Barros Pia Los Pequeños Papeles

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Pía Barros: Los pequeños papeles A fray Luis y la magia de las ambigüedades 1 Hay actos, pequeños actos, pequeños papeles, los arrojos de valentía que aún nos quedan, que son tomados como banalidades, usurpaciones, a veces, hasta actitudes tontas. "Faltan razones y se ha sido culpable", es cierto. El deseo no es un monograma de la virtud. La virtud se aleja y uno olvida hasta el nombre y el concepto, persiguiendo tan solo el deseo. El deseo nos hace prefigurar, dar al objeto de ese deseo características, formas y obsesiones, palabras, gestos y también virtudes. El deseo es el placer de sentir deseo, los calvarios cotidianos porque el referente se acerca o se aleja, el dolor de imaginar al referente cerca de otros signos y otros referentes. Y el deseo tiene nombres y manos y miradas, pero se aleja, ridiculiza, inutiliza las invocaciones y a veces el sueño de ese deseo nos lanza a horizontes demasiado lejanos.

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Pa Barros: Los pequeos papeles

Pa Barros: Los pequeos papeles

A fray Luis y la magia de las ambigedades1

Hay actos, pequeos actos, pequeos papeles, los arrojos de valenta que an nos quedan, que son tomados como banalidades, usurpaciones, a veces, hasta actitudes tontas. "Faltan razones y se ha sido culpable", es cierto. El deseo no es un monograma de la virtud. La virtud se aleja y uno olvida hasta el nombre y el concepto, persiguiendo tan solo el deseo. El deseo nos hace prefigurar, dar al objeto de ese deseo caractersticas, formas y obsesiones, palabras, gestos y tambin virtudes. El deseo es el placer de sentir deseo, los calvarios cotidianos porque el referente se acerca o se aleja, el dolor de imaginar al referente cerca de otros signos y otros referentes. Y el deseo tiene nombres y manos y miradas, pero se aleja, ridiculiza, inutiliza las invocaciones y a veces el sueo de ese deseo nos lanza a horizontes demasiado lejanos.

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El deseo es el ser al que le dimos el nombre del deseo, el que soamos a escondidas para establecer la fortaleza inexpugnable de la intimidad, ese faralln donde los otros no entrarn, donde nada violar nuestro derecho al secreto. Alguna vez soamos con que era el amor, en ese tiempo de la precariedad y lo difuso, y caminamos bajo la lluvia evocndolo, los puentes fueron un refugio donde amparar al deseo y nos acurrucamos en un rincn a medianoche para darle gestos, canciones, memorias. Lo fuimos haciendo lo que queramos que fuera, era la pulsin desesperada de la libertad y la culpa, los pjaros perdidos frente a los espejos en los cuales nos fuimos imponiendo sucesivas mscaras. Ante el deseo, en un futuro, hablaramos de lo innombrable, se destrozaran las mentiras, soaramos en conjunto, porque el deseo no estara contaminado con el amor y as no habra miedo a la herida. El deseo sera la confianza, la lealtad, el misterio, el anhelo de una amistad utpica y posible, ms all del deseo y de una misma. Ante el deseo, en ese espacio futuro, contaramos historias de caballos y niez, y a ratos no se hablara de nada, porque las pieles sabran llamarse por sus nombres y cuando las pieles se reconocen las palabras deben alejarse, porque no hay nada que decir.

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Siempre se espera que el deseo genere deseo, jams se nos ocurri siquiera la posibilidad de que esto no ocurra. Cuando el deseo no detona el deseo, algo se nos escurre del alma, algo nos deja inermes, desamparados y pareciera que el deseo es vergenza y opresin. Deshabilitadas, vagamos de perfil por las tardes, humillndonos ante nosotras mismas, porque el deseo avergenza y es la marca de Can sobre la piel toda, el tatuaje feroz de la ignominia. Nuestro deseo ya no es tesoro, sino lo ocultable. Y se llora y se sufre y el ridculo nos embarga. Entonces el deseo se encoge, se encoge y agoniza, ya muriendo.

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Pero luego, se agradece el hecho de haber tenido la posibilidad de sentir deseo, aunque ste no tenga referente y el espejo de ese deseo se quiebre. Se deja al desengao lejos. Entonces el cuerpo lava las heridas de la humillacin y la vergenza y emerge, magullado, pero pleno y se enraza en s mismo para aventurarse a esperar a que el deseo sea parte de l nuevamente, lo reivindique, porque si el deseo vuelve a meterse entre la piel, slo as, lamido y curado por el deseo, el cuerpo saldr victorioso.

Cuando se espera el deseo es que aparece la melancola. El placer de la tristeza es que aparece la melancola. El placer de la tristeza se establecer casi como el puente entre el cuerpo y deseo. As, empezar la lenta convalecencia del cuerpo y el deseo ir surgiendo poco a poco, nuevamente. En este restablecimiento sin pldoras ni medicaciones, la memoria entablillar los huesos, las palabras vendarn las heridas y la saliva restaurar las voces, los mil nombres del deseo, hasta que el deseo se ponga de pie y ya no espere ser refrendado por otro deseo, sino desear, desear tan intensamente, que toda vida tendr sentido tan slo por el deseo. La lluvia lo vestir sobre cada ventana y toda piel ser grito para llamarlo.

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Algunas veces, la tarde se impregna del deseo. Es cuando la lluvia lo llama en la ventana con golpes diminutos, como si la ventana fuera toda piel y hubiese que despertarla.

En esas tardes, el deseo se inventa a s mismo a cada paso. Entonces nada importa, porque bastar recordar el haberlo sentido para que la vejez se llene toda de agujeros por donde se escurra la vejez y quede slo el cuerpo de antes -el de ahora- el que se extendi desnudo en la oscuridad para cerrar los ojos e irse lejos, lejos de la culpa y el rencor y arribar al lmite, donde el cuerpo deja de ser y queda slo la pulsin, la obsesin de la lluvia y las miradas, el punto de convergencia del deseo. La boca se entreabre y se atiborra de pasado para no nombrarlo, para no abrirle un tajo al silencio con su nombre. Entonces, la tarde es una ancha mirada taciturna, una piel ardida, una mano tibia sobre la ventana y a su alrededor el halo del cuerpo opacando el vidrio e impidiendo a la mirada el escape. S, bastara con recordar cmo las manos se nos llenaban de slo imaginario, cmo la boca reptaba por el cuerpo que tena el nombre del deseo y la lengua lama, inventaba caminos, morda para saciarse y regresar a la lengua, a los dientes, al vientre, a las caderas estremecidas, lamer, lamer y cmo al abrir los ojos se estaba sola y temblorosa en la oscuridad.

Toda una vida se justificara si se pudiera recordar un minuto del deseo, el instante en que el cuerpo, con su idioma de cuerpo, grit su nombre, el segundo solemne en que se es dueo de la propia piel, porque el deseo la ha devuelto sin pecados ni castigos, lo ha retornado de una vez y para siempre a nuestra propiedad, el segundo en que la piel nos pertenece para vivir y vivirla.

Un segundo llena de agujeros la vejez y la valida.

FIN