Bernard Marie Koltes - En la soledad de los campos de algodón.

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EN LA SOLEDAD DE LOS CAMPOS DE ALGODÓN Bernard Marie Koltès 1 EN LA SOLEDAD DE LOS CAMPOS DE ALGODÓN Bernard Marie Koltès Bernard Marie Koltès De todos los géneros literarios, la escritura teatral es, posiblemente, el que más ha sufrido los cambios ocurridos en la cultura durante los últimos veinte años. En ese lapso, una tendencia - aparentemente mundial- ha instalado, por encima de las palabras y de la reflexión, las imágenes y la velocidad. En el caso específico del teatro (en el que los textos dramáticos son sólo una parte del arte teatral), la escritura parece haber cedido espacio a la puesta en escena. Ya sea que se trate de un imperativo de la época o de una estrategia de supervivencia, clásicos y modernos se ven igualmente afectados. Así, la calidad eminentemente verbal de muchos textos dramáticos parece haber retrocedido ante el avance de los directores teatrales. Para algunos de ellos - y no sólo en los casos extremos- el texto es, en realidad, un pretexto porque la estructura de la obra ya no reposa en un conflicto expresado mediante palabras. Los puestistas desde su punto de vista particular, se ocupan una y otra vez de recordarnos que el teatro es sobre todo espectáculo. Quizá, por las razones que preceden, la aparición de nuevos dramaturgos constituye un fenómeno poco frecuente. Desde la representación de En la soledad de los campos de algodón, Bemard- Marie Koltés (1948-1989) alcanzó una reputación tan grande que su obra puede ubicarse entre las más notables del teatro francés contemporáneo. Una serie de factores han confluido para que se diera esta circunstancia. Sin embargo, la singularidad de Koltés - contradiciendo la tendencia en boga- es verbal. Su desmesura

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Un deal es una transacción comercial sostenida sobre valores prohibidos o estrictamente controlados, que se concluye en espacios neutros, indefinidos y no previstos para ese uso, entre proveedores y clientes, por acuerdo tácito, signos convencionales o conversaciones con doble sentido, con el propósito de evitar los riesgos de traición y estafa que implica una operación de esa naturaleza, no importa a qué hora del dí­a o de la noche, independientemente de las horas de apertura reglamentaria de los lugares de comercio homologados, pero generalmente a la hora de cierre de éstos. Tal vez la más conocida de las obras de Bernard-Marie Koltès (1948-1989), impone al lector la experiencia de lo crudo y de lo enigmático. Koltès no construye una intriga compleja. No hay drama en el sentido habitual del término. El lector asiste a un encuentro entre dos personas que cumplen dos funciones distintas pero complementarias: un dealer y un cliente. La complementariedad de ambas funciones, sin embargo, no tiene lugar: mientras el dealer ofrece un producto que no muestra, el cliente niega que busque algo.

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EN LA SOLEDAD DE LOS CAMPOS DE ALGODÓN Bernard – Marie Koltès

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EN LA SOLEDAD DE LOS CAMPOS DE

ALGODÓN

Bernard – Marie Koltès

Bernard – Marie Koltès

De todos los géneros literarios, la escritura teatral es, posiblemente, el que más ha

sufrido los cambios ocurridos en la cultura durante los últimos veinte años. En ese

lapso, una tendencia - aparentemente mundial- ha instalado, por encima de las palabras

y de la reflexión, las imágenes y la velocidad.

En el caso específico del teatro (en el que los textos dramáticos son sólo una

parte del arte teatral), la escritura parece haber cedido espacio a la puesta en escena.

Ya sea que se trate de un imperativo de la época o de una estrategia de supervivencia,

clásicos y modernos se ven igualmente afectados. Así, la calidad eminentemente verbal

de muchos textos dramáticos parece haber retrocedido ante el avance de los directores

teatrales. Para algunos de ellos - y no sólo en los casos extremos- el texto es, en

realidad, un pretexto porque la estructura de la obra ya no reposa en un conflicto

expresado mediante palabras. Los puestistas desde su punto de vista particular, se

ocupan una y otra vez de recordarnos que el teatro es sobre todo espectáculo. Quizá,

por las razones que preceden, la aparición de nuevos dramaturgos constituye un

fenómeno poco frecuente.

Desde la representación de En la soledad de los campos de algodón, Bemard-

Marie Koltés (1948-1989) alcanzó una reputación tan grande que su obra puede

ubicarse entre las más notables del teatro francés contemporáneo. Una serie de

factores han confluido para que se diera esta circunstancia. Sin embargo, la

singularidad de Koltés - contradiciendo la tendencia en boga- es verbal. Su desmesura

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metafórica, intensamente poética, obliga a los puestistas a devolverle a las palabras la

dignidad presuntamente perdida. Mismo Koltès, atento a la importancia de la lengua en

su teatro, hace declarar a uno de los personajes de En la soledad de los campos de

algodón las siguientes palabras: “Yo tengo el lenguaje del que no se deja reconocer, el

lenguaje de este territorio y de este lapso en el que los hombres tiran de la correa y en

el que los cerdos chocan con la cabeza contra el corral; yo contengo mí lengua como se

contiene a un semental por las riendas para que no se lance sobre la yegua, porque si

soltara las riendas, si distendiera levemente la presión de mis dedos y la tracción de mis

brazos, mis palabras me harían caer de la silla y se lanzarían hacia el horizonte con la

violencia de un caballo árabe que huele el desierto y que no puede frenar.”

La experiencia verbal de Koltés se funda en la cotidianeidad y en sus gustos. En

una entrevista señaló que “Las raíces no existen. En cualquier parte existen lugares. En

un momento dado, en ellos uno se encuentra muy cómodo consigo mismo... Mis raíces

están en el punto de unión de la lengua francesa y el blues.·” Como comprobará el

lector al cabo de la lectura de su texto, Koltés constituye un verdadero desafío para

directores teatrales e intérpretes.

Los datos más destacados de su vida pueden resumirse brevemente. Estudió

música en el conservatorio de Metz. En 1968, residió brevemente en Nueva York. A su

regreso, en Estrasburgo, asistió a la representación de Medea, con María Casares en el

papel protagónico y puesta en escena de Jorge Lavelli. Según declaró más tarde, ese

espectáculo lo determinó a escribir para el teatro. En 1971, comenzó estudios en la

escuela del TNS de Estrasburgo, en calidad de alumno de dirección. En 1972, su pieza

La Herencia (L'Héritage) se difunde por radio en lectura de Jean Topart y de María

Casares. En 1977, Koltés, inspirado por algunos cuentos de J. D. Salinger, escribe

Sallinger (tal la grafía escogida por el autor para la obra, publicada póstumamente en

1995), que se montó en Lyon con puesta en escena de Bruno Boëglin.

En 1982, Koltés se relaciona con Patrice Chércau, actor y director de cine y

teatro, que pone a servicio del dramaturgo toda la infraestructura del Teatro des

Amandiers. Así, Chércau monta una serie de obras que comienzan con Combate de

negro y de perros (Combat de negre et de chiens, 1983), en la que actúan Michel

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Piccoli, Philippe Leotard y Myriam Boyer; Muelle Oeste (Quai Ouest, 1985), con las

actuaciones de María Casares y Jean-Marc Thibault; En la soledad de los campos de

algodón (Dans la solitude des champs de coton, 1987), con el mismo Chércau y

Pascal Greggory, y El regreso al desierto (Le rétour au desert, 1988), que cuenta con

las actuaciones del director y nuevamente Michel Piccoli.

Enfermo de sida y ya próximo al final de su vida, Koltés escribió Roberto Zucco,

obra inspirada en la historia real de Roberto Succo, publicada en 1990, conjuntamente

con la pieza Tabataba.

Su bibliografía editada, íntegramente publicada por Editions de Minuit, se

completa con los textos en prosa reunidos en los volúmenes La fuga a caballo muy

lejos en la ciudad (La fuite à cheval très loin dans la ville, 1984), La noche, justo antes

de los bosques (La nuit juste avant les forets, 1988) y Prólogo, seguido por Dos

cuentos y textos cortos (Prologue suivi de Deux nouvelles et de courts textes, 1991).

Según Bemard Desportes - autor del único ensayo existente sobre Koltés-,

permanecen inéditas ocho piezas teatrales, un guión de cine y una adaptación teatral.

Como traductor, Koltés realizó una versión francesa de El cuento de invierno, de

William Shakespeare, también publicada por Editions de Minuit.

Jorge Fondebrider

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La Voz Originaria

“Si usted anda paseando a esta hora y por este lugar, es porque desea algo que

no tiene, y yo se lo puedo ofrecer...”

Nunca conoceremos ese algo, nunca podremos nombrarlo; de todos modos, si

pudiéramos, perderíamos el deseo, e incluso el nombre de ese algo y el recuerdo de

haberlo deseado... Sólo sabemos, en la melancolía, la espera o la rabia - según cada

cual y da lo mismo que algún otro podría proveemos de ese algo que nos falta, dárnoslo

o cambiárnoslo por cualquier cosa equivalente, como se trueca un documento

comercial; cambiárnoslo por una mirada, un cuerpo, una palabra, un objeto de los más

raros o de los más comunes. Según cada cual y da lo mismo.

¿Qué es lo que buscan, dealer o cliente, a esa hora - la única que le conviene al

teatro- “que es cuando generalmente el hombre y el animal se arrojan salvajemente uno

sobre el otro”? ¿Palabras, consoladoras o hirientes? ¿sueños? ¿miradas? ¿caricias?

¿golpes? Usted, nunca, dejará de desear ni de ignorar el objeto de su deseo. La gracia

que le ha sido dada a cambio de su sufrimiento, la que usted quiere leer, o ver, o soñar:

de todos modos, la suya.

Ningún dios benévolo o irónico observa el intercambio amoroso y cruel de esos

hombres y de esos animales insatisfechos de ser hombres e insatisfechos de ser

animales. Ellos son libres y por eso tiemblan. Ese cliente inundado de luz eléctrica

percibe en la sombra al gran Pan en persona, el mismo a quien se creía muerto al

principio de la cristiandad (ya entonces lo anunciaba la voz que corría en las orillas del

Mediterráneo). Falsa muerte o falso mutis, porque ahora reaparece en el rostro del

dealer, porque gruñe subterráneamente en el pecho del cliente. Es él, son sus cuernos,

su pelo ondulado y su risa a la que imagino ya sea sarcástica o embaucadora.

Conserva su flauta, pero la melodía es la de las Sirenas, y por eso, desconfiados y

conocedores del peligro, lo acusaremos primero del deseo del cual él nos acusa -¿con

qué oscuro fin?

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¿Acaso no hay razón para que, a su vez, Pan también tiemble? ¿Acaso no

puede esperarse todo de un cliente que, en el temor de ser golpeado primero, prefirió

ser “la teja que cae del techo más bien que el cráneo”, pero que es retenido en la

extrañeza de la hora y del lugar por la incertidumbre frente a nuestros propósitos y el

provecho que él saca de ellos? Porque también ese dealer tira salvajemente de su

correa: también él espera, cargado con su deseo “como un peso que tengo que

sacarme de encima para ponerlo en alguien que pase delante de mí, hombre o

animal.” Cuidémonos. El más peligroso de los dos no es el que creemos.

Por eso, a la oscuridad del deseo y a sus amenazas latentes - cuanto más

ignoradas, más amenazantes - puedo a veces preferir el comercio homologado e

iluminado con luz eléctrica: su legalidad tranquilizadora, sus códigos, sus obligaciones,

sus prohibiciones y sus recorridos impuestos - al menos, ellos han sido nombrados -.

Son mis referencias, me trazan una forma, me dan un contorno. Así distingo lo

caliente y lo frío, el invierno y el verano, o incluso el derecho del revés. Poco me

importa entonces que el universo esté en equilibrio sobre el cuerno de un rinoceronte

o sobre el lomo de tres ballenas porque sólo temo que “todo gesto que tomo por un

golpe acaba siendo una caricia”

Sin embargo, se habrá comprendido lo ilusorio de un inundo que pretende

nombrar, ya que finalmente el deseo nace siempre en un más acá de la palabra y

siempre se dirige a un más allá de la persona. Irrepresentable, anárquico, está presente

en cada palabra pero sólo puede actuarse libremente una vez disuelta la persona en el

corazón de un mundo sin regla y de esencia dionisíaca. No, no hay amor: sólo hay

sangre. No hay amor: hay mejor o peor, según cada cual y da lo mismo.

¿Cómo representar entonces lo irrepresentable del deseo? Rebelde a toda

psicología, irreductible a cualquier formulación, quizá sólo concierne a la puesta en

escena, precisamente, con la condición de que la misma sólo presente las condiciones

de emergencia y no el cuadro preconcebido de una representación que, pretendiendo

iluminar su objeto, lo enviara al infierno de las significaciones accidentales; que,

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queriendo esclarecerlo, ahogara su música en la ilusión de un saber cuantificable,

doctoral y apolíneo.

A la puesta en escena le corresponde hacer resonar la música que le dio

nacimiento a ese flujo de palabras. Así, quizá tengamos alguna oportunidad de oír un

poco del deseo que, como la asíntote de los matemáticos, sólo vive de su incompletud,

se nutre del devenir en detrimento del ser...

En efecto, en las últimas réplicas se dice la desaparición de los personajes,

réplicas idénticas para cada uno de ellos, cómodamente intercambiables, solicitando del

otro el reconocimiento de su propio vaciamiento:

El dealer: Por favor, en el estrépito de la noche, ¿no vio nada que deseara

de mí y que yo no haya escuchado?

El cliente: No dije nada; no dije nada. Y usted en la noche, en la oscuridad

tan profunda que necesita demasiado tiempo para que uno se acostumbre a ella,

¿No se propuso nada que no haya adivinado?

El dealer: Nada.

Sólo es paradojal en apariencia el que ese puro intercambio de palabras que es

nuestro diálogo culmine en una tal negación del sentido y del individuo que lo carga,

porque si al texto le corresponde decir el vaciamiento necesario de los signos, quizá a la

actuación y a la actualización sobre el escenario les corresponda hacer oír la voz

originaria, quizá a esa voz - la que a pesar de nosotros se oye- le incumbe decir el

imposible acceso siempre diferido a la verdad dionisíaca, en ese lugar en el que ya

nada tiene nombre en ninguna lengua, donde sólo hay sangre y deseo.

R. M. Rjlke quizá tenía razón: así como el fruto lleva su semilla, cada cual

carga su propia muerte. B. M. Koltés encontró la suya por azar, en el recorrido azaroso

de una luz hacia otra luz, el 17 de abril de 1989.

Armel GauUier

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EN LA SOLEDAD DE LOS CAMPOS DE ALGODÓN

Bernard – Marie Koltès

Un deal es una transacción comercial concerniente a valores prohibidos o

estrictamente controlados, que se realiza en espacios neutros, indefinidos y no

previstos para ese uso, entre proveedores y clientes, por acuerdo tácito, signos

convencionales o conversaciones con doble sentido, con el propósito de evitar los

riesgos de traición y estafa que implica una operación de esa naturaleza, a cualquier

hora del día y la noche, independientemente de las horas de apertura reglamentarias de

los comercios aceptados y, por lo general, a la hora de cierre de los mismos.

EL DEALER

Si usted anda paseando a esta hora y por este lugar, es porque desea algo que

no tiene, y yo se lo puedo ofrecer; porque, si estoy en este lugar desde hace más

tiempo que usted y por más tiempo que usted, y si incluso a esta hora – que es la hora

de las relaciones salvajes entre los hombres y los animales – no me voy de aquí, es por

que tengo lo necesario para satisfacer el deseo que pasa delante de mí, y es como un

peso que tengo que sacarme de encima para ponerlo en alguien que pase delante de

mi, hombre o animal.

Por eso me acerco a usted, a pesar de esta hora, que es cuando, generalmente,

el hombre y el animal se arrojan salvajemente uno sobre el otro; yo me le acerco con

las manos abiertas y las palmas vueltas hacia usted, con la humildad del que propone

frente al que compra, con la humildad del que posee frente al que desea; y veo su

deseo como se ve una luz que se enciende, en la ventana de un edificio, al anochecer;

me acerco a usted, como el anochecer se acerca a esa primera luz, suavemente,

respetuosamente, casi afectuosamente, dejando muy abajo en la calle al animal y al

hombre tirar de sus correas y mostrarse salvajemente los dientes.

No es que haya adivinado lo que usted puede desear, ni que este apurado por

conocerlo; porque el deseo de un comprador es lo más melancólico que existe, algo

que se contempla como un secreto que sólo pide ser penetrado y con el cual nos

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tomamos un tiempo antes de penetrarlo, como un regalo que recibimos embalado y con

el cual nos tomamos un tiempo en desatar. Pero es que yo mismo he deseado, desde el

momento en que estoy en este sitio, todo lo que todo hombre o animal puede desear a

esta hora de oscuridad que lo hace salir fuera de su casa, a pesar de los gruñidos

salvajes de los animales insatisfechos y de los hombres insatisfechos; por eso sé –

mejor que el comprador inquieto que guarda por un instante su misterio, como una

virgencita educada para ser puta - que lo que usted me va a pedir, ya lo tengo, y que

para usted es suficiente pedírmelo, sin sentirse herido por la aparente injusticia que

suele sentir el que pide frente al que propone.

Ya que en esta tierra no hay otra injusticia más verdadera que la injusticia de la

tierra misma, que es estéril por el frío o estéril por el calor, y raramente fértil por la

suave mezcla de lo caliente y lo frío, no hay injusticia para quien anda por el mismo

pedazo de tierra sometida al mismo frío a al mismo calor o a la misma suave mezcla, y

todo hombre o animal que puede mirar a otro hombre o animal a los ojos es su par

porque andan sobre la misma línea fina y plana de latitud, esclavos de los mismos fríos

y de los mismos calores, igualmente ricos e igualmente pobres; y la única frontera que

existe es la que hay entre el comprador y el vendedor, pero es incierta, porque los dos

poseen el deseo y el objeto del deseo, a la vez hueco y abultado, con menos injusticia

todavía de la que hay en ser macho o hembra entre los hombres o los animales. Por

eso es que provisoriamente tomo prestada la humildad y le presto la arrogancia, para

que se nos distinga a uno del otro a esta hora que es ineluctablemente la misma para

usted y para mí.

Dígame, entonces, virgen melancólica, en este momento en el que gruñen

sordamente hombres y animales, dígame que desea para que pueda proveerlo, y lo voy

a proveer suavemente, casi respetuosamente, y tal vez con afecto; luego, después de

haber colmado los huecos y aplanado los montones que hay entre nosotros, nos

alejaremos el uno del otro, en equilibrio sobre la delgada y plana línea de nuestra

latitud, satisfechos en medio de los hombres y de los animales insatisfechos de ser

hombres insatisfechos de ser animales; pero no me pida que adivine su deseo; estaría

obligado a enumerar todo lo que poseo para satisfacer a los que pasan delante de mí

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desde que estoy acá, y el tiempo que necesitaría esa enumeración desecaría mi

corazón y quizá fatigaría su esperanza.

EL CLIENTE

No camino en un cierto lugar y a una cierta hora; camino a secas, yendo de un

punto a otro, por asuntos privados que se tratan en esos puntos y no en el recorrido; no

conozco ningún crepúsculo ni ningún tipo de deseos y quiero ignorar los accidentes de

mi recorrido. Iba desde esa ventana iluminada, detrás de mí, allá arriba, hasta esa otra

ventana iluminada, allá, enfrente de mí, según una línea muy recta que pasa a través de

usted, porque usted deliberadamente se situó ahí. Ahora bien, no existe ningún medio

que permita, a quien va de una altura a otra, evitar descender para volver a subir

después con el absurdo de dos movimientos que se anulan y el riesgo entre uno y otro

de pisar los deshechos arrojados por las ventanas; cuanto más alto se vive, más sano

es el espacio, pero más dura la caída; y cuando el ascensor lo ha dejado a usted abajo,

lo condena a caminar en medio de todo lo que desde arriba uno no quería, en medio de

un montón de recuerdos que se pudren como en el restaurante, cuando un mozo le

hace la cuenta enumerando a sus oídos todos los platos que usted ya digiere desde

hace rato.

Por otra parte, habría sido necesario que la oscuridad fuese todavía más espesa

y que yo no pudiera percibir en absoluto su rostro; en ese caso habría podido, quizá,

equivocarme acerca de la legitimidad de su presencia y del desvío que usted hizo para

ponerse en mi camino y, a mi vez, desviarme y acomodarme al suyo; pero, ¿qué

oscuridad sería lo bastante densa como para hacer que usted parezca menos oscuro

que ella? No existe una noche sin luna que no parezca medio día cuando usted pasea

debajo de ella, y ese mediodía es suficiente para demostrarme que no es el azar de los

ascensores lo que lo puso a usted aquí, sino una imprescriptible ley de gravedad que le

es propia, que usted carga, visible, sobre los hombros, como un bolso que lo ata a esta

hora, en este lugar desde donde usted evalúa, suspirando, la altura de los edificios.

En cuanto a lo que deseo, si hubiera algún deseo que pudiera recordar ahora, en

la oscuridad del crepúsculo, en medio de gruñidos de animales a los que ni siquiera se

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les ve el rabo – además deseo que se olvide de la humildad y que no me ofrezca la

arrogancia, porque si tengo alguna debilidad por la arrogancia, odio la humildad, en mí

y en los otros y este intercambio me disgusta -, lo que yo pudiera desear seguramente

usted no lo tendría. Mi deseo, si lo hubiera, quemaría su rostro al expresárselo, le haría

retirar las manos con un grito y usted huiría en la oscuridad como un perro que corre tan

rápido que no se le ve la cola. Pero no, lo turbio de este lugar y de esta hora me hace

olvidar que alguna vez pude haber tenido algún deseo del cual acordarme; no, no tengo

ningún deseo como tampoco nada que ofrecerle, así que va a ser necesario que se

corra para que no me desvíe, que se salga del eje que yo seguía, que se anule porque

es a luz, allá arriba, en lo alto del edificio, al cual se acerca la oscuridad, continúa

brillando imperturbable; perfora esa oscuridad, como un fósforo encendido perfora el

trapo que pretende ahogarlo.

EL DEALER

Hace bien en pensar que no desciendo de ninguna parte y que no tengo ninguna

intención de subir, pero se equivocaría si creyera que lo lamento. Evito los ascensores

como un perro evita el agua. No es que se nieguen a abrirme la puerta ni que me

repugne encerrarme, sino que los ascensores en movimiento me hacen cosquillas, y,

entonces, allí pierdo mi dignidad; y, aunque me gusta que me hagan cosquillas, también

quiero que no me las hagan apenas lo exige mi dignidad. Los ascensores son como

ciertas drogas; demasiado uso hace que uno flote, nunca subir, nunca bajar, confundir

líneas curvas con líneas rectas y congelar el fuego en su centro. Sin embargo, desde

que estoy en este lugar sé reconocer las llamas que, de lejos, detrás de los vidrios,

parecen heladas como crepúsculos de invierno; pero basta que nos acerquemos

suavemente, tal vez afectuosamente, para recordar que no hay ninguna luz

definitivamente fría; mi propósito no es hacer que usted se apague, sino protegerlo del

viento y secar la humedad del instante al calor de esta llama.

Porque, diga lo que diga, la línea, tal vez recta, sobre la cual usted caminaba, se

torció cuando usted me percibió y capte el instante preciso en que su camino se volvió

curvo; y no curvo para alejarlo de mí, sino curvo para venir a mí; de otra manera, nunca

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nos hubiéramos encontrado y, de antemano, se habría alejado de mí, porque usted

caminaba a la velocidad de quien se desplaza de un punto a otro, y nunca lo habría

alcanzado porque yo sólo me desplazo lentamente, tranquilamente, casi con

inmovilidad, al paso de quien no va de un punto a otro, sino que, en un lugar invariable,

se acerca a quien pasa delante de él y espera que modifique ligeramente su recorrido.

Y si digo que describió una curva – y quizá va a pretender que era un desvió para

evitarme, a lo cual voy a afirmar, en respuesta, que fue un movimiento para acelerarlo -,

sin duda es porque, a fin de cuentas, usted no se desvió, porque toda línea recta sólo

existe en relación con un plano, porque nos movemos según dos planos distintos y

porque, sintetizando, el único hecho que cuenta es que miró y que intercepté esa

mirada, o fue al revés, y que la línea sobre la cual se desplazaba, de absoluta que era

se hizo relativa y compleja en consecuencia: ni curva ni recta, sino fatal.

EL CLIENTE

Sin embargo, para agradarle, no tengo deseos ilícitos. Mi propio negocio lo hago

en las horas aceptadas del día, en los comercios aceptados e iluminados con luz

eléctrica. Tal vez sea puta, pero si lo soy, mi prostíbulo no es de este mundo; el mío se

extiende bajo la luz legal y cierra sus puertas a la noche, sellado por la luz e iluminado

con luz eléctrica, porque ni siquiera la luz del sol es confiable; además es complaciente.

¿Qué es lo que usted espera de un hombre que no da un paso sin que éste sea

aceptado y sellado y legal e inundado de luz eléctrica en sus menores recovecos? Y si

estoy aquí, en recorrido, a la espera, en suspensión, en desplazamiento, fuera de

juego, fuera de vida, provisorio, prácticamente ausente, por así decir en otra parte –

porque si se dice de un hombre que cruza el Atlántico, que en un momento dado está

Groenlandia, ¿está en Groenlandia o en el corazón tumultoso del océano? -, y si yo me

desvié, a pesar de que no haya razón alguna para que se tuerza de repente mi línea

recta, del punto desde donde vengo al punto hacia donde voy, es porque usted me

impide el camino, lleno de intenciones ilícitas y de sospechas referidas a mí de

intenciones ilícitas. Ahora bien, sepa que lo que más me repugna en el mundo, incluso

más que la intención ilícita, más que la actividad ilícita misma, es la mirada de quien

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sospecha que uno esta lleno de intenciones ilícitas y que acostumbra tenerlas; no

solamente a causa de esa mirada misma - aunque es turbia al punto de enturbiar un

torrente de montaña (y la mirada suya haría subir el barro desde el fondo de un vaso de

agua) -, sino porque, por el solo peso de esa misma mirada sobre mí, la virginidad que

hay en mí se siente repentinamente violada, la inocencia culpable, y la línea recta,

destinada a llevarme de un punto luminoso a otro punto luminoso, por culpa suya, se

tuerce y se vuelve un laberinto oscuro en el oscuro territorio donde me perdí.

EL DEALER

Usted trata de poner una espina debajo de la silla de mi caballo para que se

ponga nervioso y se deboque, pero, aunque mi caballo es nervioso y poco dócil, lo

tengo con las riendas cortas y no se desboca con tanta facilidad; una espina no es un

cuchillo, el caballo conoce el espesor de su cuero y puede aguantar la picazón. Sin

embargo, ¿quién conoce de verdad los humores de los caballos? A veces aguantan

una aguja en su flanco, a veces algo que queda debajo del arnés puede hacerlos

encabritar y girar sobre ellos mismos y desensillar al jinete.

Sepa entonces que, si le hablo a esta hora, así, suavemente, tal vez todavía con

respeto, usted no me responde de la misma manera, sino forzosamente, según un

lenguaje que hace que lo reconozcamos como miedo, con un miedo pequeñito y agudo,

sin sentido, demasiado visible, como el de un chico frente a un posible chirlo de su

padre; yo tengo el lenguaje del que no se deja reconocer, el lenguaje de este territorio y

de este lapso en que los hombres tiran de la correa y en el que los cerdos chocan con

la cabeza contra el corral; yo contengo mi lengua como se contiene a un semental por

las riendas para que no se lance sobre la yegua, porque si soltara las riendas, si

distendiera levemente la presión de mis dedos y la tracción de mis brazos, mis palabras

me harían caer de la silla y se lanzarían hacia el horizonte con la violencia de un caballo

árabe que huele el desierto y que no puede frenar.

Por eso, sin conocerlo, lo he tratado correctamente desde la primera palabra,

desde el primer paso que di en su dirección, un paso correcto, humilde y respetuoso,

sin saber siquiera si algo en usted merecía respeto, sin conocer nada de usted que

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pueda enseñarme si la comparación de nuestros dos estados autorizaba que yo fuera

humilde y usted arrogante, le he dejado la arrogancia a causa de la hora del crepúsculo

en la que nos acercamos uno al otro, porque la hora del crepúsculo en la que se acercó

a mí es aquella en la que la corrección ya no es obligatoria y por eso se hace necesaria,

en la que sólo es obligatoria una relación salvaje en la oscuridad, y hubiera podido

arrojarme como un trapo sobre la llama de una vela , hubiera podido tomarlo por el

cuello de la camisa, por sorpresa. Y esa corrección, necesaria pero gratuita, que le he

ofrecido lo liga a mí, solamente porque hubiera podido, por orgullo, pisarlo como una

bota pisa un desecho de papel, porque sabía, por esa altura que nos diferencia

básicamente – y a esta hora y en este lugar, sólo la altura nos diferencia -, ambos

sabemos quién es la bota y quien el desecho de papel.

EL CLIENTE

Aunque lo haya hecho, sepa que hubiera deseado no haberlo mirado. La mirada

pasea, se posa y cree encontrarse en terreno neutro y libre, como una abeja en un

campo florecido, como el hocico de una vaca en el espacio cerrado de una pradera.

Pero, ¿qué hacer con la mirada? Mirar hacia el cielo me pone nostálgico y fijar la mirada

en el suelo me entristece: extrañar algo y recordar que no lo tenemos son dos cosas

igualmente agobiantes. Entonces es necesario mirar bien delante de uno, a la propia

altura, sea cual sea el nivel donde se posó provisoriamente el pié; por eso, cuando

caminaba por donde caminé hace un momento y donde ahora estoy detenido, mi

mirada debía chocar tarde o temprano con toda cosa posada o en movimiento a la

misma altura que yo; ahora bien, por la distancia y las leyes de perspectiva, todo

hombre y todo animal está provisoria y aproximadamente a la misma altura que yo. En

efecto, quizá la única distancia que nos queda para distinguirnos, o la única injusticia –

si prefiere -, es la que hace que uno tenga vagamente miedo de un posible chirlo del

otro; y la única semejanza, o única injusticia - si prefiere -, es la ignorancia que

tenemos del grado según el cual ese miedo es compartido, del grado de realidad futura

de esos chirlos y del grado respectivo de su violencia.

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EN LA SOLEDAD DE LOS CAMPOS DE ALGODÓN Bernard – Marie Koltès

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Así, no hacemos otra cosa que reproducir el vínculo ordinario de los hombres y

de los animales entre ellos en las horas y en los lugares ilícitos y tenebrosos que ni la

ley ni la electricidad han invadido; por eso, por odio a los animales y por odio a los

hombres, prefiero la ley y prefiero la luz eléctrica y tengo razón para creer que toda luz

natural y todo aire no filtrado y la temperatura no corregida de las estaciones hace

azaroso al mundo; porque no hay paz ni derecho en los elementos naturales, no hay

comercio en el comercio ilícito, hay sólo amenaza y la huída y el golpe sin objeto para

vender, y sin objeto para comprar, y sin dinero valido y sin escala de precios, tinieblas

de los hombres que se abordan en la noche; y si usted me abordó, es porque, a fin de

cuentas, me quiere golpear; y si le preguntara por qué me quiere golpear, me

contestaría – lo sé – que es por una razón secreta incluso para usted y que, tal vez, no

me incumba conocer. Entonces no le preguntaré nada. ¿Acaso se le habla a una teja

que cae del techo y que va a partirle el cráneo a uno? Somos una abeja que se ha

posado sobre la flor equivocada, el hocico de una vaca que quiso pastar del otro lado

del alambre de púas; uno se calla o huye, se lamenta, espera, hace lo que puede,

motivaciones insensatas, ilegalidad, tinieblas.

Pues el pié en una canaleta de establo donde corren misterios como desechos

de animales; y de esos misterios y de esa oscuridad que son suyos surgió la regla que

hace que, cuando dos hombres se conocen, siempre hay que elegir ser el que ataca; y

sin duda, a esta hora y en estos lugares habría que acercarse a todo hombre o animal

que la mirada percibió, golpearlo y decirle: no sé si su intención era golpearme, por una

razón insensata y misteriosa que, de todos modos, usted no hubiera creido necesario

explicarme pero, fuera lo que fuera, yo preferí golpear primero, y si mi razón es

insensata, al menos no es secreta; porque, por mi presencia, por la suya y por la

conjunción accidental de nuestras miradas estaba en el aire la posibilidad de que me

golpeara primero, y preferí ser la teja que cae en lugar del cráneo, el alambre de púas

en lugar del hocico de la vaca.

Si no, si fuera cierto que usted es el vendedor que posee mercancías tan

misteriosas que se niega a develar y que no cuento con los medios para adivinarlas, y

que yo soy el comprador con un deseo tan secreto que yo mismo lo ignoro, y, por lo

tanto, para asegurarme de que tengo un deseo me es necesario raspar mi recuerdo,

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como a una costra, para que la sangre corra; si eso es cierto, ¿por qué sigue

escondiendo sus mercancías, cuando ya me he detenido, cuando estoy aquí y espero?

¿Por qué las guarda como en una gran bolsa sellada que usted carga sobre los

hombros, como una impalpable ley de gravedad, como si no existieran y sólo debieran

existir desposando la forma de un deseo; como los que incitan a los clientes en la

puerta de los bares de strip-tease, que lo agarran a uno por el codo, cuando a la noche

usted vuelve para acostarse, y que le susurran a uno al oído: ella está aquí esta noche?

Ahora, si me mostrara las mercancías, si le diera un nombre a su ofrecimiento, cosas

lícitas o ilícitas, pero nombradas y, entonces, al menos juzgables, si me las nombrara,

podría decir no, y ya no me sentiría como un árbol sacudido por un viento venido de

ninguna parte que arranca sus raíces. Porque sé decir no y me gusta decir no, soy

capaz de deslumbrarlo con mis no, de hacerle descubrir todas las maneras que existen

de decir no, que empiezan por todas las formas de decir sí, como esas coquetas que se

prueban todas las camisas y todos los zapatos para no comprar ninguno, y el placer

que sienten probándose todo está hecho solamente del placer de rechazar todo.

Decídase, muéstrese: ¿es usted la bestia que aplasta el pavimento, o es comerciante?

En ese caso, extienda su mercancía primero, y ya nos tomaremos el tiempo de mirarla.

EL DEALER

Precisamente porque quiero ser comerciante, y no bestia, pero comerciante de

veras, no le digo qué es lo que poseo ni lo que le propongo, porque no quiero sentir el

rechazo, que es lo que más teme cualquier comerciante, porque es un arma de la que

él no dispone. Así es como nunca aprendí a decir no, y no quiero aprenderlo ahora;

pero conozco todos los tipos de sí: sí, espere un poco; espere mucho; espere aquí

conmigo una eternidad; sí, lo tengo; lo voy a tener; lo tenía y lo voy a volver a tener;

nunca lo tuve pero lo voy a conseguir para usted. Y que me vengan a decir:

supongamos que uno tiene un deseo, que uno lo admite y que no tenga nada para

satisfacerlo. Diré: tengo lo necesario para satisfacerlo; y si me dicen; imagine no

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obstante que no lo tiene; incluso imaginándomelo lo tengo siempre. Y que me digan:

supongamos que, a fin de cuentas, ese deseo sea tal que no quiera en absoluto tener la

idea de lo que es necesario para satisfacerlo. Bueno, incluso no queriéndolo, a pesar de

eso, tengo de todos modos lo necesario.

Pero, cuanto más correcto es un vendedor, más perverso es el comprador; todo

vendedor busca satisfacer un deseo que todavía no conoce, mientras que el comprador

somete siempre su deseo a la satisfacción primera de poder rechazar lo que se le

propone; así, su deseo oculto es exaltado por el rechazo, y olvida su deseo por el placer

que siente al humillar al vendedor. Pero no soy de la raza de comerciantes que

invierten sus letreros para satisfacer el gusto de los clientes por la ira y la indignación.

No estoy acá para dar placer, sino para colmar el abismo del deseo, despertar el deseo,

obligar al deseo a tener un nombre, arrastrarlo por el piso, darle una forma y un peso,

con la crueldad obligatoria que hay en darle una forma y un peso al deseo. Y como veo

que el suyo aparece en la comisura de sus labios como saliva que vuelve a ser tragada,

voy a esperar a que corra por su mentón o a que usted escupa su deseo antes de

ofrecerle un pañuelo, porque si se lo ofreciera demasiado pronto, sé que me lo

rechazaría y es un sufrimiento que no quiero sentir para nada.

Porque lo que todo hombre o animal teme, a esta hora en que el hombre se pone

a la misma altura que el animal, y en la que todo animal se pone a la misma altura que

todo hombre, no es el sufrimiento, puesto que el sufrimiento se mide y la capacidad de

infligir y de tolerar el sufrimiento se mide; lo que temen, por encima de todo, es lo

extraño del sufrimiento y de ser llevados a soportar un sufrimiento que no le es familiar.

Así, la distancia que siempre va a existir entre las bestias y las señoritas que pueblan el

mundo no viene de la evaluación respectiva de fuerzas, porque, entonces, el mundo se

dividiría muy simplemente entre las bestias y las señoritas. Cada bestia se lanzaría

sobre cada señorita y el mundo sería simple; pero lo que mantiene a la bestia – y la

mantendrá aún por eternidades – a distancia de la señorita es el misterio infinito y lo

infinitamente extraño de las armas, como esas bombitas que llevan en sus carteras y

cuyo líquido proyectan a los ojos de las bestias para hacerlas llorar; así vemos cómo,

bruscamente, habiendo perdido toda dignidad, las bestias – ni hombres ni animales –

lloran frente a las señoritas, y como éstas se convierten en nada, lágrimas de

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vergüenza e la tierra de un campo. Por eso bestias y señoritas se temen tanto como

desconfían, porque uno sólo se inflige los sufrimientos que puede soportar y sólo teme

los sufrimientos que uno mismo no es capaz de infligir.

Entonces no rehuse decirme el objeto, se lo ruego, de su fiebre, de su mirada

sobre mí; dígame la razón; y si se trata de no herir su dignidad, pues bien, diga su razón

como quien se la dice a un árbol, o frente al muro de una prisión, o en la soledad de un

campo de algodón por el cual uno pasea desnudo de noche; dígamela sin siquiera

mirarme, ya que la única crueldad verdadera de esta hora del crepúsculo en la que

ambos nos encontramos no es que un hombre hiera a otro o lo mutile o lo torture o le

arranque los miembros o la cabeza o incluso lo haga llorar; la verdadera y terrible

crueldad es la del hombre o la del animal que hace que el hombre o el animal

permanezcan inacabados, que los interrumpe como puntos suspensivos en el medio de

una frase, que se desvía de ellos luego de haberlos mirado, que hace – del hombre o

del animal – un error de la mirada, un error de juicio, un error como una carta que uno

comenzó y que estruja brutalmente apenas después de escribir la fecha.

EL CLIENTE

Usted es un bandido demasiado extraño, que no roba nada o que tarda

demasiado en robar, un merodeador excéntrico que se introduce de noche en el huerto

para sacudir los árboles e irse sin recoger los frutos. Usted es quien conoce estos

lugares, yo soy el extranjero; soy el que teme y que tiene razón de temer; soy el que no

lo conoce, el que no puede conocerlo, el que sólo supone su silueta en la oscuridad. A

usted le correspondía adivinar, nombrar algo y, entonces, quizá con un movimiento de

la cabeza yo habría aprobado; con una señal, usted lo habría sabido; pero no quiero

que mi deseo se derrame por nada sobre una tierra extranjera. Usted no arriesga nada;

conoce mi inquietud, mi duda y mi desconfianza; sabe de donde vengo y adónde voy;

conoce estas calles, conoce esta hora, sabe cuáles son sus planes; yo no conozco

nada y arriesgo todo. Frente a usted estoy como frente a esos hombres travestidos en

mujeres que se disfrazan de hombres y, finalmente, ya no se sabe dónde está el sexo.

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Porque su mano se posó sobre mí como la de un bandido sobre su víctima o

como la de la ley sobre el bandido, y desde entonces sufro, ignorante, ignorante de mi

fatalidad, ignorante de si soy juzgado o cómplice, por no saber aquello por lo que sufro,

sufro por no saber qué herida me causa y por dónde corre mi sangre. Quizá usted no

sea extraño, sino retorcido; quizá usted sólo sea un servidor de la ley disfrazado que

secreta la ley a imagen del bandido para acorralar al bandido; quizá usted sea,

finalmente, más leal que yo. Y entonces, por nada, por accidente, sin que yo haya dicho

ni querido nada, porque no sabía quién es usted, porque soy el extranjero que no

conoce la lengua ni las costumbres ni lo que acá está mal o bien, el derecho o el revés,

y quien actúa como encandilado, perdido; es como si le hubiera pedido algo, como si le

hubiera pedido lo peor que pueda imaginar, algo que, por pedírselo, me hará culpable.

Un deseo como sangre a sus pies corrió fuera de mí, un deseo que no conozco y que

no reconozco, que únicamente usted conoce, y que juzga.

Si es así, si se empeña, con la sospechosa premura del traidor, en obligarme a

actuar con o contra usted para que, en todo caso, sea culpable, si es eso, entonces,

reconozca al menos que todavía no actué ni a favor suyo ni en contra suyo, que todavía

no hay nada que reprocharme, que hasta ahora he sido honesto. Testimonie a mi favor

que no me sentí a gusto en la oscuridad donde usted me detuvo, que sólo me detuve

porque puso su mano sobre mí; testimonie que llamé a la luz, que no me deslicé en la

oscuridad como un ladrón, de buen grado y con intenciones ilícitas, sino que he sido

sorprendido y que grité como un niño en su cuna, cuyo velador bruscamente se apaga.

EL DEALER

Si me cree animado de planes violentos en relación a usted – y quizá tenga

razón -, no dé demasiado pronto ni género ni nombre a esa violencia. Usted nació con

la idea de que el sexo de un hombre se esconde en un lugar preciso y allí se queda, y

conserva precavidamente esa idea; sin embargo, yo sé – aunque nací de la misma

manera que usted – que el sexo de un hombre con el tiempo que pasa esperando y

olvidando, permaneciendo sentado en la soledad, se desplaza suavemente de un lugar

a otro, nunca escondido en un lugar preciso, sino visible donde no se lo busca; y que

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ningún sexo, pasado el tiempo en el que el hombre aprendió a sentarse y a descansar

tranquilamente en su soledad, se parece a ningún otro, no más de lo que un sexo

macho se parece a un sexo hembra; que no ay disfraz en algo así, sino una suave duda

de las cosas, como las estaciones intermedias que no son ni el verano disfrazado de

invierno, ni el invierno de verano.

Sin embargo, una suposición no merece que uno se enloquezca por ella; uno

tiene que mantener su imaginación como a su noviecita; si es bueno verla vagabundear,

es tonto dejar que pierda el sentido de lo conveniente. No soy retorcido, sino curioso;

había puesto mi mano sobre su brazo por mera curiosidad, para saber si, a una carne

que tiene la apariencia de la de una gallina desplumada, corresponde el calor de una

gallina viva o el frío de la gallina muerta, y ahora lo sé. Padece, dicho sea sin ofenderlo,

el frío como una gallina muerta a medio desplumar, como una gallina alcanzada – en el

sentido estricto del término – por la tiña desplumante; cuando yo era niño, corría detrás

de ellas por el gallinero para tantarleas y descubrir, por mera curiosidad, si su

temperatura era la de la muerte o la de la vida. Hoy, al tocarlo, sentí en usted el frío de

la muerte, pero también sentí el sufrimiento que causa el frío, como sólo alguien vivo

puede sentirlo. Por eso le tendí mi saco para cubrir sus hombros ya que yo no padezco

el frío. Nunca lo padecí, a tal punto que sufrí por no conocer ese sufrimiento, de tal

modo que mi único sueño, cuando era pequeño – uno de esos sueños que no son

objetivos, sino prisiones suplementarias, que son el momento en que el niño percibe los

barrotes de su primera prisión como aquellos que, nacidos esclavos, sueñan ser hijos

de amo -, mi propio sueño era conocer la nieve y el hielo, conocer el frío que es su

sufrimiento.

Si le preste mi saco solamente, no es por desconocer que padece el frío sólo en

la parte de arriba de su cuerpo, sino, sin ofenderlo – dicho sea de paso -, desde arriba

hasta abajo y quizá incluso un poco más allá; y, en lo que me concierne, siempre habría

pensado que había que cederle al friolento la parte del vestido correspondiente al lugar

donde tiene frío, a riesgo de quedarse desnudo, de arriba abajo y quizá incluso un poco

más allá; pero mi madre, que no era nada avara, sino que estaba provista del sentido

de lo conveniente, me decía que, si era loable dar la camisa o el saco o cualquier cosa

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que cubriera de la cintura para arriba, siempre hay que dudar largamente en dar los

zapatos, y que en ningún caso es conveniente ceder el pantalón.

Ahora bien, así como sé – sin explicármelo, pero con una certeza absoluta – que

la tierra sobre la cual estamos usted y yo y los otros está en equilibrio sobre los cuernos

de un toro y mantenida en esta posición por la mano de la providencia, igualmente

intento, sin saber totalmente por qué – pero sin dudarlo -, permanecer en los límites de

lo conveniente, evitando lo inconveniente del mismo modo que un niño debe evitar

inclinarse en el borde del techo incluso antes de entender la ley de la caída de los

cuerpos. Y asimismo, como el niño cree que se le prohíbe inclinarse en el borde del

techo para impedirle volar, por mucho tiempo creí que se le prohibía al varón ceder su

pantalón para impedirle que devele el entusiasmo o la languidez de sus sentimientos.

Pero hoy en día que entiendo muchas más cosas, que reconozco mucho más las cosas

que no entiendo, que me quedé en este lugar y a esta hora tanto tiempo, que vi pasar

tantos transeúntes, que los miré y que a veces puse mi mano sobre sus brazos, tantas

veces sin entender nada y sin querer entender nada pero sin renunciar por eso a

mirarlos y a tratar de poner mi mano sobre sus brazos – porque es más fácil agarrar a

un hombre que pasa que a una gallina en un gallinero -, sé perfectamente que no hay

nada inconveniente ni en el entusiasmo ni en la languidez que haya que esconder y que

hay que seguir la regla sin saber por qué.

Además, dicho sea sin ofenderlo, esperaba, al cubrir sus hombros con mi saco,

hacer su apariencia más familiar a mis ojos. Demasiada extrañeza me puede volver

tímido y, al verlo venir hacia mi hace un momento, me pregunté por qué el hombre no

enfermo se vestía como una gallina afectada de tiña, que pierde sus plumas y sigue

paseando por el gallinero con las plumas fijadas sobre ella misma al azar de su

enfermedad; y quizá, por timidez, me habría contentado con rascarme el cráneo y

desviarme para evitarlo, si no hubiera visto en su mirada, fija sobre mí, el brillo de quien

va, en el sentido estricto del término, a pedir algo, y ese brillo me distrajo de su

vestimenta.

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EL CLIENTE

¿Qué espera sacar de mí? Todo gesto que tomo por un golpe acaba siendo una

caricia; es inquietante ser acariciado cuando deberíamos ser golpeados. Exijo que, al

menos, desconfíe, si quiere que me demore. Ya que por casualidad pretende venderme

algo, ¿por qué no se pregunta primero si tengo con qué pagarle? Quizá mis bolsillos

estén vacíos; habría sido correcto pedirme primero que pusiera mi dinero sobre el

mostrador, como se hace con los clientes sospechosos. Usted no me pidió nada por el

estilo: ¿qué placer obtiene arriesgándose a ser engañado? No vine a este lugar para

conseguir ternura; la ternura es minorista; ataca parcelando; despedaza las fuerzas

como a un cadáver en una sala de medicina. Necesito mi integridad; la malevolencia al

menos me va a conservar entero. Enójese: si no, ¿de dónde voy a sacar mi fuerza?

Enójese: vamos a estar más cerca de nuestros negocios, y así vamos a estar seguros

de ambos tratamos el mismo asunto. Porque, así como entiendo de donde obtengo mi

placer, no comprendo de dónde usted obtiene el suyo.

EL DEALER

Si hubiera sospechado un solo instante que usted no tenía con qué pagar lo que

vino a buscar, me habría desviado cuando se acercó a mí. Los comercios vulgares

exigen de sus clientes pruebas de solvencia, pero las tiendas de lujo adivinan y no

piden nada y nunca se rebajan verificando el importe del cheque y la conformidad de la

firma. Hay objetos para vender y objetos para comprar de tal modo que no se plantea el

problema de saber si el comprador podría pagar el precio ni cuanto tiempo va a

demorar en decidirse. Así, soy paciente porque no se insulta a u hombre que se aleja

cuando se sabe que va a desandar lo andado. No podemos desdecirnos de un insulto,

en tanto que sí podemos desdecirnos de la gentileza, y más vale abusar de ésta que

utilizar una vez sola el otro. Por eso no me voy a enojar todavía, porque tengo tiempo

para no hacerlo y tengo tiempo para hacerlo quizá, cuando todo ese tiempo haya

transcurrido, me voy a enojar.

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EL CLIENTE

¿Y sí – como hipótesis – confesara que sólo me serví de la arrogancia – sin

gusto – porque me rogó que la usara cuando se acercó a mí por algún designio que

todavía no adivino – porque no estoy dotado para adivinar – y que me retiene aquí sin

embargo? ¿Si como hipótesis le dijera que lo que aquí me retiene es la incertidumbre

frente a sus propósitos y el provecho que saca de ellos? En lo extraño de la hora y en lo

extraño del lugar y en lo extraño de su acercamiento a mí, habría avanzado hacia usted,

movido por ese movimiento conservado en toda cosa de manera indeleble mientras un

movimiento contrario no le es impreso. ¿Y si fuera por inercia que me hubiera

adelantado hacia usted? Llevado para abajo no por voluntad propia, sino por esa

atracción que experimentan los príncipes que van a encanallarse a las posadas, o el

chico que baja a escondidas al sótano, la atracción del objeto minúsculo y solitario por

la masa oscura e impasible que está en la sombra; habría venido hacia usted, midiendo

tranquilamente la blandura del ritmo de mi sangre en mis venas, con el problema de

saber si esa blandura iba a ser excitada o agotada completamente; lentamente quizá

pero lleno de esperanza, despojado de deseo formulable, listo para satisfacerme con lo

que seme propusiera, porque, fuera lo que fuera propuesto, habría sido como el surco

de un campo demasiado tiempo estéril por el abandono, para él no hay diferencia entre

las semillas cuando caen sobre él; listo para satisfacerme en todo, en lo extraño de

nuestro acercamiento, de lejos hubiera creído que se acercaba a mí, de lejos hubiera

tenido la impresión de que me miraba; entonces me habría acercado a usted, lo habría

mirado, habría estado cerca de usted, esperando de su parte – demasiadas cosas –

demasiadas cosas, no para que las adivinara, porque ni yo mismo sé, no sé adivinar,

pero esperaba de su parte el gusto de desear y la idea de un deseo, el objeto, el precio

y la satisfacción.

EL DEALER

No hay vergüenza en olvidar por la noche lo que se va a recordar por la mañana:

la noche es el momento del olvido, de la confusión, del deseo que, de tan caliente, se

vuelve vapor. Sin embargo, la mañana lo recoge como a una gran nube encima de la

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cama, y sería tonto no prever a la noche la lluvia matinal. Entonces, si como hipótesis

usted me dijera que, por el instante, está desprovisto de deseos que expresar, por

cansancio o por olvido, o por exceso de deseo que lleva al olvido, como respuesta

hipotética le diría que no se canse más y que tome prestado el deseo de algún otro. Un

deseo se roba, pero no se inventa; ahora bien, el saco de un hombre mantiene el

mismo calor cuando lo viste otro, y un deseo se toma prestado más fácilmente que la

ropa. Ya que a toda costa debo vender y que toda costa usted tendrá que comprar,

bueno, compre para otros – cualquier deseo que pase y que usted recoja bastará -,

para alegrar por ejemplo y satisfacer lo que a la mañana se despierta a su lado entre

sus sábanas, una noviecita que, al despertarse, deseará algo que usted todavía no

tiene, que a usted le gustaría regalarle, que haría que usted fuera feliz de poseerlo

porque usted me lo habría comprado. Es una suerte para el comerciante que existan

tantas personas diferentes tantas veces comprometidas con tantos objetos diferentes,

de tantas formas diferentes, porque la memoria de unos es revelada por la memoria de

los otros. Y la mercancía que usted me va a comprar podrá igualmente servir a

cualquier otro si – como hipótesis – no pudiera usarla.

EL CLIENTE

La regla determina que un hombre que se encuentra con otro siempre termine

por darle palmaditas en la espalda hablándole de mujeres; la regla determina que el

recuerdo de las mujeres sirva de último recurso a los combatientes cansados; la regla

determina eso, su regla; no voy a someterme a ella. No quiero que estemos en paz por

la ausencia de la mujer, ni en el recuerdo de una ausencia, ni e el recuerdo de lo que

fuera. Los recuerdos me dan asco y también los ausentes; prefiero los platos que

todavía no fueron tocados a la comida digerida. No quiero una paz cualquiera; no quiero

que estemos en paz.

Pero la mirada del perro no contiene nada más que la suposición de que todo,

alrededor de él, es perro con toda evidencia. Así, usted pretende que el mundo en que

estamos, usted y yo, se mantiene en la punta del cuerno de un toro por la mano de la

providencia; ahora bien, yo sé que flota, apoyado sobre el lomo de tres ballenas; que no

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hay providencia ni equilibrio, sino el capricho de tres monstruos idiotas. Nuestros

mundos no son iguales, nuestra singularidad está mezclada con nuestras naturalezas

como la uva en el vino. No, no voy a levantar la pata frente a usted, en el mismo lugar

que usted; no sufro la misma ley de gravedad que usted; no salí de la misma hembra.

Porque no me despierto de mañana ni me acuesto entre sábanas.

EL DEALER

No se enoje, viejo, no se enoje. Soy sólo un pobre vendedor que apenas conoce

este pedazo de territorio donde espero para vender, que no conoce más que lo que su

madre le enseñó; y como ella no sabía nada, o casi nada, yo tampoco sé nada, o casi

nada. Pero un buen vendedor se esfuerza por decir lo que el comprador quiere

escuchar, y, para tratar de adivinarlo, necesita lamerlo un poco como para reconocerle

el olor. El suyo no me fue familiar, porque no salimos de la misma madre. Sin embargo,

para acercármele, supuse que usted también, al igual que yo, salió de una madre,

supuse que su madre le dio hermanos, como lamía me los dio a mí, en número

incalculable, como si hubiera tenido hipo después de una comilona, y que lo que nos

une en todos los casos es la ausencia de singularidad que nos caracteriza a ambos. Y

me aferré a lo que al menos tenemos en común, porque uno puede viajar mucho

tiempo por el desierto con tal que tenga un punto de arraigo en algún lugar. Pero si me

equivoqué, si no salió de una madre, si nadie le dio hermanos, si no tiene ninguna

noviecita que se despierte con usted a la mañana entre sus sábanas, viejo, le pido

perdón.

Dos hombres que se cruzan no tienen otra posibilidad que golpearse, con la

violencia del enemigo o con la ternura de la fraternidad. Y si, a fin de cuentas, eligen en

el desierto de esa hora evocar lo que no está presente, lo pasado o lo soñado o lo que

falta, es porque no nos enfrentamos directamente a lo demasiado extraño. Frente al

misterio hay que abrirse y develarse entero para obligar al misterio a develarse a su

vez. Los recuerdos son las armas secretas que el hombre guarda para sí cuando es

despojado, la última franqueza que provoca el retorno de la franqueza; la última

desnudez. De lo que soy no saco ni gloria ni confusión, pero, porque no lo conozco – y

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a cada instante me es más desconocido -, entonces, así como el saco que me quité y

que le ofrecía, así como mis manos que le mostré desarmadas, si soy perro y usted

humano, o si soy humano y usted otra cosa diferente, cualquiera sea mi raza y

cualquiera sea la suya, la mía, al menos, la ofrezco a su mirada, se la dejo tocar,

palparme y acostumbrarse a mí, como un hombre se deja revisar para no esconder sus

armas.

Por eso le propongo, prudente, grave, tranquilamente que me mire con amistad,

porque se hacen mejores negocios al calor de la familiaridad. No trato de engañarlo y

no pido nada que no quiera dar. La única camaradería en la que vale la pena

comprometerse no implica actuar de tal o cual manera, sino no actuar; le propongo la

inmovilidad, la infinita paciencia y la injusticia ciega del amigo. Porque no hay justicia

entre los que no se conocen y porque no hay amistad entre los que se conocen, así

como no hay puente sin quebrada. Mi madre solía decirme que era tonto rehusar un

paraguas cuando se sabe que va a llover.

EL CLIENTE

Más que amigable, lo prefería retorcido. La amistad es más mezquina que la

traición. Si hubiera necesitado sentimiento, se lo habría dicho, le habría preguntado el

precio y se lo hubiera abonado. Pero los sentimientos sólo se intercambian por

sentimientos; es un falso comercio con moneda falsa, un comercio de pobre que

remeda el comercio. ¿Acaso se cambia una bolsa de arroz por una bolsa de arroz? No

tiene nada que proponer, por eso arroja sus sentimientos sobre el mostrador, así como

los malos negocios hacen descuentos sobre las baratijas y después uno no se puede

quejar del producto. por mi parte, no tengo sentimiento que darle a cambio; estoy

desprovisto de esa moneda, no pensé en llevarla conmigo, puede revisarme. Entonces,

guarde su mano en su bolsillo, guarde a su madre en su familia, guarde sus recuerdos

para su soledad; es lo mínimo que puede hacer.

Nunca aceptaré esa familiaridad que, a escondidas, trata de instaurar entre

nosotros. No acepté su mano sobre mi brazo, no acepté su saco, no acepto el riesgo de

ser confundido por usted. Porque sepa que, si hace un momento se asombró por mi

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manera de vestir y no juzgó oportuno esconder su asombro, el mío fue también muy

grande al verlo acercarse a mí. Pero, en tierra extranjera, el extranjero suele

enmascarar su asombro, porque para él toda extrañeza se convierte en costumbre

local, y no tiene más remedio que acomodarse a esto como al clima o al plato regional.

Pero si lo llevara entre los míos y usted fuera el extranjero forzado a esconder su

asombro y nosotros los autóctonos libres de exhibirlo, lo rodearíamos señalándolo con

el dedo, lo tomaríamos seguramente por un fenómeno de feria y los demás

preguntarían dónde se sacan las entradas.

No está aquí para comerciar. Más bien merodea por mendicidad y por el robo que la

sucede, como la guerra a las negociaciones. No está aquí para satisfacer deseos.

Porque yo ya tenía deseos; cayeron a nuestro alrededor; fueron pisados; grandes,

pequeños, complicados, fáciles, le habría bastado inclinarse para recogerlos a puñados;

pero los ha dejado rodar hasta la alcantarilla, porque ni siquiera tiene con qué satisfacer

los pequeños ni los fáciles. Usted es pobre, y no está aquí por gusto sino por pobreza,

necesidad e ignorancia. No pretendo comprar imágenes pías ni pagar los lastimosos

acordes de una guitarra en una esquina. Soy caritativo si quiero serlo, o pago el precio

de las cosas. Pero que mendiguen los mendigos, que se animen a tender su mano y

que los ladrones roben.

No quiero ni insultarlo ni gustarle; no quiero ni bueno ni malo, ni golpear ni ser

golpeado, ni seducir ni que usted trate de seducirme. Quiero ser cero. Temo la

cordialidad, no tengo vocación de comadreo, y más que la de los golpes temo la

violencia de la camaradería. Seamos dos ceros bien redondos, impenetrables el uno

para el otro, provisoriamente yuxtapuestos y que rueden cada uno en su dirección.

Ahora que estamos solos, en la infinita soledad de esta hora y de este lugar, que no son

ni una hora ni un lugar definibles – porque no hay razón para que me lo encuentre aquí,

ni razón para que se me cruce, ni razón para la cordialidad, ni cifra razonable que nos

preceda y nos dé un sentido -, seamos simples, solitarios y orgullosos ceros.

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EN LA SOLEDAD DE LOS CAMPOS DE ALGODÓN Bernard – Marie Koltès

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EL DEALER

Pero ya es demasiado tarde: la cuenta ya se empezó a gastar y habrá que

saldarla. Es justo robar a quien no quiere ceder y guarda celosamente en sus arcas

para su placer solitario, pero es grosero robar cuando todo está en venta y por

comprarse. Y si es provisoriamente decente deberle a alguien – lo que no es más que

una justa demora acordada -, es obsceno dar y obsceno aceptar que se nos dé

gratuitamente. Nos hemos encontrado aquí para el comercio y no para la batalla, no

sería justo entonces que haya un perdedor y un ganador. No va irse como un ladrón

con los bolsillos llenos, se olvida del perro que cuida la calle y que va a morderle el culo.

Ya que vino acá, en medio de la hostilidad de hombres y animales coléricos, para

no buscar nada tangible, ya que quiere ser herido por no se qué oscura razón, va a

hacerle falta, antes de dar la espalda, pagar, y vaciar sus bolsillos, a fin de no debernos

nada y de no habernos dado nada. Desconfíe del vendedor: el vendedor al que se roba

es más celoso que el dueño al que se saquea; desconfíe del vendedor: su discurso

tiene la apariencia del respecto y de la dulzura, la apariencia de la humildad, la

apariencia del amor; solamente la apariencia.

EL CLIENTE

Entonces, ¿qué es lo que se le perdió que yo gané? Porque, por más que busco

en mi memoria, no veo que haya ganado nada. Acepto pagar el precio de las cosas;

pero no pago el viento, la oscuridad, la nada que hay entre nosotros. Si se le perdió

algo, si su fortuna después de haberme encontrado es menos pesada de lo que era

antes, entonces, ¿adonde se fue lo que a ambos nos falta? Muéstreme. No, no disfruté

nada; no, no pagaré nada.

EL DEALER

Si quiere saber lo que desde el principio fue inscripto en su factura – y que

deberá pagar antes de darme la espalda –, le diré que es la espera, la paciencia y la

venta que el vendedor hace al cliente, y la esperanza de vender, esa esperanza que

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EN LA SOLEDAD DE LOS CAMPOS DE ALGODÓN Bernard – Marie Koltès

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hace de todo hombre que se acerca a otro con una demanda en la mirada un deudor

desde el principio. De toda promesa de venta se deduce la promesa de compra, y el

que no mantiene su promesa tiene que pagar una indemnización.

EL CLIENTE

Usted y yo no estamos perdidos en el medio del campo. Si yo llamara de ese

lado, hacia esa pared, allá arriba, hacia el cielo, usted vería luces encendiéndose,

pasos acercándose, auxilio. Si cuesta odiar estando solo, siendo varios se vuelve un

placer. Usted ataca más a los hombres que a las mujeres, porque teme el grito de las

mujeres y supone que a cualquier hombre le parecería indigno gritar; cuenta con la

dignidad, la vanidad, el mutismo de los hombres. Esa dignidad se la regalo. Si usted me

desea mal, voy a gritar, voy a pedir auxilio, voy a hacerle escuchar todas las formas que

existen de pedir socorro, porque las conozco todas.

EL DEALER

Si no es por indignidad de la huía que se lo impide, ¿por qué no huye? La huida

es un medio sutil de combate; usted es sutil, debería huir. Usted es como esas señoras

gordas que, en los salones de té, se deslizan entre las mesas, volcando las cafeteras;

pasea su culo detrás de usted como un pecado del que siente remordimientos, y se da

vuelta en todas direcciones pretendiendo que su culo no existe. Pero por más que haga

eso, se lo va a morder.

EL CLIENTE

No soy de la raza de los que atacan primero. Me tomo mi tiempo. Tal vez, sería

mejor, finalmente, buscarnos las pulgas en lugar de mordernos. Me tomo mi tiempo. No

quiero accidentarme como un pero distraído. Venga conmigo; busquemos a otros,

porque la soledad nos cansa.

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EN LA SOLEDAD DE LOS CAMPOS DE ALGODÓN Bernard – Marie Koltès

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EL DEALER

Ahí esta el saco ese que no tomó cuando se lo ofrecí; ahora va a ser necesario

que se incline para recogerlo.

EL CLIENTE

Si sobre algo escupí, fue sobre generalidades y sobre ropa, que es sólo ropa; y si

fue en su dirección, no fue contra usted, y usted no tuvo que hacer ningún movimiento

para esquivar la escupida; y si se mueve para recibirla en pleno rostro – por gusto,

perversidad o cálculo -, le digo que a pesar de eso, sólo mostré algún desprecio por ese

pedazo de trapo, y un pedazo de trapo no pide que se le rindan cuentas. No, no voy a

doblegarme delante de usted, eso es imposible, no tengo la flexibilidad de un fenómeno

de feria. Hay movimientos que el hombre no puede hacer como por ejemplo lamerse el

propio culo. No voy a pagar por una tentación que no tuve.

EL DEALER

No es conveniente que un hombre se deje insultar la ropa. Porque si la

verdadera injusticia de este mundo es la del azar del nacimiento de un hombre, del azar

del lugar y de la hora, la única justicia es su ropa. La ropa de un hombre es, más que él

mismo, lo más sagrado que tiene; él mismo que no sufre; el punto de equilibrio en el

que la justicia equilibra la injusticia, y no hay que maltratar ese punto. Por eso hay que

juzgar a un hombre por su ropa, no por su rostro, ni por sus brazos, ni por su piel. Así

como es normal escupir sobre la cuna de un hombre, es peligroso escupir sobre su

rebelión.

EL CLIENTE

Bueno, le propongo la igualdad. A un saco en el polvo lo pago con un saco en el

polvo. Seamos iguales, en la igualdad del orgullo, en la igualdad de impotencia,

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igualmente desarmados, padeciendo igualmente el frío y el calor. Su semidesnudez, su

mitad de humillación las pago con la mitad de las mías. Nos queda otra mitad, es

ampliamente suficiente para animarse todavía a mirarse y para olvidarse de lo que

ambos perdimos por inadvertencia, por riesgo, por esperanza, por distracción, por azar.

A mí, me quedará, además, la inquietud persistente del deudor que ya ha pagado.

EL DEALER

¿Por qué, lo que pide, abstractamente, intangiblemente, a esta hora de la noche,

por qué, lo que habría pedido a otro, por qué no habérmelo pedido a mí?

EL CLIENTE

Desconfíe del cliente; parece buscar una cosa mientras quiere otra que el

vendedor no sospecha y que finalmente obtendrá.

EL DEALER

Si huyese, lo seguiría; si cayera bajo mis golpes, me quedaría a su lado

esperando que se despertara; y si se decidiera a no despertar, me quedaría a su lado,

en su sueño, en su inconciencia, más allá. Sin embargo, no deseo pelearme con usted.

EL CLIENTE

No tengo miedo de pelear, pero temo las reglas que desconozco.

EL DEALER

No hay regla; hay sólo medios; hay solo armas.

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EL CLIENTE

Trate de alcanzarme, no podrá hacerlo; trate de herirme: cuando la sangre corra,

bueno, va a ser de ambos lados, e ineluctablemente la sangre nos unirá, como a dos

indios, al lado del fogón, que intercambian su sangre en medio de los animales salvajes.

No hay amor, no hay amor. No, no podrá alcanzar nada que no hay sido alcanzado,

porque un hombre se muere primero, después busca su muerte y la encuentra

finalmente, por azar, en el trayecto azaroso de una luz a otra, y dice: entonces, era sólo

esto.

EL DEALER

Por favor, en el estrépito de la noche, ¿no dijo nada que deseara de mí y que yo

no hay escuchado?

EL CLIENTE

No dije nada: no dije nada. Y usted, en la noche, en la oscuridad tan profunda

que necesita demasiado tiempo para que uno se acostumbre a ella, ¿no me propuso

nada que no haya adivinado?

EL DEALER

Nada.

EL CLIENTE

Entonces, ¿Qué arma?

FIN

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