junto con intelectuales de México, Argentina, Bolivia, Brasil, Cuba, Chile, Haití y

Paraguay. Entre 1945 y 1949 fue Presidente de la Sociedad Geográfica del Perú. En 1947

publica "Geografía del Pacífico Sudamericano”; México, Colección Tierra Firme, Fondo

de Cultura Económica. Fue, igualmente, miembro de la Academia Nacional de Historia y

miembro del Instituto Histórico de Argentina y Uruguay. Entre 1952 y 1955 fue

Embajador del Perú en México y; posteriormente, embajador en Ecuador, Uruguay y

Bolivia. En 1961 fue miembro del Instituto de Estudios Económicos y miembro honorario

de la Sociedad Geográfica de Chile. En marzo de 1962 fue delegado ante la UNESCO en

representación del Perú, llegando a publicar "Mercado Común Europeo", separata de la

Revista de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional Mayor de San

Marcos. En 1964 fue fundador de la Facultad de Ciencias Económicas en la Universidad

Inca Garsilaso de la Vega y en 1965 publicó "Biografía de los Andes" en Buenos Aires,

Argentina, Edit. Sudamericana, edición que fue traducida por el polaco André Diembier.

En 1966, a pedido de Juan Mejía Baca, publicó su biografía con el título sugerente de

"Perú Vivo". En 1975 fue Presidente de la Delegación de la XVI Reunión del Consejo

Directivo especializado de la OEA (Léase la tesis de Lipa, Hugo).

Su faceta literaria fue opacada por su labor intelectual en el campo económico, político,

diplomático, histórico y geográfico. Sin embargo, se dio tiempo para dejarnos dos obras grandes:

Balseros del Titicaca, un conjunto de relatos y cuentos y, la novela Memorias Apócrifas del General

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José Manuel de Goyoneche. Es el primero que organiza y sistematiza su obra literaria en un libro

orgánico. Muchos narradores puneños habían publicado cuentos juntamente con él o por la misma

época, en revistas y periódicos; pero ninguno los dio conocer a través de un libro. Por esta razón, a

decir de Omar Aramayo y Hugo Lipa “Es el padre del Cuento Puneño”. Porque fue el primero en

merecer publicaciones de sus cuentos en Arequipa y Cusco y, particularmente desde 1918 en Lima,

a través de “La Crónica” y la revista “Variedades”. Mientras los Orqopatas se sumergían en la poesía

indigenista asidos de las luces del vanguardismo, Romero Padilla se orientaba hacia la narrativa. Sin

embargo, la primera novela puneña publicada Madre Mía (1936) de Carmela Chevarría. Estuardo

Núñez dice de Balseros del Titicaca: “son en su mayor parte estampas captadas con singular

dominio formal y riqueza léxica descriptiva (...) conformando cuentos de buena factura en los cuales

se elabora la visión dramática de la realidad andina”(Núñez:1989). Creemos que se trata de cuentos

de la mayor fuerza telúrica y emotividad puneña; cuentos en los que la presencia de los indios no es

borrosa; los indios son de carne y hueso y claman y se mueven en una dinámica reivindicativa. Por

estas consideraciones y, teniendo como base, las consideraciones de los doctores Omar Aramayo y

Juan Luis Cáceres, se trata de un narrador de cuentos indigenista, acorde con los planteamientos del

grupo Orqopata al cual perteneció. Romero es el iniciador de un camino brillante de la cuentística

puneña que posteriormente se nutrió con el gran Mateo Jaika, Eustaquio Kallata, Óscar Cano Torres,

Vicente Achata y que, actualmente, continúan Luis Gallegos, Jorge Flórez, Zelideth Chávez,

Feliciano Padilla, Omar Aramayo, José Luis Ayala, Elard Serruto, Adrián Cáceres Ortega y otros.

Recordemos que Balseros del Titicaca lo edita el prestigioso poeta Enrique Bustamante Ballivián y

que la tapa del libro ha merecido el arte de Sabogal. Bustamante Ballivián y Sabogal no eran artistas

que podían apoyar a cualquier escritor. Eso significa que la prosa y el indigenismo de Romero Padilla

era muy apreciado por escritores y críticos de reconocido criterio. Por 1937 publicó la "Decadencia

del Cuento en el Perú", en la revista “Letras” No 08 de Lima. Posteriormente, este trabajo de carácter

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crítico literario va a influir en el enfoque literario de Tomás Escajadillo, Alberto Escobar y Antonio

Cornejo Polar.

“Romero, en el campo político, destaca como Senador, Ministro de Hacienda y

Comercio y, Ministro de Educación Pública; sin embargo, su presencia intelectual en Lima

no solamente es como político, economista o literato, sino, también como geógrafo e

historiador. Políticamente es un demócrata y, a nivel latinoamericano, un integracionista.

Ha sido un diplomático en toda la extensión de la palabra. Fue uno de los peruanos más

cultos de su tiempo y un político demócrata respetado por tirios y troyanos, lo cual era muy

difícil de lograr en una época en que las disputas entre apristas y comunistas eran

realmente fratricidas. Más aún, en una etapa en que las contradicciones entre estos

políticos de izquierda y la derecha peruana eran irreconciliables. Romero Padilla era

respetado por su capacidad, por su amplia cultura y por ser un hombre talentoso. Entre sus

principales obras destacan “El Perú por los senderos de América”(1954), “Biografía de los

Andes”(1965), “Geografía Económica del Perú” (1930) reeditada un sinnúmero de veces;

“Historia Económica y Financiera del Perú Antiguo y el Virreinato” (1957),

“Regionalismo y Descentralismo”(1969).

Emilio Romero Padilla dejó de existir el 27 de Mayo de 1993, en su residencia de Chosica-

Lima. Dejó tres hijos: Raúl, José Emilio y Rocío Romero Cevallos, hijos de Emilio Romero y de

Catalina Cevallos” (PADILLA Feliciano; Apuntes biográficos en “Valoración de Memorias

Apócrifas...”).

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B A L S E R O S D E L T I T I C A C A (*)

Los cerros que bordean la bahía de Puno, en el Titicaca, cortan bruscamente la tarde. Ocultan el sol

sin crepúsculo, pero por los flancos de las montañas, se proyectan los dorados rayos del sol de los

gentiles sobre las penínsulas de Capachica y Chucuito.

Precisamente a la caída del sol deja de soplar aquel viento constante que los aimaras llaman

khota-thaya o viento del lago. Hay una ligera calma antes que las chihuanqueras alcen vuelo hacia

el Oeste anunciando el viento de ese lado, el suni-thaya.

Bautista, el pescador, tiene sus aparejos listos. Su balsa se balancea al pie de las rocas

donde tiene su cabaña. Aprieta el nudo de su incuña de fiambre y envuelve la chuspa de coca

descendiendo rápidamente de la peñolería.

Su balsa es frágil, apenas del ancho de sus caderas. Movible como una lagartija, con dos

puntas filudas de totora amarilla, levanta la vela corta y romboidal que se hincha con la brisa del

sur, que empuja su balsa hacia el totoral.

Centenares de chugllas humean en los cerrros. La bosta arde pesadamente y despide humo

espeso. Allá lejos, el puerto de Puno parece achatado, sumergido en las orillas del lago. Ilusión

óptica, curvatura de este mar dulce. Parece una ciudad encantada de plata y sangre. Tejas y

calaminas se reflejan en largas ondas movibles en el lago. El vapor Ollanta calienta calderas,

enciende luces rojas y verdes. La balsa hace pliegues en el agua, como sobre una tela de seda,

camino del totoral.

De pronto, un rumor de trueno repercute en todos los cerros. Redoble de tambores,

maquinaria sorda y terrible. Aparece al extremo del golfo el tren de Arequipa. Jadeante,

incendiario, arrojando chispas avanza a la ciudad. Su ojo gigante deslumbra con el sol. El viento

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trae sonidos de campanas; los cien ojos rojizos del barco no pestañean siquiera. Esperan a los

pasajeros para Bolivia.

Soberbio espectáculo. Bautista se siente un Dios lacustre sobre su veloz balsa. Una muralla

negra son los cerros; el lago todavía está tranquilo. Las luces del muelle se alargan. Chorrean como

oro fundido en el agua. Aquella soberbia visión panorámica es un regalo a sus ojos, mientras la

balsa llega al totoral. Ya está llegando. Sus ojos ven mejor en la noche. Las totoras forman una

barrera inmensa, pero Bautista ya conoce la entrada. Mueve los remos traseros como timones y

endereza la balsa hacia el bosque espeso e inmenso de los totorales, donde hay lagunas llenas de

peces.

Aquí el lago cubierto de totorales se aprisiona en canales de agua cristalina. La brisa no

llega a estos callejones inmensos que siguen por misteriosas curvas que sólo la experiencia aimara

puede descubrir en la noche.

Se cruzan algunas balsas rezagadas que van a Puno desde las islas de Takili o Amantaní.

- ¡Uúh!

Apenas un grito a boca entreabierta, es el saludo entre balseros. Un aullido con U francesa.

Las balsas pasan con la gallardía de un lujoso paquebote trasatlántico.

Por fin ha llegado. Una claridad plateada se abre ante sus ojos. Ahí está la laguna pletórica de

peces sabrosos. Hay que cogerlos con red porque están voltejeando a millares en el fondo escaso de

la laguna. Pero antes hay que cegarlos. Y Bautista amontona totoras secas sobre su balsa, enciende

un fósforo y hace una hoguera. Los peces quedan ciegos ante la deslumbrante llamarada. Bautista

sumerge la red y recoge centenares de peces. Trabaja hasta la media noche. En su balsa ya no cabe

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más. Toma un puñado de coca y con el remo empuja su balsa entre un macizo totoral donde sube

como a un dique y duerme hasta el amanecer.

No hay amanecer más bello en paraje alguno de la tierra. Se insinúan en la lejanía las

nieves de la cordillera. En las riberas, el golfo verdecido y cubierto de eucaliptos, mentas silvestres

y matorrales. Miles de cabañas humeantes y rodeadas de fragantes flores del Inca. Allá, la ciudad

de plata y sangre todavía duerme. El muelle está desierto; se ha ido a Bolivia el vapor. Todavía se

ven brillar algunas estrellas a pesar de la luz del día. Las nubes con todos los colores del arco iris,

aurora boreal, oro, sangre, esmeraldas fundidas. Millares de pájaros entonan sus cánticos

mañaneros. Bandadas de flamencos vuelan en escuadrillas tendidas hacia la aurora, rosada como

sus alas. Patos, parihuanas, huallatas blancas como la nieve y dominicos de capuchón negro y alas

blancas graznan con alegría.

Bautista se desespera y hace crujir su balsa alzándose para observar sobre la barrera de

totorales. Las islas y las penínsulas están teñidas de púrpura. Las casas de calamina de Puno,

lejanas y borrosas, brillan como espejos de plata bruñida. El lago es un cristal, una masa de azogue

inmóvil, una plancha gigantesca de acero. No hay ni una leve brisa.

Este bello amanecer es sin embargo para desesperar al pescador. ¿A qué hora vendrá el

viento? La pesca abundante empieza a transpirar sobre la balsa, porque el sol quema ese estanque

cercado de totorales de verde oscuro. Bautista cambia de coca arrojando el pigcho que ha rumiado

en toda la noche. Se le escapa una interjección de rabia al ver esa inmensa naturaleza viva y de

fiesta en descanso dominical y con la brisa de vacaciones.

Arde el sol. Se levanta una vaga niebla cálida de estanque; el aire está espeso y caldeado.

Mientras más asciende el sol, la prisión lacustre es más insoportable. Bautista toma su merienda de

papas frías, chuños congelados y bogas ahumadas. Renueva otra vez la coca. Se inclina sobre el

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lago para beber agua en el hueco de sus manos. Hace un gesto de asco, el agua está amarga, pues

hay pantanos en el fondo.

La brisa no llega en todo el día. El lago es un inmenso espejo para incendiar los cielos, para

quemarlos como papel. Está en fiesta el sol achicharrante y terrible.

-- ¡Karaspa! ¡Ahora va a granizar!...! – exclama Bautista. A sol espléndido, tempestad segura.

Y en la tarde de aquel día granizó. Y luego un fuerte viento agitó el mar dulce. Nublado el

cielo y plomo oscuro, ceniciento y terrible el Titicaca, agitaba sus olas como un mar. La balsa

parecía formar un solo cuerpo con la frágil embarcación. Las olas del Titicaca no tienen el ciclo

amplio y profundo de las olas del mar, pero su embate es más rápido, más corto, de curva leve y

espumosa. Las olas pequeñas atacan con furia y rapidez.

Bogueros del Titicaca, en todas las bahías y en el Gran Lago, luchaban aquella noche con

la tempestad. Un viento helado cortaba la piel como vidrio de botella. Negrura absoluta por todas

partes, los bogueros ven a través de la noche como búhos. Ni una queja, ni una interjección, ni una

palabra de misericordia. Bautista empuñaba con mano dura los dos remos que arrastraba como

timones luchando por mantener derecha la balsa. Imposible arriar la vela. No había manos para

desenvolver la soga; y aunque hubieran habido, era el viento tan fuerte que habría pegado el

velamen de totora contra la achihua clavada como un compás abierto sobre los flancos de la balsa.

El viento arrastraba como una hoja seca la balsa de Bautista. Las olas la levantaban por

detrás y la hacían sentar bruscamente al retirarse, inundándola. Pero no había ola capaz de

despegarlo de su balsa. Su propio cuerpo era como un caracol, que dirigía la balsa pegado a su

concha.

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De pronto una masa negra se interpuso. Cerró los ojos. Ni una luz roja había en el muelle.

Los carros de plataforma y las bodegas abandonadas, resistían al embate del viento que silbaba en

los hilos del telégrafo. La balsa paró en seco y reventaron algunas sogas de paja de las puntas.

Otras balsas más grandes iban atracando a media noche. Hasta la hora del amanecer

centenares de balsas cubrían las aguas del muelle.

Ahí estaba a pocos pasos, durmiendo todavía, la ciudad con sus calles estrechas para ser

más afectuosas. Las torres de la catedral velaban su sueño. Las torres de San Juan parecían

minaretes. La techumbre de zinc de San Juan de Dios parecía un zepellín de plata. El camposanto

cerca; el mercado, la estación, todo cerca; unido, cariñoso, lleno de ternura.

Pero los ojos de Bautista que no habían temblado al sol achicharrante del día ni a la

tempestad horrible de la noche, miraban con temor la ciudad.

Del barrio de Mañazo comenzaron a bajar al muelle las cholas ckateras, alcanzadoras de

provisiones. Bajaban soldados y mercachifles. Todos los balseros se pusieron de pie como

aprestándose a una batalla. A los pocos minutos, mercachifles, soldados y ckateras hacían saqueo

de las provisiones.

- ¡Indio animal, esto es para el comandante! – Le decía un soldado a uno, quitándole la

canasta de huevos.

- ¡Ladronazo! ¡Conténtate con cuatro reales por esta talega de quesos o te mando preso! –

chillaba una ckatera.

Otra más práctica, le quitó el sombrero y el poncho a uno de ellos para obligarlo a seguirla

cargando la pesca hasta el puesto del mercado. Cuando llegó, le alcanzó un pan y una peseta.

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-Toma tatay y di que es tu santo.

Soldados, mercachifles y mayordomos de casas ricas hicieron tabla rasa con cuanta

provisión había en el muelle.

Los indios invadieron después la ciudad con algunas pesetas en las manos para comprar

añil, chancaca, agujas, tocuyo. A algunos les alcanzó para un trago de aguardiente

Los policías les pedían libretas de Conscripción Vial, de Registro Electoral, de Servicio

Militar, Carnet de Ocupación, Certificado de Vacuna y de Asistencia Escolar.

Los bogueros los miraban boquiabiertos. Los policías, cuando se habían cansado de llevar

gente al cuartel, les daban de varazos y los dejaban libres.

Discurrían por la ciudad como idiotas, ahogados al peso del poncho. Pero en la tarde, al

retornar a sus islas y a las penínsulas azules, ya solos en el muelle, se reían con risa sardónica y

fuerte:

- Al turco de la plaza le saqué esta vara.

- Al gringo bachiche le tiré esta cuchilla...

- ¡Mistis desgraciados, cochinos!

Y después de haber guardado bien sus compras, el periódico del día para que lean los chicos,

el cuaderno de escritura, los lápices y la tinta para que escriban sus hijos en las escuelas de los

evangelistas, levantaban sus velas y se alejaban con una canción de vida y de esperanza en los

labios.

-0-

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(*) Tomado del libro “Balseros del Titicaca”, segunda edición, publicado por encargo de CONCYTEC, Lima 1989.

2.1.3. ROMÁN SAAVEDRA: EUSTAQUIO KALLATA

Nació en Puno en 1902 y murió en el Cusco en 1978. Fue periodista de estilo fustigante.

Radicó en el Cusco donde realizó gran actividad cultural y literaria con el seudónimo de

Eustaquio Kallata. En aquella ciudad, también, desempeñó el papel de crítico literario y

como tal fue exigente, muchas veces lapidario, inmisericorde, desleal, Fue sepulturero de

poetas y narradores jóvenes cusqueños. Más tarde, aquellos jóvenes cusqueños -ahora

distinguidos intelectuales-, en una actitud parecida a la de Eustaquio Kallata, en sus

trabajos de historia de la literatura cusqueña y artículos varios, no han reconocido ni pizca

de autoridad a sus comentarios, ni mucho menos, valoran su labor de corifeo en las letras

cusqueñas de su tiempo. Le ofrecemos la versión completa de su relato “Estepa en Llamas”

que se encuentra en la “Antología del cuento puneño” del Dr. Samuel Frisancho Pineda.

Lamentablemente, es casi ilegible en su primera parte, probablemente por la falta de

cuidado de los linotipistas y cajistas de la Imprenta Los Andes de aquel entonces.

ESTEPA EN LLAMAS (*)

Colmadas nuestras balsas de rebullentes suchis, humantos coletudos y diversas bogas, que

se asfixiaban abriendo con avidez sus bocas anfibias y lacres, y mientras en los estertores

de la agonía, se daban de coletazos unos a otros, nos dirigimos, como una bandada de patos

salvajes, hacia el atracadero. Los fornidos y terreros qollanas –todos los hombres del ayllu

de qollanas somos recios balseros- con nuestro jilakata Crucito Lión a la cabeza, no

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halaban nuestras sapuras, pujando como cuando, en viento contrario, hace crujir las

lloqeñas y enfurecer las límpidas aguas de nuestro amado río Ramis. Al otro lado viven los

malditos tomaqayas Zapanas, allá donde verdean los tarhuis y están ya desgranando las

mazorcas moradas de las quinuas, allá donde el viento que sopla de Ácora sacude con furia

las varillas del precioso fruto. Nosotros somos de esta banda; no tenemos sino hirsutas,

moyas y arena. En la rinconada, es cierto, crecen qollis retorcidos y muy duros. Ahí están

cerca de la estancia de don Prudencio Cuentas, los putucos de ch’ampas de mis tíos Cisco

y Jancho Qari, y no muy lejos de ellos, vive mi padrino, el jilakata. En pequeños huertos

crecen las espigadas ambarinas: menuditas y aromáticas; los chunquitos de finos pétalos de

crema, los geranios llameantes y las qantutas largas y bermejas. Con esas flores silvestres,

nuestras hermanas y otras imillas casaderas del ayllu se adornan las monteras floridas para

las fiestas. Da gusto verlas así, y a solas, hacerles la sunqa. Pero, esto no tiene importancia.

Aquí bajo mi balsa nueva y liviana se encrespa, por momentos, el agua color azul de

anilina como bayeta recién batanada.

A la madrugada, antes de que el alba cayera del todo y cuando el frío se nos

infiltraba como azogue en los huesos, con las bufandas subidas hasta los ojos y a la voz de

¡orden! seca y tajante del alcalde de nuestro ayllu, formamos como lloqeñas viejas una

carpa de tolderas amplias para el Tata-cura, que es muy comodón, y para los otros

badulaques, sus allegados. De un brinco el sol triscó en las moyas y extendió su oro líquido

sobre la superficie bruñida del agua. Ahora, el Tata está sentado a mujeriegas sobre un

apero y pellón lanudo y; a sus pies calzados con botines de elástico, se extienden los chusis

floreados, con sus ojillos aguanosos de qarachi. Escrutaba nuestras balsas y calculaba

cuánto de primicias recogería del prolífero ayllu de la otra ribera, cuando la parva de las

quinuas sea majada con los cayedos cosechadores. Ahora está ahí obeso, jadeante,

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bebiendo - con su “mula” vieja miserable de cara amorcillada y su “sobrina” la pizpireta

que hace encalabrinar al viejo gotoso del gobernador y a su niño, un barbilindo trabucador

de indios mansos - espumosos vasos de chicha de quinua, que nuestras hermanas hicieron

mascando para darle levadura.

- Apuren, apuren... ¡Ahí tienen una botella de alcohol y una estalla de coca, de lo

mejorcito de Pelechuco, apuren...! – Nos gritaba el cholo Incayupanqui, que es firmado y

teniente gobernador.

- Eres jodido – le retrucaba a la sordina Crucito -. Recién estamos llegando y ya

quieres que regresemos. Habías de ser alcahuete y lambón.

Nos reíamos a todo trapo porque el cholo era un adulón sin remedio. El awicho

Ticona nos repartía, cautelosamente, acullis y pedazos de llipta para echarle un mordisco,

mientras bajo nuestras balsas somormujaba el agua frizada a contrapelo por el viento. En

las orillas, junto a las lajas rebrillantes, se arremolinan los layos de un verdor claro, se

pudren en los rebalses de aguas muertas con coloraciones de bronce verdoso y bordes

violáceos y, en donde se agitan los renacuajos de piel negruzca y viscosa. Contra todo esto

golpea y brama el agua, sin descanso, como un congosto.

Como primera faena llevamos, parsimoniosamente, nuestras canastas de chillihua

con plateados y rebullentes suchis, al toldo del cura.

- ¿Qué es esto? ¡Y tan poco desde enantes! El año pasado fue ... –, bostezó

malhumorado el bendito personaje.

Y es cuando platicó nuestro viejo.

- Tata - le dijo con el sombrero entre las manos y la mirada recogida -. No es

nuestra culpa. El río, nuestro padre y madre, el que nos cría a todos, el río Ramis está

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enojado. Tiene razón porque no le hemos hecho t’inkasqa. Aplacaremos su cólera: Dadnos,

Tata, coca de la verde; dadnos una botella de alcohol. Algunos remontarán hasta el

remolino y harán el k’intu para que retornen los suchis huidizos y entonces, nuestras balsas

se colmarán y aún serán rotas nuestras redes por los hijos de la Mamaqoya.

- Tendrán todo lo que piden- rezongó con la faz arrebolada-; pero no me

mangoneen con el pretexto del k’intu.

Y fue dura la jornada. Los leqeleqes volaban azorados hacia los páramos lejanos. El

sol se volcaba sobre el mundo y las piedras aristadas de pátinas de cobre parecían aflorar

de sus propias sombras como corolas monstruosas.

En una resaca hicimos el “pago”. La diminuta fogata de bostas chisporroteaba

vivazmente y las flámulas parecían crestas rutilantes. El k’intu de Wiraqoya, alcohol y

coca ha humeado toda la tarde.

El regalo del Tata estaba pagado con creces. Los pequeños cestos de chillihua

rebozaban de suchis y bogas plateadas y húmedas, qarachis escamosos y regordetes.

Fueron las garridas mozas de mi ayllu las que guisaron sabrosamente los pescados

frescos para el Tata y sus convidados. Unas traían las chúas humeantes y grasosas con el

caldo de los suchis gordos; otras, servían las tuntas blanduzcas, albas y reventonas. Janita

fue la última. Traía el queso tierno y albino. El Tata, el gobernador Camacho Deza, el faite

cortejeador de la niña Hortensia, todos, hasta la arpía curial, la desnudaron con sus miradas

lascivas los unos y, enfurruñadas y celosas, las otras. Ella era apenas una linda wallatita,

que triscaba en las moyas a medio quemar, tras la majada de sus ovejas o juntaba gozosa

sus labios con el belfo tibio y sedoso de la “chitaca” predilecta. Ella corrió cohibida y fue a

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ocultar su pudor de imilla codiciada. Reparé que al Tata rijoso le susurraba taimadamente

el gobernador.

- Señor doctor- le dijo aquél-, usted está ya de vuelta, mientras que yo recién...

- Es que, amigazo, yo también soy pescador...pero de almas- guiñó cazurro.

Cuando el sol se hunde tras los cerros granates que se apeñuzcan al Oriente, nuestro

ayllu es acongojador; el río hondo y plúmbeo tiene estertores de pesadilla. Gasta el

atracadero, que se abre en rampa; parece un bostezo de la pesadumbre acuática.

Los alqamaris con tardo vuelo aterrizaban hambrientos y grotescos. La cabalgata de

los mistis se perdió, polvorienta y vibrante, detrás de unos médanos de paja rala. Sentí un

odio terrible por estos otros alqamaris que iban tramando contra Janita alguna felonía.

Pero, también tuve repugnancia de mí mismo; me odié y eché en mi cara mi condición

servil y cobarde. Reventó en mi paladar un sabor agrio y envenenador como el fruto de la

taqachila. Blasfemé contra mis padres, que nunca alzaron sus puños crispados contra sus

explotadores y, más bien, ahinojados recibieron zurriagazos y golpes y; el cura mismo, en

vez del asperjeo del agua bendita, les mandó echar con orinales porque pidieron un poco de

tierra en el cementerio para la sepultura de mi abuelo. Escupí con rabia contra esta tierra

yerma y el horizonte lontano en cuyas lindes se alzan, como pechos tetones, las montañas

azules, guarida de hombres brunos y tal vez felices. Mi odio les ha ido mordiendo los

talones como un perro hambriento; se agazapará en un rincón cualquiera para

estrangularles a dentelladas feroces. Así pensé aquella tarde lejana; así nació un clamor

bronco en mi sangre y desgarró con terquedad de rebeldía vital mis vísceras de indio

siempre humildoso y servicial para con los condenados mistis.

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Janita, la linda wallatita de mi ayllu, aquélla para quien recogí los más dulces

sankayos y le di todo mi cariño veinteañero junto con los pichones de las choqas y el

cestillo de mimbres con los apetitosos pasanqallas; aquélla por la que se derramó, como un

río de música y ensueño, por las abras y los riscos, la voz melodiosa de mi pinkillo, fue

llevada como “camani” donde el cura, y no a vuelto más al ayllu. Ha olvidado la almilla de

bayeta color ayrampo y el rebozo de cordellate por algún trapo costoso que merca con sus

caricias de barragana.

Me han llovido después muchas injurias y mis espaldas sufridas conocen los

chicotazos del rabioso gobernador y la apaleadura de los sayones del gamonal Bragazas,

porque no dije quién fue el que incendió la finca Kamqata.

Los días se queman como manojos de t’olas secas. Y el cuerpo se consume

queriendo darle un poco de calor a los surcos resecos y remojar las pequeñas semillas, tan

desnudas como nosotros, con el sudor y las lágrimas salinas de nuestra brega miserable.

Vienen las heladas con sus anchas patas de cristal y de silencio a aplastar los brotes

anhelosos de vida, los gérmenes que rompen la parénquima. Viento, heladas, hambre...

siempre hambre. ¡Y en las fiestas de San Taraco algún ajo....! Viril contra el destino, contra

los hombres sumisos. Miserable desquite que rebota contra el rollo de la plaza y las casas

de calamina. Luego, la vida jadeante y pisoteada, filtrándose por todos los rincones,

rezumando hasta de las piedras.

II La estepa en llamas

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Una mañana fresca de Chullunkus y de trinos se perfiló la recia silueta de Sotelo Jallasi en la puerta

de mi putuko. Me traía la gran noticia: mi corazón se abrió de par en par y por él entró una frescura

de alba que me remojó de rebeldía y coraje el cuerpo y el espíritu, de una sola vez y para siempre.

Hemos vencido en Huancané –explicaba serenamente Jallasi-. En total somos 70

mil indios de todos los ayllus. En Samán hemos incendiado los trojes de la hacienda

Esperanza después de coger todo lo que necesitábamos. El gamonal Dueñas y su machona

han fugado a Juliaca. El cura y algunos paniaguados de Dueñas nos han fogueado desde la

torre de la iglesia; por eso hemos metido fuego, todavía está humeando. Llegaremos a

tomar a sangre y fuego este nido de explotadores. ¿Qué te parece? ¿Que piensas hacer?

- ¿Quién los guía, quién es el jefe?- le grité casi con sofoco.

- Es Rumi Maki, nuestro hermano. Es como nosotros indio.

- ¡Rumi Maki, Rumi Maki...! La mano de piedra, la mano justiciera, la que cundirá

como una galga a todos los gamonales, pensé con venganza fila como una cuchilla. Me

alisté sin titubeos en las fuerzas del Gran Inka.

La venganza recién me sabía dulce; tantos años de humillación debía de reventar de

algún modo y he aquí que ha estallado en oleadas de sangre y de fuego.

Entrábamos a saco en las haciendas, requisábamos ganado para el rancho de las

tropas indígenas; en caso de resistencia, quemábamos caseríos y capillas, guindábamos a

los pobres diablos mistis, lambones de los gamonales que no pudieron ganar camino a

Juliaca. Todo el Collao tembló de coraje y rabia. Sólo los gamonales se cagaban de miedo.

Con el rifle cordial entre mis manos me sentí hombre de veras: macho, fuerte y vengador.

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La corneta de los milicianos indios hizo galopar mi sangre con furor marcial, y fue un

clamor de mi raza, el bronco sonido del pututo desgalgado desde los cerros riscosos.

A la madrugada de un jueves, Samán quedó en escombros humeantes. Otro día

caían Taraco y Chupa; fueron capturadas las majadas de ovejas, y las tropas de burros que

una pandilla de ladronzuelos del pueblo habían arreado de todos los ayllus aprovechando

de que los indios estaban alzados. El Tata Cura, mi rival, y el gobernador han

desaparecido. Se los tragó la tierra.

III La ruta de los huesos.

En Ayabaca están todavía blanqueando la pampa, los huesos de los que fueron copados.

Regimientos de soldados se echaron sobre el Kollao para terminar con los indios

revoltosos. Las ametralladoras tabletearon días enteros barriendo como a briznas a los que

bajaron de las alturas para enfrentarse, heroicamente, contra sus hermanos y parientes

armados de fusiles y previamente envenenados de odio y de alcohol contra nosotros. Nos

aplastaron sin misericordia, a hierro y fuego. La pampa se encharcó de sangre. La

venganza fue bestial y tremenda. A las madres les cortaron las tetas, a los prisioneros les

arrancaron la lengua porque supieron alentar a sus camaradas; los niños, llokallitos

hambrientos y pavoridos, fueron castrados y las chukllas eran montones de cenizas que

esparcía el viento como un mensaje de muerte y desolación sobre el yermo infinito. Gleba

arrasada y ensangrentada. De todas partes manaba sangre, corroía la gangrena de los

mutilados ululantes. Miseria jadeante, hambre que tritura las entrañas. Gritos de dolor que

se arrastran entre las piedras filudas y los espinos hasta caer desfallecidos. Alguno que ha

zafado del círculo de la muerte, vaga como una sombra entre los riscos y las apachetas

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haciendo vida de alimaña, mientras patrullas de gamonales asesinos galopan por la ruta de

los huesos husmeando carne fresca de indio.

Éste fue el saldo de nuestra justicia armada y es también la primera enseñanza

revolucionaria. Para la próxima, que viene a rastras, ya sabemos cómo se debe pelear y con

quiénes debemos estar codo a codo. ¡Aplastaremos a todos los gamonales y con la cal de

sus huesos amarillentos y carcomidos construiremos hogares limpios y alegres!

IV Mandato

Esta llovizna de abril me esponja el alma. Siento que todo el Kollao está con los oídos

alertas, venteando todos los ruidos que traen mensajes de esperanza y libertad. Está listo

para el galope como el Sunicho trotón del qarabotas. Espera con ansia la voz de orden.

¡Otra vez se han levantado los indios! ¡Arriba todos los ayllus! Ahora no vamos

solos. Los trabajadores de las fábricas están en huelga. Se arman. Y los soldados

desertados de sus cuarteles, con fusiles y ametralladoras, van a sus ayllus a formar

guerrillas de indios. Arriba los luchadores del Perú nuevo, del Perú sin explotados. ¡Arriba

los indios! Y este mandato vendrá como viene el sol a tostarnos el cuerpo magro, y como

está llegando este aguacero tableteante y el olor pugnaz de esta tierra húmeda, después del

hedor que nos asfixiaba: hedor a chamusquina, a sangre podrida de matanza, al tufo de los

alqamaris hartos de carroña. Sólo estas palabras malditas me están quemando la lengua:

Los gamonales son fuertes. Son fuertes porque nuestros hermanos disfrazados de soldados

nos asesinan. Por eso los gamonales todavía nos escupen su rabia en plena cara, nos

queman con su odio cavernario. Mientras que nosotros ávidamente miramos el cielo

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siempre fosco, las nubes, el sol. O atisbamos una hilacha de luz desde las rejas de las

mazmorras con los bofes molidos, o contemplamos el zanjón de la vera del camino que

está lleno de huesos pulverulentos; o mirando los wachos de matas raquíticas de papas

pensamos, acongojados, en las garras del hambre que nos ha de despedazar. Así y todo,

nuestros corazones son puños erguidos hacia el destino y ¡nuestro destino es triunfar!

Post data

Los papelones de las ciudades, con motivo de nuestra insurrección fracasada, volcaron toda

la bacinica de mentiras y calumnias masticadas y para no averiar la digestión de sus

lectores colocaron, en letras de molde, esta lápida de siglos: “Puno 1914”. En todos los

ayllus del Departamento reina absoluta tranquilidad. Los temores de nuevos

levantamientos han quedado descartados para siempre. Todos los cabecillas y agitadores,

pagados por los enemigos de la Patria, serán sometidos a un juicio sumario y castigados

como subvertores del orden social y de la estabilidad del gobierno. Los vecinos notables

han acordado premiar pecuniariamente a los valientes defensores de la propiedad

sacrosanta y del orden establecido, amenazado por la actitud criminal de las hordas de

indios antropófagos e incendiarios.

De un momento a otro se retirarán las guarniciones de los distritos de Huancané -

El corresponsal de “El Comercio”, Lima -... Rumiando estas cacas se duermen

plácidamente los gamonales. Pero no saben que despertarán con la soga al cuello. Ahí es

cuando quisiera ver las caras de estos hijos de pu...na.

- 0 -

(*) Extraído de la Antología del Cuento Puneño del Dr. Samuel Frisancho Pineda

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Escribió varias narraciones en la revista Kúntur del Instituto Americano de Arte del

Cusco; pero, la que goza de mayor prestigio es "La estepa en llamas", que es el relato más

representativo de su creatividad, de notable contenido político-social y amor por el terruño.

2.1.4. MATEO JAIKA

Nació en Puno el 23 de marzo de 1900 y murió en Lima en 1977. Es el seudónimo

de Víctor Enríquez, un narrador puneño talentoso, dedicado a la producción de cuentos de

factura real-maravillosa, en cuanto y en tanto, reproducen una característica básica del

pensamiento andino, poblado de seres extraordinarios, espacios alucinantes, acciones

increíbles y desaforadas y de aparente irracionalidad, desde una mirada occidental; pero,

que se condicen exactamente con la sustancia misma de la forma de ser, pensar y hacer de

los antiguos peruanos y pobladores actuales de los Andes. Toda la literatura oral y, la

narrativa escrita de muchos escritores anteriores a Mateo Jayka tienen esta característica.

Podemos citar los textos escritos por Adrián Cáceres Olazo, Vicente Cuentas Zavala,

Víctor Echave Cabrera, Benjamín Dueñas Tovar, Francisco Chukiwanka Ayulo, Lizandro

Luna, José Franco Hinojosa, Román Saavedra, Mario Franco Hinojosa, José Portugal

Catacora, Julián Palacios, Emilio Romero, por citar algunos nombres. Sin embargo, no

vaya a creerse que la literatura puneña contemporánea lo haya abandonado. Bastará con

que se lea Los Dioses de Omar Aramayo, algunos cuentos de Zelideth Chávez, Feliciano

Padilla, Jorge Flórez-Áybar, para confirmar la presencia de lo real-maravilloso en la

narración puneña.. Jayka perteneció al Grupo Orqopata y anduvo de la mano de todos los

integrantes de este prestigioso grupo literario. Publicó el libro de cuentos "Kancharani", y

muchos de sus relatos han sido traducidos a lenguas extranjeras. "Los pescadores del

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Titikaka", "Las Lechuzas", son cuentos dignos de una antología nacional, por su

profundidad y por el manejo del lenguaje. Sin ninguna duda, Mateo Jaika, junto con Emilio

Romero son los narradores más dotados y talentosos de esta etapa. Toda su producción ha

sido reimpresa en Lima, en 1969, con el título de “Relatos del Collao”, con un esclarecedor

prólogo del maestro de la crítica literaria en el Perú, don Estuardo Núñez.

Creo que la narrativa puneña anterior a la contemporánea, con un criterio

jerarquizante puede mencionarse en este orden: Mateo Jaika, Emilio Romero y Román

Saavedra (Eustaquio Kallata). De los tres, por falta de publicidad y fallas de comunicación,

sólo Emilio Romero ha sido conocido a nivel nacional. Por esta razón, la crítica

especializada de Lima y las ciudades cosmopolitanas, desconoce la producción de Mateo

Jaika. Ha faltado divulgar estas producciones. En general, se ha dicho que Puno es tierra de

poetas, pero no de narradores. En un sentido lato esto tendría algo de verdad, no obstante la

presencia de Jaika, Romero y Saavedra en la etapa de iniciación de la narrativa puneña.

Contrariamente, Puno cuenta con poetas de merecido reconocimiento por la crítica

nacional, tal como Alejandro Peralta, Luis de Rodrigo, Carlos Dante Nava, Carlos

Oquendo de Amat, Gamaliel Churata, Efraín Miranda, sin contar a los poetas que vienen

del Grupo Oquendo para adelante. Desgraciadamente, de narrativa no podemos decir lo

mismo. Ninguno de los mencionados, salvo Romero Padilla ha sido conocido, pero no se

ha convertido en un gran exponente de la narrativa peruana. Ha continuación el texto

completo de uno de sus cuentos más representativos:

LOS PESCADORES DEL TITICACA (*)

I

Esto sucede en uno de los veranos de la meseta del Titicaca.

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Después de una noche de lluvia torrencial, aún amaneció encapotado el cielo. Una

claridad turbia iluminaba el ambiente dando al lago una tonalidad lechosa. Los cerros

azulinos de la bahía y su raquítica flora, se mostraban como entre tules.

El viejo Timoteo, de tez cobriza y ralísima barba cana, vestía pantalón de cordellate

negro, camisa de tocuyo con mil remiendos y sombrero ovejón de falda caída.

El anciano pescador paró su balsa entre las temblorosas totoras de la orilla. Sus

ojillos vidriosos avizoraban la superficie tersa del lago, que el céfiro matutino hacía

ondular levemente.

Escuchaba atento la música semidivina que la brisa mañanera, mezclada con el canto

de las aves lacustres, sinfonizaba en los totorales.

Después de embutirse un acullico en la boca y guardar la chuspa en el pecho se

paró, y cogiendo el remo hizo surcar su balsa por entre el totoral. En medio del lago

extendió sus redes. La ligera embarcación surcaba el agua, como un cincel sobre una

lámina de metal bruñido.

La luz solar se habría paso entre las nubes, aumentando la claridad lacustre y

tornándola en claridad.

De pronto comenzó a tirar la red. El diestro pescador la cobró. Los peces se movían

como una sola masa viva; y al ser vaciado sobre la balsa, las bogas, los umantos y los

carachis, se retorcían y saltaban ofreciendo sus vientres blancos a la alba claridad del día.

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Al dar las últimas remadas en la opuesta orilla, recibiéronle chillando y voloteando una

bandada de gaviotas. A esa hora poblaban ya la orilla cenagosa los patos huraños y las

rosadas pariwanas garbosas.

El viejo Timoteo se arremangó los pantalones hasta las rodillas; chimbando el agua

empujó su balsa a tierra, donde lió sus aparejos.

De su vivienda salieron a recibirlo, su perro peludo, sus seis nietecillos harapientos,

y su vieja de pollera colorada y montera de cuatro puntas, con las mangas de su camisa de

tocuyo remangadas hasta los codos.

El perro ladraba saltando de contento, los chicos le pidieron el remo y la malla, y la

anciana el atado de pececillos.

Al descubrir el bulto, los rapazuelos que vieron que los peces aún se movían,

cogieron a los más saltones y los sumergieron en la palangana de barro cocido, donde

aquéllos tomaron su posición normal y comenzaron a mover sus aletas o bogar con

agilidad. Los muchachos se maravillaban con esas cosas a la vez que se miraban en el

espejo del agua.

La anciana cogió los peces más rollizos y después de destriparlos y desescamarlos,

los embutió en una olla de agua hirviente, agregando papas peladas, rajas de cebolla y ají

molido. Revolvió y avivó las brasas del fogón con un palito y sopló fuertemente con un

tubo de lata.

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La viejecita hizo cocer el almuerzo y lo sirvió en platos de barro cocido. El caldo

sabroso de las bogas despedía un olor de lo más provocativo. Reunidos todos alrededor de

la olla, engullíanse la carne blanca y delicada de los peces, arrojando solamente las

espinas. Cuando estuvieron ya hartos, los chiquillos fueron a despircar los corralones de las

ovejas que balaban desesperadamente; la vieja desató las vacas que estaban atadas a las

picotas, para llevarlas a apacentar en la orilla. El anciano cansado se metió en su vivienda a

recobrar el sueño perdido.

II

Por el borde de las chacras floridas y los habales perfumados, los mozos y mozas de la comarca,

batiendo al aire sus banderas peruanas y wichiwichis floreados, bailaban cantando la alegre wifala al

son de la música alegre de sus charangos. Esta fiesta la ofrecen los indígenas en los días siguientes al

carnaval, época en que toda la meseta gris, árida y silenciosa, se torna verdusca, florida, rumorosa y

perfumada; época en que el cielo, perennemente pardo se deshace en lluviecitas con sol y cambia en

azul turquí; época en que los arroyos, las vertientes, los manantiales y las olas cantan con más alegría,

así como los pajarillos a los totorales.

El viejo Timoteo enfiló las bogas en una lata que luego colocó sobre unas piedras

que hacía de fogón improvisado, donde embutió cuanto charamusca encontró a la mano. Al

comienzo una humareda espesa lo asfixiaba, pero después le llenó de contento una llama

viva chisporroteante, clara y el agradable olor a pescado que se asa en ese olor a frituras

que el viento colecta e impregna en el espacio.

Al atardecer las nubes iban haciéndose más espesas y los chorlitos se cruzaban en

bandadas. Cuando el vientecillo que anuncia tormentas corría por las pampas, los cerros y

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el lago, volvieron la anciana y los chiquillos con sus rebaños, que fueron apresuradamente

a encerrarlos en los corralones. Apenas llegaron a la cabaña se asomaron al asado y se

pusieron a saborearlo. La viejecita, después de embutirse un bocado se dirigió a la cocina.

Los chiquillos y el viejo al ver que arreciaba más el viento y que se aproximaba la

tormenta, se apresuraron a recoger y a guardar todas sus cosas en las habitaciones. Poco

después se embozaron con sus ponchos y sus bufandas.

El lago se puso furioso, cambió de color y arrojaba a su orilla copos de espuma. Las

gaviotas, que revoloteaban capeando las olas, de improviso descendían para hacerse mecer

por ellas. Los patos y las wallatas, por parejas, apresuradamente volaban hacia occidente y

parvadas de pajaritos también volaban luchando contra el viento.

III

Cuando ya todo se hallaba lóbrego y sólo los lejanos relámpagos iluminaban intermitentemente el

espacio, sopló con más furia el viento y los truenos hicieron temblar la tierra; comenzó una lluviecita

menuda, cantarina; después, se deshicieron nuevamente las lluvias en chaparrones.

A esa hora de borrasca en que parece que a todo el orbe conmueve un cataclismo,

una lechuza comenzó a aletear y graznar en la puerta de la vivienda. De los ancianos que

velaban, el viejo salió a atisbar. Volvió lleno de estupor y dijo a la anciana.

- La lechuza ha graznado en nuestra puerta. Mala señal, ¡malagüero! La

aludida contestó:

-¡Ay! Dios mío qué será.

Y ambos tuvieron la evidencia de una tragedia.

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Y así fue, aunque parezca mentira. En los días siguientes comenzaron a enfermarse

los chiquillos. El dolor de cabeza, el estómago, las calenturas, los tiró en cama uno tras

otro. Los viejos no sabían con qué sanarlos. El curandero del ayllu recetó pegarles a las

plantas de los pies, papeles untados con clara de huevo, darles cocimiento de ñujcho,

ponerles unas hojas frescas de llantén a las axilas, bañarlos con orines frescos... Todo lo

pusieron, mas, sin resultado alguno. Los muchachos se asaban lanzando ayes que

desgarraban el alma. Tenían los labios secos y las barriguitas hinchadas con manchas

moradas. Los abuelos se pasaban todas las noches en vela y transidos de dolor, sólo

atinaban a interrogarse:

¿Qué tendrán? ¿Qué hacer? ¿Qué darles? ¿Qué ponerles?. ¿Pero qué? Las

preguntas no tenían respuesta, ni el alivio daba esperanzas.

Finalmente apelaron a los rezos y los sahumerios; pero nada, nada.

Todo era inútil y quizás debido a su fatal ignorancia, los remedios que les daban,

acentuaban más la fiebre que los consumía.

Un día se murió el menorcito, le siguió otro, y así fueron desfilando todos los

chiquitos a la apacheta, envueltos en unos jergones con coronitas de papel blanco y

crucecitas labradas en madera bruta.

Después de la muerte de sus hijos, les quedaba el consuelo de sus nietecitos: esos

majtitos rechonchos, vivarachos y traviesos.

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Pero ahora que se han muerto, ¿qué quedaba? Ya no les quedaba nada en la vida.

Todo les resultaba innecesario: la buena cosecha, la abundante pesca, la pródiga parición

del ganado, el consuelo de su perro, el maullar del gato, la alegría del verano y toda la

maravilla lacustre que otrora constituían su encanto. Las frases consoladoras de su

compañera, tampoco tenían ya esa paz saludable de otros días, ni sus oídos, esa

sensibilidad aguda para escucharla.

No a mucho cayó la compañera de toda su vida; esa naturaleza desgastada había de

resistir menor aún que la de los chiquillos.

Con ese golpe más el pobre viejo perdió el sentido y la conciencia de la vida;

caminaba como un autómata y cuando dejaba de hacerlo se inmovilizaba como los

monolitos. Enmudeció para siempre la comida, la sabía amarga, el agua del manantial se le

ofrecía como hiel, el sol le resultaba quemante y la luna sin poesía y, aunque el lago en la

brisa mañanera, le enviaba algún consuelo, él lo veía negro, negro como el hollín de su

cocina.

Este viejo, perteneciente a la raza de bronce, después de una larga y conmovedora

agonía dejó de existir; sus amigos, envuelto en unos pobres jergones lo sepultaron en una

cumbre, dejándole como recuerdo una cruz de irus.

Hoy sólo el viento lamenta su muerte, y en las noches se lamenta más quejumbroso

aún; tiene razón, porque en la cabaña que antes era un nido de amor y de consuelo, hoy no

existe sino un montón de piedras, terrón y totora.

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--- 0 --

(*) Tomado de la obra “Relatos de la literatura oral y escrita del Altiplano puneño” de Édwin P. Tito Quispe, Editorial Impresiones Gráficas Repsa, Puno 1997.

2.1.5. VICENTE ACHATA VARGAS

Nació en Puno en ¿1935?. Abogado de profesión y exquisito narrador. Puede decirse de él

que cierra todo un ciclo de narrativa en la región de Puno. Perteneció en los 80, al Grupo

Titikaka, conformado además por Jorge Flórez-Áybar, Luis Gallegos y Alberto Cáceres;

Grupo al cual, se incorporó luego Feliciano Padilla. Sus bellos cuentos "El trompo", "El

mendigo de la catedral", pasarán necesariamente a la historia, como pertenecientes a una

etapa importante de la narrativa puneña. ¿Por qué se dice que cierra un ciclo si perteneció

al "Grupo de los Ochenta"? Por su actitud literaria, por el aparato formal, por el lenguaje,

por la caracterización de los personajes que aunque ya no son indios necesariamente,

todavía mantienen las características de su generación. No obstante ello, todos sus cuentos

son hermosos y encierran una ternura peculiar. Leamos un cuento de su autoría:

EL TROMPO (*)

Vivía en una casona solariega de este querido Puno de antaño, donde nací, crecí y me

formé. Tenía un patio enorme adornado con eucaliptos, con flores de geranios, claveles,

rosas, bocaisapos, girasoles. En un extremo del patio había un manzano y ciruelo, cuyos

frutos eran pocos, pero sazonados y; en el otro extremo, un kolli que nos prodigaba su

sombra plácida.

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Mi padre tenía en una habitación grande su taller de zapatería, y su hermano

llamado Domingo, tenía un torno enorme de madera de color azul con el que construía

muebles de estilo antiguo, con altorrelieves tallados en el mismo torno.

Un día que no recuerdo cuándo fue, pero que me proporcionó la mayor alegría de

mi vida, me dijo mi tío: ¿Quieres un trompo o un bolero? Sin pensar dos veces, le respondí,

los dos. Bueno, vamos a hacerlos, fue su respuesta compasiva. Haber sobrino al torno;

agarras la manivela y haces dar vueltas.

Mientras alborozado agarraba el manubrio del enorme torno, que me pareció en ese

instante, un gigante, como al Quijote las aletas del molino de viento contra las que se

estrelló creyéndolos gigantes con quienes combatir, así mismo, esperaba yo la hora de

batallar. Mi personaje inolvidable se parapetó en el otro extremo de la habitación y colocó

un pequeño tronco en forma de lloque al borde de una pieza de fierro pequeño que formaba

parte del torno y al cual estaba conectado mediante un lazo largo que hacía impulsar el

torno.

Dio la voz de mando: ¡Mueve el manubrio! Me costó un gran esfuerzo que no lo

sentí en ese momento por la emoción que me embargaba de hacer un trompo. Y, ¡suaz!, el

torno se puso en movimiento de rotación como el molino de viento, pero sentía el chirriar

del contacto de un pincel con la madera. Era que estaba tallándolo y dándole forma

simétrica. Seguía moviendo la manivela y seguía el grandioso torno dando vueltas y

vueltas; y ese chirrido era ya agudo, fino, casi imperceptible. A los pocos minutos, a la

orden de basta ¡Qué alegría! ¡Qué gozo! Me mostró en la palma de su mano, mi tío lindo,

un hermoso trompo bien torneado.

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Sólo faltaba ponerle la púa. Agarró un tornillo y lo colocó en la parte inferior del

juguete que es delgado, a diferencia de la parte superior o cabeza que es ancha. Con dos

golpes de martillo zafó y afiló el tornillo clavado cabeza abajo del trompo. Sólo faltaba un

cordel con qué hacer bailar. Se hizo el cordel bien torcelado. Con él envolvió el cuerpo del

trompo comenzando de la base hasta cubrir parte de la cabeza y; con un tiro de la mano

derecha, el trompo salió de su envoltura como un bólido y al caer al suelo bailó

estrepitosamente para luego clavarse en un solo punto, donde seguía su baile rítmico hasta

dormirse, arrullarse en ese vertiginoso movimiento de rotación sobre su mismo eje,

produciendo un ruido, o más bien, un sonido casi musical como el zumbido del

moscardón, ante lo absorto de mi ser, al espectar este bellísimo juguete de mis recuerdos.

Hoy no existen el taller de zapatería ni el torno; ni mi padre ni mi tío Domingo. Sólo

queda el recuerdo de aquellos mis días juveniles, alegres al lado de estos dos seres

queridos.

-- O –

(*) Tomado de la Revista de Literatura y cultura “Torres de Arena”, publicado por la Editorial Universitaria de la UNA, Puno 2003.

“Este artífice de la palabra, cultor de la expresión telúrica, ha escrito variados cuentos

cargados de honda nostalgia, de recuerdos de la infancia, de sus seres queridos y de las

vivencias con sus semejantes; demostrando en su temática una nítida cosmovisión humana.

Los ha narrado basándose en la realidad antes que en la imaginación; de ahí que escribe

con la naturalidad del agua que corre, siendo la estructura de la composición corta al estilo

de Anton Chejov. Entre sus relatos más logrados está “El trompo”, donde nos presenta las

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escenas más febriles y angustiosas de un niño cuando no tiene a su alcance el juguete más

preciado, y al fin, cuando menos lo piensa lo ve cantar en sus manos... “ (VALDEZ, Jovin;

en Apumarka No 05, UNA - Puno 2004).

2.2. LA NARRATIVA PUNEÑA DE LA ETAPA DE

CONSOLIDACIÓN

La narrativa puneña de la etapa de consolidación oscila entre el neoindigenismo y el

andinismo literario, que según Juan Alberto Osorio pertenecería a lo que la crítica llama

post modernismo. El neoindigenismo ha sido ya caracterizado por el Dr. Tomás Escajadillo

y, adherimos sus explicaciones teóricas respecto a este tópico. En cambio la narrativa

andina, necesita más teorización. Comparte las características del neoindigenismo; pero,

agrega a ellas, el hecho de que sus referentes se sitúan, en la mayoría de los casos, en las

ciudades serranas, donde los personajes ya no son los indios, exclusivamente; sino,

mestizos o personas citadinas con fuerte raigambre cultural terrígena. La narrativa andina

está unida por un cordón umbilical a la cultura andina. ¿Cuáles son los constituyentes

inmediatos de la cultura andina?

"Tiene tres elementos: El elemento indio recreado, el componente cristiano feudal y

los constituyentes derivados de la penetración capitalista" (PADILLA, Feliciano; en

Aportes a la Educación Bilingüe Intercultural, Puno 1994: 42).

En esencia, esta es la cultura andina. La ciudad de Puno, así como otras de la

Sierra, tienen estas características. Lo indio puro no existe; no era posible conservarlo

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cerrado en un balón para que no se contaminara con otros elementos, como si se tratara de

un elemento químico. Como es un proceso social, naturalmente, en quinientos años, ha

sufrido modificaciones; asimilando, en algunos casos, elementos de la cultura occidental.

Lo cristiano-feudal, supervive en nuestros pueblos, representado por las relaciones

semiserviles aún subsistentes en nuestro país y en las costumbres y tradiciones que se

enseñorean durante las fiestas religiosas, en las que participan "indios", mestizos y toda

índole de habitantes y visitantes, tal como sucede en las famosas fiestas de la Candelaria,

en Puno; de Tata Pancho, en Yunguyo; de Santiago, en Pucará y en todo el Altiplano; de la

virgen de la Concepción, en Lampa, Macusani, Parcaucolla, etc. Lo derivado de la

penetración capitalista se expresa en la utilización por parte del indio y los mestizos, de

maquinarias, insumos y capitales de los países que promueven la globalización de la

economía: radio, televisión, camiones, automóviles, tractores, computadoras, celulares, etc.

El mismo hecho de que el campesino puneño esté dando más importancia al comercio - a

veces ilícito- que a las actividades agropecuarias abonan en favor de la caracterización de

la cultura andina. Entonces, una narrativa que responda a esta nueva situación sociocultural

tiene que llamarse narrativa andina; sin embargo, como se ha dicho, todavía hay discusión

al respecto.

2.2.1. OMAR ARAMAYO

Omar Aramayo nació en Puno en 1947. Su formación profesional la hizo en la Universidad

Nacional San Agustín de Arequipa, donde se graduó de Dr. en Literatura. Fue profesor de

la Facultad de Ciencias Sociales de la UNA-Puno y actualmente es decano de la Facultad

de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Alas Peruanas de Lima. Desde su

adolescencia sorprendió con una poesía nueva y fulgurante. Por esa época, juntamente con

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José Luis Ayala, Gerardo García, Gloria Mendoza, Serapio Salinas y Percy Zaga,

fundaron, en la década del sesenta, el Grupo Intelectual Carlos Oquendo de Amat.

La crítica especializada sabe, sin duda, que Aramayo es un buen poeta. En general, hay

coincidencia para calificarlo de gran poeta nacional. Se trata de un escritor muy apreciado en la

ciudad de Lima y el país, por los poetas de su generación y las promociones más jóvenes. Sin

embargo, casi nadie ha hablado de la otra faz de su arte: la narración. Sabíamos que escribió una

novela – aún inédita -, cuyo fragmento se publicó en la Revista de Literatura Latinoamericana con el

título sugestivo de Glu Ekerekedá; y nada más.

Sin embargo, husmeando en el quehacer literario de Aramayo encontramos un libro de

cuentos titulado “Antes de los mil días de la muerte que estuve bajo un árbol de diamantes y

perfume”, editado en 1971, por Ediciones Lámpara Azul, en los talleres gráficos “Cantuta” de la

ciudad de Lima, con unas palabras de presentación de Dora Bazán, la esposa del prestigioso escritor

Ciro Alegría. Se trata de un libro de muchos cuentos, 9 de ellos llevan títulos como los siguientes: Yo

no la maté, Los abuelos, Soy una niña, Ladro, La ballena, La lluvia, Animal en tantos tiempos,

Diario: 7-13 de junio, 69, Los mil días. Otros títulos de cuentos están ilegibles en la copia fotostática

que tengo a la mano, salvo que se trate de textos sin título. Una primera mirada de los cuentos nos

habla de un estilo surrealista, que ya había observado en la escritura de su novela, de la que hice

alusión anteriormente, y en Los Dioses. Para comprobarlo léase el siguiente cuento:

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LOS MIL DÍAS (*)

Les voy a contar algo de los mil días de la muerte que estuve sentado bajo un árbol de

diamantes y perfume.

Primero fue una capa delgadísima de aceite que nubló mis ojos, y se fue

descomponiendo en colores, millones de colores, tres veces más fuerte que el rojo vivo,

docenas de matices de violeta, rosado, colores, colores, y luego fueron apareciendo

monstruos pequeños.

Y, luego un pez me dijo buenos días lo nombro ministro cuánto cuesta este perro pague su

boleto pague su boleto, suba a mis agallas, agárrese fuerte, el viento le abrirá la cara como una fruta,

como una fruta, en qué país le gustaría vivir bajo qué árboles anidan los relojes que son pirámides y

ruedan como ruedas y ya nada, pero hay una posibilidad, es una fiesta, ha muerto un niño, aquí hay

maíz, carne de llama, chicha de quinua, hártate hermano, quinua, tantos granitos de quinua como ojos

de gorrión hinchando tu estómago mirando a través de tu estómago, bosques que se venían como

flores cayendo por cataratas y ruiseñores de la edad media y conquistadores con corazón plegable de

acero como un abanico y con gemas en las uñas, reyes, la tierra está poblada de reyes y hay un

súbdito, sólo un súbdito, todos son reyes, todos tienen imperios, palacios, pero sólo hay un súbdito, y

ese eres tú, te partirán con hachas y luego te asarán.

Te gustan las prostitutas? y después me entregaron a una mujer de ojos bellísimos,

incandescentes, que me quemaban la piel, me quemaba con su mirada y comencé a derretir

y después fui agua deslizándome por entre sus labios, y era agua, agua, agua deslizándome

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por entre sus entrañas y saliendo por su sexo, por sus senos y enroscándome entre sus

cabellos como cientos de miles de millones de gusanillos, comiéndola, carcomiendo su

nariz y sus orejas y después estuve solo.

Solo. Y muy lejos, muy lejos, había un árbol, lejos, un árbol, y después caminé

siglos, lejos hacia ese árbol y en el camino nada, no había ni casas ni cielo, y después no

había piso, sin piso, me ahogaba, pero caminaba hacia ese árbol, del horizonte, no hay

horizonte, sólo el árbol.

-0-

(*) Cuento extraído del libro “Antes de los mil días de la muerte que estuve bajo un árbol de diamantes y

perfume, de Omar Aramayo, Ediciones Lámpara Azul, Lima 1971.

“Los mil días” es el último cuento del libro “Antes de los mil días de la muerte que

estuve bajo un árbol de diamantes y perfume”. Desde el título hay una intención de

comenzar con metáforas y símbolos, y a esta orientación se adecuan todos los cuentos. Por

eso, el lenguaje es surrealista. El mundo formalizado, los personajes y las acciones,

también lo son.

En la obra “Los mil días”, emergen imágenes espectrales de una conciencia alucinada:

Primero una delgadísima capa de aceite que nubla los ojos del narrador-personaje que

luego se descompone en millones de colores y monstruos. Segundo, un pez lo saluda y lo

nombra ministro y, sucesivamente, aparecen un perro con agallas, un niño muerto, granitos

de quinua como ojos de gorrión, ruiseñores de la edad media, la tierra poblada de reyes con

un solo súbdito. Y ése eres tú, exclama el narrador.

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Luego, con un despropósito propio del surrealismo, le entregan una prostituta, ante

quien el narrador se convierte en agua que se desliza por sus entrañas, por su sexo y sus

senos. En medio de este drama alucinante, a lo lejos observa un árbol, que parece ser su

tabla de salvación. Camina y camina muy lejos en pos de su sombra protectora, pero, no

alcanza al árbol que al final aparece solo en el horizonte. El narrador queda atrapado en sus

propios delirios.

Como se ve no hay un espacio físico determinado. Más bien, se trata de un mundo

psicológico aturdido, confuso y atormentado. De él emergen personajes disímiles y asombrosos que

parecen no tener relación alguna, o una analogía que los vincule. Por lo visto, no se trata de un cuento

clásico indigenista ni andino, sino de una escritura distinta y compleja. Los textos son prosas poéticas

donde el universo narrativo es un caos enajenado y, en el que, el tiempo y el espacio juegan al

absurdo para lograr el objeto enmarañado de su proyecto estético. De este mundo onírico, de esta

pesadilla sobrecogedora irrumpen desenfrenadamente sus personajes espectrales, una acción

incoherente y un tono misterioso, que el autor arranca de su lira para hilar los textos por medio de

imágenes que, a veces, enredan la comprensión del lector no cultivado. Todos los cuentos tienen estas

características, salvo: Ladro y La lluvia, que son de fácil comprensión. Debe hacerse una aclaración

necesaria: No confundir al autor con el narrador que el primero crea para contar la historia. La

irracionalidad y el casos no vienen del autor, sino, del narrador que es un elemento inventado

El libro de cuentos “Antes de los mil días de la muerte que estuve bajo un árbol de

diamantes y perfume” fue publicado en 1971. Hay tres aspectos básicos que anotar:

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1) Esta obra aparece mucho antes de los libros publicados en la década del 80 por Luis

Gallegos, Feliciano Padilla, Jorge Flórez-Áybar y otros de la generación, cuya

característica fue la de desbrozar un camino para allanar el comienzo de lo que ha

venido en llamarse “narrativa andina”, que traslada el centro de interés de los

cuentos, de las zonas rurales a las urbes serranas, donde el protagonista ya no es

obligatoriamente el indio, sino, el poblador citadino que lucha denodadamente por

abrirse un camino en un mundo cada más complejo.

2) En “Antes de los mil días de la muerte que estuve bajo un árbol de diamantes y

perfume” no hay alusión al indio; su referente es la ciudad industrial. El estilo es

distinto y distante del que utilizó la narrativa indigenista puneña hasta los setentas,

época en que los escritores todavía se regodeaban con el telurismo, paisajismo y

cosmogonía indígena.

3) Postulo la idea de que Luis Gallegos es la bisagra entre la etapa de iniciación y la

de la consolidación de la narrativa puneña. Así lo planteo en mis disquisiciones y

amplío este concepto en el acápite correspondiente a este narrador. Si esto es así,

quiere decir que Omar Aramayo se adelantó a los narradores que aparecieron en los

ochentas. Tiene las características de las narraciones puneñas de fines del 80, la

década del 90 y del siglo que comienza. El cuento “El cangrejo” del joven narrador

Adrián Miguel Cáceres sería un texto con el cual se podría trazar una relación de

similaridad, de acuerdo a los rasgos estilísticos de ambos textos, con la aclaración

de que la línea argumental del texto de Cáceres es más definida. Por esta razón, aún

habiendo editado en 1971, se le ubica en una época posterior a la que le

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corresponde por el año de publicación; vale decir a la etapa de consolidación de la

narrativa.

Y, husmeando más en el arte de Aramayo, se conoce que muy pronto, nos sorprenderá

con un libro extenso de cuentos intitulado El Gallo de Cristal que, al momento de

concluirse este trabajo, se encuentra en edición.

2.2.2. LUIS GALLEGOS

Este narrador puneño nació en Ilave, en 1923. Publicó Q’oñi K’ucho (Cuentos del rincón

caliente), Las Voces del Viento, Barlovento, Las Minas del Diablo, Las Plagas y el

Olvido”, La Orgía del Moro, Tiempo de Amores en Saucamarca”, “El coronel de la espada

virgen”, entre otros.

El estancamiento de la narrativa o, más propiamente dicho, el ensombrecimiento de

la narrativa de iniciación por parte de la poesía puneña, que siempre fue de primera

categoría y de gran aceptación a nivel del país, fue quebrantado con la edición de "Dicen

que nos van a dar tierras (Cuentos de Q`oñi K`ucho) y otros relatos", impreso en la

editorial "Samuel Frisancho Pineda", Puno 1983. Anteriormente, sólo Omar Aramayo se

había atrevido a romper esta hegemonía con la publicación de su libro de cuentos “Antes

de los mil días de la muerte que estuve bajo un árbol de diamantes y perfume”, editado en

Lima por Ediciones Lámpara Azul, 1971, de circulación restringida; por lo que se conoció

más en Lima que en la ciudad de Puno. Por el contrario, Luis Gallegos publica en Puno; en

la práctica, es quien rompe ese predominio poético con su libro de cuentos “Dicen que nos

van a dar tierras”. El libro de cuentos de Aramayo no se conocía en la ciudad lcaustre.

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En esta obra hay cierta preocupación por el uso de técnicas narrativas, tales como la

inserción de algunos monólogos interiores y racontos en la estructura de los cuentos,

aunque, lastimosamente, el trabajo ficcional aún no sea adecuadamente elaborado y el

trabajo del lenguaje todavía deje mucho que desear y no muestre sus excelencias. Luis

Gallegos, desde su primer libro (1983) hasta su última publicación: la novela “El coronel

de la espada virgen” (2005), no ha podido aún deslindar la línea que separa la ficción de la

realidad. Sus narraciones pretenden reflejar la realidad tal cual es y con esta actitud hace de

que su literatura abdique a su condición literaria o artística. Sin embargo, Gallegos intenta

ensayar algunas técnicas que significan no solamente una modificación de la forma, sino

también de la temática. Gallegos aborda los problemas económicos y políticos tanto de la

ciudad como del campo, con una vena y sonrisa sarcásticas, utilizando todos sus recursos

para satirizar las lacras de la burocracia y las mezquindades de los politiqueros, que a decir

del discurso político inserto en el texto, "con su demagogia han sumido en el atraso al

Departamento de Puno".

Es cierto que sus planteamientos y preocupaciones narrativos no alcanzan en él su

máxima expresión estética como después va a suceder desde Jorge Flórez-Áybar hasta

Christian Reynoso, pasando por José Luis Ayala, Omar Aramayo, Zelideth Chávez, Elard

Serruto, Adrián Cáceres Ortega, Bladimiro Centeno, etc. No obstante, nadie puede negar

que Luis Gallegos desbrozó un camino y puso a la narrativa en el centro de interés de los

intelectuales y críticos, después de una larga etapa en que la narrativa había sido anulada

por la poesía: indigenista de los Orqopatas, poesía surrealista de Oquendo de Amat, poesía

mixtificada (cholista la llama el Dr. Juan Luis Cáceres Monroy) de Dante Nava, poesía

esencial de Efraín Miranda, la poesía del Grupo Oquendo y el trabajo poético de fin de

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milenio. Vale decir, Gallegos lo desempolvó y tuvo la virtud de reiniciar el cultivo de este

género, luego de muchísimos años en los que nadie lo practicó, salvo Vicente Achata.

Léase algunos criterios que Jorge Flórez-Áybar escribe en el prólogo de aquella primera

obra:

"El libro encierra una fuerza testimonial increíble, leerlo es una forma de recrear la

realidad vivida, es una forma de adentrarnos al universo andino de Luis Gallegos, no para

tomar al aborigen como un pretexto para restaurarlo, de ninguna manera; en cada uno de

sus relatos donde aparece, es un personaje más en la escena de la vida altiplánica. Luis

Gallegos tiene la particularidad de mostrarnos cuadros vivientes de miseria, de

humillación, de explotación, de corrupción política y administrativa (...) Por eso creemos

que el relato es el vehículo idóneo para dar a conocer nuestra realidad, achicando de este

modo el campo visual para escrutar mejor el trasfondo social que encierra la obra de arte"

(FLOREZ-ÁYBAR, Jorge, 1983 :4).

En 1986, en la editorial Santa María de Tacna, ha impreso la segunda edición de

"Cuentos de Q`oñi k`ucho, volúmenes I y II. Posteriormente publicó "Las voces del

viento", "Barlovento" y "Las minas del Diablo y otros cuentos". En estas últimas obras

Gallegos, sigue en lo suyo. Su vena humorística parece inagotable, porque se luce a

chorros dentro de un realismo social propicio para las puyadas y para la captación rápida

de sus argumentos e intenciones. A nuestro criterio, sus cuentos relacionados con

problemas indígenas y con la cultura andina son más sólidos tales como: Caminante

fundador de pueblos, El músico Juan Chili, Cleto Foraquita, el narrador --todos ellos

publicados en el libro "Las voces del viento"--. Aunque, también, es digno de ser mencio-

nado el cuento: El cojudiómetro, cuyos personajes son burócratas y técnicos de la ciudad.

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90

La segunda edición de "Dicen que nos a dar tierras" o Cuentos de Qoñi k'ucho, trae

el prólogo de Enrique Cuentas Ormachea, de quien se toma algunas líneas para conocer sus

impresiones:

"Hay denuncia y protesta en el cuento inicial ‘Dicen que nos van a dar tierras’, en

el que se refiere al fracaso de la reforma agraria instaurada en la época del septenato, que la

presenta como una farsa que montaron los ingenieros y técnicos que, convertidos en

burócratas engañaron al campesino diluyendo el propósito de reivindicación del agro en

favor de éste. Hítler Díaz representa al burócrata de extracción burguesa que por sus

vinculaciones personales con la cúpula del gobierno es designado jefe, a cuyo cargo está la

reforma agraria en la zona; Lorenzo Quispe y Toribio Huallpacondori personalizan a

quienes, pese a su origen campesino, luego de adquirir una profesión, ingresan al aparato

burocrático y dejando de lado sus ideales de juventud, sólo buscan su acomodo,

convirtiéndolos en los 'hombres-corcho' que flotan en todas las aguas... (CUENTAS

ORMACHEA, Enrique, 1986:6).

Luis Gallegos, en todos sus libros de cuentos, se muestra como cultor de un

realismo decimonónico. Utiliza el relato para reflejar la realidad, sea para denunciar y;

muchas veces, a guisa de testimonio, para zaherir, como se ha podido colegir de los

comentarios que anteceden a este párrafo. Todo lo dicho confirma que Luis Gallegos es el

puente, la bisagra entre aquella etapa y la narrativa de consolidación. Últimamente publicó

una novela titulada "Las plagas y el olvido". Léase algunos fragmentos de un artículo

publicado por Padilla sobre esta obra:

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"Leer el libro Las plagas y el olvido de Luis Gallegos es aproximarnos a la historia

de Puno de los últimos cien años; vale decir, a nuestra propia vida. Los lectores según sus

edades, tendrán oportunidad de retornar a los acontecimientos que conocieron, o que

protagonizaron, en algunos casos. Es más podrán reconocer a los principales personajes de

nuestra historia, o reconocerse a sí mismos, quizá no sin avergonzarse, por haber

participado voluntaria o involuntariamente en estos hechos que ahora, después de tantos

años, nos causa cólera o simplemente risa, ya que Gallegos, haciendo uso de un humor

punzante, fustiga duramente, en tanto y en cuanto, ha conocido plenamente los hechos, sea

porque participó, como en el caso de la reforma agraria, sea porque confidentes dignos de

crédito se lo contaron. Este libro es un testimonio de la época que le tocó vivir a Luis

Gallegos. No conocemos a ningún otro escritor puneño que haya sintetizado en un libro de

211 páginas la historia de un siglo de nuestro pueblo. En mi criterio se requiere gran

esfuerzo y audacia para acometer gigantesca empresa y, Gallegos lo ha logrado para

satisfacción de sus paisanos, lo cual es sumamente meritorio. En este libro se registra

nuestra historia desde la llegada de la locomotora a la ciudad de Juliaca en 1874 hasta

nuestros días (...) La gran mayoría de las secuencias de esta obra ya nos habían sido

narradas en relatos anteriores que conformaron libros publicados desde 1983 a la fecha,

salvo la historia del Frenatraca(...) Ahora, los señores críticos tendrán oportunidad de

discutir acerca de las relaciones entre una realidad histórica y la fabulación literaria;

tendrán que reflexionar sobre los presupuestos distintos de cada entidad; sobre la necesaria

distancia que debe haber entre la realidad y la ficción y; la manera cómo esta materia -la

realidad-, al admitir un "elemento agregado", se convierte en literatura... (Padilla, “Opinión

sobre dos novelas puneñas”, en Apumarka No 02, Puno 1999).

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EL COJUDIÓMETRO (*)

Illinois, 4 de julio de 1992.

Señor:

Felisario Inkawanaku

QOLLASUYU

Dear Felisario:

Hace tiempo que no te escribo, no es que no piense en ti, sino que es por falta de

tiempo. Regresando a los Estados Unidos de Norteamérica, después de haber permanecido

seis años en el Qollao, que es para mi una experiencia de truenos y rayos, precipitándose a

diario en todo el ámbito de ese mundo altiplánico, te escribo esta carta.

Aquí, en Illinoes, más de dos millones de personas habían llegado como inmi-

grantes desde el año 1980, en que viajé a tu país. No solo norteamericanos de Nueva York

y del Este, sino también mexicanos, vietnamitas, coreanos, persas y chinos de Taiwán;

inclusive refugiados como los Zomosa y los parientes de los dictadores caídos en Medio

Oriente, en América Central y en el Asia; también encontré a unos peruanos parientes de

los De la Piedra, dueños de Pomalca. ¡Imagínate! todo esto ha pasado en seis años que

permanecí en el Qollasuyo.

Ahora estoy tratando de integrarme de nuevo a la vida norteamericana, aunque esto

es difícil. Acá, nosotros, no tenemos la psicología de la inflación, lo que es muy necesario

para saber explicar y comprender, cómo en el Qollasuyo los precios se multiplicaban por

mil, en tiempo del gobierno del Apra.

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Te contaré: yo vivo en un tugurio por el que pago cien dólares al mes. Aquí no

construyen más alojamientos, ni casas, sólo especulan con la llegada de tanto dinero

robado en Irán, en Nicaragua y en el Perú. Los refugiados han invertido su dinero en

propiedades urbanas. Las casas que antes se vendían en tres mil dólares, ahora las venden

en 540 mil dólares.

Me tienes constantemente escribiendo mi tesis que me robaron en tu país; ahora

escribo otra tesis a la que le puse el título de, "Qollasuyu, Tierra de Hombres Soñadores".

Para concluir este trabajo lloro, agonizo, no como, he perdido peso, he perdido, también

cabellos y, sobre todo, maldigo a la persona que me ha robado mi tesis ya concluida, junto

con mi ropa y algunas pertenencias de mi esposa, todo el robo, en la víspera de mi salida

del Qollasuyo. Tuve que abandonar tu país de miedo.

Acá no hay trabajo para los profesores universitarios. Famosos doctores están

trabajando como guardianes de las cárceles públicas. Y si un sociólogo o un antropólogo

encuentra trabajo, le pagan menos que a los recolectores de basura. Por eso, siempre he

dicho, que los pastores de las punas en el Perú viven mejor que la mayor parte de los

gringos norteamericanos.

Mi querido Felisario, los recuerdos que he traído de tu tierra maravillosa nunca los

olvidaré. El Qollasuyu es cuna de hombres soñadores, porque ustedes vivían cerca a las

estrellas del cielo. Tienen gran capacidad creadora, imaginación y, sobre todo, inventiva y

fantasía. Recuerdo: cómo en seis años que viví en el Qollasuyo ustedes han elaborado una

cantidad fabulosa de programas, proyectos, subproyectos y han celebrado convenios con

otros países. Recuerdo los proyectos Colza, Trigo de Invierno, los Waru-warus o campos

elevados, el Aeropuerto Internacional, el Cristo del Altiplano, la Basílica de Cancharani, la

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Planta Pasteurizadora de leche en Illpa, el Ferrocarril Internacional, el Parque Industrial, la

Empresa Regional, la Central de Cooperativas, El Malecón, las Microrregiones, las Islas

Flotantes, las Empresas Mineras del Padre León, los convenios con diferentes países del

mundo, las ONGs, en una cantidad verdaderamente fabulosa. Escríbeme si estos proyectos

se han concretizado.

Para inventar proyectos, a tus políticos y planificadores nadie los iguala. Para lo

sucesivo, para cuando estén elaborando más proyectos los políticos y los rastacueros, te

envío un aparato muy eficaz, de nueva invención por los sabios de la Nasa y perfeccionado

y fabricado por los japoneses de la firma Tokosiki, que sirve, precisamente, para detectar la

eficacia o falsedad de los Proyectos. El aparato se llama COJUDIÓMETRO. Su funcio-

namiento es muy sencillo, pues, anda con corriente eléctrica, con pilas y con guaycuna, en

casos de apagones que, en tu pueblo son frecuentes.

Para su correcto funcionamiento es cuestión de mover una palanquita que va

adherida al costado derecho del aparato. Las instrucciones para su funcionamiento se

encuentran en el folleto que lleva incluido. Las instrucciones están en inglés, con

traducciones al japonés, portugués, francés, español, chino, coreano, quechua y aymara.

Estoy seguro que no vas a tener problemas con el funcionamiento.

Cuando algún político, con su demagogia les quiera vender un proyecto a cambio

de votos, no tienes más que coger el cordón eléctrico y enchufar en un tomacorrientes, o si

lo haces funcionar con pilas, mueve la palanquita azul y verás cómo al instante brotan tres

antenas como los ojos de los trilobites. Si el proyecto ofrecido por el político es pésimo,

enciende luz roja y si es regular enciende luz amarilla y, si es buena, luz verde. Cualquier

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falla que tengas me avisas para solucionarte por teléfono. Conserva la caja de las

instrucciones. Te deseo que tengas éxito y buena suerte con el Cojudiómetro.

Te abraza tu amigo.

Richard Charkibill.

Richard charkibill 36284-Colwater Canyon Avenue Illinois, USA. Qollasuyo, 18 de enero de 1993.

Señor

Richard Charkibill

36284-Colwater-Canyon Avenue

ILLINOIS, USA.

Hermanón:

Te abraza tu amigo y te comunico que he recibido el gran aparato, llamado

COJUDIÓMETRO. Gracias por el envío, nuevamente gracias. El domingo llevé el Coju-

diómetro al mitin político en la plaza de armas, donde cuatro políticos expusieron sus

proyectos para desarrollar el departamento. El primero habló sobre la necesidad de

defender y proteger las aguas del Lago Titicaca, el Cojudiómetro dio luz roja: pésimo

proyecto. El segundo político habló referido al tren eléctrico y subterráneo, el

Cojudiómetro dio luz, también, roja: cojudez de proyecto. El tercer político planteó

industrializar el chuño para extraer vitaminas, el Cojudiómetro dio luz amarilla: proyecto

regular. Sólo dio luz verde, cuando los cansados oyentes acordaron sacar a pedradas a los

cuatro farsantes.

Hermanón, además, te comunico que el Cojudiómetro ya se vende en los mercados

de Bellavista en Puno y Chupeqhatu en Juliaca. Han ingresado vía Arica y Desaguadero.

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Son buenos aparatos de fabricación japonesa, marca Tokosiki; las cojudeces se ven en

pantalla e imágenes a colores. Los japoneses han superado a sus inventores, tus paisanos.

Todos los bancos comerciales han adquirido el Cojudiómetro para detectar dólares

falsificados o lavados. Los ministerios, también, han comprado para detectar a los cojudos,

luego los han despedido pagándoles los incentivos. Los convenios y las ONGs aún no han

adquirido, por lo que están llenos de cojudos.

Amigo gringo, te agradezco y recibe mi abrazo.

Felisario Inkawanaku.

Felisario Inkawanaku Jirón Sojtapichu 390 QOLLASUYU. - 0 -

(*) Tomado de APUMARKA No 08, Revista de Arte y Literatura- Grupo Sur de Escritores Andinos, Puno- diciembre del 2005.

2.2.3. JORGE FLÓREZ-ÁYBAR

Poeta, narrador, periodista y ensayista de gran actividad cultural en el Sur del país, nació

en Puno en 1942. Luego de la fase de iniciación de la narrativa puneña, puede decirse que

con él empieza a consolidarse la narrativa puneña contemporánea, en la que el uso de las

técnicas narrativas y el perfeccionamiento del aparato formal, así como la expansión del

discurso narrativo hacia otras latitudes, definen el nuevo rumbo de la narrativa en Puno.

Empezó como poeta en la ciudad del Cusco, donde estudió Educación -

Especialidad de Lengua y Literatura- en la Universidad Nacional San Antonio Abad.

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Publicó: Obaydina, 1969; El vuelo de Aytié, 1970; Oración prohibida, 1972 y; Poemas sin

rostro, 1977. En marzo del 2000 publicó el poemario “Las huellas del tiempo” en la

Editorial Sagitario de La Paz-Bolivia. Es un volumen de 121 páginas que reúne toda su

producción poética. Falta hacer una investigación valorativa de dicha obra, aunque por lo

manifestado en la presentación del libro, se trata de una obra orgánica, sustancial y

polifónica; esto último, en tanto representa diferentes estaciones de la vida del poeta,

expresadas con un tono poético fino, tierno y pleno de símiles y metáforas muy propios de

su estilo. Se conoce que, actualmente, existe en la Facultad de Ciencias de la Educación,

un proyecto de investigación dirigido por el Dr. Juan Luis Cáceres, cuya ejecución dará

mayores luces al respecto. Jorge Flórez, en su ejercicio de poeta ha sido maltratado

sucesivamente por antólogos de poesía puneña; es el caso de la Antología de Poesía

Puneña publicada por José Luis Ayala y; la última antología, de Omar Aramayo. Estas

omisiones quizá se deban a que este escritor ha alcanzado más éxitos en narrativa que en

poesía; sobre todo, prestigio a nivel regional y nacional. Claro está, aparte del criterio

personal de cada antólogo que, a veces, suele ser arbitrario.

Jorge Flórez, es con su trabajo narrativo, que ha logrado mostrarse como un cultor

tierno de la palabra. En tal condición ha sido invitado a diferentes certámenes de narrativa

nacional e internacional; por ejemplo, fue asistente, juntamente con Padilla, del II

Encuentro Nacional de Narradores del Perú, realizado en Arequipa en 1993. Fue asistente,

otra vez con Padilla de la JALLA 95 (Jornadas Andinas de Literatura latinoamericana) de

Tucumán (Argentina) y de la JALLA 99 realizada en el Cusco. Como para contradecir a

los antólogos locales, como narrador, se encuentra entre los narradores peruanos de la

Antología titulada "Los narradores peruanos de los sesentas" elaborada por el Dr. José

Antonio Bravo. Y como tal, ha publicado libros de cuentos: "La tierra de los vencidos",

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"Dos narradores en busca del tiempo perdido" y "Alay Arusa", los tres, al alimón con

Feliciano Padilla. En 1999 publicó su novela "Más allá de las nubes". Léase algunos

comentarios para comprender mejor la obra de este narrador.

"De la literatura de Jorge Flórez-Áybar, quiero decir que su narrativa no está más

bien en la ética del pasado, sino en la ética de su pasado personal. Él va y recupera qué es

lo que ocurrió en su infancia como un niño andino sesgado, partido como lo fue Arguedas,

partido entre dos mundos, un mundo escindido entre dos realidades: la realidad occidental

y la realidad andina...una realidad golpeada por una serie de mitos, de prejuicios, de taras

que muchas veces no las comprendemos; no las entendemos mientras vivimos la infancia y

que, con el transcurrir del tiempo vamos a entender qué es lo que realmente ocurre en

nuestra sociedad. Por eso, Jorge Flórez, yo pienso, se encuentra, más dentro de la ética de

Marcel Proust, es decir, cómo ve a su infancia a través de la memoria no dirigida por la

inteligencia, sino, por el corazón, y va a encontrar qué es lo que ocurrió, cómo ocurrió,

cómo fue, y cómo a través de ese espejo nosotros podemos ver qué es lo que ocurrió en

nuestro propio mundo. La literatura de Flórez-Áybar no busca la precisión, más bien busca

la imprecisión; se deja llevar, no busca un tema...por el contrario, el tema lo busca (...)"

(ARAMAYO, Omar, en Universidad y Pueblo No 05, 1993 : 75).

"Los Pájaros del Negro Manuel es un relato urbano -de urbe serrana- En los demás

predomina la figura de Petrova, una especie de alter ego del autor. Quiero Bajarme de la

Tierra es una anécdota colegial que retrata a un profesor abusivo...Muy remota es la

relación de La Tierra que el Tiempo Olvidó, que cuenta la historia de Petrova, recién

llegado a su pueblo de París, y su auxilio a una inquietante mujer cuyo padre está

agonizante. Finalmente muere el viejo, a pesar del sacrificio ritual de dos animales. Dice

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Petrova: 'Un pequeño temblor le hizo estremecer todo su cuerpo. Raras creencias, se dijo a

sí mismo. Finalmente en La Tierra de los Vencidos, Petrova , frente al mar y su mundo/

dividido, se suicida. ¿Problemas de identidad? aparentemente... (ESCAJADILLO, Tomás:

1994: 200-201).

Como ensayista, Jorge Flórez-Áybar publicó en 1998 el libro: “La novela puneña

del siglo XX". Se trata de un libro fundamental y único para el conocimiento de la

producción novelística en Puno, que se creía que era tierra sin novelistas. La investigación

ha dado conocer hasta 34 novelas escritas a lo largo del siglo que concluye, aparte de dos

últimas más (la suya y la de Luis Gallegos). El ensayo, como era de esperarse, ha generado

una gran discusión, lo cual habla por sí mismo, de su calidad, ya que ensayo que no genere

debate es mal ensayo. La discusión se centra en si las treinta y tantas novelas descubiertas

por Flórez-Áybar, son o no son novelas, realmente. Y si lo son ¿cuáles son las de mejor

calidad? Nadie ha hecho esta investigación todavía. Pero, queda para los puneños el hecho

incontrovertible de que ha producido 36 novelas -buenas, regulares o malas- a lo largo del

siglo XX.

En esta misma línea de investigación, últimamente, nos ha entregado otro libro:

Literatura y Violencia en los Andes (Arteidea Editores, Lima 2004, 510 páginas). Se trata

de una seria reflexión acerca de la literatura peruana, desde una perspectiva democrática,

integradora, desprejuiciada, que cuestiona la visión sesgada, reduccionista y miope de la

crítica oficial u oficiosa, que ha conducido a los peruanos a creer que la buena literatura

sólo es producida por los limeños. Esta obra demuestra lo contrario: lo vigente, fresco y

vigoroso de la literatura andina que, al igual que la literatura amazónica o afro-peruana

corroboran firmemente al desarrollo de la literatura nacional.

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EN UN RINCÓN DE LA TIERRA (*)

Cuando salieron de la mina estaban ensangrentados. Se sacaron la mierda sin que nadie les molestara.

Anónimo Estaba condenado a vivir en el último piso. Desde allí podía ver toda la ciudad, sin

necesidad de levantarse de su sillón forrado con cuero de venado. Desde allí, podía oír los

pasos de alguien que corre siempre hacia abajo, incluso, podía diferenciarlos e

identificarlos.

La mañana del sábado oyó voces en el patio. Anhelaba que su nieto subiera para

conversar o acariciarlo. Aguzaba el oído para reconocer la voz de Alexánder. “Sí, está en el

patio”, se dijo a sí mismo. Ahora, la voz venía desde la calle. Cuando se incorporó hasta la

ventana vio a Alexánder conversando con otros niños.

El grupo de niños se encaminó hacia el cenizal. Allí otros niños jugaban a los

dados. Alexánder vio un montón de monedas en el suelo, repartidas para cada jugador.

- Juguemos a la manguera. A ver quién gana –dijo el Bombero.

El negro Manuel subió sobre una piedra y orinó cinco metros. “Nadie puede romper

esta marca”, dijo orgullosamente.

- Yo si sé, quien puede romper esa marca –dijo el Bombero.

- Quién –inquirió el Negro Manuel.

- Ella –dijo el Bombero, señalando a una chiquilla.

- ¿Ella?

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- Sí, ella. Se llama Juana la Loca.

- Está bien, te doy mis veinte centavos si me ganas –le dijo colérico el Negro

Manuel a Juana la Loca.

- Pero, me prometen no mirarme.

- Está bien -Dijeron todos.

Juana la Loca no quiso subir a la piedra, levantó la falda y orinó ocho metros. “Mis

veinte centavos”, dijo y se fue.

- No entiendo cómo pudo suceder esto –dijo amargamente el Negro Manuel.

- Yo te explico –dijo el Bombero.

- ¡Ah!, tú sabías huevón...

- Deja que te explique, además, tú dijiste que nadie podía romper esa marca.

- Está bien, explica.

- El tendero me dijo que las mujeres tienen la uretra hacia arriba, por eso la curva

de la meada; y, te cuento, el otro día, ella se orinó hasta la cara, bañándose.

- Y qué es eso de uretra.

- Qué sé yo, pregúntale a tu abuela.

Al oír todo esto, Alexánder se sonrojó hasta las orejas.

“...Yo estoy aquí, diríamos en el cielo, preparando o tejiendo mi muerte. Cuánto

tiempo llevo aquí arriba, no lo sé” –pensaba el anciano, mirando las ventanas-. “Entre la

una y las tres de la tarde, las moscas se hallan siempre adheridas a los cristales, es más

fácil, matarlas”. Miraba el blanco del techo, moteado de puntitos negros por el excremento

de las moscas.

- Abuelito –dijo Alexánder, rompiendo el silencio.

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- ¿Pero, tú? Cómo subiste. Si no te escuché.

- Es que soy como los gatos, abuelito.

El abuelo lo atrajo hacia él. Lo abrazaba. Lo estrujaba contra su pecho, lloraba.

- Qué te sucede abuelito.

- Nada, nada hijo.

- Puedes hacerme un favor.

- Sí, abuelito.

- Tráeme esa cajita blanca y un vaso de agua. En ese vaso grande.

Desde la ventana veía cómo se iba cargando el cielo de nubes negras y largas. Oía

el silbido del viento que corría por todas las calles de la ciudad.

- Abuelito, mira las balsas, están regresando rapidito porque va a llover.

- Así es, mi hijo.

-Ya vuelvo, abuelito –dijo y desapareció por la puerta. Oyó los pasos de Alexánder:

“Siempre los mismos golpes, claro está que, a veces, esos golpes se acentúan más en

el pie izquierdo”.

El anciano hacía espuma en un platillo con una pequeña brocha. Se enjabonó toda

la cara, incluso, la frente. Cuando se miró en el espejo, se vio todo de blanco. “Mientras

remoja, afilaré la navaja” –se dijo a sí mismo-. Afilaba la navaja en el antebrazo izquierdo,

iba y venía la navaja, rapidísima. Cuando creyó que estaba lista, la llevó hasta la punta de

la lengua: “Ya está lista”, dijo en voz baja. Comenzó a afeitarse, llevando la navaja desde

las blancas patillas hasta el mentón. Abría surcos en su carne. A veces, hacía una inmensa

O, para afeitarse mejor.

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Desde su ventana, secándose la cara con una pequeña toalla, veía oscurecerse la

tarde. Los relámpagos, a veces, iluminaban las colinas. El agua de la lluvia empezaba a

formar pequeños charcos en las calles.

Al día siguiente, Alexánder iba solo a la playa, iba con las manos en los bolsillos.

Subió por el vericueto de una pequeña loma; y, al bajar se abrió paso por entre los arbustos

hacia el acantilado y vio con mucha alegría al Bombero y al Negro Manuel. Se deslizó

gatunamente por la espesura de los matorrales y por entre las rocas. Cuando ganó la playa,

corrió hacia ellos.

- Dijeron que vendría Felipe. Dónde está –preguntó Alexánder.

- Ahí, ahí está –dijo el Bombero.

- Dónde.

- Allí-

Y arrojó una piedrecilla hasta el arbusto de donde salió Felipe casi desnudo. Le

decían el Tritón. Era el más alto de todos.

- Quién arrojó la piedra.

- Él –dijo señalando al Negro Manuel.

- ¿Yooo? –respondió sorprendido.

- Mejor dicho, yo –repuso el Bombero.

- En otra vez no lo hagas, te puede costar la vida.

- Está bien –dijo el Bombero, resignado.

- Por qué no vamos a nadar –propuso Alexánder.

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- Vamos –dijo el Tritón.

Fueron corriendo los niños hacia el mar. Felipe subió a una enorme peña, desde allí

se arrojó al mar, clavándose hasta el fondo de sus aguas. Nadaban como verdaderos peces.

Felipe se zambullía una y otra vez. A veces increíblemente se sostenía encima del agua.

Apenas movía los tobillos y los codos: “Esto, hacen sólo los dioses”.

Después que se bañaron se sacaron las truzas y las pusieron encima de las rocas

para que se secaran. Cuando Felipe se sentó en la arena adoptó la posición de Buda y

empezó a respirar hondo, y a botar el aire poco a poco, despacio, repitiendo la palabra

“Karma”. El Bombero y el Negro Manuel estaban de pie, arrimados contra una roca,

miraban sorprendidos cada cosa que hacía Felipe. Más allá estaba Alexánder, sentado

sobre una piedra, junto al único árbol que existía en la isla. Todo estaba tranquilo, no había

olas, ni brisas. El calor era sofocante.

- ¿Quieren tomar un helado? –dijo Felipe-. Yo invito –agregó.

Cuando llegaron a la pista, Alexánder, gritó: “Allí hay una heladería”. Llegaron

corriendo a la nevería. “Cuatro adoquines para cuatro sedientos”, dijo el Bombero. Felipe

puso cuatro monedas de diez centavos en el mostrador. Iban despacio, pateando piedrecitas

o dando pequeños brincos sobre el asfalto.

- Son las doce –dijo el Negro Manuel.

- Te dejamos, Felipe.

- Gracias por el helado –dijeron todos.

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Felipe quedó perplejo por esta actitud. Los tres se perdieron por una bocacalle. A

las doce con quince minutos llegaron al terminal ferroviario. Ingresaron en fila india por el

boquerón de un viejo muro. Caminaban agachados. “Esperen –dijo en voz baja, el Negro

Manuel-, hay dos brequeros, están sentados en la grada de una puerta”. Estaban tendidos

en la yerba, agazapados como pequeñas fieras al acecho. “Por qué no se van, ya pasó más

de media hora: ¿No tienen hambre estos cabros? –se preguntaba el Negro Manuel-.

Esperen , parece que ya se van”. Por debajo de los coches veían el caminar lento de los

brequeros. “Parece que están conversando, vamos”, ordenó el Bombero. Entraron en un

vagón y vieron en todos los rincones de éste la blancura del azúcar, había miles de

montoncitos como pequeños cerros. “Recojan sólo lo de encima –ordenó el Negro Manuel-

. Dejen el resto para otros compañeros”, agregó. Después pasaron a otro vagón, hicieron lo

mismo con el arroz. “Creo que tenemos para toda la semana”, dijo satisfecho, el Negro

Manuel. Cuando salieron por el mismo boquerón iban cargados de pequeños saquillos.

Habían dejado atrás el terminal ferroviario. Estaban junto o muy cerca de sus casas.

Cuando pasaron por una ventana, cuyas persianas estaban abiertas, el Bombero vio a una

muchacha tendida al borde de la cama, con las piernas entreabiertas, balanceándolas. El

Bombero se detuvo para ver mejor, pero una mano cerró las persianas y se quedó

pensativo, por un instante. “Apúrate”, le gritó el Negro Manuel. Al llegar a la esquina se

perdieron los tres por un callejón.

Alexánder almorzaba apresuradamente; el Negro Manuel le había dicho: “Vengo

por ti a las dos, iremos a la matiné”. Alexánder no sabía cómo decirle a su madre, pero la

idea se le había metido en el cerebro. “Mamá –se atrevió a abrir la boca-, hoy iré al cine

con Manuel”. Ella, no dijo nada, sólo atinó a decir “¿Y?”. “Tú sabes que casi nunca voy al

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cine”. Ella siguió corrigiendo unos papeles. No respondía; y eso lo desesperaba. “Está

bien, pero vuelve temprano”, dijo preocupada: “Creo que estoy perdiendo a mi hijo. Y esos

muchachos, no me gustan nada. Mi sueldo de profesora no me permite darle otra

educación. No me quejo de su comportamiento, toda la semana no sale. Está conmigo, ya

estudiando, o ya ayudándome en la casa. Esto, sólo ocurre los sábados y los domingos...” ,

lloraba por dentro, pero a veces, como hoy, se le escapaban las lágrimas hasta gritar.

Cuando Alexánder cruzó la pista, vio al Bombero, que estaba sentado en el sardinel

de la acera. ¿Y Manuel? –preguntó Alexánder-. Se paró el Bombero y escupiendo lejos,

dijo: “Ya viene”.

- Hola muchachos.

- Qué tal, señor –respondió el Bombero- ¿Van al cine?

- Sí, señor.

- ¡Ah!

Cuando dijo ¡Ah!, la parte extrema de su labio izquierdo se arremangó como una U

invertida, achinando los ojos. “Buena suerte muchachos”, dijo esto y se marchó; parecía un

payaso por su enorme y redonda nariz.

- ¿Quién es, ah?

- El tendero, el de la uretra.

Desde ese momento, para Alexánder, el tendero se había convertido en una

obsesión. Miraba y remiraba la tienda de la esquina; desde allí, vio al tendero, descolgar

una botella y envolverlo en un papel blanco para luego ponerlo entre las manos de un

cliente. Cuando llegó el Negro Manuel, Alexánder vio al tendero en una esquina de la

tienda, detrás del mostrador, alumbrándose con una pequeña lámpara, escribía y fumaba.

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Cuando llegaron al parque Pino, Alexánder le dijo al Negro Manuel: “Yo no tengo

para mi entrada”. “Nadie tiene plata, no te desesperes, ya tendremos” –respondió

tranquilamente. Ingresaron al templo de San Juan . Allí, vio Alexánder a un cura que con el

dedo gordo de la mano hacía la cruz en las cabecitas de los niños, aún calvas, diciéndoles:

“Yo te bautizo con el nombre de Jorge Luis, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu

Santo...”

- Llegamos a tiempo –dijo el Negro Manuel.

- ¿Qué vamos a hacer? –preguntó Alexánder.

- Lo que todo el mundo hace, ya lo verás.

Una nube de niños esperaban cerca de la puerta del templo, gritaban: “¡Sebo

padrino, sebo!”. Una lluvia de monedas de todo tamaño caía sobre el pavimento. Los niños

se arremolinaban bruscamente, dándose de patadas y puñetazos. Alexánder veía con los

ojos agrandados, asombrados, cómo los niños se disputaban las monedas. Vio cómo el

Bombero se escabullía por entre las piernas y, cómo el Negro Manuel pasaba por encima

de los cuerpos. Algunos aullaban de dolor. Alexánder guardó tímidamente la única moneda

que cayó junto a sus zapatos. Cuando se reunieron los tres, Alexánder no salía de su

asombro, jamás había visto tantas monedas juntas en las manos del Bombero y del Negro

Manuel.

Las pocas veces que Alexánder había ido al cine, lo había hecho con su madre;

pero, hoy, no estaba en la platea, sino, en un lugar oscuro, donde sólo habían gradas de

madera, niños que gritaban desaforadamente, que golpeaban el techo del cine, o

simplemente, zapateaban. Sólo cuando escuchaban las rancheras de Jorge Negrete, Pedro

Infante o Luis Aguilar, se calmaban como el mar en pequeñas oleadas.

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Cuando salieron del cine, Alexánder preguntó al Bombero.

- Por qué aplaudías y zapateabas cuando llegó John Wayne con un pelotón de

soldados.

- Porque había que matar a los apaches que atacaban el cuartel.

- Yo no estoy de acuerdo contigo.

- Por qué.

- Mi madre dice que está mal eso. No podemos matar a los apaches porque ellos

fueron invadidos por los gringos, pelean por sus tierras.

- Quién demonios es tu mamá para decir esas cosas, yo siempre he aplaudido, toda

mi vida.

- La historia de los apaches, es como la nuestra, sólo que nosotros fuimos invadidos

por los españoles.

- Espera, espera un momento –dijo el Negro Manuel-. No me gusta esta

conversación, vamos al parque Pino. Les invito a comer unos pastelitos.

“...Alexánder ya entró a su habitación. Eso me alegra. Lo sé por sus pasos, siempre

apurados. Desde que me desahuciaron me encerré aquí arriba, para siempre, creo. Ya eché

muchas raíces con poco fruto. De qué me sirvió trabajar en la Universidad 36 años... De

nada. A quién le importa los libros que escribí, las revistas que edité. A nadie...

Simplemente a nadie. Pero, tengo una corazonada. Sé que Alexánder será el fruto que no

di... Florelva, ella será la responsable de su formación. Eso me alegra... Me alegra

mucho...”. El anciano de 80 años lloraba copiosamente.

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El Lunes Santo amaneció con mucho ruido. La gente entraba y salía de la pequeña

sala. Cuando se levantó Alexánder vio mucha gente que abrazaba a su madre . Vio flores y

candelabros encendidos. Cuando su madre lo vio, lo llamó y le dijo: “Álex, tu abuelito se

ha ido al cielo... Nos ha dejado...”. Alexánder se volvió a su habitación. Estuvo largo rato

sentado al borde de su cama, aún sin entender... “A veces me bañaba los ojos con mis

propias lágrimas –pensaba-, como hoy, por ejemplo,...” Después de un rato, Alexánder

traspuso la verja del jardín y salió por la puerta enrejada. Mientras iba por la pista iba

recordando cuando la ambulancia se llevó al papá del Bombero. Y, no volvió jamás. Por

eso, cada vez que sonaba la sirena de una ambulancia por la ciudad, pensaba que a algún

papá se lo estaban llevando. Él esperó que algún día volvería. Pero, no, no volvió.

Desde lejos vio al Bombero que estaba encorvado, sobre sus espaldas estaba

montada Juana la Loca, golpeándole con los pies y las manos; le gritaba: “Arre, arre

burrito”; y, él caminaba de cuatro patas. Más allá, estaban Felipe y el Negro Manuel,

arrojaban sus tejos; Felipe saltaba con un pie de rectángulo en rectángulo. “Raya”, gritó el

Negro Manuel. “Cuál raya”, respondió Felipe. De una patada hizo rodar el tejo de Felipe

hasta el pequeño río. Felipe lo agarró de los brazos y le dio un cabezazo; y, el Negro

Manuel, en su desesperación, se desasió bruscamente de él, escapándose; y, desde lejos,

estiró las manos, con los índices extendidos, agitándolos groseramente. Felipe, levantó la

mano derecha, haciendo un círculo con el índice y el pulgar: “Te jodiste Negro”, le gritaba.

Alexánder volvió a desandar sus pasos. Cuando llegó a la esquina de su casa, vio

cómo se llevaban a su abuelo. Corrió a la casa, subió hasta el último piso. Desde allí pudo

ver la plaza y las calles asfaltadas, un olor a muerte le llegaba hasta él.

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Al día siguiente, Alexánder, tampoco fue a la escuela. Estaba sentado en el sillón de

su abuelo; desde allí, vio a una perra de pelaje amarillo que iba escoltada por un montón de

perros. Un joven de mandil blanco arrojó trozos de carne al grupo de perros. La perra

comió hasta tres pedazos de carne.

Cuando Alexánder salió de su casa se fue con dirección al cenizal. A veces, o

siempre, ellos lo esperaban allí. Cruzó la avenida La Torre, bajó una pequeña pendiente; y,

ganó ágilmente la cumbre de la pequeña loma. Desde allí vio al Tritón y al Negro Manuel.

El Negro Manuel llevaba puesto un overol, y un gorro. El Tritón lucía una chompa de lana

gruesa. Ambos se perdieron en la boca de una vieja mina.

-- O --

(*) Tomado del libro de cuentos “Alay Arusa”, publicado al alimón con Feliciano Padilla, por encargo de la Facultad de Ciencias de la Educación en la Editorial Universitaria de la UNA, Puno 1995.

2.2.4. FELICIANO PADILLA

Por razones obvias se opta por no decir una sola palabra acerca del trabajo de Padilla. En

su lugar se usará opiniones de algunos escritores y críticos, salvo, los datos que se refieren

a su nacimiento e infancia.

“Nací en Lima el 17 de agosto de 1944. A los diez meses de nacido me trajeron al

mundo andino del que nunca he salido ni saldré como dije en la presentación de mi libro

"CALICANTO". Viví la infancia y adolescencia en la ciudad de Abancay. El carácter

trashumante de mi familia me permitió residir en diferentes pueblos de Apurímac, Cusco y

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Puno. Vivo en la ciudad de Puno más de 35 años. Por mi amor incomparable a esta tierra, a

mi solicitud y voluntad, aparezco como narrador puneño, a pesar de haber nacido en Lima,

en cinco antologías de narrativa peruana: “María Nieves y los cuentos ganadores del

Premio Copé 1992”, publicado por Petro Perú; “Los narradores de los sesentas”, preparado

y publicado por el Dr. José Antonio Bravo; “Fuego y los cuentos ganadores del premio

Copé 1996”, publicado por Petro Perú y; “El cuento peruano en los años de la violencia”

preparado por el Dr. Mar Cox, profesor de Literatura Hispanoamericana de la Prebitarian

University de los Estados Unidos. Últimamente mi cuento “El Tuku Villegas” ha sido

considerado en una antología preparada y publicada por el Dr. Ricardo González Vigil, con

el título de “EL CUENTO PERUANO: 1990-2000” editado por Petro Perú” (Entrevista

con Mario Guevara, agosto 2003).

“Narrador puneño-abanquino (1944), que gracias al estudio y superación constantes

ha sabido ganarse un lugar en la literatura peruana. Actualmente es docente de la

Universidad Nacional del Altiplano en las materias de su competencia. Su carrera literaria

ha sido engalanada con las siguientes distinciones:

- Mención honrosa del Premio Copé de Cuento 1992, con el relato ¡Me zurro en

la tapa!

- Finalista del Concurso Nacional de Cuento "César Vallejo" 1993, organizado

por El Comercio de Lima, con el cuento La huella de sus sueños sobre los

siglos.

- Mención honrosa del Premio Copé de Cuento 1996, con el relato Amarillito

amarilleando.

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- Primer puesto en el Concurso Nacional Canto al Lago organizado por el

Proyecto Especial Binacional Lago Titikaka, con el cuento El retorno de Qori

Challwa.

- Segundo premio del Octavo Concurso Nacional de Cuentos organizado en

1999 por CEAL de la Conferencia Episcopal Peruana, con el trabajo A qué

volviste Nazario.

- Premios y distinciones locales varios” ( CABRERA HUAMÁN , Félix, en

“Amarillito amarilleando”, Editorial San Marcos, Lima 2002)

"Feliciano Padilla, puneño en su ejercicio de narrador, retorna a su infancia

abanquina para recuperar ricos sedimentos y mostrar el mensaje luminoso de la identidad.

Pero, además por esas ventanas se aproxima al fantasma del desarraigo con su cauda de

melancolía previsiblemente devastadora. A partir de los viejos postulados de un

indigenismo genuino que recupera la memoria individual y colectiva, ahora debe

confrontarse con los riesgos de un mundo nuevo, contemporáneo, tecnológico, enajenante.

Padilla, sin duda, es uno de los narradores más expresivos del país, en este momento"

(Aramayo, Omar: en Calicanto, Edit. Sagitario, La Paz 1999).

"Feliciano Padilla es en la actualidad el narrador puneño cuya constancia y

dedicación lo han conducido hasta las mayores distinciones que ha logrado la narrativa

puneña de nuestros tiempos. Su nombre se ubica junto a los preferidos en el Copé 1992 y

los seleccionados en el "César Vallejo" 1993. Precisamente el cuento que nos presenta en

esta edición, tal como puede comprobarse en el artículo que se transcribe al final, fue

considerado entre los mejores del premio que organizó "El Comercio" el año pasado. Es

que Padilla viene trabajando su narrativa en todos los aspectos. Extrae sus personajes de la

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historia, la anécdota familiar o laboral, las vivencias amicales o los recuerdos personales y,

los va burilando lentamente, idealizándolos, valorizándolos, caracterizándolos; hasta

convertirlos en tipos inolvidables que pertenecen a su mundo estético en el que nos

sumerge. Al rededor va tejiendo una trama, mitad vivencia, mitad imaginación, por la que

nos conduce, a través del relato ameno; en el que ensaya técnicas renovadas que nos

permiten ver todos los resquicios del mundo novelado por él. Ubica al narrador en los

ángulos más inesperados que le sirven para conducirnos con acierto en la riqueza de sus

acciones, acercándonos y alejándonos de ellas según sea conveniente... (CACERES

MONROY, Juan Luis, 1994: I-II).

"El Sueño Inconcluso es un interesante relato de los tradicionales peces del

Titikaka (sobre todo el suche), siendo atacados por poderosos peces foráneos, el pejerrey y

la trucha. Un moderado interés rodea esta peripecia con guerra de guerrillas y todo para

recapturar el Palacio Real subacuático(...) 'Garañón', una risueña estampa costumbrista,

resulta uno de los textos más rescatables: Es la historia de un burro lujurioso que malogra

una festividad religiosa; para desgracia de su propietario, un pobre campesino, algún

gracioso lo lleva a una hacienda grande. Al cabo de dos años lo localiza. Su abogado 'un

verdadero burro' solicita que Garañón sea devuelto con la docena de pollinos que ha

engendrado. El hacendado retruca solicitando ingentes gastos 'por pastos'. Y el campesino

se pudre en la cárcel (...) Feliciano Padilla es un narrador ambicioso (ESCAJADILLO,

Tomás, 1994: 201-202).

“Feliciano Padilla, con este libro, consolida su ejercicio de narrador y se convierte

en uno de los narradores más importantes del país. Su trabajo iniciado hace quince años, ha

alcanzado madurez, lograda con perseverancia. A estas alturas, el discurso narrativo de

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Padilla se ha diversificado aún más. Es una tendencia ya advertida en sus anteriores

publicaciones. Diríamos que el universo narrativo se amplía desde Puno y el Altiplano

hacia los valles cálidos de Apurímac, hacia Lima, Cusco y otras latitudes. Diversificación

formal y temática que la pone como apta para un trabajo novelístico de gran

envergadura(...)” (OSORIO, Juan Alberto; 1998: en Polifonía de la Piedra).

“Feliciano Padilla, como otros narradores que escriben en provincias o sobre las

provincias (Samuel Cardich, en Huánuco; Enrique Rosas Paravicino y Mario Guevara, en

Cusco; Macedonio Villafán, en Huarás; Zeín Zorrilla, en Huancavelica) muestra, pues, el

nuevo rostro del Perú: el de los mestizos de la Sierra. Los personajes, el imaginario y su

lenguaje corresponden a un mundo en ebullición que todavía está por descubrirse y

revelarse. Padilla sería uno de sus más expresivos intérpretes” (BAQUERIZO, Manuel J.;

en la contratapa de “Amarillito amarilleando”, Editorial San Marcos, Lima 2002).

“La provincia es una dimensión de su estética; el estar en Abancay o en Puno es para el autor

una oscilación de mundos semejantes de donde emerge sus cuentos alucinantes y añorantes; en sus

manos esa materia en bruto sufre la misma transformación que el lenguaje cotidiano y, los objetos de

uso diario, con esa alquimia verbal -la sencillez de la provincia- encuentra una dimensión social, y de

hondo arraigo. No de un salto, sino con una metáfora imperceptible, las descripciones de Padilla se

vuelven poesía y la poesía silencio. Pero esta visión de la provincia no es costumbrista, sino, mágica;

el mensaje y los artificios en la narración no son gratuitos; sin ser acertijos o juegos verbales, logran

envolver al lector con múltiples sentidos, con la violencia de la sangre y la palabra acomedida y plural

que refleja presencias que se multiplican, que convocan y unen” (ESPEZÚA, Boris; en la revista de

Literatura Apumarka No 05).

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“Ésta es tal vez la principal virtud de la capacidad creadora de Feliciano Padilla. Sus

historias, nacidas de la cultura andina y escritas bajo la seriedad de la literatura universal,

son frescas y muy humanas. Sus personajes son un retrato de la vida cotidiana que, como

cualquiera de nosotros, tienen sus momentos extraordinarios de fantasía. Otro detalle es

que Padilla logra ser universal, por los temas que aborda desde la aldea, no sólo desde el

espacio donde escribe sino de los espacios donde sus personajes viven, disfrutan y sufren

su condición humana” (HERRERA, Alfredo, en la revista de literatura Pez de Oro No 04).

RÉQUIEM POR AMADEUS (*)

Amadeus ingresó en mi casa hace mucho tiempo, confiriéndome, desde el inicio, la

alegría desbordante de su rostro inolvidable y, convirtiendo con sus travesuras la rigidez de

mi hogar en un desorden encantador que ahora extraño con nostalgia.

¡Cómo pasa el tiempo!...Tan raudo, tan indiferente a todo, y pareciera que aquel

ayer fuera hoy...ahora. Pero, no. Es mi edad que no quiere reconocer la marcha indetenible

del tiempo, que quisiera que éste se detuviera, que alguien lo detuviera para que no se

termine mi tiempo. Mas, su paso inexorable te convirtió en un joven apuesto y saludable.

De pronto, no sólo compartías todos los ambientes de la casa, todos nuestros triunfos y

fracasos, nuestras frustraciones, todo el afecto de mi familia e incluso de mis amigos; sino,

mi lugar más reservado, el que guardaba mi intimidad como un cofre las alhajas: mi

biblioteca. Fácilmente, a nadie le confío la llave de la biblioteca, pero, viendo que una sed

insaciable de lectura literaria te abrasaba las entrañas, te la di; y ahí estabas todo el tiempo;

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y ahí te encontraba al retornar de la calle, leyendo incansable, revisando apasionadamente

los volúmenes de los estantes, y los manuscritos, y los periódicos, y las revistas, arrumados

por los rincones. Apenas nos mirábamos venías a mí con paso pausado y me sofocabas con

el calor de tu amistad infinita, expresándome gratitud con tus ojos colorados, abrazándome,

y tocándome la cara con tus bigotes. Yo te acariciaba la cabeza como un padre hace con

sus niños y me quedaba mirándote esa mancha blanca irregular y extraña de tu rostro.

En los primeros años de tu vida de lector empedernido, recuerdo que te dabas algún

tiempecito para relajarte, y salías de noche a perturbar los corazones de las mozas del

barrio, y llegabas de madrugada oliendo a amor y a las viandas y bebidas que te ofrecían

las muchachas. Ése era tu único vicio: salir por las noches, enamorar y disputar a golpes el

amor de alguna dama. Defendías tus predios, como se dice, con uñas y dientes, y

retornabas a casa, a veces, malherido, con el ojo verde y contusiones diversas. Yo no

entendía cómo un alma tan cultivada podía violentarse en aquellas disputas de amor. A

veces me preguntaba, si era cierto que el hombre se bestializaba en las cosas del amor, y

que el poeta -Tú eras un poeta, querido Amadeus-, también, podía animalizarse.

Con los años y la lectura maduraste y me daba la impresión de que eras tan viejo

como yo. Teníamos los mismos gustos, leíamos los mismos libros, bebíamos el mismo

vino -Casillero del Diablo, me acuerdo-. Éramos magníficos interlocutores, te convertiste

en el confidente que siempre busqué para mis secretos: Tú me relatabas tus fabulaciones

tan plenas de magia y delicadeza, y otras veces, eras el primero en conocer mis relatos.

¡Cómo gozábamos de la lectura!. Platicábamos de literatura y de temas disímiles horas de

horas, que a veces, no sabíamos cuánto tiempo había pasado. Y, así, platicando me di

cuenta de que te habías vuelto viejo, y sabio. Tus palabras pesaban en mí como las frases

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infalibles que mi padre me dirigía, en ocasiones, cuando era muchacho. Mirando tus canas,

tus bigotes blancos, y mirando en el espejo cómo me encontraba, se diría que la aparente

lozanía de mi vida, era el tiempo que le faltaba a tu existencia.

Una tarde, tomaste una sabia decisión que yo respeté hasta aquel aciago día en que

me cegó la envidia: residir en mi biblioteca, junto a los libros que tanto amabas, junto a

aquel estricto desorden de papeles, revistas, cuadros y recuerdos sin fin. Y, no salías de ahí

si no era para alimentarte y hacer tus necesidades. Olvidaste tu vida de noctámbulo y

dedicaste tu vida exclusivamente a la literatura; no luchabas por el mundo ni contra el

mundo, te aislaste del amor, de la política, de la vida social, de todo. ¡Sólo la literatura

tiene valor auténtico en este mundo de injusticias y frustraciones!, me decías. Y, te

encerraste en la biblioteca tal como Gustavo Flaubert se refugió en su finca de Croisset

para dedicarse a la perfección del arte. Te comunicabas con el mundo sólo a través de la

ventana. Cuando te cansabas extraías con tu mirada colorada la energía cosmogónica del

Titikaka, o simplemente mirabas extasiado decenas de lanchas y balsillas que surcaban el

mar como las gaviotas el cielo azul de Puno. Me decías, seguro de ti mismo, si quieres pro-

gresar como narrador, tienes que poner orden en tus cosas; has leído sin método, sin

disciplina, todo cuanto caía en tus manos. Claro está, no has perdido tiempo, me

consolabas; pero, te aconsejo que hagas un pequeño viaje, tal vez el último viaje de tu vida.

He aquí un itinerario de emergencia: Comienza con Las mil y una noches, lee la Biblia, no

olvides El Conde Lucanor, El Decamerón; luego, Amadís de Gaula, el Quijote y los

clásicos rusos, principalmente, Dostoievski y Chejov. Lee a Joyce, Hesse, Kafka,

Maupassant, Flaubert, Allan Poe, Faulkner... investiga con seriedad la literatura oral de

nuestra cultura; con eso crecerás en cinco años lo que no creciste en cuarenta. ¡Oh, querido

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Amadeus!, ahí estaban las evidencias de que eras más sabio de lo que imaginaba. Tus

palabras no sólo pesaban, sino, me asustaban.

Poco después concertamos una acción conjunta: escribir entre los dos la novela de

la década. Y esto nos sumía en prolongadas sesiones de trabajo y en sesudas discusiones.

Cuántas veces destruíamos, sin parpadear siquiera un segundo, capítulos enteros, llevados

por tu prurito de perfección. Labrabas y pulías las palabras, y ponías las imágenes allí

donde se las requería. Gastamos sin miramiento las miles de horas de cinco años de trabajo

arduo, sin tregua. Recuerdo que mientras salía a trabajar, tú te quedabas a escribir sin chis-

tar, sin ningún reproche. Es que yo debía ganar el pan y el vino mientras tú te devanabas

los sesos sentado a la computadora. Regresaba y nos poníamos a revisar y a corregir. Éstas

son las tres reglas de un buen escritor, me decías: corregir, corregir y corregir. Yo me

desalentaba si el avance del día no superaba las cinco páginas, pero tú, Amadeus, te

conformabas con un párrafo.

Un día aproveché alguna debilidad tuya y te convencí de que la novela estaba

concluida. En realidad, lo estaba. Tenía cuatrocientas veinte páginas y se llamaría "Vivir

entre dos fuegos". Fue entonces que viajé a Lima a contratar los servicios de una editora

para publicarla. Me demoré una semana y cuando retorné te encontré en la biblioteca con

tu cara afligida y calmosa. Parecías más viejo y más sabio. No publicaremos la novela, me

dijiste, tiene defectos serios de estructura, falta trabajar el lenguaje y hay que perfilar mejor

a nuestros personajes. Te miré con rabia, con toda la rabia que el mundo convulsionado

había depositado en ese momento en mi corazón. Se publicará quieras o no, te respondí,

con voz estentórea y amarga. No será posible porque la destruí mientras andabas por otros

lares, me recalcaste. ¿Quién manda en esta casa, carajo? ¿Por qué te tomas atribuciones

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que no te corresponden?, te grité atragantándome con las palabras. En aquel momento sentí

un olor fétido en la biblioteca. Como ya no salías ni al patio, te habías miccionado en los

rincones de la biblioteca. Aproveché aquel pretexto y aullé como un animal enjaulado:

¡Fuera de mi biblioteca, viejo inválido! ¡Ya no te vales de ti mismo ni para hacer tus nece-

sidades! ¡Largo de aquí! Me devolviste la llave y saliste mucho más triste, derrotado, con

la cola entre las piernas. En realidad, no era por la pestilencia que te expulsaba, sino,

porque la envidia me mataba: sabías más que yo, te habías vuelto más sabio.

Los días siguientes querías volver a la biblioteca, expresarme tu amistad, abrazarme

y frotarme el rostro con tus bigotes canos; volver a los libros y continuar tus lecturas, sin

las cuales, considerabas, que no valía la pena vivir; pero, yo te lo negaba arguyendo

nimiedades, cuando en verdad era la herida que habías abierto en mi orgullo de poeta, que

seguía ardiendo y consumiéndome. Ocho días seguidos me tocaste la puerta, llamaste a la

ventana; pero, yo, maldito, no cedí, a pesar de que sentía tanta tristeza mirando tu tristeza.

Veía en la ventana tus ojos rojos desorbitados, tu mancha irregular del rostro y tus gestos

de locura martilleándome el corazón. Estabas desesperado, andabas como loco, distante de

tus lecturas.

Un día desapareciste y te reclamaron mis hijos; y como ya habían pasado cinco días

de tu alejamiento, mi hija, que también te quería, te dio por muerto y se metió a su

dormitorio responsabilizándome de tu ausencia. Yo atiné a seguirla e ingresé a su

habitación que parecía un museo: esqueletos y calaveras, y huesos, y huesos. Precisamente,

dos calaveras me flanquearon con sus miradas acusadoras. Allí la encontré en un mar de

lágrimas, apretando tu fotografía a su corazón, segura de que habías muerto. ¿Cómo

puedes asegurar eso si no tienes evidencias?, ¿has encontrado el cuerpo de Amadeus?, le

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pregunté. ¡No!, me respondió. ¿Entonces cómo puedes decir algo tan terrible?, la volví a

preguntar. Papá, el cuerpo de ellos se descubre sólo si sus muertes han sido causadas por la

mano del hombre o por accidente. Si no es así, convencidos de su fin inevitable, y de que

nadie los quiere por ser ancianos, se van a un cementerio que nadie sabe dónde queda y allí

mueren lejos de la maldad de los hombres. ¡Pobre mi Amadeus Picarón!, seguía llorando a

raudales. En efecto, se llamaba Picarón por lo de enamorado y travieso y, Amadeus, por lo

de escritor. Fue entonces que le pedí la fotografía y miré consternado aquella imagen tan

querida: Grande él, todo de negro, menos la mancha irregular de su cara; sus bigotes largos

y blancos, sus caninos fuertes y sus ojos colorados de bohemio inolvidable. ¡Pobre mi

Amadeus, papá, dónde estará!, exclamó Carola, mucho más afligida, tomando nuevamente

en sus manos aquella fotografía. En ese momento, el recuerdo de su compañía en los

últimos años derrotó sin atenuantes mi maldito orgullo, y un cargo de conciencia

sobrecogedor invadió mi espíritu, y así, no tuve más remedio que sentarme al lado de mi

hija y llorar por aquel amigo que tanto me quiso y compartió conmigo el amor por la

literatura. Y mientras me ahogaba el llanto, apenas podía homenajearlo con esta breve

despedida: ¡Descansa en paz, Amadeus Picarón, prodigioso narrador de cuentos!

¡Descansa en paz, amigo mío, viejo lector de novelas!

--- 0 --

(*) Tomado del libro de cuentos “Amarillito amarilleando y otros cuentos”, Feliciano Padilla, Editorial San Marcos, Lima 2002.

2.2.5. ZELIDETH CHÁVEZ CUENTAS

Nació en Puno en la década del 40. Hace 25 años que radica en la ciudad de Lima; sin

embargo, Puno es el espacio preferido donde recrea sus fabulaciones tan tiernas que

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atrapan al lector desde un inicio. Es de profesión antropóloga, luchadora sindical y

feminista. Como tal, ha participado en diversos certámenes nacionales e internacionales. Es

además fundadora e integrante desde 1992, del Taller de Literatura "Anillo de Moebius".

Relatos suyos han aparecido en "Historia de Miércoles" (1994), en "Nudos y desnudos"

(1995) y en las colecciones publicadas por el Taller que integra.

En 1996 publicó "Mujeres de pies descalzos", su primer libro de cuentos y; en

1999, su libro de cuentos "El día que me quieran", por la editorial Arteidea de Lima. En el

2003, la editorial San Marcos, publicó su primera novela ¿Por qué lloras Candelaria?

Insertamos a este libro algunas opiniones acerca del trabajo literario de Zelideth

Chávez Cuentas:

"Si alguien pregunta sobre la existencia o no de una literatura femenina tiene que

leer los cuentos de Zelideth. Al terminar será imposible que lo niegue. Su mirada de mujer

trasciende en cada párrafo, en cada historia con ritmo e intensidad. Es imposible sustraerse

a la ternura, la picardía y la gracia femenina de su narrativa. Pero además, es una mirada

andina: tímida, irónica, dulce, profunda. Lo mejor de esta literatura, es que la mujer y la

serrana se hacen una y no temen mostrarse" (GORRITI, Carmen Luz; 1999: 13).

"El día que me quieran es la voz que proyecta, que exclama, que espera. Historias

que denotan una triste y encantadora dulzura y a la vez un realismo entrañablemente

desgarrador. Su creadora ha manejado con pinzas de la mejor artesanía e inigualable

sutileza, la inocencia, la visión de la infancia, de la pubertad y la maravillosa madurez"

GORRITI, Carmen Luz; 1999: 13).

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Zelideth Chávez Cuentas es más conocida como narradora en Lima que en Puno.

Lo cual no es raro en el Perú. Salvando las distancias, sabemos que Manuel Scorza, autor

de las famosas "Baladas", entre ellas: Redoble por Rancas, Historia de Garabombo el

invisible, etcétera, era un narrador prestigiado, traducido a muchos lenguas y, más

conocido en Europa que en el Perú.

"Zedileth nos entrega en este libro El Día que me Quieran, nueve cuentos fabulados

sobre la base de nueve historias sumamente desgarradoras, donde los personajes son

mujeres atrapadas, unas veces, por los prejuicios de la sociedad consumista y; otras, por

una especie de destino fatal que va conduciendo la trama de los relatos hacia desenlaces

donde la víctima es, casi siempre, una mujer. El ambiente de sus creaciones es Puno con

sus paisajes extraordinarios, salvo "¿Hoy día es mañana?", "Puertas derribadas" y

"Azucenita y la mariposa de alas negras" que ocurren en Lima, la ciudad donde radica

Zelideth. El resto de los cuentos tienen como escenario nuestro hábitat y recogen desde una

perspectiva postmodernista los rasgos más importantes de la manera de ser de los puneños

de la urbe y del campo, a través de distintos narradores, puesto que los recursos de Zelideth

así lo permiten. Por eso se vale, unas veces, del narrador protagonista en los cuentos "En

nombre de Dios", "Tu cuerpo rehuyendo mi abrazo" y "Todos vuelven"; otras veces del

"yo testigo" como "¿Hoy día es mañana?"y "La merciquita" y; finalmente, del narrador

omnisciente tal como sucede en "Puertas derribadas", "En el centro de la borrasca",

"Azucenita y la mariposa de alas negras" (PADILLA, Feliciano; en el comentario que hizo

en la presentación de El día que me quieran).

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LA MERCIQUITA (*)

El torrente de sangre le está anegando la garganta, la boca, la nariz. Doblada sobre sí misma agita los

pequeños brazos y alcanza a gritar ¡mamita!, antes que su cuerpo caiga sobre la mancha rojiza que la

tierra seca empieza a succionar con avidez.

Hemos llegado corriendo y nos detenemos de golpe, ahogados por nuestros jadeos.

La escena nos congela, nos suspende en el aire. Nadie atina a decir ni hacer algo, sólo se

escuchan los aullidos lastimeros del Firpo y el Churchil dando vueltas alrededor nuestro.

Mi hermano y yo nos apretamos uno al lado del otro, como si no hubiera espacio en

el desolado patio. Nos tapamos toda la cara con las chalinas, nunca sabríamos si era por el

frío de la noche o por miedo al contagio de la muerte...

Siempre la imaginé viniendo acurrucada en una de aquellas balsas que surcan el

lago con suavidad de gaviota. Sus escuálidos diez años aparentando seis: piel y huesos

huérfanos. Aspecto y olor a huérfana, con esos reflejos de miedo en sus ojos y esa tos seca

que nunca la abandonaba.

Muchas veces me repitió la misma historia, en su media lengua de aimara-castellano:

que la habían sacado de su choza allá en medio del lago, en las islas flotantes, con la luna

ocultándose frente a ella y el sol empezando a calentar sus espaldas. Que apurada se había

puesto la camisita de bayeta, el faldellín, y el chumpi de colores tejido por su madre, las

ojotas de llanta que no la iban a proteger cuando sus pies se hundieran en el piso fangoso

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de la isla que, dejaba atrás, con su veintena de casas de totora, avenidas de totora, sus

sembríos sobre las balsas de totora.

Que mirando la balsita que abandonaba, se preguntó si adonde marchaba tendría una

así, para ella sola, sobre la cual había disfrutado tanto de esa sensación de caída: a un lado,

al otro, a un lado, al otro, cuando iba en medio del lago para cumplir mandados.

En mis noches de insomnio la he visto ponerse de pie sobre aquella misma balsa

donde vino, en el instante en que una brisa ligera disipaba sus temores al comprobar que ya

estaban llegando al puerto, aunque era muy tierna para darse cuenta que también asomaba

muy cerca a su destino. En esos momentos tal vez no percibía el centelleo plateado que

tiritaba sobre las aguas verde-azulinas, ni la quietud de esa mañana colmada de sol, de ese

sol que iba abriendo brecha en medio del horizonte azul cerrado del lago-cielo, porque el

brillo de sus ojos al hablar sólo transmitía la inquietud de esas horas, ante el

descubrimiento de la multitud de casas ajenas que iban distinguiéndose cada vez más

cerca.

Ella no sabía entonces que estaba llegando a la ciudad de Puno. También recordaba

al hombre grande que la trajo, su tío, quien no le tomó la mano para apearla ni le dio

ninguna recomendación, le hizo apenas una seña con la cabeza y se adelantó. Ella frunció

la boquita trompuda, se agachó y lo siguió callada. Todavía un gesto de incredulidad le

crispaba la cara al recordar la sensación al pisar esa tierra dura, seca, firme, que contrastaba

tanto con el suelo siempre tambaleante y húmedo de su isla.

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Cuando dejaron el muelle e ingresaron a la población, las pisadas del tío sobre las

losetas arabescas retumbaron dentro de ella ("aquicito me hacia pum, pumpum, ñiíta"). Le

costaba seguir el ritmo del hombre grande, se agitaba hasta la asfixia, más allá de lo

normal. Recordaba que así recorrieron plazas, calles, ventanas, escaparates, tiendas,

kioskos, todo lleno de gente rara, de caras extrañas. Esta población de techos a media agua

y portones grandes de madera, con sus manitas de fierro colgadas, listas para llamar, calles

estrechas y empedradas, eran una inmensidad para sus escasos años. Tan ensimismada se

había quedado, que olvidó el cosquilleo en el estómago y aquel sudor por la espalda que

habían persistido desde la madrugada.

Pronto salieron a las afueras donde se perdían veredas, empedrado, escaparates, luz

eléctrica, hasta llegar a lo que se vislumbró como una casa amurallada, enorme, al parecer

deshabitada. Había que cruzar un cebadal antes de llegar a la reja de fierro. Se pararon al

pie de la mole y mientras el tío buscaba una piedra para tocar, nuestros perros ladrando con

desesperación nos alertaron sobre su presencia. Momentos después salíamos: mi madre, mi

hermano y yo. Mi madre se le antojó como una señora enorme, anciana, aunque era de

mediana edad y baja, blanca, de piel casi transparente, cabello castaño recogido. La

impresionaron mucho los aretes y el diente de oro, el abrigo de casimir y los tacones:

("cuando la señora grande me miró yo quería escaparme ñiíta, esconderme"), después se

fijó en nosotros: ("tu hermano, flaquito, flaquito, igualito a los ispis que saco del lago, y tú

parecías su ángel de la Virgen, colorada, gordita, con tu cabello color totora seca"). Los

tres teníamos la misma edad.

El tío escupió a un lado de la coca que estaba picchando, sacó las manos debajo del

poncho y quitándose el sombrero se acercó a mi madre, la saludó reverente, nombrándola

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de patrona y, señora grande, e iniciaron el trato. La Merciquita trataba de seguir el diálogo,

pero se notaba que se perdía en el intento, tal vez quería seguir observándonos o porque los

mayores estaban hablando en un idioma que ella no había escuchado nunca.

Aunque no era necesario que entendiera, sabía que estaban hablando de ella. Cómo

no sentir esas miradas a veces francas, a veces disimuladas.

Los grandes siguieron conversando con la reja cerrada. Cuando pareció que habían

llegado a un acuerdo, mi madre sacó unos billetes del bolsillo y se los alcanzó lentamente,

como dudando. El tío, en cuanto tuvo el dinero lo escondió rápido debajo del poncho (es lo

que me pareció) y, luego, percatándose recién de la presencia de la Merciquita le dijo en

aimara: "Te vas a quedar, aquí vas a tener comida todos los días, tienes que hacer caso a

esta señora, ella va a ser buena contigo" y la empujó al interior. Nosotros nos hicimos a un

lado, como dándole paso o tal vez para evitar que nos roce. Ambos estábamos agazapados

detrás de las faldas de mi madre mientras la cholita avanzaba muda, mirando siempre al

suelo, demasiado asustada para llorar.

Con los ojos achinados, febriles, y esa mirada de asombro que nunca la abandonó,

recorrió los tres patios en la casa solariega de niveles superpuestos, de habitaciones sin

disposición alguna, el jardín, la huerta, el canchón. Desde ese instante, en complicidad con

los altos muros de la casa, la rodeó un silencio extraño. Cuando los demás hablaban no

entendía, no le era posible conversar con los demás.

Mi madre la llevó a uno de esos cuartos enormes, tristes, llenos de cosas en desuso,

que teníamos abandonados. Le ordenó con señas que desocupara un espacio, mientras ella

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jalaba mantas y frazadas viejas que acomodaba en un rincón. Sacudiendo las manos

empolvadas y con un gesto de asco nos dijo:

"hay que darle un buen baño, raparla, quemar su ropa, está llenecita de piojos".

Aunque Merciquita no entendió las palabras, fue el tono amenazador lo que la hizo sentir

muchos temores, no en la cabeza, sino en el corazón.

Cuando terminó de vestirse con la ropa ajena que mi madre había descosido y cosido

apresurada para ella, sin permitir que se moviera de su lado o por lo menos abrigara su

desnudez, nos señaló y le dijo gesticulando e invitándola a repetir: "ni-ño Fer-nan-do, ni-

ña A-le jan-dra" . La Merciquita, forzando la posición de su lengua, al tercer intento

explotó con dificultad: "nií-too", "ñií-taa". Después le señaló su rincón en el comedor, los

sitios a los que no debía entrar, las cosas que le estaba prohibido tocar.

Al día siguiente se levantó temprano, como era su costumbre, y aprovechando que

aún nadie estaba afuera corrió al mirador del jardín. Se empinó ansiosa buscando el lago

del que apenas le llegaba el aroma; se esforzó más, segura de distinguir su isla flotante,

pero el sol, como una enorme bola de fuego le dio en pleno rostro obligándola a cerrar los

ojos. Entonces escuchó que la llamaban. Corrió hacia la voz, salpicando chispitas doradas

por el camino y sin poder desprenderse de ellas llegó hasta donde "la señora grande" (como

había empezado a llamar a mi madre), y la siguió así por toda la casa, tratando de entender

por el tono de voz, por el movimiento de las manos, por los gestos, las que serían sus

obligaciones. Pero lo que resultaba más claro por la forma en que se agitaba ese índice

frente a sus narices, era la advertencia de que si algo se perdía, o algún plato de porcelana

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terminaba hecho añicos en el piso o se derramaba esa leche de espesa nata (que era nuestra

delicia) habría castigo.

Muy pronto nosotros, el Firpo y el Churchil, nos hicimos sus amigos. Mi hermano y

yo, por la gracia que nos hacía esa cholita que hablaba sólo aimara, caminaba jadeando y

se negaba a correr; los perros, por las sobras de la mesa grande que ella les daba antes de

irse a dormir.

En esas primeras noches en casa, caminando detrás mío después de una tormenta -

enumerando los sapos que yo pisaba - en nuestros paseos a la luz de la luna de junio me

contaba en su enredo de castellano-aimara, que en la inmensidad de esa habitación,

rodeada de viejos cachivaches que su soñolienta fantasía transformaba en sapos

gigantescos; en peligrosos laik'as, que con sus brujerías podían dejarla tullida; en

pichitancas de malagüero, como el que cantó en el techo el día de su nacimiento. Pero

descubría con sorpresa que a esos kukuchis ya no les temía tanto, al fin, eran sus

conocidos. En cambio, los que aparecían en medio de la niebla azulina del cuarto, esos

eran nuevos, extraños, borrosos, y no sabía cómo protegerse de ellos.

Como una de tantas, la noche de la desgracia a la hora de costumbre había concluido la comida.

Toda la familia reunida formaba una curiosa estampa: mesa larga, mantel de cuadros blanco-azules,

cubiertos de alpaca, platos vacíos, tazas sucias y seis pares de ojos pendientes de las manos anchas del

abuelo, quien repetía las mismas historias de misterio para asombrarnos cada noche. Nos estaba

hablando de aparecidos y desaparecidos, de la muerte siempre vestida de mujer, de tapados y sus

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maneras fantasmales de anunciarse. Nadie percibió los pasos cansados de la Merciquita saliendo de

su rincón para llevar comida a los perros.

De pronto, en medio de las risas, nos suspendió en el aire un grito infantil, ahogado,

clamando ayuda. Se intensificó el frío, las llamas de las velas parpadearon, un largo estremecimiento

se extendió por los tres niveles, los cuartos, el jardín, los patios, la huerta, el canchón. Un escalofrío

nos zigzagueó de pies a cabeza. Todos corrimos hacia el grito...

Aún hoy, después de tantos años, la veo, la escucho con toda nitidez... Alcanzó a

gritar una vez más: "mamita!" antes de caer en su propio charco. El abrigo rojo descolorido

que la cubría hasta los talones iba absorbiendo el color de la sangre, sangre que salía a

borbotones de su boca, o de cualquier otro sitio, hasta convertirse en una sola masa,

amorfa, granate, que se coagulaba aceleradamente con la helada de la noche invernal. Poco

a poco, sin apenas darnos cuenta, la masa se estaba encogiendo, la tierra se la tragaba...

Una corriente tenebrosa nos estremeció y la masa desapareció por completo.

Esa escena de muerte en la fría oscuridad del altiplano, ha quedado desde entonces

bajo los párpados y hoy he vuelto sobre mis pisadas de niña para cerciorarme, para

comprobar si fue verdad aquel espanto o solamente es el último vestigio de una pesadilla

infantil. De esa infancia misteriosa, siempre cubierta por un manto encantado: el lago, las

islas, el cielo, la huerta, el canchón, el abuelo, sus historias, la señora grande. Estoy

tratando de reconocer el sitio en que desapareció, en lo que todavía se mantiene en pie de

la casa grande de los abuelos, pero ha sido tan retaceada para el remate que ni ellos la

reconocerían.

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Ya está anocheciendo. El canto irritante de un malagüero pichitanca me sacude de

raíz. Un frío lejano, muy lejano, como el que nos estremeció esa noche vuelve a calarme

los huesos. Lágrimas silenciosas bajan por los surcos de mi avejentado rostro.

(*) Tomado del libro de cuentos “El día que me quieran”, publicado por Arteidea Editores, Lima 1999.

2.2.6. JOVIN VALDEZ

Nació en Carumas en 1949. Radica en Puno desde la década del 80. Aquí ha desposado una dama

puneña, tiene hijos puneños y trabaja en Puno como catedrático de la Facultad de Ciencias Políticas y

Jurídicas de la Universidad Nacional del Altiplano, de la cual es actual decano. En 1990 ingresó a la

Magistratura en la Corte Superior de Justicia de Puno, donde desempeñó los cargos de Juez de Paz

Letrado y Juez Instructor. En nuestra ciudad ha ganado dos premios: uno concedido por la

Municipalidad de Juliaca y el Grupo Elegía y en 1997 ha sido ganador del primer premio de cuento

de los Juegos Florales de la UNA, a nivel de prefesionales. Publicó los siguientes libros: Sólo los

Rastros (poemario), Mansión del habitante (poemario), Visión en la Noche (cuentos) y El anuncio de

los Búhos (cuentos). Presentamos a continuación uno de sus mejores cuentos: Aniquilina.

ANIQUILINA (*)

En el pueblo se hablaba sensacionalmente de Aniquilina. Era para todos una mujer desconocida,

nadie supo de dónde vino, ni qué apellidaba. Vestía un corpiño y polleras, llevaba un sombrero

blanco en forma de campana, y usaba ojotas de las que forman una V en el empeine; sus trajes

estaban en harapos, y sus cabellos le cubrían ambos lados de la cara. Tenía los ojos claros, tristes y

fríos, como si no miraran, y eran sus mejillas como dos hojas de buganvilla tostadas por el sol.

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A veces se paraba silenciosa en las esquinas, y a la hora del aguacero, bajo los balcones de las

casas. Los niños la observábamos de lejos, lo que para ella era indiferente; la mirábamos como a un

ser raro, diferente a las demás mujeres del lugar.

Los pobladores comentaban de Aniquilina: “Esa mujer no es loca, dice que trabaja” y

enfatizaban “se ha lavado la cara y los pies en la acequia que pasa por el centro de la plaza”. De ahí

que la gente por mucho tiempo, recogía el agua, más arriba de la plaza.

Se decía también de ella: “Con las mujeres es seria y con los hombres, coqueta”. “Le gusta

las guaguas y quiere arrebatarlas de las muchachas que las llevan”.

Una mañana se presentó en mi casa y como las puertas estaban abiertas, sin hacer ningún

llamado, penetró hasta la cocina donde se encontraba mi madre. Parca y solícita le dijo:

- Siñora, querer trabajar, ondestao ha terminado faina.

- ¿Y dónde estuviste?

- Estao iscogiendo papa onde Adrián Alvarau.

Mi madre asintió:

- Quédate hija, descarga tu atado y aquí sólo me ayudarás a cocinar.

Su labor era conocida. Traía agua de la acequia que pasaba por la huerta, y pelaba papas casi a

diario, a veces molía granos, y cuando salía del hogar, se perdía en una quebrada ubicada cerca al

pueblo, y después de unas horas regresaba con leña.

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Al caer la noche, a la hora que las gallinas se van a sus gallineros, ella se incorporaba y

calmosamente ingresaba a su recinto. Y al amanecer, era la primera en levantarse, a barrer los

ambientes.

Una vez para observarla, subí a la pared que divide la cocina y el patio, pero, en ese momento

no estaba en el tronco donde se sentaba a cumplir sus labores, vino de la huerta trayendo un balde con

agua, lavó el batán que estaba al pie del muro, y sin advertir mi presencia, se puso a moler guñapo, y

cuando molió un poco tomó un puñado y se lo comió crudo, molía otras porciones y se engullía

manojos de harina, pero, cuando alguien se aproximaba no comía. Terminó su trabajo y después que

se retiró, bajé conmovido a contarle a mi madre, pero ella al escucharme se sonrió como si fuera

mentira. Una señora que escogía arroz en la mesa, le dijo:

- No puede ser, los chiquitos hablan por gusto.

Yo repliqué.- Sí, mamá, ha comido varias veces.

Y volvió a hablar la señora.

- Capaz siempre doña Gerarda, el niño ha venido asustado, y le iba a decir que a esa

mujercita la noto media rara.

Mi madre cerró el tema diciendo:

- No creo, pero voy a vigilarla.

Desde esa ocasión, yo la miraba más, pero disimuladamente.

Transcurridos tres meses de lo que llegó, un día la vi pálida frotándose la frente; y al anochecer,

se dirigió callada y lastimosa a su dormitorio. Yo me preguntaba: ¿Irá a dormir, a hilar? Pero no tenía

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lana, caito, ni rueca, como otras mujeres que venían de las alturas. Finalmente dejé de hacerme esas

preguntas y me fui a dormir dulcemente como lo hacen los pebetes.

En realidad la opa estaba gestando y claramente se notaba la prominencia de su vientre, hecho

que la gente rumoreaba y se preguntaba: “¿Quién se habrá aprovechado de esta loca?”

Aquella noche desperté ante unos sobresaltos de mi madre; escuché que confundida le decía a

mi padre:

- ¿Oyes Armando, de dónde llora esa guagüita? Creo que es del cuarto de Aniquilina; esta

chola de buenas a primeras se ha presentado aquí, y había venido en estado, y sólo Dios

sabe para qué degenerado será el hijo. ¿Vamos a verla?-. Pero como pronto se calló el

llanto, mi madre creyó que era el bebé del vecino y afirmó:

- Es el hijito de don Fidel.

Y todos nuevamente conciliamos el sueño; pero al amanecer sucedió algo inesperado.

Aniquilina se había levantado más temprano que nunca, y en lugar de ir a llenar las tinajas de agua,

fue a la puerta de calle, diciendo:

- Ya mi voy siñora,- y cuando se aprestaba a abrirla, me madre le replicó:

- ¡Espérate! Voy a darte algo para que te lleves.

Pero, ella contestó:

- Voy así nomás siñora, hi soñau mal.

Mi madre recordando el llanto de la media noche y pensando en la extraña actitud de la

mucama salió en un santiamén y la tomó del atadijo que portaba en la espalda, y cuando ella volteó

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para jalar su bulto y escaparse, su boca estaba manchada con sangre, tan semejante a un felino que

acababa de devorar su presa y mira aterrado como si lo acosaran.

Mi padre al oír el forcejeo y el grito espantoso que dio mi madre, salió al instante y con una

mano le desbarató el fardo, con la otra la agarró del brazo, y de un jalón la puso en el centro de la

habitación. Estando el envoltorio en el piso y la monstruosa mujer atrapada, mi madre descubrió el

bulto y allí estaban los restos del recién nacido, parte de sus miembros, y su cabecita todavía intacta.

Mis hermanas y yo quisimos observar el feto, pero mi madre lo envolvió en la manta y ordenó a mis

hermanas:

- ¡Vayan inmediatamente a dar parte a la policía!

Sin mucha demora vinieron dos guardias y apresaron a Aniquilina; el sargento Burgos, un

trujillano de ojos claros y rostro colorado, cuyo trato era muy cordial en la localidad, serio y confuso,

destapó los ensangrentados trapos y al ver al niño triturado, con la carita exánime y los ojos cerrados

para siempre, dijo:

- Lleven a esta loca al calabozo y llamen al juez para que venga hacer el levantamiento del

cadáver.

Terminó de contemplar los restos del engendro y cubriéndolos nuevamente, se quedó

pensando en aquel hecho descomunal. Antes de irse dijo a mi padre:

- Fíjate Armando, cómo esta demente ha tenido gracia para tener hijo y todavía sobre eso,

comérselo; pero ésta ni siquiera va a ir a la cárcel, sino al manicomio.

Mi padre frunció el ceño y agarrándose la cabeza expresó:

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- Pobre angelito, cómo sufriría al momento de morir.

El sargento se fue al Puesto, y al llegar le avisaron que la loca se había desmayado y que se

encontraba en mal estado. Uno de los subalternos se burlaba:

- Seguro le ha hecho mal la guagua.

El superior ordenó al sanitario de la policía que le preste el auxilio necesario. La trasladaron a

una celda más limpia donde le hicieron las atenciones médicas, y allí la dejaron en una tarima antigua,

acostada sobre pellones y tapada con frazadas que dejaron de usar.

Mientras en mi casa, el juez dictó al secretario el acta de levantamiento del cadáver, y se

despidieron de mis padres.

Por la tarde las campanas repicaban como en día de fiesta, porque así era la costumbre, cuando

moría un niño. En la plaza, con gran cantidad de gente se dio una vuelta al pequeño ataúd; el cura le

echó la bendición en la iglesia, y lo condujeron al cementerio para sepultarlo. Alguien donó una losa

con la inscripción “ANIQUILINO, 14 DE OCTUBRE DE 1956”. La colocaron en la cabecera de la

tumba y desde aquella vez, no falta al pie de esa piedra vistosos ramos de flores en la soledad del

camposanto.

En la noche todo volvió a la calma, y en los hogares comentaban lo acontecido. Sólo que en la

habitación donde pernoctaba Aniquilina algo sucedía. Despertó después de dormir unas horas y lo

primero que vio fue el plato en que le trajeron comida, el cual brillaba nítidamente con la luz de unos

rayos que se filtraban por el techo. La noche era clara y frígida en la vastedad del valle. La loca

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comprendía que estaba encerrada en ese cuarto destartalado, cuya puerta se aseguraba con un alambre

delgado y un minúsculo candado; pero además había un centinela que custodiaba el puesto, era una

perra pastor alemán con fama de mordedora.

La loca se levantó sin pensar en su estado, sino en el lugar donde se encontraba; husmeó por

las ranuras hacia fuera y se percató que el entorno discurría en completo silencio, era la hora en que

todos duermen; jaló la puerta y al no ceder ésta, se puso a cavilar buscando la forma de salir. Tomó

un travesaño de la endeble tarima, lo colocó en la fisura del alambre y el marco y agarrando la barra

de la parte superior, tiró con toda su fuerza hacia atrás, y al romperse el alambre, cayó de sentaderas;

al instante, la perra ladrando con ferocidad arremetió a la celda para devorar a la peregrina, pero no

pudo ingresar porque no se abrió la puerta. Aniquilina pensó que con la bulla se despertarían los

guardias y ya no podría escapar, entonces abrió un poquito la hoja de madera, y sacó una mano para

que el animal la muerda, cabalmente el canino clavó sus colmillos por ambos lados del puño; ella

con la otra mano le tomó el hocico y montándose en el lomo trató de abrirle las mandíbulas, pero la

bestiecilla pataleaba y mordía con toda su fiereza; al fin, la loca con sus manos sangrantes logró

abrirle las quijadas hasta zafarle el vértice, luego la arrastró a una esquina del canchón donde estaba la

letrina, y de un empellón la tiró hacia adentro, para que termine de morir.

Con todo lo ocurrido, y para suerte de la antropófaga, nadie había despertado, ni tampoco la

habían visto; sólo los mulos que tenían en el caballerizo, miraron la escena con las orejas alertas;

justamente por allí debía huir violentando el cerco cubierto de cactus, trepó hasta la parte superior

procurando poner las manos donde no haya espinas, de igual manera puso los pies en las piedras que

le servían de pisadores, y aunque clavándose en las piernas, saltó al exterior por el lado de la plaza.

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Ya libre, miró el ámbito despejado que brindaba la luna, dio un suspiro profundo, y se

encaminó hacia los límites del verdusco y elevado “Cajena”, que bajo el resplandor del cielo, lucía

blanco en sus cumbres y obscuro en sus fauces; llegó al final de la calle donde comienza el camino,

allí se sentó a envolverse la mano con una tira de su pollera, se sacó las espinas de las piernas y

tomando de la acequia unos bocados de agua se fue con dirección a las colinas, por donde asoma el

sol.

¿Se iba sin destino? ¿Su afán sólo era esconderse en el monte? A cierta altura abandonó la

senda, y escaló el picacho por sitios inaccesibles, y bajo grandes rocas, en una cueva de animales

salvajes decidió acomodarse para esperar el día que faltaba poco para avizorarse. Ya recostada,

mirando desde esa cima la maravilla del firmamento, se quedó dormida.

Rompiendo la alborada, el guardia de servicio se levantó a hacer la limpieza del patio; pero al ir

al aposento donde estuvo Aniquilina se dio con la sorpresa que la demente había fugado, vio las

manchas de sangre rociadas en el piso, y por las huellas que quedaron de la pelea, descubrió que la

perra había sido arrastrada y metida a la letrina donde la vio estirada sobre el excremento con los ojos

vidriados, fijos en la claraboya, mostrando los caninos con la boca abierta. Se propuso seguir los

rastros de la fugitiva, pero éstos se perdían en el rebaño de los equinos. Advirtió el hecho a los otros

guardias, y éstos de inmediato salieron de sus alcobas a ver lo acontecido, alisaron sus correajes y

siguieron la pista hasta la última esquina donde la orate se curó las heridas. El sargento envió dos

efectivos para que sigan rastreando, pero esto fue inútil porque el camino estaba inundado de lodo. Se

regresaron desconcertados y prosiguiendo la búsqueda, tomaron un prismático y desde la bóveda del

techo de la iglesia revisaron los caminos, roquedales y praderas, y hasta las mismas cuevas donde

había descansado, pero aparentemente todo se tornaba quieto, silencioso y vacío; por lo que

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terminaron pensando que se había marchado a la cordillera y así manifestaron a los pobladores. Yo

en mi juicio de niño, pensaba en sus pasos, en su viaje errabundo; me paraba en el batiente de la

puerta y comprimiendo las pupilas contemplaba los cerros y me la imaginaba yéndose por esos lares

que no alcanza la mirada.

No pasaron aún dos días, cuando nuevamente, se hablaba que la vieron bajar de la altura y

penetrar en las parcelas para comer el maíz. Cabalmente los dueños de las plantaciones, se quejaron a

la policía y al gobernador declarando que la loca seguía haciendo perjuicios y sobre todo que era un

peligro para los niños.

Una tarde los moradores se reunieron en la plaza, y acordaron seguir sus pasos hasta

encontrarla y si es posible matarla. Al medio día, después de la reunión, se dirigieron a las faldas del

“Cajena”, donde siempre la veían. Registraron los daños que había hecho, y cuando venía la noche,

una señora portando en la espalda un tercio de alfalfa, muy asustada se acercó a la comitiva y dijo:

- ¿Ustedes han salido a buscar a la loca? Desde el borde de mi chacra la he visto subiendo

por la quebrada, deben ir por ambos lados.

Efectivamente, fueron por ese sitio hasta darle alcance, y desde las bandas del riachuelo le

arrojaron piedras, y ella al darse cuenta que estaba acorralada, corrió hacia la pendiente; y cuando

ellos creían tenerla cercada, a su paso encontraron tupidos matorrales y grandes peñascos que les

impidió seguir adelante; algunas piedras le cayeron a la loca, pero al parecer, no le hacían mella. La

noche se hizo densa y por precaución no se atrevieron a escalar el “Cajena”, en cambio la loca subió

con facilidad el escarpado montículo, y desde lo alto hacía rodar piedras. Los perseguidores

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retrocedieron cierta distancia y desde allí la miraban moverse en las sombras de la tétrica montaña.

Finalmente, retornaron con la idea de volver armados al siguiente día.

Este plan se cumplió, inclusive con participación de los policías, pero cuando arribaron hasta la

cumbre y atisbaron las distancias del otro lado de los cerros no vieron ni la sombra de la indomable.

Regresaron afirmando que ahora sí se fue del todo, y que ya no había por qué preocuparse.

Realmente Aniquilina se había marchado. Pero, ¿A dónde habrá ido? Muchos creían que en

cualquier momento volvería.

Lo cierto es que tramontó los nevados, y siguiendo las faldas del volcán “Tixani”, se fue

hacia las planicies desoladas del Altiplano. Andaba por los sectores de “Titiri” y “Chilota”. Dormía

en las cabañas ocultas y abandonadas, en el día visitaba las chozas, y cuando advertía que sólo había

mujeres entraba sin permiso y en forma halagüeña pedía comida y después se alejaba dejando un

misterio detrás de sus pasos.

Pronto en las cercanías de “Chilota”, desapareció una niña, y los pastores confundidos trataron

de explicarse este hecho inaudito; pero después de diversas conjeturas, lo asociaron con la existencia

de la extraña vagabunda.

Los padres de la niña suplicaron a los vecinos, reunirse para buscar a esa mujer que

para todos resultaba un enigma.

Las señoras que hablaron con ella decían:

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- No es gente. Es condenado, sólo aparece en mala hora, en el día cuando no hay

nadie y en las noches llora bajo la luna.

La buscaron durante varios días, pero se hizo humo, tampoco había rastros, porque

los borraba la lluvia.

Una tarde en la lejanía sintieron un llanto, el cielo estaba obscuro como una masa de plomo, y

las nubes avanzaban como merinos gigantes, por lo que no precisaban, de dónde venía el gemido.

Uno de ellos dijo:

- Está en la pampa de “Toro bravo”, y viene hacia nosotros, debemos lacearla.

Alistaron los zurriagos para atraparla. Comenzó un viento helado, y la nevada caía como quien

desmenuza bellotas de algodón. De entre las briznas asomó una mujer descalza vestida de polleras y

tapada con una liglla, los miró por una leve abertura de la manta; primero algo consolada, pero al

verlos con los lazos prestos a atacarla, volvió a llorar angustiosamente. Los hombres seguros de que

era la “condenada”, de primera intención la ataron, y a fuetazos la condujeron hasta la casa del padre

que perdió a su hija. Un viejo subió a un altozano, y con voz detonante, arengó a sus congéneres.

- ¡Salgan, vengan a ver al condenado! ¡Vamos a quemarlo! – Los oyentes se

comunicaron y acudieron al llamado.

La nevada había cesado y los campesinos fueron a traer leña, la amontonaron sobre una

apacheta, allí plantaron una cruz, donde colgaron a esa joven desconcertada, que a pesar de sus gritos

y súplicas para que no la maten, los ejecutores no se inmutaron. Prendieron la gavilla, y entre

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agónicos clamores murió quemada aquella niña, que no fue Aniquilina; sino una pastorita retardada,

que por la espesura de la neblina se había extraviado en las estepas del Altiplano.

Este hecho dio lugar a un juicio que inició el patrón de la muchacha, sobre todo por el ganado

desaparecido en la tarde del crimen; acción que interpuso en contra de los homicidas, por lo que las

autoridades judiciales les abrieron instrucción, pero con orden de comparecencia, razón por la cual,

los responsables del ilícito penal andaban libres y se mofaban del agraviado. El proceso duró tres

años, y al final, el juez sentenció declarando la absolución de los autores “por falta de pruebas”.

Mientras Aniquilina continuaba haciendo fechorías, en el día permanecía bajo las

sombras impenetrables del “Puente bello”, maravillosa estructura que formó la naturaleza,

allí desemboca una amplia y arenosa represa donde se erigen unas rocas en forma de

santos, dando la impresión, que antiguos anacoretas cruzando el vado se convirtieron en

piedra. En aquel entonces no había carretera por la superficie del puente, estaba sembrado

de zarzas y yaretas; la concavidad de su interior tenía el aspecto de una pequeña catedral,

el subsuelo escupía agua de colores a altas temperaturas, cuyo vapor salía por unos

tragaluces, y desde el fondo se oía un sonido grave que causaba pavor. Sin embargo,

Aniquilina, en ese lugar sombrío encontró sosiego, pensó que en ese sitio estaría

imperturbable. Sólo que allí no pernoctaba, porque había copos de nieve que refrigeraban

el ambiente.

Pero un día desafortunado para la loca, a la hora del crepúsculo, cuando salía de su

escondite, los pastores que ya habían descubierto su paradero, la rodearon armados con

flagelos, piedras y palos; y ella, con el instinto del que no quiere morir, y la sabiduría del

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que no permite que le hagan daño, resolvió no oponer resistencia. La lacearon y la

amarraron como a un torete salvaje, así la condujeron hasta la loma de caserones

abandonados, y en una cadena con anillo de fierro la aseguraron de la muñeca.

Ella no decía nada, no lloraba ni se quejaba.

El mayor de los campesinos, en su lengua aimara, ordenó:

- ¡Ya, junten leña y hagan una cruz!

Aniquilina que intuía lo que se proponían, miró en forma penetrante al hombre que

dio la orden, y en el mismo dialecto, le dijo:

- Hoy no deben matarme, Dios me ha mandado a rodar así y falta un día para

cumplir mi castigo.

Al escuchar atentos esta declaración, se consultaron mutuamente y decidieron

quemarla antes que amanezca. La cadena que estaba atada la anudaron a un tallo y la

argolla del terminal la unieron con un candado al eslabón respectivo, de tal manera que la

loca no pudiera soltarse. Encendieron una fogata, y alrededor se recostaron vigilando a la

cautiva, aunque después de unas horas, se quedaron dormidos.

Antes que interrumpan los rayos ultravioletas de la madrugada, despertaron solícitos a

ejecutar lo acordado; pero cuando fueron al tronco donde amarraron a Aniquilina, ella no estaba.

Solamente cerca del anillo de la cadena, encontraron su mano aún vertiendo sangre.

No fue tocada por nadie; los hombres se quedaron estupefactos. Cayó la luz del sol y

trataron de buscar la huella de sus pasos, pero de pronto vieron que un águila, con torvo

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zumbido bajó como un rayo y tomó en sus garras la sangrante mano; y cuando ellos

gritaron queriendo detenerla, porque creían que iban a alcanzar a la loca, ya el ave se había

elevado, y se fue por el azul del cielo, remontando los nevados, la claridad del espacio y la

enigmática cordillera. Desde ese día no se volvió a saber más de Aniquilina.

--0--

(*) Tomado del libro de cuentos “El anuncio de los búhos”, publicado por la Editorial 14 de septiembre, Puno 2002.

“Aniquilina, creo que tranquilamente podría lucirse en la más exigente antología del cuento

peruano de la década, en lo que va del 90, porque posee calidad en su argumento, delicadeza y

excelente trato del lenguaje, magnífica construcción del personaje protagónico – que convence por

ser verosímil, causando asco, horror; pero también piedad, ternura - añadiéndose otros méritos como

dominio en un suspenso permanente y calidad y sencillez en la historia global (...) que de modo

natural provoca sólo decir al concluir la historia: ¡ Excelente relato! ¡Cómo he disfrutado al leer esta

historia!” (JARA Jiménez, Crónwell; Prólogo de la Antología ‘Premio Rogelio Ecler’, Juliaca 1995).

“Un buen manejo de recursos le otorga calidad indiscutible, hasta -según algunos- para

figurar entre los buenos cuentos de la década presente (Jara Crónwell; 1995: 18) Aniquilina es un

buen trabajo, y entre sus virtudes tenemos la buena administración del suspenso y el remate final, que

confirma su calidad (OSORIO, Juan Alberto; El Cuento Puneño, en la revista Apumarka, 1999).

“En los siete cuentos que se hallan en este texto, podemos percibir la obsesión permanente por la

muerte, cada página se halla impregnada de dolor, hambre, miseria, derrota del hombre. Uno de los

aciertos del escritor Jovin Valdez Peñaranda es la creación del suspenso y del sentido dramático,

sobre todo en ‘Chalzo Grande’ y ‘Hojas de Otoño’. Su prosa es, a veces, rápida; pero le gana la

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descripción del paisaje, tornándose, entonces, lenta. Pero el tono se hace violento en ‘Aniquilina,

creciendo el suspenso” (FLÓREZ-ÁYBAR, Jorge; en el introito de “El anuncio de los búhos”, Puno

2002).

“El misterio que rodea a este mundo andino en que se fusionan el presente y el pasado, la vida y

la muerte, lo real lo irreal, dan al cuento un nuevo sabor: el andino, mundo que comparte y disfruta

nuestro autor desde la niñez. Saludamos el acierto de Valdez y le auguramos un camino de muchos

éxitos. Su narración abre al mundo una ventana para que vea, desde allí, una vida nueva y diferente

que sólo tenemos la dicha de vivir quienes habitamos en el espinazo de los Andes, lo más cerca

posible de Dios” (CÁCERES MONROY, Juan Luis; en la solapa de “El anuncio de los búhos”,

Puno 2002).

2.2.7. WALDO VERA

Este excelente narrador puneño nacido en Arequipa en 1948 es arquitecto de profesión y

escritor de vocación. Actualmente ejerce la docencia en la Universidad Nacional del

Altiplano. Hará unos diez años que leí por primera vez algunos cuentos de Waldo Vera

Béjar. Me impresionaron sobremanera por su calidad. Sus amigos le sugerimos que los

publicara. Seguramente, su carácter reservado y el respeto profundo que siente por la

escritura seria, se lo impidieron. En el mes de marzo nos entregó un hermoso libro con el

título de “Cuentos de fin de siglo”. Personalmente, no me sorprendió la solidez de la

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estructura de los cuentos, el manejo del lenguaje, el diseño de los personajes y, el tono y la

atmósfera que saturan cada uno de sus relatos.

La mayoría de los trabajos que aparecen en “Cuentos de fin de siglo” fueron

creados en la década del 70. Solamente “Mamani Vice” y “Máscaras y promesas” fueron

escritos en los 80 y, “El trato” en 1998. Por tanto, aunque este libro haya sido editado

recientemente, pertenece a los narradores que publicaron a partir de los 80, donde se

ubican Jorge Flórez-Áybar, Luis Gallegos, Jovin Valdez, Zelideth Chávez, José Luis

Ayala, Omar Aramayo, Feliciano Padilla, entre otros.

En “Cuentos de fin de siglo” se presentan doce cuentos de diferente temática y

distinto tono, pero, donde el denominador común es el lenguaje bien tratado y agradable, y

ese gusto especial, innato, para convertir temas tan sencillos y cotidianos en relatos que

atrapan y gustan desde los primeros párrafos. Vera Béjar, para agradarnos no tiene

necesidad de asumir una actitud libidinosa ni pornográfica tal como, lamentablemente,

asumen algunos narradores peruanos que se inclinan por el facilismo y la liviandad de las

narraciones light y del realismo sucio. Su lenguaje es fino, cuidadoso y diría, incluso,

musical. Pueda que su estilo merezca algunos afinamientos, porque hay palabras que

sobran, explicaciones que no debieran hacerse; pero aun así, está por encima de muchos

escritores que maltratan el castellano y que publican apenas terminan de escribir la primera

versión.

El autor experimenta diferentes puntos de vista del narrador. Utiliza el narrador

omnisciente, a aquél que lo sabe todo, que es omnipotente, que manipula la historia y a los

propios personajes y que cuenta la historia en tercera persona, desde cierta distancia y

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neutralidad. Así se advierte en “Flor de María”, “El saltador”, “El alacrán” y “Amnesia”.

Hace uso, también, del narrador personaje que relata el cuento en primera persona como si

fuera su propia historia; entonces el relato se hace más tierno, intimista, nostálgico. Es

cierto pierde en neutralidad, pero gana en autenticidad. Se trata de sus cuentos mejor

logrados, cuya fuente es la evocación de la adolescencia y juventud, así como los

referentes de la antigua ciudad lacustre y de sus tradiciones inolvidables. Se registra esta

perspectiva del narrador en “Mamani Vice”, “Ángeles con colorete”, etc. “Felipe II” es el

único cuento que está escrito en segunda persona y se trata de un narrador testigo que

establece un diálogo ficticio con un feto antes de su muerte y en el momento mismo en que

su madre lo está abortando por intervención de un cirujano. Se trata de un hermoso

monólogo sobre el derecho a la vida, a la libertad y; sobre la maldad y las diferencias que

dividen a los seres humanos. La adopción de la segunda persona refleja el buen oficio del

narrador, por lo difícil de este recurso.

Vera Béjar sabe diferenciar perfectamente la realidad de la ficción. Sus cuentos

nacen de la realidad, pero, su capacidad fabuladora, permite la conversión de aquélla en

ficción, en objeto literario. La verosimilitud de sus relatos hace de que el lector crea que se

trata de acontecimientos reales y, más aún, que sea su propia historia. Waldo Vera es

arquitecto y no tiene una preparación profesional sobre literatura. Su dominio de la

narrativa le viene de su autoformación, de sus lecturas y de su innato don para narrar.

FELIPE II (*)

Abriste los ojos –Una tarde que seguramente era primaveral. No supiste dónde estabas- Te sentías

seguro, flotando en medio de algo que te cubría completamente, pero no imaginabas qué podía ser.

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Una tenue claridad te envolvía y, de alguna manera, podías escuchar los ruidos exteriores, pero no

alcanzabas a divisar nada que no fuera aquella especie de estrecha prisión en la que comenzabas a

vivir. ¿Prisión? Bueno, sí. Pero, al mismo tiempo, nido, como las aves primigenias o los canguros,

pero, ¿qué son los canguros y qué las aves? Te producía, eso sí, tu sitio, una sensación confortable

como si tu celda, aun privándote de tu libertad, formara parte de tu propio ser o estuviera íntimamente

ligada a tu naturaleza. Al estirar, sin apenas notarlo, algo que tú creías brazos y piernas, comprobaste

que el ámbito a tu disposición no era mayor que el que te tocaría alguna vez, cuando murieses.

¿Muerte?, pero, ¿qué era la muerte? Parecía una tumba, claro, pero era un lugar muy especial. Se

acomodaba perfectamente a cualquier posición que ensayases y te sentías cómodo y seguro, pues sus

paredes eran suaves y mullidas. Héctor podría decir que era el lecho que siempre había soñado.

La voz de Felipe te era familiar, era casi como si esperases que fuese tu padre, o algo así, pero

intuías que él no te apreciaba, por su voz altisonante, prepotente y antipática, pero, eso no lo saben los

genes, y los tuyos eran, si alguna vez lo sabes, impredecibles.

Y un día creíste que pensabas en ti. ¿Quién eras? ¿Eras alguien? ¿O algo? No recordabas nada

y tampoco te preocupaba. Tu mente estaba en blanco y quizás tus recuerdos empezarían ahora. Antes

o después. En todo caso, existía en ti una especie de sabiduría atávica que se remontaba, seguramente,

a muchas generaciones atrás y que te permitía presentir que tu encierro no sería ya muy largo. Tal vez

unas pocas semanas más. Era curioso. Estabas preso, pero no sentías prisa por liberarte. Quizás

intuías que sabrías, llegado el momento, sin que nadie te informara. Como los frutos que caen de la

rama cuando están maduros. Nunca antes. O, como los animales que, a diferencia de los hombres,

saben cuándo ha llegado el momento de hacer el amor. Supiste que antes de obtener la libertad debías

culminar un ciclo inevitable de preparación para salir al mundo que siempre supiste que era hermoso.

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Y, lo es, aunque ignorases que tus congéneres se encontraban agobiados por consideraciones

materiales y que la superación cultural y espiritual no pasaban de ser hechos anecdóticos. Ignorabas,

también, que el amor, origen de la vida había dejado de ser, para ellos, un sentimiento noble para

convertirse en una técnica recreativa. Y que el verdor de los campos y el cristal de las aguas estaban

siendo irremediablemente reemplazados por el gris del cemento, el acero y la odiosa calamina. Y que

el azul del cielo era sólo un recuerdo en algunas ciudades orgullosas de su desarrollo industrial. Y

que, ¡maldición!, ya nada era más importante que el poder económico, la figuración social y el placer

barato. Sobre todo, el poder. Y la esclavitud que trae consigo para quienes lo poseen. Pero, sin duda

seguías teniendo razón: el mundo seguiría siendo hermoso mientras existieran criaturas inocentes,

puras y libres como tú. Y mientras existiera Dios.

Y, cualquier mañana, sentiste una vaga inquietud. Adivinaste la presencia de alguien extraño

que intentaba arrancarte de tu hogar. Resististe, con tus escasas fuerzas, porque aún no era tu tiempo y

tú lo sabías. Pero, tus esfuerzos resultaban cada vez más inútiles como los de cualquier animal

silvestre frente a un valiente cazador dotado de los últimos adelantos de la industria de la muerte. De

cualquier modo, nunca comprendiste lo que estaba ocurriendo. Tu indefensión te hizo conocer algo

parecido al miedo. Al estremecerte, supiste que esta libertad prematura te iba causar un daño

irreparable y quien trataba de sacarte de tu encierro acabaría por conseguir su propósito. E hiciste lo

único que podías hacer: Te abandonaste. Y conociste, por fin, a Dios y lo evocaste en tu inocente

intuición: ¡O, Dios!, ¿Quién, quién eras, y qué te estaban haciendo?.

Y entonces sentiste que hubieras podido ser algo, o alguien, si tu hubieran dado la oportunidad.

Maldijiste la ironía. Salías al hermoso mundo sintiendo que la vida se te escapaba. Y, en tu pequeño

cerebro se hizo la luz, y pudiste apreciar lo que te dejaron del mundo. Estabas destinado a vivir como

un ser con personalidad propia. Dios te había hecho libre, pero molestabas a alguien y tu libertad

estaba en manos de quienes ahora te quitaban la vida. Cerraste tus ojos, esos atisbos de ojos que

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nunca habías terminado de abrir, y te hundiste en la más negra y eterna oscuridad. Había nacido y

muerto alguien que no llegó a vivir.

- No ha sido una experiencia agradable, Felipe. Y no estoy dispuesta a que vuelva a ocurrir-

miró sin interés a la mujer gorda y grasienta que sostenía en brazos a un mocoso de unos dos o tres

años, con la cara llena de mugre y los índices de sus manos regordetas hundidos con entusiasmo en

sus fosas nasales-. Quizás debiéramos haberlo tenido. O tenerlo yo sola. No sé. De todos modos no

estoy dispuesta a sufrir otro aborto en mi vida. Y espero no volver a verte. Si Dios quiere, el próximo

año cambiaré de Universidad. Adiós.

Y, con elástico paso, la gentil y candorosa silueta femenina se alejó de la clínica y desapareció

dentro de un autobús, el que, a su vez, se perdió en medio del tráfago automotor de la ciudad.

-0-

(*) Tomado del libro de cuentos “Cuentos de fin de siglo”, publicado por Pez de Oro Proyectos Editoriales S.A.C., Puno 2002.

2.3. LOS NARRADORES DE FIN DE SIGLO

Se trata de una promoción importante, que hizo su aparición en Puno después del 95, aunque su

ejercicio escriturario debió hacerse a comienzos de aquella década o, quizá antes. Conforman esta

hornada Elard Serruto Dancuart, “Habitaciones”, Lima 1997; Adrián Cáceres Ortega, “Desde un

rincón de tu alma”, Bolivia 1999; Bladimiro Centeno, “Aguardando la noche”, Arequipa 1995;

Rafael Vallenas, cuyo primer libro se encuentra en prensa; Édward Huamán Frisancho, El beso de la

muerte (2000, edición póstuma); Christian Reynoso, “Los testimonios del manto sagrado”, 2001 y

“Látigo del Altiplano”, 2002.

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Pues, es un grupo de jóvenes que incursiona en la narrativa veinte años después de los

narradores que publicaron en los ochentas: Luis Gallegos, Jorge Flórez-Áybar, José Luis Ayala,

Zelideth Chávez, Feliciano Padilla, Jovin Valdez, salvo Omar Aramayo que publicó en 1971.. Los

Narradores de Fin de Siglo no hace alusión a una generación ni a un grupo literario, que generalmente

se forma sobre la base de un propósito estético y de una similaridad de estilos que se sintetizan en un

manifiesto. Son creadores de gusto y estilo diferentes y, no están ligados el uno al otro por ningún

compromiso, ni proyecto literario. Por eso, en mi opinión, se trata sólo de una promoción de

narradores.

Una lectura atenta de los libros publicados por esta promoción nos hace pensar que se trata de

jóvenes estudiosos, que combinan talento con estudio sistémico. No son jóvenes que se lanzan a

escribir textos sin ton ni son, como era costumbre en las décadas del cuarenta o cincuenta. Por el

contrario, están equipados de un presupuesto teórico adecuado, sin el cual, sería muy difícil tener

éxito en un ambiente peruano modernizado tan competitivo. Sus creaciones se expresan a través de

un aparato formal bien estructurado y con uso de recursos técnicos, sin abdicar para nada a la marca

indeleble de su riquísima cultura ancestral. La calidad de sus narraciones hace de que puedan leerse y

competir en Lima, Bogotá o en cualquier parte del mundo. En esta promoción, también debe

mencionarse, aunque todavía no han publicado un libro orgánico, a los narradores José Luis

Velásquez, Gabriel Apaza, Luis Pacho, Luis Balcona, Víctor Villegas, Dárwin Bedoya, Felícitas

Alemán Cruz, Carmen R. Chique Aguilar y Cástor Vera Carbajal .

2.3.1. ELARD SERRUTO DANCUART

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Elard Serruto nació en Puno en 1962. Estudió educación primaria y secundaria en Puno.

Cursó estudios superiores en las Universidades de San Antonio Abad del Cusco y San

Agustín de Arequipa. La Ciudad Blanca le dio la oportunidad de cumplir su ejercicio de

aprendizaje en el difícil arte de la narrativa. Allá perteneció a los Talleres de Narrativa de

la Escuela de Literatura de la Universidad Nacional de San Agustín, donde destacó por su

calidad, su esmero en la configuración de la estructura y por la excelencia del lenguaje.

Es todavía joven; sin embargo, ha dado muestras de manejarse con oficio en el -a

decir de Alfredo Bryce Echenique- "endemoniado género del cuento". No cabe duda que

con Elard Serruto, Adrián Cáceres y Bladimiro Centeno Herrera se garantiza la

continuidad de la narración que, actualmente ha logrado un espacio importante en el

consenso nacional.

Los cuentos de Serruto han sido publicados en diferentes revistas y diarios del Sur

del Perú. Justamente, en 1997, publicó en LLuvia Editores, su primer libro titulado

"Habitaciones", que es una recopilación de textos que habían sido publicados en el

Suplemento Cultural del diario El Correo (Arequipa), entre los años de 1991 a 1995.

“Habitaciones” es un libro que contiene veintidós textos narrativos, clasificados a

su vez, en cinco apartados semánticos: Ventanas 1, Ventanas 2, Cuadros, Pasadizos,

Interiores. Se trata de textos breves bien estructurados, con un lenguaje limpio y

definidamente literarios. Salvo algunos textos, la gran mayoría, estructuralmente,

pertenece al género del cuento; los personajes son tipos bien caracterizados con pinceladas

suaves, que sirven exitosamente a la trama de los relatos. No son grandes héroes ni

personajes extraordinarios, ni constituyen prototipos que condensen las tensiones y las

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características de una etapa determinada. Siguiendo un paradigma postmodernista cumplen

adecuadamente su rol actancial en la historia fabulada. El lenguaje exhibe imágenes bien

logradas, impresionantes y; una melodía cadenciosa, sin cambios bruscos, que discurre

como un río de llano o meseta.

El tercer apartado titulado "Cuadros", que contiene a su vez, cuatro textos,

parecieran estar fuera de contexto porque se trata más bien de artículos de factura literaria

respecto de Gamaliel Churata, Jorge Luis Borges, Ernest Hemingway y Marilyn Monroe.

Igualmente, en otros apartados se pueden registrar crónicas tipo reportajes en medio de

cuentos bien logrados. Entonces, los lectores y la crítica se preguntarán ¿Qué hacen estos

artículos literarios y crónicas en medio de un grupo de cuentos o relatos? La respuesta está

en el mismo título de la obra "Habitaciones". Las habitaciones son parte de una casa o de

un departamento donde moran seres humanos de diferente personalidad que conforman la

familia. La casa tiene como parte de sí ventanas, pasadizos, interiores; esa es su estructura;

pero, puede tener, además, muebles, ornamentos, cuadros, etc. que son elementos

accesorios. Precisamente, el apartado "Cuadros" funciona a guisa de un elemento

complementario o accesorio. Ésta es la explicación de la presencia de estas crónicas

literarias acerca de personalidades tan conocidas por propios y extraños.

Leamos lo que dice un notable narrador, hoy catedrático de literatura en la

Universidad Nacional Mayor de San Marcos:

"La marginalidad, la soledad, el peregrinaje incesante hacia la nada, causados por el

alcohol, la miseria, la imposibilidad de realizar los sueños, son los rasgos que perfilan a los

personajes de estos relatos sin género (la mayoría entre la crónica y el cuento o el

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reportaje) que resultan atrapados en sus vidas como quien está atrapado en una habitación

sin puertas ni ventanas. Sin embargo, la búsqueda del amor, la nostalgia, los recuerdos y el

viejo instinto de sobrevivencia los lleva ante los cuadros, pasadizos y ventanas del mundo

en que son representados. La prosa rica en imágenes sensoriales, la proteica, la melodía

cabalgante, los materiales narrativos y el punto de vista adoptado que empatiza con los

personajes, revelan una nueva sensibilidad en la configuración del universo urbano de las

ciudades andinas sureñas sobre las cuales discurren estos breves relatos, y a quienes se

toma como pretexto al igual que a sus personajes, pues Habitaciones es el legítimo intento

del autor de articular el mundo, su mundo, desde las orillas de la vida, la cual se convierte

en su centro, su palabra, su habitación parlante" RIVERA DÍAZ, Fernando, contratapa del

libro Habitaciones, Lima 1997.

REFUGIO DE ARENA (*)

Llegó con la multitud desarrapada y miserable que arrastraba sus niños y sus perros, una caravana

que tropezaba en la niebla polvorienta al atravesar la oscuridad del arenal, apenas orientados por las

diminutas llamas flameantes de los mecheros, y adentrándose en ese desierto que parecía no terminar

jamás, y donde al encuentro de la primera loma que parecía la espalda de un dinosaurio, plantaron

más por cansancio que por la certidumbre de haber encontrado el lugar propicio, sus palos y sus

esteras, en un desorden afiebrado que mostraría al amanecer, la visión desoladora de un poblado

sacudido por un terremoto enloquecido.

Él había sido uno de los primeros en defender esas tierras de nadie, el que había

indicado con buen acierto el trazado donde estarían la iglesia y el mercado, la comisaría y

el local social, el primero que se atrevió a salir adelante cuando vino una turba de soldados

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con sus carros de guerra, y el primero al que se llevaron para colgarlo como un cordero,

mientras una muchedumbre de desastre invadía las calles de la ciudad con sus pancartas

mal escritas y sus banderas descoloridas reclamando a gritos de hambre la firma que los

haría dueños de esas tierras de paisaje lunar donde sólo se recortaban en el horizonte las

siluetas solitarias de los cactus.

Los breves días de prisión lo habían devuelto al recuerdo cuando reparaba zapatos

irreparables en su pueblo extraviado en la serranía del sur, allí donde pasaba puntualmente

un tren nocturno y nostálgico con sus ventanillas que atrapaban los rostros de pasajeros

taciturnos, ese tren que terminó llevándolo con su mameluco azul y su gorra de brequero

por todos los pueblitos desperdigados a lo largo de esos rieles que llevaban al olvido, para

quedarse con ese grupo de “Carrileros” que nunca estaban en un solo lugar, y que

aparecían en medio del viaje con sus barrotes para reparar la vía, y con su mirada de

nómadas saludando el paso de un tren meditativo y eterno.

No hubiera salido nunca de esa intemperie de lugares movedizos, sino fuera porque

una mañana lo jalara como un tren irremediable los ojos de una mujer, aquel embrujo que

llevaba y traía contrabando de frontera a frontera y que lo arrastró para resolverlo en una

historia de amor, tan a salto de mata como su trabajo, una batalla de celos e infidelidades

que estallarían cuando apareció un marido remoto, trayendo dos niños y una historia donde

ella no dejaba de fugarse para envolverse en otra pasión de contrabando, una historia que

se alargaba y jalaba su cola cuando entraba a los barcitos de mala muerte, y él se zambullía

para buscarla en el fondo de un vaso de alcohol que no se terminaba.

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Salió de la prisión sin poder evitar ese zurcido de recuerdos, sin saber que al volver

a la morada polvorienta lo esperaría una turba de algarabía, la muchedumbre que vitoreaba

su nombre y lo elegía a fuerza de gritos su dirigente principal, una hormiga que a lo largo

de todo el día se sumaba a esas faenas infatigables de hombres, de mujeres y niños que se

rompían el espinazo para limpiar ese terreno de prehistoria con la ciega intención de

quedarse para siempre, hasta que la empresa de trenes le dio una carta de despido donde se

veía la mano invisible que lo quitaba de lado por ser sospechosamente revoltoso.

El poco dinero de todos los años al servicio de ese tren infatigable que lo dejó

como una estación de pueblo perdido, se hizo polvo entre los papeles tramitantes de toda

esa multitud que ya había puesto números en sus puertas, y como si se despertara a un

denso y largo sueño, se descubrió vagando por una ciudad que hervía de vendedores

callejeros, sin trabajo y perdido en esa hormigueante multitud pintoresca, tironeado por la

inercia que lo llevaba a los parques y los puentes, a dormirse al mediodía en su terreno

cercado por piedras a fuerza de voluntad, para huir de esa hora que le daba un zarpazo en

el estómago, y para que en un arranque de tanto mundo que lo aplastaba, se pusiera a

vender billetes de lotería, esos irónicos papelitos numerados con millones de dinero que lo

encerraban en un enorme cero a la izquierda.

Su propia gente lo había dejado de lado, y él se fue difuminando para quedar

olvidado como los periódicos viejos que arrumaba en su cuartucho, como una película

vieja que había concentrado los años y que se desenrollaba en pocos minutos mostrando el

arenal que se llenaba de casas, que habría sus calles de desorden para enterrar las tuberías

de agua y desagüe, mientras los postes de luz se elevaban con sus ojos brillantes, para que

finalmente las calles aparezcan asfaltadas y las casas tengan por fin su rostro estacionario

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para toda la vida, mientras él seguía volviendo después de cada jornada vendiendo la pobre

suerte de convertirse en millonarios, a su casa que continuaba siendo un muro frontal de

piedras pircadas, donde sigue oscilando a la intemperie una puerta de lata, ese suspiro

abatido que conduce a un patio donde crece en libertad silvestre una higuera polvorienta.

La última morada donde el tiempo se arremolina, atrapando en ese patio que se extiende por

la mansedumbre de su arena sin rastros y que tropieza con un cuartucho de piedras volcánicas

sobrepuestas, y rematado por un techo de calaminas regaladas donde resalta, en medio de la basura

que los vecinos arrojan, una llanta decrépita y un pequeño remolino de lata que gira pensativamente,

el refugio final donde se repite una y otra vez la película del recuerdo, donde los días transcurren

idénticos hablando con sus fantasmas, y zurciendo los harapos de los harapos en la penumbra

silenciosa que sólo interrumpen las cucarachas y los ratones.

Sólo los viejos se acuerdan de él con el mismo respeto nostálgico con que se

recuerda a los muertos, pues para los niños no es sino un loco que aparece los días de fiesta

como un insecto prehistórico, con su ollita de vagabundo para llenarlo con el favor de un

desperdicio, y con su gorra remota y deformada de brequero, silencioso e inofensivo,

paseando como un condenado entre los deprimidos toldos atiborrados de juegos, estirando

una sonrisa de huérfano milenario cuando revientan los castillos, en medio del desorden de

las músicas lamentables que se atoran y crujen en los altoparlantes, mientras la gente lo

mira como parte de la feria y comenta en voz baja y en los oídos de los niños, que se ha

vuelto así porque vive de comer moscas y lagartijas.

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Pero nadie sabe que en sus ojos de perro triste, una pequeña luz lo acerca todas las

mañanas al umbral desbaratado de su puerta, allí donde se levanta un día que ya no

importa, y lanza una mirada hasta donde alcanza la niebla de sus ojos, y está feliz porque

los perfiles de las siluetas de casas que se extienden interminables hacia arriba y hacia

abajo, algún día fueron su sueño y su batalla, y aunque nadie se lo agradezca porque muy

pronto traerán un tractor para borrar su morada y abrir una calle, él tal vez vuelva como un

perro sin dueño a los parques y a los puentes, donde se quede dormido en un sueño manso

que se perderá en un laberinto oscuro de infinitas calles de arena.

-0-

(*) Tomado del libro de cuentos “Habitaciones”, publicado por Lluvia Editores, Lima 1997.

2.3.2. ADRIÁN CÁCERES ORTEGA

Adrián Miguel Cáceres Ortega nació en Puno el 30 de abril de 1967, donde hizo toda su educación;

inclusive, su formación profesional, ya que se graduó de profesor en el Instituto Superior Pedagógico

de Puno. Estudió jurisprudencia en el extranjero y actualmente ejerce la abogacía en Caracas. Desde

muy temprano se orientó hacia la narración. Muchos de sus cuentos fueron publicados en conocidos

periódicos de Puno.

A su paso por Bolivia ganó dos distinciones importantes. Fue finalista del Concurso

Nacional de Literatura "Tristán Marof" 1997, con el cuento "Historia de los finales

felices", convocado por Hacheh, una institución de la ciudad de Sucre, capital de la

República de Bolivia. El libro que contiene los cuentos ganadores y los finalistas fue

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editado por Gráfica 2000, Sucre 1998, con el título de "TRISTAN MAROF" 1997: Cuento

Breve".

El relato "La historia de los finales felices" es un cuento de carácter surrealista, con

una estructura bien lograda y un final imprevisto como corresponde a los cuentos-cuentos.

El cuento está fabulado sobre la base de la historia de un lector desaforado que logra

imaginar un mundo aparte -el verdadero mundo dentro del mundo de la realidad- en su

gran biblioteca, donde convive con los personajes de las novelas, discute los puntos de

vista de éstos que pertenecen a distintas épocas y diferentes autores. Un día descubre que a

esta realidad le faltaba una "costilla"; entonces decide escribir su propia historia de amor.

Con este propósito inventa el argumento, perfila a los personajes y escribe el relato en una

prosa elegante; sin embargo, se tropieza con una dificultad: escribir el final.

La toma de decisiones sobre el final de aquella historia de amor lo lleva a revisar

las más importantes obras de su biblioteca y descubre que los grandes amores terminan en

la muerte y; los amores mediocres, en el altar. Al final del cuento, un día lo encontraron

muerto en su biblioteca "viviendo el final feliz de aquella grandiosa historia que no logró

escribir". El cuento tiene un tono definidamente postmodernista, al igual que las

narraciones de Elard Serruto que, como se sabe, se encuentra en boga, en este momento, en

toda Latinoamérica. Se hace la salvedad de que la adhesión de estos narradores jóvenes a

esa corriente no desmerece la calidad de sus textos, aunque sí opaca la caracterización de

los personajes y la atmósfera del ambiente.

A principios de 1999, Cáceres Ortega gana el primer premio del II Concurso

Nacional de Narrativa "Carlos Medinaceli", convocado por el Gobierno Municipal de

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Sucre, capital de la República de Bolivia, con la obra "Desde un rincón de tu alma", libro

narrativo que contiene nueve cuentos: El cangrejo, Caminando, La condenada, La

misteriosa desaparición de Mishell Huertas, La fraternidad, Remordimientos, El confiden-

te, El estudiante enamorado y el piropo. Esta obra ha sido publicada con el mismo título en

los talleres gráficos Túpac Katari, Sucre, 1999, a cargo de la Honorable Alcaldía Municipal

de Sucre, Oficialía Mayor de Desarrollo Humano y Cultura.

"Desde un rincón de tu alma" exhibe "un lenguaje artístico adecuado al propósito

esencial del hecho literario, con ficciones verosímiles y organizadas coherentemente, con

una prosa surrealista y que se deja leer y entender con facilidad" (LOAYZA Valda,

Joaquín; en la presentación de "Desde un rincón de mi alma", Sucre 1999.

A no dudarlo, se trata de un premio internacional muy importante, logrado con

sacrificio y amor a la literatura, por un puneño que está llevando el prestigio del Altiplano

hacia latitudes que traspasan nuestras fronteras. Este hecho es digno de ser reconocido, no

sólo por la crítica local y regional, sino, por nuestras autoridades, ya que se trata de la

buena imagen que Puno tiene en el extranjero, gracias a uno de sus hijos.

Los cuentos que más destacan son "Cangrejo" y "Remordimientos", sin mengua de

la calidad de los demás cuentos que, por algo, han sido merecedores de un premio

nacional. Todos los relatos se estructuran dentro del espíritu de un postmodernismo neto,

convirtiendo las cosas simples de la vida familiar, de la calle, de los claustros

universitarios, de los parques y otros ámbitos cotidianos, en hechos literarios. La

cotidianeidad de los referentes es lo que da vida a la trama y los roles actanciales que

cumplen los personajes en las historias en las que están involucrados. Sin embargo,

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"Cangrejo" está animado por un tono surrealista donde tiene preeminencia el símbolo que

se oculta detrás de un aparente "absurdo temático". Leamos algunos párrafos:

"Tengo los ojos en la espalda, en la espalda tengo los ojos, los ojos en la espalda

tengo, en mi espalda están mis ojos, mi espalda está en mis ojos, en mis ojos está mi espal-

da, tengo espaldas en mis ojos. Las ideas del Cangrejo se hilvanan infinitas mientras

conduce su cuerpo contrahecho, deforme. Su joroba monstruosa va por delante, oculta bajo

la camisa mugrienta y rasgada. Su paso es lento pero firme. La nariz enorme surge por

detrás, colorada y ulcerosa, de entre su asqueroso cabello que le cubre la mitad de la cara.

Sigue caminando de frente, viendo al mundo por la espalda, con sus ojos clavados en los

omóplatos" (CÁCERES Ortega, Adrián Miguel; "Desde un rincón de mi alma", Edit Túpac

Katari, Sucre 1999: 9).

Se trata de la historia de un orate que un día cualquiera apareció en la Plaza 25 de

mayo, al pie del monumento del Mariscal de Ayacucho. Nadie sabía de dónde provenía,

aunque el Comandante de la Policía había informado que una tarde vio que lo bajaron de

un automóvil elegante, por lo que se deducía que podía pertenecer a una de las familias

más ilustres, ricas e importantes del país. El loco habitaba una celda del manicomio de

Sucre; pero aquel día, se encontraba, otra vez, por la Plaza 25 de mayo, repitiendo sin cesar

lo que se anota en la cita anterior.

En el cuento se plantea una contradicción importante: desquiciado/ ecuánime, o la

visión del orate (Cangrejo) con la de la gente que al verlo en la plaza, lo rechaza con asco y

lo menosprecia por sus fachas, la suciedad y lo deforme de su cuerpo. Él, para sus adentros

los ve torcidos, como el mundo mismo que se encuentra volteado, igualmente torcido.

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Como es diferente a cuanta persona se le cruza y lo menosprecia, él se cree superior a

todos, perfecto en su constitución y justo en su visión del mundo. La explicación de este

símbolo nos da a conocer el hecho de que la sociedad contemporánea se ha deshumanizado

y; peor aún, se ha robotizado, compartiendo con sus semejantes sólo programaciones,

desde las actividades más insignificantes hasta las relaciones amatorias; mundo en el que

se ha llegado a la insensibilidad social merced al desarrollo inusitado de la tecnología, que

sólo permite preocuparse de los problemas desde una perspectiva individualista y utilitaria;

mundo en que el hombre audaz (no necesariamente inteligente) avanza aunque para ello

tenga que atropellar a sus semejantes. Y, finalmente, nos preguntamos quién es el feo ¿el

loco o el mundo? Quién está loco, ¿el loco o el mundo? ¿quién está al revés? ¿quién está

torcido? La respuesta la encontramos en las propias frases del personaje, luego de que una

furgoneta blanca lo ha trasladado hasta un hospital psiquiátrico y, particularmente, en las

palabras del narrador que el escritor ha puesto en el cuento para relatar la historia:

"Quizá sean ellos los que debieran estar aquí. El mundo está al revés, dice. Una lágrima rueda por su

cara. Quizá sea cierto: el mundo está realmente al revés y el Cangrejo es el único que lo sabe"

(CÁCERES Ortega, Adrián Miguel, Op. Cit. pág 22).

A continuación le ofrecemos el texto del cuento “El Cangrejo” que nos pareció el más

logrado del libro. Claro está que mi opinión puede discrepar de otra que proceda de un lector que

tenga posibilidad de leer toda la obra desde otra perspectiva.

EL CANGREJO (*)

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-Tengo los ojos en la espalda, en la espalda tengo los ojos, los ojos en la espalda tengo, en mi

espalda están mis ojos, en mis ojos está mi espalda, tengo espaldas en mis ojos...

Las ideas del Cangrejo se hilvanan infinitas mientras conduce su cuerpo contrahecho,

deforme. Su joroba monstruosa va por delante oculta bajo la camisa mugrienta y rasgada. Su paso

es lento pero firme. La nariz enorme surge por detrás, colorada y ulcerosa, de entre su asqueroso

cabello que le cubre la mitad de la cara. Sigue caminando de frente viendo al mundo por la espalda

con sus ojos clavado en los omóplatos.

-Tengo los ojos en la espalda, en la espalda tengo los ojos, los ojos en la espalda tengo, en mi

espalda están mis ojos, mi espalda está en mis ojos, en mis ojos está mi espalda, tengo espaldas en

mis ojos...

Se dirige a la Plaza 25 de Mayo por la calle Ayacucho. A veces, tropieza con alguien que

maldice y se asquea del olor pestilente que emana de cada poro del Cangrejo.

- El mundo entero está torcido, volteado. Tienen los ojos en la cara - piensa. Se detiene -. Ja,

ja, ja, ja, ja. Torcido. Ja, ja, ja, ja...

Sus carcajadas surgen por detrás, mientras los torcidos lo miran con pena. Él siente lástima

de ellos, se compadece y los mira con sus ojos en la espalda.

Alguien bromea:

-Se le ha atascado la caja de velocidades en reversa.

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Las carcajadas suenan un momento, luego cesan de improviso. El Cangrejo no parece haber

oído.

Prosigue su camino. Cruza sus manos por detrás sobre su barriga desnuda.

Piensa en anteojos para sus ojos de la espalda. Quiere enderezar el universo. ¿Realmente será

posible enderezarlo? Medita, se sume en sus cavilaciones.

-Biconvexos, convexos, convergentes, bicóncavos, cóncavos, divergentes, triconvexos

cuadriconvexos, infinitamente convexos, tricóncavos, cuadricóncavos, pentacóncavos,

hexacóncavos, infinitamente cóncavos, bifocales, trifocales, cuadrifocales, pentafocales,

infinitamente focales.

Piensa mejor, él no necesita anteojos para los ojos de su espalda. No quiere distorsionar la

realidad, quiere verla de frente con sus ojos prodigiosos. Para ver distorsionado el mundo sólo le

basta descubrir sus abominables ojos ocultos por su cabello. Los anteojos son para los torcidos,

ellos los necesitan más que él.

- Biconvexos, convexos, convergentes, bicóncavos, cóncavos, divergentes, triconvexos

cuadriconvexos, infinitamente convexos, tricóncavos, cuadricóncavos, pentacóncavos

hexacóncavos, infinitamente cóncavos, bifocales, trifocales, cuadrifocales, pentafocales,

infinitamente focales.

Tal vez sí sean necesarios los anteojos para los ojos de su cara, esos ojos fenomenales,

abominables, que oculta bajo su cabello sucio. Los odia, se avergüenza de ellos, desearía no

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tenerlos. Piensa en la enorme ventaja de ver al mundo tal como es con sus ojos de la espalda y sus

ojos bajo la mata desgreñada de cabello.

- Biconvexos, convexos, convergentes, bicóncavos, cóncavos, divergentes, triconvexos

cuadriconvexos, infmitamente convexos, tricóncavos, cuadricóncavos, pentacóncavos

hexacóncavos, infinitamente cóncavos, bifocales, trifocales, cuadrifocales, pentafocales,

infmitamente focales.

Los torcidos lo miran pasar. Él puede ser como ellos, pero, ellos no pueden ser como él. Se

siente superior. No saben el secreto que trata de ocultar. Al fin llega a la gran plaza. Espera el

momento oportuno para cruzar la calle. Los automóviles se desplazan con rapidez uno tras otro

mientras él espera pacientemente. AI fin el tránsito se detiene. Cruza lentamente hasta llegar a una

esquina de la plaza; luego la cruza oblicuamente. Se detiene. Se sienta en una banca de la plaza que

conoce de memoria. Esconde temeroso los ojos de su espalda en el espaldar del asiento. No quiere

que lo descubran, no quiere decirles que el mundo está al revés. El calor se concentra en su cabeza

hasta derretirle el sebo del cabello que chorrea por toda su cara.

Otra vez esos malditos monstruos quieren devorarlo por millares. Revolotean en su cabeza.

Vienen de todas partes y continúa de nuevo su batalla. Se siente solo ante el enemigo, sabe que son

pequeños pero en enormes cantidades, eso los hace más peligrosos. Ellos también tienen los ojos

en la espalda como él, pero el Cangrejo tiene la ventaja; puede combatirlos al revés, ellos no

pueden hacerlo, sólo tienen ojos en la espalda. Destapa sus ojos de la cara y acomoda el cabello

hediondo a un costado de su cabeza.

Sus ojillos saltan de un lado para otro a los costados de su enorme nariz roja. Le cuesta ver a

las monstruosas criaturas desde esta perspectiva, se da tiempo para acomodarse a su nueva

situación. Distingue claramente el monumento custodiado por dos leones de bronce, parece que en

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sus rostros se ha petrificado un gesto fiero; mientras sus garras dormitan pacíficamente en la punta

de sus dedos. Luego de un prolongado momento, cierra su puño con rapidez, ha atrapado a una, la

aprieta fuertemente dentro de su mano izquierda. El Cangrejo es zurdo. No debe perrnitir que se le

escape. Se ayuda con la mano derecha que es más torpe y, difícilmente logra agarrarla de las patas.

Le arranca con cuidado los transparentes ojos de la espalda luego los suelta y ve como una

corriente de aire los hace desaparecer casi al instante. Sus compañeras impotentes inician una

nueva ofensiva masiva. Zumban amenazantes en sus orejas y se posan en su cabeza. Él la mantiene

prisionera entre sus dedos, ve cómo se mueve desesperadamente, ciega sin sus ojos de la espalda.

El Cangrejo no tiene compasión de ella. La mira con aire superior. Es la primera de la tarde. Quiere

verla sufrir por un momento. Sabe que ahora no puede escapar. Al fin decide aniquilarla y se la

mete en la boca, siente sobre su lengua el pataleo desesperado de la mosca, la aplasta contra el

paladar sin misericordia, ya no se mueve más, la empuja por la garganta. Nuevamente su brazo

chicotea el aire, ha atrapado otra, ahora le arranca los ojos de la espalda con prisa, casi

desesperadamente y la aplasta nuevamente con la lengua contra el paladar. Sabe que es el único

que las combate, no tiene tiempo que perder, son millones de millones.

-Dos, dos, dos, dos - repite el número para no perder la cuenta- diez, diez, diez, diez...

Recién se da cuenta que lo observan algunos de los torcidos. Siente que lo admiran porque

sólo él ha decidido combatirlas. El Cangrejo los mira con los ojos de la cara, le imprime a su

mirada un matiz de humildad sin dejar la firrmeza de su postura de combate. El Cangrejo sabe que

los torcidos se consideran inferiores a él. Recuerda vagamente el día en que llegó. Una

muchedumbre de torcidos lo recibió en la plaza, admirándolo, fascinados ante su extraña presencia.

De eso ya hacía algún tiempo, aunque no recordaba cuándo. Prosigue.

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- Once, once, once, once, doce, doce, doce, doce, trece, trece, trece, trece, catorce, catorce, catorce,

catorce, quince, quince, quince, quince...

La mirada curiosa de la gente le acicatea el ánimo. Siente la importancia de su tarea. Ve en

los ojos de los torcidos su impotencia ante el enemigo que ataca por millares. A ellos no los

molestan, el Cangrejo entiende la razón, ellas saben que sólo él es peligroso. Atrapa otra mosca

entre su puño que aprieta fuerte, se levanta de la banca y se acerca a la gente con la alimaña sujeta

de las patas entre sus dedos. Los torcidos retroceden temerosos. El Cangrejo se compadece de su

cobardía, se detiene mostrando de lejos al insecto indefenso, les demuestra que no son tan

peligrosos como parecen, no hay que temerles, les enseña cómo arrancarles los ojos transparentes

de la espalda volviendo a mostrar al insecto indefenso entre sus dedos, quiere acercarse unos pasos

más, pero ellos igual retroceden. Se vuelve a compadecer de su cobardía. Les demuestra como

aniquilarlas, se mete Ia mosca en la boca y la aplasta con la lengua contra el paladar. Los torcidos

lo miran meneando la cabeza, algunos se alejan, otros simplemente siguen observando.

El Cangrejo se siente satisfecho. Sabe que golpeando su conciencia, seguro de que pronto

seguirán su ejemplo, es imprescindible ganarlos a la causa; el enemigo es inmensamente superior

en número, de ello deriva la importancia estratégica de incorporar a los torcidos en la lucha contra

los monstruos de ojos en la espalda.

Algunos niños que juegan en la plaza dejan sus entretenimientos habituales, se esconden

como pueden tras el Cangrejo y le arrojan piedritas en la nuca, luego corren asustados gritándole:

Cangrejo, loco, opa. A él no le molesta mucho, simplemente los observa correr. Su mirada parece

deleitarse, quizá recordar su infancia. Cuesta imaginar que: El Cangrejo haya tenido infancia

alguna vez.

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EI Cangrejo se siente fatigado, decide retirarse, sabe que la batalla debe proseguir en otro

momento. Tapa los ojos de su cara hasta sólo dejar ver su nariz colorada y ulcerosa. La joroba por

delante y las manos por detrás cruzadas sobre la pelada y rugosa barriga. El Cangrejo camina

firme. Los torcidos lo miran pasar con desprecio, él siente compasión por ellos, él puede ser como

ellos, pero ellos no pueden ser como él.

Una vieja que vende mocochinchi le amenaza con mojarlo con el agua que usa para enjuagar

los vasos. El Cangrejo no hace caso de sus amenazas, simplemente murmura:

- El mundo está al revés, torcido - luego ríe-: Ja, ja, ja, ja...

La vieja se asusta de su risa indiferente. Piadosa se persigna tres veces como quien ha visto al

diablo en mismísima persona.

- Jesús María y José -dice- apiádense de su alma.

Quizá sean los hombres los que realmente debieran apiadarse del Cangrejo ¿o el Cangrejo

apiadarse de los hombres?

El Cangrejo prosigue su camino indiferente viendo pasar el mundo con sus ojos de la

espalda. Un sol abrasador le cocina las espaldas, evaporando su hediondez que se dispersa por el

aire. La gente le cede el paso, algunos tratan de evadir su presencia, otros lo insultan sin

miramientos.

- Loco hediondo - le dicen y escupen a un costado.

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El Cangrejo se compadece de ellos. A veces quisiera sentir asco de los torcidos, pero la

repugnancia es un sentimiento muy humano para él. Él puede ser como ellos pero ellos no pueden

ser como él.

Prosigue su camino con desdén. Siente su esencia removerse en sus tripas, quiere escapar de

su cuerpo, le arruga el ombligo, sabe que no podrá retenerla mucho tiempo más, quiere brotar de la

profundidad de sus entrañas, no quiere soltarla, no desea perderla y despersonalizarse con su flujo

abundante pastoso y amarillento. Lucha ajustando sus esfínteres con esfuerzo sobrehumano, no

puede más, sabe que no podrá contenerla. Desata la pita de su cintura y, suelta el pantalón

mugriento y harapiento que se desliza sin dificultad hasta sus pantorrillas. Se sienta en cuclillas

desesperadamente. La esencia surge de la profundidad de sus tripas depositándose en el suelo.

Vuelve a anudarse la pita en la cintura y observa con tristeza el trozo que es tan suyo, que ha

surgido de su cuerpo mismo, es fruto de él y que no está dispuesto a perder; lo toma entre sus

manos, lo mira profundamente por un momento, se lo mete entre los dientes. Siente que su

personalidad, que su esencia vuelve a introducirse en su cuerpo. Los torcidos lo miran con asco. El

Cangrejo se desentiende de sus miradas, mientras un perro lame los restos de su esencia.

Una muchedumbre de moscas revolotea en torno a su cabeza, las más audaces se posan en

sus labios y sus manos. Siente que las odia, sabe que pretenden despersonalizarlo, que quieren

robarle su esencia. La batalla continúa. Las ataca con más odio pero su furia no le permite

combatirlas con eficacia.

Un hombre de corbata y maletín siente un cosquiIleo molestoso en sus tripas, su estómago

convulsiona pretendiendo escapársele por la boca. Voltea para no ver la asquerosa escena, respira

profundamente, después de algún momento siente sus intestinos en calma, aunque las náuseas

todavía lo molestan. Luego busca un teléfono desesperadamente, al fin lo encuentra en una

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farmacia. Marca el número del Hospital Psiquiátrico. Espera unos segundos. El teléfono timbra tres

veces. Una voz femenina responde:

- Hospital Psiquiátrico, buenas tardes.

- He visto al Cangrejo -denuncia el hombre sin mayor preámbulo.

- Una ambulancia ya está en camino -responde la voz femenina-. Ya hemos recibido la

denuncia.

Una furgoneta blanca dobla la esquina con rapidez haciendo chirriar las gomas en el asfalto.

Se detiene a unos centímetros del Cangrejo que aún lucha infatigable con sus enemigas. ´Él sabe

quiénes son, sabe que lo buscan. Debe huir de ellos, son malvados, Io encerrarán de nuevo, lo

bañarán y lo atarán y él se verá impotente nuevamente viendo revolotear impunemente a sus

enemigas en su cabeza. Corre lo más aprisa que puede. Los de la furgoneta saben que le será difícil

huir, correr de espaldas es difícil, así que no les preocupa mucho. De la parte posterior del vehículo

bajan dos hombres enormes vistiendo mandiles blancos. Corren unos pocos pasos y cogen al

Cangrejo de los brazos, lo levantan en vilo, el Cangrejo patalea, grita con todas las fuerzas de sus

pulmones, mientras un tercer hombre se acerca con una enorme jeringa entre sus dedos. El

Cangrejo no puede diferenciarlos, para él todos son iguales, ellos visten de blanco. No entiende la

razón por la cual lo persiguen con saña, implacable y lo encierran sin misericordia. De pronto

siente la enorme aguja meterse entre las carnes de sus glúteos, el líquido aceitoso se introduce

dolorosamente. Vuelve a gritar con fuerza, el sonido informe y ronco parece brotar de la médula de

sus huesos. Poco a poco un estado de somnolencia le va soltando los músculos. Ya no patalea más,

las piernas no le responden. Rápidamente lo introducen al vehículo y lo tiran como pueden sobre

una camilla, lo atan con correas a ella, mientras el Cangrejo piensa:

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- El mundo entero está torcido, volteado, tienen los ojos en la cara.

Ahora no tiene ganas de reír.

Duerme.

- Nadie sabe de dónde vino -comenta uno de los hombres de mandil blanco.

En efecto, nadie sabía de dónde había venido, lo cierto era que un buen día apareció en la

Plaza 25 de Mayo caminando de espaldas, murmurando:

- Tengo los ojos en la espalda, en la espalda tengo los ojos, los ojos en la espalda tengo, en mi

espalda están mis ojos, mi espalda está en mis ojos, en mis ojos está mi espalda, tengo espaldas en

mis ojos...

Realmente parecía tener los ojos en la espalda. Aunque su andar era lento, cada uno de sus

pasos era firme y seguro.

Esa tarde calurosa todos se congregaron en la Plaza 25 de Mayo. El Alcalde sintió el barullo

de la gente desde su despacho en la Alcaldía ubicada en una esquina de la plaza. Su curiosidad

natural lo hizo salir escoltado por el Concejo Municipal en pleno que en ese momento sesionaba.

Al pie del monumento al Gran Mariscal de Ayacucho encontró al Presidente de la Corte

Suprema de Justicia, al Prefecto, al Arzobispo acompañado de un séquito numeroso de curas, al

Rector de la Universidad y todos los decanos y autoridades de las diferentes Facultades, al

Comandante de la Policía, en fin, a todas las autoridades y parroquianos notables de la ciudad.

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Los comentarios, especulaciones y elucubraciones estuvieron a la orden del día. Hasta los

leones de bronce parecían tener algo que decir. El Comandante de la Policía afirmó, por ejemplo

que: un policía había visto un automóvil muy elegante y desconocido dejarlo a una distancia

prudente de la plaza y luego partir a gran velocidad. El comentario corrió de boca en boca. La

conclusión final fue que: el extraño pertenecía a una de las familias más ilustres, ricas e importantes

del país (algunos apellidos fueron mencionados) que se avergonzaban de su locura, que por eso lo

habían abandonado, para que los del Hospital Psiquiátrico -el único del país- lo recogieran evitando

la vergüenza de internarlo ellos mismos. Alguien por ahí afirmó que un fuerte donativo se había

hecho anónimamente para la mencionada institución.

El Rector de la universidad comentó que en su época de estudiante de la Facultad de

Medicina, uno de sus condiscípulos -muy parecido al extraño y además muy estudioso- había

perdido la razón porque un día fatal sus amigos se dieron cuenta que se masturbaba constantemente

a solas en su habitación de estudiante. Lo espiaron por el agujero de la cerradura riendo entre

dientes. Le abrieron de improviso la puerta de su dormitorio y se burlaron tanto de él, remedando

sus gemidos, riendo a carcajadas hasta hacerle perder la cordura de purita vergüenza. El comentario

no se hizo esperar, circuló en cuestión de segundos. La conclusión general fue que de tanto

corrérsela se le habían cruzado los chicotes.

- Pobre alma -se apiadó el Arzobispo.

Alguien lo escuchó mal y corrió la voz de que el alma del extraño estaba poseída por

espíritus malignos, que su locura era obra de Belcebú y que la Iglesia Católica solicitaría

autorización al Papa para exorcizarlo; o mejor aún pediría que mandaran a un cura con experiencia

en estos menesteres.

-Parece un Cangrejo -se atrevió a bromear el Alcalde.

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Entonces los niños empezaron a gritarle “Cangrejo, Cangrejo” . Así pues, quedó bautizado el

enajenado. Nadie jamás le conoció otro nombre.

Desde entonces la historia del Cangrejo fue oficial, todos creían saber todo de él. Hasta

alguien escribió una nota picaresca en un periódico de circulación local. Pero, en realidad nadie

supo la verdadera tragedia del personaje.

El Cangrejo despierta. Quiere mover los brazos, pero siente la camisa de fuerza anudarle las

manos en la espalda. Ve al mundo con impotencia con sus ojos de la cara, mientras las moscas

revolotean en su cabeza impunemente. Siente ganas de gritar, pero se contiene.

- El mundo está torcido, volteado -dice con tristeza.

Nuevamente no siente ganas de reír. Un nudo le aprisiona la garganta de la que brota un

profundo sollozo lastimero.

Un alarido desgarrador llega hasta sus oídos. Un dolor terebrante le taladra los huesos del

alma, mientras la indiferencia de los vestidos de mandil fluye desganadamente. Los alienados

deambulan sumidos en su abandono, liberando sus gestos díscolos en su cara. Algunos yacen

tirados, inmóviles, dispersos en los rincones con la mirada vacía clavada sobre el piso; mientras sus

babas cuelgan por la comisura de sus labios. El Cangrejo los observa con sus ojos en la espalda.

Vuelve a su memoria el abandono, la miseria del Psiquiátrico. Una sensación opresiva se cobija

dentro de su pecho. Mientras afuera los torcidos se acuerdan de su rutina solamente. Tal vez sea

necesario congregarlos nuevamente a todos en la plaza, como aquél lejano día que apenas recuerda

vagamente. Quizá sean ellos los que debieran estar aquí.

- El mundo está al revés -dice.

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Una lágrima rueda por su cara.

Quizá sea cierto: el mundo tal vez esté realmente al revés y el Cangrejo es el único que lo

sabe.

-0-

(*) Tomado del libro de cuentos “Desde un rincón de tu alma”, II Concurso Nacional de Narrativa Carlos Medinaceli 1998, publicado por la Editorial Túpac Catari, Sucre- Bolivia 1999.

He aquí un comentario sobre otro de sus cuentos:

"Desde un rincón de tu alma" exhibe "un lenguaje artístico adecuado al propósito

esencial del hecho literario, con ficciones verosímiles y organizadas coherentemente, con

una prosa surrealista y que se deja leer y entender con facilidad" (LOAYZA VALDA,

Joaquín y otros; en la presentación de "Desde un rincón de mi alma", Sucre 1999."

2.3.3. BLADIMIRO CENTENO HERRERA

Nació en Yunguyo - Puno en 1970. Es el escritor con mayor preparación teórica entre los narradores

de fin de siglo. Estudió Literatura y Lingüística en la Universidad de Nacional de San Agustín de

Arequipa y desde temprano se ha dedicado tanto a la poesía como a la narrativa. Ha participado en

Talleres de Literatura y publicó una plaqueta de poesía. En 1995 ocupó el segundo puesto de un

Concurso Nacional de Cuento promovido por la Municipalidad de Paucarpata- Arequipa. El Dr. Juan

Alberto Osorio da cuenta de su obra inédita en los siguientes términos:

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“De Centeno conocemos algunos cuentos, en su mayoría inéditos. Diciembre es un

relato de reminiscencias escolares de tono confesional y que narra el despertar de

sentimientos amorosos. La vida marginal de mujeres dedicadas a la prostitución aparece en

Vínculos discretos. La voz de una mujer discurre con frescura evocando una madurez

solitaria en Aguardando la noche y, precisamente, la noche desata los recuerdos, las

insatisfacciones que le dejaron los dos hombres con los que convivió y la abandonaron

sucesivamente. El cuento Vértigo, es la historia trágica de un hombre que sucumbe a un

crimen pasional. Es un relato en primera persona en la voz de un personaje –no

precisamente el protagonista- que resulta ser el autor del crimen, cometido en la soledad y

el frío intenso de una noche altiplánica” (Juan Alberto Osorio; 1999: 29).

El cuento “El vértigo” ha sido publicado en el libro que la Municipalidad de

Paucarpata editó en 1996. Además fue republicado en Apumarka No 02 y la Revista

Humanidades de la Universidad Nacional del Altiplano. Paralelamente a su oficio de

narrador y poeta es un profesional de la interpretación de textos en tanto es Magíster en

Literatura por la misma Universidad Nacional de San Agustín. En este campo ha

demostrado capacidad y calidad en cuanto comentario ha escrito para las revistas

especializadas de Arequipa, Lima o Puno. Sus artículos pueden leerse en las revistas de

literatura “Apumarka”, “Torres de Arena” y en la “Revista de investigación, análisis y

debate” de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNA.

En diciembre del 2003, la Oficina Universitaria de Proyección Social y Extensión

de la UNA publicó su libro “El Imaginario de la Palabra” que contiene 6 artículos de

crítica literaria escritos entre 1999 y el 2003: El discurso del espacio andino, El sentido de

la violencia en “El Tuku Villegas”, Lectura lacaniana de “Una aventura nocturna”, La

metáfora en “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, La parodia donjuanesca en “La Habana” y El

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discurso adjetivo en el aula. Se trata de textos que demuestran el manejo de presupuestos

teóricos modernos para la crítica literaria. Ésta es una faceta como se ha dicho

anteriormente. La otra, constituida por su poesía y narrativa, también es de notable calidad,

por la construcción de los personajes y de los escenarios y, principalmente, por el buen

manejo del conflicto y del suspenso, que junto con los finales sorpresivos son elementos

esenciales del cuento moderno. A continuación transcribimos su trabajo “Aguardando la

noche”.

AGUARDANDO LA NOCHE (*)

La noche ha guardado la tierra ocultando todos los caminos. Mis ojos apenas avistan las

laderas del río, el comienzo de la pampa Toro Viviente y la lomada por donde un jinete

nocturno sube tanteando los atajos que utilizaba el querido de mis noches. Llevará buen

rumbo, porque los caballos tienen buena vista en las oscuridades como está. Lo digo

como jineteadora que he sido de soltera, que subía al botadero del ganado con el primer

canto del gallo y retornaba con el último rebuzno de los burros, sin que perdiera nunca

el recorrido.

Esos tiempos y esas correrías bajo la luna no volvieron conmigo. Después de mi

casamiento con Miguel Herrera, en la ramada más grande que se haya construido

en la estancia, bendecido por el cura traído desde la capital de la provincia, el mundo sólo

me ha ofrecido penas y penas. Y son esas penas las que me tienen sentada aquí fuera, en

este poyo cubierto de pasto húmedo que se entibia con el apoyo de mi cuerpo,

prolongando vanamente la costumbre de aguardar a Rodrigo que ya no anda por este

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mundo, y nomás viene ahora el viento frío del lago a tocarme la cara, las manos, las

piernas y a mover mis enaguas.

Cuando Miguel empezó a rondarme, ya tenía los ojos abiertos al mundo, las

ilusiones confundían los entendimientos y un hormigueo en el cuerpo me hacía mover las

polleras arriba y arriba, y más arriba todavía cuando lo descubría atisbándome de alguna

parte, alumbrándome con un espejo desde un monte y no atendía a las recomendaciones de

mamá que decía: "Ten cuidado mi hijita, amárrate bien las fajas, que los hombres de

estos tiempos están paridos por el viento y llevados por él mismo adonde los taitas no

mandan".

No niego que estuve de lo más contenta con el casamiento, que eché los tragos

pensando en los hijos que vendrían pronto, en la casa recientemente techada para nosotros

solos. Y aunque la primera noche pasáramos agotados por la fiesta, apenas entrecruzados

los pies y las manos, en los días venideros nos entreveramos totalmente desarrebujados,

con más traveseos que en los días anteriores a la bendición (que estábamos habituados sólo

a los arrimos afanosos en las hondonadas) y al poco tiempo ganamos dos hijos que fueron

de vida.

Pero, esos contentamientos terminaron muy pronto. Un día los hombres

volvieron a levantar la cabeza hacia el otro lado de las montañas, hacia donde dicen que

las gentes cambian de piel como las culebras, ganan plata... y abandonaron las casas de la

noche a la mañana. Y Miguel se fue con ellos, prometiéndome que volvería pronto:

"Nada de arados- dijo al partir, tendremos tractor para roturar las tierras. Nada de adobes,

levantaremos con bloquetas las nuevas casas..." y lo creí como una tonta.

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Claro que su ausencia no se sintió al momento. Cada fin de semana iba a sentarme

al paradero de la carretera, recibía los encargos que llegaban con unas comerciantes y

retornaba a la casa abrigando la esperanza de que lo tendría pronto a mi lado. Por eso

visitaba las capillas, subía a los montes sagrados, pidiendo a Dios le guiara en el

camino, a la Pachamama le diera ánimos de volver pronto, y vivía contenta viendo jugar

a mis hijos en los recodos del río.

Pero una mañana llegó un encargo doloroso hasta la casa: Miguel, como si hubiera

sido él quien los habría parido, me pedía que lo enviara a los hijos para que conocieran la

ciudad y le hicieran compañía por un tiempo. Quedé confundida, no había visto en la

estancia a nadie desprenderse de sus hijos. Y ningún padre cargaba a sus hijos a ninguna

parte. Sin embargo, los envié con el dolor de mi corazón...

Luego la situación resultó peor. Las comerciantes dejaron de traerme más

encargos, comenzaron a llegar a otros paraderos y a evitar mis conversaciones. Y

comprendí que Miguel estaba olvidando a la mujer que le había ofrecido unos pechos

apenas abultados, que me estaba condenando a vivir sola en esta parte del mundo,

acompañada únicamente por la bullanga de ese río, sin atinar otro merecimiento que

rondar como una descabezada por las tapias que guardan esta casa.

Pero no iba a resignarme a ese descubrimiento, entendí que una trae el cuerpo

al mundo para darse alivios, que la vida no se ha hecho para esperar nada. Luego medí las

cosas en su tamaño, tomé el camino prohibido a las casadas y me arrebujé con mantas y

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polleras de soltera. De ese modo las visitas a los poblados cercanos, a las ferias

dominicales, a las fiestas patronales, se hicieron frecuentes.

Al principio temía cometer un desbarajuste, provocar habladurías entre la gente,

propiciar mi deshonra. Pero cuando averigüé que Miguel convivía ya con otra mujer, que

mis hijos esperaban una media hermana, perdí el cuidado a las murmuraciones y comencé

a mostrar dientes, piernas y enaguas a colores.

Entonces conocí a varios hombres; conocí a Francisco que vivía solo en la quebrada

y se interesaba más por sus quehaceres y no dejaba de llamarme "doña"; conocí a Pedro

que no pasó más allá de algunos arrumacos porque temía a su mujer e hijos; y a un

ganadero de la frontera que me aguardaba en los caminos con la única intención de

levantarme las polleras y arrimarme en las peñas. Pero con todo, no me detuve, seguí

dando cara a las circunstancias.

Luego cambiaron las cosas a mi favor, aunque no del todo alegre. Al otro lado

del río, murió doña Elvira, la compañera de la escuela, que quitaba el alma a los más

lisonjeros de la estancia. Habíamos tomado marido a igual tiempo, llegado a la misma

estancia y tenido la misma cantidad de hijos. Y fui a velar su cuerpo, con el entendimiento

de que uno se va de este mundo en cualquier momento, sin ninguna previsión.

Allí estaba Rodrigo, enrebozado de negro en torno al cajón recién claveteado, con los

ojos humedecidos por la pena y abrazando a sus pequeños. En ningún momento había

cruzado con él una palabra, por eso lo observaba atentamente, vigilaba sus movimientos,

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atendía a cada una de sus palabras y encontré gran valía en sus maneras que avivó en mí

(un duelo no quita esas ocurrencias) las ganas de caer tarde o temprano en sus brazos.

Entonces abrí nuevas esperanzas, comencé a quererlo de verdad, rogarle en silencio

a la difunta que no me ocasione problemas. En los meses que siguieron, dejé de lado las

fiestas, las ferias y los paseos. Me dediqué con mayor interés a la siembra, al pastoreo y al

cuidado de la casa. Y en todo momento miraba hacia el río, hacia la casa de la difunta y

veía a Rodrigo sentado en su patio, arrumando la cebada o cuidando a sus menores.

Pasaron los meses de luto, Rodrigo estaba ya libre de su poncho negro y con

frecuencia salía al camino. Al inicio no adiviné su destino, por eso comencé a seguirlo y

llegué a saber que andaba de peón en la adobería de la escuela, donde se levantaba otra

aula y empecé a rondar por los alrededores, por las callejas que conducen al sitio, con el

pretexto de leñar ramas.

Comenzaron a sumarse rápidamente los encuentros con el paso de los días.

Abandonaba la escuela antes del anochecer, caminaba lentamente por la calleja y me

saludaba al pasar por el rastrojo "Cómo estamos doña", "Nos vaya bien doña", "Se hace

muy tarde doña" y se iba loma arriba, sin adivinar mis pretensiones. No había que pensar

mucho para saber que así no llegaría a ninguna parte y una tarde decidí aguardarlo dentro

de la calleja, con la intención de encontrarlo de frente y rogarle que viniera a socorrerme

con los trabajos de la casa, cada vez más apremiantes a causa de la ausencia del marido.

Y fue cuando abandonó la adobería, se vino a la casa a recoger las cosas del campo, a

preparar los terrenos para los laboreos del año siguiente. Llegaba después de arrear sus

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animales, cuando el sol despuntaba el alba y se marchaba al sitio señalado, con el burro

encaronado o con la yunta preparada para mover los suelos dormidos por años.

Pero no mostraba conmigo otro interés que el de amparar mi abandono. No miraba

mis contoneos renovados por las pampas. Y pasaba los días pensando en cómo llamar su

atención. A veces le caía con las polleras subidas como al descuido encima de mis rodillas,

soltaba mis arrebujos hasta quedar en enaguas y el desviaba la vista hacia los costados

o hablaba de Miguel como una maldición. Nunca pretendió quedarse hasta tarde. Apenas

se adentraba el sol entre los cerros, arrimaba las herramientas en las tapias y se marchaba

sin un brillo de deseo en los ojos, nomás preocupado en sus hijos. Volvía a llamarlo, pero

siempre era lo mismo: fugarse antes del anochecer.

Y una tarde no resistí más el afligimiento en que me encontraba y lagrimeé largo rato en

el interior del patio. No me percaté que Rodrigo había culminado el trabajo temprano y me

observaba en silencio desde el portón. Cuando advertí su presencia, sin que me pidiera

explicaciones, le avisé que Miguel andaba ya con otra mujer en la ciudad, que mis hijos

despertaban a la vida apartados de su verdadera madre y fue cuando Rodrigo se

compadeció de mi, compartiendo conmigo ese anisado que encontró en su saco.

Así cambiaron las cosas. Ahora me contaba historias para alegrarme, me quitaba los

bultos de encima en las caminatas a las siembras y se quedaba hasta un poco más tarde en

la casa. Y recuerdo ese día que lo llevé a un terreno lejano, un terreno bastante ancho que

costó todo un día de trabajo y retornamos a la estancia muy noche: esto y más los

contratiempos que provoqué le impidió que se marchara antes de la Mala Hora. Y como

estaba decidida a no dejarlo escapar por nada del mundo, le comenté sobre los

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"aparecidos que tiran al río", de los "serenos del demonio" sueltos en las noches y

conseguí que no se marchara.

-Me quedaré en algún rincón de la cocina- dijo.

Luego nos adentramos a la casa, donde empecé a preparar los alimentos. Lo hacía

mientras hablábamos sobre las cosas de la vida que nos hacían reír unas veces y entrar en

maledicencias otras veces. Cuando serví la comida, noté que íbamos ganando mayor

confianza, que su cabeza se inclinaba constantemente hacia mi lado, que entre nosotros

nacía una complicidad que no podía comprenderse sino de una sola manera. Entonces

entendí que había llegado el momento.

Le dije que después de tantas ayudas merecía una gran consideración, que no era

dable que durmiera dondequiera, que debía descansar en la cama del dormitorio que

nadie ocupaba desde que se fue Miguel. Pero respondió que no aceptaba el hecho de

quedarse de noche en una casa donde vivía sola una mujer casada, menos dormir en una

cama de esposos e iniciamos una conversación que concluyó en un juego de forcejeos que

me permitió guiarlo hacia el dormitorio.

De pronto, cuando abría la puerta, como recién encendido el entendimiento, me rodeó

con los brazos, murmurando en los oídos que lo tenía entre apuro y apuro desde hacía buen

tiempo, que había visto mis contoneos mientras caminaba por las pampas, que lo había

dejado varias veces sin aliento con mis desarrebujos y alcancé su consentimiento.

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Me arrumé a su cuerpo con esas calenturas que ya me ganaban, con esa humedad que

no se dejaba esperar más en mi entrepierna y entramos juntos adentro, caímos sobre la

cama de madera y nos revolcamos con las ganas guardadas de tanto tiempo arrancando

tantos crujidos a las maderas. Así pasamos toda la noche, olvidándonos del tiempo, hasta

que la claridad de la madrugada penetró por las hendiduras de la puerta y me sentí feliz,

vuelta a nacer, mujer de Rodrigo, que le pese a Miguel Herrera, mientras, él se incorporaba

presuroso, se vestía como un enamorado sorprendido y se fue sigiloso entre la bullanga de

la aves, no sin antes de tocarme una vez más ese punto que me exige tantos sacrificios.

Así comenzaron estas esperas, aquí fuera, en este poyo, que se prolonga hasta esta

noche. Apenas se asomaba por los avenales, ya sentía el calor de sus brazos, la fuerza de

sus deseos, que me sumían en grandes calenturas, y corría a recibirlo, abrazarlo, mientras

él deseaba en voz alta que Miguel me olvidara para siempre y no me molestaba que dijera

eso, porque ahora más que nunca sabía encontrar la felicidad en otra parte.

Después me avisó que andaría en negocios, que vendió un toro para comprar un bote

con el que haría viajes a Bolivia y se fue a las andanadas. Pero no perdió la constancia, me

traía ofrecimientos en cada retorno, mayormente en ropas para que mudara mis

indumentos en su presencia (las mañas que tenía) contemplara mis ancas todavía bien

redondas con el trabajo de las tierras. Cuando no los aceptaba (no estaban mis manos

quebradas para no procurármelos por mí misma) me obligaba a tomarlos. Y yo me llenaba

de contentamiento día tras día y no se me ocurría que en algún momento el destino me

colmaría de otro infortunio y enmudecería otra vez mi vida.

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Veía el bote perderse en el lago dos veces por semana. Izaba la vela con el atardecer y

retornaba al día siguiente. Pero una noche mis sueños se convirtieron en pesadillas, un

peñasco cayó sobre el rostro de Rodrigo, un hilo de sangre incesante comenzó a manar

de mis labios y me levanté sobresaltada. El sol estaba arriba y Rodrigo no había venido a

visitar como acostumbraba hacerlo después de cada viaje. Corrí hacia la loma para avistar

desde ella la orilla del lago, pero antes de que alcanzara la cima, me crucé en el camino con

unos pescadores que me avisaron que por la mañana descubrieron el cuerpo de Rodrigo,

muerto en el bote...

Perdí todos los atinos, me arranqué los cabellos desesperada y eché maldiciones al

mundo. Luego busqué a sus hijos, los llevé para que dieran un último abrazo a su padre. Y

cuando llegamos al lago, la gente rodeaba el cuerpo sin vida de Rodrigo, que yacía sobre

la arena, un cuerpo que no parecía de Rodrigo (o no quería que se pareciera), que hacía

murmurar a unos, gimotear a otros, y me eché sobre él, sacudiéndole las solapas como

para despertarlo, sin importar lo que dijeran.

Nadie conocía los detalles de su muerte, todos creyeron que fue un ladrón de redes,

pero yo descubrí una hebilla de correa en el tablado y supe quién lo había matado, por qué

lo había hecho. Pero no podía delatarlo, estaban de por medio mis hijos, aquellos

pequeños que salieron de mi cuerpo y querrían volver a verme algún día. Por eso busqué

otras maneras de vengarlo, eché fuego a la casa de los padres de Miguel, llevé sus ropas al

Monte del Diablo y mantuve esta costumbre de aguardar las noches, aunque los hijos de

Rodrigo (que se vinieron a mi casa) exigen que me duerma temprano.

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Ahora han pasado los días, las noches son menos hondas y nuevos entendimientos

aligeran mis penas. No puedo continuar con esta usanza, ofreciendo el cuerpo a tanta

soledad. No sirve que me resigne al abandono, que continúe mucho con el recuerdo de

Rodrigo. En vano mi perro se pasea olfateando los avenales, los corrales por donde lo

encontraba vigilando mis quehaceres, mis polleras levantadas al recoger las bostas y mis

interiores cuando me mudaba las ropas. ¡A levantarse pues! Que Dios guarde a Rodrigo y

yo me ocupo de sus hijos. Me daré una vuelta por las tapias y me adentraré a dormir, antes

que esta llovizna empeore o moje mis enaguas y despierte a los chicos con la humedad. Es

hora de ver la vida de otro modo, hora de pararse como una mujer y conseguir ánimos para

mañana que será otro día.

-- 0 --

(*) Tomado de la Revista Universitaria de Literatura, Arte y Cultura No 01, Editorial Universitaria de la UNA, Puno 2001

2.3.4. ÉDWARD HUAMÁN FRISANCHO

Nació en Puno en 1975. Murió en un accidente automovilístico en el año 2000. Con su

partida Puno perdió un gran valor, en cuanto se perfilaba como un muchacho estudioso y

trabajador serio de la literatura. Desde su vida escolar destacó en actividades culturales, ya

sea declamando a Vallejo, Oquendo de Amat, Omar Aramayo o leyendo sus propias

creaciones. En la Universidad fue ganador de los Juegos Florales con su cuento “El beso

de la muerte”, texto donde de manera premonitoria prevé su temprana desaparición. Ya de

abogado consolida su oficio de narrador y escribe varios libros, entre ellos dos novelas, un

poemario y un libro de cuentos.

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En el año 2002, la empresa Consejero del Lobo Editores, publicó la obra de Édward

con el título de “El beso de la muerte”. Contiene 16 cuentos y un artículo sobre la historia

de Puno. Los cuentos de Édward Huamán Frisancho recrean hechos cotidianos; sus

personajes no son héroes ni antihéroes, sino, personas sencillas comprometidas en una

historia que Édward va narrando sin prisa y, más bien, cuidando de que la tensión no

decaiga en ningún momento y; por el contrario prepare al lector para sorprenderlo con un

final imprevisto. Es cierto que no todos los cuentos del libro “El beso de la muerte” logran

este final sorpresivo de modo contundente, pero, se observa una intención clara de lograr

este efecto. Por su juventud no puede decirse que haya sido un experto en el uso de los

recursos narrativos. Desgraciadamente la muerte lo sorprendió en la mejor etapa de su

aprendizaje. No debe olvidarse que la poesía es la explosión de la adolescencia o la

primera juventud y; la narrativa, el ejercicio de la madurez.

“El autor revela que el hombre es una entidad indivisible, sus manifestaciones

externas revelan su mundo interior. Los sentimientos profundos quedan ligados en nuestros

recuerdos a las circunstancias que nos rodearon, el ambiente, las personas que estaban

cerca de nosotros cuando lo experimentamos inclusive a cosas menudas como la música

que entonces escuchamos, un olor particular que percibimos, algo que comimos, y así

descubrimos la razón por la que vamos tiñendo de simpatía o rechazo, objetos y

circunstancias que nos resultan gratos o desagradables no por sí mismos, sino, por las

asociaciones o memorias que evocan. La sinceridad y la naturalidad son dos signos de

Édward, con el cuidado indispensable que supo estampar, con lo que garantiza su propio

éxito” (ESPEZÚA Boris; en el prólogo de libro, 2002:9).

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Otro aspecto que subrayamos es el hecho de que supo dar buen tratamiento a la

contradicción realidad/ ficción. Su capacidad de fabular permitía convertir lo real en

ficción y relatar sus ficciones para que sus lectores crean que estaban frente a una historia

real. Escuchemos sus propias palabras para explicar esta dicotomía:

“Las historias que forman parte de este libro y que compartiré con ustedes a través

de una sucesión de relatos cuya generatriz son los mágicos desfiles de visiones que existen

hoy en mi cerebro. Todos añorados en horas de ideación y a las músicas interiores del

propio corazón. En esos momentos de evocación no existe para mí el mundo exterior.

Durante esos instantes de absoluta abstracción cuando me confino dentro de mí mismo por

grandes lapsos de tiempo, el mundo muere para mis ojos, enfrento la verdad de mi pasado

para poder realizar la verdad de mi futuro” (HUAMÁN Frisancho, Édward, en la

introducción del libro; 2002: 12).

EL BESO DE LA MUERTE (*)

Mientras el sol caminaba a media marcha devorando al cielo con su andar cadencioso, se

detuvo frente a un quiosco de periódicos. Nunca leía cuando viajaba y hoy debía llegar a la

capital de la provincia para entrevistarse con el dueño de una empresa que contrataría sus

servicios. Llegó al paradero con paso tranquilo, cuasi lento, observando desordenadamente

el diario que había adquirido. Un carro inició en ese instante su marcha, pensó: “Si me

daba prisa y no compraba este diario ya estaría viajando”. Ascendió en el vehículo que

estaba próximo a salir y sentándose al lado del chofer se dijo a sí mismo: “Si ocurre un

accidente sentado aquí, nunca quedaría paralítico. Me moriría instantáneamente sin sufrir”.

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No tenía miedo a la muerte, pensaba que era el complemento de la vida, pero le perturbaba

el pensamiento de verse sufriendo antes de morir, por eso, prefería una muerte rápida que

suprima cualquier forma de agonía.

Mauricio calculó en su reloj la hora que llegaría a su destino. “Sólo unos minutos

más”, pensó aliviado. Cansado por el incómodo asiento y el tedioso viaje cerró los ojos

unos momentos. Al abrirlos nuevamente, sus serenas pupilas se tornaron trágicas, el sol

que le daba en la frente quemando su rostro desapareció ante la presencia de un camión

que venía en dirección contraria. “Nos fuimos a la mierda”, pensó en el último instante,

antes que los vehículos chocaran brutalmente en un contacto seco y mortal.

Luego del accidente el mutismo de la tarde adormeció el lugar. La brisa emanaba

cierto olorcito a gasolina y sangre. Sangre que manaba de los heridos. De los cuerpos sin

vida de los pasajeros. Y que hacían brillar a las lunas de vidrio despedazadas y esparcidas

en la tierra, como diamantes por el contacto con el sol enfermo, que miraba apenado la

trágica escena.

Entre los restos de esos animales de fierro y hojalata Mauricio quiso pedir auxilio,

pero no pudo. Ningún músculo de su cuerpo le obedecía. No podía mover los párpados que

le pesaban como bloques de cemento. Se sentía extenuado, el pecho le dolía

extremadamente y al parecer quería estallarle. Su cerebro fue invadido por una

intranquilidad animal tanto que le costaba respirar el aire frígido del ambiente.

Se dio lástima de sí mismo. Estaba solo y esa soledad tan grave, tan penosa, le

hablaba de su familia con el dolor que sentía su alma al pensar que nunca más vería a su

grácil esposa, la que le apoyaba en todos los actos de la vida y su único hijo, niño alegre y

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vivaz a toda hora. Ambos se habían convertido en la alegría de su vida y por el amor que

les tenía negó su situación pensando que en cualquier momento despertaría empapado en

sudor, asustado por esa pesadilla. Suplicó al cielo, al infierno, pero nada cambió.

Su cuerpo permanecía recostado sobre el duro suelo, medio vivo, medio muerto. “No

he debido comprar el diario, no debí demorarme antes de llegar al paradero. Todo ha sido

por mi culpa”. Se martirizaba hasta el delirio, pero con el transcurso del tiempo se dio

cuenta que nada podía hacer. Era realidad lo que vivía, una realidad dolorosa y cruel, y

aceptó que llenarse de remordimientos no cambiaría su situación, por lo que trató de

serenarse.

Resignado a su nuevo estado pudo escuchar los latidos de su corazón que

desaceleraba, movió alegre los párpados que ya no estaban pesados, y al abrir los ojos

solamente observó las tinieblas de la ceguera. Esos instantes desconsoladores le sirvieron

para agudizar su sensibilidad auditiva. Unos ruidos afuera de su cuerpo le llamaron la

atención. “La policía, estoy salvado”, pensó apresuradamente. No se equivocó, dos

oficiales de la policía buscaban el dinero de los pasajeros, quedándose con todo lo que

tenían mientras los documentos personales eran depositados en una bolsa negra para ubicar

a los familiares con los datos que contenía. Inundado de ira maldijo a los miserables que

aprovechaban del sufrimiento de sus semejantes para beneficiarse con el dolor ajeno. Hasta

esa iracunda protesta mental no había sentido dolores físicos extremos, solamente las

heridas de su cuerpo.

A pesar del martillo que golpeaba sus huesos tratando de abrir un agujero en su

cavidad craneal y esclavo de esa terrible dolencia quiso escapar de la realidad para

localizar y eliminar el dolor con su mente. No pudo, sólo vio una luz albina dentro de su

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cabeza que le habló telepáticamente con voz de trueno diciéndole que se levantara, que

debía seguirlo. Mauricio, al escuchar esa orden le respondió que no iría con él. La voz

atronadora le indicó que volvería, que él comprendería lo que ha ocurrido. La luz

desapareció y nuevamente la magra obscuridad selló su visión y también su conciencia.

Las lágrimas de una mujer lo regresaron a la realidad alejándolo de la inconciencia.

Era su esposa quien lloraba desconsolada sobre su pecho mientras lo animaba para que se

aferre a la vida. Apenas recibió la llamada de la policía había ido al encuentro de su

esposo.

Ya había transcurrido un día desde el accidente, cuando su querida Margot se dio

cuenta que estaba en el hospital sin poder hablar, sin poder moverse, soportando la

incertidumbre del momento, escuchando todo lo que a su alrededor sucedía como un

helado soporta el sol del medio día. Minutos más tarde, el médico que lo atendió de

emergencia le decía a su mujer: “Señora, debe prepararse para lo peor, ya no podemos

hacer nada más por él”. Tras escuchar las palabras del médico que lo desahuciaba, lloró

amargamente como nunca lo había hecho en su vida, sin lágrimas.

“No puede ser, auscúlteme de nuevo doctor, no quiero morir”. Gritó con todas sus

fuerzas pero nadie lo escuchó. Solamente respondió a sus desgarradoras frases la luz albina

que se presentó de nuevo y lo indujo a que lo siguiera. Mauricio volvió a negarse. Su

negativa se inspiraba en la idea de que los ángeles del infierno se valían de esa luz para

conducir a los espíritus sin cuerpo ante la presencia de su amo y señor, el ángel caído. Él

tenía cuerpo, además tenía una familia a quien cuidar y no los abandonaría. La luz albina

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volvió a desaparecer, comprensible a ese pensamiento, llevándose consigo la conciencia de

Mauricio nuevamente.

Despertó extrañado por la nueva condición de su cuerpo. La flaccidez que

ostentaban sus músculos había mutado hasta cambiar a una rigidez extrema y duradera.

Los dedos de sus pies y las palmas de sus manos se entumecieron tanto que se convirtieron

en una masa muscular de hielo. Sentía el olor nauseabundo que salían de sus poros y los

latidos de su corazón que sólo él percibía se fueron extinguiendo lentamente. “Estoy

muerto creo, pero si he muerto, ¿por qué sigo pensando?”. Cavilaba desconcertado,

añorando los juegos con su hijo sobre el blando colchón de su cama matrimonial, donde

soñaba plácidamente con la felicidad.

Ahora también su cuerpo reposaba sobre un colchoncito, el suave colchoncito del

ataúd. Se veía hermoso en su mortaja, más que nunca, con los algodones asomando por su

boca, sus fosas nasales y oídos. Acompañado por una capilla ardiente que lo protegía de

los malos espíritus y a la vez le producía calor, tanto que empapó su camisa blanca de

sudor. Se veía elegante con su traje negro y la corbata guinda de siempre, prendas que se

habían convertido con el tiempo, en sus cómplices cada vez que participaba en un acto

importante de su vida.

Sus familiares y amigos velaban su cuerpo observando por el vidrio del ataúd su

rostro sereno; calmo mientras suplicaban a Dios por su alma. Al mismo tiempo a Mauricio

que no los olvide intercediendo por ellos ante el Supremo. “Si supieran que sigo aquí, ¿se

sentirían defraudados?”. Pensaba irónicamente, aun en su triste condición se complació

observando a sus conocidos, quienes creían que había muerto.

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Cuando la noche se iba y era casi de día, un calor tropical invadió el ambiente donde

reposaba, movió mentalmente la cabeza y el dolor lo volvió a perturbar. Pero más le

inquietaba la presencia de innumerables mosquitos que volaban a su alrededor

construyendo en su cuerpo una nueva morada donde vivir. Se reproducían rápidamente

como los pequeños arácnidos que recorrían su piel, buscando nuevos caminos y albergue

para sus huevos. La idea de ver a más de esos animalitos pasear por su cuerpo lo

atormentaba sin medida. “Prefiero la muerte a esto”, pensó inquieto. Pero la luz no

apareció.

El medio día tranquilizó sus gastados nervios. Acompañado de su cadáver

permaneció en vigilia absorbiendo la podredumbre de olores que manaban de sus vísceras

huecas. La comitiva de entierro, conformaba por parientes y amigos, lo trasladaban con

parsimonia y elegancia, iban en silencio orando por su alma, mientras él a cada paso que

daban sus conductores se estremecía pensando. “¿Por qué recobro mis sentidos? ¿Será que

estoy volviendo a la vida y nadie se da cuenta?”. Trató de patear, rasgar la madera. Gritar

para que alguien lo escuche, pero solamente provocó que se desacomodaran sus dolientes

músculos de la posición que le dieron sus familiares antes de cerrar su vestido de madera.

Cuando la comitiva llegó hasta el nicho donde reposaría el férretro, distintos

personajes ofrecieron discursos en su memoria. Ensalzaron cualidades que no había tenido

y otros negaron sus defectos. Una vez que el silencio se apoderó del campo santo, las

muestras de dolor de sus padres, de su esposa, quien miraba con ojos desorbitados, se

hicieron sentir. Sólo su hijo se mantenía sereno, el pequeñito no entendía por qué su

madrecita lloraba desesperada cuando introdujeron el cajón de madera a la losa de

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cemento, produciendo un sonido vulgar que estremeció el ánimo de todos los presentes.

Sellado el nicho, todos fueron a brindar su muerte deseándole lo mejor en su nueva vida.

Acongojado y solo quedó Mauricio, con ese olor nauseabundo del féretro, con los

mosquitos que volaban a su alrededor, con los arácnidos que martirizaban sus carnes. “Ya

no tiene sentido que permanezca aquí”, se dijo sufriente y rogó a la muerte para que le dé

alcance. Esta vez, la luz albina fue rápidamente a su encuentro y la misma voz habló,

diciéndole que se iban a ir, ya que nada había conseguido permaneciendo junto a su

cuerpo. Solamente había prolongado la agonía de su ser.

Mauricio le indicó que podía llevarlo donde ella deseara, que estaba preparado y se

levantó, dejando a su cuerpo inerte sin vida en esa obscura morada, donde descansaría para

siempre su figura humana. Se acercó a sus seres queridos y con el beso de la muerte se

despidió de ellos. Humildemente se internó en la luz y ascendió con ella por los aires,

ignorando dónde sería conducido por el resplandor que encerraba en cristales de alabastro

todas las imágenes de su existencia.

-0-

(*) Tomado del libro de cuentos “El beso de la muerte” de Édward Huamán Frisancho, publicado por Consejero del Lobo Editores, Juliaca 2002.

2.3.5. CHRISTIAN REYNOSO TORRES

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Este joven narrador nació en Puno en 1978. Hizo estudios primarios y secundarios en centros

educativos de nuestra ciudad y, actualmente, viene ejecutando un proyecto de investigación para

graduarse de Licenciado en Comunicación, en la Universidad Nacional del Altiplano. En el 2001

publicó su primer libro de relatos “Los testimonios del manto sagrado”; en el 2002, la editorial Lago

Sagrado Editores publicó su libro “Látigo del Altiplano” (una biografía fabulada de don Samuel

Frisancho Pineda). Actualmente se encuentra escribiendo su primera novela. Fue ganador del VI

Juegos Florales de la Universidad Nacional del Altiplano, en el género de Cuento.

UNA LARGA ESPERA (*)

Zamudio González dijo ¡no! el día que le apuntaron con un revólver y le ordenaron que se

bajara los pantalones. Lo último que vio antes de nublársele la vista y caer al suelo fueron

unos relucientes instrumentos de tortura.

A los dos días caminaba por el centro de la ciudad. Un terrible dolor en la parte del

sexo lo mortificaba. Y una herida en la entrepierna derecha recién le cicatrizaba. El

problema era que no recordaba nada. No tenía idea de cómo se había hecho todo eso.

Tampoco sabía que el día anterior lo habían recogido inconsciente de un basural. Y que

luego lo atendieron en un centro médico para después llevarlo a su departamento.

Sólo cuando despertó se dio cuenta que sobre su velador había una nota. No la

firmaba nadie, pero le indicaban que estuviera a las once en punto en la Plaza Francia.

Líneas más abajo le decían que no falte. Que era por su seguridad y bienestar.

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Zamudio González nuevamente dijo ¡no!; sin embargo, momentos después

concluyó que acudir a esa cita sería conveniente. Hacía cuatro días que no sabía nada de su

vida. No recordaba dónde había estado, con quién o quiénes o haciendo qué. Tenía la

certeza que aquella cita daría luces a su olvido.

Lo último que se acordaba era viéndose salir del Club Montaña después de haber

tomado dos cafés. Luego, cruzar la avenida, llegar a la Plaza Francia, pasar junto al

monumento y ... allí la imagen se perdía. No lograba recordar más. ¿Qué había pasado? No

sabía. Hasta que despertó y encontró esa nota en su velador.

A esas alturas de su vida, había visto y vivido tanto que no importaba mucho lo que

podía pasarle. Si venía la muerte, en buena hora. Sin familia y sin tener a quién amar, daba

lo mismo. Pero la inevitable curiosidad pudo más. Lo llevó a querer indagar sobre el olvido

de aquellos cuatro días. Saber dónde había estado y qué le había pasado fueron sus

interrogantes.

Releyó la nota al revés y al derecho a ver si encontraba algo más. Recordó sus

conocimientos de criptografía pero nada, no había pista alguna. Esperó entonces, entre

vasos de vodka, la hora convenida para acudir a la cita. Pensó en dejar una nota a alguien

por si algo le ocurría. Pero también pensó que no tenía a quién dejársela. Buscar a los

pocos amigos, ni hablar. ¿Dónde estarían? Y el tiempo pasaba. ¡Bah! se dijo. Al fin y al

cabo, que pase lo que tenga que pasar.

Cuando llegó a la Plaza Francia no había nadie. El reloj de la iglesia marcaba las

once y tres. No supo qué hacer más que encender un cigarrillo y sentarse en una banca a

esperar. Alguien tendría que venir de todas maneras, estaba seguro.

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Ahora, que ha pasado mucho tiempo, los que viven por allí, cuentan que Zamudio

González sigue sentado en una banca echándose la culpa por haberse demorado tres

minutos en acudir a una supuesta cita en ese lugar, porque según dicen, parece no darse

cuenta de que hace años convirtieron la Plaza Francia en el cementerio general de la

ciudad.

- O –

(*) Tomado de la revista de literatura: De mulas, búhos y otros escribientes, Puno 2003.

De su libro “Látigo del Altiplano”, la poeta Gloria Mendoza, dice lo siguiente:

“Desmenucé el libro ‘Látigo del Altiplano’ (Lago Sagrado Editores, 2002) como

quien saborea un trigal dulce. La mazorca empieza con el valioso testimonio de Christian

Reynoso Torres, que con sumo respeto se acerca a Samuel Frisancho en los últimos años

de su vida con el propósito de escribir un libro sobre el experimentado periodista, amigo

del abuelo del joven narrador llamado Óscar Torres Peralta, identificándolo con la curiosa

ocurrencia ‘Este chico es el nieto del coronel Pincho, un gran amigo’. Qué lejos estaría este

coronel de presagiar que el hijo de su hija escribiría más adelante un libro sobre el amigo

de travesuras y tertulias callejeras” (MENDOZA, Gloria, Arequipa, agosto del 2003).

En realidad, Látigo del Altiplano”, en cuanto texto de literatura, es la biografía

fabulada de Samuel Frisancho, aun cuando su fuente sea la realidad. Inclusive las llamadas

autobiografías cuando se sostienen sobre una sustancia estética como “El pez en el agua”

de Mario Vargas Llosa, son biografías fabuladas. Vale decir, ingresan en el mundo de la

ficción. Qué sucede cuando César Vallejo dice en uno de sus poemas: “César Vallejo ha

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196

muerto, le daban duro con un palo y con una soga ... “ ¿Realmente había muerto para

entonces César Vallejo? No. Siempre, cuando se trata de textos literarios hay que hacer una

diferencia entre el autor y el narrador que crea el primero para contar la historia o, una

distinción entre el autor y el yo poético que el primero crea para expresar sentimientos,

ideales, frustraciones, etcétera. Entonces, si “Látigo del Altiplano”, que es la biografía de

Samuel Frisancho, es un texto literario, tenemos que coincidir que allí hay fabulación, que

el escritor ha utilizado la realidad, pero para convertirla en producto literario le ha añadido

el elemento agregado o fabulación. Por eso, es pertinente indicar que el libro que

comentamos es la biografía novelada de Samuel Frisancho.

Respecto del libro de relatos “Testimonios del Manto Sagrado ” de Christian

Reynoso, Goyo Torres Santillana, afirma:

“En conclusión podemos señalar lo siguiente: a) Formalmente el libro resulta simple,

hace uso de un lenguaje claro, quizá influenciado por la oralidad de los relatos y la

inclusión de lexías del quechua. En este sentido, el autor ha cuidado de mantener el tono

coloquial de la oralidad. Por esta razón resultan lineales los textos. b) En cuanto al

contenido, retoma la historia andina, la recrea, aunque no llega a escribirla que hubiera

sido más interesante... “ (TORRES SANTILLANA, Goyo, Arequipa, agosto del 2003).

“Por lo pronto, estamos entre relatos escritos en castellano que tienen como

fundamento otros relatos, esta vez orales. Exagerando un poco diríamos que en estos

relatos se superponen, esta vez con propiedad y sin abstracción alguna, dos narradores:

oral y en función de informante, encargado de la primera forma de existencia del relato, el

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primero. Mientras que el segundo sería el que le da escritura castellana que finalmente es el

propio Christian Reynoso” (OSORIO, Juan Alberto, Arequipa, agosto del 2003).

Christian Reynoso, en este su libro “Testimonios del Manto Sagrado” hace un

ejercicio necesario del arte de narrar. Seguramente los lectores y los comentaristas habrán

de observar algunas limitaciones; sin embargo debe considerarse su juventud. En “Látigo

del Altiplano” ya exhibe las excelencias del desarrollo de su lenguaje que, para el caso, es

ágil, sabroso y hasta socarrón. En sus últimos trabajos que hemos tenido ocasión de leer,

sus relatos muestran una superación inusual. Tienen ya la estructura neta del cuento tal

como se puede observar en “Una larga espera”; texto con el que se le ha antologado en este

trabajo.

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