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BIOPOLÍTICA COLONIAL NEOGRANADINA: HECHICERÍA, RESISTENCIA CONTRACOLONIAL Y ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA EN EL CASO MARTÍN CAYMA (1601) Estudiante: Carlos Arturo Barco Alzate Director de tesis: David Mauricio Adriano Solodkow Departamento de Humanidades y Literatura Facultad de Artes y Humanidades Maestría en Literatura Universidad de los Andes 2019

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BIOPOLÍTICA COLONIAL NEOGRANADINA: HECHICERÍA, RESISTENCIA CONTRACOLONIAL Y ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA EN EL CASO MARTÍN

CAYMA (1601)

Estudiante: Carlos Arturo Barco Alzate

Director de tesis: David Mauricio Adriano Solodkow

Departamento de Humanidades y Literatura

Facultad de Artes y Humanidades Maestría en Literatura

Universidad de los Andes 2019

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AGRADECIMIENTOS

Mi entera gratitud por la finalización de este trabajo la dirijo en primer lugar a Ana María

Muñoz, cuyo comprometido apoyo y decidido ánimo marcaron indiscutiblemente el punto de inflexión

para embarcarme en este proyecto académico. Al profesor David Mauricio Solodkow por su inspirador

ejemplo y su constante orientación para adentrarme en el estudio de nuevos horizontes teóricos, así

como por su paciente acompañamiento y sabio consejo en cada conversación y entrevista.

Hago extensivos mis más sinceros agradecimientos también a Juan Simón López que con su

experticia e inquietud académica fue crucial para encontrar archivos y documentos de difícil acceso. A

Paula Alejandra Barco Alzate por su ayuda y disposición para conseguir hasta el último libro del más

apartado anaquel y a todos los funcionarios y profesores de la Maestría en Literatura de la Universidad

de los Andes que amablemente me guiaron en el camino y con quienes tuve el gran gusto de compartir.

Desde luego, cómo no agradecer la paciencia, el amor infinito y el apoyo incondicional de todas

las personas trascendentales en mi vida, de quienes me privé de compartir valiosísimos momentos para

poder dedicarme de lleno a esta incansable y satisfactoria tarea de avanzar en nuevas rutas del

conocimiento. Su paciencia sin reproches fue mi aliciente.

Gracias.

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ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS………………………………………………………………………… 2

ÍNDICE………………………………………………………………………………………….. 3

INTRODUCCIÓN…………………………………………………………………………….... 4

CAPÍTULO I. La Conquista como un nuevo paradigma de poder en América y la resistencia indígena contracolonial

en el Nuevo Reino de Granada……………………………………………………………………….. 12

CAPÍTULO II. La representación de la alteridad indígena y las limitaciones de la historiografía colonial…….. 18

CAPÍTULO III. Las estrategias del poder detrás de la causa judicial “De officis de la Real Justicia contra Don

Martín, indio del pueblo Cayma y otros indios e indias por herbolarios (1601)”……………………………... 28

CAPÍTULO IV. La dimensión biopolítica de la causa criminal adelantada por la justicia real……………… 38

CAPÍTULO V. La batalla contra la idolatría en el Nuevo Mundo y las estrategias de poder detrás de la

administración de justicia……………………………………………………………………………... 54

CONCLUSIONES…………………………………………………………………………….... 77

BIBLIOGRAFÍA………………………………………………………………………………... 81

ANEXO 1. Cronología y principales hitos del expediente “De officis de la Real Justicia contra Don Martín, indio del

pueblo Cayma y otros indios e indias por herbolarios (1601)”………………………………………….….. 85

ANEXO 2. Intervinientes en el proceso judicial “De officis de la Real Justicia contra Don Martín, indio del pueblo

Cayma y otros indios e indias por herbolarios (1601)” ……………………………………………….…. 103

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INTRODUCCIÓN

Para 1601 la consolidación del proyecto colonizador en la jurisdicción de la ciudad de Ibagué

(1550) aún estaba pendiente. La férrea resistencia ofrecida por los grupos de indios pijaos y panches

dispersos, pero presentes en la zona, hacía que el dominio español tuviera fisuras y dificultades pese a

los 60 años de presencia hispánica en la región. El fragmentario control territorial y endeble

sometimiento de los naturales, aunado a los ataques que lanzaron los pijaos a los asentamientos de

Ibagué, Cartago, Buga, Almaguer, Toro y Popayán en el año 1602 (Triana, 240), desencadenaron una

vehemente respuesta de la Corona española representada inicialmente en las expediciones militares en

contra de los indígenas rebeldes que organizó a partir de 1603 comandadas por Alonso Ruiz de Saajosa

(241). Así, el gran enigma biopolítico que se planteaban las autoridades era ¿cómo gobernar/civilizar a

las poblaciones indígenas para lograr atraerlas a la fe católica y al orden colonial?

Para 1605, se daría inicio a una campaña de aniquilación y exterminio total de los reductos pijao

aún activos, al mando de Juan de Borja, alto dignatario del gobierno colonial en Santafé, como lo

narran, entre varios otros, Fray Pedro Simón en las Noticias historiales (T. VI, 375-87); guerra que se

extendería durante varias décadas más (Triana, 166).1 Este complejo contexto sociopolítico y

geográfico, vigente durante los últimos años del siglo XVI y los primeros años del siglo XVII, incentivó

que las autoridades coloniales buscaran diversas estrategias de dominación a través de la utilización de

otros mecanismos distintos a la confrontación militar directa. De esta manera hicieron de las formas

jurídicas y la administración de justicia instrumentos para el ejercicio del poder.

1 Puede ubicarse un inicio a partir del hito que supuso la fundación de Ibagué en 1550 (lo que no supone que con anterioridad no pueda considerarse la resistencia de los pijaos como parte de la confrontación) y la celebración de la “última junta de guerra contra los pijaos” que menciona Triana Antoverza en la La colonización española del Tolima. Siglos XVI y XVII en abril de 1613 (121). Lucena Salmoral, como quedó dicho, fija la lucha de los pijaos desde el inicio misma de la Conquista. Ver también Álvaro Félix Bolaños en Barbarie y canibalismo en la retórica colonial, quien insiste en que registros de incursiones de pijaos se dieron incluso, hasta 1675.

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La muerte en 1601 del hijo menor del influyente encomendero español de la ciudad de Ibagué,

Francisco López Matoso, ocasionó que la autoridad judicial de la Colonia iniciara un proceso judicial

en contra de cinco indígenas de su encomienda. La causa criminal que se inició en contra de los indios

Constanza, Catalina, Juan, Bárbola y Martín, sin embargo, aparentemente no tuvo como finalidad

exclusiva la reconstrucción de la verdad sobre unos hechos y la dispensación de justicia y, por el

contrario, refleja la manera cómo fue utilizado por la autoridad colonial el aparato judicial como un

mecanismo de gobierno de la población en una dimensión material y espiritual.2

Si bien es cierto que el concepto de biopolítica conceptualmente comienza a ser concebido en la

modernidad e incipientemente teorizado hacia los siglos XVIII y XIX (Foucault, Genealogía, 250-52),

no menos cierto es que, como lo expone Roberto Espósito, el término biopolítica fue acuñado como tal

por el teórico sueco Rudolph Kjellen apenas a principios del siglo XX. Espósito, además, asigna al

concepto un origen necesariamente moderno en la medida en que sólo con la modernidad la

conservación del individuo se erigió como fundamento de las demás categorías políticas como la

soberanía y la libertad (17-27). Ello no quiere decir, sin embargo, que la noción de control y gobierno

de la vida no pueda rastrearse en escenarios y contextos específicos como la Conquista de América.

En todos los procesos anteriores de conquista y dominación existieron mecanismos de

extensión, consolidación y ejercicio del poder en función de la conservación o expansión de la vida.

Para Foucault fue precisamente en la modernidad en donde el “problema” del gobierno “estalló” lo

que permitió abrir nuevas líneas de pensamiento acerca del gobierno de la población (biopolítica) y del

2 De acuerdo principalmente con las tesis de Michel Foucault, desarrolladas luego por otros autores como Roberto Espósito y Giorgio Agamben que se expondrán en detalle más adelante, el dispositivo de poder específico sobre el cual se hará énfasis en el presente estudio como medio de dominación será, principalmente, el aparato judicial de la Colonia para finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, compuesto éste por todos los ritos, procedimientos, normas, funcionarios, autoridades, discursos y decisiones que, en su conjunto, condujeron a la aplicación de una solución de justicia en un caso en concreto que se estudiará en detalle en la segunda parte de la investigación. La manera como aquel aparato judicial en un caso específico tuvo una virtualidad biopolítica concreta, será el centro del análisis.

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gobierno de las almas (pneumopolítica), las conductas sociales y del individuo. A su juicio, en el marco de

un escenario mixto de consideraciones políticas con una fuerte influencia religiosa, lo que concentró

la atención de la teoría del poder fue el problema de cómo ser gobernado, por quién, hasta qué punto,

con qué fines y mediante qué métodos. En este contexto brilló, por crítica o admiración, la publicación

la obra de Nicolás Maquiavelo, El Príncipe (Seguridad, 110-12). Esta visión, aunque europeizante, sirve

como faro para el estudio del gobierno de la población impuesta en la Nueva Granada por la Corona

española en el siglo XVI, época de la consolidación del poder colonial en América

La implementación de un nuevo modelo de administración de justicia en la Nueva Granada

tras la Conquista constituiría, entonces, una representación del poder a través del cual se buscaría no

sólo la aplicación de la justicia en sí misma como fundamento de la tranquilidad y paz social, sino, el

control de una población específica, el castigo de unos individuos indeterminados y la extirpación de

idolatrías en la población indígena. Este gobierno del cuerpo social en una dimensión física y espiritual

a través del rito judicial configurará el centro del estudio propuesto a partir del caso en concreto de la

causa judicial “De officis de la Real Justicia contra Don Martín, indio del pueblo Cayma y otros indios

e indias por herbolarios (1601)”. Todo ello, en el contexto histórico y geográfico que corresponde al

lustro final del siglo XVI y los primeros años del siglo XVII, en la región circundante a la actual ciudad

de Ibagué (1550) denominada en aquella época como el “Valle de las Lanzas” en el Reino de la Nueva

Granada.

La resistencia contracolonial que encontraron los españoles para afincarse en aquel lugar y los

territorios vecinos implicó la ralentización del dominio colonial, lo que tuvo un impacto negativo en

el flujo de mercancías, bienes y personas en aquella región del Reino de la Nueva Granada. Ello hizo

que la inestable autoridad colonial local optara por mecanismos de control poblacional que supusieron

estrategias más elaboradas y generalmente más crueles que solamente una respuesta por la vía de la

represión militar, aunque sin abandonar ésta. Allí fue donde cobraron sentido otras formas de

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dominación, más sutiles y discretas pero pretendidamente más eficaces que una intervención marcial,

tales como la intromisión de la autoridad política en la minucia de los procedimientos judiciales.

El proceso judicial adelantado por la autoridad colonial que aquí se reseña reposa en el Archivo

General de la Nación en Bogotá (Colombia), en la sección Caciques e indios, 43, ff. 399r-483v, bajo el

título “De officis de la Real Justicia contra Don Martín, indio del pueblo Cayma y otros indios e indias

por herbolarios (1601)”. El trabajo paleográfico sobre este extenso documento fue desarrollado por la

investigadora Susana Matallana Peláez, profesora de la Universidad del Valle (Colombia) y publicado

junto a un estudio preliminar en Bogotá en el año 2016 bajo el mismo nombre, dentro de la colección

“Biblioteca del Nuevo Reino de Granada” del Instituto Colombiano de Antropología e Historia,

ICANH.

El expediente parte del auto de apertura de la investigación dictado el 8 de septiembre de 1601

por Juan de Aguilar, corregidor y justicia mayor de la ciudad de Ibagué, y a partir de allí se va

adelantando la investigación de los hechos correspondientes a la práctica de hechicería en la

encomienda de Francisco López Matoso, hasta culminar con la sentencia proferida por la justicia real

en contra de los indios Catalina, Constanza, Juan y Bárbola el 25 de noviembre de 1601 y ejecutada el

12 de diciembre del mismo año. Adicionalmente hacia el final del proceso, se advierte un desglose

dentro del mismo expediente que corresponde a la causa abierta (dentro del mismo juicio) en contra

de Martín, cacique del pueblo cayma, y respecto de quien también serían realizadas averiguaciones

relacionadas con la práctica de hechicería.

La causa judicial la componen varias voces. En primer lugar, los funcionarios reales que

adelantan el juicio en nombre de la Corona y que son básicamente el corregidor Juan de Aguilar, el

comisionado Jusepe Valterra y el escribano Rodrigo Pérez Navarro. De otro lado se encuentran los

indios que fueron acusados de hechicería y los testigos que fueron escuchados en el juicio, así como el

defensor de aquellos, Francisco Galeano, y el encomendero Francisco López Matoso.

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*Figura 1. Imagen digitalizada de la primera hoja del expediente “De officis de la Real Justicia contra Don Martín, indio del pueblo Cayma y otros indios e indias por herbolarios (1601)” que reposa en el Archivo General de la Nación en la ciudad de Bogotá, en la sección Caciques e Indios, 43, ff. 399r-483v; y fue transcrito por la investigadora Susana Matallana Peláez, acompañado de un estudio preliminar.

El proceso “De officis de la Real Justicia contra Don Martín, indio del pueblo Cayma y otros

indios e indias por herbolarios (1601)”, entonces, se desarrolla a partir de la interacción de los diferentes

intervinientes quienes establecen un diálogo por medio del cual se intenta “reconstruir” la verdad de

unos hechos e indagar sobre la muerte del hijo del encomendero López Matoso. De este modo, prima

en el documento analizado un coloquio al estilo interrogador-interrogado, en el que en el registro

judicial quedaron inscritos tanto las preguntas de los funcionarios de la justicia real, como los dichos

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de los indios intervinientes. En algunos casos, como sucedió con la india Catalina, su declaración

además de ser recogida por el escribano de turno, estuvo mediada por la traducción que tenía que

hacerse de su lengua nativa, al español. De esta forma, debió ser asistida por otros indios como Juana

o Isabel, quienes eran ladinos y servían de traductores de la lengua panche en la región.

El juicioso trabajo paleográfico adelantado por la investigadora Matallana Peláez en el año 2016

sobre la causa judicial que aquí se analiza, fue seguido minuciosamente a la luz del expediente original

digitalizado que, como se dijo, se halla en físico en el Archivo General de la Nación. No obstante ello,

en el presente estudio se ha hecho uso de la transcripción realizada por la mencionada profesora e

investigadora dada su rigurosidad y esmero en traer a la claridad de los lectores actuales este icónico

caso de administración judicial en la colonia.

Matallana Peláez, en el estudio preliminar que realizó a la transcripción del expediente judicial

en el año 2016, puntualizó que dada su naturaleza de documento de carácter histórico, está “de alguna

manera encriptado” con textos y guiones “ocultos”, que dependen del contexto en el que fueron

producidos y deben ser analizados bajo la óptica de lo que “no está escrito”. Es pues, no un documento

sino una suerte de “coproducción” que “surge de la interacción entre un determinado grupo de autores

sociales, un determinado contexto cultural y una determinada coyuntura histórica y política” (16). En

el mismo sentido, siendo ésta la descripción de una causa judicial, es el reflejo de la producción de un

aparato de poder concreto como la administración de justicia y el uso que de tal aparato hicieron los

grupos locales de poder establecidos en Ibagué.

La profesora Matallana esboza brevemente la existencia de una motivación diversa a la

puramente judicial en la construcción y finalidad del documento que contiene la causa judicial. En su

análisis preliminar abre la puerta para que se realice un estudio a más profundidad sobre la dimensión

biopolítica (gobierno de la población) y neumopolítica (control de las creencias y la espiritualidad) de una

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actuación que ordinariamente puede ser considerada, por naturaleza, anatomopolítica (disciplina del

sujeto): la administración de justicia.3

Si para la administración colonial el interés de la decisión judicial adoptada en la causa judicial

estudiada no estaba dirigida únicamente a investigar y castigar con puntualidad a quienes eran

investigados sino a controlar, vigilar y castigar a la comunidad a la que pertenecían, ello significa que

existió una funcionalidad puramente biopolítica de la administración judicial. La autora no profundiza

sobre este aspecto, motivo por el cual revisitar sus conclusiones y profundizar en el estudio aquí

propuesto cobra relevancia como aporte a la investigación en el área de los estudios coloniales.

En el mismo sentido, a pesar de existir una formalidad jurídica de un juicio criminal, se advierte

que el desarrollo del proceso se cumplió bajo un criterio que se enfocó en el reproche de los acusados

sobre la práctica de mohanería y de ritos religiosos ajenos a la ortodoxia católica (idolatrías), lo que, en

principio, hubiera correspondido a la justicia eclesiástica.4 Sin embargo, mantener la competencia

criminal de la causa judicial en contra de los cinco indios acusados ratifica la existencia no sólo de una

finalidad biopolítica sino de una intención pneumopolítica del juicio, ya que tenía la intencionalidad de surtir

efectos tanto en el gobierno de la población como en el control de las creencias de los seguidores

espirituales y sociales de los encausados. Lo anterior se basa en que el liderazgo espiritual ejercido por

aquellos se traducía en un liderazgo político en sí mismo, y por esta vía, constituía una amenaza al

poder colonial.

Ciertamente el discurso judicial sobre el cual está erigida la estrategia de control poblacional en

lo físico y espiritual está confeccionado de una forma tal que permite concluir que más allá de la

averiguación sobre la muerte del hijo menor del encomendero español Francisco López Matoso, se

3 Tanto el concepto de biopolítica, como los de anatomopolítica y pneumopolítica, se desarrollarán con puntualidad y precisión en los apartes correspondientes. 4 Los mohanes eran los curanderos, hechiceros, agoreros o adivinos entre los indios, según lo narran en varios apartes cronistas como Fray Pedro Simón en las Noticias historiales (T. I, 541) y Fray Pedro de Aguado en su Recopilación historial (T. I, 456), como se precisará más adelante.

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encuentra la construcción de una cuidadosa narrativa que permitía amedrentar a la comunidad de

indígenas a la que pertenecían los acusados y lograr, a través del castigo de éstos, que el grupo social y

étnico del cual hacían parte apaciguaran sus ánimos beligerantes y abrazaran la doctrina católica.

Esta tesis, a través del estudio del juicio criminal citado busca, entonces, demostrar que el

aparato judicial de la Colonia en la Nueva Granada no fue sólo una manifestación institucional para

asegurar el cumplimiento del ideal de justicia sino que, además, constituyó un medio efectivo para

garantizar el control de la población indígena conquistada como camino para lograr la consolidación

del proyecto colonial. El análisis propuesto permite arrojar conclusiones que hacen posible una

reinterpretación del rol judicial en la Colonia, así como hacer presentes las relaciones teóricas que se

tejen entre la biopolítica y la Conquista de América.

Finalmente, a partir del caso paradigmático de estudio, se pretende mostrar las conexiones que

tuvieron las estrategias de control del territorio y gobierno de la población nativa por parte de los

españoles con la utilización de mecanismos sutiles y sofisticados del ejercicio del poder, como la

administración de justicia.5

5 Para definir la noción de “paradigma” en la teoría biopolítica hay que remitirse tanto a Agamben como a Kuhn. Ruiz-Gutiérrez explica que inicialmente Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas (1962) utilizó por primera vez el término para explicar “el progreso del pensamiento científico” y continúa: “En su Epílogo a la Estructura de las revoluciones científicas (1969), Khun señaló que el término paradigma debe entenderse y usarse en dos sentidos diferentes: por un lado, como un conjunto de creencias, saberes, valores, técnicas y demás que comparten los miembros de una comunidad científica y, por otro lado, como modelos o ejemplos que son usados como soluciones a los problemas de la ciencia. Este segundo sentido es, al menos filosóficamente, el más profundo y controvertido, especialmente por concebir la ciencia como una empresa subjetiva e irracional”. Posteriormente, Agamben se apropia del término para llevar su uso a las ciencias sociales y humanas y, en suma “resalta que el paradigma implica un movimiento de lo singular a lo singular: transforma cada caso singular en ejemplar de una regla general que nunca puede formularse a priori (2009, p. 30)” (63-69).

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CAPÍTULO I. La Conquista como un nuevo paradigma de poder en América y la

resistencia indígena contracolonial en el Nuevo Reino de Granada.

Cuando los españoles desembarcaron en América a finales del siglo XV se inauguró una nueva

etapa en el desarrollo de las ideas políticas, la administración de los recursos físicos y naturales, el

gobierno de la población y el control de territorios. La Conquista, ciertamente, supuso el origen de una

nueva dinámica en las relaciones de poder y mecanismos de dominación y constituyó lo que algunos

investigadores denominan el “mayor despliegue biopolítico de la modernidad” (Solodkow, Jáuregui;

“Biopolítica colonial”, 154). La conquista progresiva de los territorios de los pijaos y la fundación de

asentamientos españoles en aquellos evidenció la puesta en marcha de un macro-proyecto biopolítico

que, fundado sobre el gobierno de la vida y la capacidad de controlar la población indígena a través de

diversos dispositivos de dominación, rediseñó el ejercicio del poder en América y contribuyó a la

confección de los estados modernos.

No obstante lo anterior, el proceso de colonización americano liderado por los españoles contó

con importantes focos de resistencia contracolonial. Uno de estos grupos de aguerrida oposición a la

incursión hispánica fueron los pijaos, asentados en la región geográfica que en la actualidad ocupa

principalmente el departamento del Tolima en Colombia y que para el siglo XVI era denominado el

“Valle de las Lanzas” en el Nuevo Reino de Granada.6 Así entonces, la resistencia ofrecida por los

pijaos y otros grupos étnicos (entre otros, los panches, doimas, totoyoes, doches, tuamos, marquitones,

pantágoras y gualíes) llevó a que los españoles asentados en el Nuevo Mundo idearan y ejecutaran

6 Los cronistas registraron que la expedición que lideró Andrés López de Galarza en 1550 y en la cual se fundó la ciudad de Ibagué, llamó la región donde se encuentra asentada esta ciudad como “El Valle de las Lanzas” comoquiera que los españoles fueron atacados no con flechas como lo habían sufrido con antelación, sino con “valientes lanzas” (Ver Simón, T. IV, 290; Aguado Lib. VII, Cap. IV, 498; Bedoya, 103; Triana, 127).

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diversas estrategias de dominación y gobierno de la población, a través de dispositivos específicos de

vigilancia, control y castigo.

Apenas un par de lustros después de fundada la ciudad de Santafé, los conquistadores españoles

tuvieron conocimiento acerca de los vastos recursos naturales y las generosas posibilidades económicas

que existían en las vertientes de la cordillera oriental en el Nuevo Reino de Granada. En este territorio

habitaban históricamente indígenas muiscas, panches, muzos, colimas, laches, tocaimas, entre otros;

quienes mantenían fructíferas redes de comercio. Los muiscas en los primeros contactos con los

españoles les habían informado sobre las riquezas mineras presentes en el valle del río Magdalena

(Triana, 125), lo que acrecentó la ilusión de los ibéricos por encontrar su ubicación y garantizar su

explotación. En torno a ello, se organizaron las primeras expediciones de exploración y conquista que

permitieron la fundación de ciudades como Mariquita, Tocaima, Ibagué, Medina de Torres, entre

otras.7

Los pijaos eran una gran confederación conformada por tribus que compartían características

culturales y lingüísticas, subdividida en comunidades o parcialidades que oscilaban entre los 40 y 100

7 Fray Pedro Simón en las Noticias historiales narra las expediciones que salieron de Santafé a partir de 1546 y que desembocaron en la fundación de ciudades como Tocaima, Mariquita, e Ibagué, entre otras; donde intervinieron figuras españolas como Hernán Vanegas, Alonso Luis de Lugo, Miguel Díaz de Armendáriz Francisco Núñez de Pedroso, entre otros (T. IV, 169, 247-49, 289). La expedición de Hernán Vanegas, por ejemplo, en 1543 permitió la fundación de la ciudad de Tocaima en 1544 (Simón, T. IV, 191). Para junio de 1550 la Real Audiencia de Santafé había otorgado licencia al capitán Andrés López de Galarza para la incursión en territorio pijao (Triana, 126) (Simón, T. IV, 290) lo que estuvo motivado, entre otras cosas, por la necesidad de abrir un camino más corto que comunicara a Santafé con las ciudades de Cartago, Popayán y Cali, ya que la senda existente por Neiva y La Plata era dilatada y peligrosa dado el asedio de los pijaos a los transeúntes (Ver Fray Pedro Aguado, Lib. VII, Cap. I, 482; Bedoya, 101; Clavijo, 39-40). López de Galarza había llegado al Nuevo Reino de Granada con las huestes de Gonzalo Jiménez de Quesada (Triana, 175) y se desempeñaba como contador de la hacienda real en Santafé (Aguado, Lib. VII, Cap. I, 481). El 14 de octubre de 1550 fundaron la ciudad que llamó “Ibagué del Valle de las Lanzas” y que tuvo que ser reubicada el 7 de febrero de 1551 por las dificultades del terreno y la hostilidad de los pijaos. La importancia de Ibagué en el contexto de la colonia radica en que dicha población pronto se convirtió en el centro estratégico y teatro de operaciones militares en contra de la resistencia indígena (Lucena Salmoral, T. II, Vol. III, 127). Bernal Andrade señala que el nombre con el que fue fundada la ciudad fue realmente “Ciudad Real de Medina de las Torres de los Pijaos del Chaparral de los Reyes” (Los pijaos, 54). Fray Pedro Simón indica que fue aproximadamente en 1584 (T. VI, 365-67).

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individuos dispersos en un amplio medio geográfico (Oliveros, T. IV, Vol. II, 154-55).8 Se componía

por grupos segmentarios asentados principalmente en ambos costados de la cordillera central y en el

costado occidental de la cordillera oriental, entre los ríos Sumapaz y Cabrera y el valle del río Magdalena

(Triana, 21; Lucena, T. II, Vol. III, 93).

Los primeros conquistadores y colonizadores que tuvieron noticias de aquellos fueron los

capitanes y soldados de las expediciones lideradas por Sebastián de Belalcázar y Jorge Robledo, sin que

se dejara un registro abundante de ello (Simón, T. VI, 329; Bernal, 31). De hecho, Lucena Salmoral

tras ratificar que fue la del capitán Belalcázar la primera de las expediciones que se toparon con los

pijaos en su propio territorio anotó que “la guerra contra los Pijao es tan antigua como la conquista

del Nuevo Reino de Granada” (T. II, Vol. III, 127).

Las expediciones narradas por Fray Pedro Simón en sus Noticias Historiales evidencian los

primeros encuentros entre los pobladores del territorio panche y pijao con los españoles, apenas unos

años después de la fundación de Santafé. Los panches, que geográficamente se encontraban más cerca

de Santafé y servían de barrera con los primeros grupos de pijaos, cuando se encontraron con la

avanzada de los españoles en búsqueda de las minas ya conocían que los españoles habían fundado las

ciudades de Santafé, Tunja y Vélez y sabían que “iban determinados de hacer lo mismo en sus tierras

y sujetarlos a la servidumbre en que tenían puestos los de aquellos”, por lo que se prepararon para

resistir y defender sus tierras y sus pueblos, “no quedando en la tierra provincia ni cacique que no

tuviese estas determinaciones” (Simón, T. IV, 170-74).

8 Entre las parcialidades de los pijaos que son compendiadas por Lucena Samoral, se encuentran: aipe, ambeyma, amoyá, anayma, anaytoma, apoxoje, araima, atarora, ayaruque, beuní o beuini, bintima o bintimay, biaima, bobarama, bulira, cacataima, calarama, canchuma, conveyma, coyaima, culucu, cumbul, cutiva, chigandami, guarro, guauro, irico, jamai, lucirá, luima, luluma, lulura, macacua, macuri, maito, mala, maulu, metayma, mitayuqua, mola, molu, moya, namay, natagaima, oguiapui, ombecho, orli, otayma, oxli, pana, poina, quitala, quindio, searco, tamagale, támara, tamasnami, tonuxo, totorambo, toychi, tuamo, tuluro, tumbo, tutumo, tuuytami, tuuam, umbeche, ylucuta, ylulu, yngala, ytaima, yulima y yumbo. Además, otras parcialidades recibieron nombres españoles como órganos, paloma, valle de la palma, valle de las hermosas, valle de Miraflores y valle viciosa. (103-04).

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La conquista progresiva de los territorios panches y pijaos dio inicio a un período de expansión

colonial que aseguró, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, la presencia española en esta región

de la Nueva Granada; presencia que estaría constantemente confrontado por comunidades tribales

opositoras al avance colonizador en el territorio.9 Su resistencia se concretó particularmente en

acciones organizadas que buscaron atacar convoyes españoles por las rutas de su interés, ya fueran

militares o civiles, y el asedio de los asentamientos de los conquistadores en la búsqueda de forzar su

retiro del área. Así sucedió, con la recién fundada ciudad de Ibagué (Simón, T. IV, 291) y, entre otras

con la ciudad de Neiva en 1569 que, a pesar de ser un centro administrativo y militar de importancia

para la Colonia con la actividad de diversos encomenderos, fue destruida casi por completo por una

coalición de indios totoyoes, doches y pijaos (Triana, 114).10

Fray Pedro Simón apunta que antes del contacto con los europeos, los pijaos ya tenían un

carácter belicista (T. VI, 328) con base en lo cual explica las complejidades que tuvieron que afrontar

las incursiones españolas en el territorio de los pijaos originadas en Santafé y Popayán.11 Los eventos

9 Al decir de algunos autores como Clavijo y Triana, la fundación de poblados españoles que se llevó a cabo a partir de 1550 ya no respondía a una voluntad propia y un actuar solitario del conquistador sino a una transformación política radical en el Nuevo Reino de Granada y a un interés directo de la Real Audiencia (Clavijo, 33-34), lo que demuestra la puesta en marcha de una estrategia de gobierno y control social a través del poblamiento (Triana, 89). Durante la década de 1540 y 1550 fueron varias las expediciones que salieron desde varios puntos del Nuevo Reino para conquistar territorios indígenas de predominancia panche o pijao. Desde Santafé salieron algunas de ellas, entre las cuales se encuentran las citadas que fueron lideradas por Hernando Venegas y desde el sur, salieron de Popayán otras cuantas lideradas por Baltasar Maldonado, Hernando Arias de Saavedra, Sebastián de Benalcázar, Jorge Robledo y Francisco Trejo, entre varios otros. (115-17). 10 Juan Friede, en anotación hecha al Capítulo XXIV del Tomo VI de las Noticias historiales de Fray Pedro Simón, señaló que la misma suerte de Neiva en 1562 respecto de la devastación por obra de los pijaos, la sufrieron los poblados españoles de San Vicente de Páez en 1572 y La Plata en 1577, cuyos habitantes se refugiaron en Timaná. (327). Por su parte, anota Triana Antoverza que “la ciudad de Neiva, fundada inicialmente en 1550, sólo vino a tener vida real 62 años después, a raíz de su nueva fundación por parte de Don Diego de Ospina, uno de los hombres más ricos de Santafé y quien fuera comandante de mercenarios y subalterno del Presidente Borja, en la guerra de aniquilamiento, lanzada por la Corona contra los Pijaos, a partir de 1607”. (122). Además, señala que ya en 1557, la administración colonial tuvo que enfrentar un alzamiento general de indígenas en Tocaima, Ibagué, Cartago y Buga que tenía por objetivo el desalojamiento de los españoles de aquellos enclaves (229). 11 Fray Pedro Simón menciona las expediciones de Giraldo Gil de Estupiñán, Francisco de Trejo, Juanes de Gaviria, Julián de Zárate, Fernán Pérez, Miguel Lozada, Martín Calderón, Francisco de Aguilar, Juan de Ampudia, Domingo Lozano, Francisco de Belalcázar, Diego Bocanegra en varias oportunidades, Bartolomé

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narrados por los cronistas de indias y otros historiadores correspondientes a los enfrentamientos entre

los conquistadores españoles e indígenas del Nuevo Reino de Granada en la segunda mitad del siglo

XVI, así como la aguerrida resistencia que presentaron aquellos a la consolidación del proyecto

colonizador hispano, motivó que la autoridad colonial tomara medidas mucho más radicales y diversas

en el sometimiento de aquellos.

Más de cincuenta años de ocupación española en la región no había garantizado la tranquilidad

para los colonizadores y por el contrario, las incursiones indianas en diversos lugares de la zona “traían

la tierra en perpetuos llantos y sin esperanza de salir de ella” (Simón, T. VI, 374), al tiempo que la

percepción común en los asentamientos españoles era que se tenía por “imposible” la conquista de

tales indios y se mantenían “con gran temor” las poblaciones hispánicas (330).

Enterado el Rey y su Real Consejo de Indias lo acontecido en las últimas décadas respecto de

la dificultad para el sometimiento de los pijaos, la Corona nombró a Juan de Borja como presidente de

la Real Audiencia de Santafé (375) y le encargó a partir de 1605 que se diera inicio a una nueva etapa

de enfrentamiento con los pijaos: su aniquilamiento total.12 Este episodio se conocería en la

historiografía colonial como “la guerra de los pijaos”.13

Talaverano, Bernardino de Mojica, Melchor de Salazar, Pedro de Velasco, Hernando Arias, Pedro Sánchez Castillo, Telmo Rosero, Diego de Castilla, Lorenzo de Páez, Campo de Salazar, Diego de Bocanegra, Francisco de Salazar, Baptista de los Reyes, Pedro de Herrera, Diego de medina, Lorenzo Palomino, Vasco de Mendoza, Juan de Magaña, Pedro de Moriones, Felipe de Camargo, Gregorio de Asigarreta, Diego de la Monja, Cristóbal Quintero, Diego de Alameda, Álvaro de Bedoya y los capitanes Marín, Lemos, Osorio, Pando, Rojas y Villanueva (Noticias historiales, T.VI, 329-331). Friede adiciona la lista de Simón con un comentario sobre los nombres de Diego de Santa Cruz y su expedición de 1572 y la de Baltasar de Asebla en 1579, con castigo para los pijaos pero con grandes pérdidas para los españoles. 12 En un informe que para 1610 rendiría a la Corona Juan de Borja se da cuenta de un despoblamiento de catorce ciudades, de las cuales Lucena Salmoral ubica doce por los pijaos y dos, por los paeces (Lucena, T. II, Vol. III, 130). 13 La confrontación con los pijaos puede resumirse en varias etapas: las expediciones de los caudillos funcionarios, seguida de las emprendidas por los caudillos empresarios y, finalmente, la estrategia final liderada por la monarquía. En el primer grupo, se encontrarían todas las comisiones otorgadas a los conquistadores desde la primera incursión en el territorio y hasta 1570, donde se ubica la fundación de ciudades como Timaná e Ibagué. En el segundo grupo, entre 1570 y 1605, se encuentran las expediciones organizadas y financiadas por los españoles que tenían un interés directo en la conquista de los pijaos para obtener mano de obra, tierras y minas, así como la fundación de ciudades donde pudieran obtener poder local en los cabildos. Finalmente, a

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Ciertamente, a pesar de su organización fragmentaria (o con ocasión de esta), rápidamente los

pijaos se adaptaron a nuevas formas de lucha contracolonial, en lo cual aprendieron a conocer los

movimientos y tácticas de guerra españolas, lo que, a su vez, permitió que prontamente pasaran de las

acciones de defensa a la creación de estrategias que les permitieron ejecutar ataques organizados a

ciudades y asentamientos hispanos.14 Esta adaptación les permitió identificar los métodos de combate

español, los líderes o las figuras de autoridad que comandaban en cada ocasión las incursiones.15

A su turno, la autoridad colonial se vio en la necesidad de desplegar otras estrategias más allá

de las incursiones puramente militares para el control y gobierno de la población, sin perjuicio de seguir

adelante con aquellas. Los fracasos de las expediciones adelantadas en territorio de los pijaos durante

la segunda mitad del siglo XVI, o sus escasos éxitos, en todo caso, forzaron la necesidad de

implementar otros mecanismos de dominación a través de la utilización de otros dispositivos de poder

como, precisamente, el aparato judicial, sobre lo que se disertará con posterioridad.16

partir de 1605, como se dijo y como se verá, corresponderá al período de la guerra sistemática liderada por la Corona a través de la Real Audiencia de Santafé y su presidente, Juan de Borja. (Clavijo, 42-43). Como lo anota Lucena, “su pacificación, pendiente desde mediados del siglo XVI, puede considerarse el último episodio de la Conquista y el paso definitivo hacia la Colonización” (T. II, Vol. III, 93). 14 Fray Pedro de Aguado en las Recopilaciones historiales, sobre la organización de los pijaos en los combates por la época de la fundación de Ibagué en 1550, que “no hay entre ellos caciques, como entre otros indios, más son mandados de algunos indios principales que entre ellos hay, a los cuales obedecen cuando les parece y les da gusto” (Lib. VII, Cap. V, 503) 15 David Solodkow en su análisis sobre el tratado de estrategia militar publicado en 1599 por Bernardo Vargas de Machuca denominado Milicia y descripción de las Indias, destaca que para el español las estrategias guerreras de los indígenas estaban fundadas en una “belicosidad ‘fundada en traición’ y basada en la táctica de la ‘emboscada’ y los ‘asaltos’”. Ciertamente, no libran “una guerra convencional europea donde los bandos se enfrentan cara a cara en un campo de batalla, sino que proceden al espionaje y a la emboscada subrepticia para hacer más efectivas sus batallas”. En el mismo sentido, el autor en cita del texto de Vargas Machuca, pone de relieve que los indios pronto comenzaron a utilizar, además de sus armas ancestrales, los “hierros que han ganado y rescatado” de los españoles, lo que es “digno de castigo ejemplar que casi es traición o especia de ella” (“Bernardo de Vargas Machuca…, 96-97). 16 Las crónicas destacaron las expediciones de conquista de los pijaos que adelantaron Francisco Trejo en 1556, “seis o siete” capitanes más, todos con pocos éxitos y grandes pérdidas hasta la liderada por Domingo Lozano y Diego de Bocanegra en 1562 (Simón, T. VI, 337-39), el levantamiento de indígenas en Mariquita repelido por Gonzalo Jiménez de Quesada en 1573 (Triana, 235) y ayudado por Diego de Bocanegra en 1574, la sublevación indiana de Buga de 1575 (Simón, T. VI, 349-51), el despoblamiento de las ciudades de La Plata y Timaná en 1576 (Friede, T. VII, 96-97), una nueva incursión de los pijaos a finales de la década de 1570 sobre un margen del río Tuluá (T. VI, 353-55), la expedición de Bartolomé Talaverano con Hernando de Lorenzana entre 1580 y 1581 (356-60), el asalto en 1584 del gobernador de Popayán por el camino del Quindío (Triana, 237; Simón,

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CAPÍTULO II. La representación de la alteridad indígena y las limitaciones de la

historiografía colonial.

La complejidad de la implementación y consolidación del proyecto colonizador hispánico en

América se vio reflejado, además, en la retórica que los españoles promovieron para narrar las

incursiones en el Nuevo Mundo. El discurso que registró la actividad de los conquistadores estuvo

marcada por una percepción “monstruosa” del indio pijao identificándolo como un bárbaro, sodomita

y opositor al proyecto civilizatorio del imperio español. En gran medida, esa concepción se derivó del

canibalismo con el que los cronistas identificaron a los pijaos, a veces como como ritual religioso o

bélico, o incluso, como simple dieta.17

Las menciones relativas a la antropofagia, que tanto alarmaban a los cronistas de las Indias

como Fray Pedro Simón y Fray Pedro de Aguado, son abundantes en sus relatos históricos (Simón, T.

VII, 238, 431, 433, 437). Los ejemplos abundan, no sólo en las crónicas.18 La descripción que hacían

los españoles sobre esta práctica se convirtió en un rasgo característico de las poblaciones de pijaos, lo

que permitió encauzar la guerra de su dominación y aniquilamiento. Si bien algunos historiadores como

T. VI, 360-62); el ataque de gran envergadura de los pijaos el 24 de junio de aquel año (Bernal, 55-56) y la expedición de Bernardino de Mojica entre los años 1590 y 1592 (Simón, T. VI, 371), entre otras. Bernal Andrade anota que han caído en el injusto olvido las anotaciones de Pedro Ordoñez de Ceballos compiladas en su libro Viaje del mundo publicado hacia 1625, en el que narró su designación como gobernador interino de Popayán hacia 1590. Adujo que a su llegada a la gobernación, la tierra “estaba alborotada” a raíz de la actividad de los pijaos, que habían “convocado a todas las naciones indígenas circunvecinas a unirse a ellos (a los pijaos) contra los españoles, so pena de que los matarían y devorarían a todos, lo mismo que a los españoles, si no iban a apoyarlos en su guerra contra éstos” (59-62). 17 Lucena le atribuye al canibalismo de los pijaos una inicial connotación religiosa, que buscaba la asimilación del ser deglutido. Sin embargo, anota, ese uso fue “degenerándose durante el transcurso de los años, hasta convertirse en vicio. A principios del siglo XVII estos naturales devoraban a todo ser humano que capturaban, fuera valeroso o cobarde y engordaban a los prisioneros en corrales para matarlos y comerlos” (T. II, Vol. III, 107). 18 Bernal Andrade señala que no sólo Fray Pedro Simón y Fray Pedro de Aguado se refieren a ello, sino, también, Pedro Ordóñez de Ceballos, Antonio de Herrera, Pedro Cieza de León, Gonzalo Fernández de Oviedo y Juan de Castellanos; así como los criollos Lucas Fernández de Piedrahíta, Juan Rodríguez Freyle, Fray Alonso de Zamora, José Manuel Groot y José Antonio Plaza (149).

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Lucena afirman que tal práctica está “suficientemente probada”, su revisión por parte de estudios

críticos modernos, permite considerar que muchos casos no existieron fuera de la imaginación de los

conquistadores, que se servían de este medio para “esclavizar a los naturales” (T. II, Vol. III, 108).19

Bernal Andrade insiste en que la antropofagia de los pijaos era “xenófoba”, es decir, sólo

dirigida en contra de los extraños o forasteros como los españoles. A ello agrega, además, que la escasez

de carne animal pudo haberlos lanzado al consumo de carne de sus enemigos, en la medida en que su

cosmogonía les impedía, seguramente, comer carne de venado los cuales eran la reencarnación de sus

muertos (154-56). La acérrima defensa de Bernal parte de la consideración de la antropofagia como un

“vicio”, como también lo mencionan Lucena y otros, reconociendo implícitamente con ello que pudo

no haber sido enteramente un invento español pero que sí fue magnificado para ser usado en su

contra.20

Friede, por su parte, acepta la existencia de prácticas de canibalismo como parte del cuadro de

costumbres antropofágicas entre las tribus americanas, no sólo de los pijaos, y anota que “el

antagonismo que ha existido entre los españoles e indios durante la Colonia obliga a aceptar con reserva

todos los datos que se refieren a la antropofagia entre las tribus de América. Sin embargo, destaca que

la declaración oficial de algunos indios como “caribes”, es decir, como antropófagos, daba el derecho

de exterminarlos o esclavizarlos legalmente; lo que producía apreciables ventajas económicas a los

19 Precisamente, mediante auto de la Real Audiencia de Santafé del 22 de noviembre de 1602, habiendo razonado, entre otras cosas, que los pijaos en el ataque a Ibagué, se apoderaron del fuerte de protección de la ciudad “matando un español y más de veinte indios llevándolos para comer, como tienen de costumbre”; se decidió declarar “los dichos salteadores por esclavos por el tiempo de diez años continuos” (Archivo Nacional de Colombia, 25-26). 20 Víctor Bedoya es particularmente dramático con su hallazgo: “Entre todos sus vicios el más repugnante era, sin duda, la antropofagia, y no de cualquier manera, ni siguiendo la costumbre de los demás pueblos del continente. El pijao era en gran medida cruel cuando sacrificaba, para comérselas, a sus víctimas. Atadas a un botalón o árbol cualquiera, se encendía, en su presencia el fuego y luego le iban cortando trozos de carne, los asaban y comían en su presencia, para luego seguir la misma operación hasta que el desgraciado moría en medio de las más horrendas torturas”. (48-49).

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conquistadores (Los andakí, 93).21 Friede, sin embargo, no cuenta con otra fuente de estudio sobre las

prácticas antropofágicas en la Colonia que el mismo discurso español, que por las razones dichas,

resulta rebatible en la medida en que la creación de una alteridad monstruosa de los pijaos en los

documentos oficiales tenía para el proyecto colonizador un interés directo: la autorización tácita para

su “civilización” o, en su defecto, su exterminio.22

Álvaro Félix Bolaño al ocuparse de la imagen de los pijaos a la luz de los cronistas como Fray

Pedro Simón, expone que el rasgo característico de los pijaos lo constituye precisamente el canibalismo.

Pero fue así por la exclusiva razón de que se convirtió en el mejor argumento para proponer y justificar

su exterminio y representar lo que materializaba la diferencia entre los europeos y los bárbaros de las

Indias (154-55).23 Desde luego, si el indio es monstruoso y una amenaza, se debe controlar, someter y

por supuesto, aniquilar.24

21 Es por ello, continúa Friede, que resulta absolutamente comprensible que en la mayoría de informes coloniales se presenta a los indios como belicosos e indómitos, pero además, como antropófagos, pues la esclavización del indio y la apropiación de sus bienes era una motivación adicional para los conquistadores dada la recompensa inmediata en el acto de conquista (Los andakí, 93). 22 Solodkow a propósito de su análisis sobre las primeras cartas del “Descubrimiento” de América, explica que “a partir de 1492 se abrirá toda una serie de antiguos libros que vendrán a explicar estos nuevos seres, los cuales no podían ser asimilados en la mente europea sino como aquellos monstruos o prodigios reseñados desde la antigüedad griega y latina (…)”. Y continúa exponiendo: “los seres monstruosos que Colón no pudo hallar en las islas caribeñas, lo obligan a un proceso de cotejo dialéctico entre la realidad científica de sus libros y visiones de lo real que las desmienten. Esa febril actividad daría como resultado la invención aterradora –proliferante y productiva- del primer canibalismo americano” que, además, confirmado posteriormente por relatos antropofágicos “no presenciales en la mayoría de los casos sino contados por terceros” (22). 23 Además, anota Bolaños, la práctica de la sodomía, implicaba que para el universo de pensamiento europeo, el indio no sólo violenta las leyes de la naturaleza sino las leyes de Dios. Esta visión propuesta por Simón en las Noticias historiales, compone “uno de los aspectos más oscuros de la noción del salvaje medieval y renacentista” que, a su vez, constituyen por oposición a la “civilización” y “cordura”, una amenaza para la sociedad en general (154-55). 24 Mabel Moraña explica que lo “monstruoso” es “una cualidad que cristaliza apelando a múltiples recursos representacionales a partir de los cuales ese campo semántico es construido discursivamente”. En un contexto colonial, “los monstruos se manifiestan generalmente por su ausencia (se espera verlos, se supone y se teme su existencia), pero la persistencia de estas referencias resulta obsesiva y sintomática, como parte de la operación de construcción de una otredad inquietante y anómala que incita la curiosidad y el espíritu dominador de la conquista”. Y remata: “la supuesta monstruosidad americana brinda así la coartada para la devastación de los imaginarios y de los territorios conquistados, habitados por sujetos que se manifestaban como inasimilables al proyecto civilizatorio” (32, 36, 38).

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Jáuregui en su ya clásico Canibalia es todavía más concreto: “el imperio viene a imponer la paz

y a proteger al inocente de la voracidad de los caníbales. La razón jurídica de la empresa colombina hace

pertinente traer a colación los estrechos vínculos entre la imputación del canibalismo y la justificación

de la Conquista de América que se encuentra en los historiadores y cronistas de las Indias, así como

en un vasto corpus jurídico” (77).25 El canibalismo de los pijaos, entonces, de la forma como está

registrado en los anales de las crónicas indianas y documentos de la Conquista conducen a considerar

que más bien fungió como un artefacto retórico que fue utilizado como un mecanismo para la

deshumanización de los pijaos, lo cual favoreció su aniquilación.26

Bolaños insiste en que la existencia del canibalismo en América en el siglo XVI es un

“presupuesto metodológicamente necesario” para los españoles en el afán de justificar el exterminio

de la población opositora al proyecto colonizador. No obstante ello, la “satisfactoria comprobación

del canibalismo de los pijaos, con la plétora de documentación de la época disponible, es casi

imposible” (182-83).27 En la obra de Fray Pedro Simón, Bolaños demuestra que existió una

25 Jáuregui dice: “la palabra caníbal es, como se sabe, uno de los primeros neologismos que produce la expansión europea en el Nuevo Mundo. También es –como diría Enrique Dussel-, uno de los primeros encubrimientos del Descubrimiento, un malentendido lingüístico, etnográfico y teratológico del discurso colombino. Sin embargo, este malentendido es determinante; provee el significante maestro para la alteridad colonial. Desde el Descubrimiento, los europeos reportaron antropófagos por doquier, creando una suerte de afinidad semántica entre el canibalismo y América. En los siglos XVI y XVII el Nuevo Mundo fue construido cultural y religiosa y geográficamente como una especie de Canibalia” (13-14). 26 Jaime Borja en Rastros y rostros del demonio en la Nueva Granada (1998) sobre la “misión” evangelizadora del Imperio Español y la justificación de la guerra, en cita de Juan Ginés de Sepúlveda señala que para el imaginario hispánico, el asunto de los nativos americanos “se trataba de unos ‘hombrecillos tan bárbaros, incultos e inhumanos’ que tan solo ‘veneraban como Dios al demonio’”. Por lo que eran, “seres que no sólo debían ser protegidos, sino que también estaban obligados a recibir el imperio español y el cristianismo porque esta era “ley de naturaleza”, el no hacerlo era causal de justa guerra”. Más adelante sostendrá que “el ejercicio de la tutela civilizadora contra estos ejércitos de adoradores para erradicar sus falsas creencias, se convirtió en el pretexto de conquista que legitimaba el proceso de expansión” (51, 64). 27 Bolaños radicalmente pone en duda las presuntas evidencias sobre estos hechos dadas las limitaciones de la historiografía colonial. Sin embargo, dada la multiplicidad de relatos que describen las prácticas de antropofagia, los testigos oculares de otros grupos indígenas americanos y los rasgos de tales en el folklore de algunas de sus tribus enemigas, y siendo éste un asunto de tanta carga ideológica, política y racial, cada versión se muestra “ideológicamente motivada y se desarrolla en un cierto marco interpretativo que compromete decisiones sobre lo que se piensa que fue la “verdad” (182-183).

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tergiversación de la imagen indígena en la Colonia asignándole a los pijaos una imagen “monstruosa”

representación que a todas luces fue meticulosamente construida en favor de los intereses de la Corona

española.28

En este sentido, para los españoles, la erradicación completa de los pijaos era no sólo

justificable sino laudable, puesto que era el triunfo de la “civilización” sobre la “barbarie”, el del

cristianismo sobre la idolatría y la rectitud moral europea sobre la abyección indígena.29 Todo ello, no

era más que una retórica atravesada por una arrogancia etnocentrista que impedía el reconocimiento

cultural del nativo americano. De esta forma, en las Noticias historiales de Fray Pedro Simón sólo la

caracterización del aborigen como un monstruo despreciable y hostil a la civilización europea (Bolaños,

25) era lo que permitiría fundar un proyecto de trascendencia histórica.30

Precisamente esas limitaciones de la historiografía de la colonia impiden otorgar plena

credibilidad a las narraciones de los cronistas sobre la “barbarie” de los pijaos. Desde el siglo XVI éstos

tienen una imagen que está marcada por tres grandes rasgos: el barbarismo, la antropofagia y la

delincuencia; todo lo que les imprime una noción de “inhumano” frente a la “humanidad” del español

(29). De allí que las crónicas indianas en una mayor o menor medida consideren al indígena como un

estorbo y sin el derecho a protestar por la invasión de sus tierras al tiempo que “representaban un

28 Luis Fernando Restrepo trae a colación que Jaime Borja en Los indios medievales de Fray Pedro de Aguado (2002), examina cómo la imagen del indio en las Recopilaciones historiales “es más un producto de la retórica medieval que de la observación proto-etnográfica del franciscano” (El estado impostor, 32); lo que sería un parangón con el trabajo desarrollado en 1994 por Bolaños respecto de Simón y los pijaos. Palencia-Roth, por su parte, afirma que “cuando los descubridores europeos percibieron que los aborígenes americanos no tenían características monstruosas ni inhumanas, entonces con fundamento en los hechos o sin él se les atribuyó un comportamiento monstruoso. En efecto, para justificar las acciones europeas en las Américas, se redefinió la naturaleza (no sólo física sino moral) del nuevo hombre. Es más, estas atribuciones contribuyeron a un proceso bastante complejo de la alegorización cultural del Nuevo Mundo” (39). 29 Jaime Borja en Rostros y rastros del demonio en la Nueva Granada (1998) con tino señala: “Para cualquier cultura, la invención del enemigo es una necesidad que permite la fluidez de la identidad, el espejo de lo que se debe rechazar” (50). 30 Bolaños, además, desmitifica el presunto éxito de la campaña de exterminio contra aquellos, en tanto hasta 1675 aún se registraban campañas enviadas desde la gobernación de Popayán para aniquilar a los pijaos, dado que Juan de Borja sólo se ocupó de la banda oriental de la cordillera central, siendo la opuesta, jurisdicción de Popayán, precisamente (24).

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auténtico problema político, económico y social para el Nuevo Reino” (Lucena, 34). De esta forma, el

mensaje que ha trascendido en la historiografía de la colonia, es precisamente, el recado del

conquistador que fue postreramente vencedor.

La confrontación con los pijaos, entonces, verdaderamente fue un proceso de conquista y

colonización que implicó la imposición de la cultura hispánica y la doctrina religiosa católica. Tuvo

como efecto la sumisión y control de las comunidades nativas ya fuera de forma violenta por la vía del

combate y la derrota militar, o por el camino menos agresivo pero, no por ello, pacífico, de las alianzas

políticas por medio de muy diversos mecanismos de ejercicio del poder.31 La consecuencia de este

proceso sociopolítico, cultural y militar, sería la erradicación de los pijaos como estructura social,

cultural y política; y la integración de los sobrevivientes a las comunidades españolas en posiciones de

esclavismo o servidumbre (Triana, 120).

Con todo, resulta imposible soslayar que la voz dominante en la reconstrucción de los hechos

que rodearon la Conquista de América, la colonización de la Nueva Granada y particularmente la

“guerra de los pijaos” no era otra que la de la autoridad colonial que encontró en la rebeldía de los

pijaos una amenaza al proyecto conquistador en el Nuevo Reino.32 Es esa postura de la hidalguía

española y referente moral y civilizador de la Conquista, lo que ha permeado la historiografía de la

31 Triana Antoverza sobre ello, indica: “La sustitución de poderes indígenas, se efectuó a medida que las alianzas y la guerra significaron el reconocimiento de jefes indígenas (a través de la administración colonial, por medio de una legalidad que reconocía y tramitaba cacicazgos y títulos hereditarios) a cambio de garantizar la tributación real de las poblaciones sometidas, asegurar la prestación de servicios personales y la transferencia de excedentes económicos, en beneficio de los encomenderos y curas doctrineros” (76). 32 Bolaños critica del denotado historiador Lucena Salmoral que haya asumido la retórica del vencedor, barbarizando al pijao y haciéndolo monstruoso (52-53), errores que, según dice, ha cometido la historiografía moderna y contemporánea y ha reproducido el sentimiento etnocentrista cuando se leen los relatos de la destrucción de los pijaos, dado que el lector participa con complacencia de la “justedad” de ello, como precisamente, lo han hecho los historiadores que desde Fray Pedro Simón se han ocupado de ello, hasta la época actual (55).

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colonia, difuminando lenta y progresivamente la percepción de los pueblos conquistados,

reduciéndolos a fortuitos episodios de valentía en el medio de una vasta percepción de barbarie.33

Las fuentes documentales disponibles como las crónicas de Fray Pedro Simón o Fray Pedro

de Aguado, se debe tomar, entonces, con beneficio de inventario. Es decir, el mérito de la información

allí contenida debe filtrarse críticamente de manera que se aborden las motivaciones, reticencias y

omisiones propias del relato historiográfico. Autores como Bernardo Tovar Zambrano, en este

sentido, han descreído de las crónicas coloniales como fuente histórica, a pesar de su trascendencia en

la historiografía contemporánea, pues no dejan de ser un “relato puramente descriptivo” al que se le

ha negado “toda intención historiadora e incluso, se ha llegado a oponer crónica e historia, oposición

que tiende a ser establecida con base en la distinción entre descripción y explicación e interpretación

histórica” (19). Tovar insiste en que, a primera vista, las crónicas no serían otra cosa que el relato

espontáneo y natural producto del asombro y no obedecen a interés diferente a la narración de

acciones, con mayor razón si se trata de aventuras extraordinarias en un mundo novedoso (20).34

En este sentido, importa decir que las mismas consideraciones que se hacen respecto de las

crónicas en torno a sus limitaciones y la duda sobre su credibilidad, son enteramente aplicables a otras

fuentes documentales de la Colonia que tuvieron un origen en la autoridad española. En este escenario

se encuentran los demás documentos oficiales que tienen una naturaleza discursiva como los

cartapacios y expedientes en los que quedaron registradas las actuaciones de las autoridades coloniales

33 Solodkow en su estudio sobre la Milicia de Vargas Machuca trae a colación que en éste se lee una exaltación del arte de guerra indígena que no corresponde propiamente a una valoración positiva de los nativos sino, a una valoración del coraje español: “cuanto más bravo el enemigo mayor es la gloria en la conquista” (96). 34 Jaime Borja en Los indios medievales de Fray Pedro de Aguado: construcción del idólatra y escritura de la historia en una crónica del siglo XVI (2002), lo explica de una manera contundente “debido a su credibilidad descriptiva, las narraciones se han asumido como ‘fuentes’ históricas objetivas sin que hayan sido sometidas a una crítica textual o de contexto. Algunos historiadores actuales creen que las descripciones formaban parte del método franciscano de evangelización, porque a partir de ellas reconstruían las bases religiosas de los futuros evangelizados, mientras que otros toman los datos como información objetiva de los diversos aspectos de la vida indígena. Aunque cinco siglos separan el discurso del cronista y su recepción, subsiste una lectura que interpreta a los indígenas como supersticiosos, llenos de tabúes y mitos, mientras que los franciscanos son casi ‘científicos’ y conscientes de su labor ‘etnológica’, al estudiar al otro” (99).

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y que componen el centro del análisis aquí propuesto. De allí la importancia de las salvedades esbozadas

en torno a la historiografía colonial.

En efecto, no puede perderse de vista que el afianzamiento de la autoridad colonial a través de

la implantación de instituciones de gobierno como las reales audiencias, entre otras, requerían de un

gran flujo de información, lo que sería proveído precisamente por las crónicas. Para ello se creó el

cargo de cronista en 1526 y a partir de 1571 se organizó administrativamente el mecanismo de

información requerido por la Corona a través de la creación del cargo de Cronista Mayor, adscrito al

Consejo de Indias.35 Este funcionario real tenía, además, la finalidad de “dejar memoria de los sucesos

españoles en el Nuevo Mundo” y escribir una historia “verdadera y oficial” sobre las Indias (25).36

De esta manera, la información consignada en los documentos históricos producidos en la

Colonia como las crónicas de Simón y Aguado, no es enteramente espontánea y libre. Ciertamente, las

crónicas respondían a una necesidad documental de la Corona española para ejecutar un gobierno a

distancia, con las complicaciones que ello podía acarrear. Ahora bien, si la información tenía como

destino prioritario los centros de poder monárquico en la península, es posible colegir que la dimensión

de memoria pública que pudiera atribuírsele era puramente subsidiaria y maleable.37

Dicho de otra forma: una vez cumplido el cometido administrativo y político de la información,

podía publicarse para conocimiento de los interesados en ello, con las consabidas reticencias y

omisiones en la búsqueda de la protección de los intereses del imperio. No se muestra lógico que, aun

35 Tovar Zambrano, en cita de Francisco Esteve en Historiografía indiana (1967) señaló que el primer cronista en ocupar tal cargo fue Fray Antonio de Guevara y a partir de 1532, Gonzalo Fernández de Oviedo (24). 36 El Cronista Mayor escribía en desempeño de una labor de gobierno, por encargo institucional y de acuerdo con las exigencias del poder monárquico, el mismo que debía “defender y legitimar la ocupación española, justificar la conquista y la cristianización, propugnar por el orden institucional en sus propios asuntos conflictivos y crear el reconocimiento ideológico sobre lo que consideraba la misión histórica de España en el Nuevo Mundo” (26). Este encargo oficial hacía que el trabajo del cronista oficial fuera un producto sometido al escrutinio y aprobación de la autoridad receptora, que estaría tentada a imponer filtros y controles respecto de lo que se dice y lo que se deja de decir. 37 En el mismo sentido tampoco son completamente fiables las anotaciones de los documentos oficiales derivados de los ritos judiciales, lo que en lugar de anular su capacidad de reflejar las relaciones de poder en la Colonia, invita a estudiar con detalle sus limitaciones.

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después del uso oficial de la información que tuvo a bien hacerse, se publicara toda clase de

documentos o crónicas que desdijeran del imperio mismo. En este punto, cobra relevancia las censuras

oficiales que se impusieron, por ejemplo, a las crónicas de Fray Pedro de Aguado compiladas en las

Recopilaciones historiales.38

Nuevamente hay un expreso deseo de hacer verosímil el relato de las situaciones cotidianas de

la Conquista y exaltar las proezas hispanas en el Nuevo Mundo, antes que el rigor de la verdad histórica

propiamente dicha. A este respecto y en cita de Margaret Hodgen sobre los etnógrafos de aquella

época, Bolaños declara que los cronistas estaban poco interesados en darle a sus “paisanos” en Europa

una exposición sistemática de los fenómenos humanos del Nuevo Mundo, puesto que estaban más

interesados en “lo sensacional como en los peligros de sus viajes, naufragios, batallas con los ‘salvajes’

y las escapadas de la muerte” (53).

La sutileza del lenguaje es, pues, obvia en la historiografía de la colonia, lo que trasluce

implícitamente una valoración subjetiva de los hechos que en la mayoría de ocasiones resulta

imperceptible al lector desprevenido o poco crítico. La trampa de la historiografía colonial, que hace

bien el lector en sortear, encuentra su principio y su fin bajo el entendido en que, como quedó dicho,

38 La censura, dice Tovar, era incluso, una tradición ya común en el imperio español y se extendía no sólo a publicaciones heréticas sino a aquellas que, en cuestiones de crónicas indianas, aun las no oficiales, pudieran resultar inconvenientes por ser “candentes” en temas relacionados con la justicia o la justificación de procedimientos de Conquista. Ello, tuvo relación, además, en la creciente propagación de la “leyenda negra” española. La censura y el control de lo que se dice, como es obvio, impacta la versión de los sucesos y subyuga a los intereses del Estado la “verdad” de los hechos. Tovar concluye su idea indicando que, precisamente, lo que se juzga del relato, entonces, no es su verdad sino su función, sacrificando la objetividad del discurso por la utilidad político-social que representa (28, 44-45). Friede por su parte, anota que el carácter religioso de buena parte de los cronistas “impedía la tolerancia hacia las creencias y costumbres que no encajaban fácilmente en su mundo espiritual” lo que ya, de suyo, introducía “lamentables tergiversaciones”, mientras que los cronistas seglares, con complejo de superioridad, no eran los más aptos para representar la realidad americana de forma desapasionada. Todo ello aunado al desconocimiento del idioma de los indígenas, que obstaculizaba la comprensión de los hechos y conducía a interpretaciones erróneas. Friede hace referencia también a las directrices de la Corona que limitaban la circulación de libros en América y España entre 1540 y 1590. La investigación de Friede, además, da cuenta de la supresión de las palabras “conquistar” y sus derivados como “conquista” o “guerra”, para ser reemplazadas por “poblar”, “pacificar”, “guazabara”, “jornada”, etcétera, como lo ordenaban los preceptos de Felipe II que prohibía utilizar aquellas palabras en relación con los problemas americanos. (Historia extensa de Colombia, Vol. II, 287, 296-97, 299-305).

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los relatos asociados a aquella época preponderantemente priorizan la utilidad o funcionalidad que

pudiera proveer el relato, por encima de la verdad que pudiera transmitir. Son fuentes verosímiles, pero

no siempre verídicas.

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CAPÍTULO III. Las estrategias del poder detrás de la causa judicial “De officis de la

Real Justicia contra Don Martín, indio del pueblo Cayma y otros indios e indias por

herbolarios (1601)”.

Aproximadamente durante el segundo semestre del año 1601 falleció el hijo menor del capitán

español Francisco López Matoso, llamado Pedro Meléndez.39 Ello originó que la autoridad colonial

diera apertura, el 8 de septiembre de 1601, a un proceso judicial en contra de tres mujeres y dos

hombres indígenas de la encomienda de López Matoso. El juicio que fue adelantado por la justicia real

de Ibagué en cabeza del corregidor y justicia mayor Juan de Aguilar los investigó por la realización de

prácticas de hechicería asociadas con la muerte del hijo del encomendero.

Sin embargo, a pesar de que la finalidad de la causa criminal fue registrada como la de “averiguar

la verdad y hacer en el caso justicia”, el trámite judicial tomó un camino en el que la muerte del hijo de

López Matoso resultó intrascendente y pasó a un segundo plano.40 En el curso del mismo, se

concentraría en otros aspectos que habrían de tener más relevancia en el gobierno de la población de

indios dentro del contexto histórico de una enconada resistencia contracolonial de los pijaos y los

panches.41

39 Francisco López Matoso era un poderoso encomendero asentado en la jurisdicción de Ibagué. Era encomendero de Cáceres cuando recibió el repartimiento de indios cayma que habían sido asignados a Sebastián de Porras Salazar, cofundador de la ciudad, por matrimonio con su hija Leonor de Porras en 1576 (Triana, 154-55). López Matoso llegó al Nuevo Reino de Granada aproximadamente hacia 1556 (Archivo Nacional de Colombia, 105-06) y se hizo conocido por participar en varias entradas de sometimiento de indios y por ser explotador de minas y hatos de ganado. Fue alcalde de Ibagué en 1582 y en 1603 y ostentó varios rangos militares y civiles como teniente, capitán y regidor (Triana, 187). 40 El auto de apertura, según la transcripción original realizada por Matallana Peláez, dice: “En la ciudad de ybague en ocho días del mes de setiembre de mil seis cientos y un año Don Joan de Aguilar corregidor de esta ciudad dixo que por quanto a su no[ti]zia ha venido que en el rrepartymiento de yn[dio]s del cap[itan] Fran[cisco] Lopes matoso Vez[ino] de esta ciudad algunas yndias e indios han usado y husan de erbolarias dando yerbas venenosas para matar como lo hizieron a un hijo del dicho Fran[cisco] Lopes matoso llamado Pedro Melendes de que murio y para aberiguar la verdad y hazer en el caso ju[sti]z[i]a (…)” (Matallana, 52). 41 El arraigo del sistema de encomiendas entre un sector de vecinos de Ibagué y el fomento la producción agrícola, minera y comercial hacia la década de 1590 permitió la acumulación de medianas fortunas, lo que pudo suscitar la reactivación de ataques pijaos a estancias españolas partir de 1601 (Clavijo, 47). La incipiente

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En el juicio se escucharon los testimonios de los indios Lucía, Luisa, Lorenzo, Juana, Juan,

Alonso, Francisco Asensio, Isabel, Anna Diego de Zúñiga, Martín de Zúñiga y Juan de Zúñiga, de los

cuales los funcionarios reales dedujeron que los indios Constanza, Catalina y Juan, estarían

involucrados en actos de hechicería relacionados con la muerte de Pedro Meléndez.42 Posteriormente,

tras las declaraciones de otros intervinientes, se vinculó al juicio a la india Bárbola y, luego, se abrió un

expediente aparte en contra de Martín, un cacique del repartimiento.

El que se haya juzgado e involucrado tanto indio es una señal incontrastable de que el juicio

sirvió para aleccionar moralmente a la población indígena más que para resolver la cuestión penal del

homicidio. Es claro además que el juicio instituye una confrontación entre los dueños de la tierra y los

indios, señalando a estos últimos de ser potenciales aliados del demonio y de poner en peligro la vida

y la propiedad de los encomenderos. Es decir, el incidente muestra de qué manera puede ser

direccionado un sistema de administración de justicia por parte del poder de turno.

Constanza era una india chontal de la encomienda de López Matoso, perteneciente al subgrupo

coyaima de la etnia pijao.43 Fue la principal acusada de hechicería y mohanería y como tal fue

prosperidad de Ibagué, entonces, no sólo no impidió sino que incentivó el asedio de la resistencia indígena de manera intermitente y de forma focalizada en las haciendas más grandes, de mayor capacidad de producción y más cantidad de indios de servicio. 42 Las declaraciones que vinculan a Constanza con prácticas de hechicería describen que “en la mitad de la noche la había visto “soplando” a un indio enfermo llamado Alonso”, que maldijo al indio Sebastián porque tuvo un altercado con ella, anunciándole su pronta muerte; que “era público y notorio entre los indios que Constanza era una hechicera” y hablaba “con el demonio”. Sólo algunos la relacionaron con la muerte de Pedro Meléndez porque había tenido altercados con aquel porque “robaba sus pollos”, “comía sus huevos” y por ello se ufanaba de su muerte (Matallana, 53-54, 57-60, 64, 66-69, 91-93). Catalina, sin haber sido ampliamente involucrada por varios testigos, fue mencionada en las diligencias, lo que supuso su vinculación como acusada. Ésta manifestó que Juan, su esposo, tenía unas “figurillas” que servían de amuleto para pescar (70-71, 75-79). La mención que hizo sobre ello, bastó para que Juan, su compañero, fuera llevado preso con iguales cargos de hechicería (84). Sobre Bárbola, vinculada como acusada en el curso de la investigación, las declaraciones recogidas en el juicio indicaban que ésta había sido apresada junto con Constanza “diez años atrás” por presuntamente haber utilizado yerbas que aquella le había dado con el fin de dar muerte a indio Antón, por los celos que le producía estar con otra india (72-73, 102-103, 105). 43 Por chontales se designaba, básicamente, a los indios que aún no habían aprendido el castellano o no lo hablaban muy bien, y por lo tanto no eran cristianos. Para ser un cristiano a cabalidad, había que expresarse en una lengua cristiana de manera aceptable (Gómez, 15). En las intervenciones de Constanza y Catalina, principalmente, en el expediente judicial se deja claro que ambas son chontales. De hecho, deben ser asistidas por intérpretes ladinas

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mencionada por varios indios en sus declaraciones. Además, es interesante pensar que el peso de la

prueba se asocia también con una cuestión de género. Desde la horrorífica invención del Malleus

Mallficarum, e incluso desde la Biblia, la mujer está asociada a las conspiraciones demoníacas.44

Sin embargo, por la textura de las respuestas y la forma en que fueron realizadas las preguntas,

pareciera evidente que lo cuestionado por el funcionario investigador en este evento no fue

propiamente la muerte de Meléndez, sino, la práctica de hechicería en el hato de Francisco López

Matoso asociado con lo femenino, lo demoníaco y, como dice Borja, otras “huestes de satán”.

Este hallazgo, de entrada, ubica la atención sobre el interés del interrogador al formular las

preguntas que dirige a los indios llamados a testificar, dado que sutilmente encamina la conversación

con los testigos a eventos concretos de hechicería o mohanería, ajenos a la investigación puntual sobre

una muerte como la acontecida por Pedro Meléndez.

En efecto, en la paleografía de Matallana Peláez se evidencia que tanto a Luisa como a Lorenzo,

los primeros interrogados, les fue preguntado por el corregidor Juan de Aguilar lo que supieren del

“delito” y las “aberiguaciones”. Y, por su parte, en la comisión que hizo Juan de Aguilar a Jusepe

para que su voz quede con un registro válido. Por ladinos, a su turno, se conocían a los indígenas que aprendían el español como segunda lengua y se encontraba cristianizado (14). 44 El Malleus Maleficarum (1486), popularizado en la Europa del siglo XV y XVII como manual de lucha contra la brujería, señala en la Cuestión VI titulada en la traducción de Montague Summers (1996) como “Concerning Witches who copulates with Devils. Why it is that Women are chiefly addicted to Evil Superstitions” reveladores comentarios relacionados con la proclividad de las mujeres para caer en el pacto con el demonio, todo ello, muy útil para la cacería de brujas: “But because in these times perfidy is more often found in women than in men, as we learn by actual experience, if anyone is curious as to the reason, we may add to what is already been said, the following: that since they are feebler both in mind and body, it is not surprising that they should come more under the spell of witchcraft. For as regards intellect, or the understanding of spiritual things, they seem to be of a different nature from men; a fact that is vouched for by the logic of authorities, backed by various examples from the Scripture. Terence says: Women are intellectually like children. (...) Therefore a wicked woman is by her nature quicker to waver in her faith, and consequently quicker to abjure the faith, which is the root of witchcraft” (44). Más adelante el instructivo anti-brujas sentará: “If we inquire, we find that nearly all the kingdoms of the world have been overthrown by women [Troy, Jews, Rome] (...) Let us consider another property of hers, the voice. For as she is a liar by nature, so in her speech she stings while she delights us. Wherefore her voice is like the song of the Sirens, who with their sweet melody entice the passers-by and kill them. For they kill them by emptying their purses, consuming their strength, and causing them to forsake God” (46).

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Valterra para la instrucción del proceso, se dejó claro que el objetivo de la comisión era averiguar todo

lo posible respecto de que “(...) en el rrepartymiento de yndios del cap[itan] fran[cisco] lopez matoso

vezino desta ciudad algunas yndias e yndios de su encomienda an usado de herbolarios dando yerbas

venenosas para matar como lo hizieron a un hijo del dicho fran[cisco] lopez matoso llamado pedro

melendes de que murió y porque combiene hazer info[rmaci]on y averiguación del caso y castigar [a

los] culpados” (55). A los interrogados se les hacía saber de la “comisión” y se les preguntaba lo que

supieran respecto de ésta.

A los demás testigos se les harían iguales preguntas, específicamente relacionadas con la

actividad de hechicería de Constanza o de alguna otra persona dentro de la encomienda de Francisco

López Matoso. Sólo excepcionalmente el corregidor preguntaría si aquellos actos de hechicería que se

mencionaban en cabeza de Constanza, habían estado relacionados con la muerte de Pedro Meléndez.

El control y direccionamiento del discurso indígena en la causa judicial bastó a los funcionarios

reales para que se ordenara el apresamiento de la india Constanza en la casa del esclavo Juan Pacheco

dentro de la misma encomienda de López Matoso el 10 de septiembre de 1601 (61).45 Escuchados los

testimonios a esta altura del juicio, las preguntas que los funcionarios judiciales realizaban a los

declarantes sobre la muerte de Pedro Meléndez eran puramente circunstanciales y esporádicas, dado

que insistentemente requirieron de los testigos información sobre las personas que, dentro de la

comunidad, tuvieran prácticas de hechicería.

Ciertamente, de la transcripción de Matallana y la confrontación con el expediente original

digitalizado, se concluye que Lorenzo fue el primero que relacionó a Constanza con la muerte de Pedro

Meléndez pero porque “había escuchado” que había tenido altercados con aquel porque “robaba sus

pollos” y “comía sus huevos” (57-58). Juana, por su parte, dijo haber escuchado de Bárbola un

45 Juan Pacheco es referido como un esclavo y capataz (mayoral) en la encomienda de Francisco Matoso. Su participación en el juicio tomará relevancia más adelante.

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altercado cuando Pedro Meléndez había caído enfermo y había pedido tomar chicha y en la cocina del

hato sólo encontró Bárbola un recipiente de Constanza que tomó sin su autorización, lo que la molestó

sobremanera (59-60). Francisco Asencio sobre la muerte de Pedro Meléndez dijo que nada le constaba

pero que sí había oído decir que no se llevaba muy bien con Constanza porque aquel se robaba sus

aves de corral con la promesa de regresarlas pero ella no daba crédito de ello (64). Isabel y Anna

mencionaron haber escuchado que aquella se ufanaba de la muerte de Pedro Meléndez porque ya no

habría de tomar sus animales (67-68). Catalina dijo que sólo supo que Constanza maldijo a Meléndez

por problemas que tenía con él diciéndole que la mano con la que la golpeaba pronto iba a “ser tierra”

(70-71), lo que corroboró su esposo Juan (122-24).

A pesar de la aparente “abundancia” de esta clase de declaraciones, verdaderamente sólo fueron

excepcionales dentro del interrogatorio de cada indio, dado que el grueso de las preguntas se enfocó,

como se dijo, en la averiguación de las prácticas de hechicería de Constanza y Catalina, pero no en la

muerte de Meléndez. Ello explica, además, por qué terminaron siendo condenados otros indios además

de Constanza en este proceso judicial aun cuando nada tuvieron que ver con la vida (o con la muerte)

de Meléndez.

Ahora bien, las anotaciones del proceso judicial necesariamente no reflejan la realidad de lo

investigado o lo averiguado. A la luz de lo investigado en la causa, era probable que el funcionario real

comisionado para tales efectos tuviera suficientes elementos de juicio para mantener prisionera a

Constanza. Sin embargo, para ese momento, en los albores de la investigación, no puede deducirse de

lo inscrito en el proceso que sobre Catalina pesaran graves sospechas de hechicería, y menos aún, de

alguna actividad suya relacionada con la muerte del hijo de Francisco López Matoso, Pedro Meléndez.

Sin embargo, era una acusada principal y sería encarcelada desde los primeros momentos del juicio.

Luego, algo debió conocer sobre ella Jusepe Valterra, el funcionario investigador, de lo cual no

dejó registro en el expediente, o simplemente, tuvo la convicción de que también Catalina por tener

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un reconocimiento aparentemente público como hechicera, debía ser apresada mientras avanzaba la

investigación. En el proceso resulta evidente que las menciones en contra de Constanza son

abundantemente mayores a las de Catalina, y a pesar de ello, públicamente la autoridad judicial dictó

la restricción de su libertad.46

La continuación del juicio supuso el 15 de octubre de 1601 una “sentencia de tormentos” en

contra de los acusados Catalina, Constanza, Juan y Bárbola (111).47 Esta medida de suplicio, que no

comportó por sí misma una noción de castigo sino un medio de presión para buscar la “verdad” se

inscribe dentro de las técnicas de ejercicio del poder y dominación del individuo a través del cuerpo.

A esto denominaría Michel Foucault como anatomopolítica.48

Foucault en Vigilar y castigar (1976) se ocupó de teorizar sobre la tortura y los tormentos como

demostración de poder sobre el cuerpo, en una doble dimensión: castigo y verdad. Mostró cómo el

46 En efecto, Catalina fue interrogada como un testigo más dentro de la causa que se abrió para conocer quiénes en la encomienda de Francisco López Matoso estaban practicando hechicería y tuvieran que ver con la muerte de Pedro Meléndez. Los testigos Lucía, Luisa, Lorenzo, Juana, Francisco Asencio, Isabel, Anna, Madelena, Diego de Zúñiga, Martín de Zúñiga, Juan de Zúñiga y un cacique indígena cayma cuyo nombre no fue precisado; escuchados entre el 8 y el 12 de septiembre de 1601, coincidieron en señalar a Constanza como hechicera, por lo que fue apresada. Sin embargo, a pesar de ninguno de aquellos haber acusado a Catalina, el 12 de septiembre fue enviada a prisión también bajo la sospecha de ser hechicera. Sólo el cacique innominado mencionó su nombre para decir que no sabía si Catalina o Constanza habían dado yerbas venenosas a Pedro Meléndez, nada más. Luego, de la acusación que recayó sobre Catalina (y que terminó con su condena por hechicería) no quedó registro en la primera parte del expediente, por lo que esta reticencia documental confirma la fragilidad de la fuente judicial como relato historiográfico al tiempo que permite inferir que para los funcionarios reales importaba más el rol que la india Catalina desempeñaba en su comunidad que la asociación directa de su actividad con la muerte del hijo del encomendero. 47 Fue apelada por el defensor Francisco Galeano ante la Real Audiencia, sin perjuicio de lo cual, en todo caso, el corregidor ordenó ejecutarla (Matallana, 112). La defensa insistió en que ello causaría enorme daño y sobre todo, “apremiados por el rigor” del castigo, sin entender, confesarían “lo que no deben” (113). Ello permite evidenciar los excesos cometidos por una justicia colonial que adopta medidas en sumo rigurosas con base en endebles probanzas y que, además, no está del todo enfocada en la averiguación de asesinatos con hierbas sino en una persecución de algunos indios que comienzan a mostrarse importantes dentro de su comunidad. No en vano el defensor insiste en que los testimonios que soportan las acusaciones en contra de Constanza, Catalina, Juan y Bárbola no son sólidas ni contundentes. 48 Foucault, en una conferencia dictada en 1976 en Brasil, se refirió a la anatomopolítica como una “tecnología individualizante del poder”, la “tecnología que mira a fondo a los individuos, hasta en su cuerpo, en su comportamiento”. Es una “especie de anatomía política, de anatomopolítica, una anatomía que se dirige a los individuos hasta anatomizarlos” (“Las mallas del poder”, 889). En Vigilar y castigar (1976) reforzó la idea por la cual “el cuerpo, en una buena parte, está imbuido de relaciones de poder y dominación, como fuerza de producción” y “se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido” (35).

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cuerpo supliciado de un individuo servía como ejemplo para toda la comunidad. En las prácticas

judiciales del siglo XVIII pero con antecedentes siglos atrás, el tormento no es una manera de “arrancar

la verdad a toda costa”, sino que se trata de una “práctica reglamentada que obedece a un

procedimiento bien definido: momentos, duración, instrumentos utilizados, longitud de las cuerdas,

pero de cada pesa, número de cuñas”. Así, la tortura es un juego judicial estricto (51).

En este sentido, para Foucault, la búsqueda de la verdad por medio del tormento “es realmente

una manera de provocar la aparición de un indicio, el más grave de todos, la confesión del culpable,

pero es también la batalla, con la victoria de un adversario sobre el otro, lo que “produce” ritualmente

la verdad”. Luego agrega: “El cuerpo del interrogado en el suplicio es al mismo tiempo el punto de

aplicación del castigo y el lugar de obtención de la verdad” (Vigilar y castigar, 52-53).

Por su parte, Diana Ceballos en Hechicería, brujería e inquisición en el Nuevo Reino de Granada (1994)

afirma que someter a un reo a una “cuestión de tormento” no era una invención de las autoridades

eclesiásticas, dado que “era un elemento del derecho incorporado en la práctica judicial en la Edad

Media, antes del establecimiento de la Inquisición Papal (1231)”. Era un método de “indagación de la

verdad” y tenía reglas especiales que suponían su “legalidad” como la ratificación del reo cuando

estuviera en sus cabales, ritualidades que no siempre se cumplían. En los casos de brujería y herejías, a

pesar de comprometerse a decir la “verdad” los acusados torturados “respondían por las fantasías que

los jueces tenían en sus cabezas” (121-23).

La india Constanza a pesar de los tormentos inicialmente se mantuvo firme en lo que con

anterioridad había dicho en el juicio. Sin embargo, ante la intensificación de aquellos “confesó” que

hablaba con el demonio y con ello, corroboró la sospecha de la autoridad judicial respecto de sus

prácticas de hechicería. (Matallana, 116-118). Catalina, por su parte, en medio del suplicio dijo que las

yerbas y raíces que le fueron encontradas eran de su esposo, quien a su vez, atormentado, dijo que

Catalina era la “curandera” y agregó que sabía, por lo que había escuchado de varias personas, que

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Martín (cacique que vivía en el repartimiento junto a la estancia de Francisco López Matoso), había

matado a un indio con hierbas venenosas (120-24).49

Los dichos de los indios durante el suplicio tuvieron el efecto de ratificar el prejuicio que la

autoridad colonial ya tenía fijado en su contra, en el sentido de entender aquellos indígenas como

realizadores de prácticas de idolatría que no sólo iban en contravía de la evangelización cristiana que

acompañó el proyecto colonial desde sus inicios sino que ubicaban a los indios “hechiceros” dentro

de una categoría social elevada y con capacidad de liderazgo, como se explicará más adelante.

Finalmente, el día 25 de octubre de 1601 se reunieron el corregidor Juan de Aguilar, justicia

mayor de la ciudad de Ibagué y Hernando de Lorenzana, alcalde ordinario y acompañante en la causa

criminal por la recusación elevada por la defensa de los investigados en contra del corregidor, con la

presencia de Francisco Galeano, defensor de los acusados; con la finalidad de dictar la sentencia

definitiva en la causa judicial adelantada (141-43). A pesar de considerar que tanto Catalina, Constanza,

Juan y Bárbola eran culpables de practicar hechicería, los funcionarios no tuvieron acuerdo en la cuantía

de la pena y ordenaron la remisión del proceso a la Real Audiencia de Santafé, lo que desató la ira del

encomendero Francisco López Matoso.

En efecto, el veredicto de Juan de Aguilar consistía en que Constanza debía morir en la horca,

Catalina y su esposo Juan, debían ser azotados cada uno con 300 azotes y escarmentados públicamente

y Bárbola debía ser desterrada por 4 años. Hernando de Lorenzana, a su turno, dijo que Juan debía ser

absuelto y Catalina debía ser azotada con 100 azotes. Para Constanza propuso 200 azotes, destierro

49 Cuando estuvo concluida la causa judicial en contra de Catalina, Constanza, Juan y Bárbola, el expediente seguido por la justicia mayor de Ibagué aparece desagregado con una causa aparte que involucra a Martín, cacique del pueblo cayma dentro del repartimiento de Francisco López Matoso (Matallana, 137) tras haber sido mencionado en las declaraciones de Juan y Catalina durante la ejecución de la sentencia de suplicios como quien dio muerte con hierbas al indio Sebastián. En la causa seguida en contra de Martín, quien no fue supliciado, se registró un episodio en el cual, junto con Juan Pacheco, al parecer capturaron y destruyeron las hierbas venenosas de un indio cimarrón llamado “Lambana” perteneciente a la encomienda de Francisco Ortiz Carbajal (171-74). El proceso contra Martín finalizó con su libertad y la de la india Madelena, tras la fianza que el 2 de noviembre de 1601 por el mismo encomendero Francisco López Matoso (175-76).

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por 4 años y escarnio público junto con Catalina; y para Bárbola, que fuera desterrada por el término

de un año (Matallana, 143).50

Finalmente, el 24 de noviembre de 1601 en el hato del encomendero Pedro Guerra tras la

vehemente oposición de López Matoso (152-53) se dictó una nueva sentencia por parte del corregidor

Juan de Aguilar que consistió en que Juan y Catalina fueran escarmentados y azotados.51 A Constanza,

ordenó que fuera exhibida públicamente y le dieran 300 azotes, mientras Bárbola fue absuelta. Tanto

a Catalina, Juan y a Constanza, la sentencia ordenó que acudieran todos los domingos y días de fiesta

a misa y a atender la doctrina cristiana así como no reincidir “en sus supersticiones y hechizos” so pena

de muerte. A Constanza, además de prohibírsele “dar yerbas” y “hablar con el demonio”, se le impuso

la restricción de mantenerse recluida en la encomienda de Francisco López Matoso por el término de

4 años (156-57).

Foucault en Vigilar y castigar (1976) se refirió al suplicio como castigo como una demostración

más de poder: “el cuerpo del condenado es de nuevo una pieza esencial en el ceremonial del castigo

público. Corresponde al culpable manifestar a la luz del día su condena y la verdad del crimen que ha

cometido. Su cuerpo exhibido, paseado, expuesto, supliciado, debe ser como el soporte público de un

procedimiento que había permanecido hasta entonces en la sombra; en él, sobre él, el acto de justicia

debe llega a ser legible por todos”. Así, el culpable se hace pregonero de su propia condena y el suplicio

se convierte en un “momento de verdad”. Es, en suma, un ritual político y forma parte de las

50 Francisco López Matoso reclamó que se dejara sin efecto la orden de remisión a la Real Audiencia de Santafé. Sostuvo para ello que por su ausencia los indios acusados, que eran de su encomienda, no habían sido satisfactoriamente bien defendidos y que el corregidor era el juez legítimo para decidir la causa, cuya dilación, de cumplirse la orden de remisión a Santafé, causaría gran agravio y perjuicio a los acusados dado su precario estado de salud por el presidio (Matallana, 146). El encomendero López Matoso era, en teoría, el principal interesado en llevar el juicio a sus últimas consecuencias. Pero es precisamente su intervención descubre otros intereses que se ocultaban bajo la formalidad del juicio. Parece evidente que el punto de inflexión para el encomendero fue enterarse, no de la sentencia en contra de los indios de su encomienda, sino, de la dilación que suponía una consulta del caso ante la Real Audiencia en Santafé tras el desacuerdo en la pena a imponer. 51 Pedro Guerra era un importante capitán español encomendero en Ibagué. A su encomienda estaban asignados los indios doimas y tuamos, quienes para la última década del siglo XVI amenazaban con un alzamiento y varios de ellos se encontraban fugitivos. (Clavijo, 47).

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ceremonias por las cuales se manifiesta el poder (53-54, 58). Esta sentencia, ejecutada el 12 de

diciembre de 1601, refleja no sólo un ejercicio de poder sobre los cuerpos de los individuos acusados

de quebrantar el orden social y las reglas establecidas. También permite ver que hubo una persecución

ideológica y espiritual que buscaba extirpar las creencias ancestrales de los indígenas, en procura de la

implantación de la fe católica que era un pilar trascendental dentro de la colonización española.

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CAPÍTULO IV. La dimensión biopolítica de la causa criminal adelantada por la

justicia real.

La formación de las nuevas élites locales y la consolidación del poder colonial en Ibagué y toda

su jurisdicción fue un proceso que tomó mucho más tiempo del planeado para los españoles en la

zona. También tuvo mayores dificultades que en otras regiones del Nuevo Reino de Granada, lo que

algunos historiadores atribuyen a la baja densidad geográfica de la zona, la poca cohesión social de las

poblaciones indígenas y la fuerte resistencia contracolonial, todo lo cual hizo de las encomiendas fueran

poco rentables y la actividad económica principal hiciera tránsito hacia la ganadería (Clavijo, 94). Este

panorama sugería un reto para la autoridad colonial en el sentido de acentuar el control sobre los

posibles focos de resistencia aparentemente pacífica o pasiva al interior de los repartimientos, sin

perjuicio de la planificación de operaciones militares de dominación o aniquilación de grupos de

resistencia indígena, como sucedió a partir de 1605 con las incursiones de Juan de Borja.

La Corona tenía, entonces, suficientes motivos para vigilar, controlar y castigar a quienes dentro

de sus dominios representaran algún mínimo peligro de alzamiento o pudieran virtualmente dejar de

lado la pasividad del repartimiento y convertirse en focos de hostilidad militar. Aquí se advierte una

diferencia entre la imagen pública que tenían las indias Constanza y Catalina, frente a la que

proyectaban Juan Pacheco y el cacique Martín. Mientras aquellas estaban aparentemente subyugadas

por medio del repartimiento hecho a Francisco López Matoso y a pesar de mantenerse chontales

estaban integradas al sistema de producción básico de la encomienda, éstos eran activamente líderes o

aliados del poder local. Eran hombres de confianza y amigos del proyecto colonizador, como lo

demuestra el episodio de la supuesta captura del indio Lambana, hechicero de la encomienda de

Francisco Ortiz Carbajal.

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Estas frágiles relaciones de poder en Ibagué y los límites de su jurisdicción permiten observar

cómo se utilizaron mecanismos sutiles de dominación de la población a través de aparatos

institucionales como la administración de justicia. Si, como se dijo, Constanza y Catalina gozaban de

alguna reputación y fama dentro de los indios de los repartimientos de la región, la causa judicial que

públicamente las expusiera como “delincuentes” o infractores podía generar el efecto social de

amedrentamiento y presión para mantener la dominación a favor de los hispánicos.

En el mismo sentido, si el capataz Juan Pacheco y el cacique Martín del pueblo cayma era

procesado pero absuelto de cargos similares a aquellos por los cuales fueron condenadas Constanza y

Catalina, el mensaje público que recibirían los indios de la encomienda de Francisco López Matoso y

las encomiendas vecinas era que definitivamente resultaba mejor aliarse con los españoles, aceptar la

autoridad del Rey y colaborar con el proyecto colonizador.52

Martín, por ejemplo, mantuvo su status y autoridad de cacique, lo que le fue respetado por la

Corona siempre y cuando se articulara con el ejercicio del poder colonial. Constanza y Catalina, por su

parte, a pesar de su gran reconocimiento social, estaban relegadas a tareas domésticas en la encomienda

de López Matoso y a través de mecanismos como el juicio adelantado en su contra, fueron

públicamente humilladas y castigadas, más por mantener las prácticas ancestrales indígenas que eran

52 Como quedó visto, los indios Constanza, Catalina, Juan y Bárbola durante el proceso fueron sentenciados a padecer “tormentos”, que fueron utilizados como mecanismos de tortura para lograr la obtención de la información que las autoridades buscaban. Al final, la sentencia resultó siendo condenatoria para los mismos acusados, menos frente a Bárbola que fue absuelta. La condena incluía medidas de prohibición pero también un castigo público, que fue utilizado, como dice Diana Ceballos en Hechicería, brujería e inquisición en el Nuevo Reino de Granada (1994) como un “medio de dar buen ejemplo a la sociedad, adoctrinándola sobre posibles desviaciones –cosa que frecuentemente conducía a reforzar comportamientos que se querían extirpar, como en el caso de la brujería-. El ejemplo brindado por el castigo debía ser suficiente para inducir a no seguir la misma conducta del castigado. Por esta razón, los castigos tenían algo de teatralidad y necesitaban de una puesta en escena pues iban dirigidos a un público que debía sacar una enseñanza moral de ellos” (111). Michel Foucault, en Vigilar y castigar (1976) asignaría una noción ritual al suplicio, en tanto es “un elemento en la liturgia punitiva” que responde a dos exigencias: frente a la víctima, tiene la función de marcar a la persona y volverlo infame. Purga el delito pero no reconcilia. De otro lado, por parte de la justicia que lo impone “el suplicio debe ser resonante y debe ser comprobado por todos, en cierto modo como su triunfo” (43-44).

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rechazadas por los nuevos dominadores, que por haberse visto envueltas en la muerte del hijo de un

influyente encomendero.

No puede perderse de vista que, al margen del turbulento contexto que se vivía en los años

finales del siglo XVI y los primeros del siglo XVII en la zona de influencia de Ibagué, dentro de los

mismos repartimientos existían grandes grupos de indígenas materialmente sometidos al dominio

ibérico pero no convencidos de sus bondades y menos aún engranados en el proyecto de colonización,

como lo demuestran los rumores de levantamientos en la encomienda de Pedro Guerra, donde habían

sido repartidos los indios doimas y tuamos en los sólo pocos años antes de 1600 (Clavijo, 47). Varios

motivos, entonces, tenía la Corona para garantizar el control y el gobierno de la población indígena ya

preliminarmente conquistada y sometida a los regímenes de los repartimientos y las encomiendas, a

través de una multiplicidad de instrumentos. Uno de ellos, precisamente, la administración de justicia.

El poder de las élites locales en la ciudad de Ibagué y su jurisdicción, para los españoles, debía

asegurarse por medio de distintos mecanismos, todos los cuales convergían en la administración de la

población de indígenas que habían sido sometidas al dominio hispánico a pesar de existir alguna

resistencia pasiva dentro de los repartimientos, como las comunidades de indios chontales que debían

cumplir forzosamente las imposiciones españolas, o activa y bélica fuera de éstos, como la que

representaban los grupos de acción “militar” de los pijaos en las zonas circundantes a los asentamientos

españoles.53

53 Rafael Suárez Pineda, en cita de Aguado, recuerda que la encomienda “es una merced hecha por la ley antigua de los reyes de Castilla a los que descubrieren, pacificaren y poblaren en las Indias, en que les hacen merced de que aquellos indios que su título o cédula se contienen los tengan en encomienda (que s tanto como decir a su cargo) todos los días de su vida”. En este sentido, continúa Suárez, “el derecho del encomendero consistía en disfrutar del trabajo moderado de los naturales, mientras que como teórica contraprestación en acuerdo al espíritu de la ley, debía alimentarlos bien, vestirlos, facilitar su adoctrinamiento e instrucción; y pagarles salario a perpetuidad” (213). Los indios, entonces, pese no ser libres y contar con leyes que aparentemente les protegían, debían someterse a la voluntad absoluta del encomendero.

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Ahora bien, como lo teorizó Foucault entrado el siglo XX el poder en sí mismo no se detenta o

se posee, el poder se ejerce. Y éste se ejercita “en toda la superficie del campo social, conforme todo un

sistema de relevos, conexiones [y] puntos de apoyo” y siempre es, por lo tanto una “forma determinada

de enfrentamientos estratégicos instantáneos y continuamente renovados entre unos cuantos

individuos”. Nunca está íntegramente de un solo lado, no es monolítico: se juega a cada instante en

pequeñas partidas singulares, con inversiones locales, derrotas y victorias regionales, revanchas

provisorias (La sociedad punitiva, 263-64).

Esta concepción del poder como ejercicio a través de diversas formas de relacionamiento y

ejecutado mediante diversos dispositivos es visible, desde luego, en la Colonia. Foucault agrega que el

poder político si bien no reside en una “clase dominante” o en un grupo concreto de personas, sí se

localiza en “cierta cantidad de elementos” llamados por él, aparatos del Estado.54 Ello, sin embargo,

no quiere decir que en éstos haya una posesión misma del poder. Más bien, es un conjunto de elementos

por los cuales, y a través de los cuales, el poder fluye. De allí que sea necesario distinguir no sólo entre

los aparatos del Estado y las estructuras políticas (como los regímenes políticos de gobierno), los cuales,

en todo caso, responden o están subordinados a un modo de producción que le precede (266).

En el proyecto colonizador que estaba intentando consolidarse en el Nuevo Reino de Granada

y particularmente en la región jurisdiccional de Ibagué estaba fundado alrededor de sistemas

54 Es necesario precisar que realmente el concepto de “Aparatos del Estado” es una noción de Louis Althusser, maestro de Foucault. En Ideología y aparatos ideológicos del Estado, Althusser aclara: “Para avanzar en la teoría del Estado es indispensable tener en cuenta, no solamente la distinción entre Poder de Estado y Aparato de Estado, sino también, otra realidad que está manifiestamente del lado del aparato (represivo) del Estado pero que no se confunde con él. Llamaremos esta realidad por su concepto los aparatos ideológicos del Estado”. Luego agrega: “Recordemos que en la teoría marxista, el Aparato de Estado comprende: el Gobierno, la Administración, el Ejército, la Policía, los Tribunales, las Prisiones, etc. que constituyen lo que llamaremos en adelante Aparato Represivo del Estado. Represivo indica que el aparato de estado en cuestión “funciona básicamente en términos de violencia” (...). Designamos Aparatos Ideológicos del Estado cierto número de realidades que se presentan al observador inmediato bajo la forma de instituciones distintas especializadas [tales como los aparatos ideológicos del Estado] religiosos, escolares, familiar, jurídico, político, sindical, de la información, cultural”. Finalmente, la diferencia entre los aparatos represivos e ideológicos del Estado radica en que mientras del primero existe uno solo (represivo), de los ideológicos existe una “pluralidad” que no es “inmediatamente visible” (32-33).

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productivos como el repartimiento de indios y la encomienda, que permitían la explotación agrícola de

los territorios y la actividad minera, principalmente. Bajo este contexto, el sistema político colonial para

finales del siglo XVI estaba supeditado a esta realidad económica, y fue con ocasión de esta que se

planificó el control y la administración de la población de forma masiva.

La autoridad colonial requería de gobernar, vigilar, controlar, castigar y gobernar a los indios

dentro de los repartimientos de la ciudad de Ibagué no sólo para garantizar la cabal explotación

económica del territorio, sino, además, para evitar el crecimiento de una posible resistencia

contracolonial que provocara un levantamiento en el mismo seno de las encomiendas. En este

panorama, mientras fuera del sistema de poder y explotación económica que suponía el entramado de

repartimientos y encomiendas se libraba una confrontación bélica cuya violencia era, también una

manifestación del poder, dentro de aquellas, el poder se manifestaba de una manera diferente, a través

de lo que Foucault llamaría el poder disciplinario: la normalización, el hábito, la creación y persuasión de

una norma específica (275-76).

La disciplina de la que habla Foucault, como forma del ejercicio del poder, sólo en apariencia

se ejerce sobre el individuo, comoquiera que aunque tiene necesariamente una dimensión física, tiene

realmente una finalidad en lo colectivo. Es un “modo de individualización de las multiplicidades”

(Seguridad…, 27-28) y está particularmente disgregado del castigo como forma de ejercicio del poder

sobre el cuerpo. Así, las diversas maneras en las que se manifiesta el ejercicio del poder estaban

presentes en la Colonia dentro del contexto específico bajo estudio.

El proceso judicial que se siguió en contra de Catalina, Constanza, Juan y Bárbola fue una

manifestación de poder. En sí mismo, el juicio a cada uno de ellos constituyó un ejercicio del poder

político que estuvo enfilado hacia un efecto que no sólo pretendía ser un castigo físico a los

involucrados, sino también un mecanismo de extirpación de idolatrías y de administración de los

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recursos humanos asociados a la explotación económica del territorio, todo sobre lo cual se volverá

más adelante.

Ese conjunto de “mecanismos y procedimientos” del poder que se dirigen, precisamente, a

“asegurar el poder” (16) es lo que permite explicar que la forma como el juicio adelantado en contra

de los citados indios, cuyas consecuencias fueron disímiles a la suerte que corrió el cacique Martín en

la causa a él abierta, a pesar de las limitaciones propias del sistema judicial, tuvo una dimensión que

trascendió la aplicación de justicia exclusivamente.

En efecto, el interés de la autoridad colonial en el juicio analizado bien pudo haber sido indagar

sobre quién dio muerte al hijo de un influyente encomendero en Ibagué en 1601. También, pudo serlo

averiguar qué indios de los distintos repartimientos de la zona estaban todavía ejecutando las prácticas

ancestrales que la Colonia consideraba contrarias a la doctrina católica. Pero, realmente no fueron

aquellos interrogantes los únicos detrás de la iniciación de un juicio en contra de aquellos, dado que,

por la naturaleza de los encausados (indígenas, mujeres, hechiceros), se advierte un interés de influir

en la comunidad indígena a la que pertenecían y asegurar, a través del dispositivo de poder que

constituía el aparato judicial de la Colonia, el equilibrio en las relaciones de poder y dominación que

ejecutaba la élite española en la región y que el poder disciplinario no podía por sí mismo conservar y

mantener.55

55 El tratamiento diferenciado que se aprecia en el juicio respecto de Juan, Catalina, Constanza y Bárbola frente a Juan Pacheco y el cacique Martín encuentra explicación en el papel que jugaba cada uno de los indiciados. En efecto, mientras Constanza era chontal y por ello mantenía sus propias tradiciones, tenía un conocimiento reconocido en el manejo de hierbas para la sanación y curación de males físicos o espirituales y demostró rencillas o asperezas en el trato con los españoles; por su parte, el cacique Martín había incorporado en mayor medida el idioma y las costumbres, cultura y religión de los españoles, mantenía su condición de cacique y era aliado del poder español en la zona. Juan Pacheco, a su turno, tenía conocimientos de curación y sanación, útiles a los estamentos españoles y era de confianza de Francisco López Matoso. Así, frente al poder colonial local, las figuras de Martín y Juan Pacheco eran aliadas y estaban absorbidas por el proyecto colonizador, lo que los ubicaba en una posición de ventaja frente a los demás indios que aún no estaban integrados completamente al modelo colonial. Esta disparidad de criterios propone un análisis que trasciende lo jurídico y se ubica en el plano biopolítico, comoquiera que favorecer y exaltar públicamente a indios que habían aceptado la autoridad española y se habían integrado con ésta hacía que los demás indios no sometidos o resistentes al modelo hispánico vieran como una desventaja oponerse a la autoridad y por esta vía, controlar la población insumisa.

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La disciplina del servicio personal a través de la cual fluían los juegos de poder en las

encomiendas y repartimientos, no era suficiente por sí sola para mantener el control de la población

indígena en el contexto de una creciente resistencia contracolonial liderada por los pijaos y algunas

facciones panches en la región en los últimos años del siglo XVI. De esta manera, además de los efectos

del poder disciplinario intrínseco en las relaciones de poder propias y derivadas de la encomienda como

actividad económica, el aparato judicial se destacaba a los ojos de las autoridades locales como un

instrumento adicional y efectivo para garantizar el control y el gobierno de una población.

Si bien era cierto que en una mayor medida (aunque no de forma completa) los españoles

poseían un control sobre el territorio del denominado “Valle de las Lanzas”, la verdadera soberanía

derivada del ejercicio del poder político únicamente podía ser concretada por éstos en la medida en

que ejecutaran un control sobre la población. De esta forma, la autoridad colonial sólo garantizaría la

soberanía del territorio en la medida en que asegurara para sí la capacidad de administrar la población

asentada en aquel. La teoría de la soberanía presupone que ésta se basa en lo territorial, sin embargo,

un territorio sin gente es inútil, por eso es importante pensar en asegurar el control y el gobierno de la

población, la verdadera soberanía es la que se ejerce sobre la gente más que sobre el territorio. Ello se

corresponde con lo que Foucault denominaba como el tránsito del paradigma de la soberanía cuyo

núcleo ya no es un territorio sino una población (43-44) y con ello, la teorización sobre las tecnologías

biopolíticas y el paradigma del biopoder como la gestión de la vida.56

56 Roberto Espósito en Bios: biopolítica y filosofía (2004), si bien no atribuye a Foucault el origen del concepto de biopolítica (el cual atribuye al sueco Rudolph Kjellen) sí reconoce en aquel un replanteamiento y recategorización del concepto. Más adelante, en cita de Birré en Cahiers de la Biopolitique (1968) dirá que “’Se ha definido la biopolítica como ciencia de las conductas de los Estados y de las colectividades humanas, habida cuenta de las leyes y del ambiente natural y de los hechos ontológicos que rigen la vida del hombre y determinan sus actividades’ sin que esta definición implique una aclaración sobre el carácter específico de su objeto, ni un examen crítico de sus efectos” (35-36). Otros autores como Rodrigo Frías Urrea plantea que los orígenes del pensamiento biopolítico puede rastrearse hasta Platón, cuando éste ideó una polis cuya estructura “exige la presencia de hombres a los que la disciplina de “gobierno” está interesada en hacer económicamente útiles aunque dóciles desde el punto de vista de gobierno” (“Foucault y los orígenes…, 123). Espósito se ocupa de la diferenciación entre biopolítica y biopoder, los cuales ordinariamente son empleados sin distinción pero de los cuales el primero corresponde a una “política en nombre de la vida” y el segundo a “una vida sometida al mando

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Mientras fuera de los límites de los asentamientos españoles se libraba una confrontación

constante entre los grupos indígenas de resistencia contracolonial y las avanzadas españolas, dentro de

las encomiendas y repartimientos las poblaciones de indígenas se inscribían en un paradigma de

relaciones de poder, mediadas por instrumentos sutiles o explícitos para su ejercicio.57 De allí que la

encomienda en sí misma sea naturalmente uno de éstos, pero no el único, en la medida en que el

aparato judicial también lo es. De esta forma, el sistema de justicia y castigo asegura la funcionalidad

económica de la encomienda.

Foucault parte de la superación de la anatomopolítica del cuerpo humano, es decir, el control y el

dominio del poder sobre el cuerpo del individuo durante el siglo XVIII a la concepción de la biopolítica

como una tecnología del poder en la que el paradigma de ejercicio de éste se concentra en la gestión

de la vida de la población y no ya en individuos particulares.58 Un escenario donde el derecho de

de la política” (Bios, 25-27). Otros investigadores como Rubén Sánchez parten de reconocer que los conceptos de biopolítica y biopoder fueron conceptos que terminaron teniendo una dinámica más allá del mismo autor y que, ante todo, son conceptos que se enmarcan dentro de lo que Foucault denominó “ontología histórica de nosotros mismos”. Concluye que “las estrategias del biopoder buscarán conocer controlar la vida en cada individuo eliminando cualquier singularidad, con el fin de capturar a la especie en esa vida individual”. De esta forma, concluye que Foucault se vio forzado a distinguir a medida que avanzó en sus análisis sobre biopolítica y el biopoder, las “tecnologías políticas” de las “racionalidades políticas” y con ello, distinguir “los procedimientos biopolíticos del eje que los articula como parte del biopoder”, siendo éste, “una forma de racionalidad política que hace que por medio de tecnologías biopolíticas y disciplinares, se pueda tener un dominio total de la vida” (35). Carlos Eduardo Maldonado en Política+Tiempo=Biopolítica (2018) en una crítica al entendimiento de la “biopolítica” teorizada por Foucault y posteriormente por Espósito, Agamben o Negri “en un sentido negativo como crítica a los dispositivos de poder”, propone que la biopolítica es verdaderamente una “complejización de la política” y que no es “en contraste con todas las políticas habidas hasta la fecha, política antropológica, antropocéntrica o antropomórfica”. Más bien, dice, es “política ecocéntrica o biocéntrica” (78-79). 57 Castro-Gómez en Historia de la gubernamentabilidad (2010), a propósito de las diferencias entre los “estados de dominación” y las “relaciones de poder” en la teoría de Foucault expone que por tratarse de un “juego de acciones sobre acciones”, las relaciones de poder son reversibles, mientras que en los estados de dominación no impera el juego de libertades sino el ejercicio de la violencia (45). 58 Las nociones de anatomopolítica y biopolítica no son excluyentes. Explica Castro-Gómez que no son dos tecnologías de poder que actúen en forma excluyente o separada. Simplemente tienen racionalidades diferentes. “La “anatomopolítica” emerge en la primera mitad del siglo XVIII y la “biopolítica” en la segunda mitad del mismo siglo. Las dos tecnologías no se excluyen mutuamente (aunque son diferentes y operan en distintos niveles), y la segunda engloba la primera” (59). Importa aclarar, de todas maneras, que la teorización que hizo Foucault a partir del siglo XX con diversos ejemplos históricos que utilizó como sustento de sus afirmaciones, no excluye la interpretación de aquellos conceptos a contextos no analizados a profundidad por el autor como lo es, precisamente, la Conquista y los estados de dominación y relaciones de poder que en el marco de ésta se generaron. Ahora bien, que no sean excluyentes los conceptos de anatomopolítica y biopolítica no significa, sin

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soberanía no está orientado, con base en el territorio, a lo que él denominó como “hacer morir y dejar

vivir”, sino, a un paradigma donde la actividad del poder sobre la población se dirigiría a un “hacer

vivir y dejar morir” (Defender…, 218-19).59

Con posterioridad, en sus lecciones de enero de 1978, Foucault desarrolló el eje de aquel nuevo

prototipo de poder concentrado en la población y no en el territorio: expuso que a partir del siglo

XVII, en un contexto económico mercantilista, la población “ya no aparece simplemente como un

rasgo positivo capaz de figurar entre los emblemas del poderío del soberano” (90) sino que pasaría a

ser el elemento fundamental: el condicionante de todos los demás elementos de la dinámica del poder

del soberano, básicamente porque es lo que garantiza la pervivencia del modelo económico que, a su

vez, sostiene el paradigma político de una sociedad concreta (Seguridad…, 91). Eso hace que el control

del territorio ya no sea un fin en sí mismo, sino un elemento más que deberá estar en asocio con el

control de la población y por esta vía, garantizar o mantener el dinamismo de las relaciones de poder

que, como se dijo, fluyen en todas las direcciones.60 El poder se ejerce sobre la gente, sólo así es posible

dominar la soberanía territorial.

Para Foucault, a partir del siglo XVIII se comienza a evidenciar que la relación del poder con

el individuo no es simplemente una forma de “sujeción” que permite al poder quitarle al súbdito los

bienes y su cuerpo, sino que “el poder se debe ejercer sobre los individuos en tanto que constituyen

embargo, el abandono de prácticas de castigo corporal como efectivamente tuvo suceso con Constanza, Catalina, Juan y Bárbola, quienes no sólo fueron supliciados durante el juicio sino al final de éste como condena, sobre lo que se volverá más adelante. 59 Espósito explica que la noción de biopolítica se obtiene por oposición con el paradigma soberano: “la biopolítica es, ante todo, aquello que no es soberanía”. Y aclara que en el régimen soberano “la vida no es sino el residuo, el resto, dejado ser, salvado del derecho de dar muerte en tanto que en el régimen biopolítico la vida se instala en el centro de un escenario del cual la muerte constituye apenas el límite externo o el contorno necesario” (57). 60 Para Foucault la población no es una “simple colección de sujetos jurídicos, en relación individual o colectiva con una voluntad soberana”. Es el conjunto de elementos en cuyo seno se pueden señalar constantes y regularidades hasta en los accidentes. “Se puede destacar en ella el aspecto universal del deseo que produce regularmente el beneficio de todos, así como las variables de las que depende y son capaces de modificarlo” (Seguridad…, 100). Para Castro-Gómez en La historia de la gubernamentabilidad (2010) el concepto de población en Foucault debe interpretarse como un “conjunto de procesos”, no de personas (63).

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una especie de entidad biológica” si lo que busca el poder es utilizar una población como máquina para

producir riquezas, bienes y más individuos. Este “descubrimiento de la población” es a la par, el

“descubrimiento del individuo y del cuerpo adiestrables”. A ello fue lo que el autor denominó biopolítica,

en contraposición de la anatomopolítica (“Las mallas del poder”, 898).61

Si bien Foucault utiliza aquellos conceptos para explicar el funcionamiento del poder desde

finales del siglo XVIII hasta el presente, en el escenario colonial ya se advertía un paradigma biopolítico

en sí mismo, atado a la necesidad de control y gobierno de la población para la dominación de un

vastísimo territorio como América. No en vano la Conquista, ciertamente, no fue un escenario

“precursor” de la biopolítica sino que constituyó efectivamente el “mayor despliegue biopolítico de la

modernidad” (Solodkow, Jáuregui; “Biopolítica colonial”, 154).62 En este sentido, las autoridades

neogranadinas desplegaron estrategias de poder a través de diversos dispositivos (como el aparato

judicial y la encomienda, según se analiza), para influir en una población concreta asentada en un

61 Algunos autores aclaran que la noción de población que ya existía en la modernidad temprana del pensamiento español no corresponde al concepto foucaultiano, sobretodo en los documentos históricos que tratan los problemas del “despoblamiento” de algunas regiones del Nuevo Mundo tras la Conquista. Francisco Vásquez en “Biopolítica y población en el pensamiento moderno” concluye que “aun estando presente en toda la tradición del pensamiento político español de la Edad Moderna, el concepto de “población” remitía a una gubernamentalidad absolutista que entendía los fenómenos vitales como un recurso interior al Estado –un Estado a la vez de “justicia” y de “policía”- no como una realidad exterior y autónoma respecto a la autoridad estatal, es decir, una exterioridad natural regida por sus propias leyes. Este espacio constituirá la “vida”, a la que remitirán las políticas de “población” propias de la gubernamentabilidad liberal” (152). 62 Espósito reivindica el nexo entre la biopolítica y la modernidad: “Sólo si se la vincula conceptualmente con la dinámica inmunitaria de protección negativa de la vida, la biopolítica revela su génesis específicamente moderna. No porque no haya una raíz de ella reconocible también en épocas anteriores, sino porque sólo la modernidad hace de la autoconservación del individuo el presupuesto de las restantes categorías políticas, desde la soberanía hasta la libertad” (18). Más adelante lo corrobora: no es que antes la vida no estuviera en la agenda sociopolítica de las comunidades organizadas, sino que “la modernidad es el lugar –más que el tiempo- de ese tránsito y de ese viraje, en el sentido de que, mientras durante un largo período la relación entre política y vida se plantea de manera indirecta, mediada por una serie de categorías capaces de filtrarla, o fluidificarla, como una suerte de cámara de compensación, a partir de cierta etapa esas defensas se rompen y la vida entra directamente en los mecanismos y dispositivos del gobierno de los hombres” (47).

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territorio específico y servil dentro de un modelo económico de encomienda y repartimiento de

indígenas.63

Bajo el paradigma de la soberanía sobre la población y no sobre el territorio, diría Foucault, la

técnica de poder ya no es obtener la obediencia de los súbditos a la voluntad del soberano, sino influir

sobre cosas aparentemente alejadas de la población pero que pueden actuar en concreto sobre ella

(Seguridad…, 95). La biopolítica, entonces, es una oposición a ese paradigma medievalista en el que,

para Foucault, la soberanía está unida al territorio y se ejerce de una forma física, geográfica y

concreta.64 El gobierno de la población, del cuerpo social, pasará a reemplazar ese viejo esquema

territorialista y ubicará la gestión de la vida en el núcleo de la acción del Estado. Castro-Gómez lo

63 Para Espósito, la recomposición de la dualidad entre poder y derecho, profundizada por el paradigma soberano, es lo que “torna visible un conflicto”. En este contexto, “al presunto choque entre soberanía y ley, sucede así el choque, real en grado máximo, entre potencias rivales (…). Esto no quiere decir en absoluto que decaiga el mecanismo de legitimación jurídica, sino que este, antes que precedente y regulador de la lucha en curso, constituye su resultado y el instrumento usado por quienes cada vez resultan vencedores: el derecho no dirime la guerra, sino que la guerra emplea el derecho para consagrar las relaciones de fuerza que ella define” (45). 64 La radical oposición entre el modelo soberano y el modelo biopolítico que propone Foucault, sin embargo, es criticada por pensadores posteriores como Roberto Espósito y Giorgio Agamben. Espósito expone que Foucault propone una relación no sólo histórica sino conceptual y teórica entre biopolítica y soberanía. En ésta, la superación del paradigma de soberanía en el soberano y su transferencia al pueblo, trajo como consecuencia la juridización de los dispositivos de control, de modo que la relación entre soberanía y biopolítica por un lado podría considerarse como secreta pero esencial, y por otro, que la biopolítica no se opone a la soberanía sino que la subsume y la rebasa. Para ello explica que, así, de una parte la biopolítica “se torna una articulación interna de la soberanía” pero por otro, “la soberanía se reduce a una máscara formal de la biopolítica” (67). Espósito concluye que las posturas de Foucault no son categóricas dado que si primara una tesis “continuista” de una indistinción entre soberanía, biopolítica y totalitarismo, tendría que aceptar el genocidio como un “paradigma constitutivo de la parábola de la modernidad o cuando menos, su resultado inevitable” y si optara por una tesis “discontinuista” de la diferencia entre aquellos, “su concepción de biopoder quedaría invalidada cada vez que el rayo de la muerte se proyecta dentro del círculo de la vida” (69-71), es decir, cuando la biopolítica se convierte en tanatopolítica, o la gestión de la vida a través del control de la muerte. Agamben, en Homo sacer: el poder soberano y la vida desnuda (2017), por su parte, es más radical: propone que el análisis del modelo jurídico-institucional y el modelo biopolítico del poder no pueden separarse y que “las implicaciones de la vida desnuda en la esfera política constituyen el núcleo originario –aunque oculto- del poder soberano”. Y concluye que la “producción de un cuerpo biopolítico es la prestación original del poder soberano”. Así, afirma que la biopolítica es “tan antigua como la excepción soberana” (18-19). En términos de Espósito, Agamben representa, entonces, la tesis “continuista” del pensamiento foucaultiano respecto de la relación-oposición entre soberanía, biopolítica y totalitarismo.

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explica afirmando que “se gestiona la potencia de la vida para hacerla más productiva, más eficiente,

más segura, más regulada, menos sometida a contingencias” (Historia de…, 58).

Aquí, la Corona a través de los estamentos judiciales habilitados en la Colonia, lo que hizo fue

asegurar una dinámica de poder en la cual la población de los repartimientos de Ibagué que tenían

noticia y conocimiento de las habilidades y liderazgo de Constanza y Catalina, principalmente, habrían

de entender que sus prácticas serían perseguidas y reprimidas, sus cuerpos supliciados y sus creencias

extirpadas en favor del paradigma español de sociedad. Al mismo tiempo, la dominación de los grupos

de indígenas asignados a aquellos repartimientos, habría de evidenciar que resultaba más ventajoso,

como lo hizo el cacique Martín, plegarse al nuevo esquema de poder del proyecto colonizador, que

apoyar la resistencia contracolonial.

Ahora bien, el mismo Foucault consideró que previo a la gubernamentalización del Estado y

principalmente durante la Edad Media, los poderes feudales estaban limitados a través del soberano

que constituía la piedra angular de lo que denominó un “Estado de justicia”, donde la práctica judicial,

acompañada de un sistema armado, era la multiplicadora del poder real; todo lo que cambió según él,

precisamente, a través de la racionalidad gubernamental desde el siglo XVIII.65 Sin embargo, es aquel

sistema legal y aquellas instituciones jurídicas las que a partir de los siglos XVI y XVII permitieron

servir de “control” al poder y ya no como amplificadores de éste, sino como sus sustractores, en la

medida en que también el Rey o el soberano, debía estar sometido a éstas (Nacimiento…, 24-25).

65 Foucault a partir de las lecciones académicas dictadas en 1978 tendría un giro hacia la analítica de la gubernamentabilidad sin abandonar la tesis central acerca de la biopolítica como entronización de la población como núcleo en oposición al concepto de soberanía (territorial). Simplemente, como lo explica Castro-Gómez, “Foucault se da cuenta en 1978 que antes de hablar de biopolítica se hacía necesario reflexionar sobre el modo en que la población aparece como el objetivo por excelencia del gobierno estatal. Gracias, pues, a la emergencia de ese dominio de análisis e intervención llamado población es que el problema del gobierno –ya esbozado por La Perriere- pudo por fin ser formulado por fuera del marco jurídico de la soberanía. Razón por la cual Foucault ya no hará más énfasis en el tema de la biopolítica sino que hablará, más bien, de su “condición empírica de posibilidad”: el gobierno. Sólo habrá biopolítica en el marco más amplio de la gubernamentabilidad” (63). De hecho, Castro-Gómez va incluso más allá: afirma que el concepto de biopolítica es “provisional” en la obra de Foucault y cumple la función de “puente” entre el “modelo bélico” y el “modelo gubernamental” (65).

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El derecho mismo y la administración de justicia, para Foucault, eran un vehículo permanente

de relaciones de dominación, que son polimorfas y diversas. Son, entonces, mecanismos a través de

los cuales el poder fluye y circula en los individuos (Defender…, 36, 38). Para el caso un análisis aplicado

a la Colonia en las postrimerías del siglo XVI, no obstante las características feudales del modo de

explotación económica que compusieron las encomiendas y los repartimientos, el grado de desarrollo

de las instituciones jurídicas hispánicas y la organización de la administración de justicia no permiten

considerar que el modelo de Estado monárquico español fuera aquel “Estado de justicia” del que habla

Foucault. La racionalidad en la administración de la población organizada para un fin económico

específico, por el contrario, ratifica que el aparato judicial en el caso estudiado fue precisamente un

instrumento para el ejercicio del poder y no la razón de Estado en sí misma.

Ubicar la población (los vasallos) como el eje de la gestión del Estado y como mecanismo de

poder en sí mismo significaba contemplar una estrategia biopolítica que articularía la gestión del cuerpo

social en función de las posibilidades económicas que harían posible una estructura política específica

a través de la cual se “representaría” el poder: el proyecto colonizador. La estrategia de ejercicio del

poder, entonces, trasciende la dimensión unitaria del individuo y se concentra en la población como

multiplicidad, respecto de la cual se influye, se regula, se gestiona (Defender…, 222-24). Ahora bien,

como se dijo, los métodos que utiliza la autoridad para el ejercicio del poder y los dispositivos a través

de los cuales éste fluye son diversos. El aparato judicial, como se dijo, es uno de ellos.

Foucault entendía el poder como una práctica. Y una práctica, al decir de Castro-Gómez,

“nunca están solas sino siempre en relación con otras prácticas, formando un sistema de reglas, un

conjunto dotado de racionalidad” (66). De allí que la noción de los dispositivos a través de los cuales el

poder se ejerce por su dimensión relacional, sea fundamental para entender el concepto. Los

dispositivos, continúa Castro-Gómez, son entonces, emplazamientos que ponen en relación diferentes

elementos, pero que son algo más que la simple sumatoria de sus elementos. Es decir; se definen “por

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la función que cumple la relación en su conjunto y no por la particularidad de los elementos

relacionados” (66).

Por dispositivo de poder, Foucault entendió concretamente como un “conjunto decididamente

heterogéneo, que comprende discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones

reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas,

morales, filantrópicas; en resumen: los elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a

lo no dicho” . Podía leerse, según Foucault, como “la red que puede establecerse entre estos elementos”

(Saber y verdad, 128).

Ahora, sin perjuicio de lo expuesto, es otra definición más precisa de Foucault la que permite

entender de una mejor manera el aparato judicial en la Colonia como un dispositivo de la práctica del

poder político, proyectado sobre el gobierno de la población: también es una definición focaultiana de

dispositivo aquella “formación que, en un momento histórico dado, tuvo como función mayor la de

responder a una urgencia. El dispositivo tiene pues una posición estratégica dominante” (129).

Para el caso bajo estudio, el aparato judicial de la colonia, con la plenitud de sus particularidades

tales como normas, funcionarios, discursos, reglamentos, procedimientos, decisiones, tradiciones

jurídicas y todo lo asociado a la administración judicial, constituyó en sí mismo un dispositivo que

respondió a una urgencia específica: la solución de un conflicto de carácter jurídico pero que sirvió de

vehículo para lograr un objetivo biopolítico: incidir en una población determinada de manera que pudiera

ser controlada por medio del castigo de dos individuos que, a su vez, ejercían una posición de poder

sobre los integrantes de aquella.

La gestión de la vida de la población no suponía únicamente controlar para castigar, sino vigilar

para hacer más efectivo el cuerpo social y de hacer que el trabajo sea productivo (de ahí la persecución

a la vagancia y el alcoholismo, y la hechicería). Esto incluía la ordenación de la población para hacerla

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dócil y permitir su disposición encaminada a la efectividad de la explotación económica de los medios

naturales.

En este punto es indispensable aclarar que Foucault distingue entre varios tipos de dispositivos

jurídicos, los dispositivos disciplinarios y los dispositivos securitarios o de seguridad. Cada uno, dirigido a

una finalidad específica. Esta distinción sirve para identificar los tipos de relaciones de poder que

pueden darse en un contexto determinado. De esta forma, las relaciones de gobierno, en el sentido

biopolítico del término, están marcadas por la articulación que canalizan los dispositivos de poder

(Castro-Gómez, 69).66

Para identificar, entonces, el aparato judicial como uno de los dispositivos de poder a través de

los cuales se ejercen relaciones de poder gubernamental, habría que comenzar por decir, por ejemplo,

que el conjunto de normas, instituciones, funcionarios, competencias, discursos, etcétera; que

componen la organización de la administración de justicia en la colonia, sería un dispositivo jurídico.

Pero, haría tránsito a un dispositivo securitario cuando a través de su aplicación tuvo el efecto concreto

de influir en el comportamiento de una población específica para asegurar que siguiera o evitara un

patrón de conducta concreto.67

Dotar al trámite judicial de una dimensión que excede la dispensación de justicia propiamente

dicha, por ejemplo, en la gestión de la población para la aceptación de la autoridad y el proyecto colonial

66 Castro-Gómez, explica la distinción entre estos tres mecanismos en Foucault a través del ejemplo de la criminalidad. Así: los mecanismos jurídicos formularían las leyes que “operan prohibiendo una conducta tipificada como ‘criminal’ y castigando penalmente su transgresión”. Los mecanismos disciplinarios “establecerían un entramado de control para evitar las conductas criminales” y en caso de presentarse, “implementarían técnicas específicas orientadas a la corrección del criminal”. Pero, los mecanismos securitarios, se preguntaría por cómo prevenir el crimen y cómo gestionar la criminalidad. Es pues, un problema “del gobierno sobre las poblaciones” (70). 67 Luciano Nosetto explica una cuádruple dimensión de los dispositivos de seguridad foucaultianos. Por su tratamiento en el espacio “operan sobre el territorio a partir de su acondicionamiento” es decir, “intervienen acondicionando el medio”. Respecto del tiempo, los dispositivos de seguridad se distinguen de los dispositivos disciplinarios porque en lugar de tener una función de “captura del tiempo”, cuentan con series “abiertas” donde es posible observar acontecimientos incalculados. Sobre la multiplicidad, se ocupan de la población y no del individuo. Y, finalmente, articulan una forma de “normalización” en la medida en que de la rigurosa observación de series estadísticas y probabilidades, intervienen en los “casos desviados” (“El incidente biopolítico”, 122-23).

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español, y con ello, la organización de su fuerza de trabajo al servicio de la explotación económica de

las encomiendas y de la minería; configura el tránsito del aparato judicial de un dispositivo jurídico a un

mecanismo securitario en las relaciones de poder, propio de las relaciones de gobierno. Ahí está su

dimensión biopolítica.

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CAPÍTULO V. La batalla contra la idolatría en el Nuevo Mundo y las estrategias de

poder detrás de la administración de justicia.

El proceso judicial seguido en contra de Constanza, Catalina, Juan y Bárbola, tiene ciertas

particularidades que, como se anunció desde páginas atrás, permiten evidenciar que existió, por parte

de la autoridad colonial, un interés que trascendió lo puramente jurídico y se afincó en el plano de lo

político. Para ello, conviene diferenciar claramente los dos juicios que se tramitaron bajo el mismo

expediente. El primero, el que se instruyó en contra de Catalina, Constanza, Juan y Bárbola. El

segundo, el iniciado en contra del cacique Martín. Esta precisión metodológica se hace necesaria en la

medida en que ambos tuvieron como objetivo “averiguar la verdad y hacer en el caso justicia” tras las

denuncias de prácticas idólatras que estuvieron relacionadas con la muerte del hijo del encomendero

Francisco López Matoso, pero el cacique Martín fue absuelto por iguales cargos.

Los cánones de la justicia no fueron los mismos para unos y otros. Martín, el cacique del pueblo

cayma resultó favorecido con la relajación de la rigurosidad judicial, en contraposición con lo que

sucedió con Constanza, e incluso con Catalina y Juan. Las diferencias entre Catalina, Constanza y Juan

en relación con el cacique Martín, al margen de lo dicho, son todavía más visibles si se toma en

consideración que los primeros eran indios chontales y aquel, un ladino. Esta distinción resultaba

profundamente significante en el contexto social y político de la época. De cierta manera, se trataba de

una clasificación social que no sólo tenía efectos indicativos del avance en la misión evangelizante de

la Colonia, sino que, más importante aún, tenía efectos prácticos en la administración de la población.

Era, también, un artefacto biopolítico. Si el cacique Martín era un indio ladino que mantenía

su estatus y liderazgo dentro del pueblo cayma, desde luego se convertía en un aliado estratégico para

el poder colonial local, lo que era, precisamente, lo que no sucedía con Constanza y Catalina, quienes

eran chontales y el poco o mucho liderazgo que todavía pudieran mantener, estaba por fuera de la

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órbita del control español en una zona cuya autoridad estaba seriamente amenazada por la resistencia

contracolonial ejercida principalmente por algunas facciones de pijaos no sometidas por la Corona.

La gestión judicial para la época, desde luego, no podría contar con mayores elementos técnicos

que una indagación testimonial a través del cual era posible encontrar la verdad de una determinada

situación o la reconstrucción de una serie de hechos pasados. Este modelo, que Michel Foucault

denominaría como “encuesta” en su conferencia sobre La verdad y las formas jurídicas, constituirá una

forma de transmisión y difusión del conocimiento.

Bajo este esquema, la “encuesta” como forma política, de gestión y de ejercicio del poder se

convirtió a través de la institución judicial en la cultura occidental, en una forma de autenticar la verdad.

Es una forma de la interrelación entre saber y poder a través del cual es posible estudiar las relaciones

entre los conflictos de conocimiento y las determinaciones económico-políticas (530-31). La

“averiguación de la verdad” que se propuso la autoridad colonial, entonces, era realmente una manera

en la que se llegaría a validar una determinada circunstancia conflictiva en el poder local, que conduciría

a establecer si un grupo específico de individuos había transgredido, o no, una regla del orden. Nunca

se trata de “una verdad” sino de la construcción de lo que Foucault denomina “regímenes de

veridicción”, una verdad que se legitima y se construye, entre otras cosas, a partir del discurso jurídico,

pero también a través del discurso de la religión y sus prácticas.68

Para concluir que Constanza debía ser encarcelada como principal acusada de dar muerte a

Pedro Meléndez, o en todo caso, de realizar actos de hechicería, bastaron algunos testimonios de los

68 Foucault sobre los “regímenes de veridicción” en la lección del 17 de enero de 1979, incluida en El nacimiento de la biopolítica, agregaría el régimen de veridicción permite en un contexto específico tener por cierto algo que no necesariamente luego lo sea. Sin embargo, para aquel escenario en concreto funge como “verdad”: “Sólo tiene importancia la determinación del régimen de veridicción que les permitió [a los médicos, sobre las “necedades dichas sobre el sexo en el siglo XIX] decir y afirmar como verdaderas una serie de cosas que, según lo que acertamos a saber hoy, quizá no lo fueran tanto. Tal es el punto, precisamente, en que el análisis histórico puede tener un alcance político. Lo que políticamente tiene su importancia no es la historia de lo verdadero, no es la historia de lo falso, es la historia de la veridicción” (53-55).

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cuales ninguno pudo asegurar que le hubiera dado muerte a él o a otro, o que hubiera intrigado para

ello. Sin embargo, esas declaraciones coincidentes permitían al funcionario judicial validar como cierto

aquel hecho, y asignarle una responsabilidad. De otros tantos testimonios, los funcionarios reales

llegaron a la convicción acerca de la responsabilidad de Catalina, Juan y Bárbola en actividades de

hechicería, además de la ratificación de la “culpa” de Constanza en ello, una culpa que se admite a

través de un forzamiento carcelario y de un hostigamiento psicológico, como se hacía en los proceso

contra las brujas de finales de la Edad Media y todo el Renacimiento.

Es decir, la autoridad judicial concluyó que era verdad que los acusados habían incurrido en

prácticas herbolarias, aún si no pudo concretarse que hubieran asesinado a Pedro Meléndez. La

reconstrucción exclusivamente testimonial de los hechos es un ejemplo del modelo de “encuesta” en

la autenticación de la verdad como lo formuló Foucault, aún con las limitaciones propias de la época.

No obstante ello, es necesario destacar que el mismo modelo de “encuesta” como forma de

creación y transmisión del saber, tuvo un efecto disímil cuando se trató de otros individuos encausados.

En efecto, también el cacique Martín fue mencionado como quien asesinó a un indio con el uso de

hierbas venenosas. Sin embargo, a pesar de presuntamente haber incurrido en iguales conductas de las

que fueron acusados tanto Constanza, como Juan, Catalina y Bárbola, el cacique no fue supliciado ni

fue condenado.

Lo dicho cobra relevancia en la medida en que en la causa judicial analizada, bajo el mismo

esquema de “encuesta” donde la verdad se construye (o reconstruye) de una forma fragmentaria pero

colectiva, la autoridad judicial desestimó las acusaciones en contra de Martín y Juan Pacheco (aliados

del poder colonial) pero destacó la gravedad de las acusaciones a los demás indios. Esta situación

permite evidenciar que existió un doble rasero en la aplicación de la justicia que encuentra explicación

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a través del entendimiento del rol como mohaneras que Catalina y Constanza jugaban dentro de una

sociedad indígena que la autoridad colonial tenía interés en controlar.69

Los cronistas españoles como Fray Pedro de Aguado, describieron y criticaron varios de los

rituales y ceremonias de los indios de la zona al referirse, por ejemplo, a los panches. En la Recopilación

historial Aguado calificó desde su cosmovisión como “idolatrías” y “simulacros” que hacen los indios

para pedir comida a los dioses, a través del “jeque o mohán” que hace las veces de “santero” y es el

intermediario entre la comunidad de indios y los que Aguado llama “ídolos” (T. I, 456). Fray Pedro

Simón, por su parte, dejó escrito en sus Noticias historiales cómo los mohanes entre los indios gozaban

de una gran reputación y credibilidad (T. IV, 560), en la medida en que ostentaban el poder de

comunicarse con entidades sobrenaturales, lo que los cronistas consideraban disparatado y un

“engaño”, y en todo caso, tales conversaciones como una obra del demonio (435, T. V, 53-57).

Según los cronistas, los indios creían con facilidad lo que sus mohanes les decían a veces

“ahorcándose por su consejo y tomando yerbas para matarse, teniéndoles persuadido que con morir

se acababan los trabajos” (T. IV, 435-36). Tan respetados eran los mohanes, que Fray Pedro Simón da

cuenta con asombro de algunos indios de Santa Marta, incluso, veneraban con gran ritualidad los

huesos de un antiguo mohán, quienes intentaron envenenar y acabar con la vida del religioso Fray Luis

Beltrán quien en una “heroica” lucha contra la idolatría de aquellos, escondió los restos del sacerdote

indio lejos del pueblo y tuvo que huir dada la furia desatada en aquellos (T. V, 425-26). Otros de sus

69 Es de suma importancia resaltar que, como lo dice Jaime Borja en Rastros y rostros del demonio en la Nueva Granada (1998), los años de conquista y colonización española coincidieron con la época de esplendor de la misoginia europea. Así, “las facetas de la demonización de la mujer cubrieron todos los campos culturales: desde sus respectivos discursos, los teólogos, los médicos y juristas defendieron la condición de la inferioridad y debilidad femenina. Una de las expresiones más evidentes de su rechazo cultural fue la Gran Cacería de Brujas, cuyo apogeo abarcó el siglo XVI para extinguirse paulatinamente en el siguiente”. Específicamente, continúa Borja, “el carácter maléfico de la mujer estaba tomado principalmente del arquetipo bíblico de Eva, la mujer tentadora que por su inclinación natural al mal había arrastrado al hombre a la perdición. Su naturaleza maligna estaba reafirmada desde una estructura de pensamiento sustentada en el sistema de analogía que enfrentaba y relacionaba al hombre y la mujer respectivamente con el sol y la luna; el día y la noche; el bien y el mal; la vida y la muerte, la luna”. Y, más aún, “frente a la indígena, la española era virtuosa y con su llegada se buscó frenar la ‘soltura de la carne’ que había en estas tierras” (269-71).

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relatos dan fe de su exclusivo liderazgo en los rituales de ofrendas y sacrificios (T. III, 384). Desde

luego, desde la visión de Simón, al ser éste un religioso consagrado pero en el oficio oficial de cronista,

la actividad de su colega en la fe no pudo ser menos que épica.70

Entre los pijaos y panches los mohanes tenían un profundo arraigo y liderazgo entre la

población. Eran respetados y seguidos por los indios y con frecuencia sus convicciones eran tan

profundas que sus actos de resistencia espiritual se convertían en fuente de coraje y valentía para los

demás. Ello se puede deducir de la emotiva narración que hace Fray Pedro Simón sobre el viejo mohán

que resultó despedazado por los perros españoles del religioso Isidro Cobo, cuando con entereza

enfrentó una muerte violenta tras no haber querido convertirse a la doctrina católica y sostener un

“idolillo” con fuerza entre sus manos “mientras tuvo vigor en ella para tenerlo” (T. VI, 445).

Para los habitantes del “Valle de Las Lanzas”, entonces, los mohanes jugaron un papel

relevante en tanto la organización social de aquellas comunidades indígenas era generalmente

fragmentaria, de forma que no existía una jefatura única o un estamento jerárquico definido. Ello hacía

que los mohanes tuvieran un rol destacado en la realización de alianzas entre grupos o con enemigos

así como la solución de conflictos. Eran las autoridades visibles y tenían a cargo las relaciones con lo

sobrenatural. Su poder, además, provenía del conocimiento de prácticas rituales ancestrales, el

conocimiento de las variaciones estacionales y la utilidad de las plantas. También, sostiene Triana, los

mohanes eran conductores políticos, tenían un liderazgo militar y eran respetados y elegidos según su

capacidad de canalizar las fuerzas sobrenaturales para saber cuándo iniciar una guerra o buscar la

solución de un conflicto (Triana; 50, 62-64).

70 Fray Pedro Simón, en otro aparte de las Noticias historiales, diría sin ambages: “Son estos Mohanes la pestilencia contra nuestra santa fe católica, y los que atajan la corriente de la conversión de estos naturales, porque todo cuanto los sacerdotes enseñan de día, ellos contradicen y desenseñan de noche en lugares ocultos y retirados, donde de ordinario hablan con el Demonio; para lo cual tienen bus instrumentos, bien como para el oficio que los usan, aunque con diferencia en diferentes provincias” (T. VI, 118).

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El mohán tenía una dimensión social que estaba fundado, entonces, en sus capacidades de

liderazgo político, militar y religioso. En esta última noción se incluye la dimensión del “curandero”,

capaz de utilizar los medios proveídos por la naturaleza para sanar una dolencia, a menudo, mediante

la vinculación a elementos o caracteres sobrenaturales. La medicina tradicional indígena, a diferencia

de la práctica “occidental”, se concentra en el entendimiento global de la forma de concebir, prevenir

y tratar una enfermedad de una manera “mágica o sobrenatural”. El curandero, en este escenario, no

es la figura central de la gestión del bienestar precisamente por el conocimiento que tenga del uso de

una determinada planta, sino, además, por su poder esotérico y su habilidad en el manejo mágico o

sobrenatural de la enfermedad (Lobo-Guerrero, Herrera; “Shamanismo…”, 39).

El mago o el chamán, a través de los rituales interpretaba los “principios míticos de la

comunidad”, era un intermediario entre la divinidad y el creyente, lo que reforzaba su imagen y daba

respaldo a sus actos (Ceballos, 65). Eso era precisamente lo que representaban Constanza y Catalina.

También lo hacía Martín, pero el rol que cada uno jugaba dentro de la comunidad, en relación con la

autoridad española, marcaría la diferencia en las consecuencias por sus actos.

La posición de Constanza en la comunidad de la que hacía parte, entonces, significaba mucho

para la autoridad colonial. Debía controlársele y mantenérsele bajo una cuidadosa supervisión, al igual

que Catalina. Si ninguna de ellas tenía la aparente cercanía y alianza con el poder local como sí parece

deducirse de la posición del cacique Martín, automáticamente se convertirían en una amenaza para la

consolidación del proyecto colonizador, más aún, bajo el turbulento contexto histórico y político

explicado en extenso con anterioridad.

Ninguno de los testimonios disponibles en el expediente permite concluir que Constanza

tuviera una posición especial dentro del esquema de micro-poder de la encomienda de Francisco López

Matoso y en general, en el poder local. Sin embargo sí es deducible que tenía una amplia reputación

dentro de los indios no sólo del repartimiento de López Matoso, sino de otros tantos, como lo

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demuestran las peticiones de hierbas y consejo que venían de otros lugares como la encomienda de

Francisco del Pulgar, nada menos, a instancias de su esposa, la española Juana Durango.

Así las cosas, si Constanza no se encontraba inscrita dentro de las “bisagras” de las relaciones

de poder en la sociedad de Ibagué y sus alrededores para finales del siglo XVI y principios del siglo

XVII, como sí lo estaban Juan Pacheco y Martín a pesar de no gozar del estatus de los hispánicos, era

previsible no sólo que su suerte dentro de un proceso judicial liderado y decidido por los mismos

españoles con herramientas institucionales pudiera ser diversa de la que corriera un indio “amigo” o

un cacique aliado, sino que, además, colocaba sobre aquella (y en menor medida sobre Catalina) los

reflectores del control social.

No puede perderse de vista que el cacique Martín era ladino, mientras Constanza, Juan y

Catalina, eran indios chontales. Este aspecto es importante en la medida en que los indios ladinos

estaban más integrados al modelo colonizador que los que se mantenían chontales y por ende, éstos

representaban una eventual amenaza más directa que aquellos. Los indios ladinos estaban transculturados

dado que habían interiorizado un lenguaje y una religión como el cristianismo, de suyo.

Este fenómeno de transculturación (Ortiz, 1940) entendido como las “diferentes fases del

proceso de transición de una(s) cultura(s) a otra, es decir, la deculturización o pérdida de una cultura

antecedente y la neoculturización o creación de nuevos fenómenos culturales” (Ceballos, 15), tenía una

fuerte incidencia en el imaginario hispánico de la época y desde luego, consecuencias prácticas muy

precisas.71

71 El concepto de transculturación fue acuñado por el antropólogo cubano Fernando Ortiz en 1940 en el libro Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar. Ceballos en Hechicería, brujería e inquisición en el Nuevo Reino de Granada (1995) precisa, además, que el término “aculturación” –bastante etnocéntrico, aclara-, lo entenderá como la “adaptación a un estándar diferente, adquisición de una cultura distinta”. Y explica que “la aculturación sola no es posible, siempre va unida a la deculturación y a la transculturación, pues las culturas no son entes herméticos, estáticos e inmutables. Están en continuo movimiento, transformándose y reacomodándose según la dinámica de la historia” (15). Otros, como Sobrevilla, entenderá el mismo fenómeno como “el proceso por el cual una cultura dominada recibe pasivamente ciertos elementos de otra, por lo que en ella misma se presenta una cierta ‘deculturación’” (21). Macarena Cordero, a su turno, en torno a los efectos de la aculturación de los indígenas por

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En el marco del primer siglo del proyecto colonizador hispánico, como lo anota Solodkow, la

“salvación” del indígena americano dependía de un cambio de estatus religioso: debía pasar de “la

idolatría” a la “verdadera fe” (“América como traslado del infierno”, 175). Eduardo Subirats en El

continente vacío: la conquista del Nuevo Mundo y la conciencia moderna (1994), plantea que “[l]as estrategias

misionales de América, desde la política sacramental hasta el sistema de impuestos eclesiásticos, desde

la propaganda de la fe hasta los sistemas punitivos de herejías, idolatrías y heterodoxias, constituyen

sin duda alguna el centro axial de este discurso colonizador. La lógica de la colonización es en primer

lugar una teología de la colonización” (80).

Solodkow además expone que, “los rituales religiosos y culturales de los indígenas eran vistos

y considerados como un conjunto de prácticas que tendían a la adoración demoníaca y a la idolatría

(sacrificios, canibalismo ritual, sodomía), actos influenciados y hasta dirigidos, como señala Borja

Gómez, por las huestes de Satán” (176).72

El autor trae a colación cómo hacia finales del siglo XVI, por ejemplo, el jesuita José de Acosta

(1540-1600), en su obra De procuranda indorum salute [Sobre la salvación que se ha de suministrar a los indígenas]

(1588) “convocaba a los evangelizadores a luchar más duramente contra los hechiceros y a: ‘descubrir

sus engaños y fraudes, demostrar su ignorancia, ridiculizar sus necedades y refutar sus astucias. Y si de

ninguna manera quieren enmendarse y hay posibilidad, hay que separarlos de los demás y castigarlos a

veces duramente, con tal de que no provoquen mayor desorden en el resto de la plebe” (I, 375)”; todo

el influjo de la Colonia, expone que ésta se produce no sólo por “la imposición de una identidad única” en el plano religioso sino además, en el sistema de justicia, “toda vez que significó para los indígenas incorporar una categoría cultural más” (“Reproducción y traducción…”, 23). 72 Para Borja, los cultos, costumbres y comportamientos del “nuevo infiel” en América, fueron la muestra contundente de que Satanás se había “refugiado en las Indias desde antiguo. Las culturas autóctonas fueron rápidamente etiquetadas con una palabra que designaba su barbarie: idólatras”. Esta concepción de Nuevo Mundo como una “tierra extraña controlada por el demonio” es lo que permitiría a los españoles justificar “la apropiación de la riqueza y el oro indígena, pues podía pasar legalmente a manos castellanas porque estaba ofrendado a Satanás en las tumbas y santuarios” (63, 68-69).

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lo cual, aunado a las descripciones apocalípticas de los cronistas73, hacía que resultara “imposible para

los intelectuales españoles del siglo xvi no pensar, vivir y leer a América como un verdadero traslado

del infierno” (“América como traslado”, 180-81).74

Con todo, aclara, que “el combate contra el demonio, sin embargo, no debe ser entendido

como un combate contra el indígena en la mentalidad evangélica del siglo XVI. El demonio era para

la visión evangélica una fuerza exterior no voluntaria que poseía y engañaba a los indígenas. Es por

ello que hablamos de influencia diabólica y no de naturaleza diabólica” (186). Jaime Borja en Rostros y

rastros del demonio en la Nueva Granada (1998) parte por reconocer que la historia del demonio en la

cultura occidental es la historia de una idea, sobre la cual se han construido imágenes y símbolos. Pero,

también, es la historia del miedo (17).75

Esta lucha contra la idolatría y las manifestaciones religiosas distantes de la doctrina católica

eran fuertemente reprimidas por medio de dispositivos jurídicos. En efecto, las constituciones sinodales

promulgadas por las autoridades religiosas en el Nuevo Reino de Granada instruían las particularidades

73 Fray Pedro Simón, por ejemplo, en las Noticias historiales en no pocas ocasiones se refirió a las dificultades que representaba para el proyecto colonizador español la implantación de la misión evangélica a cargo de los religiosos que tenían como objetivo instaurar la doctrina católica entre los naturales de América. Atribuía a ello no tanto el interés de los indios en discutir la doctrina o cuestionar la importancia de la misma sino en la dificultad para abandonar sus creencias naturales, entre otras razones (T. IV, 343). Con frecuencia resaltaba “la fortaleza que han tenido, tienen y ponen en conservar sus idolatrías, de manera que no se las pueden desarraigar del corazón, voluntad y obras” (T. I, 157) y la facilidad con la que, sin dejar de lado sus creencias, adoptaban los ritos y las costumbres cristianas, sólo en apariencia (T. III, 387). 74 Jaime Borja en Rostros y rastros del demonio en la Nueva Granada (1998) realiza un extenso análisis acerca de la construcción de la figura del “demonio” en el imaginario medieval y renacentista hispánico que fue el traído con los colonizadores a América. La imagen de Satanás, dice, se construyó a partir de una “historia accidentada de temores, ideas acerca del mal, confusiones e intolerancia” (39). 75 Anota Borja: “Con el paso del tiempo, los hombres no han sentido con la misma intensidad los fenómenos naturales, los cambios económicos, los acontecimientos políticos o los encuentros con el “otro”. Esto quiere decir que los sentimientos cambian, que no hay, a través de los siglos, un comportamiento humano homogéneo frente a una misma situación. Los miedos son construcciones históricas íntimamente ligados a lo que la cultura occidental ha definido como lo malo (17).

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de la lucha hispánica contra la idolatría indígena y donde se establecían las reglas que debían seguir las

autoridades eclesiásticas e incluso las civiles, para aquellos fines.76

En la Constitución Sinodal del Arzobispo Fray Juan de los Barrios del 3 de junio de 1556, por

ejemplo, se establecen normas específicas para la destrucción de los santuarios que fueran hallados y

se construya allí una iglesia o se imponga una cruz “en señal de cristiandad”. También está inscrito

cómo los indios convertidos deben ser vigilados para que se confiesen al menos una vez cada año, y

de no hacerlo, si es “indio principal o mujer suya” deberán ser encerrados en una casa por el sacerdote

“a manera de cárcel” durante tres o cuatro días hasta que se confiese. Si fuera un “indio común”,

deberá ser “trasquilado” y deberán dársele 24 azotes (ICANH, Constitución... [1556], Cap. 4, 20).

Para el caso de las conductas relacionadas con las hechicerías, la misma Constitución Sinodal

de Santafé de 1556 ordenaba que “ninguna persona use ni haga los tales maleficios, ni se aconseje con

los que lo hacen, so pena de excomunión mayor latae sententiae y de 20 pesos de buen oro por la primera

vez (la mitad para la Iglesia y la otra mitad para el denunciador) y por la segunda doblada la pena y que

sean traídos a la vergüenza públicamente alrededor de la Iglesia y desterrados por el tiempo que nos

pareciere (o a nuestro juez) y que demás de estos se guarde el derecho” (ICANH, Constitución... [1556],

Cap. 10, 49).

En lo relacionado con la defensa del fuero eclesiástico, el reglamento estipuló que nadie osara

“hacer estatutos, leyes y ordenanzas, ni poner costumbres contra la inmunidad y libertad de la santa

76 No puede perderse de vista, como lo anota Raúl Meléndez, que en 1493 el Papa Alejandro VI concedió cuatro bulas a favor de España y Portugal: “Una Bula de concesión para que los reyes católicos descubrieran nuevas tierras en América, tal como los portugueses lo hicieron en África. Bula para el reparto de las tierras descubiertas entre España y Portugal. Bula para extender la concesión a los herederos de los reyes católicos. Bula para ampliar y extender las concesiones hechas por las bulas anteriores. Además, una quinta bula papal que en 1508 le concede a España el Real Derecho de Patronato Eclesiástico”. Así mismo, a raíz de la bula del 25 de octubre de 1493, “donó, concedió y asignó con la plenitud de su “autoridad Apostólica todas y cada una de las islas y tierras firmes descubiertas o por descubrir hacia Occidente y Mediodía que no estuviesen colocadas bajo el actual y temporal dominio de algunos cristianos señores y dimos la investidura de ellas a vosotros y a vuestros herederos…” (Orígenes del derecho indiano…, 117).

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madre Iglesia y su jurisdicción eclesiástica” (ICANH, Constitución... [1556], Cap. 24, 99); y, más

importante aún, que “ningún juez seglar (ordinario ni delegado) intente ni presuma de impedir ni

perturbar, por sí o por otra persona, a ningún clérigo ni lego que no litigue y demande y prosiga su

derecho ante los jueces eclesiásticos (así ordinarios como delegados) en las causas que de derecho o

antigua costumbre a los tales jueces eclesiásticos pertenece el conocimiento de las tales causas (…)”

(ICANH, Constitución... [1556], Cap. 24, 100).77

Para 1576, se dictó el Catecismo en que se contienen reglas y documentos para que los curas de indios les

administren los santos sacramentos, con advertencias para mejor atraerlos al conocimiento de nuestra santa fe católica,

las cuales fueron promulgadas por el Arzobispo del Nuevo Reino de Granada, Fray Luis Zapata de

Cárdenas, el 1º de noviembre del citado año. En este reglamento doctrinario, se previó específicamente

que ante el obstáculo que implican los “xeques, mohanes y hechiceros” para la predicación evangélica

y la conversión de los indios a la santa fe católica, se ordenaba que “el sacerdote inquiera quiénes son

estos y en sabiéndolo, avisen al prelado para que ponga en ello remedio eficaz castigándolos con todo

rigor, conforme a derecho, para que tan grave mal se quite de raíz y arranque de la tierra” (ICANH,

Catecismo…, Cap. 15, 153).

En el segundo sínodo de Santafé, celebrado el 2 de septiembre de 1606, se incluyó una

previsión por la cual los caciques dado que tienen conocimiento de los jeques y santuarios de sus

respectivos pueblos, deben informar a los curas en el término de un mes para que informen el lugar

de aquellos santuarios y quienes incurren en prácticas heterodoxas, so pena de perder el

reconocimiento de su cacicazgo (ICANH, Constitución…, [1606], Cap. 28, 267). A pesar de ser ésta una

norma del sínodo de 1606, era probable que ya fuera una costumbre aplicada por los españoles frente

77 Velasco Pedraza explica que en el sistema judicial de la Colonia la jurisdicción se ejercía en dos dimensiones: la ordinaria y la delegada. La primera era “la que correspondía al titular propiamente dicho de la jurisdicción, es decir, a quien tenía un título de juez, el que fuera”. La delegada, por su parte, “obedecía al ejercicio temporal de una jurisdicción por delegación de quien tuviera la ordinaria. En otras palabras, el juez ordinario hacía cesión de una parte de su jurisdicción en alguien más para la resolución de un conflicto particular” (Justicia para los…, 34).

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a los indios aliados o caciques amigos, lo que explicaría el interés del cacique Martín del pueblo cayma

en la aprehensión y decomiso de unas hierbas “venenosas” al indio cimarrón Lambana y la poca

rigurosidad existió sobre la causa judicial abierta en su contra por la misma autoridad judicial que sí

profirió condena en contra de Constanza, Juan, Catalina y Bárbola.78

Ahora bien, la autoridad colonial no sólo hizo uso de dispositivos jurídicos para ejercer el control

sobre el cuerpo de los individuos y la población, sino que también se valió de dispositivos de seguridad

para los mismos fines, como el aparato judicial. La Corona española consideraba la justicia como un

valor supremo y fundante del imperio, por lo que, como lo anota Mayorga García, esta función no se

encontraba limitada en su ejercicio a ciertos órganos del Estado, sino que concernía a la generalidad

de ellos. De tal manera, los actos de los funcionarios públicos debían inspirarse también en las normas

impuestas por la justicia (Mayorga, “La administración de Justicia”).

De acuerdo con Merluzzi, el sistema español de gobierno indiano necesitó hasta el último tercio

del siglo XVI para estructurarse, primeramente porque la novedad indiana y sobretodo la resistencia

indígena a la violencia hispánica ponía nuevos desafíos a la articulación jurídico-institucional que la

Corona de Castilla y la Monarquía Hispánica habían experimentado en sus dominios.79 En esta etapa,

se definieron los poderes de cada órgano y las relaciones entre los diferentes elementos de una

78 Mientras Constanza había sido encarcelada, su hijo y otro indio intentaron rescatarla pero fueron descubiertos y puestos presos. Ambos hacían parte de la encomienda de Francisco del Pulgar y su esposa Juana Durango. En el interrogatorio de aquel dijo que ésta en el pasado había solicitado en varias oportunidades los servicios de Constanza, reconocida herbolaria y curandera, para sí y para sus amigas (110). A pesar de ello, no se generó ninguna indagación en contra de españoles u otros indios aliados como el esclavo y capataz Juan Pacheco. De esta manera se evidencia cómo el proceso judicial estuvo premeditadamente encaminado a generar un efecto político diverso del puramente jurídico en la realización de la justicia. 79 Ardila Amaya señala que el sistema de justicia en la Colonia y el contemporáneo está influido por una tradición jurídica que tiene orígenes muy lejanos. Para la época medieval, existía un sistema de pluralismo jurídico en el que “coexistieron y compitieron por lo menos seis clases de órdenes legales que se superpondrían en su vigencia”, los cuales eran el derecho canónico, el derecho señorial, el derecho feudal, el derecho mercantil, el derecho urbano, el derecho real o regio. Sin embargo, lo que de aquí se resalta es que, según dice, “la eficacia de un orden u otro dependía muy evidentemente del juego político y la dinámica social” (40). El aparato judicial, entonces, no era un sistema exclusivamente de resolución de conflictos sino además, de un sutil gobierno de la vida diaria.

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articulada arquitectura institucional (“La Audiencia…”, 315).80 Ahora, la administración de justicia en

los Estados contemporáneos, como lo anota García Jimeno, tiene la función específica de arbitrar los

conflictos que surgen ordinariamente, lo que no necesariamente sucedía en la Colonia.

En efecto, en el contexto colonial las diferentes instancias del poder, y entre éstas el aparato

judicial, pretendían ser “el soporte político del Estado mismo”, de modo que en buena medida aquel

aparato judicial tenía el propósito específico de “proteger los intereses del Estado colonial y su precaria

hegemonía en territorio ultra-marino, y servir como herramienta política de los intereses de la Corona”

(95). Se convierte así, entonces, en un importante instrumento de gobierno y un espacio de

legitimización del ejercicio del poder político (Valarezo, “Los orígenes jurídicos…” (16).81

Para 1601, el proyecto colonial de la Corona española en el Nuevo Reino de Granada avanzaba

en su consolidación, aunque no estaba completado. Ya desde 1550 se habían fundado grandes

asentamientos hispánicos en el territorio de los panches y los pijaos, como quedó ampliamente dicho

con anterioridad. También en 1550 se había instaurado la Real Audiencia de Santafé, lo que suponía la

materialización de un poder institucional representado en esta corporación con funciones judiciales y

administrativas.82

80 Manfredi Merluzzi aquí recoge los postulados esbozados con anterioridad sobre iguales aspectos por Alfonso García Gallo en Los orígenes de la administración territorial de las indias (1944), Víctor Tau Anzoátegui en Las instituciones de gobierno y justicias (1985) y Eduardo Martiré en Las Audiencias y la administración de justicia en las Indias (2005). 81 Para la época el siglo XVI el modelo de administración de justicia hispánico guardaba aún cierta tradición jurídica medievalista en virtud de lo cual, como lo expone Caselli en cita de José Calderón en La justicia de Castilla y León durante la edad media (1999), la justicia adquiría una doble dimensión: por una parte, se trataba de una “justicia distributiva” en la que el monarca, haciendo uso de su magnificencia y liberalidad, podía “otorgar gracias y mercedes a cada uno según lo mereciera”. Por otra parte, había una “justicia conmutativa”, que entendía sobre los tratos y conflictos que los hombres tuvieran entre sí, concibiendo a las partes como iguales y cuya última palabra también pertenecía al Rey# (“Vivir de la justicia”, 164). 82 La distancia y las dificultades de comunicación con Santo Domingo, aunado con el desarrollo que había tomado Santafé para la mitad del siglo XVI y la creciente conflictividad entre los habitantes por diversas causas, hicieron necesaria la erección de la Real Audiencia de Santafé el 7º de abril de 1550 (Mayorga, 26). El objetivo de la nueva Real Audiencia era la administración de justicia en la región y la “buena gobernación” del Nuevo Reino mediante la sustitución de la autoridad unipersonal encargada con anterioridad a un gobernador (27). En el Nuevo Mundo, las reales audiencias funcionaban como tribunales de alzada o estamentos superiores de la

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El esquema institucional de la administración de justicia en la Colonia se encontraba dividida

en varios estamentos y funcionarios, con una diversidad de competencias y jurisdicciones. Mayorga

García identifica cuatro categorías fundamentales de órganos jurisdiccionales: jueces capitulares, reales,

eclesiásticos y los que integraban el sistema de la Audiencia, sin contar con otros tribunales especiales

de características propias, como el consulado, el protomedicato y el fuero universitario.83 En igual

sentido, completaban el cuadro de la administración de justicia indiana los tribunales residentes en la

península, como el Consejo Real y Supremo de las Indias estatuido desde 1524 que en materias de

justicia ejercía el control de los tribunales que funcionaban en el Nuevo Mundo y la Casa de

Contratación en lo relacionado con la apelación de algunos pleitos sobre encomiendas y contrabando

(Mayorga, “La administración de Justicia”).

Esta precisión resulta importante dado que, como quedó anotado con antelación, la causa

judicial iniciada en contra de Catalina, Constanza, Juan y Bárbola, estuvo inicialmente motivada por el

administración de justicia, dentro de un esquema en el que el Consejo de Indias haría las veces de “corte suprema” para todas las colonias (Moreno, 32). 83 Explica Mayorga García que los jueces capitulares eran “los que formaban parte o recibían su nombramiento de la corporación municipal. Alcaldes ordinarios, de la Santa Hermandad, de indios, de aguas, jueces de menores y algunos funcionarios auxiliares como los defensores de pobres y de menores, los escribanos del Cabildo, los alguaciles y los ministros, todos ellos integraban un sistema judicial constituido por magistrados electivos, que no recibían sueldo de la corona, carecían de títulos universitarios, desempeñaban casi siempre una función anual y dependían exclusivamente del Ayuntamiento”. A su turno, los jueces reales correspondían a “los gobernadores, sus tenientes y los jueces comisionados nombrados por ellos; los capitanes generales y demás militares subalternos que actuaban en el fuero de la guerra; los oficiales de reales como magistrados encargados de conocer en los pleitos del fisco; los intendentes, sus asesores letrados y la Junta Superior de Real Hacienda; los virreyes; y por último, los jueces de residencia nombrados por el rey. Salvo estos últimos, que ejercían una magistratura limitada por su objeto, los demás desempeñaban el cargo por un plazo incierto que generalmente duraba varios años”. Los jueces eclesiásticos, por su parte, “debían ser religiosos y por lo general no pertenecientes a órdenes monásticas, se diferenciaban totalmente de los anteriores, que eran casi siempre legos, y a los cuales se les denominaba genéricamente como jueces seculares. Aquellos eran los obispos y arzobispos, los vicarios generales, capitulares y foráneos; los jueces conservadores; los capellanes castrenses, los jueces hacedores de diezmos; el tribunal de la santa Cruzada y el tribunal de la Inquisición. Eran peritos en el derecho canónico que de preferencia aplicaban, recibían su investidura directa o indirectamente del Sumo Pontífice, aunque el rey realizara la presentación del candidato. Y en razón de aquella investidura actuaban con independencia de las autoridades seculares, aunque excepcionalmente las audiencias podían modificar sus decisiones mediante los llamados recurso de fuerza”. Revista Credencial Historia. No. 136. Abril 2001. Bogotá: Banco de la República.

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interés de la autoridad colonial local para dilucidar principalmente el asesinato de Pedro Meléndez, hijo

del encomendero Francisco López Matoso, a través de las hierbas que le habrían sido suministradas.

Por ello se indagó a varios indios del repartimiento del encomendero para averiguar quiénes realizaban

estas prácticas y si pudieron tener relación con la muerte de aquel. Sin embargo, la naturaleza del juicio,

que comenzó como una causa criminal y por ende, sometida bajo la competencia de los jueces

ordinarios locales, se investigó y sancionó como una contravención a la doctrina católica que también

era un pilar del proyecto colonizador.84 El proyecto pneumopolítico, el gobierno sobre la soberanía de

las almas.

En efecto, las preguntas a los testimonios en el juicio en contra de Constanza y los demás

indios acusados se concentraron en la indagación acerca de quiénes dentro del repartimiento de López

Matoso, o de otros circundantes, utilizaban hierbas para hacer rituales, eran curanderos o ejercían la

hechicería. A través de estos cuestionamientos, los testigos llamados a participar del juicio comenzaron

a perfilar a Constanza y Catalina como quienes incurrían en aquellas prácticas. Por ello fueron

encarceladas y luego sentenciadas. Durante el desarrollo del proceso se identificaron las figuras de Juan

y Bárbola, quienes no participaron directamente de los actos de hechicería como aquellas, pero sí se

vieron involucrados en actividades accesorias a éstas.

Lo que se muestra llamativo en el caso estudiado, sin embargo, es que aquel objetivo

pneumopolítico haya intentado ser alcanzado a través de un dispositivo dirigido a tramitar una causa criminal

y no un asunto de fe.85 Ello es particularmente problemático si se tiene en cuenta que para la época,

84 Borja expone que “España tenía la conciencia de ser la fortaleza de la recta doctrina en cuyo catolicismo se estrellaban los infieles, los herejes, los endemoniados y todos los demás asaltos del mal. Los años que siguieron a los primeros desembarcos en las costas de la futura Nueva Granada, les confirmó la supremacía de su identidad cultural y sus creencias. El mal y lo que ello representaba los esperaba detrás de los ídolos, detrás de cada indígena, detrás de cada cultura que encontraban a su paso” (47). 85 Por pneumopolítica aquí se entiende el concepto acuñado por Carlos Jáuregui y David Solodkow en “Biopolitics and the Farming (of) Life in Bartolomé de las Casas” en Bartolomé de las Casas, OP: history, philosophy and theology in the Age of European Expansion. El concepto es definido por los autores como “policies for cultivating spiritual life” y, puntualmente, como “the calculations, interventions, and policies for the governance and care for the

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existía una jurisdicción eclesiástica que trataba los asuntos de la fe y del derecho canónico como quedó

dicho, diferente por completo a los jueces ordinarios que se ocupaban, entre otras, de las causas

criminales y civiles.

A pesar de esta distinción, como lo anota Mayorga García, aunque la Corona trató de separar

la esfera de competencia de la jurisdicción civil y la jurisdicción eclesiástica en el Nuevo Reino de

Granada, en numerosas ocasiones a que se presentaran choques entre las dos potestades, no obstante

que las disposiciones reguladoras de la jurisdicción eclesiástica se hallaban regulados con alguna

claridad en las Ordenanzas de 1563 (“La administración de justicia…”, 112).

Con todo, y pese a su aparente frecuencia, los choques entre las jurisdicciones ordinaria y

eclesiástica eran evitados a toda costa e incluso, eran sancionados los funcionarios civiles u ordinarios

que incurrieran en actividades que limitaran los fueros eclesiásticos. Varios oidores de la Real Audiencia

de Santafé fueron investigados formalmente por la Corona por ello (La Real Audiencia…, 403-06).

Sobre este particular, Caselli refiere que la intromisión de la justicia eclesiástica en la justicia real era un

“motivo de constante preocupación por parte de los monarcas” y “en diversas ocasiones, la normativa

se hizo eco de las quejas elevadas por quienes se habían visto perjudicados por interferencias de esta

naturaleza” (“Vivir de la justicia”, 167-68).

De allí se infiere que eran más frecuentes los eventos en los que la justicia eclesiástica se

entrometía en los asuntos reservados a la justicia real, sobre todo en lo concerniente a las causas

criminales. Siendo ello así, no sólo resultaba exótico sino en sumo extremo sospechoso que tuviera

ocurrencia un evento inverso, esto es, la intromisión de la justicia real en una causa criminal, en los

spiritual life of the flock (a politics of earthly sheperding of souls), not simply as ecclesiastical function but also as an extension of sovereign power. Religious in nature, yes, pneumo-politcs has very material forms of expression; it deploys a series of technologies aimed not at the individual but at the herd: confession manuals, literacy and catechesis campaigns, moral instructions, proscription of certain sexual practices, etc. Pneumo-politics is clearly a humanistic and colonial Project, the objective of wich is the anthropomorphosis of the other: that is, the cultivation of men and, ultimately, the transformation of savage forms of life into forms of civilized, Christian life” (129, 144).

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fueros reservados a asuntos de la fe, la doctrina católica o el derecho canónico. Barral y Moriconi, en

cita de Francisco Ortiz de Salcedo en la Curia eclesiástica para secretarios de prelados, jueces eclesiásticos ordinarios

y apostólicos y visitadores y notarios ordinarios y apostólicos y de visita (1662) explican que “al fuero y juez

eclesiástico tocan las causas espirituales y las anexas y pertenecientes a ella sobre órdenes, beneficios,

patronazgos, diezmos, primicias, ofrendas, sepulturas, matrimonios, legitimaciones y todas las demás

semejantes aunque sea entre legos y contra ellos” (“Los otros jueces…”, 356).

Este juez debía proceder ante delitos públicos y escandalosos, haciendo sumarias, imponiendo

correcciones y solicitando el auxilio de alcaldes y autoridades militares si fuera del caso. La jurisdicción

eclesiástica, conocía también de daños y delitos, de forma objetiva, esto es, independientemente del

estado y condición de las personas que intervenían en ellas, pues aun tratándose de laicos les

correspondía tal jurisdicción. Una vez contaban con el nombramiento, citan las autoras a Juan de Hevia

Bolaños en Curia Philipica (1761) se les autorizaba para “inquirir y castigar cualquier delito y pecados

públicos” (357-58).

Por Real Cédula del 30 de diciembre de 1571, anota Ceballos, los indios dejaron de pertenecer,

en cuestiones de fe y de moral, al fuero inquisitorial y pasaron a serlo del episcopal, lo que fue ratificado

mediante Cédula del 23 de febrero de 1575. De este modo, hasta la promulgación de estas cédulas

cualquier habitante de América estaba bajo la jurisdicción inquisitorial y con posterioridad a ello, sería

un asunto eclesiástico (Ceballos, 54). Ello quiere decir que, en asocio con las Ordenanzas de 1563, era

medianamente claro que los asuntos de fe y, con ello, la lucha contra las idolatrías, estaría bajo la

competencia de los religiosos y los jueces que hacían parte de la jurisdicción eclesiástica.86

86 Importa aclarar que, como lo indica Borja, la Nueva Granada perteneció a la jurisdicción del Tribunal del Santo Oficio de Lima desde su fundación en 1569 “pero las dificultades en las comunicaciones, el amplio territorio que abarcaba y las nuevas circunstancias culturales del siglo XVII, fueron, entre otras razones, las que impulsaron a que la Corona creara el Tribunal de Cartagena en 1610. Comprendía el arzobispado de Santafé y Santo Domingo, los obispados de Cartagena, Panamá, Santa Marta, Puerto Rico, Popayán, Venezuela y Santiago de Cuba. En este amplio territorio se convirtió en unas de las principales instituciones de control de la fe cristiana” (325-26).

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Desde este punto de vista, cobra sentido cuestionar la motivación que tuvo la autoridad

colonial para tramitar por una causa criminal un asunto que estaba, por su naturaleza, cobijado bajo la

legislación eclesiástica del Nuevo Reino de Granada, según los documentos contenidos en las

constituciones sinodales de Santafé y sus catecismos. Así, es perceptible que la causa en contra de

Constanza, Catalina y los demás indios acusados de hechicería, a pesar de la naturaleza eclesiástica del

juicio se mantuvo bajo la competencia de los jueces ordinarios como un asunto criminal, lo que permite

evidenciar que, entonces, el objetivo primordial de “averiguar la verdad” y “hacer en el caso justicia,

era sólo una fachada para influir en una comunidad indígena específica a través del ajusticiamiento de

líderes religiosos y políticos.87

Ahora bien, los hechiceros, yerbateros o curanderos eran intermediarios culturales que tomaron

el relevo de las funciones curativa, agorera y mediadora de las creencias (Ceballos, 67) en el Nuevo

Reino de Granada, asumiendo un rol de reconocimiento social que además de tener intrínsecamente

una naturaleza espiritual, tenía una capacidad de acción material. En efecto, Ceballos diferencia las

prácticas de brujería (también incansablemente perseguidas y estigmatizadas por los españoles) de las

de hechicería en la medida en que la acusación de brujería o la demonización sirve para “estigmatizar,

desde arriba y controlar, bien sea individuos o tipos culturales. Se vuelve brujo o demonio aquello que

hace peligrar un orden o una idea de orden”.88 Por el contrario, la hechicería “es individual y está

87 En el expediente judicial el único interviniente que demuestra una clara inclinación para “averiguar la verdad” y “hacer justicia” es el defensor Francisco Galeano, quien activamente hizo énfasis en que los indios “si es que han usado algunas hierbas, no ha sido para matar a alguien sino para curarse “como es costumbre entre los indios curar con hierbas sobándose la parte dolorosa” y que, en todo caso los testigos estaban fundados sobre sospechas y oídas, y además, se nota que están “inducidos por sus amos” (97). Aseguró que debía tenerse en cuenta que los indios “no están industriados en las cosas de nuestra fe” y su presidio ha menguado su salud y de continuarse, podría poner en peligro sus vidas (98-99). La aguerrida defensa de Francisco Galeano de los indios Catalina, Constanza y Juan fue precisa para desnudar las falencias del proceso que iba en curso, en la medida en que no existían mayores méritos para mantenerlos privados de la libertad y dictar una sentencia condenatoria. 88 En el contexto español peninsular, eran famosas las causas supersticiosas por brujería, por ejemplo, en el País Vasco y el Reino de Navarra, así como lo fueron las conocidas “Brujas de Zugarramundi”. (Ver Caro Baroja, Julio. Las brujas y su mundo. Madrid: Alianza. 1993; y Henningsen, Gustav. El abogado de las brujas. Madrid: Alianza. 2010). Jaime Borja en Rostros y rastros del demonio en la Nueva Granada (1998) así lo explicó: “La relación medieval

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destinada a un fin particular”. Luego, la hechicería, así como la yerbatería o la condición de herbolario,

representaban “acciones posibles y reales, porque hacen uso de medios naturales muchas veces

efectivos, su eficiencia no siempre es sólo simbólica” (87).89

La connotación piadosa de las actuaciones que le fueron reprochadas a los indios acusados

hace que el proceso judicial, por su contenido y naturaleza, debiera estar atado al trámite eclesiástico y

no de las causas criminales. De hecho, no puede perderse de vista, como se anotó previamente, que

las condenas impuestas a Catalina, Juan y Constanza, además del suplicio y el escarnio público,

consistieron en que debían acudir todos los domingos y días de fiesta a misa, a atender la doctrina

cristiana y no reincidir “en sus supersticiones y hechizos”. A Constanza, además, se le prohibió “dar

yerbas” y “hablar con el demonio” (Matallana, 156-57).90

Esta decisión definitiva ratifica la idea ya esbozada ampliamente con antelación: la dispensación

de justicia en una causa criminal que se desató a raíz de la muerte de un encomendero no fue el objetivo

exclusivo del juicio.

entre el demonio, maleficio y brujería encontró especial aceptación en estos medios rurales del siglo XVI. En un ámbito donde el pensamiento mágico buscaba respuestas a los fenómenos naturales, las hambrunas, las pestes, los temores, los malos presagios y a todo aquello a lo que la Iglesia no tenía forma de contestar, el recurso justificador se desvió hacia la magia y el maleficio” (31). Luego dirá: “La idolatría se conocía en la cristiandad medieval. Su acusación siempre se impuso a los grupos minoritarios que convivían en Europa –gitanos y brujas, por ejemplo- o a las lejanas culturas como el Islam (86). 89 Al decir de Borja, “la tradición cristiana había establecido una diferencia: la brujería era el pacto entre una mujer y el demonio, a la que le concedería ciertos poderes. La hechicería tenía poderes a veces similares, de naturaleza propia a la mujer o aprendidos, pero sin establecer el pacto” (275). Y, en el mismo sentido, “durante la primera mitad del siglo XVI, las prácticas mágicas y curativas de los sacerdotes indígenas fueron encerradas dentro del término de hechicería, una de las facetas del amplio concepto de idolatría” (276). 90 Hablar con el demonio era, de suyo, una particularidad del imaginario religioso español y una muestra de la persecución a toda costa de la idolatría y heterodoxia religiosa. Borja dice que “los años de experiencia conquistadora habían dado lugar al nacimiento de un demonio particularmente neogranadino” (172) y las formas como se aparecía el diablo, la descripción física y hasta las maneras de relacionarse con él variaron de acuerdo a las castas y las regiones. En todo caso, “Satanás ya era criollo” (177). Y termina explicando: “Todo dependía de quién lo viera, quién fuera el poseso o quién hiciera el pacto. En los relatos coloniales, el demonio no se le aparecía al español, siempre lo hacía entre indios, negros y mestizos” (195). A este respecto, hay que recordar que siendo supliciada, la india Constanza cuando “confesó” conversar con el demonio, lo describió como un hombre que tenía cara pequeña y blanca, manos pequeñas y blandas, y pies “chiquitos” y delgados (Matallana, 118-19).

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De otro lado, la intervención vehemente de Francisco López Matoso en las postrimerías del

proceso deja en evidencia no era la justicia lo que exclusivamente interesaba al encomendero. Los

primeros alegatos de éste estuvieron enfocados en un asunto eminentemente práctico: la remisión a

Santafé para la decisión definitiva del asunto tardaría demasiado tiempo y los inculpados, que para ese

momento llevaban más de dos meses presos en condiciones difíciles, podrían no sólo verse gravemente

afectados en su salud sino, incluso, en su vida. El verdadero objetivo de López Matoso era la libertad

de los acusados.

Esta actuación del encomendero es desconcertante y sólo puede explicarse en la medida en que

él tenía verdaderamente un interés distinto sobre la suerte de los acusados: su castigo público y el

mensaje político que con ello se enviaba. No de otra manera puede entenderse por qué de un momento

a otro la participación de López Matoso tomó tales bríos. No puede perderse de vista que fue el

encomendero quien intercedió ante las autoridades de justicia colonial para que la decisión de remisión

a Santafé fuera anulada y se dictara una nueva sentencia tras el retiro de la recusación presentada por

el defensor Francisco Galeano en contra del corregidor Juan de Aguilar y que fue lo que justificó la

presencia de Hernando de Lorenzana en el proceso como acompañante. Allí quedan desnudos,

entonces, los verdaderos intereses del encomendero López Matoso.

En efecto, la remisión del proceso a Santafé como fue ordenado por Aguilar y Lorenzana el 25

de octubre de 1601 para la consulta de una decisión que ya era condenatoria, tenía intrínsecamente el

efecto de completar el acto de administración de justicia confiado a las autoridades locales en la época.

En principio, López Matoso no debería haber presentado oposición a ello si su interés era dilucidar la

verdad sobre quién había matado a su hijo.

Sin embargo, precisamente oponerse a aquella decisión reflejó el interés soterrado del

encomendero en finalizar rápidamente el proceso judicial que ya se extendía por casi 3 meses, en los

cuales había dejado de beneficiarse del servicio personal de Constanza, Catalina, Juan y Bárbola, todos

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ellos miembros de su encomienda. Ello quiere decir que no sólo no podía aprovecharse

económicamente en favor del sistema de encomiendas el servicio de los indios citados sino que éstos

podían perecer bajo la dureza del presidio.

Lo anterior no habría de tener tanta trascendencia de no haber sido porque para la época existía

un peligroso despoblamiento de los asentamientos españoles y escaseaba la mano de obra útil a las

encomiendas y minas de la región. Clavijo anota que para la década de 1580 era “notorio” el

decrecimiento de la población de las ciudades de Tocaima, Mariquita e Ibagué, propiciado entre varias

otras causas, por los constantes asedios de los grupos de resistencia indígena (94-95). Incluso, resulta

llamativo que en el ya citado Catecismo del Arzobispo de Santafé Fray Luis Zapata de Cárdenas,

promulgado el 1º de noviembre de 1576 introdujo un aserto en el que señaló expresamente que “el

estar los indios congregados en pueblos es cosa tan necesaria para vivir política y cristianamente que

sin este fundamento no se hace tal cosa”. Y por ende, el sacerdote o religioso debía evitar a toda costa

que se “despueble indio alguno” utilizando para ello todos los medios y las autoridades disponibles

(ICANH, Catecismo..., Cap. 2, 148).

No podía Francisco López Matoso, entonces, permitir que se colocaran en peligro las vidas de

los acusados. Suficiente perjuicio económico causaba su apresamiento a su encomienda como para

permitir que perdieran la vida.91 Además, y a pesar de que estaban siendo procesados por hechiceros e

idólatras, no podía negar el encomendero y la autoridad colonial local que de aquellos se decía que

tenían conocimiento para sanar vaqueros del hato e indios de la encomienda por golpes y caídas de

91 Diana Ceballos en Hechicería, brujería e inquisición en el Nuevo Reino de Granada (1994) afirma que muchas veces los encomenderos no acudían a la justicia cuando tenían conocimiento de conductas que consideraban punibles dado que los juicios resultaban bastante engorrosos y traían michas complicaciones a los encomenderos y mineros. En efecto, los juicios “representaban un trastorno para la vida de la encomienda” dado que “a una primera detención podían seguir otras, como consecuencia de las deposiciones de los testigos (…)” y las visitas de comisión duraban varios días y como las indagaciones se desarrollaban en los lugares donde vivían los indios, se creaban grupos a favor o en contra de los acusados lo que afectaba la convivencia en la encomienda. Por ello, con frecuencia toleraban las costumbres de los indígenas pero “cuando las ‘prácticas gentiles’ se salían de los límites tolerables” optaban por ejercer por sí mismos el control (106-07).

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caballos, lo que, sin duda, era un conocimiento práctico que era sumamente valorado en aquel contexto

histórico y geográfico.

En este sentido, tal vez el encomendero sí tuviera un interés más económico que justiciero en

la causa de la muerte de su hijo: no era tan importante saber cómo o a manos de quién habría muerto,

pero sí era indispensable no afectar el curso económico de las encomiendas que, según Clavijo, no

resultaban tan gananciosas precisamente por la falta de brazos para el trabajo, lo que hizo florecer la

explotación económica de semovientes (94). Bastaba a Francisco López Matoso con que fueran

castigados los acusados, pero sin mayores reparos al momento de continuar con sus actividades en el

repartimiento, en un difícil contexto.

Así, que Juan Pacheco fuera un curandero respetado como lo dijeron algunos testigos, era

importante en términos biopolíticos. También Constanza, pero de ella y los seguidores que pudiera tener

en la encomienda, se requería asegurar una sujeción al modelo colonial. De allí que no fuera atractivo

López Matoso la muerte de aquella, aunque sí pudiera tener interés la autoridad colonial en ello. En

todo caso, lo cierto es que la justicia y la verdad, realmente, no fueron el objetivo primordial de la causa

criminal.92 No puede perderse de vista que la justicia y la dispensación de la misma era uno de los ejes

principales del gobierno monárquico, de manera que aplicar la justicia en un caso determinado era

considerado un “acto de gobierno” (Caselli, “Vivir de la justicia”; 162), lo que implica a su vez que a

través de una decisión real en una causa judicial era participar activamente de la administración de los

92 Ceballos anota que durante la Colonia “en general, la aplicación de la ley era personalizada y no se daba un tratamiento homogéneo para el mismo tipo de delitos, sino que estos eran tratados cada vez de forma diferente, de acuerdo al reo y al juez”. La represión de la conducta individual en casos como la vagancia, la embriaguez y las “fiestas paganas” y los “ritos y ceremonias”, entre otros, eran manifestaciones de un “control social” que “permiten entrever el funcionamiento de la sociedad colonial en su conjunto, las relaciones entabladas entre los diferentes grupos étnicos y sus puntos de choque (…) (103-04).

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vasallos del Rey. Dicho de otra forma, era al mismo tiempo un acto de resolución de conflictos y

gestión de la población.93

Finalmente, el éxito de la estrategia de control y gobierno de la población que quedó esbozada

a través del manejo del dispositivo de seguridad que constituyó el proceso judicial adelantado en contra

de Constanza, Juan, Catalina y Bárbola, aunque resulta dificultoso por la sutileza de la estrategia, puede

valorarse en términos de éxito en la medida en que hasta la época actual ha quedado registro de las

supuestas constantes y feroces acciones bélicas indígenas a partir de 1602 y 1603, pero no ha quedado

un registro histórico ampliamente conocido acerca de levantamientos de indios desde el seno de las

encomiendas como la de López Matoso, lo que permite inferir, o al menos conjeturar, que este tipo de

estrategias biopolíticas permitieron la sumisión de grupos de indios de servicio dentro de los

repartimientos.94

93 Caselli también explica que a pesar de estar prescrito en las Siete partidas que era un “sacrilegio” que alguien pudiera “ganar un oficio de juzgador… en aquella tierra donde es natural” pues ello podía poner en duda su imparcialidad, este aspecto no siempre se cumplía en el caso de los alcaldes ordinarios pero era sólo un poco más observado para los corregidores. En todo caso, aunque las leyes intentarán impedirlo anota citando a Jean Dedieu en Procesos y redes. La historia de las instituciones administrativas de la época moderna, hoy; que “los jueces trababan relaciones en los sitios donde impartían justicia; eran, por tanto, partícipes activos de alianzas políticas y de redes clientelares –las que por su propia naturaleza eran configuraciones cambiantes- entablando vínculos y con ellos, asumiendo compromisos que de una u otra manera podían incidir en el desarrollo de la administración de justicia”. Además, afirma que resultaba apenas obvio que si la justicia se hallaba comprendida en las tareas de gobierno, sus administradores eran parte constitutiva de instituciones políticas, como los cabildos y concejos, donde se determinaba y disponía, en general, sobre los recursos materiales (“Vivir de la justicia”, 170). 94 Según lo narra Triana Antoverza, a la muerte de Francisco López Matoso la encomienda pasó a manos de su hijo Sebastián de Porras, siéndole ratificada “por una nueva vida” por el oidor Lesmes de Espinosa Saravia en 1627. A la muerte de éste en 1630, los indios remanentes fueron rematados por parte de la Real Audiencia y fueron obtenidos por Pedro de Osma y Saravia, quien estaba casado con una hija del oidor Espinosa. Luego, en 1661, la encomienda que alguna vez fue de López Matoso pasó a manos de Lesmes de Osma y Saravia, tiempo para el cual “no quedaban sino 8 indios tributarios” (155). Así se cerró el ciclo de una encomienda que estuvo vigente durante cerca de una centuria entre mediados del siglo XVI y XVII, y que se erige como una constancia histórica sobre un nuevo paradigma de biopoder que se inauguró con la Conquista de América.

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CONCLUSIONES

Muy pronto en el curso de la investigación en contra de Constanza, Catalina, Juan y Bárbola se

abandonó la prioritaria intención de indagar por la muerte de Pedro Meléndez y se hilvanó la causa a

raíz de cada testimonio que señalaba a Constanza y a Catalina como hechiceras y herbolarias. Todo

ello, a su vez, llevó a que la sentencia que fuera proferida en contra de éstas estuviera marcada por un

componente de escarnio público pero, además y tal vez más importante, de abandono de prácticas

heterodoxas a la religión católica y el adoctrinamiento religioso durante varios años.

Los interrogatorios adelantados por Jusepe Valterra y Juan de Aguilar se concentraron en llegar

a la convicción de que Catalina y Constanza estaban ejecutando prácticas no afines con la doctrina

católica que intentaban implantar los españoles para erradicar así toda muestra de idolatría y

superstición. Estas prácticas, como lo dejaron narrados los cronistas de la época, atentaban

directamente contra la misión colonizadora y fuera de afectar la doctrina católica misma, colocaba en

riesgo el liderazgo político de los hispánicos en el Nuevo Reino: el reconocimiento público de

Constanza, y en menor medida de Catalina, como mohaneras con las connotaciones ya advertidas de

ello, demostraba que era una prioridad para la autoridad colonial controlar lo que éstas hacían a través

de la gestión de aquello en lo que creían, y tras ello, generar un efecto colectivo en la comunidad de

indios que las tenía como un referente moral, político e incluso, eventualmente, militar.

De esta manera, el juicio seguido a Constanza y los demás indios citados, por su retórica y la

materia de la investigación propiamente dicha, se inscribió más en una lógica de la colonización

espiritual de América, que en una persecución del crimen. Visto desde este punto de vista, el proceso

judicial en cita no sólo sirvió de dispositivo de seguridad para el control y la gestión de una población

específica –los indígenas sometidos a los repartimientos y encomiendas de Ibagué y su jurisdicción en

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los años finales del siglo XVI y los iniciales del siglo XVII-, sino además, de un mecanismo institucional

para ejecutar una estrategia de extirpación de creencias ajenas a la doctrina católica.

En el mismo sentido puede interpretarse el extraño cambio de actitud que tuvo frente al

proceso el encomendero Francisco López Matoso. En efecto, si se toma en cuenta que la motivación

aparentemente principal del juicio en contra de Constanza, Catalina, Juan y Bárbola fue la muerte de

Pedro Meléndez a través de “herbolarias”, habría de suponerse que López Matoso, su padre, sería el

primer interesado en acceder a la verdad y ampararse en el sistema institucional de justicia de la Colonia

para lograr la justicia en la muerte de aquel.

Sin embargo, la figura del encomendero es absolutamente invisible e intrascendente durante

gran parte del juicio, lo que hace pensar que se encontraba fuera de la ciudad para la época. De hecho,

en el expediente quedó registrado que ante su ausencia, serían enterados de las decisiones sus hijos o

sus familiares.

Finalmente, la conquista de América inauguró un nuevo paradigma del ejercicio del poder

encausado hacia el aprovechamiento de recursos físicos y las comunidades humanas. La instauración

de un nuevo régimen de ocupación y control de territorios ultramarinos por parte de los españoles

supuso la redefinición de los cuadros de autoridad y relaciones de dominación ya existentes en América,

para la inclusión de la Corona española como nuevo participante en el ejercicio de las redes de poder.

Estas nuevas relaciones de poder que se tejieron en América a partir del siglo XVI estuvieron

delineadas por la necesidad de explotar los nuevos recursos físicos y humanos disponibles de la forma

económicamente más eficiente, para lo cual la Corona española confeccionó y ejecutó diversas

estrategias que tuvieron por objeto la organización y administración de la población nativa habitante

en el Nuevo Mundo. Para lograr estos cometidos, la monarquía hispánica se valió de diferentes

herramientas, unas más sofisticadas que otras, dentro de las cuales se encontraban las instituciones

económicas, jurídicas y judiciales que se implantaron durante el período de consolidación de la Colonia.

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La puesta en marcha de aquellos objetivos coloniales fue moldeada cuidadosamente por la

autoridad conquistadora para contrarrestar la enconada resistencia plantada en contra de la

profundización y afianzamiento del proyecto colonial español por parte de los indígenas panches y

pijaos asentados en la Nueva Granada, principalmente en la jurisdicción de las ciudades de Tocaima e

Ibagué. Esta minuciosa confección de estrategias de control y gobierno de la población implicaron la

concurrencia de campañas de sometimiento a través del uso de la fuerza y el uso del aparato judicial

colonial como dispositivo de poder.

La causa judicial iniciada en contra de los indios Catalina, Constanza, Juan, Bárbola y Martín

evidenció la manera como se sirvió la autoridad colonial del aparato judicial para influir en el control

de la comunidad de indios pijaos y panches cobijada bajo los repartimientos y encomiendas de Ibagué

en los años finales del siglo XVI y los primeros del siglo XVII. Efectivamente, el aparato judicial en sí

mismo constituyó lo que Michel Foucault denominó un dispositivo de seguridad del ejercicio del poder y

fue utilizado con la finalidad específica de contrarrestar el liderazgo político y espiritual que

naturalmente recaía sobre Constanza y Catalina, quienes eran reconocidas por su comunidad como

mohaneras.

La acusación que recayó sobre éstas de usar hierbas para causar la muerte de otros individuos

de la comunidad, entre ellos, el hijo del encomendero Francisco López Matoso, respondió a una

estrategia de poder (idolatría como forma de control social) que nunca tuvo como eje central la

averiguación de la verdad y la realización de la justicia como era de esperarse, sino, precisamente, el

gobierno eficaz de la población.

La suerte disímil que corrieron en la causa judicial los acusados Catalina, Juan, Constanza y

Bárbola, diferente de la del cacique Martín da fe de ello: permite evidenciar el interés del poder político

colonial en premiar el liderazgo indígena afín y aliado del proyecto colonizador al tiempo que se

reprimían los que fueren contrarios. En el mismo sentido, el proceso estudiado demuestra cómo el

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aparato judicial fue utilizado como artefacto de poder para extirpar las creencias ancestrales de los

indígenas de los repartimientos y cumplir de esta manera la misión evangelizadora que fundaba la

empresa conquistadora hispánica en América. Los pormenores de la causa judicial vista, entonces,

descubren la implementación de una estrategia de gobierno de la comunidad que estuvo articulada al

paradigma de poder y dominación inaugurado con la Conquista.

De esta manera, la teorización que Foucault desarrolló en torno a la noción de biopolítica son

visibles en la causa analizada confirmando que el complejo escenario de la Conquista supuso en sí

mismo, como fue remembrado con antelación, no sólo el mayor despliegue biopolítico de la

modernidad, sino la instauración de las bases del sistema en el que fluyen las relaciones de poder que

se han ido perfeccionando a través de los siglos hasta constituir la gubernamentabilidad de los Estados

contemporáneos.

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81

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ANEXO 1

Cronología y principales hitos del expediente “De officis de la Real Justicia contra Don

Martín, indio del pueblo Cayma y otros indios e indias por herbolarios (1601)”

1. El inicio de la causa criminal

El día 8 de septiembre de 1601 el corregidor y justicia mayor de la ciudad de Ibagué, Juan de

Aguilar, inició un juicio criminal bajo el anuncio de que a su conocimiento había llegado que en la

encomienda de Francisco López Matoso algunos indios “usan” y “han usado” hierbas venenosas para

matar, como lo hicieron, al hijo del citado español.95 La finalidad de la causa criminal, según quedó

registrado en el expediente, fue la de “averiguar la verdad y hacer en el caso justicia”. 96

Con la apertura de la investigación se escucharon los testimonios de los indios Lucía, Luisa,

Lorenzo, Juana, Juan, Alonso, Francisco Asensio, Isabel, Anna (todos pertenecientes a la encomienda

de Francisco López Matoso) de los cuales dedujo que, al menos, los indios Constanza, Catalina y Juan,

estarían involucrados en actos de hechicería y algunos de estos actos relacionados con la muerte de

Pedro Meléndez. Posteriormente, tras las declaraciones de otros intervinientes, se vinculó al juicio a la

india Bárbola y luego, se abrió un expediente aparte en contra de Martín, un cacique del repartimiento.

2. La acusación hecha a los indios Constanza, Catalina y Juan.

95 El proceso judicial adelantado por la autoridad colonial que aquí se reseña, reposa en el Archivo General de la Nación en Bogotá (Colombia). Sección Caciques e indios, 43, ff. 399r-483v, bajo el título “De officis de la Real Justicia contra Don Martín, indio del pueblo Cayma y otros indios e indias por herbolarios (1601)”. Fue transcrito por la historiadora e investigadora Susana Matallana Peláez quien junto a un estudio preliminar, lo publicó en el año 2016 bajo el mismo nombre. Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia, ICANH; 2016. 96 El auto de apertura, según la transcripción original realizada por Matallana Peláez, dice: “En la ciudad de ybague en ocho días del mes de setiembre de mil seis cientos y un año Don Joan de Aguilar corregidor de esta ciudad dixo que por quanto a su no[ti]zia ha venido que en el rrepartymiento de yn[dio]s del cap[itan] Fran[cisco] Lopes matoso Vez[ino] de esta ciudad algunas yndias e indios han usado y husan de erbolarias dando yerbas venenosas para matar como lo hizieron a un hijo del dicho Fran[cisco] Lopes matoso llamado Pedro Melendes de que murio y para aberiguar la verdad y hazer en el caso ju[sti]z[i]a (…)” (Matallana, 52).

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Constanza era una india chontal de la encomienda de Francisco López Matoso, perteneciente

al subgrupo coyaima de la etnia pijao. Fue la principal acusada de hechicería y mohanería y como tal fue

mencionada por varios indios en sus declaraciones. El primer testimonio que la involucró en actos de

hechicería fue el rendido por la india Lucía, que dijo que aquella era cocinera en el hato de López

Matoso y en la mitad de la noche la había visto “soplando” a un indio enfermo llamado Alonso, a

quien además le hacía ademanes con las manos. También refirió que maldijo al indio Sebastián porque

tuvo un altercado con ella, diciéndole que pronto iba a morir. Sebastián efectivamente murió semanas

después. Según Lucía, era público y notorio entre los indios que Constanza era una hechicera lo que

fue ratificado por el testimonio de Luisa, india chontal también al servicio de López Matoso (Matallana,

53-54).

Ambas indias, tras ser preguntadas por el corregidor lo que conocieren sobre el “delito”

investigado (la práctica de hechicerías en la encomienda) coincidieron en acusar a Constanza como

hechicera pero sin hacer mención a la muerte de Pedro Meléndez a pesar de ser parte de la misma

encomienda. Sin embargo, por la textura de las respuestas y la forma en que fueron realizadas las

preguntas, pareciera evidente que lo cuestionado por el funcionario investigador en este evento no fue

propiamente la muerte de Meléndez, sino, la práctica de hechicería en el hato de Francisco López

Matoso.97

El corregidor Juan de Aguilar comisionó al funcionario Jusepe Valterra para que como

escribano, pero con la autoridad de juez, se trasladara a la encomienda de López Matoso para realizar

todas las averiguaciones necesarias con el fin de dilucidar la causa judicial en ciernes. Lo dotó de toda

97 En efecto, tanto a Luisa como a Lorenzo les fue preguntado por el corregidor Juan de Aguilar lo que supieren del “delito” y las “averiguaciones”. En la comisión que hizo Juan de Aguilar a Jusepe Valterra para la instrucción del proceso, se dejó claro que el objetivo de la comisión era averiguar todo lo posible respecto de que “en el rrepartymiento de yndios del cap[itan] fran[cisco] lopez matoso vezino desta ciudad algunas yndias e yndios de su encomienda an usado de herbolarios dando yerbas venenosas para matar como lo hizieron a un hijo del dicho fran[cisco] lopez matoso llamado pedro melendes de que murió y porque combiene hazer info[rmaci]on y averiguación del caso y castigar [a los] culpados” (55).

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la autoridad y las atribuciones para ello y ordenó que partiese a la mayor brevedad (55-56). 98 Una vez

en el hato del encomendero, Valterra hizo comparecer ante sí al indio Lorenzo, ladino, perteneciente

al pueblo cayma, quien ratificó las sospechas de que Constanza era curandera porque la vio sanar al

indio Alonso y es hechicera porque la había visto “hablar con el demonio” y agitar un cascabel hecho

de un calabacín incrustado en un palo con pequeñas frutas dentro, mientras hablaba en su lengua.

Lorenzo fue el primero que relacionó a Constanza con la muerte de Pedro Meléndez pero porque

“había escuchado” que había tenido altercados con aquel porque “robaba sus pollos” y “comía sus

huevos”. También asoció a Constanza con la muerte del indio Sebastián, tal como lo dijeron Lucía y

Luisa, agregando que aquella dijo sentirse feliz porque la mano y el pie con que éste la había golpeado,

ahora los “comía la tierra” (57-58).

En una dirección similar transcurrió el testimonio de una mulata de nombre Juana, quien al ser

preguntada por su conocimiento sobre hechiceros en el hato de Francisco López Matoso mencionó a

Constanza porque lo había oído decir de otros indios así como había escuchado el episodio de la

muerte del indio Sebastián, presuntamente por su mano. Refirió a Bárbola, una india que

posteriormente tomará protagonismo en el juicio como acusada, de quien dijo que le había escuchado

narrar un altercado cuando Pedro Meléndez había caído enfermo y había pedido tomar chicha y en la

cocina del hato sólo encontró Bárbola un recipiente de Constanza que tomó sin su autorización, lo

que la molestó sobremanera (59-60).

Los testimonios de Lucía, Luisa, Lorenzo y Juana bastaron al funcionario Valterra para ordenar

el apresamiento de la india Constanza en la casa del esclavo Juan Pacheco dentro de la misma

encomienda de Francisco López Matoso el 10 de septiembre de 1601 (61), sin perjuicio de continuar

con la recepción de los demás testimonios que fueran del caso. El siguiente turno para ser escuchado

98 En el expediente transcrito por Matallana, también aparece referido este funcionario como Jusepe Vollterra o Vallterra.

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correspondió a Francisco Asencio, indio ladino al servicio del mismo encomendero español y que

aseguró haber visto a Constanza haciendo curaciones y rituales de “encantamiento” mascando tabaco,

haciendo ademanes y musitando palabras inaudibles. Sobre la muerte de Pedro Meléndez dijo que nada

le constaba pero que sí había oído decir que no se llevaba muy bien con Constanza porque aquel se

robaba sus aves de corral con la promesa de regresarlas pero ella no daba crédito de ello (64).

Otros indios como Madelena y un cacique indígena cayma cuyo nombre no fue precisado,

ratificaron la imagen de Constanza como curandera y hechicera (66, 69); y otros más, como Isabel y

Anna, además, mencionaron haber escuchado que aquella se ufanaba de la muerte de Pedro Meléndez

porque ya no habría de tomar sus animales (67-68). Luego comparecieron Diego de Zúñiga, Martín de

Zúñiga y Juan de Zúñiga, éste último, hijo de Francisco López Matoso, quienes ratificaron las versiones

de otros testigos en torno a las prácticas aparentemente idólatras de Constanza curando indios y

hablando “a solas” con el “diablo” y tañendo un cascabel hecho de frutos secos (91-93).

La india Catalina, chontal, natural del pueblo chumba y perteneciente a la encomienda de López

Matoso fue escuchada inicialmente como un testigo más. Sin embargo, las declaraciones que el

escribano Valterra iba a conocer en su contra desencadenarían que fuera apresada y acusada

formalmente, junto con su esposo Juan, por las mismas contravenciones por las que era acusada

Constanza: hechicería y “herbolarias”. En efecto, Catalina siendo interrogada como testigo (a través

de una intérprete del pueblo cayma llamada Isabel, quien también había testificado con antelación),

dijo que sólo conocía que Constanza fuera hechicera o “curandera”, pero que no sabía si había dado

hierbas a Pedro Meléndez pues sólo supo que lo maldijo por problemas que tenía con él diciéndole

que la mano con la que la golpeaba pronto iba a “ser tierra”. Aseguró haberla visto cantando con un

cascabel y hablando con el demonio además de ser público que había curado muchos enfermos aunque

luego todos han muerto (70-71).

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Cuando fue el turno del interrogatorio a Constanza aceptó conocer a Catalina hacía “más de

20 años” pero aclaró que no conocía que fuera curadora o hechicera, así como tampoco que hubiera

dado hierbas a Pedro Meléndez o a alguien más para causarle la muerte. Dijo haber sido curandera en

el pasado pero que ya no lo hacía y que “diez u once años” atrás fue apresada por el alcalde Francisco

del Pulgar junto con la india Bárbola por supuestamente haberle entregado a ésta unas hierbas para

causar la muerte al indio Antón, por celos, dado que estaba emparejado con una india de nombre

Catalina de la encomienda de Juan Rodríguez Birbiesca. No obstante tal antecedente, fueron liberadas

sin castigo (72-73).

A pesar de no haber sido mencionada por ninguno de los testigos escuchados por Valterra,

salvo por la declaración del indio cacique del pueblo cayma cuyo nombre no quedó registrado en el

juicio y que sólo dijo que no sabía si había dado hierbas a Pedro Meléndez, el nombre de Catalina no

fue objeto de reparo ni acusación por hechicería. Sin embargo, el 12 de septiembre de 1601, apenas 4

días después de iniciado el proceso, Jusepe Valterra entregó al encargado de la cárcel pública de Ibagué,

Lorenzo Torres, tanto a Constanza como a la india Catalina misma (74).99 En el expediente al lado de

la nota de su declaración, aparece la mención “cathalina yndia q[ue] dezían ser echizera” (70), sin que,

como se dijo, hasta ese momento algún testimonio se hubiere referido a ella como tal.

Una vez en la cárcel por instrucción de Jusepe Valterra, quien se hizo presente en el presidio

fue el corregidor mismo, Juan de Aguilar, con la finalidad de tomar “confesión” de los acusados, el 13

de septiembre de 1601. En la diligencia realizada con Catalina, en la que fue asistida por una india

ladina de la encomienda de la española Ana de Carrión, ésta ratificó que no era curadora ni hechicera

y que los enfermos acudían a donde Juan Pacheco, el esclavo y capataz de Francisco López Matoso.

Dijo que la única hechicera que conocía era Constanza y que unas raíces y una “figurilla” de resina que

99 También fue apresado el indio Alonso, hijo de Constanza, tras un planeado intento de rescate junto con un indio de la encomienda de Francisco del Pulgar.

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fue encontrada por Juan de Zúñiga (hijo de Francisco López Matoso) eran de su esposo, el indio Juan,

y servía de amuleto para pescar (75-79). La mención que hizo sobre ello, bastó para que Juan, su

compañero, fuera llevado preso con iguales cargos de hechicería (84) lo que, no obstante, no ocurrió

con Juan Pacheco a pesar de ser denunciado también como “curandero”.

Cuando fue el turno de la “confesión” de Constanza ante el corregidor Juan de Aguilar, la india

chontal ratificó que sólo curaba a indios o a los demás por caídas de caballos o dolores “de barriga” y

que en sus tierras solía hacerlo con los enfermos y sabía cuándo iban a morir según tuvieran la “mirada

clara” u “oscura”, todo lo que olvidó y ya no practica. Sobre la muerte de Pedro Meléndez dijo que

jamás se ufanó de la misma y que, por el contrario, había “enflaquecido” de llorar por él (81-83). El

corregidor ordenó la práctica de nuevos testimonios pero traer y mantener preso al indio Juan, el

esposo Catalina. En su interrogatorio, Juan dijo ser del pueblo natagaima, subgrupo de los pijaos en la

zona y aceptó que algunas raíces y “figurillas” encontradas en sus aposentos con la india Catalina eran

para tratar las “picaduras de culebras” y para “matar pescado”, y una de éstas las había recibido de un

indio del pueblo lyma, para tratar “incordios” (86-89).

En este punto del juicio, el 17 de septiembre de 1601, apenas había transcurrido no más de una

semana desde su apertura y ya se encontraban encarcelados los indios Constanza, Catalina y Juan, bajo

la sospecha de prácticas de hechicería; así como se mantenían en presidio Alonso, el hijo de Constanza,

y el indio Juan, su acompañante, ambos serviles en la encomienda de Francisco del Pulgar y que fueron

detenidos en un intento de liberar a Constanza de su presidio en casa de Juan Pacheco por instrucción

de Jusepe Volterra. En esta etapa, fue nombrado Francisco Galeano como defensor de los indios

acusados por hechicería.

3. La participación del defensor de indios, Francisco Galeano

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La primera intervención de Francisco Galeano se concentró en la petición de su libertad, lo

que reiteraría a lo largo del juicio. Con suma lucidez, Francisco Galeano dijo de sus defendidos que si

es que han usado algunas hierbas, no ha sido para matar a alguien sino para curarse “como es

costumbre entre los indios curar con hierbas sobándose la parte dolorosa” y “escupiéndose las manos

como cosa acostumbrada y usada entre ellos como acá entre los españoles [lo es] usar de medicinas”.

Finalizó su primer alegato señalando que, en todo caso, ningún testigo dijo haber visto a Constanza

dar hierbas a Pedro Meléndez, dado que todos hablan sobre sospechas y oídas, y además, sólo aducen

que había malquerencia entre ambos en afirmaciones que “bien clara y manifiestamente” se nota que

están “inducidos por sus amos” (97).

Sobre Catalina dijo que todos los testigos en lugar de afectarla, la benefician, y que Juan, por

iguales razones, ninguna culpa guarda dado que explicó para qué servían cada una de las raíces que le

fueron mostradas y la justicia debía tener en cuenta que los indios que viven en aquellos repartimientos

“no están industriados en las cosas de nuestra fe” y viven como “gentiles”. Acto seguido, insistió en

que deben ser liberados los acusados puesto que todos están “sin culpa” y que su presidio ha menguado

su salud y de continuarse, podría poner en peligro sus vidas (98-99). La aguerrida defensa de Francisco

Galeano de los indios Catalina, Constanza y Juan fue precisa para desnudar las falencias del proceso

que iba en curso, en la medida en que no existían mayores méritos para mantener privados de la libertad

a los acusados si frente a cada uno de ellos no existía una acusación directa de la muerte de Pedro

Meléndez o alguna otra persona, y que fue lo que precisamente desató el juicio.

4. La vinculación de la india Bárbola al juicio como acusada

El proceso continuó con la declaración de la india Bárbola quien fue mencionada por

Constanza a propósito del episodio de la muerte del indio Antón presuntamente con hierbas venenosas

y por lo cual estuvieron inmersas diez años atrás, aproximadamente hacia 1590, en un proceso judicial

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cuando era alcalde el encomendero Francisco del Pulgar. Bárbola adujo que Constanza era una

curandera y hechicera reconocida en la comunidad pero negó haber recibido de ella hierbas que

después hubiera utilizado en contra de Antón. (102-03). Su negativa desencadenó que el corregidor

hiciera un careo entre ella y Constanza, que no arrojó mayores luces sobre el proceso, ya que se

limitaron a ratificar sus posturas, sobretodo, negando que hubieran intercambiado hierbas para dárselas

al indio Antón, quien se encontraba emparejado por aquella época con otra india. Con todo, lo

escuchado por el corregidor fue suficiente para que ordenara la prisión de Bárbola dejándola “en

depósito” a su propio defensor, Francisco Galeano (105).

5. El fallido intento de rescate de Constanza

Una vez se corrió la voz en la comunidad indígena del repartimiento de Francisco López

Matoso y en la zona sobre que la india Constanza había sido apresada y se encontraba en la casa de

Juan Pacheco, dos hombres al filo de la noche intentaron rescatarla: eran los indios Alonso y Juan.

Éste, era un indio ladino natural de Tunja, del repartimiento motavita y de la encomienda de Juan

Serón, pero que se encontraba en la zona sirviendo a la encomienda de Francisco del Pulgar (61) quien

también, como López Matoso, era un importante encomendero de la región y alcalde unos años antes,

por ejemplo, para cuando se inició un proceso judicial en contra de Bárbola y Constanza hacia 1590

como quedó dicho. El otro indio, Alonso, era nada menos que el hijo de Constanza. Cuando fueron

vistos por Juan Pacheco y sus hijos Andrés Godoy y Matoso y Sebastián González, de inmediato dieron

aviso al escribano comisionado Valterra, quien ordenó capturarlos y los interrogó al día siguiente, el

11 de septiembre de 1601 (61).

Sin embargo, sólo hasta el 15 de octubre de 1601 Alonso fue escuchado en “confesión” a pesar

de estar detenido desde la noche del 10 de septiembre de 1601. No ocultó que su intención era liberar

a su madre y llevarla consigo. No obstante, cuando narró la planeación del rescate dijo que habían

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llegado allí con caballos de Juana Durango, la esposa del encomendero Francisco del Pulgar. Aunque

es probable que éstos no tuvieran conocimiento de los planes de Alonso, lo que sí dijo el indio

prisionero y pasó desapercibido para la justicia fue que Juana Durango en el pasado había solicitado

en varias oportunidades los servicios de Constanza, reconocida herbolaria y curandera, para sí y para

sus amigas (110). Alonso reconoció que su madre era buscada por sus conocimientos en sanación y

hechicería, pero además, espontáneamente dijo ante la justicia real que aquellos servicios eran buscados

por la citada esposa del encomendero y conocidas suyas dentro de la élite española de Ibagué.

6. La “sentencia de tormentos” en contra de Catalina, Constanza, Juan y Bárbola

Sin perjuicio de la continuación del proceso judicial hasta una decisión definitiva, el 15 de

octubre de 1601 el corregidor Juan de Aguilar dictó una “sentencia de tormentos” en contra de los

acusados, con ocasión de “los indicios que por este proceso y autos resultan contra los dichos [indios]”

consistente en que todos aquellos fueran puestos “atados de pies y manos en el potro del tormento y

les sean dados en cada pierna dos garrotes, uno en el muslo y otro en la caña de la pierna de la rodilla

abajo y otros dos garrotes en cada brazo” (111).100 Esta medida de suplicio, que no comportó por sí

misma una noción de castigo sino un medio de presión para buscar la “verdad”, fue apelada por el

defensor Francisco Galeano ante la Real Audiencia, sin perjuicio de lo cual, en todo caso, el corregidor

ordenó ejecutarla (112). La defensa insistió en que habría de imprimírseles un gran daño a los indios

acusados si se condenaran al “tormento” y sobre todo, “apremiados por el rigor” del castigo, sin

100 La transcripción literal proveída por Matallana Peláez es: “(…) atento a los yndicios que por este proceso y autos rresultan contra los dichos constanca yndia chontal y contra barbola yndia ladina y contra Juan yndio chontal natural de natayma y contra cathalina yndia chontal que los devia condenar y condenava a quistion de tormento el qual les sea dado en esta forma que sean puestos y atados de pies y manos en el potro del tormento y les sean dados en cada pierna dos garrotes uno en el muslo y otro en la caña de la pierna de la rrodilla abaxo y otros dos garrotes en cada braco el uno en el morzillo del braco y el otro del cobdo abaxo de manera que sean ocho garrotes y esto echo dixo que rrrervava y rreservo en si otra qualquier manera de tormento que mas necesaria sea de les dar en su tiempo y lugar quedando en su ffuerca y bigor las provancas e yndicios deste proseso y causa sobre que se trata y asi dixo que pronunciava y pronuncio por este auto y sentencia (…)”

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entender, “confesaran lo que no deben”. Más aún, sin haber “testigo que importe mayormente” en su

contra, y además, teniendo en cuenta lo “decrépito” de su estado y los padecimientos que ya han

sufrido por “tan larga prisión” (113).

El cumplimiento de la “sentencia de tormento” comenzó con la india Bárbola el 15 de octubre

de 1601. Fue la última de los acusados en ser interrogada y apresada. Durante su tortura se confirmó

en lo dicho con antelación y atinó a decir que ella no había matado al indio Antón con hierbas, sino

una india llamada Catalina, natural de Tunja, que tenía celos de aquel por estar con ella. Dijo además

que preguntó a Constanza quién había matado aquel indio, tras lo cual ésta, “habló con el diablo” y le

confirmó que había sido la mulata Catalina. Confirmó que Constanza era “mohanera” pero que no

conoce que haya dado hierbas para matar a alguien (114-15).

A continuación, el corregidor Aguilar ejecutó el suplicio a Constanza, quien a pesar de los

tormentos, se mantuvo firme en lo que con anterioridad había dicho en el juicio (116-17). Sin embargo,

el corregidor ordenó un careo entre Bárbola y Constanza, donde ésta confirmó que había dicho a

aquella que la mulata Catalina había dado muerte a Antón con yerbas. Ahora bien, cuando fue

preguntada por el corregidor sobre cómo lo sabía, dijo que “el demonio que habla con esta confesante

se lo habló” (117).

Esta es la primera vez que Constanza hizo una declaración que le resultó adversa en el sentido

de corroborar la sospecha de la autoridad judicial respecto de sus prácticas de hechicería. En las

anteriores ocasiones en las que fue interrogada Constanza sólo dijo que sabía de sanaciones y había

sido curandera, pero que ya no lo era más. También, que no era ella quien cantaba o hablaba con el

“diablo”, ni tañía cascabeles. A éste respecto, cuando Juan de Aguilar le preguntó a Constanza por qué

no había dicho ello antes del suplicio, en el expediente quedó consignado que ella respondió,

simplemente, que “se le había olvidado” (117).

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El aparentemente repentino acceso de honestidad de Constanza no fue desaprovechado por el

funcionario investigador: la pregunta inmediatamente siguiente a la “confesión” de sus conversaciones

con el demonio, fue que dijera “la verdad” sobre quién dio hierbas a Pedro Meléndez o al indio

Sebastián101. Constanza respondió que nada sabe sobre lo preguntado y que ella no había sido. El

corregidor, al escucharla, ordenó una vuelta más al torno del instrumento de tortura en el que estaba

siendo supliciada Constanza, quien ratificó que “es todo mentira” que “en balde la están culpando” y

que ella “no sabe nada”. El corregidor ordenó que todos los presentes salieran y dejaran sola a la

interrogada para que “se acuerde de decir la verdad” y tras una hora regresó. Constanza sólo manifestó

que no tenía nada más que decir (117-18).

Al día siguiente, el 16 de octubre de 1601, el corregidor ordenó continuar el tormento con

Constanza quien al ser atada nuevamente al “potro” y cuestionada sobre las veces que fue oída en la

noche hablando a solas y tañendo un cascabel dijo que prefería que la matasen de una vez y que no

quería oír tantas cosas (118). No obstante, el corregidor según quedó inscrito en el procedimiento

judicial, ordenó intensificar el suplicio hasta que Constanza confesó que una noche estaba “curándose la

barriga” y “la vino a ver el demonio y le sobaba la barriga” que vino “en forma de persona”, a quien

“ella no lo llamó” y que él mismo le dijo que era “el demonio”. Añadió que éste “no viene siempre

sino cuando [ella] cae mala” y que ha curado a otros, como a la india Catalina, también presa. Juan de

Aguilar para dejar fiel registro de lo que estaba siendo confesado por Constanza, la invitó a describir

la figura del “demonio” con quien ella conversaba, a lo que aquella contestó que era un hombre, que

tenía cara pequeña y blanca, manos pequeñas y blandas, y pies “chiquitos” y delgados.102 Tras un par

101 El indio Sebastián al que se hace referencia fue un indio de la encomienda de Francisco López Matoso que desde los primeros testimonios de Lucía y Luisa, fue identificado como uno que tuvo altercados con Constanza y que tras reñir con ella, supuestamente cayó enfermo 3 semanas antes de perder el juicio y morir. Algunos testimonios vinculaban a Constanza con aquella muerte. 102 La transcripción literal propuesta por Matallana Peláez es: “(…) tiene la figura de ombre y que tiene su carita pequeña y blanca sus manesitas pequeñitas y blandas y los pies chiquitos delgaditos” (119).

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de vueltas más en el torno del instrumento en el que estaba siendo torturada, Constanza dijo que le

dolía mucho y que de saber algo más, lo diría (118-19).

El tormento que se ejecutó sobre Catalina no fue tan fructífero para los investigadores

coloniales como el aplicado a Constanza: tras ser torturada aceptó que de joven conocía “cantares de

mohanería” pero los había olvidado y que unas hierbas que fueron encontradas en sus aposentos por

Juan de Zúñiga, hijo de Francisco López Matoso, creía que eran de su esposo pero no suyas (119). El

indio Juan, esposo de Catalina, por su parte, inicialmente dijo que no sabía de qué hierbas se trataba la

acusación pero tras ser torturado dijo que eran de Catalina, quien además era curandera. Agregó que

sabía, por lo que había escuchado de varias personas, que Martín (cacique que vivía en el repartimiento

junto a la estancia de Francisco López Matoso), había matado con hierbas a un indio llamado Sebastián

y que creía que Constanza había matado a Pedro Meléndez porque “comía sus cosas” (122-24). El

defensor Francisco Galeano en este estado de las diligencias, propuso una recusación al corregidor, la

cual fue aceptada por éste y se ordenó el acompañamiento del proceso por parte del alcalde ordinario

de la ciudad: Hernando de Lorenzana (122-23) Este hecho sería relevante de cara a la decisión definitiva

sobre los acusados, como se verá más adelante.

7. La ampliación de las pesquisas testimoniales

En la parte final de la investigación, y tras haber sido mencionados por Catalina y Juan, se

ordenó por el corregidor escuchar a los indios Alonso Bolo y Anna, así como al cacique Martín del

pueblo cayma. Los primeros, ratificaron su conocimiento de oídas sobre las prácticas de hechicería de

Constanza. La india Anna, además, ratificó que la española Juana Durango, esposa del encomendero

Francisco del Pulgar, había enviado al indio Alonso hijo de Constanza, a que le proveyera hierbas de

“bienquerer”. El 17 de octubre de 1601 el alguacil mayor informó haber tomado preso al cacique

Martín, en espera de su interrogatorio (135-38). Francisco Galeano, por su parte, culminó su defensa

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insistiendo en la libertad de los acusados dado el precario estado de salud de todos por el confinamiento

y por estar todos “sin culpa” en las diligencias (140-41).

8. La sentencia definitiva de los acusados: desacuerdos, nulidades y nuevo veredicto

Instruido el proceso, escuchados los testigos e interrogados (y supliciados) los acusados, el día

25 de octubre de 1601 se reunieron el corregidor Juan de Aguilar, justicia mayor de la ciudad de Ibagué

y Hernando de Lorenzana, alcalde ordinario y acompañante en la causa criminal por la recusación

elevada por la defensa de los investigados en contra del corregidor, con la presencia de Francisco

Galeano, defensor de los acusados; con la finalidad de dictar la sentencia definitiva en la causa judicial

adelantada (141-43).

Tomó la palabra el corregidor quien dijo que “vistos los autos de este proceso y la culpa que

resulta contra los dichos [indios]” su veredicto conforme a derecho y “las leyes de Su Majestad”

consistía en que Constanza debía morir colgada en una horca ubicada a las afueras de la ciudad en el

camino real a Santafé “y no sea quitada para ejemplo de los naturales y españoles”. Para Catalina y su

esposo Juan, propuso a cada uno dar 300 azotes y sean llevados por las calles públicas de la ciudad

pregonando su delito. Para Bárbola, finalmente, propuso un destierro de la ciudad y su jurisdicción por

el término de 4 años.

Hernando de Lorenzana, a su turno, manifestó una postura diferente, menos drástica. Su voto

fue que el indio Juan fuera absuelto y a su esposa, Catalina, se le dieran 100 azotes. Para Constanza,

por su parte, propuso que, ataviada con una coroça y montada en “bestia de albarda” se le dieran 200

azotes, le fuera quitado el cabello en plaza pública, sean llevadas ella y Catalina por las calles públicas

de la ciudad y sea Constanza desterrada por 4 años; y para Bárbola, que fuera desterrada por el término

de un año.

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El desacuerdo entre Juan de Aguilar, corregidor, y Hernando de Lorenzana, alcalde ordinario

y acompañante del proceso judicial, se muestra obvia. En este caso, dada la disparidad de criterios,

dictaron un auto en el que acordaron remitir “la determinación y sentencia definitiva” a la Real

Audiencia de Santafé, para que fueran los oidores quienes decidieran de forma concluyente “lo que

más convenga a su real servicio” (143).

9. La enconada y vehemente oposición de Francisco López Matoso

Una vez enterado Francisco López Matoso de la determinación de la justicia real a través de

su suegra María de Zúñiga, se hizo presente en las diligencias y de manera vehemente reclamó que se

dejara sin efecto la orden de remisión a la Real Audiencia de Santafé, así como que le fuera entregado

el expediente para alegar las varias nulidades que gravitaban en el procedimiento. Sostuvo para ello que

por su ausencia los indios acusados, que eran de su encomienda, no habían sido satisfactoriamente

bien defendidos y que el corregidor era el juez legítimo para decidir la causa, cuya dilación, de cumplirse

la orden de remisión a Santafé, causaría gran agravio y perjuicio a los acusados dado su precario estado

de salud por el presidio (146).

En la primera intervención de Francisco López Matoso de forma directa se quejó del efecto

negativo que tendría sobre las personas de los acusados la dilación de enviar el expediente a la Real

Audiencia de Santafé, lo que podría tardar meses (o años). Insistió en que ello era un perjuicio dado

que éstos son muy “pobres” y estaban “muy enfermos y maltratados del tormento que se les dio” y,

además ser viejos y “algunas de ellas decrépitas”, en clara referencia a Constanza. López Matoso sabía

que una decisión de la Real Audiencia sobre el caso criminal seguido a Constanza, Juan, Catalina y

Bárbola tomaría muchísimo tiempo, lo que no habrían de soportar los acusados si se mantenían en

prisión.

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De esta forma, entonces, intentó retrotraer la decisión que consideraba adversa para que se

rehiciera en términos más favorables, sacrificando si fuere del caso, la noción de justicia del corregidor

Juan de Aguilar. Para ello utilizó las argucias jurídicas que tenía a su alcance: la alegación de nulidades

procesales que deslegitimaban la sentencia ya adoptada.

Tras solicitar la revisión del expediente (146), la andanada jurídica liderada por Francisco López

Matoso aparentemente en favor de los acusados comenzó por la solicitud del defensor Francisco

Galeano para dejar sin efecto la recusación que había hecho al corregidor Juan de Aguilar desde el 16

de octubre de 1601, previo a ser ejecutada la sentencia de tormento en contra del indio Juan, esposo

de Catalina. Esta vez, el defensor se limitó a exponer que “por causas que a ello me mueven” se

apartaba de la dicha recusación, para que sólo el corregidor conociera de la causa como “juez

competente”, haciendo en el caso justicia (147). Tramitado el decaimiento de la recusación en el

proceso, lo siguiente para López Matoso fue realizar el pago de una fianza por cada uno de los acusados

para que fueran liberados de los grilletes y trasladados de reclusión a un espacio abierto de la cárcel

pública, donde pudieran curarse de las penurias que se encontraban padeciendo, mientras se dictaba

una sentencia definitiva (148-52).

10. La nueva sentencia judicial

Finalmente, el 24 de noviembre de 1601 en el hato del encomendero Pedro Guerra y ante el

corregidor Juan de Aguilar, Francisco López Matoso en compañía y asocio de Francisco Galeano,

presentaron una contundente solicitud de revocación de la sentencia proferida, dadas las graves y

numerosas nulidades de las que adolecía el procedimiento. Los argumentos del encomendero y el

defensor designado se concentraron en señalar que la sentencia debía tenerse “por ninguna”

comoquiera que: (i) era Francisco López Matoso como encomendero, era el que tenía que haber sido

llamado como defensor de los indios acusados y con él debían haberse cursado todas las actuaciones

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para él ejercer la defensa; (ii) el acompañamiento de Hernando de Lorenzana tras haber sido recusado

por Francisco Galeano, debía haber sido notificado a él, lo que no se hizo; (iii) a la india Bárbola se le

tomó confesión y no se le elevó cargo alguno y además no se le permitió realizar descargos y hacer una

defensa, y por el contrario, sin ratificarse su confesión, se le sentenció a un “tormento” sin “haber

culpa contra ella”, tormento que fue apelado ante la Real Audiencia y que, sin embargo, el corregidor

ordenó ejecutar, todo ello, sin notificación al defensor; y, finalmente, (iv) no se ratificaron los acusados

en las declaraciones de los “tormentos” en las 24 horas siguientes (152-53).

La elaborada intervención de Francisco López Matoso en contra del trámite adelantado por la

justicia real produjo como resultado que el mismo 24 de noviembre, tras renunciar a todos los términos

judiciales a su favor, se dictara un nuevo proveído definitivo en la causa judicial, esta vez, sólo dictado

por el corregidor Juan de Aguilar.

En esta nueva sentencia, la decisión consistió en que Juan y Catalina fueran sacados de la cárcel

y exhibidos públicamente por las calles de la ciudad atados de pies y manos y con sogas en la garganta,

y azotados él con 200 azotes y ella, con 100. Para Constanza, se ordenó que en una “bestia de albarda”

fuera sacada también atada de pies y manos con una soga en la garganta y una coroça en la cabeza,

mientras le eran dados 300 azotes por las calles de Ibagué con el pregón de sus delitos. Tanto a Catalina,

Juan y a Constanza, la sentencia ordenaba que acudieran todos los domingos y días de fiesta a misa y

a atender la doctrina cristiana, no reincidir “en sus supersticiones y hechizos” so pena de muerte y

Constanza, particularmente, además de prohibírsele “dar yerbas” y “hablar con el demonio”, se le

impuso la restricción de mantenerse recluida en la encomienda de Francisco López Matoso por el

término de 4 años. Bárbola fue absuelta. (156-57).

La sentencia fue notificada a cada uno de los acusados y a Francisco López Matoso el 6 de

diciembre de 1601 y ejecutada por el Alguacil Mayor el día 12 del mismo mes y año (158-59).

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101

11. El expediente contra Martín, cacique del pueblo cayma

Concluida la causa judicial en contra de Catalina, Constanza, Juan y Bárbola, el expediente

seguido por la justicia mayor de Ibagué aparece desagregado con una causa aparte que involucra a

Martín, cacique del pueblo cayma dentro del repartimiento de Francisco López Matoso, quien estaba

preso desde el 17 de octubre de 1601 (137) tras haber sido mencionado en las declaraciones de Juan y

Catalina durante la ejecución de la sentencia de suplicios.

La desagregación del expediente que se llevó a cabo para la indagación sobre el citado cacique

está fechada el mismo día en que se había dictado la primera sentencia en contra de los acusados

principales y se ordenó la remisión de las diligencias a la Real Audiencia de Santafé. En aquel día, 25

de octubre, la decisión de Juan de Aguilar y Hernando de Lorenzana presumiblemente concluiría de

manera temporal el juicio adelantado por estos, dado que, como se dijo, el proceso sería remitido a

Santafé para su decisión definitiva.

Sin embargo, la vehemente oposición que a partir de aquel día lideró Francisco López Matoso

motivó que la causa en contra del cacique Martín debiera desglosarse en legajo aparte. Ello explica por

qué a continuación de la ejecución de la sentencia en contra de los indios Constanza, Catalina y Juan

el día 12 de diciembre de 1601, se encuentran las actuaciones adelantadas por el corregidor desde el 25

de octubre en contra de Martín.

En esta fecha, se registra en el expediente una petición del citado cacique denunciando que

lleva diez días preso “sin saber por qué” y sufriendo graves padecimientos, por lo que solicita ser

liberado. Propuso, incluso, el pago de una fianza con el compromiso de comparecer a la cárcel las

veces que sea requerido por la justicia (161-62). A la causa abierta en contra del cacique Martín se

trasladaron las declaraciones del Juan y Catalina que lo inculparon recaudadas el 17 de octubre de 1601

en el proceso contra Catalina y los demás indios de la encomienda de Francisco López Matoso.

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En estas, Juan dijo que Martín había matado al indio Sebastián dándole yerbas lo mismo que

ratificó Catalina por lo que escuchó decir al esclavo Juan Pacheco y a otras personas (163-64). La india

Madelena, también llamada en su lengua nativa “Ama”, fue quien con mayor precisión relató en

declaración rendida el 29 de octubre en careo con Juan, que Sebastián Eca era su esposo con quien

tuvo 6 hijos y aceptó haberle dicho a Juan y a Catalina que creía que era el cacique Martín quien lo

había matado con hierbas, porque éste “la miraba mal” y “reñía” con ella. En su declaración, narró

cómo Juan Pacheco le dijo que quería visitar al corregidor para denunciar que había capturado a un

indio hechicero vecino de Tocaima, con unas hierbas que preguntó a Martín si eran “malas” y, al serlo,

las quemó (171-72).

La causa seguida en contra de Martín continuó con la declaración de Juan Pacheco y la

“confesión” espontánea de Martín, es decir, sin ser supliciado. En estas declaraciones, el cacique aceptó

conocer a Juan y a Catalina de tiempo atrás, así como a Juan Pacheco. Sobre el episodio del indio

hechicero de Tocayma que mencionó Madelena, ambos coincidieron en manifestar que se trataba de

un indio cimarrón llamado “Lambana” perteneciente a la encomienda de Francisco Ortiz Carbajal, que

fue apresado por Juan Pacheco y lo traía atado, con unas hierbas que le encontraron y que Martín

reconoció que eran “malas”. Como el indio escapó esa misma noche, procedieron a quemar las hierbas

que estaban envueltas en una manta Sobre la muerte de Sebastián Eca, esposo de la india Madelena y

de la que ésta, Juan y Catalina acusaron al cacique, éste dijo que había muerto por diarrea y aquel, por

asma (171-74).

El proceso contra Martín finalizó con su libertad y la de la india Madelena, tras la fianza que el

2 de noviembre de 1601 por el mismo encomendero Francisco López Matoso (175-76).

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103

ANEXO 2

Intervinientes en el proceso judicial “De officis de la Real Justicia contra Don Martín,

indio del pueblo Cayma y otros indios e indias por herbolarios (1601)”

1. ANTÓN (Indio). Indio que era pareja de la india Catalina que servía a la encomienda de Juan

Rodríguez Birbiesca, a quien la india Bárbola supuestamente le dio yerbas que le entregó

Constanza, para matarlo motivada por los celos.

2. ALONSO (Indio). Indio de la encomienda de Francisco López Matoso que fue mencionado

en la declaración de la india Lucía como el indio que estaba “soplando” Constanza en un ritual

de curandería. Es posible que sea el mismo “Alonso Bolo”.

3. ALONSO (Indio). Indio perteneciente a la encomienda del español Francisco del Pulgar, hijo

de Constanza, que junto al indio Juan, intentó liberarla estando presa en casa de Juan Pacheco

por orden de Jusepe Volterra. Dijo ser natural del pueblo Ynaga y que una vez Constanza fue

a verlo a llevarle hierbas porque estaba enfermo. Dijo que Pedro Rodríguez le pidió a

Constanza hierbas de “bienquerer” que ella no le dio porque no tenía, pero sí se las dio a Juana

Durango en agradecimiento por cuidar a su hijo. También le pidieron para amigas de ésta.

4. ALONSO (Indio). Indio del pueblo Chumba que según la india Catalina, es cacique.

5. ALONSO BOLO (Indio). Indio de la encomienda de Francisco López Matoso que estaba

siendo curado por Constanza cuando fueron sorprendidos por Juan de Zúñiga, quien la azotó

por ello. Yerno de la india Catalina.

6. ALONSO RUIZ DE SAAJOSA (Español). Testigo de la recusación y acompañamiento por

parte del alcalde ordinario Hernando de Lorenzana. Testigo de la sentencia notificada a

Francisco López Matoso. Testigo de la fianza pagada por éste para liberar de grilletes a los

acusados.

7. ALONSO COBO (Español). Nombrado para buscar y exhibir archivo judicial de escribano

Juan de Berganzo. Solicitante en 1603 de una de las encomiendas vacantes tras la muerte de

Ana de Carrión (Clavijo, 53).

8. ANA (India). India de la encomienda de la española Ana de Carrión que sirvió como

intérprete de la confesión de la india Catalina.

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9. ANA DE CARRIÓN (Española). Española encomendera e influyente vecina de Ibagué.

Esposa del gobernador Juan de Tuesta Salazar. A su muerte, varios habitantes de Ibagué como

Alonso Cobo en 1603, solicitaron la asignación de sus encomiendas vacantes (Clavijo, 53).

10. ANA (India). India de la encomienda de Francisco López Matoso que fue testigo del

apresamiento de Constanza en la casa de Juan Pacheco, junto con la india Martha.

11. ANDRÉS GODOY Y MATOSO (Indio). Hijo de Juan Pacheco. Testigo de las maniobras

del indio Alonso y su acompañante para intentar liberar a Constanza.

12. ANDRÉS DE SILVA (Indio). Indio posiblemente yerno de Catalina, a quien ésta dijo que

la india Constanza curó de un golpe.

13. ANGELINA (India). India aparentemente de la encomienda de Francisco López Matoso

que según dijo la india Catalina, fue curada por Constanza de un golpe.

14. ANNA (India). India ladina, esposa del indio Alonso, citada por la india Isabel en su

testimonio. Aceptó que dijo que Constanza se ufanaba con la muerte de Pedro Meléndez y que

cuando Juan de Zúñiga la azotó estaba curando al indio Alonso Bolo. En el suplicio, la india

Catalina dijo que uno de los cestos donde encontraron raíces y plantas era suyo. Fue

posteriormente citada por error según declaración del indio Juan.

15. BALTASAR DE HERRERO (¿Español?). Testigo de la recepción por Lorenzo Torres de

los indios apresados por Jusepe Volterra.

16. BÁRBOLA (India). India de la encomienda de Francisco López Matoso que fue acusada,

junto con los indios Catalina, Juan y Constanza. Informó que Constanza era vieja curandera y

vio curar al indio Alonso Ombolo (también referido como “Alonso Bolo”). Ratificó el juicio

en el que se vio inmersa 10 años atrás junto con Constanza por haber supuestamente dado

yerbas al indio Antón, quien murió, mientras era alcalde ordinario el capitán Díaz Valderrama.

17. BARTOLOMÉ TALAVERANO (Español). Encomendero. Fue de los primeros residentes

de Ibagué. Nombrado para buscar y exhibir archivo judicial de escribano Juan de Berganzo.

18. BEATRIZ (India). India posiblemente hija de la india Catalina, a quien ésta dijo que la india

Constanza curó de un golpe.

19. BLAS OLGUÍN (Español). Testigo de la negativa de libertad de la apresada india Madalena.

20. CACIQUE INDIO. Indio ladino de la encomienda de Francisco López Matoso,

perteneciente al subgrupo indígena cayma, de quien no se conoce el nombre. Dijo que no sabía

si Constanza o Catalina habían dado yerbas a Pedro Meléndez para su muerte pero sí sabía que

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Constanza era una hechicera y curadora. Refirió que Juan de Zúñiga un día la encontró curando

al indio Alonso y la azotó. Es diferente del indio cacique Martín.

21. CACIQUE MARTÍN (Indio). Cacique del pueblo Cayma. Aceptó haber visto las yerbas que

le llevó Juan Pacheco que eran de un indio cimarrón llamado “Lambana” de la encomienda de

Francisco Ortiz Carbajal de Tocayma, a quien apresó con aquel. Negó matar a Sebastián Eca,

de quien dijo que murió de “cámaras”.

22. CAPITÁN DÍAZ VALDERRAMA (Español). Mencionado como alcalde ordinario de

Ibagué para 1590 aproximadamente según dicho de la india Bárbola.

23. CATALINA (India). India chontal de la encomienda de Francisco López Matoso que fue

referida en la declaración del indio Cacique. Es natural del pueblo “Chumba” y dijo que su

cacique se llama Alonso. Esposa del indio Juan con quien tiene una hija llamada Beatriz. Una

nieta suya llamada Isabel está casada con el indio Diego, quien iba a ser su traductor pero por

ello, estaba impedido. Denunció que Constanza le “echó maldiciones” a Pedro Meléndez por

inconvenientes que tuvieron. Dijo que no es curandera y que los enfermos van donde Juan

Pacheco pero que Constanza utiliza yerbas y huesos de tigre y oso para curar golpes de caídas

de caballos, como lo hizo con su hija la mulata Juana y con “doña Menga”, hija de Francisco

López Matoso, así como a la india Angelina. También vio que Constanza curó a los indios

Beatriz y Andrés de Silva.

24. CATALINA (India). India al servicio de la encomienda de Juan Rodríguez Birbiesca y esposa

del indio Antón a quien supuestamente la india Bárbola le dio hierbas venenosas por celos.

25. CONSTANZA (India): India chontal de la encomienda de Francisco López Matoso,

perteneciente al subgrupo coyaima de la etnia pijao. Fue la principal acusada de hechicería y

mohanería y como tal fue mencionada por varios indios en sus declaraciones, entre ellos, Lucía.

En su interrogatorio dijo haber sido apresada cuando era alcalde ordinario Francisco del Pulgar,

junto con la india Bárbola por haberle supuestamente dado algunas yerbas para dárselas al indio

Antón. Dijo que sólo curaba de golpes como caídas de caballo, con agua caliente. Así curó al

indio Lorenzo, pero no al indio Juan, nieto de la india Catalina. Mencionó que uno de los

huesos de tigre y oso encontrados en sus aposentos era de su yerno Sebastián.

26. CRISTÓBAL DE LEÓN (Español). Funcionario de la real justicia que fue comisionado

por el corregidor Juan de Aguilar para apresar al indio Juan, esposo de la india Catalina, y traer

a interrogatorio a éste y a Angelina, Andrés y Juan, yerno y nieto de aquella; y Diego e Isabel.

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Testigo de la petición del defensor Francisco Galeano para que los acusados sean trasladados

a una cárcel sin grilletes.

27. DIEGO (Indio). Indio ladino del pueblo cayma de la encomienda de Francisco López Matoso

que serviría de traductor para la declaración de la chontal Catalina, pero tuvo que ser

reemplazado por estar impedido al convivir y estar casado con una nieta de ella.

28. DIEGO DE ZÚÑIGA (Español). Alguacil del corregidor Juan de Aguilar, quien en el juicio

contra Constanza y los demás indios, atestiguó sobre su pernoctación en la estancia de

Francisco López Matoso en la que oyó desde su tienda a la india Constanza tañer un cascabel

y hablar con el diablo, por lo que despertó a Martín de Zúñiga y entraron a su aposento. Testigo

de la detención de la india Bárbola en el domicilio de su defensor Francisco Galeano y de la

sentencia de tormento en contra de los indios Constanza, Catalina, Juan y Bárbola. Testigo de

la recusación y acompañamiento por parte del alcalde ordinario Hernando de Lorenzana.

Testigo de la petición del defensor Francisco Galeano para que los acusados sean trasladados

a una cárcel sin grilletes. Testigo de la fianza pagada por Francisco López Matoso por el cacique

Martín y la india Madalena.

29. DOMINGO PLATERO (Español). Testigo de la fianza pagada por Francisco López

Matoso por el cacique Martín y la india Madalena.

30. FRANCISCO (Indio). Indio del repartimiento de Francisco López Matoso que fue sujeto de

hechicerías y curaciones por parte de Constanza pero murió, según dicho del indio Cacique.

Según dicho de Juan de Zúñiga, fue quien le preguntó a la india Constanza dónde estaba su

madre que había huido y ésta vistió una muñeca, le preguntó y supieron dónde se encontraba.

31. FRANCISCO ASENSIO (Indio). Indio ladino de la encomienda de Francisco López

Matoso. Declaró que Constanza era una hechicera y escuchó del episodio de la muerte del

indio Sebastián. Testigo de cuando los indios Alonso y Juan fueron enviados a la cárcel por

intentar liberar a Constanza, por orden de Jusepe Volterra.

32. FRANCISCO DE ZÚÑIGA (¿Español?). Testigo de la recepción por Lorenzo Torres de

los indios apresados por Jusepe Volterra.

33. FRANCISCO DEL PULGAR (Español). Encomendero y alcalde ordinario de Ibagué en

varias oportunidades. Dos indios pertenecientes a su encomienda, enterados de la prisión de

Constanza, salieron en la noche para intentar liberarla. Uno de ellos era su hijo Alonso. Fue

mencionado en la declaración de la india Bárbola como el alcalde ordinario cuando se inició

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un juicio en contra de Constanza y ella, hacia 1590, como el funcionario que las persiguió y

una vez dejó la vara de la justicia, se entregó la india Bárbola.

34. FRANCISCO GALEANO (Español). Abogado ante la real justicia que fue nombrado en el

cargo de defensor de los indios Catalina, Constanza, Juan y Bárbola.

35. FRANCISCO LÓPEZ MATOSO (Español). Capitán. Encomendero de la ciudad de

Ibagué. Padre de Pedro Meléndez, cuya muerte desencadenó el proceso judicial en el que

fueron investigados y acusados varios indios de su encomienda, de la que hacían parte, entre

otros, Constanza, Catalina, Bárbola y Juan, Martín. Alcalde ordinario de Ibagué en varias

oportunidades. También referenciado como Francisco Lopes Mathosso.

36. FRANCISCO ORTIZ CARBAJAL (Español). Alguacil Mayor y encomendero de

Tocayma, de cuya encomienda era el indio “lambana” que fue apresado por Juan Pacheco y

llevado ante el cacique Martín.

37. GASPAR RODRÍGUEZ (Español). Testigo de la negativa de libertad de la apresada india

Madalena y de la lectura de la sentencia por parte de Francisco López Matoso y el defensor

Francisco Galeano.

38. GONZALO BÁSQUEZ (Español). Testigo de la sentencia notificada a Francisco López

Matoso.

39. HERNANDO DE LORENZANA (Español). Alcalde ordinario para la época del juicio a

Constanza, Bárbola, Catalina y Juan. Fue acompañante del juicio cuando fue recusado el

corregidor Juan de Aguilar por el defensor Francisco Galeano.

40. ISABEL (India). India de la encomienda de Francisco López Matoso, hija de la mulata Juana

y el esclavo Juan Pacheco. Nieta de la india Catalina y esposa del indio Diego. Fue referida por

Juana como la que le contó el altercado entre Constanza y Bárbola por la atención a Pedro

Meléndez cuando éste estaba enfermo. Cuando fue interrogada dijo que oyó decir a la india

Ana, esposa del indio Alonso, que Constanza se ufanaba de la muerte de Pedro Meléndez.

También escuchó el que indio Lorenzo le dijo que Constanza le había dado yerbas porque

estaba enfermo pero que Francisco López Matoso lo había llevado al pueblo de Curallo para

que sanara. Fue traductora en la declaración de la india Catalina, principal acusada en la causa.

41. JOAN DE AGUILAR (Español). Corregidor y justicia mayor de la ciudad de Ibagué para el

segundo semestre de 1601, fecha en la que se desarrolla el proceso judicial en contra de varios

indios de la encomienda de Francisco López Matoso por la muerte de su hijo Pedro Melendes.

Pertenecía a la Orden de los Caballeros de Cristo en la cual ostentaba la dignidad de comendador,

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rango superior al de simple caballero. (Matallana, 55). También referenciado como “Juan de

Aguilar”.

42. JUAN (Indio). Indio de la encomienda de Francisco López Matoso que es esposo de la india

Catalina, padre de Beatriz. Encarcelado junto con aquella. En el tormento dijo ha oído decir a

varias personas, entre ellas una india que crió a Juan de Zúñiga, que el cacique Martín en el

repartimiento de Francisco López Matoso, asesinó a un indio llamado Sebastián con yerbas,

según oyó de la india Ama y el esclavo Juan Pacheco.

43. JUAN (Indio). Indio ladino natural de Tunja del repartimiento Motavita, perteneciente a la

encomienda del español Juan Serón, que se encontraba sirviendo en la encomienda de

Francisco del Pulgar. El indio Alonso, hijo de Constanza, lo convidó a liberarla.

44. JUAN CARDOSO Y RAMOS (Español). Testigo de la notificación de la sentencia de

tormento en contra de los indios Constanza, Catalina, Juan y Bárbola.

45. JUAN DE MOSQUERA (Español). Testigo de la sentencia notificada a Francisco López

Matoso.

46. JUAN DE BERGANZO (Español). Escribano anterior en cuyo archivo debía reposar el

proceso iniciado hacia 1590 en contra de Bárbola y Constanza y que tenía el encargo de

encontrar Rodrigo Pérez Navarro. Para su exhibición fueron nombrados Bartolomé

Talaverano y Alonso Cobo.

47. JUAN DE ZÚÑIGA (Español). Hijo del encomendero Francisco López Matoso que una

vez encontró a Constanza haciendo sanaciones al indio Alonso y la azotó. Dijo que oyó del

indio Sebastián que Constanza cuando quería saber algo vestía una muñeca y le preguntaba y

ésta le respondía, además que vio cómo lo hizo cuando el indio Francisco le preguntó dónde

estaba su madre que había huido y ésta le respondió.

48. JUAN GUTIÉRREZ (Español). Testigo del proferimiento de la sentencia en contra de los

acusados el 24 de noviembre de 1601 en la hacienda del español Pedro Guerra.

49. JUAN DE ORJUITIA (¿Español?). Vecino de Ibagué que fue mencionado por la mulata

Juana en su declaración como la persona que le dijo varios años atrás (antes de morir), que

encontró a Constanza tañendo un cascabel y “hablando con el diablo” y la había azotado por

eso. Mencionó el episodio del indio Sebastián y una india cuyo nombre no recordaba.

50. JUAN PACHECO (Esclavo). Esclavo en la encomienda de Francisco López Matoso,

esposo de la mulata Juana. La india Catalina dijo que a él iban los indios que estaban enfermos.

Fue interrogado y dijo que halló unas yerbas que eran de un indio cimarrón llamado “Lambana”

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de la encomienda de Francisco Ortiz Carbajal de Tocayma, a quien apresó con el cacique

Martín, quien dijo que eran yerbas malas y las quemó. Negó haber dicho que éste hubiera

matado a Sebastián Eca. Testigo de las maniobras del indio Alonso y su acompañante, el indio

Juan, para intentar liberar a Constanza.

51. JUAN RODRÍGUEZ BIRBIESCA (Español). Encomendero a quien servía una india que

aparentemente fue asesinada por Constanza con hierbas, según el dicho de la mulata Juana.

También a él servía una india llamada Catalina que era pareja del indio Antón, a quien

supuestamente la india Bárbola dio unas yerbas que le entregó Constanza, para matarlo.

52. JUANA (India). India ladina perteneciente a la encomienda de Ana de Carrión, que servía

como traductora de lengua panche. Sirvió de traductora para la confesión de la india Catalina.

53. JUANA (Mulata). India de la encomienda de Francisco López Matoso. Hija de la india

Catalina, una de las principales acusadas por mohanería. Esposa de Juan Pacheco, esclavo de

la misma encomienda. Mencionó en su declaración a la india Bárbola y al incidente entre ésta,

Constanza y Pedro Meléndez cuando éste estaba enfermo, según se lo contó a ella su hija

Isabel. La india Catalina dijo en su declaración que Constanza la había curado de un brazo tras

haber caído de un caballo.

54. JUANA DURANGO (Española). Esposa del encomendero Francisco del Pulgar. En una

yegua de su propiedad Alonso hijo de Constanza, intentó liberarla. Fue mencionada por éste

como la persona que lo envió en otra ocasión para obtener de su madre, Constanza, algunas

yerbas de “bienquerer” para sí y para amigas suyas.

55. JUSEPE VOLTERRA (Español). Funcionario comisionado por Joan de Aguilar para

trasladarse a la encomienda de Francisco López Matoso para averiguar todo lo necesario dentro

de la investigación iniciada por la justicia real. Durante el juicio el 6 de octubre de 1601,

reemplazó al escribano Rodrigo Pérez Navarro.

56. LEONOR DE PORRAS (Española). Es mencionada en la declaración de la india Bárbola

como esposa del encomendero Francisco López Matoso.

57. LORENZO (Indio). Indio ladino de la encomienda de Francisco López Matoso, natural del

pueblo Cayma como el Cacique Martín. Declaró en contra de Constanza y dijo haber visto que

curó al indio Alonso. Mencionó que la mulata Juana, esposa de Juan Pacheco, dijo en la cocina

de la encomienda, delante de sus hijas y nueras que Constanza era hechicera y había dado

hierbas a Pedro Meléndez. Además, mencionó el episodio de la muerte del indio Sebastián.

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Fue el mismo indio del cual la india Isabel dijo, y Constanza ratificó en su confesión, que lo

había intentado curar.

58. LORENZO TORRES (Español). Alcalde de la cárcel pública de Ibagué, quien manifestó el

12 de septiembre de 1601 recibir de Jusepe Volterra a los indios Catalina, Constanza, Alonso

(hijo de Constanza) y Juan, de la encomienda de Francisco de Pulgar. Encargado de llevar por

la fuerza al cacique Martín del pueblo cayma y a Alonso Bolo. También referenciado como

Lorenzo Ramos.

59. LUCÍA (India). India de la encomienda de Francisco López Matoso. En su declaración

mencionó a Constanza como hechicera y curandera.

60. LUISA (India). India chontal de la encomienda de Francisco López Matoso que trabajaba en

la cocina de ésta y declaró que había escuchado decir que Constanza era hechicera.

61. MADALENA (India). India ladina del repartimiento de cacique Martín cayma. Dijo saber

que Constanza era hechicera. También referenciada con el nombre indio “Ama”, lo que

produjo una confusión con la india Anna en el testimonio del indio Juan. Dijo que conoció a

Sebastián Eca y lo vio enfermar 3 meses hasta morir. Tras un careo con el indio Juan aceptó

que Sebastián Eca era su esposo con quien tuvo 6 hijos y sí dijo que creía que el cacique Martín

lo había matado porque tenía problemas con ella. Dijo que Juan Pacheco le había dicho que

había hallado unas yerbas en una cesta de Martín. Es referida como la ama de Juan de Zúñiga.

62. MARÍA DE ZÚÑIGA (Española). Referida en el proceso judicial como la suegra de

Francisco López Matoso y a quien se le notificó, en ausencia de éste, la sentencia definitiva en

contra de los indios de su encomienda acusados de hechicería y herbolarios. El corregidor

ordena notificarle a ella y a los hijos de aquel que deben comparecer el esclavo Juan Pacheco y

la india Anna.

63. MARTÍN DE ZÚÑIGA (Español). Español que se encontraba durmiendo en la estancia

de Francisco López Matoso y fue quien entró al aposento de la india Catalina con el alguacil

Juan de Zúñiga tras escucharla en la noche tañendo un cascabel y hablando “con el diablo”

para encontrar que no estaba en presencia de nadie. Testigo del proferimiento de la sentencia

en contra de los acusados el 24 de noviembre de 1601 en la hacienda del español Pedro Guerra.

64. MARTHA (India). India de la encomienda de Francisco López Matoso que fue testigo del

apresamiento de Constanza en la casa de Juan Pacheco, junto con la india Ana.

65. MATEO GIL MALDONADO (Español). Testigo de la fianza pagada por Francisco López

Matoso por el cacique Martín y la india Madalena.

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66. MENGA (Española). Hija del encomendero español Francisco López Matoso que según dijo

la india Catalina, fue curada por Constanza de un golpe.

67. MIGUEL DE ABAÚNSA (Español). Testigo de la detención de la india Bárbola en el

domicilio de su defensor Francisco Galeano y de la sentencia de tormento en contra de los

indios Constanza, Catalina, Juan y Bárbola. Así mismo, lo fue de la notificación de la misma.

Nombrado para buscar y exhibir archivo judicial de escribano Juan de Berganzo.

68. MIGUEL DE ZÚÑIGA. (¿Español?). Testigo de la recepción por Lorenzo Torres de los

indios apresados por Jusepe Volterra.

69. PEDRO MELÉNDEZ (Español). Hijo del encomendero Francisco López Matoso. No se

precisa su edad pero tal parece que era un niño de unos 10 años a su muerte, dado que ya tenía

la capacidad de interactuar fluidamente con los indios de la encomienda de su padre y realizar

acciones deliberadas como “robar” gallinas o comida. También referenciado como “Pedro

Melendes”.

70. PEDRO DE HEREDIA (Español). Nombrado para buscar y exhibir archivo judicial de

escribano Juan de Berganzo. Testigo de la fianza pagada por Francisco López Matoso para

liberar de grilletes a los acusados.

71. PEDRO GUERRA (Español). Hacendado español donde sesionó el corregidor y la real

justicia para dictar sentencia en contra de los acusados el 24 de noviembre de 1601. A su

encomienda estaban asignados los indios doimas y tuamos, quienes para la última década del

siglo XVI amenazaban con un alzamiento y varios de ellos se encontraban fugitivos.

72. RODRIGO PÉREZ NAVARRO (Español). Escribano de la justicia real. Es quien redacta

los documentos judiciales en los que intervienen los investigados, testigos y los funcionarios.

Fue reemplazado durante el juicio el 6 de octubre de 1601, por el escribano Jusepe Volterra,

pero comisionado para buscar en los archivos reales el proceso judicial seguido anteriormente

contra las indias Bárbola y Constanza.

73. SEBASTIÁN (Indio). Indio yerno de la india Constanza de quien ésta dijo que unos huesos

para curar eran suyos.

74. SEBASTIÁN (Indio). Indio vaquero de la encomienda de Francisco López Matoso

mencionado por Lucía como aquel que tuvo un altercado con la india Constanza y que hizo

que ésta le “amenazara” con morir pronto, lo cual sucedió en “tres semanas” previo perder el

juicio.

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75. SEBASTIÁN ECA (Indio). Indio que según dicho de la india Catalina, mató el cacique

Martín.

76. SEBASTIÁN GONZÁLEZ (Indio). Hijo de Juan Pacheco. Testigo de las maniobras del

indio Alonso y su acompañante para intentar liberar a Constanza. También lo fue cuando los

indios Alonso y Juan fueron enviados a la cárcel por intentar liberar a Constanza.