Viacrucis de La Resurreccion Boff Leonardo

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Leonardo Boff VIACRUCIS DE LA RESURRECCIÓN

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Leonardo Boff

VIACRUCIS DE LA

RESURRECCIÓN

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LEONARDO BOFF

VIACRUCIS DÉLA

RESURRECCIÓN

La pasión, la muerte y la resurrección

en la vida de cada persona

EDICIONES PAULINAS

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Titulo original: Via-Sacra da ResurreifSo © Editora VOZES, Petrópolis, RJ, Brasil, 1983 Traducción: María Antonieta Villegas Dibujo de carátula: Nelson Porto

Tercera Edición

ISBN 958-607-265-7

© EDICIONES PAULINAS 1988 Calle 170 N° 23-31 - Apdo. Aéreo 100383

Bogotá, D.E. - Colombia

LA ESTRUCTURA PASCUAL DE LA EXISTENCIA HUMANA

La pasión, la muerte y la resurrección en la vida de cada persona

La primera palabra de Cristo no es cruz ni la última es muerte. La primera es alegría y la última es vida. Comienza por anunciar la alegría de una buena noticia —evangelio—, la liberación plena del ser humano. Con actitudes y prácticas presenta en su mensaje el Reino de Dios. Es como una fiesta de matrimonio o la alegría de una gran cena.

¿Por qué esta alegría? Porque los seculares ene­migos de la humanidad de Jesús comienzan a ser vencidos: las enfermedades, los pecados, la muerte. El emerge como el más fuerte que vence al fuerte. Manifiesta la irrupción del Reino en los que están más distantes de Dios, los pecadores, los pobres, los humillados y ofendidos.

Cristo hace una experiencia profundamente pla­centera de Dios. El es Padre de infinita bondad que ama a los ingratos y a los malos. Tiene predilección por los pequeños. Es el Dios de los pecadores, del hijo pródigo, de la oveja perdida, del publicano, del gentil, de la mujer adúltera. Los primeros destinata­rios del Reino del Padre son los pobres, aquellos que no cuentan porque son poca cosa social y religiosa-

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mente. A éstos proclama la alegría: "bienaventura­dos los pobres, porque de ellos es el Reino de Dios".

Esta experiencia del Dios bondad y misericordia, torna a Jesús bondadoso y misericordioso frente a todos, especialmente a los estigmatizados por el su­frimiento y la necesidad. La pasión por el Padre alimentaba la pasión por los hombres. Jesús dice: "¡Sed misericordiosos como el Padre es misericor­dioso"! ¡Sed perfectos como el Padre celestial es perfecto! El se comporta como el Padre.

Ante esta invitación de Jesús nos descubrimos imperfectos y lejos del Reino del Padre. Necesitamos convertirnos. Sin un cambio en el modo de pensar y de obrar no se inaugura el Reino ni en nuestro corazón ni en el corazón del mundo. La misericordia y la bondad para con todos, particularmente para con lo¡¡ últimos, libera de las cruces de la vida y hace ligero el fardo de la vida. El evangelio del Reino de Dios es buena noticia porque causa alegría. Y causa alegría porque, mediante la conversión, la realidad de ruin se hace buena; el hombre que odia se vuelve compasivo; de cerrado sobre sí mismo se abre amorosamente a los demás. Entonces comienza a ser verdad histórica el hecho de que somos hermanos unos de otros y, realmente, hijos del Padre. Entonces comienza el Reino del Padre a fermentar en nuestro medio.

El mensaje central de Jesús no consiste en predi­car la cruz, ni en crear cruces, ni en legitimar las cruces que unos imponen sobre los hombros de los otros, sino en gestar una forma de vida que evite la creación de cruces para los demás, que libera a los crucificados y confiere un sentido humano y divino para las cruces inevitables de nuestra existencia fi­nita y mortal.

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La pascua de Jesús: por la muerte a la resurrección

Conocemos el drama que abarcó la vida de Je­sús. Su propuesta del Reino fue rechazada. Encon­tró la dureza de corazón. El judaismo, en particular el fariseísmo, se encerró en sus creencias, en sus tradiciones, en su dogmática, en su imagen de Dios y condenó a Jesús como blasfemo, mesías ficticio y falso profeta.

La condenación a muerte de Jesús fue conse­cuencia de su vida y de sus obras de misericordia. Estas escandalizaron a los piadosos del templo. Para ellos, Jesús había ido demasiado lejos. Intentaron encuadrarlo dentro de los cánones del tiempo; des­pués, procuraron reducirlo al silencio; en seguida lo enemistaron con el pueblo y con las autoridades romanas; lo expulsaron de la sinagoga, excomulgán­dolo; lo difamaron acusándolo de poseído del demo­nio, de hereje, samaritano, comilón y bebedor y amigo de gente de mala clase; lo amenazaron de muerte haciéndolo ir al exilio; finalmente, decidie­ron matarlo, aprisionándolo, torturándolo, some­tiéndolo a juicio y crucificándolo en el Calvario. La muerte de Jesús en la cruz no fue para ellos sino un crimen más.

¿Cómo reacciona Cristo, hombre lleno de ter­nura y misericordia? San Marcos nos dice que se entristeció profundamente por la dureza de corazón (3,5). Se produjo un desgarramiento en el interior de su alma. El no deja de amar, de anunciar la alegría del Reino que nace de la conversión, de creer que el Padre amoroso es también el Padre de los que lo rechazan.

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Su amor para los enemigos se "manifiesta como denuncia profética de la dureza de corazón que los imposibilita para acoger el Reino. La ira santa de los "ay de vosotros escribas y fariseos" no es expresión de rechazo de las personas, sino de sus mentalidades; es una forma de amor que alerta y previene contra el desastre que produce la dureza de corazón.

Su amor para con los enemigos se manifiesta también en el sacrificio y el ofrecimiento del perdón. No deja que el odio tenga la última palabra, sino el amor, aunque sufrido y doliente. Decide no echar pie atrás, no desistir, ni huir sino ofrecer su vida y sacrificarse.

En esta situación no hay otro camino para Jesús sino el martirio. Mantiene su fidelidad a Dios y a su proyecto del Reino del Padre. En estas condiciones, Jesús debía morir realmente si quería permanecer fiel. La muerte no se presenta entonces como castigo sino como expresión de libertad. Es donación, sacri­ficio libremente asumido.

Esta actitud sacrificial no fue difícil para Jesús. El tuvo que atravesar una profunda crisis. Tuvo que asimilar el trauma del rechazo y de la muerte hasta abrazarla con plena decisión de su libertad. A El también le parecía la cruz una ignominia y maldi­ción, pues era el castigo para los falsos profetas.

Siente la tentación del poder: invocar las legiones celestiales y derrotar a los enemigos. Subyugaría a los hombres pero no los conquistaría; el Reino no sería inaugurado, porque éste viene únicamente con la libertad y no por la imposición de la violencia.

Siente la tentación de la soledad: "muerto de tristeza", pide a los apóstoles: "quedaos aquí con­migo y vigilad". Tuvo que orar solo y enfrentarse, desamparado, con el espectro de la muerte violenta.

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Siente la tentación de la infidelidad: "Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz". Como dice la epís­tola a los Hebreos: entre clamores y lágrimas dirigió preces y súplicas y en el sufrimiento aprendió a obedecer, es decir, a ser fiel (5, 7-9).

Finalmente, siente la terrible tentación de la des­esperanza. En lo alto de la cruz grita al cielo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Y la experiencia del infierno, de la ausencia de Dios, de la súplica sin respuesta.

Supera todas las tentaciones en una entrega to­tal, en un vacío pleno: "¡Hágase tu voluntad!" "¡Pa­dre, en tus manos entrego mi espíritu!".

La muerte y la crisis de la muerte fue el precio de la fidelidad a su verdad. No permitió que la muerte fuese señora de la vida e impusiese sus normas. La vida en la tierra no es el supremo valor. Hay cosas por las cuales vale la pena entregar la vida. Morir así es un valor supremo. Hay una vida que no puede ser absorbida por la muerte; aquella que acepta morir por Dios, por los demás y por la causa de la justicia de los humildes.

La resurrección revela todo el vigor de esta vida sacrificada. Ella no fue vencida; fue introducida en la suprema plenitud de la vida divina. La resurrec­ción representa la realización de lo que el Reino de Dios significa. El proyecto de Jesús no fracasó ni permaneció como mera promesa y profecía: se rea­lizó en el crucificado. Por eso ahora es el Viviente, el que tiene las llaves de la muerte y del infierno (Ap 1, 18). Con otras palabras, Cristo aparece como el vencedor de la muerte; lejos de exaltar la cruz y el sufrimiento, vino a destruir su imperio. Si Cristo murió y resucitó fue para ser señor tanto de los vivos

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como de los muertos (Rm 14, 9). La redención de Cristo es una victoria y restablece el señorío de Dios sobre su creación dominada por fuerzas siniestras. No es, en primer lugar, una expiación, un rescate o una reparación. Es una liberación de la muerte hacia el reino de la vida y de la libertad.

El paradigma Jesucristo muerto y resucitado

Tanto la muerte como la resurrección de Jesús están ligadas a su vida. La muerte fue la consecuen­cia de la oposición que su vida y sus obras provoca­ron. La resurrección es el triunfo de la vida de Jesús; aquella vida de entera donación y servicio, aquella vida de intimidad con el Padre hasta el punto de identificarse con El no podía acabar en la cruz. Era más poderosa que la muerte. Atravesó el muro de la muerte y manifestó su potencia por medio de la resurrección.

Pasión (crisis), muerte y resurrección constitu­yen una unidad y un mismo misterio pascual. Se trata de momentos de un único proceso, polos de una misma estructura. Romper esta unidad implica perder la novedad de Jesucristo.

Si sólo anunciamos la cruz sin la resurrección, acabaremos por magnificar el dolor y dejaremos las lágrimas sin consuelo. Si predicamos la resurrección sin la cruz, caeremos en una ideología exaltadora de la vida, indiferentes a los que sufren y a los asesina­dos. Proclamamos la unidad del misterio pascual: aquel que fue rechazado y crucificado, es el mismo exaltado y resucitado. La resurrección sólo tiene

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sentido en el telón de fondo de la lucha de Jesús en favor de la vida y del Dios vivo. A su vez, la muerte de cruz sólo se comprende como condenación por parte de los que se opusieron al proyecto de la vida del Reino. El misterio pascual de Jesús demuestra la trayectoria del triunfo: propuesta del Reino, exigen­cia de conversión, rechazo por parte de los judíos, crisis por parte de Jesús, crucifixión por los judíos, resurrección de Jesús por Dios.

En la actual situación de pecado, el Reino sola­mente viene por la conversión o por el martirio. Tanto la conversión como el martirio, exigidos por la vida nueva, implican ruptura y sufrimiento. Es el precio de la plena liberación. La cruz no puede significar la legitimación del sufrimiento sino un volverse contra él. A partir del misterio pascual de Jesús, el cristianismo solamente habla del sufri­miento partiendo de su superación por la resurrec­ción. No nos encontramos ya en la situación de Job rebelde sin respuestas para tantas preguntas nacidas del dolor. Hay una respuesta definitiva: a partir de la victoria sobre la muerte, podemos acoger serenos y resignados la muerte, porque ella dejó de ser el fantasma que nos amedrentaba. La muerte es el paso hacia el Padre. Es el momento de la pascua, es decir, pasaje oscuro que guarda en su seno el sol. Ella engendra el sol con todo su esplendor. A partir del brillo solar, las tinieblas tienen su sentido y dejan de ser totalmente absurdas.

La historia de Jesús sirve de paradigma a la historia universal en su marcha hacia el Reino eterno. No camina rectilíneamente hacia su fin bueno. Avanza entre crisis y enfrentamientos. El Reino del no-hombre se organiza en su rechazo y su

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oposición al Reino de Dios. Se construye contra el Anti-Reino. La justicia de Dios abre camino entre los antojos de la represión. La liberación se hace superando opresiones. En todo ello ocurren conflic­tos, desgarramientos, sacrificios sin cuento y marti­rios. El sufrimiento, asumido en la lucha contra el sufrimiento y en la perspectiva de su superación, es digno y dignificante.

La historia en clave con el misterio pascual, se urde por la lucha de Cristo con el Anticristo. El arribo feliz y el nacimiento del nuevo cielo y de la nueva tierra, pasan por los dolores del parto cós­mico por el cual la creación entera, finalmente, será acrisolada. Esta consideración nos libra de todo evolucionismo ingenuo. Todo lleva a creer que, en el campo de la historia, cizaña y trigo crecerán siempre juntos hasta el embate final cuando se dará la sínte­sis definitiva. La resurrección habrá triunfado para siempre sobre la muerte. Y llegará el reino de h paz y de la libertad de los hijos de Dios.

Pasión-muerte-resurrección en la vida de cada persona

Cada existencia humana viene estructurada por el dinamismo pascual. Todo tiene su precio. La vida nunca aparece terminada. Es una tarea que debe realizarse cada día. Obstáculos que deben superarse. Deseos frustrados. Cada uno tiene que aprender a renunciar y a aceptar, abriendo camino hacia ascen­siones humanizadoras. Muchas veces comprobamos que hay dimensiones del mundo y de nuestro propio corazón que solamente se revelan y nos enriquecen

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cuando el sufrimiento nos penetra como una espada y las crisis nos liberan de tantas trabas acumuladas.

Las crisis pertenecen a la estructura de la vida en continuo crecimiento. Significan una oportunidad de penetración en un horizonte nuevo. Un bienestar existencial que había construido penosamente, co­mienza a desvanecerse; no consigue conferir sentido a las experiencias nuevas que nos sobrevienen. Las estrellas indicadoras de nuestro camino se oscure­cen. Comenzamos a entrar en crisis; nos sentimos amenazados y desorientados; un sufrimiento se­creto, amargura, desesperanza, atormentan el cora­zón. Pero se ofrece una oportunidad de acrisola­miento de la vida; sólo resta lo que realmente cuenta, la médula, las intuiciones fundamentales. La deci­sión abre un nuevo espacio y crea una síntesis vital capaz de animar la existencia. Fue una experiencia de pasión, de muerte y de resurrección.

La trayectoria humana viene marcada por esta estructura pascual. Especialmente la existencia cris­tiana que procede del encuentro con Dios. Nos des­cubrimos dentro de la gratuidad de la vida, sopor­tada y atravesada por un sentido que no hemos creado; es la experiencia de la gracia de Dios. Pero luego nos encontramos pecadores y traidores; nos aferramos a nosotros mismos. Nos sentimos incapa­ces de darnos a los demás; sutilmente introducimos malicia en casi todos nuestros gestos. Nos condena­mos a nosotros mismos. Pero en el momento en que somos sinceros para con nosotros acogemos al Adán pecador que está en nosotros, escuchamos el men­saje de Jesús libertador: "¡Hijo mío, ve en paz, tus pecados te son perdonados!". Resucitamos a un nuevo comienzo y volvemos a saborear la gratuidad

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del ser. Nuevamente nos descubrimos decadentes. Experimentamos la muerte en nosotros. Al entre­garnos confiados en los brazos del Padre de infinita ternura, resucitamos de nuevo a su amistad y al gusto de existir. En la experiencia del infierno, del purgatorio y del cielo, sufriendo, muriendo y resuci­tando, vamos construyendo nuestro encuentro con Dios.

En todo proceso de verdadera liberación hace­mos la misma experiencia pascual. La búsqueda de una mayor justicia para todos tiene que enfrentar la detracción, la persecución, la tortura y, muchas ve­ces, la muerte violenta. Los sistemas se cierran, sus agentes se muestran represivos y eliminan a los pro­fetas y a los que buscan la liberación de los oprimi­dos. Así como la redención de Cristo no se hizo sin sangre, tampoco la liberación de los oprimidos no se hará siri martirio. Pero estas muertes engendran la victoria infalible de la libertad.

Como decían los antiguos cristianos: "más vale la gloria de una muerte violenta que el gozo de una libertad maldita". El mártir por la causa de la liber­tad que elige morir libremente, responde a la situa­ción opresora, se hace sacramento de una vida cuya dignidad es más consciente para todos los represo­res. El camino de la cruz sólo aparentemente des­truye al hombre; en realidad lo dignifica y enno­blece; a la luz del misterio pascual de Jesús sabemos que la cruz engendra la resurrección y con ella la victoria plena de la vida y la libertad.

Cada existencia humana por más humilde que sea, está bajo el signo pascual. También ella está llamada a crecer, desarrollarse y madurar ante Dios y ante los hombres. En este proceso experimenta las

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espinas de la crisis, atraviesa noches oscuras y tene­brosas para poder irrumpir en el grato horizonte de luz que ilumina los rincones de nuestra morada.

Quien valerosamente acepta todo, continúa cre­yendo y tenazmente alimenta la lumbre de la espe­ranza, encontrará razones para vivir y sabrá tam­bién por qué morir. En él la vida es más fuerte que la muerte porque la atravesó y ya la dejó atrás.

Nuestro viacrucis guarda una estructura pas­cual. En cada estación se da, en miniatura, la muerte y la resurrección. Así la Vía Sacra de Cristo concreta el paradigma de toda existencia humana en el ca­mino de su personalización.

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+ PRIMERA ESTACIÓN

JESÚS ES CONDENADO A MUERTE

Ellos gritaban: ¡Fuera, fuera! ¡Crucifícalo...! Entonces Pilotos les entregó a Jesús para que lo crucificaran. (Jn 19, 15-16)

Si nuestra conciencia no nos condena, nadie en el cielo y en la tierra nos conde­nará.

Jesús es traicioneramente aprisionado, sometido a riguroso interrogatorio, bárbaramente torturado, hecho rey de burla, coronado de espinas y, final­mente, condenado a muerte de cruz.

En El no había pecado ni en su boca se encontró mentira alguna. Fue valiente. No dice: Yo soy la tradición, sino: Yo soy la verdad. En nombre de la verdad contradice tradiciones que deshumanizaban a los hombres e impedían tener misericordia para con los demás.

En el sufrimiento y en la condenación se muestra la fuerza de la verdad. Ella no necesita ser procla­mada ante los jueces. Por eso Jesús calla. La sereni­dad es la fuerza de su resistencia que por sí misma habla de la verdad.

Ultrajado, no replica con injurias. Atormentado, no amenaza. Se entrega al Padre que juzga con justicia.

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Condenar a alguien siempre es asesinarlo simbó­licamente. Es el momento de la muerte. No oponer condenación a condenación, no regirse por el princi­pio de la venganza sino de la misericordia y del perdón y hacerse inalcanzable por el odio que con­dena. Es el momento de la resurrección.

Podrán levantarse contra nosotros miles de ma­nos señalándonos, condenándonos, destruyendo

i nuestra honra, desfigurando nuestras intenciones, anulando nuestras prácticas, pero si nuestra con­ciencia no nos condena, nadie nos condenará.

Hay mil formas de condenación: condenados por enfermedad mortal, condenados por soledad interior y exterior, condenados por amargura, con­denados y aprisionados tras las rejas de nuestra propia ignorancia, condenados por la desesperanza, por la injusticia que hace sangrar el corazón. Pero si nuestra conciencia no nos condena, nadie en el cielo ni en la' tierra nos condenará.

Pero si nuestra conciencia nos condena, si nos acompaña a donde vamos y condena nuestro egoísmo, nuestra insensibilidad, el atropello a la dignidad ajena, entonces sí somos condenados. Es la crisis que puede purificarnos.

Si creemos que el inocente Jesús nos amó, aceptó la condenación pensando en nosotros y por nosotros se entregó; si creemos verdaderamente, entonces desde el fondo del infierno emerge un principio de vida, algo de resurrección. Transforma las cadenas en lazos de fraternidad. Rompe el capullo que sepul­taba la crisálida y la mariposa. El libelo de condena­ción se transfigura en la buena nueva de misericor­dia.

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SEGUNDA ESTACIÓN

JESÚS TOMA LA CRUZ SOBRE SUS HOMBROS

Si alguno quiere venir en pos de mí renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame. (Mt 16, 24)

Importa no dejar que la cruz nos crucifi­que la vida. Todo depende de nuestra actitud, al hacerla instrumento de libera­ción.

Colocaron una pesada cruz sobre los hombros de Jesús. La cruz es expresión de condenación de parte de los hombres. Era el suplicio más bárbaro y afrentoso de la antigüedad, aplicado a los esclavos y a los subversivos. La cruz es también el símbolo religioso de condenación de parte de Dios. Ella ma­nifestaba claramente que el profeta era falso y lo piadoso un engaño. Por eso se decía en las Escritu­ras: "Maldito el que muere en la cruz". Esta fue la maldición que los enemigos quisieron imponer a Jesús.

Los hombres pueden manejar los símbolos de la condenación, pero Jesús tiene la fuerza de transfor­mar el significado de esos símbolos. Rechazado, no rechaza, perdona. Condenado no condena, asume libremente. La cruz deja de ser símbolo de condena­ción y se hace expresión de redención, de amor que se sacrifica.

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Por eso Jesús no deja que le impongan la cruz. Se anticipa a tomarla, la abraza y la carga no como un condenado sino como quien es libre. ¿Quién puede ser tan libre sino el hijo de la resurrección?

Cada uno tiene su cruz. A los hijos de Adán no les es dado construir una isla totalmente redimida, libre de toda pena. Ese es el Reino de Dios, promesa y profecía para los justos al término de la vida y de la historia.

Muchas veces somos cruz para nosotros mismos y debemos llevarnos y soportarnos con la inmensa carga de fragilidad, mezquindad y estrechez de corazón.

Otras veces estamos obligados a llevar la cruz del mundo que no amamos, de situaciones que abomi­namos, de ideas y valores que rechazamos. No pode­mos huir porque no hay hacia dónde.

Casi siempre nuestro trabajo es nuestra cruz dia­ria, monótona, anónima, persistente. Puede acor­tarnos la vida porque ños debilita el ánimo y deja el sentimiento de impotencia.

Pero todo puede cambiar. Escuchemos la voz del Maestro: "Toma tu cruz y sigúeme". Importa no dejar que la cruz crucifique nuestra vida.

Siempre que abrazamos la cruz con valor, somos premiados con la verdad que se oculta en la cruz. Ella puede ser instrumento de redención y de digni­dad. La paloma de la paz que nace misteriosamente en el dolor que aceptamos, penetra en nuestra casa y la ilumina. Tiene sentido cargar cada día la cruz, libremente, varonilmente. Ella nos devuelve el gusto por la vida porque la redime. Todo depende de cómo se asume uno a sí mismo, cómo acoge al otro y lo abraza con determinación.

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+ TERCERA ESTACIÓN

JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ

El discípulo no es más que su maestro. Bástale al discípulo ser como su maestro. (Mt 10, 24-25)

Sólo hay una tragedia real en el ser hu­mano: permanecer en el pecado, recha­zar la voz de la conciencia, rechazar al hermano y la transformación de Dios en un ídolo.

La cruz es pesada y las fuerzas son pocas. Jesús tropieza, se tambalea y cae pesadamente bajo la cruz. Las heridas se abren y la sangre corre.

Las sagradas Escrituras nos recuerdan: "Cristo se hizo en todo semejante a sus hermanos. Experi­mentó todas sus limitaciones, menos el pecado". Por eso tuvo que aceptar el límite de las fuerzas y cono­cer el polvo de la tierra. La experiencia del límite engendra el sentimiento de opresión y alienta las ansias de liberación.

Jesús perdió el equilibrio pero no la perspectiva. Erró el paso pero no el camino, k causa de ello, se levanta. Reasume la cruz con el valor y humildad que la caída le enseñó.

Todo ser humano es frágil. Hechos de barro, frecuentemente nos encontramos en el polvo del camino. En él hay celadas que nos hacen caer. Miles

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de veces caemos y fracasamos en nuestros mejores ideales, aquellos que suscitaron en nosotros la espe­ranza y el valor para enfrentar los embates de la vida. Fracasamos y caemos en el amor que sostiene nuestra existencia; cortamos los lazos, nos aislamos y exageramos nuestro propio yo.

Toda caída es un drama porque humilla nuestras pretensiones, pero no es necesario transformarla en tragedia. Siempre podemos rehacer la jornada de la vida.

Pero hay una caída que es la única tragedia real del ser humano: la caída en el pecado. Rechazamos la voz de la conciencia, no escuchamos el llamamien­to del hermano y dejamos que Dios se transforme en una mera palabra que pronunciamos sin emoción.

El pecado llega hasta la savia del árbol de la vida porque envenena las raíces. Significa un corte en el tronco el cual impide la circulación de la fuerza vital. Deja abierta la llaga sangrando y consumiendo la vida.

Pero si alguien estando en tierra, tocando el polvo no se desespera, abre el corazón al anuncio del perdón, se decide a retomar el camino, escuchará la palabra verdaderamente liberadora: "Tus pecados te son perdonados. ¡Levántate y anda!".

Esa persona tiene fuerzas para retomar la cruz y llevarla con buena voluntad. Entonces en verdad se hace nuevo el mensaje del Ángel de la Navidad: "¡Paz en la tierra a los hombres de buena volun­tad!".

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+ CUARTA ESTACIÓN

JESÚS ENCUENTRA A SU AFLIGIDA MADRE

Acordaos, Señor, que me presenté ante Vos para interceder por ellos y apartar de ellos vuestra cólera (Jr 18, 20}

Dios se revela como Madre de infinita ternura que nos toma en sus brazos, nos acoge en su seno, enjuga nuestras lágri­mas y nos consuela en la desolación. María es este rostro materno de Dios.

A pesar de estar rodeado de esbirros y curiosos Jesús está totalmente solo. Los amigos huyeron y los apóstoles lo traicionaron. Por entre el polvo del camino asoma la figura de su madre amantísima. Las miradas se cruzan y el mensaje va directamente al corazón. Cada uno tiene su palabra profética: "Oh, vosotros los que pasáis porel camino, ¡mirad si hay dolor semejante a mi dolor!".

Todo puede fallar menos el amor de la madre. María tiene el corazón herido y sangrando, pero siempre fuerte para amar. Este es mayor que la muerte y tiende un puente donde el abismo parece vencer y separar a los hombres de toda comunión.

El amor no necesita palabras, está libre del espa­cio y del tiempo. Por el amor, siente el corazón cómo

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palpita otro corazón. La unión de Jesús y de María es más profunda que nunca. Ella fue signada en el dolor. Ambos están bajo el arco iris del amor del Padre. El dolor que desgarra es el lazo más íntimo entre madre e hijo y aceptado por ellos como sacrifi­cio y comunión con todos los que tienen desgarrado el corazón. La sangre no corre en vano. Establece una secreta solidaridad con todos los que sufren. Esta comunión alivia y redime.

Jesús sufre por el dolor de su madre, pero prosi­gue fortalecido; no está solo. Lo acompaña el amor de su madre.

Dios es Padre de ilimitada bondad, pero se ha revelado también como Madre de infinita ternura que nos toma en sus brazos, nos acoge en su seno, enjuga nuestras lágrimas y nos consuela en nuestra desolación.

María es madre de Jesús, nuestra madre, madre de Dios y madre de los hijos de Dios. Ella perfec­ciona los trazos femeninos y maternales de la gesta salvadora de Dios. Así como se identificó con el Hijo Jesús en la pasión, así también acompaña nuestro viacrucis.

Ella nos libra de nuestro camino, nos da valor. Sostiene nuestra perseverancia. Suplica incesante­mente pidiendo nuestra fidelidad en el seguimiento de su Hijo y hermano nuestro, Jesús.

María no es indiferente a la pasión de sus hijos. Continúa levantando su voz profética como otrora en su cántico de liberación, el Magníficat: "El Señor, demostrando el poder de su brazo, dispersa a los soberbios, derriba a los poderosos de sus tronos y enaltece a los humildes. Sacia de bienes a los ham­brientos y a los ricos los despide vacíos",

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En la búsqueda de los bienes de la vida sabe que hay cruces y muchas estaciones de sufrimiento. Pero vale la pena de pagar su precio. Cargando la cruz con sentido ella es fuente de liberación y puerta de entrada al Reino de Dios.

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+ QUINTA ESTACIÓN

SIMÓN CIRINEO AYUDA A JESÚS A LLEVAR LA CRUZ

¿Sabéis cuál es el ayuno que yo estimo? dice el Señor Dios: desatar a los otros del yugo, librar a los oprimidos y quebrantar toda dominación. (Is 58, 6)

¿Qué sería del vivir si no fuese un convi­vir y un compartir en la dulzura y en el dolor? ¡Necesitamos tan poco para ali­viar el peso de la cruz! Una señal, una palabra...

Jesús casi sucumbe por la pérdida de sangre. La cruz le pesa demasiado. En este momento crítico, alguien acude. Es Simón Cirineo, un rudo campe­sino que pasa por el camino, ajeno al drama de Jesús de Nazaret. Los soldados lo detienen y lo obligan a cargar la cruz. Se hizo solidario en el esfuerzo y en la pena.

El pecado jamás consigue plenamente su intento: sepultar la persona en su propio egoísmo y apagar las llamas que arden en su corazón. Por grandes que sean las opresiones, siempre hay un rincón de liber­tad indomable. Por más densas que sean las tinie­blas, siempre brilla una lucecita en el fondo de l espíritu. Es la presencia indestructible y victoriosa

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de Dios haciéndonos constantemente a su imagen y semejanza.

De repente, esta lucecita irradia y la llama puede, por un momento, incendiar el corazón. Alguien hace un gesto sorprendente de solidaridad, uno lejano se transforma en próximo y un extraño se convierte en buen samaritano.

Poco importa la motivación, la ideología y la religión. Lo más importante sucede: la acción que ayuda y el gesto que libera. He ahí la lección per­manente de Simón Cirineo.

La vida humana encierra la alegría de ser y mo­mentos de gratificación por el trabajo realizado. Pero también conoce el desamparo, sufre con la soledad y amarga muchos días con el cansancio y la indiferencia.

La cruz de la vida se hace tanto más pesada cuanto más solitaria. ¡Y necesitamos tan poco para aliviarla! Basta que alguien se aproxime y esté a nuestro lado. Son suficientes pocas palabras, un susurro, una mano en el hombro. A veces, un simple sentarse junto al otro, beber del mismo vaso y he aquí que se rehace el tejido roto de nuestra existencia.

¿Qué sería del vivir si no fuese un convivir y un compartir en la dulzura y en el dolor? Un Simón Cirineo en nuestra vía dolorosa la transforma en personalizadora. El sufrimiento deja de ser absur­do y desgarrador. Propicia la comunión de los que sufren, libera las energías del corazón para perseve­rar en el amor y perdonar.

Siempre que un hermano ayuda a otro se cons­truye el eslabón finísimo de la fraternidad. Más

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todavía: se garantiza un encuentro con Dios, en­cuentro que realiza la promesa de Jesús: "En verdad os digo: siempre que lo hicisteis a uno de mis herma­nos pequeñitos, a mí lo hicisteis".

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SEXTA ESTACIÓN

VERÓNICA ENJUGA EL ROSTRO DE JESÚS

Tan desfigurado estaba su rostro que no parecía rostro humano... la escoria de la humanidad. (Is 52,14; 53,3)

Negarse a los rostros desfigurados que nos representan al Siervo sufriente Jesu­cristo, significa hacer blasfemas nues­tras oraciones e idolatría nuestro culto.

La pasión suscita en espíritus atentos otra pa­sión. Verónica irrumpe de entre la multitud y enjuga el rostro de Jesús cubierto de salivas, sudor y sangre. En su velo quedó estampada la faz dolorida del Señor.

Los hombres piadosos siempre han suplicado: "¡Señor, muéstranos tu rostro!". Dios atendió la súplica inmemorial: En el rostro ensangrentado de Jesús se revela el rostro de Dios.

Dios no quiso revelar su rostro de Señor omni­potente, creador de cielos y tierra. No mostró la faz de Juez justo, santo y terrible. Quiso manifestar su rostro de Siervo que sufre. Sólo así podía patentizar la radicalidad de su amor.

El amor de Dios, mediante Jesiís fue tan grande que se identificó con los que sufren más desgarra­mientos. Se dejó desfigurar, destruir toda gracia y

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belleza, reducir a escoria de la humanidad. Tomó sobre sí nuestras penas y cargó nuestros dolores.

Este es el rostro de Dios, de Jesucristo, por el cual quiere ser reconocido, amado y servido. Ante esta faz doliente, ¿puede alguien quedar indiferente? Ella derriba todas las resistencias. Nos despoja para recibir el puro amor.

Necesitamos estar atentos a las apariciones del Señor en el día de hoy. Sólo así destruimos nuestras ilusiones y nos encontramos verdaderamente con Dios. Muchos son los rostros por los cuales nos mira, nos interpela, nos sigue, nos suplica y nos habla.

Rostros de niños desnutridos, de jóvenes des­orientados, de niñas prostituidas.

Rostros de indígenas arrojados de su tierra, de negros discriminados, de campesinos despojados de sus campos.

Rostros de obreros explotados, de mujeres desfi­guradas, de marginados oprimidos.

Son millares de rostros que gritan el mismo men­saje: ¡queremos vivir! Todos golpean a las puertas de la sociedad y piden muy poco pero que es todo: ¡Queremos ser personas!

Estamos desafiados a ser Verónica. Negarse a estos rostros que traducen la actualidad de la presen­cia del Siervo sufriente Jesucristo, entre nosotros, significa hacer blasfemas nuestras oraciones e idola­tría nuestro culto.

Estos rostros no piden contemplación. Piden ac­ción. Sólo es fiel al Dios de la historia quien los enjuga, les sacia el hambre, les sana las heridas, les devuelve el brillo de la humanidad p o r la solidaridad

*y el servicio.

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SÉPTIMA ESTACIÓN

JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ

Aquel que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a dar con El todo lo demás? (Rm 8, 32)

Si Jesús quiso un encuentro con nosotros a la vera del camino, no fue para humi­llarnos sino para robustecer nuestra vida. Hemos sido llamados a producir buenos frutos...

Debilitado en el cuerpo por las torturas, golpea­do en el espíritu por las decepciones, Jesús cae, inerte, por segunda vez. También El es carne, es decir, criatura frágil y mortal.

La repetición de la caída humilla, porque implica el reconocimiento de la impotencia. Tiene que ren­dirse a la flaqueza que no puede superar. Jesús también fue obligado a aprender, en la experiencia de la caída, que el destino humano sólo se realiza en la aceptación libre de situaciones fatales que no puede cambiar ni de las cuales puede escapar.

Pero Jesús acoge con valentíasu caída. Se solida­riza con todos los que caen sobre sus propios fraca­sos. Entra en comunión con los que se arrastran por la tierra, desesperanzados en la lucha, sin confianza

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en sus propias fuerzas y en la capacidad de ayuda de los demás.

Caer no es una tragedia funesta si propicia la identificación consciente con los caídos de todos los caminos de la vida. Más allá de la flaqueza, lo que aquí se muestra es la fuerza secreta del amor solidario.

En la fuerza de este amor es como Jesús se levan­ta para animar a todos a caminar hacia su liberación.

En toda existencia humana existen fuerzas de ternura, de comunión, de apertura, de entrega a los demás, de acogida y de perdón. Pero también hay dinamismos siniestros de exclusión, de egoísmo re­concentrado, de venganza. Cada corazón es el sitio donde los ángeles buenos se enfrentan con los demo­nios de nuestras propias pasiones desordenadas.

Muchas veces ganan la partida las sombras. Na­ce lentamente en nosotros una segunda naturaleza; es como un árbol pestilente que produce frutos ma­los. Ella nos lleva a la caída, configura una humilla­ción inútil porque en nada nos ayudan.

Es preciso cortar su tronco, arrancar las raíces, dejar que el juicio de Dios obre como un crisol que nos purifique. Sentimos la urgencia de que alguien libere nuestras mejores semillas para que crezcan y germinen nuestro árbol de la vida.

Si Jesús quiso un encuentro con nosotros a la vera del camino, no fue para humillarnos sino para fortalecer nuestra vida. Hemos sido llamados a pro­ducir frutos buenos de bondad y de amor, no caídos al suelo, sino llevando solidariamente los fardos y las cruces, unos de otros.

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OCTAVA ESTACIÓN

JESÚS CONSUELA A LAS MUJERES DE JERUSALEN

Al que no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros, afín de que nosotros fuésemos justicia de Dios en él. (1 Cor. 5,21)

Dolor compartido es dolor superado. Pa­sión acompañada de compasión redime porque aproxima los corazones. La falta de solidaridad es la que hace el sufri­miento inhumano y separa.

Dolor compartido es dolor superado. La falta de solidaridad hace el sufrimiento inhumano y separa los corazones. La pasión acompañada de com­pasión redime porque aproxima los corazones. Co­razones unidos allanan los abismos y exorcizan los temores.

Mujeres compasivas se acercan a Jesús. Lloran su estado desolador. Jesús siente que no está solo. Con nuevo ánimo prosigue su vía sacra, personaliza­d o s y redentora.

Digna de lágrimas no es tacto la situación de Jesús inocente, sino la de los que condenaron por un juicio inicuo al justo y al santo. Por eso Jesús bonda­dosamente, dice a las mujeres: "Hijas de Jerusalén, ¡no lloréis sobre mí, llorad sobre vuestros hijos!".

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Las lágrimas derramadas a causa del pecado son súplicas que Dios oye y acepta. Son las lágrimas necesarias que brotan de la vertiente de la vida nue­va, del corazón contrito y humillado.

Bienaventurados los que lloran porque serán consolados", dice el Señor. En la Antigua Alianza dijo Dios por medio de su profeta Isaías: "¡Conso­lad a mi pueblo, consoladlo!". Una de las grandes miserias de la condición humana es no encontrar quién consuele en la desolación. La lágrima corre sin ser enjugada y el lamento se ahoga en la garganta porque no hay nadie para oír y consolar.

Sin embargo, Dios quiere ser el consuelo de su pueblo con la bondad del pastor para con sus ovejas, con el afecto de un padre para con sus hijos, con el amor del novio para con su amada, con la ternura de la madre para con el fruto de sus entrañas.

El Mesías trajo consuelo para los afligidos y mensaje de esperanza para los que nada son y nada tienen. Alienta a los oprimidos por sus enfermeda­des y pecados y ofrece reposo a los sobrecargados y agobiados bajo la carga de la pasión de la vida.

Este consuelo de Dios no viene como un rayo del cielo. Pasa a través de los gestos humanos. Cada uno debe ser sacramento de consuelo del Padre, ayudan­do a unos, reconfortando a otros, escuchando los sollozos de tantos solitarios en su drama humano.

Esta compasión trae un rayo de sol a la oscuri­dad del corazón.

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+ NOVENA ESTACIÓN

JESÚS CAE POR TERCERA VEZ

Fue castigado por nuestros crímenes y abrumado por nuestras iniquidades. El castigo que nos salva pesó sobre él. Por sus llagas fuimos curados. (Is 53, 5)

El viaje más largo del hombre es dentro de su propio corazón, hasta descubrir las raíces de su orgullo. £1 esfuerzo supremo consiste en cortar el árbol de nuestra propia maldad.

Dios exigió todo de Jesús: lo apartó de sus discí­pulos, lo privó de su madre, le quitó la libertad, lo despojó de la dignidad, le arrebató las fuerzas. Casi muerto cae por tercera vez.

En el suelo, sin fuerzas, Jesús experimenta en sí la fuerza destructora de la caída que el pecado signi­fica. El no tuvo ningún pecado, pero libremente "se hizo pecado por nosotros" (2 Cor 5, 21). Quiso sentir en sí la ausencia de Dios que produce el pe­cado. Por eso se dejó anonadar por nuestras iniqui­dades, fue igualado a un impío, castigado como un criminal. Permitió que la noche entrase en su alma y ocultase la presencia amorosa de Dios.

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La grandeza del amor solidario de Jesús consis­tió en no dejar a nadie, ni a los condenados, fuera de su abrazo redentor. Participó de su situación y por ellos sufrió las penas del infierno.

Este gesto de Jesús venció el poder del pecado, que sólo aprisiona a los pecadores. A causa de Jesús, Dios es un Dios de los pecadores y de los hijos pródigos. Sólo permanece en el pecado el que quiere sepultarse en él. El que se desee liberarse de él sabe que está libre, no por su propio esfuerzo sino por los méritos de Jesucristo.

En contacto con el esplendor de la luz descubri­mos nuestras tinieblas. Confrontados con la miseri­cordia del Padre percibimos que no estamos de pie sino en el suelo bajo el peso de nuestros pecados.

Por el afán de auto-afirmarnos, tendemos a ocul­tar nuestra miseria y a no reconocerla como nuestra. Extendidos sobre el polvo de la tierra, aparentamos altivamente estar de pie.

El viaje más largo del hombre es hacia su propio corazón, hasta descubrir las raíces de su orgullo. La tarea más difícil consiste en despojarse de sí mismo; el esfuerzo supremo consiste en cortar el árbol de nuestra propia maldad.

Para tener valor y fuerza Jesús se postró por tercera vez en tierra. Si Dios se mostró así por nos­otros, ¿quién podrá estar en contra nuestra?

No suplicamos a Dios que nos libre de la caída sino que nos haga levantar y caminar. Entonces la resurrección es posible porque el pecado no nos puede clavar al suelo.

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+ DECIMA ESTACIÓN

JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS

Mortificad vuestros miembros, pues os despojasteis del hombre viejo con todas sus obras. (Col 3, 9)

Millares de personas son diariamente despojadas de su dignidad, de la comida, de la ropa, de la habitación, de la salud, de la educación. Convertirse al evangelio es convertir esta situación de inhumana en humana.

Al llegar al Calvario, Jesús es violentamente des­pojado de sus vestidos pegados a las llagas que se abren y expuesto, desnudo, al vilipendio de los es­pectadores irreverentes.

Jesús es llevado hasta el último punto de la de­gradación humana. La violencia no impone ningún límite. Quiere destruir la persona en su interior, violando lo sagrado de su intimidad.

Jesús quiso estar en comunión con todos los que son violentados en su cuerpo y en su interioridad secreta, en las salas de tortura, entregados al sa­dismo de los esbirros.

Este último paso está en consonancia con ia trayectoria del Hijo de Dios. Se despojó de las carac-

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terísticas de su divinidad como la omnisciencia y la omnipotencia. Al encarnarse, quiso entrar y pene­trar en la torpeza de nuestra inteligencia y en la debilidad de nuestra condición humana. De hom­bre, se hizo un pobre viviendo en una región de mala fama. Se despojó todavía más haciéndose obediente hasta la muerte de cruz. De vacío en vacío llegó hasta el despojo total de la aniquilación. No hubo nada que retuviese para sí y no lo hiciera objeto de donación en amor y sacrificio. Este vacío crea la posibilidad de una plenitud total.

Hay un despojo en el proceso de personalización que es inocente y condición para la verdadera ascen­sión. Las crisis que nos sobrevienen nos obligan a un despojo liberador: de nuestras demasiadas segurida­des, de prejuicios sobre personas y situaciones, de ilusiones acerca de nuestra propia realidad, de virtu­des postizas y valores efímeros. Tenemos que acoger nuestra desnudez y lo negativo que también forma parte de nuestro universo personal.

Al integrar la dimensión de las sombras, nos hacemos maduros, comprensivos y tolerantes para con los demás.

Pero hay un despojo que representa una injusti­cia que clama al cielo: millohes de personas son diariamente despojadas de sy dignidad, del ali­mento, del vestido, de su habitación, de la salud, de la educación. i

El despojo de Jesús es comunión con ellos. Si­multáneamente es también protesta sagrada. La des­nudez puede cubrirse, así como el hambre saciarse. Convirtiéndonos a esta acción liberadora es como nos convertimos al evangelio de Jesucristo.

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+ UNDÉCIMA ESTACIÓN

JESÚS ES CLAVADO EN LA CRUZ

Cristo nos amó y se entregó por nosotros. Si con El sufrimos, también con El seremos glorificados. (Ef 5,2; Rm 8,17)

Todos pendemos de alguna cruz. La pa­sión de Jesús prosigue en la pasión de sus hermanos. Hay crucificados por el color de su piel discriminada socialmente, en su pobreza, en sudase... crucificados sin cuento.

Extienden a Jesús en la cruz; con fuertes marti­llazos le clavan las manos y los pies y abren nuevas heridas que lo dejan completamente extenuado. La víctima está pronta para el sacrificio.

La cruz no fue escogida porDios sino por mentes criminales. Dios quiere la vida porque quiere el Reino de la libertad y del amor. Ño quiere que los hombres preparen cruces para otros hombres, sino quiere la liberación de las cruces de la historia.

Si Jesús es clavado en la cruz entre dos crimina­les, es porque hubo gente encerrada en su propio egoísmo con exclusión de los demás, dejó crecer la cizaña hasta ahogar cualquier planta buena, permi­tió que el lobo entrara en su corazón. La cruz repre-

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senta lo que el ser humano puede construir contra el otro cuando se aisla en sí mismo, piensa sólo en sí mismo y vive para sí mismo.

La cruz es obra del pecado y no del amor a Dios. Pero en Jesús anima una fuerza más potente que el pecado. Esa fuerza no deja que la cruz continúe siendo cruz, martirizando a las personas. El abraza libremente la cruz. Por amor deja que realice su violencia sobre él. La hace expresión de libertad y sacrificio. De símbolo de maldición la transfigura en señal de bendición.

Todos pendemos de alguna cruz. La pasión de Jesús prosigue en la de sus hermanos. Existen los crucificados por el hambre continua. Crucificados en la enfermedad, sufriendo anónimos en las camas de los hospitales. Hay crucificados por algún vicio secreto y humillante, del cual no consiguen librarse. Crucificados por el color de su piel, discriminados en la sociedad, crucificados en su sexo, en su clase, en su profesión, crucificados en el sistema político y social elitista y excluyente, que no consiguen suplan­tar y que crucifica diariamente las grandes mayorías de los pobres.

¿Quién nos librará de esta cruz de muerte? Si luchamos contra la falsa resignación y el fata­

lismo, si nos empeñamos en la construcción de rela­ciones que no sean cruces para los hombres, si nos comprometemos en la remoción de las causas que generan cruces, si soportamos con valor las cruces que este compromiso liberador trae consigo, enton­ces no estamos clavados en vano en una cruz. Esta cruz trae vida y resurrección para todos los crucifi­cados.

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+ DUODÉCIMA ESTACIÓN

JESÚS MUERE EN LA CRUZ

Verdadera es esta palabra: si padecemos con él, con él también viviremos. (2Tim2.ll). Si la simiente no muere no produce fruto. (Jn 12,24)

Morimos bajo el eco de la voz de Cristo que susurra palabra de infinito consuelo: Ño temas. Soy Yo el Viviente. Yo tengo las llaves del infierno y de la muerte. ¡Ven al Reino de la vida!

En el árbol del mal, del cual los pecadores saca­ron la cruz, quiso Jesús ser crucificado y morir. Anheló beber el cáliz de amargura hasta el fin. No por sadismo sino por solidaridad y amor. Quiso experimentar en sí lo que la muerte, como fruto del pecado produce: soledad radical, la noche oscura y terrible del espíritu, el desgarramiento del corazón, la duda más profunda y la tremenda tentación de desesperación.

Pendiente entre el cielo y la tierra Jesús se siente rechazado por la tierra y por el cielo. Está absoluta­mente solo. Nadie se preocupa de él. El que se preo-

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cupa del discípulo amado y de su madre. "¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!" "¡Hijo, ahí tienes a tu madre!".

Jesús permite que la vida y la muerte traben dentro de él su último duelo. La muerte emplea las armas más temibles. Primero, la exasperación de la necesidad física: el dolor y la sed. "Tengo sed". La vida vence. Jesús renuncia a beber, en comunión con los sedientos de toda la historia a quien se les ha negado el agua y el consuelo.

Después, la muerte lo asalta con la desesperanza. Con un grito terrible exclama Jesús: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Lo que significa: "No ha valido nada mi intimidad con­tigo, Padre? ¿Fue en balde mi entrega total a tu Reino, oh Padre? ¿No tiene ningún sentido el amor que he tenido en la pasión y la cruz, oh Padre?" Nuevamente vence la vida. La última palabra de Jesús no es un grito de desesperación sino de serena acogida y de entrega confiada: "!Padre, en tus ma­nos entrego mi espíritu!".

Para todos la muerte es un trauma y un drama. La muerte frustra lo más fundamental de la vida: el deseo de la inmortalidad para el presente y una felicidad sin límites para ahora. Mientras se apro­xima, la muerte puede traer el miedo, la amenaza, el sentimiento de lo absurdo e irreparable, o la deses­peración. La acción del pecado en nosotros impide ver la muerte como la hermana que nos introduce en la casa de la vida eterna.

Desde que Cristo murió solo, nadie debe morir solitario. El descendió a los infiernos de nuestra propia situación, abrió la puerta de la muerte ha­ciéndola el camino hacia el Padre. Morimos bajo el eco de su voz que susurra palabras de infinito con-

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suelo: "No temas. Soy yo el primero y el último, aquel que vive. He conocido la muerte, pero he aquí que vivo por los siglos de los siglos. Yo tengo las llaves del infierno y de la muerte. ¡Ven al Reino de la vida!".

Af\

DECIMATERCERA ESTACIÓN

JESÚS ES BAJADO DE LA CRUZ

Ahora me alegro de mis padecimientos y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo. (Col 1,24)

A causa de los mártires la vida de la esperanza no muere. Ellos constituyen la simiente de otros que llevaron adelante la causa de Jesús, aquellos que buscan justicia y fraternidad.

María recibe en sus brazos el cuerpo de su Hijo sin vida. En su rostro no hay odio, ni siquiera amar­gura, sino una profunda serenidad y desvaneci­miento por un Hijo tan extraordinario.

La madre de Jesús medita en el designio de Dios y se le revela la lógica de la cruz. Su Hijo pasó por el mundo haciendo el bien, curando, consolando, per­donando los pecados, resucitando muertos. La con­denación y la crucifixión fue un crimen contra el inocente. Es el mayor pecado de la historia porque en Jesús el Hijo de Dios fue rechazado y muerto. Una espada atraviesa el corazón de María.

Pero el Padre le dio tanta fuerza y valor a Jesús que en verdad pudo decir: "Nadie me quita la vida; yo la doy por mí mismo". Asumió la pasión y la

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muerte por amor a sus enemigos y a todos los hom­bres. Libremente se dejó aniquilar. En tal forma apreció Dios este gesto de Jesús que quitó el peso al pecado de los hombres.

En este cadáver está presente la salvación. Dios eligió lo que no es para confundir lo que es. Trans­formó la cruz en símbolo de vida redimida. Una alegría inaudita inunda el corazón de María.

Hay muertes que refuerzan la vida y llenan de orgullo a las madres. Es la muerte de los que cayeron en la lucha por la justicia, que escogieron el camino más difícil en favor de los humildes, que arrostraron peligros y amenazas, enfrentaron la persecución y la calumnia, soportaron con valentía la tortura y la eliminación física. De ellos no era digno el mundo, pero ellos lo dignificaron.

Tales hijos constituyen el orgullo santo de sus madres. Las lágrimas no quedan sin consuelo. La humanidad las guarda, venera su memoria. Levanta monumentos no a los tiranos sino a sus mártires.

A causa de tales muertos la vida de la esperanza no muere. Ellos constituyen la simiente viva de otros que como Jesús llevarán siempre adelante la causa de Dios en las causas de los que buscan justicia, participación y fraternidad.

Jesús murió fuera de la ciudad, en campo abierto, en la periferia y en la ignominia. Con El salgamos fuera de nuestro propio mundo. Dios quiere encontrarnos fuera de nosotros mismos y comunicarnos la salvación.

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+ DECIMACUARTA ESTACIÓN

JESÚS ES DEPOSITADO EN EL SANTO SEPULCRO

Si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios, por Jesús, tomará consigo a los que durmieron en él. (1 Ts 4,14)

Desde que Dios se encarnó también en nuestra muerte y divinizó la sepultura, ninguna muerte nos podrá dejar en la tristeza inconsolable. La sepultura ya no es fría, sino llena del calor de la vida que Jesús le dio.

Jesús es Hijo del cielo, pero también es Hijo de la tierra. Durante tres días la madre tierra lo acogió inerte, en su vastísimo seno. Muere como todos y como todos es sepultado.

Dios no envió solamente a su Hijo al mundo, lo envió hasta el corazón de la tierra. Penetró hasta la última soledad, atravesó la más negra oscuridad, invadiendo el reino de la muerte.

La tierra se hizo un inmenso tabernáculo: guarda dentro de sí su más precioso tesoro.

El cadáver parece una simiente reseca y sin vida. No obstante, encierra en su seno la explosión de la vida.

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De la oscuridad brota una luz que aleja las tinie­blas. De la simiente nace una vida que vivifica todas las plantas. Una raíz comienza a germinar savia nueva que redimirá las flores marchitas haciéndolas lozanas.

El sepulcro no es ya el lugar de la muerte y de la ausencia de esperanza. Es un sacramento del en­cuentro con Dios y motivo de celebración de la nueva vida. El cosmos es habitado por la presencia de Dios.

La muerte es sólo aparentemente una pérdida. Ella propicia una ganancia inconmensurable: la ex­pansión de la vida hacia más allá del pedazo del mundo en que habitábamos, el cuerpo.

Por la muerte penetramos en el horizonte de Dios que se hace presente en todas las cosas. Así también nos hacemos nosotros presentes a todas las cosas. La muerte nos enseña que el mundo no es opaco sino diáfano, no es vacío de Dios sino repleto de su inefable presencia.

Por lo tanto, la muerte no es el fin de la vida, sino su plenitud. Vivir no es sólo un caminar hacia la muerte, sino un peregrinar hacia Dios.

La sepultura a la cual seremos llevados ya no es fría, sino llena de calor de la vida que Jesús le llevó. Ya no es solitaria sino habitada por la presencia permanente que el Señor le dejó.

Desde que Dios se encarnó también en nuestra muerte y divinizó el sepultamiento, ninguna muerte por trágica que sea, nos dejará en una tristeza incon­solable. Ciertamente lloraremos y nos lamentare­mos: "¡Pero vuestra tristeza se convertirá en ale­gría!".

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+ DECIMAQUINTA ESTACIÓN

JESÚS RESUCITO A LA VIDA PLENA

Cristo resucitó de entre los muertos como el primero de los que murieron. En Cristo todos resucitarán. (1 Cor 15, 20-21)

La resurrección de Jesús es el triunfo de los que esperan contra toda esperanza, de los que creen sin ver y de los que aman io invisible.

La noche libertó lo que guardaba en su seno, la luz. El tronco podrido escondía una simiente que ahora irrumpe como árbol pujante. La muerte pro­pició la emergencia triunfante de una vida que se conservó, pacificó y creció en la experiencia de la negación y de la crucifixión.

La utopía de un Reino de vida, de libertad, de fraternidad y de plena filiación divina se presenta ahora como la única verdad real. La resurrección de Jesús es el triunfo de los que esperan contra toda esperanza, de los que creen sin ver y de los que aman lo invisible. Por eso, ella significa la concretización del Reino de Dios entre los hombres. Es mucho más que la vuelta a la vida de quien ha muerto; repre­senta la panificación total de la vida humana en Dios.

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Page 25: Viacrucis de La Resurreccion Boff Leonardo

Quien resucitó no fue un vencedor que contem­pla sus triunfos coronados, sino un derrotado; no fue un poderoso que ve consagrado su poder, sino un vencido y crucificado por Dios y por amor a los hombres, especialmente a los más humildes. Pero Dios tomó el partido de la víctima.

El muerto es el Viviente, el derrotado es el Triun­fante. Dios, por la resurrección, mostró que puede transformar lo antiguo en nuevo, la derrota en victo­ria y la muerte en vida. Por eso anunciamos la unidad del misterio pascual de la muerte y de la resurrección de Jesús como un drama divino y hu­mano en el cual está la pasión, la crisis y la muerte que propician la sorpresa de la vida nueva y victoriosa.

La resurrección esclarece el sentido de nuestra pasión. Responde al porqué de nuestros sacrificios y renuncias. Interpreta la oscuridad de la muerte. En el gozo de tanta vida y en la alegría de tanta luz, podemos decir: vale el sacrificio, ya la muerte no es espantosa. ¡Benditos sean!

De ahora en adelante podemos vivir alegres en la esperanza porque sabemos: ¡si morimos, es para resucitar! La resurrección está aconteciendo; es un proceso en curso. ¿Un corazón se abrió a otro en el amor y en el perdón? Ahí hubo una resurrección. Es así como hay resurrección. ¿Crearon los hombres relaciones más justas y fraternas entre sí? ¡Allí se realiza la resurrección! ¿Hubo algún crecimiento en la vida, especialmente de los oprimidos y condena­dos? ¡Allí se manifiesta la resurrección! ¿Murió al­guien en la bondad de la vida o sacrificado en bien de sus hermanos? ¡Ahí se inauguró plenamente la resurrección!

Af,

La verdadera palabra que Dios ha proferido para sellar nuestro destino no es muerte sino vida.

No cabe ya vivir tristes. Sembremos simientes de resurrección en la tierra oscura de nuestras angus­tias. ¡Alegrémonos! ¡Si Cristo resucitó es para que nosotros resucitemos con El! Amén. ¡Aleluya!

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ÍNDICE

Págs. LA ESTRUCTURA PASCUAL DE LA EXISTENCIA HUMANA 3

Primera Estación Jesús es condenado a muerte 14 Segunda Estación Jesús toma la cruz sobre sus hombros 16 Tercera Estación Jesús cae por primera vez 18 Cuarta Estación Jesús consuela a su afligida madre 20 Quinta Estación Simón Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz 23 Sexta Estación Verónica enjuga el rostro de Jesús 26 Séptima Estación Jesús cae por segunda vez 28 Octava Estación

% Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén 30

Novena Estación Jesús cae por tercera vez 32 Décima Estación Jesús es despojado de sus vestiduras 34 Undécima Estación Jesús es clavado en la cruz 36 Duodécima Estación Jesús muere en la cruz 38 Decimatercera Estación Jesús es bajado de la cruz 41 Decimacuarta Estación Jesús es depositado en el santo sepulcro 43 Decimaquinta Estación Jesús resucitó a la vida plena 45

TALLER EDICIONES PAULINAS BOGOTÁ 1988

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