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Rojo bermellónLuis Astudillo Charnock

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Rojo bermellón

© Luis Astudillo Charnock© ebooks del sur

Santiago de Chile, julio de 2013

eISBN: 978-956-9274-05-3Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

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ÍNDICE

ROJO BERMELLÓNLA CACERÍASEIS OJOS EN VCARTA EN POLACOA QUÉ SE ASEMEJA TU VIDASERGIO "ATRABILIARIO" RAMÍREZ

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A mis padres.

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Seis ojos en v

Me llamaron para ver si le podía sacar palabra. Pensé en ese momento que la petición era en

sentido figurado, pero no. Jorge se había quedado sin habla de la noche a la mañana. Fue su afligido

padre el que me lo pidió, cuando una mañana de principios de agosto de 1985, tocó a mi puerta, podía

ser la primera vez que lo hacía desde que vivían ahí, y me relató cómo lo encontraron: estaba en

cuclillas mirando a la pared junto a un mueble que su madre adornaba con figuritas de porcelana, en

calzoncillos y con unos diminutos rasguños en su espalda. Hacía dos semanas desde el incidente y, a

partir de ahí no había pronunciado palabra. Me animó a que conversara con él, siendo yo su único

―casi dice «mejor», pero se arrepintió― amigo, y ver si lograba hacerlo hablar. Seguramente no era la

primera alternativa que intentaban, pero no recuerdo haberme ofendido por eso, así que me comprometí

a visitar el subterráneo en la tarde de ese día. En verdad no era un subterráneo, el único que lo llamaba

así era yo, usaban un eufemismo para eso: planta baja; la que estaba justo debajo de mi casa, que por

supuesto estaba a nivel del suelo, y en segundo piso otra que habitaban unos argentinos. Al cruzar la

callecita que estaba a los pies de nuestra casa, se levantaba una construcción gemela a la nuestra,

formando todo esto un cité cercano al paseo 21 de mayo en Valparaíso del que mi madre era la dueña.

Pienso que si no hubiese sido Jorge mi amigo, de igual forma me habrían llamado a arreglar el asunto.

Pasé la mañana haciendo hora en mi cuartucho adornado con afiches de películas de terror de

Lucio Fulci, afición que en algo me jugaría en contra al terminar ese día, elucubrando teorías sobre la

posible causa de la mudez de mi amigo. Me costaba imaginar que se hiciera tanto escándalo por el

asunto considerando la especial condición mental de Jorge que no lo convertía en un parlanchín ni

mucho menos, y que ocasiones tampoco me faltaron para creerlo mudo. En el tiempo que pasábamos

juntos, generalmente viendo películas de terror italianas, el hombre se quedaba quieto por horas como

una estatua sin pronunciar palabras ni suspiros ni contenciones de aliento, que para estas últimas, por

mucho que se profese lo contrario, sí se escuchan. Simplemente se dedicaba a mirarme de vez en

cuando como implorando porque le diera al stop de la videocasetera; pero no lo hacía, y aunque le

costaba reconocerlo le encantaba esa sensación de verse al límite de su temor. Era como si se pusiera a

prueba a sí mismo, como preparándose para algo que no podía evitar, sus ojos delataban ese esfuerzo

que casi lo llevaba a las lágrimas. O en la posición que adoptaba cuando presentía una escena

espeluznante: hacía una genuflexión a los pies del sillón y se aprontaba a su prueba. Debo reconocer

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que en ocasiones la actitud que tomaba mi amigo me atemorizaba más que la propia película. En tanto

recordaba todo aquello, se me figuraba que el corazón de Jorge se había aterrado a destiempo, con años

de destiempo; o producto de recuerdos de esas grises películas italianas que su mente protectora ya no

pudo contener más. Comoquiera que fueran las teorías que elaboraba, ninguna se comparaba con lo que

podría ver con mis propios ojos más adelante.

Dejando cavilaciones que sólo me servían de excusa para evitar lo inevitable, le dije a mi madre

que debía realizar unos deberes de la universidad y me quedaría en casa de un compañero esa noche.

No entiendo por qué argumenté tal cosa, en ese momento no sabía ni intuía que pasaría la noche fuera,

pero lo hice con decisión. Mi madre como de costumbre no me causó problemas, ella pensaba que un

chico de veinte años necesita su espacio; siempre que fuera dentro del cité, claro. Así que rodeé la casa

y pasando el patio común del cité bajé por las escaleritas que llevaban a la inquietante planta baja. Casi

se me ocurre llevar el último afiche de una película de Dario Argento que encargué a los argentinos del

segundo piso me trajeran de Buenos Aires, afortunadamente me arrepentí a tiempo, no necesariamente

habría ayudado a la terapia que mi amigo seguramente necesitaba. Me abrió la puerta su madre, una

mujer muy bien vestida y de mirada huidiza, en la que nunca supe intuir si era de animadversión o

temor, fiel a la de su hijo. Me hizo caminar sin demora por el pasillo que llevaba al dormitorio

principal, lugar en el que ella dormía junto a su marido y que se encontraba en un extremo de la casa, al

final del largo pasillo, cosa que fue la segunda en extrañarme, el dormitorio de Jorge estaba

inmediatamente a la derecha de la puerta de entrada; la primera fueron las magulladuras que tenía la

puerta del dormitorio de mi amigo.

Al cruzar el salón de estar, que contaba con un alto techo abovedado como todas las

habitaciones de la casa, vi sentado en un sitial al padre de Jorge leyendo un diario, o simulando leerlo,

y sin darme menor vistazo, que yo pudiera apreciar al menos. De todas formas aminoré el tranco al

pasar por ahí para volver a mirar la clásica ornamentación del lugar, era mi sala preferida de las que

habían en el cité, se me asemejaba mucho al salón de un castillo en el que se realizan jornadas de vals

en las películas de época, pero esa vez no pude traer de mi memoria cinematográfica las imágenes que

me provocaba la sala: el lugar parecía haber sido atacado más que habitado. Aunque para una mirada

primeriza la sala seguía siendo digna de admiración, para mí, conocedor y devoto del escenario, no se

me escapaban los detalles devastadores que claramente se deseaban ocultar. La mesa de centro no tenía

el vidrio que la convertía en tal, su lugar lo ocupaba un paño rojo de lana. La lámpara que reinaba sobre

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la mesa desnuda, se ocultaba destrozada detrás del sitial desde donde el padre de Jorge me ignoraba. En

el breve tiempo que pude rescatar para mi contemplación, también observé destrozos en el mural de la

pared lateral y del fondo; pero no pude evitar ver, como intentaba hacerlo cada vez que me detenía a

admirar el decorado de mi envidia, colgado en el centro de una gran pared el óleo de un hombre

vistiendo un largo y negro abrigo, rodeado por unos animalitos que nunca alcancé a distinguir con

claridad. Esa parte de la pintura era difusa, seguramente por su antigüedad y poco cuidado. El hombre

del cuadro posaba dentro de una habitación que, si no era la misma en la que me encontraba, se

asemejaba muchísimo. Unas nubes amenazantes tras el hombre le daban un toque surrealista que nunca

entendí. No pude continuar contemplando tan enigmática e inquietante obra porque la madre de Jorge

tropezó conmigo por detrás; fue ahí cuando su marido levantó una mirada llena de miedo que me

dieron ganas de salir corriendo sin importar que luego se levantaran habladurías sobre mi templanza.

Apreté los puños y reanudé el paso tratando de quitarme de la cabeza la sensación enrarecida que

comenzaba a experimentar.

La luz natural ―bien escaso en el lugar― que se colaba por las pequeñas ventanas que se

pegaban al techo, ya no provocaban la sensación de vida a la casa como tiempo atrás. Cuando estuve

frente a la puerta de la habitación en la que se encontraba Jorge, me di cuenta de que los últimos metros

de mi caminata los había hecho sin la compañía de mi anfitriona. Extrañado me giré a mirarla y, ella se

volteó a la distancia para enseguida devolverse por el pasillo hasta meterse al salón como si alguien por

detrás le fuera picando los talones. No alcancé a apreciar en la mujer qué la llevó a hacer tal cosa, pero

no era algo que ayudara a calmar mis deseos de dejar la visita hasta ahí. El silencio que se provocó en

ese momento me pareció artificial, como si metiera la cabeza bajo el agua. Recordé también la mesita

en que, según el padre, habían encontrado a su hijo semidesnudo y a la que, en un error de principiante,

yo no le había prestado la menor atención. Quizás pedir analizar el lugar de los hechos, más de lo que

tímidamente pude hacer, me habría ayudado en mi investigación; pero en seguida me retracté en mi

intención de simular un detective sin paga y me recaractericé nuevamente en el personaje de amigo

dedicado. Enfrenté la puerta sin mucha decisión, ya el hecho de estar cerrada no me daba buena espina,

no era casa en la que hicieran de la privacidad una virtud. Al intentar girar el pomo de la puerta, único

detalle de modernidad que recuerdo en la casa, confirmé mis temores: estaba cerrada con llave. ¿A qué

se debe esto?, me pregunté tras quitarme la transpiración de las manos. No es que recuerde la pregunta

que me hice porque fuera una que surgiera de un análisis acabado del momento y los personajes que me

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rodeaban, sino más bien porque es lo único que se me vino a la cabeza cuando me encontré en esa

perturbadora y silenciosa soledad. Lo que vendría en seguida no mejoró las cosas: sentí a mis pies un

objeto metálico estrellarse contra mis zapatos, al mirarlo vi la llave de la puerta. Alcancé a atisbar a la

madre de mi amigo esconder la cabeza tras la puerta que daba a la sala de estar. Me quedé observando

la llave por breves instantes con la esperanza de estar viviendo un sueño con pretensiones de pesadilla.

El asunto es que todo era demasiado real para confirmar mis deseos. Repitiéndome que en aquella casa

tampoco eran muy normales que digamos, tomé la llave y la metí en la cerradura. El crujir que hizo la

puerta al abrirse resonó en toda la casa, e incluso pareció amplificarse por el silencio reinante en los

techos abovedados. El campo de visión se fue abriendo con calma, mostrando en primera instancia una

clásica cómoda de roble; al fondo en una pared una pintura de un paisaje campestre en el que aparecía

una carreta tirada por un caballo negro enfrentada a una bifurcación; después, el final de una gran cama

con sendos pilares en sus cuatro esquinas que terminaban en sus extremos en esferas de madera. Al

terminar de abrir la puerta, por supuesto, vi a mi amigo recostado en la cama, mirándome. Nunca

alcanzó mi talle aunque compartíamos la edad, pero su estado actual distaba mucho de la realidad que

conocía. El hombre estaba mucho más delgado y ojeroso de como lo recordaba. En cuanto a sus ojeras,

era difícil que fueran más profundas de lo que su prominente nariz provoca; y lo eran. Sus pómulos

también estaban algo hundidos. En cuanto a su piel no pude comprobar su textura, que a la distancia

parecía reseca; no me acerqué mucho a la cama. Me senté en un diván que su madre colocaba junto a

un tocador, y lo miré con preocupación y algo medroso. Como lo hizo desde que abrí la puerta, Jorge

no dejaba de mirarme. Yo bajaba la vista de vez en cuando para darle un respiro a mi valentía, puesta a

pruebas en tantas sesiones de películas llenas de lugares lóbregos y espeluznantes, y que ahora no hacía

más que temblar al pensar qué encontraría detrás de esa mirada.

Es cierto que Jorge me observaba con ojos inquisidores. Y también es cierto que yo intuía que

no me hablaría. Aun así esperaba que relatara algo que diera sentido a su estado. Relato que explicara,

por ejemplo, el comportamiento de sus padres. Con el sentido puesto en mi interrogante y deber

encargado, traté de indagar esa mirada acuosa. Lo saludé, claro, y enseguida le pregunté cómo se

encontraba, suponiendo que mi amigo interpretaría en mi pregunta el sentido correcto con el que la

formulaba. Nada de eso ocurrió. Él continuaba con la vista perdida en mis ojos, como si esperara que

yo fuera el que explicara su sufrimiento; porque si algo resultaba claro a esa altura, era que Jorge sufría;

y lo que era peor, con temor. No he explicado la posición que sostenía en la cama para no enturbiar aún

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más la visión de mi amigo; basta con decir que no he vuelto a ver una tensión semejante en los

músculos de un ser racional. Pasado un rato, y si eso era posible, me acostumbré a la mirada penetrante

de Jorge, que me seguía a donde me moviera casi sin pestañear. Cosa que puse a prueba al levantarme

en un par de ocasiones del diván con la excusa de mirar el cuadro de la carreta que antes destruí con mi

descripción. También dejé de preguntarme la razón de las atezadas yemas de algunos de sus dedos,

duda que antes me amenazaba como una mano que te toma el hombro en la oscuridad.

Cuando me di cuenta de que nada podía hacer para cumplir con la misión que me habían

encomendado, y con mi deseo de resolver las interrogantes que en el transcurso de la visita me

asaltaron, decidí poner fin al inoportuno reencuentro con mi amigo. Caminé con alivio a la puerta,

sintiendo evidentemente la mirada de Jorge en mi nuca, e intenté abrirla. Con espanto me di cuenta de

lo inútil de mi esfuerzo: la puerta estaba cerrada. Me recriminé no haber sido más previsor y traerme la

llave que con un acto de displicencia imperdonable, dejé puesta en la cerradura. Un escalofrío me

recorrió las piernas al percatarme de que se me obligaba a pasar un momento más en esa habitación con

Jorge y su mirada macabra. No cediendo a mi suerte, di varios golpecitos a la puerta, que fueron en

aumento en su intensidad sonora a medida que no encontraba respuesta. En un momento de la

confusión que sentía, tuve la impresión de que Jorge se encontraba a mi espalda, de pie junto a mí. Mis

piernas se aferraron a un instinto propio de los animales que duermen de pie para no flaquear. Mi

cuello, rígido como un pilar de concreto, no respondía a mi más que sensata curiosidad por saber si mi

impresión era o no cierta. Un juego que hice con mi respiración increíblemente relajó mis músculos y

comencé a voltear, con la clara sensación de tener un grito en la garganta. Antes de completar el largo y

extenuante giro que me abocaba, la voz de la madre al otro lado de la puerta me hizo maldecir con un

par de palabras que no detallaré. ¿Ha conseguido algo?, escuché del otro lado. Nada aún, y no creo que

lo consiga, por favor, abra señora Julia, repliqué con sensatez. Pero Jorge no ha hablado, continuó la

mujer. Ni creo que lo haga, es mejor que conversemos afuera de esto, ¿no entiendo porque la puerta se

cerró?, dije con impaciencia. Yo la cerré, contestó la señora. No la entiendo, ¿para qué hizo eso? No es

nada, necesitamos saber qué le pasa a nuestro hijo. Eso lo entiendo, ¿pero lo de la puerta? No me llame

si no hay avances. ¿Perdón?, ¿hola?, ¿señora Julia? Hice varias otras preguntas que pronto se

convirtieron en recriminaciones, pero sólo oí los pasos alejarse hasta no escuchar más nada. Por un

momento, y por más increíble que parezca, me olvidé de Jorge y sus tensas extremidades. La sensación

de abandono en la que me sentí me abatió sin piedad. Ojalá esa sensación hubiese permanecido en

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reemplazo de la que me abrazaría por el resto de la jornada.

Pasó la hora del almuerzo y de la once, me cansé de gritar y en un par de ocasiones maldecir,

sin que la señora Julia o su marido, que parecían haber desaparecido, vinieran a hablarme. Esto también

demostraba una despreocupación por su hijo, actitud que no percibí en la corta e incongruente

conversación que mantuve con la madre de Jorge. No me atreví a interpretar el comportamiento de la

mujer como miedo, intenté un par de escaramuzas en las que decía tener información sobre el estado de

Jorge, pero cuando percibí a alguien posarse al otro lado de la puerta, pronto se marchó al no escuchar

de mi parte nada que tuviera sentido. Al menos Jorge ya no me miraba, y descansaba de espaldas sobre

la cama con los ojos semiabiertos. La luz que en la tarde se colaba por la ventana que estaba sobre el

dintel de la puerta, y de otra de igual parvedad y de forma circular, ubicada en una esquina de la

habitación, que tomaba bocanadas desde la sala contigua, fue desapareciendo hasta que nos

encontramos en una lúgubre penumbra. Como parte de la terapia o, forma de tortura ―en ese momento

se me podían ocurrir muchas razones―, la luz eléctrica en ese lugar de la casa había sido cortada.