Berdiaev Nicolai - Reino Del Espiritu Y Reino Del Cesar (Aguilar)

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NICOLAS BERDIAEPF REINO DEL ESPIRITU Y REINO DEL CESAR TRADUCCION POR A. DE BEN AGUILAR - MADRID

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NICOLAS BERDIAEPF

REINO DEL ESPIRITUY

REINO DEL CESAR

T R A D U C C I O N P O R

A. DE BEN

A G U IL A R - MADRID

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La edición francesa de la presente obra se publicó por la Casa editorial Delachaux & Niestlé, S. A.,

de Neucháíel (Suiza), con el título de

ROYAUME DE L’ESPRITET

ROYAUME DE CESAR

TERCERA EDICION, 1964

Edición digital de @elteologo Septiembre de 2015

Para la fecha en que fue editado este e-Book, el libro en formato físico se encuentra agotado. Al encontrarse en un estado de difícil acceso para estudiantes yacadémicos, hemos optado por hacer una edicióndigital libre, para un uso responsable y educativo. Encaso de una futura reimpresión en papel, por favor colabore con la Editorial Aquilar, comprándolo, o al menos pidiendo a su Biblioteca la adquisición deuna copia. Gracias.

Núm. R g t r o .: 3267-52.D e p ó s it o l e g a l . M. 17007.— 1963.

© A g u i l a r , S. A. d e E d ic io n e s , 1964.

Reservados todos los derechos.

Printed in Spain. Impreso en España por Graficas Orbe, Padilla, 82, Madrid.

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NOTA EDITORIAL

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| ~ ^ STQY proyectado hacia los futuros si­glos, en que los inevitables procesos so­

ciales elementales estarán concluidos”, escribe N. Ber- diaeff en su Autobiografía espiritual. Y, en efecto, el estudio de los problemas sociales, acuciantes en nues­tro tiempo, y en toda la historia humana, no impide a Berdiaeff su impulsión hacia “otro, totalmente otro mundo”, desligado de la necesidad, en la economía del trabajo, es decir, desligado del plano de la obje­tivación.

Reino del espíritu y reino del César, escrito por el autor dos meses antes de su muerte, supone la defi­nitiva postura de este pensador ante los problemas so-

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dales y ante las teorías de mayor actualidad e im­portancia. Por el camino, no fácil, de la crítica, y sin restar magnitud a los movimientos revolucionarios —tanto filosóficos como políticos—e, incluso acogien­do algunas de sus realizaciones positivas, Berdiaeff rechaza las diferentes posiciones hoy en pugna— indi­vidualismo, escepticismo, existencialismo y marxis­mo, al que dedica gran espacio—y propone a su vez la nueva forma de colectivismo por él concebida, a la que da el nombre de comunitarismo.

Berdiaeff confía, por tanto, en la, liberación espiri­tual del hombre, hoy vinculado al “Reino del César , por ascensión hacia el “Reino del Espíritu . Ascensión que, no siendo concebible mas que escaitológicamente, en consideración a los fines y no de los medios, lle­vará al hombre al Reino de Dios, despues de haber dado al César, necesariamente, lo que es del César.

Consideramos interesante dar a conocer a nuestros lectores esta obra por la actualidad de los temas que afronta y por la singular significación de su autor, re­cientemente fallecido.

Madrid, marzo 1953.

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REINO DEL ESPIRITUY

REINO DEL CESAR

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INTRODUCCION GNOSEOLOGICA

LA LUCHA POR LA VERDAD

\ / xv im os en una época en que ni se ama la verdad n i se la busca; la verdad es*

cada vez más frecuentemente, reem plazada por el in ­terés, y la utilidad, por el deseo de poder. La desafec­ción hacia la verdad se m anifiesta, no solo en una ac­titud n ih ilista o escéptica respecto a ella, sino tam ­bién en su sustitución por esta o aquella creencia dogmática, en nom bre de las cuales se adm ite la m en­tira y se la considera, no como un mal, sino como un bien. Y a en el pasado, la indiferencia respecto a la verdad se expresaba en una fe dogmática que no admi­tía la lib re indagación de la verdad. La ciencia se ha desarrollado en el seno del m undo europeo, en tanto

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que ha buscado y rebuscado en la verdad, indepen­dientem ente de la u tilidad y del provecho que podía proporcionar. Pero nías tarde la ciencia misma ha comenzado a transform arse en un arm a para uso de los sistemas dogmáticos antirreligiosos, tales como el marxismo, o bien en instrum ento del poderío técnico. Sin embargo, si nuestra época se distingue por el ex­traordinario rango que en ella tiene la m entira, esta m entira es de una especie particular. La m entira es considerada como un deber sagrado, en nom bre de fines superiores. E l m al es justificado en nom bre del bien. No hay, en ello, sin embargo, nada nuevo. La historia ha querido siempre justificar e l m al en nom­bre de sus fines superiores (artificio de la inteligen­cia en H egel). Pero en nuestra época el asunto ha tomado enormes proporciones.

Desde el punto de vista filosófico, lo que aparece como bastante nuevo es la conmoción de la idea mis­ma de la verdad. Es cierto que en este camino de la negación de la verdad hemos sido precedidos por los sofistas de la antigüedad. Pero el pensamiento griego en sus cimas: P latón, Aristóteles, P lotino, puso pron­to fin a ello. Las ideas sobre la verdad que se encon­traban en los empiristas y en los positivistas eran va­gas y contradictorias; pero en el fondo, estas escuela reconocían su incontestable existencia tanto como las corrientes filosóficas opuestas, para las que Ia verdad aparecía como absoluta. La duda en cuanto a la an­tigua concepción de la verdad apareció con la filoso­fía pragmática, pero esta duda no tenía nada de ra ­dical y no ofrecía más que una im portancia pasajera. Bastante más profunda es la conmoción de la verdad en M arx y Nietzsche, aunque esta conmoción se haya producido en ellos en dos direcciones distintas, Marx proclam a el relativismo histórico de la verdad como

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instrum ento de la lucha de clases, sobre la base de de una dialéctica tom ada de Hegel. La m entira dialéc­tica, ampliam ente u tilizada por los marxistas en la práctica, es justificada por el materialism o dialécti­co. Y, en profunda oposición con sus fundamentos filosóficos, este últim o es reconocido como la verdad absoluta, al fin descubierta. La actitud de los m ar­xistas frente a ésta verdad se caracteriza por un dog­matismo que recuerda la actitud de la Iglesia Católica frente a su propia verdad dogmática. Pero la filosofía marxista, que es una filosofía de la praxis, considera la verdad como un arma de lucha del proletariado revolucionario, la verdad de este proletariado, que es diferente de la de las clases burguesas, incluso cuando se tra ta de ciencias de la naturaleza.

Nietzsche h a concebido la verdad como la expre­sión de la lucha por la voluntad de poder, como un valor creado; la verdad está subordinada, para él, a la creación de la raza del superhombre. En el fon­do, la filosofía irracional de la vida nó se interesa por la verdad. Sin embargo, esta filosofía contiene una parte de verdad, desde el momento en que, para ella, el conocimiento es función de la vida. La filosofía existencial, más interesante y plena de promesas para el porvenir, tiende a afirm ar, no ya la antigua con­cepción objetivada de la verdad, sino una concepción subjetivo-existencial. Sin embargo, esto no significa la negación de la verdad. P ara K ierkegaard, en lo subjetivo y en lo individual, se revela una verdad ab­soluta. Las corrientes más recientes de la filosofía exis- tencialista son, en lo que concierne a la verdad, muy contradictoriasi. Heideggér, a quien se le debe consi­derar, ciertam ente, como u n filósofo existencialista, tiende, en su ensayo sobre el problem a de la verdad, a una concepción ontológica y objetiva de esta. Pero

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esta concepción clásica se expresa sirviéndose dé una term inología nueva, y presenta un carácter más sutil y original. Sin embargo, no se comprende, en fin de cuentas, por qué el hom bre (Dasein) es capaz, en Heidegger, de conocer la verdad. E l hecho de asentar la verdad en la libertad contradice la concepción on- tológica de la verdad, según la cual el centro de gravedad reside en la esencia revelada. C ontraria­m ente a los demás existencialistas, Heideger es adicto a la antigua concepción de la verdad, expresada de una form a nueva. E n los amplios e ingenuos ciclos filosóficos triunfan el relativismo y el historicismo, en los que existe una parte de ideas justas, con respecto a la antigua concepción estática de la verdad; pero tam bién existe otra parte, la mayor, de m entira fun­damental. E l historicismo es incapaz de com prender el sentido de la historia, porque niega el sentido en general. E n política, que en nuestra época desempe­ña un papel predom inante, no se habla de verdad o m entira, de bien o mal, sino de pertenecer a la “derecha” o a la “izquierda”, de orientación “revolu- cionaria“ o “reaccionaria”, aunque los criterios de este género comiencen a perder significación.

E l caos en el que se encuentra sumido el mundo en la actualidad, y con el mundo el pensamiento, de­biera llevarnos a reconocer el vínculo indisoluble entre la verdad y la existencia del Logos, del Sentido. La dialéctica p ierde todo sentido si no existe él Sen­tido, el Logos, que debe triu n fa r en el proceso dialéc­tico. Por esto es por lo que el m aterialism o dialéctico es una contradicción de los términos. E l desarrollo histórico que engendra el relativismo es imposible si no existe el Logos, el Sentido, del proceso histórico. Este sentido no puede residir en el proceso mismo del desarrollo. Veremos cómo la antigua concepción

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de la verdad, estática y objetivada, es falsa, y comd ha suscitado una reacción que llega hasta la negación de la verdad. Pero, incluso con una concepción sub- jetivo-existencial y dinám ica de la verdad, esta per­manece eterna, adquiriendo un nuevo sentido. En fin de cuentas, en lo más profundo de las cosas se com­prueba que la Verdad, la verdad integral, es Dios, que la verdad no es la correlación o identidad del su­jeto cognoscente, portador de un juicio, con la reali­dad objetiva, con el ser objetivo, sino la penetración en la vía divina que se encuentra más allá del sujeto y del objeto; Generalm ente se define el conocimiento científico como el conocimiento de este o aquel obje­to, pero esta definición no alcanza al fondo de las co­sas; está adaptada a las condiciones de nuestro m un­do objetivado. E n el fondo de las cosas, el conoci­miento científico más preciso, más positivo, del m un­do natural, contiene un reflejo del Logos.

E l antiguo punto de vista tradicional adm ite un cri­terio objetivo de la verdad. La verdad está, por así decirlo, identificada a la objetividad. Este objetivis­mo en la concepción de la verdad y del conocimiento auténtico está rechazado por la m ayor parte de las escuelas filosóficas, lejos de ser propio únicamente del realismo ll'amado ingenuo. La concepción del co­nocimiento como úna correlación de la: verdad “obje­tiva” revelada es predom inante. La crítica de K ant rom pe con el objetivismo de este género y ve la ver­dad en la correlación de la razón con ella misma. Esta verdad está determ inada por relación con las le­yes de la razón y por la coordinación de los pensa­mientos. Sin embargo, K ant permanece f ie l 'a l-o b je ­tivismo,' a la universalidad, a la conciencia :trans- cendenté. Las nociones de lo Subjetivo y lo. objetivo son en K an t contradictorias e insüficientementéf ;ek-

REINO DEL ESPIR ITU ,— 2

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plícitas. E l neo-kantismo de la escuela de Windel- band, R ickert y Lask considera la verdad como un valor, pero le da una falsa interpretración, con un es­p íritu de normativismo estéril. Husserl se mueve en el seno de u n idealismo objetivo de la conciencia, en una especie de platonismo libre de mitos platónicos. Solo rom pe con el poder del objetivismo, cualquiera que este sea, bajo una form a realista o una forma idealista, la filosofía existencial, aunque tom e direc­ciones divergentes y se exponga a caer en un objeti­vismo de nueva forma, como, por ejem plo, en el caso de Heidegger, a pesar de su liberación de la vieja te r­minología. E n K ierkegaard es en quien solamente se encuentra la verdad en la1 subjetividad y en la ind i­vidualidad, pero sin que él dé a su concepción un fundam ento filosófico.

Es. preciso, ante todo, subrayar que la verdad no es la correlación del sujeto cognoscitivo con una reali­dad objetiva dada. N adie h a explicado nunca cómo la realidad del ser puede transform arse en idealidad del conocimiento. Cuando yo digo que ante m í existe una mesa, esto representa cierta verdad particu lar; pero no hay correlación entre esta mesa y mi afirmación de que es una mesa. Este modesto conocimiento de la mesa posee una im portancia ante todo pragmática. Hay grados de conocimiento de la verdad, dependien­tes de los grados de .comunión m utua entre los hom ­bres y de su comunión con el todo universal. Pero la verdad no es tampoco la correlación de la razón con ella misma y con sus leyes universales. La Verdad, a la que deben ser referidas todas las verdades particu­lares, no depende de la razón abstracta, sino que de­pende del espíritu. Ahora bien: el espíritu está más allá de la oposición racionalizada del sujeto „y del objeto. La Verdad no es el hecho de permanecer, en

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el dominio del pensamiento cerrado, en el círculo sin salida de la conciencia; ellá es abertura y expansión. La Verdad no es objetiva, sino trans-subjetiva. La cima del conocimiento no es la salida de la objetiva­ción, sino la salida por la transcendencia. La concien­cio m edia norm al está adaptada al estado del mundo objetivado. Y el valor universal lógico del conocimien­to, presenta un carácter sociológico. Yo ya h e escrito más de una vez que el conocimiento depende de la co­munión espiritual en tre los hombres. P ara la comu­nión espiritual de elevado grado se revela una verdad que es la transcendencia del m undo objetivo, o, más bien, objetivado. L o que llamamos “ser” no es la ú lti­ma profundidad. E l ser es ya un producto del pensa­m iento racional; depende del estado de la conciencia y del estado del mundo. Más profunda que el ser es la existencia espiritual o la vida espiritual, a la cual per­tenece la prim acía sobre el ser. La verdad integral no es el reflejo de la realidad del m undo o la correla­ción con esta realidad, sino el triunfo del sentido del mundo. Y el sentido, comenzando incluso por el p rin­cipio de identidad, no es el triunfo de la lógica, adap­tada al m undo destronado y com prim ido por leyes ló­gicas. E l Logos divino triunfa del no-sentido del m un­do de los objetos. La verdad es el triunfo del Espíritu. La Verdad integral es Dios. Y los rayos de esta verdad integral, verdad divina, verdad del Logos, vierten igualm ente sobre el conocimiento fragm entario de or­den científico, dirigido hacia la realidad universal dada, objetiva. E l descubrimiento de la Verdad es un acto creador del espíritu, un acto creador del hom bre, un acto creador por encima de la servidum bre al m un­do de los objetos. E l conocimiento es activo y no pasi­vo. La fenomenología, exige en el fondo la pasividad del sujeto cognoscitivo, viendo en la actividad u n psi-

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.cologismo. Por esto; es por lo que liay ■ que considerar la fenomenología-de Husserl como desfavorable a la filosofía existencia!. E l reconocimiento del carácter activo y c r e a d o r d e l ; conocimiento no im plica de ninguna m anera un idealismo. Sino todo lo contrario.

E l conocimiento: de la V erdad no es la elaboración de nociones racionales, sino, ante todo, un juicio de

.valor. La Verdad es la luz del Logos, encendida en el fondo mismo del ser—si queremos u tilizar la term i­nología tradicional—r-, o en las profundidades de la existencia, es decir, de la vida. La V erdad integral, única, está fraccionada en una m ultitud de verdades. Una esfera ilum inada por los rayos de una luz única (una ciencia determ inada) puede negar la fuente de luz , el Logos-Sol; pero no podrá recib ir luz sin esta única fuente. Todos los sujetos cognoscitivos, en los diferentes dominios del conocimiento, reconocen la lógica y sus leyes, consideradas como inm utables; pero pueden negar el Logos, el Verbo-Entendimiento espi­ritu a l integral. A hora bien, aun cuando las leyes de la lógica, el principio de identidad y el principio del tercio excluso, significan una indispensable adapta­ción a las condiciones de nuestro m undo decaído, el es­p íritu se mueve en una esfera que está más allá de las leyes de ls lógica; en el espíritu existe la luz del Logos.

Frecuentem ente he subrayado el carácter sociológi­co que presenta la universalidad de la lógica-y la co­rrespondencia de esta universalidad y fuerza persua­siva en los grados de comunión espiritual. No quisiera repetirm e.

Pero he aquí lo que particularm ente es im portante establecer. Ni el m aterialism o, n i el fenomenalismo (en los diferentes tipos de positivism o), n i un existén- ciálismo como el de Heidegger, pueden explicar Ja aparición misma del problem a de la verdad. En éste

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aspecto, Hcideggor es especialmente importante.. Eé perfectam ente incom prensible cómo el hom bre (J)n- séin) puede elevarse por encima de la bajeza dél m un­do, salir del reino del das Man. P ara ello es precisó que haya en el hom bre u n principio süpérior que Id eleve sobre el mundo; dado; Los éxistericialistás dé tipo antirreligioso conciben al hom bre de ta l modo vil, le com prenden en tan' gran m edid» éxelusivaméñ- te por lo más bajo que hay eñ él, qué la aparición fáis^ m a del problem a del conocimiento, el hecho de qué pueda encenderse la luz de la Verdad, resulta incom­prensible. De cualquier m anera que pudiéramos con­cebir al hom bre, ños encontraríam os ante el hecho de que el hom bre lo mismo puede conocer la luz dé la Verdad que caer en una m ultitud de errores y dé procedimientos. ¿P or qué es posible la trágédiá dél conocimiento? ¿P or qué la luz del Logos nos ilumina siempre la vía del conocimiento hum anó, aun cuándo’ el hom bre és un ser espiritual que trasciende él m undo?

E l conocimiento ño és solamente ün proceso irité- léétúál: éri él conócimieñto obran todas las fuerzas dél hom bre, lá seleccióri voluntaria, la atracción y lá repulsión con respectó á la verdad. Descartes sé dio cuenta de que los errores dependen de lá voluntad. El punto dé vista pragm atista, ségüri el cual la verdad es ló qué es ú til á la vida, es enteram ente erróneo. Lá verdad puede ser nociva para la organización d é ' lá vida cotidiana. Lá vérdad óristiáña podía incluso ser1 muy peligrosa; podía llevar al hundim iento dé todos los Estados y de todas las civilizaciones. P o r esto es por lo que la verdad pura del Cristianismo fue adap­tada a la vida hum ana cotidiana y, por ello, alterada, y por lo qué la obra de Cristo fue corregida, cómo dice él Gran Inquisidor, en Dostoyevski. Si creemos

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en el carácter salvador de la verdad, es en otro sen­tido m uy diferente. Hay, en lo que concierne a la Ver­dad, una división en tre “lo que es del César” y “lo que es de Dios”, entre el espíritu y el mundo. En el extremo opuesto, en las ciencias exactas que se reía* cionan con el m undo natural, asistimos hoy a una ver- dadera tragedia del sabio. La física y la química dél siglo XX hacen grandes descubrimientos, que deter­m inan éxitos vertiginosos en el campo dé la técnica. Pero estos éxitos conducen al anonadam iento de la vida y ponen en peligro la existencia misma de la ci­vilización hum ana. Tales son los trabajos que sé refie­ren a la desintegración del átom o y a la invención de la bom ba atómica. Cuando la ciéncia descubré, si no la Verdad, al menos algunas verdades, el m un­do se encuentra sumido en unas tinieblas cada vez más profundas. E l hom bre se aparta de la Verdad integral, y las verdades parciales que descubre no le sirven de consuelo alguno, por el hecho de la di­visión engañosa, falaz, del mundo en dos partidos, que entraña un extraordinario uso de la m entira; los des­cubrimientos científicos y las invenciones técnicas re ­presentan un terrib le peligro de desencadenamiento dé nuevas guerras. Los químicos podían, a títu lo des­interesado, ocuparse en descubrir la verdad, aunque no fuera más que parcial; pero lo que há resultado de sus descubrimientos es la bom ba atómica, que ame­naza aniquilarnos. Esto es lo que ocurre en el reino del César. Solamente puede éalvarnos la luz de la Verdad integral que se revela en el reino del Espíritu.

* * *

Si rechazamos el criterio llam ado objetivo de la verdad, lo mismo en el seno de un realismo ingenuo

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que en el del realism o racionalista o del idealismo trascendental crítico, no es de ningún modó para afir­m ar una “subjetividad” arb itraria , u n “psicologismo” en el sentido dado a esta palabra por Husserl, en opo­sición con la realidad profunda. La realidad profunda se revela en la subjetividad, una subjetividad que per­manece fuera de la objetivación. La verdad es subje­tiva y no objetiva: se encuentra objetivada de con­form idad con el m undo de la necesidad, con el reino ¿el “César”, y adaptada a la división y a la m ultipli­cidad nociva del mundo. La “subjetividad opuesta a la verdad y a la realidad profunda, la subjetividad cerrada, incapaz de trascendencia, incapaz de salir dé sí misma, es precisam ente la determ inación del exte­rior. E l hom bre, replegado sobre sí mismo, es pre­cisamente un ser privado de libertad , no-determinadó por la profundidad, sino determ inado desde el exte­rio r por la necesidad universal, en la cual todo está desgarrado, penetrado de m utua hostilidad, rechaza­do de la profundidad, es decir, no-espiritual. Cuando los existencialistas—Heidegger, Sartre, etc. hablan de proyección del hom bre (Dasein) en el mundo y de su condenación a este m undo, hablan de la objeti­vación que hace el destino del hom bre sin esperanza, rechazado de la realidad profunda. Esto es, por así de­cir, imposible de discutir: esto es asunto de elección final libre. Yo no llam o existencial a ta l filosofía, porque se encuentra sometida al poder de los obje­tos. Esta filosofía difiere de la antigua y clásica filoso­fía ontológica en que se encuentra frente a frente con la objetividad de la razón y del sentido del ser. Se tra ta aquí de una crisis m uy seria del pensamiento filosófico. Pero ambas corrientes permanecen someti­das al poder del m undo de los objetos.

La objetivación crea mundos diferentes, que poseen

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tin grado más o menos grande de realidad o de ficción. Es falso creer qué él hom bre vive en u n m undo ob­jetivo único, dado exteriorm ente. Vive en mundos di­ferentes, a m enudo ficticios, que no corresponden—si se les considera separadamente—-a la compleja y m úl­tip le realidad. La parte de ficción, de fantasmagoría, está determ inada por é l grado de concentración ex­clusiva sobre un solo elemento, que elim ina a todos los demás. E l universalismo, ¿n el modo mismo de aprehender el mundo, es un fenómeno m uy raro. Son mundos muy distintos aquellos en que viven los m i­nistros dél culto y los teólogos, los sabios y los inven­tores, los hom bres políticos, los reformadores socia­les y los revolucionarios, los escritores y los artistas* los hom bres de negocios, los industriales, etc. Estos hom bres son frecuentem ente incapaces de compren­derse. E l modo de aprehender el mundo depende, por o tra parte, de las creencias de los hom bres y de sus convicciones ideológicas: no es el mismo en el ca­tólico que en el marxista, en el libera l que en el so­cialista, en el m aterialista que en el espiritualista, etcétera. Tam bién es otro m undo el aprehendido en función de la clase ¡ el capitalista se lo representa de otra m anera que el obrero o el intelectual. Los hom ­bres viven, mucho más frecuentem ente de lo que pien­san, en el dominio de las abstracciones, de las fic­ciones, de los mitos. Los mitos llenan la vida de los hom bres más apegados a lo racional. E l racionalismo es uno de ésos mitos. La abstracción racional se trans­form a fácilmente en mito. E l marxismo, por ejemplo, está saturado de abstraciones transform adas en mitos. La conciencia hum ana no es estática: se reduce o se amplía, se concentra sobre un objeto o se dispersa. La conciencia m edia norm al es una de estas abstrac­ciones. La razón del racionalismo es uno. de estos mi-

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tos. E l pretendido heroísmo y animosidad que se p re­cisaría para rechazar toda fe en un mundo superior, espiritual, divino, para rechazar todo consuelo, es igualm ente uno de los mitos de nuestro tiempo, uno de sus consuelos. E l hom bre es un ser inconsciente­m ente astuto y no enteram ente “norm al” ; engaña fá­cilm ente a los demás y a sí mismo, sobre todo a sí mis­mo. La elaboración de una concepción del mundo ¡particular, a m enudo ilusoria, en función de la orien­tación de la conciencia, presenta un carácter pragmá­tico que no tiene el conocimiento de la verdad au­téntica.

Los sociólogos rusos de 1870, que criticaban el na­turalism o en las ciencias sociales, aplicaban en socio­logía el método subjetivo y se atraían de este modo los sarcasmos de los marxistas, considerándose estos últimos, bien que sin razón, como unos objetivis- tas (1). E l punto de vista de clase im plica tam bién un método subjetivo en sociología. Los “subjetivistas” ru ­sos en el terreno de la sociología eran incapaces de dar a su punto de vista un fundam ento filosófico, por­que eran positivistas; el positivismo ocupa en esta época una posición dominante. Pero en el método subjetivo en m ateria de sociología había incontesta­blem ente una verdad. Más aú n : podíase aplicar el método subjetivo en la filosofía general. La filosofía existencial es un método subjetivo en el campo de la filosofía: afirm a el conocimiento del mundo en la existencia hum ana y a través de la existencia hum ana; es antropocéntrica. Y sería en vano querer elevarla en la ocurrencia de las objeciones llam ando a esto psicologismo. E l psicologismo sigue siendo una co­rrien te naturalista. Con más razón se podría hablar

(1) N. Mikhailovsky y P. Lavrov.

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dé eticismo; pero tam bién esto sería inexacto. El eticismo no es un punto de vista puro, integral, un punto de vista espiritual y capaz de enjuiciar a par­t ir de las profundidades de la espiritualidal qué se revela en la existencia hum ana. E l espíritu se encuen­tra por encima de las divergencias habituales en tre el subjetivismo y el objetivismo. E l juicio de valor es el camino del conocimiento de las ciencias llamadas del espíritu; pero este juicio de valor se refleja en el espíritu y no en la esfera de la objetivación, que exis­te no solamente en los fenómenos de la naturaleza, sino tam bién en los fenómenos físicos y sociales. El m undo histórico o, m ejor, los mundos históricos, que son cognoscibles a p a rtir del objeto, son ya asunto para la objetivación. La verdadera filosofía de la his­toria, liberada de la objetivación, es mesiánica y pro- fética, es decir, espiritual. Y es en el conocimiento espiritual, conocimiento existencial a p a rtir de las profundidades, donde se revelan la Verdad y el Senti­do. E l conocimiento objetivo conoce únicam ente el reino del César, pero no conoce el reino del Espíritu.

Se presenta ahora una aguda cuestión extrem a: ¿existe una realidad auténtica, distinta de la de los objetos, una realidad no-ilusoria, no ficticia? Eviden­tem ente, una realidad ta l existe; pero no es n i “ob­jetiva”, n i “subjetiva” en el mal sentido corriente de estos térm inos; está más allá de la separación, ahora secundaria, entre sujeto y objeto, y de la oposición entre ambos. Em pleando la term inología h indú , ha­b ría que decir que es atman y brahtnan. Todo presu­pone la existencia de esta realidad, sin la cual cae­ríamos en el reino de la ilusión, de la fantasmagoría del mundo de los objetos. Eso sería precisam ente un subjetivismo en el mal sentido del vocablo. En gran m edida vivimos en un m undo “objetivo” ilusorio,

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creado por una falsa orientación del sujeto, que se en­cuentra bajo servidum bre de la necesidad objetiva. Todas las religiones h an luchado contra esta servi­dum bre; pero después ellas mismas han creado la nueva esclavitud de la objetivación. E n la base de la filosofía—que pertenece al reino del E spíritu y no al reino del César—hay una experiencia vivida de orden espiritual y religioso, y no solo la experiencia de Kier- kegaard y de Nietzsche, como quisiera Jaspers. Yo no niego, sin embargo, de ninguna m anera, la im portan­cia enorm e de K ierkegaard y de Nietzsche.

Los existencialistas de nueva formación podrán de­cir que m i punto de vista filosófico presupone el mito de Dios y el m ito del Espíritu. Que se llam e a esto m ito si se quiere. A m í m e preocupa muy poco. Pues se tra ta del más universal y más integral de los mitos. Pero he aquí lo más im portante: este m ito es igual­m ente el m ito de la existencia de la Verdad, sin el cual es difícil hab lar de cualquier verdad que sea, no solamente de la Verdad, sino de las Verdades. No es posible, y por o tra parte sería inú til, dem ostrar la realidad del m ito de Dios, del Espíritu , de la Verdad. Esto es una cuestión de elección final ligada a la li­bertad. Yo tengo derecho a considerarm e como exis-. teneialista, aunque podría en gran parte llam ar a mi filosofía filosofía del espíritu y, m ejor aún, filosofía escatológica. Pero ahora veremos en qué difiero yo radicalm ente de los existencialistas de hoy. Ellos con­sideran que el hom bre afirm a su dignidad aceptando sin ningún tem or la m uerte, en tanto que verdad su­prema. E l hom bre vive para m orir; su vida es una preparación para la m uerte. Ya Freud consideraba él instinto de la m uerte como el más noble instinto del hom bre, que él concebía como un ser en extremo vil. De hecho, Heidegger ve en la m uerte el único

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triunfo real sobre él vil dcw M an; es decir, Veía una m ayor profundidad en ella que en la vida. É l hom bre es un ser fin ito ; el infinito no se reveía en él, y la m uerte form a parte de su estructura. Sartre y Simo- ne de Beauvoir están dispuestos a descubrir cualida­des positivas en la m uerte. Esta corriente contempo­ránea se me aparece como una derrota del espíritu, como una expresión dé decadencia, como una divi­nización de la m uerte. Sin duda alguna, la dignidad del hom bre se manifiesta en la ausencia de tem or ante la m uerte, en la lib re aceptación dé la m uerte en el seno de este mundo, pero para la victoria de­finitiva sobre la m uerte, para la lucha contra el triu n ­fo de la m uerte. Todas las religiones han luchado contra la m uerte. Y el cristianismo es, por excelencia, la religión de la resurrección. A la actual tendencia, que ve en el triunfo de la m uerte la últim a palabra de la vida, es preciso oponer las m uy rusas ideas dé N. Feodorov, gran prom otor de la lucha contra la m uerte, que afirma, no solo la resurrección, sino la resurrección activa. Los éxistencialistas son superio­res a los marxistas porque, por lo menos para ellos, el problem a de la m uerte se plantea, m ientras qué no sé p lantea para los marxistas. P ara éstos últimos, la inmersión en la colectividad y la actividad er¿ él seno de esta, suprim en el problem a de la m uerte. Pero por lam entable que parezca esta solución, no se encuentra en ellos una divinización de la m uerté. Si no existe resurrección para la vida eterna de todos los que han vivido, si no existe la inm ortalidad, en­tonces el m undo es absurdo y vacío dé sentido. Los existencialistas de hoy ven éste absurdo y este no- sentido del mundo. Sartre quiere hallar ún escapé en el reconocimiento de la libertad del hom bre, nó- determ iñada por la naturaleza dé este. E l hom bre es

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un ser yil; pero por la libertad puede crearse distin­to ; puede crear un m undo m ejor. Esto debiera obli­gar a Sartre a reconocer un principio idealj espiritual, en el hom bre. Sin el reconocimiento de este princi­pio, los existencialistas tienen que caer en el mate­rialismo, aunque sea refinado. Podría trazarse un paralelo entre las ideas de Sartre, Camus y otros, y el humanismo trágico de Herzen, para quien el m un­do representa un hecho del azar, vacío de sentido; pero el hom bre es un ser libre, capaz de crear un mundo m ejor. Sin embargo, en Herzen, como más tarde en Nietzsche, había un sufrim iento religioso que no se observa en los existencialistas de últim a formación. Hay una verdad más profunda en la idea dp que el mundo no es absurdo y vacío de sentido, sino que se encuentra en un estado de no-sentido. Este mundo, el mundo que contemplamos, es un m un­do caído, en el que triunfa la m uerte, absurda y des­provista de sentido. Otro m undo, mundo de sentido y de libertad , no puede revelarse más que en la expe­riencia espiritual, que rechazan los existencialistas de hoy. Hace falta ver el absurdo y el no-sentido del m undo en el que vivimos y al mismo tiem po creer en el espíritu al que está ligada la libertad , y el sentido que vencerá al no-sentido y transfigurará el mundo. Ese será el triunfo del re ino del Espíritu sobre el ,reino del César, el triunfo de la Verdad, nó solo sobre la m entira, sino tam bién sobre las verdades parcia­les, fragm entarias, que tienden a desempeñar un papel dominante.

No existe nada tan elevado como buscar la Verdad y él amor a la Verdad. La V erdad, la V erdad única, integral, es Dios, y el conocimiento d é l a Verdad es una penetración en lá vía divina. La sustitución de la Verdad, única integral, liberadora, por las pequeñas

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verdades particulares, que pretenden una significa­ción universal, lleva a la idolatría y a la esclavitud. Sobre esta base nace el cientificismo, el cual no es de ningún modo la ciencia. Todas las verdades parcia­les im plican una participación aunque sea incons­ciente, de la Verdad única, suprema. E l conocimiento de la Verdad no puede ser un conocimiento única­m ente hum ano; pero tampoco puede ser un conoci­m iento únicam ente divino, como, por ejemplo, en el idealismo m onista de Hegel. No puede ser sino un co­nocimiento divino-humano. E l conocimiento de la Ver­dad es una actividad creadora del hom bre, que lleva en él la imagen y la semejanza de Dios; es decir, que contiene un elemento divino. Este elem ento divino es el Prójim o de Dios. E l conocimiento de la Verdad, a que aspira la filosofía, es im posible por interm edio de la razón abstracta, que opera con ayuda de los conceptos; no es posible más que por interm edio de la razón espiritual integral, por interm edio del espí­ritu y de la experiencia espiritual. E l pensamiento de la Europa occidental se dabate en las contradicciones del racionalismo y del irracionalismo, que represen­tan las consecuencias de la ru p tu ra de la integridad espiritual. La filosofía existencial se debate tam bién en estas mismas contradicciones. Se com prueba sobre todo en Jaspers. Llegamos, pues, a establecer que el conocimiento filosófico debe ser existencial, pero que este conocimiento es imposible porque la inteligencia cognoscitiva es incapaz de conocer una existencia, la cual no puede ser nunca u n objeto. Pero el conoci­m iento de la existencia fuera de la objetivación es posible por interm edio del Espíritu. Un conocimien­to espiritual es posible, y, en las cumbres, este cono­cimiento ha existido siempre. Se encontraba ya en la India, antigua. E l conocimiento espiritual es un cono-

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cimiento divino-humano, un conocimiento por in ter­medio, no de la razón o del sentim iento, sino del Es­p íritu integral. La negación del conocimiento divino- hum ano de la Verdad lleva a sustituir a la Verdad por la utilidad, el interés, la voluntad de poder. E l conocimiento de la V erdad es transfiguración, ilum i­nación del mundo y no un conocimiento abstracto, la teoría y la práctica coinciden en ello.

En el hom bre hay u n principio activo al que se encuentra ligado el conocimiento. Este principio ac­tivo es un principio espiritual. Incluye un elemento teúrgico. Y por esto, el hom bre puede preparar el reino del E spíritu y no solamente el reino del César. Cuando, en el pasado, los filósofos hablaban de ideas innatas, no hacían más que m al expresar—a causa del carácter estático de su pensamiento—la verdad que atañe al espíritu activo en el hom bre y en el co­nocimiento hum ano. Si no se adm ite esta actividad del espíritu en el hom bre, no puede comprenderse nada de este últim o; no se puede n i siquiera adm itir la posibilidad de su existencia. Es sorprendente cons­ta ta r que el hom bre no está hasta ta l punto abrum a­do por la m aldad infin ita del m undo que se encuentre privado de la posibilidad de conocer la Verdad. Pero n i la razón n i el entendim iento son capaces de descu­b rir la posibilidad del conocimiento de la verdad; esto es cosa del espíritu únicamente. E n griego nous, no solamente significa intelecto, sino tam bién espíri­tu. E l espíritu no se encuentra en la oposición de lo racional y de lo irracional. La filosofía existencial auténtica es la filosofía del espíritu. La filosofía con­tem poránea tiene tendencia a negar el dualismo de los mundos; mundo del neumo y m undo de los fenóme­nos, que se rem onta hasta Platón. Esta tendencia no es nueva; es propia del fenomenalismo, del empiris-

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rao, del positivismo, del monismo inm anente, del ma­terialism o; y es propia de Nietzsche, de los existen­cialistas contemporáneos y de m uchas otras corrientes. E n la actualidad, esta tendencia tom a las formas más refinadas. Yo creo que tenemos ah í la oposición fun­dam ental entre los dos tipos de filosofía: la que se contenta con el m undo dado y la qué lo transciende. Pero, ¿qué puede significar el dualismo de los m un­dos y cóma conciliar con este realism o el conocimien­to científico? Ante todo, es preciso descartar entera­m ente todo dualismo ontológico y el empleo de la no­ción estática de sustancia, No se tra ta de ningún modo del dualismo de la m ateria y del espíritu, del espíritu y del cuerpo, que encontramos en las corrien­tes espiritualistas de escuela. La cuestión que se esta­blece se refiere a dos estados del m undo que corres­ponden a dos estructuras diferentes y a dos orientacio­nes de la consciencia. Se trata , ante todo, del dualis­mo de la libertad y de la necesidad, de la unidad in­terio r y de la desunión y hostilidad del sentido y del no-sentido. Pero el mundo no se reduce a este estado, que es un estado de decadencia. Otro estado es posi­ble, pero exige otra conciencia. P or otra parte, no hay ninguna razón para afirm ar que no existe más que un m undo solamente. Lo más im portante es tener conciencia del hecho de que e l espíritu no es, de nin­guna forma, una realidad que pueda ser situada en el mismo plano que las otras realidades, por ejemplo, la realidad de la m ateria. E l espíritu es una realidad en otro sentido com pletam ente d iferen te: es libertad y no se r; es transform ación cualitativa de mundo dado, energía creadora que transfigura el mundo. Ade­más, es necesario decir que no hay espíritu sin Dios como prim er fundamento. La experiencia espiritual del hom bre, que solo puede servir de fundam ento a

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una metafísica, es la única prueba de la existencia de Dios. E l mundo de la necesidad, de la enajenación, del absurdo, de la finitud, de la hostilidad, es el m un­do de la consciencia comprimida, rechazada a la su­perficie, de la consciencia para la cual el infinito está cerrado. Existen otros planos de vida universal que no pueden revelarse más que a una consciencia trans­formada. E n eso tienen razón los ocultistas. E l m un­do, el mundo único de Dios, com prende distintos pla­nos. Pero, ¿cómo conciliar con esto la posibilidad del conocimiento científico? Esto no crea dificultades a la ciencia en el preciso sentido de este térm ino y no pro­voca conflicto alguno. La ciencia aprehende el mundo real en el estado en que este se encuentra, y no es res­ponsable del estado de decadencia de este mundo. La ciencia busca la verdad y refleja el Logos. Pero tiene sus límites, y existen problem as que no solamente no puede resolver, sino n i siquiera enunciar. E l conflicto es la consecuencia de las abusivas prentensiones de la ciencia, que quisiera regir la vida hum ana y que se cree capaz de resolver con autoridad los problemas de religión, de filosofía, de m oral, así como de dar direc­trices en lo que concierne a la elaboración de la cul­tu ra espiritual. Es esto, efectivamente, lo que provo­ca el conflicto y no la ciencia exacta. Ninguna ciencia puede afirm ar nada en cuanto a la existencia o la no existencia de otros m undos; si la ciencia niega los otros m undos, ello es debido únicam ente a que el sa­bio, ocupado exclusivamente con este m undo que le h a sido dado, no tiene la libertad de espíritu necesaria para reconocer la existencia de otros planos del m un­do. E l cientifismo predica el avasallamiento del m un­do. Es necesario decir que, por otro lado, la teología, preocupada por la ortodoxia, estima tam bién necesa­rio negar la existencia de planos m últiples del mundo,

RBINO DEL ESPIRITUj— 3

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y predica igualmente el avasallamiento del mundo. La enseñanza de Orígenes, referente a la m ultiplicidad del mundo, fue condenada. Esta m anera de ver pro­cede del espíritu mismo. De esta forma, la verdad fragm entaria se presenta como la Verdad única, sien­do así que esta no se revela más que a una conciencia sin cesar ensanchada y profundizada, es decir, al cre­cimiento espiritual. E l m undo dado, este m undo, es fragm entario, como es fragm entario un día de nues­tra vida.

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EL HOMBRE Y DIOS L A E S P I R I T U A L I D A D

VP L hom bre se encuentra situado ante el problem a de los problem as: el de

Dios. Este problem a pocas veces se halla establecido en su pureza original; se encuentra demasiado estre- chamenté asociado a una escolástica esterilizante, a la filosofía verbal, al juego de los conceptos. Los que quieren realzar la idea de Dios, la han rebajado te rri­blemente, atribuyendo a Dios unas cualidades toma­das del reino del César y no del reino del Espíritu.

Nada garantiza la existencia de Dios; el hom bre puede dudar y negar siempre. Dios no obliga a que se le reconozca como nos obligan a hacer los objetos materiales. E l está orientado hacia la libertad del hom-

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bre. La fe en Dios no es sino un encuentro in terior en la experiencia espiritual. Es preciso reconocer categó­ricam ente que todas las pruebas tradicionales de la existencia de Dios—ontológicas, cosmológicas y físico, teológicas—no solamente son inconsistentes, sino has­ta perfectam ente inútiles, ciertam ente nocivas. La crí­tica kantiana de estas pruebas de la existencia de Dios es muy convincente y no ha sido refutada por la apo­logética tradicional. Bastante más poderosa es la prue­ba que podríamos llam ar antropológica. Descansa en el hecho de que el hom bre es u n ser perteneciente a dos mundos, un ser que no puede estar contenido en­teram ente en el m undo na tu ra l de la necesidad, trans­cendiéndose en tanto que ser em píricam ente dado, y m anifestante de una libertad que no es posible dedu­cir de este mundo. Esto no demuestra, pero m uestra la existencia de Dios, revelando en el hom bre un p rin­cipio espiritual. Más im portante aún es una cierta sensación prim era, que es difícil de expresar conve­nientem ente. Si, por un instante, os representáis el mundo como suficiente por sí mismo, si imagináis, por ejem plo, que la m ateria en movimiento se basta a sí misma, en tanto que fundam ento de toda cosa, seréis sorprendidos por la im posibilidad de com prender y realizar en pensamiento un m undo tal, por su absur­do, por s u oscuridad.

E l traba jo de reflexión a propósito de Dios no pue­de en m anera alguna no llevar a reconocer la impo­sibilidad de aplicar a Dios conceptos racionales, siem­pre tomados de este m undo, que no es sem ejante a Dios. Es únicam ente en la teología apofática donde se encuentra la verdad. No es posible elaborar una onto- logía de Dios. Dios no es ser, el ser es siem pre el re­sultado de u n pensamiento abstracto. Dios no es ser, sino espíritu. Dios no es esencia, sino existencia. No

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se puede hab lar de Dios más que en el lenguaje sim­bólico de la experiencia espiritual. P o r otra parte, toda la m etafísica no es posible más que bajo la for­ma simbólica de la experiencia espiritual, de descrip­ción intuitiva de casos espirituales.

No es posible situar el problem a de Dios en lo abs­tracto, independientem ente del hom bre. La existencia del hom bre, considerado en su profundidad y no en su apariencia superficiál, representa el único testimo­nio de la existencia de Dios; porque el hom bre es el reflejo de la imagen de Dios, reflejó que, en verdad, con frecuencia deforma esta imagen. E l hom bre no solo es un ser finito, como quiere afirm ar el pensa­m iento contemporáneo, sino tam bién un ser infinitó; es el infinito bajo una form a fin ita, la síntesis de lo fin ito y de lo infinito. La insátisfacción del hom bre ante lo finito, su aspiración al infinito, son la m ani­festación de lo divino en el hom bre, e l testimonio del hom bre respecto a la existencia de Dios y no solamen­te del mundo. La concepción de Dios, en tan to que ser que se basta a sí mismo e inm utable, es el hecho de un pensamiento racionalista abstracto y limitado. Esta concepción no fluye de la experiencia espiritual, en la cual las relaciones con Dios son siem pre dram á­ticas. E l hom bre se encuentra con Dios, no en el do­m inio del ser, que es el objeto del pensamiento por conceptos, sino en el dom inio del espíritu, en la ex­periencia espiritual. E n el ser existe ya una objetiva­ción, sea bajo la form a de la abstracción esterilizante del concepto, sea bajo la de la idealización de la necesidad natu ra l y de la obligación social. Solo el en­cuentro en el espíritu es un encuentro en la libertad. Solo en el espíritu y en la libertad, el encuentro con Dios es un suceso dramático.

Las relaciones del hom bre con Dios son paradójicas

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y no pueden, en m anera alguna, ser encerradas en conceptos. Dios nace en el hom bre, y por ello el hom ­bre se eleva y se enriquece. Este es uno dé los aspec­tos de la verdad divino-humana, que se revela en la experiencia del hom bre. Pero aún hay otro aspecto, menos manifestado y menos claro. E l hom bre nace en Dios y por ello se enriquece la vida divina. Hay una necesidad de Dios en. el hom bre y una necesidad del hom bre en Dios. Esto presupone una respuesta crea­dora dél hom bre a Dios. No se pueden com prender las relaciones entre Dios y el hom bre más que dram á­ticam ente, es decir, dinámicamente. No se puede con­cebir a Dios estáticamente. La concepción estática es una concepción racionalista y exotérica. E l simbolis­mo de la B iblia es dramático y dinámico en e l más altó grado. La ontología estática ha sido tom ada de la filosofía griega. La admisión de la existencia de dos naturalezas, divina y hum ana, que pueden e s t a r reuni- das, pero no fundidas, n i identificadas la una a la otra, es una verdad incom prensible para la razón obje­tivante, una verdad más allá de la razón, porque en s i esta últim a tiende al monismo o al dualismo. E l mistério del cristianismo, que se revela a través de U n a racionalización en l o s sistemas teológicos, está ligado a esta relación paradójica y dram ática én tre lo divino .y .lo humano: L ap a rad o ja está en el. hecho, de que lo hum ano, en su cima, es divino, y, a un tiempo mismo-, sigue siendo .una' manifestación, .del. hombre- y de; su humanidad.-, Esta apariencia contradictoria, del punto de vista de la razón es insuperable racionalm en­te. Podría decirse que Dios es hum ano, m ientras que él hom bre es inhum ano. Esto es porque, en realidad, no hay más hum anidad que la divino-humana. E l pro­blem a fundam ental es el Dios-hombre, el de la Divino- hum áñidad, y no el de Dios. La afirm ación-de Dios

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fuera de la Divino-humanidad, es decir, un monoteís­mo abstracto, es una forma de idolatría. D e ahí la enorme im portancia de la enseñanza que tiene el tri- nitarism o de la divinidad, que es preciso com prender ante todo místicamente, en térm inos de experiencia espiritual, y no racionalm ente y teológicamente. Los grandes sistemas alemanes (sobre todo E ckhart y An­gelus Silesius) dicen audazm ente que no existe Dios sino el hom bre, que Dios desaparece cuando desapare­ce el hom bre. Es menester en tender esto espiritual­mente y no en térm inos de m etafísica y de teología-na­turalista. Se tra ta de una experiencia de amor y no de un concepto. La oposición esencial para nosotrós debe ser, no la oposición escolástica entre lo na tu ra l y lo sobrenatural, desconocido para los Padres de la Igle­sia griega, sino entre lo na tu ra l y lo espiritual.

Lo trascendente puede ser concebido de dos for­mas: sea Dios como tránsito de m i finitud, como un infinito misterioso y actuál, presuponiendo un elemen­to divino en él hom bre mismo; sea Dios como u n a rea­lidad ontológica exterior al hom bre, que im plica la enajenación de la naturaleza hum ana, su exterioridad a la divinidad. Solo es espiritual y no contiene idola­tría la p rim era concepción. L a idea, frecuentemente expresada, según la cual el hom bre no es nada ante D io,ves absolutam ente falsa y hum illante. Es preciso repetir, por- el contrario, que ante Dios, vuelto hacia Dios; el hom bre se eleva, es grande y triunfa de lá nada. -r:¡ ■■ .. . . . . r ■ .■ Las doctrinas ontológicas racionales que se refie­

ren a las relaciones entre Dios y el hom bre son inad­misibles. Tales construcciones no tienen más que un sentido pedagógico-social para la com unidad cristia­na. Es necesario, sobre todo, rechazar la concepción que se encuentra a menudo en las doctrinas teológi-

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cás. a saber: que Dios es la causa del mundo, la cau­sa prim era. La causalidad y las relaciones de causali­dad no tienen absolutam ente nada que ver con las re­laciones entre Dios y el hom bre, Dios y el mundo. La Causalidad es una categoría aplicable únicam ente al mundo de los fenómenos; es absolutam ente inaplica­ble al mundo del neumo. Esto ha sido bien puesto en claro por Kant, aunqüe este se haya m ostrado incon­secuente, adm itiendo relaciones de causalidad entré la cosa en sí y el fenóméno.

Dios no es la causa del mundo. Podría con rigor de­cirse que Dios es el fundam ento del mundo, el creador del m undo, pero esos térm inos son tam bién m uy im ­perfectos. Es preciso liberarse de todo social-morfis- mo y de todo cosmó-mórfismo. Dios no es una fuerza, en el sentido de fuerza de la naturaleza, obrando en el espacio y él tiem po; no es el dueño, el adm inistra­dor del mundo, como no es el m undo mismo o una fuerza esparcida en el mundo. Sería más éxacto decir que Dios es el Sentido y la Verdad del m undo, qüé Dios es E spíritu y L ibertad. Si, contrariam ente al monismo panteísta, decimos que Dios es una persona, no hay que entender este térm ino en el sentido limi- tádo' «jue tiene en el plano de 'la naturaleza y del hom ­bre. H a y que entenderlo en el sentido espiritual de una figura concreta, con la qüe podemos comunicar, personalmente. E l encuentro y la comunicación con Dios son posibles, no como una comunicación con lo absoluto, para el cual no puede haber u n semejante, no puede haber comunicación, no como una comuni­cación con el Dios de la teología apologética, sino como una comunicación con u n Dios concreto per­sonal, que tiene relaciones con el prójim o.

U n m undo sin Dios im plicaría una contradicción in­superable en tre lo finito y el in fin ito ; estaría vacío de

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sentido y representaría un accidente. E l hom bre tío puede bastarse a sí mismo, porque si no, no existiría. En esto es en lo que reside el m isterio de la existen­cia hum ana—porque ello dem uestra la existencia de algo superior al hom bre—y es en ello en lo que apa­rece la dignidad del hom bre. E l hom bre es un ser que sobrepasa su finitud, y que se transciende hacia algo superior. Si no existe Dios, en tanto que Verdad y Sentido* n i Ideal supremo, todo se hace anodino: no h abría nada n i nadie hacia quien poder elevarse. Y si fuera el hom bre quien es Dios, entonces sería lo más desesperante, lo más insulso y lo más fútil. Todo va­lo r cualitativo m uestra ya que en la vida hum ana hay algo superior al hom bre. Y lo que es superior al hom bre, es decir, lo divino, no es una fuerza exterior que se encuentre sobre él y le domine, sino lo qUe dentro de sí mismo le hace plenam ente hom bre, lo que es su libertad superior. A quí la distinción misma de lo inm anente y de lo transcendente resulta ser term i­nológicamente condicional y testigo de un estado pa­radójico, insuperable en las condiciones de nuestro tiempo.

Desde la aurora de su existencia, el hom bre presu­m ía la existencia de lo divino, aunque ello fuera bajo la más grosera forma. Si no hay Dios, si no hay Ver­dad que se eleve por encima del mundo, entonces el hom bre éstá enteram ente sometido a la necesidad i> a la naturalza, al cosmos o a la sociedad, al Estado. La libertad del hom bre está en el hecho de que fuera del reino del César existe el reino del Espíritu. La exis­tencia de Dios se m anifiesta por la existencia del es­p íritu en el hom bre. Y Dios no se parece a una fuerza de la naturaleza, n i de poder en el seno de la sociedad o del Estado. No hay aquí ninguna analogía: todas las analogías im plican un cosmo-morfisnio y u n social-

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morfismo serviles en la m anera de concebir a Dios. Dios es la libertad y no n e c e s i d a d , no poder dom inante del m undo, no causalidad suprema obrando en el mundo. Lo que los teólogos llam an gracia, oponién­dola a la libertad hum ana, es la acción en el hom bre de la libertad divina. Puede decirse que la existencia de Dios es la clave de las libertades del hombre* es su justificación in terior en la lucha contra la naturaleza y la sociedad, por la libertad. La dignidad del hom ­bre consiste en no someterse a lo que le es inferior. Pero por ello es necesario que tenga algo que le sea superior, sin serle exterior o dominarle.

E l erro r dél hum anism o no h a consistido en afir­m ar el alto valor del hom bre y su vocación creadora, sino en tender a considerar al hom bre como bastándo­se a sí mismo. P o r esto, el humanismo piensa al hom ­bre en un plano demasiado bajo, considerándole como un ser exclusivamente natu ra l y no viendo en él el ser espiritual. Cristo partía , en su enseñanza, del hom bre hecho á imagen y semejanza de Dios, y por eso se hallaba afirmada la dignidad del hom bre en tan to que ser espiritual lib re ; el hom bre no era el es­clavo de la necesidad natural. Lá libertad no es posi­ble más que si, aparte del reino del César, existe un reino del Espíritu, es decir, el reino de Dios-

R epito: Dios no e s un s e r objetivo ai que se le pue­dan • aplicar conceptos racionales. Dios es Espíritu. Ahora bien, el atributo fundam ental del E spíritu es la libertad. E l Espíritu no es la natiiraleza. La liber­tad no puede estar arraigada en la naturaleza; está arraigada en el Espíritu. E l vinculo del hom bre1 con Dios no es del dominio de la naturaleza y del ser, sino del dom inio del espíritu y de la existencia; es un vínculo en profundidad.

Si n o existe Dios, existe el misterio. Y si no exis­

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te el m isterio, entonces el m undo está vacío y el hom ­bre es un ser de dos dimensiones, incapaz de elevar? se. Si no hay Dios, no hay tam poco victoria sobre la m uerte, nada de vida eterna; y entonces todo sería va­cío de sentido y absurdo. Dios es la plenitud a la cual el hom bre no puede dejar de aspirar. La existencia del hom bre no demuestra la existencia de Dios por una dialéctica lógica, sin vida, sino que demuestra esta existencia de Dios sirviendo de testimonio. La identificación del reino del E spíritu con e l’reino del César, bajo una u otra form a, es un falso monismo que engendra inevitablem ente la esclavitud. E l dua- lisino del reino del Espíritu y del reino del César es el fundam ento absolutam ente indispensable de la liber­tad del hom bre. Pero este no es u n dualismo definiti­vo: es un dualismo en la vía religiosa-espiritual y re­ligiosa del hom bre. El monismo final se afirm ará en el reinó de Dios; no se m anifestará más que escatológi- camente.

No es solamente la conciencia más sutil y desarro­llada, sino tam bién la conciencia más elem ental y poco desarrollada la que debe inquietarse p o r la doctrina misteriosa de la Providencia, la concepción de Dios como Dueño y A dm inistrador de este mundo. ¿Cómo puede conciliarse ^sta concepción con el triun­fo -en él mundo del m al y del sufrim iento? Creo qué ese' es uno de los principales principios del ateísmo. H abitualm ente se vence la dificultad con ayuda de la enseñanza del pecado original. Pero esto no explica ni justifica nada. La pujanza del m al queda inexplicada. Los sufrimientos de los hombres están absolutamente fuera de proporción con su condición de pecadores. No son los peores, sino los mejorés quienes más su­fren. Perm anecen inexplicados igualm ente los perío­dos de abandono respectó de Dios en la vida histórica

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y en la vida individual. La explicación dé terribles catástrofes en la vida de los hom bres por la cólera de Dios y por la idea del castigo es intolerable. Es extre­m adam ente difícil explicar y justificar la omnipre- sencia y bondad de Dios Todopoderoso en el m al, en el cólera, en la peste, en las torturas, en los horrores de las guerras, de las revoluciones y de las contra­revoluciones. La concepción relativa a la acción de la Providencia divina en este m undo del m al y de los sufrimientos debe ser revisada. La idea de Kierke- gaard es m ucho más justa cuando dice que Dios per­manece incógnito en el mundo.

No es Dios quien gobierna en este m undo, sino los príncipes, y estos aplican sus leyes, las leyes del m un­do, y no las léyes de Dios. Este m undo está más some­tido al reino del César que al reino del Espíritu. No puede concebirse una respuesta de Dios viviente más que en el campo escatológico. Venga a nos el tu Rei­no. Pero este reino no ha llegado todavía. E l mundo de los objetos, e l m undo de los fenómenos, con la n e - cesidad que aquí im pera, no es más que una esfera exterior; pero tras él se encuentra oculta la comu­nión con Dios. No es posible pensar que Dios cause algo en el m undo, instando las fuerzas naturales, que reine y gobierne como los reyes y los m inistros en los Estados, que determ ine la vida del m undo y del hom­bre. No puede concebirse una progresión hacia Dios en el m arco del proceso histórico, de la necesidad his­tórica. E n la historia se observa una lucha en tre la libertad y lá necesidad. Pues bien, Dios no puede en­contrarse más que en la libertad ; no está presente en la necesidad. Esto entraña una modificación radical de la doctrina de la Providencia. La gracia no es una fuerza que obre desde el exterior; la gracia es la m a­nifestación de lo divino en el hom bre. No existe opo*

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sición en tre la libertad y la gracia: la gracia no es más que la libertad ilum inada. Como ya he escrito muchas veces, insistiendo en ello como tem a funda­mental, a la gracia puede oponerse el m al y el estado de la criatura, así como a la libertad pre-existente, in­creada, y, por consecuencia, indeterm inada, la liber­tad irracional. Pero la libertad puede llegar a ser ilu­minación y deificación. Así, en la historia del mundo, pueden obrar las fuerzas irracionales, puede obrar una libertad tenebx-osa que engendre la necesidad de la violencia; pero la libertad ilum inada, la fuerza di­vina, obra por sí misma. Por esto la historia es dra­m ática hasta el más alto grado; por lo que vemos cho­car y luchar sin cesar el reino del E spíritu y el reino del César, que tiende a u n poder totalitario . Tan erró­neo es ver por todos lados, en la vida del mundo, el triunfo de las fuerzas del m al, de las fuerzas diabóli­cas, como ver en él la revelación progresiva y el triun ­fo de las fuerzas del bien, de la fuerza divina. E l es­p íritu no se revela progresivam ente en el proceso his­tórico. Son los procesos visibles y perversos quienes triunfan. Pero es preciso ver por todos sitios los gér­menes latentes y la infusión del E spíritu y del reino espiritual. Las relaciones del hom bre con Dios im pli­can una lucha dram ática en tre el reino del Espíritu y el reino del César, e l peso por el dualismo, en nom­bre del monismo final, que no puede manifestarse más que escatológieamente. Y este tem a se complica respecto a las relaciones del hom bre con el cosmos.

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EL HOMBRE Y EL COSMOS LA TECNICA

r "1 L hom bre es un ser natu ra l; está liga­do por m últiples hilos a la vida cós­

mica, depende del circuito de la vida cósmica. El cuerpo del hom bre está m arcadam ente sometido a los procesos físico-químicos. Cuando el hom bre muere, en tanto que ser natural, los elementos que compo­nen su cuerpo se disuelven en la m ateria y en la vida cósmica. E l hom bre vive en el m undo natu ra l y sé encuentra obligado a tom ar una posición frente a éste mundo.

Pero el misterio del hom bre está en el hecho de que no es solamente un ser natu ra l y no puede ser expli­cado a p a r tir de la naturaleza. E l hom bre es, de igual

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modo, una persona; es decir, un ser espiritual, que lleva en sí la imagen de lo divino. Por esto, la situa­ción del hom bre en el seno del m undo natu ra l es trá ­gica. E l hom bre no es solamente uno de los objetos de este m undo; es, ante todo, un sujeto que no puede ser deducido del objeto. Al mismo tiem po, la actitud del hom bre frente al cosmos, está im puesta por el hecho de que él mismo constituye un microcosmos, de que contiene en sí mismo el cosmos, como contiene en sí la historia. E l hom bre no puede ser simplemen­te una parte de cualquier cosa, él es un todo. P or exi­gencia del principio espiritual que lleva en sí, e l hom ­bre no está sometido a la naturaleza; es independien­te, aunque las fuerzas naturales puedan m atarle. Si el hom bre fuera únicam ente un ser natu ra l y lim itado, su m uerte no tendría nada de trágica, solo es trágica la m uerte de un ser inm ortal que aspira al infinito.

Solamente desde el exterior, en tanto que objeto, el hom bre es p arte de la naturaleza; en el in terior, en tanto que espíritu, contiene la naturaleza. Tam bién hay aquí un dualismo en las relaciones del hom bre con el cosmos: el hom bre es, al mismo tiem po, escla­vo y rey de la naturaleza. La situación central del hom bre en el seno de la naturaleza no está por com­pleto determ inada astronómicamente y no se encuen­tra de ningún modo m odificada después de Copérni- co. Esta situación no depende en absoluto de lo que descubren las ciencias naturales. Está determ inada por el espíritu. P or consecuencia, el problem a fundam en­ta l es el del espíritu y la naturaleza, el de la libertad y la necesidad.

Pueden distinguirse, en las relaciones de hom bre con el cosmos, cuatro fases d iferentes: 1) E l hom bre está inmerso en la vida cósmica; está en dependencia frente a los objetos; la persona hum ana no está to-

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davía liberada, e l hom bre no procura aún dom inar la naturaleza; sus relaciones con la naturaleza son dé orden mágico y mitológico (formas prim itivas del pas­toreo y de la agricultura, esclavitud). 2) Liberación de la acción de las fuerzas cósmicas, de los espíritus y demonios de la naturaleza; lucha con ayuda de la ascesis y no de la técnica (formas elementales de eco­nomía, servidum bre). 3) Mecanización de la natu ra­leza, dominio científico y técnico de la naturaleza, desarrollo de la industria bajo sus formas capitalistas, liberación del trabajo , seguido de su enajenación, de bido al hecho de la explotación de los instrum entos de producción y a la necesidad de vender el trabajo a fin de percibir xin salario. 4) Desagregación del or­den cósmico por el descubrimiento de lo infinitam en­te grande y de lo infinitam ente pequeño; sustitución de la realidad orgánica por una realidad organizada por interm edio de la ciencia y de la técnica; excesivo acrecimiento del poder del hom bre sobre la naturaleza y servidum bre del hom bre a sus propios descubri­mientos.

Estas distinciones, en lo que concierne a las re la­ciones del hom bre con la naturaleza, son del orden de la tipología y no de la cronología, aunque la sucesión del tiem po haya tenido su im portancia. Pero hoy, que nos encontramos dentro del campo de la técnica, existen todavía otros temas angustiosos. Si antigua­m ente el hom bre tenía miedo a los demonios de la naturaleza y fué liberado por Cristo de esa demono- latría , hoy tem e al mecanismo universal de la natu ­raleza. E l poder de la técnica es la ú ltim a m etam or­fosis del reino del César. Esta metamorfosis no exige las sacramentaciones que el reino del César exigía en el pasado. Se tra ta del últim o estadio de la seculari­zación, de la descomposición del centro y de la for-

REINO DSL ESPIR ITU .— 4.

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rnación de esferas separadas y autónomas, una de las cuales pretende un reconocimiento total. E l hom bre se encuentra bajo la influencia de una de las esferas autónomas.

Pero aún puede imaginarse una quinta fase de las relaciones del hom bre con la naturaleza. E n el curso de esa quinta fase veríamos una conquista más avan­zada aún de las fuerzas de la naturaleza por el hom­bre, la liberación real del traba jo y del trabajador, la sumisión de la técnica al espíritu. Pero esto presu­pone un movimiento espiritual en el mundo, movi­m iento que debe ser obra de la libertad.

Más de una vez he tenido la ocasión de escribir que la pujanza inaudita de la técnica h a revolucianado toda la vida hum ana. La crisis por que atraviesa el hom bre está ligada al hecho de que la organización psíquica y física del hom bre no corresponde al estado actual de la técnica. E l alma y el cuerpo del hom bre tom aron form a cuando la vida hum ana concordaba aún con el ritm o de la naturaleza, cuando el hom bre se percataba aún de la existencia de un orden cósmi­co, cuando estaba aún ligado a la m adre tierra . La dominación de la técnica significa el fin de la época telúrica. E l medio orgánico natu ra l del hom bre—la tierra , las plantas, los animales, etc.—puede ser des­tru ido por la técnica. Y entonces, ¿qué ocurrirá?. Una técnica elem ental h a existido en los tiempos prehistóricos. La irrupción revolucionaria de la má­quina, que ha determ inado el desarrollo de la indus­tria capitalista, parte de finales del siglo XVIII. Pero es en nuestra época cuando la técnica h a adquirido un poder determ inante sobre el hom bre y las sociedades hum anas y cuando h a nacido el tipo de la civilización técnica. Esto todavía no podía decirse del siglo XIX,

que fue complejo y contradictorio, pero que conserva

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él antiguo tipo de cultura. E n la actuíidad, e l orden cosmico en el que creían los hom bres del siglo xix, materialistas o simplemente positivistas, se halló de­bilitado. La posición del hom bre fren te a las fuerzas cósmicas es absolutam ente nueva. E l cosmos, en el sentido griego, antiguo, de este vocablo; el cosmos de Aristóteles, de Tomás de Aquino, de Dante, no existe ya. La naturaleza no es ya un orden jerárquico esta­blecido po r Dios, del que pueda estarse seguro.

Esta transform ación h a comenzado en Copémico. Ya Pascal experim entaba te rro r ante lo infinito del espacio y sentía con intensidad que el hom bre está como perdido en este m undo infinito, extraño y frío. E l espanto provocado por el descubrimiento del m undo de lo infinitam ente pequeño no debía ser menos glande. La ciencia penetra en la estructura interior de la naturaleza, en las profundidades de la m ateria. Desde este punto de vista, los trabajos respecto a la desintegración del átomo tienen una enoim e im portancia. H an llevado a la invención de la bomba atómica, haciendo surgir la amenaza de catástrofes sin precedentes. Esto asusta a los sabios, que no se sienten libres en sus laboratorios. La des­integración de la m ateria libera una inmensa energía. Puede decirse que la m ateria vinculaba y encadenaba la energía. De esta m anera, el orden cósmico ee en­contraba estabilizado. Hoy día, los sabios declaran que los descubrimientos científicos pueden, por sus consecuencias técnicas, hacer estallar el orden cósmi­co, provocar catástrofes cósmicas. La guérra h a ce­sado de ser un fenómeno localizado, interesando solo a las naciones y a los Estados; es ya un fenómenó cósmico o, m ejor dicho, anticósmico.

E l descubrimiento del principio de relatividad ha contribuido enormemente, por su parte, al cambio

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de punto de vista sobre el orden cósmico. Es tam bién el final del optimismo evolucionista del siglo XK, que afirmaba que en ei m undo na tu ra l todo tiende a m ejorar. Las teorías evolucionistas hab ían sido elabo­radas sobre la base de las ciencias biológicas, y su ho­rizonte era lim itado. Hoy en día, son la física y la química las que han adquirido una im portancia de­cisiva, y ese horizonte se ha extendido a las dimensio­nes del cosmos, en este momento precisam ente en que el cosmos está casi en vías de destrucción. Las relacio­nes con la naturaleza están determ inadas exclusiva­m ente por la praxis, e infinitas posibilidades se abren ante esta últim a. Esto lo mismo puede suscitar un es­tado de ánimo optimista que u n estado de ánimo pe­simista.

Una nueva realidad aparece tan diferente de la realidad natu ra l inorgánica, como de la realidad na­tu ra l orgánica. Esta nueva realidad es una realidad organizada, E l hom bre no tiene más que hacer en cuanto a la naturaleza creada por Dios, pero sí en, cuanto a la nueva realidad creada por el hom bre y por la civilización, la realidad de la m áquina y de la técnica, las cuales no existen e n el m undo natural. La m áquina h a sido creada con ayuda de elementos ma­teriales que vienen de la antigua naturaleza; pero a esos elementos se añade algo com pletamente nuevo, algo que no form a parte de la naturaleza y no perte­nece al antiguo orden cósmico. E l hom bre.no lia con­siderado al pronto cuáles pueden ser las consecuen­cias de este estado de cosas. E n verdad, la m áquina y la técnica tienen una im portancia cosmogónica. Re­presentan u n nuevo día de la creación, o una nueva noche. Más bien una noche, porque e l sol podría obs­curecerse.

Pero él papel de la técnica es doble : Ip mismo pue-

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cíe tener un sentido positiva que un sentido negativo. La negación rom ántica de la técnica es im pulsiva y reaccionaba. Es necesario no reBusiir los descubri­mientos científicos de la técnica, sino dominarlos es­piritualm ente.

Uno de los corolarios fatales de la técnica sometida exclusivamente a su propia ley, la cual conduce a las guerras técnicas, es el reforzam iento desmesurado del estadismo. E l Estado se hace todo-poderoso, cada vez más to talitario , y no solamente en los países de re­gímenes to talitarios; el Estado no quiere adm itir n in ­gún lím ite a su autoridad y considera al hom bre ex­clusivamente como un medio y un instrum ento.

E l poder de la técnica tiene aún otra consecuencia, que entraña grandes dificultades para el hom bre, por­que el alma hum ana no está suficientemente adapta­da a ella. Asistimos a una terrib le aceleración del tiempo, que el hom bre no llega a alcanzar. Ningún instante tiene valor p o r sí mismo y no representa más que un m edio para el instante siguiente. Una increí­ble actividad se exige del hom bre, actividad que no le perm ite ninguna reflexión sobre sí mismo. Sin em­bargo, estos minutos activos hacen pasivo al hombre. Se transform a en un simple medio fuera del proceso humano, una simple función del proceso de produc­ción. La actividad del espíritu hum ano se halla debi­litada. E l hom bre está valuado desde Un punto de vista u tilitario , sobre la base de su rendim iento. Esto representa una enajenación de la naturaleza hum ana y una destrucción del hom bre. Es por lo que, con razón, ha hablado M arx de enajenación de la natu ­raleza hum ana en el régim en capitalista. Pero esta enajenación subiste bajo el régim en por el que quie­re reem plazar el régimen capitalista en vías de des­composición,

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Es tam bién en la época técnica cuando asistimos a la entrada activa de enormes masas hum anas en la historia. Y esto se realiza precisam ente en el momen­to en que estas masas—que no es preciso identificar con las clases laboriosas—han perdido sus creencias religiosas. Todo esto determ ina una crisis profunda en el hom bre y en la civilización hum ana. ¿Cuál es la causa esencial de esta crisis?

Desde el final de la Edad Media, el hom bre se ha encontrado comprometido en la senda de la autono­m ía de diferentes esferas de su actividad creadora. En el curso de los llam ados tiempos modernos— que han cesado desde hace m ucho tiem po de ser modernos y se han vuelto antiguos—todas las esferas de la cul­tu ra y de la vida social comenzaron a afirm arse y a desarrollarse exclusivamente según sus propias leyes, no ordenándose en torno a ningún centro espiritual. Las fuerzas creadores del hom bre, trabadas en la Edad M edia, han podido, de este modo, dilatarse. La polí­tica, la economía, la ciencia, la técnica, la idea na­cional, etc., no quieren reconocer ninguna ley m oral, ningún principio espiritual por encima de su propia esfera de acción. E l maquiavelismo en política, el ca­pitalismo en economía, el cientifismo en el campo de la ciencia, el nacionalismo en la vida de los pue­blos, la empresa absoluta de la industria en el hom ­bre, todo esto es la consecuencia de las autonomías en cuestión.

Pero hay en el destino del hom bre europeo una contradicción fundam ental: la autonom ía de las di­ferentes esferas de su actividad no es la autonom ía del hom bre mismo en tanto que ser integral. Cada vez más, el hom bre ha llegado a ser esclavo de las esferas autónom as; estas no están sometidas al espíritu h u ­mano. Sintiendo cada vez más intensam ente la pérdi­

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da de sü integridad, el hom bre tra ta de protegerse del hundim iento que le amenaza, de la destrucción de la imagen hum ana. De una parte , el hom bre europeo va hacia un neo-humanismo; de otra, quiere encon­tra r la integridad en un sistema to talitario de organi­zación de la vida entera. E l problem a del totalitaris­mos es más complejo de lo que se piensa habitualm en­te. E l totalitarism o es una tragedia religiosa; es una manifestación del instinto religioso del hom bre, de su necesidad de una actitud integral fren te a la vida. Pero a consecuencia de la autonom ía de las diferentes esferas de la actividad hum ana, de la desaparición del centro espiritual, es lo parcial, lo fragm entario, lo que aspira a la totalidad, a la integridad. La cien­cia, la política, han comenzado desde hace mucho tiem po a tener tales pretensiones. E n nuestra época, la economía, la técnica, la guerra se hacen totalitarias también. Por su relación con esas esferas, la ciencia pretende un carácter utilitario . E l marxismo se es­fuerza en restablecer la integridad del hom bre; re ­chaza la enajenación de la naturaleza hum ana, in ­tervenida en la época del capitalismo. Pero quiere re-crear al hom bre integral partiendo de una esfera fragm entaria, autónom a: la de la economía. Está so­metido al economismo de la época capitalista. Tam ­bién el totalitarism o m arxista es un falso totalitaris- mo, que no libera al hom bre, sino que le avasalla. En su profundidad, el hom bre no es un ser esencial­mente económico.

Pero las pretensiones totalitarias que tienen m ayor im portancia son las de la técnica. La técnica no quie­re reconocer ningún principio por encima de ella. Está obligada a contar únicam ente con el Estado, cuyo papel es igualm ente to talitario . E l desarrollo ex­traordinario de la técnica, en tanto que esfera autó-

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•poma, conduce al fenómeno esencial de nuestra épo­ca: el paso de la vida orgánica a la vida organizada. En la época técnica, la vida de las vastas masas hu ­manas, que exigen la solución del problem a del pan cotidiano, debe ser organizada y regulada. E l hom bre h a sido arrancado de la naturaleza, en el sentido an­tiguo de este térm ino, y situado en un m undo social cerrado, como el que vemos en el marxismo. Y, para­lelam ente, el hom bre adquiere un sentido planetario, más m arcado cada vez de la tierra . La vida del hom bre está colocada en las contradicciones: E l hom bre ee encuentra en estado de desequilibrio. E l poder autó­nomo de la técnica es la expresión extrem a del reino del César, un aspecto nuevo de este reino, que no se parece a los del pasado. E l dualismo del reino del Es­p íritu y del reino del César tom a una form a cada vez más aguda. E l reino del César rechaza el reconoci­m iento de las esferas neutras; su concepción es mo­nista.

Nuestra época está caracterizada por la unión de lo racional y de lo irracional. Esto puede parecer con­tradictorio , pero de hecho la cosa es comprensible. Las fuerzas irracionales estallan, y el hom bre se ane­ga en el caos que de ello resulta. Se esfuerza en sal­varse por la racionalización. Pero la racionalización no es más que el reverso de lo irracional. La situación del hom bre en el m undo se hace absurda, vacía de sentido. E l hom bre está situado en el no-sentido de la vida, pero rehuye el reconocimiento del único sen­tido que podría oponerse a ese no-sentido. E l mundo llega a unas tinieblas racionalizadas. La racionaliza­ción misma de la vida puede ser irracional. Esta racio­nalización interviene precisam ente en el momento en que la fe en la razón está vacilando. Por esto, todos los procesos de la vida se hacen contradictorios. La do-

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Hiinación de la técnica racionalizada hace absurda la situación del hom bre en el mundo. Esta situación del hombre, su proyección en el m undo del absurdo, se re­fleja en la filosofía de Heidegger, en las novelas de Kafka. E l problem a del hom bre y la exigencia de una nueva antropología religiosa y filosófica se hallan esta­blecidos con una agudeza nueva.

La tecnificación de la vida es al mismo tiem po bu

deshumanización. E l antiguo humanismo se m uestra im potente ante la pujanza del progreso técnico, ante la conciencia creciente de lo absurdo de la vida. Solo los marxistas quieren perm anecer optimistas, creen en el carácter bienhechor dé la técnica, relacionando la conciencia del absurdo de la vida exclusivamente con las clases burguesas destinadas a la m uerte, y de ello extraen el triunfo inevitable del proletariado. Este punto de vista no reconoce en el hom bre más que un ser social en quien la clase es lo que piensa y crea. El optimismo m arxista no sitúa en su profundidad, ni el problem a de las relaciones del hom bre con el cosmos, n i el de la vida in terio r del hom bre, la cual es simplemente negada. H e hablado ya más de una vez del carácter dualista del hum anism o y de su dia­léctica interna, que conduce a la negación del hom ­bre.

Pero la tendencia a la negación dé la técnica es ab­surda. Se tra ta , no de negar la técnica, sino de some­terla al espíritu. En su destino histórico, e l hom bre no solamente pasa por unas transform aciones radica­les de la vida social, destinadas a crear una nueva es­tructura de la sociedad, sino tam bién por unas modi­ficaciones radicales de actitud ante la vida cósmica.

Se olvida demasiado frecuentem ente que la vida so­cial de los hom bres está ligada a la vida cósmica y que no es posible llegar a una sociedad perfecta in­

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dependientem ente de la vida cósmica y de la acción de las fuerzas cósmicas. Los fundam entos del m arxis­mo quedan circunscritos al m undo social. E l desarro­llo de la técnica y su poder sobre la vida hum ana ee encuentran en relación directa con el tem a del hom­bre y del cosmos. Y a hemos dicho que el desarrollo m oral y espiritual no corresponde al progreso técni­co y que esta es la causa fundam ental del desequili­brio del hom bre. Solo vinculando el movimiento so­cial al movimiento espiritual puede el hom bre salir de un estado en el que se encuentra desgarrado y como perdido. Nada más que por el principio espiri­tual, es decir, por su vínculo con Dios, el hom bre se hace independiente lo mismo de la necesidad natu ral que del poder de la técnica. Pero el desarrollo de la espiritualidad en el hom bre debe llevarle, no a des­viarse de la naturaleza y de la técnica, sino a domi­narlas. E n realidad, el problem a que se presenta para el hom bre es más com plejo todavía. No puede existir comunión con una naturaleza mecanizada. U na co- m unión del hom bre con la vida de la naturaleza, como existía en otro tiem po, no es posible más que por una aproximación espiritual; no puede ser sim­plem ente orgánica, en el antiguo sentido de esta pa­labra. Sin embargo, existe un problem a aún más agudo: el de las relaciones del hom bre con la so­ciedad.

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EL HOMBRE Y LA SOCIEDAD E L SOCIALISMO

L hom bre es un ser natural, social y es­piritual. Es, por otra parte, un ser li­

bre y un ser esclavo, un ser inclinado al amor y al sacrificio e inclinado al egoísmo, noble y vil, que lleva en sí la imagen de Dios y la imagen del mundo, del mundo na tu ra l y del mundo social. Por esto es pol­lo que el hom bre se define ante Dios, ante la natu- raleza y ante la sociedad. A veces, se siente en mayor medida situado ante la sociedad que ante el cosmos y siente, más profundam ente, el poder de la socie­dad que el del cosmos. Y, del mismo modo, siente el poder de la técnica como un poder de la sociedad y no de la naturaleza. De esta forma, el problem a que

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se presenta con m ayor agudeza es el de los límites del poder de la sociedad sobre el hombre.

La sociedad se alza con pretensiones totalitarias y tiende a decir al hom bre: “T ú eres m i creación y tú me perteneces por entero.” Cristo enseñaba el dualismo del reino de Dios y el reino de César. Hoy, por el contrario, se opera un retorno a la conciencia antigua, pagana, que reconocía el poder absoluto de la sociedad-Estado. Las relaciones entre el hom bre y la sociedad aparecen como paradójicas. Desde el exterior, desde el punto de vista del objeto, la per­sona hum ana no es más que una partícula de la so­ciedad; desde el interior, desde el punto de vista del sujeto, la sociedad es una parte de la persona hum a­na, su lado social; lo mismo que el cosmos, es tam ­bién una p arte de la persona hum ana, considerada como microcosmos y abarcando todo en su seno. Lo más im portante es tener conciencia de que el hom ­bre, no solam ente pertenece al plano social, sino tam ­bién al plano espiritual, y que este últim o es el fun­damento de su libertad. Es indispensable denunciar con la m ayor energía el engaño de todo monismo, el cual es siem pre una base para la tiranía. Una sociedad concebida con espíritu m onista tiende siempre hacia la tiranía. E l pluralism o sería más adm isible; pero, en las sociedades burguesas y capitalistas, el pluralismo está ligado al individualismo y representa una forma velada de tiran ía de la dominación capitalista. Por lo que no puede haber más solución que la creación de una sociedad fraternal enteram ente nueva, sociedad personalista y de comunidad. La sociedad es para el hom bre un objeto que le determ ina desde el exterior. Es preciso transform arla en sujeto, que exprese in­teriorm ente el carácter com unitario y social del hom bre.

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El comunismo, lo mismo que el fascismo, niega el trágico conflicto en tre la persona y la sociedad. Este conflicto es considerado como particu lar a la socie­dad de clases. Las cosas aparecen, en efecto, como ta> les si se las deja en la superficie; pero en lo más p ro ­fundo este conflicto no puede ser enteram ente re­suelto más que en el reino de Dios. Lo trágico de la situación del hom bre está en el hecho de que se halla obligado a vivir en el marco del orden natu ra l y ob­jetivado. Es decir, que la parte de necesidad que obra en él es m ayor que la parte de libertad que en él opera.

La sociedad no es n i un ser particular, ni un orga­nismo. Desde este punto de vista, la metafísica del colectivismo, que ve en la colectividad social una rea­lidad por encima del hom bre, es perfectam ente falsa. Volveremos más adelante a este tema. Pero la sociedad representa, sin embargo, una cierta realidad: no so­lam ente la realidad del “yo” y del “tú ”, sino tam bién la del “nosotros”. No obstante, la realidad “nosotros” no tiene de ninguna m anera el derecho de adm itir la prim acía de la sociedad sobre la persona hum ana. Fuera del hom bre y de sus relaciones con los demás hombres, la sociedad no existe o no existe más que como enajenación exterior de la naturaleza misma del hom bre. E l universalismo de Hegel, de Marx, de D urkheim , de Spann y de otros, que proclam an la prim acía de la sociedad o del Estado sobre la perso­na hum ana, era un falso universalismo. Estaba fun­dado en la lógica del realismo de los conceptos, para la que lo general es más real que lo individual. Desde este punto de vista, la doctrina de M arx es contradic­toria; pero el realismo escolástico de los conceptos, que se opone al m aterialism o, es paten te en él: la clase es para él más real que el hom bre. Es extraordi-

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hafiam ente interesante constatar que esta contradice ción de la dialéctica conduce al Estado despótico de los jacobinos. Encontramos una confirmación en Juan Jacobo Rousseau, quien rechazaba ya la libertad de conciencia religiosa y volvía a la antigua concepción pre-cristiana de la libertad. Un Proudhon y, en Ru­sia, un Herzen o un M ikhailovsky estaban más pró­ximos a la verdad cuando preconizaban el socialismo en nom bre del individuo, en nom bre del hom bre.

La libertad de la persona hum ana no puede ser dada por la sociedad y, por sus fundam entos y sus signos, no puede depender de ella. Pertenece al hom ­bre como ser espiritual. La sociedad—por lo mismo que no tiene pretensiones totalitarias—débe, simple­mente, reconocer esta libertad. Esta verdad funda­mental, relativa a la libertad , h a encontrado su re­flejo en la doctrina del derecho natural, de los de­rechos del hom bre, no dependiente del Estado, de una libertad que no sería solamente la libertad en el seno de la sociedad, sino tam bién la libertad frente a una sociedad de pretensiones ilim itadas. B enjam ín Constant ha visto én ello la diferencia entre la concep­ción de la libertad ta l como h a aparecido en el curso del período cristiano de la historia y la que existía en el mundo greco-romano de la antigüedad. La doctrina del derecho natural, que reconocía los derechos del hom bre independientem ente de los derechos políti­cos, instituidos por el Estado, im plicaba, sin embargo, un error teórico, debido a la poca m adurez de la me­tafísica de la época. E n realidad, los derechos im pres­criptibles del hom bre, que señalan los lím ites del po­der de la sociedad sobre él, están determ inados, no por la naturaleza, sino por el espíritu. Son derechos espirituales y no derechos naturales; la naturaleza no instituye ningún derecho. Se cometía el mismo error

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cuando se hacía la revolución en nom bre de la natu­raleza. No puede hacerse la revolución más que en nom bre del espíritu; porque la naturaleza, es decir, el instinto que es propio del hom bre no crea más que nuevas formas de esclavitud.

E l cristianismo h a operado en otro tiem po la ma­yor revolución espiritual: ha liberado espiritualm en­te al hom bre del poder ilim itado de la sociedad y del Estado, que en el m undo antiguo se extendía igual­mente a la vida religiosa. Ha revelado en el hom bre el principio espiritual, que no depende del m undo, de la naturaleza o de la sociedad, sino de Dios. Es­ta es la verdad del absoluto personalismo cristiano, verdad desconocida del m undo antiguo, pre-cristia- no. Pero en su destino histórico, el cristianismo ha sufrido una deformación por el hecho de su adapta­ción al re ino del César; se ha inclinado ante la fuer­za del Estado y se ha esforzado en hacer sagrada esta fuerza. Así se han construido las teocracias cris­tianas, sustentadas por la coerción; así se ha llega­do a la adaptación al régimen capitalista y a la jus­tificación de este régimen cuando este se encuentra en contradicción form al con el cristianismo. Las pa­labras de San Pablo: “No existe ninguna autoridad que no venga de Dios” han tenido un efecto fatal. Estas palabras no ten ían significación religiosa, sino solamente una significación histórica tem poral. Pero se han convertido en fundam ento para el oportu­nismo. Sobre lá base del cristianismo pauliano han aparecido dos sendas: de una parte , la senda ascé­tica del abandono del m undo, que justifica la con­cepción del mundo ascético-metafísico, y, de otra parte, el cam ino de la adaptación a las fuerzas que dominan en el mundo.

E l cristianismo siem pre h a definido su actitud

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pot: relación a las formas de adaptación, social* ela* horadas por los demás. No h a revelado, en lo que concierne a la organización de la sociedad, una ver­dad nacida de las profundidades del cristianismo mismo. La verdad cristiana, referente a la sociedad, permanece aún inexpresada. E l tiem po de su reve­lación no h a llegado todavía. E n atención a esto, es preciso afirm ar el dualismo entre “lo que es de Dios y ‘4o que es del César”, el dualismo por relación al complejo naturaleza-sociedad, lo mismo que el dua­lismo por relación a la sociedadrEstado. A hí está la base de la libertad. Pero no se tra ta de u n definitivo estado de cosas; se tra ta de un dualismo en la ru ta, de un dualismo tem poral. E n definitiva, es preciso volver los ojos hacia el reino de Dios, en e l cual todo dualismo será superado.

Por otra parte, es preciso establecer una distin­ción en tre la sociedad y la comunidad. La organiza­ción de la sociedad, que siem pre im plica una gran p arte de. necesidad, no es una creación com unitaria. E n el capítulo siguiente tratarem os de la profunda diferencia que hay en tre la idea religiosa de la “con- ciliaridad” y la idea socialista del colectivismo. Loa postreros fines de la vida hum ana no son de orden social, sino de orden espiritual. Pero, por otro lado, la distinción en tre los actos de m oral indivudual y los de m oral social es enteram ente errónea. No se puede ser u n hom bre m oral y u n buen cristiano en la vida privada, individual, y u n cruel explotador, un hom bre am oral, en la vida social, en tan to que representante de la autoridad, jefe de em presa, ca­beza de fam ilia, etc. Es falso y antihum ano dis- tinguir en tre el hom bre, y la función jerárquica, sus­titu ir por el hom bre esta función jerárquica. La cau­sa principal, tanto de la crisis del cristianismo y de

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la crisis de la sociedad, como de la decadencia de la fe, reside en la concepción del cristianismo exclu­sivamente como una religión de salvación personal. Resulta im posible resolver el problem a de las rela­ciones entre el bom bre y la sociedad partiendo de esta concepción. Este angustioso problem a no podrá tener solución más que con la aparición en el cris­tianismo de una nueva conciencia, de una concepción que le considerará como una religión de transfigura­ción, no solo personal, sino tam bién social y cósmi­ca, es decir, con la introducción en la conciencia cris­tiana del elemento mesiánico y profético.

# * *

E l problem a de las relaciones entre el hom bre y la sociedad ha tomado una actualidad tan grande a causa del papel que juega el socialismo en la vida m undial. La palabra misma de socialismo se deriva de la palabra “sociedad”. Cuando el socialismo per­tenecía aún al dominio de la autopia y de la poesía, cuando aún no había llegado a ser prosa de la vida y poder, quería ser la organización de lo que es hu ­mano. M arx mismo pensaba que el socialismo debe instaurar una sociedad nueva en consideración al hombre. Lá dialéctica fa ta l de todo lo que se realiza en el m undo, en el reino del César, no se había ma­nifestado todavía. Pero, a despecho de la verdad prác­tica, incontestable del socialismo en lo que se refiere a la verdad de su crítica respecto al capitalismo, la metafísica del socialismo es falsa. Esta metafísica está, efectivamente, fundada en la prim acía de la sociedad sobre la persona hum ana, entendiendo que esta prim acía no puede más que beneficiar al hom­bre. El socialismo tiene un doble aspecto: lo mis-

REINO DEL ESPIR ITU .— 5

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xno puede crear una nueva sociedad libre que una nueva esclavitud. La profundidad y la verdad del socialismo están en la idea de que la persona hum a­na en general y la persona del obrero en particu lar debe transform arse de objeto en sujeto. La oposi­ción fundam ental sigue siendo la oposición en tre una persona y una cosa. No puede adm itirse que el hom ­bre sea considerado como una cosa y como un ob­jeto. E l hom bre es un sujeto y una persona, y el orden social que esto reconoce está justificado. Por ser esta la diferencia en tre el socialismo y el comu­nismo, esta cuestión será tra tada a fondo más ade­lante, en el capítulo sobre el colectivismo y el m ar­xismo.

Se dice que lo que distingue al socialismo del co­munismo son sus palab ras: “De cada uno, según su capacidad; a cada uno, según su traba jo”, y en el comunismo: “De cada uno, según su capacidad; a cada uno, según sus necesidades.” Pero esa no es una distinción de principios; es una distinción se­cundaria, que indica simplemente los diferentes gra­dos de enriquecim iento de la sociedad. Lo que se­ñala una diferencia más profunda es que el socialis­mo no exige una concepción to talitaria del mundo, como el comunismo, que aquel no tiende a la colec­tivización de toda la vida personal del hom bre y no considera como lícitos todos los medios. Sin em bar­go, el socialismo mismo, fundado la m ayor p arte de las veces en una falsa metafísica, ve en el mundo de los objetos la realidad prim era y en el m undo del sujeto una realidad secundaria. De esta form a, el socialismo representa una de las transformaciones del reino del César.

E l m aterialism o, es decir, el absolutismo de la cosa y del objeto, es. la herencia de la concepción del

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m undo burgués. E l capitalism o es un ateísmo prác­tico. Bastantes cossas justas h a dicho a este respecto Ragaz. P ero la concepción de este, según la cual el infinito se abre al proletariado para que el proleta- riado no sea avasallado por la propiedad, ha sido tachada de ilusa. Siem pre existe un peligro de abur­guesamiento del socialismo, como tan justam ente lo h a hecho observar Herzen. Incluso el comunismo puede ser burgués, en el sentido espiritual de esta pa- labra. La oposición más profunda no es la oposición al capitalism o en tan to que categoría económica, sino oposición a la burguesía en tanto que categoría espiri- tual y m oral. E l carácter revolucionario de la lucha so­cial por una nueva sociedad es definitivo generalmen­te, no en función del ideal social, n i en una función de la trasform ación espiritual y m oral de los hombres que crean la nueva sociedad, sino en función de los medios utilizados en la lucha, del grado de aplicación de la violencia. Ahora b ien : Gandhi era evidente­mente, en el sentido espiritual del vocablo, más re­volucionario que los com unistas; pero es precisa­m ente a causa de esta cualidad de revolucionario espiritual por la que h a sido destruido.

La m anera de considerar el tiem po tiene aquí una gran im portancia. ¿Puede considerarse el presente como un m edio para el porvenir y la generación ac­tual como u n m edio para las fu turas? Frecuente­m ente se quiere ver un socialismo revolucionario en esta concepción de la generación presente de hom ­bres vivos como un sim ple m edio para el porvenir. Incluso se estim a como posible el suprim ir una mul­titud de hom bres, causar sufrimientos innum erables en nom bre del b ien y de la felicidad fu tu ra de los hombres. De esta m anera es como se constituía y continúa constituyéndose el reino del César, porque

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esa es su ley. Las diferencias se reducen aquí a una cuestión de graduación. La revolución se concibe como un anti-personalismo.

E l problem a más angustioso en el socialismo es el de la libertad. ¿Cómo conciliar la solución del pro­blema del pan para todos los hombres, problem a del que depende la misma vida de esos hombres, con la libertad, de que depende su dignidad? Este proble­ma no puede, en m anera alguna, ser resuelto por el m aterialism o; no podría serlo más que sobre la base de un socialismo religioso. Pero lo trágico de la si­tuación está en el hecho de que las masas hum anas pasan en la hora actual por un proceso de descris­tianización y por el m aterialismo, de lo que son cul­pables los cristianos mismos. E l socialismo solo no realizará jamás una sociedad perfecta, como tam po­co realizará la igualdad. No existirán más las formas de explotación culpable del hom bre por el hom bre, no existirán las clases como las que ha creado el ré­gimen capitalista. Pero se verá constituirse una nue­va burocracia, lo que en la actualidad se llam a: los “organizadores” (cf. James B urnham ).

En la historia se desarrolla un doble proceso: pro­ceso de socialización, por una parte, y proceso de individualización, por otra. E l comunismo tiende a una socialización to talitaria. Esto es lo que le da su as­pecto particular. E l sistema económico del comunis­mo podría no representar una socialización to talita­ria de la vida hum ana. Pero esta socialización to tali­taria m ana de la concepción filosófica comunista del mando, de la fe religiosa del comunismo. E n esto es sobre todo en lo que el comunismo se distingue del socialismo- E l socialismo contiene menos religión; no excluye enteram ente la individualización.

Pero puede considerarse al socialismo como un con­

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cepto genérico, y entonces puede ser posible consi­derar diferentes formas de socialismo. Puede existir un socialismo revolucionario y un socialismo refor­mista, u n socialismo religioso y un socialismo ateo, un socialismo democrático y un socialismo aristocrá­tico. No se tra ta aquí de las transform aciones sociales que se realizan en Europa, sino de los principios. Siempre h a habido en el socialismo—sea en el socia­lismo utópico o en el de M arx—un elem ento milena- rista. Es precisamente este elem ento milenarista y mesiánico, inconsciente en el socialismo, el que en­gendra el fanatismo y proporciona al socialismo su carácter antirreligioso m ilitante. La hostilidad más extrem ada contra la religión puede ser en sí misma la expresión de un deseo de religión. Este concier­ne más bien a la variedad de socialismo llam ada co­munismo. La palabra “socialismo” no tiene color pro­pio y no significa gran cosa. Está derivada del vo­cablo “sociedad”. La palabra “comunismo” es más significativa; está enlazada a la comunión, al comuni- tarismo. Pero en la práctica, el comunismo adquie­re, no tan to el carácter de un comunitarismo como el de u n colectivismo. Veremos cómo es en esto donde réside la diferencia esencial. Si no existiera esta transformación del comunismo en colectivismo ex­tremo, que no deja posibilidad de ninguna indivi­dualización, yo preferiría la palabra “comunismo” ; yo defendería un comunismo religioso y aristocráti­co (nó. en el sentido social, sino clásico de la pala­b ra ). Pero teniendo en cuenta la term inología esta­blecida por la vida, doy la preferencia á la palabra “socialismo”.

Es preciso reconocer que el socialismo se mues­tre más escrupuloso en la elección de los medios, que es menos inclinado a perseguir la realización de sus

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objetivos por la violencia. Tam bién en el pasado, el comunismo milenarista cristiano, señalándose por ob­jetivo la realización del reino de Dios en la tierra , se dejaba arrastrar a sangrientas violencias. La figu­ra de Thomas M unzer es característica a este respec­to. La utopía comunista—por ejemplo, la u topía de Campanella o de Cabet—trazaba la imagen de un orden ideal descansando sobre una organización ti­ránica de la sociedad y no dejando ningún resquicio a la libertad.

En el fondo, el problem a del socialismo, ante el cual se encuentra situado el hom bre de hoy—el pro­blema del “pan” y de la justicia social—, es elem ental y relativo. E l socialismo—empleándo aquí esta pa­labra en un sentido radical—es incapaz de resolver los problemas esenciales de la existencia hum ana. Después de la realización de la verdad elem ental del socialismo van a presentarse al hom bre con particu­la r agudeza cuestiones más profundas, y lo trágico de la vida hum ana tom ará una intensidad especialísi- ma. Los objetos de la vida hum ana son de orden espiritual y no de orden social; lo esencial no se re­fiere más que a los medios. La lucha contra la so­ciedad burguesa y contra el espíritu burgués—el cual no se combate en el socialismo y én el comunismo más que insuficientem ente—no im plica dé ninguna m anera la negación de lo que h a sido adquirido en el período burgués y hum anista de la h istoria: la afir­mación de la libertad de pensamiento y de la cien­cia, la supresión de torturas y castigos crueles, e l re­conocimiento de una m ayor hum anidad. A este res­pecto, el siglo XK fue u n gran siglo. La idea de una cultura proletaria es perfectam ente absurda y n i si­quiera h a sido defendida por M arx n i por Lenin. La psicología proletaria y la cultura proletaria no pue­

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den significar más que la esclavitud del hom bre. La cultura no puede ser más que la obra de toda la H u­m anidad y presupone inevitablem ente un elemento aristocrático. La proclam ación de una religión del trabajo es tam bién com pletam ente absurda. E l tra ­bajo tiene un sentido religioso, pero se tra ta de li­berar a los hom bres del peso del trabajo. Este será uno de los resultados de la técnica, cuando esté so­m etida al espíritu. Pero el socialismo deber ser lle­vado a una nueva actitud, no-burguesa, ante la vida, á u n nuevo comportamiento, no-burgués, de los hombres. Esta no es simplemente una tarea social, sino, ante todo, una tarea espiritual, una revolución espiritual. Hay que desear el desarrollo y la victo­ria del socialismo religioso. Pero esto no equivale en m anera alguna a una religión del socialismo. La su­misión del socialismo a unos principios y a unos ob­jetivos religiosos es una liberación frente a la falsa religión del socialismo, de la falsa objetivación de la sociedad.

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EL HOMBRE Y EL CESAR EL PODER

R 1 césar c* el símbolo eterno del poder, del Estado, del reino de este mundo.

Existen dos puntos de vista fundamentales sobre las relaciones entre el César, el poder, el Estado, el reinó de este m undo, de una parte, y el espíritu, la vida es­p iritual del hom bre, el reino de Dios, de otra. Es* tas rélaciones pueden, en efecto, ser concebidas desde un punto de vista dualista o desdé Un punto de vista monista. Y he hablado de la relativa ver­dad del dualismo en los condicionés de este mundo. E l monismo im plica siempre una tendencia a la tiranía, religiosa o antirreligiosa. P or el contrario, úna justa concepción dualista del reino del César y

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del reino de Dios, del espíritu y de la naturaleza, del espíritu y de la sociedad organizada en Esta­do, puede servir de fundam ento a la libertad . De una m anera errónea han sido interpretadas la» pala­bras del Evangelio: “Dad al César lo que es del Cé­sar y a Dios lo que es de Dios”, lo mismo que las pa­labras de San P ablo: “No hay ninguna autoridad que no venga de Dios.” Su interpretación ten ía un carácter de servilismo. “Dad al César lo que es del César” no constituye, en m anera alguna, una defini­ción religiosa del César y de su reino, n i un juicio sobre ese reino. Es únicam ente el establecimiento de una distinción en tre dos esferas diferentes, la adver­tencia contra una confusión. E n cuanto a las pala­bras: “No hay ninguna autoridad que no venga de Dios”, que han ejercido una acción fatal, han sido utilizadas comúnmente para expresar u n servilismo y un oportunism o frente al poder del Estado y una sacratización de las formas de poder, que no tenían nada aue ver con el cristianismo. De hecho, estas palabras no poseen ningún sentido religioso; no tie­nen más que un carácter puram ente histórico y re la­tivo, determ inado por la situación de los cristianos en el seno del Im perio rom ano... San Pablo tem ía que el cristianismo se trasform ase en una secta anar­quista y revolucionaria. E l quería introducir e l cris­tianismo en la h istoria universal. Además, es preci­so i)o olvidar que poco tiem po después, bajo el régimen de Domiciano, el poder, del Estado era repre­sentado por la Bestia saliendo d e l abismo.

E l problem a es más complejo de lo que se piensa corrientem ente, en lo que se refiere a las palabras del apóstol. E l cristianismo no h a hecho hasta el p re­sente más que demostraciones de servilismo frente al reino del César. Generalm ente, las cosas ocurrían

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de la siguiente m anera: cualquier cambio en el seno del reino del César—fuera el resultado de una re ­volución o de una reform a—chocaba de antemano con la resistencia de la Iglesia, que condenaba la innova­ción juzgándola como expresión del anticristo. Pero cuando el nuevo poder del César se hallaba estabili­zado y consolidado, la Iglesia señalaba de pronto que no se tra taba de otra cosa que precisam ente de un poder que tam bién venía de Dios, y, en consecuen­cia, le concedía su sanción. E n fin de cuentas, se probaba que la Iglesia se conforma con sancionar lo qué realizan otras fuerzas extra-eclesiásticas o extra- cristianas, y ella misma no posee ningún ideal de sociedad y de Estado. Cuando parecía que ya poseía ta l ideal—en las teocracias cristianas del pasa­do-—era aún peor, porque esas teocracias no tenían de cristiano sino la etiqueta y negaban la libertad.

La teocracia ha sido una de las tentaciones por las que ha pasado la hum anidad cristiana. Y no era so­lam ente la teocracia, en el sentido medieval de la pa­labra, lo que representaba una tentación, sino tam ­bién los estados llam ados cristianos, que no lo eran nunca más que simbólicamente, no realm ente, y que coinprom etían al cristianismo. E l fondo dél proble- m á es que el espíritu ño puede depender de la na- turaleza y de la sociedad y encontrarse determ inado por ellas. E l espíritu es libertad ; pero en e l . curso de la h istoria, la objetivación del espíritu h a dado nacim iento a una serie de mitos que consolidaban la autoridad del poder establecido. Este fue el caso diel m ito en la soberanía en el dom inio religioso, del m ito de la infalibilidad del Papa, del m ito del concilio de obispos. En la vida de los estados y de las socie­dades, hemos conocido el m ito de la m onarquía, en relación con el poder soberano del m onarca; e l m ito

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de la democracia, relacionándose con el poder sobe­rano del pueblo (voluntad general); el m ito del co­munismo, refiriéndose al poder soberano del prole­tariado. Todos estos mitos presentaban, en el fondo, un carácter místico, incluso sin reconocerlo abier­tam ente, y de ordinario significaban nada más que nuevas interpretaciones del m ito de la soberanía, pero tam bién la negación misma de la soberanía. La so­beranía no pertenece a nadie; no es más que una de las ilusiones de la objetivación.

Podría creerse que mi punto de vista está influi­do por el mito anarquista; pero no es nada de eso. La utopía de una existencia feliz, sin Estado, me es ajena. E n las condiciones de este mundo, las fun­ciones del Estado siguen siendo necesarias. Pero el Estado no tiene más que una im portancia de orden funcional y subalterno. Lo que hace falta negar es la soberanía del Estado. E l Estado tiende a sobre­pasar sus límites. Y se transform a en una esfera au­tónoma. E l Estado quiere ser totalitario. Esto no se refiere solamente al fascismo y al comunismo. En el período cristiano de la historia hemos visto, de la misma m anera, operarse una vuelta a la concepción pagana del Estado, es decir, a una concepción to ta­litaria, monista. Uno de los principales argumentos clásicos de Celso contra los cristianos era que los cris­tianos son tan malos ciudadanos que se consideran como pertenecientes a otro reino. E l mismo conflic- t¿ existe hoy día. Existe un eterno conflicto entre Cristo, Dios-hombre, y el César, hombré-Dios, la ten ­dencia a la divinización del César es una tendencia eterna; se ha m anifestado en la m onarquía, pero igualmente puede m anifestarse en la democracia o en el comunismo.

Ninguna soberanía de u n poder terrestre puede

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concillarse con el cristianismo: n i la soberanía de la m onarquía, ni la soberanía del pueblo, ni la so­beranía de una clase. E l único principio conciliable con el cristianismo es la formación de los derechos im prescriptibles del hom bre. Pero esto no lo adm i­te el Estado más que a pesar suyo. E l principio mis­mo de los derechos del hom bre ha sido alterado; en lugar de representar los derechos del espíritu con­tra la arb itrariedad del César, ha sido integrado en el reino del César y significa, en lo sucesivo, no exac­tam ente los derechos del hom bre como ser espiri­tual, sino los derechos del ciudadano, es decir, de un ser fragm entario.

Una lucha se desarrolla entre el monismo y el dua­lismo. E l monismo es siempre un retorno a la con­cepción pagana del poder del Estado; el dualismo es de origen cristiano y ha sido fortalecido por la sangre de los m ártires. Las relaciones entre el mo­nismo y el dualismo tienen un carácter paradójico. El tem a de la revolución social contiene tanto un elemento de monismo llevado al extremo, como un elemento de dualismo. La revolución es dualista en la m edida en que divide al m undo en dos partes: los que están en pro de la revolución social y los que están en contra. Y es m onista cuando afirma su nue­vo poder. La revolución social engloba un elemento milenarista y mesiánico; está incontestablem ente vuelta hacia el reino de Dios en la tierra , aunque sin fe en Dios. Y esto lleva al monismo, que niega la distinción entre el reino del César y el reino del Es­píritu, el futuro reino del César y el eterno reino del Espíritu. El dualismo, en la psicología de los revo­lucionarios sociales, enseña simplemente que no se puede concebir el monismo, la unidad, más que es- catológicamente. Pero una escatología secularizada

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es igualm ente posible, escatología divinizante, no por la vía eterna, sino por la vía del porvenir.

Las relaciones en tre la Iglesia y el Estado repre­sentan una de las formas de las relaciones entre el E spíritu y el César, pero ya en el plano de la objeti­vación histórica. E n el curso de la historia, la Igle­sia h a adm itido fácilm ente el reino del César, es decir, el reino de la objetivación; pero siem pre con­servando en sí otro elemento. E l César pertenece al mundo objetivado; está sometido a la necesidad. La Iglesia pertenece, por el contrario, al reino de la liber­tad. Las relaciones en tre la Iglesia y el Estado fueron y serán siem pre contradictorias, causando un proble­m a insoluble. E l conflicto no puede ser evitado n i si­quiera cuando la Iglesia se adapta de una m anera oportunista al Estado. A hora bien: la política de lá Iglesia está sobre todo adaptada al reino del César. Lá obra de Constantino h a tenido una particu lar im por­tancia. E l Im perio se hizo cristiano por su símbolo. Pero—lo que aún fue más im portante—la Iglesia se hizo im perial. Los padres y los doctores de la Iglesia dejan de ser los defensores de la libertad de concien­cia, como habían sido antes; el E spíritu p ierde su integridad en beneficio del César; se asiste a la fu­sión de los dos reinos. E l César es sacratizado por la Iglesia. Los concilios ecuménicos son convocados por los em peradores de Bizancio, a los cuales se les atribuye un rango eclesiástico. Se ve cómo se forma un cristianismo de tipo oriental y un cristianismo de tipo occidental, con tendencias al césar-papismo y al papa-cesarismo. E l poder del César recibe una consagración eclesiástica. Puede incluso hablarse de un sacramento particu lar: e l sacram ento del poder real. Esto tenía que llevar, p o r consecuencia, a una sublevación revolucionaria. Pero el reconocimiento

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del poder sagrado del m onarca se transform a en re* conocimiento del poder sagrado del pueblo y, más tarde, del poder del proletariado. La soberanía y el carácter sagrado del poder subsisten.

* * *

Desde los más alejados tiempos, los hom bres han tenido necesidad de una sanción religiosa para el po- der. A veces, esta sanción ha tomado la form a dé una consagración. Se suponía que de otro modo el pueblo no se som etería al poder establecido. P ara los antiguos, el hom bre y el ciudadano estaban con­fundidos. Le religión era racial, nacional. E n el seno del antiguo Israel esto tomó un carácter particular. Se tra taba de la única form a seria y profunda de racismo: la sangre ten ía una significación religio­sa. Pero el carácter nacional-racial, sanguíneo, de la religiosidad ju d ía im plicaba la consciencia de elección del pueblo jud ío como pueblo elegido de Dios, por lo que se unía a la consciencia de un uni­versalismo. E l mesianismo posee siempre un carác­ter universalista.

E l m undo precristiano tenía tendencia a identi­ficar la política con la m oral. La apoteosis de los emperadores rom anos tiene en esta cuestión una gran importancia. Tratábase de algo que iba más allá que la sacratización del poder. Existe una estrecha re la­ción entre esta apoteosis y la situación de nuestros dictadores contemporáneos. Estos últim os son per­sonalidades incluso más consagradas que los empe­radores y los reyes. La reform a de César-Augusto fue una tentativa de reform a religiosa en Roma. Y el régimen que él quiso instaurar era u n régim en to ta­litario. Augusto era el Pontifex Maximus; é l reunía

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en sí los dos principios: el del César y el del Espí­ritu . Fue decidido que César-Augusto descendía de los dioses. E l culto al César consolidaba la situación de Roma. En la conciencia pagana no existía fronte­ra infranqueable entre los dioses y los hombres. La divinización de Augusto-Emperador no significaba la divinización del hombre-Augusto. En el hombre- em perador se adoraba su genio, en el antiguo sentido de este térm ino. Hay una diferencia en tre divus (bienaventurado en el cielo) y deus. Pero el poder del César, e igualm ente el del Zar, tiene un carácter pa­gano. Su principio es extraño al cristianismo. Celso defendía el Im perio y la apoteosis del poder im perial contra los cristianos, haciendo uso de argumentos muy semejantes a los que se usan hoy para defender el Es­tado to talitario . La divinización del César es la base del totalitarism o en su expresión extrema. Es la su­misión del E spíritu al César. Preciso es recordar que la apoteosis de los Césares, como la apoteosis de to­dos los tiranos y dictadores, fue el producto de la fe del pueblo, de la plebe, y no del Senado, que ya se m ostraba escéptico y poco inclinado a las creencias místicas. Frecuentem ente, no se recuerda o no se sabe suficientemente que el antiguo m undo grecorromano ignoraba el principio de la libertad de conciencia, que presupone el dualismo del E spíritu y el César. Hacia el final del mundo antiguo la libertad desapareció enteram ente. Pero lo que resultaba terrib le es que el culto de los emperadores subsistía en el m undo cris­tiano. Fue esto particularm ente sorprendente en Bi- zancio y lo que de él hacia un im perio incom pleta­m ente cristiano. Los obispos de la E dad Media re­petían a veces lo que se les decía a los emperadores en el seno del Senado rom ano: “Sois la imagen de la divinidad.” Sin embargo, el Occidente se esforzó en

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lim itar el poder del César por la Iglesia. La E dad Me­día estaba atada a la idea de la unidad orgánica. Om~ lúum multitudo derivatur ab uno. Cada parte presu­ponía la unidad del todo. La hum anidad es una y constituye un cuerpo místico. Y, al mismo tiem po, el pensamiento de la Edad Media estaba muy alejado de la divinización del Estado. E n esto el Occidente se m ostraba superior al Oriente.

E l Estado fue creado por un acto de violencia en el m undo del pecado y no es más que tolerado por Dios. La idea del origen del poder real, ta l y como se halla en la B iblia, le es extrem adam ente desfavo­rable. E l poder real h a sido establecido contra la vo­luntad de Dios, Si se llevase esta reflexión hasta el extremo, se encontraría unto obligado a reconocer que solo la libertad es lo que proviene de Dios, y no el poder. La conciencia cristiana de la Edad Media no adm itía u n sometimiento incondicional de los sujetos al poder. Se podía no obedecer a un poder tiránico y perverso. Admitíase incluso la posibilidad del tiran i­cidio. Y, al mismo tiem po, se reconocía u n valor ab­soluto al derecho natu ra l como proveniente de Dios. Se consideraba que el poder debe servir al pueblo. En la persona de toda una serie de teólogos, de filó­sofos y de juristas, la E dad M edia h a reconocido los derechos innatos e im prescriptibles del individuo (Gierke). E n ello, la conciencia medieval se m ostraba superior a la contemporánea. P ero esta conciencia era contradictoria. Se adm itía la ejecución de los he­rejes. La esclavitud era considerada como una con­secuencia del pecado, en lugar de ser considerada como un pecado en sí misma. E n la historia del cris­tianismo hubo u n abuso te rrib lé de la idea dél peca­do original, de la cual se extraían concepciones pre* ñadas de servilismo. Aun M elanchton defiende la

R e in o d e l e s p í r i t u .— 6

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ejecución cíe los herejes; Calvino hace ínatar a Sér- vet; Teodoro de Beze se alza contra la libertad de Qpnpiencia. Pero el Im perio se había desplazado del Occidente al Oriente. P or, esto es por lo que el p ro ­ceso de absolutización del poder tom a en O riente una forma más aguda que en Occidente. En el catolicismo el dualismo fue siem pre más considerable q u e , en Oriente, donde triunfaba el monismo. Pero es im ­portante señalar que las contradictorias relaciones entre el reino del E spíritu y el reino del César son más. profundas que la oposición del poder espiritual y el poder civil en la E dad Media,

La.confusión y hasta la: identificación del reino del Cé^ar con el reino de Dios se m anifiesta constante- jtuente en la vida práctica, como en las ideas y en la doctrina. Los .hombres ten ían un^i inclinación irre ­sistible ,ppr los sistemas monistas y totalitarios,. La teocracia es, ante todo, la que representa ese sistema, y bajo una forma llevada al m ayor extremo, la teo­cracia bizantina. Pero tam bién monismo y to talita­rismo fue la democracia de Rousseau y de los jaco­binos. Y encontramos la misma identificación de los dos, reinos y de los dos órdenes en Hegel, Marx, Au­gusto Co.mte, Spann, en el comunismo y en el fas­cismo. Las llam adas; democracias liberales, que se ¡proclam an. neutras frente al reino ¿del Espíritu han desaparecido, transform ándose poco a poco en dic­taduras.. Esta, supresión dé la neutralidad del reino del César representa un momento, im portante en el destino histórico. Cada vez más fuertem ente, el Ce­nsar tom a posición en las cuestiones espirituales, aun­que sea bajo la form a de la negación del Espíritu. Si los emperadores declaraban que ellos eran llamados

•no solo para gobernar el Estado, sino tam bién para velar por la salvación de las almas de sus súbdito», el

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nuevo César se ocupa hoy: tam bién de la salvación de las almas, aunque sea protegiéndolas de las supersti- clones religiosas. E l César m anifiesta una insuperable tendencia a exigir para sí no solo lo que pertenece al César, sino lo que pertenece a Dios, es decir, a so­m eter al hom bre enteram ente. Esa es la principal tragedia de la historia, tragedia de la libertad y dé la necesidad, del destino hum ano y del destino his­tórico, E l Estado, que se inclina a servir al César, no se interesa por el hom bre; no existe para él como unidad estática. Y cuando comienza a interesarse , exa­geradam ente por el hom bre, resulta bastante peor; porque entonces el Estado se afana en avasallar no solamente al hom bre exterior, sino tam bién al hom ­b re in terior, siendo así que el reino del E spíritu no puede ser contenido en el reino del César. E l Espí­ritu es infin ito y ; está dirigido hacia el Infinito. E l Cé- sar, p o r el contrario, es finito y tra ta de m arcar al Espíritu con el sello de la finitud.

Existen algunas exigencias a las que se pliegan to­dos los que viven en la tierra . Todos damos al César lo que.es del César, aunque no sea más que ba jo la forma de las revoluciones en las que participemos. La exigencia de revolución es, del misino modo, una exigencia del César. Solo sería una excepción una revolución del espíritu ; pero una revolución así no puede ser confundida con las revoluciones políticas y sociales: pertenece a otro plano del ser. Sin em­bargo, el dualismo del E spíritu y del César, que se opone a todo monismo, no debe significar el desin­terés por las cosas del m undo y los procesos que en él se desarrollan. Inevitablem ente, el espíritu hace irrupción en el m undo objetivado y cambia de sen­tido su necesidad y su esclavitud. Siempre se tra ta de un movimiento vertical que, demasiado tarde, se

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encuentra objetivado y simbolizado horizontalm ente. E n las condiciones de nuestro m undo, en nuestro es­pacio y en nuestro tiem po, no puede concebirse una victoria definitiva del E spíritu sobre el César. Se pro­duce una auto-enajenación continua del E spíritu que penetra en el mundo de los objetos, y continuam en­te se hace necesario que el espíritu vuelva a sus p ro ­fundidades. Hegel, con su panteísm o histórico, no lo h a com prendido más que a medias. E l reino del Cé­sar se afirma en esta esfera de enajenación y de ob­jetivación del espíritu. E n esta esfera varía la apa­riencia del César; en esta esfera el poder tiene un sentido funcional. P ero la definitiva victoria del Es­p íritu sobre el César no es posible más que en la pers­pectiva escatológica. E n la espera, los hom bres viven hipnotizados por el poder, y esto se hace extensivo a la Iglesia, que tam bién ella puede ser una de las formas del reino del César.

fc i* *

E l m isterio del poder, el m isterio de la obediencia de los hom bres a quienes encarnan el poder, no h a sido hasta hoy suficientemente aclarado: ¿P or qué un inmenso núm ero de hom bres que tienen la ventaja de la fuerza física se pliega a la voluntad de un hom ­b re solo, o de u n puñado de hombres, cuando estos hom bres encarnan el poder? H asta un simple agente de Policía suscita otros sentimientos que u n hom bre vestido de paisano. Lo mismo que en el pasado, los hom bres se inclinan a pensar que existe un sacra­m enta del poder. A quí se m anifiesta evidentemente una supervivencia de la antigua esclavitud del hom ­bre,' que no h a sido enteram ente superada n i en las democracias. Más de una vez se ha indicado que el

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ejercicio del poder está vinculado a una hipnosis. Las autoridades del Estado pueden gobernar m uy racio­nalm ente al pueblo, pero el principio mismo del po­der es perfectam ente irracional. E l don que poseen los hom bres del poder consiste en su capacidad de sugestión. Esto es lo que coloca a las masas popula­res en un estado de hipnosis, que es el que ejerce el poder. La propaganda juega aqui un papel colosal: es una vulgar form a de hipnotismo. Y si los hom bres no fueran capaces de dejarse hipnotizar, no se sabría si un poder cualquiera podría llegar a mantenerse. Más significactivo aún es el hecho de que el poder estaba, en el pasado, fundado sobre las creencias re­ligiosas del pueblo y que sus formas históricas se hundían cuando esas creencias se desintegraban. Este era el caso de las m onarquías sagradas de otros tiem ­pos. Pero las democracias están fundadas principal­mente en la propaganda y en la retórica de los hom ­bres políticos.

Existe una objetivación de los estados físicos dé los hombres cuyas raíces caen en la profundidad, no solo del subconsciente individual, sino tam bién—e inclu­so más—del subconsciente colectivo. E l subconsciente puede tom ar la form a de conciencia, que asombra por su carácter irracional. Todo el proceso se desarrolla en la compleja interacción de los grupos humanos. El punto de vista según el cual la vida política es la expresión de los sentimientos más interesados de' los individuos y de los grupos sociales es completamente errónea. Lo que suele denom inarse intereses de gru­pos sociales presenta m uy frecuentem ente n n carác­ter absolutam ente irracional, contrario a todo cálculo razonable. U n puñado de grandes capitalistas puede querer provocar la guerra: la fuerza del capitálismo em puja a ello autom áticam ente. Ahora b ien: la gue-

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trá! puede traer; la destrucción de esos capitalistas y de sus capitales, la destrucción del régim en entero. Podría decirse qué, en el afán de provecho, se ocul­ta una locura. Los hombres son gobernados, no tanto por sus razonados intereses como por sus pasiones. Lás formas de poder que aparecen en la h istoria son siempre pasiones y estados subconscientes, objetiva­dos y rácionalizados. Y esto significa siem pre una creációri de mitos, porque sin mitos no es posible gobernar las masas hum anas. Así es como se creó el uno o el otro m ito de la soberanía.

Se h a intentado, en los tiempos modernos, raciona* lizar el principio de poder creando la teoría del con­tra to social. Hobbes, que tenía tina visión pesimista dé la naturaleza hum ana fue por ello inclinado a preconizar la m onarquía. Rousseau, por el contrario, cuyo punto de vista sobre la naturaleza hum ana era optimista, preconizó la democracia. Pero de hecho, los contratos sociales y las explicaciones raciónales no juegán papel alguno: en la m edida en que no en­cuentren un punto de apoyo en las creencias religio­sas, todas las formas de poder se fundán en las pa­siones y en los sentimientos colectivos subconscien­tes. P ara Bossuet, él poder absoluto dél Estado y el poder absoluto del m onarca estaban fundamentados en una sanción religiosá, aunque en contradicción con el catolicismo, que tiende más al sistema dualista. Más tarde , la falsa concepción de la soberanía fue restituida de la persona del m onarca al pueblo. Luis X IV decía: “E l Estado soy yo.” Y a esto el pue­blo revolucionario respondió: “E l Estado soy yo.” Pero se tra taba del mismo falso principio de so­beranía.

Es-interesante subrayar que la idea de la soberanía populár h a nacido en los convfeñtos y se ha hecho fítr

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me gracias a los teólogos católicos Suárez y Béllár- mino. La verdad de esta concepción és de orden ne­gativo : la verdad positiva superior consiste en reco­nocer que no existe ningún poder soberano. Ya lia sido cuestión de la diferencia entre la concepción an­tigua y la concepción nueva de la libertad. La sobe­ran ía del pueblo es un retorno á la concepción anti­gua. Esto aparece en las formas que han tomado las doctrinas sociales. Cabet, que se consideraba comó un comuriistá cristiano, rechazaba, en su utopía dél orden perfecto, la libertad dé Prensa. Luis Blanc pre­conizaba un socialismo absolutam ente to talitario , hos­til a la libertad. Hegel hizo del Estado un absoluto, en tanto que encarnación del Espíritu, y esto influyó en la absolutización de la sociedad en el inarxismo. M ontalem bert no afirm aba sin razón que la democra­cia es hostil a la libertad de conciencia. E ntre todas las doctrinas sociales no se encuentra una excepción más qué en Proudhon. P ara este, la idea central es la de la dignidad del hom bre, lo cual es justo. Proudhon es adversario dé la violencia y definió la revolución como una iluminación de los espíritus. E ra conside­rado como anarquista porque no quería que la sobe­ranía de un sujeto pasara a otro. Pero en esto con­siste su verdad.

Es indispensable purgar la conciencia de los mitos relativos al poder, que siempre, se apoyan en el sub­consciente. No existé más que un solo gran mito, vincu­lado a una gran realidad: el m ito del hom bre, de su libertad, de su energía creadora, de su semejanza con Dios y dé su lazo com unitario con los demás hom­bres, con el prójim o. ,

Sin duda alguna, el principió del poder está ligado' a la existencia del mal. Y esto en un doble sentido. El poder está obligado a luchar contra ías manifestacio*

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nes del m al: en esto consiste su función. Pero él mis­mo siembra el m al y dem uestra ser una nueva fuente de mal. Entonces se bace sentir la necesidad de un nuevo poder para poner fin a este estado de cosas. Pero en seguida el nuevo poder que lia puesto fin a la dominación del poder malo se hace malo él mismo.Y no hay salida en este círculo vicioso. La victoria y la dominación significan siem pre una m utación dialéc­tica y la transform ación de aquello para lo que se ha luchado en sentido contrario. Este es el térm ino de todas las revoluciones. La revolución lucha contra un poder que se h a hecho m alo y al mismo tiem po lucha por su propio poder; así, en su seno, la victoria está asegurada a las fuerzas que son más capaces de or­ganizar este poder, fuerzas que elim inan, e incluso hasta exterm inan, a quienes se m uestran menos ca­paces. Las revoluciones revelan la nobleza de la na­turaleza hum ana, una dedicación apasionada a la idea de un orden de vida m ejor, la capacidad de ab­negación, el olvido de los intereses egoístas. Pero re­velan tam bién la crueldal, la ingratitud, la destruc­ción de los altos valores espirituales. Así es el hom ­bre en eus contradicciones.

H ay que reconocer firm em ente que en el cristianis­mo no h a habido revelación relativa a la sociedad. Una revelación así debe ser referida a la época del E spíritu Santo, cómo ya he escrito yo más de una vez. P o r esto es por lo que el térm ino de todas las ten ta ti­vas tendentes a crear una sociedad nueva y m ejor ha sido tan trágico hasta hoy.

E l problem a de la sociedad es el problem a de las relaciones, no en tre “yo” y “tú ”, sino entre “yo” y “nosotros” y, por las relaciones con “nosotros” , las relaciones con “tú ”. Pero el “nosotros” sigue siendo un anónimo inhum ano, del que “yo” y “tú ” has usa-

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tío sin consideración. Este “nosotros” era hasta hoy una objetivación de la existencia hum ana. E l poder de “nosotros” sobre todos los “yo” hum anos no sig­nificaba, en form a alguna, unas relaciones hum anas entre ellos, cualquiera que fuese el régimen. La libe­ración del hom bre no se encontraba aún más que en su estado negativo y no era más que relativo; no se extendía más que a ciertas esferas aisladas, y no al hom bre integral. Así es como el liberalism o h a libe­rado al pensamiento hum ano, a la ciencia: les ha liberado del poder exterior de la autoridad eclesiás­tica. Pero de ningún m odo h a liberado a los rep re ­sentantes del trab a jo del oculto poder del capital. Y la liberación de los trabajadores, frente al poder del ca­pital, puede llevar al avasallamiento del pensamiento.

Todo poder, abierta o veladam ente, lleva en sí un veneno. La verdadera liberación no llegará más que cuando sea superada la idea de soberanía, sea cual­quiera el sujeto a que esta soberanía se aplique. El caos continuo de la auto-afirmación de los pueblos engendra las guerras; por ello, la hum anidad ha as­pirado siempre a dom inar este caos. Sueña con la unidad m undial. Pueden distinguirse tres ideas: el im perio universal (Im perio Romano, Im perio de Carlomagno, Im perio de N apoleón); una m ultitud de naciones-estados soberanos esforzándose por al­canzar un régimen de equilibrio ; una federación de naciones libres, abandonando su soberanía y dispues­tas a integrarse en una organización m undial. No se debe tender más que a esta ú ltim a idea. Pero esto presupone una transform ación radical, transform a­ción social y espiritual.

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LA JERARQUIA DE LOS VALORES FINES Y MEDIOS

L hom bre es un ser portador de juicios de valor, es ún ser qué define lá cu a*

lidad. La definición dé los valores y el establecimien­to de su jerarqu ía son una función trascendente de la conciencia. Hasta el salvaje es pprtádor de juicios de valor. Pero en el m undo nuestro* la jerarqu ía de los valores h a sido invertida: lo inferior ha llegado a ser lo superior y lo superior se h a desacreditado. Esta inversión de los valores 110 concierne' solo a la Rusia soviética, sino que tam bién, y quizá más to* davía, a América, lo mismo que, por otra parte* a Europa misma en su conjunto. La vida de las socie­dades hum anas se encuentra situada bajo el signo de

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la dominación de la economía, de la técnica, de una política fundada en el em buste de u n nacionalismo exacerbado. La jerarqu ía de los valores se estableció siguiendo el principio de la u tilidad y en la indife­rencia absoluta respecto a la verdad. La cultura es­p iritual está asfixiada. Incluso no son los valores crea­dos por el hom bre los que están puestos a prueba, sino él valor del hom bre mismo. Los fines de la vida hum ana se han oscurecido. E l hom bre ha cesado de com prender por qué vive y no tiene tiem po de re­flexionar sobre el sentido de la vida. La vida del hom bre está repleta de medios de vida que han llega­do a ser, cada uno, un fin en sí.

La sustitución, por los medios, de los fines de vida representa un proceso muy característico de la vida hum ana que explica m uchas cosas. Un ejem plo evi­dente se encuentra en el papel determ inante de la economía, que ha llam ado la atención a Marx. La eco­nom ía form a incontestablem ente parte de los medios y no de los fines de la vida. E ntre los fines de la vida hum ana y los medios puestos en practica para reali­zar estos fines existe una rup tu ra , y, frecuentemente, no hay entre unos y otros ninguna semejanza. Ese es uno de los resultados de la objetivación, que siempre lleva a una rup tu ra y obedece a lá necesidad.

E l hecho de que una causa produzca sus efectos, en el m undo de los fenómenos tiene en el fondo algo de anormal. Este hecho tiene por corolario la obli­gación de em plear la fuerza y la violencia para al­canzar un objetivo cualquiera en las condiciones que resultan dél estado inferior del mundo. Es significa­tivo el que nadie tenga directam ente unos fines per­versos: el m al se cubre siem pre con el m anto del bien, siempre roba algo al bien. E l m al no aparece más que en los medios empleados. E n generál, los

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medios testim onian el espíritu de los hombres, el es­p íritu de la libertad o de esclavitud, de am or o de odio. Existe un peligro en la realización de un fin a cualquier precio. Si p o r realizar un orden social ab­solutamente justo y asegurar el b ien de los hombres, e s preciso sacrificar y suprim ir a unos millones de hombres, la cuestión esencial dem uestra ser, no com­pletam ente de los fines, sino de los medios puestos en práctica; el fin se esfuma en una lejanía abstracta, m ientras que los medios se presentan como la reali­dad inm ediata. Dostoyevski ha situado el problem a agudamente: ¿puede edificarse un mundo que dis­fru te de una felicidad paradisíaca a costa de las lá­grimas de un solo inocente sacrificado? A hora bien: entre los millones de hom bres sacrificados so pretexto de realizar la felicidad fu tu ra existen, sin duda algu­na, bastantes inocentes.

E l principio “E l fin justifica los medios”, no ha sido inventado en nuestra época. Antiguam ente ee les atribuía la paternidad a los jesuítas; pero fueron muchos los que lo aplicaron. Y h e aquí lo más im ­portante. Lo más im portante no es, incluso, e l hecho de que los medios sean inmorales, crueles, de nin­guna m anera conformes con fines elevados. Lo más im portante es que cuando se ponen en práctica los medios perversos, contrarios a los objetivos, sin al­canzar jamás esos objetivos, se reem plaza todo por los medios, olvidando los verdaderos fines, o bien es­tos se , transform an en pu ra retórica. Y son los me­dios perversos los que desde entonces form an las al­mas, m ientras que los buenos fines dejan de ser una fuerza vital. De ah í el reino d e la m entira en que se encuentra caído el hom bre.

Demasiadas veces se h a tratado en el pasado de realizar los buenos fines, del cristianismo con ayuda

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de .medios malos. Q uería im plantarse el cristianismo en ¡Europa por violencias sangrientas. E n Bizancio, la ortodoxia estaba un ida con una crueldad bestial. Las hogueras dé la Inquisición, la noche de San B ar­tolomé, la negación de la libertad de pensamiento y de conciencia, y muchas otras cosas más, son bien conocidas. Pero los medios malos han traído, no el re- forzamiento, sino la decadencia del cristianismo. Los buenos fines de la Revolución francesa: la libertad, la igualdad, la fraternidad, fueron realizados igual­m e n t e por sangrientas violencias, por el te rro r que reinó durante toda la revolución. Y estos fines con­cluyeron en la sociedad capitalista del siglo XIX, en la cual no existía ninguna igualdad y menos aún fra­ternidad. La revolución com unista rusa recurrió tam ­bién al terror. H asta el presente, no h a creado n i fra­tern idad n i sociedad comunal. Nunca la libertad pudo ser instaurada con ayuda de la violencia, la-fratern i­dad con ayuda del odio, la paz con ayuda de una sangrienta discordia. Los malos medios emponzoñan. E l otoño de la revolución no se parece jamás a su primavera.

E n la práctica de los medios malos, todo es pro­clamado lícito f r e n t e al enemigo, a quien no se con sidera como un hom bre. De' este m odo se form a un círculo vicioso, sin salida. E l sentido de las palabras de.Cristó sobre el amor a los enemigos es lo que úni­camente perm ite salir de este círculo, círculo de odio. Cuando, en nom bre de la libertad , se preconiza el odio y la venganza, se concluye en el avasallamiento. La organización de una sociedad m ejor y más: justa no es un fin : no e s más que un medio para asegurar una existencia hum ana digna. Son los valores espiri­tuales los qtte significan el fin de la hum anidad. Pero estos valores presuponen una hum anización de los

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medios. E l objetivó f in a ln o tiene sentido más que si se comienza a realizar inm ediatam ente,. aquí mismo.

Existen dos tipos de filosofía: la filosofía de los va­lores y la filosofía d e la felicidad, de la utilidad. E l valor es una cualidad; ahora bien, hoy día es la filosofía de la cantidad la que domina. E l marxismo es una filosofía de la felicidad y no una filosofía de los valores. Con los m arxistas es incluso imposible h ab lar de jerarqu ía de valores, porque n i siquiera adm iten la m anera de situar el problem a de los va­lores en sí mismos; solo existen; para ellos la necesi­dad, la utilidad, la felicidad. Contrariam ente a la filosofía del marxismo, la filosofía de Nietzsche es una filosofía de los valores; P ara Nietzsche* el hom ­bre es, ante todo, un creador dé valores.. Pero la filo­sofía de los valores es en Nietzsche contradictoria e insuficientem ente justificada, preñada de biologismo, viendo el sentido de la vida en la voluntad de poder.

Con una extraordinaria fuerza, la poesía de Pusch- kin hace resaltar el conflicto en tre la libertad de creáción del poeta y las exigencias utilitarias d é la s masas, de la plebe, que para él era, quizá, la plebe de los nobles* de los cortesanos, de los funcionarios, y no la de las masas laboriosas. La composición so­cial de la plebe puede, en efecto* modificarse. E n su apasionada defensa de la libertad del .creador, Pusch- k in se dirigía a la plebe en estos térm inos: “Su can­to (el del poeta) es lib re como el viento”, “La cace­rola de tu cocina te es más querida porque en ella guisas tu pitanza”. Y pronupeiaba unas palabras que, en los años 1860, despertaban en Rusia la indigna­ción de no pocas gentes: “Hemos nacido para la ins­

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piración, para los dulces sones y las plegarías. ̂ % aún: “Poeta, no des im portancia al amor del pueblo. T ú eres un rey, vive solo. Sigue librem ente el camino a que te conduce tu espíritu libre.” Pero el mismo Puschkin ten ía conciencia de servicio al pueblo y preveía que las futuras generaciones apreciarían ese servicio. No se pueden leer estas líneas sin emoción: “Yo m e h e erigido un m onum ento que no es obra de manos hum anas; la h ierba no invadirá el sende­ro popular que a él conduce...” “Se oirá hab lar de m í a través de toda la gran R usia ...” “Y, durante m ucho tiem po, el pueblo m e estim ará digno de su amor, porque gracias a m i lira h e despertado buenos sentimientos, porque en m i siglo cruel h e glorifica­do la libertad y hé invocado la clemencia hacia los caídos.” Y el servicio no se opone a la libertad de creación. No puede ser el efecto de una obligación aprem iante y no tiene n ingún valor cuando es con­seguido por la violencia. E l m ayor m al es la actitud u tilitaria , cara a la verdad. La verdad no es de n in­gún modo una sirvienta del hom bre y no tiene que ser justificada por su utilidad. Es el hom bre el lla­m ado a servir a la verdad.

E n lo que se refiere al tem a de la jerarqu ía de los valores, es necesario constatar la enorme y fa ta l im­portancia que h a tenido la concepción de la eco­nom ía como fundam ento de la vida hum ana. El materialism o económico ve en la economía la reali­dad prim era, que él opone a las ilusiones de la con­ciencia.

Pero existe una evidente confusión. La economía no es más que una condición indispensable de la vida hu- mana, el valor supremo y la causa determ inante. Yo no podría ocuparm e de la filosofía si no dispusiera de alimentos, de vestidos, de habitación. Sin embargo, la

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filosofía no es de ninguna m anera la resultante de esas condiciones. La tesis m aterialista según la cual lo superior es un fenómeno de lo inferior, y se expli­ca partiendo de este, es absolutam ente falsa y jam ás convincente. P ara el m aterialista todo lo que existe de elevado en la vida hum ana, todo lo que constituye el valor, no puede ser más que una ilusión de la con­ciencia, que es preciso denunciar. Pero eso es una degradación del hom bre. Los supremos fines de la vida no son de orden económico o social, sino de or­den espiritual. La grandeza de un pueblo, su con' tribución a la historia de la hum anidad, no son fun­ción del poder del Estado n i del desarrollo de la eco­nomía, sino de la cultura espiritual. A lemania fue grande, alcanzó la cum bre de la cultura europea, no cuando llegó a ser u n im perio con Bismarck, sino cuando estaba compuesta p o r pequeños estados. La grandeza de la cultura griega está vinculada tam bién a un estado pequeño. E l vasto vuelo creador del R e­nacim iento italiano se m anifiesta durante el período de división en el país. Es verdad que todas las gran­des creaciones de la lite ra tu ra rusa del siglo xix han coincidido con la existencia de u n gran im perio; pero toda esta cultura estaba dirigida contra el Im perio. La creación de valores de la cultura espiritual no es proporcional al poder político y económico de los países que ocupan el p rim er rango en el mundo.

# *

La revolución es una fa ta lidad de la vida de los pueblos; eu desarrollo no está determ inado por la libertad: en ese desarrollo hay algo de ineluctable. Esto es, con frecuencia, m al com prendido por los con­temporáneos. La revolución es un desplazamiento de

BEIVO DEL ESPIRITU.— 7

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ihasas y, por eso mismo, no debe rebajar la cualidad. La revolución invierte siempre la jerarquía de los valores. Bastantes valores han sido eliminados por la revolución, en su m ala utilización, en el pasado. Pero ; una. revolución no puede ser detenida. Es necesario d e ja r la . consumirse en el interior, defendiendo el es­p íritu al cual ella, alcanza siempre.

Pero si la revolución niega la libre creación de los valores espirituales, esta lib re creación era igualmen­te negada por la re lig ión : organizada del pasado, con­gelada en sus formas. Muchas veces se ha dicho que la creación de valores no era com pletamente nece­saria para la salvación del alma. Y es preciso reco­nocer que ello es exacto. No obstante, la creación de valores es necesaria, no por la salvación, sino por la p lenitud del Reino de Dios en el cielo y en la tierra. Solamente la concepción juríd ica ve en el cristianis­mo exclusivamente una religión de salvación. Esa es una idea exotérica. En su profundidad, el cristianis­mo es la religión de la realización del Reino de Dios, de la transfiguración individual, social y cósmica.

Hacemos constar aquí, de cara a los valores crea­dores, una gran analogía con la actitud de la revolu-

,ción social. P ara realizar la justicia social, para su­prim ir la explotación: del hom bre por el hombre» para crear una sociedad sin clases, la libre creación, la filosofía, los valores estéticos no son de ninguna m anera necesarios; las disposiciones religiosas y mís­ticas son perjudiciales; la concepción aristocrática de la cultura espiritual se opone a los objetos de la revolución social. Todo ello no hace más que desviar la lucha social, im pedir la realización de la seguri­dad m aterial. Se ha dicho muchas veces, no solo aho­ra, sino hace cincuenta o sesenta años. Exteriormen- te, esto parece justo ; pero interiorm ente, en el fondo,

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es absolutam ente falso y revela la división y. la debi­lidad en el hom bre. La revolución—en el profundo sentido del térm ino, y si no resulta un simple cam­bio de traje , como es frecuente el caso—, la revolu­ción es una transform ación íntegra del hom bre y de la sociedad hum ana. No puede realizarse la justicia social sin la verdad y sin la belleza. Si la vida creada después de la revolución social tiene que ser fea y no pasar de un nivel m uy bajo de conocimiento de la verdad, será el indicio de una corrupción interior. La fealdad es m entira tam bién. La belleza, en tanto que valor superior, es necesaria para la reorganiza­ción social de la sociedad. Si no, el tipo mismo de hom bre será deform ado; no habrá estilo n i forma, ni aspecto ni armonía.

Si se m iran desde un punto de vista utilitario , to ­dos los medios parecen admisibles. Reencontramos aquí el más funesto erro r respecto a la vida. No existe nada peor que el deseo de realizar el bien a cualquier precio. Esto no significa, en general, un resplandor de energía bienhechora que transfigure al hom bre y la sociedad hum ana, sino un resplandor de energía m ala para alcanzar un fin bueno. Ahora bien: la verdad transfiguradora consiste para el hom bre, no tanto en fijarse un buen fin y procurarlo con unos medios que no tengan nada de común con este fin, sino en irrad ia r una energía bienhechora.

Los medios em bargan mucho más la vida de los hom bres que los fines, los cuales pueden llegar a ser cada vez más abstractos. Si partim os de los valores cualitativos, los fines deben ser realizados por unos medios reconocidos por dignos de tales valores. E l horror de la vida hum ana está en que el bien se rea­liza con ayuda del mal, la verdad con ayuda de la m entira, la belleza con ayuda de la fealdad, la li­

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bertad con la obligatoriedad. P ara conseguir buenos fines se han cometido los más horribles actos. Esto tiene profundas causas. Las mismas deformaciones u tilitarias se h an m anifestado exactam ente en el cris­tianismo. P ara alcanzar los objetivos del cristianismo se consideraba posible el recu rrir a sangrientas vio­lencias y el cristianismo no ha sido realizado, lo .mis­mo que tam poco han sido realizados lo objetivos de las revoluciones. Una actitud así está vinculada, ante todo, al problem a del tiem po, al hecho de que el presente es considerado, no como un fin en sí, sino como u n medio con que servir al porvenir, un porvenir que, finalm ente, no llega nunca. La fuer­za y la u tilidad son situadas más alto que el espí­r itu y la verdad. Pero está suficientemente demos­trado que la fratern idad de los hom bres no se puede realizar sin una irradiación de fratern idad en los me­dios puestos en práctica. La violencia y la obliga­toriedad no son admisibles m ás que cuando se tra ta de lim itar las manifestaciones del m al, de defender a los débiles. No deben tener lugar más que en la lu ­cha contra una explotación abusiva o en el caso de guerras agresivas, de guerras de conquista.

* * *

La creación de una cultura espiritual, de valores espirituales—valores religiosos, gnoseológicos, m ora­les y estéticos—, es aristocrática y presupone la exis­tencia de una aristocracia del espíritu incluso en la sociedad sin clases. Su desaparición significaría la des­aparición de la cualidad. La cualidad es aristocrática. E llo no significa que la cu ltura espiritual no exista más que para una minoría. La obra de los grandes creadores—por ejemplo, en Rusia, la obra de Pusch-

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km y de León Tolstoi—-tiene im portancia para todo el pueblo.

P ero aquí es preciso ponerse en guardia contra una confusión que se observa hoy día a cada pía- so. Obra que tiene im portancia para todo el pue­blo ño significa de ninguna m anera obra colectiva u obra realizada por exigencias. Lo popular no tiene nada de común con lo colectivo. E l gran creador es siempre individual; no está sometido a nada n i a nadie.

Sin embargo, en su obra individual expresa el es­p íritu del pueblo. Incluso expresa m ejor el espíritu de su pueblo que este mismo en su vida colectiva. Todo creador és lib re ; no puede soportar una obli­gatoriedad. Sirve en la libertad. Cuando un creador ejecuta u n m andato social sin disponer de libertad, los productos de su traba jo creador no pueden ser más que insulsos e insignificantes. La actividad de ese género pertenece a la burocracia y no a la esfera de la creación. Em pleando una m oderna expresión bastante antipática, podría decirse que Virgilio eje­cutaba los mandatos sociales del em perador Augusto; pero los ejecutaba librem ente, en su in terior, some­tiéndose a su propio vuelo creador. Así fue como pudo crear una obra genial.

La literatura rusa del siglo xix fue una literatura concebida como un servicio y una enseñanza. Resulta divertido contem plar que en la lite ra tu ra francesa contemporánea, . Fengagement . es considerado como' tina novedad. E n sus artículos sobre literatu ra , S.artre dice lo que los críticos Tchernychevsky, Dobrolubov, Pissarev, decían en Rusia alrededor de 1860; solo que él lo expresa de una form a un poco más refinada. En fin de cuentas, se vuelve, en lo que se refiere a la cul­tu ra y a la literatura, al clásico punto de vista del

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marxismo. La élite cu ltural vive tina crisis m uy grave y está expuesta a desaparecer en el movimiento social de masas de nuestro tiem po. Ya he tratado m ás de unai vez de ello. E l aislamiento, el orgullo, el desdén, tiene que llevar a la perdición. Solo la conciencia del servicio cumplido puede trae r la salvación. E l ge­nio expresa el destino del pueblo y, en su más alto grado, el destino del hom bre y del mundo. P ero exis­te él peligro opuesto; el peligro de adaptación y de pérdida de libertad. A nte todo, y por encima de todo, el creador debe conservar su libertad de creación. Unicamente gracias a esta libertad puede servir al pueblo y expresar su destino. E l individualism o aisla­do y el colectivismo mecánico orientado hacia la pro­ducción son igualm ente falsos. E l vocablo colectivis­mo debiera ser proscrito totalm ente. Y a veremos más adelante que el colectivismo no es más que una cari­catura del comunitarismo. E l comunitarismo es siem­p re libre, el colectivismo es siem pre forzado. No puede adm itirse que la cualidad de la creación sea rebasada en nom bre de la cantidad. La tarea de los creadores de cultura no debe ser la adaptación hum i­llan te al moviento social de masas, sino el ennoble­cimiento de este movimiento, la introducción en su seno del principio aristocrático de la cualidad.. E l pueblo expresa su vocación en el m undo por in ­

term edio de sus grandes creadores y no de una colec­tividad sin fisonomía. Las grandes manifestaciones de k cültüra um versal, c o ü j o la tragedia griega ó el Re- nacim iento, como la cultura alem ana del siglo XIX, o la lite ra tu ra rusa de ese misino 6tglo xix, no eran en modo alguno la obra de individuos aislados, destina­das a servir el placer personal de los creadores. Eran manifestaciones del lib re espíritu creador. Sirviendo al pueblo se> hace, al mistno tiem po, obra creadora en

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lo que se refiere al pueblo mismo. Pero lá creación de la cultura espiritual im plica siempre el m antenim ien­to de la jerarqu ía de los valores, única jerarqu ía que puede ser justificada. Y ello nos lleva al conflicto en­tre el valor de la justicia y el valor de la libertad, con­flicto que es el tema esencial de la época actual de la historia universal.

Hoy en día se prefiere el valor de la justicia social al valor de la libertad, cuando se precisa elegir entre los dos. Se han dispuesto estos valores, fundam enta­les para la vida de la sociedad, geográficamente: la Rusiá soviética para la justicia social, América para la libertad. D e este modo se juzga que el conflicto es inevitable. Y en ese juicio se ha indentificado casi en­teram ente la libertad con el capitalismo.

Preciso es protestar con la máxima energía contra esa m anera de situar el problem a. Pero en este mo­mento, no es de actualidad política de lo que quiero ocuparm e; es del problem a eterno dé la justicia y dé la libertad.

De lo que se refiere a la libertad y a sus contradic­ciones internas, m é ocuparé en el siguiente capítulo. Pero, ¿puede oponerse la libertad a la justicia? La li­bertad es algo bástante anterior a la justicia. Prim ero, la justicia, en el sentido jurídico, no es de ninguna m anera una idea c r is tia n a re s una concepción lega­lista y desnuda dé gracia. E l cristianisnió ño h a enun-" ciado prim ero la idea dé la jiisticia; éiüó la idesa de la vérdadv en el sentido que ésta idea tiene en él m ara­villoso vocablo pravda, que no encuentra' equiva­lente en otras lenguas. La realización a cualquier pre­cio de la verdad-justicia por la violencia puede ser muy desfavorable a la libertad, lo mismo que la afir* mación de una libertad form al puede engendrar la mayor injusticia;. Esa es una de las contradicciones .de-

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la vida humana. Puede existir la misma oposición, él mismo conflicto entre la libertad y el amor, en tre el am or y la justicia, etc. Lo trágico de la vida hum ana está, ante todo, no en el conflicto en tre el bien y el m al, sino en el conflicto en tre los valores positivos. En nom bre de la libertad, el hom bre puede llegar a sacrificar el am or; en nom bre de la justicia social, puede llegar a sacrificar su libertad ; en nom bre de la piedad, su vocación científica, etc.

Pero ello no significa que, en la organización de la sociedad hum ana, sea indispensable renunciar a la libertad o a la justicia. Lo que es indispensable es tender hacia una sociedad lib re y justa. Sin libertad no puede haber justicia alguna. Sería una justicia abstracta, no relacionada a los hom bres concretos. La justicia exige la libertad para todos los hombres. Yo puedo lim itar m i libertad en nom bre de la piedad ha­cia los hom bres; pero yo no debo hacerlo más que li­brem ente y solo con esta condición será como m i acto puede tener algún valor. E l sacrificio obligatorio no tiene valor alguno. Y mi renuncia a la libertad ante los conflictos de la vida no puede ser más que un acto de libertad.

Pero hay una libertad a la que el hom bre no tiene el derecho de renunciar si quiere m antener su digni­dad de hom bre. Es la libertad de conciencia, lá lib er­tad de espíritu. La enajenación de la conciencia no puede ser consentida en ningún cáso; es a la concien­cia a quién pertenece la prioridad. N inguna justicia social puede exigir sem ejante enajenación.

La cuestión se complica todavía más por el hecho de que no solamente se pretende una sociedad justa, en la que no exista la explotación del hom bre por el hom bre, sino que se pretende una sociedad fraternal, comunal. A q u ín o s encontramos ante Una cuestión de

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principio de la más alta im portancia. La ley puede obligar a los hom bres a la justicia, pero no puede obligarlos a la fraternidad. La piedad, la caridad, el am or son obra bienhechora de la libertad y no de la ley impuesta. Puede considerarse que es la ley impues­ta la que se opone a la libertad , no la justicia y m e­nos aún la fraternidad. P o r otra parte, la misma ley im puesta puede representar una salvaguardia de la libertad contra la arb itrariedad hum ana. La instaura­ción de la justicia social para las clases trabajadoras puede significar precisamente la liberación de la opre­sión para esas clases.

E n el siglo xix se hab laba m ucho de liberación del trabajo . Se relacionaba el socialismo con la libertad del hom bre. Si en el siglo xix preferían hab lar de eco­nomía planificada, de dirigismo, de reforzam iento del poder del Estado sobre él hom bre, se explica sobre todo por el hecho de que nosotros vivimos en un m un­do formado por dos guerras mundiales y nos estamos preparando para una tercera. Vivimos en un mundo en que la revolución no es más que una transform a­ción de la guerra. Y esto es lo que condiciona todos los valores. Vivimos en un m undo caótico, en el que la libertad aparece como u n lu jo inadm isible. Los problemas de la justicia y de la libertad no están si­tuados eñ su integridad; sus bases han penetrado ©n una atmósfera tu rb ia . V erdaderam ente no existe en el m undo .actual n i justicia n i libertad . La lucha por los b ien es• elementales, por la, posibilidad misma de vi* vir, excluye la cuestión de los valores. E n la cima de la civilización interviene xina elem entarización qué no tiene más que las apariencias de la com plejidad.

Pueden concebirse tres salidas a la crisis hacia la que el m undo camina: 1) la salida fatal. La conti­nuación de la desagregación del cosmos, cosmos natu*

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ra l y cosmos social. La continuación de la descompo­sición del régimen capitalista. E l triunfo de la bomba atómica. E l m undo caótico como se descubre en la obra de H enry M iller: no el caos prim itivo, el caos de los principios, sino el caos de los finales, la guerra de todos contra todos. Eso seria la destrucción del m undo y: nosotros no podemos adm itirlo. 2) E l or­den forzado, mecánico de la colectividad. Una orga­nización que no dejaría sitio a la libertad. E l despo­tismo del m undo. Esta salida es igualm ente difícil de adm itir. 3) La victoria in terio r sobre el caos, el triunfo del espíritu sobre la técnica, e l restablecimien. to espiritual de la jerarqu ía de los valores, unido a la realización de la justicia social.

H asta ahora, nosotros hemos pretendido dom inar una amalgama resultante de las dos prim eras salidas. E l m undo en tra en cierto m odo en un período de caos forzado y dominado, sin que se tra te de vencer este caos interiorm ente. La tercera salida, única desea­da, arrancada de la libertad del hom bre; n o puede ser el resultado de la fatal necesidad. E n la prim era y en la segunda salida, así como en sus síntesis, el hom bre parece ser extériorm ente activo; pero interiorm ente es pasivo. Y al mismo tiem po no puede hablarse, de ninguna m anera, de cualquier jerarqu ía de valores. Los valores espirituales son sencillamente inexisten­tes. Los vemos precipitarse en el ábisíao.

Lo misino se puede ser pesim ista ¡en el prim er caso que Optimista en el gegündó. Jle^altá perfectamente' absurdo el exigir que se dem uestre existencia de los valores espirituales y su superioridad sobre ló que se ha dado en llam ar valores vitales. Los valores es­pirituales quedan afirmados ante todo por u n acto de m i libertad. Lo más necesario no es lo más precioso. Los valores espirituales superiores desaparecen cuan­

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do la libertad no está orientada hacia su afirmación. E l hom bre es capaz de no reconocer como real más que un m undo m uy pequeño, muy superficial, y es lib re de negar su libertad. La cuestión de la libertad es un tem a muy complejo que solamente parece sen­cillo a las conciencias no filosóficas. La vida no ad­quiere profundidad e im portancia más que si ea con­cebida con un esp íritu de realism o simbólico. E l inundo visible es el símbolo del m undo invisible. E l m undo invisible no es una realidad que se nos imponga y nos obligue; está proyectado hacia la li­bertad del espíritu. Y lo que el espíritu lib re crea es precisamente lo que contiene m ayor realidad.

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CAPITULO VI

LAS ANTINOMIAS DE LA LIBERTAD

^ A filosofía de la libertad comienza a partir del acto lib re ante el cual no

existe ni puede existir e l ser. Cuando se p arte del ser y se reconoce la supremacía del ser sobre la li­bertad todo se halla determ inado por el ser, com­prendida en él la libertad. Pero la libertad determi- nada no es libertad . Otro tipo de filosofía es posible que proclam e la supremacía de la libertad , del acto creador, sobre el ser. Solo este segundo tipo es favo­rab le a la libertad. Pero una racional definición de la libertad es imposible. Esto es lo que h a reconoci­do, por ejem plo, Bergson. D e los dos tipos de m eta­física: intelectualista y voluntarista, la prim era es

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siempre desfavorable a la libertad , m ientras que la segunda le es favorable. Pero la metafísica volunta- rista en sí no es aún la filosofía de la libertad. Lo que es necesario afirm ar categóricamente es que la libertad es espíritu y no ser. Lo que se llam a esen­cia o sustancia es una creación del acto existencial original.

E l pensamiento intelectualista griego era muy des­favorable a la libertad. E l bien estaba determ inado por la razón. Ahora bien: la prim acía, el dominio de la razón no reconoce la libertad. Yo no tengo aquí espacio suficiente para analizar las complejas relaciones entre la libertad , el azar, la fatalidad, la providencia y la gracia. Pero existe una relación so­bre la que sí es preciso detenerse: la relación entre la libertad y la gracia. Apasionadas discusiones se han desarrollado durante algunos siglos alrededor de este tem a en el seno de la cristiandad occidental. Pero yo considero como un error el hecho mismo de oponer la libertad a la gracia. Esta oposición signi­fica la objetivación de la gracia y su concepción como una necesidad divina que obra desde el exterior. Y lo que llamamos gracia obra en el seno de la liber­tad hum ana como una iluminación. No pueden ser confundidas la libertad lógica en el orden del cono­cimiento' y la necesidad en la vida misma del m un­do. P o r otra parte, en el conocimiento mismo no existe la necesidad lógica exclusiva, porque esta ne­cesidad no ocupa más que una parte del conocimien­to. H ay que reconocer que existe igualm ente un co­nocim iento irracional y que juega un gran papel. Unicam ente partiendo de esto se hace posible el re­conocimiento: de lo irracional. E l pretendido racio­nalismo engloba elementos perfectam ente irraciona­les. Este es, sobre todos, el caso del materialismo.

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Se ha tratado de definir filosóficamente la libertad in terpretándola desde un punto de vísta voluntaria' ta como acto causal (por ejem plo, M aine de B iran o Lopatine). Pero así no se llegaba al fondo del p ro­blema. Para llegar al fondo es necesario reconocer la existencia de una libertad original increada, que queda fuera de las relaciones de causalidad psicoló­gica. Lo que llamamos doctrina tradicional del libre arb itrio ha tenido siempre un carácter pedagógico- didáctico, Esta doctrina definió la responsabilidad del hom bre en esta vida y en la otra. En cuanto a la libertad de indiferencia, hay que reconocer la ab­soluta inconsistencia, porque se tra ta de la mecani­zación de la libertad. E l verdadero problem a de la libertad debe ser situado fuera de las nociones de recompensa o castigo, de salvación o condenación, fuera de las polémicas de San Agustín con Pelagio, de Lutero con Erasmo, fuera de las discusiones re ­ferentes a la predestinación. Hay que rechazar esta últim a en la misma forma en que la cuestión fue si­tuada en el principio, rechazar el térm ino lo mismo que la noción. Todo esto pérm anece en los límites de la concepción juríd ica del cristianismo, en los lí­mites de las ideas de consagración y de justificación en vez de la idea de transfiguración. E l verdadero problem a de la libertad es el problem a de la activi­dad creadora. Conforme a la prim era intención de m i libro, voy a atenerm e, no a la idea metafísica de la libertad en su esencia, sino, sobre todo, a sus con­secuencias en la vida social.

La libertad se concibe muchas veces de forma es­tática, cuando hay que concebirla de m anera diná­mica. Existe un destino de la libertad en el mundo, una dialéctica existencia! de la libertad en el m un­do. La libertad puede transform arse en su contrario.

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La esclavitud puede ser producto de una libertad m al dirigida. La definición más general de la libertad , que abarca a todas las definiciones particulares, es que la libertad es la determ inación del hom bre no exterior, sino in terior, del espíritu. E l principio es­p iritual en el hom bre es la verdadera libertad , m ien­tras que la negación del espíritu, llevada hasta el extremo, es inevitablem ente la negación de la liber­tad. E l m aterialism o conduce fatalm ente a la nega­ción de la libertad . La libertad está arraigada en el reino del E spíritu y no en el reino del César. E l César no consiente en dar la libertad a nadie. La libertad no se obtiene más que por la lim itación del reino del César. E l m undo objetivado, que es el reino del Cé­sar, es un m undo avasallador.

O tra distinción que se hace frecuentem ente respec­to a la libertad es la de la libertad exterior y liber­tad interior. Se dice que el hom bre puede ser in te­riorm ente lib re incluso en presidio, que puede ser libre hasta en la hoguera. Esto es exacto. Pero el problem a de la libertad in terior es más com plejo de lo que se piensa habitualm ente, sobre todo cuando se está desinteresado de la vida in terior del hom bre, E l hom bre puede ser esclavo, no solo del m undo ex­terior, sino de sí mismo, de su naturaleza interior. E l hom bre puede llegar a ser interiorm ente esclavo. Por esto es por lo que ordinariam ente las revolucio­nes no dan por resultado la creación de una nueva sociedad lib re, sino que siem pre llevan en sí mismas el retorno a la antigua sociedad. Lo que, en general, sé m anifiesta menos en las revoluciones es la liber­tad, La definición de la libertad como elección no es todavía más que una definición form al de la liber­tad. La verdadera libertad no se m anifiesta cuando el hom bre tiene que elegir, sino cuando su elección

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está hecha. Llegamos aquí a una nueva definición de libertad , la libertad real. La libertad es la energía creadora del hom bre. Por la libertad el hom bre pue­de crear una vida completamente nueva, nueva vida de la sociedad y del mundo. Pero sería u n erro r con­siderar la libertad como una causalidad interior. La libertad se encuentra fuera de las relaciones de cau­salidad. . Las relaciones de causalidad form an parte del m undo objetivado de los fenómenos, m ientras que la libertad es una penetración en este mundo. La libertad proviene de otro m undo; contradice la ley, de este mundo y la doblega. Es igualm ente erró­neo no ver en la libertad más que un m edio para el establecimiento de un orden social colectivo y con­siderarla como dependiente exclusivamente del orden social. Veremos cómo es de la concepción form al o real de la libertad de donde dependen las antino­mias de la libertad en la vida social.

La libertad que se adquiere demasiado fácilmente, que no exige una lucha heroica, degenera y pierde su valor. La libertad degenerada no se expresa más que en la conciencia negativa por el hecho de que yo no he sufrido ningún apremio. La extrem a ex­presión de la libertad degenerada es el: Dejadme tranquilo. La libertad no es de ningún modo la fa­cilidad; la libertad es difícil y dura de obtener. La libertad no es un derecho, es un deber. Los liberad­les consideran habitualm ente a la libertad como un derecho y no como un deber; para ellos la libertad es sinónimo de facilidad y de ausencia de obligación. Así es como la libertad se transform a en un privi­legio de clases dirigentes. En un sentido más profun­do, la libertad es la m adurez del hom bre, la conciencia del deber que tiene ante Dios de compor­tarse como un ser lib re y no como un esclavo. La con?

REINO DEL ESPIR ITU .— 8

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cepción heroica de la libertad es contraria a la vieja concepción liberal. La libertad presupone una resis­tencia; es una manifestación de fuerza. P ara no ser puram ente form al, la declaración de los derechos del hom bre y del ciudadano tendría que ser igualm ente una declaración de los deberes del hom bre y del ciu­dadano. Y la atención tendría que ser puesta sobre el hom bre, como ser espiritual, lo que generalm en­te no se ha hecho en las revoluciones políticas.

Demasiado bien se sabe que en las democracias no puede existir, de ninguna m anera, verdadera liber­tad. E n la democracia jacobina, inspirada en Rous­seau, puede afirm arse el principio del Estado totali­tario , el absolutismo de la soberanía popular. E n las democracias capitalistas, el dinero y una Prensa ven­dida a él, pueden gobernar la sociedad elim inando la libertad real. Y todo esto cuando la declaración de los derechos del hom bre y del ciudadano tiene unos orígenes religiosos: nació de la afirmación de la li­bertad religiosa de la Reforma. Pero en seguida se alejó de esta fuente religiosa. P o r esto, las almas no liberadas interiorm ente han creado nuevas formas de sociedad servil. La propaganda engañosa ejerce un poder sobre las masas. Sufriendo esta propaganda m alhechora las masas se encuentran sin libertad inte­rior. La m aldad y el odio engendrados por la propa­ganda demagógica hacen a los hom bres interiorm en­te esclavos. Y de ese sentim iento de esclavitud se aprovechan para sus propios fines tan to el poder como los partidos. E n esas condiciones no puede ha­blarse de democracia real alguna. La libertad no pue­de ser más que lo que son los hombres que la com­ponen.

La libertad como elección y la libertad como acto creador: esta es la distinción fundam ental en tre las

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libertades. P ero existe una cuestión más im portante todavía, una cuestión fundam ental que se presenta cuando se habla de libertad y de la respuesta de que depende la clase de libertad en el m undo; una cues­tión que nos sitúa ante un dilema difícilm ente supe­rable. Son las relaciones entre la libertad y la ver­dad. ¿La libertad es posible sin el conocimiento de la verdad y el conocimiento de la verdad es posible sin libertad? E n el Evangelio está escrito: Conoced la verdad y la verdad os hará libres. Esto significa que la verdad, la verdadera verdad, libera. E n el m undo actual, estas palabras del Evangelio han sido parafraseadas y son amañadas por el totalitarism o contemporáneo, hostil a la libertad. Así es como el marxismo-comunismo declara: “ Conoced la verdad marxista, la verdad comunista, y ella os hará libres. Fuera de esta verdad no existe la libertad ; fuera de ella no hay más que m entira, una engañosa libertad form al de que alardean las sociedades capitalistas.” Recordando los vínculos del marxismo con el hege­lianismo puede decirse que este conocimiento de la verdad asegura la libertad en tanto que reconoci­m iento de la necesidad.

Esta es una concepción de la libertad exactamente opuesta a la del cristianismo. Para el cristianismo, la verdad es igualm ente la Vida y el Camino. No sola­m ente asegura la libertad , sino que se rebela en la libertad. P ara la verdad, la libertad es indispensable, E l cristianismo h a sido el prim ero realm ente en afir- m ar la libertad de espíritu. Y la verdad sobré la li­bertad h a sido rubricada con la sangre de los m ár­tires. E l cristianismo es la religión de la verdad cru­cificada. La verdad crucificada no obliga a nada: tiende hacia la libertad. Se ha traicionado al cristia­nismo cuando se h a querido hacer obligatoria la ver-

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dad cristiana. H asta el fin de los tiempos subsistirán dos reinos. E l conflicto entre el cristianismo y el Im ­perio era un conflicto entre el espíritu y César, con­flicto im posible para la conciencia pagana precris­tiana. E n su religión, el hom bre de la antigüedad pertenecía al Estado. No podía haber en él ninguna esfera de libertad , de libertad de espíritu, frente al Estado y la sociedad. Esto es monismo, que es inca­paz de tener una noción real de la libertad. E l to ta­litarism o no es un fenómeno nuevo de nuestra época. La teocracia cristiana y el im perialism o eran totali­tarios y negaban la libertad de espíritu por un pun­to de vista monista. E l régimen im perialista de Na­poleón era un totalitarism o no llevado hasta el fin. E n el período cristiano de la historia el totalitarism o siem pre es un retorno al monismo pagano. E l Estado absoluto de Hegel, en tanto que encarnación del es­p íritu , era del mismo modo u n retorno al paganis­mo. Y lo mismo sería preciso decir del régim en auto­ritario de Augusto Comte, que podría calificársele de catolicismo sin Dios. Se ha hecho de Dios un enemi­go de la libertad y se ha querido ver la libertad en la liberación de la idea de Dios. E l cristianism o his­tórico fue responsable de este terrib le engaño. Tam ­bién se h a hecho del espíritu un enemigo de la liber­tad, e incluso, se considera al m aterialism o como fa­vorable a la libertad. Ahora b ien: resulta difícil im a­ginar m ayor aberración. La libertad presupone la existencia de un principio espiritual no determ inado n i por la naturaleza n i por la sociedad. La libertad es el principio espiritual en el hom bre. Si el hom bre es un ser enteram ente determ inado por la naturale­za y la sociedad no puede tener entonces libertad al­guna. E l m aterialism o es la negación to ta l de la li­bertad, y un orden social fundado en el m aterialis­

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mo no puede conocer ninguna libertad. Esto lo ve­mos en la práctica. La libertad es, ante todo, la li­bertad de la persona. Si se niega el valor de la per­sona y se duda de su realidad no puede entonces tra- trase de ninguna libertad. La persona representa el lím ite del poder de la naturaleza, del poder del Es­tado, del poder de la sociedad. Pero la persona no existe más que si el hom bre es u n espíritu creador libre, frente al cual el César no es todopoderoso.

La com plejidad del problem a de la libertad y sus consecuencias sociales procede de que el hom bre me­dio de la masa no concede, en el fondo, una gran im­portancia a la libertad. Y no es, en modo alguno, a la libertad a lo que tienden los movimientos revolu­cionarios de masas. A fin de que el hom bre luche por la libertad , es preciso que la libertad esté ya en él, que no sea interiorm ente un esclavo. La demagogia, a la que siempre se ha recurrido para dirigirse a las masas, priva al hom bre de su libertad, representa una obligatoriedad psicológica. Gobernar a las masas que han entrado activamente en la h istoria, no es de ningún modo una cosa fácil. E n el fondo, la libertad es aristocrática y no democrática. H ay que reconocer con am argura que la libertad de pensar no es apre­ciada más que por los hom bres en los que existe un pensam iento creador. Es muy poco necesaria para los que no le dan ninguna im portancia al pensamien­to. En las llamadas democracias, fundadas en e l p rin ­cipio de la soberanía popular, una gran fracción del pueblo está constituida por unos hom bres que no se conciben aún como seres libres, m anteniendo en ellos la dignidad de la libertad. Todavía queda por ase­gurar la educación para la libertad, lo que no puede hacerse rápidam ente.

, El antiguo principio de autoridad, que lim itaba y

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hasta -algunas veces negaba incluso enteram ente la li­bertad, ha sido destruido y no puede ser restaurado. Pero se han creado nuevas autoridades para las que hay que encontrar una sanción cerca de las masas mismas. Sin embargo, estas autoridades son inesta­bles y, al mismo tiempo, más tiránicas, más destruc­toras para la libertad que las autoridades antiguas. Es preciso reconocer que la libertad es m ucho más aristocrática que democrática. Y, al mismo tiem po, la libertad hace posible las democracias. Lo que es negativo en las democracias es que no lim itan abso­lutam ente el poder, sino que le transfieren a un nue­vo sujeto. En el liberalism o hubo, en cierto momen­to, una p arte de verdad; pero esta parte de verdad ha sido enteram ente deform ada y desnaturalizada. Realizado en la vida, el liberalism o económico ha llegado al sistema capitalista del laissez faire, laissez passer. En cuanto a la concepción jacobina de la de­mocracia, hay que decir que es la menos favorable a la libertad.

Las antinom ias de la libertad en la vida social se expresan aun en el hecho de que cuando se es par­tidario del m antenim iento de cierto régimen, por ejemplo, del capitalismo, se comienza a ver la liber­tad en la inm utabilidad y en la invariabilidad, y un atentado a la libertad en el movimiento y en el cam­bio! La clase que en su juventud veía la libertad en el movimiento y exigía la libertad , comienza en su vejez a ver la libertad en la inm utabilidad. Las cla­ses burguesas en su declinar ven en las reform as so­ciales más modestas un atentado contra la libertad. Y, en efecto, todo movimiento y todo cambio operan unos desplazamientos en el medio exterior, que pue­den aparecer como una violencia. Esto demuestra simplemente que la concepción estática de la liber­

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tad es absolutam ente inconsistente. Una libertad es­tática así triunfa en el statu quo; se tra ta de un p rin ­cipio del César. Y por esto podemos observar u n fe­nómeno tan paradójico como el de los reaccionarios, hostiles a toda transform ación social y cubriéndose nada menos que con el manto- de los defensores de la libertad. Contra esta concepción hay que afirm ar la concepción dinámica de la libertad , de la libertad del movimiento creador. No obstante, existe siempre el peligro de la negación de la libertad en nom bre de la libertad. Los dictadores y los tiranos, recha­zando en absoluto la libertad para los demás, la aman m ucho para sí mismos y la defienden para los que les siguen y les son adictos. Solo ama verdaderam ente la libertad aquel que la defiende para el prójim o.

Existe una m edida que perm ite calibrar la liber­tad: es la tolerancia, fenómeno ra ro si se le com­prende en toda su profundidad. Es absolutam ente erróneo indentificar la tolerancia con un escepticismo indiferente. P o r lo general, se establecía una cone­xión en tre la intolerancia y las fuertes convicciones religiosas, y en la intolerancia nacional, o bien social y revolucionaria, se veía una transferencia de la fe religiosa a otras esferas. La forma extrem a de la in ­tolerancia e» el fanatismo. Los hom bres tolerantes parecen fríos o tibios. Pero este es un juicio superfi­cial. E l fanatismo, es decir, la form a extrem a de la intolerancia, es la pérdida de la libertad interior. E l fanático se deja avasallar por la idea que profesa. Esta idea estrecha su conciencia, elim ina estados hu ­manos m uy im portantes; el fanático deja de ser in ­teriorm ente dueño de sí mismo. E l fanático no pue­de establecer ninguna conexión entre la idea de que está poseído y la libertad. Y esto, en el caso en que sea la idea de la libertad quien le posee. Esa intole-

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rancia, forma suavizada del fanatismo, es siempre, tam bién, un estrecham iento de la conciencia, una ausencia de comprensión de la m ultiplicidad y de la individualidad de la vida. La verdad exige la li­bertad, la libertad para quien descubre la verdad como para los demás. La tolerancia está ligada al hecho de que la verdad es infinita, que abre un ca­mino sin fin y que la transform ación de la verdad en cualquier cosa finita—como son la intolerancia y el fanatismo—es una traición hacia ella. Los in to leran­tes y los fanáticos están, en general, terriblem ente vinculados a una ortodoxia, así sean católicos, mien- bros de la Iglesia oriental o marxistas, y esta vincu­lación a la ortodoxia da por resultado anquilosar la fe, detener el movimiento de la vida. Discusión sig­nifica tolerancia. Los ortodoxos no adm iten discu­sión. Una tolerancia, no reducida a la indiferencia, es un movimiento hacia el infinito. Y ningún hom ­bre puede considerarse como el poseedor de la ver­dad completa, de la verdad en toda su plenitud.

En la vida social existen gradaciones de libertad. La libertad debe acrecerse en la m edida en que se aproxima al espíritu y dism inuir en la m edida en que se acerca a la materia. La libertad m áxim a es la libertad de la vida espiritual; la libertad mínima, la de la vida m aterial. Se comprende que esto sea así porque el espíritu es libertad, m ientras que la m ateria es necesidad. Pero hay deformaciones fre­cuentem ente: se rechaza la libertad de pensamien­to del espíritu, cuando se concede una libertad m uy grande a la vida económica. La economía es un trabajo del espíritu sobre la m ateria del m undo, tra ­bajo del que depende la existencia m isma de los hombres. Pero la libertad absoluta en la vida econó­mica, es' decir, la autonomía absoluta de esta últim a,

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es el sistema del laissez jaira, laisse passer, o, lo que es igual, el sistema capitalista. Esto coloca a enor­mes masas de hom bres en una situación extrem ada­mente penosa. Y esta situación es una fuente de ex­plotación. P o r ello, la libertad económica debe ser li­m itada, lim itada en nom bre de la libertad misma.

A m edida que nos elevemos del aspecto m aterial de la vida hacia su aspecto espiritual, la libertad llega a acrecentarse. Si la dictadura económica o po­lítica es alguna vez admisible, la d ictadura intelec­tual y espiritual es absolutam ente inaceptable. Cuan­do el problem a del pan (símbolo de la economía) se sitúa para la sociedad hum ana bajo una fornia pe­rentoria, puede estimarse que la dictadura económi­ca es indispensable. Respecto a la dictadura intelec­tual, se la considera justa porque sin ella, es decir, sin cierta concepción del mundo im puesta por el poder, la dictadura económica no puede ser estable­cida, según se afirma. Pero esto es ya el orden to ta­litario, que siempre significa en la práctica el domi­nio de la Policía sobre la vida del pueblo. E l proble­ma de las relaciones entre los dos grandes símbolos de la vida de la sociedad: el del pan y el de la liber­tad es enormem ente difícil y dramático. Cuando co­mienza un movimiento de masas que' luchan por el pan, se sacrifica siempre la libertad. La libertad in ­telectual y espiritual no es defendida más que por algunas, m uy restringidas, capas cultivadas. A esto es preciso añadir que se ha abusado del símbolo de la libertad para fines perversos, de ninguna m anera liberadores. Y, sin embargo, la libertad sigue siendo el m ayor valor espiritual, más grande que los valo­res vitales. P or la libertad se puede y se debe sacri­ficar la vida; pero por la vida no se puede sacrificar la libertad. A la libertad está unida la cualidad .de

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la vida, la dignidad del hom bre. Las masas laborio­sas se inclinan naturalm ente al prem io m aterial de la vida, que no les satisface y les coloca en una si­tuación de dependencia. Les parece—y se les sugie­re—que luchando por los bienes económicos, en los que ven el fundam ento de la vida, luchan al misino tiem po por la libertad. Y en efecto, la falta de pan es igualm ente falta de libertad. La libertad no pue­de ser realizada m ientras el problem a económi­co permanezca sin resolver; pero en la realidad, ve­mos que la inevitable transform ación de la sociedad está acompañada de urta disminución de la libertad, no solo económica y política, sin tam bién espiritual e intelectual. Lá concentración sobre el lado m aterial de la vida, que es el más alejado de la libertad , con­duce a ver en él no un medio, sino el objetivo mis­mo de la vida. E n cuanto a la vida creadora espiri­tual, se la n iegaj.pura y simplemente, o bien se la so­m ete a la vida m aterial y por ella es orientada.

La lucha por la libertad de espíritu puede tom ar un carácter heroico. Pero debemos conservar la fe en que después del período de hundim iento en las regio­nes m ateriales de la vida y el triunfo del m aterialis­mo, comenzará u n período de m ayor pureza, orienta­do hacia la espiritualidad. La espiritualidad del pa­sado estaba con 'frecuencia demasiado estrecham ente apegada a la vida m aterial, considerada como una vida orgánica santificada, como de algún modo crea­da por Dios. E n lá actualidad, el espíritu se desliga de estos vínculos que la ataban, a la carne orgánica de la vida. La libertad no procede de la naturaleza (dere­cho n a tu ra l), sino del espíritu. Es un período difícil y doloroso en que empalidece la alegría de vivir. La libertad es la fuente principal de lo trágico de la vida. La vida en una divina necesidad estaría privada de tra ­

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gedia. P ero esta tragedia de la libertad debe ser acep­tada por el hom bre. E l hom bre no tiene derecho a buscar consuelo. No existe una fácil solución al p ro ­blem a de la libertad. Los dos grandes principios de vida: la libertad y el amor, pueden en tra r en con­flicto. La libertad puede ser lim itada por el am or; el amor, lim itado por la libertad. Y esto no siempre es armónico. Pero en la vida social chocan dos princi­pios menos puros. La libertad está lim itada, no por el amor, sino por la economía, que adquiere un po­der absoluto. Algunas veces se llam a a esto exigen­cias de las justicia; pero no siempre se puede llam ar así. E n cuanto a la instauración del monismo, no puede concebírsele más que en el plano de la escato- logía.

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“COMUNITARISMO”, COLECTIVISMOY “CONCILIARIOAD”

cj E emplea frecuentem ente el vocablo co­

lectivismo sin com prender uno mismo, ni hacer com prender a los demás, lo que significa. H abitualm ente, se entiende por colectivismo lo con­trario de individualismo. En general, se confunde co­lectivismo y comunitarjgmo, y no se procura bastan­te la distinción entre los dos significados: muchos son los que proclam an ufanam ente que lian penetrado en una época colectivista. La aparición de uno o de otro térm ino sefdebe a veces al azar. Parece que la palabra “colectivismo” fue em pleada por prim era vez en el Congreso socialista de Basilea (1869) por oposición al socialismo de Estado de Marx. Más tarde, este voca-

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blo cambió de sentido y comenzó a llam arse colecti­vismo al marxismo. E n la actualidad se identifica, por decirlo así, el colectivismo con el comunismo. Pero en cualquier caso es m uy im portante establecer la distinción y la oposición entre el colectivismo y el comunitarismo.

Aunque el comunismo tome la forma de un colec­tivismo extrem ado, la palabra misma de comunismo está m ejor que la palabra de colectivismo. Es difícil desterrar enteram ente del uso el vocablo colectivi­dad, como yo hubiera querido, dado que sirve para designar realidades, como las de ejército, nación, cla­se, etc. Se tra ta , en efecto, de realidades supra-per- sonales, de realidades colectivas, pero que, por falta de espíritu crítico, son frecuentem ente concebidas en una especie de realism o de concepto. Esto es debido línicamente a un proceso de objetivación y de socia­lización en el que las realidades derivadas y secun­darias tom an carácter de realidades prim arias. Las llamadas realidades “colectivas” deben ser considera­das, evidentemente, como realidades de un orden so­cial com pletam ente distinto que la realidad de la per­sona hum ana o, incluso, que la realidad del animal. La realidad “colectiva” tiene un sentido existencial en la vida hum ana; pero no significa, de ninguna m anera, lo que se cree cuando se le quiere subordi­nar la persona hum ana. Puede emplearse el adjeti­vo “colectivo”, pero no puede em plearse el sustanti­vo “colectividad”. La colectividad es el das Man. Existen realidades “colectivas” ; pero no existen “co­lectividades”, como realidades en sí. La colectividad no es una realidad, sino cierta orientación de los hom bres y de los grupos, un estado en el que se en­cuentran. E l colectivismo es un estado engañoso de la conciencia que engendra seudorealidades.

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La colectividad no tiene el grado de realidad que tienen, por ejemplo, la nación o la clase. Constante­m ente hablam os de conciencia colectiva—conciencia nacional, eclesiástica, conciencia de clase, etc.—como si las colectividades pudiesen tener una conciencia. E n efecto, se tra ta de una metáfora. Las llamadas realidades colectivas no tienen conciencia subjetiva. No puede haber conciencia de la Iglesia, de la na­ción, de una clase; pero puede existir una conciencia eclesiástica, nacional, una conciencia de clase de hom bres agrupados en el seno de las realidades de este género. Esta conciencia de hom bres es la que se encuentra objetivada y tom a e l aspecto de casi-reali- dades. La Iglesia es una incontestable realidad, lo mismo una realidad espiritual y m ística que una rea­lidad social e histórica. Pero esta realidad no tiene nada de común con no se sabe qué realidad existente sobre la persona, perteneciente a la Iglesia y posee­dora dé una conciencia propia. La iglesia tiene una enorme im portancia existencial para el destino de los hom bres; pero la objetivación social de la realidad espiritual de la Iglesia no puede pretender la cuali­dad de realidad prim era: no es más que una realidad derivada. La particularidad esencial de las realidades llam adas colectivas es que no tienen centro existen­cial, no pueden experim entar sufrim iento o alegría. Ahora b ien: la capacidad de sufrim iento es el signo principal de una realidad prim era auténtica. La Igle­sia, la nación, la clase obrera no pueden su frir: solo pueden sufrir los hom bres que form an parte de esas formaciones supra-personales.

E n los lím ites de nuestro decaído m undo de los fe­nómenos subsiste siempre la im posibilidad de supe­rar la oposición entre lo general y lo particular. De ahí el poder despótico de lo general, de lo “colectivo”,

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sobre lo particular, lo individual. Siempre es necesa­rio recordar que nos movemos en un mundo semiilu- sorio, creado por una falsa orientación de la concien­cia. E l engaño del colectivismo consiste en transferir el centro m oral existencial, la conciencia m oral del hom bre y su capacidad de juicio y de evaluación de lo más profundo de la persona hum ana, a una seudo- realidad situada por encima del hom bre. E n el co­lectivismo, el hom bre no representa ya el valor supremo. Este proceso de exteriorización de la con­ciencia hum ana no h a cesado de desarrollarse bajo diferentes formas a través de toda la historia. Puede uno asombrarse de todo lo referente a la originalidad de un nuevo hom bre colectivo, de una nueva concien­cia colectiva, opuesta a todo lo personal. ¿No h a p re­sentado los mismos caracteres casi todo el pasado de la H um anidad? La conciencia colectiva, la conciencia de grupo ha im perado desde los más lejanos tiempos. Los hom bres pensaban y juzgaban en función de su pertenencia a la “colectividad” de la tribu , del Estado, de la fam ilia, de la casta, de la confesión, etc. E n el hom bre que tenía conciencia de pertenecer a la noble? za o a ta l regim iento de la Guardia, esta conciencia no era menos “colectiva” que en el hom bre soviético, que tiene conciencia de pertenecer a la patria comu­nista. La reflexión personal, los juicios personales eran muy raros, hasta excepcionales. E l despertar de la persona fue un despertar tardío. Incluso en el cur­so del período histórico llam ado individualista, li­beral, burgués, los hom bres pensaban im personal­m ente, juzgaban en función de su pertenencia a la clase burguesa, a una u otra ram a de la industria o bien en función de la opinión pública. Siem pre pre­valecía lo que Heidegger denomina das Man, el obs­curecimiento del juicio personal ante el “ se dice” . La

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originalidad del colectivismo consiste sencillamente en querer crear a los hom bres una conciencia colec­tiva, un pensamiento colectivo, unas apreciaciones y juicios colectivos que no serían ya la expresión de grupos distintos, sino que tendrían un carácter ge­neral, un carácter universal. Equivocadamente se sue­le oponer esto al individualismo, a consecuencia de una confusión; porque el individualismo, al que se quiere suprim ir, no ha existido jamás. Si en la so­ciedad burguesa capitalista las opiniones de las gen­tes estaban determ inadas por los bienes que poseían, por su situación m aterial, esto no significa, de n in­guna m anera, que esas opiniones tuvieran un carác­te r personal. La verdadera liberación social consis­tiría precisam ente en hacer posible una conciencia, un pensamiento, una capacidad de juicio individua­les, personales. Y aquí llegamos a la decisiva oposi­ción entre el colectivismo y el comunitarismo.

E l colectivismo h a existido en las objetivaciones históricas de las religiones, tanto en la ortodoxia como en el catolicismo. E n el otro extremo se m anifiesta en el comunismo y en el fascismo. E l colectivismo se afirma, en efecto, cada vez que en la comunión y unión de los hom bres interviene el autoritarism o. E l colectivismo es im posible que no sea au toritario ; no puede adm itir la comunión en la libertad. E l colec­tivismo significa siem pre que no existe verdadera comunidad, verdadera comunión, que para la orga­nización de la sociedad es necesario crear la realidad ficticia de una colectividad, y que de esta es de donde deben p a rtir las directrices y las órdenes. Cuando las antiguas autoridades desaparecen, cuando ya no se cree en la soberanía de las m onarquías o de las de­mocracias, se fo rja la autoridad y soberanía de la colectividad. Pero esto significa siempre que los hom-

REINO DEL ESPIR ITU .----9

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brea no han sido liberados interiorm ente y que la com unidad es inexistente.

¿En qué consiste la distinción de principio en tre ' el comunismo y el colectivismo? E l colectivismo signifi­ca que las relaciones m utuas en tre los hom bres se establecen a través de sus relaciones con la realidad o la pseudo-realidad colectiva, con la sociedad obje­tivada que domina al hom bre. E l comunitarismo, por el contrario, significa la existencia de relaciones di­rectas de hom bre a hom bre, a través de Dios como principio in terior de vida. E l colectivismo no reco­noce relaciones vivas de hom bre a hom bre; no re­conoce más que las del hom bre con la sociedad, la colectividad, y esta es la que determ ina las relaciones del hom bre con sus semejantes. E l colectivismo igno­ra al prójim o en el sentido evangélico de la palabra; es la reunión de los lejanos (1). E l colectivismo p re­senta un carácter antipersonalista; ignora el valor de la persona. A la inversa, el comunitarismo es perso­nalista; está fundado en la comunión y comunidad .de los hombres. La diferencia es enorme. E l colectivismo es una falsa concepción de la com unidad y comunidad de los hombres. Y lie aquí lo más im portante: E n la época “colectivista” presenciamos la socialización y la colectivización, no solo de la vida económica y política, sino tam bién de la conciencia m oral, del pensamiento, de la actividad creadora; observamos la exteriorización de la conciencia m oral, es decir, su transferencia desde lo profundo del hom bre, como ser espiritual, al exterior, a una colectividad que dis­pone de órganos de autoridad. Puede verse un ejem ­plo. palpable y siniestro de esta exteriorización en el proceso de los antiguos comunistas de Moscú. A -fin

(1) Lejanos; en realidad, ajenos; pero empicamos lejanos para contraponer a prójim o y también próximo.

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de evitar los m alentendidos, de que algunos se apro­vechan para sus fines perniciosos, hay que decir que el hecho de situar la conciencia m oral y el Órgano de evaluación en las profundidades espirituales del hom ­bre es lo más alejado posible dé lo que se acostumbra a designar con el nom bre de “individualism o”. La conciencia m oral significa, no el replegarse del hom ­bre sobre sí mismo y su aislamiento, sino la expansión de sí mismo, la victoria sobre el egocentrismo, su ac­ceso a la comunión universal. Pero esto no tiene sen­tido alguno para los que niegan la profundidad espi­ritu a l del hom bre y no la ven más que proyectada hacia el exterior.

E l colectivismo contemporáneo procede en gran parte del carácter im personal, anónimo, del capita­lismo. H a creado la» masas proletarizadas, que, para su desgracia, son conducidas al colectivismo y no al comunitarismo. Aquí llegamos a la idea ortodoxa rusa de la sobornost o “conciliaridad”, que, genérál- m ente, se com prende mal. La idea de conciliaridad h a sido definida principalm ente p o r Khomiakóv, para quien estaba indisolublem ente ligada a la liber­tad y al amor. La conciliaridad eclesiástica no es una cuestión de autoridad, n i de la autoridad de concilios de obispos, n i incluso de los concilios ecuménicos, sino más bien, para la masa de los fieles, el hecho de hallarse en estado de comunión y de am or reciprocó al tiem po que de comunión con el E spíritu Santo. No existen signos exteriores de conciliaridad; no pueden existir semejantes signos más que en lo que concierne a la organización en el seno de la sociedad y del Estado. Se tra ta de la vida m isteriosa del Espí­ritu . E l “nosotros” en la conciliaridad, no es el “nos­otros” en la colectividad. E l colectivismo no es una conciliaridad; es u n ensamble. Presenta un carácter

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mecánico y racional. La objetivación de las pasiones, ,de los iiitereses, del odio de los hom bres y de los gru­pos de hom bres puede tom ar la form a de una colec­tividad. Sobre esta base puede crearse una falsa mís­tica colectivista, y esta m ística colectivista puede lle­gar a ser m uy dinámica. E l m ayor mal, en lo que concierne a la formación de una conciencia intelec­tual y de una conciencia m oral colectiva, es que no .se tra ta más que de una expresión m etafórica, figura­tiva, cuando la realidad que hay oculta tras esas p a­labras es m uy diferente. A través de la conciencia espiritual y de la conciencia m oral colectivas, que ad­quieren un carácter místico, un grupo de hom bres comienza a dom inar a otros grupos. E l colectivismo ,es un instrum ento de dominación y tras él se esconde una voluntad de poder. Por una falsa mística puede justificarse una verdadera tiran ía , aunque la palabra mística puede no ser empleada e incluso prohibida. E l colectivismo eleva a unos jefes que pueden no ser los mejores. Por o tra parte, los jefes raram ente son los mejores. E l colectivismo se establece siempre h a­ciendo violencia a la persona hum ana. E l comunita­rismo y la conciliaridad reconocen siempre el valor de la persona y la libertad.

E l comunitarismo es una cualidad espiritual de los hombres, el espíritu de com unidad y de fraternidad en sus relaciones mutuas. No se refiere, de ninguna m anera, a una realidad cualquiera situada por en­cima de los hom bres y dominándolos. E l com unita­rismo deja la conciencia m oral y la capacidad de evaluación en lo profundo de la persona hum ana. La conciencia m oral puede ser al mismo tiem po personal y com unitaria. E l comunitarismo caracteriza la cali­dad de la conciencia m oral personal, que n o puede ser aislada y replegada sobre sí misma. Y el comu-

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nitarísm o religioso es precisam ente lo que se llam a conciliaridad, que es lo opuesto a toda concepción autoritaria de la Iglesia. E l colectivismo, por el con­trario , como ya he dicho, es una enajenación, una exteriorización de la conciencia espiritual y de la con­ciencia m oral, es el hecho de ponerlas en relación con la realidad ficticia de la colectividad. M ientras que la conciliaridad im plica una alta cualidad de la concien­cia, el colectivismo im plica la consolidación objeti- vadora del subconsciente, el cual h a tenido siempre un gran papel en las manifestaciones históricas del colectivismo. La objetivación de la Iglesia ha llevado casi jiem p re en la historia a un colectivismo autori­tario. La conciencia religiosa se encontraba desdé ese momento relacionada con el colectivismo eclesiástico. Esto es Unicamente lo que hizo posible la prohibi­ción de libertad de conciencia religiosa. La eoncilia- ridad-com unitarism o no puede im plicar autoridad al­guna pero supone siempre la libertad. Solo es au­toritario el colectivismo. E l colectivismo representa siempre una conciencia enajenada. Esta conciencia enajenada, apoyándose en los instintos subconscien­tes, ha dado origen e n 'la historia a diferentes formas de autoritarism o, desde las teocracias y las m onar­quías absolutas hasta la democracia jacobina, el co­munismo to ta lita rio y el fascismo abierto ó larvado. El Estado expresa con m ayor facilidad el colectivis­mo que el comunitarismo.

Es preciso reconocer firm em ente que la persona sé opone, no a la com unidad y al espíritu de comuni­dad, sino a la cosa y a la colectividad. E l colectivis­mo es una concepción de la comunidad a través de las cosas, de los objetos. Se opone radicalm ente al socia­lismo concebido como transform ación del hom bre de objeto en Sujeto;; tiende a transform ar el hom bre de

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sujeto en objeto. A hora b ien: el socialismo no se justi­fica más que porque quiere crear una sociedad en la que ningún hom bre represente un objeto, una cosa, sino qué cada hom bre sea sujeto, una persona. Existen dos tendencias en el m arxismo: de una parte, una tén- dencia a la objetivación y a la enajenación del hom ­bre en una colectividad y, por otra parte, una ten­dencia al subjetivismo, a la liberación del trabajo y de los trabajadores del poder de la sociedad, a la hum anización de la sociedad. Solo la segunda ten­dencia merece sim patía; la prim era debe ser espi­ritualm ente combatida. Esta prim era tendencia es precisamente el origen de una falsa religión to talita­ria, una religión de colectivismo autoritario.

En la historia se acentúan dos tendencias: una ten­dencia a la socialización y una tendencia a la indivi­dualización. Los dos son indispensables. La actualidad de hoy y la de m añana corresponden a la tendencia de socialización. Esto se deriva de la necesidad de re ­organización de las sociedades hum anas. Pero los si­glos futuros pertenecerán a la tendencia de indivi­dualización. Y es preciso desde ahora comenzar a preparar el terreno espiritual para esté efecto. La l i ­bertad del hom bre, estriba en que pertenece a dos plános: el m undo del E spíritu y el m undo del César. E l colectivismo y la religión que engendra quieren reducir la vida hum ana a u n solo plano: e l m undo del César. E llo representa u n monismo en la s condi­ciones de nuestro- ám bito, «s decir, l a negación de la libertad, y la esclavitud. E l colectivismo es la reduc­ción a un sólo plañó. No va hacia la tránsform ación de' este m undo en Reino de Dios, sino hacia la afii> macióri, en los límites: de este m undo, de ún Reino de Dios sin Dios, e s decir, incluso sin hom bres, porque Dios y el hom bro están indisolublem ente «nidos.

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Afirmando que el hom bre pertenece a un solo plano se llega inevitablem ente a la negación del hom bre. Existe detrás de todo esto una dialéctica fatal.

Todas estas reflexiones a propósito del colectivismo y del comunitarismo pueden ser concretadas a la luz de un análisis del marxismo y de sus contradicciones.

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LAS CONTRADICCIONES DEL MARXISMO

R s asombroso el pajiel que desempeña el m arxismo -en' la hora actual. La doc­

trin a m arxista nació hace cien años. No corresponde a la realidad social de hoy día,, n i ..tampoco al pen* eamiento filosófico científico. Ett; muchos de au's., as- pecttfs, está; coinpletan;ente cadiicada¡ Y¿,- sin em bar­go, ésta doctrina sigué siendo dinám ica; su dinamis­mo se h a acrecentado, incluso.

E l marxismo h a envejecido, particularm ente en lo que concierne a la apreciación de la im portancia que puede tener la idea nacional. Dos guerras mundiales han dém ostrado que el proletariado internacional de M arx no.existe; Los obreros de. todos los países se han

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m atado entre sí. Los marxistas-comunistas represen­tan un fenómeno extraordinario, casi misterioso. Vi­ven en un m undo que es una creación de su espíritu, m undo ficticio, fantasmagórico, mítico, abstracta­m ente geométrico. No ven, en absoluto, la comple­jidad, los m últiples aspectos de la. persona hum ana en su realidad. Pero, al mismo tiem po, son m uy acti­vos y han sabido despertar en el m undo entero el te­m or y alguna certidum bre de su victoria. La doctrina m arxista ha perdido m ucho en valor teórico, gnoseo- lógico; pero ha adquirido una gran fuerza como ins­trum ento demagógico de propaganda y agitación.

Los adeptos convencidos de esta doctrina no adm i­ten discusión alguna, exactamente como los repre­sentantes convencidos de las ortodoxias religiosas. Cualquier crítica es considerada por ellos como un complot, como un ataque de las fuerzas perversas de la reacción capitalista. Siguiendo una concepción ma- niquea, los marxistas-comunistas dividen el m undo en dos partes: para ellos, el m undo que quieren des­tru ir está gobernado por un Dios perverso; de este modo, todos los medios son permisibles a sus ojos. Existen dos mundos, dos campos, dos religiones, dos partidos. Ésta es tina división m ilitar. No existe n in ­guna pluralidad de formas, la p lu ralidad de las for­mas es una invención y un ard id del enemigo. Tam ­bién es tm ard id del enemigo que tra tá ' dé debilitar la ltícha, toda referencia a ütíá m o ra l oai^érsal, ¥a. lédfcrá para toda la hum anidad, sea lá m oral cristia­na o la m oral hum anista. Dé esta forma, se traza üii círculo vicioso, sin salida.

Es necesario liberarse de las iiiclinaciones al odio y al m iedo y profundizar en la doctrina m arxista, a la que se eoíioce y se comprende' m uy póco; La m a­yor dificultad para la comitüión de pensamiento pro-

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cede de qué detrás de la clase el marxismo no quie­re ver al hom bre; pretende ver, tras cada pensa­m iento y cada juicio del hom bre, la clase y los inte­reses de clase. E l pensamiento no es más que una expresión de la clase y no posee ningún valor en sí. La razón burguesa-capitalista y la razón proletaria- comunista no son una sola y misma razón. No puede existir comunión en tre estas dos razones; no puede

-haber más que una lucha a m uerte. A mi juicio, .es justo que el marxismo proclam e la variabilidad de la razón, su dependencia de la existencia del hom ­bre, dé la entera orientación de la conciencia de es­te; S in : embargo, es en otro sentido completamente distinto como hay que com prender e in terp re tar es­to. Yo he escrito frecuentem ente que la estructura de la conciencia hum ana no puede ser com prendida es­táticam ente, que se modifica, se comprime o se am­plía, y, en función de estas modificaciones, se reve­lan al hom bre unos mundos distintos. Pero esto no depende de la situación económica de las clases, que no tiene más que una im portancia secundaria. De la situación del hom bre, como representante de una cla­se, no depende la revelación, sino la deformación de la verdad y la m entirá. La verdad revela cuándo él hom bre supera las liúiitaciones que le im pone su si* tuacjón de clase; porque está situación de clase no detérm ina al hom bre com pletam ente entero, sitió so­lo algunos de sus aspectos. Las nociones m arx is te de claW ,: de ^rdlétariadó, de burguesía, etc., son ideas abstractas a las que corresponden en la realidad so­cial unos fenómenos complejos. E l marxismo e&tá do­m inado por un realism o escolástico de los conceptos, aunque los marxistas, llam ándose m aterialistas, se nieguen a réconocerlo. E l proletariado inarxista es uiiá construcción del espíritu y ño existe más que en

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el campo del pensamiento puro. E n el m undo real no existen más que unos grupos diversos de traba ja­dores, absolutam ente privados de una conciencia “pro letaria” única. La clase obrera existe realm en­te ; realm ente está explotada y lucha por sus in tere­ses vitales. Pero el “proletariado” m arxista es el pro­ducto de un proceso de creación mitológica. „

Sin embargo, esto no significa, de ninguna manera, que el “ideal” m ítico del proletariado no pueda tener un sentido dinámico en la lucha. A l contrario, los mitos son bastante más dinámicos que la realidad y siem pre lo han sido así en la historia. Las ideas abstractas, revistiendo form a de mitos, pueden tras­trocar la historia, transform ar radicalm ente la so­ciedad. Todas las revoluciones han sido basadas en mitos. E n los mitos tam bién se apoyaba el conserva­durismo, por ejemplo, la idea de la m onarquía de' derecho divino. Incluso el tan prosaico capitalismo está construido partiendo del m ito del orden natu ­ra l y la armonía, em inentem ente razonables y bien­hechores, que serán resultado de la lucha de los. in-'. tereses. - . . . . ■ ■ -. E l marxismo., com prende dos elementos diferentes, Uno de los cuales es dinámico por excelencia. La filo­sofía m arxista es, ante todo, una filosofía de la histo­ria. Y la filosofía de la historia es la parte m ás diná* mica de la filosofía. La razón, está b ien clara..,La fila-’ sofía de la historia ha incluido siem pre wnielém énto profético y mésiánico. E l . descubrimiento , del sentido de lá historia es siem pre profético y mésiánico. Este es el profetism o y mesianismo que penetra la filoso­fía de la historia dé Hegel, de Marx, de Augusto Gomte. Cuando se divide' a la h isto ria en' tres épo­cas y en la últim a dé estas épocas se ve el advenimien­to de un orden perfecta, siem pre: es éstov éxpresión'

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de un mesianismo secularizado. La historia no ha term inado todavía; nos encontramos en pleno medio del proceso histórico, y el conocimiento científico del porvenir es imposible. Pero sin este conocimiento es ; igualm ente im posible descubrir el sentido de la historia*. Solamente perm ite descubrir este sentido la luz que em ana del invisible porvenir. Pero esta luz es de naturaleza profética mesiánica. La filosofía de la h istoria era im posible sobre la base de la filosofía griega; no es posible más que sobre la base del pen­samiento judío-cristiano, se tenga o no conciencia de ello. E l mesianismo puede, en efecto, no ser cons­ciente, como puede no ser confesado. Esto es lo que vemos en el marxismo, que contiene un poderoso elemento mesiánico. No es en la conciencia científi­ca del marxismo donde está la fuente del dinamismo revolucionario, sino en la espera mesiánica. E l de- term inismo económico no puede suscitar el entusias­mo revolucionario e incitar a la lucha. Este entusias­mo está suscitado por la idea mesiánica del proleta­riado y de la liberación de la hum anidad.

Al proletariado se le transfieren todas las cualida­des del pueblo elegido. Ya he hablado de ello más de una vez. La idea del proletariado, que no tiene nada de común con el proletariado de la realidad em pírica, es una idea místico-mesiánica. Esta idea del proletariado, y no el proletariado empírico, es la que debe ser investida de la autoridad dictatorial. Se tra ta , pues, de una dictadura mesiánica. Que no tiene nada que ver con la ciencia. M arx era un sa­bio notable como economista; pero no es esto lo que ha determ inado el papel excepcional del marxismo en el mundo. Este papel se explica por el lado reli­gioso mesiánico del marxismo.

Es preciso com prender que la determ inación, para

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Marx, de toda la vida hum ana por la economía era mucho más un m al del pasado que una verdad eter­na. E n el porvenir, el hom bre se habrá asegurado el dominio de la economía, la habrá sometido, y así será libre. E l salto del reino de la necesidad al reino de la libertad, de la que hablan M arx y Engels, es un salto mesiánico. La interpretación puram ente deter­m inista del marxismo, expandido, a fines del siglo XIX,

tanto entre los marxistas mismos como en tre los ad­versarios del marxismo, es equivocada. Sem ejante in ­terpretación, en cualquier caso, es absolutamente contraria al voluntarism o revolucionario de los co­munistas, para quienes el m undo es m aleable como la cera y perm ite ser m odelado por cualquiera. Marx decía—y no por casualidad—que hasta aquí los filó­sofos tra taban de conocer el m undo, mientra? que en adelante deben esforzarse en transform arle, en crear u n m undo nuevo. P ero el marxismo es contra­dictorio e incluye elementos antitéticos. Antea nos es­forzaremos en dejar sentado hasta qué punto era M arx m aterialista.

E l m aterialism o de M arx es m enester discutirlo. Después de la publicación de su Nachlass y, sobre to ­do, del artículo Naxionalekonomie im d Philosophie, las fuentes hum anistas y, de hecho, idealistas del pen­samiento de M arx resaltan con m ayor nitidez. Marx es producto de la época rom ántica y del idealismo alemán. E n su juventud fue incluso un poeta ro­mántico. Algunos trazos románticos han subsistido tam bién en su m anera de escribir: la ironía, las pa­radojas, las antítesis. F ue más profundam ente in­fluenciado por Hegel que lo que piensan los marxis­tas, los cuales se han alejado de las fuentes de Marx. Pero comprobamos nosotros una dualidad en Marx. M arx ha condenado el capitalismo, ante todo, co-

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ÍHO enajenación de la naturaleza hum ana, en tanto . que F erdinglichung, transform ación del obrero en CO§a, ha condenado la inhum anidad del régimen ca­pitalista. E l elemento m oral, totalm ente negado pox- la doctrina m arxista, era m uy pu jan te en Marx. La teoría de la plus-valía, basada en la teoría errónea del valor determ inado en función del trabajo , que tomó de Ricardo, tiene un carácter m oral ante to d o : representa una condenación de la explotación. La ex­plotación del hom bre por el hom bre, de una clase por; otra, era el pecado original para Marx. Ahora bien, la noción de explotación es una noción m oral y no económica. Un partidario del régim en capitalis­ta—en el cual la existencia de la explotación de los trabajadores es indiscutible—podría preguntar por qué la explotación es una cosa m ala, cuando puede contribuir al desarrollo económico, al progreso de los Estados y de la civilización. Semejantes argumen­tos h an sido invocados frecuentem ente por los ideó­logos burgueses. En verdad, que la explotación re­presenta, ante todo, un m al m oral y debe ser conde­nada moralm ente. Y los marxistas, en contradicción con su teoría extra-moral, se levantan contra los ex­plotadores con una indignación apasionada. Los te­rrib les insultos, a los que recurre constantemente la propaganda comunista, presentan el carácter de ju i­cios morales y, fuera de esos juicios morales, están desprovistos de toda significación.

Sin embargo, este no es más que uno de los as­pectos del marxismo, dirigido hacia la libertad del hom bre y la responsabilidad m oral. Existe o tro as­pecto, no menos im portante: este aspecto está vincu­lado , al determ inism o económico. E l capitalism o no solo m erece una condenación porque lleve im plícito el m al m oral de la explotación, sino tam bién por­

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que la economía capitalista ha llegado a no ser pro­ductiva, im pide cualquier nüevo desarrollo de las fuerzas de producción y está condenada a la destruc­ción en virtud de la necesidad histórica. Los marxis- tas creen firm em ente que la m archa de la h istoria les asegura la victoria. Condenan las formas del socia­lismo que no quieren apoyarse en la necesidad his­tórica. H an heredado de Hegel la fe de que en el proceso histórico existe un sentido y que la necesi­dad histórica conduce al reino mesiánico.

Es difícil decir cuál de los dos elementos del m ar­xismo es más pujante. La argumentación demuestra siempre su composición. Es preciso profundizar en la filosofía misma del marxismo, que, en todo lo esen­cial, contradice al m aterialismo. Todo el Pathos po­sitivo de M arx estaba vinculado a su convicción de que el hom bre—el hombre-social—dom inará el m un­do, el mundo de la necesidad, organizará una socie­dad nueva, pondrá fin a la anarquía existente, en nom bre del b ien d.e los hombres, en nom bre del acre­centam iento de su fuerza. E l marxismo se m uestra pesimista a la vista del pasado y optim ista a la del porvenir. M arx era fiel a la tesis idealista de Fichte, según la cual el sujetó es quien crea el m undo. Pero, m ientras que en F ichte el sujeto crea el m undo en teoría, en el pensamiento, en M arx debe crearlo, transform ar el mundo en la realidad, y transfigurar­lo enteram ente. Es de to d a punto erróneo in terp re­ta r el marxismo en un espíritu de objetivismo, como casi siem pre les gusta hacerlo a los marxistas, desean­do subrayar con ello que ellos tienen para sí la h is­toria. La filosofía m arxista debe ser definida como una filosofía de la praxis, una filosofía del acto, de la acción. Pero está ligada a la realidad del mundo m aterial sobre el que trab a ja el sujeto, el hom bre;

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se alza contra el idealismo para él que la victoria so* b re la necesidad y sobre el poder del m undo m ate­ria l no interviene más que en el pensamiento. E l materialism o de M arx debe ser in terpretado en re­lación con la atmósfera intelectual de los años 40 del últim o siglo, como una reacción contra el idealismo abstracto. M arx ha querido introducir en la visióó filosófica del mundo al hom bre concreto y h a creído hacerlo afirm ando el m aterialismo, aunque el m ate­rialism o sea precisam ente la menos concreta de las filosofías. Pero la atmósfera intelectual en la que se originó el marxismo pertenece al pasado, y aunque no fuera más que por esto, el marxismo está enveje­cido como concepción del mundo.

E n su tesis sobre Demócrito y Epicuro, M arx ee pronuncia contra Demócrito— que era partidario del m aterialismo mecanicista y veía el origen del movi­miento en un choque exterior—y por Epicuro, que era indeterm inista. E n las prim eras tesis sobre Feuer- bach, critica enérgicamente a los m aterialistas del pasado porque se situaban en el punto de vista del objeto y de las cosas y no en el punto de vista del sujeto y de la actividad del hom bre. Esta es una te­sis que está lejos de ser m aterialista y recuerda más bien a la filosofía existencial. M arx pone constan­tem ente de relieve la actividad del hom bre, es de­cir, del sujeto, y su capacidad de transform ar lo que se denomina el m undo de los objetos y de someterle a su voluntad. Denuncia el error de la consciencia, que considera al hom bre como enteram ente depen­diente del mundo de los objetos. A este respecto, su notable teoría del fetichismo de las mercancías es par­ticularm ente característica. La consciencia ilusoria ve una realidad objetiva, una cosa, allí donde no se tra ta más que del trabajo del hom bre y de las re-

m i n o d i o . u s p u u t u .— 10

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laciones hum anas. E l capital no es una cosa exterior al hom bre, sino que representa las relaciones en tre los hom bres en el marco de la producción. E n ello no solamente obra un proceso objetivo, sino u n su­jeto activo tam bién. Nada se hace espontáneamente, porque sí. No existe la necesidad y no hay leyés económicas absolutas: esas leyes que tienen una im ­portancia histórica pasajera. E l marxismo tiende a crear una economía política existencial; pero se m uestra inconsecuente y confunde dos principios con­tradictorios.' La m ayor contradicción del marxismo está, qui­zá, en que reconoce la teología, el carácter racional de proceso histórico, un sentido de la historia, que déhfe realizarse en la sociedad futura. Esta concep­ción está visiblemente tom ada de Hegel, en quien se justificaba por la idea de que en’la base de la histo* í ia se encuentra un, espíritu universal, una razón. Pe­ro, en cambio, no puede, de ninguna m ánera, ser justificada por una interpretación m aterialista de la historia. ¿P or qué debe la m ateria, gracias al p ro­ceso que desencadena, conducir al triunfo del Sen­tido y no del No-Sentido? ¿Sobre qué se funda se­m ejante Optimismo? Una concepción así no encuen­tra lugar en el marxismo más que porque para esté la m ateria se encuentra dotada de una razón, de un sentido, dé libertad, de actividad creadora. Pero es­to significa que la filosofía m arxista no es u n m ate­rialismo y aüe llam arla m aterialism o es realm ente fozar la terminología. E n rigor, esto tiene más de liilozóísmo eme de m aterialism o; incluso es u n a es­pecie de idealismo. La expresión misma de materia^ lismo dialéctico, que constituye una contradicción de términos, está utilizada con fines de propaganda y nó de aplicación filosófica. Nó puede haber dialécti-

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cá de la m ateria, sino solamente una dialéctica de la razón, del espíritu, de la conciencia. La m ateria en sí no conoce sentido alguno; la dialéctica revela este sentido partiendo del espíritu. La filosofía soviética incluso ha inventado el térm ino de “auto-propulsión” para justificar la idea de que el movimiento extrae su origen, no dé un shock exterior, sino de la libertad in terna que es propia de la m ateria. R esulta risible denom inar a esto materialismo.

Solo sobre la base de una filosofía tan poco m ate­rialista son posibles las apoteosis de lucha, la exalta­ción de la voluntad revolucionaria. Sin embargo, y junto a esto, subsiste un elem ento m aterialista, el cual juega esencialmente un papel negativo en la lu ­cha contra la independencia de los valores y de los principios espirituales. Se tra ta del monismo, para qUien no existe más que un solo orden de existencia: el reino del César, y en este reino del César es donde se opera el movimiento dialéctico. Pero en esas con­diciones se puede llegar fácilm ente a la absolutiza- ción de las fuerzas sociales.

La clasificación m arxista de las doctrinas filosóficas, desarrollada sobre todo por Engels, según la cual existe, por un lado, el idealismo que reconoce la p ri­m acía, de la consciencia sobre la existencia, y, por otro, el m aterialism o que reconoce la prim acía de la existencia sobre la consciencia, está fa lta de todo fun­damento, influenciada por la atmósfera filosófica de los años 40 del siglo pasado. Resulta difícil de com­prender por qué la existencia h a de ser necesaria­m ente la existencia m aterial. Con sem ejante clasifi­cación, Santo Tomás de Aquino tend ría que ser reco­nocido como un m aterialista. Yo mismo tendría que ser considerado como m aterialista. La filosofía m ar­xista no solo es contradictoria, sino ventajista: tiene

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tufos de sectarismo. Y esto, a despecho de que en M arx mismo se encuentran elementos: positivos y via­bles, sobre todo en el campo de la economía.

* * * .

La razón del extraordinario dinamismo y de la eficacia del marxismo-comunismo está en que posee los rasgos de una religión. Una teoría científica o «na práctica política no habrían podido nunca desempe­ñ a r sem ejante papel.

Pueden distinguirse en el marxismo los siguientes rasgos religiosos: u n estricto sistema dogmático, a pesar de su flexibilidad práctica; la distinción entre ortodoxia y here jía ; la inm utabilidad de la filosofía de la ciencia: las santas escrituras de Marx, Engels, Lenin y Stalin, que pueden ser interpretadas, pero no puestas en duda; la división del m undo en dos partes: los creyentes-fieles y los descreídos-infieles; la iglesia comunista organizada jerárquicam ente, con sus directrices procedentes de lo a lto ; la consciencia transferida al órgano supremo del partido comunis­ta : el concilio, un totalitarism o que no es propio más que de las religiones; el fanatismo de los cre­yentes; la excomunión y la ejecución de los heréti­cos; la oposición a toda secularización en el seno de la colectividad de los fíeles; el reconocimiento de un pecado original (la explotación). La enseñanza re la­tiva el salto del mundo de la necesidad al.m undo .de la libertad es tam bién de orden religioso. Es la es­peranza de la trasform ación del m undo y el adve­nim iento del reino de Dios. La teoría m arxista anti­cuada del Zusammenbruch, según la cual la situación de los obreros no hace más que em peorar y toda la economía camina hacia inevitables catástrofes, re ­

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cuerda la explosión apocalíptica de este mundo. Esta teoría no procede solo a p artir de lá observación y del análisis del proceso económico real, sino tam bién de un estado de espíritu escatológico, de la espera en la destrucción del mundo.

Existe en el marxisiilo una fundam ental contradic­ción : el reino dé la libertad , hacia el que tienden todas las aspiraciones, será la term inación fa ta l de la necesidad. Se nota aquí bien claram ente lá influencia del hegelianismo. E l marxismo concibe la libertad como una necesidad de la que se tiene concien­cia.

Esto es, de hecho, una negación de la libertad , la cual 'está siempre unida a la existencia de un princi­pio espiritual, no-determ inado n i por la naturaleza ni por la sociedad. E l marxismo, considerádo como religión, representa una forma secularizada de la idea de predestinación.

Tam bién tiene un carácter religioso el presentar la división de la historia en dos partes. Lo que precedé a la revolución socialista o comunista no es más que una introducción a la historia; la verdadera historia no comienza más que después de la revolución. En la base de la religión nlarxista vuelve a encontrarse, se­cularizado, un inconsciente milenarismo. Fuera de esto, todo el pathos del marxismo está privado de toda significación. Los marxistas se enfadan violentamente cuando se considera a la doctrina m arxista como una teología; sin embargo, no han llegado nunca a refu­ta r este punto de vista. Los marxistas están apegados a la ciencia; tienen el culto de la ciencia. Creen que la verdadera ciencia— que no es la ciencia b u rg u e sa - resolverá todos los problemas. Por ese culto a la cien­cia pertenecen al siglo xix y no al XX. E l pensamien­to marxista es muy poco crítico; és incluso hostil a

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la crítica. Los marxistas se apartan de la crítica del mismo más que los teólogos tradicionales.

Las contradicciones del marxismo se explican, eh parte, por el hecho de que el marxismo no solo es una lucha contra la industria capitalista, sino tam ­bién una víctima de esta industria, una víctima de la dominación de la vida hum ana por la economía, como vemos en la sociedad de los siglos xix y xx. En esto el marxismo es pasivo respecto al medio social en que se originó; no es opuesto espiritualm ente a este medio. P o r esto para el m arxista, el hom bre nue­vo, el hom bre de la sociedad fu tura , está creado pol­la producción industrial. Es h ijo de la cruel necesi­dad y no de la libertad. La dialéctica del m al capita­lista debe producir el b ien ; las tinieblas en las que el hom bre está enajenado y transform ado en cosa, de­ben dar nacim iento a la luz. Es una negación del hom bre interior, espiritual. Es un anti-personalismo llevado al extremo, contra el cual el hum anism o co­m unista no constituye de ninguna m anera una sal­vaguardia. Todos los juicios de valor se modifican si se llega a creer que todo está determ inado por la eco­nom ía y la clase o, por el contrario, que las fuer­zas espirituales morales e intelectuales obran por su cuenta.

* ¥r *

E l marxismo pretende, en gran medida, ser una desmistificación; quiere desenmascarar las ilusiones de la consciencia, que reflejan la esclavitud económi­ca del hom bre y la estructura de clase de la socie­dad. Denuncia las ilusiones religiosas, metafísicas, morales, estéticas, etc. Desde ese punto de vista, toda la cultura espiritual del pasado se reduce en el fondo a una ilusión de conciencia, a un simple reflejo de la

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estructura económica de la sociedad. Hay' aguí una externa semejanza con Freud y el psicoanálisis: la explicación del hom bre exclusivamente por sus esta­dos inferiores. Lo inferior crea lo superior y lo supe­rior se m uestra como una ilusión. E l marxismo inclu­so es propenso a ver por todas partes no solo ilusio­nes, sino hasta mentiras. La única realidad, lá única vida auténtica es la lucha del hom bre, del hom bre social, con las fuerzas elementales de la naturaleza y de la sociedad, es decir, la economía. Todo el ;resto no debe ser más que algo accesorio de la economía, en la cual se ve el objetivo final de la vida. La ciencia

y el arte sirven a la edificación social. . - ■M arx era hom bre de elevada cultura, dé la cultura

que descansaba aún en las “ilusiones” de la conscien­cia. Pero en los últimos seguidores de Marx el nivel cultural desciende. En la Rusia soviética, donde no puede hablarse propiam ente de cultura* sino sola­m ente de una educación élem ental de las masas y de una civilización técnica, el nivel cultural llega a ser muy bajo. La absoluta destrucción de las ‘‘ilusiones” de la conciencia, reputadas como reflejos de la rea­lidad original de la economía, no pueden déjar de llevar más que al hundim iento de la cultura espiri­tual, porque el espíritu no es otra cosa que una ilu ­sión de la m ateria im perfectam ente organizada.

La noción menos clara de la doctrina m arxista es la de la “superestructura”. Nadie ha podido éxplicar con suficiente claridad lo que quiere decirse cuándo se afirm a que la ideología y la cultura espiritual re­presentan una “superestructura” de la economía y de la estructura de clases de la sociedad. Esto es tan poco claro, tan impreciso, como la tesis m aterialista gene­ral, según la cual el espíritu es un epifenómeno dé la materia. E l m aterialismo no ha podido jam ás expre­

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sar su pensamiento sobre este punto de una m anera verdaderam ente clara y h a tenido que recurrir á fór­mulas tan m al fundam entadas como las otras. Engels mismo ha reconocido que él y Marx habían exage* rado la im portancia de la economía.

Si lo que se quiere decir es que la economía y la situación de clase en los hom bres influyen sobre su ideología, sobre sit vida intelectual, m oral y espiri­tual, no es necesario ser m arxista o m aterialista para reconocerlo. No tengo ningún inconveniente en reco­nocer la existencia de un catolicismo, de una ortodo­xia, de un protestantism o burgués, de una filosofía y de una m oral burguesas. Péro no hay que sacar de ello la conclusión de que la verdad de la creación espi­ritu a l debe ser buscada en la economía y que no exis­ten valores espirituales independientes de la econo­mía. Ya h a sido antes precisado que la economía for­m a parte de los medios y no de los fines de la vida, y que el materialism o económico está fundado sobre una confusión de las condiciones sobre la causa p ri­m era y el objetivo. Por o tra parte, la misma econo­mía no es la m ateria. La noción de “superestructura” no resiste la crítica. No se ha llegado a explicar de qué m anera la realidad m aterial se transform a en una realidad de orden intelectual y espiritual, de qué forma la economía puede transform arse en conoci­m iento o en juicio moral.

Puede decirse que el marxismo, considerado como fenómeno de orden intelectual, está vinculado a la economía capitalista del siglo xix y no hub iera podi­do nacer sin ella. H a representado una reacción con­tra la economía capitalista. Pero entre el proceso de producción capitalista y la explotación del proleta­riado, que de ella se origina, de una parte, y el pen­samiento de Marx, por otra, existe utí abismo. Los

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m arxistas repiten con insistencia qtie la existenciá de­term ina la consciencia. Creen que ésto es el materia* lismo; cuando la misma afirmación puede ser hecha de una m anera más consecuente aún por los espiri­tualistas extremistas. Se atienen a un punto de vista enteram ente superado, identificando la vida psíquica y espiritual con la consciencia. Y, sobre todo, no han intentado explicar jam ás cómo la existencia m aterial puede transform arse en consciencia, en reflexión. E l pensamiento filosófico está en lucha con este problfe» m a desde hace millares de años y sus más altos re­presentantes no se han pronunciado por el m ateria­lismo. E ste no ha sido defendido más que por pen­sadores de una im portancia enteram ente secundaria y de mediocre claridad. E l dogma de la existencia m aterial, dogma que significa la m uerte de la cons­ciencia, no puede ser más que cuestión de fe, no de conocimiento. La sociedad, sujeto prim o; pero la consciencia del sujeto presupone ideas prim eras, pro­creadas por Dios, ideas que se encuentran, no ante el sujeto, sino tras él, en sus profundidades. Se puede, sin embargo, hacer a los marxistas una concesión. Si la afirmación de la existencia de una verdad y de un bien de clase es un absurdo, puede perfectamente ad­m itirse la existencia de una no-verdad, de una m en­tira de clase. Los marxistas tienen razón en su crítica del capitalismo y de la economía de clase, en la de­nuncia del carácter engañoso de la conciencia de cla­se. Pero Marx ha atribuido un valor universal a los hechos que observó en el seno de las sociedades de clase capitalista del siglo xix, principalm ente en In ­glaterra. Este fue su gran error y esto es lo que ha conducido al marxismo a contradicciones insupe­rables.

Ante todo, existe en el marxismo Un punto fuüda-

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m ental que de hecho permanece oscuro, que es una contradicción lógica. ¿Qué es, pues, la teoría mar- xista en sí misma? Como todas las teorías y todas las ideologías, ¿es el reflejo de la realidad económica de su tiem po y de la lucha de clases de la que forma parte, es decir, una “superestructura” a la que se aplica la interpretación m arxista habitual? O bien, ¿es la verdad inm utable por fin revelada? E n este se­gundo caso, nos encontraríam os ante un verdadero m ilagro: ' a mediados del siglo xix, por prim era vez se habría revelado una verdad auténtica concernien­te al proceso histórico, una verdad que no sería simplemente una “superestructura” y un reflejo de la economía.

Las dos respuestas son difíciles para el marxismo. La prim era hace del marxismo una teoría provisional y relativa, ú til para la lucha de clases, pero que no puede pretender un carácter de verdad; ella sitúa al marxismo en el mismo nivel que todas las demás teorías e ideologías. La segunda respuesta, es decir, el reconocimiento en el marxismo de una revelación de la verdad inm utable, contrádice la teoría m arxista misma, que no adm ite la posibilidad de descubrir tal verdad. Los marxistas responderán, sin duda, con una justificación dialéctica del relativismo. D eclararán que la teoría m arxista es una verdad relativa, como todas las verdades, y al mismo tiem po, toda la verdad en extremo ú til para la lucha social. Pero, además de la liviandad lógica de sem ejante respuesta, esta no justificaría n i explicaría, de ninguna m anera, la im­portancia excepcional atribuida al marxismo, que se distingue de todas las demás verdades relativas.

Es en absoluto evidente que el papel excepcional del marxismo se explica por la fe y que el marxismo no puede, de ningún modo, pretender un valor cien­

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tífico. E l mareismo-comumsnjo es una secta religiosa, para la que no es el bienestar de los trabajadores lo esencial, sino la confesión de la fe verdadera. Hay una concordancia sorprendente en tre el materialismo y el realismo lógico de los conceptos, que atribuye una realidad a lo general: por ejemploj la clase se­ría más real que el hom bre concreto, la idea del pro­letariado sería más im portante que el proletariado mismo. Ingenuam ente y sin ningún espíritu crítico, los m arxistas tom an la objetivación de las realidades prim eras por esas mismas prim eras realidades. Una ingenuidad particular caracteriza la obra filosófica de Lenin, escrita con intención de polémica. P ara Lenin, el conocimiento refleja las realidades objetivas. Cán­didam ente acepta la hipótesis realista, que podía ser superada con la elaboración de la crítica filosófica. E l punto de vista de Lenin, el cual llega hasta afirm ar una verdad absoluta, se distingue muy desventajosa­m ente del punto de vista de Engels, que ve el criterio de la verdad en la práctica, es decir, adherido a una filosofía de la acción. E n Lenin no se encuentra in­cluso la idea de que la verdad se revela esencialmen­te al proletariado. Esta idea puede encontrarse más bien en A. Bogdanov, el cual se esforzó en elaborar una filosofía puram ente social. Lenin es un realista ingenuo; como es la idea que él se hizo del m ate­rialismo. Esto es una contradicción form al con los demás aspectos del marxismo. E l marxismo no posee una verdad gnoseológica. La fe aventaja al conoci­miento.

Pero existe igualm ente en el marxismo una contra­dicción m oral, no menos profunda que la contradic­ción lógica. E l marxismo tiende m ucho al carácter am oral o extra-moral de su doctrina. M arx detestaba el socialismo ético; consideraba la justificación mo­

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ra l del socialismo como reaccionaria. Sin embargo, los marxistas form ulan continuam ente juicios y, so­bre todo, condenaciones dé orden moral. Todas las condenaciones de la burguesía, de los capitalistas y de todos a los que llam an social-traidores—lo que re­presenta una im portantísim a fracción de la hum ani­d a d -p re se n ta n un carácter m oralista. La condena­ción de los explotadores alcanza a las categorías nío- rales y fuera de ellas no tiene sentido alguno. La distinción misma establecida entre la burguesía y el proletariado tiene un carácter axiológico. Se tra ta de una distinción entre el bien y el m al, entre la luz y las tinieblas, de una división casi m aniquea del m undo en dos partes: el reino de la luz y el reino dé las tinieblas. La presencia en el marxismo revolucio­nario de un poderoso eleniento de juicio m oral y de condenación m oral es incontestable. Puede decirse que esta condenación m oral recae sobre el mundo entero, a excepción de los hom bres qué son fieles a las creencias marxistas-comunistas.

La opinión tan extendida según la cual los mar- xistas-eomunistas niegan la moral, es enteram ente errónea. Sería más justo decir que ellos tienen una r'ioral diferente. Y desde el punto de vista de esta m oral diferente, es preciso incluso reconocer que se m uestran muy rigurosos. La m oral m arxista es dua­lista y es preciso com prender esto bien. E n efecto, el marxismo se inclina a negar lo que se llam a la m oral universal, valedera para toda ía hum anidad; niega la unidad m oral de la hum anidad. Esta actitud surge del punto de vista de clase. La m oral m arxista no es n i la m oral cristiana n i la m oral hum anista en la an­tigua acepción del vocablo. E l marxismo ve en la mo­ra l universal una patraña de las clases dominantes, que tratan de debilitar la lucha do la clase revolucio-

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naria invocando normas morales absolutas. E l m ar­xismo revolucionario (no hablo del social-demócrata, evolucionista y reform ista) está convencido de que vive en un m undo inaceptable, regido por el mal, y que frente a este m undo del m al todos los medios de lucha le parecen lícitos. Con el diablo y su reino no hay que tener contemplaciones, hay que destruir al diablo. No sería, sin embargo, justo decir que los marxistas revolucionarios consideren que todo está perm itido: ellos consideran que todo está perm itido frente a un enemigo que representa al re ino del dia­blo, de la explotación, de la injusticia, de las tinie­blas y de la reacción. En lo que concierne a su propio reino de la luz, de la justicia, del progreso, ponen, por el. contrario, en prim er lugar la antigua m oral del deber y del sacrificio. En la Rusia soviética, pa­ralelam ente al empleo dé los medios contrarios a la m oral cristiana y hum anista, se com prueba el refor­zamiento del moralismo y una tendencia a im plantar la v irtud por la fuerza. La conciencia m oral marxista está desgarrada por la contradicción entre su actitud frente al pasado y frente al presente, por una parte, y frente al porvenir por otra. Aún no existe hum a­nidad única: existen clases de explotadores y explo­tados, por sus derechos y sus intereses. De esta forma no puede existir tampoco la m oral única. Pero en el porvenir, después de la revolución social, cuando las clases hayan desaparecido, hab rá una hum anidad única y una m oral única valedera para el conjunto de esta hum anidad. No es exactamente que los marxis­tas nieguen la existencia de una m oral universal, sino que la transfieren al porvenir. Y, desde este punto de vista, de esta m oral única y universal fu tu ra es como juzgan el pasado y el presente, como les juzgan en el plano moral.

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La contradicción m oral está en que M arx ha con- dénado el orden capitalista desde el punto de vista de la m oral universal, de la m oral valedera para toda la hum anidad. La há Condenado a causa de su carác­te r inhum ano, porqué el orden capitalista transform a al hom bre en cosa. Dicho de otro modo, M arx se apo­ya en la ocurrencia sobre esta misma m oral universal, de la cual, por otra parte, está decidido a negar la existenciá. La luz de la m oral universal fu tu ra guía al ju icio , sobre el presente. E l marxismo es de todo punto incapaz de situarse más allá del principio un i­versal m oral, como es incapaz de situarse más allá del principio universal lógico.

E l dualismo de la m oral m arxista se expresa con la mayor fuerza en el dualismo del hum anism o marxis­ta. Las fuentes del marxismo son tom adas del hum a­nismo y es un humanismo lo que busca la Rusia so­viética, donde el marxismo está en vía de realización. Pero en nom bre del hom bre, el hom bre es asfixiado, y sus posibilidades vitales se hallan restringidas. E l proceso de hum anización dé la vida, sobre todo en el dominio de la civilización social, está acompañado de ciértos procesos de deshumanización. Esto es debido a que el presente está considerado únicam ente como uri medio para la creación del porvenir. E l valor pro­pio de la vida hum ana en el presente es negado.

La lim itación de la conciencia m arxista se explica poir Una concentración sin precedentes en la lucha contra el m al social. E l hom bre abarca difícilm ente toda la p lenitud y la veracidad de formas de la vida; siem pre tiene tendencia a rechazar una gran parte. E l ateísmo de Marx, que parece ser menos refutable que sü- m aterialism o, representa la elim inación de ciertos aspectos extrem adam ente im portantes dél hom ­bre como ser espiritual. M arx seguía a Feuerbach,

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pero ha form ulado un argumento nuevo contra las creencias religiosas. H a visto en ellas el producto de la perversa organización social, de la dependencia deí hom bre respecto a las fuerzas elementales de la natu­raleza y de la sociedad. H a calificado a la religión de opio del pueblo, porque la consideró corno uno de los principales obstáculos para la lucha por U n orden so­cial m ejor. La fa lta está en las falsas representaciones de Dios que rebajan al hom bre.

Lá destrucción de las ilusiones de la conciencia a que aspira el marxismo tiene que llevar, no solo a un descenso de la cultura espiritual, sino al últim o lím i­te, a la desaparición completa de esta cultura, que se haría inútil. La gran cultura espiritual del pasado, los grandes esfuerzos creadores, los grandes genios creadores, todo sería reconocido como el producto de úna explotación en provecho de una capa cultivada de privilegiados, cuya existencia está fundada en la injusticia» Lo mismo que el héroe dé Dostoyevsky, se dirá, se dice ya: “Ahogaremos el genio en su prim e­ra infancia.” Los mayores vuelos de creación espiri­tua l han estado vinculados al reconocimiento de la existencia de otro mundo, independientem ente de la form a de esté reconocimiento. E l apego excesivo a esté m undo de aquí abajo hace obtusa la vida. Ence­rrándose en el círculo inm anente de este mundo; sé consolida lo finito, se cierra toda salida hacia é l in­finito. Ahora bien: el acto creador del espíritu hu ­m ano representa una aspiración hacia el infinito, ha­cia lo trascendente, que, paradójicam ente, debe ser reconocido como lo inm anente. Lo trascendente y la trascendencia m e son inm anentes. E n m i conciencia fin ita y lim itada existe una aspiración hacia el infini­to y a lo lim itado. Reconociendo exclusivamente é l reino del César se encierra uno en lo finito. En su lí-

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niite extremo, esta actitud conduce a la negación de la actividad creadora del hom bre. En el marxismo hay el peligro de la exaltación única de la creación económica y técnica, todo al servicio de la edificación social.

E l marxismo tiene razón cuando afirm a que el hom ­bre puede transform ar al m undo y someterle. Pero, por otro lado, el marxismo propone el sometimiento a la necesidad histórica e incluso el divinizarla. Este ilim itado optimismo respecto a la necesidad histórica, esta ilim itada fe en el bienhechor proceso histórico y en su sentido inherente es lo mas incom prensible en el marxismo. Es comprensible en Hegel, en quien obra la razón universal o el espíritu universal como determ inante del sentido del porvenir. Pero, ¿cómo sem ejante m ilagro podría ser realizado por la m ate­ria y por el proceso m aterial? H asta el optimismo his­tórico de Hegel es inaceptable e injustificable, en tan ­to que form a extrem a del determinismo universal, ne­gando en la historia la acción de la libertad h u ­mana.

Y todavía es menos aceptable en el marxismo, en que esta concepción contradice, de otra paite , la fe m arxista en la posibilidad para el hom bre de transfor­m ar el mundo. E l optimismo histórico m arxista es una form a secularizada de la fe mesiánica. Esto es siem­pre la fe en el progreso necesario. La verdad está por encima del optimismo o del pesimismo. E l proceso histórico es más trágico; está compuesto de la acción de diversos principios. La fe optim ista m arxista en lo bienhechor del proceso histórico es una form a se­cularizada de la fe en la Providencia. Pero la antigua fe en la Providencia tiene tam bién que ser revisada; esta fe estaba vinculada al optimismo y a una concep­ción ausente de todo elemento trágico de este mundo

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de los fenómenos, sometida a unas relaciones nece­sarias de causalidad.

E n el marxismo hay una parte de verdad, sobre todo de verdad de crítica, es preciso reconocerlo. Hay que reconocer la necesidad de una revolución social en el mundo. Solamente puede desearse que esta re ­volución sea menos violenta y menos cruel. Pero el marxismo pone en peligro el reino del E spíritu , bien que en el curso de la historia este ha conocido el pe* ligro bajo diversas formas. Intelectualm ente, el m ar­xismo no tiene ningún carácter creador. E l pensa­m iento m arxista es bien pobre. E l marxismo-comu­nismo niega la pluralidad de las formas y crea una molesta confusión. E l pensamiento m arxista está lejos de poder m antenerse al nivel del mismo Marx. Pero ello no le im pide jugar un papel extrem adam ente ac­tivo; incluso esto le ayuda, más bien. Esta pu jan­za del marxismo es debida, en parte, a la debili­dad de los cristianos, a la ausencia de una expresión del reino del Espíritu, el cual cede en todo el paso al reino del César.

REINO DEL ESPIRITU ,— 11

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LA UNIDAD DEL GENERO HUMANOY EL NACIONALISMO

n a s t a qué punto existe u n a unidad del género hum ano? Esta unidad está me­

nos presente a la vista que la unidad nacional. La uni­dad nacional se afirma muy particularm ente durante las guerras. Filosóficamente, se tra ta del problem a complejo de las realidades, que no pueden ser reco­nocidas como personas. La hum anidad unida no es una entidad, una persona de grado jerárquico supe­rio r; no posee centro existencial, es incapaz, en su realidad supra personal, de sufrim iento o de alegría. Sin embargo, la hum anidad unida no es simplemente una abstracción del pensam iento; posee un cierto grado de realidad en la vida hum ana: representa

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una cualidad superior del hom bre, lo hum ano abar­cando lo universal. La cualidad de nacionalidad de­pende de la hum anidad que en ella se revela. E n la h istoria de la vida hum ana existen dos tendencias: la tendencia al universalismo y la tendencia a la in ­dividualización. La nacionalización representa un grado de individualización en la vida de la sociedad; la nacionalidad es una forma histórica compleja. Está determ inada, no solo por la sangre—la raza es de in ­cumbencia de la zoología; es una m ateria prehistó­rica—, sino tam bién por la lengua; no solo por la tierra , sino tam bién por un destino histórico común. La nacionalidad es una cualidad individual del hom ­bre, individual por relación a la hum anidad, lo mis­mo que por la relación al hom bre. La afirmación de la nacionalidad puede tom ar la form a de nacionalismo, es decir, de concentración sobre sí mismo, de exclu­sividad, de hostilidad ante las demás nacionalidades. Ese es un m al de la nacionalidad, que se m anifiesta en nuestra época, sobre todo. Al nacionalismo se ha querido oponer el internacionalismo. Pero este es otro mal. Representa la pobreza de la abstración. No es la unidad concreta de la hum anidad, abarcando a todos los grados de las individualidades nacionales, sino una unidad abstracta que niega las individuali­dades nacionales.

E l internacionalism o era un evidente error del m ar­xismo que gravita en el seno de las atracciones, y como ta l h a sido rechazado por la misma vida. Al nacionalismo es preciso oponer el universalismo, que de ninguna m anera niega las individualizaciones na­cionales, sino que las integra en una unidad concreta. E l universalismo es la afirmación de la riqueza exis­ten te en la vida nacional. Todos los grandes pueblos, que tenían su idea propia y su vocación en el mundo,

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h an adquirido, a través de las realizaciones más ele­vadas de sus culturas, una Smpiortancia universal. Dante, L. Tolstoi, Shakespeare o Goethe son nacio­nales y universales al mismo tiempo.

Las tentaciones, las caídas y las deformaciones son, en gran medida, inherentes a la vida de las naciones, como a la vida individual de los hombres. Una de esas tentaciones y de esas caídas es el imperialismo. Grandes naciones unidas en el seno de grandes Esta­dos se encuentran dañadas por el m al de la voluntad de poder. E n la formación de los grandes Estados na­cionales se halla im plícita una voluntad im perialista. Esta voluntad de poder, esta voluntad imperialista, tiende en últim o análisis a la formación de imperios mundiales. Tales fueron los imperios del Oriente an­tiguo, el Im perio romano, el Im perio de Carlómagno, el Im perio bizantino, hasta, en sus pretensiones^ él Im perio ruso; así fue, del mismo modo, el propósito de Napoleón. E l em perador se distingue de los zares y de los reyes en que es un em perador universal; y él im perio se concibe como Un im perio universal. Esta fue la pretensión inconsistente y absurda del panger* manismo. Pero el imperialismo es la expresión defor­m ada de la aspiración a la unificación del m undo, a la afirmación de la unidad del género hum ano. Dos- toyevski sentía intensam ente esta aspiración a la unión universal y veía las tentaciones que a ella se dirigen. E l nacionalismo de los pueblos pequeños es una m a­nifestación d e l espíritu dé aislamiento y de suficien­cia. E l nacionalismo de los grandes pueblos es la ex­p an sió n . im perialista.

Existe en el nacionalismo de los grandes pueblos una dialéctica fatal. E l valor propio de una nación se expresa ante todo en su cultura y 110 en el Estado. E l Estado, ál que se relaciona el nacionalismo, es el ele*

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mentó menos original y menos individual. Todos los Estados se asemejan mucho en lo que concierne a la organización del ejército, de la policía, de las finan­zas, de la política exterior. E l nacionalismo estatal aparece casi siempre como no-nacional. Se h a visto con el fascismo. Ahora bien, el nacionalismo está in­disolublemente ligado al Estado y concede m ayor-im ­portancia a este últim o, privado a m enudo dé cual­quier propiedad nacional individual^ que a la cultura auténticam ente nacional. La lite ra tu ra y la música de un pueblo están bastante más individualizadas y son más originales que los ejércitos y la policía, quienes se construyen con la técnica internacional. Es preciso resum ir que la nacionalidad es un valor positivo que enriquece la vida de la hum anidad, la cual, ausente de este valor, representaría una abstración. E l na­cionalismo, por el contrario, es un deseo de imposi­ción, egoísta, acompañado de desprecio y hasta de odio ante los demás pueblos. E l nacionalism o engen­dra el chauvinismo y la xenofobia y es necesario dis­tinguirlo bien claram ente del patriotism o. Lo más te ­rrib le es que el nacionalismo es una de las causas de la guerra.

* # *

La vida emotiva vinculada al nacionalismo es muy com pleja y confusa. Vemos cómo se opera una obje­tivación de las émdciones y de las pasiones humanas. La aparición de lo que se llam an realidades colecti­vas, supra-personales, se explica en gran p arte por esta objetivación, la proyección hacia fuera de pode­rosas emociones, su exteriorización. Así es como na­cen tan to el - nacionalismo como el patriotismo, los cuales juegan, contrariam ente a la convicción de Marx, un papel inmenso en la historia. E n el patrio­

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tismo, la vida emocional és más espontánea, más na* tU ral; representa, ante todo, una expresión del amor de los hom bres por su patria, su tierra , su pueblo. Incontestablem ente, el patriotism o es u n valor emo­cional que no exige racionalización. La ausencia to­ta l de patriotism o és un fenómeno anormal, un de­fecto. E l nacionalismo es menos na tu ra l; im plica fk una cierta racionalización de lá vida emocional. E l nacionálism ó se liga indisolublem ente ál Estado, y por éste hecho ya es c'áusa de guerrás. Está más li1 gado al odio de lo extranjero que al ám or de ló qúé pertenece en propiedad a la nacionalidad. Las pasio­nes nacionalistas que desgarran el m undo no son pa­siones espontáneas, p rim arias; : se fundan én los inte­reses del Estado y m uy frecuentem ente son el resul­tado de una propaganda. Lo que llamamos intereses nacionales no representan unos intereses directam en­te egoístas: se tra ta ya del producto de una exterio­rización y objetivación de intereses y de pasiones egoístas llevadas a las realidades colectivas. Lo mis­mo ocurre con los intereses de clase, que pUeden in ­cluso encontrarse en oposición con los intereses per­sonales, egoístas. E l hom bre cae fácilm ente en el es­clavo y es víctima de esas realidades colectivas que representan el producto de sus estados emocionales, qüe muchas veces son egoístas en extremo. Frecuen­tem ente, el hom bre defiende los intereses en litigio, no egoísticamente sino de üna m anera desinteresada*Y én su acción desinteresada puéde incluso m ostrar­se peor que en la acción egoísta, Se Comprueba par­ticularm ente cuando se desencadenan las guerras. E l nacionalismo juega u n gran papel en el desencadena­m iento de las guerras; crea una atm ósfera dé guerra’. Pero en el curso de las guerras provocadas por las pasiones y los intereses nacionales, tan to si están úni-

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dos a la consecución de un provecho, como si no lo están, el nacionalismo puede ser hum illado y des­truido.

E l desencadenamiento de las guerras, que presu­pone siem pre una atmósfera de locura, es Tin fenó­meno particularm ente interesante. E l régimen capi­talista tiene la propiedad de provocar las guerras. Un puñado de capitalistas puede desear la guerra para obtener mercados, petróleo, etc. Pero este puñado de capitalistas arriesga no solamente el ser económica­m ente aplastados, sino, incluso, aniquilados física­mente, tan to por la guerra misma como por la revo­lución que fácilm ente puede ser provocada después de la guerra. No es, de ninguna m anera, el valor per­sonal lo que inspira las guerras em prendidas por in ­tereses egoístas. Y, sin embargo, la locura de las pa­siones, la locura de los intereses mismos pueden lle­var a la guerra. La guerra es siempre producto del faturn y no de la libertad.

E n el pasado, la guerra podía no ser más que un m al relativo y, si la guerra de agresión no pudo nun­ca ser adm itida, la guerra de defensa o de liberación estaba justificada. Pero puede llegar un tiem po en que la guerra sea un m al absoluto, úna perversa lo­cura. Esta es nuestra épopa, que está determ inada, en todos los campos, por dos guerras m undiales y el te­m or de. una tercera. P o r esto hay que lu c h a r ; contra el nacionalismo y el capitalismo decadente. H ay que afirm ar, por todos los m e d i o s posibles, e l federalismo, u n ir la hum anidad por encima de las fronteras de los Estados, tan fuertes en sí, que succionan la sangre de los pueblos. Las guerras han traído u n acrecentamien­to inaudito del poder y del papel del Estado. E l so­cialismo h a llegado a ser m onstruosam ente estatal. Este es el m al de la época. La esfera del Estado, la

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esfera de la guerra, llegan a ser enteram ente autóno­mas, rehusando Someterse a principios morales y es­p irituales cualesquiera. E l Estado nacional y la gue­rra operan autom áticam ente desde ahora: las gue­rras son declaradas, no por los hom bres, por los pue­blos, sino por la fuerza de guerra, que obra de una m anera autónoma. Y puede uno asombrarse de que los inconmensurables sufrim ientos de los pueblos aplastados no provoquen un levantam iento general contra la guerra. Pero esto no hace más que demos­tra r hasta qué punto la suerte de los pueblos está de­term inada en algunos momentos por la locura y el fanatismo. De medio y de función que es, el Estado se transform a en fin y en realidad im aginaria. No hay nada más maléfico que la idea de soberanía de los Estados nacionales, a la que los pueblos son encade­nados a despecho del riesgo de aniquilam iento que im plica para ellos. La federación de los pueblos pre­supone la negación de la idea de soberanía de los Es­tados nacionales. Debe proponerse el reem plazar la palabra nación por la palabra pueblo. Hay que aña­d ir que si el nacionalismo es u n fenómeno negativo, el racismo es una m entira absoluta. Solo ten ía un sen­tido, un fundam ento religioso, el racismo del pueblo hebreo; pero este racismo tam bién puede tom ar for­mas negativas. En cuanto al m ito racista, ta l y como fue elaborado por la ideología alemana, no es más que el producto de una perversa voluntad de poder y de hegemonía. Es cien veces peor que el nacio­nalismo.

Asómbrase uno de que tan grandes desgracias para los hom bres y para los pueblos puedan ser provoca* das pór una falsa objetivación, por la enajenación de la naturaleza hum ana, de pseudo-realidadés colecti­vas exteriores. Es que el hom bre vive una conciencia

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colectiva, unos mitos creados por él y hechos realida­des tan pujantes que gobiernan su vida. Lá psicopa­tía social es bastante más poderosa que la psicología social.

La formación de realidades ficticias desempeña Un inmenso papel en la vida histórica. La abstracción dé un mal pensamiento da nacimiento a un m ito, y este llega a ser una realidad que invierte el curso de la his- toria. P o r esto la cuestión de las fuerzas reales que obran en la historia es tan compleja. E l realism o mar- xista ha form ado igualm enté pensamientos abstractos que se hán transform ado en mitos.

* * *

E lm u n d o , no solamente se divide en nacionalida­des, sino en formaciones más vastas; el m undo la ti­nó, el m undo anglo-sajón, germánico, eslavo. Estas expresiones se emplean constantemente, aunque su sentido ño sea muy claro. E n todo caso, no puedé hablarse de razas en el sentido científico de este tér­mino.

Se tra ta de la historia del mundo. Es científica la división más im portante: la división en Oriente y la división en Occidente. Se habla incluso de un frente oriental y dé un frente occidental. La cultura hum a­nista de Occidente, plena de suficiencia, es dada a considerar sú tipo de cultura como universal y única valedera; no reconoce la existencia de tipos de cul­tu ra diferentes y no busca una aportación suplémen- tária en los demás mundos. La misma suficiencia y el mismo repliegue sobre sí mismos pueden ser compro­bados en lo que concierne, tan to al conjunto de E u­ropa occidental como a la más pequeñas náciona- lidades. . :

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La división del mundo en O riente y Occidente tie­ne un alcance histórico universal. A esta división, so­bre todo, es a la que está unido el problem a de la rea­lización de la unidad del género hum ano total. En la consecuencia C r is t ia n a medieval y a existía la idea de la unidad universal; pero el propósito de la Edad Media no llegaba hasta la reunión de Occidente ton Oriente. E l O riente (en él no comprendo al Oriente ruso) se encuentra excluido, desde hace mucho tiem ­po, del dinamismo de la historia. Solo era dinámica la historia de los pueblos guiados por él cristianismo. Pero dos guerras mundiales h an m odificado el cürsó de la historia. Asistimos a la introducción activa del O riente en la h istoria universal. E l -Occidente eu­ropeo pierde el monopolio de la cultura. E l mundo hum ano s e disgrega y , al mismo tiem po, estamos en­trando en una época de Universalismo. E l Oriente y

el Occidente deben, más pronto o más tade, encon­trarse reunidos. Pero esto sé hace a través de discor­dias, de divisiones, que parecen más profundas aún que las del pasado. É l nacionalismo no contiene nin­guna idea universal. Pero el universalismo contiene siem pre un elemento mesiánico. E l mesianismo dél pueblo hebreo fue el prototipo del mesianismo Con significación universal. E l universalismo es tam bién inherente al mesianismo ruso, que se distingue pro­fundam ente del nacionalismo. Pero todos los princi­pios superiores sufren én la h istoria una alteración y

una deformación. Este es el caso del mesianismo ruso, qué degeneró en imperialismo e incluso en naciona­lismo.

La idea mesiánica de Moscú, tercera Roma, ha servido de fundam ento ideológico a un enorme y po­deroso Éstado, La voluntad de poder ha deformado la idea mesiánica. Ni la Rusia moscovita, n i la Rusia

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im perial, fueron la realización de la tercera Roma. E n el punto de partida de la Rusia soviética, existía tam bién una idea mesiánica; pero tam bién h a sido deform ada por la voluntad de poder. E l reino del Cé­sar sustituye siempre al reino del espíritu. E l me- sianismo se encuentra, de hecho, conferido al reino del César cuando debiera ser dirigido hacia el reino del espíritu, hacia el Reino de Dios.

Se p lantea un problem a: ¿en qué sentido y en qué m edida puede existir un mesianismo cristiano des­pués de la venida de Cristo-Mésías? Y los cristianos conservadores, vueltos exclusivamente hacia el pasa­do, rehúsan adm itir la posibilidad de un mesianismo cristiano, lo mismo que rechazan, por otra parte, todo el lado profético del cristianismo. A hora b ien : hay en el cristianismo una esperanza m esiánica de la segunda venida de Cristo al poder y la gloria; existe una búsqueda mesiánica del Reino de Dios, así en la tierra como en el cielo, existe la posibilidad de espe­ra de una nueva época: la del E spíritu Santo. La manifestación y la encarnación de la Iglesia universal son una esperanza mesiánica. En esto reside el sen­tido del movimiento ecuménico para el acercamiento entre las Iglesias y entre las confesiones. La Iglesia universal, que no conoce la división en Oriente y Oc­cidente, representa el fundam ento universal de la un i­dad del género hum ano. Y, al mismo tiempo, la hu ­m anidad se disgrega cada vez más, los espíritus del mal, los demonios, han sido liberados, él caos se abre an te nosotros, caos que conduce, 110 a la libertad , sino a la tiranía.

Una de las grandes tareas que se im ponen consiste en vencer las tendencias nacionalistas; el sendero que a ello lleva pasa por la federación de los pueblos, pol­la negación dé la soberanía de los Estados naciona-

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les. Pero esto presupone una transform ación espiri­tua l y social de las sociedades hum anas. Las solucio­nes políticas y sociales solas son impotentes. Le re­volución espiritual, que debe cum plirse y se cumple ya en el m undo, va más lejos y más profundam ente que las revoluciones sociales.

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DEL HOMBRE ETERNO Y D E L H O M B R E N U E V O

J ’ L problem a más im portante para nos­otros es el del hom bre. Todo parte del

hom bre y todo vuelve al hom bre. Hoy día se habla de la aparición de un hom bre nuevo. Se busca un hom bre nuevo. P ero esto no es enteram ente una. no­vedad: se ha hecho lo mismo otras veces. Sin duda ninguna, el hom bre está unido a u n procesó de evo­lución o de regresión; no es inm utable. Puede ha­blarse de un nuevo hom bre técnico, de un hom bre fascista, de un hom bre soviético o comunista. Exac­tam ente igual se hablaba antes dé un hom bre católico o protestante, de un hom bre del Renacimiento o de un hom bre romántico. Pueden darse bastantes deno-

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minaciones al tipo hum ano; sin embargo, el hom bre cambia menos de lo que hace creer su apariencia y sus gestos. H a cambiado muchas veces de vestidos, poniéndose en el curso de un período de la vida el tra je revolucionario y, en el curso de otro período, el de reaccionario. Puede ser un clásico, o, al con­trario , un rom ántico, sin ser, en el fondo de sí mismo, ni lo uno n i lo otro.

La idea del hom bre nuevo, del nuevo Adán, del nue­vo nacim iento, era una idea cristiana; era extraña al mundo antiguo. E l mundo precristiano no la co­nocía más que bajo la forma de una proyección al exterior, a la superficie. Fue en un tiem po en qué la aparición de la posibilidad de conciencia del peca­do y del arrepentim iento significaban realm ente la aparición de un hom bre nuevo. Hoy en día, la capaci­dad de arrepentim iento se ha perdido. La m odifica­ción de la situación social—el rico llegando a pobre o el pobre llegando a rico—no hace por sí sola in te­riorm ente diferente al hom bre. E l hom bre puede m ejorar o em peorar en los límites de su tip o ; pero esto no es la creación de un hom bre nuevo. Hay que decir que las revoluciones políticas, incluso las más radicales, transform an relativam ente poco a los hom ­bres.

Suele establecerse una gran diferencia entre el hom bre burgués y el hom bre comunista. Pero el co­munista triunfante, que se apodera del poder, puede ser interiorm ente, espiritualm ente, burgués hasta la m edula de los huesos. E l burguesismo espiritual es tan propio de los socialistas como de los comunistas. Es propio de todos los que quieren instalarse demasiado cómodamente en la tierra , para los que el infinito está cerrado y que se establecen sólidamente en lo finito. Solo un nuevo nacimiento, el nacim iento de un

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hom bre espiritual que dorm itaba antes o se asfixia­ba, es realm ente la aparición de un hom bre nuevo. La transform ación, el desarrollo, la aparición de un hom bre nuevo, son posibles como una victoria sobre el hom bre antiguo.

Pero el misterio de la existencia hum ana reside en el hecho de que el desarrollo presupone el sujeto del desarrollo. No existe desarrollo sin algo o alguno que se desarrolle. E l erro r de la teoría evolucionista del siglo XIX consistía en deducir el sujeto de la evolución de la evolución misma. P or esto la teoría en cuestión permanecía en la superficie: se hablaba de la m anera en que la revolución se cumplía. Exis­te un lazo entre las diferentes fases de desarrollo. El hom bre puede desarrollarse considerablem ente; pero es él mismo, siempre él mismo, el que tiene que des­arrollarse. Si en el curso del desarrollo aparece un sujeto enteram ente nuevo, una persona enteram en­te nueva, no habría sido desarrollo. La persona presu­pone la síntesis del cambio y de la inm utabilidad. Cuando en una persona aparece, no solo un cambio, sino una traición hacia ella misma, esa persona se des­integra y, finalm ente, no existe cambio alguno. El hom bre nuevo, lo nuevo en el hom bre, im plican la continuación de la existencia del hom bre con su cua­lidad de hom bre. Ninguna transform ación, ningún perfeccionam iento del signo pueden hacer de él un hom bre. La idea nietzscheana del super-hom bre es una aspiración a la altura, una traición hacia el hom­bre en su hum anidad. Se tra ta entonces de la apari­ción de una nueva raza, de una nueva especie—divi­na, demoníaca o bestial—, pero no de un hom bre nuevo. E l hom bre nuevo está ligado al hom bre eter­no, a lo eterno en el hom bre.

Tras el hom bre nuevo, se encuentra oculto, no solo

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el hom bre eterno, Adán Kadmon (1), sino tam bién el hom bre antiguo, el viejo A dán. E n la capa del sub­consciente, en el fondo del hom bre, hay de todo: hay el hom bre prim itivo, no dominado enteram ente, que contiene en sí el mundo anim al, como contiene la historia toda. La consciencia juega un doble pa­pel: se alarga o se reduce, lim ita. E l poder del pa­sado en el hom bre subsiste en las más radicales revo­luciones. E n las revoluciones, en efecto, obran los an­tiguos instintos de la violencia, de crueldad, de am­bición. Estos instintos se manifiestan del mismo modo en las frenéticas reacciones contra el pasado. Los hom bres de la Revolución francesa eran hom bres del antiguo régimen. Y hay que decir lo mismo de los hom bres de la Revolución rusa. En la sangre de los hom bres que hicieron esta revolución había esclavi­tud. E l te rro r representa en las revoluciones lo viejo y lo nuevo. N inguna revolución puede, en u n corto lapso de tiem po, edificar un hom bre enteram ente nuevo, aunque ella aporte alguna cosa nueva. La re­volución es un fenómeno que pertenece al antiguo régim en; en sí no representa al m undo nuevo. E l elemento más poderoso en las revoluciones es la reac­ción negativa contra los regímenes que las h an pre­cedido; el odio es en ellas siempre más fuerte que el amor. La economía tampoco es capaz de crear un hom bre nuevo. La economía form a parte de los m e­dios y no de los fines de la vida. Cuando de -ellas se hace un fin , resulta una degradación del hom bre.

Es absolutam ente falso él decir que el hom bre nue­vo soviético es u n hom bre colectivista y vive en el seno de la colectividad, m ientras que el intelectual de antes era un individualista. La lucha del colecti-

(1) Kadmon. Emanación primitiva que, según la antigua Cabala, es la imagen de Dios y el tipo del hombre.

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vismo contra el individualismo es una verdadera adul­teración. La masa de los intelectuales de antes vivía igualm ente en el seno de lá colectividad y sus juicios eran juicios colectivistas. E l hom bre del pasado era incluso más colectivista que individualista. Los hom ­bres de pensamiento individual y dé juicio indivi­dual fuéron siempre escasos. Lo que Heidegger llam a dasM an h a prevalecido siempre. Esto es precisamen­te el colectivismo, que no representa una realidad p ri­mera, sino una creación ficticia, ilusoria, de la con­ciencia. Sin embargo, el hom bre soviético del perío­do llam ado de edificación acusa realm ente los rasgos nuevos que le distinguen sensiblemente de la intelli­gentzia de antes. La vieja intelligentzia era, en su tipo, revolucionaria; vivía en disidencia con. el m un­do circundante. La nueva intelligentzia soviética no es enteram ente revolucionaria; es sumisa y obedien­te. Se exige de ella la v irtud de la edificación, ante todo de la edificación económica. La antigua intelli­gentzia vivía exclusivamente del porvenir, respecto a l cual su actitud tom aba muchas veces la forma de en­sueños. La nueva intelligentzia soviética vive del pre­sente. E n el nuevo hom bre soviético, no solamente vemos una terrib le disminución de la libertad , sino la desaparición misma dél am or a la libertad , de la facultad de com prender lo que es la libertad. En cuanto a los viejos revolucionarios, desde que son los vencedores y los amos, se han transform ado hasta lle­gar a ser desconocidos. Pero ésto no significa, de nin­guna form á, la aparición de un hom bre nuevo; se tra ta , por el contrario, de un retorno a l hom bre an­tiguo. Es completamente falso decir que lá vieja in­telligentzia de izquierda era inactiva, muelle, inte­riorm ente hundida. Toda la historia del movimiento revolucionario prueba lo contrario. E l heroísmo de

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la vieja, intelligentzia revolucionaria, los sacrificios ex­perim entados por ella, constituyen el capital de san­gre del que viven los bolcheviques.

Sin embargo, aparecen nuevos rasgos, nuevos ca­racteres, en los que no hay que ver el producto dé la revolución misma, sino de la guerra. Hemos visto crearse un tipo m ilitarista que no existía antes, pero que no es en absoluto un hom bre nuevo. Los tipos humanos han variado m ucho en el curso de la histo­ria. En Rusia, durante los siglos xix y xx se h a pre­tendido más de una vez ver aparecer un hom bre nue­vo. Esto ocurría casi cada diez años. Y ordinariam en­te un tipo de hom bre más duro venía a reem plazar a un hom bre más blando: al idealista de los años 18.40 sucedía el realista pensador de los años 1860; el na- rodnik fue relevado por el marxista, el m enchevique por el bolchevique; en fin, el bolchevique revolucio- nario está substituido por el bolchevique constructor. En general, esta era la consecuencia de una reacción psicológica. Pero, en el fondo, no se ve de ninguna m anera que el hom bre nuevo aparezca. Lo que re ­presenta m ayor novedad es la aparición en el mundo de un hom bre técnico. Se tra ta aquí del fenómeno más inquietante. Y este fenómeno es el que abre las posibilidades de nacim iento de un hom bre nuevo.

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Las revoluciones son parte profundam ente inheren­te del destino histórico de los pueblos. Es asombroso que haya hom bres que idealicen aún las revoluciones y estén dispuestos a ver en las futuras revoluciones el triunfo de lo elevado y bello. Las revoluciones, todas las revoluciones, revelan la extrem a bajeza de la na­turaleza hum ana, del gran núm ero, al lado del heroís-

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rao de una minoría. La revolución es producida por el fatum, no por la libertad. Y para com prender la revolución hay que com prender lo que hay de fatal en ella. E n gran parte, la revolución es la penitencia de los pecados del pasado; es el signo de la ausencia de fuerzas creadoras espirituales capaces de reform ar la sociedad. P or esto es por lo que no puede esperar­se de las revoluciones la aparición de un hom bre nue­vo. E l vengador suscitado por el m al del pasado tto es un hom bre nuevo; es aún el hom bre antiguo.

La palabra revolución es u n térm ino equívoco y se abusa enormem ente de él dándole diferentes sentidos. Si por revolución se entiende las violencias, las m uer­tes cometidas en cierto día histórico, la sangre verti­da, la supresión de todas las libertades, los campos de concentración, etc., entonces no puede desearse la re­volución y esperarse de ella la aparición de un hom ­bre nuevo. Solamente se puede, en ciertas condicio­nes, ver en ella una necesidad fa ta l y desear restarle violencia. Pero si por revolución quiere entenderse la transform ación radical de los fundam entos de lá so­ciedad hum ana y de las relaciones entre los hombres, entonces hay que desear la revolución y hay que pre­pararla. No obstante, la idolatría de la revolución es un embuste, lo mismo que cualquier o tra idolatría. En todo caso, las transformaciones y las m ejoras radica­les y profundas no dependen de la am plitud de las sangrientas violencias cometidas. Ghandi era más re­volucionario que Lenin y Stalin, si por revolución se entiende la aparición de un hom bre nuevo. La apa­rición de un hom bre verdaderam ente nuevo, que no fuera un simple cambio de tra je , presupone un mo­vim iento espiritual y una transform ación espiritual. En ausencia de un núcleo espiritual interno y de los procesos creadores que de él se desarrollen, ningún

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orden social nuevo puede concluir en la aparición de un hom bre nuevo, E l m aterialismo no reconoce más que lo exterior y niega lo interior. Los m aterialistas incluso no com prenden de qué se tra ta cuando se ha­bla de vida in terior, de vida espiritual. Se encuen­tran en la m isma situación que el c iego. ante los co­lores. La corrección introducida en el materialism o mecanicista—el de Demócrito, que1 concibe los movi­mientos de los átomos como provocados por un cho­que externo—-no es ningún auxilio. E l hom bre sigue siendo un ser enteram ente dominado por la naturale­za y por el medio social.

Existe tam bién en la revolución otro elemento vinculado al tiempo. La revolución canta: “E l pasado hay que hacerlo añicos.” La destrucción radical del pasado se considera como el signo del espíritu revo­lucionario. Pero esta es una ilusión de la revolución. La furiosa destrucción del pasado es exactam ente el pasado y no el porvenir. No puede destruirse más que el pasado pernicioso, podrido, que llega a ser engaño­so de arriba abajo. No puede destruirse lo que en el pasado hay de auténtico, lo que posee un valor eter­no. Pero la idealización del pasado es tan engañosa como la idealización del porvenir. E l verdadero valor no depende del tiem po; pertenece a la eternidad. El hom bre nuevo se expone a ser proyectado hacia lo externo, a ser enajenado con relación a sí mismo, vuelto exclusivamente hacia el aspecto m aterial de la vida, hacia la civilización técnica. Es asombroso po­der com probar que el hom bre nuevo de la Rusia so­viética puede parecerse al hom bre nuevo del m undo que le es más hostil, al hom bre de América. U n hom ­bre de este tipo , hom bre de la producción, de la téc­nica, puede igualm ente aparecer en terreno comunis­ta que en terreno capitalista. Los rasgos más positivos

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del hom bre ruso que se han revelado en la revolución y en la guerra: una extraordinaria abnegación, la re­sistencia a las mayores pruebas, el espíritu de comu­nidad, son rasgos cristianos, rasgos que representan en el pueblo ruso la im pronta del cristianismo, es de­cir, del pasado.

Las características comunistas del hom bre nuevo, engendradas no tanto por la libertad como por el fa- tum , inspiran más b ien un juicio negativo. E l hom bre nuevo adora el ideal o el ídolo de lá productividad, que transform a al hom bre en función de la produc­ción; adora la fuerza y el éxito; no tiene piedad de los débiles; está im pelido por el espíritu dé compe­tición en la lucha y—lo que es más grave—acusa un debilitam iento y casi una desaparición de la espiritua­lidad. E l hom bre nuevo quiere obturar en sí mismo el infinito y refugiarse en lo finito. P iensa llegar así al máximo de actividad. E l hom bre nuevo está atado a esta vida de aquí abajo ; niega lá existencia de un más allá. Está excesivamente orgulloso de ser absolutamen­te libre de toda transcendencia. Esto significa que el hom bre nuevo pretende establecerse definitivam ente en el reino del César y rechazar definitivam ente tam ­bién el reino del Espíritu. Esto es un monismo, y en esto es en lo que consiste su engaño fundam ental. No es completamente un hom bre nuevo. No es más que una de las transformaciones del antiguo Adán, de quien conserva todos los instintos.

E l m undo entero debe pasar por un período de reor­ganización social, de intensa edificación m aterial. Este proceso lleva aparejada la inm ersión en la parte m a­teria l de la vida hum ana, que exige una m ejor orga­nización. Pero está lejos de im plicar necesariamente la aparición de un hom bre nuevo. E l proceso en Cues­tión puede desarrollarse bajo el signo del antiguo

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Adán. Este antiguó A dán será más social, tenderá a socializarse. B ajó diferentes formas, este proceso lia podido ya observarse en la historia de las sociedades humanas. E l burgués, el ciudadano del reino del Cé­sar, no desaparecerá por ello. R esultará sim plem ente una repartición más justa y más equitativa dél bu r­guesismo. La justicia que im plica este estado de co­sas debe ser aceptada y experim entada. Pero no será la ú ltim a palabra. E l hom bre ha estado propenso siempre a tom ar los medios de la vida por los objeti­vos de la vida. E l llam ado hom bre nuevo del día de m añana será llevado a tom ar definitivam ente los me­dios de vida para los fines dé la vida. Los fines de la vida se hallarán velados para él. P or ello sé conside­rará como un hom bre colectivo y en ello verá una novedad.

Sin embargo, tras el proceso necesario de socializa­ción comenzará el proceso dé individualización. Si este proceso no comienza, el hom bre desaparece en tanto que persona. Pero la espiritualidad in terior del hom bre no puede ser ahogada, cualquiera que sea la presión de lá cruel necesidad. La sed espiritual se des­pertará en él. E n el capítulo siguiente veremos la im ­portancia que tiene el problem a de la m uerte que sé presenta al hom bre. E l hom bre eterno, el hom bre vuelto hacia la eternidad y el infinito, es él mismo un objetivo eterno e infin ito ; pero, al mismo tiem po, es un hom bre eternam ente nuevo. E l hom bre eterno no es algo dado de una vez para siém pre; no puede ser concebido estáticamente. E l hom bre nuevo, verdade­ram ente nuevo, eS la realización del hom bre eterno, que lleva en sí la imagen y la semejanza de Dios. Existe en el hom bre un fundamento, un Grund—co­mo muy bien decía Tauler—divino. P o r esto el hecho de éstar proyectado hacia el porvenir implica u n nexo

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con lo que tenía ya de eterno en el pasado. La digni­dad del hom bre exige que no sea esclavo del paso ve­loz del tiempo. E l hom bre nuevo no puede ser más que un hom bre creador y por ello dirigido hacia el porvenir, hacia lo que todavía no h a sido. Esta será una respuesta a la llam ada de Dios. Pero la actividad creadora no puede ser identificada al trab a jo .'E l1 tía- bajo es la condición prim aria de la vida hum ana en este mundo. E l traba jo pertenece al reino de la nece­sidad (“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”) ; pertenece al reino del César. Hay que realzar la dig­nidad del trabajo . De aquí la im portancia que toman los trabajadores; de aquí la necesidad de vencer la explotación del trabajo , es decir, la verdad religiosa del socialismo. La actividad creadora form a p arte de los fines de la vida; pertenece al reino de la libertad, es decir, al reino del Espíritu. Los fines de la vida no pueden estar sometidos a los medios de la vida, la li­bertad no puede estar sometida a la necesidad, e l rei­no del E spíritu no puede estar sometido al reino del César. De ahí la verdad religiosa del personalismo.

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LO TRAGICO DE LA EXISTENCIA HUMANAY LA UTOPIA

LA ESFERA DE LA M ÍSTICA

L o s marxistas que tienen preocupa­ciones intelectuales declaran que

ellos superarán y suprim irán lo trágico de la exis­tencia hum ana y que lo harán sin auxilio de mito alguno, contrariam ente al cristianismo. Parece que sea esta la m ayor de las pretensiones marxistas. Es­tán en un error los m arxistas si creen que los mitos pueden ser superados: ellos mismos están nutridos de mitos, como ya hemos dicho. E l marxismo no es una utopía social, porque la experiencia de realiza­ción del marxismo en la vida social es posible. El marxismo es una utopía espiritual, la u top ía de una racionalización absoluta, de toda la vida hum ana. Y

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es una utopía espiritual, que pretende tener res­puesta para todas las necesidades del alma hum ana, precisamente porque cree que puede vencer lo trá ­gico de la vida hum ana. Solamente porque el hom ­bre está enajenado frente a sí mismo y proyectado hacia él exterior, puede aparecer la pretcnsión de vencer lo trágico de la existencia hum ana por la or­ganización social exterior. La pretensión más lasti­mosa y más h aja consiste en querer vencer lo trági­co de la m uerte, tragedia esencial de la existencia hum ana. A ello se llega por olvido de la m uerte, por la inm ersión difinitiva del hom bre en la vida de la colectividad, que lleva hasta el aniquilam ento de la conciencia personal.

En realidad, esto es lo contrario de lo que afirm an los marxistas y de lo que ellos consideran que es ver­dad. Un orden social más justo y más perfecto hará la vida hum ana más trágica, no externa, sino in ter­namente. E n el pasado existían trágicos conflictos que resultaban de la pobreza y de la inseguridad de la vida, de los prejuicios de casta o de clase, del or­den social injusto y hum illante, de la ausencia de li­bertad, Las trágicas contradicciones de este género son superables. E l trágico conflicto de Antígona y Creon está, desde luego, ligado al orden social y a los prejuicios sociales, lo mismo que la situación trá ­gica de Romeo y Ju lie ta o el dram a de T ristán e Isolda. Incluso puede decirse que la tragedia in te­rio r de la vida hum ana no se ha revelado todavía, dado que, en la tragedia del pasado, los conflictos engendrados por el orden social y los prejuicios vincu­lados a este orden social eran numerosísimos. Si el am ante no puede unirse a la am ada porque ambos pertenecen, ella y él, a castas diferentes, o bien, por­que su situación m aterial es muy diferente y sus fa-

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milias oponen obstáculos infranqueables, esto puede ser, en efecto, muy trágico. Pero esto no es una m a­nifestación de la tragedia interna, de la vida hum ana en estado puro. La tragedia in terio r pura aparece cuando se manifiesta la tragedia sin escape posible del am or mismo, arraigado en la naturaleza de este e independientem ente del m edio social en el que los hom bres están obligados a vivir. Las causas exterio­res de los conflictos trágicos podrán ser eliminadas por lá instauración de un orden social más justo que im plique una m ayor libertad y tam bién por la des­aparición de los prejuicios sociales del pasado. Pero entonces, precisam ente entonces, el hom bre verá re­velársele la tragedia pura de la vida. E n un régimen socialista, la tragedia de la vida se acrecentará con­siderablem ente. Lá lucha social, que im pide a l f o m ­b re reflexionar sobre su destino y sobre el sentido de su existencia, será apaciguada y el hom bre deberá hacer fren te a la tragedia de la m uerte, a la trage­dia de la fin itud de todas las cosas de este mundo. Todo lo trágico de la vida resulta del choque entre lo finito y el infinito, lo tem poral y lo eterno, de la divergencia que existe, entre el hom bre como ser es­p iritual y el hom bre como ser natural, que vive en el seno del m undo natural. N inguna m ejora del or­den social podrá trae r cambios im portantes. P o r el contrario, servirá para despejar el conflicto y la di­vergencia bajo un aspecto más puro. Y la tragedia mayor, la m ás extrema, es la existente en las re­laciones del hom bre con Dios. La teoría optimista del progreso, que excluye todo lo trágico, teoría que los marxistas han hecho suya, representa la tragedia del tiem po portador de la m uerte, tragedia que en su antinom ia extrem a es inexcusable y que trans­form a a los hom bres en m edio para el porvenir. Esta

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tragedia no puede encontrar su desenlace más que en la cristiana fe en la resurrección.

Las utopías juegan un enorme papel en la histo­ria. No hay que confundirlas con las novelas u tópi­cas. Las utopías pueden constituir una fuerza mo­triz y parecer como más reales que las tendencias más razonables y moderadas. Se consideraba al bol­chevismo como una utopía; pero h a probado ser algo más real que la democracia capitalista y liberal. O rdinariam ente, llamamos utopía a cualquier cosa irrealizable. E llo es un error, Las utopías pueden ser realizadas, e incluso én la m ayoría de los casos han sido realizadas. Se juzgaban las utopías después de las descripciones de un orden social perfecto que se deben a Thomas Moro, Campanella, Cabet y otros, o bien después de los ensueños de Fourier. Pero las utopías son profundam ente inherentes a la na tu ra­leza hum ana e incluso no pueden ser desecha­das.

Víctima del m al del mundo que le envuelve, el honi- bre : tiene necesidad de im aginar, de evocar la im a­gen de un orden perfecto, armónico, de vida social. Proudhon, de un lado, y Marx, del otro, deben ser reconocidos como unos utopistas en la misma m edi­da que Saint-Siinon y Fourier. J. J . Rousseau fue tam bién un utopista. Las utopías han sido siempre realizadas, aunque de forma alterada. Los bolchevi­ques son unos utópicos. Están poseídos por la idea de. .un orden armónico perfecto. Pero al mismo tiem ­po son unos realistas, y como tales realizan su uto­pía, alterándola. Las utopías son realizables, pero con la condición expresa de ser deformadas. No obstan­

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te, de la misma .utopía deform ada perm anece siem­pre algo positivo.

¿Qué es entonces lo que distingue esencialmente la utopía, qué es lo que le da un carácter contradic­torio y cuál es el elemento que en las utopías no sé tiene suficientemente en cuenta? Yo estimo que lo que caracteriza esencialmente a la utopía no es en­teram ente la im posibilidad de r e a l iz a c ió n ^ i la vi­sión de una armonía futura. E l hom bre vive en Un m undo fraccionado y suena con un m undo íntegro. La integridad es el principal signo distintivo de la utopía. L a utopía está destinada a superar el frac­cionam iento y a realizar la integridad. La u topía es siempre to ta lita ria y el totalitarism o, en las condi­ciones de nuestro mundo, es siempre utópico. Y esto nos lleva a la cuestión esencial:: la cuestión de la libertad. En el fondo, la utopía es siempre hostil a la libertad. Las utopías de Thomas Moro, de Cam- panella, de Cábet y O tro s , no dejan sitio alguno a la libertad. Paradójicam ente podría decirse que es la libertad, la vida en la libertad , lo que representa la u topía más irrealizable. La libertad presupone una vida que no sea enteram ente reglam entada y racio­nalizada, una vida en que subsiste el mal, que debe ser vencido por el lib re esfuerzo del espíritu. Las Utopías sociales no tienen en cuenta los esfuerzos li­b res; la perfección y la arm onía no son realizadas en la libertad. Tropezamos aquí con una paradoja del movimiento histórico. Los partidarios de la po­lítica razonable consideran muy poco las fuerzas irra ­cionales que obran en la historia. Pero, justam ente, estas fuerzas irracionales, elementales, pueden to­m ar la form a de la extrem a racionalización. Esta es la característica de la revolución. Las revoluciones no son nunca más que el resultado de la explosión

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de fuerzas irracionales. Y, al mismo tiempo, las re­voluciones son siempre presentadas bajo el signo de ideas racionales, de una doctrina racional to talita­ria. Lo que llamamos locura de la revolución es una locura racional. E l m ito de la revolución, que cons­tituye su fuerza motriz, es, ordinariam ente, un mito racional. Está unido a la fe en el triunfo de la razón social, a la fe en una utopía racional. La fuerza mo­triz del m ito racional es enorme. Como ya hemos di­cho, la revolución está divinizada en su naturaleza misma como lo está el m ito revolucionario.

De las revoluciones es preciso decir que son tan realizables como irrealizables. Son tan realizables, que es casi im posible detenerlas. Son tan irrealiza­bles, que no conducen jam ás a la realización de las aspiraciones de la prim era generación revoluciona­ria que las hace. Esto es lo que pasa siempre. Pero esto no significa que las revoluciones no se cum plan en la vida y no representen más que un hervidero de pasiones. Las revoluciones son grandes experiencias en la vida de los pueblos y dejan rasgos indelebles en la vida social. Pero no son nunca completamente lo que se ha soñado. Las revoluciones, incluso las re ­voluciones coronadas por el éxito, son siem pre un fracaso. De igual modo hay que reconocer él fracaso de todas las revoluciones religiosas de la h istoria y, sobre todo, quizá, del cristianismo. P o r esto es por lo que la revolución debe suscitar una doble actitud. No se la debe adorar como a una diosa. La utopía social contiene siem pre un elemento de engaño; pero, al mismo tim po, el hom bre, en su destino histórico, no puede pasarse sin utopías sociales, que constituyen una fuerza m otriz. E l m ito revolucionario incluye siem pre u n inconsciente engaño y, al tiem po, sin m ito revolucinarip es imposible conseguir una re-

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volución. P o r esto existe en la historia una tragedia insuperable.

¿En qué consiste el error de las utopías sociales? ¿P or qué su realización—realización posible—,no es de ninguna m anera la realización a la que se aspira­ba y por la que se lucha, consintiendo terribles sacri­ficios? La utopía social de Marx, tanto como la de Fourier, contiene la idea de u n estado perfecto, ar­mónico, de la sociedad, es decir, la fe en lo que el reino del César puede alcanzar en dicho estado. Este es el erro r fundam ental. Solo puede ser perfecto y armónico el reino de Dios, el reino del Espíritu, no el reino del César; y este reino de Dios no es conce­bible más que escatológicamente. E l orden perfecto y armónico en el seno del reino del E spíritu será tam bién el reino de la libertad. P o r el contrario, el orden armónico en el seno del reino del César será siempre el aniquilam iento de la libertad ; lo que lleva a la conclusión de que es irrealizable en los lí­m ites de este mundo. Es indispensable com prender al socialismo desde este punto de vista. E l socialis­mo es una utopía social, que se apoya en u n m ito me- siánico. E n este sentido no será nunca realizado en los lím ites de este m undo, en el m arco del re ino del César; pero, por otro lado, e l socialismo es una rea­lidad dura y prosaica, una necesidad para u n cierto momento de la historia. En este aspecto, e l socialis­mo—fuera de la utopía y del m ito—es algo elemen­ta l y m uy lim itado: la supresión de una escandalo­sa explotación y de intolerables desigualdades de cla­se. Por esto puede decirse que el m undo en tra en una época socialista. Hasta los que no creen en la u topía y en el mito, tan indispensables para la lucha, tienen que reconocerlo. La sociedad socialista que se creará en consecuencia no será perfecta, ni armóni-

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ca, n i libre de contradicciones. Lo trágico en la vida hum ana no hará más que acrecentarse; pero llega­rá a ser más in terior, más profundo. Nuevas contra­dicciones, de una especie diferente, aparecerán. La lucha continuará; pero tom ará una nueva dirección. Será precisam ente entonces cuando comience el com­b ate principal por la libertad y la individualidad. E l reino de la burguesía será consolidado y los bienes del burguesismo tendrán una difusión general. Tam ­bién se h ab rá de sostener una lucha espiritual inten­siva contra este reinado del burguesismo. Pero la lu ­cha por una m ayor justicia social debe ser proyec­tada independientem ente de las formas que tom e el reino del César; porque este no debe dejar de repre­sentar el re ino del burguesismo y no puede d ejar de lim itar la libertad de espíritu. La definitiva victoria del reino del Espíritu—que no puede ser una nega­ción de la justicia—presupone u n cambio en la es­truc tu ra misma de la consciencia hum ana, es decir, la victoria sobre el m undo de la objetivación. Dicho de otro modo, ella no es concebible más que en el plano de lo escatológico. La lucha contra el poder de la objetivación, contra el poder del César, se desarro­lla en el in terio r de los límites del reino de la obje­tivación, de los. que el hom bre no puede fácilm ente apartarse, que no puede fácilm ente abandonar. Aquí nos aproximamos a la ú ltim a esfera de la mística, a la que yo tengo intención de consagrar un libro es­pecial. Se ve nacer en el m undo una falsa mística, que es preciso denunciar. Al mismo tiem po subsis­ten las antiguas form as de la mística, y pocos hom ­bres todavía se proyectan hacia una m ística de for­m a nueva, la m ística del porvenir.

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Existen diferentes tipos de mística. Esta palabra puede ser empleada en un sentido práctico o en un sentido reducido. E n Francia, la palabra mística se emplea actualm ente en u n sentido tan amplio que pierde su antigua significación. Esto se parece a lo que ocurre con el vocablo revolución. Pero en todo esto la esfera de la m ística es una esfera extrema, que sale de los límites del m undo objetivo, del m un­do objetivado. E n el pasado existían diversos tipos de mística. E l cristianismo, que em pleaba esta pala­b ra en un sentido más estricto, llam aba mística ún i­camente a la senda que lleva a la unión del alm a con Dios.

Goerres, que escribió sobre la mística en la p ri­m era m itad del siglo xix una obra de varios volúme­nes, propone distinguir la mística divina, la mística natu ral y la mística diabólica. Yo no tengo intención de seguirle por ese camino. Puede darse de la mística una definición filosófica, donde englobar diferentes formas. Podría llam arse mística a la experiencia es­p iritual que sobrepase los límites de la oposición en­tre sujeto y objeto, es decir, que no caiga en la obje­tivación. E n esto consiste la diferencia esencial entre la mística y la religión. E n las religiones, la expe­riencia espiritual es objetivada, socializada y organi­zada.

Pero la definición propuesta se aplica igualmen­te a la falsa mística, que no adm ite—en lo que concierne a la consciencia de los hombres—la exis­tencia de Dios y del Espíritu. Este es, sobre todo, el caso de la m ística del colectivismo, que en este m o­mento está desempeñando un gran papel. Lo que es esencial en la mística del comunismo es que se tra ta de una m ística de tipo mesiánico. Sale fuera de los lí­mites del mundo objetivado, estudiado por la ciencia.

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Se basa en una experiencia colectiva en la que no hay oposición en tre el sujeto y el objeto. Se tra ta , por tanto, de un tipo característico de falsa mística. Tan falsa era, por otra parte, la antigua m ística de la mo­narquía sacra como la m ística más reciente, pero ya anticuada, de la democracia de tipo rousseauniano- jacobino. Igualm ente falsa es la mística naturalista dé tipo dionisíaco, que abolió la oposición en tre el sujeto y el objeto, no por arriba, sino por abajo. No es tina m ística supra-racional, sino más bien irracio­nal; no una mística supra-consciente, sino una mística inconsciente. E n ella no existe la atracción del abis­mo inferior. E l engaño del colectivismo, del natu ra­lismo o del socialismo, en los que desaparecen la per­sona y la imagen del hom bre, pueden engendrar algunas, formas variadas de mística. Pero la mística auténtica y espiritual implica una experiencia espiri­tual, en la que el hom bre no será aplastado por la objetivación.

Las doctrinas teológicas tradicionales objetivan la gracia y la consideran como una fuerza procedente de lo alto, de lo exterior. Pero para la mística, la gracia es la m anifestación del principio divino en el hom bre, m anifestación que procede de lo profundo, de los fundamentos primeros. La gracia objetivada deja subsistir la oposición entre el sujeto y el ob­jeto.

En la religión organizada, la experiencia espiritual mística está simbolizada. Y es m uy im portante com­prender este carácter simbólico: esta comprensión lleva a un profundizam iento espiritual. E l éxtasis, al que se considera como característico para ciertas for­mas de la mística, és un exceso de la separación entre sujeto y objeto, una participación, no en el mundo general y objetivado, sino en la realidad prim era del

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mundo espiritual. E l éxtasis es siempre una escapada más allá de los lím ites de lo que ahoga y avasalla; es siempre una salida hacia la libertad. La escapada m ística es un estado espiritual y una experiencia es­piritual. U na mística que no implicase un profundi- zamiento de la espiritualidad sería una falsa mís­tica.

A esta categoría es a la que pertenecen las formas colectivas de la mística cósmica o social. E n el pasado, pueden distinguirse tres tipos de m ística: la mística del camino individual del alma hacia Dios, form a que es la más eclesiástica; la m ística gnóstica, que no hay que confundir con el movimiento de los gnósticos he­réticos de los prim eros siglos; la mística profética y mesiánica, que es una m ística trans-histórica, escato- lógica. Cada uno de estos tipos de mística tiene sus límites.

* * *

A través de lás tinieblas, el m undo va hacia una nueva espiritualidad y una nueva mística. E n ella no puede haber lugar para una concepción ascética del mundo, para una renuncia a la m ultiplicidad y a la individualidad de aquel. E l ascetismo no represen­ta rá más que un método y un medio de purificación. Será proyectado hacia el m undo y los hom bres; pero no considerará el mundo objetivado como m undo ver­dadero.

Será, al mismo tiem po, más proyectado hacia el mundo y más lib re frente al mundo. Este será un proceso de profundización espiritual. La nueva m ísti­ca debe incluir un poderoso elemento profético y me- siánico y perm itir la expansión de una gnosis autén­tica desembarazada de la tentación cósmica de los gnósticos antiguos. Y todas las contradicciones dolo-

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rosas, todos los desdoblamientos, se encontrarán re­sueltos en esta nueva mística, más profunda que la religión y que debe u n ir a las religiones. Al mismo tiempo, esta será una victoria sobre las formas fic­ticias de la mística social, una victoria del reino del espíritu sobre el reino del César.

P IN DE

“ R E I N O D E L E S P I R I T U

T REINO DEL CESAR”

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I N D I C E

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I N D I C E

N o t a e d it o r ia l .................................................................................. Pág. 9

Introducción gnoseológica.—La lucha por la verdad ....... 13

Cap. I.—El hombre y Dios. La espiritualidad ........... 35— II.—El hombre y el cosmos. La técnica ........... 47— III.—El hombre y la sociedad. El socialismo ... 59— IV.—El hombre y el César. El poder........... 73— V.—La jerarquía de los valores. Fines y medios. 91— VI.—Las antinomias de la libertad ................... 109— VII.—“Comunitarismo” , colectivismo y “concilia-

ridad” ......................................................... 125— VIII.—Las contradicciones del marxismo ............... 137— IX.—La unidad del género humano y el nacio­

nalismo ...................................................... 163— X.—Del hombre eterno y del hombre nuevo............ 175— XI.—Lo trágico de la existencia humana y la uto­

pía. La esfera de la mística....................... 187