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Los Cuadernos Inéditos «BECADAS RELLENAS» ( «Er kam unbesiegt aus Bielefeld») Manolo Marinero A Miguel Marías A través de los visillos de flores naca- radas sobre encaje color hueso, cruzando por el balcón abierto, entraban los ecos de canciones nacionalsocialistas proce- dentes del desfile (todavía informal, dividido en grupos convergentes) hacia la Friederikenplatz de Hannover. Pero Erwin Rastedde no les prestaba oídos. La intrus claridad, la entrante luz difusa invitada por las hoJas de la puerta permitiría vaticinar con poca antelación un día de cielo despejado. Con la punta de la lengua, el miope Rastedde, ensimismado en su labor, se acariciaba distraídamente la comisura derecha de los labios. Escribía a mano en caracte- res ? ticos con rapidez y esmero, como si dibujara habihdosamente a vuelapluma. Su mirada aprecia- tiva se desplazaba a intervalos desde un libro al block. Desde la agenda culinaria fechada según las tapas de cartoné en 1929 (rellena de placeres co- nocidos y por conocer) hasta la hoja cuadriculada en la que copiaba los ingredientes de los platos de su elección. El viernes era mañana. El día fijado. La fecha aguardada con tanta siedad y antici- pación. El primer viernes de marzo de 1934. Agudos timbres de voces coreaban animosos estribillos (pasaban ahora cerca las Juventudes Hi- tlerianas), que no podían estorbar ni interesar la atención de Rastedde, ausente a todo lo que no eran los preparativos. Por fin quedan única- mente treinta y seis horas para tomar la revancha ente a Frantisék Wallonstránsky. Wallonstránsky, el hombre de ojos color meloso que parpadeaba como las lagartijas. El taimado cculador que afectaba reflexión cuando más se- guro estaba de la que sería su próxima jugada. Un simple catedrático de Matemáticas de un Instituto de segunda enseñanza en Praga, allá en Bohemia. El individuo engreído de puños almidonados, cue- llo duro y comedimiento fingido. De muñecas es- trechas, de manos pálidas y delgadas, de dedos alargados, de uñas ligeramente curvadas hacia las yemas, cuya rapacidad viborezna no lograban di- simular ni la manicura ni los movimientos calmo- sos. El presuntuoso sujeto de flema estudiada, de fsicada inderencia. Sobre todo, el que, du- ' ra te _ su gira por Prusia y Pomerania y la Baja SaJoma en el verano del 33, había humillado a Rastedde, derrotándole en apenas media hora y ocho movimientos imposibles de olvidar. Y la humillación se había efectuado ante docenas de 76 testigos en la sala de espejos del Casino de Han- nover. Insuficientes resultaron tantas horas de amorosa concentración en Lasker, Capablanca y Alekhine. Insuficiente su traducción person emán (muy elogiada por el círculo de peritos y aficiona- dos) del prácticamente olvidado «Libro de la In- vención liberal y Arte del Juego del edrez», de 1561, de Ruy López de Segura. A Erwin Rastedde le brillaban esta mañana tras sus lentes los ojos grises y porcinos como musgo rancio recién llovido. Le animaba la proximidad de la venganza. Ya el grueso de la escandalosa manistación había doblado el recodo de la Ca- lenberger Strasse, camino de la plaza de la con- centración de las milicias nazis loces. Sus coros se desvanecían en la lejanía, perdiéndose entre la tupida red de edificios compactos. Rastedde mojó la mina de su lápiz Staedtler en la punta de la leµgua. Y finmente anotó en su block de bolsillo el par de repollos blancos. Tenía la costumbre de utilizar con mayor ecuencia los lapiceros que la estilográfica. Ya lo hacía antes de

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Los Cuadernos Inéditos

«BECADAS

RELLENAS»

( «Er kam unbesiegt aus Bielefeld»)

Manolo Marinero

A Miguel Marías

Através de los visillos de flores naca­radas sobre encaje color hueso, cruzando por el balcón abierto, entraban los ecos de canciones nacionalsocialistas proce­

dentes del desfile (todavía informal, dividido en grupos convergentes) hacia la Friederikenplatz de Hannover.

Pero Erwin Rastedde no les prestaba oídos. La intrus� claridad, la entrante luz difusa invitada por las hoJas de la puerta permitiría vaticinar con poca antelación un día de cielo despejado. Con la punta de la lengua, el miope Rastedde, ensimismado en su labor, se acariciaba distraídamente la comisura derecha de los labios. Escribía a mano en caracte­res �?ticos con rapidez y esmero, como si dibujara habihdosamente a vuelapluma. Su mirada aprecia­tiva se desplazaba a intervalos desde un libro al block. Desde la agenda culinaria fechada según las tapas de cartoné en 1929 (rellena de placeres co­nocidos y por conocer) hasta la hoja cuadriculada en la que copiaba los ingredientes de los platos de su elección.

El viernes era mañana. El día fijado. La fecha aguardada con tanta 'arlsiedad y antici­

pación. El primer viernes de marzo de 1934. Agudos timbres de voces coreaban animosos

estribillos (pasaban ahora cerca las Juventudes Hi­tlerianas), que no podían estorbar ni interesar la atención de Rastedde, ausente a todo lo que no fueran los preparativos. Por fin quedaban única­mente treinta y seis horas para tomar la revancha frente a Frantisék Wallonstránsky.

Wallonstránsky, el hombre de ojos color meloso que parpadeaba como las lagartijas. El taimado calculador que afectaba reflexión cuando más se­guro estaba de la que sería su próxima jugada. Un simple catedrático de Matemáticas de un Instituto de segunda enseñanza en Praga, allá en Bohemia. El individuo engreído de puños almidonados, cue­llo duro y comedimiento fingido. De muñecas es­trechas, de manos pálidas y delgadas, de dedos alargados, de uñas ligeramente curvadas hacia las yemas, cuya rapacidad viborezna no lograban di­simular ni la manicura ni los movimientos calmo­sos. El presuntuoso sujeto de flema estudiada, de falsificada indiferencia. Sobre todo, el que, du-

' ra�te _su gira por Prusia y Pomerania y la BajaSaJoma en el verano del 33, había humillado a Rastedde, derrotándole en apenas media hora y ocho movimientos imposibles de olvidar. Y la humillación se había efectuado ante docenas de

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testigos en la sala de espejos del Casino de Han­nover.

Insuficientes resultaron tantas horas de amorosa concentración en Lasker, Capablanca y Alekhine. Insuficiente su traducción personal al alemán (muy elogiada por el círculo de peritos y aficiona­dos) del prácticamente olvidado «Libro de la In­vención liberal y Arte del Juego del Ajedrez», de 1561, de Ruy López de Segura.

A Erwin Rastedde le brillaban esta mañana tras sus lentes los ojos grises y porcinos como musgo rancio recién llovido. Le animaba la proximidad de la venganza. Y a el grueso de la escandalosa manifestación había doblado el recodo de la Ca­lenberger Strasse, camino de la plaza de la con­centración de las milicias nazis locales. Sus coros se desvanecían en la lejanía, perdiéndose entre la tupida red de edificios compactos.

Rastedde mojó la mina de su lápiz Staedtler en la punta de la leµgua. Y finalmente anotó en su block de bolsillo el par de repollos blancos. Tenía la costumbre de utilizar con mayor frecuencia los lapiceros que la estilográfica. Ya lo hacía antes de

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sufrir la trep·anación, en sus tiempos de contable de la ferretería de Varel, junto a la costa del Mar del Norte. El hueco tras la oreja derecha, que le había dejado como secuela la trepanación, lo cu­bría con un apósito de gasa aromática. Este reme­dio empañábase de la supuración, y ocultaba la repugnante fetidez de la pus.

A Rastedde no le había sido preciso enfatizar su eficiencia y su seriedad, tras su ingreso por oposi­ción en el Museo de Hannover. Si el archivero mayor había logrado mantener un cierto orden dentro de su competencia, los Libros de Contabi­lidad estaban dejados de la mano de Dios. Fueron un tótum revolutum hasta la llegada de Rastedde a primeros de octubre del 24.

Erwin cerró las tapas de hule negro de la agenda pequeña. Colgó el batín de sarga en la percha de pie de su dormitorio. Pasó junto al portarretratos con una bella foto de su difunta madre, Noemí Weissmann, cuya gracia física no había heredado su hijo. El fue a anudarse la corbata de color perla mate frente al espejo oval de su mesa de lavabo y aseo. Y entonces advirtió con enorme desazón

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que había olvidado evacuar el agua usada, sucia y jabonosa del lavabo. Introdujo aprensivamente la mano en el agua turbia y aún tibia. La retiró rápidamente con su trofeo, el tapón, entre los gruesos dedos cortos. El agua que había utilizado dos horas antes para su aseo, escurría bajo el tablero hasta la boca de la jofaina de porcelana. La brevedad del sonido del chorro no dejó de contrariar al inquilino. Erwin era tan limpio que se podría decir humorísticamente de él que lavaba los jabones. Pero se sobrepuso al desagradable pormenor y se ató la corbata con un nudo del grosor exacto al acostumbrado. Su pelo a cepillo no necesitaba de muchos cuidados. No sentía Ras­tedde ninguna inclinación castrense, pero su corte de pelo obedecía a una rutina adquirida hacia 1906, durante los cursos del Gimnasio de Bremen. Un hábito de educación que por cierto había abo­rrecido en vida su madre judía de moño entre­canó. Erwin se ajustó el jersey café de cuello abierto en pico, sin mangas, y se alisó sobre su voluminoso cuerpo los dobleces. Luego se puso la chaqueta gris marengo de coderas gris plomo.

Erwin odiaba las ínfulas de elegancia aparente de sujetos como Frantisék Wallonstránsky. Amaba la sencilla pulcritud. Incluso había dese­chado disimular el apósito junto al occipucio de­jándose el cabello más largo. Pero le cuadraba más la asunción de un defecto que una cesión, un paso en falso. Quizás sus carrillos, su mediana corpulencia y caderas mantecosas le apartaran de toda tentación hacia las galas.

* * *

Erwin Rastedde miraba la botellería con el alma puesta en los ojos. Como si hubiera entre aquélla y éstos una ligazón pincelada de goma arábiga. El no prestaba oídos a los comentarios en voces es­tridentes y entusiastas dentro del bazar de comes­tibles y bebidas nacionales y coloniales.

Con expansiva complicidad alardeaban a la moda de fe nazi unos y otros, clientes y emplea­dos. Mientras, hacían lo secundario: sus consultas y pedidos o los despachos de estos últimos.

Respecto al postre y a la sobremesa, si es que ésta alcanzara a producirse, Erwin tenía compro­b,;tdo que aún le quedaba una botella de kirsch, útil en sus dos tercios. Se limitó a comprar dos bote­llas de vino de Mainz, a dos y cuarto y a tres marcos. Y cedió a la visión de una excelente de Ruinart Pere et Fils, a cincuenta y nueve y medio marcos. No podía escatimar en la víspera del gran día, del viernes. Y se corría el riesgo de que al pedante Frantisék Wallonstránsky no le agradara el kirsch.

En otras bolsas tenía ya las aves, los repollos, las coles de Bruselas, la fruta fresca y la seca. Había de demorar la adquisición de las ostras para la mañana siguiente, en que acudiría a hora tem­prana al mercado del pescado . . En las hojas de su block tenía trazadas aspas a

la izquierda de las listas, a las que añadió las

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correspondientes a la bebida. Había ya resuelto la casi totalidad de las compras.

En la hoja par, a la izquierda del block:

X coles de Bruselas

X X

manzanas almendras

x piñones x huevos.

Y en la hoja contigua:

x media docena de becadas tres docenas de ostras

x cebollas x dos repollos blancos x vino blanco x vino tinto

* * *

A Rastedde le agradaban los pintores del «Blaue Reiter» como Macke y Franz Marc; aunque la verdad es que su regular contacto con el Museo no le había despertado una mayor afición por las Artes. Francamente no comprendía él lo desorbi­tante de los capitales que en ocasión mudaban de manos a cambio de aquellos objetos, indudable­mente y limitadamente valiosos. Pero al pasar ante el retablo de «La Pasión de Cristo» del maes­tro Bertram se quedó mirando la entrada de Jesús en Jerusalem, ilustrada a fines del siglo XIV. Le desconcertaba aquella imaginería cristiana. Los judíos parecían caricaturas, más propias del arte actual, en general grosero y poco meticuloso. Se quedó mirando el árbol en el que, aupados, los judíos lanzaban pequeñas ramillas en homenaje al paso de Cristo. Se preguntó si la rama florida del arbusto recibido, procedente de la isla tropical, no habría perdido sus propiedades malignas, dañinas.

En cualquier caso, el condimento a base del galán de noche enviado por su amigo Fernández, el hombre de Colón, Matanzas, Cuba, el gran ad­mirador del insigne José Raúl Capablanca, no se­ría más que un aperitivo respecto al polvillo de óxido de arsénico amarillo. Erwin había tenido la previsión de escoger una minuta variada y apeti­tosa, cuyos tres platos en conjunto o por separado podían ocultar sobradamente la muerte. O sea, los aromas de los componentes extraordinarios. Por asociación de ideas, estas divagaciones le recorda­ron que aún tenía que sumergir las becadas pela­das en vino de Mainz con gotas de brandy para que se macerasen debidamente durante aquella noche y la mañana del día siguiente.

El contable se alejó del retablo con el paso más enérgico de los que era capaz. Podría garantizarlo: pondría todo su celo y toda su habilidad culinaria en bien del completo éxito de la recepción ex­traordinaria al odioso W allonstránsky. Si aquel catedrático, amigo de execrables zarpazos fulgu­rantes, ajenos a todo rigor científico (aunque su­piera combinarlos con una defensa exagerada-

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mente precavida), pudiera adivinar ... ¡Si pudiera tan solo sospechar las consecuencias de su fatua visita ... ! De su regreso, de reincidir en Hannover como punto de su gira ...

El contable era anticipadamente feliz'. Ya ade­lantaba en su imaginación la escena del desenlace. La del fin de su presumido rival.

Por supuesto, no habían faltado ocasiones en las que Erwin Rastedde había sido vencido. No esca­seaban los competidores de alta calidad en Han­nover. Igual que había perdido algunas veces en el Gymnasium de Bremen, en su juventud. Pero ja­más le habían derrotado con la facilidad aparente con la que lo hizo en público el célebre Wallons­tránsky. Fue en una ignominiosa tarde de verano. Rastedde había advertido su craso error propio apenas una milésima de segundo después de per­der sus dedos el tacto con la pieza de marfil. Con la conveniente diligencia, en movimiento lógica­mente impulsivo, él había tomado de nuevo pose­sión de su alfil para regresarlo al escaque anterior. Pero el asomo de sonrisa en los fríos ojos rasgados de Wallonstránsky le avergonzó. Fue una actitud

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claramente teatral, oportunista y abusiva por parte del advenedizo checo.

Todos los entonces presentes sabían de sobra que Erwin Rastedde era incapaz de una tamaña equivocación. Naturalmente. Salvo siendo víctima de un disculpable rapto de despiste.

Pero Frantisék W allonstránsky demostró que no era un caballero. Y se permitió girar la cabeza con asombro fingido, y parpadear hacia los testigos de la mesa, como poniendo en duda lo que veían sus ojos. Que un socio del señorial Casino de Hanno­ver estaba a punto de corregir un movimiento ya realizado, transgrediendo las normas más elemen­tales.

Sólo el profundo respeto hacia la etiqueta que sentía el contable Rastedde le impidió desde lo más íntimo dar explicaciones (que hubieran sido innecesarias entre caballeros) y pedirlas a conti­nuación sobre el desconsiderado y exagerado gesto del extranjero. Si exigir la ventaja cobrada gracias a circunstancias fortuitas definía el estilo de Wallonstránsky, Rastedde, auténtico caballero, renunciaba de buen grado (y provisionalmente) a

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un curso y un desenlace justos e inteligentes de aquella partida apenas comenzada. La desgracia es que solamente Günther Kunckel ( claramente inferior a él) había logrado tablas con el exhibicio­nista. Además de que fue el irregular Reinhold Butz quien consiguió forzar un mayor número de movimientos en su enfrentamiento con Wallons­tránsky. Si Wallonstránsky era sobrio al menos manejando las piezas, las manos de Kunckel pare­cían las de un pianista sobre el teclado de blancas y negras, mientras las de Butz se asemejaban a grúas y pinzas de un pequeño mecano de juguete.

Rastedde se valorizaba por un balance de dieci­nueve victorias, seis derrotas y catorce partidas de tablas sobre Günther Kunckel. Y de veintiocho victorias, quince derrotas y seis partidas de tablas sobre Reinhold Butz.

De antemano sabía aquel ladino invitado que su verdadero peligro en Hannover estaba en Ras­tedde. Pero ignoraba el presuntuoso hasta qué punto a largo plazo. ¡ Bien se habría ufanado desde entonces Frantisék Wallonstránsky de haber ga­nado una partida a Rastedde por las plazas de Westfalia, Prusia, Pomerania y Bohemia! Aquella de antaño fue una tarde aciaga. Al contable le supuso un terrible esfuerzo de voluntad la conten­ción de su deseo de irse, de salirse, de ausentarse inmediatamente. Y aunque su mente estaba cla­vada a los malditos escaques que alojaban alfiles, permaneció en el Casino y soportó las miradas de reojo de Kunckel y Butz. Pero la paciencia le dio futuribles gratificaciones. Pues le brindó la opor­tunidad de estudiar posibilidades futuras de con­traataque.

Kunckel no merecía mayor atención. Un fun­cionario de Juzgado de Distrito que jamás había pisado el Museo. Ni Butz. Un abogado de la Agencia de fletes para el canal Mittelland. Ese ni sabía por dónde estaba el castillo de los Welf. Pero el ventajista Wallonstránsky sí la merecía.

Rastedde estuvo observando al checo. Este se estiraba en el sillón de honor de la sala comedor del Casino. Ocupaba la poltrona de las personali­dades. Y deglutía con mal camuflada delectación y engañosa delicadeza los manjares de la cena-ho­menaje. Un homenaje dedicado a un intruso en un Círculo sólo por las apariencias restrictivo y se­lecto. Sabrosas empanadillas de hojaldre, piñones a la renana y flan con helado.

Bueno, no obstante, no serían inút'tles tantas gestiones y tantos desvelos como los abordados por Rastedde tenazmente durante ocho meses. La fatuidad le resultaría suicida a su ladino enemigo; la tremenda humillación sería lavada; en breve.

A Rastedde le bailaba en los oídos una interpre­tación personal del Minuetto del « Kaiserquartett» para cuerdas de Joseph Haydn. Le acariciaba los oídos y la mente malévola. Mientras volvía por la orilla izquierda del río Leine, Erwin podía asegu­rar que las en un principio ( dentro de un futuro inmediato) agradecidas tripas ,de Wallonstránsky cambiarían de opinión radicalmente. Con amena

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posterioridad a la ingestión del generoso ban­quete.

En su domicilio Erwin sumergió la caza en vino blanco de Mainz con un toque de brandy.

No dominó la debilidad de llamar por el teléfono alámbrico a un buen amigo. Frantisék Wallons­tránsky llevaba tres días jugando en la ciudad. Venía imbatido de Bielefeld. Y su amigo de Ras­tedde le confirmó que ni Kunckel había podido repetir fortuna, ni Butz crear problemas.

* * *

Por la mañana, Rastedde. adquirió en el mercado de pescado tres costosas docenas de fresquísimas ostras. Por la tarde temprano machacó ajo y sal en el mortero. Frotó con el adobo las becadas mace­radas. Rellenó las aves con ostras. Seis ostras crudas dentro de cada becada. Abrió los repollos, y colocó un tercio de cada'. uno en el interior de cada chocha. Ató éstas luego.

Y a en la tartera, bañó la caza con caldo de ternera, vinagre y aceite a partes iguales. Hasta que las pechugas sobresalientes quedaron cubier­tas.

Todo sea por Wallonstránsky. En las prisiones, se da también una cena especial al condenado en su última noche.

Luego añadió el jugo de un limón, seis cebollas, una cabeza de ajos, perejil y sal fina.

Rastedde regresó al comedor desde la cocina y encendió un veguero habano, regalo de su amigo y correspondiente caribeño, el admirador de José Raúl Capablanca. El puro estaba ya decidida­mente seco, a pesar de la humedad de Hannover y del Leine.

Cuando aplastó la colilla del veguero, Rastedde regresó a la cocina. Eran las siete. Poco quedaba para resolver para siempre su vínculo con Wa-llonstránsky.

Limpió, mondó y picó muy picadas las manza­nas. Les agregó media libra de azúcar molido, media libra de pan rallado, dos copas de kirsch,seis yemas de huevo batidas, seis claras a punto de nieve, almendras, piñones y un punto de ca­nela. Todo por Frantisék Wallonstránsky.

Trabajó la mezcla un poco y la colocó en el molde, previamente engrasado con manteca. Fumó un cigarrillo.

Coció las coles de Bruselas. Picó el resto de almendras hasta lograr un fino polvillo. Escurrió el agua de las coles. Hizo un refrito de aceite, ajos y pimentón. V oleó el refrito y el polvillo de al­mendras en las coles cocinadas. Las puso a enfriar en la fresquera. Sacó la lata de sardinas españolas para que no se le olvidara. Eran las ocho menos cinco. Puso a cocer a fuego lento la caza. Metió en el horno el pudding de manzanas. Mezcló el picadillo de flores y tallos de galán de noche, el venenoso arbusto cubano, con agua resultante de la cocción de sus ramas. Vertió aceite y vinagre sobre el polvillo de óxido de arsénico amarillo.

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Tarareaba inconsciente y alegremente el minuetto del Kaiserquartett de Haydn.

Finalmente el punto fuerte: Rastedde molió con paciencia sucesivas veces el vidrio de Bohemia de una copa de pie fino. Le costó lo suyo realizar esta simple y delicada operación a conciencia. Hasta que el cristal parecía azúcar. Rozó la yema de un índice en el polvo, doliéndole sin herirse. No bastaba. Molió una vez más el cristal de Bohemia. Repitió la prueba. Bastaba.

Era casi la hora. Abrió la lata de sardinas en aceite de oliva. Tres gruesas sardinas. Pasarían como enlace de muerte. Pasarían como entrepla­tos tal como estaban. Sin aditamentos dañinos ni mejunjes extraordinarios.

Pero era el momento de añadir el picadillo del galán de noche a las coles de Bruselas.

Después condimentó con arsénico el vidrio mo­lido. E introdujo la salsilla en tres de las becadas, señaladas con unas minúsculas láminas de ajo frito.

El pudding podía aguardar. * * *

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Al abrir la puerta de su domicilio, Rastedde se tropezó con la habitual expresión sonriente de su­ficiencia de Frantisék Wallonstránsky.

Le hizo avanzar por el corredor, hasta desem­bocar en el salón comedor. Le observaba las es­paldas, los hombros tiesos de ave rapaz: El checo exageraba pedantería. Pretendía haber hecho ta­blas en París con Alexander Alekhine. Era un dato comprobable. Bien, era posible que fuese verí­dico. El podría también ... , y por otra parte, ade­más, todo genio, incluido el campeón mundial, podía tener un descuido. Un disculpable y breví­simo paso en falso.

Rastedde evitaba dar la espalda al invitado, no precisamente por corrección, sino porque rehuía que los ojos rasgados de Wallonstránsky repara­ran en el apósito del hueco de lo trepanado más de lo imprescindible.

Sin embargo, era imposible dejar de exponerse en ningún momento, pues como anfitrión servía la cena.

Alegando distracción respecto al acecho del «punto» del pudding y mediante continuas (o sea,

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numerosas) preguntas sobre el juego dt: Alekhine, Rastedde no probó bocado de la ensalacia de co­les. Sin cejar en su actitud de condescendencia, el checo dio buena cuenta de ella. Había ya ingerido los insanos jugos antillanos.

Tomaron las sardinas de lata en paz y compa­ñía.

A continuación Erwin presentó la fuente de las becadas. Sirvió la.s marcadas a Wallonstránsky, que arrugaba la nariz. Aquello inquietó al conta­ble. Pero inmediatamente advirtió que su víctima no desconfiaba del segundo plato. Con espanto, pero sin recelo, Rastedde cayó en la cuenta de que el efecto aromático del apósito había cesado y un ligero hedor se expandía desde detrás de su oreja derecha. Se excusó ante el invitado para refu­giarse fugazmente en el estrecho cuarto de la du­cha. Allí renovó velozmente, casi torpemente, la gasa, empapando la nueva en colonia.

Al regreso, Rastedde pudo comprobar que el hipócrita extranjero, siempre amigo de las apa­riencias, le esperaba inmóvil sin probar bocado.

Los ojos porcinos del anfitrión, mediados por sus gafas gruesas, se desviaron en instantánea inspección hacia los platos. Ningún contratiempo. Dos de las aves señaladas estaban en el de Wa­llonstránsky. La tercera con condena y las tres vírgenes reposaban en ta fuente. Y el esbelto fo­rastero comía con apetito. No parecía acusar ni levemente la rasposidad del cristal molido.

Rastedde devoraba la caza con hambre decla­rada. Se reproch,aba para sus adentros no haber tenido la previsión de condimentar especialmente una porción sola de las coles. Había pagado su falta de cálculo, ayunando zonzamente durante el apetitoso primer plato. Pero los c01nentarios elo­giosos· del visitante sobre el relleno de ostras con­tentaron a Rastedde (aunque para su gusto estu­viese un poco amargo).

El contable sintió con satisfacción el vaho de colonia procedente del apósito de su cicatriz. Brindó silenciosamente con vino tinto por su éxito en la partida eje doble juego.

Desde luego, no le hizo la menor gracia al juga­dor local que su visitante se las apañara táctica­mente (halágando la mesura en el comer de algu­nos hombres gruesos) para liquidar las patas de una becada de las que no le correspondían, ade­más de los coerpos completos de las tres envene­nadas.

Erwin meditaba sobre este abuso mientras se dirigía hacia el horno para sacar su pudding de manzanas. En· 1a cocina, experimentado por el obligado ayuno de coles, bañó por un solo lado el flan con incoloro caldo del galán de noche. Y coló una almendra clave en el borde de la parte afec­tada. Aquel postre debía estar realmente deli­cioso.

* * *

Lo estaba, en efecto, aunque Wallonstránsky, inapetente o ahíto, apenas probara un pequeño

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pellizco. Quizás el checo sentía ya los previsibles ardores estomacales. La circunstancia bien mere­cía el sacrificio del champagne de Ruinart Pere etFils. Las explicaciones del forastero sobre su igua­lada en París con Alekhine le parecieron a Ras­tedde inconvincentes. Descorchó el champagne sin ruido, para dar una lección a aquel tipo esti­rado.

A continuación, Rastedde iba a ceder por corte­sía las blancas.

* * *

-Rey cinco alfil -anunció con sobrante solemni­dad su movimiento Frantisék Wallonstránsky.

Erwin rumió la situación de sus negras, pelliz­cando distraídamente el pudding de la esquina de la mesa con una cucharilla. Aparentaba falta de concentración el ridículo W allonstránsky, pero Rastedde no debía actuar a la ligera. Movió rey tres torre, forzando una sonrisa amable dirigida a su contrincante. De nuevo el checo, cambiando de actitud, fingía reflexionar.

Rastedde estaba seguro de que el extranjero veía con la misma claridad que él mismo la jugada pertinente. Hubo una tensa pausa.

Tras ella, Wallonstránsky apuró impertinente­mente un trago de kirsch, para mover por sorpresa alfil cuatro torre.

Eso alteraba en algo las cosas. Rastedde decidió recurrir a su estrategia más

pérfida. Paladeó un poquito de pudding, demo­rando el movimiento decidido. Para luego tomar otro poco del exquisito pudding, castigando así intencionalmente la serenidad sin duda ficticia de Wallonstránsky. Movería rey dos caballo, pero sin prisas. El tiempo no contaba para él. Sólo contaba para la desahuciada digestión de su visita. Tomó un sorbito de kirsch. Tabaleó las dobleces de sus pantalones con las puntas de sus dedos. Y final­mente, con deliberada parsimonia de su gorde­zuela mano, jugó como. pensaba: rey dos caballo. Esta vez decidió aféctar preocupación, conte­niendo un deseo espontáneo de sonreír' pues las blancas estaban perdidas según su juicio. El reloj de pared señalaba la medianoche pasada. Antes de morir, Wallonstránsky se vería en posición desai­rada.

* * *

-Rey uno torre -cantó amenazadoramente Ras­tedde, moviendo en defensiva el rey negro.

La mirada sagaz de Frantisék Wallonstránsky se desplazó con imperceptible rapidez del tablero al contrincante y del contrincante al tablero. Sus dedos delgados resbalaron sobre el borde de la mesa. En un pujo compulsivo, Rastedcle engulló uno de los bombones de licor de la caja de al granel que le había traído como obsequio el cate-drático extranjero. Recelaba del próximo movi- .. miento de Wallonstránsky. !

Pero la derecha dél forastero posó los dedos sobre la frente, casi ocultando como una visera los ojos, mientras la izquierda iba avanzando despa­ciosamente hacia las piezas y los escaques vacíos.

-Mate -sentenció.Había jugado alfil siete caballo.La mirada desvariada de Rastedde se clavó en

el alfil blanco. No. No, no. No podía aceptar aquello. No podía tolerar la repetición de la ofensa. ¿ Cómo había perdido su posición favora­ble en el noveno movimiento? ¿Hasta dónde podía llegar la osadía de Wallonstránsky? ¿Qué clase de estómago tenía?

Ahora, el ganador se servía irrespetuosamente por sí mismo una copa hasta el ras de la botella de kirsch.

Rastedde contuvo un eructo. Y reaccionó im­pulsivamente, metiendo en la boca dos bombones a la vez, como si verdaderamente hubiera digerido la derrota. Pero no era así. Sentía un malestar, una inquietud físicamente dolorosa. Una ansiedad aguda. Temblaba. Ahora no cabía en su silla con brazos. Sus ojos saltones, sin pestañas, se habían

Este, apoyado en los codos, parecía ausente. º Quizás estuviera indeciso. f t.,....;---==-

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Page 8: «BECADAS RELLENAS» · 2019-06-19 · moda de fe nazi unos y otros, clientes y emplea dos. Mientras, hacían lo secundario: sus consultas y pedidos o los despachos de estos últimos.

Los Cuadernos Inéditos

quedado fijos, señalando acusadoramente a Wa­llonstránsky.

-Pido inmediatamente la revancha -exclamócon esforzada, disciplinada lentitud, roncamente, el sudoroso Rastedde.

-Caballero, ha de disculparme ... -de nuevoaquella falsa gentileza-. A . estas horas ... -Wa­llonstránsky miró hacia el reloj de pared.

-¿ Teme no repetir su suerte?El checo meneó negativamente la cabeza.-Es que no debo permanecer aquí más tiempo.Rastedde dio un sorprendente brinco en su silla,

golpeándose la barriga con el filo de la mesa. -¡ Váyase entonces! La seriedad de los ojos oblicuos del checo trai­

cionó la sonrisa de sus labios. Todos sus rasgos despedían desdén. Frantisék Wallonstránsky se puso en pie cuan alto era, y era bastante.

-Lo siento. Es usted, herr Rastedde, quien medespide. Espero que ésta sea una despedida defi­nitiva.

Erwin Rastedde· observó con sorpresa los mo­vimientos de Wallonstránsky. El forastero estaba

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recogiendo el juego de ajedrez. El anfitrión no podía dar crédito a sus ojos. El checo dejaba el estuche del ajedrez recogido junto a los libros de Rastedde, en un estante. Y luego se encaminó al corredor.

En una reacción infantil, el anfitrión bloqueó con su obeso cuerpo la entrada al pasillo.

Wallonstránsky le midió con una mirada inte­rrogante, carente de enojo, en realidad indescifra­ble.

Rastedde vaciló sobre sus pies separados. Los globos de sus ojos sin pestañas empujaban sus párpados contra cejas y mofletes. Se sujetó el vientre, dando un estertor, y se inclinó hacia un costado, apoyándose en la pared.

Wallonstránsky esperó unos segundos. Casi si­multáneamente a la caída de Rastedde, avanzó hacia la salida del piso por el camino expedito.

* * *

No pudo llegar a un excusado público. Mientras vomitaba sobre el crecidQ río Leine, ya cerca de su hotel, Frantisék Wallonstránsky pensaba que su improvisada táctica no le había resultado ente­ramente feliz. Cambiar aquellas becadas rellenas, obviamente señaladas por diminutas laminillas de ajo frito, no le había resguárdado completamente de los ardides de aquel rencoroso maníaco de pelo de tejón. Era ahora evidente que previamente ten­dría que haber renunciado a las coles. Pero con­fiaba en que no todos los vecinos de Hannover fueran como Günther Kunckel. Esperaba no tener que recurrir al regalo de éste, los bombones. Sin embargo, un buen jugador de ajedrez se define por las jugadas decisivas, las últimas.

Llegaba una saludable brisa desde las arboledas de la Friederickenplatz. El mareo remitía. Wa­llonstránsky se enjugó los ojos irritados, llorosos, y la frente helada con su pañuelo. Y continuó por la vereda hacia la fachada de su hotel.

Se felicitaba por la demostración personal de que un gran jugador se revela en los postres. Por ejemplo, con los bombones envenenados con los que el día anterior el tal Günther Kunckel había, pretendido eludir criminalmente la responsabilidad del tan aplazado desempate. ¡ Y aún - había tenido después la audacia y la desfachatez, en el Casino, de interesarse por su salud! Posiblemente más que audacia y desfachatez hubo decepción y curiosi­dad desencantada.

Sería muy improbable que Wallonstránsky vol­viera a jugar en una plaza tan- arriesgada (para él) como Hannover.

No obstante y en cualquier caso, la cena (aun­que no de buen provecho) había resultado exce­lente. Hecha la salvedad del leve tufo a fétida pus de su anfitrión, emanación neciamente combinada con un olor cargante a colonia barata.

( Del libro de próxima publicación

«Geografía e Historias»)