Barbosa, Ricardo - Por Sobre Todo Cuida Tu Corazon

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RICARDO BARBOSA DC SOUSA

Por sobre todo

CUIDA U5Rñ Ensayos sobre espiritualidad cristiana

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icardo Barbosa de Sousa es pastor de la Iglesia Presbiteriana de Planalto, en Brasilia, Brasil, desde 1982. Estudió teología en la Facultade Teológica Bautista, en Brasilia, y en el Regent College, en Vancouver, Canadá. Es presidente de la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL), Sector Brasil. Junto a su esposa María Cristina, tiene dos hijos: Thiago y Arthur.

R CUIDA CU CORAZÓN

Ensayos sobre Espiritualidad cristiana

Ricardo Barbosa de Sousa

Buenos Aires - Año 2005

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En memoria de mi madre, Etelvina Barbosa de Sousa, cuya fe, devoción y temor me condujeron a encontrarme con Dios

Título original: O caminho do coragao Encontráo Editora, 1986

Publicado en español con permiso del autor

Copyright © 2005 Ediciones Kairós José Mármol 1734 - B1602EAF Florida

Buenos Aires, Argentina

Diseño de la portada: Adriana Vázquez Traducción: Onésimo Quicaña Gonzáles

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotografía, sin permiso

previo de los editores.

Queda hecha el depósito que marca la ley 11.723

Todos los derechos reservados All rights reserved

Impreso en Argentina Printed in Argentina

Barbosa de Sousa, Ricardo Cuida tu corazón : ensayos

Buenos Aires : Kairós, 2005.

264 p. ; 20xl4cm. - (FTL)

ISBN 987-9403-73-8

1. Espiritualidad. I. Título. CDD 248

sobre espiritualidad cristiana. - I a ed.-

Agradecimientos

Todos sabemos que un libro nunca es escrito por uno solo. Detrás de cada palabra u oración, existen personas y comuni­dades. Aquí deseo expresar mi gratitud a todos aquellos que, de alguna manera, contribuyeron para que el contenido de este libro pueda ser presentado finalmente.

Deseo comenzar con mi amigo y profesor, el Dr. James Houston, fundador y profesor de espiritualidad del Regent College, en Vancouver, Canadá. Él me acogió y por más de un año me ayudó no sólo a conocer los principios de la vida espi­ritual sino también a conocer los caminos de mi alma. Fue un maestro que alimentó tanto mi intelecto como mi corazón. Me enseñó a orar y a rescatar del corazón el lugar del afecto. Fue un maestro en el sentido más completo, me vio como una per­sona, comprendió mis temores y me ayudó a encontrar el cami­no para una relación más personal, íntima y fraternal con Dios.

Deseo agradecer también a la Iglesia Presbiteriana de Pla-nalto (Brasilia, Brasil), de la cual soy pastor desde 1982, cuando fue organizada. Durante todos estos años se convirtió en el lugar de crecimiento y aprendizaje más fértil, en el campo donde se construyen relaciones de amor y amistad en medio de tensiones y crisis de pecado. En ella el contenido de este libro es discutido y vivido con todas las alegrías y limitaciones propias de una iglesia que enfrenta los desafíos de la modernidad, y en ella he redescubierto la alegría del pastorado. Es una comunidad pa­ciente, capaz de convivir con mis limitaciones e imperfecciones, creando a través de la rutina de la vida eclesiástica el espacio necesario para la comunidad y la celebración.

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Para mi esposa María Cristina y para mis hijos Thiago y Arthur, con quienes tengo una deuda impagable de gratitud. Aquí, dentro de casa, lejos de los lugares y de las responsabi­lidades que camuflan nuestro verdadero ser, puedo mostrarme exactamente como soy y tener la seguridad de ser amado. Aquí la espiritualidad cristiana es vivida con toda su intensidad y debilidad. Estoy profundamente agradecido a mi esposa e hijos por recibirme con cariño y ternura.

Quiero ahora agradecer particularmente a mi amigo Valdir Steuernagel por haberme dado el primer empujón para escribir este libro. Después de leer un trabajo mío, presentado en una consulta de la Fraternidad Teológica Latinoamericana, él me incentivó para que lo transformara en libro.

A la directiva de la Iglesia Presbiteriana de Planalto, forurrí de debates e ideas que nos estimulan a pensar y caminar. A Bete, Luiz Carlos y Rubem Amorese por su incentivo y contribuciones para el enriquecimiento de este libro. A muchos otros y a todos aquellos que de una forma u otra hicieron su aporte, mi más sincero agradecimiento.

Contenido

PREFACIO DEL EDITOR 7

INTRODUCCIÓN 9

1. Job: paradigma de la espiritualidad cristiana 19

- Job: fidelidad e integridad 20 - La duda 21 - La apuesta 23 - El sentido de la espiritualidad cristiana 27

a la luz de la experiencia de Job - La doctrina de la retribución 31 - El encuentro de dos libertades 41 - Solamente Dios 51

2. Trinidad y espiritualidad 57

- La fragmentación de la Trinidad y el desafío 59 de la unidad de la iglesia

- Trinidad económica y Trinidad inmanente 63 - La naturaleza del Dios bíblico 66 - La Trinidad en la teología de Ricardo de San Víctor 70 - ¿Qué implica la doctrina de la Trinidad 78

para la espiritualidad cristiana? - Dos modelos de espiritualidad en la iglesia contemporánea 94

y una propuesta de espiritualidad trinitaria. - Trinidad, obediencia y libertad 103 - La cuestión social y la doctrina de la Trinidad 107 - Conclusión 111

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3. El lugar del desierto en la conversión del corazón 113

- El desierto en la tradición cristiana 116 - El monasticismo 117 - Los ideales del monasticismo 119 - El lugar del desierto en el encuentro con Dios 154 - El desierto en la experiencia bíblica 161 - El lugar del desierto en la experiencia cristiana 165

4. Redescubrir al Padre: la centralidad del Padre 171 en la espiritualidad de Jesús

- Razones para redescubrir al Padre 174 - El lugar del Padre en la vocación del Hijo 178 - Conocer a Abba 182 - Redescubrirnos como hijos 189 - Herederos del Padre 198 - Oír al Padre era prioritario en la vida del Hijo 202 - Abba y libertad cristiana 208 - Abba y la vida comunitaria 212

5. Comunión por la confesión 217

- Comprender la naturaleza del pecado 220 - Confesión: un camino hacia la verdad y la luz 227 - La experiencia de la confesión 237 - Los desvíos de la confesión 238 - Las formas de la confesión 240 - Los frutos de la confesión 249

Prefacio del editor

Por sobre todas las cosas, ¡cuídate!

Para bien o para mal, la cultura contemporánea ensalza el imperativo categórico del cuidado de uno mismo. El individuo hoy debe tomar conciencia y procurarse dicho cuidado en diversos aspectos de su vida. Para ello cuenta no sólo con la ayuda solícita de las nuevas tendencias publicitarias, que le ofrecen productos presuntamente adecuados a tal propósito, sino con toda una literatura que lo asiste con recetas prácticas para lograr el objetivo. El individualismo actual es conciente del imperativo de la época, que cada uno pone en práctica según su entendimiento y preferencia.

No obstante, el recetario posmoderno no pasa de un nivel de superficie y se resiste a bucear en las zonas más profundas en que dicho imperativo del cuidado de uno mismo sería aplicable. Por ese motivo, nunca llega a ese centro neurálgico en que se explican y se redimen muchos de los males que padecen los seres humanos: «Por sobre todas las cosas cuida tu corazón, porque de él mana la vida» (Pr 4:23). De modo que el presente libro, que se ocupa del citado consejo bíblico, se ofrece en un contexto cultural paradójico con dos tendencias en pugna: por un lado, la insistencia en el cuidado de uno mismo, y por el otro lado, la resistencia a entender este cuidado en un sentido transformador y contracultural.

¿Y qué sucede con la iglesia? Según el autor, mucho del cristianismo actual deteriora las posibilidades humanizadoras de la espiritualidad cristiana por la búsqueda de recetas religiosas

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tan fáciles como falsas y distantes de la enseñanza bíblica. Esta espiritualidad engañosa nos desampara en medio de un mundo extasiado con la exterioridad de las cosas, de los objetos hechos productos en el circuito de mercado. Este cristianismo superficial no es otra cosa que el reflejo o la parodia mimética de una cultura individualista, materialista, bélica y consumista. Su actitud egocéntrica, que siempre presume que Dios es un ser al servicio de nuestros variados intereses, nos mete en el callejón sin salida de la ausencia de solidaridad y de la parálisis afectiva. Caben, entonces, las preguntas: ¿Dónde se rompe el círculo vicioso de nuestro autocautiverio? ¿Y cuáles son los aspectos medulares de la espiritualidad cristiana, si ésta tiene un carácter radicalmente relacional y comunitario? ¿Cómo se restituye el afecto en medio de un mundo que tiene poco corazón a fuerza de haberlo descuidado?

El autor del presente libro destaca la espiritualidad cristiana se funda en la gratuidad de un Dios que nos acepta en su gracia y amor. Eso implica abandonar los esquemas de retribución, en los que la fidelidad se oferta a cambio del favor divino. Implica abrazar una espiritualidad fundada en el puro amor, el amor a cambio de nada, amor que incluso acepta las crisis que se sufren en el mundo sin pretender hacerse un dios a la medida de alguna salvación particular.

Celebramos poder ofrecer a los lectores un libro sobre espiri­tualidad cristiana que se enmarca dentro de esa preciada tradi­ción del discipulado costoso, contracara paradójica de la gracia entrañable de un Dios que nos llama a seguirle.

Introducción

Recientemente leí un artículo sobre un teólogo protestante que decidió pasar tres meses en un monasterio trapense. Después de ese período, él describe el impacto de su experiencia con estas palabras: «Soy un teólogo, pasé mi vida leyendo, enseñando, pensando, escribiendo sobre Dios. Pero necesito ser honesto: en realidad, nunca experimenté a Dios... No tengo con­ciencia de lo que realmente significa "presencia de Dios".»1

¿Es posible que alguien dedique toda su vida al estudio y al conocimiento de Dios, leyendo, pensando, escribiendo, enseñan­do, y no tenga ningún sentimiento de la presencia real de Dios? ¿Es posible que un cristiano tenga experiencias carismáticas con Dios y aun así no tenga ninguna relación personal con él? Para muchos, la respuesta a estas preguntas tal vez sería decir, simple­mente, que tal persona no experimentó de hecho la salvación. Adquirió el conocimiento, vivió experiencias, pero no nació de nuevo, no se convirtió. Creo que tal respuesta, muy común entre nosotros, responde en parte a la pregunta. No obstante, todavía deja un gran vacío cuando se trata de personas que experimen­taron una conversión real, que vivieron experiencias sinceras, y, en situaciones nuevas y dramáticas, descubren que no conocen a Dios, o que su conocimiento y experiencias no responden en lo mínimo a los dilemas vividos. Las respuestas a esas preguntas,

1 Citado por Robin Maas y Gabriel O'Donnel, Spiritual Traditions for the Contemporary Church, Abingdon Press, Nashville, 1990, p. 11.

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que involucran a cristianos sinceros y honestos, están en el centro de nuestra reflexión sobre el dilema espiritual que afecta no sólo a teólogos y profesores de Biblia sino también a laicos, en una dimensión más profunda y amplia.

¿Qué significa el conocimiento de Dios en nuestra experiencia personal y comunitaria? ¿Qué papel desempeña la teología en este conocimiento? En mi experiencia, tanto personal como pastoral, he observado que la información (dimensión cognitiva) o aun la acción (experiencia religiosa) no siempre determinan un encuentro personal con Dios. He notado que hoy más que en cualquier otra época muchos cristianos viven la paradoja de un activismo religioso incomparable y un vacío espiritual sin prece­dentes. En realidad, el activismo no es otra cosa que la máscara que cubre el vacío relacional. Entonces, ¿qué es lo que determina nuestro encuentro con Dios? ¿Será que la conversión implica el establecimiento de una relación personal automática con Dios? Para entender este dilema, tendremos que caminar por una vía de doble sentido. Por un lado tenemos nuestros fundamentos bíblicos y teológicos, sin los cuales uno pierde sus límites y fronteras. Por otro lado, tenemos que mirar nuestro corazón, la fuente de nuestros afectos y devociones, que es el lugar donde nacen nuestras relaciones íntimas y personales.

Este encuentro personal con Dios y el cultivo de esta relación son el tema central que envuelve nuestra fe y toda nuestra teología, y que aún permanece oscuro para muchos cristianos. Nuestra búsqueda de respuestas a este deseo latente en el alma de todo ser humano ha llevado a muchos a recorrer caminos que, a pesar de ser correctos en su propuesta, no siempre llevan a donde, en efecto, deseamos ir. La relación personal e íntima con Dios es el asunto más elemental y al mismo tiempo el más profundo y misterioso en nuestra vida espiritual.

INTRODUCCIÓN 11

Éste es el tema que pretendemos tratar aquí. Sé que ya fueron escritos innumerables libros sobre esta materia y que posiblemen­te muchos se estén preguntando si alguien podría añadir algo nuevo. Verdaderamente, no pretendo presentar nada nuevo. Por el contrario, mi intención es rescatar un poco de nuestra historia, de aquello que fue dicho sobre un tema tan antiguo como la propia fe. Quisiera recuperar algunas de las tradiciones espiritua­les que contribuyeron mucho a la relación del ser humano con Dios e intentar crear puentes entre ese pasado y el presente. Nuestro abordaje procurará considerar también la realidad de la espiritualidad evangélica, la forma en que se vivencia en la iglesia y las influencias que el mundo moderno ejerce sobre ella.

La crisis que vivimos hoy en América Latina y en todo el mundo occidental es, a mi modo de ver, el resultado de la quiebra de una civilización científica y tecnocrática, que fracasó por no considerar la dimensión espiritual y relacional del ser humano. En parte, esta crisis que vivimos tiene sus raíces en la afectividad. Las transformaciones que la civilización moderna viene experimentando en estos últimos años han provocado cambios que, aunque muchas veces son imperceptibles, afectan profundamente nuestras estructuras comunitarias y relaciónales. La competitividad se instaló en el ser humano moderno como un virus para el cual aún no se ha descubierto ningún antibiótico. Por el contrario, es alimentado por el individualismo y el consu-mismo, que se convirtieron en el pasaporte para la realización del ser humano.

Este fenómeno afecta también a la comunidad cristiana en la forma de un nuevo modelo de espiritualidad que descompone y compromete el sentido de ser iglesia. Muchas iglesias viven hoy un clima de intensa competitividad, que las lleva a una perma­nente búsqueda de modelos litúrgicos alternativos, como si fue-

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sen «marcas registradas». Así disputan su espacio en el mercado religioso. Innovar es necesario para competir, para mantenerse en el mercado. Hace poco escuché a un amigo involucrado en el mercado de la música religiosa sobre el interés de las grandes industrias discográficas en el segmento del mercado evangélico. Algunas empresas ya pensaron en contratar directores exclusivos para atender esta demanda. Por un lado, me alegro de la inserción de la música evangélica en el mercado secular, como forma de testimonio del amor de Dios, pero, por otro lado, me preocupa el espíritu empresarial de dicho mercado. El mismo amigo me dijo que las industrias fonográficas planean con más de un año de anticipación cual será el tipo de música que dominará el mercado. Esto quiere decir que en alguna oficina ciertos ejecutivos (muchos de ellos ni siquiera cristianos), con datos y encuestas en la mano, decidirán lo que a los cristianos les va a gustar o no en los próximos años. Y haremos esto pensando que es una «obra del Espíritu». Esto ilustra en parte el poder con que el espíritu moderno afecta a la iglesia y su espiritualidad. Es el mercado el que decide la agenda de la iglesia. La religión se está transformando en un producto más en la vitrina del vasto mercado de consumo. Está siendo reducida a una experiencia individual, utilitaria y desconectada, no sólo de la ética y de la moral, sino también del alma y del corazón del ser humano.

La influencia que ejercen estos nuevos hábitos y comporta­mientos sobre nosotros, nuestras relaciones y, particularmente, nuestra espiritualidad es incalculable. Hoy la persona vale más por lo que posee y puede ofrecer, que por aquello que es. Y la búsqueda por tener exige una opción por el poder, por la inde­pendencia, por la autonomía. A partir del momento en que el tener define el ser, establecemos una nueva base para el significado de «persona», y esto compromete todo el universo relacional, incluso el espiritual.

INTRODUCCIÓN 13

El individualismo, asociado con otros fenómenos del mundo moderno, trae uno de los mayores desafíos a la espiritualidad cristiana; uno como jamás se ha visto. Es el reto del encuentro, de la relación, del descubrimiento del otro, no por lo que tiene o representa sino por quién es. Penetrar en este misterio que envuelve nuestras relaciones personales exigirá de nosotros una postura crítica respecto a lo que sucede a nuestro alrededor, para buscar los caminos que nos integren nuevamente en una relación que sea afectiva, íntima y personal.

Lo que hoy vemos es la confirmación de que el testimonio de aquel teólogo que pasó tres meses en un monasterio se está transformando en una realidad en casi todo el mundo protestan­te. Tal vez la gran dificultad que todos tenemos que reconocer es que no conseguimos vernos fuera del activismo religioso en que estamos insertos y que desarrolla un papel alienante. El activismo nos aliena de las relaciones personales al crear un mundo en el cual el hacer determina el significado del ser. Nos relacionamos con nuestro trabajo y con todo lo que gira en torno a él. Nos hacemos dependientes de la agitación de nuestros cultos y programas religiosos, que no reservan tiempo ni oportunidad para un encuentro con nuestra propia alma, nuestro propio corazón. No nos conocemos más, no sabemos quiénes somos, apenas percibimos lo que sabemos hacer. Cuando un cristiano moderno se arriesga a pasar tres meses en un monasterio trapense (los trapas se dedican al silencio, a la meditación y a la oración), la convivencia con el silencio le trae revelaciones sobre sí mismo que nunca tendría en medio de la agitación y el fervor de los cultos. Estas revelaciones son fundamentales para la construcción de la espiritualidad.

Sabemos mucho sobre Dios, teología, misión, ética, moral, alabanza, pero sobre nuestra experiencia personal y afectiva con

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Dios, nuestro conocimiento es excesivamente pobre. Tal pobreza está limitada no sólo por la falta de conocimiento bíblico y por las influencias del mundo moderno sobre nuestra fe, sino también por la ausencia de una experiencia real de amor y aceptación que muchos de nosotros jamás tuvimos en la vida. Hace poco tiempo, conversando con un amigo sobre nuestra experiencia afectiva con Dios escuche de él la siguiente respuesta: «No puedo decir que amo a Dios. Verdaderamente no sé lo que significa amor, nunca tuve una experiencia real de amor, no sé lo que esto significa.» Fue una respuesta honesta y valiente. Lo que está en juego en esta afirmación no es el conocimiento cognitivo de Dios ni tampoco la seguridad de su salvación, sino el lugar del corazón y el afecto en la relación personal con Dios. El conflicto presentado por mi amigo revela algo más profundo. Una limitación afectiva que normalmente es sustituida por actividades o experiencias que nos engañan y cambian el centro de nuestra espiritualidad. Este tipo de conflicto puede representar muy bien la realidad de muchos cristianos de hoy, en escala y nivel variados. El hecho es que las experiencias negativas que cargamos desde nuestra infancia, las heridas relaciónales construidas a lo largo de nuestra vida, las carencias emocionales y afectivas que todos tenemos, y que están presentes en nuestro mundo interior, determinan nuestras relaciones tanto con las personas como con Dios.

Si miramos nuestra vida de oración, podremos constatar sin gran dificultad lo que digo. Para muchos de nosotros, la oración es el aspecto de la vida cristiana en el que siempre nos encon­tramos en falta. No obstante, el cultivo de la oración como apenas una amistad con Dios, por el simple placer de estar en su presencia y gozar de su compañía, es una experiencia un tanto rara para muchos cristianos, porque simplemente no sabemos lo que significa amistad. Es bastante raro encontrar a alguien que

INTRODUCCIÓN 15

haya tenido una verdadera experiencia de amistad. Mi iglesia es relativamente pequeña y siempre consideré que su punto fuerte era la amistad y las relaciones personales. Sin embargo, no es tan así. Recientemente hicimos una investigación en la que pudimos constatar que muchos se sienten solitarios. Frecuentemente estamos juntos y tenemos muchos programas de convivencia, pero el cultivo de amistades íntimas y profundas no es tan común como me parecía. Esto revela la fragilidad de nuestra amistad con Dios.2 Cuando veo personas orando y haciendo afirmacio­nes del tipo «yo ordeno», «yo reivindico», o incluso «yo exijo» me pongo a pensar qué tipo de amistad están construyendo con Dios, o qué imagen de Dios tienen estas personas en mente cuando oran.

La lógica, la razón, la ciencia y aun la experiencia no determi­nan a priori un encuentro personal con Dios. Podemos ser maestros en divinidad, doctores en teología, líderes carismáticos y aun así llegar a la misma conclusión del vacío espiritual experimentado por muchos cristianos a lo largo de la historia.

Este libro es la coletánea de cinco ensayos sobre espiritualidad que escribí para diferentes situaciones. Dos de ellos ya fueron publicados por la revista Comunicarte: «Redescubrir al Padre» {«Redescoberta do Pai») salió en el libro que registra las po­nencias presentadas en el congreso de la AEVB (Asociación Evangélica Brasilera). «La comunión por la confesión» salió como un pequeño libro bajo el título Comunhao pela Confissao. En el presente libro ambos sufrieron algunos cambios y adicio­nes. Los otros tres capítulos son publicados aquí por primera vez.

2 Ver James Houston, Orar com Deus, ABBA Press, San Pablo, 1994. Este autor aborda la oración como una relación de amistad con Dios que transforma el carácter humano.

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Todos ellos abordan el mismo tema de la espiritualidad cristiana. En mi opinión, estos cinco textos constituyen un camino para la reflexión y la construcción tanto de la experiencia espiritual como de su teología.

El primer capítulo trata de la experiencia vivida por Job, quien constituye un paradigma para nuestra experiencia espiritual y humana. Job representa un modelo de encuentro con Dios que define, de cierta manera, la naturaleza de nuestro encuentro y relación con Dios. El segundo capítulo es una tentativa de abor­dar el tema de la Trinidad desde la perspectiva de su contribución para la vida espiritual. Para muchos cristianos modernos, la Trinidad no tiene nada que contribuir a las situaciones que envuelven nuestro diario vivir, pues se trata de un tema complejo, abstracto y sin ninguna relevancia para la espiritualidad. Buscaré mostrar no sólo su importancia sino también su carácter central para el cristianismo. El tercer capítulo aborda la contribución de los padres del desierto y del movimiento monástico para la espiritualidad contemporánea. Lamentablemente, para muchos evangélicos el cristianismo saltó del siglo 1 al siglo 16, y todo lo que sucedió en el período que abarca desde el siglo 2 al siglo 15 no tiene nada qué contribuir a la fe cristiana. Sin embargo, uno de los períodos más fértiles de la espiritualidad cristiana se encuentra en la contribución de los padres del desierto, quienes con sinceridad e integridad de corazón buscaban un encuentro verdadero con Dios. El cuarto capítulo busca rescatar el carácter central del Padre en la espiritualidad del Hijo. Delante de la orfandad alienante que el hombre moderno enfrenta, sin duda alguna, el redescubrimiento del Padre en la vida del Hijo repre­senta uno de los grandes desafíos para la espiritualidad y misión de la iglesia. Finalmente, abordaré el olvidado tema de la confe­sión, como un camino para la amistad, la comunión y la libertad.

INTRODUCCIÓN 17

Mi esperanza es que la meditación en estos temas produzca un despertar para recuperar la dimensión relacional de la teolo­gía y de la vida cristianas. «Amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos» constituye, según las palabras de Jesús, toda la ley y los profetas.

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Job: paradigma de la espiritualidad cristiana

Oro para que Dios abra nuestros ojos y nos permita ver !os tesoros escondidos que él nos concede en los sufrimientos de los cuales el mundo sólo piensa en huir.

Juan de Ávila

El libro de Job narra una de las experiencias más dramáticas jamás vividas por un ser humano. Desde la perspectiva de la espiritualidad cristiana, entender el relato de Job constituye sin duda una de las más ricas y profundas percepciones de las crisis del alma humana en la búsqueda de significado y realización.

La crisis de Job ha sido explorada casi siempre en el contexto del sufrimiento humano. Los análisis que hacemos de su expe­riencia buscan evocar su paciencia y despojo delante de una de las más humillantes pruebas por las que alguien haya pasado. Sin embargo, la temática del libro de Job abarca más. En efecto, comprende el problema del sufrimiento, del mal, pero principal­mente la cuestión de la relación del ser humano con Dios en medio de las complejidades de la vida.

Al reflexionar sobre la vida y los dilemas de Job, nos deten­dremos en esa relación. ¿Cómo hemos construido nuestra rela­ción con Dios? ¿Con qué bases establecemos nuestro encuentro

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con él? Estas preguntas están en el centro de nuestra reflexión sobre la espiritualidad cristiana. Sin duda, el sufrimiento de Job nos ayuda a entender el lugar de Dios en nuestra experiencia espiritual. En este sentido, Job se nos presenta como un para­digma de la espiritualidad humana y cristiana, que tanto nos muestra la fragilidad de nuestras pretensiones y teologías, las cuales no siempre responden a las cuestiones más profundas del alma, como nos revela un Dios que no encuadra en los esque­mas teológicos y doctrinales que construimos. Desvestirnos de nuestras pretensiones teológicas y encontrarnos con el Dios libre y soberano constituyen el camino que Job nos propone.

Job: fidelidad e integridad

Job es presentado y confirmado por Dios como «un hombre recto e intachable, que me honra y vive apartado del mal» (Job 1:8). Esta declaración de Dios mismo no deja la menor duda en cuanto a la conversión e integridad de Job. Por lo tanto, no estamos hablando aquí de alguien que no había tenido un en­cuentro con Dios, de una persona que no se había convertido. Es común en el mundo religioso, y particularmente en el evangélico, justificar el sufrimiento y las reacciones semejantes a las de Job como respuestas de alguien que no conoce a Dios, o como mínimo, que no confía en él. Así reaccionaron los amigos de Job al drama que éste vivía.

Sin embargo, Job es un hombre recto, intachable, que honra a Dios. Este es el testimonio de Dios sobre él. Dios mismo confirma su idoneidad e integridad. Y si el propio Dios declara la integridad, temor y rectitud de Job, ¿qué más podría faltarle a éste para completar su devoción y espiritualidad? ¿Sería posible

JOB: PARADIGMA DE LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA 21

hallar a alguien más íntimo y temeroso de Dios que Job? ¿No era el testimonio de Dios más que suficiente para confirmar que allí se encontraba un hombre que había alcanzado la gracia de la aprobación divina? Como padre, Job frecuentemente santificaba a sus hijos, ofreciendo holocaustos con el recelo de que hubiesen cometido algún pecado contra Dios; como hombre, era respeta­do y honrado por su integridad y rectitud; era próspero y gozaba de salud, alegría y paz con toda su familia; y procuraba andar con Dios al punto que Dios mismo afirma que no había ninguno en la tierra semejante a él. ¿No era acaso la vida de Job un ejem­plo de espiritualidad, devoción y piedad sin precedentes?

Todo nos lleva a creer que sí. Job era el orgullo de Dios. Fue la persona que Dios escogió, entre todos los habitantes de la tierra, para llamar la atención de Satanás con relación a su integridad, rectitud y temor. Era un ejemplo de espiritualidad y devoción. No había nadie igual a él. Job es único bajo la mirada de Dios, quien lo llama «mi siervo».

Este es el perfil de nuestro personaje. Y es bueno que quede claro que nuestra reflexión sobre la espiritualidad cristiana pasa primero por este perfil. Como ya dijimos, no estamos delante de ningún hipócrita sino ante un hombre que teme a Dios y se aparta del mal. Se trata de un hombre que a todos nosotros nos gustaría tener como amigo, padre o hermano.

La duda

Sin embargo, ante esta presentación, Satanás en tono irónico lanza una duda sobre la afirmación de Dios respecto a la inte­gridad de Job. La duda es: «¿Acaso teme Job a Dios de balde? (Job 1:9). ¿Son realmente puras las motivaciones que lo llevan

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a ser lo que Dios afirma de él? ¿No será que todo ese temor, integridad y pureza es un buen negocio para él? Después de todo, Dios lo ha bendecido y protegido, ha rodeado su casa de prosperidad, salud y todo cuanto un hombre necesita para ser feliz y responder a Dios naturalmente con fidelidad y lealtad. En fin, para el diablo, la integridad de Job es apenas un buen negocio.

La duda que Satanás lanza no se refiere a la integridad, temor y rectitud de Job, sino a sus motivaciones expectativas e intereses para ser tan leal y temeroso de Dios. Para Satanás, la experiencia religiosa del ser humano no puede ser explicada sin que haya un interés, un deseo de recompensa oculto en sus motivaciones. El punto decisivo de la duda de Satanás es: ¿Puede el ser humano adorar y servir a Dios por nada? ¿Desinteresadamente? ¿Sin ninguna recompensa? ¿Simplemente porque Dios es Dios? ¿Es posible que entre Dios y el ser humano haya un encuentro cuyas únicas motivaciones sean el amor y el afecto?1

Satanás considera que no. Según él, el ser humano siempre se acerca a Dios por las ventajas que esta relación le pro­porciona. Una vez obtenidas tales ventajas, no le quedaría motivación alguna para buscar a Dios. El utilitarismo preside las relaciones humanas, y no es diferente cuando se trata de Dios y del mundo espiritual. Satanás cree que existen motivos ocultos tras la piedad de Job. Tales motivos secretos —muchas veces ocultos aun para nosotros mismos— muestran la verdadera

1 El libro Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, de Gustavo Gutiérrez (Sigúeme, Salamanca, 1986), incluye un excelente abordaje del dilema vivido por Job. El punto central está en el principio de la retribución y de la gratuidad de la gracia de Dios. Otro libro que ayuda a comprender el dilema de Job es O Deus indisponiuel. O Livro de Jó, de Karl Heinem (Ediciones Paulinas, San Pablo, 1982).

JOB: PARADIGMA DE LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA 23

intención de nuestro interés por Dios. ¿Qué sucedería si Job perdiese su riqueza y honor? ¿Continuaría siendo temeroso de Dios? ¿Continuaría amando a Dios, a pesar de la miseria y de la enfermedad? Satanás piensa que no.

Con toda seguridad, esa misma duda está también sobre nosotros. Los motivos que nos llevan a buscar a Dios, su poder y misericordia, no siempre nacen del deseo puro y sincero de amarlo y servirlo de manera desinteresada. Las recompensas que acompañan las demandas que recibimos en la mayoría de los casos hablan más alto que nuestro amor y afecto. Difícilmente nos vemos completamente libres de las seducciones de las recompensas. De una forma u otra, éstas siempre están presentes en nuestras motivaciones más secretas. No obstante, buscar un encuentro con Dios que sólo tome en cuenta el amor desinte­resado nos conduce a una relación espiritual más profunda, íntima y personal.

La duda está lanzada. Y convengamos que no se. trata de una duda simple de resolver. Es una duda de naturaleza moral, que toca lo que hay de más íntimo y personal en el ser humano. La misma lanza sospechas sobre realidades acerca de las cuales ni nosotros mismos tenemos el pleno conocimiento y dominio, y cuyo tratamiento y resolución envuelve un proceso de desnudez de nuestras motivaciones y sentimientos más secretos. Tan secretos, que, con todo el conocimiento que suponemos tener sobre nosotros mismos, no podemos afirmar que conocemos con claridad los motivos de nuestros afectos.

La apuesta

Entonces Satanás propone una apuesta para arrojar luz sobre su duda. Su sugerencia es que Dios le conceda el permiso para

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quitarle a Job aquellas ventajas y estímulos externos, que lo impulsarían a ser temeroso y justo, para comprobar si al final continúa adorando a Dios o termina blasfemándolo:

¿Acaso no están bajo tu protección él y su familia y todas sus posesiones? De tal modo has bendecido la obra de sus manos que sus rebaños y ganados llenan toda la tierra. Pero extiende la mano y quítale todo lo que posee, ¡a ver si no te maldice en tu propia cara!

—Muy bien —le contestó el Señor—. Todas sus pose­siones están en tus manos, con la condición de que a él no le pongas las manos encima.

Dicho esto, Satanás se retiró de la presencia del Señor. (Job 1:10-12).

Vale la pena enfatizar una vez más que Satanás no niega la piedad e integridad de Job. Este no es el punto central. Satanás desconfía de la motivación, de los intereses ocultos. Quiere ver si le es posible al ser humano buscar a Dios y adorarlo sin ninguna expectativa de recompensa. Para él, todos son iguales. No existe relación humana que sea motivada sólo por el afecto desinteresado. Dios concede la apuesta y permite que Satanás perjudique a Job, que exponga los «motivos» de su temor y devoción, que desnude su corazón y su alma, y muestre sus verdaderas intenciones.

Así, en una sucesión de catástrofes, Job pierde todo. Se encuentra solo, sin ningún estímulo. Nada que exteriormente pueda justificar su integridad y fidelidad. Al ver sus animales, siervos, propiedades, hijos e hijas destruidos por el fuego y los vendavales, Job se siente completamente solo, sin nada que siquiera le recuerde tímidamente los momentos de hartura y abundancia que Dios generosamente le concedía. Todo aquello que podría haberlo motivado a servir a Dios con devoción y fidelidad es ahora apenas cenizas y escombros.

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Job recibe la noticia de la muerte de sus hijos e hijas y de la pérdida de sus propiedades. No obstante, incluso delante de este cuadro desolador, el texto dice que Job no pecó ni atribuyó a Dios ninguna falta. En un gesto de extrema piedad y devoción, Job afirma: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo he de partir. El Señor ha dado; el Señor ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del Señor!» (Job 1:21). Job continúa mostrando su temor a Dios, reconociendo que la trayectoria humana, tanto en el comienzo como en el fin, revela la grandeza de Dios y la limitación del ser humano. Humildemente, él demuestra que su temor de Dios es más que los bienes que posee. Hasta aquí Dios va ganando la apuesta.

En un segundo encuentro entre Satanás y Dios, el Señor confirma una vez más la integridad de Job. Le dice a Satanás: «Aunque tú me incitaste contra él para arruinarlo sin motivo, ¡todavía mantiene firme su integridad!» (Job 2:3b). Sin embargo, Satanás insiste y desafía a Dios una vez más. Según él, lo sucedido a Job no había sido suficiente: «¡Una cosa por la otra! —replicó Satanás—. Con tal de salvar la vida, el hombre da todo lo que tiene. Pero extiende la mano y hiérelo, ¡a ver si no te maldice en tu propia cara!» (Job 2:4, 5). Ahora el enemigo pretende ir un poco más allá. Cree que por la vida es posible renunciar a los bienes y a los seres queridos, y aun así seguir siendo temeroso de Dios. Job tiene algo mucho más valioso que sus bienes y su familia para negociar con Dios: su vida y su salud. Satanás propone perjudicarlo en la carne y en los huesos, puesto que Job todavía tiene la salud como un as en la manga. Es necesario dejarlo sin nada, sin ninguna recompensa ni estímulo que lo lleve a buscar interesadamente a Dios. El Señor autoriza a Satanás: «Muy bien —dijo el Señor a Satanás—, Job está en tus manos. Eso sí, respeta su vida» (Job 2:6). Job se

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enferma de llagas desde la planta de los pies hasta la cabeza. La imagen es desoladora. No le quedó nada, ni bienes, ni familia, ni salud. Job es un pobre miserable, enfermo y solitario. En tal estado resalta el silencio. Job no dice nada. Se recoge silencio­samente ante la terrible realidad.

Este es el cuadro que presentan los primeros dos capítulos del libro de Job. La apuesta está hecha. Dios coloca sobre la mesa todas sus cartas. Si Job falla, Satanás gana la apuesta, es decir, quedaría probado que nadie adora a Dios sin motivo alguno, sólo por el amor y el deseo de adorarlo. Con esto Satanás no sólo derrumbaría todo el propósito de Dios de establecer una relación con el ser humano sino que crearía un argumento para justificar su caída. Satanás podría tranquilamente decir que nadie, ni siquiera él, consigue responder al amor de Dios. De modo que no sólo está en juego la integridad de Job sino una relación: el vínculo libre, personal, afectivo y desinteresado entre el ser humano y Dios. Si Job falla, sería evidente que el ser humano no ama a Dios simplemente porque Dios es Dios, sino por los dividendos que esto le rinde.

Job es inocente. Dios lo sabe y nosotros también. Las aflic­ciones y sufrimientos por los que él atraviesa no nacen de algún castigo merecido ni obedecen a una ley de causa y efecto. El motivo de su sufrimiento y privación es solamente el resultado de una apuesta entre Dios y Satanás. Esto, de cierta manera, agrava todavía más el cuadro. Job no sabe por qué está sufriendo. Cuando un padre disciplina a su hijo, procura siempre explicar el motivo. Aunque la disciplina no sea justa, el hijo sabe por qué es disciplinado. Sería una enorme cobardía y falta de respeto disciplinar a alguien sin explicarle el motivo ni la razón. En el caso de Job, no hay razón ni motivo para su sufrimiento. No existe ningún fundamento que Job necesite conocer. En virtud

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de la apuesta, más allá del sufrimiento en sí, Dios calla. No responde al clamor de Job, quien busca una razón que justifique tamaña desgracia. Además de perder todo lo que tenía, Job sufre también con el silencio de Dios.

El sentido de la espiritualidad cristiana a la luz de la experiencia de Job

Aquí encontramos la clave para comprender el significado de la espiritualidad cristiana. La relación entre el ser humano y Dios se encuentra en el centro de este drama vivido por Job, quien representa un paradigma de la espiritualidad cristiana. En el cen­tro de la desconfianza y de la apuesta de Satanás, encontramos el lugar del corazón en la experiencia espiritual. Al penetrar en ese mundo de sufrimiento y privación, Job se encuentra con una realidad que nunca había notado antes: la de su corazón y sus afectos. El sufrimiento generó un despojo de sí mismo y de las cosas que simbolizaban la presencia y la gracia de Dios. El cuadro que tenemos de Job es desolador, sentado sobre los escombros de sus bienes, cubierto de tumores malignos desde la planta de los pies hasta la cabeza, y raspándose con un pedazo de teja las heridas que lo consumían. Job se vio completamente vacío. No había nada que le recordara la abundancia de «bendiciones» que hicieran de él un hombre feliz. En estos momentos de vacío es cuando descubrimos la verdad oculta en nuestro corazón, es decir, nuestros verdaderos motivos, de cuya integridad Satanás tanto desconfía. Exactamente eso quiere descubrir Satanás en el caso de Job, pues no acredita que exista en el corazón humano otra cosa que intereses mezquinos y egoístas, como en su corazón.

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En una de sus cartas Charles de Focauld escribió:

El hombre necesita entrar en el desierto para recibir la gracia de Dios. Es allí que alejamos todo aquello que no es de Dios. El alma necesita penetrar en este silencio... en la soledad, en este encuentro solitario con Dios... se revela a sí mismo en nuestra alma y que podemos entregarnos íntegramente a él.2

El sufrimiento llevó a Job a penetrar en ese silencio, en ese encuentro solitario con Dios. Allí los secretos de su corazón serían revelados, sus motivaciones más secretas, desenmascaradas, y por fin se revelaría si su amor y afecto por Dios eran puros y desinteresados o no.

La espiritualidad cristiana es una espiritualidad del corazón. El sabio escribe: «Por sobre todas las cosas cuida tu corazón, porque de él mana la vida» (Pr 4:23). Vivimos en una sociedad donde desde temprano aprendemos a guardar nuestra auto-imagen, nuestro status social, nuestro intelecto, nuestras con­quistas personales, nuestro espacio de realización, pero no nuestro corazón. Es del «corazón que proceden las fuentes de la vida», dice el sabio. Para muchos cristianos, la vida espiritual se define por el conocimiento que tenemos de Dios a través de la Biblia y/o de las experiencias espirituales que acumulamos a lo largo de nuestro camino. Sin embargo, el centro de nuestra espiritualidad está en nuestros afectos, que nacen del corazón. Cuando el Señor Jesús llamó al apóstol Pedro para el pastorado no le preguntó cuánto conocía acerca de Dios o qué experiencias espirituales había tenido, pero sí le preguntó si él lo amaba. Era el afecto de Pedro lo que le interesaba a Jesús. Esto no significa

2 Citado por James Houston, The Hungry Soul, A Lion Book, Oxford, 1993, p. 173.

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que el conocimiento y la experiencia sean irrelevantes, pero si ambos no se traducen en afectividad, si no afectan el corazón, se transforman en presas fáciles de las apuestas del diablo.

«Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente» y «a tu prójimo como a ti mismo» constituye, según la enseñanza de Jesús, el cumplimiento de la ley y de los profetas. Parafraseando, podemos decir que «amar a Dios con todo nuestro corazón, ser, mente y fuerzas» es el cumplimiento de todo conocimiento y experiencia. Este amor que nace del corazón determina los secretos de la espiritualidad. Lo que estaba en juego era el amor de Job hacia Dios. La apuesta no involucraba ni su conocimiento ni sus experiencias. Satanás no tenía duda alguna respecto al conocimiento que Job tenía de Dios o respecto a sus experiencias, pero sí dudaba de su amor. Creía que una vez retiradas las experiencias y el conocimiento (veremos más adelante que Job, al igual que sus amigos, era partidario de la doctrina de la retribución) no quedaría nada qué ofrecer a Dios, a no ser blasfemias y rebeldía.

La vida espiritual es aquella que nos lleva a sacar del corazón lo precioso que hay en él y ofrecerlo al Señor. Nos conduce a buscar en los compartimientos más secretos del alma los sentimientos más nobles y puros, y dedicarlos al servicio de la adoración. Cuando el ser humano es capaz de adorar y servir a Dios por nada, simplemente porque Dios es Dios, y no porque él lo cubre de beneficios, encuentra el sentido mayor de su devoción, el centro de su espiritualidad, el corazón como fuente de los afectos más puros y genuinos de su alma.

Job se encuentra ahora sin nada. No tiene una familia que lo apoye para así renovar sus esperanzas. No tiene bienes que le permitan vivir confortablemente seguro. También desaparecieron la reputación y la honra que provenían de todo esto. Está solo.

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No tiene nada que le permita demostrar que Dios está vivo, a no ser Dios mismo. No tiene ningún motivo para adorar y servir a Dios, a no ser Dios mismo. ¿Qué pasará ahora con Job?

Su esposa, al contemplar el cuadro desolador en que se en­cuentra su marido, no tiene otra reacción que la de decir lo obvio (por lo menos en la óptica de Satanás): «¿Todavía mantienes firme integridad? ¡Maldice a Dios y muérete!» (Job 2:9). Para ella no vale la pena ser íntegro. Las ventajas se acabaron. Dios dejó de ser útil. ¿Para qué servir a Dios? ¿Cuál es la finalidad de la integridad? Seguramente, así habrá estado pensando ella. Pero, ¿no era exactamente ésta la sospecha que levantó el diablo en el encuentro que tuvo con el Señor Dios? ¿No fue él quien dijo que una vez que hubiera perjudicado a Job y sacado todo cuanto motivaba su integridad, éste blasfemaría contra Dios, le daría la espalda? Pues bien, la esposa de Job es la primera en confirmar la sospecha de Satanás y contribuir para que su marido actúe exactamente como aquel había previsto en la apuesta. Aquí Satanás gana un punto.

La reacción de la mujer de Job, dentro del contexto de nuestra formación religiosa evangélica, puede parecemos una gran insensatez. Ningún cristiano que goce de perfecta salud mental y espiritual afirmaría tal absurdo. Sin embargo, si somos honestos y sinceros, tenemos que estar de acuerdo en que su reacción no fue tan absurda. ¿Cuántos cristianos han abando­nado la fe por mucho menos? ¿Y cuántos entran en una crisis existencial y espiritual en virtud de calamidades menos adversas por las que pasan? ¿Cuántos en este momento se preguntan: «Porque Dios permite esto o aquello»? La verdad es que la sospecha de Satanás respecto a Job se aplica con mucha propiedad a la mayoría de los cristianos. Para comprobar esto basta con prestar la debida atención a los testimonios que

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escuchamos sobre las bendiciones de Dios en la vida de nuestros hermanos. Salvo rarísimas excepciones, las bendiciones de Dios se refieren siempre a alguna ganancia material o espiritual (en la mayoría de los casos, material) que recibimos. Para muchos, la señal de la presencia y de la gracia de Dios son las ganancias que tenemos, sin las cuales nos sentimos huérfanos y completamente abandonados. Y Job se encuentra así, despojado, realmente sin nada para testificar de la presencia de Dios. No tiene familia, ni bienes, ni salud. Nada. Más aún, Dios guarda silencio. Delante de este vacío, Job no tiene ninguna otra salida que no sea maldecir a Dios y después darle un fin a su propia existencia. Su mujer es la portavoz de la gran mayoría de los seres humanos. Sólo la condenan aquellos que nunca pasaron por una experiencia semejante.

La doctrina de la retribución

Ahora entran en escena los amigos de Job. Después de siete días de silencio solidario, éstos comienzan una investigación mi­nuciosa de la vida y el pasado de Job, buscando descubrir donde se había equivocado. Esta pesquisa era fundamental para que Job se volviera al arrepentimiento y la confesión, y así recibiera de nuevo lo que le había sido quitado como punición por su pecado. Es una postura muy común en la consejería. Si algo va mal, es porque existe una causa, un pecado no confesado, una maldición hecha en el pasado, alguna cosa que justifique los problemas del sufrimiento humano. Sin embargo, en el contexto del sufrimiento de Job, sabemos que no hay ninguna causa que justifique tamaño dolor. Job era inocente, no en el sentido de que no era un pecador, sino en que no había nada que lo

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responsabilizase por el sufrimiento. El consejo de sus amigos era que busque a Dios y confiese sus pecados, porque así, y so­lamente así Dios lo bendeciría con dádivas materiales y le devolvería lo que le fuera arrancado como punición por su falta.

Los amigos de Job construyeron una teología que, aunque es muy común entre nosotros, describe exactamente las sospechas de Satanás. Se trata de una teología que lleva al ser humano a buscar y a servir a Dios por la recompensa que puede recibir, y no por un sentido de amor y afecto desinteresado por el Señor. Podemos llamarla «teología de la retribución» o «teología del fraude o de la transacción fraudulenta». Aquí se establece una relación utilitaria, acerca de la cual Satanás había lanzado sus dudas.

Para los amigos de Job la lógica es muy simple. Dios bendice a los justos y castiga a los impíos. Es una lógica de causa y efec­to. Todo sufrimiento tiene una causa que lo justifica. La ecuación es simple y muy conocida por todos. Si somos personas buenas, justas y correctas, Dios nos recompensa y bendice con todas sus dádivas. Si, en cambio, somos infieles, injustos y perversos, Dios nos castiga y retira de nosotros sus dádivas. La conclusión es obvia: Job pecó. Ahora sólo resta saber cuál es su pecado, para que se arrepienta, confiese y reciba de nuevo lo que Dios, en su justicia, le ha quitado.

Lo que los amigos de Job no saben es que el sufrimiento no siempre obedece a esta regla simple y lógica. No cabe duda que Dios conoce los motivos de nuestro sufrimiento, pero el hecho es que no siempre nos es dado a nosotros conocer esos motivos. La mayoría de las veces el sufrimiento se presenta como un gran misterio. El sufrimiento de Job jamás podría explicarse por el razonamiento matemático de los teólogos, no había una razón lógica que lo justificase.

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Sin embargo, para los amigos de Job, una vez tratada la causa que había desencadenado el sufrimiento sería reestablecida la normalidad. Así razonaban ellos. Por tanto, si Job estaba sufriendo, su lógica los llevaba a concluir que había practicado alguna iniquidad. El sufrimiento de Job sólo podía ser explicado por la lógica de la retribución.

En Job 4:7, Elifaz alerta a Job de la siguiente manera:

«Ponte a pensar: ¿Quién que sea inocente ha perecido? ¿Cuando se ha destruido a la gente íntegra?

La experiencia me ha enseñado que los que siembran maldad

cosechan desventura.»

Este es el argumento de Elifaz y sus amigos. Sobre la base de la experiencia y la sabiduría adquiridas, concluyen que el inocente y el recto no pueden ser destruidos; solamente los inicuos cosechan el mal que siembran. Más adelante, en 5:8, el mismo Elifaz propone: «Si se tratara de mí, yo apelaría a Dios; ante él expondría mi caso.» Luego describe el porqué de su actuación. Para él, el ser humano debe buscar a Dios, porque sólo él puede librarlo de la desgracia. Elifaz no se preocupa por entender a Job en su angustia. Apenas se interesa en hacerlo entrar en su esquema de fe. Está muy preocupado por probar que su teología es correcta, que la lógica de su razonamiento es justa y que la sabiduría que ha adquirido es verdadera.

Los amigos no perciben que el consejo de someterse a Dios con la esperanza de comenzar todo de nuevo esconde, en sí mismo, una peligrosa tentación. La sospecha de Satanás encuen­tra ahora en los amigos de Job fuertes aliados. Según ellos, Job debería orientarse hacia una espiritualidad que busque a Dios no por causa de Dios sino por causa de él mismo. A pesar de sus

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intenciones sinceras, los amigos de Job cometen el mismo error de muchos consejeros actuales. No están interesados ni en la verdad ni en Job. Están mucho más interesados en probar y sustentar sus esquemas teológicos que en buscar la verdad y comprender el dolor y el sufrimiento del prójimo.

Sin embargo, para Job el problema no es tan sencillo. El se considera inocente, no en el sentido de no ser un pecador (esto él lo sabía) sino de no reconocer nada que hubiese hecho que lo hiciera merecedor de tamaño castigo. Su sufrimiento es semejan­te al de millones de niños que, a pesar de no haber hecho nada más grave que otros niños, son víctimas de la maldad del mundo. Job es inocente. Su sufrimiento no está determinado por algo que hubiera hecho. El propio Dios afirma que Satanás lo incitó contra Job para «arruinarlo sin motivo» (Job 2:3). No hay una causa concreta e investigable, que los amigos puedan descubrir, para traer a Job de vuelta a las alegrías del pasado.

El conflicto de Job con sus amigos se produce, básicamente, por causa de la intolerancia inhumana de sus discursos. La revuelta de Job está motivada mucho más por las justificaciones de sus amigos que por el propio dolor:

Instruyanme, y me quedaré callado; muéstrenme en qué estoy equivocado.

Las palabras justas no ofenden, ¡pero los argumentos de ustedes no prueban nada!

¿Me van a juzgar por mis palabras, sin ver que provienen de un desesperado?

¡Ustedes echarían suertes hasta por un huérfano, y venderían a su amigo por cualquier cosa!

Tengan la bondad de mirarme a los ojos; ¿Creen que les mentiría en su propia cara?

(Job 6:24-28)

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Job pide a sus amigos que sean más misericordiosos con él, que no consideren sus palabras como afirmaciones dogmáticas de la verdad sino como la expresión de su desesperación. Les pide que miren más su dolor que sus declaraciones.

El conflicto de Job es que él también es partidario de la tesis de sus amigos. El es parte del esquema teológico de la retribu­ción. Durante los años de su vida próspera y saludable, este concepto de la justa retribución de Dios era compartido también por él. Así veía él la relación de Dios con el ser humano. Pero ahora enfrenta el gran dilema que la teología que le sirvió tan bien por muchos años no tiene ya respuestas para su crisis. Es más, el discurso de sus amigos lo irrita e indigna. El necesita una respuesta que venga de Dios, y por esto pasa a contender con él. Job necesita probarle a Dios que es inocente. Esta necesidad nace de que él aún piensa que Dios actúa así: castiga al impío y recompensa al justo. Por lo tanto, una vez probada su inocencia, Dios reparará el terrible error que cometió. Esta contienda, muchas veces vista por sus amigos como una actitud blasfema, es la puerta de entrada para una nueva relación con Dios. Job busca en Dios un juez para su causa.

De esta manera, él continúa resistiendo los argumentos de sus amigos, que insisten en preservar el mismo discurso.

Los argumentos de los amigos giran como una rueda en el aire, sin hacer avanzar. Energía perdida de intelectuales que se agitan sin ponerse en movimiento, incapaces de dar un paso al frente, empalmando una razón con otra con impulso puramente verbal. Para qué replicar, dirá Job, y con él los inocentes y sufrientes de todas las épocas de la humanidad, si no tienen nada qué decir. Es la pregunta a toda teología vacía del misterio de Dios. La verdadera blasfemia está en su autosuficiente hablar, ya que sus palabras encubren y desfi-

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guran el rostro de un Dios que ama gratuita y libremente. Los amigos creen más en su teología que en Dios mismo.3

Lo que muchas veces compromete la espiritualidad cristiana es la pretensión de restringir todo el misterio de Dios a las expli­caciones espiritualizadas o racionalizadas de nuestras experien­cias cristianas y humanas. Muchos cristianos se sienten inseguros, si no encuentran respuestas lógicas y bien elaboradas para todas las cuestiones del alma. Esto nos impide penetrar en el misterio de Dios y conocerlo en el silencio de nuestra insignificancia. El sufrimiento, el dolor, la muerte son experiencias humanas que no pueden explicarse usando simplemente una fórmula de causa y efecto. Nadie se consuela en el dolor por la explicación lógica y racional del sufrimiento. Por más que esta explicación sea sensata y nazca del interés sincero de ayudar y consolar, el sufrimiento permanece como un dolor inexplicable. Recuerdo una película que vi recientemente, Tierra de sombras, que trata del romance y casamiento del autor y pensador cristiano C. S. Lewis con una estadounidense que sufría de cáncer. Después de la muerte de ésta, en uno de los primeros encuentros del escritor con sus amigos, todavía marcado por el dolor de la pérdida de un gran amor, uno de ellos pregunta acerca de lo que podría hacer para ayudarlo. Su respuesta fue simple y objetiva: «Sólo no me diga que así fue mejor.» En horas como esta, cuando nos vemos delante de dilemas como la muerte, notamos cuan limitada es nuestra teología y cuan presumidos somos en la búsqueda de la comprensión de los misterios de la vida. Todo lo que Job necesitaba era del silencio solidario de sus amigos.

Por otro lado, Job percibe que la lógica de sus amigos es consistente en algunos casos, pero no en todos. Pregunta:

3 Gutiérrez, op. cit, p. 74.

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¿Por qué siguen con vida los malvados, cada vez más viejos y más ricos?

Ven establecerse en torno suyo a sus hijos y a sus descendientes.

Tienen paz en su hogar, y están libres de temores; la vara de Dios no los castiga.

Sus toros son verdaderos sementales; sus vacas paren y no pierden las crías.

Dejan correr a sus niños como si fueran ovejas; sus pequeñuelos danzan alegres.

Cantan al son del tamboril y del arpa; se divierten al son de la flauta.

Pasan la vida con gran bienestar, y en paz bajan al sepulcro.

A Dios increpan: ¡«Déjanos tranquilos! No queremos conocer tu voluntad»

(Job 21:7-14).

Job está argumentando contra la tesis de sus amigos. Si Dios bendice al justo con prosperidad y castiga al impío con la miseria y el sufrimiento, por lo que él puede observar, no siempre sucede así. Basta mirar a nuestro alrededor. Hay muchos impíos que, cuanto más roban y corrompen, cada día se hacen más ricos y poderosos; y muchos justos y honestos pierden lo poco que tienen precisamente por su honestidad y justicia. La misma rea­lidad de los hechos derrumba la tesis de sus amigos. En el mundo real, la lógica de la retribución no funciona. Es necesario encontrar otra teología para responderle a Job. El principio de la retribución puede ser aplicado en muchas situaciones, pero, definitivamente, no cabe en la situación de Job. Primero, porque nosotros sabemos que la causa de su sufrimiento no puede ser explicada por la simple lógica de causa y efecto. Segundo, porque por detrás de su dilema se esconde una realidad mucho más profunda, que envuelve sus motivaciones más secretas.

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Sin embargo, si Job buscase a Dios confesando su pecado sólo para recibir de vuelta lo que le fue quitado, acatando la sugerencia de sus amigos, daría a Satanás el gusto de la victoria. Estaría de hecho buscando a Dios no por quien Dios es, sino por los beneficios que él puede ofrecer. Estaría buscando a Dios para gozar de los beneficios divinos y no simplemente porque lo ama y desea servirlo por nada. Estaría buscando a Dios por causa de sí mismo y no de Dios. Esta era la sospecha de Satanás.

Me parece que la retribución es un concepto aceptado umver­salmente como base para las relaciones humanas. Basta observar las relaciones familiares, en las que el principio de intercambio es una constante desde muy temprano. Si somos obedientes y bondadosos, obtenemos la recompensa. Si desobedecemos, somos castigados. Si sacamos buenas notas y somos aprobados, recibimos los premios, pero si somos reprobados, fracasamos y sufrimos consecuencias y puniciones por nuestro fracaso. También aprendemos a conquistar nuestros derechos a través de este mismo principio. Tanto en el mundo público como en el privado, el ser humano se comporta así siempre. Es la política del «dar para recibir». No sería diferente en el mundo espiritual. Bastaría mirar la forma en que se hacen casi todas las apelaciones en nuestras iglesias. Prácticamente todos recurren al mismo principio de la retribución. Si yo contribuyo con fidelidad y participo fielmente de las actividades de la iglesia, Dios me hará próspero y me bendecirá. Si fuere honesto, íntegro y correcto, Dios me bendecirá y retribuirá, generalmente con muchos más dividendos, para que el negocio sea más ventajoso. Las apelaciones casi siempre obedecen a esta misma lógica. Cuando esto no resulta, es necesario investigar el pasado a fin de descubrir qué es lo que interrumpió el proceso. Si no descubro nada que justifique mi sufrimiento, entonces debo confesar mi ignorancia y pedir a Dios que me revele el pecado oculto.

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Es importante destacar que Dios tiene placer en bendecir a sus hijos y en dar mucho más de lo que pedimos, y que el principio de la retribución tiene base en muchos textos de las Sagradas Escrituras, como, por ejemplo: «Cada uno cosecha lo que siembra» (Gá 6:7). La cuestión que involucra el dilema de Job no es el placer que Dios tiene al bendecir a sus hijos ni las innume­rables promesas que encontramos en la Biblia, que afirman el interés de Dios en dar buenas dádivas a quienes lo aman. El punto central que involucra el dilema de Job, nuestra espiritua­lidad y la sospecha de Satanás, es si somos capaces de hacer todo lo que normalmente hacemos para Dios, aun cuando él no nos recompense con bendiciones materiales y espirituales. ¿Soy capaz de contribuir generosamente, aunque no reciba ninguna recompensa de Dios por mi generosidad y fidelidad? ¿Soy capaz de amar a Dios y servirlo con integridad y temor, aun cuando estoy pasando por el valle árido de mi alma? ¿Soy capaz de orar, aun cuando no escucho más su voz? Este es el punto central que involucra la doctrina de la retribución. ¿Qué testimonio tendría yo para dar sobre Dios —sobre su amor, gracia, bondad y misericordia—, cuando no hay nada concreto para contar o afirmar? Ningún automóvil nuevo, ningún ascenso en el trabajo, ninguna curación, ninguna revelación, nada. Sólo Dios.

Precisamente, en este principio de la retribución se funda el diablo para levantar la sospecha, a la cual contribuyen tanto la esposa de Job como sus amigos. La conclusión es simple: Job pecó. Ahora sólo resta saber dónde y cuándo lo hizo, para que, mediante el arrepentimiento y la confesión, él haga las repara­ciones necesarias y vuelva a disfrutar de los beneficios de otrora. Sin embargo, nosotros sabemos (y Job desconfía) que el caminó no es ese. Sabemos que el sufrimiento de Job no es causado por ningún pecado no confesado ni por una maldición hereditaria,

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sino por una apuesta entre Dios y Satanás, en la cual está en juego no sólo la integridad de Job sino todo el proyecto divino.4

Si Satanás gana la apuesta, queda probado que nadie ama realmente a Dios, y que todas las relaciones que el ser humano tiene con el Creador son utilitarias e interesadas.

Pienso que el ejemplo más dramático de esta tentación se encuentra en la cruz. Allí Jesús está expuesto no sólo a la vergüenza y el dolor del sufrimiento, sino también a un sumo dolor moral y espiritual. Podemos imaginar al tentador en medio de la soledad de Jesús en el Calvario diciendo: «¿Dónde están tus amigos? ¿Y los discípulos? ¿Y aquellos que fueron curados? ¿Y tu familia? ¡Hasta tu Padre te abandonó! Maldice a Dios y muérete.» Dios es la última esperanza. Si Jesús soltaba una blasfemia o alguna murmuración, habría caracterizado la sospecha de Satanás. Sin embargo, aun delante del silencio y del abandono del Padre, y en medio de los dolores y agonías de la cruz, con su último suspiro, extrayendo de sí sus últimas fuerzas para expresar sus palabras finales, dijo: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!» Jesús continúa amando y obedeciendo al Padre por nada. Su afecto no está condicionado por ninguna regla retributiva, por ningún favor o bendición. El amó al Padre hasta el fin, en una relación de devoción, afecto, sumisión y obediencia, sin ningún afán de recompensa o retribución.

El crítica presentada por Satanás consiste en que es posible tener una buena experiencia cristiana y un cierto equipaje teoló­gico y aun así no tener un encuentro real, afectivo y personal con Dios. Job representa la crisis espiritual, diagnosticada en la motivación del alma humana. A veces me pregunto qué sucede-

4 Rubem M. Amorese, Meta-Historia, Comunicarte, Brasilia, 1992.

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ría si Dios le permitiese a Satanás retirar todas las motivaciones y los estímulos externos a nuestra devoción, todo aquello que hoy representa los motivos de nuestra lealtad, integridad y alabanza. Me pregunto si todavía quedaría algo dentro de noso­tros que, a pesar de todo, nos llevara a amar a Dios y adorarlo simplemente porque él es Dios. No necesitamos ir lejos. Bastaría con quitar de algunas iglesias las bandas y los conjuntos musica­les que animan la alabanza al ritmo del rock, y otros ritmos que captan irresistiblemente nuestra atención, para ver si todavía queda algún deseo sincero de adorar y alabar a Dios con el mismo entusiasmo y devoción. Si por alguna razón, sea la que fuere, nos trasladáramos a una pequeña ciudad de provincia, cuya única iglesia fuera una pequeña congregación en la que todavía se cantaran los viejos himnos, acompañados por un viejo órgano de pedales, tocado por una anciana que de cada cinco acordes se equivocara en seis, ¿conseguiríamos aun así presentar nuestras alabanzas con alegría y entusiasmo? Sospecho que muchos de nosotros encontraríamos dificultades para celebrar nuestro culto a Dios. Si Dios decidiera colocarnos en una situa­ción como la de Job, en la cual, además de todo el sufrimiento y el dolor que él experimentó, tuviésemos que convivir con el silencio de Dios, pienso que la fe de muchos de nosotros no sobreviviría.

El encuentro de dos libertades

Una cuestión que se instala en el corazón de esta experiencia espiritual de Job es el cambio radical de su visión de Dios y de sí mismo. Es aquello que Gustavo Gutiérrez llama «encuentro de dos libertades». Aunque Job fuese un hombre íntegro, recto y

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temeroso de Dios, conservaba conceptos y percepciones de Dios que comprometían su espiritualidad y devoción, así como la imagen de Dios. De alguna manera, todos tenemos conceptos de Dios que se han formado a partir de nuestras experiencias e his­torias de vida, los cuales determinan nuestra lectura de la Biblia. En el caso de Job también era así. La teología de la retribución, que ahora tanto lo perjudica, fue por un buen tiempo la espina dorsal de sus convicciones acerca de Dios. Era necesario que estas imágenes se deshiciesen para que Job pudiese contemplar libremente a Dios.

Para que las imágenes de Job se quiebren, Dios habla después de un largo periodo de silencio. Job había estado debatiendo con Dios, con los consejos de sus amigos y con la seguridad de su inocencia; pero Dios no se ha pronunciado aún. Llama la atención que la Palabra de Dios no toque directamente el problema de Job. Dios no responde a sus preguntas en tono profesoral, tratando cada una de sus dudas. Tampoco lo juzga o reprende por sus pecados. Dios no lo justifica ni lo condena. Job, por su parte, varias veces le pide a Dios que le señale sus pecados. Quiere confesarlos, seguir el consejo de sus amigos, para que todo vuelva a ser como antes. Sin embargo, ahora que Dios decide hablar, no toca aquello que más aflige a Job: la causa de su miseria y dolor.

Las primeras palabras de Dios a Job llevan a éste de nuevo al principio de todo. Dios pregunta:

«¿Quién es éste, que oscurece mi consejo con palabras carentes de sentido?

Prepárate a hacerme frente; yo te cuestionaré , y tú me responderás.

¿Dónde estabas cuando puse las bases de la tierra? ¡Dímelo, si de veras sabes tanto!

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¡Seguramente sabes quién estableció sus dimensiones y quién tendió sobre ella la cinta de medir!

¿Sobre qué están puestos sus cimientos, o quién puso su piedra angular,

mientras cantaban a coro las estrellas matutinas y todos los ángeles gritaban de alegría?

¿Quién encerró el mar tras sus compuertas, cuando éste brotó del vientre de la tierra?

¿O cuando lo arropé con las nubes y lo envolví en densas tinieblas?

¿O cuándo establecí sus límites y en sus compuertas coloqué cerrojos?

¿O cuándo le dije: "Sólo hasta aquí puedes llegar; de aquí no pasarán tus orgullosas olas"?»

(Job 38:2-11).

El texto sigue hasta el final del capítulo 39, levantando preguntas para ver si Job realmente tiene el discernimiento de lo que está sucediendo. ¿Dónde estaba él cuando todo comenzó? ¿Quién es él para establecer el orden del mundo y definir la actuación de Dios? En la secuencia de las preguntas, Dios insiste en mostrar la insensatez de los planteamientos de Job y el mis­terio de los propósitos divinos. Job, como ninguno de nosotros, puede saber dónde se asientan las columnas del mundo. El surgimiento del mundo permanece para el ser humano como un misterio indescifrable, que nos invita al silencio y a la meditación.

Dios continúa preguntándole a Job aquello que éste no puede responder. El mundo no sigue la misma lógica que él y sus amigos intentaron crear.

Los amigos, y Job mismo, pensaban que el mundo había sido hecho en base a la utilidad inmediata para el ser huma­no y a la retribución: premio al justo y castigo al pecador. Ese era para ellos el fundamento de la obra de Dios, por ello su

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acción en la historia es previsible. Ahí embiste Dios con ímpetu: ¿Dónde estaba Job cuando El ponía los pilares de su creación? Si Job «sabe tanto»... es decir que es capaz de discernir que responda. Job, que llegó tarde, después de él haber cerrado con puertas y cerrojos el mar, no tiene autoridad para decir cuál es el fundamento del mundo. Dios, que supo detener la arrogancia del mar, hace ahora lo mismo con las pretensiones descabelladas de Job y sus amigos, que intentan imponer límites y barreras a su acción en la historia.5

Una de las características del ser humano es su incapacidad de lidiar con el misterio. Particularmente, el ser humano moderno, acostumbrado a vivir en un mundo científico que siempre le da todas las respuestas, no acepta la posibilidad de no dominar el conocimiento de las acciones que lo cercan. Nuestro conflicto no es sólo con aquello que no conocemos sino también con la inseguridad que rodea nuestro destino. La necesidad de dominio sobre las circunstancias y misterios de la vida nos lleva al pecado de la domesticación de Dios.

En todo su discurso, Dios no acusa a Job de mentira ni con­tradice su afirmación de inocencia. No obstante, para Job, si es verdad que él es inocente, hay que culpar a alguien por su des­gracia. Esta es su lógica. En el objetivo de probar su inocencia, él se considera con el derecho de culpar a Dios. El principio es simple: si él es inocente, Dios, obviamente, es injusto por hacerlo pasar por todo ese sufrimiento inmerecido. Job se encuentra en «jaque mate». O asume ser igual a Dios en su pretensión de determinar el actuar correcto de Dios, o se rinde a la soberana y libre voluntad del Creador.

5 Gutiérrez, op. cit.,p. 133.

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Dios busca revelarse a Job como un Dios cuyo actuar no obedece a ningún criterio establecido por el ser humano. Dios es libre y soberano, y sus acciones obedecen a las iniciativas gratui­tas de su amor. No lo adoramos por lo previsible de sus acciones, que retribuirían matemáticamente al justo y al impío. Lo adora­mos porque él es Dios, y nada más.

Al utilizar las figuras de la naturaleza, Dios busca mostrar a Job que el sentido de la creación no es la retribución sino la expresión de su amor gratuito:

¿Quién deja sueltos a los asnos salvajes? ¿Quién les desata las cuerdas?

Yo les di el páramo por morada, el yermo por habitat.

¿Crees tú que el toro salvaje se prestará para servirte? ¿Pasará la noche en tus establos?

¿Puedes mantenerlo en el surco con el arnés? ¿Irá en pos de ti labrando los valles?

El avestruz bate alegremente sus alas, pero su plumaje nos es como el de la cigüeña.

Pone sus huevos en la tierra, los deja empollar en la arena,

sin que le importe aplastarlos con sus patas, o que las bestias salvajes los pisoteen.

Maltrata a sus polluelos como si no fueran suyos, y no le importa haber trabajado en vano,

pues Dios no le dio sabiduría ni le impartió su porción de buen juicio.

Pero cuando extiende sus alas y corre, se ríe de jinetes y caballos.

¿Le has dado al caballo su fuerza? ¿Has cubierto su cuello con largas crines?

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¿Es tu sabiduría la que hace que el halcón vuele y que hacia el sur extienda sus alas?

¿Acaso por tus órdenes remonta el vuelo el águila y construye su nido en las alturas?

(Job 39:5-6, 9-10, 13-19, 26-27)

La libertad que gozan los animales en el campo demuestra y simboliza la imposibilidad de la previsión y de la manipulación de las acciones de Dios. La libertad del asno salvaje, que tiene el campo como morada; la rebeldía de toro salvaje, que se resiste a servir al ser humano y a ser conducido por el arnés; el estilo desencajado del avestruz, que al correr supera al caballo y a su jinete; el vuelo del gavilán y el nido del águila; en fin, todo esto demuestra la imposibilidad humana de domesticar los hechos de Dios. La cuestión presentada al inicio del libro sobre las motiva­ciones del ser humano para adorar y servir a Dios encuentra su respuesta en esta visión de un Dios libre y soberano, que no se deja aprisionar por ningún esquema teológico, y cuya actuación no se determina por ninguna lógica de causa y efecto sino por su amor libre y gratuito.

Ante lo expuesto en los discursos de Dios, Job cede: «¿Qué puedo responderte, si soy tan indigno? ¡Me tapo la boca con la mano!» (40:4). No puede responder a las preguntas de Dios. Delante de la grandeza y soberanía de Dios, calla. Su pequenez lo lleva a un estado de profunda humillación y silencio. Job sabía que no podía contender con Dios, y lo que ahora encontramos no es al Job molesto, lleno de rebeldía y de razones, sino a un Job humilde, que se calla delante de la grandeza del misterio divino.

Aquí tenemos el encuentro de esas «dos libertades». Para aprender a adorar a Dios por nada, motivados solamente por su amor gratuito, es necesario, en efecto, reconocer su absoluta

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soberanía y carácter imprevisible. Dios no se sujeta a nuestras pretensiones de definir su justicia a partir de la nuestra. Aunque nuestro mundo funcione sobre la base de la justicia retributiva, el mundo de Dios no funciona así. Su actuación obedece sólo a una regla: su amor libre y gratuito.

La libertad de Dios se revela en la gratuidad de su amor, que no se deja encerrar en un sistema de premios y castigos pro-nosticables. La libertad de Job alcanza su madurez y plenitud al encontrar sin intermediarios al Dios de su esperanza. La libertad de Yavé se manifiesta al revelar que, en el fun­damento del mundo, él colocó la gratuidad de su amor y que sólo así se comprende el sentido de su justicia. En el encuentro con la libertad divina, la libertad humana penetra hasta el fondo de sí misma.6

El encuentro del ser humano con un Dios que no se deja ma­nipular por las pretensiones humanas lo lleva al descubrimiento de su pfopia libertad. La libertad de encontrarse con Dios sin querer encuadrarlo en sus esquemas teológicos e ideológicos, de dejar que Dios sea sólo Dios y no un subproducto de nuestra imaginación. Únicamente cuando dejo al otro libre para ser quien es, me encuentro libre también para amarlo sin exigencias y expectativas retributivas.

Al verse incapaz de determinar los designios de Dios, el ser humano se lanza con fe confiada y amorosa en los brazos de su Creador. Lo que esclaviza al ser humano es su permanente pre­tensión de ser como Dios, que es lo que asume cuando intenta determinar el actuar de Dios. Cada vez que intentamos actuar como si fuésemos Dios, comprometemos la libertad divina y,

6Ibid, p. 149.

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consecuentemente, la nuestra. Y en una relación con Dios esta­blecida sobre estas bases, nos tornamos presas fáciles de Sata­nás, quien no ha hecho otra cosa que procurar ser Dios.

Amar a Dios por nada, desinteresadamente, instaura el en­cuentro de las dos libertades. Por un lado, tenemos al Dios sobe­rano y lleno de gracia. Por otro lado, tenemos al ser humano que aprende a amar a ese Dios sin acondicionarlo a sus intereses; que permite que Dios lo conduzca por los caminos y los valles aún no transitados, hacia la indagación de las sorpresas que él le reserva. Así, no somos más dueños de nuestro destino. Apren­demos a entregar el control de nuestra vida a Dios, para adorarlo sin pretender ni exigir que podemos determinar su actuar.

Se trata de la misma libertad que el salmista describe en el Salmo 131:

Señor, mi corazón no es orgulloso, ni son altivos mis ojos;

no busco grandezas desmedidas, ni proezas que excedan a mis fuerzas.

Todo lo contrario: he calmado y aquietado mis ansias.

Soy como un niño recién amamantado en el regazo de su madre.

¡Mi alma es como un niño recién amamantado!

La tranquilidad del alma es el resultado de un corazón sereno que ya no mira el mundo con altivez ni soberbia, ni procura cosas grandes y extraordinarias para afirmarse o proyectarse. Se tomó capaz de callar y sosegarse, como un niño que ya se sació en el seno de su madre y no necesita gritar más por leche materna. Más bien, encuentra el descanso para su alma en la rendición en los brazos de su madre. Reconocer que el Dios

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amoroso y lleno de gracia controla todas las cosas nos torna libres para amarlo y hacer descansar nuestra alma en sus brazos.

Job se rinde completamente. Antes, la preocupación por defender su inocencia lo llevó a mirar sólo por él y a luchar por aquello que reconocía como su derecho y su justicia. Ahora, después de mirarse él mismo y de reconocer su pequenez delante de la grandeza y soberanía de Dios; después de descubrir que al único que le corresponde determinar el obrar divino es a Dios mismo, y no a él, se revela como un ser absolutamente libre. Job se vuelve nuevamente hacia Dios y reconoce que, en efecto, no lo conocía.

Job respondió entonces al Señor. Le dijo: «Yo sé bien que tú lo puedes todo,

que no es posible frustrar ninguno de tus planes. "¿Quién es éste", has preguntado,

"que sin conocimiento oscurece mi consejo?" Reconozco que he hablado de cosas

que no alcanzo a comprender, de cosas demasiado maravillosas

que me son desconocidas. "Ahora escúchame, que voy a hablar", dijiste;

"Yo te cuestionaré, y tú me responderás." De oídas te había oído hablar de ti,

pero ahora te veo con mis propios ojos. Por tanto, me retracto de lo que he dicho,

y me arrepiento en polvo y ceniza.» (Job 42:1-6).

En esta última oración encontramos lo que debe caracterizar nuestra vida espiritual. En primer lugar, Job reconoce la sobe­ranía de Dios en sus propósitos: «Yo sé bien que tú lo puedes todo...». Ya no pelea más con Dios sino que se abandona en sus

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manos. No se preocupa más por determinar el obrar de Dios. Más bien, reconoce que el actuar divino es determinado por los propósitos de Dios, que todo lo puede:

Job pudo reconocer en su destino de sufrimiento solamente la ausencia de sentido. Le faltaba una comprensión fundada en una profunda experiencia de Dios. Por eso habló «con palabras sin sabiduría» (38:2), insensatamente. Ahora conoce la sabiduría de Dios, a la cual puede confiarse sin reservas a sí mismo y a todas sus cuestiones, aunque su sufrimiento continúe siendo un enigma irresoluble.7

En este reconocimiento, Job encuentra satisfacción, no por­que sus problemas hubieran sido resueltos, o su dolor, explicado, sino por vivir la fe y la entrega a un Dios que es mayor que sus dilemas.

En segundo lugar, el conocimiento de Dios no es sólo el resultado de aquello que escuchamos sino también de aquello que vemos. Cuando el ser humano intenta responder por el cono­cimiento a todos los misterios de Dios, acaba por decir cosas que no entiende. Mientras Job se debate buscando probar su inocen­cia, colocándose en el centro de la historia y de las acciones de Dios, y utilizando su teología para comprender el misterio de los propósitos divinos, se pierde en su propia ansiedad por controlar el proceder de Dios. Sólo cuando termina de hablar y comienza a escuchar la voz de Dios, empieza a comprender el principio del obrar de Dios, aunque no el sentido de su sufrimiento. Cuando el ser humano se calla, Dios habla. Esto es lo que Job aprende. El silencio contemplativo lo lleva a escuchar y a ver aquello que, mientras hablaba, no era capaz de ver ni escuchar.

7 Heinem, op. cit, pp. 129-130.

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La postura de Job es transformada. Ahora reconoce la locura de sus pretensiones y procura oír. Nota que lo que determina las acciones de Dios no es lo que él entiende por justicia sino el amor gratuito de Dios. En la contemplación de ese amor, en un momento de silencio y quietud, él pudo ver la grandeza de la bondad de Dios. Job conocía sólo de escuchar, pero ahora puede ver. Su relación con Dios dejó de ser sólo cognitiva para pasar a ser también contemplativa.

Solamente Dios

El principio de espiritualidad extraído de la experiencia de Job constituye, sin duda, un gran desafío a la espiritualidad moderna. En un mundo que funciona bajo la tiranía del tener, donde la identidad del ser humano se define por las funciones y papeles que representa, y donde la competitividad determina el ritmo de las relaciones, no podemos esperar otro modelo de relación con Dios que no sea el utilitario. La persuasión que frecuentemente oímos en los programas de televisión, en las campañas de evangelización y en los pulpitos de las iglesias (por supuesto, existen excepciones) casi invariablemente apuntan en la misma dirección. Conságrese, busque, contribuya, haga esto o aquello y Dios le recompensará con bendiciones mucho más abundantes de lo que usted puede entregar. Dios es un buen negocio. Es la sospecha de Satanás, que encuentra su comprobación más descarada y vergonzosa.

Por otro lado, esa espiritualidad que nace del corazón y que es capaz de detectar el amor y la gracia de Dios en las situaciones más críticas de la vida, que abraza la cruz, aunque se sienta com­pletamente abandonada, se encuentra en retroceso, lo cual da a

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Satanás el efímero sabor de la victoria. Sin embargo, por la gracia de Dios, todavía es posible encontrar a aquellos que buscan a Dios por nada, quienes son capaces de reconocer su pecado y la gracia inmerecida de Dios. Ellos saben que Dios es Señor soberano y que su obrar no se encuentra limitado por nuestra teología y mucho menos por nuestras propias necesidades.

En el fin de su vida, Blaise Pascal (1623-1662), matemático, físico y pensador cristiano francés, afligido por una enfermedad grave, fue motivado a reflexionar sobre el estado de su alma y de su corazón. Así, en sus últimos seis meses, mientras sufría intensos dolores físicos, vendió todo lo que tenía, incluida su biblioteca, a excepción de su Biblia, las obras de San Agustín y algunos libros personales, y se introdujo en la lectura bíblica, especialmente en el salmo 119, que normalmente lo conducía a un estado de contemplación y admiración que transcendía su condición física. Al igual que en el caso de Job, el sufrimiento fue un poderoso instrumento para transformar el carácter, en especial la visión y la perspectiva de la relación con Dios. En sus oraciones, Pascal tenía la costumbre de decir que le gustaría «sufrir como un cristiano», dando a entender con eso que no le estaba pidiendo a Dios que lo librara del dolor sino que él pudiese «sentir el dolor y la consolación de Dios juntos». También pedía «glorificar a Dios en sus sufrimientos y nunca blasfemarlo». En una de sus oraciones podemos apreciar el carácter central que tenía Dios en su vida como única fuente de placer y realización:

Concédeme, oh Dios, que en silencio yo pueda adorar la maravillosa providencia que colocas a disposición de mi vida. Pueda tu cayado confortarme. Habiendo yo vivido en la amargura de mis pecados mientras tenía salud, pueda yo probar ahora la dulzura de tu gracia a través de estas aflic­ciones que impusiste sobre mí. Mas yo confieso, oh mi Dios,

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que mi corazón es tan duro, tan lleno de ideas mundanas, preocupaciones, ansiedades y aprensiones, que ni la salud o la enfermedad, conversaciones, libros, ni siquiera tu Santa Escritura, ni el Evangelio, ni tus santos misterios pueden ha­cer alguna cosa para promover mi conversión. Ciertamente, ni filantropía, ni ayunos, ni milagros, ni sacramentos, ni todos los esfuerzos, ni siquiera todas estas cosas colocadas juntas, pueden hacer esto. Solamente la maravillosa grandeza de tu gracia puede hacerlo... Sólo tú creaste mi alma, solamente tú puedes crearla de nuevo. Solamente tú, Señor, puedes crearla según tu propia imagen... Jesucristo, mi Salvador, la expresa imagen y carácter de la esencia divina, imagen y semejanza que yo deseo.8

Al perder todos los estímulos externos (su madre había fallecido cuando tenía tres años, y su padre, cuando tenía 28, no poseía casa y estaba completamente enfermo), Pascal recurre únicamente a Dios. Nada era suficiente para alimentar y nutrir su corazón y aliviar el dolor de su alma, excepto Dios y su gracia. Esta realidad última, este absoluto que torna todo relativo, es el principio de la espiritualidad cristiana y de toda la teología. Conocer a Dios y encontrarlo en la abstracción de todo lo que no es Dios.

Puedo ilustrar esto con la experiencia de un amigo cristiano que por más de dos décadas se dedicó de cuerpo y alma a su trabajo en una gran empresa, a la cual sirvió con total lealtad, defendiéndola como si fuese suya. Después de casi veinticinco años de trabajo y dedicación, fue despedido. De la noche a la mañana se sintió como un hombre abandonado, sin esperanzas,

8 Blaise Pascal, The Mind on Fire. An Antholosv o/ the Writings of Blaise Pascal, Classics of Faith and Devotion, Multnomah Press, Portland, 1989, p. 286.

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con una familia para sostener, cuentas por pagar y todo lo que provoca una situación así. Sin embargo, lo más sorprendente de todo fue una declaración suya en la que reconocía que la lealtad con que había dedicado toda su vida al trabajo había trans­formado a la empresa en un dios. Su devoción, alegría, placer y realización estaban en el trabajo y, más específicamente, en la empresa donde trabajaba. Allí sentía que era alguien. Era conocido por sus colegas, sabía quién era y su valor era reconocido por sus superiores. Cuando se encontró sin estos estímulos externos —sin el reconocimiento de sus superiores, ni el aprecio de sus colegas ni el status que le daba todo esto—, se sintió solo. Toda su identidad se fue con su trabajo. La razón de su alegría, placer y realización ya no existía más. En aquel preciso momento se presentó delante de él la oportunidad de conocer mejor, y muy personalmente, a Dios, por la abstracción de todo lo que no era Dios.

Al reflexionar sobre Job, confieso que tengo dudas sobre nuestra integridad y motivaciones. Todavía hay mucho de esta teología de la retribución en nuestros móviles espirituales, y mucho que aprender sobre la gratuidad de la gracia de Dios. En varios aspectos, Job representa la antítesis de la espiritualidad moderna. Para muchos cristianos de hoy, la presencia de Dios se define y asegura a partir de aquello que recibimos como prueba de nuestro status como hijos de Dios. Actuamos como aquel niño inseguro del afecto de sus padres que, para demostrar su «segu­ridad» afectiva, necesita regalos caros, viajes a Disney World y otras exigencias propias de una relación frágil e insegura. Son pocos los que, a pesar de no tener nada concreto para presentar como prueba de su filiación, se sienten seguros sólo con el hecho de que son hijos de Dios porque Dios, el Padre, decidió adop­tarlos.

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Reflexionar sobre la espiritualidad es buscar las motivaciones más secretas de nuestra relación con Dios y encontrar una teolo­gía consistente con dicha relación. Es discernir el lugar de Dios en nuestro corazón y en nuestra experiencia de vida. Es permitir ser conducido al desierto, lugar de la soledad, del encuentro con nuestra alma, para que allí, destituidos de toda ilusión e hipocresía, seamos confrontados con la realidad de nuestro carácter. Es discernir nuestro corazón, cuando todos los estímulos externos, y aun nuestra teología, ya no aportan más los motivos de nuestra integridad y amistad con Dios. Cuando todo lo que resta soy yo, con mi desnudez, y Dios, con su gloria y amor.

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Trinidad y espiritualidad

Entre la Trinidad y el infierno no existe ninguna otra opción.

Vladimir Losky

Ruego. ..para que todos sean uno. Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos tam­bién estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.

Juan 17:20-21

Esta súplica de Jesús por unidad, inserta en el contexto de su oración sacerdotal, nos conduce a un universo que trasciende nuestra capacidad de comprensión y discernimiento. En esa oración Jesús se coloca a sí mismo, en relación con el Padre, como referente de la unidad propuesta. La afirmación: «Ruego... para que todos sean uno. Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos también estén en nosotros» nos remite al misterio de la Trinidad como modelo de relación que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo gozan entre sí, y que también compar­ten con la iglesia.

Sin embargo, ¿qué lugar ocupa la Trinidad en nuestra vida cristiana y en nuestras relaciones humanas? ¿Qué relevancia tiene esta doctrina para las cuestiones prácticas que se refieren a la unidad de la iglesia? ¿Y que influencia podría tener esta

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enseñanza sobre nuestra espiritualidad y nuestra relación con Dios? Aunque la doctrina de la Trinidad ocupa un lugar destacado en la teología cristiana, es considerada por muchos como una enseñanza que se sitúa en el campo de las materias irrelevantes, sin ninguna propuesta práctica para la vida cristiana.

El sentimiento evidente en la iglesia contemporánea es que la doctrina de la Trinidad pertenece al pasado religioso y tiene muy poco que decir o contribuir a las cuestiones que la iglesia enfrenta. La impresión es que se trata de una doctrina que pertenece a un sector abstracto de la teología, y que sólo interesa a teólogos y filósofos que especulan sobre asuntos absolutamente irrelevantes para la realidad concreta de la vida. Karl Rahner, teólogo católico, afirma: «Si la doctrina de la Trinidad fuera considerada falsa, la mayor parte de la literatura religiosa permanecería inalterada.»1 Yo mismo debo confesar que mi interés por este tema es relativamente nuevo. Soy hijo de una generación que optó por lo pragmático. Consecuentemente, rechacé todo aquello que no consideraba práctico, objetivo y conclusivo.

Por otro lado, sabemos que la doctrina en cuestión es acep­tada y reconocida en todos los credos adoptados por las iglesias cristianas. Sin embargo, lamentablemente, la gran mayoría de cristianos de hoy son, en la práctica, monoteístas utilitarios. Creen en una afirmación dogmática de la Trinidad, pero en la vivencia diaria se la ignora. Se trata de un asunto que, aunque considerado irrelevante para la práctica de la vida del cristiano, está presente en el lenguaje, en los sacramentos y en las oracio-

1 Karl Rahner, citado por J. Houston en "The Nature and Purpose of Spiritual Theology", Cruz, vol. XXVII, no. 3 (septiembre 1991).

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nes. La cuestión que ocupará nuestra atención en el presente capítulo es rescatar la relevancia de este asunto para la vida, el culto, la espiritualidad y la unidad de la iglesia. En efecto, sin una comprensión adecuada de la relevancia de la Trinidad en estos asuntos que ocupan nuestra fe, corremos el riesgo de perdernos en el intento de encontrar respuestas para los grandes dilemas de la iglesia.

La fragmentación de la Trinidad y el desafío de la unidad de la iglesia

El individualismo moderno generó en la conciencia humana un proceso de fragmentación y de ruptura, tanto en las relacio­nes humanas como en la naturaleza divina. Nuestra percepción de Dios está afectada profundamente por la incapacidad de percibirlo sin ruptura en su naturaleza. Fragmentamos a Dios de la misma manera que a nuestras relaciones personales. Un aspecto de este proceso de fragmentación se puede percibir en cómo los cristianos demuestran su preferencia por alguna de las. personas de la Trinidad. Es más, nuestras divisiones pueden comprenderse por la división que realizamos en Dios mismo. Lamentablemente, para muchos cristianos la pluralidad de personas que encontramos en la revelación bíblica de Dios no puede comprenderse, en la práctica, como una unidad. Creemos que sí, que se trata de un único Dios, indivisible, pero nuestra práctica demuestra otra cosa.

Existen grupos de cristianos que demuestran claramente su preferencia por la persona de Dios Padre. Su visión de Dios está dirigida hacia el Creador y Legislador. Su ética y su fe están determinadas fuertemente por esta concepción de Dios. Conse-

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cuentemente, la espiritualidad es fruto de la obediencia a los mandamientos divinos, y los desafíos éticos provenientes de dichos mandamientos son el testimonio de la fe y de la comunión con Dios. Entre estos grupos predominan las iglesias de origen reformado, cuya preocupación por la formación del carácter cristiano y por los principios éticos de la alianza establecida por Dios fue fundamental en la formulación de su identidad. Como ejemplo, recuerdo a un líder de una iglesia reformada que, al final de los años sesenta, cuando el movimiento de renovación carismática dominaba la agenda de preocupaciones y debates de la iglesia, dijo a un amigo que regresaba de su peregrinación por la renovación más o menos lo siguiente: «Ahora que estás de vuelta, espero que haya desistido de esa manía del "Espíritu Santo", pues aquí en nuestra iglesia hablamos más de la persona del Padre, porque la persona del Espíritu Santo sólo trae confu­siones.» En parte, esto demuestra el proceso de fragmentación que estamos señalando.

También existen aquellos cuya preferencia recae más sobre la segunda persona de la Trinidad. Son cristianos interesados en

• cuestiones relativas a la salvación y la piedad personal. Su fe se dirige más a la revelación histórica y percibe la encarnación como el mayor referente de la espiritualidad cristiana. El modelo de vida de Jesús es el mayor ejemplo de piedad y debe ser seguido por todos los que desean andar con rectitud y servir a Cristo con integridad. Los grupos más identificados con la segunda persona de la Trinidad son aquellos que fueron influen­ciados fuertemente por el pietismo, con su énfasis en la búsqueda de santidad y pureza a partir de una imitación de la vida de Jesucristo. Los movimientos de «avivamiento» de los siglos 18 y 19 contribuyeron mucho a reforzar esta preferencia. La experiencia personal de salvación en Jesucristo y la necesidad de

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un discipulado que lleve al cristiano a imitar a su Maestro consti­tuyeron un desafío central en estos movimientos. Por otro lado, la preocupación por la ética cristiana y su desarrollo en la sociedad fue dejada de lado. El intimismo personal invadió la experiencia cristiana y la lectura bíblica se redujo a una lectura privada.

Por último, tenemos a aquellos que optaron por la tercera persona de la Trinidad. La experiencia con el Espíritu Santo es la marca distintiva de todo aquel que vive la santidad cristiana. Recibir el Espíritu y ser guiado por él constituyen la experiencia mayor de consagración y santificación. Sin el Espíritu Santo es imposible tener un testimonio cristiano. Los grupos más identi­ficados con esta preferencia son los pentecostales y carismáticos, quienes, ante la frialdad de la iglesia, señalan en el libro de los Hechos de los Apóstoles una realidad de la vida cristiana no experimentada por la mayoría de los cristianos. Para ellos a la iglesia le falta una experiencia de «bautismo en el Espíritu Santo» que la capacitaría para vivir con poder y testimonio evangélico. Si, por un lado, el pentecostalismo rescató la importancia de la tercera persona de la Trinidad que estaba olvidada, por el otro, terminó por disminuir el lugar de las otras dos. Las cuestiones de naturaleza ética y la obra de Jesucristo que abarca al ser humano en su integridad se redujeron a una búsqueda individual de poder para actuar en una nueva disposición para testificar y experimentar la manifestación de los carismas sobrenaturales. Sin embargo, esto no siempre contemplaba la realidad social y las crisis propias del ser humano.

Cuando miramos cada una de estas sucintas descripciones del motivo para preferir a una de las personas de la Trinidad, descubrimos que, en sí, sólo representan contribuciones para una percepción más amplia y bíblica de Dios. Sin embargo, en la

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práctica, nuestras preferencias muchas veces demuestran una manera de fragmentar la naturaleza divina y un cierto unitarismo funcional, que es, verdaderamente, una opción determinada por la funcionalidad de la persona divina y no por su naturaleza. Al optar por la funcionalidad, decidimos, inevitablemente, por la ruptura. Muchos llegan a pensar que la experiencia que el cristiano tiene con una de las personas de la Trinidad no es tan buena o profunda como lo sería con otra. Es decir, clasificamos a las personas de la Trinidad de acuerdo con nuestra preferencia y experiencia, y no de acuerdo con su naturaleza.

El énfasis espiritual o ético que le damos a cada una de las personas de la Trinidad por separado forma a su vez un conjunto de principios, historia y experiencia que requiere ser observado simultáneamente. Así la iglesia tendrá una conciencia más clara de lo que debe ser y hacer, y podremos expresar nuestra obe­diencia a un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, quien, de alguna manera, está empeñado en conducirnos a la sumisión y obediencia a su voluntad.

Por otro lado, más que buscar comprender funcionalmente cada una de las personas de la Trinidad, es necesario compren­der la manera en que ellas se relacionan. Mirar únicamente la funcionalidad puede ayudarnos a ampliar nuestro concepto y percepción de Dios, pero no resuelve el problema de la fragmen­tación. Nuestra comprensiónde Dios se ve afectada profunda­mente por nuestra mente secularizada^ jjijg^veje interpreta las realidades bíblicas y espirituales según los concepjos_seculares que impone la culturadominante.

Para entender mejor el misterio de la Trinidad y su relación córTTa vida, la fe, la espiritualidad y la unidad^ de la Iglesia^ necesitalriosl:éfTexTonar más sobre la naturaleza del Dios bíblico

TRINIDAD Y ESPIRITUALIDAD 63

y las implicaciones de su revelación sobre nuestra práctica ^espiritual. En este sentido,

es necesario cristianizar nuestra comprensión de Dios. Dios es siempre la comunión de las personas divinas. El Dios-Padre nunca está sin el Dios-Hijo y el Dios-Espíritu Santo. No es suficiente confesar que Jesús es Dios. Importa decir que él es el Dios-Hijo del Padre junto con el Espíritu Santo. No podemos hablar de una persona sin hablar también de las otras dos.2

Cristianizar nuestra comprensión de Dios es entenderlo como revelación en la persona de Cristo. Las relaciones que encontra­mos entre las tres personas de la santísima Trinidad deben determinar el sentido de nuestras relaciones, y no al revés.

Trinidad económica y Trinidad inmanente

Tradicionalmente, los teólogos hacen una clara distinción entre aquello que llaman «Trinidad económica» y «Trinidad inmanente». En parte esta distinción nos ayuda a entender la manera en que Dios se ha revelado en la historia. Ambos conceptos teológicos nos ayudan a comprender más didáctica­mente y mejor el misterio de la Trinidad.

Trinidad económica es el proceso por el cual Dios se revela en la historia como Creador, Redentor y Santificador. El foco está

2 Leonardo Boff, A santíssima Trinidade é a melhor comunidade, Vozes, Petrópolis, RJ, 2da. ed., 1988, p. 27. (Traducción castellana: La santísima Trinidad es la mejor comunidad, Paulinas, Bogotá, 1991)

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puesto en la manera en que la Trinidad se manifiesta y actúa en la historia de la salvación. La Trinidad es vista aquí como un proceso más que involucra el plan de Dios para salvar al ser humano, y la manera con que Dios se revela a lo largo de ese proceso. Primero aparece como el Dios Creador, que de la nada hace todas las cosas y las ordena para su gloria y loor. Después se revela como el Dios Salvador, que se encarna en la persona del Hijo, Jesucristo, para nuestra salvación. Finalmente, lo vemos en la persona del Espíritu Santo, Dios Santificador, que es enviado por el Padre y el Hijo para nuestra santificación y para dar testimonio del Padre y del Hijo. Un Dios que se manifiesta en tres personas distintas, Padre Hijo y Espíritu Santo, en la historia de nuestra salvación.

Este ha sido el énfasis más común entre nosotros, posible­mente en virtud de la fuerte influencia de Agustín, quien consi­deró primero la esencia divina, y a partir de ella la trinidad de Dios. Dios es una esencia o sustancia divina que se manifiesta en tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Con el tiempo, el concepto de «esencia» o «sustancia» trajo como conse­cuencia una abstracción relacional y una especulación filosófica y teológica en torno a la Trinidad que, a mi modo de ver, com­prometió la dimensión relacional de la espiritualidad cristiana.

Lo que le faltó al concepto de Trinidad económica fue una reflexión más profunda sobre la relación existente entre las tres personas divinas. Tal reflexión nace alrededor del siglo 4 entre los tres grandes teólogos de Capadocia (Asia Menor): Basilio Magno, su hermano Gregorio de Niza y su amigo Gregorio de Nacianzo. Si, por un lado, el concepto de la Trinidad económica profundizó en la dimensión salvadora de la naturaleza divina, por el otro lado, los capadocios consideraron que la personalidad de las tres personas de la Trinidad, y no la esencia, constituye la

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primera realidad, debido a su cercanía al concepto de Trinidad inmanente. Este concepto considera la Trinidad en sí misma, en su eternidad y comunión interpersonal entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo:

A partir de la comunión y de las relaciones que las tres Personas establecen entre sí, aflora la unidad que constituye la esencia de las Personas... Lo que permite superar el triteísmo es la consideración de la peculiaridad de cada Persona, peculiaridad que siempre se define en relación con las otras personas...3

Es posible que hoy, en un mundo marcado por el individualis­mo de una cultura impersonal, a lo cual se suma la frustración vivida por la caída de las grandes ideologías, la tradición ortodoxa contribuya más a un encuentro personal y relacional con Dios:

La Trinidad inmanente es Dios así como lo era al principio. Antes de que existiese el universo, antes de que se moviese el mínimo átomo de materia cósmica, antes de que emer­giese la primera señal de inteligencia, antes de que comience a existir el tiempo, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo esta­ban en sí en erupción volcánica de vida y de amor. Existía la Trinidad inmanente. Nosotros como criaturas, hijos e hijas existíamos en Dios como proyectos eternos, «generados» por el Padre en el corazón del Hijo con el amor del Espíritu Santo.4

Dios existe aun desde antes de la creación. Es todo amor y comunión, porque existe eternamente como Trinidad. Aunque

3 Leonardo Boff, A Trinidade e a Sociedade, Vozes, 3ra. ed., Petrópolis, RJ, 1986, p. 74.

4 Jbid., p. 259.

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los teólogos distinguen entre la Trinidad económica y la inma­nente, en la Biblia Dios aparece siempre como un ser trino. Aun antes de que hubiera cualquier ser creado que fuese objeto de su amor, Dios ya era amor y se relacionaba en amor por ser esa la naturaleza de la Trinidad. El Dios que se revela en la Biblia no puede ser comprendido, si no es a través de la experiencia comunitaria del amor.

Procurar comprender la Trinidad a partir de lo que ella es en su relación intrínseca constituye la gran tarea de la iglesia para redescubrir su propia naturaleza. La esencia de la iglesia como comunidad, y la del cristiano como persona, se define en el bautismo. Al ser admitido en el Cuerpo de Cristo por el bautis­mo, el cristiano asume la naturaleza trinitaria de su fe, tanto en el ámbito personal como comunitario. Nuestro ingreso en la iglesia de Jesucristo se da en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ser salvo por Cristo Jesús y tornarse miembro de su iglesia es penetrar en el misterio de la Trinidad y ser rodeado por un Dios que es comunión.

En el acto de la creación se encuentra la expresión: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza. [...] Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó». La imago del implantada en el ser humano en el acto de la creación es la imagen de la Trinidad, que es, en su esencia, comunitaria.

La naturaleza del Dios bíblico

Las preguntas que la iglesia debe hacerse hoy son. ¿Cómo se revela Dios en las Escrituras? ¿Cómo afecta dicha revelación nuestra espiritualidad? Tal vez, una pregunta más directa sería:

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¿Quién es el Dios de nuestra fe? Estas preguntas pueden parecer banales para la mayoría de los cristianos, personas que «segura­mente» conocen tanto las Escrituras como el Dios que se revela en ellas. Sin embargo, si consideramos que el conocimiento de Dios está afectado por las estructuras relaciónales que creamos y vivimos, volver a ver un tema aparentemente tan sencillo se torna un desafío nuevo para los cristianos de todas las genera­ciones.

Bajo el nombre de Dios la fe cristiana ve al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en eterna correlación, interpenetración y amor, de tal suerte que son un solo Dios. La unidad significa la comunión de las personas divinas. Por eso, en el principio no está la soledad de Uno sino la comunión de tres personas divinas.5

La naturaleza del Dios bíblico es, como ya dije, esencialmente relacional. Esta es la diferencia entre el monoteísmo trinitario cristiano y los otros monoteísmos unitarios, como el judaismo y el islamismo. En ellos encontramos la soledad del Uno, de un Dios que no tiene ningún otro igual con el cual pueda relacionar­se. Todos para él son subalternos desiguales. En el monoteísmo cristiano no encontramos la soledad del Uno sino la comunión de los Tres. Aquí se da la diferencia básica y fundamental entre el monoteísmo cristiano y los otros monoteísmos. El cristianismo es la única religión monoteísta que cree en un Dios único e indivisible, que se manifiesta como una Trinidad de personas. El Dios cristiano bíblico no existe solitariamente, él es siempre la comunión de las tres personas divinas.

5/bid.,p.21.

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Es en esta relación de amor, de dar y recibir, en esta eterna y perfecta comunión que fuimos creados conforme a la imagen y semejanza del Dios trino. Fuimos hechos para amar, para la convivencia en amistad y en comunión con el Creador y con toda su creación. Conocer a Dios es sumergirse en este misterio y participar de esta comunión eterna que nutre el alma humana y rescata el sentido de nuestra verdadera humanidad.

Las personas eternas coexisten unas dentro de las otras. Un dinamismo de vida y de amor las une de tal forma que se constituyen a sí mismas en una unión integradora, plena y completa... Esta unidad se constituye por la apertura esencial de una Persona a la otra, más aún, por la interpretación de una en la otra de tal forma que son siempre una con la otra. Esta unidad está abierta hacia fuera, pues inserta a las personas amadas, también a las perdidas que buscan perdón y al universo en su totalidad.6

Esta es la naturaleza del Dios trino revelado en las Escrituras, la que nos llama a una vida de plena comunión con él y con

toda su creación. La unidad de la iglesia y la espiritualidad cristiana nacen de la comprensión de esta naturaleza comunitaria yrelacional de Dios. Nuestro llamado y vocación es participar de

, esta amisTad eterna:"Eh ía «oración sacerdotal», Jesús expresa esta verdadasíTwT^sta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado» (Jn 17:3). Jesús define la vida eterna como una comunión trinitaria.

El concepto de la Trinidad revela el carácter personal y relacional de Dios. «El Dios trino de gracia, que se revela como

6/b/cf.,pp. 37-38.

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un ser en comunión, nos creó a su propia imagen para que podamos encontrar nuestro verdadero ser en comunión con él y con el prójimo.»7 El ser de Dios es un ser relacional, y sin el concepto de comunión es Imposible hablar sobre la realidad de Dios. A partir de la Trinidad nada existe por sí mismo, individual­mente. La comunión es la razón de ser del ser humano.

Si rechazamos la Trinidad como la base de toda la realidad y de todo el pensamiento, nos comprometemos con un camino que no nos lleva a ningún lugar. Terminamos en un conflicto de opiniones, en una locura, en la desintegración de nuestro ser, en la muerte espiritual. Entre la Trinidad y el infierno no existe ninguna otra salida.8

Así comenzamos a percibir que la Trinidad no es un concepto meramente filosófico sin ninguna relevancia para la vida de la iglesia. Por el contrario, la Trinidad determina la razón de ser del cristiano como persona, al igual que define la naturaleza de la iglesia como comunidad. Sin una experiencia real de amor y de amistad, se compromete el conocimiento de Dios, toda vez que el Dios trino es, por naturaleza, amor y amistad.

7 James B. Torrance, "Contemplating the Trinitarian Mystery os Christ", en J. I. Packer y Loren Wilkinson (eds.), Alive to God. Studies in Spirituality, InterVarsity Press, Downers Grove, 1992, p. 141.

8 Vladimir Lossky,T/ie Mystical Theology os the Eastern Church, ST, Vladimirs Seminary Press, Crestwood, Nueva York, 1976, p. 66. (Traduc­ción castellana: Teología y mística en la tradición de ¡a Iglesia de Oriente, Herder, Barcelona, 1982)

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La Trinidad en la teología de Ricardo de San Víctor

Ricardo de San Víctor (Escocia, c. 1110 - París, 1173)9 fue, probablemente, el primer teólogo occidental, desde Agustín, que trajo una gran contribución al desarrollo del carácter relacional de la Trinidad. Exploró el amor humano a través de un análisis psicológico de las relaciones interpersonales y concluyó que la persona es más humana y más cercana a Dios cuando se trasciende a sí misma en amor por otra persona. Para él, la experiencia humana del amor tiene sus raíces, fundamental­mente, en el misterio de la Trinidad.

Para Ricardo, no hay nada más perfecto que la caridad (como expresión concreta del amor al prójimo). Si Dios posee la plenitud de todo lo que es bueno y perfecto, también posee la plenitud de la caridad. Si Dios es la perfección del amor, el ser humano, creado conforme a la imagen de Dios, debe reflejar esa perfección al máximo. Así, crecer en la experiencia del amor y de la caridad implica crecer en dirección a la imagen de Dios y estar más unido a él. Asimismo, el ejercicio de la caridad exige otra persona. Nadie tiene caridad consigo mismo. El amor necesita ser dirigido a otra persona para constituirse en caridad verdadera. Donde hay únicamente una persona no existe la caridad. La conclusión lógica de esto es que, si Dios es amor, no puede existir solitariamente, no puede ser un Dios Uno.

Sobre la base de esta relación de amor, Ricardo reconoce la necesidad de que exista más de una persona en Dios. Para él,

9 Richard of St. Víctor, Book Three of Trinity, Paulist Press, Nueva York, 1979.

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Dios no puede ser un Dios plenamente realizado si no tiene a alguien de igual dignidad con quien compartir plenamente su amor. Lo expresa así:

Hemos aprendido que en aquel ser supremo y totalmente perfecto existe la plenitud y la perfección de toda la bondad. Sin embargo, donde existe la plenitud de la bondad no puede faltar la caridad. Porque nada es mejor que la candad. No obstante, nadie puede decir que tiene caridad basándose únicamente en el amor que tiene para consigo mismo. Es necesario que el amor se dirija hacia otra persona para que sea caridad. Por eso, donde no existe la pluralidad de perso­nas, no puede existir la caridad. Sin embargo, usted puede decir: «Aunque hubiese una única persona en la Divinidad, aun así tendría caridad para con su creación.» En efecto, él la tiene. No obstante, ciertamente no podría expresar esa caridad suprema para con la persona creada, porque si él amase supremamente a alguien que no pudiese ser suprema­mente amado, la caridad sería imperfecta.10

Para Ricardo, la naturaleza personal y amorosa de Dios exige que él sea un Dios trino, un Dios que desde toda la eternidad fue un Dios de amor, porque existió eternamente en una relación plena de amor y de afecto. Aun antes de que hubiese un ser creado, Dios ya existía como un Dios de amor. Al ser nosotros creados a su imagen y semejanza, fuimos invitados a participar de esta comunión trinitaria de amistad y amor. Esto constituye nuestra vocación primaria.

En este contexto, reconocemos que la naturaleza del pecado es, básicamente, la ruptura del carácter relacional del ser huma­no. La armonía de las relaciones del ser humano con el Creador

Ibid, p. 374.

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y con la creación, que existía antes del pecado de Adán, se quiebra y da lugar al egoísmo, la soberbia, la acusación mutua y el distanciamiento entre el Creador y la criatura. De ahí en ade­lante, todo el esfuerzo divino está orientado a promover, a través de alianzas, los medios para la reconciliación de todo cuanto el pecado separó.

Ricardo presenta, a partir de su comprensión de la naturaleza de la Trinidad, tres niveles para el ejercicio de la caridad. El primero se da cuando aprendemos a amarnos a nosotros mis­mos; después, pasamos al amor al prójimo; y de ahí, en un nivel más avanzado, compartimos el amor con un tercero. Si, por alguna razón, no consiguiéramos alcanzar el tercer nivel, la caridad podría tornarse exclusiva y retroceder al egoísmo. En verdad, cuando este ciclo de la experiencia del amor no se completa, no existe una experiencia real de amor. En términos psicológicos, no es posible tener una experiencia de amor para consigo mismo si no hubiere una relación de amor para con el prójimo. En términos espirituales, el amor a Dios, al prójimo y a nosotros mismos constituye el trípode de la experiencia recon­ciliadora del evangelio. Amar a Dios y no al prójimo es una gran falacia. El apóstol Juan ya advertía respecto a esto, cuando afirmó: «Nosotros hemos llegado a saber y creer que Dios nos ama. Dios es amor. El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él» (Un 4:16). «Nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero. Si alguien afirma: "Yo amo a Dios", pero odia a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto» (Un 4:19, 20). En este ejercicio del amor autotrascen-dente encontramos la razón por la cual hay más de una sola persona en Dios. Así describe Ricardo, en la terminología latina, los tres niveles de caridad: 1. «amorprivatus»; 2. «amor mutuus»;

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3. «caritas consummata». En cada nivel la persona se aproxima más al ideal divino y al arquetipo de la Trinidad.

Para confirmar el misterio del amor interpersonal, Ricardo explora la experiencia de la amistad y de la generosidad. A partir de la Trinidad, descubrimos la importancia de la amistad como un camino para el conocimiento de Dios, toda vez que la natura­leza de Dios podría resumirse en esta expresión: Dios es amistad. La oración no es otra cosa que entrar en ese misterio y gozar de la amistad del Dios trino. Jesús oró así: «Ruego... para que todos sean uno. Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos también estén en nosotros» (Jn 17:20-21). Oramos al Padre, en nombre y por la mediación de su Hijo, en el poder del Espíritu Santo. La amistad con Dios es el propósito supremo de la oración.11 La comunión entre el Padre y el Hijo nos invita a la experiencia de la oración. Sin embargo, para muchos la oración no pasa de ser un mecanismo que utilizan para sacar el mayor provecho de Dios y usufructuar de todos los beneficios de sus promesas. No obstante, a partir de la comprensión de la natura­leza relacional de la Trinidad, descubrimos que el objetivo de la oración no somos nosotros, ni nuestras necesidades, ni siquiera la oración en sí, sino Dios, el Dios trino. La experiencia humana de la amistad comienza con la oración, con la amistad de Dios.

Si alguno desea ser feliz realmente, debe encontrar otra perso­na para amar y ser amado. Sin embargo, para que el amor sea completo, es necesario encontrar a una tercera persona para evitar la desarmonía y el egoísmo. El rechazo de la amistad como espacio que posibilita compartir el amor impide la comprensión

11 Para una mejor comprensión de este concepto de la oración como amistad con Dios, sugiero la lectura del libro del Dr. James Houston, Orar com Deus, ABBA Press, San Pablo, 1994.

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de un Dios que es amor y que nos creó conforme a su imagen y semejanza. Por esto, para Ricardo de San Víctor la experiencia de la amistad es fundamental para el conocimiento de Dios, porque fuimos creados para vivir en comunión con un Dios que es, por naturaleza, comunión.

El mismo razonamiento acompaña la generosidad. Para este teólogo, un Dios que no tiene a nadie de igual dignidad para ejercitar la gloria del amor autotrascendente se torna un Dios solitario e infeliz. La presencia de una tercera persona es necesa­ria para que este compartir sea generoso y al mismo tiempo glorioso.

Este proceso en espiral de salir del mundo del amor privado hacia la experiencia del amor compartido nos hace participantes intensamente mayores de la perfección de la Trinidad y, conse­cuentemente, de la imagen de Dios.

Para Ricardo de San Víctor, la teología de las relaciones inter­personales fundada en la Trinidad puede resumirse de la siguiente manera: 1. comunión/caridad; 2. individualidad/felici­dad; 3. libertad/creatividad. La comunión sólo es posible entre personas que, en el acto de compartir, ejercen la caridad, lo que presupone la individualidad de cada persona, pues sólo compar­timos lo que somos. Si alguno teme ser rechazado, no se abrirá para la comunión y la caridad, y se tornará un esclavo de sí mismo. No alcanzará la felicidad. Si fracasamos en la trascenden­cia de nosotros mismos para alcanzar la comunión, fallaremos en la comprensión de nuestra propia individualidad, libertad y crea­tividad. Es decir, fracasaremos en la tarea de hacernos personas.

Según la doctrina de la Trinidad, el ser humano sólo se descu­bre como persona en la relación de amor y amistad que lo nutre con Dios y con el prójimo. El sentido de persona no se obtiene

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a partir de las funciones o los papeles que desempeñamos en la vida. No somos lo que hacemos ni lo que poseemos. Somos lo que somos en la relación que tenemos con el otro. Las personas en la santísima Trinidad son lo que son en la relación que mantienen entre sí, y no en aquello que hacen.

Tom Smail, en su libro The Forgotten Father (El Padre olvida­do),12 también defiende, a partir de la Trinidad, la misma tesis de que la realización de la persona humana sólo se da en la relación de amor y afecto con el otro. Según él, el Padre sólo es Padre porque tiene un Hijo; el Hijo sólo es Hijo porque tiene un Padre con quien se relaciona en amor; y el Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo. No existe en la Trinidad una autonomía de las tres personas, ni siquiera una realización a partir de lo que hacen. Estas personas son lo que son únicamente por la relación que nutren una con la otra. La interdependencia y el afecto perfecto entre las tres son lo que hace de ellas solamente uno.

Dios no es Padre porque los hombres proyectaron este título a partir de sus experiencias humanas. Dios es Padre porque tiene un Hijo que es por naturaleza parte de su ser divino. Esto, de acuerdo con los capadocios, según Atanasio y Nicea, es la enseñanza de la Biblia. Ellos veían en las Escri­turas que el Dios vivo y verdadero nunca se encuentra sin la Palabra y el Espíritu.13

12 Tom Smail, The Forgotten Father, Hodder and Stoughton, Londres, 1980.

13 Bernard McGinn, John Meyendorf y Jean Leclercq, Christian Spiritualify. Origins to the Twelfth Century, Crossroad, Nueva York, p. 264. (Traducción castellana: Espiritualidad cristiana I. De los orígenes al siglo XII, Lumen, Buenos Aires, 2000)

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A partir de la Trinidad, descubrimos que la comunión y la amistad con Dios y con el prójimo no son una opción más en un mundo cada vez más individualista y autónomo. La comunión y la amistad son la razón de ser del propio ser humano. Dios es comunión y así fue como nos creó. El Padre es Padre porque tiene un Hijo. Es el Hijo quien define la identidad del Padre. De la misma manera, es el Padre quien define la identidad del Hijo. Cuando Jesús afirma: «El Padre y yo somos uno» (Jn 10:30), está mostrando la indivisibilidad de la Trinidad y la imposibilidad del individualismo autónomo. Por un lado, él afirma su identidad como persona, pero también destaca que tal identidad no existe sin el Padre y el Espíritu. Afirma lo mismo cuando dice: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14:9). Es imposible ver al Padre sin ver al Hijo, o viceversa, como también es imposible ver al Espíritu sin ver al Padre y al Hijo. Así, Dios se revela en las Escrituras como un ser en comunión.

Los libros de autoayuda y la orientación de muchos psicotera-peutas modernos que intentan crear un sentido de persona a partir de un ser solitario, no relacional, que encuentra toda su realización en sí mismo y no en la comunión y la amistad, niegan la naturaleza intrínseca del propio ser humano. Sólo a través de la amistad podemos conocernos a nosotros mismos con toda la realidad debida, porque es imposible que tengamos algún cono­cimiento objetivo de nosotros mismos fuera de la experiencia de la amistad.

Deseo citar un párrafo de Leonardo Boff respecto a aquello que él mismo llama «La doxología eterna: la gloria y la alegría de la Trinidad»:

La teología se restringió, normalmente, a la reflexión formal sobre el misterio de la comunión trinitaria. Se buscaba pene-

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trar racionalmente en el sol ofuscador de la propia esencia del Dios trino. En el término de esta diligencia está el silencio respetuoso. Toda conversación que sobrepase las barreras de la percepción del misterio se convierte en habladuría y ge­nera el sentimiento de profanación de lo sacrosanto. Así es la situación humana cuando es confrontada con la Trinidad inmanente. Si no podemos ni debemos hablar, podemos, en tanto, cantar y alabar. Cese la razón y gane libertad la imagi­nación. Así hicieron los místicos a quienes fue dada la gracia de intuir la convivencia trinitaria. Son tres distintos, como desembocaduras de tres caudales sin márgenes formando un solo océano de vida y amor. Son tres miradas distintas que constituyen una sola visión. La autoadopción del uno al otro, la unión de los tres en un solo amor producen la gloria y la alegría sin fin. El flujo y el reflujo, la diástole y la sístole de los divinos Tres inter-penetrándose e inundándose en la fuerza de la perenne comunicación producen el éxtasis de amor. El entrelazamiento de las Personas Divinas hace emerger la intimidad, el cobijarse y la expansión de la ternura, propios de la felicidad eterna. Esta felicidad es la propia Trinidad mostrándose como Trinidad de personas distintas en la unidad de una misma comunión, de un solo amor y de una única vida, comunicada, recibida, devuelta.14

El Dios revelado en las Escrituras es una Trinidad en eterna comunión de amor. Comprender la naturaleza de este misterio y participar de él constituyen la experiencia más rica y profunda del alma humana.

Boff, op. cit, p. 264.

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¿Qué implica la doctrina de la Trinidad para la espiritualidad cristiana?

Como afirmamos al inicio, la doctrina de la Trinidad, en vez de ser algo completamente abstracto y sin ninguna contribución práctica y concreta para la vida cristiana —de interés sólo para filósofos y teólogos que aprecian la delicia de los debates intermi­nables sobre asuntos absolutamente irrelevantes para la realidad de la vida—, constituye una de las doctrinas fundamentales de la fe cristiana, particularmente importante para la formación de la vida espiritual y con consecuencias prácticas para la vida cristiana diaria. En esta sección consideraremos algunas de estas consecuencias, para comprender la importancia de esta doctrina para la vida de la iglesia.

1. La Trinidad establece el sentido y el significado de ser persona. A partir de esta doctrina, el hombre se ve a sí mismo como un ser en relación, y es precisamente en esa relación con otros que encuentra su personalidad. Nosotros somos lo que somos en la relación de amor que mantenemos con las demás personas. La doctrina de la Trinidad cuestiona tanto el individualismo como la desaparición del individuo en medio de una sociedad impersonal. Según Leonardo Boff,

la concepción trinitaria de Dios nos propicia una experiencia global del misterio divino. Cada ser humano se mueve den­tro de una tríplice dimensión: la de la trascendencia, la inma­nencia y la transparencia.15

Ibid.,p. 38.

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En la trascendencia el ser humano mira hacia arriba buscando la razón primera de su existencia. En esta experiencia, el Padre surge como el Dios creador que le da el sentido y el significado. En la trascendencia, el ser humano se descubre verdaderamente humano en el encuentro de amor y aceptación con el Padre, encuentro en el que descubrimos no sólo nuestro origen sino también la fuente de la cual emerge nuestra vida. El Padre rescata el sentido de nuestra existencia a partir del misterio de la creación y de la alianza que él mismo estableció con su pueblo, alianza de amor y de gracia en la cual el significado de la vida brota de la certeza y de la seguridad de su amor.

En la inmanencia se da el encuentro del ser humano consigo mismo como ser creado. El Hijo surge aquí como revelación del Padre que, en la encarnación, señala el camino y determina la forma y el contenido de la relación con toda la creación. Y es el Hijo quien, en su encarnación, define que toda la ley y los profetas se resumen en un solo mandamiento: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas, y a tu prójimo como a ti mismo» (Mr 12:30-31). El Hijo propone que la relación trascendente con el Padre se transforme en una relación inmanente con el prójimo y con toda la creación. El crea la posibilidad de la vida en el Reino de Dios, y nos reúne para la tarea de la construcción de un mundo donde el amor incondicional del Padre determina las fronteras de las relaciones humanas. A partir de la encarnación, el ser persona no se determina por el sentarse a la derecha o a la izquierda del Señor en su gloria, sino por ser siervo, por partici­par de la vida del prójimo, por crear lazos de amor y de afecto con Cristo y con el mundo.

Por último, tenemos la transparencia que nos hace ver quié­nes somos y quiénes son los demás. Según el apóstol Pablo, el

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Espíritu es quien quita los velos y las máscaras de nuestro rostro para que podamos contemplar, como por un espejo, la gloria del Señor (2Co 3:16-18). El ministerio del Espíritu es unir lo trascendente con lo inmanente. Es establecer la comunión del ser humano con Dios. La Biblia afirma que «todos fuimos bautizados por un solo Espíritu» (ICo 12:13) y que el Espíritu clama «¡Abba! ¡Padre!» (Gá 4:6). Este poder del Espíritu que nos hermana por la transparencia, respetando nuestras diferencias e individua­lidad, establece la comunión del «cuerpo» y da visibilidad a la iglesia de Jesucristo.

Así, en la relación de trascendencia, inmanencia y transparen­cia nos descubrimos como personas. En este universo que abarca nuestras relaciones con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos encontramos nuestra verdadera identidad humana y cristiana. Y es en el encuentro con Dios y con el prójimo que ex­perimentamos el poder transformador y reconciliador del amor.

Para los Padres de la iglesia, la comprensión del ser trinitario de Dios nos lleva, inexorablemente, a una nueva percepción de la persona humana. Para ellos,

no existe ningún ser verdadero fuera de la comunión. Nada existe individualmente, concebido en sí mismo. La comunión es una categoría ontológica... La persona no puede existir fuera de la comunión; pero toda comunión que niega o suprime a la persona se torna inadmisible.16

Así, según los Padres de la iglesia, pioneros en el desarrollo de una teología de la persona a partir del ser de Dios, no hay

16 John D. Zizioulas, Being as Communion. Studies in Personhood and the Church, St. Vladimirs Seminan; Press, Crestwood, NY, 1985, p. 18.

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ninguna posibilidad de desarrollar una experiencia realmente humana y personal fuera del misterio de la iglesia. La iglesia, como espacio de comunión, es absolutamente indispensable para el desarrollo del significado de la persona. Es en la iglesia que se hace posible la relación con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos.

A medida que nos entregamos en las manos de Dios, nuestra identidad pasa a ser una responsabilidad suya y no ya nuestra. Yo soy el que soy, no por el hecho de que yo no sea tú ni por la comparación que he venido haciendo de mí respecto a los demás, sino porque soy único delante de Dios, y es solamente en su presencia que me descubro verdaderamente. A partir de ahí, la identidad personal del ser humano no se afirma por lo que hace o tiene sino por lo que es en la relación con el otro. Así vive la Trinidad, así es como las personas en la Trinidad definen su identidad.

Dios como Trinidad trasciende el concepto individualista de persona en una forma radical. C. S. Lewis escribió que «aprendemos de la doctrina de la santísima Trinidad que alguna cosa análoga a la sociedad existe dentro del ser divino desde toda la eternidad, que Dios es amor, no en el sentido de la concepción platónica de amor, sino porque en él la reciprocidad concreta del amor existe antes de los mundos y es, por eso, compartida con las criaturas».17

2. La vocación cristiana es esencialmente relacional. La invitación al discipulado es una invitación a la comunión

17 British Council of Churches, The Forgotten Trinity. The Report ofthe B.C.C. Study Commission on Trinitarian Doctrine Today, Inter-Church House, Londres, vol. 2, 1990, p. 26.

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personal con Dios y con la familia de la fe. En su primera epístola, el apóstol Juan expone claramente este principio, al definir a Dios como amor (Un 4:8). Esto significa que Dios subsiste como una Trinidad en la cual se comparte el amor. Ir contra el amor es ir contra Dios. Negar la comunión, optar por el individualismo, es negar la naturaleza esencial de Dios y nuestra vocación cristiana.

Como afirmáramos anteriormente, la amistad entendida a partir de la naturaleza trinitaria de Dios constituye un instrumento poderosísimo para el conocimiento de Dios y de nosotros mismos. No existe un conocimiento objetivo de nosotros mismos fuera de una relación de amistad. La única manera de conocerme a mí mismo es abrirme a una relación de amor con el prójimo. Sin embargo, como nadie me conoce exactamente como soy, y como ni yo mismo puedo decir que me conozco totalmente, sólo en la relación con Dios, quien me conoce plenamente y me acepta tal como soy, puedo llegar al conocimiento de mi propia persona. La amistad amorosa y afectiva con Dios y con el prójimo se torna, por tanto, esencial para el conocimiento no sólo de Dios, sino del prójimo y de mí mismo.

Puesto que la naturaleza de Dios es personal y relacional, el principio de la amistad abre nuevas puertas para un encuentro más personal, afectivo y relacional con Dios. Generalmente, las personas que encuentran dificultades para establecer vínculos afectivos y personales con amigos tienden a transformar su relación con Dios en algo tan impersonal como sus relaciones humanas. Nuestra forma de tratar a los demás coincide con nuestra forma de tratar a Dios. Si manipulamos a los demás y nuestras relaciones son, básicamente, de naturaleza política, tras­ladamos este modelo a nuestra relación con Dios. Si acostum­bramos utilizar a las personas y a las cosas, también tendremos

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una relación utilitaria con Dios. La verdadera espiritualidad nos transciende. Es interpersonal y relacional. La amistad y las relaciones que construimos son caminos que nos conducen a Dios. Paul Stevens llama la atención al hecho de que Dios nos creó «hombre y mujer» y nos hizo conforme a su imagen y semejanza. El hombre y la mujer juntos son imagen de Dios y, por consiguiente, una realidad social. Por tanto, dice Stevens,

el propósito de la sexualidad humana no sirve sólo para propósitos de procreación y tampoco sólo para el beneficio mutuo de los cónyuges, aunque ambos propósitos sean bue­nos en sí mismos. La sexualidad fue planeada por Dios para ser primaria y finalmente contemplativa, para que nos ayude a buscar al propio Dios.18

La imagen de Dios se refleja en la relación hombre-mujer. No fuimos creados para vivir de manera aislada. La propia creación nos revela que la contemplación de Dios sólo es posible en la relación de amistad que construimos. La imagen de Dios no se refleja en el aislamiento del ser humano sino en la comunión. Fuimos llamados para vivir «en Cristo» como pueblo de Dios, en amistad con el Creador y su creación.

En la Biblia, nuestro amor a Dios se establece a partir del amor que tenemos para con el prójimo. Si no amamos al prójimo, no podemos afirmar que amamos a Dios. Es lo que nos dice el apóstol Juan: «Si alguien afirma: "Yo amo a Dios", pero odia a su hermano, es un mentiroso» (Un 4:20). El apóstol Juan, tal vez más que todos los demás, comprendió esta naturaleza amorosa, afectiva y relacional de Dios y del propósito de la salvación. Para

18 Paul Stevens, Disciplinas para um coragaofaminto. Seruindo a Deus sete días da semana, ABBA Press, San Pablo, 1993, p. 83.

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él, no hay manera de establecer una relación con Dios, desvincu­lada de las relaciones humanas. El cuidado del enfermo, del preso, del forastero, del pobre, del hambriento y del desnudo es, a decir verdad, un cuidado que se dirige al Señor mismo. Así respondió Jesús a la indagación de sus oyentes respecto a cuándo lo habían visto en ese estado de pobreza y hambre, y lo habían socorrido. Para Jesús, el auxilio que le prestamos al prójimo es un socorro que le prestamos a él mismo, lo cual es una invitación a reconocer el rostro de Cristo en el rostro del enfermo y del necesitado (Mt 25:39, 40). Nuestro amor a Dios no siempre se dirige directamente a él. Es a través de nuestros hermanos que expresamos nuestros afectos a Dios. Martín Lutero, el reformador, enseñaba que_no. poíigjTjgj^mar^^ic>s-erx§u majestadjdeberrios amar a Dios en sus criaturas.19

Por tener una visión funcional de la vida y de las relaciones que construimos, la tendencia cristiana más común es entender vocación como sinónimo de actividad. Vocación es algo que hago. El pastorado o el trabajo misionero se transforman en vocaciones cristianas. No hay duda de que lo son, pero hay un concepto de vocación que precede a nuestras actividades y funciones, que es la vocación para ser. Somos llamados a ser hijos de Dios, su pueblo y su iglesia. Este tipo de vocación no se determina ni por la actividad ni por la función sino por la relación. En principio, no fuimos llamados para «hacer algo» sino para «ser alguien». Posiblemente, esta distorsión en la percepción de la vocación trajo los conflictos que vivió la iglesia de Corinto respecto al uso y el papel de los dones. El aspecto funcional y utilitario de los dones se tornó más relevante que su vocación

19 Donald M. Lewis, With Heart, Mind & Strengh. The Best ofthe Crux, Credo Publishing Corporation, Langley, vol. 1, 1990, p. 11.

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relacional en el cuerpo de Cristo, pues el don espiritual sólo tiene valor en el cuerpo si está precedido por el amor, que crea los vínculos comunitarios. En el capítulo 13 de su primera Carta a los Corintios, el apóstol Pablo orienta a los creyentes y presenta el principio del amor como factor que regula y define el lugar de los dones en el cuerpo, la iglesia. Podemos hablar la lengua de los hombres y de los ángeles, transportar montes y tener el dominio de la ciencia y de la profecía, pero si no tenemos amor, nada de eso aprovecha: no somos nada. Así, relaciona el amor con nuestra identidad personal. Puedo hacer muchas cosas y realizar prodigios, pero sin amor no soy nada. La iglesia está llamada al amor.

3. La misión cristiana es, ante todo, una invitación a la vida comunitaria. La misión es un llamamiento a recibir al prójimo como persona para que participe de esa relación comunitaria. La misión cristiana no puede ser descrita únicamente en términos de acción y proyectos; implica amor y aceptación. La encarnación no puede ser vista sólo como un proceso de aculturación e integración, sino como un camino de identificación personal y de amistad. El indígena, el pobre, el anciano, el enfer­mo son personas y no problemas; deben ser recibidos y amados por lo que son y no por lo que llegarán a ser. Únicamente en este acto de amor estaremos traduciendo con mayor fidelidad el sentido del evangelio, de la invitación al discipulado, de la partici­pación en el mundo nuevo creado por Dios. Hace algunos años vi en un calendario con fotografías y citas un pensamiento que me llamó mucho la atención. Creo que la cita era de una música popular americana, que decía más o menos así: «Danos pan, pero danos rosas también.» Me parece que su intención era mostrar que el pobre no sólo necesita pan sino también afecto, amor, atención. Necesita recibir no sólo el pan para el alimento del

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cuerpo sino también aquellas cosas que muchas veces juzgamos absolutamente superfluas, pero que expresan nuestros afectos más profundos.

La iglesia, a partir de su comprensión de la naturaleza trinita­ria de Dios, descubre que su misión primera es amar al mundo como Cristo lo amó. Dios envió a su Hijo como una expresión concreta de su amor por el mundo. Cristo no vino sólo para resolver los problemas de naturaleza sociopolítica sino para amar, y fue este amor lo que hizo de él un revolucionario. Esta razón lo llevó a negar las propuestas del diablo en el desierto, cuando fue tentado. El propósito de la misión de Jesús no era solamente dar pan al hambriento, como si el hombre fuese sólo cuerpo, o salvar su alma del infierno, como si fuese sólo un ser espiritual. Su propósito era redimirlo integralmente. Para esto era necesario rescatarlo como ser humano en su total dignidad. Y nada tiene mayor poder para rescatar la dignidad humana que el amor. Esto fue lo que Cristo hizo. Nos amó hasta la muerte para ofrecernos una vida abundante, no una vida que lo tiene todo en abundancia sino una que se encuentra en el amor de Cristo, la plenitud de la dignidad de ser aceptado y amado por lo que se es y no por lo que se posee.

La celebración de los sacramentos (la Cena del Señor y el bautismo) debe ser vista como un símbolo de pertenencia. «Todos fuimos bautizados por un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo» (ICo 12:13), afirma el apóstol Pablo. El mismo apóstol también declara: «Esa copa de bendición por la cual damos gracias, ¿no significa que entramos en comunión con la sangre de Cristo? Ese pan que partimos, ¿no significa que entramos en comunión con el cuerpo de Cristo?» (ICo 10:16). Tanto el bautismo como la Cena del Señor son sacramentos que establecen vínculos de pertenencia. Al ser bautizados en el

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nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y al participar regularmente de la Cena del Señor, estamos afirmando nuestra pertenencia a la iglesia de Jesucristo. Una vez más nos encon­tramos negando al mundo con sus valores y seducciones, y asumiendo que pertenecemos a Cristo y a su iglesia. A pesar de toda la controversia sobre el bautismo infantil, en él hallamos una inmensa riqueza del símbolo de pertenencia. Pues a través de él vinculamos a nuestros hijos con la iglesia de Jesucristo. Cuando los padres presentan a sus hijos al bautismo, no están declarando la conversión de aquel niño recién nacido sino afirmando públicamente que él, como sus padres, no pertenecen más al mundo, sino a la iglesia de Cristo. El bautismo y la Cena del Señor son símbolos de una experiencia personal no sólo de conversión sino también de pertenencia, de cambio de domicilio, de dignidad humana, de aceptación plena de nuestra persona en Cristo y en la iglesia. La naturaleza de la misión de la iglesia se define en los sacramentos, y la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en ellos nos remite al corazón de la misión de Dios.

4. La iglesia es la señal visible de la presencia trini­taria de Dios en la historia. Uno de los encuentros de las co­munidades eclesiales de base, realizado en la ciudad de Trinidad, en el interior de Goiás (Brasil), tuvo como tema principal: «La santísima Trinidad, la mejor comunidad». Este motivo se transformó más tarde en un libro de Leonardo Boff, cuya tesis es que la Trinidad ofrece los principios para la construcción de una sociedad ideal, en la cual la iglesia aparece como su prototipo. No hay entre las personas de la santísima Trinidad ninguna señal de disputa por el poder o la supremacía de la una sobre la otra. Tampoco hay anulación o negación, ni existe el individualismo o el colectivismo (negación del individuo). Por el contrario, existe

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la afirmación de todos a través de todos y del amor entre todos, en tanto que no son tres, sino uno. Así, la comunión y la amistad en el pueblo de Dios se transforma en una señal externa y visible de la realidad de la vida de la Trinidad.

Esto no significa que no debe existir forma alguna de organi­zación o estructura en la iglesia. El modelo de relación trinitaria promueve, antes que nada, una conversión de nuestro corazón, de las bases de nuestras relaciones. No importa si alguien es jerárquicamente superior. A partir de la Trinidad, las relaciones no se dan por la posición o por el «status» que conquistamos, sino por el amor y el deseo de servirnos los unos a los otros. Jesús lavó los pies de sus discípulos. Así, una actividad que, jerárquicamente, pertenecía al mundo esclavo, ahora se torna parte de la actividad pastoral del «Maestro y Señor». El lavó los pies de sus discípulos porque sabía quién era, de dónde venía y hacia dónde iba. Esta identidad personal, establecida a partir de su relación con el Padre, le dio la libertad de lavar los pies de sus discípulos sin perder la noción de su vocación de Maestro y Señor.

La iglesia es la comunidad que refleja concretamente la presencia de Dios en la historia. Y puesto que el Dios cristiano es una comunidad que vive en perfecta armonía, en una relación de amor autotrascendente, la iglesia necesita desarrollar dos aspectos presentes en el Dios trino para reflejar su presencia. El primero es la diversidad, y el segundo, la unidad. La diversidad nace de la singularidad de cada uno. No surge, como muchos piensan, de la autonomía de cada uno sino de la individualidad. Por otro lado, la unidad se desarrolla en la relación que cada individuo, como persona singular que es, construye con otros individuos, formando así el «cuerpo de Cristo». Sólo es posible que haya comunión cuando hay individualidad, y sólo hay indi-

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vidualidad, cuando hay comunión. Es en esta doble dimensión de la naturaleza humana que nos descubrimos como personas.

Esta diversidad en la unidad o unidad en la diversidad es la que hace a la iglesia participante del misterio de la Trinidad. Por eso Jesús oró: «Ruego... para que todos sean uno. Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17:20-21). Las relaciones que se dan en la iglesia necesitan reflejar este principio eterno de la relación trinitaria, e incluso en las estructuras eclesiásticas es necesaria la presencia del principio trinitario de relaciones, para que nadie sea mayor ni menor que los demás.

Sin duda, el tema que más preocupa a los cristianos en el mundo hoy es la unidad cristiana. Muchos esfuerzos intentan promover la unidad entre los cristianos. Alianzas, pactos, acuer­dos de cooperación y muchas otras tentativas han contribuido, de alguna forma, a que la iglesia sea una. Existen aquellos, los más idealistas, que sueñan con el fin de las denominaciones y organizaciones cristianas para la formación de una única iglesia en el mundo. Aunque estos esfuerzos contribuyan con algo, la unidad es una realidad espiritual, es decir, depende más de nuestra capacidad de penetrar en el misterio trinitario y sus implicaciones para la vida y la fe, que de elaborar mecanismos políticos de unidad. La unidad que encontramos entre las personas de la santísima Trinidad es una unión de amor, que se manifiesta en una disposición permanente de sumisión y respeto. La unidad entre el Hijo y el Padre, o entre el Espíritu y el Hijo, se da por la obediencia amorosa que se manifiesta entre ellos.

La fórmula de unidad más común que tenemos entre nosotros es la de la unidad de objetivos. Mientras tenemos objetivos co­munes, creamos lazos de convivencia fraterna. Las alianzas que

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formalizamos entre nosotros son una tentativa de definir lo que hay de común entre los grupos interesados para establecer, a partir de eso, las condiciones de nuestra unidad. Es un tipo de unidad contractual. Funciona en la base misma de los contratos que empresas, naciones y gobiernos celebran entre sí. Todos los grupos interesados firman el documento, concordando de este modo con sus términos. No obstante, cuando una de las partes incumple alguna cláusula del contrato, la unidad se rompe.

El modelo de unidad que representa el Dios trino no es con­tractual sino que tiene su fundamento en el principio de la alianza, el mismo que determina las relaciones en el seno de la Trinidad. En un contrato existen condiciones preestablecidas para que haya unidad y comunión. En la alianza, el amor y la gracia de Dios aparecen como el origen y el punto de partida para la comunión y la unidad. En un contrato, las condiciones preceden al amor; en la alianza, el amor precede a cualquier exigencia. Un ejemplo de alianza es el casamiento. En la celebración del casamiento, los votos que asumimos no son contractuales (aunque hoy muchos casamientos lo sean). No establecemos condición alguna para el amor. Ninguno de los dos dice: «Yo prometo amarte si....» No hay condiciones establecidas para el amor. Más bien, ambos afirman: «Prometo amarte en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza....» Es un amor incondicional, sin los «si» que imponen condiciones y exigencias. La alianza que Dios celebra con nosotros también es así. Dios no dice: «Voy a amarte si guardas mis mandamientos, si no faltas a los cultos, si contribuyes regularmente con el diezmo, etcétera.» No. Dios nos ama y amará siempre, independientemente de nuestra respuesta a su amor. Los mandamientos no son exi­gencias del amor de Dios sino una respuesta igualmente incondicional a su amor. Al igual que las responsabilidades del

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casamiento no son exigencias del amor sino respuestas volunta­rias al amor, así también nuestros compromisos y responsa­bilidades cristianas no son exigencias del amor sino respuestas voluntarias al amor de Dios.

En la Trinidad, la obediencia del Hijo al Padre no es ninguna exigencia o condición del amor del Padre sino una respuesta libre y voluntaria del amor del Hijo. Mientras no comprendamos el misterio que abarca las relaciones trinitarias, al cual somos invitados por Jesús en su oración sacerdotal, no comprende­remos el misterio de la iglesia. Precisamente, en su Carta a los Efesios, el apóstol Pablo usa la figura del matrimonio como paradigma para entender la naturaleza y unidad del cuerpo de Cristo, que es la iglesia.

5. El culto cristiano también se caracteriza por su naturaleza trinitaria, ya que en él se adora al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo como el Dios único e indivisible. El culto es una convocatoria del Dios trino a todo aquel que fue insertado en el contexto de la familia cristiana. Es una iniciativa de Dios y no del ser humano, y funda su naturaleza en el primero y no en el segundo.

En las iglesias modernas de casi todo el mundo cristiano, se ve el culto como algo que hacemos para Dios. Nos reunimos, cantamos alabanzas a Dios, realizamos oraciones, escuchamos la predicación de la Palabra de Dios y damos testimonio del amor divino. Para todo esto, obviamente, suplicamos la asisten­cia y la bendición de Dios. No obstante, continúa siendo algo que hacemos, que presentamos a Dios. La naturaleza trinitaria del culto no cambia necesariamente su forma, puesto que conti­nuamos haciendo aquello que siempre hicimos. Sin embargo, sí cambia nuestra postura ante lo que hacemos. Según el modelo

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trinitario, el culto no es más aquello que hacemos sino la parti­cipación en aquello que Dios hizo y sigue haciendo por nosotros a través de la mediación de su Hijo Jesucristo. El autor de la Carta a los Hebreos define la naturaleza del culto cristiano de la siguiente manera:

Así que, hermanos, mediante la sangre de Jesús, tenemos plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo, por el camino nuevo y vivo que él nos ha abierto a través de la cortina, es decir, a través de su cuerpo; y tenemos además un gran sacerdote al frente de la familia de Dios. Acerquémonos, pues, a Dios con corazón sincero y con la plena seguridad que da la fe, interiormente purificados de una conciencia culpable y exteriormente lavados con agua pura (Heb 10:19-22).

El acceso al Lugar Santísimo se da por la sangre de Jesús. El es el sumo sacerdote sobre la casa de Dios. El Hijo nos conduce a la presencia del Padre para adorarlo; por su carne abrió un nuevo camino para la adoración que ofrecemos a Dios. La fórmula trinitaria del culto cristiano es adorar al Padre por la mediación del Hijo, en el poder del Espíritu Santo. Nosotros continuamos cantando nuestras alabanzas, oyendo la predica­ción de la Palabra de Dios, orando e intercediendo por el mundo. Pero, a decir verdad, las alabanzas que cantamos no son nuestras sino de Cristo; las oraciones que hacemos no son más nuestras, sino de Cristo; la palabra que predicamos tampoco es nuestra, sino de Cristo. Esto no cambia la forma de culto, ni nuestra manera de ofrecerlo a Dios. Cambia solamente nuestra postura y el significado que las formas toman.

Para muchos hoy, lo que nos conduce a la presencia de Dios para adorarlo es la música, el que dirige la alabanza, el ambiente creado por los «expertos» en liturgia. Es común oír a alguien

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decir que, en determinada situación, se sintió más cerca de Dios que en otras situaciones; o que la alabanza, en ciertas iglesias, induce a adorar más que en otras iglesias, o que el director de la música ejerce un papel casi insustituible para conducir al pueblo a adorar a Dios. La mediación de Cristo fue transferida a la músi­ca, al ministro de la alabanza o a un ambiente más adecuado para el acto del culto. No es más Cristo quien por su sacrificio vicario y expiatorio en la cruz nos conduce a la presencia del Padre, sino el clima que nosotros mismos creamos. Si estamos dentro de aquel clima propicio, adoramos, pero en caso contrario el culto es frío y no provoca nuestro interés.

Así pues, cuando hablo de la naturaleza trinitaria del culto, me refiero a que no hay nada en el culto en sí, o en aquellos que lo dirigen, que nos conduzca a la presencia del Padre. Solamente el Hijo hace esto. Sólo él nos abrió, por su sacrificio en la cruz, un nuevo camino para el lugar sagrado, donde adoramos a Dios. Reconozco la importancia de una liturgia bien planeada, de cán­ticos e himnos inspiradores y de ambientes adecuados para el culto que ofrecemos a Dios, pero me preocupa la sustitución de la naturaleza mediadora de Cristo en el acto del culto por ele­mentos que, muchas veces, manipulan las emociones.

Otra tensión que los cristianos enfrentan hoy, como un deriva­do de lo que acabo de afirmar, es una fuerte tendencia antropo-céntrica en el culto. La satisfacción humana se tornó el punto central en las celebraciones de la iglesia. Son nuestras sensa­ciones las que determinan el significado del culto, y no la gloria del Dios trino. Si me siento bien, creo que fui bendecido (aunque esta expresión no signifique más que una sensación de bien­estar); si de algún modo creo que fue válido haber gastado esas horas en aquel lugar, entonces significa que el culto fue bueno. Sin embargo, el objetivo del culto no es el culto ni nosotros mis-

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mos, sino Dios. La bendición del culto es el privilegio de ofrecer a Dios toda la alabanza que él merece.

La naturaleza trinitaria del culto se percibe más claramente en la celebración de la Cena del Señor. Allí rendimos nuestra gratitud al Padre por lo que nos ha dado a través de su Hijo, crucificado y resucitado. Allí invocamos sobre nosotros al Espíritu Santo que santifica el pan y el vino, para que a través de ellos recibamos al Cristo que se dio a sí mismo por nosotros, y en su nombre nos ofrezcamos al Padre.

Dos modelos de espiritualidad en la iglesia contemporánea

y una propuesta de espiritualidad trinitaria

La espiritualidad cristiana protestante de hoy está dividida en dos grandes bloques. En mi análisis no negaré los aspectos posi­tivos e históricos de estas tradiciones, sino sólo las abordaré desde la perspectiva de su posible deformación de la espiritualidad cristiana.

Por un lado, encontramos a los evangélicos de tradición refor­mada e histórica, para quienes el centro de la espiritualidad está en la relación cognitiva con Dios. El conocimiento que se puede adquirir sobre Dios constituye la base de este modelo. El énfasis en la formación doctrinal es fundamental para que se establezca una relación teológicamente correcta. Las iglesias históricas siem­pre dieron mucho énfasis a la educación bíblicoteológica, porque consideran el conocimiento dogmático y racional como el camino más sensato para establecer cualquier relación. Esta tendencia se debe, en gran parte, a la influencia del iluminismo en el movi-

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miento de la Reforma. Básicamente, las iglesias de origen refor­mado valoran y enfatizan la importancia de la razón en la espiritualidad. Esta espiritualidad que nace de la razón corre el riesgo de tornarse más teológica y menos afectiva, más dogmática y menos personal, en la medida que se centraliza en el dogma y no en la persona. Dios se transforma en una idea o un concepto abstracto con el cual yo me relaciono racionalmente.

Por otro lado, tenemos una tradición más reciente y popular, el pentecostalismo, para la cual la espiritualidad está en la ex­periencia carismática, proporcionada por la acción del Espíritu Santo. En esta tradición, la experiencia espiritual es primordial, ya que a partir de ella el hombre conoce realmente a Dios. El énfasis en la experiencia carismática es fundamental para que uno sienta la realidad divina. El pentecostalismo es una reacción al exceso de racionalismo e intelectualismo, muchas veces frío e impersonal, presente en la mayoría de las iglesias históricas. Por su parte, este tipo de relación corre el riesgo de tornarse más emocional y menos afectiva, más experimental y menos per­sonal. Dios se transforma en una fuente de energía con la cual yo me relaciono utilitariamente.

Los dos movimientos, así como sus variaciones a lo largo de la historia, han contribuido para nuestra formación espiritual. Sin embargo, al analizar su perfil y su desarrollo en la experiencia espiritual de la iglesia, constatamos que ambos continúan bus­cando algo que todavía falta. Una característica general, común en casi todas las iglesias, es la sensación de que algo está au­sente, algo que transciende el conocimiento racional y la expe­riencia carismática, algo que llena el alma y el corazón de aquel que busca a Dios.

Esta ausencia, este «algo que falta», para muchos se encon­traría en la combinación de lo histórico con lo carismático, es

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decir, en la combinación de lo racional con lo emocional. La preocupación de muchos líderes cristianos, interesados en el avivamiento de la iglesia, es proponer un término medio entre lo emocional y lo racional. Ellos creen que hoy el cristiano ideal es aquel que tiene una buena formación teológica y, al mismo tiem­po, experimenta los carismas del Espíritu. Esta combinación de lo intelectual con lo carismático sería una manera perfecta para que un cristiano experimente lo bueno que hay en ambos lados.

¿Pero será que el equilibrio está realmente en esta combina­ción? ¿Será que una buena dosis de emoción sumada al interés académico resolvería los conflictos espirituales que perturban la mente y el corazón de muchos? A mí me parece que el equilibrio no se encuentra necesariamente en una combinación de lo racional con lo emocional, de lo histórico con lo pentecostal, sino en la búsqueda de la afectividad, del lugar del corazón_ejaJa experiencia espiritual. La primera relación que encontramos en la Trinidad es afectiva y no necesariamente emocional o intelectual. Se trata de una relación de amor y entrega que involucra básicamente al corazón. El equilibrio no está en saber dosificar las emociones con la razón, sino en encontrar en el amor el mismo principio que rige las relaciones de la Trinidad.

En su comentario al libro de Apocalipsis, Jacques Ellul descri­be la iglesia de Efeso y demuestra de manera clara cuál es el centro de la experiencia espiritual. Una iglesia presentada como irreprensible, capaz de soportar la persecución, y que vela por la vida moral y doctrinal de sus miembros, recibe el juicio de Dios: perdió su primer amor.

> Las primeras obras eran fruto del primer amor, de la alegría y del entusiasmo del descubrimiento del amor. No se trata, por tanto, de la fe y su contenido, sino del amor. Se trata tal

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vez de la espontaneidad del vínculo con Dios, de la preocu­pación en agradar en todo al Señor, de un vínculo siempre nuevo, brillante, renovado, de la capacidad de novedad en acción que caracteriza al amor, y de lo efímero de la pasión... Todo esto disminuyó. Abandonaste tu primer amor. Todo se enfrió, se desgastó. En suma, se trata de una iglesia que se tornó institucional, teológica, exacta, rigurosa, moral, que dejó de vivir por el impulso de una fuerza siempre nueva.20

Este juicio de Dios no es teológico ni doctrinal, pues se trata de una iglesia doctrinalmente correcta, al punto de no soportar a aquellos que se declaran apóstoles y no lo son. Tampoco consiste en un juicio sobre sus obras y su misión. Es una iglesia oppr^ntp, trahRj?>dnra Sus obras y perseverancia son conocidas por su Señor. Tampoco es un juicio orientado a la falta de experiencias espirituales. Esta iglesia también experimentó el coraje y la gracia de servir "al Señor en medio de tribulaciones y sufrimientos. El juicio es unjuicio_afectivo. Tiene que ver con el corazón de la iglesia, es decir, con su amor. Es posible que tengamos una iglesia teológicamente correcta, llena de experien­cias e historias para contar, pero que aún insiste en mantener un corazón en el que ya no existe el primer amor.

Lo mismo sucede en nuestras relaciones humanas. Podemos conocer con cierta profundidad todos los gestos, gustos, manías, hábitos e historias de nuestro cónyuge o de cualquier amigo, y tener con él diversas experiencias, sin establecer un vínculo afectivo. Es decir, es posible conocer a alguien, tener un archivo completo, sin siquiera penetrar en el corazón, en el alma del otro. Aquí reside la crisis de muchas familias. La crisis no está en la

20 Jacques Ellul, Apocalipse. Urna arquitetura em movimento, Paulinas, San Pablo, 1980, p. 141.

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falta de conocimiento ni en la ausencia de experiencia, sino en la carencia de afectos. No hay amistad que permita las incursio­nes en el alma, en la interioridad del otro. Seguimos siendo extraños para aquellos de quienes nos juzgamos tan cercanos.

La reconquista de este «primer amor» es el objeto de la espiri­tualidad cristiana. Es solamente en esta relación de amor y afecto que nos encontramos como personas en vínculo con un Dios que también es personal. Una relación que es sólo teológica, o que se interesa apenas en la experiencia, nos deshumaniza y compro­mete el carácter personal del Dios bíblico.

La pérdida de este «primer amor», aliada del individualismo utilitarista y superficial del mundo moderno, ha llevado a muchos a la búsqueda de nuevas alternativas espirituales, que llenen el vacío dejado por la falencia de la sociedad científica y tecnocráti-ca. Presenciamos una búsqueda de formas de autoconocimiento y de autoayuda, nuevas técnicas de meditación y contemplación, una reaprpximación al mundo oriental con sus tradiciones místi­cas milenarias, y un creciente interés por la literatura esotérica. Todo esto describe una reacción en el ámbito espiritual de una crisis mayor en la sociedad occidental.

Dentro del universo protestante la realidad no es diferente. Los libros más vendidos en las librerías evangélicas en estos últimos años retratan esta realidad en el mundo evangélico.21 La

21 Libros como Armas para la lucha espiritual, de Larry Lea; Bengao e maldigao (Bendición y maldición), de Jorge Linhares; Mi compañero, el Espíritu Santo, de Paul Yonggi Cho; Esgotamento espiritual (Cansancio espiritual), de Malcolm Smith; No diva de Deus (En el diván de Dios), de Caio Fabio; Manantiales en el desierto, de Lettie Cowman; Esta patente oscuridad, de Frank Peretti; Há poder ñas suas palabras (Hay poder en sus palabras), de Don Gosset; Conocimiento espiritual, de Watchman Nee,

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búsqueda de esta literatura y de las experiencias que la misma propone pintan un cuadro de la realidad evangélica latinoame­ricana que necesita ser analizado a la luz de las Escrituras y de los cambios dramáticos por los que pasa el mundo y, en particular, América Latina.

Hay un enorme contingente de cristianos buscando desespe­radamente una experiencia que les suministre sentido de perte­nencia, seguridad de ser amados. Necesitamos que Dios se nos revele a través de alguna experiencia, de preferencia muy dramá­tica, para que no haya ninguna duda de su interés por nuestra persona. Las experiencias que disfrutamos con él aseguran nuestra aceptación. Otros se sumergen en los libros y bibliotecas, en cursos variados, en títulos y diplomas con el fin de encontrar algún sentido para la fe y la comunión con Dios. Todas estas cosas son buenas y provechosas en sí mismas, pero no sustituyen los vacíos afectivos dejados en el pasado y que no fueron debidamente llenados en el encuentro con Dios.

El Dios que se reveló al mundo como un Dios trino es un Dios personal que nos invita a relacionarnos con él de la misma manera en que él se relaciona con nosotros: amando. Jonathan. Edwars, conocido teólogopuritano del siglo 18, escribió un trata­do que se transformó en uno de los clásicos de la espiritualidad cristiana. El título, ReligiousAffections (Afectos religiosos),22

demuestra su Interés poreTcarácter central del corazón en la experiencia religiosa. Su principal preocupación en ese libro es

abordan, sin excepción, temas relacionados con la vida espiritual y devocional, y representan la realidad espiritual del Brasil.

22 Jonathan Edwards, Religious Affections. How Mans Will Affects His Character Before God, Classics of Faith & Devotion, Multnomah Press, Portland, 1984.

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definir la naturaleza genuina de la experiencia cristiana. Para él, la verdadera religión consiste en expresar tiernos y santos afectos hacia Dios. Si no hay señales de afectos personales y religiosos, el ser humano se encuentra en un estado de muerte espiritual. Nuestra experiencia con Dios, así como nuestro conocimiento, debe conducirnos a un estado de devoción y amor.

Francis Schaeffer plantea también la misma preocupación en un trabajo titulado Adulterio e apostasía: O tema da noiua e do noiuo (Adulterio y apostasía: el tema de la novia y del novio).23

Schaeffer busca demostrar que la indiferencia es la peor forma de adulterio entre dos personas. Según él, no hay nada más doloro­so en un matrimonio que la indiferencia del cónyuge. Ante un adulterio consumado, se torna más fácil encontrar los caminos para solucionar los problemas, pero delante de la indiferencia, del desamor y de la ausencia de afectos, no hay mucho por hacer. El peor marido no es el infiel, sino aquel que es extrema­damente fiel, celoso, cuidadoso, proveedor, pero incapaz de amar. Muchas veces nuestra espiritualidad es así. Somos fieles, ortodoxos, celosos, trabajadores, asiduos y comprometidos, pero no expresamos a Dios tiernos afectos de amor e intimidad. Tene­mos el conocimiento y la experiencia, pero perdimos el amor.

Precisamente en esta dimensión de la espiritualidad encuentra el cristiano su mayor vulnerabilidad y se confronta con su pecado. Es posible que seamos buenos teólogos, pastores, profesores y que tengamos las más diversas experiencias espirituales, y que no nutramos ningún afecto rplininsn Tunando miramos nuestmgxpe-riencia_de oración, aquella que sucede ejnjecreto, en nuestro

23 Francis Schaeffer, Adulterio e apostasía: O tema da noiua e do noiuo, Comunicarte editora, Brasilia, 1991.

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cuarto, cuando nadie mira, donde no hay un público p_ara_Dugs-tras demostraciones de fervor y devoción, es cuando notamos cuan pobre v frágil es nuestra espiritualidad. EjTJa§jglaciones~cTe amor^encontramos^nuestra mayor fragilidad espiritual. Por eso Pablo afirmó que el amor es el mayor de todos los dones. Para él, de nada sirve que tengamos todos los dones, todo el conoci­miento y toda la experiencia o el poder, si no tenemos amor. Solamente cuando nos confrontamos con el amor es que pode­mos ver cuan poderoso es el pecado y cuánto nos limita.

Los afectos son expresiones de nuestra humanidad y persona­lidad. Roímos creados para amar y ser amados: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón anda siempre desasosegado hasta que se aquiete y descanse en ti.»

Asi expresó San Agustín su reconocimiento del carácter central del afecto personal en la experiencia religiosa. Ya lo afirmaba el sabio en Proverbios: «Por sobrejpdasjas cosas cuida tu corazón, porque de él mana la vida»({pT4:23l) En el corazón nacen la devoción y el amor, qué son la^foefítede todos los otros afectos. Ejjgroblema es que en el mundo moderno nuestras relaciones dejaron de serpersonalesj afectivas, para tornarse fulñaoñales"' y, consecugjrtemente, impersonales. Jfl agente de nuestras relaciones no esmás el corazón sino nuestra racionalidad o las emociones fugaces. No nos conocemos por lo que somos, sino por lo que hacemos o experimentamos. La realización humana hoy se da mucho más en términos de conquistas profesionales y espirituales, que de relaciones personales. Por tanto, nuestros afectos son sustituidos por nuestras conquistas, y el sentido de ser persona, determinado por lo que tenemos y hacemos.

San Agustín, Confesiones, Altaya, Barcelona, 1993, p. 27.

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Sobre la base de la Trinidad y la enseñanza bíblica, constata­mos que es en el amor y en las relaciones personales que el ser humano se realiza como persona. También mencionamos que para el mundo moderno la realización del ser humano se encuen­tra en aquello que él hace y posee. Y no solamente su realización, sino que también su identidad personal es, básicamente, una identidad profesional o funcional. La realidad secular niega la propuesta trinitaria. En este mundo de búsqueda de significado por las conquistas profesionales y económicas, somos presas fáciles de un modelo de vida frustrante, porque acondicionamos nuestra vida, nuestra realización y nuestra felicidad a aquello que, por naturaleza, nunca va a ofrecernos lo que realmente busca­mos. Dios nos creó para amar y ser amados, para encontrar nuestra felicidad y nuestro sentido como personas en las relacio­nes de amor y amistad.

La espiritualidad que nace de la experiencia trinitaria tiene un carácter absolutamente revolucionario para nuestros días. En ella no hay nada que nos inspire a la búsqueda del poder o del control, o de cualquier otra cosa que nos lleve a una relación que no sea personal y afectiva con Dios y con el prójimo. En ella nuestra felicidad se encuentra en las experiencias cotidianas de comunión y amistad. No es una felicidad en camino, que sólo experimentaremos cuando logremos conquistar aquello que juzgamos indispensable tener. Para muchos, la felicidad, es siem­pre algo que está por venir. Vendrá cuando pasemos el examen de admisión para la universidad, cuando terminemos el curso, cuando nos hagamos un profesional de éxito, cuando nos casemos, cuando nos divorciemos, cuando compremos nuestra casa propia, cuando tengamos nuestro primer hijo, cuando él crezca... Es una felicidad que nunca llega, que jamás se alcanza. Nunca tenemos lo suficiente, siempre hay una sensación de

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vacío. En la Trinidad, la felicidad se da en la oración, en un abrazo amigo, en una conversación informal, en la celebración de la eucaristía, en el compartir de la vida, en el regazo de la familia, en la contemplación del amor de Dios... Ella se da en el vivir diario, en las experiencias más sencillas y rutinarias, en las cosas pequeñas y en las grandes, en la alegría de ser hijo de Dios y hermano de mis hermanos.

La búsqueda de la felicidad, el conocimiento o aun cualquier experiencia que tengamos tienen la finalidad de llevarnos a una comunión más íntima y personal con el Señor y su iglesia. Tanto nuestra vocación como nuestra espiritualidad se definen, a partir de la naturaleza de Dios, por la comunión y la amistad, en las cuales el amor es compartido. La naturaleza de la iglesia, expre­sión viva y concreta de la naturaleza de Dios en la historia, el cuerpo vivo de Cristo, que experimenta la riqueza y la alegría de la comunión, es de naturaleza trinitaria. El gran desafío que enfrentamos en el comienzo del siglo 21 es la preservación de la naturaleza comunitaria de la iglesia, a pesar de todas las embes­tidas que sufre.

Redescubrir la Trinidad es redescubrir el camino de las relacio­nes personales y afectivas, tanto con Dios como con el prójimo. Es rescatar el camino del amor y de la amistad desinteresada como expresión mayor de nuestra espiritualidad y devoción.

Trinidad, obediencia y libertad

A partir de la Trinidad y de la relación que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo nutren entre sí, podemos entender la relación que existe entre la libertad y la obediencia en la experiencia cristiana. La Biblia afirma que nadie conoce al Padre si no es a

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través del Hijo; y que nadie vería al Hijo, si el Padre no lo enviara; y que nada ni nadie puede sacarle el Hijo a aquel a quien el Padre se lo ha dado. El Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo, que vino para glorificar tanto al Padre como al Hijo. Aunque sean tres personas distintas, ninguna de ellas actúa de manera autónoma e independiente. Es imposible encontrar al Padre sin la Palabra y el Espíritu, como jamás veremos al Hijo actuando sin el Padre, sino en perfecta y completa obediencia y sumisión a él. Asimismo, es imposible tener una experiencia con el Espíritu sin tener, simultáneamente, una experiencia con el Padre y con el Hijo. Los tres son libres como personas, pero en la relación de amor que nutren y determinan, su naturaleza divina no permite otra forma de libertad, que no sea la de la obediencia que nace del afecto.

Aquello que definió los límites de la misión de Jesús no fue la tarea que tenía que hacer sino la voluntad del Padre. Él afirma que no habla, no juzga y no actúa, si el Padre no lo determina. Jesús no tiene una palabra que sea propia, y su voluntad se amalgama con la del Padre. En ningún momento demuestra la necesidad de hacer algo sólo para afirmar su identidad o buscar su realización. Su identidad y realización se afirman únicamente por la certeza de que el Padre lo ama y de que él ama al Padre.

La gran dificultad que encontramos hoy está en determinar los límites de la libertad y de la obediencia. Son dos expresiones que, para una sociedad secularizada, individualista y competitiva, son completamente contradictorias e irreconciliables. No es posi­ble ser libre y obediente al mismo tiempo. Este conflicto nace del germen del pecado original que todavía se encuentra en todos nosotros. Creemos que nuestra realización personal sólo será posible con la conquista de la autonomía individual. Pensamos que sólo seremos alguien, si conseguimos romper con los lazos

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relaciónales que todavía nos atan. De aquí que ser libre signifi­que ser independiente; y un ser independiente, autónomo, no se somete a nadie.

La búsqueda de la independencia y la autonomía no es otra cosa que la opción de siempre de desear el poder. Al optar por el poder, se torna necesario negar el amor. Jamás coexisten los dos en la experiencia humana. Esta opción es la que se presentó en el Edén. Por un lado, estaba la alternativa del amor y de la obediencia; por el otro lado, la opción del poder, la aspiración a ser igual a Dios. Desde entonces, el ser humano opta por el poder, por el control, por intentar ser igual que Dios. La misma opción fue presentada de manera sutil en el desierto de Judea, en la tentación de Jesús. La opción entre el poder y la obedien­cia, entre el dominio y la sumisión, está presente en el discurso «bíblico» de Satanás. Allí Jesús resiste la opción del poder y reafirma humildemente su amor al Padre. Sólo así le fue posible subir al Calvario.

En la Trinidad encontramos que la obediencia y la libertad coexisten armoniosamente. El Hijo era libre mientras obedecía, porque era libre. Su voluntad libre y soberana consistió en obedecer voluntaria y amorosamente a la voluntad de su Padre, y así realizar su obra. Obediencia y libertad coexisten en la vida del Hijo, en virtud del amor que éste nutre con el Padre. Sólo en la experiencia afectiva se encuentra el ser humano libre para obedecer. El amor y la obediencia llevaron al Hijo a orar así: «Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo. Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mt 26:39). Mientras amamos somos libres para obedecer. El Calvario representó para Jesús tanto su libertad como su obediencia. La opción por el amor, que implica un rechazo del poder, nos libera

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para relaciones afectivas donde la obediencia y la sujeción determinan las nuevas fronteras de la amistad.

Una de las características más destacadas de la modernidad es el individualismo. La autonomía individual es fundamental para la realización del ser humano moderno, toda vez que la libertad proporcionada por la individualidad es indispensable para las conquistas profesionales. Cualquier compromiso afectivo que ponga en riesgo mi carrera personal y profesional queda descartado, porque se torna una amenaza para mi libertad. Por otro lado, asumir que somos seres relaciónales y que sólo encon­tramos la libertad y la personalidad en el acto de amar conlleva todos los riesgos que esta opción impone sobre nosotros. Estos riesgos fueron bien descritos por C. S. Lewis:

No existe inversión segura. Amar es ser vulnerable... Ama cualquier cosa y tu corazón ciertamente será exprimido y posiblemente partido. Si desearas tener la certeza de mantenerlo intacto, no debes darlo a nadie, ni siquiera a un animal... evita todos los compromisos, ciérralo con seguridad en el cajón de su egoísmo. Pero ese cajón seguro, sombrío, inmóvil, sofocante cambiará. No será roto, pero se hará irrompible, impenetrable, irredimible... el único lugar fuera del cielo donde tú te puedes mantener perfectamente seguro de todos los peligros y perturbaciones del amor es el infierno.25

Y alguien dijo ya que el infierno es, sencillamente, la ausencia del amor.

25 C. S. Lewis, Os quatro amores, Mundo Cristao, San Pablo, 1983, p. 95.

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La cuestión social y la doctrina de la Trinidad

Actualmente, la Trinidad propone el desafío del rescate de las relaciones personales y afectivas entre el ser humano y su pró­jimo. Hemos visto que las tendencias del mundo moderno apuntan en una dirección completamente opuesta, negando las bases de una relación trinitaria y creando una imagen y un concepto del ser humano y de Dios que contradicen la revelación bíblica. En este sentido, la doctrina de la Trinidad tiene hoy un carácter absolutamente revolucionario.

Todo esto está alimentado fuertemente no sólo por la moder­nidad sino también por el sistema económico y social que nos es impuesto. Dentro de este sistema, el neoliberal, únicamente tiene valor y es reconocido como persona aquel que tiene acceso al mercado como consumidor. Ser persona en una economía de mercado implica estar dentro de ese mercado. Aquellos que están fuera de él no son reconocidos como personas sino como problemas. Los pobres, los indígenas, los enfermos y los ancianos representan un peso para la sociedad porque no participan del mercado, no son seres productivos, no contribuyen a la riqueza del país, como si la riqueza de una nación dependiese solamente de la capacidad individual de producir dinero. En este contexto, el tener es absolutamente fundamental para sentir que uno está inserto en el mundo y es reconocido como alguien, lo cual crea la sensación de ser amado y aceptado. En este sistema, las rela­ciones humanas se vinculan mucho más a cosas que a personas. Así, enfrentamos grandes dificultades para relacionarnos con aquellos que consideramos desiguales en lo social, económico, intelectual o ideológico. No nos acercamos a los demás por lo

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que son, por el misterio y la belleza que llevan, sino por lo que piensan, defienden o poseen. Y una vez que rechazamos lo que piensan, defienden o poseen (o no poseen), los rechazamos también como personas.

Hace algunos años atrás, participando en un seminario sobre economía y teología promovido por el Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI), oí la siguiente afirmación: «El día que el ser humano sea capaz de colocarse delante de una mujer, negra, pobre, vieja, prostituta, bisexual, portadora del VIH, y aun así consiguiera ver que hay en ella belleza y dignidad humana, y fuera capaz de relacionarse con ella con afecto y ternura, significará que consiguió romper con los vicios creados por una sociedad consumista e impersonal.» La «opción por los pobres», dijo el ponente, tiene el poder de dignificar al pobre y humanizar al rico.

Este tema me llamó mucho la atención cuando descubrí que, aunque involucrado y, hasta cierto punto, comprometido con la lucha de los pobres, no nutría una relación afectiva y personal con ellos. Descubrí que estaba más comprometido con mis ideales, mi teología y mis proyectos sociales, pero no con el pobre como persona, a quien yo no amaba. Los pobres eran (y aún en parte son) un problema a ser resuelto y no personas a ser amadas. Los niños son seres productivos en potencia, esperando sólo la oportunidad de ser lanzados al mercado. Mientras son niños, no son nada, son aquello que desean ser cuando crezcan. Los ancianos, cuando no son marginados por las estructuras sociales injustas, son excluidos porque ya no producen más, «no generan riquezas», dicen los entendidos. Los pobres son, tal vez, aquellos sobre los que más pesa esta carga de indiferencia perso­nal. Por no tener dinero ni acceso al consumo, no pertenecen al mundo de las personas. Son un problema, un peso, una amena-

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za, pero nunca personas. A veces me quedo pensando si todo nuestro esfuerzo para liberarlos de la miseria no es en realidad un esfuerzo para hacerlos iguales a nosotros, para que, al fin, sean amados y reconocidos como gente.

Recientemente, un grupo de personas de nuestra iglesia asu­mió el trabajo de capellanía en uno de los hospitales de Brasilia. Es un hospital que, básicamente, atiende a pacientes terminales o portadores de alguna enfermedad crónica. Confieso que acepté la invitación más por una necesidad personal, que por una convicción pastoral. La necesidad era luchar por romper con esta visión impersonal y utilitaria del ser humano, que siempre fue muy fuerte en mí. En ese lugar, el sentimiento de impotencia alcanza su último nivel. Delante de una persona en estado termi­nal no tenemos nada para ofrecer, a no ser lo que somos. Por otro lado, ella tampoco tiene nada para ofrecer, a no ser su dolor, angustia y esperanza. Este encuentro de dos vacíos nos humaniza y dignifica. Si no somos capaces de percibir en aquella persona la dignidad humana, si no somos capaces de amarla por lo que es, si no somos capaces de tocarla movidos por el afecto, tenemos que reconocer que todavía estamos muy lejos de alcan­zar el modelo relacional propuesto por la Trinidad. Relacionarse con alguien donde no existe la posibilidad del intercambio interesado de bienes y favores es encontrar el camino de la rela­ción afectiva, donde solamente el corazón determina los rumbos y la intensidad de la amistad. Al relacionarnos con personas que son lo que son y no lo que poseen, descubrimos el vacío que hay en nosotros mismos. Creo que una de las razones por las cuales Jesús dijo que «el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él» tiene que ver con la naturaleza personal, afec­tiva y no utilitaria de las relaciones que desarrolla el niño. Fue en

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esta experiencia con los enfermos que entendí lo que significa «humanizar al sano y dignificar al enfermo».

Cuando leí sobre la espiritualidad de la Madre Teresa de Calcuta y otros cristianos del pasado, principalmente de los movimientos Dominicano y Franciscano, que fueron órdenes mendicantes con una opción radical por la pobreza, me llamó la atención que la relación que nutren con el pobre no es ideológica ni asistencial, y mucho menos teológica, sino personal y afectiva. No están allí sólo para cambiar la realidad económica y social de los pobres (muchas veces no tienen ni siquiera condiciones para hacerlo, en virtud de su voto de pobreza), sino para amarlos y estar con ellos. Tal vez ésta sea la razón por la que muchos que pasan toda su vida envueltos en situaciones de extrema miseria no se frustran por los pocos y raros cambios estructurales. El motivo central de su acción misionera y pastoral es personal y afectivo.

Mi preocupación al abordar este tema de la relación entre ricos y pobres, entre sanos y enfermos, o entre la iglesia y su vocación social, se restringe aquí al concepto de persona que impone el sistema económico neoliberal. Esto incluye las impli­cancias de dicho sistema para nuestra espiritualidad, toda vez que el concepto de persona y su desarrollo para nuestras relacio­nes personales es fundamental para que reflexionemos sobre nuestra relación con el Dios trino.

En la relación trinitaria, lo esencial para establecer relaciones interpersonales no es el tener sino el amor desinteresado que nu­tren entre sí las personas de la Trinidad. Este amor es el principio que establece las relaciones y rescata el sentido de la vocación de la iglesia y de la personalidad del cristiano. Al descubrir el mis­terio de la Trinidad no tendremos ya más necesidad de usar ésta

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o aquella marca, de tener éste o aquel diploma, de vivir en éste o en aquel barrio, de andar en éste o en aquel automóvil. Desde la Trinidad, nuestras relaciones no se determinan por el tener ni por las experiencias que acumulamos. El amor que nutrimos hacia Dios y hacia los demás determina el principio y las bases del ser.

Conclusión

Como dije al inicio del capítulo, la doctrina de la Trinidad per­dió casi totalmente su importancia y relevancia para las cuestiones de la vida diaria del cristiano moderno. Sin embargo, vimos su enorme trascendencia, su carácter central, no sólo como doctrina cristiana sino también como fundamento de la espiritualidad y misión cristianas. Sin una comprensión adecuada de la naturaleza de Dios, no habrá comprensión ni vivencia significativa de la fe.

El individualismo consumista y utilitario niega completamente la Trinidad y compromete toda la espiritualidad de la iglesia. El gran desafío que el cristianismo occidental enfrenta hoy es resca­tar el carácter central de la experiencia trinitaria y lograr que la iglesia se oriente así a la búsqueda de relaciones más personales, íntimas y afectivas, con Dios y con el prójimo. Esto implica nave­gar contra la corriente de la modernidad. Es hacer de la iglesia el espacio de la experiencia contracultural, donde la Trinidad es definidora y determinante.

La espiritualidad cristiana en la iglesia moderna se secularizó casi por completo. La iglesia absorbió irreflexivamente las normas relaciónales de una sociedad impersonal y materialista. Asumió el divorcio entre lo sistemático y lo espiritual, entre la experiencia y la ética, y creó un modelo de espiritualidad secularizada. Optó por

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el poder en detrimento del amor; por el marketing religioso en lugar de la santidad; por lo pasajero y efímero y no por lo eterno; por lo externo y no por lo interno, por lo público y no por lo secreto.

Todo esto ha llevado a la iglesia —cual adicto que ha perdido el control de sí mismo— a buscar dosis cada vez mayores de ex­citación a fin de obtener la motivación necesaria para participar en un culto o en una reunión de oración. Si no hay promesas de ofrendas atrayentes, tampoco habrá interés en adorar a Dios, sencillamente por la alegría y el placer de adorarlo. Dios es Dios todopoderoso sólo en la medida que su poder se traduce en «bendición» para mi vida. El sólo es Dios bondadoso en la medi­da en que esta bondad se expresa en beneficios concretos, de preferencia materiales, para mí. El no es lo que es por el simple hecho de ser quien es, sino por lo que hace en mi experiencia personal y privada.

Necesitamos considerar que, según la Trinidad, la naturaleza primera de Dios es relacional, y que él nos creó conforme a su imagen y semejanza para que vivamos, como él, en una verda­dera relación de amistad y amor. Fuimos creados para amar y ser amados. En el amor enfrentamos los mayores obstáculos creados por el pecado. Redescubrir al Dios trino es redescubrir el principio básico que mueve la fe y la devoción cristiana. Dios, antes de todas las cosas, es amor.

3

El lugar del desierto en la conversión del corazón

En el silencio y en la quietud el alma devota hace progresos y aprende los misterios escondidos en las Sagradas Escrituras.

Tomás de Kempis

El desierto ha ocupado un lugar destacado en la espiritualidad cristiana en toda la historia. Se transformó en un símbolo del lugar de las luchas y del encuentro del ser humano con Dios. Un lugar de la desnudez del alma, del abandono de las ilusiones, de la falencia de los conceptos y las teologías que insisten en apri­sionar a Dios y determinar sus acciones. El desierto es esencial para la espiritualidad, no como un hecho en sí, es decir, como un accidente geográfico, sino como un estado del corazón ante Dios y ante nosotros mismos. Analizar el lugar e importancia del desierto en la experiencia humana y cristiana es, sin duda, un desafío más para la iglesia de comienzos del siglo 21.

El mundo moderno se caracteriza por la superficialidad en las relaciones, incluida la relación espiritual. Richard Foster inicia su libro Alabanza a la disciplina con la siguiente afirmación:

La superficialidad es la maldición de nuestra era. La doctrina de la satisfacción inmediata es el principal problema espiri­tual. Lo que hoy se necesita desesperadamente no es un

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número mayor de personas inteligentes, ni de personas de talento, sino de personas de vida espiritual profunda.1

En este sentido, considero el desierto como un espacio que permite dar profundidad a las relaciones espirituales, las cuales, por su naturaleza, no sobreviven a la superficialidad del mundo moderno.

Sólo como ejemplo, me gustaría citar algunas características de la espiritualidad moderna. Primero, se caracteriza por el prag­matismo. Todo necesita tener un sentido práctico y productivo. La relevancia de cualquier cosa se determina por su utilidad inmediata. Esto, obviamente, nos lleva a relaciones superficiales y utilitarias. Segundo, se distingue por la necesidad de llenar todo espacio vacío. No se puede dejar lagunas en la agenda, en el diálogo o en la convivencia. El silencio y la quietud son, paradó­jicamente, realidades inquietantes. Creo que fue Rubem Alves quien dijo que los verdaderos amigos son aquellos que, aun en el silencio, sienten placer cuando están juntos. Tercero, se carac­teriza por el consumismo, que determina el sentido, el valor y la realización del ser humano. Todos estos rasgos hacen del desierto una realidad espiritual absolutamente necesaria para enfrentar una espiritualidad que se torna cada vez más utilitaria, consumista, superficial y pragmática.

Recientemente recibí un libro pequeño, cuyo título me llamó la atención: Café con Dios: Guía devocional para personas que no disponen de mucho tiempo. En la contratapa se encuentra la siguiente afirmación: «En fin, un verdadero "fastfood" devocio­nal, de lectura rápida, pero no por eso desprovisto de contenido.

1 Richard Foster, Alabanza a la disciplina, Betania, Mineápolis, 1986, p. 15.

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Para personas que no disponen de tiempo, pero que desean adquirir el hábito saludable de la comunión diaria con Dios —en la meditación en su Palabra y en la práctica de la oración.»2 En verdad, se trata de una tentativa del autor de producir algo que, con humor y de manera práctica, lleve al lector que no dispone de mucho tiempo a reflexionar sobre principios bíblicos útiles para su diario vivir. Hasta aquí, todo va bien. Lo que me llamó la atención fue la propuesta presentada por el autor: «Fastfood devocional». ¿Es posible que alguien que ama a Dios no disponga de tiempo para Dios? ¿Es posible construir una amistad profunda, íntima y personal con Dios, sin disponer de tiempo para este encuentro? En cierta manera, el autor intenta ade­cuarse a los tiempos modernos, ajusfando la vida devocional a las ocupaciones que todos tenemos. ¿Pero será esto lo que necesitamos? ¿No será la propuesta exactamente contraria la que tiene que presentarse al ser humano moderno?. En efecto, el redescubrimiento del desierto apunta hacia un camino completa­mente opuesto. El «fastfood» no satisface el apetito del alma que experimenta el deseo de Dios. La meditación y la contemplación propias del desierto exigen tiempo y silencio. En el desierto encontramos un banquete, una mesa llena, donde la comunión y la amistad suceden mientras el alma es alimentada por la gracia y el amor de Dios.

Redescubrir el desierto es redescubrir un camino de crecimien­to espiritual. Es conocer a Dios, no en las experiencias religiosas o en informaciones teológicas sino en la intimidad de nuestro corazón. El desierto es siempre el lugar de la tranquilidad, del silencio y de la búsqueda. No hay en él nada que nos distraiga,

2 Rubinho, Café com Deus. Guia devocional para pessoas que nao dispoem de muito tempo, Vida, San Pablo, 1994.

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que nos desvíe la atención, que apunte hacia otro lugar. En él estamos solos. Sólo nosotros y nuestro Señor. Es allí donde todo lo que nos ilusiona o nos engaña se desenmascara y nos coloca cara a cara con Dios.

El desierto en la tradición cristiana

Una de las grandes lagunas en la espiritualidad protestante se debe a nuestro análisis histórico. Frecuentemente damos un salto del siglo 1 de la era cristiana al siglo 16, desde el cristianismo pri­mitivo de los apóstoles hasta la Reforma protestante, sin consi­derar la gran contribución de diversos movimientos que tuvieron su lugar entre los siglos 3 y 15. Lo que hoy denominamos «espiritualidad del desierto» encuentra en este período su mayor expresión. A partir del siglo 4, muchos hermanos y hermanas emigraron a los desiertos y lugares solitarios de Palestina, Siria, Egipto, llevando consigo solamente el deseo sincero y ardiente de rescatar la espiritualidad que habían perdido en el proceso de secularización de la religión. Algunos se organizaron en forma de comunidades, otros optaron por ser ermitaños, pero todos iban en dirección de un encuentro verdadero con Dios.

En verdad, muchos de estos movimientos no nacieron de una revolución hermenéutica, como sucedió con la Reforma del siglo 16 o, más recientemente, con la teología de la liberación, sino de un deseo sincero y profundo de conocer a Dios y obedecer sus mandamientos. Fueron movimientos que nacieron de la sed del alma por tener una relación más personal e íntima con Dios. Su mayor preocupación fue la oración y la comunión con Dios. De allí su importancia para la espiritualidad cristiana.

EL LUGAR DEL DESIERTO EN LA CONVERSIÓN DEL CORAZÓN 117

El monasticismo, conocido también como «Padres del desier­to», fue el movimiento que mejor caracterizó este período. Sin lugar a dudas, sus precursores trajeron una de las más grandes contribuciones a la espiritualidad cristiana. Nuestro análisis de este movimiento no estará determinado sólo por su historia, ni por los desvíos de naturaleza doctrinal que sucedieron, sino por el legado espiritual que nos dejó.

El monasticismo

A partir del año 311 d.C. —época en que la paz conquistada por el emperador Constantino estaba siendo implantada, y los cristianos buscaban ajustarse a los cambios sociales y religiosos del imperio—, surgió un movimiento religioso que buscó mani­festar de diversas formas su repudio a los nuevos valores. Este rechazo no sólo se refería a los valores mundanos de la sociedad pagana sino también a la introducción de estos valores seculares y mundanos dentro de la propia iglesia. Por tanto, era un movimiento contracultural, tanto dentro como fuera de la iglesia.

Este movimiento, conocido como «monasticismo», se inició a comienzos del siglo 4 y se caracterizó por su radicalismo, tanto en su lectura y obediencia de la enseñanza bíblica como en su renuncia a las instituciones religiosas y seculares. En el año 356, Atanasio, obispo de Alejandría, escribió La vida de San Antonio, una biografía de quien hoy es conocido como el padre del mo­nasticismo. En este libro se describe a Antonio como un joven, hijo de un próspero hacendado, que cierto día entró en una iglesia y oyó la lectura de un texto del Evangelio de Mateo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes» (Mt 19:21). Estas palabras tocaron profundamente el corazón de Antonio, y su vida sufrió una transformación radical. Vendió literalmente todo

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lo que tenía, lo repartió entre los pobres y, en su nuevo estado de pobreza y necesidad, comenzó a seguir a Cristo. Su búsqueda de santidad y perfección lo condujo hasta el desierto, donde, en absoluta soledad, imitó lo que Jesús hizo: permaneció durante cuarenta días en ayuno y oración, buscando siempre poner en primer lugar «el Reino de Dios y su justicia», seguro de que todo lo demás le sería añadido.

Atanasio reconoce que el monasticismo comenzó con la con­versión de Antonio y su subsiguiente búsqueda de una perfecta comunión con Dios en el desierto. Después de un tiempo, otros, inspirados por su ejemplo y modelo de vida, también partieron hacia el desierto y lo persuadieron para que fuese su «guía espiritual». A partir de esto, su búsqueda solitaria se transformó en una búsqueda comunitaria que dio origen a uno de los más significativos movimientos de oración, ascetismo y coraje evan­gélico de que se tiene noticia.

Aunque la exactitud histórica de Atanasio sea controvertida, su contribución espiritual no lo es. El movimiento monástico trajo una gran contribución a la espiritualidad cristiana. Cuando se retiró a la soledad del desierto, buscó en ese gesto una ruptura con el proceso de «mundanización» de la iglesia y un acerca­miento literal con lo que consideraba ser la propuesta de los Evangelios y el modelo de la iglesia primitiva. Para este movimiento, «el ideal cristiano no es el héroe que va al campo de batalla, ni aun el compromiso con los negocios del estado, sino la santidad caracterizada por la sencillez, la autonegación y un profundo amor por la fe, por Dios y por la iglesia».3 Así, la lucha

3 Frank N. Magil y Ian P. McGreal, Christian Spirituality. The Esencial Guide to The Most Influential Spiritual Writings ofthe Christian Tradition, Harper, San Fancisco, Nueva York, 1998, p. 19.

EL LUGAR DEL DESIERTO EN LA CONVERSIÓN DEL CORAZÓN 119

central del cristiano era el dominio propio, que San Antonio veía como una lucha contra los demonios que debía ejecutarse con disciplina, oración y lectura de la Biblia, ayunos, vigilias y vir­tudes tales como la humildad, la mansedumbre y el amor. La preocupación de estos monjes no era sólo huir del mundo sino imitar a Cristo en todos los sentidos. A semejanza de la expe­riencia de Jesús en el desierto de Judea, que fue crucial en la definición de su ministerio, los primeros monjes se sintieron compelidos por la realidad del mundo y por el poder de la Palabra de Dios a dejar el mundo e iniciar una búsqueda de Dios en las regiones desérticas de Egipto y Palestina.

Los ideales del monasticismo

Reconozco que hablar a cristianos evangélicos de un movimiento como el monasticismo me produce la impresión de estar hablando de bandidos, más que de niños buenos. Algunos personajes de este movimiento son completamente desconocidos o catalogados de herejes. Confieso que mi primer contacto con personajes como San Antonio, Atanasio, Agustín, Benedicto, Bernardo, Juan de la Cruz o Teresa de Avila me hizo dar un paso atrás. ¿Cuál podría ser la contribución de estos personajes, muchas veces tan controvertidos, a nuestra espiritualidad? Lamentablemente, no podremos analizar aquí las influencias y contribuciones de cada uno de ellos en particular, ni siquiera nos detendremos en las controversias doctrinales, pero sí buscaremos en la historia y en los movimientos el legado que nos dejaron en su búsqueda de santidad y pureza de vida.

Cualquier consideración sobre los orígenes de la espiritualidad cristiana, como forma sistemática de búsqueda del alma humana de Dios, debe comenzar por el análisis de los movimientos que

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tuvieron su inicio a fines del siglo 3. Desde los tiempos apostó­licos se había vivido y practicado la existencia cristiana con fervor e intensidad, tanto por individuos como por comunidades. Sin embargo, cerca del final del siglo 3 y principio del 4, a través de los movimientos religiosos, la búsqueda de santidad, pureza y devoción trajo conceptos y modelos que influenciaron a la iglesia en toda la historia de su peregrinación espiritual.

En este período es cuando encontramos a los santos de la iglesia. Hasta el siglo 16, el teólogo y el santo eran una sola cosa. No había distinción entre ellos. El teólogo era un sabio, alguien cuya experiencia e intimidad con Dios le habían conferido un grado de integridad, devoción y santidad que lo llevaba a hablar de Dios con autoridad. Por tanto, los requisitos básicos para ser un teólogo eran ser converso, conocer a Dios y gozar de íntima comunión con él. Después del siglo 16, con el surgimiento del racionalismo, fruto de revoluciones culturales como el Renaci­miento y la Ilustración, se desarrolló el concepto del teólogo como aquel que era capaz de explicar y articular la realidad de Dios. En este sentido, todo cristiano pasó a ser, potencialmente, un teólogo. Hoy, la teología se convirtió en una ciencia. Hasta una persona que no goza de relación personal alguna con Dios puede ser un teólogo. Ya no tenemos más a nuestros santos. Tenemos pastores, maestros, evangelistas, teólogos, misionólo-gos, doctores, pero no tenemos santos. No me refiero a los santos en el sentido bíblico de que todos nosotros fuimos santificados en Cristo Jesús, sino a «santos» como categoría de personas cuya intimidad, sabiduría y santidad nos inspiran y motivan a la oración, la meditación y la contemplación.

Al reflexionar sobre los Padres del desierto, buscamos rescatar algunos de los valores e ideales que hoy no tenemos y que hicieron de estos hombres y mujeres los santos que fueron.

EL LUGAR DEL DESIERTO EN LA CONVERSIÓN DEL CORAZÓN 121

Actualmente, nuestros ideales cristianos son determinados por los mismos valores que definen los ideales de la sociedad secular. La búsqueda de la realización profesional, el uso del marketing en la propaganda religiosa y la definición del éxito a partir de investigaciones estadísticas nos han llevado a buscar un modelo de liderazgo que se parece más al de «Lair Ribeiro»4 que al de «San Juan de la Cruz».5 Hoy los santos fueron sustituidos por los ídolos religiosos y por las celebridades. Admiramos mucho a aquellos líderes exitosos con megaiglesias y presupuestos que causan la envidia de muchas empresas de medio porte. Sin embargo, aquellos que transitan el camino de la humildad y la renuncia, de la autonegación y la piedad, de la oración como camino de amistad con Dios y comprensión de su voluntad no inspiran los suspiros de las multitudes.

Los ideales del monasticismo describen en algo la naturaleza de esta búsqueda y la influencia que este movimiento tuvo a lo largo de toda la historia cristiana, incluso sobre algunos de los movimientos de renovación y avivamiento más respetados en la historia del protestantismo. Los ideales que vamos a analizar son el ascetismo, la imitación de Cristo, la protesta, la soledad y contemplación, el martirio, la obediencia y la sumisión.

Ascetismo

San Basilio, el Grande (540-604), dijo: «No podemos acercarnos al conocimiento de la verdad, con el corazón

4 Lair Ribeiro es autor de varios libros de autoayuda de gran éxito en todo el Brasil. Sus libros apuntan el camino del éxito personal a través del uso de técnicas de reprogramación de la vida y sus potencialidades.

5 Tito Colliander, Camino de los ascetas, Ediciones Paulinas, Buenos Aires, 1983, p. 31.

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inquieto». Por eso debemos esforzarnos por evitar todo lo que agita nuestro corazón, todo lo que es causa de falta de atención, de sobreexcitación, todo lo que despierta las pasiones o nos hace ansiosos. En la medida de lo posible, debemos liberarnos de la bulla, de la agitación y de la inquietud que se produce por objetos sin importancia. Pues, cuando servimos al Señor, no debemos «inquietarnos y agitarnos por muchas cosas, sino recordar siempre que una sola es necesaria» (Le 10:41, 42) ,6

El monasticismo, en su origen, fue el esfuerzo de cristianos honestos y dedicados, que vivían en una época de intensa inquietud y corrupción religiosa y moral. Dicho esfuerzo estaba orientado a recuperar los ideales perdidos del cristianismo primitivo de la manera más integral posible. Esos ideales fueron proseguidos con completa dedicación y rigurosa autodisciplina espiritual. La forma radical y literal con que se interpretaron ciertos textos bíblicos —como «anda, vende todo lo que tienes», o «si alguien no toma su cruz»— condujo a una exageración ascética, que fue reforzada por la fuerte influencia gnóstica que separaba lo espiritual de lo material. En términos concretos, esta pasión por la autodisciplina y el rigor ascético podría expresarse en la frase. «Si mi cuerpo mata, yo lo mataré».7

El ascetismo es una práctica espiritual que encuentra un amplio rechazo en el mundo occidental, principalmente en la sociedad moderna. Nuestra inmediatez, aliada a una permanente búsqueda del placer, elimina cualquier posibilidad de ejercicio

6Ibid. •> Thomas M. Gannon y George W. Traub, The Desert and The Cuy. An

Interpretation of The History of Christian Spirituality, Loyola University Press, Chicago, 1969, p. 28.

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ascético. Por otro lado, las exageraciones que acompañaron a los monjes de la antigüedad contribuyeron a un rechazo todavía mayor de esta práctica espiritual. Sin embargo, imagino que algo podría aprovecharse de esta herencia monástica en la espiri­tualidad contemporánea.

Reconocemos que el rigor ascético no tiene ningún poder con­tra la sensualidad del corazón humano (Col 2:23), la cual puede derrotarse sólo mediante el poder de la muerte y la resurrección de Cristo. Por otro lado, el apóstol Pablo usa la figura del atleta para mostrar la importancia del dominio sobre el cuerpo, con la finalidad de alcanzar un premio incorruptible. Así como un atleta busca dominarse en todo para alcanzar sus objetivos olímpicos, el cristiano debería dominarse para alcanzar sus objetivos espiri­tuales. Dice el apóstol: «Golpeo mi cuerpo y lo domino, no sea que, después de haber predicado a otros, yo mismo quede descalificado» (ICo 9:27). ¿No sería esta afirmación del apóstol Pablo una propuesta ascética? ¿No significa «golpear» y «domi­nar» el cuerpo una actitud ascética?

La realidad que llevó a los monjes a buscar el desierto y la vida ascética es, en cierta forma, la misma en la que nosotros estamos insertos. Ya consideramos las exageraciones de la expe­riencia monástica. Ahora debemos considerar, a partir de nuestra propia realidad, el lugar del ascetismo en la espiritualidad con­temporánea. Nuestra dificultad para separar un tiempo para la meditación y la oración, las alternativas de entretenimiento de que disponemos, la acumulación de compromisos que tenemos en la agenda exigen de nosotros una postura, una opción. Si no contamos con más tiempo para meditar en las Escrituras y mucho menos para orar, cuánto menos para dedicarnos al silencio y a la contemplación (hablaremos de esto después). No

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disponemos de tiempo para cuidar nuestra vida interior, ni siquiera para construir amistades más íntimas y personales. «Estamos demasiado ocupados como para ser buenas esposas, buenos padres para nuestros hijos y buenos amigos para nuestros amigos, y no tenemos nada de tiempo para ser amigos de aquellos que no tienen amigos.»8 Poco a poco vamos siendo absorbidos por una rutina fatigante de reuniones, compromisos o quehaceres, y rápidamente notamos que nuestra vida se está evaporando, dándonos poco de la paz, gozo y serenidad que encontramos en los Evangelios.

El «fast-food» espiritual se presenta como la única alternativa ante la imposibilidad de encontrar otros caminos para nuestro crecimiento espiritual. Todos estamos con la agenda llena. A decir verdad, estar con la agenda llena y no tener tiempo para nada se ha hecho parte del status para el ser humano moderno. Nadie le daría el valor apropiado a un médico cuya sala de espera estuviese completamente vacía, mientras él permanece sentado cómodamente en su consultorio, leyendo una revista o un periódico. Para nosotros, un buen profesional es aquel que tiene la agenda llena para los próximos meses y su sala de espera siempre repleta de personas disputando una vacante. En el mundo religioso no es diferente. Los pastores nos sentimos más valorados si tenemos una apretada agenda de compromisos. Es muy común que las personas se acerquen a nosotros diciendo: «Sé que usted tiene una vida muy atareada y que no tiene tiempo, pero sería posible...». La verdad es que no tenemos

8 Thomas A. Kelly, Testament ofDevotion, Harper & Brothers, Nueva York, 1941. (Extraído del texto «Simplificagao da Vida», traducido por Paul Freston)

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tiempo y no nos gusta mirar nuestra agenda y encontrar huecos. Una agenda llena nos da la sensación de importancia y de valor.

El pecado actúa en nosotros como un vicio. Lo tratamos como «hechos aislados» que suceden y se resuelven una vez con­fesados. Sin embargo, el pecado actúa en nosotros como poder destructor presente en el vicio que nos aprisiona y nos consume. Nuestro estilo de vida es parte de un vicio que ya se incorporó a nuestra vida diaria. Para constatarlo, basta retirar la televisión de la casa de muchos cristianos modernos. Inmediatamente se nota­rá un enorme vacío en la casa y en las relaciones familiares. O basta salir de vacaciones y pasar un mes en un lugar solitario, sin multitudes ni televisión ni otros entretenimientos artificiales que hemos creado. La sensación de vacío, soledad y abandono es enorme. Antiguamente, cuando un cristiano se encontraba triste y deprimido, buscaba una iglesia. En el silencio del santuario, en la contemplación del Cristo crucificado, buscaba el alivio para sus dolores y heridas. Hoy, cuando ese mismo cristiano está triste o deprimido, corre hasta el shopping más cercano y, si tiene dinero, compra algo para aliviar su estrés o depresión. Si no tiene dinero, se contenta con mirar los productos. No obstante, nues­tros vicios no sólo se instalan en nuestro estilo de vida agitado y consumista sino también en nuestro carácter, que absorbe valo­res y culturas que niegan la vida y la libertad de los Evangelios.

Quien haya trabajado en la recuperación de adictos, o haya tenido la oportunidad de acompañar a alguien en su recupera­ción, conoce el proceso que involucra la liberación del vicio. El reconocimiento del vicio y el deseo de liberarse de él es el primer paso, pero no es suficiente. Es necesario un proceso de desintoxi­cación y reeducación para que el adicto sea reintegrado a una nueva vida. Algunas clínicas especializadas recomiendan hasta

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nueve meses de tratamiento intensivo para que este proceso tenga un resultado positivo. Nuestro problema es que no reco­nocemos la misma gravedad en relación con otros vicios que igualmente nos dominan y esclavizan, como la maledicencia, la gula, la inmoralidad, la idolatría, la ociosidad, etcétera. Muchos cristianos desarrollan una verdadera dependencia hacia otras formas de vicio no reconocidas como tales, al punto de no percibir cuánto afecta esa dependencia su espiritualidad.

La propuesta monástica del ascetismo significa buscar la libe­ración de los vicios que el pecado crea en nosotros y rescatar los ideales cristianos que Jesús presenta en los Evangelios, a fin de que experimentemos la libertad conquistada por Cristo. Para conquistar sus objetivos, el atleta se somete a una dieta rigurosa, tanto alimenticia como social. Esa dieta no representa una pri­sión ni siquiera una limitación de su libertad. Por el contrario, constituye su pasaporte para ser aquello para lo cual siente

vocación. Para evitar que el ascetismo se torne un fin en sí mismo, el

mismo requiere ser considerado como una postura del cristiano ante la vida y la realidad del mundo y del pecado. No constituye un fin en sí mismo, sino un medio, una disciplina espiritual que contribuye a que seamos aquello que Dios quería cuando nos creó. Vale afirmar, una vez más, que el único medio de trans­formación de la vida y del carácter cristiano es la gracia de Jesucristo. Las disciplinas espirituales son sólo el medio que nos prepara para absorber adecuadamente todo lo que la gracia de Dios reserva para nosotros.

Un movimiento que incorporó mucho del rigor ascético del período monástico fue el puritano. Los puritanos supieron con­ciliar la supremacía de la gracia del Dios que nos salva y nos

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santifica con disciplinas espirituales extremamente rigurosas, porque conocían bien la naturaleza pecaminosa y rebelde contra Dios. Una familia puritana tenía un promedio de tres cultos diarios en el hogar. A primeras horas de la mañana, antes de salir para el trabajo y los quehaceres domésticos, todos se reunían para la lectura de la Biblia y la oración. Luego, después del almuerzo, se reunían nuevamente para la lectura bíblica y la oración. Y en la noche, además de la lectura bíblica y la oración, reservaban momentos para cantar juntos los cánticos de adoración y alabanza. Participaban regularmente en los cultos públicos, generalmente los domingos, uno por la mañana y otro por la noche, con una duración promedio de dos horas cada uno. Ponían énfasis en la lectura y exposición bíblica. Guarda­ban con respeto y reverencia el «día del Señor», y cumplían con las obligaciones religiosas y civiles, buscando siempre «adornar» la persona de Cristo con sus obras. Los puritanos eran extrema­mente disciplinados y coherentes con su fe. El rigor disciplinario que imponían sobre sí terminó transformándose, en las genera­ciones futuras, en una fuerte demanda legalista. No obstante, en sus inicios se trataba sólo de un medio para llegar a un fin: la santificación y la gloria de Dios.

Hoy vemos exactamente lo opuesto de todo esto en la prác­tica espiritual de la iglesia. Muchos argumentan que les falta tiempo para la práctica devocional. En parte, es un hecho, pero tampoco tengo dudas de que vivimos en un momento de in­consistencia respecto a las exigencias de nuestra fe en Cristo. Cuando los cristianos del desierto, y aun los puritanos del siglo 16, tenían algún vicio del carácter que reconocían ser contrario al camino de la santidad propuesto en las Escrituras, luchaban con celo, humildad y temor delante de Dios hasta experimentar

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la transformación operada por su gracia. Hoy en día la práctica es un poco diferente. Si encontramos algún vicio del carácter que ofende la santidad y justicia divinas, rápidamente buscamos a un especialista en identificación de demonios y, en un acto de exorcismo, amarramos ese mal y nos libramos de sus ataduras. Tanto para los Padres del desierto como para los puritanos, la lucha contra el pecado era siempre una lucha contra nosotros mismos, contra el pecado que habita en nosotros, contra nuestra vieja humanidad. La lucha no era fuera de nosotros. Reconocían que el agente del pecado y del mal era siempre el diablo, pero la lucha era contra la propia carne. Esto implicaba, la mayoría de veces, un cierto ascetismo y una renuncia a las pasiones, para alcanzar el verdadero placer en Dios.

Cualquier práctica ascética necesita tener en mente que el propósito de la vida cristiana y de la espiritualidad bíblica es nuestra transformación en Cristo. Así, «todos llegaremos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a una hu­manidad perfecta que se conforme a la plena estatura de Cristo» (Ef 4:13). Este es el objetivo de la vida espiritual. La madurez no viene por el conocimiento intelectual ni por las experiencias religiosas, sino por la transformación en Cristo. La búsqueda de esta transformación es el objeto del ascetismo.

El rescate de las prácticas ascéticas equilibradas, que preser­ven el carácter central y la eficacia de la cruz y de la gracia de Jesucristo, haría, sin duda, una gran contribución a la espiritua­lidad moderna. La búsqueda casi obsesiva de la experiencia o del simple conocimiento ha llevado a muchos a perder de vista la naturaleza central de su vocación, que es ser «santos» y vivir como «hijos del Padre celestial». Y para andar de un modo digno de nuestra vocación es necesario una vez más «golpear nuestro

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cuerpo y dominarlo» para no ser descalificados y condenados como los del mundo. La santidad y la ética cristianas exigen de nosotros una postura ascética en relación con el mundo.

Imitación de Cristo El deseo de servir a Dios en completa sumisión a su voluntad

era tan intenso que los monjes del desierto no ahorraron ningún tipo de esfuerzo, físico o psicológico, para alcanzar este objetivo. Su compromiso con la vida monástica estaba más inclinado a una «imitación de Cristo» que al rechazo del mundo. No estaban tan preocupados con el mundo y sus desviaciones, sino con Cristo y su Palabra.

La «imitación de Cristo» representa uno de los principios más radicales del estilo de vida de la tradición monástica. El ascetismo y todas las demás prácticas espirituales no tenían otra finalidad que la de conducirlos a un estado de perfección que se encontra­ba únicamente en Cristo. En verdad, buscaban una vida cristiana que fuese simplemente lo que debía ser, sin las complicaciones, distracciones y compromisos impuestos por la realidad eclesiás­tica y social característica del siglo 4.

El ejemplo de Cristo debía seguirse en todas las cosas. Había una gran preocupación por la influencia de la enseñanza secular, fundado en las vanidades humanas. Imitar a Cristo era la manera más saludable de romper con las demandas mundanas y de buscar una mente y un corazón más puros y aptos para recibir la Palabra de Dios. Tomas de Kempis, quien vivió entre los siglos 14 y 15, escribió lo que tal vez es una de las obras espirituales más conocidas y leídas: La imitación de Cristo. En esta obra él afirma que Dios, en el día del juicio final, no investigará acerca de lo que leímos sino de cómo vivimos nuestra vida:

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Por eso camina siempre preparado y vive de tal modo que no te encuentre la muerte desprevenido. Muchos mueren repentina e inesperadamente; «porque a la hora que no penséis, el Hijo del Hombre vendrá» (Le 12:40). Cuando venga la última hora, comenzarás a juzgar de manera diferente toda tu vida pasada y sentirás el dolor de haber vivido tan negligentemente y sin compromiso.9

Para Tomás de Kempis, nuestra vida tomaría otro rumbo si consideráramos siempre cuan distantes estamos de nuestro ver­dadero hogar, presos en nuestro exilio, y cuan grande es el peli­gro de nuestra alma, constantemente expuesta en este mundo.

La invitación de Jesús al discipulado fue siempre una invita­ción a seguirlo, a andar con él. Lo que sus discípulos hacían era, simplemente, vivir la vida al lado del Maestro. Iban con él a todos los lugares, buscaban imitarlo en los gestos sencillos y procura­ban obedecerlo en sus orientaciones y enseñanzas. No había muchas elaboraciones sistemáticas de la fe y de su significado, sino una vivencia radical de las implicaciones de los compro­misos y valores de la fe asumidos por el propio Señor. Esta vivencia radical es la que llevaría a los discípulos a un rescate de la imagen de Dios, el objetivo de todo discípulo:

La imagen de Dios debe ser restaurada en el hombre de forma plena. El fin pretendido nos es que el hombre vuelva a tener ideas correctas sobre Dios, ni que vuelva a situar sus actos aislados bajo la Palabra de Dios, sino que, totalmente, en cuanto criatura viva, sea imagen de Dios. El cuerpo, el alma y el espíritu, la persona entera del hombre debe llevar

9 Tomas de Kempis, Imitagao de Cristo, Circulo do Livro, San Pablo p. 45.

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la imagen de Dios en la tierra. El beneplácito de Dios sólo descansa en su imagen perfecta.10

Esta vivencia radical y comprometedora estaba amenazada. La fe perdía su seriedad a medida que el cristianismo se popu­larizaba y comenzaba a asumir el lugar de religión oficial, con todas los beneficios que esto representaba. Seguir a Cristo dejó de ser un proyecto radical de vida y servicio, para convertirse en un nuevo símbolo de posición social.

La «imitación de Cristo» fue una tentativa de redescubrir el carácter radical del discipulado cristiano. La contribución del monasticismo a nuestros días es que nos lleva a preguntarnos, una vez más, acerca de cuál es el lugar y el significado del discipulado cristiano hoy. ¿Cómo podemos y debemos vivir la vida cristiana? O, utilizando el mismo lenguaje de los Padres del desierto, ¿cómo podemos imitar a Cristo en el mundo moderno, cuando el cristianismo se torna cada vez más popular, atrae adeptos de todas partes y crea un modus vivendi que, bajo varios aspectos, niega la fe evangélica?

El sociólogo Paul Freston escribió un libro titulado Fe Crista e Crise Brasileira (Fe cristiana y crisis brasileña), en uno de cuyos capítulos habla sobre el tema de la posesión de bienes y la suma importancia del discipulado bíblico. A través de su lectura podemos tener una rápida noción de lo que implica para el cristiano seguir a Cristo hoy. Mientras que en la actualidad vemos que el espíritu del capitalismo neoliberal determina que la prosperidad material es el único camino de verificación de la presencia y bendición de Dios, Freston nos presenta la opción de la sencillez como un camino de libertad para la vida y la procla-

Dietrich Bonhoeffer, El precio de ¡a gracia, Sigúeme, 1986, p. 211.

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mación profética. Lo que los Padres del desierto proponían al hablar de «imitar a Cristo» era simplemente el rescate de la naturaleza radical del discipulado cristiano. Tal vez hoy el desafío monástico deba ser abordado no sólo como el recuerdo de un pasado lleno de controversias sino como una opción que se renueva en la perspectiva de rescatar los ideales del cristianismo primitivo, que cada día se corrompen por una espiritualidad secularizada y manipuladora.

Protesta A excepción de otros grupos, el monasticismo nació en

ruptura con la iglesia. Tenía un ideal, un estilo de vida y una propuesta institucional que buscaba establecer su propia identi­dad, independiente o aun superior a la de la iglesia institucional. «El cambio hacia el desierto representó tanto una protesta como una afirmación. Fue una protesta contra una estructura ecle­siástica excesivamente institucionalizada y decadente, y una reafirmación de la enseñanza del evangelio para afrontar los cambios de su tiempo.»11

El proceso de conciliación en el que se instaló la iglesia des­pués de la conversión de Constantino al cristianismo (siglo 4), especialmente después de la alianza firmada entre la iglesia y el Estado, llevó a los cristianos preocupados con los ideales primiti­vos a buscar nuevas formas de espiritualidad y vida comunitaria, en las que los ideales de la religión, como, por ejemplo, la renuncia, encontraran nuevamente su lugar y significado. Así, el monasticismo fue un movimiento de contracultura, tanto dentro como fuera de la propia iglesia:

Gannon y Traub, op. cit, p. 31.

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Los santos predicaban la necesidad del camino y la puerta estrechos. Pero el camino ancho con el cual ellos compara­ban al camino estrecho no era solamente el camino del mundo sino el camino del mundo dentro de la iglesia; de los obispos que buscaban la riqueza; de las personas que, aun denominándose cristianas, eran en verdad paganas en el corazón; de los hombres que, inmediatamente después de que eran ordenados sacerdotes, aumentaban el tamaño de sus vestiduras, cabalgaban sobre caballos vistosos de respira­ción ahogante y habitaban en casas con muchos cuartos, con puertas esculpidas y roperos pintados. El monje temía a la serpiente en el pasto verde, porque con el enemigo declara­do y confeso él podría encontrarse y luchar.12

Aquí podemos entender la razón del radicalismo del movi­miento monástico y su importancia para la iglesia a comienzos del siglo 21. Hoy existen muchas serpientes que se mezclan en el pasto verde y envenenan la fe y el corazón de muchos cristianos ingenuos y desinformados. Lo que nos preocupa no es aquello que vemos, los enemigos que ya conocemos, sino aquellos que no conocemos, que se mezclan con nosotros y hacen su identificación extremamente difícil. Es contra este enemigo que debemos protestar y reaccionar, un enemigo que se encuentra dentro y no fuera, y que se mezcla con nosotros al punto de tornarse uno de nosotros.

Los movimientos espirituales a lo largo de la historia de la iglesia se caracterizan siempre por un espíritu reformador y profético. Cada uno respondió a una realidad específica de su tiempo. En la Biblia encontramos, entre otros, movimientos reno­vadores como el de Josías (2R 22-23), quien, al redescubrir el

12 Ibid., pp. 22-23 (Se cita de Herbert Workman, Monasticism, It's Ideáis and History, Williams and Norgate, Londres, 1901, p. 28).

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libro de la ley, que estaba literalmente perdido, llevó al pueblo a la renovación de la alianza con Dios y a un proceso purificador y transformador de la realidad espiritual y social, que se encon­traba corrompida. Podríamos citar también las reformas en tiempos de Nehemías y otras. La Reforma protestante del siglo 16 también tuvo un poco de éste espíritu reformador y profético, en un contexto de corrupción religiosa que exigió el coraje, la fe y la determinación de hombres como Lutero, Calvino y Zwinglio, entre otros. El movimiento monástico también puede ser en­cuadrado entre los movimientos de reforma y renovación de la iglesia:

El éxodo hacia el desierto de un importante número de creyentes fue, ante todo, un movimiento del Espíritu, y sería un error juzgarlo meramente como una reacción a un estado de decadencia social e eclesial o como una corriente de pre­servación ante inminentes desastres políticos y económicos. [Fue, más bien] un factor de respuesta a una crisis en la cristiandad... La vivencia de la fe perdía su seriedad con el aumento, ya en masa, de conversiones, con la disminución de la persecución y de los martirios, y con el prestigio temporal del cristianismo. La memoria de Cristo crucificado y su seguimiento radical estaban en peligro.13

No queda duda de que vivimos, también hoy, momentos de mucha confusión y crisis institucional. Existen muchos que se levantan a hablar en nombre de los evangélicos, proponiendo

13 Segundo Galilea, A sabedoria do deserto. Atuaíidade dos padres do deserto na espiritualidade contemporánea, Ediciones Paulinas, San Pablo, 1986, p. 22. (Original castellano: El alba de nuestra espiritualidad: vigencia de los Padres del desierto en la espiritualidad contemporánea, Ediciones Narcea, Madrid, 1986).

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alianzas políticas y económicas con grupos o personas cuya ética pone sus intenciones bajo sospecha. La gran protesta que necesitamos manifestar hoy es la protesta a favor de una ética cristiana y de una espiritualidad centrada en la Biblia e inspirada en la historia. Están sucediendo cosas en nombre del evangelio que no tienen nada que ver con la enseñanza de Jesús. Si queremos preservar los ideales del cristianismo primitivo, será necesario elaborar y manifestar nuestra protesta por muchas cosas que están merodeando por ahí. En la ponencia que presentó en el Primer Congreso Nacional de la Asociación Evangélica Brasileña (AEVB), Paul Freston afirmó lo siguiente:

Cuando una iglesia crece, se transforma, se hace más pare­cida a la sociedad. Por un lado, la iglesia evangélica se hizo, como en la Edad Media, triunfalista, supersticiosa y mercan-tilista. Esto nos hace recordar dos reacciones diferentes, pero igualmente válidas, que pueden orientar nuestra acción hoy. Primero, en el siglo 4 surgió el movimiento monástico para guardar la pureza de la fe. Estamos en una situación pareci­da: cada vez menos podemos guiarnos (y dejar que los nuevos conversos o nuestros propios hijos se orienten) por la interposición de la comunidad evangélica. Necesitamos ser contraculturales en la iglesia, no solamente en la sociedad. Por eso necesitamos de equivalentes evangélicos del monas-ticismo que preserven la fe contracultural, que valoren lo pequeño y busquen una vida cristiana más seria y abnegada. En segundo lugar, en el siglo 16 surgió la Reforma protes­tante, la tentativa de cambiar la cara de toda la iglesia, o de la mayor parte posible. Necesitamos trabajar en los dos niveles, en el micro y en el macro.14

Paul Freston, en Ultimato, no. 230 (setiembre 1994).

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La protesta, como ya vimos, caracterizó a todos los movimien­tos reformadores de la historia del cristianismo. De ella nacen todas las reformas. La protesta precede a todos los cambios. Necesitamos de los instrumentos teológicos y sociales que nos ayuden a mirar y a entender a la iglesia de hoy. Necesitamos rescatar a los profetas de la modernidad. La protesta no es la obra de mi inconformismo personal, sino de la pérdida del carácter del evangelio. Históricamente, ella siempre existió en momentos de gran crecimiento de la iglesia y de la consecuente popularización del mensaje cristiano. La protesta siempre apunta a un retorno a los orígenes, no en la forma, sino en el contenido. Es un movimiento espiritual y no necesariamente político. Es un proceso que involucra el lavar el rostro de Dios, deshonrado por nuestro pecado y ambición.

Soledad y contemplación Normalmente, cuando se habla de soledad y contemplación,

nos viene de inmediato a la mente la figura de los viejos ermi­taños, sumergidos en una soledad total, alienados del mundo y de sus problemas, o la de los monjes clausurados en viejos mo­nasterios, debatiendo sobre el viejo tema de cuántos ángeles pueden bailar en la cabeza de un alfiler. En verdad, se trata de una práctica espiritual que fue totalmente ignorada por el cris­tianismo occidental y que trajo una gran contribución a la espiritualidad en la Edad Media. El mundo moderno desarrolló una espiritualidad más inclinada al trabajo que al silencio y la contemplación. Aquí destacaremos el valor de esas disciplinas espirituales en el proceso de crecimiento y transformación de la vida cristiana.

Es interesante notar que los grandes descubrimientos cientí­ficos no sucedieron dentro de los laboratorios, por medio de

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científicos rodeados de libros, fórmulas o productos químicos, sino a través de personas que, por el silencio y la contemplación, consiguieron captar fenómenos que, aunque estaban presentes en el mundo, no eran percibidos por quienes tenían su mente ocupada en otras cosas. Se cuenta que Isaac Newton, matemá­tico inglés del siglo 17, se encontraba sentado en el jardín cuando vio que una manzana cayó de un árbol. Esto le llevó a preguntarse: «¿Por qué esta manzana cayó y no flotó o se elevó en el aire?» Meditando sobre el asunto, estudió hasta llegar a la conclusión de que todos los cuerpos son atraídos hacia el centro de la tierra. Después dio un paso más y descubrió que los planetas también son atraídos hacia el sol y, por fin, llegó a formular la ley de la gravitación universal, que explica el movi­miento de todos los cuerpos celestes. Las conclusiones de Newton demoraron aproximadamente siete años. Fueron siete años de observación, imaginación y contemplación. Como Isaac Newton, muchos otros científicos, que en verdad eran conside­rados sabios, usaron la imaginación y la paciencia contemplativa para llegar a conclusiones científicas que revolucionaron al mundo. Si para descubrir los fenómenos de la naturaleza, que son tan claros y evidentes para nosotros, es necesario cultivar paciencia y contemplación, ¿cuánto más exigirá de nosotros el penetrar en los misterios de Dios y de la vida?

Hablar sobre el silencio y la contemplación en nuestra socie­dad moderna parece ser un asunto contrario al sentido común. Lo que define la espiritualidad de un cristiano moderno es su agenda repleta de compromisos que lo mantendrán ocupado todo el día con reuniones, trabajos de evangelización, prédicas, visitas, etcétera. Las iglesias no desean como líder a un pastor que pase algunas horas del día apartado en silencio y oración; casi siempre buscan alguien que sea «dinámico», lleno de nuevas

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ideas, siempre listo para movilizar a la iglesia hacia grandes emprendimientos, activo y que no desperdicie su tiempo en acti­vidades no productivas. Nuestros cultos y nuestra vida religiosa necesitan ser llenados de manera que no queden espacios vacíos, pues, para el ser humano moderno, el silencio actúa como la presencia de una persona inoportuna que insiste en denunciar nuestros fracasos. No hay nada que intimide más, en un culto o en una reunión de oración, que los espacios vacíos entre una oración y otra. Si estos espacios no son llenados rápidamente por oraciones o cánticos, ellos lo son por los gritos de aleluya. Según Richard J. Foster,

en la sociedad contemporánea nuestro adversario se especia­liza en tres cosas: ruido, premura y multitudes. Si él puede mantenernos empeñados en la cantidad y en la muchedum­bre, descansará satisfecho.15

La televisión, la radio y el pasacasete se transformaron en los amigos de las personas solitarias. Necesitamos de algún ruido, del movimiento, de grandes proyectos para sentirnos «vivos».

El silencio, para los padres del desierto, no significa sólo el no hablar, sino también una postura delante de Dios y de nosotros mismos. Es un silencio que nos habilita a escuchar, meditar y contemplar las obras y los misterios de Dios. Ellos decían: «Un hombre puede parecer silencioso, pero si en su corazón está condenando a los demás, está hablando sin cesar.»16 En la me­ditación esotérica el silencio es una tentativa de desocupar la mente, mientras que el silencio y la contemplación cristianos son

Foster, op. cit, p. 27. Segundo Galilea, op. cit, p. 56.

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una tentativa de desocupar la mente de los pensamientos huma­nos y llenarla con los pensamientos de Dios. «El silencio es mucho más que la ausencia del habla. Esencialmente, silencio es escuchar.»17 El salmo afirma: «Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios» (Sal 46:10a). El profeta también dice lo siguiente: «El Señor está en su santo templo; ¡guarde toda la tierra silencio en su presencia!» (Hab 2:20). El silencio y la contemplación en la tradición cristiana son la postura que asumimos delante de Dios para escuchar su voz. Los cristianos ortodoxos entendieron mejor esta necesidad del corazón y del alma humana. Desarro­llaron a lo largo de la historia una fuerte tradición contemplativa. La oración para ellos es mucho más una cuestión de oír que de hablar. En vez de presentar a Dios «la lista de compras» con súplicas y gratitudes, ellos buscan aguardar en silencio para oír lo que Dios tiene para decirles y luego responder en oración. Para ellos, el gran ejemplo de oración en la Biblia es María, la madre de Jesús, quien sólo respondió al ángel diciendo: «Aquí tienes a la sierva del Señor. Que él haga conmigo como me has dicho» (Le 1:38). La oración es nuestra respuesta a la propuesta y al llamado de Dios. La primera palabra es siempre la de Dios; a nosotros nos toca la segunda palabra: la respuesta.

Keneth Leech18 presenta tres razones para justificar la impor­tancia del silencio y la soledad. Primero, nos ayudan a conocer­nos a nosotros mismos, lo cual es un paso fundamental para el conocimiento de Dios. Segundo, abren nuevos caminos para una experiencia más profunda y contemplativa en la oración,

17 Francis Kelly Nemeck y Marie Theresa Coombs, The Way OfSpiritual Direction, A Michael Glazier Book, The Liturgical Press, Minnesota, 1936, p. 199.

18 Kenneth Leech, Spiritual and Pastoral Care, Cowley Publications, Massachusetts, 1989, pp. 20, 21.

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partiendo de la oración que el Espíritu Santo realiza en nosotros. Tercero, son elementos importantes en la práctica pastoral. Nada es más útil y necesario en el cuidado pastoral y en la práctica de la dirección espiritual que la habilidad para oír, nutrida por la contemplación. Las personas buscan pastores que posean quie­tud interior más que cualquier otro don pastoral. Para Leech, el silencio es el camino por el cual nosotros nos acercamos a la Palabra divina, la digerimos y la absorbemos de tal forma que ella se convierte en una parte de nuestro ser y nos transforma.

Las parábolas fueron la forma que Jesús prefirió usar para comunicar los misterios de su Reino. Eran historias comunes, ca­suales, sobre semillas, ovejas, hacendados y banquetes. A través de las mismas, Jesús quería estimular la imaginación de sus oyentes, para que entendiesen los misterios del Reino de Dios. Él no buscaba presentar fórmulas y conceptos previamente defi­nidos de manera paternalista, como un profesor en la clase. Las parábolas no eran ilustraciones que facilitaran la comprensión de los conceptos filosóficos de la teología. Más bien exigían de los oyentes atención, silencio, imaginación y contemplación para ser entendidas. Se trataba de un ejercicio de la paciencia y de la fe.

El apóstol Pablo afirma que somos el templo del Espíritu Santo, el lugar de su morada. El Espíritu está en nosotros y vive en nosotros. ¿Por qué, entonces, muchos cristianos de hoy no gozan de la vida del Espíritu? ¿Será que es sólo porque aún no lo han experimentado plenamente? Puede ser. No obstante, imagino que la gran dificultad que muchos cristianos enfrentan en su vida espiritual no pasa por la necesidad de tener más experiencias sino por la de volverse hacia adentro del alma y del corazón para conocer, en efecto, al Dios que habita allí. Para Juan Casiano (365-435 d.C), la liberación de los impulsos frenéticos, que frecuentemente nacen de nuestras inquietudes

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interiores, nos conduce a una verdadera y libre comunión con Dios y con los seres humanos.19

Para San Juan de la Cruz, el silencio nos lleva a una crisis purificadora. En su libro La noche oscura, donde describe su desierto personal, él afirma que el sufrimiento nos libera de la de­pendencia de los resultados externos. Nos dejamos impresionar cada vez menos por la religión de los grandes acontecimientos, de los templos, el dinero y los milagros, para preocuparnos cada vez más con aquello que realmente necesitamos. Nos preocupa­mos cada vez menos por nuestro destino y nos colocamos más y más en las manos de Dios y en la de los demás.

Este camino de regreso al corazón, del encuentro con nuestra alma, sólo puede ser recorrido a través del silencio y de la contemplación. Oír el veredicto que Dios tiene de nosotros exige silenciar otras voces y ruidos, para escuchar sólo la voz de Dios. «Aquiétate en la soledad y encontrarás al Señor en ti mismo» (Teresa de Ávila). Es importante afirmar, una vez más, que el Espíritu Santo habita en nosotros, sólo que no lo escuchamos porque estamos demasiado inquietos y con el corazón repleto de voces. «Más se atiende a las palabras tranquilas de los sabios que a los gritos del jefe de los necios» (Ec 9:17).

Se evita la práctica del silencio porque es a través de éste que los fantasmas del alma, los miedos y las angustias que viven en los escondites del corazón, surgen con todo su poder y terror. Sin embargo, también a través del silencio encontramos el poder de Dios que hace perecer los fantasmas y los miedos, y renueva en nosotros la alegría de la paz y de la comunión íntima con el Señor.

19 Robin Maas y Gabriel Odonnell, Spiritual Traditions jor the Contemporary Church, Abingdon.Press.'Nashville, 1990, p. 64.

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I. En un primer momento, el silencio es pura privación, carencia, vacío tedioso, un desprenderse de las personas, de las cosas y de las actividades atrayentes. El silencio es percibido como inútil, como aborrecido, como pérdida de tiempo.

Lleno de eco, confuso, desconectado, ansioso de las cosas dejadas atrás, preocupado con lo que viene por delante, carente de compañía y ocupación, exigente de distracciones.

II. Pero cuando se pasa este momento, el silencio se hace palabra. Los fantasmas escondidos comienzan a salir a la luz y a gritar todas las exigencias. Antes trabajaban en la clandestinidad, enmascarados y escondidos en el activismo, en proyectos y relaciones, y pasaban casi desapercibidos. Sin embargo, también la vida embravecida comienza a brotar más firme y sólida, y nos sorprende la profundidad ignorada que surge en nosotros mismos, a partir de nuestra apertura hacía el infinito Dios.

III. El silencio, entonces, se transforma en lucha cuerpo a cuerpo con los vicios del alma, y con los fantasmas y sus ejercicios de miedos, y las nuevas exigencias de una autonomía inagotable. El silencio es tenso, implacable y decisivo.

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En la lucha, algo en mí muere, algo vuelve a ser clandestino, pero también algo nuevo se afirma. Salgo, sin embargo, marcado por la agonía del arrepentimiento, y transformado por el Espíritu.

IV. El silencio se cristaliza delante de esta acogedora y santa presencia. Se pasa de la locura del «erónos» al descanso del «sabat» y a la plenitud de un «kairós» fértil de convicciones infinitas y de vida recién nacida. Sereno, estar en compañía de quien me abre el espacio de su amor discreto y silencioso, donde se hace consistente mi armonía y mi paz de alma.

El silencio se hace silencio pleno, confiado. Alegre, sosegante, innovador. El silencio es palabra encarnada, es oración sin palabras.20

Martirio

Una preocupación de los Padres del desierto fue la ausencia de martirio y de sufrimiento que creó la tranquilidad constanti-niana. La sangre de los mártires sostenía la integridad de los cristianos y del evangelio, y una vez que no era requerida más, al no haber ningún tipo de persecución, se temía un decaimiento religioso y un consecuente enfriamiento de la fe apostólica.

20 Poema de autor desconocido, traducido al portugués y adaptado por Osmar Ludovico da Silva.

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Recordemos, otra vez, que el movimiento monástico fue una respuesta a un contexto muy específico, y que su gran contribu­ción a la historia de la iglesia está, precisamente, en la forma radical con que respondió a sus desafíos. Entre todos los ideales monásticos, tal vez el que más nos choca, por su radicalidad, sea el martirio, que llevó a imponer sesiones de autoflagelación a aquellos que buscaban una vida de pureza y santidad. Sin em­bargo, como nuestro objetivo no es analizar detalladamente las desventajas del monasticismo sino sus contribuciones, resta pre­guntar cuál es el aporte del martirio a la espiritualidad moderna.

La fe cristiana tiene como símbolo a la cruz. John Stott muestra la paradoja que significa para muchos cristianos aceptar la cruz como el símbolo de su fe. Lo que ella representó para el Señor, debe seguir representándolo para la iglesia moderna:

La elección que han hecho los cristianos de la cruz como símbolo de su fe resulta más sorprendente todavía cuando recordamos el horror con que se consideraba la crucifixión en el mundo antiguo. La «palabra de la cruz» que predicaba Pablo constituía para muchos de sus oyentes un motivo de tropiezo y, más todavía, una «locura» (ICo 1:18,23). ¿Cómo podría una persona en su sano juicio adorar a un hombre que había sido condenado como criminal, y sometido a la forma más humillante de ejecución? Esta combinación de muerte, crimen y vergüenza lo excluía de toda posibilidad de merecer respeto, y mucho menos adoración.21

Más allá de simbolizar el triunfo de Cristo sobre el pecado, el mal y la muerte, la cruz simboliza también el camino del discipu­lado cristiano, de la fe en Cristo y de la peregrinación de la iglesia

21 John Stott, La cruz de Cristo, Ediciones Certeza, Barcelona, Buenos Aires, La Paz, Quito, 1996, p. 28.

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en el mundo. Siempre que los cristianos viven momentos de paz, tranquilidad y prosperidad, la cruz es sustituida fácilmente por otros símbolos de la fe. No es una exageración decir que para muchos hoy un automóvil nuevo, de preferencia importado, o una bella casa de campo o en la playa, o una mansión o un departamento de lujo en la ciudad, son los nuevos símbolos de la fe. Vivimos en un tiempo en que el sufrimiento es considerado una maldición y la prosperidad material es el único referente concreto de la presencia y bendición de Dios. Es muy posible que la cruz, con todo lo que ella representó y ha representado en la historia del cristianismo, esté perdiendo su poder de transfor­marnos en verdaderos discípulos del «Siervo Sufriente».

El martirio fue, en cierto sentido, una tentativa de rescatar el significado de la cruz para el discípulo de Cristo. De una manera u otra, la iglesia creció y caminó bajo la sombra de sus mártires. Vivir la experiencia cristiana allí donde el martirio no era contemplado como un hecho subsiguiente de la fe representaba, como mínimo, un gran peligro. El sufrimiento no era visto como un accidente sino como un hecho que acompañaba la vida de todos aquellos que quisiesen seguir a Cristo y su Palabra. No hay cómo escapar de él. En su libro Jesús y la realidad política, John H. Yoder expone el texto bíblico que afirma la necesidad de que cada discípulo tome su propia cruz, renuncie a todo cuanto tiene y después siga a Cristo. Allí este autor no define la cruz (que todo cristiano lleva) como accidentes imprevisibles o enfermedades inesperadas sino como el fruto de una opción consciente y previsible que cada uno hace al decidirse por Cristo.22 El camino del discipulado cristiano se define por el significado mismo que

22 John H. Yoder, Jesús y la realidad política, Certeza, Buenos Aires, 1985, p. 97.

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la cruz tuvo para la misión de Cristo. Pero, ¿es posible que la iglesia fabrique un martirio o provoque alguna persecución? ¿No estaría corriendo el riesgo de ser una comunidad masoquista? Es posible que sí, pero la lección que los mártires nos legaron es que la cruz continúa en el centro de la fe cristiana. No es necesario provocar el martirio, tampoco una persecución. El camino del discipulado siempre será un camino hacia el Calvario. No es preciso asumir el voto de la castidad para poner sobre nosotros alguna forma de sufrimiento, pero sí es preciso entender que aún hay mucho por hacer para conducir a la iglesia de Cristo a la comunión con su Señor. Como dice el apóstol Pablo: «Ahora me alegro en medio de mis sufrimientos por ustedes, y voy comple­tando en mí mismo lo que falta de las aflicciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la iglesia» (Col 1:24). Aquí el apóstol Pablo describe el sufrimiento (martirio) constante al que es some­tido todo aquel que desea servir a la iglesia de Jesucristo. No está hablando de un sufrimiento vicario —esto nuestro Señor ya lo realizó por completo—, sino de una comunión en el sufrimiento de Cristo por su iglesia.

Los Padres del desierto buscaban vivir el discipulado tan radicalmente, que imponían sobre sí todo cuanto su Señor había sufrido. Muchos intentaron ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches; prácticamente todos se despojaron de sus pertenencias; muchos asumieron la mendicidad en su forma más radical, por creer que el cristiano alcanzaría así la plena depen­dencia de Dios y de su gracia. El principio que los movía a tal actitud no era alcanzar alguna gracia divina, sino reconocer que no podían vivir de manera diferente de la que vivió su Señor. Para ellos era un gran honor y privilegio sufrir como Cristo. Pienso que la gran contribución del martirio a la espiritualidad monástica es el rescate del lugar del sufrimiento en la teología

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cristiana. Todo lo que analizamos hasta ahora (ascetismo, imita­ción, silencio) trae, en cierta medida, alguna forma de martirio o sufrimiento. Aun el silencio, como ejercicio ascético, no deja de ser una práctica dolorosa.

La preocupación del ser humano moderno es crear medios que eviten el sufrimiento y el dolor. Los grandes avances de la ciencia se dan exactamente en esta área. El patrón de vida y de comodidad del ser humano a comienzos del siglo 21 alcanza niveles jamás imaginados, y cuanto mayor es el confort, menor es la disposición al sufrimiento y a la renuncia. Sin duda, vivimos hoy en un tiempo muy parecido al de los siglos 3 y 4. El crecimiento de las iglesias evangélicas, su popularización e inser­ción en el mundo político, económico y social, y la conversión de personalidades famosas dan hoy a los evangélicos un status jamás experimentado antes en estas regiones. Todos los senti­mientos de minoría y de persecución, que caracterizaron al protestantismo en el Brasil desde la llegada de los primeros misioneros, desaparecen para dar lugar a un nuevo sentimiento de «minoría ascendente y popular». Los evangélicos tienen ahora presencia garantizada en los grandes foros de los debates nacionales y en las portadas de periódicos, revistas y televisión. Aunque, por un lado, esto representa nuevas formas de evange-lización, por otro lado, es motivo de preocupación y de cautela. La iglesia experimentó algo muy semejante con la conversión de Constantino. Cuando el cristianismo se convirtió en una religión oficial, se hizo popular, atrajo a hombres y mujeres cuya principal motivación no era Cristo y su cruz sino los beneficios materiales, sociales y políticos que tal «conversión» podría proporcionar.

En este contexto, muchos cristianos dejaron sus ciudades e iglesias para iniciar uno de los movimientos más significativos de la historia del cristianismo. La búsqueda de la preservación de

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aquello que consideraban ser las raíces del cristianismo primitivo fue su motivación básica. Quizás la iglesia evangélica moderna necesite hoy pensar en una propuesta monástica, que la lleve a preservar la naturaleza original del cristianismo histórico. El mo-nasticismo moderno no necesita reproducir la misma experiencia del monasticismo de los siglos 3 y 4 sino buscar un camino que ayude a preservar la cruz en el centro de la experiencia cristiana. Cuando miramos hacia atrás, hacia la historia, reconocemos que aquello que preservó a la iglesia no fue el cristianismo decadente del imperio, con su lujo y riqueza, sino los grupos monásticos cenobíticos,23 o los ermitaños, quienes, con su compromiso radi­cal y sinceridad, aun cometiendo errores groseros, dieron susten­to a aquello que creían ser la naturaleza y vocación de la iglesia.

Se cambió sufrimiento y dolor por seguridad y comodidad. El único antídoto contra la tentación del deseo de comodidad es el rescate de la cruz y su significado para el discipulado. El martirio en la tradición monástica contribuyó para que la iglesia no perdiese de vista la naturaleza de su vocación misionera y prof ética. El desafío de la iglesia moderna ante su crecimiento y popularización es buscar medios de preservar para las genera­ciones futuras el mismo legado que Jesús dejó a los apóstoles.

Una vez más, vale recordar que ni el martirio ni el ascetismo, ni ninguna otra práctica espiritual, sustituyen la gracia de Jesús en la salvación y santificación del cristiano. No constituyen fines en sí mismos. Más bien, son caminos y opciones que nos colocan en posición de ser más sensibles a la manifestación de la gracia transformadora de Dios.

Expresión que define una categoría de monasterios comunitarios.

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Obediencia y sumisión La obediencia y la autoridad espiritual son, tal vez, los dos

temas peor empleados y abusados en el mundo religioso, parti­cularmente en el evangélico. En nombre de la obediencia, se ha exigido las cosas más absurdas y se ha otorgado un poder ilegí­timo e indebido a muchos líderes cristianos. La resistencia que hoy encontramos respecto a este tema es consecuencia de esos abusos, no sólo en el mundo religioso sino también en el político y el social. La sed de poder y la necesidad de controlar la vida y el destino de los seres humanos son marcas distintivas del peca­do original, que permanece activo en las relaciones humanas.

Martín Lutero afirmó: «El hombre cristiano es el señor más libre de todos, y no se somete a nadie; el hombre cristiano es el siervo más obediente de todos, y se somete a todos».24 En la tra­dición monástica, la obediencia era el camino para experimentar la verdadera libertad. Según la enseñanza de los Padres del desierto, el ser humano se encuentra libre sólo cuando conoce el camino de la obediencia y la sumisión a Dios, a sus planes y propósitos. La libertad no consiste en hacer lo que quiero sino en ser aquél para lo cual fui creado. Y ser y hacer aquello para lo cual fui creado sólo es posible en comunión sumisa y obediente con el Señor. En este sentido1, la obediencia se encuentra en el centro de nuestra espiritualidad. En la tradición de los Padres del desierto, la obediencia significa oír a Dios y actuar bajo la orien­tación de su Palabra.

La obediencia que Cristo tributó a su Padre fue una caracterís­tica determinante de su espiritualidad y misión. Esta obediencia no nace de ningún sistema jerárquico de poder o de dominación.

Foster, op. cit, p. 123.

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Por el contrario, al igual que en las otras disciplinas espirituales, surge de una postura que se asume delante de Dios y de los seres humanos. El concepto de obediencia que tenemos, al que con razón resistimos, es el de sumisión jerárquica impuesta por el poder y dominación de los más fuertes. Sin embargo, para los Padres del desierto la sumisión no tenía nada que ver con las estructuras jerárquicas, ni siquiera con algún tipo de relación de dominio o poder. Para ellos, la sumisión era fruto de la humildad que nacía de la experiencia y del conocimiento de Dios. «Humil­dad es experimentar la realidad de Dios y, a través de ella, la propia realidad. Y eso necesariamente crea una actitud verda­dera respecto a lo que somos y a lo que tenemos, y respecto a los demás.»25 La humildad —vista como virtud espiritual que nos capacita para vernos y aceptarnos como somos, ver al mundo y a los demás como son, y aceptar a Dios como realmente es— crea la posibilidad de establecer relaciones verdaderas y huma­nas. Para los Padres del desierto, una de las manifestaciones más concretas de la humildad era la obediencia a las personas, parti­cularmente a los maestros espirituales, como señal de que uno busca la verdad y las relaciones más íntimas y personales.

El orgullo proveniente del individualismo consumista de co­mienzos del siglo 21 nos ha llevado a romper los lazos afectivos de nuestras relaciones y a optar por amistades superficiales. El miedo de ser dominados y controlados por otros nos lleva a alejarnos de las personas y a construir fortalezas que protegen nuestra privacidad y evitan la entrada de intrusos y de consejos no deseados. Pero si nos distanciamos de las personas, también

Galilea, op. cit, p. 75.

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nos distanciaremos de Dios. El ejercicio de la obediencia se cons­truye a partir de nuestras relaciones con Dios y con el prójimo.

La obediencia como postura espiritual nos coloca delante de los misterios de la vida, nos humilla y nos hace capaces de conocer la verdad acerca de nosotros y de los demás. Nos abre las puertas para penetrar en los misterios de la amistad y del conocimiento. Es por esta razón que la obediencia nos enseña el camino de la oración. La oración no existe como un instrumento de realización de lo que juzgo correcto y adecuado para ésta o aquella situación, ni como un instrumento de manipulación de Dios y de su voluntad, sino como una herramienta de humilla­ción y afinidad con la voluntad y propósito del Creador. En virtud de haber olvidado el significado de la obediencia, muchos hoy entienden la oración como un instrumento de realización de sus propios proyectos y deseos. Oran exigiendo que Dios actúe conforme a la determinación de ellos. Cuando ven que sus oraciones no son atendidas en tiempo y forma según sus expec­tativas, experimentan la rebelión y dudan del amor y de la justicia de Dios. Esta arrogancia espiritual, propia de nuestro tiempo, nace de una completa pérdida del sentido de la sumisión y obediencia a un Dios que revela tanto nuestro pecado como su gloria y justicia.

Para los Padres del desierto, la obediencia conduce a dos caminos. Por un lado, conduce al camino que lleva hacia Dios mismo. Ellos consideraban el orgullo como una forma de mentira y ceguera que distorsiona la imagen de Dios y compromete toda la espiritualidad humana. Solamente a través de la obediencia y la humildad podemos rescatar la imagen de Dios y establecer una relación sana y transformadora. Por otro lado, la obediencia conduce al camino que nos lleva hacia nosotros mismos y hacia los demás. Para estos Padres, el orgullo también afecta lo que

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pensamos acerca de nosotros mismos y de los demás. Por tanto, la obediencia tiene que ver con nuestra forma de hablar con los demás y de los demás. Tiene que ver con los juicios que esta­blecemos sobre los demás y sobre nosotros mismos, y con la paciencia y el perdón con que recibimos a esas personas.

Como podemos ver, cuando la obediencia y la sumisión son reconocidas como virtudes espirituales que hacen al corazón humano más dócil y receptivo, abren puertas, rompen barreras y permiten construir relaciones más profundas y personales. Sólo somos aptos para entregarnos en sumisión y obediencia a Dios y a los demás cuando conocemos el amor y el poder de Dios en el silencio y en la contemplación.

Normalmente, la inseguridad afectiva lleva a muchos a optar por el poder y el control, y no por el amor y la obediencia. La sumisión es la opción que escogemos por causa del amor y de la renuncia al poder. No se trata de una estructura de poder que exige la obediencia sino de una opción por el amor en la que la obediencia se experimenta como camino de conocimiento y de crecimiento. La sumisión de un marido a su esposa y viceversa no se debe a una estructura de poder establecida en el hogar, que determina quién manda a quién, sino a una relación de amor en la que ambos entregan sus armas y buscan humilde­mente la verdad. El orgulloso y arrogante nunca busca ni encuentra la verdad, porque vive solo y no se sujeta a nadie, ni siquiera a Dios.

Recientemente conversé con un grupo de amigos sobre el lugar de la obediencia y de la sumisión en la experiencia espiritual. Concluimos que, en verdad, ninguno de nosotros tenía a alguien a quien rendir cuentas de su espiritualidad. Eramos cristianos solitarios y, consecuentemente, vulnerables. La obe­diencia nos coloca más cerca de los demás, crea vínculos y lazos

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afectivos, desarma el corazón y la mente, y nos abre a la posibilidad de vivir una verdadera experiencia comunitaria. Esta sujeción, que descubrimos que no teníamos, es algo esencial para la sobrevivencia del alma. Es diferente de una obediencia formal, jerárquica, estructural. Se trata de una postura, una disposición del corazón y del alma, una opción por el amor y una renuncia al poder y al control. Esta disposición ha de encontrarse no sólo en nuestra relación con Dios sino también en nuestra postura hacia los seres humanos y los misterios de la vida. Es la disposición del corazón de aquel que reconoce que solo no encontrará nada, pero que en compañía de otros encontrará el camino de la vocación y de la comunión.

Siempre es bueno recordar que nuestra salvación se hizo posi­ble por causa de la obediencia de un ser humano: Jesús. «Porque así como por la desobediencia de uno solo muchos fueron constituidos pecadores, también por la obediencia de uno solo muchos serán constituidos justos» (Ro 5:19). Por su postura obe­diente, Jesús nos trajo la salvación. La seguridad que encontró en la comunión con el Padre le dio la libertad de sujetarse a los seres humanos, incluso a los más perversos. Cuando Pilato lo interroga y afirma que el poder para su condenación o absolu­ción está en sus manos, Jesús responde que el verdadero poder no pertenece a Pilato sino a su Padre, a quien, en efecto, dedica su vida y destino por amor. La sumisión de Jesús fue posible sólo porque no tenía temor de ningún otro, excepto del Padre Celestial.

Si deseamos crecer personal, espiritual y vocacionalmente, necesitamos descubrir la virtud de la sumisión como disciplina espiritual. Reflexionemos en las palabras de George Matheson, quien presentó esta gran paradoja de la sumisión y de la libertad en los siguientes versos:

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Cautívame, Señor, y entonces seré libre; oblígame a entregar la espada, y seré vencedor. Yo decaigo con las alarmas de la vida cuando estoy por mi cuenta. Aprisióname entre tus brazos, y fuerte será mi mano.25

El lugar del desierto en el encuentro con Dios

El desierto no debe ser visto, necesariamente, como un aleja­miento geográfico y social, sino como una actitud, como una postura delante de Dios y de nosotros mismos. Es el lugar o situación que desenmascara aquello que suponemos ser, donde nuestras ilusiones son confrontadas con la verdad y nuestras ideas y nuestros conceptos sobre Dios son sustituidos por la revelación del propio Dios. A veces somos llevados al desierto, como en el caso de Job; otras veces lo producimos nosotros, como los Padres del desierto. Sin embargo, lo esencial es la actitud, la disposición para este encuentro. Job fue conducido involuntariamente al desierto para tener una experiencia con el vacío, despojado de todo lo que no era Dios para encontrarse con Dios. Los monjes provocaron su desierto retirándose, preci­samente, a las regiones desérticas y remotas de Egipto, Palestina y Siria. No importa dónde sea el desierto de cada uno, pero sí interesa su importancia y su necesidad para provocar el encuentro del ser humano con Dios y consigo mismo.

Foster, op. cit, p. 128.

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Muchas veces un cambio, una enfermedad, la pérdida de un empleo estable, o la de un ser querido, se pueden transformar en un desierto. Alguien que se juzga famoso, conocido por lo que hace, honrado y respetado por su comunidad, puede encontrar el desierto cuando es colocado en un lugar donde nadie lo conoce ni sabe de sus hechos. El desierto es un lugar de dolor, pero también de transformación. El mundo nos engaña, la iglesia muchas veces también nos engaña, nuestras fantasías y máscaras alimentan ilusiones y crean un mundo irreal y falso, donde luchamos desesperadamente por preservar esas ilusiones.

El desierto es el lugar donde los ídolos son quebrados. Fácil­mente nos apegamos a todo aquello que, de alguna manera, nos da protección, significado y realización. Son pequeños ídolos, aparentemente inofensivos, pero que actúan con un poder enor­me sobre la vida humana, al punto de reducir a Dios a una mera fuerza espiritual que preserva el status alcanzado por nuestros ídolos. Para ser más claro, muchos cristianos creen que el centro en torno al cual gira su vida no es Dios y la voluntad divina sino su trabajo, su posición social, su familia, su estabilidad económica, su realización profesional, etcétera. Cuando una o más de estas cosas —como la estabilidad económica o familiar— son sacudidas o acaso arrancadas de nosotros, frecuentemente nos preguntamos: «¿Dónde está Dios?», como si Dios se hubiese ido con la estabilidad. En efecto, para muchos, él se va cuando se pierden bienes de gran valor. La estabilidad, los bienes o aun la profesión se transforman fácilmente en nuestros ídolos, y Dios no pasa de una fuerza que opera en la preservación de aquello que en realidad sostiene nuestra creencia. El desierto es el lugar donde los ídolos modernos son rotos, donde no existe ningún otro valor que pueda sustituir a Dios. En el desierto ya no tenemos donde continuar ocultándonos. Allí experimentamos la

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protección, el significado y la realización que vienen solamente de Dios. Esto sucede porque fácilmente nos acostumbramos a decir que es Dios quien nos protege, quien nos da el significado y la razón para vivir, cuando, en realidad, la verdadera fuente de nuestra alegría, felicidad y seguridad no es él sino los diversos escudos detrás de los que nos escondemos. En el desierto no existen escudos, ninguna posición social o eclesiástica detrás de la cual podamos escondernos. Es el lugar de nuestra desnudez, de nuestro total abandono, del encuentro real y verdadero con Dios.

El salmo 139 nos habla de esta experiencia del desierto, de la constante tendencia del ser humano de huir de un Dios que lo conoce plenamente. No hay nada más deseable ni, al mismo tiempo, más rechazado que una relación con alguien que nos conoce totalmente. Tener una relación personal con Dios significa un vínculo con alguien para quien no hay secretos. No hay nada que Dios no conozca completamente, sean gestos, palabras, pasado, pensamientos, sentimientos o deseos. A veces me pregunto cómo puede darse una relación con alguien para quien yo no tengo ningún secreto, ante quien yo no necesito vestirme con mis fantasías, ni puedo intentar impresionarlo con mis conquistas, ni tengo que afirmarme con mis realizaciones ni puedo seducirlo con mis conversaciones vacías. Nuestras relacio­nes se construyen, básicamente, así. Desde temprano aprende­mos a representar, a impresionar a las personas y a buscar la autoafirmación en el trabajo y en las conquistas. Las relaciones se dan con personas que no nos conocen por lo que somos, sino por lo que hacemos. No nos aman necesariamente porque nos conocen, sino porque nos juzgan útiles. Ante ellos buscamos siempre esconder aquello que sabemos que podría perjudicar la imagen que queremos que tengan de nosotros. El salmo 139 nos

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habla del descubrimiento de un Dios para quien no hay secretos, que nos conoce y nos ama exactamente por lo que somos. Esta es un relación única, que tiene su principio en el encuentro con Dios en el desierto.

En los primeros seis versículos, el salmista realiza algunas afirmaciones acerca del conocimiento que Dios tiene del ser humano, conocimiento que penetra los lugares más sombríos y secretos del alma humana. Por ello, concluye diciendo: «Conoci­miento tan maravilloso rebasa mi comprensión». Se trata de un conocimiento que nos asusta, nos desarma y nos coloca en una posición de completa vulnerabilidad. Dios no sólo conoce lo que somos y hacemos sino que también anticipa nuestras acciones. Lo que hablamos, lo que pensamos, la dirección que seguimos y hasta los secretos del silencio de nuestro cuarto son hechos conocidos por Dios. Lo que asombra al salmista es este conoci­miento íntimo que Dios tiene del ser humano, eso que presenta como «tan maravilloso», aun difícil de soportar. El poeta muestra el carácter personal de un Dios que nos conoce como personas y revela su carácter relacional. Dios no sólo nos conoce sino que desea relacionarse con nosotros personalmente.

Del versículo 7 al 12 el salmista describe la lucha constante del ser humano que intenta desesperadamente huir de la presencia de Dios. Es bueno que quede claro que la presencia de Dios es descrita como un conocimiento personal e íntimo que Dios tiene del ser humano que él creó conforme a su imagen y semejanza. Huir de la presencia de Dios es huir de esta relación personal que revela quiénes somos. Es continuar escondiéndonos de nosotros mismos. Ningún ser humano obtiene el conocimiento de sí mis­mo fuera de una relación. No es posible tener un conocimiento objetivo sobre nosotros mismos, si no entramos en una relación de amistad y amor. Tal vez por esto el vínculo humano y perso-

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nal es algo que siempre deseamos y rechazamos. Vivimos perma­nentemente en este conflicto entre la soledad y la comunión. Para los Padres de desierto, encontrarse con Dios implica tam­bién un encuentro con uno mismo.

El problema que el salmista enfrenta, y que todos nosotros enfrentamos también, es que a pesar de que nuestra inclinación natural es intentar escondernos de quien nos conoce, es decir, huir de la presencia de aquel que sabe nuestros secretos más íntimos, tarde o temprano concluimos que no podremos escon­dernos de Dios jamás. No existe un lugar donde el hombre pueda huir de la presencia de Dios. «Si subiera al cielo —dice él—, allí estás tú». La asombrosa verificación del salmista es que no hay un lugar en el universo donde pueda encontrarse abso­lutamente solo. Este es el dilema. La naturaleza humana busca siempre esconderse de la faz del Creador, y es porque sabe que él la conoce muy bien. No nos interesa relacionarnos con alguien ante quien no es posible esconder cosa alguna. Así fue al inicio, después de la caída. Cuando el hombre descubrió su desnudez, se escondió del Creador y de su prójimo. Y así ha sido por toda la historia. Soñamos con algún lugar, ya sea el abismo o el cielo, una isla desierta en los confines de la tierra, o las tinieblas de nuestros vicios y locuras. Necesitamos un lugar donde nadie nos conozca, donde podamos escondernos. Ese lugar podría ser nuestro ministerio o quizás nuestro trabajo, pero precisamos un lugar para escondernos de la faz del Señor, porque al contemplar su faz también veríamos la nuestra. Y de eso, precisamente, huimos.

El salmo continúa revelándonos la acción de Dios, quien nos creó, formándonos desde el vientre de nuestra madre. Todo lo que somos, cada célula de nuestro organismo, trae consigo el toque del Creador. Antes de que hubiese forma alguna en

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nosotros, Dios ya nos contemplaba y nos conocía. Nuestros días, nuestros pasos, cada pensamiento, decisión, planes, todo fue contemplado, determinado y escrito, cuando no había nada todavía, ni siquiera un bosquejo de lo que seríamos. No hay nada, ningún momento, ni gesto ni pasaje de nuestra historia que no haya sido contemplado por Dios antes de que hayamos venido al mundo. Ante este hecho, sabemos que la única posibilidad de conocernos como somos no es a través de análisis terapéuticos sino a través de la relación con el único que verda­deramente nos conoce, nos acepta y nos ama como somos.

No existe nadie que nos conozca plena e íntimamente como Dios. Es cierto que nuestras relaciones de amistad son funda­mentales para conocer más a Dios y conocernos a nosotros mismos. Sin embargo, el salmista afirma que nadie nos conoce como Dios y que no hay ningún conocimiento objetivo sobre nosotros mismos fuera de esta relación única con él. Una afir­mación que llama mucho la atención en este salmo es la del versículo 14: «¡Te alabo porque soy una creación admirable! ¡Tus obras son maravillosas, y esto lo sé muy bien!» Lo que determina la autoimagen, la identidad del salmista, no es los demás con sus impresiones, ni su espejo con su imagen reflejada, sino su propia alma. Su alma sabe muy bien lo que Dios hizo y cómo lo hizo. El desierto proporciona esto, la posibilidad de decir «esto lo sé muy bien». No vivo más en la dependencia de definir quién soy por las máscaras y fantasías que el mundo y los demás continúan insistiendo en que use, pero Dios, en su amor y gracia, me conoce y acepta, me creó para ser único y, cuando contemplo esta extraordinaria obra del Creador, puedo decir que mi alma, mi ser más profundo, mi realidad última, sabe quién soy, y todo esto es demasiado maravilloso.

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Sólo delante de Dios puedo ser libre para relacionarme con las personas. Solamente delante de él soy aceptado y amado por lo que soy, porque él me conoce perfectamente y para él no existen secretos respecto a mí. Por eso puedo también desnudar­me delante de los demás en confesión y comunión. Jamás nadie se aventuraría a exponerse delante de los demás sin tener la seguridad, aunque sea mínima, de que es amado y aceptado. Sin embargo, delante de Dios podemos experimentar la sensación de seguridad del amor y de la aceptación, lo cual nos libera para establecer relaciones más humanas y verdaderas. Básicamente, se trata de la experiencia espiritual que el desierto hace posible.

El salmo concluye con una oración para que Dios comparta con nosotros ese conocimiento, es decir, para que nos revele aquello que somos delante de sus ojos. Esta oración es también una invitación para que, en lugar de huir de la presencia de Dios, hagamos de nuestro corazón, de nuestra alma, el lugar de su habitación, de la comunión y de la amistad. «Examíname, Oh Dios, y sondea mi corazón» (v. 23), revela lo que hay dentro de mí, quién soy, mis pecados, mis virtudes, mi amor y mi odio. Esta es la oración que hacemos delante de alguien que nos conoce y ama tanto. Este conocimiento maravilloso de la gracia de Dios que nos ha formado, que nos hace saber ante todo que somos un acto de amor, nos lleva a abrir el corazón y a dejar que Dios entre y nos revele los pensamientos, caminos y secretos. No hay lugar donde pueda esconderme del Dios que me conoce y ama.

Ese es el papel del desierto en la vida espiritual. Nos lleva a esta oración: «Examíname, Oh Dios.» Así sucedió con Job y ha sucedido con todos los que, después de innumerables intentos frustrados de huir de Dios, se rindieron a su amor. Así permi­tieron que él desnudara su alma y su corazón y les revelara los

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secretos más profundos de su vida, arrancara las máscaras de sus ilusiones y rescatara la belleza de su humanidad, haciendo de ellos personas verdaderas, que registraran una nueva relación personal, afectiva e íntima con él.

El desierto en la experiencia bíblica

El pueblo hebreo vivió una experiencia de desierto literal, que ilustra bien lo que estamos intentando demostrar. Sabemos que este pueblo pasó más de cuatro siglos viviendo bajo el dominio y el cautiverio egipcios. Durante todos estos años, incorporó a su propia cultura y religión muchos valores, costumbres y hábitos paganos, extraños a los propósitos de Dios, sin darse cuenta de la gravedad de estos cambios. En parte, conservó su identidad religiosa, su monoteísmo y su esperanza de la tierra prometida. Sin embargo, el virus del paganismo ya había minado sus bases religiosas y sociales, y no era tarea fácil separar una cosa de la otra.

Después de aquellos años, los israelitas fueron liberados e iniciaron su jornada por el desierto, en dirección a la tierra pro­metida. Durante la peregrinación, los vicios incorporados en el tiempo del cautiverio comenzaron a mostrar su poder y dominio. Ante el dolor y la soledad del desierto, los valores que reposaban silenciosamente en los compartimientos secretos del corazón salieron a la luz, mostraron su cara; trajeron al escenario una realidad mucho más dura que el cautiverio mismo: el cautiverio del corazón. La nostalgia de la «seguridad» que disfrutaban en el cautiverio se hizo más aguda. La libertad, la tierra para plantar y para ver crecer a los hijos, y un lugar de culto y adoración donde pudiesen libremente celebrar al Dios de la vida, ya no

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eran las cosas más importantes. La tranquilidad que daba la certeza de tener comidas a la hora exacta, la garantía del «futuro» de sus hijos y la seguridad de que no serían perseguidos y masacrados por fuerzas enemigas hicieron que muchas veces desearan retornar al seguro cautiverio de Egipto.

El desierto fue, en verdad, una experiencia espiritual, pedagó­gica y liberadora. Espiritual, porque reveló a qué distancia se encontraban de Dios. Aunque los conceptos monoteístas con que habían sido educados y las tradiciones de sus padres permanecían en su memoria, Dios ya no ocupaba el mismo lugar como Creador y Señor de su vida. Pudieron notar, con claridad dramática, el vacío del alma. Fue una experiencia pedagógica porque demostró a través de los hechos y de la propia expe­riencia la verdad sobre el carácter del pueblo: aunque éste afirmaba su fe indestructible en el Creador, pudo percibir que esa fe no era tan sólida como afirmaba. El conocimiento de Dios no era tan claro y su esperanza no era tan real. Por último, la experiencia fue libertadora porque el pueblo, al conocer la verdad sobre su propia fe y carácter, a través de todas las experiencias vividas, pudo experimentar un proceso de libera­ción de sus propias ilusiones.

Aunque los hebreos deseaban la libertad, y buscaban ansiosa­mente un lugar que fuese suyo, no tenían noción de su signifi­cado. Nadie de esa generación liberada del cautiverio había tenido experiencia alguna con la libertad. Todos eran hijos, nietos o bisnietos de esclavos. La libertad existía sólo como una pretensión, como un anhelo distante, un sueño encendido y compartido por un pueblo cansado de ser explotado. La peregri­nación por el desierto hizo de ese sueño de libertad una experiencia real, conquista cuyo precio podía ser la ilusión de seguridad que la esclavitud crea. En este sentido, el desierto

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funcionó como un agente purificador y transformador. Durante la peregrinación, aquellos vicios y valores que estaban guardados en los lugares secretos del corazón y del alma del pueblo fueron expuestos de manera que no daba lugar a sofismas. El desierto reveló los secretos más profundos del alma, incluso la idolatría, que orgullosamente rechazaban, y que jamás serían lo suficiente­mente honestos como para reconocerla en ellos. La verdad es que de aquella generación nadie, a excepción de Caleb y Josué, entró en la tierra prometida. Todos perecieron en el desierto. Sólo una generación que nació fuera del cautiverio, hijos de la libertad, ingresó en la tierra.

De una forma o de otra, todos cargamos nuestros secretos en el alma, secretos que solamente el desierto puede exponer delante de nosotros y de Dios. Muchas veces ni siquiera nosotros conocemos esos secretos, pero ellos están ahí, determinando el rumbo y los valores de nuestra vida. Son ídolos secretos que necesitan ser expuestos en el desierto de nuestra existencia para ser conocidos y exorcizados. Esos ídolos pueden ser el trabajo, el ministerio, la familia, la iglesia, la misión, el dinero, el poder, el sexo y muchas otras cosas que, en vez de proporcionar libertad y amor, nos hacen esclavos de su seguridad y de las sensaciones que crean en nosotros. En verdad, el ídolo no es otra cosa que la negación del propio Dios. Cuando cualquiera de esas cosas mencionadas arriba sustituye aquellas que sólo Dios puede hacer, se transforma en un ídolo. Cuando nuestra realización se da solamente en el trabajo, nuestra seguridad depende de la cuenta bancaria. También a nuestra felicidad sexual la transfor­mamos en un dios, cuando debería ser una dádiva eterna. El desierto existe para exponer estos secretos del corazón.

Este es el gran legado de la experiencia monástica. La soledad del desierto es absolutamente necesaria para la purificación del

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alma y del corazón. No tenemos ni idea de qué tan impregnado está nuestro corazón de valores mundanos. Como diría el sal­mista, nacemos en pecado y en pecado fuimos concebidos. El pecado está presente en nuestras entrañas y determina el sentido de la vida, y aun de la experiencia de la fe. Experimentar el desierto —sea en la forma literal de los Padres del desierto o a la manera del sufrimiento de Job, o aun como una experiencia única y singular que nos concede la gracia de Dios— es siempre un camino para estrechar nuestra comunión con Dios.

El encuentro con Dios y el cultivo de su presencia en comu­nión y adoración es la finalidad de toda la experiencia cristiana y de la enseñanza teológica. El Catecismo Mayor de la Confesión de Fe de Westminster comienza con la siguiente afirmación: «El fin principal del ser humano es conocer a Dios y gozar de él para siempre.» Este encuentro con Dios es también, en el lenguaje de San Agustín, un encuentro con nosotros y con nuestro corazón, toda vez que es allí donde Dios habita. Conocer a Dios sin cono­cernos a nosotros mismos es una gran falacia.

¿Es que puede haber, Señor, cosa alguna oculta en mí —por más que yo la quiera encubrir y no confesártela—, estando tan patente a tus ojos el abismo de la conciencia del hombre? En cualquier caso, sólo haría apartarte a ti de mi vista, no a mí de la tuya.27

Para Agustín, esconder la verdad sobre mí mismo es escon­derme de Dios. El desierto promueve estas dos fuentes de cono­cimiento: la de nosotros mismos y la de Dios. Por un lado, el desierto es el proceso por el cual las verdades secretas de nuestra alma son reveladas, ayudándonos a conocernos a nosotros

San Agustín, Confesiones, Altaya, Barcelona, 1993, p. 260.

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mismos, asunto del cual ya hablamos. Por otro lado, juntamente con el proceso de desnudamiento de nosotros mismos, el desier­to promueve una revelación más profunda e íntima de Dios. Esto sucede porque mientras mantenemos una ilusión sobre nosotros mismos, abrigando una falsa imagen de nosotros y del mundo que nos rodea, creamos también una imagen falsa de Dios y de su Reino. La búsqueda en el desierto, en la experiencia monás­tica, tenía exactamente esta finalidad: huir del mundo y de sus pasiones para encontrarse con Dios. Esta fuga no es, como la de muchos hoy, cercana a un «escapismo» irresponsable, sino que es una búsqueda de santificación y comunión íntima con Dios, mediante la renuncia a las pasiones mundanas y el encuentro del corazón con Dios.

El lugar del desierto en la experiencia cristiana

Para Segundo Galilea, el desierto significa, en la experiencia espiritual, por lo menos cuatro cosas. Primero, «una experiencia de lo absoluto de Dios y de lo relativo de todo lo demás, incluyendo a las personas y a nosotros mismos».28 En el desierto nos encontramos solos delante de Dios. Allí no existe ninguna otra alternativa, aparte de Dios. Todas las otras cosas son relativizadas, colocadas en su debido lugar, y sólo Dios puede darle el sentido a esas cosas. Job, en medio de su crisis, se vio exactamente así. No había nada más que Dios. Todos sus valores, bienes, familia y teología fueron relativizados. Su única esperanza era que Dios mismo viniera a su encuentro revelando

Galilea, op. cit., p. 48.

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la gratuidad de su gracia. Desierto significa espera, silencio y encuentro que permita decir: «De oídas había oído hablar de ti, pero ahora te veo con mis propios ojos» (Job 42:5). Por esto es necesario para todos los cristianos promover su experiencia personal de desierto, separar un momento o crear situaciones en las que sea posible relativizar aquello que fácilmente absoluti-zamos en nuestra vida. En otras palabras, poner en su debido lugar el trabajo, la familia, el dinero, el status, las diversiones, el ministerio, la iglesia y las experiencias espirituales. No permitir que ninguna de estas realidades de la vida ocupe el lugar sobe­rano de Dios en nuestra alma.

Lamentablemente, no aprendemos a cultivar nuestro desierto de manera voluntaria. Somos invariablemente llevados a él en virtud de las crisis o los sufrimientos que se instalan en nuestro camino y que nos conducen, muchas veces, a una reacción de inconformismo y rebeldía, y no de aprendizaje y renuncia. Gene­ralmente, un paciente en etapa terminal se levanta contra la injusticia de la situación en que se encuentra, o, humildemente, reconoce la fragilidad de la existencia humana y aprende, aun en un proceso doloroso, a poner las cosas en su debido lugar.

En segundo término, «el desierto es el lugar de la autenticidad y de la verdad».29 Al ser un sitio de soledad, es también el punto de encuentro con nosotros mismos, con nuestras mentiras e ilusiones. Nos vemos como Dios nos ve. Allí no tenemos para dónde correr ni adonde escondernos. La ambigüedad de nuestras motivaciones sale a flote, y todas aquellas ambiciones que nos conquistan día y noche —realización, poder, riqueza, profesión, prestigio y conocimiento— pierden su poder de

29Ibid.

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engañarnos y desviarnos de la verdad. En el desierto se da nuestra conversión y santificación. «El desierto es el camino de la liberación interior, donde "Dios habla al corazón" y donde el espíritu del mundo, que nos fascina, puede enmudecer.»30

Uno de los textos que mejor define el propósito pedagógico del desierto se encuentra en Deuteronomio 8:2: «Recuerda que durante cuarenta años el Señor tu Dios te llevó por todo el camino del desierto, y te humilló y te puso a prueba para conocer lo que había en tu corazón y ver si cumplirías o no sus mandamientos». Para el pueblo hebreo, la finalidad de los cuarenta años en el desierto fue revelar los secretos del corazón y exponer sus mentiras e ilusiones. Aunque ya hablamos sobre este tema, vale la pena dejar en claro el siguiente principio: entre los grandes obstáculos para la espiritualidad cristiana están nuestras propias ilusiones.

En tercer lugar, «el desierto nos abre a la verdadera solidari­dad y misericordia para con el hermano, nos enseña a amar verdaderamente».31 Cuando somos confrontados con nosotros mismos, y cuando relativizamos todo, pasamos a experimentar una nueva relación con el prójimo. El desierto me proporciona una conciencia más real y verdadera de mí mismo, y eso me libera de juzgar y criticar a los demás y de sentirme superior a ellos. Por otro lado, puesto que el desierto relativiza todo, mi percepción del prójimo deja de estar determinada por lo que él tiene o hace y pasa a ser determinada por lo que él es. El pobre deja de ser un «problema», o aun un objeto de mi acción misionera y pastoral, y pasa a ser una persona con la cual me

30Ibid. 31 Ibid.

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relaciono en amor y en afecto. El desierto tiene el poder de humillarnos, de hacernos reconocer quiénes somos realmente.

La competitividad y el individualismo son los mayores obstá­culos que encontramos en el camino del amor y del vínculo personal. El desierto, en la experiencia monástica, tenía poder para rescatar las virtudes del amor y de la humildad, toda vez que allí no existían esos dos elementos tan nocivos para las relaciones personales. A partir del momento en que todo lo que tenemos es nosotros mismos, nuestro prójimo y Dios, sólo queda la alternativa del amor. El desierto elimina todo aquello que se coloca entre nosotros y nuestro prójimo.

En cuarto y último lugar, «el desierto es el lugar de la tenta­ción y de la crisis, y de su superación».32 Al igual que para Job, el desierto es el sitio del encuentro con Dios, pero también de encuentro con el demonio. Dios y el diablo estaban presentes en la crisis de Job. El desierto fue la oportunidad para que Job escogiera si seguiría con Dios, sólo por el deseo de amarlo y servirlo, o se cerraría dentro de él mismo, dando al diablo el placer de la victoria. Ir al desierto es exponerse a la tentación, al igual que Jesús. Allí vamos a definir si cederemos a los caprichos y seducciones del diablo o rendiremos la más completa obediencia y sumisión al Padre:

Es por todo esto que el desierto nos prepara para superar no sólo los «desiertos» de la condición humana sino también las tentaciones y crisis a las cuales somos más vulnerables en el devenir de nuestra vida cotidiana. Pues la forma con que hayamos reconocido y rechazado la seducción del «demonio

Ibid.

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del desierto» nos da la actitud y fortaleza para reconocerlo y rechazarlo en el camino de nuestra vida.33

La verdadera guerra espiritual es aquella que se da en el desierto, en el silencio de nuestro cuarto, en el momento en que nos retiramos de las innumerables actividades diarias. Allí somos confrontados con nuestras ambiciones, con la insignificancia de nuestros caprichos. Cuando fue tentado en el desierto de Judea, Jesús rechazó los caprichos seductores que le presentó el diablo y se detuvo solamente en aquello que realmente daría sentido a su vida y a su misión. Resistió la seducción del poder y de la gloria con la humildad de la obediencia.

En el lenguaje bíblico, el desierto significa confrontación, lucha, tentación, despojo y entrega. Allí no sólo rescatamos los propósitos originales de la fe cristiana, que con el tiempo se deterioran y se corrompen, sino que también nos encontramos con Dios y con nosotros mismos. Cuando la iglesia se encuentra en una fase de prosperidad, es necesario tener cuidado. La historia ha mostrado muchas veces el tamaño de este riesgo. No podemos ni debemos impedir el crecimiento y la prosperidad del evangelio, pero esto nunca debe alcanzarse poniendo en peligro la naturaleza de la fe evangélica. Por esto es necesario, en tiempos como los que vivimos hoy, reencontrar el lugar y el significado del desierto, a fin de preservar la fe apostólica para las generaciones que nos seguirán.

El desierto espiritual es la experiencia del encuentro con Dios, donde todo lo que no es de Dios se deshace para que el alma humana contemple a Dios y lo adore. Así, el desierto se convierte en algo imprescindible para la sociedad moderna, como camino

33/bid.,p.50.

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para expurgar todo aquello que confunde nuestra alma y nuestro corazón. «Nos has hecho para ti y nuestro corazón anda siempre desasosegado hasta que se aquiete y descanse en ti.»34 Así San Agustín expresó su anhelo de Dios. Nuestra hambre es hambre de Dios, y nuestra búsqueda es búsqueda de Dios. Nuestra alma no se sentirá satisfecha con ninguna otra cosa que no sea Dios mismo. Por eso, el desierto es la opción para todos los que desean este encuentro con Dios. Es allí, sin las distracciones del mundo, que nuestra alma lo verá y se deleitará en él.

San Agustín, op. cit, p. 27.

4

Redescubrir al Padre

La centralidad del Padre en la espiritualidad de Jesús

«Padre» es el nombre cristiano para Dios. James I. Packer

No hay duda de que vivimos momentos de gran euforia y despertar espiritual. Las iglesias están creciendo como nunca en toda la historia del protestantismo brasileño, se multiplican cada día. Los movimientos de alabanza y adoración con sus bandas crecen en una proporción jamás vista. Los laicos redescubren su lugar y su papel en la iglesia, contribuyendo con su creatividad y osadía. Los programas de televisión proliferan y difunden los más variados testimonios acerca de experiencias que el pueblo evangélico ha tenido con Dios. La presencia evangélica se en­cuentra en casi todos los segmentos de la sociedad brasileña, desde la política hasta el más sencillo evangelista de los asenta­mientos humanos. El movimiento misionero también vive sus días de gloria. Cada día se organizan agencias, se realizan confe­rencias misioneras en casi todas las iglesias, y misioneros brasile­ños hacen acto de presencia en varios sitios del planeta.

Por otro lado, toda esa euforia y crecimiento espiritual ha sido criticada bajo varios aspectos. Llama mi atención particularmente aquel que se refiere a la decadencia espiritual. Parece ser contra

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el sentido de las cosas, y suena como locura, que alguien afirme que la gran crisis del crecimiento de la iglesia es el propio debilitamiento espiritual. Esto en parte se da porque fácilmente confundimos estos dos tipos de crecimiento. Los períodos más fértiles de la espiritualidad cristiana nunca fueron los de gran prosperidad económica y crecimiento cuantitativo. Por el contra­rio, fueron los períodos de sufrimiento, persecución, privación y tribulación los que dieron a la iglesia su consistencia espiritual. Hoy la espiritualidad evangélica en el Brasil se mantiene, en muchos casos, sobre la base de la adrenalina. Cada vez necesi­tamos estímulos más variados e intensos para asistir a un culto o para participar en una reunión de oración.

Hoy nuestros líderes se asemejan más a gerentes que a pastores. Las iglesias y los cultos son cada vez más parecidos a las grandes ferias, cuyos feriantes, berreando, buscan vender sus productos. Los pastores comienzan a abandonar sus puestos, se transforman en celebridades, en fuertes líderes de personalidad carismática y dominadora, más parecidos a ejecutivos eclesiás­ticos que a pastores del rebaño de Jesucristo. Un día escuché a un pastor que, con cierto orgullo, afirmaba atender aproximada­mente a unas treinta personas por día en su gabinete pastoral. Al principio aquella declaración me dejó pasmado. Nunca había escuchado hablar a alguien que hubiese conseguido tal hazaña. Suponiendo que este pastor trabajara ininterrumpidamente —sin detenerse para almorzar, tomar agua, un cafecito, ir al baño, etcétera— desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, diez horas en total, dispondría de sólo veinte minutos para cada persona, sin considerar el tiempo que se pierde entre la salida de uno y la entrada de otro. Veinte minutos para oír los dilemas del alma y del corazón, aconsejar, orientar y orar con cada uno. Nos asemejamos más a ejecutivos eclesiásticos que a pastores cuando

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andamos con agendas electrónicas, teléfonos celulares, secreta­rias, auxiliares y asistentes para atender un volumen cada vez más grande de reuniones, entrevistas, conferencias, consejería, etcétera. Ser un hombre ocupado se ha hecho un símbolo de status y éxito, tanto en el mundo secular como en el religioso. En esta búsqueda del éxito y el status ya no tenemos más tiempo para construir amistades verdaderas y profundas, para caminar con nuestros amigos en el camino del discipulado. No tenemos tiempo para oír las historias de los viejos, los dramas de los más jóvenes y las crisis del alma humana. Disponemos solamente de veinte minutos.

La romería que hoy presenciamos en las iglesias —a las cuales miles de personas acuden con la esperanza de ver sus problemas resueltos y sus enfermedades curadas, su pasado revelado y sus memorias sanadas, sus demonios exorcizados y sus relaciones familiares y afectivas restauradas— describe la profunda carencia del pueblo y el deseo sincero de éste de encontrar una solución para su crisis. Sin embargo, por otro lado, este cuadro podemos verlo también con los mismos ojos de Jesús, quien contempló a las multitudes como ovejas sin pastor, presas fáciles de los mani­puladores de la fe. Son muchos los que hoy viven en un estado de profundo desencanto y desilusión, lo cual compromete la fe y los afectos del corazón. v

La obsesión por la experiencia personal como único camino válido para el conocimiento de Dios ha llevado a los cristianos a perder de vista el lugar y el significado de la relación personal en la espiritualidad cristiana. Las experiencias muchas veces fallan, cuando no responden a nuestras expectativas o a las promesas que nos han hecho. Las consecuencias de tal frustración son graves. En parte, todo esto refleja la crisis espiritual en que vivi­mos. No siempre la euforia religiosa es sinónimo de avivamiento.

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El llamado que recibimos de Dios en Cristo Jesús tiene como propósito cultivar una relación de amor y amistad, la misma que el Padre tiene con el Hijo. Allí se establece una nueva base para la experiencia espiritual, la cual no nos decepciona nunca. Por esta razón, el redescubrimiento del Padre en la espiritualidad del Hijo es el punto de partida para comprender nuestra experiencia humana, personal y espiritual, con Dios.

En este sentido se pronuncia Tom Smail, teólogo inglés, pastor anglicano y líder del movimiento carismático de la iglesia de Inglaterra por varios años, en uno de sus libros, The Forgotten Father (El Padre olvidado).1 Este autor afirma que hoy —después del «movimiento de Jesús» de los años sesenta y del movimiento carismático de los últimos treinta años, que rescató el lugar del Espíritu Santo en la vida y misión de la iglesia— los cristianos necesitan redescubrir el lugar del Padre en la espiritualidad cristiana.

Razones para redescubrir al Padre

La necesidad de redescubrir al Padre hoy se da, básicamente, por tres razones. La primera, es la propia naturaleza de Dios, quien se revela en las Escrituras como Trinidad. En el Nuevo Testamento encontramos que un mismo Dios se manifiesta en tres personas distintas. Primero, lo encontramos en la figura del Padre, a quien Jesús ora y ofrece su completa obediencia, que lo conduce hasta el Calvario, y cuya mano lo resucita de entre los muertos. También encontramos al Hijo, Jesucristo, con el

1 Tom Smail, The Forgotten Father, Hodder and Stoughton, Londres, 1980.

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mismo amor y poder divinos, quien actúa personalmente entre nosotros, como uno de nosotros. Los hechos del Hijo son los hechos del Padre. Las palabras del Hijo son las del Padre. El sufrimiento del Hijo es el sacrificio del Padre. Por tanto, la confesión de la iglesia es la confesión de Tomás, dirigida no al Padre que está en el cielo sino al Hijo resucitado: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20:28). Sin embargo, cuando Jesús es llevado al cielo, el Espíritu Santo es enviado como nuestro Abogado y Consolador. Él preserva nuestra comunión con el Hijo y con el Padre, siendo él mismo Dios en nosotros y entre nosotros. No se trata de tres dioses que compiten entre sí sino de un único Dios que interactúa, por la singularidad de cada Persona de la Santí­sima Trinidad, en una perfecta comunión de amor y entrega. La Trinidad apunta a un Dios que es esencialmente relacional. Y en la relación que nutren las tres Personas entre sí encuentra el significado de su propio ser. Si Dios decidió revelarse de manera trinitaria, la forma de vida de la iglesia deberá ser igualmente trinitaria. Ya sea en su doctrina, culto, testimonio o comunión, la iglesia necesita relacionarse igualmente con las personas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El redescubrimiento del Padre se da dentro del concepto de la Trinidad y de la relación mutua que nutren las tres Personas^

Procuramos, entonces, explorar el lugar del Padre a partir de esa relación particular que el Hijo goza con él, tal como es reve­lada en los Evangelios.

La segunda razón para redescubrir al Padre hoy es el lugar que el Padre ocupa en la vida y misión del Hijo. La afirmación de Jesús: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y terminar su obra» demuestra esta verdad. El alimento simboliza la naturaleza dependiente de la existencia humana, un elemento

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sin el cual el ser humano no sobrevive. Concluimos, entonces, que la figura del Padre, además de ser central en la espiritualidad del Hijo, determina el significado de su vocación, toda vez que el Hijo deja en claro que su misión consiste en hacer la voluntad de su Padre y terminar su obra. La misión de Jesús no fue su propia misión sino la del Padre. El no tenía un proyecto personal y particular sino que abrazó el proyecto del Padre como si fuese el suyo, el cual terminó siendo suyo al fin y al cabo. La función del Padre es enviar al Hijo y al Espíritu, de manera que no pode­mos comprenderlo a él como Creador si no es a través del Hijo y del Espíritu. Dios, el Padre, fuera del contexto de la encarna­ción, deja de ser Padre.

La tercera razón para redescubrir al Padre hoy es que vivimos en un mundo de huérfanos. Llegamos al comienzo del tercer mi­lenio con el dominio de las más sofisticadas tecnologías, algunas de ellas incluso al servicio de la iglesia, pero, lamentablemente, no avanzamos mucho en nuestras relaciones. Por el contrario, el individualismo ha creado en nosotros un falso sentido de libertad y realización, que compromete el espíritu comunitario y la naturaleza relacional del ser humano. La orfandad, además de crear un vacío relacional, provoca también vulnerabilidad espiri­tual. La figura del Padre no sólo rescata el significado de la misión y de la vocación, sino que también rescata la identidad humana. El nos libera de un mundo cerrado y egocéntrico para participar en un mundo de relaciones y afectos.

Este vacío relacional, provocado por una sociedad individua­lista, competitiva y consumista, nos conduce a un estilo de vida y a un modelo de espiritualidad que niegan el lugar del Padre, desarrollan relaciones utilitarias y profesionales, y buscan llenar, a través del activismo, los espacios y lagunas que deja nuestra

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carencia afectiva. Buena parte de los conflictos emocionales y espirituales que enfrentamos hoy nace de esas lagunas no rellenadas. Y cuando intentamos llenar ese vacío con activismo profesional o religioso, con innumerables responsabilidades y experiencias acumuladas, tarde o temprano concluimos que aún permanece ahí. Nuestras actividades profesionales o aun religio­sas no llenarán el vacío de nuestra alma.

Lo que pretendemos aquí es mostrar que Jesús encontró su más completa realización personal en su relación con el Padre. No fue su ministerio, con sus innumerables compromisos y res­ponsabilidades, lo que le dio su sentido de realización mayor, sino su perfecta obediencia y sumisión al Padre. «El primer valor fundamental de la personalidad de Jesús es su comunión con el Padre, su total identificación con él. El amor de Jesús por el Padre es la clave, el "secreto" para entender los otros valores de su vida, y la felicidad y amor que puso en ella.»2 Para el ser humano moderno, la realización se da casi siempre en el mundo profesional. Las personas son calificadas por lo que hacen o poseen. Toda la publicidad está dirigida a cumplir la finalidad de dar al ser humano algún sentido de realización a partir del tener, y no del ser. Sin embargo, lo que encontramos en los Evangelios y, particularmente, en la vida de Jesús es que la realización humana se da en las relaciones de amor y amistad que construi­mos, y no en las cosas que hacemos o poseemos, por más relevantes y sagradas que sean.

2 Segundo Galilea, Amizade de Deus - O Cristianismo como Amizade, Edigoes Paulinas, San Pablo, 3ra. ed., 1988, p. 19. (Original castellano: La amistad de Dios: el cristianismo como amistad, Ediciones Paulinas, Madrid, 1988)

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El lugar del Padre en la vocación del Hijo

Después de que Jesús fue bautizado por Juan en el río Jordán, el Espíritu Santo bajó sobre él como una paloma y se oyó una voz en el cielo que dijo: «Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él» (Mt 3:16-17). Aquí se establece de modo claro y definitivo el principio que habría de conducir la vida del Hijo durante todo su ministerio terrenal: «Éste es mi Hijo amado». Estas palabras dieron a Jesús el significado de su vida y de su ministerio. Es importante destacar que el marco inicial del ministerio público de Jesús no fue ninguna manifestación de poder o gloria, como se esperaría del Hijo de Dios. El marco inicial de su ministerio fue el bautismo, la expresión pública que define sus relaciones, es decir, a quién pertenece él en realidad. En el río Jordán, Jesús demuestra públicamente que él pertenece al Padre, que entra en este mundo por voluntad de su Padre, quien lo ama y encuentra gozo en él. El bautismo define la forma y el significado de la vida y el ministerio de Cristo.

Después de su bautismo, Jesús fue llevado por el Espíritu Santo al desierto para ser tentado por el diablo. Luego de cuarenta días y cuarenta noches de ayuno, en un momento de extremo cansancio físico, emocional y espiritual, se le aproximó Satanás y le dijo: «Si eres el Hijo de Dios...» (Mt 4:3). Es impor­tante percibir que la primera tentación que Jesús enfrentó no fue la de transformar piedras en panes en un momento en que se encontraba hambriento y débil, sino la de poner en duda la voz del cielo que dijo: «Este es mi Hijo amado». No era el poder del Cristo lo que estaba siendo cuestionado sino su filiación, su relación con el Padre, la voz del cielo que había afirmado que él era el Hijo amado de Dios. El esfuerzo de Satanás procuraba quebrar el vínculo, la amistad, la sumisión y la comunión. Desde

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el principio, ésta ha sido su tarea. Él no está tan preocupado con la misión como con la relación. Ésta es su estrategia. Una vez quebrada la relación de amor y dependencia, el resto es fácil. Vemos aquí que el principio de la tentación en el desierto no está en poner en duda el poder de transformar piedras en panes o de dar una voz de mando a los ángeles. La duda se refiere al lugar del Padre en la vida del Hijo.

Frente a esta inducción de la duda —«Si eres el Hijo de Dios...»—, la acción de transformar piedras en panes habría pasado a ser desobediencia e incredulidad, y no un acto de fe. Si Jesús hubiese transformado las piedras en panes, y él podía hacerlo, su gesto habría sido una muestra de incredulidad respecto a la voz que había oído días antes en el desierto. Estaría intentando probarle a Satanás lo que Dios, el Padre, ya le había dicho. En efecto, lo que estaba en juego no era el poder de Dios para transformar piedras en panes sino la voz de Dios que dijo: «Éste es mi Hijo amado». Luego, en varias ocasiones, Jesús realizaría milagros semejantes, pero siempre como una respuesta de su obediencia y de su comunión con el Padre.

Normalmente, nuestras inseguridades afectivas nos llevan a desear y buscar aquello que, de algún modo, nos ayuda a pensar que somos amados y aceptados, o lo que refuerza el status que necesitamos para autoafirmarnos. Transformar piedras en panes y alimentar a muchos hambrientos; saltar de lo alto del templo y ser recibido por los ángeles, en un verdadero espectáculo de poder espiritual; o tener dominio sobre reinos y personas, con el control de su vida y su destino, nos haría sentir que somos alguien, que de alguna manera somos aceptados, no tanto por lo que somos, sino por lo que tenemos. En un mundo en donde el tener determina el sentido del ser, la búsqueda del poder —ya sea espiritual, económico o político— puede representar fácil-

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mente una fragilidad en el significado de nuestra existencia. Para muchos, tener el poder es el camino de la realización personal.

¿Quién no tuvo nunca el deseo de ser un astro o persona famosa, un gran deportista o músico, o un predicador conocido y solicitado, y así recibir notoriedad al punto que el mundo, o parte del mismo, se arrodille delante de él? ¿A quién no le gustaría tener el poder (espiritual o no) de transformar cosas, solucionar problemas, impedir el avance de otras fuerzas y poderes? Nuestra infancia está marcada por la figura de los súper-héroes, de los justicieros, de aquellos que tienen el poder de transformar piedras en panes, inundaciones en cataratas de leche, migajas en biscochos y así poder alimentar a los que tienen hambre en el mundo. ¡Cómo quisiera tener el poder de controlar el destino de las personas, evitando así el sufrimiento de los niños y el dolor de los ancianos! Lo cierto es que Dios no nos dio vocación para el poder, sino para el amor. El poder siempre corrompe nuestras relaciones fraternas. Amor y poder nunca caminan juntos. Tenemos que optar por uno o por otro, pero nunca por los dos. Es muy posible que por detrás de la búsqueda de todo eso estemos, en verdad, procurando encontrar una forma de tapar las lagunas y los vacíos que dejan nuestras carencias afectivas. Actuamos como aquel niño o cónyuge inse­guro, que necesita regalos cada vez más caros para mantenerse ilusoriamente «seguro» de sus afectos.

Cuando fue tentado por el diablo en el desierto de Judea, Jesús pudo resistir a todas las propuestas seductoras de poder por una razón muy simple; había oído la voz del cielo que declaró: «Éste es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él». Esa voz fue suficiente para llevarlo a negar todas las otras voces, que eran más seductoras. Jesús no necesitaba probarle a nadie, ni siquiera al diablo, quién era él. No necesitaba dar ningún

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espectáculo de poder espiritual para darle valor a aquello que él mismo ya sabía de parte del Padre. Y en varias ocasiones Jesús se vio confrontado con la tentación de afirmar su identidad a través de demostraciones de poder. Por ejemplo, el pedido de uno de los ladrones que fue crucificado con él: «Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros» (Le 23:39). Una vez más estaba Jesús delante de la misma sospecha: «Si tú eres el Cristo».

A veces me pregunto, si tal sospecha se hubiera dirigido a mí, ¿qué hubiera hecho? Posiblemente, teniendo en cuenta mis inse­guridades y mi necesidad de autoafirmación, invocaría algunas legiones de ángeles y, en una demostración de poder y dominio sobre las fuerzas cósmicas, bajaría de la cruz, mostrando a todos los presentes que, en efecto, yo era el Cristo, el Hijo de Dios. Después del espectáculo, volvería al Calvario para concluir la obra que había comenzado, pero no sin antes haber disipado todas las dudas respecto a mí.

Otro ejemplo que tenemos en los Evangelios es el dramático encuentro de Jesús con Pilato poco antes de su condenación y crucifixión. Allí Pilato afirma su autoridad y su poder, desafiando la autoridad de Cristo mismo: «¿No te das cuenta de que tengo poder para ponerte en libertad o para mandar que te crucifi­quen?» (Jn 18:10). Parafraseándolo, «tengo el poder para conde­narte o indultarte, en mis manos está tu destino. Basta una palabra mía y tu destino estará trazado». Sin embargo, en ningún momento Jesús busca autoafirmarse mediante alguna demostra­ción de autoridad y poder. Una vez más, se somete a la voluntad de su Padre: «No tendrías ningún poder sobre mí si no se te hubiera dado de arriba» (Jn 18:11). En verdad, todo el proceso de juicio, condenación, humillación y crucifixión de Jesús era un excelente palco para exhibir su poder y autoridad, pero él prefirió seguir el camino de la obediencia humilde al Padre, porque sabía

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que era el «Hijo amado» en quien el Padre encontraba todo su placer. Jesús sabía que las manos del Padre lo conducían al Calvario, y no la pretendida autoridad de Pilatos. Jesús sabía quién era y quién estaba en el control de todo. El bautismo había definido eso.

La gran crisis espiritual que enfrentamos hoy involucra, básicamente, nuestras inseguridades afectivas y emocionales. Nuestras búsquedas espirituales se destinan casi siempre a suplir esas carencias y a crear la ilusión de que somos aceptados y amados, y de que el poder y la prosperidad son las señales de nuestra aceptación. Sin embargo, el vacío relacional continúa clamando dentro de nosotros por algo más profundo, que nos dé un sentido de pertenencia y de filiación. Lo que más necesitamos hoy es oír una vez más la voz del Padre diciendo: «Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él». Redescubrir a Abba en los labios de Jesús es la experiencia humana y espiritual más profunda y significativa que alguien pueda tener.

Conocer a Abba

Si buscamos en el Nuevo Testamento una conexión entre la obra del Espíritu Santo y nuestra relación con el Padre, la encon­traremos en las cartas de Pablo. Él menciona por lo menos dos experiencias resultantes de la operación del Espíritu que nos lle­van a una relación con Dios. La primera es la declaración «Cristo es el Señor», que, según Pablo, sólo puede hacerse mediante la acción del Espíritu. La segunda, «Abba Padre», también describe esta acción única del Espíritu Santo en la vida de la iglesia.

Estas dos declaraciones describen y definen la actividad esen­cial del Espíritu Santo en el Nuevo Testamento. Todas las otras

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actividades, como la distribución de los dones en el cuerpo de Cristo, por ejemplo, sólo siguen como una consecuencia. Lo que define y constituye el cuerpo de Cristo es el vínculo con el Padre, por medio del Hijo, creado por el poder y la acción de Espíritu Santo.

James I. Packer escribió:

Se resume la totalidad de la enseñanza del Nuevo Testa­mento en una sola frase cuando se habla de que ella sea la revelación de la paternidad del santo Creador. Del mismo modo, resumimos la totalidad de la religión neotestamentaria cuando la describimos como el conocimiento de Dios como nuestro santo Padre. Si queremos juzgar en qué medida alguien comprende el cristianismo procuramos establecer qué es lo que piensa acerca del concepto de que es hijo de Dios, y de que tiene a Dios como Padre. Si no es este el pensa­miento que impulsa y rige su adoración y sus oraciones y toda su percepción de la vida, significa que no entiende nada bien lo que es el cristianismo. Porque todo lo que Cristo enseñó, todo lo que hace que el Nuevo Testamento sea nuevo, y mejor que el Antiguo, todo cuanto sea distinta­mente cristiano por oposición a lo judaico, se resume en el conocimiento de la paternidad de Dios. «Padre» es el nom­bre cristiano para Dios.3

Conocer al Padre, por la mediación del Hijo, en el poder del Espíritu Santo, constituye la fórmula trinitaria del conocimiento de Dios. Este conocimiento no nace a partir de una experiencia humana existencial. El conocimiento del Padre sólo es posible mediante la revelación de su Hijo en el poder del Espíritu Santo.

3 James I. Packer, Hacia el conocimiento de Dios, Logoi, Miami, 1979, pp. 228.

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La palabra Abba aclara que el nuevo nombre a través del cual nos acercamos a Dios no es fruto de nuestra opción sino que tiene su origen único en el lenguaje de Jesús que nos acercó al Padre de esta forma. Llamar a Dios Padre es reco­nocer que tenemos que aprender a hacer esto a través de Cristo, que el derecho de usar esta expresión procede de él y nos es dado por el Espíritu Santo, que realiza en nosotros aquello que primero fue en la persona de Cristo.4

Jesús dice: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14:9). El único que nos revela al Padre es su Hijo unigénito.

Éste es un principio que vale la pena enfatizar. Dios no es nuestro Padre porque proyectemos sobre él esa imagen y lo hagamos Padre a partir de los referentes que construimos en nuestras relaciones humanas. El es Padre porque tiene un Hijo, y es a través de su Hijo Jesucristo que se revela a nosotros como Padre. Entonces, Dios es nuestro Padre porque nos adoptó en Cristo Jesús y nos dio el Espíritu de su Hijo, que clama en nuestros corazones: «Abba Padre». Este principio es importante, porque es común proyectar en Dios las imágenes paternas que construimos. Sólo a través de Cristo podemos conocer a Dios como Padre. Cristo revela la paternidad de Dios, y en la relación que Cristo tiene con el Padre encontramos el modelo y el camino de nuestra relación con el Padre.

La expresión Abba aparece por primera vez en las Escrituras en labios de Jesús. Es una expresión que denota intimidad y reverencia. Lamentablemente, la intimidad que presentan los medios de comunicación de hoy no pasa de ser un artificio emocional para conquistar ventajas personales. La intimidad se

4 Tom Smail, op. cit, p. 32.

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transformó en un instrumento de manipulación. Sin embargo, Jesús nunca la usó para sacar provecho alguno sino para otorgar al Padre la más perfecta obediencia y sumisión. Así, Jesús inauguró una nueva manera de relacionarse con Dios. El lugar en el cual Jesucristo pronunció esta palabra demuestra su significado para su vida y ministerio. «Abba, Padre» aparece en labios de Jesucristo en la angustia de Getsemaní, cuando él oró: «Abba, Padre, todo es posible para ti. No me hagas beber este trago amargo, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mr 14:36). Aquí Cristo Jesús rindió al Padre su más comple­ta obediencia y sumisión. No usó esta expresión de afecto para sacar ventaja personal alguna, ni para exigir derechos ni aun para ordenar favores. Esta intimidad invita a la reverencia y a la obediencia. Nuestro Señor Jesús renunció a su voluntad personal y se sometió enteramente al amor y cuidado del Padre.

Por otro lado, el mundo moderno se caracteriza por un indivi­dualismo que, como consecuencia, sólo encuentra su realización en la profesión. El ser humano es aquello que tiene o que hace, y no lo que simplemente es. Así, nos realizamos profesional-mente y nos relacionamos funcionalmente. El ser humano sólo viene a ser alguien en la medida en que tiene acceso al mundo profesional y consumista, y termina construyendo sus relaciones sobre el fundamento de las funciones y papeles que ejerce. Somos aquello que hacemos. Las personas nos conocen por los cargos, diplomas y funciones que ejercemos. Y la necesidad de ampliar el universo de poder y de status se hace cada vez más grande, si deseamos preservar nuestras relaciones. Cuando somos presentados a alguien, nos identificamos por aquello que hacemos o tenemos, y cuando no tenemos ni hacemos nada relevante, nos presentamos como el amigo de alguien que sí

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tiene o hace. En este contexto, como dije anteriormente, cual­quier expresión de intimidad no pasa de ser un recurso barato para obtener ventajas personales. Al fin y al cabo, «tenemos que tener la ventaja en todo».

Redescubrir el significado de «Abba, Padre» abre las puertas para establecer una nueva relación con Dios y con el mundo, en la cual el centro no es más la realización profesional sino el afecto. Y una vez que mis búsquedas ya no son el fruto de mi egoísmo individualista, me encuentro también como persona en ese encuentro con el Padre. San Agustín afirmó que el ser hu­mano es aquello que él ama. Si queremos conocer a alguien, no debemos preguntar lo que hace sino acerca de lo que ama más. En el amor nos realizamos como personas, y «Abba, Padre» abre las puertas para este encuentro afectivo.

Lamentablemente, muchos de nosotros estamos habituados al juego de la manipulación, del chantaje emocional, de la «ley de Gérson»,5 que busca sacar ventaja en todo. Nuestros gestos de cariño e intimidad siempre están cargados de otras intencio­nes. Sólo son medios que aprendemos para conquistar nuestros intereses personales. La mayoría de las veces que nuestros hijos se acercan a nosotros con palabras de cariño, usando diminu­tivos afectivos como «papito querido» u otro cualquiera, es porque desean pedirnos algo que saben que en condiciones normales no lo recibirían. Desde muy temprano aprendemos a usar a las personas y no a reverenciarlas con respeto por su

5 La expresión «Ley de Gérson» viene de una publicidad comercial de una marca de cigarros en la que Gérson, una de las estrellas de la selección de fútbol de Brasil de 1970, afirma que «el brasileño es aquel que procura sacar ventaja en todo». La frase se convirtió en un eslogan que justifica determinados comportamientos equivocados.

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singularidad ante Dios. Perdimos el camino del encuentro con el otro, el camino de la relación personal. Para muchos hoy relacio­narse es el arte de sacar ventajas.

No sucede algo muy diferente en el mundo espiritual. Gran parte de los libros que tratan del tema de la oración proponen exactamente esto: cómo sacar el mayor provecho de su relación con Dios. La oración es vista como un instrumento que tiene por finalidad explotar, al máximo posible, los recursos que Dios dis­pone. Dios es presentado como una fuente inagotable de poder que se coloca a nuestra disposición. Todo lo que necesitamos es poner a trabajar esta fuente a nuestro favor. Para esto usamos todo tipo de chantaje, manipulación y «técnicas espirituales» disponibles en los mejores manuales que se encuentran a la venta en las librerías del ramo. Hemos hecho de Dios un «objeto» más con el cual relacionarnos utilitariamente. Los hombres y mujeres de oración, admirados por muchos creyentes, no son, necesariamente, aquellas personas que gozan de amistad y comunión íntima con Dios, sino aquellas que consiguen, en nombre de la fe, las proezas más extraordinarias.

Corremos el riesgo de no experimentar aquello que fue el centro de la vida y de la espiritualidad de Jesús: su relación con el Padre. Que Dios es rico en poder y está deseoso de bendecir a sus hijos es una verdad de la cual no tenemos ninguna duda. Sin embargo, surge la siguiente pregunta ante nosotros: ¿qué sentido tiene la expresión Abba en nuestros labios? ¿Utilizamos esta expresión para manipular a Dios y recibir sus favores o para ofrecerle nuestra más completa y perfecta devoción y obedien­cia? No está en juego el poder de Dios ni su deseo de bendecir a sus hijos, sino la motivación que nos lleva a buscarlo, a llamarlo «Padre». El amor y el afecto crean en nosotros otras

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motivaciones para establecer nuestras relaciones. Lo que nos motiva no son los beneficios del amor sino la alegría del encuen­tro, la certeza de ser amado y poder amar.

No cabe la menor duda de que todo padre que ama a sus hijos desea lo mejor para ellos. Esta, incluso, es una analogía que encontramos en las Escrituras, cuando Jesús pregunta: «¿Quién de ustedes, si su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pescado, le da una serpiente? Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en el cielo dará cosas buenas a los que le pidan!» (Mt 7:9-11). El Padre del cielo desea dar buenas cosas a sus hijos, mucho más de lo que desearían nuestros padres. Sin embargo, cuando los hijos buscan a sus padres sólo por aquello que éstos tienen para ofrecer, por las dádivas que pueden conquistar —como regalos caros, viajes internacionales, automóviles nue­vos, etcétera—, corren el riesgo de construir, a partir de este modelo de relación, una amistad más utilitaria y menos afectiva, más impersonal y menos íntima y personal. Los vínculos se hacen más frágiles, y el significado de la amistad y del amor se corrompe poco a poco. Así, nos tornamos cada vez más depen­dientes de las manifestaciones externas de aceptación que de los afectos internos. Reconozco que este es un estadio de nuestras relaciones todavía imperfecto. El problema de muchos cristianos es que permanecen indefinidamente en este estadio infantil y no caminan hacia un encuentro más íntimo, personal y afectivo con Dios.

Redescubrir Abba significa volver descubrir el lugar del cora­zón y de los afectos en la espiritualidad cristiana. Encontrar en la obediencia amorosa el sentido más profundo de la realización humana. Ofrecer al Padre la más completa y reverente sumisión.

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Experimentar una relación tan profunda de amor y de acepta­ción, que nos permite orar: «No sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

Redescubrirnos como hijos

Si, por un lado, necesitamos redescubrir al «Abba, Padre», por el otro lado, necesitamos redescubrirnos como hijos. El mundo religioso y espiritual se convirtió en un mundo para adultos, para personas racionales y lógicas, que entienden el significado de las palabras y de la teología, y son experimentadas en las prácticas espirituales. Cuando nos hacemos adultos perdemos el signifi­cado de ser hijos. El mundo adulto es, por naturaleza, un mundo impersonal, un en mundo donde se pierden los vínculos, los la­zos que nos atan a los demás. El mundo de los vínculos afectivos es el mundo de los hijos, de los niños, no el de los adultos. Ser adulto significa ser autónomo, independiente. Significa romper, partir, encontrar un espacio donde solamente entran aquellos a quienes les damos el permiso, siempre y cuando respeten los códigos de privacidad. El mundo del niño y del hijo es diferente. Allí no existe ni la autonomía ni la impersonalidad. La identidad del niño está vinculada con la de sus padres. Su vida no es propia sino que pertenece a aquellos con quienes convive. El niño no logra romper los vínculos porque, en verdad, éstos son vitales para su supervivencia y equilibrio.

Jesús afirmó: «Les aseguro que a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos» (Mt 18:3). La entrada en el Reino de Dios es el rescate de nuestra condición de hijos. Perder esta condición implica una inversión peligrosa en nuestra relación con Dios. En vez de convertirnos a

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Dios, el Padre, por la mediación de su Hijo, es él quien se convierte a nosotros, a nuestros intereses y creencias. Hoy, ante la orfandad del mundo moderno, es más común encontrar a Cristo convertido a las personas, que a éstas convertidas a Cristo. Transformamos a Cristo en nuestro siervo, y no a nosotros en siervos suyos. La característica más distintiva en la vida de un niño es su completa dependencia, no sólo de los padres sino de todo el mundo que lo rodea. Ser niño es vivir en esa estrecha relación de amor, dependencia y obediencia. Descubrirnos como hijos es encontrar de nuevo, en nosotros, esta condición de niños.

Sin embargo, reconocemos que la infancia, para muchos de nosotros, trae memorias tristes y dolorosas. La infancia de muchos estuvo determinada por la violencia, el abandono, las críticas, la inseguridad, el miedo, el sufrimiento y las privaciones. Luchamos para borrar esos recuerdos y soñamos con un mundo adulto, independiente y autónomo. Para el ser humano moder­no, la vida adulta simboliza la conquista de la felicidad, toda vez que en ella borramos las memorias del pasado. Por lo menos así nos lo imaginamos. No obstante, la verdad es que la infancia no es, como muchos desean, un hecho que quedó en el pasado, superado por la conciencia adulta. Ella continúa dentro de noso­tros, determinando nuestra conducta y opciones. El hecho de redescubrir al Padre nos lleva, inexorablemente, a una redención de nuestra infancia, en el encuentro de nuestra alma con nuestro Creador, que es también nuestro Padre.

Aceptar a Dios como Padre ha sido impedido muchas veces por los recuerdos del pasado. La imagen que guardamos de nuestros padres y las heridas que traemos de nuestra infancia crean distorsiones en la imagen que tenemos de Dios como Padre. Sería una ingenuidad pensar que esos recuerdos y heridas

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de nuestra infancia no afectan nuestras relaciones, en especial la que tenemos con Dios. Nuestra infancia está muy presente en nuestra espiritualidad, más de lo que imaginamos o deseamos. La manera en que nos relacionamos está determinada, en gran parte, por nuestra infancia. Si crecemos en un mundo marcado por el exceso de crítica, hostilidad y abandono, inseguridad, rechazo y culpa, nuestra tendencia será construir modelos rela­ciónales que, de una u otra forma, nos protejan de los miedos que traemos de la infancia. Somos niños adultos inseguros, que optan por la manipulación y el control, en lugar del amor y la entrega.

La infancia no es una realidad escondida en el pasado de cada adulto sino la verdad presente de sus emociones y afectos. «El niño está donde la búsqueda de integridad debe comenzar... La vida termina de la misma forma en que fue vivida, a menos que haya una intervención de la gracia de Dios en curar, res­taurar y redimir las experiencias negativas de nuestra infancia».6

Estas experiencias están presentes en nuestra espiritualidad, en la manera en que oramos o buscamos a Dios. Por ejemplo, un niño que vivió pérdidas irreparables, que nunca tuvo los regalos que soñó, que siempre fue privado de las cosas que deseó y de los afectos que necesitó, probablemente desarrollará una relación utilitaria con Dios, como si Dios tuviese la obligación de suplirlo en sus necesidades y darle aquello que desea. Sólo se sentirá amado a través de estas expresiones «concretas» y materiales, que jamás llenarán el vacío de su alma. Mas, si aprendió a mani­pular y a relacionarse políticamente con las personas, su tenden-

6 James Houston, In Search of Happiness - A Guide to Personal Contentment, A Lion Book, Oxford, 1990, p. 85.

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cia será la de manipular a Dios y construir una relación en la que sus verdaderas intenciones no siempre serán expuestas.

La obra que el Espíritu Santo realiza en la vida de los creyen­tes es, básicamente, la de adoptarnos como hijos del Padre celestial. Esta es la obra de redención, que involucra no sólo la conciencia adulta y racional sino también la historia, el pasado y las memorias. Dice el apóstol Pablo: «Y ustedes no recibieron un espíritu que de nuevo los esclavice al miedo, sino el Espíritu que los adopta como hijos y les permite clamar: "¡Abba! ¡Padre!" El Espíritu mismo le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Ro 8:15-16). Y más aún: «Pero cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos. Ustedes ya son hijos. Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: 11 ¡Abba! ¡Padre!" (Gá 4:4-6). Esclavo es aquel que no tiene un padre sino un dueño, aquel cuya relación se construye sobre las bases del contrato y no de la alianza, y a quien se mide por su trabajo y capacidad productiva, y no por su amor y afecto. El apóstol dice que no recibimos el espíritu de esclavitud, que nos aliena y provoca pánico e inseguridad, culpa y condenación, sino que recibimos el Espíritu de adopción, de filiación. Fuimos recibi­dos como hijos de Dios, adoptados por Cristo Jesús. Todos los beneficios que el Hijo usufructuó son también usufructuados por nosotros ahora.

Ser hijo es el gran desafío para la espiritualidad moderna. Nuestro desarrollo casi siempre apunta hacia el mundo adulto, donde actuamos de manera independiente e impersonal. El deseo de todo adolescente es alcanzar la mayoridad para poder por fin vivir lejos de las ataduras familiares y de las represiones a las que fuera sometido. En nuestra cultura occidental, nadie

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desea ser hijo, todos quieren ser adultos, padres. En principio, no hay nada incorrecto en que un adolescente desee alcanzar su mayoridad e independencia financiera. Sin embargo, cuando Jesús afirma que si no nos volvemos como niños de ningún modo entraremos en su Reino, imagino que nos está diciendo que, para descubrir a Dios como Padre, tenemos que redescubrir nuestra infancia y el niño que existe ahí dentro. Nadie llama a Dios Padre de la manera que lo llamó Jesús, si no reconoce que es un hijo adoptado por el Padre, en Cristo Jesús.

Jesús tomó al niño como símbolo para mostrar que la sencillez y confianza de éste son características distintivas de todos aque­llos que desean entrar en el Reino de Dios. Conducirnos como hijos a una relación de confianza con Jesús es el mayor privilegio que tenemos, pues eso nos ayudará a encontrar el principio de nuestra integridad personal.

Como hemos visto, el niño que está dentro nuestro mantiene grabadas las memorias de nuestra infancia, que nos ayudarán o impedirán crecer en nuestras relaciones con Dios y con los demás. Las dificultades que algunos hombres encuentran para relacionarse con mujeres, o las de algunas mujeres con hombres, pueden encontrarse en las memorias de su infancia. Siempre encontramos historias emocionales y afectivas por detrás de todas nuestras relaciones.

La cuestión que enfrentamos es la siguiente: si esas memorias afectan nuestras relaciones, incluido lo espiritual, ¿qué debemos hacer para crecer con madurez e integridad? Creo que podemos comenzar por buscar comprender el proceso de reconciliación con nuestra propia infancia. Este proceso envuelve una mirada hacia el pasado y hacia dentro de nosotros. Es lo que el Señor propone en la carta a la iglesia de Efeso: «¡Recuerda de dónde has caído! Arrepiéntete y vuelve...» (Ap 2:5). La cuestión no es

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teológica ni doctrinal, sino relacional. La palabra de juicio que el Señor tiene para esta iglesia se debe a la pérdida del «primer amor». El problema era afectivo, relacional, y para resolverlo no hay nada más sensato que mirar hacia atrás y hacia adentro de nosotros. «¡Recuerda de dónde has caído! Arrepiéntete y vuel­ve...» ¿Dónde está el amor que dejó de existir? ¿Cuándo fue sus­tituido por el poder o por el deseo de control?

Este proceso de mirar hacia atrás y hacia dentro de uno exige de nosotros un ejercicio creativo de recogimiento7 y amistad. Este equilibrio es necesario para que la soledad de nuestra infancia sea curada por vínculos personales. El recogimiento y la amistad nos ayudan a mirar hacia dentro de nosotros mismos, a oír las voces de nuestro ser íntimo y a integrar la totalidad de nuestra vida con relaciones íntimas y personales. Encontrar en Dios Padre al amigo que él promete ser involucra una mirada hacia dentro de nosotros, a fin de encontrar los obstáculos que edifica­mos a lo largo de nuestra existencia, que nos impiden construir amistades íntimas y personales.

Hay un texto en la Biblia que siempre me intrigó mucho y que sólo en esta perspectiva de la amistad con Dios logro entender. Cierta vez, explicando la importancia de la oración, Jesús hizo la siguiente afirmación: «No sean como ellos (se refería a los genti­les que presumían que, por hablar mucho, serían oídos), porque su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan» (Mt 6:8). Si Dios sabe lo que necesito, si conoce todas mis necesi­dades, ¿por qué debo orar entonces? ¿Cuál es la finalidad de la

7 Recogimiento es el silencio intencional, provocado por nosotros mismos, mediante el cual nos alejamos de las personas y las actividades para procurar un encuentro con Dios y con nosotros mismos.

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oración, si Dios sabe lo que realmente necesito antes de que le presente cualquier pedido? Esta cuestión siempre me intrigó.

Para entender mejor lo que Jesús dice debemos cambiar pri­mero nuestro concepto y percepción de la oración. Para muchos, la oración es un instrumento que Dios pone a nuestra disposición para que logremos que las «cosas» sucedan. Estas «cosas» pueden ser desde grandes milagros hasta una «ayudita» para aprobar un examen (lo que en algunos casos no deja de ser un gran milagro). La imagen que tenemos es que Dios está por ahí, «dando comida» con su poder, y la oración es el recurso que disponemos para activar esa inagotable fuente de poder y de bendición. Necesitamos aprender a «sacar el máximo provecho de Dios» y a usufructuar de aquello que él nos puede dar. Por esto oramos, insistimos, suplicamos, ayunamos, etcétera, es decir, para lograr que Dios sepa lo que queremos y se convenza, en cierta manera, de hacer lo que juzgamos correcto.

Esta imagen tenemos muchos de nosotros de Dios y de la oración. Ante esta postura, escuchamos la afirmación de Jesús: «Su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan». Si él lo sabe, ¿por qué debo suplicar? ¿Por qué no resuelve darme lo que necesito sin tener que pedir? ¿Será que Dios es como uno de esos padres sádicos que no sueltan «el dinero» hasta que no ven a sus hijos humillados y convencidos de su gran «poder»? Estos conceptos que tenemos nacen en gran parte de las memorias y experiencias de la infancia.

Tengo dos hijos. Para mí, aunque sea muy limitado en mis percepciones, no es muy difícil saber lo que ellos necesitan, principalmente cuando se trata de cosas materiales. Como padre no les niego todo aquello que me es posible y juzgo necesario para su desarrollo físico, mental y espiritual. Sin embargo, lo que más me gusta ver en ellos, y estoy seguro de que también es lo

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que más buscan en mí, aunque no siempre lo demostremos, es una relación personal de amistad, amor y aceptación. Si noso­tros, que somos padres, sabemos lo que nuestros hijos necesitan y tenemos gran placer en atenderlos, nuestro Padre celestial, con toda seguridad, sabe lo que necesitamos y lo que es mejor para nosotros, y tiene aún más placer en responder a las ansiedades de sus hijos. No obstante, el Padre celestial busca hijos que procuren el placer de estar con él en comunión y amistad, no por lo que él puede y tiene para dar sino por ser quien es. Dios sabe lo que necesitamos, y si lo conocemos como un Padre que nos ama y que se preocupa con cada detalle de nuestra vida, sabemos que podemos descansar en su amor y providencia. Consecuentemente, aquello que necesitamos deja de ocupar el primer lugar en la agenda de nuestros encuentros y conversa­ciones con Dios.

Como padre, lo que más me gusta de mis hijos no es oír la lista de cosas que necesitan —muchas de ellas legítimas, otras no tanto y otras, quizás la mayoría, absolutamente superfluas— sino estar con ellos, poder amarlos y ser amado, disfrutar de una amistad intensa, íntima y personal. Cuando Jesús afirma que nuestro Padre sabe lo que necesitamos, cambia radicalmente todo el concepto utilitario que tenemos de la oración. Con estas palabras demuestra que nuestras necesidades son parte de la agenda y del cuidado de Dios, aun antes de que tengamos conciencia de ellas. A partir de la oración, Jesús apunta a un nuevo modelo de vínculo. La pauta de nuestras oraciones no está más en nosotros ni en nuestras necesidades sino en Dios y en nuestra comunión con él. Oramos no para reivindicar nuestras necesidades, sino para demostrar nuestro amor y afecto por nuestro Padre.

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Jesús censura la forma en que los gentiles e hipócritas oraban: «Y al orar, no hablen sólo por hablar como hacen los gentiles, porque ellos se imaginan que serán escuchados por sus muchas palabras» (Mt 6:7). El problema de las repeticiones no está en nuestra necesidad de suplicar y aun de insistir por nuestras necesidades delante de Dios, sino en el falso concepto de que nuestra insistencia abre los oídos de Dios. Cuando actuamos así, colocamos en la oración un poder que no le pertenece. Creemos que es la repetición la que hace favorable a la súplica delante de Dios, y no la mediación soberana de Jesucristo. El pueblo insistió para tener un rey, y Dios le dio a Saúl. Sin embargo, esta insis­tencia los llevó a cambiar el gobierno justo de Dios por un gobierno humano, limitado y frágil. La insistencia hizo que rom­piesen las relaciones personales que habían sido construidas por la alianza que Dios había establecido y las cambiasen por una relación institucional e impersonal con el rey. Cuando sustituimos a Dios —con su inmenso amor y cuidado paternos— por una insistencia vana y repetitiva, transformamos la oración en un fin y a Dios solamente en un medio para alcanzar lo que nuestra vanidad busca. Dios, y únicamente Dios, es el motivo y la razón de nuestra oración.

Tal vez lo que más necesitamos sea redescubrir a Dios como nuestro Padre, no en la perspectiva de los recuerdos y memorias que tenemos de nuestros padres, sino a partir de la relación que el propio Hijo Jesús tuvo con el Padre. El nos revela al Padre, con su cuidado amoroso y tierno. Jesucristo mismo nunca nece­sitó usar el recurso de las vanas repeticiones para conseguir algu­na ventaja. Siempre se ofreció en completa obediencia y temor al Padre, en la seguridad de que el propio Padre habría de guiarlo por los caminos que había determinado.

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Orar es entrar en esa relación única que Jesús, el Hijo, nutrió con el Padre. Es buscar la voluntad del Padre, ofreciéndonos a él en sumisión y obediencia, para que él sea el principio y el fin de toda nuestra existencia. Dios sabe lo que necesitamos. Basta reconocerlo como Padre para tener la seguridad de esto. La oración no es informar a Dios de lo que él ya sabe respecto a nuestras necesidades, sino gozar de la alegría de experimentar su voluntad justa y soberana, y, por lo demás, las otras cosas nos serán añadidas.

Ser niño para entrar en el Reino incluye reconocer la pater­nidad de Dios por detrás de las experiencias más amargas de nuestra infancia.

Herederos del Padre

Aquí entramos en un tema delicado en nuestros días. Me parece que el redescubrimiento de la verdad bíblica de que somos hijos y, por lo tanto, «herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Ro 8:17), ha llevado a muchos cristianos a un triunfalismo inconsecuente, fruto de las mismas inseguridades afectivas que hemos mencionado. Hace algunos años, leí un libro cuyo título era Aprenda a uiver comofilho do Rei (Aprenda a vivir como hijo del Rey), en el cual el autor buscaba demostrar, a través de innumerables experiencias personales, que el hecho de ser herederos nos da el derecho a reivindicar lo mejor de este mundo, todo porque somos hijos del Rey. Allí él mencionaba, como algo obvio, sus vuelos en primera clase. También hablaba de los restaurantes finos y de las casas con estilo cinematográfi­co, y aconsejaba usufructuar esos privilegios reservados a los príncipes.

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Confieso que ya no tengo más paciencia para leer este tipo de literatura. Sin embargo, por lo que oigo, libros de este tipo continúan dominando el mercado de la literatura evangélica y la mente de muchos hermanos, llevándonos a una visión de la vida cristiana que, como mínimo, compromete nuestra vocación y el significado de nuestra adopción. Veo que muchos hermanos exigen sus derechos de hijos en sus oraciones a Dios y reivindi­can privilegios de príncipes, que varían de acuerdo con la necesidad e inseguridad de cada uno. Pero, entonces, ¿qué viene a ser esa herencia de la cual la Biblia habla tanto? Concreta­mente, somos coherederos con Cristo, pero, ¿qué implicaciones tiene esto para la vida cristiana?

Este es un asunto que Pablo busca desarrollar tanto en Roma­nos como en Gálatas. Los hijos son también herederos: «Y si somos hijos, somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, pues si ahora sufrimos con él, también tendremos parte con él en su gloria» (Ro 8:17). Esta herencia es el objetivo hacia el cual caminamos, el objeto de nuestra esperanza, que ya comenzó en el presente y se manifestará de manera plena en la consumación del Reino. Tom Smail afirma que los herederos, según Pablo,

serán conocidos porque su vínculo con el Padre y con el mundo creado por él será el mismo que el del «gran herede­ro». Esta herencia aparecerá en la vida de los cristianos como un reflejo auténtico de la misma obediencia, de la misma gracia para con el necesitado y el pecador, de la misma oposición para con el mundo; pero también como un reflejo de la misma gloria, de la misma aceptación y presencia divi­nas, de la misma santidad, del mismo triunfo y de la misma resurrección que encontramos en Cristo. La herencia de Cristo es nuestra semejanza con él. Es entrar en una única combinación de obediencia y autoridad, humildad y grande-

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za, debilidad y poder, sufrimiento y gloria, muerte y resurrec­ción, servicio y reinado.8

Somos herederos de la imagen de Cristo. Jesús, el Hijo unigé­nito del Padre, es nuestra gran herencia.

Esto expone a la luz todo el engaño del triunfalismo evangé­lico, para el cual la herencia sólo significa ausencia de dolor y sufrimiento y afirmación de soluciones sensacionales e inmedia­tas para todos los problemas humanos. Así como Jesús fue capaz de pronunciar Abba en Getsemaní y seguir en dirección del Calvario, para ofrecerse en sacrificio, como respuesta obediente al Padre, nosotros sólo avanzaremos en dirección de la madurez e identificación con Cristo, como hijos y herederos, cuando dejemos que él nos conduzca, a fin de reflejar la misma gloria del crucificado.

Por otro lado, esta herencia que tenemos en Cristo tiene una profunda relación con la oración. Ser un hijo es entrar en una relación íntima y personal con el Padre. Es desear penetrar en el misterio de la Trinidad y disfrutar de la más profunda amistad con Dios. El texto en Romanos todavía nos dice: «No sabemos qué pedir, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y Dios, que examina los corazones, sabe cuál es la intención del Espíritu, porque el Espíritu intercede por los creyentes conforme a la voluntad de Dios» (Ro 8:26-27). De acuerdo con este texto mis­terioso, orar no es simplemente emitir sonidos, construir frases, expresar voluntad y pensamiento ante Dios. Nuestras palabras y liturgias son guiadas por la comunión que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la cual nos conduce hacia el propósito

Tom Smail, op. cit, p. 45.

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y la voluntad del propio Dios. «Pues por medio de él tenemos acceso al Padre por un mismo Espíritu» (Ef 2:18). La garantía de esta herencia se encuentra en una expresión de Pablo en el capítulo 8 de Romanos, la cual nos da toda la seguridad respecto a los beneficios en Cristo: «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?» (Ro 8:32). Aquí Pablo declara que Dios el Padre nos entregó lo más valioso que tenía y que, ante la dádiva de su Hijo, no hay nada que él pueda negarnos. Comentando ese pasaje, afirma James Packer:

El significado de la frase «nos dará con él todas las cosas» puede expresarse así: Algún día descubriremos que nada —literalmente nada— de lo que hubiera podido aumentar nuestra dicha eterna nos ha sido negado, y que nada —literalmente nada— de lo que hubiera podido limitar esa dicha ha quedado con nosotros.9

En Cristo heredamos los beneficios mismos de la gracia.

Otro aspecto que involucra nuestra herencia con Cristo es la seguridad eterna de la alianza que el Padre celebra con sus hijos. Hemos hablado mucho de inseguridad afectiva, de nuestra búsqueda de señales que garanticen la seguridad que todos necesitamos. Para muchos, la seguridad espiritual reside en un automóvil último modelo, preferentemente importado, en un puesto ejecutivo de una gran empresa, o en la solución de los problemas de naturaleza profesional, económica o física. Sin embargo, la seguridad que la herencia en Cristo nos propone es una que trasciende el universo de las dádivas materiales hacia una relación de confianza en el amor de un Padre que no prote-

9 Packer, op. cit., p. 309.

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gió a su propio Hijo, sino que, más bien, lo entregó por todos nosotros. El apóstol Pablo dice que en la certidumbre de este amor encontraremos la confianza para enfrentar las privaciones físicas, las persecuciones religiosas, los ataques demoníacos y todo tipo de calamidades. «¿Quién nos apartará del amor de Cristo?», pregunta Pablo a quienes conocen el amor del Padre, es decir, a quienes fueron adoptados por él y hechos coherederos de todas las cosas juntamente con su Hijo unigénito. El poder de la resurrección del Hijo muestra que nada puede separarnos del amor del Padre. Esta es la herencia que recibimos en Cristo Jesús.

Tanto en Romanos como en Gálatas, Pablo afirma que ser heredero es consecuencia natural de ser hijo. Si no conocemos a Abba, no participaremos de la riqueza de la vida con Cristo. Al afirmar a Abba, somos inmediatamente llevados de nuevo a Getsemaní, lugar donde el Hijo encontró seguridad en el amor y confianza que tenía en el Padre, quien siempre le proveyó todo lo que era necesario para su vida y misión. En ese lugar también somos llamados a obedecer y a seguir un camino en el que se combinan la muerte y la gloria. Pretender ser hijo de Dios y negar el camino de la obediencia nos lleva al colapso relacional y a la destrucción. Sólo los hijos son herederos, y sólo son herederos los hijos. Esta combinación nos ofrece el significado de la gran herencia que tenemos en Cristo Jesús.

Oír al Padre era prioritario en la vida del Hijo

Otro aspecto que caracteriza la centralidad del Padre en la vida y el ministerio del Hijo fue la disposición de Jesús a escu-

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char antes de actuar. En tres pasajes del Evangelio de Juan se describe esta forma única de relación, motivada sólo por la expe­riencia del Abba. En el primer pasaje Jesús dice: «Yo no puedo hacer nada por mi propia cuenta; juzgo sólo según lo que oigo, y mi juicio es justo, pues no busco hacer mi propia voluntad sino cumplir la voluntad del que me envió» (Jn 5:30). Otro pasaje semejante se encuentra en el versículo 19 del mismo capítulo: «Entonces Jesús afirmó: —Ciertamente les aseguro que el hijo no puede hacer nada por su propia cuenta, sino solamente lo que ve que su padre hace, porque cualquier cosa que hace el padre, la hace también el hijo» (Jn 5:19). Y más aún: «Son muchas las cosas que tengo que decir y juzgar de ustedes. Pero el que me envió es veraz, y lo que le he oído decir es lo mismo que le repito al mundo.[...] Por eso Jesús añadió: —Cuando hayan levantado al Hijo del Hombre, sabrán ustedes que yo soy, y que no hago nada por mi propia cuenta, sino que hablo conforme a lo que el Padre me ha enseñado» (Jn 8:26,28). «Yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió me ordenó qué decir y cómo decirlo. Y sé muy bien que su mandato es vida eterna. Así que todo lo que digo es lo que el Padre me ha ordenado decir» (Jn 12:49-50).

Lo que tienen en común estas afirmaciones de Jesús es el ca­rácter central de la voluntad del Padre y la más completa sumi­sión a ella. Él afirma que no habla, ni decide, ni juzga ni hace cosa alguna por sí mismo. Todo lo que hace o habla procede del Padre. Estas afirmaciones de Jesús nos colocan ante dos princi­pios básicos y fundamentales de su espiritualidad. Primero, Jesús se coloca en la condición de un buen oyente. Segundo, él le pone fin a la necesidad humana de autonomía.

Jesús afirma que primero escucha al Padre y después actúa o juzga. Se trata de una invitación al silencio. Vivimos en un mun-

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do donde predomina la bullicio, la agitación. No tenemos tiempo para oír la voz de Dios, quien habla en el silencio de nuestra alma. No tenemos tiempo ni siquiera para oír a nuestro propio corazón, y mucho menos para oír las voces de los demás, que intentan establecer un vínculo más personal con nosotros. Uno de los testimonios más antiguos sobre la importancia del silencio en la vida cristiana viene de Ignacio de Antioquia, un contempo­ráneo del período neotestamentario. Ignacio decía que «es mejor guardar silencio y ser, que tener abundancia y no ser».10 Para él, en el silencio aprendemos a conocernos a nosotros mismos, lo cual constituye un paso fundamental para el conocimiento de Dios. Sólo podremos establecer una relación personal con Dios y con el prójimo, si sabemos guardar silencio para oír y conocer. Es imposible establecer un vínculo íntimo y personal con quien sea, si nuestro corazón y alma no están dispuestos a oír, y esto en silencio.

Normalmente, nuestras oraciones son monólogos que dirigi­mos a Dios. Presentamos nuestras listas, con las necesidades más diversas, nuestras súplicas, muchas veces con exigencias absur­das, y esperamos que Dios las cumpla, revelando así su poder y su amor por nosotros. Nuestros juicios, palabras y decisiones casi siempre surgen teniendo como referente sólo nuestra percepción inmediata de la realidad, así como nuestras carencias afectivas y emocionales.

Jesús dio prioridad a la voz del Padre, no sólo en el bautismo del río Jordán sino durante todo su ministerio. La oración que él enseñó a sus discípulos fue aplicada radicalmente en toda su

10 Kenneth Leech, Spiritual and Pastoral Care, Cowley Publications, Cambridge, 1989, p. 18.

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vida: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6:10). Con frecuencia, él se retiraba a lugares solitarios a fin de escuchar la voz del Padre y conocer su voluntad. Es importante notar también el significado de este silencio y la necesidad de oír para la misión del Hijo. Al decir que él no habla, ni juzga ni hace cosa alguna sin oír antes al Padre, Jesús muestra que no tiene una misión propia. Lo que él hace es lo que ve hacer al Padre. No tiene un discurso propio. Habla lo que escucha del Padre. No tiene un juicio propio; su juicio es el mismo que el del Padre. Esto es un hecho radical para la iglesia y para los cristianos. Tampoco nosotros tenemos una vocación nuestra. La vocación que tenemos es la misma del Padre y del Hijo. No tenemos un mensaje nuestro, sino que tenemos el mismo que oímos del Hijo y del Padre. Estamos en este mundo para hacer la voluntad del Padre y realizar su obra, y para concretar esto necesitamos aprender a escuchar.

Tal vez una de las grandes crisis espirituales que vivimos hoy sea la crisis del silencio. Ya no sabemos oír más y, consecuente­mente, tampoco sabemos orar. Sin embargo, precisamente en el silencio nos encontramos con Dios, cuando todo aquello que no es Dios calla para que podamos escucharlo únicamente a él. Para los cristianos ortodoxos, la oración es mucho más una cuestión de oír que de hablar. Es nuestra respuesta a la voz de Dios, y no lo contrario. Thomas Merton nos muestra que el silencio aumenta nuestra sensibilidad y compasión por los demás:

En el profundo retiro es donde hallo la ternura con la cual puedo amar verdaderamente a mis hermanos. Cuanto más a solas esté tanto más afecto siento por ellos. Es puro afecto y lleno de reverencia para el retiro de otros. El retiro y el

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silencio me enseñan a amar a mis hermanos tal como son, no por lo que dicen.11

Creo que sería correcto decir también que el silencio aumenta igualmente nuestra sensibilidad y amor hacia Dios. Estar a solas y en silencio con Dios es una expresión de amor y afecto que muchos cristianos modernos ya no consiguen experimentar. An­tes de hablar o juzgar, Jesús buscaba primero escuchar. Teófano, el Recluso, dijo:

¿Tú te preguntas si oraste bien hoy? No examines si tus emo­ciones fueron profundas, o si comprendes mejor las cosas divinas. Examina si cumpliste mejor la voluntad de Dios. Si la respuesta fuere sí, la oración dio su fruto; si fuere no, ella falló, aunque haya habido satisfacción de la inteligencia o de los sentimientos, que pueda extraerse del tiempo pasado en la presencia de Dios.12

El otro aspecto que involucra la espiritualidad de Jesús fue su rechazo a cualquier forma de autonomía individualista. En verdad, la naturaleza divina, que es una naturaleza trinitaria, es esencialmente relacional. Este Dios trino nos creó conforme a su imagen y semejanza para que también pudiésemos vivir en comunión y amistad con él y toda su creación. Si Jesús, even-tualmente, decidiese actuar por cuenta propia y tomar sus pro­pias decisiones y juicios, estaría negando su naturaleza divina, que es relacional y dependiente. Podemos notar que esta depen­dencia no es sólo un privilegio del Hijo, sino también, de igual

11 Richard Foster, Alabanza a la disciplina, Betania, Mineápolis, 1986, p. 121. 12 Anthony Blomm, Oragao Viva. Colegao: A Oragao dos Pobres,

Paulinas, San Pablo, SP, 1987, p. 65.

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manera, del Padre y del Espíritu. El mismo Jesús afirma que nadie va al Padre si no es por él, y que el Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo; Lo que vemos en las tres personas de la santísima Trinidad es esta perfecta comunión interde-pendiente.

El Hijo afirma: «Todos los que el Padre me da vendrán a mí» (Jn 6:37). El Hijo depende del Padre para recibir a aquellos que habrán de pertenecerle. Por otro lado, sin embargo, el Hijo tam­bién afirma: «Nadie llega al Padre sino por mí» (Jn 14:6). Aquí Jesús define el camino a través del cual los hombres conocen a Dios. Luego, también afirma que «el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho» (Jn 14:26). El Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo, confirmará la obra del Padre y del Hijo en el corazón de los creyentes. El Hijo glorifica al Padre al llevar a los seres humanos a conocerlo; el Padre glorifica al Hijo cuando éste cumple su misión en la encarnación; y el Espíritu Santo glorifica al Padre y al Hijo. Esta es la comunión que existe entre las tres personas de la, Santísima Trinidad. Nadie actúa por sí mismo ni para sí mismo. Todos actúan en función de todos para que no haya individualismo (ausencia de comunión) ni colectivismo (ausencia de individualidad).

El hecho de vivir en una sociedad fragmentada e individua­lista nos ha llevado a un proceso de fragmentación del propio Dios. Así, damos preferencia a una de las personas de la Trinidad según el grupo que frecuentamos.13 En la práctica de muchos

13 Ver el análisis específico de este fenómeno en el capítulo 3 del presente libro, en el sector titulado: "La fragmentación de la Trinidad y el desafío de la unidad de la iglesia".

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cristianos las personas de la Trinidad parecen actuar separada­mente, en un proceso competitivo, generando entre los creyentes rupturas casi irreparables. El lugar del Padre en la espiritualidad del Hijo establece una adecuada interdependencia, que niega definitivamente cualquier posibilidad de acción autónoma. Com­prender este misterio ayuda a conocer mejor la naturaleza de la iglesia de Cristo y su misión.

La espiritualidad del Hijo es, por tanto, una espiritualidad cen­trada en el Padre, no sólo para juzgar, hablar y actuar sino tam­bién para dar significado a la propia existencia en una relación de amor y dependencia.

Abba y libertad cristiana

Al resistir las tentaciones en el desierto de Judea, Jesús se hizo libre para hacer la voluntad del Padre. Es bueno recordar que las propuestas del diablo en el desierto no representaban, en sí mismas, ninguna desobediencia a los mandamientos divinos. En efecto, Jesús, durante su ministerio terrenal, realizó algunos de los milagros que Satanás le había propuesto: transformó agua en vino, multiplicó panes y peces para saciar el hambre de miles de personas, afirmó que podría invocar legiones de ángeles para salvarlo de la cruz, y encontramos innumerables referencias bíbli­cas sobre su poder y dominio cósmico. Su renuncia a las pro­puestas del diablo en el desierto de Judea demuestra el carácter central del Padre en su vocación y misión. Lo que estaba en disputa no era el poder, es decir, la capacidad de Dios para hacer o no hacer, sino la amistad, el amor y la obediencia.

Esta opción por la amistad, el amor y la obediencia dio a Jesús la más completa libertad para obedecer y servir. A decir

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verdad, la seguridad afectiva de saber quién era él (el Padre se lo había revelado en el bautismo) y quién era su Padre fue sufi­ciente para enfrentar el Calvario. Jesús nunca se vio tentado a probar a nadie quién era él, pues sabía que el Padre lo conocía y lo amaba. Esto era todo lo que necesitaba. Cuando lavó los pies de los discípulos, lo hizo porque estaba seguro de quién era: «Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy» (Jnl3:13). El hecho de saber quién era le daba la libertad incluso de someterse a los demás.

Frecuentemente, nos vemos presionados a actuar de una ma­nera que afirme nuestra identidad. Tenemos que probar quiénes somos y de qué somos capaces. Así sucede, por ejemplo, cuando alguien pone ante nosotros sospechas del tipo: «Al fin de cuentas, ¿es usted cristiano o no? ¿Cree en Dios o no? ¿No dijo usted que el Dios en el cual cree es poderoso? ¿Entonces? ¿Es capaz de lograr que esta criatura camine de nuevo?» Preguntas como éstas no son diferentes, en tesis, de las que Satanás le hizo a Jesús en el desierto. Muchas veces, nuestra búsqueda de milagros, pros­peridad, poder y victoria no es otra cosa que la afirmación de nuestra más profunda inseguridad afectiva. Necesitamos estas manifestaciones de poder y triunfalismo para afirmar una identidad que no estamos seguros de poseer. Esta inseguridad nos hace prisioneros de nosotros mismos.

La necesidad de autoafirmación nos lleva, inevitablemente, a renunciar a cualquier forma de sumisión. La única manera de someternos unos a otros es descubrir el significado de la auto­ridad del Padre y someternos a ella. Jesús no tuvo ningún conflicto al enfrentar la prepotencia de las autoridades romanas y judías, pues él sabía exactamente a quién estaba sirviendo realmente. Le dijo a Pilato: «No tendrías ningún poder sobre mí

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si no se te hubiera dado de arriba» (Jn 19:11). Con esta afirma­ción, Jesús define el centro de su misión. El puede someterse a otras autoridades porque conoce al Padre y se entrega comple­tamente a él en amor y sumisión.

Sabemos que el autoritarismo y el deseo de poder o control casi siempre nacen de una fuerte carencia afectiva. Por otro lado, la necesidad de tener el control de personas y situaciones nos incapacita para el ejercicio del amor y de la libertad. Poder y libertad, o control y amor, son realidades que no caminan juntas. Si optamos por el poder o por el control, nos tornamos esclavos de nuestro miedo e inseguridad, y el miedo no permite el ejerci­cio del amor ni de la libertad. Jesús fue un hombre absoluta­mente libre y lleno de amor y ternura, porque ésta fue su opción, definida a partir del desierto. Allí él renunció explícitamente a cualquier forma de poder o control. Cuando el diablo le ofreció los reinos de este mundo, con toda su fascinación y gloria, Jesús respondió: «Adora al Señor tu Dios y sírvele solamente a él» (Mt 4:10). Esta fue la opción del Hijo, y por ella él se hizo libre para hacer la voluntad del Padre, incluso para subir al Calvario.

Cuando la iglesia o los cristianos optan personalmente por el poder, niegan automáticamente la libertad y el amor. Esto suce­de con cierta frecuencia en el mundo religioso, y no sólo en el religioso sino también en el familiar y en el relacional. Nuestras inseguridades, que traemos del pasado y que no han sido cura­das, nos conducen inevitablemente a la búsqueda de caminos que nos aseguren el mínimo de aceptación que necesitamos para sobrevivir.

Tengo un amigo que hoy es pastor y que tuvo una infancia y adolescencia marcadas por una profunda timidez e inseguridad afectiva. Desde muy temprano, en su adolescencia, fue atraído

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por el ejercicio del liderazgo del grupo de adolescentes de su iglesia y después por el de los jóvenes. Así fue hasta que se hizo pastor. Su opción por el pastorado, y hoy él reconoce esto, nació de un deseo inconsciente de ser aceptado y amado. Hoy recuer­da que una de las marcas profundas que lleva de su adolescencia fue su dificultad de relacionarse con las personas y el miedo que siempre lo cercaba de no ser aceptado ni invitado a las fiestas y actividades de su grupo de amigos. Ser pastor era la garantía de que ahora tendría el control de las actividades y de las personas, y no quedaría más afuera, ni tendría que vivir mendigando los favores de aquellos que, según él, lo rechazaban. Hoy reconoce que nunca tuvo con su iglesia y su familia una relación de amor y de afecto. Hizo una opción por el poder y el control, y no por el amor y la libertad. Se hizo una persona egoísta y consiguió domesticar su timidez, convirtiéndose por fuera en una persona extrovertida, amable y llena de atenciones. Sin embargo, todo esto lo hacía sólo para preservar el poder y el control. Redesubrir al Padre como aquel que nos ama y acepta tal como somos fue la experiencia más profunda y transformadora que él tuvo. Fue a partir de ese encuentro que pudo experimentar de nuevo el amor y la libertad, no sólo en relación consigo mismo sino también con su iglesia y su familia.

Redescubrir Abba es encontrar la libertad para subir al Cal­vario. Solamente en este encuentro de amor con el Padre, el Hijo se descubre capaz de sufrir toda la violencia física, moral y espiritual que la cruz le impuso. El mundo le dio las espaldas. Incluso el propio Padre, por un momento, lo abandonó; pero aun así, él termina su agonía con la afirmación: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Le 23:46).

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Abba y la vida comunitaria

El redescubrimiento del Padre en la espiritualidad cristiana nos lleva también al reencuentro de dos dimensiones básicas de la vida cristiana, que se encuentran igualmente amenazadas y comprometidas: la experiencia comunitaria y el significado de la autoridad. Nuestra orfandad moderna, como ya dijimos, nos conduce de manera inexorable al rompimiento de estas dos dimensiones fundamentales de la fe. Aquí me gustaría destacar la importancia de la sumisión para la espiritualidad del cristiano moderno.

En su libro sobre la modernidad y sus efectos sobre el disci­pulado y la iglesia, Rubem Amorese afirma lo siguiente:

En la confusión del cuestionamiento de cualquier forma de autoritarismo, paso a cuestionar toda forma de autoridad. Como el hombre moderno no es dado a grandes profundi­dades filosóficas —él prefiere una película a un libro—, las diferencias se tornan irrelevantes. Ese pasaje inconsciente, asociado al culto de lo privado, a una incapacidad de profundidad de las relaciones, proveniente, entre otras cosas, de la ya mencionada deficiencia emocional y afectiva, produce una persona con dificultades para aceptar el lideraz-go y la autoridad. La paternidad, que sería el arquetipo a ser buscado, no es un concepto o sentimiento que ayude. Disciplina, sentido de pertenencia, precio a pagar y sumisión son conceptos muy difusos que tendrán que ser trabajados con cuidado, hasta que él descubra las alegrías, el descanso, el significado, la plenitud de la vida bajo autoridad. El nece­sita aprender lo que es tener un verdadero y único Padre y ser un verdadero hijo.14

14 Rubem Martins Amorese, Icabode-Da Mente de Cristo a Consciencia Moderna, Abba Press, San Pablo, 1993, pp. 88-89.

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Aquí vemos que la relación entre la autoridad y la comunidad es muy estrecha, y que el redescubrimiento de la paternidad de Dios es el camino que debemos buscar.

La sumisión es una disciplina espiritual que, por causa de los abusos que se han cometido, viene siendo negada y rechazada sistemáticamente como camino que conduce a la libertad y a la comunión. Richard Foster afirma lo siguiente:

De todas las disciplinas espirituales, de ninguna se ha abusa­do más que de la disciplina de la sumisión. De algún modo, la especie humana tiene una extraordinaria habilidad para tomar la mejor enseñanza y torcerla para los fines peores. No hay nada que pueda someter al pueblo a esclavitud como la religión, y nada en la religión ha hecho tanto para manipular y destruir a las personas como una enseñanza deficiente sobre la sumisión. Por tanto, tenemos que abrirnos paso a través de esta disciplina con gran cuidado y discernimiento a fin de asegurarnos que seamos ministros de vida, y no de muerte.15

Cuando rechazamos cualquier forma de sumisión, rechazamos también la propuesta de comunión y amistad del Reino de Dios.

La sumisión de Jesús al Padre fue un factor determinante para establecer el rumbo tanto de su misión como de las relaciones con sus discípulos y las autoridades de su tiempo. Para él, la sumisión era mucho más una postura que había asumido delante de Dios y de los seres humanos que una estructura jerárquica de poder y dominación. «Obediencia es la virtud a través de la cual nos tornamos personas sensatas, capaces de acciones res­ponsables, libres y apropiadas, en armonía con la voluntad de

Foster, op. cit., p. 123.

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Dios».16 Si consideramos la sumisión como una postura, una disciplina espiritual, veremos que ella nos abre el camino para una relación más libre con los seres humanos.

Una vez más, volviendo al diálogo de Jesús con Pilato, vemos que éste último se atribuye el derecho de decidir sobre la vida y el destino de Jesús, afirmando que tenía autoridad para definir el rumbo de la vida del Maestro. Sin embargo, Jesús le respon­dió: «No tendrías ningún poder sobre mí si no se te hubiera dado de arriba» (Jn 18:11).

Aquí vemos que el camino para evitar cualquier autoritarismo humano es redescubrir la autoridad divina. Sólo cuando estamos más cautivos de la autoridad divina, somos libres para sujetarnos a los demás. La sumisión al Padre es el camino de la comunión entre los seres humanos.

Cuando aprendemos a temer a Dios, y únicamente a Dios, descubrimos la libertad de la obediencia a los demás. El miedo a la obediencia y el servicio, muchas veces, nace de nuestra inseguridad personal. Necesitamos afirmarnos por nuestra inde­pendencia o por nuestro autoritarismo. Sin embargo, cuando conocemos al Padre que nos llama por nuestro nombre, que afirma su amor y aprecio por nosotros, y aprendemos a temer solamente su persona y su voluntad, rompemos con el pavor de creer que los demás tienen las llaves de nuestro destino. Luego de resucitar, en una de sus apariciones, después de preguntar tres veces acerca del amor del apóstol Pedro, Jesús afirmó: «De veras te aseguro que cuando eras más joven te vestías tú mismo e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las

16 Rosemary Broughton, Praying VJith Teresa of Avila, Saint Marys Press, Christian Brothers Publications, Winona, 1990, p. 69.

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manos y otro te vestirá y te llevará adonde no quieras ir» (Jn 21:18). Tengo la impresión de que la madurez cristiana se da cuando somos capaces de extender nuestras manos para que otros nos conduzcan. No se trata de convertirse en marioneta de los demás sino de reconocer que no tenemos el poder de decidir nuestro propio destino. La libertad que Jesús conquistó en la sumisión que otorgó al Padre lo hizo capaz de extender sus manos aun frente a Pilato. Según Richard Foster, toda disciplina tiene su libertad correspondiente, y la libertad que corresponde a la sumisión es «la capacidad para descargar la terrible carga de siempre tener que obtener lo que queremos. La obsesión de exigir que las cosas se hagan de la manera como las queremos es una de las mayores esclavitudes de la sociedad humana hoy».17

Como ya vimos, todo esto compromete nuestras relaciones, incluso con Dios mismo. Para los cristianos ortodoxos, la sumi­sión debe ser entendida como una disciplina espiritual, una postura que asumimos delante de las personas y de Dios, que nos habilita para escuchar e interactuar con humildad, encon­trando el espacio para cultivar relaciones más profundas e ínti­mas. Esta experiencia sólo es posible mediante el reencuentro con Dios como nuestro Padre.

Foster, op. cit, p. 124.

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Comunión por la confesión

La confesión de las obras malas es el primer camino de las obras buenas.

Agustín de Hipona

Mientras guardé silencio, mis huesos se fueron consumiendo por mi gemir de todo el día. Mi fuerza se fue debilitando como al calor del verano, porque día y noche tu mano pesaba sobre mí. Pero te confesé mi pecado, y no te oculté mi maldad. Me dije: «Voy a confesar mis transgresiones al Señor», y tú perdonaste mi maldad y mi pecado.

Salmos 32:3-5

La relación entre salud emocional y pecados no confesados es más profunda de lo que imaginamos. El rey David expresa esta realidad de manera dramática en sus dos salmos confesio­nales (32 y 51), los cuales son un testimonio personal sobre las consecuencias del pecado en su vida emocional, espiritual y física. En ellos afirma que, mientras mantuvo en silencio su alma, guardando su pecado como un secreto inviolable, envejeció, se convirtió en un hombre cansado, movido por los gemidos que traía su pasado a la memoria. Tristeza, inseguridad, apatía y miedo son algunos de los síntomas que él describe como conse­cuencia no sólo de sus pecados sino de su silencio.

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Crecemos en un mundo en el cual, desde muy temprano, aprendemos a representar, a hacer aquello que otros esperan de nosotros. Como recompensa, recibimos aprobación y aceptación. En verdad, todo lo que esperamos en este mundo es aprobación y aceptación, y para conseguir esto estamos dispuestos a repre­sentar cualquier papel que nos traiga tales beneficios. Nos enga­ñamos e ilusionamos, y creamos un mundo irreal en cual la gran víctima somos nosotros mismos.

Nuestra tendencia a ocultar la verdad y preservar la falsedad tiene desarrollos espirituales y emocionales que afectan todos los niveles de nuestras relaciones. Nuestra percepción del mundo, de la realidad, de los demás, de nosotros mismos y de Dios se ve comprometida por la ilusión que el pecado produce. Construi­mos un mundo falso, desarrollamos máscaras y fantasías que ocultan la verdad, nuestras relaciones se tornan frágiles, egoístas y superficiales, y la fe se transforma en un subproducto del miedo y de la inseguridad.

El mundo moderno ha proporcionado diversos mecanismos que protegen al ser humano de sí mismo y alimentan sus ilusio­nes. Entre todos, tal vez el individualismo sea el más poderoso, pues, para muchos, es el único camino de libertad y realización personal. La búsqueda de realización a partir de las conquistas individuales y profesionales llevó al ser humano a romper con su naturaleza relacional, que heredó del Dios trinó, al ser creado a su imagen y semejanza. La naturaleza del Dios bíblico es, esen­cialmente, relacional. El Dios cristiano y bíblico es Padre, Hijo y Espíritu Santo en una eterna y perfecta relación de amor, amis­tad y entrega, en la cual la realización de cada uno se da en la comunión y amistad con los demás. En este sentido, el individua­lismo es la característica humana que más aproxima al ser humano al pecado original, en tanto lo lleva a buscar su identi-

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dad y realización en la profesión y no en la relación. En el peca­do original, el ser humano optó por el poder y no por el amor. Quiso ser «como Dios», sin aceptar su condición de criatura. Fue engañado por la serpiente en la esperanza de ser aquello que no era. Solamente a través de la confesión encontramos el camino de retorno, el redescubrimiento del sentido de persona creada a la imagen de Dios y deformada por el pecado.

Por otro lado, la conciencia del pecado, a partir de una óptica individualista, redujo el concepto de pecado y sus implicaciones para el alma humana, hizo del mismo un principio sujeto a las manipulaciones religiosas o teológicas, y lo transformó en un concepto abstracto, a medida que el individuo evolucionaba en sus conquistas sociales y profesionales. Permanentemente refor-mulamos nuestros conceptos a fin de ajusfarlos a los frecuentes cambios que enfrentamos. En cierta forma, tengo la impresión de que este reduccionismo en el concepto de pecado, provocado por una visión individualista, nos lleva a buscar los límites de la convi­vencia humana con el pecado. ¿Hasta dónde puedo ir sin pecar?

Las implicaciones emocionales, espirituales y físicas en los relatos de David demuestran, de manera dramática, que el peca­do no es sólo un concepto teológico que necesita ser definido bíblicamente, para que el cristiano conozca los límites de sus acciones, sino una realidad que envuelve al alma humana, defor­ma el carácter y compromete la libertad y las relaciones del ser humano con Dios, consigo mismo y con su prójimo. El pecado, como veremos, no debe entenderse como límites morales y de comportamiento que nos imponemos a nosotros mismos y a los demás, sino como una deformación de la imagen y semejanza divina, compartida con el ser humano en el acto de la creación.

La confesión es el acto de desnudar el alma y el corazón delante de Dios y de los seres humanos, revelando su verdadero

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carácter, buscando rescatar nuestra verdadera identidad, pro­moviendo la libertad y el camino de la comunión. A través de la confesión, rompemos con nuestro individualismo y nos volvemos aptos para amar y relacionarnos como personas, sin las máscaras y las fantasías de nuestras ilusiones. San Agustín, en sus Confesiones, afirmó que conocer a Dios implica también el conocimiento de nosotros mismos:

¿Es que puede haber, Señor, cosa alguna oculta en mí —por más que yo la quiera encubrir y no confesártela—, estando tan patente a tus ojos el abismo de la conciencia del hombre? En cualquier caso, sólo haría apartarte a ti de mi vista, no a mí de la tuya. Pero, ahora que mis gemidos son testigo del descontento que tengo de mí mismo, tú resplandeces y me agradas. Te quiero y te deseo hasta sentir vergüenza de mí mismo y desecharme y elegirte a ti de modo que no me agrade ni a mí ni a ti sino por ti.1

Si el lugar de habitación de Dios es el alma humana, es allí donde debemos buscarlo. Al encontrarlo, nos encontraremos también a nosotros mismos. Rechazar la confesión es, según Agustín, ocultar a Dios de nuestros ojos, para que el brillo de su faz no ilumine la verdad sobre nuestro carácter.

Comprender la naturaleza del pecado

Pecados y pecado

En primer lugar, necesitamos abordar el asunto del pecado. Con el desarrollo científico y tecnológico —los avances en el campo de la medicina, de la informática, de los medios de co-

1 San Agustín, Confesiones, Altaya, Barcelona, 1993, p. 260.

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municación y de las conquistas sociales—, el hombre moderno construyó una conciencia de la bondad inherente al ser humano. Somos buenos porque hacemos cosas buenas y deseamos el bien de la humanidad. Cuando no le suena como un absurdo o como una agresión a la dignidad intrínseca del ser humano, el ser humano moderno concibe el concepto de pecado sólo como un tropiezo o una actitud insana. De ahí viene su dificultad para confesar. ¿Confesar qué? ¿Cuál es, al final y al cabo, el signi­ficado de «pecado» en la cultura moderna?

Felizmente consciente de su naturaleza pecaminosa, ningún cristiano que reconoce la Biblia como Palabra reveladora de Dios la niega. La confesión, para el cristiano moderno, se refiere casi siempre a nuestros actos, palabras y pensamientos que juzgamos ofensivos para Dios. Cometemos pecado cuando hacemos, pensamos o hablamos algo que sabemos es lo contrario a la voluntad de Dios expresada en su Palabra y que compromete nuestra comunión con él. Confesamos también actos, palabras y pensamientos que cometemos, muchas veces inconsciente­mente, contra Dios.

Sin embargo, si se toma en cuenta sólo este aspecto de la noción de pecado, limitamos enormemente nuestra confesión. Ni siquiera los cristianos más devotos y temerosos de Dios tienen plena conciencia de su pecado. «Nuestro corazón es engañoso», nuestros pensamientos son distintos de los pensamientos de Dios. Nuestra percepción de la realidad es limitada por nuestra finitud. ¿Cuántas faltas cometemos sin el menor conocimiento de la injusticia practicada y sin el menor discernimiento de la voluntad de Dios? ¿Cuántos valores absorbemos como si fuesen normales, y los heredamos sin ninguna restricción, cuando en verdad son fruto de una cultura impregnada por el pecado y la rebeldía contra Dios?

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Es necesario considerar el pecado no sólo como un acto ejecutado contra Dios y su santidad, sino como una realidad intrínseca de la condición humana. Somos pecadores. No sólo cometemos pecados, sino que somos pecadores. El pecado no es únicamente aquello que hago o digo, sino la realidad más secreta de mi ser, la motivación que mueve mis ambiciones, las deformaciones de mi carácter, construidas a lo largo de mi existencia. Entonces, ¿cuáles son las implicaciones pastorales de esta conciencia? ¿Cuál es la diferencia entre confesar solamente aquello que hacemos o dejamos de hacer y confesar aquello que somos?

El pecado como vicio Cuando dejó el cautiverio egipcio, el pueblo hebreo tuvo que

encarar una realidad tal vez más terrible que el cautiverio en sí: la naturaleza de su propio corazón. Después de cuatrocientos treinta años de cautiverio, los israelitas adquirieron una naturale­za de esclavos. Durante esos años, sus valores, hábitos y parte de su cultura fueron transformados por la cultura y los valores domi­nantes, los cuales fueron incorporados así la rutina de su vida diaria. Aquellos que salieron de Egipto eran descendientes de esclavos. Sus padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos no habían experimentado nunca la libertad. Aunque ésta era de­seada y buscada, estaba desprovista de cualquier referencia concreta. Ellos absorbieron la naturaleza de esclavos con todos sus valores y vicios.

La salvación fue, en efecto, conquistada, pero el pueblo llevó consigo los vicios de la esclavitud. El pecado es esto: vicio. El recuerdo de la comida, de los pepinos, de los melones, de los ajos silvestres, de la carne, del agua y de la «seguridad» que disfrutaban sus hijos y esposas provocaba constantes murmu-

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raciones y un fuerte deseo de regresar a la saciedad y protección del cautiverio. La salvación sólo sería plena y cabal cuando los fantasmas del pasado fuesen exorcizados de la mente y del recuerdo, dando lugar a un nuevo corazón y a una nueva vida propuestos por Dios.

En la experiencia del pueblo hebreo, el pecado fue mucho más una cuestión del corazón que de actos o palabras. Todos los vicios que hacían de los israelitas lo que eran se manifestaron en el desierto de tal manera que ellos fueron confrontados con la dura realidad de su propio carácter. Su gran pecado no fue sólo el becerro de oro sino la incredulidad y la idolatría. El becerro de oro fue sólo la representación concreta de los vicios adquiridos en el cautiverio. Las murmuraciones constantes revelaban un corazón rebelde, escondido detrás de los problemas diarios e incapaz de creer en la providencia y la soberanía divinas. De toda aquella generación que dejó Egipto, únicamente Josué y Caleb entraron en la «tierra de la promesa», los demás perecieron en el desierto. Fue necesario que una nueva generación, nacida fuera del cautiverio, hija de la libertad y no contaminada con los vicios de sus padres, entrase en la tierra de la promesa para construir allí una nueva nación obediente a Dios y fiel a los propósitos de la alianza.

Nuestra experiencia personal y comunitaria también es así. El rey David afirmó: «Yo sé que soy malo de nacimiento; pecador me concibió mi madre» (Sal 51:5). Somos hijos del pecado y nacemos en un mundo cuyos valores, hábitos y cultura no siem­pre corresponden al propósito de Dios. Las injusticias sociales, comunes en una sociedad cómo la nuestra, son fácilmente incorporadas a la dinámica de la vida, donde ella misma ofrece los argumentos capaces de sustentarla y justificarla. En algunos de estos valores reconocemos su naturaleza pecaminosa, en otros

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no. También construimos nuestros becerros de oro; somos fácil­mente atraídos y seducidos por los dioses que habitan en nuestra sociedad.

Confesión no es solamente la declaración de aquello que hacemos o dejamos de hacer, sino la confrontación con nuestra propia naturaleza, con los vicios que fueron incorporados a nuestro carácter. Cuando tratamos con el pecado únicamente en la perspectiva de lo que hacemos o dejamos de hacer, no somos confrontados con nuestro carácter sino apenas con ciertas actitu­des. Por tanto, el pecado no es solamente un acto, un desliz o un resbalón, sino lo que somos. Somos pecadores, miserablemente pecadores. Ésta es nuestra naturaleza y es ella la que debe ser confrontada en el acto de la confesión.

En el tratamiento pastoral del pecado, se debe evitar concen­trar la atención sólo en el acto y sus multiformes manifestaciones, los cuales, aunque importantes y necesarios en la confesión, no constituyen el hecho más importante del pecado, que es la deformación del carácter humano.

Entonces los actos del hombre se tornan tanto más graves cuanto más profundamente afectan a la persona y la alejan de la dirección de vida para la cual Dios la llama.2

El tratamiento adecuado del pecado debe ayudar al pecador a no contentarse únicamente con el hecho de que ahora odia las vergonzosas acciones mundanas practicadas, sino a ir un poco más allá y encontrar las motivaciones más secretas y reconocer que éste es el estado de su alma y de su corazón.

2 Pastoral da Penitencia - Documentos da CNBB - 6, Paulinas, San Pablo, p. 20.

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No sólo cometemos pecados, somos pecadores El término bíblico más utilizado para definir el pecado es

hamartia, frecuentemente usado en singular, especialmente en las cartas paulinas. Tiene el sentido de estado o naturaleza de donde nacen las transgresiones. «Es casi un poder personal que actúa en el hombre y a través de él.»3 «¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?» (Ro 7:24). Para el apóstol Pablo, la lucha interior entre sus intenciones cristianas y la verdad sobre su vida y ministerio apuntaban a esta realidad de que no siempre lo deseado era lo alcanzado, en virtud de otra naturaleza que le impedía hacer todo cuanto su corazón quería. La lucha del apóstol no era contra un hecho aislado o una caída moral, sino contra una fuerza interior, un poder que insistía en mantenerlo alejado de los propósitos y caminos de Dios. Se trata de una naturaleza que necesita ser transformada diariamente. La naturaleza del pecado, que nos hace enemigos de Dios, es la causa natural y lógica de los actos pecaminosos. El mal que practicamos no es simplemente un error moral, sino la ruptura de la alianza que Dios hizo con nosotros. Y al vivir alejados de esta alianza, nos encontramos alejados también de la libertad a la cual Dios nos llamó.

Al describir las «obras de la carne», en su Carta a los Gálatas, el apóstol Pablo ofrece una lista en la que demuestra que el pecado no es, simplemente, actos, pensamientos o palabras, sino una postura ante Dios y el mundo. Cuando consideramos la lista —«inmoralidad sexual, impureza y libertinaje; idolatría y brujería; odio, discordia, celos, arrebatos de ira, rivalidades, disensiones, sectarismos y envidia; borracheras, orgías, y otras cosas pare-

3 Colin Brown, O novo diccionario internacional de teología do Novo Testamento, Vida Nova, San Pablo, 1983, Vol. III, p. 488.

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cidas» (Gá 5:19, 20)—, vemos que no se trata de cosas que, sencillamente, hacemos o pensamos, sino de realidades que constituyen parte de nuestra vida, de una manera u otra, algunas más intensas y otras menos, pero que describen nuestro carácter y nuestra realidad más íntima.

Difícilmente encontremos en la iglesia o en nuestras reuniones de oración a alguien confesando que es envidioso o celoso, idólatra, impuro o glotón. No, nosotros no somos así. A lo sumo, cometemos algún desliz, comemos más de la cuenta, nos retra­emos por algún fracaso afectivo o, sencillamente, tenemos algún pensamiento impuro, pero no nos consideramos glotones, envidiosos o impuros. Sin embargo, el apóstol está diciendo que la glotonería no es solamente un descuido que sucede en las fiestas de fin de año, sino que es un vicio de nuestro carácter. De la misma manera, la envidia no es sólo la codicia que sentí cuando mi colega de trabajo recibió el ascenso que yo esperaba que sería mío, o la tristeza que percibo en mi ser íntimo al encon­trarme con el éxito de otro. Tampoco la impureza o inmoralidad es mi franqueza por asistir a una película pornográfica u hojear una revista erótica. Ésta es mi naturaleza, la realidad de mi vida. Soy glotón, envidioso, inmoral. Confesar solamente mis desacier­tos más evidentes jamás transformará mi carácter, pero confesar lo que soy me coloca en el camino de la transformación.

El apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, afirma lo siguien­te: «Ahora bien, el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu» (2Co 3:17-18). La libertad que el Espíritu del Señor promueve en la vida del converso es la libertad que le permite sacarse los velos y las máscaras, en la

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seguridad de que el Señor no sólo nos conoce, sino que también nos ama y nos acepta. Al tener el rostro descubierto y contemplar la faz del Señor, experimentamos la transformación. Un verda­dero avivamiento no sucede sin que haya primero una profunda conciencia de quiénes somos ante Dios y el mundo. Es posible tener experiencias con los más diversos dones del Espíritu, o tener acceso al conocimiento teológico y bíblico, sin experi­mentar por eso una verdadera transformación de nuestro carácter. Esto vemos hoy en el escenario evangélico: muchas experiencias espirituales, milagros, elaboraciones teológicas, avi-vamientos y muy poca o ninguna transformación en el carácter. La confesión es desenmascarar nuestra falsedad y caminar hacia la transformación.

Confesión: un camino hacia la verdad y la luz

El arrepentimiento trae consigo el poder de desenmascarar el pecado y nos conduce a la tarea de denunciarlo. Confesión es el acto de juzgar la mentira y las tinieblas, y hace del pecador un hijo de la luz y del día (lTs 5:5). La confesión también nos libera de nuestro egoísmo y autoglorif icación para participar en la gloria de Jesucristo.

Convertirse significa ser liberado de la mentira y del espíritu del mundo, falso y engañoso, y ser conducido a la verdad, a aquel que trae la luz y la verdad: Jesús. Este largo camino de permanente confrontación entra la luz y las tinieblas, entre la verdad y la mentira, se expresa de modo más claro en la confesión. Para que entendamos mejor este proceso, debemos examinar las expresiones con las cuales el apóstol Juan describe a Jesús en su Evangelio.

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El pecado es una mentira La primera palabra que utiliza el apóstol Juan para describir a

Jesús es verdad. «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14:6). En efecto, Jesús es mensajero de la verdad: «Y el verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros... lleno de gracia y de verdad» (Jn 1:14). Su Espíritu es «el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede aceptar porque no lo ve ni lo conoce. Pero ustedes sí lo conocen, porque vive con ustedes y estará en ustedes» (Jn 14:17). Por lógica, entonces, Juan define el pecado como mentira. Andar en la verdad y hacer la verdad (Un 1:6) están en contraste con andar en la mentira y practicarla (Ap 22:15).

Jesús es la verdad y vino para traer la verdad. Su adversario, el diablo, es el «padre de la mentira» (Jn 8:44). Cuando él habla mentiras habla de aquello que le es propio. Todo engaño y falsedad le pertenecen. Siempre que una mentira nos engaña y seduce, nos hacemos presas de su engaño.

Todos nosotros somos mentirosos, en el sentido de que todos somos pecadores. Al admitir la realidad de que somos mentiro­sos, el pecado encuentra su expresión más fuerte y dramática en la vida humana. Muchos cristianos, por fuerza de nuestra educación doctrinal, admitimos nuestra naturaleza pecaminosa, pero no siempre admitimos que somos mentirosos. Sin embargo, el pecado es el abandono de la verdad, que es Dios, en favor de la falsedad. El pecado nos amolda al espíritu de este mundo, nos hace esclavos de las ilusiones y fantasías que él crea. El apóstol Pablo afirma que cuando el ser humano rechaza el amor que viene de la verdad y la propuesta del mismo, Dios lo abandona al espíritu de la falsedad, que opera con todo el poder, las señales y los prodigios de la mentira (2Ts 2:9-12). Todo aquel que falla en la práctica de la verdad del amor se transforma en un esclavo de la mentira.

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La verdad a la cual las Escrituras se refieren no es únicamente la verdad sistemática, confesional, sino toda la verdad. «Y cono­cerán la verdad, y la verdad los hará libres» (Jn 8:32). Puesto que trata del pecado, el texto se refiere a esa verdad que revela nuestro carácter, nuestros secretos más ocultos, nuestras fantasías y máscaras. Cargamos heridas y recuerdos que exigen el uso de máscaras y fantasías que nos protejan. Es necesario representar y buscar formas compensatorias ante las privaciones que sufri­mos en la vida, principalmente ante aquellas que guardamos desde nuestra infancia. La necesidad compulsiva de consumo, la búsqueda de poder y control, la vanidad, el narcisismo, el indi­vidualismo y el activismo son algunas de las muchas formas de colocar máscaras sobre la realidad de nuestra vida. Hasta el ministerio pastoral ha sido, para muchos de nosotros, una exce­lente máscara que esconde nuestra verdadera faz. En este sen­tido, el mundo religioso no siempre contribuye a desenmascarar la falsedad. La exhortación al «buen testimonio» es, casi siempre, una llamada a guardar lo estético, y no la verdad. No obstante, el verdadero testimonio cristiano es fruto de la práctica de la verdad, cuyas obras son expuestas a la luz, porque nacen de Dios (Jn 3:21). La Biblia no sólo habla sobre la verdad sino que también habla la verdad. Ella no esconde, bajo el pretexto de preservar el «buen testimonio», la verdad sobre sus personajes y héroes. Las debilidades y los pecados de Abraham, Moisés, Da­vid, Pablo, Pedro y muchos otros están expuestos allí sin ninguna censura, y hasta los momentos de tentación y angustia por los cuales pasó nuestro Señor Jesucristo fueron registrados. El verda­dero testimonio bíblico es el triunfo de la verdad sobre la mentira.

El pecado es oscuridad La oposición de términos verdad-mentira y luz-tinieblas se

encuentra en permanente confrontación en toda la Escritura. El

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apóstol Pablo describe nuestra conversión como la acción del Dios que «nos libró del dominio de la oscuridad y nos trasladó al reino de su amado Hijo» (Col 1:13). Todo pecado es un acto de solidaridad con el reino de las tinieblas. Jesús es la luz verdadera que ilumina a todo ser humano, y en él no hay tiniebla alguna (Jn 1:4).

Si, por un lado, Juan describe el pecado como mentira, por el otro lado, lo presenta como «tinieblas» y «oscuridad», y toda su manifestación no es simplemente la acción mala como hecho aislado sino un estado pecaminoso. En ese mismo estado se encuentra el mundo hostil hacia Dios y su Palabra. Las tinieblas y la oscuridad son poderes que, como la mentira, esconden la verdad. Cuando las Escrituras hablan de vivir en las tinieblas, no están refiriéndose únicamente a los impíos e incrédulos que viven lejos de Dios y de su luz, sino también a muchos cristianos que insisten en mantener oscuros los cuartos del alma. Las tinieblas que envuelven nuestro pasado, que encubren nuestras heridas y memorias, comprometen nuestras relaciones y nuestra salud emocional y espiritual. Jesús dijo: «El que camina en las tinieblas no sabe a dónde va» (Jn 12:35), es decir, no consigue discernir sus caminos y opciones. Todo aquel que se esconde en la oscuri­dad de su mundo interior se torna esclavo del miedo y de las limitaciones impuestas por su inseguridad. Por eso no consigue discernir los caminos de Dios. De este modo, sus opciones serán siempre una respuesta al miedo y a la inseguridad, y no a la luz y a la verdad.

Estas afirmaciones bíblicas y muchas otras muestran clara­mente que las tinieblas son también una realidad para muchos que un día recibieron la luz de Cristo. Sabemos que Cristo nos rescató del imperio de las tinieblas y nos trajo las buenas nuevas de que ya no estamos más en la oscuridad de la ignorancia y de

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la condenación eterna, sino que fuimos hechos hijos de la luz e hijos del día. No hay contradicción entre estas afirmaciones. So­mos pecadores aun cuando el Padre nos ha recibido y aceptado, y nos ha perdonado nuestros pecados. Somos justificados por la fe en Cristo, pero somos pecadores. Y «si afirmamos que no hemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso y su palabra no está en nosotros» (Jn 1:10). Todavía somos mentirosos y tenemos una fuerte tendencia a escondernos en las sombras de nuestro pecado. La confesión es el acto de lanzar luz sobre nuestro corazón, de buscar la verdad sobre nosotros mismos ante Dios, de vernos con los ojos santos y tiernos del Padre, de impedir que las tinieblas determinen el rumbo de nuestra vida. «Pues todo el que hace lo malo aborrece la luz, y no se acerca a ella por temor a que sus obras queden al descubierto» (Jn 3:20). Estas palabras de Jesús no se aplican sólo a los pecados que se cometen en secreto. En un sentido más profundo, se aplican también a aquellos pecados que se cometen en público:

El que esconde sus pecados de los demás por vergüenza va a notar que es más fácil soportar la acusación de la mirada de Jesucristo; mucho más fácil de lo que sería para alguien que ha hecho el mal en la presencia de todos, con el cono­cimiento de todos y que tiene la arrogancia de presentar su pecado como una acción moderna sobre la cual él asume completa responsabilidad.4

Cuando escondemos el pecado de nosotros mismos y de los demás, nos tornamos cínicos con Dios. Soportamos su mirada con el mismo cinismo con que soportamos nuestra convivencia

4 B. Háring, Pastoral Treatment of Sin, Desclee, Nueva York, 1968, p. 153.

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con la mentira. Uno de los efectos devastadores de las tinieblas sobre la vida humana es que crea relaciones en las que el cinis­mo y la falsedad se vuelven posibles. Un joven que desea seducir a una muchacha no dice: «¡Déjame cometer un pecado conti­go!», sino que habla de amor, de cariño, y busca mostrar que su propuesta no pasa de ser una expresión de su pasión. De igual manera, el cónyuge que desea traicionar a su compañero o compañera busca disimular el pecado de tal forma que el mismo sea menos pesado. Habla de las carencias afectivas, de su crisis conyugal o de su debilidad frente a la tentación. El evasor de impuestos habla de protegerse de leyes injustas; el explotador defiende la ley del mercado para justificar su ganancia; el pastor habla de celo religioso o doctrinal para defender su intolerancia; y el ejecutivo convoca a reuniones y compromisos «imposterga­bles» para evitar la convivencia con su familia. Preferimos escon­der nuestros pecados bajo el manto de nuestras disculpas antes que confrontar la verdad de nuestro carácter. Así se defiende el aborto, alegando la dificultad de cuidar hijos no deseados; así también se defiende la violencia, alegando la protección del patrimonio; así también los políticos evangélicos defendieron el cambio de votos por canales de radio y televisión, mientras decían «necesitar estos recursos para predicar el evangelio». ¿No es todo esto prueba de que vivimos en tinieblas, de que escon­demos la verdad, manipulamos nuestra propia conciencia y rechazamos la mirada de Cristo? En efecto, aquellos que se engañan respecto a su propio pecado resisten cínicamente la mirada de Jesús.

Por otro lado, cuando Dios derrama su luz sobre nosotros y expone toda nuestra vergüenza, termina por exponer también la vergüenza de muchos otros. La luz que ilumina nuestras tinieblas también ilumina las tinieblas de los demás. En cierta ocasión,

COMUNIÓN POR I^ CONFESIÓN 233

participando de un encuentro de oración con algunos pastores amigos, uno de mis colegas abrió su corazón para que Dios traje­se luz sobre quién era él realmente. Al confesar sus pecados, limi­taciones y vulnerabilidad, sin darse cuenta, estaba iluminando la vida de los demás. Nos sentimos como él. Sus pecados y debili­dades eran también los nuestros. La luz tiene este poder: revela no sólo nuestra oscuridad sino también la de muchos otros.

Todo pecado tiene una tendencia natural a llevar al pecador a una alienación de su propia conciencia, a una ceguera del espíritu y del corazón, a una oscuridad espiritual. Las tinieblas individuales encuentran en las tinieblas del mundo un fuerte y poderoso aliado, que actúa como agente del engaño y de la mentira. Como ejemplo, podría citar la llamada «teología de la prosperidad», construida sobre el fundamento de la doctrina de la retribución: Dios bendice al justo con bienes materiales y condena al impío con la miseria y la pobreza. Esta teología niega la gratuidad de la gracia de Dios y el significado de la cruz, y nos conduce a una relación utilitaria e interesada con Dios. Se trata de una teología propia de una sociedad capitalista, que explica la riqueza y la pobreza siempre por la ley de «causa y efecto». Así funciona el mercado, dicen ellos. Y con esta postura, el mercado, las estructuras inicuas de la sociedad y la injusticia se transforman fácilmente en los aliados que necesitamos para justificar nuestro pecado. «Y no es de extrañar, ya que Satanás mismo se disfraza de ángel de luz. Por eso no es de sorprenderse que sus servidores se disfracen de servidores de la justicia. Su fin corresponderá con lo que merecen sus acciones» (2Co 11:14-15). Este proceso alienante, que enceguece nuestro espíritu y nuestro corazón, es fruto del engaño y de la falsedad. Este es el papel que al diablo más le gusta protagonizar: presentar la mentira como verdad, las tinieblas como luz y la injusticia como justicia.

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Vivir en la luz Cuando un pecador reconoce ante Dios, la iglesia y el prójimo

que anduvo en tinieblas y amó más la mentira que la verdad, demuestra que la luz y la verdad, en definitiva, triunfan sobre la mentira y las tinieblas. Esta victoria se confirma en el acto de la confesión. La confesión, como afirmamos anteriormente, es desenmascarar la falsedad y exaltar la verdad, que es Dios.

El esfuerzo por hacer que la confesión sea sincera y verdadera llevará al pecador a un profundo conocimiento de sí mismo. Cierta vez, Francisco de Asís oró así: «Oro por mi santa humil­dad, la habilidad de verme y aceptarme a mí mismo como soy.»5

Una confesión honesta construirá un muro contra cualquier forma de hipocresía e ilusión. Muchas veces somos tentados a esconder nuestras deficiencias, evitando exponerlas públicamen­te, con el propósito de salvaguardar nuestra imagen y preservar nuestro testimonio cristiano. Sin embargo, al intentar hacer esto, nos exponemos, conciente o inconscientemente, al peligro de encubrir la verdad sobre nosotros mismos con la máscara del engaño. Una confesión regular de nuestras faltas nos ayudaría a evitar este peligro.

La virtud bíblica y cristiana más recomendada para realizar los actos del arrepentimiento y de la confesión es la humildad. Humildad, en la cita de Francisco de Asís, es la virtud que nos capacita para vemos y aceptarnos a nosotros mismos como so­mos, y ver y aceptar el mundo y la majestad de Dios tales como son. Cualquier desvío o distorsión en uno de estos aspectos de la vida compromete todos los demás. Si no acepto la verdad

5 Joseph M. Stoutzenberger, Praying with Francis of Assissi, Saint Mary's Press, Winona, 1989, p. 77.

COMUNIÓN POR LA CONFESIÓN 235

respecto a mí, fabrico una visión falsa e ilusoria del mundo y de Dios. A través de nuestro encuentro con Dios, el amor de Dios nos ilumina, y comenzamos a vernos tales como somos y a ver el mundo como realmente es. La virtud de la humildad sólo es posible por la gracia de Dios, que es luz y verdad. Nuestras relaciones con el mundo y con la iglesia se deforman cuando no somos capaces de aceptar la realidad tal como es. Muchos cristia­nos se van de sus iglesias por diversos motivos que, si fuesen honestos consigo mismos, podrían reconocer en sus propios corazones. Fácilmente rechazamos en los demás aquello que no nos gusta de nosotros mismos. Aquellos moralistas cuyo juicio y condenación del prójimo es más intolerante e implacable tienen, generalmente, alguna tara o desvío moral inconfesable. Sin embargo, como no nos gusta confrontarnos con nuestro pecado, nos confrontamos con el del prójimo. Nuestras iglesias están repletas de experís de la vida ajena, pero son pocos los que conocen su propia vida. Es muy común encontrar «profecías» sobre la vida de los demás, pero son pocos lo profetas que observan y conocen su propio corazón.

La experiencia de peregrinación hacia la tierra prometida que vivió el pueblo hebreo contribuyó a iluminar esta realidad. Entre las exhortaciones de Moisés al pueblo, cuando lo preparaba para entrar en la tierra, encontramos la siguiente: «Recuerda que durante cuarenta años el Señor tu Dios te llevó por todo el camino del desierto, y te humilló y te puso a prueba para co­nocer lo que había en tu corazón y ver si cumplirías o no sus mandamientos» (Dt 8:2). La experiencia del desierto tuvo este carácter pedagógico de traer a la luz aquello que estaba es­condido. Toda la incredulidad, la maldad, la idolatría y la fal­sedad de los israelitas se hizo evidente ante sus propios ojos. La

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jornada de los cuarenta años en el desierto tuvo el poder de humillarlos, probarlos y hacer públicos y conocidos los secretos de sus corazones.

Humildad es la gracia y el coraje de decirnos a nosotros mis­mos quiénes somos; de mirar el mundo y aceptarlo como es; de contemplar a Dios en su majestad y gloria y aceptarlo como es; de enfrentar a la iglesia y aceptar el hecho que allí hay una comunidad de pecadores que, al igual que nosotros, necesita de la gracia de Dios. Aceptar la realidad como es no significa estar de acuerdo y adaptarse. Sólo podremos experimentar una trans­formación verdadera y real cuando seamos humildes delante de Dios y su gloria.

La tendencia más común entre las personas, y particularmente entre cristianos, es creer que esconder la falsedad es una nece­sidad de la sobrevivencia social y eclesiástica. Al exponerme, corro el riesgo de revelar todas mis flaquezas y limitaciones; me hago una persona vulnerable ante aquellos que podrían usar mis debilidades contra mí. En efecto, la confesión y la vida en la luz tienen sus riesgos; exponen nuestra finitud y humanidad, y nos hacen vulnerables. No obstante, también hacen de nosotros seres más humanos y más libres, y nos conducen a relaciones más auténticas y afectivas. Todo aquel que encubre la verdad y vive en la ilusión, se vuelve incapaz de amar. Buscará siempre el poder y el control, pero nunca el amor.

Andar en la luz no significa, simplemente, hacer aquello que considero moralmente correcto y cristiano. Significa encontrar la verdadera humildad en la verdad relativa a quién soy. «Los santos no son seres celestiales, distantes de nosotros, separados de nuestra realidad. Los santos están hechos de carne y hueso, pero, a diferencia de nosotros, son hombres verdaderos. La hu-

COMUNIÓN POR IA CONFESIÓN 237

manidad es la primera experiencia feliz que tenemos al acercar­nos a los hombres de Dios.»6

La experiencia de la confesión

A lo largo de la historia de la iglesia, y en contextos distintos, se encuentran diferentes formas de confesión. Ya fueran perso­nales, comunitarias o litúrgicas, todas han contribuido de una u otra manera a la edificación de la iglesia. Por otro lado, en el mundo moderno hay un proceso lento y gradual de eliminación de la confesión comunitaria y litúrgica, que la circunscribe ape­nas al ámbito personal y privado. La liturgia, en el culto de la mayoría de las iglesias evangélicas, ha sido comprometida por el individualismo antropocéntrico y por una fuerte tendencia narci-sista. La preocupación por lo estético (la forma es más importan­te que el contenido) y el sentirse bien (la centralización del ser humano y sus emociones) han sustituido sistemáticamente ele­mentos litúrgicos como la confesión y aun la lectura de la Palabra de Dios. Todo esto compromete el lugar que la confesión tiene en el culto.

En gran parte de las iglesias y encuentros en que he parti­cipado, observo que la «alabanza» está sustituyendo estos ele­mentos en el culto. Es muy común encontrar, en muchas iglesias, un período de una hora o más de música, sin ningún momento dedicado a la confesión pública o privada. No deberíamos tener una liturgia que sólo apunte a las cosas positivas: acciones de gracias, testimonios de victorias y cánticos triunfalistas. Algunos

6 Pedro Paulo di Bernardino, Sao Joao da cruz - Doutor do tudo ou nada, Paulinas, San Pablo, 1992, p. 12.

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salmos no comienzan con expresiones de gratitud o de victoria, sino con lamentaciones y confesión. La alabanza y la gratitud muchas veces sólo aparecen después de haber presentado toda la verdad, en confesión, ante Dios. «Gratitud y confesión son como la espiración e inspiración en la respiración. Pertenecen el uno al otro».7 Ambos lados de la moneda son absolutamente imprescindibles en el acto del culto. Por medio de la confesión, me conozco a mí mismo, y a través de la gratitud y la alabanza, conozco a Dios y su amor. Lo uno sin lo otro promueve el egoísmo, la indiferencia y el individualismo. Blaise Pascal, físico y matemático francés del siglo 17, percibió claramente este riesgo en sus Pensamientos: «El conocimiento de Dios sin el de la miseria propia produce el orgullo. El conocimiento de su miseria sin el de Dios produce la desesperación.»8 El culto cristiano se preocupa por ambos aspectos del corazón humano: autenticidad y adoración. Sólo alcanzamos la autenticidad cuando permitimos que el amor del Dios que sabe quiénes somos resida en nosotros. La tiranía del individualismo, que genera una conciencia alienada, promueve desvíos tanto en el conocimiento de Dios, y de nosotros mismos como en la forma de la confesión.

Los desvíos de la confesión

Generalización Ya hemos mencionado el problema de ocuparnos únicamente

de actos, pensamientos y palabras, y presentar la confesión como

7 R. Paul Stevens, Disciplines ofHungry Heart - Christian Living Seven Days a Week, Harold Shaw Publishers, Wheaton, 1993, p. 131.

8 Blaise Pascal, Pensamientos, Altaya, Barcelona, 1993, p. 74.

COMUNIÓN POR LA CONFESIÓN 239

una lista de lo que hacemos o dejamos de hacer, reduciéndola a una simple declaración de mea culpa. El otro lado de esta misma moneda es la confesión genérica, aquella que no dice nada en la suposición de haberlo dicho todo, al estilo: «Perdona la multitud de nuestras faltas». Ambos extremos se caracterizan por su impersonalidad. No revelan nuestro carácter y, conse­cuentemente, no promueven la transformación. Cuando somos genéricos e impersonales en el acto de la confesión, corremos el riesgo de hacer de la misma sólo un acto legal de indulto. Quere­mos ser indultados de la culpa, pero no ser transformados en nuestro carácter. El pecado, como ya vimos, tiene que ver con quiénes somos, con nuestro carácter. Por tanto, la confesión es el acto del desenmascarar este estado de deformación respecto a los propósitos del Creador. Cualquier postura impersonal en el acto de la confesión distorsiona su naturaleza y nuestra comprensión de la gracia de Dios.

Transferencia Un fenómeno más reciente, que compromete la confesión

personal o comunitaria, es la identificación de los pecados con sus demonios correspondientes. Tenemos el demonio de la pere­za, el del sueño, el de la discordia, el de la miseria, el de la prostitución, y así sucesivamente. Se sustituye la responsabilidad personal respecto al pecado por el demonio correspondiente. De esta manera, se erradica del ser humano la necesidad de la confesión, la cual es reemplazada por la cómoda y sencilla tarea de «amarrar»9 a los supuestos responsables de las deformaciones

9 Expresión utilizada en la llamada «guerra espiritual» para referirse a una acción que supuestamente anula los efectos de la actividad maligna en la vida del cristiano.

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de nuestro carácter. En verdad, se repite una vez más la historia del Edén, donde la responsabilidad personal por el pecado de la desobediencia se transfirió a la serpiente, que había sido creada por Dios, y a la mujer, en un simple intercambio de acusaciones entre las partes involucradas. Sin embargo, en ningún momento se asume personalmente la desobediencia como una trasgresión que afecta la santidad de Dios y deforma nuestro carácter.

La impersonalidad en el acto de la confesión —ya sea por la generalización, al punto de no reconocernos a nosotros mismos en la confesión, ya sea por la transferencia de nuestra responsa­bilidad personal por el pecado a otro— nos impide disfrutar tanto de la gracia del perdón como de la reconciliación. Los puritanos, movimiento de renovación de la iglesia del siglo 17, fue tal vez el movimiento que más contribuyó a la comprensión de la guerra espiritual. William Gurnnal escribió aproximadamente mil cuatro­cientas páginas sobre el asunto, y en ningún momento lo vemos transfiriendo la culpa del pecado a nadie. Aunque sea una acción propia del diablo, los puritanos siempre trataron la mentira que involucra el pecado como una acto personal cuya responsa­bilidad debe atribuirse totalmente al ser humano. Somos indis­culpables. Sólo la gracia de Dios puede transformar nuestro carácter.

Las formas de la confesión

Veamos ahora algunas formas de confesión que han sido usadas por la iglesia cristiana y que perdieron impacto debido a su uso sistemático y mecánico. Es importante mirar de nuevo estos modelos y rescatar su valor y pertinencia para nuestros días.

COMUNIÓN POR LA CONFESIÓN 241

Auricular En la tradición católica encontramos, entre otros, el modelo de

la confesión auricular que se hace en el confesionario. Todo católico devoto y practicante visita el confesionario, por lo menos una vez por semana, para presentar ante el sacerdote sus peca­dos, desde los más graves hasta los más simples. Hay muchas críticas entre los protestantes hacia este modelo, algunas perti­nentes, otras no. No es nuestro propósito aquí centrarnos en esta polémica, sino reflexionar sobre esta práctica y sacar de este mo­delo lecciones que puedan ayudarnos en el acto de la confesión.

Primero, la práctica de la confesión auricular es bíblica y fue recomendada por Santiago, quien dijo: «Confiésense unos a otros sus pecados, y oren unos por otros, para que sean sana­dos» (Stg 5:16). El texto bíblico no especifica a quién se debe hacer la confesión. Dice solamente «unos a otros», lo cual signifi­ca que todo hermano en Cristo puede ser un confesor. El texto demuestra la importancia que tiene este acto como un poderoso instrumento de cura: «para que seáis sanados». Abrir nuestro corazón y nuestra alma a un oído amigo y perdonador es, sin lugar a dudas, una experiencia que nos llevará a un encuentro con la gracia de Dios y con nosotros mismos. Al exponer los motivos de sus Confesiones, San Agustín afirma:

Me descubriré de buena gana, sabedor de que no es peque­ño fruto, Señor y Dios mío, el que son muchos los que te dan gracias por mí y te piden por mí. Que los que son verdade­ramente mis hermanos amen en mí lo que enseñas se debe amar y se duelan en mí de lo que mandas se deben doler. Esto es lo que yo deseo que sientan en sus corazones los que son de verdad hermanos míos. [...] Sí, que lo hagan mis hermanos, porque, cuando aprueban algo en mí, se gozan de mi bien, y, cuando reprueban algo en mí, se entristecen

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por mí. En cualquier caso, me aprueben o me recriminen, siempre me quieren bien.

A estos he de manifestarme, para que respiren en mis bie­nes y suspiren en mis males. Mis bienes son tus obras y tus dones. Mis males mis pecados y tus juicios. Que respiren en aquéllos y suspiren en éstos. Que de los corazones de mis hermanos, como de incensarios tuyos, suban a ti los himnos de acción de gracias y los llantos. Y que tú, Señor, com­placido con el aroma de tu santo templo, te compadezcas de mí, según tu gran misericordia, por amor de tu nombre.10

La confesión auricular nos vuelve más conscientes de nosotros mismos, nos libra de la hipocresía, de la falsa imagen, y determi­na nuestra finitud. El propósito de Agustín en sus confesiones, además de darse a conocer a sus amigos, era proponerles una relación más verdadera: alegrarse con lo que Dios estaba haciendo y entristecerse con el pecado. Agustín espera que su acto de confesión pueda hacer sus relaciones personales mucho más humanas.

Otro aspecto de la tradición católica que involucra la confe­sión auricular hecha en el confesionario es el voto de silencio que asume el sacerdote respecto a lo que le fue dicho. Un ejemplo de la importancia de este voto fue presentado dramáticamente en La tortura del silencio, una película del cineasta Alfred Hitchcok. Allí se cuenta la historia de un cura que oye en el confesionario la confesión de un crimen, un asesinato, y que, por sus relaciones con la víctima, pasa a ser el principal sospechoso. Por la fuerza del voto, permanece en silencio, sufriendo acusaciones injustas y corriendo el riesgo de perder su sacerdocio. Para quien se confiesa es de gran valor tener la garantía de que aquello que

Agustín, op. cit., pp. 262-263.

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lleva a los oídos del sacerdote, sea quien fuere, será mantenido en absoluto secreto. El miedo de que el pecado confesado sea sometido a un examen por el consistorio de la iglesia, para tomar las medidas exactas, o de que sirva de ilustración para el próxi­mo sermón, ha llevado a la mayoría de los cristianos a perder la confianza en sus sacerdotes. Luego, dicha confianza es transferi­da a los psicólogos o a los amigos, quienes muchas veces se muestran más confiables y confidentes que los pastores o herma­nos de la iglesia. El silencio por parte de quien oye una confesión es sagrado.

Después de oír las confesiones, el sacerdote exige a quién se confiesa algunas tareas espirituales. No hay ninguna duda en cuanto al hecho que únicamente Dios puede perdonar pecados y que su gracia es suficiente para hacerlo. Estos ejercicios espiri­tuales no son fórmulas mágicas, o algún refuerzo expiatorio, sino prácticas espirituales y devocionales que harán una gran contri­bución a la transformación de nuestro carácter. Una vez recibidos de Dios el perdón y la absolución, es importante para el que se confiesa ser orientado en la práctica de ejercicios espirituales que lo ayudarán a liberarse de los vicios que el pecado crea. Estos ejercicios no son expiatorios sino didácticos. No remueven la culpa sino que nos colocan en el camino de la transformación del carácter y testifican acerca de nuestro deseo sincero de arrepen­timiento y contrición. Es bueno recordar que no estamos lidiando sólo con «pequeños errores» sino con lo que somos, con nuestra naturaleza, con los vicios que nos dominan. Sabemos que en relación con los vicios más comunes de nuestra sociedad, como el alcoholismo o el uso de las drogas, cualquier tratamiento serio exige un período de desintoxicación, liberación y reintegración a la sociedad. Sería una ingenuidad pensar que otros vicios como la maledicencia, la glotonería o la inmoralidad no necesi-

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tan de un tratamiento semejante. La práctica de la oración y del ayuno, un programa de revisión de vida y la orientación de un director espiritual respecto a la práctica de algunos ejercicios devocionales son indispensables para aquellos que quieren tratar al pecado con la seriedad que le corresponde.

Es necesario enfatizar que la confesión hecha a alguien que nos oye atentamente y nos acepta y perdona no trae automá­ticamente el perdón divino, toda vez que la ofensa del pecado es siempre contra Dios. La centralidad de la cruz en el acto de la confesión es fundamental. Es en el encuentro con el amor y la misericordia de Dios que nos sentimos, en efecto, perdonados y libres, pues sólo él nos conoce realmente y sabe de los secretos que ni siquiera nosotros conocemos. Es imprescindible que aquel que oye una confesión conduzca al confesante a la cruz. La cruz desenmascara toda falsedad humana.

Personal y privada

En la tradición protestante eliminamos el rito de la confesión auricular, para no conferir por ella el poder de la absolución al sacerdote. Aunque este argumento sea correcto, no invalida la necesidad de los protestantes de rescatar y también crear medios para hacer posible la confesión auricular, pues se trata de una recomendación bíblica. Falta en el mundo evangélico esta opción fundamental para el crecimiento y la transformación espiritual de cada cristiano. Este estado de soledad que los creyentes viven respecto a sus crisis personales e íntimas ha provocado una enorme alienación en las relaciones humanas y espirituales. Esta soledad, aliada al legalismo de las exigencias farisaicas de nues­tras iglesias, produce una profunda deformación en el carácter humano. Necesitamos rescatar el espacio confesional en la tradi­ción evangélica.

COMUNIÓN POR LA CONFESIÓN 245

Puesto que únicamente Dios puede absolvernos, y que todos somos sacerdotes, la práctica evangélica más común ha sido la confesión privada y personal hecha ante Dios en secreto. En su reacción contra la práctica de las indulgencias, Lutero demuestra la importancia del arrepentimiento sincero y personal ante Dios. En las «noventa y cinco tesis» afirma que la penitencia no es un acto mecánico o mágico sino una actitud interior que refleja una vida arrepentida. Para él, la confesión privada era un medio de gracia. Exhortaba a las personas a que se confesaran regular­mente, confiando en las promesas de que Dios perdona a los pecadores, para que estuvieran seguras del perdón que Dios concede. Sin embargo, él sabía que nuestra fe es, frecuente­mente, débil, y reconocía la ventaja de tener a un hermano o hermana para poder confesarnos y oír de ellos las palabras de perdón de parte de Dios.

Calvino, de manera semejante, reconocía que la confesión secreta y personal dirigida a Dios, aliada a la disciplina eclesiás­tica y a la confesión hecha a un hermano, como forma de brin­darse mutua consolación, es un acto de reconciliación. También consideraba que la confesión ante un hermano a quien hemos ofendido es una práctica bíblica recomendada. Vale destacar aquí que los dos grandes nombres de la Reforma protestante reconocen que la práctica de la confesión es de valor fundamen­tal para el desarrollo de la fe y del conocimiento de la gracia de Dios. Al mismo tiempo, ambos reconocen que esta práctica no puede ser totalmente privada, pues necesitamos construir bases de amistad para exponer los secretos de nuestro corazón y bus­car en la fraternidad cristiana los fundamentos de una comunión verdadera.

La confesión personal y secreta siempre corre el riesgo de nacer de un corazón corrupto y engañoso. La Biblia define así a

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nuestro corazón: «engañoso y desesperadamente corrupto». ¿Có­mo puedo presentar secretamente mi confesión ante Dios, si siempre estoy buscando engañarme a mí mismo? ¿Cómo puedo estar seguro de que aquello que presento como confesión corres­ponde exactamente al estado de mi alma? La confesión secreta y personal trae estos riesgos, pues el único arbitro de mi alma es mi propio corazón, que es engañoso y corrupto. El ejercicio de la humildad, como virtud que me permite aceptarme a mí mismo como soy, y aceptar al mundo y la majestad de Dios como son, me va a socorrer en el acto de la confesión, para que ésta sea el fruto de la sinceridad de mi alma ante Dios. Por esta dificultad, precisamente, la Biblia, Lutero, Calvino y muchos otros cristianos en la historia de la iglesia enfatizaron que la presencia de un hermano o una hermana, o aun del sacerdote, es fundamental para que el acto de la confesión sea una expresión sincera de aquello que realmente somos.

Confesión pública

Para algunas iglesias protestantes, la práctica pública de la confesión se ha mantenido como elemento litúrgico dentro de sus más diversas tradiciones. Generalmente, el dirigente, como representante del pueblo, presenta los pecados en la forma de una confesión pública, seguida de una declaración de la gracia o de una oración de indulto. Esta práctica es más frecuente como preparación para participar en la Cena del Señor. En la liturgia reformada, las oraciones de confesión son declaraciones de la condición pecadora del ser humano y su necesidad de perdón. Sin embargo, la práctica más frecuente en las iglesias evangélicas es la confesión secreta y personal. Algunos añaden la disciplina pública como forma de punición y corrección del pecador. Sólo unas pocas iglesias mantienen la confesión litúrgica y pública.

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La confesión pública contribuye a que la iglesia como comu­nidad tenga una conciencia más clara sobre cuál es su identidad realmente: una comunidad de pecadores que busca reconcilia­ción con Dios y con el prójimo. La no aceptación de este hecho ha llevado a muchos cristianos a la migración eclesiástica, en busca de una iglesia no tan pecadora como aquella de la cual salieron. Por otro lado, hay pastores y líderes que procuran crear súper-iglesias con programas y liturgias que nos hacen sentir mucho mejor de lo que realmente somos. La cultura del éxito, propia del fin de este siglo, que evalúa el desempeño de una empresa o de un profesional por las conquistas que alcanza, tiene su fiel representante en el mundo religioso. El éxito religioso siempre está junto al crecimiento numérico de las iglesias, al desempeño del líder que vende una imagen de persona dinámica y realizada, al movimiento financiero que demuestra la aproba­ción de este modelo de éxito. En esta búsqueda de éxito y de poder, somos constantemente engañados respecto a nosotros mismos. El pecado es siempre un asunto que toca a los demás. Difícilmente vemos a un líder reconocer su debilidad. Después de que David cometió adulterio con Betsabé y asesinó a su esposo, el profeta Natán se encontró con él. Antes de confrontarlo con su pecado, le contó la siguiente historia:

Dos hombres vivían en un pueblo. El uno era rico, y el otro pobre. El rico tenía muchísimas ovejas y vacas; en cambio, el pobre no tenía más que una sola ovejita que él mismo había comprado y criado. La ovejita creció con él y con sus hijos: comía de su plato, bebía de su vaso y dormía en su regazo. Era para ese hombre como su propia hija. Pero suce­dió que un viajero llegó de visita a casa del hombre rico, y como éste no quería matar ninguna de sus propias ovejas o vacas para darle de comer al huésped, le quitó al hombre po­bre su única ovejita (2S 12:1-4).

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Al oír esta historia, el rey David quedó profundamente indig­nado, lleno de consternación y airado contra el hombre que cometiera tamaña injusticia. Así, determinó que el tal debía resti­tuir la ovejita por cuadruplicado y morir. Cuando David concluyó su sentencia, el profeta Natán le dijo: «¡Tú eres ese hombre!» El hombre poderoso de la historia, que había usado su poder para matar y explotar a su prójimo, era el retrato del mismísimo rey. A través de esta historia el profeta nos muestra que nuestro corazón es engañoso, que es sencillo condenar a los demás por los mismos pecados que practicamos. La confesión pública nos ayuda a recordar siempre que somos pecadores, que la iglesia también es pecadora y que todos necesitamos de la gracia de Dios. La confesión pública también nos ayuda a reconocer que el pecado por el cual acusamos a la iglesia es también el nuestro, ya que nosotros somos la iglesia. Cuando acusamos a la iglesia como si se tratara de alguien ajeno a nosotros, nos engañamos a nosotros mismos.

Otro riesgo siempre presente en la confrontación de la iglesia y del cristiano con el pecado es buscar proteger a la institución, sus valores y su moralidad, y no la transformación del ser huma­no. La confesión no es un fin en sí mismo, y no existe para proteger a la institución eclesiástica, ni al testimonio cristiano. Existe como un medio de transformación de nuestro carácter, deformado por el vicio causado por el pecado. En el acto de la confesión, tanto la iglesia como el individuo presentan aquello que son y no sólo actos aislados de la debilidad humana. Al reaccionar contra el pecador para defender los valores institu­cionales, estamos en verdad rechazando a la persona con todo lo que es, robándole, quién sabe, la última esperanza que le queda para encontrarse con Dios. Por eso muchos encuentran serias dificultades para confesarse, porque «si yo le digo quién soy, puede ser que a usted no le guste quién soy, y eso es todo

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lo que tengo». Además, en una disputa entre la verdad sobre quién soy y el poder institucional, con seguridad me tocará lo peor. Prefiero proteger mi hipocresía. La confesión existe para transformar tanto al ser humano como a la institución.

Los frutos de la confesión

El poder del débil Cuando Jesús entra en la historia, inaugurando el Reino de

Dios, hay un aspecto en su discurso que llama nuestra atención: se trata de la inversión de los valores predominantes en las estructuras sociales de su tiempo y, por qué no decirlo, también en las actuales. Jesús, por ejemplo, afirma que en su Reino «los últimos serán primeros, y los primeros, últimos» (Mt 20:16); o «el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de los demás» (Mt 20:27), refiriéndose al grado de importancia en el Reino. En el Sermón del Monte, Jesús presenta al pobre, al manso, al perse­guido por causa de la justicia o al que llora como aquellos que heredarán el Reino de Dios, la tierra y el consuelo en los cielos. Todo el Sermón del Monte representa una inversión del orden establecido. El Reino de Dios propone una estructura completa­mente invertida en la cual el último es el primero y el manso es el vencedor.

El apóstol Pablo comprendió este principio y lo aplicó a otra dimensión de la vida. En su Segunda Carta a los Corintios, afir­ma que aunque podía contar las ventajas de las experiencias que había vivido, optaba por hablar de sus debilidades: «gustosamen­te haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca

11 John Powell, Por que tenho medo de Ihe dizer quem sou?, Editora Crescer, San Pablo, 5a. ed., 1989, p. 20.

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sobre mí el poder de Cristo» (2Co 12:9). Hablar de la gloria de sus experiencias y conquistas no hubiera sido un gesto falso. Él no habría estado mintiendo ni inventando nada nuevo. Sus ex­periencias eran verdaderas y legítimas, y él tenía todo el derecho de compartirlas sin ninguna censura. Sin embargo, su opción fue gloriarse en sus debilidades: «Por eso me regocijo en debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y dificultades que sufro por Cristo» (2Co 12:10). Tenemos aquí una inversión de los valores que predominan en el mundo en que vivimos.

La sociedad secular y los sistemas que la misma promueve valoran al fuerte y abren espacios para los vencedores y los exi­tosos. No hay en ellos lugar para los débiles, para aquellos que comparten sus fracasos, sus limitaciones y sus pecados. En la iglesia, las cosas no han sido diferentes. Buscamos líderes fuertes, exitosos, dinámicos y osados, que no exponen sus debilidades y sus pecados. Nos enorgullecemos y gloriamos en la fuerza de los conquistadores, y rechazamos todo aquello que nos acerque a la debilidad. Invariablemente, los testimonios de los cristianos que escuchamos en las iglesias, en programas de televisión, y en encuentros y congresos corroboran las conquistas. Se trata exac­tamente de aquello de lo que Pablo optó por no hablar. No critico aquí el hecho de compartir lo que hemos experimentado como consecuencia de nuestra fe en Cristo Jesús, sino que doy un alerta al hecho de que no hemos descubierto aquello que Pablo descubrió como canal de fuerza y gracia.

La razón por la que Pablo decidió no gloriarse en sus expe­riencias sino en sus debilidades fue poder experimentar el poder de la gracia de Dios. Su tesis es que el «poder se perfecciona en la debilidad». Se trata de otro contraste que el Reino de Dios crea y que confronta el orden establecido. En el Reino de Dios, el fuerte no es aquel que acumuló un número incontable de histo­rias y experiencias para relatar, que lleva en su curriculum una

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lista enorme de títulos y realizaciones, sino aquel que descubrió sus flaquezas y se volvió, por esto, dependiente de Dios y de su gracia. Por eso Pablo afirma «me regocijo en las debilidades», no porque se considerara un masoquista, sino porque a través de ellas experimentaba lo que hay de precioso en la fe cristiana: la gracia de Dios. Para que su corazón no abrigara el orgullo y la soberbia propios de las extraordinarias revelaciones que había recibido, él afirma que le fue puesta una espina en la carne, un mensajero de Satanás, para abofetearlo a fin de que no se exaltara. Oró varias veces para que Dios lo removiese, pero la respuesta fue: «Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad» (2Co 12:9). Solamente delante de las debilidades constatamos la eficiencia de la gracia de Dios. Sólo ella basta para realizarnos.

La confesión nos ayuda a rescatar el lugar de nuestras debili­dades. A través de la confesión, recuperamos nuestra humanidad y la posibilidad de ayudar a los demás. En su libro The Wounded Heder (El herido que cura), Henri Nouwen habla de la impor­tancia de conocer nuestras propias heridas para ser capaces de ayudar a los demás en la cura de sus propias heridas:

La comunidad cristiana es, por tanto, una comunidad de cura, no porque las heridas sean sanadas y los dolores alivia­dos sino porque las heridas y los dolores se transforman en ocasiones y oportunidades para una nueva visión. Por tanto, la confesión mutua se convierte en una profundización mutua de la esperanza, y el compartir las debilidades, en un recuerdo de la fuerza que está por venir.12

12 Henri Nouwen, The Wounded Heder, Image Books, Doubleday, 1972, p. 94.

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Compartir los dolores, las heridas, el pecado y las debilidades, más allá de hacernos más humanos, nos habilita para experi­mentar el poder y la gracia de Dios, los cuales nos hacen capaces de socorrer a nuestros hermanos y hermanas. «La comunidad nace cuando compartimos nuestros dolores, no como un proceso sofocante de autoconmiseración, sino como un reconocimiento de las promesas salvadoras de Dios».13 Sólo a través de la confe­sión puede la iglesia experimentar la gloria de la debilidad y el poder de la gracia de Dios.

Confesión y libertad El acto de confesión es un encuentro con la libertad. El após­

tol Pablo afirma: «Ahora bien, el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu» (2Co 3:17-18). La presencia del Espíritu en nuestra vida como cristia­nos es una presencia liberadora, no para que hagamos lo que queremos, sino para que seamos lo que somos. Muchos cristia­nos se sienten tentados a interpretar este texto como una luz verde para hacer aquello que juzgan ser una acción del Espíritu. Podemos encontrar otros textos bíblicos para justificar los actos en el Espíritu, pero éste en particular se refiere a la libertad que la presencia del Espíritu Santo concede al creyente para que sea lo que realmente es. Tiene más que ver con nuestros actos delan­te de Dios y del mundo. El contexto deja en claro este hecho al hablar sobre el contraste entra la antigua y la nueva alianza. Mientras que en la antigua alianza Moisés necesitó cubrir su

íbid.,p.94.

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rostro con un velo para que los hijos de Israel no prestaran aten­ción al brillo que se disipaba, en la nueva alianza dicho velo ya no es más necesario, pues al convertirnos el Espíritu de Dios remueve los velos que cubren la fragilidad de nuestra finitud y nos expone ante la verdad de su amor.

La presencia del Espíritu nos conduce a la confesión. Cuando nos convertimos, experimentamos el amor del Padre y somos adoptados en la familia de Dios (Ro 8:12-17; Gá 4:4-7). Esta es, sin lugar a dudas, una de las mayores manifestaciones de la gracia de Dios: «¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! ¡Y lo somos! El mundo no nos conoce, precisamente porque no lo conoció a él» (Un 3:1). Al ser llamados «hijos de Dios», somos aceptados por él, y esta aceptación es una invitación a la apertura completa, a que sa­quemos todos los velos que maquillan nuestro rostro y desfiguran nuestra personalidad. Dios nos acepta y nos conoce exactamente como somos. No podemos escondernos de él. Por más que logremos engañarnos a nosotros mismos y a nuestros amigos, jamás podremos engañar a Dios. Este encuentro con su amor es también un encuentro con nosotros mismos. Su presencia trae la luz y la verdad, la misericordia y la bondad. Decir que conozco a Dios y permanecer desconocido para mí mismo es una ilusión. Decir que conozco a Dios y mantener las máscaras de la hipo­cresía y del engaño es otra gran ilusión. Conocer a Dios implica también conocernos a nosotros mismos. Mirar a Dios es mirar también en el espejo de nuestra alma.

El encuentro con Dios es siempre un acto de confesión, y de este acto nace nuestra libertad. El apóstol Pablo no define la libertad como posibilidad de hacer lo que nos parezca mejor, sino como posibilidad de ser lo que realmente somos. La libertad de la presencia del Espíritu no es para que hagamos cualquier

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cosa en su nombre —mucho menos para que el Espíritu haga lo que quiera, libertad que él siempre tuvo— sino para que seamos aquello que él sabe que somos, pero que nos negamos aceptar. Me parece interesante la forma en que Jacques Ellul describe el juicio final en su comentario del Apocalipsis. Según este autor, en ese juicio Dios no necesitará decir nada, ni siquiera mostrar cual­quier cosa sobre nuestro pasado y nuestras acciones buenas o malas. Sencillamente estará allí con toda la verdad, la luz, la pureza y la majestad que su presencia irradia; y nosotros, al ser colocados ante su presencia, nos juzgaremos a nosotros mismos. Allí nos veremos como realmente somos. Todos nuestros secretos quedarán expuestos delante de nosotros, toda la maldad, la envi­dia, la codicia y el orgullo. Entonces veremos que, verdadera­mente, sólo su gracia puede salvarnos. «El juicio no es nunca jurídico sino revelador; no es la expresión del terror servil de los hombres, sino de su comprensión de la realidad divina.»14 La confesión es la anticipación que diariamente realizamos de aquel día grande y terrible. Es el momento en que nos desnudamos delante de la grandeza del Altísimo y clamamos por su perdón y misericordia. Y una vez expuestos ante él, recibidos en su amor y gracia, podemos aproximarnos a él y a los demás en amor, sin máscaras ni velos, libres para amar y servir.

Este acto de mostrarnos tal como somos ante Dios y ante los demás exige mucho coraje y humildad. «La confesión ante el hermano es la humillación más profunda; duele, humilla, abate la soberbia con fuerza terrible.»15 Vivimos en un mundo com-

14 Jacques Ellul, Apocalipse - Arquitectura em movimento, Ediciones Paulinas, San Pablo, p. 194.

15 Dietrich Bonhoeffer, Vida en comunidad, La Aurora, Buenos Aires, 1966, p. 115.

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petitivo, donde el más fuerte siempre lleva la delantera. La búsqueda de aceptación exige de nosotros la representación de papeles y el uso de máscaras y fantasías, como describe el compositor Chico Buarque: «Quien jugaba de princesa se acos­tumbró a la fantasía.» Laicos y ministros se acostumbraron con sus fantasías. Aprendimos a representar bien nuestros papeles, a desempeñar con éxito nuestras profesiones. Lo que importa es cómo los demás nos miran y cómo nos reciben en sus casas y en sus grupos. Cuando conseguimos penetrar en esas fortalezas, representando los papeles que cada una exige, nos hacemos cautivos de ellas. Nuestra fantasía, que antes era sólo una ropa de festival, se transforma en una armadura cerrada, como en la novela El hombre de ¡a máscara de hierro, de Alejandro Dumas. Muchos ministros y laicos ya no consiguen verse a sí mismos sin las máscaras de sus profesiones y éxitos. Dejaron de ser huma­nos, perdieron su libertad. Ser cristiano es ser libre en el sentido de que el cristianismo nos libera de nuestra falsedad y de las falsas exigencias que el mundo crea. La experiencia del hijo pródigo nos proporciona algunas pistas importantes. La libertad que él encontró no estaba en el pedido que le hizo al padre de la parte que le tocaba de la herencia, para hacer lo que bien le pareciese: «Papá, dame». Por el contrario, la libertad estaba en el pedido que le hizo al padre de que hiciese aquello que él mismo no podía hacer consigo mismo: «Papá, trátame». Mientras hizo aquello que quiso, se vio esclavo de su propia codicia. Cuando se confesó y se sometió al padre, encontró la libertad en el amor y la aceptación.

Finalmente, ser libre es temer únicamente a Dios. Mientras lle­ve conmigo la desconfianza y el miedo de que no seré aceptado ni amado cuando descubran quién soy realmente, demuestro que aún no descubrí el significado real del amor de Dios. La

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desconfianza y el miedo me llevan a temer a los demás, a vivir bajo su tiranía, a representar aquello que ellos determinan. Es como si el mundo fuese un gran teatro cuyos directores son personas, instituciones o aun el éxito. Si no representamos lo que está en el libreto, no seremos parte del espectáculo. En esa obra sólo sobrevive el que tiene el control, el poder, y por eso prefe­rimos optar por el control y el poder, y no por el amor y la. bondad. Ama quien teme únicamente a Dios. El temor a Dios es el principio de la libertad.

Confesión y comunión Llegamos ahora a la propuesta central de este análisis. Lo que

queremos demostrar es que sin la confesión no hay comunión ni verdadera amistad. La comunión cristiana no está en aquello que hacemos en común, sino en lo que somos, de la misma manera que nuestra identidad no se establece por lo que hacemos, sino por lo que somos en relación con los demás. El apóstol Juan nos dice: «Pero si vivimos en luz, así como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesucristo nos limpia de todo pecado» (Un 1:7). Comunión es el camino que construimos juntos cuando andamos en la luz, cuando no alber­gamos más las tinieblas ni la mentira, cuando el amor triunfa sobre el miedo y la soledad. Andar en la luz y en la verdad es asumir nuestra naturaleza pecaminosa. Nuestra comunión es con los pecadores como nosotros. Sólo en esta condición seremos capaces de oír con compasión y confesar con sinceridad. Dietrich Bonhoeffer describe de forma brillante esta verdad cuando afir­ma:

En la confesión se abre la brecha hacia la comunidad. El pecado anhela estar a solas con el hombre. Lo sustrae a la

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comunidad. Cuanto más solo está el hombre, tanto más devastador se hace el poder que el pecado ejerce sobre él; tanto más honda su opresión, tanto más desesperada la soledad. El pecado quiere mantenerse en el anonimato. Rehuye la luz.16

El mayor problema en la comunión entre cristianos está en la percepción precaria de nuestro pecado. Somos excesivamente autocomplacientes cuando se trata de juzgar nuestras motivacio­nes e intenciones, pero somos intolerantes y prejuiciosos cuando se trata de juzgar las acciones de los demás. Miramos con mucha facilidad hacia fuera, pero nos resistimos a mirar dentro de nosotros. «Al efectuar la confesión de los pecados frente a frente con el hermano cristiano, se entrega el último reducto de la auto-justificación».17 Es muy común que tengamos revelaciones sobre los pecados y las fallas de los demás, pero no permitimos que Dios hable sobre nuestro propio pecado y fracaso. La comunión en la iglesia cristiana hoy sucede sólo cuando se da entre «santos», entre aquellos que consiguen esconder sus fragilidades y emociones, y niegan su humanidad y limitación. No obstante, cuando surge un pecador que reconoce su pecado, que no se avergüenza de decir quién es realmente, y que expone sus emo­ciones y debilidades con honestidad, la vergüenza es general. En verdad, no recuerdo en todos mis años de vida cristiana haber encontrado a alguien así.

Consideramos que la comunión cristiana se da cuando tene­mos algunas cosas en común. Si tenemos una fe común, un Dios común y una misma esperanza, es obvio que tenemos comu-

Ibid, p. 113. Ibid., pp. 113-114.

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nión. Por un lado, esto es verdad, principalmente porque el Dios que tenemos en común es luz y verdad, y fuera de él no hay comunión alguna. Sin embargo, cuando nos relacionamos sólo cognitiva o funcionalmente con Dios, la misma comunión se torna impracticable. Si nuestro vínculo espiritual es solamente doctrinal, teológico o emocional y experimental, somos más propicios a la separación que a la comunión. Nuestras divisiones casi siempre son de naturaleza teológica o emocional, e involu­cran nuestras experiencias y percepciones diferentes. Sí, tenemos un Dios común, pero lo vemos y lo experimentamos de manera diferente. Entonces, ¿qué debemos hacer para encontrar un camino de comunión y amistad? La respuesta es la confesión. Se trata de reconocer que somos pecadores, que solamente la gracia de Dios hace de nosotros lo que somos, que no tenemos el conocimiento de toda la verdad y que no podemos penetrar en todos los misterios que envuelven la vida y lo sagrado, que por detrás de nuestro celo doctrinal y de nuestras experiencias espiri­tuales escondemos, muchas veces, nuestra incapacidad de amar y un incontrolable deseo de poder. En la confesión sabemos quiénes somos realmente, y lo que somos no es la suma de nuestras experiencias y conocimientos sino la verdad que se es­conde detrás de las máscaras y las fantasías de nuestras ilusiones.

Cuando reconocemos y admitimos nuestro pecado, nos pre­sentamos exactamente como somos ante Dios y su infinito amor, y rompemos con el miedo de exponernos ante los demás, somos libres para amar y servir. Esto es comunión. Generalmente, nues­tro miedo a amar a los demás se da porque nos rehusamos a exponernos. Tenemos miedo de nosotros mismos. La confesión ante Dios y los seres humanos es el rompimiento de este miedo, que se da ante el hecho de que fuimos aceptos y recibidos por el Padre, quien nos conoce y nos ama. Delante de él nos confesa-

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mos, desvelamos nuestro rostro, contemplamos sin ningún ma­quillaje su gloria y experimentamos la transformación verdadera y real. No somos transformados por el conocimiento, sino por la confesión. La libertad que la confesión promueve a través del conocimiento de nosotros mismos, de Dios y de los demás abre el camino hacia el servicio. Cuando lavó los pies de sus discípu­los, Jesús dijo: «Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy» (Jn 13:13). Por el hecho de saber quién era, de dónde venía y hacia dónde iba, él era capaz de servir con libertad. No necesitaba probarle a nadie quién era o qué tan grande era su poder. A través de la confesión encontramos la seguridad de que somos amados por el Padre, lo cual nos da libertad para lavar los pies de nuestros hermanos y subir al Calvario.

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Este libro se terminó de imprimir en marzo de 2005 por

Roberto Grancharoff e hijos Tapalqué 5868, Buenos Aires, Argentina

Te. 54-11-4683-1405 Tirada: 1500 ejemplares

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