Brahms

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BRAHMS Escuchar Cuando escucho música no soy yo quien escucha. Yo no escucha, no escuchó ni escuchará nunca la música. La que escucha, se ha dicho, es la obra, no el auditor. Ello quiere decir ante todo que el que oye no es el que escucha, pero sugiere también que la música está afuera de sí misma y es el sí mismo de ese afuera, y en consecuencia que la escucha es el lugar no de una identidad, la identidad, digamos, del auditor con la música, sino de una intimidad, la intimidad con el afuera o del afuera. Cuando escucho, por ejemplo, el Op. 18, el Op. 34, el Op. 90, no me pierdo, no me olvido, no me anulo en la música. La música me deja en mí, me abandona a mí mismo, pero de modo que ese sí mismo es entonces el lugar del abandono. La intemperie se recoge ahí. Ahí tiene lugar la escucha. La música se escucha en mí como lo que yo no puedo escuchar. Ella se escucha no para mí, pero en mí. Por eso a su alegría le corresponde mi dolor. Soy el lugar de esa contradicción: una alegría que duele, un dolor que alegra. Pero esa contradicción no expresa otra cosa que la imposibilidad de escuchar. La imposibilidad escucha. Ningún yo puede reivindicar esa experiencia. Escuchar es una experiencia que no puedo experimentar yo. Por eso, y es la parte de verdad de esa debilidad mundana, llamo a veces a otro a que escuche conmigo, es decir, llamo al otro en ti, como pretendiendo olvidar por un momento que él no vendrá, no volverá a venir, no habrá venido nunca sino como la soledad de la escucha, que es la soledad de la música. Melancólico La melancolía no es la manifestación de una impotencia sólo deseosa de abundancia sino, al contrario, la expresión de una fuerza que en su desmesura no halla objeto, una potencia tal que no encuentra actualización en el mundo. El

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retrato del compositor alemán

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BRAHMS

Escuchar

Cuando escucho música no soy yo quien escucha. Yo no escucha, no escuchó ni escuchará nunca la música. La que escucha, se ha dicho, es la obra, no el auditor. Ello quiere decir ante todo que el que oye no es el que escucha, pero sugiere también que la música está afuera de sí misma y es el sí mismo de ese afuera, y en consecuencia que la escucha es el lugar no de una identidad, la identidad, digamos, del auditor con la música, sino de una intimidad, la intimidad con el afuera o del afuera. Cuando escucho, por ejemplo, el Op. 18, el Op. 34, el Op. 90, no me pierdo, no me olvido, no me anulo en la música. La música me deja en mí, me abandona a mí mismo, pero de modo que ese sí mismo es entonces el lugar del abandono. La intemperie se recoge ahí. Ahí tiene lugar la escucha. La música se escucha en mí como lo que yo no puedo escuchar. Ella se escucha no para mí, pero en mí. Por eso a su alegría le corresponde mi dolor. Soy el lugar de esa contradicción: una alegría que duele, un dolor que alegra. Pero esa contradicción no expresa otra cosa que la imposibilidad de escuchar. La imposibilidad escucha. Ningún yo puede reivindicar esa experiencia. Escuchar es una experiencia que no puedo experimentar yo. Por eso, y es la parte de verdad de esa debilidad mundana, llamo a veces a otro a que escuche conmigo, es decir, llamo al otro en ti, como pretendiendo olvidar por un momento que él no vendrá, no volverá a venir, no habrá venido nunca sino como la soledad de la escucha, que es la soledad de la música.

Melancólico

La melancolía no es la manifestación de una impotencia sólo deseosa de abundancia sino, al contrario, la expresión de una fuerza que en su desmesura no halla objeto, una potencia tal que no encuentra actualización en el mundo. El melancólico ha perdido el mundo, y con el mundo se ha perdido también a sí mismo; pero precisamente por eso necesita o es libre de hacer de sí mismo el lugar de una pasión sin mundo ni yo, una pasión distante, la pasión de la distancia de todas las pasiones (‘el desistimiento de la vida real’). No se trata, claro, de esa disolución de las pasiones que se llama la serenidad, pero es lo contrario de ese apasionamiento por la propia pasión, ese padecimiento gozoso de sí que recibe el nombre de patetismo. La melancolía es nada más que la aseveración de la pasión, de cualquier pasión y todas las pasiones en la distancia de su impasibilidad. No se dirá que el melancólico es precisamente incapaz de hacer propia una pasión, entristecerse con la tristeza, alegrarse con la alegría, sino que él es el lugar en el que las pasiones alcanzan su inapropiable libertad: una tristeza, una alegría, cualesquiera y de nadie. Ahora bien, esa aseveración que dice ‘estoy triste’ sin tristeza, que deja a la tristeza descansar en su ser distante e irreparable, es la aseveración de lo serio. Lo serio constituye la aseveración de la melancolía. Sin esa aseveración la melancolía declina en aquella blanda debilidad que habitualmente se le atribuye. La fuerza de la melancolía está en su aseveración. Tal aseveración se cumple perfectamente en un arte sin mundo. Ese arte es la música. En el alejamiento del mundo, la melancolía encuentra la música. La música es una aseveración melancólica. Es la severa melancolía de la música de Brahms.

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Pudor

El pudor es el respecto con lo que es en cuanto referido a sí mismo. La relación consigo mismo es lo que se llama la intimidad. El pudor es el respecto con la intimidad de lo que es. Con respecto a la intimidad, la de sí mismo, la de los otros, la de todas las cosas, sólo se puede tener pudor. Lo contrario del pudor es la impudicia. La impudicia es la ignorancia del respecto con la intimidad. La impudicia no sabe nada, demuestra no saber nada de la intimidad, pues pretende mostrar aquello que no puede ser mostrado precisamente porque se muestra desde siempre como lo que no tiene nada que mostrar. El único saber de la intimidad es el pudor. El pudor permanece en sí, y de ese modo permite que todo permanezca en sí. En tal sentido se asocia al pudor con la introversión, el recato, la reserva. Pero el pudor se define en primer lugar por la discreción. Discreto se dice de aquello que se separa y permanece separado. La discreción es un retirarse lejos en la proximidad. En cuanto se define por la discreción, el pudor consiste simplemente en hacer de sí mismo el ahí de la lejanía. Un retiro ahí, esto es el pudor. Habitualmente, y no sin razón, se dice que el pudor es un atributo femenino. Pero conviene atender también al carácter fundamentalmente viril del pudor. El pudor repudia cualquier forma de exhibición, de demanda, de promiscua familiaridad. Hacer de una dicha o un dolor, hacer de cualquier íntimo afecto un medio de expresión, de apelación, de comunicación, esto es lo indecente, lo intolerablemente impúdico. Y sin embargo el pudor está exento de toda afectación. El pudor no esconde ni disimula nada, no hay ningún secreto detrás de su discreción. Discreto sin ser secreto, así es el pudor. En sentido estricto, el pudor no es el atributo de un sujeto sino el carácter de cierta exposición. El pudor está en la exposición misma. Exponer no es exhibir. En la exhibición derramo mi dolor llamándote a ahogarte conmigo en el charco de nuestras confundidas lágrimas. En la exposición, en cambio, hay tan sólo un dolor ahí, un dolor cualquiera, de nadie y para nadie, y sin embargo de todos, pero tal que ninguno puede apropiárselo, y de cada uno, pero sólo en cuanto se convierte en cualquiera, y entonces un dolor a la vez íntimo y distante, un dolor que tiene la intimidad de la distancia –el pudor del dolor. Es ese pudor el que define la música de Brahms. Se ha señalado que toda la música de Brahms posee un carácter camarístico. Ello sólo puede entenderse en el sentido de que se trata de una música íntima. Pero íntimo no quiere decir idílico. Lo íntimo nunca es en Brahms idílico porque el que lo dice es el pudor. El severo pudor de Brahms.

Célibe

Se llama célibe al que permanece solo. Célibe es el que desdeña las reuniones y en las reuniones se sienta en el rincón, o el que pasea de mañana, antes de que los otros se levanten, y cuando pasea con otros lo hace corriendo, para que nadie lo alcance. Pero célibe se dice en primer lugar de aquél que está sin mujer. Célibe es el soltero. Ahora bien, soltero es el que permanece solo. Ejemplarmente solo está pues aquél que no tiene a su lado una mujer. Ello demuestra (si es que hace falta demostrarlo) que la mujer no es

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una compañía entre otras. La mujer está antes de cualquier compañía particular, ella es para el hombre la posibilidad misma de la compañía. La mujer es lo posible para el hombre. Pero lo posible no es aquello que el hombre puede a partir de su propia iniciativa sino aquello que alcanzándolo como la pureza del porvenir no sólo le arrebata su poder de ser sino que lo rescata del tener que ser en el que consiste su ser. Lo posible se salva de lo posible perdiéndose en lo posible. La salvación de lo posible está en su pérdida. Pero lo posible sólo puede perderse en lo imposible. Lo imposible es la posibilidad última de lo posible. Lo posible es lo imposible. La mujer es la posibilidad de lo imposible. En ella lo imposible es todavía una posibilidad, la eterna posibilidad de lo posible –es decir, del hombre. De allí su irresistible atractivo. La mujer convierte a lo imposible en la infinita atracción de lo posible y a lo posible en el viaje infinito, el infinito naufragio en lo imposible. Es lo que se llama la dulzura de la mujer. La dulzura es eso en lo que se naufraga –dulzura de una mirada, una sonrisa, un nombre, una voz: el infinito ahí. Sólo se naufraga en el infinito. Por eso el naufragio es a la vez posible e imposible, imposible precisamente en tanto él es su propia posibilidad. La posibilidad de lo imposible: esto es lo que significa la mujer. La mujer es el naufragio convertido en compañía. De esa compañía carece el célibe. Célibe es aquél que no puede naufragar. Ni perdido ni salvado está el célibe ante el infinito. La dulzura llega hasta él desde lejos, y se seca en la arena. El mar retira lo posible, deja lo que es. Aseverar lo que es es la tarea de lo serio. Lo serio es una dulzura seca. Es la seca dulzura de la renuncia a la posibilidad de naufragar. La música del célibe.

Fuerza

Cuando a uno lo abandonan todas las fuerzas queda la fuerza. La fuerza es lo que impide que uno se abandone a la falta de fuerzas. Se dirá que la fuerza resiste, pero a condición de no interpretarlo en un sentido heroico. La fuerza resiste sin lucha ni oposición, resiste todavía después del final y ya desde antes del comienzo, resiste por debajo de todas las batallas y las tormentas del mundo. La idea de resistencia resulta a la vez demasiado negativa y demasiado positiva para caracterizar a la fuerza, pues parece referir la fuerza a alguien que resiste, a algo a resistir. Mejor es decir que la fuerza renuncia. La fuerza renuncia a renunciar. El renunciamiento es la pronunciación de la fuerza. La fuerza es aseveración pura. Como tal, ella no asevera esto o aquello ni se asevera a sí misma, ella asevera la aseveración. La aseveración de la aseveración, lo que se llama la perseverancia, señala la exposición de la fuerza, su que es. La fuerza es la exposición de la aseveración a la aseveración, la aseveración en cuanto se abre a ella misma. La fuerza es la obertura de la aseveración. Ahí tiene lugar el pensamiento. Pensar, se ha dicho, no es tener una idea formada en sí misma, pues no hay pensamiento antes de su formulación sintáctica, ni tampoco adoptar una forma disponible, pues se trataría de la forma de un pensamiento ya pensado, sino al contrario abrir una forma exponiéndose en ella. El pensamiento es una forma posible. Con cada pensamiento el lenguaje se adelanta a sí mismo, se abre a sí mismo. La fuerza es la fuerza de esa obertura. En tanto la obertura no abre sino a su propio abrirse, la fuerza resulta a la vez vacía e ilimitada, estrictamente inconmensurable. Pero en cuanto la obertura abre también a una forma posible, la fuerza es ella misma la obertura de su forma y la forma la medida de su desmesura. Ello puede indicarse aun diciendo que la fuerza resiste en la forma. La fuerza renuncia a la expresión, es decir, a la ilusión de la inmediata comunicación de lo informal y desmesurado, ilusión que, a través de la coartada de la

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sinceridad, no sólo disimula su cándida negligencia de amateur sino que tampoco puede impedirse caer en lo informe. La fuerza resiste a lo informe resistiendo a la expresión, y resiste a la expresión, su charlatanería, su vanidad, su impudicia, en la severidad de la forma. La fuerza no se reserva nada, se asevera con toda su fuerza en la forma, pero precisamente en la forma. La forma evita que la fuerza se derrame en lo informe, se abandone a la debilidad de la expresión; pero la fuerza impide que la forma se estilice, se adelgace hasta la mera elegancia. La forma es la forma de la fuerza y la fuerza es la fuerza de la forma. La fuerza de la forma y la forma de la fuerza definen lo que se llama la seriedad de la música de Brahms. (Todo esto tal vez para explicarnos el dictum de Wittgenstein: ‘La fuerza del pensamiento musical de Brahms’).

Artesano

Si es cierto, como alguien dijo que se puede oír en su música, que Brahms componía no sentado al piano ni con el oído interior sino pensando con la pluma, si la composición es entendida como un trabajo del pensamiento, trabajo del contrapunto y la variación sobre un material que no es en sí mismo musical, pues no hay música en sí y en consecuencia tampoco composición inspirada, en una palabra, si el trabajo de composición no difiere de ningún otro sino apenas por la intolerable docilidad de su materia y la parca complejidad de sus herramientas, entonces hay que repetir que con Brahms el arte vuelve a sus comienzos artesanales. Arte significa artesanía. La artesanía define al arte como un oficio, es decir, no sólo como un quehacer con una técnica particular, lo que ya supone la multiplicidad de las artes y la especialización de los artesanos (no hay artesano amateur), sino ante todo como un quehacer al que se aplican por igual la mano y el cerebro, el oído y los pulmones, lo que supone entonces la indiscernibilidad de las ‘artes sórdidas’ y las ‘artes liberales’, del trabajo llamado ‘corporal’ y el trabajo exclusivamente ‘intelectual’. El arte es trabajo, trabajo a secas y nada más que trabajo. Ello quiere decir también que no es juego. Uno juega cuando no trabaja, porque no trabaja. El juego es la ocupación del ocio, ese quehacer superfluo que repara el hecho de que no hay nada que hacer y constituye el lujo del que no tiene que hacer nada. Es la concepción aristocrática del arte. El arte es un juego soberano: no está subordinado a nada, es un fin en sí, lo que da a entender que es también su propio principio. Por eso parece resplandecer en un instante sin tiempo, porque está absuelto del tiempo y su pena, de la pena sorda y sombría pero también inconcebiblemente libre y alegre del tiempo. Al contrario, la artesanía no preserva al arte del tiempo pero preserva el tiempo en el arte, la pena del tiempo, el trabajo. La artesanía reduce el arte al trabajo. Por eso el trabajo no está en el arte ordenado a otra cosa. El arte no es ni un fin en sí ni un medio con vistas a un fin sino un puro medio, un intermezzo, pero no de recreo sino de trabajo, de mero trabajo. Es la concepción burguesa del arte, la burguesía sin ilusiones de Brahms. Indudablemente, el trabajo artesanal debe ser un trabajo bien hecho. La artesanía dicta al trabajo la exigencia de la perfección. Pero la perfección no es un fin, no es la finalidad ni la finalización del trabajo. Perfecto no quiere decir en este caso cumplido, acabadamente realizado. Perfecto no es aquel hacer que ha llegado hasta el fin sino el hacer en cuanto pasa a través, la perseverancia del hacer en la aseveración o el hacer como aseveración de la perseverancia. Por eso perfecto no es ni lo que descansa en sí porque se basta a sí mismo ni lo que se trasciende en su efecto y se impone por el efecto sino precisamente lo que queda sin efecto ni efectividad, sin otra

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efectuación que el intermezzo. Se llama en todo caso perfecta a aquella obra que llevó la fuerza hasta el extremo de la forma e hizo de la forma la conducción de la fuerza. Perfecta no es la obra en cuanto objeto sino la perseverante aseveración de la obra, lo que se llama su virtud. La virtud sin virtuosismo de la obra de Brahms es la virtud de Brahms en su obra. La artesanía nunca significó otra cosa. Trabajar es trabajar sobre sí, pero el sí mismo está en el trabajo. Esa intimidad es lo que nombra un nombre. Por ejemplo el nombre de Brahms, el artesano.

Otoñal

Quizá no sea superfluo insistir en el carácter otoñal de la música de Brahms. El epíteto es preciso, pero no unívoco. En primer lugar alude al tiempo de la madurez y la plenitud, a la madurez y la plenitud que sólo trae el tiempo. En tal sentido, otoñal es toda época clásica, en cuanto el clasicismo constituye la madurez del romanticismo, es el romanticismo madurado en la paciencia del tiempo. Pero el otoño alude también a la llegada del fin, pues significa el sol que se aleja, las hojas que caen, la vida que se retira. El otoño no es todavía la muerte, pero es ya la vejez. En tal sentido otoñal es ese estilo que se llamó justamente el estilo de vejez, en el que ya no parece contar ni la expresión de los afectos ni la descripción del mundo ni la ilustración de ideas ni la apelación al auditorio y en el que tal vez por eso la dicción descansa cada vez menos en el vocabulario y cada vez más en la sintaxis y de donde seguramente procede el carácter abstracto que lo define (el mismo que según Wittgenstein definía la música de Brahms, a tal punto que era, decía, lo que la hacía inutilizable para cualquier acompañamiento cinematográfico). Un estilo abstracto no es aquél que no representa nada, pero tampoco aquél que se representa a sí mismo, sino aquél que es lo que está diciendo y sólo dice lo que es, y que por eso tiene la pureza intrascendente del otoño –lo contrario de la música del porvenir. De modo que otoñal significa al mismo tiempo plenitud y declinación. No se trata de una plenitud que declina o de una declinación que usa la máscara de la plenitud o aun de la plenitud de la declinación sino, estrictamente, de la plenitud en la declinación. La plenitud está en la aseveración de la declinación, la declinación en la perseverancia en aquella aseveración. Ni la plenitud es exultación ni la declinación abatimiento, pero ambas constituyen una sola severidad –ésa con la que perseveran las hojas en el ocre, ésa que se oye en la música de Brahms.

Serio

Lo serio es una manera, tal vez la única manera, de estar en el mundo. La ley de las cosas de este mundo es la caducidad. La caducidad es el que es de lo que es. En su que es, lo que es es irreparable. La caducidad es el ser irreparable de todas las cosas. Irreparable, la caducidad no admite ninguna queja, ninguna ilusión. Lo que es sólo puede ser aseverado en su que es. Esa aseveración es lo serio. Lo serio es la pasión de lo que es. La pasión de la caducidad en tanto caducidad es la melancolía; pero la pasión de la caducidad en cuanto irreparable, la pasión del que es de la caducidad es lo serio. La pasión no es lo patético. La pasión es la aseveración del padecimiento de lo que es, de lo que es en su padecimiento. Nada dice que sea necesario apasionarse por la pasión. Esa

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redundancia, que consiste en querer llevar los afectos más allá de ellos mismos o referirlos a uno mismo como atributo o propiedad y exhibirlos como tales, es precisamente lo patético. Lo patético esquiva lo que es. Lo serio no tiene otra cosa. En cuanto se atiene a lo que es, lo serio resulta incurablemente prosaico. Se llama prosaico a lo que carece de lirismo. El lirismo es la elusión, más o menos bella, más o menos inteligente, más o menos frívola, más o menos interesante, de lo que es. Pero el lirismo no es la lírica. La lírica es todavía el canto de lo serio. Lo serio canta sin lirismo. La lírica sin el lirismo: tal es la fórmula de lo serio. La música de Brahms.

Apéndice. Dos poemas brahmsianos

BRAHMS: “INTERMEZZI”

¿Intermedios a quési a nada hacen de interludio?

Para apasionamientos tales,el melancólico artesano no presumemirarse como igual a los dioses, no le urge sinodarnos pruebas de que unaobra puede no ser admirablepero debe ser perfecta, su mensaje, belleza, brotandodel sudor, acoso del trabajosobre el material,

y aunque los resultados,acre sabor de la armonía, caprichosas frases que descienden, ascendentes arpegios,frases quebradas,no impliquen nada definitivo,apenas tentativas,

estas mínimas construccionesdonde por momentos retrocedemoshacia una perspectiva clásica,pacífica y tranquilizadora, o reproducen la música de la oquedadque sentimos ante el mar,elaborados giros remedandolos pliegues de las olas remedandolos pliegues de un vestido.

Alberto Girri

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OP. 98

El desistimiento de la vida real, expresado en el primer movimiento, que inician los instrumentos de cuerdacon mucha precisión: para Brahms, a los cincuenta años,lo que contaba era ser desapasionado.Un arco de violín ¿sería el derrumbamiento del mundo visible? Es la verdad práctica:no aspira a decir lo inefable ni expresará conceptos;la incertidumbre, si la hay, no alterará el discurso; no se reclamaninguna participación activa del auditorio. Es una exposiciónno del dolor en sí, sino de una experiencia del dolor. La poesía es ahora impersonal.Así, la gama fría de los azules, los espacios vacíos,aquellas perspectivas que se pierden de vista,la frialdad en el enunciado. Las palabras no son: designan. Ningún poder taumatúrgico.Al muchacho de antes ¿quién lo recuerda? Es una verdadde un orden muy diverso: lejano, pero inmutable,como el rodar de los astros en lo azul del ojo. Cuando el arteno invoca los sentimientos ni las potencias lógicasni el fuego irracional: designa un hecho directo.¿Era, pues, eso? ¿Una emoción parecidaa la palabra última de Rimbaud o de Ducasse?¿Pertenece al mismo orden? ¿La destrucción del arte,la construcción del arte, son el mismo camino?Cuando el arte se anula, cuando se hace transparenciay es lo que está diciendo, y sólo dice lo que es,cuando se ha hecho evidente y a la vez expositivo –la luzque tiene bastante con ser la luz– ¿por qué, una vez más, nos sorprende, nos hiere, nos reclama –vuelve a ser arte? ¿El girose ha cumplido en sentido inverso, y así la músicarestablece el silencio y la pintura el vacío –y la palabrael espacio en blanco?

Pere Gimferrer

Noviembre 2007

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