Bernhard, Thomas - Escritos Autobiográficos

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1 Autobiografía Thomas Bernhard Traducción de Miguel Sáenz 1 - El Origen 2 - El Sótano 3 - El aliento 4 - El frio 5 - Un niño

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Escritos autobiográficos de Thomas Bernhard. Incluye las obras: (a) El origen; (b) El sótano; (c) El aliento; (d) El frío; (e) Un niño.Thomas Bernhard es autor, entre otras de las novelas El sobrino de Wittgenstein y Maestros antiguos, entre otras.

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Autobiografía

Thomas Bernhard

Traducción de Miguel Sáenz 1 - El Origen 2 - El Sótano 3 - El aliento 4 - El frio 5 - Un niño

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Libro uno

El Origen Una indicación

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PROLOGO

En 1975, Thomas Bernhard publica su nove-la Korrektur (Corrección). Es un libro impresionante, de prosa rítmica y estructura implacable, sin duda su novela más perfecta hasta la fecha, pero es también un callejón sin salida y muchos se pregun-tan si Bernhard no habrá ido demasiado lejos: ¿qué camino podría tomar, a partir de entonces, su narra-tiva?

Sin embargo, 1975 es igualmente el año en que aparece la primera entrega de lo que se anun-cia ya como una larga autobiografía: Die Ursache (El origen), y la crítica, discorde en cuanto a las ex-celencias de Korrektur («una tortura», la llama Ul-rich Greiner), saluda unánimemente ese nuevo libro como obra maestra.

Sobre Thomas Bernhard se sabía en reali-dad muy poco, aunque se supusiera mucho. Casi todos los datos se reducían al texto Drei Tage (Tres días), en el que Bernhard, ante las cámaras, había dado una serie de clases que explicaban en parte -sólo en parte- sus obsesiones favoritas. Lo que se inicia ahora con El origen es algo infinitamente más ambicioso y más revelador: Bernhard, sencillamen-te, emprende el ascético ejercicio de contar toda su vida, como medio de autoanálisis, exorcismo y libe-ración. La dificultad con que tropieza -lo dice en El origen- es cómo reflejar los sentimientos de enton-ces con el pensamiento de hoy. Y no es seguro que lo que cuente sea siempre la verdad o, por lo me-nos, toda la verdad... Pero lo que importa es su in-tención de contar la verdad.

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Poco a poco (Bernhard es un escritor enor-memente fecundo: tiene años de tres y cuatro obras), van apareciendo los tomos de esa autobio-grafía: episodios cerrados e independientes, que se leen como novelas. Hasta ahora, salvo error, son seis, aunque con Bernhard sea difícil no quedarse atrás: Die Ursache (El origen, 1975), Der Keller (El sótano, 1976), Der Atem (El aliento, 1978), Die Kälte (El frío, 1981), Ein Kind (Un niño, 1982) y Wittgensteins Neffe (El sobrino de Wittgenstein, 1982). Todos juntos forman ya lo que algunos han calificado de Erziehungsroman (la novela de una educación o, como diría Bernhard, de una antiedu-cación), pero la designación no es totalmente exac-ta: Bernhard no aprende, no evoluciona sino que, simplemente, vive. Su existencia ha sido atroz, aho-ra se sabe, pero, sorprendentemente, de toda esa relación de horrores, de ese desfile maníaco de enfermedades, locuras y muertes, se desprende siempre una especie de voluntad sobrehumana de vivir.

Die Ursache significa el origen (y también la causa, el motivo, la razón), y el libro lleva un sub-título: eine Andeutung, una indicación. Bernhard dice que sólo quiere indicar, bosquejar, insinuar, aludir... pero su obra es una invectiva salvaje contra el sistema educativo en general, contra el Nacional-socialismo y el Catolicismo (que él sitúa en pie de igualdad) y contra la bella y musical Salzburgo, su ciudad adoptiva y cuasinatal.

Al principio, la polvareda del escándalo (en un país que, sin embargo, está acostumbrado a ser denigrado por sus hijos) impide ver la estatura real de la obra. Alguien que se reconoce en «el Tío

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Franz» se querella y, por su libro y otros motivos, Bernhard se enfrenta con la Dirección de los Festi-vales (que han estrenado anteriormente obras su-yas) y decide no presentar en Salzburgo su última aportación a la escena: Die Berühmten (Los famo-sos). La verdad es que pocas veces habrá sido ata-cada una ciudad (y sus habitantes) con mayor vio-lencia, y que lo que se inicia casi con el tono satíri-co de un Heine se convierte enseguida en una dia-triba que no parece conocer límites: «fachada pérfi-da», «enfermedad mortal», «cementerio... de fan-tasías y deseos», «museo de la muerte»... la lista de improperios que Bernhard dedica a su ciudad sería larga.

El origen se divide en dos partes, cada una de las cuales lleva por título el nombre de una per-sona para Bernhard prototípica: «Grünkranz» y «El Tío Franz». En la primera, Salzburgo está en garras de la guerra y bajo el nacionalismo del Nacionalso-cialismo; en la segunda ha llegado la paz (¡pero qué paz!) y el Catolicismo ha vuelto a resurgir entre los escombros. Bernhard se revuelve contra esas dos «enfermedades», de las que pretende no haberse contagiado pero que, según dice, lo han marcado para toda la vida.

Se trata de un libro espeluznante, en el que la palabra más frecuente quizá sea «horror». Pero es también un libro admirablemente escrito y una muestra escogida del conocido virtuosismo verbal de Bernhard. Las repeticiones, las variaciones, las frases meándricas y la utilización paranoica de al-gunas expresiones están ampliamente representa-das... como también el seguro instinto musical de su autor.

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Con todo, El origen, no es importante sólo por esa prosa de lujo. Thomas Bernhard el misán-tropo, el enemigo del hombre, se revela aquí (bajo la advocación de Montaigne) como un auténtico moralista (valga la desprestigiada palabra) que, a pesar de todo, tiene fe en el hombre o, por lo me-nos, en algunos hombres... Los humillados y ofen-didos, desde luego. La obra de Bernhard se ha comparado muchas veces a la de Kafka y Beckett y sería difícil no estar de acuerdo. Pero Bernhard se merece algo más: un lugar propio y exclusivo en la Historia de la Literatura... Y El origen es la primera etapa de lo que se ha llamado (Rolf Michaelis) «una de las grandes autobiografías del siglo».

Miguel Sáenz

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Dos mil personas intentan todos los años, en el Land federal de Salzburgo,

poner fin a su vida, y una décima parte de esos intentos de suicidio tienen desenlace fatal.

Con ello, Salzburgo ostenta en Austria, a la que con Hungría y Suecia corresponde la tasa de suicidios

más elevada, la marca nacional. Salzburger Nachrichten, 6 de mayo de 1975

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Grünkranz

La ciudad, poblada por dos clases de perso-

nas, los que hacen negocios y sus víctimas, sólo es habitable, para el que aprende o estudia, de forma dolorosa, una forma que turba a cualquier naturale-za, con el tiempo la disturba y perturba y, muy a menudo, sólo de forma alevosa y mortal. Las condi-ciones meteorológicas extremas, que irritan y debili-tan continuamente y, en cualquier caso, enferman siempre a las personas que viven en ella, por una parte, y la arquitectura salzburguesa, que en esas condiciones produce unos efectos cada vez más devastadores en la constitución de las personas, por otra, ese clima prealpino, que oprime a todas esas personas dignas de compasión, de forma consciente o inconsciente pero, en sentido médico, siempre dañina y, en consecuencia, que las oprime en su mente y su cuerpo y en todo su ser, al fin y al cabo totalmente a la merced de esas condiciones naturales, y con brutalidad increíble produce una y otra vez esos habitantes irritantes y debilitantes y enfermantes y humillantes e insultantes y dotados de una gran vileza y abyección, engendran una y otra vez a esos salzburgueses de nacimiento o lle-gados de fuera que, entre sus muros fríos y húme-dos, amados con predilección por el aprendiz y es-tudiante que fui hace treinta años en esa ciudad, pero odiados por experiencia, se entregan a sus estúpidas terquedades, absurdidades, barbarida-

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des, asuntos brutales y melancolías, y constituyen una inagotable fuente de ingresos para todos los médicos y empresarios de pompas fúnebres posi-bles e imposibles. Quien se ha criado en esa ciu-dad, según los deseos de quienes tenían sobre él la patria potestad pero en contra de su propia volun-tad y, desde su más temprana infancia, con la ma-yor predisposición sentimental e intelectual en Fa-vor de esa ciudad, ha estado encerrado por una parte en el proceso espectacular de la celebridad mundial de esa ciudad como en una perversa máquina de belleza en tanto que máquina de false-dad, productora de oro y oropel y, por otra parte, con la falta de medios y de ayuda de su infancia y juventud, por todas partes desamparadas, como en una fortaleza de miedo y de horror, condenado a esa ciudad como la ciudad en que desarrollaría su carácter y su espíritu, tiene de esa ciudad y de las condiciones de existencia en esa ciudad un recuer-do, para no expresarlo en forma demasiado grosera ni demasiado frívola, más bien triste y más bien oscurecedor de su primerísimo y primer desarrollo, pero en cualquier caso funesto, cada vez más deci-sivo para toda su existencia y horrible, y ningún otro. En contra de la calumnia, la mentira y la hipo-cresía, tiene que decir, al escribir la presente indi-cación, que esa ciudad, que impregnó todo su ser y condicionó su entendimiento, fue siempre para él, y sobre todo en su infancia y juventud, en la época de desesperación, en tanto que época de maduración, en que existió y se ejercitó en ella durante dos de-cenios, una ciudad que lesionó más bien su espíritu y su ánimo, que, efectivamente, sólo maltrató siem-pre su espíritu y su ánimo, una ciudad que lo penó

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y apenó ininterrumpidamente, directa o indirecta-mente, por faltas y crímenes no cometidos, y que sofocó en él la sensibilidad y el sentimiento, de cualquier naturaleza que fueran, y no una ciudad que fomentara sus dotes creadoras. En esa época de estudios, que sin duda alguna fue su época más espantosa, y de esa época de estudios suya y de las sensaciones que tuvo en esa época de estudios se habla aquí, tuvo que pagar, para el resto de su vida, un alto precio y probablemente la más alta de las sumas. Esa ciudad no merecía el afecto y el amor que, como afecto anticipado y amor anticipa-do por su parte, había heredado él de sus mayores, y siempre y en todas las épocas y en todos los ca-sos, hasta hoy, lo ha rechazado, repelido y, en cualquier caso, herido en su indefenso amor propio. Si no hubiera podido dejar atrás a esa ciudad que, en definitiva, hiere y zahiere y, finalmente, aniquila a las personas creadoras, y que, por mis padres, es a un tiempo para mí ciudad materna y paterna, en un instante determinado y, precisamente, en el ins-tante decisivo y salvador de la máxima tensión ner-viosa y la mayor lesión posible de mi espíritu, hubiera dado ejemplo, como tantas otras personas creadoras de esa ciudad y como tantas otras a las que estuve unido y en las que confié, con la única prueba que caracteriza a esa ciudad, matándome súbitamente, como tantos se han matado súbita-mente en ella, o pereciendo lenta y miserablemente entre sus muros y en su atmósfera que provoca la asfixia y nada más que la asfixia, como han pereci-do en ella, lenta y miserablemente, tantos otros. Con mucha frecuencia he podido reconocer y amar la especial forma de ser y la peculiaridad absoluta

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de ese paisaje materno y paterno mío, hecho de una naturaleza (famosa) y de una arquitectura (fa-mosa), pero los imbéciles habitantes que existen y, de año en año, se multiplican aturdidamente en ese paisaje y esa naturaleza y esa arquitectura, y sus leyes viles y su interpretación aún más vil de esas leyes suyas, han matado siempre enseguida mi reconocimiento y mi amor por esa naturaleza (como paisaje) que es una maravilla, y por esa arquitectu-ra, que es una obra de arte, los han matado ya siempre enseguida en sus comienzos, y mis medios de existencia, confiados sólo a mí mismo, se han sentido siempre enseguida indefensos contra la lógica pequeñoburguesa que impera en esa ciudad como en ninguna otra. Todo en esa ciudad está en contra de lo creador y, aunque se afirme lo contra-rio cada vez más y con vehemencia cada vez ma-yor, la hipocresía es su fundamento, y su mayor pasión la falta de espíritu, y dondequiera que la fan-tasía se atreva a mostrarse siquiera en ella, es ex-tirpada. Salzburgo es una fachada pérfida, en la que el mundo pinta ininterrumpidamente su false-dad, y detrás de la cual lo (o el) creador tiene que atrofiarse y pervertirse y morirse lentamente. Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal, con la que sus habitantes nacen o a la que son arrastrados y, si en el momento decisivo no se van, se suicidan súbitamente, directa o indirecta-mente, antes o después, en esas condiciones es-pantosas, o perecen directa o indirectamente, lenta y miserablemente, en ese suelo de muerte, arqui-tectónico-arzobispal-embrutecido-nacionalsocialista-católico, y en el fondo totalmente enemigo del ser humano. La ciudad es, para quien

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la conoce y conoce a sus habitantes, un cementerio en la superficie hermoso, pero bajo esa superficie en realidad horrible, de fantasías y deseos. Para el que aprende o estudia, e intenta encontrar su orden y su derecho en esa ciudad, que sólo es famosa en todas partes por su belleza y su construcción, y que en la época de los llamados Festivales es además famosa todos los años por el, así llamado, Gran Arte, esa ciudad no es pronto más que un museo de la muerte, frío y expuesto a todas las enferme-dades y vilezas, en el que crecen todos los obstá-culos imaginables e inimaginables que desintegran y hieren en lo despiadadamente más profundo, sus energías y dotes y disposiciones intelectuales, y pronto la ciudad no es ya para él una hermosa na-turaleza y una arquitectura ejemplar sino nada más que una impenetrable maleza humana, hecha de abyección y vileza y, cuando camina por sus calles, no camina ya rodeado de música sino que se siente nada más que repelido por el lodazal moral de sus habitantes. La ciudad es en ese estado, para quien se ve en ella de repente engañado en todo, como corresponde a su edad, no una desilusión sino, un espanto, y tiene para todo, también para esa con-moción, sus argumentos de muerte. El muchacho de trece años se ve de pronto, como experimenté (sentí) entonces y como pienso hoy, con toda la dureza de esa experiencia, con otros treinta y cua-tro internos de su misma edad en un dormitorio del internado de la Schrannengasse, sucio y hediondo, hediondo a muros viejos y húmedos y a sábanas viejas y raídas y a alumnos jóvenes y sin lavar, y durante semanas no puede dormir porque su en-tendimiento no entiende por qué, de pronto, tiene

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que estar en ese dormitorio sucio y hediondo, y porque tiene que sentir como una traición lo que no se explica como necesario para su formación. Las noches son para él una escuela de observación del abandono de los dormitorios de los establecimien-tos de enseñanza públicos y, como consecuencia, de los establecimientos de enseñanza en general y, una y otra vez, de los que se alojan en esos esta-blecimientos de enseñanza, niños de las comuni-dades rurales a los que sus padres, como a él mis-mo, se han quitado de la mente y de las manos, entregándolos a la represión estatal, y que, según le parece a él durante sus forzadas observaciones nocturnas, pueden cambiar sin más su estado de agotamiento por un sueño profundo, mientras que él no puede cambiar jamás su estado de agota-miento mucho mayor aún, como estado de lesión ininterrumpido, ni por un instante de sueño. Las noches se prolongan como estados de desespera-ción y de angustia, y lo que oye y ve, y percibe con continuo horror, es siempre sólo alimento nuevo para una nueva desesperación. El internado es pa-ra el recién llegado un calabozo concebido astuta-mente contra él y, por lo tanto, contra su existencia entera, construido abyectamente en contra de su espíritu, en el que el Director (Grünkranz) y sus ayudantes (vigilantes) dominan todo y a todos y en el que sólo están permitidas la obediencia absoluta y, por lo tanto, la sumisión absoluta de los alumnos, o sea de los débiles a los fuertes (Grünkranz y sus ayudantes), y sólo la ausencia de respuesta y la celda oscura. El internado, como calabozo, significa una agravación cada vez mayor de su pena y, fi-nalmente, una falta total de perspectivas y de espe-

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ranzas. Que aquellos que, como siempre había creído, lo querían lo hayan arrojado con plena con-ciencia a ese calabozo estatal no lo entiende, y lo que le preocupa en primer lugar, ya en los primeros días, es, como es natural, el pensamiento del suici-dio. Extinguir su vida o su existencia, para no tener que vivirla ni existirla más, poner fin a esa infelici-dad y desamparo repentinos y totales saltando por la ventana o colgándose, por ejemplo, en la habita-ción de los zapatos de la planta baja le parece lo único acertado, pero no lo hace. Siempre, cuando practica el violín en la habitación de los zapatos, para sus ejercicios de violín Grünkranz le ha adjudi-cado la habitación de los zapatos, piensa en el sui-cidio, las posibilidades de colgarse son máximas en la habitación de los zapatos, no le plantea ninguna dificultad conseguir una cuerda, y ya al segundo día hace un intento con los tirantes de su pantalón, pe-ro abandona otra vez ese intento y hace sus ejerci-cios de violín. Siempre que entra luego en la habi-tación de los zapatos, entra en el pensamiento del suicidio. La habitación de los zapatos está llena de centenares de zapatos empapados de sudor de los alumnos, en estantes de madera carcomida, y sólo tiene como ventana una abertura hecha en el muro, muy cerca del techo, por la que, sin embargo, sólo penetra el aire viciado de la cocina. En la habitación de los zapatos está solo consigo mismo y solo con sus pensamientos de suicidio, que comienzan al mismo tiempo que sus ejercicios de violín. Así, el entrar en la habitación de los zapatos, que es, sin duda alguna, el cuarto más horrible de todo el inter-nado, es para él un refugiarse en sí mismo, con la excusa de practicar el violín, y practica el violín con

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tanta fuerza en la habitación de los zapatos que, durante los ejercicios de violín en la habitación de los zapatos, teme ininterrumpidamente que la habi-tación de los zapatos explote en cualquier momen-to, en medio de sus ejercicios de violín, que le re-sultan fáciles y realiza de la forma más virtuosa, aunque no más exacta, se entrega totalmente a sus pensamientos de suicidio, en los que se había adiestrado ya antes de entrar en el internado, por-que, al convivir con su abuelo durante toda su in-fancia anterior, pasó por la escuela de la especula-ción con el suicidio. Los ejercicios de violín y su Sevcik diario eran para él, en su conciencia de que no llegaría nunca a hacer nada grande con el violín, una coartada bien recibida para estar solo y estar consigo mismo en la habitación de los zapatos, en la que, durante sus ejercicios, nadie podía entrar; en la parte de afuera de la puerta colgaba un cartel escrito por la señora Grünkranz con el letrero «Prohibida la entrada, Ejercicios de violín». Todos los días esperaba con ansia poder interrumpir con su estancia en la habitación de los zapatos los tor-mentos de la educación del internado, que lo ago-taban por completo, poder aprovechar esa horrible habitación de los zapatos, con la música de su violín, para los fines de sus pensamientos de suici-dio. Había compuesto en su violín su propia músi-ca, su música para afrontar los pensamientos de suicidio, la más virtuosa de las músicas que, sin embargo, nada tenía que ver con la prescrita en el Sevcik ni tampoco con los ejercicios que le ponía Steiner, su profesor de violín, esa música era para él realmente un medio de aislarse todos los días, después de la comida, de los otros internos y de

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todo el mecanismo del internado, y de poder dedi-carse a sí mismo, nada más, no tenía nada que ver con el estudio del violín tal como hubiera sido nece-sario y al que lo habían obligado pero que él, sin embargo, porque en el fondo no lo deseaba, abo-rrecía. Esa hora de ejercicios de violín en la habita-ción de los zapatos casi totalmente oscura, en la que los zapatos de los alumnos, puestos en filas hasta el techo, espesaban cada vez más su olor a cuero y a sudor encerrado en la habitación de los zapatos, era para él la única posibilidad de huida. Su entrada en la habitación de los zapatos signifi-caba el comienzo simultáneo de su meditación so-bre el suicidio, y el tocar intensa y cada vez más intensamente el violín, un ocuparse intensa y cada vez más intensamente del suicidio. Realmente hizo en la habitación de los zapatos muchos intentos de matarse, pero no llevó ninguno de esos intentos demasiado lejos, el manipular con sogas y tirantes y los cientos de intentos con los numerosos gan-chos de las paredes de la habitación de los zapatos fueron siempre interrumpidos en el punto decisivo y salvador, y también por él mismo, mediante un to-car el violín más consciente, mediante una interrup-ción totalmente consciente del pensamiento del sui-cidio y una concentración totalmente consciente en las posibilidades, que cada vez lo fascinaban más, del violín, el cual, con el tiempo, le pareció menos un instrumento musical que, más bien, un instru-mento para desencadenar su meditación sobre el suicidio y su docilidad hacia el suicidio, y para inte-rrumpir súbitamente esa meditación sobre el suici-dio y esa docilidad hacia el suicidio; siendo, por una parte, sumamente musical (Steiner) y por otra, co-

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mo es natural, estando hundido en una total indisci-plina en lo referente a las normas (igualmente Stei-ner), su tocar el violín y, sobre todo, en la habita-ción de los zapatos, no tenía en absoluto otra finali-dad que afrontar sus pensamientos de suicidio, nin-guna otra, y su incapacidad para obedecer las órdenes de Steiner y adelantar en el violín, lo que quiere decir en el estudio del violín en cuanto tal, era evidente. Los pensamientos de suicidio, que lo ocuparon casi ininterrumpidamente en el internado y fuera del internado, y a los que, en esa época y en esa ciudad, no podía sustraerse por ningún me-dio ni en ninguna disposición de ánimo, estaban para él unidos en esa época, más que a cualquier otra cosa, a su violín y a su tocar el violín, y en aquella época se ponían siempre en marcha sólo con pensar en tocar el violín y luego, intensa mente, al sacar el violín de su caja y empezar a tocar el violín, como un mecanismo a cuya merced, con el tiempo, hubo de quedar por completo y que sólo se detuvo con la destrucción del violín. Más tarde, al recordar la habitación de los zapatos, pensó muy a menudo si no hubiera sido mejor poner fin a su existencia en esa habitación de los zapatos, liquidar con el suicidio todo su futuro, cualquiera que fuese su contenido, de haber tenido valor para ello, y no prolongar durante decenios esa existencia, en fin de cuentas y en todo caso totalmente problemática. Sin embargo, para una resolución así fue siempre demasiado débil, mientras que hubo tantos en el internado de la Schrannengasse que se suicidaron, que tuvieron ese valor, curiosamente ninguno en la habitación de los zapatos que, sin embargo, era la ideal para suicidarse, todos se tiraron por las ven-

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tanas del dormitorio, o por las ventanas del retrete, o se colgaron de las duchas de los lavabos, él no tuvo nunca la fuerza ni la decisión y la firmeza de carácter necesarias para suicidarse. Realmente, en su época, ¡y cuántos antes y después!, en el inter-nado de la Schrannengasse, sólo en la época na-cionalsocialista entre el otoño del cuarenta y tres (en que entró) y el otoño del cuarenta y cuatro (en que salió), cuatro internos se mataron, se tiraron por la ventana, se colgaron, y muchos otros cole-giales de la ciudad, alejados del camino del colegio por la insoportable desesperación de sus mentes, se tiraron de las dos colinas de la ciudad, con prefe-rencia desde el Mönchsberg directamente a la as-faltada Müllner Hauptstrasse, la Calle de los Suici-dios, como llamaba yo siempre a esa calle horrible, porque, con mucha frecuencia, vi en ella cuerpos destrozados, de colegiales o no colegiales, pero sobre todo de colegiales, montones de carne con trajes de colores, según la estación del año. Todav-ía hoy, tres decenios más tarde, leo una y otra vez, con intervalos regulares, y más amontonadas en la primavera y el otoño, noticias de colegiales y otros suicidas, todos los años docenas aunque, como me consta, son centenares. Probablemente, en los in-ternados, y sobre todo en los sometidos a las con-diciones sádicas y climáticas más extremas, como el de la Schrannengasse, el tema principal entre los que aprenden y estudian, entre los internos, no es otro que el tema del suicidio, cualquier cosa, pues, menos un objeto científico, ese objeto no surge del programa de estudios sino del primer pensamiento, del que ocupa a todos con mayor intensidad, y el suicidio y el pensamiento del suicidio son siempre

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la materia más científica, pero eso es incomprensi-ble para una sociedad de mentiras. El convivir con los otros internos fue siempre un convivir con el pensamiento del suicidio, en primer lugar con el pensamiento del suicidio y sólo en segundo lugar con lo que había que aprender o estudiar. Real-mente, no sólo yo tuve que pasar la mayor parte del tiempo, durante toda mi época de aprendizaje y de estudios, ocupado en el pensamiento del suicidio, obligado a ello por una parte por el entorno brutal, despiadado y vil en todos sus conceptos, y por otra por mi sensibilidad y vulnerabilidad, sumamente grandes en cualquier joven. La época de aprender y estudiar es, principalmente, una época de pensar en el suicidio, y quien lo niega, lo ha olvidado todo. Con cuánta frecuencia, y de hecho cientos de ve-ces, anduve por la ciudad pensando sólo en el sui-cidio, sólo en la extinción de mi existencia y en dónde y cómo (solo o acompañado) cometeré ese suicidio, pero esos pensamientos e intentos susci-tados por todo lo que hay en esa ciudad me volvie-ron a llevar, una y otra vez, al internado, al calabo-zo del internado. El pensamiento del suicidio como único pensamiento ininterrumpidamente eficaz no lo teníamos sólo cada uno aisladamente, todos ten-íamos ese pensamiento ininterrumpido, y a unos los mató en seguida ese pensamiento y a otros nos dejó sólo rotos ese pensamiento y, de hecho, rotos para toda la vida; sobre el pensamiento del suicidio y sobre el suicidio se debatía y se discutía siempre y todos, sin excepción, callábamos ininterrumpida-mente, y una y otra vez surgió entre nosotros un auténtico suicida, no cito sus nombres que en gran parte no sé ya, pero los vi a todos colgados o des-

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trozados, como prueba de ese horror. Sé de mu-chos entierros en el cementerio comunal y en el cementerio de Maxglan, en los que a esos seres humanos que eran los internos, de trece o de cator-ce o de quince o de dieciséis años, muertos por su entorno, se les echaba tierra encima, no se los en-terraba, porque en esa ciudad severamente católica a esos jóvenes suicidas, naturalmente, no se los enterraba sino que se les echaba sólo tierra encima en las condiciones más deprimentes y más desen-mascaradoras del ser humano. Esos dos cemente-rios están llenos de pruebas de la exactitud de mi recuerdo, que nada, y doy gracias por ello, ha falsi-ficado y que sólo puede ser aquí indicación. Veo a Grünkranz, silencioso en el lugar del enterramiento con sus botas de oficial, a los, así llamados, allega-dos del suicida, de pie con vergonzoso espanto y luto pomposo, a los compañeros de colegio, los únicos del lugar del enterramiento que sabían la verdad y el franco horror de la verdad, que obser-van el desarrollo de esos entierros bochornosos, oigo las palabras con que los, así llamados, deudos con patria potestad tratan de distanciarse del suici-da, mientras lo dejan bajo tierra en su ataúd de ma-dera. Un sacerdote, en una ciudad así, totalmente a la merced del embrutecimiento del Catolicismo y totalmente dominada por ese embrutecimiento cató-lico, y que además, en aquella época, era por aña-didura una ciudad nazi de pies a cabeza, no tiene nada que hacer en el entierro de un suicida. El oto-ño que se iba y la primavera que llegaba con fiebre y podredumbre reclamaban siempre sus víctimas, aquí más que en otras partes del mundo, y los más propensos al suicidio son los jóvenes, los jóvenes

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seres abandonados por sus progenitores y otros preceptores, que aprenden y estudian y, realmente, sólo meditan siempre en su propia extinción y su propia aniquilación, y para los que, sencillamente, todo es todavía verdad y realidad, y naufragan en esa verdad y realidad como en un solo horror. Cada uno de nosotros hubiera podido suicidarse, a unos se lo podíamos leer siempre antes con claridad en el rostro, a otros no, pero rara vez nos equivocá-bamos. Cuando alguno, de repente, en un estado de debilidad, no podía resistir más el peso terrible de su mundo interno y de su entorno, porque había perdido el equilibrio entre los dos pesos que lo oprimían continuamente, y entonces, de pronto, a partir de un momento determinado, todo lo que hab-ía en él interior y exteriormente apuntaba al suici-dio, y su decisión de suicidarse se podía notar y, pronto, con aterradora claridad, leer en todo su ser, siempre estábamos preparados para aquel horror, como un hecho que no nos sorprendía, para el sui-cidio, consecuentemente consumado luego, de nuestro compañero de colegio y de infortunio, mien-tras que el Director, con sus ayudantes, jamás y ni siquiera en un solo caso fijó su atención en esa fa-se de preparación para el suicidio que, al fin y al cabo, se desarrolla y puede observarse siempre, también exteriormente, durante largo tiempo, y por ello, como es natural, se sentía siempre herido o pretendía sentirse herido por el suicidio del suicida, que era un interno, se mostraba cada vez conster-nado y, al mismo tiempo, engañado por aquel que; decía, no era más que un desgraciado y desver-gonzado estafador, y era siempre despiadado en su reacción, que nos repugnaba a todos, ante el suici-

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dio del interno, lanzando fría y de forma egoísta-mente nazi acusaciones contra un culpable que, como es natural, no era nunca culpable, porque el suicida no es culpable de nada, la culpa es de su entorno y aquí, por ,lo tanto, del entorno nazi-católico del suicida, que había aplastado a aquel ser, empujado y obligado por él al suicidio, cual-quiera que fuera la razón o cualesquiera que fueran los cientos y miles de razones para cometer o, me-jor, realizar el suicidio, y en un internado o en un establecimiento de enseñanza cuya designación oficial era realmente Hogar Escolar Nacionalsocia-lista, y precisamente en uno como el de la Schran-nengasse que, como es natural, tenía que seducir e inducir en todo al suicidio y, en un porcentaje ele-vado, condujo realmente al suicidio a cualquier per-sona de nervios sensibles, todo era, ininterrumpi-damente, una razón para el suicidio. Los hechos son siempre aterradores, y no debemos cubrirlos con nuestro miedo a esos hechos, bien alimentado y que, de forma morbosa, trabaja ininterrumpida-mente en todos, falsificando así toda la Historia Na-tural como Historia humana y transmitiendo toda esa Historia como una Historia siempre falsificada por nosotros, porque es costumbre falsificar la His-toria y transmitirla como Historia falsificada, cuando nos consta, sin embargo, que toda la Historia es una Historia falsificada que siempre se ha transmi-tido sólo como Historia falsificada. Que había en-trado en el internado con el fin de ser destruido, efectivamente, aniquilado, y no para el cuidadoso desarrollo de su inteligencia y de su sensibilidad y de su afectividad, como le aseguraron y, luego, le hicieron creer una y otra vez, incansablemente y

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con la insistencia de los que tenían sobre él la pa-tria potestad, en el fondo totalmente conscientes de esa mentira, la más desvergonzada y alevosa y criminal de todas las mentiras de los educadores, le resultó pronto evidente al, hasta entonces, alumno de buena fe y, sobre todo, no podía comprender a su abuelo, como persona con patria potestad sobre él (su tutor estaba en el ejército, en las, así llama-das, Fuerzas Armadas alemanas, y pasó toda la guerra en los, así llamados, Balcanes yugoslavos), hoy sé que mi abuelo no tenía otra opción que me-terme en el internado de la Schrannengasse y, por lo tanto, como preparación para el instituto, en la Andräschule, como escuela primaria, si no quería que yo quedase excluido de toda enseñanza se-cundaria y luego, como consecuencia, de toda en-señanza superior, pero pensar siquiera en huir hubiera sido absurdo, cuando la única posibilidad de huir era sólo el suicidio, y por eso muchos prefi-rieron tirar por la ventana o precipitar por alguna de las paredes rocosas del Mönchsberg su existencia brutalmente dominada por el totalitarismo nacional-socialista (y por esa ciudad que, aunque no haya glorificado y hasta adorado en todo ese totalitaris-mo, lo ha fomentado siempre con insistencia, y que, para el joven ser desamparado, aun sin ese totalita-rismo nacionalsocialista como influjo continuo en todas las cosas, sólo fue siempre una ciudad orien-tada nada más que a la descomposición y la des-trucción y la muerte lenta) y, por ello, conmovida hasta el suicidio, es decir, prefirieron acabar rápida y más rápidamente y, en el sentido más auténtico y elemental de la expresión, por la vía más rápida, a dejarse destruir y aniquilar poco a poco por un plan

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de educación sádico-fascista-estatal como sistema de educación dominador del Estado, de acuerdo con las reglas del arte de educar a los hombres y, por tanto, de aniquilar a los hombres, entonces vi-gentes en la Gran Alemania, porque también el jo-ven ser que se ha liberado y escapado de un esta-blecimiento así, como era el internado, y no hablo de ningún otro en este punto, es, para el resto de su vida y para el resto de su siempre dudosa exis-tencia, quienquiera que sea y sea de él lo que fue-re, una naturaleza en cualquier caso mortalmente humillada y, al mismo tiempo, desesperada y, por ello, una naturaleza desesperadamente perdida, ha sido aniquilado como consecuencia de su estancia en ese calabozo educacional como detenido edu-cacional, ya puede vivir decenios, en calidad de lo que sea y dondequiera que sea. Así, dos miedos dominaban sobre todo en esa época en el interno que yo era entonces, el miedo de todo y de todos en el internado, principalmente el miedo a Grün-kranz, que aparecía y castigaba siempre inespera-damente y con toda su infamia y astucia militar, que era un oficial modelo y un oficial modelo de las SA y al que casi nunca vi de paisano sino siempre sólo con su uniforme de capitán o con su uniforme de las SA, a ese hombre que probablemente, como sé ahora, jamás pudo librarse de sus propias presio-nes y represiones sexuales y sádicoperversas en general, director de una coral de Salzburgo y na-cionalsocialista de pies a cabeza, por una parte, y por otra parte a la guerra, que de repente no nos resultaba sólo presente y tangible por los periódicos y por los relatos de los parientes con permiso que eran soldados, como mi tutor, que estaba en los

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Balcanes, y mi tío, que estaba en Noruega y que ha quedado en mi recuerdo como el comunista e in-ventor genial que toda su vida fue, siempre como una inteligencia que me enfrentaba con pensamien-tos en todo caso extraordinarios y peligrosos y con ideas increíbles e igualmente peligrosas, y como un ser creador aunque también de carácter enfermi-zamente inestable, y en calidad de pesadilla como relato que se desarrollaba sólo muy lejos y domina-ba toda Europa y devoraba a los hombres, sino que de repente nos resultaba presente a todos por las llamadas alarmas aéreas o antiaéreas, ahora ya casi cotidianas, dos miedos entre los que y en los que esa época del internado hubo de convertirse cada vez más en una época amenazadora para mi vida. Lo que había que estudiar había quedado re-legado al segundo plano, por una parte por el mie-do al nacionalsocialista Grünkranz, y por otra por el miedo a la guerra, en forma de cientos y miles de aviones atronadores y aterradores, que ensombrec-ían y oscurecían a diario el claro cielo, porque pron-to no pasamos ya la mayor parte del tiempo en el colegio, en la Andräschule o en las salas de estu-dios y, por lo tanto, con el material de estudio, sino en las galerías de defensa antiaérea, que, como habíamos observado desde hacía meses, habían sido abiertas en las dos colinas de la ciudad, en condiciones inhumanas, por extranjeros obligados a trabajos forzados, principalmente rusos y franceses y polacos y checos, galerías gigantescas, de cien-tos de metros, a las que afluía la población de la ciudad, al principio sólo por curiosidad y sólo titube-ando, pero luego, sin embargo, después de los pri-meros bombardeos también en Salzburgo, día tras

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día a millares, llena de miedo y de horror, en esas cavernas oscuras, en las que se desarrollaban ante nuestros ojos las escenas más horribles y, con mu-cha frecuencia, mortales, porque la ventilación de las galerías era insuficiente y, a menudo, me en-contraba con docenas, poco a poco con centenares de niños y mujeres y hombres desmayados en esas galerías oscuras y húmedas, en las que todavía hoy veo a los miles de seres humanos refugiados en ellas, estrechamente apretados y temerosamente de pie o acurrucados o echados. Las galerías de las colinas de la ciudad eran un lugar seguro contra las bombas, pero muchos se asfixiaron o murieron de miedo en esas galerías, y yo vi a muchos morir en las galerías y ser sacados cadáveres de esas galerías. A veces se desmayaban por hileras, in-mediatamente después de entrar en la llamada ga-lería de la Glockengasse, a la que íbamos siempre nosotros, todos los internos del internado, conduci-dos por guías expresamente designados para ello, estudiantes, compañeros de colegio mayores, jun-tamente con cientos y miles de alumnos de otros colegios, por la Wolfdietrichstrasse, pasando por delante de la Hexenturm y tomando la Linzergasse y la Glockengasse, se desmayaban por hileras in-mediatamente ya después de entrar en la galería y, para salvarlos, había que sacarlos otra vez en se-guida de la galería. Delante de las entradas de la galería aguardaban siempre varios autobuses grandes, provistos de camillas y mantas de lana, en los que se colocaba a los desmayados, pero la ma-yoría de las veces había más desmayados que los que cabían en esos autobuses, y los que no cabían en los autobuses eran dejados al aire libre, delante

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de las entradas de la galería, mientras se llevaba a los de los autobuses a la llamada Neutor, donde los autobuses, con los que yacían en ellos, con mucha frecuencia muertos también entretanto, permanec-ían hasta el cese de la alarma. Yo mismo me des-mayé dos veces en la galería de la Glockengasse y fui sacado a uno de esos autobuses y, durante el estado de alarma, llevado a la Neutor, pero en am-bas ocasiones me repuse rápidamente con el aire fresco de fuera de la galería, de forma que pude hacer también mis observaciones en los autobuses de la Neutor, ver cómo mujeres y niños desampa-rados despertaban poco a poco de su desmayo o, sencillamente, no despertaban ya de ese desmayo, y no se podía saber si los que no se despertaban habían muerto de asfixia o de miedo. Esos muertos de asfixia o de miedo fueron las primeras víctimas de los, así llamados, ataques aéreos o terroristas, antes de que cayera siquiera una sola bomba en Salzburgo. Hasta que eso ocurrió, a mediados de octubre de mil novecientos cuarenta y cuatro, un día totalmente claro de otoño, al mediodía, todavía murieron muchos de esa forma, fueron los primeros de muchos centenares o millares que murieron lue-go en los auténticos y, así llamados, ataques aére-os y ataques terroristas a Salzburgo. Por una parte, teníamos miedo de uno de esos auténticos ataques aéreos o con bombas o terroristas a nuestra ciudad, que hasta ese mediodía de octubre se había visto totalmente libre de ellos, por otra deseábamos re-almente (los internos), todos en secreto, enfrentar-nos con uno de esos ataques aéreos o con bombas o terroristas como auténtica experiencia, no había-mos tenido nunca la experiencia de uno de esos

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horribles sucesos, y la verdad es que, por curiosi-dad (púber) deseábamos que, después de los cien-tos de ciudades alemanas y austríacas que habían sido ya bombardeadas y, en gran parte, totalmente destruidas y aniquiladas ya, como sabíamos y no sólo no se nos escondía sino que, día tras día, por medio de todos los relatos personales posibles y de los periódicos, se nos imponía con todo el horror de lo auténtico, también nuestra ciudad fuera bombar-deada, lo que luego, creo que fue un diecisiete de octubre, ocurrió. Como cientos de veces antes, fui-mos ese día inmediatamente, en lugar de entrar en el colegio o de salir del colegio, por la Wolfdietrichs-trasse a la galería de la Glockengasse, y allí, con la disposición para absorber y observar y, por lo tanto, también para sentir, que es siempre en un joven la mayor posible, nos dimos cuenta de lo que ocurría, que se desarrollaba ya de la forma acostumbrada y era sin duda alguna horroroso y aterrador, el miedo de las personas que estaban de pie o sentadas o echadas en la galería, más o menos afectadas, pe-ro sin embargo, ininterrumpidamente, totalmente dominadas ya desde hacía tiempo, de forma cons-ciente o inconsciente, por todo el espantoso acon-tecer de la guerra, principalmente los niños y los colegiales y las mujeres y los ancianos que, con mutuo desamparo y en el estado permanente de persistencia y vigilancia de la guerra, continuamen-te, como si eso fuera ya su único alimento, se ob-servaban y se sospechaban, y que, nada más que apáticamente ya, lo seguían todo con sus ojos que-brados por el miedo y el hambre, aceptando con indiferencia en su mayor parte los adultos todo lo que ocurría y que, en medio de su total desamparo,

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se desarrollaba hasta el final. Como nosotros, se habían acostumbrado desde hacía tiempo a los que morían en las galerías, habían aceptado desde hac-ía tiempo la galería y, por lo tanto, el horror de las tinieblas de la galería en tanto que lugar al que hab-ía que ir, según la costumbre, día tras día, y tam-bién la humillación y destrucción ininterrumpidas de su ser. Ese día, en el momento en que, otras veces, se había producido siempre el, así llamado, cese de la alarma, oímos de repente un retumbar, percibi-mos un temblor de tierra extraordinario al que siguió un silencio completo en la galería. Las gentes se miraban, no decían nada, pero daban a entender con su silencio que lo que habíamos temido ya desde hacía meses se había producido ahora, y realmente, poco después de ese temblor de tierra y del silencio de un cuarto de hora que siguió, se co-rrió rápidamente el rumor de que habían caído bombas en la ciudad. Al cesar la alarma, las gen-tes, a diferencia de lo que había sido hasta enton-ces su costumbre, se precipitaron fuera de la galer-ía, querían ver con sus propios ojos lo que había ocurrido. Sin embargo, cuando estuvimos al aire libre, no vimos nada distinto de otras veces, creí-mos que otra vez había sido un rumor el que la ciu-dad hubiera sido bombardeada, y dudamos en se-guida del hecho e hicimos inmediatamente otra vez nuestro el pensamiento de que aquella ciudad, a la que se califica de una de las más hermosas del mundo, no sería bombardeada, lo que, realmente, muchos creían en esa ciudad. El cielo era claro, gris azul, y no vimos ni oímos prueba alguna de un bombardeo. De pronto, sin embargo, se dijo que la ciudad vieja, es decir, la parte de la ciudad que está

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en la orilla opuesta del Salzach, había sido destrui-da, que todo había sido allí destruido. Nos había-mos imaginado un bombardeo de otro modo, hubie-ra tenido que temblar toda la tierra y demás, y ba-jamos corriendo por la Linzergasse. Ahora oíamos todas las señales y alarmas posibles de coches de bomberos y ambulancias y, después de pasar co-rriendo por detrás de la cervecería Gabler y de atravesar la Bergstrasse, llegando a la Markplatzt, vimos de pronto los primeros indicios de la destruc-ción: las calles estaban llenas de cascotes de vidrio y pared, y el aire tenía ese olor peculiar de la guerra total. Un impacto de lleno había convertido la lla-mada Casa de Mozart en un montón de escombros humeantes y dañado gravemente, como vimos en seguida, los edificios de alrededor. Por horrible que fuera ese espectáculo, las gentes no se quedaron allí, sino que, esperando una devastación mucho mayor aún, siguieron corriendo hasta la ciudad vie-ja, donde se suponía que estaba el centro de la destrucción y en donde todos los ruidos posibles y olores hasta entonces desconocidos para nosotros indicaban una mayor desolación. Hasta atravesar el llamado Staatsbrücke no pude apreciar ninguna clase de cambios en la situación que conocía, pero en el mercado viejo, como se podía ver ya desde lejos, la conocida y apreciada tienda de confeccio-nes para caballeros de Slama, un comercio en el que, cuando tenía dinero y oportunidad, compraba mi abuelo, había resultado duramente afectada, todos los escaparates del comercio, los cristales de las vitrinas y las prendas expuestas detrás, que aunque eran de calidad inferior, como correspondía a la época de guerra, resultaban sin embargo ape-

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tecibles, estaban hechos pedazos y jirones, y me sorprendió que las personas que había visto en el mercado viejo, haciendo caso apenas de la des-trucción de las confecciones para caballeros Slama, corrieran en dirección de la Residenzplatz, y ense-guida, cuando, con otros internos, doblé la esquina de Slama, supe qué era lo que hacía que aquellas personas no se quedaran allí sino que continuaran apresurándose : una de las, así llamadas, minas aéreas había alcanzado a la catedral, y la cúpula se había precipitado en la nave, y llegamos a la Resi-denzplatz en el momento exacto: una gigantesca nube de polvo flotaba sobre la catedral, que estaba horriblemente abierta, y donde había estado la cúpula había ahora un agujero del mismo tamaño y, ya desde la esquina de Slama, pudimos ver direc-tamente las grandes pinturas, en parte brutalmente arrancadas, de las paredes de la cúpula: ahora se destacaban, iluminadas por el sol de la tarde, con-tra el claro cielo azul; parecía como si al gigantesco edificio, que dominaba la parte baja de la ciudad, le hubieran hecho en la espalda una herida espanto-samente sangrante. Toda la plaza, bajo la catedral, estaba llena de cascotes, y la gente, que había acudido como nosotros de todas partes, contem-plaba asombrada aquel cuadro ejemplar, sin duda alguna monstruosamente fascinante, que para mí era una monstruosidad como belleza y no me pro-ducía ningún terror, de repente me enfrentaba con la absoluta brutalidad de la guerra, y al mismo tiempo me fascinaba esa monstruosidad, y me quedé contemplando durante unos minutos, sin de-cir palabra, aquel cuadro que todavía tenía el mo-vimiento de la destrucción, y que formaban para mí

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la plaza con la catedral poco antes alcanzada y la cúpula salvajemente abierta, como algo poderoso e incomprensible. Entonces fuimos a donde iban to-dos los otros, a la Kaigasse, allí enfrente, que había quedado destruida casi por completo por las bom-bas. Durante largo tiempo estuvimos, condenados a la inactividad, de pie ante los gigantescos montones de escombros humeantes, entre los cuales, según se decía, muchas personas, probablemente ya muertas, habían quedado sepultadas. Mirábamos los montones de escombros y a los que buscaban desesperadamente seres humanos en esos monto-nes de escombros, y en ese instante vi todo el des-amparo de los que de pronto penetran sin transición en la guerra, al hombre completamente sometido y humillado que, de súbito, cobra conciencia de su desamparo y su falta de sentido. Poco a poco lle-gaban cada vez más equipos de salvamento, y de pronto nos acordamos del reglamento de nuestra institución y dimos la vuelta, pero sin embargo no fuimos a la Schrannengasse sino a la Gstättengas-se, en la que se anunciaban estragos tan importan-tes como los de la Kaigasse. En la Gstättengasse, en la viejísima casa situada a la izquierda del as-censor del Mönchsberg, que en aquella época per-tenecía aún a unos parientes míos los cuales, sin duda alguna, habían estado en casa en el momento del ataque, vi que, a partir de la casa de mis parien-tes, casi todos los edificios habían sido totalmente aniquilados, y pronto tuve la certeza de que mis parientes, un sastre que reinaba sobre veintidós máquinas de coser y sus víctimas, y su familia viv-ían. En el camino de la Gstättengasse, en la acera, delante de la capilla del Bürgerspital, pisé un objeto

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blando y, al mirar ese objeto, creí que se trataba de una mano de muñeca, y también mis compañeros de colegio creyeron que se trataba de una mano de muñeca, pero era una mano de niño arrancada a un niño. Sólo al mirar aquella mano de niño dejó de ser súbitamente ese primer bombardeo de mi ciudad por aviones americanos un hecho sensacional, que sumió en un estado febril al muchacho que yo era, para convertirse en una atroz intervención de la violencia y en una catástrofe. Y cuando luego, éra-mos varios, aterrados por ese hallazgo ante la capi-lla del Bürgerspital, atravesando el Staatsbrücke y en contra de toda sensatez, no volvimos al interna-do sino que fuimos a la estación y entramos en la Fanny von Lehnertstrasse, donde 'habían caído bombas en el edificio del Konsum matando a mu-chos empleados del Konsum, y cuando, detrás de la verja de hierro del espacio verde del, así llamado, Konsum, vimos muertos en hileras, cubiertos con sábanas, cuyos pies descansaban desnudos- sobre la hierba polvorienta, y por primera vez vimos llegar camiones que transportaban a la Fanny von Leh-nertstrasse gigantescas pilas de ataúdes de made-ra, se nos pasó instantánea y definitivamente la fascinación de aquel hecho sensacional. No he ol-vidado hasta hoy los muertos cubiertos con sába-nas echados en la hierba del jardín delantero del edificio del Konsum y, si me acerco hoy a las inme-diaciones de la estación, veo esos muertos y oigo las voces desesperadas de los familiares de esos muertos, y el olor de la carne animal y humana quemada de la Fanny von Lehnertstrasse está hoy también, una y otra vez, en ese cuadro horrible. El suceso de la Fanny von Lehnertstrasse fue un su-

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ceso decisivo y que me marcó para toda la vida, como experiencia. La calle se sigue llamando aún hoy Fanny von Lehnertstrasse, y el Konsum, re-construido, se alza en el mismo lugar, pero nadie sabe hoy, cuando pregunto a la gente que vive y (o) trabaja allí, nada de lo que vi en otro tiempo en la Fanny von Lehnertstrasse, el tiempo hace olvidadi-zos a sus testigos. Las gentes se encontraban en aquella época en un estado de miedo continuo, y casi ininterrumpidamente había en el aire aviones americanos y el ir a las galerías se había convertido para todos los de la ciudad en costumbre, muchos no se desnudaban ya por la noche, para poder co-ger en seguida, en caso de alarma, la maleta o la bolsa con las cosas más necesarias e ir a las galer-ías, pero otros muchos, en la ciudad, se contenta-ban con bajar a los sótanos de sus propias casas, porque creían estar ya seguros allí, pero los sóta-nos de las casas, si caían bombas en ellos, se con-vertían en tumbas. Pronto hubo más alarmas de día que de noche, porque los americanos se podían mover sin obstáculos en el aire, al parecer total-mente abandonado por los alemanes, en pleno día, los enjambres de bombarderos seguían sobre la ciudad su rumbo hacia los objetivos alemanes, y a finales del cuarenta y cuatro sólo rara vez de noche se oía en el aire el estruendo y el zumbido de los llamados bombarderos enemigos. Pero también en esa época seguía habiendo alarmas antiaéreas nocturnas, y entonces saltábamos de la cama y nos vestíamos e íbamos por las callejuelas y calles to-talmente oscurecidas, de acuerdo con las normas, a las galerías, que estaban siempre llenas ya por los habitantes de la ciudad cuando llegábamos,

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porque muchos habían entrado en las galerías ya al atardecer, antes incluso de que sonara la alarma, con toda su familia, habían preferido pasar directa-mente la noche en las galerías a tener que esperar la alarma, despertarse sobresaltados por el aullido de las sirenas y ser empujados por las calles hasta las galerías, en vista de los muchos muertos, tam-bién en Salzburgo, después del primer ataque, aflu-ían a millares a las galerías, a aquella roca negra reluciente de humedad y, realmente, siempre tam-bién peligrosa para la vida, porque provocaba mu-chas enfermedades mortales. Muchos encontraron la muerte en esas galerías que, en cualquier caso, enfermaban. Pienso que una vez me desperté so-bresaltado de noche por el aullido de las sirenas y que, sin pensar, corrí a los servicios en medio de los otros, y volví de los servicios al dormitorio y me acosté, durmiéndome otra vez en seguida. Poco tiempo después me despertó un golpe en la cabe-za, Grünkranz me había golpeado en la cabeza con su linterna, me levanté de un salto y, temblando con todo el cuerpo, me quedé de pie ante él. Entonces vi, al resplandor de su linterna, una de las, así lla-madas, linternas tubulares que tenía Grünkranz, que todas las camas del dormitorio estaban vacías, en ese instante me acordé de que, efectivamente, había sonado la alarma y todos se habían ido a las galerías, pero yo, en cambio, en lugar de vestirme como los otros, había ido a los servicios y, volvien-do de los servicios y buscando a tientas mi cama en el dormitorio totalmente silencioso y oscuro, porque creía que todos dormían en el dormitorio y porque había olvidado la alarma, me había acostado otra vez en la cama y me había dormido enseguida, solo

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en el gigantesco dormitorio, mientras que los otros hacía tiempo que estaban en las galerías, pero Grünkranz, sin embargo, en calidad de, así llama-do, vigilante de defensa pasiva, me había descu-bierto en su ronda y, sencillamente, me había des-pertado con un golpe de su linterna tubular en la cabeza. Me dio una bofetada y me ordenó que me vistiera, y ya se inventaría, me dijo, algún castigo para mi falta (el castigo fue probablemente dos días sin desayuno), antes de ordenarme que bajara al refugio antiaéreo de la propia casa, donde no había nadie más que su mujer, la señora Grünkranz, con la que yo tenía confianza, la mujer de Grünkranz se sentaba en un rincón del sótano y se me permitió sentarme junto a ella, y la presencia de aquella mu-jer maternal y que, cuando podía, me protegía siempre, me tranquilizó. Le conté que yo, como to-dos los demás alumnos, me había levantado pero, en lugar de vestirme e ir con ellos a las galerías, había ido a los servicios y luego, al volver al dormi-torio, me había olvidado de la alarma y me había acostado otra vez, y que eso había irritado al señor Director, su marido. No le dije que su marido me había golpeado con la linterna tubular en la cabeza para despertarme sino sólo que me esperaba un castigo. Durante aquella noche no cayeron bombas. El reglamento del internado quedó totalmente tras, tornado, porque había alarmas una y otra vez, y cualquiera que fuese la actividad, se interrumpía inmediatamente en caso de alarma y todos iban a las galerías, mientras se oía aún el aullido de las sirenas, la corriente humana se dirigía a las galer-ías, y ante las entradas se desarrollaban siempre espantosas escenas de violencia, las gentes se

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empujaban para entrar con toda su brutalidad congénita y no contenida ya, lo mismo que para salir, y muy a menudo los débiles eran sencillamen-te pisoteados. En las galerías mismas, en las que la mayoría tenían ya sus lugares por derecho heredi-tario, siempre estaban los mismos juntos, las gen-tes habían formado grupos, y esos cientos de gru-pos se acurrucaban durante horas en el suelo de piedra y, a veces, cuando faltaba el aire y, por filas, 'se iban desmayando, todos empezaban a gritar, y luego, con frecuencia, había otra vez tanto silencio que se creía que esos miles de las galerías estuvie-ran ya muertos. Se colocaba a los desmayados so-bre largas mesas de madera ya dispuestas antes de sacarlos de las galerías, y todavía recuerdo los muchos cuerpos de mujer, totalmente desnudos, sobre esas mesas, a los que daban fricciones las enfermeras y los enfermeros, y a los que también muy a menudo, bajo su dirección, dábamos friccio-nes nosotros,- para mantenerlos con vida. Toda esa famélica y pálida sociedad de muerte de las galer-ías se hacía de día en día y de noche en noche más espectral. Acurrucada en las galerías en una oscuridad nada más que llena de miedo y vacía de esperanza, esa sociedad de muerte seguía hablan-do de la muerte y de nada más, todos hablaban siempre con gran insistencia, aquí en las galerías, de todos los horrores de la guerra conocidos o vivi-dos y de miles de mensajes de muerte de todas direcciones y de toda Alemania y Europa, mientras estaban aquí, en las galerías, se difundían sin in-hibiciones por la oscuridad que aquí reinaba el hundimiento de Alemania y la actualidad que, cada vez más, se convertía en la mayor de las catástro-

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fes mundiales, y las gentes sólo cesaban de hablar cuando estaban totalmente agotadas. Muy a menu-do, todos los de las galerías caían en un estado de agotamiento horrible, que lo sofocaba todo en ellos, y en gran parte yacían dormidos contra las paredes, en largas hileras de bultos, cubiertos con sus pren-das de vestir y, a menudo, sin impresionarse ya en absoluto por el estado de agonía, audible y visible aquí y allá, de sus semejantes. Nosotros, los inter-nos, pasábamos en aquella época la mayor parte del tiempo en las galerías, en aprender y mucho menos en estudiar no se pudo pronto ya ni pensar, pero penosa y morbosamente se mantenía el fun-cionamiento del internado, aunque, por ejemplo, no volviéramos muy a menudo de las galerías al inter-nado hasta las cinco de la mañana, nos levantába-mos ya e íbamos a los lavabos, según las normas, a las seis, y a las seis y media en punto estábamos en la sala de estudios, sin embargo, en medio de un agotamiento total, no se podía pensar ya en es-tudiar en la sala de estudios, y con mucha frecuen-cia el desayuno no era más que otra nueva salida hacia las galerías, y de esa forma, a menudo, du-rante días, no llegábamos a ir al colegio ni a dar una sola clase. Así, me veo en esa época casi nada más que yendo por la Wolfdietrichstrasse a las ga-lerías y saliendo de las galerías y volviendo por la Wolfdietrichstrasse al internado, siempre en mana-da, y las comidas, que cada vez se realizaban a horas más irregulares y que además empeoraban de día en día, eran sólo un compás de espera entre las reiteradas visitas a las galerías. Pronto no se llegaron a dar casi en absoluto más clases en la Andräschule, porque el colegio se cerraba ya con la

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llamada alarma previa, y se nos decía a los colegia-les que dejásemos el colegio y fuésemos a las ga-lerías, y todos los días, hacia las nueve, había ya alarma previa, y la clase de las ocho no consistía siempre más que en esperar la alarma previa de las nueve, y ningún profesor se ponía a dar ya una auténtica clase, todos esperaban sólo a que sonase la alarma previa y se fuera a las galerías, las carte-ras del colegio no se abrían ya, y yacían sólo, al alcance de la mano, sobre los pupitres, y los profe-sores pasaban el tiempo entre ocho y nueve, hasta la alarma previa, comentando las informaciones de los periódicos o con informaciones sobre falleci-mientos, o describiendo la destrucción de muchas ciudades alemanas célebres, y así, en lo que a mí se refiere, daba siempre, sin embargo, clase de inglés y de violín, porque en el tiempo comprendido entre las dos y las cuatro no había alarma la mayor-ía de las veces. Steiner, mi profesor de violín, segu-ía dándome clase sin preocuparse, en el tercer piso de su casa, y la profesora de inglés nada más que en la oscura sala de la planta baja de la pensión de la Linzergasse. Un día, probablemente después del segundo bombardeo de la ciudad, la pensión de la Linzergasse, en la que la señora de Hannover me daba clase, se convirtió en un montón de escom-bros, yo no tenía ni idea de la destrucción total de la pensión y fui como siempre a mi clase particular, y de pronto, ante el montón de escombros, alguien, que yo no conocía pero que evidentemente me co-nocía a mí, me dijo que bajo el montón de escom-bros estaban todos los habitantes de la pensión, y también mi profesora de inglés. De pie ante el montón de escombros, oía por una parte lo que me

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hablaba el desconocido, y pensaba al mismo tiem-po en mi profesora de inglés de Hannover ahora muerta que, al fin y al cabo, después de haber que-dado en Hannover totalmente sin hogar por los bombardeos (así se designaba a las personas que, en un ataque aéreo o antiaéreo o de los, así llama-dos, terroristas, lo habían perdido todo), había hui-do a Salzburgo, para estar aquí segura de las bom-bas, y que aquí no sólo lo había perdido todo otra vez sino que había resultado muerta ella misma. Hay un cine en el lugar donde en otro tiempo hubo una fonda en la que la señora de Hannover me da-ba clases de inglés, y nadie sabe de qué hablo cuando hablo de ello, lo mismo que todos, al pare-cer, han perdido la memoria en lo que se refiere a las muchas casas destruidas y personas muertas de entonces, lo han olvidado todo o no quieren sa-ber ya nada de ello cuando se les dirige la palabra al respecto, y si hoy voy a esa ciudad, sigo hablan-do sin embargo a la gente, una y otra vez, de aque-lla época horrible, pero reaccionan sacudiendo la cabeza. En mí mismo, esas horribles experiencias siguen estando tan presentes como si hubiesen ocurrido ayer, ruidos y olores están inmediatamente ahí cuando llego a esa ciudad que ha borrado su recuerdo, al parecer, hablo, cuando hablo con per-sonas que realmente son viejos habitantes de esa ciudad y que han tenido que presenciar lo mismo que yo, con los más irritables, los más ignorantes, los más olvidadizos, es como si hablase con una única ignoración hiriente y, de hecho, hiriente para el espíritu. Cuando estaba de pie delante de la pen-sión totalmente destruida y, por lo tanto, delante del montón de ruinas, y la profesora de inglés de Han-

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nover, de repente, no era más que un recuerdo, ni siquiera lloré, aunque tenía ganas de llorar, y todav-ía sé que, dándome cuenta de pronto de que tenía en la mano un sobre en el que estaba el dinero que tenía que pagar mi abuelo a la profesora de inglés por sus esfuerzos para enseñarme inglés, re-flexioné sobre si no debería decir en casa que le había dado el dinero antes de su horrible muerte a la profesora de inglés, la señora de Hannover; no lo sé, no puedo decir cómo actué, probablemente dije en casa que le había pagado a la señora las clases antes de su muerte. Así, de repente, no tuve ya cla-ses de inglés, nada más que clases de violín. Du-rante las lecciones de violín miraba, siguiendo las instrucciones de un severo y nervioso profesor, por una parte, pues, recibiendo y ejecutando las órde-nes de Steiner, y por otra pensando en todo y no sólo en lo que se refería a la lección de violín, y por ello, lógicamente, sin hacer progresos en la clase de violín, al cementerio de San Sebastián que tenía a mis pies, al hermoso mausoleo, con su cúpula, del arzobispo Wolfsdietrich, a los sepulcros que eran monumentos sepulcrales y criptas, los cuales, con el tiempo, se habían abierto ya otra vez a me-dias y de los que salía un horrible frío que me ate-morizaba, y a las arcadas del cementerio con los nombres de ciudadanos de Salzburgo, entre los que había muchos nombres de parientes míos. Siempre me había gustado ir a los cementerios, eso me venía de mi abuela por parte de madre, que había sido una apasionada visitadora de cemente-rios y, sobre todo, de depósitos de cadáveres y ca-pillas ardientes, y que, muy a menudo, ya de pe-queño, me llevaba con ella a los cementerios para

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enseñarme los muertos, los que fueran, sin paren-tesco alguno con ella, pero sin embargo expuestos siempre en los cementerios, siempre la fascinaron los muertos, los muertos expuestos, y siempre in-tentó transmitirme esa fascinación que era una pa-sión, sin embargo, al levantar a mi persona hacia los muertos expuestos sólo me había aterrorizado siempre, todavía hoy veo con mucha frecuencia cómo me llevaba a los depósitos de cadáveres y me levantaba hacia los muertos expuestos y cómo me sostenía en alto tanto tiempo como podía aguantar, una y otra vez sus lo ves, lo ves, lo ves, y cómo me sostenía hasta que yo lloraba, y entonces me dejaba en el suelo y miraba ella todavía largo rato los muertos expuestos, antes de que saliéra-mos otra vez del lugar de las capillas ardientes. Va-rias veces por semana, mi abuela me llevaba con ella a los cementerios y los depósitos de cadáveres, y visitaba regularmente los cementerios, primero visitaba conmigo los sepulcros de los parientes, inspeccionando luego, durante largo tiempo, todos los demás sepulcros y criptas y, probablemente, no se le escapaba ningún sepulcro, lo sabía todo sobre los sepulcros, qué aspecto tenían todos los sepul-cros, en qué estado se encontraban, y todos los nombres que había sobre esos sepulcros y criptas le eran siempre familiares, de forma que tenía tema de conversación inagotable en cualquier compañía. Y, probablemente, mi propia fascinación confesa-damente siempre grande por los cementerios y en los cementerios me venía de mi abuela, que no me enseñó más que a visitar cementerios y a contem-plar y mirar los sepulcros, y a contemplar y obser-var intensamente los muertos expuestos. Ella tenía

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sus, así llamados, cementerios favoritos y eran to-dos cementerios que conoció en su vida y siempre, una y otra vez, visitaba cementerios que marcaron las etapas de su vida en Merano y en Munich, en Basilea y en Ilmeanau de Turingia, en Spira y en Viena y en Salzburgo, su ciudad natal, donde su cementerio favorito no era el de San Pedro, que a menudo se califica de cementerio más hermoso del mundo, sino el cementerio comunal, en el que están enterrados la mayoría de mis parientes y de mis compañeros ya muertos. Para mí, sin embargo, el cementerio de San Sebastián fue siempre el más siniestro y, por ello, el más fascinante, y muy a me-nudo pasé horas en el cementerio de San Sebas-tián, solo y meditando maníacamente en la muerte. Durante las lecciones de violín, mirando abajo, al cementerio de San Sebastián, pensaba siempre, si por lo menos Steiner me dejase en paz podría estar ahí totalmente solo, ir de una tumba a otra, como he aprendido de mi abuela, pensando en los muer-tos y en la muerte y observando la naturaleza que hay entre las tumbas y sobre las tumbas, y en cómo anunciaba y cambiaba aquí las estaciones, en total apartamiento, aquel cementerio estaba abandona-do y los antiguos propietarios de las tumbas no se cuidaban ya de su propiedad; a menudo me senta-ba en una lápida caída para, apartado por una o dos horas del internado, poder tranquilizarme. Stei-ner me enseñó primero en el, así llamado, violín de tres cuartos y luego en el, así llamado, normal, du-rante sus lecciones teóricas y prácticas tocaba ante mí cada uno de los pasajes del Sevcik utilizado pa-ra la enseñanza básica, y luego tenía que tocarlos yo, una y otra vez el Sevcik pero, sin embargo, po-

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co a poco, también sonatas clásicas y otras piezas, y en instantes muy determinados pero siempre im-previstos, me golpeaba con su arco en los dedos para castigarme, con intervalos que se adaptaban a él, a su ser totalmente sometido al ritmo por el tiempo y con el tiempo, porque casi siempre estaba furioso por mi distracción, por mi resistencia y casi enfermiza repugnancia ya a aprender el violín, por-que si, por una parte, yo tenía el mayor deseo de tocar el violín, el mayor deseo de hacer música, porque la música era para mí, en fin de cuentas, lo más hermoso que había en el mundo, odiaba todo tipo de teoría y de proceso de aprendizaje y, por lo tanto, el adelantar en el estudio del violín mediante la continua y atenta observancia de las reglas de ese estudio, yo tocaba, siguiendo mis propios sen-timientos, las cosas más virtuosas pero era incapaz de tocar sin errores, siguiendo una partitura, las cosas más simples, lo que, como es natural, tenía que hacer que se irritara conmigo mi profesor Stei-ner, y siempre me maravillaba que continuase conmigo la lección y no la interrumpiera, sencilla-mente, en cualquier momento, mandándome a casa ignominiosamente con mi violín. La música que yo producía con mi violín era, para el profano, de lo más extraordinario, y para mis oídos de lo más lo-grado y excitante, aunque fuera también una músi-ca totalmente inventada que no tenía lo más míni-mo que ver con las matemáticas de la música, sino sólo con mi, así decía Steiner una y otra vez, oído sumamente musical, y era expresión de mi senti-miento sumamente musical, como le decía también siempre Steiner a mi abuelo, que sufragaba esas clases de violín, expresión de mi talento sumamen-

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te musical, pero esa música de violín, tocada por mí sólo para mi propia satisfacción, no era en el fondo más que una música que servía de fondo, diletan-temente, a mis melancolías y que, como es natural, me impedía adelantar en mi estudio del violín, que hubiera debido ser un estudio ordenado, para decir-lo en pocas palabras, yo dominaba virtuosamente el violín, pero no podía tocar en él jamás correctamen-te una partitura, lo que, con el tiempo, no sólo tenía que contrariar a Steiner sino que encolerizarlo in-cluso. El nivel de mi talento musical era, sin duda alguna, el más alto, pero también lo era igualmente el nivel de mi falta de disciplina y el nivel de mi lla-mada distracción. Las clases de violín con Steiner no eran más que una falta de esperanzas, cada vez más intensa, en sus esfuerzos. Precisamente en el cambio entre las clases de violín y las de inglés, dos medios de disciplina totalmente opuestos, tenía yo, con independencia de que esos dos medios me permitían, con intervalos regulares, salir del inter-nado de forma totalmente correcta, en el cambio entre la señora que me enseñaba inglés en la Lin-zergasse, que siempre me tranquilizaba y me en-señaba de la forma más cuidadosa y que fue para mí en cualquier caso una persona amable, que si-gue creciendo en mi estimación, y el Steiner, que todavía me atormenta y deprime, de la Wolfdie-trichstrasse, o sea, entre las lecciones de inglés dos veces por semana y las lecciones de violín dos ve-ces por semana, un contrapeso que me resarcía de la continua tortura de castigos y ofensas de la Schrannengasse, y después de la pérdida de la señora de Hannover y de las clases de inglés, perdí totalmente mi equilibrio, porque las clases de violín

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de la Wolfdietrichstrasse, por sí solas, sin las clases de inglés de la Linzergasse, no eran ningún contra-peso ni ninguna compensación para todo lo que el internado significaba para mí y que ya he indicado, esas lecciones de violín solas sólo reforzaban lo que tenía que soportar en el internado. La falta de esperanzas de enseñarme el arte de tocar el violín, y sin embargo había sido sin duda deseo de mi abuelo hacer de mí un artista, el que yo fuera un ser artístico, ese hecho, lo había inducido necesa-riamente al propósito de hacer de mí un artista y, con todo su amor por el nieto que también, durante toda su vida, estuvo unido a él sólo por el amor, lo intentó todo para hacer de mí un artista, de aquel ser artístico un artista, un artista musical o un pin-tor, porque también más tarde, después de la épo-ca de mi internado en Salzburgo, me envió a un pintor para que aprendiera a pintar, y una y otra vez le hablaba también al muchacho y al adolescente sólo de los grandes artistas y de Mozart y Rem-brandt y de Beethoven y Leonardo y de Bruckner y Delacroix, siempre hablaba conmigo de todos los grandes que él admiraba, y con insistencia, una y otra vez, ya de niño, me había llamado la atención sobre lo Grande y señalado lo Grande e intentado señalarme lo Grande, la falta de esperanzas, sin embargo, de enseñarme el arte de tocar el violín era más evidente de clase de violín en clase de violín, por mi abuelo, a quien quería, yo hubiera querido adelantar en el violín, lograr algo en el arte del violín, pero la voluntad de complacer a mi abue-lo, de satisfacer su deseo de convertirme en un ar-tista del violín, no bastaba por sí sola, en cada lec-ción de violín yo fracasaba de la forma más lamen-

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table, y Steiner reaccionaba siempre calificando de crimen mi fracaso, una persona de una disposición musical tan sumamente alta como yo cometía en realidad, con el crimen de la distracción, el mayor de los crímenes, decía una y otra vez, lo que tam-bién a mí me resultaba evidente y horrible, los dine-ros que pagaba mi abuelo por mis lecciones de violín eran, decía, dineros tirados por la ventana, mi abuelo sin embargo le resultaba, así decía Steiner, una persona tan simpática que no podía decirle a la cara que tenía que renunciar a la esperanza de hacer de mí algo con el violín, y probablemente Steiner pensaba también que, en aquella época caótica del fin inminente de la guerra, al fin y al ca-bo todo daba realmente igual y aquella historia conmigo también, lógicamente, totalmente igual. Sin embargo seguí yendo deprimido, muy a menu-do, pasando por delante de la Hexenturm, a la Wolfdietrichstrasse y volviendo de ella, y el violín fue también, al fin y al cabo, mi instrumento de me-lancolía más precioso, que, como ya he indicado, me facilitaba el acceso a la habitación de los zapa-tos y a todas las condiciones y situaciones ya indi-cadas de la habitación de los zapatos. Aunque ten-ía muchos parientes en la ciudad, en cuya casa, de niño, con mi abuela sobre todo, viniendo del campo a la ciudad, había estado de visita, en muchas de aquellas viejas casas de ambas orillas del Salzach, y puedo decir que estaba emparentado con cientos de ciudadanos de Salzburgo y que todavía hoy es-toy emparentado, jamás tuve el menor deseo de visitar a esos parientes, instintivamente no creía en la utilidad de esas visitas a parientes, y de qué hubiera servido contarles a esos parientes, que,

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como hoy veo y no sólo siento instintivamente como entonces, están totalmente encerrados en la indus-tria que, día tras día, elabora su embrutecimiento, contarles a esos parientes mis penas, hubiera tro-pezado nada más con una incomprensión total, lo mismo que también hoy, si fuera a verlos, tropezar-ía sólo con su incomprensión. El muchacho, que de la mano de su abuela había visitado en otro tiempo sucesivamente a todos esos parientes, en parte muy acaudalados, en todas las ocasiones familiares posibles, había conocido a fondo enseguida proba-blemente, por completo, a esas personas, y reac-cionado con mucho acierto, y no los visitó nunca más, verdad es que estaban allí, tras sus muros, en todas aquellas viejas callejuelas y en todas aquellas viejas plazas, y que vivían una vida muy lucrativa y, por consiguiente, muy acomodada, pero no los vi-sitó, hubiera preferido perecer antes que visitarlos, desde el principio mismo le fueron siempre sólo antipáticos y le han seguido siendo antipáticos du-rante decenios, concentrados sólo en sus bienes y pensando sólo en su reputación, y completamente absorbidos por el embrutecimiento católico o nacio-nalsocialista, tampoco hubieran tenido nada que decir al muchacho del internado, por no hablar de ayudar al que buscase en ellos ayuda, al contrario, si hubiera ido a ellos, aunque fuera en la disposi-ción más horrible, sólo hubiera sido ofendido por ellos y totalmente aniquilado por ellos. Los habitan-tes de esa ciudad son fríos de pies a cabeza, y su pan nuestro de cada día es la vileza y el cálculo abyecto su especial característica, que en esas personas no tropezaría más que con una incom-prensión total en sus miedos y cientos de desespe-

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raciones le resultó evidente, y por eso no los visitó jamás. Y de su abuelo tenía sólo también, como es natural, una horrible descripción de esos parientes. Y así yo, que tenía en aquella ciudad más parientes que todos los demás del internado, porque la ma-yoría no tenían absolutamente ningún pariente en Salzburgo, era al mismo tiempo el más abandonado de todos. Ni una sola vez, ni siquiera en el mayor apuro, entré en una de esas casas de mis parien-tes, una y otra vez pasé por delante, sí, pero jamás entré. Demasiadas experiencias que lo habían ofendido había tenido ya con los salzburgueses y, sobre todo, con los emparentados con nosotros mi abuelo, como para que me fuera posible a mí entrar en casa de esos parientes, hubiera habido muchas razones para entrar, pero sin embargo siempre había, en último extremo, esa única razón para no entrar, para no entablar relaciones con esas perso-nas, sencillamente no podía permitírmelo cuando tanta incomprensión y tanta inhumanidad había habido en cada uno de aquellos parientes, conge-lados y muertos lentamente por aquella ciudad y su atmósfera congeladora y mortal. Ya mi abuelo hab-ía sido profundamente engañado y desengañado por aquellos parientes salzburgueses suyos, en todas y cada una de las cosas sólo lo habían esta-fado, precipitándolo en la más profunda desgracia, cuando había creído poder dirigirse a ellos buscan-do ayuda, en lugar de encontrar en ellos, en la épo-ca de su propia falta de salidas como estudiante y también más tarde, en calidad de fracasado en el extranjero que había vuelto a su patria y, que como tengo que decir hoy, había caído muy bajo en su patria y su patria chica, en las condiciones más

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horribles y lamentables, no fue más que definitiva-mente difamado y, en el fondo, aniquilado por esos, sus propios parientes y por los salzburgueses en general. La historia de su muerte tuvo también, además, una culminación triste y al mismo tiempo ridícula, pero característica de esa ciudad y sus dirigentes y sus habitantes : durante diez días estu-vo mi abuelo expuesto en el cementerio de Max-glan, pero el párroco de Maxglan denegó su in-humación porque mi abuelo no estaba -casada por la Iglesia, la mujer que dejaba, mi abuela, y su hijo hicieron todo lo humanamente posible para conse-guir su inhumación en el cementerio de Maxglan, que era el que correspondía a mi abuelo, pero no se permitió su inhumación en el cementerio de Maxglan, en el que mi abuelo había deseado ser inhumado. Y tampoco ningún otro cementerio, salvo el cementerio comunal que mi abuelo, sin embargo, aborrecía, aceptó a mi abuelo, ninguno de los ce-menterios católicos de la ciudad, porque mi abuela y su hijo fueron a todos los cementerios y pidieron permiso para que mi abuelo pudiera ser aceptado e inhumado en alguno de esos cementerios, pero mi abuelo no fue aceptado ni por uno solo de esos cementerios, porque no estaba casado por la Igle-sia. ¡Y eso en 1949! Sólo cuando mi tío, su hijo, fue a ver al arzobispo y le dijo que le dejaría a él, el arzobispo, delante de las puertas del palacio, el cadáver de su padre, mi abuelo, ya en avanzado estado de descomposición, porque no lo aceptaban en ningún cementerio católico de la ciudad y porque la verdad era que no sabía adónde ir con el cadáver de su padre, dio el arzobispo permiso para inhumar a mi abuelo en el cementerio de Maxglan. Yo no

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participé en ese entierro, que probablemente fue uno de los entierros más tristes de esa ciudad en general y que, como me consta, se desarrolló con todos los detalles penosos imaginables, porque, enfermo de una grave enfermedad pulmonar, yo estaba en cama en el hospital. Hoy es la tumba de mi abuelo un, así llamado, monumento funerario. Esa ciudad ha rechazado a todos aquellos cuyo entendimiento no podía entender ya, y jamás, en ninguna circunstancia, los ha vuelto a aceptar, co-mo me consta por experiencia, y por esas razones, compuestas por centenares de experiencias tristes y viles y espantosas y realmente mortales, me ha resultado siempre una ciudad cada vez más inso-portable y hasta hoy, en el fondo, me ha seguido siendo insoportable, y cualquier otra afirmación ser-ía falsa y mentira y calumnia, y estas notas tienen que ser anotadas ahora y no más adelante, y de hecho en este instante en el que tengo la posibili-dad de ponerme sin reservas en la situación de mi infancia y juventud y, sobre todo, de mi época de aprendizaje y estudios en Salzburgo, con la inco-rruptibilidad y sincero sentido del deber necesarios para esa descripción como indicación, hay que aprovechar este instante para decir lo que debe ser dicho, lo que debe ser indicado, para hacer justicia a la verdad de entonces, a la verdad y realidad, al menos como indicación, porque con demasiada facilidad llega de repente el tiempo nada más que del embellecimiento y la atenuación inadmisible, y esa ciudad de Salzburgo, de mi aprendizaje y mis estudios, lo fue todo para mí, todo salvo una ciudad hermosa, salvo una ciudad soportable, salvo una ciudad a la que hoy tenga que perdonar, falsificán-

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dola. Esa ciudad fue siempre para mí sólo una ciu-dad que me atormentó, y que, sencillamente, no permitió al niño y al adolescente que entonces fui la alegría y la felicidad y la seguridad, jamás fue lo que siempre se afirma de ella, por razones comer-ciales o simplemente por falta de responsabilidad, un lugar en el que un joven se encuentra bien y se desarrolla bien, incluso tiene que ser alegre y feliz, los instantes de alegría y felicidad que he vivido en esa ciudad pueden contarse con los dedos, y los he pagado muy caros. Y no fue sólo esa época des-graciada con su guerra y con sus devastaciones en la superficie y en los seres que existían en esa su-perficie, con su mentalidad orientada sólo al envile-cimiento de la Naturaleza y del Hombre, no sólo la circunstancia de la caída y el oscurecimiento total de Alemania y de toda Europa, que todavía hoy me hace clasificar esa época como la más sombría y, en todos los aspectos, la más torturadora, y no sólo la predisposición, especialmente grande en ese ensombrecimiento de los tiempos y de los hombres y de la Naturaleza en general, la predisposición de mi propia naturaleza, siempre sensible de forma fatal a todas las condiciones de la Naturaleza y, en el fondo, totalmente a la merced siempre de esas y otras condiciones de la Naturaleza, fue (y es) el espíritu no sólo para mí mortal de esa ciudad, de ese suelo de muerte no sólo para mí mortal. La be-lleza de ese lugar y de ese paisaje, de la que habla todo el mundo, y de hecho continuamente y siem-pre sólo de la forma más irreflexiva y en un tono realmente inadmisible, es precisamente ese ele-mento mortal en ese suelo de muerte, aquí, los se-res que están ligados a esa ciudad y a ese paisaje

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por nacimiento o de otra forma radical e inocente y están encadenados a ella con la fuerza de la Natu-raleza se ven continuamente aplastados por esa belleza mundialmente famosa. Una belleza mun-dialmente famosa así, unida a un clima hostil al hombre así, resulta mortal. Y precisamente aquí, en ese suelo de muerte que me es congénito, me en-cuentro en casa, y más en casa en esa ciudad (mortal) y en esa región (mortal) que otros, y cuan-do hoy voy por esa ciudad y creo que esa ciudad nada tiene que ver conmigo, porque no quiero tener nada que ver con ella, porque desde hace ya tiem-po no quiero tener nada que ver con ella, sin em-bargo todo lo que hay en mi interior (y en mi exte-rior) viene de ella, y yo y la ciudad somos una rela-ción perpetua, inseparable, aunque también horri-ble. Porque realmente todo lo que hay en mí se re-fiere y se remonta a esa ciudad y a ese paisaje, ya puedo hacer y pensar lo que quiera, y cada vez tengo conciencia más viva de ese hecho, un día tendré una conciencia tan viva de él que, por ese hecho como conciencia, pereceré. Porque todo lo que hay en mí está a la merced de esa ciudad que es mi origen. Pero lo que hoy puedo soportar sin más y pasar por alto sin más no podía soportarlo ni pasarlo por alto en esos años de aprendizaje y de estudios, y hablo de ese estado de torpeza y des-amparo total del muchacho que son la torpeza y el desamparo total de todo ser humano en esa edad sin protección. Mi ánimo en aquella época, senci-llamente, casi pereció, y ese oscurecimiento de mi ánimo y ensombrecimiento de mi ánimo, como des-trucción de mi ánimo, no fue percibido por nadie, ni por una sola persona, el que se trataba de un esta-

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do enfermizo., como enfermedad mortal, contra el que y contra la que no se hizo nada. El estar a la merced de otros en el internado y en el colegio y, sobre todo (bajo la opresión) de Grünkranz y sus ayudantes, por una parte, y las circunstancias de la guerra, así como la hostilidad hacia mis parientes, basada en su enemistad, por otra, el hecho de que aquel joven no tuviera absolutamente en ningún lugar de aquella ciudad un punto de apoyo lo hac-ían cada vez más desgraciado, y su única esperan-za fue pronto nada más que la esperanza de que cerraran el internado, de lo que se había hablado ya tras el segundo bombardeo, pero sólo se produjo mucho después, tras el cuarto o el quinto bombar-deos. A mí me recogió mi abuela después del tercer bombardeo y me llevó otra vez al campo, a casa de mis abuelos, habían podido ver con sus propios ojos ese bombardeo, el más duro de todos los bombardeos de la ciudad, desde la segura distancia de treinta y seis kilómetros de su casa de Ettendorf, junto a Traunstein, y oído hablar de sus desolado-res efectos. En ese bombardeo fue totalmente des-truida la viejísima Schranne, un mercado medieval de grandes bóvedas, situado directamente frente al internado, y en el instante de su destrucción yo no estaba en una de las galerías sino en el sótano del internado, por la razón que fuera, el único interno con Grünkranz y su mujer. El que, después de ese ataque, saliéramos otra vez vivos del sótano y llegáramos a la superficie tuvo que parecer un mi-lagro, porque en los edificios de alrededor hubo muchos muertos. La ciudad, después de ese ata-que, estaba en una agitación total. El polvo de la destrucción flotaba todavía en el aire cuando com-

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probé que mi armario, que estaba en el pasillo del primer piso, había sido destruido y que el violín que guardaba en ese armario tenía arrancado el mástil. Me acuerdo de que, con plena conciencia del horror de aquel ataque, sentí alegría sin embargo por la aniquilación de mi violín, porque, lógicamente, sig-nificaba el fin de mi carrera con ese instrumento amado y, al mismo tiempo, profundamente aborre-cido. Nunca más en mi vida, porque además, du-rante mucho tiempo, no fue posible conseguir ningún violín, he vuelto a tocar el violín. El tiempo comprendido entre el primero y ese tercer bombar-deo fue, sin duda alguna, el más funesto para mí. Todavía nos despertaba sobresaltados de nuestro sueño la voz de mando de Grünkranz, que abría de golpe la puerta del dormitorio, y saltábamos de la cama, y hoy se me aparece de vez en cuando ese hombre, siempre en la puerta, el hombre nacional-socialista de pie con sus lustrosas botas de las SA, apoyándose con toda su fuerza en la jamba de la puerta y gritando al dormitorio sus ¡buenos días! Pasando por la puerta todavía obstruida a medias por Grünkranz, veo a los internos precipitarse a los lavabos, donde, cada uno a su modo, como anima-les, se precipitaban a las barras de grifos, los más brutales dominaban siempre, como no había sitio para todos los internos frente al lavabo de siete u ocho metros de largo, parecido a un comedero, los más fuertes eran los primeros y los débiles los últi-mos, los fuertes apartaban siempre a los débiles, y así, apartando y empujando a los débiles, los fuer-tes, siempre los mismos, ocupaban su sitio frente a la larga barra de grifos y bajo las duchas, y se pod-ían lavar tanto tiempo y cepillar los dientes tanto

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tiempo como quisieran, a diferencia de los débiles que, como sólo estaba previsto un cuarto de hora para ese proceso de aseo, en su mayoría no se podían lavar ni cepillarse los dientes jamás debi-damente, yo no era de los fuertes y, por ello, estaba siempre en desventaja. Todavía nos obligaban a ir a la sala de día para escuchar las noticias, y tenía-mos que oír de pie los comunicados especiales de los teatros de operaciones de guerra, todavía está-bamos obligados a ponernos los domingos el uni-forme de las Juventudes Hitlerianas y a cantar el himno de las Juventudes Hitlerianas. Todavía está-bamos sometidos a toda la severidad e insolencia e inflexibilidad de Grünkranz, y seguíamos teniendo un miedo todavía creciente a ese hombre, que aho-ra tenía miedo él mismo, como notábamos en todos sus actos, y podíamos comprobar en su rostro, en todo su comportamiento, porque sus planes e ilu-siones nacionalsocialistas no iban a realizarse y, probablemente, quedarían reducidos a la nada en el plazo más breve, como debía de pensar conti-nuamente y, con ese miedo del fin de todas sus esperanzas, había reunido una vez más toda la bru-talidad y la abyección de su ser, y las ejercía sobre nosotros. Todavía íbamos incluso, aunque ahora de forma totalmente irregular y sólo unas horas por semana, a la Andräschule para dar lecciones, pero no se trataba ya de lecciones, era un sentarse allí con miedo en las aulas, un aguardar, esperar la alarma y lo que seguía a la alarma, precipitarse fue-ra del aula, formar todos en los pasillos, en el patio del colegio, marchar y andar por la Wolfdietrichs-trasse, subiendo hasta la Glockengasse y entrando en las galerías. Todavía nos enfrentábamos efecti-

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vamente en las galerías con la miseria de los que buscaban refugio en esas galerías y que, muy a menudo, no encontraban más que su muerte repen-tina, con niños que gritaban, mujeres que lanzaban gritos histéricos y ancianos que lloraban solos. To-davía tenía yo clases de violín, todavía estaba ex-puesto a la dictadura de Steiner, mi profesor de violín, y a sus juicios aniquiladores contra mí, y hab-ía que recorrer los deprimentes caminos hasta Steiner y desde Steiner por la Wolfdietrichstrasse. Todavía tenía que leer en libros que no quería leer, escribir todavía en cuadernos lo que no quería es-cribir y asimilar conocimientos que me fueron siem-pre antipáticos. Todavía éramos sacados de la ca-ma por la noche, muy a menudo no por la alarma sino ya por la llegada de los primeros enjambres de bombarderos, éramos sorprendidos en pleno día por las formaciones de bombarderos, cuyo retum-bar coincidía con la alarma, lo que apuntaba a un caos total en la transmisión de noticias. Los periódi-cos estaban llenos de los cuadros de horror de la guerra, y la llamada guerra total se acercaba cada vez más, efectivamente, se podía sentir ahora ya también en Salzburgo, y la idea de que la ciudad no sería bombardeada se había apagado. Y de nues-tros padres y tíos, como soldados, no oíamos nada bueno, muchos de nosotros perdimos en esa época del internado a nuestro padre o a nuestro tío, los partes de caídos se acumulaban. Yo mismo, duran-te mucho tiempo, no supe nada de mi tutor, el mari-do de mi madre, que estaba en Yugoslavia, de mi tío, el hermano de mi madre, que durante toda la guerra estuvo en filas en Noruega, el correo no fun-cionaba ya, y lo que traía era siempre triste o inclu-

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so aterrador, y en muchos casos, en nuestra proxi-midad más próxima, una noticia de muerte. Todavía oíamos sin embargo, detrás de muchos muros de la ciudad, entonar himnos nazis, y nosotros mismos seguíamos entonando, en la sala de día, himnos nazis que, como antiguo director de coro, dirigía Grünkranz con breves movimientos angulosos de sus largos brazos semiencogidos. Cada dos meses, yo iba a pasar un fin de semana con mis abuelos, y allí me informaba sobre los verdaderos aconteci-mientos de la guerra que acababa, por la tarde y por la noche, mi abuelo escuchaba siempre tras las cortinas cerradas, como recuerdo, emisiones de noticias extranjeras en la radio, sobre todo suizas, y yo me sentaba a su lado muy a menudo, durante esas emisiones, y observaba, aunque no compren-diese nada de lo transmitido, el efecto que esas noticias tenían en mi abuelo, como oyente atento. Esas emisiones de noticias prohibidas pero escu-chadas en secreto por mi abuelo, que no quedaron ocultas al vecino de mis abuelos, le reportaron a mi abuelo, por una denuncia de ese vecino, un confi-namiento en un antiguo monasterio, convertido en campo de concentración, de las proximidades de su domicilio, controlado por las, así llamadas, SS. To-davía tenía que encontrarme en la sala de estudios, un cuarto de hora ya después de levantarme, a fin de prepararme para las clases de la Andräschule, aunque ninguno de nosotros sabía para qué tenía que prepararse, porque la verdad era que no había ya clases en el verdadero sentido de la palabra. Todavía sentía yo un miedo creciente de Grün-kranz, quien, dondequiera que me encontrase, me abofeteaba sin motivo, pronunciando mi nombre,

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aparecía, pronunciaba mi nombre y me abofeteaba, como si ese acontecimiento, es decir la aparición súbita, desde su punto de vista, de mi persona, dondequiera que ocurriese, fuese motivo lógico pa-ra abofetearme. Durante toda la época del interna-do no pasó semana en la que no recibiera varias veces una bofetada de Grünkranz, pero sobre todo me abofeteaba cuando yo, al amanecer, llegaba tarde a la sala de estudios, y siempre llegaba tarde a la sala de estudios porque, por la brutalidad de los más fuertes en el dormitorio y en los lavabos y otra vez en el dormitorio y en los pasillos, me veía una y otra vez apartado. Y lo que me pasaba a mí les pasaba también a otros, débiles o bastante débiles, que no podían defenderse y eran día tras día víctimas de los fuertes, aunque, con frecuencia, sólo un poco más fuertes, para Grünkranz, esos alumnos débiles y más débiles y, por esa debilidad, casi siempre poco puntuales, eran siempre bienve-nidos para sus bofetadas, usaba y abusaba de ese material humano (Grünkranz) débil, o incluso sólo debilitado, en sus estados sádicomorbosos. Todav-ía estaba la ciudad repleta de refugiados, y día tras día llegaban a cientos, cuando no a miles, los fren-tes se iban reduciendo, cada vez se mezclaban más las tropas con la población civil y se convivía en la máxima tensión, la atmósfera era, como pod-íamos darnos cuenta también nosotros, una atmós-fera explosiva, todo daba la impresión de una gue-rra perdida, de la que mi abuelo había hablado hac-ía ya tiempo, pero en el internado, naturalmente, no se hablaba de esa guerra perdida, al contrario. Grünkranz seguía comunicándonos, aunque ahora ya desesperado, un ambiente de victoria, pero in-

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cluso en el internado no le creía ya nadie. A mí su mujer me había dado siempre pena, porque proba-blemente había sufrido siempre bajo aquel hombre, pero ahora, realmente, él no era, de forma total-mente abierta, más que una naturaleza malvada, bajo la que tenía que sufrir, sobre todo, su mujer. Un puente provisional de madera sustituía al viejo Staatsbrücke, desde hacía tiempo demolido, re-cuerdo, y en esa obra, la mayor de la ciudad, veo todavía hoy a los prisioneros de guerra rusos, como trabajadores forzados, con unos trajes pespuntea-dos de color gris sucio, colgados de los pilares del puente, famélicos y obligados a trabajar por inge-nieros de obras públicas y capataces despiadados; muchos de esos rusos, al parecer, cayeron al per-der las fuerzas al Salzach y fueron arrastrados. La ciudad daba de repente una impresión de desmora-lización, de pronto era también una de aquellas ciu-dades alemanas a merced de los ataques aéreos, que perdían muy rápidamente su fisonomía, vol-viéndose cada vez más feas en unas semanas o meses del otoño del cuarenta y cuatro, así, no que-daban más que algunos cristales de ventana intac-tos en toda ella, muchas hileras de casas no tenían ya absolutamente ninguna ventana, sólo paneles de cartón y de chapa de madera, y los escaparates estaban totalmente vacíos. Todo era nada más que provisional. Sin embargo, la fealdad y la degrada-ción, que progresaban rápidamente en esa ciudad no sólo desfigurada por los bombardeos y sus con-secuencias sino también transformada por los, al fin y al cabo, millares de fugitivos que caían sobre ella en una ciudad caótica de pies a cabeza, le daban de pronto rasgos humanos, y por eso pude amar

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realmente con fervor, y amé con fervor, a esa ciu-dad mía, sólo en esa época, ni antes ni después. Ahora, en la mayor tribulación, esa ciudad era de pronto lo que antes jamás fue: una naturaleza viva, aunque también desesperada, como organismo urbano, el museo de belleza muerto y mentiroso que había sido siempre hasta ese momento de su mayor desesperación se llenó de humanidad, su embrutecimiento petrificado como cuerpo muerto era de repente soportable en su desesperación y falta de esperanza supremas, y yo la amaba así. Las gentes, en ese momento, vivían en esa ciudad nada más que de un anuncio de distribución de víveres en otro, y no pensaban en nada más que en sobrevivir, el cómo les resultaba ya indiferente. No tenían ya pretensiones, todos los habían dejado en la estacada, y tenían ese aspecto. El que el fin de la guerra no era más que cuestión del plazo más bre-ve les resultaba evidente a todos, aunque todavía fueran los menos los que lo reconocían. En esa época me vi enfrentado en la ciudad con cientos de los llamados inválidos de guerra, mutilados en los campos de batalla, y tuve conciencia de toda la es-tupidez y abyección de la guerra y de la miseria de sus víctimas. En todo aquel caos que la ciudad era entonces, seguía teniendo, sin embargo, mis clases de violín, y los jueves por la tarde, en el campo de deportes, teníamos que someternos, uniformados, a las vejaciones de Grünkranz en la pista de ceni-zas o en la hierba. Sólo una cosa en mí, y eso, na-turalmente, durante el plazo más breve, le había hecho impresión: el que yo, en las competiciones deportivas que se celebraban todos los años, fuera imbatible en las carreras de cincuenta y de cien y

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de quinientos y de mil metros y, por ello, dos veces, sobre un podio construido y levantado expresamen-te para esa ceremonia de entrega de recompensas a los vencedores, en el campo de deportes de Gnigl, fuera distinguido con tantas insignias de vic-toria como competiciones había ganado, y ganase siempre en todas las disciplinas de carreras a pie. Pero mis victorias en las carreras eran para Grün-kranz más bien un tormento. Mis victorias en las carreras tenía que agradecérselas yo, sencillamen-te, a mis largas piernas y a mi miedo a perder, siempre ilimitado durante la carrera. Nunca me causó placer practicar ninguna clase de deporte, la verdad es que siempre he odiado el deporte y sigo odiando el deporte todavía hoy. Siempre se ha atri-buido al deporte, en todas las épocas y, sobre todo, por todos los gobiernos, por sus buenas razones, la mayor importancia, el deporte divierte y ofusca y atonta a las masas, y sobre todo las dictaduras sa-ben por qué están siempre y en cualquier caso en favor del deporte. Quien está a favor del deporte tiene a las masas de su lado, quien está a favor de la cultura, las tiene en contra, decía mi abuelo, y por eso todos los gobiernos están siempre a favor del deporte y en contra de la cultura. Como toda dictadura, también la nacionalsocialista se hizo po-derosa y casi dominó al mundo por el deporte de masas. En todos los Estados las masas han sido conducidas con andadores, en todas las épocas, por medio del deporte, no puede haber un Estado tan pequeño ni tan insignificante que no lo sacrifi-que todo por el deporte. Pero qué grotesco era, sin embargo, ir al campo de deportes de Gnigl para competir allí por insignias de vencedor, pasando

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por delante de centenares de heridos graves de guerra, en su mayoría casi totalmente mutilados, que eran descargados literalmente en la estación central como una mercancía engorrosa y defectuo-samente embalada. Lo que se refiere a los hombres es siempre grotesco, y la guerra y sus condiciones y situaciones son de lo más grotesco. También en Salzburgo, el gigantesco cartel del vestíbulo de en-trada de la estación, Las Ruedas deben rodar para la Victoria, quedó hecho un montón de ruinas. Sen-cillamente, se desplomó un día sobre las cabezas de los cientos de muertos que había en la estación. El tercer bombardeo de la ciudad fue el más terri-ble, por qué no estaba yo entonces en las galerías sino en el sótano de la Schrannengasse, no lo sé ya, puede ser que, durante la alarma, estuviera en la habitación de los zapatos, practicando el violín, entregado a mis fantasías, sueños y pensamientos de suicidio, y muy a menudo no podía oír las sire-nas en la habitación de los zapatos, porque tocaba muy intensamente el violín y fantaseaba y soñaba muy intensamente y estaba ocupado con mis pen-samientos de suicidio, en la habitación de los zapa-tos no penetraba nada, como si estuviera herméti-camente cerrada para mí y mis fantasías y sueños y pensamientos de suicidio, de repente estuve con los dos Grünkranz que, probablemente igual que yo, se habían precipitado con increíble velocidad al sótano de la casa y, por la violencia de las detona-ciones y todo el horror de las consecuencias de esas detonaciones, minas aéreas y bombas que caían y estallaban al lado mismo del internado, y nos lanzaban contra las paredes, me sustraje al principio, por una vez, al castigo de Grünkranz, pro-

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vocado por mi negligencia y falta de disciplina, pro-bablemente su propio miedo a ser aniquilado era en esos instantes mayor que su idea de castigarme, pero mientras yo, apretado contra la pared, la mujer de Grünkranz me había cogido protectoramente en sus brazos, con auténtico miedo a la muerte quería sobrevivir, esperaba sin embargo sólo que Grün-kranz cobrase otra vez conciencia de que tenía que castigarme por el hecho de no haber oído la alar-ma, de haber hecho caso omiso de la alarma y no haber ido a las galerías, y el castigo tendría que ser elemental, ejemplar. Grünkranz, sin embargo, no me castigó más, ni nunca, por ese crimen contra la ley de defensa antiaérea. Cuando salimos del sóta-no y llegamos a la superficie, no vimos al principio absolutamente nada, porque no podíamos abrir los ojos en medio del polvo de los muros y del polvo del azufre, y cuando los pudimos abrir nos queda-mos horrorizados por los efectos de aquel ataque : la Schranne había quedado partida en cuatro gran-des pedazos, el gran edificio, de unos cien o ciento veinte metros de largo, parecía haber sido cortado de arriba abajo de un tajo, como un gigantesco vientre abierto, las bóvedas se habían separado o desplomado, y la iglesia de San Andrés que estaba detrás parecía poco a poco, cuando el polvo se le-vantó primero y descendió y se depositó luego, to-talmente mutilada, pero lo de esa iglesia no era de lamentar, porque siempre había desfigurado la ciu-dad, e instantáneamente todos tuvieron la misma idea, que la iglesia de San Andrés hubiera debido quedar totalmente destruida, pero la iglesia de San Andrés no fue totalmente destruida y, realmente, fue reconstruida después de la guerra, lo que fue

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uno de los mayores errores, la Schranne en cam-bio, ese monstruo de edificio medieval, fue arrasa-da. En la Schrannenwirt, una taberna situada a cua-tro casas del internado, unos cien parroquianos, al parecer, como al fin y al cabo era un día tan claro y hermoso, habían subido al tejado, movidos por la curiosidad, para observar el espectáculo, en cual-quier caso siempre monstruosamente fascinante, de las formaciones de bombarderos que brillaban y centelleaban muy alto en los aires, y todos esos curiosos resultaron muertos. Esos muertos de la Schrannenwirt no fueron nunca rescatados sino, como también muchos otros de la ciudad, simple-mente metidos dentro y debajo de los escombros, profundamente, y allanados con esos escombros. Hoy se alza allí una vivienda, y nadie conoce la his-toria cuando pregunto. Los estragos en mi propia casa, en el internado, fueron sin duda grandes, pe-ro no una razón para cerrar el internado, enseguida fueron todos allí, para limpiar el polvo y los casco-tes de la Schranne proyectados dentro a través de las ventanas, y en poco tiempo fueron otra vez transitables y habitables las habitaciones. Varios armarios, entre ellos el mío, resultaron duramente afectados, mi violín quedó aniquilado, y una gran parte de mis ropas, que al fin y al cabo sólo se componían de algunas prendas, quedaron hechas jirones. Apenas dos o, todo lo más, tres horas des-pués de ese ataque que, lo que sin embargo, por haber sido yo mismo afectado, no pude ver, causó grandes daños en toda la ciudad y se cobró mu-chos centenares de muertos, apareció de pronto mi abuela, y recogimos algunos trastos míos todavía utilizables y nos despedimos, y pronto estuvimos

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también ya en casa, con mis abuelos, en Ettendorf. El tren funcionaba aún, y por eso fui, de hecho no ya al internado pero sin embargo, diariamente, en tren de Traunstein a Salzburgo, durante semanas, durante meses, hasta poco antes de terminar el año. Esos viajes se me han quedado en la memoria con todos sus detalles, la mayoría de las veces no me llevaban al colegio, porque ya al llegar a la es-tación central, que en esa época había quedado abierta por las bombas por los cuatro costados, me encontraba con el hecho de que hacía tiempo que había sonado la alarma antiaérea y, sin rodeos, me iba enseguida a las galerías, y la estancia en las galerías, daba igual que entretanto hubiera ataque o no, duraba siempre tanto que hubiera sido inútil ir siquiera al colegio. Entonces, simplemente, al salir de las galerías, daba un rodeo por la ciudad, en la que de día en día había nuevos estragos que des-cubrir y contemplar con asombro, pronto toda la ciudad, sin excluir la parte vieja, estuvo llena de ruinas, y pronto pareció como si hubiera más vi-viendas y edificios públicos totalmente derruidos o duramente afectados que de los otros, durante horas, con mi cartera del colegio y totalmente so-metido a la fascinación de la, así llamada, guerra total, que de repente se había aclimatado en la ciu-dad, recorría la ciudad de un lado a otro, me senta-ba en cualquier parte sobre un montón de escom-bros o en el reborde de un muro, desde donde pod-ía echar una buena ojeada a los estragos y a las gentes que no podían ya hacer frente a esos estra-gos, directamente a la desesperación humana y a la humillación humana y a la aniquilación humana. Para toda mi vida, aprendí y supe por experiencia

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en esa época, en que observé la miseria humana, también en esa ciudad, lo que nadie sabe o quiere saber, de lo más horrible y de lo más lamentable, lo horribles que son la vida y la existencia en general, y lo poco que valen, que nada valen en absoluto en tiempo de guerra. Cobré conciencia de la mons-truosidad de la guerra, como crimen elemental. Du-rante meses hice esos viajes en tren al colegio, que casi nunca me llevaban ya al colegio sino siempre sólo a una estación finalmente casi desfigurada y destruida en su totalidad por las bombas, en la que murieron cientos, si no miles de hombres, y a mu-chos muertos los vi en la estación inmediatamente después de los ataques cuando, porque el tren no podía entrar ya en la estación, junto con un compa-ñero de colegio de Freilassing que viajaba siempre en mi tren, entraba a pie en la estación, entre gi-gantescos embudos de bomba. Nuestra vista para distinguir los muertos se había agudizado en esa época. A menudo andábamos sin ser molestados en absoluto por los terrenos de la estación, que pronto fue sólo un solo campo de ruinas, y ob-servábamos a los ferroviarios que buscaban y ex-cavaban para sacar a los muertos, y que colocaban sus hallazgos en las escasas superficies planas que aún quedaban, una vez vi filas enteras de cadáveres puestos unos al lado de otros donde hoy están los servicios de los andenes. La ciudad no era ahora más que gris y espectral, y los camiones y los coches movidos por gasógeno, con sus calde-ras soldadas en la parte trasera, no transportaban, así parecía, más que ataúdes. En los últimos tiem-pos, antes de que cerrasen todos los colegios, sólo rara vez llegaba siquiera con el tren a Salzburgo, la

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mayoría de las veces el tren se detenía ya antes de Freilassing y la gente saltaba del tren y buscaba cobijo en los bosques, a derecha e izquierda del tren. Cazabombarderos ingleses de doble fuselaje tomaban el tren como blanco, el tableteo de los ca-ñones de a bordo lo tengo aún hoy en los oídos exactamente igual que entonces, volaban las ra-mas, y entre los agachados contra el suelo del bos-que reinaban el miedo y el silencio, pero un miedo y un silencio convertidos hacía tiempo en costumbre. Acurrucado así en el húmedo suelo del bosque, con la cabeza encogida, pero sin embargo buscando con la vista curiosamente los aviones enemigos, me comía la manzana y el pan negro que me habían metido mi abuela o mi madre en la cartera del cole-gio. Cuando los aviones se habían ido, la gente corría otra vez al tren y se subía, y el tren andaba un trecho, pero no iba ya hasta Salzburgo, porque las vías de Salzburgo habían quedado destruidas hacía tiempo. Pero muy a menudo el tren no podía continuar en absoluto, porque la locomotora había sido incendiada y destruida y el maquinista muerto por las ametralladoras de los aviones ingleses. Aunque la mayoría de las veces no eran atacados los trenes que iban a Salzburgo sino los que se di-rigían a Munich. Preferentemente utilizaba para vol-ver a casa, mientras funcionaron, los llamados tre-nes de soldados con permiso del frente, trenes rápidos de carteles blancos con una barra azul di-agonal sobre los vagones, lo que no estaba permi-tido pero se había convertido hacía tiempo en cos-tumbre de todos los colegiales. En esos trenes sólo se podía entrar y salir por las ventanas, tan abarro-tados estaban, y la mayor parte del tiempo yo viaja-

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ba entre Salzburgo y Traunstein entre los coches y, por lo tanto, sólo en los llamados fuelles de unión de los vagones enganchados, encajado entre sol-dados y refugiados, y hacía falta el mayor esfuerzo para entrar en el tren en' Salzburgo y para salir otra vez en Traunstein. Esos trenes eran atacados des-de el aire casi un día sí y otro no. Los ingleses, en sus llamados Lightnings, disparaban contra la lo-comotora matando al" maquinista y se iban otra vez. Las máquinas ardían, y los maquinistas muer-tos eran llevados siempre a la caseta de guardaba-rrera más próxima y depositados allí, pude ver a muchos en las casetas de los guardabarreras, por la ventana del sótano, con el cráneo atravesado o la cabeza totalmente destrozada, todavía los veo, con sus uniformes de ferroviario azul oscuro y su cabeza de ferroviario hecha trizas, tras la ventana del sótano. El trato con los muertos se convirtió en un trato cotidiano. A finales del otoño se cerraron los colegios, también el internado fue abandonado, como supe, y mis viajes a Salzburgo, que termina-ban siempre antes de Freilassing, se interrumpie-ron. Pero yo no estuve mucho tiempo sin ocupa-ción, alternando entre casa de mi madre en Trauns-tein y casa de mis abuelos en el cercano Ettendorf, sólo unos días, y luego empecé a trabajar con un jardinero de Traunstein, la casa Schlecht und Wei-ninger. Ese trabajo me produjo en seguida la mayor alegría, duró hasta la primavera, para ser exacto hasta el dieciocho de abril, y durante ese tiempo aprendí a conocer y amar la jardinería con todas sus posibilidades e imposibilidades, ese dieciocho de abril cayeron miles de bombas en la pequeña ciudad de Traunstein y el barrio de la estación

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quedó totalmente destruido en el espacio de unos minutos. La empresa de jardinería Schlecht und Weininger, situada detrás de la estación, no fue más que una colección de gigantescos embudos de bomba, y el edificio de la explotación de la empresa resultó gravemente dañado e inutilizable. Cientos de muertos fueron depositados en la Bahnhofstras-se y llevados en ataúdes de madera blanca fabrica-dos como se pudo al cementerio del bosque, en el que, como en su mayor parte no eran ya identifica-bles, se les echó tierra encima en una fosa común. Esa pequeña ciudad a orillas del Traun tuvo que experimentar, sólo unos días antes del fin de la guerra, uno de los bombardeos más horrorosos y sin sentido en general. Una vez más aún fui de Traunstein a Salzburgo, probablemente para reco-ger algunas prendas de ropa olvidadas, me veo andando con mi abuela por la ciudad atrozmente maltratada y poblada nada más que por seres tras-tornados y famélicos, llamando con mi abuela en casas de parientes y, como todavía estaban vivos, visitando a esos parientes. El internado estaba ce-rrado y, entretanto, una tercera parte del edificio había quedado destruida, la mitad del dormitorio, en el que viví las condiciones y los sueños más horri-bles de mi vida, había sido arrancada por la explo-sión de una bomba y estrellada contra el patio. De la suerte de Grünkranz y de su mujer no he podido saber nada más, y tampoco he oído hablar nada ni nunca más de mis compañeros de colegio.

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El Tío Franz

Somos procreados, pero no educados, con todo su embrutecimiento, nuestros procreadores, después de habernos procreado, actúan contra no-sotros, con toda la torpeza destructora del ser humano, y lo arruinan todo, ya en los tres primeros años de su vida, en ese nuevo ser, del que no sa-ben nada, sólo, si es que lo saben, que lo han hecho aturdida e irresponsablemente, y no saben que, con ello, han cometido el mayor de los críme-nes. Con una ignorancia y una vileza completas, nuestros progenitores, y por tanto nuestros padres, nos han echado al mundo y, una vez que estamos ahí, no pueden con nosotros, todos sus intentos de poder con nosotros fracasan, pronto renuncian, pe-ro siempre demasiado tarde, siempre sólo en el instante en que hace tiempo que nos han destruido, porque en los tres primeros años de vida, los años de vida decisivos, de los que, sin embargo, nues-tros progenitores como padres no saben nada, no quieren saber nada, no pueden saber nada, porque durante siglos se ha hecho siempre todo en favor de esa espantosa ignorancia, nuestros progenito-res, con esa ignorancia, nos han destruido y aniqui-lado y destruido y aniquilado siempre para toda la vida, y la verdad es que, en el mundo, nos encon-tramos siempre con seres destruidos y aniquilados, y destruidos y aniquilados para toda la vida, en sus primeros años, por sus progenitores como padres ignorantes y viles y faltos de ilustración. El nuevo ser humano sólo es siempre parido por su madre como un animal, y es tratado siempre como un

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animal por esa madre y llevado a su perdición, sólo encontramos animales paridos por sus madres, no seres humanos, que ya en los primeros meses y sólo en los primeros años han sido destruidos y aniquilados ya por esas madres suyas con toda su ignorancia animal, pero a esas madres no les co-rresponde ninguna culpa, porque nunca han sido ilustradas, los intereses de la sociedad son distintos de la ilustración y la sociedad no piensa en absoluto en ilustrar, y los gobiernos están siempre y en todo caso y en todo país y forma de Estado interesados en que su sociedad no sea ilustrada, porque si ilus-trasen a su sociedad serían aniquilados ya en poco tiempo por esa sociedad ilustrada por ellos, durante siglos no se ha ilustrado a la sociedad, y vendrán muchos siglos CL que la sociedad no será ilustrada, porque la ilustración de la sociedad significaría la aniquilación de los gobiernos, y así nos encontra-mos con progenitores no ilustrados de niños no ilus-trados en toda su vida, que seguirán siendo siem-pre seres no ilustrados y condenados, durante toda su vida, a una ignorancia completa. Cualesquiera que sean los medios y métodos educativos con que se eduque a los nuevos seres, serán educados pa-ra su perdición con toda la ignorancia y la vileza y la irresponsabilidad de sus educadores, que sólo son siempre así llamados educadores y sólo pueden ser siempre así llamados educadores, ya en los prime-ros días de su vida y en las primeras semanas de su vida y en los primeros meses de su vida y en los primeros años de su vida, porque todo lo que el nuevo ser recibe y percibe en esos primeros días y semanas y meses y años lo es luego para toda su vida futura y, como sabemos, cada una de esas

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vidas que se viven, cada una de esas existencias que se existen es siempre sólo una vida turbada o una existencia turbada, una vida perturbada o una existencia perturbada y una vida aniquilada o una existencia aniquilada, turbadas y perturbadas y ani-quiladas. No hay padres en absoluto, sólo hay cri-minales como procreadores de nuevos seres, que actúan contra esos seres procreados por ellos, con toda su insensatez y embrutecimiento, y en esa criminalidad son apoyados por los gobiernos, que no están interesados en un ser humano ilustrado y, por tanto, realmente concorde con su época, por-que, como es natural, ese ser es contrario a sus fines, y por eso millones y millares de millones de débiles mentales producen una y otra vez y proba-blemente producirán todavía durante decenas de años y, posiblemente, durante centenas de años, una y otra vez, millones y millares de millones de débiles mentales. El nuevo ser es convertido en sus tres primeros años, por sus procreadores o sus re-presentantes, en lo que tendrá que ser durante toda su vida y no podrá cambiar por ningún medio: en una naturaleza desgraciada como ser humano to-talmente desgraciado, tanto si esa naturaleza des-graciada como ser humano desgraciado lo recono-ce como si no, tiene fuerzas para reconocerlo como si no, tiene fuerzas para sacar las consecuencias como si no, y tanto si ese ser humano, como natu-raleza en todo caso desgraciada dedica a ello, aun-que sólo sea una vez siquiera, un pensamiento, porque, como sabemos, la mayoría de esas natura-lezas desgraciadas como seres humanos desgra-ciados y a la inversa no dedican a ello jamás, en absoluto, en toda su vida y toda su existencia, ese

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pensamiento. El recién nacido se ve, desde el ins-tante de su nacimiento, a la merced de progenitores que son padres idiotizados y no ilustrados y, ya desde el primer instante, es convertido por esos progenitores que son sus padres, idiotizados y no ilustrados, en un ser igualmente idiotizado y no ilus-trado, ese proceso monstruoso e increíble se ha convertido, en los cientos de años y miles de años de la sociedad humana, en costumbre, y la socie-dad se ha acostumbrado a esa costumbre y no piensa en absoluto en dejar esa costumbre, al con-trario, esa costumbre se intensifica cada vez más y ha llegado a su apogeo en nuestra época, porque en ninguna época se han hecho seres humanos y millones y millares de millones de seres humanos como población mundial de una forma más irreflexi-va y más vil y más abyecta y más insolente que en la nuestra, aunque la sociedad sabe desde hace tiempo que ese proceso, que es una infamia mun-dial, si no se interrumpe, significará el fin de la so-ciedad humana. Pero las cabezas ilustradas no ilus-tran, y la sociedad humana, eso es seguro, se ani-quila. También mis progenitores como padres, ac-tuaron así, aturdidamente y en embrutecida con-formidad con toda la restante masa humana, exten-dida por todo el mundo, e hicieron un ser humano y, desde el instante de su procreación, emprendieron su idiotización y aniquilación, todo lo que había en ese ser humano fue en sus tres primeros años, co-mo en todos los demás seres humanos, destruido y aniquilado, recubierto de escombros, cubierto de escombros y cubierto de escombros con tal brutali-dad que ese ser humano, totalmente recubierto de escombros por sus procreadores, como padres,

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necesitó treinta años para quitar otra vez los es-combros con que sus progenitores, como padres, lo cubrieron, para ser otra vez el ser humano que sin duda fue en el primer instante y al que esos proge-nitores suyos que eran sus padres, padres que eran sus progenitores, cubrieron con la secular basura sentimental e intelectual que era su ignorancia. No debemos temer, aun a riesgo de ser tomados por locos, decir que nuestros progenitores, como pa-dres, cometieron el crimen de la procreación en tanto que crimen de causar premeditadamente la desgracia de nuestra naturaleza y, en común con todos los demás, el crimen de causar la desgracia del mundo entero, cada vez más desgraciado, exactamente igual que sus mayores, y así sucesi-vamente. Primero el ser humano, y el proceso es un proceso animal, es engendrado y dado a luz como un animal, y tratado siempre sólo de forma animal y, ya sea amado o mimado o atormentado, es alimentado y tratado como un animal, embrute-cida y egoístamente, por sus progenitores, como padres, o por sus representantes, embrutecidos de pies a cabeza, que no están ilustrados y sólo persi-guen sus fines egoístas, por su propia falta de auténtico amor y de conocimiento y disposición pa-ra la educación, y poco a poco ven allanados y tur-bados y perturbados sus principales centros senti-mentales y nerviosos, y entonces, como una de las mayores aniquiladoras, emprende la Iglesia (em-prenden las religiones) la aniquilación del alma de ese nuevo ser, y los colegios cometen con ese nuevo ser, por encargo y orden de los gobiernos de todos los Estados del mundo, un asesinato intelec-tual. Ahora estaba yo en el Johanneum, ésa era la

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nueva denominación del viejo edificio que, en el tiempo que yo había pasado con mis abuelos, hab-ía sido habilitado otra vez y, como nacionalsocialis-ta, convertido en severamente católico, en los es-casos meses de la posguerra, el edificio había de-jado de ser el, así llamado, Hogar Escolar Nacio-nalsocialista para convertirse en el severamente católico Johanneum, y yo era uno de los pocos del Johanneum que había estado ya en el Hogar Esco-lar Nacionalsocialista, y ahora iba al instituto y no ya a la escuela primaria, la llamada Andräschule, y en lugar de Grünkranz, que había desaparecido y probablemente había sido encarcelado por su pa-sado nacionalsocialista y a quien, en cualquier ca-so, no vi más, un sacerdote católico que era el Di-rector, al que nos dirigíamos siempre sólo como Tío Franz, había asumido el poder sobre nosotros. Otro sacerdote de unos cuarenta años ayudaba al Tío Franz en calidad de Prefecto, y ese Prefecto, que hablaba en alemán relamido, había recogido al esti-lo católico la herencia del nacionalsocialista Grün-kranz, era tan temido y odiado como Grünkranz y, probablemente, era un personaje que nos repelía igual a todos. Realmente, en todo el edificio se hab-ía hecho sólo lo más necesario y por tanto, en pri-mer lugar, se había reconstruido el dormitorio de-rruido a medias y se había reparado el tejado, y se habían puesto cristales en todas las ventanas y la fachada del edificio había recibido una nueva mano de pintura, y cuando se miraba por la ventana se veía, en lugar de la vieja Schranne, un montón de escombros asentado ya por muchas tormentas, y las ruinas de la iglesia de San Andrés, en las que todavía no se movía nada, porque la ciudad no hab-

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ía podido decidir si reconstruir la iglesia tal como había sido, o de otro modo, o demolerla por com-pleto, lo que hubiera sido lo mejor. En el interior del internado no había podido comprobar cambios lla-mativos, pero la, así llamada, sala de día, en la que nos habían educado en el Nacionalsocialismo, se había convertido ahora en la capilla, en lugar del pupitre de conferenciante, tras el que se situaba Grünkranz antes de terminar la guerra para hablar-nos de la Gran Alemania, estaba ahora el altar, y donde estaba el retrato de Hitler en la pared colga-ba ahora una gran cruz y en lugar del piano que, tocado por Grünkranz, había acompañado nuestros himnos nacionalsocialistas como Alta la bandera o Tiemblan los huesos podridos, había un armonio. Ni siquiera habían pintado toda la sala, para ello, evi-dentemente, faltaba dinero, porque donde colgaba ahora la cruz se podía ver aún el sitio, llamativa-mente blanco en la superficie gris de la pared, don-de durante años colgó el retrato de Hitler. Ahora no cantábamos ya Alta la bandera o Tiemblan los hue-sos podridos, ni escuchábamos, en posición de fir-mes, en esa sala, los comunicados de radio espe-ciales, sino que cantábamos con el armonio Estrella del mar yo te saludo o Te alabamos Dios del Cielo. Ya no nos precipitábamos fuera de la cama a las seis y a los lavabos y luego a la sala de estudios, para oír allí las primeras noticias del cuartel general del Führer sino para recibir en la capilla la Santa Comunión, y ocurría que los alumnos iban todos los días a comulgar, o sea, más de trescientas veces al año, y yo creo que todos, en esa época, para toda su vida. Las huellas exteriores del Nacionalsocia-lismo en Salzburgo habían sido realmente borradas

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por completo, como si esa época espantosa no hubiera existido nunca. Ahora el Catolicismo había salido otra vez de su opresión, y los americanos lo dominaban todo. La miseria en esa época era una miseria mucho mayor aún, la gente no tenía nada de comer y para vestir sólo lo más necesario y lo más raído, de día limpiaban las gigantescas monta-ñas de escombros y por la noche afluían a las igle-sias. El color de los poderosos era otra vez ahora, como antes de la guerra, el negro, y no el pardo ya. Por todas partes se habían colocado andamios, y las gentes se esforzaban por levantar muros contra esos andamios, pero era un proceso lento y penoso y horrible. También en la catedral se colocaron an-damios, y pronto se comenzó ya la reconstrucción de la cúpula. Ahora los hospitales no estaban ya ocupados sólo por mutilados de guerra, sino aba-rrotados de miles de personas medio muertas de hambre y que se morían lentamente de hambre y desesperación. El olor de la descomposición flotó todavía durante años sobre la ciudad, bajo cuyos edificios reconstruidos, por razones de simplicidad, se había dejado a la mayoría de los muertos. Sólo ahora, a una distancia de unos meses, era visible toda la importancia de los estragos y una tristeza profunda, una tristeza que ahora, de repente, se hacía profunda, se había apoderado de los habitan-tes, de cada uno de ellos, porque los daños no pa-recían ya reparables. Durante años la ciudad no fue más que un montón de escombros que apestaba dulzarronamente a descomposición, y en el que, como por escarnio, habían quedado en pie todas las torres de las iglesias. Y parecía como si la po-blación se levantase ahora otra vez lentamente,

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apoyándose en esas torres de iglesia. Todavía no había más que trabajo y falta de esperanzas, por-que la esperanza del final de la guerra había que-dado debilitada, una y otra vez, por los muchos re-trocesos y por el hambre que aumentaba. Los crímenes habían rebasado todas las dimensiones conocidas, y el miedo, en esa época de la posgue-rra inmediata, era un miedo mucho mayor aún, cualquiera hubiera podido matar a cualquiera por hambre. Hubo personas a las que se mató por un pedazo de pan o porque tenían todavía una mochi-la. Se salvaba el que podía, y la mayoría pudieron salvarse renunciando sencillamente a casi todo. También en esa ciudad había casi sólo ruinas y los que andaban y buscaban por esas ruinas, y nada los echaba a la calle en esa época más que el hambre, manadas enteras de personas por la ma-ñana, después de algún anuncio de distribución de alimentos. La ciudad estaba llena de ratas. Los ex-cesos sexuales de los soldados de las tropas de ocupación difundían entre la población miedo y te-rror. La mayor parte de la población seguía viviendo de los pillajes de los últimos días de la guerra. Un monstruoso comercio de intercambio de víveres y prendas de vestir, sin embargo, mantenía despierto su espíritu vital. En aquella época me fue posible, por mediación de una amiga de mi madre originaria de Leipzig, empleada en una oficina de abasteci-miento de Traunstein, organizar el transporte de un camión de patatas desde Traunstein, a través de la frontera, hasta Salzburgo, y gracias a ese transpor-te de patatas, varios miles de kilos encontraron ca-bida en el camión, pudo mantenerse a flote el Jo-hanneum bastante tiempo. Sólo había en la ciudad

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personas medio muertas de hambre, que mendiga-ban de los americanos el lujo de poder comer hasta hartarse. En ese estado, de repente otra vez total-mente sin esperanzas, que había sucedido a la lla-mada liberación como un suspiro de alivio después del dominio del terror nacionalsocialista, la ciudad dio, durante años, una impresión de desmoraliza-ción y de total cansancio de la vida, parecía como si sus habitantes hubieran renunciado a la ciudad y a sí mismos, y sólo unos pocos tenían el valor y las fuerzas necesarios para hacer algo contra la de-sesperación general. La humillación y la casi com-pleta aniquilación, en todos los sentidos, que había seguido a esa humillación habían sido demasiado totales. Pero yo sólo puedo indicarlo. Esta vez, por mi propia voluntad y atravesando la frontera ger-mano-austríaca de Traunstein, nuevamente resta-blecida al terminar la guerra y, después de terminar la guerra, cerrada durante meses, efectivamente, dos años después del fin de la guerra todavía herméticamente cerrada, de Traunstein, donde mi tutor había encontrado trabajo en mil novecientos treinta y ocho y adonde, como único que entonces ganaba dinero, lo siguieron primero mi padre y lue-go también mis abuelos, iba al internado, en una Austria otra vez libre, completamente solo y por mi cuenta, los gastos del internado los sufragaba mi tío que vivía en Salzburgo, el cual, como ya he indica-do, fue durante toda su vida un comunista e inven-tor genial. Era lógico que, a finales del verano del cuarenta y cinco, yo intentase reanudar lo que en el otoño del cuarenta y cuatro había interrumpido, y mi admisión en el Instituto se produjo sin dificultades. El intervalo lo había pasado sobre todo con mis

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abuelos en Ettendorf, el lugar de peregrinaje situa-do en los bosques junto a Traunstein, primero, has-ta el ya indicado horrible bombardeo de Traunstein el dieciocho de abril, había entrado en la jardinería con Schlecht und Weininger y, por lo tanto, había presenciado el final mismo de la guerra en Trauns-tein, recordaba cómo el Mariscal Kesselring, que había huido de los americanos cayendo en la tram-pa tendida por éstos en Traunstein, se hizo fuerte en el ayuntamiento de Traunstein, protegido por las últimas tropas de las SS, y cómo los americanos dieron un ultimátum al alcalde de Traunstein para que la ciudad se entregase voluntariamente a los americanos, pues de otro modo los americanos la destruirían, un solo soldado americano, con dos pistolas en las manos y dos pistolas en los gigan-tescos bolsillos del pantalón, entró en la ciudad vi-niendo del oeste, solo y sin ser molestado en abso-luto, y como no le pasó nada, lo siguieron a la ciu-dad, entretanto iluminada por blancas banderas, cobertores de edredón recién lavados o sábanas puestos en mangos de escobas y, de repente, des-pués de la retirada inmediatamente anterior de las tropas de las SS con Kesselring a las montañas situadas en torno a la ciudad, totalmente tranquila, las tropas americanas. Pero de esa época no se habla aquí, quizá sea útil que recuerde las clases de dibujo que mi abuelo me hizo dar con un ancia-no, alojado en el asilo de Traunstein, ese anciano, con un gigantesco y rígido cuello de papel, subía conmigo, para darme clases de dibujo, a la colina que se elevaba tras el hospicio, en dirección a Sparz, para sentarse arriba conmigo, bajo los árbo-les, y mirar la ciudad y dibujarla, con todo el detalle

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posible, y muy a menudo en silueta, y de esas lec-ciones de dibujo guardo el mejor recuerdo, y fueron, exactamente como las lecciones de violín y, luego, las de clarinete, nada más que los desesperados intentos de mi abuelo para no dejar que se desper-diciara mi talento artístico, para no dejar de probarlo todo con ese talento artístico. Un francés joven, perdido en Traunstein, me enseñaba francés, otra persona inglés. Así pues, después del año más lle-no de acontecimientos que jamás he vivido y del que no se puede hablar aquí, volví, atravesando la frontera, al extranjera patrio, y otra vez al internado, no a un internado nacionalsocialista sino a uno católico, y al principio sólo se diferenció para mí en el cambio del retrato de Hitler por la cruz de Cristo y en el cambio de Grünkranz por el Tío Franz, el re-glamento no era muy distinto, el día en el internado comenzaba a las seis y terminaba a las nueve, sólo que ahora, porque yo tenía un año más, no me alo-jaba ya en el gran dormitorio de treinta y cinco ca-mas sino en el segundo en tamaño, de catorce o quince camas. A cada paso me acordaba de y por muchos detalles, todavía ahora, de la era nacional-socialista, que por sentimiento propio y por los jui-cios siempre condenatorios y despreciativos de mi abuelo hacia el Nacionalsocialismo, siempre había odiado, pero, con la rapidez de la reconstrucción del internado y de sus instalaciones, esos signos residuales de una época para mí sólo maligna hab-ían pasado inadvertidos. En conjunto, sin embargo, la calma que reinaba aquí, a diferencia de los últi-mos meses de la guerra, era lo que más sorprend-ía, y las noches eran otra vez para dormir y absolu-tamente libres de miedo. Pero en sueños seguí

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siendo durante años, muy a menudo, despertado y sobresaltado por las sirenas de alarma, por los gri-tos de las mujeres y los niños en las galerías, por el zumbar y el retumbar de los aviones en el aire, por detonaciones y explosiones monstruosas que con-movían la tierra entera. Y hasta hoy tengo esos sueños. El Tío Franz era bonachón y estaba total-mente convencido de lo que creía que tenía que enseñarnos ininterrumpidamente, del Catolicismo, pero su carácter bonachón se había atrincherado tras el terror del Prefecto, este hombre, probable-mente contratado por el Tío Franz, descargaba so-bre nosotros todo su odio a la Humanidad, expre-sado en su rostro como un castigo de Dios que con-tinuamente nos causaba miedo, hoy lo veo sólo con los brazos cruzados a la espalda, yendo de un lado a otro entre los pupitres en los que se trabajaba de pie, acechando cualquier disminución de la intensi-dad del estudio en algún alumno y, si descubría esa auténtica disminución de la intensidad del estudio o incluso sólo una distracción en algún alumno, y casi siempre descubría una de esas disminuciones o una de esas distracciones, le daba un puñetazo desde atrás en la cabeza al interesado desintere-sado. Ahora yo no tenía tanto miedo de una perso-na como el Prefecto, que en su sadismo conse-cuente no le iba en nada a la zaga a Grünkranz, mi miedo, de repente, probablemente porque era ya un miedo educado durante años en esa relación inten-sa entre potencia e impotencia, hasta las posibili-dades de sentimiento y comprensión más extremas, no era tan grande como el de los otros, así pues, en el Johanneum, tenía menos miedo de los métodos del Prefecto, que en el fondo no eran más que los

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métodos de Grünkranz, que de los métodos del propio Grünkranz, pero los que acababan de entrar en el internado tenían ahora el mayor de los mie-dos, yo me había resignado a ese ritual de castigos sádicos, me dolían sin duda como interesado, pero no tenían ninguna clase de efecto destructor, de efecto aniquilador en mí, porque, al fin y al cabo, ya estaba destruido y aniquilado. Podía comprobar la coincidencia casi completa entre los métodos de castigo del régimen nacionalsocialista en el interna-do y los católicos, aquí, en el internado católico, había otra vez, aunque con otro nombre y no con botas de oficial o de las SA sino con los botines negros del clero, y no de gris o de pardo sino con sotana negra y no, siempre, con brillantes hombre-ras sino en forma de Prefecto con cuellos de papel, un Grünkranz, lo mismo que el Grünkranz de la, así llamada, era nazi había sido ya un Prefecto, y el Tío Franz había asumido el papel tutelar de la señora Grünkranz, porque en verdad y en realidad, ese párroco bonachón con su cara sonrosada de aldea-no era, sin duda, el Director, pero había transmitido, lo que todos sentían enseguida y experimentaban siempre también, todo su poder al Prefecto, de for-ma que el Tío Franz, al que siempre se calificaba de una persona muy amable, me pareció desde el principio un personaje en quien no se podía confiar, por no tener que decir que, en el fondo, tras su carácter bonachón sólo afectado, era un ser repug-nante. Ese Tío Franz llamado, pronunciado y susu-rrado por todas partes en el internado, envolvía a todo el internado, sobre todo para el visitante, de una forma adormecedora del entendimiento, en una amabilidad católica de la que allí, en realidad, no

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había nada. Pero la inseguridad del Tío Franz me había reportado a menudo, como también a los otros, muchas ventajas, porque de vez en cuando era realmente el hombre por el que se le conocía en todas partes, el que no sabía decir que no. Sin embargo, colaboraba muy bien con el Prefecto, y los dos dirigían su régimen de terror católico en la Schrannengasse como Grünkranz su régimen na-cionalsocialista. En este lugar tengo que decir otra vez que anoto o incluso sólo esbozo o indico sólo cómo sentía entonces, no como pienso hoy, porque el sentimiento de entonces fue distinto de mi pen-samiento de hoy, y la dificultad es, en estas notas e indicaciones, convertir el sentimiento de entonces y el pensamiento de ahora en notas e indicaciones que correspondan a los hechos de entonces, a mi experiencia como alumno, aunque, probablemente, no les hagan justicia, en cualquier caso quiero in-tentarlo. En el Prefecto veía siempre realmente el espíritu y, de hecho, el espíritu completamente ileso de Grünkranz, Grünkranz había desaparecido de la superficie de la posguerra, probablemente estaba encarcelado, no lo sé, pero para mí estaba siempre presente en el Prefecto, también la actitud física del Prefecto era como la actitud física de Grünkranz, casi todo en el exterior y, probablemente, también en el interior de aquel hombre que, y esta suposi-ción es probablemente verdad, era un hombre des-graciado de pies a cabeza como Grünkranz, ya por esa razón era un crimen entregar por completo a un ser así el poder de gobernar un internado como el internado de la Schrannengasse, porque el Prefecto gobernaba el internado enteramente como el ver-dadero Director, el Tío Franz, como Director sobre

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el papel, no tenía nada que decir, pero también por parte del Tío Franz era naturalmente irresponsable y, para ser exacto, vil el dejar a los alumnos a la merced del acomplejado Prefecto, porque el Tío Franz sabía muy bien cómo y cuál era la forma de actuar del Prefecto, pero aquel hombre débil y de carácter frágil que era el Tío Franz necesitaba una máquina devastadora del ánimo y del carácter co-mo el Prefecto para poder mantenerse en el inter-nado y, desde su punto de vista, había elegido la persona apropiada. En el fondo, no había absolu-tamente ninguna diferencia entre el sistema nacio-nalsocialista y el católico en el internado, todo tenía sólo otra mano de pintura y todo tenía sólo otras denominaciones, pero las secuencias y las conse-cuencias eran las mismas. Ahora, sencillamente, después de un procedimiento de aseo tan poco concienzudo como en la época nazi, peregrinába-mos a la capilla, para oír misa y recibir la Santa Comunión, lo mismo que en la época nazi a la sala de día, para oír las noticias y las instrucciones de Grünkranz, entonábamos ahora cánticos de iglesia, cuando antes habíamos entonado himnos nazis, y el transcurso de la jornada adoptaba, al estilo cató-lico, el mismo mecanismo de represión, en el fondo enemigo del ser humano, del Nacionalsocialismo. Si en la época nazi, antes de las comidas, nos pon-íamos firmes junto a las mesas del comedor, cuan-do Grünkranz decía Heil Hitler al comenzar las co-midas, y entonces podíamos sentarnos y comenzar a comer, ahora nos poníamos en la misma posición junto a las mesas, cuando el Tío Franz decía Dios bendiga esta mesa, y entonces podíamos sentar-nos y comenzar a comer. La mayoría de los alum-

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nos eran educados ahora por sus padres en el ca-tolicismo, lo mismo que antes, en la época nacio-nalsocialista, en el Nacionalsocialismo, por lo que a mí se refiere, ni en una cosa ni en la otra, porque mis abuelos, con los que me crié, no se contagia-ron, jamás, de una ni otra enfermedades, en el fon-do sólo malignas. Continuamente advertido por mi abuelo de que no debía dejarme impresionar ni por uno de esos embrutecimientos (el nacionalsocialis-ta) ni por el otro (el católico), jamás estuve siquiera en peligro de padecer ese debilitamiento del carác-ter y del espíritu, aunque fue de lo más difícil en una atmósfera totalmente descompuesta y envene-nada por los dos como la de Salzburgo y, espe-cialmente la de un internado como el de la Schran-nengasse. Tampoco el cuerpo de Cristo, sumido y consumido cada día y, por lo tanto, aproximada-mente trescientas veces al año, era nada distinto del llamado homenaje cotidiano a Adolf Hitler, en cualquier caso, yo tenía la impresión, con indepen-dencia de que se tratase de dos magnitudes total-mente distintas, de que el ceremonial era, en sus intenciones y efectos, el mismo. Y mi sospecha de que, en el trato con Jesucristo, se trataba de lo mismo que un año o que medio año antes sólo con Adolf Hitler se vio pronto confirmada. Si examina-mos los cánticos y los coros que se cantan a fin de glorificar y honrar a alguna de las llamadas perso-nalidades extraordinarias, sea la que fuere, como los cantábamos en la época nazi y como los can-tamos después de la época nazi en el internado, tendremos que reconocer que son siempre los mismos textos, si bien con palabras algo diferentes, pero son siempre los mismos textos con la misma

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música siempre y, en conjunto, todos esos cánticos y coros no son más que la expresión de la tontería y de la vileza y de la falta de carácter de los que cantan esos cánticos y coros con esos textos, es siempre sólo el aturdimiento el que canta esos can-tos y coros, y ese aturdimiento es un aturdimiento general, mundial. Y los crímenes de educación, tal como se cometen por todas partes, en todo el mun-do, en los establecimientos de enseñanza, con los que deben ser educados, se cometen siempre en nombre de alguna de esas personalidades extraor-dinarias, ya se llame esa personalidad extraordina-ria Hitler o Jesús y así sucesivamente. En nombre del cantado, del glorificado, se producen esos crímenes capitales contra los adolescentes, y una y otra vez habrá esas personalidades extraordinarias cantadas y glorificadas, cualquiera que sea su natu-raleza, y esos crímenes capitales de educación cometidos contra la humanidad adolescente, edu-cación que, sean cuales fueren sus consecuencias, sólo puede ser siempre, por naturaleza, un crimen capital. Así, en el internado y en esa, como se de-nomina a Salzburgo con clarividencia, Roma ale-mana, fuimos primero educados para nuestra per-dición y, día tras día, para la muerte en nombre de Adolf Hitler, y luego, después de la guerra, en nom-bre de Jesucristo, y el Nacionalsocialismo tuvo en todos esos jóvenes el mismo efecto devastador que ahora el Catolicismo. El joven ser, que, en cualquier caso, crece siempre solo en esa ciudad y en ese paisaje, nace dentro de una atmósfera nada más que católiconacionalsocialista, y crece, lo reconoz-ca o no, lo sepa o no, en esa atmósfera católicona-cionalsocialista. Adondequiera que miremos, no

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vemos que más Catolicismo o Nacionalsocialismo y, en casi todo lo que hay en esa ciudad y en esa región, esa situación católiconacionalsocialista y homicida, que turba el espíritu y pudre el espíritu y mata el espíritu. Aun a riesgo de pasar, ante todos esos habitantes con anteojeras, en el sentido más propio de la palabra, por imposible y, una vez más, por necio, hay que decir que esa ciudad es una ciu-dad vilmente vaciada de su contenido por siglos de Catolicismo y brutalmente violada por decenios de Nacionalsocialismo, lo que produce sus efectos. El joven ser que nace dentro de ella y se desarrolla en ella, se desarrolla en su vida, en casi un ciento por ciento, para convertirse en un ser católico o nacio-nalsocialista, y así, realmente, cuando tratamos en esa ciudad con seres humanos, tratamos sólo con católicos (al ciento por ciento) o con nacionalsocia-listas (al ciento por ciento), y la minoría que no es una cosa ni otra es ridícula. El espíritu de esa ciu-dad es pues, durante todo el año, un espíritu malig-no católiconacionalsocialista, y todo lo demás son mentiras. En verano, se finge en esa ciudad la uni-versalidad, :,un el nombre de Festival de Salzburgo, y el medio del llamado arte mundial es sólo un me-dio de engañar para apartar la atención de ese espíritu maligno que es una perversidad, lo mismo que todo, en los veranos, es aquí sólo un engañar para apartar la atención y un fingir para apartar la atención y un interpretar música para apartar la atención y un representar teatro para apartar la atención, por esa ciudad y sus habitantes, para na-da más que sus viles fines comerciales, el Festival se organiza para cubrir durante meses el fango de esa ciudad. Pero también eso debe quedar sólo

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como indicación, éste no es el lugar y no es ahora el momento para un análisis relativo a toda esa ciu-dad de entonces y de hoy, claridad de pensamiento y, al mismo tiempo, misericordia, para aquel que haga jamás ese análisis. Así, en siglos y en pocos decenios, el ser de esa ciudad se ha convertido en un ser insoportablemente católiconacionalsocialista y que debe calificarse ya de enfermizo, en el que no hay ya nada más que lo católico y lo nacionalsocia-lista. El internado me presentó ese ser católicona-cionalsocialista, día tras día, con la insistencia de lo auténtico, y crecimos intelectualmente encajados entre el Catolicismo y el Nacionalsocialismo y fui-mos finalmente aplastados entre Hitler y Jesucristo como calcomanías para idiotizar al pueblo. Hace falta, pues, estar sobre aviso y no dejarse engañar, ni por nada, porque el arte de hacer creer al mundo algo, se refiera a lo que se refiera, se domina aquí como en ninguna otra parte, y todos los años caen aquí en la trampa millares y decenas de millares, si es que no son centenas de millares. La, así llama-da, inocuidad del pequeñoburgués es, en realidad, un sofisma grosero e indolente y que, muy a menu-do, conduce en forma directa a la turbación del mundo y la perturbación del mundo, como deber-íamos saber. Esas gentes, como población, no han aprendido nada por experiencia, al contrario. De la noche a la mañana, sustituyendo al Catolicismo, el Nacionalsocialismo puede hacer aquí otra vez su aparición dominante, esa ciudad tiene todos los requisitos y realmente tenemos que vérnoslas hoy aquí con un equilibrio continuamente turbado entre el Catolicismo y el Nacionalsocialismo, y el súbito descenso del platillo nacionalsocialista resulta posi-

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ble en cualquier momento. Pero quien expresa ese pensamiento que realmente flota de modo continuo en el aire de Salzburgo, lo mismo que cuando ex-presa otros pensamientos, igualmente peligrosos, que flotan en el aire, es tenido por necio, como es tenido por necio siempre todo el que expresa lo que piensa y siente. Y esto de aquí son indicaciones de pensamientos y sensaciones continuamente pen-sados y que, al que los anota, siempre y durante toda su existencia lo han irritado al menos y no lo dejan tranquilo, y nada más. El instituto fue siempre un instituto severamente católico, aun cuando aho-ra, después de su cierre en el treinta y ocho y su reapertura en el cuarenta y cinco, se llamase otra vez instituto del Estado, pero todo el Estado austr-íaco se ha llamado siempre también, al fin y al ca-bo, Estado católico y, con una sola excepción, según recuerdo, y esa excepción era el profesor de matemáticas, sólo había hombres católicos, que eran los profesores que nos enseñaban, y en esos colegios se enseña más el Catolicismo que otra cosa, cualquier asignatura sólo como asignatura católica, lo mismo que en la época nazi toda asig-natura era asignatura nacionalsocialista, como si todo lo que valiera la pena de saber fuera sólo algo nacionalsocialista o algo católico, y si (en la escuela primaria) estuve sometido primero a la mentira de la Historia nazi y totalmente dominado por esa mentira de la Historia, ahora estaba (en el instituto) someti-do a la católica. Mi abuelo, sin embargo, me había hecho clarividente para esos hechos, y no caí en un estado enfermizo, por difícil que me fuera no caer de repente en un estado enfermizo, es decir, no pasar en un instante de nacionalsocialista (antes de

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terminar la guerra) a católico (después de acabar la guerra) o, por lo menos, ser contagiado por el Na-cionalsocialismo como por una enfermedad conta-giosa, y tanto el Nacionalsocialismo como el Catoli-cismo son enfermedades contagiosas, enfermeda-des del espíritu y nada más. No me contagié de esas enfermedades porque, por la previsión de mi abuelo, era inmune a ellas, pero las sufrí como sólo un niño de mi edad podía sufrirlas. El Tío Franz, católico de pies a cabeza, y Grünkranz, nacionalso-cialista de pies a cabeza, han seguido siendo para mí, hasta hoy, los ejemplos típicos de esas categor-ías humanas, caracterizando para toda mi vida su actitud de espíritu universal, bajo la que los pueblos han tenido siempre más motivos para sufrir que para alegrarse, el Tío Franz, sencillamente, la quin-taesencia de lo católico, y Grünkranz la quintaesen-cia de lo nacionalsocialista, y en todos los nacional-socialistas reconozco una y otra vez a Grünkranz, y en todos los católicos, una y otra vez, al Tío Franz, y en muchos salzburgueses reconozco una y otra vez al Prefecto, que era para mí nacionalsocialista y católico a la vez, una forma humana, como actitud de espíritu, que es la más difundida en Salzburgo y que, hasta hoy, domina completamente esa ciudad. Aquí, hasta los que se llaman socialistas, un con-cepto que no se puede armonizar con el suelo de la alta montaña y, en especial, con el suelo de la alta montaña salzburguesa, tienen a la vez rasgos na-cionalsocialistas y católicos, en cualquier caso, esa mezcla humana, como tal, resulta reconocible a diario para el visitante, y demuestra, en todos sus modos de actuar, una actitud espiritual católicona-cionalsocialista. Pero yo sólo indico. El instituto,

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ahora, a diferencia de la escuela primaria de la gue-rra, un aparato de enseñar que funcionaba exacta-mente, sin ser exteriormente turbado por nada, fue para mí un buen ejemplo para estudiar las entrañas intelectuales de todo el cuerpo urbano salzburgués: era, como es natural, lo mismo que en todos los otros institutos, el espíritu de los siglos pasados el que se mostraba aquí al espectador y, sobre todo, al colegial de ese colegio como víctima de su sis-tema, a cada instante y desde todos los puntos de vista posibles. Así pues, ese edificio, que fue en otro tiempo la universidad vieja, con sus largos pa-sillos y bóvedas encalados, más una construcción monástica que un colegio, había provocado real-mente en mí, a mi entrada en el instituto, o sea, en el instante de mi ascensión desde la escuela prima-ria, la llamada Andräschule, a esa altísima escuela secundaria, respeto y asombro, y de repente, al ser recibido en esas órdenes mayores que siempre habían estado vinculadas a aquella casa vieja y venerable, me había transmitido y hecho sentir el conocimiento de que yo mismo, ahora, al entrar día tras día en ese colegio y subir sus escaleras de mármol, era, como él, algo superior. Y qué joven, sea el que fuere, tanto si, de repente, venía sólo de las callejuelas vecinas o, como yo, de los bosques y del campo, no se hubiera sentido orgulloso al dar sus primeros pasos oficiales como colegial por ese severo edificio del que, como se dice una y otra vez, sale desde hace siglos la minoría selecta del Land. Pero el respeto y la estimación, en todo caso inhibidora del espíritu, se redujeron pronto en las primeras semanas de clase, y lo que antes de mi ingreso en el instituto había sido para mí (¡como

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también para mi abuelo, que había deseado ese ingreso!) un gran paso hacia adelante, se reveló pronto como una gran desilusión. Los métodos en aquel edificio, que se llamaba y se llama todavía hoy tan pretenciosamente instituto y, todavía más pretenciosamente, instituto del Estado, eran en el fondo los mismos métodos de la Andräschule, co-mo escuela primaria siempre despreciada por ese instituto, y pronto, por mi mecanismo de observa-ción, estuve también en este instituto, en el plazo más breve, predispuesto contra todo. Los profeso-res eran sólo los ejecutores de una sociedad co-rrompida y, en el fondo, siempre sólo enemiga del espíritu y, por ello, eran igualmente corrompidos y enemigos del espíritu, y sus alumnos eran estimu-lados por ellos a convertirse en seres tan corrompi-dos y enemigos del espíritu como los adultos. Las clases me alejaban, cada vez más, de todo desa-rrollo natural de mi espíritu, encajado en el insopor-table tornillo de una noria de enseñar que presen-taba y predicaba falsamente como necesidad vital la Historia como materia muerta, observaba en mí una destrucción que se reanudaba allí y que, al terminar mis clases en la escuela primaria, se había interrumpido. Por segunda vez había entrado en la catástrofe, y como pronto reconocí que el instituto no era más que una catastrófica máquina mutilado-ra de mi espíritu, en poco tiempo todo estuvo ya en mí en contra de ese instituto, y a eso se unían mi antipatía hacia el claustro de profesores, realmente opresivamente estrechos de miras, que en conjunto eran sólo el engendro de una materia científica si-tuada ya a siglos de distancia, y mi antipatía hacia todos aquellos compañeros de colegio, que usaban

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y abusaban de su grande y pequeña burguesía co-mo un arma contra todo, y con los que jamás pude tener realmente contacto, por una parte, repelido por su burguesía, me replegué ya pronto en mí mismo, por otra y a la inversa, ellos, repelidos por mi, indudablemente morbosa, antipatía hacia ellos (y su burguesía) y hacia todo lo relacionado con ellos (y su burguesía), me excluyeron pronto de su esfera, y otra vez estuve, por lo tanto, totalmente aislado, abandonado a mí mismo por todas partes, en un estado de defensa y de miedo y temor cons-tantemente alimentados por esa disposición defen-siva. Eso no quiere decir, sin embargo, que no su-piera arreglármelas, al contrario, bajo la presión constante no sólo del profesorado sino también de mis compañeros de estudios, cuyo medio de proce-dencia era totalmente opuesto al mío, como ya he indicado, centrado totalmente en mí mismo y en contra de todo, me volví fuerte y más fuerte, es de-cir, con el tiempo, no me dejé ya atacar y ofender sino que, sencillamente, no hacía caso de nada, al tener pronto conciencia de que no me haría viejo en aquel instituto. Pronto no me interesó ya lo que se enseñaba en aquel colegio, y ya mis primeras califi-caciones resultaron en consecuencia. Pronto con-cebí el instituto nada más que como una pejiguera, a la que todavía no podía escapar y que, por consi-guiente, tendría que soportar aún cierto tiempo, sólo me interesaron realmente la Geografía, como materia totalmente inútil, el Dibujo y la Música, y la Historia fue para mí siempre una materia que me fascinaba, pero por lo demás lo acogía todo sólo con la mayor falta de interés, pronto consideré el colegio instintivamente, como lo que es hoy para

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mí, con claro juicio, un establecimiento de aniquila-ción del espíritu. Sin embargo, si quería hacer, y como es natural lo quería, algo extraordinario, tenía que terminar el bachillerato, eso me decían siempre y una y otra vez, y por eso intenté, con la mayor falta de interés y con la mayor antipatía hacia todo lo que se relacionaba con él, superar el bachillerato, lo que, sin embargo, se reveló como cada vez más desesperado, de lo que, sin embargo, no dije pala-bra a mi abuelo, que me había explicado claramen-te que tenía que terminar el bachillerato si no quería caer bajo las ruedas de la sociedad, y yo tenía ple-na conciencia de lo que eso significaba, él no sabía nada de mi fracaso casi completo en el instituto que, naturalmente, me avergonzaba a mí mismo, en mis viajes a casa, a Traunstein y Ettendorf, que hacía cada quince días, no le hablé jamás de ese fracaso. Cada quince días, con la ropa sucia en la mochila, salía del internado, ya hacia las tres de la madrugada, por una ventana del pasillo que deja-ban abierta expresamente para mí y me iba a casa, es decir, unos trece kilómetros a pie hasta la fronte-ra, que atravesaba al amanecer en las proximida-des de la pensión Wartberg, a mitad de camino en-tre Salzburgo y Grossgmain, con todas las circuns-tancias concurrentes posibles del miedo a ser des-cubierto por funcionarios de aduana, cada quince días, primero a través de la ciudad como muerta, fría y todavía oscura, desviándome en Viehhausen por los bosques y a través de los pantanos situados detrás de Wartberg, pasaba la frontera hasta Mar-zoll y de allí hasta Piding, una pequeña localidad bávara, en donde, en posesión de una tarjeta de identidad austríaca por una parte, y de una cédula

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personal alemana por otra, me subía al tren para ir a Freilassing y de allí a Traunstein. Esos cruces de frontera eran necesarios porque no tenía a nadie en Salzburgo que me lavara la ropa, ni tampoco nadie con quien pudiera hablar, y porque ese joven, siempre que le es posible, con tanta frecuencia co-mo puede, va a ver al ser en quien tiene más con-fianza y al que quiere más, y ése era mi abuelo, y mi madre vivía también en Traunstein con mis her-manastros, los hijos de mi tutor, y con su marido, mi tutor, que entretanto había vuelto, de la guerra y por lo tanto, en su caso, de Yugoslavia. Muy a menudo, en los fines de semana libres, yo iba también a ca-sa de mi tío que vivía en Salzburgo, comunista du-rante toda su vida e inventor durante toda su vida de cacerolas que no se rebosaban, motores de agua, etcétera, pero la mayoría de las veces a casa de mis abuelos y a casa de mi madre, a Traunstein y Ettendorf. Cuando había atravesado la frontera hacia Alemania, sacaba la cédula personal alema-na, cuando había pasado la austríaca hacia Salz-burgo, la tarjeta de identidad austríaca, y así tenía para las autoridades, en cada país, el permiso de residencia, cuando todo el, así llamado, tráfico fron-terizo estaba entonces severamente prohibido, y sólo a un chico como yo, de mi edad, le resultaba posible probablemente, en esa época, cruzar la frontera con tanta frecuencia y casi siempre sin ser molestado, el sábado por la mañana en una direc-ción y el domingo por la tarde en la otra. En el in-ternado, en el que, en esa época, además de los alumnos y, por lo tanto, estudiantes del instituto, había también colegiales que no iban al instituto y trabajadores jóvenes, conocí un día a un joven, que

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reapareció de pronto como aduanero o, así llama-do, funcionario de Hacienda y que, a partir de en-tonces, después de haber pasado yo docenas de veces la, así llamada, frontera verde junto a Wart-berg, en Siezenheim, donde estaba él destinado, me hacía pasar la frontera ante los ojos de sus co-legas austríacos y bávaros y en las siguientes con-diciones : ya en la tarde del viernes iba yo a pie a Siezenheim, a casa del carpintero Allerberger, que habitaba allí en una casita de la linde del bosque, el cual había estado con mi tío en la campaña de No-ruega, en el estado mayor del General Dietl, como decían siempre, y allí me recibían, me daban leche caliente y me acostaban en, una cama, de la que me sacaba la madre del carpintero Allerberger hacia las cuatro de la madrugada. Me levantaba, desayunaba e iba solo por el bosque hasta la garita de la frontera, y llamaba a la ventana, y entonces salía el joven aduanero, vestido con una gran es-clavina. Como estaba convenido, yo me agarraba en seguida a la espalda del aduanero y éste me llevaba entonces, protegido por la esclavina, por el estrecho paso fronterizo de Siezenheim hasta la orilla alemana del Saalach, donde yo me soltaba y bajaba al suelo. En el bosque, alejándome rápida-mente del aduanero, corría entonces hacia Ainring, a la estación de ferrocarril, para ir en tren desde allí hasta Freilassing y luego hasta Traunstein, y el do-mingo por la noche se repetía todo el proceso en sentido opuesto, mi hora de llegada al bosque de Ainring estaba convenida de la forma más exacta, y siempre resultó bien. De casa de mis abuelos, que vivían en el campo y podían ahorrárselos, traía siempre para el aduanero que era funcionario de

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Hacienda cupones de pan por su ayuda. Pero me atraparon también varias veces, y una vez me en-cerraron y realmente, hay que imaginárselo, a mí que era un muchacho de catorce o de quince años, no lo sé ya con exactitud, me llevaron detenido co-mo un criminal en la oscuridad a la aduana de Mar-zoll y de allí a la aduana de Wals, tuve que caminar por el bosque delante de un guardia fronterizo con el fusil montado, y mi aseveración de que no era más que un estudiante de instituto de Salzburgo que se había perdido no sirvió de nada. Y una vez fue detenido mi tío por los americanos en Trauns-tein, sin que supiera durante días por qué, pero la razón fue, sin embargo, que yo llevaba siempre to-da la mochila llena de cartas de Austria a Alemania, y en esas cartas había, en gran parte, bolsitas de sacarina que se podían conseguir en Austria, pero no en Alemania, en esa época no había ninguna clase de tráfico postal de Alemania a Austria y a la inversa. Los destinatarios tenían que mandar sus respuestas sólo a nuestra dirección de Traunstein y, por lo tanto, a la de mi tutor, para que su correo fuera llevado por mí a Austria. Mi tutor se pasó quince días en la cárcel de Traunstein a causa de ese tráfico postal realizado por mí de Alemania a Austria y a la inversa, y probablemente jamás me perdonó esa contrariedad, porque fui yo solo el causante y responsable de ese tráfico postal que duró casi dos años. Esos cruces de frontera fueron para mí lo más inquietante de mi vida. Una vez me llevé a mi hermanastro que entonces tenía siete años, de Traunstein, y crucé con él la frontera cerca de Marzoll, sin que lo supieran mi madre ni mis abuelos, por qué se me ocurrió de pronto esa forma

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de actuar, sin duda alguna espantosa para mis pa-rientes, no lo sé, de las consecuencias, naturalmen-te, no tenía conciencia clara, pero pasé la frontera con mi hermanito muy bien y sin obstáculos, y de-posité a mi hermano en Salzburgo en casa de mi espantado tío, porque ¿qué hubiera hecho yo con mi hermanastro en el internado? Probablemente, al sábado siguiente, volví a pasar la frontera de con-trabando con mi hermanastro en dirección a Traunstein, y las consecuencias fueron sin duda terribles. Esa época estaba llena de cosas inquie-tantes y de cosas irresponsables y de continuas cosas monstruosas y cosas increíbles. Montaigne escribe que es doloroso tener que detenerse en un lugar donde todo lo que alcanza nuestra vista nos afecta y conmueve. Y además: mi alma estaba agi-tada, me formaba mi propio juicio sobre las cosas de mi entorno y las transformaba sin ayuda de na-die. Una de mis convicciones era que la verdad no podía sucumbir en ningún caso a la coacción y la violencia. Y además: estoy ansioso de darme a co-nocer, en qué medida me es indiferente, siempre que realmente ocurra. Y además: no hay nada más difícil, pero tampoco más útil, que describirse a sí mismo. Hay que ponerse a prueba, darse órdenes a sí mismo y situarse en el lugar exacto. A eso estoy siempre dispuesto, porque me describo siempre, y no describo mis actos sino mi ser. Y además: mu-chos asuntos, que el decoro y la razón prohíben descubrir, los he dado a conocer para enseñanza de mis contemporáneos. Y además: me he fijado como norma decir todo lo que me atreva a hacer, e incluso desvelo pensamientos que, en realidad, no pueden publicarse. Y además: si quiero conocerme,

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es para conocerme como verdaderamente soy, hago un inventario de mí mismo. Esas frases y otras las he escuchado a menudo, sin comprender-las, de mi abuelo el escritor, cuando lo acompañaba en sus paseos, él amaba a Montaigne, y ese amor lo comparto con mi abuelo. Más que con mi madre, con la que, durante toda la vida, tuve una relación difícil, difícil porque, en fin de cuentas, mi existencia le resultó siempre inconcebible y porque jamás pu-do conformarse con esa existencia mía, mi padre, hijo de campesino y carpintero, la abandonó, y no se ocupó más de ella ni de mí, lo mataron, en qué circunstancias no lo he sabido jamás y, por lo tanto, no lo sé hasta hoy, hacia el fin de la guerra en Francfort del Oder, como oí decir una vez a su pa-dre, mi abuelo paterno, al que también he visto sólo una vez en mi vida, a diferencia de mi padre, al que no he visto jamás en mi vida, siempre estuve a fa-vor de mi madre, que murió en octubre del cincuen-ta a consecuencia de la guerra como víctima de su familia, que la debilitó durante años, y final y defini-tivamente la mató realmente, más que con mi ma-dre, con la que, realmente, durante toda mi vida, sólo pude convivir con el mayor grado de dificultad y cuyo ser no tengo todavía hoy capacidad para describir, sigo teniendo sólo una incapacidad para indicar siquiera su ser, para comprender siquiera en forma aproximada su vida llena de acontecimientos pero tan corta, sólo cuarenta y seis años, hasta hoy no me es posible hacer justicia a aquella mujer ma-ravillosa, más que con mi madre, pues, que vivía con los hijos de su marido, mi tutor, que no fue nunca mi padrastro porque jamás, ésa es la desig-nación jurídica del procedimiento, hizo que me de-

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clarasen a su cargo y que durante toda la vida fue sólo para mí tutor, jamás padrastro, más todavía que con mi madre estuve con mis abuelos, porque allí encontré siempre el afecto y la comprensión y la compenetración y el amor que no pude encontrar en ninguna otra parte, y crecí totalmente bajo los cuidados y la educación imperceptible de mi abue-lo. Mis recuerdos más hermosos son esos paseos con mi abuelo, caminatas de horas en medio de la Naturaleza, y las observaciones hechas en esas caminatas, que él supo desarrollar en mí poco a poco, convirtiéndolas en un arte de la observación. Atento a todo lo que mi abuelo me mostraba y de-mostraba, tengo que considerar esa época con mi abuelo como la única escuela útil y decisiva para toda mi vida, porque fue él y nadie más quien me enseñó la vida y me hizo conocer la vida, al hacer-me conocer antes que nada la Naturaleza. Todos mis conocimientos se remontan a ese hombre, de-cisivo en todo para mi vida y mi existencia, que había pasado por la escuela de Montaigne, como yo pasé por su escuela. Mi abuelo conocía perfec-tamente las condiciones y situaciones de la ciudad de Salzburgo, porque también a él lo mandaron sus padres a esa ciudad para realizar estudios, fue al seminario conciliar, pero en ese establecimiento de la Priesterhausgasse tuvo que padecer las mismas condiciones que yo, más de cincuenta años más tarde, en mi internado de la Schrannengasse, y se escapó y, lo que era una monstruosidad para la época, inmediatamente antes del fin de siglo, se fue a Basilea, para llevar allí una peligrosa existencia de anarquista, como Kropotkin, y luego con su mu-jer, mi abuela, fue anarquista durante dos decenios

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en las condiciones más horribles, siempre buscado y a menudo detenido y encarcelado. En mil nove-cientos cuatro mi madre nació en Basilea, en mitad de esa época, y mi tío más tarde, en Munich, adon-de había ido a parar la joven pareja, probablemente huyendo de la policía. Y ese hijo suyo, mi tío, fue durante toda su vida un revolucionario, ya a los die-ciséis años en Viena, como comunista, la mayor parte del tiempo encarcelado o huido, y permaneció fiel durante toda su vida a esos ideales comunistas suyos, al Comunismo que lo ocupó durante toda su vida, que jamás puede hacerse realidad, que tiene que seguir siendo sólo fantasía en esas mentes extraordinarias como la mente de mi tío y por el que tienen que perecer esos hombres extraordinarios que son hombres desgracia. dos durante toda su vida, y mi tío pereció en las condiciones más horri-bles y más tristes. Pero también eso, como todo lo anotado aquí, sólo puede ser indicación. Probable-mente su propia experiencia en Salzburgo como ciudad para estudiar fue la razón del deseo y la de-cisión de mi abuelo de entregarme también a esa ciudad para realizar mis estudios, pero el que su nieto estuviera también condenado al fracaso en esa ciudad como ciudad para estudiar no lo previó, y tampoco pudo comprender el hecho o quizá com-prender sí pero no concebir lo que probablemente fue para él una espantosa repetición de su propio fracaso. Conseguir en su nieto lo que no le había sido posible a él mismo, poder terminar, acabar unos estudios regulares en Salzburgo, su ciudad y mi ciudad, fue sin duda su objetivo, y tener que de-cepcionarlo fue doloroso. Pero ¿no fue precisamen-te su propia escuela, a la que yo había ido durante

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toda mi infancia y primera juventud, la condición previa de ese fracaso? Pero mi abuelo no tenía to-davía ninguna sospecha del hecho, todavía no rea-lizado pero sin embargo previsible, de que yo no iría mucho tiempo al instituto, porque mis progresos allí no eran en el fondo más que retrocesos y por-que, poco a poco, había perdido todo deseo de aprender lo que fuera en ese instituto, a partir de cierto momento, aborrecí ese colegio y todo lo rela-cionado con él y, desde el punto de vista académi-co, me perdí. Pero me forcé todavía muchos meses y, en verdad, todavía año y medio más, en ese es-tado que se había vuelto insoportable, a ir al institu-to y al mismo tiempo, totalmente convencido de la falta de esperanzas de adelantar en él, a estar con-tinuamente deprimido de la forma más humillante. Entraba en ese edificio del Grünmarkt, que se me había vuelto insoportable en todos sus detalles, como en un infierno cotidiano, y mi segundo infierno era el internado de la Schrannengasse, y así cam-biaba de un infierno a otro y estaba nada más que desesperado, pero no dejé que nadie tuviera la me-nor sospecha de esa desesperación. Mi abuela, hija de una familia de la gran burguesía de Salzburgo, cuyos parientes tenían y tienen por todas partes en la ciudad espléndidas viviendas, me animó a me-nudo a visitar a esos parientes suyos y, por lo tanto, también míos, pero nunca hice caso de esos áni-mos, mi desconfianza hacia todos esos comercian-tes que eran mis parientes era demasiado grande para que me fuera posible entrar por sus pesadas puertas de hierro, exponerme a su curiosidad conti-nua y destructora, a su recelo, y ella misma, mi abuela, me había hablado muy a menudo y una y

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otra vez de su espantosa infancia y juventud en esa ciudad para ella nada más que espantosa y entre esas gentes frías como la ciudad que eran sus pa-rientes, tuvo cualquier cosa menos una infancia agradable en su hogar, y así fue cómo, después de haberla casado sus padres, una pareja de comer-ciantes al por mayor, cuando tenía diecisiete años, con un acaudalado maestro sastre de Salzburgo, de cuarenta años, resultó lógico que, de la noche a la mañana, se evadiera de ese matrimonio que le había sido impuesto y del que habían salido tres hijos, y siguiera a Basilea a mi abuelo, al que había conocido mirando desde su vivienda al seminario de la Priesterhausgasse, para acompañar toda su vida a ese hombre, que no era un hombre fácil, dejó a sus hijos sólo para escapar al hombre a quien no quería y que fue siempre para ella de una brutali-dad inquietante, a la edad de veintiún años, a ese matrimonio de tres hijos que no había sido más que un negocio. Mi abuela fue una mujer valiente y, la única de todos nosotros, tuvo algo así como una inquebrantable alegría de vivir durante toda su vida, que acabó de forma bastante miserable, en una sala de enfermos del hospital psiquiátrico de Salz-burgo, abarrotada por treinta o más camas de hie-rro medio oxidadas ya. La vi todavía unos días an-tes de su muerte, entre aquellos dementes y locos y viejos moribundos totalmente desamparados, de hecho oyéndome aún pero sin comprender ya lo que le decía, lloraba ininterrumpidamente, y esa última visita a mi abuela es para mí quizá el recuer-do más doloroso de todos. Sin embargo, tuvo una vida increíblemente rica y viajó, con mi abuelo y sin mi abuelo, por toda Europa, conocía casi todas las

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ciudades de Alemania y de Suiza y de Francia, y nadie en mi vida supo contar las cosas tan bien y tan penetrantemente como ella. En definitiva llegó a los noventa y ocho años, pero yo hubiera podido aprender todavía mucho de ella, había vivido la mayor parte de las cosas y su memoria se conservó clara hasta el final. Esa ciudad, que fue también su ciudad, se le mostró al final de su vida en su forma más horrible, al ser internada por médicos distraí-dos en un hospital y, finalmente, en un manicomio, y abandonada por todos, realmente por todos, tanto parientes como no, un final en una gigantesca sala de enfermos llena de moribundos e indigna de se-res humanos. Así, todos los que me estuvieron más próximos y que salieron todos del suelo de esa ciu-dad o de esa región han vuelto al suelo de esa ciu-dad o de esa región, pero mis visitas en el cemen-terio a mi madre, a mis abuelos, a mi tío son en sí inútiles, sólo un recuerdo insatisfecho y una depri-mición que me debilita y me deja pensativo. A ve-ces me pasa por la mente la idea de no revelar la historia de mi vida. Esta declaración pública, sin embargo, me obliga a continuar el camino una vez iniciado, así decía Montaigne. Tengo sed de darme a conocer; me es indiferente a cuántos, siempre que sea con arreglo a la verdad; o, mejor dicho, no ansío nada, pero temo más que nada en el mundo ser mal conocido por los que sólo me conocen de nombre, así decía Montaigne. El instituto, por todas las condiciones previas que yo tenía, me resultó imposible, ya antes de entrar en el instituto, y no hubiera debido entrar jamás en el instituto, pero fue deseo de mi abuelo y quise satisfacer ese deseo, y realmente reuní al principio todas mis fuerzas para

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satisfacer ese deseo de mi abuelo, no mío, que no tuve nunca ese deseo, hubiera preferido entrar en alguna de las norias de producción de mis parientes a entrar en el instituto, pero naturalmente atendí el deseo de mi abuelo, nunca tuve la sensación de que sólo dando el rodeo del instituto podría llegar a ser algo, como tuvo de repente mi abuelo, totalmen-te en contra de su pensamiento, y como han creído siempre todos, en todos los tiempos, desde que hay institutos, la verdad es que entré ya en el instituto con la absoluta certeza de fracasar en el instituto, una máquina de educación y enseñanza como la que impera en los institutos sólo podía tener un efecto destructor en mí y, por consiguiente, en todo mi ser, pero para mi abuelo tenía que ser el institu-to, porque él mismo sólo había ido a la llamada es-cuela secundaria, no a un colegio de letras por lo tanto, sino sólo a uno técnico, y por eso su nieto tenía que ir al instituto al que él, por las razones que fueran, no pudo ir. El hecho de que yo entrara en el instituto y fuera aceptado en el instituto como alumno regular fue, para mi abuelo, de la mayor importancia, ahora había conseguido en mí lo que él mismo no pudo conseguir, ahora había entrado yo, por así decirlo gracias a él, en el primer grado esencial de lo que se llama una existencia cultivada y, por ello, mejor. Pero ya al entrar en el instituto todo lo que había en mí me dijo que aquí, donde nada tenía que hacer porque todas las condiciones previas estaban ya en contra, tendría que fracasar. Sin embargo, los que tenían algo que hacer en ese instituto, que eran aproximadamente todos los que habían entrado en el instituto, pudieron considerar el instituto en seguida como un hogar, mientras que

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yo podía considerar ese instituto como institución y como edificio, pero jamás como un hogar, por el contrario, era para mí la quintaesencia de todo lo que me era más opuesto. Tanto mis abuelos como mi madre estaban orgullosos de que fuera ahora al instituto, es decir, de que hubiera sido aceptado allí donde, como todo el mundo cree, se hace en ocho años de un ser que todavía no es nada el hombre cultivado y el mejor situado y el notable y el extra-ordinario, y en todo caso al insólito, dejaban ver ese orgullo mientras yo mismo estaba ya convencido de que era un completo error haber entrado en el insti-tuto, toda mi naturaleza era distinta, no una natura-leza hecha para el instituto. Precisamente mi abue-lo hubiera tenido que saber que él mismo me había inutilizado, con su dirección, para una escuela así como escuela de vida, cómo hubiera podido yo en-contrarme bien de repente en un instituto así cuan-do era un hecho que, en la escuela de mi abuelo, había sido educado en toda mi vida anterior preci-samente, y con la mayor atención por su parte, en contra de todas las escuelas convencionales. El fue el único de mis maestros por mí reconocido y, en muchos aspectos, lo sigue siendo hasta hoy. Por ello, sólo el hecho de que mi abuelo me entregara siquiera a uno de los llamados colegios de ense-ñanza media y me depositara en Salzburgo no pod-ía significar para su nieto más que una traición, pe-ro siempre seguí las instrucciones de mi abuelo y obedecí siempre sus órdenes, ha sido el único ser al que siempre he seguido sin reservas y cuyas órdenes he obedecido sin reservas. El, al enviarme a Salzburgo y entregarme al internado y enviarme primero a la escuela primaria y después al instituto,

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no fue consecuente, y esa inconsecuencia es la única que mostró conmigo en toda su vida, y sin duda alguna fue la que tenía que conmoverme más como nieto suyo, porque tuvo en mí realmente un efecto devastador y porque estaba totalmente en contra de todo el pensamiento de mi abuelo y en contra de todos mis sentimientos, y era sólo una renuncia a un ideal de toda su vida. Pero esa in-consecuencia que fue un error, le resultó evidente todavía mientras vivía, de la forma más clara y más dolorosa. Las escuelas primarias a que fui en See-kirchen am Wallersee y en Traunstein no pudieron ponerme en peligro porque, siempre en la proximi-dad de mi abuelo y, por lo tanto, siempre bajo su influencia para mí ilustradora, no quedé en absoluto a la merced de esas escuelas primarias como, así llamadas, escuelas elementales, pude pasar por ellas a distancia y con facilidad y sin recibir el me-nor daño, pero la súbita ruptura de pensamiento de mi abuelo, en el sentido de que, de repente, uno de los llamados colegios de enseñanza media me re-sultaba sin embargo necesario, destruyó entonces en mí muchas cosas, y en algunos momentos lo destruyó casi todo. Esa fue su contradicción. Los propios profesores, como yo sentía, eran espíritus pobres y vencidos, ¿cómo hubieran podido decirme algo? Los profesores mismos eran la inseguridad y la inconsecuencia y la mezquindad, ¿cómo hubiera podido serme útil, aunque fuera en medida insignifi-cante, lo que explicaban? Mi abuelo me había en-señado durante un decenio fisonomía, ahora podía aplicar esa ciencia mía y el resultado era horrible. Aquellas personas, ya por una parte por miedo a su Director (Schnitzer), y por otra por miedo a sus re-

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laciones familiares, a las que estaban condenados de por vida, no tenían nada que decirme, y la rela-ción entre ellos y yo se agotaba en el fondo, casi totalmente, en un desprecio mutuo y en continuos castigos por su parte, pronto me acostumbré a esos castigos continuos, justos o no, ésa no era la cues-tión, y pronto mi ánimo fue un ánimo humillado y ofendido, como estado permanente. Despreciaba a aquellos profesores, y con el tiempo sólo los abo-rrecí más, porque su actuación consistía sólo para mí en que, todos los días y de la forma más des-vergonzada, me vaciaban en la cabeza toda su ma-loliente basura histórica, en calidad de, así llama-dos, conocimientos superiores, como un gigantesco cubo de basura inagotable, sin dedicar ni el resto de un pensamiento al efecto real de ese proceso. De forma totalmente mecánica y con el comporta-miento ya famoso de los profesores y con el embru-tecimiento ya famoso de los profesores, destruían con sus enseñanzas, que no eran otra cosa que la desintegración y la destrucción y, con maligna con-secuencia, la aniquilación que les prescribían las autoridades del Estado, a los jóvenes que, como alumnos, les estaban confiados. Aquellos profeso-res no eran más que enfermos, y la culminación de su enfermedad eran siempre las clases, y sólo los embrutecidos o enfermos, así como los embruteci-dos y enfermos son profesores de instituto, porque lo que enseñan día tras día y vacían sobre la cabe-za de sus víctimas no es más que embrutecimiento y enfermedad y, en verdad, una materia de ense-ñanza, como enfermedad del espíritu, podrida des-de hace siglos, en la que el pensamiento de cual-quier alumno tiene que asfixiarse. En las escuelas

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y, sobre todo, en los colegios de enseñanza media que son las escuelas secundarias, la naturaleza del alumno, como consecuencia de los conocimientos podridos e inútiles que se meten ininterrumpida-mente en ese alumno, se convierte en antinaturale-za, y cuando tratamos con alumnos de los llamados colegios de enseñanza media y, por lo tanto, de las escuelas secundarias, tratamos nada más que con seres antinaturales, cuya naturaleza ha sido aniqui-lada en esos llamados colegios de enseñanza me-dia que son las escuelas secundarias, las, así lla-madas, escuelas secundarias y, sobre todo, los, así llamados, institutos sirven en realidad siempre, úni-camente, para corromper la naturaleza humana, y ha llegado el momento de pensar en cómo pueden abolirse esos centros de corrupción, cuando la rea-lidad es que deben abolirse porque, desde hace tiempo, son conocidos como centros de corrupción de la naturaleza humana y han demostrado ser ta-les, las, así llamadas, escuelas secundarias deben ser suprimidas, el mundo estaría mejor si suprimie-ra esas, así llamadas, escuelas secundarias, institu-tos, colegios de segunda enseñanza, etcétera y se concentrara nada más que en las escuelas elemen-tales y en las universidades, porque la escuela elemental no destruye nada en el joven ser, no ani-quila nada en la naturaleza de uno de esos seres, y las universidades son para los que están capacita-dos para la ciencia y, también sin las llamadas es-cuelas secundarias, están a la altura de las univer-sidades, pero las escuelas secundarias deben ser suprimidas porque en ellas una gran parte de todos los jóvenes perecen y tienen que perecer. Nuestro sistema de enseñanza ha enfermado con el paso

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de los siglos, y los jóvenes obligados por la fuerza a entrar en ese sistema de enseñanza se contagian de ese sistema de enseñanza enfermo y caen en-fermos a millones, y no se puede ni pensar en su curación. La sociedad tiene que cambiar su sistema de enseñanza si quiere cambiarse, porque si no cambia y se limita y, en gran parte, se suprime, pronto llegará a su ineludible final. Pero el sistema de enseñanza debe cambiarse básicamente, no basta con cambiar algo una y otra vez, aquí y allá, todo debe cambiarse en nuestro sistema de ense-ñanza si no queremos que la Tierra esté poblada nada más que por seres antinaturales y destruidos y aniquilados por su antinaturaleza. Y en primer lugar y sobre todo deben suprimirse las llamadas escuelas secundarias, en las que todos los años se contagian millones y enferman y son destruidos y aniquilados. El mundo nuevo, el renovado, si tiene que existir, no conocerá más que la escuela ele-mental para las masas y la universidad para los individuos, se habrá librado de un agarrotamiento de siglos, suprimiendo las escuelas secundarias y, por lo tanto, también los institutos. Y si existe tal asimetría, podemos concebirla como el origen de que ocurra una cosa y no ocurra la otra, así decía Wittgenstein. En el estado intelectual o sentimental, o intelectual y sentimental, siempre en seguida de-primente o, por lo menos, irritante, que me acomete instantáneamente hoy cuando llego a esa ciudad, con la violencia de una caída barométrica que lo hiere todo en mí, todavía después de veinte años, me pregunto cuál es el origen de ese estado inte-lectual o sentimental o, mejor, estado espiritual y anímico. No me obligan ya a ello y, sin embargo,

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entro en un instante una y otra vez (en realidad y con el pensamiento) y a menudo sin saber por qué, esperando algo aunque sé que no hay nada que esperar aquí, en ese estado espiritual y sentimen-tal, que sin embargo no_ es más que un estado de ánimo devastador, por experiencia me digo una y otra vez que no entraré más en ese estado de áni-mo, o sea en esa ciudad, ni en la realidad ni con el pensamiento. Una mente clara y el pensamiento que realiza, evidentemente exacto teniendo en cuenta sus posibilidades e imposibilidades, sobre el objeto de esa arquitectura probablemente referida a mí totalmente durante toda mi vida, por mi origen y mi infancia y juventud, y esa naturaleza totalmente referida a mí y a la inversa, no bastan para evitar la debilidad intelectual regular que se me produce en contra de toda razón, después de poco tiempo o de mucho pero, realmente, una y otra vez, que se me produce a mi llegada, a mi entrada a pie o en co-che, desde la dirección que sea, en esa ciudad y, por lo tanto, en ese repentino cambio espiritual y afectivo, para mí nada más que destructor y proba-blemente mortal, y por lo tanto en ese estado inte-lectual y afectivo. Lo que hasta el instante de mi llegada ha sido fácil y transparente y, en mi edad actual, soportable, no es ya fácil en el instante de mi llegada sino que gravita pesadamente en mi mente, no es ya transparente sino opaco e insopor-table por toda la carga que, todavía hoy, no suscita en mi mente más que miedo. Una infancia y juven-tud en todos los aspectos sólo difíciles y que preci-samente conducen a un trastorno sólo depresivo, y todo junto, precisamente en esos años aquí indica-dos, el desarrollo más cargado de consecuencias,

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una corrección de mi camino que es una sensación caótica, hasta hoy nada más que inexplicada y que actúa en todas mis relaciones. La ciudad de mi in-fancia (y mi juventud) no ha sido liquidada, todavía entro en ella siempre con una mente indefensa, incapaz de la menor resistencia y con el ánimo to-talmente a su merced. La distancia de veinte años en todas las regiones y direcciones posibles, en calidad de experiencia, todo lo que en ese intervalo de veinte años he vivido y estudiado por ella y siempre contra ella, como me consta, y he estudia-do con energía y he eliminado otra vez resulta inefi-caz contra el estado afectivo de mi entrada cuando llego. Es, cuando llego hoy, el mismo estado, la misma enemistad, hostilidad, desamparo, mezquin-dad lo que siento; los muros son los mismos, los hombres son los mismos, la atmósfera, esa atmós-fera que oprime y lo mata todo en un niño desvalido es la misma, oigo las mismas voces, son los mis-mos ruidos, olores, los mismos colores y todo junto ese proceso morboso sólo aparentemente inte-rrumpido en mi ausencia, que actúa inmediatamen-te otra vez a mi llegada, que progresa sin interrup-ción y contra el que no hay remedio. En verdad es un proceso de muerte lenta el que se inicia de nue-vo en cuanto estoy allí y doy los primeros pasos y pienso los primeros pensamientos. Otra vez respiro ese aire mortal que corresponde sólo a esa ciudad, oigo esas voces mortales, otra vez voy por donde no debería ir, por mi infancia y por mi juventud. Otra vez escucho, contra toda razón, las viles opiniones de hombres viles, soy, contra toda razón, un hom-bre que habla cuando no debería hablar ya, un hombre que calla cuando no debería ya callar. La

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belleza como reputación de mi (un) país es sólo un medio para hacer sentir con intensidad despiadada su vileza y su irresponsabilidad y horror, su estre-chez y su delirio de grandezas. Me estudio a mí mismo más que a todo lo demás, ésa es mi metafí-sica, ésa es mi física, yo mismo soy el rey de la ma-teria que trato, y no tengo que dar cuentas a nadie, así decía Montaigne. Dos personas han quedado en mi recuerdo antes que todas las demás del insti-tuto, un compañero de colegio totalmente tullido por una parálisis infantil, hijo de un arquitecto que tenía su estudio en una de las viejas casas de la orilla izquierda del Salzach, en una de aquellas casas negras de humedad hasta el tercero o cuarto pisos, con sus altas bóvedas y muros de un metro de es-pesor, en donde yo mismo estuve muy a menudo con el fin de hacer ejercicios particulares de ma-temáticas que, junto con ese compañero tullido, que me ayudaba también siempre en el dibujo lineal, me salían mejor que si los hubiera hecho solo, y por eso estaba con mucha frecuencia y por lo menos una vez por semana en casa de ese tullido, y Pittio-ni, el profesor de Geografía, aquel hombre peque-ño, calvo, insignificante de arriba abajo, que era el centro de la burla y el escarnio de todos mis com-pañeros y realmente de todo el instituto, porque incluso los profesores, que eran sus colegas, se reían de aquel Pittioni realmente feo y que sufría más que nadie por esa fealdad, aquel Pittioni, mien-tras fui al instituto, fue la víctima de la burla y el es-carnio de todos, una fuente inagotable de escarnios y burlas, y ese hombre se convirtió para mí poco a poco, absolutamente, en el centro del instituto y, lo mire hoy por donde lo mire, ha seguido siendo ese

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centro, como ejemplo aterrador de la disposición del individuo para ser víctima, por una parte, y de una sociedad totalmente brutal que continuamente actúa contra un individuo así, indiferentemente y sin escrúpulos, por otra, y por consiguiente como quin-taesencia de la capacidad de dolor y de sufrimiento del individuo, por una parte, y como quintaesencia de la abyección y la vileza del (de su) entorno, co-mo sociedad, por otra. El tullido, que era hijo de arquitecto, por una parte, y Pittioni por, otra fueron para mí los seres dominantes como personajes en el instituto, precisamente aquellos en los que se mostraba día tras día, de la forma más deprimente, el horror de una sociedad despiadada, como comu-nidad académica. Tanto en el primero (el tullido) como en el segundo (Pittioni), pude estudiar ininte-rrumpidamente, en ese colegio, las nuevas cruel-dades inventadas día tras día contra los dos por la sociedad, como comunidad académica, y al mismo tiempo el desamparo de los dos, en todo caso le-sionados y, con el tiempo, de forma cada vez más catastrófica, el proceso de su destrucción y aniqui-lación, ya muy avanzadas, y con cada día de clase más horribles. Toda escuela como comunidad y como sociedad y, por lo tanto, toda escuela tiene sus víctimas, y en mi época esos dos, el tullido del arquitecto y el profesor de geografía, eran las vícti-mas, toda la bajeza (de la sociedad) y toda la cruel-dad y el horror naturales, como enfermedad de esa comunidad, se desencadenaban día tras día sobre esos dos, y se hacían explotar sobre los dos. Sus sufrimientos a causa de la fealdad o de la incapaci-dad física eran día tras día ridiculizados de nuevo por esa sociedad, como comunidad, que no puede

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soportar esos sufrimientos, y convertidos con esa ridiculización en un objeto de burla con el que se divertían todos, tanto alumnos como profesores, continuamente, cuando se les presentaba oportuni-dad para ello, y también aquí en el instituto, como en todas partes donde hay seres humanos juntos y, sobre todo, donde están en masas tan horribles como en las escuelas, el sufrimiento de un individuo o el sufrimiento de unos individuos, como el sufri-miento del tullido del arquitecto y el sufrimiento del profesor de geografía, se habían convertido nada más que en una abyecta diversión, como perversi-dad repulsiva. Y no había nadie en el instituto que no participase en esa diversión, porque los llama-dos sanos participan siempre y en todas partes del mundo y en todo momento de buena gana, oculta-mente o no, de forma totalmente abierta o totalmen-te disimulada tras su mendacidad, en esa diversión popular como ninguna, más que ninguna, en todo el mundo y en todas las épocas, a costa de los dolien-tes, los inválidos y los enfermos. En una comunidad así y en una casa así se busca siempre en seguida una víctima, y se encuentra siempre también, y cuando no existe ya esa víctima de antemano, se crea en todos los casos una víctima así, de eso se ocupa esa sociedad como comunidad y a la inver-sa, en una casa como el instituto (o como el inter-nado), siempre. No es difícil comprobar en un hom-bre un, así llamado, defecto mental o físico y con-vertir a ese hombre, a causa de ese, así llamado, defecto mental o físico, en centro de la diversión de toda la sociedad de una comunidad así, allí donde hay seres humanos, se convierte a uno en seguida en objeto de burla y en fuente inagotable de risas

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de escarnio, sean ruidosas o suaves o sean de lo más insidioso y, por lo' tanto, de lo más silencioso. La comunidad, como sociedad, no descansa hasta que no ha elegido a uno como víctima entre mu-chos o pocos y, a partir de entonces, ése se con-vierte en el que, por todos y en toda ocasión, es taladrado por el dedo acusador de todos. La comu-nidad, como sociedad, encuentra siempre al más débil y lo expone sin escrúpulos a sus risas y a sus siempre nuevas y siempre horribles torturas de bur-la y de escarnio, y para inventar inventos siempre nuevos y siempre más hirientes para esas torturas de burla y escarnio es de lo más inventivo. Sólo hay que mirar a las familias, en las que encontramos siempre una víctima de la burla y el escarnio, donde hay tres seres humanos uno es siempre objeto de burlas y escarnios, y una comunidad mayor, como sociedad, no puede existir siquiera sin una de esas víctimas o sin varias de esas víctimas. La sociedad, como comunidad, sólo encuentra su diversión en la deformidad de uno o de algunos individuos de su seno, eso se puede observar durante toda la vida, y se explota a las víctimas hasta que se las lleva to-talmente a su perdición. Y en lo que se refiere tanto al tullido hijo del arquitecto como al profesor de Geografía Pittioni pude ver hasta qué grado de ab-yección pueden llegar la burla y el escarnio y la destrucción y la aniquilación de esa víctima de la sociedad o de la comunidad, siempre hasta el máximo grado y, muy a menudo, más allá de ese grado máximo, porque la víctima es matada sin más. Y la compasión por esa víctima es siempre sólo también una así llamada compasión y, en rea-lidad, nada más que la mala conciencia del indivi-

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duo por la forma de actuar y la crueldad de los otros, en la que, en realidad, él participa con la misma intensidad, como alguien que actúa cruel-mente. Encubrir esto resulta inadmisible. Ejemplos de crueldad y abyección y brutalidad de uña socie-dad como comunidad, con el fin de divertirse con una de esas víctimas suyas, al fin y al cabo siempre totalmente desesperadas, hay cientos, miles, como nos consta y, realmente, esa sociedad como comu-nidad o a la inversa lo prueba todo con ellas en la esfera de la crueldad y de la abyección, y casi siempre lo prueba hasta que sus víctimas están muertas. Ocurre como siempre en la Naturaleza, que sus partes debilitadas, como sustancias debili-tadas, son las que primero son atacadas y explota-das y matadas y aniquiladas. Y la sociedad humana es, en ese aspecto, la más abyecta, porque es la más refinada. Y los siglos no han cambiado en ello lo más mínimo, al contrario, los métodos se han perfeccionado y, por eso, se han hecho más horri-bles, más infames, la moral es una mentira. El hombre llamado sano se ceba siempre en lo más hondo en el enfermo o el tullido, y en las comunida-des y en las sociedades todos los llamados sanos se ceban siempre en los llamados enfermos y tulli-dos. Cada entrada de Pittioni a primera hora en el instituto marcaba el comienzo de una máquina de tormentos contra Pittioni que se ponía en marcha en seguida con toda brutalidad, en cuanto aparecía, y en esa máquina de tormentos tenía que sufrir aquel hombre toda la mañana y la mitad de la tarde, y el salir del instituto e irse a su casa de la Müllner Hauptstrasse, donde vivía, sólo era para él un es-capar de esa máquina de tormentos que se llamaba

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instituto para entrar de nuevo en su hogar en otra máquina de tormentos, porque tampoco su hogar era para Pittioni, como me consta, más que un horror, porque aquel hombre estaba casado y tenía tres o cuatro hijos, y todavía veo a menudo ante mí la imagen de Pittioni, empujando delante de su mu-jer el cochecito de niño con su hijo menor y más pequeño, dando un paseo por la ciudad, sólo por desesperación, en la tarde del sábado o del domin-go. Esa persona castigada por nada con su fealdad, para toda la vida, salido de sus progenitores para ser puesto ante los ojos despiadados de la socie-dad como comunidad, nada más que como objeto de burla y escarnio, nació ya nada más que como víctima de su sociedad. Se había resignado hacía tiempo, como podía ver yo claramente, a esa fun-ción suya, es decir, a divertir a la sociedad con su fealdad y deformidad. No era absolutamente nada más que una víctima de la sociedad, como muchos no son absolutamente nada más que víctimas, sólo que no lo reconocemos y fingimos otra cosa muy distinta, y era un profesor de Geografía notable, probablemente incluso el profesor de Geografía más notable que el instituto había tenido jamás, si es que no era el profesor más extraordinario en ge-neral que había conocido el instituto, porque todos los demás, por su salud ilimitada y precisamente por esa salud, no eran más que medianías y no igualaban en nada a aquel hombre. Muy a menudo pienso en el martirizado Pittioni, o sueño con él, y realmente todo en él era, en efecto, de lo más ridí-culo, pero esa ridiculez suya era una grandeza muy determinada y destacaba mucho sobre todos los demás del instituto y, en verdad, en todo y por todo.

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Al terminar las clases, cuando todos se habían ido, cuando el instituto estaba ya vacío, el hijo tullido del arquitecto seguía esperando en su (y mi) banco. Condenado a una inmovilidad casi completa, ese compañero de colegio tenía que esperar diariamen-te a su madre o a su hermana, que lo sacaban del banco y lo colocaban en su silla de ruedas, hacía tiempo que se había acostumbrado a ese proceso. Muy a menudo, y no sólo porque me sentaba a su lado en el banco, yo le hacía más corto el tiempo de espera, y ese tiempo de espera lo empleábamos los dos la mayoría de las veces en contarnos cosas de la esfera más íntima de nuestra existencia, así pues, yo le contaba lo que me parecía más digno de ser contado del internado, y él de su casa. A veces su madre se retrasaba, y también su herma-na mayor llegaba de vez en cuando hasta una hora más tarde de lo convenido, esos tiempos de espera pasaban como es natural lentamente, y muy a me-nudo tenía ganas de escaparme de allí y correr por el Grünmarkt y el Staatsbrücke hasta el internado, pero mi compañero lograba retenerme con sus pruebas de amistad, que se manifestaban en todas y cada una de las cosas. Cuando su madre o su hermana entraban en la clase, para recoger a su hijo y hermano, subían siempre con un montón de verduras y de fruta que acababan de comprar en, el Grünmarkt, que se encontraba exactamente debajo del instituto, y colgaban las verduras o la fruta de la silla de ruedas, levantaban al tullido y, con mi ayu-da, sacaban de la clase a su hijo y hermano, el tu-llido, junto con la silla de ruedas y las verduras y la fruta, y bajaban las anchas escaleras de mármol. Ante el monumento a los caídos del primer piso,

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depositaban a la silla de ruedas y al tullido, que les resultaban demasiado pesados, y hacían una pau-sa. Allí me despedía yo la mayoría de las veces y me iba corriendo, muy a menudo, al llegar de esa forma con retraso al internado, no me esperaban más que una comida fría y toda la severidad del Prefecto. Los demás compañeros de colegio eran hijos de comerciantes acomodados, como el hijo de Denkstein, el propietario de una tienda de zapatos, o hijos así de médicos y empleados de banca. Muy a menudo me encuentro hoy ante una tienda y el nombre de la puerta me resulta conocido, y pienso, con su propietario actual fui al instituto. O leo en los periódicos noticias de jueces con los que estuve en el instituto, o de fiscales o de propietarios de moli-nos que estuvieron en mi clase, y también hay va-rios médicos entre ellos, la mayoría fueron conmigo al instituto para convertirse en lo que fueron sus padres, se hicieron cargo de los negocios y las ofi-cinas de sus padres. Pero ninguno de ellos se me ha quedado realmente en el recuerdo como el tulli-do hijo del arquitecto, cuyo nombre no cito. En ese alumno tullido del instituto y en el profesor de Geo-grafía Pittioni, dotado de toda la fealdad y ridiculez posibles, es en los que pienso inmediatamente cuando pienso en el instituto. Ese edificio, situado en medio de la ciudad y, por ello, en medio de una de las arquitecturas más bellas que se hayan crea-do jamás, se me ha hecho poco a poco más inso-portable y, de pronto, realmente imposible. Pero antes de abandonarlo definitivamente y por mi pro-pia decisión y, al mismo tiempo, también el interna-do de la Schrannengasse, tuve que soportar todav-ía muchas calamidades y desgracias. Entonces me

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parecía como si yo fuera el tercero de aquellos dos en los que acabo de pensar, el tullido hijo del arqui-tecto y el profesor de Geografía Pittioni, pero a dife-rencia de esos dos, cuya desgracia podía verse en todas y cada una de las cosas, mi propia desgracia estaba profundamente escondida en mí y en mi ser por naturaleza introvertido, y la ventaja de esa for-ma de ser es que su desgracia no se percibe y por ello, en líneas generales, no es molestada, mientras que los otros dos, el hijo del arquitecto y el profesor de Geografía Pittioni, jamás dejaron de ser moles-tados, en toda su vida, yo mismo pude esconder siempre mi desgracia bajo la superficie, pude hacerla invisible, y cuanto más desgraciado era menos se podía notar esa desgracia en el exterior (y en el interior) de mi ser, y como mi ser no ha cambiado, hoy ocurre lo mismo que entonces, casi siempre consigo ocultar mi estado interior real con un estado mostrado exteriormente que no da nin-guna clase de información sobre mi estado interior, esa cualidad es un gran alivio. Es verdad que iba todos los días, a primera hora, del internado de la Schrannengasse al instituto, pero sabía que no tendría que recorrer ya mucho tiempo ese camino, aunque de ese pensamiento pensado ya por mí con la mayor intensidad no había dicho nada a nadie, al contrario, me esforzaba ahora por dar la sensación de que todo era normal, porque sabía que, por mi propia voluntad, y las consecuencias de esa deci-sión próxima me eran cada vez más indiferentes, también a mi abuelo, pensaba, tendré simplemente que ofenderlo, dejaría el instituto y por lo tanto tam-bién el internado y toda esa época de la enseñanza secundaria, aunque todavía no supiera exactamen-

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te de qué forma y en qué condiciones reales, sólo que era seguro que pondría fin a esa situación que, durante tantos años, sólo me había atormentado y rebajado. Hubiera tenido que llamar la atención el que de pronto fuera disciplinado y sólo rara vez lla-mara la atención, el Prefecto y su superior el Tío Franz no tenían ya conmigo, desde hacía tiempo, ninguna dificultad, yo me había sometido de pronto totalmente e incluso hacía progresos en el colegio, pero sólo por la certeza de que mi época de sufri-mientos terminaría pronto. Ahora estaba también con frecuencia solo y, ocupado en ese pensamiento de poner fin a mi época del instituto más que en ningún otro, subía a las dos colinas de la ciudad y me entregaba allí arriba durante horas, echado bajo un árbol o sentado en un pedazo de roca, a la ob-servación de la ciudad, que de repente era bella también para mí. La época de sufrimientos de mi época de la enseñanza secundaria era ahora para mí sólo cuestión de un plazo breve, cuando no del más breve de los plazos, interiormente me había sustraído ya a esa época de sufrimientos. A finales del cuarenta y seis, mis abuelos y mi madre y mi tutor con sus hijos, de pronto, de la noche a la ma-ñana, porque querían ser austríacos y no alemanes y respondieron volviendo a Austria al ultimátum de las autoridades alemanas para que aceptaran la nacionalidad alemana de la noche a la mañana o, igualmente de la noche a la mañana, volvieron a Austria, volvieron a Salzburgo. Yo les había conse-guido en tres días una vivienda en el barrio de Mülln, y había podido esperarlos y recibirlos allí, en esa vivienda, atrincherado por miedo a ser expul-sado de ella por otros que buscaban vivienda.

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Aprovechando las circunstancias caóticas en que nos había precipitado a todos la decisión de seguir siendo austríacos y no alemanes, después de haber dejado el internado hacía tiempo seguí yendo algún tiempo aún al instituto, y un día, después de haberme liberado hacía tiempo interiormente del instituto, tomé realmente la decisión, a mitad del camino del instituto, que me llevaba por la Rei-chenhallerstrasse, de ir a trabajar en lugar de al instituto. La oficina de trabajo me puso en relación aquella misma mañana con Podlaha, comerciante en comestibles, del barrio de Sherzhauserfeld, en donde, sin decirles una palabra a los míos, co-mencé un aprendizaje de tres años. Tenía ahora quince años de edad.

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Libro dos

El Sótano Un alejamiento

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Todo es movimiento irregular y continuo, sin dirección y sin objeto.

Montaigne

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Ahasta las palabras poblado de Scherzhau-

serfeld, y la palabra Podlaha le era profundamente antipática, como pude ver, y despreciaba toda la dirección que yo calificaba de la dirección opuesta, y en el instante en que me dispuse a ir en esa di-rección opuesta, o sea al poblado de Scherzhauser-feld, desatendiendo todas sus propuestas bienin-tencionadas, y tuvo que ver que me había tomado muy en serio esa dirección de Podlaha en el pobla-do de Scherzhauserfeld, no tuvo para mí más que desprecio; le resultaba totalmente incomprensible cómo una persona joven, evidentemente inteligen-te, dos o tres horas antes todavía estudiante de bachillerato, si es que todo lo que a mí se refería, como quizá pensaba, no era posiblemente más que un estado febril momentáneo, espantosamente de-vastador, podía rehusar lo mejor posible, lo magní-fico a sus ojos y decidirse por lo peor posible, des-preciable, horrible, incluso espantoso, y probable-mente sólo pudo salvarse no tomándome en serio en absoluto. Un episodio de estudiante, de puber-tad, pensó probablemente cuando salí de su ofici-na. Pero yo no volví; eso, sin embargo, debió de darle que pensar. Un estado febril, no desusado, de un colegial confuso, pensó quizá, que hace tiempo habrá pasado, pero probablemente me olvidó en seguida. Con el mecanismo docente yo no había tenido absolutamente ninguna relación y, por ese motivo tampoco, jamás, con ninguna de las perso-nas relacionadas con ese mecanismo docente,

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mientras que me había sentido atraído inmediata-mente y de la forma más intensa por todo lo rela-cionado con el sótano, todo lo que había en el sótano y todo lo que estaba en relación con el sóta-no significaba para mí una fascinación y no sólo una fascinación sino una pertenencia, un empeño, sentía que yo pertenecía a ese sótano y a esas gentes, mientras que nunca me había sentido per-teneciente al mundo del colegio; la Reichenhaller Strasse, como veía ahora, no había sido nunca mi calle, lo mismo que no había sido nunca mi direc-ción; mi calle y mi dirección eran la Rudolf-Biebl-Strasse, iba por mi camino cuando iba por la Ru-dolf-Biebl-Strasse, pasando por delante de la ofici-na de correos de Lehen, por delante de las huertas de los búlgaros, a lo largo de las vallas del campo de deportes y a través del poblado hacia mis gen-tes, mientras que todo lo que había en la otra direc-ción nunca había sido mío, el camino por la Rei-chenhaller Strasse, puedo decir, fue siempre el ca-mino que ininterrumpidamente y con la mayor bru-talidad que cabe imaginar me alejó de mí mismo, adentrándome en un horror cotidiano cuyas conse-cuencias, de repente, sólo podían ser consecuen-cias mortales; el camino por la Rudolf-Biebl-Strasse fue el camino hacia mí, cada día, cuando iba por la Rudolf-Biebl-Strasse al poblado de Scherzhauser-feld y al sótano, pensaba que iba hacia mí mismo, y cada día iba más y más hacia mí mismo, mientras que en el camino por la Reichenhaller Strasse tenía que pensar siempre que me alejaba de mí, que sal-ía de mí y me alejaba de mí, siempre sólo a donde no quería ir en absoluto, me habían obligado a ese camino mis educadores, mis administradores, los

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administradores de mi patrimonio que administra-ban mi patrimonio, mi patrimonio intelectual y mi patrimonio físico, y lo administraban siempre sólo mal, y que habían buscado y prescrito para mí ese camino horrible y mortal, no habían tolerado ningu-na contradicción; y entonces yo había dado de pronto la vuelta y, pasando por delante del hospital Fischer-von-Erlach, había ido por la calle de la fábrica de gas a la oficina de empleo y, ya en el camino, ya en el instante de darme la vuelta, había pensado que ahora estaba en el buen camino. Du-rante muchos años, al despertarme cada mañana, había pensado que tenía que romper con el camino que me habían impuesto mis educadores como administradores, pero no tenía fuerzas para ello, durante muchos años tuve que recorrer ese camino a disgusto y con la mayor tensión mental y nervio-sa, hasta que súbitamente tuve fuerzas para rom-per con el camino, para dar una vuelta del ciento por ciento, en la que yo era el que menos había creído, pero una vuelta así sólo es posible en el punto absolutamente más alto de esfuerzo afectivo e intelectual, en el momento en que hay que dar la vuelta o sólo queda matarse, cuando la resistencia contra todo que tiene un hombre como era yo en-tonces es la mayor resistencia, una resistencia mor-tal. En uno de esos instantes salvadores tenemos que existir simplemente contra todo o no existir ya, y yo tuve la fuerza de existir contra todo y fui, contra todo, a la oficina de empleo de la calle de la fábrica de gas. Mientras la máquina docente de la ciudad exigía ya otra vez sus víctimas absurdas, yo, al dar la vuelta en la Reichenhaller Strasse, me había sus-traído a ella; en un instante no quise ser ya una de

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las miles y cientos de miles y millones de víctimas de la máquina docente y di la vuelta y dejé que el hijo del alto funcionario siguiera solo su camino. Esa mañana, las consecuencias de mi propia falta de fuerzas me resultaron demasiado claras para poder ceder una vez más : no quería precipitarme desde el Mönchsberg, quería vivir, y por eso di la vuelta esa mañana y corrí en dirección de Mülln y Lehen para salvar la vida, más y más aprisa, dejan-do atrás todo lo que se había convertido para mí en costumbre mortal en los últimos años, real y defini-tivamente todo, y realmente huí, con un miedo mor-tal, a la oficina de empleo, no entré en la oficina de empleo como entraba la mayoría, me refugié en ella con un miedo mortal, poniendo cabeza abajo en pocos minutos todo lo que había en mí y en contra de todo, corrí por la Müllner y por la Lehener Stras-se hasta la oficina de empleo, con un miedo mortal. Me dije ahora o nunca, que tenía que ser al instante me resultaba evidente. Había recibido ya demasia-das heridas para que ahora hubiera tiempo aún de titubear. Todavía tengo que pasar por este edificio repulsivo, que me da miedo, que apesta a todas las clases imaginables de pobreza, como oficina de empleo, pensé mientras subía las escaleras de la oficina de empleo, por esta casa execrable con más sabor a muerte lenta que otros lugares, y entonces me habré salvado. No dejaré este espantoso edifi-cio hasta que me hayan buscado un puesto de aprendiz como puesto de supervivencia, pensé, y entré en la oficina de la funcionaria que se ocupaba de los puestos de aprendiz. Yo no tenía idea de qué puesto de aprendiz quería, pero cuanto más tiempo estaba frente a la funcionaria tanto más evidente

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me resultaba que sólo entraba en consideración un puesto de aprendiz, y la verdad es que quería un puesto de aprendiz, no sólo una ocupación; un puesto de aprendiz que me pusiera en relación, en lo posible, con muchas personas y, en lo posible, de una forma útil y, mientras la funcionaria buscaba y rebuscaba en su fichero, una cosa me resultó se-gura: entraré en un establecimiento de alimenta-ción. Las profesiones en las que el que las ejerce se ve la mayor parte del tiempo metido en sí mis-mo, como ocurre en todos los oficios artesanales, no entraban para mí en consideración, porque quer-ía estar entre personas y de hecho, en lo posible, entre muchas personas y, en circunstancias, en lo posible, excitantes, y ser de la mayor, de la máxima utilidad. Las personas se caracterizan sobre todo por tener dificultades de comprensión y, como con-secuencia de ello, por una total falta de compren-sión. La funcionaria no me comprendió, pero se dio cuenta cuando, realmente, le resulté importuno al máximo; en el instante en que le resulté insoporta-ble sacó del fichero la ficha con la dirección del se-ñor Podlaha. Durante todo el tiempo me había teni-do por loco, no me había tomado en serio en cual-quier caso, y ahora quería, después de haberse hartado de mí, librarse de mí otra vez y, para poner punto final, por decirlo así, a nuestra entrevista, sacó la dirección de Podlaha del fichero. Posible-mente vio en mí a alguien que actuaba en un esta-do febril y cuyos problemas, al cabo de unas horas, quedarían resueltos. Inmediatamente, como tenía que pensar ella, yo había decidido obtener de ella una dirección que me pareciera suficientemente prometedora para poder despedirme de ella. Ella

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dudaba de la seriedad de mi propósito, y probable-mente también de mi estado mental en ese instan-te. La pubertad tiene sus aberraciones, y una de esas aberraciones puede consistir en que un joven estudiante de bachillerato corra a la oficina de em-pleo y exija la dirección de un comerciante de co-mestibles porque cree que será feliz con esa direc-ción o, por lo menos, se salvará por unas horas de una jornada que se le ha hecho insoportable. Para mí, sin embargo, lo que yo me proponía era incon-movible. Es posible que, en un instante, me dejase caer desde la cuerda floja de la coacción escolar, con todo su espanto, a la realidad de un puesto de aprendiz en una tienda de comestibles. Todavía no sabía lo que se escondía tras la dirección de Pod-laha en el poblado de Scherzhauserfeld, y me des-pedí de la funcionaria y fui y corrí, saliendo de la oficina de trabajo, por la calle de la fábrica de gas y hasta el poblado de Scherzhauserfeld, que hasta aquel momento sólo había conocido por su califica-tivo de el barrio de los horrores de Salzburgo, pero precisamente ese barrio de los horrores me atraía irrefrenablemente, y corrí, tan aprisa como pude, y encontré la dirección en poco tiempo, y entré ya también en el sótano, y me presenté, y de repente estuve sentado en la estrecha habitación contigua a la tienda, frente al escritorio de Podlaha. Que los estudiantes del instituto eran ahora en el instituto estudiantes de instituto, pensaba mientras me en-cariñaba con las impresiones que recibía en el sótano de Podlaha. En este sótano está posible-mente mi futuro, pensaba, y cuanto más me ocupa-ba con el pensamiento de quedarme en el sótano, tanto más evidente me resultaba que mi decisión

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había sido la decisión acertada. En un instante me había sustraído a la sociedad que hasta entonces había sido mi sociedad y había ido al sótano del señor Podlaha. Ahora estaba allí sentado y espera-ba la palabra decisiva de aquel hombre de estatura media y un tanto grueso, ni especialmente amable ni especialmente poco amable, del que yo exigía la salvación de mi existencia. Qué impresión le había hecho en el primer momento a aquel hombre, al que sólo llamaban señor Patrón, lo que oía a través de la puerta, sólo entornada, de la tienda, y cuya propia voz era delgada pero sin embargo, al mismo tiempo, inspiraba confianza. El cuarto de hora que estuve solo reforzó cada vez más mi deseo de ser aprendiz a las órdenes del señor Podlaha, que me pareció un hombre inteligente y en ningún instante vulgar. Si en el instituto toda toma de contacto hab-ía sido para mí de una dificultad insuperable, in-franqueable en casi todos los casos, ya fuera con los alumnos o con los profesores, continuamente había entre los otros y yo una tensión no sólo dis-tanciada sino, casi ininterrumpidamente, hostil o enemistosa, cada vez más había caído en un ais-lamiento, con el tiempo totalmente sin salida, y el contacto con mis parientes en casa, durante toda mi vida, sólo había sido posible de establecer con el más alto grado de dificultad, en el sótano no tenía ninguna clase de dificultades de contacto, al con-, trario, me asombró la total ausencia de problemas por mi parte con respecto a mis compañeros de trabajo y a la clientela del poblado, con los que, desde el principio mismo, estuve en la mejor ar-monía y de recíproco acuerdo. No tenía la menor dificultad para hablar y tratar con los habitantes del

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poblado de Scherzhauserfeld. Pronto me familiaricé con el escenario en el que ahora existía y trabajaba durante toda la jornada. Poco a poco conocí a casi todos los habitantes, como es natural primero a las mujeres de los obreros de la fábrica, de los mine-ros, de los peones y de los ferroviarios. Entré por primera vez, porque les ayudaba a llevar a casa las compras demasiado pesadas, en sus alojamientos. Conocí el mundo interior del poblado de Scherz-hauserfeld al acarrear bolsos de compra llenos o sacos enteros de patatas de cincuenta kilos hasta los distintos bloques, sin dejar de hacer mis obser-vaciones durante las muchas conversaciones. Por medio de las mujeres y los niños que iban al sótano conocí a los hombres que los esperaban en casa, y pronto cada bloque, que desde hacía tiempo conoc-ía por fuera, me fue también conocido por dentro. Y aprendí el lenguaje que se hablaba en el poblado de Scherzhauserfeld, un lenguaje totalmente distin-to del lenguaje que conocía de casa o de la ciudad, efectivamente, un lenguaje totalmente distinto en el poblado de Scherzhauserfeld del lenguaje del resto de Lehen, los del poblado de Scherzhauserfeld hablaban un lenguaje más intenso y más claro que los de Lehen, y pronto estuve en condiciones de hablar con las gentes del poblado de Scherzhauser-feld su lenguaje, porque estuve en condiciones de pensar sus pensamientos. Aquí todos estaban en actitud de espera, y el pensamiento, en el poblado de Scherzhauserfeld, era un pensamiento en acti-tud de espera. El poblado de Scherzhauserfeld era la horrible imperfección cotidiana de esa ciudad, y los prohombres de la ciudad tenían plena concien-cia de esa imperfección, una y otra vez aparecía el

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poblado de Scherzhauserfeld, como esa imperfec-ción de Salzburgo, en las columnas de los diarios, en forma de crónicas de tribunales o en forma de declaraciones apaciguadoras del gobierno del Land. Y los habitantes de esa imperfección de Salzburgo tenían conciencia del hecho de que, en conjunto, constituían esa imperfección de Salzbur-go. Se habían convertido en esa imperfección cada vez más, aquí podía encontrarse todo lo que la ciu-dad trataba de callar o de disimular, todo lo que evita el hombre normal cuando está en condiciones de evitarlo, aquí estaba la mancha de Salzburgo, y todavía hoy es el poblado de Scherzhauserfeld esa mancha de Salzburgo, de la que se avergüenza la ciudad entera cuando se le recuerda, una sola mancha de pobreza y, por consiguiente, una man-cha compuesta de hambre, crimen y porquería. Aquellas gentes, sin embargo, se habían resignado hacía tiempo a su mancha, estaban en actitud de espera, pero en el fondo no esperaban ya nada, habían sido abandonadas, olvidadas, una y otra vez apaciguadas y olvidadas otra vez, siempre sólo an-tes de las elecciones se hablaba del poblado de Scherzhauserfeld, de la mancha de Salzburgo, pero después de las elecciones la mancha era otra vez olvidada con la misma regularidad que las eleccio-nes, los habitantes del poblado de Scherzhauser-feld, en su sufrimiento de decenios y sometidos a la presión mortal del desprecio de todos los demás salzburgueses, a los que la simple mención del nombre del poblado de Scherzhauserfeld causaba un dolor agudo en la boca del estómago, habían desarrollado su propio orgullo, estaban orgullosos de su destino y de su origen y, si venía a cuento,

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orgullosos de su mancha salzburguesa, que era al mismo tiempo la mayor lacra de la ciudad (Salzbur-ger Volksblatt). Vivir en el poblado de Scherzhau-serfeld significaba vivir en medio de una mancha y de una lacra, aquí, según la opinión de la ciudad entera, existían los leprosos, y hablar del poblado de Scherzhauserfeld no significaba otra cosa que hablar de criminales, más exactamente, de presi-diarios y de alcohólicos y, realmente, de presidia-rios alcohólicos. La ciudad entera daba un rodeo para evitar el poblado de Scherzhauserfeld, y salir del poblado de Scherzhauserfeld y querer algo sig-nificaba una pena de muerte. Calificado de gueto criminal, el poblado de Scherzhauserfeld era siem-pre el poblado del que sólo podía llegar el crimen al resto de la ciudad, y si un hombre venía del pobla-do de Scherzhauserfeld, eso sólo podía significar que un criminal llegaba a la ciudad. Y eso se decía siempre además sin ninguna clase de rodeos, y las gentes del poblado de Scherzhauserfeld eran ya siempre desconfiadas, después de acusaciones y desprecios durante decenios, tuvieron que creer ellas mismas con el tiempo que eran, como se las calificaba, una chusma criminal, y no es de extrañar que, a partir de un momento determinado, muy atrás en el tiempo, cuatro o cinco decenios antes, el poblado de Scherzhauserfeld fuera ininterrumpida-mente el proveedor de alimento de los tribunales de Salzburgo, una fuente inagotable para las prisiones y establecimientos penitenciarios austríacos. La policía y los tribunales se ocuparon durante dece-nios del poblado de Scherzhauserfeld, pero no el municipio, y la llamada asistencia social sólo utili-zaba al poblado de Scherzhauserfeld como coarta-

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da para disimular su incapacidad sin límites. Todav-ía hoy, mucho más de tres decenios después de mi trabajo en el poblado de Scherzhauserfeld, leo, al abrir los periódicos de Salzburgo, sobre la conexión existente entre casi todos los procesos penales de Salzburgo, y todavía hoy, una y otra vez, de los procesos de homicidio y de asesinato, con el po-blado de Scherzhauserfeld. Las condiciones allí, pienso desde una distancia de más de treinta años, sólo pueden haber empeorado. Hoy hay allí blo-ques de viviendas y torres, tumores de nuestra época sin espíritu y enemiga del espíritu y sin fan-tasía y enemiga de la fantasía, en donde en otro tiempo, hace treinta años, había praderas, yo iba al trabajo atravesando grandes praderas, pasando por delante del asilo de ciegos y del asilo de sordomu-dos, por delante de la oficina de correos de Lehen, por praderas y por caminos de grava totalmente corrientes, a través de un sinnúmero de olores na-turales que hoy no hay ya en ese camino, el olor de la hierba y el olor de la tierra y el olor de los char-cos, donde hoy no hay más que el hedor embrute-cedor de los tubos de escape. Entre la ciudad y el poblado de Scherzhauserfeld, como si la ciudad quisiera mantener sus distancias, había un cinturón de praderas y campos, aquí y allá cochiqueras de carpintería tosca, aquí y allá un campamento dé refugiados, grande o pequeño, alojamientos de chi-flados y chifladas por los perros, venidos a menos, cuchitriles de tablas para putas y borrachos, a los que la ciudad había escupido alguna vez. La ciu-dad, exactamente a la distancia que le pareció ne-cesaria, construyó en esas praderas un poblado barato y homicida, un poblado para sus parias, para

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los más pobres y más desamparados y más dege-nerados y, como es natural, siempre más enfermi-zos y más desesperados, para sus desechos humanos, precisamente lo suficientemente lejos para no tener que enfrentarse con ellos; quien no quería, no tenía en toda su vida conocimiento algu-no de ése poblado, que recordaba a los campos penitenciarios de Siberia y no sólo por la numera-ción de sus bloques. Varios escalones, en el centro de los bloques de un piso, llevaban a un estrecho vestíbulo, desde el que se entraba por ambos lados en los alojamientos, que hoy no se puede llamar pisos, esos pisos tenían una o dos habitaciones, las familias más numerosas se alojaban en los pisos de dos habitaciones, el agua estaba en el pasillo, sólo había un retrete común, y las paredes de esos blo-ques eran de planchas de conglomerado, revoca-das con mortero barato. Sólo los bloques de tres pisos eran construcciones de ladrillo, y en ellos viv-ían, por así decirlo, los proletarios privilegiados, también el sótano de comestibles estaba en uno de esos edificios de tres pisos. Todos los días algún exceso familiar, todos los días, una vez al menos, el coche de policía a la vuelta de la esquina, la ambu-lancia para salvar a alguien medio muerto a golpes o a cuchilladas, el coche fúnebre para recoger a alguien miserablemente fallecido en su cama, a alguien asesinado. Los niños pasaban la mayor parte del tiempo en las calles, las únicas calles de Salzburgo que no tenían nombre, y gritaban y hac-ían ruido porque en las calles tenían sitio para gritar y hacer ruido, y con sus gritos y ruidos tapaban el horrible silencio del poblado de Scherzhauserfeld, que sin esos gritos y ruidos hubiera sido mortal. En

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casa, yo insinuaba lo que veía, pero como siempre, cuando se comunica a las personas algo horroroso y algo espantoso y algo inhumano y algo totalmente atroz, no me creían, no querían oírlo y calificaban de mentira, como han hecho siempre, la espantosa verdad. Pero no hay que cesar de decirles la ver-dad, y las observaciones horrorosas y espantosas que se hacen no deben callarse en ningún caso ni tampoco falsificarse siquiera. Mi tarea sólo puede ser comunicar mis observaciones, da igual cuál sea su efecto, siempre las observaciones que me pa-rezcan dignas de ser comunicadas, contar lo que veo o lo que, en mi recuerdo, veo todavía hoy cuando, como ahora, miro treinta años atrás, mu-chas cosas no están ya claras, otras están super-nítidas, como si hubieran ocurrido ayer. Para sal-varse, aquellos a los que se habla no creen, y a menudo no creen ni lo más natural. El hombre no se deja aguar la fiesta por el aguafiestas. Durante toda mi vida he sido uno de esos aguafiestas, y seré y seguiré siendo siempre un aguafiestas, como me calificaban siempre mis parientes; ya mi madre, hasta donde puedo recordar, me llamaba aguafies-tas, mi tutor, mis hermanos, siempre fui un agua-fiestas, con cada aliento, con cada línea que escri-bo. Mi existencia, durante toda mi vida, ha molesta-do siempre. Siempre he molestado, y siempre he irritado. Todo lo que escribo, todo lo que hago, es molestia e irritación. Toda mi vida como existencia no es otra cosa que un molestar y un irritar ininte-rrumpidos. Al llamar la atención sobre hechos que molestan e irritan. Unos dejan a las personas en paz, y otros, y entre esos otros me cuento, moles-tan e irritan. No soy una persona que deje en paz, y

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no quiero ser un personaje así. Escribir hoy sobre el poblado de Scherzhauserfeld es una molestia para el municipio de Salzburgo, e irrito cuando recuerdo el poblado de Scherzhauserfeld. Recuerdo mi épo-ca de aprendiz, la época más importante de mi vi-da, según creo, y como es natural recuerdo la ante-sala del infierno humano, como, para mí, calificaba siempre al poblado de Scherzhauserfeld. No decía, voy al poblado de Scherzhauserfeld cuando iba al poblado de Scherzhauserfeld, sino que decía, voy a la antesala del infierno. Todos los días entraba. en la antesala del infierno, construida por el municipio de Salzburgo para sus parias. Si existe la antesala del infierno, me decía en aquella época, se parece al poblado de Scherzhauserfeld. En aquella época creía todavía en el infierno, como hoy no creo ya en el infierno, el poblado de Scherzhauserfeld era el infierno, no podía haber nada peor para los habitan-tes del poblado de Scherzhauserfeld. Para todas aquellas gentes no había salvación, y yo las veía perecer día tras día, viejos y jóvenes, tenían enfer-medades de las que no había oído hablar jamás y que eran todas enfermedades mortales, y habían cometido crímenes que son los crímenes más horribles. La mayoría nacían en harapos y morían en harapos. Su traje, durante toda la vida, era el mono de mecánico. Hacían niños, en su locura, y mataban a esos niños en su embrutecimiento avan-zado, como consecuencia de su desesperación la-tente. Muchos días no respiraba más que el olor de los que, en el poblado de Scherzhauserfeld, se pudrían en carne viva. Una casualidad, pensaba, me había llevado a la antesala del infierno (el infier-no). Quien no conoce la antesala del infierno (el

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infierno) es un inconsciente, un incompetente. La verdad, pensaba, sólo la conoce el interesado, si quiere comunicarla, se convierte automáticamente en mentiroso. Todo lo comunicado puede ser sólo falsificación y falseamiento, y por consiguiente sólo se comunican siempre falsificaciones y falseamien-tos. El deseo de verdad es, como cualquier otro, la vía más rápida para la falsificación y el falseamiento de un estado de cosas. Y escribir sobre una época, un período de la vida, un período de la existencia, da igual a qué distancia en el tiempo se encuentre y da igual si fue larga o breve, es una acumulación de cientos y miles y millones de falsificaciones y fal-seamientos, que al que los describe y escribe le son familiares todos como verdades y nada más que como verdades. La memoria se atiene exacta-mente a los acontecimientos y se atiene a la crono-logía exacta, pero lo que resulta es algo muy distin-to de lo que fue realmente. Lo descrito hace com-prensible algo que, sin duda, corresponde al deseo de verdad del que lo describe, pero no a la verdad, porque la verdad no es en absoluto comunicable. Describimos una cosa y creemos haberla descrito de conformidad con la verdad y con fidelidad a la verdad, y tenemos que comprobar que no es la verdad. Hacemos comprensible un estado de co-sas, y no es nunca, jamás, el estado de cosas que queríamos hacer comprensible, siempre es otro distinto. Tenemos que decir que nunca hemos co-municado nada que fuera la verdad, pero durante toda nuestra vida no hemos renunciado al intento de comunicar la verdad. Queremos decir la verdad, pero no decimos la verdad. Describimos algo verí-dicamente, pero lo descrito es algo distinto de la

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verdad. Tendríamos que ver la existencia como el estado de cosas que queremos describir, pero, por mucho que nos esforcemos, no vemos jamás, por medio de lo que hemos descrito, el estado de co-sas. Sabiendo esto, hubiéramos debido renunciar hace tiempo a querer describir la verdad y, por con-siguiente, renunciar a escribir en general. Como no es posible comunicar y, por consiguiente, mostrar la verdad, nos hemos contentado con querer escribir y describir la verdad, lo mismo que decimos la ver-dad, aunque sepamos que la verdad no puede de-cirse jamás. La verdad que conocemos es lógica-mente la mentira, la cual, como no podemos evitar-la, es la verdad. Lo que aquí se describe es la ver-dad y, sin embargo, no es la verdad, porque no puede ser la verdad. En toda nuestra existencia de lectores no hemos leído aún jamás una verdad, aun cuando una y otra vez hayamos leído hechos. Una y otra vez, nada más que la mentira como verdad, la verdad como mentira, etcétera. Lo que importa es si queremos mentir o decir y escribir la verdad, aunque jamás pueda ser la verdad, jamás sea la verdad. Durante toda mi vida he querido siempre decir la verdad, aunque ahora sé que estaba min-tiendo. En fin de cuentas, lo que importa es sólo el contenido de verdad de la mentira. La sensatez me ha prohibido ya hace tiempo decir y escribir la ver-dad, porque con ello, sin embargo, sólo se dice y se escribe una mentira, pero escribir es para mí una necesidad vital, y por eso, por esa razón escribo, aunque todo lo que escribo no sea sin embargo más que una mentira que se transporta a través de mí como verdad. Sin duda podemos exigir verdad, pero la sinceridad nos prueba que la verdad no

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existe. Lo que aquí se describe es la verdad; y no lo es por la sencilla razón de que la verdad sólo es, para nosotros, un deseo piadoso. La pregunta de por qué contar ahora mi época de aprendiz y no más adelante, en un momento en que, posiblemen-te, pudiera hacerlo sin tanta reserva como crispa-ción, se responde fácilmente: el municipio, como he sabido por los periódicos, ha comenzado a demoler el poblado de Scherzhauserfeld, a derribar los testi-gos de ladrillo y aglomerado de medio siglo, a alla-nar la antesala del infierno o el infierno mismo, lo que sea, a echar abajo los muros entre los que, durante decenios, pasaron tantas desgracias inúti-les. Una breve noticia de periódico ha puesto otra vez en movimiento en mi mente lo que hacía mucho tiempo se había inmovilizado en mi memoria, el mecanismo del recuerdo en relación con el poblado de Scherzhauserfeld, el horrible poblado humano como hijastro de la ciudad, del que todos y cada uno se mantenían a distancia continuamente. Decir que se era de o se estaba en el poblado de Scherzhauserfeld o que se trabajaba en el poblado de Scherzhauserfeld o, siquiera, que se tenía algo que ver, lo que fuera, con el poblado de Scherz-hauserfeld era algo que provocaba espanto y re-pugnancia en todos los aspectos. Era una tara ser de o tener algo que ver con algo de donde no se podía ser y con lo que no se podía tener que ver lo más mínimo, y esa tara la llevaban todos los habi-tantes del poblado de Scherzhauserfeld durante toda su vida, la llevaban hasta que estaban muer-tos, muertos porque habían acabado en el manico-mio o en la cárcel o en el cementerio. Ya los niños nacían en ese estado intelectual y sentimental de lo

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ilícito, es decir, de ser del poblado de Scherzhau-serfeld, y sufrían por ello durante toda su vida, y los que no han perecido hasta hoy por esa tara pere-cerán por ella en el futuro, aunque ellos mismos quieran negarlo. El poblado de Scherzhauserfeld era, por una parte, un gueto de la desesperación, por otra, un gueto de la vergüenza. Se notaba en esas gentes que eran del poblado de Scherzhau-serfeld, lo mismo que en todas las ciudades y, so-bre todo, en todas las grandes ciudades; cuando está uno adiestrado en ello, se nota en cada uno de dónde viene, de qué barrio de la ciudad, y un ob-servador crítico sabe en el instante del encuentro, éste es del purgatorio o de la antesala del infierno o del infierno de la ciudad. Ya desde lejos se reco-nocía en esa ciudad, que siempre ha pretendido no tener ninguna antesala del infierno ni infierno, cria-turas desorientadas, confusas, que llegaban apre-suradas e inseguras y eran reconocibles, en cual-quiercaso, como una naturaleza exterior e interior-mente infeliz, existencias marginales, estaban mar-cadas como habitantes del poblado de Scherzhau-serfeld. El Estado, el municipio y la Iglesia habían fracasado hacía tiempo con esos hombres y los habían abandonado. Los habitantes del poblado de Scherzhauserfeld eran abandonados, y abandona-dos no sólo por su entorno, como sociedad perver-sa de impostura y gusto estético, sino que ellos mismos, los habitantes del poblado de Scherzhau-serfeld, se habían abandonado a sí mismos hacía tiempo. Como si esos hombres tuvieran la peste, así se los trataba, ya al entrar en una tienda de la ciudad se veían frustrados, al aparecer en una ofi-cina, humillados y frustrados, al comparecer ante

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los tribunales estaban ya condenados y perdidos. La sociedad de Salzburgo consideraba en conjunto a los habitantes del poblado de Scherzhauserfeld como habitantes de una leprosería, lo mismo que los propios habitantes, como una sentencia de muerte, lo mismo que los propios habitantes. Aquí se atrofiaba la vida y, en el fondo, no era posible más que como un extinguirse ininterrumpido, mien-tras que unos centenares de metros más lejos, una fábrica perversa de bienestar y placer se comporta-ba como la única dominadora del mundo. Aquí, to-das esas gentes sabían que querer evadirse del poblado de Scherzhauserfeld y seguir un camino propio, mejor, por decirlo así, era una imposibilidad, y los ejemplos de quienes han intentado ese intento de evasión y ese camino propio y mejor muestran que ese intento de evasión y ese intento de una vida propia y mejor sólo han llevado a una desespe-ración mucho más profunda aún y a un aislamiento mucho mayor aún. Los que un día se fueron, por-que durante toda su vida, fueran a donde fueran e hicieran lo que hicieran, siguieron siendo habitantes del poblado de Scherzhauserfeld, sucumbieron en el, así llamado, extranjero, o volvieron, para perecer en el poblado de Scherzhauserfeld de forma mucho más miserable aún que los que se quedaron en casa. Uno se aventuró como actor en todas las ciu-dades austríacas y alemanas imaginables y, des-pués de varios años, volvió como un, así llamado, sujeto totalmente degenerado (según su madre) y reventó sobre el semipodrido diván materno, entre convulsiones, como un hombre extenuado, apenas ya hombre, ni mucho menos el hombre guapo que sin duda (según su madre) fue. Otro lo intentó como

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bailarín de salón, otro en América, otro en Australia, lo mismo que otros cientos del poblado también, durante decenios, pero volvieron y degeneraron y perecieron en el poblado de Scherzhauserfeld. Sus madres y sus padres lo esperaban así. Todos ellos dieron un rodeo, muy a menudo por un extranjero helado, hacia su verdadero fin de degeneración y muerte lenta, mientras que sus padres y hermanos y otros parientes se emborrachaban y se destruían emborrachándose. Los niños nacían en familias borrachas y que pasaban el día entero como en una apatía involuntaria y en un delirio de desespe-ración, en los que, desde el principio, tenían que verse desintegrados y destruidos. En casi todos los casos, no llegaban más lejos en su vida, una única existencia horrible, que a ser mujer de limpieza, si eran mujeres, o peón o trabajador del carbón, si eran hombres, y cambiaban de empleo a cada ins-tante, y se refugiaban continuamente en enferme-dades y en crímenes, y en el fondo su horrible vida, como existencia horrible, no era más que esa alter-nancia continua entre la enfermedad y el crimen, hasta su muerte. Existían en medio de un meca-nismo ininterrumpido de acusación e inculpación, y culpaban a todo y a todos para tener un poco de aire, para poder respirar siquiera, a Dios y al mundo y a sí mismos, mutua y recíprocamente. Todos existían en medio de una ininterrumpida locura de acusación e inculpación como enfermedad mortal. En el fondo no tenían otra cosa que desintegración y destrucción, existían de eso y de nada más, y se desintegraban y destruían sin pausa mutuamente. Existían con la intensidad mortal de los mortalmen-te desesperados, y se refugiaban, tanto hombres

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como mujeres, alternativamente en los hospitales y manicomios y en las cárceles. Al principio, yo no comprendía las alusiones de ciertos clientes, que no eran por eso mejores ni peores, no caía, y no llegaba al fondo de sus observaciones y expresio-nes de doble y triple y múltiple sentido, pero ya al cabo de unos días me resultó evidente de qué hablaban, y de hecho, también, por qué hablaban de cosas de las que las gentes de la ciudad, natu-ralmente, no hablaban con franqueza, y por qué esa manera de hablar franca me convencía y me gustaba más que la discreta hipocresía de los otros. Las llamadas observaciones y expresiones inde-centes, en sus cientos y miles de posibilidades de variación, las aprendí naturalmente en el poblado de Scherzhauserfeld en el plazo más breve. Aque-llas gentes nunca tenían pelos en la lengua. Sólo me hizo falta el plazo más breve para acostum-brarme a sus modales francos y, muy a menudo, yo mismo, luego, al cabo de unas semanas o unos meses, superé ampliamente a todas aquellas gen-tes por la riqueza de mi invención en relación con el tema, y no me contuve. Aquí podía hacer lo que en casa jamás pude hacer, abandonarme a toda la riqueza de mi fantasía, y el que ello coincidiera con el poblado de Scherzhauserfeld no es sorprenden-te. Una vez familiarizado con el mecanismo de los sectores de conversación más habituales en el sótano, había ganado, y aproveché la riqueza de mi extraordinario don de combinación para eclipsar hasta a los más empedernidos. La juventud y el encanto del joven que yo era entonces, más el don de un vocabulario continuamente dispuesto, que brillaba con toda clase de tonos y semitonos, y mi

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reputación quedó establecida. Había cinco temas principales en la conversación del sótano, los víve-res, la sexualidad, la guerra, los americanos y, con total aislamiento de los ya citados, la bomba atómi-ca, cuyos efectos en la ciudad japonesa de Hiros-hima tenían todos todavía metidos en los huesos. Los víveres y la forma de procurárselos ocupaban en aquella época, día y noche, a todas las gentes, y naturalmente había cientos de caminos y canales hacia esos víveres, el camino oficial hacia los víve-res eran los cupones de alimentación que, con in-tervalos determinados, según los suministros y las existencias de determinados víveres, se distribuían gratuitamente mediante los llamados anuncios de distribución de víveres en los periódicos y en la ra-dio. Pero había también los caminos no oficiales hacia los víveres, canales subterráneos hacia los americanos, por ejemplo, por medio del fraude, por medio del engaño y así sucesivamente. El pueblo entero se había vuelto delincuente, en sentido es-tricto, para poder sobrevivir. Tampoco el sótano estaba libre de ilegalidades. Efectivamente, algunos recibían más de lo que realmente les correspondía, y nuestro patrón, por mucho que hubiera creído que su disimulo era total, fue descubierto. Se cambiaba un reloj de pulsera de oro por dos paquetes de mantequilla de medio kilo cada uno. Los empleados de las compañías mayoristas sucumbían con fre-cuencia a los intentos de soborno de los pequeños tenderos. Nuestro patrón no era el menos hábil y, al fin y al cabo, quién era intachable en aquella época, la delincuencia en materia de víveres era la carac-terística más destacada, más natural de todos. El delito de obtener víveres que no le correspondían lo

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cometió todo el mundo. Tenían miedo de la bomba atómica y hablaban de los americanos con condes-cendencia impotente por un lado y con servilismo por otro, la guerra era su tema favorito. Las mujeres hablaban de sus hombres y los hombres de sus teatros de operaciones bélicas. Las mujeres hacían de las heridas de sus hombres el punto culminante de sus expansiones, los hombres seguían mirando sólo a Smolensko, Stalingrado, Calais, El Alamein y Narvik. Y aunque lo hubiéramos oído cien veces, teníamos que volver casi a diario a esos teatros de operaciones, y conocíamos las heridas hasta en sus detalles más mínimos, hasta en los más insigni-ficantes, el que a uno no le funcionaba ya la vejiga, porque un casco de granada le había rozado los testículos en Sebastopol nos lo contaba una y otra vez, con todo detalle, su mujer. Las mujeres habla-ban de la cautividad de sus hombres, y obteníamos de ellas, por decirlo así de segunda mano, una descripción de las condiciones en los campos de prisioneros rusos y en los americanos y en los in-gleses. En las mentes de los hombres del pueblo, los teatros de operaciones de guerra, caracteriza-dos por una victoria o por una derrota, les da igual, son los puntos culminantes de su vida. Quien tenía un padre o un tío, oía hablar casi siempre sólo de sus actos heroicos, también sus derrotas las habían convertido en actos heroicos, sus cochinadas y cerdadas en la guerra las situaban tranquilamente como condecoraciones, después de la guerra, en el horizonte de sus recuerdos. Las mujeres hablaban en el sótano, con el apasionamiento de la participa-ción más íntima, de los hechos heroicos de sus hombres, de las atrocidades del enemigo. Los repa-

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triados pronunciaban siempre alguna frase impor-tante y heroica, sólo los realmente mutilados de por vida guardaban silencio, a ellos apenas se les pod-ía sacar nada. Los niños lo supimos pronto todo sobre los zapadores y sobre los cazadores alpinos y, a partir de un momento determinado, oímos siempre lo mismo sobre Narvik y sobre Trondheim y sobre Calais y sobre Jajce y Oppeln y Königsberg. Los hombres llegaban al sótano con botellas de ron vacías y, mientras les llenaban la botella, hacían, apoyados en el mostrador, historia bélica. Su teatro eran el retumbar de los cañones y los muertos, los «órganos de Stalin» y el «Leopardo», el General Dietl y el Mariscal de Campo Paulus. Echaban la culpa de su desgracia alternativamente a Hitler, y a Churchill, pero le echaban más la culpa á Churchill que a Hitler. Y de cómo, después de la guerra, hab-ían vuelto a casa y de que hubieran vuelto siquiera hablaban casi ininterrumpidamente, y probablemen-te soñaban con ello cuando no podían hablar de ello con nadie. La guerra sólo había terminado en la superficie, en las mentes de todos seguía haciendo estragos. Todo el mundo sabía cómo hubiera podi-do evitarse la derrota, y todo el mundo, por otra par-te, lo había previsto todo. Cuando alguno, apoyado en el mostrador de la tienda, convertía sus expe-riencias bélicas en la quintaesencia de todo lo humanamente importante y memorable, teníamos a un oficial de estado mayor apoyado contra aquel mostrador. Las excepciones eran los que guarda-ban silencio, con sólo un brazo restante o con una placa de metal en la cabeza o completamente sin piernas. No se dejaban arrastrar ya a ninguna dis-cusión sobre la guerra, y la mayoría de ellos, si de

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pronto se hablaba de la guerra, abandonaban el sótano. La guerra ha sido, en todas las épocas, el tema de conversación número uno entre hombres. La guerra es la poesía del hombre, mediante la cual, durante toda su vida, reclama atención y ali-vio. Se refugiaban, cada uno dé la forma que le era innata, en la vileza y la abyección, y se regenera-ban en un estado de apatía total e indigna de un ser humano. Habían aprendido a odiar desde muy pronto, y habían convertido el odio en el poblado de Scherzhauserfeld en lo más desarrollado contra todo. El odio engendra un odio opuesto, y se odia-ban mutuamente sin reposo, como a todo lo de más, hasta el agotamiento. Y sus estados de ago-tamiento eran sólo un medio para el objetivo de su autodestrucción, en ellos se imaginaban juntos una nueva miseria y nuevas enfermedades y nuevos crímenes. Se refugiaban de una miseria en otra, de una desgracia en otra y en una cada vez más pro-funda, más sin salida, y una cosa arrastraba siem-pre la otra. Se refugiaban en su entorno y éste, que sólo sabía de golpes mortales, los rechazaba al poco tiempo. Se refugiaban en ideales, que en fin de cuentas no eran más que pesadillas, y en de-udas, que los llevaban a la cárcel por la vía más rápida, en su exaltada imaginación, de la que salían como abatidos por el rayo. Se refugiaban en sue-ños y fantasías, que los debilitaban a muerte. A ellos, los habitantes de la antesala del infierno, que era en verdad el infierno, se les privaba siempre de todas las posibilidades, era su naturaleza no tener ninguna posibilidad, salvo la posibilidad de perecer. Tenían dos posibilidades de romper con su existen-cia, pero ninguna otra elección: tenían que matarse

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en un momento determinado o echarse en la cama para morir, en un momento determinado. La volun-tad de vivir o de existir, que aquí o allá se mostraba, también en el poblado de Scherzhauserfeld, como algo grotesco, sólo hacía más horrorosa la situación en la antesala del infierno, que era el infierno. De algunas ventanas salía, con intervalos regulares, sobre todo en los fines de semana, música, un acordeón, una cítara, una trompeta, de vez en cuando se cantaba también, pero todo aquello era una alegría mortal, al que el día anterior había can-tado tan bien su canción popular, hacia el mediodía, yo estaba cerrando precisamente nuestra tienda, lo sacaban de la casa en su ataúd, no mucho tiempo después la que tocaba la cítara se ahorcó, y el trompetista acabó en el sanatorio antituberculoso de Grafenhof en el Pongau. En Carnaval, el Martes de Carnaval, alcanzaban su punto culminante: se compraban todas las máscaras imaginables y se hacían vestidos, así llamados, divertidos u horroro-sos y, como si se hubieran vuelto locos ese día, corrían furiosamente de un lado a otro por el pobla-do, creyendo que no se los reconocía, cuando la verdad era que se reconocía muy rápidamente a cada uno de ellos. Esa voz de borracho la conoces, ese andar renqueante lo conoces, pensaba, pero ay de quien hubiera dicho a aquellos hombres que los reconocía. También disfrazados iban a la tienda con su botella de ron habitual y dejaban a deber su litro. Como echaban más hijos al mundo que ningu-na otra colectividad humana de la ciudad, ostenta-ban también la marca de entierros. Su excursión regular al llamado Gran Mundo era su participación en los funerales en el cementerio comunal o en el

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cementerio de Liefering, cuando había muerto al-guno de los suyos. Sus destinos acababan, con pocas excepciones, en la sepultura colectiva o en la fosa común. Después de los entierros, se compra-ban en nuestra tienda un banquete fúnebre de to-dos los comestibles y fiambres, y hacían que se los apuntáramos en cuenta. Eran los menos los clien-tes que pagaban al contado, todos tenían lo que se llamaba un cuaderno de cuentas, y muchos no pa-gaban durante meses, hasta que el señor Podlaha perdía la paciencia, y entonces pagaban o no pa-gaban e iban a la otra tienda de comestibles del poblado de Scherzhauserfeld, hasta que tampoco podían ir ya allí, y volvían y pagaban. El propietario de la segunda tienda de comestibles no tenía por principio cuaderno de cuentas, jamás había corrido el riesgo de conceder a sus clientes el más mínimo crédito, y tenía que pagar su consecuencia con un volumen de ventas mucho más modesto que el nuestro y, realmente, el segundo comerciante de comestibles apenas podía existir con ese volumen de ventas. La generosidad de Podlaha, más bien su astucia, le resultaba rentable, casi todas las gentes del poblado compraban en su tienda, y compraban tanto por lo desesperados que estaban, comprando y consumiendo incesantemente comestibles y fiam-bres, todos aquellos habitantes de la antesala del infierno o del infierno de Scherzhauserfeld creían poder hacerse su desesperación más soportable, y sabido es que los más pobres y los más desgracia-dos son los que más compran y los que más co-men, y se hunden comprando y comiendo en una desesperación cada vez mayor y más diabólica y más mortal. Llevaban a nuestra tienda casi todo su

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dinero, los días de paga el establecimiento se va-ciaba casi por completo, y había que desmantelar la mitad del almacén, todas aquellas gentes tenían muchos hijos y, por ello, muchos cupones de racio-namiento, y lo que no `se compraba con cupones y era de venta libre lo compraban sin mirar y en las mayores cantidades. Y compraban sobre todo en grandes cantidades lo que no podían necesitar, y para conseguir esos artículos totalmente inútiles para ellos nuestro patrón se mostraba ingenioso, cuando podía ponerles la mano encima, compraba baratos cientos de cosas, como candeleros de hie-rro forjado o, por ejemplo, catavinos, que las gentes compraban hasta agotarlos, aunque no podían ne-cesitar ni candeleros ni catavinos, porque no en-cendían velas y bebían el vino directamente de la botella. Las cosas no podían ser demasiado horri-bles e inútiles como para que, en el plazo más bre-ve, aquellas gentes no las compraran hasta agotar-las. Para un hombre como Podlaha, aquella época de furia compradora y obsesión compradora de to-das las gentes del poblado de Scherzhauserfeld era, para los negocios, ideal; él, que además era el más hábil para dar salida a todos los artículos que me he tropezado jamás, lo hubiera vendido todo y todo siempre íntegramente y en las condiciones más favorables para él. Pero no sólo era calculador, en el fondo era bondadoso, y no uno de esos tipos que está en el mundo sólo para hacer negocios, y tampoco había abierto sólo por razones de nego-cios su tienda aquí, en el poblado de Scherzhauser-feld, eso hubiera podido hacerlo también en cual-quier otro sitio, posiblemente por los mismos moti-vos que a mí, el poblado de Scherzhauserfeld lo

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había atraído, por absurdo que fuera, como refugio. Para él, como para mí, el poblado de Scherzhau-serfeld fue un refugio después de su fracaso en Viena, él, comerciante de profesión, que quiso es-tudiar en la Musikakademie de Viena y seguir una carrera musical y, como consecuencia de los acon-tecimientos de la guerra, tuvo que interrumpir sus estudios, y enterrar la Akademie y todas las espe-ranzas relacionadas con ella, no había venido sólo a Salzburgo para hacer negocios, para eso aquel ser inteligente era, con todo, demasiado sensible, el recurrir a la profesión que originalmente había aprendido y la autorización resultante para abrir y dirigir un establecimiento de alimentación fueron sólo una salida para la desgracia de su personali-dad, y probablemente su instinto no le dejó abrir sencillamente un establecimiento en la ciudad de Salzburgo, sino al margen de la ciudad, en el po-blado de Scherzhauserfeld, que lo debió atraer también, porque aquel poblado era, en sí mismo, una gran fascinación para un ser rechazado por el llamado mundo normal, y Podlaha fue rechazado por el llamado mundo normal, lo mismo que yo fui rechazado por ese llamado mundo normal, en un caso así los pasos se dirigen de forma totalmente lógica hacia la antesala del infierno o el infierno, probablemente se sentía, como yo, un usufructuario de la antesala del infierno o del infierno. También él, Podlaha, era un marginado, y hasta qué punto sólo lo supe mucho más tarde. Sabía cómo tratar con los clientes, sobre todo con las mujeres del po-blado, que apreciaban una conversación con él y, en lo que se refiere al trato con las personas, aprendí mucho de él. Aquí en el poblado había

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conseguido, mediante la apertura del sótano, que había podido amueblar y organizar de acuerdo con sus deseos, su independencia, que le importaba tanto como a mí la mía, y había podido vivir y llevar su propia vida de marginado como una existencia aislada del mundo normal, no vivía en el poblado, sino en casa de un tío suyo en otra parte de la ciu-dad, ese tío, supongo, le había hecho posible saltar de Viena a Salzburgo, porque tenía influencia en la ciudad, y había allanado los obstáculos que, tam-bién en aquella época, se oponían a la apertura de un negocio, cualquiera que fuese, por un vienés en Salzburgo. Podlaha soñó siempre, y probablemente de forma ininterrumpida, con la música, pero llevó una existencia de pequeño comerciante de comes-tibles, quizá se sintiera como el músico que induda-blemente fue, sin ser realmente músico, porque ya no tocaba ningún instrumento, pero era comercian-te de comestibles, soñaba, creo, durante todo el día, con ser músico, pero era sin embargo, ininte-rrumpidamente, comerciante de comestibles. Su naturaleza tenía mucho en común con la mía, hasta qué punto y en qué medida sólo lo comprendo aho-ra, pero no es éste el momento de hablar de ello. La casualidad, si existe la casualidad, había reunido a dos hombres, Podlaha y yo, que se parecían has-ta en los detalles más nimios de su carácter. La forma de ser de Podlaha era una forma de ser es-trechamente emparentada con la mía, y nuestras dos existencias eran, en características decisivas, paralelas. Cuando su profesión, o sea, la de un co-merciante de comestibles, le resultaba molesta y, como ocurría muy a menudo, insoportable, decía, y siempre con las mismas frases y siempre con el

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mismo lenguaje acusador, que en realidad había querido ser músico, por deseo de sus padres había aprendido comercio, pero sin embargo quería ser músico, hacer una carrera en la Filarmónica de Viena hubiera sido su cumbre como objetivo. La guerra había frustrado sus planes, lo había expul-sado de Viena y él, Podlaha, tuvo que sentirse aún satisfecho de, en lugar de tocar la tuba en la Fi-larmónica de Viena, o la trompeta, poder encontrar refugio en el poblado de Scherzhauserfeld, en el sótano en que yo mismo, unos años más tarde, en-contré refugio. Podlaha no estaba embrutecido, como sus compañeros de profesión, ni lo movía siempre sólo la codicia, yo tenía incluso la impre-sión de que, para él, que había sido paseante entu-siasta, el dinero no importaba mucho o, por lo me-nos, no era lo principal. Ya en las primeras horas de mi trabajo en el sótano me señaló personas con las que debía relacionarme con reservas, a una tal se-ñora Laukesch o Lukesch, de unos sesenta o se-senta y cinco años, que, desde hacía años, venía todos los días al sótano con su botella de ron, y cuyo hijo trató de ser actor de teatro popular en una bodega de cerveza transformada en teatro popular en Schallmoos, y que, como es natural, se convirtió sólo en un borracho. A Podlaha le gustaba la tien-da, lo mismo que también a mí me gustó siempre la tienda, y realmente sé que, si me hubiera interesa-do luego, me hubiera convertido en un comerciante hábil y nada tonto en absoluto, pero en el fondo él no explotaba la situación de los habitantes de la antesala del infierno o del infierno, hubiera tenido la posibilidad de explotar a esas gentes, como se di-ce, a fondo, pero no lo hacía, y actuaba lealmente.

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Trataba a sus clientes seca, pero siempre correc-tamente y, sobre todo a las mujeres de cierta edad y a los niños, con cuidado, cuando era necesario, asumía el papel de psicólogo y neurólogo, daba consejos y daba medicamentos, y muy a menudo evitó catástrofes individuales o de familias enteras. Cómo tratar con las personas lo aprendí de él, co-mo de nadie más, y estoy convencido de que el trato sin dificultades que hoy tengo con la llamada gente del pueblo se lo debo a Podlaha, es decir, a su trato cotidiano con las personas que iban al sótano, fue para mí un buen maestro no sólo en lo que se refiere a la profesión de comerciante, sino también al trato con las personas. Mientras que a otros les resulta penoso todo lo que se refiere a otras personas, yo no he tenido jamás dificultades desde que entré como aprendiz con Podlaha. Des-de luego, yo era de lo más receptivo, toda mi época de aprendizaje en el sótano fue una época de ob-servación intensa, y la capacidad para observar intensamente la aprendí de mi abuelo. Después de las enseñanzas, pienso hoy, que mi abuelo me dio en clases particulares, no hubiera podido tener co-mo segundo maestro a nadie mejor que Podlaha. Mi abuelo me enseñó a estar solo y vivir para mí mismo, Podlaha a convivir con las personas y, de hecho, a convivir con muchas y con las más varia-das personas. Con mi abuelo fui, de forma ideal por ser tan temprana, a la escuela de la filosofía, con Podlaha, en el poblado de Scherzhauserfeld, a la mayor realidad posible y a la realidad absoluta. Esas dos escuelas tempranas fueron decisivas para mi vida y, completándose mutuamente, son hasta hoy la base de mi desarrollo. Fui al comercio de

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alimentación como sótano, y el sótano mismo, co-mo comercio de alimentación, fue mi alimento abso-lutamente propio, eso lo comprendí en seguida, y a esa intuición tuvo que subordinarse todo. En casa se dieron cuenta del cambio que se había produci-do en mí, desde el momento en que entré como aprendiz, sólo les dije que no iba ya al instituto sino a un establecimiento de alimentación; cuando les dije dónde estaba, es decir, en el poblado de Scherzhauserfeld, no me creyeron, pero tuvieron que aceptar el hecho de que iba realmente al po-blado de Scherzhauserfeld cuando muy de maña-na, a las siete y media, salía de casa, con el oficial de cerrajero de la casa de al lado, el cual, por lo demás, se convirtió luego en un actor extraordina-riamente dotado, que ha actuado entretanto en casi todos los escenarios alemanes. Mi decisión la tomé solo y totalmente por mí mismo, después de haberme dejado solos mis educadores durante años, ellos no conocían ya ninguna salida, me hab-ían borrado, no tenían ninguna idea de mi porvenir, ellos mismos no tenían ningún porvenir, como sab-ían, y cómo iban a imaginarse mi porvenir, sólo ten-ían su desgracia y la catástrofe de la posguerra que se había abatido sobre ellos, sin que pudieran hacer frente a esa catástrofe de la posguerra, sólo eran capaces de contemplar fijamente su catástro-fe, de contemplar fija y constantemente su propia catástrofe, que calificaban de catástrofe de la pos-guerra, y no hacían nada. Estaban ya medio locos a fuerza de contemplar fijamente su catástrofe, su catástrofe de la posguerra. Mi familia, que no fue jamás una familia, porque todo en aquellas perso-nas, interior y exteriormente, estuvo siempre, y

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siempre durante toda la vida, en contra del concep-to de familia, era una colección de parientes con-sanguíneos, que se alojaban en el único piso que todavía tenían a su disposición, nueve personas que no podían verse ni soportarse ya, y que sólo esperaban de mi madre y de su marido, mi tutor, que los mantuvieran con vida, que mi tutor, qué ocurrencia, ganase dinero para los nueve, y mi ma-dre, qué ocurrencia, cocinase día tras día para los nueve. Detestaban su situación, pero no la cambia-ban. Todos se habían hecho con el tiempo moles-tos para todos, y la falta de esperanzas había con-sumido pronto su capacidad afectiva e intelectual. En esa medida, se sintieron contentos de que uno de ellos se hubiera hecho independiente, indepen-diente en dónde les daba lo mismo, no hacían pre-guntas al respecto, yo hubiera podido hacer lo que hubiera querido, comprendí de pronto, siempre que me mantuviera a mí mismo y no exigiera ya más de ellos. Pero, al fin y al cabo, sólo tenía dieciséis años cuando me decidí a cambiar el instituto por el sóta-no del señor Podlaha. A partir de los dieciséis años gané por mí mismo mi dinero durante el resto de mi vida. En mí no tuvieron que gastar, a partir de ese momento, ni un centavo. A partir de los dieciséis años, se acabó el agradecimiento. De eso estoy agradecido. Preferí ir a la antesala del infierno o, mejor, al infierno, antes que quedarme en el institu-to y depender de los míos. Pero también para ellos tenía sus ventajas mi nuevo escenario de vida. Yo les suministraba, no siempre en el terreno de la le-galidad, comestibles, y los salvé. Y esa salvación no fue a menudo más que un panecillo blanco o una salchicha seca. O una lata de conservas. Mi

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propio abuelo, del que lo había esperado todo, es-taba acabado. No podía mostrarme ya la continua-ción de mi camino. Lo que yo había aprendido de él no servía de pronto más que en la fantasía, no en la realidad. Así, de pronto me sentí abandonado tam-bién por la única persona en la que había confiado al ciento por ciento. El había querido obligarme a algo a lo que no podía obligarse. En el fondo, había ocurrido lo que tenía que ocurrir, el instituto había conducido en mí al absurdo, y la culpa de mi des-gracia estudiantil la había tenido mi abuelo, que me había enseñado hasta el exceso a estar solo, pero de estar solo y estar aislado no puede vivir nadie, al estar solo y estar aislado perece, tiene que perecer, y la sociedad, como entorno mortal, confirma lo que digo. Si no quería perecer, yo tenía que apartarme también de la persona que lo había sido todo para mí; así pues, tenía que apartarme de todo, y me aparté de todo de la noche a la mañana, no sabía cuáles serían las consecuencias, mi apartamiento tenía que producirse. Quizá hubiera podido ir todav-ía, durante años, al colegio, y unirme cada mañana, muy temprano, a esa locura y absurdo y, en verdad, enfermedad mortal; hubiera podido prolongar du-rante años esa situación, hacía tiempo insoportable, de aversión mortal hacia todo, pero al final no me hubiera quedado otro remedio que el apartamiento y entonces, probablemente, no sólo el apartamiento del colegio y de todo lo relacionado con ese des-graciado colegio, sino el apartamiento de mi vida, el punto final de mi ya casi perdida existencia. El tiempo se me hacía ya larguísimo, un tiempo inso-portable, pero todavía no maduro para el aparta-miento. No podía prever el día, y para mí mismo

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vino de forma tan sorprendente, que no supe lo que me había pasado cuando di la vuelta en la Rei-chenhaller Strasse. Acababa de comprar nuevos libros de texto, nuevos cuadernos, mi abuelo estaba ya buscando otra vez un repetidor de matemáticas. Que tendría que soportar todavía un tiempo inter-minable las imprecaciones de mi tutor, las maldicio-nes diarias de los que me alimentaban y dejarme intimidar a muerte por esas maldiciones, pensaba, y entonces, súbitamente, realicé mi apartamiento. Mi atención se dirigía a la casa del alto funcionario, en la que me esperaba el hijo del alto funcionario, pronto llamaré a la puerta y mi compañero de cole-gio, el manco, al que un, así llamado, lanzagrana-das disparado por los alemanes había arrancado de cuajo el brazo izquierdo en algún lugar de los bos-ques de la Alta Austria, aparecerá en la puerta de la casa y se me unirá, y recorreremos el resto de la Reichenhaller Strasse hasta la Neutor y, pasando por la Neutor y por delante del Sacellum, iremos hasta el instituto, pensaba. En ese instante di la vuelta y volví, corriendo por los prados de Aiglhof, a través del Mülln, hasta la calle de la fábrica de gas, lejos, lejos, en la dirección opuesta. Y a partir de ese momento no volví a ver ya al hijo del alto fun-cionario, ni volví a saber de él, y durante muchos años no puse los pies en la Reichenhaller Strasse, y evité, durante años, pasar por la Neutor, y entrar en el instituto, todavía hoy me resulta imposible. A mi abuelo, el hecho de que por mí mismo hiciera de mí en un instante, es decir, de un estudiante de ba-chillerato un aprendiz de una tienda de comestibles, debió deprimirlo de la forma más profunda, a mi madre probablemente también, a los otros es posi-

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ble que ese problema no les preocupara. Mi tutor no sintió más que alivio, dijo que le hubiera dado igual que hubiese entrado como aprendiz de alba-ñil, no hubiera tenido nada en contra, y su reacción era comprensible, el caos que reinaba entre todos los que tenía que mantener él solo era superior a sus fuerzas. Podía permitirse la indiferencia, cínico no era. Mi tío vio en mi decisión y en el hecho de que realmente me hubiera convertido en aprendiz de comerciante la confirmación de su sospecha de que yo había huido del instituto por incapacidad, celoso hacia mi abuelo, su padre, que me quería y que a él, durante toda su vida, sólo lo trató con du-das, pudo sentirse reafirmado, sin embargo yo no me había escapado del instituto por incapacidad sino por aversión, pero eso no era posible hacerlo comprender. Mi abuelo fue el único que comprendió lo que quería decir, y sólo él tuvo una idea de lo que pasaba dentro de mí. Consideró mi cambio del instituto al aprendizaje del comercio como una tran-sición y, poco tiempo después de mi declaración, estaba ya plenamente convencido de la utilidad de ese aprendizaje del comercio, aunque no supo o no quiso decirme por qué. Yo contaba con sus buenos deseos en relación con el sótano y en relación con mi nuevo entorno, al fin y al cabo no sin peligros para mí; estaba seguro de su afecto y cariño, no necesitaba más. Así pues, también en ese caso tuve otra vez a mi abuelo a mi lado como salvador. Y probablemente fue él lo que me permitió llevar a la práctica mi decisión temeraria, considerada por todos como aberrante, el sentimiento que yo tenía de su autoridad. El había proyectado para mí algo grande, y había hablado de ello una y otra vez, y no

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sólo me había hablado a mí, y ahora yo iba a parar, como aprendiz de comerciante, a una tienda de comestibles en un sótano del poblado de Scherz-hauserfeld. Por mi parte, en el momento mismo en que el señor Podlaha me admitió, fui libre. Era libre y me sentía libre. Todo lo había hecho por mi libre voluntad y lo hacía por mi libre voluntad. Si antes lo había hecho todo sólo en contra de mi voluntad, ahora lo hacía todo por libre decisión, sin resisten-cia y con alegría. No era que creyese haber descu-bierto el o, por lo menos, mi propio sentido de la vida, pero sabía que mi decisión era la acertada. Hoy tengo que decir que el instante decisivo para mi vida ulterior fue el instante en que di la vuelta en la Reichenhaller Strasse. Probablemente no hubie-ra tenido ninguna vida ulterior. Las circunstancias que, finalmente, aplastaron y mataron a mi abuelo y a mi madre, me hubieran aplastado y matado tam-bién a mí. Como estudiante, hubiera sido aplastado y muerto, como aprendiz de comercio en el sótano del poblado de Scherzhauserfeld y sometido a la vigilancia y sometido al orden de Karl Podlaha, so-breviví. El sótano fue mi única salvación, la antesa-la del infierno (o el infierno), mi único refugio. Una vez por semana, el día exacto no lo sé ya, tenía que ir a la escuela profesional, alojada en el llama-do Nuevo Borromeum. Los profesores eran muy distintos de los del instituto, eran comerciantes de la ciudad, que enseñaban por razones fácilmente comprensibles de prestigio o del sueldo y la pen-sión para la vejez que aseguraba esa enseñanza en la escuela profesional y, por su relación absoluta con el presente y su trato diario con la marcha de los tiempos, como realidad, tenían mi confianza.

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Las materias enseñadas suscitaban mi interés, al fin y al cabo eran totalmente nuevas para mí y, con sorpresa por mi parte, me sentía atraído hacia la rama comercial de las matemáticas. Las matemáti-cas, que en el instituto no me habían interesado en absoluto y sólo me habían aburrido y deprimido, tenían de pronto para mí, en la escuela profesional, una fascinación imprevista. Ha caído en mis manos, totalmente por casualidad, uno de mis cuadernos escolares de esa época, y su contenido me resulta convincente, aunque la verdad es que hoy se ha alejado mucho otra vez de mí, y frases como «El proveedor recibe un efecto cambial» o «Compra-mos mercancías a plazo» o «Pagamos una letra vencida» no me resultan ya familiares. No iba en absoluto de buena gana a esa escuela, pero al fin y al cabo se trataba sólo de breves visitas al Nuevo Borromeum, y hasta esas breves visitas estaban a menudo separadas por períodos bastante largos, cuando, en efecto, no tenía tiempo para ellas y se interponía un anuncio de distribución de víveres, como avalancha de clientes, o porque utilizaba ese tiempo para poner orden en el almacén. En la es-cuela profesional no se trataba de alumnos sino de aprendices, que no querían ser alumnos. Y los pro-fesores eran en el fondo comerciantes o, así llama-dos, expertos económicos y, aunque en gran parte eran tan fatuos y estúpidos como los profesores del instituto, resultaban sin embargo más soportables. A mí, con mi trauma escolar, esos días de clase, a diferencia de los otros aprendices que no habían conocido el infierno del instituto, sólo la escuela primaria superior o incluso sólo la primaria elemen-tal, no me entusiasmaban. También aquí reinaban

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en el fondo la estrechez de miras y la pedantería y la fatuidad y la mentira, pero todo aquello no era tan estremecedor, todo aquello no era tan crispado y perverso como los excesos humanistas del instituto. Reinaba sobre todo un tono franco, aunque también más rudo, el estilo era el de los que se dedican al comercio o la industria, el de los luchadores de la economía. Lo que aquí era mentira, no era tan mentira como en el instituto, lo que aquí se ense-ñaba era inmediatamente utilizable, y no, a plazo muy largo, totalmente inútil como en el instituto. Con mis compañeros de la escuela profesional no tuve ninguna clase de dificultades, me hice amigo de ellos muy rápidamente. Por mi parte, lo que más me sorprendía era que, de repente, pertenecía a la clase comerciante, de lo que tenía conciencia siempre, sobre todo en la escuela profesional era un hecho que no podía negarse. Y la verdad es que tampoco quería negarlo. En mi recuerdo han que-dado el profesor cojo Wilhelm, que enseñaba ma-temáticas comerciales, y el ingeniero Rihs, propie-tario de un comercio de colorantes, dos caracteres opuestos pero perfectamente complementarios, los cuales, mientras fui alumno suyo, marcaron el tono de la escuela profesional. Su influencia era útil y la simpatía que tenía que restarle a uno de ellos, por-que toda su persona no me agradaba nada, tenía que dársela al otro. También aquí, como en todas partes donde hay seres humanos, existía ese espa-cio peligroso entre simpatía y antipatía, a partir del cual me atrevía a existir y del que sacaba mis lec-ciones. Los trabajos de un aprendiz de comerciante no se agotan con limpiar y ordenar el comercio y el almacén, ni tampoco con un tragar polvo a diario,

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convertido en costumbre, aunque el tragar a diario polvo de harina puede producir realmente una en-fermedad de aprendiz de comercio, una enferme-dad pulmonar, causada por el acarrear y vaciar y amontonar varias veces al día sacos de harina y de sémola, y que muy a menudo pone al aprendizaje del comercio un brusco final, no consiste sólo en la lógica del desarrollo de la jornada en un comercio de alimentación como, por ejemplo, en el sótano del poblado de Scherzhauserfeld, primero abriendo y corriendo la reja extensible y abriendo la puerta del establecimiento y dejando entrar al patrón y a los empleados y a los clientes a una tienda en la que, ya la víspera y, muy a menudo, durante horas aún después de cerrar el establecimiento, se ha limpia-do todo y se han llenado todos los recipientes que contienen géneros, sino que es todo un trabajo mi-nucioso muy cansado, que realmente exige el ma-yor amor por los detalles de cada comestible y que, en el fondo, sólo puede realizarse debidamente por una persona con memoria dotada para la combina-ción numérica. Esos trabajos y cientos de otros, en cualquier caso de la misma importancia, deben rea-lizarse a diario, y a eso se añadía aún en mi época el minucioso trabajo horrible, que sólo con la mayor exactitud podía efectuarse, de los cupones de ali-mentación, que a cada compra había que arrancar de las cartillas de racionamiento y pegar a diario, después de cerrar el establecimiento, en grandes hojas de papel de envolver. Con independencia del continuo arrastrar sacos y llenar botellas y escoger patatas y clasificar frutas y legumbres y empaquetar café y té y cortar mantequilla y queso, con indepen-dencia de las proezas de habilidad que suponía

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llenar de vinagre y de aceite y de todos los jugos de frutas imaginables, y de ron y de vino y sidra a gra-nel todos los golletes de botella imaginables, siem-pre demasiado estrechos, del continuo estar en guardia contra el moho y la podredumbre, los bi-chos y el frío demasiado intenso y el calor dema-siado intenso, con independencia del descargar y desembalar a cada instante todos los suministros imaginables y del continuo ir, muchos días cientos de veces, de la tienda al almacén y otra vez de vuelta, y a la inversa, y del cortar pan y rallar pane-cillos y proteger el jamón y refrigerar los huevos, con independencia del diario quitar el polvo a todas las estanterías y del ir y venir entre el frigorífico y el mostrador, entre los cajones de patatas y el mos-trador, entre todas las estanterías y el mostrador, con independencia del continuo lavarse las manos y secarse las manos y de la casi ininterrumpida uti-lización de cuchillos que había que afilar a diario y tenedores y cucharas que había que limpiar a dia-rio, y vasos que había que lavar a diario, y con in-dependencia del limpiar ventanas y fregar suelos y de la lucha incesante con las moscas y mosquitos y tábanos y avispas y telarañas de las paredes, lo más importante de todo era, sin embargo, no aban-donarse en las relaciones con la clientela, ser siempre amable y correcto y atento y ejercitarse continuamente en el trato con la clientela, sencilla-mente, tener siempre contenta a esa clientela, no ceder jamás, ni por un instante, en la intensidad de la solicitud hacia esa clientela. Por una parte, satis-facer los deseos de la clientela, y no descuidar ni un instante los intereses del comercio. Tenía que haber orden, debía reinar la limpieza, los clientes y

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el patrón tenían que ser atendidos y satisfechos lo mejor posible, y la caja tenía que cuadrar por las noches. Para mi propio asombro y para asombro de mis compañeros de trabajo y para asombro mayor de todos del patrón mismo, yo me había puesto en seguida al corriente, y no había tenido ninguna difi-cultad para hacer lo que había que hacer y lo que se me exigía. Además, me mostraba abierto hacia todos, y la alegría que había llevado al sótano era contagiosa, no sé de dónde venía esa capacidad repentina para estar alegre y contagiar a los otros esa alegría, había estado ya siempre en mí, ahora tenía otra vez rienda suelta, no había sido sofoca-da. Muchos iban a la tienda, o sea al sótano, para reírse conmigo. Tenía una forma de ser amable, un buen sentido del humor, que no dejaba de producir su efecto entre la clientela. El patrón, si compraba a los mayoristas, podía dejarme tranquilamente solo en el sótano, durante días enteros, cuando el aprendiz Karl estaba enfermo y el dependiente Herbert, por cualquier otra razón, no estaba en el sótano. Me ocupé pronto de la clientela totalmente solo, y no me molestaba que docenas se apretasen contra el mostrador, los despachaba tranquilamente y al ciento por ciento, totalmente absorbido por mi tarea y, al mismo tiempo, enamorado de ella. El patrón sabía que podía confiar en mí, y hubo días en que, sin más, dominé totalmente solo la avalan-cha provocada en el sótano por un nuevo anuncio de distribución de víveres. Sencillamente, esa acti-vidad era para mí un placer; lo que había deseado, ser útil, se cumplía aquí. Y la satisfacción que sent-ía con mi tarea era evidente, y podía transmitirse sin obstáculos a todos aquellos con los que tenía

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que ver en el sótano. No había sabido que la vida podía ser tan feliz, muchos días en los que tenía tanto que hacer que nadie quería creer que podría hacer todo aquello solo. El mostrador de ventas del sótano fue para mí, por la mala salud del aprendiz Karl y a causa de los amoríos y, por ello, cada vez más frecuentes ausencias del dependiente Herbert, un puente de mando que yo dominaba (por comple-to). El señor Podlaha sabía apreciar mi indepen-dencia, no es frecuente que inteligencia y habilidad manual armonicen tan bien como en mi caso. A eso se añadían mi forma de ser, por naturaleza abierta, y la capacidad para estar bien dispuesto y feliz a la menor ocasión, y de no tener que ocultar tal estado sino poder servirme abiertamente de él. Durante muchos años no había tenido ya conciencia de to-das esas aptitudes y ventajas, pero se habían vuel-to a manifestar súbitamente en el sótano de Scherzhauserfeld, surgiendo al exterior de una for-ma refrescante. El estado en que se encontraba todo mi ser en esos períodos de absoluta indepen-dencia en la tienda era un estado feliz. Me encon-traba en el centro y no sólo vendía nuestros comes-tibles y otros géneros, sino que daba además, por decirlo así gratuitamente, a todos los que entraban en la tienda, una parte de mi recuperada alegría de vivir. Los sábados, después de la llamada limpieza general, volvía siempre a casa bastante agotado, con panecillos blancos, patatas y con azúcar y hari-na, según lo que quisieran en casa, a través de las calles del poblado llenas de los vapores de cocina siempre iguales y, sobre todo, de vapores de sopa, por delante del campo de deportes, a lo largo de la valla de madera ya casi totalmente podrida, hasta el

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correo de Lehen, a través de los charcos de agua podrida y de la hierba que proliferaba libremente, jamás cortada, delante de la oficina de correos de Lehen, y a lo largo de los cercados insuficientes de los hortelanos búlgaros, cuyo trabajo observaba muy a menudo a través de las cercas y que me re-cordaba mi propio trabajo como jardinero durante un año en Traunstein; durante esas observaciones pensaba que también ser jardinero hubiera sido algo apropiado para mí, si los cráteres de bomba no hubieran puesto fin, hacia finales del cuarenta y cinco, a la empresa de jardinería Schlecht & Wei-ninger, en la que tanto había aprendido, quién sa-be, quizá sería hoy jardinero. El trabajo de jardiner-ía es uno de los mejores para la mente y el cuerpo, y con él se evade el hombre de la forma más rápida y más natural de la melancolía y el hastío, y la me-lancolía y el hastío son las características más acu-sadas del ser humano. Los búlgaros sabían sacar de poca tierra muchas legumbres y frutas, y sus frutos eran siempre los más logrados, porque su trabajo, realmente, era tanto un trabajo manual co-mo intelectual, y porque realmente no regateaban ningún esfuerzo, y todo su ser se orientaba nada más que a la tierra que trabajaban. A menudo, al volver a casa desde el poblado de Scherzhauser-feld, allí donde hoy se alzan bloques de viviendas, entraba en los huertos de los búlgaros y conversa-ba con los búlgaros, y cada vez mis observaciones en esos huertos resultaban fructuosas. Luego mi camino me llevaba al otro lado, hasta el asilo de sordomudos, con sus árboles altos e invernaderos ingeniosamente dispuestos, en los que los sordo-mudos trabajaban durante todo el día, al cuidado de

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monjas de blancas tocas, y sobre las vías del ferro-carril. Podía elegir entre ir por el pasaje subterráneo o atravesar las vías, siempre elegía el camino prohibido cuando tenía tiempo para ello. Los sába-dos me sacaban de la tienda y del poblado de Scherzhauserfeld para llevarme directamente a la melancolía, ya en el poblado de Scherzhauserfeld reinaba siempre, durante todo el camino, ese silen-cio interrumpido sólo por ruidos de cubiertos que venían de las ventanas: es sábado, nadie trabaja en nada, la gente está echada en sus pisos en el sofá o en las camas, y no sabe qué hacer con su tiempo. Hasta las tres de la tarde reinaba ese silen-cio de la tarde, hasta que en los pisos se desarro-llaban disputas, y entonces muchos salían de sus alojamientos al aire libre, muy a menudo maldicien-do, gritando o con el rostro devastado. Los sábados por la tarde los he sentido siempre como un tiempo muy peligroso para todos, la insatisfacción consigo mismo y con todas y cada una de las cosas, y la repentina conciencia de haber sido realmente ex-plotado durante toda la vida y de carecer de sentido producían ese estado de espíritu, en el que la ma-yoría caía con aterradora profundidad. La mayoría de los hombres están acostumbrados a su trabajo y a alguna clase de trabajo u ocupación regular; si les falta, pierden instantáneamente su contenido y su conciencia y no son más que un morboso estado de desesperación. Al individuo le pasa lo que a la ma-yoría. Piensan que se regeneran, pero en verdad se trata de un vacío, en el que se vuelven medio locos. Por eso todos tienen las tardes de los sábados las ideas más demenciales, y todo termina siempre insatisfactoriamente. Empiezan a desplazar arma-

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rios y cómodas, mesas y sillones y sus propias ca-mas, cepillan sus vestidos en los balcones, se lim-pian los zapatos como si se hubieran vuelto locos, las mujeres se suben al borde de las ventanas y los hombres se van al sótano y levantan torbellinos de polvo con escobas de ramas. Familias enteras cre-en que tienen que poner orden y se precipitan so-bre el contenido de sus alojamientos y lo trastornan y se trastornan con ello. O se echan y se ocupan de sus dolencias, huyen y se refugian en sus enferme-dades, que son enfermedades permanentes, de las que se acuerdan al terminar su trabajo el sábado por la tarde. Los médicos lo saben, los sábados por la tarde hay más visitas que en cualquier otro mo-mento. Cuando el trabajo se interrumpe, irrumpen las enfermedades, llegan de pronto los dolores, el famoso dolor de cabeza de los sábados, las palpi-taciones de las tardes de los sábados, los desma-yos, los arrebatos de ira. Durante toda la semana las enfermedades son contenidas, mitigadas por el trabajo e incluso por una simple ocupación, el sábado por la tarde se hacen sentir y el hombre pierde en seguida su equilibrio. Y cuando el que ha dejado de trabajar al mediodía, cobra conciencia poco después de su auténtica situación, que en cualquier caso es siempre sólo una situación sin esperanzas, sea él quien sea, sea lo que sea, esté donde esté, tiene que decirse que no es más que un hombre desgraciado, aunque pretenda lo contra-rio. Los pocos afortunados a los que el sábado no trastorna sólo confirman la regla. En el fondo, el sábado es un día temido, mucho más temido aún que el domingo, porque el sábado sabe todo el mundo que queda el domingo aún, y el domingo es

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el día más horrible, pero después del domingo vie-ne el lunes, que es un día laborable, y eso hace soportable el domingo. El sábado es terrible, el do-mingo horrible, el lunes es un alivio. Todo lo demás es una afirmación malévola y estúpida. El sábado se prepara la tormenta, el domingo descarga, el lunes vuelve la calma. El hombre no ama la liber-tad, todo lo demás es mentira, no sabe qué hacer con la libertad, apenas es libre, se dedica a abrir cómodas de vestidos y ropa blanca, a ordenar vie-jos papeles, busca fotografías, documentos, cartas, va al jardín y escarba la tierra o anda totalmente sin sentido ni objeto en cualquier dirección, sea la que fuere, y lo llama paseo. Y cuando hay niños, se los utiliza para el famoso matar el tiempo, y se los exci-ta y azota y abofetea, para que produzcan ese caos que, en verdad, es la salvación. Y qué hay por otra parte más terrible que un paseo de sábado por la tarde, como visita a parientes o conocidos, en el que se satisface la curiosidad y se destruyen las relaciones con esos parientes o conocidos. Y si la gente lee, se tortura en verdad con una pena que se impone a sí misma, y nada es más ridículo que el deporte, esa coartada favorita entre todas para la absoluta falta de sentido del individuo. El fin de se-mana es el homicidio de todo individuo y la muerte de toda familia. El sábado, después de terminar el trabajo, el individuo y, por consiguiente, todo el mundo está súbitamente solo por completo, porque en verdad y en realidad los hombres sólo conviven durante toda su vida con su trabajo, sólo tienen en verdad y en realidad su ocupación, y nada más. Nadie puede sustituir al trabajo de otro, cuando al-guien pierde a un ser, aunque sea para él decisivo,

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el más importante para él, el más querido, no pere-ce; cuando se le quita el trabajo y la ocupación, se extingue y, en poco tiempo, muere. Las enfermeda-des surgen cuando los hombres no están plena-mente utilizados, están demasiado poco ocupados, no deberían quejarse de demasiadas ocupaciones sino de demasiado pocas; si se limitan las ocupa-ciones, las enfermedades se extienden, la infelici-dad lo abarca todo cuando el trabajo y las ocupa-ciones se limitan. En esa medida, el trabajo, en sí sin sentido, tiene su sentido, su finalidad propia ori-ginal. Los sábados por la tarde podía observarse primero el silencio característico de los sábados por la tarde, la calma que precede a la tormenta, de repente la gente se precipitaba a la calle, se habían acordado de sus parientes y conocidos o simple-mente de la Naturaleza, de que había cine o una función de circo, o se refugiaban en los jardines y empezaban a escarbar. Pero hacían lo que hacían entonces, en cualquier caso y por toda clase de razones, sin ilusión. Es evidente que quien no se refugiaba en una actividad y creía poder pasar el tiempo sólo meditando y superar su estado mental amenazado y, muy a menudo, mortalmente peligro-so, por medio de la meditación, se abandonaba rápidamente y, además, al ciento por ciento, a su desgracia personal. El sábado ha sido siempre el día de los suicidios, y quien ha frecuentado alguna vez durante cierto tiempo los tribunales sabe que el ochenta por ciento de los asesinados lo son en sábado. Durante toda la semana, todo lo que tiene que hacer a un hombre insatisfecho e infeliz, por-que está tan concentrado en la insatisfacción y en la infelicidad, se encuentra contenido, pero el sába-

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do, después de terminar el trabajo, su insatisfacción y su infelicidad están otra vez presentes y, de hecho, presentes cada vez con mayor brutalidad. Y todos intentan descargar los sábados en otro su insatisfacción y su infelicidad. La insatisfacción y la infelicidad se llevan después de terminar el trabajo a casa, donde al fin y al cabo no esperan más que insatisfacción e infelicidad, y se descargan en casa. Como consecuencia, los sábados por la tarde tie-nen, en todas partes donde hay hombres y donde se reúnen hombres, un efecto devastador. Cuando hay varios reunidos, como en las familias, no lo so-portan, y tienen que producirse explosiones, y cuando alguien está totalmente solo consigo mismo y, por consiguiente, solitario y aislado, es también una situación terrible. Los sábados son los verdade-ros homicidas del mundo, y los domingos hacen evidente ese hecho de la forma más insoportable, y los lunes aplazan otra vez la insatisfacción y la infe-licidad toda la semana hasta el sábado siguiente, hasta el siguiente empeoramiento del estado men-tal. Por mi parte, odiaba sábado y domingo, porque esos dos días temidos por mí me enfrentaba de la forma más brutal con la miseria de los míos, nueve personas en tres habitaciones se atacaban mutua-mente los nervios de la mañana a la noche y, con-fiadas sólo a las escasas posibilidades de ingresos de mi tutor y al arte culinario de mi madre, tenían hambre continuamente y nada que ponerse y, según recuerdo, se intercambiaban entre sí, por falta de prendas de vestir, los zapatos y las faldas y los pantalones, para poder salir a la calle alternati-vamente como, por decirlo así, personas como es debido. Mi abuelo ocupaba él solo la más pequeña

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de las habitaciones, pero la verdad es que su habi-tación era tan pequeña que apenas podía revolver-se en ella, allí se alojaba, rechazado por su entor-no, en medio de sus libros y con sus ideas no reali-zadas, y se pasaba sentado la mayor parte del tiempo, envuelto, para ahorrar la leña que apenas había ya, en una vieja manta de caballo gris, frente a su escritorio, sin poder trabajar realmente. Duran-te días enteros, lo sé, se encerraba, y su mujer, mi abuela, esperaba el disparo de la pistola que él ten-ía sobre el escritorio, de día sobre el escritorio, du-rante la noche bajo la almohada, ella temía ese dis-paro, él la había amenazado y nos había amenaza-do a todos, una y otra vez, con suicidarse, no tenía dinero ni la más mínima energía ya, muerto de hambre como todos nosotros, no conocía ahora otra vez, dos años después de terminada la guerra, en aquella época sumamente amarga, más que la falta de esperanzas. Mi tutor trabajaba, por un pe-dazo de pan, en su oficio mal pagado. En aquella época, simplemente porque no había ya sitio para mí, yo tenía la cama en el vestíbulo, al lado mismo de la puerta de entrada. En esas condiciones no se podía pensar en un sueño tranquilo, de forma que, la mayor parte del tiempo, iba muy de mañana al trabajo totalmente falto de sueño. Y, cuando mi tío y su mujer se mudaron, mi madre, además de noso-tros siete, acogió, hay que imaginárselo, a un violi-nista del Tirol que practicaba continuamente, a fin de tener una fuente de ingresos para mantener a los que le reclamaban alimento. En casa yo no ten-ía ningún motivo para reírme, toda nuestra existen-cia era de lo más difícil y de lo más sin salidas, el fin de la guerra nos había llevado a todos a aquel

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piso, para mostrarnos el espanto. Sin embargo, no es éste el lugar para entrar en detalles de ese horror en casa, debo prohibirme en absoluto entrar en ello en este lugar, yo mismo debo negarme ese recuerdo por escrito, y no puede ser descrito en absoluto. Por comparación, todo lo demás me re-sultaba ridículo. Probablemente estaba siempre en el sótano de tan buen humor, porque sabía de dónde me escapaba cada día muy de mañana, mi casa era mi infierno, y cada día, gracias a mi cami-no hasta el poblado de Scherzhauserfeld, que aho-ra califico otra vez de antesala del infierno, me sal-vaba. Mi hogar era por lo menos tan terrible como todos los llamados hogares del poblado de Scherz-hauserfeld. Y lo mismo que yo me escapaba de mi hogar por la RudolfBiebl-Strasse al poblado de Scherzhauserfeld, cada día por el trayecto hasta mi trabajo, los del poblado de Scherzhauserfeld, cuan-do tenían siquiera aún las fuerzas y la oportunidad, se escapaban del poblado de Scherzhauserfeld por el trayecto hasta cualquier trabajo. Pero la mayoría no tenían ya fuerzas para irse, lo mismo que mi madre no las tenía ya, los míos, salvo mi tutor, no las tenían ya, la mayoría de los del poblado de Scherzhauserfeld no las tenían ya. Se volvían locos o se extinguían o se volvían locos y se extinguían, como los míos. Pero eso es otro capítulo. Subir al Mönchsberg con mi abuelo, que era ya un hombre enfermo de muerte, durante horas, cuando él tenía fuerzas para ello, y las tenía ya sólo raras veces, eso me salvaba los sábados y los domingos en ca-sa. Qué crispación había sido, en medio de todas esas circunstancias horribles que reinaban en casa, enviarme al instituto. Todavía en retrospectiva me

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parece todo aquello una pesadilla perversa. En ver-dad reinaban en mi casa condiciones más espanto-sas, más horribles que las que reinaban en cual-quier otro lugar del poblado de Scherzhauserfeld, los habitantes de la antesala del infierno creían es-tar en el infierno, pero no vivían en el infierno, yo estaba en el infierno, pero de eso no contaba nada, eso hubiera conmovido el puesto de confianza que tuve en el sótano ya al cabo de poco tiempo, que en nuestra casa reinaban las condiciones más caó-ticas no lo decía, al contrario, ante mis compañeros del sótano y, sobre todo, ante el señor Podlaha pin-taba un cuadro tranquilizador de los míos y de mi hogar. Para protegerme a mí mismo, falsificaba mi hogar, y no hacía jamás la menor insinuación de cómo era verdaderamente mi hogar, lamentable y sin esperanzas. Callar no es decir mentiras, y yo me lo callaba casi todo. Cuando salía de casa, en donde siempre estaba sólo deprimido, respiraba y aceleraba el paso y bajaba corriendo todos los días, como si me fuera la vida en ello, por la Rudolf-Biebl-Strasse hasta el poblado de Scherzhauser-feld. Salía de casa triste y malhumorado y entraba alegre en el poblado de Scherzhauserfeld. La longi-tud de mi camino era exactamente la longitud ade-cuada, la necesaria para hacer del malhumorado y triste alguien alegre. Y era un camino agradable, ligeramente descendente, con un aire bueno, libre y perfumado. De vez en cuando subía solo al Mönchsberg y me echaba allí arriba en la hierba y, sentado bajo la copa de un árbol, escribía poemas, o me ocupaba, una vez por semana era mi día de clase en Parsch, de los temas de la escuela profe-sional, de los cientos de clases de café y de té de

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todas las partes del mundo, de problemas de habi-lidad contable sencillos o muy raros, de tipos de interés y márgenes de beneficios de mayoristas, de operaciones cambiarias y de las más recientes condiciones de crédito, y dibujaba, en las últimas páginas de mis cuadernos escolares, portales y vistas interiores de establecimientos, que podía imaginarme muy bien como mis propios estableci-mientos futuros. Con el arroz y la sémola me rela-cionaba sin resistencia, con el llamado té ruso y con el café brasileño, en cualquier caso, con mucha menor aversión que con Alejandro, César, Virgilio y así sucesivamente. Los fines de semana cobraba conciencia de la enorme tensión entre mi hogar (como un mundo) y el sótano (como el mundo opuesto), y de lo que significaba también soportar esa tensión. Todos los días, a las tres de la maña-na, mi abuelo tomaba nuevo impulso; El valle de las siete granjas, un manuscrito de mil quinientas pági-nas proyectado por él en tres partes, hacía que, desde muchos años antes, emprendiera a las tres de la mañana su lucha con la muerte; debilitado durante toda su vida por una grave enfermedad pulmonar, había adoptado la costumbre de iniciar su jornada ya a las tres de la mañana, de iniciarla con la ocupación mortal del escritor y filósofo faná-tico, envolverse en su manta de caballo y atarse una vieja correa en torno al cuerpo, yo lo oía a las tres de la mañana en su habitación emprender la lucha con lo imposible, con la total falta de espe-ranzas del oficio de escribir. En el vestíbulo, echado en la cama al lado mismo de la puerta del piso, yo seguía, con la atención de un nieto sensible y cari-ñoso, todavía no familiarizado con todas las crueles

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inutilidades y faltas de esperanzas, los ruidos, la nueva superación del miedo a la muerte y la lucha desesperada, reanudada una y otra vez, de aquel ser al que quería más que a ningún otro y que quer-ía terminar su llamada obra maestra. Yo no estaba familiarizado todavía con la insensatez y la inefica-cia de las llamadas obras maestras; ahora bien, a mis dieciséis o diecisiete años tuve sin embargo, por la proximidad ininterrumpida de mi abuelo, una idea de lo terrible del trabajo literario o, en general, artístico y filosófico-intelectual. Admiraba la tenaci-dad y la perseverancia ininterrumpida y la infatigabi-lidad de mi abuelo en relación con todos sus pen-samientos escritos y no escritos, porque lo admira-ba todo en él, pero al mismo tiempo veía también la espantosa locura, en el sentido más verdadero de la palabra, en que un hombre como mi abuelo tenía que adentrarse y cómo, con una velocidad vertigi-nosa y, por ello, enfermiza, tenía que conducir su vida a un callejón sin salida humano y filosófico. El hubiera debido ser sacerdote y obispo y, al parecer, quiso ser originalmente político, socialista, comunis-ta y, como todos los que se dedican a escribir, por decepción ante esas categorías imposibles, se con-virtió en un escritor que filosofaba sobre esas cate-gorías e idioteces y filosofías y, como es natural, en un solitario perdido en ese oficio de escribir suyo. A las tres de la mañana yo oía como, tras su puerta acolchada, iniciaba su proceso. Su situación era la más desesperada que cabe imaginar, pero luchaba, luchaba todavía después de cuatro decenios de una falta de éxito total, en la que cualquier otro hubiera renunciado hacía tiempo. El no había re-nunciado. Al aumentar y hacerse cada vez más in-

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soportable su falta de éxito, se agudizó su obsesión con respecto a su objeto, que era su obra. No era un hombre comunicativo, y odiaba la compañía. Se había encarcelado con su trabajo, con la obra de su vida como oficio de escritor, pero se había tomado la libertad de estar solo y de subordinar todo lo de-más. De ello tuvo que sufrir durante toda su vida su entorno, sobre todo su mujer, mi abuela, como también mi madre, que le permitían ese estado de total aislamiento creador mediante su ayuda enér-gica. Pagaban lo que le daban con su propia vida, y el precio fue el más alto. A las tres de la mañana, con los panaderos y los ferroviarios, se levantaba y se sentaba frente al escritorio. Yo escuchaba y lo oía y me daba otra vez la vuelta en la cama; saber que mi abuelo, separado de mí sólo por la puerta acolchada, estaba ya levantado y trabajando, o sea, que estaba en mi proximidad más próxima y que todavía vivía, me hacía feliz todos los días muy de madrugada. Su hijo, mi tío, salía hacia las cinco de la habitación en donde tenían que dormir también mi abuela, mi madre y mis hermanos, separados por una gran mampara de cartón, y me despertaba otra vez. Y así durante años. Y él bajaba al sótano, a su estación experimental, a sus inventos, para los que quería obtener siempre patentes y para los que las obtenía efectivamente, y que debían asegurarle un futuro de ausencia de preocupaciones y de ri-queza, lo que, naturalmente, era utópico y un auténtico desvarío. Hacia las seis me levantaba yo y me preparaba, y desayunaba con mi madre y con mi tutor en la cocina. A veces nuestro desayuno era bruscamente interrumpido por una explosión en el sótano, cuando alguno de los experimentos de mi

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tío se desahogaba, y entonces el suelo de la cocina temblaba. Normalmente, sin embargo, todos eran tan silenciosos como podían, en consideración a mi abuelo, que trabajaba ya desde hacía horas, y tam-poco se hubieran atrevido jamás a hablar fuerte, ni se permitían los más mínimos ruidos molestos, to-dos andábamos como de puntillas, para no detener el progreso del trabajo en El valle de las siete gran-jas. El carácter bondadoso de mi abuelo tenía sus límites y, en lo relativo a su trabajo, no perdonaba nada, y todos tuvimos que padecer a menudo al tirano absoluto que había en él. Podía ser, sobre todo con las mujeres, con su mujer, mi abuela, y con mi madre, su hija, de una dureza y una aspere-za francamente aniquiladoras. Pero todas ellas lo respetaban más que a nadie y le permitían hacer lo que quería, y lo querían. Creían en él y lo manten-ían apartado. Era un hombre del campo, de una desconfianza francamente suicida hacia todo lo de la ciudad, y odiaba la civilización con todos sus sen-timientos y pensamientos y en todo lo que escribió jamás. Partiendo de su origen campesino, había entrado de una gran zancada en el mundo, pero pronto había regresado de ese mundo, para él des-agradable y hostil, a su mente obstinada. No podía creer que todo diera igual. Hacia las siete, mi tutor salía de casa. Tenía poco más de treinta años y era el que alimentaba a todos. Para mí, a los dieciséis o diecisiete, él era, como es natural, un adulto desde hacía tiempo, casi un viejo ya. Esa era su desgra-cia. Yo no comprendía que se le exigiera en esa época algo casi inhumano y sobrehumano, que él solo, con su oficio, mantuviera a toda su familia y a sus numerosos apéndices. Hacia las siete y media

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iba yo al poblado de Scherzhauserfeld y al sótano. Las condiciones en casa eran, en resumidas cuen-tas, insufribles, porque no podían mejorarse en ab-soluto, en nuestra casa sólo reinaban la necesidad y la miseria, de forma que, cada día, sentía como una felicidad especial el poder escaparme al pobla-do de Scherzhauserfeld a través de los campos y prados y praderas. En Podlaha, de cuya biografía no sabía más que el hecho de que procedía de Viena y había querido ser músico, y se había con-vertido en un pequeño tendero, lo que, por lo que sé, siguió siendo, tenía yo de repente y de forma imprevista otra vez un maestro, que yo podía acep-tar, él me enseñó todo lo que no podía aprender de mi abuelo, el presente como realidad. Aprendí, ob-servándolo atentamente, y observándolo más aten-tamente aún de lo que él mismo se daba cuenta, a hacer frente a la vida cotidiana y a afirmarme a mí mismo, lo que ni siquiera de mi abuelo había aprendido. Que el someterse ininterrumpidamente a una disciplina es la condición previa para avanzar día tras día, poner orden ininterrumpidamente no sólo en la propia mente sino también en todas las cosas cotidianas pequeñas y muy pequeñas. Tenía en él un maestro que no tenía que imponerme su saber como su modo de ser, y del que, con la mejor disposición, podía aceptarlo todo, sin derrota, sin ninguna clase de vergüenza. El no tenía conciencia de su papel de maestro en todo lo que para mí era lo más importante y que nada tenía que ver con la teoría del comercio propiamente dicha, lo que había que aprender en el sector del comercio se aprendía pronto, la verdad es que yo tenía claramente un instinto comercial que, en lo que se refiere a los

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negocios, me ha sido siempre ventajoso, lo impor-tante era que Podlaha me enseñaba cómo se podía tratar a las personas al mismo tiempo con la mayor intensidad y, al mismo tiempo, con la mayor distan-cia, y él era un campeón en materia de contactos humanos. Eso precisamente no hubiera podido aprenderlo jamás de mi abuelo, que se había aisla-do y, con el paso del tiempo, había aislado con él a todo su entorno, a su mujer, a mi madre y su mari-do, y además a sus hijos y, por consiguiente, tam-bién a mí, mi abuelo era totalmente incapaz de es-tablecer contactos y estaba aislado de todos, del origen que fueran, de la sociedad que fueran, del carácter que fueran; Podlaha, sin embargo, esta-blecía contactos con todos. A él le debo el no haber padecido nunca, más adelante, dificultades para establecer contactos, y eso es una gran ventaja, incluso de importancia vital. Mi abuelo me había enseñado a observar a los hombres a gran distan-cia, Podlaha me enfrentó directamente con ellos. Ahora yo tenía ambas posibilidades. Podlaha, sin embargo, de forma muy distinta a mi abuelo, no perdió jamás la conciencia de su propio valor. Pod-laha no era un solitario, siempre tenía compañía a su alrededor; mi abuelo, en cambio, era un solitario absoluto, aunque tuviera una familia, y Podlaha no tenía familia. Podlaha no se había dejado destruir por la destrucción de sus esperanzas, y no como mi abuelo, que realmente fue destruido por los que destruyeron sus esperanzas. Pero no voy a compa-rar a mi abuelo con Podlaha, eso sería absurdo. Uno no tenía que ver, en el fondo, nada con el otro, y los dos no se vieron nunca, ni mostraron jamás interés por conocerse. Podlaha, como maestro,

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colmó las lagunas que mi abuelo había dejado. Yo entré con él como aprendiz de comercio, pero eso no fue lo decisivo que aprendí con él ni lo que me aprovechó con él. El me hizo ver durante años las posibilidades humanas, de las que hasta entonces yo no había tenido ni idea, las otras posibilidades humanas. Hoy me ha dicho alguien que el poblado de Scherzhauserfeld va a ser demolido, en silencio. Por un instante he pensado en ir allí, en verlo otra vez más, durante años he tenido ese pensamiento, el de ir allí, saliendo de la calle de la fábrica de gas, y visitar la tienda del sótano. Una vez, hace cinco o seis años, eché una ojeada al sótano a través de la reja corrediza, que todavía existe, a través de las altas ventanas. A la tienda hacía tiempo abandona-da que, al parecer, no resultaba ya rentable. La reja corrediza estaba oxidada, las puertas estaban ce-rradas con cerrojo, pero el mobiliario de la tienda era el de entonces. Únicamente, al contrario que en mi época, había en la tienda una suciedad inimagi-nable. Podlaha, pensaba yo allí de pie y con el pen-samiento de si me observaban o no, renunció un día, probablemente porque ya no tenía ningún sen-tido para él. Una serie de grandes mercados se han establecido entretanto muy cerca, los llamados su-permercados han surgido del suelo de Lehen, han edificado en las praderas, decenas de millares vi-ven ahora en bloques de cemento grises y sin gra-cia, sobre los terrenos por los que, día tras día, yo iba al sótano. Hacía un cuarto de siglo que no esta-ba en el poblado de Scherzhauserfeld, pero era el mismo olor, eran los mismos ruidos. Allí estaba yo, mirando adentro y pensando en cómo me las había arreglado para venir con sacos de noventa kilos del

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almacén de enfrente, es decir, para salir primero del almacén, subiendo la escalera, y dar la vuelta a la esquina de la manzana, y bajar otra vez la escalera de la tienda. Había arrastrado cientos, y no cientos sino miles de sacos de harina y sacos de sémola y sacos de azúcar y sacos de patatas por esas esca-leras. No me había sido fácil, pero lo había logrado. Había abierto la reja corrediza y dejado entrar en la tienda a la jauría humana. Había servido a todas las personas que vivían o se alojaban aquí, y a cente-nares y millares, probablemente las mismas todavía que entonces, aunque desde luego un cuarto de siglo más viejas, había abierto a esas personas la puerta, y les había envuelto hogazas de pan y cor-tado embutidos y metido paquetes de mantequilla en los bolsos. Con cuánta frecuencia me había equivocado en las cuentas, sobre todo los días de anuncios de distribución de víveres. A favor del patrón y en perjuicio suyo. Después de cada anun-cio de distribución de víveres tenía que aguantar muchas reclamaciones. A muchos les daba más de lo que les correspondía de acuerdo con sus cartillas de racionamiento, por compasión. No siempre era totalmente honrado. Estaba allí de pie y pensaba, ¿vivirá aún la vieja señora Laukesch o Lukesch? ¿Qué habrá sido de estos niños o de aquéllos? Re-cordaba todavía rostros aislados hasta en sus deta-lles más ocultos. Oía las voces de todas esas per-sonas, y veía sus manos que contaban dinero, sus piernas que iban arriba de un lado para otro, a través de la ventana de la trastienda. Sin permiso, me había comido un panecillo con salchicha de más, sin permiso, unas manzanas más en el bolso de la compra de esta o de aquella mujer. Quién se

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interesa ahora por eso. La habilidad con que sabía llenar de jugo de frambuesa las botellas, el percan-ce con el saco de maíz de setenta kilos, con el que rocé la esquina de la casa y que se volcó por toda la escalera mojada por la lluvia. Cómo el patrón y su dependiente Herbert descubrieron al aprendiz Karl robando y lo descubrieron otra vez y lo descu-brieron otra vez, y cómo Karl, de la noche a la ma-ñana, desapareció, y su madre, desesperada, vino a la tienda para interceder por su hijo. Pero Karl no volvió a aparecer. Se fue a la Legión Extranjera. El patrón no aceptó más aprendices, yo fui el último. Herbert, el dependiente, se independizó, abriendo en la ciudad un tostadero de café. Durante la mitad de mi época de aprendiz estuve solo con el patrón, y también eso funcionó, trabajábamos bien juntos. Nos llevábamos bien. Nos respetábamos. Yo esta-ba en la tienda y lo hacía todo, y domaba también a los cientos de clientes los días de anuncio de distri-bución, con la facilidad del que tiene una feliz con-ciencia de su propio valor, mientras el patrón iba a buscar los víveres. También con los clientes difíci-les me las arreglaba. Con la señora Lukesch o Lau-kesch, cuyo hijo se metió en una carrera sin salida de actor popular en la ya citada bodega de cerveza y, un día, se mató. Poco después se mató también la señora Laukesch o Lukesch. Y la mujer sola, que vivía enfrente mismo de la tienda, he olvidado su nombre, fue estrangulada, eso lo leí en los periódi-cos veinte años después de terminar mi aprendiza-je. Levanté la vista hacia las ventanas. Quizá viven ahora ahí sus hijos. Todavía la veo, llevaba una blusa de color rojo oxidado, pensé, nunca iba sin sombrero. La voz de aquella mujer era ronca. A la

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que vivía al lado, la vi una vez, de tímida señora del guardarropa, en el teatro de los Festivales. Miré al interior de la tienda y me vi detrás del mostrador, oí mi risa fuerte y cómo los otros se reían luego todav-ía más fuerte. El chirrido de los neumáticos de los coches detrás de mí, eso era el coche del patrón, al acercarse al sótano. Salí de la tienda y subí las es-caleras corriendo, y ayudé al patrón a descargar los géneros y bajarlos al sótano. Había comprado otra vez demasiadas cebollas, demasiados tomates, demasiadas manzanas, dijo, todo se pudría. Tenía que marcharse otra vez, la harina se podía comprar hoy barata. Adónde iba a buscar la harina, no lo sé. Se sentaba en la trastienda tras la puerta abierta, mientras yo limpiaba el establecimiento, daba un barrido y fregaba, inspeccionaba los cajones de patatas, los cajones de tomates. Subía con las fru-tas y legumbres podridas y daba la vuelta a la es-quina y lo vaciaba todo en el basurero común. ¿Es-tará el almacén cerrado con llave? Probé el canda-do, y volví con el cubo vacío al establecimiento. El patrón estaba sentado en la trastienda, haciendo balance de caja. Nos pasábamos a menudo noches enteras juntos en la trastienda, pegando, como es-taba ordenado, los cupones de racionamiento en grandes hojas de papel de envolver. Veía, mirando al interior de la tienda, en el que, salvo una sucie-dad y un polvo inimaginables no había nada, todo indicaba que en la tienda, desde hacía ya años, no había entrado nadie, a las mujeres bajar tamba-leándose por la escalera con sus botellas de ron, perder el equilibrio casi al entrar en la tienda y po-ner las botellas sobre el mostrador, lo que era una hazaña, yo llenaba las botellas, aunque tenía el

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encargo de no dar más ron a ésta o aquélla, ya fue-ra porque debía ya demasiado o porque cada vez, después de soplarse la botella, armaba demasiado jaleo en el poblado; Podlaha no quería diferencias ni escándalos en relación con su tienda. Cuando no se les daba nada de beber, amenazaban en segui-da con matarse, el patrón las echaba, ellas subían la escalera a cuatro patas, echando maldiciones, y volvían al día siguiente. Cuando alguien moría, y casi todas las semanas moría alguien en el pobla-do, el patrón, no con traje negro pero sí con una corbata negra, iba a las exequias. La corbata negra colgaba en la trastienda dentro del armario en el que colgaban también los sobretodos, sólo tenía que anudársela al cuello y salir. Todo el que moría aquí había sido cliente suyo. La tienda era el punto de reunión. Por las mañanas había arriba, en lo alto de la escalera, detrás de la balaustrada, cuatro o cinco y hasta seis o siete cochecitos de niño, y las madres estaban conmigo en la tienda, charlando. Yo les hacía panecillos con salchicha y les vendía, poco a poco, todas las golosinas imaginables. Una tras otra recordaban, una y otra vez, alguna otra cosa que tenían que comprar. En el invierno todas se sentían atraídas por nuestras dos estufas eléc-tricas de carga nocturna, la mayoría no tenían cale-facción en casa. Yo estaba allí de pie, mirando al interior de la tienda, y sólo entonces me di cuenta de que estaba exactamente delante de la puerta de entrada, sobre un gigantesco montón de hojas, ya transformadas en estiércol, durante años el viento había soplado hasta aquí las hojas de los árboles del poblado, eso no molestaba a nadie. Evidente-mente, nadie tenía ya interés en la tienda. No era

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ya viable. Podlaha la había cerrado hacía muchos años, ni siquiera se había llevado las estufas eléc-tricas, ni las estanterías, ni el mostrador, que fue en otro tiempo todo su orgullo, proyectado por él, lo mismo que las prácticas estanterías. En la tienda había todavía carteles anunciadores de comestibles que desde hace veinte años no están en el comer-cio. Podlaha tenía relaciones con los americanos, qué relaciones no lo sé. A veces aparecía un negro en la tienda y desaparecía en la trastienda, y al ca-bo de un cuarto de hora o de media hora se iba otra vez. La madre de Podlaha vivía entonces., aún en Viena, quizá tuviera sesenta años, eso no es vejez, pero para mí aquella mujer era una anciana, él pa-saba siempre la Nochebuena con ella en Viena, y en verano ella pasaba unos días o unas semanas con él en Salzburgo, era una mujer atildada. A Pod-laha yo le caía bien, pensé, él a mí también. Con Karl; el aprendiz, mayor, tuvo grandes dificultades, Karl estuvo cuatro o cinco años en la Legión Extra-njera y apareció otra vez en Salzburgo, de pronto en medio de la ciudad, me reconoció en seguida. Desde entonces no he sabido más de él. Herbert, el dependiente, me acogió desde el principio con sim-patía. No me hacía rabiar. Nadie era sádico, en el sótano. En verano hacía aquí fresco y en invierno, a causa de las dos estufas eléctricas de carga noc-turna, un calor agradable. Como es natural, yo tenía que hacer los trabajos más pesados y, por decirlo así, más humildes, pero tenía una constitución fran-camente robusta, y cargar y llevar sobre las espal-das sacos de setenta kilos como los sacos de maíz no tenía para mí ninguna dificultad. Jamás sentí como degradación ninguna de los cientos y miles

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de actividades en el sótano. Cuando había termina-do de lavar las ventanas y había dejado relucientes todas las ventanas de la tienda, siempre pasaba un coche por el charco que había ante la puerta de entrada, y todo mi trabajo resultaba inútil otra vez. Sin duda hubiera conocido todavía a muchos en el poblado de Scherzhauserfeld, lo mismo que mu-chos me hubieran conocido todavía a mí también, sólo hubiera tenido que entrar en alguno de los blo-ques de viviendas, pero no lo hice. Varias veces me había parecido que una u otra de las voces a mis espaldas me resultaba familiar. Qué clase de vida reina aquí, pensé, ahora, salvo la vieja suciedad, no hay nada en el sótano. Hasta las ratas y los ratones que, mientras estuve en el sótano, entraban en el sótano, se habían retirado. Tampoco para ellos había ya nada en el sótano. ¿Qué harán ahora los viejos, cuando el sótano, como tienda de comesti-bles, no exista ya, y el supermercado les resulte demasiado lejos? Los niños que entonces jugaban a la pelota ahí enfrente, pensé, habrán crecido hace tiempo. ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Cuántas de las personas de edad de entonces viven aún? Innume-rables grietas en las paredes, ahora mayores, las conocía. Se oía llamar los mismos nombres, pero se trataba de otros niños. ¿Quizá habían hecho algo en la vida algunos del poblado? La mancha de ser del poblado de Scherzhauserfeld, la escoria de la humanidad, como he oído decir, una y otra vez, en relación con esas gentes, les ha quedado. Ningún hostal de la ciudad hubiera empleado a una del poblado de Scherzhauserfeld como camarera. Ninguna tienda de la ciudad formado a un hombre del poblado de Scherzhauserfeld como vendedor.

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Algunos ferroviarios, eso era en mi época lo más alto que había producido el poblado de Scherzhau-serfeld. Si había algún partido, era el comunista. Pero el partido comunista fue siempre en esa ciu-dad una minoría ridícula, una asociación objeto de burla y desprecio. Los del poblado de Scherzhau-serfeld no estaban, desde luego, ni siquiera en los bomberos. Me acuerdo de un conductor de autobús y de un conductor de un, así llamado, trolebús. Por la noche, los hombres, siempre que tuvieran traba-jo, antes de ir a casa, venían al sótano para com-prar cerveza y embutidos y rábanos. Llegaban con sus monos de mecánico y, hasta entrado el otoño, descalzos o sin calcetines, con sandalias de suela de madera, casi siempre ya borrachos, preguntan-do por sus mujeres. Las adolescentes se pasaban día y noche con los americanos. Los americanos colmaban a sus chicas del poblado de chocolate y de medias de nylon y blusas de nylon y de toda aquella basura de lujo, que de pronto había irrum-pido en Europa con ellos. Las chicas se pintaban todas como muñecas chinas y, con sus zapatos de tacón alto, tenían unos andares descarados y, al mismo tiempo, cómicos. Bajaban con muchos aires a nuestra tienda, de la que ellas, las afortunadas que se habían ligado a un americano, no dependían ya. Las familias que tenían una hija, la empujaban, si es que ella no lo hacía por sí misma, a los brazos de los americanos, recuerdo la llamada División del Arco Iris, que estuvo estacionada en Salzburgo, salían de apuros por algún tiempo y eran hostiliza-das por las otras, que no habían tenido esa suerte. También en el poblado de Scherzhauserfeld tuvie-ron los americanos efectos devastadores. Las chi-

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cas jóvenes hacían su muda de la noche a la ma-ñana, convirtiéndose en americanas. Algunas de ellas, procedentes del poblado, fueron muertas por los americanos. Hubo varios procesos sensaciona-les ante los tribunales militares americanos en el llamado cuartel de Lehen. Los asesinos de unifor-me fueron condenados y desaparecieron de escena hacia América. En el poblado de Scherzhauserfeld, significativamente, no había habido nacionalsocia-listas, pero tampoco la oposición de sus habitantes, como es natural, cambió nada al terminar la guerra en su situación, que fue siempre miserable y, para la mayoría de los que la observaban, repulsiva. Comunistas aislados y los, así llamados por los na-cionalsocialistas, elementos asociales fueron ex-terminados por los nacionalsocialistas también en el poblado de Scherzhauserfeld; los nazis, como cre-ían y se atrevían a decir también y como se atreven a decir hoy otra vez, los nazis escogieron a los peo-res elementos entre la gentuza del poblado de Scherzhauserfeld y los enviaron a la cámara de gas y a otros medios de aniquilación. La minoría tiene otra vez miedo. Pero quien lo dice puede contar con la difamación y es acusado inmediatamente de mentir. En el poblado de Scherzhauserfeld no había nacionalsocialistas, ¿o sí los había? Los eliminados son también los eliminados de la política. Los ame-ricanos trajeron, para algunas docenas de familias del poblado de Scherzhauserfeld, una mejoría in-mensa en sus condiciones. Al precio de las tristes chicas, bonitas o menos bonitas. En el poblado de Scherzhauserfeld, en la antesala del infierno como infierno, no oí nunca decir que alguien se le escapó a Hitler, pero lo he oído decir una vez y otra, por

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todas partes, en el resto de la ciudad. Y lo vuelvo a oír. En el poblado de Scherzhauserfeld viven y se alojan gatos escaldados. Son ininterrumpidamente vulnerables y nadie los protege. Están abandona-dos a sí mismos y lo saben. La cuestión no es sa-ber si la gente del poblado de Scherzhauserfeld era menos feliz que la gente de la ciudad, porque una pregunta así no puede responderse en absoluto, lo mismo que la pregunta sobre la felicidad no puede responderse jamás, comparamos, suponemos, pero no debemos dejarnos inducir a una respuesta. La felicidad está en todas las cosas y en ninguna, co-mo la infelicidad. Lo que vemos, ¿qué quiere decir? Formulamos a menudo la pregunta sobre la felici-dad, porque es la única que nos ha preocupado durante toda la vida y siempre, sin interrupción. Pe-ro no la respondemos, si somos sensatos, si no queremos ensuciarnos con nuestra propia suciedad más aún de lo que estamos ya ensuciados. Yo bus-caba el cambio, lo desconocido, quizá también lo incitante y excitante, y lo encontré en el poblado de Scherzhauserfeld. No fui con compasión al poblado de Scherzhauserfeld, la compasión la he odiado siempre, y la autocompasión, de la forma más pro-funda. No me permití la compasión, y actué sólo por razones de supervivencia. Cerca ya de poner fin a mi vida por toda clase de razones, tuve la idea de interrumpir el camino que había recorrido ya duran-te muchos años con un embrutecimiento y una falta de fantasía enfermizos y en el que me habían pues-to mis educadores con una triste ambición, di la vuelta y volví atrás corriendo por la Reichenhaller Strasse, primero sólo atrás, sin saber adónde vol-vería. A partir de este instante tiene que ser total-

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mente distinto, pensé, sin excitación ya, algo total-mente opuesto a lo que he hecho hasta ahora. Y la oficina de empleo de la calle de la fábrica de gas estaba exactamente en la dirección opuesta, y yo no hubiera vuelto ya, en ningún caso, desde esa dirección opuesta. El poblado de Scherzhauserfeld era el punto extremo de la dirección opuesta, y ese punto extremo me lo fijé como objetivo. En ese pun-to extremo no podía ya fracasar. Y no sólo geográ-ficamente era el poblado de Scherzhauserfeld el punto opuesto extremo, sino en todos los aspectos. Allí no había nada que recordase, ni de la forma más lejana, la ciudad y todo lo que, en esa ciudad, me había atormentado durante años y empujado a la desesperación y a pensar ya casi exclusivamente en el suicidio. Aquí no había profesor de matemáti-cas ni profesor de latín ni profesor de griego, ni había un director despótico, con cuya aparición se me cortase ya el aliento, aquí no había una institu-ción mortal. Aquí no había que hacer acopio de fuerzas, doblar la cabeza, fingir y mentir para so-brevivir. Aquí no estaba expuesto todo lo que había en mí, continuamente, a una mirada crítica ya mor-tal, ni se exigía de mí continuamente algo inaudita-mente inhumano, la inhumanidad misma. Aquí no me convertían en una máquina de aprender y de pensar, aquí podía ser como era. Y todos los de-más podían ser como eran. Aquí no se oprimía a las personas, como en la ciudad, continuamente y de una forma artificial, día a día más refinada. Se las dejaba en paz, y también a mí me dejaron en paz desde el primer instante en el poblado de Scherzhauserfeld. No sólo se podía pensar lo que se quería, se podía expresar también lo pensado,

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cuando y como se quería, en todos los tonos de voz. No había que correr continuamente el peligro de ser atacado por testarudo, de pronto la persona-lidad no era ya inmolada y pulverizada por las nor-mas del aparato social burgués, que es un aparato devastador de hombres, continuamente, en las ciu-dades de tan horrendo nivel de estupidez como Salzburgo, se pellizca y zarandea a las personas, y se las martillea y somete a la lima ininterrumpida-mente, y se las martillea y somete a la lima hasta que de las personas no queda más que un ser de artes industriales, repulsivo y sin gusto. Con inde-pendencia de las pequeñas ciudades, en las que todo es grotesco, en las ciudades de tamaño medio todo se concentra en convertir a los hombres en hombres de artes industriales, todo está en esas ciudades en contra de la naturaleza humana, y ya los adolescentes son, de la A a la Z, nada más que artes industriales. El hombre de hoy sólo puede conservarse en el campo al ciento por ciento, o en la gran ciudad al ciento por ciento, sólo en el campo al ciento por ciento, que existe todavía, y en la gran ciudad al ciento por ciento, que también existe to-davía; en esas condiciones iguales existe todavía el hombre natural, tras el Hausruck y en Londres, por ejemplo, y probablemente en Europa nada más que en Londres y tras el Hausruck, porque Londres es hoy, en Europa, la única gran ciudad verdadera, y no está en el continente, pero al fin y al cabo está en Europa, y tras el Hausruck encuentro todavía el campo al ciento por ciento. Por lo demás, no tene-mos en toda Europa más que hombres artificiales, que han sido convertidos en las escuelas en hom-bres artificiales; si vemos un hombre, el que sea, en

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Europa, tenemos que habérnoslas con un hombre artificial, con las repulsivas artes industriales huma-nas, que, acercándose a los millones, quién sabe en qué breve plazo, a los miles de millones, es mo-vido por el gigantesco sistema escolar, que devora hombres de forma incesante e inexorable, sólo un repulsivo marionetismo industrial nos zumba en los oídos, si todavía podemos oír, y no hay un solo hombre natural. Aquí, en el poblado de Scherzhau-serfeld, experimenté posiblemente el efecto de Londres y del Hausruck, en aquella época no tuve conciencia de ello, obedecí a mi instinto y fui en la dirección opuesta. En el punto culminante de la de-sesperación y del asco, fui instintivamente en la dirección acertada y, como ya he dicho, corrí, me escapé por fin de la dirección equivocada, y me escapé corriendo a la acertada. Y me escapé co-rriendo de todo aquello a lo que había estado unido, de mi colegio y mis profesores y mis educadores y administradores queridos y no queridos, y de todas las molestias e irritaciones de toda mi vida, y de toda mi confusa historia propia, al escaparme co-rriendo de ella hacia la historia total. Quien ha dado media vuelta, se escapa corriendo y corre y corre y no sabe adónde corre, cuando corre en la dirección opuesta. Yo corrí hasta el poblado de Scherzhau-serfeld, pero no sabía lo que era el poblado de Scherzhauserfeld, suponía que era de esta forma o de la otra, hasta que vi que era como yo había creí-do que era. Mi huida corriendo hubiera podido ser una autodestrucción y autoaniquilación totales, pero tuve suerte. Llegué en el instante acertado a la per-sona acertada. Me lo jugué todo a una carta, lo mismo que luego, una y otra vez, y tuve suerte.

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Porque no cedí ni un instante, porque no me permití ninguna debilidad. Qué hubiera ocurrido, pienso, si hubiera escuchado a la funcionaria de la oficina de empleo, que desde hacía ya unos minutos había calificado mi pretensión de locura y me había man-dado a casa, si hubiera obedecido a la funcionaria, si no me hubiera opuesto a ella. Me quedé en su oficina hasta que me dio la dirección acertada y, de hecho, la dirección opuesta. Ella no me compren-dió, pero yo sabía que me daría, antes de dejar su oficina, la dirección opuesta. -No me marcharé an-tes de su oficina. Estaba decidido a obligarla a darme la dirección acertada en la dirección opues-ta. La hubiera obligado por la fuerza. Debe de haberle ocurrido con frecuencia que llegue un cole-gial desesperado y quiera cambiar su vida envene-nada o su espantosa existencia, y ya desde el pri-mer instante se debilite ante ella. Todos esos hom-bres destrozados que conocemos se debilitaron en el instante decisivo, cedieron, pero no hay que ce-der en el instante decisivo. Así que sacó de repente la dirección acertada del fichero, mi premio gordo. Karl Podlaha, Poblado de Scherzhauserfeld, Bloque B. Con el billete de lotería en la mano corrí hasta allí, y tuve que tener suerte. Los principios en el sótano fueron difíciles, eso no hay que ocultarlo. ¿Satisfaré yo las exigencias que, en un estableci-miento así, se imponen a una persona joven, real-mente hipersensible, en un instante, podré hacerlo bien? me preguntaba. ¿No estaba totalmente des-acostumbrado al trabajo físico y me fatigaba siem-pre llevar mi cartera escolar por la Reichenhaller Strasse y por la Neutor hasta el instituto? ¿Me sería posible arreglármelas con aquellas personas, que

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eran todas desconocidas para mí y, en sus moda-les, totalmente extrañas? ¿Y no sabía que el cálcu-lo no era mi fuerte? ¡Calcular mentalmente, qué locura! ¿Descargar solo camiones enteros de pata-tas, bajo una lluvia torrencial, y armado sólo de una pesada pala de hierro? ¿Llevarlas al almacén? ¿Y subir del almacén y bajar al sótano los cajones de manteca de cerdo y los cajones de miel artificial y las cajas de azúcar? ¿Era yo un joven que pudiera entregarse a un patrón totalmente desconocido, que ni siquiera podía ocultar en su rostro los rasgos más duros, sin condiciones? La rudeza del depen-diente, la hostilidad del aprendiz Karl, que creí notar desde el primer instante, ¿podré imponerme ahí? ¿A todas esas personas, que me parecían brutales y viles cuando entraban en la tienda, y en su forma de comportarse en la tienda? Había podido realizar todos los trabajos y, en el plazo más breve, todas las dificultades habían resultado ser totalmente po-sibles de dominar. Me había tocado el premio gor-do. Convencido de ello, sorprendido por mis aptitu-des físicas e intelectuales, entré como aprendiz con el mayor entusiasmo. Ha resultado rentable. El me-dio ambiente de los tenderos no era nuevo para mí, la hermana de mi abuelo por parte de madre, Rosi-na, tenía en la casa de sus padres, en Henndorf, lo que se llama un colmado, y entre los puntos culmi-nantes de mi infancia se cuenta el estar en el col-mado de mi tía cuando ella vendía. Todavía había panes de azúcar envueltos en papel azul de envol-ver, era la época de las camisetas de remero y las lámparas de petróleo, la época del treinta y ocho. Con tres, cuatro o cinco años y, como todos los ni-ños, chiflado por los dulces y, como todos los niños,

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dotado del don de observación más refinado, mi estancia preferida en Henndorf era siempre el col-mado de mi tía, que, además de esa tienda, dirigía un hostal bastante grande y una pequeña explota-ción agrícola. Esa propiedad no la aceptó mi abuelo como herencia después del suicidio de su hermano mayor, que había sido guarda forestal de un señor-ío en el llamado Zifanken y, porque quería ir a las grandes ciudades alemanas y no tener propiedades que lo estorbaran, se la cedió a su hermana Rosi-na. Del hermano de mi abuelo, el guarda forestal, del que tengo varias fotografías, me contó mi abue-lo que se mató de un tiro con su arma en la eleva-ción más alta del Zifanken y, en el lugar del suicidio, dejó una nota en la que, por decirlo así como razón para poner fin a su vida por su propia mano, escri-bió que se suicidaba por que no podía soportar más la infelicidad de los hombres. Mi tía Rosina sabía cómo cautivarme, dejándome hacer en su estable-cimiento lo que quisiera y, por consiguiente, abrir y cerrar, una y otra vez, cajones, llevar botellas afue-ra, al almacén, o traerlas del almacén al estableci-miento y, por decirlo así como punto culminante, venderles cositas a los clientes. Desde esa época siento predilección por la profesión de comerciante. Sin embargo, el sótano de Karl Podlaha no tenía ya nada que ver con el colmado de mi tía, los olores eran en él distintos, no ya el olor típico de los col-mados y tiendas de ultramarinos, y tampoco había ya en él panes de azúcar ni lámparas de petróleo, y las camisetas de remero habían pasado de moda y sido olvidadas hacía tiempo. Tampoco de la calma con que mi tía Rosina ponderaba y vendía sus mer-cancías, había nada en el sótano de Karl Podlaha,

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y el colmado de Henndorf, tan modesto como pue-da imaginarse y dotado sólo de estanterías de ma-dera y postigos de madera, sólo tenía que servir, al fin y al cabo, a unas docenas de clientes fieles de la aldea, mientras que el sótano de Scherzhauserfeld tenía que atender a cerca de mil clientes, y el Pod-laha habitante de la gran ciudad, en resumidas cuentas complicado, no se podía comparar natu-ralmente con mi tía Rosina de Henndorf, más bien pesada y bondadosa. Pero sólo quiero decir que la tradición del comercio entre los nuestros es una tradición antiquísima, el padre de mi tía Rosina y, por consiguiente, el padre de mi abuelo y, por con-siguiente, mi bisabuelo fue realmente, como todavía puede leerse en su tumba de Henndorf, lo que se llama un comerciante al por mayor, que suministra-ba la mantequilla y la manteca de los campesinos del Flachgau, al Naschmarkt de Viena y, con esa actividad, no sólo se hizo famoso en todo el Flach-gau como el Tío de la manteca, sino que se convir-tió también en un hombre acomodado. Muchos habitantes del Flachgau saben todavía hoy qué quiere decir la expresión Tío de la manteca, y las palabras Tío de la manteca, cuando quieren saber quién soy y de dónde vengo, aclaran al instante a los habitantes del Flachgau, y con el máximo respe-to, cuál es mi origen. En el sótano yo no estaba a la merced de otros, sino a salvo. Al exponerme total-mente y al ciento por ciento al poblado de Scherz-hauserfeld como dirección opuesta a mi experiencia y educación, encontré refugio; en aquella contradic-ción total estaba de repente en casa, cada una de los cientos y miles de ocupaciones del sótano, que resulta superfluo enumerar, fue para mí un medio

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para el fin de mi salvación. La razón hacía prever que mi decisión sería mi perdición, pero había ocu-rrido lo contrario. Porque estaba convencido de la total falta de sentido de mi existencia como estu-diante de segunda enseñanza y como lo que un instituto de segunda enseñanza hace y tiene que hacer necesariamente en un hombre, me pude atrever a dar un paso en la incertidumbre. Sólo una convicción al ciento por ciento puede ser una posi-bilidad de salvación. Sin embargo, el sótano no fue sólo para mí una satisfacción. A menudo, repugna-do por el horror de las condiciones del sótano, en relación con las personas y las cosas del sótano, huía del sótano y me refugiaba en el almacén, por-que había fracasado por mi culpa y por la de los otros. La sensibilidad del adolescente que, al fin y al cabo, seguía siendo había salido perdiendo ante la brutalidad de los clientes del sótano y ante la bruta-lidad de Podlaha y ante la vileza general, tanto si yo mismo era la causa como si no. Más cerca de las lágrimas que de las maldiciones, con frecuencia arrastraba cajones, sacos, metía la cabeza en el arcón de la harina. Por una botella de Maggi mal llenada podía encenderse la cólera de Podlaha y ser precipitado yo de cabeza en la desesperación y el miedo. La rudeza de los clientes era tan intensa como su simpatía. Con frecuencia Podlaha podía pasar por alto los grandes errores, pero irritarse de una forma totalmente desmesurada por los peque-ños, era un hombre irascible, que en un instante podía montar en cólera. Odiaba las incorrecciones, y no toleraba las faltas de sinceridad. En su forma de vestirse, pocas veces lo vi, por así decirlo, de paisano y sin su sobretodo, era vanidoso, pero, por

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lo que sé, moderado en sus pretensiones de vida. El no hubiera tenido razón para fingir nada. Le gus-taban, como a todos los vieneses, las excursiones al campo y la compañía, pero eso sólo lo sé por relatos. Para un comerciante de comestibles era, en el fondo, demasiado inteligente, y probablemente fue ésa la razón de que renunciara al sótano mucho antes de tiempo, es decir, cuando todavía tenía cin-cuenta y tantos años. Le gustaban Bruckner y Brahms y era un apasionado de los conciertos. La música era el tema del que hablábamos con fre-cuencia. Y quizá fuera Podlaha, el músico frustrado y amigo de los clásicos, el motivo de que yo, des-pués de unos meses de aprendizaje en el sótano, me acordase otra vez de la música como posibili-dad de existencia. En la época de los Festivales, él aparecía ya por la tarde con traje negro, a fin de poder irse al concierto inmediatamente después de cerrar la tienda, sin pasar por casa, y la partitura del concierto al que fuera a asistir era su equipo indis-pensable. Después de cada velada de concierto era, como se dice, otro hombre, y durante días en-teros guardaba dentro lo que había escuchado. En-tendía mucho de música, como sé hoy, más que muchos musicólogos que conozco. Finalmente, tampoco en el sótano pude arreglármelas sin una contraposición, y me acordé de la música y de mi carrera de violinista poco gloriosamente terminada. Entretanto, había ensayado un nuevo instrumento, mi voz. El cambio de voz me había dado una voz de barítono-bajo. Cuando estaba solo, practicaba con melodías dé ópera conocidas o inventadas, lo que había ensayado en mi violín lo cantaba ahora en la casi completa oscuridad del almacén, o en la

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trastienda o en el Mönchsberg. No tenía intención de quedarme en el sótano toda la vida, aunque tampoco tuviera ninguna idea de mi porvenir, el sótano no era una autoimposición ni autocondena ni autoencarcelamiento para toda la vida. Y si pa-saba o tenía, que pasar toda la vida en este o en otro sótano, lo que no era previsible, resultaba tanto más necesario tener algo contrapuesto. La música era la contraposición que correspondía a mi forma de ser y a mi talento y a mi inclinación. Por iniciativa propia o por deseo mío, ya no lo sé, mi abuelo puso en un periódico un anuncio en el que buscaba para mí un profesor de canto, ya me veía como una es-pecie de Chaliapin salzburgués, y la contraseña del anuncio, me acuerdo muy bien, era la palabra Cha-liapin, de Chaliapin, como el bajo más famoso de su época, me había hablado a menudo mi abuelo, él odiaba la ópera y todo lo relacionado con la ópera, pero la súbita posibilidad de que su querido nieto se convirtiera quizá en cantante famoso la consideró mi abuelo, sin embargo, como una gran suerte. El tenía una predilección especial por Anton Bruckner, más porque la naturaleza campesina de Bruckner le resultaba próxima que porque estuviera entusias-mado por la música de Bruckner, en resumidas cuentas, sus conocimientos musicales eran los co-nocimientos insuficientes del aficionado ocasional a la música. Como todos mis parientes, era musical, pero la música no ocupaba para él un lugar eleva-do. Sin embargo, él consideraba ahora probable-mente mi antiguo tocar el violín como una buena base para una formación en canto, de la que, ape-nas surgió la idea, se mostró vehemente partidario. Pensaba: que yo, aunque a mí me diera igual y, en

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el fondo, quizá me pareciera incluso bien, me atro-fiaría en el sótano sin una contraposición, y todo lo relativo a mí se concentró en él de repente en mi formación como cantante. Había comprobado que yo tenía una voz de cantante utilizable, susceptible de desarrollo y a partir de ese momento no estuve ya para él, como naturalmente había creído ya él, perdido al ciento por ciento en un puro materialismo execrable, y pudo elevar el objetivo que últimamen-te se había fijado para mí: de comerciante a cantan-te, lo que quería decir que, de repente, yo tenía la posibilidad de ser un artista. Al instante fue derriba-do el comerciante y el cantante subió al estrado, aunque: ¿qué podía decirse en el fondo en contra de un buen comerciante? ¿Qué habla en el fondo a favor de un cantante? Sin embargo, se sentía mejor con la posibilidad de convertirme en cantante, aun-que fuera un cantante de la ópera que había abo-rrecido durante toda su vida, que con la idea de que yo era sólo comerciante. De pronto hablaba siem-pre utilizando la expresión un simple comerciante al hablar de un comerciante, y en cambio hablaba con la mayor admiración de los cantantes y, con la misma fuerza de convicción y el mismo entusiasmo con que había hablado antes siempre del comer-ciante hablaba de repente del cantante, y se su-mergía en la historia de la música, para saberlo en lo posible todo y, en lo posible, lo más sobresaliente sobre los cantantes. Intentó, con el mundo de Cha-liapin, con el mundo de Caruso y con el mundo de los Tauber y Gigli que, en el fondo, no habían sido para él más que mundos execrables, impresionar-me y, realmente, convencerme para que hiciera una carrera de cantante. Sin embargo, no necesitaba

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convencerme para esa carrera, yo mismo estaba convencido de repente de mi carrera de cantante, después de haber sido aceptado como alumno por la primera Sophie del estreno de El caballero de la rosa de Richard Strauss en Dresde, Maria Keldor-fer, en la Pfeifergasse, y de haberme prometido también la señora Keldorfer, más o menos, una ca-rrera como cantante. El anuncio de mi abuelo con la contraseña Chaliapin impresionó a la anciana seño-ra, y escribió a mi abuelo, y yo fui a la Pfeifergasse y canté ante la anciana señora y, por decirlo así, me tomó bajo su protección musical. Así pues, a partir de algún lunes o jueves, comencé a ir por las noches, después de cerrar la tienda, a clase de canto, y convinimos en que pagaría esas clases de canto con mi gratificación de aprendiz, que ascend-ía entonces a treinta y cinco chelines mensuales, y recibiría el complemento necesario de mi abuelo. A Podlaha, por una parte, no le gustaba del todo que, en mi mente, la música y, especialmente, el canto tuvieran un lugar en lo sucesivo, pero por otra parte yo observaba lo interesado que estaba en hablar conmigo de música, y mis lecciones de música fa-vorecían esas conversaciones. Ahora, mediante las lecciones de canto, en las que hice en seguida los mayores progresos, mi existencia, me pareció, hab-ía pasado a ocupar la posición correcta, y el sótano, de repente, había sido apuntalado, por así decirlo, mediante un truco musical. Ahora iba al sótano to-davía más a gusto que antes. Mi amor a la música, que durante toda mi vida ha sido y sigue siendo mi gran amor, quedó anclado de golpe en unos estu-dios musicales metódicos, y el marido de Maria Keldorfer, el famoso profesor de Hannover Theodor

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W. Werner, musicólogo y crítico, me tomó igual-mente al cabo de poco tiempo bajo sus alas, me daba clases, y por cierto gratuitamente, después de cada hora de canto con su mujer, de teoría musical y luego, casi exclusivamente, de estética musical, la asignatura que enseñaba también en el Mozarteum, y los más excelentes conocimientos musicales se los debo hasta hoy a él, aunque más tarde he teni-do aún muchos profesores de música y muchos profesores de música conocidos en nuestras aca-demias. Lo que jamás me había sido posible en mi época del instituto, ocuparme de la música de una forma concreta y exacta, no sólo con un apasiona-miento extático, investigar sus fundamentos y, so-bre esos fundamentos, progresar en mi formación musical, me resultaba ahora natural. Desarrollaba la música como si no fuera más que matemáticas superiores y llegué, con la mayor disposición para saber, a los mejores resultados. Requisitos previos eran ahora mi absoluta voluntad de hacer y estudiar música, por una parte, y la personalidad excepcio-nal y extraordinaria de mis nuevos maestros de la Pfeifergasse, por otra, en aquella casa en la que el pintor Stief, del Biedermeier, que fue el abuelo de mi profesora, pintó los óleos que cuelgan en mu-chas iglesias, palacios y casas burguesas de Salz-burgo, en aquella casa de tres pisos con sus vestí-bulos y habitaciones de muchos ángulos, en la que vi las bóvedas más sencillas y elegantes y los estu-cos más artísticos. La casa entera estaba amuebla-da de arriba abajo con los más preciosos muebles Imperio y Biedermeier, y en el salón estaba el lla-mado corazón de la casa: un piano de cola Stein-way. Durante muchos años fui a esa casa y me

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acerqué a ese piano Steinway, en el que conocí las bellezas y terrores de los estudios de canto. Hoy sé que hubiera sido un buen cantante de oratorios, Purcell, Händel, Bach, Mozart hubieran podido dar, sin más, contenido a mi vida. No sólo tuve la suerte de ser formado en el canto y, por consiguiente, en el primero de todos los instrumentos prácticos, por una de las profesoras de canto indudablemente más cultas y, al mismo tiempo, más sutiles, como era Maria Keldorfer, sino que la mayor ventaja fue un sometimiento simultáneo a la disciplina musi-cológica, y probablemente la tercera circunstancia decisiva de esa suerte fue que no sólo estudiara canto y musicología, sino que fuera también a mi puesto de aprendiz de comercio. Esos tres elemen-tos, canto, musicología y aprendizaje del comercio, hicieron de pronto de mí un ser que existía ininte-rrumpidamente con la mayor tensión, realmente utilizado al máximo, y me permitieron un estado ideal de mente y de cuerpo. Las circunstancias eran de repente, y de forma totalmente imprevista, las acertadas. El poblado de Scherzhauserfeld, esa antesala del infierno como infierno, y mi hogar, por una parte, y la Pfeifergasse por otra, esas contra-posiciones tenían que salvarme, y no sólo me sal-varon, sino que fueron el requisito previo ' para todo lo que vino después. Creo que había estado yendo durante un año al poblado de Scherzhauserfeld cuando mi abuelo insertó en el periódico el anuncio con la contraseña Chaliapin. Me gustaba la contra-posición, lo mismo que también hoy me gusta sobre todo la contraposición, la contraposición entre el poblado de Scherzhauserfeld y, por consiguiente, el sótano y la antesala del infierno como infierno y mi

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hogar, y la música de la Pfeifergasse, la contraposi-ción entre todas esas incompatibilidades salzbur-guesas de mi juventud me salvó, a ella se lo debo todo. Ahora aprendía, y por mi propia voluntad, la profesión de comerciante, y estudiaba, igualmente por mi propia voluntad, música, y aprendía una co-sa tan a fondo y con la mayor decisión, como estu-diaba la otra con la mayor decisión. Por mi propia voluntad, de eso se trataba. No me permitía a mí mismo nada, y eso me salvó y, hasta cierto punto, me hizo feliz. Fue una época feliz, en la que no me permití a mí mismo nada. Aprendía la profesión de comerciante y estudiaba al mismo tiempo música, y no dejaba que ninguno de esos hechos de enorme gravedad jugase contra el otro. Si me convertiría en cantante, me daba igual, o en comerciante, me da-ba también igual. No cedía en mi interés y en mi entusiasmo por ambas posibilidades, que en aque-lla época eran mis posibilidades de vida decisivas. No podía permitirme ceder si no quería quedar nuevamente preso en mi infelicidad. Mis estudios musicales fueron útiles para mi existencia como aprendiz y, a la inversa, mi existencia como apren-diz lo fue para mis estudios musicales, me encon-traba en equilibrio. Mi abuelo podía respirar otra vez. Me había creado una nueva conciencia de mi valor, la Naturaleza, por sí misma, me lo había permitido. De pronto había recibido un regalo con el que otros tienen que soñar durante toda su vida, sin que les sea concedido, de repente estaba ahí lo que, ni de muy lejos, había esperado, lo que no me había imaginado en absoluto, no tenía ya la osadía de creer en regalos de la Naturaleza. Si quería, podía mostrar al mundo que era ya un artista, can-

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taba las coloraturas más complicadas de las pasio-nes y oratorios más difíciles, el Simón de Las Esta-ciones, el Rafael de La Creación, el Caleb del Jo-sué de Händel. La severidad de mi profesora, que había comprendido mi situación, me permitió rápi-dos progresos, las notas no alteraban ya mi equili-brio, no se me amontonaban ya en una garganta demasiado abierta, las cantaba de una forma cada vez más refinada, cada vez más despreocupada, cada vez más artística y, al mismo tiempo, más na-tural. Recuerdo el Tedeum de Dettinger, El Mesías. Me gustaba Händel desde mi más tierna infancia, admiraba a Bach, pero sólo estuvo siempre próximo a mi corazón, y Mozart era mi mundo absolutamen-te propio. Mi profesora de canto, inteligente repre-sentante de su gremio, ponía poco a poco mi larin-ge y mi garganta y mis restantes órganos de nece-sidad vital para un cantante en la mejor condición posible; su marido, el musicólogo, se ocupaba de mi mente musical. A esas lecciones iba totalmente por mí mismo y de la forma más natural y sin la menor resistencia, la sorpresa de ver que aprender, estudiar, cultivarse podía ser una auténtica alegría me hacía feliz. La ventaja era que, de una hora a otra podía poner en práctica en seguida en la Pfei-fergasse unos beneficios teóricos indudablemente inauditos y aprovecharlos ventajosamente, lo que aprendía con el profesor Werner me resultaba in-mediatamente útil con su mujer, y a la inversa. Ca-da dos días de clase se reunían en la Pfeifergasse varios alumnos de mi profesora, recuerdo más que a ninguno al hijo del fabricante de carrocerías Petschko, de la Glockengasse, un barítono con el que canté dúos durante años, y luego a la hija de

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un agente de transportes de la ciudad, considerado y mundialmente famoso, que aportaba los fines de semana su delicada voz de soprano, y a una con-tralto de Baviera. Todos cantábamos dúos y tríos y cuartetos apropiados y, para nuestro propio júbilo y alegría de los parientes y conocidos de mis con-discípulos, actuábamos con frecuencia en concier-tos privados en los salones de los padres de mis condiscípulos, en los que debíamos perder el miedo al público y presentarnos (según nuestra profesora) de la forma más natural. Werner, el musicólogo de Hannover, que, como ya se ha dicho en otro lugar, había perdido en la guerra todas sus posesiones pero no su amabilidad, iba después de cada con-cierto, a última hora de la tarde, con una crítica pul-cramente manuscrita, una pequeña obra maestra, como sé hoy, desde la Pfeifergasse, por la Mozart-platz y a través de la Judengasse y por el Staats-brücke, a la Paris-London-Strasse, a la redacción del periódico Demokratisches Volksblatt, que publi-caba sus reflexiones, siempre reflexiones extraordi-narias. Era nada menos que musicólogo y filósofo, lo que los redactores y lectores del Demokratisches Volksblatt, el único periódico socialista de la ciudad, apreciaban mucho sin duda, pero jamás compren-dieron. El, Werner, iba siempre correctamente ves-tido con un traje de chaleco hecho a. medida, y da-ba gran importancia a unos zapatos bien lustrados y llevaba un reloj de bolsillo con una cadena llama-tivamente larga en el chaleco. Hacia la noche, detrás de lo que se llama un tabique de cristal de la cocina, que era un cuarto de estar acogedor tanto en invierno como en verano, se bebía su cuartillo de vino tinto, y desaparecía luego en su cuarto de

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trabajo y componía. Las relaciones entre los dos, un matrimonio feliz de dos personas totalmente dis-tintas, eran, al menos para mí que no veía nada que lo contradijera, las mejores. También en su ca-so la desgracia general de la guerra mundial había valido la pena. En las paredes de la casa de ella, la casa paterna de mi profesora de canto, yo podía ver cuál era su época, que en el fondo, en aquel momento, había pasado ya hacía tiempo. Los óleos y los muchos grabados en cobre me gustaban, en la casa entera, todo, en una época en que no que-daba absolutamente nada intacto, estaba intacto. Todo era una contradicción. Era como si, en mi ca-mino hasta la Pfeifergasse, fuera a través de un mundo caótico y execrable hasta un mundo intacto, no afectado por ese caos. Pero probablemente me equivocaba. Cuando subía la escalera de piedra hasta el vestíbulo desnudo y frío, lo sentía como una purificación, como una purificación de todo mi ser. Luego llamaba, y me dejaban entrar, la mayor-ía de las veces la señora Werner, de soltera Keldor-fer, me indicaba, con el índice derecho ante los la-bios, que hablase sólo en voz baja, porque el mu-sicólogo estaba componiendo. Entonces iba de puntillas al salón y me acercaba al Steinway. Todas las instrucciones eran cuchicheadas, reinaba, como se dice, un silencio de muerte. Al cabo de un rato golpeaban en la puerta, el musicólogo había termi-nado su trabajo, quizá acababa de escribir su crítica del último concierto, se abría la partitura para piano, y comenzábamos. Yo tenía una voz potente y, con ella, hubiera podido, llegado el caso, pulverizar sin más el salón, eso pensaba, en contradicción total con mi cuerpo delgado y larguirucho, que en aque-

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lla época, como característica de locura y pubertad, estaba casi siempre cubierto por una erupción. Me gustaba la Pfeifergasse, y me gustaban las perso-nas que había en ella. Mi profesora, como queda dicho, había hecho una carrera totalmente extraor-dinaria, no necesitaba, creo, dar clases para ganar dinero, daba sus clases desinteresadamente. Al cabo de sólo poco tiempo había intercedido por mí en varias iglesias de la ciudad y yo cantaba en ellas, en las misas, muchos domingos por la maña-na. Contando con tenacidad, disciplina y laboriosi-dad, decía ella, no habría nada que se opusiera tampoco a que yo hiciera una gran carrera como cantante. Voces bellas y buenas había suficientes, pero casi nunca una personalidad. ¿Podía ser yo esa personalidad? La verdad era que ella no decía que yo fuera esa personalidad. Era inflexible, exac-ta, oía el menor error. Mientras no se corrigiera ese error, la lección no continuaba. A veces me amena-zaba con interrumpir las lecciones, con no darme ninguna lección más, porque estaba harta de mi indolencia, de mi pereza. Pero esas amenazas pa-saban. En casa acogieron mi redescubrimiento y, por consiguiente, mi segundo descubrimiento de la música, con rechazo, consideraban mis esfuerzos como un derroche de tiempo y de dinero, y los ar-gumentos de mi abuelo, que me apoyaba al ciento por ciento cuando podía y como podía, no los con-vencían. Apenas estaba yo en un camino, como habían creído ya ahora desde hacía cierto tiempo, acertado, lo que quería decir adecuado, porque era un camino para ellos comprensible e imaginable, me perdía en una necedad, como ellos lo llamaban, y lo destruía todo otra vez. Su desconfianza por

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falta de clarividencia y su auténtica incultura, hiciera yo lo que hiciera e intentara lo que intentara, esta-ban presentes. Sin embargo, yo había reunido de-masiadas energías entretanto para que, haciéndo-me vacilar, pudieran derribarme. Había hecho aco-pio de la máxima fuerza de voluntad y de todas mis restantes fuerzas, y estaba decidido a no dejarme irritar ya a partir de ahora por nada. Todos ellos me empujaban y zarandeaban, y todos me ponían los obstáculos que podían, pero yo era absolutamente imperturbable. Me ganaba en el sótano mi gratifica-ción de aprendiz y, con mi gratificación de aprendiz, mis estudios musicales, y por lo demás, en esa época, carecía totalmente de pretensiones, para escaparme y avanzar, no tenía que preguntarme ya de dónde y hacia dónde, y no me permitía ya mirar hacia atrás. Tenía que ir al poblado de Scherzhau-serfeld y al sótano para llegar a la Pfeifergasse y poder cantar arias y ser feliz. Por las noches me subía al Mönchsberg y me sentaba bajo la copa de un árbol y no pensaba en nada y observaba y era feliz. Tenía mi lugar favorito sobre la Felsenreits-chule, desde el que podía oír las óperas que se re-presentaban abajo, en la Felsenreitschule. La flauta mágica, la ópera que es en mi vida la primera ópera que oí y vi, y en la que canté en seguida tres pape-les, Sarastro, el Recitador y Papageno. Con esa ópera, que he visto y oído en mi vida tantas veces como he podido, se satisfacían todos mis deseos musicales de la forma más completa. Allí me senta-ba yo bajo el árbol, escuchando, y no hubiera cam-biado nada en el mundo por aquella sensación. O el Orfeo y Eurídice de Gluck, por el que hubiera re-nunciado a la razón. Durante años subí al

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Mönschberg para escuchar también los ensayos de las óperas que se representaban en la Felsenreits-chule. Durante años pude, de ese modo, enrique-cer, intensificar y completar mis estudios musicales. Más tarde participé yo mismo en los ensayos,' y canté en varias representaciones de los Festivales, en misas y oratorios. Pero en medio y entretanto, había llegado súbitamente otra época. En mi tercer año de aprendizaje, un día de octubre, tenía más de diecisiete años, casi dieciocho, tuve que descar-gar delante de la tienda un camión cargado de va-rias toneladas de patatas. Con la nevisca incesante, me enfrié. La consecuencia fue una gripe grave. Estuve varias semanas en casa, en la cama, con fiebre alta, hasta que aquella situación anormal me resultó demasiado tonta. Me levanté, aunque tenía fiebre todavía, y fui a la tienda, y tuve que pagar la factura de esa tontería evidente. Habiendo recaído en una enfermedad que me retuvo más de cuatro años en hospitales y sanatorios, estuve suspendi-do, como se dice, de una forma unas veces más preocupante, otras veces menos, entre la vida y la muerte. De mi abuelo tengo la costumbre de toda la vida de levantarme temprano y casi siempre antes de las cinco. El ritual se repite, en contra de las fuerzas incesantes de la pereza, y con conciencia ininterrumpida de que todo hacer es un hacer sin sentido, me enfrento con las estaciones del año mediante la misma disciplina cotidiana. Mi aisla-miento es, durante largos períodos, un aislamiento total tanto del cuerpo como del espíritu, al some-terme total e incorruptiblemente a mis necesidades, me las arreglo conmigo mismo. Épocas de repeti-ción absoluta alternan con lo contrario, sometido a

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todas las oscilaciones imaginables de mi naturaleza y del universo, sea el que fuere, sólo encuentro mi camino mediante una jornada estrictamente regla-mentada. Sólo porque me opongo a mí mismo y, realmente, estoy siempre en contra de mí, soy ca-paz de ser. Cuando escribo, no leo, cuando leo, no escribo, y durante largos períodos no leo, no escri-bo, me resulta igualmente repulsivo. Durante largo tiempo, tanto escribir como leer me resulta odioso, y me veo entregado a la inactividad, lo que quiere decir, al examen profundo y penetrante de mi catás-trofe sumamente personal, por una parte como cu-riosidad, por otra, como confirmación de todo lo que hoy soy y en lo que me he convertido con el tiempo, en esas circunstancias mías, tan cotidianas como antinaturales, artificiales, incluso perversas. Las perfidias que me hacen tropezar y desesperar, que me vuelven todos los días medio loco, se vuelven ineficaces contra mí cuando me las explico total-mente, lo mismo que nada me afecta ni me mata ya lentamente cuando me lo explico. Explicarme la existencia, no sólo penetrarla sino aclarármela cada día en el mayor grado posible, es la única posibili-dad de hacerle frente. Antes no tenía esa posibili-dad, para intervenir en el juego mortal y cotidiano de la existencia no tenía ni la inteligencia ni las fuerzas, hoy, el mecanismo se pone en marcha so-lo. Es un ordenar cotidiano, en mi mente se pone orden, las cosas se ponen cada día en su sitio. Lo que es inutilizable se tira y, sencillamente, es ex-pulsado de mi mente. La falta de miramientos es también un signo de vejez. Para superar las modas, el aislamiento y la imperturbabilidad del espíritu son la única salvación. Cuántas modas intelectuales

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han desfilado ya ante mí. Los viles aprovechadores de restos no descansan. Pero los que dominan el mercado con sus productos de saldo son fácilmente reconocibles, con el tiempo, se meten, totalmente por sí solos, en su propia porquería. El supervivien-te tiene que buscarse a un lado un rincón apropiado para sus conquistas. El aire está enrarecido, pero estoy acostumbrado a él. El una-cosa-u-otra se en-cuentra ya desde hace bastante tiempo en equili-brio. ¿Qué hay que estimar más, la frase o lo ele-mental? Es algo sin sentido. Yo lo he escuchado todo pero no he seguido nada. Todavía hoy expe-rimento, el no saber cómo acabará fascina al solita-rio que ahora soy de nuevo. Desde hace ya tiempo no me pregunto el sentido de las palabras que sólo lo hacen todo siempre incomprensible. La vida en sí, la existencia en sí, todo es un lugar común. Cuando, como hago ahora, recordamos el pasado, todo se arregla poco a poco por sí mismo. Durante toda la vida estamos con personas que no saben de nosotros lo más mínimo, pero pretenden conti-nuamente saberlo todo de nosotros, nuestros pa-rientes y amigos más próximos no saben nada, porque nosotros mismos sabemos poco de ello. Nos pasamos toda la vida explorándonos y llega-mos una y otra vez hasta los límites de nuestros medios intelectuales, y renunciamos. Nuestros es-fuerzos acaban en una inconsciencia total y en una deprimición fatal, una y otra vez mortal. Lo que no-sotros mismos jamás nos atrevemos a afirmar, por-que nosotros mismos somos incompetentes, se atreven otros a reprochárnoslo, y no ven, con inten-ción o sin intención, todo lo que, interior y exterior-mente, hay en nosotros. Somos continuamente se-

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res arrojados por los otros, que a cada nuevo día tienen que volver a encontrarse, recomponerse, reconstituirse. Nos juzgamos a nosotros mismos, con el paso de los años, de forma cada vez más severa, y tenemos que dejarnos juzgar de forma doblemente severa en dirección opuesta. La in-competencia impera en todas las relaciones y, con el tiempo, produce de forma totalmente natural la indiferencia. Después de una susceptibilidad y vul-nerabilidad de tantos años nos hemos vuelto ya casi no susceptibles ni vulnerables, nos damos cuenta de las heridas, pero hoy no somos ya tan hipersensibles como antes. Damos golpes más fuertes y encajamos golpes más fuertes. La vida habla un lenguaje más lacónico, más aniquilador, que nosotros mismos hablamos hoy, no somos ya tan sentimentales que todavía tengamos esperan-zas. La falta de esperanzas nos ha dado una visión clara de los hombres, las cosas, las relaciones, el pasado, el futuro y así sucesivamente. Hemos lle-gado a la edad en que nosotros mismos somos la prueba de todo lo que nos ha golpeado durante las épocas de nuestra vida. En lo que a mí se refiere, he tenido tres experiencias, la experiencia de mi abuelo y la experiencia de todos mis demás seme-jantes, para mí menos importantes, y la mía propia. Cada una de ellas con las otras me ha ahorrado muchas tendencias hacia lo accesorio. No puedo negar que también yo he llevado siempre dos exis-tencias, una que es la que está más próxima a la verdad y a la que, realmente, tengo derecho a cali-ficar de realidad, y otra fingida, las dos juntas han producido con el tiempo una existencia que me mantiene con vida, alternativamente, unas veces

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domina una y otras la otra, pero, bien entendido, las vivo siempre las dos. Hasta hoy. Si no hubiera pa-sado realmente por todo lo que, reunido, es hoy mi existencia, lo hubiera inventado probablemente pa-ra mí, llegando al mismo resultado. La necesidad me ha hecho avanzar a cada nuevo día y a cada nuevo instante, las enfermedades y, finalmente, mucho más tarde, las enfermedades mortales me han hecho bajar de las nubes al suelo de la seguri-dad y de la indiferencia. Hoy estoy bastante seguro de mí, aunque sepa que todo es de lo más insegu-ro, que no tengo nada entre las manos, que todo es sólo una fascinación, como existencia remanente, aunque siempre renovada y, en cualquier caso, in-interrumpida, y hoy me resulta todo bastante indife-rente, en esa medida, en un juego siempre perdido, he ganado realmente, en cualquier caso, mi última partida. No he tenido las ilusiones de mi abuelo, pero no he evitado los mismos errores que él. El mundo no es tan importante como él creía, y todo lo que hay en él no tiene el valor que él temió durante toda su vida, y las palabras altisonantes y las frases altisonantes las he tomado siempre como lo que son: manifestaciones de incompetencia que no de-ben escucharse. La pobreza, por la que él se dejó engañar y que le amargó la vida, no me convenció, y la riqueza con la que él soñaba, tampoco. Los caminos que yo seguí habían sido ya recorridos por él, mi abuelo, ésa fue y es mi ventaja, tuve la posi-bilidad de unos estudios más intensos. La trivialidad y la frase hecha de lo pobres que son los ricos y a la inversa las amplié para mí muy pronto a una nueva trivialidad y una nueva frase hecha, la tonter-ía del inteligente profesional. El que se sentía per-

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plejo hubiera tenido siempre la posibilidad de aca-bar con el teatro por el que se había dejado enga-ñar toda la vida, destruyendo y aniquilando los ac-cesorios y accesoristas y a toda clase de actores, pero no tuvo fuerzas para ello. Mi abuelo odiaba la ópera y admiraba la comedia, pero no hay que odiar la ópera ni admirar la comedia, lo mismo que no hay que hacerlo con unos hombres ni con otros. Entre el odio y la admiración, la mayoría de los hombres se destruyen a sí mismos, y mi abuelo, a sus sesenta y ocho años, se dejó triturar por esos dos conceptos. Para cualquier otro, salvo yo, él hubiera sido un pionero, pero jamás fui un hombre hecho para seguir un camino. En el fondo, no he seguido ningún camino, probablemente porque siempre he tenido miedo de seguir uno de esos caminos sin fin y, por ello, sin sentido. Si quisiera, me he dicho siempre, podría hacerlo. Pero no lo he seguido. Hasta hoy no. Ha ocurrido algo, me he hecho más viejo, no me he quedado quieto, pero tampoco he seguido un camino. Hablo el idioma que yo sólo comprendo, nadie más, lo mismo que cada uno comprende sólo su propio idioma, y los que creen que comprenden son imbéciles o charla-tanes. Si hablo en serio, es de algo incomprendido, en cualquier caso mal comprendido, y para el humor de alto nivel no existe, al parecer, ninguna receta. Así, todo el mundo, sea lo que sea, y ya puede hacer lo que haga, se ve una y otra vez re-chazado hacia sí mismo, una pesadilla que sólo puede contar con sus propias fuerzas. Si dependie-ra de los otros, yo no existiría, y cada día que llega y se hace realidad lo prueba. Me parece como si yo existiera en calidad de zahorí en mi propia mente.

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¿Soy una pieza o una víctima de la máquina de la existencia que gira cada vez más aprisa, fracturan-do y triturando cuanto hay en ella?, me pregunto. No hay respuesta. Mi carácter es todos los caracte-res reunidos, mis deseos son todos los deseos re-unidos, mis esperanzas, mis desesperaciones, mis conmociones. Sólo el disimulo me salva temporal-mente y luego, otra vez, lo contrario del disimulo. A dondequiera que huyamos, nos encontramos con la incompetencia. La carrera del que huye correspon-de a su estado de ánimo. Lo vemos huyendo conti-nuamente y no sabemos de qué huye, aunque pa-rece como si huyera de todo y ante todo. El hombre se escapa desde el primer instante de la vida, que conoce desde el primer instante, porque la conoce, a la muerte, que no conoce. Todos nos escapamos durante toda la vida y sin desviarnos, en la misma dirección. El teatro que inauguré con cuatro y con cinco y con seis años de edad para toda la vida es ya un escenario encaprichado con cientos de miles de personajes, las representaciones han mejorado desde la fecha del estreno, se han cambiado los accesorios, los comediantes que no comprenden la comedia que se representa son despedidos, así ha sido siempre. Cada uno de esos personajes soy yo, todos esos accesorios soy yo, el director soy yo. ¿Y el público? Podemos ampliar el escenario hasta el infinito, o reducirlo al cajón de vistas de nuestra propia mente. Es buena cosa que hayamos tenido siempre una forma irónica de considerar las cosas, por serio que haya sido siempre todo para nosotros. Nosotros soy yo. Hemos desmontado todos los pre-juicios, para volver a montarlos, ampliados, nos hemos permitido ese lujo. Entendemos lo que quie-

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re decir la gente cuando habla de altanería, arro-gancia, presunción. Es verdad lo que se dice, por-que todo es verdad, y no hay que retirar nada de lo dicho, pagarés y vergüenza, hacemos frente a to-dos nuestros compromisos. Nada de lo que nos predijeron ha ocurrido. Lo que nos fingieron se ha revelado hace mucho tiempo como engaño. Está-bamos obsesionados por ideas y nos entregamos a la demencia y el volverse loco, y ha resultado ren-table. ¿Adónde hubiéramos ido a parar si hubiéra-mos hecho caso a las personas que eran para no-sotros lo que se llama más próximas? El hacer siempre lo contrario produjo esta evolución posi-blemente ridícula, pero, como puede verse, viable. Y aunque no fuera más que una pesadilla, valía la pena. A veces pretendemos que es una tragedia, a veces lo contrario, y decimos, una comedia es lo que es, y no podemos decir, ahora es una tragedia, ahora es una comedia. En cualquier caso, los acto-res están convencidos de la falta de sentido de mi tragedia, como también de mi comedia. Y los acto-res tienen siempre razón. Cuando habíamos dis-puesto una entrada por la izquierda, fue una entra-da por la derecha, y a la inversa, pero eso no lo vieron, y se les escapó lo esencial de nuestra re-presentación. No entienden lo que se representa, porque yo mismo no entiendo lo que se representa. Mirar las cartas de un loco, ¿de qué sirve? Aunque él no pretenda de sí mismo que no está loco. Un niño es siempre un director de teatro, y yo fui, muy temprano ya, un director de teatro. Primero repre-senté una tragedia al ciento por ciento y luego una comedia y luego otra vez una tragedia, y luego se mezcló el espectáculo, no puede saberse ya si es

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una tragedia o una comedia. Eso desconcierta a los espectadores. Me han aplaudido, pero ahora lo la-mentan. Han guardado silencio y me han difamado, pero ahora lo lamentan. Siempre vamos por delante de nosotros mismos, y no sabemos si tenemos que aplaudir o no. Nuestro estado mental es imprevisi-ble. Lo somos todo y no somos nada. Exactamente a la mitad pereceremos sin duda alguna, más tem-prano o más tarde. Todo lo demás es una afirma-ción estúpida. Hemos salido, en el sentido más propio de la palabra, del teatro. La Naturaleza es el teatro en sí mismo. Y los hombres son, en esa Na-turaleza como teatro en sí mismo, los actores, de los que no puede esperarse ya mucho. Una vez, hace tres o cuatro años, en la entrada del llamado Staatsbrücke, delante de la arcada del Ayuntamien-to, donde todavía hoy hay una famosa tienda de paraguas y, al lado, tiene su establecimiento un joyero no menos famoso, me llamó una voz de hombre, y me volví, y quien me había llamado, vi, era un hombre de unos cincuenta años, apoyado en un martillo neumático que acababa de detenerse, con el torso desnudo y un vientre que le desborda-ba por encima de sus pantalones azules de dril, sudoroso, totalmente desdentado, con sólo escasos cabellos en la cabeza pero de ojos penetrantes, de que era un borracho me di cuenta en seguida, mientras que su compañero, aproximadamente de la misma edad, a diferencia de él un tipo delgado y larguirucho, con una gorra de lona grasienta en la cabeza, seguía trabajando, por lo visto formaba con una pala un montón con los pedazos de piedra cor-tados y desprendidos del suelo por el gordo con su martillo neumático, los dos cavaban buscando las

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conducciones de gas o de agua como parte de la reconstrucción del Staatsbrücke, y yo miré a la cara al gordo, que evidentemente me había reconocido, pero no lo reconocí; me había detenido en medio de la confusión humana de la mañana, sin poder acordarme de aquel hombre, él, sin embargo, se acordaba de mí, pero yo no podía explicarme de qué conocía a aquel hombre. Por otra parte, me resultaba evidente que había visto antes su rostro, pero eso debe de ser hace mucho tiempo, pensé, y también: ese hombre no se equivoca. El se me ade-lantó: me dijo que, con mucha frecuencia, le había llenado la botella de ron de su madre en la tienda de Karl Podlaha en el poblado de Scherzhauserfeld, y que era a él a quien, una vez, le di una venda del armario de la trastienda del establecimiento y le vendé la cabeza que se había herido en la escalera de nuestro establecimiento. De ese incidente no me acordaba, pero del joven que había sido aquel hombre hacía veinticinco años me acordé entonces en seguida. En aquella época, dijo, yo era todavía tan pequeño que sólo con esfuerzo podía mirar por encima del mostrador de la tienda. Exageraba, pero en el fondo lo había observado todo exactamente. Era como si él recordase de buena gana aquella época que había sido su juventud, lo mismo que yo entonces, en esa ocasión, recordaba de buena ga-na esa época de mi juventud, y en silencio, mudos, recordamos por unos instantes esa época de juven-tud. El no sabía nada de mí, yo no sabía nada de él, en medio de las muchas personas que había por la mañana en la entrada del Staatsbrücke compro-bamos juntos que habíamos tenido una juventud común en el poblado de Scherzhauserfeld y que

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habíamos sobrevivido, cada uno a su manera. Y que, cada uno a su manera, con las enormes fati-gas de todo envejecimiento, nos habíamos hecho veinticinco años más viejos. El hombre del martillo neumático me mostró de pronto, después de haber-lo olvidado yo durante años, el poblado de Scherz-hauserfeld, la lacra de una ciudad que sólo ha atraído y admitido siempre en su centro a las gen-tes de esa lacra suya para los trabajos más humil-des. Todavía hoy, pensé, las gentes del poblado de Scherzhauserfeld realizan los trabajos más humil-des de la ciudad, y los que pasan por delante lo encuentran normal. Qué había sido de Podlaha, qué le había ocurrido, quería saber él, pero yo no sabía nada. Me preguntó por el dependiente Her-bert y por el aprendiz Karl. Le dije que Herbert se había independizado y había abierto un tostadero de café en la Ernest-Thun-Strasse, y que Karl había estado en la Legión Extranjera, pero había vuelto hacía ya muchos años. Había estado varias veces en la cárcel, como me consta, porque me lo ha di-cho la mujer que tenía su piso sobre nuestra tienda. Era él el que iba descalzo incluso en invierno, me dijo, verano e invierno, todo el año. Yo no me acor-daba. Cuando me dijo que a veces, en épocas difí-ciles, me había ayudado a descargar patatas, me acordé de él, a menudo estaba en el campo de de-portes, solo con el perro de su tío, al que tiraba pe-queños trozos de madera hacia el centro del cam-po, durante horas, para pasar el rato. Citó varios nombres, y todos esos nombres me eran conoci-dos, eran nombres cotidianamente pronunciados y gritados de clientes de la tienda, hacía veinticinco años que no los oía. De unos y de otros dijo que

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habían muerto, de forma natural o no natural. Había tenido una hermana, dijo, que se había ido con un americano a América, a Nueva York, y allí había perecido miserablemente. Que si me acordaba de su hermana, una chica preciosa. A Podlaha le tenía miedo, lo había descubierto a él una vez robando unas manzanas. No sólo le había robado esas manzanas, dijo. Los jóvenes de hoy no tenían ni idea de lo difícil que era todo entonces. Cuando se aludía ante ellos a la guerra y la posguerra y los nazis y los americanos, todos juntos el propio in-fierno, no comprendían. A su madre había ido a buscarle a nuestra tienda, al sótano, el ron de la botella, para llevárselo a la cama en la que pereció miserablemente. Pero ella tenía un corazón tan fuerte que, literalmente sólo un esqueleto ya, había sobrevivido durante un año con su cáncer, sin to-mar nada salvo ron y panecillos mojados en ron. Había sido una mujer religiosa, pero en su vida había ido a la iglesia. Temerosa de Dios, pero no católica, me dijo. Luego quiso saber qué hacía yo ahora. Escribir, le dije, pero eso no le decía nada, y tampoco podía imaginarse nada al respecto, y no insistió más en la pregunta. Que si tenía un cigarri-llo. Yo dije que no. Podlaha le imponía, por una par-te le tenía miedo, pero por otra parte le imponía, porque hacía tan buen negocio. Los vieneses hab-ían tenido siempre las cabezas más despiertas. También él despreciaba, como todos los provincia-nos, a los vieneses. En cierto modo, me dijo, sin decir lo que entendía por ello, y la verdad es que no había nada que entender por ello, estaba satisfecho con su situación, por jodida que fuera. A su edad todo le era a uno indiferente, uno se aferraba a la

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vida, pero daba igual si acababa. Igual, eso era. Era una cuestión de edad. Igual. También a mí me daba en ese momento todo igual. Una palabra hermosa, clara, corta, fácil de retener: igual. Nos comprend-íamos. Me dijo que tenía que comer algo con él al mediodía, y di un rodeo y me fui a comer con él al Sternbräugarten, una cerveza, salchichas y pan. Se había imaginado que su vida sería algo distinto de lo que realmente había tenido que vivir, me dijo, no con esas palabras, pero en ese sentido. A mí me había pasado lo mismo. El poblado de Scherzhau-serfeld y, en su centro, Karl Podlaha, habían resuci-tado. Habíamos recordado muchas cosas. Servidor y todo da igual, dijo para terminar, como si lo hubie-ra dicho yo. Mi signo distintivo particular es hoy la equivalencia, y es la conciencia de la equipolencia de todo lo que jamás ha existido y existe y existirá. No hay valores altos y más altos y altísimos, todo eso se ha acabado. Los hombres son como son, y no pueden cambiarse, lo mismo que las cosas que los hombres han hecho y hacen y harán. La Natura-leza no conoce las diferencias de valor. Una y otra vez, se trata sólo de hombres, con todas sus debili-dades y con toda su suciedad física y anímica, a cada nuevo día. Es igual que uno se desespere con su martillo neumático o frente a su máquina de es-cribir. Sólo las teorías mutilan lo que, sin embargo, resulta claro, las filosofías y las ciencias en su tota-lidad, que se oponen a la claridad con sus conoci-mientos inútiles. Casi todo ha ocurrido ya, lo que sucede aún no sorprende, porque todas las posibi-lidades han sido pensadas. Quien tantas cosas ha hecho mal y ha irritado y turbado y perturbado y destruido y se ha agotado y ha estudiado y se ha

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acabado a menudo y medio matado y equivocado y avergonzado y otras veces no avergonzado, se equivocará en el futuro y hará muchas cosas mal e irritará y turbará y perturbará y destruirá y se ago-tará y estudiará y se acabará y medio matará y se-guirá haciendo todo eso, hasta el final. Pero en fin de cuentas todo da igual. Las cartas se muestran, poco a poco. La idea ha sido descubrir las intencio-nes de la existencia, de la propia y de la de los otros. Nos reconocemos en cada ser humano, sea el que sea, y estamos condenados a ser cada uno de esos seres humanos, mientras existamos. So-mos todas esas existencias y existentes reunidos, y nos buscamos a nosotros mismos, pero sin embar-go no nos encontramos, por insistentemente que nos esforcemos. Hemos soñado con franqueza y claridad, pero ha sido sólo un sueño. A menudo hemos renunciado y comenzado otra vez, y todavía renunciaremos y comenzaremos otra vez a menu-do. Pero todo da igual. El hombre der poblado de Scherzhauserfeld, con su martillo neumático, me dio mi lema, todo da igual. La esencia de la Natura-leza es que todo da igual. Servidor y todo da igual, oigo una y otra vez sus palabras, sus palabras, aunque las suyas sean también las mías y aunque yo mismo haya dicho a menudo servidor y todo da igual. Pero había que decirlo en ese momento. Lo había olvidado ya. Estamos condenados a una vi-da, lo que quiere decir para toda la vida, por uno o por muchos crímenes, ¿quién sabe?, que no hemos cometido o que cometeremos de nuevo, por otros después de nosotros. No fuimos nosotros quienes nos llamamos, estuvimos ahí de repente y, en ese instante, se nos hizo también responsables. Nos

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hemos vuelto capaces de resistir, y no se nos pue-de derribar ya, no nos aferramos ya a la vida, pero tampoco la vendemos demasiado barata, quise de-cir, pero no lo dije. A veces levantamos la cabeza y creemos que tenemos que decir la verdad o la apa-rente verdad, y la volvemos a bajar. Eso es todo.

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Libro tres

El aliento Una decisión

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No habiendo podido los hombres remediar la muerte, la miseria y la ignorancia, han imaginado, para ser felices, no pensar en

absoluto en ellas. Pascal

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Era sólo lógico, eso lo comprendió pronto el

joven de dieciocho años no cumplidos, después de los acontecimientos y sucesos que ahora anoto con deseo de ser verídico y claro, que yo mismo enfer-mara, después de enfermar súbitamente mi abuelo y haber tenido que ir al hospital, situado sólo a unos cientos de pasos de nuestra casa, como recuerdo ahora y veo todavía con claridad, con su abrigo de invierno gris oscuro, que le había regalado un oficial canadiense de las fuerzas de ocupación, dando grandes zancadas con mucho espíritu y marcando el movimiento del cuerpo con su bastón, como si quisiera dar un paseo tal como acostumbraba, pa-sando por delante de su ventana, detrás de la cual lo observaba yo, desde luego en un estado de áni-mo afectivo e intelectual triste y melancólico, des-pués de haberme despedido, sin saber adónde lo llevaba ese paseo a él, la única persona a la que realmente quería. No hay otra imagen comparable para mí: aquel a quien había citado en el hospital del Land un famoso internista de Salzburgo, a cau-sa de una singularidad no calificada con más preci-sión, para un examen clínico, y posiblemente para una pequeña intervención quirúrgica, como se hab-ía dicho expresamente, desaparece un sábado por la tarde tras el muro de la huerta de nuestro vecino, el vendedor de legumbres. Debió de resultarme claro que, en aquel instante, se había producido un giro decisivo en nuestra existencia. Mi propia en-fermedad, no totalmente curada a causa de mi con-

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tinua irritación con los estados morbosos, se había declarado de nuevo, y de hecho con violencia fran-camente aterradora. Con fiebre y, al mismo tiempo, en un doloroso estado de ansiedad, ya al día si-guiente de haber ido mi abuelo al hospital fui inca-paz de levantarme e ir al trabajo. Dejando el vestí-bulo, donde tenía mi cama por falta de espacio y por razones familiares que no procede explicar aquí más detalladamente y que tampoco me resultan totalmente claras, pude trasladarme, probablemen-te porque sólo la vista de mi estado había hecho esa medida indispensable y, sencillamente, lógica, al llamado cuarto del abuelo. Ahora podía, tendido en la cama del abuelo, someter cada detalle del cuarto del abuelo a una contemplación más exacta, a un examen largo e ininterrumpido, incluso cada uno de los objetos que a él le eran tan necesarios para la vida, y para mí, de la forma más útil, tan familiares. Un dolor mayor o un aumento de mi an-gustia me hacían llamar de cuando en cuando, al-ternativamente, a mi madre o mi abuela, a las que oía trajinar en el pasillo, y es posible que finalmente les atacara los nervios a las dos, ocupadas en to-das las faenas domésticas imaginables y sumidas ya en la incertidumbre y la angustia sólo por el hecho de la hospitalización de mi abuelo, su marido y padre, el que las llamara a mi lado, a la habitación del abuelo y a mi cabecera, posiblemente con más frecuencia de la realmente necesaria, porque de pronto me habían dicho que dejara de dar gritos constantes de madre y abuela y, en su incertidum-bre y angustia exacerbadas, me calificaron de simu-lador que, según ellas, las atormentaba de una for-ma totalmente deliberada y perversa, lo que a mí,

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que en ocasiones anteriores, sin duda, les había dado motivo para que me calificaran así, en aquel estado realmente grave y, como pronto se vería, de peligro de muerte, no pudo menos de herirme en lo más profundo y, por mucho que se lo rogué una y otra vez, llamando madre y abuela, no volvieron a aparecer en el cuarto del abuelo. Dos días des-pués, en el mismo hospital en el que mi abuelo lle-vaba ya varios días, me desperté del desvaneci-miento en que me habían encontrado mi madre y mi abuela en el cuarto del abuelo. El médico llama-do por las asustadas mujeres me había hecho tras-ladar al hospital hacia la una de la madrugada, co-mo supe después por mi madre, no sin hacerles reproches a mi madre y mi abuela. El enfriamiento que había atrapado yo descargando varios quinta-les de patatas en medio de una tempestad de nie-ve, sobre el camión situado ante la tienda de co-mestibles de Podlaha, y del que, durante muchos meses, había hecho simplemente caso omiso, no era ahora otra cosa que una grave y, así llamada, pleuresía húmeda, que a partir de entonces y du-rante muchas semanas me produjo una y otra vez, cada pocas horas, dos o tres litros de un líquido gris amarillento, con lo que, como es natural, mi co-razón y mis pulmones resultaron afectados y, en el plazo más breve, mi cuerpo entero se debilitó de la forma más peligrosa. Ya poco después de mi ingre-so en el hospital me hicieron una punción, y me sacaron de la caja torácica, por decirlo así como primera medida para salvarme la vida, tres litros de ese líquido gris amarillento. Pero de esas puncio-nes hablaré más adelante. Me desperté y, por con-siguiente, recobré el conocimiento, en una de aque-

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llas salas de hospital gigantescas, en parte above-dadas, en la que había entre veinte y treinta camas, unas camas de hierro en otro tiempo pintadas de blanco pero desde hacía tiempo totalmente oxida-das y desconchadas en todos sus ángulos y aristas por el paso de los años y los decenios, que habían sido colocadas en la sala tan cerca unas de otras que sólo utilizando la habilidad y la fuerza era posi-ble abrirse paso entre ellas. En la sala en que me desperté había veintiséis camas, doce y doce esta-ban arrimadas de tal forma a las paredes opuestas, que entre ellas, en el pasillo así formado, quedaba sitio para dos camas más. Esas dos camas tenían barrotes hasta una altura de metro y medio. Des-pués de despertarme en la sala del hospital, sin embargo, sólo había podido darme cuenta de dos cosas: estaba en una cama situada junto a la ven-tana, y bajo una bóveda encalada. En esa bóveda, o por lo menos en la parte de la bóveda que se en-contraba sobre mí, fijé los ojos durante las primeras horas que siguieron a mi desvanecimiento. Proce-dentes de toda la sala podía oír voces de ancianos, a los que no podía ver, porque estaba demasiado débil para mover siquiera la cabeza. Cuando vinie-ron a buscarme por primera vez para la punción, no me di cuenta aún, como es natural, de todo el ta-maño y toda la fealdad de aquella sala de hospital, y lo que había percibido habían sido sombras de seres humanos y paredes, y de objetos situados en esos seres humanos y paredes, y los ruidos rela-cionados con esos seres humanos y paredes y ob-jetos, en fin de cuentas, en mi recorrido a través de la sala de hospital, en el que me ayudaron muchas religiosas y muchos enfermeros vestidos de blanco

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como ellas, me había encontrado en un estado de capacidad de percepción alterada, reducida al mínimo por las muchas inyecciones de penicilina y de alcanfor, pero para mí, realmente, en compara-ción con mis dolores del principio, no sólo soporta-ble sino agradable incluso, por todas partes manos, me pareció que un sinnúmero de manos, sin que pudiera ver esas manos ni tampoco a las personas que pertenecían a esas manos, me habían sacado de la cama y levantado hasta una camilla y arras-trado y empujado y envuelto en gruesas mantas y, finalmente, todo me resultó confuso y de la mayor imprecisión, me sacaron al pasillo a través de toda la sala, llena, según me pareció, de cientos de rui-dos de sufrimiento, y me llevaron por el largo pasi-llo, que me hizo perder por completo el equilibrio, con sus habitaciones infinitamente numerosas, abiertas y cerradas, pobladas por cientos, si no mi-les de pacientes, hasta un ambulatorio, según me pareció, estrecho, gris y desnudo, en el que se afa-naban muchos médicos y hermanas, cuyas conver-saciones o incluso palabras sueltas o incluso ex-clamaciones no podía comprender, pero que sin embargo hablaban entre sí ininterrumpidamente y, una y otra vez, decían algo; lo mismo que todavía me acuerdo de que, de pronto, después de haber dejado mi camilla, al lado mismo de la puerta y jun-to a otra camilla en la que estaba echado un ancia-no con la cabeza totalmente vendada, se cayó mu-cho instrumental médico al suelo, del horrible entre-chocar de cubos de metal, y luego otra vez de risas, gritos, cerrar de puertas, y de cómo de pronto, detrás de mí, dejaron caer el agua de un grifo en una palangana de esmalte y cerraron otra vez el

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grifo bruscamente; me pareció que, precisamente en ese instante, los médicos habían pronunciado una serie de palabras en latín para mí incomprensi-bles, algo médico sólo a ellos destinado, y luego pude oír de nuevo órdenes, instrucciones, ruidos de vasos, tubos, tijeras, pasos. Por mi parte, durante ese tiempo había alcanzado probablemente el lími-te más bajo de mi capacidad de percepción y, en consecuencia, no tenía ya ningún dolor. No me había resultado claro en qué parte del hospital me encontraba en ese momento, y tampoco tenía nin-guna idea de la situación de mi sala, yo debía de estar cerca del suelo, porque oía y veía pasar mu-chas piernas y, según todas las apariencias, los médicos y hermanas no sólo se ocupaban de mí sino de muchos otros pacientes, por mi parte, sin embargo, tuve durante muchísimo tiempo la impre-sión de que me habían dejado en el ambulatorio y luego olvidado en seguida, que nadie se ocupaba en absoluto de mí, había pensado, porque todo el mundo, en el ambulatorio, se limitaba a pasar por delante, por una parte tenía la sensación de que pronto me aplastarían y tendría que asfixiarme, por otra mi estado era ligero, ingrávido. Todavía no sabía lo que significaba la punción que me habían anunciado, porque como consecuencia de mi des-vanecimiento no me había dado cuenta de la prime-ra que me hicieron, pero, me aguardase lo que me aguardase, me había resignado a todo desde hacía tiempo y hubiera dejado que me hicieran cualquier cosa, como consecuencia de los medicamentos que me habían administrado entretanto, no tenía ya ninguna fuerza de voluntad, sólo paciencia y tam-poco ninguna clase de angustia, me pasase lo que

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me pasase, ni la menor angustia, a partir del instan-te en que, de repente, dejé de tener dolores, no tuve ya ninguna angustia, todo lo que había en mí era tranquilidad e indiferencia. Así, sin ninguna cla-se de resistencia, pudieron levantarme por fin de la camilla y tenderme sobre una mesa cubierta por un lienzo blanco. Enfrente de mí había una ventana grande, sin brillo y opaca, y yo había intentado mientras pude mirar por esa ventana. Quién me sostenía, no lo sé, pero sin ese sostén me hubiera caído al instante hacia adelante, de cabeza. Sentía muchas manos que me sujetaban y veía a mi lado un tarro de pepinillos de cinco litros. Lo que iba a venir ahora era necesario y, en unos minutos, habr-ía terminado, oí decir a mis espaldas al médico que, entonces, comenzó la punción. No puedo decir que la perforación de la caja torácica fuera dolorosa, pero la vista del tarro de pepinillos que tenía al lado, en el que estaba metido el otro extremo del tubo de goma rojo unido a la aguja de la punción que yo tenía clavada en la caja torácica, exactamente el mismo tubo de goma que utilizábamos en la tienda para trasegar el vinagre y a través del cual, poco a poco, y de hecho a sacudidas, con ruidos rítmicos de bombeo y aspiración, pasaba aquel líquido gris amarillento, ya mencionado, al tarro de pepinillos, y de hecho hasta que ese tarro de pepinillos que ten-ía al lado estuvo lleno hasta más de la mitad, me había producido unas súbitas ganas de vomitar e, inmediatamente después, un nuevo desvanecimien-to. Hasta que estuve en la sala, en mi cama del rincón, no volví en mí. No tenía ningún sentido del tiempo, y cuando me desperté por primera vez en la sala no sabía cuándo había llegado al hospital, ni

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cómo, ni cuánto tiempo había estado sin conoci-miento. Había visto ante mí, desde luego, sombras de seres humanos, pero no comprendido lo que hablaban, lo que me decían. Al principio, ni siquiera sabía cuál era la causa de mi estancia en el hospi-tal. Sentía, sin embargo, que se trataba de una en-fermedad grave. Poco a poco me acordé de la apa-rición de mi enfermedad y de que había estado en cama muchos días en el cuarto del abuelo. De pronto, mi contemplación durante días enteros del cuarto del abuelo había sido interrumpida. Y luego nada más, ni el menor, ni el más mínimo recuerdo. Ahora, sin embargo, me resultaba evidente que mi enfriamiento, descuidado durante medio invierno, me había llevado al hospital. Yo había seguido a mi abuelo al hospital. Intenté reconstruir los aconteci-mientos y sucesos de los últimos días y fracasé. Todo pensamiento era pronto interrumpido, hecho imposible, por el agotamiento y la fatiga. No había rostros que conociese, personas que me aclarasen nada. Con intervalos cada vez más cortos me des-tapaban, me inyectaban medicamentos. Yo intenta-ba orientarme por las sombras y los ruidos, pero todo seguía estando confuso. A veces me parecía como si alguien me hubiese dicho algo, pero enton-ces era ya demasiado tarde, no lo había entendido. Los objetos eran imprecisos y, finalmente, en abso-luto reconocibles, las voces se habían alejado. Era de día, era de noche, siempre el mismo estado. El rostro de mi abuelo, quizá el de mi abuela, el de mi madre. De vez en cuando me introducían alimento. Ni un solo movimiento ya, nada ya. Colocan mi ca-ma sobre ruedas y la empujan a través de la sala, fuera, al pasillo, a través de una puerta, hasta que

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tropieza con otra. Estoy en el cuarto de baño. Sé lo que eso significa. Cada media hora entra una her-mana, y me levanta la mano y la deja caer otra vez, probablemente hace lo mismo con otra mano en la cama que hay delante de mi cama, la cual lleva ya más tiempo que la mía en el cuarto de baño. Los intervalos con que entra la hermana disminuyen. En algún momento entran unos hombres vestidos de gris con un ataúd herméticamente cerrado de cha-pa de cinc, lo destapan y meten dentro a un hombre desnudo. Me resulta evidente que a quien sacan por delante de mí en el ataúd de chapa de cinc, otra vez herméticamente cerrado, es al hombre de la cama situada delante de mi cama. La hermana en-tra ahora nada más que para levantarme la mano a mí. Para saber si todavía se me nota el pulso. De pronto, el trapo húmedo y pesado que estaba col-gado todo el tiempo de una cuerda tendida a través del cuarto de baño y precisamente encima de mí se me cae encima. Diez centímetros y el trapo me hubiera caído en la cara y yo me habría asfixiado. La hermana entra y coge el trapo y lo tira sobre un sillón, al lado de la bañera. Luego me levanta la mano. Durante toda la noche recorre las habitacio-nes, levantando manos una y otra vez y tomando pulsos. Empieza a deshacer la cama en que acaba de morir un ser humano. A juzgar por su aliento, un hombre. Tira las sábanas al suelo y me levanta la mano, como si esperase ahora mi muerte. Luego se inclina, recoge las sábanas y sale del cuarto con las sábanas. Ahora quiero vivir. Unas cuantas veces aún entra la hermana y me levanta la mano. Luego, hacia el amanecer, vienen los enfermeros, colocan mi cama sobre unas ruedas de goma y la vuelven a

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llevar a la sala. De pronto, pienso, el aliento del hombre que tenía delante se detuvo. No quiero mo-rir, pienso. Ahora no. Aquel hombre dejó de respirar de pronto. Apenas había dejado de respirar, los hombres vestidos de gris del servicio de disección habían entrado y lo habían metido en el ataúd de chapa de cinc. La hermana no veía el momento de que dejase de respirar, pensé. También yo hubiera podido dejar de respirar. Como sé ahora, me lleva-ron otra vez a la sala hacia las cinco de la mañana. Pero las hermanas, y posiblemente tampoco los médicos, no estaban nada seguras, porque si no, las hermanas no me hubieran hecho administrar por el capellán del hospital, hacia las seis de la ma-ñana, la llamada extremaunción. Yo apenas me había dado cuenta de la ceremonia. He podido ob-servarla y estudiarla luego en muchos otros. Quería vivir, y todo lo demás no significaba nada. Vivir y vivir mi vida, como quisiera y tanto tiempo como quisiera. No fue un juramento, era algo que se hab-ía propuesto el que había sido ya desahuciado en el instante en que, ante él, el otro había dejado de respirar. Entre dos caminos posibles, me había de-cidido esa noche, en el instante decisivo, por el ca-mino de la vida. Es absurdo pensar si esa decisión fue errónea o acertada. El hecho de que el trapo pesado y húmedo no hubiera caído sobre mi rostro y no me hubiera asfixiado fue la causa de que yo no quisiera dejar de respirar. No había querido dejar de respirar como aquel otro que tenía delante, hab-ía querido seguir respirando y seguir viviendo. Ten-ía que obligar a la hermana, que sin duda contaba con mi muerte, a que me sacaran del cuarto de ba-ño y me volvieran a llevar a la sala y, por consi-

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guiente, tenía que seguir respirando. Si hubiera ce-dido un solo instante en esa voluntad mía, no hubiera vivido ni una hora. De mí dependía seguir respirando o no. No entraron en el cuarto de baño para buscarme los portadores de cadáveres, con sus batas de disección, sino los enfermeros de blanco, que me volvieron a llevar a la sala, como yo quería. Yo decidí cuál de los dos caminos posibles iba a recorrer. El camino de la muerte hubiera sido fácil. El camino de la vida tiene igualmente la venta-ja de la libre determinación. No lo perdí todo, seguí teniéndolo todo. En eso pienso cuando quiero se-guir. Hacia la noche reconocí por primera vez a un ser humano, mi abuelo. Se había sentado a mi lado en un sillón y me había cogido la mano. Ahora es-taba yo seguro. Ahora tendrían que ir bien las co-sas. Unas palabras por su parte, y me quedé ago-tado. También mi abuela y mi madre habían anun-ciado su visita. El, que estaba alojado sólo a unos cientos de pasos, en otro grupo de edificios, en el llamado complejo quirúrgico del mismo hospital, me visitaría desde ahora todos los días, eso dijo mi abuelo. Yo tenía la suerte de saber que la persona para mí más querida estaba en mi proximidad más próxima. Un montón de estimulantes cardíacos, que me habían administrado además de penicilina y alcanfor, habían mejorado mi estado, por lo menos en lo que se refería a mi capacidad de percepción, y lentamente las sombras de seres humanos y pa-redes y objetos se convirtieron en seres humanos verdaderos y paredes verdaderas y objetos verda-deros, como si a la mañana siguiente todo se hubiera aclarado poco a poco. Las voces tenían ahora, de repente, la claridad necesaria para ser

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oídas y de pronto me habían resultado comprensi-bles. Las manos que me tocaban eran de repente las de las hermanas, que hasta ahora siempre hab-ían aparecido a mis ojos, únicamente, como gran-des manchas blancas, y había visto muy claramen-te un rostro, otro rostro. Procedentes de las camas de los otros pacientes, podía oír no sólo voces y ruidos imprecisos, sino, de repente, palabras real-mente comprensibles en su totalidad, incluso frases enteras, como si entre dos pacientes se hubiera producido una conversación sobre mí, me pareció, podía percibir sin dificultad alusiones a mi cama ye mi persona. Ahora tenía la impresión de que mu-chas hermanas y enfermeros y un médico se ocu-paban en la sala de un muerto, todo lo que oía indi-caba que se hablaba de un muerto. Pero no había podido ver nada del muerto. Se mencionó un nom-bre, y luego la conversación entre las hermanas y los enfermeros, en la que, una y otra vez, participa-ba también el médico, se hizo otra vez confusa, y finalmente no pude ya oírla, hasta que, al cabo de algún tiempo, había podido oír y comprender de nuevo claramente palabras y verificar su significa-do. Por lo visto, las hermanas y enfermeros y el médico se habían apartado otra vez del muerto, y las hermanas habían comenzado a lavar a los pa-cientes. En el otro extremo de la sala debía de haber una conducción de agua, posiblemente inclu-so un lavabo en la pared, al que las enfermeras iban a buscar agua. En la sala sólo había una luz débil, una sola lámpara de globo en el techo, que era realmente una bóveda, tenía que iluminar toda la sala de hospital. Las noches eran largas, y sólo hacia las ocho de la mañana podía esperarse luz

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de fuera. Ahora, sin embargo, eran sólo las cinco y media o las seis, y desde hacía horas había ya agi-tación en la sala y en el pasillo. Yo había visto ya muchos muertos en mi vida, pero no, todavía, morir a nadie. Al hombre que, en el cuarto de baño, había dejado súbitamente de respirar delante de mí lo había oído morir, pero no visto morir. Y ahora, en la sala, otra vez había muerto un ser humano, otra vez había oído morir a alguien, no visto morir; todo lo de antes de que las hermanas y los enfermeros y el médico se ocuparan del muerto, pensaba ahora echado en la cama y todavía totalmente incapaz de moverme, había tenido que ver con el moribundo, todos aquellos ruidos extraños que, como ahora sabía, acaban con un ser humano. Pero aquel ser humano había terminado de una forma muy distin-ta. Mientras que el hombre del cuarto de baño, de repente, sin el menor aviso, había dejado de respi-rar y se había muerto, la muerte del que ahora yac-ía sólo muerto en la sala, yo no había podido ver dónde exactamente, pero sin embargo, por los rui-dos a su alrededor, sí determinar dónde aproxima-damente, se había producido de un modo totalmen-te distinto, aquel moribundo, como yo había oído claramente, se había debatido en la cama varias veces con violencia y como si, una y otra vez y fi-nalmente con el mayor esfuerzo físico, quisiera de-fenderse de la muerte. Al principio, yo no había te-nido conciencia de esos movimientos rebeldes y ruidosos como de los movimientos rebeldes y rui-dosos de un moribundo. El había retorcido una vez más el cuerpo y se había quedado entonces muer-to, a diferencia del hombre del cuarto de baño que, sencillamente, sin el menor aviso, había dejado de

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respirar. Cada uno es distinto, cada uno vive de forma distinta, cada uno muere de forma distinta. Yo, si hubiera estado en condiciones de ello, si hubiera tenido fuerzas siquiera para levantar la ca-beza, hubiera visto lo mismo que luego he visto muy a menudo, un muerto en la sala, del que se sabe que, de acuerdo con el reglamento, tiene que permanecer en su cama tres horas más, antes de ser trasladado. Sin que hasta ese momento lo hubiera podido ver por mí mismo, me resultó claro sin embargo que a aquella sala sólo llevaban a los pacientes de los que únicamente se esperaba la muerte. Son los menos los que entraron alguna vez en aquella habitación y volvieron a salir con vida. Era, como supe más tarde, la llamada habitación de los viejos, a la que se llevaba a los ancianos para morir. La mayoría estaban sólo horas o, todo lo más, días en aquella habitación de los viejos, que yo, para mí, califiqué de habitación de morir. Sólo cuando había sitio en el cuarto de baño se sacaba de la habitación de morir y se llevaba al pasillo y al cuarto de baño a aquellos cuya muerte, según to-das las previsiones, era inminente, pero rara vez había sitio en el cuarto de baño, en el período com-prendido entre las tres y las seis de la mañana mor-ían la mayoría, y hacia la una y las dos de la noche el cuarto de baño estaba ya ocupado, en él cabían tres camas juntas. Dependía también del humor y de las ganas de trabajar de las hermanas, y tam-bién de si había suficientes enfermeros disponibles, el que se llevara o no a tiempo a un moribundo, de la habitación de morir al cuarto de baño, esa eva-cuación, en cualquier caso siempre molesta, de un moribundo, desde la que yo llamaba habitación de

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morir, el colocar su cama sobre ruedas de goma, el sacar la cama de su sitio junto a la pared y empu-jarla por el pasillo, que era muy fatigoso, se omitía sin embargo en la mayoría de los casos. Las her-manas tenían un ojo entrenado para los candidatos a la muerte, veían ya, mucho tiempo antes de que el propio interesado lo notase, que éste o aquél acabarían en el plazo más breve. Llevaban ya años o incluso decenios trabajando allí, donde habían terminado tantos cientos y miles de vidas humanas, y desempeñaban su trabajo, como es natural, con la mayor habilidad y la mayor indiferencia. Yo había ido a parar a la habitación de morir no sólo como consecuencia de estar completamente repleto el hospital, a una cama en la que, como luego supe, pocas horas antes había muerto un hombre, fui ins-talado allí también, sin duda, por orden del médico del turno de noche que, probablemente, no me dio ya ninguna esperanza. Mi estado le debió de pare-cer más preocupante que la brutalidad de hacerme llevar a mí, un muchacho de dieciocho años, a una habitación de morir ocupada sólo por ancianos de setenta y ochenta años. Mi endurecimiento, que había practicado en mí mismo desde la más tem-prana infancia, y mi rechazo del dolor, también ejercitado siempre, se habían revelado, en lo que se refería a aquella recaída en una enfermedad que amenazaba mi vida, no sólo como perjudiciales y, en el fondo, como realmente imprudentes y, en fin de cuentas, no sólo peligrosos para mi vida, sino como amenazadores para mi vida y, como puede decirse, por un pelo habían acabado casi con mi vida. Porque la realidad es que, durante todo el otoño y la mitad del invierno había reprimido mi en-

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fermedad, probablemente una neumonía leve, y en definitiva, para no ser considerado enfermo y tener que quedarme en casa, la había descuidado, y que esa enfermedad por mí reprimida y descuidada, como es natural, se había declarado de nuevo, hab-ía tenido que declararse, precisamente en el mo-mento que coincidió con la aparición de la enferme-dad de mi abuelo. Recuerdo que durante días, quizá durante semanas, había podido disimular an-te los míos y ante Podlaha una fiebre bastante alta y, finalmente, incluso alta. No quería que nada me molestase en una vida que tan bien funcionaba. Había encontrado un ritmo de existencia que bas-taba para mis pretensiones y que realmente me iba bien. Me había creado un triángulo ideal, cuyos puntos de referencia, aprendizaje del comercio, es-tudios de música, y abuelo y familia, eran útiles pa-ra mi desarrollo de la mejor forma posible. No podía permitirme ningún estorbo ni tampoco ninguna en-fermedad. Sin embargo, no me había salido bien el cálculo y, en retrospectiva, es evidente que ese cálculo no puede salir bien nunca. Apenas había encontrado, después de dejar el instituto y probar suerte en el comercio de Podlaha, una existencia que realmente me satisfacía y que, con audacia y valor a la vez, me había permitido, contra todas las resistencias, tomar mi vida en mis manos (y, sobre todo, en mi cabeza también), me había visto otra vez arrancado a ese ideal. Es muy posible, pienso, que no me hubiera puesto enfermo si mi abuelo no hubiera tenido que ir al hospital. Pero es una idea absurda, aunque también natural, justificada. Es evidente que también la época del año había sido la causante, el comienzo del año es la más peligrosa

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de todas las épocas de año, y la mayoría de los seres humanos sólo con la mayor dificultad pueden superar el mes de enero, las personas de edad, por no hablar de los ancianos, caen tronchadas por el comienzo del año. Las enfermedades largo tiempo contenidas se manifiestan al comienzo del año, pe-ro, con la mayor probabilidad, siempre hacia me-diados de enero. La constitución física, que ha po-dido soportar la inmensa carga de una o de varias enfermedades durante todo el otoño y la mitad del invierno, se derrumba a mediados de enero. En ese momento, nunca ha sido de otra forma, los hospita-les están repletos y los médicos sobrecargados de trabajo, y los negocios funerarios en su punto más alto. Sencillamente, yo no había podido soportar que mi abuelo tuviera que ir al hospital. Y si, duran-te tantos meses antes, había hecho todo lo imagi-nable para reprimir mi propia enfermedad, ahora, después de haber ido mi abuelo al hospital, ese sistema de represión de la enfermedad y de nega-ción de la enfermedad se había derrumbado dentro de mí. Ese derrumbamiento sólo había requerido unas horas. A los míos, al principio, el hecho de que, a la mañana siguiente de haber ido mi abuelo al hospital, yo no pudiera ya levantarme, pudo pa-recerles un capricho, dirigido contra ellos, de un nieto querido por su abuelo, un capricho que no se podía consentir. El amor del nieto por su abuelo y a la inversa no debía ser tan grande que el nieto si-guiera a su abuelo incluso al hospital. Sin embargo, mi verdadero estado los había convencido pronto de la veracidad de mi enfermedad. Pero, debieron de desconfiar luego de esa enfermedad mía, por-que en su comportamiento hacia mí se vio clara-

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mente que, en su fuero más interno, no sólo no habían tomado en serio esa enfermedad mía, sino que no la habían aceptado en absoluto. Habían es-tado en contra de mi enfermedad porque habían estado en contra de mi amor por el abuelo. Para ellos, decididamente, esa enfermedad mía que aho-ra, después de ir al hospital mi abuelo, se había manifestado de repente con tanta violencia era un triunfo jugado sin escrúpulos por mí contra ellos, un triunfo que ellos no rice reconocían. Sin embargo, sus pensamientos, y los sentimientos y acciones desarrollados a partir de esos pensamientos suyos a ese respecto quedaron superados muy pronto y, como creo, corregidos de forma decidida e instruc-tiva por los acontecimientos y sucesos que enton-ces, súbitamente y con gran violencia, cayeron so-bre todos nosotros. De forma totalmente natural, aquel nieto difícil, bajo la protección de su abuelo, se había apartado ya muy pronto de ellos, moral e intelectualmente, y, como correspondía a su forma de ser y, al fin y al cabo, a su edad, había adoptado hacia ellos una actitud crítica, que ellos, a la larga, no pudieron soportar ni, en fin de cuentas, sufrir jamás. No me había educado con ellos sino con mi abuelo, a él y no a ellos debo todo lo que, en defini-tiva, me ha hecho capaz de vivir y, en gran medida, feliz una y otra vez también. Eso no quiere decir que no sintiese ningún afecto hacia ellos, también a ellos he estado unido, lógicamente, durante toda mi vida y de la forma más natural, aunque mi afecto y mi amor hacia ellos jamás hubieran podido alcanzar un grado tan alto como los que sentía hacia mi abuelo. El me había aceptado cuando todos los demás no me habían aceptado, ni siquiera mi pro-

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pia madre, y los había aventajado a todos, en casi todo, con su afecto y su amor. Durante mucho tiempo, una vida sin él había sido para mí inimagi-nable. La consecuencia lógica era seguirlo, incluso al hospital. En mi cama del rincón, de repente con plena conciencia de mi estado, tenía que llegar na-turalmente al pensamiento de que no había tenido otra elección que ceder y renunciar en el instante en que mi abuelo se fue al hospital y me abandonó, así lo sentí mientras, observándolo, estaba junto a su ventana. Sobre su enfermedad yo no sabía na-da, en su primera visita a mi cabecera no había hablado de ella, probablemente él mismo no sabía todavía nada al respecto, seguramente no le habían hecho aún los exámenes prescritos, y tampoco, sin duda, me hubiera hablado de ello en ese instante en que nos volvimos a ver, aunque sólo fuera para no herirme, para no hacerme descender aún más en mi estado de evidente debilidad; la incertidumbre con respecto a su enfermedad, sin embargo, había producido también su efecto en mí, como es natu-ral, y no me había preocupado ahora mi propia en-fermedad, después de ser otra vez totalmente ca-paz, aunque por poco tiempo, de pensar de forma consecuente, sino la suya. El corto tiempo en que volví a ser capaz de pensar se concentró exclusi-vamente en la enfermedad de mi abuelo. Pero so-bre esa enfermedad tampoco pude saber nada por mi abuela ni por mi madre. Posiblemente, así había tenido que pensar, todos me ocultaban esa enfer-medad, cuando preguntaba por ella no me respond-ían y desviaban en seguida mi atención. Pero no estaba privado de lo más importante, a saber, que mi abuelo, como me había prometido, acudía a

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verme y a sentarse a mi cabecera todas las tardes. Fue el primero que me previno de la peligrosidad de mi enfermedad y que me hizo un relato del tiempo en que había estado inconsciente. Impidió, sin em-bargo, que los dos nos debilitásemos hablando de-masiado de enfermedades y desgracias. Durante sus visitas a mi cabecera yo sólo sentía la mayor felicidad al notar mi mano en la suya. El adolescen-te, el nieto de casi dieciocho años ya, tenía ahora una relación mucho más intensa con su abuelo, porque era una relación intelectual sobre todo, que el muchacho que sólo había estado unido a él sen-timentalmente. No teníamos que intercambiar mu-chas palabras para comprendernos y comprender todo lo demás. Habíamos decidido hacerlo todo para volver a salir del hospital. Debíamos preparar-nos para comenzar de nuevo, para comenzar de nuevo la vida. Mi abuelo había hablado de un futuro (para los dos) más importante y hermoso que el pasado. Sólo dependía de la voluntad, me había dicho, y los dos teníamos la voluntad de poseer ese futuro, en el más alto grado. El cuerpo, me había dicho, obedecía al espíritu, y no al revés. El trans-curso de la jornada en la habitación de morir era ya algo totalmente ensayado, hasta en sus más míni-mos detalles, desde hacía decenios, y hasta los acontecimientos y sucesos más espantosos eran, para los que se ocupaban de esa jornada, insignifi-cantes y cotidianos. A quien, por primera vez, en-traba en aquel mecanismo de enfermedad y de muerte, y era, por añadidura, joven, ese súbito y primer enfrentamiento con el fin de la vida tenía que espantarle de la forma más profunda. Hasta enton-ces sólo había oído hablar del horror del fin de la

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vida, jamás había visto ese fin de la vida, ni mucho menos había visto de repente, en un paroxismo semejante de dolor y sufrimiento y en medio de ese paroxismo, a tantos seres humanos realmente lle-gados al fin de su vida. Lo que se mostraba aquí no era otra cosa que un centro de producción de muer-te que trabajaba sin pausa e intensa y brutalmente, y que de forma ininterrumpida recibía y elaboraba más materia prima. Poco a poco, no sólo pude con-templar lo que pasaba en aquella habitación de mo-rir, que cada vez se aclaraba más, con la indiferen-cia de un enfermo totalmente absorto en su propio mal, sino registrarlo y verificarlo con una inteligen-cia de nuevo despierta. Poco a poco, desde que conseguí por primera vez levantar la cabeza, me fui formando una imagen de los seres con los que, desde hacía ya días, compartía aquella sala califi-cada por mí con razón, como había comprendido muy pronto, de habitación de morir. Realmente, en la habitación de morir había tantos pacientes como camas. Ninguna cama permanecía sin paciente más de unas horas. Los pacientes se renovaban, como había podido comprobar ya muy pronto, no sólo todos los días, sino todas las horas, y sin que ese proceso fuera alarmante para el personal, por-que en aquella época del año morían con intervalos cortos y cada vez más cortos, pero no lo suficien-temente aprisa, como pensé, para dejar libres sus camas para sus sucesores. Sólo tres o cuatro horas después de haber muerto alguien y haber sido sa-cado de su cama y llevado al servicio de disección, su sucesor había iniciado ya en esa cama su último combate con la muerte. Yo no había sabido antes que morir es, en fin de cuentas, algo tan cotidiano.

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Una cosa tenían en común, sin duda, todos los que entraban en aquella habitación de morir: sabían que no saldrían ya vivos de aquella habitación de morir. Mientras estuve en la habitación de morir, nadie la dejó con vida. Yo fui la excepción. Y, como creía, tenía derecho a ello, porque sólo tenía dieciocho años y, por consiguiente, era todavía joven y no un viejo. Poco a poco había conseguido lo que me propuse ya en el primer instante en que me des-perté en la habitación de morir: mirar cada una de las caras de mis compañeros de sufrimiento, había podido levantar un poco la cabeza y, por consi-guiente, dirigir la mirada hacia lo que tenía enfrente. Si hasta entonces no había podido inspeccionar más que las tablillas negras atornilladas sobre las cabeceras de las camas, con el nombre y la edad de los pacientes, de repente pude echar una breve ojeada al rostro que había en la cama de barrotes que tenía delante: una cabeza calva y descarnada estaba unida por la abierta boca, con un tubo de caucho, a un balón de oxígeno rojizo. Ahora lo en-tendía, la hermana que a cada instante se acercaba a la cama de barrotes lo había hecho, una y otra vez, sólo con objeto de meter otra vez en aquella boca y, por consiguiente, en aquella calva, el tubo, que el balón de oxígeno, al resbalar una y otra vez, sacaba de la boca de aquella cabeza calva, y resul-taba así totalmente sin sentido. El ruido de aspira-ción continuo, persistente día y noche, cada vez más débil pero sin embargo una y otra vez renova-do, que salía de la cama de barrotes que tenía de-lante, había encontrado su explicación. En las sie-nes de aquella cabeza calva, descarnadas como las mejillas, se agitaban unos pelitos blancos, en el

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aire rítmicamente agitado por el balón de oxígeno. Como la cama de barrotes estaba colocada de lado con respecto a la mía, no había podido averiguar lo que decía en su tablilla de datos personales. No se podía determinar qué edad tenía aquel hombre que aspiraba por el tubo de goma, había traspasado hacía tiempo el límite por debajo del cual puede deducirse todavía la edad. Debía de ser la hora de visita de la tarde cuando murió el hombre del balón de oxígeno. Me acuerdo muy bien: mi madre se acababa de sentar a mi lado en el sillón y me había pelado y hecho gajos una naranja. Mientras ponía cuidadosamente los gajos sobre una servilleta, para que estuvieran fácilmente a su alcance y, por con-siguiente, también al mío, yo ni siquiera tenía fuer-zas para levantar la mano, y mi madre me metía en la boca uno tras otro los gajos de la naranja, el hombre de la cama de barrotes dejó de pronto de aspirar su balón de oxígeno. Luego exhaló durante más tiempo que el que yo había oído nunca exhalar a nadie. Le pedí a mi madre que no se volviera. Le había querido evitar el espectáculo del que en aquel instante se moría. Ella no había dejado de darme gajos. No se había vuelto ni había visto cómo la hermana tapaba al hombre. La forma de tapar a los que morían era siempre así: la hermana, sencillamente, de pie a los pies de la cama, sacaba la sábana de debajo del muerto y tapaba con ella al muerto. Se sacaba del bolsillo un manojo de pe-queñas tarjetitas numeradas, con unos cordones cortos. Y ataba una de esas tarjetitas por el cordón a un dedo gordo del pie del muerto. Ahora había visto yo por primera vez, en el ejemplo de aquel hombre de la cama de barrotes, aquel proceso por

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el que se tapaba de ese modo y se numeraba para el servicio de disección a los que acababan de mo-rir. Se tapaba y numeraba de la misma forma a to-dos los que morían. El reglamento exigía que el fallecido permaneciera durante tres horas en su lecho de muerte, y sólo entonces podían acudir a buscarlo los hombres del servicio de disección. En mi época, sin embargo, como se necesitaban todas las camas, bastaban dos horas. Dos horas había tenido que permanecer el muerto en la sala, tapado con su sábana y numerado para el servicio de di-sección en una tarjetita colgada de su dedo gordo, cuando no había muerto en el cuarto de baño por-que se había podido prever que moriría en poco tiempo. Quien moría en la sala y, por consiguiente, en la habitación de morir, sólo producía agitación durante unos minutos, no más, en los testigos de su muerte. A veces una de esas muertes se producía entre nosotros totalmente inadvertida y sin que mo-lestase a nadie para nada. También los hombres de la disección que, con su ataúd de chapa de cinc, entraban pisando fuerte a cada instante en la habi-tación de morir, puedo decirlo francamente, hom-bres rudos y fuertes de veintitantos o treinta y tan-tos años y que, en esas ocasiones, hacían mucho ruido ya en el pasillo y, más aún, en la habitación de morir, se convirtieron pronto en costumbre para mí. Cuando algún moribundo se había anticipado con su muerte a las hermanas, como el hombre de la cama de barrotes, a ellas les resultaba totalmen-te lógico llamar poco después al capellán del hospi-tal, para que pudiera administrar la extremaunción, ya que no al que todavía vivía, al menos al que es-taba ya muerto. Con ese fin, el sacerdote, convoca-

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do a la habitación de morir en medio de las mayo-res dificultades respiratorias e hinchado de comer y beber demasiado, traía con él un maletín negro, con herrajes plateados, que inmediatamente, en cuanto llegaba, ponía sobre la mesilla de noche del que acababa de morir, despejada por las hermanas con increíble celeridad. El sacerdote sólo tenía que apretar dos botones laterales del maletín, y el ma-letín se abría, levantándose de golpe la tapa. Al levantarse la tapa, dos candeleros con velas y un crucifijo de plata quedaban en posición vertical. En-tonces las hermanas encendían las velas y el sa-cerdote podía comenzar su ceremonial. Ningún muerto debía dejar la habitación de morir sin aque-lla asistencia espiritual, de eso cuidaban las herma-nas, de la orden de San Vicente, más que de cual-quier otra cosa. Pero esas extremaunciones fuera de programa en la habitación de morir eran raras. Era propio de la jornada el que, hacia las cinco de la mañana y hacia las ocho de la noche, el sacerdo-te apareciera automáticamente con su maletín de sacramentos, para informarse por las hermanas sobre aquellos a los que les había llegado el mo-mento de la extremaunción. Las hermanas señala-ban entonces a éste o aquél, y el sacerdote, como queda dicho, cumplía su oficio. Muchos días, hasta cuatro o cinco compañeros de habitación recibían de esa forma la extremaunción. Todos ellos, no mucho tiempo después, habían entregado su alma. Sin embargo, una y otra vez, las hermanas calcula-ban mal, y se les moría alguien sin la extremaun-ción, lo que, sin embargo, se remediaba enseguida con el muerto en la primera oportunidad, con el ma-yor celo. Realmente, las hermanas concedían a la

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extremaunción que había que administrar, siempre y en todas las circunstancias, mayor atención que a cualquier otra cosa. Esto no lo digo en contra de su actuación cotidiana, llevada a cabo ininterrumpida-mente y casi siempre también hasta el límite extre-mo de la abnegación, sino porque es la verdad. La aparición y, mucho más aún, la actuación real del capellán del hospital me había repelido de tal ma-nera desde el primer instante que apenas podía soportar sus apariciones, que eran una perversa representación teatral católica. Pero también esas apariciones se convirtieron pronto en una costum-bre nada más y, como todo lo demás repulsivo y horrible que había en aquella habitación de morir, en una trivialidad que apenas me excitaba ya y que, en efecto, ni siquiera me irritaba. El transcurso de la jornada en la habitación mortuoria, contemplado desde mi lugar del rincón, estaba establecido así: hacia las tres y media de la mañana, se encendía la luz, todavía por la hermana de noche. A cada uno de los pacientes, estuviera consciente o no, la her-mana de noche les ponía entonces un termómetro, que sacaba de un tarro de conservas lleno de esos termómetros. Después de recoger los termómetros, la hermana de noche terminaba su servicio y entra-ban las hermanas de día con jofainas y toallas. Uno tras otro, se lavaba a los pacientes, sólo uno o dos podían levantarse e ir al lavabo y lavarse por sí mismos. A causa del gran frío de enero, la única ventana de la habitación de morir no se abría du-rante toda la noche ni, luego, hasta muy avanzada la mañana y sólo poco antes de la visita médica, de forma que, ya durante la noche, se había consumi-do hacía tiempo el oxígeno, y el aire era maloliente

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y denso. La ventana estaba cubierta de un espeso vaho, y el olor de los muchos cuerpos y de las pa-redes y de los medicamentos hacía que, de madru-gada, inspirar y espirar fuera un tormento. Cada paciente tenía su propio olor, y todos juntos produc-ían uno compuesto de vaho de sudor y de medica-mentos, que provocaba ataques de tos y de ahogo. Así, cuando aparecían las hermanas de día, la habitación de dormir no era, de repente, más que un repulsivo lugar lleno de hedor y dolor, en el que, de pronto, los sufrimientos ocultos y reprimidos du-rante la noche se descubrían de pronto y se expon-ían a la luz, con toda su espantosa y perversa feal-dad y brutalidad. Ese solo hecho hubiera bastado para precipitarlo a uno otra vez, muy de madrugada ya, en la más profunda desesperación. Sin embar-go, yo me había propuesto soportar todo lo que había en aquella habitación de morir, es decir, todo lo que me esperaba, a fin de volver a salir de aque-lla habitación de morir, y así, con el tiempo, había desarrollado sencillamente, a partir de cierto mo-mento, un mecanismo de percepción en la habita-ción de morir que no me hería ya, sino que me en-señaba. No debía dejar que los objetos de mis con-templaciones y observaciones me hiriesen. En mis contemplaciones y observaciones tenía que partir de que también lo más horrible y lo más espantoso y lo más repulsivo y lo más feo era lógico, con lo que, en general, pude soportar aquella situación. Lo que podía ver aquí no era más que un desarrollo totalmente natural, una situación. Aquellos aconte-cimientos y sucesos, más brutales y despiadados que cualquier otro de mi vida anterior, eran tam-bién, como todo lo demás, la consecuencia lógica

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de una Naturaleza al fin y al cabo siempre negligen-te e innoble e hipócritamente reprimida y, finalmen-te, totalmente suprimida por el espíritu humano. Aquí, en esta habitación de morir, no debía deses-perar, sencillamente, debía dejar que obrara en mí la Naturaleza, que se mostraba aquí de forma to-talmente brutal, posiblemente más que en ningún otro lugar. Utilizando la razón, de lo que de pronto, al cabo de unos días, había sido capaz otra vez, había podido reducir al mínimo las lesiones que yo mismo me infligía con mis observaciones. Yo esta-ba habituado a convivir con seres humanos día y noche, porque había estado en la escuela del inter-nado de la Schrannengasse, en una de las escue-las humanas, como creo, más duras, pero lo que tenía que ver aquí, en la habitación de morir, tenía que superar todo lo vivido anteriormente en ese aspecto. El joven de dieciocho años que yo era en-tonces había sido empujado directamente por las causas de su enfermedad, y luego por esa enfer-medad misma, al escenario del horror. Su aventura había fracasado, me habían arrojado al suelo, a mi cama del rincón de la habitación de morir del hospi-tal regional, con conciencia de haber sido precipita-do a la profundidad más profunda de la existencia humana, como consecuencia de mi propia sobrees-timación. Había creído poder conseguir por la fuer-za una existencia que me satisficiera y luego, inclu-so, que me hiciera feliz. Ahora lo había perdido todo otra vez. Pero había superado ya el punto más ba-jo, estaba otra vez fuera del cuarto de baño, había dejado atrás la extremaunción, todo se inclinaba otra vez hacia el optimismo. Estaba otra vez en mi puesto de observación. Tenía otra vez mis planes

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en la cabeza. Pensaba ya otra vez en la música. Oía otra vez música en mi cama del rincón, Mozart, Schubert, tenía otra vez la facultad de oír la música que salía de mí, frases enteras. Podía convertir la música que salía de mí, escuchada en mi cama del rincón, en un medio, si es que no en el medio más importante de mi proceso de curación. Casi todo se había extinguido ya en mí, ahora tenía la felicidad de observar que no había muerto, sino que era otra vez capaz de desarrollo. Sólo había tenido que re-cordarlo, para poner en marcha otra vez todo lo que casi se había extinguido. Así, partiendo del hecho de que, por mí mismo, había podido desarrollar otra vez mis posibilidades de vivir, oír música, recapitu-lar poesías, interpretar frases de mi abuelo, me era posible contemplar y observar, sin ser herido, la habitación de morir misma y lo que pasaba en esa habitación de morir. También la razón crítica había empezado otra vez a trabajar en mí, a restablecer el equilibrio de las relaciones, que yo había perdido. Así, de repente, podía observar otra vez el trans-curso de la jornada en la habitación de morir con la calma necesaria y formular los pensamientos resul-tantes. Mi cuerpo estaba todavía postrado por la enfermedad, mi estado de debilidad física todavía inalterado, mi cuerpo era incapaz de hacer ningún movimiento, si prescindo de que, realmente, podía ya levantar y volver un poco la cabeza, lo que, al fin y al cabo, me permitía ya percibir, al menos de for-ma aproximada, el tamaño de la habitación de mo-rir, lo cual, cuando venían a buscarme para las punciones, no había conseguido jamás, porque con el esfuerzo y en el estado de agotamiento casi total en que me encontraba cada vez durante mi traslado

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de la habitación de morir al ambulatorio, me había sido imposible ver absolutamente nada, la verdad es que en esas ocasiones, para no tener que ver nada, había cerrado siempre fuertemente los ojos. Así pues, mi cuerpo estaba todavía postrado por la enfermedad, pero mi inteligencia y, lo que quizá era todavía más importante, mi alma, no. Después del lavado de los pacientes, que requería más de dos horas, aparecía en algún momento, entre cinco y seis, el sacerdote con su maletín de sacramentos, para administrar la extremaunción. Acudía todos los días a la habitación de morir, y no puedo recordar que ni una sola vez no administrara la extremaun-ción. Ni siquiera habían acabado de lavar a todos los pacientes y ya se había puesto el sacerdote a rezar junto a una cama y había hecho la señal de la cruz y ungido al que estaba en la cama. Una de las hermanas lo ayudaba. Después del lavado se podía comprobar siempre cierta tranquilidad. El proceso del lavado había dejado a todos bastante agotados, y allí estaban ahora echados en sus camas, espe-rando el desayuno. Eran los menos los que podían siquiera tomar el desayuno, y los otros dependían de la ayuda de las hermanas. No se debía perder mucho tiempo cuando la hermana me administraba mi desayuno. Después de haber sido alimentado los primeros días, por decirlo así artificialmente, como la mayoría de los otros y, según el lenguaje médico, haberme puesto un goteo de solución de glucosa, podían administrarme e introducirme ahora el desayuno normal de café y panecillo. Todos los pacientes sin excepción tenían puestos goteos y, como desde lejos los tubos parecían hilos, siempre tenía la impresión de que los pacientes echados en

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sus camas eran marionetas colgadas de hilos, abandonadas en aquellas camas, y a las que en su mayoría nadie movía ya y, si las movían, era sólo raras veces. Aquellos tubos, sin embargo, que a mí me parecían siempre hilos de marionetas, eran la mayoría de las veces, para quienes estaban conec-tados a esos hilos, es decir los tubos, lo único que los unía ya a la vida. Muy a menudo había pensado que si alguien llegase y cortara los hilos, es decir los tubos, quienes colgaban de ellos morirían al instante. Todo tenía mucho más que ver con el tea-tro que lo que yo estaba dispuesto a admitir, y era realmente teatro, aunque un teatro horrible y lasti-moso. Un teatro de marionetas que, por una parte, era movido por los médicos y hermanas según un sistema exactamente ideado y, por otra parte, una y otra vez, también totalmente arbitrario, según me parecía. El telón de ese teatro, de ese teatro de marionetas del otro lado del Mönchsberg, estaba, de todos modos, siempre levantado. Los que yo podía ver en la habitación de morir en ese teatro de marionetas eran, de todos modos, marionetas vie-jas, en gran parte viejísimas, pasadas de moda hacía tiempo, sin valor, efectivamente marionetas totalmente usadas de una forma desvergonzada, a las que en la habitación de morir se seguía movien-do sólo de mala gana y que, después de un corto plazo, eran tiradas a la basura y enterradas o que-madas. De forma totalmente natural, yo había teni-do que tener aquí la impresión de que eran mario-netas, no seres humanos, y pensar que todos los seres humanos, un día, tenían que convertirse en marionetas y ser tirados a la basura y enterrados o quemados, dondequiera y cuando quiera y por mu-

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cho tiempo que se hubiera desarrollado antes su existencia en el teatro de marionetas que es el mundo. Aquellas figuras colgadas de sus tubos co-mo de hilos no tenían ya nada que ver con seres humanos. Yacían allí, tanto si las habían manipula-do bien como mal en sus papeles, sin valor, ni si-quiera utilizables ya como accesorios. Entre el des-ayuno y la hora de la visita yo tenía la mayoría de las veces tiempo para hacer mis observaciones sin ser molestado. Cuando venían los hombres del ser-vicio de disección con su ataúd de chapa de cinc, había tenido que pensar siempre que ponían orden en el attrezzo. Realmente, la visita médica se había ocupado sólo de mí, los otros no interesaban, en lo que se refería a los otros no había ya discusiones, los médicos, y detrás de ellos las hermanas, habían recorrido ya toda la sala del hospital, según me pa-recía, con una falta de interés total, antes de dete-nerse finalmente ante mi cama y ante mi persona. Puede que los irritara que yo, por la razón que fue-ra, estuviese en la habitación de morir, pero no cambiaban esa situación. Y por qué habrían de hacerlo. Las circunstancias me habían llevado a aquella habitación, a aquella sala, a la habitación de morir, y no había muerto, me había salvado, y allí estaba, yo, un caso especial que tenía que atra-er su atención. Sin embargo, tuve desde el principio la impresión de que a ellos, sobre todo a los médi-cos, les irritaba que yo, como hombre joven, estu-viera sencillamente más tiempo, mucho más tiempo del acostumbrado, en aquella habitación probable-mente reservada desde siempre a los viejos y no sólo a los viejos y viejísimos sino a los moribundos. Si yo, lo que hubiera sido probable, hubiera muerto

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el primero o el segundo día, a nadie le hubiera sor-prendido, hubiera estado muy bien instalado donde debe estar instalado un moribundo, en la habitación de morir, y hubiera dado totalmente igual que fuese joven o viejo, pero ahora, también para los médi-cos, yo había pasado lo peor, y aquí estaba, en la habitación de morir, eso debía de haberles dado qué pensar. Sin embargo, no me trasladaban, me dejaban donde estaba. Sólo habían intensificado sus esfuerzos por acelerar mi proceso de curación, y me ponían día y noche goteos, que ya no sé qué finalidad tenían, y finalmente me administraban una cantidad doble o triple de medicamentos, y me acri-billaban poco a poco, con cientos de inyecciones, brazos y piernas, finalmente insensibles ya por completo. Por los médicos no se podía saber prácticamente nada, y las hermanas eran de una discreción insobornable. Hacia las diez venían a buscarme siempre para la punción. También el pa-sillo estaba, en toda su longitud, lleno de camas, una epidemia de gripe que se había declarado a principios de enero y había alcanzado a mediados de enero su punto más alto había obligado a la di-rección del hospital a atiborrar aquel pasillo y, como había sabido por mi abuelo, también todos los de-más pasillos, de camas y camillas, y realmente hab-ía sido una suerte que yo pudiera tener mi cama no en uno de esos pasillos, sino en una habitación, y que tuviera siquiera una cama. A muchos no los habían admitido en absoluto en aquel complejo de edificios, que realmente acogía a centenares, pero que, naturalmente, para la cifra de población de la ciudad, duplicada casi en los últimos años, resulta-ba hacía tiempo demasiado pequeño. Finalmente,

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habían tenido que instalar incluso barracones para el servicio de cirugía y el de ginecología. A uno de esos barracones, según había sabido por él, habían llevado a mi abuelo. El llevaba ya más de una se-mana en el hospital, y los exámenes que había te-nido que sufrir en ese tiempo no habían dado aún ningún resultado. Posiblemente, según él, todo era una falsa alarma y en plazo brevísimo podría volver a casa. No se sentía enfermo en absoluto, me hab-ía dicho. Las sospechas del médico resultarían pro-bablemente sin fundamento. Contaba sólo con unos cuantos días más de estancia en el hospital. A él mismo se le había ocurrido la idea de si el hecho de haber venido él al hospital no habría significado la reaparición de mi enfermedad, según él, hacía tiempo olvidada, esa posibilidad, según él, no podía excluirse, en cualquier caso había una relación en-tre su enfermedad y la mía, y lo triste del asunto era sólo que fuera yo, y no él, quien se había precipita-do de repente a una catástrofe por aquella desgra-ciada relación entre las dos enfermedades. No hab-ía habido seguridad, me confió en el momento en que supo que esa revelación no podría perjudicar-me ya, de si yo saldría de aquélla. Eso lo había sa-bido, que las hermanas me habían llevado ya al cuarto de baño porque habían pensado que estaba en las últimas. Pero no había dudado ni un instante, me había dicho, de mi restablecimiento. El hecho de que el sacerdote, que desde el primer instante, como a mí, le había sido antipático, me hubiera administrado la extremaunción le había resultado espantoso. Detestaba de la forma más profunda a los sacerdotes del tipo de los capellanes de hospi-tal, que no eran otra cosa que explotadores total-

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mente innobles de la Iglesia y de sus víctimas, via-jantes de comercio del catolicismo, que a una edad avanzada se establecían y hacían sus negocios sobre todo en los grandes hospitales, porque les parecía una ocupación más variada y lucrativa que en otras partes. Para mi desarrollo ulterior y, sobre todo, mi formación intelectual, me había dicho, la estancia en la habitación de morir, que era un hecho ya, tenía un valor no alcanzable de otro mo-do. El nombre de habitación de morir para la sala de hospital que, en su opinión, era arquitectónica-mente armónica y digna del, según él, espléndido edificio de Fischer von Erlach, le gustó. El me juz-gaba bien, al no mentirme en nada durante sus visi-tas, no se permitía conmigo la menor hipocresía por razones de humanidad ni tampoco, en su arte para distraerme, traspasaba nunca los límites de la men-tira. El jefe del servicio, en opinión de mi abuelo un hombre extraordinario, inteligente y cultivado no sólo superficialmente, con el que había podido con-versar muy bien sobre mí y sobre mi estado, creía que en pocas semanas, no había dicho en dos o tres semanas, así pues, en pocas semanas, mi en-fermedad remitiría. Todavía, después de cada pun-ción que me hacían, se formaba otra vez en mi caja torácica, y todavía con una velocidad que era moti-vo de inquietud, el líquido gris amarillento, que du-rante algún tiempo aún tendrían que sacarme todos los días, pero también ese proceso estaba remi-tiendo. Sin embargo, con independencia de mi im-pulso intelectual y moral, como lo llamaba mi abue-lo, yo tenía que contar con una debilidad física con-siderablemente mayor aún que ahora, desde el punto de vista físico, las cosas irían peor durante

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algún tiempo. Por una parte, yo había superado lo peor, lo que había que atribuir en medida no pe-queña a mi actitud interior, vigorosa y positiva, hacia toda aquella catástrofe mía, ocurrida ya sin remedio, y la verdad era que podía verse en mí que las cosas iban mejor, por otra parte, mi debilidad física no había llegado aún a su punto más bajo. Pero el alma y la inteligencia dominan el cuerpo, según mi abuelo. El cuerpo más debilitado puede ser salvado por una inteligencia fuerte o por un al-ma fuerte o por las dos juntas, según él. Sólo en-tonces había confesado yo la insensatez de haber hecho caso omiso de la enfermedad ya declarada en el otoño, contrariando su evolución y contrarian-do su naturaleza. Pero hacer caso omiso de una enfermedad, no querer enterarse de ella, aunque reclame sus derechos, significa actuar en contra de la naturaleza, y tiene que fracasar. Yo había dado a entender a mi abuelo lo que para mí había signifi-cado estar echado en su cuarto y contemplar los objetos de su cuarto. Me llevaría a casa, me había dicho él, y me leería aquellos libros de su cuarto que a mí me gustaban. Así lo habíamos convenido. Iría a pasear conmigo con más frecuencia y más intensidad que hasta entonces al Mönchsberg, al Kapuzinerberg, que a mí me encantaba, hasta Hell-brunn, a las orillas del Salzach. Estaba pensando en aumentar su contribución a mis lecciones de música con los Keldorfer. El mismo había hablado de que la música sería mi salvación. Quería com-prarme las partituras de algunas sinfonías de Schu-bert. También una bonita edición del Haragán de Eichendorff, que yo deseaba. Pero antes que nada había que salir de aquel infierno, me había dicho él.

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Aquel entorno hundía en el horror a un hombre sa-no, por no hablar de uno enfermo. El compartía su habitación del barracón en el primer servicio de ci-rugía con un funcionario municipal, dos años más joven, que había sufrido una operación, con éxito, según creía, pero no calificada más exactamente, funcionario que a él no lo molestaba en lo más mínimo. Como era natural, la noticia de que tam-bién yo estaba ahora en el hospital lo había asusta-do, y los primeros días, en que yo, según su expre-sión, casi había traspasado las fronteras de la vida, habían sido los peores de su vida, sin embargo, ya lo había dicho, ni por un instante había pensado que yo moriría. Desde el principio, él había tenido la posibilidad, cuando quería, de levantarse de la ca-ma y salir de su habitación para tomar el aire. Poco a poco había conocido todas las instalaciones del hospital, había entrado sucesivamente en todos los servicios y había visitado también la iglesia del hospital, por delante de la cual había pasado tantas veces en sus paseos en los últimos años. Cuando yo estuviera en condiciones, me enseñaría los cua-dros de Rottmayr que había en la iglesia y que le habían impresionado. Una de las primeras tardes de su estancia en el hospital había escuchado a un, como decía él, extraordinario organista, y mientras oía esa música de órgano había estado pensando en mi futuro. Aquella estancia en el hospital le hab-ía parecido súbitamente una necesidad inevitable, de ningún modo en sentido médico, sino en sentido existencial, aquí en el hospital, en aquel círculo de sufrimiento que, según él, provocaba pensamientos importantes para la vida y decisivos para la existen-cia, había llegado a una reflexión fundamental so-

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bre su situación y también sobre la mía. De cuando en cuando esas enfermedades, reales o no, según su expresión, eran necesarias para poder tener las ideas que el ser humano, sin una de esas enferme-dades temporales, no tenía. Si de la forma más na-tural y, por consiguiente, por naturaleza, no nos veíamos obligados sencillamente a ir a esos círcu-los de pensamiento, como eran, sin duda alguna, esos hospitales y los establecimientos médicos en general, teníamos que visitar de forma artificial esos hospitales y establecimientos médicos, aunque tu-viéramos que encontrar primero en nosotros o in-ventar o provocar incluso artificialmente esas en-fermedades que nos obligaran a ir a los hospitales y, en general, a los establecimientos médicos, según él, porque de otro modo no estábamos en condiciones de llegar al pensamiento importante para la vida y decisivo para la existencia. No tenían que ser necesariamente los hospitales los que nos permitiesen ese pensamiento, podían ser también las cárceles, me había dicho, quizá también los monasterios. Pero las cárceles y los monasterios, según había continuado, no eran otra cosa que hospitales y establecimientos médicos.- Al estar él en el hospital, me había dicho, estaba sin duda al-guna en un círculo de pensamiento que, de pronto, le había parecido necesario para la vida. En ningún otro momento una estancia así había sido para él de una eficacia semejante. Ahora, como yo había pasado lo peor, tenía también la posibilidad, me había dicho, de considerar mi estancia en el hospi-tal como estancia en un círculo de pensamiento y de aprovechar en consecuencia esa estancia. Pero no tenía ninguna duda, me había dicho, de que yo

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mismo había tenido ese pensamiento hacía tiempo y había comenzado ya a aprovechar esa posibili-dad. El enfermo es un clarividente, para nadie es más clara la imagen del mundo. Cuando él hubiera abandonado el infierno, así había calificado a partir de entonces al hospital, las dificultades que en los últimos tiempos le habían hecho imposible trabajar, me había dicho, quedarían eliminadas. El artista, especialmente el escritor, le había oído decir, tenía claramente obligación de ir de cuando en cuando a un hospital, igual daba que ese hospital fuera efec-tivamente un hospital o una cárcel o un monasterio. Era un requisito indispensable. El artista, especial-mente el escritor, que no iba de cuando en cuando a un hospital, es decir, que no iba a uno de esos círculos decisivos para la vida y necesarios para la existencia, se perdía con el tiempo en la insignifi-cancia, porque se extraviaba en la superficialidad. Aquel hospital, según mi abuelo, podía ser un hos-pital creado artificialmente, y la enfermedad o las enfermedades que permitían esa estancia en el hospital podían ser muy bien enfermedades artifi-ciales, pero tenían que existir o tenían que ser pro-vocadas y tenían que ser siempre provocadas, a todo trance, con ciertos intervalos. El artista o el escritor que esquivaba esa realidad, por la razón que fuera, estaba condenado de antemano a la in-significancia absoluta. Cuando nos ponemos en-fermos de manera natural y tenemos que ir a uno de esos hospitales, podemos decir que hemos teni-do suerte, según mi abuelo. Sin embargo, seguía, no sabemos si hemos entrado realmente en el hos-pital de una manera natural o no. Puede ser que sólo creamos haber entrado de manera natural,

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incluso de la más natural, cuando, sin embargo, sólo hemos entrado de manera artificial, posible-mente de la más artificial. Pero eso es indiferente. En cualquier caso tenemos entonces, así seguía mi abuelo, un título justificativo para el círculo de pen-sar. Y en ese círculo de pensar nos es posible co-brar la conciencia que fuera de ese círculo de pen-sar nos resulta imposible. En ese círculo de pensar alcanzamos lo que fuera jamás podríamos alcan-zar: la conciencia de nosotros mismos y la concien-cia de todo lo que existe. Podía ser, según mi abue-lo, que él hubiera inventado su enfermedad para entrar en el círculo de pensar de la conciencia, según lo calificaba. Posiblemente yo había inventa-do también mi enfermedad con ese mismo fin. Sin embargo, carecía de importancia que se tratase de una enfermedad inventada o de una real, si produc-ía el mismo efecto. En definitiva, me había dicho, toda enfermedad inventada era una enfermedad real. Nunca sabemos si tenemos una enfermedad inventada o una real. Por todas las razones imagi-nables podemos tener una enfermedad o inventarla y tenerla luego también, porque siempre inventa-mos una enfermedad real, que tendremos realmen-te. Era perfectamente posible que no hubiera más que enfermedades inventadas, según mi abuelo, que parecían enfermedades reales porque produc-ían el efecto de enfermedades reales. La cuestión era saber si había siquiera enfermedades reales, si no eran enfermedades inventadas todas las enfer-medades, porque la enfermedad en sí era una in-vención. Podíamos decir también sin temor que los dos habíamos inventado nuestras enfermedades para nuestros fines, que posible y probablemente

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perseguían el mismo fin. Y era indiferente, me hab-ía dicho, si él había inventado primero la suya y sólo entonces yo la mía o a la inversa. Estábamos ahora, al estar en el hospital, no quizá sino con toda seguridad, en el círculo de pensamiento que nos salvaría la vida a los dos, según él. Era evidente que lo que había dicho ahora lo calificaba otra vez sólo de especulación. Yo había podido seguir aque-lla especulación sin dificultad. Mi proceso de cura-ción estaba avanzado. Ahora tenía yo la prueba. La visita médica me había parecido siempre la repre-sentación de una inspección de muertos. Se des-arrollaba todos los días hacia las diez y media o las once, en mayor o menor silencio; los médicos, co-mo para ellos se trataba ya de muertos por delante de los cuales, evidentemente, podían pasar con indiferencia, no usaban ya en absoluto de su arte con aquellos pacientes; todo en aquellos médicos no era aquí más que la pasividad acostumbrada y, en fin de cuentas, convertida ya en fría rutina dentro de unas batas abotonadas, ante la muerte que lo dominaba todo, y me habían dado la impresión de no tener ya nada que ver con aquellos seres huma-nos perdidos en sus camas de hierro, que para los médicos, desde luego, estaban ya muertos, pero para mí seguían existiendo y de la forma más digna de compasión y en las condiciones más atroces y degradantes; en la llamada habitación de morir los médicos tenían que cumplir un trámite molesto. Aquellos ancianos de la habitación de morir no deb-ían, eso tenía que pensar cuando observaba a los médicos durante la visita, volver a la vida en ningún caso, habían sido ya dados de baja y borrados de la sociedad humana y, como si los médicos tuvieran

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la obligación de evitarlo a toda costa, con cada uno de sus actos les quitaban la vida a aquellos seres lastimosos de la habitación de morir, a merced sólo de ellos, los médicos, con toda su inactividad y su frialdad afectiva e intelectual. Los medicamentos que, aquí, en la habitación de morir, prescribían los médicos no eran medios de curación, en el fondo nada más que medios de defunción, que acelera-ban en todos los casos la muerte de aquellos pa-cientes, lo mismo que las botellas de goteo coloca-das sobre las cabezas de aquellos pacientes no eran otra cosa que recipientes de cristal acelerado-res de la muerte, que documentaban una voluntad de curación y, como ya se ha dicho, debían repre-sentarla realmente de una forma teatral, pero que en verdad no era otra cosa que jalones de cristal de un próximo fin de la vida. Una solución de circuns-tancias, justificada probablemente por el compor-tamiento de la sociedad, había sido siempre aquella visita médica, que diariamente había llevado a los médicos, todos los viernes con el jefe del servicio también a la cabeza, a la habitación de morir. Es posible que, en esas ocasiones, las hermanas no tuvieran otra cosa en la mente que el problema del sitio, y parecía como si esperasen sólo a que las camas se vaciasen. Tenían los rostros tan endure-cidos como las manos, y en ellos no podía descu-brirse ya ningún sentimiento, ni el más mínimo. Lle-vaban ya decenios haciendo su trabajo y no eran más que máquinas de atender a los enfermos, de funcionamiento exacto, con hábitos de hermana de la caridad. Se podía ver en ellas que su situación las había amargado y hecho así más inaccesibles aún para lo que se llama el alma. No podían tener

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ya absolutamente ninguna relación con las almas, porque lo que tenían que considerar ininterrumpi-damente como su tarea más importante, la salva-ción de las almas, en colaboración con la Iglesia, y aquí en el hospital en colaboración con el capellán del hospital, lo realizaban realmente sólo como una ocupación aturdida. En aquellas hermanas todo era mecánico nada más, como trabaja una máquina que, en su actividad, tiene que atenerse al meca-nismo que tiene incorporado y a nada más. La visita médica me había mostrado cada vez la impotencia de aquella medicina que se acercaba vestida de blanco. Su aparición sólo había dejado siempre una frialdad de hielo y, con esa frialdad de hielo, la duda sobre su arte y su derecho. Única y exclusivamente ante mi cama se habían sentido desconcertados, porque una y otra vez, inesperada y súbitamente, tenían que vérselas aquí, en la habitación de morir, con un vivo y no con un muerto. Aquí, aunque sólo entre ellos, se mostraban locuaces y dispuestos a la discusión, aunque para mí siguieran siendo siempre incomprensibles. Jamás era posible esta-blecer un contacto auténtico con ellos. Todo intento en ese sentido fue inmediatamente cortado por ellos, rechazando y poniendo groseramente en su lugar a mi persona. Según parecía, no querían abrirse al mundo exterior, a ningún precio, ni siquie-ra al de una conversación muy simple, muy corta, al precio de una jovialidad siquiera insinuada. Siempre fueron únicamente el muro blanco que, de repente y con la misma brutalidad, se alzaba todos los días ante mi cama, y en el que no podía descubrirse ningún rasgo humano. A aquel adolescente los médicos le parecían siempre embajadores del es-

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panto, a los que sus enfermedades lo habían entre-gado despiadadamente. Con los médicos sólo hab-ía podido tener siempre una relación de terror. Jamás, en ningún instante, habían despertado su confianza. Todos los seres que ha conocido y que-rido han sido sin remedio seres enfermos que, en un momento determinado, han sido dejados en la estacada por los médicos en el momento decisivo de su enfermedad y, como más tarde ha tenido que decirse, casi siempre por negligencia crasa e irres-ponsable. Una y otra vez se encontró con la falta de humanidad de los médicos, y se sintió ofendido por su altanería exagerada y su necesidad de notorie-dad, francamente perversa. Tal vez, en su infancia y juventud, tropezó sólo con esos médicos repulsi-vos y, en fin de cuentas, mortalmente peligrosos, porque la realidad es que no todos los médicos son repulsivos ni mortalmente peligrosos, como la expe-riencia ulterior le ha demostrado. El que, como siempre le ha parecido, en contra de todos esos médicos que practican con ligereza la medicina y, por consiguiente, su llamada sagrada profesión, hubiera sanado en definitiva una y otra vez, se lo debía, en fin de cuentas, a su naturaleza, resistente en alto grado una y otra vez. Acaso fueron preci-samente las muchas enfermedades que en el curso de su infancia y juventud había tenido las que pa-recían garantizarle, una y otra vez, la supervivencia. En cualquier caso fue su propia fuerza de voluntad, en mucha mayor medida que el arte de los médi-cos, la que le hizo soportar esas enfermedades y salir de esas enfermedades, en fin de cuentas bas-tante incólume. Entre cientos de los llamados médi-cos, rara vez se encuentra un verdadero médico;

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desde ese punto de vista, los enfermos son, en to-do caso, una sociedad condenada siempre a la en-fermedad permanente y a la muerte. Los médicos son megalómanos o impotentes, y en todo caso perjudican a los enfermos si éstos no toman por sí mismos la iniciativa. Las excepciones confirman la regla. Era verdad que mi abuelo había hablado con el jefe de mi servicio, y que había podido incluso, como me había dicho, tener con él una conversa-ción satisfactoria, pero conmigo el jefe del servicio no había podido hablar en absoluto, ni conversar conmigo siquiera una sola vez, aunque no habían faltado intentos por mi parte, desde el instante en que fui capaz de esa conversación que deseaba. Había tenido ininterrumpidamente deseos de hablar con mis médicos, pero, sin excepción, jamás hab-ían hablado conmigo, no habían mantenido conmi-go la más mínima conversación. Mi naturaleza se-guía exigiendo explicaciones, mejor aún, aclaracio-nes y, sobre todo en lo que se refiere a mis médi-cos, hubiera agradecido sus explicaciones y aclara-ciones. Sin embargo, no se podía hablar con los médicos. Ya de antemano, no se habían dejado arrastrar a la incomodidad de una conversación conmigo. Siempre había tenido la sensación de que tenían miedo de las explicaciones y aclaraciones. Y es efectivamente un hecho que los enfermos, que están en los hospitales a merced de los médicos, jamás llegan a tener contacto con los médicos, por no hablar de explicaciones y aclaraciones. Los médicos se parapetan, levantan la muralla, si no natural, sí artificial de la incertidumbre entre los pa-cientes y ellos. Los médicos están ininterrumpida-mente atrincherados detrás de esa incertidumbre

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que levantan como muralla. Incluso operan con in-certidumbre. Probablemente tienen conciencia de su propia incapacidad y, por consiguiente, impoten-cia, y saben que es el paciente quien tiene que to-mar la iniciativa si quiere contener su estado mor-boso o volver a salir de su estado morboso. Son minoría los médicos que reconocen que no saben casi nada y que, igualmente, no pueden hacer casi nada. Los médicos que pasaban visita aquí, en la habitación de morir, jamás habían aclarado nada a sus pacientes y habían dejado a todos esos pacien-tes en la estacada. En sentido médico y en sentido moral. Su medicina era, como es natural, impoten-te, su moral les hubiera supuesto una contribución demasiado grande. Anoto aquí lo que pasaba por la cabeza del adolescente que yo era entonces, nada más. Es posible que más tarde las cosas aparecie-ran bajo otro aspecto; entonces no. Entonces yo tenía esos sentimientos, no los de hoy, entonces tenía esos pensamientos, no los de hoy, entonces tenía esa existencia, no la de hoy. Después de la visita, un proceso que sólo había requerido unos minutos, los pacientes, que durante la visita habían hecho al menos el intento de incorporarse en la cama, lo que sólo habían conseguido de la forma más torpe, se habían hundido otra vez en sus ca-mas, y yo también. Me preguntaba cada vez, ¿qué he vuelto a vivir ahora, qué he vuelto a ver? Y la respuesta era siempre la misma: la torpeza y la es-tupidez de los médicos, que tienen una concepción de la medicina totalmente degradada, como nego-cio, y que en ningún instante se avergüenzan de ese hecho estremecedor. Al final de la visita, cuan-do habían llegado otra vez a la puerta, todos, tam-

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bién las hermanas, se volvían siempre una vez más y miraban a la cama que había frente a la puerta. En aquella cama estaba un posadero de Hofgas-tein, con todos los miembros, pero sobre todo las manos y los pies, deformados por un reumatismo crónico, que al parecer llevaba ya más de un año en aquella cama y cuya muerte se esperaba de hora en hora desde hacía un año. Cada vez que el cuerpo médico y las hermanas habían llegado a la puerta al final de la visita, aquel posadero, muy in-corporado en su cama sobre tres o cuatro almo-hadones, se daba unos golpecitos en la frente con el dedo índice de la mano derecha, con lo que el cuerpo médico y las hermanas soltaban regular-mente una gran carcajada, que durante muchos días me resultó incomprensible, porque aún no co-nocía la causa. Cada vez, al final de su visita, ten-ían que reír la broma cruel del posadero. Cuando habían acabado de lanzar su carcajada, la visita había terminado. El posadero de Hofgastein, un esqueleto totalmente descarnado y, por ello, estira-do de una forma grotesca, al que la amarilla piel sólo se adhería de forma insuficiente y, por ello, de forma otra vez grotesca, no estaba en el hospital por esa deformación reumática, sino por una nefritis crónica. Desde hacía más de un año había sido preciso conectar al posadero, dos veces por sema-na, a lo que se llama un riñón artificial, siempre en los días en que me hacían la punción. Tenía, creo, un corazón tenaz, y mientras no se extinguía su humor tampoco se extinguía él, no se moría, pro-bablemente llevaba viviendo más tiempo del que les parecía bien a los médicos y las hermanas. Si no podían librarse de él y de las molestias que les

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causaba a diario por medio de su muerte, tenían que divertirse al menos con su broma, siempre re-petida, del índice de la mano derecha, que ninguno de los días en que yo había estado en la habitación de morir había dejado de surtir su efecto. De ese posadero de Hofgastein se hablará todavía más adelante. La visita médica, el punto culminante de cada día, era al mismo tiempo siempre la mayor decepción. Poco después llegaba el almuerzo. Las hermanas sólo tenían que repartir tres o cuatro ra-ciones, porque sólo tres o cuatro pacientes estaban en condiciones de comerse el almuerzo, a los res-tantes se los despachaba con té caliente o con zu-mo de frutas caliente. Un hombre, que en los prime-ros días después de mi estado de inconsciencia me había parecido gordo y pesado, a quien no había oído jamás decir una palabra y que, entretanto, co-mo todos los demás, se había quedado en los hue-sos, había recibido siempre únicamente un gran cuenco lleno de manzanas para comer, y todavía recuerdo muy bien cómo aquel hombre, casi sin moverse, se comía cada vez poco a poco todas las manzanas del cuenco de fruta, para poder orinar. En su tablilla negra de datos personales había po-dido leer yo pronto, después de recobrar el conoci-miento, la palabra GENERAL, que estaba escrita bajo su nombre, como me acuerdo, húngaro, con mayúsculas. Durante mucho tiempo había dirigido mi atención sólo a esa palabra GENERAL, y me había preguntado si lo que todo el tiempo había leído desde mi cama en la tablilla como GENERAL era realmente la palabra GENERAL. No me había equivocado al leer; aquel hombre había sido efecti-vamente un general húngaro, un refugiado como

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cientos de miles y millones, que al final de la gue-rra, venido quién sabe de dónde, había ido a parar a Salzburgo. Había sido inimaginable para mí estar en la misma habitación que un verdadero general que, contemplado más de cerca, tenía todavía exactamente el aspecto de un general. El general no había recibido visitas ni una sola vez, lo que hacía suponer que no tenía absolutamente a nadie. Una tarde en que una súbita nevisca oscureció casi por completo la habitación de morir, murió de re-pente. El capellán del hospital le había dado, ya muerto, la extremaunción. Los hombres del servicio de disección habían levantado de la cama un cuer-po muy descarnado y lo habían colocado en el ataúd de cinc, no sin que sus huesos golpearan dentro tan fuertemente, que se despertaron incluso l05 pacientes que hasta entonces dormían. Apenas podía creerse que el muerto fuera el mismo hombre que sólo dos o tres semanas antes había estado tan gordo. Los hombres del servicio de disección actuaron con el cadáver del general exactamente lo mismo que con todos los demás, que habían sido obreros y campesinos, funcionarios y, como queda dicho, uno posadero, y que sin duda habían sido todos lo que se llama gentes sencillas. Sin duda debía de haber inducido a todos a la reflexión, en la medida en que se hubieran dado cuenta siquiera de su muerte, de qué forma, entre ellos, había muerto un verdadero general, lo mismo que ese hecho me había inducido a reflexionar a mí. Lo más sorpren-dente en aquel hombre que, quién sabe en qué cir-cunstancias, había llegado a general, había sido su silencio, no su mutismo, sino su absoluto silencio, nadie le había oído jamás decir nada, y tampoco le

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había hablado nunca nadie, y cuando las hermanas o los médicos le habían dicho algo, no había res-pondido. Posiblemente tampoco había comprendido ya. Apenas hubo muerto y fue evacuado, borraron también la palabra GENERAL de la tablilla, y unas horas después de haberse alejado del mundo en aquella cama que yo había observado tan a menu-do y tan intensamente, tenía un sucesor. A la pala-bra GENERAL había sucedido la palabra AGRI-CULTOR que, desde hacía algún tiempo, sustituía en el uso lingüístico de este país a la palabra cam-pesino. Junto a aquella cama había estado echado una sola noche un, así llamado, feriante de Mattig-hofen. Aquel hombre, lo que en mi época jamás había ocurrido salvo en aquel único caso, había entrado por su pie en la habitación de morir, y la hermana de noche, que acababa de comenzar su servicio, le había asignado la cama. El llevaba su hato de ropa bajo el brazo y había dado la impre-sión de cualquier cosa menos de enfermo. Por lo visto, acababa de pasar por la llamada recepción y había pasado su primer reconocimiento en el hospi-tal. El posadero de Hofgastein, dos camas más allá, se había interesado en seguida por él, y le había dado a él, el novato, instrucciones sobre su com-portamiento necesario y esperado aquí, y los dos se habían entendido en seguida, eran de la misma cuerda y hablaban de la misma manera. El feriante había llegado tan tarde al hospital y a la habitación de morir, que ni siquiera le dieron la cena, lo que le hubiera apetecido. Apenas estuvo en la cama, la enfermera de noche había apagado la luz, y proba-blemente el recién llegado se había sentido también súbitamente agotado, porque a partir de ese mo-

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mento no había oído nada más de él, cuando aca-baba de decir que no sabía por qué estaba de re-pente ahí. De madrugada, él no había podido aguantar más en la cama y, antes aún de que se lo dijeran, se había levantado y, según me pareció, había salido al pasillo sin motivo alguno. Aquellos instantes de ausencia del feriante de Mattighofen los había aprovechado el posadero de Hofgastein para informarse sobre la enfermedad del feriante. El posadero cogió el gráfico de temperaturas que hab-ía sobre la mesilla de noche, junto a su cama, e hizo como si lo estudiara. Con un profundo suspiro, en el que había espanto y una infamia elevada al rango de alegría por el mal ajeno, el posadero vol-vió a dejar en la mesilla de noche el gráfico de tem-peraturas, en el que estaba indicada la enfermedad del feriante en fórmulas convencionales. Cuando el feriante, probablemente por decisión de la hermana de día, que se había hecho ya cargo del servicio, volvió a entrar en la habitación de morir, el posade-ro de Hofgastein, como si ahora lo supiera todo so-bre el feriante, lo había recibido con un silencio a la vez malicioso y lleno de alegría por el mal ajeno y le había preguntado luego, hipócritamente, si había pasado buena noche. En realidad, precisamente aquella noche había sido una de las pocas tranqui-las, sin incidentes dignos de mención, y el feriante dijo que buena. Luego le contó al posadero un sue-ño que él, el feriante, había tenido por la noche y del que no entendía nada. Ahora se iba a lavar, dijo el feriante, despojándose del camisón y dirigiéndo-se al lavabo. Durante algún tiempo observé la mi-nuciosidad con que el feriante se lavaba, y luego, por lo visto, el proceso no me interesó ya, y dejé de

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mirar. De pronto oí un ruido espantoso y al instante miré hacia el lavabo. El feriante se había desplo-mado muerto sobre el lavabo, golpeando con la cabeza contra el borde. Como me había vuelto al instante hacia el lavabo, pude ver todavía lo si-guiente-: el cuerpo del feriante arrastró a la cabeza del feriante fuera del lavabo, haciendo que golpeara fuertemente contra el suelo. El feriante, mientras se lavaba, había sufrido un ataque. El posadero tuvo entonces su triunfo. Contó que había previsto ya la muerte del feriante, después de haber echado una ojeada al gráfico de temperaturas del feriante. El posadero de Hofgastein, con la cabeza muy levan-tada y con los brazos totalmente extendidos sobre su sábana y los dedos tan abiertos como pudo, ob-servó el rescate y evacuación del feriante de Mat-tighofen. A mí me horrorizó la escena y la sigo viendo todavía. Era la primera vez que veía a una persona, que acababa de estar hablando y, por añadidura, de la forma más despreocupada, de pronto muerta ante mí. Fue el único que conocí en la habitación de morir que no hubiera previsto en absoluto la muerte inminente que lo aguardaba. El posadero de Hofgastein debió de envidiarle a él, el feriante de Mattighofen, aquella escena de muerte representada de forma tan expresiva y tan súbita-mente brusca. Todo el que había visto al feriante de Mattighofen delante de nosotros, inmediatamente después de su muerte, había tenido que envidiarle esa muerte. Los despiertos habían envidiado sin duda al feriante su muerte, los otros no se habían dado cuenta de ella en absoluto. A las hermanas y los médicos se les había escapado el feriante, an-tes aún de penetrar en su máquina de sufrimientos

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y tormentos. No había valido la pena que le prepa-raran una cama y le hicieran un gráfico de tempera-turas, quizá pensaran las hermanas. Nada envidian más los que van a morir con seguridad que una muerte sin morir tan afortunada. Era propio de la naturaleza del feriante de Mattighofen que hubiera muerto de aquella forma, había pensado yo cuando vinieron a buscarlo. Aquel hombre no hubiera podi-do tener ninguna otra muerte. Yo mismo me había descubierto envidiándole su muerte al feriante, por-que no podía estar seguro de escaparme un día al pasado, de acabar, en un instante, de aquella forma repentina y totalmente sin dolor. Al fin y al cabo, son los menos a quienes se concede una muerte sin morir. Morimos a partir del instante en que na-cemos, pero sólo decimos que morimos cuando hemos llegado al final de ese proceso, y a veces ese final se prolonga aún un tiempo horriblemente largo. Calificamos de morir la fase final del proceso de ir muriendo durante toda nuestra vida. Al fin y al cabo, nos negamos a saldar nuestra cuenta cuando queremos esquivar el morir. Cuando contemplamos la cuenta que un día nos presentan, pensamos en el suicidio y al mismo tiempo buscamos refugio en pensamientos totalmente innobles y bajos. Olvida-mos que lo que a nosotros se refiere es un juego de azar, y terminamos por ello amargados. Sólo nos queda abierta al final la falta de esperanza. El resul-tado es la habitación de morir, en la que se muere, definitivamente. Todo ha sido sólo un engaño. Toda nuestra vida, si lo pensamos bien, no ha sido más que un calendario de festejos usado y, finalmente, de hojas totalmente arrancadas. De eso, por su-puesto, no sabía nada el feriante de Mattighofen,

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pero posiblemente sí el posadero de Hofgastein. El pensamiento es absurdo. Yo había visto morir a un ex repartidor de giros postales de la Alta Austria del siguiente modo: totalmente encogido durante varios días en una de las dos camas de barrotes que yo tenía delante, reservadas para los llamados recalci-trantes, y concretamente en la de junto a la venta-na, aquel hombrecito, con su copete de pelos blan-cos, no había dicho jamás nada, y no sé si no podía (o no podía ya) hablar o si no quería. Después de que lo dejaran en la cama, había vuelto el cuerpo hacia el lado izquierdo, hacia mí, y se había queda-do en esa posición. Yo observaba, cuando lo mira-ba, una cabecita de muchacho, en la que no se movía más que la boca; el repartidor de giros posta-les tampoco reaccionaba ya, y cuando lo lavaban soportaba con paciencia todo el proceso, realizado en su caso sólo superficialmente, en el tiempo más breve. Tampoco, como recuerdo, había tomado ya ningún alimento. Cuando había tenido visita, se había pedido a esa visita que se expresara de la forma más breve posible, y los visitantes le habían hablado persuasivamente, pero no habían recibido ya ninguna respuesta. Para mí no había ninguna duda de que aquel hombre tenía que morir en cual-quier instante, a veces me parecía como si estuvie-ra ya muerto y que, por consiguiente, su último suspiro me había pasado inadvertido, pero luego, mirando su boca, por la que respiraba, había tenido la certeza de que aún vivía. A las camas de barro-tes sólo iban hombres de los que se esperaba que sólo vivirían el tiempo más breve; en su caso se contaba sólo con horas, todo lo más con días. El repartidor de giros postales, su profesión la había

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divulgado el siempre excelentemente informado posadero deforme de Hofgastein, era también tan pequeño como un muchacho, todo en él, a pesar de su edad avanzada, era de muchacho, el tupido co-pete de su cabeza era todavía, sin duda, el mismo copete que había tenido a los diecisiete o dieciocho años, sólo que, quizá súbitamente, de la noche a la mañana, probablemente a mitad de su vida, se le había vuelto blanco. Creo que el repartidor de giros postales tenía mucho más de ochenta años, y sin embargo todo en él era de muchacho. Cuando lo observaba, tenía la impresión de que no quería es-tar ya en el mundo ni verlo más, porque no abría ya los ojos, y la posición de su cuerpo, el encogimiento extremo e ininterrumpidamente tenso de su cuerpo indicaba también que intentaba ininterrumpidamen-te encogerse por completo al final de su vida y, de esa forma, no tener que volver ya al mundo. Si hubiera habido sitio en el cuarto de baño, las her-manas lo hubieran sacado hacía tiempo de la lla-mada habitación de morir y lo hubieran metido en el cuarto de baño, pero probablemente el cuarto de baño estaba ocupado y, por ello, el repartidor de giros postales se quedó en la habitación mortuoria. La visita médica se había limitado siempre a echar una ojeada a aquel cuerpo que había dentro de la cama de barrotes; los médicos, en el fondo, no ten-ían ya nada que hacer con él (como con la mayoría de los otros que había en aquella habitación), y ca-da vez que entraban en la habitación de morir los irritaba, según comprobé yo, que el repartidor de giros postales estuviera todavía allí. Entrando por la ventana, la luz del día caía exactamente sobre su copete y sobre su rostro. Cuando observaba aque-

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lla cabeza y el rostro de aquella cabeza, recordaba la respiración de un pez. Durante años aquel ser humano había correteado un día tras otro por la superficie de la tierra, sin descanso, probablemen-te, según pensaba yo cuando lo contemplaba, de buen humor. Yo había tenido la sensación de que el repartidor de giros postales había sido lo que se llama una persona feliz. Había tenido una vida nor-mal, feliz; eso había podido deducirlo también de sus visitantes, que poco a poco habían aparecido a su lado, según creo, su mujer, sus hijos, sus parien-tes, todos gentes de la región de la Alta Austria. De pronto, después de haberse prolongado durante días la situación indicada en relación con el reparti-dor de giros postales, me desperté en medio de la noche. El repartidor de giros postales, que hasta entonces había guardado siempre silencio, se hab-ía puesto a dar gritos de repente y había salido súbitamente de su encogimiento y, de golpe y como un animal salvaje, había saltado por encima de los barrotes y, debatiéndose como un animal salvaje, se había precipitado hacia la puerta. Allí, como hab-ía podido comprobar yo, no con mis ojos, porque la verdad era que no podía ver la puerta, sino por el ruido que todo el asunto había causado, se había derrumbado muerto en brazos de la hermana de noche. Al repartidor de giros postales muerto no lo pusieron ya en la cama de barrotes, sino que lo evacuaron inmediatamente. A veces, los moribun-dos, en sus últimos instantes, reúnen todas sus fuerzas para provocar por la fuerza una muerte que, al hacerse esperar, los ha atormentado durante demasiado tiempo. El repartidor de giros postales es un ejemplo de ello. Los médicos y, en general,

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los llamados estudiosos de la medicina, entre los que, al fin y al cabo, no se debe incluir sólo a los médicos, quizá muevan dubitativos la cabeza ante todo lo que aquí queda anotado, pero aquí no se tienen en cuenta para nada esos movimientos de cabeza dubitativos, vengan de quien vengan y aun-que quien sea se considere como el más compe-tente. Estas notas, con todo, tienen que redactarse en cualquier caso, como es natural, teniendo en cuenta que serán recibidas con hostilidad y/o per-seguidas, o sencillamente tenidas por las de un lo-co. Al autor no tiene que irritarlo ese hecho ni esa perspectiva, por absurda que sea, y está acostum-brado sobre todo a que lo que dice y lo que escribe y todo lo que ha dejado por escrito en el curso de su vida y de su pensamiento y de sus sentimientos, porque, por la razón que sea, se ha sentido obliga-do a ello, sea recibido con hostilidad y perseguido y tachado de demencial. Las opiniones, cualesquiera que sean, no le interesan cuando se trata de hechos. No está nunca dispuesto, jamás, a actuar de otra forma, a pensar y sentir de otra forma que por sí mismo, aunque como es natural tenga tam-bién conciencia, en todo instante, de que todo, sea lo que sea, sólo puede ser aproximación y sólo ten-tativa. Se le pueden demostrar y, por consiguiente, también en este escrito, como en todo y en todos sus escritos, deficiencias, incluso errores, pero nunca sin embargo una falsedad o siquiera una fal-sificación, porque no tiene ningún tipo de razones para permitirse ni siquiera una de esas falsedades o falsificaciones. Confiando en su memoria y en su entendimiento, apoyado en los dos, una base, co-mo creo, digna de confianza, se realiza este intento,

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se realiza también esta aproximación a un objeto que, realmente, es del más alto grado de dificultad. Pero no encuentra razón alguna para renunciar a ese intento, sólo porque sea deficiente y erróneo. Precisamente esas deficiencias y esos errores son tan propios de este escrito, en calidad de intento y aproximación, como lo que en él queda anotado. La perfección no es posible en nada, por no hablar de lo escrito, y mucho menos en notas como éstas, que se componen de miles y miles de jirones de posibilidades de recuerdo. Aquí se comunican fragmentos, con los que, si el lector está dispuesto, se puede formar sin dificultad un todo. Nada más. Fragmentos de mi infancia y juventud, y nada más. Mi pensamiento principal era si, alguna vez, podría reanudar mis lecciones de canto con mi profesora de la Pfeifergasse, porque sin el canto, eso creía, no tenía ya ningún futuro. Dos veces por semana había tenido que pensar, ahora estaría en la lección de canto o ahora me estaría dando clase el profe-sor Werner. No había tenido valor para preguntarle a un médico si mi enfermedad, en general, había acabado hacía tiempo con mi porvenir como can-tante, mi abuelo había tenido el convencimiento de que la enfermedad produciría sólo una interrupción pasajera, aunque fuera de meses; pero yo dudaba de ello cuando pensaba en qué estado real me en-contraba, sobre todo cuanto sentía muy bien hasta qué punto estaba afectado mi instrumento principal, mi caja torácica, tenía una caja torácica casi total-mente aniquilada y apenas capaz de los movimien-tos necesarios para la respiración, que lo mismo ahora que antes me causaba las mayores dificulta-des sólo al darme la vuelta en la cama, el líquido

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gris amarillento había seguido formándose todavía de forma inquietante, después de cada punción, con una rapidez inverosímil, entre el diafragma y el pulmón, incluso después de dos semanas de es-tancia en el hospital y por consiguiente, como había dicho mi abuelo, de tratamiento especial, y a veces tenía la impresión de que no se había producido aún absolutamente ninguna mejoría en mi estado físico; con independencia de la medida en que mi espíritu y mi alma estuvieran ya en desarrollo as-cendente, mi cuerpo se había quedado atrás con respecto a ellas, y había intentado sin pausa tirar hacia atrás y hacia abajo de espíritu y alma, yo hab-ía tenido ininterrumpidamente la impresión de que me defendía contra ello con todos los medios de que disponía. La frase de mi abuelo de que es el espíritu el que determina al cuerpo y no a la inver-sa, tenía que repetírmela yo una y otra vez, a veces pronunciaba esa frase a media voz en la cama, me la repetía mecánicamente durante horas, para ani-marme con esa frase. Pero al mirar el tarro de pe-pinillos del ambulatorio, todos mis propósitos y es-fuerzos quedaban una y otra vez reducidos a la na-da. Mi traslado al ambulatorio significaba una caída total. Ya antes de que llegasen a buscarme para la punción, había previsto ese derrumbe moral e inte-lectual y lo había temido. Yo estaba en todo a mer-ced de mí mismo, sostenido, como es natural, por la proximidad de mi abuelo, pero ya en el camino de la punción, ya en el largo pasillo, aquel sistema quedaba reducido cada vez a la nada. El tarro de pepinillos, llenándose poco a poco, una y otra vez, hasta la mitad, me había mostrado muy claramente mi verdadera situación. Desde luego, no me des-

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mayaba ya al verlo, porque hacía tiempo que me había acostumbrado a aquella vista, pero lo mismo ahora que antes me quedaba totalmente destroza-do por aquel proceso brutal. Horas aún después de cada punción yacía en la cama, incapaz del menor movimiento, con los ojos cerrados, no podía pensar siguiera en tener pensamiento alguno, y las imáge-nes de mi mente estaban interiormente destruidas. En esos instantes había tenido que contemplar un mundo totalmente reducido a escombros en su in-terior, y dejarme herir sin defensa, hasta en el cen-tro de mi ser, por aquel mundo totalmente reducido a escombros. Entonces, despertado de esa forma de ser mía destruida y casi totalmente aniquilada, muy a menudo me veía ir desde mi casa o desde la tienda del poblado de Scherzhauserfeld a la ciudad, con mis partituras bajo el brazo, e ir por la Puerta Nueva o a través del puente de Lehen, según, a lo largo del Salzach hasta la Pfeifergasse, a casa de la KeIdorfer o de su marido, el profesor Werner, y por consiguiente ir a mi música como si fuese mi futuro. Pero esas imágenes y los pensamientos re-lacionados con esas imágenes sólo habían provo-cado en mí, una y otra vez, un estado depresivo, habían inducido en mí una falta de esperanza, de la que ya no podría salir, así pensaba. Todo lo que se refería a mi música y a mi futuro no era ahora, de repente, más que falta de esperanza y falta de sen-tido, única y exclusivamente mi abuelo lo había vis-to todo bajo otra luz optimista, él creía en esa músi-ca y en el porvenir. Y mientras se había sentado junto a mi cama, su optimismo había tenido efecti-vamente en mí y en todo mi ser el efecto por él pre-visto, pero cuando ya se había ido, ese optimismo

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desaparecía y otra vez me encontraba solo con mi falta de sentido y mi falta de esperanza. El había descubierto a toda una serie de cantantes enfermos del pecho, incluso gravemente enfermos del pecho, incluso cantantes wagnerianos, que debían apoyar su optimismo. Pero mi cuerpo me decía algo muy distinto. Mi respiración era, según me parecía, la de unos pulmones totalmente destruidos, se podía de-tectar claramente cada vez, cuando inspiraba o es-piraba, un horrible proceso de destrucción, cada vez que inspiraba o espiraba había tenido, y eso de forma totalmente consciente y sin la menor falsifi-cación de mis sensaciones, la prueba en contrario de aquello de lo que mi abuelo intentaba conven-cerme cuando se sentaba junto a mi cama. Yo es-taba acabado. Entre las doce y las tres los aconte-cimientos y sucesos en la habitación de morir se reducían y retraían al mínimo, y por lo común rein-aba durante ese tiempo la calma, todo se concen-traba ahora en la hora de las visitas, en la que la habitación de morir quedaba, por decirlo así, abierta a la inspección del público. Los visitantes sólo se habían atrevido a entrar con prudencia en la habita-ción de morir, lo que habían podido ver aquí al en-trar no era otra cosa que los esfuerzos respiratorios inconscientes o dormidos o difíciles y convulsivos de una categoría de vida humana que, sin dificul-tad, me atrevo a calificar de la más digna de lásti-ma. Lo que en materia de fealdad y miseria de los pacientes de la habitación de morir podía ocultarse, estaba oculto durante la hora de visitas, pero no se había podido evitar que el horror, precisamente por el hecho de que sólo se hacía visible en algunos sitios que no podían ocultarse, causara una impre-

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sión tanto más profunda en los visitantes. En cual-quier caso, los que llegaban se veían enfrentados con una realidad de miseria y pobreza de la que anteriormente no habían tenido idea ninguna, ni siquiera una sospecha. Y habían debido sentir siempre sus visitas a la habitación de morir como un alto grado de dominio de sí mismos y como algo que iba hasta el límite de su capacidad afectiva hacia su pariente o amigo ahí ingresado. La mayor-ía no se habían atrevido a entrar realmente más que una sola vez en la habitación de morir, aunque aquéllos a quienes visitaran estuvieran más tiempo en la habitación de morir, no habían acudido más veces y, por consiguiente, no habían acudido ya, con su única visita habían cumplido su deber, reali-zado su sacrificio. Estoy seguro de que una visita a la habitación de morir producía en el visitante un efecto para toda la vida. Y sin embargo, lo que veía el visitante no era ni con mucho, en materia de horror, lo que hubiera podido ver fuera de la hora de visitas. Casi todos los visitantes eran gentes del campo, y habían tenido que hacer un trayecto más largo e incómodo que las gentes de la ciudad, que casi no venían. El habitante de la ciudad es, para deshacerse de sus ancianos y enfermos condena-dos a muerte, el más brutal. Sencillamente, no vuelve a dejarse ver. Ahora, así piensa, se ha libra-do del que durante tanto tiempo, tantos meses o tantos años, le ha supuesto una carga, e incluso aunque se le plantee con ello un problema de con-ciencia, sencillamente no vuelve a aparecer más, y aquél del que se ha librado con su ingreso en el hospital tiene entonces que recorrer solo su último trecho hacia la muerte, por horrible que sea. Allí

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estaban de pie los campesinos y obreros, y coloca-ban sus flores y bebidas y postres sobre las distin-tas mesillas de noche, de una forma totalmente ab-surda, como tenían que darse cuenta inmediata-mente, ya que los agasajados no podían hacer ab-solutamente nada con aquello, porque no podían ver ya las flores ni beberse las bebidas ni comerse los postres. En su mayoría ni siquiera podían ver a sus visitas. Cuando los visitantes trataban de hacer llegar sus palabras a las camas y a los que estaban en las camas, no los oían; cuando formulaban pre-guntas, quedaban casi siempre sin respuesta. La decencia o la conmoción producida por lo que veían o el desconcierto totalmente natural hacían que los visitantes, entonces silenciosos, mirándose mutua-mente, permanecieran un rato junto a las camas, hasta que se daban la vuelta y salían de la habita-ción de morir. Todos aquellos visitantes tenían pro-bablemente, al salir, un único pensamiento: que su visita había sido la última visita, lo que casi siempre se confirmaba. Mi abuelo, como me había prometi-do, había acudido todos los días. Un día faltó, y mi madre, que venía a verme entonces en su lugar, alternando con mi abuela en la hora de visitas, me había contado que el abuelo tenía que someterse ahora a exámenes más detallados y no podía dejar ya la cama. Me había dado saludos de su parte y dicho que aquello sólo podía durar unos días y que entonces volvería. Realmente, después de dos o tres días él volvió a aparecer junto a mi cabecera. Me describió su convivencia con el funcionario mu-nicipal, sin darme apenas explicación alguna sobre su propia enfermedad. Al final, cuando se había puesto ya de pie, me había dicho que los médicos

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habían descubierto de qué se trataba; una pequeña operación, me había dicho, no valía la pena de hablar de ella. Afirmó que el jefe de su servicio era un hombre bueno. Mi abuelo tenía los mayores de-seos de trabajar, su pensamiento, en lo que se re-fería a su trabajo, se había puesto a funcionar de repente como nunca antes, probablemente a causa de aquella enfermedad y de la estancia en el hospi-tal a que le había forzado. Unos días o unas sema-nas, y estaría fuera, y lo mismo me pasaría a mí. Un día, el líquido gris amarillento de mi caja toráci-ca había sido definitivamente vaciado y no se había vuelto a formar. Yo había podido sentarme en la cama, y había tenido ya la idea de levantarme. Para ese primer intento de ponerme en pie y, posible-mente, también de andar, me había propuesto a mí mismo el día de mi cumpleaños. Mi abuelo me alentó. Mi cumpleaños, me había dicho, era la me-jor ocasión para levantarme otra vez, para intentar andar. Con su ayuda, me había dicho, podría reali-zar sin dificultad mi proyecto. Entretanto, en aque-llas tres semanas y media de estancia en el hospi-tal, yo había adelgazado veintidós kilos y había perdido todos los músculos. No era más que piel y huesos. Podlaha, que me había visitado en esa ter-cera semana, se había quedado horrorizado de mi aspecto, sólo había aguantado dos minutos junto a mi cama. Me había entregado una botella de jugo de naranja de tamaño gigante. Como me confesó más tarde, no había creído que realmente saldría de aquélla. Sin embargo, precisamente el día de mi cumpleaños tuve, ya de madruga da, un desvane-cimiento, de hecho una recaída que duró varios días, de repente todo se había vuelto otra vez bo-

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rroso ante mis ojos, oía mal, apenas podía ver ya lo que antes había visto claramente, no estaba en condiciones de levantar la mano. Mi madre, mi abuela y mis hermanos habían aparecido y se hab-ían situado ante mi cama, y me habían dicho algo, una y otra vez, que yo, sin embargo, no había podi-do comprender. Al cabo de algún tiempo se habían ido. Ese día habían creído que yo estaba perdido. Yo había preguntado por mi abuelo, pero no había recibido respuesta. Sin embargo, quizá me habían dicho también por qué él, que me había prometido acudir el día de mi cumpleaños, al final no había aparecido. Debía de haber sido por una razón de peso. También mi tutor y mi tío, el hermano de mi madre, estuvieron a verme, todavía hoy los veo a todos de pie ante mí, sus intentos, fracasados de antemano, de ocultarme hechos y verdades que les resultaban espantosos. De repente, todos se hab-ían marchado, estaba solo otra vez. Pasaron unos días, en los que superé ese estado crítico, y ellos acudían diariamente y, en su comportamiento, me parecían cada vez más raros, totalmente distintos; como es natural, no habían podido explicarme la razón de su extraño comportamiento. Durante unos días tampoco mi madre acudió ya, y mi abuela ex-plicó la ausencia de mi madre por un enfriamiento. Venían alternativamente mi abuela y mi tutor. Sin embargo, sus visitas eran siempre muy cortas y su confusión, cuando preguntaba por el abuelo, se hacía cada vez mayor. Una mañana, diez u once o doce días después de la última visita que me había hecho mi abuelo, había abierto, como frecuente-mente ya en días anteriores, un periódico que me había dado para leer el posadero de Hofgastein por

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medio de su hermana. Después de haber leído y hojeado ya algunas páginas, descubrí de pronto el retrato de mi abuelo en el periódico. Por lo visto, se trataba de un artículo necrológico de una página entera. Por consejo de los médicos, los míos no me habían dicho nada de la muerte de mi abuelo, que había muerto ya cinco o seis días antes de que yo lo leyera en el periódico. En retrospectiva, tenía que decirme que hubiera sido mejor que no se atuvieran a esa decisión. Ahora estaba solo con las últimas palabras que mi abuelo me había dicho y con su imagen, tal como lo había visto por última vez. Según me había dicho él, había tomado nota de las partituras para piano de La flauta mágica y del Zai-de, que me encantaban, y de la Novena sinfonía de Anton Bruckner, y lo primero que haría cuando le dieran de alta en el hospital, sería dar un paseo por la ciudad hasta la librería Höllrigl, su preferida, en la Sigmund-Haffner-Gasse, para adquirir esas partitu-ras y regalármelas como prueba de su alegría por mi curación. Ser un buen comerciante, y al mismo tiempo un buen cantante, más aún, un cantante famoso, incluso famoso en el mundo entero y, más aún, musical y filosóficamente educado, era de por sí, me había dicho, una suerte mayor que cualquier otra. No tenía la menor duda, me había dicho, de que yo, apenas saliera de aquel hospital, de aquella espantosa máquina anticuratoria e, incluso, aniqui-ladora de hombres, lograría el objetivo que me hab-ía fijado y que él también deseaba. Había pronun-ciado varias veces la palabra enérgicamente, sub-rayando esa palabra, enérgicamente, con un fuerte golpe en el suelo, varias veces repetido, de su bastón. Luego, cuando los dos estemos otra vez

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buenos, iremos a Gastein y nos lo pasaremos bien allí unas semanas, bajo el estruendo de la cascada, me había dicho. Luego se había levantado y se había ido. En la puerta se había vuelto y, levantan-do el bastón, me había gritado algo que, sin embar-go, yo no había entendido. Yo no había podido sa-ber que aquella imagen era la última de los miles y cientos de miles de imágenes de mi relación con mi abuelo. Las circunstancias de su muerte las había sabido luego, poco a poco, por los míos, después de estar unos días echado en la cama sin decir pa-labra, totalmente incapaz de reaccionar y sin áni-mos para nada. Como es natural, ellos mismos, a causa de la muerte, en fin de cuentas totalmente inesperada, de mi abuelo, y de los acontecimientos y sucesos relacionados conmigo, estaban tan afec-tados, que al principio no habían estado en condi-ciones de hacerme un relato de esas circunstan-cias. Al principio, toda su atención y todo su miedo se habían dirigido hacia mi abuelo y luego, de pron-to, hacia mí y luego otra vez hacia mi abuelo, y du-rante semanas no habían salido de ese continuo estado de miedo por mi abuelo y por mí, y habían tenido que pensar unas veces que mi abuelo se moría, y luego otras veces que yo, y así durante varias semanas del uno al otro, y finalmente los había sorprendido la muerte de mi abuelo, precisa-mente en un momento en que los médicos les hab-ían hecho temer también lo peor en lo que a mí se refería, y realmente, durante esas semanas, habían tenido que vivir en un estado de angustia inimagi-nable, y la consecuencia había sido que todos hab-ían quedado extenuados en la misma medida y, temporalmente al menos, no habían estado en con-

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diciones de comprender lo que había acontecido ni lo que había sucedido, y habían tenido que aceptar, indefensos y desvalidos, aquellos acontecimientos que realmente habían tenido un efecto horrible so-bre ellos. Y habían necesitado mucho tiempo para comprender. A mi madre la desgracia le había afec-tado profundamente. Durante días enteros había sido totalmente incapaz de reaccionar, y en esos días tampoco me había visitado, no le había sido ya posible. Por mi tutor, su marido, había sabido yo, al menos por alusiones, algo concreto sobre la muerte de mi abuelo. En el momento en que los médicos habían averiguado cuál era su enfermedad, era ya demasiado tarde para su curación. La sospecha del internista que lo había hecho ingresar en el hospital había sido confirmada por el resultado de los exá-menes a que había tenido que someterse mi abuelo en el hospital. Hubieran tenido que operarlo seis meses antes. En el momento en que había ingre-sado en el hospital, todo su cuerpo, en contra de sus afirmaciones de que no le pasaba nada, estaba ya intoxicado, y no murió, como yo había creído durante varios días, de resultas de una operación hecha por sorpresa, sino de una repentina descom-posición y envenenamiento total de la sangre, que de hecho le causó la muerte en pocos días. Hasta el final, según mi tutor, había estado consciente. Sólo había tenido que sufrir dolores poco tiempo. Su muerte se había producido hacia las seis de la mañana, en un momento en que estaba solo en su habitación con mi abuela. El funcionario municipal había salido del hospital días antes, ya curado. Mi tutor me contó que mi abuelo había declarado ante él varias veces que iba a morir sin alcanzar su obje-

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tivo, la terminación de lo que llamaba la obra de su vida, en la que había trabajado los quince últimos años. La última noche, mi abuelo se había informa-do también sobre mi estado. Su mujer, mi abuela, y su hijo, el hermano de mi madre, habían estado con él ininterrumpidamente esa última noche. Al final, nada más que mi abuela. Hacia las cinco y media había aparecido de pronto en la puerta de su habi-tación, con su maletín de sacramentos, el capellán del hospital, que él odiaba. La intención del ca-pellán del hospital debió de resultarle evidente a mi abuelo, según la información dada por mi abuela, y mi abuelo, en el instante en que el capellán del hospital había querido acercarse a su cama, para darle la extremaunción, había frustrado su propósito con la palabra fuera. El capellán del hospital, al oír la palabra fuera, había dejado al instante la habita-ción de mi abuelo. Poco después había muerto mi abuelo, y la palabra fuera había sido su última pa-labra. Así pues, durante días me habían visitado los míos, sabiendo que mi abuelo, cuya visita esperaba yo siempre con la mayor tensión, había muerto hac-ía tiempo. Habían conseguido ocultarme su muerte, pero no, sin embargo, que había ocurrido algo des-astroso que le afectaba, pero no me había atrevido a preguntarles directamente, quizá porque, por su forma de comportarse durante sus visitas a mi ca-becera, me había esperado ya lo que se llama lo peor. Naturalmente, hubiera tenido que confesarme ya desde hacía tiempo que eso peor, es decir, la muerte de mi abuelo, lo había incluido ya en mis suposiciones sobre su extraño comportamiento. Más tarde me habían confiado que habían impuesto a mis hermanos la obligación de guardar silencio,

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cuando habían expresado el deseo de visitarme en mi cumpleaños. En ese día de mi cumpleaños hab-ía querido yo levantarme y hacer el primer intento de andar con ayuda de mi abuelo. Las explicacio-nes de los míos, de por qué mi abuelo no había aparecido el día de mi cumpleaños, precisamente el día en que había querido ayudarme a levantarme y, posiblemente, en mis primeros pasos, no habían podido convencerme, pero me había visto obligado a creer sus falsedades. ¡Qué valiente había sido entonces mi madre, que quiso a su padre como a ningún otro ser humano! ¡Cuánto tuvieron que sufrir mi abuela y mis hermanos! Por otra parte, todos ellos habían pasado hacía tiempo, y en medida sin duda inusitadamente severa, por tantas escuelas de sufrimiento que, como es natural, habían sopor-tado también esas semanas y, en fin de cuentas, con excepción de mi madre, habían podido salir de todo ello incólumes, como se vio luego. Yo seguí a mi abuelo en la enfermedad, pero no más allá. Aho-ra que estaba definitivamente solo y contaba nada más conmigo mismo, como se había revelado en seguida después de la muerte de mi abuelo con toda la claridad imaginable, lo hacía todo para salir del hospital y recuperar la salud, no quería nada menos y todos los días y a todas horas me decía realmente de forma ininterrumpida, ahora es el momento de levantarme y salir; la decisión había sido tomada hacía tiempo, y ahora necesitaba sólo utilizar de la única forma adecuada el método que me permitiría aproximarme de forma continua e in-flexible a mi objetivo de recobrar la salud. El hecho de que estaba solo, evidente de pronto por la muer-te de mi abuelo, había hecho que todas las energ-

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ías vitales que había en mí se concentraran en ese objetivo, recobrar la salud. El estar solo y seguir adelante contando sólo consigo mismo no sólo era posible, había comprendido de repente, sino un estímulo para existir antes desconocido e increíble. La muerte de mi abuelo, por espantosamente que hubiera aparecido y hubiera tenido que afectarme, había sido también una liberación. Por primera vez en mi vida era libre y había aprovechado esa liber-tad total de pronto experimentada en un sentido que, como hoy sé, me salvó la vida. A partir del ins-tante en que lo había sabido y lo había utilizado prácticamente, había ganado en mi enfrentamiento con la enfermedad. Había tenido absolutamente la sensación de estar salvado a partir del momento en que reconocí la posibilidad de estar completamente solo y me la apropié. Primero había tenido que to-mar la decisión, luego utilizar ese conocimiento y finalmente recurrir a la razón. Se me abría una se-gunda existencia, una nueva vida y, de hecho, una vida en la que dependía totalmente de mis propias fuerzas. Quizá, o incluso probablemente, había pensado, sólo por la muerte de mi abuelo tenía esa oportunidad. No quiero desarrollar esa especula-ción. La escuela de mi abuelo, a la que, puedo de-cir, había ido desde que nací, se había cerrado con su muerte. Al morir súbitamente, él había puesto fin a sus lecciones. Había sido una escuela elemental, y finalmente una universidad. Ahora tenía yo, ésa era mi impresión, unos cimientos sobre los que podía levantarse mi porvenir. No hubiera podido tener mejores cimientos. Mientras que yo, por su-puesto no sin sospechas pero sin embargo sin cer-tidumbre, durante días enteros en un estado de

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continuo abatimiento y, como es natural, sin espe-ranzas por la ausencia de mi abuelo y por las razo-nes de esa ausencia, había estado profundamente desesperado bajo mi manta, los míos se habían enfrentado hacía tiempo con la muerte de mi abuelo y habían tenido que ocuparse de su entierro. De todos los requisitos relacionados con ese entierro se había ocupado mi tutor, que era, de todos ellos, el que tenía la mente más clara. Había sido deseo expreso de mi abuelo ser enterrado en el cemente-rio de Maxglan, que en el momento de su muerte, en mil novecientos cuarenta y nueve, era todavía un pequeño cementerio de aldea, situado muy lejos de la ciudad. El había ido muy a menudo, también conmigo, a pasear por ese cementerio. De las difi-cultades con las autoridades eclesiásticas, que se opusieron a su entierro en el camposanto de Max-glan, he hablado ya en otro lugar. El artículo ne-crológico sobre mi abuelo lo escribió el redactor jefe del socialista Demokratisches Volksblatt, Josef haut, una persona que más tarde desempeñaría aún un papel decisivo en mi vida. La cuestión de si había sido necesario que yo hubiera tenido que co-nocer la muerte de mi abuelo por el periódico me ha preocupado durante toda mi vida; en general, las circunstancias en que yo había tenido conocimiento de su muerte, el que hubiera tenido que ser un pe-riódico recibido del posadero de Hofgastein y el que aquel artículo necrológico hubiera llegado siquiera a mis manos. Mi primera existencia había terminado; había comenzado la segunda. Después de la catás-trofe, los míos se habían retirado otra vez a sus propias posiciones y problemas, al mejorar mi esta-do habían dejado de concentrarse en mí y habían

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podido realmente tranquilizarse. Ya no tenían que temer por mí, el optimismo que mostraban los médicos en su presencia en lo que a mí se refería quedaba bien respaldado por lo que podían obser-var en mí mismo, indudablemente, unos progresos asombrosos en mi curación. Durante demasiado tiempo habían tenido que apartar toda su atención de sí mismos y dirigirla hacia los dos enfermos de su propia familia, y ahora comprobaban el desam-paro en que los había precipitado ese estado de tantos meses. También a ellos les parecía estar de pronto solos y abandonados y, como decía mi ma-dre una y otra vez, dejados atrás para siempre, y en los primeros tiempos después de la desgracia eran realmente incapaces de pensar en su futuro y, por lo que se refería al mío en sus pensamientos, ten-ían que enfrentarse con la falta de esperanza y con nada más. Las perspectivas eran las peores, si consideraban además que el nieto, desde su punto de vista debilitado y precipitado en la desgracia en cualquier caso para toda la vida, había perdido a su abuelo y maestro y protector. De la noche a la ma-ñana se les había cargado con una responsabilidad que, realmente, era superior a sus fuerzas. Y tam-poco se sentían ahora responsables de mí, que durante dieciocho años había sido educado sólo por mi abuelo. Desde que nací, mi abuelo, por de-cirlo así, me había sustraído al influjo de su educa-ción, y me había puesto totalmente bajo su protec-ción y bajo su inteligencia; ellos no habían podido ejercer en mí ninguna influencia en aquellos diecio-cho años. Mi abuelo los había excluido de mi edu-cación, les había negado también, como conse-cuencia lógica del comportamiento de ellos hacia

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mí, todo derecho a mi educación, y ahora ellos eran responsables de mí, no ya sólo jurídica, sino tam-bién moralmente. ¿Qué pasará, debieron de pensar muy frecuentemente, cuando él (o sea yo) salga del hospital? Ese momento no estaba ya lejos, era en cualquier caso previsible, y en el fondo temían aho-ra ese momento. Tras su alegría por mi salida, que de día en día se acercaba y que de repente estaba ya probablemente próxima, no podían ocultar su temor al instante en que saliese, y por una parte deseaban realmente el momento de mi salida del hospital como yo hasta entonces, pero por otra tem-ían esa fecha. Porque cuando saliera del hospital, eso les resultaba también evidente, sería en cual-quier caso durante bastante tiempo una carga para ellos, ya que quedaba excluido que, después de salir, yo me hubiera repuesto tanto como para po-der ir otra vez a la tienda. En ello y, por consiguien-te, en mi propio mantenimiento no se podía pensar ya. Y mi carrera como cantante, en la que ellos jamás, ni por un instante, habían creído, había ter-minado también. Por lo menos habían conseguido de la Cámara de Comercio competente, lo que sin embargo sólo les había aliviado en pequeña medi-da, que yo, en cuanto me repusiera, pudiera pre-sentarme en seguida al llamado examen de depen-diente de comercio y, por consiguiente, pudiera terminar como es debido mis estudios de comercio. Realmente, aunque verdad es que un año después de lo previsto, me presenté a ese examen y lo pasé y, por consiguiente, terminé mi aprendizaje como era debido. Los míos estaban ahora ocupados tam-bién con la herencia de mi abuelo. De pronto, el cuarto de trabajo de mi abuelo y su contenido, que

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durante la vida de mi abuelo les habían estado siempre cerrados, se les habían abierto. De repente tenían acceso al dominio al que, mientras mi abuelo había vivido, les había estado vedado el acceso. De lo que se trata es del legado de mi abuelo, no de los escasos objetos y prendas que dejó y que, según sus deseos y necesidades, se habían repar-tido entre ellos, cuando no se trataba de objetos y prendas que mi abuelo había mencionado expre-samente en el testamento que dejó. Entre ellos se encontraba también su máquina de escribir, que había adquirido a principios de los años veinte en una subasta en el Dorotheum de Viena, con la que había escrito todos sus trabajos en limpio, como decía siempre, y en la que yo mismo escribo todav-ía mis trabajos, una vieja L.C. Smith americana que probablemente tenga ya más de sesenta años. Con esa máquina de escribir suya me había legado un traje, dos chaquetas, dos pantalones y lo que se llama un schladminger, un abrigo de invierno, forra-do de paño de billar verde. Sin olvidar su llamada bolsa de excursión, en la que, en sus largos pase-os, llevaba lápiz, cuaderno de notas y otras menu-dencias que le parecían necesarias. No poseía mu-chas más cosas, si prescindo de su cama, su mesa de escribir y sus estantes de libros, que fueron a parar a su hijo. A éste le había dejado también su legado literario. Pero, como es natural, en el hospi-tal yo no había tenido contacto aún con esos deta-lles. Lo que pasaba en la habitación mortuoria re-quería, lo mismo ahora que antes, la mayor parte de mi atención. Un día se me propuso, por parte del jefe del servicio, mudarme de la habitación de morir a otra habitación más agradable, como se expresó

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el jefe del servicio; súbitamente, él debía de haber cobrado conciencia de todo el horror y, al mismo tiempo, de todo el absurdo de haberme instalado siquiera en la habitación de morir, y por lo menos ahora había querido reparar ese error, invitándome varias veces durante la visita a mudarme de la habi-tación de morir a otra habitación, más agradable, esas palabras, a otra habitación, más agradable, resuenan todavía hoy en mis oídos, y además veo también todavía, muy claramente, el rostro del jefe del servicio, que una y otra vez había repetido, a otra habitación, más agradable, sin que ni por un instante tuviera conciencia de la infamia y del es-panto de aquellas palabras suyas. A una habitación más agradable, había dicho una y otra vez y, en su brutalidad y vulgaridad, para él completamente na-turales ya, no se había dado cuenta de lo que había dicho. Yo no quería ya cambiarme de lugar e insistí en quedarme en la habitación de morir que, con el paso de las semanas y los meses, se había conver-tido para mí en costumbre. El jefe del servicio hubiera podido obligarme a dejar la habitación de morir, pero finalmente había renunciado, moviendo dubitativo la cabeza. Yo había tenido que reflexio-nar largo tiempo sobre la brutalidad y, al mismo tiempo, desvergüenza y abyección que habían hecho decir tantas veces al jefe del servicio a otra habitación más agradable, una observación así ten-ía que obligarme a enfrentarme durante horas con la brutalidad humana y con la estupidez en que se envuelve esa brutalidad. Libre de dolores físicos, aunque todavía sometido a las continuas molestias médicas y no médicas que en una habitación de hospital como la habitación de morir son inevita-

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bles, y maestro ahora también en la costumbre de dejar atrás hasta lo horrible, como una rutina diaria fácil de asimilar, tenía todas las condiciones nece-sarias para reflexionar sobre lo que tenía que ob-servar de forma cada vez más penetrante y, por decirlo así como un cambio bien recibido, convertir en instructivo objeto de estudio muchas escenas o acontecimientos apropiados para ello. En cierto momento ya muy avanzado de mi proceso de cura-ción había vuelto a descubrir el placer de pensar y, por consiguiente, de descomponer y deshacer y disgregar los objetos que contemplaba. Ahora tenía tiempo para ello y me habían dejado en paz. El hombre analítico dominaba de nuevo en mí. Un día, el jefe del servicio me anunció no mi alta sino el traslado de mi persona desde el hospital a una, así llamada, casa de salud en Grossgmain, una aldea campesina situada al pie del Untersberg y muy cer-ca de la frontera bávara. Aquella casa de salud era una dependencia del hospital; anteriormente, antes de la guerra, un hotel, lo que es hoy otra vez. Pero hasta entonces habían tenido que pasar aún una o dos semanas. Yo había aprendido ya a levantarme y, con ayuda de las hermanas y luego, regularmen-te durante la hora de visitas, de mi madre, a andar otra vez. Mis primeros intentos de levantarme y de ponerme siquiera en pie habían fracasado, como es natural, lamentablemente, y de pronto había podido desasirme de la cama, a la que había estado afe-rrado, y dar unos pasos. Cada día habían sido más pasos. Mi madre había contado esos pasos y me había dicho, por ejemplo, el lunes ocho pasos, el martes once pasos, el miércoles catorce pasos y así sucesivamente. Los retrocesos eran algo lógico.

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Un día había podido recibir a mi madre a la puerta de la habitación de morir, y los dos nos habíamos sentido felices. A partir de un momento determina-do ella me había traído periódicos, revistas, y final-mente libros, Novalis, Kleist, Hebel, Eichendorff, Christian Wagner, autores que en aquella época preferí a cualquier otro. Ocurría también que ella se sentara con un libro junto a mi cama y leyera su libro, y yo leyera otro libro, y ésas fueran para mí las visitas más bonitas de mi madre. Ella me habla-ba de su infancia o de su juventud, que no habían sido menos difíciles que las mías, y de sus padres, mis abuelos, muchas cosas que yo no conocía, de la unión feliz, durante toda su vida, de mis abuelos, de sus viajes, aventuras, de su vejez. Aquí, en la habitación de morir, yo había podido tener de re-pente la relación estrecha y cariñosa con mi madre que tan dolorosamente había echado en falta du-rante los dieciocho años anteriores. La enfermedad tenía el poder de acercarnos y de unirnos otra vez después de un período tan largo de separación, el estar enfermo en general, que había hecho que volviéramos a encontrarnos. Cuando mi madre me contaba algo o me leía un libro del que yo sabía que había sido uno de los libros favoritos de mi abuelo, como por ejemplo El viaje sentimental de Lawrence Sterne, yo había sido capaz de escuchar sin interrupción durante las dos horas de visita, con el único sentimiento y el único pensamiento de que la lectura de mi madre pudiera no cesar. Pero la hermana, que entraba con el termómetro en la habi-tación de morir y, con su entrada, declaraba termi-nada la hora de visitas, siempre ponía fin brusca-mente a la lectura. Mi madre y yo, tan poco tiempo

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después de su muerte, no habíamos hablado mu-cho de mi abuelo, su padre; todo estaba todavía determinado por aquella muerte suya, pero con nuestro silencio se hacía más soportable. El, mi abuelo, según mi madre, había recibido una tumba junto al muro, fuera del cementerio, la única tumba en una superficie totalmente libre, en la que estaba proyectado construir toda una parte nueva del ce-menterio. Ella iba allí todos los días, se quedaba unos minutos junto a la tumba y volvía a casa. Le resultaba difícil, me había dicho, entrar en el cuarto del abuelo, que todavía tenía el olor característico de aquel cuarto de mi abuelo. No quería ventilar el cuarto del abuelo durante todo el tiempo que le fue-ra posible, me había dicho, y por consiguiente quer-ía tener las ventanas cerradas, para conservar ese olor. Ahora tenía continuamente la sensación de que su propia vida, que había estado unida a la de su padre por un sometimiento tan curioso, según su expresión, había perdido su sentido. No dormía, y lo que le preocupaba era exclusivamente mi futuro, que la tenía completamente desorientada. Las con-versaciones, en el fondo sólo diálogos bastante breves, incluso brevísimos con su marido, mi tutor, al que durante toda mi vida llamé padre, no aclara-ban nada, sólo la precipitaban siempre, más pro-fundamente aún, en la desorientación y la duda. Sus hijos menores, mis hermanos, no entendían nada, pero estaban impresionados por todos aque-llos acontecimientos y sucesos, gravemente afecta-dos precisamente en una edad en que hubieran debido ser protegidos y cuidados al máximo, era lo que la angustiaba. Las causas de la enfermedad de mi abuelo, y finalmente de su muerte, que le había

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llegado a una edad en la que, en otras circunstan-cias, no hubiera tenido que morir, a la edad de se-senta y siete años, según mi madre, lo mismo que las de mi enfermedad, había que buscarlas en la guerra, que durante tanto tiempo nos había hecho pasar hambre y humillado moral e intelectual y físi-camente. Yo había tenido durante toda mi vida una relación distanciada, nunca libre de desconfianza, incluso de recelo, y en muchas épocas sin duda incluso hostil con mi madre; las causas habría que investigarlas otra vez, pero eso sería ir en este lu-gar demasiado lejos y, en cualquier caso, hoy sería aún demasiado pronto, pero ahora creía haberla vuelto a encontrar a ella, mi madre, incluso haber vuelto a descubrirla. Su forma de ser me había re-sultado de pronto clara, era la más parecida a la de mi abuelo, la de ella más parecida que la de su hermano, mi tío. Recuerdo que ella, sentada junto a mi cama, hacía que me pareciera muy corto el tiempo de la visita, cuando hablaba, todo lo que decía estaba lleno de gracia, sensibilidad, delicade-za. Fue para su padre una hija cariñosa, para mí sólo ahora una madre igualmente cariñosa, con la que, de repente, podía estar bastante tiempo sin malentendidos. La dureza de aquella relación, sos-tenida siempre con el más alto grado de dificultad, había desaparecido. Mi madre era, como se dice no sin razón, musical, había tenido una bonita voz y había tocado la guitarra. La musicalidad sólo podía haberla heredado yo de ella. Sin embargo, la lla-mada música más elevada o incluso muy elevada le estuvieron vedadas durante toda la vida. Para no tener que perecer bajo la severidad y el dominio inexorables y desmesuradamente duros y absolutos

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de mi abuelo, ya de muchacha había tenido que separarse de él y seguir su propio camino, a menu-do, como me consta, muy próximo a los abismos de la vida. Sin embargo, aquella niña, a la que su pa-dre, con su voluntad artística de toda la vida, no había enviado a la escuela ordinaria sino a la alta escuela de ballet de Viena, para que aprendiera danza en la Hofoper y hacerla seguir una carrera de bailarina, y que sólo había podido escapar a aquel martirio del ballet impuesto por su ambicioso padre mediante una enfermedad repentina y violentamen-te declarada, y que, finalmente, por amor a su pa-dre, había puesto en juego muy a menudo su pro-pia existencia, en fin de cuentas débil y desvalida, en todas las ocupaciones remuneradas imagina-bles, únicamente para mantener a sus padres, no había podido sustraerse jamás a la influencia de su padre, mi abuelo, a quien admiraba más que a na-die. Realmente, como ella misma decía, había es-tado sometida a su padre, y su amor hacia él no había sido correspondido por él jamás con la misma intensidad, por lo que había tenido que sufrir duran-te toda su vida. Mi abuelo no había sido un buen padre para sus hijos, no tenía en absoluto ninguna relación seria con su familia ni había podido tenerla, lo mismo que no había tenido nunca ningún hogar, porque su hogar había sido siempre sólo su pen-samiento, y su familia eran los grandes pensadores, con los que se sentía seguro, mejor guardado que en parte alguna, como había dicho una vez. Un día de invierno claro y glacial de principios de marzo, hacia el mediodía, me habían llevado a Grossgmain en un coche blanco, perteneciente al hospital, sobre una camilla, cubierto con tres mantas de lana abri-

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gadas. Saliendo por la puerta del hospital, abierta de par en par, a la Müllner Hauptstrasse y por el Aiglhof, pasando a través de Maxglan, muy cerca de nuestra casa como me pareció, sin que realmen-te hubiera podido verlo, subiendo hasta Wartberg, por delante .de Marzoll, hacia el Untersberg, aquel viaje fue el fin de un período en el que había termi-nado mi vida primera y antigua, mi existencia prime-ra y antigua y, obedeciendo a mi decisión proba-blemente más importante, había comenzado mi nueva vida y mi nueva existencia. Esa decisión de-termina hasta hoy todo lo que a mí se refiere. To-davía no me habían soltado en el mundo, sólo en otro depósito de enfermos situado en un aire sano y, por consiguiente, en una región forestal. Recuer-do que aquel viaje de sólo dieciséis kilómetros me había agotado totalmente y dejado incapaz de le-vantarme solo de la camilla a mi llegada. Dos en-fermeros enviados a buscarme habían tenido que sostenerme para que pudiera dar los pasos que había desde el coche hasta el Hotel Vötterl. Un as-censor nos había llevado a los enfermeros y a mí al tercer piso. Había llegado a una habitación que da-ba a la carretera, desde la que podía mirar directa-mente a la iglesia y al cementerio situado debajo, a una habitación de dos camas en la que estaba acostado un joven, como muy pronto había sabido, un estudiante de arquitectura. Apenas me hubieron depositado en la cama, los enfermeros habían des-aparecido, y entonces había entrado en la habita-ción lo que se llama una enfermera seglar, con toa-llas y diversos papeles y un termómetro, que tuve que ponerme inmediatamente bajo el brazo, y me había preguntado dónde tenía mis cosas, pero, sal-

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vo mi bolsa de aseo, yo no tenía ninguna. Aunque le había dicho que no había traído ninguna ropa, abrió uno de los dos armarios de la habitación y me mostró dónde tenía que colgar la ropa. Al fin y al cabo, le había dicho yo a ella, no había que contar, por lo menos en los próximos días, con que pudiera levantarme y andar, por no hablar de salir de la ca-sa, y por lo tanto había tiempo para que los míos me trajeran mi ropa. Echado en la cama, había te-nido que contestar muchas preguntas personales hechas por la enfermera, situada en pie junto a mi cama. Mi compañero de enfermedad había escu-chado con la mayor atención lo que yo había res-pondido a las preguntas de la enfermera. A la en-fermera le había irritado que yo no pudiera decirle con seguridad si había nacido el nueve o el diez de febrero, como siempre en esas ocasiones, yo había dicho el nueve o el diez, lo que, sin embargo, ella no aceptó y, finalmente, ella se había decidido, por qué, no lo sé, por el diez, y había anotado el diez en uno de los papeles. Su obligación era darme a conocer algunos de lo que ella llamaba puntos esenciales del reglamento. En aquella ocasión me llamó la atención que varias veces hubiera subra-yado expresamente que me estaba prohibido, había dicho a mí, no al paciente, que me estaba prohibido comprar en las tiendas del lugar, ir a los mesones y hablar con los niños, y que tenía que estar en la casa por las noches antes de las ocho, cuando ella sabía muy bien que apenas hubiera podido andar y, entretanto, había sabido también que ni siquiera disponía de ropa. A las horas de las comidas, yo tenía que aparecer puntualmente. Las comidas se servían en la habitación. Las visitas se permitían

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sólo durante la hora de las visitas. A partir de las nueve de la noche tenía que reinar el silencio. Aquella introducción al hotel me recordó en seguida el internado de la Schrannengasse. Me había senti-do muy rápidamente fatigado y desfallecido y no había tenido ninguna gana de reflexionar en el aturdimiento de aquella enfermera. Después de haber respondido a sus preguntas y de haberse dado ella finalmente por satisfecha con ellas, ella había salido de la habitación y yo había podido de-dicarme a mi compañero de cuarto, pero no llegué a entablar conversación con él y me quedé ins-tantáneamente dormido. Unos minutos más tarde fue la hora de la comida, comida que se nos servía directamente en la habitación desde el ascensor en unos carritos de madera y se nos distribuía. Enton-ces, durante la comida, que sólo había podido to-mar, sentado en la cama, con el mayor esfuerzo, hubo ocasión para una primera conversación con mi compañero de enfermedad. El estaba ya en su tercera semana en aquella habitación y creía que, al cabo de otras tres semanas, podría irse a casa. Exactamente como yo, procedía del Primer Servicio de Enfermedades Internas, según lo expresó, pero lo habían-traído ya tres semanas antes. A diferen-cia de mí, había sido un paciente de pago en el hospital, y a diferencia de mí, que había estado en una habitación de veintiséis camas, había estado en una habitación de dos camas, y lo que contaba del hospital era, sólo por ello, totalmente distinto, incluso en muchos puntos, en la mayoría, exacta-mente lo contrario de lo que yo contaba, sus expe-riencias eran totalmente distintas, como también los acontecimientos que había vivido eran totalmente

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distintos de los míos, porque durante todo el tiempo había estado más o menos protegido de todos los acontecimientos y sucesos que yo había vivido, por el hecho de que, como paciente de pago, había estado en una habitación de dos camas y, por esa ventaja, de antemano no había tenido contacto, en absoluto, con la auténtica masa de horrores y es-pantos de aquel gran hospital. El paciente de pago, si está solo, sólo tiene que sufrir sus propios sufri-mientos, soportar sus propios dolores, y sus obser-vaciones se limitan a la observación de su propia persona enferma, y sólo al entorno y contorno de su propia persona enferma, mientras que el otro, que no es un paciente de pago, tiene que incluir en su propio sufrimiento y en sus propios dolores y en la observación de su propia persona enferma los su-frimientos y los dolores y la observación de todos aquellos que tienen que compartir su habitación, y en el caso de mi nuevo compañero de cuarto sólo había sido uno solo, mientras que en mi caso hab-ían sido veinticinco. Así, lo que yo tenía que contar del hospital era, como es natural, algo totalmente distinto, de lo que contaba el estudiante de arqui-tectura. Pero eso no quiere decir que las experien-cias de mi compañero de enfermedad, del que me hice amigo muy rápidamente, le hubieran hecho un efecto menos profundo que a mí las mías, ni que lo hubieran herido y perturbado y destrozado menos. Pero la perspectiva del llamado paciente de pago es, como es natural, siempre distinta de la del lla-mado paciente corriente, común, que no puede exi-gir nunca lo más mínimo y a quien, en fin de cuen-tas, a diferencia del paciente de pago, no se le evita nada, porque no es, como el paciente de pago, cui-

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dado y protegido y defendido, aunque sea de forma imperceptible, en todo momento y en toda ocasión, y al mismo tiempo, en la mayoría de los casos, no se le obliga jamás a mirar la fealdad extrema ni el mayor de los espantos. Al paciente de pago se le atenúa, se le suaviza todo, a diferencia de los otros, no se le exige que lo acepte todo, una y otra vez todo y con la mayor brutalidad. Entretanto, también en nuestro país han cambiado muchas cosas en ese aspecto. Todavía no se han abolido las clases en los hospitales, pero tenemos que insistir en que sean abolidas, y en que sean abolidas tan pronto como se pueda, porque precisamente el hecho de que siga habiendo clases en los hospitales es real-mente una situación indigna del ser humano y una perversión politicosocial. Súbitamente, al haber sido transferido del hospital al hotel de Grossgmain, si bien de forma anunciada, pero de todos modos, en fin de cuentas, precipitada, me encontraba ahora sustraído a esa máquina incesante de desgracias y catástrofes que es sin duda alguna un hospital, e instalado en los bosques y en unas montañas en-sombrecidas en aquella época del año durante casi todo el día, en una calma que al principio me irritó y luego me torturó incluso, que actuaba en mí de forma siempre igual, día y noche, y en la que, sin embargo, no había podido calmarme. El peso de aquel cambio de salir del hospital y verme instalado en las montañas y en los bosques había sido máximo y, de forma imprevista, me había precipita-do otra vez en un estado continuo de automortifica-ción, del que no había salido ya durante días ente-ros. Sólo ahora, alejado de él, me resultaba verda-deramente claro y evidente todo el horror de mi es-

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tancia en el hospital y de todos los procesos, acon-tecimientos y sucesos relacionados con mi enfer-medad y con la enfermedad de mi abuelo y con su muerte. Aunque la verdad era que no estaba sufi-cientemente maduro para hacer un análisis de esos procesos y acontecimientos y sucesos, poco a po-co, con las nuevas impresiones del Hotel Vötterl, que en los primeros días sólo había sido un edificio lleno de suposiciones, que yo no había examinado en lo más mínimo, los procesos, acontecimientos y sucesos que había vivido en el hospital de Salzbur-go durante mi estancia allí se fueron aclarando o, por lo menos, aclarando un tanto. Había comenza-do a asimilar aquella estancia en el hospital. El transcurso de la jornada en el Vötterl, reducida al mínimo en comparación con el transcurso de la jor-nada en el hospital, era el telón de fondo apropiado para ello. El estudiante de arquitectura no me mo-lestaba en aquel ejercicio intelectual, convertido con el tiempo en totalmente esencial para mí. Yo había aprendido que es necesario analizar todo aconte-cimiento o suceso extraordinario en un momento determinado, precisamente apropiado para ello y, por mi propio conocimiento de ese estado de cosas, había tenido ya muy pronto la capacidad de descu-brir y determinar ese momento apropiado, mejor aún, el más apropiado de todos. Ahora podía pre-guntarme sin dificultad ¿qué es eso de lo que aca-bo de escapar y a lo que, eso me resultaba eviden-te, no quería volver nunca? La utilización de mi método había tenido éxito, se habían establecido las relaciones, el desarrollo de los acontecimientos funcionaba, tenía los hilos en mi mente. Se trataba indudablemente, en los momentos más lúcidos, de

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un desarrollo lógico, no sólo de por sí sino más bien en sí, que había llegado a su término en el cuarto de baño, en el que me habían metido en el instante probablemente más peligroso para mi vida de mi enfermedad, y que yo, en el mismo instante en que me había decidido a una segunda vida, a una se-gunda existencia, había ampliado a mi futuro con mi decisión de no renunciar. Esa decisión la había to-mado totalmente solo, y había tenido que tomarla en el plazo más breve, en un solo instante. Pocas veces antes, pero también pocas veces después he hecho en mi vida un uso tan intenso y tan prove-choso como aquí de la posibilidad de reflexionar, sin ser molestado en absoluto, durante días y se-manas enteros, sobre el pasado y el futuro, y de poder convertir esa reflexión en especulación auténticamente intelectual. Los acontecimientos y sucesos de Grossgmain eran de repente más bien los acontecimientos y sucesos pasados del hospital de Salzburgo, no los actuales que, en fin de cuen-tas, eran insignificantes y no comparables con los pasados, en cualquier caso no en los primeros días y semanas de Grossgmain, en que no salí de la habitación. Sólo después de dos semanas de es-tancia, en las que, al fin y al cabo, había tenido que acostumbrarme al cambio de aires, fui capaz de levantarme y examinar mi nuevo entorno fuera de la habitación. El lugar, situado al lado mismo de la frontera bavaroaustríaca, que estaba señalada por un torrente de montaña en muchos lugares tumul-tuoso, era la mayor parte del tiempo sombrío y cualquier cosa menos acogedor, y es también, sin duda, una de las aldeas de montaña más frías que imaginar quepa. Unas cuantas casas de campo

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alrededor de la iglesia, que podía ver desde mi ven-tana, y del cementerio, al que podía mirar desde esa misma ventana, construidas en medio de varias colinas de las estribaciones montañosas, unos cuantos mesones, dominados todos por el Hotel Vötterl, construido probablemente a principios de siglo, y eso era todo. En resumidas cuentas, sin embargo, un lugar para enfermos, sobre todo para enfermos del pulmón y, en general, del aparato respiratorio, y ésa había sido precisamente la cau-sa, sin duda, de la decisión de convertir el Hotel Vötterl en una, como decía exactamente su desig-nación oficial, casa de salud para enfermos del apa-rato respiratorio. La guerra y sus secuelas habían hecho absurdo el Hotel Vötterl como hotel, y por esa razón el gobierno del Land lo había convertido en dependencia de su hospital. Que el Hotel Vötterl, sin embargo, no era realmente sólo una casa de salud, sino también una estación final para muchas existencias depositadas en él, sólo lo había sabido yo poco a poco. Era también, lo que me había hecho notar ya pronto mi compañero de habitación, un lugar de estancia para los llamados casos gra-ves, y en gran parte estaban alojados aquí los que en el hospital de la ciudad, incluso después de una larga estancia, no habían muerto, y habían sido traídos a Grossgmain única y exclusivamente con el fin de que murieran. Eran los casos desesperados con los que, desde el punto de vista médico, no había ya nada que hacer. Por una parte, los pacien-tes del Hotel Vötterl eran esos casos desesperados, por otra, como había visto luego por mí mismo, aquéllos, en su mayoría jóvenes, a los que se había enviado a Grossgmain realmente para que se cura-

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sen. Pero de los casos desesperados no había vis-to nada durante mucho tiempo. Era evidente que la mayoría de ellos no podían ya dejar sus habitacio-nes, por lo menos con vida, y ya por esa razón no me los había encontrado. Un día, mi estudiante de arquitectura, probablemente porque consideró el momento apropiado para ello, me había hecho ob-servar lo siguiente: me enseñó desde la ventana varios sencillos montones de tierra, recientes y me-nos recientes, en el lado más alejado del cemente-rio. Una tempestad de nieve había proporcionado para esa escena, como quizá había creído él, el telón de fondo adecuado. Aquellos montones de tierra, según mi estudiante de arquitectura, eran las tumbas de los que habían muerto en el Hotel Vötterl en los últimos tiempos; yo había constatado once o doce montones de tierra, pero probablemente había aún varios más ocultos por la pared de la iglesia. Cada primavera, según mi compañero de cuarto, aquellos montones de tierra aumentaban en unos cuantos, desde que él estaba en el Vötterl, había podido observar ya cuatro veces un entierro desde la ventana. Aquellos casos graves se mantenían en secreto para los más leves. Sólo se tenía conoci-miento de ellos, me había dicho, mirando desde la ventana al cementerio. El había llegado un día por sí mismo a establecer la relación entre los casos graves de la casa y aquellos montones de tierra que se multiplicaban en el cementerio de abajo. Hacía sólo tres semanas, él mismo había estado jugando a las cartas, en la habitación de ella, con una actriz de teatro que, en otro tiempo, había sido una actriz de teatro famosa, me había dicho, en-señándome el penúltimo montón de tierra bajo el

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cual estaba enterrada, desde hacía ya una semana, su compañera de juegos. Marzo y abril eran los meses en que fallecían la mayoría de los enfermos del pulmón, a menudo en un instante; los cemente-rios del mundo entero eran prueba de ello. Como había hablado siempre únicamente de enfermos del pulmón, yo había llegado finalmente a la conclusión de que, realmente, en el Vötterl sólo había enfer-mos del pulmón. La sola expresión enfermo del pulmón siempre me había horrorizado. Ahora la había podido escuchar durante todo el día tan fre-cuentemente que se había convertido para mí en costumbre. Realmente, se trataba casi exclusiva-mente de enfermos del pulmón en el caso de los alojados en el Vötterl. Para evitar el miedo, los res-ponsables de ello, como queda dicho, habían califi-cado el Vötterl como casa de salud para enfermos del aparato respiratorio, en todos los documentos se hablaba siempre, únicamente, del aparato respi-ratorio, jamás del pulmón, pero la realidad era que el Vötterl estaba reservado casi exclusivamente a los enfermos del pulmón y, en gran parte, a los en-fermos del pulmón incurables y desahuciados ya. En mi ignorancia, yo no había clasificado mi propia enfermedad, probablemente utilizando una autopro-tección necesaria para mi vida, como enfermedad del pulmón, aunque como es natural aquella enfer-medad mía no había sido otra cosa que una enfer-medad del pulmón, desde el principio mismo. Pero por enfermo del pulmón yo había entendido real-mente algo distinto, y un enfermo del pulmón era al fin y al cabo también otra clase de enfermo, en sen-tido médico exacto yo no estaba enfermo del pulmón, y aunque realmente estaba enfermo del

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pulmón, no era, sin embargo, un enfermo del pulmón. Sin embargo, había tenido miedo de en-fermar del pulmón aquí, en aquel Vötterl repleto de enfermos del pulmón y, como queda dicho, de en-fermos del pulmón graves, la mayoría de aquellos enfermos del pulmón del Vötterl tenían una tubercu-losis pulmonar abierta y, por consiguiente, la tuber-culosis peligrosa para su entorno, contra la que en aquella época, mil novecientos cuarenta y nueve, resultaba bastante desesperado luchar. Un enfermo del pulmón tenía en aquella época aún pocas posi-bilidades de salir con vida. Desde el principio mis-mo, desde el momento en que tuve la certeza de que el Vötterl estaba repleto de personas con una tuberculosis pulmonar abierta, me pareció increíble que me ingresaran en el Vötterl. Ahora había com-prendido, naturalmente, por qué la enfermera que me había informado sobre el reglamento me había dicho el primer día que no podía entrar en ninguna tienda del pueblo, en ningún mesón, ni hablar con los niños, me había recibido y tratado como a un enfermo del pulmón. Yo estaba enfermo del pulmón pero no era un enfermo del pulmón, y los médicos no hubieran debido hospitalizarme en el Vötterl. A los míos los habían dicho que me trasladaban a una casa de salud, nada más, y ahora ellos se en-frentaban también con el hecho de que yo estaba en una casa repleta de enfermos del pulmón y por consiguiente, en cualquier caso, expuesto a un con-tagio tuberculoso. Porque, como es natural, todo el mundo en el Vötterl tenía contacto directo o indirec-to con todo, y el peligro de contagio era naturalmen-te máximo en la llamada sala de rayos y en los la-vabos y en los cuartos de baño, en los que se en-

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contraban todos una y otra vez, contagiososo no. Probablemente, eso pienso hoy, cogí la tuberculo-sis y mi propia enfermedad pulmonar, en fin de cuentas grave, allí en el Vötterl de Grossgmain, porque en el estado de debilidad entonces extrema en que llegué a Grossgmain, como es natural, no había podido tener ninguna clase de inmunidad, y hoy pienso realmente que fui a Grossgmain para coger mi ulterior enfermedad grave del pulmón, la enfermedad de mi vida, no para acabarme de curar y recobrar la salud, como los médicos me habían prometido, pero de eso no hablaré ahora. En los primeros días y semanas en el Vötterl yo no era un enfermo del pulmón. Sin embargo, mi miedo de convertirme en un enfermo del pulmón como los demás del Vötterl fue, desde el instante en que tuve conciencia del hecho de que aquí sólo había en-fermos del pulmón, de lo más grande. Tenía que existir continuamente con ese miedo, me desperta-ba con ese miedo, me dormía con ese miedo. Por otra parte, me había aferrado una y otra vez a la competencia de los médicos, cosa de cuyo absurdo no me había convencido aún totalmente, al hecho de que no podía creer que los médicos me hubieran expuesto a sabiendas al peligro de enfermar del pulmón en el Vötterl. Así, me preocupaba casi inin-terrumpidamente la idea de si los médicos que me habían enviado a Grossgmain habían sido realmen-te tan atolodrados y, en el asunto de que se trataba, tan abyectos e irresponsables como, con mucha frecuencia, había tenido que creer, o no. Pero hab-ían sido tan irreflexivos e igualmente tan abyectos e irresponsables, como luego se demostró. En su aturdimiento y abyección e irresponsabilidad, hab-

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ían enviado realmente al joven ser que luchaba por la vida, al enviarlo a Grossgmain, no a la curación sino casi a la muerte, pero de eso no quiero hablar. Mi confianza en mí era mayor que mi desconfianza en los médicos, y por eso había podido pensar fir-memente, una y otra vez, que finalmente podría salir también un día incólume del Vötterl y mar-charme realmente sano a casa. El aire puro de la montaña, que también durante la noche podía en-trar a raudales por la ventana abierta, me había hecho bien. Los míos habían aparecido ya poco después de mi ingreso en el Vötterl y me habían dado lo necesario para mi estancia, incluidas algu-nas prendas de ropa y, entre ellas, las que eran de mi abuelo y yo había podido ponerme. Con las piernas flojas y una cabeza más inclinada a la náu-sea que a la lucidez, me había probado aquellas prendas delante de mi madre y me había vuelto luego otra vez a la cama. Después de haberse ido otra vez mi madre, me había sido posible observar desde mi cama, a través de la abierta puerta del armario, aquellas prendas dejadas por mi abuelo, que a mí me habían gustado en él y que ahora me pertenecían, y me había dedicado durante horas a prolongar ese placer. Los días en el Vötterl, a dife-rencia de los días en el hospital, en donde habían pasado muy rápidamente, eran muy largos, en la habitación el tiempo transcurría casi ininterrumpi-damente sin acontecimientos, llenado con conver-saciones al principio vacilantes, pero luego ya más detalladas, con mi compañero de enfermedad, del que había sabido poco a poco, de forma en definiti-va bastante brutal, toda la historia de su vida y, al final también, la historia de su enfermedad. En los

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primeros tiempos sin ninguna clase de lectura, pero luego, después de los primeros días, con la lectura que yo deseaba, traída de Salzburgo, empecé en Grossgmain a abrirme a la llamada literatura mun-dial, hasta entonces para mí cerrada, en aquella decisión que había madurado en mí en Grossgmain de repente, como quien dice de la noche a la ma-ñana, había procedido sin ninguna clase de receta y sólo les había pedido a los míos que me trajeran de los estantes de libros de mi abuelo, a Grossg-main, aquellos libros de los que sabía que, en la vida de mi abuelo, habían sido de primerísima im-portancia y que suponía que ahora podría com-prender. De esa forma conocí primero las obras más importantes de Shakespeare y Stifter, de Le-nau y Cervantes, sin que hoy pueda decir que en-tonces comprendiera realmente aquella literatura en toda su riqueza, pero la asimilé con agradecimiento y con la mayor disposición para comprender, y sa-qué provecho. Había leído a Montaigne y a Pascal y Péguy, los filósofos que luego me han acompa-ñado siempre y que han sido siempre importantes para mí. Y como es lógico a Schopenhauer, en cu-yo mundo y pensamiento, como es natural no en su filosofía, había sido iniciado ya por mi abuelo. Esas lecturas, continuadas a menudo hasta muy entrada la noche, fueron siempre motivo de discusiones con mi compañero de enfermedad, que a su manera y teniendo en cuenta sus circunstancias, había tenido una buena educación en lo relativo a la literatura y la filosofía, y más aún, naturalmente, al filosofar. Había tenido suerte con mi compañero de habita-ción. También, con el tiempo, había recuperado las ganas de leer periódicos, aunque esa lectura me

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había repelido siempre en seguida, lo que, sin em-bargo, no había podido impedir que finalmente, ca-da día de nuevo, volviera a leerlos, ya entonces había quedado totalmente a merced de ese meca-nismo que se repite diariamente y ahora, como sé, durante toda mi vida, el de procurarme y leer perió-dicos y ser repelido por ellos. Como mi abuelo, que exactamente igual que yo los había detestado du-rante toda su vida, yo también me había contagiado de esa enfermedad de los periódicos, que es incu-rable. Así, los días de Grossgmain se habían llena-do entre el leer libros y periódicos y el filosofar y luego otra vez con conversaciones diarias entre mi compañero de habitación y yo, pero como es natu-ral habíamos hablado ante todo de la enfermedad y la muerte, e incidentes repentinos e imprevistos en el Vötterl habían traído naturalmente, una y otra vez, algún cambio, llegadas, partidas, fallecimientos y las preguntas y respuestas *y prescripciones y normas de conducta relacionadas con los recono-cimientos y las radioscopias semanales. Si en ningún momento había podido eliminar mis dudas sobre mi auténtico estado morboso y seguía te-miendo también mirar al futuro, en el Vötterl había estado sin embargo protegido también, habiendo escapado, en fin de cuentas y, según me parecía, de la mejor forma posible, a la estancia en el hospi-tal de la ciudad, que seguía estando para mí muy lejana. De día había podido reprimir la pesadilla, pero por las noches no había podido sofocar sus imágenes, tanto más devastadoras, porque por las noches estaba a merced de ellas. A veces me des-pertaba gritando, como me había dicho mi compa-ñero de habitación. Este tuvo pronto la perspectiva

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de poder irse a casa, y se preparaba mediante una serie de libros especializados a reanudar sus estu-dios en la Escuela Técnica Superior de Viena. Ya el pasado otoño había sido arrancado a esos estudios y tratado en el hospital, primero en Viena, luego en Linz y finalmente en Salzburgo, y a finales de febre-ro lo habían traído a Grossgmain. Sus padres lo habían visitado regularmente. Según su descrip-ción, tenían una casa muy bonita situada en la lade-ra sur del Mönchsberg, su padre era un alto inge-niero de ferrocarriles, lo que todavía hoy no me dice nada. Había tenido lo que yo jamás había tenido, lo que se llama una vida familiar ordenada, a la que se había subordinado todo. A veces tenía yo la im-presión de estar en desventaja decisiva por el hecho de no haber tenido jamás ni haber conocido jamás tampoco esa vida familiar, pero sin embargo, una y otra vez, cuando lo pensaba bien, esa vida familiar me repelía. No la deseaba. Su enfermedad estaba tan poco exactamente definida como la mía, los médicos, también en su caso, habían hablado más de ella que comprobarla y aclararla. Sin em-bargo, no tenía una pleuresía, en general ninguna enfermedad que se manifestara en forma aguda, sino, según su calificación, algunas sombras sos-pechosas en el lóbulo inferior del pulmón izquierdo, que en las radiografías se habían visto una vez cla-ramente, pero luego no se habían visto en absoluto, sus estancias en el hospital habían sido, en resu-midas cuentas, sólo lo que se llama medidas pre-ventivas, más reclamadas por sus padres que por sus médicos. Incluso ahora, cuando había pensado ya en su pronta salida también de Grossgmain, había subido una vez al cuarto desde la sala de

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rayos con la observación de que las sombras esta-ban ahí, y luego otra vez con la contraria, de que las sombras no estaban ahí. Los médicos lo intran-quilizaban, pero él, y finalmente también sus pa-dres, hicieron finalmente todo lo posible para que pudiera volver a la vida y a sus estudios. Yo no du-daba, cuando lo observaba y, sobre todo, cuando lo oía hablar al respecto, de sus dotes para la espe-cialidad que había elegido, la arquitectura. Pero, como es natural, había habido siempre un límite, una y otra vez, para la comprensión entre él y yo. Cuando habíamos llegado a ese límite, habíamos interrumpido sencillamente nuestro diálogo y nos habíamos refugiado en nuestras lecturas, lo que quiere decir en lecturas diametralmente opuestas. Hacía ya tanto tiempo que yo había perdido la cos-tumbre de hablar con una persona joven, que hizo falta algún tiempo, unos días, para acomodarme al hecho de que, de repente, estaba otra vez con un joven, y además casi de la misma edad que yo, y cuando logré superar esa dificultad inicial, ya había ganado la partida. Finalmente había considerado a mi compañero de enfermedad como compañero ideal de cuarto, al fin y al cabo hubiera podido ser muy distinto. Un día, mi madre me había traído de la ciudad la partitura para piano que mi abuelo me había prometido. La flauta mágica. Ella sólo había podido conocer mi deseo por mi abuelo, porque yo no había expresado ese deseo en presencia de ninguna otra persona, como mi madre, me reveló ahora, mi abuelo había querido regalarme la partitu-ra de La flauta mágica por mi cumpleaños y ahora había ido ella a la librería Höllrigl y me había com-prado La flauta mágica, con retraso, había dicho en

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el instante en que había sacado la partitura de pia-no de la pequeña mochila con que había venido en el autobús hasta Grossgmain. La flauta mágica era, quizá también por ser la primera ópera que yo hab-ía oído, mi ópera favorita, y lo sigue siendo todavía hoy. Ahora tenía en las manos precisamente el ob-jeto que, anteriormente, me hubiera hecho feliz en grado máximo, pero que ahora, sin embargo, tenía que precipitarme en un estado de desesperación porque, entretanto, me habían quitado toda espe-ranza de volver a cantar jamás. No hice ningún in-tento de comprobar si seguía teniendo siquiera mi voz de cantante. La flauta mágica, partitura para piano fue en mis manos, por consiguiente, cualquier cosa menos la felicidad esperada, me había mos-trado otra vez de pronto mis límites, con horrible claridad, pero sólo por un tiempo brevísimo me hab-ía abandonado yo al sentimentalismo. Escondí la partitura para piano en el armario, no sin haberme ordenado a mí mismo, en aquella ocasión, no poner mis manos en ella durante tanto tiempo como me fuera posible. Mi madre, como recuerdo, venía a Grossgmain regularmente, un domingo sí y otro no, con su marido, mi tutor, y con mis hermanos, una y otra vez hacía a pie una vez, y realmente para aho-rrarse el billete, los dieciséis kilómetros, lo que sin embargo era para ella cada vez un esfuerzo exce-sivo, porque el camino era entonces todavía un camino de grava, y la subida agotaba pronto a cualquiera. Sin embargo, jamás había querido per-mitirse no acudir, porque sabía que yo la esperaba. Ahora era mi madre el ser humano que me estaba más próximo. En el fondo, en aquella época, siem-pre que ella se iba, sólo esperaba otra vez a que

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volviera. Las semanas, sin embargo, eran largas, y con el tiempo cada vez más difíciles de llenar con cambios. Entretanto, hacía tiempo que me había levantado y había explorado el interior del Hotel Vötterl, sus pasillos oscuros durante todo el día, probablemente por razones de economía y, por ello, no exentos de peligros, todos los llamados sa-lones sociales, en los que, naturalmente, nada re-cordaba ya el hecho de que el Vötterl había sido en otro tiempo un hotel apreciado, habían sido equipa-dos totalmente para su fin, ser una estación de sa-lud o final para seres enfermos del pulmón, y el olor de la enfermedad se había fijado en todas sus habi-taciones y hasta en sus paredes. Mi compañero de enfermedad, el estudiante de arquitectura, me hab-ía invitado un día por sorpresa a ir con él al pueblo; la aventura, de la que al principio yo había tenido miedo, tuvo éxito, una vuelta primero alrededor de la iglesia, y luego, al sentir curiosidad, por dentro de la iglesia, y un trecho aún en dirección a la frontera y regreso. El primer paso estaba dado, y en los días siguientes, siempre acompañado por mi compañero de habitación, había ampliado mis recorridos y de esa forma, poco a poco, conocido la belleza y el recogimiento del lugar y de su entorno inmediato. Era ahora principios de abril, y la observación deta-llada de la Naturaleza había traído un nuevo cam-bio en la monotonía de mi Grossgmain. Finalmente, después de haber sido dado de alta mi compañero de habitación y de haberme quedado desde enton-ces solo en mis paseos de reconocimiento, faltaban sólo unos días para la Pascua de Resurrección. Tuve el valor de atravesar la frontera de Baviera, sencillamente, unos cientos de metros más arriba

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del puente vigilado, salté el río y anduve un rato por la orilla alemana, volviendo luego por el mismo ca-mino. Ya al día siguiente, como ahora había com-probado lo fácil que era atravesar la llamada Fron-tera Verde, crucé la frontera por el mismo lugar y me alejé más y más, llegando finalmente hasta Rei-chenhall, distante cuatro o cinco kilómetros, y de esa forma visité por primera vez en mi vida la ciu-dad natal de mi abuela. Esos pases de frontera me habían recordado en seguida, naturalmente, los que había hecho en la época en que los míos esta-ban todavía en Traunstein, mientras yo iba al insti-tuto de Salzburgo. Ahora no tenía miedo de que me cogieran, me hubiera resultado completamente indi-ferente. Casi a diario crucé la frontera, porque los que llamaba mis paseos bávaros eran los más boni-tos y los más interesantes, y ni una sola vez me cogieron. Recuerdo que un día tuve incluso el valor de no pasar la frontera hasta las nueve de la noche y, por lo tanto, después de la cena, porque había averiguado que a las nueve y media, en el parque del balneario, iba a haber lo que se llamaba un concierto del balneario, y realmente escuché aquel concierto del balneario, hasta el final, y no estuve otra vez en el Vötterl hasta la medianoche, sin que nadie se diera cuenta. Aquella expedición sólo fue posible porque estaba solo en la habitación, y había descubierto los caminos que permitían salir del Vötterl totalmente inadvertido hacia las nueve e, igualmente inadvertido, volver a entrar en el Vötterl hacia las doce. Nada prueba mejor hasta qué punto me había recuperado ya en aquella época que esos paseos prolongados y esos pases de frontera, en definitiva siempre arriesgados. Poco a poco me

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habían suprimido los medicamentos, los reconoci-mientos habían mostrado una mejoría, continua-mente en progreso, de mi estado general, la aten-ción de los radiólogos, como es natural, se centraba en mis pulmones, en los que sin embargo, según los radiólogos, no podía apreciarse ningún signo de enfermedad. Mis dudas seguían existiendo, mi mie-do a enfermar realmente del pulmón había aumen-tado, al conocer mi entorno inmediato en el Vötterl. Ese miedo había quedado siempre también inex-presado entre los míos y yo y, también en ellos, sobre todo en lo que se refería a mi madre, se hab-ía reforzado. Contra ese miedo a la tuberculosis no había remedio. Por una parte, se sentían agradeci-dos por la posibilidad de que yo hubiera podido re-ponerme realmente aquí, en el Vötterl, respirar sa-lud, como lo había calificado mi madre, por cuenta del seguro de enfermedad, por otra no podían hacer caso omiso en sus mentes, como es natural, del temor de que aquella estancia en Grossgmain resultase ser un gran error y perjudicial para mi vi-da. En fin de cuentas, para todos nosotros, aunque habíamos tenido que pensar en ello, lo más sensa-to había sido no hablar de ello. Aquel lugar idílico en que yo, desgraciadamente como enfermo y no como hombre sano, había vivido en aquella época, sin poder disfrutar de las ventajas de aquella co-marca protectoramente rodeada de montañas ni aprovechar aquella Naturaleza todavía totalmente intacta en aquel lugar, en todos los aspectos, tenía en su centro, como es natural oculto al público en lo posible y por todos los medios, lo mismo que todo lugar idílico, su reverso, su contradicción, su Boca del Infierno. Quien miraba dentro de aquella Boca

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del Infierno, tenía que guardarse de no perder mor-talmente el equilibrio. Por lo que a mí se refiere, sin embargo, aquí, en el Vötterl, después de haber atravesado el infierno del hospital regional de Salz-burgo, no estaba ya expuesto a ese peligro mortal. Sencillamente, había pasado en efecto lo peor, y mis recursos eran ya numerosos. Desde hacía tiempo, las iniciativas surgían de mi mente. La bi-blioteca de mi habitación había crecido hasta varias docenas de libros, había leído Hambre de Knut Hamsun, El adolescente de Dostoyevski y Las afi-nidades electivas y, como mi abuelo, que lo había practicado toda su vida, había tomado notas de mis lecturas. Al intento de llevar un diario había renun-ciado en seguida otra vez. Hubiera podido estable-cer contacto en el Vötterl con todas las gentes ima-ginables, pero no había deseado ningún contacto, el trato con mis libros y mis prolongadas expedicio-nes por los anchos y, en gran parte, todavía inex-plorados continentes de mi fantasía me habían bas-tado. Apenas me había levantado y había cumplido a conciencia, como todas las mañanas desde hacía meses, la prescripción de tomarme la temperatura, estaba ya en compañía de mis libros, mis amigos más íntimos e inseparables. Sólo en Grossgmain había llegado a la lectura, de pronto y de forma de-cisiva para mi vida ulterior. Ese descubrimiento, que la literatura puede ofrecer la solución matemática de la vida y, en todo instante, también de la propia existencia, si se pone en marcha y se practica co-mo una matemática, o sea, con el tiempo, como un arte matemático bastante alto y, finalmente, como el más alto, que sólo podemos calificar de lectura cuando lo dominamos por completo, sólo lo había

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podido hacer después de la muerte de mi abuelo, ese pensamiento y ese conocimiento se los debía a su muerte. Así pues, me había hecho los días útiles e instructivos, y pasaban también más rápidamente. Con la lectura pude atravesar los abismos abiertos también aquí en todo momento, y salvarme de los estados de ánimo inclinados sólo a la destrucción. Los domingos tenía visita y estaba entonces en compañía de aquellas personas que esperaban mi regreso y mi salud tanto como los temían, porque ese regreso, así habían tenido que pensar, como es natural, tenía que conducir a una catástrofe reno-vada en su existencia, totalmente destruida por los acontecimientos y sucesos de los últimos meses. Para ellos había sido evidente que yo tendría que dedicar ahora toda mi atención más al comerciante que había en mí que al cantante, o sea, en cual-quier caso a la profesión de comerciante y no a la música, e intentaban ininterrumpidamente, durante sus visitas a Grossgmain, de forma directa o indire-cta, dirigirme hacia el comerciante y apartarme del cantante, como es natural, tenía que haberles pare-cido evidente que con mis pulmones quedaba ex-cluida una carrera de cantante, de forma que co-menzaban a apostarlo todo otra vez a mis talentos comerciales y a las posibilidades mayores y más lucrativas, como habían creído siempre, del comer-ciante. Tan pronto como fuera posible, en seguida, en cuanto volviera de Grossgmain a casa y, por consiguiente, estuviera sano de nuevo, había escu-chado una y otra vez, debía presentarme al llamado examen de dependiente de comercio, al que al fin y al cabo estaba admitido desde hacía tiempo, y ter-minar como era debido mi aprendizaje. Cuando ese

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aprendizaje haya terminado, nos quitaremos un peso de encima, debían de haber pensado con razón, y sus intentos, ahora incesantes, de empu-jarme a la profesión de comerciante no había que tomarlos a mal. Sin embargo, por mi parte, no tenía ya ningún interés en la profesión de comerciante, había estado dispuesto a pasar el examen de de-pendiente de comercio, pero nada más. Estaba dis-puesto a volver a mi trabajo con Podlaha, pero no pensaba ya, ni de muy lejos, en hacerme comer-ciante, eso, en el fondo, no lo había pensado jamás, eso no fue jamás para mí un pensamiento serio, porque el que me hubiera marchado del insti-tuto y luego, durante años, hubiera trabajado para Podlaha como aprendiz no había sido algo inspira-do, jamás, por el pensamiento de convertirme en comerciante, para eso hubiera tenido que tomar un camino muy distinto, mi acto, mi revolución, los habían comprendido los míos radicalmente mal, naturalmente, y ahora se aferraban al hecho de que había sido aprendiz con Podlaha. El descubrimiento de que todavía no se habían retractado de su error, al contrario de que todavía ahora, como me pare-ció, lo aprovecharan desvergonzadamente, me re-pelió. El problema de qué debía ser de mí cuando recobrara la salud, y, por consiguiente, de qué sería de mí, no era en absoluto, desde mi punto de vista, su problema, sino exclusivamente mi problema. Yo no había querido ser nada y, naturalmente, jamás tener una profesión, sólo había querido ser siempre yo. Eso, sin embargo, precisamente con esa senci-llez y, al mismo tiempo, brutalidad, no lo habían comprendido nunca. En Pascua de Resurrección vino mi madre con mis hermanos, los últimos días

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de Grossgmain habían comenzado. Recuerdo que, desde un balcón situado en el primer piso del Vötterl, en compañía de mi madre y mis hermanos, había observado varias bandas de música que pa-saban bajo ese balcón, nunca había podido sufrir desfiles de esa clase y también la música de esas bandas me había molestado y herido siempre más de lo que había podido atraerme, lo mismo que, al fin y al cabo, durante toda mi vida, he sido enemigo de toda clase de desfiles y de marchas. Por mis hermanos, probablemente, porque sencillamente había que complacer su deseo de ver esas bandas de música que pasaban por debajo, habíamos sali-do al balcón y habíamos mirado hacia abajo, a mí, el desfile de esas bandas de música, de esos cien-tos de hombres con sus uniformes que pasaban por trajes regionales, hombres que, estúpidamente y como enloquecidos, golpeaban sus instrumentos de percusión y, de forma igualmente estúpida y como embrutecidos, soplaban sus instrumentos de viento, me recordó inmediatamente la pasada guerra, yo había odiado ya siempre todo lo militar, y por consi-guiente, como es natural, tenía que sentirme repeli-do por aquel desfile pascual de tropas, y precisa-mente había destestado siempre profundamente esos pretenciosos desfiles rurales. Al pueblo, sin embargo, le gustan esos desfiles más que nada, y se apresura a ir en tropel a esos desfiles, siempre se ha sentido atraído, en todas las épocas, por lo militar y por la brutalidad militar, y la perversidad en esa esfera es en los países alpinos, donde la estu-pidez se ha hecho pasar siempre por diversión, in-cluso por arte, una perversidad máxima. Apenas había pasado la última banda de música y había

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quedado satisfecha la curiosidad de mis hermanos, mi madre me había hecho una confidencia, in-formándome de una operación que iban a hacerle ya en los próximos días. Se veía obligada a ir ma-ñana ya al hospital, la fecha no se podía aplazar, ella misma me había hablado de una dolencia can-cerosa. La fiesta de Pascua había terminado, mi madre y mis hermanos volvieron a Salzburgo poco después del desfile de bandas de música y trajes regionales, dejándome en un estado de profunda depresión. Cuando llegué a mi casa, a un piso, co-mo recuerdo, frío y sin nadie y totalmente abando-nado, en el que podía verse por todos los rincones la catástrofe que se había abatido sobre nosotros, hacía ya tiempo que mi madre había sufrido su ope-ración. Ella ya había tenido conocimiento de su en-fermedad dos semanas antes de que me hablase de ella, así pues, me había visitado más de una vez en Grossgmain sin haber tenido valor para decirme esa verdad. Cuando llegué a casa, en el autobús, los míos estaban en el hospital con mi madre. Yo mismo había traído de Grossgmain otra noticia po-co agradable con la que, sin embargo, no había querido enfrentar en seguida a los míos: después de todo, mis pulmones se habían visto afectados al final de mi estancia en Grossgmain, el radiólogo había descubierto lo que se llama una infiltración en el lóbulo inferior del pulmón derecho, y el internista de Grossgmain había confirmado su descubrimien-to. Mi temor se había confirmado, en Grossgmain había enfermado de repente del pulmón. El mismo día en que salí de Grossgmain visité a mi madre en el hospital regional. Ella había soportado bien la operación. Pero el médico no nos había dado nin-

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guna esperanza. Durante días enteros estuve pri-mero sentado en el cuarto del abuelo y luego an-dando de un lado para otro por la ciudad, como puede imaginarse, en medio de la mayor desespe-ración. No había querido ver a nadie, y por consi-guiente no había visitado a nadie. Dos semanas después de salir de Grossgmain, el seguro de en-fermedad me había enviado un, así llamado, boletín de hospitalización en el sanatorio de Grafenhof. Con el billete de ferrocarril que venía cosido a ese boletín de hospitalización, había podido emprender el viaje.

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Libro cuatro

El frío

Un aislamiento

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Toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma.

Novalis

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Con la, así llamada, sombra de mi pulmón había caído otra vez una sombra sobre mi existen-cia. Grafenhof era una palabra aterradora, allí impe-raban absolutamente y con plena inmunidad el Jefe y su Ayudante y el ayudante de su Ayudante, así como las condiciones, espantosas para un joven como yo, de un establecimiento público para en-fermos del pulmón. Buscando ayuda, no me enfren-taba aquí, sin embargo, más que con la falta de esperanza, eso habían mostrado ya los primeros momentos, las primeras horas, todavía más insóli-tamente los primeros días. El estado de los pacien-tes no mejoraba, empeoraba con el tiempo, y tam-bién el mío, temía, tendría que seguir exactamente el mismo camino de los ingresados antes que yo en Grafenhof, en cuyo rostro no podía leer más que la desesperación de su estado, en los que no podía estudiar más que la degeneración. Al dirigirme por primera vez a la capilla, en la que se celebraba di-ariamente una misa, había podido leer una docena de esquelas en las paredes, textos lacónicos sobre los fallecidos en las últimas semanas, los cuales, como pensé, habían recorrido, exactamente como yo, aquellos pasillos altos y fríos. Con sus batas raídas de la posguerra, sus zapatillas de fieltro gas-tadas y los cuellos de sus camisones sucios, pasa-ban con sus cuadros de temperaturas bajo el brazo, por delante de mí, uno tras otro, dirigiéndome rece-losamente sus miradas, y su meta era la galería de reposo, un mirador de madera semiderruido al aire libre, adosado al edificio principal y que daba sobre el Heukareck, la montaña de dos mil metros de altu-ra que, durante cuatro meses, proyectaba ininte-rrumpidamente su sombra de kilómetros de longitud

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sobre el valle de Schwarzach situado bajo el sana-torio, valle en el que, en esos cuatro meses, no sal-ía el sol. Qué horror más infame imaginó aquí el Creador, había pensado yo, qué forma más repulsi-va de miseria humana. Al pasar, aquellos seres, expulsados indudablemente de forma definitiva de la sociedad humana, repulsivos, miserables y como heridos en un orgullo sagrado, iban desenroscando sus pardas botellas de cristal para escupir y escup-ían dentro, con una solemnidad pérfida, extraían por todas partes, sin vergüenza y con un arte refi-nado que era sólo suyo, los esputos de sus pulmo-nes carcomidos, escupiéndolos en sus botellas de escupir. Los pasillos estaban llenos de aquel so-lemne extraer de docenas y docenas de lóbulos pulmonares corroídos y de aquel arrastrar de zapa-tillas de fieltro por el linóleo embebido en fenol. Se desarrollaba aquí una procesión, que terminaba en la galería de reposo, con una solemnidad como hasta entonces sólo había constatado en los entie-rros católicos, y cada uno de los participantes en aquella procesión llevaba ante sí su propio ostenso-rio: la parda botella de cristal para escupir. Cuando el último había llegado a la galería de reposo y se había instalado allí en la larga fila de camas de ba-rrotes oxidados, cuando todos aquellos cuerpos hacía tiempo deformados por la enfermedad, con sus largas narices y sus grandes orejas, con sus largos brazos y sus piernas torcidas, y con su olor penetrante y podrido, se habían envuelto en aque-llas mantas gastadas, grises, que olían a humedad y no calentaban ya en absoluto, y a las que sólo podía llamar cobertores, reinaba la calma. Todavía estaba yo allí de pie, en un rincón, desde el que

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podía verlo todo con la mayor claridad, pero en el que apenas podían descubrirme, como observador de una monstruosidad nueva para mí, sí, de una indignidad absoluta, que era sólo repulsiva, la feal-dad y la brutalidad elevadas a la máxima potencia, y sin embargo en aquel momento era ya uno de ellos; también yo tenía, en efecto, la botella de es-cupir en la mano, el cuadro de temperaturas bajo el brazo, también yo iba camino de la galería de repo-so. Espantado, buscaba, en la larga fila de las ca-mas de barrotes, la mía, la tercera empezando por el final, entre dos ancianos silenciosos, que durante horas yacían como muertos en sus camas, hasta que de pronto se incorporaban y escupían en sus botellas de escupir. Todos los enfermos producían esputos ininterrumpidamente, la mayoría en gran-des cantidades, muchos de ellos no tenían sólo una sino varias botellas de escupir al lado, como si no tuvieran tarea más urgente que producir esputos, como si se animasen mutuamente a una produc-ción cada vez mayor de esputos, todos los días se celebraba aquí una competición, eso parecía, en la que, por la noche, se llevaba la victoria el que había escupido más concentradamente y en mayor canti-dad en su botella de escupir. Tampoco de mí hab-ían esperado los médicos otra cosa que mi partici-pación al momento en aquella competición, pero me esforzaba en vano, no producía ningún esputo, no hacía más que escupir, pero mi botella de escu-pir permanecía vacía. Durante días enteros había intentado escupir algo en la botella, pero no lo con-seguía, tenía la garganta totalmente irritada ya por mis desesperados intentos de escupir, y pronto me dolió como si tuviera un enfriamiento espantoso,

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pero no producía ni la más mínima cantidad de es-puto. Sin embargo, ¿no había recibido la orden médica superior de producir esputos? El laboratorio esperaba, mis esputos, todos en Grafenhof parec-ían esperar mis esputos, pero yo no los tenía; en definitiva, tenía la voluntad de producir esputos, nada más que esa voluntad, y me ejercitaba en el arte de escupir, estudiando y probando por mí mis-mo todos los tipos de expectoración que veía a mi lado, detrás y delante de mí, pero no lograba nada, salvo unos dolores de garganta cada vez mayores; toda mi caja torácica parecía inflamada. Al contem-plar mi botella de escupir vacía, tenía la opresiva sensación de fracasar, y me excitaba cada vez más a una voluntad absoluta de expectoración, a una histeria expectorativa. Mis lamentables intentos de producir expectoración no pasaban inadvertidos, al contrario, tenía la impresión de que la atención en-tera de todos los pacientes se concentraba en esos intentos míos de producir expectoración. Cuanto más me excitaba en mi histeria de expectoración, tanto más se exacerbaba aquel castigo de la obser-vación por parte de mis compañeros de enferme-dad, ellos me castigaban incesantemente con sus miradas y con un arte de la expectoración tanto mayor, al mostrarme en todos los extremos y rinco-nes cómo se escupe, cómo se excita a los lóbulos pulmonares para extraerles la expectoración, como si desde hacía años ya tocaran un instrumento que se hubiera convertido en suyo propio con el paso del tiempo, sus pulmones, tocaban sus lóbulos pulmonares como un instrumento de cuerda, con virtuosismo sin igual. Aquí yo no tenía ninguna pro-babilidad, aquella orquesta estaba internamente

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afinada de una manera avergonzante, habían lleva-do tan lejos su maestría que hubiera sido absurdo creer que podría tocar con ellos, ya podía tensar y pulsar mis lóbulos pulmonares tanto como quisiera, que sus miradas diabólicas, su recelo pérfido y su risa maligna me mostraban incesantemente mi carácter de aficionado, mi incapacidad, mi indigna falta de arte. Los campeones de la especialidad tenían tres o cuatro botellas de expectoración a su lado; mi botella estaba vacía, la desenroscaba una y otra vez desesperado y la volvía a enroscar con decepción. ¡Tenía que escupir! Todos me lo exig-ían. En definitiva, utilicé la fuerza, me produje acce-sos de tos intensos bastante largos, cada vez más accesos de tos, hasta que finalmente conseguí la maestría en la producción artificial de accesos de tos, y escupí. Escupí en la botella y me precipité con ella al laboratorio. Era inutilizable. Al cabo de tres o cuatro días más, había torturado tanto mis pulmones que, realmente, sacaba tosiendo de mis pulmones una expectoración utilizable, y poco a poco llenaba mi botella hasta la mitad. Seguía sien-do un aficionado, pero hacía concebir esperanzas, aceptaron el contenido de mi botella, aunque no sin contemplarlo antes a contraluz con desconfianza. Yo estaba enfermo del pulmón, por lo tanto, ¡tenía que escupir! Sin embargo, no daba positivo, y no podía sentirme miembro de pleno derecho de aque-lla conjura. El desprecio me afectaba profundamen-te. Todos eran contagiosos, es decir, daban positi-vo, yo no. Otra vez, y luego un día sí y otro no, me exigían esputos, yo tenía ya la rutina, mis lóbulos pulmonares se habían acostumbrado al martirio, ahora producía esputos con seguridad, media bote-

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lla por la mañana, media por la tarde, el laboratorio estaba contento. Pero seguía dando negativo. Al principio, me pareció, sólo los médicos estaban de-cepcionados, pero finalmente yo mismo. ¡Algo no iba bien! ¿No podía ser como los otros? ¿Dar posi-tivo? Al cabo de cinco semanas lo conseguí, y el resultado fue: positivo. De pronto era miembro de la comunidad. Mi tuberculosis pulmonar abierta que-daba confirmada. El contento se extendió entre mis compañeros de enfermedad, y también yo estaba contento. No me daba cuenta en absoluto de la perversión de aquel estado. La satisfacción se veía en los rostros, los médicos se habían tranquilizado. Ahora se tomarían las medidas apropiadas. Nada de operaciones, naturalmente, una medicación. Quizá también un neumo. O una cáustica. Se con-sideraron todas las posibilidades. Una plástica no la exigía mi estado, no tenía que temer que me quita-ran todas las costillas del lado derecho de la caja torácica y me cortaran todo el pulmón. Primero se hace un neumo, pensé. Si el neumo no basta, viene la cáustica. Y a la cáustica sigue la plástica. Al fin y al cabo, ahora había alcanzado un alto grado en la ciencia de las enfermedades pulmonares, estaba informado. Se empezaba siempre por el neumo. Diariamente había docenas esperando que los lle-naran de aire. Era cosa de rutina, como pude ver; todos eran conectados una y otra vez a unos tubos, les pinchaban, algo cotidiano. Comenzarían por un tratamiento con estreptomicina, pensé. Realmente, el hecho de que diera positivo había sido acogido con satisfacción por mis compañeros de enferme-dad. Habían conseguido lo que querían: nada de extraños. Ahora era digno de estar entre ellos.

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Aunque sólo había recibido las órdenes menores, era sin embargo, en cierto modo, su igual. De re-pente tenía como ellos mejillas hundidas, la nariz larga, grandes orejas, el vientre hinchado. Yo per-tenecía a la categoría de los demacrados y no a la de los hinchados. Al principio, los enfermos del pulmón están demacrados, luego hinchados, luego otra vez demacrados. La enfermedad va de la de-macración a la demacración pasando por la hin-chazón. Cuando sobreviene la muerte, todos están ya completamente demacrados. Yo llevaba ya muy hábilmente el traje del establecimiento, arrastraba los pies como ellos, con mis zapatillas de fieltro, por los pasillos, incluso tosía de repente donde estuvie-ra, sin vergüenza ni miramientos, daba igual que estuviera solo o no, y me descubría a mí mismo en tantos abandonos e incorrecciones y hasta cosas imposibles, que poco antes me hubieran llamado la atención en los otros como absolutamente inacep-tables y repugnantes. Ya que estaba allí, quería pertenecer a aquella comunidad, aunque se tratase de la comunidad más horrible y espantosa que quepa imaginar. ¿Tenía otra elección? ¿No era lógico que hubiera ido a parar allí? ¿No había esta-do toda mi vida anterior construida hacia aquel Gra-fenhof? ¡Yo también era una víctima de la guerra! Me hundía, y no había escatimado medios para ese hundimiento. Aquí se moría y nada más, y yo me preparaba para ello, no era una excepción. Lo que tres o cuatro semanas antes había considerado aún imposible, lo había conseguido: ser como ellos. Pe-ro ¿era eso verdad? Reprimí esos pensamientos y me preparé para la comunidad de la muerte, lo hab-ía perdido todo menos el estar aquí. No tenía otra

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opción que renunciar a mí por ese deber dominan-te, renunciar por completo por el hecho de ser un enfermo del pulmón, con todas las consecuencias, sin posibilidad de retroceso. Tenía una cama en el dormitorio, un armario en el pasillo, otra cama en la galería de reposo, un sitio en el comedor. No tenía nada más, si prescindía de los recuerdos. Ansio-samente miraba a mi alrededor buscando algún compañero de sufrimiento al que hubiera podido abrirme, pero no encontré ninguno, por lo menos en las primeras semanas. No hubiera tenido el menor sentido defenderse contra aquella evolución natu-ral; sencillamente, tenía que aceptar el color gris que aquí reinaba, para poder soportarlo, hacerme igual. Cuando llegaba alguien nuevo, observaba su evolución tan recelosamente como mis predeceso-res habían observado mi evolución, con la insisten-cia fría y sin escrúpulos de la víctima que no tolera privilegios. Cómo se convierte un ser humano en una criatura indigna, que no puede reconocerse ya como ser humano. Ahora tenía la posibilidad, eso pensaba, de contagiar a los sanos, un poder del que están dotados desde siempre todos los enfer-mos de pulmón, todos los portadores de enferme-dades contagiosas, el mismo poder que hasta en-tonces había aborrecido en todos los que, con sus miradas, con su bajeza, con su alegría por el mal ajeno, me habían acosado y perseguido. ¡Ahora yo también podía toser y suponer que aniquilaba una existencia! ¿No pensaba exactamente igual que ellos? De pronto odiaba todo lo que era sano. Mi odio se orientó en un momento a todo lo que estaba fuera de Grafenhof, a todo lo que había en el mun-do, hasta a mi propia familia. Pero ese odio se ex-

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tinguió pronto, porque aquí no tenía alimento, aquí todo estaba enfermo, separado de la vida, excluido, concentrado en la muerte, orientado a ella. Cin-cuenta años antes, sin titubear, todos hubieran di-cho: marcado por la muerte. El mundo exterior se había alejado hacía tiempo, no era perceptible ya en absoluto, lo que ocurría dentro de aquellos mu-ros era algo tan decrépito que sólo podía conside-rarse ya como una baja mentira, noticias escasas y sin efecto. Continentes enteros hubieran podido explotar; aquí, donde reinaba la escupidera, eso no hubiera despertado ningún interés. Todo se con-centraba en la producción de esputos, en un inspi-rar y espirar torturantes y al mismo tiempo artísti-cos, en el miedo a la terapia, el miedo a la opera-ción, el miedo a la muerte cotidianos. Y cómo se congraciaban con los médicos, sobre todo con el Jefe. En ese aspecto yo no tenía ninguna probabili-dad, un delgado aprendiz de comercio, con el rostro lleno de granos, un anónimo de dieciocho años sin la menor fama, desprovisto de toda recomendación, hospitalizado por el seguro de enfermedad regional y llegado con un equipaje que sólo había merecido el mayor desprecio: una vieja maleta de cartón de la guerra, dos pantalones americanos baratos y gastados, dos camisas de soldado muy lavadas, calcetines zurcidos, y en los pies zapatillas de de-porte destrozadas. La chaqueta regional de mi abuelo había sido mi prenda de gala, y no debo olvidar la trascripción para piano de la Flauta mági-ca y de la Creación de Haydn. Una ojeada bastó para que me instalaran en la menos considerada de todas las salas, la mayor del ala norte, con sus do-ce camas, en las que se encontraban los que to-

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davía hoy se califican de desheredados: peones, aprendices. En aquella sala, sin embargo, estaba un supuesto doctor en Derecho, que pasaba por haber caído muy bajo. Sólo poco a poco me expli-qué que estuviera allí. Cada uno tenía un armario en el pasillo, y al final de éste había dos retretes para unos ochenta hombres y un solo cuarto de baño, y cualquiera puede imaginarse las apreturas por la mañana, cuando los ochenta, casi al mismo tiempo, se precipitaban a los retretes y al cuarto de baño; reinaba el caos, pero el hombre se acostum-bra con asombrosa rapidez a hechos de esa natu-raleza si se repiten diariamente, necesita tres o cuatro días, y entonces conoce el mecanismo, no tiene opción, se somete, colabora, no llama ya la atención. El individualista es descubierto y matado lentamente. Como cerdos en el comedero se apre-taban los enfermos contra las conducciones del agua del cuarto de baño, y los más fuertes recha-zaban sencillamente a los más débiles, los grifos del agua estaban cada mañana, una y otra vez, en posesión de las mismas personas, pisotones, gol-pes en partes blandas dejaban libre el camino, al momento, a aquellos fanáticos del cuarto de baño; los enfermos del pulmón desarrollan, en caso de necesidad, unas fuerzas físicas inquietantes. El miedo a la muerte los fortalece, convierte la brutali-dad en principio; el excluido, el candidato a la muer-te, no tiene nada que perder. Les importaba más refrescar que limpiar el cuerpo. Muchos no entra-ban en el cuarto de baño más que una vez por se-mana, otros más raramente aún, naturalmente an-tes de los reconocimientos, porque allí tenían que presentarse limpios, pero la limpieza es, como todo

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lo demás, un concepto relativo. El olor de las salas y de todo el sanatorio no estaba hecho para hom-bres delicados, y era el que correspondía al gris que reinaba. Por eso las batas de médico, blancas como la nieve, resultaban tanto más llamativas. La visita médica era a las nueve, el triunvirato médico aparecía en la entrada de la galería de reposo, y las cabezas de los pacientes, que habían estado alza-das, caían automáticamente hacia atrás, la tabla de reposo quedaba inmóvil. Con las manos en jarras, el Jefe decidía las terapias y ordenaba los medica-mentos, yendo de cama en cama. A veces se incli-naba hacia adelante y daba golpecitos a algún pa-ciente en el pecho, la vista de un cuadro de tempe-raturas provocaba en él muy a menudo una carca-jada que llenaba el valle. Con sus distinguidos co-legas sólo conversaba en murmullos. Con mucho más de setenta años, rechoncho, grasiento, tenía un severo porte militar y consideraba también a los enfermos como soldados rasos, a los que podía tratar como quisiera. Aquí había sido ya Jefe duran-te la guerra y, aunque nacionalsocialista, no lo hab-ían mandado al diablo al terminar la guerra, proba-blemente porque no había ningún sustituto. De aquel hombre no podía esperar nada, había pensa-do yo desde el primer momento, y mi primera im-presión se había confirmado cada día más. En fin de cuentas, estuve durante años a la merced de aquel hombre estúpido, vil en el sentido más autén-tico de la palabra. Sus ayudantes le obedecían sin condiciones, no hubiera podido desear mejores es-birros. El Ayudante y el Segundo no eran más que receptores de órdenes de un hombre pérfido, que consideraba el sanatorio como un establecimiento

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penitenciario y lo dirigía también como un estable-cimiento penitenciario. Yo no confiaba en aquel hombre, aunque, como es natural también, en las primeras semanas aquí no había estado aún en condiciones de juzgar sus conocimientos médicos, por no hablar de evaluarlos correctamente. Sin em-bargo, demasiado pronto se revelaría lo que había que pensar del carácter y del arte médico del Jefe, pero eso se explicará por sí solo en el curso de este relato. Desde el principio, había intentado tener una conversación con el Jefe, pero todos aquellos inten-tos realmente desesperados por mi parte los había ahogado inmediatamente en la cuna aquel médico y director; sólo exigía que yo escupiera, y estaba irritado porque, durante semanas, no se me pudo sacar ningún esputo. El era un personaje desgra-ciado que había errado su profesión y que además, por las circunstancias de la vida, había sido trasla-dado a una comarca inculta, fría y embrutecedora, en la que tuvo que degenerar y, como es natural, ser finalmente destruido. También aquellos médicos me resultaban siniestros, como los que había cono-cido ya antes de ellos; desconfiaba profundamente y, según creo, con razón. Todo lo que había en ellos lo observaba yo con la mayor penetración po-sible, con una atención absoluta, de forma que no se me escapaban, no había huida para ellos. Desde el principio me resultó evidente que tenía que vérmelas con ejemplares primitivos de su gremio, pero tuve que esperar. A mi triunvirato le faltaba casi todo lo que puede pedirse a un médico, no sólo no podía esperar nada de ellos, sino que tenía que estar también, ése fue mi pensamiento, ininterrum-pidamente en guardia contra ellos, no sabía natu-

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ralmente a cuántos tenían ya sobre la conciencia, y me prescribí vigilancia, la mayor atención, la máxi-ma reserva. Por joven que fuera aún, era también un escéptico de formación sólida, hecho a todo y siempre a lo peor. Esa virtud la considero todavía hoy como mi mayor virtud. El paciente tiene que depender sólo de sí mismo, eso lo sabía, de fuera no tenía casi nada que esperar, tenía que adies-trarse sobre todo en rechazar, en impedir, en frus-trar. Mi abuelo, mi filósofo particular, me había dado las bases para ello. Desconfié y recuperé la salud, puedo decirlo. Pero faltaba un largo trecho hasta allí. El enfermo tiene que tomar el sufrimiento en sus propias manos y, sobre todo, en su propia ca-beza, en contra de los médicos, ésa es mi expe-riencia. Aún no lo sabía, pero actuaba en ese senti-do. Confiaba en mí y en nada más, cuanto mayor era mi desconfianza hacia los médicos, tanto mayor era mi confianza en mí mismo. No hay otro medio, si quiero vencer una enfermedad grave, es decir, una enfermedad mortal, escapar a esa enfermedad grave y mortal. Pero ¿lo quería en aquellas sema-nas? ¿No me había unido a aquella conspiración de Grafenhof, no me había dejado caer totalmente en sus más profundas profundidades? No es extrava-gante afirmar que, en esas semanas, estaba ena-morado de aquella falta de esperanza mía y de la falta de esperanza en general, posiblemente la amaba incluso con locura. No sólo aceptaba aquel estado, sino que, como otros cientos de millones en el mundo, como correspondía a la época, me había aferrado lógicamente y al cien por cien a la falta de esperanza, me había aferrado al espanto, a la falta de esperanza de la posguerra, al espanto de la

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posguerra. Aquí, en medio de las condiciones de la disolución, con el requisito previo de un fin próximo y tangible, me sentía igual a cientos de miles y mi-llones, totalmente preparado para ello de forma lógica y, como tenía que comprender ahora, absor-bido. Por qué precisamente yo, a diferencia de mi-llones de otros que murieron en la guerra y, des-pués de la guerra como consecuencia de la guerra, hubiera tenido derecho a escapar; efectivamente, había creído haber escapado por lo que se llama unas circunstancias afortunadas, pero ahora, sin embargo, aquello me había descubierto en mi rincón, en nuestro rincón, me había alcanzado, descubierto e incorporado a él, el fin de la vida. Yo aceptaba ese hecho y obraba en consecuencia. De repente, no me defendía ya de ello, no me rebelaba ya contra ello, no pensaba en engañar a la nueva infelicidad. Obedeciendo a una lógica pasmosa-mente clara, me había doblegado y renunciado y sometido. Aquí, donde los hombres, de forma con-secuente después de las atrocidades de la guerra, al fin y al cabo destinadas a ellos, tenían que extin-guirse, tenían que renunciar tenían que cesar, co-mo tenía yo que pensar, estaba mi puesto, no en la rebelión, no en la protesta, mi puesto estaba en la sociedad que se extinguía, que se iba. Me sumí en ese pensamiento, para mí, súbitamente, en absolu-to absurdo, y llegué a la conclusión: ¡quiero estar aquí! ¿En dónde si no? Y seguí la cronología de la extinción y del infierno. Había aceptado la miseria humana y no quería que me la quitaran ya, ¡por nada ni por nadie! Me había deshecho del horror y del odio hacia Grafenhof y hacia las circunstancias de Grafenhof, del odio a la enfermedad y la muerte,

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hacia la llamada injusticia. No era el aquí lo que odiaba, ¡odiaba el allí, el allá, el afuera, todo lo de-más! Pero ese odio tenía que agotarse pronto, por-que no era rentable. El odio absurdo resultó de pronto imposible. Era demasiado claro, demasiado justo lo que me esperaba según las leyes que la sociedad, de acuerdo con la Naturaleza misma, se había dado. ¿Por qué precisamente yo, el más sin sentido, el más superfluo, el de menos valor de la Historia, tenía que creer o, aunque sólo fuera por un momento, podía pretender ser la excepción a la regla, escapar a lo que millones, sencillamente, no habían escapado? Ahora, ése era mi pensamiento, tenía que recorrer un camino directo a través del infierno y hacia la muerte. Me había resignado a ello. Durante muchísimo tiempo me había rebelado contra ello, pero ahora no me rebelaba ya, me so-metía. ¿Qué me había pasado? Me había entrega-do a una lógica, que tenía que considerar como la adecuada y única para mí, y ahora tenía que existir. Pero esa lógica la había cambiado inmediatamente por la lógica opuesta, de repente volvía a conside-rarlo todo un cien por cien al revés. Mi punto de vista había cambiado en todo. ¡Me rebelaba más violentamente que nunca contra Grafenhof y sus leyes, contra lo inevitable! Había cambiado otra vez mi punto de vista de la forma más radical, ahora volvía a vivir al cien por cien, ahora quería volver a vivir al cien por cien, tener mi existencia, costase lo que costase. No comprendía ya al que había sido doce horas antes, al que había pensado precisa-mente lo contrario de lo que ahora era mi opinión y mi punto de vista. ¿Cómo había podido llegar a re-nunciar? ¿a someterme? ¿a entregarme sencilla-

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mente a la muerte? Una vez más, había sacado conclusiones totalmente falsas. Sin embargo, así pensaba, había actuado totalmente en mi sentido, así era y así es mi forma de ser, y así será, había pensado. De repente, lo que miraba, contemplaba, observaba más penetrantemente que nunca a mi alrededor tenía otra vez sus rasgos horribles, repul-sivos. No tenía mi puesto entre aquellos hombres, sencillamente no era como ellos, aquellas circuns-tancias no eran las mías y, sencillamente, no pod-ían ser las mías. De pronto, todo lo pensado en los Últimos días y emprendido sobre esa base era ridí-culo, absurdo, un error. ¿Cómo podía creer tener mi puesto allí donde la podredumbre y la absoluta falta de esperanza estrangulaban el alma, mataban len-tamente el cerebro? Probablemente me resultaba más fácil dejarme caer sencillamente que rebelar-me, estar en contra, así de simple es la verdad. A menudo cedemos, a menudo renunciamos, por ra-zones de comodidad. Pero al precio de la vida, de la existencia entera, de la que, al fin y al cabo, no podía saber cuánto valía en el fondo y quizá valdría aún, aunque sé que cavilar al respecto no tiene sentido, porque al final de esas cavilaciones triunfa la falta de sentido, la absoluta falta de valor, con independencia de ello. La cosa aislada no es nada, pero el todo lo es todo. Yo había elegido la comodi-dad, la bajeza de adaptarme y de renunciar, en lu-gar de resistir, entablar combate, cualquiera que fuese el resultado. Por comodidad y por cobardía había tomado ejemplo de los millones de hombres que fueron a la muerte, por la razón que fuera, y no había vacilado en abusar de la forma más desver-gonzada, para mi cómoda especulación, hasta de

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las víctimas de la última guerra, imaginándome que mi fin, mi muerte, mi extinción, eran comparables a los suyos, había abusado de la muerte de millones de hombres, al desear unirme a su muerte. Hubiera podido profundizar aún en esa idea e ir en ella has-ta el límite extremo de su locura y su mal gusto y, por consiguiente, de los míos, pero me abstuve de ello. Mis opiniones hubieran sido sólo patéticas, mi sufrimiento sólo teatral. Pero ahora no me avergon-zaba, no tenía tiempo para eso, deseaba tener la cabeza clara, sin sentimientos, y eso requería todas mis fuerzas. La verdad es que, ese mismo día, me llamaron al laboratorio para comunicarme que mis esputos de hacía tres o cuatro días, en los que hab-ían encontrado los tubérculos, no habían sido mis esputos, se había producido una confusión, se hab-ía deslizado algo que nunca había ocurrido en aquel laboratorio. Mis esputos seguían tan libres de tubérculos como antes. Realmente, después de esa revelación, analizaron unas cuantas veces seguidas mis esputos, cada vez con resultado negativo. Así pues, no daba positivo. Ahora me comportaba co-mo si hubiera provocado esa circunstancia. No armé mucho revuelo ante el hecho, receloso como era; yo mismo insistí entonces en que el laboratorio analizara mis esputos unas cuantas veces segui-das, y el resultado fue el mismo. Había sido un error del laboratorio. Ahora estaba en condiciones de entablar mi combate, prescindiendo de que no daba positivo, de todos modos tenía aún mi sombra en el pulmón, que combatían con inyecciones de estreptomicina, por desgracia, por su costo eleva-do, como se decía, en dosis demasiado pequeñas. Cada paciente recibía sólo una pequeña cantidad

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de aquel medicamento precioso, la cual, como lue-go he sabido, resultaba inútil y sin sentido. Sólo inyectaban más estreptomicina a quien se la podía hacer traer de Suiza o de los Estados Unidos o a quien tenía la debida protección de los médicos, como es natural, ante todo, del Director, el todopo-deroso Jefe. Cuando supe que me estaban dando demasiado, poca estreptomicina, una cantidad ridí-cula y, por consiguiente, lo mismo que nada, había hecho un intento con el triunvirato, pero fui inmedia-tamente rechazado, mi petición la calificó el triunvi-rato de inaudita, clasificaron mi deseo de más es-treptomicina de desvergüenza, yo no sabía nada, ellos lo sabían todo, cuando la verdad es que yo entonces, como al fin y al cabo se había tratado de mi existencia, no era ya de los más ignorantes en esa esfera de la medicina pulmonar, y sabía muy bien que mi tratamiento exigía mayor cantidad de estreptomicina. Sin embargo, no la obtuve, porque desde el punto de vista social no era nadie. Otros la obtenían, tenían una reputación, una recomenda-ción, una profesión que impresionaba más. La es-treptomicina no se administraba según las necesi-dades, sino según los criterios más mezquinos que cabe imaginar. No era yo sólo quien estaba en des-ventaja. Había una mitad de favorecidos y había una mitad de perjudicados. Yo estaba sin lugar a dudas entré los segundos. Como es natural, no ten-ía intención de ascender a los primeros con ciertas condiciones, recurriendo a medios apropiados, para eso me faltaba la astucia vil, incluso la vileza mis-ma, no quería hacerlo. Sin embargo, incluso sin esos medios viles para mi fin, pensé en salir lu-chando de aquel infierno, de aquella dependencia

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del infierno, como tenía que considerar ahora al sanatorio y lo que había en él. Los médicos y sus debilidades de carácter, incluso sus vilezas y baje-zas, que entretanto había conocido, lo mismo que las vilezas y bajezas de los pacientes, me habían hecho aguzar el oído, mi inteligencia se había be-neficiado, y también me adiestré en la observación de las religiosas, de las hermanas de la Santa Cruz. Empecé a ocuparme menos de mí mismo que de mi entorno más próximo y bastante próximo, a in-vestigarlo; toda vez que, realmente, no daba ya po-sitivo y, por consiguiente, no estaba inmediatamen-te abocado a la muerte, me podía permitir ese es-tudio. ¿Qué clase de hombres son realmente éstos de aquí, y entre qué paredes y en qué condiciones existen, y cómo se relaciona todo eso entre sí?, me preguntaba, y me puse a trabajar. No era mi prime-ra confrontación con una comunidad humana bas-tante grande, conocía a la masa por el internado y por los hospitales en que había estado ya, conocía su olor, su ruido, sus intenciones y objetivos. La novedad era que aquí se trataba realmente de re-chazados, apartados, de desheredados, incapaci-tados. Aquí no había frases que entusiasmaran, las consignas que movían al mundo no se aplicaban. Aquí había cientos que se habían puesto sus es-pantosos camisones, que se habían refugiado en esos camisones, para cambiarlos en algún momen-to, que no podía estar ya lejos, por los sudarios de una astuta empresa de pompas fúnebres de Schwarzach, allá abajo. No, no tenía ya un lugar entre ellos, el error se había aclarado, una vez más ocupaba mi puesto de observación. Los que saca-ban de aquí y se llevaban en un coche fúnebre per-

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tenecían a otra capa humana, no tenían nada que ver conmigo. Eran ellos los contagiados, no yo, ellos los marcados por la muerte, no yo. De repente creí tener derecho a distanciarme. Yo desempeña-ba aquí un papel poco claro, tan discretamente co-mo era posible, pero, en aquella obra, no acababa como ellos. A la mayoría los había depositado aquí la marea de la guerra como en un arrecife de sufri-miento, y allí, lanzados contra la pared de roca por la brutalidad de los acontecimientos, pasaban sus últimas semanas, sus últimos meses. ¿De dónde venían? ¿De qué ambientes procedían? Hizo falta tiempo para averiguar su origen: barrios de Viena derruidos, calles oscuras, húmedas y frías de la llamada ciudad de Mozart, en las que las enferme-dades podían convertirse muy rápidamente en en-fermedades mortales, poblachos de provincia, en los que los menos afortunados, si no tenían cuidado ininterrumpidamente, se pudrían antes de llegar siquiera a adultos. Las enfermedades del pulmón conocían, después de terminar la guerra, un nuevo florecimiento. Un hambre de años, una desespera-ción de años habían llevado inevitablemente a to-das aquellas gentes a la enfermedad pulmonar, a los hospitales, en definitiva a Grafenhof. Venían de todos los estratos sociales, de todas las profesio-nes, hombres y mujeres. Una vez clasificados como enfermos del pulmón, se les evacuaba ya aquí. Sa-natorios en calidad de prisión en régimen de aisla-miento. El llamado mundo sano tenía pánico de la expresión enfermedad pulmonar, del concepto de tuberculosis, por no hablar de la tuberculosis pul-monar abierta; todavía hoy lo tiene. Nada temía con mayor intensidad. Lo que significaba realmente es-

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tar enfermo del pulmón, dar positivo, no lo supe hasta más tarde en mi propia carne. Lo creyera o no, era en cualquier caso monstruoso, indigno de un ser humano. Ya antes de ir a Grafenhof, a partir del momento en que supe que tenía que ir a Gra-fenhof, no me atreví a comunicar ese hecho a na-die, si hubiera dicho que iba a Grafenhof hubiera estado listo ya fuera, es decir, en Salzburgo. Si mis gentes sabían qué significaba realmente Grafenhof no lo sé, no se habían planteado esa pregunta, pa-ra eso no tenían tiempo, su atención se centraba en la enfermedad de mi madre, que se había revelado ya como mortal. Sin que yo mismo me lo pudiera explicar totalmente, la palabra Grafenhof la conocía desde la más temprana infancia como palabra ate-rradora. Era peor ir a Grafenhof que a Stein o Sub-en o Garsten, los famosos establecimientos peni-tenciarios. Con un enfermo del pulmón no se tenía trato, se apartaba uno de su camino. Una vez afec-tada por la enfermedad pulmonar, la víctima hacía bien en ocultar el hecho. También las familias, sin excluir la mía, aislaban, incluso ponían en cuaren-tena a sus enfermos del pulmón. Pero en mi caso no les era posible concentrarse realmente por com-pletó en mi enferme dad pulmonar, porque el cáncer de matriz de mi madre, que en aquella épo-ca había entrado ya en su estado más peligroso, doloroso y maligno, los ocupaba más, como es na-tural. Mi madre estaba ya desde hacía meses en cama, con dolores que no se podía calmar ya, ni aminorar siquiera, con inyecciones de morfina ad-ministradas cada hora y con intervalos mucho me-nores aún. Yo le había dicho que iba a Grafenhof, pero sin duda no se había dado cuenta de lo que

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eso significaba. Ella sabía ya, cuando me despedí, que moriría en plazo breve, no se podía saber con seguridad si sería medio año o un año entero, tenía un corazón fuerte incluso en aquel tiempo, en que estaba totalmente demacrada y no era más que piel y huesos. Su razón no se nubló por esa enferme-dad, la más horrible de todas, ni se nubló hasta el final, que se hizo esperar aún cierto tiempo, aunque todos lo deseábamos con la mayor impaciencia, porque no podíamos ver ya el espectáculo del es-tado de mi madre, sencillamente no podíamos so-portarlo ya. Cuando me despedí de mi madre para ir a Grafenhof, con esa nueva incertidumbre, le hab-ía leído algunos de mis poemas. Ella había llorado, los dos habíamos llorado. Yo la había abrazado, había hecho la maleta y había desaparecido. ¿La volvería a ver siquiera? Ella tuvo que escuchar mis poemas, yo la había chantajeado, tenía la seguri-dad de que mis poemas eran buenos, producto de un desesperado de dieciocho años que, salvo esos poemas, no parecía tener nada más. En aquella época me había refugiado ya en la escritura, no hacía más que escribir, no sé ya, cientos y cientos de poemas, sólo existía cuando escribía, mi abuelo, el escritor, había muerto, ahora tenía que escribir yo, ahora tenía yo la posibilidad de escribir, ahora me atrevía, ahora tenía ese medio para mis fines, al precipitarme en ello con todas mis fuerzas, abusaba del mundo entero, al convertirlo en poemas y, aun-que esos poemas no tuvieran valor, lo significaban todo para mí, nada significaba más para mí en el mundo, no tenía nada más, sólo la posibilidad de escribir poemas. Por eso fue lo más natural que, antes de despedirme de mi madre, a la que había-

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mos dejado en casa porque sabíamos lo que signi-ficaba entregarla al hospital, le leyera poemas de mi cabeza. No tuvimos fuerzas para decir nada, sólo lloramos y nos apretamos mutuamente las sienes. Mi viaje a Grafenhof a través del oscuro valle del Salzach fue el más opresivo de mi vida. En el equi-paje llevaba también un fajo de papeles con mis últimos poemas. Muy pronto, salvo ese fajo de poemas, no tendré nada en el mundo, nada que signifique algo para mí, a lo que pueda aferrarme, había pensado. ¡Tuberculosis! ¡Grafenhof! Y mi madre en un estado desesperado, abandonada por los médicos. Su marido, mi tutor, y mi abuela, des-pués de tan poco tiempo desde la muerte de mi abuelo, se veían puestos otra vez a prueba. Ahora yo me dirigía con el tren de la mañana hacia aque-lla palabra aterradora: ¡Grafenhof! Preguntar al res-pecto sólo me había atrevido a hacerlo a media voz. A doscientos metros del sanatorio habían puesto por todas partes letreros con la inscripción: Alto. Establecimiento médico. Carretera prohibida. Ninguna persona sana transgredía voluntariamente aquella advertencia. Desde el lado del sanatorio, el texto decía: ¡Alto! ¡Prohibido el paso! Yo entraba en una desesperación, habiendo dejado atrás otra de-sesperación. Allí, donde había llegado, reinaba ya la muerte con la mayor decisión, allí de donde ven-ía, lo mismo. Hoy, aquel estado de entonces no puede sugerirse más que difícilmente y sólo con las mayores resistencias. Mi estado de ánimo no puede reproducirse ya, mi estado sentimental no puede ya saberse, por otra parte me guardo de ir más allá de lo absolutamente necesario, porque a mí mismo me resulta insoportablemente penoso pasar la frontera

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hacia la verdad o, en general, hacia una verdad en esta materia. Sin embargo, aunque había entrado en el infierno, al entrar en Grafenhof, al principio tuve la sensación: me he escapado del infierno, he huido de él; el espanto, lo insoportable, lo he supe-rado. De repente me rodeaba la calma, el orden. Me había largado de un caos inhumano aunque querido por Dios, eso pensaba, e incluso tenía re-mordimientos, porque al fin y al cabo había dejado atrás a los míos con mi madre enferma de muerte, con toda la miseria, con todo el horror. Sentía ver-güenza de haber venido aquí, a una asistencia or-denada. De haber salido del caos de una familia desamparada, ya casi totalmente destruida, para ser cuidado. Aquí, de repente, me daban comidas a horas exactamente establecidas, me dejaban en paz en fin de cuentas y, por una vez, podía real-mente dormir a gusto, lo que en casa no me había sido posible ya desde hacía semanas, ninguno de nosotros había podido dormir ya, todo se había concentrado en nuestra madre, enferma de muerte, a la que había que atender ininterrumpidamente desde el punto de vista médico. El marido de mi madre, mi tutor, y mi abuela se habían sacrificado en el verdadero sentido de la palabra y, de forma totalmente abnegada, se habían hecho cargo de todo lo que, de otro modo, sólo puede hacerse en una clínica, por ejemplo, administrar inyecciones a cada hora, día y noche, durante meses, y en defini-tiva durante mucho más de un año, y todo lo demás que sólo puede saber, comprender y apreciar quien lo ha hecho o lo ha visto de cerca con sus propios ojos. Con qué ligereza formulan sus juicios los que nunca se han visto en una situación así, y no saben

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nada del sufrimiento. La -verdad era que no hacía mucho tiempo que había perdido a la persona que más quería, mi abuelo, y medio año más tarde tenía ya también la certeza de perder a quien, después de él, me estaba más próximo: mi madre. Con esa certeza había emprendido mi viaje a Grafenhof, con la maleta de cartón en la que, mi madre y yo, hab-íamos llevado juntos patatas a casa, de los campe-sinos, en los años de la guerra. Te vas para ponerte bueno, me había dicho mi madre, que te pongas bueno. Una y otra vez tengo esas palabras en los oídos, las oigo hoy lo mismo que entonces, ¡tan bien intencionadas y tan aniquiladoras! Todos noso-tros, al terminar la guerra, habíamos pensado que habíamos escapado, y nos sentíamos seguros; el hecho de haber sobrevivido al cuarenta y cinco nos había hecho secretamente felices, prescindiendo de los horrores, que no habían podido compararse con otros horrores grandes y más grandes aún y su-mamente grandes; habíamos tenido que soportar mucho, pero sin embargo no lo más espantoso, y ahora, unos años después de la guerra, no había-mos podido escapar, ahora nos golpeaba, nos hab-ía alcanzado, como si de repente, súbitamente, nos pidiera cuentas. ¡Tampoco nosotros debíamos so-brevivir! Yo había salido de la habitación mortuoria de mi madre y había ido a Grafenhof, para trasla-darme a una casa mortuoria, a un edificio en el que, mientras exista, la muerte se ha instalado, aquí sólo había salas mortuorias y aquí había muchos, si es que no exclusivamente, moribundos y una y otra vez muertos, pero esos moribundos y esos muertos no me afectaban tanto, como es natural, como mi madre. Contemplaba aquellas salas mortuorias, las

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observaba, pero no me trastornaban, no tenían fuerza para aniquilarme, lo mismo que no la tenían los muertos que tenía ocasión de ver. En el primer momento, Grafenhof no fue un choque para mí, sino más bien algo tranquilizador. Pero esa tranqui-lidad era un autoengaño. Me atreví a recuperar el aliento, durante dos días. Entonces me confesé a mí mismo mis errores. La vida no es más que el cumplimiento de una pena, me dije, y tienes que soportar el cumplimiento de esa pena. Durante toda la vida. El mundo es un establecimiento penitencia-rio con muy poca libertad de movimientos. Las es-peranzas se revelan, como un sofisma. Si te ponen en libertad, en ese mismo instante vuelves a entrar en el mismo establecimiento penitenciario. Eres un preso y nada más. Si te quieren convencer de que eso no es verdad, escucha y calla. Piensa que, al nacer, te han condenado a una pena de prisión perpetua, y que tus padres tienen la culpa. Pero no les hagas reproches fáciles. Quieras o no, tienes que seguir al pie de la letra los reglamentos que rigen en ese establecimiento penitenciario. Si no los sigues, tu pena se agravará. Comparte tu pena con los otros presos, pero no te alíes con los guardia-nes. Esas frases se desarrollaron en mí en aquella época, totalmente por sí mismas, no muy distintas de una plegaria. Hasta hoy me son familiares, a veces las digo para mí, no han perdido su valor. Contienen la verdad de todas las verdades, por tor-pemente que puedan estar formuladas. Se aplican a todos. Pero no siempre estamos dispuestos a aceptarlas. A menudo caen en el olvido, a veces durante años. Pero luego están ahí otra vez e ilu-minan. En el fondo, yo estaba preparado para Gra-

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fenhof. Había pasado por el hospital de Salzburgo, había pasado por Grossgmain. Había pasado ya por la escuela elemental de las enfermedades y del morir, incluso por la escuela secundaria. Dominaba la tabla de multiplicar de la enfermedad y la muerte. Ahora asistía a las clases de matemáticas superio-res de la enfermedad y la muerte. Esa ciencia, des-de luego, me había atraído siempre, ahora me des-cubría estudiándola con obsesión. Desde hacía tiempo lo había sometido todo sólo a esa ciencia, había llegado a esa ciencia totalmente por mí mis-mo, las circunstancias no hubieran podido llevarme a ninguna otra ciencia distinta de ésa, en la que están contenidas todas las demás ciencias. Había sido absorbido por esa ciencia y, de esa forma, me había convertido por mí mismo, de la forma más natural, de víctima indefensa en observador de esa víctima y, al mismo tiempo, observador de todas las demás. Ese distanciamiento era, sencillamente, necesario para la vida, y sólo así tenía la posibilidad de salvar mi existencia. Controlaba mi desespera-ción y la de los otros, sin dominarla realmente, por no hablar de suprimirla. Aquí imperaban las reglas más severas, que conocía ya de los otros estable-cimientos; quien no se atenía a esas reglas era cas-tigado, en el peor de los casos con la expulsión in-mediata, lo que sin embargo, realmente, no intere-saba ni a uno solo de los enfermos. Una y otra vez había habido expulsiones de ésas sin aviso previo, realmente con justicia o no, no puedo decirlo, pero esos expulsados morían en la mayoría de los casos en el plazo más breve, porque, al quedar sin control y no estar familiarizados con la peligrosidad y, casi con seguridad, el carácter mortal de su enferme-

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dad, tenían que morir en el mundo brutal e incons-ciente de los llamados sanos. Expulsados del esta-blecimiento, se abandonaban como es natural al momento a su hambre de vida y de existencia re-almente insaciable, y perecían en él y en la incom-prensión y la inconsciencia y la falta de miramientos de la sociedad de los sanos. Conozco innumerables casos de expulsados, no sanos, sino de los llama-dos expulsados sin previo aviso o a su propio ries-go, que no vivieron mucho tiempo. Pero de ellos no se habla aquí. A las seis de la mañana se levantaba uno, a las siete era el desayuno, a las ocho todos estaban ya echados en la galería de reposo, en la que a las nueve aparecía la visita médica, durante años con el mismo ceremonial y con el mismo re-parto, no sólo en lo que se refiere a los médicos, también los enfermos eran a menudo durante años los mismos, porque la mayoría tenían que perma-necer durante años en Grafenhof, no, como quizá habían creído en su ignorancia al ser ingresados, durante semanas o durante meses; ingresar en Grafenhof quería decir en la mayoría de los casos estar en Grafenhof durante años, en un aislamiento de años, en una detención, una vigilancia, lo que fuera, de años. Qué suerte que el recién llegado no supiera cuánto tiempo tendría que permanecer aquí, porque no hubiera colaborado. Eran los me-nos los que dejaban Grafenhof al cabo de tres me-ses y, de esos menos, los menos los que lo hacían para siempre; pronto estaban otra vez en el esta-blecimiento, esta segunda vez generosamente, pa-ra años. Incluso con una sombra ridícula, como la que yo tenía, había que permanecer tres meses al menos en Grafenhof, eso lo sabía la víctima enga-

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ñada por las autoridades de salud, inmediatamente después de su ingreso. Tres meses era el límite mínimo, y se prolongaba a seis meses, a nueve meses y así sucesivamente; había enfermos que llevaban tres y más años en Grafenhof, los llama-dos antiguos residentes, que podían reconocerse en seguida por su conducta, por su falta de mira-mientos y su indiferencia hacia los demás, por su comportamiento con los médicos, no se les podía engañar y disipaban siempre, dondequiera que apareciesen, cualquier duda sobre lo que sabían, siempre superiores, más enfermos y con menos esperanzas que todos los demás, pero superiores, más próximos a la muerte que todos los demás, pero superiores. Eran repulsivos exterior e interior-mente, y tan temidos por los médicos como por los restantes enfermos; con el tiempo habían adquirido derechos que los otros no podían tener, que nadie podía discutirles, ni siquiera los médicos, ni las en-fermeras, nadie, eran los que estaban más próxi-mos a la muerte, y por eso tenían ventajas. Eran los auténticos dominadores y atormentadores de sus compañeros de enfermedad. Quien llegaba aquí por primera vez no tenía una vida fácil, estaba to-talmente abajo y tenía que ver cómo podía trepar, llegar desde una situación de falta absoluta de privi-legios hasta las alturas era un proceso fatigoso, que no duraba sólo meses, sino años. Pero la mayoría no disponían de ese tiempo en absoluto, morían antes. Llegaban y se les veía durante algún tiempo, participaban en todo lo que estaba ordenado, y desaparecían luego, al principio en salas más pe-queñas, y luego en una ambulancia, que los llevaba a Schwarzach, al hospital ordinario y general de allí,

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en el que morían al cabo de poco tiempo, porque en el fondo no les gustaban los fallecimientos entre los enfermos de Grafenhof y, si una muerte era in-minente, se desembarazaban de la víctima, se la sustraía a las miradas, se la llevaba a Schwarzach y se contentaban con la noticia de su fallecimiento, llegada del hospital. Pero no siempre podían pre-verse esos fallecimientos, y entonces el coche fúnebre daba su vuelta por el patio, recelosamente contemplado desde todos lados; todavía tengo en los oídos el ruido de las puertas traseras de aquel coche fúnebre, a veces lo oigo, también en pleno día, de forma totalmente inesperada, todavía hoy. Cuando la visita médica había terminado, se volvía a escupir con tanto más celo, los pacientes conver-saban, aunque estaba severamente prohibido hablar entre sí durante las horas de reposo, se in-tercambiaban conocimientos médicos, se evalua-ban, se criticaba a los médicos o quizá no. La ma-yoría de las veces, el letargo era demasiado grande para moverse, y todos yacían inertes y rígidos bajo sus mantas, mirando al vacío. Sus miradas se dirig-ían siempre sólo a la montaña, al Heuzareck de dos mil metros de altura, a la pared de roca gris, infran-queable. ¡La pared de mi destino! Primero tenían que doblegarse, luego organizarse según sus posi-bilidades, que en un establecimiento como Grafen-hof, como es natural, sólo podían ser limitadas, los pacientes, cuántos no lo sé ya, tal vez eran dos-cientos según mis cálculos, aproximadamente la mitad mujeres que se alojaban en el primer piso, severamente aisladas de los hombres del segundo. En la planta baja había además varias de las lla-madas solanas para pacientes especiales, que es-

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taban especialmente enfermos o especialmente favorecidos por su posición social, por su reputa-ción, hombres y mujeres. A ellos los había visto sólo de lejos, desde la caja de la escalera. Mi sala de doce camas fue mi punto de partida, no podía esperar salir pronto de aquella sala, después de todo, por qué razón. Poco a poco aprendí a conocer los nombres y las particularidades de mis compañe-ros de enfermedad, si originalmente había sido educado por mi abuelo para ser una persona abso-lutamente aislada, con todos los medios, con todas las consecuencias de acuerdo con sus posibilida-des y las mías, en los últimos años había aprendido a estar con otros, y lo había aprendido mejor y con más insistencia que otros, entretanto estaba acos-tumbrado a una comunidad bastante grande, el in-ternado me lo había enseñado, los hospitales me habían hecho madurar para ello, eso no me plan-teaba ya dificultades, estaba ya acostumbrado a estar en medio de muchos, con las mismas posibili-dades o imposibilidades, con iguales requisitos, en las mismas condiciones, que no eran fáciles. Por eso tuve pocas dificultades al entrar en Grafenhof, en lo que a la comunidad se refiere, otra vez era una comunidad de sufrimiento. Aquella sala de do-ce, salvo un doctor en derecho, estaba ocupada por aprendices y trabajadores no cualificados, todos ellos de mi edad, entre los diecisiete y los veintidós. También aquí reinaban todos los inconvenientes imaginables de una comunidad humana cuyos miembros dependían unos de otros, también aquí reinaban el recelo, la envidia, el espíritu de contra-dicción, pero también la alegría y el humor, aunque éstos muy amortiguados, adaptados al estado de

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sufrimiento de aquellos jóvenes. Predominaba la impasibilidad, no la indiferencia. No se renunciaba a ninguna de las bromas que son corrientes en esas salas comunes, pero la rudeza y la brutalidad eran sólo la mitad, lo mismo que, lógicamente, la alegría. Aquí se presentía más de lo que se sabía, aunque todos sabían aquí muchas cosas, porque habían visto ya muchas cosas. Aquel joven, sin embargo, con la mayor habilidad y con la mayor capacidad de fantasía sortea lo inevitable, lo espantoso, que sin embargo puede ver ya con mucha precisión. Perci-be, pero no está aún dispuesto para el análisis. A diferencia del hospital, la mayoría de los que esta-ban en el sanatorio de pulmón no estaban clavados a la cama, podían levantarse y andar por allí, si-guiendo el curso de la jornada de acuerdo con el reglamento. Podían moverse libremente dentro de las leyes que imperaban aquí, estaban en condicio-nes de dejar el sanatorio hasta los límites, marcas y vallas establecidos, de dar paseos, solos o no, co-mo fuera. Yo me había hecho amigo de un hombre que, aunque unos diez años mayor, era sin embar-go muy joven, y al cual había visto por primera vez en la capilla, estaba tras el armonio que había allí y había improvisado, solo, algo sobre Johann Sebas-tian Bach. Era director de orquesta de profesión y había sido elegido por las religiosas para acompa-ñar en el armonio sus misas diarias; yo encontré extraordinaria su forma de tocar, me había atraído en seguida, me di cuenta cuando iba a la galería de reposo, me detuve y entré en la capilla. Al principio no me había atrevido a hablar con aquel hombre, pero luego me había armado de valor y me había presentado. De esa forma había comenzado una

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amistad que dura hasta hoy, una amistad sin par entre dos testigos. La música me había hecho en-contrar a un hombre y hacerme amigo de ese hom-bre, la música que, durante tantos años, lo había sido todo para mí y que desde hacía tiempo no hab-ía escuchado ya, allí estaba otra vez y tan artística como no lo era hacía tiempo. Yo tenía un interlocu-tor para dar paseos, alguien que me explicaba, que me ilustraba, un hombre joven y a la vez experi-mentado, que había viajado, que había visto ya mucho. Había estudiado en el Mozarteum y había tenido un empleo en Suiza, porque en Austria no había lugar para él, en este país nunca ha habido lugar para sus propios artistas, los expulsa hacia todos los países, sin miramientos, de la forma más brutal. Aquí estaba otra vez el ejemplo del que siempre he hablado, y siempre hablaré: el artista poco apreciado, despreciado incluso en su patria, que tiene que largarse. En Austria se producen los artistas más eminentes, que son expulsados al mundo entero, cualquiera que sea su arte, los más dotados son rechazados, echados. Los que quedan son los capaces de adaptarse, los mediocres, los pequeños y pequeñísimos, que siempre han domi-nado y siguen dominando en este país, los que diri-gen los destinos artísticos de este país, ambiciosos, estrechos de miras, pequeñoburgueses. Enfermos y desesperados o mundialmente famosos vuelven los más dotados, los geniales, en cualquier caso demasiado tarde, cuando están ya medio muertos o son viejos. Sin embargo, se trata de una vieja histo-ria, que no me canso de mencionar al menos cuan-do tengo oportunidad de ello. La verdad es que en aquella época no había conocido aún muchos artis-

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tas, por lo menos no personalmente, y no conocía sus vidas, no conocía sus reglas ni sus excepcio-nes. Mi amigo era un músico insólitamente dotado, que parecía tener una cabeza clara, una inteligen-cia aguda, por lo que me resultaba un placer hablar con él. Sin recursos, se contrataba en los meses de verano, muy lejos de los centros musicales de Zu-rich y de Lucerna, como músico de bar en Arosa, y eso le había hecho caer enfermo. Ahora llevaba ya muchos meses, casi un año, en Grafenhof. Muy a menudo nos sentábamos en un banco, sobre la galería de reposo de las mujeres, él me contaba y yo escuchaba. Tenía un interlocutor del que podía aprender muchas cosas, hacía tiempo que yo había echado en falta a una persona así, con sus faculta-des, me parecía que desde la muerte de mi abuelo no había tenido a nadie a quien pudiera escuchar sin desesperarme, y en quien pudiera confiar. Era ciudadano de Liechtenstein, como su padre, que procedía de Liechtenstein, pero había nacido en Salzburgo. Tuvimos innumerables temas de con-versación desde el principio, el arte, la música, Salzburgo, Austria, la enfermedad, pero de ésta era de la que hablábamos menos, no como los otros, que casi hablaban sólo de la enfermedad, nosotros no teníamos que hacerlo, porque observar la en-fermedad y su desarrollo era lo más lógico, tenía-mos temas de conversación mejores, más útiles, el contrapunto por ejemplo, las fugas de Bach, La Flauta Mágica, Orfeo y Eurídice, Richard Wagner y Debussy. Como mi amigo, además del inglés, el francés y el ruso, dominaba también el italiano, le rogué que me diera lecciones de ese idioma, pen-saba que me sería útil como cantante. Todavía no

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había renunciado a la idea de ser cantante, al con-trario, la perseguía ahora con la máxima intensidad, después de saber que toda una serie de cantantes parcialmente célebres habían estado en su juven-tud enfermos del pulmón, habían superado su en-fermedad y habían practicado su arte durante de-cenios. Una gran caverna no impedía a un cantante cantar años más tarde el Wotan en Bayreuth. Así que nos sentábamos casi diariamente en el banco situado sobre la galería de reposo de las mujeres, dando clases de italiano. Entre las horas de reposo establecidas, lógicamente, en lugar de dar paseos. Después de bastante tiempo recuperé la alegría, me sentía contento, me gustaba estar con una per-sona que volvía a anudar los hilos rotos que habían unido mi existencia a un mundo más satisfactorio, cuánto tiempo hacía que no había oído las palabras armonía, disonancia, contrapunto, romanticismo, etcétera, el adjetivo creador, la palabra música, to-dos esos conceptos y otros mil más se habían ex-tinguido en mí. Ahora eran otra vez de pronto los puntos de referencia que, sencillamente, me eran necesarios para poder existir. Pero esos estados de exaltación no cambiaban nada en el hecho de la tristeza uniformemente sorda que reinaba aquí, de la que no quedaba nada excluido, todo era esa tris-teza sorda, de la mañana a la.noche, de la primera a la última hora de cada día. Y todo se había acos-tumbrado hacía tiempo a esa tristeza sorda. Unas veces pensaba, volveré a estar fuera y reanudaré mis estudios y seré cantante, y me veía desarrollar una carrera emprendida en las salas de conciertos más importantes, en las mayores óperas del mun-do; otras pensaba, jamás volveré a estar sano,

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jamás saldré ya, renunciaré, me extinguiré, me as-fixiaré en Grafenhof como tantos otros. Unas veces pensaba, muy pronto saldré de Grafenhof y estaré sano, otras, mi enfermedad no podrá ser contenida, de forma lógica se convertirá en esa enfermedad que aniquila toda esperanza, como en la mayoría de mis compañeros de enfermedad. Mis pensa-mientos no eran pensamientos de excepción, mis sentimientos no eran sentimientos de excepción. Probablemente a todos les pasaba lo mismo, a unos con más fuerza, a otros más débilmente, unos se hacían las mayores esperanzas, otros esperan-zas menores, unos se ahogaban por la más grande falta de esperanza, otros por una falta de esperan-za menos grande. Cuando miraba entonces aque-llos rostros grises, incluso de un gris azulado, de los enfermos de muerte, veía cómo poco a poco, cada vez más, se encogían en sus rincones aquietantes e inquietantes, los observaba cuando avanzaban tanteando a lo largo de las paredes, capaces ape-nas de mantener derecho su cuerpo totalmente demacrado, y tomaban asiento en el comedor con sus batas flotantes, hundidos en sus sillones con las rodillas dobladas y realmente incapaces de le-vantar la cafetera para servirse, tenían que inclinar la cafetera o dejarla en su sitio hasta que otro la levantaba y les servía, cuando los observaba al di-rigirse a la capilla, paso a paso junto a la pared, con los globos oculares sobresaliendo de sus órbitas ennegrecidas, se me pasaba evidentemente la idea de un futuro propio, en general de cualquier clase de futuro, y entonces tenía que pensar que no tenía absolutamente ningún futuro, hasta soñar con ese futuro era absurdo, una falta de vergüenza. Cuán-

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tos habían tenido, como yo, sólo lo que se llama una sombra y luego, de pronto, lo que se llama un infiltrado y luego un agujero y estuvieron listos. Sólo tengo una sombra no autorizaba a nada, ese hecho era más bien un billete gratuito para pudrirse. Cuán-tas veces bromeaba y decía, sólo tengo una som-bra, y la monstruosidad, incluso la desvergüenza de esas bromas me asustaba, el que me atreviera si-quiera a bromear de ese modo, de eso me aver-gonzaba ya mientras bromeaba. Siempre, cuando volvía de los rayos X, me permitía especular con el futuro: si mi sombra se había reducido o, por lo me-nos, seguía igual, tenía un futuro, si había aumen-tado, no lo tenía. Los médicos no descubrían su juego. Era absolutamente un juego de azar, no hab-ía posibilidad de hacer trampas. Cantaré, decía yo y, una hora más tarde, no cantaré. Saldré pronto, saldré sano, y una hora más tarde, no saldré. Con-tinuamente me veía desgarrado por aquellas horri-bles especulaciones. Así les pasaba a todos, cada uno a su manera. Todos estábamos metidos en una piel mortal y salíamos de ella con teorías y fantas-ías, pero estábamos convencidos de que, juntos y sin excepción, tendríamos que fracasar. Estaba sentado en el banco de la pendiente que daba so-bre la galería de reposo de las mujeres y me pre-guntaba: ¿quizá fui castigado por mi temeridad? ¿Por haber ido en un momento dado en la dirección opuesta, en lugar de al instituto, una mañana, a mi puesto de aprendiz de comercio? Allí, descargando una partida de patatas, había atrapado la enferme-dad, la había comercializado, como había dicho mi abuelo. No había sido valiente, sino insolente. Pero ¿de qué sirven ahora esos pensamientos? He po-

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dido con el hospital, con Grossgmain, he podido finalmente con la extremaunción, y también podré con Grafenhof. Cuando mi madre muera, porque sobre el hecho de que va a morir no había la menor duda, estaré realmente solo por completo, pensé, no tendré ya ningún ser humano que sea pariente importante, salvo mi abuela. Esperaba ese momen-to, todos los días, temprano, preguntaba en la por-tería si había correo, pero no lo recibía, no me lle-gaba ningún signo de vida de Salzburgo, mis gen-tes habían sido siempre perezosas para escribir, reinaba un silencio de muerte entre Salzburgo, con los míos, y yo, o sea, aquí. ¡Si me hubieran escrito aunque sólo fuera una vez por semana! No lo hac-ían, no me escribían, ni una sola vez, mientras es-tuve en Grafenhof, recibí correo de ellos. ¿Pereza para escribir? Odiaba esa expresión, cuando se me ocurría. El tiempo comprendido entre Grossgmain, el llamado sanatorio, el hotel de la muerte; desde cuyos balcones se podía ver precisamente los montículos del cementerio, y Grafenhof había sido al fin y al cabo deprimente, hoy tengo que escribir sobre él la palabra despedida, porque en ese per-íodo me despedí, me tuve que despedir de todo, podría enumerar ahora lo que fuera, entonces me despedí de ello. Vagué por las calles de Salzburgo y subí a las montañas familiares de Salzburgo y, una y otra vez, fui a la tumba reciente de mi abuelo, a todas partes sólo con el fin de despedirme. Cuan-do volví a casa, hambriento, cansado, harto de la vida en el verdadero sentido de la expresión, tuve que despedirme otra vez de mi madre. La vivienda entera estaba llena de su olor a podredumbre, por todas partes y en todas partes se había difundido

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ese olor a podredumbre. Ella sabía que iba a morir y de qué, nadie se lo había dicho pero era dema-siado lista, tenía el oído demasiado fino, no se le escapaba nada. Soportaba su enfermedad sin re-proches a su entorno, sin reproches al mundo y a Dios. Miraba fijamente a la pared y no odiaba nada, salvo la compasión hacia ella. En aquella época tenía ya desde hacía medio año aquellos dolores inimaginables, que no podían suprimirse ya, apenas aminorarse ya, con ningún medicamento. Hep-tadón, morfina en dosis cada vez mayores, atención de día y de noche de su marido, de mi abuela, has-ta el agotamiento total. Sus hijos, mis hermanos y yo, éramos los que molestábamos y observábamos, llenos de presentimientos pero ignorantes y, como es natural, la mayor parte del tiempo, importunos. Lo veíamos todo, pero no comprendíamos, no pod-íamos comprenderlo. También la enfermedad de mi madre era imputable a un médico negligente, sobre él recae la culpa de su muerte, como recae también sobre un médico negligente la culpa de la muerte de mi abuelo, había actuado demasiado tarde, des-cuidadamente, como suele decirse, y no le había afectado el que mi tutor, el marido de ella, le repro-chara esa negligencia en fin de cuentas mortal, le pidiera cuentas, los médicos desechan esos repro-ches encogiéndose de hombros y pasan a ocupar-se de otra cosa. Ese cirujano es el asesino de mi abuelo, ese ginecólogo mató a mi madre, me decía, pero era ridículo, era a un tiempo tonto y poco re-alista y, por añadidura, megalómano. Estaba senta-do en un tocón entre dos hayas y observaba a los pacientes masculinos que se paseaban en parejas más abajo, los cuales, según el reglamento, se pa-

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seaban siempre cuando las mujeres tenían que es-tar echadas en la galería de reposo, la regla era ésa, los hombres estaban echados en la galería de reposo cuando las mujeres paseaban, y las mujeres paseaban cuando los hombres estaban en la galer-ía de reposo, de esa forma impedía la dirección del establecimiento que hombres y mujeres pasearan juntos, de esa forma hombres y mujeres no se re-unían, tenían que burlar el reglamento y arriesgar una expulsión sin previo aviso, si querían estar jun-tos. Estaba sentado en el tocón y observaba, tras esa observación mía, mi período intermedio en Salzburgo, el período comprendido entre Grossg-main y Grafenhof, un período de horror, un período de humillación y de tristeza: había recorrido por la ciudad los caminos que había andado con mi abue-lo, había ido por las calles que me habían llevado a mis lecciones de música, me atreví, tímidamente y con todo secreto, a ir incluso al poblado de Scherz-hauserfeld, sin visitar de todos modos a Podlaha y su tienda, me mantuve a una distancia apropiada de su establecimiento de comestibles y observé la clientela, la conocía. En ningún caso me hubiera atrevido a entrar en la tienda; en efecto, ni siquiera me atreví a hablar a los clientes conocidos de Pod-laha, que pasaban por delante de mí a una distan-cia de sólo cincuenta o cien metros; cada vez, cuando parecía que se produciría un encuentro, un enfrentamiento, me escondía, yo era un fracasado, había fracasado, me había enfriado con aquella ridícula descarga de patatas en la nevasca, había caído enfermo, había sido apartado de la comuni-dad del poblado de Scherzhauserfeld, rechazado, probablemente olvidado. Qué a gusto les habría

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hablado a aquellas personas, me hubiera dado a conocer, pero no debía hacerlo, por instinto de con-servación. De forma que me marchaba otra vez, más deprimido, devuelto a una soledad dos veces mayor. Había fracasado en todas partes, en casa, desde el principio, de niño, de joven, en el colegio de niño, de joven en el aprendizaje, siempre y por todas partes, aquella constatación me oprimía, con-vertía mi deambular por la ciudad en una carrera de baquetas, en todas aquellas calles y rincones y en-tre todas aquellas personas había fracasado una y otra vez, había tenido que fracasar, porque ésa era mi naturaleza, tenía que decirme. Había ido a la Pfeifergasse, en la que, la Keldorfer y Werner, mis profesores de música, me habían dado clase, y había fracasado. Había ido a la escuela primaria superior y había fracasado, había entrado en el in-ternado y había fracasado, en el instituto, donde fuera, había sido echado con insultos y vergüenza, humillado, apartado, expulsado por todos y cada uno, todavía hoy tengo esos sentimientos cuando voy por Salzburgo, todavía hoy es esa horrible ca-rrera de baquetas, incluso después de tres dece-nios. Sentado en el tocón, me veía llamar a todas aquellas puertas, sin que me abrieran. Siempre había sido rechazado, nunca admitido, recibido. Mis peticiones nunca habían sido aceptadas, mis pre-tensiones eran las pretensiones megalómanas que un joven sigue poniendo muy alto, de forma que, sencillamente, no pueden ser aceptadas, preten-siones megalómanas frente a la vida, frente a la sociedad, frente a todo. Así, altanero, pidiéndolo todo, había tenido que existir siempre, sin embargo, con la cabeza baja. ¿Cómo era todo aquello real-

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mente, me pregunté, cronológicamente?, y desem-paqueté otra vez todo lo empaquetado y bien atado, poco a poco, al fin y al cabo ahora tenía la tranquili-dad necesaria, hasta que lo hube desempaquetado todo, la guerra y sus consecuencias, la enfermedad de mi abuelo, la muerte de mi abuelo, mi enferme-dad, la enfermedad de mi madre, la desesperación de todos los míos, sus condiciones de vida opresi-vas, sus existencias sin esperanzas, y lo volví a empaquetar todo y lo volví a atar. Pero no podía abandonar aquel paquete bien atado, tenía que llevármelo otra vez. Todavía hoy lo llevo y a veces lo abro y lo deshago, para volver a hacerlo y atarlo. Luego no sé más que antes. Nunca lo sabré, eso es lo que me oprime. Y cuando deshago además ese paquete ante testigos, como ahora, al desempaque-tar estas frases rudas y brutales y muy a menudo también sentimentales y triviales, más despreocu-padamente desde luego que con cualquier otra fra-se, no siento vergüenza, ni la más mínima. Si sintie-ra vergüenza, por pequeña que fuera, no podría escribir en absoluto, sólo el desvergonzado escribe, sólo el desvergonzado es capaz de hacer y des-hacer frases y, sencillamente, soltarlas, sólo el más desvergonzado es auténtico. Pero también eso, naturalmente, es como todo un sofisma. Estaba sentado en el tocón y contemplaba fijamente mi existencia, que tenía que amar tan entrañablemente y, al mismo tiempo, odiar de forma tan espantosa. Durante ese período intermedio, había pasado mi examen de ayudante de comercio, en la llamada Cámara de Comercio e Industria, había querido terminar como era debido mi aprendizaje, pude presentarme a ese examen y lo había aprobado.

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Había que clasificar setenta y dos clases de té des-plegadas ante mí, y no me había equivocado, a la pregunta de si se puede llenar una botella de GRAF con Maggi si un cliente lo pedía, había respondido que no, y era la respuesta acertada, las botellas de marca sólo debían llenarse con el contenido co-rrespondiente a esa marca, eso lo había aprendido y eso me ayudó a terminar el examen con buenos resultados. Pero, ¿de qué me servía ahora el lla-mado diploma de ayudante de comercio? La reali-dad era que, con mi pulmón enfermo, no podía ser empleado en absoluto en el comercio de alimenta-ción, exactamente igual que no podía cantar con ese mismo pulmón enfermo. Estaba condenado a quedar a cargo de los míos, en la Radetzkystrasse, con ayuda de una pequeña pensión de la asistencia social. Estaba condenado a ir de un lado a otro, a vagar, apartado sencillamente de todo. Mi única esperanza consistía en esperar el billete para Gra-fenhof, para el establecimiento que, según se de-cía, era conocido y temido como el más aterrador. La verdad es que apenas podía aguardar el mo-mento de tomar el tren de Grafenhof y, cuando tuve en la mano el billete para Grafenhof, tuve que sen-tirme feliz, lo quisiera o no, era feliz. Me había sen-tido feliz de poder ir a aquel establecimiento del horror, ésa es la verdad, por incomprensible que esa verdad sea. Una vez en Grafenhof, que quizá no sea tan malo tomo se dice, según pensé, tendré tiempo y aire para reflexionar sobre lo demás, en Salzburgo y con los míos no tenía tiempo ni aire. La verdad es que había estado siempre a punto de asfixiarme, mientras estuve en Salzburgo, y en aquel tiempo sólo había tenido un pensamiento, a

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saber, el pensamiento del suicidio; pero para suici-darme realmente era demasiado cobarde y sentía también demasiada curiosidad por todo, toda mi vida he sido de una curiosidad desvergonzada, eso ha impedido una y otra vez mi suicidio, me hubiera matado mil veces si mi desvergonzada curiosidad no me hubiera mantenido en la superficie terrestre. Nada he admirado más durante toda mi vida que a los suicidas. Me aventajan en todo, había pensado siempre, yo no valgo nada y me agarro a la vida, aunque sea tan horrible y mediocre, tan repulsiva y vil, tan mezquina y abyecta. En lugar de matarme, acepto toda clase de compromisos repugnantes, hago causa común con todos y cada uno, y me re-fugio en la falta de carácter como en una piel nau-seabunda pero cálida, ¡en una supervivencia lasti-mosa! Me desprecio por seguir viviendo. Sentado en el tocón, comprendía el absurdo absoluto de mi existencia. Me veía ir al cementerio a ver a mi abuelo y volver, de los planes de viaje de los dos había quedado un montículo de tierra, una habita-ción vacía al fondo del piso, intactos, los trajes de mi abuelo seguían colgando de la puerta y en el armario, sobre su escritorio seguían estando los papeles con sus notas relativas a su trabajo de es-critor, pero también a obligaciones totalmente trivia-les, como ¡No olvidarme de coser los botones de la camisa! ¡Zapatero! ¡Pintar la puerta del armario! ¡Reñir a Herta (su hija, mi madre) por la leña! ¿Qué significaban ahora aquellos papeles? ¿Tenía que sentarme yo ahora en el escritorio? No tenía ningún derecho a ello, o ningún derecho todavía, había pensado. Tampoco tenía derecho o ningún derecho todavía a coger libros de la estantería, Goethe, to-

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mo cuarto, por ejemplo, Shakespeare, Rey Lear, Dauthendey, poemas, Christian Wagner, poemas, Hölderlin, poemas, Schopenhauer, Parerga y Para-lipomena. No me atrevía a tocar nada de la habita-ción. Como si no se pudiera excluir la posibilidad de que el propietario y poseedor de aquella habitación y de su contenido, totalmente destinado a él, pudie-ra entrar en cualquier momento y pedirme cuentas. Aquel escritor sin éxito, desconocido, se había sen-tado aquí todos los días a las tres de la mañana y había trabajado. Sin sentido, como ahora tenía que comprender yo, como él mismo había comprendido, él no lo había dicho, en cualquier caso no con pala-bras, pero había sido en todo momento de esa opi-nión, en medio de esa falta de sentido, había lleva-do su disciplina hasta la máxima disciplina, se hab-ía creado un sistema que había sido; se había vuel-to cada vez más el suyo propio, reconozco en ese sistema mi propio sistema. En contra de la falta de sentido, alzarse y comenzar, trabajar y pensar nada más que en medio de la falta de sentido. ¿Tenía que seguir pensando yo sus pensamientos? ¿Tenía que adoptar su sistema, hacerlo mío? Pero la ver-dad es que, desde el principio, había sido también mi sistema. Despertar, comenzar hasta el agota-miento, hasta que los ojos no pueden ver ya, no quieren ver ya, terminar, apagar la luz, entregarse a las pesadillas, abandonarse a ellas como a una ce-remonia sin igual. Y por la mañana otra vez lo mis-mo, con la máxima precisión, con la mayor insisten-cia, la significación fingida. Sentado en el tronco de árbol, con el Heukareck ante mí, contemplaba la infamia de un mundo del que me había separado, del que me había apartado con todas las reservas

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imaginables, para poder verlo desde mi ángulo y a través de mi objetivo. Ese mundo tenía exactamen-te el aspecto que mi abuelo me había descrito, co-mo entonces yo había sido todavía incrédulo y no había estado dispuesto a aceptar todo lo que me describía, le había escuchado, pero me había ne-gado a seguirlo, en cualquier caso los primeros años, más tarde había tenido yo mismo las pruebas de la exactitud de sus afirmaciones: el mundo es en gran parte asqueroso, miramos una cloaca cuando lo miramos. ¿O no? Ahora tenía la posibilidad de comprobar las afirmaciones de mi abuelo, me ob-sesionaba tener las pruebas de la exactitud de sus afirmaciones en mi cabeza, y me apresuraba y per-seguía esas pruebas, por todas partes, en todos los rincones de la ciudad de mi juventud y de su entor-no más próximo. Mi abuelo había visto bien el mun-do: como una cloaca, en la que se desarrollaban las formas más hermosas y complicadas, si se miraba el tiempo suficiente, si se abandonaba la vista a aquella perseverancia microscópica. La cloaca ten-ía dispuestas las bellezas de la Naturaleza para la mirada aguda, para la mirada revolucionaria. Pero seguía siendo una cloaca. Y quien la mira mucho tiempo, la mira durante decenios, se fatiga y muere y/o se precipita en ella de cabeza. La Naturaleza era la que él clasificaba como cruel, los hombres los por él descritos como desesperados y viles. Yo estaba buscando siempre pruebas que contradije-ran sus opiniones, en ese punto, desde ese ángulo podré desautorizarlo, había pensado, pero no, siempre tenía sólo en mi cabeza la confirmación. El señalaba, y yo lo revelaba y confirmaba. Sentado en el tronco de árbol, practicaba ahora esa demos-

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tración en el recuerdo para relajarme, trataba de repetir mis investigaciones, de hacérmelas presen-tes una vez más, en esa clase de intentos había alcanzado ya la maestría, tenía la posibilidad de evocar el recuerdo cuando quería y de ponerlo a prueba una y otra vez. Mi historia era ya entretanto una historia mundial con miles y miles, si no millo-nes de datos, almacenados en mi cerebro, recupe-rables en todo momento. Mi abuelo me había hecho conocer la verdad, no sólo su verdad, sino también mi verdad, la verdad en general, y además, al mis-mo tiempo, los errores totales de esas verdades. La verdad es siempre un error, aunque sea la verdad al cien por cien, todo error no es más que la verdad, así continuaba yo, así tenía la posibilidad de seguir avanzando, así no tenía que interrumpir mis planes. Ese mecanismo me mantiene vivo, me hace posible existir. Mi abuelo había dicho siempre la verdad y se había equivocado totalmente, como yo, como todos. Estamos en un error cuando creemos estar en la verdad, y a la inversa. El absurdo es el único camino posible. Yo conocía ese camino, la carrete-ra que continúa. Sentado en el tronco de árbol, me complacía en comprobar la cuenta que había hecho mi abuelo, en sumar las cifras escritas unas debajo de otras, lo hacía como el aprendiz de comercio en la tienda, con la misma precisión, con la misma falta de miramientos hacia el comprador. Entramos en la tienda de la vida y compramos, y tenemos que pa-gar la cuenta. Aquí el vendedor no se equivoca. Todo lo sumado entretanto es exacto, es siempre el único precio acertado. Sentado en el tronco de árbol, me preguntaba por mi origen y sobre si debía interesarme siquiera dónde había surgido, si me

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atrevía al descubrimiento o no, si tenía o no la des-fachatez de investigarme a fondo. Nunca lo había hecho, siempre me había estado vedado, yo mismo me había negado a quitar capa tras capa, a descu-brir el secreto, no me sentía en condiciones de ello, demasiado débil y a la vez incapaz, y ¿qué tenía en las manos y en la cabeza para esa expedición, sal-vo cosas confusas, enredadas, insinuadas de mala gana? ¿Estaba ahora en condiciones de renunciar a mí mismo, ante mí mismo? ¿De hacer lo que jamás me había atrevido a hacer ante los ojos de los míos, por no hablar de mi madre, averiguar por lo menos el origen de mi padre? Hasta hoy no sé nada de él, salvo que fue con mi madre a la misma clase primera de la escuela elemental y que, a los cuarenta y tres años, después de haberse casado en Alemania y haber hecho aún cinco hijos más, murió en Francfort del Oder, cómo, no lo sé, unos dicen que lo asesinaron, otros que lo fusilaron, por quién, por qué bando en mil novecientos cuarenta y tres, yo no lo sé. A vivir con esa incertidumbre me he acostumbrado entretanto, para perforar la niebla humana y también la política no he tenido nunca valor, mi madre se había negado a decir ni una sola palabra sobre mi padre, por qué, no lo sé, dependo sólo de suposiciones, todo lo que se refiere a mi padre se ha quedado en suposiciones, a menudo me preguntaba, porque al fin y al cabo fue mi pa-dre, ¿quién fue mi padre? Pero yo mismo no podía darme respuesta y los otros no estaban dispuestos a ello. Qué grande debe de haber sido el crimen o deben de haber sido los crímenes de mi padre na-tural, para que en mi familia, incluso ante mi abuelo, no pudiera yo mencionar su nombre, no se me

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permitía decir la palabra Alois. Han pasado ya ocho años, había descubierto a una amiga del colegio de mi madre, que había ido también con mi madre a la escuela elemental, y que conocía a mi padre, lo conocía muy bien, como sé ahora, y yo había teni-do el valor de concertar con ella una cita en la que estaba dispuesta a hablar de mi padre. Pero un día antes del encuentro descubrí en el periódico una imagen espantosa: dos cadáveres decapitados en una carretera de acceso a Salzburgo; la compañera de colegio de mi madre, la única que hubiera podi-do informarme sobre mi padre, había tenido un ac-cidente mortal. Con aquella imagen aterradora del periódico tuve la certeza: no debo preguntar más por mi padre. El era hijo de un agricultor y había aprendido el oficio de ebanista, las cartas que es-cribió a mi madre estaban, al parecer, llenas de mentiras. No me había reconocido, se negó a pagar por mí ni un chelín. Me veo entrar en el ayunta-miento de Traunstein, de la mano de mi madre, a los siete u ocho años, para que pudieran hacerme una prueba de sangre, la prueba de la paternidad de Alois Zuckerstätter, mi padre. La prueba de san-gre confirmó la paternidad, pero no se pudo encon-trar a mi padre y éste no había pagado nada por mí. La venganza de mi madre consistía a menudo en enviarme a mí al ayuntamiento, para recoger por mí mismo los cinco marcos que el Estado pagaba por mí al mes (! ), no se recataba en enviarme a mí, un niño, a aquel infierno, con la observación : para que veas lo que vales. Tampoco eso lo olvidaré, como es natural, cómo mi propia madre se vengaba del hombre 'infiel, enviando al infierno a su hijo e hijo de aquel hombre con una frase diabólica, con la

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más diabólica de las frases que resuenan en mis oídos. Qué intensa y qué profunda puede ser la desesperación lo sé por esas idas al infierno, al ayuntamiento de Traunstein, los primeros de mes eran para mí idas al infierno. ¿Lo sabía mi madre? ¿Asesinado? ¿Fusilado? La cuestión, evidentemen-te, me preocupa todavía hoy. En el cuarenta y cin-co, unos meses después de la guerra, por mi propia iniciativa, descubrí al padre de mi padre, vivía en Itzling, un suburbio de Salzburgo, en el barrio de la estación, en un sótano, en el sótano húmedo y frío de uno dé sus hijos, uno de los hermanos de mi padre, a los que no he visto en toda mi vida, no he tenido interés en conocerlos, por qué había de te-nerlo, sabía de su existencia, pero no quería remo-ver nada. Ese padre de mi padre, que en aquella época tenía ya los setenta y que sólo recientemen-te, como he sabido por los periódicos, ha muerto a los ciento cuatro años, y que probablemente, eso pensé, eso pienso, se quedó todo ese tiempo en aquel agujero de sótano húmedo y frío, había hablado de mi padre como de un animal, de cada uno de sus hijos como de un animal, hacía tiempo que mi padre había acabado, había dicho, sentado en una especie de trono, sobre un gigantesco montón de ropa sucia y porquería. En aquel sótano había lo que se llama una gigantesca cama con dosel, de pesadas cortinas de terciopelo, y como el trono había sido tallado de la misma forma en la misma madera dura y era de la misma horrorosa monstruosidad, yo había pensado si mi padre habr-ía construido y tallado aquel mueble de mal gusto, porque al fin y al cabo había sido ebanista, como me consta; sin embargo no lo pregunté. Una y otra

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vez, aquel abuelo paterno, al que sólo he visto esa única vez en mi vida, ni antes ni después, había dicho de mi padre que se había ido a Alemania y hecho allí cinco años y que había acabado. No hab-ía dejado de mencionar que su hijo se había casa-do, una y otra vez, ése se casó en Alemania e hizo cinco hijos y hace tiempo que acabó. Ese abuelo sacó de una mesita bamboleante, que no armoni-zaba tanto con los restantes monstruos del mobilia-rio, un cajón y de ese cajón una fotografía colorea-da, y me la dio, el retrato de mi padre, que era tan parecido a mí que me asusté. Me guardé la foto-grafía y corrí a casa, y no había podido dominarme y le había descrito a mi madre mi aventura, había intentado describírsela, pero no lo había logrado, porque en cuanto empecé a decirle a mi madre sólo que había descubierto al padre de mi padre, me cubrió de insultos y me maldijo. La imprudencia de enseñarle la fotografía de mi padre había sido moti-vo suficiente para arrancarme esa foto de la mano y arrojarla al fuego. Nunca más después de ese en-frentamiento, que recuerdo como uno de los peores de mi vida, había mencionado en casa a mi padre. No removí más la cuestión, y me contenté con es-pecular sobre cómo podía haber sido, qué clase de hombre, qué clase de personaje. Para eso tenía realmente el mayor margen. No carece de impor-tancia que fuera mi propia madre la que me reveló el lugar exacto en que fui engendrado. ¿Qué motivo había tenido, ella a la que luego no se le podía re-cordar siquiera a mi progenitor, para esa revela-ción? De la compañera de colegio de mi madre, la mujer de un carretero de Henndorf, hubiera sabido sin duda muchas cosas, si no todas, y hoy sabría

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más de lo horriblemente poco que sé. Con esos conocimientos que, cuanto más viejo soy, tanto más escasos resultan, es absurdo emprender la más mínima investigación sobre mi padre. Pero ¿quiero hacerlo en el fondo? ¿No es una ventaja saber tan poco y casi nada de mi progenitor, con-vertir sencillamente los presentimientos sobre el interesado, una y otra vez, en medio con calidad de fin? ¿Habían obrado acertada o equivocadamente ellos, los míos, incluido mi abuelo, al borrar a mi padre de mi vida? La cuestión queda abierta, su culpa persiste, lo mismo que quedan mis suposicio-nes y queda mi recelo, en fin de cuentas una nece-sidad constante y muy a menudo también instante de acusar a los míos. Pero ahora están todos muer-tos, y es inútil pedirles cuentas, condenar a los espíritus y meterlos en presidio es absurdo, ridículo, mezquino y bajo. Así pues, los dejo tranquilos. Pero una y otra vez toco todas las cuerdas, para poder oírlo, todo el instrumento familiar, toque bien o mal en él. Se merecen 'que no perdone sus cuerdas, pero las que están llenas de disonancias me esti-mulan siempre más que las otras y, dicho sea con toda franqueza, me resultan en cualquier caso más queridas. En el dormitorio, en mi cama de al lado de la puerta y tapado hasta la barbilla, entre los enfer-mos que dormían y no estaban, como yo, despier-tos, me veía en mis intentos de apartar la maleza de mi origen, pero no servía de nada, aquel esfuer-zo sin pausa, cuanto más me metía entre los arbus-tos, tanto más aumentaba la oscuridad y con ella el desierto, me veía a la merced de posibilidades tanto mayores de ser herido, de la forma desamparada que conocía ya desde mi más temprana infancia.

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Sin embargo, no quería dejarme apartar de mis in-útiles intentos de obligar a la luz, por todos los me-dios que me eran posibles, a penetrar en la oscuri-dad y en las tinieblas, aunque conociera ya aquella pesadilla. ¿De dónde era realmente mi abuelo? ¿De dónde era realmente mi abuela? ¡Por parte de padre! ¡Por parte de madre! De dónde eran todos los que me llevaban sobre su conciencia y a los que yo exigía ilustración. Cuando los llamé, todos se habían ido, semejantes a espectros. Intentaba ace-charlos en todos los rincones imaginables, cortarles el paso, pero ellos eran más rápidos, más hábiles, sencillamente más astutos y se habían escapado ya cuando creía agarrarlos. No atendían a sus nombres, no comprendían de qué hablaba cuando les hablaba, hablaban un idioma totalmente distinto, que me era incomprensible. Yo era suficientemente ingenuo para creer que podía esperar de cada uno de ellos una historia, que luego, en mi propia cabe-za, podría ensamblar para componer mi propia his-toria, ése fue mi error. Que sólo necesitaba llamar-los, donde pudiera atraparlos, detenerlos, para ob-tener información, para saber la verdad al punto. Mi ingenuidad llegaba hasta creer que podía formular mis preguntas como preguntas de un tribunal, para obtener la claridad como respuesta, sin excepción, sin réplica, cuando la verdad era que, efectivamen-te, hacía preguntas de forma continua, pero no ob-tenía ninguna respuesta y, si había respuesta, era una mentira insatisfactoria, una mentira pura y des-carada. Me imaginaba tener derecho a todas mis preguntas y el mismo derecho también a las res-puestas correspondientes, de forma que pregunta-ba una y otra vez, conmovedor e inconsciente, y

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sólo me veía siempre profundamente decepcionado por el eco. ¿Había preguntado suficientemente, pensaba aquí en mi cama, por lo menos a aquellos con los que había vivido cierto tiempo, el que fuera? La respuesta era que no, no les había preguntado lo suficiente, una y otra vez me había guardado esas preguntas para más tarde, las había apartado, y las había guardado y apartado hasta que, final-mente, había sido demasiado tarde. Hubiera tenido que preguntar, no sólo debido preguntar, tantas cosas, a mi abuelo, a mi abuela, a mi madre, cuán-tas cosas no les pregunté, ahora es demasiado tar-de, cuando preguntamos a los fallecidos, a los muertos, se trata sólo de la inutilidad criminal de los supervivientes, que buscan continuamente seguri-dad para su situación. He tenido todo el tiempo pa-ra hacer preguntas, y no las he hecho, ni siquiera las preguntas más importantes, pensaba. De pronto me resultó evidente: ellos impidieron esas pregun-tas, las esperaban y las temían, y no habían esca-timado medios para que no les preguntara. Lo hab-ían conseguido, se habían ido del mundo en fin de cuentas sin tener que responderme. Me habían de-jado una maleza, un desierto, una estepa en la que tenía todas las perspectivas de tener que morir de hambre y de sed, de ser aniquilado. Habían tenido preparadas todas las respuestas, pero no me las dieron, no estaban dispuestos para ello, probable-mente porque ellos mismos no habían recibido esas respuestas, y se vengaban en mí de su falta de respuestas. Sin embargo, ¿tenía yo un interés real por saber mi origen, es decir, un interés real por aquellos portadores de secretos que se refugiaron en la muerte, que se disolvieron al final de su vida,

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se disolvieron completamente sin sus enigmas, con los que ahora, echado aquí en la cama, me entre-gaba a la indecencia especulativa? No lo sé. Las preguntas permanecían, aumentaban con el tiem-po, con la torpeza de mi existencia, con mi voluntad de conocer. ¿Someter a prueba el estar aquí y no saber nada de sus fundamentos? Yo existía, en gran parte de mi existencia, sobre la base del no saber, no del no sospechar. ¿De dónde sacaba sin embargo mis pruebas, las jurídicamente válidas, por decirlo así, que tenía ante mí? Nunca había dejado de ir a las pruebas, mi vida entera había estado dedicada a buscar las pruebas de mi exis-tencia, unas veces con más intensidad, otras con menos, pero siempre de forma insistente y conse-cuente, sin embargo, cuando tenía esas pruebas en mis manos o las tenía en mi cabeza, no eran sufi-cientemente sólidas, se, revelaban inútiles, enga-ñosas, un retroceso. Me ocupaba también natural-mente de los motivos que me impulsaban a buscar pruebas de mi origen, a veces menospreciaba la intensidad con que quería tener sin falta esas prue-bas, porque sabía que no eran sin falta necesarias, no quería ser un tribunal dispuesto a dictar senten-cia, a sentar jurisprudencia, allí donde no tenía ab-solutamente ningún derecho. Al final de la curiosi-dad surgiría algo, de lo que hasta ahora no había sabido nada y que me lo aclararía todo, había pen-sado. Me pasaba noches enteras observando a mis compañeros de enfermedad que dormían e investi-gando mi origen, me había acostumbrado a esa práctica, pero sin convertirla en método. Cuando no podía dormir y, sencillamente, no podía pensar ya en dormirme, por la razón que fuera, penetraba en

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la maleza, para aclararla, pero no se aclaraba. Re-conocía a las personas en la oscuridad de la male-za por sus costumbres, no por sus rostros, que no podían verse. Aquellas personas de mi historia, sin embargo, no estaban dispuestas a dejarse arrastrar a mi juego, habían calado los motivos de mi expe-dición, me despreciaban dondequiera que me en-contraban, y se escurrían al momento. Yo me acer-caba a mis compañeros de enfermedad con pru-dencia, con la misma prudencia con que ellos se acercaban a mí, se mantenían a distancia, como yo, por instinto de conservación, la verdad es que, cuando participaba, era más observador que miem-bro de toda aquella comunidad, que poblaba aque-lla casa con olores a cerrado. Por un lado estaban los médicos, que correspondían a mi desconfianza con su arrogancia, su inactividad, con su cotidiano funcionamiento médico en vacío, y por otro los en-fermos, que no me reconocían, no podían recono-cerme como uno de ellos, no les resultaba transpa-rente, quizá era sólo una aparición transitoria, un número demasiado ligero para ellos, no un paciente de pleno derecho, compañero de muerte de sus iguales. Durante algún tiempo me había esforzado por ser uno de ellos, no lo conseguí, tuve que retra-erme otra vez, pasé otra vez a la reserva. No tenía su humor, su indiferencia, su bajeza, porque tenía mi humor, mi indiferencia, mi bajeza, mi perversidad absolutamente propia, que me excluía de antemano de ellos. La decisión había recaído hacía tiempo, me había decidido por la distancia, por la resisten-cia, por mi marcha, sencillamente por recuperar la salud, después de haberme entregado durante cier-to tiempo a su prepotencia. Mi voluntad de existen-

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cia era mayor que mi disposición para morir, y por consiguiente no era uno de ellos. Eso no quiere decir que la superficie del trascurso de la jornada no mostrase una imagen de pertenencia, al fin y al cabo tenía la misma apariencia que ellos, hacía lo que ellos hacían, me movía como ellos, de la forma más discreta posible. Sin embargo, mi resistencia no se les escapaba, tampoco a los médicos, por eso tenía siempre, como es natural, dificultades; era siempre, en todos los casos, el espíritu de con-tradicción, con el que resultaba difícil hacer nada, los médicos me hacían sentir su frialdad, los pa-cientes su desprecio. Yo era un gato escaldado, que no se integraba y subordinaba ya aturdidamen-te y sólo por razones de comodidad. Escuchaba sus historias, que eran sólo historias de sufrimiento, como todas las historias, como la Historia entera, compartía con ellos las comidas, hacía cola con ellos ante la sala de rayos, me apretaba con ellos en el ambulatorio, me sentaba con ellos a la mesa, reposaba con ellos en la galería de reposo, me aca-loraba con ellos, contra los médicos y contra el mundo entero, llevaba su vestimenta. Llevaba en las manos las insignias de la casa, la botella de es-cupir y el cuadro de temperaturas. No iba los do-mingos a la capilla porque fuera católico, sino por-que no sólo era un hombre musical sino un chiflado por la música, que seguía teniendo la intención de convertir la música en signo supremo de la justifica-ción de su existencia y en su única pasión verdade-ra, en la totalidad de su vida. Por eso, aquellos do-mingos, de pie junto al armonio, que tocaba mi amigo el director de orquesta, cantaba una misa de Schubert. Unos diez o doce enfermos, en calidad

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de cantantes, se congregaban aquí los domingos, a las seis de la mañana, con sus batas y sus jerseis baratos y raídos, y cantaban la misa de Schubert con el fervor del aficionado, en honor y gloria del Dios Eterno. Tres o cuatro hermanas de la Santa Cruz animaban a aquellas voces miserables que salían de gargantas demacradas y temblorosas, las empujaban al Kyrie y continuaban inflexible e inexo-rablemente durante toda la misa hasta el Agnus, en el que se alcanzaba el punto máximo de agota-miento. El que cantaba aquí gozaba del favor de las religiosas, estaba antes que los otros en posesión de una manta más cálida, podía esperar unas sábanas mejores o incluso también, antes que to-dos los otros, una vista mejor desde su ventana. Al final Te alabamos, Dios de los Cielos, siempre con el mayor volumen posible, saliendo de todas aque-llas gargantas graznadoras y corroídas. Allí estaba yo, cantando con ellos, gritando con ellos, graznan-do con ellos, con la vista puesta en aquellas cabe-zas sudorosas y basculantes, que eran sostenidas en alto por unos cuellos grises y delgados, como en una picota. Detrás de mí tenía en la pared las es-quelas de los muertos, delante de mí los cantantes vivos. Cantarán hasta que sus nombres queden fijados al muro detrás de mí, pensaba. Entonces vendrán nuevos cantantes y así sucesivamente. Yo mismo me resistía a que mi nombre estuviera un día fijado a aquel muro, orlado de negro. No can-taré aquí tanto tiempo, había pensado. Ya me arre-pentía de haberme ofrecido para el coro de la capi-lla, no quería ir más a misa, pero para eso era aho-ra demasiado tarde, las hermanas de la Santa Cruz me hubieran hecho sufrir las consecuencias, de

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forma que seguí cantando, todos los domingos, siempre la misma misa de Schubert, hasta que no pude oírla más, y resistiéndome continuamente a la idea de que mi nombre quedara fijado a la pared. ¿No había cantado, sólo el domingo anterior, el Ag-nus Dei con aquél cuyo nombre estaba ahora fijado detrás de mí en el muro? Pater Oeggl, con quien hacía sólo unos días había hablado en el jardín de atrás del edificio adyacente sobre el funcionamiento del gramófono, lucía ahora en la pared, en gruesos caracteres, con dos palmas cruzadas sobre su nombre. Cantas en el coro hasta que cesas en el cargo, durante algún tiempo tu nombre queda fijado al muro, y luego, un día no lejano, es sustituido por otro. Gritaban Te alabamos, Dios de los Cielos y se disolvían en una hoja impresa de mal gusto, clava-da con una chincheta. Al terminar la misa, aquella comunidad de la capilla era sacudida por un ataque de tos monstruoso y general, del que se alejaban con paso rápido las hermanas de la Santa Cruz. Los cantantes se deslizaban a lo largo del muro hasta la caja de la escalera, y se abrían paso mano a mano por la baranda, pie a pie por las escaleras, hasta el comedor, para tomar el desayuno. El olor a café lo dominaba ahora todo. Después del desayu-no, armada de botella de escupir y cuadro de tem-peraturas, aquella fatigada columna se dirigía por los pasillos a la galería de reposo, para instalarse allí, completamente agotada ya de mañana. El frío subía desde abajo a través de las grietas de las tablas, y cortaba los rostros por delante directamen-te. Condenados a la inactividad, todos se entrega-ban al embrutecimiento, a excepción de mi amigo el director de orquesta, que tenía siempre sobre sus

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rodillas recogidas una partitura para piano, en la que tomaba notas diligentemente, trabajaba para su carrera, se preparaba ininterrumpidamente para la libertad, para las salas de concierto que lo acoger-ían, para las óperas, a veces lo veía desde un lado llevar el compás al estilo de los directores de or-questa, y eso me divertía. Sus compañeros de su-frimiento lo observaban con recelo, y los médicos hacían observaciones sin tacto sobre él, cuando lo veían estudiar en la galería de reposo. Yo me afe-rraba a la imagen que me mostraba mi amigo el director de orquesta, a aquella actitud optimista, a aquella afirmación absoluta de la existencia, ese camino es también el camino para mí, había pen-sado, aquí tengo un modelo. Todos yacían apáticos y perdidos, respirando roncamente y escupiendo, habían aceptado la letargia que conduce a la muer-te, mi amigo el director de orquesta se resistía, ac-tuaba en forma opuesta, y yo trataba de imitarlo. También él escupía, también yo escupía, pero es-cupíamos menos, y no dábamos positivo. Un día dieron de alta a mi amigo el director de orquesta, otra vez estaba yo solo. Dado de alta, ¡qué expre-sión! ¡Qué afirmación! Tenía que recorrer solo mi camino, mis frases no tenían ya contraparte, habla-ba, pero me quedaba sin respuesta. Había sido de-vuelto al punto de partida, el hilo que me unía al arte, incluso a la ciencia, se había roto. Dado de alta, eso no ocurría casi nunca, pero ahora tenía también la esperanza de que me dieran de alta. ¡Aquel hombre era mi modelo, el que aspira a abrir-se camino, el obsesionado por la existencia, el ar-tista, el que quiere ir más lejos! Realmente, mi sombra disminuía, incluso, de repente, no estuvo ya

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allí. El Ayudante me anunció que estaba curado, podía irme, aquí no había ya sitio para mí. ¡Me hab-ía tocado la lotería! Pero ¿me convenía ese pre-mio? No llegué a ninguna conclusión clara. Pasé unos días aún en el establecimiento, me di cuenta de que había estado aquí nueve meses. Me había acostumbrado a Grafenhof. ¿Qué me esperaba en casa? El estado de mi madre no había cambiado, la desesperación de los míos era aún mayor. Mi vuel-ta al hogar no me alegraba realmente, no podía alegrarme, naturalmente que no. No me deseaban en absoluto, como es lógico. La agonía de mi ma-dre se acercaba a su culminación, para mí no ten-ían tiempo. Si recordaba la situación de mi familia como catastrófica, ahora todo era peor aún, todos estaban a punto de derrumbarse. El lenguaje es inútil cuando se trata de decir la verdad, de comuni-car cosas, sólo permite al que escribe la aproxima-ción, siempre, únicamente, una aproximación des-esperada y, por ello, dudosa al objeto, el lenguaje sólo reproduce una autenticidad falsificada, una deformación espantosa, por mucho que el que es-cribe se esfuerce, las palabras lo aplastan todo con-tra el suelo y lo dislocan todo y convierten la verdad total en mentira sobre el papel. Otra vez había via-jado yo al infierno, en la dirección opuesta. El tu-berculoso que sale del sanatorio, aunque lo hayan dado de alta, tiene obligación de hacerse reconocer por el médico del seguro que le corresponde y de llevar sus esputos al laboratorio, y yo fui primero al laboratorio. Cuando recogí los resultados, me dije-ron que era contagioso, tenía una tuberculosis abierta, tenía que ir al hospital al instante, y tenía que ser aislado, dijeron los del laboratorio, no había

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posibilidad de error. Dos días después de haber sido dado de alta en Grafenhof, tenía ahora una tuberculosis pulmonar abierta, es decir, el temido agujero, la caverna, de la que siempre había tenido el mayor miedo. Me fui a casa, y comuniqué la noti-cia de que padecía una tuberculosis abierta y tenía que ir inmediatamente al hospital. Mi comunicación no había tenido el efecto que hubiera sido lógico, como es natural, yo sólo podía ser un problema marginal, la enferma era mi madre, no yo. Después de la comida con mi abuela y con mi tutor, que hicimos en el rincón de la vivienda donde nos refu-giábamos, en la cocina, hirvieron inmediatamente mi cubierto y, sólo con unas cuantas cosas necesa-rias bajo el brazo, me fui al hospital. A mi madre, así se decidió, no se le diría la verdad. Al hospital pude ir a pie, sólo eran unos cientos de metros. El servicio de pulmón estaba instalado en varios ba-rracones y se reconocía ya desde lejos por el olor a podrido que salía de esos barracones, aquí había una serie de enfermos de cáncer de pulmón con las ventanas abiertas y las puertas abiertas, y había en el aire un hedor espantoso. Pero me acostumbré a ese hedor. Me hicieron un neumo, un neumotórax y, al cabo de unos días, me dejaron salir otra vez, con la advertencia de que tenía que ir sin demora a Grafenhof. Mi partida se retrasó, y tuve que que-darme varias semanas en casa, durante ese tiem-po, a intervalos determinados, aproximadamente cada semana, tenía que hacer que me llenara de aire mi neumo el especialista de pulmón más cono-cido de la ciudad, en la París-Londron-Strasse, se-gunda casa a la derecha. El paciente se echa en la cama de la consulta y, con un tubo fino, se le inyec-

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ta aire entre el diafragma y el lóbulo pulmonar, el lóbulo pulmonar enfermo, de esa forma se compri-me el agujero para que se cierre. Había visto ya a menudo ese proceso, sólo al principio resulta dolo-roso, luego el paciente se acostumbra a él y lo con-sidera natural, y se convierte para él en costumbre, desde luego tiene siempre miedo, pero al terminar el proceso ese miedo resulta infundado. No siempre infundado, como pronto tendría que experimentar. Un día, ese médico notable, que era incluso ca-tedrático, me estaba llenando de aire, y en medio de la operación fue al teléfono, mientras yo estaba echado en la cama de la consulta y tenía el tubo en el pecho. Le preguntó a su cocinera por el almuerzo y le expresó sus deseos. Después de largas discu-siones sobre cebolletas y mantequilla, patatas o no patatas, el profesor puso fin al debate y tuvo a bien volver a su paciente, echado en la cama de la con-sulta. Me introdujo aún cierta cantidad de aire y me invitó entonces, como de costumbre, a pasar detrás de la pantalla de rayos, sólo así podía comprobar cómo se había repartido el aire dentro de mí. Como es natural, siempre resultaba penoso y de ningún modo sin dolor el levantarse, sólo lo pude hacer lentamente y me puse detrás de la pantalla de ra-yos. Sin embargo, apenas había adoptado la posi-ción deseada, tuve un ataque de tos y me des-mayé. Todavía pude oír como el profesor decía, Dios santo, le he hecho otro neumo, y luego me encontré otra vez en un sofá que había en el rincón. Mi desmayo no podía haber durado mucho tiempo, oí cómo la ayudante de la consulta despedía a las personas que había en la sala de espera. Cuando todos los que esperaban estuvieron fuera, me

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quedé solo con el profesor y su ayudante. No podía moverme sin desencadenar de nuevo un espantoso ataque de tos, por otra parte apenas tenía aire. Tu-ve miedo de morir, y pensé que era realmente horrible morir precisamente aquí, en aquella consul-ta sombría, que olía a cerrado, en aquella consulta espantosamente pasada de moda y fría, sin nadie que significara nada para mí, bajo las miradas es-pantadas y los más horrorizados gestos de mis tor-turadores aficionados. Por si fuera poco, el profesor se había arrodillado delante de mí y, con las manos juntas, decía: ¿Pero qué voy a hacer con usted? Esa es la verdad. Ya no sé cuánto tiempo estuve echado en ese estado en el sofá. En cualquier ca-so, de pronto tuve otra vez la posibilidad de levan-tarme y dejar la consulta, y bajé corriendo, a pesar de la resistencia del médico y de su ayudante, que me habían dado los dos una impresión de total im-potencia y al mismo tiempo de espanto, los tres pisos de la casa del médico, hasta salir al aire libre. Una reconstrucción ulterior ha dado por resultado que, abajo, en la calle, había subido incluso a lo que se llama un trolebús y me había ido a casa. Allí debí perder otra vez el conocimiento, no lo sé, eso contaron los míos, que me llevaron inmediatamente al hospital, otra vez al barracón de pulmón, que había conocido ya hacía unas semanas y que, por consiguiente, conocía muy bien. Inmediatamente había aparecido el profesor en el hospital y me hab-ía explicado que no había ocurrido nada de particu-lar. Lo dijo insistentemente, una y otra vez, excitado y dirigiéndome una mirada maligna, no era otra co-sa que una amenaza. Ahora (¡la causa era la discu-sión sobre el menú del profesor!) mi neumo recién

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hecho se había echado a perder, y había que en-contrar algo nuevo. Me harían lo que se llama un neumoperitoneo, un neumo abdominal, en el que se inyecta aire sobre el ombligo, en el centro del cuer-po, y que presiona simultáneamente de abajo a arriba ambos lóbulos pulmonares, algo único en aquella época, un avance apenas experimentado todavía, del que ni siquiera en Grafenhof había oído yo nada. El profesor, con una ridícula llamada tele-fónica, me había destruido el neumo y, en cualquier caso, puesto en un estado muy peligroso. El neu-moperitoneo, sin embargo, sólo puede hacerse si antes se inmoviliza el diafragma por algún tiempo, durante años al menos. Con ese fin se seccionaba siempre el llamado nervio frénico, lo que exigía una operación, un corte sobre la clavícula dado con ple-no conocimiento, porque durante la intervención había que garantizar la posibilidad de comunicación entre cirujano y paciente. Ya en los próximos días, me dijeron, me harían una operación de frénico, se trataba de un aplastamiento del frénico, no de una resección del frénico, el aplastamiento era lo más nuevo, apenas utilizado todavía, sólo se aplastaba el nervio frénico, y se inmovilizaba durante años el diafragma, sin embargo se recuperaba luego otra vez, a diferencia del nervio seccionado radical y completamente, práctica que se había utilizado has-ta entonces. Aquella intervención era una menu-dencia, me dijeron, no una operación, sólo una in-tervención, una ridiculez desde el punto de vista médico. El mismo haría esa intervención, decidió el Jefe. Con espanto, yo había comprobado entretanto que se trataba del mismo Jefe que había confundi-do la vesícula llena a reventar y obstruida de mi

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abuelo con un tumor, y tenía por tanto la muerte de mi abuelo sobre su conciencia. Sólo habían pasado unos meses desde ese error técnico, pero al fin y al cabo yo no tenía otra opción que consentir en todo lo que ahora iba a ocurrirme, tenía que ocurrirme. En realidad, naturalmente, yo no podía tener la me-nor idea de cirugía pulmonar, cómo hubiera podido tenerla, y había tenido que someterme a todo lo que se proponían hacer conmigo. Dejé que ocurrie-ra todo con la impasibilidad del conmocionado y espantado. Me alojaron también aquí, en el ba-rracón de pulmón, en una gran sala, en la que hab-ía por lo menos una docena de camas, las mismas camas de hierro que conocía ya de mi primera es-tancia en el hospital, en el servicio de medicina in-terna. Aquí lo conocía ya todo, sólo tenía que pene-trar en las atroces especialidades de la cirugía pul-monar. Para eso había tenido las mejores oportuni-dades. Aquellos barracones procedentes de la gue-rra estaban totalmente aislados de los restantes edificios del llamado hospital del Land, y se encon-traban en un estado de abandono, en los pasillos, en los que sólo se podía entrar con un trapo delante de la nariz, porque el hedor de los enfermos de cáncer era tan penetrante que resultaba imposible respirarlo directamente, las ratas no eran nada raro, pero también a aquellos animales gordos, que corr-ían por el suelo como relámpagos, se había acos-tumbrado uno rápidamente. Todavía sé que me colocaron junto a un joven, por suerte al lado de una gran ventana, casi siempre abierta, un joven que sólo poco tiempo antes había sido corredor ciclista, y ahora yacía allí, a los veinte años, con los pulmones destrozados en su cama, siguiendo día y

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noche el curso de las grietas del techo del ba-rracón. Había participado en varias carreras inter-nacionales, en la última se había derrumbado y lo habían ingresado en el hospital. No podía creer que estuviera gravemente enfermo del pulmón y en las últimas, al fin y al cabo sólo unas semanas antes había sido un famoso, así llamado, as del deporte. Había nacido en Hallein, y sus parientes lo visita-ban, siguiendo perplejos su triste evolución. No ten-ía intención de quitarle a ese joven las ilusiones, estaba decidido a reservarme lo que sabía. El había creído que pronto podría dejar otra vez el hospital, pero la realidad había resultado horrible: de una operación, para la que vinieron a buscarlo una ma-ñana, no volvió ya. Todavía veo a su madre recoger las cosas que él había dejado en su mesilla de no-che. Como mi intervención se había aplazado unos días, tuve tiempo de explorar el recinto del hospital, al fin y al cabo había estado ya semanas en aquel hospital, sin llegar a orientarme en él, al haber guardado cama en el entorno siempre igual de la gran sala de medicina interna, no había visto nada, salvo partes de ese servicio, pero ahora inspec-cioné el hospital entero. Es evidente que visité el servicio en que había estado mi abuelo y en el que había muerto en febrero. Entré en el ala de cirugía del Jefe, con la mayor aversión hacia la ciencia médica y lleno de odio hacia todos los médicos. Aquí, en aquel corredor oscuro y estrecho, el Jefe se había dirigido un día a mi abuela y le había con-fesado que se había equivocado, y el tumor del ab-domen era en realidad una vesícula obstruida y lle-na a reventar, que había envenenado mortalmente a mi abuelo. Dejé el ala de cirugía y fui al servicio

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de mujeres, al llamado servicio de ginecología, donde le habían quitado a mi madre la matriz, un año demasiado tarde. Estaba demasiado deprimido para dedicarme a más investigaciones de aquella fortaleza médica degenerada, y me eché en la ca-ma y me limité a esperar, durmiendo y tomando poco alimento, el momento fijado para mi aplasta-miento de frénico. La verdad es que, antes de esa intervención, había sido torturado muy a menudo por los médicos, pero jamás operado aún, y con-templé ahora lo que ocurría a mi alrededor con una solemnidad aumentada, después de haberme ad-ministrado, muy de mañana, la llamada inyección tranquilizante, según expresión popular, inyección de me importa un bledo, y cómo me levantaban de la cama y me ponían en la camilla y me sacaban del barracón y me llevaban al ala de cirugía. La in-yección hace que el anestesiado, en unos segun-dos, deje de ser una víctima presa del pánico para convertirse en observador interesado de un es-pectáculo que se desarrolla con mucha calma y en el que él, según cree, interpreta el papel principal. Todo resulta fácil y agradable, y todo ocurre con la mayor confianza y autoconfianza, los ruidos son música, las palabras que el anestesiado oye son tranquilizantes, todo es poco complicado y benigno. El miedo queda suprimido, toda reacción de defen-sa, el anestesiado ha cambiado la máxima reserva por la máxima indiferencia. El quirófano sólo des-pierta un interés aumentado por lo que hacen aquí médicos y enfermeras, disfruta de la mayor con-fianza. Reinan una calma y una dulzura infinitas, y todo, incluso lo que está más _próximo, queda re-legado a la mayor distancia. La víctima, echada ya

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en la mesa de operaciones, lo percibe todo con la mayor tranquilidad, en efecto, se siente bien, trata de mirar los rostros que hay sobre él, pero esos rostros se borran, el que está echado en la mesa de operaciones oye voces, tintineo de instrumentos, agua que corre. Ahora estoy atado, pienso. El ciru-jano da sus órdenes. Dos enfermeras, supongo, de pie a mi lado, me sostienen las manos para tomar-me el pulso. El Jefe. dice una vez respire, luego otra vez no respire, luego otra vez, respire, luego otra vez, no respire, puedo seguir sus órdenes, lo sé, ahora ha hecho la incisión, ahora separa la car-ne, liga las arterias por separado, rasca la clavícula, corta todavía más profundo, más y más profundo, quiere esto y aquello, tira una cosa, le dan otra, si-gue reinando la misma calma infinita que al princi-pio, otra vez oigo inspire, no respire, inspire, oigo aguante el aire, espire lentamente, respire otra vez normal, aguante el aire, espire, inspire, aguante el aire, respire otra vez normal. No oigo más que al Jefe, nada de las enfermeras, luego otra vez inspi-re, espire, aguante el aire, espire, inspire, me he acostumbrado a esas órdenes, quiero ejecutarlas correctamente, lo consigo. De pronto me siento débil, más débil aún, súbitamente es como si la sangre se me escapara totalmente del cuerpo, en ese mismo instante, las enfermeras me sueltan las muñecas y mis brazos caen, y oigo cómo el Jefe dice ¡Jesús y María!, instrumentos que caen al sue-lo, aparatos que rechinan. Ahora voy a morir, pien-so, se acabó. Luego siento otra vez un tirar y atar en mi hombro, todo amortiguado, no doloroso, todo lleno de brutalidad, pero no doloroso, otra vez pue-do respirar, durante cierto tiempo, ahora lo sé, hab-

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ía dejado de respirar, otra vez estoy ahí, todo sigue, estoy salvado. Respire tranquilo, oigo, respire muy tranquilo, luego otra vez, espire, aguante el aliento, espire, inspire, espire. Entonces la operación termi-na. Me desatan las hebillas de las muñecas, me levantan, con cuidado, muy lentamente, vuelvo a oír al Jefe con su tranquilo, muy tranquilo, liberan mis piernas de sus ataduras, y entonces cuelgan hacia el suelo, como veo, sólo lo veo un momento, mien-tras dos de las enfermeras me incorporan. De la herida abierta, que no puedo ver, me cuelgan sobre el pecho multitud de pinzas, acercan a mí el apara-to de esterilización. Entonces me echan otra vez, una tela me cubre el rostro, para que no pueda ver, me cosen la herida. En el suelo había visto sangre a litros, un montón de pedazos de gasa y de al-godón empapados de sangre. ¿Qué había pasado? Había pasado algo. Pero me escapé, eso pensaba. Me quitan la tela del rostro, me colocan en una ca-milla y me llevan de nuevo al barracón de pulmón, en una especie de semisueño, sólo podía ver som-bras, no podía explicarme nada de lo que percibía. La operación ha terminado, pienso, estoy echado en mi cama junto a la ventana, me duermo. Poco después de despertarme apareció el Jefe, había pasado medio día, era mediodía, y dijo que todo había ido bien, no había pasado nada, ese nada lo había acentuado expresamente, todavía hoy lo oi-go, aquel nada. Pero había pasado algo, pensaba yo, y sigo pensándolo todavía hoy. Pero me había escapado, había soportado mi primera operación, tenía aplastado el nervio frénico, y una semana después pudieron hacerme el neumoperitoneo, porque la herida se me cerró rápidamente, en con-

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tra de lo esperado, pues hasta entonces había ob-servado siempre que las heridas abiertas de mi cuerpo sólo se cerraban despacio y sólo con las mayores dificultades. Ahora me pincharían en mitad del abdomen, dos dedos por encima del ombligo, y llenarían de aire ese abdomen tanto como fuera posible, para poder comprimir mis lóbulos pulmona-res y cerrar el agujero de la parte inferior de mi pulmón derecho. No puedo decir que estuviera bien preparado para ello, de pronto tenía miedo del neumoperitoneo. Hice que el médico jefe que debía hacerme el peritoneo me lo explicara, y la explica-ción fue tan sencilla como la explicación de la forma de hinchar un neumático de bicicleta, y me fue dada también en un tono totalmente habitual y nada paté-tico, como hablan los médicos jefe de cosas espan-tosas y siniestras, que para ellos son sólo trivialida-des. El médico jefe me dijo también que, en toda Austria, sólo había en aquel momento unos cuantos neumoperitoneos, por lo demás, él mismo había hecho sólo tres, que no le habían planteado ningu-na clase de dificultades, era sumamente fácil. Yo estaba echado en mi cama de la ventana, obser-vando la herida de mi clavícula y cómo se cerraba con relativa rapidez. Como no era una distancia larga, me visitaban los míos, también mis herma-nos, y me hablaban de la agonía de mi madre, no había forma de que acabara, ellos le deseaban la muerte, no podían soportar más sus sufrimientos, mi propia madre deseaba su muerte más que nada. Yo mandaba saludos para mi madre, mi madre mandaba saludos para mí, no me daba cuenta en absoluto de la horrible situación en que se encon-traban entonces los míos, dejaban a mi madre mor-

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talmente enferma para visitarme en el barracón de pulmón, y a la inversa. El que, con ello, casi se hab-ían arruinado sólo había podido saberlo más tarde, en toda su extensión. Para distraerme en el ba-rracón de pulmón, me habían traído un pesado li-bro, por desgracia Los cuarenta días del Musa Dagh, de Werfel, intenté leer ese libro, pero me aburría, me descubría a mí mismo habiendo leído varias páginas sin saber qué, no me había intere-sado lo más mínimo. Además, el libro me resultaba demasiado pesado, estaba demasiado débil para sostenerlo. De forma que se cubrió de polvo en mi mesilla de noche. Mudo e inmóvil la mayor parte del tiempo, yo contemplaba con interés creciente el techo de la sala, y utilizaba mi imaginación. Al final estaré otra vez en Grafenhof, pensé, pero ahora volveré allí en condiciones totalmente distintas, co-mo auténtico enfermo del pulmón, que da positivo, que es uno de ellos. Traté de explicarme mi situa-ción. Un neumoperitoneo no lo habían tenido nunca en Grafenhof, eso lo sabía, volveré al sanatorio con una especialidad, con algo que causará sensación. Mi segunda entrada en escena en Grafenhof será, en cualquier caso, totalmente distinta de la primera. Me imaginaba mi retorno a Grafenhof, la cara que pondrían y cómo reaccionarían ante mí, tanto en-fermos como médicos. Se habían engañado y, con ello, me habían engañado y me habían dado de alta cuando estaba enfermo de muerte. ¿Cómo van a mirarme a la cara, qué van a decirme? me pregun-taba, ¿y cómo me comportaré yo? Probaré suerte. ¿No habían fracasado conmigo todos los médicos? Estaba a su merced. Siempre veían algo, pero no era lo que hacía falta ver. Veían algo que no existía.

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No veían nada, aunque había algo, y a la inversa. Cuando los míos me visitaban, tenían todo el tiem-po el pañuelo delante de nariz y boca y, en esas condiciones, era difícil hablar con ellos. ¿En qué consistía esa conversación? ¿Cómo estás? pregun-taban. ¿Cómo está madre? preguntaba yo. No se podía mencionar al abuelo en su tumba reciente del cementerio de Maxglan, al que la Iglesia católica no había querido al principio ofrecer ninguna tumba y que, luego, había sido enterrado en un sepulcro de honor de la ciudad, a eso no nos atrevíamos, a hablar a la muerte, a lo definitivo, al final. Una ma-ñana gris y sofocante fui al ala de cirugía donde me esperaba el médico jefe. Era pesado, ancho, tenía manos grandes. Estaba solo, sin ayudante. Tuve que echarme de espaldas y esperar. El médico jefe me pinceló el vientre por encima del ombligo, y lue-go se echó sin previo aviso sobre mí, con todo el peso de su cuerpo, con ello, de una sola vez y con la rapidez del relámpago, había perforado mi pared abdominal. Me miró satisfecho, murmuró la palabra hecho, y oí cómo el aire penetraba en mi cuerpo a raudales, hasta que no cupo más. Naturalmente, después de terminar el proceso no había podido levantarme, me pusieron en una camilla y fui lleva-do otra vez por una enfermera al barracón de pulmón. Bajo la fecha de la realización de mi neu-moperitoneo ponía ¡Operado de neumo!, también eso lo había pasado ya. Tener un neumoperitoneo era algo extraordinario, algo totalmente especial, y yo me sentía también así, a quien quería saberlo le explicaba lo que es un neumoperitoneo y cómo se hace y qué preparativos son necesarios para ello. También sobre sus efectos estaba informado, y co-

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nocía también los peligros. Después de la inyec-ción, el aire inyectado presionaba y se abría camino por todas partes en mi cuerpo, me subía bajo la piel hasta el cuello y bajo la barbilla, creía que iba a re-ventar, me sentía embaucado, objeto experimental con el que habían realizado un nuevo engaño. Rígido y mudo recibí a los míos, sin poder hablar. Se fueron más deprimidos de lo que habían venido. Yo había escuchado su relato sobre el estado de mi madre, no había reaccionado, y ellos se habían da-do la vuelta y se habían ido. Aproximadamente ca-da quince días, me perforaban la pared abdominal, regularmente, después de un cálculo exacto de la cantidad de aire, me llenaban, siempre de la misma forma desagradable, ya que, si bien podía ir por mi pie a que me inyectaran, tenían que volver a traer-me en camilla. Durante esos viajes de regreso por los pasillos del barracón de pulmón, sin embargo, me había considerado siempre afortunado por tener sólo un neumoperitoneo, sólo un agujero en el pulmón, sólo una tuberculosis contagiosa y no un cáncer de pulmón, como los que yacían en las sa-las abiertas que, al pasar, había podido ver, en ellas se quejaban muy suavemente y, cuando se extinguían, eran transportados por delante de noso-tros en los tristemente célebres ataúdes de zinc, un espectáculo diario. En ese ambiente no debía morir mi madre, había pensado yo, y me consideraba afortunado porque ella estaba en casa. Si es posi-ble, los enfermos de muerte deben estar en casa, morir en casa, sobre todo no en un hospital, sobre todo no entre sus iguales, no hay horror mayor. No olvidaré nunca a mi tutor por el hecho de que, junto con mi abuela, cuidó a mi madre en casa hasta que

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murió. Los barracones fueron construidos durante la guerra, y estaban hacía tiempo en un estado de absoluto abandono, no habían renovado nada en ellos, para los enfermos de pulmón, para los recha-zados con su expectoración mortal eran, al parecer, muy apropiados, los temían, nadie entraba en ellos por su voluntad, una valla cerraba el paso del hos-pital general al servicio de pulmón, y otra vez por todas partes el letrero: ¡Se prohíbe la entrada!, el lugar para los barracones estaba bien elegido, es-taban apartados, detrás de todas las instalaciones del hospital. A través de las ventanas abiertas se podía oír desde lejos el tráfico de la calle. A menos de cincuenta metros de mi barracón pasaba la calle por la que, todavía un año antes, había ido a la tienda de Podlaha en el poblado de Scherzhauser-feld, la calle de mi aprendizaje. En aquella época no me había percatado en absoluto de los barracones escondidos tras los arbustos a lo largo de la calle, ese tramo de la calle lo había recorrido siempre muy rápidamente, para no llegar tarde a la tienda. Sentía añoranza de la tienda, de Podlaha, del po-blado de Scherzhauserfeld y de sus habitantes, ninguno de ellos sabía nada de mi evolución. A Podlaha le había comunicado sólo brevemente que había pasado mi examen de dependiente de co-mercio, con una postal, con un cordial saludo. No lo había visto más. Sin duda me había eliminado, a un enfermo del pulmón no podía emplearlo ya, le hubiera ahuyentado la clientela y, además, lo hubie-ra puesto en conflicto con la ley. ¿De qué había servido mi evasión del instituto, de qué habían ser-vido mis resistencias a la familia y la escuela, y todo lo relacionado con la familia y la escuela, mi aver-

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sión a la sociedad normal, que se somete ciega-mente a la estupidez? ¿De qué había servido que me volviera en la Reichenhallerstrasse? Me habían rechazado en todo, como si el mundo entero se hubiera conjurado contra mí, contra todos nosotros que, después de la guerra, habíamos creído poder escondernos en la pequeña burguesía de la Ra-detzkystrasse. Mi evasión del instituto, mi puesto de aprendiz, mis estudios de música, veía esos signos de mi desobediencia convertirse lentamente en lo-cura y en megalomanía grotesca. Había querido cantar el Yago y ahora yacía con un neumo abdo-minal en el barracón de pulmón, a mis dieciocho años, sólo podía ser una burla hacia mí. Pero en fin de cuentas había escapado al destino del corredor ciclista. Y no tenía un cáncer de pulmón como aquellos que sólo a diez pasos de distancia grita-ban a veces de noche por su monstruoso dolor, más allá del concepto de dolor, y que me apesta-ban el aire con su hedor, tenía una ventaja enorme, todavía no era un moribundo, no tenía que califi-carme de sin esperanzas y acabado. Así cavilaba durante días enteros, durante semanas enteras y me asustaba de la transformación de mi cuerpo, el neumo abdominal lo había hecho totalmente sensi-ble al máximo, impresentable, cuando me tocaba sólo sentía el aire bajo la piel, yo no era más que un cojín de aire, y en todo el cuerpo me había salido una erupción, para mí desconocida, que no impre-sionaba nada a los médicos, como efecto secunda-rio y de color rojo grisáceo, por los medicamentos que ahora, desde hacía ya tanto tiempo, tenía que tomar. Me seguían tratando sin interrupción con estreptomicina, ahora con una cantidad apropiada,

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el hospital del Land se lo podía permitir, y la única razón era aquí la necesidad, no un perverso favori-tismo como en Grafenhof, tenía que tragar el llama-do PAS, todas las semanas cientos de tabletas de un blanco amarillento, que me dejaban junto a la cama en cajas de kilo. Producían una falta de apeti-to casi total. Y ya no sé lo que, en esas semanas y esos meses, me administraron y me inyectaron además. A veces me despertaba en pleno día, cuando me había quedado adormilado por agota-miento, asustado por unas palomas grandes y gor-das, que se habían posado en mi cama; odiaba aquellas palomas, estaban pegoteadas de porquer-ía y exhalaban un olor dulzarrón, y cuando levanta-ban el vuelo ante mi rostro, el polvo se arremolina-ba, las consideraba como mensajeras de mi muer-te. También mi abuelo había odiado las palomas, las había calificado de portadoras de enfermeda-des. Durante toda mi vida he considerado a las pa-lomas feas, pesadas, torpemente se posaban por todas partes en las camas de los enfermos y lo en-suciaban todo, cuando las ahuyentaba me daban asco. Cuando pude levantarme ya y dar unos pa-sos, arriesgué una ojeada a la sala de enfermos de cáncer situada más cerca de la mía y me espanté por el hecho de que en aquella sala se fumaba. Aquellos enfermos de muerte, demacrados hasta los huesos y que se pudrían apestando, estaban clavados en sus camas fumando cigarrillos; cuando la podredumbre del enfermo se mezcla con el humo de los cigarrillos, se produce uno de los olores más atroces. Ahora fuman, dentro de unos días se habrán ido, habrán sido empujados afuera, enterra-dos, pensé. Cuando veía a las Hermanas de la Ca-

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ridad desnudar a los que acababan de morir y la-varlos y volverlos a vestir, como si fuera algo lógico, reflexionaba en lo alto que debe ser el grado de embotamiento para poder hacer ese trabajo, o en lo grandes que deben ser la abnegación y el sacrificio. No tenía valor para admirar a aquellas heroínas, me daban miedo. Al término de una vida, los deudos reúnen pantalones y chaqueta y ropa sucia y se la ponen sobre el brazo y se van. Era siempre el mis-mo cuadro, pero me fascinaba como la primera vez. Ese cuadro me había repelido y atraído a la vez, y la intensidad total de mi contemplación me sor-prendía siempre. Una vida, por desmesuradamente que hubiera estado dispuesta y por desmesurada-mente que hubiera debido o tenido que desarrollar-se, se disolvía ante los ojos de los que quedaban en un montón de carne podrida, sólo sostenida aún por la piel y los huesos. La vida, la existencia, han tirado a un rincón ese montón de carne podrida, que había sido el último rincón para esa vida y para esa existencia, y habían huido. A dónde, es la cues-tión. Me guardaré de entrar en ella. Echado en la cama de espaldas con mi neumo abdominal, consi-derado no sólo por los médicos, sino también por los enfermos, como algo médicamente extraordina-rio, hinchado y, en general, impresentable, ahora tenía tiempo para reflexionar en todo lo que mis pensamientos habían descuidado en mi vida, y en lo que hasta ahora tampoco me había atrevido a pensar, en los contextos de mis progenitores, en mis propios contextos, en el gran contexto, pero, como queda dicho, con mi esfuerzo sólo aumenta-ba la espesura, oscurecía la oscuridad, desertifica-ba el desierto. Si remontaba los caminos de mi pa-

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dre, pronto llegaba al fin, unas cuantas ramificacio-nes, unas cuantas figuras vagas en medio de la tempestad desencadenada o en la calma absoluta de la Historia, que venían hacia mí y, en cuanto estaban en mi proximidad, se disolvían en la nada. ¿Qué tengo yo de allí? me preguntaba, ¿qué tengo yo de allá? ¿De dónde me viene esa cualidad? ¿De dónde aquélla? ¿Mis abismos, mi melancolía, mi desesperación, mi musicalidad, mi perversidad, mi rudeza, mis rupturas sentimentales? ¿De dónde me viene, por una parte, la seguridad absoluta, por otra el espantoso desamparo, la clara debilidad de carácter? Mi desconfianza, más aguda ahora que nunca, ¿qué motivo tiene? Sé que mi padre había decidido un día renunciar a todo, liberarse y alejar-se para siempre y definitivamente de todo lo que había sido para él su patria, injertada como en mí probablemente, inducida, de aquella patria, puesta sobre su cabeza como un casco de hierro para que lo oprimiera, de forma que había tomado la decisión de renunciar a todo, y había ejecutado esa decisión de forma consecuente. Prendió fuego a la casa de sus padres y la dejó, nada más que con lo que lle-vaba puesto, dirigiéndose a la estación de ferroca-rril. Se dice que había calculado cómo tenía que preparar el incendio a fin de poder ver ese incendio precisamente en su punto culminante, es decir, en el minuto en que el tren en marcha lo alejara de su patria, como me consta, su exactitud tuvo éxito y pudo deleitarse viendo que la casa de sus padres por él incendiada, su propiedad, quedaba envuelta en llamas. Con ese espectáculo de la casa de sus padres ardiendo no sólo había extinguido (en él) su patria sino, en general, el concepto de patria. Nun-

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ca se había arrepentido de su acción. Sólo llegó a los cuarenta y tres años, y casi no sé de él más que esa historia, no lo vi nunca. Mi madre nació en Ba-silea, donde mi abuelo estaba matriculado en la universidad. Mi abuela, después de dejar a su ma-rido y a sus hijos, había seguido a aquel estudiante, entonces de ideas socialistas en todo, de Salzburgo a Suiza, en toda su vida no se habían separado ya y sólo se habían casado después de cuarenta años de vivir y existir juntos. No tenía mi madre todavía un año, y ya estaban mis abuelos de viaje por Ale-mania con la niñita, de localidad en localidad, por amor a las ideas socialistas. Arengas y manifesta-ciones habían sido la consigna (también de mi abuelo). Cada uno de los míos vino al mundo en un lugar distinto, eso prueba mejor que nada su inquie-tud, que durante toda la vida ha sido para nosotros tan necesaria como característica. Y cuando quisie-ron por fin tener tranquilidad y esa tranquilidad es-taba ya asegurada, y habían tomado posesión de esa tranquilidad, llegaron la enfermedad y la muer-te. Su autoengaño se vengaba ahora. Por muchas cosas que hubiera querido decirle a mi madre, por muchas preguntas decisivas que hubiera querido hacerle, ahora era demasiado tarde. No será ya la persona receptiva para mis preguntas, ahora no tiene ya oídos para mí. Aplazamos las preguntas, porque nosotros mismos sólo las tememos, y de repente es demasiado tarde para ellas. Queremos dejar en paz al interrogado, y no herirlo en lo más profundo, y por eso no le preguntamos, porque que-remos dejarnos en paz a nosotros mismos y no herirnos en lo más profundo. Demoramos las pre-guntas decisivas, al hacer ininterrumpidamente

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preguntas inútiles y viles, ridículas, y cuando hace-mos las preguntas decisivas es demasiado tarde. Durante toda la vida demoramos las grandes pre-guntas, hasta que se convierten en una montaña de preguntas y nos ensombrecen. Pero entonces es demasiado tarde. Debemos tener el valor (tanto hacia aquellos a los que tenemos que preguntar como hacia nosotros mismos) de atormentarlos con preguntas, despiadadamente, inexorablemente, de no tratarlos con miramientos, de no engañarlos con miramientos. Lamentamos todo lo que no hemos preguntado cuando la persona a la que había que preguntar no tiene ya oídos para esas preguntas, está ya muerta. Sin embargo; aunque hubiéramos formulado todas las preguntas, ¿habríamos tenido una sola respuesta? No aceptamos la respuesta, ninguna respuesta, no podemos hacerlo, no debe-mos hacerlo, ésa es nuestra disposición afectiva e intelectual, ése es nuestro sistema ridículo, ésa es nuestra existencia, nuestra pesadilla. Preveía lo que me iba a ocurrir, la muerte de mi madre, como algo lógico ya, en efecto, observaba con mis ojos las consecuencias de su muerte hasta en los más pequeños detalles, me escenificaba ya el entierro, oía lo que se decía, lo que se callaba, lo tenía todo ante mis ojos, pero no quería convencerme. La fa-milia, con su brutalidad de la posguerra, la ha aplastado, pensaba, y la muerte de su padre ha acelerado el proceso de su enfermedad. Todavía me llegaban saludos de ella, cada vez más reglas de vida, propuestas prudentes, discretas, para el tiempo de después. Ella había decidido evitar a mis hermanos, es decir, a mi hermano y mi hermana, que tenían apenas siete y nueve años, su final, no

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debían ser testigos, los niños no debían ver morir a su madre, mi hermana fue enviada a España, mi hermano a Italia. Ella preparaba su muerte, ella to-maba por sí misma todas las decisiones, se había defendido contra todas las faltas de gusto en rela-ción con su enfermedad mortal, no toleraba la com-pasión. Con la de su padre, su vida había termina-do también, al parecer dijo esas palabras totalmen-te tranquila. Yo pensaba, no la veré más, estoy ahí con mi neumoperitoneo y no la veré más, pero to-davía tuve oportunidad, me dieron de alta en el hospital y pude ir a casa. Dos días más tarde debía volver a Grafenhof, tenía ya en el bolsillo el volante de traslado. Me senté a la cabecera de mi madre, pero no surgió ya ninguna conversación, la inteli-gencia de ella era clara, pero todo lo que se decía me parecía ridículo. Apenas tuve tiempo de llenar mi saco de marino americano con mis cosas. Tutor y abuela eran presas de su agotamiento. Aunque mi madre vivía aún, estaba' ahí, en el piso reinaba ya el vacío de después de ella, todos lo notábamos. Nos sentábamos en las sillas de la cocina y es-cuchábamos con la puerta abierta, pero aquella enferma de muerte guardaba silencio. En Grafenhof no estuve ya en la sala de doce, sino en una de las llamadas solanas, en el entresuelo, para asombro mío mi compañero de enfermedad era el llamado doctor venido a menos, el doctor en Derecho, que ya he mencionado. Su estado crítico lo había lleva-do a la solana, a la habitación oscurecida por un abeto gigante. También yo había ido a parar a la solana únicamente porque mi estado había sido clasificado como nada seguro. La enfermedad hab-ía cambiado entretanto aún más mi cuerpo, lo había

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cambiado tanto en el intervalo que armonizaba con Grafenhof de la forma más discreta, ahora perte-necía a la categoría de los hinchados, inflado por mi neumoperitoneo, abultado por todos los medica-mentos imaginables de que me atiborraban, hacía aquí un efecto natural, no de algo antinatural, tenía un aspecto debidamente enfermo y estaba real-mente cualquier cosa menos sano. El doctor en Derecho, el socialista, el predicador de masas, al que odiaban los médicos y que, en la sala de doce, no me había dejado en paz con sus ideas socialis-tas, no estaba ya ahora en situación de meterme con embudo su Marx y Engels, y explicarme su es-bozo básicamente socialista de un mundo futuro, tenía que contentarse con guardar cama y con la consiguiente contemplación sin pausa del techo. Despedía el olor que yo conocía del barracón de pulmón del hospital, y al principio me había sentido espantado sobre todo por esa razón de tener que compartir su cuarto. Pero me acostumbré al olor y al cambio entristecedor que se había producido en-tretanto en aquel doctor. Ahora no decía ya nada de la república de los soviets, y tampoco pronunciaba ya nunca los nombres de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Tenía la costumbre de escupir primero en el hueco de la mano y sólo entonces hacer pa-sar lo escupido a la botella, lo que tenía que fraca-sar, no le preocupaba que con su fatigosa y larga extracción de los pulmones, que iba acompañada de ruidos espantosos, me volviera loco, sobre todo por la noche, que estaba dominada sólo por él y por la extracción de sus lóbulos pulmonares. Aquellas noches fueron las más largas de mi vida. Sólo una vez al día se levantaba el doctor, con ayuda de la

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enfermera, para que lo lavaran, como es natural no había entonces cuarto de baño, sino sólo un lavabo en la pared. Allí estaba de pie, desnudo y respiran-do roncamente, y él, el fracasado, se dejaba limpiar sin oponerse. Ese proceso lo agotaba en seguida y cuando, utilizando toda clase de esfuerzos, lo lleva-ban otra vez a la cama, se dormía inmediatamente. Eso me daba oportunidad de levantarme, para la-varme yo. A mi espalda oía el pesado aliento que salía de los jirones de un pulmón casi totalmente incapaz de funcionamiento, presenciaba el fin de un idealista, socialista, revolucionario, para quien el mundo había buscado el castigo debido. Recordaba las reprimendas que el doctor había tenido que so-portar en la sala de doce, no sólo de los médicos sino también de las hermanas católicas, el despre-cio hacia él precisamente de las gentes que pre-tendían de sí mismas y en todas sus actuaciones, una y otra vez, ser civilizadas, tener cultura. El comportamiento de los médicos con el doctor que, por lo que recuerdo, no había sido culpable de nin-guna infracción de la disciplina, había sido abyecto, el menosprecio, incluso el odio que las llamadas religiosas le hacían sentir ininterrumpidamente eran de una vileza insondable. Aquí tenía un ejemplo de mi experiencia de que el hombre sincero, que sigue sus propios pensamientos con consecuencia y constancia, y que sin embargo, al mismo tiempo, deja totalmente en paz a aquellos que son de otra opinión, se enfrenta con el desprecio y el odio, y de que hacia una persona así sólo se practica la ani-quilación. Porque no era otra cosa el hecho increí-ble de que el doctor, en la sala de doce, hubiera estado alojado con unas personas inconscientes y,

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en su inconsciencia, sólo brutales, como castigo aniquilador. En la sala de doce no había podido, leer tranquilamente un libro, un periódico, no había tenido diez minutos de tranquilidad para sus pen-samientos, le habían molestado intencionadamente o no, perversamente o no, y lo habían destruido sistemáticamente. Tuvo que producirse su derrum-bamiento, su traslado de la sala de doce a aquella solana a la que sólo llevaban los casos más graves. Los atormentadores del doctor habían sido jóvenes inconscientes, que siguen la tontería sin rumbo fijo, a los que no se puede reprochar nada, trabajadores no cualificados y aprendices que, como es natural, estaban aquí desquiciados de una forma totalmente espontánea, y se divertían en destruir al doctor mo-lestándolo. El había estado ya demasiado débil pa-ra defenderse de esas torturas de la mañana a la noche, y había renunciado ya. Por breve tiempo había sido él también mi maestro, me había vuelto a mostrar un mundo en el que mi abuelo, con ab-negación y pasión, me había introducido, en el otro mundo, en el reprimido, en el oprimido, en el infe-rior, me había vuelto a abrir las puertas de la impo-tencia. Aquellos muchachos inconscientes habían convertido sus tormentos al doctor, al que habían tomado por objeto de burla cotidiano, en un arte de atormentar en toda regla, aquí habían desfogado su perversidad convirtiendo al filósofo en bufón. Ese filósofo había soportado sus impertinencias, renun-ciado a toda resistencia, se había sometido. Sin embargo, no se les puede hacer responsables de haber destruido mortalmente a un hombre, porque su ignorancia era la ignorancia estúpida de la juven-tud no emancipada. La culpa es de los médicos,

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sobre todo del Jefe y Director, cuya propia máquina continua de atormentar al doctor había observado yo todo el tiempo durante mi estancia en la sala de doce y que habían llevado al extremo su odio hacia el que pensaba de otra forma, hacia la contradic-ción : aquel socialista, que confesaba franca y sin-ceramente su socialismo incluso en aquel entorno, que al fin y al cabo sólo podía calificarse de católico y nacionalsocialista, tenía que desaparecer, a todo trance, no lo podían ver, y habían pensado aquella monstruosidad: él, el enemigo, tenía que ser aniqui-lado. Dado que él, como me consta, no tenía a na-die, tenía que someterse sin condiciones a sus do-minadores, en efecto, no le era posible escaparse sencillamente. Pero la verdad es que, sin duda, los médicos lo empujaron conscientemente y, al mismo tiempo, totalmente sin conciencia, contra la pared y a la ruina física y, como es natural, lógicamente, también a la ruina intelectual, pero también él se refugió en ese final suyo, de forma que, con esa voluntad por ambas' partes, que sólo puede califi-carse de diabólica, se aceleró su decadencia. No tuve dificultad para reconstruir el desarrollo de ese proceso, no había sido su testigo directo, pero veía esa evolución ahora. Traté de entablar conversa-ción con él, pero fracasé, sólo tropecé con su re-chazo. En un rincón estaban sus libros, sucios, pol-vorientos, sin tocar. Aunque hubiese tenido yo ga-nas de leerlos, me hubiera dado asco tenerlos en la mano. Yo no tenía ninguna gana de leer. Tampoco escribía, ni siquiera una postal. ¿A quién hubiera podido escribir en mi situación? La comida se la daba a cucharadas la enfermera al doctor como a un animal, de mala gana, automáticamente. Tam-

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poco entre la enfermera y el doctor había ninguna conversación. Cuando ella lo desnudaba, él se de-fendía, y también cuando lo vestía, había manota-zos, golpes en la cara, la renuencia del doctor se hacía cada vez más peligrosa, pero la enfermera no se dejaba impresionar, para ella todo aquel asunto sólo podía ser cuestión del plazo más breve. ¿Cuándo llegará el momento de que lo vengan a recoger, se deshagan definitivamente de él, y lo transporten abajo, a Schwarzach, para perderlo de vista? pensaba yo. Su corazón no hacía más que latir, a veces me despertaba, y mi primera mirada era para él, para ver si vivía aún, si el cuerpo que había a mi lado estaba ya muerto. Notaba la de-cepción de la enfermera por el hecho de que el doc-tor viviera aún, de que estuviera aún allí. Probable-mente también ella, cuando entraba muy de maña-na en la habitación, sólo tenía ante todo ese pen-samiento, si el doctor no estaría quizá ya muerto y el problema del doctor no sería ya problema. Des-corría las cortinas y se ponía a trabajar, preparaba las toallas, echaba agua en el lavabo y levantaba al doctor y lo transportaba hasta el lavabo. Yo pensa-ba que ahora habría preferido estar alojado en la gran sala de doce, en el segundo piso, y no aquí en la solana con el doctor, echaba en falta la sala de doce, porque al fin y al cabo tenía que considerar a la solana mucho peor, allí arriba, en el segundo pi-so, había estado con personas de mi misma edad, aquí con un hombre, según me parecía, ya viejísi-mo, que había apurado su vida, y cuya fealdad y brutalidad aumentaban de hora en hora, por otra parte, consideraba una distinción que se me permi-tiera estar con aquel hombre, con el horrible, el re-

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pulsivo, al que admiraba francamente, incluso reve-renciaba, porque era como era porque era el recha-zado, el odiado, el apartado. Parecía como si todos esperasen que el doctor desapareciera, pero todav-ía no había llegado el momento, tenían que tener paciencia aún. La visita médica consideraba al doc-tor nada más que como molesto, sencillamente no se ajustaba a su concepción. Tampoco conmigo estaban contentos, porque tenían que saber que yo sabía que, no sin culpa sino culpablemente, me habían hecho un diagnóstico equivocado, lleván-dome al borde de la destrucción, me habían dado de alta como curado precisamente en el momento en que tenía un gran agujero en el pulmón, y hab-ían tenido que volver a admitirme. Tenían dos moti-vos para ponerme con el doctor, el primero, que mi estado les parecía realmente peligroso, amenaza-dor, incluso mortalmente amenazador, y el segundo que no se les ocultaban mi reserva, mi desconfian-za, incluso mi odio hacia ellos, también yo era a sus ojos un intolerante, un rebelde. Había seis o siete solanas, la mitad de ellas ocupadas por los llama-dos privilegiados que, sin embargo, casi nunca lle-gué a ver, en cualquier caso tuve siempre la impre-sión de que aquellas personas tenían pánico de relacionarse con los restantes enfermos, es decir, con nosotros, y se podía ver en su rostro el tormen-to que sentían porque tenían que utilizar el retrete común del pasillo. Iban mejor vestidos y se esfor-zaban por hablar mejor cuando hablaban, pero casi no conversaban en absoluto, en cualquier caso no con mis iguales. Aquí oía una y otra vez diversos títulos, Señor Consejero, Señora Consejera, Señor Profesor y Señora Condesa, los recuerdo aún. Las

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enfermeras se afanaban con una solemnidad que me era antipática allí donde se alojaban aquellos títulos y sus portadores, protegidos, dejados en paz, mimados incluso. Cuando las enfermeras ven-ían a nuestra habitación desde las solanas de la llamada gente bien, sus expresiones se ensombrec-ían, su forma de hablar era totalmente distinta, una forma que no se esforzaba ya en ser distinguida, sino nada más que grosera, baja, brutal. A aquellas habitaciones llevaban platos muy distintos, con una presentación muy distinta, más costosa. Allí llama-ban a la puerta antes de entrar, a nuestra puerta no llamaban, entraban simplemente. Yo no había pre-visto una dificultad, aunque hubiera tenido que re-sultarme evidente: antes de mí, en Grafenhof no habían tenido ningún neumo abdominal, sólo co-nocían el neumoperitoneo como concepto, hasta entonces sólo lo habían tenido en las revistas, pero ahora se les regalaba. Yo mismo tuve miedo cuan-do el ayudante tuvo que inyectarme aire, cuando llegó el momento de ir a la consulta con ese fin. Afirmó no haber inyectado nunca aire en un neumo abdominal, aunque entretanto sabía cómo había que hacerlo. No tuve otro remedio que decirle al ayudante lo que tenía que hacer. Preparó el apara-to siguiendo mis indicaciones, lo acercó todo a mí, y esperé. No ocurrió nada. El ayudante no se atrevía. Entonces tuve que tomar la iniciativa. Le ordené expresamente que apoyara la aguja en mi abdomen y, con toda su fuerza, ésas fueron mis palabras, me perforara el abdomen. No debía titubear ni un mo-mento, porque si no los dolores serían espantosos y todo se convertiría en una carnicería. Yo sabía que el ayudante, hijo de un funcionario de un Minis-

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terio vienés, muy crecido y arrogante en todos los aspectos, era apocado y melindroso cuando había que actuar. Tenía que armarse de valor y lanzarse sobre mí con todo el peso de su cuerpo, perforán-dome la pared abdominal, dije, y le expliqué cómo lo había hecho el médico jefe del hospital del Land de Salzburgo. Ahora bien, el ayudante era, real-mente, el menos capacitado para un acto de fuerza, a diferencia del atlético médico jefe de Salzburgo, que sólo necesitaba aplicar brevemente su peso para atravesarme con la aguja el abdomen, a través de todas las capas abdominales de una vez. Como era de esperar, el primer intento fracasó, y yo me estremecí de dolor, inmediatamente brotó la sangre de la herida inútilmente abierta. Sin embargo, no quedaba otro remedio que inyectar el aire. De for-ma que hubo que hacer un segundo intento, reali-zado de una forma tan de aficionado, que grité y la gente se congregó fuera en el pasillo. Aquel aficio-nado sólo había podido perforar mis capas abdomi-nales a empujones y poco a poco, torturándome de una forma totalmente inútil. Estaba allí sin embargo como si el proceso le hubiera salido bien, y com-probó satisfecho que el aire podía penetrar en mi abdomen y repartirse por él, el mecanismo funcio-naba, el aparato lo confirmaba en sus indicaciones, se oía al aire entrar a raudales, y vi cómo el ayu-dante había vuelto a recuperar en el rostro la arro-gancia de la que transitoriamente había prescindi-do. Sin embargo, él era el más sorprendido de que la operación hubiera tenido éxito. Me quedé un rato echado y luego me volvieron a llevar a la solana. Nunca había sangrado tan abundantemente des-pués de la inyección de aire, durante días enteros

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tuve dolores en la pared abdominal y temí una in-flamación, sentía desconfianza hacia el instrumen-tal médico que se utilizaba en Grafenhof, porque la limpieza no era aquí un mandamiento. Pero no se produjo ninguna inflamación. Los dolores disminu-yeron. La próxima vez saldrá bien, me dije. Y a par-tir de entonces la inyección de aire salió bien. Un neumo abdominal así podía tenerlo un paciente cinco años o más, me habían dicho, y me preparé para ello. Cada vez, después de la inyección de aire, cuando podía levantarme otra vez por mí mis-mo y andar, me colocaban tras la pantalla de rayos y me reconocían. Después de haber tenido éxito con las otras inyecciones de aire, el ayudante se sentía no poco orgulloso, había ampliado su ciencia con algo nuevo. Yo no escatimaba medios para poder salir por fin otra vez de la habitación, practi-caba sin cesar una especie de autogimnasia des-esperada, y realmente el momento en que pude salir al aire libre llegó antes de lo que esperaba. Di una vuelta por los edificios del establecimiento, y amplié el radio, incluso estuve ya en condiciones de llegar a los límites extremos. Lo que más me hubie-ra gustado hubiera sido ir a la localidad, al pueblo, como decíamos, pero eso les estaba severamente prohibido a los enfermos. Un día no me atuve ya a la prohibición y fui al pueblo (St. Veit). Desde luego, los habitantes me miraban con fijeza y, naturalmen-te, me identificaron también en seguida como pa-ciente del establecimiento, pero la gente no parecía considerar la vista de los enfermos de pulmón como sensacional ni como amenaza. Mi debilidad general hizo que, apenas había entrado en el pueblo, me diera la vuelta, la libertad me resultaba demasiado

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fatigosa, no tenía otro deseo que volver lo antes posible al establecimiento y estar en mi habitación, para poder meterme bajo mi manta. Pero le había cogido el gusto, y repetí mis expediciones al pue-blo, en secreto, con conciencia de que arriesgaba el castigo más horrible y de más graves consecuen-cias por parte de la dirección del establecimiento, traspasaba los límites y hacía en el pueblo peque-ñas compras, una vez me compré lápiz y papel, otra vez un peine, un cepillo de dientes nuevo, para más no llegaban mis finanzas, que sólo consistían en el llamado subsidio de enfermedad, que me pa-gaba la asistencia social, no ya el seguro de enfer-medad que, desde hacía tiempo, me había suspen-dido los pagos, según la expresión correcta, tampo-co de mis gastos de hospitalización se hacía cargo ya entonces el seguro de enfermedad, sino la asis-tencia social. Todas las tardes me sentaba en un banco en el parquecillo que había entre el edificio principal y el adyacente. Con un libro, me apartaba de forma totalmente consciente de mí y de mi en-torno, a Verlaine, Trakl, Baudelaire los leí allí. Pa-recía haber comenzado un período de calma. En-tonces descubrí un día, en la sección de Fallecidos del periódico que me había llevado a aquel banco, la noticia: Herta Pavian, 46 años. Era mi madre. Se llamaba Herta Fabjan, no había duda, el Pavian se debía a haber oído mal el periódico, que diariamen-te se hacía comunicar por teléfono, para aquella sección escondida pero ávidamente leída, los falle-cidos del día. ¡Herta Pavian! Corrí a mi habitación y le dije al doctor, que yacía medio muerto en su ca-ma, que mi madre había muerto y que su muerte había aparecido con el nombre de Herta Pavian, en

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lugar de con el verdadero de Herta Fabjan. Herta Pavian, 46 años, decía yo una y otra vez para mí, Herta Pavian, 46 años. Pedí permiso para ir a Salz-burgo para el entierro, y me dieron ese permiso. El deseo de mi madre de ser enterrada en el pueblo de Wallersee en el que había podido pasar su in-fancia con sus tías se cumplió. Llegué al piso vacío, que me había imaginado ya antes de su muerte. En su excitación, los míos se habían olvidado de co-municarme la muerte de mi madre, ahora yo estaba allí, por lo tanto, no había nada que reprochar. En el zaguán colgaban todavía los vestidos de mi madre, en todas las habitaciones se habían amontonado montañas de ropa sucia. Ella, dijo su marido, había muerto ante sus ojos, con plena conciencia. Muy de mañana, él le había dado té, habían hablado. De pronto se había puesto pálida desde la frente. Se había vaciado, dijo su marido, mi tutor. El último sorbo caliente había hecho estallar la aorta. Ahora yo pasaba la noche en la habitación mortuoria de mi madre. Al parecer, la habían envuelto en un lien-zo blanco, y la habían puesto en un ataúd de made-ra blanda, como a mi abuelo. El entierro en Henn-dorf, en el pequeño cementerio del pueblo, con-gregó a cientos de personas. Mi madre había sido religiosa toda su vida, consideraba a la Iglesia con reserva, pero al mismo tiempo con respeto. Quería un entierro católico. Cuando llegamos a Henndorf, el ataúd estaba todavía en la cámara mortuoria, pequeña y blanqueada. Mozos del campo, parien-tes, según dijeron, la llevaron a la iglesia. Después de la misa de difuntos, aquellos cientos de perso-nas, en su mayoría parientes, como me dijeron, pero que me eran totalmente desconocidos, forma-

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ron un largo cortejo fúnebre. Mientras iba con mi abuela y mi tutor detrás del ataúd, me dio de pronto un ataque de risa, con el que había tenido que lu-char durante toda la ceremonia. Una y otra vez oía la palabra Pavian por todos lados, y finalmente me vi obligado a dejar el cementerio antes de que aca-base la ceremonia. ¡Pavian! ¡Pavian! ¡Pavian! reso-naba en mis oídos, y huí a la desesperada y sin los míos del pueblo y me dirigí a Salzburgo. Me acu-rruqué en un rincón del piso y esperé, profunda-mente asustado, el regreso de los míos. Al día si-guiente volví a Grafenhof, donde pasé unos días en cama, con la manta sobre la cabeza, no quería ver ni oír nada. Sólo el plazo inaplazable de la próxima inyección de aire en mi neumoperitoneo me hizo atender de nuevo a razones. Ahora lo he perdido todo, pensaba, ahora mi vida se ha vuelto comple-tamente sin sentido. Me acomodé al transcurso de la jornada, dejé que me ocurriera todo, fuera lo que fuera y de la forma en que viniera, me sometí total-mente. Sólo dejaba que todo se me acercara cuan-do no me resultaba preciso, sólo impreciso, sólo borroso lo soportaba. Pasé varias semanas en ese estado. Un día me desperté y vi que sacaban de la habitación al doctor, que había muerto durante la noche sin que yo me diera cuenta. Un nuevo en-fermo ocupó poco después su cama. Apenas había conocido al recién llegado, cuando me trasladaron de pronto arriba, al segundo piso, a una de las habi-taciones del sur, ocupadas siempre por tres enfer-mos. Por qué me trasladaron, no lo sé. Desde allí arriba tenía una amplia vista sobre el alto valle, desde el negro Heukareck hasta las montañas de tres mil metros cubiertas de nieve en el oeste. Esa

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perspectiva de la casa me había sido desconocida hasta entonces. Mi estado general mejoró a partir del momento en que me trasladaron al segundo piso, como si hubiera salido de una cámara mortuo-ria. ¿Qué era lo que había provocado el traslado? Lo pregunté, pero no obtuve respuesta. Ahora tenía que ir otra vez a la galería de reposo, eso no tenían que hacerlo los pacientes de las solanas, tenía ma-yor libertad de movimientos, veía otra vez a perso-nas distintas de mí, porque mientras estuve en la solana sólo me había visto a mí mismo, sólo me había ocupado de mí mismo, incluso cuando me ocupaba del doctor, me ocupaba en el fondo sólo de mí mismo. Ahora me ocupaba otra vez de otros, de bastantes otros, de muchos otros. Estaba en evolución ascendente, sin duda alguna. Exacta-mente como los recordaba estaban allí echados, apáticos, hastiados de la vida, colocados en fila, y cumplían su obligación suprema, escupiendo en sus botellas de escupir. Ahora no tenía la tercera tumbona empezando por el final, sino la tercera empezando por el principio. Desde aquí podía mirar al pueblo de abajo, tenía la firme intención de burlar diariamente el reglamento de la casa, de ir al pue-blo diariamente con todo secreto y habilidad, tenía que quebrantar las leyes de Grafenhof para mejorar mi estado. De repente no quise sólo mejorar mi es-tado, sino que me fijé la pretensión más alta: quería recuperar la salud. Esa decisión me la guardé, la protegí como mi más profundo secreto. Sabía que aquí sólo reinaban el impulso de extinguirse, la dis-posición para la muerte, el deseo de muerte, y por consiguiente tuve que mantener secretos mi dispo-sición para la vida, recién despertada, mi deseo de

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vida, no debía traicionarme. Así engañaba al mun-do que me rodeaba, uniendo mi voz a su coro de tristeza y muerte lenta, y sin embargo, en mi co-razón y en mi alma, me oponía a ello con todos los medios de que disponía. Tuve que resignarme a ese engaño, para poder guardar mi secreto. En adelante existí en un estado de mentira y de teatro. Tenía que pensar en salir de aquí, y pronto. Sin embargo, para ello tenía que tener fuerzas para quebrantar las leyes que aquí imperaban y que, por cierto, imperaban absolutamente, vivir de acuerdo con mis propias leyes, cada vez más de acuerdo con las mías propias, cada vez menos de acuerdo con las que me imponían. Seguir el consejo de los médicos sólo hasta un grado determinado y útil, no más allá, todo consejo sólo en la medida en que podía serme útil, y sólo cuando lo había puesto a prueba. Tuve que tomarme a mí mismo otra vez en mis manos y, sobre todo, en mi cabeza, y prescindir radicalmente de todo lo que me perjudicaba. Lo perjudicial era lo médico, el sistema imperante en el establecimiento, todo mal procede de los profesio-nales de la medicina, había pensado, tenía que pensar así en mi propio interés, y había llegado otra vez el momento de pensar sólo en mí, si quería avanzar. Por una parte, la estancia en Grafenhof era necesaria, indispensable, el aparato médico y clínico era requisito necesario para mis progresos hacia la curación, tenía que usar ese aparato médi-co y clínico, pero no dejar que abusara de mí. Yo exigía de mí la máxima atención, sobre todo un control de los médicos más agudo aún. Superfi-cialmente me sometía al reglamento de la casa, al poder médico, bajo esa superficie, lo combatía

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donde se podía combatir, en provecho mío. Para ello no me faltaba experiencia, ni cautela, ni ciencia. Yo tenía que dirigir a aquellos médicos y a sus peones, no a la inversa, y eso no era fácil. Así, to-talmente por mí mismo, me había puesto fuera de las leyes que reinaban en Grafenhof. Cada minuto libre lo empleaba en una vigilancia reforzada de aquel aparato de salvación que, si se abandonaba esa vigilancia o se cedía en ella aunque fuera un tanto, podía convertirse en aparato de perdición. Para la mayoría de los de Grafenhof, ese aparato de salvación era un aparato de perdición, porque su ignorancia, por una parte, y su letargia, por otra, eran demasiado grandes. Pronto lo tuve todo con-trolado, daba igual que se tratase de alguno de los reconocimientos reiterados o de juzgar a los que realizaban esos reconocimientos. No se me esca-paba nada, por lo menos nada esencial. Yo decidía cuanta estreptomicina tenía que recibir, no los médicos, pero les dejaba creer que ellos lo decid-ían, porque si no no me hubieran salido las cuen-tas, a todos mis atormentadores les dejaba creer que eran ellos los que decidían lo que iba a ocurrir, cuando sin embargo a partir de ahora sólo ocurría lo que yo decidía, lo siniestro de mi forma de actuar me pasmaba a mí mismo, el que pudiera traducir mis concepciones en hechos, el que pudieran sa-lirme las cuentas. Había logrado una habilidad in-audita en esos efectos de engaño. Cuando opiné que tragar aquellas enormes cantidades de PAS no tenía ya sentido para mí, los médicos decidieron que no tomase más PAS, aunque era yo quién lo había suspendido, tenía mi truco. Yo decidía tam-bién la toma de todos los demás medicamentos,

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que finalmente reduje al mínimo, asqueado por el montón de química aniquiladora que había tragado ya entretanto, de forma criminal, aturdida, según me parecía ahora. Yo decidía cómo había que per-forarme la pared abdominal, cómo había que intro-ducir el aire, pero el ayudante tenía la sensación de que él se daba sus órdenes, cuando había sido yo quien le daba órdenes a él. El contacto con mi hogar había quedado completamente roto, no sabía ya nada de los míos, creo que no me interesaba en absoluto lo que pasaba allí. No me escribían, aun-que hubieran podido escribirme, porque ahora no tenían ninguna excusa para no hacerlo, después de que los muertos, que se lo habían impedido, esta-ban enterrados, tenían sus motivos, no recibía ningún correo, ni lo esperaba. Me sumí en Verlaine y Trakl, y leí Los Demonios de Dostoievsky, no hab-ía leído antes en mi vida un libro de aquella insa-ciabilidad y radicalismo ni, en general, un libro tan grueso, y me aturdí, durante algún tiempo me di-solví en aquellos demonios. Cuando volví otra vez, no quise leer otra cosa en algún tiempo, porque estaba seguro de caer en una inmensa decepción, en un espantoso abismo. Rehusé durante semanas toda lectura. La monstruosidad de los Demonios me había dado fuerzas, mostrado un camino, dicho que estaba en el verdadero camino, hacia afuera. Había sido afectado por una obra literaria salvaje y gran-de, para salir de ella yo mismo como héroe. No ha sido frecuente en mi vida ulterior que la literatura tuviera un efecto tan monstruoso. Intenté, en hojitas que me había comprado en el pueblo, conservar por escrito determinadas fechas que me parecían importantes, puntos decisivos de mi existencia,

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temía que lo que ahora era tan preciso pudiera hacerse borroso y perderse de pronto, que de pron-to no estuviera ya allí, no tener ya fuerzas para sal-var los acontecimientos, monstruosidades, ridicule-ces, etcétera, decisivos de las tinieblas del olvido, intenté salvar en aquellas hojas lo que había que salvar, sin excepción todo lo que me parecía digno de ser salvado, aquí tenía mi forma de actuar, mi propia infamia, mi propia brutalidad, mi propio gus-to, que no tenían nada en común con la forma de actuar y con la infamia y brutalidad y con el gusto de los otros. ¿Qué es importante? ¿Qué es signifi-cativo? Creía que tenía que salvarlo todo del olvido, sacándolo de mi cerebro y llevándolo a las hojas, que en definitiva fueron cientos de hojas, porque no tenía confianza en mi cerebro, había perdido la con-fianza en mi cerebro, había perdido la confianza en todo, y por consiguiente también la confianza en mi cerebro. Mi pudor para escribir poemas era mayor de lo que había pensado, de forma que prescindí de escribir un solo poema. Intenté leer los libros de mi abuelo, pero fracasé, entretanto había vivido demasiado, había visto demasiado, y los aparté. Tenía en los Demonios lo que me correspondía. Busqué en la biblioteca del establecimiento otros monstruos, pero no había otros. Resulta superfluo enumerar los nombres de aquellos cuyos libros abrí y volví a cerrar en seguida, porque tenían que repe-lerme con su mezquindad y su indignidad. La litera-tura, salvo los Demonios, no me decía nada, pero, pensé, seguro que hay otros Demonios. Esos, sin embargo, no debía buscarlos en la biblioteca del establecimiento, que estaba repleta de mal gusto y estupidez, de catolicismo y nacionalsocialismo. Sin

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embargo, ¿cómo podía encontrar otros Demonios? No tenía otra posibilidad que dejar Grafenhof tan pronto como fuera posible y, en libertad, buscar mis Demonios. Ahora tenía otro nuevo estímulo para salir. Cuando me colocaba tras la pantalla de rayos, quería oír ya que mi estado había mejorado, y re-almente mi estado mejoraba de un reconocimiento a otro. Ahora hacía ya excursiones más allá del pueblo, conocí los alrededores, lo que siempre me había parecido tan sombrío y repulsivo, de pronto no lo era ya de aquella forma tan aturdidora y ani-quiladora, las montañas, que siempre me habían parecido feas, amenazantes, no lo eran ya. Las personas que me habían parecido monstruos no lo eran ya. Tenía la posibilidad de aspirar más profun-damente y más profundamente aún y cada vez más profundamente. Encargué, aunque eso se tragaba casi todo mi dinero de la asistencia social, una vez por semana el «Times», para refrescar, renovar, ampliar mis conocimientos de inglés, y al mismo tiempo seguir los acontecimientos en un mundo que se transformaba a velocidad vertiginosa. De repen-te me atreví a hablar a la organista del pueblo, y me puse de acuerdo con ella para una hora de canto en la iglesia, y después de haberme acompañado al órgano no una hora sino tres, había cantado canta-tas de Bach, el libro de canciones de Anna Magda-lena y demás, su deseo había sido que a la semana siguiente cantase el solo de bajo en la misa (de Haydn) del domingo por la mañana. Mi neumo ab-dominal lleno a reventar, mi neumoperitoneo nece-sario para mi existencia no me había impedido, después de ese solo, cantar regularmente en las misas las partes de bajo; durante la semana, como

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es natural siempre en secreto, es decir, a espaldas de los médicos, me había reunido con la organista en la iglesia para hacer música juntos, estudiába-mos los grandes oratorios de Bach, de Händel, descubrí a Henry Purcell, canté el Rafael de la Creación de Haydn. No había perdido la voz, al contrario, de semana en semana mi instrumento mejoraba, incluso lo perfeccionaba, y yo era insa-ciable e inflexible al reclamar esas horas de música en la iglesia. Ahora estaba otra vez en el buen ca-mino, en contra de todas las advertencias: ¡La música era mi destino! Sin embargo, el descubri-miento de mis idas secretas a la iglesia del pueblo, de mi canto en la iglesia, y por añadidura con toda publicidad, sin miramientos, sin preocuparme, no quedaron mucho tiempo ocultos, yo mismo había tenido que traicionar aquella completa locura mía. Los médicos me llamaron a capítulo, intentaron ex-plicarme que aquellos cantos, con mi neumoperito-neo, podían significar también mi muerte súbita, y me amenazaron con la expulsión. Se me prohibie-ron estrictamente las visitas al pueblo. Sin embar-go, yo no tenía ya fuerzas para someterme a una prohibición, la que fuera, no hubiera podido existir sin ese ejercicio práctico de la música, de forma que quise marcharme de Grafenhof, tan pronto co-mo fuera posible y a todo trance. La verdad es que el cantar durante semanas no me había debilitado, al contrario, había mejorado tanto mi estado gene-ral, que podía creer ya que recuperaría la salud por esa vía musical, los médicos consideraban eso ab-surdo y me calificaban de loco. El ejercicio práctico de la música era, de repente, mi entrenamiento pa-ra la vida. Sin embargo, no me atreví ya a ir al pue-

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blo, en cualquier caso no ya con un fin musical práctico, hablé de mi desgracia con mi organista, vienesa, artista salida del conservatorio, profesora, que había llegado durante la guerra a Grafenhof y, con ello, directamente a la enfermedad pulmonar, y se había quedado en el pueblo. En adelante, fue mi interlocutora más querida, mi nueva profesora, mi único sostén. Siempre que podía, la visitaba. Pero no nos atrevíamos ya a hacer música, habíamos cogido miedo a nuestro propio coraje, a nuestro valor temerario. Así, ante la amenaza de los médi-cos, nuestro objetivo se convirtió de música práctica en música teórica. A la menor oportunidad, huía del establecimiento y me apresuraba a ir al llamado asilo de pobres, en el que se alojaba mi nueva pro-fesora, en una habitación de madera en el desván, como en un escondite, que de repente se convirtió también para mí en escondite absoluto. En aquella habitación me encontré otra vez a mí mismo, en-contré las condiciones para mi existencia. Un día entré en la galería de reposo y no di crédito a mis ojos: junto a mi tumbona se había situado mi amigo el director de orquesta, había llegado aquel mismo día y había querido sorprenderme. También él, por lo que sé, había sido dado de alta en Grafenhof muchos meses, un año antes, y entretanto había pasado una odisea sin igual. Después de haber salido, había hecho una excursión por las playas del Adriático y cometido el crimen más estúpido que puede cometer un enfermo del pulmón, se había echado en la arena y al sol. El, que había ido a Ita-lia en motocicleta, había tenido que ser devuelto a Austria en ambulancia. En una operación complica-da, le abrieron, en una clínica de Viena, la caja

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torácica, y hubo que extirparle por completo el lóbu-lo pulmonar derecho. Ahora, como la mayoría en Grafenhof, llevaba en la espalda la marca de los llamados tubis, una cicatriz plástica desde el hom-bro a la pelvis. No había creído que pudiera sobre-vivir, él mismo se maravillaba de estar aquí. Nos informamos mutuamente, y como es natural no fue nada agradable. Pero su relato no tuvo fuerza para hacerme vacilar en mi decisión de recuperar la sa-lud. Al contrario, yo era ahora su modelo. Ya no sé cuántos meses estuve aún con él en Grafenhof, tampoco él lo sabe ya hoy, quizá fuera más de un año. Se podría averiguar fácilmente, pero no tengo ganas de echar al calendario la ojeada necesaria para ello. ¿Cuánto tiempo estuve en realidad en Grafenhof? y: ¿cuándo fui dado de alta definitiva-mente? Ya no lo sé. No quiero saberlo ya. Un día pedí mi alta, porque opinaba que había llegado el momento, pero los médicos no querían dejarme marchar. Sin embargo, desde hacía tiempo, siem-pre con mi neumoperitoneo, en lugar de dar vueltas en la cama con melancolía, había realizado de no-che excursiones en trineo bajando a la depresión de Schwarzach, y llegando por las cañadas a las calles oscuras y despobladas. Cuando la enfermera de noche había dicho sus buenas noches y apaga-do la luz, yo me levantaba y desaparecía. Había alquilado en el pueblo un trineo y, durante el día, lo escondía detrás de un árbol; me sentaba en él y me precipitaba hacia abajo. Quería irme, de forma que me fui, fui yo quien decidió mi alta, aunque los médicos habían tenido entonces la sensación de que ellos me habían dado de alta. Tuve que des-aparecer, para no ser triturado definitivamente, es

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decir, para siempre, en aquel perverso molino de perdición. ¡Lejos de los médicos, fuera de Grafen-hof! Salí un frío día de invierno, antes de tiempo, a mi propio riesgo, como tuve que decirme, después de haberme despedido de todos los que había que tener en cuenta a ese respecto. Arrastré mi saco de marino hasta el pueblo, subí al autobús y bajé a Schwarzach. Desde allí, dos horas más tarde esta-ba en casa. No me esperaban, la sorpresa fue un choque para los míos. No era ya contagioso, pero distaba mucho de estar curado. Me acogieron y me alimentaron durante cierto tiempo, de acuerdo con sus posibilidades. Tenía que buscar un empleo, y eso era difícil, porque no sabía qué podía hacer. Ni la profesión de comerciante ni el canto entraban en consideración. De forma que especulé varias se-manas sin éxito y, en esa situación sin salida, aprendí a odiar de nuevo a la ciudad de Salzburgo y a sus habitantes. Visité muchas empresas, pero no era ya capaz de entrar en una empresa, no por-que estuviera enfermo todavía, sin duda hubiera podido trabajar, incluso con mi neumo abdominal, pero sencillamente ya no quería. Todo trabajo, todo empleo me repelía profundamente, me asqueaba la estupidez de los trabajadores, de los empleados, veía todo lo que había de repugnante en los em-pleados y en los trabajadores, su absoluta falta de sentido y de finalidad. Trabajar, estar empleado, sólo para poder sobrevivir, eso me asqueaba, eso me repugnaba. Cuando veía seres humanos, iba hacia ellos, para retroceder ante ellos espantado. El problema era mi escasa pensión de la asistencia social, cuando la recogía en la oficina de la asisten-cia social en la Mozartplatz me avergonzaba. Yo

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tenía tantas capacidades, salvo la única de realizar un trabajo regular, como suele decirse. Todas las semanas tenía que visitar al especialista de pulmón que tenía su consulta en la Saint-Julien-Strasse y que todavía hoy tiene allí su consulta, había que llenar de aire mi neumo; en el fondo, ansiaba ahora esa distracción, porque en aquel especialista de pulmón había encontrado ahora de nuevo mi único interlocutor útil, un hombre con el que podía des-ahogarme. También su ayudante me resultaba simpática. No sé ya por qué razón, pero posible-mente otra vez por razón de mi indiferencia, había dejado pasar una vez la fecha de llenar de aire el neumoperitoneo. En lugar de ir, como estaba pres-crito, a los diez días, no fui hasta tres o cuatro se-manas después a mi especialista del pulmón. No le había dicho que me había excedido del plazo, me eché y él me inyectó aire como de costumbre. La consecuencia fue una embolia. El médico y su ayu-dante me pusieron cabeza abajo y me abofetearon. Ese método, practicado en mí sobre la marcha, me salvó la vida. Ahora tenía diecinueve años bien cumplidos, había echado a perder mi neumoperito-neo y en un momento había llegado al punto de tener que ir de nuevo a Grafenhof. Pero me negué y no volví más allí.

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Libro cinco

Un niño

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Nadie ha encontrado ni encontrará jamás.

Voltaire

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A la edad de ocho años, montado en la vieja Steyr-Waffenrad de mi tutor, quien en esa época había sido llamado a filas en Polonia y estaba a pun-to de marchar sobre Rusia con el ejército alemán, di mi primera vuelta bajo nuestro piso del Mercado de las Palomas en Traunstein, en el despoblado de un mediodía provinciano consciente de su importancia. Habiéndole cogido el gusto a aquella disciplina para mí totalmente nueva, pronto salí pedaleando del Mercado de las Palomas por la Schaumburgerstras-se hasta la Plaza Mayor, para, después de dar dos o tres vueltas a la iglesia parroquial, tomar la decisión audaz y, como se vería sólo unas horas más tarde, funesta de visitar con mi bicicleta, que, según creía, dominaba ya de una forma absolutamente perfecta, a mi tía Fanny, que vivía cerca de Salzburgo, distan-te casi treinta y seis kilómetros, en medio de un jardín de flores cuidado con mucho amor pequeño-burgués y que los domingos hacía unos filetes em-panados muy apreciados, la cual me pareció el obje-tivo más apropiado para mi primera excursión, y en cuya casa pensaba hincharme de comer y de dormir, después de una fase, desde luego no demasiado breve, de admiración sin reservas por mi proeza. Yo había admirado a la clase elegida de los ciclistas desde los primeros instantes conscientes de mis ávi-dos ojos, y ahora pertenecía a ella. Nadie me había enseñado aquel arte, inútilmente admirado por tanto tiempo; sin pedir permiso a nadie, había sacado em-pujando del vestíbulo la preciosa SteyrWaffenrad de mi tutor, no sin conciencia dolorosa de mi culpa, y, sin pensar en el cómo, había puesto el pie en el pe-dal y me había ido. Como no me caí, en esos prime-ros momentos en la bicicleta me sentí ya triunfador.

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Hubiera sido totalmente contrario a mi carácter vol-ver a bajarme después de dar unas cuantas vueltas; lo mismo que en todo, llevé hasta el último extremo aquella empresa ya comenzada. Sin haber dicho palabra a nadie responsable al respecto, dejé la Pla-za Mayor desde la altura airosa de mi Waffenrad y del placer que me proporcionaba, para dirigir final-mente mis ruedas hacia la llamada Pradera y luego, en plena Naturaleza, en dirección Salzburgo. Aun-que era aún demasiado pequeño para sentar me realmente en el sillín -como todos los demás princi-piantes demasiado pequeños, tenía que llegar con el pie al pedal por debajo de la barra-, aumenté mi ve-locidad a ojos vistas, y el hecho de ir continuamente cuesta abajo fue un placer suplementario. ¡Si los míos supieran lo que, mediante una decisión que nada hacía prever, había logrado ya, pensaba, si me pudieran ver y al mismo tiempo, como es natural, porque no tendrían más remedio, admirar! Me imagi-naba su altísimo, incluso superaltísimo grado de es-tupefacción. No dudaba un segundo de que mis ca-pacidades pudieran borrar mi delito y hasta crimen. ¡Quién, salvo yo, podía conseguir montar en bicicleta por primerísima vez y largarse, y por si fuera poco con la más alta pretensión, la de llegar a Salzburgo! ¡Tendrían que comprender que siempre, a pesar de los mayores obstáculos y resistencias, me salía con la mía y resultaba vencedor! Deseaba sobre todo, mientras pedaleaba y me adentraba ya en los ba-rrancos situados bajo la Surberg, que mi abuelo, al que quería más que a nada en el mundo, me pudiera ver en la bicicleta. Como ellos no estaban allí y no sabían absolutamente nada de mi aventura, ya muy avanzada, tenía que realizar mi empresa sin testi-

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gos. Cuando estamos en las alturas, deseamos más que nada tener algún observador que nos admire, pero me faltaba ese observador que me admirase. Me contenté con mi propia observación y mi propia admiración. Cuanto más fuertemente me soplaba la velocidad en el rostro, tanto más me acercaba a mi objetivo, la tía Fanny, y tanto más radicalmente au-mentaba la distancia que me separaba del lugar de mi prodigiosa acción. Cuando, en los tramos rectos, cerraba un instante los ojos, saboreaba la felicidad del triunfador. En secreto, estaba de acuerdo con mi abuelo: ese día había hecho el mayor descubrimien-to de mi vida hasta entonces, había dado un nuevo giro a mi existencia, posiblemente el giro decisivo de la locomoción mecánica sobre ruedas. Así era, pues, como el ciclista se enfrenta con el mundo: ¡desde arriba! Avanza a gran velocidad, sin tocar con los pies el suelo, es un ciclista, lo que equivale casi a: soy el dueño del mundo. En medio de una exaltación sin igual, llegué a Teisendorf, famosa por su cerve-cería. Inmediatamente después tuve que apearme y empujar la Waffenrad de mi tutor llamado a filas y, por ello, casi totalmente apartado del mundo. Conocí la parte desagradable del ciclismo. El camino se alargaba, y yo contaba alternativamente las piedras del borde y las grietas del asfalto; hasta entonces no había notado que el calcetín de mi pierna derecha estaba manchado de grasa de la cadena y me col-gaba en jirones. La vista era deprimente, ¿iba a pro-ducirse una tragedia precisamente por la vista de aquel calcetín roto sobre la pierna manchada de grasa, ensangrentada incluso? Tenía delante Strass. Conocía la región y sus poblaciones de varios viajes en tren a casa de mi tía Fanny, que estaba casada

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con mi tío, el hermano de mi madre. Todo presenta-ba ahora una perspectiva totalmente distinta. ¿No tendrían ya fuerza mis pulmones para llegar hasta Salzburgo? Me lancé sobre la bicicleta y puse el pie en el pedal, y adopté entonces la famosa posición del corredor ciclista, más por desesperación y orgullo que por arrebato y entusiasmo, con objeto de poder aumentar una vez más la velocidad. Pasada Strass, desde la que puede verse ya Niederstrass, se me rompió la cadena, enredándose sin compasión en los rayos de la rueda trasera. Me vi catapultado a la cuneta. Sin duda alguna, aquello era el fin. Me puse de pie y miré a mi alrededor. Nadie me había visto. Hubiera sido demasiado ridículo haber sido descu-bierto en medio de aquella funesta zambullida. Le-vanté la bicicleta y traté de sacar la cadena de los rayos. Manchado de grasa y de sangre, y temblando de decepción, miré hacia donde suponía estaba Salzburgo. Después de todo, sólo hubiera tenido que recorrer doce o trece kilómetros más. Sólo entonces se me ocurrió que ignoraba por completo la dirección de mi tía Fanny. Jamás hubiera encontrado la casa del jardín de flores. Mi pregunta: ¿dónde está o dónde vive mi tía Fanny?, si realmente hubiera lle-gado a Salzburgo, no hubiera tenido ninguna res-puesta o hubiera tenido cientos de respuestas. Esta-ba allí, envidiando a los que pasaban en sus auto-móviles y en sus motocicletas, sin prestar ninguna atención a mi accidentada existencia. Por lo menos, la rueda trasera daba vueltas otra vez, y por lo tanto podía empujar la Steyr-Waffenrad de mi tutor, si bien de regreso, hacia donde me esperaba ahora la catástrofe y donde, de repente, amenazaba oscure-cer de súbito. Con el entusiasmo de mi excursión,

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como es natural, no había tenido ningún sentido del tiempo, y para colmo de todo estalló en un instante una tormenta que transformó en un infierno el paisa-je que yo acabada de atravesar a gran velocidad con la más exaltada de las exaltaciones. Brutales masas de agua caían sobre mí y, en cuestión de segundos, convirtieron la carretera en un torrente, y yo, empu-jando mi bicicleta bajo aquellas masas de agua des-encadenadas, lloriqueaba sin cesar. A cada vuelta de rueda, los torcidos rayos se atascaban, la oscuri-dad era completa, no veía ya nada. Como siempre, pensé, he sido víctima de una tentación que sólo puede tener un fin absolutamente horrible. Me ima-ginaba espantado el estado de mi madre, entrando, y no por primera vez, en el puesto de policía del ayuntamiento, desorientada, furiosa y tartamudean-do algo sobre ese niño espantoso, terrible. Mi abue-lo, muy afuera y al otro extremo de la ciudad, no tendría la menor sospecha. En él ponía ahora otra vez toda mi confianza. Me resultaba evidente: no había ni que pensar en ir el lunes al colegio. Sin permiso y de la forma más malvada, yo había puesto pies en polvorosa y, por añadidura, había destroza-do la Waffenrad de mi tutor. Lo que empujaba era una chatarra. Mi cuerpo era alternativamente sacu-dido por las masas de agua y por un miedo atroz. Así anduve a tientas durante varias horas. Quería repararlo todo pero, ¿tenía siquiera posibilidad de hacerlo? Yo no había cambiado, mis protestas no tenían ningún valor, mis buenas intenciones habían sido, una vez más, pura palabrería. Me maldije. Qui-se morirme. Pero no era tan sencillo. Me esforcé por adoptar una actitud digna. Me condené a la más alta pena. No a la pena de muerte sino a la más alta pe-

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na, aunque no sabía muy bien cuál podía ser esa más alta pena, e inmediatamente después tuve con-ciencia otra vez de lo absurdo de aquel juego infer-nal. La gravedad de mi crimen había aumentado in-dudablemente, de eso me daba cuenta con toda cla-ridad. Todos los delitos y crímenes que había come-tido hasta entonces no eran nada en comparación con aquél. Mis novillos en la escuela, mis mentiras, las trampas que colocaba una y otra vez por todas partes me parecían, en comparación con mi nuevo delito o crimen, como siempre, inocentes. Había lle-gado a un grado peligroso en mi carrera criminal. La preciosa Waffenrad destrozada, mi ropa sucia y rota, toda mi confianza en mí quebrantada de la forma más abyecta. La palabra arrepentimiento la encon-traba de momento de mal gusto. Mientras empujaba la bicicleta a través de aquel infierno, lo calculaba todo una y otra vez de arriba abajo, sumaba, dividía, sustraía, la sentencia tenía que ser horrible. La pala-bra imperdonable marcaba continuamente mis pen-samientos. ¿De qué servía que lloriquease y me maldijese? Yo quería a mi madre, pero no era un hijo querido, nada era sencillo conmigo, todo lo que hab-ía de complicado en mí era superior a sus fuerzas. Yo era cruel, era abyecto, era taimado, era, y eso era lo peor, ni visto ni oído. Pensar en mí mismo me llenaba de horror. Si pudiera, apoyado en su hom-bro, llenarme de felicidad con su aliento, mientras ella leía su Tolstoi o alguna otra de sus queridas no-velas rusas, pensaba. Qué degenerado soy. Es as-queroso. ¡Cómo he manchado mi alma! ¡Cómo he engañado otra vez, en lo más profundo, a mi madre y mi abuelo! Eres lo que te llaman, ¡el más horrible de todos los niños! Pensaba en qué pasaría si aho-

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ra, cuando el mundo no era más que una fealdad profundamente abominable y oscura, estuviera en casa, podría irme a la cama sin vergüenza ni remor-dimientos. Oía las buenas noches de mi madre y lloriqueaba más fuerte aún. ¿Llevaba siquiera aún zapatos en los pies? Era como si la lluvia me lo hubiera arrebatado todo, como si no me hubiera de-jado más que mi miseria. Pero no podía renunciar. Una luz y la palabra Albergue, lentamente reconoci-ble en esa luz, eran ahora mi esperanza. Mi abuelo me lo había advertido siempre: el mundo es repug-nante, implacable, mortal. Cuánta razón tenía. Todo era mucho peor aún de lo que pensaba. En realidad, hubiera querido morirme allí mismo. Pero entonces empujé aún la bicicleta aquellos metros hasta la puerta del albergue, la apoyé en la pared y entré. Sobre un tablado bailaban jóvenes aldeanos y al-deanas a los acordes de una orquesta que tocaba bailes que yo conocía bien, pero eso no me consoló, al contrario, ahora me sentía totalmente excluido. Toda aquella sociedad humana estaba frente a mí, el único que no formaba parte de ella. Yo era su enemigo. Yo era el criminal. No merecía ya estar en ella, y ella se defendía de mí. Armonía, alegría, se-guridad, allí no se me había perdido ya nada. Ahora el dedo del mundo entero me señalaba mortalmente. Durante el baile nadie se dio cuenta de mi lamenta-ble estado, pero luego, cuando las parejas dejaron el tablado, me descubrieron. Me avergoncé profunda-mente, pero al mismo tiempo me sentí feliz de que me hablaran. ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? ¿Quiénes son y dónde están tus padres? ¿No tienen teléfono? Está bien, siéntate aquí. Me senté. ¡Bebe! Bebí. Tápate. Me tapé. Un grueso capote de guardia

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forestal me protegió. La camarera me preguntaba, yo le respondía y lloraba. De repente aquel niño cayó otra vez de cabeza en su infancia. La camarera le tocó la nuca. Lo acarició. Estaba salvado. Pero eso no cambia nada en el hecho de que ese niño es el niño más horrible de todos los niños. ¡Eras lo que me faltaba!, era la exclamación, siempre repetida, de mi madre. Todavía hoy la oigo claramente. ¡Un niño espantoso! ¡Un paso en falso! Yo me encogía, acu-rrucado en un rincón oscuro del salón del albergue, observando la escena. La naturalidad de la gente que había en el tablado y delante de él me gustaba. Aquí se mostraban un mundo y una sociedad, y se comportaban de una forma totalmente distinta de la de los míos. Yo no formaba parte de ellos, lo quisiera o no, ni tampoco formaban parte los míos, lo quisie-ran o no. Pero, ¿existían realmente unos de una forma natural y los otros de una forma artificial, aquéllos de una forma natural, los míos de una for-ma artificial? No era capaz de transformar mi idea en pensamiento. Me gustaba el clarinete y secretamen-te lo escuchaba sólo a él. Mi instrumento favorito y yo formábamos aquí una conspiración. Dos mucha-chos, dijeron, me llevarían a casa, pero no antes de medianoche. Bailaron todo lo que pudieron, y yo me hice amigo le ellos. La amistad comenzó al verlos por primera vez. La camarera me traía una y otra vez algo de comer y de beber, la gente se ocupaba de sus propios asuntos y, salvo cuando me alimenta-ban, me dejaban en paz. Allí, en aquel entorno, hubiera podido ser feliz, me gustaban las salas de las posadas y su sociedad turbulenta. Pero no era tan tonto como para hacer caso omiso de mi espan-toso futuro. Lo que, cuando me vaya de aquí, se me

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vendrá encima será más horrible que todas las co-sas horribles anteriores. Mi instinto no me había de-jado nunca en la estacada. Aunque fuera un misera-ble fardo humano que, empapado todavía hasta los huesos, se acurrucaba en el rincón que tenía asig-nado, tenía sin embargo mi espectáculo, mi escena didáctica, mi teatro de marionetas. No es de extrañar que me hubiera dormido cuando los dos mozos me despertaron, rudamente, a su estilo tosco. Me carga-ron a hombros y me separaron de la música y del baile. Una noche glacial, estrellada. Uno me sentó delante de él en su bicicleta, de forma que yo pudie-ra sujetarme en el manillar, y el otro conducía con una mano, llevando mi bicicleta a su lado. Pedalea-ron, tan aprisa como podían, hacia Surberg, donde tenían su casa. Ni una palabra, sólo el resoplar de aquellos dos seres agotados. Delante de su casa me descargaron, vino su madre, me llevó con ella a la casa y me quitó la ropa, colgándola junto una estufa aún caliente. Me dio de beber leche, a la que había añadido miel. Me cuidaba maternalmente, pero me dio a entender sin palabras, sólo con su silencio, que desaprobaba decididamente mi conducta, lo sabía todo aun sin explicaciones por mi parte. No había sido difícil aclarar el caso. ¿Qué van a decir tus pa-dres?, preguntó. Por mi parte, estaba seguro de lo que me ocurriría cuando estuviera en casa. Los mo-zos me habían prometido llevarme a mi casa. Cuan-do estuve seco, sin temblar ya de frío, acostumbrado al calor de la sala de aquella casa de aldeano extra-ña pero confortable, me quité la camisa de fustán que me había puesto la campesina y me puse otra vez mi ropa. Los mozos me subieron a hombros y me llevaron a Traunstein. Me dejaron en el Mercalo

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de las Palomas ante la puerta de mi casa y se fue-ron. No había tenido tiempo de darles las gracias. Levanté la vista por la oscura fachada, hasta el se-gundo piso. No se movía nada. Eran alrededor de las tres de la mañana. El aspecto de la Steyr-Waffenrad de mi tutor, que los mozos habían apoya-do en la pared de la casa, era tristísimo. No había duda, tendría que llegar a mi madre pasando por mi abuelo, que vivía con mi abuela en Ettendorf, en una vieja casa de campo, a sólo cien pasos le la famosa iglesia de peregrinaciones ante la que todos los años, el lunes de Pascua, se celebra la llamada ca-balgata de San Jorge. Mi madre y yo no hubiéramos estado en condiciones de evitar una catástrofe. El abuelo era la autoridad ante la que todos se inclina-ban, el que conciliaba lo que había que conciliar y cuya palabra inapelable era la primera y la única. El juez. Quien dictaba sentencia. Yo sabía muy bien lo que significaba apretar el timbre de la puerta de nuestra casa. Me guardé de hacerlo. Encajé la de-formada Waffenrad entre la pared le la casa y la ca-rretilla que, para todos los casos y todos los fines imaginables, estaba año tras año junto a la pared de la casa, y me puse en camino hacia Ettendorf, dis-tante tres o cuatro kilómetros. Me gustaron el silen-cio y la soledad de la ciudad. En casa de los pana-deros había ya luz; fui corriendo, saliendo del Mer-cado de las Palomas, bajando por la llamada escale-ra del dentista, junto a la cual, hasta donde podía recordarse, tenía su consulta un dentista, pasando por delante de nuestro tendero, sastre, zapatero, empresario de pompas fúnebres, todas las profesio-nes imaginables tenían aquí su asiento, dejando atrás la fábrica de gas y cruzando el río Traun por

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una pasarela de madera; sobre ella, muy alto, mi maravilla de la técnica, estirándose cien metros so-bre el Traun de este a oeste, genial, atrevida, oigo decir a mi abuelo, esa construcción: ¡el puente del ferrocarril! Recuerdo que, en el aburrimiento de las tardes, colocaba a menudo piedras sobre los raíles, sin duda demasiado pequeñas para las gigantescas locomotoras que mis compañeros de la escuela pri-maria y yo hubiéramos visto con tanto gusto precipi-tarse en el abismo. Anarquistas de seis, siete u ocho años se entrenaban, aunque sin éxito, en la llamada ladera del viñedo, acarreando durante horas en me-dio del calor piedras y estacas, colocándolas sobre los raíles y acurrucándose al acecho. Los trenes no tenían ninguna intención de descarrilar y precipitarse en el abismo con su cortejo de vagones. Pulveriza-ban las piedras y hacían saltar por el aire las esta-cas. Nosotros nos acurrucábamos entre los arbus-tos, escondiendo la cabeza. Para realizar nuestros propósitos anarquistas nos faltaba fuerza física, no aptitudes intelectuales. Muchos días estábamos de un humor benévolo y, en lugar de trozos de piedra y estacas de madera, en los raíles colocábamos sólo monedas de un pfennig y nos alegrábamos de cada aplastamiento logrado por un expreso. Había que poner las monedas en los raíles de acuerdo con un sistema ideado muy cuidadosamente, a fin de obte-ner una laminación especialmente lograda; al aficio-nado le desaparecía la moneda de golpe, y no volvía a encontrarla entre los cantos y la maleza de la lade-ra del viñedo. Muy a menudo me imaginaba que el puente del ferrocarril se derrumbaba, en muchos de mis sueños se me aparece todavía hoy la imagen de ese puente derrumbado, la catástrofe elemental de

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mi infancia. Los compartimientos de primera clase colgados sólo de un hilo sobre el torrente, y en los que no hay más que cadáveres y supervivientes que se debaten, gritando al viento de la catástrofe. Lo mismo que, en general, desde mi más tierna infan-cia, mis sueños culminaban siempre en ciudades deshechas, en puentes derrumbados y vagones de ferrocarril rotos que colgaban sobre el abismo. Ese puente del ferrocarril era la obra más formidable que había visto hasta entonces. Si pusiéramos sólo un paquetito muy pequeño de dinamita en uno solo de los pilares y lo hiciéramos explotar, el puente entero se hundiría inevitablemente, decía mi abuelo. Hoy sé que tenía razón, basta medio kilo de explosivo para hacer que se hunda un puente. La idea de que bas-taba un paquetito de explosivo del tamaño de nues-tra Biblia familiar para hacer que se hundiera aquel puente de más de cien metros de longitud me fasci-naba más que cualquier otra cosa. Pero hay que hacer un encendido a distancia, decía mi abuelo, para no volar también por los aires con el puente. Los anarquistas son la sal de la tierra, decía una y otra vez. Me fascinaba también aquella frase, era una de sus frases habituales, cuyo sentido total, lo que quiere decir completo, como es natural, sólo pu-de comprender poco a poco. El puente del ferrocarril sobre el Traum, hacia el que yo levantaba los ojos como si fuera la mayor de todas mis cosas colosa-les, algo, como es natural, mucho más colosal que Dios, con el que nunca en mi vida he sabido qué hacer, era para mí lo más alto. Y precisamente por ello había especulado siempre sobre cómo hacer que se hundiera esa cosa más alta. Mi abuelo me había mostrado todas las posibilidades de hacer que

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se hundiera el puente. Con explosivos se podía ani-quilar todo, si se quería. En teoría, todos los días lo aniquilo todo, comprendes, decía. En teoría era po-sible, todos los días y en todo momento en que se deseara, destruirlo todo, hacer que se hundiera, bo-rrarlo. Esos pensamientos los consideraba él los más grandiosos. Yo mismo hice mío ese pensamien-to y juego durante toda mi vida con él. Mataré cuan-do quiera, hundiré cuando quiera. Aniquilaré cuando quiera. Pero la teoría es sólo teoría, decía mi abuelo, encendiendo entonces su pipa. A la sombra de aquel puente del ferrocarril nocturno, junto al que yo infla-maba con el mayor placer mis pensamientos anar-quistas, iba caminando hacia casa de mi abuelo. Los abuelos son los maestros, los verdaderos filósofos de todo ser humano, siempre descorren el telón que los otros cierran continuamente. Vemos, cuando es-tamos con ellos, lo que es realmente, no sólo la sala de butacas, vemos el escenario, y vemos todo lo que hay detrás del escenario. Desde hace milenios los abuelos crean el diablo, cuando sin ellos sólo existir-ía Dios misericordioso. Por medio de ellos conoce-mos todo el espectáculo completo, no sólo un resto miserable y mendaz, en calidad de farsa. Los abue-los meten la cabeza del nieto allí donde, por lo me-nos, hay algo interesante que ver, aunque no siem-pre elemental, y nos liberan, mediante esa continua atención a lo esencial, de la desesperada indigencia en que, sin los abuelos, tendríamos que asfixiarnos pronto indudablemente. Mi abuelo por parte de ma-dre me salvó del embrutecimiento y del desolado hedor de la tragedia terrenal, en los que se han as-fixiado ya miles y miles de millones. Me sacó, sufi-cientemente pronto y no sin un doloroso proceso de

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corrección, de la ciénaga universal, afortunadamente con la cabeza por delante y luego el resto. Me hizo observar, suficientemente pronto, aunque realmente fue el único, que el ser humano tiene una cabeza y lo que eso significa. Que, además de la capacidad de andar, la capacidad de pensar tiene que comen-zar tan pronto como sea posible. Iba a ver a mi abuelo a Ettendorf, como siempre, también aquella noche, como si subiera a una montaña sagrada. As-cendía desde los bajos fondos. Dejaba atrás todo lo que era estrecho de miras, sucio, en el fondo sólo repugnante. Dejaba atrás el olor abominable de un mundo estúpido en el que la impotencia y la bajeza están en el poder. Había algo de solemne en mi pa-so, mi respiración se hacía más amplia, subiendo, hacia mi abuelo, hacia mi instancia más alta, me transformaba, de forma totalmente evidente, de cri-minal común, de personaje indigno y tan abismal-mente perverso, de figura dudosa y corrupta, en una personalidad cuya cualidad más destacada no era otra que noble orgullo. Sólo una persona especial-mente inteligente, dotada de cualidades intelectuales muy especiales aprende en tan corto tiempo a mon-tar en bicicleta y se atreve a ir en ella hasta Salzbur-go. El hecho de que hubiera fracasado poco antes de la meta no disminuía mi proeza. Eso es lo que pensaba sin duda. Porque incluso en mi fracaso puede reconocerse mi grandeza. Me iba preparando en el camino hacia casa de mi abuelo; cuanto más subía por la pendiente, cuanto más me acercaba a esa casa, con tanto mayor insistencia me explicaba mi hazaña. Ni siquiera tenía sueño. Estaba dema-siado excitado. Sólo tenemos que estar activos, nun-ca inactivos, yo no dejaba de tener esas palabras de

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mi abuelo en los oídos, y también hoy determinan mi jornada. Me las decía ininterrumpidamente, mientras subía cada vez más alto, hagamos lo que hagamos, hay que hacer algo, decía el Sabio de la Montaña de Ettendorf. El hombre activo es el santo, aun cuando en este mundo de todas formas corrupto y rebosante de horror se vea marcado como criminal; un crimen, el que fuera, era al fin y al cabo mejor que la inactivi-dad absoluta, que era lo más abominable del mundo. Ahora, aunque fuera a una hora absolutamente in-sólita, yo tenía que informar sobre una acción que indudablemente valoraba de una forma extraordina-riamente alta. Preparaba hasta en los más pequeños detalles el relato que le haría a mi abuelo, perfilaba ya mi informe cuando estaba todavía a unos cientos de metros de la casa de mi abuelo. A mi abuelo le gustaba el discurso claro, conciso; aborrecía la di-gresión, los prolegómenos y rodeos de que adolec-ían todos los demás cuando tenían algo que contar. Lo hacía sufrir la prolijidad de los que lo rodeaban, que sólo se expresaban como aficionados y que en todo caso, cuando se atrevían siquiera a decirle al-go, estaban seguros de la condena de mi abuelo. Yo conocía su aversión por el parloteo de circunstan-cias. Las personas semicultivadas sólo nos sirven una y otra vez su horrorosa papilla rancia, decía él. Estaba rodeado sólo de personas semicultivadas. Le asqueaban cuando levantaban la voz. Hasta el fin de sus días odió aquella forma diletante de articular. Cuando habla un hombre sencillo, es una bendición. Habla, no parlotea. Cuanto más culta se vuelve la gente, tanto más insoportable se hace su parloteo. Yo me guiaba totalmente por aquellas máximas. Po-demos escuchar a un albañil o a un leñador, pero a

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una persona cultivada o a una persona supuesta-mente cultivada, porque la verdad es que sólo hay personas supuestamente cultivadas, no. Desgracia-damente, sólo oímos siempre parlotear a los parlo-teadores, los otros guardan silencio, porque saben muy bien que no hay mucho que decir. Yo había lle-gado a la cima de la Montaña Sagrada. El crepúscu-lo matutino daba a mi llegada ante la casa de mi abuelo un efecto teatral que favorecía mi entrada en escena. Pero no me atreví aún a atravesar los muros de mi abuelo. No eran más de las cuatro de la ma-ñana. No podía, no debía, presentarme inmediata-mente, desbarataría toda mi estrategia. Haría bien en reflexionar a fondo una vez más sobre todo. Si despierto a mis abuelos, estaré en seguida en des-ventaja, la inoportunidad ofende, me convertiré otra vez en culpable. La casa en la que vivían mis abue-los desde hacía ya varios años pertenecía a un pe-queño agricultor que tenía seis o siete vacas y, con su mujer, encorvada y casi sordomuda, explotaba su propiedad. Era algo casi celestial saber que mis abuelos vivían en una verdadera propiedad agrícola, el espíritu en medio de la materia, por decirlo así. Me gustaban el establo y los animales, me gustaban los olores, me gustaban los campesinos. Y a la inversa. No, no era imaginación. Me dejaban mirar mientras ordeñaban a las vacas, les daba de comer, las lim-piaba, era testigo de sus partos. Estaba presente cuando trabajaban la tierra, sembraban, recolecta-ban. En invierno me dejaban estar con los campesi-nos en su salón. En ninguna parte era más feliz. Y aquí, donde yo era ya feliz por mí mismo, vivían en el primer piso, para completar mi sentimiento de feli-cidad, mi abuelo y mi abuela. Desde aquí se tenía

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una amplia vista sobre los Prealpes bávaros, sobre el Hochfelln sobre el Hochgern, sobre la pared de Kampen. Se sabía, ahí abajo está el Chinese. Algu-nos días, cuando soplaba cierto viento del este y se escuchaba atentamente, solía decir mi abuelo, se oían desde su balcón las campanas de Moscú. El pensamiento me fascinaba. Nunca oí las campanas de Moscú, pero estaba seguro de que él, de cuando en cuando, las oía. Traunstein, allí abajo, esta situa-do sobre una colina de morena, pero Ettendorf está mucho más alto todavía; por decirlo así, desde la Montaña de la Sabiduría se contemplaban allí abajo los bajos fondos de la pequeña burguesía, en la que, como no se cansaba de decir mi abuelo, el catoli-cismo blandía su cetro estúpido. Lo que había bajo Ettendorf sólo merecía desprecio. El pequeño espíri-tu comercial, el pequeño espíritu en general, la baje-za y la tontería. Estúpidos como ovejas se agrupan los pequeños comerciantes alrededor de la iglesia y balan a morir, día tras día. Nada era más repugnante que una pequeña ciudad, y precisamente la clase de pequeña ciudad que era Traunstein era la más abo-minable. Unos pasos por esa ciudad y se ensuciaba ya uno, unas palabras habladas con alguno de sus habitantes y había que vomitar. O en pleno campo o en una ciudad gigantesca, era lo que opinaba mi abuelo. Por desgracia, su yerno, mi tutor, sólo había encontrado un empleo aquí, y por eso nos veíamos obligados a existir en aquella atmósfera execrable. El mismo estaba al fin y al cabo en Ettendorf, pero abajo, en Traunstein, no, prefería el suicidio. Así era como hablaba exactamente en sus paseos. La pala-bra suicidio era una de sus palabras naturales, la conozco desde mi más tierna infancia, sobre todo en

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labios de mi abuelo. Tengo experiencia en la utiliza-ción de esa palabra. No había conversación, no hab-ía enseñanza por su parte a la que no siguiera inevi-tablemente la afirmación de que el bien más precio-so del hombre era sustraerse al mundo por su libre decisión mediante el suicidio, matarse cuando uno quisiera. El mismo había especulado con ese pen-samiento durante toda su vida, era la especulación a la que con más pasión se dedicaba, y yo la he asu-mido. En cualquier momento, siempre que quera-mos, decía el, podemos suicidarnos, en lo posible de la forma más estética, decía. Poder poner pies en polvorosa, decía, era el único pensamiento realmen-te maravilloso. Tu padre, decía, cuando estaba bien dispuesto hacia él, tu tutor, cuando en aquel momen-to lo condenaba, es quien gana el pan, y de eso vivís tú y tu madre, provisionalmente de eso vivimos to-dos, y por ello tenemos que aceptar el hecho de que tiene que estar en este espantoso Traunstein y ga-nar nuestro pan, no había otra opción. Somos vícti-mas del desempleo. Este era el único puesto libre para tu padre (o tutor) en toda Austria y toda Alema-nia. Cómo desprecio a estos habitantes de ciudad pequeña. Cómo los odio. Pero no me mataré. No por esas gentes inútiles, que tienen un tronco sobre dos piernas pero no cabeza. Sólo bajaba a Traunstein cuando mi madre lo invitaba a comer. De todas las mujeres que he conocido en mi vida, mi madre era la que cocinaba mejor. En la guerra hacía por decirlo así con nada algo exquisito, nadie podía imitarla. Comida familiar o cocina casera son expresiones aterradoras para mí, pero no en lo que se refería al arte de mi madre. Así, él y mi abuela tenían un moti-vo, dos o tres veces por semana, para bajar a la

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odiada ciudad de Traunstein, a fin de comerse unas chuletas de ternera, un asado, un pastel de re-quesón. Hacia el mediodía, dos cabezas muy altas bajaban de Ettendorf a Traunstein. Los campesinos tenían un nieto de mi edad que dormía en una habi-tación de la planta baja. Aquel Georg, llamado Schorschi, que no iba a la escuela elemental en Traunstein sino en Surberg, era un atractivo suple-mentario. Así, toda mi nostalgia en Traunstein se dirigía sólo hacia Ettendorf. Schorschi era inteligente, respetaba a mi abuelo, aceptaba ansiosamente todo lo que venía de él, y mi abuelo lo quería. Como yo, Schorschi crecía sin padre, exclusivamente con sus abuelos; a su padre lo vi de vez en cuando, a su madre nunca, no sabía nada de ella. Los campesi-nos educaban a su nieto de acuerdo con sus ideas campesinas, y él crecía en medio de una pobreza absoluta, incluso de verdadera indigencia; además de ir a la escuela, Schorschi tenía que trabajar du-ramente, pero lo hacía de mil amores, y juntamente con él saqué muchas veces terneras del vientre de las vacas. Era más fuerte que yo, se parecía a su abuelo como un huevo a otro, era rubio pálido y, a diferencia de mí, un genio para el cálculo. Resolvía cualquier ejercicio aritmético en unos segundos. El invierno lo pasaba yo casi exclusivamente con él y sus abuelos en su salón, si no estaba en casa de mis abuelos en el primer piso, donde se alegraban de poder mandarme abajo cuando mi abuelo traba-jaba. Schorschi, mi compañero, conjurado conmigo y mi confidente más íntimo salvo mi abuelo. Hace unos años lo vi por última vez, los dos acabábamos de cumplir cuarenta y cinco años, él se había vuelto loco y desde hacía dos años no salía de la casa de

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sus abuelos, que ellos le habían legado. Amenazaba matar a todo el que se atreviera a subir a verlo al primer piso, donde mis abuelos vivieron en otro tiempo. Se había dejado crecer el pelo durante años, y no estaba ya acostumbrado en absoluto a hablar con nadie. Sin embargo se alegró de mi visita, y murmuró palabras incomprensibles. Abrió una bote-lla de Traminer, que vaciamos, la mayor parte del tiempo, en silencio. Una y otra vez dijo que recorda-ba muy claramente a mi abuelo, todavía hoy lo quer-ía, y lo respetaba más que a nadie. Me avergonzó con su sencillez en medio de su degeneración. Le hablé de mí, pero lo que yo decía le resultó incom-prensible. Todo lo que yo decía era un parloteo su-perfluo. Por otra parte, pensé, tú tienes la cabeza lúcida, aunque por lo demás seas un lisiado físico, y él es un resto inerte que se ha vuelto apático, y en el que el alma no aguantará ya mucho tiempo. Sólo le flameaba aún de vez en cuando en los ojos. Era una escena espectral, a la que sin embargo no quiero renunciar de ningún modo. Telas de araña de metros de longitud dominaban la casa, el olor a moho se depositaba en torno a cada palabra, a cada sensa-ción. Su padre se ahorcó, después de quebrar en Munich con una empresa le electricidad, y eso ani-quiló la vida del hijo. Los abuelos murieron, y la casa y su propiedad se vinieron abajo. Yo no había queri-do dar crédito a mis ojos: en torno a la casa en otro tiempo cuidada habían arrojado un centenar de co-ches viejos, abandonándolos a su suerte. Dos hom-bres, con el rostro invadido por la barba y que lleva-ban monos rígidos de suciedad, se llevaron casi al mismo tiempo el índice a la sien cuando les pregunté por Schorschi. Desde hacía dos años no había sali-

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do del primer piso. Le suministraban víveres, pero no debían subir adonde estaba. Todavía era propietario de la casa, aunque hacía tiempo que hubiera debido ser incapacitado. Me advirtieron. Sin embargo entré y me atreví a subir al primer piso. Me abrió la puerta un infraser, con suciedad en el pelo, pero en el que brillaban sin embargo los ojos de mi querido Schors-chi. No me reconoció enseguida, tuve que decir tres veces Thomas para que me comprendiera. Entonces pude entrar. Ese es exactamente el aspecto que tie-ne un hombre que ha renunciado totalmente y de forma consecuente pero todavía no se ha matado, pensé. Su padre se mató, pensé, él no, probable-mente el suicidio de su padre es precisamente la razón de que hasta ahora no se haya matado. Por medio de la especulación miré a través del infraser Schorschi hacia nuestra infancia común. Todavía estaba allí, vivía. Así pues, miré por la ventana del dormitorio de mi amigo, que dormía con sueño pro-fundo, porque era siempre explotado y, por ello, es-taba agotado siempre, como todos los hijos de cam-pesinos. ¿Llamo o no llamo? Llamé. Schorschi vino a la ventana y me abrió. Veo la escena claramente. Abrió de par en par la puerta de la casa, y yo me senté con él en su habitación fría y le conté mi histo-ria. Tuve en él el grandioso efecto esperado. Casi hasta Salzburgo, dije, por poco, ya veía las luces de Salzburgo, pero no sabía la dirección de mi tía Fan-ny. Todo lo que yo decía le admiraba, y con cada nuevo giro en mi relato su admiración era mayor aún. Naturalmente, él nunca había montado en una Steyr-Waffenrad. Qué sensación más agradable, ponerla en movimiento uno mismo y largarse con ella. Yo disfrutaba de mi relato como si lo hiciera al-

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guien totalmente distinto, y me animaba a medida que hablaba, dando al conjunto, estimulado por mi pasión por lo que contaba, una serie de acentos que o bien eran exageraciones para sazonar todo el rela-to, o incluso invenciones suplementarias, por no de-cir: mentiras. Sentado en el taburete junto a la ven-tana, le hice a Schorschi, que se sentaba enfrente en su cama, un relato absolutamente dramático, que yo estaba convencido que había que considerar co-mo obra de arte lograda, aunque no podía haber du-da de que se trataba de acontecimientos y hechos verdaderos. Donde me parecía oportuno me alarga-ba, reforzando esto, atenuando aquello, atento siempre a dirigirme al punto culminante de toda la historia, a no anticipar ninguna sorpresa y, por lo demás, a no olvidarme nunca de mí, como centro de mi poema dramático. Sabía lo que le impresionaba a Schorschi y lo que no le impresionaba, y en ese co-nocimiento se basaba mi relato. Naturalmente, no podía hablar tan alto que nos oyeran. Era día claro cuando terminé el relato. Fui capaz de convertir mi lamentable fracaso del final, con unas frases breves, en un triunfo. Lo había conseguido: Schorschi esta-ba convencido esa mañana de que yo era un héroe. Mi abuelo me recibió con una mirada severa, pero al mismo tiempo con un apretón de manos que me de-cía: todo está arreglado. Pase lo que pase, estás perdonado. Mi abuela había puesto en la mesa un desayuno delicioso. Me gustaban sus desayunos más que cualquier otro. No querían saber muchas cosas de mí, sencillamente se alegraban de que es-tuviera allí sano y salvo. Mi abuelo se levantó y se puso a trabajar. A trabajar en su novela. Aquello hacía que yo me imaginara algo horrible, pero al

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mismo tiempo totalmente extraordinario. Mi abuelo se ató con un cinturón de cuero su manta de caballo en torno al cuerpo y se sentó frente a su escritorio. Mi abuela se levantó y cerró por completo la puerta acolchada. Ya de niño yo había tenido siempre la impresión de que los dos juntos eran los más felices de los seres. Lo fueron hasta el final de su vida. Ese día mis abuelos estaban invitados a comer por mi madre. Esa fue mi suerte. De la mano de mi abuelo y al lado le su mujer, mi abuela, empecé a bajar, tan protegido como podía estarlo, hacia Traunstein. Es-taba seguro de la victoria. El camino de Ettendorf a Traunstein lo hice ya con la cabeza levantada, no con la cabeza hundida como en el recorrido inverso de unas horas antes. Mi madre no podía conmigo. En casos como aquel de la Steyr-Waffenrad, me pe-gaba furiosamente, la mayoría de las veces con el vergajo de buey que había sobre el armario de la cocina, y yo me agachaba, pidiendo socorro, con conciencia de que estaba haciendo teatro de la me-jor especie, en un rincón de la cocina o de la habita-ción, protegiéndome la cabeza con las manos. A la menor ocasión, ella agarraba el vergajo de buey. Como en fin de cuentas el castigo corporal nunca me ha impresionado, lo que no se le escapó jamás, ella trataba de doblegarme con las frases más horribles, y cada vez me hería profundamente en el alma cuando decía Eras lo que me faltaba o Eres mi des-gracia, ¡Que se te lleve el diablo! ¡Has destrozado mi vida! ¡Tú tienes la culpa de todo! ¡Me vas a matar! ¡No eres nadie, me avergüenzo de ti! ¡Eres un inútil como tu padre! ¡No sirves para nada! ¡Eres la man-zana de la discordia! ¡Mentiroso! Se trata sólo de una selección de las maldiciones que me lanzaba

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según los casos y que no prueban más que su impo-tencia hacia mí. Realmente siempre me dio la sen-sación de que, durante toda su vida, me interpuse en su camino, y de que impedí que su felicidad fuera completa. Cuando ella me veía, veía a mi padre, su amante, que la dejó plantada. Veía en mí con dema-siada claridad a quien la destruyó, el mismo rostro, como me consta, porque al fin y al cabo he visto una fotografía de mi padre. El parecido era asombroso. Mi cara no sólo se parecía a la cara de mi padre, sino que era la misma cara. La mayor decepción de la vida de mi madre, su mayor derrota, estalla allí cuando yo aparecía. Y se encontraba con ella todos los días, porque yo vivía con ella. Yo sentía como es natural su amor por mí, pero al mismo tiempo siem-pre también su odio hacia mi padre, que se interpon-ía en ese amor de mi madre por mí. Así, el amor de mi madre por mí, el hijo ilegítimo, se veía sofocado siempre por su odio hacia el padre de ese niño, y no pudo desarrollarse nunca libremente y con la mayor naturalidad. En el fondo, mi madre no me insultaba a mí, insultaba a mi padre, que no había cumplido sus deberes hacia ella, por la razón que fuera; no sólo me pegaba a mí, sino también al causante de su desgracia, cuando me pegaba. El vergajo de buey no era sólo para mí, era también en toda ocasión para mi padre, del que todos, también mi abuelo, se desentendían por completo. El no tenía derecho a existir, no existía. Ya muy pronto había renunciado yo a preguntar por mi padre. Inmediatamente se en-fadaban conmigo; cualquiera que hubiese sido su talante anterior, al preguntar por mi padre se ensom-brecía. Yo debía de haber tenido por padre a un cri-minal empedernido de abyección muy especial, a

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juzgar por lo que no me decían sobre mi padre. Yo quería a mi madre con toda mi alma, y a la inversa, mi madre me quería por los menos en la misma me-dida, pero ese amor recíproco, mientras mi madre vivió, se vio estorbado en su desarrollo por aquel espíritu maligno, invisible para mí. Ese hombre invi-sible, del que se decía de vez en cuando que sólo estaba hecho de mentiras y bajeza, fue un aguafies-tas durante toda su vida. Cartas largas, sí, pero todo bajezas. Muchas promesas, sí, pero todo mentiras. Sí, tu padre dominaba un arte, ¡el arte de la mentira!, eso decía mi madre. Por qué también mi abuelo guardaba silencio era para mí un enigma y ha segui-do siendo para mí un enigma hasta hoy. ¡Genial, pero abismalmente infame! decía mi madre muy a menudo. En Francfort del Oder hizo cinco niños más, ¡criaturas como tú! y así sucesivamente. Yo había escapado a la tortura del vergajo de buey, al menos temporalmente. Mi abuelo, pasando por delante de mi madre furiosa, pero callada, me empujó al llama-do cuarto de estar, donde estaba ya preparada la comida. Nos sentamos. Mi madre temblaba de rabia, mientras comíamos en silencio, y al mismo tiempo yo veía lo grande que era su desesperación y sentía cómo la quería con toda mi alma y a la inversa. En algún momento, ello dijo que había informado a la policía. Y alarmado a toda la vecindad. Muy de ma-ñana había descubierto abajo, contra la pared de la casa, la bicicleta totalmente destrozada. ¡Qué ver-güenza más horrible! Y a ello se añadía mi ausencia de la escuela. Yo era un fracasado, y si llegaba a ser capataz de obra, sería ya un triunfo mayor que cual-quier otro. Siempre me amenazaba con la expresión capataz de obra, era una de sus armas más afiladas.

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Realmente, con esas palabras me llegaba directa-mente al corazón. En el fondo tenía razón, tenía que pensar yo, porque en la escuela aprendía menos que nadie, y mis profesores no hubieran dado un centavo por mí. Realmente, no sabía hacer las cuen-tas más simples, cualquier dictado terminaba ca-tastróficamente, y me amenazaban con lo que lla-maban quedarse castigado. Me interesaba poco la materia que me enseñaban, me aburría infinitamen-te, ésa era la razón de mi falta de interés, que no pasaba inadvertida a nadie, y menos que a nadie a mis profesores. Mi abuelo decía siempre que yo, sencillamente, tenía que pasar de curso; cómo, le era completamente indiferente, no le importaban na-da las notas, subir de grado era lo importante y nada más. Pero ahora ya dudaba de poder subir siquiera de grado. Al final me había salvado siempre un mila-gro, durante todo el año mis calificaciones no eran más que suficientes e insuficientes, pero cuando se trataba de subir de grado, subía. Me fiaba de ese mecanismo. Mi abuelo parecía confiar en el meca-nismo con la misma seguridad. No tomaba en serio en absoluto la discusión, que se planteaba siempre en la mesa, sobre si yo subiría de grado o no. Yo era más inteligente que la media, decía, los profesores no lo entendían, ellos eran los estúpidos, no yo, yo era el despierto, ellos eran las vulgaridades. Cuando mis abuelos comían en nuestra casa, mi existencia escolar daba tema de conversación hasta que mi abuelo, con la observación de que yo era un genio, ponía fin al jaleo. Ese día, teniendo en cuenta mi delito o incluso crimen de reprochabilidad superior a la media, no se habló en absoluto de la escuela, porque todos tenían miedo de ello. Se guardaron

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incluso de abordar ese día la principal cuestión pen-diente, ni la mencionaron, salvo aquella observación de mi madre de que había avisado también a la po-licía y a toda la vecindad. No recuerdo ya de qué hablaron, en cualquier caso no de mí. Mi madre no tenía nada de educadora, y el comportamiento de mi abuelo, en ese y otros casos semejantes, era real-mente desastroso. En cualquier caso, si se conside-raba objetivamente, a mi abuelo le gustaba el caos, era anarquista, aunque sólo de espíritu; mi madre en cambio intentó durante toda su vida echar raíces en un mundo burgués, por lo menos pequeñoburgués, lo que naturalmente nunca consiguió. A mi abuelo le gustaba lo excepcional y lo extraordinario, la oposi-ción, lo revolucionario, revivía en la contradicción, existía totalmente a partir del antagonismo; mi ma-dre, para poder afirmarse, buscaba apoyo en la nor-malidad. Lo que se llama una familia feliz, o sea, ar-moniosa, fue lo que deseó durante toda su vida. Sufría por las escapadas cerebrales e intelectuales de su padre, ante las que corría peligro permanente de zozobrar. Veneró a su padre profundamente mientras vivió, pero con igual gusto se hubiera sus-traído a las intenciones mentales de su progenitor, para ella tan caóticas y devastadoras, tan conse-cuentemente destructivas. Naturalmente no lo consi-guió. Tuvo que adaptarse. Eso la deprimió durante toda su vida. Hacía tiempo que había renunciado a toda resistencia contra el cerebro de su padre, que fatigaba a su entorno y exigía de él más que el pro-medio. Veneraba a un déspota, que era su querido padre y que, como es natural sin tener conciencia de ello, tendía a su destrucción. En las proximidades de él, sólo era posible evadirse y salvarse si se sometía

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uno sin condiciones, porque lo quería a él. Venera-ción y amor, y al mismo tiempo el deseo de evadirse, no bastaban, en lo que a ella se refería. Por lo que se llama normalidad, que mi madre anhelaba, aun-que lógicamente tenía conciencia de la reducción que esa normalidad significaba con respecto a nues-tra forma de vida, mi abuelo, que ya en su más tem-prana juventud había huido de eso que se llama normalidad, no tenía más que burla y escarnio y el más profundo desprecio. Jamás se le había plantea-do siquiera la posibilidad de llevar la existencia de un maestro carnicero o de un comerciante al por mayor de carbón; ponerse el capote de la masa, como lo expresaba él, lo había rechazado ya de adolescente, y a mí me lo había inculcado siempre, hasta donde yo recuerdo. Evidentemente, lo que se llama una vida normal hubiera facilitado a mi madre muchas cosas; así, cada día no era más que una actuación en la cuerda floja, en la que había que temer todo el tiempo una caída. Todos estábamos continuamente en la cuerda floja y corríamos ininterrumpidamente el riesgo de una caída, mortal. Mi tutor, entregado a su trabajo y ganador de nuestro pan, era comprensi-blemente, como recién llegado, el menos experimen-tado en esa cuerda floja familiar continuamente osci-lante, tendida sin red sobre un abismo realmente siempre mortal: por mi abuelo, que lo había querido así. En ese sentido, éramos una familia de circo que bailaba en la cuerda floja, que no se permitía jamás, ni por un momento, bajar de esa cuerda, y cuyos ejercicios se hacían más difíciles de día en día. Estábamos prisioneros en la cuerda, y ejercíamos nuestro arte de supervivencia; la llamada normalidad quedaba bajo nosotros, y no nos atrevíamos a preci-

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pitarnos en esa normalidad, porque sabíamos que tal zambullida hubiera significado nuestra muerte segura. El yerno, el marido, el tutor, no podía retro-cer ya, sus ejercicios provocaban la sonrisa y se afe-rraba irremisiblemente a nuestra cuerda sin poder descender ya. La fascinación que mi abuelo y su familia habían ejercido en aquel inconsciente elegido por mi madre había sido demasiado grande, ahora había sido izado hasta la cuerda y tenía que mante-nerse, se veía arrastrado, capturado una y otra vez, no se le soltaba ya. Pero durante toda su vida no pasó de sostenerse simplemente en la cuerda, no había nada de arte en lo que hacía, la mayoría de las veces se debatía torpemente sobre el abismo, a veces se oían sus gritos, pero aquel idiota, como decía mi abuelo a menudo, se rehacía otra vez y hacía lo que los otros. La cuadrilla lo explotaba para sus fines, la cuadrilla estaba ya muy avanzada en su arte de bailar en la cuerda floja, y se admiraba a sí misma ininterrumpidamente, a lo que con el tiempo se vio obligada, porque no tenía espectadores, por lo menos no espectadores con los ojos abiertos. Mi abuelo procedía de una familia de campesinos, pe-queños comerciantes y posaderos, su padre no hab-ía empezado a escribir fatigosamente hasta los vein-te años y había escrito a su padre, desde la fortaleza de Cattaro, una carta que pretendía ser de su mano, de lo que mi abuelo dudó siempre. Servir cerveza durante decenios y probar la mantequilla acarreada por los campesinos en sus vehículos de dos ruedas, así como especular continuamente en terrenos y edificios, le habían resultado ya sospechosos en los primeros años de su vida, todo aquel pensar en comprar y vender que no conducía más que a una

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pura acumulación de capital, y ya hacia los veinte años había renunciado a todo lo que tendría que re-cibir. También su hermana mayor, Marie, había comprendido que ese estúpido mecanismo era una exigencia exagerada y, en sus años jóvenes, se hab-ía casado con lo que se llama un pintor artístico de Eger, el cual se convirtió más tarde en México en una celebridad de la que todavía hablan hoy los grandes diarios en sus columnas de arte, y ella pa-seó por Oriente durante decenios a una hija de ese pintor, de bajá en bajá, de jeque en jeque y de bey en bey, hasta que esa hija, ya en la cuarentena y apartada de todos los jeques y bajás y beys, sólo con recuerdos amarillentos en sus años orientales, fue a parar al Burgtheater en calidad de actriz me-diana que al parecer hacía buen papel en las farsas de Nestroy y hasta, una vez, en la Ifigenia de Go-ethe. Todavía hoy puede admirarse un gigantesco estudio de artista, construido por mi bisabuelo para su yerno de Eger contra la pared de piedra del lla-mado desfiladero de Santa María, cerca de Henn-dorf, frente al Wallersee, con sus cristaleras de unos veinte metros de altura, en las que, como recordaba aún mi madre, tomaban el sol las serpientes. La hermana menor de mi abuelo, Rosina, se quedó en casa, hija auténtica, hija verdadera del idilio, incapaz de apartarse aunque sólo fueran diez kilómetros de Henndorf, que en su vida estuvo en Viena y proba-blemente tampoco en Salzburgo, y que yo, cuando tenía tres o cuatro años y mucho más tarde aún, admiraba como regente de aquel imperio suyo de compras y ventas. Un hermano mayor de mi abuelo, Rudolf, se había refugiado en el bosque y, siendo guardia forestal de los bosques de los condes de

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Uiberacker que rodean el Wallersee y el Mondsee, se suicidó a los veintitrés años. Al fin y al cabo, por-que no había podido «soportar más la desgracia del mundo», como anotó en un papel escrito a mano que se encontró junto a su cadáver y al perro tejone-ro que velaba su cadáver. Todos, salvo Rosina, fue-ron fugitivos, se hartaron de la marcha uniforme y de la marcha en vacío de la existencia del pueblo. Marie huyó a Oriente, Rudolf directamente al cielo, mi abuelo del seminario a Suiza, donde hizo estudios técnicos y se unió a algunos anarquistas de sus mismas ideas. Era la época de Lenin y de Kropotkin. Sin embargo, no fue a Zurich sino a Basilea, y se dejó crecer el pelo. Llevaba los pantalones deshila-chados, como prueban las fotos que se han conser-vado, y en la nariz los famosos y mal afamados que-vedos anarquistas. Pero no orientaba sus energías hacia la política, sino hacia la literatura. Vivía en una casa situada cerca de la casa de la famosa Lou Sa-lomé y hacía que su hermana Rosina le enviase a él todos los meses una caja de mantequilla y salchi-chas. Su compañera, mi futura abuela, que había vivido durante años con un sastre de Salzburgo en un espantoso matrimonio impuesto por sus padres, apareció en Basilea después de abandonar a su ma-rido y sus dos hijos, y se arrojó al cuello de mi abue-lo asegurándole que, a partir de entonces, viviría con él, donde fuera, para siempre. Por eso mi madre na-ció en Basilea. Una hermosa niña. Esa hermosa niña conservó su hermosura. Yo admiraba a mi madre y estaba orgulloso de ella. Ya de pequeño sospechaba su desamparo en lo que a mí se refería, y lo explota-ba. Ella no tenía otra opción que coger el vergajo de buey. Cuando sus golpes en mi cabeza o donde fue-

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ra no daban resultado, se refugiaba en las frases ya mencionadas, a cuyo horror, naturalmente, yo no podía escapar. La palabra era cien veces más pode-rosa que el palo. Ella me corregía, pero no me edu-caba. No supo educar a ninguno de sus hijos, ni a mi hermano ni a mi hermana. Yo tenía siete años cuan-do nació mi hermano, nueve cuando mi hermana vino al mundo, como suele decirse. Tenía miedo del vergajo de buey, pero los golpes que me daba mi madre con él no tenían ningún efecto profundo. Con sus palabras diabólicas ella conseguía su objetivo, estar tranquila, pero por otra parte así me precipitaba cada vez en el más horrible de todos los abismos, del que luego, en toda mi vida, no he podido salir. ¡Eres lo que me faltaba! ¡Me vas a matar! En sueños me torturan todavía hoy. Ella no sabía nada de ese efecto devastador. Tenía que desahogarse. Su hijo era un monstruo al que no soportaba, un hijo de la maquinación, un hijo del diablo. Nunca pudo enfren-tarse con mi pasión enfermiza por las sensaciones. Sabía que había dado a luz un hijo extraordinario, pero un hijo con terribles consecuencias. Aquellas consecuencias sólo podían ser el crimen. Tenía ante los ojos suficientes ejemplos. Continuamente pensa-ba en su hermano, mi tío, el genio de la familia, que en definitiva había perecido, como decía mi abuelo, por su infernal riqueza inventiva. Me veía en todos los correccionales y cárceles imaginables, yo era su hijo al que no se podía salvar, perdido ante las po-tencias del Mal. Tenía su propia religión, como es natural no la católica, lo que no hubiera sido posible en casa de su padre, mi abuelo, que tenía del catoli-cismo una opinión aniquiladora. La Iglesia católica era para él un movimiento de masas totalmente vil,

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nada más que una asociación embrutecedora de los pueblos y explotadora de los pueblos para recaudar incesantemente el mayor capital imaginable; a sus ojos, la Iglesia vendía sin escrúpulos algo que no existía, a saber, un Dios bueno y, al mismo tiempo, también malo, y expoliaba en todo el mundo, de mi-llones de formas, hasta a los más pobres entre los pobres, con el único fin de aumentar incesantemente su fortuna, que tenía invertida en gigantescas indus-trias y en infinitas montañas de oro y en igualmente infinitos montones de acciones en casi todos los bancos del mundo. Todo el que vende algo que no existe es acusado y condenado, decía mi abuelo, pero desde hace milenios la Iglesia vende a Dios y al Espíritu Santo abiertamente, con absoluta impuni-dad. Y además sus explotadores, hijo mío, y por lo tanto los que mueven los hilos, viven en palacios principescos. Los cardenales y arzobispos no son más que recaudadores sin escrúpulos a cambio de nada. Mi madre era una persona creyente. No creía en la Iglesia, probablemente tampoco en Dios, al que su padre, mientras vivió, había declarado muerto una y otra vez, pero creía. Se aferraba a su creencia, aunque se daba cuenta también, como todos los creyentes, de que cada vez la dejaba más en la es-tacada. Al final de la comida, que recuerdo aún con demasiada claridad, se habló por fin de mi caso. Mi abuelo comenzó una defensa bastante larga. La es-cuela no significaba nada, y por consiguiente tampo-co significaba nada que yo hiciera novillos. Las es-cuelas en general y las escuelas primarias en parti-cular eran instituciones horribles que destruían a los jóvenes ya en sus comienzos. La escuela, de por sí, era asesina de niños. Y en aquellas escuelas ale-

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manas era, en suma, la tontería la norma y la per-versión del espíritu el elemento motor. Sin embargo, como era obligatorio ir a la escuela, había que man-dar a ella a los hijos, aunque se supiera que se los enviaba a su perdición. Los maestros son los que los hunden, decía mi abuelo. Sólo enseñan cómo se vuelve el hombre bajo y vil, un monstruo abominable. Le gustaba que su nieto, en lugar de ir a la escuela, se comprara en la estación un billete de andén y se fuera con ese billete de andén a Rosenheim o Mu-nich o Freilassing. Eso es lo que le aprovecha, no la escuela, dijo, ¡y qué viles son muchos maestros! Cuando en su casa los tiranizan sus mujeres, se desahogan en la escuela con los niños. Siempre he detestado a los maestros, y con razón, nunca he en-contrado un maestro que, en plazo brevísimo, no se haya revelado como un personaje vil y abyecto. Los policías y los maestros despedían mal olor por la superficie de la tierra. Pero no podemos suprimirlos. Los maestros no eran más que deformadores, des-tructores, demoledores. Enviamos a nuestros hijos a la escuela para que se vuelvan tan repulsivos como los adultos que encontramos a diario en la calle. La escoria. Verdad era que el hacer novillos causaba molestias a las llamadas personas responsables de la educación. ¡Basta con un pequeño certificado!, dijo. ¡Un dolor de garganta insoportable!, exclamó y me preguntó enseguida si me había visto alguien que pudiera denunciarme. Yo negué con la cabeza. Mi madre estaba rígida, sentada frente a nosotros, mi abuelo y yo. Mi abuelo elogió el banquete, y tam-bién mi abuela dijo que hacía tiempo que la comida no había sido tan buena. ¿Por qué hay que mezclar siempre enseguida a la policía?, dijo mi abuelo. Mis

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escapadas no eran nada nuevo. Me había marchado ya tantas veces. Y cada vez había vuelto a casa. Eso es precisamente lo que tiene de genial, dijo hablando de mí, que emprende cosas que los demás no emprenden. La bicicleta se puede reparar. Es cosa de nada. Ahora, por lo menos, sabe montar en bicicleta. Eso es una ventaja. Sólo hay que pensar en todo lo que puede hacer un ciclista. Tú no sabes montar en bicicleta, yo no sé montar en bicicleta, le dijo a mi madre. Tampoco mi abuela sabía montar en bicicleta. Emil (mi tutor) no está aquí, y en el vestíbulo la bicicleta sólo se oxida. En el fondo había sido una idea genial sacar la bicicleta del vestíbulo y subirse a ella. ¡E irse inmediatamente a Salzburgo!, exclamó. Pensándolo bien, una hazaña totalmente extraordinaria. Sólo el no decir lo que te proponías fue un error, me dijo. Pero enseguida: naturalmente, un propósito así tiene que permanecer secreto para que pueda tener éxito. No se daba cuenta en absolu-to de que yo debía de haber fracasado. Imaginaos, dijo, se sube por primera vez a una bicicleta e inme-diatamente se va casi hasta Salzburgo. A mí, perso-nalmente, el hecho me impresiona. Mi madre guar-daba silencio, no le quedaba otro remedio. El enu-meró una serie de sus propias escapadas de niño. Cuando causamos dificultades a nuestros padres, conseguiremos algo, dijo. Precisamente los llamados niños difíciles llegan a ser algo. Y precisamente ellos quieren a sus padres más que a nada, más que to-dos los otros. Pero eso no lo comprenden los pa-dres. Eso tú no lo comprendes, le dijo a mi madre. El puchero de carne de vaca era su plato favorito; y el calcio de ese puchero. Eso no lo comprendía yo, porque aborrecía la carne de vaca, me daba asco.

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Hoy sé que sólo le gusta a uno la carne de vaca cuando es viejo, no de niño. El comía con el mayor placer, lentamente, toda la ceremonia se ampliaba convirtiéndose en un solo disfrute insuperable. To-dos esos niños de pequeñas ciudades, ¿qué será de ellos? Los encontraremos al fin como artesanos ahí-tos que nada entienden de su artesanía, o como ne-gociantes de grueso vientre que cada noche se em-borrachan. Para todas esas gentes, la máxima que sus mujeres han bordado en los trapos de cocina y que dice Al corazón se llega por el estómago es la única poesía. Esa es la verdad. Deberíamos pensar siempre que en el mundo hay más cosas que la tri-vialidad. Pero estamos rodeados de bajeza y cada día nos asfixiamos inevitablemente en la tontería. ¡Qué he hecho yo para tener que existir en este agu-jero que desafía toda descripción! y todavía tengo suerte, dijo, Ettendorf no es Traunstein. AI fin y al cabo, la verdad es que no vivo en una pequeña ciu-dad, vivo en el campo. Por otra parte: qué no había hecho él para salir de la porquería de los pueblos; ya a los siete, los ocho años, había tomado la decisión de marcharse, había que salir de la porquería tan pronto como fuera posible, no había que dejar pasar el momento oportuno. Al principio, después de haberse perdido su hermano mayor en el horrible oficio de guardia forestal, él debía haber sido como su padre comerciante al por mayor de mantequilla, posadero, especulador inmobiliario. Cuando com-prendieron que no podían contar con él, lo enviaron al seminario a Salzburgo. ¡Cura yo! exclamaba a menudo. De todas formas, fue un paso decisivo para escapar a la estrechez en que había nacido, decía. Sacarle a la gente su salario y emborracharla, au-

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mentando así sin interrupción el capital, de eso no tenía ninguna gana. En Salzburgo cogió el gusto: Schopenhauer, Nietzsche, no sabía que existiera algo así, decía. Mi padre ni siquiera sabía escribir correctamente, decía a menudo lleno de orgullo. Y yo proyectaba novelas, novelas gigantescas. No, un niño tiene que ser curioso, eso es sano, y hay que dejar rienda suelta a su curiosidad. Tenerlo conti-nuamente atado es criminal y una tontería abyecta. Un niño tiene que seguir sus ideas, no las ideas de sus educadores, que sólo tienen ideas sin valor. Si se piensa que viaja más que todos nosotros, ¡y por añadidura sin pagar, sólo con un billete de andén! Aquella observación, con la que levantó la mesa, le divertía visiblemente. Yo había causado siempre difi-cultades. En mil novecientos treinta y uno, cuando nací, mi lugar natal no fue por casualidad Heerlen, en los Países Bajos, a donde mi madre había huido desde Henndorf, por consejo de una amiga que tra-bajaba en Holanda, en el momento en que anuncié de forma decidida mi entrada definitiva en el mundo; yo exigía un nacimiento rápido. En Heendorf, aquel pequeño agujero, mi nacimiento hubiera sido com-pletamente imposible, un escándalo y la condena de mi madre hubieran sido su consecuencia ineludible, en una época que no quería tener niños ilegítimos. Mi tía abuela Rosina hubiera echado de casa a su sobrina Herta, mi madre, y hubiera ensombrecido su vida ulterior con la vergüenza de un nacimiento ilegí-timo, y por añadidura del hijo de un maleante, como solían designar a mi padre con mayor frecuencia, y ella sólo hubiera entrado en el pueblo, los decenios que le quedaran, vestida de negro y, naturalmente, sólo para ir al cementerio y volver. Mi madre, ya en

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mil novecientos treinta, tuvo que vivir una temporada con su tía Rosina, mientras sus padres vivían en la Wernhardstrasse de Viena, en aquel Henndorf que ella quería más que a cualquier otro lugar del mundo y donde, por deseo suyo, está enterrada desde el cincuenta. Al parecer mi padre, hijo de un agricultor de los alrededores y que, como era corriente, además de la profesión totalmente natural de cam-pesino aprendió también un oficio, en su caso la ebanistería, debió de entrar en relación íntima e in-timísima con ella en esa época. Sobre eso no sé na-da más. Se dice que los dos se encontraban con frecuencia en lo que se llama un cenador en el man-zanar de la tía Rosina. Eso es realmente todo lo que sé sobre la historia de mi concepción. Así pues, ella huyó del lugar de su vergüenza a Holanda, donde encontró acogida en casa de la amiga mencionada, en Rotterdam. Poco después dio a luz en Heerlen, en un convento que, dicho sea de paso, estaba es-pecializado también en las llamadas muchachas descarriadas, un chico, y el recién nacido, como puedo ver en una fotografía que se ha conservado, tenía más pelo del que he visto nunca en la cabeza de un recién nacido. Al parecer, yo era un niño ale-gre. Mi madre, como todas las madres, una madre feliz. Henndorf evitó el escándalo, y la tía Rosina pudo volver a dormir tranquila. El padre de mi madre, mí abuelo, no tenía la menor idea de mí. Durante un año mi madre no se atrevió a comunicar mi naci-miento a mis abuelos en Viena. No sé de qué tenía miedo. Su padre, como novelista y filósofo, no debía ser molestado en su trabajo, y creo firmemente que ésa fue la razón de que mi madre guardase silencio durante tanto tiempo. Mi padre no me reconoció

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nunca. La posibilidad de dejarme en el convento cercano de Heerlen fue sólo breve, y mi madre tuvo que recogerme, con un pequeño cesto de ropa pres-tado por su amiga, y volver conmigo a Rotterdam. Como no podía ganarse la vida y estar al mismo tiempo conmigo, tuvo que separarse de mí. La solu-ción fue un b arco pesquero que había en el puerto de Rotterdam, en el que la mujer del pescador cui-daba niños en hamacas bajo el puente; siete u ocho recién nacidos colgaban del puente de madera del pesquero y, cada vez, atendiendo a los deseos de las madres, que aparecían una o dos veces por se-mana, eran bajados y mostrados. Al parecer, yo llo-raba lastimosamente cada vez y, mientras estuve en el pesquero, tuve la cara llena de forúnculos y desfi-gurada; allí, donde colgaban las hamacas, había un increíble hedor y un vaho impenetrable. Pero mi ma-dre no tenía otra opción. Me visitaba, como me cons-ta, los domingos, porque durante toda la semana trabajaba como asistenta, para mantenerse y poder pagar el precio de mi estancia en el barco. La venta-ja fue que de esa forma, por decirlo así, conoció el mundo; el mayor puerto de Europa era lo más apro-piado para ello. No sé mucho de esa época. En cualquier caso, puedo decir que pasé el primer año de mi vida, descontando los primeros días, exclusi-vamente sobre el mar, no en el mar, sino sobre el mar, lo que me da que pensar una y otra vez y es importante en todas y cada una de las cosas que a mí se refieren. Esa circunstancia será para mí, du-rante toda mi vida, algo prodigioso. En el fondo soy un hombre de mar, sólo cuando estoy junto al agua del mar puedo respirar bien, por no hablar de mis posibilidades de pensar. Naturalmente, de esa épo-

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ca no me ha quedado ninguna clase de impresiones, de todas formas, pienso, mi estancia de entonces en el mar ha marcado toda mi historia. A veces me pa-rece, al aspirar el olor del mar, como si ese olor fuera mi primer recuerdo. No sin orgullo pienso a menudo que soy un hijo del mar, no de las montañas. Real-mente, en las montañas no me siento bien, todavía hoy tengo miedo, me aplastan, me asfixio en ellas. Para mí es ideal la región prealpina, donde pasé la mayor parte de mi infancia, el paisaje bávaro, en las proximidades del Chiemsee, y el de Salzburgo, pero esa época queda muy atrás, y abarca desde mis tres a mis siete años. Antes, después de mi primer año, el de Holanda, estuve dos años en Viena. Proba-blemente en el momento en que no encontró absolu-tamente ninguna salida, desde Rotterdam, mi madre les confesó a mis abuelos, o sea a sus padres, mi existencia. La acogieron en Viena con los brazos abiertos. Ella me había metido otra vez en el cesto de la colada y había viajado conmigo un día y una noche hasta llegar a Viena. A partir de entonces no sólo tuve a mi madre, sino también abuelos. En la Wernhardstrasse del distrito XVI, en las proximida-des del hospital Wilhelmine, pronuncié por primera vez en mi vida la palabra abuelo. De esa época con-servo una serie de fotografías. Una ventana que da-ba sobre una gigantesca acacia, un escarpado trozo de calle por el que yo bajaba en un triciclo. Excursio-nes en trineo con mi abuelo, bajo el llamado Puente de las Hormigas. A lo largo de la verja del manicomio de Steinhof, mi abuelo me remolca en un lujoso vehículo de dos ruedas, con espléndidos respaldo y brazos y una larga vara de madera. De ello existe aún una foto. Se dice que a los dos años me caí de

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la máquina de coser Singer de mi abuela, en la que me había sentado mi abuelo. Al parecer estuve en el hospital Wilhelmine varios días con conmoción cere-bral. De eso no me acuerdo. La época de Viena, ba-jo la tutela de mi abuelo, mi abuela y mi madre, y junto con mi tío Farald, que se ocupaba de la diver-sión continua, sólo se ha conservado en mí en imá-genes aisladas y escasas. Mi abuelo, el escritor, es-cribía, mi abuela ejercía la profesión que había aprendido de comadrona, y mi madre ganaba algo de dinero como sirvienta, y temporalmente también como cocinera. Era deprimente: a los siete años ella bailó en la ópera de la corte Blancanieves y recibió por ello una medalla del Emperador. A los doce con-trajo lo que se llama una tuberculosis apical y tuvo que renunciar a su carrera de primera bailarina, a la que su padre la había destinado. La hija de mi abue-lo debía haber hecho carrera en el más alto templo de las musas del Imperio y tenía realmente para ello, como me consta, todos los requisitos necesarios, pero acabó quitando el polvo en las antesalas y al-cobas de los nuevos ricos de Döbling y en diversas cocinas del barrio de la Währinger Hauptstrasse; su hijo había sido elegido para filósofo, pero una noche se unió al partido comunista, fue amigo y ayudante del famoso Ernst Fischer y acabó finalmente en las cárceles más diversas de Viena y de los Länder fe-derales. Cuando yo era tan pequeño que todavía no sabía andar, la policía llamaba a cada instante a la puerta de nuestro piso de la Wernhardstrasse para buscar a mi tío. El, sin embargo, no estaba en casa, y vivía por así decirlo' en la clandestinidad. Su espe-cialidad era tender por la noche con varios de sus camaradas, elegidos para ello, grandes pancartas

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sobre las principales calle de la capital, en las que se ensalzaba al comunismo como único futuro posible y digno. En aquella época, cuando mi tío tenía unos veinte años, conoció al ayudante de peluquero Emil Fabjan, al que acababan de absolver y que estaba empleado en las proximidades de la Maroltingergas-se en un establecimiento para damas y caballeros. Emil Fabjan atrajo al partido a aquel ingenuo mu-chacho de suburbio, para quien el mundo era enton-ces aún un enigma bien atado, y se hizo amigo de él. Un día mi tío trajo a su nuevo camarada a la Wernhardstrasse. A mi abuelo le agradó aquel mu-chacho no corrupto, que admiraba al escritor y se admiraba incluso de que hubiera algo así. De esa forma conoció mi madre a su futuro marido, mi tutor. La miseria material era grande. Era la época del ma-yor desempleo y de la tasa de suicidios más alta. También mi abuelo amenazaba suicidarse diaria-mente. Al parecer tenía bajo la almohada una pistola cargada. Fue una tontería renunciar a la herencia de mi padre, dijo más tarde, el joven corre tras un ideal insensato y se desprende de todo. Cuando una vez escribió desde Viena a su hermana Rosina que le gustaría pasar unas semanas en casa de ella, que al fin y al cabo hubiera podido ser también su casa, para reponerse de la amargura y del horror de Viena, ella le respondió a vuelta de correo que no tenía nin-guna habitación libre. Mi abuelo aludía a menudo a aquella decepción. Su experiencia de que el idealista que milita en un partido en su primera juventud se deja atrapar en definitiva y en fin de cuentas en un engaño mortal dejaba indiferente a su hijo Farald. El abuelo se había arrojado en su juventud en brazos de los socialistas y había quedado escaldalo para

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toda la vida, y ahora su hijo se arrojaba en brazos de los comunistas. Cualquiera de la familia podía prever las consecuencias, salvo el interesado. El estrechó sus lazos con los comunistas, sumiendo así a su familia en el miedo y el espanto. Como había arras-trado a Emil Fabjan, sumió también al matrimonio Fabjan, que vivía en las Hasnerstrasse, en una épo-ca de espanto. Prescindiendo de las muchas otras familias que a causa de mi fanático tío -sin duda al-guna, con mi abuelo, el más inteligente de la familia- fueron puestas en peligro, realmente en peligro de muerte, porque todo lo que él hacía y alentaba y es-cenificaba era ilegal. Las relaciones con mi tío eran siempre interesantísimas, pero también, al mismo tiempo, peligrosísimas. Su ideal fue roto por el tiem-po demasiado tarde, y no se pudieron remendar ya los jirones. De esos años de Viena, que tan amargos fueron para los míos, sólo conozco fotografías, en las que estoy bien alimentado y parezco satisfecho de la vida. Bien vestido, ejerzo mi reinado desde lo alto de los tronos más diversos, desde los coches y trineos más peregrinos, propios de la época, y nin-guna de esas imágenes, todas ellas fotografías, ca-rece de cierta elegancia, de la que todavía hoy me enorgullezco mucho. Ese aspecto tenían los hijos de las casas dominantes, pensaba a menudo. Por lo tanto, no pudo irme muy mal. El paisaje que rodea a la Wilhelminenberg está suavemente iluminado por el sol del mediodía, y mi Yo, en el que se concentra todo lo demás, exige una admiración total. Para los míos, que llevaban ya entonces veinte años en la Wernhardtstrasse, aquella época fue probablemente la peor. Tengo en mi poder un montón de fotografías en las que todos aparecen con sus trajes y vestidos,

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demacrados casi hasta los huesos. Debían de con-siderar la Viena de entonces como un infierno en el que cada día se lo jugaban todo. De ese infierno quería salir mi abuelo tan pronto como fuera posible, incluso al precio de tener que volver al lugar de don-de había huido treinta años antes. Al fin y al cabo había trabajado esos treinta años quedándose atas-cado en una falta de éxito total, verdad er a que en esos treinta años había publicado una novela, a sus expensas, cuyo título era Ulla Winblatt, pero ese li-bro, como él mismo me contó una vez, se lo había comido la gran cabra que tenían mis abuelos en Forstenried, cerca de Munich, en donde, como les gustaba el romanticismo, habían vivido en un claro del bosque, del que no podían salir en todo el invier-no, porque estaban aislados por la nieve. La cabra tenía más hambre todavía que nosotros, decía mi abuelo, y no dejó nada de de Ulla Winblatt. Las pe-queñas colaboraciones de lector de editorial las abandonaba en seguida, porque le repugnaba hacer continuamente antesala con algún escritor sin escrú-pulos. Era un individualista, incapaz de trabajar en común, y por consiguiente inservible para cualquier empleo. Hasta los cincuenta y cinco años no ganó prácticamente nada. Vivía de su mujer e hija, que creían en él sin reservas, y finalmente también de su yerno, Mi madre se casó con mi tutor en mil nove-cientos treinta y siete, en Seekirchen, junto al Wa-llersee, a donde se habían mudado los míos a prin-cipios de año y en las circunstancias más grotescas y, al mismo tiempo, más terribles. Mi abuelo había vuelto la espalda a Viena deiinitivamente; después se maravillaba de haber tenido aún fuerzas para ello. La partida le Viena hacia el campo, a sólo seis kiló-

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metros de Henndorf, es decir, de su lugar natal pro-piamente dicho, debió de realizarse de una forma bastante brusca, porque recuerdo que, antes que nada, paramos en la fonda de la estación le Seekir-chen. Durante varias semanas nos alojamos allí en una habitación de huéspedes, en la que nuestra ro-pa lavada colgaba continuamente sobre nuestras cabezas, y cuando yo decía Buenas noches -en aquella época juntaba aún las manos para ello-, pod-ía ver directamente por una ventana alta el lago que se oscurecía rápidamente bajo el sol poniente. Salvo miles de libros, que sin embargo sólo después nos seguirían, no nos habíamos llevado nada de Viena, ni muebles ni ninguna otra cosa, sólo dos maletas y nuestra ropa. Probablemente el mobiliario de la Wernhardstrasse no valía el precio del transporte. Mi abuela había contado a menudo riéndose que sus muebles nunca habían sido otra cosa que cajones de azúcar baratos, que había hecho que le regalaran cada vez los pequeños comerciantes que había en las proximidades de sus pisos. Veinte años en Viena habían sido para los míos una enormidad, porque anteriormente habían cambiado de vivienda a cada instante y en fin de cuentas unas cien veces, como me consta. Cansados de esa agitación, se habían establecido en la Wernhardstrasse de Viena, por decirlo así, final y definitivamente. Pero también la Wernhardstrasse se convirtió de repente en pasado. No lamentaron haber dejado Viena, la miseria había sido allí demasiado grande, sobrevivir a diario casi imposible. Mi madre se había quedado en Viena con el hombre con el que se había casado en Seekir-chen. Ahora los veía raras veces, quizá dos o tres veces al año. Estaba totalmente bajo la protección

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de mis abuelos. Aquí, en aquella fonda situada fren-te a la estación, donde, tras pequeños bancales de hierbas aromáticas cuidadosamente cultivados, des-cendía el pantano hasta el lago, y nada más, está el comienzo de los recuerdos que puedo calificar de continuos. Habíamos alquilado en la fonda de la es-tación una sola habitación en el primer piso, mi abuela cocinaba, probablemente no teníamos dinero para comer abajo en la sala. Mi abuelo, a quien yo quería más que a nada, era aquí de repente el señor vestido al estilo de la ciudad, con su bastón, al que se acogía con curiosidad y al mismo tiempo con desconfianza. ¡Un novelista, un pensador! El des-precio que provocaba era mayor que la admiración. Aquel señor no tenía dinero siquiera para comer en la sala de la fonda. Ellos trabajaban, él se paseaba. Mi abuela encontró trabajo en la finca de los Hipping, más arriba de Seekirchen, cuidaba de los niños, ayudaba en la colada, era excelente en todo lo que hacía, y pronto se hizo amigos. Ganaba lo suficiente para que pudiéramos existir. Su habilidad con la aguja, que había sido siempre admirada por todos, podía desarrollarse plenamente en la finca de los Hipping. En poco tiempo fue tan querida que tam-bién el escritor, el paseante, el pensador se benefi-ciaba de ello. De repente fuimos en Seekirchen per-sonas apreciadas. Nos mudamos de la posada de la estación al centro del lugar, a una casa de quinien-tos años que amenazaba ruina, desde la que el ce-menterio no me quedaba muy lejos. Nos quedare-mos ahí, dijo mi abuelo. Yo tenía tres años, y estaba convencido de que nosotros, mis abuelos y yo, éra-mos personas absolutamente extraordinarias. Con esa pretensión, me levantaba todos los días en un

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mundo cuya monstruosidad sólo sospechaba, esta-ba dispuesto a investigarlo, a explicármelo, a desci-frarlo. Tenía tres años y había visto más que otros niños de mi edad, había respirado el aire del Mar del Norte, si es que no el del Atlántico, durante un año, lo mismo que el aromático olor de la ciudad de Vie-na. Ahora respiraba a pleno pulmón el aire del cam-po Salzburg's, el aire de mis mayores. Así pues, aquí había nacido mi padre, aquí pasó mi madre su infan-cia, en el medio ambiente del lago, que para mí es-taba lleno de enigmas sin resolver y era el centro de muchos cuentos inventados para mí solo por mi abuelo antes de que me fuera a la cama. El mundo no estaba hecho de muros como en Viena, era verde en verano, pardo en otoño, blanco en invierno, y las estaciones no se mezclaban entre sí como hoy. Mi lugar preferido en Seekirchen fue desde el principio mismo el cementerio, con sus sepulcros pomposos, las gigantescas lápidas de granito de las personas acomodadas, las pequeñas cruces de hierro oxida-das de los pobres y las diminutas cruces de madera blancas de las tumbas de los niños. Los muertos eran ya entonces mis confidentes más queridos, me acercaba a ellos espontáneamente. Me sentaba du-rante horas al borde de alguna tumba, cavilando so-bre el ser y su contrario. Como es natural, tampoco entonces llegaba a ninguna conclusión satisfactoria. Las inscripciones de las lápidas me inspiraban un enorme respeto, sobre todo la palabra industrial. ¿Qué es un industrial?, me preguntaba. O bien: ¿qué es un ingeniero? Corría a casa y le hacía a mi abuelo la pregunta sobre el industrial o sobre el in-geniero, y entonces tenía la explicación. Siempre, cuando algo me resultaba incomprensible, cuando

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fracasaba en mis esfuerzos por aclararlo, corría, desde donde quiera que estuviese, a mi abuelo. Debía acostumbrarme a meditar en una cuestión no resuelta hasta que la solución surgiera por sí misma, decía mi abuelo, entonces obtendría mayor prove-cho. Las preguntas se amontonaban, y las respues-tas eran cada vez más piedras de mosaico de la gran imagen del mundo. Y aunque durante toda la vida hubiéramos obtenido ininterrumpidamente res-puestas a nuestras preguntas, y hubiéramos resuelto finalmente todas las preguntas, no habríamos avan-zado mucho al final, según mi abuelo. Yo observaba con cariño cómo escribía él y cómo, cuando lo hacía, mi abuela se apartaba de su camino, discretamente lo invitaba a desayunar, a comer, a cenar, habíamos hecho de la discreción con mi abuelo nuestra disci-plina principal, mientras vivió la disciplina fue nuestro mandamiento supremo. Todo había que decirlo sin hacer ruido, teníamos que andar sin hacer ruido, ten-íamos que comportarnos ininterrumpidamente sin hacer ruido. La cabeza es frágil como un huevo, según mi abuelo, aquello me resultaba esclarecedor, pero al mismo tiempo me conmovía. Se levantaba a las tres de la mañana, y a las nueve iba a dar un pa-seo. Por las tardes trabajaba dos horas más, entre tres y cinco. El recorrido hasta correos era el mo-mento culminante: saber si había un giro de Viena para él. Mi madre enviaba para mí una gran parte de lo que ganaba. Hoy sé que vivíamos en Seekirchen de aquel dinero. Como suplemento, mi abuela baja-ba de Hipping los frutos de su arte con la aguja y de su guardería de niños, etcétera. Yo había encontra-do un amigo, el hijo único del propietario de la que-sería Wöhrle, el hombre más acomodado de toda la

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región. Conocí lo que se llama una gran casa, con columnatas de mármol y grandes habitaciones en las que había alfombras persas. Cuando me había con-fabulado para siempre con mi amigo, él murió, a los cuatro años, de una enfermedad inexplicable. Allí donde sólo unos días antes había jugado, en el pan-teón de su familia, sobre el que un ángel de mármol gigantesco extendía sus alas, reposaba ahora; yo gritaba su nombre, pero no recibí respuesta. La losa de mármol vacía sobre él y sobre nuestra amistad. Durante días enteros fui al cementerio, al panteón de los Wöhrler, pero no sirvió de nada, mis ruegos no fueron escuchados, comprendí que mis súplicas eran completamente inútiles. Las flores se habían marchitado, yo me arrodillaba allí y lloraba. Por pri-mera vez había perdido a un ser humano. En el lu-gar había cada dos o tres casas una taberna, pero yo no había entrado todavía en ninguna, al atardecer todas estaban abarrotadas, y el lugar entero estaba lleno de música que salía de esas tabernas. Pero no había ni que pensar en entrar en una taberna. No puedo recordar haber estado nunca en una taberna con mi abuelo. Lo que me estuvo vedado en mi pri-mera época en Seekirchen se convirtió después en norma. Cuando estaba en la cama tras las cortinas corridas, escuchaba los ruidos que venían de las tabernas. ¿Qué era lo que hacía que toda aquella gente estuviera de tan buen humor, que no hiciera más que cantar y bailar? La luna iluminaba mi cama, una gran habitación de cuyas paredes colgaban jiro-nes de papel pintado con grandes dibujos de flores. Desde mi cama miraba directamente hacia oriente. Dormía en un palmar. Tenía, una mezquita a la orilla de un mar azul. Por la noche oía a los ratones deba-

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jo y encima de mi cama, venían todas las noches, aunque tenían que marcharse otra vez tan ham-brientos como habían venido, porque allí no encon-traban nada. Tenía ya sueños, y esos sueños se centraban en gigantescas manzanas de casas, pro-bablemente había llevado conmigo esas imágenes de Viena a Seekirchen. Aquí no me sentía todavía en casa, y la Wernhardtstrasse era el escenario de mis fantasías nocturnas, el Puente de las Hormigas, el hospital Wilhelmine, el manicomio, Steinhof. Pero inmediatamente delante del manicomio estaba en-tonces el Wallersee, las palmeras crecían muy altas en la Wernhardtstrasse y lo invadían finalmente todo, eso me divertía y me dejaba al final con miedo. Gri-taba y me despertaba. Un gigantesco coloso de pie-dra había rodado sobre mi abuelo, aplastándolo. No vivimos mucho tiempo en el centro del lugar. Todo había sido calificado siempre de provisional, y tam-bién aquel alojamiento fue sólo por breve tiempo. Un día, los tres, mi abuelo, mi abuela y yo, subimos arrastrando una vieja carreta, que probablemente no había sido adquirida sólo con ese fin, con todos nuestros trastos, hasta los llamados altos de la cer-vecería. Delante de la vieja cervecería, un edificio de trescientos años abandonado a su ruina, en el que se almacenaba cerveza y vino en gigantescos sóta-nos abovedados y en el que vivían por un alquiler irrisorio algunas personas pobres como ratas, como decía mi abuelo, había una casita de troncos de un piso que miraba hacia la aldea de Seekirchen. Había sido construida con traviesas de ferrocarril y perte-necía a un campesino de las proximidades de la fin-ca de los Hipping. Era divertida de ver y tenía un gran balcón en la fachada. Desde ese balcón se ve-

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ía, por encima de la aldea, el lago, y los días claros la montaña. Era una de las casas más baratas de toda la región, teníamos una vista espléndida y bajo el balcón un jardín, y tenía dos habitaciones abajo y dos arriba y una ancha escalera con una puerta que daba al balcón. Entre el final de la escalera y la puer-ta del balcón tenía yo mi lugar. Desde la cama, veía al fondo la montaña. A los ratones, que también aquí reinaban de noche, ya estaba acostumbrado. En ca-so necesario, tenía que bajar de noche la oscura escalera y, por la puerta de la casa y a lo largo de la pared, ir con cualquier tiempo, en invierno por la nie-ve, al retrete, que estaba adosado a la casa; por una estrecha grieta de las tablas podía ver directamente la gran puerta de la cervecería. Allí, en el camino de la puerta de la casa al retrete y de vuelta, tenía mie-do, mi abuelo me había contado demasiadas cosas de gitanos, buhoneros y criminales en general que vagabundeaban y, de noche, hacían insegura la re-gión. Volver a meterme en la cama tibia era un gran placer. En la planta baja teníamos una gran habita-ción, abierta a todos. Detrás estaba el cuarto de tra-bajo del abuelo, al que yo no debía entrar sin autori-zación expresa. En el primer piso, como queda di-cho, inmediatamente, al final de la escalera, estaba mi cama, enfrente la alcoba de mis abuelos, por la derecha, mirando desde mi cama, se iba a la cocina, y detrás, bajo el techo, había un pequeño desván, al que llamábamos exageradamente despensa y en el que, en mi recuerdo, hay un gran barril de manteca sobre el que cuelga un montón de ristras de cebo-llas, etcétera. Los productos naturales provenían todos de la granja de los Hipping, donde trabajaba mi abuela. Por lo demás, no había luz eléctrica y el

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petróleo desempeñaba un importante papel. Un día llegó la luz, y mi abuelo debió de conseguir publicar al mismo tiempo algún artículo, porque tuvimos un aparato de radio Emus, que mi abuelo, como era corriente entonces, colocó en un rincón de la cocina, sobre una tabla atornillada a la pared. Desde enton-ces nos sentábamos devotamente por las noches a la mesa de la cocina y escuchábamos. Esa radio debía desempeñar unos años más tarde un papel importante, en definitiva fue la culpable de que mi abuelo fuera detenido en Traunstein y tuviera que prestar servicio en un convento convertido en oficina del partido nacionalsocialista. Por mediación de mi abuela fui a la granja de los Hipping. Aquél fue mi paraíso. En la granja había unas setenta vacas y lo que se llama animales jóvenes, hordas enteras de cerdos, sin contar cientos de gallinas, que revolotea-ban por todas partes y de la mañana a la noche, du-rante todo el día, lo descascareaban todo, y tres o cuatro caballos. Tractor no había todavía. Por las noches, en la sala, que era mayor que toda nuestra casa, se reunían unos veinte criados, desde los mo-zos de las caballerías hasta el personal de cocina y las vaqueras, que, después del trabajo, en un banco de madera de siglos de antigüedad tan largo como la sala entera, se lavaban en una fila de palanganas de esmalte el rostro y el busto, o sólo el rostro y sólo el busto, y los pies, se peinaban en ese banco el pelo con brillantina o se quedaban sentados allí simple-mente mirando. Después de la cena, que se comía de un solo cuenco grande, unos bajaban al pueblo, la mayoría se iba inmediatamente a la cama, y algu-nos se quedaban aún sentados a la mesa y leían algo. Había montones de calendarios y algunas no-

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velas, en cuyas cubiertas se luchaba caballeresca-mente sobre corceles o abrían abdómenes los ciru-janos. También se mataba el tiempo jugando a las cartas. Aproximadamente una vez por semana me dejaban pasar la noche en la finca de los Hipping, de todas formas antes tenía que llevar a casa en la le-chera los dos litros de leche que nos daban en la finca. La mayoría de las veces, por lo menos en el otoño, estaba ya muy oscuro en esas ocasiones, y tenía que recorrer al fin y al cabo medio kilómetro, primero aproximadamente la mitad del camino hasta el arroyo de abajo, y luego subiendo de nuevo por el otro lado. Entonces tenía miedo. Al salir de la granja de los Hipping cogía impulso y bajaba corriendo, tan deprisa como podía, hasta el arroyo, para, con la velocidad que gracias a la falta de miramientos con mis pulmones conseguía, subir otra vez por el otro lado tan rápidamente como pudiera y llegar por lo tanto a casa. Mi abuela esperaba ya la leche y la hervía. Un triunfo especial para mí consistía siempre, durante esas carreras con la leche, en hacer girar con fuerza la lechera mientras corría, con la mano derecha, levantándola por encima de mi cabeza y bajándola otra vez, de forma que la leche, aunque la lechera no tenía tapa, no se saliera. Una vez intenté hacerlo más lentamente. La leche se me cayó enci-ma. Había provocado una catástrofe. A menudo me quedaba durante semanas en Hipping, y dormía jun-to a los mozos de las caballerías con mi nuevo ami-go, el llamado Hansi de los Hipping, el mayor de los dos hijos de los Hipping. En las habitaciones sólo había camas, y en las paredes ganchos colocados en fila de los que colgaban los arneses más varia-dos. Los colchones eran pesados, pero dormíamos

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sobre crin de caballo, hoy sé lo que eso significa. A las cuatro y media de la mañana nos levantábamos con los mozos de las caballerías. Los gallos canta-ban, los caballos enganchados se sacudían. Des-pués del desayuno tomado en la cocina, que se componía de café y de lo que se llamaba un bollo, yo salía afuera. Aprendía el trabajo de los campesi-nos. A lo lejos, hacia el mediodía, descubría a mi abuelo, y corría hacia él a través de los campos. En verano él llevaba un traje de hilo y un jipijapa. No salía sin su bastón. Nos entendíamos. Unos pasos con él, y yo estaba salvado. Había sido un acierto marcharse de Viena, él revivía. El llamado intelec-tual, más o menos sentado siempre, año tras año, en su cuarto de trabajo de la Wernhardtstrasse, se hab-ía convertido en un paseante infatigable que, más que cualquier otro de mi vida, hizo del pasear un arte mayor, a la altura de todas las demás artes. No siempre me dejaba acompañarlo en sus paseos, la mayor parte del tiempo quería estar solo y no ser molestado. Sobre todo cuando estaba en medio de un trabajo de cierta importancia. No debo permitirme la menor distracción, decía entonces. Pero cuando me dejaba acompañarlo yo era el más feliz de los hombres. Durante esos paseos pesaba sobre mí en principio una prohibición de hablar que sólo raras veces me levantaba. Cuando tenía que hacerme una pregunta o yo a él. Fue la persona que más me ilu-minó, la primera, la más importante, en el fondo la única. Me señalaba con su bastón animales y plan-tas, y sobre cada animal destacado de esa forma y cada planta convertida en centro de atención por su bastón me daba una pequeña conferencia. Es impor-tante saber qué es lo que se ve. Poco a poco hay

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que poder nombrarlo todo al menos. Hay que saber de dónde viene. Qué es. Por otra parte, detestaba a las personas que lo sabían o querían saberlo todo. Esas eran las más peligrosas. Había que tener al menos un concepto suficiente de todo, según él. En Viena, la mayoría de las veces sólo había dicho gris y horrible. Qué calles más espantosas, qué gentes más espantosas. Aunque él, como todos los hom-bres de espíritu, era, se había convertido en hombre de ciudad. Una vez estuvo enfermo del pulmón, eso pudo haber sido también lo que impulsó su decisión de marcharse de Viena a Seekirchen. Ya a los vein-ticinco años, por consejo de los médicos, estuvo con mi abuela un año en Merano. Allí se curó por com-pleto. Un milagro, porque escupió sangre durante meses y tenía un gran agujero en el pulmón, y yo sé lo que es eso. La disciplina me curó, según él. En Merano, mi abuela, para hacer posible siquiera su estancia, trabajó con la familia de un inglés especia-lista en selvas vírgenes que vivía la mayor parte del año en Kenya y, según mi abuela, sólo dos veces al año volvía a su casa a Merano con pieles de pantera y de león. La mujer del especialista en selvas vírge-nes, que tenía una espléndida villa, parecida a un castillo, en la parte más bella de Maia Alta, hizo que mi abuela aprendiera la profesión de comadrona. Eso iba a resultar rentable para su vida ulterior. Mi abuelo se sentaba en un tocón de árbol y decía: ¡Allí está la iglesia! Qué sería de este lugar sin la iglesia. O bien: ¡Ahí está ese pantano! Qué sería de este yermo sin ese pantano. Durante horas nos sentába-mos sobre todo a orillas del Fischach, que corre desde Wallersee en dirección a Salzach, en una inte-ligencia completa. Tener algo grande ante los ojos,

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era su exhortación constante, ¡lo más alto! Pero, ¿qué era lo más alto? Cuando miramos a nuestro alrededor sólo vemos ridiculez y mezquindad. Hay que escapar de esa ridiculez y esa mezquindad. ¡Tener ante los ojos lo más alto! A partir de entonces tuve siempre lo más alto ante los ojos. Pero no sabía qué era lo más alto. ¿Lo sabía él? Mis paseos con él no eran nunca otra cosa que historia natural, filosof-ía, matemáticas, geometría, enseñanzas que hacían feliz. Es una pena, decía él, que con todo lo que sa-bemos no podamos avanzar. La vida era una trage-dia, decía, en el mejor de los casos podíamos con-vertirla en comedia. Con el Hansi de los Hipping me unía una estrecha amistad. Tenía la misma edad que yo, y mi abuelo le reconocía una gran inteligencia y le profetizaba una carrera intelectual. Se equivocó, Hansi tuvo que hacerse cargo en definitiva de la granja y enterrar sus ambiciones de espíritu. Cuando lo visito hoy, nos estrechamos la mano y no tenemos nada que decirnos. Mi recuerdo indica sin embargo que durante muchos años de nuestra vida, no los menos importantes, y quizás incluso los decisivos, fuimos uña y carne, como suele decirse. Una conspi-ración contra el mundo circundante, que sabíamos hermoso y también malvado. Guardábamos los se-cretos más estrictos, hacíamos los planes más des-comunales. Estábamos continuamente en marcha hacia aventuras que exigían ser realizadas en nues-tros sueños. Nos inventábamos un mundo que nada tenía que ver con el mundo que nos rodeaba. Nos acurrucábamos en el heno y nos contábamos mu-tuamente nuestras dudas exteriores y miedos interio-res. Rivalizábamos en el trabajo de los campos, de la cuadra, del establo, con los cerdos y en medio de

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las gallinas, y ya a los cinco años, con lo que se lla-maba un carricoche, llevábamos la leche a la lecher-ía. Bajábamos con la leche y volvíamos con una le-chera llena de suero. La severidad de sus padres se me aplicaba también, en la granja de los Hipping reinaba el orden y la disciplina, y a menudo las per-sonas no se trataban a sí mismas tan bien como al ganado. El padre pegaba a su hijo por cualquier mo-tivo con una vieja correa de cuero que él mismo hab-ía probado, en manos de su padre, cincuenta años antes. Hansi gritaba, y a mí me echaban los Hipping cuando se trataba de algún delito que Hansi había cometido conmigo. Los límites de la tolerancia se traspasaban fácilmente en la granja de los Hipping. Durante las horas de trabajo no había motivo para reírse, y por la noche la mayoría estaba demasiado cansada para ello. Y yo, mientras viví en ese paraí-so, tuve plena conciencia del hecho. Bajo aquella severidad sin reservas, estábamos sin embargo se-guros, nos sentíamos en casa, yo me sentía tan en mi casa en la granja de los Hipping como en la nues-tra, en la llamada casita de campo Mirtel, que llevaba el nombre de su propietario; era un imperio gigan-tesco donde el sol no se ponía. Las tormentas eran sólo breves, la franqueza con que se aclaraba todo en la granja de los Hipping, una necesidad absoluta, na toleraba que nada se oscureciese. Una bofetada, un correazo, y la cosa quedaba resuelta. La comida siguiente se hacía otra vez en medio de una norma-lidad completa. Los domingos había las mejores tor-titas de requesón que he comido nunca, llegaban a la mesa directamente en grandes sartenes pesadas. Aquello era la coronación. Muy de mañana se iba a la iglesia. Con lo que se llamaba el traje de los do-

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mingos. Yo me estremecía bajo las maldiciones que venían del púlpito. No comprendía el espectáculo, y cada vez me hundía en la apretada multitud, que a cada instante se arrodillaba y se levantaba otra vez, no sabía por qué ni para qué, y no me atrevía a pre-guntarlo. El incienso se me metía en las narices, pe-ro me acordaba de la muerte. Las palabras ceniza y vida eterna se me grabaron en la cabeza. El es-pectáculo se prolongaba, los comparsas se persig-naban. El actor principal, que había sido deán, daba la bendición. Sus ayudantes se inclinaban a cada instante, balanceaban los incensarios y de vez en cuando entonaban cánticos que nie resultaban in-comprensibles. Mi primera función de teatro fue mi primera función de iglesia, en Seekirchen fui por pri-mera vez a misa. ¡En latín! ¿Era aquello quizá lo más alto de que mi abuelo me había hablado? Yo prefería las que llamaba misas negras, las misas de difuntos, en las que el color absolutamente dominan-te era el negro, allí tenía una tragedia que me hacía estremecer, a diferencia del espectáculo normal de los domingos, con su salida conciliadora. Me gusta-ban las voces amortiguadas, los pasos adecuados a la tragedia. Los entierros comenzaban en la casa del difunto, el muerto era expuesto durante dos o tres días en el vestíbulo, hasta que el coche fúnebre se lo llevaba, primero a la iglesia y luego al cementerio. Si moría un vecino, o bien una persona acomodada o incluso rica o hasta influyente, iban todos. Forma-ban un largo cortejo de casi siempre cien metros de longitud tras el féretro, precedido por el cura con su séquito. Los muertos expuestos tenían el rostro des-figurado, deformado muy a menudo por la sangre extravasada y luego seca. A menudo no servía de

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nada atar la quijada al resto de la cabeza, porque se bajaba y los observadores podían contemplar fija-mente la oscura cavidad de la boca, Los muertos expuestos yacían con sus trajes de domingo, con las manos cruzadas sobre un rosario. El olor de los muertos y de los cirios colocados a ambos lados de su cabeza era dulzarrón, repulsivo. Día y noche, sin interrupción, hasta el entierro, se velaba al muerto. Hombres y mujeres se alternaban en el rezo del ro-sario. Había que contar por lo menos con tres horas hasta que el muerto estuviera en su tumba. Me re-pugnaba la placa de plata troquelada sobre el ataúd negro que debía representar a Cristo crucificado. Aquellos entierros me causaban la mayor impresión, por primera vez en mi vida veía que los hombres morían y que se los enterraba y cubría de tierra tan bien que no podían envenenar ya en absoluto a los vivos. Todavía no creía que un día yo mismo tendría que morir, y tampoco creía en la muerte de mi abue-lo. Todos se morían, yo no, todos, mi abuelo no, ésa era la seguridad que tenía. Después del entierro se iba a las posadas, los de la granja Hipping iban al llamado Pomeranio, que era también carnicero y cu-ya carnicería estaba adosada directamente al muro del cementerio, para comer sopa de salchicha. Dos salchichas vienesas en una sopa de buey con pasta eran el punto culminante absoluto de cualquier entie-rro. Los parientes del muerto tenían su propia mesa, todos se sentaban embutidos de negro en sus trajes que apestaban a naftalina, y los demás en otras me-sas, y se comían la sopa a cucharadas con el mayor placer, con lo que los fideos blancos se les queda-ban colgando a menudo de las chaquetas y blusas negras, porque eran demasiado largos. La degusta-

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ción de la sopa de salchichas del Pomeranio, que por lo demás no se producía sólo después de los entierros sino también después de las misas de do-mingo ordinarias, me permitía, mejor que cualquier otra ocasión, estudiar a mis compatriotas. Sin em-bargo, prefería en cualquier caso las misas de difun-tos a las normales. Que murieran muchos y tan a menudo como fuera posible, deseaba yo. Todavía no había cumplido cinco años, cuando el deán, que era al mismo tiempo director de la escuela primaria, me preguntó en la calle si no tenía ganas de entrar en la escuela un año antes de lo establecido, casi no tenía más que chicas en clase y era aburrido; natu-ralmente, tendría que obtener el permiso de mi abue-lo. Para el deán, mi abuelo, al que entretanto había conocido en nuestros paseos, era una persona ab-solutamente respetable, de eso me di cuenta ense-guida, sobre todo por la forma en que pronunció la palabra abuelo. Tenía ganas, le dije, pero no quería entrar en la escuela sin mi amigo, el Hansi de los Hipping, sin duda el Hansi de los Hipping podría en-trar en la escuela al mismo tiempo que yo. El Hansi de los Hipping podía, ni sus padres ni el deán tenían nada en contra. Mi abuelo había dado inmediata-mente su consentimiento, sin embargo, me había dicho, los maestros son idiotas, te lo advierto, ya te he ilustrado al respecto. Me dieron una vieja cartera escolar, que bajaron para mí expresamente del desván de la casa de mis padres en Henndorf y a la que sacó brillo mi tía abuela Rosina con cera Schmoll. Al parecer, esa cartera la había llevado ya su padre. Me gustaba el perfume del cuero. Mi pri-mer día de colegio culminó en una fotografía que hicieron de toda la clase y que todavía hoy conservo;

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en el centro arriba la maestra, debajo, en dos filas, las alumnas y alumnos de cara de aldeano, y el rótu-lo de la fotografía dice: mi primer día de colegio. Yo llevo en ella una larga chaqueta de loden, abotonada hasta el cuello, y tengo una mirada mucho más seria y melancólica de lo que correspondería a la ocasión. Me siento en la segunda fila, en la primera todos tie-nen las piernas cruzadas y van descalzos. Proba-blemente yo también estaba descalzo. Los chicos de Seekirchen y sus alrededores correteaban descalzos desde finales de marzo hasta finales de octubre, los domingos se ponían unos zapatos que eran tan grandes que apenas podían andar con ellos, porque estaban previstos para varios años y cada niño tenía que crecer lentamente dentro. Para el comienzo de las clases, Janka, el sastre local, me había hecho una esclavina que me llegaba hasta los tobillos. Yo estaba orgulloso de ella. El Hansi de los Hipping no tenía ninguna prenda tan preciosa. Si hacía frío, nos poníamos gorros tricotados por nuestras propias abuelas y llevábamos en las piernas medias de la misma lana. Todo se tricotaba y cosía para la eterni-dad. Pero yo tenía siempre un aspecto distinto del de los otros, más elegante, según me parecía, ense-guida llamaba la atención. En los primeros días de colegio, lo recuerdo, tuvimos que dibujar una lámpa-ra de petróleo, y de todos los dibujos entregados el mío fue el más logrado, la maestra lo levantó en alto, de pie ante la pizarra, y dijo que era el mejor dibujo. Yo era buen dibujante. Pero no he cultivado esa po-sibilidad, y se atrofió como tantas otras. Era el alum-no favorito de la maestra. Conmigo hablaba en un tono marcadamente amable, siempre más claro que el tono que empleaba con los demás. Mi primera

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maestra me gustaba extraordinariamente. La mayor parte del tiempo estaba sentado en el banco, como es natural junto al Hansi de los Hipping, admirándo-la. Ella llevaba un traje sastre y el pelo con raya en medio, lo que en aquella época estaba muy de mo-da. Al terminar el primer año de escuela, en mis no-tas, subrayado, decía, especialmente aplicado. Yo mismo no sabía cómo lo había conseguido. No tenía más que unos, por primera y también por última vez en mi vida. En un rincón de la clase había una gigan-tesca estufa de ladrillo, que se encendía con los le-ños que los alumnos llevaban por la mañana de su casa a la escuela. Cada uno llevaba un tronco enca-jado bajo la tapa de su cartera. Los ricos llevaban troncos grandes, los pobres pequeños. No estaba prescrito el tamaño del tronco. Con los troncos de la víspera no tardaba en calentarse la clase. El fuego chisporroteaba ya cuando comenzaba la clase, se cerraba el hogar y el calor se mantenía hasta el día siguiente. El edificio tenía más de doscientos años y hoy hace tiempo que ha sido demolido. El deán y director sólo tenía que dar unos pasos desde el patio de la parroquia y estaba ya en la escuela, y a la in-versa. La iglesia estaba a un salto. Si el organista tocaba el órgano, se le oía en la clase. Por las ma-ñanas había cuatro horas de clase, por las tardes dos. La hora de recreo del mediodía no bastaba para ir a casa y volver. En casa del peluquero local, en una casa pequeña y húmeda de un piso, en medio de un jardín de dalias que, a mediados del otoño, desplegaba todo su esplendor, el Hansi de los Hip-ping y yo teníamos lo que se llama mesa puesta. La mujer del peluquero nos preparaba día tras día, al-ternativamente, sopa de fideos y sopa de papilla de

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avena. Para acompañar, un pedazo de pan. Mis abuelos pagaban por esa mesa. Durante años, en la pausa del mediodía, atravesé la puerta del jardín del peluquero Sturmayr para aplacar el hambre. Por desgracia, la enseñanza no consistía sólo en dibujar lámparas de petróleo, había que hacer cuentas y escribir también. Todo me aburrió desde el principio. Mis unos se los debía sin duda a la incesante admi-ración de mi maestra, no a mis conocimientos ni a mi aplicación, porque ninguna de las dos cosas existía. Mi abuelo me había dicho que los maestros eran idiotas, pobres diablos, vulgaridades embrutecidas; que pudieran ser también seres bonitos, como mi maestra, no me lo había dicho. Si la clase iba al la-go, era automático que yo fuera en primera fila. Si entrábamos en la iglesia, entraba yo el primero. En la procesión del Corpus, era yo el que encabezaba a los niños y llevaba la bandera con la Virgen María pintada. Aquel primer año no me reportó nada nuevo en lo que a conocimientos se refiere, pero por prime-ra vez en mi vida saboreé el placer de ser el primero en una comunidad. Era un sentimiento agradable. Disfrutaba de él. Presentía que no duraría eterna-mente. En el segundo curso tuvimos un maestro, un personaje como mi abuelo me había descrito a me-nudo, delgado, despótico, que se humillaba ante los de arriba y pisoteaba a los de abajo. Me habían des-cubierto. La clase se asombró de lo tonto que yo era de repente, de la noche a la mañana. Ningún dictado era acertado, ninguna cuenta, nada. Dibujaba, pero obtenía sólo un suficiente. Había comenzado la épo-ca del Hansi de los Hipping. Me aventajó. Si yo tenía un cuatro, él tenía un dos, si yo tenía un dos, lo que ocurría raras veces, él tenía un uno, y así sucesiva-

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mente. Ahora yo lamentaba incluso haber entrado prematuramente en la escuela. Por otra parte, pen-saba, llevo ventaja y saldré del infierno un año antes. No me interesaban más que el dibujo y la geografía. Cuando leía la palabra Londres me entusiasmaba, o París o Nueva York, Bombay o Calcuta. Me pasaba la mitad de la noche sobre Europa, por la que había abierto mi atlas, sobre Asia, sobre América. Atrave-saba las pirámides, subía a Persépolis, estaba en el Taj Mahal. Entraba y salía de los rascacielos y con-templaba desde el Empire State Building el resto del mundo, que se extendía a mis pies. Basilea, el lugar natal de mi madre, ¡qué palabra! ¡Ilmenau de Turin-gia, en el país de Goethe, donde mi abuelo había hecho estudios técnicos! Todavía hoy un atlas es mi lectura favorita. Siempre los mismos puntos, siempre distintas fantasías. Un día estaría realmente en to-dos los lugares que señalaba con el dedo. Seguir el mapa con el dedo no era para mí una frase pronun-ciada irreflexivamente, sino un sentimiento exultante. Soñaba con mis viajes futuros y con cuándo y cómo los haría. Durante las clases miraba más a los desfi-laderos abiertos entre los rascacielos de Manhattan que a la pizarra que tenía delante, en la que el ma-estro desplegaba su yermo matemático. De repente aborrecí pizarra y tiza, que hasta entonces había admirado; sólo traían desgracias. Los pizarrines se me rompían, porque me ponía a escribir con dema-siada fuerza, no era ningún calígrafo, no se podía leer lo que entregaba. Cada dos días perdía la es-ponja, tenía que escupir en la pizarra y borrar con el codo lo escrito en ella, de esa forma hice un agujero en mi chaqueta en plazo brevísimo. Eso a su vez irritó a mi abuela, que no daba abasto a los zurcidos,

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en otro tiempo su pasión. Así me vi envuelto muy pronto en un círculo vicioso que poco a poco se transformó en pesadilla y que ya muy de mañana me apretaba el cuello. Me deslizaba por una pendiente. Era otro el mejor, otro el que iba en cabeza, otro el que llevaba la bandera de la Virgen María el día del Corpus, otro el que era elogiado públicamente ante la pizarra. Ahora tenía que situarme muy a menudo ante el pupitre del maestro, para que pudiera pe-garme en la mano con su vara. La mayor parte del tiempo tenía las manos hinchadas. En casa no decía nada de mi infortunio. Odiaba al maestro con la misma intensidad con que había querido a la maes-tra, su predecesora. Vulgaridades, mi abuelo tenía razón. Pero, ¿de qué me servía eso? Mis segundas notas estaban ya afeadas por varios suficientes. Mis abuelos estaban desesperados. ¿Cómo había saca-do aquellas notas? La pregunta de mi abuelo no ten-ía respuesta. Esto no puede seguir así, fue el co-mentario de mi abuelo a aquella situación. Pero si-guió así y siguió así cada vez más y cada vez más cuesta abajo. En el tercer curso estuve a punto de no pasar. A esa vergüenza pude escapar. Un día se dijo que íbamos a mudarnos y de hecho a Trauns-tein, a Baviera, de la que mi abuelo no decía nada bueno, porque estaba en Alemania, y a Alemania, cuando estaba de mal humor, viniera o no a cuento, la ponía de vuelta y media. ¡Los alemanes!, decía siempre; era lo más despectivo que cabe imaginar, nadie sabía qué tenía que ver esa observación con lo que en aquel momento lo había enfurecido. ¡Los alemanes! Apenas había soltado aquel juramento, su crispación cedía y se normalizaba. Su yerno hab-ía encontrado trabajo en Baviera, o sea en Alema-

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nia, y en ningún otro sitio. El paraíso había acabado. El desempleo general en Austria me había expulsa-do, indirectamente. ¡Una pequeña ciudad en las montañas, junto al Chiemsee!, exclama él, como si se tratase de una catástrofe. ¡Pero al fin y al cabo tenemos que existir! El hecho de que ahora, antes que mis abuelos, en cuyo traslado no se pensó al principio en absoluto, tuviera que ir a vivir con mi madre y su marido a Traunstein me hacía desgra-ciado. No había forma de hacerme entender que Seekirchen había terminado. Otra vez más había sido sólo una parada intermedia. Tener que seguir viviendo sin abuelo bajo el mando del marido para mí extraño de mi madre, al que mi abuelo, según su humor, calificaba alternativamente de tu padre o tu tutor, me parecía lo más imposible del mundo. Aque-lla catástrofe significaba despedirme de todo lo que, reunido, había sido realmente mi paraíso. La casita de campo de Mirtel, Hipping, sin olvidar a la Hilda de los Ritzing, la hija del guardabarrera, que me inició en el arte de ir en trineo y cuyos desvanecimientos recuerdo como el arte teatral más alto imaginable. Si ella quería, a los cinco años como yo, lo que se lla-maba un confite del aparador de la cocina de su ca-sita de guardabarrera, situada inmediatamente junto a la llamada línea del oeste y en la que, en mi última época de Seekirchen, yo estaba muchas semanas con más frecuencia que en Hipping, caía desvaneci-da al acercarse su madre. La madre se precipitaba sobre aquella niña tendida en el suelo, hija única, como cabe imaginar, y le insuflaba aire en la boca como si quisiera revivirla. Si yo era testigo de esa situación dramática, Hilda me hacía un guiño por un lado y dejaba curso libre a la operación de salva-

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mento de su madre. La niña, tendida en el suelo, se hacía la muerta y no despertaba hasta que su madre le había metido un confite en la boca. La madre abrazaba a aquella Hilda vuelta a la vida y le daba algunos confites más, de los que a mí me caían también uno o dos. Recuerdo que, a menudo, me quedaba hasta después de hacerse oscuro, lo que no me estaba permitido, en casa de la Hilda de los Ritzing, a unos cuatrocientos o quinientos metros de nuestra casita de campo de Mirtel. El estridente sil-bido de tren con que mi abuelo me llamaba desde la puerta de su casa hacia el valle que había abajo provocaba cada vez la interrupción inmediata de mi relación con la Hilda de los Ritzing. No había duda, mi paraíso había dejado de ser un paraíso. El maes-tro me lo había convertido poco a poco en un infier-no. Yo llevaba ya demasiado tiempo en la granja de los Hipping, que en dos o tres años se había trans-formado esencialmente. En lugar de tres sólo había ya un mozo de establo, en lugar de cinco, sólo dos vaqueras. Las vacas eran menos y daban menos leche, se hablaba siempre de la guerra, que sin em-bargo no estallaba. La mujer del peluquero murió, se acabaron las mesas puestas. Los llamados viejos Hipping murieron y sus cadáveres fueron expuestos, con una diferencia de pocas semanas, en su propia casa. Dos veces se extendió el cortejo fúnebre des-de Hipping hasta Seekirchen, allí abajo. El aire no era ya tan aromático, no sé por qué. Mi abuelo no tenía paciencia conmigo, ¡Traunstein, espantoso!, exclamaba, y se retiraba inmediatamente después de la cena. Sin embargo, no teníamos allí absoluta-mente ninguna posibilidad de ganar dinero, en Aus-tria no teníamos ninguna probabilidad de sobrevivir.

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Todas las esperanzas se centraban ahora no en Traunstein, sino en un escritor famoso que vivía muy cerca, en Henndorf, lugar natal de mi abuelo. Mi abuela le había llevado un manuscrito a aquel hom-bre famoso, y él estaba tratando de encontrar un editor que lo imprimiese. Esperábamos. Los paseos no eran ya un alivio, eran una tortura. Las amenazas de suicidio de mi abuelo volvían a aparecer. Del lla-mado Socorro de invierno recibimos en la oficina municipal algunos embutidos de guisante, azúcar, pan. Era deprimente ir a buscar el saco. Mi abuela me llevaba con ella. Nuestro único placer, si es que podía serlo siquiera, era ahora sólo la radio Eumig, de la que sin embargo, como me daba cuenta, sólo surgían horribles noticias que ensombrecían cada vez más a mi abuelo. Se hablaba de ruptura y anexión, no podía imaginarme qué querían decir. Por primera vez oí la palabra Hitler y la palabra Na-cionalsocialismo. Por desgracia no se es siempre joven, decía mi abuelo. Casi treinta años después de haberla dejado, hablaba con entusiasmo de Suiza. ¡Suiza es el cielo, hijos míos!, decía. ¿Ir a Alemania? Se me revuelven las tripas sólo de pensarlo. Pero no tenemos otra opción. En aquella época, en la gran sala del albergue Zauner de Seekirchen vi, por pri-mera vez en mi vida, un espectáculo teatral auténti-co. La sala estaba abarrotada, de forma que apenas podía respirar. Estaba de pie en una silla, contra la pared de atrás, y a mi lado estaba el Hansi de los Hipping. En el escenario había un hombre totalmen-te desnudo, atado a un tronco de árbol, al que azo-taban. Cuando la escena terminó, la sala entera aplaudió y la gente gritó de entusiasmo. Hoy no sé ya de qué obra de teatro se trataba. En cualquier

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caso, mi primerísima escena en un escenario fue horrible. Un día llegó un telegrama en el que comu-nicaban a mi abuelo que habían aceptado su novela. Un editor vienés. El hombre famoso había cumplido lo que prometió, se publicó el libro y mi abuelo reci-bió por él un premio del Estado. Aquel fue su primer y único éxito. La suma bastó para encargar al maes-tro sastre Jarka un sobretodo de invierno y adquirir una vajilla digna, como lo expresó mi abuelo. Sí, dijo mi abuelo, no se puede ceder, ni mucho menos abandonar. Mi tutor estaba ya en Traunstein, y traba-jaba con el peluquero Schreiner en la Schaumbur-gerstrasse. La partida de mis abuelos no debía pro-ducirse hasta que mi tutor hubiera encontrado para ellos una vivienda en Traunstein, a ser posible, como exigía mi abuelo una y otra vez, no en el mismo Traunstein, sino en las proximidades, es decir, total-mente en el campo, pero no demasiado lejos. No era sencillo. Yo me quedaría todavía cierto tiempo con mis abuelos, tenía un plazo de gracia para liquidar mi paraíso. Recorría siempre mis caminos con con-ciencia de recorrerlos por última vez. También visi-tamos al llamado escritor famoso en Henndorf, se había producido una reconciliación entre mi abuelo y su hermana Rosina, y él volvió a entrar en casa de sus padres, aunque con reservas. Incluso se sentó en el jardín de invitados y, en la habitación de invita-dos de abajo, una gran sala, contó las cornamentas de las paredes, todas cazadas por su hermano que, como queda dicho, se suicidó en el Zifanken, la mon-taña más alta de las proximidades de Henndorf. Qué hubiera sido de mí si me hubiera quedado, si no hubiera tirado mi herencia, dijo. E inmediatamente después: pero qué ha sido de mí; se mire como se

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mire, es en todo caso espantoso. Recorrimos la casa de los padres de mi abuelo, y me enseñó todas las habitaciones de abajo arriba, todas estaban abarro-tadas de los muebles más hermosos de estilo José, esto es Imperio, me decía, contemplando largo tiem-po y minuciosamente una cómoda, la cómoda de mi madre, dijo, su cómoda preferida. C bien: en esa cama, al parecer, durmió Napoleón. Y añadía: ape-nas hay cama en que no haya dormido Napoleón. Todo esto podría pertenecerme ahora, pero está muy bien que no tenga nada, absolutamente nada, sólo a mí mismo y a tu abuela y a ti. Y a tu madre, añadió. ¡A Alemania! Era una pesadilla. Durante esos meses estuvo invitado con bastante frecuencia en casa del escritor famoso, que le había ayudado a obtener su primer y único éxito y en cuya casa en-traban y salían diariamente personas por lo menos tan famosas como él. El escritor famoso tenía dos hijas con las que yo podía jugar, eran un poco mayo-res que yo, tenían una casita de troncos para ellas en el jardín de la casa del escritor famoso, que en otro tiempo había sido un molino y había pertenecido originalmente a un famoso cantante de cámara de Viena que, en la cumbre de su carrera, había canta-do el Ochs de Lerchenau, muriendo poco después. En aquella casa de troncos podía pasar la noche con las dos hijas del escritor. El mundo de la fama era para mí una sensación. Cuando las personas famo-sas llegaban, bajaban de sus coches y entraban a través del jardín, los niños mirábamos por el tragaluz de la casa de troncos y los admirábamos. Famosos actores, escritores, escultores, en general toda clase de artistas y científicos entraban y salían del llamado Molino del Prado. El escritor famoso era un escritor

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totalmente distinto de mi padre, que era también es-critor, pero en absoluto famoso. A veces podía sen-tarme incluso a la mesa con alguna de aquellas ce-lebridades. Un caballero de cabello blanco con un mujer ciega fue el centro de la cena más interesante que viví jamás de niño. El más famoso escritor de su época acababa de entrar en el vestíbulo y había preguntado: ¿Dónde puede uno arreglarse un poco? Aquello me había impresionado extraordinariamente. En la mesa, todos los situados cerca del huésped enormemente famoso estaban condenados al silen-cio. Todos aquellos escritores tenían un aspecto to-talmente distinto del de mi abuelo, y de ellos se de-cía siempre que eran los más famosos, mientras que de mi abuelo sólo se había dicho siempre que era totalmente desconocido. Todavía hoy es mi abuelo completamente desconocido. Muy de mañana podía sentarme en mi llamado coche-salón, el vehículo de dos ruedas traído de Viena con la larga vara de la que se podía arrastrar, y mi abuelo o mi abuela, los dos alternativamente, tiraban de mí hasta Henndorf, hasta la casa del escritor famoso y sus dos hijas. Allí me esperaba todo lo que puede soñar un alma de niño. El punto culminante era para mí, además de todo lo demás, un cuenco de cacao en la cocina del escritor famoso. Llegábamos por la mañana como pobres de Seekirchen a Henndorf, respirábamos el perfume del gran mundo y estábamos de vuelta otra vez por la noche en Seekirchen. Éramos pobres, pero no se nos notaba. Todos teníamos una esplén-dida compostura. Mi abuela, de acuerdo con su certi-ficado de bautismo, parecía una princesa friulana, y mi abuelo, el pensador que era. Tenían pocas pren-das de vestir, pero ésas eran de la mejor calidad.

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Aunque la actualidad los tuviera por locos, su pasa-do era imposible de desconocer, En esa época ocu-rrió una nueva catástrofe: mi tío, el hijo de mi abuelo, Farald, como lo llamaban, aunque se llamaba Ru-dolf, se había enamorado de la hija de un albañil de Seekirchen y se había casado con ella sin vacilar. Aquella muchacha sana procedía de una de las ca-sas de peor reputación de todo el lugar, en la que sólo se tartamudeaba y se bebía. Entretanto, aquel comunista se había convertido en artista indepen-diente y, como en otro tiempo había estudiado en el Instituto de Enseñanza e Investigaciones Gráficas de Viena, vivía de pintar rótulos para los comerciantes y artesanos. Diseñaba tapas de colores para el queso fundido y le pintaba a la gente gigantescos dedos indicadores junto a la puerta de las tiendas, que se-ñalaban ocasiones de compra favorables, ofertas especiales o sólo un retrete situado tras la casa. Se construyó él mismo una cabaña sobre pilotes en el lago, como habían hecho los germanos, y comenzó a trabajar minuciosamente en los inventos que luego le perseguirían durante toda su vida. La chica de la casa del albañil era aquella tía Fanny a la que, al principio de este relato, quería visitar con la Steyr-Waffenrad de mi tutor, pero cuya dirección no sabía en absoluto. Le dio tres hijos, dos hijas y un hijo, la hija mayor se despeñó un lunes de Pascua, después de una ascensión al Schlenken realizada con su ma-rido sólo dos semanas después de la boda, murien-do en el acto; la segunda se casó también y la he perdido totalmente de vista, y el hijo, a los diecisiete años, fue a parar por cinco al establecimiento peni-tenciario de Garsten, porque, juntamente con otros dos muchachos de la misma cuerda y en un estado

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de irresponsabilidad absoluta, según pienso, mató a golpes a un pagador de la marmolería Mayr-Melnhof en un bosquecillo de Aigen. A mi abuelo se le evita-ron esas dos catástrofes que se sucedieron en corto intervalo, porque se produjeron después de su muer-te y, por consiguiente, no entran aquí en considera-ción. Mientras mi abuelo y yo dábamos grandes pa-seos, ya totalmente bajo la impresión de la despedi-da definitiva de Seekirchen y de la región del Waller-see, mientras al lado de aquel filósofo yo había al-canzado ya cierto grado de madurez y realmente, para mi edad, era más culto que la media, sin caer por ello de cabeza en una megalomanía amenaza-dora para mi vida, mientras mi abuelo me seguía iniciando cada vez más intensamente en la Natura-leza y sus peculiaridades y audacias y depravacio-nes y monstruosidades -al fin y al cabo fue conti-nuamente mi maestro-, en la aldea de abajo mi tío Farald, de la forma más ordinaria, como decía mi abuelo, había tomado partido totalmente por el prole-tariado. Eso amargaba a mi abuelo. Y ensombreció aquellos meses y semanas de despedida en Seekir-chen. El, por si fuera poco, apasionado comunista Farald, el transformador del mundo, el reformador del mundo, que había jugado en Viena día y noche con el demonio político, se pasaba ahora la mayor parte del tiempo en la cama de la hija del albañil, disfrutando de la paz del campo, que realmente era allí todavía total. Cuando mi abuelo veía en el lugar una pintura de mi tío, un gran panecillo delante de una panadería o un zapato de señora alargado ante un zapatero, le daba un ataque de rabia. ¡Eso era lo que me faltaba! Golpeaba con el bastón en el suelo, en el que, naturalmente, no podía hundirse en el ac-

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to, como sin duda hubiera querido en esas ocasio-nes, y abandonaba al instante el lugar. La reputación de mi abuelo, el pensador, el gran hombre por decir-lo así, se vio enseguida afectada en cuanto su hijo Farald apareció en Seekirchen, sobre todo cuando se hizo público su matrimonio con la hija del albañil; la gente no le saludaba ya con la misma deferencia que antes, cuando no tenía idea de la existencia de ningún hijo. Hasta entonces no conocían más que a la bella mujer de Viena, su hija, mi madre. En algún momento el arte de mi abuelo se fundió con el arte de su hijo, y los dos se inspiraron mutuamente, por decirlo así, para hacer una obra de arte conjunta en forma de enseña familiar para la granja de los Hip-ping, con los que todos estábamos obligados. Mi abuelo compuso una divisa familiar en verso, y su hijo pintó esa divisa familiar en una hoja de papel pergamino. Aquella hoja cuidadosamente pintada por el pintor Freumbichler recibió pronto un cristal y fue colgada rápidamente en el gran salón de la gran-ja de los Hipping. No recuerdo ya el tenor del texto, pero debía guardar a Hipping para siempre y, por consiguiente, por toda la eternidad de incendios y tormentas y de todas las demás catastróficas poten-cias naturales. Esa divisa cuelga todavía hoy en el mismo lugar. Con la Hilda de los Ritzing me sentaba ahora todos los días ante la casa del guardabarrera, esperando el expreso de Viena con destino a París. Con una maravilla semejante de la tecnología y de la historia general de la velocidad sobre ruedas dejaría en breve mi amado Seekirchen. De Alemania no ten-ía yo ninguna idea, y el que mi tutor no hubiera en-contrado trabajo en Austria, sino sólo en Alemania, aunque sólo fuera a treinta y seis kilómetros de la

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frontera, no me impresionaba. No pensaba en abso-luto en ello. Al fin y al cabo los adultos debían de saber lo que había que hacer. Todas las noches el Orient-Express era el punto culminante. Los viajeros se sentaban al lado mismo de las ventanas brillan-temente iluminadas y comían con cubiertos de plata su comida deliciosa. Durante un segundo yo con-templaba el mundo del lujo. Entonces el frío me hac-ía estremecer, y corría a casa. El Hansi de los Hip-ping estaba en lugar seguro, tenía para siempre su casa en la granja de sus padres, pero yo tenía que partir. Un día, al mediodía, llegamos a Traunstein. Mi madre había aparecido en la casita de campo de Mirtel y me había recogido. La época con mis abue-los había terminado. En adelante estaría con mi ma-dre, con mi tutor. El había encontrado para nosotros un piso que estaba sólo a unas casas de distancia en la misma Schaumburgerstrasse en que él traba-jaba, en el segundo piso, número cuatro, esquina Schaumburgerstrasse, Mercado de las Palomas. Era una casa antigua, y pertenecía a una antigua señora Poschinger, una burguesa rica, tempranamente viu-da, que tenía en la planta baja una tienda espaciosa de artículos fúnebres y funerarios. Poschinger, artí-culos de luto, se podía leer sobre la tienda. En aque-lla casa debíamos vivir en adelante. Teníamos dos cajones en una gran habitación, que a partir de en-tonces llamamos cuarto de estar, y allí nos sentamos mi madre y yo y nos comimos cada uno un par de salchichas vienesas con mostaza. El ambiente era frío y poco acogedor, y las habitaciones no estaban pintadas. Sólo había dos cuartos y una cocina; el cuarto grande, el de estar, tenía dos ventanas que daban respectivamente a la Schaumburgerstrasse y

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al Mercado de las Palomas; el pequeño, el dormito-rio, una ventana a la Schaumburgerstrasse, y además había lo que se llamaba un depósito de ma-dera y carbón, que no tenía ventanas. El agua esta-ba en el pasillo, e igualmente, en el otro extremo, en el lado del Mercado de las Palomas, el excusado. No puedo decir que me sintiera feliz. Mi madre daba una impresión de desesperación. De Viena había traído muebles, a mi entender cómodos y elegantes. Hasta hoy no han perdido nada de su elegancia y comodi-dad. A partir de entonces la llamada canoa fue mi lugar favorito. Miraba por la ventana y percibía un mundo totalmente distinto, el de la pequeña ciudad, que todavía no conocía. Conocía la gran ciudad, y conocía el campo verdadero, pero todavía no había visto nunca una pequeña ciudad. Todo se desarro-llaba de acuerdo con una ley secular. Todo según el subir y bajar de las persianas de las tiendas y según el sonido de las campanas de las iglesias. Desde el carnicero, olía en la Schaumburgerstrasse a carne, desde el panadero, a pan y desde el guarnicionero que estaba enfrente, en diagonal, a pieles. Pintaron el piso, naturalmente mi tío Farald, que vino con ese fin de Seekirchen a Traunstein; apareció equipado con cubos y brochas y se puso en la cabeza un sombrero de papel de periódico, como los que utili-zan los pintores. Pintó en unos días el piso entero, gastó sus bromas y desapareció otra vez. El piso olía a cal fresca y estaba blanco hasta en los rinco-nes. Los muebles se colocaron más o menos por sí mismos en el lugar adecuado. Mientras mi tío jugaba a los pintores, yo había explorado la ciudad. Lo que más me impresionó fue la iglesia parroquial, que es-taba a menos de cien metros de nuestro piso. Tenía

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unas bóvedas gigantescas que se amontonaban en torno a la nave, entera y cuando estuve el primer domingo en misa con mi madre, que por lo demás no iba nunca a la iglesia, y la nave pareció estallar bajo un coro poderoso y una orquesta de viento completa -probablemente era una fiesta importante, y la mu-chedumbre era tan espesa que nadie hubiera podido caerse-, creí saber por fin lo que significaba la pala-bra de mi abuelo gigantesco, para mí siempre mist eriosa. Por todas partes se dieron cuenta de que acababa de llegar, y me pusieron desde el principio el mote de El austríaco, mejor dicho El estríaco; la intención era absolutamente despectiva, porque, pa-ra Alemania, Austria no era nada. Así pues, yo había salido de la nada. La señora Poschinger tenía cuatro hijas, que vivían todas en la casa, encima de noso-tros, en el tercero, y debajo de nosotros, en el primer piso; en el tercero dormían, se cambiaban, pasaban las tardes de los domingos, en el primero cocinaban en una cocinita en la que había un gran fogón es-maltado y practicaban en una habitación contigua su arte pianístico. Las cuatro hermanas tocaban el pia-no, era algo lógico, sobre el piano colgaban en la pared dos grandes fotografías enmarcadas del señor y la señora Poschinger. Allí oí por primera vez tocar el piano, y fue precisamente el piano lo que me dio valor para llamar por primera vez a la puerta de los Poschinger con el deseo de que me dejaran partici-par en la música, al lado mismo del instrumento, con mis ojos y mis oídos. Mi ruego fue atendido. En ade-lante me sentaba muy a menudo junto al piano y es-cuchaba cuando tocaba alguna de las hermanas Poschinger. Sólo había en la casa tres hermanas Poschinger, la cuarta se había hecho ya profesora

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de instituto y daba clases en Burghausen, según se decía. Era el orgullo de la familia. Sólo unos meses después de nuestra mudanza, ese orgullo de la fami-lia murió. Un forúnculo bajo el brazo puso fin súbita-mente a la vida de la profesora de instituto María. A partir de entonces, todos los Poschinger anduvieron sólo con trajes negros, lo que en el fondo no resulta-ba tan inadecuado, si se recuerda que en el piso ba-jo tenían lo que mi abuelo llamaba una tienda de muertos. En el piano no tocaban más que piezas tristes y me hundían en la más profunda melancolía. Esto es de Brahms, oía, esto es de Beethoven, esto es de Mozart. Yo no los distinguía. Fui al tercer curso de la escuela primaria; para ir a la escuela primaria tenía que andar un cuarto de hora por la ciudad; al otro lado, en diagonal, todavía sigue hoy la cárcel, un edificio aterrador, rodeado por un muro de tres metros de altura y con ventanas de gruesas rejas, que en el fondo son sólo agujeros cuadrados. Así, la asistencia diaria a la escuela tenía su aspecto de-moníaco. Allí no tenía sólo un maestro, sino varios, para cada materia uno distinto. En mi calidad de estríaco, tuve dificultades para hacerme valer. Esta-ba totalmente a merced de las burlas de mis compa-ñeros. Aquellos hijos de burgueses, con sus trajes caros, me castigaban, sin que supiera por qué, con su desprecio. Los maestros no me ayudaban, al con-trario, me tomaron enseguida como pretexto para sus estallidos de cólera. Estaba desamparado como nunca lo había estado antes. Entraba temblando en la escuela y salía de ella llorando. Cuando iba a la escuela, iba al cadalso, y mi decapitación definitiva se aplazaba siempre, lo que era una situación an-gustiosa. No encontré entre mis compañeros a uno

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solo del que hubiera podido hacerme amigo, yo me aproximaba y ellos me rechazaban. Me encontraba en una situación espantosa. En casa era incapaz de hacer mis deberes, todo en mí estaba paralizado, hasta dentro de mi cerebro. Que mi madre me ence-rrase no servía de _nada. Me quedaba allí sentado y no podía hacer nada. Así empecé a mentir, diciendo que había terminado mis deberes. Me escapaba a la ciudad y andaba lloriqueando y lleno de miedo por las calles y callejas, buscando refugio en los parques y los terraplenes del ferrocarril. ¡Si pudiera morirme!, era mi pensamiento ininterrumpido. Cuando recor-daba Seekirchen, el llanto me estremecía. Lloraba a lágrima viva cuando estaba seguro de que nadie me oía. Subía al desván y miraba el Mercado de las Pa-lomas, allí abajo, verticalmente. Por primera vez tuve el pensamiento de matarme. Una y otra vez sacaba la cabeza por el tragaluz del desván, pero volvía a meterla, era un cobarde. La idea de ser un montón de carne en la calle que daría asco a todo el mundo era totalmente contraria a mis intenciones. Tenía que seguir viviendo, aunque me pareciera imposible. ¿Sería quizá la cuerda de tender mi salvación?, pensé. Imaginé un dispositivo con la cuerda atada a una viga del techo, y me dejé caer hábilmente en el nudo. La cuerda se rompió y yo caí por la escalera del desván hasta el tercer piso. Delante de un coche o con la cabeza en los raíles. No tenía absolutamen-te ninguna salida. Por primera vez hice novillos en la escuela, mi miedo a ponerme de pronto en manos de mis maestros sin haber hecho los deberes fue de repente demasiado grande. No quería presentarme a un maestro que me tirase de las orejas y, cuando eso dejara de divertirlo, me golpease diez veces en

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la mano extendida con su bastón de junco. Di media vuelta al llegar a la puerta de la cárcel, y al escapar-me oí aún la campanilla de la escuela, la clase había comenzado. Bajé corriendo primero con mi cartera hacia la Pradera y fui luego en dirección a la piscina. De cada uno que me encontraba creía saber que él sabía que yo estaba haciendo novillos. Iba con la cabeza baja. Tiritaba de frío. Me acurruqué en la hierba en el llamado Rincón de Woching, lugar de excursión favorito, y lloré. Sólo deseaba una cosa en el mundo: que mi abuelo viniera y me salvara, antes de que fuera demasiado tarde. No tenía ya tiempo. Había llegado al final. Pero no vino el final sino la liberación. Mi tutor y mi madre habían visitado la ca-sa de campo de Ettendorf y la habían calificado in-mediatamente de ideal para mi abuelo. El alquiler no era elevado, y la situación única. No había mucha distancia hasta la ciudad y, sin embargo, estaba to-talmente en el campo. Era exactamente el medio rural, al que mi abuelo daba la mayor importancia. Con el pensamiento, mi madre arreglaba la vivienda para sus padres. Habrá una biblioteca espléndida, decía. Realmente, fue una biblioteca espléndida en lo que se convirtió la habitación del sudeste de la casa de Ettendorf, sólo unas semanas después del pago anticipado del alquiler por mi madre y de la mudanza de mis abuelos. Con un anticipo del editor, se encargó a un carpintero que realizara el proyecto de mi abuelo. Un camión lleno de libros y manuscri-tos se detuvo ante la casa, y las estanterías se llena-ron. Desde su más temprana juventud, desde Basi-lea, como decía siempre, mi abuelo había acumula-do libros, no tenía dinero, pero sí cada vez más li-bros. Miles. En su cuarto de trabajo de la casita de

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campo de Mirtel no habían tenido sitio, y en su ma-yoría se habían guardado en el desván. Ahora las paredes del nuevo cuarto de trabajo de Ettendorf estaban llenas. No sabía que hubiera reunido tanto espíritu, decía él, ni tanta falta de espíritu. Hegel, Kant, Schopenhauer eran nombres que me eran fa-miliares, detrás de los cuales se escondía para mí algo prodigioso. Y sobre todo Shakespeare, decía mi abuelo. Nada más que cumbres, inalcanzables. Es-taba allí sentado, fumando en su pipa, al fin y al ca-bo era mejor no matarme y esperarlo, me dije. Está-bamos a punto de inaugurar para nosotros, a partir de Ettendorf, un nuevo paraíso, de repente el que fuera bávaro y no austríaco no molestaba. El recuer-do de Seekirchen, incluso, en lo que a mi abuelo se refiere, de Viena, seguía siendo lo más importante. Pero lentamente se consiguió la transición a aquel lugar idílico de la Alta Baviera. Tenía grandes venta-jas. Sin duda era católico, archicatólico, nazi y archi-nazi, pero era, como la región que rodeaba el Wa-llersee, prealpino y por consiguiente absolutamente favorable para mi abuelo; su espíritu no se vio aplas-tado, como temíamos, sino, como se vio más tarde, espoleado. Trabajaba con mayor energía que en Seekirchen, y decía que realmente había entrado en su fase decisiva como escritor, había alcanzado cier-ta altura filosófica. Yo no sabía lo que eso significa-ba. Se decía siempre que trabajaba en su gran no-vela, y mi abuela subrayaba esa observación, hecha siempre sólo en un cuchicheo, con las palabras tendrá más de mil páginas. Para mí era totalmente misterioso cómo podía sentarse alguien y escribir mil páginas. Ya cien páginas reunidas me resultaban totalmente incomprensibles. Por otra parte oigo to-

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davía a mi abuelo decir que todo lo que se escribe es una insensatez. Así pues, ¿cómo podía tener la idea de escribir mil páginas de insensateces? El ten-ía siempre las ideas más increíbles, pero se daba cuenta de que fracasaba con esas ideas. Todos fra-casamos, decía una y otra vez. Ese también es siempre mi pensamiento principal. Como es natural, yo no tenía la menor idea de lo que es fracasar, de lo que fracasar significa, puede significar. Aunque yo mismo atravesara ya incesantemente un proceso de fracaso, fracasara incluso con una consecuencia increíble: en la escuela. Mis esfuerzos no servían de nada, mis tentativas siempre renovadas de mejorar-me eran ahogadas en la cuna. Mis maestros no ten-ían paciencia y me hundían cada vez más profun-damente en la ciénaga de donde hubieran debido sacarme. Me pisoteaban siempre que podían. Tam-bién a ellos les gustaba el calificativo de El estríaco, me atormentaban con él, me perseguían con él día y noche, no me dejaban ya en paz. Sumaba mal, di-vidía mal, pronto no supe ya dónde tenía la mano derecha. Escribí una redacción que, cada vez que entregaban deberes escolares, se ponía como ejemplo de distracción y descuido infinitos. Apenas pasaba día en el que no tuviera que adelantarme y recibir unos cuantos golpes del bastón de junco. Sabía por qué, pero no sabía cómo había llegado a aquello. Pronto me vi apartado con los llamados más torpes, en el pelotón de los tontos, que creían que era uno de ellos. Para mí no había escapatoria. Los llamados listos me evitaban. Pronto comprendí que no pertenecía a un grupo ni al otro, que no encajaba en ninguno. A ello se añadía que yo no tenía lo que se llama unos padres considerados, y era el vástago

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por decirlo así de personas pobres, venidas de no se sabía dónde. No teníamos una casa, sólo estába-mos en un piso, eso lo decía todo. Ser sólo de un piso y no de una casa propia significaba en Trauns-tein, ya de antemano, la pena de muerte. Teníamos en la clase tres niños del orfelinato, y era de ellos dé los que me sentía más próximo. Todas las mañanas los tres eran llevados a la escuela desde el orfelina-to, que, estaba en la calle que desembocaba en la Pradera, por una religiosa, con las manos cruzadas y con pantalones y chaquetas ásperos y grises que se parecían a los pantalones y chaquetas de los presi-diarios. Tenían cada dos por tres la cabeza rapada, y en el fondo los demás compañeros no les hacían caso, eran molestos, pero no se acercaba uno a ellos. En los recreos, los hijos de las personas aco-modadas mordían enormes manzanas y generosos panes con mantequilla, pero mis compañeros de in-fortunio del orfelinato y yo teníamos que contentar-nos con un pedazo de pan duro. Éramos cuatro con-jurados mudos. Yo fracasaba realmente de una for-ma consecuente, y poco a poco renunciaba a mis esfuerzos. Tampoco mi abuelo conocía ninguna so-lución. Estar con él me aliviaba, en cuanto podía corría atravesando el Mercado de las Palomas y ba-jando por la llamada escalera de Schnitzelbaumer hasta la fábrica de gas y, a lo largo de ésta, hasta Ettendorf. Tardaba un cuarto de hora. Jadeando caía en brazos de mi abuelo. Mientras que Schorschi, que iba a la escuela en Surberg -Ettendorf pertenecía a ese municipio y no a Traunstein-, tenía que trabajar aún, yo podía dar, junto a mi abuelo, el llamado pa-seo de la tarde. Mi madre no había ido a ninguna escuela, ni pública ni privada, había estado destina-

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da a ser primera bailarina y, en su infancia, sólo hab-ía tenido un maestro: mi abuelo, que le daba clases en casa. ¿Por qué tenía que ir yo a la escuela? ¡Sólo porque habían cambiado las leyes! Eso no lo com-prendía yo. No comprendía el mundo, no comprend-ía nada, no entendía absolutamente nada ya. Escu-chaba lo que decía mi abuelo, pero eso no me ayu-daba a entenderme con mis maestros. No era tan tonto como los otros, pero estaba incapacitado para la escuela. Mi falta de interés en lo que a las mate-rias escolares se refería me empujaba cada vez más al abismo. Aunque ahora estaba allí mi abuelo, y Ettendorf se había convertido en la Montaña Sagra-da, a la que yo peregrinaba todos los días, todos los días me debatía más despiadadamente en las redes de la escuela, en las garras de los maestros. Pronto me asfixiaré, pensaba. Di otra vez media vuelta ante la puerta de la escuela, se me había ocurrido la idea del billete de andén. Me compré uno por una mone-da de diez pfennig en el aparato automático, atra-vesé la barrera y me senté en cualquier tren. Mi pri-mer viaje me llevó hasta Waging. El tren pasó por debajo mismo de la casa de mis abuelos en Etten-dorf. Lloré al pasar por allí. La locomotora echaba vapor como en sus últimas fuerzas. Atravesábamos bosques, entrábamos en desfiladeros, cruzábamos pantanos y prados. Veía mi sitio en la clase: estaba vacío. El tren entró en Waging después de una gran curva a lo largo de una avenida de álamos. Ahora es ya la tercera hora de clase, pensé. El maestro, en su cólera hacia mí, creció hasta convertirse en un monstruo. Waging era un lugar tranquilo absoluta-mente sin pretensiones, apreciado por su lago, que no era profundo y, por ello, estaba siempre muy cáli-

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do. Pero desconsolado. Rodeado de juncos, cuando se entraba en él se vadeaba por un caldo parduzco. Pero el hecho de que hasta aquel lugar, que me pu-so más triste aún de lo que ya estaba, condujera un ferrocarril propio, que tenía también vagones de se-gunda clase y no sólo de tercera, me impresionó. De algún modo, me dije, este lugar debe de tener una significación que, considerándolo superficialmente, no se puede ver. Utilicé para el viaje de vuelta el mismo método, a saber, el de sacar un billete de andén del aparato automático y, con él, pasar sin obstáculos la barrera. Sabía que el revisor se que-daba durante todo el trayecto en la plataforma del último vagón y no controlaba. Si hubiera venido, me habría metido en un lavabo, pero no vino. Aproxima-damente a la hora en que habría terminado la escue-la, aparecí en casa. Mi madre no sabía nada de mi viaje. Tiré la cartera sobre el banco de la cocina y me senté a comer. Hice la comedia, pero no la hice suficientemente bien, y mi madre tuvo enseguida sospechas. Finalmente confesé mi monstruosidad. Antes de que mi madre hubiera cogido el vergajo de buey, que había encontrado ya su lugar en el arma-rio de la cocina, me había puesto en pie de un salto y me había encogido en el rincón de la puerta. Me pegó hasta que una de las hermanas Poschinger subió de abajo para saber cuál era la causa de mis gritos lastimosos. Era Elli, la mayor. Mi madre había dejado de pegarme, el vergajo de buey le temblaba todavía en la mano, y la Elli de los Poschinger pre-guntó qué era lo que había hecho ahora, realmente era un niño horrible, un sembrador de cizaña, como me llamó. Varias veces dijo la Elli de los Poschinger -se había puesto del lado de mi madre, por decirlo

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así, como ayudante- las palabras sembrador de ci-zaña. Esas palabras me llegaron al alma. A partir de ese momento, en que pronunció por primera vez las palabras sembrador de cizaña, tuve miedo de la Elli de los Poschinger. Ella era fuerte, hercúlea, pero absolutamente bondadosa, lo que yo no podía sa-ber. Fue la primera de las hijas de los Poschinger que se casó, y perdió a su marido en la guerra sólo pocas semanas después de la boda. La casualidad quiso que fuera precisamente mi tutor, que, como el marido de la Elli de los Poschinger había sido llama-do a filas en la meseta montenegrina, quien lo vio por última vez. Mi tutor se sentaba a menudo al lado de la Elli de los Poschinger, cuando ella tenía que dar rienda suelta a su tristeza, y le decía: me miró a través de un agujero en la piedra. Entonces la Elli de los Poschinger se echaba siempre a llorar. Yo era el de más talento, y al mismo tiempo el más incapaz, en lo que a la escuela se refería. Mis talentos no fa-vorecían, como hubiera podido creerse, mis progre-sos escolares, lo obstaculizaban todo en el más alto grado. En el fondo, estaba mucho más adelantado que todos los demás, y los conocimientos que había traído de Seekirchen eran mucho más amplios que aquellos en que estaban metidos mis compañeros, pero mi desgracia era que no era capaz de renunciar a la aversión francamente enfermiza a la escuela que mi abuelo me había inculcado durante años, y que la máxima de mi abuelo de que las escuelas eran fábricas de tonterías y de falta de espíritu segu-ía brillando por encima de todo lo que yo pensaba sobre la escuela y era para mí la única determinante. Mi madre habló con mis maestros, y éstos, en lo que a mí se refería, no predijeron más que catástrofes.

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Mi madre le echó la culpa de todo al cambio de resi-dencia, mi abuelo me defendió a mí, no a la escuela. Yo bajaba todos los días al infierno de la escuela, para volver a la antesala del infierno de la Schaum-burgerstrasse y, por la tarde, a la Montaña Sagrada en casa de mi abuelo. La mayor felicidad era para mí pasar la noche en la Montaña Sagrada. Llevaba ya conmigo las cosas de la escuela, y por las mañanas corría directamente de la Montaña Sagrada al infier-no. Los demonios me atormentaban con desver-güenza cada vez mayor. En aquella época, Austria perteneció de pronto a Alemania, y no se pudo pro-nunciar ya la palabra Austria. Desde hacía tiempo no se decía ya Grüssgott sino Heil Hitler, y los domin-gos no se veían sólo en Traunstein masas negras que rezaban, sino también pardas que gritaban y que no había habido antes en Austria. En lo que se llamaba un Día del distrito, que se celebró en Traunstein en mil novecientos treinta y nueve, desfi-laron por la Plaza Mayor diez mil de los llamados camisas pardas, con cientos de banderas de grupos nacionalsocialistas y cantando el himno de Horst Wessel y Tiemblan los huesos podridos. En el punto culminante de la manifestación, a la que yo, ávido de sensaciones como estaba, había corrido ya muy de mañana, para no perderme nada, el gauleiter Gies-ler, de Munich, debía pronunciar un discurso. Todav-ía veo cómo el gauleiter Giesler subió al estrado y empezó a dar gritos. Yo no entendía una palabra, porque los altavoces, colocados por toda la plaza para transmitir el discurso de Giesler, transmitían sólo fuertes graznidos. De pronto el gauleiter Giesler se desplomó, desapareciendo detrás del pupitre co-mo un muñeco de color ocre. En la multitud se difun-

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dió enseguida que el gauleiter Giesler había tenido un ataque cardíaco. Los diez mil se retiraron. En la Plaza Mayor reinó la calma. Por la radio oímos aque-lla noche la confirmación oficial de la muerte del gau-leiter Giesler. En aquel Día del distrito yo no era miembro aún de la llamada Gente Joven, fase previa de la llamada Juventud Hitleriana. Poco después lo fui. Sin que me preguntaran, tuve que formar un día en el patio de la escuela secundaria, que estaba in-mediatamente al lado de la cárcel, con una serie de chicos de mi misma edad, ante lo que se llamaba un jefe de escuadra. La Gente Joven llevaba pantalo-nes de pana negros y camisas pardas, y alrededor del cuello un pañuelo negro, que había que ajustar en el pecho mediante un anillo de cuero trenzado. Y además medias blancas hasta la rodilla. Como pen-saba que la pana era al fin y al cabo pana, mi abuela me encargó en la casa Teufel de la Plaza Mayor, la casa de confección más conocida, que empleaba a un sastre, unos pantalones de terciopelo, no de pana negra sino de pana parda, porque el pardo le gusta-ba más. Cuando formé en calidad de nuevo miembro de la Gente Joven, el único con pantalones de pana pardos en lugar de, como todos los otros, negros, el jefe de escuadra me dio una bofetada y me echó del patio de la escuela secundaria, ordenándome que la próxima vez me presentara con unos pantalones de pana negros reglamentarios. Me hicieron entonces a toda prisa los pantalones de pana negros. La Gente Joven me resultaba más espantosa aún que la es-cuela. Pronto me harté de cantar siempre los mis-mos cantos estúpidos, de atravesar siempre las mismas calles marcando el paso y dando gritos. Aborrecía la llamada instrucción militar, no estaba

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capacitado para el juego de la guerra. Los míos me suplicaron que aceptase aquella tortura de la Gente Joven, no me dijeron por qué, y yo les di gusto. Es-taba acostumbrado a ser independiente, a estar solo la mayor parte del tiempo, odiaba el rebaño, detes-taba la masa, los cientos y miles de rugidos que sal-ían de una, sola, boca. Lo único que me imponía en la Gente Joven era una esclavina parda, absoluta-mente impermeable. El que fuera también del color del Partido no me molestaba: Mi abuelo encontraba horrible la Gente Joven, pero tienes que ir, es mi de-seo más ferviente, me dijo; aunque te cueste el ma-yor esfuerzo. Pronto estuve harto de toda la Gente Joven. Mi ventaja era mi capacidad para correr. Tan-to si se trataba de los cincuenta metros, de los cien metros o de los quinientos metros yo era siempre el primero. Allí, en las competiciones que se celebra-ban dos veces al año, encontré una admiración sin límites. Me subían a un estrado y me rendían hono-res, y el. jefe de escuadra me prendía: en el pecho la insignia de vencedor. Yo me la llevaba orgulloso a casa. Me protegía de quedar fuera de la ley. Me die-ron varias de esas insignias de vencedor. También en un campeonato de natación fui una vez el mejor, y también eso me reportó una insignia de vencedor. Sin embargo, mi aversión a la Gente Joven y su ti-ranía no disminuyó en lo más mínimo por aquellas insignias de vencedor prendidas en mi pecho. De pronto, como prodigio en las carreras, por decirlo así, pude permitirme más cosas que los otros. Me aproveché ampliamente. Siempre había corrido tan deprisa sólo por miedo, por un miedo mortal. Mi tor-tura se había debilitado al ganar las primeras insig-nias de vencedor. Pero todo aquel juego me aburría.

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De política no entendía nada, pero todo lo que se relacionaba con la Gente Joven me caía mal. El pro-digio de las carreras sólo había producido su efecto en el seno de la Gente Joven y yo había aprovecha-do todas las ventajas resultantes, pero en la escuela no se habían enterado. Lo mismo que antes, mi si-tuación era espantosa. Allí saludaba torpemente con un Heil Hitler y recibía una bofetada. Allí daba una cabezada de agotamiento durante la hora de alemán y recibía diez buenos golpes del bastón de junco. Tenía que llenar docenas de hojas con la misma fra-se: Debo prestar atención, como castigo. Mis tortu-radores tenían una monstruosa capacidad de inven-ción. Pero mis torturadores no eran sólo mis maes-tros, también mis compañeros me torturaban. ¿Quizá sea orgulloso?, pensaba. ¿O precisamente lo contrario de orgulloso? Lo mirase como lo mirase, no había solución. El horizonte de mi educación se ensombrecía. En aquella época venía a vernos a la Schaumburgerstrasse, unas dos veces al mes, cierta Señora Doctora Propp, que estaba casada con un médico de la ciudad y vivía en los proximidades del hospital, y nos traía en una gran bolsa de cuero ropa blanca usada, calcetines, etcétera y lo que se llama-ba un pastel de salud. Llevaba un traje sastre ajus-tado y el pelo liso atado en un gran moño en la nuca. Tenía su oficina en la Marienstrasse. Se sentaba en el primer piso detrás de un escritorio y me miraba de pies a cabeza cuando yo entraba para recoger una dádiva, porque estábamos registrados en Traunstein como pobres y recibíamos ayuda de la asistencia social. Me daba miedo aquella mujer, y al principio no podía pronunciar palabra cuando estaba ante ella. El que después de recibir la dádiva tuviera que

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dar las gracias me resultaba profundamente repulsi-vo. Temblaba de rabia cuando tenía que ir a ver a la Señora Doctora Propp y temblaba más aún por la humillación que significaba para mí recibir aquella dádiva de manos de la Señora Doctora Propp. La ropa blanca me horrorizaba y el pastel de salud se me quedaba atravesado en la garganta. Mi madre no tenía nada contra la Doctora Propp. Debes ser ama-ble con esa señora, me decía. Mi abuelo, que rein-aba sobre la Montaña Sagrada, no se preocupaba por esos detalles, pero yo corría riesgo de ahogarme precisamente en esos cientos de detalles. Se acu-mulaban, y no podía ya respirar. Pero temía a la Doctora Propp más que a nada, y sospechaba algo, aunque era incapaz de averiguar qué. No me había equivocado. Un día apareció la Doctora Propp en nuestra casa de la Schaumburgerstrasse, entrada por el Mercado de las Palomas, y le dijo a mi madre que me iba a mandar a un lugar de reposo. A un hogar situado en medio del bosque. Ese chico nece-sita cambiar de aires. Con gran decepción por mi parte, mi madre se entusiasmó con lo que le había comunicado la Doctora. Le dio las gracias anticipa-das y le estrechó la mano a la Doctora Propp, cuyas miradas malignas me atravesaron despiadadamente en esa ocasión. Apenas estuvo fuera otra vez la Doctora Propp, hubiera querido gritar que no, pero no tuve fuerzas para ello. Mi madre consideró sin duda enseguida como un alivio el que yo desapare-ciera de escena por cierto tiempo. Ella no tenía ya fuerzas para hacer carrera conmigo. Ya no me podía dominar, todos los días había peleas, y a veces cul-minaban en alguna ventana de la cocina rota, por la que mi madre, furiosa conmigo, tiraba tazas y cacha-

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rros, cuando veía que el vergajo de buey no bastaba ya. Yo mismo comprendía su desesperación, y ella está absolutamente libre de culpa. Desde hacía tiempo no podía ya conmigo. Estaba completamente agotada por aquel niño al que no podía dominar. Sólo la perspectiva de que, por algún tiempo, yo desaparecería de sus proximidades, la liberaba, si es que no la hacía feliz. A mí el hecho me deprimía, no comprendía que una madre deseara que su hijo se fuera más o menos al diablo, como yo pensaba. Ma-yor aún era mi decepción por el hecho de que mi abuelo no tuviera nada que objetar a unas vacacio-nes de descanso así en pleno bosque. El encontraba espantosa a la Doctora Propp, a la que sólo había visto una vez fugazmente, pero esa mujer sólo quie-re tu bien, decía. Ahora estaba yo completamente abandonado. Volví a caer en los pensamientos más sombríos, y pensé en el suicidio. El que no me tirase por la ventana del desván o me ahorcase o me en-venenase con los somníferos de mi madre se debió sólo a que no quise causar a mi abuelo el dolor de haber perdido a su nieto por negligencia. Sólo por amor a mi abuelo no me maté en mi infancia, de otro modo me hubiera resultado fácil, en fin de cuentas el mundo fue para mí durante muchos años un peso inhumano que amenazaba aplastarme ininterrumpi-damente. En el último momento, sin embargo, retro-cedí asustado y me resigné a mi suerte. El momento de mi partida para mi estancia de reposo se acerca-ba, lavaban mi ropa blanca, limpiaban mis trajes, llevaban mis zapatos al zapatero para que los re-mendara. La meta debía ser Saalfelden, un lugar situado en la alta montaña salzburguesa, no lejos. La víspera de la partida apareció la Doctora Propp

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con una gran tapa de cartón a la que estaba atado un cordel y que, en la partida, tenía que atarme al cuello para que pudiera verse claramente la tapa de cartón sobre mi pecho. En la tapa de cartón estaban escritos mi nombre y el lugar de mi destino. Viajarás sólo dos horas a través de un paisaje encantador, dijo mi abuelo. Ya verás, será un placer para ti. Pero ocurrió otra cosa. El tren no iba en dirección a Salz-burgo y a Saafelden, sino en dirección a Munich y Saafeld, en Turingia. Los míos sólo habían leído su-perficialmente la dirección de la tapa de cartón, la partida fue ya en la oscuridad, me habían engañado. Desapareció Traunstein, a través de pantanos y cié-nagas, por la orilla del Chiemsee, nos dirigíamos rápidamente hacia el oeste. Nunca había estado yo en un tren tan lujosamente acondicionado, los asien-tos estaban acolchados, y casi sin ruido aumentaba su velocidad de segundo en segundo; al principio pude dominarme, pero luego la conmoción que signi-ficaba dirigirme a Saalfeld y no a Saalfelden reclamó sus lágrimas. El tío Farald te visitará dentro de dos semanas, oía aún, todo había sido un error, incluso quizás una vil trampa. De Turingia no tenía yo nin-guna idea, sabía que estaba muy lejos, al norte. Me había precipitado en la desgracia. Si sabían que se trataba de Saalfeld y no de Saafelden, me habían embaucado y habían cometido un crimen conmigo; si no lo sabían, era una negligencia imperdonable de la que eran hacia mí culpables. De repente, creí a los míos capaces de todo. Los maldije, y yo mismo hubiera preferido más que nada morirme en aquel momento. Sollozando me alejaba en la noche cada vez más profunda de una casa que mostraba ahora su verdadero y espantoso rostro. También a mi

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abuelo lo incluía en todas mis sospechas y en las maldiciones consiguientes. Mis compañeros de infor-tunio, que llenaban conmigo el compartimiento y va-rios compartimientos más del rojo automotor, no se conmovían por todas mis desesperaciones, en cual-quier caso parecía que estaban entusiasmados por la empresa que acababa de comenzar. Para la ma-yoría se trataba en realidad de su primer viaje en ferrocarril, pero para mí viajar en tren era ya desde hacía años algo familiar; entretanto, en lugar de ir a la escuela, había subido ya docenas de veces a un tren y me había ido con él, con billete o sin billete de andén, siempre lo había conseguido, jamás me hab-ían descubierto, y de esa forma conocí todas las líneas que partían de Traunstein, y tampoco la de Munich me era desconocida. Los míos no podían alegar la menor circunstancia atenuante, consciente o inconscientemente, se habían hecho culpables hacia mí; su ligereza al confundir Saalfelden con Sa-alfeld cuando se trataba de enviar de viaje, y al fin y al cabo, realmente, a una espantosa incertidumbre, al hijo y nieto supuestamente tan querido, sin cercio-rarse de adónde iba realmente ese viaje, me con-movía en lo más profundo. Lo que se llamaba una enfermera de la NSV, que se cuidaba de nuestro grupo, metió la cabeza en nuestro compartimiento y nos contó. Entonces vio que yo estaba llorando. Los chicos no lloran, dijo, nadie lloraba, sólo yo, todos iban contentos y alegres en aquel viaje, que era al fin y al cabo un viaje feliz; sólo yo no. Fue el primer reproche. Entonces vio que, a diferencia de los de-más niños, no llevaba provisiones de viaje. ¡Ay, po-bre chico!, exclamó, qué padres debes de tener, que no te han dado nada para un viaje tan largo. Qué

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padres, repitió. Me llegó directamente al alma. No fui capaz de decirle que los míos habían creído que el viaje era a Saalfelden en las montañas de Salzbur-go, sólo a dos horas de distancia, y no a Saalfeld en Turingia. Hicieron una colecta para el chico pobre que era yo de repente. Al final tenía más manzanas y panes con mantequilla que todos los demás. To-dos los niños eran del sudeste de la Alta Baviera, tenían caras pálidas, eran auténticos hijos de prole-tario con su dialecto rudo. Iban vestidos pobremente y sin gusto. Apenas se había puesto el tren en mo-vimiento, comenzaron a comer. Pobre chico, me había dicho la enfermera de la NSV, apretándome las manos entre las suyas por un momento. No por-que me sintiera protegido entre sus manos, sino de horror y de asco, me calmé de repente y dejé de llo-rar. Como todos los demás, me puse a comer. En Munich teníamos que detenernos, dijeron, pasaría-mos la noche en casas particulares, y a la mañana siguiente continuaría el viaje de Munich a Saalfeld, por Bamberg y Lichtenfels. Finalmente, mi curiosidad fue mayor que mi desesperación, y no hice más que mirar ávidamente por la ventana. En Munich, como podía ver desde mi sitio de la ventana, infinitos pro-yectores, instalados para la llamada defensa antiaé-rea, cortaban el cielo nocturno. Nunca había visto un espectáculo así. Fascinados, todos se apretaban contra la ventana, observando excitados cada uno de los rayos de luz que recorría el cielo nocturno. Hasta aquel momento no había caído aún en Munich ninguna bomba. Aquella vista de las columnas de luz fue mi primera confrontación con la guerra. El que mi tutor hubiera tenido que incorporarse a filas ya mu-cho antes, primero en Polonia, no me había conmo-

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vido especialmente, pero aquel espectáculo de los reflectores era algo prodigioso. En Munich cinco de nosotros fuimos alojados en un piso en el que una anciana nos esperaba con una cena. Después de la cena fuimos a dormir detrás de una puerta de crista-les en la que había pegados viejos papeles pintados con dibujos orientales. Fue una noche de insomnio, como puede imaginarse. Por fortuna. Porque, por primera vez desde hacía mucho tiempo, por el hecho de que no pude o no quise dormirme, no me hice pis en la cama. Porque desde hacía tiempo me había convertido en lo que se llama un meón, además de sembrador de cizaña me había hecho también con el tiempo meón. No pasaba noche en casa sin que me despertase con la sábana mojada, profundamente asustado, como puede imaginarse. Mearse en la cama tiene sus causas, pero de eso yo no sabía na-da. Cuando despertaba me veía precipitado ya en la mayor desgracia. Temblaba de miedo. Apenas me levantaba -una y otra vez quería esconder aún con la manta mi vergüenza-, mi madre arrancaba furiosa la manta y me golpeaba con la sábana en el rostro. Durante meses, en definitiva durante años. Tenía un nuevo título, casi mortal, que llevar: ¡meón! Cuando volvía de la escuela a casa, ya a media altura de la Schaumburgerstrasse, veía mi sábana con las gran-des manchas amarillas colgando de la ventana. Mi madre colgaba alternativamente mi sábana mojada en la Schaumburgerstrasse y luego, otra vez, de la ventana que daba sobre el Mercado de las Palomas, para escarmiento, ¡a fin de que todos vean quién eres!, decía. Contra aquella humillación no podía hacer nada. Mi incontinencia empeoró con el tiempo. Siempre, cuando despertaba, era demasiado tarde.

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Recuerdo que, durante años, no sólo me hacía pis en la cama, sino también durante el día tenía a cada instante los pantalones mojados. En el invierno, cuando no me atrevía a ir a casa con mi vergüenza húmeda, daba vueltas durante horas por la ciudad, tiritando y helándome, con la esperanza de poder secar así mi ropa interior, pero era un razonamiento falso. Finalmente, estuve continuamente irritado y escocido entre los muslos a causa de la orina. Cada paso era un tormento. Me ocurría en cualquier oca-sión, en la iglesia, esquiando, siempre y en todas partes. Cuando iba a confesarme -mi madre me en-viaba-, me pasaba mientras estaba arrodillado bal-buceando mis pecados. Cuando salía del confesio-nario, veía en el suelo mi regalo y me avergonzaba. Antes de atravesar la puerta de la escuela, cuando tenía que hablar con lo que se llama una persona importante. Y siempre de noche. Todavía oigo cómo mi madre le dice al Doctor Propp, es un meón, es para desesperarse. Creo que fue esa manifestación la que provocó mi envío a Saalfeld. Todo el Mercado de las Palomas y toda la Schaumburgerstrasse sab-ían que yo era un meón. Al fin y al cabo, mi madre izaba todos los días la bandera de mi escarmiento. Con la cabeza baja volvía yo a casa de la escuela, y allí flotaba al viento lo que anunciaba a todos quién era yo. Por eso me avergonzaba de todos; aunque no fuera verdad, creía que todo el mundo sabía que me hacía pis en la cama. Y como es natural aquella desgracia me ocurría también durante las clases en la escuela, cuando no me había pasado ya ante la puerta de la escuela. Allí, en la noche de Munich, por primera vez desde hacía mucho tiempo, no me había hecho pis en la cama. La sábana permanecía seca.

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Pero durante largo tiempo sería la única y última vez. Lo que yo consideraba en aquellos años de inconti-nencia como totalmente antinatural y espantosamen-te extraordinario era en realidad la más natural de mis circunstancias, hoy lo sé. Cuando mi madre una vez le confesó al Doctor Westermayer, nuestro lla-mado médico de cabecera, su completa desorienta-ción ante mi incontinencia, él se limitó a encogerse de hombros. Cuando yo estaba enfermo, el gordo Doctor Westermayer se inclinaba siempre sobre mí, sin quitarse de la boca el cigarro encendido, y su cabeza gigantesca y sudorosa escuchaba contra mi caja torácica. Los médicos no conocen ningún reme-dio, sólo constatan las anomalías. Una vez tuve la suerte de despertarme a tiempo a causa de mi nece-sidad, y salí de la cama y llegué a tiempo al retrete. Por la mañana se descubrió que, como estaban de-coradas casi igual, había confundido la puerta del armario de la ropa blanca con la puerta del retrete. Mi espanto fue doble y mi castigo horrible. La noche de Munich había estado llena de todos los pensa-mientos desesperados que un niño puede pensar. Muy de mañana, los grupos de niños, con las etique-tas de tapas de cartón colgadas del cuello, se apre-taban en el compartimiento de un rápido que se di-rigía a Berlín. El trayecto Munich-Bamberg-Lichtenfels etcétera no estaba todavía electrificado, y uno de los gigantescos colosos de la Borsig sacó el tren de la estación central; la mayor parte del tiempo, durante todo el viaje, el paisaje estuvo cubierto por una nube de humo negra y maloliente. Cuando el tren se detenía, apretábamos las cabezas contra las ventanas. Sabíamos ya todos nuestros nombres, y de cada uno de dónde venía, quiénes eran sus pa-

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dres y a qué se dedicaba su familia. Entonces, ¿por qué te llamas Bernhard si tu padre se llama Fabjan?, me preguntaron también allí. Mil veces había tenido que soportar ya esa pregunta. Expliqué que mi padre no era mi padre, sino mi tutor, y que no me había legitimado. Si me hubiera legitimado, ésa era la ex-presión técnica, me llamaría Fabjan como él y no Bernhard. Lo cierto era que mi verdadero padre vivía aún, pero yo no sabía dónde y, en el fondo, no sabía absolutamente nada de él. Nunca lo había visto. De todo lo que dije de mí mis oyentes no entendieron mucho, pero mi historia era más extraordinaria que las suyas. Sin embargo, dije, tenía un abuelo que era escritor y al que quería más que a nada. No ten-ían la menor idea de lo que era eso, un escritor. Ellos tenían por abuelos a techadores y albañiles. Les expliqué que un escritor escribía manuscritos. Pero tampoco habían oído nunca la palabra manus-crito. No tenía sentido darles más explicaciones. En Saalfeld formamos en el andén un grupo mayor, po-siblemente éramos unos cincuenta o más, y segui-mos en fila de tres a nuestra enfermera de la NSV. Yo tenía la sensación de que la enfermera había fi-jado en mí su mayor atención. Pensé que ella sabía quién y qué era, un tipo horrible, meón, sembrador de cizaña y así sucesivamente. No me atrevía a mi-rarla a los ojos. ¿Sabrían los míos que estaba ahora en Saalfeld y no en Saalfelden? Una tarjeta postal de Saalfeld que, al día siguiente mismo de mi llega-da, envié a casa para tranquilizar a mis parientes -como todos los demás, por orden de la enfermera de la NSV- no les informó hasta una semana después de mi partida, como sé hoy. Se asustaron. Habían cometido un error del que en toda la vida me he olvi-

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dado. El hogar de reposo infantil estaba en pleno bosque, la Doctora Propp había dicho la verdad, en un gran claro, y era en parte un edificio de madera entramada con muchos tejados y torreones, quizás en otro tiempo un pabellón de caza. Sin embargo, el llamado hogar de reposo infantil no era en realidad ningún hogar de reposo infantil, sino un hogar para niños difíciles, como sé hoy, después de una visita hecha más de cuarenta años más tarde. Parecía como si hubiera llegado a un lugar idílico. Había mu-chas habitaciones pequeñas con literas, y me asig-naron una de las de arriba. El día empezaba izando la bandera de la cruz gamada, que permanecía en el patio hasta que la oscuridad caía. Teníamos que alinearnos junto al mástil, levantar el brazo en saludo hitleriano, y gritar a coro Heil Hitler cuando la bande-ra estaba en el mástil. Al caer la oscuridad, bajaban otra vez la bandera, y otra vez teníamos que alinear-nos de la misma forma y, cuando la bandera estaba arriada, otra vez el mismo levantar el brazo y el sa-ludo hitleriano. Después de izar la bandera, tenía-mos que formar en fila de tres y marcar el paso. Ten-íamos que cantar los himnos que habíamos aprendi-do ya en los primeros días, no recuerdo ya qué him-nos, pero el que más cantábamos tenía por centro la palabra Steigerwald. El paisaje era hermoso, aunque no excitante. La comida era buena. Teníamos dos educadores, que nos educaron desde el primer mo-mento en que fuimos entregados por la enfermera de la NSV. Todo comenzó con una conferencia so-bre puntualidad, limpieza y obediencia. Cómo había que levantar exactamente el brazo en el saludo hitle-riano y así sucesivamente. Mi mala suerte fue que, ya en la primera noche, me descubrieran como

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meón. El método en Saalfeld fue el siguiente: tend-ían mi sábana con las grandes manchas amarillas en la sala del desayuno, y decían que era una sábana mía. Sin embargo, no sólo se castigaba al meón de esa forma, sino que tampoco recibía como los otros la llamada sopa dulce, no le daban absolutamente ningún desayuno. Me gustaba la sopa dulce más que nada, era una papilla servida en platos soperos, de leche, harina y cacao; cuanto más a menudo me privaban de aquella papilla, y eso ocurría casi di-ariamente, tanto mayor era, como es natural, mi de-seo de ella. Durante toda mi época de Saalfeld sufrí por la privación de la papilla, porque no pudieron curar mi incontinencia. Me administraban remedios, pero esos remedios no servían de nada. Era depri-mente ver todas las mañanas mi sábana tendida en la sala del desayuno y tener que estar allí sentado sin papilla. Yo era una vergüenza, y los camaradas que conservé aún los primeros días no lo eran ya. Me observaban con desconfianza y no sin cierta alegría por el mal ajeno. Nadie quería sentarse al lado del meón, nadie quería ir con el meón, nadie quería, como es natural, dormir en una habitación con el meón. De repente estaba más aislado que nunca. Cada quince días podíamos escribir a casa, pero tenía que ser un mensaje alegre. Qué profunda era mi desesperación no se puede imaginar ya hoy. Con el estómago vacío gritaba Heil Hitler al arriar la bandera, y marcaba el paso con los otros, con el himno de Steigerwald en los labios. Había entrado en un nuevo infierno. Pero tenía un compañero de infortunio. Se llamaba Quehenberger, y en mi vida olvidaré ese nombre. El muchacho tenía lo que se llama raquitismo, y era un tullido de brazos y piernas.

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Estaba totalmente demacrado. Era la figura más la-mentable que puede imaginarse, causaba la impre-sión más lastimosa verlo decir Heil Hitler y marcar el paso por la Selva de Turingia. A él le pasaba todas las noches algo mucho peor que a mí: manchaba la cama con sus excrementos. Recuerdo con toda pre-cisión esta imagen aterradora: en el lavabo de abajo, donde sólo estaban además los sótanos, le ataron a Quehenberger la sábana manchada de excrementos alrededor de la cabeza, mientras a mí, a su lado, me trataban los muslos escocidos junto a los testículos con un polvo blanco. Había encontrado un camara-da, una víctima aún mayor. Educadores y enferme-ras, como es natural, trataban de convencernos también con buenas palabras, pero la mayor parte del tiempo perdían el dominio y nos maltrataban. ¡Un chico alemán no llora! Y en la Selva de Turingia yo no hacía casi más que llorar. Conmigo y con Que-henberger fracasaba la habilidad de los educadores y de las enfermeras. En lugar de mejorar, nuestro estado empeoraba. Suspiraba por volver a Trauns-tein y sobre todo a Ettendorf, con mi abuelo, pero pasaron meses antes de que terminase la tortura. La palabra Turingia y, especialmente, las palabras Sel-va de Turingia son para mí hasta hoy palabras ate-rradoras. Hace tres años, yendo de Weimar a Leip-zig visité los lugares de mi mayor desesperación. No había creído que los encontraría. Realmente existían y, de hecho, totalmente inalterados. Exactamente igual que nosotros, los niños que se alojaban ahora en el edificio de madera entramada habían colocado sus zapatos mojados por la marcha en las estacas de madera que había ante la entrada. El mismo cua-dro, inalterado. Sólo que ahora el edificio no está ya

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en un claro, el bosque a su alrededor ha sido total-mente talado, y está en campo abierto. Al ir allí en coche -había preguntado en Saalfeld, que no co-rrespondía ya a mi recuerdo, por el hogar de repo-some había detenido un par de veces la llamada po-licía popular. Allí supe que no se había tratado de ningún hogar de reposo, sino siempre de un hogar para niños difíciles. Me dejaron pasar. Llevaba una matrícula austríaca, y eso les resultaba sospechoso. ¡Pero si yo había estado allí una vez, hacía unos cuarenta años!, le dije al hombre al que pregunté en la Plaza Mayor de Saalfeld. Se limitó a sacudir la cabeza, se dio la vuelta y desapareció. Yo con-templé los zapatos y botas de niño metidos en las estacas, allí había ya un educador sobre el terreno. Abajo están los lavabos, dije, y el educador me lo confirmó. Ahí arriba están los dormitorios. Ahí está la sala del desayuno. Nada había cambiado. En el mástil de la bandera ondeaba la bandera de la Re-pública Democrática Alemana. El educador era jo-ven, y no había hablado conmigo más que unos mi-nutos, cuando lo llamó con un silbido un colega que miraba por una ventana y que, evidentemente, era de categoría superior. Yo tuve que desaparecer. Continué mi viaje a Weimar y Leipzig. No hubiera debido visitar el escenario de mi espanto, pensé. Hoy pienso de otra forma. Está bien así. Las épocas y los métodos no cambian. Tenía en mi cabeza una prueba más. Las jornadas en aquel hogar eran siempre iguales. Por las mañanas marchábamos campo arriba y abajo, hacia el norte, hacia el sur, hacia el este, hacia el oeste. Por las tardes teníamos clases de todas las materias de la escuela primaria. También allí yo estaba otra vez como paralizado.

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Llegaron algunas postales de los míos, de mi madre y mi abuelo. Sobre esas postales lloraba hasta que estaban tan mojadas que no se podía descifrar ya su texto. Metía las postales bajo la almohada cuando me dormía. Antes de dormirme sólo tenía dos dese-os: poder comer la sopa dulce de desayuno y estar pronto otra vez con mi abuelo. Unas semanas antes de dejar el hogar de educación, las enfermeras en-sayaron con nosotros una obra de Navidad. Yo tenía que hacer un papel de ángel, un papel absolutamen-te secundario, no me creían capaz de lo más míni-mo. Tenía que decir dos o tres frases, pero en cual-quier caso era una escena mía. Durante toda mi vida he tenido las mayores dificultades para aprender nada de memoria, no podía retener ni el texto más breve. Todavía hoy me resulta inimaginable cómo consiguen los actores aprenderse un texto largo, llegado el caso de unas cien páginas. Seguirá sien-do para mí un enigma. En cualquier caso, me costó el mayor esfuerzo aprender y retener en dos o tres semanas dos frases. Se hizo el ensayo general, todo salió bien. Sin embargo, cuando fue el estreno y na-da podía impedir ya mi entrada en escena, recibí de la enfermera, la creadora de aquella pieza misterio-sa, un empujón en la espalda totalmente inesperado, de forma que me precipité en la sala. Pude mante-nerme de pie, pero no pronuncié palabra. Verdad es que, desconcertado, extendí los brazos y, por consi-guiente, las alas, como estaba previsto, pero el texto no surgió. Entonces la creadora de la obra me agarró por su propia combinación rosa, que me hab-ía puesto como traje de ángel, y me arrancó del es-cenario. Fui a parar a un banco del pasillo. El es-pectáculo continuó. Todo salió bien, sólo el ángel

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había fallado. Estaba sentado fuera en el pasillo, llorando, mientras en la sala caía el telón y crepita-ban los aplausos. Una cosa recuerdo todavía clara-mente y como mi mayor experiencia en la Selva de Turingia: la visita a una cueva cerca de Rudolstadt. Un ascensor nos llevó a una gigantesca montaña de cristales. En toda mi vida he visto colores de tal be-lleza. El mundo de los cuentos de hadas, largo tiem-po deseado, estaba allí. En toda la región habíamos encontrado de vez en cuando grandes cristales en plena Naturaleza. Algunos de ellos me los llevé a casa. Otra cosa más me hizo feliz: en Saalfeld esta-ba la famosa fábrica de chocolate de Mauxion. En Saalfeld había por todas partes aparatos automáti-cos de los que salía una tableta de aquella delicia insuperable si se echaban diez pfennig. El dinero de bolsillo de todos los niños acababa inevitablemente en esos aparatos automáticos. Todavía hoy me veo, tan claramente como si fuera ayer y no hace más de cuarenta años, marchar por la Selva de Turingia, cantando. Y en el patio del edificio nos limpiábamos los zapatos con betún Schmoll que habían traído algunos que se habían unido a nosotros más tarde, llegados de Viena. Cuando volví a casa, tenía un hermano al que todos querían. Dos años más tarde una hermana, y también a ella la querían todos. Los teatros de batalla estaban ya en Rusia, y en algún lugar entre Kiev y Moscú combatía mi tutor. Mi tío Farald escribía cartas desde Mosjoen y Narvik. Es-taba con los cazadores alpinos, decían. Era el paya-so de la tropa, en las grandes salas comunes de las proximidades del cabo Norte, compañías enteras, al parecer, se reían de sus chistes. Había entrado en el estado mayor del General Dietl. Nada recordaba al

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comunista de otro tiempo. Enviaba pieles de reno de Trondheim y cuernos de alce de Murmansk. Lo vi-mos disfrazado de lapón en muchas fotografías. Cuando él o mi tutor estaban de permiso, yo recorría orgulloso a su lado la Schaumburgerstrasse. Los dos llevaban ya una condecoración prendida en el pe-cho. Los hombres aptos para el servicio militar esta-ban en todos los teatros de batalla septentrionales, orientales, occidentales y meridionales, y todos los días se lloraba a muchos que habían caído. Lo mis-mo que por los muertos de la ciudad en lá vida civil, por decirlo así, las campanas de la iglesia parroquial doblaban por los caídos por la patria en el llamado extranjero. Como el sacristán Pfenninger, que vivía en una casita que pertenecía a la iglesia, frente a la iglesia parroquial de la ciudad, tenía gota y los dedos totalmente deformados, me rogó un día que tocara por él a difuntos. Tuve que colgarme con todo mi peso de la cuerda para hacer sonar las campanas. Me daba cinco pfenning por cada toque. La gota del viejo Pfenninger se hacía cada vez más funesta, mis negocios florecían cada vez más, los habitantes de Traunstein caían en serie en tierras extranjeras. A ello se unía además la mortalidad general, insólita-mente aumentada por la guerra. No sólo tenía yo que doblar las campanas, sino también que colgar de las dos puertas delanteras de la iglesia tablillas negras de madera, en las que estaban escritos el nombre y la edad de los fallecidos. Con tiza, que el viejo Pfenninger sólo podía ya manejar dolorosa-mente. Me gustaba la casa de los Pfenninger. No sólo me daban el dinero que ganaba, sino también alguna cosa rica de comer, porque la vieja Pfennin-ger cocinaba magníficamente. Como ya de niño yo

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era bastante codicioso, corría siempre a casa de los Pfenninger a preguntar si se había muerto alguien. Para mí nunca se morían suficientes. Cuando en las tablillas negras no había ya sitio, el dinero me tinti-neaba muy agradablemente en el bolsillo del pan-talón. No tenía ninguna clase de escrúpulos. En el Münchner Neueste Nachrichten, que leían los Pos-chinger, había páginas enteras llenas sólo de los nombres de caídos y de muertos por la granizada de bombas. Era la época de los llamados bombardeos terroristas. Cuando sonaba la alarma, nos refugiá-bamos, inconscientes como éramos, en el vestíbulo, hasta que cesaba otra vez la alerta. Nos acurrucá-bamos ante la puerta que llevaba directamente del vestíbulo al negocio funerario. Yo me edificaba mi propio mundo de horror con las docenas de largos sudarios que colgaban de las estanterías y que, en parte, estaban hechos de papel crepé barato, y en parte de seda artificial. Velos negros, y chaquetas y faldas negras se movían espectralmente en la co-rriente de aire que entraba por las grietas del lado de la Schaumburgerstrasse. Los Poschinger hicieron en esa época el mayor negocio de su vida. Pero su di-nero no les servía de nada, porque no se podía comprar ya nada con dinero. Por primera vez ganó dinero mi abuelo, se imprimieron dos libros en Holanda, según se dijo misteriosamente, no en Ale-mania, pero a cambio del dinero que había deposi-tado solemnemente en la llamada caja de ahorros del distrito no se obtenía nada. Un día venteó una posibilidad. Había leído en el Traunsteiner Zeitung que, en las proximidades de Ruhpolding, vendían un caballete de pintor. Pintar, dijo, eso sería algo para ti. ¡Una ocupación artística! Había subrayado varias

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veces en rojo el anuncio. Fuimos a Ruhpolding con el tren de vapor. Llegamos preguntando a la casa en la que nos esperaba el caballete ofrecido. Un mons-truo viejísimo, medio podrido y enmohecido, se alza-ba en un vestíbulo casi oscuro. La decepción fue grande. Compramos el caballete. Con las mayores dificultades se transportó el caballete,: del que se decía que había pintado en él el famoso pintor Leibl, hasta Traunstein. Mi abuelo había pagado el caballe-te al contado. En el viaje de vuelta, en la región de Siegsdorf, mi abuelo dijo: Quizá sea el arte de la pin-tura. Al fin y al cabo tienes un enorme talento para dibujar. Un algo artístico, dijo. Como estaba conve-nido, entregaron el caballete de pintor unos días más tarde, descargándolo en la Schaumburgerstrasse. Estaba desmontado en todas sus partes. Poco tiem-po después lo utilizamos como leña en la estufa de nuestro cuarto de estar. No se habló más del arte pictórico. Yo escribía poemas. Trataban de la guerra y de sus héroes. Sospechaba que los poemas eran malos, y renuncié. De repente me esforcé, ya que tanto se hablaba de heroísmo, por hacer de mí un héroe. La Gente Joven me ofrecía para ello la mejor oportunidad. Me superé aún en las más diversas carreras a pie. Posiblemente mi fama deportiva hab-ía llegado con el tiempo, a pesar de todo, a la escue-la, porque, como consecuencia de mis insignias de vencedor, llevadas ahora por mí de forma totalmente ostensible también durante las clases, comenzaron a prestarme atención. Yo había conquistado más in-signias que todos los demás. Todavía no lo sospe-chaba yo mismo, pero era ya el héroe de la escuela. No prestaba más atención, no era mejor que antes, pero mis notas indicaban mi ascensión escolar. La

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palabra entrenamiento era la palabra decisiva. Yo la exploté. El chico que había que evitar se 'había con-vertido en el que había que buscar. En aquella épo-ca, sin que al principio me llamase la atención, dejé también de mojar la cama. Yo era un héroe, no un meón. Una vez, ante cientos de alumnos, di en la pista de ceniza de la Pradera el espectáculo enor-memente excitante de mi heroísmo. Corrí los cien metros en un tiempo sin precedentes e, inmediata-mente después, también los quinientos metros. Gané dos insignias. La multitud vociferó. Yo era un gladiador. El homenaje de la multitud me sentó bien, lo alargué sutilmente. Sin embargo, ese mismo día, cuando no había ya nadie en el campo de deportes, quise dar otra vueltecita más, me resbalé y caí cuan largo era en la pista de ceniza. Me hice rasguños en la frente y la barbilla. Salí cojeando de la Pradera por la llamada escalera del cine del balneario y me fui a casa por diversos patios y callejuelas apartados. No había nadie, salvo la Elli de los Poschinger. Yo debía de causar una impresión lastimosa ¡Al día siguiente era el homenaje a los vencedores! La Elli de los Poschinger no se anduvo con rodeos. Me sentó con fuerza en el hogar frío de la cocina y, como recuerdo muy bien, comenzó a cortarme jirones de carne de las rodillas con unas tijeras de costura grandes. Después de rociar las heridas abiertas con alcohol, dijo: ¡bueno, ya estamos! Me envolvió la rodilla con una venda aparentemente infinita y, después de haber lavado bien las heridas, me puso un espara-drapo en la frente y la barbilla. En el homenaje a los vencedores de la tarde siguiente, hice todo honor al héroe que era. Yo correspondía a la imagen de su plenitud. Mi heroísmo era claramente visible en unas

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vendas puestas con excesivo celo y de excesivo ta-maño, y yo las llevaba con orgullo, aunque con los mayores dolores, de los que sin embargo no dejaba traslucir nada. Hoy mis dos grandes cicatrices en las rodillas recuerdan aún en mí aquel momento culmi-nante. La Elli de los Poschinger, por lo menos mien-tras yo viva, se ha convertido en inmortal. Cuando yo tenía once años, la Inge de los Winter, la menor de las hijas del guarnicionero, me abrió los ojos en el balcón del patio de la guarnicionería de los Winter, o en cualquier caso lo intentó. Después de la Hilda de los Ritzinger, entretanto caída en el olvido y cuya existencia no había seguido ya,, tuve mi segunda amiga. Iba con ella a orillas del Traun, hacía gimna-sia con ella en las barras del puente del ferrocarril, corría con ella a lo largo de las pistas de tenis hasta Bad Empfing, desde donde no quedaba lejos el cei-nenterio del bosque. Allí admiraba yo una y otra vez el monumental mausoleo de los Poschinger. María, la última fallecida, la profesora de Burghausen, esta-ba representada en una gran fotografía apoyada contra el granito. Cuando se gritaba dentro del pan-teón, resonaba horriblemente. Con mi abuela iba a menudo al depósito de cadáveres. Pasando junto al cementerio, que crecía rápidamente, el camino lle-vaba hasta Wang. En Wang había conocido en mis primeras excursiones en la Waffenrad a una campe-sina, en cuya casa, durante todos los años de la guerra, pude recoger una y otra vez una jarra llena de leche, mantequilla y manteca. Yo le llevaba los cupones de tabaco que no utilizábamos. Quería a aquella vieja mujer, que en su jardincillo de hortali-zas cuidaba todas las flores imaginables. La casa entera olía a especias misteriosas, y por todas par-

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tes, en las ventanas y en los armarios, había gran-des recipientes de vidrio con jarabes salutíferos, mermelada y miel. Fue la gran época de la Steyr Waffenrad. Recién pintada siempre por mí con un color plateado, pedaleaba en ella por todo el entorno de Traunstein, hasta Trotstberg en una dirección, y hasta Teisendorf en la otra. Siempre con una mochi-la. Cuando había reunido suficientes víveres, y casi siempre tenía suerte, me recibían en casa, como es natural, de la mejor forma. La Inge de los Winter no me había iniciado sólo en la vida sexual –en casa jamás se había hablado de la llamada sexualidad, no en mi presencia, sino que, como hija de un burgués considerado de Traunstein, tenía acceso a las de-más, así llamadas, casas burguesas. De forma que me llevó con ella por todas partes, y pronto conocí todas esas casas también por dentro. En el verano recogía con ella en un huerto que tenían los Winter en las proximidades del cuartel enormes cestos lle-nos de fresas, y me llenaba el estómago de ellas. Su hermana Bárbara, la segunda de los cinco hermanos Winter, iba en aquella época al instituto, y se decía que era la más inteligente. Un día Bárbara fue a la iglesia parroquial y, en el punto culminante de la mi-sa, se volvió loca. Se subió al púlpito y anunció la buena nueva. Se la llevaron a una clínica y de allí a un manicomio y desapareció. Los más inteligentes están continuamente amenazados por la locura, de-cía mi abuelo. Como no sabía qué hacer con el dine-ro que ahora le llegaba de diversos editores, me en-vió a tomar lecciones de violín. Fui a casa de un vio-linista, que estaba casado con una española que tenía exactamente el aspecto que yo me imaginaba en una española, el pelo negro y un rizo sofisticado

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en la frente. Al parecer, había sido en otro tiempo cantante de concierto. Yo no quería tocar el violín, detestaba el instrumento, pero mi abuelo veía ahora en mí un artista del violín. Me habló de Niccolo Pa-ganini y ensalzó el virtuosismo a escala mundial. Todo un mundo se te abre, imagínate que tocas en las salas de conciertos más famosas del mundo, en Viena, en París, en Madrid y, quién sabe, un día también en Nueva York. A mí me gustaba oír tocar el violín a los otros, aborrecía tocarlo yo, y las cosas quedaron así. Una vez, contento, hacia las Navida-des, durante una fuerte nevada, di unos cuantos sal-tos en la Plaza Mayor, no sé por qué, con el sobre en que estaba mi óbolo mensual para la lección de violín. Con tal motivo una moneda de cinco marcos salió de pronto proyectada contra un montón de nie-ve. Todos mis intentos por encontrar otra vez la mo-neda de cinco marcos fracasaron. En marzo, cuando la nieve se fundió, la volví a encontrar. De repente brilló. Yo la había encontrado y nadie más. Quién tuvo la idea no lo recuerdo ya: un día repartí el pan para el panadero Hilger, que estaba frente a nuestra casa. Comenzaba mi trabajo a las cinco y media de la mañana. Me cargaban a la espalda en la tahona de Hilger un gran saco de tela blanco en el que hab-ía amontonados docenas de saquitos de tela más pequeños. Esos saquitos, con bollos, panecillos y barritas saladas, según los gustos, los colgaba yo en la ciudad de los más diversos picaportes, antes de ir a la escuela. De esa forma me ganaba el dinero de bolsillo y podía llevarme a casa los seis bollos que eligiera. Así teníamos ya gratuitamente la mitad del desayuno. Una vez por semana tenía que llevar en un carretón de dos ruedas, pasando por Haslach,

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grandes panes al seminario, lo que casi era superior a mis fuerzas, pero mi ambición ha sido siempre ma-yor que mis fuerzas. Evidentemente, el viaje de vuel-ta desde la montaña con el carro vacío era un placer. En el verano me veo empujando con mi madre por la ciudad un carrito. Me parecía una enorme vergüen-za. Íbamos a los bosques circundantes y recogíamos las cortezas que habían dejado los leñadores. Con esas cortezas nos calentábamos en invierno. La mi-tad del desván estaba llena de cortezas, que se se-caban allí en poco tiempo. La mayoría de las veces tenía que ir solo con el carro al bosque. Llenaba el carro de tantas cortezas como podía, y me costaba trabajo arrastrarlo. A partir del cuartel, me sentaba encima y, dirigiéndolo con las piernas en la vara, bajaba a la ciudad. Pero no éramos los únicos que se ocupaban de las cortezas de esa forma. Lo hac-ían muchos que lo necesitaban. No era nada extra-ordinario. Para la llamada feria de la Pradera, no me daban, a diferencia de la Inge de los Winter y de los otros hijos de burgueses, ningún dinero. Tenía que ganármelo. Tenía que emplearme por horas en el tiovivo, y daba vueltas en círculo con otros, como el famoso burro de noria, cientos y quizá miles de ve-ces, para mantener en movimiento el tiovivo. Al hacerlo no veía más que el suelo de hierba pisotea-do por mí y por mis compañeros de infortunio. Con el dinero tiraba en los puestos de tiro. La gran noria me daba miedo. La única vez que me subí a ella me ma-reé inmediatamente y, todavía en el aire, tuve que vomitar. La admiraba desde abajo. Admiraba los cientos y miles de jarrones de cristal y de porcelana que se podían ganar disparando, los títeres, los sombreros de copa. Una vez estuve ocupado duran-

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te días enteros en un puesto como vendedor de sue-las de goma. Como salario pude llevarme a casa una docena de esas suelas de goma de centímetros de espesor. Hasta mucho tiempo después de la guerra anduvimos con esas suelas, que habíamos clavado a nuestros zuecos, porque también la época de las suelas de cuero había pasado hacía tiempo. En la Pradera estuvo de paso el circo Busch, yo quería ser domador. Sin embargo, cuando vi las fauces abiertas de los leones renuncié a mi deseo. Casi todas las noches había alerta, últimamente también en pleno día, los enjambres de bombarderos, a menudo mu-chos más de cien, se formaban sobre nuestras ca-bezas para torcer hacia Munich y arrojar allí su carga mortífera. Lo interesante se desplazaba hacia el aire, en el cielo, con cualquier tiempo. Se veía, se oía y se tenía miedo. Un mediodía espléndido y de azul in-tenso, mi abuela estaba sentada con nosotros en la Schaumburgerstrasse, a la máquina de coser, y el zumbido de una formación de bombarderos nos hizo mirar por la ventana. Los aparatos americanos, en filas de seis, centelleaban en su ruta inflexiblemente mantenida en dirección a Munich. De pronto apare-ció desde más arriba aún un aparato alemán, lo que se llamaba un Me 109 y, en unos segundos, separó con sus disparos a uno de aquellos colosos de plata. Mi abuela y yo vimos cómo el bombardero, saliendo de la formación, perdía altura y, finalmente, se partía en tres pedazos que caían muy separados entre sí, en medio de una enorme explosión. Al mismo tiem-po, varios puntos blancos indicaron miembros de la tripulación que habían saltado en paracaídas. El es-pectáculo era una tragedia perfecta. En aquella ima-gen elemental del mediodía, varios de los paracaí-

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das no se abrieron, y se vieron puntos negros preci-pitarse contra el suelo más aprisa que las partes del aparato. Y se vieron también paracaídas abiertos que, por alguna razón, se incendiaban y, en unos segundos, ardían al suelo con aquellos que los lle-vaban. La formación de bombarderos en conjunto no se dejó perturbar en absoluto por lo ocurrido. Siguió volando en dirección a Munich. La ciudad estaba demasiado lejos para poder oír las detonaciones. Mi abuela, presintiendo algo sensacional, me agarró y corrió conmigo al primer tren en dirección a Waging, sospechando que las partes del avión derribado deb-ían de haber caído en esa dirección. Ten ía razón. Una estación antes de Waging, en Otting, que está sobre una montaña de peregrinajes, humeaban to-davía los restos. Uno de los dos gigantescos planos de sustentación del bombardero de sus buenos quince metros de largo, había caído en medio mismo de una pocilga, y en el incendio que se había produ-cido se habían quemado unos cien cerdos. Había un hedor inimaginable en el aire cuando, por fin, estu-vimos jadeantes en la montaña. Era invierno, hacía un frío glacial. Desde la estación del pueblo tuvimos que subir andando pesadamente por la nieve espe-sa. Los habitantes de Otting estaban ante los restos y seguían descubriendo otros nuevos. Y en la nieve se veían grandes agujeros, en donde estaban meti-dos los cadáveres caídos del cielo y totalmente des-trozados de los canadienses. Yo me asusté profun-damente. Por todas partes la nieve estaba salpicada de sangre. Un brazo, dije, y en el brazo había un reloj. El espectáculo de la guerra dejó de gustarme. El lado sensacionalista tenía un reverso espantoso. No quería ver más la guerra, que ahora nos mostra-

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ba también a nosotros, que hasta entonces sólo la conocíamos de lejos, su horrible rostro. Volvimos a Traunstein. Traté de tranquilizarme con mi abuelo. El no tenía nada que decir. Por la noche, él y mi abuela se sentaron en un rincón de la habitación y escucha-ron la emisora suiza. A finales de febrero y principios de marzo yo sacaba por las tardes con Schorschi, de sus últimos refugios, los ciervos muertos en invierno con sus pequeños. Cavábamos fosas y arrojábamos a ella a los rígidos animales. Siempre que podía, estaba en Ettendorf. Cuando mi tía abuela Rosina murió, su hermano, mi abuelo, fue a Henndorf para el entierro. En los últimos años había evitado su lu-gar natal. Después del llamado banquete fúnebre, que los miembros del cortejo celebraron en la gran sala del albergue paterno, la hermana menor de la difunta, la viuda del artista que había viajado por to-do el mundo, pronunció al parecer un discurso en el que habló contínuamente de sí misma como mujer alemana. Hablaba ininterrumpidamente de sí misma, enardecida por su nuevo ideal, el Nacionalsocialis-mo, como de una mujer alemana. Me resultó dema-siado idiota y me levanté de un salto y dije, sabes lo que tú eres, ¡no eres una mujer alemana, eres una cerda alemana! Los dos no se vieron más. El Nacio-nalsocialismo los había separado. Marie, paralizada por un ataque, se volvió al final loca además. Se acurrucaba en un sillón expresamente hecho para ella por un ebanista de Währing, cuando poco antes de su muerte la visité otra vez en la Weitloffgasse de Viena, y balbuceaba algo incomprensible sobre su querido hermano, que entretanto había muerto hacía tiempo. Después de volver del entierro de su herma-na Rosina, cuyo imperio había recaído a su muerte

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en su nuera Justine, mi abuelo, asqueado, y no sólo por la evolución de los acontecimientos en su lugar natal, exclamó: ¡el lugar entero es una abyección! Bajo la mayoría de los nombres de las lápidas del cementerio habían hecho grabar las palabras Cama-rada del Partido. Después de la guerra hicieron bo-rrar otra vez esas horribles palabras, como puede verse todavía hoy. Otra vez fue un anuncio en el Traunsteiner Zeitung la causa de un giro en mi exis-tencia: una academia de comercio en Passau se presentaba como excelente instituto. Eso es exac-tamente lo que necesitas, dijo mi abuelo. Compró dos billetes de primera clase y fuimos a Passau. En lugar de sentarnos en primera clase, tuvimos que estar de pie unas cuatro horas hasta Wels y más allá, en un pasillo abarrotado. El viaje en lo que se llamaba un tren de soldados con permiso, de otra clase apenas había, fue un tormento. Cuando el tren entró en Passau, vimos sólo, mirando por la ventani-lla, paredes grises y nada más que rótulos de co-mercios de carbón. Mi abuelo había reservado para varias noches una habitación en el famoso hotel Passauer Wolf. Sin embargo, cuando salíamos ya de la estación, mi abuelo, asqueado por todo lo que hasta entonces había visto de Passau dijo: no, no es una ciudad para ti, decididamente Passau no es una ciudad para ti. Al día siguiente fuimos aún a la aca-demia de comercio. E hice el examen de ingreso que exigían. Porque estábamos allí y por ninguna otra razón. Tenía entonces trece años. Dos meses des-pués de nuestro viaje a Passau, cuando hacía tiem-po que nos habíamos olvidado de Passau, nos acor-damos otra vez de aquella pesadilla: la academia le comunicó a mi abuelo que su nieto había pasado el

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examen de ingreso, con mención especial. Mi abuelo se llevó las manos a la cabeza y dijo: es una suerte que no sea Passau sino Salzburgo lo que te tengo destinado.