Boff, Clodovis - El Evangelio Del Poder Servicio

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EL EVANGELIO DEL PODER-SERVICIO Fray Clodovis Bof f O.S.M. SEGUNDA EDICIÓN

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EL EVANGELIO DEL PODER-SERVICIO

Fray Clodovis Bof f O.S.M.

SEGUNDA EDICIÓN

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CLAR No. 55

EL EVANGELIO

DEL

PODER-SERVICIO

Fray Clodovís üoff O.S.M.

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Título Original: OEVANGELHO DO PODER-SERVICO

© Conferencia dos Religiosos de Brasil (CRB) Rúa Alcindo Guanabara, 24- 4o. Andar Tels.: (021) 240 7149 -240 7249-240 7299 20031 Río de Janeiro - RJ -Brasil

© 1988 Segunda Edición en español CLAR, Confederación Latinoamericana de Religiosos, Apartado Aéreo 90710 Bogotá, Colombia

Contenido

Presentación 7

Animación espiritual comunitaria P. Marcos de Lima, S.D.B 15

01 OBSERVACIONES INICIALES 21 a. Importancia de este tema en nuestro

contexto social 21 b. Modo de abordar el asunto de la autoridad

religiosa 24 c. Un poco de la historia de estas reflexiones. . 26

02 LOQUE ES EL PODER: APROXIMACIÓN ABSTRACTA 29 (Filosofía Social) 29 a. Poder como participación 29 b. Discurso neo-testamentario: la primacía

de la responsabilidad comunitaria 32 c. Poder como instancia de dirección 37

03 ELPODER FETICHIZADO: APROXIMACIÓN CONCRETA 43

(Histórico - sociológica). 43 a. Alienación del poder en la historia 43

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b . El demonio del poder: su lógica expansionista 45

04 LA METANOIA DEL PODER EN SERVICIO: APROXIMACIÓN EVANGÉLICO -TEOLÓGICA 51 a. Jesús y su evangelio del poder-servicio 51 b. Contenido concreto del poder servicio 52 c. Aplicación para hoy. El caso del

paternalismo 65 d. Orden jurídico adecuado al poder-servicio 68 e. Conclusión 71

05 RESPUESTA A ALGUNAS PREGUNTAS 73

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Presentación

El tema de la autoridad en la vida religiosa nos pone en relación con muchos problemas de la comunidad, pero tam­bién con muchas exigencias evangélicas. El poder partici­par en el esclarecimiento de la voluntad de Dios para una co­munidad de hermanos, y actuar con autoridad en ese dis­cernimiento, es un don difícil y delicado.

Particularmente en la vida religiosa, en la que nos senti­mos llamados al seguimiento de Jesús, debería encontrar eco aquella advertencia del Señor de que nuestra autoridad se distancie claramente de formas mundanas de ejercicio de poder. Quien es el Señor, se hizo Siervo por nosotros. La autoridad evangélica, llamada a participar de la autoridad del propio Cristo para la construcción del Reino de Dios en la historia de los hombres, se manifiesta ante todo como "ser­vicio ".

Quien ha recibido la misión de la autoridad en la comuni­dad religiosa debe encontrar en el ejemplo de Jesús, el perma­nente tránsito del "señor" al "siervo"; sólo así se alejará de la gran tentación, inherente a todo poder de pasar del "her­mano" al "señor".

La Conferencia de Religiosos del Brasil estudió en su XIII Asamblea General Ordinaria el tema de la autoridad en la vida religiosa. Clodovis Boff tuvo a su cargo la presentación del tema pera la discusión de los asistentes. El texto que aquí

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ofrecemos es la reproducción de su charla, convenientemente corregida por el propio autor y publicada por la CRB en 1984.

Que el Espíritu del Señor nos llene con su sabiduría evan­gélica para que la vida religiosa sea signo de un ejercicio del poder y de la autoridad, que sea señal prof ética en un mundo de tanta ambición de poder y corrupción en su ejercicio.

Hermengarda Alves Martins, CSCJ Secretaria General de la CLAR

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La XIII Asamblea General Ordinaria de la CRB, reali­zada el julio de 1983, propuso que el tema "Autoridad y Gobierno en la Vida Religiosa Hoy", desarrollado durante la misma asamblea, fuese profundizado a lo largo del trie­nio. Confió a la CRB la difícil tarea de "favorecer una nueva visión de autoridad y obediencia en la línea de la correspon­sabilidad, del discernimiento y del servicio, con miras a la misión".

Con esta finalidad, la CRB está publicando en este vo­lumen la conferencia de Fray Clodovis Boff, dictada en la XIII Asamblea y cuidadosamente revisada y completada.

Hablar sobre "Autoridad en la Vida Religiosa" podría parecer, a primera vista, desviarla atención de los problemas serios y urgentes que preocupan hoy a la sociedad y a la pro­pia Vida Religiosa, hacia una cuestión interna y de poco in­terés. Por eso, ya desde el comienzo, el autor se preocupa por mostrar la importancia del tema en nuestro contexto social. El asunto "no está alienado de nuestro actual momento histórico, tiene con él relaciones múltiples y muy íntimas". La Vida Religiosa forma parte de una sociedad que debe ser liberada y es, a la vez, un instrumento de liberación. También puede ser considerada como escuela de la nueva sociedad, pretende ser un modelo reducido, una muestra o ejemplar de lo que debe ser la misma.

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La importancia del tema, emerge todavía más claramen­te si consideramos el actual momento de la Iglesia y de la Vida Religiosa, marcado por dos tendencias opuestas, igual­mente destructoras de la comunidad: el autoritarismo, como regreso al pasado en busca de soluciones rápidas y seguras; y la anomía, como fuga ante los desafíos del presente.

Por eso mismo, era importante que el tema fuese tratado con toda seriedad y competencia, a partir del polo de la auto­ridad y no de su correlativo, la obediencia, como ha sucedido normalmente hasta hoy.

Fray Clodovis asumió esta tarea y la llevó a término con indiscutible éxito, por más que no considere aún terminado el presente estudio y en su modestia afirme la necesidad de "unas dos o tres reelaboraciones más" (además de las siete por las que y a pasó!), "para que responda a la luz que necesita­mos sobre el asunto".

El autor aprovecha la contribución de las ciencias huma­nas que muestran el sustrato común a todo poder, sea religio­so o político. En la Vida Religiosa estábamos habituados a espiritualizar la autoridad, ignorando la lógica expansionista del poder, destinado al servicio, pero inclinado siempre a la dominación. Tal vez, percibiendo la fragilidad de nuestras convicciones, que no lograrían resistir al análisis de las ciencias humanas, creamos un tabú en torno del asunto: so­bre la autoridad no se habla; es más seguro insistir sobre la obediencia. Era necesario romper ese tabú y reconocer, antes que nada, que el poder, sea político o religioso, es siempre poder. Solamente así es posible percibir en todo su rigor y diferencia el mensaje evangélico.

La presente reflexión tiene también en cuenta la contri­bución positiva de los autores clásicos, pero va más allá en la medida en que da cuenta de la nueva problemática históri­ca del poder, donde las "bases", o la Comunidad, desempe­ñan el papel de mayor importancia. Así, por ejemplo, en las Comunidades ~Eclesiahs de Base y en las Pequeñas Comuni­dades de Religicsos insertos en los medios populares. Esa vi­sión no está presente en el horizonte de los clásicos. Allí el papel de la Comunidad, en términos de participación, es secundario o desaparece.

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La primacía de la responsabilidad comunitaria es justa­mente la gran propuesta del estudio de Fray Clodovis. Se siente que toda la reflexión goza de la "autoridad" de quien habla a partir de la experiencia concreta. Hace años el autor trabaja en las CEBs de Acre, y acompaña un sin número de pequeñas comunidades insertas en los medios populares, donde el ejercicio de la autoridad ha sufrido y continúa su­friendo los cambios más significativos.

La Comunidad, dice Fray Clodovis, es el gran horizonte de comprensión y el contexto natural de la autoridad. Es la realidad primaria y principal. El poder debe ser entendido a partir de la Comunidad y no al revés. El gobierno detenta un poder derivado de la Comunidad y que ella le confía.

Estábamos habituados a ver, en primer lugar, el origen divino de toda autoridad. ¿Cómo podemos, ahora, afirmar que el gobierno detenta un poder derivado de la Comunidad'? El autor responde a esta objeción mostrando que, aunque la fuente última de la autoridad sea Dios -conforme lo atesti­guan las Escrituras-, su fuente inmediata es la Comunidad. La autoridad, que viene de Dios, viene mediada, pasa por la Comunidad.

Una mirada más atenta al conjunto del Nuevo Testamen­to hace percibir con suficiente claridad el papel de la Comu­nidad. Por más que haya textos rigurosos y fundamentales sobre la naturaleza y el sentido del poder verdadero, el Nuevo Testamento centra su atención en la vida fraterna y enfati-za dos cosas: todos son, al mismo tiempo, sujetos activos y siervos unos de otros; el servicio de la autoridad está situa­do dentro del horizonte más amplio del servicio mutuo, al interior de la Comunidad.

A partir de esta verdad, el autor nos ayuda a sacar "al­gunas lecciones útiles en provecho de la Vida Religiosa": la vitalidad y renovación de una Congregación no vienen de arri­ba, sino de las comunidades; lo que se debe cuestionar, nor­malmente, no es la obediencia de los hermanos al superior, sino el servicio que éste presta a aquellos; es la autoridad la que debe responder de su ejercicio ante la Comunidad y no tanto ésta a la autoridad. Por eso mismo podemos cuestio­nar seriamente una autoridad que coloque como su gran preo-

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cupación la obediencia a los superiores, el respeto y el acata­miento a las órdenes emanadas de arriba. Es una demostra­ción de miedo, debilidad y falta de legitimidad moral. Una autoridad que, en vez de ocuparse de la comunidad, exige que la comunidad se ocupe de ella, ha caído en autoritaris­mo.

El poder-servicio, tal como nos lo propone el Evangelio, es sobre todo animación de los hermanos. La posibilidad de decir una palabra final, o sea, la posibilidad de "mando", es apenas el horizonte-límite del ejercicio de la autoridad. El poder debe ser entendido, normalmente, como servicio de animación: animación para la vivencia evangélica, para la participación comunitaria y para la misión. El Superior-Ani­mador es aquel que reta a cada hermano y a la propia comu­nidad a responder a su vocación, a obedecer a los llamados del Reino hoy.

No basta conocer el mensaje evangélico sobre el poder-servicio. Es importante, también, establecer los dispositivos jurídicos e institucionales que obstruyen el poder-domina­ción y favorecen el poder-servicio, legitimando las diferentes formas de participación e invalidando toda arbitrariedad. El autor enumera una serie de esos mecanismos, muchos de ellos ya reconocidos y practicados en la organización de la Vida Religiosa.

Al final de su estudio, Eray Clodovis añade la respuesta a algunas preguntas que le fueron formuladas por los parti­cipantes de la XIII Asamblea de la CRB. ¿Qué hacer con comunidades inactivas, problemáticas, bloqueadas, que se resisten a la participación y no quieren ser animadas? ¿Cómo preparar animadores? ¿Cómo formar a los jóvenes para la obediencia crítica y responsable? ¿Cómo debe ser un Supe­rior hoy? Alguien quiso saber cómo se corrompe una auto­ridad. No quedó sin respuesta. De manera muy sugestiva, el autor presenta una "receta" altamente eficaz, hecha de actitudes a veces bastante familiares en ciertas áreas de la Vida Religiosa, y que conducen a la "corrupción de la auto­ridad".

La CRB se siente feliz en entregar a los lectores, especial­mente a los Religiosos del Brasil, EL EVANGELIO DEL

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PODER-SERVICIO. Reconoce en el estudio de Fray CLO­DOVIS BOFF una valiosa contribución a la "caminada" de la Vida Religiosa que necesita hoy de mucha luz y valen­tía para responder a los nuevos desafíos y provocaciones, fiel a su proyecto original: seguir a Jesucristo por los cami­nos de una historia concreta.

Hno. Claudino Falquetto, FMS Presidente Nacional de la CRB

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Animación Espiritual Comunitaria

Este libro "EL EVANGELIO DEL PODER-SERVICIO" es una aproximación al tema: "Autoridad en la vida Religiosa", en amplia perspectiva, para llegar a una nueva sensibilidad, fru­to de experiencias nuevas de poder, dotadas de competencia real, de juicio y decisión. El enfoque sobrepasa los cánones clásicos y convencionales de la filosofía social y de la ciencia política.

Al final de su trabajo, Fray CLODOVIS BOFF, OSM, concluye con estas palabras, cuyos subrayados son míos: "Condensamos TODO el contenido de Autoridad-Servicio en el concepto de ANIMACIÓN, pues la animación presu­pone el contenido de los otros componentes del servicio: la fuerza moral (del carisma, de la confianza y del ejemplo) y el trabajo (humilde, sacrificado y corresponsable)". Es obvio, por lo tanto, afirmar que el mayor, más urgente, más difícil y más alto papel del Superior Religioso, aquel que requiere su atención más significativa, es ANIMAR ESPIRITUALMENTE LA VIDA RELIGIOSA, conforme a la trilogía de sus elementos constitutivos: la consagración, la fraternidad y la misión.

Todos ellos exigen "maestros de vida", hombres "espi­rituales", porque de nada sirven las transformaciones y cam­bios puramente exteriores. Las estructuras interiores son las que deben ser redimensionadas por las de Cristo y de los

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fundadores. El ritmo de la vida moderna, tan exigente en papeles, funciones y personal cada vez más especializado, hizo anacrónica la figura del Superior Factótum (hazlotodo). Como contrapartida, reservó para él lo esencial. O se sumerge en el tejido de la Vida Religiosa, como tal, o falla en su fun­ción de formar el hombre nuevo, libre, solidario, crítico; y en su meta de ser ojo, conciencia y memoria de las exigen­cias de la vida fraterna y apostólica.

El hombre es un misterio. La relación interpersonal, difícil. La Vida Religiosa ha cambiado hasta en sus raíces. Su contenido, sus líneas arquitectónicas, sus formas de exis­tencia, sus tradiciones, su propia razón de ser, son cuestio­nadas. Con el cambio radical de la cultura cambió la imagen del hombre y del inundo^1). Cambió también, en continui­dad con el pasado, la imagen de la Iglesia.

Se vive una nueva experiencia de fe, una nueva reflexión teológica, un nuevo modo de comportarse ante el mundo, la historia y el hombre. La intransigencia dio lugar a la libertad de conciencia en materia religiosa; el rigorismo, al diálogo; la uniformidad, al pluralismo; el poder centralizado, al Síno­do; una mentalidad de institución, a una mentalidad de co­munión; la Iglesia-institución, a la Iglesia-Pueblo de Dios. Surgen de ahí dificultades de orden pedagógico y psicológi­co que alcanzan, sin embargo, los propios contenidos y mo­delos de la Vida Religiosa. Desniveles inevitables de edad, de experiencia, de formación, hacen arduo el diálogo de la caridad fraterna. A partir del Vaticano II, la comunidad está

(1) Creo que los rasgos más característicos de este hombre nuevo, con relación a la Autoridad y al Gobierno, son estos: a. Fuerte acento sobre la dimensión de la libertad personal. b. Deseo de encontrar en sí mismo las raíces últimas de su actuar. c. Miedo instintivo de todo formalismo. d. Deseo de confrontar opiniones y de tomar decisiones prefe­

rentemente con el grupo, más que con el responsable de ese grupo.

e. Deseo de estar comprometido en las decisiones. f. Deseo de encontrar en el responsable más un hermano que un

superior.

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como forzada a colocarse más hacia el punto de vista del hombre que hacia el de la institución; más del lado del Espí­ritu que del de las obras y de su eficiencia; más dentro de la perspectiva fraterna que de la consagración personal; más comprometida con el sentido comunitario de la fe que con la defensa de las estructuras por las que se expresa este sentido.

Animación Espiritual Comunitaria es la obra compleja y delicada de estímulo que el Superior, como miembro del grupo y en sintonía con él, emprende, para que, mediante la participación activa y responsable de todos, la comunidad se desarrolle y madure en la línea de sus opciones fundamenta­les. La tarea no es fácil. La animación abstracta no existe. El libro "El Evangelio del Poder-Servicio" es un subsidio con­creto, puesto en las manos de todos los religiosos. Si por un lado, la animación abarca todo el horizonte de la Vida Reli­giosa, es cierto, por otro, que privilegia la espiritualidad, la vida litúrgica y la oración, como su especificidad y fiso­nomía propias; pero no se reduce a esto. La vida espiritual no puede disociarse del elemento humano en que se encarna. Pero sería un pensamiento superficial e impropio afirmar que la animación de la Vida Religiosa haya sido requerida pri-mordialmente por factores sociológicos.

Animación; de ánima, es el principio interno del movi­miento y de la vida, que hace acontecer. Habla de dinamis­mo, de movimiento hacia otra realidad preestablecida, que se busca en conjunto. Espiritual, porque el objetivo que unifica las energías y las voluntades es una vida en Cristo y en el Espíritu. Tiene relación directa con el mundo de las realidades espirituales. La animación puede recurrir al con­junto de los elementos de la pedagogía natural y a las leyes de la moderna dinámica de grupo, de las disciplinas psico-sociológicas, pero lo determinante, en este campo, y lo que trasciende los postulados de estas ciencias, es lo que la fe decide. Comunidad: aquel mínimo de estructuras que garantiza una realidad en crecimiento hacia la comunidad-comunión, la comunidad de vida, el compartir material y espiritual, que es la más poderosa aspiración de la Vida Religiosa actual. Para el religioso, la comunidad es parte

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integrante de su consagración personal. Es el ambiente natu­ral y necesario para su crecimiento sobrenatural. Se excluye, pues, una comunidad-agregación, una comunidad-presencia-física.

La Vida Religiosa siente que es y quiere ser antes que nada, comunión de fraternidad. La comunidad-sociedad, el trabajo, la colaboración, la eficacia, la producción, el servicio, el éxito, la propia observancia material de las Reglas, todo está en el orden de los medios, en el orden de los Signos. El FIN o el valor más alto, es la comunidad-comu­nión donde los religiosos se encuentran, comparten, se aman, se aceptan incondicionalmente, se comunican, son integran­tes e interdependientes; el lugar donde, en el plano humano, son respetados los valores y satisfechas las exigencias funda­mentales de la persona y, en el plano sobrenatural, viven cohesionados y unificados por la caridad de Cristo y por aquel admirable intercambio de bienes derivados del bautis­mo, de la confirmación y de la profesión.

Entre los posibles niveles de la animación espiritual así entendida, hacia los que la comunidad religiosa parece encaminarse de forma inmediata, gradual y equilibrada, me gustaría señalar sin pretención al menos tres: oración en gru­po, oración participada, revisión de vida.

Oración en grupo. Orar en común es tarea de todos los días. Corremos el riesgo de hacer cada día, más un conjunto de oraciones en común que una oración en conjunto. ¿Quién no ha experimentado la dificultad de rezar en grupo, como fraternidad, cuando está reunido? Uno se siente bloqueado. Se requiere cierta experiencia y conocimiento del lugar en donde Dios habita, cierto aprendizaje para "conversar ínti­mamente con el Señor, como un hombre conversa con su amigo" (Ex. 33,11), conforme habla de Moisés el Libro del Éxodo. Pero dificultad no es sinónimo de imposibilidad. Será necesario experimentar.

Oración participada. Intercambiar la propia experiencia de fe y de oración. Dar testimonio lealmente de lo que se

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vive día a día: valores, convicciones, limitaciones, fracasos, presencia del Señor. Este íntimo compartir sobre la propia personalidad de Cristo, no puede resultarnos extraño. Es el intercambio de dones y carismas que no nos pertenecen, pues son dados para beneficio de todos. Es la más preciosa donación que se hace a la comunidad. Hay obstáculos por superar, tales como la educación recibida, el miedo a hablar de cosas espirituales, el recuerdo de aberraciones y distor­siones de un sicologismo narcicista. Pero, en este campo, hasta el viejo puede nacer de nuevo (Jn. 3,3-4) y revelar un profundo sentido de Dios.

Revisión de vida. No se trata de evaluar la marcha global de la comunidad, sino de realzar en forma pública y comu­nitaria, la vida espiritual que se vivió en determinado espa­cio de tiempo. Se están volviendo comunes los Manuales de Animación Espiritual para estos y para otros niveles de animación espiritual comunitaria. Son tentativas valiosas y felices para hacer que la vida penetre en la oración y la oración en la vida. Ayudan a la comunidad a rezar y a cons­truirse desde dentro hacia fuera, a partir de las virtudes interiores de sus miembros. Urge valorizarlos donde ya exis­ten y construirlos donde todavía no.

El libro El Evangelio del Poder-Servicio de Fray CLCDO-VIS BOFF, OSM, no es un manual de animación espiritual, sino un lúcido y valeroso esfuerzo de estructuración lógica de un fenómeno cada vez más palpable entre los religiosos: Una búsqueda leal de formas viables de vivir la obediencia y el superiorato. Un discurso, sólidamente fundamentado, y abierto a la pluralidad de nuevas contribuciones, que des­taca un NUEVO modo de percibir y de vivir los mismos va­lores de siempre en la persona del superior religioso. Conse­cuentemente, propone la animación espiritual de la comuni­dad en NUEVOS términos. Quiere enseñar a ver claro y cohe­rentemente para que el proceso no contradiga el proyecto religioso. Busca homogeneidad entre medios y fines. Alaba la auscultación de los signos de los tiempos, pues la falta de audacia de nuestra parte puede paralizar el Espíritu. Y, luego, si el destino irresistible de lo fascinante y de lo nuevo es envejecer y pasar, mientras la ley permanente del mundo

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del espíritu es conocer el punto de vista de Dios sobre el hombre a la luz de su palabra, es indudable que todo diálo­go con la vida nunca será estéril.

La buena nueva que el libro quiere subrayar es ésta: el Superior, sinónimo de Animador, actúa primordialmente en vista de la perfección sobrenatural. Tiene en mira la vida de la gracia. Ayuda a descubrir y seguir los impulsos del Es píritu. Busca liberar el potencial de gracia que existe en cada miembro. Sustenta la respuesta salvífica del grupo. Antena interpuesta en la confluencia entre Dios y cada hermano, entre Dios y la comunidad, como tal, entre el bien personal y el colectivo, hace irrumpir las inmensas potencialidades de capital humano y divino ocultas en la personalidad de cada uno. Hace converger los dones, las energías, las capacidades, para un objetivo común, inmediato, próximo y remoto. En las palabras del autor: "El papel del superior animador es estimular a cada uno a la auto-superación, a ir más allá de sí mismo; es ser inductor evangélico".

Si en la Vida Religiosa la persona es sacrificada al grupo, no nos encontraríamos ya en el Evangelio y se extinguirían los llamados del Espíritu de Dios.

Y si el grupo es sacrificado a la persona, estamos fuera del proyecto religioso. Esta es la dialéctica. Estos son los dos grandes imperativos y polos de la Vida Religiosa: la libertad del compromiso y su origen carismático y la solidez del gru­po y de sus leyes internas. Recíprocamente se garantizan y, en definitiva, uno se vincula al otro. El Superior es el medio que permite al religioso descubrir, en su vida, con toda lu­cidez, la voluntad del Señor.

P. Marcos de Lima, SDB Redactor - Responsable

Convergencia y Publicaciones CRB

FRAY CLODOVIS BOFF, OSM Rio Branco, Acre

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1. Observaciones iniciales

a. Importancia de ese tema en nuestro contexto social.

Vamos a tratar aquí de una cuestión interna a la Vida Re­ligiosa: la cuestión del poder o de la autoridad dentro de una institución de personas consagradas. Se podría preguntar ¿por qué empeñarse en un tema de estos, especialmente en nuestro contexto de miseria creciente y estructural y en una coyuntura extremadamente crítica como la nuestra, con una deuda externa de más de 100 billones de dólares, inundaciones en el Sur y una sequía desde hace ya cinco años en el Nordeste? Parecería falta de sentido histórico y de responsabilidad social y, a la vez, demostración de nar-cicismo institucional, volverse hacia los problemas internos, cuando el pueblo está yendo a la deriva y sumergiéndose en una carestía negra y desesperante. En una palabra, el pro­blema hoy es la autoridad religiosa o la autoridad política? ¿Dónde está la cuestión? En verdad, no es propiamente desde la Iglesia desde donde están cayendo los "paquetes" sobre la cabeza del pueblo, especialmente el del Decreto-Ley No. 2045, que pretende, de un golpe, cortar en 20% durante dos años los salarios ya bajos de los trabajadores.

Tales "paquetes" autoritarios, decididos entre cuatro paredes y negociados con una institución extranjera -el FMI- son la criatura monstruosa de un gobierno que se vana-

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gloria de haber realizado la "apertura política". He ahí una materia de la que los religiosos deberían prevalentemente ocuparse y no quedarse "rascándose su propio ombligo" (con el perdón de la expresión).

Todo esto es una verdad amarga y dura. Por eso mismo, la realidad evocada debe quedar siempre como un telón de fondo en todas las reflexiones que se harán a continuación. Con todo, tales reflexiones no se harán directamente en tor­no a la cuestión del autoritarismo político que está detrás de esa situación. Tratarán, como anunciamos, de la autoridad en la Vida Religiosa. Es preciso, sin embargo, decir que existe una relación profunda entre una cosa y otra. Tal relación debe ser explicitada aquí.

En efecto, ¿Qué es precisamente la política? ¿En dón­de se da la cuestión del poder? Aquí es necesario superar una fijación politizante que, en primer lugar, solo ve la cues­tión del poder y nada más y, en segundo lugar, aunque la vea como el gran problema, no la mira de modo suficiente­mente amplio y profundo, pues solo la ve desde los palacios o en la arena política. Esa concepción estrecha no percibe que la política envuelve la propia comunidad y aun el cora­zón de la persona. De hecho, política no es solo lucha contra los agentes de la opresión y las clases sociales, sino también lucha contra las relaciones de opresión interiorizadas en el grupo y hasta en el espíritu de las personas. El enemigo no está sólo afuera, también está dentro de casa (Cf. Mt. 10,26).

Hay varios lazos que ligan la Vida Religiosa a la políti­ca.

1. La Vida Religiosa, para comenzar, es parte de la socie­dad que debe ser liberada. Ella no es exterior al mundo, sino una pieza del mundo. Por eso, cuando nos esforzamos por establecer relaciones de autoridad auténticas en la comuni­dad, estamos abriendo brechas al futuro, estableciendo "zo­nas liberadas" dentro de una sociedad de dominación. Lo que no es poca cosa.

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2. La Vida Religiosa es también un instrumento de libera­ción. Ahora bien, debe haber homogeneidad entre el medio y el fin. Pues, ¿cómo pretender instalar una sociedad de li­beración con instrumentos de dominación? ¿No hay ahí una contradicción? Una agrupación humana autoritaria no tiene condiciones para ser agente efectivo de un mundo libre. Solo una Vida Religiosa donde se vive el poder participado es medio adecuado para instaurar un poder realmente demo­crático y popular. Si no, contradecimos con nuestro proce­so lo que proponemos en nuestro proyecto. Queda, pues la cuestión: ¿cómo organizarse internamente para ser una mediación capaz de llevar adelante una misión liberadora en el mundo? Más simplemente: ¿cómo ejercer la autoridad religiosa tomando en cuenta la "opción por los pobres?.

3. La Vida Religiosa puede también ser considerada como una escuela de la nueva sociedad. Ahí se aprende el " abe" de la participación, de la corresponsabilidad y del poder-servicio. Ahí se practica el ejercicio de la verdadera democracia y el compartir integral: material y espiritual. Así, un religioso verdadero es un "hombre nuevo", libre, solidario, crítico; el hombre que queremos favorecer con la creación de una nueva sociedad?.

4. En fin, la Vida Religiosa quiere ser un modelo reducido, una muestra o ejemplar de lo que debe y puede ser una nueva sociedad. En este sentido, es un signo profético, anticipado y anticipador, de lo que puede llegar a ser, en su nivel social, un mundo fraterno.

He aquí los títulos por los cuales la discusión sobre la autoridad en la Vida Religiosa aparece como algo política­mente relevante. Descuidar este aspecto es debilitarse frente a la misión liberadora en el mundo, pues significa caer en con­tradicciones que son a veces fatales a la propia esencia teoló­gica de la Vida Religiosa y por eso mismo a su supervivencia histórica.

Pero ¿bajo qué condiciones políticas y con qué autori­dad moral pueden las comunidades religiosas reclamar y mo­vilizarse contra los "decretos" gubernamentales si ellas mis-

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mas viven de "decretos" y, aun peor, los hacen para los otros?

Finalmente, es necesario decir también que la perspec­tiva amplia con la que vamos a abordar la cuestión de la autoridad en la Vida Religiosa nos va a permitir inclusive hacer una confrontación crítica y creativa con el t ipo de po­der vigente.

De esta forma pensamos haber demostrado cómo nuestro asunto no está "al ienado" del actual momento histórico, sino que tiene con él múltiples y muy íntimas relaciones aunque no aparezcan a una mirada apresurada y superfi­cial.

Por eso mismo será necesario, a lo largo de nuestra ex­posición, mantener dentro del campo visual esa relación fundamental y explicitarla formalmente siempre que se crea oportuno, sin que con ello se deba ceder, de ningún modo al monismo politizante, sino que se vea siempre el poder como una dimensión ciertamente global (todo es po­lítica), pero nunca integral (la política no es todo) .

b. Modo de abordar el asunto de la autoridad religiosa

La cuestión de la autoridad en la Vida Religiosa fue poco tratada hasta hoy. Se habló mucho de su correlativo: la obediencia. El énfasis sobre este último tema fue tan gran­de que llegó a separarse de su polo dialéctico que es el de la autoridad. Aquí se pretende abordar la cuestión, que es siem­pre relacional, a partir del otro polo, a partir de la autoridad. Veremos cómo esta aproximación al tema resultará extrema­damente fecunda para dimensionar en términos nuevos y más correctos la compleja cuestión: autoridad-obediencia.

Debemos decir ahora que nuestro método de abordar la cuestión también es relativamente nuevo. Pero la novedad no está tanto en el método como en su aplicación al tema. De hecho, queremos enfrentar el problema como acostumbra hacerlo ahora nuestra Iglesia Latinoamericana: en los docu-

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mentos del magisterio episcopal (Cf. Medellín, Puebla, do­cumentos de la CNBB), en la metodología pastoral (ver, juzgar y actuar) y en la "teología de la liberación" (Media­ción Socio-Analítica, Mediación Hermenéutica, Mediación Práctica).

Comenzaremos, pues, por considerar la autoridad reli­giosa en su dimensión humana. La veremos inicialmente como una realidad profana o terrestre, como un valor tempo­ral o histórico (GS 36). Para eso, utilizaremos naturalmente la contribución de las llamadas "ciencias humanas". Ellas nos mostrarán la realidad del poder o de la autoridad (en cuanto términos equivalentes) en su sustrato común, en su sustan­cia genérica: el poder es siempre poder, sea político o religio­so, de dominación o de servicio. Posee un fondo común, aun­que pueda cubrir esencias distintas y hasta antagónicas, como veremos.

Luego, pasaremos a una consideración más elevada, pro­piamente teológica. Aparecerá entonces el poder evangéli­co, en contraste con otros tipos de poder, con todas sus diferencias. Así tendremos oportunidad de percibir hasta qué punto es revolucionaria la concepción del poder que tenía y que proponía Jesús.

Finalmente, deberemos presentar algunas pistas de actua­ción práctica en relación con el ejercicio del poder-servicio en la Vida Religiosa. Será la parte referente a la mística concre­ta del poder-servicio y más aun a la ética y slderecho del po­der mismo. Y para concretar todavía más el lado práctico de la cuestión, incorporamos al estudio las respuestas que di­mos a las preguntas bien precisas que los Superiores y otros Religiosos del Brasil hicieron en la XIII Asamblea General Ordinaria de la CRB (22 a 29 de julio de 1983, Río), duran­te la cual fueron planteadas las presentes reflexiones. Las respuestas dadas pretenden ser lo más amplias y al mismo tiempo lo más incisivas y operantes posibles. Por ejemplo, las dos últimas: ¿cómo corromper una autoridad?, y "retra­to-hablado del Superior hoy" , solo pudieron ser elabora­das satisfactoriamente cuando se hizo la redacción de este trabajo.

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c. Un poco acerca de la historia de estas reflexiones.

Conviene mencionar aquí rápidamente las vicisitudes teóricas por las que pasó este estudio, con el fin de eviden­ciar su eventual valor y aun más sus innegables límites.

Intentamos inicialmente entender la cuestión del poder partiendo desde abajo -como queríamos-, pero pasando por las grandes concepciones políticas de los autores clásicos: Platón, Aristóteles, Cicerón, Maquiavelo, Hobbes, Spinoza, Loche, Montesquieu, Rousseau, Hegel, Marx, Weber, de Jouvenel, Rocouer, etc. Quisimos aplicar en cierto modo sus teorías al poder tal como se ejerce en la Iglesia y en par­ticular en la vida religiosa. Efectivamente, partimos de la idea de que poder es poder y que, si esto es así, aquellos pensadores nos habían descrito por lo menos la arqueolo­gía del poder, su anatomía, cosa válida inclusive para el poder de la vida religiosa.

Presumiblemente esta aproximación nunca había sido intentada antes. Pues, ¿qué tienen que ver Maquiavelo o Marx con la autoridad religiosa? Parecería, por lo tanto, una lectura nueva y de resultados sorprendentes. De hecho, apa­reció que también en la vida religiosa el poder está cristali­zado en una aparato, que es el gobierno; y que ahí también se da la división dirigentes-dirigidos, en el sentido Weveriano de poseer los medios de imponer la voluntad propia a otros, etc.

Ahora bien, dentro de ese horizonte, que es el de los clásicos, el papel de la "base" -en este caso de la comundiad- en tér­minos de participación, se hace secundario, si no es que desa­parece.

Los clásicos teorizaron el proceso de constitución del po­der del Estado, que es un poder de clase y por lo tanto de dominación, y llegaron hasta cierto punto a legitimar esa forma de poder. Marx, que percibió esto, no llegó a hacer una reflexión seria sobre la dinámica propia del poder dejan-dofácilmente reconducirlo a lo económico.

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Esta aproximación parecía avanzar sobre la forma casi exclusivamente espiritual y teologizante con que se venía reflexionando el poder en la Iglesia. Con todo, ya nacía vieja, atrasada y desfasada con respecto a la nueva sensibi­lidad y a las nuevas experiencias de poder, que, además de otros, los cristianos y los religiosos venían teniendo en la es­fera política, eclesial y religiosa. Aquí se hablaba de partici­pación, de partir de las bases, de movimientos desde abajo hacia arriba, de auto-gestión, de corresponsabilidad, de auto­gobierno, de rotatividad de los cargos, etc. El horizonte de comprensión y los términos del problema habían cambiado. Era a partir de esas experiencias, especialmente de las Comu­nidades de Base y de las Pequeñas Comunidades Religiosas Insertas en los medios populares, como se hacía necesario criticar y superar la filosofía social y la ciencia política clási­cas. Así apareció claro que no era la Vida Religiosa y Ecle­sial la que estaba superada con respecto a las concepciones de los clásicos, inclusive modernos, sino que eran esos clási­cos los que estaban de hecho siendo superados por las prácti­cas vivas de la Vida Religiosa eclesial. No se debía, por lo tanto, cuestionar el proceso vivo de la Vida Religiosa a partir de los clásicos, sino al contrario: cuestionar los clásicos y el t ipo de poder que teorizaron y legitimaron, a partir de la realidad viva de la Vida Religiosa en proceso.

Brevemente: Maquiavelo explica bien cómo funciona el Estado Moderno, pero permanece mudo ante las experiencias actuales de un "poder popular", tal como se intenta en mu­chos lugares en la base, desde el nuevo sindicalismo, los nue­vos tipos de partido, hasta las recientes formas de organiza­ción de la vida religiosa en medio de los pobres.

Las presentes reflexiones tienen en cuenta la contribu­ción positiva de los clásicos (imposible de detallar aquí), pero van más adelante en la medida en que quieren dar cuen­ta de la nueva problemática histórica del poder que está emer­giendo y afirmándose.

Ese enfoque es incipiente y por eso elemental. Aquí se expondrán apenas algunas posiciones firmes y claras a que hemos llegado. Serán presentadas con simplicidad, serenidad

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y sinceridad, sin ninguna intención dogmática; por el contra­rio, invitando a la crítica y a la profundización.

Sería realmente extraño que quien va a hablar todo el tiempo de poder-servicio, animación, y participación, adoptara una postura contradictoria como sería la del saber-imposición, intimidación y no-participación.

Aunque el presente estudio haya pasado por varias redac­ciones (unas siete), sentimos que no está todavía en su punto. Por eso necesita ser retomado, corregido, completado y pro­fundizado, para que responda a la luz que necesitamos sobre el asunto (¿unas dos o tres reelaboraciones más?).

Las posiciones teóricas aquí expresadas fueron debatidas en foros teológicos distintos y confrontadas también en parti­cular con las reflexiones de algunos científicos sociales. La diversidad de posiciones y la dureza de la discusión llevaron a dislocamientos teóricos significativos, con lo que el pensa­miento, si no maduró, creció considerablemente. Todo esto mostró hasta qué punto esta cuestión es problemática y necesita de una profundización ulterior.

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2. Lo que es el poder: aproximación abstracta (Filosofía Social)

a. Poder como participación

Cuando se habla de poder político, el pensamiento corriente y descuidado salta enseguida al Gobierno. Entien­de el poder como cosa; y se trata de personas: las "autori­dades", los gobernantes; los medios: el "sistema", la máqui­na del Estado, con todos sus aparatos.

Ahora bien, esa concepción toma el poder como un fetiche. Ella genera una cosificación o una fetichización ideológica del poder.

Tenemos que ver lo que es el poder a partir de la forma como nace. Es necesario, pues, examinarlo como un proceso y no como una sustancia estática.

Siendo así, es necesario comenzar por decir que el poder no es una cosa, sino una relación. Y una relación entre per­sonas que conviven en una misma sociedad. La propia rela­ción social constituye una relación de poder. De hecho, toda relación social es también una relación de poder. Ella in­cluye siempre un índice de poder. Y el poder aquí toma la forma de influencia mutua. De este modo, el poder está situado originalmente en la base de la sociedad, nace al pie de toda relación social y humana en general.

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Así, la propia vida en sociedad es un juego de influencias. En la interrelación humana hay todo un proceso de modifi­cación recíproca, donde cada uno es unas veces sujeto, otras objeto; unas agente, otras paciente. Y en la medida en que alguien es agente, tiene un cierto poder con relación al otro (contra o a favor, sobre o con, etc.). En la proporción en que alguien es sujeto social, es también poseedor de poder.

En resumen, el poder es participación en la vida social, en la vida común. A este nivel elemental, el poder se encuen­tra en un estado difuso y diluido a través de todo el cuerpo social. En tal sentido se puede hablar de auto-gobierno. La vida social o comunitaria se rige a sí misma previa e indepen­dientemente de la intervención de algún órgano coordinador, como por ejemplo, el gobierno.

De ahí la importancia de entender el poder a partir de la comunidad y no al contrario. La comunidad es el hori­zonte y el contexto del poder. No es solo ni primordialmente objeto del poder. La comunidad es el sujeto primero del poder y fuente originaria del mismo. Viene en primer lugar, en términos de ontología y de valor. La comunidad es la rea­lidad primaria y principal. La autoridad es una realidad secundaria, derivada y relativa.

Indudablemente, cualquier comunidad posee siempre una instancia más o menos instituida de autoridad, como condición constitutiva. Pero esa instancia es creada por la comunidad y depende de ella, y no al revés.

Podemos responder ya una objeción teológica que podría surgir: ¿pero la autoridad no tiene su fuente última en Dios? Sí, Dios es la fuente última de la autoridad, pero no la fuen­te inmediata. La autoridad, que viene de Dios, llega mediada; pasa, por lo tanto, a través de la instancia humana de la co­munidad, para llegar finalmente a una persona o a un órgano detentor formal de la autoridad. Eso vale tanto para la auto­ridad profana (política, pedagógica, etc.), como para la autoridad religiosa (eclesial, de la vida religiosa, etc.), cada una sin embargo, a su modo. Pero esto no nos interesa ex­plicarlo aquí.

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Esa concepción, que toma el poder en la base de la so­ciedad como participación en el proceso social, correspon­de a la nueva sensibilidad actual acerca de la política.

De hecho, como lo afirmó con razón la encíclica Octo­gésima Adveniens, de Pablo VI (1971), nuestro tiempo se caracteriza por dos aspiraciones fundamentales: igualdad y participación. Puebla ubicó toda su reflexión sobre un bi­nomio semejante: comunión y participación. La nueva educa­ción política que se procesa en la base de nuestra sociedad, sea a nivel de los movimientos populares, o al nivel específi­co de la Iglesia (CEBs, pastoral popular, etc.), parte de la idea de que la política no se desarrolla solo ni principalmente a nivel del Estado, sino sobre todo a nivel de la sociedad civil. Es una participación en la vida social: en las decisiones, ejecución, resultados, etc.

En el terreno de la Iglesia estamos al tanto de la revolu­ción eclesiológica provocada por el Vaticano II y registrada en la Lumen Gentium, que consistió en dar un vuelco a los términos de relación al interior de la Iglesia, colocando en primer lugar al Pueblo de Dios y después, y al servicio de éste, a la Jerarquía. Esto corresponde exactamente a la nueva problemática del poder que estamos planteando aquí: entender el poder organizado a partir de la sociedad viva y participante y no al revés.

En cuanto a la situación actual que vive la vida religiosa, basta anotar aquí el malestar con que los religiosos usan hoy cierto vocabulario tradicional referente a la cuestión de la autoridad. Este se volvió problemático y atrasado, si no per­verso. Con indisfrazable dificultad se usan -si es que se usan-términos como "superior-subdito", "autoridad-subordina­dos" , "orden-obediencia", "mando-sumisión", etc. Se habla más a gusto en términos de coordinación-corresponsabilidad, animación-participación, etc. Los "Superiores" cambian de piel y reciben nuevos nombres: "coordinadores", "res­ponsables", "animadores". Los términos "subdi to" y "su­bordinado" no gozan de simpatía. Y los de "autoridad" y sobre todo "obediencia", tienden a refluir a la esfera más

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elevada de la relación teologal hombre-Dios: autoridad de la Palabra de Dios o del Carisma; obediencia al proyecto del Padre, a las exigencias del Reino, al clamor de los pobres o a la comunidad.

Todo es síntoma de una nueva sensibilidad religiosa, de una nueva problemática teológica y de un nuevo momento histórico que se está viviendo frente a la cuestión de la auto­ridad-obediencia. Por eso mismo, las teologías y espirituali­dades clásicas respecto a este problema pueden ayudar, pero ya no son adecuadas ni ajustadas a esa situación histórica. Aquí necesitamos de audacia teórica y sobre todo práctica.

b . Discurso neo-testamentario: la primacía de la responsa­bilidad comunitaria.

En vista de los actuales desafíos, debemos, profundizar con mayor rigor las raíces de la cuestión dentro de la tradi­ción más arcaica y rica, que es la del Nuevo Testamento. Una mirada rápida y panorámica sobre el Nuevo Testamento nos muestra que poco se ocupa de la autoridad o del modo como ésta se organiza. Lo único que nos da sobre ella son testimo­nios fragmentarios, múltiples y embrionarios, lo que muestra el poco interés y, hasta diría, la despreocupación con que el Nuevo Testamento aborda la cuestión del poder concreto. Existen, s í , algunos pasos rigurosos y fundamentales sobre la naturaleza y el sentido del poder verdadero. Pero cuando habla d e la comunidad, el Nuevo Testamento centra toda su atención en la vida fraterna y enfatiza dos cosas:

En primer lugar, todos participan como sujetos activos, miembros integrales, "piedras vivas", pues siendo todos por­tadores del Espíritu, todos tienen "derecho de hablar". Todos son hermanos, n o hay padres; todos son sacerdotes, no hay simplemente "laicos" y especialmente, todos son reyes, soberanos, cosa que nosotros poco enfatizamos. Nadie es, pues, subdito de nadie, ni de nada, a no ser del único Señor Jesucristo, y de los otros, por amor. Aquí todos son libres, todos participantes. Si se fuese a definir este régimen de go­bierno, tal vez se podría hablar de peneuma- o cristocracia,

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o a lo máximo de eclesio - o adelfocracia (gobierno de los hermanos reunidos).

Toda la comunidad es considerada responsable de cuanto le compete. Hasta cierto punto se puede decir que se auto-gobierna. Así, toda ella es llamada a ejercer el sentido críti­co: en lo que se refiere al discernimiento de los espíritus (1 Jn. 4 ,1 ; 1 Tes. 5,19-21); al juicio sobre el Evangelio au­téntico (Gal. 1, 8s); a la credibilidad de la verdadera profe­cía (1 Cor. 4). Todos los miembros de la comunidad son con­vocados a animarse mutuamente, a reprender a los indicipli-nados, a animar a los tímidos, a amparar a los débiles. ( 1 . Tes. 5, 11-18). Y también a los cuidados de la comunidad son con­fiados los dirigentes (1 Tes. 5, 12-13, etc.); relación que se invierte en las Cartas Pastorales más tarde, y en un contexto ya modificado (herejías, persecuciones, ambiciones, etc). Es toda la comunidad la que asume la tarea de proveer los cargos que se hacen necesarios (Cf. 1 Cor. 16, 3 y toda la práctica de los primeros capítulos de los Hechos),

En este sentido, basta una rápida mirada a la Primera Carta a los Corintios, para verificar, no sin sorpresa, que para la solución de los graves, gravísimos problemas de la comuni­dad (divisiones internas, ambición de una sabiduría superior, caso de incesto, procesos civiles entre cristianos, fornicación, escándalos en torno a las carnes inmoladas a los ídolos, disen­timientos y borracheras durante la cena del Señor, anarquía en las reuniones de oración, negación de la resurrección, Pa­blo no apela a los "Superiores", sino a la propia comunidad (y evidentemente a su autoridad apostólica).

En segundo lugar, en relación paradójica con el punto anterior, el Nuevo Testamento subraya repetidamente que en términos prácticos los cristianos se deben hacer servidores unos de otros. "Que el amor los tenga en servicio de los de­más" (Gal. 5,13). "Sean dóciles unos con otros por respeto a Cristo" (Ef. 5,21).

La obediencia aparece en esos textos como una relación comunitaria que tiene vigencia entre los hermanos. Unos obe­decen a los otros, en actitud obsequiosa y humilde. La místi-

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ca del servicio no se reduce ni se aplica en primer lugar a los "Superiores". Es una actitud cristiana básica, válida en toda relación fraterna. Es el hermano quien debe ser un siervo; no solo el "Superior".

Además, los grandes textos neo-testamentarios referentes a la mística del servicio, se refieren en primer lugar a las rela­ciones fraternas y solo secundariamente a las relaciones "Su­perior-hermanos".

Así sucede con el texto referencial por excelencia (Me. 10,41-45). Dice: "El que quiera subir, sea su servidor y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos" (v. 43-44). Lo mismo en Mateo 20,26-27. ¿Qué decir? Que ahí se da una lección general, válida para todos: "Si alguien quisiera. . .". Solamente Lucas hace una aplicación específica (y plenamen­te legítima) a los responsables de la comunidad. Dice directa­mente: "El más grande entre ustedes, iguálese al más joven; y el que dirige, al que sirve" (Le. 22,26). Nótese en Lucas tres alteraciones significativas: 1) no se refiere ya a los que ambicionan el poder, sino a los que lo ejercen -los responsa­bles; 2) no habla de "grande" y "primero", como Me. y Mt., sino de "mayor" y "dirigente" (Hegoúmenos); ni directa­mente, de "siervo" (a la mesa) y "esclavo" (a los pies), sino de "menor" y de "el que sirve" (lenguaje atenuado); 3) finalmente, no dice de modo cortante: "Sea el siervo de todos", y "sea el esclavo de todos" , sino que habla de un mo­do metafórico, apenas figurativo: "Iguálese al más joven", y "cono el que sirve".

Por tanto, la aplicación del Evangelio del servicio a los responsables de la comunidad es algo derivado. Servicio es una actitud válida para todos y, por eso, también, especial­mente para los "Superiores". Todos los hermanos son siervos, pero los "Superiores" son siervos por excelencia (no exclu­sivamente).

Así se expresa también el bello texto de Jn. 1 3 : el lavato­rio dé lo s pies, en el que Jesús ofrece una lección, bien con­creta porque es dramatizada, dirigida a todos y no solo a los

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dirigentes: "También ustedes deben lavarse los pies unos a ot ros" (v. 14). Jesús quiere dar ahí directamente una lec­ción de fraternidad y no de autoridad. Claro que ésta no está excluida, pero solo entra en el horizonte de una actitud global de servicio, válida para todos.

Lo mismo se debe decir de otro texto básico referente al Evangelio del servicio: Fil. 2. Ahí también es bien eviden­te que Pablo no quiere referirse especialmente a los "Supe­riores" sino a los hermanos en sus relaciones personales: "Tengan entre ustedes los mismos sentimientos. . . e tc ." Cada hermano es convidado a hacerse siervo de los otros, como Jesús, obediente hasta el extremo.

Además, el servicio es una de las ideas que definen la existencia cristiana. El cristiano es un siervo de los hermanos. Más aún, esa noción define la misión histórica de Jesús: "Pues el Hijo del Hombre vino para servir" (Me. 10.45). Jesús es el siervo, como lo había visto la cristología más arcaica (Cf. Me. 1,11 y par.; Mt. 12,15-21; At. 3, 13.26; 4,27, etc.).

Es importante recuperar esta manera amplia de enten­der el servicio como actitud global de todo cristiano. De este modo se evita reducir el Evangelio del servicio a los "Superio­res". Por otro lado, así se consigue también valorar debida­mente el servicio específico de la autoridad. ¿Cómo? Situán­dolo dentro del más vasto horizonte del servicio mutuo al in­terior de la comunidad. Entonces, el Superior aparece exacta­mente como el "siervo de los siervos de Dios". Pues si los hermanos son siervos unos de los otros, el hermano mayor es el siervo mayor (Cf. Le. 2,41-48: parábola del siervo ad­ministrador).

Que los cristianos sean todos, por un lado libres y aún soberanos, y por otro siervos y esclavos unos de otros, es una paradoja que solo la fe cristiana puede resolver. Pablo lo condensó en su gran carta sobre la libertad cristiana, la epístola a los Gálatas: "Ustedes, hermanos, han sido llama­dos a la libertad. Solamente que esa libertad no dé pie a los

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bajos instintos. Al contrario, que el amor los tenga al servi­cio de los demás" (Gal. 5,13). Lutero hizo de esta paradoja la idea maestra de su bellísimo tratado sobre "la libertad del cristiano", dedicado originalmente al Papa.

Esa paradoja se resuelve entendiendo la libertad y el se­ñorío del cristiano como un poder para la caridad y el servi­cio y no para el arbitrio y la dominación ("servir a la car­ne" ) . El cristiano es señor porque es siervo, y siervo porque es señor. Para él, reinar es servir, y servir es reinar. Pero esto siempre a partir de la libertad y la caridad. Jamás por impo­sición.

Sin embargo, para que esta paradoja se realice en la vi­vencia comunitaria, Pablo pone una condición subjetiva fun­damental . Ella se revela en el Evangelio del servicio en la me­dida en que implica que cada uno, por su parte, se ponga como esclavo a las órdenes del otro, y aun a sus pies. Pero esa condición subjetiva encuentra en Flp. 2 una expresión particularmente clara: "En vez de obrar por egoísmo o pre­sunción, cada cual considera humildemente que los otros son superiores y nadie mire únicamente por lo suyo, sino también cada uno por lo de los demás" (Fil. 2,3-4).

Sigue a continuación la referencia al ejemplo de Jesús, que realizó exactamente lo que acaba de aconsejar.

Lo que Pablo muestra con toda claridad en este texto es que en la práctica de la fraternidad existe siempre una asimetría subjetiva recíproca. Esto es, para que las cosas fun­cionen es preciso que cada uno, por su lado, considere al o t io como superior y se tenga a sí mismo como siervo. Solo tal actitud produce la verdadera igualdad. Pero aquí está también el secreto del Ágape. Este, si es auténtico, concede siempre la primacía al otro. El amor fraterno requiere humil­dad, exige servir a los hermanos, salir de sí mismo, buscar los intereses del otro y no los suyos propios (1 Cor. 10.24; 13,5). Y su fruto es la verdadera fraternidad, la comunidad d e los hermanos, de los iguales.

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El Ágape instaura una lógica de relaciones humanas opuesta a la corriente, que está hecha de envidia, competen­cia y ambición de hacer carrera. Busca la modestia (Cf. Le. 14, 7-11). Solo admite una emulación legítima: la de la mu­tua promoción. Cada uno se empeña en amar más que en ser amado. "Rivalizan en la estima mutua" (Rom. 12,10).

Esta es también una de las grandes lecciones del cristia­nismo a la convivencia política: sin la disposición fundamen­tal de ceder y perdonar eventualmente, (concesiones, amnis­tía, indulto, reconcilicación, política, etc.), no es posible crear una sociedad verdaderamente humana, es decir iguali­taria y fraterna.

Solo cuando cada hermano en la comunidad asuma por su cuenta la actitud de siervo (siempre a partir de la libertad y la caridad), se tendrá una comunidad fraterna, una sociedad de reyes, un pueblo verdaderamente soberano (como es el sueño de la democracia).

c. Poder como instancia de dirección.

Ya vimos cómo el poder es un dinamismo que atravie­sa toda la vida social. Es como si fuese algo que pasa de mano en mano. En una palabra, es participación.

Ahora debemos recuperar la noción corriente del poder, como un lugar o instancia específica que se puede llamar genéricamente dirección o gobierno.

De hecho en la vida social existen choques y contradic­ciones que provienen de varios factores:

1. Falta de visión global, debido a la complejidad y opaci­dad de las relaciones sociales;

2. Incompatibilidad de intereses entre individuo y sociedad; 3. Incompatibilidad de intereses entre grupos sociales dife­

rentes y hasta antagónicos (clases).

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De ahí brota la necesidad de una instancia o mediación de coordinación dentro de la sociedad. Esta exigencia surge legítimamente:

1. Para unificar o integrar la sociedad en sí misma (función estática);

2. Para orientar o hacer converger la sociedad en la direc­ción de sus objetivos, que son, en una palabra, el bien común (función dinámica).

A esta altura, el poder difuso de la sociedad y en la socie­dad, se concentra y se torna visible en un lugar determinado, llamado dirección o gobierno. El Gobierno detenta, pues, un poder derivado de la comunidad que se lo ha entregado en confianza. Es un poder delegado, transmitido en términos de un "contrato social".

Este poder se halla, en cierta forma, personalizado (en sus poseedores) y cosificado (en mecanismos: leyes, armas, etc.). Es el fenómeno llamado institucionalización del poder.

Para ser más precisos deberíamos decir que a este nivel el poder es y continúa siendo una relación social, entre el Estado y la sociedad por ejemplo. A excepción de "El prin-cipito", no existe ningún rey sin subditos!

Esta relación social pasa a ser administrada (y aun a gene­rarse) a partir de un polo visible y más o menos organizado: el órgano de dirección. Lo que ese polo detenta es propia­mente una potencia, que se actualiza en la relación social bajo la forma de poder.

La institucionalización del poder es, precisamente, una concentración de potencia en un polo determinado: el órga­no de dirección, Solo en este sentido se puede hablar de la cosificación del poder y entender el Estado, por ejemplo, como "el poder" de una nación.

El rigor, lo que se cosifica, se concentra y toma forma, es la potencia y no «1 poder, que «s siempre una relación.

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Ahora bien, la institucionalización del poder en la forma de una dirección, puede ser mayor o menor. Este proceso está en relación directa con la situación concreta en que se encuentra una comunidad. Depende, pues, 1) de las dimen­siones de la sociedad en cuestión, o de su grado de comple­jidad; 2) de su situación histórica, o de su grado de proble-maticidad.

Podríamos determinar dos niveles de institucionaliza­ción política (u organización del gobierno) de una comuni­dad:

a) Nivel más o menos informal y provisional, como en la coordinación de un grupo de discusión.

b) Nivel más o menos formal y permanente, como en la dirección de una Asamblea, Congregación o Nación.

La regla es la de la economía de la institucionalización: libertad en cuanto sea posible y estructura en la medida de lo necesario.

Retomando ahora el proceso o la dinámica del poder, percibimos los siguientes grados:

Grado 1: Poder-participación, como juego de influencias mutuas en el seno de la comunidad;

Grado 2: Poder-dirección, informal e intermitente, tal como el de una coordinación provisional;

Grado 3: Poder-dirección, formal y estable, tal como el de un gobierno.

Esto nos permite ver que si alguien, hablando de poder, piensa inmediatamente en el gobierno, está tomando el poder tardíamente, en una etapa avanzada de su evolución. Hay que reconducirlo a su origen y entenderlo en su proceso, para que el propio gobierno, como órgano estable de dirección, se deje entender adecuadamente.

A esta altura ya podemos sacar algunas lecciones útiles en provecho de la Vida Religiosa.

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1) Toda autoridad instituida en la vida religiosa surge de abajo, de la comunidad. Esta es su fuente inmediata; la me­diata y la última, es el Espíritu. Por eso, la vitalidad de una Congregación no se mide por su gobierno, sino por sus bases, es decir, por las comunidades. Por consiguiente, es ilusorio buscar el cambio o reforma de una Congregación a partir de su cúpula. Ella puede mediar, articular o agenciar la re­forma, pero difícilmente desencadenarla.

2) La autoridad existe en función de la Comunidad. Ahí está su justificación. Por eso, lo que se debería cuestionar normalmente no es la comunidad, sino la autoridad; no la obediencia de los hermanos a los "Superiores" sino el servicio de estos a aquellos. Es la autoridad la que debe responder de su ejercicio frente a la comunidad y no tanto ésta a la autori­dad. Cuando una autoridad centra su gran preocupación en la obediencia, en la comunión con los "Superiores", en el res­peto y el acatamiento de las órdenes de arriba, está demos­trando miedo, debilidad y falta de legitimidad moral. En lu­gar de ocuparse de la comunidad, exige que la comunidad se ocupe de ella; en vez de legitimarse y hacerse respetar por el servicio desinteresado, exige e impone desde arriba la legiti-mización y el acatamiento que necesita; en vez de usar su poder para defender y animar la comunidad, lo usa para defenderse a sí misma.

Cuando llega a ese puntó, la autoridad da síntomas de ha­ber entrado en un estado patológico y de haberse transforma­do en autoritarismo, cosa que veremos más adelante.

3) El poder de una comunidad se estructura u organiza en proporción directa a las necesidades de esa misma comuni­dad en términos de unificación y dirección. De ahí que, si­guiendo el principio de la economía de institucionalización, cuanto menor sea el aparato de dirección, tanto mejor; cuanto menos extremadamente intervenga el Superior, tanto más una comunidad asumirá o podrá asumir su responsabi­lidad y aun el gobierno de sí misma. Pero a causa de la ten­dencia de toda institución a reforzarse, aparece muchas veces la anomalía de una Congregación reducida y, al mismo tiem­p o , dotada de un enorme aparato de dirección; o de una pe-

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quena comunidad dirigida por un tipo de autoridad comuni­taria desproporcionada (Superior, Abad, Maestro, etc.). Una hipertrofia de la cabeza con respecto al cuerpo de la comunidad.

Son éstas cosas simples y evidentes, pero que corren el riesgo de ser mistificadas por una teologización, moralización y espiritualización prematuras. No hemos hecho más que aplicar algunas perspectivas de la filosofía y de las ciencias sociales a la autoridad de la vida religiosa. Esta aproxima­ción es posible, legítima y aun saludable, pues aquí también gratia supponit naturam (la gracia supone la naturaleza), como decían los Doctores Escolásticos. Solo entonces podre­mos desarrollar acertadamente el sentido específico (de fe) de la autoridad religiosa.

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3. El poder fetichizado: aproximación concreta (Histórico - sociológica)

a. Alienación del poder en la historia

Lo que acabamos de decir acerca del poder es lógico y bello. Pero es también abstracto, como toda aproximación filosófica. En lo concreto de la historia el poder se halla bajo la marca' del pecado. Se encuentra en una situación de alienación. Aparece en general como una realidad exter­na, superior y contraria a la persona y a la comunidad hu­mana.

Es como si la dinámica del poder -que analizamos hace poco- creciese hasta tal punto que exorbitase sus propios límites y diese como un "salto mortal";ese sería el grado 4 del poder, punto crítico más allá del cual el poder sufre un cam­bio cualitativo: la autoridad se vuelve autoritarismo, el ser­vicio dominación, el papel de integración degenera en abuso, arbitrio, violencia y opresión.

La figura del Estado, como máquina de opresión de una clase contra otra, es la expresión colosal del poder-domina­ción. Desde hace unos 5.000 años, cuando surgió en Mesopo-tamia, hasta hoy, Leviatán aplastó y despedazó cuanto pudo el cuerpo de la sociedad. Basta recordar la sucesión de los grandes Imperios antiguos, nacidos y sustentados con sangre y cenizas humanas; los totalitarismos de nuestro siglo que provocaron la Segunda Guerra Mundial; las dictaduras milita-

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res en el vasto tercer mundo; y la carrera armamentista, que consume hoy alrededor de 800 billones de dólares anuales.

La Biblia misma no se hace ilusiones sobre el desempeño del poder político en la historia. Contentémonos con unas pocas alusiones. En primer lugar, el balance que hace de las dinastías de los Reinos del Norte (Israel) y del Sur (Judá) es pesadamente negativo. Solo se salvan unos pocos reyes: David, Josías, Ezequías y unos cuantos más.

Daniel, cuando describe la sucesión de los grandes Impe­rialismos Antiguos, es de un terrible realismo. En el capítu­lo 7 traza su teología de la historia, pintando grandiosas es­cenas apocalípticas en las que los antiguos imperios desfilan bajo la forma de monstruos terribles, cuyo hibridismo solo hace aumentar el horror que inspiran. Primero viene un León-águila: es el imperio Babilónico. Después surge un Oso voraz: es el imperio Medo-persa. Enseguida, avanza un Leopardo-pájaro, de cuatro cabezas: es el imperio de Alejandro y sus diadocos. Por último, se presenta la Bestia-fiera, "terrible, espantosa y extremadamente fuerte": es el imperio Helénico, bajo el cual vive y escribe el profeta.

Se trata, pues, de una historia realmente bestial. En con­traste con ella, Daniel dibuja a continuación el ideal del poder verdadero, objeto de su esperanza: la llegada del Mesías Li­berador "que viene sobre las nubes del cielo". Se trata de un poder que se origina últimamente en las alturas, y no en los abismos del "gran mar", como el de las fieras colosales. Pero el Mesías que apunta sobre las nubes es alguien pare­cido a un "Hijo del Hombre". Es una autoridad verdadera­mente humana y no bestial.

El Nuevo Testamento no es menos realista y crítico cuando considera el poder en la historia. Bastan aquí dos referencias importantes:

La primera es la del Apocalipsis. En el capítulo 13, el libro nos presenta el imperio Romano igualmente bajo la forma de un animal monstruoso que recibe su poder del

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Dragón, el Diablo. Y ese monstruo es tan impresionante que hace "a toda la tierra maravillarse, seguir a la bestia. . . y decir: ¿Quién hay como la fiera? ¿Quién puede combatir con ella?" (v. 3-4).

La segunda referencia es a las grandes tentaciones de Jesús. Son todas tentaciones de poder, religioso o político (Mt. 4, 1-11 y par.). ¿Y quién está detrás del poder? La figu­ra inquietante del Demonio. Lucas, en particular, revela que "todos los reinos del mundo" , por estar a disposición plena del Diablo, son ofrecidos a Cristo (Le. 4.5s).

¿Qué concluir de todo esto? Que el poder en la historia se encuentra fetichizado. Es un poder anti-humano, bestial y satánico.

Por su lado, las ciencias antropológicas pusieron reciente­mente en evidencia lo demoniaco del poder, su aspecto he­diondo, absurdo e inmoral. Así lo hicieron autores como Ritter, Meinecke, de Jouvenel y Ricoeur.

Es lo que explica, también, la tendencia popular a sata­nizar sin remisión el poder, todo poder: el poder es malo, corrompe y lleva a la perdición. De hecho, el poder se en­cuentra históricamente casi siempre en su grado 4: el grado de la alienación. Su expresión histórica maciza es la de la dominación: despotismos, tiranía y dictadura.

El poder, pues, está alienado, enloquecido, poseído por un demonio.

b)El Demonio del poder: su lógica expansionista.

¿Por qué el poder presenta en la historia esa actuación miserable, ese sorprendente aspecto demoniaco?

Escuchemos a Hobbes, aquel especialista genial del po­der: "Indico, en primer lugar, como tendencia general de to­dos los hombres, un perpetuo e inquieto deseo de poder y más poder, que cesa sólo con la muerte. Y la causa de esto no siempre es que se espere un placer más intenso. . . sino

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el hecho de no poder mantener el poder. . . sino adqui­riendo aun más poder" (Leviatán, Cap. XI desde la Col. "Los pensadores", p.64).

Por lo tanto, no es el poder como tal lo que está enlo­quecido, sino es el hombre -el poderoso- quien está poseído por una compulsión, por un deseo inmoderado, la libido dominandi, que es su agresividad desequilibrada, dividida y maltratada.

El poder humano está, él también, marcado por la con­cupiscencia, que le imprime una lógica interna progresiva y creciente que, si no encuentra límites, llega hasta los exce­sos de la hybris: el furor desenfrenado, el mando arbitrario y caprichoso.

Contentémonos aquí, pues, con constatar que, en su raíz antropológica, en términos de su psicología, el poder está poseído por una dinámica intrínseca de expansión continua. Está destinado al servicio, pero inclinado a la dominación. Tal es su condición concreta, histórica. Es evidente que tal situación está últimamente ligada al llamado "Pecado Origi­nal", como lo vio muy bien la teología.

Todo lo cual contribuye a que el poder aparezca, sin duda, como un peligro y una tentación. Pero en sí mismo no es necesariamente malo, como basados en su desempeño his­tórico, lo dieron a entender grandes estudiosos del poder. Así, Maquiavelo decía que quien entra en la política debe aprender primero a no ser bueno y a no actuar de acuerdo con los preceptos cristianos. Max Weber, igualmente, afir­mó que entrar en la política es hacer un "pacto con las poten­cias diabólicas", Aquí también se cede con pesimismo a la satanización del poder y se legitima lo existente. Así lo hi­cieron los filósofos del absolutismo estatal: Hobbes, Spinoza, Maquiavelo, Hegel, e tc . Tomaron el poder endemoniado como el poder humanizado.

Pero aprovechemos aquí para decir que se cae también en la legitimización de lo existente cuando se define el po-

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der como mando: poder obligar a alguien a obedecer; capa­cidad de imponer la propia voluntad (Cf. M. Weber).

También en la vida religiosa se partió de la idea del poder-mando, para entender la autoridad. Ella aparecía entonces como la instancia que podía "obligar en nombre de la santa obediencia"; como la que podía decir "la última palabra", y llegar hasta el poder de exclusión (o de excomunión, según el Derecho Canónico).

Indudablemente es necesario reconocer que el poder de mandar, de emitir una orden final, pertenece a la constitución de toda autoridad verdadera. Sin ello, sin la posibilidad de decir una "palabra final", la autoridad no tendría seriedad; perdería su fuerza y su credibilidad.

Con todo, éste es solo el horizonte-límite del ejercicio de la autoridad. Constituye apenas una garantía práctica y hasta pragmática del orden jurídico en una comunidad. Porque, justamente, cuando se vive una situación de impase que pone en riesgo a la propia comunidad, es necesario que alguien decida finalmente el problema. Sin embargo, este recurso es siempre último, extremo, excepcional. No es correcto, por lo tanto, entender la autoridad a partir de la excepción, y definirla diciendo que la autoridad consiste en mandar. Eso sería legitimar el "mandoneo" , nombre vulgar del autoritarismo. Es tomar lo anormal por lo normal. No es a partir de ahí como se piensa la esencia de la autoridad. Sería caer en la ideología de la "bestialización del poder", justificar su satanismo.

Puede acontecerle de hecho a la autoridad que llegue a ejercerse regularmente bajo la forma de mando, de orden, de decisión cerrada. Es lo que sucede, por lo demás, la ma­yoría de las veces en la historia, como pudimos verificarlo. Pero el análisis debe encontrar ahí un estado patológico de la autoridad: el estado alienado, poseído, endemoniado. Ahora bien, el análisis no puede tomar esa situación anóma­la, aunque regular, para declararla normal. No se puede acep­tar ese estado de enfermedad casi crónico en que se encuen­tra el poder, para diagnosticarlo como saludable. Es decir,

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no se puede confundir lo normal estadístico con lo normal ontológico, la carie con el diente normal y sano.

El análisis debe definir el poder a partir de su actuación normal, normalidad que le es señalada por su misma función. El poder existe para la integración y orientación de la comu­nidad, cuyo logro no requiere que sea siempre mando y orden (dominación). Puede muy bien consistir normalmente en animación, como veremos. Solo este tipo de poder es un po­der humanizado, propio de un "hijo del hombre" .

Esta especie de fenomenología del poder como auto-expansivo, es válida para todo tipo de poder humano, in­clusive para el poder religioso, que también puede caer bajo el satanismo.

En verdad, no fue al acaso que Jesús alertó a los discí­pulos para que no reprodujeran el "poder de las naciones" (Cf. Me. 10,41-45). Más aún, el ataque más violento que Jesús hizo en los Evangelios, no fue contra el poder políti­co (el de Herodes, Pilatos o los Saduceos) sino contra el po­der religioso de los fariseos (Cf. Mt. 23).

San Gregorio Magno en su Regla Pastoral, especie de Di­rectorio para obispos, establece como tesis central de su li­bro que el poder es un peligro (un "abismo", una "tempes­tad") ; ambicionarlo es exponerse temerariamente a la tenta­ción, es dar pruebas de ignorar su naturaleza concreta y de estar impreparado para ejercerlo. Por eso, sentencia lapida­riamente: "Usa sabiamente el poder aquel que sabe al mismo tiempo administrarlo y resistirle" (Parte II, Cap. VI). Y ese gran Papa aproxima la figura del pastor despótico a la del demonio, debido a su orgullo o a la reivindicación inoportuna de autonomía (Cf. ib.).

Tal vez la vida religiosa no haya meditado todavía los su­ficiente sobre esta tendencia "espontánea" y "natura l" del poder a ser cada vez más monopolizador, a volverse todo­poderoso. Cristo desde este punto de vista se mostró extre­madamente realista. La historia, inclusive la de la Iglesia (Cf. por ex. la del Papado), debería hacernos perder toda

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ingenuidad sobre la inmunidad o la pureza del poder reli­gioso.

Finalmente, la experiencia dolorosa de muchos religiosos, sea en términos de gobierno como de obediencia, debería habernos enseñado a tener una concepción menos ilusoria (o más crítica) y una percepción menos frivola (o más gra­ve) de la propia autoridad en la vida religiosa.

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4. La metanoia del poder en servicio: aproximación evangélico - teológica

a. Jesús y su Evangelio del poder - servicio

Para Jesús, el poder está concretamente perdido. Necesita ser evangelizado, convertido y salvado.

La propuesta de Jesús es la metanoia del poder. Este tiene que ser rescatado. Debe convertirse de poder-domina­ción en poder-servicio. En una palabra, el poder necesita ser transformado, revolucionado internamente. Y esto no sólo al interior de la Iglesia, sino también a nivel de la sociedad. Todo poder (religioso y político) debe convertirse en servi­cio. Se trata realmente de la "Revolución del poder".

El gran texto siempre referido, es Marcos (10,42-45 y paralelos). Ahí Jesús anuncia que el mayor es el que se hace "siervo" y "esclavo"; el que se coloca a disposición de los demás, que no hace su voluntad sino la de los otros, que está a las órdenes; en fin, el que realmente obedece a los hermanos.

En un texto un poco anterior (Me. 9,33-37), Jesús, tratando del mismo asunto, habla del "n iño" . Es el mismo sentido fundamental, "n iño" , en el mundo cultural de Jesús, era una nulidad, una especie de no-persona, alguien que debe­ría prestar la más rigurosa obediencia, para más tarde asumir su responsabilidad de adulto.

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De todos modos, para indicar el sentido que él confiere al poder, Jesús emplea un vocabulario de inferioridad: "niño" (a las órdenes), siervo (a la mesa), esclavo ( a los pies). Las relaciones se invierten radicalmente. Se podría decir que, según el Evangelio, son los superiores los que deben obedecer. Pero no: los que deben obedecer son todos, unos a otros, y con más razón, los dirigentes.

El Nuevo Testamento, consecuente con este Evangelio, nunca usa un vocabulario de dominación para hablar de lo que toca al poder en la comunidad. Nunca se utilizan térmi­nos como "señor", "jefe", "dominar", "tiranizar".

En verdad, Platón ya había percibido que el verdadero sentido del poder era el servicio, cuando distinguía entre el rey, que procuraba el interés del pueblo, y el tirano, que bus­caba su propio interés. Pero le faltó la fuerza del realismo y del profetismo de Jesús; como al fin de cuentas a los mo­dernos "ministros" de Estado y "servidores" públicos les falta la práctica del servicio, y solo mantienen la nomencla­tura.

Tal es, pues, el Evangelio del poder-servicio. Notemos que es una buena nueva que se anuncia en lenguaje típica­mente profético: viene vestida en términos poéticos, figura­tivos, cortantes, hiperbólicos. Tal es el "género literario" de ese texto.

No es todavía una carta política (moral o jurídica), pero es un mensaje que corresponde al ideal del Reino de Dios.

A partir de este Evangelio tenemos que explicar más concretamente en qué consiste el mensaje del poder-servicio y qué implica Ethos.

b. Contenido concreto del poder-servicio

¿Cuándo tenemos realmente un poder-servicio? Con qué señales se manifiesta? ¿Cómo se concretiza?

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Podemos indicar tres formas de expresión del poder-servicio o de la autoridad evangélica, que son para noso­tros equivalentes.

1) La autoridad evangélica es ante todo fuerza moral.

Es el sentido primitivo del término "autoridad". En efecto, "auctori tas" era originariamente la capacidad de cultivar un terreno, de desarrollarlo, de hacerlo rendir. Des­pués tomó un sentido figurado o metafórico: la capacidad de hacer crecer (augere) a otro, crecer desde dentro, a partir de sus virtualidades internas (como hace también, el labra­dor con la tierra). El término griego empleado en el Nuevo Testamento, es exousia, y recuerda la semántica del térmi­no latino. Ex-ousia quiere decir substancia originante, algo que viene de dentro (ex. —).

En este sentido, la autoridad auténtica es siempre servi­cio. Es acción destinada al otro, hetero-centrada; exactamen­te lo contrario de dominación, que en lugar de servir al otro, se sirve de él. Es promover, afirmar, hacer crecer al otro. To­do lo cual significa, en primer lugar, ser-para-el-otro, como Juan Bautista: "Es necesario que él crezca y que yo dismi­nuya" (Jn. 3.30). Significa además adoptar una postura afir­mativa y promotora de la vida, y no represiva y destructo­ra.

También se distingue entre la autoridad de competencia y la autoridad de mando. Aquella tendría un carácter más interior, y ésta lo contrario. Max Weber hablaría aquí de autoridad carismatica, basada en la personalidad de quien la posee, distinta de la autoridad burocrática, apoyada simple­mente en un código legal.

Como sea, la autoridad evangélica o el poder-servicio, en cuanto fuerza moral, se caracteriza por los siguientes componentes:

a) Carisma. El poder-servicio es un don del Espíritu, como lo afirma claramente Pablo (1 Cor. 12,28 y Rom. 12, 8). Es el don del que preside. Se manifiesta externamente por el liderazgo natural de una persona, que es siempre un "caris-

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m a " en la medida en que es visto y vivido en el Espíritu. Es como si fuese la "elección" de alguien, hecha por el Espíritu, para gobernar una comunidad.

b) Confianza. Esta se expresa en el proceso de selección o elección de los dirigentes de la comunidad y es como la respuesta de la base a la investidura del Espíritu. La comuni­dad sabe reconocer a quien puede dirigirla. Esto era lo que sucedía, por lo demás, en la práctica de la comunidad primi­tiva. Ella intervenía activamente en las grandes decisiones que le competían. Así, en la elección de Matías (Hech. 1, 15-26), en la de los "Siete" (6,1-6), en el envío de los misio­neros (Hech. 13, 1-3 y 14-27), en las decisiones colectivas (Hech. 15,21), en la selección de Timoteo (Hech. 16,2s) y de Tito como colaboradores en la misión (2 Cor. 8,19). Anotemos que el propio Pedro, "Líder" innegable de la Iglesia primitiva, ejerce su liderazgo dentro de la comunidad, y no fuera ni por encima de ella. En Hech. 8,14 Pedro es en­viado por los Apóstoles, junto con Juan, a la Samaría recién convertida. En Hech. 1 1 , 1-14 se ve obligado a responder ante la comunidad de Jerusalén por haber tratado con paga­nos, rompiendo las tradiciones Judaicas. Y poniéndolo como ejemplo para los pastores, dice bellamente de él S. Gregorio Magno: "A las preguntas de los fieles respondió, no con po­der, sino de manera racional (non ex potestffte sed ex ratio-ne), exponiendo el asunto ordenadamente". Sin hablar de la corrección pública que le hace Pablo, porque estaba de por medio "la verdad del Evangelio" (Gal. 2 ,11-14) .

c) Ejemplo. Es la correspondencia al carisma del Espí­r i tu y la base de la confianza de la comunidad. Es ante todo mediante su testimonio vivo como un "Superiore" es regla concreta para sus hermanos. No necesita tanto hablar: le bas­ta casi ser. Por esto S. Pablo no duda en proponerse a la imi­tación de las comunidades que lo conocen personalmente (1 Tes, 1,6; 2 Tes. 3,7-9; 1 Cor. 1 1 , 1; Gal. 4,12; Flp. 3,17; 4,9; no hay nada de esto en Rom. y Col. que nunca lo vie­jón) . También 1 Pe. 5,3, insiste a los presbíteros que, lejos de volverse "t iranos", se hagan por el contrario "modelo para el ríbaño". Hb. 13,7 exhorta a la comunidad a consi-

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derar el fin (martirial?) de la vida de sus "dirigentes" (he-goúmenoi), a fin de "imitarlos en la fe" .

La conclusión es clara: los elementos que componen una autoridad moral son, hablando simplemente, el don o carisma del liderazgo, la confianza de la comunidad y el buen ejemplo. Cuando falta uno de esos elementos la auto­ridad pierde su fuerza y su carácter evangélicos.

La afirmación de Jesús: "Hagan lo que ellos dicen, pero no imiten lo que hacen" (Mt. 23,3) es válida, sí, para la éti­ca de la obediencia, pero no para la ética de la autoridad, la única que está en cuestión aquí. La ética de la autoridad dice en su primer mandamiento: practicar lo que se dice. El resto es fariseísmo.

2) La autoridad evangélica es en segundo lugar, trabajo sacrificado, humilde y responsable.

El concepto de "servicio" implica urv trabajo duro y di­fícil. Es, además, el sentido popular del "servicio": "irse para el servicio", "prestar un servicio", "buscar un servicio".

Esto implica la ausencia de toda comodidad y de todo privilegio. Nuestro gran texto de referencia, Me. 10,42-45, se desarrolla en el contexto de una petición de privilegios por parte de los hijos de Zebedeo: "querían sentarse uno a la derecha y el otro a la izquierda" en la "gloria" del Mesías (35-41). Jesús les propone, "no sentarse en la gloria", sino permanecer de pie para el servicio de la mesa, en actitud de siervos; y ponerse de rodillas para lavar los pies del amo, en posición de esclavo. Como quien dice: el lugar de la auto­ridad evangélica no es el t rono sino el piso, y sus instrumen­tos no son el cetro y la corona del rey, sino la vasija de agua y la toalla del esclavo (Cf. Jn. 13). Todo esto significa traba­jo, trabajo humilde y sacrificado.

En verdad, basta pensar en la parábola de los "siervos inútiles" (Le. 17, 7-10). Trabajaron todo el día en el campo; al regreso todavía tienen que preparar la cena para el Señor. Sólo después van a comer. Y al final de todo no deben espe-

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rar ni siquiera un "muchas gracias", pues esa era su obliga­ción. Jesús no podría haber sido más radical en cuanto al espíritu de sacrificio y desinterés con que se debe prestar todo servicio. Aquí también, para tipificar al verdadero dis­cípulo y, a fortiori, la autoridad evangélica. Jesús acude al contra-tipo del siervo.

El poder-servicio es, pues, dedicación y entrega a los her­manos. Y aquí podríamos comentar todo el capítulo 10 de S. Juan: El Buen Pastor se entrega al cuidado de sus ovejas hasta el punto de exponer su vida por ellas. Y deberíamos leer ese capítulo sobre el fondo sombrío de Ez. 34, que trata de los malos pastores. Estos "en vez de apacentar el rebaño, se apacientan a sí mismos" (v. 2 y 8). Son el tipo mismo del tirano que usa el poder en beneficio propio y no, como el rey de Platón, en beneficio del pueblo. Los malos pastores "dirigen sus ovejas con violencia y dureza" (v. 4), mientras que el Buen Pastor las trata con todo cariño (Cf. Le. 15, 3-7: parábola de la oveja perdida; Cf. también Puebla 681-684).

Es significativo el hecho de que para designar los puestos en la comunidad, el Nuevo Testamento no usa un lenguaje de honra, sino un vocabulario funcional. Se habla allí de "diáconos" o ministros (Le. 1,2, etc.) de "epíscopos" o vi­gías (Flp. l , l , e t c ) ; de "pi lotos" o dirigentes (1 Cor. 12,28); de "presidentes", que están al frente, no encima (1 Tes. 5,12); de "gu ías" o conductores (Hb. 13,7 y 17); de "pas­tores" (Ef. 4,11), etc. Por lo tanto, un "Superior" evangé­lico es realmente un "trabajador", un "funcionario", en el mejor sentido del término. Aunque su oficio no se limite a eso, como enfatizaremos más adelante, un superior tiene la función de mantener el buen orden y funcionamiento de una comunidad. Y en eso tiene algo de policía-de-tránsito, que vigila para que el tráfico circule sin accidentes.

En el mismo sentido se puede releer también la parábola del "siervo, administrador fiel y prudente", de Le. 12,41-48; " ¿ D ó n d e está ese administrador fiel y cuidadoso a quien el patrón va a encargar de repartir a los sirvientes la porción

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de trigo a sus horas?" (v. 42). Se trataba de un trabajo de organización que debía hacerse con toda responsabilidad; porque "si aquel siervo comienza a maltratar a los siervos y siervas, a comer y beber y emborracharse. . . llegará el pa­trón y lo pondrá en la calle" (v. 45-46). Por lo tanto, el sier­vo intendente no puede entregarse a las comodidades de su posición, sino que ha de mantenerse siempre vigilante en su trabajo, para que los "negocios" del Señor marchen bien. El es siervo de los hermanos, pero también siervo de su señor.

Existe, pues, una dimensión de organización y buen or­den en el trabajo de un "Superior". Por eso también muchas congregaciones pasaron a llamar "coordinador" al "Superior". Este nombre expresa una función, un trabajo, y, por lo tan­to , una dimensión integrante del poder-servicio. Y en ese sentido se justifica. No obstante, hay que reconocer también que tiene su peligro, porque puede llevar a reducir el papel del "Superior" a la mera coordinación técnica o funcional, o a enfatizar esta dimensión, cuando en verdad la tarea del "Superior" es mayor y más alta: la animación de la vida evangélica. Con todo, si el "coordinador" coordina en "el Señor", como dice Pablo (1 Tes. 5,12), no hay nada que objetar a tal designación.

Uno de los aspectos más insípidos y sacrificados del ejercicio de la autoridad evangélica es el de resolver ciertos problemas complicados y espinosos que el lenguaje común llamó "pinas", en Brasil. Gran parte de la preocupación, si no el tiempo, de muchos "Superiores" se va en esa tarea ingrata: "pelar las pinas" (manejar problemas espinosos). En tal sentido, el servicio del "Superior" se parece más al de un recolector de basura que a cualquier otro oficio.

En este punto, la autoridad tiene siempre la tendencia, más aún, la tentación de disimular los conflictos en vez de hacerlos emerger, discernirlos y tratarlos adecuadamente. Pues si se presentan conflictos irreconciliables con la vida religiosa, que deben ser resueltos con el uso valiente y evangé­lico de la "última palabra" y hasta con la exclusión, hay también otros fecundos y compatibles con la vida religiosa,

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que deben ser afrontados buscando el crecimiento general de todos.

El auténtico ejercicio de la autoridad conlleva siempre trabajo. 1 Tes. 5,12 y 1 Tim. 5,17 se refieren a ello usando expresivamente el mismo término: Kopiontes, (los que pade­cen, dirigiéndolos a ustedes).

Por eso, ser "Superior", según el Evangelio, es una ma­nera cierta de cargar la cruz del Señor. Un verdadero sacrifi­cio. Es participar de la Kenosis de Jesús, como lo expresa muy bien Pablo en Flp. 2, texto que se refiere al servicio mutuo y, a fortiori, al servicio de la autoridad. Hasta hoy se aplicó este texto exclusivamente a la obediencia y se relacio­nó siempre la obediencia a la cruz, a la humillación de Cristo. Pero no se vio que la autoridad evangélica es una forma muy especial de obediencia teologal a la voluntad de Dios, al ser­vicio de los hermanos. Sí, también la autoridad evangélica está en conexión con la cruz. ¿Y cómo podría ser de otra manera para quien participa de un poder crucificado, de un poder convertido y transformado en servicio; para quien com­parte el poder de un "Dios que reina desde un madero" (Himno del oficio), de un Señor que es paradójicamente exaltado en la cruz? (Cf. Jn. 3,14;8,28;12,34).

A pesar de lo cual, más aún, a causa de ello, la práctica del poder-servicio puede y debe ser afirmativa y feliz. No ciertamente con la felicidad sombría y mala que hacía a Colbert, el omnipotente ministro de Luis XIV, refregarse las manos de satisfacción todas las mañanas cuando iba a sentarse al gabinete de trabajo -como cuenta Perrault-, sino al contrario, con la felicidad de la que habla el Salmo 100 (99), v.2: "Sirvan al Señor con alegría"; a la que se refiere Hebreos 13, 17: "presidir con alegría y sin quejas". Aquí también se aplican al ejercicio de la autoridad evangélica aquellas disposiciones que tradicionalmente eran referidas tan sólo a la obediencia: obedecer con alegría y sin murmu­raciones. Pablo por su parte recomienda: "El que preside, hágalo con diligencia"; diríamos, con buena voluntad, con entusiasmo, con garra (Rom. 12,8). En cuanto a Jesús, seña-

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la la alegría como salario del servicio humilde y fraterno: "Serán felices si lo practican" (Jn. 13,17).

Hoy en día todo parece indicar que la autoridad religiosa vuelve a ser lo que siempre debería haber sido: un servicio trabajoso y difícil, pero sobre todo necesario. No son muchos los que hoy ambicionan los puestos de responsabilidad en la vida religiosa. Porque estos fueron despojados, muy evangéli­camente, de todos los atractivos mundanos que los hacían objeto de ambición. Con dificultad se consigue que los elegi­dos acepten hoy los cargos vacantes. Es un signo positivo en sí mismo, por más que subjetivamente pueda indicar también miedo o huida de la responsabilidad. Platón ya observaba que "la ciudad, a la que muestren menos deseo de gobernar quie­nes van a ser sus jefes, será, sin duda, la mejor y necesaria­mente la más tranquila" (República, libro VII). En el siglo III, Orígenes, en su Contra Celso, reflejaba este mismo espí­ritu cuando decía: "Entre nosotros, al contrario de lo que sucede entre los paganos, los obispos son escogidos para el servicio de la comunidad aunque no lo quieran, pues ningu­no de nosotros ambiciona puestos de honor inexistentes". Sabemos, además, que en la Iglesia de los Padres, la autoridad se presentaba como un trabajo tan sacrificado que produ­cía en muchos miedo de ser elegidos y hasta provocaba la fuga. Frecuentes y célebres son los casos en que la comunidad se vio obligada a forzar el elegido a aceptar el cargo contra su voluntad, como fueron los de S. Cipriano, S. Agustín (para presbítero), S. Ambrosio, S. Juan Crisóstomo, los tres Gregorios, de Nissa, Nacianzeno y el Grande, etc. Se entien­de, pues, que 1 Tim. 3,1 diga sin recelo: "Quien aspira a un cargo directivo (epíscopos) no es poco lo que desea". Era loable, en verdad, esa disposición para el servicio en un tiem­po de crisis como aquel: herejías, persecuciones y demás problemas. Sin hablar del exigente "certificado de buenos antecedentes" que tenía que presentar quien fuese a buscar un servicio en la Iglesia (Cf. 1 Tim. 3, 1-13; Tim. 1,5-9).

Comparemos ahora esa atmósfera y ese espíritu con el que reina en nuestro escenario político, arena de las ambi­ciones más mezquinas y espectáculo sórdido de lo que es

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precisamente el famoso "poder de los paganos" del que hablaba Jesús. Un fastidio! (con honrosísimas excepciones).

3) La autoridad evangélica es sobre todo animación de los hermanos.

¿Cuál es la función de la autoridad? ¿Mandar? Solo en casos extremos. De todas maneras el Nuevo Testamento tiende a evitar el vocabulario de mando: mandar, ordenar, prescribir. . . No excluye esos términos, pero solo los usa rara y excepcionalmente. Para designar el ejercicio de la autoridad cristiana, el Nuevo Testamento usa preferentemente los ver­bos paranguelein: dar un recado, un mensaje; pero sobre to­do : parakalein. Este verbo significa, por un lado, exhortar; y por otro, consolar. Podríamos resumir esos dos sentidos en comunicar valor y estimular, es decir, animar.

Así que el papel de la autoridad para el Nuevo Testamen­to es especialmente animar. El poder-servicio es paráclesis= animación (incluyendo consolación y exhortación). El "Su­perior" es un paráclito = un animador (y también un conso­lador y un exhortador). El espíritu en Juan se llama Parácli­to: el abogado, el defensor, el consolador y el animador. Animador viene de alma, principio interno del movimiento y de la vida. Función interior y espiritual.

¿Qué hacen principalmente los Apóstoles cuando visitan las comunidades cristianas? Las animan. Hech. 14,21-22 cuenta que Pablo y Bernabé pasaban por las comunidades "exhortando a los discípulos a perseverar en la fe" (Hech. 14,22; Cf. 11,23;13,43, etc.). Es una función de animación, de estímulo.

Pablo generalmente no dice: Yo les mando, sino: yo los exhorto (Ef. 4 ,1 ; 2 Cor. 5,20; 6,1, etc.). Esto traduce una actitud más íntima, más pneumática. Animar es como soplar sobre las brasas para que el fuego se atice.

Se trata, pues, de una acción principalmente positiva. La autoridad evangélica es más construcción que destruc-

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ción (2 Cor. 10,8 y 13,10); más estímulo que corrección; más elogio que castigo. Esto es necesario decirlo y recordar­lo siempre, pues el poder tiende espontáneamente, por su propio dinamismo interno, más a cerrarse que a abrirse, más a advertir que a impulsar, más a gritar: "Cuidado" que a decir: "adelante"; y más a indicar el peligro que a proponer el ideal. Es raro que una autoridad tome la iniciativa de elo­giar o de animar, especialmente en las dificultades. Excepto en ocasiones protocolarias o interesadas.

El poder-servicio, por el contrario es la función de animar la comunidad. El papel del Superior-animador consiste en desafiar a cada hermano a responder a su vocación, a obede­cer a los llamados del Reino hoy; es convidar a cada uno a la auto-superación, a ir más allá de sí mismo; es desper­tar las potencialidades dormidas en el fondo de cada herma­no , para su propio crecimiento. En otras palabras, el "Supe­rior" es un estimulador, un inductor evangélico.

La palabra más acertada, que condensa todo, es anima­ción. La función prioritaria de la autoridad evangélica es animar.

Animar para la vivencia evangélica, en primer lugar, el "Superior" religioso no puede olvidar que él preside la vida religiosa. Y la vida religiosa comprende, es verdad, un míni­mo de organización de la vida y del trabajo, pero supera de lejos todo esto en la dirección de la vivencia de la fe y del testimonio evangélico. La forma de actuar de un "Superior" debe corresponder a la naturaleza específica de la vida re­ligiosa. Por eso no se puede contentar con ser un mero ad­ministrador, un eficiente organizador, sino, también y sobre todo, debe ser el ojo, la conciencia y la memoria de las exi­gencias evangélicas de la vida fraterna y apostólica.

Lo cual implica naturalmente que cuestione su comuni­dad en lo referente a la oración, a la calidad de su relación fraterna, a la concreción de su pobreza, etc. Y este es un papel más propiamente pneumático, heredado de los anti­guos "ancianos" del desierto, antepasados de nuestros "Su­periores".

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Animar para la participación comunitaria, en segundo lugar. Vimos como el poder es originariamente participa­ción. Pues bien, el poder constituido -el del "Superior"-está en función de este poder-participación. Existe para animar la participación de todos, de forma creciente y solidaria. ¿Cómo? estimulando a los hermanos a la corres­ponsabilidad; comprometiéndolos en los trabajos de la vida común; convocándolos para la toma de decisiones; confron­tándolos con los problemas emergentes (y no con soluciones hechas); conduciéndolos hacia un consenso; recogiendo las iniciativas legítimas de la base; identificando, respetando y valorando los carismas de cada uno; pronunciando formal­mente o declarando de manera oficial las decisiones toma­das conjuntamente en el Espíritu, etc.

Cuando hablamos de "animar para la participación", no entendemos una participación dependiente, tolerada o in­tegrada, en el sentido negativo de la cooperación o colabora­ción con el proyecto del otro. En este sentido hay siempre al peligro de que un "Superior" se esfuerce, aun de buena voluntad, para que los "subdi tos" colaboren con sus planes y con sus propuestas personales. No: se trata ante todo de la participación plena, libre y solidaria en un plan elaborado y ejecutado en conjunto. En resumen: no se trata solo de animar para participar-con, sino también de animar para participar-de-o-en.

Está claro que todo esto es un proceso. La participa­ción es algo dinámico. Y en este proceso crece toda la comu­nidad, incluido el "Superior". Animando, él mismo se educa para la animación. El es, pues, al mismo tiempo, causa y efecto de la dinámica en que está comprometido.

Si quisiéramos resumir en una sola fórmula lo que debe ser un "Superior" hoy dentro de la dinámica de la vida co­munitaria, podríamos tal vez decir: el animador de la parti­cipación en la vida fraterna.

Así, el "Superior" aparece como aquel que, en vez de crear la unidad fraterna vinculando verticalmente a cada her-

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mano consigo, se esfuerza por vincular horizontalmente al hermano con el hermano. Esta es la verdadera unidad, una unidad consistente.

Todo esto significa que el animador de la participación fraterna deba economizar al máximo las órdenes ya toma­das, que vienen de arriba como "paquetes"; que deba soli­citar y aun exigir críticas y propuestas alternas a sus pro pias propuestas; que deba alegrarse de que la comunidad esté asumiendo su proceso corresponsablemente, sin que él aparezca demasiado.

En tercer lugar, animar para la misión en el mundo. Si la misión brota connaturalmente de la propia vocación reli­giosa, entonces es imposible animar la vida religiosa sin des­pertarla para su misión en el mundo. Vida religiosa es con­sagración a Dios, fraternidad y misión, y sobre estas tres líneas se ha de ejercer la función de animación.

El "Superior" religioso, como animador, lejos de entra­bar o desalentar el discernimiento de los signos de los tiem­pos, será el primero en estimular a la comunidad para que lo haga. La incitará, no solo a oír el llamado de Dios, sino también en conexión con él, a escuchar el grito del pobre. Naturalmente, esa auscultación debe ser interpretada y la respuesta debe ser cualificada, pues, es un religioso o una re­ligiosa los que oyen y responden. Por eso, el papel del Supe­rior-animador es también el de proponer claramente los cri­terios evangélicos y religiosos de la misión con los pobres. No obstante, tales criterios deben servir de luz que ilumine el camino y no de focos que ofusquen la vista. Si no, en vez de servir para la animación, estarán contribuyendo a la obs­trucción y el desaliento.

Esta tercera forma de animar para la participación en la misión posee una importancia particular en nuestro contex­to socio-histórico. Efectivamente "desde el seno de los di­versos países del continente está subiendo hasta el cielo un clamor cada vez más tumultuoso e impresionante", un cla-

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mor cada vez más claro, creciente, impetuoso y, en ocasiones, amenazante" (Puebla, 87 y 89).

En nuestra propia coyuntura brasilera se habla cada vez más, hasta en los círculos oficiales, de "convulsión social", salta, entonces, la pregunta: ¿Qué tiene que ver un "Supe­rior" con esos desafíos sociales?

Del tr ípode de la vida religiosa: consagración a Dios, fra­ternidad y misión, este último pie es el que más cuestiona a la vida religiosa hoy. El fenómeno de la inserción de los reli­giosos en los medios populares es la expresión más signifi­cante de tal cuestionamiento (Cf. Puebla 733).

Felizmente la autoridad religiosa en este sentido ha hecho un cambio muy bello. De una primera reacción de oposición y resistencia, se pasó enseguida a la tolerancia y aceptación, para acabar asumiendo y animando esas nuevas formas de vida religiosa hoy. Es así como se ve hoy la evolución de este proceso.

No hay duda de que la vitalidad de una congregación proviene generalmente de la base, como dijimos. Sin embar­go, la autoridad no es sólo un principio de orden y manteni­miento del establishment, sino, también de apertura (iniciati­va) hacia lo nuevo, de atención a los llamados del Espíritu en la historia, especialmente en el "clamor de los pobres", como muy bien lo escribió Pablo VI en la Evangélica Testificatio. Eso es válido de modo especial para una autoridad que es esencialmente carismática: don del Espíritu, y evangélica: a la escucha de la Palabra de conversión, cambio y envío.

En el discernimiento del "clamor de los pobres" puede haber y hay conflictos. Esto proviene de varias fuentes: falta de información o de conocimiento, diversidad de in­terpretación de los datos; y más en la raíz, diferencia de lu­gar social y por lo tanto de la experiencia y la sensibilidad que eso conlleva. Por eso es imposible realizar un discerni­miento adecuado de los nuevos desafíos sociales a la vida religiosa sin un mínimo de experiencia correspondiente. La

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experiencia "da autoridad" y confiere una competencia real de juicio y decisión. Sin nuevas experiencias no puede haber nuevas decisiones ni iniciativas novedosas.

c. Aplicación para hoy. El caso del paternalismo.

Quedó bien establecido que la nueva figura del "Supe­rior", adecuada a nuestro t iempo, es la del animador.

Muchos "Superiores" están, sin embargo, perplejos y confusos, y no saben cómo ejercer el poder que tienen. Oscilan entre el autoritarismo y la omisión, entre la imposi­ción y la anomía, entre el regreso al pasado y la fuga del pre­sente. Estas son las dos mayores tentaciones del "Superior" hoy en día.

La solución consiste en asumir la tarea: ser "Superior". Pero ¿cómo? Ante todo en la misma línea que planteamos: la paráclesis, la animación. Ahora bien, la animación está en un término medio sintético entre el hacer del autorita­rismo y el no hacer de la omisión, Animación es hacer-hacer, es hacer-participar, es hacer acontecer, es despertar las fuer­zas internas. Esta es una forma de acción o intervención más fina, más espiritual, más honda, pero que por eso mismo exige más atención, vigilancia, tacto y fineza de alma. No es ni hacer ni dejar de hacer; es estimular, favorecer, incentivar, propiciar, crear condiciones, etc. ¿No es así como actúa el Paráclito?

Pero, ¿no pierde, así, el "Superior" su autoridad? Pierde, sí, un tipo de autoridad, la de poder-dominación, que impone todo desde afuera y desde arriba y que por eso es más exte­rior y aparente. Pero gana un tipo de autoridad distinta -la del poder-servicio- que es la que actúa más desde dentro, es más discreta e imperceptible y, por eso mismo, más segura y profunda. Se pierde en rigor lo que se gana en vigor. Así era la autoridad de Cristo, de Pablo, de Francisco, en fin, de todas las grandes "autoridades" de la vida evangélica. Tanto más fuerte es una autoridad cuanto más externamente dispensable, por el hecho de que la comunidad como un to-

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do se asume y se autogobierna. Aun así, la autoridad no desa­parece en realidad, sino apenas en su empiricidad exterior.

En fin, se podría decir que una autoridad es tanto más fuerte cuanto más dirige la comunidad por la fueza de su pre­sencia, ejemplo y oración. Por lo tanto, la cuestión de la auto­ridad hoy no es simplemente ser o no ser. El virtuoso térmi­no medio entre el ser del autoritarismo y el no ser de la omi­sión, es la animación.

Pero muchos, quizás la mayoría, optan por un camino medio Vicioso que es el paternalismo. El paternalismo tiene todas las apariencias y también algunas formas menores del poder-servicio o poder-animación. Pero en el fondo es una forma de poder-dominación: forma enmascarada y atenuada. Para percibir más claramente esto podemos trazar el cuadro de las dos formas de poder-dominación.

Poder-dominac ion a) Autoritarismo

— Forma aguda

— Patente, manifiesto, sin máscaras.

— Intolerante, sin conce­siones.

— Sin participación alguna.

— Entero y sin brechas.

— Dominación impuesta. — Refuerza la dependencia. — Trabaja contra.

b) Paternalismo

— Forma atenuada

— Discreto, enmascadado ba­jo las apariencias del po­der-servicio.

— Tolerante, hace concesio­nes.

— Con participación depen­diente y controlada.

— Abre brechas, da algunas oportunidades.

— Dominación consentida. — Mantiene la dependencia. — Trabaja para (pero no con)

Podríamos, para mayor claridad aun, añadir al lado de es­t e esquema las dos formas positivas del poder-servicio: la fra­terna y la pedagógica; pero quedémonos aquí. Nos basta haber prevenido sobre la falsa salida del paternalismo, que es t an to más peligrosa cuanto más se reviste de todos los trazos

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externos e internos del poder-servicio o poder-animación. En verdad, el paternalismo es la imagen pervertida de éste, su simulacro engañador.

El paternalismo padece la "tentación de ser bueno": se considera el salvador de la comunidad, y para eso, se sacri­fica con toda la buena voluntad por los "subditos". Les hace concesiones, dialoga con ellos, les da oportunidades de parti­cipación, etc. Los componentes propios del poder-servicio parecen presentes en su actuación: consigue gozar de cierta fuerza moral sobre los subditos (por su don de liderazgo, por la confianza que le otorgan y por su ejemplo de virtud y sa­crificio); trabaja y se sacrifica en favor de la comunidad; en fin, busca animarla como puede. ¿No es esto el tipo mismo del poder-servicio?

Sí, pero solo en apariencia. Pues todo eso tiene mucho de escenificación y de chantaje psicológico, moral y religioso, en los que el paternalista enreda a sus protegidos y aun a sí mis­mo. En verdad, con todo esto busca, consciente o inconscien­temente, afirmar su poder y mantener la dependencia délos otros.

Y es ese mismo el resultado objetivo y concreto de su actuación. En el fondo, lo que está en el centro de la cuestión es todavía él mismo. No ha habido una descentralización del poder en dirección de la comunidad.

¿No era, acaso, del mismo talante el poder farisaico? ¿No era benevolente, moralmente respetable y sacrificado? Le faltó lo esencial: esa postura agápica, humilde, pobre, heterocentrada, que reconoce al otro como hermano, libre e igual; que busca su promoción y crecimiento y que, por eso y para eso, trabaja más con, de lo que trabajador.

Basta referirse aquí al proceso que el Nuevo Testamento entabla al judaismo farisaico, especialmente en Mt. 23, don­de dice: "Ustedes, en cambio, no se dejen llamar 'Señor mío ' , pues su maestro es uno solo y ustedes todos son hermanos; y no se llamarán 'padre' unos a otros en la tierra, pues su Pa­dre es uno solo, el del cielo; tampoco dejarán que los llamen

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'directores' porque su director es uno solo, el Mesías. El más grande de ustedes sea servidor suyo" (v. 8-11).

Basta también recordar la crítica de S. Pablo al paterna-lismo religioso judío, en su forma farisaica: "Estás convenci­do de ser guía de ciegos, luz de los que viven en tinieblas, educador de ignorantes, maestro de simples. . . Bueno, y en­señando tú a otros ¿no te enseñas nunca a t í mismo?" (Rom. 2,19-21).

Y sí volvemos ahora a nuestra situación concreta, descu­briremos varios contra-tipos de "Superiores". Reunamos los que ya encontramos en el camino y completemos la lista:

1. el Autoritario: el "mandón"; 2. el Buen Administrador: el "eficiente"; 3. el Paternalista: el que "trabaja para"; 4. el Flojo: el que "deja correr las cosas"; 5. el Manipulador: desde arriba ("fantoche"), des­

de fuera ("víctima") y desde abajo ("explotado").

Pero los contra-tipos dominantes parecen realmente ser el Autoritario, el Flojo y el Paternalista, figuras más de­finidas y caracterizadas.

Naturalmente, ninguno de estos contra-tipos llega a la altura del ideal evangélico del poder-servicio ni de las exi­gencias del presente. De hecho, vivimos hoy un tiempo pri­vilegiado (Kairós), un momento histórico rico en posibili­dades. De él está emergiendo una nueva problemática del poder que reclama una nueva figura de la autoridad.

d. Orden jurídico adecuado al poder-servicio

Hemos visto hasta ahora cuál es el evangelio del poder-servicio y en qué consiste, esto es, su contenido concreto. Con las reflexiones hechas, superamos el nivel genérico en que permanecía la mística del poder-servicio, pues consegui­mos detallar una ética concreta para la práctica de este poder-servicio.

Ahora podemos dar un paso más y hablar en directo del poder-servicio, es decir del conjunto de mecanismos legales e institucionales que corresponden al evangelio del poder-servicio.

De hecho, la ética se muestra aquí insuficiente, aunque absolutamente necesaria. Además de personas buenas, tene­mos necesidad de leyes e instituciones buenas. Es importan­te, pues, establecer dispositivos jurídicos é institucionales que impidan el poder-dominación y que favorezcan al poder-servicio. Pues contar solo con el espíritu evangélico de los "Superiores" no garantiza mayor cosa. Es preciso montar expedientes objetivos y transpersonales que, si no producen el poder-servicio que se quiere (no llegan a tanto) , por lo me­nos ayuden a crearlo; que legitimen las varias formas de par­ticipación e invaliden las del arbitrio. Por lo tanto, es preciso, que "el poder para el poder" -como dice Montesquieu- (El Espíritu de las leyes, Libro XI, cap. 4).

La experiencia histórica del uso del poder, tanto en la vida política como en la eclesial y religiosa, hizo surgir una serie de mecanismos, muchos de los cuales ya son reconoci­dos y practicados en la organización de la vida religiosa. He aquí los principales:

1. Sumisión de la autoridad constituida a la soberanía de la ley.

Evangelio, Regla, Constituciones, etc. Fuera de ella una orden pierde toda legitimidad.

2. La selección ¿e las autoridades por las bases.

De esta forma se garantiza la confianza necesaria que la comunidad debe tener en los que la dirigen.

3. Rotatividad de cargos.

Este recurso favorece la renovación del poder e impide su cristalización en las manos de una casta de mandarines. Nótese que este trazo y el anterior distinguen el poder de

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los religiosos del poder jerárquico (y abacial), por razones accidentales, sea dicho de paso.

4. División y repartición de los puestos de responsabilidad.

Este expediente impide la concentración autocrática del poder y favorece su control.

5. Control regular del poder por los hermanos.

Con esto el poder se mantiene despierto y recibe la in­fluencia benéfica de la participación de las bases (en la asam­bleas, etc.).

6. Reconocimiento de movimientos de opinión distintos dentro de la comunidad.

Tal determinación corresponde al derecho de oposición o de organización de contra-poderes (no de anti-poderes). Esto puede "dar trabajo", pero dentro de un pluralismo le­gítimo, favorece la vitalidad y la riqueza de la vida religiosa.

7. Consultas generales para los casos importantes. (Plebis­citos).

De este modo todos deciden lo que compromete a todos y corta el paso a la política del secreto, arma de todo auto­ritarismo.

8. Exclusión por principio de privilegios y signos de honra mundana.

(Ventajas y títulos de prestigio). La asociación onus-honor (cargo-honra) es desautorizada por el Evangelio (Mt. 23,5-11 y Le 17,7-10); y el antipaternalismo irónico de Le. 22,25: los déspotas además "se hacen llamar benefactores". Son legitimas, sin embargo, las precedencias dictadas por la caridad y e! respeto fraternos.

Existen aun otros recursos, tales como la obligatorie­dad de la participación en la elaboración del consenso; el

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derecho de veto por parte de cada hermano, en las cuestio­nes de vital importancia; la existencia de instancias de jui­cio exentas e independientes (tribunales), etc.

e. Conclusión

Es tiempo de terminar. Para resumir y visualizar en conjunto los términos de la nueva problemática autoridad-obediencia, aquí discutida, podríamos trazar el siguiente esquema:

COMUNIDAD: PARTICIPACIÓN GENERAL

OBEDIENCIA DE TODOS A LA AUTORIDAD DE LA I PALABRA

HERMANOS: OBEDIENCIA SUPERIORES: AUTORIDAD DECORRESPONSABILIDAD DE ANIMACIÓN

En el primer nivel, todos gobiernan (auto-gobierno), pues todos son sujetos vivos y responsables de la vida fra­terna, y todos obedecen a la autoridad soberana y última de la Voluntad de Dios, mediada por y en la propia comunidad. En este sentido no hay, de entrada, división de personas en­tre "superiores" y "subditos". Apenas hay diferencia y alte-ridad de momentos, hay tiempo para obedecer y tiempo para mandar, tiempo para decidir y tiempo para ejecutar.

En el segundo nivel, ya se establece una diferencia, pura­mente funcional, entre "superiores" y "subditos". Pero ésta no es rígida. Entre unos y otros tiene vigencia siempre una interrelación que crea cierta coincidencia de acción. No hay tanto dirigentes y dirigidos, sino dirigentes-dirigidos y dirigi­dos-dirigentes. En rigor, nadie es "Superior", sino que ape­nas está de "Superior". Se trata, pues, de un estado pasajero que afecta una función y no de una cualidad permanente que toca el ser. Un "Superior" no es nunca "el Superior" sino el hermano "superior". "Superior" es una función adjetiva de una vocación substantiva.

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Para indicar que la reciprocidad fraterna (participación) es más importante que la diferencia entre dirigente y dirigi­do S. Agustín dice: "Os cuidamos por deber de oficio. Pero queremos también ser cuidados por vosotros.Somos vuestros pastores, pero somos, también, juntamente con vosotros, las ovejas de este pastor-Cristo. Por nuestra situación somos para vosotros doctores, pero, bajo el Maestro, somos, junta­mente con vosotros, discípulos en esta escuela".

Condensamos todo el contenido de autoridad-servicio en el concepto de animación, pues la animación presupone el contenido de los otros dos componentes del servicio: la fuerza moral (del carisma, de la confianza y del ejemplo) y el trabajo (humilde, sacrificado y corresponsable). En verdad, sólo logra animar un "Superior" que tiene "espíri­t u " , es decir, fuerza moral, pues es esto lo que confiere au­toridad interna e interiorizante. Por otro lado, la animación también implica trabajo, trabajo administrativo, sí, pero sobre todo trabajo espiritual: atención, cuidado, sentido común, tacto, etc. Por lo tanto, tenemos la ecuación: auto­ridad = animación.

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5. Respuestas a algunas preguntas:

Primera Pregunta

¿Qué hacer con comunidades inactivas, problemáticas, blo­queadas, que se resisten a la participación y no quieren ser animadas?

Lo que hemos reflexionado representa en verdad el ideal evangélico, que, aunque inalcanzable, como una estrella, orienta la práctica de la autoridad. De ahí las líneas éticas y jurídicas que fueron trazadas.

Con todo, hay que reconocer el peso de los hábitos estructurados en el pasado. La concepción y la práctica de la participación es algo reciente, o mejor, todavía emergen­te . No es extraño que haya incomprensiones y oposiciones.

Por otro lado, el ser humano posee una gran flexibilidad y capacidad de cambiar. Aun siendo viejo, puede nacer de nuevo, corno enseñaba Jesús a Nicodemo (Jn. 3). Hay que co­menzar por creer en la posibilidad de cambio de una comu­nidad. Que haya personas y hasta comunidades particula­res que se obstinen en sus hábitos y se vuelvan cada vez más inflexibles, es cierto. Pero el proceso más amplio de la vida religiosa va en otra dirección, en la que intentamos profun­dizar aquí. Y ésta es infrenable porque es histórica.

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Además, hay una relación directa entre autoritarismo y pasividad. El "Superior" autoritario y el religioso pasivo y, peor aun, servil y adulador, son como uña y carne. El uno busca y crea al otro. Pero a partir del momento en que el "Superior" actúa como animador comprometiendo a los otros en la participación, una comunidad antes pasiva puede comenzar a moverse. El propio ejercicio de la autoridad-ser­vicio es despertador de fuerzas que estaban adormecidas en la comunidad. En esto el "Superior" tiene también un papel pedagógico y, por lo tanto, gradual y paciente. Toma algún t iempo hasta que una comunidad llegue a jugar como se debe el juego de la participación. Es todo un proceso, lento como siempre; pero sería absurdo forzar la participación, pues se volvería a caer en un autoritarismo enmascarado con el pre­texto de "democracia".

En verdad, la situación: superior-animador versus comu­nidad pasiva, es irregular. Lo más común es que haya un pro­ceso colectivo de despertar hacia la participación, tanto por parte de la autoridad (en la forma de animación) como por parte de la base (en la forma de corresponsabilidad), pues el "Superior" se hace animador en la misma medida en que una comunidad se hace corresponsable. Y viceversa: una comu­nidad crece en participación en la medida en que encuentra un "Superior" a la altura, esto es: un animador de la parti­cipación. Esto, normalmente, pues en los casos particula­res, como en los de transferencia, cambio de cargo, etc., se puede verificar una alteración del compás entre animación y participación. Entonces pueden darse situaciones en las que un superior-animador se encuentre de repente al frente de una comunidad pasiva, y viceversa.

De todos modos, por encima de toda teoría o ideal abstrac­to están las personas concretas. Ellas son la gran norma de conducta. Así, entre sacrificar una teoría y sacrificar una persona, la opción evangélica es clara: "No fue el hombre hecho para el sábado, sino el sábado para el hombre" (Me. 3,27).

Pero ¿quién anima al animador? La propia comunidad, en cuanto está llamada a facilitar el trabajo del Superior.

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Esto es lo que está recomendado en 1 Tes. 5,12-13 y Hb. 13,17 (Cf. 1 Cor. 16,18). Se pide comprensión y respeto por el cargo de animación. Pero, yendo más al fondo, debe decir­se que cada uno en la comunidad, siendo miembro vivo y creativo, y en esta medida una especie de "Superior", cada uno debe animar y ayudar al otro (Cf. Ef. 4,32; Col. 3,16). ¿Y por qué no al propio animador?

En fin, el Paráclito es el gran Animador, que consuela y anima a todos, inclusive al hermano animador.

Segunda pregunta.

¿Cómo formar nuestros animadores? En particular, ¿cómo formar a los jóvenes para la obediencia crítica y corresponsable ?

Es un engaño pensar que se pueden crear escuelas o cur­sos de animadores. Rusia tiene sus escuelas especiales para formar los cuadros, y los países capitalistas tienen las uni­versidades para lo mismo. Pero de esas escuelas de líderes solo pueden nacer realmente líderes jerárquicos y burocráti­cos, o sea, dominadores.

Para llegar a ser un buen "Superior" es preciso ante todo una base humana, un carisma humano-espiritual, el liderazgo. Del "Superior" no se exige tanto una formación técnica espe­cífica, cuanto humanidad, buen sentido; en fin, todo lo que da a una persona "autor idad" moral, como dijimos.

Esa autoridad interna, carismática o, en términos profa­nos, esa capacidad de liderazgo, emerge en el prdpio proceso de la vida religiosa. La propia comunidad es escuela de ani­madores. Formar para la participación corresponsable ya es formar para la animación. Por lo tanto, solo puede ser Supe­rior-animador el religioso participante y activo, consciente y responsable.

Se decía en el pasado que solo quien sabe obedecer sabe mandar. Lo mismo se puede decir ahora: sólo quien sabe

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participar sabe animar. Ahí se ve una vez más la correla­ción estrecha que existe entre una cosa y la otra.

Y ¿en cuanto a la formación de los jóvenes?

En primer lugar es importante anotar que un Formador es diferente a un "Superior". Del "Superior" se dice como S. Bernardo: "Eres santo, reza por nosotros. Eres sabio, ensé­ñanos. Eres prudente, gobiérnanos".

Pero del Formador se exige necesariamente cierta com­petencia científico-técnica (psicológica, pedagógica, teoló-gico-espiritual, etc.). De ahí la existencia legítima de institu­ciones para preparar Formad ores.

En cuanto a la formación de los jóvenes para la obedien­cia-corresponsabilidad, es importante decir aquí que es un aprendizaje que se da en el propio proceso de participación creciente en la vida fraterna. En vista de esta participación y a través de ella, los jóvenes tendrán que ejercitarse:

a) En el sacrificio de la voluntad egoísta, aprendiendo a colocar los intereses de la comunidad por encima de sus intereses privados;

b) En la práctica solidaria de la libertad, convenciéndose de lo que decía Catón a César, quien le ofrecía amnistía en una Roma bajo dictadura: "la cuestión no es si Catón puede vi­vir libremente en Roma; la cuestión es si Catón puede vivir libre entre hombres libres";

c) En la vivencia de la obediencia como misterio de Kenosis (Fil. 2).

De manera especial cuando el servicio de mediación de la voluntad de Dios por parte de la autoridad aparece, paradó­jicamente, no como un acierto objetivo sino como una falla eventual. Entonces, la obediencia al "Superior" ha de ser co­mo la de Cristo: sub cruce et contrario;

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d) En la vigilancia contra las tentaciones de ansia de po­der: ambición, vanidad, arrogancia, envidia, hacer carrera. Introduciendo a los jóvenes a una visión realista y crítica del poder y de sus demonios (en la política y en la Iglesia);

e) En el reconocimiento, desde la relación fraterna, del privilegio del otro; haciéndose siervo de los hermanos a través de la libertad y en función de la caridad, etc.

Así se forma al mismo tiempo para la obediencia y para la autoridad evangélica. Con religiosos así, tendremos cierta­mente excelentes "Superiores".

Tercera pregunta.

¿Cómo corromper una autoridad'?

Aquí tenemos un ejercicio de análisis y, al mismo tiempo, de creatividad. A continuación ofrecemos una especie de guía para alcanzar el objetivo propuesto: "corromper la auto­ridad".

1) Sea servil

Preste a su "Superior" una obediencia ciega e incondi­cional. Nunca pregunte la razón de las órdenes. Diga siempre, invariablemente: "Sí, Padre". Dé un apoyo irrestricto y total a todo lo que su "Superior" diga, haga o proponga. No pier­da ocasión para mostrarse extremadamente obsequioso y ser­vicial con él.

Así, no importa que lo llamen cortesano o servil, usted sin duda estará favoreciendo la corrupción de la autoridad.

2) Dé regalos

Nunca se olvide de ofrecer a su "Superior" un regalito interesado. De preferencia un regalo que haga cosquillas a su vanidad o a su tendencia al aburguesamiento: un objeto de lujo, un reglado extranjero, etc.

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Es la manera de asegurarse un trato favorable de parte del Superior, quien en adelante difícilmente le negará nada.

3) Haga favores personales:

No niegue nunca a su "Superior" un favor personal que le pida. Sobre todo cuando involucre a familiares, o se trate de dinero o de cuestiones de amistad. Aproveche especial­mente las ocasiones en que él esté mal, por ejemplo, en una crisis.

De este modo la autoridad se sentirá eternamente en deu­da por el favor que usted le hizo.

4). Adule a la autoridad.

Elogie siempre las palabras y las medidas del "Superior" y dígale solo las cosas que le gusta oír. Déle títulos honorífi­cos que lo envanezcan; "Superior", "Jefe", etc. No le niegue un tratamiento lisonjero, rivalizando con los demás en deta­lles obsequiosos. Justifique y apruebe sus privilegios y mués­trese connivente, aprovechándose de ellos. Y aunque lo lla­men "cepillero", estará aportando una bella contribución a la corrupción de la autoridad.

5) Cuéntele chismes.

Lleve a oídos de su "Superior" lo que sucede entre los hermanos, especialmente lo que tiene que ver con sus vidas privadas: sus problemas personales, familiares, afectivos, cri­sis, etc. Si es posible, como primicia: "El padre ya sabía que fulano. . . ?" "Denuncie especialmente a los críticos y oposi­tores". Aprovéchese de esto sobre todo si usted es un hom­bre de su confianza: amigo, consejero, asesor, etc.

Aunque aparezca como "acusón" "delator" "intrigante" ¿qué importa?!, usted ha contribuido a la corrupción de la autoridad.

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6) Haga caso omiso de todo.

Si la autoridad está yendo por un mal camino y usted se da cuenta, no haga nada. No opine, no critique, no sugiera. Deje simplemente que se queme y se desmoralice. Especial­mente cuando un escándalo compromete al "Superior".

Así permitirá que la infección se extienda y la autoridad caiga podrida.

7) Haga oposición sistemática.

Cambie ahora de estrategia. Ataque todo lo que el "Supe-r io" dice o hace. Enfréntelo públicamente. Destaque sus de­fectos. Desmoralícelo delante de otros. Convenza a todos de que es un incompetente. Frente a sus fracasos diga con ale­gría: ¿"No lo había dicho"?

Podrá estar seguro de que el "Superior" caerá en la tenta­ción de optar por una línea autoritaria y obtendrá la corrup­ción de la autoridad, no por deficiencia, sino por exceso.

Observaciones.

1. Cada una de estas actitudes solo es viciosa por su baja intención y por su exageración. En efecto, ellas son suscepti­bles de una traducción positiva. Por ejemplo: es positiva una obediencia respetuosa, una expresión concreta de amistad, una ayuda personal, un trato cortés, una información objeti­va y serena en cuestiones delicadas, una no cooperación sin­cera por falta de convicción y una crítica fraterna, mirando al bien de todos.

2. Vimos solamente las estrategias o posturas que alguien puede adoptar por su cuenta (consciente o inconscientemen­te) para corromper una autoridad. Pero hay también situa­ciones objetivas que llevan al mismo resultado, tales como: ventajas y privilegios ligados al cargo, la práctica del secreto en torno a lo que interesa a todos, la ausencia o prohibición de la crítica y oposición, etc. Todo esto favorece también la corrupción de la autoridad.

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Cuarta pregunta

¿Cómo debe ser un Superior hoy? ¿Seria posible trazar una especie de "retrato-hablado" del tipo de superior que se necesita?

He aquí un buen ejercicio para concretar de forma ope­rante el perfil del "Superior" hoy. Se trata de hacer una des­cripción de la personalidad de un Superior ideal para nuestros días. . . Enseguida destacaremos algunos aspectos que a nues­tro modo de ver componen el retrato-hablado de un Superior hoy, un retrato reduplicado con su negativo.

1) Sea un hombre sin ambiciones.

No alimente la ambición de poder ni el deseo de mando. Por el contrario continuamente tenga delante de los ojos la convicción de que el poder es siempre un peligro. Interrogúe­se regularmente, con recelo, para ver si quizá no está cedien­do inconscientemente a cualquier forma de dominación,

abierta (autoritarismo) o disfrazada (paternalismo).

Es malo un "Superior" que luchó por el cargo y lo ejer­ce con cierto placer ambiguo e irresponsable. Y, peor todavía, el que busca hacer carrera y quiere ascender de puesto.

2) Sea un hombre sensato y simple.

Sea abordable, de fácil comunicación y asequible. Abierto al diálogo. Dispuesto a oír críticas sobre sus actuaciones y a manifestar en confidencia sus propias dificultades.

Es malo el "Superior" delicado y susceptible. Peor aun cuando es difícil para la convivencia, complicado e intrata­ble.

3) Sea comprensivo y humano.

Especialmente con los que se equivocan. Tenga con ellos "entrañas de misericordia". Reconozca siempre el "privilegio

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del menor", del hermano más lento para acompañar el ritmo de la comunidad, como mandan Mt. 18,10-14 (parábola de la oveja perdida, aplicada a la vivencia comunitaria) y Rom. 14-15 (respeto por los "débiles"). En fin, haga "opción por los pobres" también con respecto a sus hermanos de comuni­dad.

Es un mal "Superior" el que coloca la ley por encima de las personas en actitud perfeccionista y que exige por encima de las propias fuerzas, especialmente a los más débiles.

4) Sea celoso de los valores esenciales de la vida religiosa.

Tenga valentía profética o la "parresía" apostólica de confrontar, en unión con sus hermanos, las exigencias de la propia vocación y misión.

Sea inflexible con la hipocresía, el desprecio a los demás y la intriga. Sea, en una palabra, misericoridioso con las per­sonas, pero riguroso en los grandes principios evangélicos, no temiendo proferir la "última palabra", si es preciso.

No es buen "Superior" el que se contenta con una comu­nidad "sin problemas", olvidado del ideal evangélico de la perfección y del "clamor de los pobres".

5) Trate a todos como iguales.

Iguales a usted y no "subditos". Sea un hermano que está en medio o al frente, pero no encima o fuera de la comuni­dad. Sea como el hermano mayor o el hermano más viejo ("presbítero"). Pero, en el fondo de su corazón, considérese, como el siervo de los hermanos y, por consiguiente, inferior a ellos.

Malo es el "Superior" que trata a los hermanos como inferiores, que se cree más santo que los otros sólo porque ocupa el cargo que tiene; o que hace acepción de hermano con hermano, teniendo como "Superior" otras preferencias distintas de la única legítima: la preferencia por el menor.

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6) Valore la más pequeña chispa de vida.

La figura del siervo, que fue el ideal de Jesús, es también el ideal del cristiano y especialmente del "Superior": "(Mi Siervo) no quebrará la caña rajada ni apagará la mecha hu­meante" (Is. 42 ,3; Cf. Mt. 12,20). Sepa, pues, valorarlo que todavía queda de saludable y bueno en la situación más críti­ca o en la persona más problemática.

Es malo el "Superior" catastrófico, derrotista y pesimis­ta, que quita la alegría de vivir, la voluntad de luchar y la es­peranza de vencer.

7) Guarde siempre la calma y el equilibrio.

"Mi Siervo no disputará ni levantará su voz: nadie oirá su voz en las plazas públicas" (Is. 42,2; Cf. Mt. 12,9) sea, pues, sereno y pacífico; un hombre magnánimo, tal como lo describe Santo Tomás siguiendo a Aristóteles (II-IL 9.129): "sepa sopesar las cosas; tenga sentido de las medidas y de las proporciones, dando a cada cosa su valor; distinga lo esencial de lo secundario; sea "calmado en el andar, grave en el con­versar y estable en la locución" (Aristóteles).

No es buen "Superior" una persona nerviosa, precipita­da, afanada, que grita a todo el mundo por cualquier cosa; que pierde el tiempo en pequeneces, "colocando mosquitos y tragando camellos".

8). Sirva con alegría.

Sea una persona de buen humor. Diligente para traba­jar, sin complicaciones y alegre en el servicio que presta.

Es malo el "Superior" que vive quejándose en su tra­bajo y de los "problemas" que encuentra; que se hace la víc­tima para atraer la conmiseración de los demás.

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9) Manténgase incorruptible.

Permanezca firme y con altura ante cualquier tentativa de conquistarlo y corromper su autoridad, mediante servi­lismo, regalos, favores, adulaciones y chismes.

Es malo el "Superior" corrupto, vendido, dependiente o fantoche.

10) Sea hijo de su tiempo.

Acompañe la historia. Manténgase dentro de los aconte­cimientos. Tenga, al menos, un mínimo de contacto con la condición de los pobres, y traiga a la comunidad toda esta realidad viva como desafíos a la vocación religiosa: en las con­versaciones, en la oración, en las reuniones.

No es bueno el "Superior" alienado, retrógrado, que vive fuera del tiempo con relación a sus hermanos.

Post scriptum necesario.

La costumbre, el lenguaje y la economía de la expresión me impidieron referirme explícita y directamente a la mujer religiosa, expresándome siempre en un vocabulario masculi­no y hasta machista: hombres, religiosos, superiores, herma­nos. Espero que las hermanas y compañeras, de vida religiosa me disculpen, teniendo en cuenta que mi intención era dis­tinta pero no logró superar el nivel del lenguaje.

Rio Branco Acre, 23 de septiembre de 1983.

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La Conferencia de Religiosos del Brasil (CRB) fue funda­da de hecho y de derecho el día 11 de febrero de 1954, du­rante el I Congreso Nacional de Religiosos en la ciudad de Rio de Janeiro. Jurídicamente, es una sociedad civil, de dere­cho privado, apolítica y sin fines lucrativos. Tiene como objetivos estatutarios, la PROMOCIÓN Y ANIMACIÓN de la Vida Religiosa y la coordinación de las actividades orde­nadas al mejor logro de este objetivo. La CRB se ha revelado en estos seis lustros de historia como un espacio de luz, de libertad, y de aprendizaje. Un lugar donde se cultiva la unidad en la pluralidad, respetando profundamente las diferentes formas de vivir y de realizar los mismos valores evangélicos de siempre. Un escenario muy especial, en donde se gesta el futuro a la luz y al calor de Dios, en medio de la vertiginosa rapidez de los cambios del momento. La CRB expresa, como capacidad de iniciativa en su contexto institucional y teoló­gico, el liderazgo del pensamiento y de los anhelos de los reli­giosos y religiosas que viven y trabajan en la Iglesia del Bra-siL

(P. Marcos de Lima, SDB)

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