Bajo La Sombra de Las Espadas - Kamran Pasha

1849

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BAJO LASOMBRA DE

LAS ESPADAS

Una novela épica deamor y guerra en laépoca de lasCruzadas.Esta es la historiade dos personajeslegendarios,Ricardo Corazón deLeón y Saladino,enfrentados en una

guerra implacablepor la posesión dela misma tierra y elamor de la mismamujer. Miriam, unajoven judía con unpasado trágico, es elamor prohibido delsultán Saladino.Cuando el reycristiano la captura,los dos hombresmás poderosos de laTierra se verán lascaras en una cruzadapersonal quedeterminará elfuturo de toda una

civilización.

Autor: Pasha, KamranISBN: 9788499702841

Kamran Pasha

BAJO LASOMBRA DE

LAS ESPADAS Una novela sobre las Cruzadas

A mi padre,que me enseñó que el amor

es más poderoso que la espada.

PRÓLOGO

Desierto del Sinaí 1174 El rojo encendido de la cruz

resplandecía en contraste con el blancode la túnica del soldado.

Rojo. Siempre había sido su colorfavorito —pensó la niña—, era el colorde las rosas, el del sol del atardecerdesapareciendo a lo lejos en el mar muycerca de su casa, el color de loscabellos de su madre.

Su madre.La pequeña sintió que el zarpazo de

las aceradas garras de la memoria le

desgarraba el corazón. Había visto loscabellos de su madre por última vez esamisma mañana, antes de que esta losocultara bajo el pañuelo con que secubrían recatadamente la cabeza todaslas mujeres judías en El Cairo. Ella eratodavía demasiado joven para tener quehacer lo mismo con los bucles de sufrondosa melena negra, ya que elpañuelo sólo sería obligatorio una vezcomenzaran sus ciclos. Sobre eso,judíos y musulmanes de Egipto teníanuna misma opinión. Sus pechos yahabían empezado a crecer tímidamenteesa primavera, pero el oscuro flujo de lamenstruación todavía no había llegadopara abrirle la puerta de la edad adulta.Siempre había sido impaciente, con lo

que se puso a rezar para que, por fin,llegara el día y, con la sangre, dieracomienzo una nueva etapa de su vida.

Y hoy, Dios había escuchado suplegaria y le había concedido lo quepedía de un modo que jamás habríasospechado, ni deseado, porque aquellamañana, la sangre que manaba no era lasuya sino la de aquellos a quienes másamaba, y su vida ciertamente habíaemprendido una senda nueva marcadapor un caos de gritos y muerte.

Se suponía que no corrían ningúnpeligro, la franja costera del Sinaíestaba bien protegida por los hombresdel sultán, el apuesto nuevo sultán quepoco antes había irrumpido en El Cairo

para derrocar al tambaleante monarca,poniendo así fin a la dinastía chiíta delos fatimíes y restaurando en Egipto lahegemonía de la rama sunita del islam.En teoría ella era aún demasiadopequeña para entender la importancia deasuntos de estado tan complejos, pero supadre siempre había insistido en que losniños judíos debían estar bieninformados de las cuestiones políticasdel momento, porque el suyo era unpueblo perseguido por la maldición deestar siempre a expensas de un cambioen los vientos políticos que soplaran enlas naciones donde vivían que,inevitablemente, traían consigo latormenta de la tragedia y el exilio paraellos.

Muchos temieron que el nuevo sultánpersiguiera a los judíos por haberprestado su apoyo a los reyes herejesque habían gobernado Egipto desafiandoabiertamente al poderoso califa deBagdad, pero el nuevo regente habíaresultado ser un hombre sabio que habíatendido una mano amiga a la Gente delLibro. Los judíos encontraron en elsultán un verdadero defensor y protectory hasta el propio tío de la niña habíasido recibido en la corte con los brazosabiertos como médico personal delmonarca.

¡Cómo deseaba ahora que su tíohubiera venido con ellos! Tal vez élhabría podido salvarlos de los guerreros

de Cristo que se habían abalanzadosobre la caravana como una plaga delangostas, tal vez él habría podidocontener la hemorragia de los miembroscercenados y curar las quemaduras delas flechas con ungüentos sanadores.Quizá si su tío hubiera estado con elloslos demás habrían salvado la vida.

No obstante, en lo más profundo desu corazón la pequeña sabía que nadahabría cambiado, que su tío habría sidoasesinado igual que el resto y tal vez lohabrían obligado a contemplarhorrorizado cómo aquel monstruo queahora perseguía a su sobrina violaba asu hermana; un monstruo con el rostromanchado de sangre de un rojo intenso

como el de la cruz que adornaba supecho. Por lo menos eso leproporcionaba una mínima alegría a laniña, porque la sangre no era de susvíctimas sino la suya y ella misma lehabía hecho la herida de la que brotaba.La cicatriz que afearía para siempre lasbellas facciones de aquel joven podíaconsiderarse como una pequeñavenganza de la niña: a partir de ese día,siempre que el guerrero se mirara en elespejo recordaría el precio que habíapagado por el terror causado a sufamilia.

Aquel hombre se acercaba ahora allugar donde se había escondido la niña,con la espada en alto y ennegrecida por

las entrañas y la sangre tras la sangrientamatanza en la que había participado. Lapequeña se acurrucó todo lo que pudoentre las sombras del fondo de la cueva;notó que algo le corría por la espalda —una araña, tal vez un escorpión— y, porun instante, deseó que fuera lo segundo yque su picadura mortal se la llevara parasiempre antes de que el caballeroensangrentado pudiera terminar lo que élmismo había empezado: todavía sentíaentre las piernas la quemazóninsoportable resultante del brutal ataquede aquel hombre y aún le llegaba hastala nariz el nauseabundo olor del semenseco que salpicaba sus muslos.

Con los ojos brillantes, el soldado

recorrió las llanuras desérticas que seextendían a su alrededor en todasdirecciones, igual que un lobo en buscade un corderito herido. Las huellasdeberían haber delatado su próximapresa, pero la tierra estaba cubierta delas pisadas de los camellos de otrascaravanas que habían pasado por allí lavíspera y las de la niña quedabancamufladas en medio de un galimatías deincontables surcos marcados en la arena.Las accidentadas colinas rojascircundantes estaban sembradas derocas lo suficientemente grandes comopara ocultar en sus grietas a unachiquilla de su tamaño y llevaría horasbuscarla por los riscos y peñascos deaquel remoto lugar.

Debería haberse dado la vuelta e ir areunirse con sus hombres, que yaestaban repartiéndose el cuantioso botínde la exitosa incursión, ya que lacaravana se dirigía a Damasco cargadacon todo tipo de mercancías (oro ymarfil de Abisinia, hermosos chales delana tejida por los bereberes nómadasde las tierras occidentales…), con loque los despiadados atacantes se habíanconvertido ahora en hombres ricos. Si superseguidor hubiera sido sensato, sehabría olvidado de la niñita díscola paracentrar su atención en asegurarse derecibir su parte de las riquezas.

Y, sin embargo, la pequeña no vioen los ojos de aquel hombre el menor

atisbo de sensatez ni de humanidad, sinotan sólo una luz oscura que laaterrorizaba más que el temible filo dela espada que empuñaba, pues era unodio tan visceral, de una fealdad tanpura, que ya ni siquiera parecía unhombre sino un demonio que hubieseescapado de las profundas entrañas delgehena.

El demonio prácticamente habíallegado hasta ella, podía oír surespiración que le retumbaba en losoídos como el siseo terrible de unaserpiente cada vez que el aire salía delos pulmones del soldado y, por unmomento, hasta le pareció poderescuchar el redoble atronador de los

latidos de aquel corazón clamandovenganza.

El guerrero fijó su terrible mirada enla penumbra de la entrada a la cueva,una grieta envuelta en las sombrasproyectadas por el imponente muro deroca que la rodeaba, y la niña vio lasonrisa en los labios de su atacante y elresplandor de aquellos dientesreflejando la luz cegadora del desierto.

Era el final y sin embargo no sentíaningún miedo; de hecho, no estabaasustada en absoluto, su corazón noexperimentaba la menor emoción y nisiquiera recordaba la sensación de reíro de llorar pues todo eso se lo habíaarrebatado el horror del ataque, el haber

tenido que presenciar cómo unoshombres que se consideraban a símismos guerreros al servicio de Dios —el mismo Dios por el que su propiopueblo creía haber sido elegido para ungran destino— descuartizaban a susseres queridos.

Todas las historias terribles que supadre le había contado sobre el pasadode su gente se habían hecho realidadaquel día, los relatos que siempre habíaconsiderado como fábulas trágicas detiempos remotos, eran ciertos. De hecho,eran la única verdad para un pueblo quehabía sido escogido por un Dios queexigía un precio demasiado alto acambio de Su amor.

En ese momento, mientras el soldadocubierto de sangre se acercaba cada vezmás al diminuto escondrijo de lapequeña, esta odió a Dios por haberelegido a su pueblo, por habermaldecido a los judíos al hacerlosespeciales, una carga que no traíaconsigo nada más que dolor y pérdida.Era gracias a ellos que aquel joven detez pálida que hablaba una lenguaextraña conocía al Dios de Abraham,aunque eso no lo había hecho mejorpersona sino que, por el contrario, habíadesatado en él una ira que considerabajustificada pero que sólo servía paraprovocar sufrimiento en este mundo. Elpueblo elegido había mostrado a Dios a

la Humanidad y, en pago por ello yprecisamente en nombre de Dios, loshombres se habían vuelto demoniosmalvados.

Quería maldecir a Dios, renegar deÉl del mismo modo que Él habíarenegado de su propio puebloexpulsándolos de su patria para quedarasí condenados a vagar por el mundocomo uno de los clanes más odiadossobre la faz de la Tierra. Y renegar deDios es precisamente lo que habríahecho la pequeña si no lo hubiera vistoen ese preciso instante el collar.

Una sencilla piedra de jade con unamontura de plata y una cadena conrelucientes cuentas intercaladas que

había pertenecido a su madre y aquelmonstruo había arrancado de sumaltrecho cuerpo inerte hacía apenasuna hora y llevaba colgada al cuellocomo un trofeo con el que recordar susalvaje ataque. En ese momento, lachiquilla sintió deseos de abandonar deun salto su escondrijo para arrebatarleel colgante de un tirón; hacerlo suponíala muerte segura, pero por lo menosmoriría aferrándose a aquella alhaja a laque tanto cariño le tenía su madre.

El fuego que se había desatado en elpecho de la niña alcanzó proporcionesde ira ciega y sus manos setransformaron en garras dispuestas aatacar (le sacaría los ojos al asesino con

sus diminutos dedos, le destrozaría elcuello a dentelladas igual que una leonadevorando a su presa). Aquel hombre noera un ser humano y ella también habíadejado de serlo, la barbarie que habíapresenciado aquel día había acabadocon cualquier falsa ilusión de que asífuera. Pese al llamamiento que hace laTorá a los hombres a ser mejores quelos ángeles, la verdad era que todos erananimales y nunca llegarían a ser otracosa. El Dios de su pueblo los habíaabandonado y ahora ella iba a mostrarlelo que Su abandono había provocado.

Se inclinó hacia delante con lasrodillas pegadas al pecho, lista paraabalanzarse sobre el soldado en cuanto

se acercara; ahora era el momento desaltar sobre él igual que un guepardoque se lanza sobre la presa cuando estaestá desprevenida.

Pero en el preciso instante en que sedisponía a hacerlo vio un tenueresplandor, como el fulgor de unaestrella lejana, brillando en el pecho delguerrero: era el collar, el jade quereflejaba la furia implacable del sol deldesierto, y entonces los ojos de la niñase posaron sobre los símbolos talladosen la piedra, cuatro letras hebreas: yod,he, waw, he.

El tetragrámaton. El sagrado nombrede Dios.

La palabra santa que no podía

pronunciarse en voz alta resplandecíacomo una esmeralda sobre la blancatúnica del guerrero. Mientrascontemplaba fijamente aquellas cuatroletras, la niña sintió que le ocurría algomuy extraño: la furia que bullía en suinterior se desvaneció para dejar paso auna oleada increíble de paz y serenidad;con la mirada puesta en el nombre de unDios en el que ya no creía, sesorprendió a sí misma recordando todaslas noches apacibles en que habíaalzado la vista hacia su madre mientrasesta cantaba suavemente basta que lasdos se quedaban dormidas. Cuando lapequeña vio el colgante, la piedrasagrada, de repente se sintió a salvo denuevo, igual que se había sentido

siempre en los brazos de su madre.Se recostó hacia atrás, la tensión

desapareció de su cuerpo: aquel hombrepodía entrar en la cueva, podíaapoderarse de su cuerpo, arrebatarle lavida incluso y poco importaba endefinitiva, porque su gente seguiríaadelante y su nombre se convertiría enotra bella y triste nota más de la melodíaque entonaba su pueblo.

Misteriosamente (si se tenían encuenta los sentimientos nada caritativoshacia Dios que la invadían), recordó unavieja oración, sintió que las palabras delShemá Israel brotaban de su corazón ysus labios las repetían en silencio:Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro

Dios, el Señor Uno es.De repente, en el exterior comenzó a

soplar el viento, los remolinos de unaespesa cortina de polvo la separaron desu enemigo: una tormenta de arena queocultó completamente el sol al instante.

La pequeña cerró los ojos y se dejócaer en un abismo de sombras,permitiendo que la oscuridad laenvolviera; no tenía la menor idea de enqué mundo se despertaría ni de si existíaalguno más allá de este que habíallegado a su fin, pero tampoco leimportaba.

En el silencio había paz.

* * *

La niña empezó a rebullir en medio

de la oscuridad que reinaba en la cuevay parecía cubrir toda la tierra también.No veía nada pero sabía que estabarodeada por una extensión infinita ydesolada. ¿Estaría en el reino de lamuerte?

Y entonces oyó los aullidos delchacal y el susurrar del viento sobre laarena y supo que seguía en el mundo delos hombres.

Salió a gatas de la cueva que habíasido su santuario y se encontró otra vezen medio de las llanuras desérticas.

Había caído la noche y los cielosestaban iluminados por más estrellas delas que nunca hubiera llegado aimaginar, era como si el firmamento sehubiese convertido en un lienzo cuajadode diamantes blancos en los queresplandecía un fuego gélido.

Se estremeció al tiempo queabrazaba los costados para darse calor;la temperatura había descendido tanrápidamente que le costaba trabajo creerque tan sólo unas horas atrás el desiertohubiera sido un infierno incandescentebajo los rayos del sol. Miró a sualrededor y comprobó que estaba sola,con las inmensas dunas de arena y elmar de rocas por única compañía.

No había ni rastro del hombre quehabía violado y asesinado a su madre.

Ese pensamiento le trajo a la menteun recuerdo lacerante como cientos decuchillos que le atravesó el corazón, sele doblaron las rodillas y cayó al sueloen el momento en que el vómito brotabade su garganta; el horrible sabor de labilis le inundó los sentidos.

Permaneció tendida en el suelo deldesierto durante un buen rato sin hacerel menor movimiento. Quería llorar perono lo conseguía, era como si la niña quehabía sido el día anterior, llena de viday sentimientos, hubiera desaparecidopara siempre. Por más que lo intentaba,su corazón se negaba a conmoverse lo

más mínimo, a proporcionar una vía deescape para aquel dolor insoportableque la estaba destrozando, así que loapartó al lugar más recóndito de su almay lo encerró allí para siempre.

La pequeña se puso de pie y alzó lacabeza con gesto digno; su rostro era tanfrío e imperturbable como el de lasantiquísimas estatuas de Isis que todavíapermanecían en pie en Egipto. Volvió amirar a su alrededor y vio unas lucestitilantes a cierta distancia: en algúnlugar cercano al horizonte alguien habíaencendido un fuego. Lo más probableera que no se tratase de los soldados dela cruz, que no se habrían arriesgado adormir en el Sinaí exponiéndose a ser

capturados por las patrullas del sultán,sino que seguramente se trataba debeduinos, pastores de cabras que vivíanen esas llanuras desérticas tal y como lohacían ya en los tiempos en que Moiséshabía vagado por ese mismo desiertocomo exiliado que era precisamente loque era ella ahora, una exiliada.

La pequeña judía sabía que tenía queencontrar ayuda porque, sin comida niagua, las arenas del Sinaí acabarían consu vida en cuestión de días. Losbeduinos eran su única esperanza.

Se volvió para echar a andar hacialas luces que se divisaban a lo lejos yluego se detuvo al reparar en algo quebrillaba a sus pies bajo la luz de las

estrellas; se agachó y vio que era untrozo de roca caliza resplandeciendo ala luz de la luna; alzó la piedra en altosintiendo la caricia de la fina capa depolvo que la recubría en las yemas delos dedos.

Desvió la mirada a su derecha, viola inmensa roca salpicada de motasrojas que le había servido de refugio yechó a andar hacia ella para escribir sunombre sobre la misma, improvisandoun útil de escritura con el que arañarpiedra con piedra. Escribió en árabeporque su pueblo había dejado deutilizar su propia escritura salvo paralos rituales religiosos y ella ya no sentíael menor deseo de orar.

No sabía si sobreviviría, pero lomás probable era que el desierto laaniquilara antes de encontrarse conningún ser humano, así que, al menos,quería dejar tras de sí aquellaconstancia, aquel único testimonio finalde su existencia, de su paso por estemundo.

Tal vez Dios se había olvidado deella y de su pueblo, pero juró que por lomenos allí, en aquel lugar recóndito enmedio de un mundo destrozado, laspiedras recordarían su nombre.

Miriam.

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Los Cuernos de Hattina 1187

«Se dice que a Dios le gusta la ironía;tal vez sea esa la razón por la que Suciudad, bautizada en honor a la paz, noha conocido otra cosa más que guerra ymuerte».

En una ocasión, eso es lo que lehabía dicho su padre al rabino cuandotodavía no era más que un jovenzueloimpetuoso que ni siquiera habíaconocido mujer. Había cambiado mucho

en los innumerables años que habíantranscurrido desde entonces: el deseo deaventura había sido sustituido por unanhelo desesperado de serenidad. Sunoche de bodas era ya un recuerdodistante, aunque todavía lleno deternura. El anciano había aprendido quemucho de lo que creía en el amanecer desus días era, en el mejor de los casos,incompleto y, en el peor, falso. Peroestas palabras de su padre se habíanconfirmado una y otra vez. «Dios de laironía» era una descripción fiel del Serinefable e imprevisible del que surgía laesencia del cosmos. Tal vez no era justolimitarse a decir pura y simplemente queDios era un bromista, pero desde luegotenía sentido del humor, eso sin duda.

El anciano, al igual que su pueblo,había vagado por el mundo: habíabuscado el Rostro Divino en losjardines sombreados de Córdoba, susagotados pies habían seguido la sendarecorrida por la reina de Saba a travésdel desierto africano, sus ojos color grisse habían llenado de lágrimas alcontemplar las pirámides —que ya eranmuy antiguas incluso cuando Moisésjugaba de niño bajo su sombra—, y a lolargo de sus viajes había aprendido quetodos los caminos llevaban de vuelta aeste lugar, al ombligo del mundo. TierraSanta. Jerusalem. Jerusalén había sido elansiado trofeo de muchosconquistadores y pocos de ellos se

habían mostrado amistosos con losjudíos, pero su pueblo, desterrado ydispersado a los cuatro vientos, jamáshabía olvidado la ciudad de David, quelos llamaba en sueños hablandodirectamente a sus almas.

Y entonces, los hijos de Ismaelsurgieron de las arenas del desierto parareclamar su parte en la herencia deAbraham y, durante un tiempo, habíahabido paz y los hijos de Isaacemprendieron camino de regreso a suhogar.

Así había sido hasta que los francos—miserables, analfabetos y llenos deodio— aparecieron en el horizonte conintención de recuperar Jerusalén en

nombre de su Cristo. El rabino habíaleído las enseñanzas de ese tal Jesús deNazaret y no había encontrado en ellasnada que pudiera explicar el horror quesembraban los que decían seguirlo a supaso.

Los francos habían masacrado a losancianos, a los débiles y a los niños depecho; habían matado a los musulmanespor infieles y también a los otroscristianos por considerarlos herejes. Yluego reunieron a todos los judíos queaún quedaban con vida en la sinagogaprincipal y le prendieron fuego.

Al final, cesaron los gritos y loslamentos, cuando ya no quedó nadie quepudiera lamentarse.

Los historiadores de los francospresumirían después de cómo la sangreque corría por las calles de Jerusalénles llegaba hasta los tobillos a sussoldados cubiertos en resplandecientesarmaduras y, sin embargo, la matanza enla Ciudad Santa había sido el menor desus crímenes si se comparaba con loocurrido en la impoluta cuidad deMaarat, rodeada de un mar esmeralda deviñedos y olivos, donde de las entrañasdel mismo infierno había surgido el malmás allá de lo que el mal mismo hubierapodido ni tan siquiera imaginar. Elrabino había vomitado después de leerel relato completo de Alberto deAquisgrán, el cronista franco que había

sido testigo directo de lo ocurrido ydespués había glorificado con su plumala mayor victoria de Satán sobre loscorazones de los hombres jamás contadaporque, en Maarat, los cruzados no sólohabían masacrado a la población sinoque además se habían convertido encaníbales y se comieron a sus víctimas:hombres y mujeres cocinados en ollasde barro, niños empalados y asadosvivos…

En un principio, el rabino habíadesestimado todas esas historias comolas típicas exageraciones de locosobsesionados con la guerra, parecidas alos relatos sobre la conquista dePalestina por Josué que incluía el Libro

Sagrado, baladas inspiradas por la furiay destinadas a despojar de humanidad aladversario, pero en ningún casocrónicas fieles de los acontecimientoshistóricos. Sin embargo, más adelanteaprendería que los francos eran másbien literales en sus narraciones y pocodados a la poesía ni a las figurasretóricas.

Al igual que su pueblo, el rabino eraconocido con varios nombres: entre losárabes y sus hermanos sefardíesrespondía al apelativo de jeque Musaben Maimum, rabino principal de ElCairo y médico personal del sultán; encambio los asquenazíes de pálido rostrolo conocían sólo por sus detallados y

elocuentes escritos sobre cuestioneslegales y teológicas que se habían idopropagando más allá de las planiciesespañolas por los oscuros territoriosconocidos como Europa, y lo llamabanpor su nombre en la lengua de susancestros —el hebreo—, rabino Mosheben Maimón; y por último, los másentusiastas de entre sus seguidores loreverenciaban como el Rambam, pormás que él no se considerara merecedorde ninguna devoción especial.

En cuanto a los francos, o por lomenos los pocos que sabían leer yescribir, se referían a él comoMaimónides. También lo llamabanasesino de Cristo y otros cuantos

apelativos escogidos reservados a supueblo en general, pero él trataba de notomárselo como algo personal ya que, afin de cuentas, no eran más que gentesignorantes y primitivas.

Maimónides caminó lentamentehacia el pabellón del sultán al tiempoque se mesaba la barba rala con lasmanos como solía hacer cuando estabaabsorto en sus pensamientos. No notabael cuerpo cansado pero arrastraba en elalma una carga mucho mayor que elcansancio: el opresivo y aplastante pesode la historia. No sabía si viviría paraver el sol salir a la mañana siguiente ypor eso quería disfrutar de cada suspirocomo si fuera el último, pero el hedor de

las antorchas y los excrementos, tanto deanimales como de humanos, envenenabael aire. Maimónides se habría reído sisu sentido del humor hubierasobrevivido a la guerra.

El rabino iba planteandomentalmente un millón de preguntas a suDios: «Oh, Dios de la ironía, ¿acasodisfrutas hasta del más sutil matiz de losdesignios tortuosos de la fortuna? ¿Nobasta para arrancarte una sonrisa que unestudioso amante de la paz encuentre lamuerte en el filo ensangrentado de laespada de un cruzado? ¿Es necesarioademás que sus últimos recuerdosqueden mancillados para siempre con untufo apestoso a enfermedad y

excrementos, el olor del campo debatalla?».

Pero, como de costumbre, su Diosno respondió absolutamente nada.

Maimónides se volvió para observarlos preparativos del combate: elcampamento era un hervidero desoldados árabes ataviados con turbantesque lucharían codo con codo con jineteskurdos de tez más clara y esculturalesnubios de piel negra, todos yendo ahorade acá para allá presas de una febrilactividad. El vínculo de compartir unpropósito común que los unía se habíaestrechado aún más por la energíacargada de premura que lo impregnabatodo, hasta se diría que electrificando el

aire. La sensación era tan real queMaimónides sintió que se le erizaba elvello de las manos, tal era el intensopoder del Destino. Aquellos hombressabían que se encontraban en el umbralde la Historia pues, independientementede si morían o vivían, sus accionesquedarían recogidas para siempre en losanales y sus hechos serían sometidos ajuicio por miles de generacionesvenideras.

El anciano siguió su caminodescribiendo una trayectoria tortuosa enmedio de un laberinto de muías ycaballos árabes junto con la ocasionalcabra que se las había ingeniado paraescaparse del redil del carnicero;

también dejó atrás un hilera decamellos, algunos cargados con flechasde puntas afiladas como cuchillas conque se iría reabasteciendo al ejército,mientras que otros portaban la preciadacarga de cientos de litros de aguaprocedente del mar de Galilea que seencontraba algo más al norte. Losescoltas que lo habían acompañado ensu largo viaje desde El Cairo le habíancomentado que el desenlace de la yihadlo dictaría el agua, ya que el sultán habíaoptado por una estrategia que consistíaen cortar a los francos cualquier vía deacceso al suministro de la mismadurante el tiempo suficiente como paradebilitarlos antes de lanzar la principalofensiva de sus ejércitos.

Los guerreros de imponente y pesadaarmadura que estaban descargando loscamellos ignoraron al anciano doctorpor completo, pues rebosaban deldescontrolado ardor de la juventud y enconsecuencia prestaban muy pocaatención a los que ya se encontraban alfinal de la vida. Por supuesto, eranvíctimas del Dios de la ironía, ya que aMaimónides le constaba que lo másseguro era que él sobreviviera a un grannúmero de aquellos mozalbetesconfiados y fanfarrones y se preguntócuántos de ellos acabarían enterrados aldía siguiente a la sombra de las colinasgemelas conocidas como los Cuernos deHattina, si es que quedaba alguien para

enterrarlos.Maimónides llegó al pabellón del

sultán e hizo un gesto con la cabeza a losdos soldados egipcios —unos gemeloscon un brillo idénticamente cruel en losojos y mandíbulas pétreas— quemontaban guardia a la entrada con lascimitarras desenvainadas, y estos seapartaron para dejarlo pasar. A aquellosdos miembros distinguidos de la guardiapersonal del sultán no les gustabaparticularmente el judío, pero el hechoera que este contaba con la confianza delsultán. Maimónides era plenamenteconsciente de que tan sólo un puñado dehombres tenían acceso directo almonarca y de que eran incluso menos

que un puñado los que podíanconsiderarse sus amigos; el rabino sehabía ganado la confianza del soberanotras años de recorrer la senda del lealservicio, un camino que habíaemprendido el día que lo convocaronpara que acudiera a la ciudadela real enEl Cairo con objeto de curar al sultánrecién llegado con unas terribles fiebres.

Maimónides había pensado amenudo en los extraños arabescos ypiruetas del Destino que habíantransformado a un modesto médico comoél en un influyente consejero del rey.

El rabino entró en la tienda y, comocada vez que lo hacía, no pudo dejar demaravillarse por la simplicidad de los

aposentos: aquel pabellón apenas sedistinguía de los que alojaban a loshumildes soldados egipcios de a pie, nohabía grandes trofeos ni ornamentos deoro, ni mullidas alfombras importadasde Isfahan con que cubrir la árida tierrade Hattina. Más bien se trataba de unhabitáculo sencillo enmarcado por unatosca lona de rayas blancas y verdes, acuya entrada ondeaba en la punta de unmástil improvisado el estandarte deláguila que lo identificabainmediatamente como la tienda delsultán. A este no le agradaban losalardes de poder, de hecho los evitaba,y a Maimónides le constaba que esa erauna de las razones por las que contabacon la lealtad inquebrantable de sus

hombres, porque era uno más de ellos ensu forma de vivir y tal vez, para cuandocayera la noche, también en la de morir.

En el interior del pabellón real, elrabino encontró a su señor inclinadosobre una mesa, examinando con tododetenimiento los mapas del territoriocircundante. El sultán era un magníficoestratega cuyo secreto residía en laatención a los detalles. En una ocasiónle había llegado a decir a Maimónidesque, en su opinión, un general debíaconocer hasta el más mínimo accidentedel terreno, hasta la última colina y elúltimo barranco del campo de batalla,mejor incluso de lo que conocía loscontornos del cuerpo de su esposa. En la

guerra no tenían cabida los errores, unúnico fallo podía desbaratar el avancede un ejército entero e interponerse en eldestino de toda una civilización tal ycomo había ocurrido 450 años atrás enTours, donde un error estratégico de losárabes había puesto punto final a suexpansión en Europa. El sultán vivíaexpuesto a la implacable luz cegadorade la Historia y no podía permitirse ellujo de cometer ni el más pequeño error.

Maimónides permaneció de pie a laespera de que el monarca advirtiera supresencia, asegurándose de no perturbarsu concentración. Antes de alzar la vistahacia su consejero su señor recorrió conla mano una vez más el desgastado

pergamino. La bronceada frente delsultán mostraba las arrugas propias dequien está inmerso en sus pensamientosy el soberano tenía en el rostro unaexpresión adusta de total concentración.Aún así, al verle, los oscuros ojos delsultán lanzaron un destello genuinamentecálido.

El sultán Sala al Din ben Ayub,conocido por los francos comoSaladino, era un hombre único: al igualque el rey David, Saladino provocabaen sus súbditos la sensación de estar enpresencia de un personaje quesobrepasaba las fronteras mismas de lavida, era como si una chispa dedivinidad se hubiera desprendido de los

cielos para encender en el corazón delos hombres un fuego inagotable.Saladino era algo más que un líder, eraun catalizador. Al igual que Alejandro yCésar antes que él, Saladino venía aponer el mundo del revés utilizandocomo principal medio la fuerza de suvoluntad.

El sultán dio un paso hacia delante yabrazó al rabino al tiempo que le besabaambas mejillas. Maimónides siempre semaravillaba de lo joven que parecía; no,no joven, más bien atemporal: en labarba negra como la noche no se veía niuna sola cana pero, en cambio, los ojosmarrones del monarca eran como dosprofundos pozos milenarios en los que

resplandecía una tristeza indecible. Losaños de guerra con los francos habíanconvertido a Saladino en un enigmaandante: su cuerpo parecía rejuvenecercon el paso del tiempo mientras que susojos envejecían; era como si cadavictoria frente a los cruzadosrevitalizara su exterior al tiempo queagotaba un poco más su alma.

—¡La paz sea contigo, viejo amigo!¿Cuándo has llegado? —quiso sabermientras dirigía al rabino hacia un cojínde seda y le hacía un gesto para que sesentara.

Las ropas de Saladino, en tonosocres como la arena de su amadodesierto describían suaves ondas

provocadas por los grácilesmovimientos del monarca: el sultáncaminaba con la sinuosidad de un tigre,cada paso que daba parecíaterriblemente fácil y al mismo tiemporezumaba la tensa energía de losmovimientos de un depredador.

—La caravana con las armasprocedente de El Cairo acaba de llegar,aayidi —lo informó el rabino—, nos haretrasado una emboscada de los francos—añadió mientras aceptaba de manosde su señor una copa de plata con aguafresca traída de las montañas delCaucaso.

El rostro de Saladino seensombreció.

—¿Te han herido? —preguntóentornando los ojos con preocupación yno sin un cierto deje de ira contenida.

—No, estoy bien, gracias a Dios —respondió Maimónides—, no era másque una pequeña banda que llevahaciendo incursiones en el Sinaí desdeel invierno. Vuestros hombres se hanocupado de ellos sin mayor problema.

El sultán asintió con la cabeza.—Ya le pediré al oficial al mando

que me dé todos los detalles más tarde—dijo—. Mi corazón se alegra de queestés aquí, vamos a necesitar la manoexperta de un doctor cuando acabe labatalla.

Dicho esto, Saladino se puso de pie

otra vez para acercarse de nuevo almapa y Maimónides posó la copa sobreuna mesita y lo siguió. Su señor leseñaló el pergamino donde aparecíanunos extraños símbolos. Por supuesto, elsultán nunca se acordaba de que para elrabino los planes militares eran tancompletamente ininteligibles como unjeroglífico; Maimónides ya ni se lorecordaba y se limitaba a escuchar ensilencio fingiendo comprender lo que leexplicaba el soberano alzando la vozpresa de la excitación:

—El grueso de los ejércitos francosse ha reunido en Hattina —lo informó—.Nuestros espías dicen que a la legiónentera de Jerusalén se le ha unido el

ejército de la costa en un intento deaplastar a nuestras tropas.

Maimónides frunció el ceño:—No soy ningún experto en táctica

militar, sayidi, pero no parece que seaun movimiento muy juicioso por su parte—comentó el anciano judío—. Jerusalénes el verdadero objetivo de la yihad,algo de lo que sin duda son conscienteslos francos y, si conseguimos atravesarsus defensas, la ciudad estará a mercedde nuestros ejércitos, ya que no haquedado ningún regimientodefendiéndola. Deben de tener granconfianza en su superioridad…

De pronto Saladino lanzó unacarcajada que devolvió la alegría

juvenil a sus ojos durante un instante.—No es confianza, es pura y

simplemente bravuconería —comentó elsultán—, y no me cabe la menor duda deque esta táctica suicida ha sido diseñadapor el gran Reinaldo en persona.

Maimónides reaccionó poniéndosetenso al oír el nombre del noble francoque llevaba años aterrorizando TierraSanta. Reinaldo de Kerak, como seconocía al caballero Reinaldo deChâtillon, era un auténtico bárbaro cuyassangrientas campañas avergonzabanincluso a los más crueles de entre losfrancos. La hermana del rabino, Raquel,y su familia habían tenido la desgraciade caer en manos de los hombres de

Reinaldo hacía diez años durante unataque a la caravana en la que viajabana su paso por Ascalón, en el Sinaí, y laúnica que había sobrevivido era la hijade Raquel, Miriam, que logróesconderse en el desierto hasta que laencontraron unos bondadosos beduinosque la habían ayudado a volver a ElCairo.

Miriam jamás había hablado de loocurrido durante la emboscada ni decómo había logrado sobrevivir, peropara un Maimónides con el corazóndestrozado ya era suficientementedoloroso saber que Raquel y su esposoYehuda habían muerto durante el brutalataque. El rabino nunca había visto el

verdadero odio de cerca hasta que no sereunió con Miriam después de laemboscada: en los ojos verdes deRaquel que en otro tiempo eranresplandecientes, no quedaba vida y lehabían arrebatado la risa, se diría quepara siempre. En aquel instante, laguerra había dejado de ser el temaprincipal de rumores y cuchicheos sobreacontecimientos muy lejanos, y obligar alos francos a retirarse hasta que se lostragara el mar se había convertido en elobjetivo primordial de la vida delrabino, no tan sólo en un mero lemavacío de contenido en labios decualquier patriota que permanecíacómodamente recostado entrealmohadones de suaves plumas mientras

otros luchaban en su nombre.Maimónides se preguntó cuántoshombres del ejército de Saladinoestarían allí por motivos similares, paravengar una tragedia personal, unaatrocidad cometida por los cruzados,para vengarse de Reinaldo de Kerak.

Saladino se dio cuenta de que suamigo había perdido levemente lacompostura y le poso suavemente lamano en el hombro para darle a entenderque comprendía cómo se sentía.

—Le prometí a Alá que si hoy nosconcede la victoria me mostrarémisericordioso con los francos —dijo—, pero no he prometido tal cosa en loque a Reinaldo respecta.

—Como hombre de Dios que soy, nopuedo argumentar a favor de la venganza—respondió Maimónides con la vozligeramente teñida de arrepentimiento.

—Deja la venganza a los guerreros—le contestó Saladino—, quisierapensar que todavía quedan en estemundo por lo menos unos cuantoshombres cuyas manos no estánmanchadas de sangre.

La llegada de Al Adil, el hermanodel soberano, interrumpió laconversación. El recién llegado era másalto que Saladino, con cabellosalborotados de un tono rojo muy vivo yojos negros como el azabache, valiente eimpetuoso como su hermano aunque no

compartía con este su talento para ladiplomacia. Al entrar en los aposentosdel sultán, Al Adil lanzó una miradallena de sospecha a Maimónides. Elrabino siempre se sentía incómodo enpresencia del gigante pelirrojo aunqueignoraba por qué el hermano de su señorlo odiaba tanto; a veces le parecía quese debía al mero hecho de ser judío,pero a los hijos de Ayub los habíancriado para que siguieran las enseñanzasdel Profeta a la perfección y el respetohacia la Gente del Libro formaba partede ellas. Al Adil siempre había tratado aotros judíos con cortesía pero, por larazón que fuera, no lo hacía así con elrabino principal.

Saladino se volvió hacia suhermano.

—¿Qué noticias traes?Al Adil dudó un instante al tiempo

que lanzaba una mirada a Maimónides,como si antes de hablar estuvieraconsiderando si debía discutir losdetalles de la batalla en presencia delanciano.

—Los caballeros del Temple estánempezando a formar en el campamentode los francos y nuestros arquerostambién se prepararán para el ataque.

Saladino asintió con la cabeza:—Entonces ha llegado la hora, las

trompetas de Alá nos convocan a queacudamos a enfrentarnos con nuestro

destino —concluyó al tiempo que lehacía un gesto a Maimónides para que loacompañara y salieron los dos de latienda seguidos de su malencaradohermano.

En el momento en que hizo suaparición el sultán, todo el campamentoquedó en el más absoluto silencio, puessu llegada marcaba el principio del fin.Durante casi noventa años, los ejércitosmusulmanes habían permanecidoatrapados en una batalla imposible deganar contra los invasores francos,habían sufrido cuantiosas pérdidas einnumerables humillaciones entre lasque se contaba como una de las másgraves la ocupación de Jerusalén y la

profanación de la mezquita de Al Aqsa.Las rencillas tribales y las guerrasfratricidas habían convertido el sueñode la victoria frente a los bárbaros enalgo parecido a un espejismo, una visiónseductora que siempre parecía estar alalcance de la mano, pero que enrealidad no era más que una merailusión pasajera que se desvanecía tanpronto como ya la rozaban con losdedos. Hasta hoy.

Saladino había conseguido loimposible: reunir a los reinosenfrentados de Egipto y Siria tras unsiglo de caos y luchas intestinas. Por fintenían a los cruzados rodeados,atrapados entre las líneas enemigas y el

mar y aquejados —ellos también— porla miopía de sus propias guerrasfratricidas. Y ahora, los ejércitosunificados del islam apuntaban con unadaga al corazón del reino franco. LaBatalla la de Hattina determinaría elfuturo de Tierra Santa y el destino delpueblo árabe. Los soldados sabían quela victoria significaría el triunfo frente alas fuerzas de la barbarie y la ignoranciaque amenazaban con arrastrar al mundocivilizado de vuelta a la tenebrosaignorancia que todavía predominaba enEuropa. Si Saladino era derrotado,Damasco y El Cairo quedaríanexpuestas a la invasión de los cruzadosy el califato desaparecería en lascloacas de la historia.

Esa era la razón por la que elmismísimo sultán estaba allí,supervisando la batalla. El sultánconfiaba en sus comandantes, geniosmilitares de la talla del general egipcioKeukburi y su valeroso sobrino, Taqi alDin, pero en los anales de la historia, laresponsabilidad del resultado de estabatalla recaería únicamente, para bien opara mal, sobre los hombros deSaladino. Así que, cuando le llegó, lainformaron de que los francos,desesperados por encontrar agua con laque reponer sus existencias casiagotadas, se dirigían hacia los pozos deHattina, había abandonado la seguridaddel campamento en Cafarsset, a medio

camino entre Tiberíades y el bastión delos cruzados en Safuriya, para asumirpersonalmente el mando de la inminentebatalla.

Saladino contempló a sus hombrescon orgullo a medida que se acercaba ala primera línea defensiva. Los arquerosa caballo, vestidos con túnicas de sedapor encima de las corazas protectorasparecían estatuas griegas de Artemisapreparada para salir de caza. Losregimientos de miles de hombreserguidos en actitud valerosa seencontraban ya en formación tras losestandartes de color jazmín y carmesí, ya su alrededor ondeaban al viento unsinfín de banderas con rosas y pájaros

bordados.El sultán miró por un pequeño

telescopio para examinar los campos deHattina, entornando los ojos y forzandola vista a través de la lente en direcciónal campamento de los cruzados que seextendía a sus pies. La estrategia delsarraceno había logrado dividir elejército de los francos que se habíaorganizado en tres columnas. Raimundode Trípoli lideraba el regimiento deprimera línea de ataque que en esosmomentos estaba ocupadodefendiéndose de la emboscada queTaqi al Din le había tendido en elcamino hacia el lago Tiberíades.Saladino se había enfrentado a

Raimundo en numerosas ocasiones a lolargo de los años y había llegado arespetarlo porque, a diferencia de lamayoría de sus compatriotas, el nobleextranjero era un hombre de honor quehabía tratado de asegurar una pazduradera entre los dos pueblos (pero sehabía encontrado por todas partes con laoposición de fanáticos llenos de odiocomo Reinaldo y ahora su sentido deldeber lo obligaba a participar en aquellaguerra despiadada). El sultán le habíadicho a Maimónides en una ocasión quelamentaría profundamente verseobligado a matar a Raimundo en elcampo de batalla, aunque el rabino nodudaba ni por un momento que su señorlo haría si fuera necesario.

El contingente central del ejército delos cruzados, que se encontraba justodelante de ellos en el valle, estabaliderado por Reinaldo en persona, elmonstruo despiadado a quien Saladinohabía prometido matar con sus propiasmanos. Maimónides sabía que Reinaldohabía encabezado personalmente elataque en el que había muerto suhermana y como médico odiaba la ideade quitarle la vida a cualquier serhumano pero, como rabino, habíaconcluido hacía tiempo que Reinaldohabía dejado atrás la condición sagradade persona como resultado de suferocidad descontrolada.

El contingente de retaguardia de las

tropas cruzadas estaba al mando deBalián de Ibelín y en él se concentrabanla mayor parte de los fanáticoscaballeros de las órdenes de lostemplarios y los hospitalarios.Maimónides no dudaba ni por uninstante de que esos guerreros lucharíanhasta la muerte y no se rendirían jamás,y rezó en silencio dando gracias por quese encontraban ostensiblementedebilitados por la falta de agua y lasinterminables escaramuzas que loshombres del sultán habían estadolanzando contra el ejército de losfrancos. Aquellos necios estaban tanocupados repeliendo los ataquesmenores de los musulmanes por laretaguardia que no podían prestar su

apoyo a la columna central de Reinaldoy las fuerzas de este se encontrabanahora solas frente al grueso de las tropasmusulmanas en Hattina. Los regimientosdivididos de los cruzados habían caídosin darse cuenta en la trampa que leshabía tendido Saladino.

Maimónides observó a su señormientras este recorría con la mirada ellejano campamento cruzado: el sultánarqueó las cejas al fijar la vista en unpabellón color carmesí situado en elcentro sobre el que ondeaba al vientocon arrogancia un estandarte azul conuna cruz bordada en oro.

—Así que por fin hemos llegado aesto: el rey Guido en perdona nos honra

con su presencia —comentó Saladinocon la voz trémula de sorpresa.Maimónides por su parte se volvió haciaél presa del desconcierto: aquello eraalgo completamente inesperado—. Mesorprende que ese perro haya sido capazde hacer acopio del coraje suficientepara aventurarse más allá de lasmurallas de Jerusalén.

Al Adil desenvainó la cimitarra y lasostuvo en alto como símbolo de podery desafío:

—Será un gran placer para míseparar la cabeza de Guido de sushombros —declaró—, a no ser queprefieras reservarte ese honor, hermano.

Saladino sonrió, acostumbrado como

estaba a los arranques de Al Adil.—No es apropiado que los

monarcas se descuarticen los unos a losotros igual que perros rabiosos —lerespondió.

Su hermano gruñó entre risas, puesél vivía en un mundo de sangre y aceroen el que no tenían cabida losidealismos:

—Ellos no se mostrarían tanmisericordiosos si sus caballeros seenfrentaran a ti en el campo de batalla—respondió el coloso pelirrojo.

—Por eso nosotros somos mejoresque ellos, hermano mío —le recordóSaladino—, nuestra compasión esnuestra gran arma, con ella aniquilamos

la resistencia en el corazón de loshombres y logramos que se desvanezcasu odio. Cuando derrotas al rencor,pasas de tener un enemigo a contar conun aliado.

Al Adil se alejó negando con lacabeza, pero Maimónides sonrió. Elrabino no había conocido en toda suvida a ningún otro hombre comoSaladino: un musulmán que se postrabaa diario en dirección a La Meca peroque, sin embargo, encarnaba lasenseñanzas fundamentales del Talmud.Si quienes detentaban el poder en todaslas naciones fueran hombres como él, talvez el Mesías se apresuraría más.

El rabino recorrió con la vista la

planicie desolada en dirección alcampamento cruzado que se veía a lolejos. Independientemente del rumbo quetomase la batalla, sabía que el fin estabapróximo y oró en voz baja por loshombres que perderían la vida en laspróximas horas. Maimónides se obligó aincluir en sus oraciones a los enemigosfrancos cuyo destino también fuese lamuerte, pero esa parte no la rezó con elcorazón.

2

SINTIENDO cómo le hervía la sangre,Reinaldo de Kerak contempló laformación de hombres enfundados enbrillantes armaduras a lomos derobustos corceles, preparados pararecibir la orden de avanzar con laslanzas en alto. Los caballeros templariosy sus hermanos los hospitalarios eranlos guerreros más disciplinados quejamás hubiera tenido la cristiandad,dispuestos a sacrificar sus vidas sin nitan siquiera un instante de vacilacióncon tal de derrotar a los enemigos de

Dios. Su cólera aumentaba por minutosal pensar en cómo estaban malgastandosu ventaja estratégica con cada hora quelas fuerzas de uno y otro bando pasabancontemplándose de hito en hito en lasllanuras de Hattina sin pasar al ataque.El rey Guido, un cretino pusilánime, nopodía haber manejado peor la situacióny su mayor error había sido la decisiónde renunciar a los suministrosadicionales de agua. Guido habíacontado con que sus hombres llegaranhasta el lago Tiberíades mucho antes deque tuvieran que enfrentarse a losejércitos de Saladino, pero los infieleshabían bloqueado la ruta por sorpresa.A medida que se iban quedando sinprovisiones, las tropas cristianas

empezaron a desesperarse, sobre todocuando vieron a las hordas musulmanasburlarse de ellos derramando tinajasenteras de agua sobre la tierra cuarteadapor el sol. Contemplar cómo susenemigos malgastaban el preciosolíquido dador de vida entre risas habíaresultado ser una potente armapsicológica y la moral se habíaresentido aún más.

Reinaldo sabía que otro día bajo eldespiadado sol de Palestina debilitaría alos hombres hasta el punto en quebatirse en retirada fuera la única opciónposible: había hecho cuanto habíapodido, muchos de sus hombresllevaban túnicas de colores sobre la

armadura para tratar de paliar el calor,un truco que, con los años, habíaaprendido de los musulmanes, peroReinaldo no tenía suficientes túnicaspara repartir entre la cuantiosaproporción de las tropas recién llegadasde Europa, soldados que, a diferencia delos cristianos oriundos de aquellastierras, no estaban en absolutopreparados para las inclemencias deltiempo y el terreno y, víctimas de ladeshidratación, caían diariamente pordocenas.

El comandante de los cruzadosirrumpió en el pabellón real apartandode un empujón a los guardias apostadosa la puerta de los aposentos privados

del rey, y lo que vio al llegar a estoshizo que su ira alcanzara cotas que nohubiera creído posibles salvo en mediodel fuego abrasador de los infiernosmismos: el rey Guido estaba sentadofrente a una mesa de fina marquetería demarfil, jugando al ajedrez con unayudante de cámara cuyo rostro lerecordaba al de una rata.

Con la respiración entrecortada porla furia, Reinaldo avanzó hasta quedarde pie cerniéndose peligrosamente aescasa distancia del regente de aspectoquebradizo. El rey no alzó la vista deltablero en señal de haber reparado en supresencia, el sirviente en cambio sí se loquedó mirando presa del nerviosismo,

se diría que con una expresión de terroridéntica a la que se habría dibujado ensus facciones si hubiera estado ante laMuerte misma que se hubiese presentadoa reclamar el alma de otro desdichadomortal. Guido levantó una mano huesuday movió una torre para comerse un alfildel ayudante de cámara.

—Mi señor, los templarios esperanvuestras órdenes —dijo Reinaldo conpalabras reverentes, pero cuyo tonoestaba lejos de ser respetuoso—. Sumajestad no debiera mostrarse taciturnoen esta hora decisiva para nosotros.

Guido hizo una pausa y por fin alzóla cabeza y clavó la mirada en elaltanero noble. Los ralos cabellos grises

del monarca dejaban claramente a lavista retazos de un cuero cabelludoplagado de marcas y heridas y, pese a lafuria que hacía que le hirviera la sangre,Reinaldo experimentó también una fugazy cruel hilaridad al contemplar lasfrondosas cejas del rey alzándose congesto desconcertado al oír el desafío delcaballero, porque a Reinaldo no le cabíala menor duda de que los piojos queinfectaban al monarca habrían dado conla tupida maraña pilosa que coronabasus ojos. ¿¡Cuántas veces se habíaimaginado las exquisitas torturas a quesometería a aquel decrépito aspirante altrono cuando por fin pudieraderrocarlo!?

—La cautela encierra gransabiduría, Reinaldo —respondió Guidotras una larga pausa con voz profunda ysonora—. Desearía que a estas alturasya hubierais aprendido esa lección, deser así, tal vez no nos encontraríamoshoy aquí.

Reinaldo ya no pudo contener la irani un minuto más: se había vistoobligado a fingir que Guido era algomás que una mera figura decorativadurante demasiado tiempo, pues a aquelviejo necio le habían entregado el tronode Jerusalén como resultado de uncompromiso con el que se pretendíaevitar que las diversas facciones denobles enfrentados se hicieran pedazos

tras la muerte del rey Balduino víctimade la lepra, pero Reinaldo sabía desobra que él y sus hermanos templarioseran el corazón del reino de Jerusalén.Mientras los mezquinos políticos comoGuido jugaban a las intrigas cortesanas,sus soldados eran los que estaban enprimera línea de combate, arriesgandosus vidas y a veces incluso su cordurapara frenar el avance de las hordas deinfieles. Mientras Guido se bañaba conagua de rosas, Reinaldo llevaba en elrostro, e incluso en lo más profundo desu alma, las cicatrices de la GuerraSanta.

—Dignas palabras del cobarde quesois en definitiva —replicó Reinaldo a

su supuesto señor.El ayudante de cámara de Guido

palideció de repente: Reinaldo habíaabandonado todo intento de fingir y elgélido odio que albergaba en su corazónhacia el monarca era el hilo en que ibaensartando ahora sus palabras teñidas deun tono de amenaza. El rey, en cambio,parecía totalmente imperturbable: selevantó para mirar cara a cara al que almenos en teoría era su vasallo y, duranteun instante, en su porte regio se entrevióun atisbo del hombre que habría podidoser.

—Debierais prestar suma atenciónal terreno que pisáis, Reinaldo —lerespondió al caballero—. Todavía soy

el rey de Jerusalén; por poco que puedavaler eso ya, en cualquier caso sigosiéndolo por el momento.

Reinaldo soltó una carcajada.—No temáis, majestad, en el día de

hoy aligeraré esa pesada carga devuestros hombros —respondió—, unavez haya acabado con el infiel Saladino,vuestra cabeza lucirá junto a la suya enla punta de una lanza.

Con un fulminante movimiento de lamano lleno de desprecio, Reinaldo tirópor todo el tablero las piezas de ajedrez.El ayuda de cámara se acobardódefinitivamente y parecía estar a puntode mearse en los pantalones pero el reymiró al osado guerrero a los ojos y a

Reinaldo le pareció ver en los delmonarca algo que lo enfureció aún másque cualquier burla que hubiera podidodirigirle el regente a aquel caballeroerrante: creyó detectar un poso decompasión.

—Si vuestra fanfarronería encerrarajamás algo de verdad, hoy nuestrosdominios ya se extenderían hasta LaMeca —se burló Guido.

La ira y la vergüenza riñeron de rojoel rostro de Reinaldo: Guido se refería,por supuesto, a la más ignominiosa desus incursiones, el ataque que habíadirigido contra las ciudades santas delos musulmanes durante el que habíaprofanado el santuario de La Meca,

donde se encontraba la Caaba, el temploen forma de hexaedro hacia el que losinfieles dirigían sus oraciones diarias.Reinaldo y sus hombres habían puestodespués los ojos en Medina, donde elfalso profeta estaba enterrado, con laosada intención —incluso aplicando elcriterio de los cruzados— dedesenterrar los huesos de Mahoma paraexhibirlos y mostrar así a los infielesque la suya era poco más que unareligión fallida, pues los paganos veríanque su profeta no era sino un cadáverpulverizado por el paso de los siglosmientras que el glorioso Cristoresucitado reinaba eternamentetrascendiendo espacio y tiempo.

La incursión de Reinaldo en LaMeca había contado con la ventaja de lasorpresa y la bravuconería en estadopuro. La mezquita apenas estabaprotegida y sus guardias habían pecadode excesiva complacencia al confiarciegamente en que contaban con laprotección de Alá, así que los cruzadosde Reinaldo habían causado una matanzaentre los peregrinos desarmadosvestidos como mendigos con sencillastúnicas de lino blanco que seencontraban dando las vueltas alrededorde la Caaba prescritas en el vil ritualpagano. En un abrir y cerrar de ojos,enviaron a cientos de infieles a laperdición que sin duda los aguardaba, y

entonces Reinaldo prendió fuego a lamezquita, pero no sin antes permitir quesu caballo defecara en el patioprincipal. Y luego por fin emprendiórumbo al norte.

No obstante, para cuando él y sushombres llegaron a Medina, los hombresde Saladino los estaban esperando,furiosos y sedientos de venganza tras laprofanación de sus lugares sagrados. AReinaldo lo sorprendió la ferocidad delcontraataque de los infieles, puescuando cargaron contra las puertas deMedina se habían topado con una lluviade flechas y lanzas tan densa que nodejaba ver el sol. Varias decenas de sushombres fueron capturados y obligados

a desfilar alrededor de la ciudad antesde ser decapitados públicamente; alfinal Reinaldo consiguió escapar a duraspenas de aquel nido de escorpiones y notuvo más remedio que retirarse con unpuñado de desconcertadossupervivientes. Claramente, habíansubestimado la pasión que aquellasruinas paganas despertaban en losinfieles pero, pese al revés sufrido enMedina, había vuelto a Jerusalén con elcorazón rebosante de alegría por haberdemostrado al mundo lo endebles queeran los cimientos de la fe musulmana alprobar que la noción de que el santuariomás sagrado del islam fueseinexpugnable era una mera fantasía,tanto o más que el relato del Viaje

Nocturno por los cielos de su falsoprofeta. Ningún ángel del cielo habíaacudido al rescate de la Caaba, que endefinitiva no era más que otro edificiovacío sin la menor relevancia. Sentíaque había logrado cercenar los últimostendones que aún sostenían la moralvacilante del enemigo o, por lo menos,eso pensaba él.

Pero, a su regreso, Reinaldo seencontró con un recibimiento frío,incluso entre sus principales aliados enla corte; había caminado por lossombríos corredores de piedra delcastillo templario de Jerusalén sintiendoque todas las miradas se clavaban en élpero que no eran miradas de admiración

ni reconocimiento a su iniciativa yvalor. No tardó mucho en descubrir losmotivos de la antipatía que le mostrabansus camaradas: haciendo gala de sureputación de hombre cuya inmoralidadno conocía límites, había acabado por irdemasiado lejos llevando el conflicto aun punto de no retorno, ya que suincursión había provocado tal oleada deindignación en todo el mundo musulmán,había herido de tal forma el corazón delislam con sus acciones, que con ellaslogró arrancar un único grito de guerrade las diversas facciones enfrentadas delos infieles y su gran enemigo Saladinohabía dejado de ser otro soldadoambicioso y ahora representaba laespada de Alá que expulsaría a los

blasfemos francos empujándolos hasta elmar para vengar así la profanación delos santos lugares.

Reinaldo había observado concreciente alarma cómo Saladinoaprovechaba el impulso del odio encontra de los cruzados y lo canalizabapara unificar con éxito los reinosenfrentados de Siria y Egipto, unamaniobra política que hasta esemomento había parecido poco menosque imposible. Los francos habíanestado alimentando las rencillas queseparaban a unos y otros durante casicien años para garantizar con ello lasupervivencia del reino de Jerusalén, yen cambio ahora los soldados de Cristo

se encontraban rodeados por todos losflancos por enemigos que veían en supresencia un recordatorio diario de laprofanación de La Meca. En el fondo desu corazón Reinaldo sabía que habíacometido un error estratégico, pero suorgullo nunca le permitiría reconocerloen voz alta.

—Id, Reinaldo —lo despidió Guido—, tal vez podáis recuperar vuestrohonor perdido. Mi cabeza seguirátodavía aquí cuando regreséis —dicholo cual el rey se dio la vuelta, recogiólas fichas del ajedrez de oro y volvió acolocarlas sobre el tablero de ébano ymarfil.

La mano del caballero sobrevoló

fugazmente la vaina de su espada perose resistió al impulso de atravesar alanciano argumentando para sus adentrosque la sangre de aquel impostor ni tansiquiera era digna de servir para darlustre a su acero, así que dio la espaldaal rey y a su tembloroso sirviente y saliódel pabellón a grandes zancadas.

Ya en el exterior, alzó los ojos haciael sol implacable, fijando la vistadirectamente en sus rayos cegadores enun gesto lleno de orgullo, algo así comoun desafío a las fuerzas de la naturalezaque parecían estar conspirando en sucontra en aquella batalla final. De niño,los curas le habían dicho en más de unaocasión que este mundo pertenecía al

demonio y a lo largo de los años habíaacabado por creérselo: ciertamente elmundo estaba en manos del demonio, loselementos libraban una batalla constantecontra los siervos del Señor en aquellatierra olvidada que alguien habíaproclamado santa. El viento y el solsolían ser sus peores enemigos, muchomás despiadados y con un corazón aúnmás endurecido que aquellos bastardosde tez morena que negaban la divinidadde Cristo. La tórrida brisa del desiertose arremolinó en sus largos cabellosondulados de color pajizo, como unaconfirmación de que sin duda las fuerzasde la naturaleza estaban aquel día dellado del demonio, del lado de Saladino.

Pero el corazón de Reinaldorecuperó las fuerzas cuando vio loscaballos, sementales cubiertos conarmaduras que habían sido criados enlos establos de Bizancio y entrenadoscon el único propósito de servir demonturas a los guerreros de Dios enmedio de un mar de sarracenos: lospoderosos animales, al igual que susamos los caballeros templarios, noconocían el miedo sino que, con airealtivo, aquellos caballos llevaban sobrela grupa a los soldados de Cristo queesperaban en estricta formación lallegada de su líder.

¡Cuánto amaba a aquellos hombres!En un mundo en el que reinaban el caos

y la confusión, sólo ellos encarnaban elorden y la disciplina. Reinaldo sabíaque los caballeros lo seguirían en elataque sin la menor reticencia, incluso silos conducía hasta las mismas fauces delinfierno, si es que ese lugar existía. Trastantos años envuelto en una densamaraña de guerra y muerte, Reinaldo yano creía en el infierno más allá delmundo de los hombres.

Montó a lomos de su caballo depelaje marfileño mientras que un pajecorría hacia él para traerle su lanzacoronada por una afilada daga; se pusoel casco y alzó la visera antes dedirigirse a sus hombres:

—El rey y los sacerdotes del Santo

Sepulcro han bendecido esta batalla conel favor divino del Señor —anunció—.En el día de hoy, ¡apuñalaremos elcorazón de la Bestia y el reino deSatanás se derrumbará!

Reinaldo alzó la lanza para añadir elcorrespondiente efecto dramático a suspalabras pero el gesto no era realmentenecesario; los templarios de blancastúnicas y los hospitalarios de hábitonegro lanzaron vítores genuinamenteentusiastas: se habían pasado la vidaentera preparándose para ese momento,se consideraban los valerososdefensores de Tierra Santa frente a laplaga musulmana, sabían que aquella erala batalla definitiva de una guerra

celestial; Saladino era el Anticristo quehabía acabado por rodear Jerusalén consus hordas demoníacas y ellos eran loselegidos para defender la Ciudad Santa,tenían el paraíso garantizado tanto sivivían como si morían.

Ninguno de aquellos jóvenes temía ala muerte en el campo de batalla peromuchos confiaban en vivir lo suficientecomo para ver descender a Cristo de loscielos en el momento de la victoria. Encuanto a Reinaldo, tenía serias dudas deque fuera a producirse semejantemilagro, pero no veía qué ventaja podíareportar a nadie mermar las esperanzasde sus caballeros. Hizo girar a sucaballo y apuntó con la lanza en

dirección al campamento musulmánsituado al otro lado de la llanura; elheraldo, en respuesta a su señal, lazó elatronador toque que señalaba elmomento de lanzarse a la carga y el ecoensordecedor de la trompeta seexpandió por todo el campo de batallacomo un relámpago abriéndose pasoentre las oscuras nubes de tormenta. Conun grito bronco y gutural, Reinaldo deKerak, señor de Châtillon, Maestro delos Caballeros del Temple, se lanzó a lacarga atravesando la polvorientaexplanada en medio del eco de cientosde cascos de caballos al galoperesonando por las colinas como elclamor de los clarines del Destino.

Había comenzado la Batalla deHattina.

3

UN enjambre de flechas cubría elcielo de la llanura igual que un enjambrede abejas sedientas de sangre. Loscaballeros cruzados se vieron envueltosen un torbellino de desolación y muertecuando del cielo raso de la tardecomenzaron a llover miles de dagasvoladoras; sus pesadas armaduras deacero, que a menudo habían resultadomás una maldición que otra cosa por lomucho que dificultaban susmovimientos, estaban ahora cumpliendosu principal cometido, proteger a los

jinetes de la marea imparable deproyectiles afilados como cuchillas quese abalanzaba sobre ellos. No obstante,sus caballos no iban tan bien protegidosy muchas de las valerosas monturas sehabían desplomado a medio galopeaprisionando bajo mi peso inerte a losjinetes; aquellos que no se habíanpartido el cuello con la caída notardaron en unirse a sus camaradasdifuntos cuando el resto de las huestesde Reinaldo les pasó por encima algalope sin la menor vacilación. Ningunode aquellos hombres que moríanarrollados por sus propios compañeroshabría protestado: los templariosestaban preparados para aceptarperfectamente que, a título individual,

sus vidas nada valían en comparacióncon el éxito de la Sagrada Causa.

Saladino sacudió la cabeza mientrasobservaba la carga de los jinetescruzados en dirección a sus propiosarqueros por el telescopio.

—Hay que reconocer que valor noles falta, es una tragedia que hombrestan valientes como estos estén alservicio de los bárbaros —comentó.

Maimónides forzó la vista cuantopudo, pero aun así no alcanzaba adistinguir los detalles de la batalla quese libraba ante sus ojos a unostrescientos quinientos codos dedistancia. Poco importaba, le bastabacon lo que oía: el tono agudo de los

alaridos de los moribundos resonabapor toda la llanura provocando unacacofonía trágica con la que el doctor yaestaba tristemente familiarizado; elsonido vibrante de los últimos gritosagónicos de los caídos penetraría en sualma, como ocurría siempre, y estos serepetirían una y otra vez en suspesadillas.

Saladino miró de reojo el rostrocompungido de su consejero y esbozóuna sonrisa, y luego cerró el telescopioy se dio la vuelta:

—No me produce la menorsatisfacción contemplar a los perros dela guerra en acción —declaró el sultán.

—A mí tampoco, sayidi —

respondió el anciano doctor—, missanadores tendrán mucho trabajo cuandotodo esto acabe.

—Veo que albergas más esperanzasque yo, temo que hoy el Ángel de laMuerte se llevará a muchos máshombres de los que tus medicinaspuedan ser capaces de salvar.

Al otro lado de la llanura, Reinaldoy un grupo de caballeros habíanconseguido atravesar las líneas dearqueros y se dirigían directamentehacia la falange de guardias sirios quehabían estado ocultos en una trincheracamuflada con mantos de color rojizoque se confundían perfectamente con elcolor de la tierra. Los soldados árabes

de infantería, de un salto, salieron todosa una de su escondite, dispuestos aatravesar a la caballería de los cruzadoscon sus lanzas; varias de las monturascayeron pero los jinetes se lasingeniaron para ponerse en pie yrápidamente la batalla se convirtió enuna refriega cuerpo a cuerpo en la quese cruzaban espadas con cimitarras enmedio de cegadores destellos.

Maimónides sabía que aquello eraexactamente lo que quería el sultán:Saladino necesitaba que los cruzados seacercaran lo suficiente a sus tropascomo para verse obligados a abandonarlas letales ballestas cuyos temiblesproyectiles atravesaban las armaduras

de láminas de los musulmanes. Encambio, en el cuerpo a cuerpo, no lesquedaba más remedio que recurrir a lasarmas de mano y las anchas espadas delos francos eran pesadas, efectivas en sufunción de causar la muerte deladversario, pero nada tenían queenvidiar las cimitarras curvas de losmusulmanes forjadas con el mejor acerode Damasco.

Mientras observaba a los jinetesfrancos galopar colina arriba endirección al campamento, el sultán alzóuna mano dando así la señal queesperaban sus hombres para desvelarotra sorpresa más: unos soldadosataviados con túnicas carmesí que

transportaban antorchas e inmensosrecipientes de bronce con aceitehirviendo corrieron hacia las primeraslíneas de combate para prender fuego atodos los arbustos y árboles que habíaentre los cruzados y el grueso delejército musulmán; una cortina de humoy llamas se precipitó sobre los atacanteshaciendo que muchos de los caballosretrocedieran espantados y los arquerosaprovecharon ese momento paradisparar contra las bestiasdesconcertadas, consiguiendo quemuchos jinetes dieran con sus huesos entierra en medio de horribles relinchos deagonía. Maimónides se tapó los oídostratando de impedir que aquel sonidoterrible llegara hasta ellos, pero le

resultó imposible escapar al atronadoreco de muerte que retumbaba por todaspartes a su alrededor.

* * * Aunque a muchos de los caballeros

cruzados el humo los cegó o incluso losasfixió, un grupo con Reinaldo mismo ala cabeza logró abrirse paso por entrelas oleadas de atacantes sarracenos y ellíder de los templarios se lanzó contralas líneas defensivas del enemigo igualque un toro enfurecido: atravesó con sulanza el peto de la armadura de un

soldado kurdo antes de que este tuvierasiquiera tiempo de alzar su escudo yReinaldo pudo sentir lleno desatisfacción un golpe seco en elmomento en que el arma se clavaba en elcorazón de su desgraciado oponente; lalanza atravesó al hombre de lado a ladohasta asomar por la espalda de estecubierta de sangre y vísceraspalpitantes; él intentó gritar pero unaoleada de sangre le anegó la garganta yluego comenzó a derramarse por la bocaentreabierta y las fosas nasales, con loque tan sólo alcanzó a emitir un tenuegorgoteo para después desplomarse porfin en los acogedores brazos de lamuerte.

Cuando Reinaldo trató de sacar lalanza del cuerpo de su víctima no pudohacerlo porque se había clavadodemasiado hondo entre las costillas delsoldado muerto así que, deshaciéndoseen maldiciones, el templario soltó elarma y echó mano de su espada. Justo enel momento en que la blandía en altocaptó por el rabillo del ojo unmovimiento brusco y consiguió alzar elescudo a tiempo de absorber el brutalimpacto de una jabalina dirigida a sugarganta; esta quedó hecha astillas alentrar en contacto con el robusto aceroreforzado, pero también provocó queuna oleada de dolor intenso le recorrieratodo el brazo izquierdo. El guerrero

dejó escapar un grito agónico al sentirque se le partía un hueso del antebrazoy, aunque todas y cada una de lasterminaciones nerviosas de su cuerpolanzaron un alarido suplicándole quedejara caer el pesado escudo antes deque se le partiera en dos el brazo, nopodía hacer tal cosa a menos quequisiera convertirse en un blanco fácilde los arqueros enemigos.

Apretando los dientes, Reinaldo alzóel escudo de nuevo obligándose aignorar las punzadas de dolorinsoportable que le recorrían elmaltrecho brazo y, alentado por la furiay sed de sangre que lo consumían,espoleó brutalmente al caballo, que

arrolló a un jinete caído y continuó sugalope enloquecido; el líder de lostemplarios no supo si se trataba de unsoldado enemigo o uno de los suyos ypoco le importaba, porque sólo teníaojos para la extensión de tiendas delcampamento de Saladino que ya seadivinaba en medio de la espesahumareda. Estaba decidido a atravesarlas últimas líneas defensivas —de unespesor de quince hombres en total—que protegían el campamento enemigo.Si moría hoy, Reinaldo se proponíahacerlo luchando en el corazón mismodel ejército de los infieles.

Un nubio de poblada barba negra selanzó contra él blandiendo en alto una

cimitarra cubierta de sangre y fluidoscorporales de cristianos muertos; elguerrero de tez negra como el azabachehabía perdido el casco y tenía mediacara hecha jirones, llevaba un globoocular colgando precariamente de lacuenca destrozada. Aquel hombredebería estar muerto, pero en el ojo quele quedaba resplandecía un fuegomalvado que Reinaldo ya había visto enotras ocasiones: la llama del fanatismoque ardía en el corazón de los infielesmientras corrían gozosos hacia unamuerte segura y la promesa de disfrutarde setenta vírgenes en el paraíso. Siaquel hombre estaba tan deseoso dereunirse con Alá, Reinaldo locomplacería con sumo gusto. En el

momento en que el africano seabalanzaba sobre él, le asestó un brutalgolpe con su espada; si el hombretodavía hubiera contado con ambos ojos,seguramente habría sido capaz deesquivarlo con facilidad, pero superspectiva mermada concedía unasignificativa ventaja al cruzado, que diode lleno con la espada en el gruesocuello del nubio cortándole los tendonesque mantenían la cabeza de este sobresus hombros. En el momento en que elinfiel decapitado caía de su montura,Reinaldo captó fugazmente la imagen dela cabeza volando por los aires para porfin aterrizar en la tierra empapada desangre de Hattina y saltar en mil pedazos

igual que una sandía al ser pisoteada porlas pezuñas de un caballo.

Reinaldo reanudó la carga centrandotoda su atención en el campamentoenemigo al que ya casi había llegado,pero incluso mientras continuabaavanzando al galope, abriéndose pasorepartiendo golpes indiscriminadoscontra todo hueso o acero que seinterpusiera en su camino, una imagen levenía a la mente una y otra vez: en elmomento en que la cabeza de aquelenemigo anónimo caía al suelo, en loslabios del rostro destrozado del africanoquedó prendida una sonrisa al tiempoque la mirada del ojo que aúnconservaba se perdía en el infinito en el

instante en que partía a reunirse con suDios. Reinaldo se estremeció alrecordar la beatífica sonrisa del nubloque se le antojaba que aún seguíaburlándose de él desde el otro lado delvalle de la muerte.

* * * Mientras los francos supervivientes

continuaban peleando, ahora ya en elperímetro exterior del campamentomusulmán, el sultán se dirigió hacia sumontura. Maimónides sabía que su señornunca lograría controlar por completo la

sangre de guerrero que corría por susvenas… y había llegado el momento deque el general acompañara a sushombres en las trincheras.

Saladino montó a lomos de AlQudsiya, su semental Hejazi máspreciado: de pelaje negro como lanoche, se diría que era un animal míticode los que sólo existen en las fábulas,que surgía como por arte de magiatraído por el viento del sur paraconquistar el mundo. Al Adil por suparte montaba su propio semental, uncaballo de batalla de color gris con tanmal genio como el de su amo. Laadmiración de las tropas musulmanas alcontemplar la estampa de sus dos héroes

preparados para emprender el galope yenfrentarse a la amenaza de los bárbaroshizo que un manto de silencio cubrierael campamento. Incluso en medio de laferoz batalla, parecían brotar de los doshombres una extraña calma que fluíadirectamente hasta el corazón de lossoldados. Saladino alzó en alto sucimitarra con incrustaciones deesmeralda y señaló con ella elcampamento de los francos:

—Ha llegado la hora, hermanosmíos —proclamó—. Al enfrentarnos alas huestes de los cruzados en estaúltima batalla, recordemos las palabrasdel Santo Profeta: «¡Oh, hombres, nobusquéis enfrentaros con el enemigo

sino más bien elevad una plegaria aDios rogando su protección y, cuandotengáis que luchar, ejercitad la pacienciay sabed que el paraíso se encuentra bajola sombra de las espadas!».

Sus palabras infundieron ánimos alos soldados que alzaron todos a una lascimitarras, ocultando momentáneamenteel sol con aquel gesto de desafíopiadoso. Maimónides vio a Saladinoesbozar una leve sonrisa mientrascontemplaba las hileras interminables desoldados cobijados por un instante bajola sombra de sus armas: aquellos eranhombres dispuestos a sacrificar una vidallena de sinsabores en el valle delágrimas terrenal por la eternidad en el

paraíso. Y entonces el rabinocomprendió por primera vez en su vidalo profundo que era el amor que sentíael sultán por sus hombres, que ocupabanun lugar en su corazón y que ningunamujer ni ningún hijo de su sangre podríajamás arrebatarle ese amor, porqueaquellos soldados eran el vivo reflejode su propia alma y se sentía orgullosode luchar —y tal vez morir— junto aellos.

Y entonces Saladino dijo laspalabras que Maimónides sabía quepodían ser sus últimas, un juramento queel sultán llevaba toda la vida esperandopoder pronunciar:

—Pongo al sol que nos ilumina por

testigo: en este día, regresaré comoseñor de Jerusalén o los buitres se daránun festín con mi cadáver deshonrado.¡Alahu akbar!

El eco de aquel grito de guerra —¡Dios es grande!— recorrió todo elcampamento, Saladino y Al Adil selanzaron al galope seguidos de unaoleada de los mejores guerreros de suejército dispuestos a enfrentarse hasta alúltimo franco que siguiera en pie, yMaimónides supo que estaba siendotestigo del desenlace de un capítulo dela historia porque, para bien o para mal,el mundo nunca volvería a ser el mismodespués de aquel día.

El sultán se dirigió directamente al

epicentro de la ofensiva de loscruzados: parecía algo así como el ojoviviente de un huracán imparable, suespada resplandecía con cadamovimiento certero a una velocidad quecasi excedía la capacidad del ojohumano, arremetiendo contra todoobstáculo que encontraba a su paso paraenviar así a decenas de francos areunirse con su creador. Su valerosoataque infundió valor a los soldadosmusulmanes que redoblaron el vigor desus embestidas contra los francos; losdesconcertados cruzados no estaban enabsoluto preparados para la furia delavance de Saladino y algunos de elloscomenzaron a retroceder.

En el momento en que Reinaldoalcanzaba el perímetro del campamentomusulmán, vio que sus hombresiniciaban la retirada pero siguióadelante, impulsado por una furiaabrasadora, hasta penetraren las líneasdefensivas de los árabes con una fuerzaimparable y alcanzar el corazón mismode la refriega y allí, por fin, Reinaldo deKerak se encontró cara a cara conSaladino.

Tal vez lo que cuentan que ocurriódespués sean sólo las imaginaciones delos soldados de ambos bandosdejándose llevar por la emoción delmomento, pero muchos recordaríanluego que se hizo un inquietante silencio

en el campo de batalla. Sin duda eltumulto de la guerra y los gritos de losmoribundos no debieron cesar, pero elhecho es que a los guerreros les parecióque una fuerza superior a cualquiera deellos había cubierto el campo de batalla,amortiguando el clamor continuado de ladestrucción que los rodeaba aunque tansólo fuera durante unos instantes. Fuecomo si, en ese momento, la Historiacontuviera la respiración.

Saladino y Reinaldo se miraron a losojos y acto seguido emprendieron elgalope el uno hacia el otro sin mediarpalabra, pues no había ninguna necesariani justificada en ese momento. Los doshombres habían vivido durante tanto

tiempo con el único propósito de matara su adversario que en ese momento seolvidaron por completo de cualquierotro objetivo militar de más calado. Lacimitarra de Saladino, forjada por losmejores herreros de Damasco, se cruzócon la espada de Reinaldo; alencontrarse los aceros se produjo unanube de chispas, como si las espadasmismas rebosaran el mismo odio queconsumía a los dos adversarios. Envitetras envite, las armas fueron ejecutandouna danza letal; la batalla continuaba asu alrededor pero para los dos líderes elmundo se había vuelto invisible, eracomo si estuvieran luchando solos en lallanura inmensa del campo de batalla desus almas, tanto uno como otro centrado

exclusivamente en su oponente.Y entonces Saladino, con el filo de

su cimitarra, golpeó con fuerza el brazocon que Reinaldo sostenía la espada yatravesó las capas de acero, cota demalla y músculo hasta llegar al hueso. Elcaballero lanzó un grito de dolor altiempo que dejaba caer el arma y elsultán no perdió un instante einmediatamente se dispuso a asestar elgolpe definitivo en el cuello de suadversario, pero su Némesis reaccionóde manera instintiva con un movimientovertiginoso del cuello que hizo que nofuera este sino el casco el queabsorbiera el golpe que de otro modo lohabría decapitado allí mismo. Reinaldo

cayó del caballo para acabar en elbarro, donde quedó tendidoinconsciente.

* * * El rey Guido de Jerusalén seguía la

batalla a distancia y vio las señales quelos heraldos en primera línea decombate hacían con los estandartes. Elcódigo era nuevo, ideadoapresuradamente tras conocerse que unespía capturado había revelado a losmusulmanes los secretos del anteriorsistema, pero le pareció poder descifrar

el mensaje que estaba siendo enviado asus generales desde el campo de batalla;las banderas subían y bajaban y cadacolor, cada número de círculos descritospor el estandarte, era parte de un sistemacomplejo que enviaba información aquienes necesitaban tomar decisiones enmedio del fragor del combate y, siestaba interpretando correctamente losmovimientos de los pendones de colorazul y verde, habían capturado aReinaldo. Luego una señal del naranjasiguió a otra del morado: el ataque habíafracasado. Rojo, negro, rojo otra vez:los hospitalarios estaban dispersos portodo el campo de batalla y no erancapaces de formar un perímetrodefensivo para proteger a los caballeros

templarios. El rey sabía lo quesignificaba todo aquello: sus hombresestaban desorganizados y el enemigo lossuperaba ampliamente en número,estarían todos muertos en cuestión deminutos. Gris, morado, negro: Raimundoestaba atrapado en el lago Tiberíades,Balián no era capaz de avanzar por laretaguardia. Las otras columnas delejército franco no podrían venir en suayuda.

Y mientras meditaba sobre aquelrevés terrible de la fortuna, el rey Guidopresenció una escena que le atravesó elcorazón como una daga: a unas cuantasdecenas de codos de distancia, en lacima de una colina conocida como el

Cuerno de Hattina, se produjo una granconmoción cuando apareció sobre lamisma el arzobispo de Acre, enfundadoen su armadura bajo las túnicassacerdotales propias de mi cargo ysosteniendo en alto una de las reliquiasmás veneradas de toda la cristiandad, untrozo de madera que se creía era partede la Cruz Verdadera en la que Cristohabía perecido. Al comienzo de labatalla, Guido había reparado con ciertainquietud en que se suponía que lacolina en cuestión era aquella en la queJesús había pronunciado su famosoSermón de la Montaña, y se le habíaantojado verdaderamente irónico que elarzobispo espoleara a los hombres paraentrar en combate precisamente desde el

mismo lugar donde el Señor había hechoun llamamiento a poner la otra mejilla Yahora, cubierto de cadáveres y lasentrañas de los miles de muertos ymoribundos, el Cuerno se habíaconvertido en un testigo mudo de lasconsecuencias nefastas que había tenidopara su pueblo hacer caso omiso de laPalabra: incluso si sujetaban en alto laCruz entre sus manos, habían fracasadoa la hora de llevarla en el corazón.

El arzobispo presenciaba la batalladesde aquella loma, rodeado detemplarios de una lealtad rayana en elfanatismo y sosteniendo el trozo demadera a la vista del ejército entero decreyentes, pues los hombres confiaban

en que la visión de la Cruz Verdaderatraería inspiración y aliento a lasdesmoralizadas y gravementedeshidratadas tropas. No obstante, enesos momentos un regimiento decaballería musulmana se acercaba ya agran velocidad a la colina para rodear alos valerosos defensores de la sagradareliquia y aislarlos del resto del ejércitocristiano.

Guido contempló lleno deimpotencia y horror cómo los arquerosmusulmanes se abrían paso hastapenetrar en las últimas líneas de ladefensa y, mientras los valientestemplarios caían víctimas de lainterminable lluvia de flechas, uno de

los jinetes infieles conseguía atravesarel último círculo defensivo y se dirigíaal galope hacia el aterrorizadoarzobispo. Con un ensordecedor grito devictoria que pareció resonar por todo elvalle, el guerrero ataviado con turbantele asestó un golpe de cimitarra con talfuerza que esta saltó en mil pedazos alentrar en contacto con el peto deleclesiástico y se produjo una explosiónde luz y sonidos al convertirse la espadainfiel en miles de aguijones letales queatravesaron la armadura del clérigo. Elanciano cayó hacia atrás en medio deuna lluvia de sangre y vísceras.Entonces el jinete arrebató el pedazo dela Cruz Verdadera de la mano delprelado muerto y lo sostuvo en alto a la

vista de todos.La Cruz había caído en manos de los

infieles. Era el final de guerra. Supueblo había sido derrotado.

Guido permaneció unos segundos depie, inmóvil bajo el sol abrasadormientras asimilaba la irrevocabilidad delos hechos, sin pronunciar una solapalabra, pues ¿acaso quedaba algo quedecir? Aquella derrota ya llevaba muchotiempo gestándose, los francos habíanpecado de una terrible falta de visión enla manera en que habían conducido laguerra contra los infieles: noventa añosatrás, sus antepasados atravesaron laspuertas de Jerusalén y perpetraron unamasacre como no había habido otra

igual en la ciudad desde los tiempos dela destrucción del templo de los judíos amanos de Tito y sus centuriones; inclusoel corrupto y despótico papa se habíadistanciado de los actos de canibalismoy las horripilantes atrocidadescometidas por los llamados guerreros deDios que habían descendido como unaplaga sobre los pacíficos habitantes dePalestina. Luego, sus compatriotashabían controlado el territorio pormedio del terror a la vez que ignorabancompletamente todas las leyes, tanto deDios como de los hombres. Los francoscreyeron que podían dominar TierraSanta con los métodos más alejados dela santidad que se pudieran imaginar yse mintieron a sí mismos argumentado

que sus pecados contra los musulmanesy los judíos se les perdonaríaninvocando la sagrada sangre de Cristo.

Cuando todavía era un hombre jovenpor cuyas venas corría el fuegoincontrolable del orgullo, Guido habíacreído que él y su pueblo eraninvencibles porque estaban del lado deDios, pero los años de guerra y crueldadhabían apagado esa llama. No hubierapodido decir exactamente los gritos dequé anciana suplicando clemencia o elllanto de qué niño aterrorizado ante elresplandor terrible de las espadas de losfrancos habían conseguido transformarsu corazón: había tantos… Los gemidoslastimeros de todas aquellas víctimas

poblaban sus noches de sueñoatormentado. Guido sabía que era Diosquien le enviaba las vividas pesadillasque lo consumían como un adelanto delo que le esperaba en el Infierno del queél y los otros nobles se habían hechomerecedores, era plena y dolorosamenteconsciente de que hacía mucho tiempoque sus hombre habían dejado de servira Cristo y ahora lo único que adorabanera su propia gloria. Aquella guerra erala mayor de las blasfemias, Dios nodejaría sin castigo la perversión delamor de Cristo de la que eran culpablesy Guido aceptaba que había llegado lahora de saldar esa deuda.

Los caballeros de Reinaldo habían

sido masacrados, eso estaba claro. Elejército musulmán había pasado de unaformación defensiva creando un muro deescudos a una imparable descargaofensiva, y ya veía los turbantes de lainfantería avanzando por la llanura igualque las implacables hordas de Gog yMagog. Los templarios encargados de ladefensa del campamento no seríancapaces de contener el avance deaquella oleada de sarracenosenfurecidos que avanzaba hacia suspabellones como una tormenta de arena.El rey volvió a su tienda, ignorandocompletamente el ajetreo de loscobardes nobles que prácticamentecaían de bruces a derecha e izquierda ensu precipitadas y torpes carreras para

escapar del inminente desastre. Guidoesbozó una sonrisa llena de amargura.¿A dónde creían que iban? Nadie podíaescapar al juicio de Dios. El faraón y suejército de cuadrigas ya habíanaprendido esa lección del modo máshorrible en el mar Rojo. Pero, claro, lamayoría de los francos eran analfabetosy no habían leído jamás la Biblia por laque decían luchar.

* * * El ataque del ejército musulmán fue

rápido y letal. Los templarios que aún

quedaban con vida defendieron susposiciones valerosamente en torno alcampamento de los francos, soportandola interminable lluvia de flechas yjabalinas lanzada por los atacantes hastaque, de manera inevitable, los hombresde Saladino penetraron en sus defensas.El sultán lideraba la carga con los ojosfijos en el pabellón del rey y losestandartes color carmesí quepalpitaban, se diría que como el corazónde una virgen, mecidos por el tórridoviento del desierto. Galopó hasta elpabellón real y se bajó del caballo de unsalto. Los soldados musulmanes,inmersos en feroz combate cuerpo acuerpo con los cruzados supervivientes,abrieron un corredor flanqueado por sus

cuerpos cubiertos en armaduras por elque pudiera avanzar sin peligro susoberano. Dos guardias francos, losúltimos fieles protectores del rey deJerusalén, hicieron ademán deinterceptarlo pero se deshizo de ellosrápidamente hundiendo la espada en suscorazones con facilidad calculada.

Saladino entró solo en la tienda, queestaba completamente desierta; sushombres eran conscientes de que nopodían desempeñar papel alguno en unaconfrontación entre casas reales. Elsultán avanzó por los corredoresformados por largos cortinajes quedividían el interior del pabellón sin quenadie lo detuviera. Aquel lugar, en otro

tiempo un hervidero de actividad,intrigas cortesanas y bravatas de losgenerales, el puesto de mando delejército de los francos, estaba ahoracompletamente vacío: desierto,abandonado, envuelto en ese silencioopresivo que a lo largo de la historia delos hombres ha seguidoindefectiblemente al momento en queuna época toca a su fin. El sultánconocía bien ese silencio, era el mismomanto que había cubierto todos y cadauno de los palacios en los que habíaentrado como conquistador, desdeDamasco hasta el califato fatimi de ElCairo. En esos momentos, Saladinohacía las veces de algo así como unvacío andante que silenciaba los últimos

suspiros de una civilización moribundapara sustituirlos por el llanto de reciénnacido de la siguiente era.

El sultán entró en los aposentospersonales del rey a través de unascortinas de fina seda color púrpura y seencontró con que el aroma a mirra yagua de rosas impregnaba el aire, uncontraste sorprendente cuando en elexterior todo estaba impregnado delhedor nauseabundo a sangre y sudor. Alotro lado de la estancia vio a Guidocompletamente solo, sentado frente altablero de ajedrez, se diría quemeditando sobre cuál debía ser supróxima jugada. Saladino no lointerrumpió. Por fin el anciano alzó la

vista y clavó la mirada en suarchienemigo, y luego se puso de piehaciendo acopio de los últimos vestigiosde orgullo regio que le quedaban.

—Soy el rey Guido, señor deJerusalén y siervo del Vicario de Cristo—se presentó el monarca francohablando en el árabe perfecto de unhombre que se ha pasado la vida entremusulmanes.

Saladino hizo una profundareverencia y luego se dirigió a suinterlocutor en francés, un idioma quehabía aprendido también comoconsecuencia de los años de luchas queahora llegaban a su fin. Su voz era fuertepero melodiosa, teñida con la

musicalidad del poder del Destino:—Mi nombre es Sala al Din ben

Ayub, sultán de Egipto y Siria y virreydel califato de Bagdad. Lamento que dosreyes se vean obligados a conocerse enlas presentes circunstancias.

Guido se quedó mirando a suvictorioso enemigo acérrimo y luegosonrió, alargó la mano hacia la figuradorada del rey sobre el tablero y lavolcó con un suave movimiento de lamano al tiempo que anunciaba:

—Jaque mate.

4

MAIMÓNIDES se sentía como en unsueño; recorrió con la mirada losaposentos privados del sultán,maravillado: los más poderosos ytemidos gobernantes de la región seencontraban allí reunidos en la mismaestancia, enemigos irreconciliables quedurante años habían intentado matarselos unos a los otros departían ahoraamigablemente como si fueran viejosconocidos. Saladino estaba sentado enun mullido cojín de terciopelo colorcarmesí —uno de los pocos lujos que se

permitía durante las campañas militares— con un Al Adil de gesto adusto de piea su lado, y el rey Guido permanecíatambién de pie a escasos codos dedistancia, junto a un Reinaldomalencarado y con el vendaje que lehabían puesto en la cabeza a resultas delgolpe asestado por el sultán empapadoya de sangre. Dos inmensos guardiasnubios con los cráneos rapados ydecorados con las espirales tatuadas enrojos propias de alguna tribu pagana seencontraban a ambos lados del cruzado,por si el prisionero hacía el más mínimoademán peligroso, pero este permanecíacompletamente inmóvil y con el rostroimperturbable, pétreo, aunque en susojos ardía un fuego voraz. Su mirada se

cruzó con la de Saladino, que no dijonada sino que alargó la manotranquilamente hacia una copa dorada yofreció al rey Guido un sorbo de aguacon sabor a rosas al tiempo que ledecía:

—No temáis, mi señor, sois mihuésped y estáis bajo la protección delhonor de la casa de Ayub. —Guidoesbozó una débil sonrisa y dio un tragopara luego pasar la copa a Reinaldo, loque hizo que la apacible expresión delsultán se volviera una de furia a duraspenas contenida—: ¡En ningún momentohe extendido mi protección a este cerdo!—protestó Saladino presa de laindignación con voz acerada como el

filo de una daga.Guido se quedó paralizado pero

Reinaldo pareció no darse por aludidosino que se dibujó en sus labios unasonrisa altanera. El sultán lo miró a losojos fugazmente y luego volvió a centrarla atención en el monarca:

—Ha llegado el momento de discutirlos términos de vuestra rendición,majestad. Una vez conquistada la costa,mis hombres marcharán hacia Jerusalén.

Guido asintió con la cabezaaceptando lo inevitable. —¿Quégarantías os proponéis ofrecer a mipueblo? —preguntó pese a serplenamente consciente de que no estabaen posición de negociar absolutamente

nada.—Vuestras iglesias serán respetadas

y la población civil no sufrirá el menordaño, no infligiremos a vuestro pueblolos horrores con que vosotrostorturasteis al mío, os lo juro en nombrede Alá —respondió el sultán.

Reinaldo soltó una suave risotada:obviamente no creía que los juramentospronunciados en nombre de «falsosdioses» tuvieran demasiado peso. Guidolanzó una mirada en dirección aMaimónides:

—¿Y qué pasará con los judíos? Laiglesia no puede permitir que regresen,tienen las manos manchadas con lasangre de nuestro Señor Jesucristo —

entonó Guido repitiendo la ancestralacusación que cabía esperar del líder delos cristianos, pero no había la menorconvicción en su voz.

Los ojos del rabino lanzaron undestello; sentía el corazón rebosante delhonor mancillado de trescientasgeneraciones de su pueblo y, nopudiendo contenerse, tomó la palabra:

—¡Sois unos cobardes que lleváismiles de años parapetados tras esamentira!

Saladino alzó una mano y clavó enMaimónides una dura mirada deadvertencia. Guido estaba bajo suprotección y el doctor acababa deinsultar a su invitado. Maimónides trató

de recobrar la calma al darse cuenta deque hablar sin permiso en una ocasióntan señalada —peor aún, avergonzar alsultán con sus palabras— podríaresultar un error fatal. De hecho elrabino se distrajo un instante pensandoen lo irónico que resultaría si, igual queMoisés, vivía para ver la TierraPrometida pero no lo suficiente comopara poner un solo pie en ella. Miró aSaladino a los ojos pero, en vez de ira,lo que descubrió en ellos fue infinitacompasión y paciencia. El judío asintiópor fin con la cabeza y dio un paso atrásen señal de disculpa; entonces el sultánse volvió nuevamente hacia el monarcacristiano: —Siento informaros de que nopuedo acceder a lo que pedís le

respondió—. Los judíos son Gente delLibro y por tanto nuestra religión losprotege. El Santo Profeta, Dios leconceda Su paz, prohibió que se lossometiera a cualquier tipo de opresión.

Guido aceptó la respuesta condignidad y se veía claramente que en elfondo de su corazón se alegraba de queel enemigo fuera capaz de actuar con lamisericordia que su propio pueblo yahacía tiempo que había olvidado, peroobviamente aquel comentario tocó unafibra sensible en Reinaldo, que sevolvió hacia su rey presa de una iraincontenible:

—¡Te pudrirás en las entrañas de laBestia por tus tratos con el demonio

mismo! —le echó en cara.Saladino se puso de pie y echó a

andar en dirección al orgullosoReinaldo con una sonrisa cortés en loslabios que sin embargo no disimulaba elprofundo odio que rezumbaban los ojosdel sultán.

—Debo daros las gracias, Reinaldo—le dijo al caballero—, porque sin vosesta victoria no habría sido posible;vuestros crímenes han servido para unira todos los creyentes tras siglos dedivisión.

—No he cometido ningún crimen —le contestó el cruzado al tiempo quesacaba pecho con gesto orgulloso.

Se hizo el más absoluto silencio

durante un instante, un silencio tanprofundo que a Maimónides le pareciópoder oír el susurro de las hojas depalmera cayendo al suelo en el lejano ElCairo.

—¿Y qué me decís de las matanzasde las caravanas? ¿Qué hay de lasviolaciones y la destrucción de aldeasenteras? —replicó Saladino con voztemblorosa de ira apenas contenida:claramente le costaba trabajo creer quefuera posible la total falta de decenciade la que hacía gala aquel hombre hastael último minuto.

—Víctimas inevitables de la guerra—se limitó a replicar Reinaldo con tonodespectivo y sin dejar ni por un minuto

de mirar a Saladino a los ojos.—Tal vez sea así en virtud de

vuestras reglas de combatecompletamente tergiversadas —respondió el sultán con voz acerada—pero, en cualquier caso, cuandoatacasteis La Meca y Medina vi contotal claridad que verdaderamentehabíais perdido el juicio. Decidme, miseñor, a excepción de una interminableyihad, ¿qué era exactamente lo queesperabais ganar con el asedio de lasciudades santas?

Las facciones de Reinaldo secrisparon al oír mencionar su granfracaso, la insensata aventura que habíacambiado el curso de la historia y había

culminado en su presente humillación amanos de su mayor enemigo.

—Nada de valor, en realidad —dijopermitiendo al fin que la abrumadorafuria que lo recorría dominara cualquieratisbo de la cautela necesaria en susituación—. Me proponía abrir la tumbade vuestro falso profeta y poner sushuesos a la vista de todos, hastaconsideré la idea de cobrar unos cuantosdinares.

Maimónides se preguntaría mástarde si habría sido su imaginación o sirealmente cambió la luz en la habitación,pero en aquel momento sintió como si elsol se hubiera eclipsadomomentáneamente. Reinaldo había ido

demasiado lejos con ese últimocomentario y el cosmos parecióestremecerse, presa de la anticipación.

Saladino desenvainó la cimitarra y,con un sólo movimiento lleno dedestreza, le rebanó el cuello al cruzado.La cabeza del franco salió volando porlos aires para acabar al otro lado de lahabitación mientras que su cuerpodecapitado permaneció inmóvil uninstante, como si estuviera tratando deprocesar lo que había ocurrido enrealidad, y luego de desplomó en mediode un inmenso charco de sangre quecrecía por momentos.

Guido se quedó paralizado, comoclavado al suelo mientras contemplaba

con horror el cadáver del noble, peroSaladino se volvió hacia él y le sonrió amodo de disculpa, igual que un anfitriónazorado porque se hubiera cometidoalgún pequeño error sin importancia enel transcurso de un banquete, y luego,con la cimitarra empapada en sangre aúnen la mano, avanzó un paso más y rodeócon el brazo los hombros delaterrorizado monarca con un gestoamistoso al tiempo que le sugería:

—Tal vez deberíamos continuar estaconversación durante la cena.

5

MAIMÓNIDES se quedó mirandofijamente los viejos muros de piedra deJerusalén, presa de un asombroinenarrable, mientras las lágrimas lenublaban la vista. Iba a lomos de uncaballo gris formando parte del desfiletriunfal que marcaba la entrada delsultán en la Cuidad Santa. Cuarenta delos más cercanos generales y consejerosdel monarca se habían reunido en unahilera de caballos y camellos parapresenciar la histórica llegada deSaladino a Jerusalén, y sin duda los

emisarios venidos de todos los rinconesdel califato en representación de losgrandes y poderosos constituían unvariopinto mosaico: soldados kurdoscon sus bruñidas armaduras y noblesegipcios ataviados con túnicas colorazafrán se mezclaban con los cortesanossirios engalanados con infinidad dejoyas y los moros llegados desde lascostas cubiertos con velos azules; hastael gran jeque de La Meca con suimponente turbante de seda verde habíaquerido estar presente y se habíaarriesgado a emprender el tortuoso viajepor la ruta de las caravanas que unía lapenínsula con los territorios del norte.Era la primera vez que el jerife de largabarba ondulada, el líder de la tribu del

Profeta, se había aventurado a salir de laCiudad Santa desde que se produjera elespeluznante ataque de Reinaldo.Emisarios de lugares tan lejanos comola India y las remotas estepas deMongolia habían acudido a desempeñarsu papel en la gloriosa liberación de AlQuds, que era como los musulmanesdenominaban a la Ciudad Santa deJerusalén. Todo el mundo islámicoestaba representado excepto su más altogobernante, el califa de Bagdad, que nohabía enviado ningún embajador apresenciar la rendición de la ciudad sinoque le había recordado a Saladino enuna misiva mordaz que el sultán era sumero representante. En realidad

Saladino era un gobernante tanindependiente como los rivales delcalifa, los Almohades de Córdoba, perono servía de nada enfrentarse a Bagdadabiertamente, así que el sultán habíaoptado por apoderarse a título oficial dela ciudad, es decir, en nombre del califay así, al menos por el momento,mantener alejados a los ejércitos de losabasíes.

Un heraldo, un muchacho de no másde quince años que iba a lomos de uncaballo joven de pelaje marrónmoteado, encabezaba el cortejo; parecíanervioso y emocionado, igual que elresto de los hombres, pero su juventudhacía que todavía no hubiese aprendido

a camuflar sus verdaderos sentimientostras una máscara de altanería. El jovenacarició con los dedos el cuerno de astaque le habían dado al encomendarle laseñalada tarea de anunciar la llegada delsultán y miró a este lleno deexpectación, aguardando a que le dierala señal.

Saladino iba montado a horcajadas alomos de Al Qudsiya, el corcel de pelonegro y crines salpicadas de finas vetasdoradas ahora mecidas por el viento deldesierto. El caballo tenía una altura decasi quince palmos, era uno de los másaltos que Maimónides había visto jamás,y el rabino se maravilló de nuevo decómo aquellas patas tan finas y elegantes

podían sustentar a una criatura tanimponente. El Creador, sin duda alguna,era un gran artista. Saladino no era unhombre particularmente alto pero subidoa su fiel montura dominaba desde lasilla al grueso de sus tropas con un aireregio que confería aún mayorsolemnidad a aquel momento histórico.

Las pesadas puertas de bronce deDamasco se abrieron ante losconquistadores y estos avanzaron haciael interior de su trofeo más preciado.

Maimónides vio que Saladinocerraba los ojos y musitaba en voz bajauna oración dando gracias a Alá antesde alzar la cabeza para contemplar laCiudad Santa que se extendía ante sus

ojos al otro lado de las puertas. Lascalles empedradas estaban desiertaspero no había peligro pues, unos cuantosdías atrás, Al Adil había liderado unaavanzadilla del ejército musulmán quese había encargado de los últimoscruzados y de restablecer el orden entrelos aterrorizados ciudadanos. Cabía laposibilidad de que aún quedara unpuñado de rebeldes armados esperandoen el interior de la ciudad a que llegarael momento de lanzar su último ataquedesesperado, pero los intentos deresistencia organizada habían terminado.

Saladino alzó una mano y comenzó ahablar con voz potente llena deautoridad.

—En el nombre de Dios, elClemente, el Misericordioso —proclamó al tiempo que se hacía elsilencio más absoluto y todas lasmiradas se clavaban en él—. Entramosen la Ciudad Santa de Al Quds,hermanos míos, llenos de humildad,plenamente conscientes de que la tierrapertenece a Alá y sólo a Alá, Señor delos Mundos. Es gracias a su infinitamisericordia que hemos derrotado a loshijos de Satán y puesto fin al reinado delterror en la tierra de los profetas. —Enese momento se desató un clamor devítores pero la expresión de Saladino sevolvió severa y cuando alzó la mano denuevo los gritos se interrumpieron

inmediatamente—. Recordad siempreque la ciudad nos es entregada comoprenda sagrada, no somos más que susregentes —prosiguió el sultán en un tonograve—. Si actuamos con justicia ymisericordia para con sus moradoresAlá nos concederá un largo reinado,pero si nos convertimos en un malsemejante al que hemos derrotado,entonces Él mismo buscará un nuevopueblo que ocupe nuestro lugar ynuestros nombres quedarán registradosen los anales de la historia entre los delos tiranos.

La intensidad de sus palabras, elpoder de su convicción moral, parecíanpenetrar hasta lo más profundo de los

corazones de aquellos hombresendurecidos por la brutalidad de laguerra y, mientras hablaba, un manto depaz descendió sobre los emocionadosdignatarios sumiendo a todo el cortejoen una profunda serenidad similar a laque experimenta quien vuelve por fin acasa y puede disfrutar de la compañía desu familia después de un largo y azarosodía. El viaje que los había llevado hastaJerusalén había durado cien años pero,finalmente, y contra todo pronóstico,habían llegado a su anhelado destino yahora era momento de reflexionar y dargracias, no de alardear de la victoria.

Con las palabras de Saladinotodavía resonando en sus corazones, el

cortejo siguió lentamente a su señor yatravesaron las murallas de la ciudad.Los soldados prorrumpieronespontáneamente en cánticos dealabanza a Alá y bendiciones a SuMensajero mientras avanzaban por lasenda antes recorrida por el Califa BienGuiado Umar hasta el corazón de laciudad de Dios. Se había derramadomucha sangre en el camino haciaJerusalén pero ahora era el momento dederramar lágrimas de alegría yadmiración ante lo caprichoso deldevenir de los tiempos.

El tiempo —Maimónides lo sabíabien—, era un bromista travieso; loshombres transitaban por el camino lleno

de las vicisitudes de la vida, agotándosebajo la fuerza inexorable de losacontecimientos, cuando, en realidad, eltiempo era poco más que un sueño. Laseras transcurridas desde la Creaciónhasta aquel momento quedaban más alládel entendimiento humano y al mismotiempo no eran más que un guiño del ojodivino y, como suele ocurrir en losmomentos de gran trascendencia, eltiempo parecía haberse ralentizado.Mientras cabalgaba bajo el arco deaspecto mayestático que marcaba laentrada a la Ciudad Santa, Maimónidessintió como si lo transportaran a unpasado distante, como si el peso de dosmil años de historia de su pueblo selevantara de sus hombros, más bien

resbalara por estos como gotas de lluviaque una doncella sorprendida por unaguacero de verano se sacude de lafrondosa melena. Con cada golpe sordode los cascos de los caballos sobre elempedrado, las arenas infinitas deltiempo fluían hacia el pasado alzandouna tras otras las innumerables capas develos que cubrían el pasado turbulentode la cuidad.

Al volverse hacia su derecha paracontemplar una torre medio derruida fuecomo si pudiera ver a los centinelasjebuseos haciendo sonar las campanasdesde las torretas para alertar a loshabitantes paganos de la llegada delimponente ejército del rey David. En

cada esquina en penumbra, el rabinoveía fugazmente imágenes de gentevestida con las sencillas túnicascaracterísticas de otros tiempos ya muyremotos, podía oír la risa de los niñosque celebraban por primera vez laFestividad de los Tabernáculos tras elfinal del cautiverio en Babilonia,captaba atisbos de los obreros quetrabajaron de sol a sol durante años paraerigir el Templo, con sus espíritusdeleitándose en el resplandecienteblanco virginal de la piedra caliza; elaire estaba cargado con la mismaelectricidad, combinación de miedo yasombro, que debía haber impregnado elalma de los profetas mientrasdenunciaban a gritos a los adoradores de

Baal y los seguidores de Jezabel.Y también podía oír los gritos.

Tantos gritos. Era como si todas y cadauna de las desgastadas piedras deJerusalén hubieran absorbido los gritosde los muertos, las súplicas pidiendocompasión que por lo general no eranatendidas por los corazones duros comoel pedernal de los conquistadores de laciudad: babilonios, persas, griegos,romanos, árabes y luego los francos. Yahora, el gran Saladino, señor de Egiptoy Siria, también había añadido sunombre a la larga lista de gobernantesde la ciudad junto a los deNabucodonosor y César Augusto.

Después, los gritos se desvanecieron

para perderse en regiones tenebrosas desu mente y el rabino se dio cuenta de queun silencio sepulcral envolvía toda laciudad: las callejuelas estrechas ytortuosas estaban desiertas, todas lasventanas permanecían cerradas, eracomo si Jerusalén hubiera quedadoabandonada en manos de sus atribuladosfantasmas. Pero Maimónides sabía quemiles de ciudadanos cristianospermanecían dentro del perímetro de susmuros, encerrados en sus casas rezandopara que Dios los librara de la venganzaque tanto tiempo llevaba gestándose. Lamayoría eran descendientes de loseuropeos que con tanta brutalidad habíaninvadido aquella tierra hacía un siglo yel peso del recuerdo de las atrocidades

cometidas por sus antepasadosprácticamente los aplastaba.

Durante la primera cruzada de 1099habían muerto cuarenta mil judíos ymuchos más musulmanes y cristianosfieles a los sultanes seleúcidasperecieron de formas demasiadohorrorosas como para osar siquierarecordarlas. Un legado de fuego, sangrey odio quedó grabado en las piedras dela ciudad Santa a manos de los francos ysus antepasados y ahora había llegado lahora del castigo, por fin había llegado elamanecer del día en que se saldaríaaquella deuda cruel.

Por supuesto, Saladino habíaenviado una avanzadilla a informar a la

población de que no habría represaliascontra los cristianos de Jerusalén sinoque declararía un armisticio general a sullegada, pero los francos,acostumbrados como estaban a laspromesas vacías y las traiciones de suslíderes, no habían concedido muchocrédito a aquellas palabras. Si los reyesque los gobernaban en nombre de Cristoya no eran dignos de confianza, ¿cómoiban a fiarse de la lengua viperina de uninfiel? No, los ciudadanos de a pie deJerusalén estaban convencidos de queese día sería su final y por tanto habíanelegido pasarlo en casa o en la iglesia,preparándose para el desastre que almenos no los cogería por sorpresa.

«Bueno, que sufran y pasen miedo»fue el pensamiento que cruzó la mentedel rabino pese a sus ímprobosesfuerzos por suprimir aquel sentimientocruel. Estos francos, estos colonoseuropeos, eran bárbaros que habíanlevantado sus vidas sobre cimientosconstruidos con los cadáveres de supueblo, y las casitas de piedra y adobeen que se escondían ahora habían sidoerigidas precisamente por losantepasados de los hombres que habíanmasacrado despiadadamente. Saladinopodía mostrarse clemente con ellos,pero Maimónides se permitió unmomento de fría satisfacción al caer enla cuenta de que esos intrusos

experimentarían durante unas cuantashoras el terror que ellos mismos contanta indiferencia habían causado a otrosdurante un siglo.

Obviamente, tales sentimientos noeran correctos, ¿verdad? ¿Acaso nollevaba toda la vida enseñando a susdiscípulos que la Torá exigía de loshombres que amaran incluso a susenemigos, que un vencedor magnánimotenía un lugar asegurado a la diestra deDios? Pero entonces ¿por qué en elmomento más importante de toda suvida, el del triunfo de su pueblo frente alos opresores, le costaba tantoperdonar? Era como si los recuerdosgrabados a fuego en las piedras de la

cuidad inundaran su alma, como si losconflictos que habían desgarradoJerusalén durante dos mil años libraranahora su eterna batalla en lo másprofundo de su corazón.

Y entonces fue cuando vio a laniñita: una pequeña de unos tres o cuatroaños que, de algún modo, había salidode su casa y ahora caminaba sin rumbofijo por un pasaje desierto; iba vestidacon una sencilla túnica de color amarilloy llevaba los cabellos rizados de colorcastaño atados con unos cordelitos decolores; la cría se alejó unos cuantospasos de una casita de piedra con unaherrumbrosa puerta de hierro y alzó lavista para mirar de hito en hito a la larga

hilera de sementales y camellos queavanzaban directamente hacia donde seencontraba. Era demasiado pequeñapara comprender que estabapresenciando un momento histórico quesería recordado por las generacionesvenideras, demasiado inocente parasaber que se suponía que aquelloshombres eran sus enemigos; lo único queveía era lo preciosos que eran loscaballos y los apuestos soldados con susarmaduras relucientes. La niñita decabellos castaño claro se quedó allí depie sola, en una esquina, saludando conla mano a los conquistadores que seacercaban, cuando de repente se abrió lapuerta de la casa.

—¡No la toquéis! —se oyó gritar aun hombre con el rostro picado deviruelas y los ojos resplandecientes deterror que atravesó el umbral blandiendouna vieja espada medio oxidada perocon la hoja afilada como una cuchilla debarbero.

De los labios de una mujer de ojosazules que lo seguía —claramente lamadre de la niña— brotó una súplicacuando vio a su pequeña allí de pie enmedio del cortejo de los conquistadores.

Al ver al hombre con la espadadesenvainada, uno de los lugartenientesde Saladino alzó su arco disponiéndosea atacar al rebelde cuando el sultán seinclinó hacia delante y posó una mano en

el brazo del soldado con firmeza.El lugarteniente bajó el arma en el

momento en que Saladino desmontaba yse acercaba a la niña; el padre seprecipitó hacia ella también, todavía conla espada en alto, pero se detuvo en secoen el momento en que sus ojos setoparon con la mirada acerada deSaladino.

—Soy capaz de frenar a mishombres hasta cierto punto —le advirtióel sultán—, pero te sugiero que bajes laespada, amigo mío, si no quieres queeste ángel tenga que llorar la muerte desu padre.

El hombre miró a su esposa conexpresión aterrorizada y al ver los ojos

suplicantes de ella su valor sedesvaneció y bajó la espada para clavarsu mirada llena de incertidumbre en elnuevo señor de la ciudad mientras estese arrodillaba junto a su hija.

Saladino sonrió y acarició el pelo dela niña, ella lo miró con unos inmensosojos del color del cielo que rezumabanla luz divina característica de lajuventud; llevaba en la mano un tulipánque acababa de arrancar del jardín delvecino y se lo ofreció a su nuevo amigoal tiempo que una amplia sonrisa leiluminaba el rostro. Saladino aceptó elregalo correspondiéndole con un besoen la frente y luego, mientras los padrescontemplaban la escena presas del

desconcierto y el estupor más absolutos,el sultán se quitó una cadena deesmeraldas que llevaba alrededor delcuello y se la puso a la niña que levolvió a sonreír encantada. Entonces sevolvió hacia el hombre y su mujer y lesdijo:

—Me venía preguntando si mebrindarían una acogida calurosa enJerusalén y cuando he visto las callesdesiertas me ha apenado muchocomprobar que la gente no había salidoa saludarme, pero vuestra hija me haofrecido un recibimiento mil vecesmejor que la falsa devoción de miles desúbditos atemorizados.

Dicho lo cual, Saladino alzó a la

niña en brazos y se la entregó a sutemblorosa madre que la abrazó confuerza, aferrándose a ella como si lediera miedo que se le fuera a escapar yechase a volar igual que una paloma a laque le abren la puerta de la jaula.

El sultán volvió a montar a lomos desu caballo y luego se llevo la mano alcinturón del que desató una bolsa de oroque le lanzó al desconcertado padrediciendo:

—Corre la voz, hermano cristiano,cuéntale a todo el mundo que Sala al Dinben Ayub dará una gran fiesta estedomingo para celebrar la paz entrenuestros pueblos y que tu hija se sentaráa mi derecha durante el banquete como

invitada de honor, pues ha sido laprimera en dar la bienvenida al sultán ala ciudad de Dios.

Bajo la atenta mirada de losdesconcertados padres, Saladino y suscompañeros reemprendieron la marchahacia el corazón de Jerusalén. El tumultointerior que había estado torturando aMaimónides se había desvanecido: Diosle había mostrado a través de la pequeñacristiana el milagro del amor y elperdón; aunque los horrores que habíanempapado Jerusalén en sangre durantesiglos nunca podrían ser borrados de lamemoria de los tiempos, sus víctimaspodían ser honradas, precisamenteponiendo fin al círculo vicioso de

venganza; la humareda ponzoñosa delodio podía sustituirse por la suave brisaotoñal de un nuevo día en el que ya nohubiera reproches ni recriminaciones.Mientras el rabino iba pensando en todoeso, las voces del pasado parecierondisolverse con un suspiro final de alivioy las piedras enmudecieron.

El cortejo dobló una esquina y lasmeditaciones de Maimónides seinterrumpieron de forma abrupta. Fuecomo si acabase de salir de un pozocompletamente negro para adentrarse enuna llanura infinita iluminada por laradiante luz de sol de la tarde y, al cabode unos instantes, por fin, comprendiódónde se encontraban: ciertamente había

regresado al centro del mundo y ahorasus ojos se posaban sobre la imagen quetenía ante sí igual que un hijo alzaría lavista hacia el rostro de su adoradamadre a la que no había visto desdehacía años; en toda la vida.

El Kotel, el Muro de lasLamentaciones se alzaba ante él en todasu esplendorosa soledad y de losinmensos bloques de piedra calizaparecía brotar una luz propia queencendiera un fuego que surgía delinterior. Al darse cuenta de que era elprimer judío que posaba la mirada enlos lugares más sagrados para su pueblodesde hacía casi un siglo se sintióindigno de semejante honor, fue como si

por fin comprendiera la insignificanciadel ser humano en presencia de suCreador.

—Ve, amigo mío, ve a adorar alDios de Moisés tal y como tu corazón hadeseado hacer durante todos estos años—lo animó Saladino, que lo mirabasonriente.

Maimónides sabía que el sultáncomprendía perfectamente lo que estabasintiendo en esos momentos pues,alzándose justo por detrás del Muro, sedivisaba la mezquita de la Cúpula de laRoca resplandeciendo a la luz del sol.Lo primero que había hecho Al Adil alentrar en la ciudad había sido quitar lacruz llorada con la que los francos

habían coronado el domo y Saladinocontempló el recuperado santuarioislámico con una reverencia similar a laque sentía su doctor ante el Muro. Paralos musulmanes, las mezquitasconstruidas sobre las ruinas del antiguotemplo judío eran santuarios tansagrados con los de La Meca y Medina,y Maimónides vio que a Saladino se leponían los ojos brillantes igual que a élal contemplar aquel monte que para sureligión era sagrado.

Los dos hombres, cada uno de una fedistinta, se quedaron de pie ante lacolina donde los cielos sollozaron alencontrarse con la tierra, y en esemomento Maimónides se dio cuenta de

cuál era el verdadero poder de la viejaciudad: al igual que las mujereshermosas, Jerusalén inspiraba pasión eincluso delirio en sus pretendientes,odios que podían desencadenar amargasrivalidades y duelos para ganar sucorazón frente al resto de adversarios,pero ahora por fin el doctor comprendíacuál era su secreto. Jerusalén no era unadescocada que cambiaba de idea a cadainstante con intención de enfrentar entresí a quienes la cortejaban sino que suamor era mucho más profundo, tanintenso que los que caían en sus redes noalcanzaban a comprender que brotaba deun pozo inagotable que podían compartirmuchos y aun así nunca se secaría; ellaamaba a todos los hombres y acogía con

los brazos abiertos a todos los hijos deAdán, era la propia mezquindad de susamantes la que impedía a estos ver queel corazón de la amada era generoso,estaba repleto de amor y jamás podríaser monopolizado o controlado, de lamisma manera que la tierra no podíaabarcar la inmensidad de los cielos.

Tan inmersos estaban los dos amigosen sus respectivas cavilaciones queapenas se dieron cuenta de que seacercaba un pequeño grupo de noblesfrancos por el extremo opuesto de laplaza desierta que se abría ante el Muro:Heraclio, el patriarca del SantoSepulcro, vestido con una túnica delcolor del ébano cubierta por un sinfín de

cruces y ornamentos, encabezaba laembajada formada por un puñado deseñores timoratos y nerviosos quehabían salido al encuentro del sultán conla esperanza de que éste se mostraríacompasivo. Saladino hizo avanzar alcaballo para acercarse a saludar a susnuevos súbditos mientras queMaimónides desmontó del suyo y echó aandar hacia el Muro con la cabezainclinada en señal de reverencia: eramejor dejar la diplomacia a los hombresde estado.

En el momento en que el rabino searrodilló en el lugar que para él era elmás sagrado de la tierra, las lágrimascomenzaron a descenderle por las

mejillas y no pudo evitar pensar en supueblo y como durante generacioneshabían brindando con la fórmulaesperanzada de «el año que viene enJerusalén», una expresión que siemprese le había antojado irreal, poco másque palabras vacías destinadas aproporcionar cierto consuelo a unoshombres díscolos. Y, sin embargo, pesea la escasa probabilidad de que pudierallegar a pasar algún día, el milagro sehabía producido, el exilio había llegadoa su fin y el año que viene se habíaconvertido en hoy.

Un canto de una belleza quejumbrosasurgió de una de las torres cercana alMuro como doloroso recordatorio de

que, por más que su pueblo hubieraregresado a Jerusalén y volvieran encalidad de huéspedes de honor, aun asíya no eran los dueños y señores de laciudad y tal vez nunca volverían a serlo.

Dios es grande. Dios es grande.Declaro que no hay dios sino Alá.Declaro que Mahoma es Su

Enviado.Venid a orar. Venid a la salvación.Dios es grande.No hay dios sino Alá. Mientras el eco de la llamada a la

oración de los musulmanes retumbabapor todo Jerusalén por primera vez en un

siglo, Maimónides sintió que lo recorríaun escalofrío, una premonición: Dioshabía traído a Su pueblo de vuelta aJerusalén por una razón, de eso estabaseguro, pero ¿les concedería la paz?

6

Palacio Real, Tours 1187

Ricardo Corazón de León se revolvióincómodo en el asiento al sentir clavadaen él la mirada de otra nobleenamorada: la doncella de cabellos deun rubio muy pálido y largas pestañas(Jolie, así se llamaba, ¿no?) lo mirabafijamente desde el otro lado del gransalón de baile, sus ojos de un azulcristalino le recordaban al jovenheredero a los de un halcón vigilando a

su presa. Si la memoria no le fallaba,era la hija del vizconde de Le Mans,otra de tantas meretrices de la corte,alguien con quien su madre habríadesestimado una potencial alianzainmediatamente por considerar a ladoncella de una clase inferior, yseguramente habría llevado razón, perolas diferencias de clase no habrían sidoobstáculo para Ricardo si hubieraestado verdaderamente interesado. Unode los privilegios que le correspondíancomo príncipe heredero al trono deInglaterra era, por supuesto, el derecho allevarse a la cama a cualquier mujer quedeseara y ciertamente, a lo largo de lossiglos, la mayoría de los jóvenes quehabía ocupado su posición habían

aprovechado al máximo las ventajas queesta les brindaba. Pero Ricardo eradiferente, a él las mujeres le interesabanmás bien poco, menos aún las quehabían sido criadas en la asfixiantemediocridad del ambiente cortesano.

Y esa noche, la mediocridad eraprecisamente algo que sin dudaabundaba en la corte. Apartando losojos de Jolie, miró a su alrededor yesbozó una mueca de fastidio alcontemplar la pompa y circunstancia delas ceremonias de la velada: era como sitoda la aristocracia del oeste de Franciase hubiera dado cita en aquel baile enTours; por lo visto, el rumor de que elrey Enrique —más bien dado a la

reclusión— tal vez asistiría habíacaptado la atención de todos los necioscon título hereditario de aquella partedel país que habían acudido en masa,seguramente con la intención decosechar algún favor de las más altasinstancias del poder. Además, todoshabían traído a sus hijas vestidas confinas sedas importadas de Roma yFlorencia, en este caso con la esperanzade que alguna de ellas lograra por finechar el lazo al príncipe heredero, pormás que lo precediera su legendariafama de ser inmune a tales estratagemas.Ni que decir tiene que la mayoría deaquellas muchachas no habían estadojamás en el interior de un palacio real yRicardo reparó en ello enseguida al ver

que las jóvenes, con ojos como platos,lo miraban todo a su alrededor ysucumbían a la fascinación delgigantesco salón de baile con inmensosventanales de arco apuntado y doblealtura con vidrieras de mil colores porlos que se accedía directamente al granbalcón iluminado por la luz de la luna.Unas columnas apiñadas de estilo góticosustentaban las bóvedas de crucería deltecho a más de una veintena de codos dealtura; las paredes estaban cubiertas coninmensos aparadores de roble en los queestaban expuestas las mejores y másexquisitamente diseñadas armas defranceses e ingleses y un fuegoimpetuoso ardía alegremente en la

enorme chimenea de mármol de quincecodos de altura coronada por unasimágenes de querubines y serafinestallados en piedra con su benévolamirada posada en los simples mortales asu cargo.

Ricardo volvió a fijarse en Jolie,que parloteaba animadamente con unascuantas amigas muy maquilladas yreparó en que, si bien el resto de lasmuchachas parecían temblar de puraexcitación mientras recorrían con lamirada el imponente salón con expresiónmaravillada, ella daba la impresión deencontrarse a gusto y hasta relajada enaquel ambiente. Bueno, por lo menoseso era buena señal. Mientras

contemplaba su tez pálida desde el otroextremo del salón profusamenteiluminado, Ricardo se preguntó —aunque con bastante frialdad— comosería aquella muchacha en la cama.Tenía un aspecto tan discreto y recatado,con el cabello perfectamente recogidoen un complicado moño a capas al estilode la última moda de París…Seguramente era de las que gritan; lasmodositas siempre eran de las queluego, en la cama, gritaban como locas.Las contadas ocasiones en que elpríncipe había saciado el deseo sexualcon una cortesana habían supuesto unaespecie de ejercicio mental para él, unaoportunidad de analizar la naturalezavoluble del sexo femenino que salía a la

luz tan pronto como se deshacían delvelo del decoro social. Ricardo habíaconstatado que, indefectiblemente, lasmujeres siempre revelaban su verdaderanaturaleza y mostraban hasta los lugaresmás recónditos de su alma cuando seabandonaban a los placeres del amor,descubrimiento que no había hecho sinoaumentar el desagrado que en general leproducían las féminas.

Tal vez esta noche tendría laoportunidad de realizar otroexperimento. Ricardo no apartó la vistade la doncella hasta que la fuerzainvisible de su mirada hizo que estaalzara los ojos distrayéndosemomentáneamente de la conversación

que mantenía con una amiga de aspectomenos refinado y pechos grandes. Joliese sonrojó al reparar en aquella miradaintensa y claramente carnal y apartó losojos un instante para luego mirardirectamente a los de él. ¡Ya estaba! Latenía. Ricardo sabía que la primeramirada era tan sólo una prueba y lasegunda un signo inequívoco de suvictoria. Dejó de mirarla. Demasiadofácil.

—Estoy de acuerdo, no es tu tipo —oyó decir a su hermana entre risas.

Juana tenía la irritante costumbre deleer los pensamientos más íntimos deRicardo, incluso cuando este no habíadicho ni una sola palabra. Alzó la vista

hacia ella mientras la princesa tomabaasiento a su lado en la tarima real ycontempló sus resplandecientes trenzasde dorados cabellos semejantes a unahilera de margaritas brillando bajo elsol estival de media tarde. La joven seinstaló cómodamente en un cojín deterciopelo azul y fingió dedicar a suhermano una mirada de reproche.

—Dices eso de todas las mujeres leechó en cara él.

Ricardo no toleraba ni la másmínima crítica de ningún hombre —ymucho menos de ninguna mujer— perotenía debilidad por Juana, la únicapersona de toda la corte, de toda sufamilia, en quien tenía una confianza

ciega; era como si su hermana fueracompletamente inmune a la enfermedadde la intriga y los cuchicheos a los quetan propensa era la casa de Angevin, ysabía que cualquier consejo que le dieranacería siempre del más sincero amor ydeseo de proteger los intereses de suhermano mayor y no estaría motivadopor sus propios intereses personales.

—Y siempre llevo razón —lerespondió ella con tono burlón—,mírala: bonitos ojos pero es tan planacomo una tabla y, peor aún, no podríaproporcionarte lo que más necesitas, quees un desafío. Se pasará dos o tres díasrechazando tus avances tal y como sesupone que debe hacer y luego se

arrojará en tus brazos y en tu lecho conpoca o ninguna ceremonia.

—A la mayoría de los hombres noles desagradaría en absoluto que asífuera…

—¡Ah, sí!… Pero tú no eres como lamayoría de los hombres —replicó Juanacon una sonrisa—. Ahora bien,seguramente daría mejor resultado queotras personas que has dejadoencaramarse a tu cama, y lo más seguroes que las repercusiones fueran menores.

Ricardo se sonrojó al recordar elepisodio al que se refería su hermana:unos cuantos años atrás, cuando todavíano era más que un chiquillo, habíacometido un error que todavía lo

perseguía hasta ese día, nada más que unmero experimento en el que se habíaembarcado llevado por la curiosidadinfantil, pero que lo había convertido enel hazmerreír de toda la corte de losAngevin. El caso era que por aquelentonces el mejor amigo de Ricardo erael príncipe heredero al trono de Francia,el cautivador Felipe, tambiénsobradamente conocido por sus másbien indiscriminadas preferencias en loque a los asuntos del corazónrespectaba. Atraído por la juvenilexuberancia y energía de Felipe,Ricardo se había dejado seducir por elapuesto príncipe francés; no había sidomás que una aventura corta que, más queotra cosa, sirvió para sellar su amistad y

en el fondo poco tenía que ver conninguna pasión hiera de lo normal, perolos rumores se habían extendido como lapólvora y las avergonzadas familiassepararon a los muchachos deinmediato. Durante años Ricardo tuvoque soportar las risitas y los chismes dela corte sobre aquel tema, hasta que sudestreza en el campo de batalla habíapor fin desviado la atención del país desus hábitos de alcoba hacia otrosasuntos, aunque la herida no habíacicatrizado del todo en muchos sentidosy no le gustaba que nadie profundizarademasiado en aquel tema, ni siquiera suadorada hermana.

—Te falta tiempo para lanzarte a

aconsejarme sobre los asuntos delcorazón, Juana, pero en cambio túpareces decidida a acabar hecha unasolterona.

Juana se estremeció y Ricardo deseóal instante poder retirar lo dicho, puessu hermana todavía no se había repuestodel todo de una historia amorosa fallidade hacía tres años, cuando su padre lehabía prohibido casarse con Edmund deGlastonbury. El rey Enrique manteníadesde hacía mucho tiempo unenfrentamiento con el conde de Somersety no podía soportar la idea de que suhija pasara a formar parte de la familiade su rival. Juana quería con locura a supadre pero la decisión de este le había

destrozado el corazón, de hecho nohabía vuelto a dirigirle la palabra en dosaños excepto para las cortesías y lossaludos estrictamente necesarios, peroal final se habían reconciliado despuésde que los médicos del rey la informarande que la dolencia cardíaca que padecíaEnrique estaba empeorando.

El rey podía ir a reunirse con CristoNuestro Señor en cualquier momento —le advirtieron—, y lo mejor para todosera poner fin a su distanciamiento antesde que eso ocurriera. Juana y su padrehabían empezado otra vez de cero pese aque su relación nunca volvió a serexactamente como antes: ella se habíavuelto más seria, menos dada a la risa y

las lágrimas, y se había convertido en unser solitario, ya no le interesaban losjuegos de seducción con que solíanentretenerse los vástagos de la nobleza.

—Perdóname, hermana, esecomentario ha sido desafortunado por miparte.

Ricardo nunca se disculpaba, porprincipio, le parecía que era algocompletamente innecesario en el caso deun príncipe y que además dabatestimonio de una falta de confianza ensu autoridad divina que podría serutilizada por sus enemigos pero, en elcaso de Juana, siempre estaba dispuestoa hacer una excepción en las normas queregían su vida.

—Yo sólo quiero ahorrartesufrimientos, hermano —le respondióella con la voz teñida por un leveresquemor—, y me preocupa que el tipode mujer por la que te sientes atraído notraerá más que caos a tu vida.

—¿Y qué tipo de mujer es esa? —preguntó Ricardo al tiempo que en suslabios se dibujaba una sonrisa con laque pretendía congraciarse con suhermana y desviar la conversación de lapérdida sufrida por Juana.

—En lo más profundo de tu corazón,lo que quieres es una mujer que no sedeje impresionar por ti, alguien que noenmudezca de admiración ante el futurorey de Inglaterra. Y luego, cuando esa

mujer haya logrado ganarse tu devocióny se siente junto a ti en el trono, será ellala que te maneje como a una marioneta yel reino acabará en manos de losfranceses —bromeó Juana con un tonodivertido que Ricardo agradeció muchovolver a oír en su voz.

—Muéstrame un francés capaz deblandir una espada y yo mismo leentregaré gustoso el trono —lerespondió él con una carcajada mientrasse pasaba los dedos por la frondosacabellera ondula de color rubio rojizo.

Y entonces se proyectó sobreRicardo una sombra:

—No tengas tanta prisa porcoronarte, muchacho. —Ricardo se

mordió el labio para contenerse y luegoalzó una mirada fría hacia su padre, elrey Enrique, un hombre enjuto deaspecto adusto y poblada barba queacababa de hacer su aparición y ahorase cernía sobre él mirándolo con aire deprofundo reproche—. El trono es parahombres de verdad que han probado elfuego del campo de batalla y no parachiquillos que se entretienen con suslanzas de juguete.

De pronto, el salón quedó ensilencio mientras el rey avanzaba conpaso lento hasta el centro de la tarimareal, Juana se puso de pie y ayudó almonarca a sentarse en el trono.

—Buenas noches, padre —lo saludó

Ricardo con tono cortante a modo derespuesta para acto seguido dar laespalda a aquel hombre que tantodespreciaba, el rey bajo cuya asfixiantesombra había tenido que vivir siempre.

Padre e hijo ya rara vez se dirigíanla palabra y el abismo que los separabase iba acrecentando cada día, inclusoahora que el Ángel de la Muertesobrevolaba el lecho del monarca todaslas noches. Ricardo se decía a sí mismoque su distanciamiento eraperfectamente natural, incluso positivo,puesto que le confirmaba que iba bienencaminado por la senda que todos losgrandes hombres habían seguido desdeel principio de los tiempos.

Era todo bastante poético. Ricardoera un ávido estudioso de los mitosantiguos, no sólo de los de celtas ynormandos, sus antepasados, sinotambién de los mitos griegos y romanosmás hacia el este, y creía que esasfantasías opulentamente entretejidas quelos clérigos despreciaban como mentiraspaganas eran en realidad relatosimpregnados de sabiduría queanalizaban con perspicacia la naturalezahumana. Tal vez por eso veía su propiavida reflejada a diario en lasnarraciones sobre Urano y Cronos,padre e hijo, enzarzados en una luchaperpetua como resultado de la cualhabía surgido el cosmos. Ricardo se

preguntaba si Enrique conocería eldesenlace de todas aquellas leyendas: elhijo, una vez alcanzada la cúspide delpoder, indefectiblemente derrotaba ycastraba al arrogante padre; lo viejodebe dar paso a lo nuevo, tales son lasleyes que rigen cielo y tierra.

El rey Enrique echó a andar conpaso renqueante, pues se veía obligado—y cada vez más— a apoyar sobre lapierna izquierda el peso de la derecha,cuya rodilla padecía una artritis que ibaen aumento. El monarca de grisescabellos se acomodó en su trono y, de unmodo que distaba mucho de ser discreto,se negó en redondo a ni tan siquieraposar la mirada en su hijo ni responder a

su saludo pronunciado —bien es cierto— con gran desgana por el joven. Elanciano cascarrabias examinó con unamirada rápida de desprecio maldisimulado a los nobles allí reunidosque permanecían de pie y poco menosque en posición de firmes desde sullegada.

—¡Ay, por Dios, seguid a lo vuestrode una vez! Ya estoy demasiado viejopara tanta monserga… —declaró convoz bronca pero todavía cargada deautoridad.

Comenzó a sonar la música de nuevoy los nobles, hombres y mujeres debuena cuna y corazones crueles, fueronpasando ante el trono para presentar sus

respetos al monarca con profundasreverencias y seguir luego su caminohacia la pista de baile. Ricardo alzó lavista al techo para evitar que su miradase cruzara con la de ninguno de todosaquellos aduladores que hacían colapara mendigar los favores del rey. Lapresencia de su padre siempre lo dejabaabatido, era algo así como una nevadaen las tierras altas escocesas, queconvertía los bellos lagos de colorzafiro en superficies heladas.

De pronto se abrió una puerta lateralde bronce y plata y el humor de Ricardopasó de sombrío a abiertamenteiracundo cuando vio aparecer en elumbral la aborrecida silueta de su

hermano menor, Juan: se suponía que elmuchacho no debía regresar de unamisión en España hasta la semanasiguiente. Al entrar Juan se interrumpióla música otra vez y un murmullo seextendió por todo el salón mientras elpríncipe de cabellos oscuros avanzabaseguido de su séquito de caballeros —todos cubiertos de polvo y con aspectodesmadejado después del largo viaje—hacia la tarima real ante la cual Juan ysus hombres realizaron una profundareverencia.

—¡Hijo mío! —exclamó el rey—, tupresencia siempre tiene para este viejoel mismo efecto esperanzador del solabriéndose paso entre las nubes.

Ricardo reparó con amargura en quesu padre, el rey Enrique que hasta esemomento se había mostrado huraño,ahora se deshacía en cálidas sonrisas.Juan era desde hacía años su hijofavorito, una posición que se habíaganado a base de obsequios y palabrasalmibaradas, mientras que Ricardo, porel contrario, nunca había dejado dedecir lo que pensaba y cuestionar amenudo las políticas excesivamentecautelosas de su padre, Juan parecíacontentarse con adular al viejo necio ydejar que el reino solucionara susproblemas solo.

—Y para mí es un deleite participarde vuestra santa gloria, padre, sobre

todo tras las semanas pasadas encompañía de los sucios infieles —respondió Juan.

El príncipe había sido enviado asupervisar las negociacionescomerciales con los invasores morosque dominaban la Península Ibéricaporque, pese a que Ricardo considerabaque era su deber como heredero al tronoparticipar en las misiones diplomáticasante los infieles, Enrique se habíanegado a enviarlo en su nombre,argumentando con su brusquedadhabitual que la naturaleza temperamentalde su hijo mayor acabaría arrastrando aInglaterra por el lodazal de una guerracon los árabes de España en vez de

abrir vías comerciales que diera salidaa la alfarería galesa en los bazares deCórdoba. Cuatrocientos años atrás, losfranceses habían logrado contener lainvasión musulmana precisamente en laciudad de Tours, y Enrique habíadeclarado que no estaba dispuesto acorrer el riesgo de que su hijo ofrecieraa los moros el menor pretexto paraembarcarse en una segunda yihad. Sinembargo, a ojos de Ricardo, la decisióndel monarca no se basaba tanto en sussupuestas carencias como diplomáticosino más bien en los esfuerzos de supadre por encumbrar a Juan ante losnobles.

El príncipe de cabellos color ala de

cuervo sonrió a su progenitor y a Juanamientras evitaba por todos los mediosque su mirada se cruzara con la de suhermano, y luego dio un paso al frente yentregó al rey un pesado pergamino queel anciano desenrolló con ciertoesfuerzo.

—Traigo buenas noticias, padre —anunció alzando la voz—, nuestrosemisarios defendieron su terreno frente alos infieles en la mesa de negociacionesy hemos conseguido pactar un acuerdoque reportará grandes cantidades de oroa las arcas de nuestros mercaderes.

Enrique examinó el documento condetenimiento y por fin dedicó a su hijouna sonrisa rebosante de orgullo.

—Mañana hablaremos en detalle detu viaje a Córdoba y las garantías quehas obtenido para nuestro pueblo —dijoel rey—, pero esta noche reservémoslapara la música y el baile. Os ruego a ti ya tus hombres que tengáis a bienrefrescaros con una copa de vino ydisfrutéis de la velada en compañía devuestros compatriotas. —Luego elanciano se volvió hacia los nobles yañadió—: Dedico el baile de esta nochea Juan y sus valerosos caballeros, quetras realizar un largo viaje hasta elcorazón del territorio enemigo hanvuelto a casa con las bendiciones de laamistad y el comercio bajo el brazo.

Y, dicho esto, Enrique alzó su

resplandeciente copa para brindar porlos éxitos de su hijo. Su declaraciónhabía sido recibida por los nobles congrandes vítores entre los que se disimulósin gran dificultad la carcajadasarcástica de Ricardo. El príncipeheredero sabía que el anciano seengañaba a sí mismo al pensar que lapaz con los sarracenos pudieraalcanzarse jamás porque aquellosinvasores de piel oscura, por mucho quese envolvieran en finas sedas ybrocados, siempre serían unos nómadasdesarrapados surgidos de las arenas deldesierto. Además, conocía losrudimentos de su religión y laencontraba ofensiva y sin lugar a dudasridícula.

De niño, una vez un sacerdote lehabía contado que Satán disfraza susmentiras con verdades para así engañara los hombres y conseguir que estos lesirvan, y la religión de los infieles eraun claro ejemplo de ello: decían adorara Dios pero cuestionaban la autenticidadde la Santa Biblia, hasta declarabancreer que Cristo era el Mesías peronegaban Su divinidad e incluso laveracidad de la crucifixión; y todo estobasándose en las palabras de uncamellero analfabeto. A Ricardo no lecabía la menor duda de que Mahoma erala Bestia de la profecía, enviado paraponer a prueba al pueblo de Dios. Supadre en cambio, haciendo alarde de una

total falta de visión más allá del cortoplazo, se enorgullecía de los tratadosque firmaba con esos hombresmalvados, pero Ricardo estabaconvencido de que unas relacionescomerciales más abiertas no hacían otracosa que envalentonar a aquellosdemonios y propagar su pestilencia aúnmás lejos, hasta el corazón mismo de lacristiandad.

Juan se sentó a su lado en la tarimalimitándose a saludar a su hermanomayor con un fugaz movimiento de lacabeza poco menos que obligado dadala ocasión. Los juglares comenzaron atocar otra vez, las parejas regresaron ala pista de baile para celebrar el éxito

del joven príncipe y en ese momento lamirada de Ricardo volvió a cruzarse conla de la pálida Jolie y él, obligándose adesviar la atención de los últimosacontecimientos, se levantó y fue agrandes zancadas hasta la muchacha y,una vez ante la desconcertada doncella,hizo una profunda reverencia que estabaseguro desataría un murmullo entre loschismosos, que era precisamente lo quebuscaba. Sin duda la joven pertenecía auna clase inferior, pero aun con todopodría servirle de ayuda a la hora deprovocar un escándalo que apartara laatención de la corte de la inesperadallegada de su hermano Juan. Y ademásRicardo sabía que aquelcomportamiento, a todas luces contrario

a la etiqueta de la corte, ofenderíagrandemente a su padre y enfurecer alviejo era simplemente un beneficioañadido.

Jolie aceptó la mano que le tendía altiempo que sus pálidas mejillas seteñían de rojo con sólo pensar en laaduladora circunstancia de que elpríncipe heredero la hubiera sacado abailar. Ricardo la tomó en sus brazos,plenamente consciente de que la miradairacunda de su padre lo seguía por todala estancia, y los nobles se apartaron almomento con intención de dejar espaciosuficiente para que el príncipe herederobailara a sus anchas con la encantadahija de un aristócrata de poca monta.

Ricardo la estrechó en sus brazos apesar de que la música era másadecuada para un baile más formal y, alcabo de un instante de dudageneralizada, el resto de las parejas queocupaban la pista de baile los imitaron(siempre era mejor seguir el caminomarcado por la realeza, incluso si elpríncipe elegía saltarse las normas y latradición). Los músicos adaptaron deinmediato a la nueva situación el ritmode cromornos, chirimías de doblelengüeta y nácaras, y se pusieron ainterpretar una pieza que se ajustara alos pasos más informales y vivaces queresonaban ahora por todo el salón.

Mientras sujetaba a Jolie con fuerza

contra su pecho, Ricardo se puso asusurrarle al oído palabras dulces ymentiras principescas e inconsecuentes;notó que la emoción de la muchacha ibaen aumento y supo a ciencia cierta que,si así lo deseaba, la muchacha estaríatendida en su cama antes de que salierael sol. El problema era que en realidadno lo deseaba, pero decidió que laseduciría de todos modos, y sabíaperfectamente que tendría que darexplicaciones a su padre a la mañanasiguiente en relación a cualquierescándalo que pudiera producirse comoconsecuencia. Sintió las miradas detodos los presentes clavadas en él y seobligó a ignorarlas; había aprendido quela única forma de conservar la cordura

en la corte era vivir el momento —¡alcarajo las consecuencias!—; lo que talvez explicaba por qué se comportócomo lo hizo al cabo de un rato cuandoel emisario del papa irrumpió en elbaile con unas noticias que cambiaríanlas vidas de todos ellos, y desde luegoel curso de la historia, para siempre.

7

—ESTE muchacho acabaráconmigo; y con mi reino también —musitó el anciano rey mientrascontemplaba con irritación creciente asu hijo Ricardo bailando con Jolie.

Enrique conocía al padre de lamuchacha, un hombrecillo obsequiosohasta la náusea, y no tenía el menorinterés en tener que disculparse ennombre de su díscolo hijo ante unpersonaje de rango tan inferior al suyo:sin duda se produciría la típica escenaen la que los atribulados padres dejaban

escapar gritos entrecortados de sorpresaacompañados de sollozosapesadumbrados al enterarse de que suhija había perdido la inocencia a manosdel lascivo jovenzuelo (aunque el rey seimaginaba que seguramente la inocenciade Jolie había quedado reducida a unrecuerdo lejano hacía ya bastantetiempo); y después vendrían lasinevitables peticiones de compensaciónpara restañar el mancillado honor de lafamilia… Pero, aun así, aquello erapreferible a los perniciosos rumores quehacían circular los enemigos de Ricardosobre como el heredero prefería lacompañía de su mismo sexo. Y tambiénsería mejor para el legado de losAngevin si su hijo llevaba al reino a la

bancarrota debido a sus veleidadesamorosas que si la causa eran susdescabellados sueños de conquista.

A medida que el fin de sus días seacercaba cada vez más, a Enrique lequedaba menos paciencia para losdelirios de grandeza de Ricardo y no sellamaba a engaño en lo tocante a lasaspiraciones de su hijo ni sus neciaspretensiones de estar destinado a lagrandeza. El temperamental muchachode cabellos rojizos se había bautizado así mismo con el sobrenombre deCorazón de León tras unas cuantasvictorias en el campo de batalla y elapelativo había corrido como la pólvorapor todo el país junto con los relatos que

ensalzaban su valentía e ingenio. AEnrique no le quedaba más remedio quereconocer, por más que fuera aregañadientes, que aquella reputación noera del todo inmerecida, ya que elmuchacho poseía una destreza naturalpara la guerra que rayaba en lagenialidad. Ahora bien, el rey temía quealgún día la habilidad de Ricardo con laespada acabara suponiendo para supueblo nuevos episodios de tragedia ydestrucción, más que de coraje yheroísmo. Enrique sabía que su apuestohijo ejercía gran influencia sobre lasmasas que veían en su indómita melena yporte regio un reflejo distante de lasimágenes paganas de Apolo, pero si elmuchacho se proponía sentarse en el

trono de Inglaterra algún día, alguientendría que abrirle los ojos sobre suslocas pretensiones antes de queembarcase al reino entero en algunaaventura pobremente planificada con elúnico objetivo de alimentar su propialeyenda.

—¿Me permitís que os haga unapregunta, padre? —oyó decir a Juana,que lo sacó del ensimismamiento con sudulce voz.

—Pregunta, mi pequeña, y obtendrásrespuesta.

El monarca adoraba hasta tal punto ala muchacha y el modo en que encarnabala suave perfección, que a menudo leresultaba difícil creer que pudiera ser

fruto de la relación vengativa ydespojada de todo amor que habíatenido con la odiosa mujer que era sumadre.

—¿Por qué sois tan duro con él?Por alguna razón inexplicable, su

querida Juana estaba unida a Ricardopor un vínculo especial y siempre salíaen defensa del muchacho a la menoroportunidad. Enrique recordaba unaocasión en la que siendo Juana todavíauna niña, se había deshecho en sollozoscuando Juan y Ricardo habían salido acazar un lobo que estaba aterrorizando alos campesinos de toda la campiñagalesa y después, cuando sus hermanoshabían vuelto con una sonrisa triunfal en

los labios cargando a cuestas el cadáverdel animal. La princesa se había puestoa llorar la muerte de la temible bestiaigual que si de una cariñosa mascota setratara.

Juana se desvivía por todos y eseera tanto el origen de su fuerza como sumayor y más trágico defecto, porqueprecisamente esa predisposición acentrarse siempre en lo mejor de cadapersona, incluso cuando en realidad nohabía en absoluto nada bueno que ver,eso mismo era lo que la había hechocaer en brazos de Edmund, un borrachoy un putero que, por amor a ella, lehabía prometido poner punto final a sucomportamiento salvaje de otros

tiempos. Enrique sabía de sobra lafacilidad con que se hacían —y con quese incumplían— ese tipo de juramentosy no le había quedado más remedio queoponerse a la unión, aunque, porsupuesto, le había resultado más fácildado que odiaba al padre de Edmundcon todas sus fuerzas. Hasta ese día,jamás le había negado nada a Juana,pero desde entonces se había instaladoentre ellos una sombra que ya nunca sedisiparía del todo. Edmund declarótener el corazón roto y al poco tiempo semarchó al extranjero, supuestamentepara tratar de restañar sus heridasponiendo tierra de por medio, peroEnrique estaba convencido de que si sehubieran casado, no habrían tardado en

llegarle a su hija noticias de losmúltiples devaneos de su amado con lasdamas de la campiña francesa si el muynecio no se hubiera dejado matardurante una reyerta de borrachos en unataberna a las afueras de Niza. Sinembargo, tal y como habían salido lascosas, ella siempre lo recordaría comosu verdadero amor y a su padre como elogro que los había separado parasiempre.

En cualquier caso, la que leplanteaba Juana era una pregunta lícita:¿por qué se mostraba tan implacable consu hijo, el heredero del trono, cuandotodo el país cantaba su heroísmo?, ¿porqué existía un abismo insalvable entre

los dos? La verdad era que si Enriquehubiera mirado con atención alpersonaje que había al otro lado de lainsuperable brecha que le separaba desu hijo, seguramente se habríaencontrado frente a frente no ya con suhijo sino con un sombrío reflejo de símismo: en lo que a orgullo, vanidad einseguridad estructural se refería,Ricardo y el eran uno.

Enrique había aprendido por lasmalas cuál era la verdadera carga quesoportaban los reyes sobre sus hombrosy aquella lección lo había dejado vacíoy sintiéndose completamente solo. Eltrono era una cárcel; el palacio, unzoológico que albergaba a un sinfín de

nobles mezquinos; y sus sirvientes consus continuas intrigas, la única cosa quepermanecía en un mundo por todo lodemás pasajero. El largo viaje que habíallevado a su corazón de príncipeaventurero a monarca endurecido ydesencantado lo había dejado exhausto,más que cualquier otra batalla quepudiera haber librado contra loshombres. Supuestamente, el Profeta delos sarracenos había dicho que la mayorbatalla a la que se enfrentaba un hombreen la vida, la mayor yihad, era contrauno mismo, y Enrique también habíaaprendido que a veces los herejesconocían mucho mejor la verdaderanaturaleza humana que los justos, quetanto pontificaban sobre ideales con

gran petulancia, cómodamenteescudados en su propia hipocresía.

Pero todo eso eran pensamientos quejamás podría compartir con nadie, nisiquiera con su amada hija cuyaexistencia parecía ser una prueba de quetodavía debía quedar algún rescoldo devirtud fluyendo por sus venas.

¡Ah!, él ya era viejo, y prueba deello era que no fuese capaz de controlarsus propias divagaciones, por más quefueran puramente mentales. La muchachale había hecho una pregunta y deberíabastar con que le diera la consabidarespuesta.

—Yo, lo único que quiero —respondió por fin— es proteger a

Ricardo de los nobles que, en cuantodetectan la menor debilidad, atacan. SiRicardo no es capaz de ser un hombretampoco llegará a ser rey sino que unbuen día se despertará sintiendo el rocede una daga en el pecho y las dulcescaricias de las damas caerán parasiempre en el olvido.

Juana lo estaba mirando de un modoextraño, sus ojos color aguamarinaparecían penetrar hasta lo más profundode su ser, más hondo incluso que lastemibles garras de Azrael. Hmm… talvez la razón por la que todavía seguíacon vida, para gran sorpresa de susdoctores, era precisamente que el Ángelde la Muerte andaba buscando un alma

que arrancar de su cuerpo exhausto.Aunque Enrique, tras tantos años en eltrono, dudaba ya de que todavía tuvieraalma pero, si era el caso, sería aquellamuchacha la que descubriría dónde seescondía y no desvelaría a nadie elsecreto.

—Ricardo es muy joven, cierto —admitió ella— y tal vez bastante incauto,pero se comportaría mejor siexpresarais vuestra fe en él en vez dedenigrarlo en cuanto se presenta lamenor oportunidad. Son incontables loshombres que han acabado porconvertirse en fiel reflejo de lasexpectativas de sus propios padres.

¿Cómo era posible que fuera tan

sabia? Desde luego no le venía por ellado de su intrigante madre y no iba aengañarse a sí mismo ni por un minutoconsiderándose un hombreparticularmente perspicaz, pues toda lasabiduría que Enrique pudiera haberadquirido se la había ganado a través delas crueles lecciones que imparte elDestino y la insensatez. Juana, encambio, daba la impresión de quealbergaba una chispa de genialidad en suinterior cuyo origen parecía ir más alláde su propio linaje.

—Querida mía, hay veces que dudosi no sería mejor para Inglaterra que meolvidara tanto de Ricardo como de Juany te dejara a ti el trono —comentó el

monarca solamente medio en broma.La idea se le había pasado por la

cabeza en algunas ocasiones de grandesesperación al considerar lasperspectivas de su legado, pero era muyconsciente de que la nación no estabapreparada para que una mujer detentarael poder abiertamente, sobre todoteniendo en cuenta que todo el mundosabía que en realidad eran las mujeresde la corte las que en verdadcontrolaban el reino por medio de lossecretos a media voz con que se tejíanlas intrigas.

Juana soltó una carcajada, laprimera muestra de verdadera alegríaque le había oído en mucho tiempo, y a

Enrique se le pusieron los ojosbrillantes al escuchar de nuevo aquelsonido durante largo tiempo olvidado.

—Quedaos la corona, padre —dijola muchacha—, si cayera en mis manosno tardaría ni un segundo en abdicar. Elpoder no me atrae lo más mínimo. —Hizo una pausa y la sonrisa que seadivinaba en sus ojos se desvaneció—.No soy como mi madre.

Enrique sintió que le hervía lasangre al oír mencionar a Leonor deAquitania, la mujer con la que habíacompartido su lecho, la que le habíasusurrado al oído tiernas palabras deamor mientras por otro lado conspirabapara derrocarlo. La traicionera reina

llevaba presa catorce años, desde quesus esfuerzos fallidos por orquestar ungolpe de estado habían fracasado. Asípues, en realidad sus hijos se habíancriado sin una madre y quizá por esoprecisamente no debería haberextrañado a nadie cómo habían salidolas cosas al final.

Todos esos pensamientos fuerondesechados y hasta olvidados en elmomento en que el ineludible fluir de lahistoria irrumpió en su mundo conintención de volverlo del revés unaúltima vez: las pesadas puertas del salónse abrieron de par en par sin mayorceremonia y la música se interrumpióinmediatamente. En un primer momento

Enrique no distinguía qué ocurría debidoal gentío, pero reparó en que Juan seponía de pie y entornaba los ojos conuna actitud inequívoca de preocupación.El enjambre de nobles se hizo a un ladopara abrir un corredor hasta el trono ypor fin Enrique pudo ver a un personajecuya sola presencia ya despertaba en élel temor a una nueva tragedia.

De pie en el umbral había un italianovestido con ropajes de terciopelo negroy rojo adornados con la insignia papal:un mensajero del Vaticano que habíallegado sin previo aviso y, a juzgar porla expresión hosca que teñía lasfacciones del hombre de oscura barba,Enrique concluyó que traía malas

noticias.El mensajero avanzó con paso

decidido por el salón de baile con laseguridad de alguien a quien noimpresiona la presencia de reyes, puespasaba sus días en compañía del Vicariode Cristo y por tanto ningún monarca deeste mundo podía afectar al corazón deun hombre que vivía en el centro mismodel Reino de los Cielos. El enviado sedetuvo ante la tarima real e hizo unareverencia con gesto mecánico.

—Majestad, os traigo un mensaje deRoma, del Santo Padre —anunció convoz fría y un tanto siniestra.

El heraldo había pasado por alto elprotocolo habitual de largas

presentaciones formales y alabanzas alTodopoderoso y estaba dispuesto a irdirectamente al asunto. Se extendió entrelos nobles un murmullo rebosante denerviosismo y el creciente clamorahogado del miedo y las especulacionesamenazaban con engullir las palabrasque fuera que aquel hombre que habíaatravesado media Europa iba apronunciar.

Enrique se puso de pie condificultad; Juana le sujetó el brazo concuidado para que el rey pudieraapoyarse en ella mientras se levantaba aatender al emisario portador de oscurospresagios de tormenta. Luego, elsoberano alzó una mano y de repente ya

no era un anciano de paso inseguro sinoque volvía a mostrarse como el rey deInglaterra, tanto por sus hechos yademanes como por su título:

—¡Silencio! —retumbó su ordenabrupta por toda la estancia igual que elchasquido de un látigo, y los noblesenmudecieron instantáneamentededicándole toda su atención—. Habla,heraldo del Vaticano, la nación aguardatus palabras.

El mensajero dudó un instante, sediría que estaba teniendo ciertadificultad a la hora de encontrar laspalabras adecuadas, o que apenas podíacreer que se le hubiera encomendado latarea de transmitir el mensaje que le

habían confiado.—Su Santidad, el pontífice de

Roma, envía bendiciones de Cristo paraEnrique, señor de Angevin —comenzó adecir el enviado papal para despuéshacer otra breve pausa—. Es con granpesar y profunda pena que os traigo lanoticia de que Jerusalén ha caído enmanos de los sarracenos…

Si el mensajero dijo algo más,Enrique nunca llegó a oírlo, tal fue laconmoción que se produjo en la sala,como el eco atronador de miles decascos de caballerías enloquecidasgalopando en el campo de batalla, y elmonarca supo que esa imagen que habíacruzado su mente mientras intentaba

restablecer el orden era seguramente unapremonición de las oscuras horas que seavecinaban. El rey agarró su bastón demarfil, regalo de algún embajadorolvidado de un país salvaje de la costanorte africana y golpeó el suelo de roblede la tarima con fuerza hasta que pareciórestaurarse mínimamente el orden.Enrique recorrió rápidamente los rostrosde los nobles con la mirada, que secruzó con la de Ricardo, que seencontraba al otro lado de la estancia:había algo en los ojos del muchacho quelo perturbaba, una mezcla de amargafuria y sombría determinación que elanciano no había detectado nunca antesen su hijo.

Cuando los gritos ya iban remitiendohasta quedar reducidos a un murmulloahogado de terror y desaliento, Enriquesintió que le fallaban las piernas, no porcausa de la terrible noticia sino debido alos estragos de la edad, y volvió asentarse con cuidado en el tronomientras Juana le pasaba instintivamenteel brazo por los hombros con gestoprotector.

—¿Qué noticias hay del rey Guido yReinaldo de Châtillon? —preguntó elmonarca cuyos pensamientos se habíadirigido de inmediato a sus compatriotasy hermanos en Cristo, por más queconsiderara que este último apelativoera demasiado halagüeño para referirse

a Reinaldo, un asesino de corazón durocomo la roca.

Enrique había conocido aldespiadado francés cuando este eraniño, y desde luego en su día recibió consatisfacción la noticia de su marcha paraponerse al servicio del reino deJerusalem pues era mejor que un hombreasí partiera a sembrar el caos alextranjero que tenerlo provocándolo encasa.

—El rey Guido ha sido depuestoaunque sigue con vida, prisionero de esedemonio de Saladino. —El heraldo hizootra pausa, como si no pudiera soportarel peso de las malas noticias que estabaa punto de compartir—. Reinaldo,

lamento tener que comunicaros, hapartido a reunirse con nuestro Señorcomo mártir.

Se produjeron más exclamaciones ygritos entre la multitud, sobre todo porparte de los primos de Reinaldo y unoscuantos de sus parientes que fingían quela noticia de su muerte los horrorizaba,aunque Enrique sabía que los mismosparientes que tan apesadumbrados semostraban ahora serían los que esamisma noche brindarían en secreto paracelebrar la desaparición del caballero ycomenzar a repartirse sus tierras yposesiones.

—Este es un final largamenteanunciado —sentenció el rey—, Guido

era un líder débil y Reinaldo unmonstruo. Hombres como ellos nohabrían podido contar con el favor deDios para retener el control de TierraSanta.

Ahí estaba, ya lo había dicho: esaera la verdad. Cuando se enteró de quese moría, Enrique se había prometidoque a partir de ese día diría siempre loque pensaba, pues ya no tenía nada queganar sirviéndose de las mentiras sutilescon que los hombres suelen aferrarse altrono. Ahora bien, no le había resultadofácil desprenderse de los muchos añosde práctica en el arte de laprevaricación diplomática. Las noticiasque había traído aquel heraldo suponían

un punto de inflexión para el reino, sabíaperfectamente lo que pretendía el papa—otra Guerra Santa—, y Dios eratestigo de que Enrique no tenía la menorintención de avenirse a los deseos delpontífice. Si para salvar a su pueblo deesa locura tenía que ofender hasta alúltimo miembro de la corte, lo haría, yel primer paso en esa dirección eradecir la verdad, incluso si los poderososlo consideraban una ofensa.

Ciertamente así fue: el murmullo quese extendió rápidamente entre lamultitud no distaba demasiado delsibilante sonido de una serpiente queinspecciona un territorio nuevo altiempo que reconsidera su estrategia de

caza. Enrique miró fugazmente a Juan y aJuana: resultaba evidente que los habíadesconcertado al hablar de repente contanta dureza del caballero mártir, perotambién vio en sus ojos que, encualquier caso, ambos permaneceríansiempre al lado de su padre. Y entoncesoyó una voz que se alzaba por encimadel ronroneo de los cuchicheos de lamultitud y lo enfureció:

—Padre, sin duda no puede ser unabendición de Dios que unos bárbarossean dueños y señores del lugar dondemurió Cristo… —lo retó su díscoloheredero delante de todos los nobles.

Los cortesanos miraron al padre ydespués al hijo y los murmullos fueron

en aumento. Desde luego la velada ibacamino de convertirse en un verdaderodrama y el entretenimiento que se estabaofreciendo a todos los presentesprometía ser mucho mayor de lo que erahabitual en los aburridos bailes de lacorte. Enrique tenía que apagar aquellallama antes de que se declarara unincendio.

—Esos a los que calificas debárbaros nos han hecho hincar la rodillaen tierra —respondió con vozenvejecida pero todavía llena deautoridad—, y estoy seguro de que tuhermano Juan ha sido testigorecientemente de que, en realidad, un díaen las escuelas de Córdoba bastaría

para que los más ilustres académicos dela cristiandad se ruborizaran por suignorancia, hecho del que, por otraparte, sólo nosotros mismos somosculpables.

Enrique paseó la mirada entre losnobles: sus palabras no tenían el menorsentido para ellos, pero ¿qué cabíaesperarse de un montón de analfabetoscon el intelecto embotado trasgeneraciones de endogamia e incapacesde enfrentarse a la verdad de que losmusulmanes superaban con creces a loseuropeos en lo que a cultura y ciencia serefería? Era mucho más fácil condenar aotros tachándolos de infieles y bárbarosen vez de hacer frente al fracaso y el

estancamiento que padecía su propiasociedad. Enrique dudaba de que fueraposible llegar con sus palabras hasta loscorazones de la mayoría de ellos, perono estaba dispuesto a tolerar que losdelirios de grandeza de unos cuantosarrastraran a su empobrecido pueblo aun enfrentamiento con la civilizaciónmás avanzada del planeta.

Por desgracia y, como de costumbre,su hijo no compartía esa opinión:

—Sin duda el rey de Inglaterra no sehumillaría ante el negro corazón de esedemonio de Saladino —replicó Ricardoal notar que había tocado una fibrasensible con unas palabras quecoincidían con la opinión silenciada de

la mayor parte de los nobles presentesen la sala.

Al muchacho le encantaba ser elcentro de atención, incluso si era a costade declararse en franca rebeldía.

—No olvides cuál es tu lugar,muchacho, sobre todo si no quieres quetu cabeza acabe adornando la repisa demi chimenea —le atajó su padre con untono que ponía de manifiesto con todaclaridad que no se trataba de un amenazaretórica ni una exageración.

Aquella intervención atajóinmediatamente cualquier murmullo dedescontento que hubiera podido seguirflotando en el aire pero, para grancontrariedad y creciente irritación de

Enrique, Ricardo parecía estardisfrutando con aquel duelo verbal:

—No soy más que un humildeservidor del rey —respondió—, perohasta un siervo sabe reconocer cuál essu deber cuando el Señor lo llama a suservicio.

Dicho lo cual, el orgulloso Corazónde León se subió a una de las finasmesas barnizadas de un salto, con losbrazos extendidos a modo de llamada deatención, y los nobles se congregaron asu alrededor, fascinados por la pasiónarrolladora del joven. Enrique reparó enque incluso el heraldo del Vaticanoparecía estar sucumbiendo a suconvincente actuación.

—Oh, nobles de Inglaterra yFrancia, escuchadme —comenzó a decirel fogoso heredero—, juro ante todoslos reunidos hoy en la corte de losAngevin que esos hechos terribles noquedarán sin castigo. El infiel nomancillará la Sagrada Tierra en la queCristo vivió y murió. Estoy dispuesto aregresar a Tierra Santa blandiendo laespada en alto para librar a nuestraamada Jerusalén de la peste sarracena.—Entonces hizo una pausa y luego porfin salieron de su boca las palabras queEnrique llevaba tratando de evitar quese pronunciaran desde la llegada delheraldo papal, las palabras quecondenarían a la nación al fracaso y el

sufrimiento—: ¡En el nombre de Dios yen el de mi amado padre, proclamo quelideraré la próxima Cruzada!

Una oleada de vítores envolvió a lamuchedumbre igual que un fuegodescontrolado. Cuando la mirada deEnrique se cruzó fugazmente con la delenviado del papa, el rey vio en los ojosdel enviado una expresión triunfal puesregresaría ante el Santo Padre connoticias de lo más alentadoras: losnobles ingleses y franceses estabandispuestos a apoyar al papa pese a lasreticencias del mismo rey, lo quereforzaría la posición del Vaticano a lahora de tratar con otros monarcasintransigentes. Llevaría meses, pero al

final toda Europa se movilizaríapreparándose para la guerra a peticiónde la Iglesia. Enrique sabía que a esossupuestos hombres de Dios no habíanada que les gustara más que matar yrobar a otros sus propiedades al tiempoque se declaraban completamenteinocentes. Él pronto estaría muerto y elasunto escaparía a su control, pero nopodía evitar contemplar a su hijo, que enese momento se deleitaba en la gloria delas multitudes exaltadas, y pensar que elmuchacho iba a acabar aprendiendo porlas malas, igual que él.

—Es un necio —musitó en voz altapero sin dirigirse a nadie en particular.

—Intenta complacerte —le

respondió su hija rápidamente.Enrique sabía que, fiel a sí misma

hasta el final, Juana jamás sería capazde hablar mal de su hermano enpresencia del padre de ambos.

—Lo que pretende Ricardo esavergonzarme delante de toda la corte—replicó él con un tono que no invitabaa continuar con aquella discusión—,sentarse en el trono incluso cuandotodavía soy yo el que lo ocupa, pero teaseguro que no permitiré que arrastre nia un sólo hombre por esta sendademencial mientras aún me quedealiento.

Juana apartó la mirada al darsecuenta de que poco podía hacer ella

para proteger a un hermano que carecíade la sensatez de saber dominarse anteel trono, así que se puso en pieenseguida y, tras excusarse cortésmente,se alejó de la tarima real y la heridasupurante que era su familia.

Mientras los nobles felicitaban aRicardo y festejaban la apasionanteperspectiva de una nueva cruzada, el reyposó la mirada en un Juan silencioso quepermanecía sentado a poca distancia. Elmuchacho tenía una naturaleza taciturnamuy diferente de la de su extrovertidohermano: rara vez hablaba, preferíaescuchar atentamente y hacer suscálculos antes de posicionarse. Enriquesabía que, en muchos aspectos, Juan se

parecía a su madre bastante más que elosado Ricardo con su franquezaarrolladora. De hecho, Leonor resultabaser precisamente más peligrosa cuandoestaba callada, que era el momento en elque, invariablemente, su mente se poníaen funcionamiento para conspirar y urdirtramas tan intrincadas que nadie podíaescapar de ellas. Juan no había abiertola boca y se veía a las claras que estabaanalizando los acontecimientos a todavelocidad buscando la manera deaprovecharlos en su beneficio. Enriqueadmiraba al muchacho y a menudo habíaconsiderado que sería un buen rey, perolos nobles preferían la personalidadmagnética y extravagante de Ricardo.Juan todavía no había reunido los

apoyos que le proporcionarían una basesuficientemente sólida desde la quearrebatarle el puesto a su hermano peroahora, más que nunca, Enrique sabía quehabía llegado la hora de zanjar el temade la sucesión.

El mundo estaba cambiando a granvelocidad e Inglaterra necesitaba quealguien con pulso firme se colocara altimón para guiar a la nación durante latormenta que se avecinaba. Enrique miróa Juan a los ojos y le susurródiscretamente:

—Hijo mío, esta noche hablaremoslargo y tendido sobre el futuro del reino,si estás dispuesto a escuchar lascavilaciones de un pobre viejo, claro

está.Juan se enderezó en el asiento al

tiempo que abría los ojos como platos,tanto que daba la impresión de estarescuchando unas palabras que llevabaaños esperando oír; lo cual no dejaba decorresponderse bastante bien con larealidad.

—Estoy preparado, padre.

8

Jerusalén 1189

—¿El corazón del mundo? Más bien lacloaca… —comentó Miriam ganándosecon ello una mirada de reprobación desu tía Rebeca que, como de costumbre,ignoró.

No estaba en absoluto impresionada:llevaba toda la vida oyendo losincreíbles relatos sobre la gloriosaJerusalén, una ciudad con las callespavimentadas de oro y diamantes traídos

por los ángeles del rey Salomón, dondeen el cielo de la noche resplandecía laluz de cientos de miles de santos…¡Pamplinas! Aquellos cuentos no eranmás que basura; «y además en el sentidoliteral», pensó mientras el carruaje enque viajaban avanzaba lentamente porlas vetustas calles mugrientas del barriocristiano de la ciudad. Sabía que losfrancos apenas conocían los rituales dehigiene más básicos, pero las montañasde desechos y boñigas de camello quecubrían las calles empedradas estaban apunto de hacerla vomitar. Su tío sin dudase habría burlado de ella y habríaconsiderado su reacción como muestrade un carácter un tanto pretencioso; notodas las ciudades del mundo estaban

tan bien cuidadas como El Cairo… Ya,seguramente todo eso era cierto, pero enel momento en que el coche dobló unaesquina y atravesaron de pronto unaespesa nube de moscas, Miriam sesorprendió a sí misma suspirando porestar de vuelta en los maravillososjardines de la capital egipcia.

No obstante, también se daba cuentade que la topografía y la necesidad, almenos en parte, tenían algo que ver conel aire inhóspito y lúgubre que loimpregnaba todo: Jerusalén estaba en lacima de una colina en medio deldesierto. De hecho, en sus orígenes, entiempos de los jebuseos, había sido unafortaleza militar y no una ciudad, con lo

que en un primer momento no habíacontado con las instalaciones que solíanser imprescindibles para atender lasnecesidades de una poblaciónpermanente; por ejemplo, durante suviaje hacia el norte, había reparado enque muchas de las aldeas por las quehabían pasado tenían arroyos yriachuelos, pero Jerusalén en cambiocarecía de su propio suministro de agua.Fiel a sus orígenes de fortaleza cananea,los muros que rodeaban la ciudad erande un grosor imponente y sólo se podíaentrar en el recinto amurallado a travésde alguna de las puertas de hierroestratégicamente situadas. Mientras seacercaban a las altas murallas deaspecto amenazante, Miriam se había

dado cuenta de que no había muchosárboles en las inmediaciones de laCiudad Santa, sino que el terreno que larodeaba era más bien un parajedesolado que recordaba a las planiciesdesiertas del Sinaí más que a los verdescampos que se había encontrado en suviaje a través de Palestina.

En el interior de las murallascontinuaba esa tónica general de crudadesolación: las calles estabanpavimentadas con losas de piedragrisácea, las colinas más pequeñas sehabían acabado aplanando a lo largo delos siglos, y el jefe de la caravana quelas había conducido hasta allí —unhombrecillo por lo general silencioso

con el rostro cubierto por un bastantedesafortunado rompecabezas de lunaresy marcas— les había contado que lascallejuelas se habían construido de talforma que el agua de la lluvia corrieracolina abajo y así limpiara la ciudad.Por desgracia para Miriam y susabrumados sentidos, llevaban unatemporada de muy poca lluvia.

Y, sin embargo, a juzgar por lo queMaimónides le había contado en suscartas, las cosas habían mejoradomuchísimo en la ciudad de Dios durantelos dos últimos años; no quería niimaginarse entonces lo que habría sidoantes de que el sultán derrotara a losbárbaros y devolviera Jerusalén a los

Hijos de Abraham. Miriam sabíaperfectamente que los francos eran unaespecie de salto atrás en el tiempo, unavuelta a los merodeadores que poblabanla antigua Canaán y a los que se habíaenfrentado Josué cuando por primeravez puso pie en Tierra Santa.

Cuando era niña, sus maestros lehabían contado que los francos eran uncastigo impuesto por Dios al puebloelegido por sus pecados, por haberseapartado de la Ley aunque, en lo que aella respectaba, todo eso no eran másque sandeces que le provocaban elmismo asco que el montón de estiércolque acababan de pisar las ruedas delcarruaje con el consabido e

inconfundible chapoteo: no estabasegura de creer en Dios pero, de existir,le parecía inconcebible que fuera undios que considerara la muerte de milesde inocentes como justo castigo a lasinfracciones menores de los débilesmortales. No. Su pueblo se aferraba aesas creencias porque les hacían sentirque Dios estaba con ellos siempre,incluso cuando su triste historia parecíaprobar más bien lo contrario. Era mejorcreer en un Dios enfadado pero que auncon todo seguía pendiente de suscriaturas que enfrentarse a la brutalinmensidad del vacío del cosmos.

—Estás muy callada, cielo —oyódecir a su tía Rebeca al tiempo que esta

se inclinaba hacia delante para posaruna frágil mano huesuda sobre su pierna—, ¿te encuentras bien?, ¿quieres unpoco de agua? Hoy hace un calorinsoportable… Tu tío ya me había dichoque en verano podía llegar a hacer estecalor pero no me lo creí, ya sabes cómoes, siempre exagerando…

Miriam sonrió a la anciana quehabía sido su madre, hermana yconsejera durante casi una década.Cuando Rebeca empezaba a hablar eraprácticamente imposible colar una frase.Su tío Maimónides era famoso por susdotes para la oratoria, pero incluso a élno le quedaba más remedio que guardarsilencio en presencia de su locuaz

esposa.—Estoy bien, tía Rebeca —logró

decir Miriam aprovechando una nadahabitual pausa que la anciana habíahecho para tomar aire—, simplementemiro el paisaje.

Una ráfaga repentina de viento hizoque el pañuelo con que se cubría lacabeza la muchacha se le moviera desitio dejando a la vista su lustrosamelena de color negro azabache y elladisfrutó de la sensación del vientoarremolinándose en sus cabellos duranteun momento; le encantaba la sensacióndel tórrido aire del verano jugueteandoentre sus rizos. Pero al instante reparóen las miradas lascivas que le lanzaban

los hombres a su paso y decidiórecolocarse el pañuelo y cumplir con lacostumbre, por muy irritante que esta lepareciera, y aun así seguía atrayendo laatención: tal vez fueran sus ojos de colorverde mar, poco habituales en aquellaregión; aunque lo más probable era quese debiera a sus generosos pechos, quenunca lograba disimular por completocon los bordes del velo con que setapaba la cabeza. Irritada por todasaquellas miradas obscenas, se cubriócuanto pudo el pecho con el pañuelo yapartó la vista de los mirones.

—Nunca creí que viviría para vereste día —le confesó Rebeca—, querezaría a la sombra del Muro y mis ojos

contemplarían las piedras en las quetodavía resplandece el fuego de laShekina. Claro que, por otro lado, no sépor qué me asombro tanto, la vida estállena de sorpresas. La mano de Hashemnos empuja cada día por sendas cuyodestino sólo Él puede ver, y loslaberínticos designios de la fortuna y lasuerte que aguarda a naciones enteras,son parte de la gozosa danza que bailacon Su pueblo.

Miriam no creía estar de acuerdopero respetaba la fe de su tía. Muchosaños atrás ella también había creído enel Dios de su pueblo con la aceptaciónrotunda tan característica de la infancia,una aceptación que no se para a

cuestionar nada, pero luego los francoshabían violado y asesinado a su madreante sus propios ojos y después de esole había costado mucho trabajo creer yanada.

—La casa del tío ¿está todavía muylejos? —preguntó Miriam, más que nadapara apartar de su mente lospensamientos poco agradables queacababan de asomar por un resquicio.

—La verdad es que te tengopreparada una sorpresa: no vamos casa,por lo menos todavía no —le respondióRebeca. Miriam la miró intrigada.Estaba cansada del viaje y no laentusiasmaba precisamente la idea dedesviarse de su destino final justo en ese

momento. Tu tío ha organizado unaaudiencia con el sultán en persona comoparte de nuestra bienvenida a Jerusalén—le anunció con los ojos brillantes deexcitación ante la perspectiva deconocer a una personalidad pues,incluso si sólo estaban en su presenciaunos minutos, aquello iba a darle a su tíaderecho a pasarse meses presumiendocon sus amistades.

El sultán. Bueno, eso sí que podíaser interesante. Desde luego. Miriam nolo conocía, jamás lo había visto, peroera imposible escapar a la alargadasombra que proyectaba; se había pasadola última década en El Cairo, donde élera precisamente el tema que dominaba

todas las conversaciones, había oídohistorias sobre su valor y espíritucaballeresco a diario. Para losmusulmanes, encarnaba la esencia de losdías gloriosos de su profeta y losCalifas Bien Guiados. Para los judíos,era el salvador de su pueblo, el nuevoCiro enviado por Dios para conducir asu nación errante de vuelta a Jerusalén.

Su tío llevaba mucho tiempotrabajando para el sultán como médicopersonal y consejero, pero Maimónideshabía tenido mucho cuidado de mantenera su familia alejada de la corte porque,pese a la devoción que despertaba entreel pueblo llano, Saladino seguíateniendo muchos enemigos entre los

nobles egipcios, sobre todo los másvinculados al antiguo régimen de losfatimíes que el sultán había depuesto. Elhecho de que su tío estuviera dispuesto aintroducir a su familia en los círculosmás allegados al poder sugería queSaladino gobernaba con más confianzaen Jerusalén y aquí estarían protegidasde las intrigas de El Cairo.

El carruaje dobló otra esquina paracontinuar hacia la parte sureste de laciudad y Miriam sintió de repente quehabía entrado en un mundocompletamente distinto: las calleshabían sido baldeadas con cal y estabanflanqueadas por hileras de rosales,tulipanes, orquídeas y lirios que

resplandecían igual que el puente delarco iris que describían las leyendas delas desoladas tierras del norte. Llegarona una plaza iluminada por el reflejo dela imponente cúpula que coronaba elMonte Moria y oyó cómo su tía dejabaescapar un grito ahogado de admiracióncuando el carruaje pasó por delante delmuro ante el que riadas de peregrinosjudíos recién llegados inclinaban lacabeza reverencialmente en un ritual quese había visto brutalmente interrumpidodurante el siglo de dominación franca.Miriam sabía que Rebeca quería pedirleal cochero que parara… pero al sultánno se le hacía esperar. Ya habría tiempode reverenciar a los poderes celestialesdespués de haber sido debidamente

presentadas a los terrenales.El carruaje fue ascendiendo la

colina a buen paso en dirección a losresplandecientes minaretes del palaciodel sultán: lo habían construidooriginariamente los omeyas en losprimeros tiempos del islam, luego habíaquedado destruido por un terremoto ydurante la dominación de los cruzadoshabía sufrido un grave deterioro debidoal abandono, pero su tío le habíacontado en una carta que el sultán habíainiciado el ambicioso proyecto dedevolver al palacio su antiguo esplendory a Miriam la impresionó mucho lo quevio a pesar de que todavía estaba enobras. El palacio ocupaba un área de

más de dos tahúllas y estaba rodeadopor una muralla defensiva con un grosorde unos cinco codos, hecha de grandesbloques de ladrillo cortado parecidos alas piedras que Miriam había vistofugazmente al pasar por el Muro delTemplo de Herodes. Reparó en quehabía dos puertas principales, al este yal oeste, y en un fluir constante desoldados y dignatarios entrando ysaliendo igual que abejas obsequiosasque se apresuran a cumplir las órdenesde su reina. El carruaje se acercó a unpatio amplio de piedra que ocupaba elcentro del edificio y estaba rodeado poruna columnata que soportaba el peso delpórtico; a la joven le pareció distinguircruces grabadas en la piedra de las

columnas: tal vez eran un vestigio de laépoca de los cruzados… aunque, no,eran demasiado similares a las crucesbizantinas que había visto expuestas enlos museos de Egipto, así queseguramente llevaban allí desde los díasde la conquista musulmana inicial entiempos del califa Umar hacía quinientosaños.

Todas aquellas cavilaciones sobrearquitectura se interrumpieron de formaabrupta en el momento en que oyó quelas llamaban a lo lejos:

—¡Miriam! ¡Rebeca! —las saludósu tío haciendo lo propio también con lamano desde el umbral de la puertaoccidental.

Miriam bajo del carruaje a todaprisa en cuanto el conductor tiró de lasriendas y corrió a lanzarse en brazos desu tío y disfrutar de la calidez ysorprendente fuerza de los músculos deestos a pesar de su edad.

—¡Qué alegría volver a verte, tío!—exclamó, y lo decía de corazón.

Su tío era algo más que un padrepara ella, también hacía las veces dementor en cuya compañía la mente de lamuchacha se sentía verdaderamente vivay espoleada a llegar más lejos; dehecho, desde que Maimónides se habíamarchado a Jerusalén Miriam se habíasentido muy sola, además de aburrirseterriblemente. Bueno tal vez sola no,

pues no había tenido la menor dificultadpara atraer la compañía masculina, algosobre lo que se las había ingeniado paramantener a su tía en la más absoluta delas ignorancias. Miriam no quería darleun disgusto a su familia, por más que aella personalmente le trajera sin cuidadoprovocar un escándalo. Después de todolo que había sufrido, las opiniones delos miembros respetables de la sociedadno le importaban lo más mínimo y elhecho era que, en lo que al juego delamor se refería, prefería ser ella lacazadora y no la pieza cazada. Ahorabien, el intelecto de sus amantes nuncale había despertado un excesivo interés,con lo que había echado mucho demenos las largas conversaciones y

debates en que solían enzarzarse ella ysu tío.

Rebeca se colocó al lado deMaimónides y los dos se sonrieron sinpronunciar una sola palabra; él se limitóa acariciar la mejilla de su esposasuavemente pero no dijo nada; no hacíafalta, su tío y su tía no necesitabanrealizar la menor demostración de afectoen público, por más que llevaran casidos años sin verse, y a Miriam leconstaba que, con independencia de lasnormas egipcias del decoro, la relaciónque mantenían era mucho más profundade lo que pudiera expresar cualquiermuestra de cariño.

—¡Por Hashem, cuánto has crecido!

—exclamó su tío que estaba de nuevocontemplándola con gesto complacido.

Pero luego el rabino reparó en quelo mismo estaban haciendo el resto delos hombres que se encontraban en elpatio en esos momentos, aunque con unaexpresión muy diferente en los ojos, yfrunció el ceño al reparar en el blusóncorto y entallado a la última modacairota que llevaba puesto su sobrina ylo poco que el rebelde pañuelo con quese cubría la cabeza ayudaba a disimularlo que el blusón realzaba.

—Tenemos que buscarte ropas másapropiadas, cariño. Jerusalén no esEgipto.

Miriam puso los ojos en blanco y

estaba a punto de protestar cuando seoyó el eco estruendoso de un gong en elinterior del palacio y Maimónides dejópaso a las dos mujeres más importantesen su vida para que franquearan delantede él las puertas al tiempo que lesanunciaba:

—El sultán va a celebrar unaaudiencia y os está esperando.

9

EN el mismo momento en que Saladinohizo su aparición y fue a sentarse en eltrono se hizo el silencio en la sala. Losflamantes mármoles y piedras calizaslanzaban destellos por toda la sala decasi veinticinco codos de largo y quincede ancho, las paredes estaban cubiertascon murales nuevos de flores y formasgeométricas, los motivos decorativosmás populares del arte islámico quehabían vuelto a las paredes del palaciodespués de la profanación a manos delos cruzados: la dominación franca de

Palestina había sido una aberración ySaladino estaba decidido a borrar hastael último recuerdo de aquel breve peroamargo interludio.

Miriam observó al sultán sinperderse detalle mientras este se sentabaen el imponente trono, que tenía unosleones dorados tallados en losreposabrazos y un cojín de terciopelorojo como asiento. Unos ventanales enarco habían sido cuidadosamenteubicados en los altos techos para que elsol de la tarde incidiera directamentesobre el trono iluminando a Saladino yformando a su alrededor algo así comoun aura poco menos que divina, similara la de los faraones de la antigüedad. El

sultán paseó la mirada entre sus súbditoscon un aire confiado que denotaba fuerzainterior más que orgullo; tenía faccionesmarcadas, nariz aguileña y la tez de untono más claro que el de la de sussúbditos tanto árabes como judíos.Miriam recordó que el sultán no erasemita como ellos sino kurdo de lasmontañas del Caucaso; provenía de unantiguo linaje de guerreros nómadas quehabían servido como mercenarios avarios señores enfrentados del califato,y por tanto sus posibilidades de llegar arey habían sido muy escasas. Se tratabade un siervo que se había convertido enseñor, pero Miriam detectó en su miradapenetrante una nobleza que se diríabrotaba de lo más profundo de su ser y

lo hacía parecer más digno del cetro quelos hijos de muchos aristócratas de«pura raza». Y entonces aquellos ojosmarrones se posaron en ella.

¿Habían sido imaginaciones suyas oel sultán había reaccionado? Llevabaexpuesta a las miradas lujuriosas y lossilbidos de admiración desde elmomento en que le habían crecido lospechos a una edad temprana y ya estabaacostumbrada, pero la sorprendió laintensidad de la mirada del sultán, yademás durante un instante sintió comosi ya lo conociera; o para ser másexactos sintió que lo conocería. Con eltiempo, Miriam entendería que haymomentos definitivos en la vida en los

que una fuerza superior une los caminosdivergentes de los mortales, instantes enque la poderosa mano del Destino reúnepor primera vez a dos personasdestinadas a escribir juntas unacompleja historia. Es en esos momentoscuando los sentidos están más alerta,cuando un escalofrío recorre la espaldade los protagonistas, como si el alientodel mismo Dios inundara el alma yrociara suavemente el corazón con elestremecimiento que acompaña a lapremonición.

El sultán se volvió haciaMaimónides, que estaba de pie junto aMiriam, y esbozó una sonrisa cálida.

—Amigo mío, veo que tienes buenas

noticias —dijo Saladino.—Mi familia acaba de llegar de El

Cairo, sayidi, ¿me concedéis el honor depresentároslas? —preguntóMaimónides.

—¡Por supuesto! —le respondióSaladino para luego posar otra vez lamirada en Miriam fugazmente haciendoque ella volviera a sentir el mismocosquilleo de antes.

Mientras observaba la premura conque Maimónides ayudaba a la ancianaRebeca a acercarse al trono e inclinarsehasta tocar las sandalias del sultán, lajoven se dio cuenta de que su tío estabadeseoso de acabar con laspresentaciones y acompañar a su familia

a casa, lejos de la corte. En Jerusalén, elsultán estaba a salvo de las intensasintrigas palaciegas de El Cairo, pero elanciano rabino le había contado que, aunasí, los celos mezquinos eran algocomún entre los nobles más cercanos almonarca. Maimónides era judío y estabaacostumbrado a que a sus rivales enesos círculos les ofendiera hasta el másmínimo signo de deferencia o atenciónpara con él.

Todo esto, ya se lo había explicadosu tío con total claridad antes de entraren la cámara real: después de abrazarlacariñosamente, la había llevado a unaesquina para darle una lección sobre lasnormas de comportamiento en la corte y

prepararla para la audiencia con elhombre más poderoso de La Tierra, queno había sido idea del rabinoprecisamente; pero Saladino habíainsistido en que quería conocer a suesposa y a su sobrina, así que aMaimónides no le había quedado máselección que preparar a su familia parael encuentro y rezar para que el trancepasara lo antes posible.

Y ahora su sobrina comprendía porqué: incluso en el momento en que su tíase inclinaba ante el monarca, por elrabillo del ojo vio las miradas burlonasde desprecio que intercambiabanalgunos de los nobles tocados conturbantes, en cuya opinión, el respeto

que Saladino profesaba a las gentes dereligiones inferiores era una necesidadpolítica que servía al propósito depreservar la paz entre el pueblo llano,pero claramente no veían motivo algunopara que ese trato cortés se hicieraextensivo a estos intrusos judíos que sehabían colado hasta el corazón de lacorte misma.

Cuando Rebeca retrocedió y Miriamfue a ocupar su lugar ante el trono pararendir pleitesía al monarca, sintió quelas miradas de todos los presentes seclavaban en ella. La joven hacía yamucho tiempo que era consciente de quea los hombres les parecía hermosa conaquella melena de un negro intenso y los

ojos resplandecientes de color verdemar y, pese a que no buscaba atraer suatención, sí se había dado cuenta de quepodía aprovecharla para su beneficio.

—Y esta, sayidi, es Miriam, misobrina, aunque en realidad para Rebecay para mí es como una hija. Miriamansiaba conocer Jerusalén desde niña yvuestro valor ha hecho por fin posibleque se cumpla su deseo —dijoMaimónides asegurándose de sonar losuficientemente obsequioso ante suseñor.

Saladino asintió con la cabezabrevemente pero sus ojos nunca seapartaron de la impresionante figuraenvuelta en chiffon azul que se inclinaba

ante él.—En ese caso, me aseguraré de que

os acompañen en una visita guiada comoes debido —respondió Saladino.

Miriam alzó la cabeza y miródirectamente a los ojos al monarca altiempo que respondía:

—El sultán me honra con susatenciones.

—Y vos honráis a la corte convuestra belleza.

Un murmullo se extendió como lapólvora por toda la sala, de sorpresamezclada con desasosiego: las mujeresrara vez hablaban en presencia delsultán y además la electricidad quehabía desencadenado aquel breve

diálogo era tan evidente que todos lahabían notado. Maimónides se acercócon aire incómodo.

—Sayidi, mi sobrina está cansadadespués de un viaje tan largo, deberíallevarla a casa.

Saladino y Miriam seguíanmirándose a los ojos y a ella le pareciódetectar algo en las profundidades delos del sultán: ¿se trataba de una especiede prueba?, ¿o era otra cosa? Tal ycomo tenía por costumbre, y enocasiones con consecuencias nadapositivas, decidió tentar a la suerte.

—Pero, tío, ¿no es esta la audienciaen que se celebran los juicios? He oídohablar de la gran sabiduría del sultán y

desearía ver con mis propios ojos cómoadministra justicia. —Hizo una pausa—.Siempre y cuando eso sea de vuestroagrado, sayidi.

Vio que su tío palidecía, oyó loscuchicheos de los cortesanos y pensó:«¡Que se escandalicen si quieren!».Miriam se había pasado toda la vidaenfrentándose a los límites que tratabade imponerle la sociedad, como mujer ycomo judía. La mayoría de los hombreshabrían temido por su vida si hubieranosado hablarle al sultán con tantaconfianza pero la muchacha no temía ala muerte, había perdido ese miedomuchos años atrás en un camino deldesierto del Sinaí.

Saladino por su parte parecía estardivirtiéndose, incluso daba la impresiónde estar encantado y admirado por suvalentía.

—Nada me complacería más, jovenMiriam. —Se volvió hacia los guardiase hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. Oigamos el primer caso.

La muchacha se hizo a un lado congesto grácil y volvió a reunirse con susdesconcertados tíos. Sabía que era unaconstante fuente de sorpresas para ellospor su atrevimiento, pero así era ella,así tenía que ser.

Las puertas con revestimientos deplata repujada de la gran sala seabrieron y a Miriam le sorprendió ver

aparecer por ellas a una mujeraterrorizada que un guardia traía arastras y a la que seguía un hombre deaspecto altivo vestido con una elegantetúnica bordada y el fajín color púrpuratípico de la nobleza, que Miriam supusodebía ser el acusador; la mujer estabapálida y desmadejada, tenía los oscuroscabellos empapados de sudor y los ojosenrojecidos por el llanto; en definitiva,no parecía capaz de haber cometidoningún crimen que la hubiera podidollevar ante el mismísimo sultán.

Miriam miró a Saladino y vio quecontemplaba la escena con aireperplejo, lo que la llevó a pensar queclaramente estaba pensando lo mismo

que ella o algo parecido. Luego el sultánse volvió hacia su visir, el cadí AlFadil, un hombre de aspecto adustosentado en un sillón muy ornamentado ala derecha del monarca, con la espaldabien erguida y envuelto todo él por unaire profundamente aristocrático. AlFadil estaba examinando un pergaminoque contenía los detalles del caso.

—¿Quién es esta mujer y cuál es sucrimen? —preguntó Saladino en un tonoque ahora se había vuelto rotundo ygrave.

Al Fadil volvió a enrollar elpergamino y miró a su señor.

—La prisionera se llama Zainab benAqil y es la esposa de un comerciante de

alfombras de Belén llamado Yunus benUaraqa —informó el visir con vozatiplada y nasal que a Miriam le resultóestridente, al tiempo que acompañabasus palabras con un gesto de la cabezaen dirección al hombre elegantementevestido que se encontraba de pie amenos de una decena de palmos. Se laacusa de haber cometido adulterio conun esclavo abisinio.

Zainab inclinó la cabezaavergonzada y Miriam sintió que lasmiradas lascivas que se clavaban en lahumillada mujer eran como dagas queatravesaban su propio corazón.

—¿Dónde está el esclavo? —fue lapregunta que planteó Saladino de

manera abrupta, directamente al grano,pero sin apartar la mirada de la mujer niun instante.

—Su marido lo mató cuando loencontró en el lecho con su mujer —respondió el visir.

—¡Vaya, qué coincidencia! ¿Y quémás testigos hay entonces?

—Solamente el marido, sayidi, peroBen Uaraqa es un miembro muyrespetado de la comunidad, supalabra…

—Por sí sola, carece de peso. ElSagrado Corán estipula que debe habercuatro testigos para el crimen deadulterio.

Miriam se sorprendió mucho: sus

conocimientos prácticos de la leyislámica eran bastante buenos y sabíaperfectamente que los ideales del Coránsolían alabarse en los tribunales perorara vez se aplicaban, sobre todo en loque se refería a los derechos de lasmujeres. El requisito de que hubieracuatro testigos para un caso de zina —relaciones sexuales ilícitas— se habíaincorporado al Corán después de que seprodujera un escándalo en torno a laesposa favorita de Mahoma, latemperamental Aisha: en una ocasión,cuando Aisha era todavía unaadolescente se había perdido en eldesierto después de que la caravana enla que viajaba de vuelta a Medina ladejara atrás por error, y un apuesto

soldado la había encontrado vagandopor las llanuras desoladas y la ayudó aregresar a casa sana y salva; el hombreacompañó a la Madre de los Creyentesde vuelta al oasis donde había instaladosu capital el Profeta y el recibimientohabía sido una oleada de desprecio ychismes, pues los intrigantes rivales deMahoma, celosos de la devoción queeste profesaba por su bella y orgullosajoven esposa, habían hecho correr elrumor de que esta tenía una aventura consu salvador.

El escándalo estuvo a punto defracturar en dos la incipiente comunidadreligiosa, la Uma, hasta que el Profetarecibió una revelación de Alá que

declaraba la inocencia de su esposa delcrimen de adulterio y exigía quecualquier acusación de zina serespaldara con el testimonio de cuatrotestigos presenciales del actopropiamente dicho. Tal requisito estabaideado para proteger el honor de lasmujeres y era especialmente importantesi se tenía en cuenta que, de serdeclarada culpable, el castigo podía irdesde ser azotada en público hastaincluso la muerte por lapidación,dependiendo de qué escuela dejurisprudencia o fiq se aplicara. Miriamsentía gran respeto por las encomiablesintenciones de las leyes coránicas, perosabía que en la práctica eranconvenientemente ignoradas o

malinterpretadas por los hombres con elpropósito de controlar a las mujeres, asíque el hecho de que Saladino aplicaraaquella norma de 550 años deantigüedad era sorprendente para laépoca.

Toda la corte compartía su sorpresay hasta el esposo supuestamenteengañado parecía presa del másabsoluto desconcierto. Al final, elcomerciante de alfombras dio un paso alfrente y osó pronunciarse en defensa desu caso:

—Sayidi, juro por Alá que yo…—¡No te he dado permiso para que

hables! —lo interrumpió Saladino conlos ojos encendidos, y el marido hizo

una reverencia al instante y volvió a susitio entre profundas inclinaciones decabeza con las que quería expresar sumás absoluta sumisión.

El sultán se dirigió entonces a latemblorosa joven que estaba postrada derodillas ante el trono:

—Mujer, ponte de pie. Mírame —leordenó.

Ella obedeció de inmediato,temblando tanto que daba la impresiónde que las piernas le iban a fallar encualquier momento; hizo una levetentativa de alzar la cabeza un poco perono llegó a mirar al sultán a los ojos.

—Zainab ben Aqil, ¿son ciertos loscargos que se han presentado contra ti?

Las lágrimas le rodaban por lasmejillas pero la acusada no conseguíaarticular palabra. Desde donde estaba,Miriam veía perfectamente la nuca de lamujer y de repente sintió que la invadíauna oleada de ira al reparar en lo queclaramente era un inmensa cicatriz, yreciente a juzgar por la decoloración dela piel que asomaba por encima delborde de la túnica roja que llevabapuesta. La indignación de Miriam estaballegando a su punto álgido y volvió paracomentaren voz baja con su tío, quehabía seguido con gesto imperturbabletoda la escena, lo que acababa dedescubrir:

—¡Mira lo que le han hecho!

Maimónides le indicó con gestofrenético que guardara silencio pero yaera demasiado tarde, el visir los habíavisto y estaba claramente escandalizadocon el atrevimiento de la muchachajudía:

—¡¿Cómo osas hablar mientras elsultán juzga?!

Miriam, enormemente sorprendidapor la regañina, sintió que el rubor teñíasus mejillas. En cuanto al resto de lospresentes, se deshicieron en murmullosescandalizados: semejante desparpajo yfalta de respeto y decoro eran algototalmente inusitado en la corte, sobretodo viniendo de una infiel.

—Sayidi, mi sobrina es aún muy

joven… y desconoce el protocolo de lacorte. Os ruego que perdonéis su juvenilindiscreción —intervino Maimónides atoda prisa con la esperanza de extinguirel fuego antes de que alcanzaraproporciones incontrolables.

Miriam se dio cuenta de queSaladino estaba mirándola otra vez perono le pareció que su rostro mostrara unaexpresión ultrajada sino más biendivertida, de hecho detectó un levetemblor en la comisura de los labios delsoberano, como si estuviera tratando decontener una sonrisa.

—No temas. De hecho, me interesalo que la joven Miriam pueda tener quedecir sobre este caso —replicó el

sultán.Miriam se quedó de piedra por un

momento, pero luego miró otra vez a ladesgraciada criatura temblorosa quehabía en el centro de la sala y decidiódecir lo que pensaba:

—Sayidi, vuestros guardias ¿suelenazotar a las mujeres? Lo digo por lasmarcas que tiene esta en la espalda…

La corte entera dejó escapar alunísono un grito ahogado ante semejantedesfachatez y Maimónides se llevó lasmanos a la cara. Miriam sabía lo queestaba pensando su tío: hasta laparlanchina Rebeca sabía cuándo ydónde dar rienda suelta a su locuacidady en esos momentos no podía estar más

callada, pero su sobrina era un casoperdido, ella seguiría insistiendo hastacavarse su propia tumba, incluso tal vezuna lo suficientemente grande como paratoda la familia. A Miriam le deberíahaber afectado la creciente hostilidadque estaba despertando entre loscortesanos pero, de algún modo, intuíaque estaría a salvo siempre y cuandoSaladino siguiese dispuesto a consentirsu comportamiento. En su experiencia,hombres le toleran mucho a una mujerque los cautiva con su belleza, yconfiaba en que ese fuera el caso hoytambién.

Desde luego sus palabras sí quetuvieron el efecto deseado, porque

Saladino se levantó del trono y seacercó a la prisionera. Zainab se quedóallí de pie, paralizada, sin saber cómoreaccionar mientras el sultán laobservaba describiendo círculos a sualrededor; luego por fin el mismo sultáncon sus manos encallecidas por milbatallas y la vida a la intemperie en eldesierto examino el cuello y al ver lacicatriz, que sin duda era de una fusta, elsultán le desabrochó el botón de latúnica para dejar a la vista su espalda.

Miriam tuvo que contener las ganasde vomitar cuando contempló loshombros cubiertos de horriblescicatrices de Zainab, la piel deformadaque había vuelto a crecer como

buenamente había podido alrededor delas heridas. Ahora que su terriblesecreto había sido desvelado, Zainab yano pudo contener los sollozos.

Miriam observó cómo cambiaba laexpresión de Saladino para pasar de lasobriedad de un jurista a la indignaciónfuribunda de un guerrero. El sultán sevolvió hacia el guardia que habíaescoltado a la acusada; el soldado lesacaba una cabeza pero aun así dio unpaso atrás, atemorizado (como indicabael temblor nervioso de su frondosobigote castaño) por la intensidad de lamirada de su soberano.

—¿Le has hecho tú esto? —lepreguntó en tono gélido pero con voz

muy suave, prácticamente un susurro.Miriam sintió que la recorría un

escalofrío, pues aquella voz tenueencerraba una amenaza mucho mayorque la que jamás hubiera oído en labiosde un hombre desgañitándose lleno deira.

—No, sayidi, lo juro por Alá, nuncagolpearía a una mujer —respondió elguardia.

Saladino se lo quedó mirandofijamente a los ojos un buen rato, comosi estuviera leyendo en sus facciones elmapa de su alma, y entonces se volvióhacia la mujer:

—¿Quién te ha hecho esto? —Lossollozos de Zainab se hicieron más

violentos, temblaba como una hojamientras se cubría la boca con la mano—. ¡Responde a tu sultán!

—Mi… mi marido…, con una fustade caballo —confesó al fin entresollozos con voz entrecortada, y suspalabras se clavaron en el corazón deMiriam como un puñal.

No hacía falta ser Simbad y navegarpor los mares hasta islas fantásticas paraencontrar monstruos, los tenías a tu ladotodos los días, podían estar ocultos trasel rostro de cualquiera.

Saladino examinó las heridas concuidado y luego volvió a abrocharle elbotón de la túnica a la mujer para asíocultar de nuevo a los ojos del mundo

aquellas marcas vergonzosas.—Algunas de esas cicatrices no son

recientes, ¿te azotó antes del supuestoincidente con el esclavo?

Zainab ya no tenía fuerzas parahablar pero logró asentir débilmente conla cabeza. Saladino se volvió haciaYunus ben Uaraqa, la «víctima» delcrimen que ahora se había convertido enobjeto de las iras del juez.

—¡Dime, comerciante dealfombras!, ¿resulta que un pilar de lasociedad como tú golpea a su mujercomo si fuera una mula?

Ben Uaraqa palideció. Claramente,las cosas no estaban saliendo comoesperaba.

—Yo únicamente la castigo para queaprenda lo que es la disciplina, y sólode vez en cuando. Es mi derecho.

Miriam quería sacarle allí mismolos ojos con sus propias manos.

—Ya veo… —Saladino volvió asentarse en el trono y con voz aceradaañadió—: He considerado el caso quenos presentas y, en vista de que no haspodido respaldar tu acusación con loscuatro testigos que requiere el SagradoCorán, declaro a Zainab ben Aqilinocente del crimen de adulterio. —Unmurmullo de sorpresa recorrió la sala,pero una mirada letal del visir hizo quetodo el mundo enmudeciera al instante—. Además, y conforme a lo establecido

en el Libro Divino, declaro aldemandante, Yunus ben Uaraqa,culpable del crimen de levantar falsostestimonios contra una mujer casta y locondeno a ochenta latigazos. Con unafusta de caballo.

Yunus lanzó un grito de protestapero los guardias lo sujetaroninmediatamente y se lo llevaron a rastrasen medio del desconcierto general.Miriam estaba tan sorprendida como elque más: la pena estipulada por el Coránpara quien no presentara los testigosnecesarios en un caso de zina también sehabía establecido en respuesta a otroescándalo en torno a Aisha y constituía,por así decirlo, un último incentivo en

favor de proteger la reputación de lasmujeres de los chismosos y quienestrataran de deshacerse de sus esposaspor motivos económicos, pero era otrade esas normas que, con el paso de lossiglos, había dejado de aplicarse amedida que el valor que se concedía alhonor de las mujeres perdía peso debidoa los caprichos del tiempo y laevolución de las culturas.

En ese momento, Miriam se diocuenta de por qué Saladino inspiraba tallealtad en sus súbditos: era un ejemploviviente del carácter justo y la rectitudmoral de que habían dado muestras elpropio Mahoma y sus primeroscompañeros. Los musulmanes siempre

estaban hablando de la edad de oro delislam, de los tiempos de los CalifasBien Guiados, como si se tratara de unaera perteneciente a un pasado ya muylejano, por más que fuera digna de todoelogio, pero en Saladino esa edad deoro volvía a estar viva ymaravillosamente presente.

Zainab parecía demasiado aturdidapor los acontecimientos de aquel díacomo para ser siquiera capaz dereaccionar: había entrado en la salacreyendo que la condenarían a muertecomo a una criminal, no esperaba serobjeto de la compasión que inspira unavíctima. Aquella pobre mujer maltratadalogró al fin alzar la cabeza y mirar a

Saladino a los ojos, como si buscara enellos confirmación de que no era todouna broma cruel de la que se enteraríaen el momento de su ejecución. Él ledevolvió la mirada esbozando ademásuna sonrisa.

—Daré orden de que se tramite tudivorcio si lo deseas, y también unsalvoconducto para que puedas regresara la casa de tu padre —dijo el sultán.

Zainab se arrodilló y tocó el suelocon la frente en señal de reverencia.

—Siempre tendréis en mía unasierva profundamente agradecida,sayidi.

Saladino se levantó de nuevo y fuehasta la mujer, le rodeó los hombros con

el brazo y la ayudó a ponerse de pie.—En vez de eso, sirve a Alá. Espero

que pronto puedas dejar atrás el pasadoy que algún día conozcas el verdaderoamor. No hay momento más importanteen la vida que aquel en que encontramospor fin el corazón que ha de acompañaral nuestro.

Un guardia tomó a la agradecidaZainab de la mano y la acompañó haciala puerta de la sala. Cuando pasaba porsu lado, la mujer miró a Miriam a losojos pero no le dijo nada —no hacíafalta— y esta le dedicó una leveinclinación de cabeza en respuesta a suagradecimiento silencioso.

—Y bien, amigo mío, ¿te ha

complacido cómo he actuado en estecaso? —preguntó Saladino que yaestaba sentado otra vez en el trono y sedirigía a Maimónides, quien no habíadicho una sola palabra y rezaba para quesu sobrina no abochornara aún más a sufamilia con alguna otra impertinencia.

—El sultán es sabio ymisericordioso, sobre todo en lo que serefiere a los asuntos del corazón —respondió el rabino.

—Creo que las damas del harén talvez no estarían completamente deacuerdo con esa afirmación.

Mientras la risa nerviosa de toda lacorte retumbaba por la sala al oíraquella broma en la que el sultán se

echaba piedras sobre su propio tejado,Miriam notó que la mirada del monarcavolvía a estar puesta en ella.

—Y qué dice mi joven señora, ¿te haparecido que el sultán ha sido justo?

Miriam alzó la cabeza con gestoorgulloso: si los chismosos de la cortequerían hablar, que hablaran, ella estabadecidida a conservar la dignidad pormás que la atravesaran un millar demiradas celosas.

—El sultán es cuanto mi tíoproclamaba que era y más.

—En ese caso, bienvenida aJerusalén. Confío en que tengas labondad de honrar a la corte con tupresencia en el futuro y en que prestarás

mucha atención a las palabras que hasoído hoy aquí. Una mujer de tu belleza einteligencia sin iluda encontrará muchospretendientes en la ciudad de Dios, asíque elige con sabiduría. —Hizo unapausa y luego la miró a los ojos—. Nohay momento más importante en la vidaque aquel en que encontramos por fin elcorazón que ha de acompañar al nuestro.

Entonces el sultán se puso en pie ytodos se inclinaron en una profundareverencia mientras él abandonaba lasala. En el momento en que alzaba lacabeza, Miriam notó que su tío leagarraba el brazo con fuerza:

—Hay muchas cosas de la corte quedesconoces, criatura —le dijo con un

susurro teñido de ira—, muchosenemigos ocultos entre las sombras. Lomejor será que no vuelvas a llamar laatención de este modo nunca más.

Dicho eso, Maimónides se apresuróa sacar de allí a través de lasimponentes puertas plateadas a susobrina y a su mujer, que habíapermanecido callada todo ese tiempo,aterrorizada por la actuación de lajoven. Incluso en el momento de salir,Miriam notó las miradas de loscortesanos clavándose en su espaldaprocedentes de todas las direcciones,hasta captó por el rabillo del ojoimágenes fugaces de dedos que laseñalaban y, dándose la vuelta de pronto

para mirar de frente a la multitud,arqueó una ceja en señal de desafío ylos cuchicheos cesaron inmediatamenteamedrentados por la intensidad de sumirada.

Con una suave sonrisa prendida enlos labios, Miriam giró sobre sustalones y siguió los pasos de su tío haciael corazón del palacio.

10

—ASÍ es como mueren los reyes —musitó Ricardo suavemente mientrascontemplaba el rostro surcado dearrugas de su padre, que se debatía entrela vida y la muerte, postrado en la cama—, como todos los demás: ateridos defrío y aterrorizados.

Ricardo siempre había creído que lamuerte de su padre sería el momento enque por fin se sentiría libre, el momentoen que por fin podría extender las alas yemprender el vuelo alejándose parasiempre del legado del anciano. Sin

embargo, ahora que estaba de pie, juntoal lecho de muerte de Enrique, lesorprendió el torrente de emociones quela inminente muerte del rey habíadesatado en su interior. Tal vez, encierto sentido, el Corazón de León nuncahabía creído de verdad que su padrefuera a morir algún día: era un viejoorgulloso con malas pulgas, igual quelos toros más valiosos de los establosreales, y durante los últimos dos años sehabía empecinado en aferrarse a la vidapese a las agoreras predicciones detodos los médicos de la corte.

Pero todas las representacionestienen un final y el del drama que habíasido la vida de Enrique Plantagenet

había llegado a su desenlace. Cuando noera más que un niño, para Ricardo supadre había sido un verdadero ídolo yse había imaginado que la muerte delgran guerrero todopoderoso sería tal quelos juglares la cantarían durantegeneraciones, como en las baladas delos griegos y los normandos. Pero, porlo visto, no era el caso. Resultaba queiba a morir, como el sinfín de hombrescomunes y corrientes, tiritando de fríoen su cama y con un corazón cada vezmás débil que se arrepentía de miles decosas. Ricardo bajó la mirada hacia lafigura marchita y temblorosa que yacíaen la cama con los ojos empañados porel delirio y sintió el primer atisbo decompasión que había experimentado en

años. Mientras la siempre fiel Juana lesecaba el sudor de la frente a su padre,el príncipe aceptó que incluso si el finalde Enrique carecía del majestuosoheroísmo de Odín en la Ragnarök, labatalla del fin del mundo, por lo menosmoriría en compañía de alguien que loquería. Tal vez eso era a fin de cuentaslo único a lo que podía aspirar unhombre.

Se abrió la puerta de la pequeñacámara de paredes y suelo de fría piedray un fornido guardia condujo al interiora la persona a la que había estadoesperando el joven heredero toda lanoche, alguien que no había puesto lospies en aquel castillo desde hacía

dieciséis años. Ricardo se giró para darla bienvenida a Leonor de Aquitania, sumadre. No era la primera vez que seveían en todos esos años, por supuesto:Ricardo la había visitado conregularidad en el castillo de Chinon yotros castillos de Inglaterra que habíanhecho las veces de prisión, pero nohabía podido obtener su libertad hastaese mismo día en que, al ser informadosde la inminente muerte de Enrique, loscarceleros se habían apresurado aobedecer la orden del príncipe herederodel que serían súbditos por la mañana.

Leonor permaneció de pie frente a suhijo, perfectamente erguida y con gestoorgulloso, con los cabellos del color de

la miel en los que podían distinguirseahora unos cuantos mechones blancosperfectamente recogidos con unprendedor de oro con esmeraldasincrustadas. Ricardo se acercó paraabrazarla. De niño siempre le habíafascinado el poder férreo queencerraban los brazos de su madre,cuyos abrazos se diría eran más los deun veterano del frente que los de unanoble de vida cómoda y ociosa. Lavoluntad de hierro que la caracterizabaseguía presente en sus músculos, peroRicardo notó que un ligeroestremecimiento recorría el cuerpo de sumadre, una emoción contenida a la queella se negaba a dar rienda suelta. Elpríncipe la admiraba por la calma

perenne con que afrontaba todas lascrisis: Leonor había soportado lahumillación de los años de exilio conestoica paciencia, ocupando el tiempoen preparar a su hijo para reclamar sulegítimo legado. El joven sabía que elapoyo que le brindaban los nobles sedebía en gran medida a la incansablecampaña en su favor que su madre se lashabía ingeniado para orquestar desde elinterior del castillo donde la teníanencerrada; incluso, en una ocasión,Enrique había comentado en tonocontrariado el incesante ir y venir denobles que visitaban a Leonor en Chinony hacían que la fortaleza, más que unaprisión, pareciera un bullicioso

mercado; y llevaba razón porque Chinonse había convertido en una especie debazar de la intriga que había obligado almonarca a revisar constantemente susplanes para el futuro del reino. No habíaotra mujer como ella y Ricardo laadoraba, tal vez ese era el principalmotivo por el que sentía tal indiferenciapor el sexo opuesto: nunca habíaconocido a ninguna mujer cuyainteligencia y valor igualaran a los de sumadre y dudaba que existiera ninguna.

—Gracias, hijo mío —dijo Leonoral tiempo que le pasaba una mano porlos rojizos cabellos que tanto separecían a los suyos, igual que habíahecho cuando todavía era un niño y le

traía un ramo de flores cortadas por élmismo en los jardines de palacio.

—Me alegra que por fin estés devuelta con nosotros, madre —lerespondió él—, han sido demasiadosaños.

Mientras la acompañaba hasta elsólido camastro en que yacía el reymoribundo, Ricardo vio por el rabillodel ojo a su hermana Juana que observófugazmente a su madre con actitud fría ydistante antes de volver a centrar suatención en el rey. Juana se habíanegado a acompañar a Ricardo en susvisitas a Chinon aduciendo que noquería tener nada que ver con sutraicionera madre. Ricardo había

albergado esperanzas de que tal vez lamuerte de Enrique abriera la puerta a lareconciliación entre las dos mujeres quemás amaba en este mundo, pero ahora sedaba cuenta de que las heridas tardaríanmucho más tiempo en sanarse y que talvez no lo harían nunca.

Leonor ignoró a su hija y tomóasiento junto a la cama del anciano cuyarespiración era cada vez más irregular,lenta y parsimoniosa a ratos para luegoverse interrumpida de repente por unataque de tos al que seguía una últimafase en la que la respiración seaceleraba entre silbidos agónicos. El reyhabía tenido los ojos cerrados durantetodo el tiempo que se había pasado

yendo y viniendo entre la consciencia yla inconsciencia, pero los abrió depronto en el momento en que su esposadesterrada se sentó a su lado: la miródurante un buen rato, seguramenteporque le había asaltado la duda de siestaba allí en realidad o si no era másque una alucinación provocada por lafiebre, y luego, desconcertado, recorrióla estancia con la mirada. Los médicoshabían dado orden de que se mantuvierala habitación tenuemente iluminada pero,en cualquier caso, tampoco había muchoque ver porque se habían retirado todoslos tapices de vivos colores con escenasde caza, unicornios y sátiros juguetonesy ahora estaban al descubierto losespartanos muros de piedra; y tampoco

quedaba ni rastro de las alfombras depiel de oso. Durante sus últimos mesesde vida, Enrique se había vuelto cadavez más austero, o tal vez más loco, y alfinal, los sirvientes habían optado porobedecer las órdenes que profería entregruñidos sin hacer preguntas. La únicailuminación con que contaba la estanciaprovenía de la pálida luz de la lunareflejada sobre el alféizar de la ventanade la pared orientada al este y una solavela titilante que había sobre un soportede roble cerca del camastro. La débilllama proporcionaba la luz justa paraenvolver en una lúgubre penumbra losrostros de las personas que habíaninterpretado los principales papeles del

drama de su vida. El rey posó la miradaen Juana que llevaba puesto un vestidonegro que presagiaba el inminente luto; yluego miró a Ricardo, cuyo rostro por logeneral pálido parecía aún más blancode lo habitual a la luz palpitante de lavela.

—Así que los buitres ya hanempezado a sobrevolar por encima demi cabeza —farfulló el rey con vozcascada—. No temáis, antes de quesalga el sol ya estaréis dando buenacuenta de mis despojos.

—Estás delirando —lo atajó Leonoryendo, como siempre, directa al grano.

El anciano le sonrió pero no había elmenor afecto en aquella mueca. Tenía

los dientes amarillos y cascados y unhorrible olor manaba de sus labiosentreabiertos.

—Puede que sí —le respondió él—,Pero ¿cómo es que has vuelto del exilio,mi querida esposa? Creí que habíaconseguido librarme de ti parasiempre… —ella miró a Ricardo yEnrique asintió con la cabeza:claramente no estaba en absolutosorprendido—. Pero sí, claro, tuadorado hijo ha acudido en tu ayuda —añadió—, ¿todavía le das el pechotambién?

De repente el enfermo tuvo unviolento ataque de tos acompañado deunas cuantas gotas de sangre que fueron

a parar a su ya muy sucia camisola denoche. Leonor contempló con asco comoJuana le limpiaba los acartonados labiosal anciano y esta le dedicó a su madreuna mirada fulminante antes de volver acentrar su atención en Enrique.

—Shss, padre —tranquilizó Juana almoribundo—, no te conviene fatigarte.

—Ya da lo mismo —le respondió élcon voz ronca y ajada—, pero me alegrode que por lo menos estés tú aquí. Detodo mi reino, lo único que he amado hasido a ti, hija mía.

Le hablaba a ella pero sus ojosestaban puestos en Ricardo. El príncipesintió unas gélidas punzadas que leatravesaban el pecho: así que ese iba a

seguir siendo el cariz de las cosas,incluso en el último momento…

—En ese caso me aseguraré de queocupe un lugar privilegiado en mi reino—intervino Ricardo tratando dedisimular la amargura que le teñía lavoz.

Quería contraatacar diciendo algoque hiriera al viejo pero se dio cuentade que no era capaz; era muy extrañoque de repente no consiguiera recordarninguno de los comentarios ofensivos ehirientes que se había imaginadodirigiendo a su padre a lo largo de losaños.

—Te precipitas demasiado,muchacho —replicó el anciano al

tiempo que recorría la habitación con lamirada de nuevo; consiguió enfocar lavista durante un instante y preguntó—:¿Dónde está Juan?

El joven príncipe sintió que se lehelaba el corazón: hasta en aquellosinstantes finales, lo único que queríaEnrique era a su adorada Juana y aladulador de Juan.

—He enviado un mensajero en buscade mi hermano —lo informó Ricardo—,seguro que su fiel montura lo trae devuelta a su debido tiempo.

—El tiempo es un lujo que yo ya nome puedo permitir —le contestó el rey.

Los ojos de Enrique se dirigieronhacia el fornido soldado que estaba de

pie montando guardia junto a la puerta auna respetuosa distancia de la familiareal. El hombre llevaba puesta una finacoraza ornamentada sobre una túnica decota de malla forjada especialmentepara la elitista guardia real. Elmoribundo alzó un dedo huesudo paraseñalarlo:

—¡Tú! Ven aquí, necesito un testigo.Resultaba evidente que ser de pronto

objeto de la atención del rey habíadejado desconcertado al guardia, peroaun así se acercó obedientemente.Mientras lo contemplaba a la luz de lavela, Ricardo reparó en que no era másque un chiquillo al que todavía causabanerviosismo y fascinación estar en

presencia de personajes tan ilustres.—¿Qué estás haciendo? —le

preguntó Leonor a su marido.Su madre conocía a su padre mejor

que nadie, y Ricardo detectó un destellode alarma en las facciones de esta.

—Yo, Enrique, rey de Inglaterra,pronuncio en mi lecho de muerte miúltima voluntad para que se lecomunique al pueblo —comenzó a decir—. Cuando Juan regrese, será coronadorey de Inglaterra.

El poco color que todavía quedabaen las mejillas de Ricardo desapareciópor completo al oír aquellas palabras, yluego regresó al cabo de un instanteacompañando a un torrente de furia

desatada:—¡¡¿Pero qué estás diciendo?!! —

exclamó sin siquiera darse apenascuenta de que tenía la mano en laempuñadura de la espada, aunque elguardia sí vio el gesto y palideció.

El joven soldado estaba entrenadopara servir en el campo de batallaenfrentándose a los enemigos deInglaterra, pero no estaba preparadopara verse envuelto en un huracán depeleas familiares en torno a la sucesión.

—Te acabo de hacer un regaloRicardo: tu libertad —respondió el reytras otro violento ataque de tos—. Ve,ve y diviértete con tus damiselas, llevauna vida despreocupada y feliz sin tener

que soportar el peso de la corona sobretu cabeza.

Leonor se puso de pie de un salto,olvidándose momentáneamente de suhabitual autocontrol, y se aferró conambas manos al colgante de rubíes quesiempre lucía, un dragón alado, como sicon ello confiara en poder reprimir unincontenible deseo de estrangular al reyen ese preciso instante. Ricardo sepreguntó si en sus ojos también ardía elmismo fuego ponzoñoso que veía en losde su madre.

—¡No puedes renegar de él!—Mi palabra es ley —sentenció el

monarca para constatar una últimaverdad simple e inmutable.

—¡Maldigo el día en que te conocí!—Yo también, querida, yo también.La tos de Enrique se hizo más

intensa de repente, los espasmosrecorrieron brutalmente todo su cuerpo yRicardo tuvo que darle la espalda a supadre, luchando por contener laslágrimas de rabia y derrota ante aquellainesperada pérdida del trono comoresultado del último capricho de unviejo delirante. No era capaz de admitirque por lo menos unas cuantas lágrimasse debían a algo distinto a su orgulloherido, que eran las lágrimas de un niñoque en otro tiempo había mirado a supadre con adoración, que lo había vistocomo un dios invencible que jamás se

equivocaba, un ser inmortal.—Juana, dame la mano —musitó

Enrique por fin con voz apenas audible.La muchacha, que ya no podía parar

de llorar, agarró con fuerza la mano desu padre y notó que este le apretaba lasuya una última vez; luego Enrique seestremeció y por fin se quedócompletamente inmóvil.

Juana se deshizo en sollozos queresonaron por toda la habitación quehabía quedado envuelta en un silenciodenso empapado del nauseabundo olor amuerte y decrepitud. Leonor ignoró a lamuchacha y clavó una mirada fría en elsoldado anónimo en quien, de la maneramás fortuita, había recaído la

responsabilidad del futuro del reino.Se oyó el eco del clamor de una

trompeta a lo lejos. Ricardo, que casi nose daba cuenta de que le corrían laslágrimas por las mejillas, se acercó a laventana con paso vacilante, comohipnotizado, y miró hacia abajo: unjinete enfundado en una gruesa capaacababa de atravesar al galope laspuertas del castillo que se divisaban asus pies a cincuenta codos de distanciaal tiempo que los centinelas anunciabansu llegada con el correspondiente toquede trompeta.

El joven se dio cuenta de que elguardia que había sido testigo deldecreto final de su padre se encontraba a

escasos codos de él, presa delnerviosismo y el desconcierto: estabaclaro que toda aquella situación erademasiado para el muchacho quo desdeluego no parecía tener la menorintención de querer ahogarse en unacloaca de intrigas palaciegas.

—Ha llegado el príncipe Juan —dijo el muy idiota anunciando lo que yaresultaba más que obvio—, ¿queréis quevaya a buscarlo, mi señor?

—Es perfectamente capaz deencontrar el camino solo, no hace falta—le respondió Ricardo y luego, sinmediar palabra, lo agarró con unmovimiento rápido y certero y lanzó alpobre soldado por la ventana

enviándolo a una muerte segura.Los gritos aterrorizados del

muchacho acabaron de forma abruptacuando por fin se oyó el espeluznantegolpe seco de su cuerpo aterrizando enlas rocas que rodeaban las murallas.Ricardo sostuvo la cabeza bien erguiday se dio la vuelta para alejarse de laventana sin tomarse siquiera la molestiade asomarse a observar a los centinelasque ya habían echado a correr endirección al cadáver del desdichadoguardia.

El príncipe asesino vio a su madreasentir con la cabeza para expresar suaprobación: Ricardo había demostradoser digno hijo suyo, el hombre que ella

había criado, capaz de apoderarse de suderecho divino atrapándolo con ambasmanos si era necesario. Él por su partesintió que una oleada de orgullo sesumaba a la compleja mezcla tumultuosade emociones que corrían por sus venasesa noche; hasta que vio la aterradamirada acusadora de Juana y sintió quelo invadía la ira: lo último quenecesitaba en esos momentos eran losreproches de su hermana. No estabadispuesto a consentirlo más; ni a ella nia nadie. Ahora era el rey de Inglaterra.

—Ni una palabra, Juana —leadvirtió con un tono afilado como uncuchillo que jamás había utilizado conella, pero esa noche no tenía elección—,

en lo que a este asunto respecta, medesharé de cualquiera que se interpongaen mi camino.

Los ojos de la princesa Juanalanzaron un destello: evidentemente laamenaza velada la había herido en lomás profundo, pero su hermano no sepodía dejar influir por el amor quesentía por ella, estaba en juego laestabilidad de la nación, tenía que evitara toda costa que se produjera unadisputa por el trono que acabase enguerra civil. Ricardo sabíaperfectamente que Juan había estadoextendiendo su red de contactos entrelos nobles durante los últimos dos años,e incluso si la nación jamás llegaba a

conocer cuáles habían sido las últimaspalabras de su padre, de todos modoshabría quien trataría de colocar a Juanen el trono durante los próximos meses.Las luchas intestinas y las sospechas quesiempre habían caracterizado a la cortede los Angevin podían estallar de unmomento a otro en forma deenfrentamiento violento a menos queRicardo consiguiera rápidamenteunificar a su pueblo en torno a él, ysabía que la mejor manera de mantenerun reino unido era canalizar el tumultointerno hacia el exterior, más allá de susfronteras. El Corazón de León se diocuenta en un instante de que no teníaelección: la guerra era la única manerade conservar el trono de Inglaterra.

La pesada puerta de hierro de lahabitación se abrió bruscamente y Juanentró a grandes zancadas. Con unarápida mirada, el recién llegado se hizouna idea de cuál era la situación: lapresencia inesperada de su exiliadamadre, la ira descontrolada querezumaban las facciones de su hermanoRicardo, el miedo y la confusióndibujados en las de Juana, y la apacibleexpresión beatífica del rostro de supadre. Cualesquiera que fueran lospensamientos que la escena provocó enJuan, este se los guardo para sí. Elpríncipe de oscuros cabellos searrodilló junto al cuerpo del rey Enriquey le puso una mano en el cuello para

comprobar que no tenía pulso antes devolverse hacia su hermano:

—He venido tan rápido como hepodido se excusó con voz estoica ygesto inescrutable.

Ricardo lo miró a los ojos yrespondió:

—Sus últimas palabras fueron parati, hermano.

—¿Qué dijo?—Que le hubiera gustado que

estuvieras aquí pero que estabaconvencido de que honrarías su memoriasirviendo a tu nuevo rey con valor.

Observó atentamente a su hermanomenor. Al Corazón de León siempre sele había dado bien mentir, gracias a lo

cual había ganado muchas apuestas, peronunca una tan alta como la que ahoratenía entre manos.

Juan entornó los ojos, contempló elrostro regio, casi escultural de su madrey luego los ojos enrojecidos de suhermana, pero estos últimos no lerevelaron nada que pudiera poner en telade juicio las palabras de Ricardo, asíque por fin lentamente, como si seobligara en contra de la voluntad de supropio orgullo, el príncipe Juan seinclinó con una reverencia ante RicardoCorazón de León, rey de Inglaterra yFrancia y señor de Angevin.

—El rey ha muerto. Larga vida alrey.

Ricardo contuvo la respiracióndurante un instante. Aquel era elmomento de la verdad: el destino de supueblo dependía de su siguientedecisión.

—Ahora voy a necesitar tu ayudamás que nunca, hermano —dijo—. Antesde morir, nuestro padre me pidió quecumpliera por él un último deseo: unanueva cruzada en su nombre para liberarJerusalén del yugo de los paganos.

Juan alzó la cabeza y miró al nuevosoberano a los ojos. ¿Era un ápice defría burla lo que había detectadoRicardo en los de su hermano?

—Reuniré a los nobles —respondióJuan con voz neutra que no dejaba

entrever en lo más mínimo lo que podíaestar pensando…

Juntos, arrebataremos la CiudadSanta a los sarracenos. —Hizo unapausa—. Por nuestro padre.

Ricardo sintió que un escalofrío lerecorría la espalda: su hermano estabaaceptándolo todo con demasiadafacilidad cuando en realidad habíacreído que Juan se resistiríaapasionadamente. Sin embargo, suhermano, parecía haberse rendido sin elmenor signo de querer entrar encombate. Era como si, de algún modo,todo estuviera yendo precisamente comoJuan quería. A Ricardo le vino a lamente de pronto un pensamiento

inquietante: había algo en los oscurosojos de su hermano que inspiraba temoren el nuevo rey, que le recordaba a unaaraña esperando pacientemente a que supresa quedase prendida en una tela quellevaba años tejiendo. Ricardo apartó ladesagradable imagen de su mente ycontempló el cadáver de Enrique. Laaventura en la que estaba a punto deembarcarse seria su gran venganzacontra su padre: iniciar una guerra ennombre de alguien que se había opuestoa la misma durante toda su vida. Tal vezal final iba a resultar que sí que habíasitio para la justicia y la poesía en estemundo.

—Sí. Por nuestro padre —asintió el

rey de Inglaterra.

11

PESE al desagrado inicial, Miriamestaba empezando a desarrollar ciertaafinidad con la Ciudad Santa, lo cual nodejaba de ser sorprendente si se tenía encuenta que por el momento su estanciahabía estado marcada por el escándalo ylos rumores que hacían correr loschismosos en la corte. A su tía Rebecala había escandalizado por completo elcomportamiento tan impropio de unadama que había tenido en presencia delsultán. Su tío la había regañado conmenos aspavientos, había sido más

directo: ella era nueva en la ciudad y lavida en la corte podía resultar muypeligrosa para alguien que nocomprendiera las limitaciones queimponían el decoro y losconvencionalismos sociales. Todo estoera especialmente cierto en el caso deuna joven hermosa que claramente habíadespertado el interés del sultán, pues lasintrigas del harén podían ser mucho mássutiles —y letales— que cualquiercombate que libraran los hombres encampo abierto; en el campo de batalla—le había advertido el rabino a susobrina—, los hombres sabían quiéneseran sus enemigos y quiénes sus aliados,mientras que en el harén los enemigos nosolían resultar tan obvios y por lo

general solían ser bastante más crueles.Miriam había tomado buena nota de

aquellas palabras. Durante gran parte desu vida había sido una persona solitariaque evitaba de manera consciente lacompañía de otras mujeres precisamentepor esa razón, porque, al haberlesarrebatado los hombres todo el poder enla sociedad, estas se veían abocadas apracticar despiadados juegos mentalescomo única forma de establecer suautoridad y control entre bastidores. Elhecho de que Miriam fueraexcepcionalmente atractiva la habíaconvertido en el centro de atención delas otras muchachas de su familia y elblanco de muchas envidias, y además le

había enseñado bien pronto en la vidaque había pocas mujeres en las que sepudiera confiar, con lo que prefería lacompañía de los hombres siempre quefuera posible. Lo malo era que ese tipode interacción no solía producirsedebido a la cultura de segregación porsexos que imperaba tanto entre losjudíos como entre los musulmanes.Cierto que había disfrutado de unascuantas escapadas nocturnas conapasionados pretendientes y habíaconocido una maravillosa liberación enbrazos de numerosos amanteshambrientos, y sin embargo al final todole había resultado un tanto vacío.Ninguno de esos hombres había sidocapaz de desafiar a su intelecto, que ella

valoraba bastante más que los encantosmás carnales que pudiera poseer.Miriam, por tanto, había acabado porencontrar consuelo en la compañía delos libros de su tío y la búsquedasolitaria del conocimiento.

Esa búsqueda era la que la habíallevado por las calles de empedradodesgastado del zoco de Jerusalén, elmercado, aquel viernes por la tarde encompañía de un joven guardia depalacio. Maimónides insistía en quefuera siempre escoltada por uno de lossoldados del sultán si salía del barriojudío recientemente reconstruido dondevivían. Ella había aceptado aregañadientes aquella imposición, pero

se había negado en rotundo a lasugerencia de ponerse el velo musulmáncon que algunas mujeres se tapaban dela cabeza a los pies: se cubriría elcabello con un pañuelo al estilo egipcio,nada más.

Al considerar la cuestión despuéscon perspectiva, Miriam llegaría a laconclusión de que su orgullo la habíahecho comportarse como una necia, puesnunca había tenido que soportar tantasmiradas descaradas como caminandopor aquel mercado: una judía de ojosverdes vestida a la última moda deEgipto era un estampa poco habitual porallí, y no tardó mucho en lamentar tantaatención no deseada. Miriam vio varios

hombres de aspecto dudoso queparecían estar a punto a acercárselehasta que repararon en la presencia deZahir, su guardaespaldas. El soldadokurdo de cabellos color castaño claro eimponente musculatura parecía estardeseando meterse en una pelea y Miriamse dio cuenta de que llevaba la mano enla empuñadura de la cimitarraprácticamente siempre.

Aun con todo, una vez consiguióignorar las miradas de susconciudadanos, el paseo por Jerusalemle resultó fascinante: lucía el sol y elhedor a excremento de camello leparecía más tolerable que otros días. Elbazar principal no era tan grande como

el de El Cairo pero tenía una granvariedad de productos, los precariospuestos callejeros estaban repletos deuna increíble variedad de apeteciblesfrutas y dulces, mujeres cubiertas convelos regateaban vigorosamente con losaburridos mercaderes discutiendo elprecio de membrillos, uvas pasas deexóticos colores —doradas y de un rojointenso como el de la remolacha—,plátanos importados de la India,naranjas, manzanas, quesos y unasexistencias aparentemente inagotablesde piñones. Había probado algunosproductos hechos con la miel de lasabejas de la zona y la había sorprendidola intensidad intoxicante de su sabor.Los francos seguían comerciando con

sus compatriotas europeos y se encontrócon que también podían comprarsemanufacturas de aquellas lejanas tierrasentre las que llamaron particularmentesu atención la ornamentada alfareríafrancesa y las joyas italianas. Laartesanía de los bárbaros no era mássofisticada que la del califato, eso desdeluego que no, pero incluso en susdiseños rudimentarios pudo detectar losprimeros brotes de una concienciacultural entre los infieles. Tal vez elsiglo pasado en estrecho contacto con lacivilización árabe acabaría sirviendo decatalizador para revitalizar susestancadas sociedades. No eraimposible —pensó—, aunque no

esperaba ser testigo de nada parecido aun renacimiento cultural europeo, por lomenos no en los años que a ellapudieran quedarle de vida.

Miriam no estaba tan interesada enlos puestos de bisutería como en los delibros, así que recorrió en compañía deZahir unas cuantas librerías donde seentretuvo hojeando manuscritos ypergaminos en árabe, griego y francés.Sintió un poco de pena por el jovenguardia al pensar que, del mismo modoque ella conocía en profundidad variaslenguas, seguramente él en cambio nisiquiera sabía leer la suya propia; dehecho lo había visto hojeando unvoluminoso tomo al tiempo que

realizaba leves movimientos de cabezamientras pasaba las páginas con granconcentración y completamente ajeno alhecho de que tenía el libro al revés.

El propietario del establecimiento,un cristiano que cojeaba ostensiblementey además tenía un tic muy inquietante enla cara, también había reparado en elerror del guardia pero no dijo nada. Erararo que una mujer entrara en su tienda,pero que lo hiciera un soldado era ya lonunca visto, y Miriam se dio cuenta deque el mercader estaba deseando queaquella extraña pareja abandonara suestablecimiento por lo que, sintiendo unpoco de pena por el hombre, le pagóvarios dinares por una traducción al

árabe de La República de Platón yvolvió a la calle seguida de suguardaespaldas, que había dejado otravez en su sitio el incomprensible textoque había estado fingiendo leer.

Al oír el eco del canto del muecínrecorrer las callejuelas de la ciudadMiriam se dio cuenta de que era la horade la plegaria de media tarde o 'asr ycontempló las riadas de hombresataviados con turbante apresurarse endirección a Haram al Sharif. Desde laliberación de Jerusalén del poder de losfrancos, tanto musulmanes como judíosmostraban particular dedicación enobservar con regularidad sus ritualesreligiosos en sus respectivos lugares de

culto. La pérdida de la Cúpula de laRoca y el Muro de las Lamentacionesdurante noventa años había hecho quelos creyentes tomaran verdaderaconciencia de las bendicionesespirituales que sus antepasados habíandado por sentadas. Miriam sabía que elsol se pondría en unas cuantas horas yquería volver a casa a tiempo paraencender las velas del sabbat con su tíaporque, aunque no estaba segura decreer en el Dios de la Alianza, losdelicados rituales de su pueblo seguíanteniendo para ella un valor sentimental.

—Deberíamos volver ya —le dijo asu acompañante.

Zahir asintió con la cabeza y la guió

por entre el laberinto de puestosofertando granadas y dátiles hasta quepor fin salieron a la plaza pavimentadaen piedra que había justo al lado delmercado y donde habían dejado atado elcarruaje hacia el que se dirigieron;cuando ya estaban cerca del coche demadera, Miriam vio una figura que seocultaba la cabeza y el rostro con unacapucha, un mendigo sentado a pocadistancia: sus ropajes raídos eran lostípicos de un leproso, así que tuvo queresistirse a la súbita oleada de asco quela invadió.

—Un dinar para un pobre viejo, miseñora… —suplicó el hombre con vozquebrada.

Las facciones del mendigo seguíanocultas bajo la capucha, cosa que laalegró porque significaba que no tendríaque ser testigo de los estragos que laenfermedad había causado en el rostrode aquel pobre desgraciado, pero luegosintió inmediatamente una punzada deculpabilidad por pensar esas cosas.

Zahir avanzó un par de pasos con lamano en la empuñadura de la espada,dispuesto a espantar inmediatamente alinoportuno leproso y, al ver a aquelsoldado analfabeto actuar conforme aunos deseos que no osaba expresar envoz alta, se avergonzó aún más de símisma.

—No, no pasa nada —dijo al tiempo

que buscaba en su bolsa unas cuantasmonedas.

Zahir posó su mano en la suyahaciendo ademán de detenerla y Miriamparpadeó al sentir el tacto tosco deaquella palma encallecida sobre su finapiel.

—Dejadlo morir entre los perroscomo le corresponde, es impuro.

Miriam se zafó de la mano que lasujetaba, irritada porque el soldado lahubiera tocado y furiosa por tener queadmitir que una parte de ella tambiénquería ahuyentar a aquel pordiosero quesufría una enfermedad repulsiva.

—Huele mejor que tú —replicó sinpensarlo y en cuanto se oyó decir

aquello se arrepintió, porque el jovensoldado siempre había sido amable conella y ahora se lo pagaba con aquelcomentario hiriente.

Y entonces, para su gran sorpresa, elleproso soltó una carcajada.

—Mi señora es astuta como un zorroy bella como una hurí del Paraíso —comentó el mendigo.

A Miriam se le paró el corazón uninstante: la voz ya no era quebradiza ybronca y además le resultabaincreíblemente familiar. Zahir dio unpaso al frente antes de que pudieradetenerlo, con la espada desenvainada yapuntando con ella al leproso.

—Ándate con cuidado si no quieres

perder esa lengua inmunda con la quetantas sandeces farfullas. La dama es unahuésped del sultán —le advirtió elguardia al pordiosero con voz que dabaa entender claramente que ese sería suúltimo aviso antes de pasar a la acción.

—Lo sé —respondió el hombre.Miriam no tuvo tiempo de

reaccionar cuando el mendigo se pusoen pie de un salto y con un movimientovertiginoso inmovilizó el brazo con elque el guardia sostenía la espada paradespués retorcerle la muñeca y el brazoconsiguiendo desarmarlo. Elsorprendido soldado lanzó un grito dedolor en el momento en que soltaba lacimitarra y por fin cayó de rodillas

rindiéndose a medida que su atacanteapretaba más y más.

Miriam ahogó el grito que acaba deescapar de sus labios cuando la capuchase deslizó hacia atrás para revelar elmismísimo Saladino.

Zahir parecía incluso másconfundido que ella, pero suentrenamiento militar surtió efectoinmediatamente: permaneció de rodillascon la cabeza baja y dejó de forcejear alinstante.

—Sayidi, no os había reconocido —se excusó el joven.

Aunque Saladino lo soltó, elmuchacho no varió ni un ápice supostura de total sumisión.

—Bueno, esa es precisamente laidea… Déjame un momento a solas conmi huésped —le contestó el sultán.

El guardia hizo una profundareverencia y luego se puso de pie y sealejó unos cuantos pasos. Los ojos deSaladino se volvieron entonces hacia ladesconcertada Miriam que, con bastanteretraso, se acababa de acordar de hacerella también una reverencia que ejecutócon bastante torpeza.

—No es necesario nada de eso. Mevas a echar a perder el disfraz… Lasdamas no les hacen reverencias a losleprosos —replicó él.

—No entiendo nada.Saladino desvió la mirada hacia

unas puertas de bronce que custodiabanel acceso a un sendero que atravesabaunos jardines a poca distancia de dondese encontraba el carruaje.

—Da un paseo conmigo y te loexplicaré.

12

MIRIAM miró a su alrededor y vioque estaban completamente solos. Lonormal hubiera sido que a esa hora deldía la plaza fuera un hervidero deactividad, así que se le pasó por lacabeza el pensamiento fugaz de que elsultán lo hubiese organizado todo paraque, casualmente, estuviera vacía.Escudriñó el rostro de Saladino pero novio nada en sus facciones que leresultara amenazante y además, si queríaaprovecharse de ella, realmente pocopodría hacer Miriam para impedirlo.

Siguió al sultán hacia el interior delos jardines y al contemplarlos abrió losojos como platos llena de asombro: eracomo si hubiera entrado en otro mundoy, mientras paseaba por los senderospavimentados en vivos colores yjalonados de rosas —la maravillosa florautóctona de Palestina—, se sintió comosi se le hubiese permitido asomarse allegendario jardín del Edén, en el que supueblo y la humanidad entera habíantenido su origen.

Había repartidas aquí y allá por eljardín unas cuantas ruinas de variasestructuras en piedra que nadie parecíahaber tocado desde los tiempos deHerodes y, junto a un pequeño viñedo,

vio la apertura de una cueva en la rocaexcavada en la tierra, los restos de unapresa de vino. La suave cascada —obrade la mano del hombre— que descendíapor un viejo muro atrajo su atenciónhacia el pequeño estaque en el que estadesembocaba y en cuyas aguascristalinas podía distinguirse unpequeño banco de peces moteadosazules y rojos que nadaban plácidamenteal sol de la tarde por entre juncos ylirios.

Saladino vio la fascinación en surostro y sonrió, luego se detuvo bajo unárbol de ramas frondosas con llores decolor rosa que Miriam no había vistonunca antes, se agachó para cortar una

flor blanca de las que crecían entre lahierba y, para sorpresa de la joven, elsultán alargó la mano y se la colocó enel pelo y, cuando los dedos de Saladinorozaron levemente un mechón que lecaía sobre los ojos para apartárselo,ella sintió que la recorría una especie dedescarga eléctrica. Miriam no estabasegura de qué bahía sido exactamentepero sintió que no le importaría enabsoluto investigarlo.

—Dime, joven Miriam, ¿quién diríasque os el hombre más poderoso delmundo islámico?

—Esa es una pregunta trampa.Saladino arqueó una ceja a modo de

respuesta pero parecía divertido con la

situación:—Es cierto, pero compláceme y

contesta de todos modos.Ella se giró para contemplar la

Cúpula de la Roca que resplandecía alsol de la tarde.

—Si fuera musulmana, tendría quedecir que el califa de Bagdad a riesgode caer en la blasfemia si dijera otracosa.

—Pero eres judía. Blasfema todo loque quieras —le respondió él con airede estar disfrutando a lo grande conaquella conversación.

Miriam se volvió hacia el sultán, susmiradas se cruzaron y, mientrascontemplaba la luz intensa que

despedían aquellos dos pozos profundosque la observaban, experimentó lasensación de tener ante sí una de lasalmas más antiguas del universo.

—Bueno, pues, en tanto que hereje yuna estudiosa del arte de la política,diría que vos.

—¿Por qué?—Habéis conseguido sin ayuda de

nadie unificar Egipto y Siria tras unsiglo de guerra civil y además, contratodo pronóstico, habéis derrotado a losfrancos.

De repente se sintió muy pequeña;había sido una muchacha orgullosa todasu vida, tenía la intuición de estarllamada a ser algo más que la humilde

esposa de algún rabino y la madre deuna caterva de niños ruidosos (que erael futuro que Rebeca ansiaba para susobrina) pero ahora, allí, de pie, enpresencia del sultán, se sintió como unanecia: ¿quién era ella para andarbromeando con un hombre de talcategoría? Mucho después de que sushuesos se hubieran convertido en polvopara siempre, el nombre de Saladinotodavía sería exaltado por millones dehombres.

Él hizo un gesto de la mano paraquitar importancia al asunto. Y dijo:

—Tal vez sea cierto, pero todo esono ha sido más que un accidente de laHistoria.

A la joven le pareció detectar ciertafalsa modestia en su voz.

—Me resulta difícil creer que seaasí —fue lo único que alcanzó aresponderle.

De pronto, el rostro de Saladinoadoptó una expresión grave y el brilloatemporal de sus ojos se hizo másintenso.

—Todos somos esclavos de laHistoria, Miriam, es un río que ningúnhombre puede controlar, ni podemosnadar contra su poderosa corriente; dehecho, nos ahogamos todos en el torrentede sus aguas.

Se hizo un silencio incómododurante un instante y al final fue ella la

que lo rompió con la esperanza dedesviar los pensamientos del sultánsobre el aplastante peso de su propiolegado:

—Todavía no me habéis explicadopor qué el hombre más poderoso delmundo anda por ahí disfrazado deleproso.

La sonrisa volvió a los labios deSaladino y el sombrío hechizo en quehabía caído este se rompió.

—Un líder no puede conocer lasnecesidades de su pueblo si permanecesiempre encerrado en su atalaya… Peroademás tengo otras razones.

—¿Como por ejemplo?Saladino apartó la vista de la

Cúpula y la posó sobre su ciudadela deimponentes torres visibles incluso desdeaquel jardín.

—El palacio es una jaula dorada,allí no podría disfrutar de la compañíade una bella mujer sin temor a que sedesataran las habladurías.

Luego se le acercó y sacó uncolgante de zafiros de debajo de susropajes: tenía la forma del Roc, lamítica ave que aparecía en Las mil yuna noches, con las alas extendidas conaire desafiante. Miriam abrió los ojoscomo platos al contemplar el inesperadoobsequio y sintió que se tensabainvoluntariamente cuando él procedió acolocárselo alrededor del cuello y

abrochar la fina cadena que loacompañaba.

—Un regalo; para darte labienvenida a la ciudad.

Todo estaba yendo demasiadodeprisa para ella.

—Es precioso… pero no puedoaceptarlo —respondió la joven.

Saladino no tenía la menor intenciónde escucharla.

—Tonterías… Además, comparadocon tu belleza no es ni la mitad deradiante.

Las advertencias de su tío resonabanen la cabeza de Miriam. No estabapreparada para jugar a aquel juego.

—Debería irme a casa, mi tío está

en el bazar comprando la comida y todolo necesario para el sabbat y estará devuelta en cualquier momento.

—Todavía tardará una hora, o por lomenos eso es lo que dicen misinformadores —respondió el sultán; yluego la miró y, percibiendo quizá quela muchacha no se sentía cómoda, seapartó un poco para darle cierto espacioy desvió la mirada hacia las hileras detulipanes plantadas bajo un limonero.

—¿Te gusta el jardín?Miriam agradeció el respiro que

suponía aquella pausa en sus avancesamorosos.

—Es precioso.El rostro del sultán adquirió una

expresión extraña, como si se hubieraquedado traspuesto al rememorar unacontecimiento del pasado lejano quehabía mantenido arrinconado en sumente durante mucho tiempo.

—No es nada comparado con eloasis de Ascalón.

Miriam sintió que un escalofrío lerecorría la espalda en el momento enque la invadió una riada de recuerdos nodeseados.

—¿Junto al Sinaí? —preguntófingiendo ignorancia (era mejor así).

Saladino asintió con la cabeza.—Me he pasado casi toda mi vida

entre El Cairo y Damasco que son lasjoyas del califato, pero no hay otros

jardines en el mundo como los deAscalón —sentenció él.

Miriam trató de no echar la vistaatrás pero fue incapaz de contener losrecuerdos: tenía trece años, apenas sehabía recuperado del desconciertoprovocado por su primera menstruacióncuando la caravana en la que viajaba sedetuvo en Ascalón. Los jardines eranciertamente los más bellos que habíavisto jamás, o que vería después hastaeste día. Se acordaba de haber estadorecogiendo dorados girasoles dedesierto para hacerle un regalo a sumadre cuando los soldados francos latiraron al suelo…

No. No más recuerdos. Miriam se

sorprendió a sí misma quitándose la florque Saladino le había puesto en el pelo.

—El sultán me sorprende, no sabíaque los guerreros se interesaran lo másmínimo por la flora —bromeóobligándose a apartar aquellospensamientos de su mente.

Saladino seguía inmerso en aquellaespecie de trance nostálgico.

—Hice el amor a una mujer porprimera vez bajo una palmera enAscalón una noche de luna llena.Siempre será un lugar especial para mí.

Cualquier otra muchacha se habríaruborizado al oír una revelación denaturaleza tan íntima, pero Miriam selimitó a observarlo con más atención.

—Cualquiera diría que seguísenamorado de ella.

Saladino la miró y sonrió. Si sehabía dado cuenta de que Miriam sehabía quitado la flor del pelo no dijonada.

—Era muy hermosa.¿Era un ligero tono burlón lo que

detectaba en la voz del sultán? Derepente Miriam sintió una ciertairritación que iba en aumento.

—¿Alguna vez veis en una mujeralgo más que su belleza, sayidi?

Había albergado la esperanza de queel sultán fuera en realidad tansofisticado como le había parecido enun primer momento, pero en ciertos

asuntos estaba resultando ser comocualquier otro hombre.

Saladino se le acercó, tal vez unpoco más de la cuenta, y le acarició unamejilla haciendo que el corazón de lamuchacha diera un vuelco.

—Llevo una vida dura, Miriam,plagada de guerra y juicio, la belleza mereconforta.

Miriam retrocedió un paso. Aquelextraño cosquilleo la recorría de nuevoy estaba empezando a asustarla deverdad, pero se rió confiando en que coneso lograría acallar la tormenta desentimientos que se estaba desatando ensu interior.

—Y cuando la mujer que amáis se

haga vieja y se arrugue igual que unapasa, ¿seguirá entonces reconfortándoossu belleza?

Saladino se inclinó hacia delante,como si fuera a compartir un secreto conella.

—Entonces lo que me reconfortaráserá su risa.

Miriam sintió que una fuerzaincontrolable la atraía hacia él, igualque una mariposa hacia una llama.

—Sayidi…Él se inclinó hacia adelante

haciendo ademán de besarla y Miriamsintió que su corazón se aceleraba, perode repente Saladino dio un paso atrás.

—Me impresionó mucho tu coraje el

otro día… Hay poca gente que se atrevaa hablar en mi presencia —le comentó.

Miriam se ruborizó. No entendíaaquel juego y la confusión,inevitablemente, despertaba su orgullo ysu ira. ¡No era una simple campesinaignorante con la que pudiera jugar a suantojo!

—¿Acaso no es vuestro profeta elque dijo que la mayor yihad es decir laverdad en presencia de reyes?

Saladino se la quedó mirando,sorprendido de que fuera capaz decitarle frases de una de las fuentes de latradición profética oral del islam, loshadices. A excepción de los eruditos delas madrazas, había pocos que

estuvieran familiarizados con los milesde dichos de Mahoma y desde luego noesperaba ese nivel de conocimientos deuna joven judía.

—Nunca dejas de sorprenderme —le respondió, y ella reparó en que suadmiración parecía real.

—Mi tía me ha criado para hacer demí una mujer educada —le contestó lajoven sin poder ocultar una ciertaaltanería que le teñía la voz.

De repente Saladino volvió aacercarse, tanto que Miriam podía notarel calor que irradiaba su cuerpo en elmomento en que tomó su mano entre lassuyas y le dijo:

—Además de muy bella.

¡Por Dios! Otra vez volvía a sentiraquel deseo implacable, algo que lairritaba sobremanera: en presencia deSaladino, se sentía extrañamentedesvalida, era una sensación que laaterraba y al mismo tiempo la llenaba deenergía.

—Ahí está esa palabra otra vez…—fue lo único que alcanzó a responderantes de que él se inclinara para besarla.

Quería resistirse pero sintió que unainexorable fuerza la arrastraba hacia lasimpetuosas aguas del destino de aquelhombre. «Nadie es capaz de nadarcontra la corriente del río de laHistoria», le había dicho él. Ni contra elde la pasión tampoco.

Fue un beso largo y profundo y,durante unos instantes, el tiempo sedetuvo. Por supuesto no era la primeravez que la besaban; su tía se habríaescandalizado si hubiera sabido loexperimentada que era la joven enasuntos del corazón, y del cuerpo. Perohabía algo primitivo en la manera en queSaladino la abrazaba, una voracidad quela abrumaba, era como lanzarse al vacíocayendo por una cascada que iba a dar aun río cuyas profundas aguasdesembocaban en el manantial delalma…

Miriam forcejeó hasta conseguirapartarse, igual que una muchacha quese está ahogando y por fin logra salir a

la superficie con la esperanza de poderllenar sus pulmones de agua al menosuna vez más. Quería seguir besándolo,seguir perdiéndose en la ferocidad deaquella pasión, y al mismo tiempo esoera precisamente lo que la asustaba.

Saladino la estaba mirando fijamentey las pálidas mejillas del valerosoguerrero kurdo estaban ahora tenidas derojo: fuera lo que fuera esa implacablefuerza que la había recorrido, él tambiénhabía sentido su poder.

—¿Qué dirías si te pidiera quevinieras a vivir a mi harén?

Aquello era demasiado, más quesuficiente para una cálida tarde deverano. Tenía que pararlo como fuera

antes de que aquella locura laconsumiera.

—Diría que no soy digna desemejante honor.

—¿Y si te respondiera que sí loeres?

Miriam se obligó a mirarlo a losojos un buen rato: aunque era comocontemplar el sol directamente noparpadeó.

—Pero, sayidi, ya estáis casado concuatro de las mujeres más bellas de todoel califato, y entiendo que vuestrareligión no os permite desposar aninguna más.

Saladino enmudeció un instantemientras sus ojos recorrían el rostro de

la joven.—Cierto, pero no necesitas ser mi

esposa para compartir mi cama —lerespondió.

Aquellas palabras la atravesaroncomo un cuchillo y sintió que sedespertaba en su interior una furia queera totalmente inapropiada en unasúbdita que se encontraba en presenciade su señor. Retrocedió unos pasos yesta vez él no avanzó para acortar ladistancia que ahora los separaba.

—Mi tío me ha dicho que sois ungobernante sabio y no un tirano, ¿puedohablaros con total franqueza tal y comohice durante el juicio?

Saladino sonrió aunque su expresión

era inescrutable, incluso para losexperimentados ojos de Miriam. ¿Acasoestaba a punto de firmar su propiasentencia de muerte con sus palabras?

—Por supuesto que sí. Estoy todo eldía rodeado de aduladores, se agradeceoír la verdad de vez en cuando —respondió él.

La joven respiró hondo y se lanzó:—No voy a negar que la propuesta

es tentadora —dijo—, pero soy unamujer libre y no deseo encerrarme en elharén de nadie como concubina, nisiquiera si se trata de la Fastuosaprisión de oro del sultán.

Ya estaba dicho. Por fin.Saladino se quedó inmóvil un

instante, mirándola fijamente a los ojosotra vez.

—Sin duda tienes valor. Ningunamujer me ha hablado jamás de esemodo.

Ella se sintió como si le hubierandado una patada en el estómago. Derepente, todas sus fantasías infantiles deseducir a un príncipe y galopar con él enun blanco corcel hacia un castillo lejanose desvanecieron: le había plantado caraal hombre más poderoso de la Tierra,había rechazado sus avances…, y ahorasin duda estaba a punto de conocer laverdadera naturaleza del poder deSaladino.

—¿Se equivocaba mi tío entonces?

¿Acabará mi cabeza expuesta en lasmurallas de palacio esta misma noche?—fue lo único que alcanzó a decir.

Si iba a morir, por lo menos queríaque su verdugo se lo dijera a la cara.

Saladino no respondió nada duranteun instante eterno y luego se echó a reír,no con la risa fría y sardónica de unhombre que se siente insultado y trata deocultar su orgullo herido tras lascarcajadas, no: era la risa franca ydivertida de un adulto al que un niñomuy querido le acababa de ganar unapartida jugando a algo.

—Admiro tu espíritu, Miriam —reconoció el sultán—. Si vienes a mí, loharás por propia voluntad y no a punta

de espada. Que la paz sea contigo, hijade Isaac.

Y entonces, sin decir ni una palabramás, el hombre más poderoso de laTierra se dio la vuelta y salió del jardíndejándola allí sola para enfrentarse altorrente de emociones que librabanbatalla en su alma en aquella cálidatarde del mes de julio en Jerusalén.Mientras Miriam lograba recuperar lacompostura y encaminar sus pasos devuelta al carruaje que la llevaría a casapara celebrar con su familia el sabbat,no se percató de que un encapuchadocubierto con un manto la estabaobservando oculto entre las sombras deljardín.

13

LA sultana estaba desnuda, sumergidaen agua humeante en una piscina demármol y su tersa piel color olivaresplandecía mientras una musculosaconcubina africana le masajeaba loshombros con mirra y aceitesperfumados. No había ventanas en losbaños pero la estancia estabaprofusamente iluminada por toda unaserie de lámparas de cristal decoradocon preciosas caligrafías árabesdispuestas en semicírculo alrededor dela piscina.

—¿Quién es esa muchacha? —preguntó Yasmin ben Nur al Din con fríafuria contenida al tiempo que sus ojos,inmensos y almendrados, herencia de suabuela persa, lanzaban chispasincandescentes como el abrasador soldel desierto.

El eunuco, un armenio esbelto concabellos de un naranja encendido yrostro pecoso llamado Estaphan lerelató cuidadosamente todos los detallesdel encuentro entre Miriam y Saladino.

—Una sobrina de Maimónidesrecién llegada de El Cairo —respondióEstaphan con un tono de voz más agudade lo que era habitual en él.

Aquella no era una tarea nada

agradable y su temperamento ya de porsí nervioso por naturaleza apenas podíasoportar el estrés que entrañaba el deberque se le había confiado. Evidentemente,Estaphan había investigadodiscretamente antes de presentarse antesu señora y se había enterado de quiénera la muchacha que había visto con elsultán. Yasmin esperaba obtenerinformación detallada de sus espíassobre cualquier novedad queaconteciera en la corte y cuando noestaba satisfecha con los datos que leproporcionaban, los portadores denoticias incompletas solían acabarteniendo un desafortunado accidente enalgún rincón oscuro del harén.

—¿Una judía? —quiso cerciorarseYasmin con un tono que rezumabaultraje mezclado con incredulidad.

Hizo un gesto a la concubina paraque parara y la bella africana dio unpaso atrás en el momento en que Yasminse volvía hacia el mensajero que tandesagradables noticias le traía. El aguadel baño burbujeó al tiempo que sealzaba en la piscina un vivo oleaje enminiatura que no distaba mucho del querugía en el corazón de la reina.

—Sí, sultana —respondió el eunucocon voz temblorosa pensando que tal vezno debería haber sido tan diligente ensus investigaciones.

—¿Y ella rechazó a mi marido?

Debe de estar loca…—Sin duda.Estaphan había llegado a la

conclusión de que dar la razón a lospoderosos rara vez te metía en líos.

Yasmin salió del baño y él apartó lamirada más por costumbre que por otracosa pues, habida cuenta del estado desu miembro castrado, no suponía lamenor amenaza. Su señora alargó lamano hacia una toalla de lino con la quecubrió sus abundantes pechos mientrasla concubina africana empezaba acepillarle los cabellos negros como lanoche con un peine de marfil.

La sultana alzó la vista al techo,como solía hacer cuando estaba

tramando algo, y fijó la mirada en losarcos cubiertos de frescos quesobrevolaban su cabeza a diez codos dealtura, pero su mente estaba demasiadoabsorta en sus propios pensamientoscomo para prestar atención a losexquisitos murales de flores con pétalosdecorados con incrustaciones de rubíesy zafiros. En cualquier caso, había vistoobras de arte mil veces más bellas en elpalacio de su padre en Damasco y no lemerecía demasiado respecto el estilorústico del Levante. Y además, en esosmomentos, sin duda tenía la cabeza enotro sitio.

La llegada de la bella muchacha a lacorle de su esposo, y a un círculo tan

allegado, la había obligado areconsiderar las mil y una estrategiasque había diseñado para mantener elharén y la corte bajo control. En ciertosentido, podría decirse que la sultanaincluso disfrutaba con aquellos vuelcosinesperados de la fortuna que de formainevitable la obligaban a mantenersesiempre en guardia pues, al igual que sumarido, las victorias fáciles la aburríanenseguida.

—Seguramente no es más que uncapricho pasajero —musitó la sultana—, pero quiero que no la pierdas devista ni un momento. Si vuelven a verse,espero que me traigas todos los detallesal cabo de una hora como mucho.

—Como ordenéis, mi señora —prometió el eunuco al tiempo que sepostraba ante la sultana.

Ella lo despidió con un gestodisplicente de la mano y Estaphan sepuso de pie rápidamente y salió de laestancia tan deprisa como pudo, dandogracias por haber llegado al final de laaudiencia sin haber perdido ningún otromiembro. Yasmin se volvió haciaMihret, su deslumbrante doncellaabisinia: la muchacha se acercó conmovimientos lentos y sinuosos como losde una pantera y empezó a masajear lostensos hombros de la sultana. Mihretsiempre sabía exactamente lo quenecesitaba sin que tuviera que decirle

nada.—Conozco a mi marido, es como un

niño: si le niegan un juguete no serácapaz de pensar en otra cosa y no pararáhasta conseguirlo —comentó Yasmin.

La esclava le apartó un mechón deondulados cabellos que había escapadoal cuidadoso trenzado que le acababa dehacer a la reina y la miró a los ojos conun descaro que habría extrañado acualquiera que hubiese presenciado laescena, ya que era un crimen que nadieexcepto Saladino mirara directamente elbello rostro de la sultana. Claro queMihret y Yasmin eran culpables decrímenes mucho mayores que no cumplircon la etiqueta de palacio. Si el sultán

supiera…—Parecéis turbada con este asunto

de la judía —dijo Mihret con aquellavoz suave que la sultana había acabadopor adorar.

A Yasmin la asaltaba a menudo elpensamiento de que esta concubina dededos finos y muslos esbeltos la conocíamejor que nadie, incluida ella misma. Enotro tiempo, la sultana se habíaacostumbrado a llevar una vidasolitaria, encerrada en sí misma eincapaz de abrirse a los demás, sobretodo a su ausente esposo. Pero todo esocambió cuando Saladino compró a labelleza nubia en el mercado de esclavosde Alejandría y se la trajo a su mujer

como regalo de aniversario. La menterápida de la muchacha le habíaproporcionado horas de animadaconversación y su tacto suave habíadespertado en Yasmin sentimientos delos que ya no creía capaz a su corazón.

—Simplemente siento curiosidad —respondió la sultana—. Ninguna mujerha rechazado jamás a Sala al Din benAyub, excepto una.

—¿Quién? —quiso saber Mihretimprimiendo en su voz un tono deinocencia infantil que Yasmin reconocíaperfectamente como fingida pero quesiempre le había parecido encantador.

La muchacha de piel color ébano sinduda era su igual en términos de

intelecto, pero nunca se olvidaba de lasnecesarias sutilezas, los rituales diariosde fingida ignorancia que permitían a larealeza deleitarse en su superioridad enlo que a sabiduría respectaba.

—Yo, por supuesto. Por eso hubo untiempo en que fui su esposa favorita: unguerrero se crece ante un desafío.

En ese instante, un recuerdoinvoluntario vino a la mente de Yasmin:un paseo por el jardín de su padre enDamasco con su pequeño huerto denaranjos, jazmines y limonerosresplandeciendo con los últimos rayosdel sol; al otro lado de una hilera deálamos se alzaba la cúpula de la granmezquita de los omeyas donde,

quinientos años antes, Muawiya se habíaproclamado califa enfrentándose asíabiertamente a las pretensiones al tronodel yerno del Profeta, Alí. Habíacontemplado el gran reloj de agua que sealzaba junto a los muros de mármol dela mezquita, más alto que un hombre ycon una hilera de puertas coronadas porhalcones esculpidos en bronce que ibansucesivamente inclinándose en elmomento en que se abría lacorrespondiente puerta para dar la;,horas. Sonaban las campanas mientrasse ponía el sol y el reloj resplandecía ala rutilante luz rojiza de las lámparas.Era la última noche de Ramadán y sehabía aventurado en el exterior paramirar unos instantes la luna creciente

que señalaría el comienzo de lasfestividades del Eid al-Fitr.

Mientras contemplaba el horizontehacia el este había sentido el cosquilleoque a menudo inunda el alma cuando sela contempla desde lejos: la princesasiria se había dado entonces la vuelta yhabía visto por primera vez al atrevidogeneral que un día les arrebataría a ella,el corazón y a su padre, el reino. Sehabía resistido a los encantos deSaladino más de lo que ni tan siquieraella hubiera creído posible, pero a él laidea de alcanzar lo inalcanzable le habíaservido de estímulo y, durante meses, lasiguió a todas partes colmándola deregalos, joyas del botín de sus

conquistas o sentidos poemas queexpresaban los anhelos de su afligidaalma y, al final, Yasmin cedió y loacogió en sus brazos una noche depasión salvaje en una playa de finaarena blanca iluminada por la luz de laluna a orillas del dorado río Barada.Nunca le había parecido estar tan vivacomo cuando había sentido los latidosdel corazón de Saladino contra su pechoesa noche, los labios de él recorriendosu cuerpo tembloroso con tal voracidadque parecía querer beber la vida mismaque corría por sus venas a través de losporos de su tersa piel.

No. Basta ya de recuerdos. Tal ycomo enseñaban los grandes maestros

sufíes a los discípulos en susmonasterios, el pasado era un ilusión,como un espejismo en el desierto quetienta a los que se han apartado delcamino de la sabiduría para adentrarseen la senda eterna de la confusión y lapérdida. Lo único que existía era elomnipresente ahora, y la pasión que undía había unido a Saladino y Yasmin notenía cabida en el ahora.

—Teméis que la judía tenga la vistapuesta en el sultanato —aseveró másque preguntó Mihret.

Yasmin reaccionó saliendo de susensoñaciones. Aquel era su ahora, sumomento de soledad presente: aquelpalacio que no era sino una prisión de

lujo y un esclava de pechos turgentes ylengua almibarada que en realidad era laúnica compañía que tenía en la vida.

—¡No digas tonterías! —le contestóYasmin al tiempo que cerrabamentalmente el libro de los recuerdos nodeseados—. Al único lugar al que laconducirán sus ambiciones es a un lechobajo tierra.

Mihret sonrió y se inclinó haciadelante.

—Ninguna mujer es rival para vos.Yasmin se ocuparía de la judía más

tarde pero ahora tenía asuntos másurgentes que atender. Decidió olvidarsede la pesada carga del trono durante elresto de la velada y besó a la esclava

con ternura.

14

Lyon, Francia 1190

Igual que Dios en el Génesis, RicardoCorazón de León contempló su obra yvio que era buena. Estaba de pie aorillas del Ródano, en Francia,supervisando los últimos preparativospara poner en marcha al inmensoejército de tropas venidas de todos losrincones de Europa que había logradoreunir: los corazones de veinte milhombres habían respondido a su llamada

a la Guerra Santa y habían abandonadosus campos y sus hogares para participaren aquella empresa sagrada. Porsupuesto Ricardo sabía que a muchos desus soldados la motivación espiritual noera precisamente la que los movía aparticipar en aquella campaña, suejército estaba lleno de jóvenes a losque se les había negado el derecho arecibir herencia alguna en favor de sushermanos mayores y que se proponíanobtener tierras y riquezas por mediospropios a través de sus conquistasmilitares. Y Ricardo también habríapodido aventurar que había unos cuantosque tenían problemas con la justicia y suobjetivo era escapar al castigo que seles impondría en sus aldeas natales con

la esperanza de volver aclamados comohéroes y por tanto ser absueltos de suscrímenes en atención a las batallaslibradas en Tierra Santa. En cualquiercaso, al Corazón de León le importababien poco quiénes hubieran sido o quéhubieran hecho aquellos hombres —nobles o ladrones de poca monta—:ahora estaban todos unidos bajo elestandarte de su gloriosa causa.

Por medio de grandes esfuerzosdiplomáticos supervisados por el SantoPadre de Roma en persona, Ricardohabía conseguido que los reticentesmonarcas europeos respaldaran suvisión y ahora allí, a las afueras de lamaravillosa ciudad de Lyon, los

ejércitos del Corazón de León y los desu antiguo compañero en el escándalo,el rey Felipe Augusto de Francia, sehabían reunido para cruzar el río juntos:el primer paso de un largo y accidentadoviaje hacia Tierra Santa y el Paraíso.

El mundo mismo parecía preparasepara aquella gran aventura: el cielosobre sus cabezas era el perfectobaldaquino azul, el sol se alzaba haciasu cénit a modo de saludo celestial a sugloriosa empresa. El Ródano rugía antelas temibles huestes, se diría que eracomo si de las mismas entrañas de latierra surgiera un aplauso atronador paracelebrar el coraje de las mismas. Lasfértiles colinas circundantes de la

campiña francesa resplandecían con unverde vivido prometiendo prosperidad yabundancia, los alegres azulejos ypetirrojos parecían cantar ya lasvictorias futuras.

Era buen momento para un discurso:Ricardo cabalgó hasta el centro delinmenso puente de madera queatravesaba el río y alzó la espadaprovocando un silencio absoluto entre lamultitud de santos guerreros.

—Hermanos en Cristo,¡escuchadme! Hoy nos embarcamos enuna sagrada misión que sólo puede tenerun desenlace. ¡Liberaremos Jerusalén delos infieles y con su sangresantificaremos el sepulcro de nuestro

Señor!Un rugir de vítores apasionados

surgió de la muchedumbre: las palabrasde Ricardo confirmaban que aquelloshombres, muchos de los cuales nohabían salido jamás de sus granjas ydiminutas aldeas, estaban a punto deembarcarse en una gran aventura entierras muy lejanas de la que regresaríana casa como héroes, sus nietos semaravillarían al oír los relatosdescribiendo la crueldad de las hordasde bárbaros a las que habían tenido queenfrentarse y el valor de los siervos deCristo ante los ejércitos de Lucifer.

Para Ricardo, como siempre, laadulación de las masas era una fuente de

energía: nunca se sentía más vivo quecuando la atención de sus súbditos secentraba en su persona.

—Tendremos que enfrentarnos agrandes retos —continuó diciendo contono ahora grave—, algunos de vosotrosmoriréis, incluso antes de llegar aPalestina. La tierra a la que nosdirigimos está infestada de herejes, peroel mar también es traicionero pornaturaleza. Si el camino que estamos apunto de emprender siembra el terror enel corazón de alguno de vosotros,volved a vuestras granjas ahora.

El rey hizo una pausa dramática quefuncionó a las mil maravillas porque loshombres se miraron los unos a los otros

pero ninguno hizo ademán de marcharsey aquello reforzaba su sentimiento desolidaridad, la sensación de estar unidospor un mismo propósito común:permanecerían juntos hasta la muerte enaquella empresa, claro que la mayoríaen realidad no creía que la posibilidadde morir en el campo de batalla fuerareal. (La muerte siempre es el espectroque atormenta al enemigo pero no a unomismo). Satisfecho con el efecto queestaban teniendo sus palabras, Ricardoprosiguió:

—Estoy orgulloso de todos y cadauno de vosotros, y me enorgulleceré deluchar a vuestro lado —declaró—. En elnombre del Padre, y del Hijo, y del

Espíritu Santo, ¡a Jerusalem!Los gritos jubilosos de los soldados

retumbaron por todo el valle —unsonido diez veces más atronador que elrugir de las aguas del caudaloso río—cuando los veinte mil hombres alzaronlas armas en alto como rúbrica a lo queya expresaban sus voces.

¡A Jerusalén! ¡Al Paraíso! ¡Muerte alos infieles! ¡Adelante por la gloria deCristo!

Ricardo experimentó un torbellinode emociones al contemplar la grandiosaescena. Juana siempre le había dichoque se dejaba deslumbrar condemasiada facilidad por la pompa y elboato pero que si así lo quería él, que

así fuera: aquel momento pasaría a laHistoria y él quería saborearlo almáximo.

Mientras continuaban los exaltadosgritos de júbilo a sus espaldas, el rey deInglaterra cruzó a caballo el largopuente y luego comenzó a escucharse elatronador murmullo de miles de piesmarchando por la estructura de maderacuando las tropas comenzaron a hacer lomismo. Miles de valerosos soldadosllegados de Bretaña, Campaña,Languedoc y Aquitania atravesaban elrío para encontrarse con su destino.

Al otro lado del puente, en la orillaoriental, Ricardo fue recibido por uncontingente de los mejores jinetes del

gran ejército aliado que inclinaron lacabeza en señal de respeto a sucomandante en jefe. Al Corazón de Leónle complació mucho ver que entre ellosestaba William Chinon, el caballero másvaleroso del reino. Si Ricardo se veía así mismo como el legendario Arturo,William, sin duda era su Lancelot: consu abundante melena castaña, ojos grisesde mirada penetrante y bellas faccionesmuy marcadas, el joven era uno de losfavoritos de las damas, aunque él noparecía responder jamás a sus muestrasde interés sino que en su hermoso rostrosolía reflejarse siempre la estoicagravedad del deber, algo por lo queRicardo solía tomarle el pelocariñosamente. No servía de nada:

William no tenía la menor intención decambiar y, a decir verdad, su estabilidady devoción inquebrantables eran elmayor servicio que prestaba a la corona.El rey cabalgó hasta él y le posó lamano en un brazo a modo de saludo.William sonrió educadamente, comotenía por costumbre, pero Ricardoreparó en la expresión atribulada de losojos de su amigo.

Durante los últimos meses, elcaballero había argumentado en contrade aquella aventura militar aduciendocon gran pasión un sinfín de razones,aunque siempre había sidoextremadamente respetuoso y jamáshabía aireado en público su desacuerdo,

por más que en privado no hubieradejado de expresarlo abiertamente.William consideraba que aquellacruzada era una empresa descabellada ypeligrosa que, si bien había servido alos objetivos inmediatos del rey dedistraer a los nobles de la infinidad deenfrentamientos soterrados en torno a lasucesión al trono, también era de todopunto insostenible en opinión del jovencaballero. Los ejércitos musulmanesaventajaban con creces a las fuerzaseuropeas, tanto en armas como enrecursos e ingenio táctico, habíaargumentado. Los Cristianos deJerusalén sólo habían logradomantenerlos a raya durante los últimoscien años debido a las luchas fratricidas

que habían dividido a los infieles, nuncagracias a su superioridad militar; peroahora, bajo la inspiración queproporcionaba el liderazgo de Saladino,los sarracenos se habían unido de nuevo.

Aunque Ricardo escuchó aquellaperorata hasta donde se lo habíanpermitido sus fuerzas, había acabadopor silenciar las objeciones de suprimer caballero: el pequeñocontingente cristiano que habíamantenido el control de Jerusaléndurante noventa años se había vueltocomplaciente y estrecho de mirasargumentaba el monarca—, aquellosnobles habían olvidado su sagradamisión y la responsabilidad sobre sus

hombros, dándose al vino y las intrigaspalaciegas en vez de concentrarse en sudeber para con la Cruz. Pero Ricardo nopermitiría que se repitieran los erroresdel pasado; ahora, el imponente ejércitoque lideraba, tal vez el mayor quehubiera visto Europa desde los tiemposde Cesar y Pompeyo, aplastaría a lashordas de infieles como insectos en suavance hacia Jerusalén; a Ricardo no lecabía la menor duda porque creía en eldestino, en su destino. Como los héroesde los grandes mitos, Perseo y Jasón,vencería a cualquiera que seinterpusiese en su camino.

Se volvió dando la espalda a suamigo para contemplar el lento avance

de las tropas por el puente. Al reysiempre le había maravillado elrevolucionario diseño de aquellasconstrucciones novedosas: el puenteestaba hecho a medida, sustentado sobreunos pilares con unas piezas de formatriangular conocidas como espolonesque se encontraban en la parte superiorde los mismos con el vértice apuntandohacia el río; los espolones servían paraproteger los pilares de la fuerza de lacorriente y el impacto de los troncos deárbol y otros objetos que esta pudieraarrastrar. En la amplia pasarela quereposaba sobre los pilares habíaconstruidos a intervalos equidistantesunos refugios para los caminantes a loslados del camino central. Unos arcos

muy anchos de aspecto robusto,conectados con los pilones de piedra yhierro que se hundían en el lecho del río,soportaban el peso de toda la estructura.Aquel era un increíble logro de laingeniería si se tenía en cuenta la fuerzaimparable de la corriente del Ródano.El puente tenía unos diez codos de anchoy más de doscientos cincuenta de largode orilla a orilla y también contaba en labase con el refuerzo de unas bóvedas decañón sobre cuyas nervaduras de piedramaciza recaía gran parte del peso.

Cientos de hombres a pie y a caballoya habían cubierto la mitad de ladistancia y avanzaban confiados porencima del impetuoso río, maravillados

por aquel alarde de modernidad. Loscoloridos estandartes dorados y verdesondeaban al viento, orgullosos y llenosde confianza en la gracia divina. Loshombres marchaban con las cabezasbien altas, entonando alegres cantos devictoria.

—Míralos, William —comentó elrey—, contempla su orgullo y disciplina.Los augurios con que se presenta estanueva cruzada no podrían ser mejores.

William no estaba tan convencido.—Vuestro padre siempre decía que

los hombres no deben fijarse en losaugurios, no vaya a ser que predigan supropia destrucción… —le respondió elcaballero.

—Mi padre era un necio.—Puede —le concedió William al

tiempo que se encogía de hombros.Cualquier otro se habría echado a

temblar ante la mera idea de cuestionaral rey de forma tan abrupta, sobre todoen lo que respectaba a su propia familia,pero el caballero siempre había dicho loque pensaba en presencia del monarca,incluso cuando sus opinionesdesagradaban a este; y el joven rey, sibien a regañadientes, lo respetaba porello. Todo gobernante necesitaba tenercerca a un hombre que no se sintierapermanentemente abrumado en supresencia, alguien que le dijera laverdad, incluso si ésta era poco

agradable, pero en ese momento Ricardohabría deseado que su amigo lepermitiese disfrutar de aquel instanteglorioso, por más que no estuviera deacuerdo con la campaña en la queestaban a punto de embarcarse.

El joven rey apartó la mirada deWilliam y sonrió al contemplar elavance de los regimientos, acababa dealzar la mano para dar la bienvenida alas tropas cuando se produjo el desastre.Al principio Ricardo pensó que no eramás que el caótico estruendo del millónde ruidos que provocaba el avance delejército, pero luego el clamor fue enaumento y se hizo más penetrante hastaque los crujidos y el ruido de algo que

se partía en dos le helaron la sangre.Y entonces, sin previo aviso, el

puente que cruzaba el Ródano sederrumbó.

Las vigas centrales que sustentabanla pasarela no estaban preparadas parasoportar el peso de los miles desoldados cubiertos con robustasarmaduras, un desfile descomunal quejamás habrían podido anticipar losdiseñadores de la estructura. Alvencerse los arcos de la base saltandoen mil pedazos, cientos de hombres ycaballos se precipitaron a lastempestuosas aguas. Ricardo observólleno de impotencia cómo sus valerososhombres caían directamente al agua; los

caballos pataleaban entre terriblesrelinchos pero al poco quedabansumergidos, al igual que muchossoldados que no sabían nadar o nolograban hacerlo porque el terrible pesode la armadura se lo impedía.

—¡Dios mío! —fue todo cuantoacertó a exclamar Ricardo, cuya mentese negaba todavía a aceptar ladestrucción que veían sus ojos.

William observó el remolino dehombres y monturas que se ahogabanirremediablemente en las temibles aguascon una mirada teñida deapesadumbrada impotencia, como sihubiera esperado que algo así ocurriera.

—Ahí tenéis el presagio del que

hablabais, mi señor.Ricardo le clavó una mirada

iracunda. No se dejaría vencer tanfácilmente. El rey saltó del caballo y sequitó la armadura rápidamente. Williamy el resto de caballeros siguieron suejemplo; luego el Corazón de León selanzó al agua y fue directo al torbellinode cuerpos que se debatían pormantenerse a flote: la corriente loarrastró y sintió que él mismo estaba apunto de perecer ahogado, tragó aguamezclada con el denso barro del lechodel río y, durante un instante terrible,pensó que iba a correr la misma suerteque muchos de sus desafortunadoshombres que habían cambiado ya este

mundo por el reino de Neptuno, pero seobligó a sacar la cabeza como fuera ytomar aire mientras sentía el benditofuego de la ira abrasándole el corazón,una ira que se transformó en actituddesafiante contra la mortífera corrientetraicionera del río. Con un rugido deamarga furia, Ricardo luchó contra lasaguas con todas sus fuerzas hasta queconsiguió extender el brazo lo suficientecomo para llegar a un soldado queflotaba en ellas boca abajo.

El rey agarró al hombre, un ancianolabrador que llevaba una armaduraoxidada que sin duda era una reliquia dealguna vieja batalla olvidada en la quesu abuelo se había enfrentado a los

escoceses, y mientras el hombre luchabapor recobrar el aliento entre toses yconvulsiones, tiró de él hasta acercarloa la orilla, una vez allí lo dejó tendidosobre un montículo cubierto de hierbapero ya era demasiado tarde: aquelcuerpo castigado por los años de trabajoen los campos de sol a sol no había sidocapaz de sobrevivir a la repentinainmersión en las gélidas aguas. Ricardohizo esfuerzos por contener las lágrimasde rabia y frustración cuando el humildey valeroso labriego que habíaabandonado su hogar para seguirlo alzóhacia él unos ojos de expresión yamoribunda.

—A Jerusalén, mi señor… —fueron

las últimas palabras que pronunció elhombre al tiempo que tosía y vomitabaagua como preámbulo a su últimosuspiro.

Ricardo alargó la mano consuavidad y le cerró los ojos, y luegoalzó la vista con un gesto grave deinquebrantable determinación mientrassus hombres arrastraban hacia la orilla alos cientos que habían sobrevividomilagrosamente al envite de las mismasmortíferas aguas que se habían tragado aotros tantos para siempre. Su miradaresplandecía de ira por lo injusto delmomento pero su corazón se endurecióinmediatamente: no se batiría enretirada. No podía hacerlo.

Alguien —no recordaba quién— lehabía dicho en una ocasión que a Dios legustaba la ironía. Tal vez el Señorencontraba divertida la ironía de queaquella tragedia empañara de modo tanterrible el comienzo de su sagradamisión. A decir verdad, Ricardo nosabía qué tipo de Dios podía habercreado un mundo tan imperfecto y llenode taras como aquel por el quetransitaba la Humanidad, un mundo en elque el sufrimiento y la injusticia seentremezclaban inexplicablemente conla felicidad y la belleza, como en esepreciso momento en el que a losalaridos de sus hombres se superponíacon el dulce trino de los pájaros, pero

de algo estaba completamente seguro: élhabía sido llamado a un destino del queno conseguirían apartarlo ni la muerte niel desastre y, en algún lugar recónditode su alma, el joven rey albergaba laconvicción de que ese destino sólo secumpliría cuando se encontrara cara acara con el hombre que había traído lavergüenza y la desgracia al corazón dela cristiandad. Cuando Ricardo Corazónde León se enfrentara a Saladino en elcampo de batalla, el mundo conoceríapor fin la verdadera naturaleza tanto deDios como del ser humano.

15

MAIMÓNIDES se quedó de pie uninstante ante el estudio del sultán, presadel nerviosismo. Los sempiternosgemelos egipcios permanecían firmes aambos lados de la puerta de hierrolabrado, con las temibles cimitarras enalto y preparadas como siempre paraasestar un golpe mortal. Maimónidesrecordaba vagamente que sus nombreseran algo así como Hakim y Salim,siendo este último el que era un pocomás alto y musculoso que su casiidéntico hermano. Pese a que Saladino

lo trataba igual que al resto de susconsejeros personales, el rabino nuncahabía logrado ganarse del todo laconfianza de sus cancerberos a pesar delos muchos años de leal servicio a suseñor.

—¿Qué asunto vienes a tratar con elsultán? —le preguntó el más alto abocajarro con un tono terso que sugeríaque, en lo que a él respectaba, el judíoera poco más que otro de tantosintempestivos solicitantes anónimos deuna audiencia con el gobernante.

—Es un asunto privado —respondióMaimónides cortante, pero los hombresno se movieron.

—El sultán no puede recibirte —

respondió el más bajo y, dicho eso, losdos apartaron la vista del rabino yvolvieron a posarla al frente en algúnlejano punto fijo.

Maimónides dudó un instante y luegodecidió que el esfuerzo no merecía lapena: lo que tenía que decir podíaesperar; de hecho, en el momento en quegiraba sobre sus talones para alejarse delos guardias enfundados en túnicasnegras sintió que lo invadía una oleadade alivio. La verdad era que loaterrorizaba tener que hablar a Saladinode aquel asunto al que llevaba dándolevueltas en su cabeza un tiempo porque, afin de cuentas, la debida etiqueta por laque se regían las relaciones entre un

sultán y su humilde consejero tenía unoslímites, incluso si Saladino no era de losque solían perderse en formalidadesinútiles. Maimónides no estabaprecisamente deseoso de poner a pruebala paciencia y orgullo de su señor, sobretodo si era basándose en los rumoresque corrían por la corte, como era elcaso.

Pero cuando ya se disponía a volversobre sus propios pasos por el pasillode mármol bien iluminado en direccióna las dependencias públicas del palacio,se abrió la puerta del estudio y aparecióel sultán mismo en el umbral.

—¡Ah! Me había parecido oír tu voz—lo saludó el monarca con una sonrisa

resplandeciente que le daba un aspectoincreíblemente juvenil.

Maimónides se estremeció lleno deaprensión al creer adivinar la razón porla que su amigo estaba de tan buenhumor. Tal vez la realidad era que nopodía seguir evitando aquellaconversación por más tiempo, así que sevolvió para mirar de frente a Saladino ehizo una profunda reverencia:

—¿Podríais concederme un minutode vuestro precioso tiempo, sayidi? —preguntó haciendo esfuerzos para lograrque el tono de su voz fuera relajado,aunque esta lo traicionó tornándose untanto estridente.

Saladino lo observó con cautela un

momento y su sonrisa se empañóligeramente.

—Por supuesto que sí —lerespondió después de una breve pausa—, entra y hablaremos.

Maimónides se deslizó entre loscolosales gemelos que continuaron enestoica posición de firmes y sin que sedibujara en sus adustas facciones elmenor gesto de disculpa por haberleprohibido el paso hacía unos minutos.

Maimónides siguió a Saladino haciael interior de sus aposentos al tiempoque los guardias cerraban las pesadaspuertas de hierro a sus espaldas. Elestudio era espacioso pero no contabacon apenas mobiliario como

correspondía al gusto minimalista deSaladino. Las paredes deresplandeciente caliza blanca estabanprácticamente desnudas a excepción deun inmenso tapiz que ocupaba la opuestaa los grandes ventanales en arco desdelos que se veían los jardines de palacio.

El tapiz, tejido a mano en vivostonos turquesa, carmesí y verde,representaba la fábula del ViajeNocturno durante el cual, Mahoma, elprofeta del islam, había volado por losaires desde La Meca hasta Jerusalén alomos de Buraq, la legendaria monturaalada, para luego ascender por fin a losSiete Cielos. La escena diseñada en elmás puro estilo fluido de los artistas

contemporáneos persas mostraba alProfeta completamente cubierto tras unvelo, tal y como marcaba la estrictaprohibición en contra de larepresentación de figuras humanas quecompartían ambas religiones semíticas;el Enviado ascendía hacía las esferascelestes envuelto en un aura gloriosa yacompañado por Gabriel y una cohortecelestial de ángeles barbilampiñoscuyos rasgos, en opinión del rabino,recordaban claramente a los de la razachina. A Maimónides lo impresionabaespecialmente el detalle con que habíasido plasmado Buraq sobre cuya grupacabalgaba el Profeta: tenía cuerpo deleón y las alas eran las de un águila,mientras que la cabeza correspondía a la

de una mujer muy bella. Como eruditoen cuestiones religiosas, el rabino sabíaque la descripción de Buraq en lasleyendas de los musulmanes coincidíade manera increíble con las de losserafines alados que guardaban el Arcade la Alianza y, como ciudadano egipcioque era, tampoco se le había pasado poralto la similitud que guardaban lascriaturas tanto de los relatos islámicoscomo de los relatos judíos con laestampa imponente de las esfinges quecustodiaban las pirámides. Aquelinnegable y sorprendente parecido entrereligiones y culturas a lo largo demilenios era lo que lo había convencidohacía ya mucho tiempo de que la fe en

Dios, por más que pudiera expresarse deuna infinidad de maneras distintas, eraeminentemente la misma en todo elmundo.

—Es precioso, ¿verdad? —comentóSaladino con voz suave interrumpiendoasí las cavilaciones del rabino—.Perteneció a mi suegro, Nur al Din, talvez fuera el tesoro más preciado de lavasta colección de obras de arte quecontenía su palacio de Damasco; me lodio como regalo de boda.

La alusión al matrimonio del sultáncon Yasmin, la aterradoramente letalprincesa de exquisita belleza trajo aMaimónides de vuelta al presente demanera abrupta. Había llegado el

momento de expresar suspreocupaciones y arriesgarse a desatarlas iras de Saladino, ya que laalternativa de dejar que losacontecimientos siguieran su curso hastauna inevitable e inexorable conclusión amanos de la sultana era demasiadohorripilante como para siquiera tomarlaen consideración. Maimónides se volvióhacia su señor para mirarlo directamentea los ojos pero aun así le costabaencontrar las palabras.

—¿Cuál es el motivo de tu visita,amigo mío? —le preguntó Saladinomirándolo de hito en hito.

El sultán ya no sonreía pero estabaobservando a su consejero con la misma

intensidad con que posaba la mirada enlos emisarios portadores de noticiasinesperadas o potencialmenteproblemáticas.

—Es un asunto un tanto delicado,sayidi —respondió Maimónidesreparando en que estaba sudando achorros mientras escrutaba elimperturbable rostro del monarca.

—Habla con total libertad; te debola vida, de hecho me la has salvado enmás de una ocasión —le contestó suseñor con cierto deje de infinitapaciencia en la voz.

De manera intuitiva, el soberanocomprendía bien la naturaleza humana yseguramente había detectado que el

rabino se disponía a cruzar la línea de locomúnmente aceptable en las relacionesentre siervo y señor. El venerable judíorespiró hondo, confiando en que aquelno sería su último aliento.

—He reparado en que mi sobrina hadespertado en vos un cierto interés,sayidi.

Ya lo había dicho. La suerte estabaechada.

Fuera cual fuera la reacción para laque se había estado preparandoMaimónides, nunca habría adivinadoque sería la explosiva risa que dejóescapar el sultán al oír sus palabras:Saladino echó la cabeza hacia atrásmientras se deshacía en carcajadas,

como si acabara de escuchar una de lashilarantes historias subidas de tono deSherezade recogidas en Las mil y unanoches. El anciano doctor sintió que seruborizaba, lleno de vergüenza eirritación. Por fin el sultán consiguiócontrolarse lo suficiente como paraformular una pregunta:

—¿No lo apruebas, amigo mío?Maimónides tenía que vigilar al

máximo el terreno que pisaba.—No hay otro hombre sobre la faz

de la Tierra más grande que vos, misultán —sentenció el rabino con cautela—, pero temo que Miriam, siendo tansólo la humilde hija de un rabino, no seadigna…

El sultán lo interrumpió:—Eso no es lo que te preocupa. —

Su rostro se había vuelto serio derepente y Maimónides sintió que unescalofrío le recorría la espalda—. Dilo que de verdad piensas o si nomárchate.

En ese momento cruzó por la mentedel judío una imagen de su sobrina, perono tal y como era hoy —bella,impetuosa y altiva— sino que vio a laniñita que había logrado escapar delataque de los despiadados francos queasesinaron a sus padres; la recordódesmontando lentamente de la grupa delcamello en que el bondadoso beduinoque la encontró en medio del desierto la

había traído de vuelta a El Cairo, conlos cabellos sucios y revueltos y elrostro endurecido e inexpresivo encontraste con los ojos resplandecientes.Los ojos eran lo que más recordabaMaimónides: no pestañeaba, tenía lamirada perdida en un punto en el infinitoy en ellos resplandecía una luz a la vezmortecina y horripilantemente viva.Pasarían semanas antes de que lapequeña volviera a sonreír y a jugarcomo una niña normal. Su tío nunca supoexactamente lo que había sufrido amanos de aquellas bestias y estabaprácticamente seguro de que más leconvenía no saberlo, pero se habíajurado a sí mismo que Miriam novolvería a sufrir nunca más y había

tratado siempre a la muchacha como auna reina, proporcionándole todas lascomodidades y protección que estaba ensu mano ofrecerle y más amor del que sehabría creído capaz de profesar pornadie. Y ahora su adorada pequeña seencontraba al borde de un precipicio encuyas profundidades no la esperabanmás que lágrimas amargas y traición y,si caía en sus fauces, él no podríarescatarla. La muchacha podía habersobrevivido al implacable desierto,pero Maimónides sabía que no podríasoportar la ira de la celosa y vengativasultana cuyo desolado corazón hacía quelas llanuras desiertas del Sinaíparecieran los verdes jardines del Edén

a su lado.—Es la sultana Yasmin —se atrevió

a decir el rabino haciendo acopioinesperado de coraje—. Perdonadme,sayidi, pero temo por Miriam si vuestrasintenciones ofenden a la sultana.

Saladino se quedó mirando a suconsejero durante un buen rato duranteel cual el único sonido que se oía en lahabitación era la respiración trabajosadel anciano: al igual que el emperadorJustiniano en la antigüedad, Maimónideshabía cruzado el río y quemado susnaves después, ya no había vuelta atrás,acababa de entrar en el despiadadouniverso de las intrigas palaciegas alhablar mal de la sultana y el tiempo que

le quedara de vida después de aquellose había convertido automáticamente enuna cuestión incierta pero, si tenía quemorir, prefería hacerlo protegiendo aMiriam que acabando por sucumbir alos inevitables estragos de la edad.

Entonces Saladino sonrió congenuina calidez y fue como si el sol seabriera paso entre las nubes tras latormenta.

—No tienes de qué preocuparte,viejo amigo —respondió el sultán altiempo que mostraba toda suresplandeciente y blanca dentadura alesbozar una amplia sonrisa—, tucombativa y temperamental sobrina meha rechazado con el más exquisito

respeto, eso sí, y estoy seguro de que losespías de la sultana ya la habráninformado puntualmente de que esa es lasituación.

Maimónides se sintió de repentecomo un auténtico necio y el color quehabía desparecido completamente de susmejillas durante la conversación con suseñor volvió a estas en forma del rubormás encendido, al tiempo que se sentíaligeramente mareado: Miriam le habíadicho abiertamente que entre ella y elsultán, con independencia de lasmaliciosas habladurías que corrieranpor la corte, no había absolutamentenada; y él había escogido no creerla. Porsupuesto que sabía que su sobrina no

siempre era sincera en cuanto a susasuntos personales —ya en El Cairo,habían llegado hasta sus oídosdemasiados rumores sobre la vidaprivada de Miriam como para limitarsea ignorarlos como simplesmaledicencias crueles—, pero en estecaso, Maimónides prefirió pensar lopeor dado que se trataba del mismísimosultán.

El sultán posó una mano sobre elhombro de su consejero en actitudcariñosa.

—Admiro tu valor, rabino —le dijo—, se diría que es una cualidad defamilia.

—Os pido mis más sinceras

disculpas, sayidi.Maimónides quería poner fin a

aquella entrevista cuanto antes yretirarse a su propio estudio dondepodría olvidar las demoledoras intrigasde la corte y refugiarse en el apaciblemundo de los libros.

—No hace falta —le contestóSaladino, y luego lo miró fijamente a losojos y añadió las palabras queMaimónides atesoraría en su corazóndurante el resto de sus días—: Si no losabes ya en lo más profundo de tu ser,deja que te lo diga en voz alta: eres unamigo muy querido para mí, rabino.Cuando era joven, recuerdo habermirado a mi padre, Ayub, con la

esperanza de encontrar en él lainspiración moral que me guiara en unmundo cruel que parecía no obedecer aninguna norma y, desde que mi padrepartió a reunirse con Alá, he confiado enti para que me proporcionaras esacertidumbre espiritual. No cambiesnunca, amigo mío.

Maimónides sonrió encantado ysintió que el nerviosismo y la vergüenzase desvanecían, igual que el rocío de lamañana bajo los cálidos rayos del solnaciente. Ciertamente no había habidootro hombre como Saladino desde lostiempos míticos del pasado más remoto.En un mundo de reyes autoritarios que secomplacían en torturar a sus súbditos

con la excusa de las infracciones másinsignificantes por parte de estos, elsultán era un soberano capaz deescuchar los reproches de sus siervoscon ecuanimidad y sentido del humor.En los tiempos que corrían, en los que lareligión constituía los cimientos sobrelos que se construían las más altas torresde odio y división, aquel era unmusulmán que acogía con los brazosabiertos a un hermano judío. Desde lomás profundo de su corazón,Maimónides daba gracias a Dios porhaber concedido a Saladino autoridadsobre Tierra Santa pues, con un hombrede semejante dignidad y discretafortaleza interior liderándolos, los hijosde Abraham —judíos, cristianos y

musulmanes— podrían por fin colaborarpara crear desde la ciudad sagrada deJerusalén un mundo basado en la justiciay la paz. Tal vez incluso, y tal y comohabían anticipado los profetas, lavictoria del bien sobre el mal por finestaba cerca.

Pero Dios se apresuró a recordarleal anciano Su naturaleza burlona eirónica pues, en el preciso instante enque tales pensamientos ocupaban lamente del rabino, el sonido de unas alasbatiéndose junto a la ventana vino aperturbar sus cavilaciones.

El sultán se volvió hacia el alféizarque se alzaba diez pisos por encima delos frondosos jardines y abrió las

contraventanas de madera tallada paradejar entrar a una paloma de plumajemoteado blanco y marrón queMaimónides reconoció inmediatamentecomo una de las aves entrenadas paratraer al sultán mensajes urgentes desdelos confines más remotos del califato. Elave llevaba atado en una pata undiminuto cilindro de hierro que Saladinole quitó con cuidado para despuésacariciar suavemente a la paloma conuna mano mientras con la otra abría eltubito: en el interior había un pequeñopergamino enrollado que el sultánprocedió a desdoblar con movimientosmeticulosos.

Mientras Saladino iba leyendo el

mensaje y arqueando cada vez más lascejas a medida que avanzaba, fue comosi el sol se ocultara tras espesas nubesnegras. Maimónides sintió un cosquilleoque lo recorría, como una descargaeléctrica que no había vuelto aexperimentar desde el día de laimprobable victoria en Hattina, peroesta vez la sensación veníaindudablemente envuelta en un halooscuro y ominoso que le provocó unnudo en el estómago. De algún modo,Maimónides supo que estaba a punto deser testigo de otro momento histórico,pero también tenía la innegablesensación de que en esta ocasión losacontecimientos que se avecinabanestarían plagados de terror y pérdida.

Saladino alzó por fin la vista y lesonrió al anciano doctor sin el menorgozo:

—Parece que asuntos mucho másgraves que los celos e intrigas del harénreclaman nuestra atención.

—¿Qué ha pasado, sayidi?El sultán dio la espalda al rabino

para dirigirse de nuevo a la ventanaabierta y contempló la explanada deHaram al Sharif que se divisaba al otrolado de los jardines sobre el Monte delTemplo. La silueta orgullosa de laCúpula de la Roca, símbolo de unacivilización resurgida de sus cenizas yrecuperada contra todo pronóstico porlos hijos de Abraham, que se la habían

arrebatado a las hordas de infielesprofanadores, se recortaba en el cielo deJerusalén. Maimónides sabía queSaladino consideraba la liberación de laCúpula y la restauración del podermusulmán en la cuidad como su únicoobjetivo en la vida. Desde que habíaobtenido la victoria, el rabino habíasorprendido muchas veces a su señorcontemplando la mezquita con miradaperdida y llena de nostalgia, igual queun niño miraría a su madre alreencontrarse con ella tras muchos añosde separación forzosa, y ahora volvía adistinguir ese brillo en la mirada delsultán, sólo que esta vez mezclado conuna profunda tristeza.

—Por lo visto un jovenzuelo neciode nombre Ricardo lidera un ejército defrancos cuya intención es reconquistar laciudad —afirmó Saladino con vozneutra—. Las noticias que llegan deEuropa son que estos cruzados yaavanzan hacia Sicilia cometiendosaqueos y desmanes a su paso y, desdeallí, navegarán directamente hastanuestras costas.

No. Por favor, Dios, no. Otra vez no.A Maimónides le costaba trabajo

pensar con claridad mientras una oleadade náuseas atenazaba su estómago, perose esforzó por contener las arcadas y novomitar sobre los resplandecientessuelos de mármol del estudio del sultán.

Saladino se dio cuenta de lo alteradoque estaba el rabino y le sonrió con aireatribulado al tiempo que se alejaba de laventana en dirección a las grandespuertas de hierro.

—Discúlpame, amigo mío, perotengo mucho en lo que pensar —leanunció para después abrir las puertas yalejarse por el pasillo con los dosfornidos guardias pegados a sus talones.

Maimónides se quedó allí solomeditando sobre la terrible noticia: unanueva cruzada significaba que prontovolverían a tener a las puertas a milesde despreciables alimañas llenas deodio surgidas de las cloacas de todaEuropa, hombres que no sentían el más

mínimo respeto ni por Dios ni porningún código moral, monstruos capacesde asar a niños de pecho para cenar;venían camino de Jerusalén y el mundoya nunca volvería a ser el mismo.

16

Puerto de Mesina, Sicilia 1191

Sir William Chinon era un hombre deDios, o por lo menos a eso aspiraba.Mientras estaba allí de pie solo, en lacima de una colina siciliana, elcaballero meditó amargamente sobrecómo las brutales realidades delservicio a un trono terrenal hacían queen ocasiones le resultara muy difícilseguir los mandamientos de su PadreCelestial. Sabía que Cristo le exigía dar

fielmente al césar lo que correspondía alcésar pero, en opinión de William, elderecho divino de los reyes no deberíacontravenir el código moral queenseñaban las Sagradas Escrituras. Elcaballero creía fervientemente que elReino de los Cielos residía en elcorazón de los hombres y podíamanifestarse en la Tierra al igual que enel Reino de los Cielos aunque, pordesgracia, nadie más en la corte del reyRicardo compartía esa opinión. El jovenmonarca todavía se sentía demasiadoinseguro en su recién heredado tronocomo para prestar demasiada atención acualquier alusión a una «senda máselevada» en el ejercicio del poder ytenía los oídos saturados con los

cuchicheos y maquinaciones de losmezquinos cortesanos. William era laúnica voz sensata en medio de unamanada de lobos y la fuerza imparabledel orgullo y el deseo desmedido depoder habían arrastrado al rey hasta ellugar donde ahora se encontraba.

William siempre había queridoconocer Sicilia, la joya delMediterráneo, pero no de aquel modo Seencontraba en la cima del promontoriode abundante vegetación que dominabala bahía de Mesina, convertida ahora enescenario de la idea más descabelladaque el soberano había tenido hasta lafecha. En el puerto de cristalinas aguascolor verde solían atracar un sinfín de

pequeñas embarcaciones y barcosmercantes más grandes que recorrían lasrutas comerciales por las que discurríanlos intercambios con los infieles del sury el este; ahora, en cambio, no se veíanpor ninguna parte los barcos propiedadde ricos mercaderes y engalanados conestandartes de vivos coloresprocedentes de los rincones másremotos de planeta que eran el motor dela economía de Sicilia, de hecho apenaspodía distinguirse ni la bahía misma,atestada como estaba de sombríosnavíos de guerra que formaban frente ala costa una mancha que se extendíahasta el brumoso horizonte.

Más de doscientas naves cruzadas se

agolpaban en el puerto igual que unamarea inmensa de oscuros líquenes. Losgaleones de guerra eran en su mayoríanaves con dos mástiles con velas decolor carmesí adornadas con crucesdoradas. Las drómonas eran lasdescendientes de los antiguos trirremesromanos, de más de setenta y cincocodos de largo y equipadas con doshileras de remos de veinticinco codos,parecidas en su diseño a los buquesvikingos, que manejaban los marinerosmás fornidos de toda la cristiandad. Enla proa de todas y cada una de lasdrómonas se había instaladorecientemente un pesado tubo de hierrodel que surgía una misteriosa sustanciaenvuelta en llamas que los marineros

reverenciaban y se conocía como «fuegolíquido». Se rumoreaba que aquelexplosivo procedía de la China peroincluso el propio William sabía muypoco de sus orígenes o composicióndebido al secretismo con que losmercaderes italianos custodiaban elmaterial. Se creía que los árabes teníanacceso al exótico fuego líquido yprecisamente su monopolio de las rutascomerciales con Asia era lo que habíadesbaratado los esfuerzos de loseuropeos por utilizar aquella prodigiosatecnología militar durante décadas. Noobstante y tras años de brillante labor deespionaje, los infiltrados bizantinos eitalianos había logrado obtener cierta

cantidad del material que habíancomprado a las tribus turcas del este deAnatolia y, pese a que los suministros deluego líquido eran limitados, Williamsabía que cualquier ventaja, porpequeña que fuera, era importante a lahora de enfrentarse a una civilizacióntan avanzada en términos militares comoera la de los musulmanes.

Las drómonas eran mucho másausteras y de diseño más pragmático quelos elegantes buzzos que se construíanen los astilleros de la cercana Venecia.Estos otros galeones con su pisoadicional de bodegas e impactanteestructura en forma de media lunasobresalían orgullosos por encima del

resto de las embarcaciones,considerablemente más bajas; eran unosnavíos hermosos pero mucho másdifíciles de manejar en una batalla navaly por tanto navegarían en las zonascentral y posterior de la flota y alojaríanel puesto de mando y a los comandantesde la expedición. William sabíaperfectamente que los generales francosy sus nobles señores preferirían viajarcómodamente reclinados repartiendoórdenes sin renunciar a la seguridad yconfort de los lujosos buzzos. Encambio la soldadesca común queocupaba las drómonas y los diminutoscog de un sólo mástil sería enviada aenfrentarse a la muerte o cosas inclusopeores a manos de los capitanes

sarracenos, tal era la injusticia queadministraban los poderosos desdetiempos de Caín y Abel.

William observó la bandada degaviotas describiendo círculos sobre losabarrotados muelles y envidió a las avesla existencia libre y despreocupada quellevaban: todos los días, el Señor lesproporcionaba el alimento necesario taly como decían las sagradas escrituras.El caballero conocía bien el latín yhabía dedicado a leer la Biblia variasveces muchas horas apacibles pasadasen su estudio, lejos de los curas que tancelosamente se erigían en intérpretesúnicos del Libro Sagrado, y tambiénhabría deseado que muchos de sus

hermanos en la fe también hubieranhecho lo mismo en vez de limitarse arepetir como loros las doctrinas de laIglesia. Claro que en eso sí que estabaverdaderamente solo, ya que la mayoríade sus camaradas apenas sabían leer yescribir en su propia lengua nativa ymucho menos en la mucha másmisteriosa en que estaba escrita lasagrada Revelación, el latín. Además, leconstaba que la Iglesia de Roma tenía unparticular interés en mantener al puebloen la ignorancia porque si el hombre dea pie alguna vez leía y asimilabaverdaderamente las palabras del Señor,sería el final. Las estructuras de poder yrelaciones tradicionales de este mundoentre sacerdote y seglar, señor y siervo,

marido y mujer, padre e hijo, y tal veztambién entre creyente e infiel, setrastocarían completamente gracias alpoder liberador de las sencillasenseñanzas de Cristo. El amor era elantídoto contra el poder y los quedetentaban el poder harían cualquiercosa para apagar la llama del amor, delmismo modo que lo habían hecho en elGólgota mil años atrás.

Las amargas reflexiones delcaballero se vieron interrumpidas por lallegada de Ricardo. William no lo habíavisto tan feliz desde antes del desastreen el río Ródano, ocurrido hacía algunosmeses.

El rey posó una mano cariñosa sobre

el hombro de su vasallo y bajó la miradaen dirección a la imponente armada.

—¡Bueno! ¡Esta sí que es unaimagen que ni siquiera tu pesimismopuede empañar! —bromeó Ricardo conla voz teñida de un orgullo y unaconfianza que William no compartía.

—Ha sido una marcha muy larga, miseñor —respondió el caballero con suhabitual franqueza—, y ya ha corridomucha sangre a manos de nuestrossoldados, ni una gota de la cual erasarracena.

El rostro de Ricardo se ensombrecióun instante y William vio claramente quehabía puesto el dedo en la llaga: tras latragedia del Ródano, Ricardo había

reunido a sus desconcertadas tropaspara encaminarse hacia la costa, y ellargo y agotador viaje por la campiñafrancesa había convertido rápidamenteal ya de por sí poco disciplinadoejército de siervos y vándalos en unabanda de malvados ladrones ymaleantes. William había tenido quecontemplar con impotencia horrorizadacómo los hombres supuestamente bajosu mando arrasaban una aldea detrás deotra, saqueando y expoliando a sushermanos en Cristo, atacando a losancianos y abusando de las muchachas.William había ejecutado personalmentepor esas atrocidades a seis de loscabecillas identificados entre sus tropasantes de que Ricardo le hubiera

advertido en términos tajantes quecontrolara el celo vengador de suespada si no quería que los soldadosacabaran amotinándose.

—La mayoría de estos hombres noson más que siervos ignorantes en buscade una oportunidad para el pillaje y laviolación —estaba diciendo ahora eljoven rey con una displicencia forzada—, la verdad es que cabía esperar loocurrido. No podemos domesticar sunaturaleza salvaje pero sí que podemoscanalizar su brutalidad contra lossarracenos.

William soltó una carcajadadesdeñosa, pues sabía que ese tipo dehombre no podía de ningún modo

ganarse la bendición de Cristo que eranecesaria para la victoria. Si no sepodía ni tan siquiera confiar en queaquellos malhechores dieran muestrasdel menor signo de humanidad para consus hermanos en la fe, ¿cómo iban a sercapaces de luchar contra el enemigosujetándose a los principios de la guerrajusta?

—Hay unas reglas mínimas, miseñor, incluso en la guerra.

Los ojos de Ricardo lanzaron ungélido destello y la sonrisa se evaporóde sus labios.

—Sí —respondió el monarca en vozbaja—, y las escribe el que salevictorioso.

Dicho eso, Ricardo Corazón de Leónse dio la vuelta y dejó a su amigoWilliam otra vez solo en la cima de lacolina. El caballero observó a su señorbajando con paso decidido la laderahacia los muelles donde se dedicaría ainspeccionar los preparativos de lasiguiente etapa de aquella empresadescabellada: se disponían a atacar yconquistar a sus hermanos cristianosencargados de custodiar la ruta deacceso a la tierra de los infieles y cuyolíder estaba decidido a preservar la pazcon las hordas paganas.

En Chipre tendría lugar la primeraverdadera batalla de aquella cruzada.

17

AL Adil golpeó con impaciencia laresplandeciente mesa de roble barnizadocon el puño haciendo que se derramarauna copa de agua de nieve en el regazode uno de los generales del sultán. Lainocente víctima de la furia del guerreroera un anciano de cabellos grisesllamado Heyazi Beduin, cuyo rostromostraba una larga cicatriz quedescendía por su mejilla desde lacuenca vacía del ojo izquierdo. Elilustre general parpadeó atónito con elojo que aún le quedaba en el momento

en que el líquido le empapó laentrepierna pero no emitió la menorqueja, ya que era muy mala idea alzar lavoz al impetuoso hermano de Saladinocuyo carácter indómito era tanlegendario como la paciencia del sultán.

—Mis fuentes me informan de quelos navíos de los francos ya seencuentran a tan sólo unos días de viaje,justo frente a las costas de Chipre —insistió alzando su voz ronca por encimadel clamor de las mil discusionesparalelas que tenían lugar en esosmomentos durante aquella reunión delconsejo militar.

Aproximadamente una docena de loshombres más poderosos del califato

estaban sentados en torno a la mesaovalada de fina madera tallada, unareliquia selyúcida que databa de lostiempos del sultanato de Jerusalemanteriores a la primera cruzada. Lacámara privada donde se habían reunidose encomiaba en lo más profundo de lossótanos del palacio que Saladino habíareconstruido y estaba cerrada a cal ycanto y custodiada por soldadosarmados hasta los dientes y ataviadoscon velos azules procedentes del nortede África, con los sables desenvainadosy dispuestos a repeler cualquier ataqueinstantáneamente. La estancia másrecóndita de palacio donde se podíandiscutir abiertamente los grandessecretos de estado carecía de ventanas y

la única luz la proporcionaban tresantorchas colocadas estratégicamentedescribiendo un triángulo en torno a lamesa.

—¿Qué fuentes son esas?, si puedesaberse… —se oyó decir al gran visir,el cadí Al Fadil, con su característicavoz atiplada después de que duranteunos instantes reinara el más denso delos silencios tras conocerse laspreocupantes noticias.

—No, no puede saberse —replicóAl Adil logrando a duras penas contenerla furia—. Cuando os molestéis enabandonar vuestro perfumado estudio yaventuraros en el mundo exterior paraluchar codo con codo en primera línea

de combate, entonces podréis hacertantas preguntas como deseéis, cadí.

Saladino, que presidía la reuniónsentado a la cabecera de la bella mesade estilo turco y había estadoobservando la discusión entre suhermano y su primer ministro con unaleve sonrisa en los labios y sin decirnada, intervino por fin:

—Cuéntanos más sobre lainformación que te han proporcionadotus fuentes, hermano —solicitó al tiempoque se inclinaba hacia delante y sepasaba la mano por los onduladoscabellos negros, un gesto nerviosocaracterístico que Al Adil le conocíadesde la infancia.

El hermano del monarca tambiéndetectó un ligerísimo temblor en la manode Saladino cuando sostuvo brevementeuna copa de plata para beber un sorbode agua: nunca antes había visto a suhermano tan tenso, aunque el sultán selas ingeniaba para ocultar su inquietudperfectamente a ojos de la mayoría desus súbditos, pero Al Adil lo conocíamejor que nadie, además de amarlo conmás pasión y sinceridad que todosaquellos aduladores que plagaban lacorte juntos, y no necesitaba encumbrara Saladino a la categoría de mito parahacerlo. No, su hermano era humano, sinduda, y como tal víctima de sus propiosmiedos e inseguridades igual que

cualquier otro, y Al Adil sabía que lasnoticias de la inminente invasióncruzada habían sido como una daga quese clavara directamente en el corazón deSaladino, provocando una nueva riadade incertidumbre y dudas sobre supropia capacidad con las que el gransultán llevaba peleando desde el día enque se había embarcado en la aventurade reconquistar Jerusalén. Saladinoestaba tan nervioso y asustado como sussúbditos pero sólo Al Adil alcanzaba acomprender el torbellino de emocionesque sufría.

— Mi s altamente eficaces y bieninformadas fuentes —respondióenfatizando cuanto pudo— me

comunican que ese tal rey Ricardo hareunido sus tropas con las del papa en laisla de Sicilia y de allí los francos hanemprendido la travesía en dirección aChipre con una flota de más dedoscientos buques —añadió deseandoen secreto que los datos obtenidos porlos mercaderes venecianos que leservían de informantes fueran unaterrible exageración, pero preferíaacabar enfrentándose a la vergüenza detener que excusar la inexactitud de susespías a permitir que una amenaza de talenvergadura sorprendiera a su pueblomal preparado para hacerle frente.

Un unánime grito ahogado se oyó portoda la cámara de elegantes columnas

donde se celebraba la reunión secreta.La población todavía no sabía nada detodo aquello, aunque Al Adil sabía bienque los secretos del consejo no tardaríandemasiado en salir a la luz y extenderse—con las inevitables deformaciones yexageraciones— por toda Palestina, yentonces la ola de pánico que acababade paralizar a aquellos cortesanospatéticos se extendería como la pólvoraentre el pueblo llano.

—Lo que decís es imposible —locuestionó el cadí con voz que sinembargo temblaba de incertidumbre—,los bárbaros están terriblementedivididos, igual que les ocurría a loscreyentes antes de que el gran sultán

lograra unirlos de nuevo, y por tantocarecen de la capacidad de organizacióno la voluntad colectiva necesarias paraembarcarse en una empresa militar a esaescala.

Saladino sonrió, pero Al Adil sabíaque ero una sonrisa desprovista del másmínimo atisbo de gozo.

—Desearía que lo que dices fueracierto, amigo mío —intervino el sultáncon voz calmada y tranquilizadora, igualque le hablaría un padre a un hijoatribulado—, pero el hecho es que heoído decir que el Corazón de León es unenemigo inteligente y carismático, capazde conmover los corazones de loshombres para que apoyen su causa, y

que cuenta con la bendición delpontífice de Roma, cuya autoridad setoman los infieles con bastante másseriedad de lo que hacen los creyentescon la de nuestros propios líderesespirituales y eruditos.

El cadí Al Fadil, él mismo unerudito muy respetado por susconocimientos teológicos y en materiade jurisprudencia, hizo una mueca dedolor al oír la velada alusión y Al Adiltuvo que hacer esfuerzos para no echarsea reír al ver la reacción del visir.

—Pero, sayidi, en ese caso losinformes del avance del enemigo haciaChipre son muy preocupantes —señalóel cadí tratando de recuperar la

credibilidad ante los otros cortesanossin desatar las iras de su señor—,aunque sabemos que esos fanáticos nocuentan con el apoyo de los chipriotas, ano ser que Comneno haya roto su pactocon nosotros.

A Al Adil también le preocupaba laposibilidad de que Isaac Comneno, alque llamaban emperador de Chipre,proporcionara ayuda a las fuerzasinvasoras. Comneno era cristiano yaspirante al trono de Bizancio, pero nole agradaban en absoluto losdespiadados bárbaros europeos; muy alcontrario, siempre había sido un hombrepragmático cuyo objetivo era preservary reforzar las relaciones comerciales

con el mundo musulmán que habíanhecho prosperar a su isla nación. Pero silos cruzados estaban colaborando conComneno, la amenaza se incrementabaexponencialmente, pues sería la señal dela unificación de Bizancio y Occidenteen contra del califato.

—Quizá los francos no hayan pedidoayuda a Chipre —se oyó decir aMaimónides que hasta ese momento nohabía abierto la boca y cuyas palabrasfueron recibidas con una miradafulminante de Al Adil.

Sentado en el lugar que ocupaba a laizquierda del sultán, el rabino se inclinóhacia delante uniendo ante sí las puntasde los dedos para formar una especie de

tejavana apuntada con las manos.—¿Qué es lo que sugieres, judío? —

le preguntó el cadí con una risotadaentrecortada de desprecio.

Al Adil sabía que el visirdespreciaba al rabino incluso más queél, si es que eso era posible.Maimónides ignoró el tono displicentede Al Fadil y se volvió hacia el sultánpara dirigirse directamente a su señorcomo si fuera el único presente.

—Chipre es la puerta de la ruta pormar hasta Palestina —afirmó el rabino—. Una nueva guerra en el Levanteinterrumpiría el tráfico habitual de losbarcos mercantes que recalan en la islay Comneno se vería obligado a

intervenir, pero no es totalmente seguroque lo haga a favor de sus hermanoscristianos tras las amargas experienciasvividas a manos del rey Guido y esedemonio de Reinaldo. Tal vez losfrancos se propongan eliminar a unpotencial rival y traidor en vez de estarbuscando la ayuda de un aliado.

Al Adil lanzó un gruñido: el judío nodejaba de llevar parte de razón, tuvo quereconocer para sus adentros por más quele pesara. Comneno, un gobernanterefinado y culto, no era el tipo dehombre que se avendría fácilmente acolaborar con malhechores cuyasbrutales tácticas perjudicarían el flujorecién restablecido de mercancías y oro

procedentes del califato que llenaba susarcas hasta rebosar, y sus barcos deguerra supondrían una seria amenazapara los cruzados si decidía mantenersefiel a su alianza con sus acaudaladossocios comerciales musulmanes: en esecaso, las tropas se Ricardo se veríanacorraladas en Palestina, atrapadas entrelas fuerzas de Saladino y los galeoneschipriotas que bloquearían la costa. Unataque simultáneo por tierra y marestrangularía a las fuerzas de ocupacióny aplastaría la ofensiva cruzada antes dehaber comenzado tan siquiera, así quetenía todo el sentido estratégico delmundo que el Corazón de Leóneliminara a un rival de fidelidades pococlaras antes de poner pie en Tierra

Santa.Al Adil no tenía la menor duda de

que no habría tardado mucho en llegar ala misma conclusión, pero le irritabaprofundamente que un doctor carente deformación militar pusiera voz a susteorías antes de que la idea se les pasarapor la cabeza a ninguno de susgenerales. Y, para empeorar aún más lascosas, había empezado a extenderseabiertamente un murmullo de aprobaciónentre el resto de consejeros.

—La verdad es que estoy de acuerdocon el judío, sayidi —intervino elgeneral tuerto sentado a la derecha de AlAdil—. Isaac Comneno luchará hasta elúltimo hombre antes de permitir que esa

banda de rufianes saquee su isla y latransforme en una base de operacionesdesde la que preparar la invasión.

El sultán juntó las manos en un gestomuy similar al de Maimónides mientrasanalizaba mentalmente a gran velocidadlas diversas estrategias posibles.

—Si Chipre sufre un ataque,¿podemos proporcionar apoyo aComneno? —preguntó Saladinovolviéndose hacia Yunaid al Askari, unode los comandantes de su armada, unhombrecillo de poca estatura con unainmensa mancha de nacimiento en lamejilla derecha.

Al Askari lo pensó un instante yluego negó con la cabeza al tiempo que

respondía con su característico tonomonótono y nasal:

—Si las informaciones de Al Adilson exactas, nuestros buques llegaríandemasiado tarde como para poder influiren el desenlace de la batalla, y ademásnos enfrentamos al peligro de que loschipriotas interpreten el gesto como unaagresión y lo utilicen como pretexto paraextender el califato por el Mediterráneo,no creo que la aparición de navíos deguerra musulmanes frente a sus costasfuera recibida con el mismo entusiasmoque brindan a los buques mercantes deAlejandría. En el peor de los casos,hasta podríamos sembrar el pánico entreellos y empujarlos precisamente a la

alianza con los francos que queremosevitar a toda costa.

Saladino paseó la mirada por losrostros de sus consejeros y al final laposó en Al Adil, que asintió aregañadientes con gesto huraño.

—En ese caso, parece que debemosdejar la suerte de Chipre en manos deAlá —concluyó el sultán por fin—.Recemos para que nuestro amigo IsaacComneno sea capaz de contener a sushermanos francos.

Saladino se volvió entonces haciaKeukburi, el comandante egipcio defornidas espaldas que había ideado elgolpe de estado incruento con el que elcalifato de los fatimíes de El Cairo

había llegado a su fin:—Por más que alberguemos

esperanzas de que esta cruzada termineantes incluso de que los francosalcancen nuestras costas, debemosprepararnos para actuar en el hipotéticocaso de que Chipre caiga. —Saladinohizo una pausa, se irguió en el asiento ysosteniendo la cabeza bien alta congesto lleno de autoridad añadió—:Preparad a los soldados y al pueblopara la invasión.

La confianza que exudaba el tonoempleado por el sultán no pudo evitarque un escalofrío recorriera a todos lospresentes. Al Adil lanzó una miradadespectiva hacia los atemorizados

consejeros: él se había pasado la vidaen el campo de batalla y la verdad esque ya se estaba cansando de la vidafácil en los sombreados jardines deJerusalén.

Saladino se levantó y el resto de lospresentes lo siguieron, disponiéndose allevar a cabo la tarea que se les habíaencomendado. En el momento en que sedaba la vuelta para marcharse, el sultánse detuvo en seco y miró a loscomandantes para hacer un últimocomentario:

—La de Chipre será la primerabatalla de esta nueva yihad —sentenciócon una sonrisa meditabunda— ypersonalmente espero con anticipación a

que se produzca porque, cuando veamoscómo trata a sus hermanos en la fe,sabremos qué clase de hombre es eserey Ricardo.

18

Batalla de Nicosia 1191

Ricardo Corazón de León contempló ladestrucción que había causado y sonrió.Chipre ardía en llamas, sus colinas enotro tiempo color verde esmeraldaestaban ahora envueltas en espesasnubes de humo y cenizas aúnincandescentes. La batalla continuaba enel valle que se extendía a sus pies peroya no cabía duda de cuál sería eldesenlace: los caballeros de Ricardo

acabarían por doblegar a las tropaschipriotas y obligarlas a rendirse, erasólo cuestión de tiempo.

Sus barcos habían llegado hacía unasemana cubriendo la bahía de Amatoigual que una alfombra de hierro yacero; tras la infame travesía por un martempestuoso y traicionero, losvoluminosos galeones de doble alturahabían ocultado el sol del atardecer amedida que se aproximaban a la isla y lafamosa armada chipriota poco habíapodido hacer ante la superioridadnumérica de la flota de los cruzados. Elhabía permanecido en la proa del buqueinsignia contemplando con satisfaccióncómo las drómanas rodeaban la bahía y

acorralaban en ella a los buquesbizantinos y, a excepción de unascuantas flechas disparadas por losnerviosos arqueros de ambos bandos, elpuerto meridional de la isla habíaquedado aplastado bajo un pesadomanto de silencio mientras loscompungidos isleños presenciaban cómoun flujo aparentemente inagotable denavíos francos ensombrecía el horizonte.

Por supuesto, Ricardo había enviadoun mensaje a Comneno anunciándole suinminente llegada en el que había dejadobien claro que esperaba que loschipriotas se unieran a sus hermanos enCristo en la Guerra Santa, pero el rey deInglaterra ya sabía cuál sería la

respuesta del soberano oriental: era untraidor al que le interesaba máscomerciar con los infieles quesometerlos hasta que hincaran la rodillaen tierra, lo cual no suponía en absolutoun contratiempo para Ricardo. CuandoIsaac se viera obligado a mostrar suverdadera cara ante toda la cristiandad,cuando traicionara la Santa Causa en elmomento en que más necesario era suapoyo, Ricardo no tendría más remedioque derrocar al pretendiente al trono deBizancio de su reducto chipriota y, conello, los hombres del Corazón de Leóntendrían por fin una oportunidad dedemostrar su valía en el campo debatalla enfrentándose a las tropas bienentrenadas de Chipre. La verdad era que

Ricardo se las habría ingeniado paraencontrar otro pretexto con el quedeclararle la guerra a Chipre incluso siComneno se hubiera avenido a apoyar sucruzada, pues sus hombres habíanprobado sus excelentes dotes decazadores furtivos y salteadores decaminos cuando tocaba enfrentarse acampesinos italianos indefensos, peronecesitaba enseñarles a actuar condisciplina contra un enemigo bienarmado y comprometido con su causa.

Cuando, como era de esperar,Comneno había enviado a emisariosportando obsequios tales como cálicesde oro y hermosísimas mujeresautóctonas, pero se había negado a

firmar ningún acuerdo que locomprometiera a apoyar una expediciónmilitar, Ricardo no había dudado ni unsegundo en declarar a Chipre enemigode Cristo. Sus hombres se habíanlanzado a la carga desde los imponentesgaleones entre gritos de júbilo,embarcándose al fin en su primeraverdadera batalla con el candorentusiasta que caracteriza a todo jovenguerrero, y al no encontrar un sólosoldado enemigo en las desiertasciudades costeras, el joven rey habíatenido que echar mano de hasta la últimagota de sus habilidades de líder paraevitar que el ejército saqueara lasaldeas y mantener la atención del mismocentrada en la marcha hacia el norte en

dirección a Nicosia. Su amigo Williamhabía sido un aliado de incalculablevalor a la hora de mantener a lascaóticas tropas motivadas y tambiénhabía ayudado a Ricardo a controlar sutemperamento durante el largo caminoque atravesaba los fértiles valles delinterior hacia la capital de la isla.

En el quinto día de marcha y trascruzar un arroyo de impetuosas aguas,habían divisado por fin los imponentesmuros de la ciudad resplandeciendo a lolejos y, en apariencia, desprovistos porcompleto de la menor defensa. ElCorazón de León había tenido un malpresentimiento pero no le había quedadomás remedio que continuar avanzando y,

cuando ya se encontraban próximos a lastorretas de los vigías que dominaban laciudadela, el ejército chipriota —que sehabía dispersado por las colinascircundantes— los había atacado por laretaguardia, lo que unido a unasorpresiva carga por uno de los flancoshizo que el pánico se apoderara demuchos cruzados y su líder tuviera queordenar a los arqueros que disparasencontra los desertores que se rendían alejército defensor, pues sabía de sobraque cuando un soldado no tiene másalternativa que enfrentarse al enemigo omorir a manos de sus propias tropas, porlo general, recuerda inmediatamente enqué bando lucha.

El desarrollo de la batalla no habíasido nada favorable a los francos en unprimer momento y Ricardo contemplócon alarma creciente cómo loschipriotas formaban un muro defensivode infantería armada con lanzas paracontener el asedio de los cruzadosmientras los arqueros enemigos hacíanllover los proyectiles sobre sus hombresdesde los puestos de avanzadilla en lascolinas circundantes. William y algunosde sus mejores caballeros se habíanseparado del grueso de las tropas paralanzarse en un ataque sin cuartel con laesperanza de neutralizar a los invisiblesarqueros antes de que la moral sedeteriorara aún más.

Frustrado por el comportamientotaciturno y desorganizado de sushombres ante la resistencia bizantina,Ricardo había sido incapaz depermanecer en su puesto y ver cómo suejército se derrumbaba bajo el peso delataque del adversario y, en contra de lasapresuradas advertencias de susgenerales, el rey había subido de unsalto a lomos de su corcel de relucientepelaje blanco y se había lanzado a lacarga por el rocoso valle galopandodirectamente hacia el corazón de lastropas de Isaac. Sosteniendo en alto elestandarte del dorado león rampante enla mano izquierda y la temible espada enla derecha, con aquel ataque

posiblemente descabellado y ensolitario, había logrado al instante elefecto deseado en las filas enemigas; loscruzados se habían alineado tras élinstintivamente dejando escapar de susgargantas guturales gritos de guerra altiempo que clamaban a Cristopidiéndole la derrota de los traidores;los chipriotas, por su parte, no supieroncómo reaccionar ante el demencialataque suicida del rey enemigo. Lastropas de las primeras líneas de combatedel ejército de Chipre, vestidas con cotade malla y sus características túnicasceleste y blanco y empuñando largaslanzas, dudaron durante un fracción desegundo de más mientras el corcel delenloquecido monarca continuaba su

vertiginoso galope hacia ellos, pero novivieron lo suficiente para lamentar sudescuido momentáneo porque la espadade Ricardo ya rebanaba cabezas aderecha e izquierda con la facilidad conque se corta el pan con un cuchillo, altiempo que su caballo aplastaba bajo suspezuñas a los confundidos soldados,como si lo enfureciera que aquelloshombrecillos se interpusieran en elcamino del rey de Inglaterra.

Inspirados por el coraje de su líder,los cruzados se lanzaron a la cargasiguiendo su estela y la batalla seconvirtió en un furioso torbellinosangriento. Con sus hombres abriéndosepaso a través de las líneas defensivas

del enemigo, el monarca esquivó unalluvia de flechas, lanzas y letales saetasmientras galopaba de vuelta al caóticopuesto de mando situado en una tiendasobre una colina desde la que se teníauna visión completa de la fortaleza deNicosia. Mientras resonaba en sus oídosel estruendo de las espadasentrechocándose y los alaridos de losmoribundos que se extendía por todo elverde valle, Ricardo dio la orden deprender fuego a los campos: en ausenciade viento favorable que pudiera disiparlas nubes de humo, este cegaría a losadversarios tanto como a sus propiastropas, pero el joven rey sabía quecontemplar las verdes praderasconsumidas por las llamas sería un

golpe muy duro para la moral de loschipriotas.

Mientras seguía el desarrollo de labatalla que continuaba en el valle,Ricardo sintió que los latidos de sucorazón henchido de orgullo seaceleraban al observar al descontroladobatiburrillo de hombres que habían sidohasta entonces sus tropas atravesarahora las líneas enemigas: se habíancambiado por completo las tornas de labatalla y regimientos enteros de nativospertrechados con pesadas armadurasestaban batiéndose en retirada hacia lasmontañas. Había conseguido loimposible. Una vez más.

Entonces el rey de Inglaterra reparó

en algo inesperado que lo hizo soltar unacarcajada. Tal vez los rumores de sudemencial carga en solitario se habíanextendido por las filas del enemigo, talvez los chipriotas confiaban en obtenerun resultado parecido con una acciónsimilar y recuperar así el control de labatallas, pero el hecho era que, encualquier caso, el combate prontocesaría porque en aquel preciso instanteIsaac Comneno, emperador de Chipre,en persona se abalanzaba al galopehacia el centro del campo de batalla.Ataviado con una armadura de bronce yacero y tocado con un casco conpenacho de diseño típicamente romanoreminiscente de los de sus imperialesancestros, Isaac cabalgaba a lomos de

un caballo árabe (sin duda un regalo deuno de sus aliados sarracenos) mientrasque sus tropas trataban de abrir uncorredor por el que pudiera avanzar susoberano, tarea nada fácil en medio delos brutales combates.

Ricardo había visto a IsaacComneno en una ocasión antes de esedía, en los tiempos anteriores a que sehiciera con el trono de la isla nación,cuando todavía no era más que unambicioso noble bizantino que habíavisitado Europa occidental como partede un esfuerzo por resucitar los vínculosentre las dos ramas enfrentadas de laIglesia de Cristo: en un primer momento,su mensaje de reconciliación entre las

iglesias griega y latina había tenido unaacogida positiva en las cortes deFrancia e Italia, pero la política añadidade tender una mano amistosa a lashordas musulmanas lo había convertidorápidamente en blanco de las iras delVaticano y las relaciones cordiales conIsaac Comneno habían acabado por serconsideradas sinónimo de anatema entrelos aristócratas si pretendían mantener alos agentes del Sumo pontífice al margende sus propios asuntos. Tan sólo elrebelde padre de Ricardo había recibidoal bizantino con los brazos abiertoscomo un hombre que representaba el«futuro de la cristiandad».

A Ricardo, que se había opuesto a la

audiencia por principio, personalmenteno le había gustado en absolutoComneno una vez lo había conocido, yaque sus facciones arrogantes y el tonodesdeñoso de su voz, que sugerían quese consideraba a sí mismo unrepresentante de la civilización de visitaen tierra de bárbaros ignorantes, habíandespertado en el por entonces jovenpríncipe un deseo casi irrefrenable detumbar a aquel bizantino de un puñetazo.

Y ahora, contemplando al hombre derasgos aguileños y porte impetuoso queavanzaba por el desolado valle, el jovenllevó la mano a la empuñadura cubiertade preciosas incrustaciones de suespada. Tal vez, al final, iba a tener la

oportunidad de cumplir aquel deseo; ymás.

Con un repentino grito de júbiloadolescente, el rey Ricardo espoleó a sucaballo dispuesto a sumergirse de nuevoen el caos del campo de batalla e,ignorando los gritos de los moribundosque se oían por todas partes, se lanzó algalope. Uno de los caballeros deWilliam, un muchacho de rasgosinfantiles llamado Louis, vio al reyexponerse al peligro de nuevo einmediatamente se colocó a su lado.

El humo se despejó un instante yRicardo alcanzó a distinguir a Comnenoclaramente, sentado sobre su imponentemontura a escasos cincuenta codos de

distancia y acompañado tan sólo por unarquero de poblada barba. De formainstintiva, los hombres de ambos bandosse apartaron para dejar espacio a sussoberanos, pues no querían inmiscuirseen un combate cuerpo a cuerpo entrereyes.

El Corazón de León estaba exultanteporque aquello era para lo que vivía enrealidad, para tener la oportunidad deenfrentarse a un hombre que por lomenos podía considerarse su igual hastacierto punto y vencerlo en el campo debatalla ante la atenta mirada de sussoldados; desenvainó la espada y apuntódirectamente con ella a su adversariolanzándose a la carga. Al principio

Comneno, con una leve sonrisailuminando sus bronceadas y marcadasfacciones, no se movió, y luego por finalzó la mano derecha como si estuvierahaciendo una señal y el arquero que loescoltaba pasó a la acción a lavelocidad del rayo.

Ricardo oyó el agudo silbido de unaflecha salvando la distancia que losseparaba a toda velocidad y logró girarla cabeza justo a tiempo de esquivar elproyectil que le pasó tan cerca que pudosentir la gélida ráfaga silbando aescasas pulgadas de la oreja. La ira hizoque sus mejillas se tiñeran de rojo alinstante: así que Comneno era uncobarde que no estaba dispuesto a

enfrentarse a su enemigo cara a caracomo un hombre sino que preferíaesconderse detrás de sus sirvientes.Hizo retroceder al caballo un tanto congesto desafiante, disponiéndose a volvera la carga mientras se imaginabaarrancando de cuajo la cabeza delarquero maldito con sus propias manosantes de ensartar al supuesto emperadorcon el filo de su espada, pero el grito desorpresa que oyó a sus espaldas hizoque se diera la vuelta instintivamente: laflecha destinada para él había hechoblanco en el fiel Louis; no era un heridaprofunda, la afilada punta se habíaclavado en el antebrazo izquierdo delmuchacho pero gracias a la protecciónde la gruesa armadura no había

penetrado demasiado y, sin embargo,Louis, uno de los hombres más fuertesde la guardia de honor de William,estaba chillando como si un fuegoabrasador corriera por sus venas.Ricardo observó atónito que unasterribles convulsiones comenzaban asacudir al caballero al tiempo que unaespuma nauseabunda le salía por la bocay, cuando Louis cayó al fin del caballo ysu cuerpo quedó completamente inmóvilde repente se dio cuenta de lo queocurría: Comneno está utilizando flechasenvenenadas.

—¡Cobarde! —bramó presa de laira—. ¡Enfréntate a mí como un hombre!

La Iglesia prohibía el uso de flechas

envenenadas, que consideraba unapráctica inhumana, y los guerreroscristianos sólo recurrían a una tácticatan extrema en circunstanciasdesesperadas y cuando se enfrentaban alos enemigos más malvados, pero atacaral rey de Inglaterra, enviado en santacruzada por el Vicario de Cristo enpersona, con tales artes era más que uninsulto.

A Isaac, sin embargo, no parecíaimportarle lo más mínimo que aquellomancillara su honor en público:claramente había conseguido con éxitoque su adversario saliera a campoabierto y ahora parecía decidido adecapitar a la bestia que amenazaba con

destruir su amada isla hasta reducirla aescombros y cenizas, costara lo quecostara. Ricardo se agachóinstintivamente en el momento en queotro proyectil le pasó rozando para ir aclavarse en el cuerpo de un cruzado queacababa de rebanar triunfalmente elcuello de un guardia chipriota, haciendoque el hombre cayera fulminado a lospocos segundos. Apenas podía ver alrey chipriota y su infame arquero porentre la espesa nube de humo que seexpandía por todo el valle como unaniebla fantasmagórica, pero incluso apesar de ello sabía perfectamente que elhombre de Isaac era un tirador avezadoque muy probablemente no erraría untercer tiro.

Hizo retroceder a su caballo paraocultarse tras la pantalla protectora dehumo y envainó la espada; miró a sualrededor y divisó a poca distancia elcuerpo sin vida de uno de sus caballerostodavía a lomos de la confundida yexhausta montura: el desafortunadosoldado aún sostenía en la mano unalanza de punta afilada como unacuchilla; Ricardo se acercó al trote ycon un rápido movimiento le arrebató elarma a su desdichado compañero, yluego hizo algo completamenteinesperado: en vez de retirarse pararegresar a la seguridad del pabellóndonde se encontraba el puesto de mandoen la cima de la colina, el Corazón de

León se lanzó al galope para salir alencuentro de la muerte con honor.

El joven rey surgió de la cortina dehumo igual que un águila planeandoentre nubes espesas allá en lo altomientras apuntaba con la lanzadirectamente a Comneno. Eldesconcertado emperador tiró con fuerzade las riendas con intención de obligar asu caballo árabe a retroceder al galope ysu mortífero acompañante disparó otroproyectil a Ricardo, pero este loesquivó manteniendo la iracunda miradafija en su objetivo. Al darse cuenta deque nada podría disuadir al rey deInglaterra de continuar el ataque, elarquero hizo avanzar a la montura unos

pasos para proteger a su señor con supropio escudo.

La lanza de Ricardo atravesó lasdefensas del soldado enemigoderribándolo del caballo, pero aquelladistracción surtió el efecto deseado:Isaac Comneno había desaparecido enmedio de un nutrido grupo de sus jinetesque ahora se disponían a atacar alinsensato rey inglés. Ricardo esperó uninstante, lo suficiente para atravesarle elcuello al infame arquero con la lanza,antes de batirse en retirada en direccióna las líneas defensivas de los cruzados.

Temblando todavía por causa de laadrenalina que corría por sus venas,pasó al galope por delante de sus

aliviados comandantes (que parecían noterminar de creerse que el rey hubieraconseguido regresar con vida de susegunda incursión suicida en territorioenemigo) y luego bajó de un salto delcaballo, que dejó al cuidado de un pajemuy delgado que se apresuró a examinaral animal para comprobar si estabaherido; luego por fin se quitó el cascocon un gesto brusco y aspiróprofundamente tratando de calmarse,pero el aire apestaba a sangre y muerte yaquel olor acre no hizo sino avivar sucólera. Ricardo pasó a grandes zancadasjunto a los dos centinelas nerviosos quecustodiaban el pabellón real, pero encuanto entró se detuvo inmediatamentelleno de sorpresa.

En vez de la habitual camarilla degenerales y nobles de poca montatratando de ganarse su favor, se encontrómirando fijamente a una muchachaextraordinariamente atractiva dedelicados ojos ovalados color violeta ycabellos color avellana recogidos concintas de seda en un sinfín de finastrenzas enrolladas, y habría resultadotodavía más hermosa de no haberleafeado el rostro aquel ceño fruncido y elgesto desdeñoso con que lo miraba, unaexpresión de absoluto desprecio que lerecordó a Ricardo los momentos en quesu madre solía hacer una muecainstintiva cuando el nombre de su padresalía en la conversación.

Junto a la joven estaba sentada unamuchacha de expresión aterrada queclaramente había estado llorando, decabellos rubio ceniza cubiertos con unchal anaranjado. Y por fin, detrás de lasdos damas y de manera aún másinesperada, se encontraba sir William,que parecía profundamente avergonzadopor la presencia de aquellas mujeres enmedio de la horrible batalla. También seencontraba allí uno de los hombres deWilliam, un caballero corpulento depoca estatura llamado BaldwinNoséqué, que no parecía tancompungido por la presencia de lasdoncellas; es más, estaba mirandofijamente a la belleza de ojos violetas

con una inconfundible expresiónlujuriosa, hecho del que ella eraperfectamente consciente pero que seestaba esforzando por ignorar.

—¿Qué significa esto? —quisosaber Ricardo que estaba demasiadoagotado y furioso después de su últimoescarceo con la muerte como para andarperdiendo el tiempo.

William carraspeó, comodisculpándose; se veía a las claras queel último sitio donde hubiera queridoestar en aquel momento era allí.

—Mis hombres han asaltado elpabellón de mando del enemigo —comenzó a decir con tono que sugeríaque en realidad lamentaba el alcance de

su éxito—, donde han encontrado a estasdos damas y se las han llevadoprisioneras.

—William, por muy encantadorasque sean estas damiselas, en el futuro talvez deberías dar orden a tus hombres deque traigan de vuelta algún general,alguien que nos pueda resultar más útil ala hora de negociar un rescate —recriminó Ricardo a su amigo al tiempoque sacudía la cabeza con gestocansado. (¿Acaso no había un solohombre en aquella misión que no fueraun absoluto incompetente?).

El rey se acercó a una mesa talladade roble decorada con la insignia delleón rampante y vertió agua tibia de una

jarra de cristal en un cuenco de plata,dio un par de tragos largos y luego seechó el resto por la cara sudorosa ycubierta de ceniza.

—Mi señor, la dama dice ser la hijade Isaac Comneno —le aclaró Williamtras dudar un momento.

Ricardo se dio la vuelta y vio que elcaballero estaba mirando a la hermosamuchacha de facciones altaneras. Bueno,eso sí que era interesante… La otramujer, obviamente su dama decompañía, parecía estar a punto dedesmayarse. El joven monarca ignoró ala angustiada sirvienta de rubioscabellos y se acercó a su señora, le alzóla barbilla con la mano derecha y

acarició con la yema del pulgar losmarcados pómulos: sí, podía ver enaquellas facciones el parecido familiarcon el hombre que había estado a puntode matarlo hacía escasos minutos.

—¿Como os llamáis?La muchacha apartó el rostro

bruscamente.—Roxana, princesa de Chipre —

respondió al tiempo que se ponía de pie;era casi tan alta como Ricardo y seestaba inclinando hacia él con aireamenazador—. Mi padre os perseguiráhasta la muerte si me causáis el menordaño.

El sonrió al tiempo que la miraba alos ojos y detectaba un ligero deje de

miedo oculto tras semejante alarde deorgullo. A decir verdad y teniendo encuenta la situación, había que reconocerque la princesa estaba aguantando eltipo increíblemente bien, desde luegomucho mejor que su llorosa dama decompañía. Ricardo no pudo evitaradmirarla por su coraje: al menos sutraicionero padre había sido capaz deimbuirle cierto espíritu luchador. SiJuana se hubiera encontrado en unasituación similar, habría esperado deella una dignidad parecida, y también leconstaba que su padre habría hechocualquier cosa para liberar a su hermanasi la hubiese capturado el enemigo.

—Cuento con ello —le respondió

para luego volverse hacia William—:Por favor, acompaña a lady Roxana aunos aposentos más adecuados, confíoen que su estancia entre nosotros serábreve.

William clavó la mirada en ladesconsolada dama de compañía peroRicardo hizo un ligero movimientonegativo con la cabeza y su amigopalideció al instante, aunque se despidiócon la consabida reverencia y, tomandoa lady Roxana del brazo, hizo ademán dellevársela con él. La princesa se negó amoverse y clavó los ojos en su doncella.

—Yo no voy a ninguna parte sinLouisa —sentenció.

Ricardo se volvió hacia la princesa

al tiempo que sus facciones adoptabansu expresión más gentil.

—Ella no nos sirve de nada —dijo—, así que enviaremos a vuestra damade compañía de vuelta al campamentode vuestro padre.

En el rostro de Louisa se dibujó unaexpresión de alivio pero su señora noparecía estar convencida. William laempujó suavemente para que echara aandar y al final la joven cedió, yRicardo se dio cuenta de que el noblecaballero evitó de manera conscientemirar a la doncella cuando pasaron pormi lado en dirección a la salida delpabellón.

La dama de compañía hincó las

rodillas en tierra ante el rey y le besó lamano:

—Gracias, mi señor —se apresuró adecir con voz aguda y temblorosa—, measeguraré de que vuestra compasiónllegue a oídos del emperador.

El joven rey la ignoró y se volvióhacia Baldwin para ordenarle con vozgrave y fría:

—Puedes disfrutar de su compañíahasta que se ponga el sol, y cuando yaestés satisfecho, haz que envíen sucabeza a Isaac junto con el mensaje deque Roxana correrá la misma suerte sino se rinde antes del amanecer.

Baldwin asintió con la cabeza ymiró a la muchacha de ojos

resplandecientes, tez pálida y expresióncompletamente incrédula que estabapostrada en el suelo ante él. Ricardotampoco posó la vista en la desdichadaLouisa cuando el caballero salió delpabellón con ella a rastras, pero susgritos lo persiguieron durante un tiempo,imponiéndose a la cacofonía de miseriay desolación que brotaba del campo debatalla.

19

SIR William estaba de pie al borde delcampamento cruzado siguiendo con losojos la media luna que emergíafugazmente para después volver aocultarse entre las nubes de polvo yceniza suspendidas sobre todo el valle.Tenía la sensación de que le hubieranaplastado el pecho con uno de aquellostornos infames que utilizaban lostorturadores italianos y, al mismotiempo, sentía sobre los hombros el pesoterrible de la culpa y la vergüenza.

Por supuesto ya sabía que Ricardo

tenía intención de usar a la pobre damade compañía como ejemplo de lo quepodía pasarle a la princesa y así forzar aIsaac a avenirse a sus deseos; una partede él había agradecido que su señor loenviara a escoltar a la orgullosa Roxanadejando el trabajo sucio a hombres conun carácter más adecuado para la tarea,y comprendía las razones de estadosobre las que se sustentaban lasacciones despiadadas del rey: la batallaya había durado lo suficiente sin que sellegara a un desenlace, cientos decristianos habían muerto a manos de sushermanos y morirían muchos más antesde que la aplastante lógica de losnúmeros le diera por fin la victoria aRicardo. Isaac Comneno era un hombre

orgulloso que preferiría ver como elfuego consumía la isla entera antes quellegar a un acuerdo con su enemigo…Había que actuar con decisión paralograr que el conflicto llegara a undesenlace cuanto antes y poder asícentrar la atención de las tropas en elverdadero objetivo, la liberación deTierra Santa.

La captura de Roxana constituía unabaza fortuita pero Isaac seguramente nocejaría en su empeño siempre y cuandocreyera que su hija estaba bajo laprotección del código real del honor, asíque sólo una acción drástica como laejecución de Louisa enviaría el mensajeinequívoco de que Ricardo estaba

dispuesto a lo que fuera con tal dederrotar a los rebeldes chipriotas. Erauna manera horrible y cruel deconducirse, más apropiada de uncarnicero que de un rey, pero Williamsabía que, dadas las circunstancias, lamuerte de una mujer era preferible a lade cinco mil hombres.

No obstante, fuera cual fuera lajustificación, se le seguía revolviendo elestómago al pensar en los últimosmomentos de la pobre dama decompañía, aprisionada bajo el peso delorondo y grasiento Baldwin, sabiendoque cada momento que se prolongase suviolación era un momento más que lerestaba de vida.

La luna apareció de nuevo y esta veziluminó el valle lo suficiente como paradistinguir la lenta procesión que seacercaba al campamento cruzado. UnIsaac de expresión sombría avanzabajunto a varios miembros de su guardiade honor y un sacerdote de la iglesiaoriental vestido con la característicatúnica negra. Estaban esperando sullegada: una hora antes, los chipriotashabían enviado un mensaje informandode que Comneno se reuniría con Ricardopara pactar una tregua. William rezó ensilencio pidiendo a Cristo queconcediera a Louisa amor y paz eternosen pago al trágico papel que la habíanobligado a desempeñar en aquel juego

de reyes.El soberano chipriota llegó hasta

donde estaba el caballero, que alzó lavisera de su casco e hizo una inclinaciónde cabeza.

—Vuestra presencia nos honra,emperador —lo saludó sintiéndoseridículo al tener que mantener aquellafachada de cortesía, habida cuenta delos acontecimientos de la jornada, perono tenía elección.

—Llévame hasta mi hija —lerespondió Isaac con voz calmada yfirme.

Aun así William detectó un ligerotemblor en una de las mejillas delorgulloso monarca debido al esfuerzo

que estaba haciendo este por controlarla tempestad de emociones que bullía ensu interior. Con una leve reverenda, elguerrero cruzado hizo girar a su caballoy condujo al cortejo imperial hasta elpabellón de mando. William notaba losojos del sacerdote de barba canosa fijosen él pero no fue capaz de devolverle lamirada. Cuando llegaron a su destinodesmontó y le tendió la mano a Comnenopara ayudarlo a hacer lo mismo, y estese la agarró con fuerza demoledoramientras descendía de su caballo árabe;el resto de la delegación siguió suejemplo y unos cuantos soldados francosataviados con sus cotas de malla máselegantes se colocaron haciendo lasveces de guardia de honor a la entrada

de la tienda, formando con las espadasuna especie de corredor por el queavanzó el séquito enemigo a granvelocidad.

En el interior, William vio aRicardo recostado sobre un cojín deterciopelo, bebiendo vino de una coparesplandeciente y rodeado de unoscuantos consejeros reales vestidos consus mejores galas en posición de firmes.Un buen fuego ardía alegremente en elcentro del pabellón y el humo ascendíaen espirales hasta escapar por unaabertura hecha a tal efecto en la lona deltecho a unos veinticinco codos de altura;sobre las llamas, un cochinillo asadodaba vueltas ensartado en un atizador y

el delicioso aroma lo impregnaba todo.Justo enfrente de Ricardo estaba sentadaRoxana, con los ojos enrojecidos por elllanto y sus altivas faccionesendurecidas ahora por el odio. No semovió al ver a su padre pero se lellenaron los ojos de lágrimas. Williamsabía que Roxana se sentía responsablede la capitulación del monarca pero nodetectó el más leve signo de reproche enla expresión de este, sólo un profundoalivio al ver que su hija estaba sana ysalva, y una profunda resignación.

Ricardo se percató de la mirada quehabían intercambiado padre e hija,sonrió y se puso en pie para saludar a suadversario, el mismo hombre que hacía

unas horas había intentado envenenarlo,con una profunda y florida reverencia.

—Es un verdadero honor recibir alemperador entre nosotros —dijoRicardo no sin cierto tono de burla.

Isaac se lo quedó mirando conactitud altiva, la espalda recta y lacabeza bien alta.

—Liberad a mi hija —dijoescuetamente—. Os entregaré lo quepidáis, mi reino entero, pero no lehagáis ningún daño.

Ricardo soltó una carcajada.—No es muy buena estrategia de

negociación que digamos ofrecer todocuanto tenéis sin más ni más —lereprochó al rey chipriota, y luego le dio

la espalda para tomar otro sorbo de vinoy, con una teatralidad comparable a lade un actor profesional, volvió asentarse en el cojín y apoyó los pies congesto despreocupado contra la mesa deroble—. Pero, ya que insistís, sea:entregad Chipre a mis hombres y vuestrahija será liberada.

El emperador no lo dudó.—Trato hecho.Ricardo se lo quedó mirando un

buen rato con expresión inescrutable.—En cambio vos habéis declarado

la guerra a los Plantagenet, no puedodejaros marchar.

El Corazón de León observóatentamente la reacción de Isaac

Comneno, pero este se limitó apermanecer de pie ante él con expresiónestoica, como si no le hubiera extrañadolo más mínimo lo que acababa de oír.

—De acuerdo, iré con vos donde meordenéis —respondió el emperador sinel más ligero atisbo de arrepentimientoo vergüenza en la voz.

William deseó que si algún día seveía en aquella situación a manos de lossarracenos, él también sería capaz demostrar tanta dignidad.

—¡No! —exclamó Roxana al tiempoque corría junto a su padre, que laabrazó lentamente y la estrechó en susbrazos durante un buen rato para luegosecar las lágrimas que rodaban por las

mejillas de la muchacha y volversehacia Ricardo.

—Sólo quisiera pediros una cosa, desoberano a soberano —añadió Isaac—.Respetad mi dignidad, un monarca nopuede permitir que su pueblo lo veaencadenado.

El joven rey lo miró fijamente yWilliam percibió un destello decompasión en sus ojos, pero luego elmonarca reparó en las risitas ahogadas ylas muecas sarcásticas de sus arrogantesconsejeros, hombres que durante muchotiempo habían considerado a IsaacComneno como un traidor por su defensade la conveniencia de firmar la paz conlos sarracenos y ahora se deleitaban en

verlo mendigar clemencia. Al ver laexpresión implacable y cruel de suscortesanos, las facciones de Ricardotambién se endurecieron y William tuvoque apartar la vista, pues sabía que suseñor no se sentía lo suficientementeseguro en el trono como para mostrar elmenor signo de buena voluntad hacia susenemigos (o mejor dicho, hacia losenemigos de sus consejeros).

—Tienes razón, Isaac Comneno —lerespondió por fin—, en tu caso, haréforjar unas cadenas de plata especiales,pero aún con todo serán cadenas, mibuen emperador.

Isaac se encogió de hombros, comosi no hubiera albergado mayores

esperanzas de que se le concediera loque pedía, pero de pronto su hija dio unpaso al frente y le escupió a Ricardo enla cara.

—¡Eres un monstruo! —lo acusóRoxana con la voz rebosante de veneno.

Los guardias hicieron ademán deavanzar hacia ella, con las espadas enalto, dispuestos a responder al insulto,pero el rey alzó una mano paradetenerlos y se limpió la caratranquilamente.

—Deberías enseñar a tu hija que esuna muchacha muy afortunada —comentó Ricardo con voz que se habíavuelto peligrosamente suave—. Rezopara que no haga nada más que pueda

provocar un repentino revés de su buenafortuna.

Isaac palideció y posó una manosobre el hombro de Roxana paracalmarla; ella retrocedió con la furiadeformándole todavía las facciones enel momento en que el soberano ingléshacía una señal a los guardias con lacabeza, y dos hombres muy corpulentosprocedieron a arrestar al ahora depuestorey de Chipre. Comneno no se resistiómientras lo conducían fuera del pabellónaunque salió con la cabeza baja para notener que mirar a los ojos a sus propiossoldados que lo habían acompañado ensu último viaje como emperador. Unallorosa y derrotada Roxana fue posando

en todos y cada uno de los presentes,especialmente en Ricardo, una miradadesdeñosa antes de volverse hacia supadre para contemplar cómo se lollevaban.

William no la miró a los ojoscuando pasó a su lado con pasodecidido. La Batalla de Chipre habíallegado a su fin y, por eso, daba gracias,pero no estaba en absoluto de humorpara celebrarlo como lo harían sushombres en cuanto se corriera la voz porel campamento de que Isaac se habíarendido.

—Mi señor, ¿permitís que me retire?—le preguntó a Ricardo, y hasta el reydetectó algo raro en su voz por lo

general fuerte y sonora que le hizo caeren la cuenta de que el caballero estabaluchando por contener las lágrimas.

William vio que el rey se lo quedabamirando y, durante un fugaz instante, notuvo delante al monarca implacable sinoa su amigo de la infancia.

—Por supuesto, sir William —lerespondió el soberano al tiempo que sevolvía hacia el sacerdote ortodoxo y elresto del séquito chipriota—. Tengomucho que hablar con estos caballerospara asegurarme de que el traspaso depoder se haga de la manera más rápida yeficiente posible y, cuando se hayarestablecido la paz en esta hermosa isla,nos centraremos en la causa que une los

corazones de todos los cristianos…William se apresuró a salir cuanto

antes al exterior iluminado ahora por laluz de la luna antes de tener queescuchar la totalidad de aquel manidodiscurso una vez más…

20

MIRIAM estaba de pie en la murallade Jerusalén contemplando el halorojizo que se proyectaba en el horizontepor el oeste. El sol ya se había puestohacía horas y lo que veía no eran losúltimos rayos anaranjados del astroresplandeciente; no, no había nadacelestial en aquel fulgor y, a medida quela rutilante luz ganaba intensidad, lajoven supo que el fin estaba cerca.

Se acordaba de una profecía que sutío le había contado cuando era niña, unaleyenda sobre como el sol saliendo por

el oeste sería el presagio definitivo delfin del mundo. Miriam siempre habíaconsiderado esos relatos como merasfantasías con los que su pueblo asustabaa los niños testarudos que no decían susoraciones, pero ahora comprendía quelas ominosas historias que su gentesusurraba en voz baja encerraban másverdad de la que ella hubiera podidopensar, porque sin duda aquello era elfin.

Los cruzados estaban a las puertas,ya se podían oler sus fétidos cuerposenfermos a lo lejos: el vientotransportaba con facilidad el olor de labarbarie. El horizonte se habíaincendiado cuando la luz de diez mil

antorchas había neutralizado el brillo delas estrellas, como si las constelacionesmismas huyeran despavoridas ante elavance de un enemigo tan despiadado.

Miriam bajó la vista hacia la torredel vigía, ahora abandonada en mediodel caos que reinaba por todas partes.Cientos de hombres congregados dentrode las murallas hacían guardia ante lasbarricadas erigidas frente a las puertascon las cimitarras sostenidas en alto pormanos temblorosas. Las huestes de losfrancos no tardarían mucho en atravesarlas últimas líneas defensivas y seencontrarían cara a cara con los pocossoldados musulmanes supervivientesque iban a soportar sobre sus hombros

inestables el terrible peso de aquelasedio histórico.

En los muros del otro lado, losarqueros tomaban posiciones en losparapetos, preparándose para lanzarsobre las oleadas enemigas que cubríanlas explanadas circundantes una lluviade acerados proyectiles. Miriam vio alos tiradores musulmanes empapando laspuntas de las flechas en nafta para luegoprenderles fuego en un intentodesesperado de infligir el máximo dañoposible a los invasores de gruesasarmaduras. El profeta musulmán habíaprohibido estrictamente el uso del fuegocomo arma ya que sólo Alá teníaderecho a castigar con las llamas de

infierno, pero el muffí principal habíaemitido una fatua en el último minutoque otorgaba permiso a los soldadospara emplear cualquier métodonecesario en la defensa de la CiudadSanta y luego el anciano se habíaencerrado en la Cúpula de la Roca enprevisión de la inevitable masacre.

Ahora la joven distinguía con todaclaridad a los cruzados cuya guardia deasalto se encontraba ya a escasoscincuenta codos de los muros de piedracaliza que protegían la ciudad: llevabanlargas túnicas blancas y rojas decoradascon la cruz y muchos iban a lomos decaballos de aspecto brutal y temible quedaban la impresión de estar aún más

furiosos que sus jinetes. Losresplandecientes cascos de metalbruñido lanzaban destellos a la luz delas antorchas mientras aquellos hombresdescendían sobre Jerusalén concorazones ennegrecidos por el fuego dela locura y el odio. Miriam seestremeció al sentir esa ira ciega quepenetraba por las rendijas de la murallaempapando el aire lleno de humo igualque un torbellino de dagas. Aquellasbestias eran peores que alimañas,porque hasta los animales únicamenteatacaban cuando tenían hambre mientrasque la voracidad de los francos nuncapodría ser saciada porque surgía delvacío infinito que en otro tiempo habíanocupado sus almas: por más muerte y

destrucción que fueran sembrando a supaso, siempre desearían más.

Los arqueros musulmanes lanzaronla primera lluvia de flechas y las llamasde las puntas encendidas surcaron elcielo como un enjambre enfurecido deluciérnagas voladoras. En el momentoen que los proyectiles alcanzaron ahombres y bestias indiscriminadamente,comenzaron a oírse los alaridos dedolor y agonía y los ecos de muerte seextendieron por toda la ciudad en unmomento. Miriam sabía que, una vezcomenzaran los lamentos, ningún otrosonido podría penetrar ya en sus oídosni llegar hasta su corazón.

Por desgracia, aquella lluvia de

fuego no podría contener al ejércitomaldito de los infieles porque, incluso sisus primeras líneas caían víctimas deldesesperado ataque lanzado contra ellosdesde las alturas, no tardarían en serreemplazadas por nuevas hordas dehombres cubiertos con pesadasarmaduras; como una plaga de sórdidascriaturas de la noche sin mente nisentimientos, los francos avanzaban conla mirada puesta en un único objetivo:las puertas de Jerusalem Durante más de450 años, los seguidores de Cristohabían soportado la ignominia de quelos musulmanes gobernaran la CiudadSanta que había sido testigo de lapasión, muerte y resurrección de suSeñor y ahora, por fin, arrebatarían sus

sagradas piedras a los infieles ylimpiarían las calles con la sangre deestos. Miriam estaba convencida de quela retirada no era una opción parahombres así pues, con la cabeza repletade vanas promesas de paraíso y vidaeterna, aquellos guerreros avanzarían sindudarlo hacia una muerte segura, todo ennombre de la Causa. Ante el demoledorempuje de un fanatismo semejante, lasexhaustas tropas musulmanas setambalearían para luego acabar porderrumbarse. Y entonces todo estaríaperdido.

Tras los muros de la ciudad, elfrenesí inicial había dado paso a unacalma ominosa de aterrorizada

expectación que cubría todo como unagigantesca nube: era el terrible silencioque invade los cielos antes de una grantempestad. Las mujeres y los niñoshabían abandonado las calles paracobijarse en refugios improvisados bajocasas de piedra, iglesias y mezquitas.Los pocos cientos de judíos que todavíaquedaban en Jerusalén se habíanencerrado en la sinagoga principal aloeste del Muro del Templo de Herodespara orar por una salvación que, comode costumbre, no llegaría.

El tiempo parecía haberseralentizado mientras que el mundo que lajoven contemplaba a sus pies habíaadoptado el ritmo cadencioso de la

guerra y la muerte. Y entonces lamuchacha vio el ariete y supo que labatalla había llegado a su fin y queestaba a punto de comenzar la matanza:un inmenso tronco de roble negro contemibles puntas de acero incrustadas enun extremo se acercaba sobre unaplataforma de unos veinticinco codosque avanzaba lentamente sobre unahilera interminable de gigantescasruedas, lo que daba al conjunto elaspecto de un descomunal ciempiés quehubiera escapado de las fauces delinfierno. El tronco estaba recubierto debrea y los cruzados se apresuraron aprenderle fuego haciendo que unosdesafiantes pilares de humo negruzco sealzaran hacia los cielos, y Miriam sintió

el calor insoportable de las llamas quele chamuscaban los cabellos a pesar deencontrarse cincuenta codos por encimade aquel artefacto diabólico.

¡BUM! Los muros temblaronestrepitosamente cuando el ariete golpeólas puertas de hierro. ¡BUM! Una y otravez, como las pisadas de un dragónescapado de las viejas leyendas. Losgolpes se sucedían a un ritmocadencioso, implacable, paciente, con latotal certeza de saber cuál sería elinevitable desenlace. ¡BUM!

Las vetustas puertas cedieron, sedesintegraron igual que un viejopergamino ajado en manos de un escribapresa de la frustración. El metal gritó

igual que un animal torturado por elcepo letal que le aprisiona una pata. Elterrible BUM del ariete cesó para sersustituido por un sonido aún másaterrador, el cruel repiqueteo de lasarmaduras de los hombres avanzandopor las calles empedradas, algoparecido al zumbido exasperante de unaplaga de langostas. Los francos habíancruzado el umbral trayendo con ellos lapestilencia.

Miriam observó con impotenciacómo las hordas de bárbaros irrumpíanen las calles. Los pocos soldadosmusulmanes que aún quedaban con vidase habían abalanzado valerosamentesobre la primera oleada de bárbaros que

cruzó por los huecos abiertos en lamaltrecha muralla, pero no tardaronmucho en quedar reducidos a unamaraña de cuerpos desmembradosesparcidos por todas partes. Al ver lahorrible masacre, recordó el momentoterrible descrito en el libro del Éxodo,cuando el Ángel de la Muerte habíarecorrido Egipto segando las vidas detodos los primogénitos que encontraba asu paso. Igual que el tenebroso vientoque apagaba la llama del alma humana,el ángel se afanaba de nuevo en suhorripilante tarea.

Los francos estaban por todas partes,sus armaduras brillaban a la luz de losmiles de fuegos descontrolados que

consumían la Ciudad Santa. Con subrutal e inquebrantable eficacia, loscruzados destrozaron hasta la últimapuerta, registraron hasta la última casaen busca del menor signo de vida y,cuando la encontraron, se la cobraron.Imágenes terribles que nunca habría sidocapaz ni tan siquiera de imaginardesfilaron ante los ojos de Miriam:niños lanzados al vacío desde lostejados, mujeres empaladas conjabalinas cuyos cuerpos eran violadosuna y otra vez incluso después demuertas, soldados enloquecidosasestando golpes ciegos con la espadaen medio de un torrente de sangre queteñía de rojo las calles.

Los gritos de los miles de víctimasinocentes retumbaron por toda la ciudadhasta transformarse en el rugido de unviento desesperado, un gehena en sumáxima expresión que aturdía lossentidos de la joven penetrando en sumente y en su alma, más y más profundo,mientras sentía que una fuerzaincontenible la arrastraba hacia latempestad y que se perdía para siempreen un huracán de terror y agonía…

* * * Miriam se despertó de un sobresalto,

con el corazón latiéndole desbocado ycon tal fuerza que le pareció que estabaa punto de salírsele del pecho. Aspiróprofundamente tratando de recobrar elaliento y la calma, de situarse: estaba encasa, a salvo bajo las sábanas suaves desu cama, en una zona acomodada delbarrio judío recién reconstruido. Delpequeño jardín que había bajo suventana le llegaba el delicado olor delas lilas y los limoneros. No habíaninguna batalla, ni rastro de destrucción.Jerusalén dormía plácidamente a sualrededor y los horrores que en otrotiempo habían padecido los habitantesde la ciudad no eran más que un terriblerecuerdo lejano. Por ahora.

Se levantó y se puso un chal sobrelos hombros desnudos. Sintiendo el tactofrío y duro del suelo de piedra bajo suspies, Miriam salió de puntillas de sucuarto y echó a andar por el pasillo endirección al dormitorio de sus tíos.

Maimónides estaba profundamentedormido y su esposa Rebeca, hecha unovillo a su lado, roncaba plácidamente.Al contemplarlos allí tendidos juntos,Miriam notó que recuperaba la calma, sesintió segura. Maimónides era el centrodel mundo de su tía y Rebeca era elMonte Moria de su esposo. Su tíocambiaba de postura cada cierto tiempomientras dormía y su esposa en cambiono se movía un ápice en toda la noche.

No pudo evitar una sonrisa mientras losobservaba. Su adorada tía dormía comosi estuviera de vuelta en el senomaterno, inmóvil y ajena a cuantoaconteciera en el mundo exterior. AMiriam no le cabía la menor dudad deque, si los francos volvían a asediar laciudad en plena noche, Rebeca seríaperfectamente capaz de continuardurmiendo a pierna suelta mientras lamuerte y la destrucción se desataban asu alrededor, igual que un bebé en sucuna, y que así por lo menos seahorraría presenciar la peor partemientras su mente se entretenía ensueños cuajados de bellas imágenes yagradables recuerdos. Por eso, Miriamdaba gracias.

Sabía que debía dejarlos dormir enpaz y volver a la cama pero una parte deella se resistía a marcharse; le gustabacontemplarlos mientras dormían porqueen realidad les envidiaba quecompartieran un vínculo tan profundo einquebrantable… Ella, en cambio, nuncahabía experimentado una conexión asícon ningún otro ser humano.

No hasta que había conocido aSaladino.

Desde aquel breve encuentro en eljardín, solo había vuelto a ver al sultánen la corte, jamás en privado, pero élhabía continuado enviándole notasdiscretas que venía a entregarle a diarioalguno de sus guardaespaldas de gesto

huraño. Los mensajes rara vez conteníanmás de unas cuantas líneas y nuncahacían la menor alusión a sussentimientos sino que más bienconsistían en comentarios sobre losacontecimientos del día, retazos dehistorias de la vida en la corte —enocasiones en tono humorístico y otras entono atribulado—, pequeñas anécdotasen las que el soberano compartía suvisión del mundo desde el alto pedestalen que se encontraba su trono… A losojos de cualquier lector seleccionado alazar (o cualquier espía que pudierainterceptar las notas) deberían haberparecido simples cavilaciones sobre elpanorama político de Jerusalén y lasdebilidades de las clases altas.

Pero Miriam sabía que aquellosmensajes eran mucho más de lo quepodía intuirse a simple vista, que enrealidad se trataba de la expresión másrotunda de lo que sentía por ella quejamás hubiera podido idear Saladino,porque se trataba de un hombreprofundamente introvertido en todo loreferente a su vida privada, que ocultabasus pensamientos más íntimos tras unvelo de misterio que sólo apartaba enpresencia de aquellos en quienes teníauna confianza ciega, y Miriam seimaginaba perfectamente que no debíade compartirlos más que con unospocos: su hermano Al Adil; su visir, elcadí Al Fadil; su tío; y, en otro tiempo,

tal vez también con su esposa, la sultana.Yasmin. Miriam sólo la había visto

fugazmente y en contadas ocasiones. Lasultana solía estar presente en lasceremonias importantes como elbanquete en honor del nuevo embajadordel califa en Jerusalén y siempre llevabael rostro cubierto con un velo de sedaque ocultaba su legendaria belleza delas miradas del mundo. Era imposibledistinguir con claridad los ojos deYasmin a través de aquel velotranslúcido, pero la joven estaba segurade que los ojos de la sultana no sehabían apartado de ella ni un minutocada vez que había estado en la mismahabitación que la consorte de Saladino;

y había podido sentir el odio quedespedían.

La muchacha se obligó a apartaraquel pensamiento de su mente yabandonar la habitación de sus tíos paravolver a la suya, aunque primero fuesigilosamente a la cocina para beber unpoco de agua; tenía la garganta seca,como si llevara horas en medio de lasdesoladas llanuras del Sinaí que habíaatravesado siendo todavía una niña, eldesierto que había consumido suinocencia y le había revelado el mal quese escondía realmente tras la cruz, unmal que en ese preciso momento estabareuniendo a sus fuerzas para lanzar otroataque.

Ya habían llegado noticias de lavictoria de los francos en Chipre y, trasla caída de Isaac Comneno y elsometimiento de los bizantinos, loscruzados se habían hecho a la marrumbo a las costas de Palestina. Encualquier momento, las hordas debárbaros pondrían pie en la tierrasagrada del reino de Abraham. Su tío lehabía rogado que huyera a El Cairo paraprotegerla de aquel nuevo peligro peroella se había negado: si los ejércitos deCristo ponían pie en Jerusalén otra vez,por lo menos estaría junto a la gente queamaba.

Su tío. Su tía. Y su sultán.Puso el vaso otra vez en su sitio y

regresó a su habitación y, en el momentoen que se metía en la cama, le volvierona la mente unas imágenes inconexas dela pesadilla que le helaron la sangre.Había sido tan real, tan vivida, que eracomo si hubiera viajado en el tiempopara presenciar la conquista deJerusalén hacía un siglo, algo así comosu particular viaje nocturno similar alque los musulmanes creían que habíahecho Mahoma, transitando por lasesferas celestiales donde ni el tiempo niel espacio tenían el menor sentido.

Pero ¿por qué? Tal vez su tío habríadicho que Dios le había concedido unavisión, pero no estaba segura de creer enesas cosas aunque, si era cierto que los

sueños encerraban mensajes divinos,¿qué utilidad tenía aquella visión enconcreto?, ¿la de prepararla para lo quese avecinaba o la de mostrarle quesemejante maldad no podía —no sepermitiría— que se repitiera? Claroque, teniendo en cuenta la terriblehistoria de su pueblo, dudaba mucho deque se tratara de la última opción.

Mientras se iba quedando dormidade nuevo poco a poco, le cruzó la menteotra imagen, una visión de la sultanaobservándola desde el extremo opuestodel salón del trono, y cuando ya casi lahabía vencido el sueño, que no seanunciaba precisamente apacible, vioque Yasmin se levantaba el velo y

durante un instante Miriam pudocontemplar el rostro de la sultana: envez de la legendaria belleza que se leatribuía, lo que vio fue la faz terrible deuna bruja decrépita y arrugada que lesonreía con ojos voraces.

Era el rostro de la muerte.

21

EL barco mercante estaba envuelto enuna densa cortina de niebla que seexpandía desde alta mar. Igual que elaliento furioso de la descomunalserpiente que según los rumores rodeabatodo el globo terrestre, la niebla traíaconsigo una advertencia: volved pordonde habéis venido, insensatosmarineros, antes de que os adentréis enlas aguas de las que surgen todos loshorrores imaginables. Samir ben Arifhabía aprendido todas esas leyendasextraídas de los relatos llenos de

imaginación sobre los viajes de Simbad,desde batallas con monstruos marinoshasta los rumores de tierras deabundancia donde el oro fluía como lamiel, más allá del horizonte, por eloeste. Siempre había creído que todoaquello no eran más que fantasías, peromientras paseaba la mirada por laimpenetrable niebla que se extendía antesus ojos —«bruma del diablo» lallamaba los marineros—, se preguntó siacaso alguna de esas antiguasadvertencias no encerraría algo deverdad.

Samir era el capitán del Nur alBahr, el Luz del Río, un nombre que enesos momentos hubiera deseado que

fuese literal. Sus hombres estaban de pieen la cubierta del galeón de más deveinticinco codos de eslora construidocon las mejores maderas de cedro delLíbano, sosteniendo candiles en altoigual que si estuviera realizandoofrendas a los espíritus que poblabanlos mares.

Samir deseó, por milésima vez, nohaber accedido a tomar parte en aquellaempresa descabellada: ni él era militarni su barco estaba equipado para entraren batalla en alta mar, que eraprecisamente por lo que el delegado delsultán en Alejandría había encargado alNur al Bahr la misión de transportarclandestinamente un cargamento de

armas siguiendo una ruta queirremisiblemente tendría que pasar pordelante de los pequeños enclavesfrancos que aún quedaban en la costanorte de Palestina. Los pocos cruzadosque permanecían en las inmediacionesde la asediada ciudad de Acre, desde laque lanzaban ataques menoresregularmente, aquellos cristianos eranlos últimos representantes del anteriorreino que había dominado Jerusalén,unos fanáticos dementes dispuestos amorir en masa antes de abandonar elúltimo bastión de la cristiandad enTierra Santa. Saladino había conseguidoconquistar el resto de la costa a lo largodel último año, pero las batallas quehabía librado con el contumaz

contingente cristiano de Acre no habíantenido un desenlace concluyente. Sehabía rumoreado que el sultán preparabauna ofensiva a gran escala para librarsede una vez por todas de la irritantepresencia de aquel vestigio del régimenanterior, pero las noticias de que seavecinaba una nueva cruzada lo habíanobligado a centrar su atención en otrosasuntos. Al comprobar que habíancesado los ataques periódicos de lasfuerzas musulmanas, los cristianos deAcre se había envalentonado y en lasúltimas seis semanas habían apresadodos buques cargados deaprovisionamientos militares obligandoa Saladino a pensar en estratagemas

alternativas para mantener abiertas lasvías de suministro de armas procedentesde Egipto que se enviaban a Jerusalén.

A Samir no le habían convencido deltodo las empalagosas palabras delvirrey asegurándole que su barco seríaignorado por los francos porque se veíaclaramente que se trataba de un buquemercante tanto por su diseño como porlos emblemas pero, por otro lado, elagente del sultán le había ofrecido unafortuna en dinares de oro, lo suficientecomo para saldar la deuda que habíaheredado de su padre, un hombre jovialy afable que, sin embargo, habíaresultado ser un comerciante terrible, yademás con ese dinero también se

podría asegurar la mano de Sanaa, sugran amor desde niño. Así que al finalhabía accedido a participaren aquel planinsensato.

Para camuflar el navío, suscaracterísticas velas triangulares, lasllamadas velas latinas que solamenteutilizaban los navegantes musulmanes,habían sido sustituidas por otrascuadrangulares típicas de los buquesmercantes de Bizancio y un pabellónchipriota, verde y oro, ondeaba en elpalo mayor; además los hombres habíancambiado sus turbantes y bombachosárabes por los típicos pantalones muyholgados de los marineros del norte. Lasbodegas por lo general repletas con

artículos de bazar, desde alfombraspersas hasta utensilios de marfilimportados de Abisinia, estaban ahoraabarrotadas de una amplia variedad dearmas de todo tipo: afiladas cimitarras,largas jabalinas más altas que muchoshombres, armaduras de gruesa cota demalla confeccionadas con pequeñasescamas de metal, arcos de madera deroble y aljabas llenas de flechasdecoradas con plumas negras, hachasque podían atravesar el cráneo de unhombre con la facilidad con que uncuchillo corta la mantequilla…

El espía del sultán, un sirio muybajito con un largo bigote de puntasrizadas, había bromeado diciendo que,

si los francos los atacaban, desde luegono les iban a faltar armas con las quedefenderse. A Samir no le hacía ningunagracia su sentido del humor pero nuncase habría atrevido a decírselo a la caraal hombrecillo, pues sabía lo suficientesobre las maquinaciones de estado comopara darse cuenta de que aquelpersonaje de apariencia inofensiva eraun avezado asesino profesional, elegidoprecisamente por el camuflaje que leproporcionaba su aspecto pocoreseñable para servir al rey en laboresde espionaje. Samir también sabía de lareputación de Saladino, de su honor y sumisericordia para con todos, pero noestaba dispuesto a poner a prueba hastaqué punto habían asimilado la filosofía

de su señor los súbditos entrenados parahacer el trabajo sucio en el sultanato.

Las primeras dos noches de travesíapasaron sin pena ni gloria, el mar habíaestado en calma y un viento favorablelos había impulsado hacia la costa dePalestina a buena velocidad. Y entonces,la mañana del segundo día, lo habíadespertado el repiqueteo desesperadode la campana: Samir subió corriendo acubierta, todavía en camisola de dormiry empuñando una pequeña espada conmano temblorosa, para encontrarse a susegundo de a bordo, un libertoprocedente del Cuerno de África denombre Jalil ben Musa, de pie junto a lacampana señalando en dirección al

horizonte donde se divisaba a lo lejosuna goleta de un mástil y velas rojas quese acercaba.

Era una patrulla franca con unosveinte hombres a bordo, no más, peroSamir sabía que el resto de la flota nopodía andar muy lejos, y además losfrancos habían aprendido de losmusulmanes cómo usar palomas paraenviar mensajes del mar a la costa, conlo que no alcanzarían a neutralizaraquella amenaza antes de que loscruzados informaran a sus camaradas deAcre de su presencia.

Cuando se disponían a zarpar, suamada Sanaa le había sugerido unaestratagema un tanto absurda para

utilizar precisamente en una situacióncomo esa; la muchacha se había opuestorotundamente a que Samir participara enun plan tan descabellado pero, cuandose convenció de que la decisión estabatomada, Sanaa le había hecho prometerque llevarían unos cuantos cerdos abordo que podrían dejar sueltos porcubierta si se encontraban con un navíofranco. A Samir le repugnaba la idea detener que transportar a aquellas bestiasasquerosas, impuras a los ojos de Alá, ysus hombres habían refunfuñado muchotambién, quejándose de que la presenciade los animales en el barco era unpecado que los privaría de la protecciónde los ángeles, pero la astucia eraevidente: ningún barco musulmán habría

transportado una carga tan despreciable,con lo que al ver los cerdos campandopor la cubierta, las mentes simplonas delos francos los ignorarían de inmediato.

Samir había hecho una señal alcorpulento Jalil para que soltara a losanimales y las monstruosas y suciascriaturas habían corrido a su antojo portodo el barco mientras proferíanatronadores berridos. El esforzadocapitán tuvo que aguantarse las ganas devomitar cuando una de aquellas bestiasinmundas pasó por su lado rozándolepero, para su gran sorpresa, el plan deSanaa funcionó: la goleta se habíaacercado a unos cincuenta codos dedistancia, se veía a la perfección al

vigía subido al único mástilinspeccionando desde las alturas lacubierta del mercante —por lo visto losfrancos tenían un telescopio,seguramente parte del botín capturado ensu ataque a los navíos del sultán dehacía unas semanas— y, al ver loscerdos, el hombre había hecho una señala sus compañeros y la goleta habíacomenzado a virar lentamente paracambiar el rumbo, asumiendo que sólose trataba de un navío mercante que sedirigía al norte hacia Bizancio. Al verque la goleta seguía su camino, laaterrorizada tripulación de Samir dejóescapar al unísono un profundo suspirode alivio que luego se transformó en unclamor de gruñidos y maldiciones a la

hora de enfrentarse a la desagradabletarea de meter de vuelta en elimprovisado corral a los cerdos, queestaban destrozándolo todo en cubierta.

Pero, al cabo de un par de días, lanoche del cuarto de travesía, cuando yase encontraban cerca de los peligrososescollos de la costa en la zona fronterizaentre Palestina y el Líbano, latemperatura había caído en picado depronto y el mar se había cubiertorápidamente de una densa niebla helada.Samir tenía la impresión de que lasnubes de lluvia mismas hubierandescendido sobre el barco y la pocavisibilidad lo había obligado a ordenara los remeros de la cubierta más baja

que pararan, razón por la que ahoraavanzaban con una lentitud penosa poraquella extraña noche sin viento. Loshombres permanecían en cubierta conlos candiles encendidos y, aunque la luzde estos no era capaz de atravesar elgrueso manto de niebla que los envolvía,albergaban la esperanza de que unoscuantos rayos consiguieran penetrar enla oscuridad lo suficiente como paraadvertirles de la presencia de otrosbarcos en medio de aquella bruma deldiablo, pues una colisión con tan maltiempo sería una catástrofe segura.

El segundo de a bordo se acercó aSamir, que permanecía de pie tras elahora inservible timón. Jalil era quince

años más viejo que su capitán peroparecía sacarle por lo menos el doble deaños. En base a lo poco que su manoderecha le había contado en el pasado,Samir había llegado a la conclusión deque Jalil había tenido una vida difícil:se había criado en una granja en Yemendonde había caído prisionero de unosbandidos durante un ataque en el que lamayoría de los habitantes de la aldeaperdió la vida; él era alto y fuerte parasu edad, así que lo vendieron comoesclavo a un mercader que solía cubrirregularmente la ruta entre el Cuerno deÁfrica y la India, pues comerciaba enespecias. A Samir, cuyos viajes nunca lohabían llevado más allá de los enclavescomerciales del Mediterráneo oriental,

le encantaba escuchar las historias delas aventuras de Jalil en la India,cuajadas de elefantes y tigres y un sinfínde bellezas de tez morena que elmarinero decía haber conquistado a supaso por los puertos que jalonaban lalarga ruta.

La suerte de Jalil había cambiado denuevo cuando el barco mercante en elque servía se hundió frente a las costasde Ceilán hacía cosa de siete años. Elyemení era un excelente nadador ypodría haber aprovechado aquelmomento para huir y recuperar así sulibertad, tal y como hicieron otrosesclavos que iban a bordo, pero él encambio había rescatado a su amo de las

inmensas olas que se alzaban en el marembravecido llevándolo hasta una playacercana y el hombre, profundamenteagradecido por su lealtad, lo liberóademás de entregarle suficiente orocomo para empezar una nueva vida. Elcurtido marinero de cabellos hirsutos sehabía dirigido a Alejandría, dondeconoció al padre de Samir que lo hizopiloto del Nur al Bahr.

—Los hombres se están quejando deque un yin nos ha enviado este tiempoasqueroso —dijo Jalil al tiempo quelanzaba en cubierta un escupitajo teñidode color naranja por el betel que estabamascando—, los muy necios.

El segundo de a bordo no tenía

demasiada paciencia para los cuentos ylas fantasías; había tenido una vida duray, si había sobrevivido, era porqueaceptaba la realidad y se adaptaba a ellaen su propio beneficio.

—No te apresures tanto a ignorar sussupersticiones, amigo mío —lerespondió Samir posándole la mano enun musculoso hombro—, tengo lacorazonada de que hay algo acechandotras esta niebla.

Samir se volvió para escudriñar unavez más el manto brumoso que losrodeaba, como si quisiera lograr afuerza de desearlo que se abrieraaquella especie de densa cortina yapareciera por fin ante ellos el secreto

horror que los aguardaba, y entonces elmar quiso complacerlo y su peorpesadilla se hizo realidad.

Igual que un halcón que se lanza enpicado hacia su presa, la proa de unagigantesca drómona cruzada asomó porentre la bruma a menos de veinticincocodos de distancia, y el navío ibadirectamente hacia el Nur al Bahr;Samir oyó el repiqueteo de la campanade bronce haciendo sonar la voz dealarma en cubierta y las frenéticascampanadas se confundieron al instantecon los gritos de terror de sus propiosmarineros, pero el buque de guerra noamainó la marcha.

—¡Que Alá se apiade de nosotros!

—exclamó el joven capitán sintiendoque una oleada de náusea brotaba de suestómago para hacerle cosquillas en lagarganta.

Jalil corrió inmediatamente a buscarsu espada mientras ladraba entrejuramentos la orden de que laaterrorizada tripulación siguiera suejemplo y se dispusiera a defender elbarco, pero Samir no se movió; sabíaque el final estaba cerca. El joven semaravilló de cómo, cuando por fin teenfrentas al rostro acerado y frío de lamuerte de manera inexorable, la mentese entretiene en recordar los pequeñosdetalles cotidianos que sabe que yanunca más podrá disfrutar: las hileras de

flores que brotaban todas las primaverasa la entrada de su casa en Alejandría;las peleas de los niños que jugaban conespadas de madera en el parque cercanosobre quién iba a hacer de malvadofranco esa vez; el aroma del pastel deespinacas de su madre que brotaba de lacocina a la caída del sol anunciando elfinal del ayuno de Ramadán de ese día;el sabor de los labios de Sanaa,húmedos y dulces como bayas salvajes,temblando al contacto con los suyos.

Sanaa. El joven capitán se diocuenta de que nunca tendría laoportunidad de estrecharla en sus brazosni de hacerle el amor a ese cuerpo dulcey esbelto con el que había fantaseado

desde que era un niño, de que nollegaría a contemplar a un bebé fruto desu amor dormido plácidamente en sucuna. Sanaa era una muchacha tanrecatada que hasta se había negado a nitan siquiera darle la mano hasta que sucompromiso no se anunciaraoficialmente, pero la noche anterior a supartida en aquel viaje insensato habíavacilado un poco y ahora Samirrecordaría como un tesoro aquel besodulce mientras avanzaba por el Sirat, elpuente que une este mundo con el másallá. Pese a que los que morían luchandoen la yihad tenían garantizados losfavores de setenta vírgenes a las queiniciar en las artes del amor, él prometióen silencio a su alma que esperaría a

Sanaa, incluso si tenía que aguardarhasta el Día de la Resurrección.

En el preciso instante en que unaflecha surcaba el cielo por encima delas aguas para darle de lleno en elpecho, todavía le vino a la mente unúltimo recuerdo vívido del rostro de lajoven, de sus ángulos y contornosperfectos.

22

RICARDO observó complacido desdeel puesto de mando instalado en lacubierta de la drómona como losarqueros lanzaban una lluvia de flechasincandescentes sobre el barco mercanteque se encontraba a escasos veinticincocodos. El rey se tapó los oídosinstintivamente cuando varios hombrescargaron un largo tubo de hierro queasomaba por la proa del barco y, alinstante, un rugido pavoroso se extendiópor las aguas en el momento en que loscruzados disparaban el temido «fuego

griego»: una llamarada azul explotó entodas direcciones y fue a hacer blancoen la vela mayor del pequeño galeón,prendiéndole fuego inmediatamente altiempo que carbonizaba el pabellónchipriota.

La flota de Ricardo se encontraba amenos de una milla de la costa palestinay él no tenía la menor duda de quecualquier navío que se osaraaproximarse a ella debía pertenecer alos sarracenos o a sus aliados así que,pese a que en este barco ondeaba labandera de Chipre, había pasadosuficiente tiempo en aquella maldita islacomo para darse cuenta de que el diseñodel buque distaba bastante del de los

barcos mercantes bizantinos y, unamirada rápida a los marineros de tezmorena que corrían en desbandadabuscando refugio donde protegerse delataque cruzado le había bastado paraconfirmar sus sospechas de que,quienquiera que fueran aquelloshombres, no se trataba de hermanos enCristo y por tanto eso los convertía enun blanco legítimo.

Ya se extendían por el mercante todauna serie de pequeños incendios en elmomento en que la drómona se colocó asu lado, pero Ricardo reparó en que losinfieles habían tapado gran parte de lacubierta con unos cueros sin curtir queparecían impermeables al fuego de la

mayoría de las flechas empapadas ennafta que les lanzaban e incluso a laschispas resultantes del ataque con fuegogriego. Tendría que ordenar que sushombres le trajeran una muestra de esasextrañas pieles: desde luego lossarracenos contaban con ciertos métodosdefensivos poco habituales que debíaexaminar de cerca.

Hizo una señal con la mano derechaindicando que había llegado el momentode que una oleada de sus soldados selanzara al abordaje y, en cuestión deminutos, estos ya estaban en la cubiertadel galeón luchando cuerpo con cuerpocon aquellos desdichados marinerossobre los que había recaído el dudoso

honor de recibir a Ricardo en aguas deTierra Santa.

El rey vio a sus guerreros rebanandosin tregua cuellos de marineros pese aque la mayoría habían tirado las armaspara hincar la rodilla en cubierta enseñal de que se rendían y les implorabanclemencia, pero las órdenes delsoberano eran de lucha sin cuartel yaque carecía tanto de los recursos comode la paciencia necesarios para hacerprisioneros en esa etapa de la campaña.

El barco mercante empezó aretroceder al volver los remeros de lacubierta inferior a su tarea a un ritmofrenético, sin duda con la vanaesperanza de conseguir escapar del

horripilante mastodonte que se habíaabalanzado sobre su nave y, al ver elnavío que hasta ese momento habíapermanecido al pairo comenzar amoverse, Ricardo se volvió parachillarle a William que se encontraba enel otro extremo de la cubierta:

—¡Envía a los buceadores!Su voz apenas podía oírse en medio

del fragor de la batalla pero el jovencaballero asintió con la cabeza en señalde que le había entendido: junto alcaballero había un grupo de hombrescuidadosamente escogidos entre losmejores marineros —todos vestidosúnicamente con la ropa interior y conunas larguísimas sogas en las manos—

que, al recibir la señal de William,fueron saltando al mar de dos en dos.

Ricardo había desarrollado laestrategia unos cuantos días antes,mientras debatían sobre las posiblesmaneras de inmovilizar los barcossarracenos con los que se toparan sinhundirlos (y su valiosa carga con ellos).Los buceadores tenían que ir nadandopor debajo del barco enemigo hasta laaspas del timón y atarlas con las sogas,con lo que el buque quedaríatemporalmente inmovilizado y eso lesbrindaría la oportunidad ideal paralanzarse al abordaje. Una vez hubieraterminado la batalla, se podían soltar lascuerdas y remolcar el navío apresado al

que sin duda le encontrarían algunautilidad. Era una idea ingeniosa perotambién muy arriesgada: si el bajelmusulmán ganaba velocidad o seproducía un cambio repentino de lascorrientes durante la batalla, lo másprobable era que los buceadoresmurieran ahogados tras recibir un golpedemoledor del timón. William no estabademasiado convencido de que fuera unaidea sensata pero había aceptado sinrechistar los argumentos del rey, puescomo el resto de caballeros al serviciode este había aprendido por propiaexperiencia que la intuición ycreatividad de Ricardo en el juego de laguerra rayaban en la genialidad y lomejor era confiar en que los ojos del

monarca alcanzaran a ver más allá quelos suyos propios.

El barco mercante que de manera tanfortuita se había cruzado en su caminoesa noche proporcionaba una ocasiónideal para probar la estratagema.Ricardo escudriñó las tenebrosas aguas,pero no vio ni rastro de los buceadoresentre el oleaje y su amigo William lanzóun suspiro, resignándose ya a la pérdidade un puñado de los mejores hombrespor haber tratado de poner en prácticauna loca ocurrencia de su señor;Ricardo esperó unos minutos más que sele hicieron eternos y al final alzó lamano con gesto de frustración,disponiéndose a dar la orden al

mugriento sajón que se encontraba altimón de que emprendiera lapersecución del barco sarraceno, cuandode pronto el galeón se detuvobruscamente en su avance tras una brutalsacudida. Luego vio los intentosdesesperados de los remerosmusulmanes por hacer que la navesiguiera avanzando, pero esta no alcanzómás que a girar sobre sí misma entrechasquidos y temblores del casco. Eljoven rey esbozó una amplia sonrisa alver aparecer de vuelta en la superficie asus buceadores que comenzaron a nadaren dirección a la drómona entre grandesvítores de los comandantes y toda latripulación de cubierta. Habíafuncionado. Y su reputación de hacedor

de milagros y gran genio militar habíavuelto a ponerse de manifiesto enpresencia de sus hombres.

La primera batalla naval de lacruzada acababa de terminar y Ricardoconfiaba en que el resto de la guerra sedesarrollaría con tan pocoscontratiempos, aunque en realidad en lomás profundo de su corazón estabaconvencido de que Saladino no era unenemigo al que se pudiera vencer tanfácilmente como a un puñado demarineros díscolos perdidos en laniebla.

* * *

El sol se abrió paso entre la niebla igualque una daga de fuego. Ricardo estabade pie en cubierta, respirando el airefresco de la mañana en el que todavíaflotaba el olor acre a madera y carnequemadas. La captura del barcosarraceno había supuesto una victoriamayor de lo que esperaba en un primermomento pues, cuando sus hombresabrieron las bodegas cerradas a cal ycanto, se encontraron con todo unarsenal procedente de Egipto que sinduda iba destinado a las tropas del

sultán en Tierra Santa, así que lo quehabía comenzado como poco más que unejercicio de entrenamiento para sussoldados en preparación de la largaguerra que los esperaba, había resultadoen la captura de un fabuloso botín.

Mientras contemplaba el perfectodisco carmesí del sol naciente alzándosesobre las verdes colinas de Palestinaque se divisaban a lo lejos, el rey sintióque lo invadía una emoción profunda.Nunca había pisado Tierra Santa pero sesentía igual que Odiseo de regreso aÍtaca tras pasar una eternidad en elexilio. Ahora más que nunca, estabaconvencido de que esta cruzada era sudestino, la aventura que grabaría su

nombre para siempre en los anales de lahistoria.

Notó, más que vio, a William a sulado y se volvió hacia su caballerofavorito.

—Por fin los hombres handerramado sangre sarracena —dijo—,¿estás satisfecho?

William se encogió de hombros congesto críptico.

—La guerra no me produce la menorsatisfacción. Para mí es un deber, noalgo que me apasione.

Ricardo lanzó una carcajada ydecidió cambiar de tema, no fuera a serque su amigo se lanzara a pontificarcomo tenía por costumbre.

—¿Conseguimos salvar las armassarracenas antes de que el barco sehundiera?

Había dado orden de capturar elbarco intacto, pero la tripulaciónmusulmana había decidido inundar elcaso cuando vieron claramente que nolograrían escapar.

—Sólo unas cuantas espadas ylanzas, cosas así. Las hemos repartidoentre los soldados del buque insignia,señor —le informó William con suhabitual tono directo y franco—, y losmarineros infieles han sido todosajusticiados, excepto uno.

—¿Por qué se le ha perdonado lavida a ese? —preguntó Ricardo con tono

aburrido al tiempo que se volvía denuevo para contemplar la línea de costaque cada vez se distinguía con másclaridad: ya se veían las crestasespumosas de las olas chocando contralas barreras de coral a unos cincuentacodos.

—Era el segundo de a bordo —explicó William al tiempo que seguía lamirada de su señor—; por lo visto hablafrancés además de árabe, nos podríaresultar útil como traductor.

Ricardo consideró la idea uninstante: sabía que la barrera del idiomasería una cuestión fundamental cuandopor fin entraran en contacto con lastropas musulmanas para exigir su

rendición.—¿Podemos confiar en él?Lo último que necesitaba era un

prisionero musulmán proporcionándoleinformación falsa bajo pretexto de estarprestándole un servicio lingüístico.

—Ha jurado por Alá que nos servirálealmente a cambio de que leperdonemos la vida.

Ricardo se rió.—Los juramentos en nombre de

dioses falsos no tienen mucho valor quedigamos, ni en este mundo ni en elsiguiente —objetó el rey.

—Yo por mi parte he llegado a laconclusión de que lo verdaderamenteimportante no es si el dios en cuyo

nombre se jura es o no real, sino másbien si el que pronuncia el juramentotiene fe en él, mi señor —le contestóWilliam con voz todavía paciente,aunque Ricardo detectó un cierto dejeexasperado ante el cinismo de susoberano.

Más allá de la blanca arena de lasplayas, resplandeciendo al sol de lamañana, el Corazón de León divisó unextenso campamento de tiendas junto ala costa, con banderas carmesíadornadas con cruces doradas ondeandoen los pabellones principales. Así queaquellos bastardos afortunados todavíaseguían ahí…

—Parece que nuestros hermanos han

logrado retener el control de la costanorte —comentó sin mucho entusiasmo.

Había oído que unos cuantoscaballeros francos que habíansobrevivido a la invasión de Saladino sehabían hecho fuertes en los alrededoresde Acre, pero no había dado demasiadocrédito a los rumores. Sin embargoahora veía que, a juzgar por el tamañodel campamento, una parte ciertamentesignificativa de los ejércitos del reyCuido había conseguido escapar. Sitodavía albergaba la más ligera dudasobre su victoria, esta se disipó en esepreciso instante pues, combinando esastropas acostumbradas a luchar en aquelterreno con las suyas, tarde o temprano

Saladino acabaría arrastrado alestercolero de la historia. Eso, claroestaba, asumiendo que aquellos fornidosfrancos aceptasen su liderazgo y visiónen vez de perderse en estúpidasrencillas entre ellos, que eranprecisamente las que habían acabadoprovocando la derrota del rey Guido.

William parecía estar pensando lomismo.

—Dispondré una avanzadilla quevaya a tierra a averiguar quién está almando y calibrar su predisposición acooperar con nosotros —musitó elcaballero, y ya se disponía a girar sobresus talones cuando Ricardo le puso unamano en el hombro para detenerlo.

—Estos hombres llevan añosviviendo en territorio de los bárbaros,sin duda tendrán traductores más que desobra…

William asintió con la cabeza.—En ese caso ordenaré que ejecuten

al prisionero —respondió con la vozligeramente teñida de pesar.

—No, todavía no —contestó el rey—. No me fío de la fidelidad de ningúnsarraceno en lo que a tratar con Saladinorespecta, pero todavía no sé si estoshermanos acampados en la costa sondignos de mayor confianza. Mantén alsegundo de a bordo con vida y que teenseñe los rudimentos de su lengua si lodeseas, preferiría que mis comandantes

fueran capaces de conversardirectamente con los infieles si surge laoportunidad.

William sonrió al comprobar lamagnanimidad de su señor; luego elbarco se estremeció cuando echaron elancla para evitar una colisión con lasbarreras de coral y el rey y su caballerorepararon en que ahora la playa estaballena de soldados que habían salido acontemplar la increíble imagen queofrecía aquella armada enviada porDios para rescatarlos: algunos caían derodillas y sollozaban y otrossimplemente se quedaban allí de pie sinmoverse, con las manos alzadas al cieloen señal de gratitud. Sin lugar a dudas,

era un momento muy emotivo.A medida que se corría la voz de la

milagrosa llegada de las naves deOccidente por el asediado campamento,empezó a oírse por toda la playa elclamor de cuernos y trompetas dando labienvenida al victorioso rey y suslegiones, que permitirían una santaalianza que sin duda lograría arrebatarJerusalén a los infieles.

—Tierra Santa os espera, mi señor—comentó William—. Habéis cumplidoel juramento que hicisteis a vuestropadre.

Al oír mencionar a Enrique, Ricardosintió que una negra nube ensombrecíael creciente júbilo de su corazón.

—Todavía no —replicó al tiempoque la sonrisa se desvanecía en suslabios—, no hasta que no sostenga entrelas manos la cabeza de Saladino.

23

CONRADO de Monferrato, herederodel reino perdido de Jerusalén,contempló la inmensa flota que cubría elmar hasta perderse en el horizonte haciael oeste debatiéndose en un torbellino deemociones encontradas. Los rumores deque sus hermanos de Europa habíanreunido a sus mejores ejércitos paraemprender una nueva cruzada llevabanmeses proporcionando la esperanza quenecesitaban sus asediadas tropas. Noobstante, ahora que habían llegado —yera una fuerza mucho mayor de lo que

había imaginado, cientos de navíos conpabellones de todas las nacionesinfluyentes del continente europeo bajocontrol del papado—, sintió que unescalofrío le atenazaba el corazón. Sinduda, una invasión de semejantesproporciones habría sido orquestada porhombres de gran valor y habilidadpolítica, y Conrado sabía de sobra queese tipo de líderes rara vez respetan losderechos de aquellos a los quesupuestamente dicen servir.

Pero por supuesto no podíacompartir esas sospechas con sushombres, que estaban exultantes y seregocijaban en el milagro con que Dioslos había bendecido en su hora más

amarga. Durante casi dos años, aquellosleales guerreros, los últimos vestigiosdel ejército franco derrotado porSaladino en Hattina, habían defendidosus posiciones pese a tenerlo todo encontra. Los infieles los habíanperseguido con violencia implacablehasta expulsarlos del corazón dePalestina y arrinconarlos contra el mary, durante ese tiempo, el número inicialde quince mil hombres se había vistoreducido en un tercio comoconsecuencia del hambre, lasenfermedades y las innumerablesescaramuzas con las hordas sarracenas.Los soldados que ahora estaban a sulado contemplando la llegada de losnavíos podían ser descritos como los

más valerosos y comprometidosguerreros de Cristo, pero Conrado sabíaque no era sino cuestión de tiempo quelas fuerzas combinadas de Egipto y Siriaatacaran aquel campamento a las afuerasde Acre y lo borraran de la faz de laTierra para siempre, eliminando con éltambién el último testimonio de ladominación cristiana en Palestina.

Así que sus guerreros exhaustosrecibían la llegada de las tropasoccidentales como el maná cayendo enel desierto, veían a aquellos veinte milsoldados de brillante armadura quesostenían en sus manos las armas másmodernas de Francia e Italia como unejército de ángeles surgidos del mar

para devolver Tierra Santa a su legítimorey cristiano, Conrado de Monferrato,quien sabía que a la mayoría de sushombres ni se les había pasado por lacabeza la posibilidad de que loscomandantes de la maravillosa fuerzasalvadora pudieran venir con ideaspropias bien distintas sobre quién debíadetentar ese título.

Conrado se frotó la cicatriz que lesurcaba la mejilla izquierda, como solíahacer cuando estaba inmerso en suspensamientos: era una marca profundade enrojecida piel muerta cuyo trazoirregular descendía desde justo debajodel ojo hasta una pulgada por encima dellabio. Sus hombres contaban historias

sobre el valor de su señor en las milbatallas libradas contra el infiel y todoel mundo había asumido que aquellacicatriz era un recuerdo de tales gestas;la verdad era bastante menos gloriosa,incluso vergonzante, pero él no habíahecho el menor esfuerzo por sacar anadie de su error.

El rey de Jerusalén salió de sumaltrecho pabellón de mando cuyaslonas en otro tiempo de un vivo tonocarmesí presentaban ahora una suavetonalidad rosácea debido a lasinclemencias del tiempo y aquel sol dejusticia. Su cuartel general ya no era unpabellón majestuoso que se erigía congran ceremonia antes de cada batalla

porque la batalla había dejado de seruna ocasión trascendental que suponíaun hito breve pero glorioso en la vida deun joven guerrero para convertirse en unmonótono y parsimonioso hechocotidiano.

Se sorprendió a sí mismometiéndose una mano en la túnica parasacar de un bolsillo un colgante de jadeque solía acariciar con los dedosmientras meditaba, una piedra octogonalque colgaba de una cadena en la que seintercalaban unas cuentasresplandecientes; si alguien se hubieramolestado en examinarla de cerca, sehabría sorprendido al reparar en lasletras hebreas que tenía inscritas; era un

recuerdo de hacía muchos años que lehabía arrancado del cuello a una mujer ala que hizo el honor de ser la primerainfiel que había matado con sus propiasmanos tras su llegada a Tierra Santa: erahermosa, con los cabellos oscuros, ytuvo la mala suerte de viajar en unacaravana que había caído en manos delos cruzados en las fronteras del Sinaí.Aquello fue una especie de rito deiniciación para él y había conservado elamuleto a lo largo de los años para tenerpresente en todo momento su sagradamisión: limpiar Tierra Santa demonstruos paganos y sus aliadosasesinos de Cristo. La cicatriz de surostro era otro recuerdo menosafortunado de aquel día, pero también le

servía de necesario recordatorio delprecio que un creyente tenía que estardispuesto a pagar para saborear lasmieles de la victoria.

Mientras caminaba por elcampamento lleno de humo cuya tierraestaba cubierta de pilas de basura yexcrementos humanos, Conrado se pasóuna mano por la ondulada cabelleracuajada de canas prematuras y recordóqué era lo que lo había traído a aquellascostas. El señor de Monferrato se habíacriado en los mejores palacios deFrancia donde un ejército de sirvientesatendía todos sus caprichosos al instantey las descaradas mozas empleadas enlas cocinas de su padre siempre estaban

dispuestas a calmar el menor picor de suentrepierna… Pero una vida deabundancia está inevitablementeabocada al aburrimiento que habíaacabado por engendrar en él un deseojuvenil de aventura y libertad.

En contra de las apasionadasobjeciones de su padre, o tal vezprecisamente debido a ellas, Conradohabía abandonado las tardes de perezaen algún huerto sombreado de susdominios para embarcarse en la empresaque sus compatriotas llevaban a cabo enPalestina. Espoleado por grandes sueñosde conquista y gloriosas batallas contralos infieles, el marqués de Monferratohabía llegado a Jerusalén después de

haber pasado su bautismo de fuegopeleando al lado de sus hermanoscristianos de Bizancio en combatesmenores contra las hordas turcas quecodiciaban sus tierras. El hastío yespíritu derrotista que había detectadoen el tambaleante gobierno de Guido deLusignan lo habían escandalizado yaque, en vez de una vida llena de gestasheroicas contra las huestes de losbárbaros, Conrado se había encontradocon que las únicas batallas queinteresaban a los demás caballeros eranlas que libraban entre sí.

En tanto que noble y huésped enaquellas tierras, el marqués había idovisitando a las familias más distinguidas

del lugar y no tardó mucho en poderestimar el alcance del deterioro de lasituación política en Jerusalén. Conradohabía llegado a la conclusión de que lamayor parte de los nobles de la ciudaderan unos incompetentes, un auténticopeso muerto y por tanto un peligro parala supervivencia del estado. Sólo uno,Reinaldo de Kerak, poseía la fuerza devoluntad e inquebrantable determinaciónnecesarias para enfrentarse a lacreciente amenaza musulmana. Conradose había aliado de buen grado con aquelcaballero orgulloso, pese a lasadvertencias del rey Guido y ladesconfianza de los mezquinos nobles, eincluso había participado en algunos desus valerosos ataques contra las

caravanas de los infieles. Fue en eltranscurso de una de sus primerasexpediciones con Reinaldo cuando sehabía ganado la cicatriz de la cara,aunque no había sido a manos de alguienque pudiera considerarse un dignocontrincante.

Apartando aquel recuerdovergonzoso de su mente, meditó sobre sualianza con el señor de Kerak. Aunquesabía que los partidarios de Reinaldoeran pocos, sobre todo después deldescabellado ataque que el caballerohabía lanzado contra La Meca y Medina,Conrado había ignorado las opinionesde quienes se le oponían en la corte. Lasfamilias nobles de Jerusalén no eran

capaces de apreciar la pasión y elcompromiso de Reinaldo, no se dabancuenta de que sólo una muestra constantede fuerza y coraje lograría mantener araya a las huestes de los infieles, asíque, lleno de frustración ante lascontinuadas luchas intestinas de losnobles, en realidad había visto eldesastre que se avecinaba mucho antesque sus rivales en la corte y se preparópara ese día que en otro tiempo confiabaen que no vería nunca pero que habíallegado un punto en que parecíainevitable.

Conrado dio un paso por encima deuna rata muerta cubierta de hormigas yse dirigió hacia la playa para recibir a

los recién llegados mientras pensaba enlo mucho que había cambiado su vida enmuy poco tiempo: el noble había vistocomo en el corto espacio de ni tansiquiera una década su posición habíadegenerado ostensiblemente, pasando dearistócrata de vida fácil en los palaciosde Jerusalén a líder de una banda decruzados desarrapados que sobrevivíancomo podían en las circunstancias másprecarias. ¡Cuánto echaba de menos lacálida cama con colchón de plumas enuna estancia protegida tras los gruesosmuros de una muralla infranqueable y elaroma a lilas de la suave brisa de latarde en verano! Ahora lo único que olíaera el hedor a podredumbre y muerte; elbrote de tifus que habían sufrido hacía

poco ya había remitido tras llevarse aotros setenta hombres, pero el olor desus cadáveres torturados por laenfermedad todavía sobrevolaba elcampamento igual que una nube fétida.

Tras la derrota de Guido y la caídadel reino de Jerusalén, los noblessupervivientes se habían rendido aSaladino y negociaron la obtención desalvoconductos a cambio de abandonarPalestina. El sultán no había planteadola menor objeción ya que se daba cuentade que ajusticiar a aquellos ilustresprisioneros los habría convertido enmártires y habría desatado elcontraataque inmediato de sus familiasde Europa; en cambio el exilio de las

principales familias cuyasmaquinaciones habían acabado porderrocar al gobierno de los cruzadossería bastante más efectivo a la hora decontener los últimos estertores deresistencia entre la población cristianade Jerusalén: con todos sus dirigenteshuyendo apresuradamente a sus hogaresen Occidente, la plebe cristiana sequedaría sin un liderazgo que pudieraorganizarlos a efectos prácticos paraofrecer resistencia a la ocupaciónmusulmana.

Conrado tuvo suerte: se encontrabaen Bizancio en una misión diplomáticacuando cayó Jerusalén y las noticias dela derrota de Guido en Hattina todavía

no habían alcanzado Constantinoplacuando zarpó en un barco de peregrinosrumbo a Acre. Nunca olvidaría elinquietante silencio que dio labienvenida al diminuto navío atestadode desconcertados griegos que se habíanpasado la vida ahorrando para viajar aTierra Santa cuando este atracó en elpuerto ahora desierto. No los habíarecibido el tañido de las campanas y nose veía por ninguna parte el menor signode actividad humana. Conradodesembarcó con la terrible premoniciónde que su vida ya nunca más volvería aser igual. Por fin salió al encuentro delos recién llegados un caballerosarraceno que, al ver el neutral pabellónchipriota ondeando en el mástil, había

asumido que se trataba de pacíficoscomerciantes. Conrado no salía de suasombro al ver cómo aquel hombretocado con turbante se paseabatranquilamente por la playa, peroenseguida se dio cuenta de qué habíapasado; aún así le siguió la corriente alinsensato árabe guardándose de revelarsu verdadera identidad y este leconfirmó sus peores sospechas:Palestina había caído y el rey Guidoestaba preso en Damasco. Jerusalénseguía soportando el asedio de losinfieles pero estos alardeaban de que notardaría más de una quincena en caer ensus manos. Aquello significaba que aSaladino no le quedaba ya más que

apoderarse del enclave de cristianoslibaneses de Tiro.

Tal vez fue algo en la actitud deConrado, quizá no logró disimularcompletamente el terror que leproducían aquellas noticias en realidad,pero el hecho es que el sarraceno derizada barba empezó a sospechar y alfinal hizo sonar la voz de alarma contrael recién llegado buque «mercante».Conrado logró a duras penas regresar abordo con vida y ordenó al aturdidocapitán que pusiera inmediatamenterumbo a Tiro antes de que los atraparany acabasen todos vendidos comoesclavos a los infieles que se habíanhecho con el control de Tierra Santa.

La llegada a Tiro había sido elprincipio de una larga y dolorosacampaña orientada a cambiar las tornasy resarcir a su pueblo de las horriblespérdidas sufridas a manos de lospaganos. El marqués se había negado aaceptar la ignominia de la derrota y laexpulsión y, enfurecido por el brutalasesinato de su amigo Reinaldo a manosdel mismo Saladino, juró que sevengaría. No obstante, sus agotadoscamaradas de Tiro habían perdido laesperanza y comenzado con lospreparativos para entregar la ciudad alos musulmanes. Dándose cuenta de quesu pueblo necesitaba un nuevo objetivoen pos del cual unirse, un nuevo líder en

quien encontrar inspiración, Conrado sehabía casado por la fuerza con Isabella,hermana de Sybilla, la esposa deldepuesto rey Guido: una vez legitimadassus pretensiones al trono con aquellaalianza de sangres, Conrado se habíaautoproclamado nuevo rey de Jerusalén,proporcionando así a sus hombres elsímbolo que tan desesperadamentenecesitaban estos de que la situación sereconduciría.

Y, durante un tiempo, así fue dehecho. Conrado logró alentar a losintegrantes de lo que quedaba delejército cruzado para que semantuvieran firmes durante elprolongado sitio de las fuerzas de

Saladino a Tiro y, cuando llegó elimplacable invierno y el sultán tuvo quesuspender el asedio, Conrado habíaorganizado una audaz expedición cuyoobjetivo era reconquistar Acre, peroacabó atrapado entre las tropassarracenas capitaneadas por el sobrinode Saladino, Taqi al Din y lasprofundidades del océano.

Batalla tras batalla, derrota trasderrota, el desgaste había ido haciendomella en sus hombres y Conrado sabíaperfectamente que estaban comenzandolos gruñidos de queja y que necesitabasubir la moribunda moral de la tropacuanto antes si no quería que sutitularidad nominal al trono tocara a su

fin como colofón a una rebeliónsangrienta.

En ese sentido, el nuevo contingentefranco debería haber sido precisamenteel bálsamo perfecto que restañaría lasheridas de su ejército, pero cuando esamañana un paje frenético lo habíadespertado atropelladamente con lasnoticias de la llegada de aquelloscruzados y se había acercado hasta laplaya para contemplar la increíbleestampa de los cientos de navíos deguerra agolpándose en el puerto, fuecomo si un manto de terror le envolvieseel corazón porque no podía deshacersede la sensación de que los reciénllegados no eran ni salvadores ni

aliados sino conquistadores a los quelas insignificantes pretensiones de unúnico noble importaban bastante poco encomparación con las que pudieraalbergar su propio comandante. Alabandonar ahora nuevamente elcampamento en dirección a las grisesarenas de la playa, el rey de Jerusaléntuvo por fin ante sus ojos a esecomandante.

El bote de remos en que seacercaban Ricardo y su séquito acababade atracar; en él venían el heredero de lacasa de los Angevin y su general,William Chinon, a quien Conrado habíaconocido esa misma mañana como partede una delegación de avanzadilla.

Ricardo puso pie en Tierra Santa conpaso decidido; Conrado llevaba unadécada sin ver al muchacho, desde laúltima vez en que su propio padre lohabía enviado a él a la corte de Londresa tratar algún asunto, y por aquelentonces Ricardo era un mozalbeteimpetuoso que no parecía en absolutoadecuado para sustituir al rey Enrique,un gran hombre de estado. De hecho, leparecía recordar que el anciano monarcahabía hablado bastante abiertamente delhartazgo que le provocaban lasinmaduras extravagancias juveniles delheredero y Conrado se preguntó cuántohabría cambiado en esos años el jovenrey en cuyas manos estaba ahora sudestino; si es que había cambiado.

Bueno, una cosa era cierta: las dotesteatrales del joven seguían intactas.Ricardo se arrodilló brevemente, tomóun puñado de arena y la besó con grandramatismo, y luego sus cortesanos seapresuraron a seguir su ejemplo. «¡Ah,tan profundo respeto por TierraSanta…!», se dijo para sus adentrosConrado con una ligera tristeza. Laacogedora tierra donde había surgido elcristianismo y que tan destacado papeldesempeñaba en los relatos quecontaban a los niños por toda Europa…Monferrato se preguntó cuánto tardaríaaquel cachorro de león en darse cuentade la terrible realidad: aquella tierra noera santa ni acogedora; y mucho menos

para los cristianos.Conrado alzó la cabeza tratando de

mantener un aire digno mientras seacercaba a los recién llegados, pero eradolorosamente consciente de que sutúnica manchada y llena de desgarronescontrastaba de manera muy marcada conel manto de impoluta seda fina quecubría los hombros de Ricardo, y se diocuenta de que el joven rey habíasonreído al reparar también en la brutaldiferencia. Cabrón.

El paje de Conrado, el esqueléticomás que delgado Jean Coudert, dio unpaso al frente conforme establecía elprotocolo y dedicó al soberano francouna profunda reverencia. Conrado sabía

que, conforme al código de laaristocracia, cabía considerar a Ricardoy a él como iguales, pero quedaba claroa ojos de todos los presentes que, aefectos prácticos, Ricardo era el másimportante. Por ahora.

—Lord Ricardo, ¿permitís que ospresente al rey Conrado de Jerusalén,señor de Monferrato y enviado delVicario de Cristo a Tierra Santa? —comenzó a decir Coudert con su francésflorido y voz temblorosa deexperimentada humildad fingida.

Ricardo no se molestó en mirar alpaje ni a al señor de este sino que giróla cabeza hacia la izquierda y luegohacia la derecha observando con mirada

astuta la febril actividad delcampamento, que era un auténticohervidero de hombres apresurándose asalir de las tiendas para ver qué aspectotenía su salvador.

El recién llegado apartó la vista delos desmadejados cruzados vestidos concotas de malla embarradas para posarlasobre las hileras de tiendas que seextendía a lo largo de toda la playa yunos quinientos codos hacia el interiorhasta toparse con las colinas rocosasque servían de barrera de facto entre loscruzados y el territorio enemigo. A lolejos podían verse las torres de piedrade Acre brillando al sol de medio día,con los estandartes de un verde intenso

decorados con una media luna bordadaen hilo de oro ondeando orgullosamenteal viento en las torretas de vigilancia.Las vaporosas banderas musulmanasconstituían un lacerante y continuorecordatorio para Conrado y sushombres de su incapacidad de arrebatarla fortaleza a los sarracenos y la lóbregaexistencia de refugiados que se veíanobligados a llevar en su propia tierra.

El trágico símbolo tampoco pasódesapercibido al rey recién llegado:Ricardo sacudió la cabeza y lanzó unsuspiro, se diría que como un padredecepcionado por la incompetencia desu hijo. Aquel sutil desprecio hizo queuna furia ciega se desbordara en el

corazón de Conrado en el momento enque el rey de Inglaterra le tendía la manoal rey de Jerusalén.

—Estoy impresionado con vuestrocampamento, lord Conrado, e inclusomás aún de saber que el derrotado reinode Jerusalén todavía cuenta con unaspirante al trono —comentó Ricardo altiempo que estrechaba la mano de unConrado reticente sujetándoselafirmemente por la muñeca—. ¿Cuántotiempo lleváis consiguiendo repeler losataques de los sarracenos? —añadió conun tono de burla implícita que sugeríatambién que le resultaba difícil creerque aquella banda heterogénea desoldados desarrapados hubiera

sobrevivido a la invasión musulmana,menos aún bajo el liderazgo del señorde Monferrato.

Este se obligó a respirar hondo antesde responder al arrogante joven. Eraconsciente de que sus hombres loestaban observando y esperaban queformara una alianza con los reciénllegados, como también sabía que teníaque controlar su ira ya que sin dudaacabaría pagándolo con la vida sidespertaba la de Ricardo. La brutalreputación del joven monarca loprecedía, incluso en la otra punta delMediterráneo.

—Dieciocho meses —respondió altiempo que sacaba pecho con gesto

orgulloso. —Sí, era un milagro quehubieran aguantado tanto en medio de unterritorio infestado por las hordas deSaladino y arrinconados contra el marcomo estaban, pero su aguante era señalde que los hombres eran valerosos ytenaces y quería asegurarse de que elrecién llegado comprendía que seencontraba en compañía de los soldadosmás valientes de toda la cristiandad—.Los infieles controlan las ciudades peronosotros hemos mantenido la costa.Aunque mis tropas no exceden lamodesta cifra de diez mil hombreshemos conseguido detener el avancesarraceno pese a su gran superioridadnumérica.

Ricardo estaba mirándolodirectamente a los ojos, sin pestañear,igual que un águila contempla a su presaa lo lejos. Y entonces alzó la voz, comopara asegurarse de que sus palabrasllegarían a oídos de las tropas deConrado que se habían congregado apoca distancia:

—¡Impresionante! Sin duda se diríaque más que hombres estos guerrerosson fieros leones, y desde luegoocuparán un lugar prominente en miejército.

Conrado oyó a sus espaldas losmurmullos de aprobación entre sussorprendidos hombres y, para su gran ycreciente irritación, ya no le quedó la

menor duda de que Ricardo hablabapara la galería y con intención deestablecer su autoridad cuanto antesentre sus soldados.

—¡Desde luego que son valerosos!,me enorgullezco de tener tales hombresbajo mi mando, de la talla de los héroesque defendieron a Charles Martel enTours-Poitiers.

Conrado sabía perfectamente queestaba exagerando bastante alcompararse con el Martillo de Dios quecuatrocientos años atrás había contenidoel avance de los musulmanes hacia elcorazón de Francia, pero no iba aconsentir que aquel condenado mocosole arrebatara el control de sus tropas con

poco más que un hábil discurso.Ricardo sonrió, pero sin el menor

asomo de cordialidad ni espírituconciliador.

—Martel tuvo éxito en expulsar alos infieles del corazón de lacristiandad, no en dejar a su ejércitoatrapado entre el enemigo y el mar —respondió.

El marqués de Monferrato seestremeció e hizo un ímprobo esfuerzopor sujetar su furia.

—Un revés pasajero —replicó sintoda la convicción que le hubieragustado imprimir a su voz— pero, convuestro apoyo, no me cabe duda de queconseguiré lanzar a los idólatras al mar.

Ricardo se rascó la mejilla y apartóla mirada con aire despreocupado, comosi se estuviera aburriendosoberanamente con aquellaconversación.

—Si vos y vuestro señor Guido nohubierais perdido Jerusalén, no habríahecho falta mi apoyo.

Conrado sintió el latido demoledorde la sangre en una vena palpitante de lasien.

—Guido era un viejo chocho —declaró—, pero veréis que yo en cambiosí soy digno de ocupar el trono converdadera autoridad en virtud delderecho divino que corresponde a mifamilia.

El Corazón de León avanzó un parde pasos hasta que su rostro y el delveterano líder de los cruzadosprácticamente se tocaron y mirófijamente a los ojos a aquel caballerounos cuantos años mayor que él con unaintensidad letal.

—Se reina con hechos, Conrado, nocon palabras, ni siquiera si son divinas.

El rey de Jerusalén sintió que sutemperamento estaba a punto de hacerleperder el control, pero entonces recordóque aquellos fríos ojos azules quemiraban fijamente eran los del muchachodesorientado que en tan numerosasocasiones había visto humillado por supadre el rey Enrique.

—Una reflexión muy profunda,Ricardo —le contestó con una gélidasonrisa en los labios—. Es más,recuerdo a vuestro propio padrediciéndoos a vos algo muy parecido, yen más de una ocasión. Claro que entérminos mucho menos amistosos, esotambién.

La controlada máscara en que sehabía convertido el rostro del joven sedesmoronó por un momento y Conradopudo ver fugazmente en sus bellasfacciones a su verdadero adversario, elasesino despiadado. Y también se diocuenta de que sus palabras habían heridoverdaderamente al dragón, con lo que sepreguntó si su precario reinado como

soberano de Jerusalén no iría a terminarprecipitadamente con su muerte bajo elfilo vengativo de la espada de unsoberano ultrajado.

Y entonces el muchacho petulante ycaprichoso volvió a ocultarse tras lamáscara de expresión perfectamentecalmada de comedido hombre de estado,Ricardo le dio la espalda, como siconsiderara que ya había perdidodemasiado tiempo conversando conalguien que era poco más que unreyezuelo autoproclamado, y se volvióhacia el acobardado paje de este, quehabía presenciado toda la confrontaciónentre los dos monarcas presa de unterror mal disimulado.

—Tráeme al mejor heraldo, uno queconozca la lengua de los paganos —leordenó Ricardo—. Tengo un mensajepara el infiel Saladino.

Luego se giró hacia donde estabaWilliam que se había mantenido a unoscuantos pasos de distancia durante laacalorada discusión y bajó la voz paradirigirse a su amigo, aunque aun asíConrado alcanzó a oír lo que decía:

—Acompañarás al emisario, yllévate también al prisionero paraconfirmar que lo que dice es cierto.Quiero que no pierdas ni el más mínimodetalle de la conversación con el infiel.

Monferrato dio un paso al frentepara protestar, ya que era un insulto

sugerir que sus heraldos pudierantraducir mal u ocultar información a sushermanos en Cristo, pero algo en lagélida mirada de Ricardo lo hizodesistir; y además necesitaba la ayudade aquel hombre, al menos de momento.El joven rey volvió la vista haciaConrado una vez más, como si elcaballero mismo fuera una insignificanteocurrencia adicional de último momentoy le dijo:

—Mis hombres están cansados trasel largo viaje… Tal vez tendríais laamabilidad de organizar un festín paradar la bienvenida a Tierra Santa avuestros hermanos en Cristo.

Dicho lo cual y sin esperar a oír la

respuesta, se dirigió hacia lamuchedumbre de mirones que lorecibieron con gran excitación y brazosextendidos hacia él.

—Será un honor para mí —musitóConrado mientras contemplaba aRicardo abrazando a los hombres comosi fueran los suyos.

Vio los ojos de los soldadosresplandecientes de gozo, como si elCorazón de León fuera el mismísimoCristo resucitado venido a guiarloshacia la victoria y el paraíso, toda suatención estaba puesta en el reciénllegado de aspecto valeroso y audazataviado con un manto de un rojodeslumbrante. En cuestión de segundos,

ya habían olvidado a Conrado, su únicocomandante durante los tiempos másduros de la contienda.

El marqués de Monferrato caminócon paso lento de vuelta al campamento—su campamento— y mientrascontemplaba las deshilachadas tiendasque se extendían por toda la playamecidas por la brisa del mar, se obligóa recuperar el control de sus emociones:sí, de momento necesitaba al Corazón deLeón; pero cuando Saladino fueraderrotado, entonces ya habría tiempomás que de sobra para encontrar laforma de que aquel rey imberbe sufrieraun desafortunado percance.

24

MAIMÓNIDES contempló con granexcitación a los tres hombres enviadospor el rey conocido como el Corazón deLeón, cuyos barcos habían sido vistospor primera vez frente a las costas dePalestina hacía cuatro noches. Losespías de Al Adil habían informado dela llegada a las playas del norte de unosdoscientos navíos con entre quince mil yveinticinco mil hombres a bordo quehabían desembarcado para unirse a sushermanos asediados en las afueras deAcre. En los últimos días, el sultán

había enviado mensajes hasta losconfines más remotos de Tierra Santapara llamar a todos los varones sanos aque se unieran a sus ejércitos, pero estosaún tardarían semanas en estarpreparados para enfrentarse a losinvasores y ya habían empezado losprimeros disturbios en la región: eltenue manto de nerviosa expectación quehabía cubierto Jerusalén en los últimostiempos se había transformado en unacaótica explosión de histeria.

Y entonces llegaron los emisariosportando en alto el odiado estandarte delos francos —una cruz dorada sobre uncampo carmesí— que Maimónides habíacreído no tener que volver a ver nunca

más pero que ahora portaban aquellostres mensajeros venidos hasta Jerusaléndesarmados; los arqueros de Saladinolos habrían abatido a las puertas de laciudad de no ser porque venían vestidoscon las características túnicas azules delos enviados en misión diplomática y lasleyes del sultán prohibían que se losatacara porque no llevaban armas.Maimónides había visto a uno de ellosantes, un heraldo llamado WalterAlgernon, un cruzado de cabellos rubiosdel color de la paja seca y una multitudde pecas cubriéndole las sonrosadasmejillas. Walter estaba al servicio delrey fugitivo de los francos, Conrado, quese había negado a aceptar las generosascondiciones del armisticio ofrecido por

Saladino y había reunido a los restos delos ejércitos cruzados en Acre bajo sumando. Durante los últimos dieciochomeses, las tropas de Saladino habíanlibrado varias batallas de desenlacepoco concluyente con los hombres deConrado, aunque las escaramuzas habíanido espaciándose paulatinamente hastallegarse a una tregua tácita por estarambos bandos agotados tras tantosmeses de impasse. Walter había sido elemisario y principal negociador deConrado en varias ocasiones durante esetiempo y había acabado por convertirseen un personaje familiar —por más quepoco agradable— en la corte. Nacido ycriado en una aldea a orillas del Jordán,

cerca de la frontera que separaba losterritorios de los cruzados de lamusulmana Siria, Walter hablaba árabedebido a sus orígenes autóctonos y habíademostrado ser un mensajero fiel en lostratos del sultán con su señor, lo que lehabía ganado el respeto de Saladino.

En cambio los otros dos hombresque venían con él le resultabancompletos desconocidos: uno eraclaramente un soldado europeo reciénllegado, alto y con una frondosa melenaondulada de color castaño y ojos tantristes que hacían que guardara unasombroso parecido con algunos de losiconos de Jesús de Nazaret queadornaban las iglesias de Jerusalén; a

diferencia de Walter, que parecíanervioso e inquieto allí de pie en elcentro del inmenso salón (en el pasado,el mensajero nunca había estadorodeado por soldados tan fuertementearmados cuando había venido a entregaral sultán los mensajes de Conrado), eleuropeo daba muestras de una calmasublime pese a estar en una situación enla que su vida podía correr peligro ytenía la mirada fija al frente, en el tronoreal aún vacío, mientras esperaba coninfinita paciencia.

Maimónides sentía curiosidad: lomás probable era que el recién llegadojamás hubiera estado antes en presenciade árabes ni hubiera pisado nunca una

cámara real como aquella, cubierta de loque debían antojársele extraños frescosy sorprendentes dibujos geométricos,pero a pesar de ello parecía ajeno acuanto le rodeaba excepto a la misiónque se le había encomendado. Aunque eljoven no había pronunciado una solapalabra desde que los guardias gemelosde Saladino lo habían conducido hastael salón del trono, Maimónides nodetectaba en él arrogancia nibravuconería alguna —doscaracterísticas muy habituales en sushermanos en la fe—, sino que irradiabacalma y serenidad.

El tercer emisario, si se lo podíadescribir con ese apelativo, era el más

extraño de todos: tenía la piel muymorena y curtida por el sol, unaprominente nariz aguileña y las orejasadornadas con sendos aretes de oro cuyopeso le deformaba los lóbulos; no cabíaduda de que aquel hombre era abisinio oyemení; y también resultaba evidenteque era un esclavo, pues se mantenía unpar de pasos por detrás de los europeoscon la cabeza baja y los brazos cruzadossobre el pecho; además daba laimpresión de estar aterrorizado yMaimónides no pudo dejar depreguntarse por qué lo habrían traído aaquella misión diplomática de vitalimportancia.

Las imponentes puertas plateadas

del gran salón del trono se abrieron depar en par rompiendo el silencioreinante con su repiqueteo metálico ytodos los pensamientos que habíanestado bullendo en la mente del rabinose evaporaron al contemplar como unfornido guardia con media cara cubiertade intrincados tatuajes alzaba unatrompeta de marfil tallada con el cuernode un elefante africano para anunciar lallegada del sultán.

Saladino hizo su aparición y toda lacorte se puso de rodillas excepto losguardias de honor, Walter y el europeo.El esclavo por su parte se postró en elsuelo con la frente en tierra y el sultánmismo reparó fugazmente en la extraña

figura cuando pasó por su lado parainstalarse en el trono con leones talladosen los reposabrazos. En ese momento, unpaje con la cabeza rapada que estaba depie a la izquierda del trono alzó unbastón de plata decorado con preciosasespirales ascendentes de flores y hojas ygolpeó el suelo con él tres veces. Al oírla señal, todos se levantaron y loscruzados procedieron a rendir pleitesíaal soberano con una profunda reverenciacomo era su costumbre. Una vezcumplidas las formalidades que imponíael protocolo, Saladino fijó su atenciónen el lugarteniente de Conrado.

—Siempre eres bienvenido en micorte, sir Walter —lo saludó en árabe

—, y veo que en esta ocasión vienesacompañado. Ten la bondad depresentarme a tus camaradas.

Mientras Saladino hablaba,Maimónides reparó en que el esclavosusurraba nerviosamente en la oreja deleuropeo: parecía obvio que le estabatraduciendo las palabras del sultán, loque no dejaba de ser extraño si se teníaen cuenta que Walter era perfectamentecapaz de proporcionar ese servicio alotro cruzado. El rabino vio que su señorarqueaba las cejas, sin duda a raíz de unpensamiento muy similar al suyo.

Walter ignoró los susurros delesclavo y respondió en árabe con vozfuerte pero de un tono agudo, casi

afeminado:—Como siempre, vuestra

hospitalidad nos honra, oh, gran sultán.Permitid que os presente a sir WilliamChinon, llegado recientemente del paísconocido como Inglaterra, que seencuentra en las regiones más remotasde Poniente.

Saladino miró a William a los ojosdurante un buen rato: el sultán parecíaestar estudiando al joven caballero endetalle, se diría que intentando calibrarla profundidad de su alma.

—Sé bienvenido a la tierra deAbraham en el nombre de Dios, sirWilliam —lo saludó por fin en su mejorfrancés.

El joven se quedó boquiabierto yMaimónides vio que se dibujaba unaexpresión risueña en las facciones deWalter. Los cortesanos, que no conocíanel idioma de los infieles, se mostraronligeramente inquietos. El rabino sí quetenía amplios conocimientos de lalengua de los bárbaros y había podidoseguir la intervención del sultán sinproblemas, pero le sorprendió que elsultán honrara a un mero emisariodirigiéndose a él en su lengua materna.

El hombre que respondía al nombrede William se recuperó rápidamente dela sorpresa, e hizo una cortés inclinaciónde cabeza, pero no dijo nada. Saladinocentró entonces su atención en el

esclavo, picado por la curiosidad.—¿Y quién es este —preguntó a

Walter en árabe.Walter intentó ocultar su desprecio

pero no lo consiguió.—Es un esclavo sin importancia —

respondió y luego, tras dudar unmomento, confirmó lo evidente—: Sirvea sir William como traductor adicional.

Saladino esbozó una sonrisagenuinamente divertida.

—Veo que el nivel de confianzamutua entre los francos no ha mejoradodemasiado con el paso del tiempo.

Se expandió por toda la sala unaoleada de risas ahogas provocadas porel comentario del sultán.

Los ojos de Saladino escudriñaronun instante las facciones tristes perorebosantes de dignidad del esclavo yluego se volvió hacia los emisarios.

—Supongo que me traes un mensajede mi viejo amigo Conrado —dijodirigiéndose a Walter que cambió elpeso de un pie a otro con ciertonerviosismo.

—La verdad es que el mensaje queos traigo es del líder de la expediciónfranca que ha llegado recientemente anuestras benditas costas, como sin dudasabéis ya, mi señor.

Maimónides vio que el rostro deSaladino se tensaba. Así que de eso setrataba: primera comunicación oficial

con el líder de las fuerzas invasoras.—Procede.Walter se metió la mano en la túnica

negra y sacó un pergamino sellado conlacre en el que se distinguía la improntade la silueta de un león rampante bañadopor la luz del sol naciente. El heraldo lodesenrolló lentamente, se aclaró lagarganta y comenzó a leer:

—De Ricardo, rey de Inglaterra, aSaladino, sultán de los sarracenos.Saludos. Que la paz de Dios sea convos…

—Una paz respaldada por lasespadas —intervino Al Adil escupiendolas palabras entre dientes igual que unacobra venenosa.

—¡Silencio! —lo atajó Saladinoinmediatamente, cosa rara porque elsultán casi nunca reprendía a su hermanoen público, con lo cual todos lospresentes se estremecieron al oír laabrupta intervención de su soberanomientras que Al Adil por su parteinclinó la cabeza para indicar que pedíadisculpas.

—Continua, te lo ruego —pidió elsoberano a Walter. El heraldo asintiócon la cabeza y continúo leyendo en vozalta: —Nuestras respectivas nacionesestán al borde de un amargo einnecesario enfrentamiento. Los elogiosa vuestra compasión han llegado hastamis oídos, incluso en los lejanos salones

de la corte de Londres, y por tanto osruego que evitéis esta guerra que nopuede traer más que sufrimiento a milesde inocentes. Os invito a visitar micampamento de Acre donde seréistratado con la máxima dignidad yrespecto como corresponde a unpersonaje de vuestra condición —Walter hizo una pausa, como si lecostara terminar de leer el mensaje, yluego respiró hondo y concluyórápidamente—, y podremos discutir,como dos hombres de honor que somos,los detalles de la rendición pacífica devuestras fuerzas.

Durante un instante se hizo unsilencio sepulcral, tan profundo que a

Maimónides le pareció oír el retumbarde las olas en la lejana costa, y luego seprodujo una explosión de vocesultrajadas y comentarios iracundos decortesanos y generales. El rabino miróal sultán, que parecía no haber perdidola compostura lo más mínimo comoresultado del indignante mensajerecibido, pero podía detectar en sus ojosel fulgor de la ira contenida.

El hermano de Saladino, por suparte, no se mostró tan comedido: —¡Deberíamos enviar la cabellera de esteheraldo en una bandeja de plata a modode respuesta!

Al oír aquello, Walter se puso tanpálido que Maimónides creyó que iba a

desmayarse. Saladino no tenía porcostumbre maltratar a los emisarios,pero sin duda era una práctica conprofundo arraigo en aquella región delmundo.

El rabino reparó también en que eleuropeo recién llegado, William, estabaobservando al sultán sin perderse el másmínimo detalle, como si tratara deestablecer qué clase de hombre era suenemigo guiándose por su reacción antela ultrajante propuesta.

Saladino dejó que el clamorgeneralizado continuara durante unmomento más y luego hizo una señal alpaje, que volvió a golpear el suelo demármol con el bastón plateado varias

veces para restablecer el orden, y hubode hacerlo con tanta fuerza que unabaldosa se resquebrajó por causa de losrepetidos golpes. Por fin se hizo elsilencio (o algo vagamente parecido).

El soberano se volvió hacia loscortesanos, paseando la mirada entreellos mientras los miraba a los ojos,como si quisiera imbuirles latranquilidad de que daba muestras él.

—Calma, hermanos míos —recomendó con voz suave—, lo únicoque sirve en momentos como este espensar con claridad y sinapasionamientos que puedan nublar eljuicio.

Entonces se giró hacia Maimónides

y le preguntó:—¿Qué han averiguado nuestros

espías sobre este Ricardo?El rabino sintió que un millar de

miradas sorprendidas se posaban en él,incluida la de Al Adil, aunque en sucaso era iracunda. A lo largo de losaños, el sultán había ido confiando cadavez más en el rabino, no ya sólo entemas médicos, sino también encuestiones de estado, pero el hecho deque recientemente hubiera solicitado queMaimónides se entrevistara con losespías de Al Adil y emitiera su propiojuicio independiente sobre el peligroque podía suponer el nuevoconquistador había sido, cuando menos,

un acontecimiento poco habitual y que lehabía granjeado al judío la enemistad delos cortesanos que por lo general seocupaban de analizar las informacionesobtenidas por los espías. Saladino, porsu parte, había desestimado laspreocupaciones de Maimónides respectoa su capacidad para desempeñar esatarea argumentando que un doctor, quienpor definición se dedica a sanar elcuerpo de los hombres, era el másindicado para diagnosticar el estado desus almas.

—El rey de la casa de Angevin, quese ha bautizado a sí mismo con elsobrenombre de Corazón de León, esjoven y atrevido —respondió confiando

en que aquella fuera una descripciónacertada—. Sus hombres lo adoran y lotemen.

Maimónides se percató de que elesclavo yemení estaba traduciendo suspalabras al europeo a toda prisa y deque el rostro del caballero de ojostristes había adquirido un aire sombríoal tiempo que atravesaba con la miradaal rabino.

—¿Es un hombre de honor?—De eso, puedo ofreceros todas las

garantías, glorioso sultán —interrumpióen francés William Chinon, que hablabapor primera vez.

Se produjo un rumor desconcertadoentre los cortesanos que no habían

comprendido sus palabras y se mirabanlos unos a los otros intentandodescifrarlas.

Saladino sonrió al caballero, comoun padre al que le divierte el entusiasmode su hijo.

—Muy amable, sir William —lecontestó en francés también para granfrustración de los nobles árabes—, peropreferiría oír la opinión de fuentes másobjetivas.

William hizo una inclinación decabeza y volvió a centrar la atención enun Maimónides que a estas alturas sesentía terriblemente incómodo y por otraparte era uno de los pocos presentes quehabía seguido el diálogo en francés.

—Sus hombres se han ganado unaferoz reputación —continuó diciendo eldoctor, luego hizo una pausa al darsecuenta de que a William, por lo visto unfiel esbirro del vil Ricardo, no le iba agustar nada lo que estaba a punto dedecir—. Han saqueado y expoliadotodos los lugares por donde han idopasando en su Europa natal, aldeasenteras han quedado destruidas… Endefinitiva, parecen poseer todas lascaracterísticas del temperamento salvajede los bárbaros que atacaron TierraSanta hace cien años.

Pese a que aquella dura descripciónde los cruzados pronunciada en públicopareció haberle ganado el respeto,

aunque no la simpatía, de muchos de losnobles presentes, William se mostró —razonablemente— ultrajado:

—Permitidme que disienta… —seapresuró a protestar en francés.

Al Adil se puso de pie, cerniéndoseal hacerlo sobre el paje de Saladinoquien, al notar la presencia de laamenazadora figura, se hizo a un lado.

—Si vuelves a hablar sin que se tehaya dado permiso para hacerlo, tecortaré la lengua yo mismo —amenazóal caballero en un francés que carecía dela elegante sofisticación del de suhermano pero que aun con todo resultabaperfectamente efectivo.

Maimónides vio que Walter se

echaba a temblar y posaba una manosobre el brazo de William para evitarque este reaccionara, pero el cruzado selimitó a arquear una ceja.

El murmullo que no había cesadodesde hacía rato en el salón del trono setornó en sonoro zumbido cuando lospocos cortesanos que hablaban francésse pusieron a traducir a sus compañeroslo ocurrido. El sultán hizo una señal alpaje para que golpeara una vez más elsuelo con el bastón y se restableciera elsilencio, pero no sin antes volversehacia su hermano (Maimónides estaba losuficientemente cerca como para oír loque decía) y advertirle:

—Si vuelves a faltar al respeto a un

huésped de ese modo, hermano mío, seréyo quien te arranque a ti personalmenteno sólo la lengua sino también los ojos ylas orejas.

Al Adil volvió a sentarse, rojo deindignación y vergüenza. Unos cuantoscortesanos se sorprendieron de que supropio hermano hubiera puesto en susitio al gigante turco de un modo tansevero, pero la mayoría comprendíanque era una postura sabia por parte de susoberano manejar la situación con elmayor tacto posible. La llegada de lashuestes infieles a sus costas era unarealidad que no iba a desaparecer a basede bravuconería y furia, la única manerade detener a los bárbaros de Ricardo

Corazón de León era con la voluntad dehierro y el comedimiento de los queSaladino siempre había hecho gala enlos momentos de crisis. Y, ciertamente,aquella era la mayor crisis a la quecualquiera de ellos había tenido queenfrentarse en su vida.

—Te ruego que disculpes losmodales de mi hermano, que sin dudatodavía rezuman rebeldía indómita comola de las arenas del desierto —continuódiciendo el sultán en árabe—. Tengo unarespuesta para tu rey, te rogaría que sela hagas llegar.

Walter, evidentemente aliviado alver que Saladino parecía habermantenido la calma a pesar de la furiosa

tempestad que se había desatado en sucorte, sacó de la túnica un pergamino enblanco, pluma y tinta, y comenzó atranscribir la respuesta del sultán almensaje de Ricardo.

25

WILLIAM volvió a leer por terceravez la carta de Saladino. Suspiró y se laentregó de vuelta a Walter, que era elresponsable de las comunicacionesformales entre los monarcas, uncometido que William no le envidiabaen absoluto pues, por lo general, losemisarios portadores de tan nefastasnoticias solían ser víctimas inocentes dela ira de sus señores.

El caballero se volvió hacia el oestey se permitió un momento de descansomientras contemplaba las hogueras del

campamento franco a lo lejos. Desde loalto de las colinas rocosas que lorodeaban y entre las que discurría elsendero por el que viajaban, contemplóla marea de tiendas mecidas por la brisamarina a la luz de la luna llena. Tras ellargo viaje de vuelta desde Jerusalén sucaballo estaba agotado, sensación quecompartía con su fiel montura. Por lomenos, durante el viaje —que habíadurado tres días con suscorrespondientes noches— no se habíaproducido ningún acontecimiento dignode mención y eso se lo tenían queagradecer al sultán que había tenido lagenerosidad de disponer que una escoltade su guardia de honor acompañara a losemisarios de vuelta a Acre. Los huraños

soldados árabes, tocados con turbantes yvestidos con túnicas de los vivoscolores correspondientes a su compañía,obviamente no parecían nada contentoscon la ignominiosa tarea que se leshabía encomendado de acompañar alenemigo hasta su base de operaciones,pero obedecieron al pie de la letra lasórdenes de su señor.

Transitar por Palestina con unossoldados que portaban el estandarte realde Saladino con la imagen del águilahabía sido mucho más cómodo que sisencillamente hubieran vuelto sobre suspropios pasos deshaciendo el camino deida a Jerusalén. William y susacompañantes habían tenido que hacer

ese primer trayecto campo a través, alabrigo de la noche y esforzándose porpasar desapercibidos en todo momento,disfrazados con las toscas túnicasmarrones características de loscampesinos y escondiéndose en lascolinas de las patrullas musulmanas quecasi con toda seguridad los ejecutaríanen el acto a pesar de que llevabancredenciales diplomáticas. En cambio,el apacible viaje de vuelta bajo lacálida luz del sol le había permitido alcaballero empaparse de la belleza deTierra Santa: el aire estaba impregnadode los deliciosos aromas de los dátiles yla miel; los árboles, repletos denaranjas, higos de color pardo yaceitunas; la brisa era suave, una

suavidad engañosa si se tenía en cuentala sangrienta historia de la que aquellastierras habían sido testigo durante milesde años.

A diferencia del viaje de ida porterritorio enemigo que había consistidoen apresurados galopes a ráfagas porcaminos apartados en mitad de la noche,la vuelta había resultado mucho másrelajada, en parte debido al paso lento ytrabajoso del irascible asno al que loshombres del rey habían enganchado unremolque en el que transportaban doscofres de roble forrados de oro y conincrustaciones de esmeraldas; los cofrescontenían regalos y tesoros que Saladinoenviaba a Ricardo, un gesto poco

habitual en un hombre que enviaba unmensaje a su enemigo acérrimo en elcontexto del inminente comienzo de laguerra entre ambos. A William le habíaimpresionado tanta dadivosidadmientras que Walter le había quitadoimportancia calificándola como un actode generosidad cuidadosamentecalculada que no era sino una muestra dela absoluta confianza del sultán en queRicardo nunca supondría una verdaderaamenaza para Jerusalén.

Si no hubiese conocido al líderenemigo en persona, lo normal habríasido que William hubiera sido de lamismo opinión, pero el caballero habíaobservado atentamente al señor de los

sarracenos durante la audiencia que leshabía concedido y había visto odio ymiedo en los ojos de aquellos nobles detez oscura ataviados con extravagantesropajes y tocados con turbantes defiligrana plateada, pero no había tenidola misma impresión al asomarse a losdel sultán. El rey de los infieles estabaenvuelto en un aura que parecía indicaruna profunda nobleza. Al observar laforma apasionada en que el soberanohabía salido en defensa de sushuéspedes frente a la hostilidad de loscortesanos, la expresión ultrajada de susojos ante la mala educación de la quehabían hecho gala estos con losheraldos, el caballero habíaexperimentado una extraña sensación de

familiaridad; era como si, por unmomento, hubiera identificado a unespíritu afín. Pero aquel hombre era uninfiel, ¿cómo iba a ser eso posible?

El joven caballero apartó aquellapregunta incómoda de su mente y secentró en el verdor de la vegetación dehoja perenne que iban dejando atrás a supaso. William Chinon siempre habíaquerido peregrinar a Tierra Santa, peronunca hubiera deseado hacerlo comoguerrero. Por lo visto Dios tenía un plandistinto para él y, mientras atravesabanlas fértiles colinas que rodeaban Belén,el lugar donde había nacido el Señor,William se preguntó qué quedaría deaquel paisaje de increíble belleza una

vez hubiese concluido el nuevo conflictoque se avecinaba. Prácticamente nada,concluyó para sus adentros.

Independientemente de quién salieravictorioso, los huertos cuajados deflores que salpicaban el paisaje habríandesaparecido, el fuego y la pestilenciaasolarían las encantadoras aldeas decasas de piedra por las que habían idopasando mientras viajaban hacia elnorte, muchos de los curiosos lugareñosque habían salido a la puerta de suscasas al oírlos llegar estarían muertosmuy pronto. Esa era la naturaleza cruel einmutable del mundo desde los tiemposde Caín y Abel.

Este viaje había sido también uno de

silencios compartidos. Los guardiasmusulmanes de barbas bien cuidadas nose atrevían a hablar más que en susurrosen presencia de los francos por miedo aproporcionar al enemigo sin quererlovaliosa información que luego estepudiera utilizar en su contra en la futuraguerra que ahora ya era inevitable. Encuanto a su camarada, Walter, no habíadespegado los labios desde que habíanatravesado el umbral de las majestuosaspuertas de hierro de Jerusalén, pese alos esfuerzos de William por entablaruna conversación civilizada con él y, alcabo de unos cuantos comentariosinofensivos sobre el tiempo y otrosasuntos sin importancia a los que Walterhabía hecho oídos sordos, William

decidió dejarlo estar, ya que se veía alas claras que su compañero no confiabaen él más de lo que podía haberlo hechoen los soldados de Saladino.

Y tal vez tenía motivos. Williamsabía que Conrado de Monferrato seconsideraba el legítimo heredero deltrono de Jerusalén y veía a las tropas deRicardo como un mero refuerzo enviadopor el papa para auxiliarlo.Evidentemente, el orgulloso rey deInglaterra tenía una visión muy diferentede la situación y había sido inevitableque los dos líderes acabaranenfrentados. William deseabafervientemente que ese conflicto pudieracontenerse y resolverse porque, a juzgar

por lo que había visto a las afueras deJerusalén —torres de vigilanciablindadas y la disposición concéntricade toda una serie de trincheras de másde veinticinco codos de ancho—, laguerra ya iba a resultar muy difícil deganar para una fuerza cruzada unida, ylas luchas intestinas entre caballeros, enesos momentos, no llevarían más que auna repetición de la vergonzosa derrotaque había terminado enviando a Guidoal exilio y a Reinaldo al infierno.Viendo que no lograba ni tan siquieraganarse la confianza de un simple paje,William se iba preguntando cómo iban aencontrar aquellos dos reyes un terrenocomún sobre el que forjar una alianza.

Con quien tuvo más éxito fue conJalil: el marinero era plenamenteconsciente de que, si seguía con vida,era gracias a la intercesión de Williamen su favor, y le había jurado lealtadeterna en nombre de Alá. Desde queRicardo había dejado al únicosuperviviente del Nur al Bahr al cargode su primer caballero, el yemení de vozsonora y ojos tristes había pasado variashoras al día enseñándole la lengua delos oriundos del lugar a su nuevo amo.William había encontrado en aquel viajepor el corazón de Palestina laoportunidad perfecta para seguiravanzando en su aprendizaje del árabe y,pese a que todavía estaba muy lejos de

hablarlo con soltura, por lo menos yasabía decir unas cuantas cosas como,por ejemplo, saludos cortos tales comoel proverbial salam aleikum, (que la pazsea contigo) y conocía el vocabulariobásico para describir el entorno: assamaa era cielo, al ard significabatierra, an naar quería decir fuego, etc.Lo que más le interesó de las leccionesfue el grado tan profundo hasta el quelas creencias religiosas estabanimbricadas en el lenguaje de los árabes.Siempre que Jalil hablaba del futuroañadía la expresión inshalá, si Diosquiere. Por lo visto era un mandamientoespecífico del libro sagrado de losmusulmanes para recordar a los hombresque estaban en la presencia de Dios en

todo momento y que ni el másinsignificante acontecimiento de susvidas cotidianas podía tener lugar sin elpermiso de Alá. Había algo de granprofundidad espiritual en aquella visiónde un Dios que todo lo abarca, y aWilliam le intrigaba que hombres que sesuponía que eran unos salvajesignorantes, según le habían enseñado deniño, pudieran vivir su fe de manera tanintensa. Decidió que se dedicaría aaprender más sobre estos infieles y suscreencias, y tal vez conseguiría avanzaren el conocimiento de la lengua hasta elpunto de poder leer su Corán, del mismomodo que había aprendido sobre laBiblia leyéndola por su cuenta en latín.

Las clases de William con Jalilhabían suscitado las miradas recelosasde los guardias musulmanes que de vezen cuando rompían su silencio parareírse de la pronunciación del joven ogritarle frases que en un principio Jalilse mostraba reticente a traducirleporque, obviamente, eran obscenidades.Todo lo cual había divertido bastante aWilliam; le había hecho recordar a unamigo de la infancia, hijo de una damaromana, que fue de quien aprendióitaliano: las primeras palabras que aquelchiquillo de cabellos rizados —Antonyse llamaba— le había enseñado eran lospeores y más soeces juramentos quesabía. Tal vez el deseo de propagar la

obscenidad en toda su amplia variedadde expresiones lingüísticas era unanhelo primigenio compartido por todala Humanidad…

Su relación de crecientecamaradería con el esclavo negrotambién le había granjeado las miradastorvas de Walter. El emisario deConrado apenas había disimulado surepugnancia cuando se enteró de queWilliam representaría a Ricardo anteSaladino y además iría acompañado deun prisionero musulmán que le serviríade traductor personal. El recurrir a losservicios de un infiel para esa tarea yade por sí era un insulto inconcebible,pero como al heraldo de cabellos

pajizos y tez pecosa le aterrorizaba elrecién llegado Ricardo, no había hechoni ademán de rechistar. Ahora bien, esono quitaba para que dedicara a la manoderecha de este unas miradas furibundascada vez que se le ocurría dirigirle lapalabra al salvaje de tupidos cabellosrizados. William se preguntaba si laindignación de Walter no se deberíamenos a la presencia de Jalil en aquelviaje, y más al sorprendente dominio delfrancés que tenía el esclavo. Porsupuesto, no era en absoluto impensableque un marinero mercante que se habíapasado la vida en contacto con hombresde muchas nacionalidades hablara suidioma, pero había que reconocer queresultaba extraño oír el francés en labios

de un infiel de tez negra.No obstante, a medida que se

acercaban al destino final, suconversación se había ido apagandohasta cesar por completo. Los verdescampos de la Palestina central habíandejado paso a la tierra dura y gris de lacosta, y los impecables olivares habíansido sustituidos por unas cuantas acaciasde tallos cubiertos con afiladísimasespinas que salpicaban el paisaje aquí yallá. Habían llegado a los desoladosconfines de Tierra Santa y William nopudo evitar sentir pena por suscompañeros expulsados de los hermososy fértiles valles centrales para tener queacabar refugiándose en las llanuras

desoladas que rodeaban Acre.Para cuando se estaba poniendo el

sol al tercer día de viaje ya habíanllegado a los imponentes muros de lafortaleza de Acre; los guardias de laescolta los guiaron hasta un senderodesdibujado al pie de las colinas, lesentregaron un pequeño odre lleno deagua a cada uno y, acto seguido, sedieron la vuelta y emprendieron lamarcha en dirección al puesto delejército musulmán sin mediar palabra.El testarudo asno había intentado seguira los que consideraba sus amos demanera instintiva, pero William y Jaliltiraron de las riendas hasta que lamalhumorada bestia se dio por vencida

y accedió a comenzar el lento ascensopor la senda de gravilla que bordeaba lacolina tras la que se encontraba el mar.Cuando ya habían ascendido un buentrecho, William giró la cabeza uninstante para contemplar las oscurastorres de la fortaleza que en otro tiempohabía sido el orgullo de los ejércitoscristianos, con murallas que inclusosuperaban a las colinas cercanas enaltura y todas y cada una de las ventanasen arco iluminadas desde el interior porchimeneas y lámparas de aceite, como side hecho el sol fuera a cobijarse tras susmuros todas las noches; la torre delhomenaje construida con las másrobustas piedras, con torretas y garitasen lo alto y un perímetro almenado,

estaba inspirada en las de los castillosfronterizos que salpicaban toda lacampiña francesa. En los gruesos murosde piedra gris y negra había numerosastroneras y aperturas en forma de cruzpor las que los arqueros podían dispararsus proyectiles, y unos robustos troncossustentaban empalizadas, pasarelas yplataformas de madera desde las quelanzar enormes rocas a las fuerzasatacantes. En una tierra de cúpulas ycubiertas inclinadas, la torre delhomenaje era el primer diseñoarquitectónico familiar que Williamhabía visto. Y ahora estaba en manos delenemigo.

La impenetrable fortaleza se había

construido para repeler los ataques tantopor tierra como por mar y, en uno de losraros momentos en que Walter habíaparticipado en la conversación, estehabía mencionado que sus bodegascontenían abundante grano y que elsuministro de agua que se extraía de unpozo interno era suficiente como pararesistir un asedio de dos años. Cuandolos derrotados cruzados habíanescapado de Jerusalén huyendo delavance de las tropas de Saladino por elsur y el este, la ciudadela de Acre fue ellugar obvio en el que refugiarse y, unavez allí, los generales cristianos habíanconfiado en que podrían parapetarse trassus muros a esperar plácidamente lallegada de refuerzos que sin duda el

papa acabaría enviando para revertir elcurso de la conquista musulmana.

Por desgracia, para cuando Conradoy sus soldados habían llegadoprocedentes del enclave de Tiro, loscorruptos y cobardes comandantesfrancos ya habían entregado la fortalezade Acre a los infieles. Corría el rumorde que Saladino había pagado a loscristianos del enclave costero su peso enoro y piedras preciosas a cambio de sutraición a la Causa, y que ahora aquellosmiserables vivían en Damasco comohuéspedes de honor.

Tanto si era cierto como si no, laindiscutible realidad era que laguarnición que defendía la torre del

homenaje la había abandonado en manosde los sarracenos para cuando el reciénproclamado rey de Jerusalén llegó, y lastropas de Conrado no sólo no habíancosechado el menor éxito en sus intentosde expulsar a los infieles sino que estoslos habían obligado a retirarse más alláde las colinas occidentales hasta que susespaldas habían topado con las turbiasaguas del Mediterráneo.

Mientras el sol se ocultaba tras esesmismo mar que se encontraba más alláde las colinas, William contempló lasluces titilantes de los asentamientosárabes de la zona que habían idosurgiendo al abrigo de la protección delas fuerzas estacionadas en la fortaleza.

La ciudadela musulmana se habíaextendido cada vez más durante losúltimos dieciocho meses y los francosatrapados en las playas no habíanpodido hacer nada para evitarlo. Labrisa trajo hasta ellos un delicado aromaa cordero asado y espinacas procedentede los cientos de hogares donde, en esepreciso instante, los colonosmusulmanes debían estar sentándose acenar. William notó que aquel olorarrancaba un rugido a sus tripas: llevabatres días subsistiendo a base de carneseca de cabra y otras exiguas raciones y,la noche antes de abandonar Jerusalén,Saladino los había invitado a cenar conlos nobles de la corte pero Walter habíadeclinado educadamente la invitación

por entender los heraldos que, pese a lahospitalidad del sultán, no habrían sidobien recibidos entre los cortesanos. Sumisión era regresar a Acre para llevar larespuesta de Saladino a sus comandanteslo antes posible, por más que Williamlamentaba en secreto no haber podidoprobar las delicias de la cocina local,porque a pesar de ser en muchossentidos poco menos que un asceta, teníadebilidad por la buena mesa y se lehabían presentado pocas oportunidadesde saborear una comida decente desdevarios meses antes de abandonarEuropa.

Apartando por fin la vista de Acre,siguió los pasos de Walter mientras

guiaban con cuidado a los caballos y elinfeliz asno por la pedregosa senda. Lasantorchas que llevaban lesproporcionaban a duras penas la luzsuficiente para ir viendo por dóndepisaban en medio de aquel terrenotraicionero mientras el sol se ocultaba yVenus hacía su aparición en los cielos.La ciudadela de tiendas de campañaresplandecía del otro lado a la luz decientos de hogueras a medida que seacercaban a los primeros centinelasapostados en la cima; los guardiasreconocieron los estandarte rojos ymantos azules que los identificabancomo emisarios que regresaban de unamisión diplomática e inmediatamentebajaron los arcos y los saludaron

mientras ellos continuaban camino paraemprender el descenso en dirección aldesgastado pabellón real donde losaguardaban Ricardo y Conrado.

* * * William no podía creerlo cuando vio

el estado en que se encontraba su señor,sentado en un cojín de terciopelomorado situado en el centro de la tiendacon un Conrado de gesto enfurruñado asu lado y el regente francés, FelipeAugusto y los comandantes de amboscontingentes a su alrededor: el rey de

Inglaterra estaba pálido como unasábana y le corrían enormes gotas desudor por la frente, incluso a pesar deque en el destartalado pabellón realhabía empezado a hacer algo de fríoahora que la brisa nocturna se colabapor los desgarrones de la lona;claramente estaba enfermo pero ¿cómoera posible que hubiera contraído unaenfermedad en tan corto espacio detiempo? Apenas llevaban en Palestinados semanas y William había estadofuera de Acre menos de una.

Los dos heraldos saludaron con unareverencia a sus respectivos soberanos.Jalil no estaba presente y se habíaquedado esperando a William en la

tienda de este, custodiado por un nutridogrupo de soldados de Conrado. En elmismo momento en que los emisariosalzaban la cabeza de nuevo, unoshediondos cruzados italianos quedespedían un olor que guardaba granparecido con el de meada de camellollegaban cargando el regalo queSaladino había enviado por medio delos emisarios. Al ver los relucientescofres de madera, sin duda repletos deoro, plata y piedras preciosas, Conradodio un paso al frente con ojos brillantes.William lo ignoró y miró a Ricardo, alque parecía costarle trabajo mantenerlos suyos abiertos.

—Mi señor, me alegro de estar de

vuelta entre creyentes, que la gracia deDios os ilumine a vos y a la causa de loscristianos —saludó mecánicamenteWilliam, que en lo último que estabapensando era en el protocolo, pues loque quería era echar a todos los demásde la tienda y hacer algo por su señorenfermo.

Ricardo sonrió débilmente paradarle la bienvenida a su amigo, luegotuvo un fuerte ataque de tos; cuando esteremitió señaló por fin a Walter con undedo tembloroso.

—Tú… como te llames… ¿Te hadado el enemigo una respuesta?

Walter reaccionó con un ligeroestremecimiento al oír el tono brusco

del monarca pero luego lanzó unamirada a Conrado que negó con lacabeza ligeramente, como si le estuvierahaciendo señas al heraldo de que lomejor era aguantar los insultos delarrogante recién llegado, así que elemisario enderezó la espalda, sacó unpergamino del bolsillo de su polvorientomanto, rompió el sello que portabaahora el documento lentamente, como sifuera una tarea muy laboriosa, desdoblóaquella misiva que contenía la respuestade Saladino a la atrevida exigencia porparte de Ricardo de que se rindiera, ypor fin se aclaró la voz para comenzar aleer en voz alta:

—El infiel responde lo siguiente —

anunció—: «De Saladino, comandantede los creyentes, al rey Ricardo deInglaterra. La paz sea con vos. Es paramí un honor recibir vuestra amableinvitación, pero mucho me temo quedebo rechazarla. No es adecuado quedos soberanos se reúnan antes dehaberse pactado la paz. Ahora bien, osdoy la bienvenida a nuestros territorioscon un pequeño obsequio».

Walter hizo un gesto afirmativo de lacabeza en dirección a los soldados quecargaban las dádivas al tiempo quearrugaba la nariz al notar loshorripilantes efluvios que surgían de susarmaduras oxidadas. Los hombresavanzaron hasta el primer cofre y lo

abrieron. Se oyeron varios gritosentrecortados de los atónitos soldados yWilliam creyó detectar una salivaciónincipiente en los hasta entoncescuarteados labios de Conrado. El cofreestaba lleno de monedas de oroprocedentes de los cuatro rincones delimperio musulmán: dirhams de Egiptograbados con los nombres de losmiembros de la familia de Saladino,gruesos dinares con el sello de la medialuna del califa de Bagdad y monedas deformas extrañas procedentes de tierrasmás orientales, algunas de lugares tanremotos como la India. William reparóen las miradas incrédulas queiluminaban los rostros de los generalesfrancos: Saladino, de un modo

inexplicable, les había proporcionadoriquezas suficientes para reclutar acientos de mercenarios, comprar todo unarsenal de los comerciantes de armas deChipre y adquirir más barcos parareforzar el bloqueo de la costa Palestinapor mar. No tenía el menor sentido. A noser que el sultán poseyera tales tesorosque sus propias fuerzas estuvieranincluso mejor equipadas y preparadaspara la inminente confrontación.

Los guardias abrieron entonces elsegundo cofre más pequeño, aunque nosin cierta dificultad porque estabasellado con una desconocida sustanciacon apariencia de resina. Cuando por finlograron su objetivo, vieron que

contenía una pequeña caja de un metalplateado que ninguno de los presenteshabía visto antes y, una vez abiertas lascerraduras de esta, los cruzadoscontemplaron algo a lo que todavíaencontraron menos sentido que a lafortuna en oro con la que acaba deobsequiarles su obstinado enemigo, puesesa segunda caja contenía una extrañasustancia blanca de delicada texturasimilar a un polvo fino que lanzabadestellos a la luz de las lámparas. Todosla habían identificado sin problema,pero les parecía imposible. Era nieve.Nieve. De alguna forma misteriosa, a lolargo de varios días de viaje bajo el solabrasador de Palestina, la misteriosacaja la había preservado intacta.

¿Quiénes eran aquellos musulmanes?¿Encantadores? ¿Demonios? O quizásalgo todavía más aterrador: hombrescomunes y corrientes que poseían unariqueza inimaginable y tecnologíasincomprensibles.

Consciente de que todas las miradashabían vuelto a posarse en él, peroahora estaban teñidas de unainconfundible excitación combinada condesconcierto, Walter continuó leyendola misiva con voz ligeramentetemblorosa a causa del nerviosismo:

—«Os envío un pequeño obsequioprocedente de las arcas del califato asícomo nieve de las montañas de mipatria, el Caucaso. Por último también

os envío algo que confío en que osayude a refrescaros y sobrellevar losrigores del clima…».

Walter alzó la vista hacia su señorConrado e hizo una mueca de disculpa,pues la noción de que aquella cajapudiera preservar la nieve de unastierras que se encontraban a variosmeses de viaje era a la vez ridícula eirritante, y desde luego el heraldo noestaba disfrutando en absoluto de sulabor de comunicar informaciones tanextravagantes. En cualquier caso, al hilode sus últimas palabras se metió la manoen el manto y extrajo un pequeño frascode cristal color violeta conincrustaciones de diamantes y tapón de

plata que se disponía a entregar aConrado cuando Ricardo intervinoinmediatamente alargando la mano atoda velocidad para apoderarse de él.Con pulso tembloroso como resultadodel mal que lo aquejaba, el joven reylogró abrirlo y olisqueó el contenidomientras Walter continuaba leyendo:

—«… una bebida típica de Palestinade la que he aprendido a disfrutar. Se laconoce como sharab —Walter hizo unapausa para tomar aire y por fin terminóde leer—: Deseándoos que tengáis unaestancia agradable en nuestra tierra, sólome queda lamentar que vaya a ser tanbreve».

Ricardo lanzó la botella a un lado

sin beber el líquido que contenía, quetodo el mundo asumió que debía estarenvenenado; el frasco rodó por el sueloy al verterse el líquido dejó una manchade color rojo en la cuarteada tierra. Eljoven monarca, con un esfuerzoostensible por hacer acopio de fuerzas,se puso de pie y se volvió haciaWilliam, que vio la ira reflejada en susojos enrojecidos. —¡Se ríe de mí…!

El leal caballero no estaba seguro dequé debía decir a su señor, pero decidióque su primera prioridad era calmarlo yconseguir que se metiera en la cama,donde un doctor pudiera atenderlo.¡Maldita sea! ¿Qué le pasaba a todaaquella gente?, ¿es que a nadie se le

había pasado por la cabeza la idea de ira buscar a un médico?

—No creo que esa fuera la intenciónen realidad, mi señor —replicó Williamhablando lentamente al tiempo que seacercaba a su rey—. Por lo que hepodido ver, parece ser un hombre dehonor.

Conrado de Monferrato, que por finhabía conseguido apartar la vista deltesoro que tenía delante, soltó unacarcajada, un terrible sonido guturalteñido de incredulidad y desprecio.

—Los paganos no tienen honor —sentenció dirigiéndose a suscomandantes, a quienes les faltó tiempopara deshacerse en apasionadas

exclamaciones de asentimiento.William sintió que sus mejillas se

teñían de rojo al tiempo que empezaba ahablar antes de que la sensatez que solíacaracterizarlo se lo impidiera:

—Aceptad a vuestro enemigo tal ycomo es, sire, no como preferiríais quefuera —intervino con una frialdadbrotando de sus ojos que igualaba a lade su voz—. No podéis derrotar aquelloque no comprendéis.

Conrado dio un paso al frente,ultrajado, y por un momento Williamlamentó no haber sido capaz de sujetarsu propia lengua. Aquel hombre, por lomenos en teoría, era su superior, y talvez ni el mismo Ricardo sería incapaz

de salvar a su caballero de lasconsecuencias de haber insultado a unpersonaje de tan alto rango.

Pero si Conrado y William estabandestinados a enfrentarse no sería esanoche: la fortuna intervino para evitarlocuando la atención de todos lospresentes se apartó súbitamente deaquella confrontación para centrarse enel empeoramiento manifiesto de la saluddel único monarca de entre los presentescuyo derecho a reinar nadie cuestionaba:Ricardo se había acercado al cofre máspequeño y había metido los dedos en lanieve con aire de estar completamenteaturdido cuando se le doblaron laspiernas y cayó de rodillas.

—¡Mi señor! —exclamó Williamque acudió inmediatamente a su lado,maldiciéndose por perder el tiempodiscutiendo con aquel engreído aspirantea rey mientras que el suyo estabaclaramente enfermo y necesitaba que loasistiera.

Ante la mirada atónita de loscomandantes, William se arrodillo yayudó a Ricardo a recostarse sobre él;al notar el peso muerto del rey entre susbrazos supo que este había perdido elconocimiento y le puso una mano en lafrente empapada de sudor.

—Está ardiendo —dijo alzando lavista hacia el resto en una desesperadasúplica pidiendo ayuda, pero nadie se

movió.Conrado lo miró a los ojos y,

durante un fugaz instante, a William lepareció ver al supuesto rey sonriendo demedio lado con una expresión que hizoque a él también le ardiera la sangre, deira. ¿Qué clase de hombres eran estosfrancos que se regocijaban con la malafortuna de sus hermanos en Cristo, susrescatadores?

—Son las fiebres —lo informóMonferrato al tiempo que se giraba paramirar en otra dirección, como si aquellaescena lo aburriera—. Han sido lasculpables de que perdamos a muchoshombres. Los días de vida que le quedana vuestro rey se pueden contar con los

dedos de una sola mano —añadió paraluego volver a clavar la mirada en elcofre rebosante de oro musulmán yponerse a examinar las piezashexagonales con grabaciones decaligrafía árabe y un sinfín de figurasgeométricas.

William sintió que Ricardo sedespertaba e inmediatamente bajó lavista hacia él con intención de hacercuanto pudiera por aliviar sussufrimientos.

—Mi señor, ¿podéis hablar?El rey lo miró a los ojos y le sonrió

débilmente:—Ayúdame —logró decir con voz

quebrada.

William atravesó con la mirada a lossoldados ociosos que se habían idoaproximando a contemplar más de cercala desgracia del Corazón de León sinmover un solo dedo para remediarlo ysu mirada rebosante de reproche logródespertar el sentido del deber en elloshasta cierto punto, pues dos de loscomandantes más jóvenes se acercaronpara ayudarlo a levantar a Ricardo yguiar a este hasta un camastro que habíaen el otro extremo del pabellón demando. William lo ayudó a tendersesujetándole la cabeza con las manos.

Entonces el rey tuvo otro violentoataque de tos mezclada con unasustancia viscosa de color verde y hasta

William hubo de retirarsemomentáneamente para minimizar elriesgo de contagiarse del tifus éltambién. El caballero se volvió haciauno de los hombres que habían venidoen su auxilio, un exiliado de Beersebade abundantes cabellos enmarañados ybarba con vetas rojas teñidas de henna:

—¡Busca a un médico! —le gritóprácticamente al joven franco en la carahaciendo que este se volviera conmirada inquisitiva hacia Conrado, quienpor su parte lanzó un suspiroexasperado.

—Nuestros médicos no conocenninguna cura para esta enfermedad.

William oyó un sonido terrible, una

especie de crepitar estruendoso, como elruido de la cáscara de mil nueces siendoaplastadas al mismo tiempo queprovenía de donde estaba tendidoRicardo. Se dio la vuelta esperando lopeor, pero se encontró con que el rey seestaba riendo como loco.

—¡La vida es una gran broma! —comentó el Corazón de León entrerisotadas—, cruzo el Mediterráneo,deseoso de entrar en combate, y ahoraresulta que moriré plácidamente en lacama…

William retrocedió un paso y searrodilló al lado de su señor tomándoleuna mano temblorosa entre las suyas.

—No mientras yo esté de guardia,

sire.Luego se levantó y, lanzando una

última mirada fulminante a los noblesque se habían quedado de brazoscruzados mientras su amigo sufría loindecible, el joven caballero salió agrandes zancadas del pabellón endirección a su propia tienda. Pese a queel cielo estaba despejado y cubierto derutilantes estrellas y la mayoría de loshombres ya se habían quedado dormidospara entregarse una noche más a suspesadillas, esa noche William Chinon nodescansaría.

Apartó a los guardias quecustodiaban la entrada a su tienda delona a rayas blancas y rojas de un

manotazo y dentro encontró al hombreque había venido a buscar: el esclavoJalil estaba sentado en el suelo,esperando tranquilamente con grilletesen las muñecas pese a que Williamhabía dado orden a los guardias de queno se los pusieran.

Maldiciendo entre dientes, el jovenllamó a uno de los guardias y le ordenóque le quitara al esclavo las cadenas y,una vez el galés de dientes ennegrecidosy apestoso olor corporal hubo cumplidosu orden, lo despidió para volversehacia Jalil —que había asistido sentadocon gesto impasible a toda la escena—en cuanto el soldado se marchó:

—Mi señor sufre las fiebres que han

causado estragos en el campamento.Dime lo que sabes de medicina —ledijo en francés, tratando sin conseguirlode disimular la desesperación que teñíasu voz.

El hombre de tupidos cabellosrizados y tez ajada por el sol se quedómirando a William un momento y luegorespondió en un francés tal vez noperfecto pero sí más que aceptable:

—Yo sólo sé lo que hace falta parasobrevivir en el mar: cómo curar losvómitos del mareo por el balanceocontinuo del barco, cómo calmar lasdiarreas provocadas por beber aguasucia, incluso cómo parar la hemorragiasi un tiburón te arranca un pie, pero esta

enfermedad que padece vuestra gente noes de mi mundo, su origen se esconde enlas profundidades del desierto donde lasaguas no encuentran refugio y susaliadas son escurridizas y viles criaturasde tierra que propagan la plaga en laoscuridad de la noche.

—¿Pero existe cura? —insistióWilliam que en ese momento no teníatiempo para las florituras poéticas de larespuesta del esclavo.

Jalil se encogió de hombros.—Una vez, durante una escala en

Alejandría, oí que los médicos egipcioshabían encontrado un remedio que habíasalvado muchas vidas de la plaga hacíacuatro años —rememoró—, y se cuenta

que en las escuelas de medicina de ElCairo ahora enseñan a los doctores acurar las fiebres sin mayo." problema.

William se derrumbó en el camastro,sintiéndose completamente derrotado.¡Egipto! A todos los efectos, la distanciaentre Acre y El Cairo podía haber sidoequivalente a la que separaba la tierra yla luna, excepto que un viaje por lasesferas celestes era menos peligroso queel de un cristiano franco por losterritorios de los fanáticos beduinos delSinaí.

—Entonces mi rey morirá —constató tras un largo y dolorososilencio; se sentía vacío por dentro, lehabía fallado a su señor incluso antes de

que comenzara la guerra.Jalil miró a William como si

estuviera analizando las profundidadesdel alma de su amo.

—Tal vez haya una manera, perotendréis que tragaros vuestro orgullo.

William alzó la vista, muysorprendido, y luego se puso de pie congesto de inquebrantable determinación.

—El orgullo no tiene valor para mícuando estaría dispuesto hasta a dar lavida a cambio de la de mi señor —respondió el caballero.

Jalil soltó una carcajada, un agudosonido sibilante que contrastaba con sugrave y sonora voz.

—Cuando vuestros hermanos

cristianos se enteren de lo que habéishecho, mi señor, seguramente eso seráprecisamente lo que os exijan.

26

MAIMÓNIDES avanzabarápidamente por los corredores demármol del palacio del sultán con elcorazón latiéndole desbocado. Unosgolpes contundentes contra la pesadapuerta de cedro de las modestasdependencias donde vivía con su familiaen el barrio judío lo habían despertadode un profundo sueño en mitad de lanoche. El estruendoso golpeteo habíalogrado alertar incluso a su esposa,Rebeca, que se había despertado dandoun grito sobresaltado. Maimónides se

cubrió con una vieja túnica de rayas yfue descalzo hasta la pequeña sala deestar. Era más de media noche y suimaginación había echado a volarbarajando las más terribles hipótesissobre la identidad y el motivo deaquella visita. Y tenía con quiencompartir sus miedos: Miriam estaba depie junto a la puerta de la calle, vestidatan sólo con la fina camisola de algodónque se ponía para dormir y con elafilado cuchillo de carnicero que usabaRebeca para cortar el cordero en unamano, lista para enfrentarse a cualquierintruso que amenazara la paz de aquellacasa; su tío sólo había visto brillar susojos con tanta intensidad en otraocasión, y aquel brillo lo asustaba.

A pesar de que los golpes ibancreciendo en volumen e intensidad,Maimónides había posado una manotranquilizadora sobre el hombro de lajoven que se sobresaltó tanto que, por unbreve y espeluznante momento, elanciano pensó que, presa de laconfusión, Miriam se disponía aclavarle en todo el pecho el cuchillo queblandía. Pero por suerte lo reconoció alinstante y el rabino se libró de morir deuna puñalada a manos de su propiasobrina. Otra cosa era si el pertinazvisitante se encargaría de completar esatarea, se dijo para sus adentros.

Cuando Maimónides entreabrió porfin la puerta, vio que se trataba de las

dos pesadillas gemelas en forma deguardias del sultán que le amargaban untanto la vida en la corte a diario: lapresencia de aquellas dos bestiasegipcias en su casa a esas horas sólopodía ser señal de que pasaba algograve.

—¿Le ha pasado algo al sultán? —preguntó Miriam con un terror en lamirada que indicaba a Maimónides quela joven compartía sus pensamientos.

Tal vez Saladino estaba gravementeenfermo —lo que se le antojaba pocoprobable porque había dado laimpresión de estar en perfecto estado desalud la última vez que lo había vistounas horas antes esa misma noche— o

había sufrido un accidente. O quizá lohabía envenenado alguno de los millaresde cortesanos envidiosos que pululabanpor Jerusalén.

Los gemelos ignoraron a lamuchacha y se dirigieron a Maimónidespara comunicarle únicamente que debíaacudir al palacio de inmediato. Losimpacientes soldados apenas le habíandado tiempo a cubrirse los hombros conun manto de color oscuro que Rebeca lehabía tejido recientemente para que seprotegiera del frío en sus diarios paseosmatutinos a palacio. Mientras seabrochaba el cierre alrededor del cuelloa toda prisa, reparó en las miradas deinnegable interés que los gemelos le

lanzaban a una Miriam vestida en esosmomentos de forma tan poco apropiada:en vez de amilanarse ante la imponentepresencia de aquellos dos brutos, susobrina había permanecido de pie anteellos con gesto altivo, mirándolos a losojos y sujetando aún en la mano elcuchillo de carnicero, y no se movió nilo más mínimo hasta que unaaterrorizada Rebeca no vino a llevarlade vuelta a su cuarto. Ninguno de sustíos quería que Miriam se vieraarrastrada al epicentro de lo que fueraque estuviese pasando.

Maimónides marchó por delante delos soldados hacia el exterior con pasocansado, dudando por un momento sobre

la conveniencia de traer su talega demédico, pero el gemelo más alto habíahecho un gesto negativo de la cabeza conaire ominoso —por lo visto no la iba anecesitar esa noche—, y el rabino habíanotado que el color abandonaba porcompleto sus mejillas al pensar quequizás el sultán ya estaba muerto y aMaimónides sólo lo llamaban para quediera fe de su defunción. Por muyridículo que pareciera, la idea de queSaladino pudiese morir no habíacruzado jamás su mente en realidad, elsultán había sido un elemento tan centralen su vida durante tantos años que noalcanzaba a imaginársela sin su amigomás de lo que la podría haberlaconcebido sin que saliera el sol cada

mañana.Los guardias lo escoltaron hasta la

calle donde dos corceles árabes depelaje negro como la noche losesperaban. El gemelo más bajo, Hakim,subió a Maimónides a lomos de uno deellos sin más ceremonia y luego montóél también, y al rabino no le quedó másremedio que agarrarse con fuerza a lacintura del guardia mientras galopabanhacia el palacio a la velocidad del rayo.Pese a los intentos reiterados del judíopor obtener algo más de información,ninguno de los dos hermanos volvió aabrir la boca. Maimónides, en cambio,no paró de hablar, aunque sólo fuerapara mantener la cabeza ocupada con

cualquier cosa que no fuese aquelespeluznante viaje por las callesempedradas de Jerusalén.

Aunque la ciudad parecía desierta aesas horas y no se veía ninguna luzencendida a excepción de la de lasrutilantes estrellas en el firmamento, losguardias optaron por una ruta extraña yun tanto peligrosa atravesando el zoco yel barrio cristiano, como si estuvieranintentando despistar a cualquiera quepudiese haber osado seguirlos, unaposibilidad que turbaba a Maimónidesprofundamente.

Pero ahora estaba en los corredoresde palacio, a oscuras de no ser por unascuantas velas esparcidas aquí y allá que

proyectaban inquietantes sombras.Tratando de calmar el ritmo aceleradode su respiración, Maimónides dio losúltimos pasos hasta cubrir la distanciaque lo separaba de las puertas plateadasdel gran salón del trono donde Saladinocelebraba las audiencias. El gemelo másalto, Salim, las abrió de par en par y,cuando por fin vio quién lo estabaesperando en el gran salón, el rabinoparpadeo presa de la incredulidad. Untorbellino de ideas le inundó la mente:¿qué significaba todo aquello?

En el centro de la sala se habíareunido un pequeño grupo de familiaresy consejeros del sultán, que estabasentado en el trono con una expresión

tensa en el rostro. Al Adil, que lessacaba a todos una cabeza, se cerníasobre el grupo y las habituales arrugasque se dibujaban en su frente de maneraperenne eran incluso más profundas quede costumbre. A su lado estaba el cadíAl Fadil, vestido con una sencilla túnicamarrón en vez de sus habituales ropajescon bordados en oro: el primer ministroparecía recién salido de la cama. Allado de Al Fadil se encontrabaKeukburi, el genial comandante egipciode gesto siempre compungido a cuyodecisivo apoyo atribuía Saladino elderrocamiento de la dinastía fatimi de ElCairo sin apenas derramar sangre.

Y junto a Keukburi había alguien que

Maimónides no había esperado ver enJerusalén: Taqi al Din, el legendariosobrino del sultán, había regresado de suvital misión de liderar las escaramuzascon los cruzados acampados a lasafueras de Acre. Se decía que en elapuesto joven de barba cuidada yrasurada con primor en una fina perillase combinaban lo mejor de los dos hijosde Ayub: su destreza en combate y totaldesprecio por la muerte rivalizaban conla legendaria reputación del valeroso AlAdil, mientras que por otro lado tambiénposeía la mesura y diplomacia para losasuntos de estado que caracterizaban aSaladino. Muchos anticipaban que, dehecho, este ignoraría los derechossucesorios de sus dos hijos varones, Al

Afdal y Al Zahir, y entregaría elsultanato a Taqi al Din, con lo cual loscortesanos se esforzaban lo indeciblepor ganarse su favor. El guerrero, por suparte, no ocultaba sus ambiciones:durante meses, había rogado al sultánque le permitiera liderar una expediciónpara conquistar las tierras al oeste deEgipto y someter a la dinastía de losAlmohades que gobernaba en el Magrebbajo el poder de los Ayubíes. Pero lasnoticias de la inminente invasión de losfrancos habían hecho que esos planes seabandonaran y Taqi al Din había sidoenviado junto con setecientos de susmejores jinetes como retuerzo a lastropas destacadas en la ciudadela de

Acre: en definitiva constituían laprimera línea defensiva contra lashordas de europeos recién llegadas ysólo un asunto de extrema gravedadhabría podido llevar al sultán aordenarle que abandonara su puesto paravenir a la corte.

Al entrar en la sala tenuementeiluminada, Maimónides vio que sevolvían hacia él otros dos hombresvestidos con ropajes oscuros y losrostros ocultos tras las capuchas de susmantos. Al ver al médico acercarse, losdos desconocidos se descubrieron pararevelar su identidad y Maimónides lanzóun grito ahogado de sorpresa: se tratabadel joven cruzado, William Chinon, que

había visitado la corte como emisario deRicardo hacía pocos días, y junto a él seencontraba el esclavo yemení deindómitos cabellos y aros dorados en lasorejas que por lo visto le servía deintérprete. Con todas las miradaspuestas en él mientras saludaba al sultáncon una reverencia, al rabino lo asaltó laidea de que aquella reunión secreta aaltas horas de la noche tuviera algo quever con su persona y lanzó a Saladinouna mirada llena de incertidumbre. Elsoberano le sonrió fugazmente y luegocentró su atención en el caballerocristiano.

—¿Saben tus hombres que estásaquí? —le preguntó en árabe con voz

cuidadosamente mesurada al tiempo quesus ojos escudriñaban el rostro deWilliam a la luz temblorosa de lasantorchas.

—Sólo unos cuantos en los quepuedo confiar —respondió William enfrancés una vez el intérprete le habíarepetido la pregunta del sultán.

Saladino esperó educadamente a queel yemení repitiera las palabras de suseñor en árabe para beneficio del restode los presentes, aunque Maimónides lashubiera comprendido perfectamente.

—¿Está muy grave? —preguntóentonces el sultán al tiempo que dirigíala mirada hacia el doctor.

—Todavía sigue con vida pero ya no

abre los ojos —respondió William trasdudar un instante.

Poco a poco, Maimónides empezó aatar cabos: el Corazón de León habíacaído enfermo, seguramente aquejadopor el tifus que causaban estragos entrelos francos.

Al Adil lanzó una carcajada llena dedesprecio.

—Parece que Alá se ha ocupado delculo del león él mismo para ahorrarnosel esfuerzo —se burló clavando lamirada en un William de rostroimperturbable—. Supongo que habrásvenido a negociar con el sultán lostérminos de la rendición de tu penosabanda de mercenarios…

Maimónides vio que los ojos deWilliam lanzaban un destello letal,incluso antes de escuchar la traducción,ya que el tono de Al Adil no dejabalugar a dudas, pero temiendo que elcruzado cometiera la insensatez deresponder en los mismos términos alirascible gigante, Taqi al Din seapresuró a intervenir al tiempo que dabaun paso al frente:

—Sir William se puso en contactoconmigo en Acre bajo la protección dela bandera blanca de tregua —relató eljoven con voz calmada pero teñida deuna gélida frialdad— con lo que estábajo mi protección, tío, y no permitiréque se le falte al respeto.

Al Adil hizo un aspaviento deirritación pero había leídoperfectamente la advertencia en los ojosde su hermano también, así queretrocedió un paso mientras maldecía alos francos entre dientes. Williamrespiró hondo y se volvió hacia elsultán.

—No tengo autoridad alguna paradiscutir el cese de las hostilidades entrenuestros dos pueblos —declaró—.Vengo ante vos no como un enemigosino como un caballero que suplicaclemencia al sultán.

Aquello sí que era una completasorpresa. Maimónides captó las miradasincrédulas que se intercambiaron los

cortesanos presentes y la expresión deprofunda sospecha que teñía lasfacciones de Al Adil. Saladino era elúnico que no parecía en absolutoturbado: se inclinó hacia atrás, juntó lasyemas de los cinco dedos de ambasmanos que se acercó hacia la cara congesto pensativo, como tenía porcostumbre cuando emitía un juicio oestaba debatiendo una cuestióncompleja, y tras una larga pausa en laque el único sonido que se oía por todala sala había sido el zumbido ocasionalde un mosquito, se dirigió al caballerocon voz neutra y rostro inescrutable:

—¿Cómo puedo ayudaros, sirWilliam?

El caballero alzó la cabeza congesto orgulloso.

—He jurado proteger al rey pero enestos momentos no encuentro el modo deprestarle ayuda —comenzó a decir convoz pesarosa que expresaba claramentelo mucho que lamentaba haber tenidoque recurrir a aquella última yhumillante opción—. Nuestros médicosno saben curar estas fiebres pero heoído que vuestros doctores poseenconocimientos más avanzados.

—¿Bromeas? —bramó Al Adil—.¿Por qué iba el sultán a ayudar a sumayor enemigo?

William clavó la mirada en losinexpresivos ojos de Saladino.

—Porque se dice que sucaballerosidad no conoce límite —respondió el cruzado— y no puedo creerque un hombre de honor como sumajestad permita que otro monarcaperezca por una cuestión de vulgarmezquindad.

Saladino sonrió magnánimamente yentonces se volvió hacia su amigo elrabino:

—¿Qué dices tú, Maimónides?El anciano no daba crédito a lo que

oía, pues había servido al sultán comoconsejero en asuntos de estado en elpasado, pero nunca ante una cuestión detal importancia: el consejo que estaba apunto de dar a su amigo podía cambiar

el curso de la historia y esa no era unacarga que Maimónides hubiera deseadollevar sobre los hombros, pero tampocouna que pudiese eludir. El rabino sabíacuál era la respuesta correcta, incluso siiba en contra de su propio instinto desupervivencia. En el fondo de sucorazón, había albergado la secretaesperanza de que cayera algunadesgracia sobre los invasores, de que seprodujera una crisis que cercenara alcabeza de la serpiente antes de que estalograra estrangular Jerusalén, y el Diosde la ironía había escuchado susplegarias pero sólo para colocarlo enuna tesitura en la que tenía que rectificarprecisamente la situación que tantohabía deseado.

—Yo soy médico y como tal nopuedo permitir que una enfermedad parala que conozco la cura siegue la vida deningún hombre —respondió por fin elrabino con gran pesar—, pero en estecaso está en juego mucho más que misideales.

Saladino arqueó una ceja.—Di a qué te refieres…—Si el rey franco muere, sus

hombres se quedarán sin líder en mediode una tierra extraña —explicó elanciano— y, sin su dirección, nosencontraremos con miles demalhechores merodeando por la costasin un señor que los sujete.

—Ya veo —replicó Saladino con

tono aún neutro y controlado que nodejaba entrever en absoluto cuál era supropia opinión—. Hermano, ¿tú quépiensas?

Al Adil se mesó la barba un instante,tirando con fuerza, y daba la impresiónde estar punto de decir algo que enrealidad no quería decir:

—Por una vez, hay sabiduría en laspalabras del judío —reconoció paragran sorpresa del rabino—. No siento elmenor aprecio por ese franco, pero esmuy cierto que no podemos negociar larendición con un cadáver.

Saladino miró a sus otrosconsejeros: el cadí Al Fadil murmuróentre dientes que estaba de acuerdo y

Taqi al Din asintió sin decir nada.—En ese caso, está decidido —

anunció el sultán al tiempo que sus ojosse posaban de nuevo en el doctor—.Maimónides, acompañarás a sir Williamcomo mi embajador ante la casa deAngevin y verás qué puedes hacer paraayudar a nuestro adversario.

William dejó escapar un suspiro tanlargo que se diría que había dejado derespirar mientras esperaba el desenlaceque claramente no había creído quefuera a ser ese, o al menos no con tanpocas reticencias.

—Sois un verdadero caballero,sultán —afirmó mientras hacía unaprofunda reverencia—. Tal vez, en otro

tiempo y lugar, habría sido un honorpara mí llamaros señor.

Saladino sonrió y esta vez no era pormera cortesía.

—Y yo me habría sentidodoblemente honrado de contaros entremis súbditos, sir William —correspondió a su vez—. Cualquierhombre que arriesga honor y vida con talde salvar a su señor camina por laSenda Recta del Santo Profeta, Dios lobendiga y le conceda paz, incluso silleva la marca del infiel.

William no estaba seguro de comotomarse aquel cumplido pero hizo otraprofunda reverencia un tanto envarada yse sorprendió mucho al oír que el

soberano volvía a tomar la palabra, estavez en francés, con tono repentinamentegélido:

—Sir William, tengo un mensajepara vuestro señor cuando se despierte.—Los cortesanos miraron al yemenípero una mirada de Saladino al esclavole indicó a este que aquella parte de laconversación era privada.

—¿Qué mensaje, majestad? —respondió William con cautela alpercibir el cambio radical en elambiente.

—Decidle a Ricardo que le ahorraréuna muerte indigna como si fuera unperro enfermo —declaró Saladino convoz aterciopelada—, pero que no dudaré

en proporcionarle una muerte honrosa enel campo de batalla si persiste en suempeño de declararme la guerra.

William palideció pero asintió conla cabeza para indicar que habíacomprendido perfectamente. Saladino selevantó y salió del salón del trono sinpronunciar una palabra más. Entoncestodas las miradas volvieron a recaer enel recién nombrado nuevo embajadordel sultán ante los francos, el hombresobre cuyos ancianos hombros acababade caer el peso del futuro de lainminente guerra.

—Ve a buscar tus medicinas, rabino—le pidió Taqi al Din—. Partiremosantes de la salida de sol.

27

MIRIAM se negaba a aceptar un nopor respuesta. Se había pasado la nocheen vilo, esperando con su aterrorizadatía durante horas hasta que el sonidodistante de la voz del muecín habíaanunciado la salida del sol y la hora delas plegarias del alba o fachr. Elretumbar sordo de cascos de caballosacercándose a lo lejos hizo que fueracorriendo a asomarse a una ventanitadesde la que vio llegar frente su casa alos misteriosos soldados gemelos quehabían puesto su mundo patas arriba con

su extraña visita nocturna. Maimónides,muy pálido e inquieto, había desmontadoapresuradamente para recorrer a pasovivo el caminito de piedra que llevabahasta la puerta de entrada. A Miriam lapreocupó aún más comprobar que losdos gemelos, que permanecían en lapuerta sentados a lomos de sus negroscorceles, venían acompañados de másjinetes en esta ocasión: un apuestosoldado de perilla impecablementerecortada y enfundado en la cota demalla de escamas característica de lossoldados que seguían enfrentándose enprimera línea de combate a los últimosvestigios del flagelo de los francos, yotros dos personajes de aspecto muchomás siniestro, envueltos en ropajes

negros y con el rostro oculto tras lascapuchas con que se cubrían la cabeza.Quienquiera que fueran aquelloshombres, ella lo único que deseaba contodas sus fuerzas era que dejaran a sufamilia en paz lo antes posible.

Maimónides había entrado como unatromba sin apenas detenerse a darle unbeso en la mejilla para luego abrazarfugazmente a su esposa Rebeca e ir abuscar su talega de doctor con todas lasmedicinas. Pese a que las dos habíaninsistido una y otra vez para que lesexplicara qué estaba ocurriendo, él leshabía contestado con evasivasasegurándoles que no pasaba nada, queno era más que una emergencia médica y

que hicieran el favor de volver a lacama de una vez. Sólo cuando oyó lossollozos aterrorizados de la por logeneral resoluta Rebeca, que casi nuncalloraba, dio su brazo a torcer y, con ojosbrillantes, les contó lo suficiente comopara asustarlas de verdad: lo enviabanal campamento del enemigo para salvarla vida del rey de los bárbaros.

Rebeca le había chillado diciéndoleque era un necio por embarcarse ensemejante misión descabellada parasalvar la vida de uno de los peoresenemigos de su propio pueblo, pero él lerespondió con firmeza que no teníaelección:

—Es la voluntad del sultán —le

había dicho a su esposa, como si coneso se justificara el insensato plan desalvar la vida del rey de los francos.

—¡Pues entonces el sultán es unlunático! —había gritado Rebeca sinpoder controlarse; luego un silenciosepulcral se extendió por toda la casa yMaimónides la había mirado con ojosaterrados para luego asomarse por laventana a comprobar si sus impacientesescoltas la habían oído: como decostumbre, evitaban mirarlo a los ojos y,o bien no habían oído nada, o bienprefirieron ignorarlo ante la urgencia dela misión que se les había encomendado.

Maimónides se volvió hacia suesposa y se abrazaron un buen rato, con

las lágrimas rodando por las mejillas deambos. Y entonces Rebeca había idocorriendo a encerrarse en su dormitoriodando un portazo. Miriam se quedó consu tío para ayudarlo a meter en su talegade cuero unas cuantas cosasimprescindibles y todas las medicinasnecesarias, y para tratar de convencerlode que la dejara acompañarlo en aquelviaje suicida a las entrañas mismas delLeviatán.

—Ni hablar —le estaba diciendo élahora por enésima vez.

—Si fuera un chico, no te negarías—contraatacaba ella enfurecida despuésde haber constatado que las palabrasalmibaradas no iban a surtir efecto.

Maimónides sostuvo en alto un largocuchillo muy afilado que utilizaba paralas cirugías y lo colocó con cuidado enuna funda especial y después en latalega.

—Llevas razón —le contestó a susobrina sin mirarla.

—Necesitas mi ayuda —replicó ellatratando de sujetar su ira (¡es que podíallegar a ser tan testarudo!).

—Tonterías —fue la respuesta queobtuvo mientras su tío seguía llenando labolsa de cuero con tubos y viales deungüentos y pócimas varias.

Miriam le puso una mano en el brazocon suavidad, tratando de imprimir untono calmado a su voz:

—Tío, vas a entrar directamente enla guarida de la bestia. No vayas solo.

—Los francos no me harán daño —le contestó él pese a que a Miriam no lepareció que hubiese excesivaconvicción en su voz.

La joven respiró hondo, a sabiendasde que estaba a punto de abordar unasunto delicado.

—Has estado enfermo —comenzó adecir—, y si por lo que fuera te fallarael pulso pensarían que habías intentadomatar a su rey.

El apartó el brazo sobre el queMiriam había posado la mano con unmovimiento brusco y la taladró con unamirada resplandeciente de orgullo

herido, luego se acercó a grandeszancadas hasta un viejo baúl de maderade cedro que había en un rincón del quesacó un pesado cuenco de cristal queusaba para mezclar las medicinas:mientras lo levantaba para meterlo en labolsa, Miriam vio que le costabatrabajo, pues la artritis que padecíahabía empeorado bastante en los últimosmeses.

—Tengo el pulso tan firme como…—estaba diciendo el anciano cuando elcuenco se le escurrió entre los dedos ycayó al suelo saltando en mil pedazossobre las frías baldosas de piedra.

Traicionado por su propio cuerpomientras su lengua declaraba lo

contrario, Maimónides se arrodillo pararecoger los cristales con la cabeza baja,abatido por la vergüenza y la furia.Miriam se agachó a su lado y sin decirpalabra se puso a recoger ella tambiénlos fragmentos de vidrio que luego lanzóen el cesto donde tiraban la basura.Aunque sabía que no la iba a mirar a losojos, veía las resplandecientes lágrimasa punto de desbordarse en los de su tío ysintió que se le partía el corazón.¡Quería tanto a aquel hombre! Semaldijo a sí misma por haberle hechodaño, por haber echado sal en la heridaabierta en el alma del anciano, peroestaba convencida de que no teníaelección. No iba a dejar que seenfrentara solo a los francos. Su tío era

un hombre de honor que ni sospechabalo profundo que podía llegar a ser el malque acechaba oculto en los corazones delos repugnantes invasores europeos. Susobrina, en cambio, había visto esamaldad de cerca en aquel camino enmedio del Sinaí. Los francos norespetaban ni la edad ni la sabiduría y,si ese rey Ricardo moría, lo cual eramás que probable, no se lo pensaríandos veces antes de dar rienda suelta a suira contra un pobre anciano indefenso.Miriam no había podido proteger a suspadres de los bárbaros y no iba apermitir que estos le arrebataran aMaimónides también.

La joven se inclinó ligeramente

hacia delante y tomó las manos de su tíoentre las suyas, del mismo modo quehabía hecho él tantas veces con las deella cuando de niña se enrabietaba yMaimónides quería que le explicara porqué. Al final, el rabino la miró a losojos y vio que ella también estaballorando.

—Tío, por favor, me has enseñadotodo cuanto sabes precisamente paracuando llegara este día. No dejes que elorgullo te impida hacer lo que escorrecto para ti y para el paciente.

Maimónides bajó la mirada hacialos fragmentos de cristal que todavíasujetaba con manos temblorosas.

—Lo único que un hombre tiene en

realidad es su orgullo —murmuró.Miriam le apretó una mano con

suavidad.—Y tú todavía conservas el tuyo —

le respondió ella—, y el mío también.El anciano la abrazó durante un

largo rato.—Pero no te separarás ni un minuto

de mi lado, pequeña mía, no estoydispuesto a perder otro ser querido amanos de los francos.

Miriam le sonrió y se guardó bien deque su tío detectara la creciente ola depánico que la invadía al pensar en queiba a tener que enfrentarse al enemigo denuevo.

28

MIRIAM intentó contener larespiración, pero el olor putrefacto delcampamento cruzado ya le habíainundado los sentidos y amenazaba conhacerla vomitar del modo más impropioen una dama. El mar de tiendas decampaña que servía a treinta milsoldados francos de campamento basetenía el aspecto y el olor de ungigantesco nido de cucarachas y, desdelo alto, Miriam contempló con horrorapenas disimulado el inmenso herviderode bárbaros andrajosos con las ropas

manchadas de sangre y babas queinfestaban la costa en las inmediacionesde Acre.

Decidió ignorar las miradassombrías de los guardias de Saladinoque creían que la presencia de una mujeren una expedición tan peligrosa no sóloera una imprudencia, sino además tentara la mala suerte. La joven había hecho elviaje a lomos de una mula que leshabían procurado apresuradamente enlos establos de Saladino después de queTaqi al Din fracasara en sus intentos deconvencer a Maimónides de quecambiara de idea y no trajese a lamuchacha con él. El sobrino del sultánhabía maldecido, amenazado e

intimidado al rabino, pero se encontrócon que este se resistía con unaobstinación desesperante y al final eljoven soldado había desistido cuandouno de los encapuchados —que Miriamhabía descubierto con sorpresa era unjoven caballero franco— le habíasuplicado que se pusieran en marcha loantes posible. Aquel hombre, que por lovisto se llamaba William, hablaba enfrancés, mientras que su compañeroencapuchado, que parecía africano (o unárabe de piel muy oscura, no estabasegura) era el que le iba traduciendo loque decía a Taqi al Din. Maimónides lehabía enseñado a Miriam varias de laslenguas de los bárbaros pero a ella elfrancés era la que más le gustaba: era

melodiosa y fluida, como su lenguamaterna, el árabe. No obstante, la jovenpermaneció en silencio pues no queríaque el enemigo se diera cuenta de quecomprendía lo que decían; incluso si sutío conversaba abiertamente con elcaballero en francés, ella prefería queno supieran que hablaba su idioma. Loshombres se envalentonaban cuandocreían que nadie comprendía suspalabras, inevitablemente bajaban laguardia y de sus labios se escapabancomentarios poco juiciosos por más quese hallaran en presencia de unadversario.

Cuando el variopinto y sorprendentecortejo de viajeros —árabes, francos y

judíos en un mismo grupo— se estabapreparando para emprender la marcha,Taqi al Din había ordenado que todos secubrieran con ropajes toscos decampesinos para ocultar su identidad yademás había insistido en que Miriam setapara el rostro con un velo. Ella ya sedisponía a protestar cuando vio en losojos de Maimónides que este no lasecundaría en lo que a ese puntorespectaba y, farfullando protestas entredientes, asumió aquel ultraje como pudoy se cubrió la cara con una vaporosa telade gasa de color oscuro. Por finabandonaron Jerusalén por la puertanorte con Taqi al Din y William a lacabeza, este con el intérprete negrosiempre a su lado, seguidos de cerca por

Miriam y Maimónides y los guardias delsultán en último lugar.

En circunstancias normales, el viajea Acre duraba unos tres días, pero Taqial Din había insistido en que siguieranuna ruta alternativa y más larga porcaminos menos transitados. Al menorsigno de que se aproximaba alguien, yafuera un grupo de soldados de laguarnición del sultán que patrullaba lazona o un campesino a lomos de unburro, invariablemente el joven guerreroles ordenaba que se ocultaran trasárboles, rocas, lo que fuera… ypermanecieran allí sin moverse mientrasél y uno de los guardias egipcios seacercaban a investigar. Al final siempre

resultaba que no había el menor peligroy podían seguir ruta una vez se hubieranalejado lo suficiente los intrusos, peroTaqi al Din siguió comportándose con lamisma cautela sistemática pese a lasconstantes súplicas de William, al quepreocupaba que estuvieran perdiendo untiempo precioso. La misma Miriam sehabía quejado a su tío en una ocasiónsobre el asunto, pero este le aconsejópaciencia: el ejército invasor se estabaorganizando para la ofensiva y no habíamanera de saber cuándo comenzarían aenviar patrullas de reconocimiento aterritorio musulmán. Además —le habíarecordado a su sobrina—, hasta dondeellos sabían, Ricardo podía estar yamuerto y en consecuencia sus matones,

privados ahora de un líder, tal vez sehabrían lanzado en oleadas de miles alpillaje y el saqueo, un pensamiento quesin duda no la tranquilizaba lo másmínimo.

Sin embargo, el viaje habíatranscurrido sin mayor sobresalto, asíque Miriam se había entretenidoescuchando en silencio lasconversaciones entre William y Taqi alDin, que sobre todo se habían dedicadoa contarse sus vidas y explicarsemutuamente las costumbres de suspueblos, aunque ambos fueron muycuidadosos y evitaron escrupulosamentecompartir con el otro ningún detalle quepudiera suponer una ventaja para el

adversario si sus pueblos se enfrentabanen una guerra que parecía a todas lucesinevitable. A la joven le pareció que endefinitiva aquello era el típico pulsoentre hombres a que tan asiduos sonestos en sus conversaciones: tanto unocomo otro dedicándose a ensalzar suspropias gestas y el valor de su gente; noobstante Miriam, que era una estudiosavocacional del lenguaje corporal y lossecretos que encierra el tono de voz,había optado por ignorar el contenido yconcentrarse en analizar eltemperamento de los dos guerreros atenor de la forma en la que hablaban.

Taqi al Din era exactamente como lodescribían —orgulloso, atrevido y lleno

de confianza en sí mismo— y parecíaestar genuinamente convencido de que elmismo Alá le había encomendado unamisión similar a la recibida por suquerido tío y que jugaría un papeldestacado en la eliminación de la plagade los cruzados, que el mar acabaríatragándose de una vez por todas. AWilliam daba la impresión de divertirlela grandilocuente visión de su destinoque tenía el joven sarraceno, hasta sediría que había visto a muchos hombrescomo él entre sus propias tropas, todoslos cuales acababan irremisiblementehumillados y puestos en su sitio porfuerzas mucho más poderosas quecualquier noción que pudieran tener desu propia importancia. El cruzado

intrigaba profundamente a Miriam: no secorrespondía con la imagen que tenía (yhabía experimentado dolorosamente encarne propia) de la rudeza de losfrancos; de hecho, el caballero deatractivas facciones marcadas lerecordaba a algunos de los jóvenescairotas con los que había tenidoaventuras a lo largo de los años:increíblemente ilustrado (la habíasorprendido mucho oírlo citar aAristóteles) y de modales amables,William Chinon había hecho saltar enmil pedazos el merecido estereotipo delos mugrientos cruzados que habíadominado su mente desde aquel fatídicodía en Ascalón.

Claro que ahora que se encontrabaen medio de las hordas de francossucios y malolientes se daba cuenta deque el apuesto caballero era unaexcepción. Y una muy rara. Habíanllegado a las inmediaciones de Acre aaltas horas de la cuarta noche de viaje yTaqi al Din y los gemelos egipcios loshabían acompañado hasta la falda de lacolina cercana a la fortaleza y laciudadela que marcaba los confines delterritorio controlado por losmusulmanes: a partir de ese punto,debían seguir solos. Miriam habíalanzado una mirada nerviosa a su tío,que parecía tan preocupado como ella.William les prometió en nombre de la

sagrada sangre de Cristo que losprotegería con su propia vida si eranecesario cuando llegaran alcampamento cruzado, aunque cuandoalcanzaron la cima de la colina yMiriam vio la vasta explanada detiendas que se extendían hasta el lejanomar, comprendió que era una promesaen vano: si los francos los atacaban, sinduda morirían; o algo peor.

Igual que fantasmas transportadospor el viento, los centinelas cristianoshabían salido de sus escondrijos tras losárboles apuntando con las flechas de susballestas a los recién llegados, si bienhabían bajado inmediatamente las armascuando pudieron distinguir con claridad

el rostro de William a la luz amarillentade la luna menguante que resplandecíapor encima de las colinas. Los hombresse habían quedado mirando a losdesconocidos con gran desconcierto,pero no le pidieron ninguna explicacióna su comandante.

Miriam sostuvo entre las suyas lamano temblorosa de su tío mientrasseguían a William, que con la cabezabien alta y rezumando confianza yautoridad, los guió abriéndose pasoentre la multitud de soldadosboquiabiertos y, a medida queavanzaban por aquel mar de enemigoscubiertos con pesadas cotas de mallabajo las largas túnicas ornamentadas con

la cruz, la joven comprobó queefectivamente se hacían a un lado paradejar paso al caballero y sus misteriososinvitados. Quedaba claro quereconocían la autoridad de William,pero todos aquellos ojos sanguinolentosse posaron en las dos figuras que loacompañaban, en ella para ser másexactos. Por primera vez en su vida diogracias por el velo que le cubría elrostro y las holgadas ropas quedisimulaban los contornos sinuosos desu cuerpo aunque, por más que lo únicoque dejaba a la vista el voluminosoniqab era su frente y sus ojos verdes,aun así pudo sentir la pavorosa oleadade lujuria: aquellos hombres llevabanmeses sin disfrutar de la compañía de

una mujer y su mera presenciadespertaba en ellos su instinto animal.

Era repulsivo y al mismo tiempoaterrador, y le traía de vuelta recuerdosque había confinado al lugar másrecóndito de su mente desde que era unaniña. Sintió que se le hacía un nudo en lagarganta y le costaba trabajo respirar, elsudor le empapaba la frente y loscabellos y su corazón latía cada vez másdeprisa. A medida que los horriblessonidos del campamento enemigoestrechaban el cerco a su alrededor,experimentó un deseo incontrolable devolver a casa. Había cometido unfatídico error. Notó que las lágrimas leanegaban los ojos. En realidad no era la

mujer que pretendía ser en el apacibleentorno seguro de la casa de su tío —orgullosa, valiente, invencible— y ahoraque se encontraba cara a cara con elenemigo, volvía a sentirse de nuevocomo aquella chiquilla aterrorizada quehabía contemplado llena de impotenciacómo un franco enloquecido tiraba a sumadre al suelo, con su miembroemergiendo obscenamente igual que unadaga en el momento en que dejaba quelos pantalones de cota de malla lecayeran hasta las rodillas blanquecinas.

Y no se sentía más en control de lasituación que aquel terrible día cuandohabía visto… NO.

Miriam puso fin a aquellas

cavilaciones con brutal determinación y,haciendo gala de una increíble fuerza devoluntad, se recompuso y logrócalmarse. El pasado no existía. Nada deviolaciones, torturas y muertes. Lo únicoque existía era el AHORA y en estemomento su tío necesitaba alguienvaleroso y competente que lo protegiera,no una chiquilla llorosa atrapada en losrecuerdos de un pasado muy lejano.

Miriam bloqueó en su cabeza todaimagen y sensación logrando ignorar elcaótico campamento, las horripilantesescenas de miseria, los sonidos, losolores… todo se evaporó de su mente enel instante en que focalizó toda laatención y la consciencia en la misión

que la había traído hasta allí, comocuando una lente capta la luz del sol y laconcentra en un sólo punto produciendoun único haz nítido y resplandeciente.Clavó la vista al frente al tiempo queapretaba con fuerza la mano de su tíomientras su protector, William, losguiaba hacia un pabellón de color rojo.La tienda era enorme, de unosveinticinco codos de alto, pero las lonasestaban rasgadas y manchadas de barro;dos soldados de gesto hurañocustodiaban la entrada principal con lasespadas desenvainadas en una manomientras que en la otra sostenían unaslargas lanzas de casi siete palmos, yMiriam se dio cuenta de que lucían lascorazas típicas de los guerreros francos

oriundos de Palestina y no los petosrelucientes que portaban William y losotros caballeros recién llegados deEuropa.

La joven llegó a la conclusión deque aquellos hombres pertenecían alcontingente que llevaba atrapado enAcre más de un año y que por lo tantodebían ser leales al caballero al queWilliam se había referido comoConrado durante el viaje: por losretazos de cautelosa conversación entreWilliam y Taqi al Din que había podidoescuchar, dedujo que el tal Conrado aúnno había aceptado plenamente laautoridad del Corazón de León comocomandante de las fuerzas cristianas

tanto orientales como occidentales y, siesos guardias eran leales a Conrado,probablemente no accederían a laestratagema de William.

Miriam llevaba razón: se hizo unlargo silencio incómodo durante el quelos centinelas contemplaron de hito enhito a los recién llegados,escudriñándolos con mirada torva en laque se mezclaban la incredulidad y lasospecha; no parecían impresionados niintimidados por la presencia de Williampese a que la joven supuso que debía sersu superior.

—Apartaos —les ordenó por fin elcaballero cuando resultó evidente queno tenían la menor intención de hacer

nada por el estilo.Uno de los guardias, un italiano muy

alto de piel bronceada con un largobigote ondulado, avanzó un paso hastaquedar frente a frente con William alque fulminó con una mirada asesina desus ojos color marrón, mientras que losde su compañero, un hombre de menorestatura de tez pálida y poblada barbarizada, se clavaban con frialdad en losacompañantes del caballero.

—¿Por qué habéis traído a unosinfieles al santuario de los creyentes? —se oyó decir al soldado en voz baja peroque retumbaba igual que el rugido de unleón preparándose para atacar.

William le devolvió la mirada al

italiano sin dar la menor muestra detemor, pero Miriam se dio cuenta de queya tenía la mano en la empuñadura de laespada.

—Son sanadores —respondióestresando cada sílaba igual que siestuviera hablando con un imbécil—.Los he traído para que examinen al rey.

—Ya nadie puede ayudar al Corazónde León —contestó el guardia en un tonoque indicaba que en realidad le traía sincuidado la suerte que pudiera correrRicardo, y luego lanzó una miradadesdeñosa a Jalil, el intérprete negro,antes de volverse otra vez hacia William—. El rey Conrado ha dado órdenes deno dejar pasar a nadie excepto al cura

para administrar los santos óleos.—Al rey no le van a hacer falta los

santos óleos, amigo mío —replicóWilliam con voz suave pero letal—,pero a ti sí a menos que te apartes de micamino.

El italiano soltó una carcajadadesdeñosa.

—Olvidáis cual es vuestro lugar, sirWilliam —se burló el bronceadosoldado haciendo especial énfasis en eltratamiento reservado a la nobleza—, noestáis en los lujosos salones de Tours oLondres donde los contactos que podáistener con los mimados monarcas de lacasa de Angevin hacen que vuestrasórdenes sean poco menos que palabra de

Dios; ahora sois huésped del reyConrado de Jerusalén, y amenazando asus hombres sólo conseguiréis unentierro rápido bajo la arena de Acre.

El soldado miró a su barbudocompañero, se diría que para pedirleapoyo, pero este se limitó a asentir conla cabeza sin dejar ni por un minuto deobservar a Miriam y a su tío.

William consideró las palabras delguardia un último instante y luego asintiócon la cabeza, retrocedió un paso e hizouna profunda reverencia, como si sedisculpara por un descuidoimperdonable cometido en el transcursode un banquete de gala, y después porfin se dio la vuelta y mirando a sus

acompañantes judíos musitó en su áraberudimentario y dirigiéndose a Miriam enconcreto:

—Perdonadme.Antes de que ella tuviera tiempo

siquiera de asimilar la palabra, se leacercó y le arrancó el velo bruscamentedejando a la vista sus largos cabellosondulados del color del ébano que labrisa meció suavemente mientras que laluz de la luna iluminaba su rostro, teñidoahora de una palidez increíble debido almiedo y la confusión, lo que resaltabasus bellas facciones teñidas dedesconcierto.

La mirada del guardia se desvióinvoluntariamente hacia la hermosa

muchacha posándose un instante de másen sus deslumbrantes ojos verdes. Graveerror. De pronto William giró sobre sustalones al tiempo que desenvainaba laespada a una velocidad vertiginosa y,antes de que el otro soldado de menorestatura pudiera reaccionar, ya habíapartido en dos la lanza de su compañerocon un único movimiento fluido y grácil,como la trayectoria decidida de una hojaseca que se desliza en un torrente suave;y, con ese mismo movimiento, tambiénlogró herir al soldado en el brazoderecho cercenándole la mano a laaltura de la muñeca. El italiano comenzóa dar alaridos de dolor, igual que unanimal salvaje atrapado en el cruel cepode un cazador y, en el momento en que

caía de rodillas entre gritos, su barbudocompatriota se abalanzó sobre Williamblandiendo en alto la espada. El jovencaballero esquivó justo a tiempo ungolpe letal asestado con la intención dedecapitarlo y, al ver a su señor enpeligro, el fornido yemení se lanzó a larefriega utilizando su propio cuerpopara proteger a su amo ya que estabadesarmado: de un brutal rodillazo hizosaltar por los aires al segundo atacanteque cayó de espaldas a cierta distancia yle arrebató la lanza para después,haciendo honor a la prohibición de quelos esclavos lleven armas, entregárselainmediatamente a William. El guardia depoblada barba rizada intentó levantar la

espada de nuevo pero William leatravesó el brazo con la afilada punta dela lanza.

Miriam apartó cuanto pudo aMaimónides de aquel duelo brutal entrecristianos. ¿Se suponía que aquelloshombres eran aliados? ¡Estaban todoslocos! Por un minuto había caído en latentación de pensar que tal vez juzgabaal pueblo de los francos con demasiadadureza, que quizás hubiera entre elloshombres sabios y amantes de la paz,pero al ver ahora al encantadorcaballero con el que habían viajadoarremeter de pronto contra susadversarios con aquella eficaciadespiadada se dio cuenta de que todos

compartían la misma sangre, por másque algunos lograran disimular suverdadera naturaleza mejor que otros.En definitiva, todos los cristianos eranunos animales.

Miriam quería salir corriendo,escapar de aquel nido de lunáticos,prefería enfrentarse a las tenebrosascolinas infestadas de gatos salvajes querodeaban el campamento que pasar unsegundo más entre aquellos demoniospero, en el momento en que se disponíaa darse la vuelta y tiraba del brazo de sutío para que la siguiera, se dio cuenta deque estaban rodeados: al oír laconmoción en el pabellón de mando,cientos de cruzados habían ido saliendo

de sus tiendas para agolparse a sualrededor, y ella estaba allí de pie conla cabeza descubierta, a efectosprácticos, poco menos que desnuda.

Los hombres estaban empezando aavanzar hacia la joven con los brazosextendidos, disponiéndose a atraparlaigual que los malvados yin que poblabansus pesadillas infantiles, monstruos sincara que acechaban bajo su camaesperando para aplastarla contra supecho en un abrazo letal y luegoarrastrarla hacia un abrasador abismo enllamas que ocupaba el centro de laTierra…

—¡NO! —Oyó gritar a sir William.Sintió más que vio que este se

colocaba entre ella y aquella jauría deperros voraces de ojos lujuriosos; en laespada del caballero todavíaresplandecía el rojo intenso de la sangrede sus hermanos cristianos a la luz de laluna y la muchacha vio que lanzaba algoal suelo justo delante de él. Miriampalideció, sintiendo que estaba a puntode desmayarse, al darse cuenta de lo queera: la mano del guardia italiano cuyosdedos todavía eran presa de unosespasmos horribles.

—Cualquiera que ose ponerles unamano encima la perderá —proclamóWilliam con tono amenazante—, estánbajo la protección de la casa de Chinon.

La joven vio que la muchedumbre se

apartaba en bloque, como empujada poruna poderosa fuerza, por algo más que elfuego de la voz del joven guerrero: sediría que una cohorte invisible deángeles había descendido de los cielospara proteger a los judíos de la multitudenloquecida con sus alas. A losmusulmanes les encantaba esa clase dehistorias fantasiosas y desde luego suProfeta era el primero que se habíaservido de vividas imágenes de ese tipopara inspirar muchas victorias en elcampo de batalla, pero a ella le habíaparecido siempre que todo eso no eranmás que invenciones bienintencionadas.Tal vez había llegado a esa conclusióndemasiado rápido desechando laposibilidad de una intervención

sobrenatural como meros productos dela imaginación pero, fuera el que fuerael poder que había provocado la calmatotal que envolvió las ventosas playasde Acre en aquel momento, la joven ledio las gracias fervientemente desde lomás profundo de su corazón.

Sin decir ni una palabra más,William se volvió hacia ellos y los guióinmediatamente hacia la tienda en cuyaentrada seguían tendidos los dosguardias, sollozando desconsoladamentemientras se retorcían de dolor por causade sus heridas. Miriam se obligó aignorar el charco de sangre que cubría elumbral y siguió a Maimónides hasta elinterior del pabellón real.

La tienda carecía prácticamente demobiliario aunque el suelo arenosoestaba cubierto de pieles de oso. Unhombre yacía tendido en un sencillocamastro de cuerdas trenzadas: suscabellos empapados de sudor eran de unintenso rubio que lanzaba destellosrojizos, como del color del cielo cuandoel sol se ocultaba en el mar en elhorizonte lejano; tenía los ojos cerradosy no parecía haber reparado en supresencia, pero no creía que estuvieradormido porque unos violentostemblores sacudían todo su cuerpo.

Así que aquel era el gran Ricardo deAquitania, también conocido como elCoeur de Lion entre los errados

franceses y como un asesino despiadadopor el resto del mundo civilizado. Nopudo reprimir un instante de desdeñosasatisfacción al contemplar la patéticaestampa que ofrecía ahora aquel hombreque había llegado a su país con laintención de asesinar a su pueblo yexpulsarlos de Tierra Santa. Lanzó unamirada a Maimónides, pero no logróinterpretar la expresión del rostro delanciano que parecía totalmenteconcentrado en la tarea que tenía entremanos y ya estaba examinando alenfermo mientras al mismo tiemposacaba sus medicinas de la talega decuero con la otra mano. Su tío era unhombre tan bueno y piadoso queseguramente sería incapaz de albergar

esos sentimientos vengativos que lenacían a ella del corazón. Tanto daba:Miriam tenía suficientes pensamientososcuros en su interior como para losdos.

—¿Qué es todo esto? —rugió unavoz a sus espaldas.

Un hombre de cabellos canosos yuna desagradable cicatriz en la mejillaizquierda estaba de pie a la entrada dela tienda y tres soldados enormes deaspecto amenazador se habían colocadojusto detrás de él: llevaban el cuerpocubierto de resplandecientes cotas demalla plateadas, las cabezas cubiertascon tocados de un entretejido similarconfeccionado con robustas anillas de

metal entrelazadas, y estaban apuntandoa Maimónides y a su sobrina conballestas.

William se interpuso entre ellos ysus blancos.

—Son sanadores, lord Conrado —explicó con voz controlada que nodelataba el menor miedo—. Mi deber esintentar salvar a mi rey…

Así que aquel era el infameConrado, el rival con quien Ricardo sedisputaba la lealtad de los ejércitos delos cruzados. Miriam lo observó conatención mientras se acercaba a Williamcon los puños apretados y, al dirigir lavista hacia la cicatriz que le nacía justodebajo del ojo izquierdo, sintió que se

le hacía un nudo en el estómago. Habíaen él algo que le resultaba horriblementefamiliar, tenía el presentimiento de quelo había visto antes, pero no podíarecordar dónde; o más bien una parte deella no quería recordarlo.

Conrado parecía una oscura nube detormenta a punto de descargar toda sufuria sobre el rostro impertérrito deWilliam.

Y entonces Miriam vio que mirabade reojo a su tío y palidecíarepentinamente; ella también miró aMaimónides y le ocurrió lo mismocuando vio donde estaba posada lamirada del cruzado.

Su tío se había quitado el pesado

manto de campesino para poder moversecon más facilidad mientras examinaba alpaciente y ahora iba vestido con unasimple túnica y pantalones holgados quele daban aspecto de labrador o vendedorde verduras del zoco pero, por algunarazón misteriosa, incomprensible,demencial y estúpida, también lucía alcuello un sencillo colgante de bronce:una estrella de David.

Miriam quería alargar los brazos yestrangular a Maimónides ella misma,no podía imaginar la razón por la que sehabía puesto aquel collar que de maneratan evidente y notoria lo identificabacomo la única cosa que los francosodiaban todavía más que a los

musulmanes: los judíos.—Es…es un… —balbució Conrado

que parecía genuinamente aturdido,completamente desconcertado y sinsaber qué decir.

Y entonces se desató la tempestad ydesenvainó la espada al tiempo queexclamaba:

—¿¡Cómo osáis traer aquí a estejudas traidor!? ¡Responded!

A medida que la situación ibadegenerando hasta convertirse en fielreflejo de lo que debía ser el tumulto delgehena, William parecía estar cada vezmás calmado y su voz había adquiridoahora un tono tranquilizador:

—Todavía no sois el rey de

Jerusalén, mi señor —afirmó,aparentemente sin el menor temor a queel insulto enfureciera todavía más aConrado—, no a los ojos de mishombres quienes, me veo en laobligación de recordaros, superan avuestras exhaustas tropas en unaproporción de dos a uno. Ricardo es miseñor y el de todos esos hombrestambién, y mientras el rey siga con vidasólo tengo obligación de responder anteél.

Algo terriblemente peligroso seescondía tras la aparente calma deWilliam, cuya furia desatada Miriam yahabía tenido ocasión de presenciararremetiendo contra los impotentes

guardias que se habían interpuesto en sucamino hacía tan sólo unos momentos.Tal vez Conrado lo intuyó también,porque el hecho es que retrocedió unpaso, aunque seguía sujetando con fuerzala espada desenvainada. William encambio no hizo ni ademán de llevar lamano a la empuñadura de la suya. Por elmomento.

Monferrato se quedó mirando aMiriam un instante y esta sintió unterrible escalofrío recorriéndole toda laespalda. Había algo en esos ojos grisesque le resultaba terriblemente familiar,pero apartó la mirada y se concentró ensu tío de nuevo: Maimónides habíaseguido a lo suyo durante la reyerta,

sacando viales e instrumentos de subolsa. Las dudas y el miedo se habíandesvanecido por completo de su mente,ahora estaba en su elemento: era unmédico ante un paciente y no habíahombre capaz de distraerlo de susagrado deber.

La muchacha sintió que se le parabael corazón al ver a Conrado dar un pasohacia el anciano doctor con la espadaaún en alto, y en ese momento Williamsí posó la mano en la empuñadura de lasuya.

Conrado contempló a Maimónidescon una mezcla de asco y curiosidad.

—¿Dónde habéis encontrado a estejudío que dice ser médico?

Los ojos suplicantes de Miriam seposaron en el joven caballero,rogándole que se inventara una historia yle salvara la vida a su tío.

—Es el médico personal del sultán—respondió William con tono natural,como si la conexión con el soberano delos infieles fuera un tema de pocaimportancia.

Conrado se dio la vueltabruscamente y lo atravesó con la miradaal tiempo que sus facciones secontorsionaban formando una horriblemueca de incredulidad y ultraje.

—¿Y de verdad os habéis creídoque Saladino enviaría a un médico y noa un asesino?

William dio un paso al frente y posóuna mano firme sobre el brazo con elque el otro caballero sostenía la espada.Los arqueros empezaron a ponersenerviosos y se prepararon paradispararle si atacaba a su rey.

—Si este hombre es un asesino, elrey morirá —dijo lentamente el jovenmirando a Conrado a los ojos fijamente—. Y si es un verdadero doctor y vos lomatáis, entonces el rey también morirá,así que no puede haber ningún mal enque le dejemos hacer, ¿no os parece?

Quizá Monferrato percibió de nuevoesa furia oscura oculta tras la aparentepaz que rezumaba el noble inglés,porque por fin bajó la espada y la

envainó, y luego echó a andar hacia susarqueros, que no estaban muy seguros desi debían bajar las ballestas o no. Ladensa electricidad cargada de sangre ymuerte todavía sobrevolaba el interiordel pabellón real cuando finalmente sevolvió hacia William y le dijo:

—Ricardo no vivirá para ver la luzdel sol un día más, y entonces yo seré elcomandante en jefe de todos losejércitos de la cruzada.

—Puede ser.—Sabed que os enterraré en la

misma tumba que a vuestro arroganterey.

William se acercó a su señorgravemente enfermo, le tocó con

suavidad el brazo y le apretó la manotemblorosa.

—Si el rey muere esta noche, yomismo cavaré esa tumba —declaró.

No sabiendo cómo responder a eso,Conrado lanzó una última mirada gélidaen dirección a Miriam antes de salir agrandes zancadas de la tienda seguidoinmediatamente por los arqueros.

William posó la manotranquilizadora en el hombro del rabinoy luego miró a Miriam esbozando unasonrisa: el fuego de la ira habíadesaparecido completamente de surostro que ahora parecía exhausto yojeroso.

—Os ruego que perdonéis su falta de

caballerosidad —se disculpó con ellos,y Jalil lo tradujo.

Maimónides soltó una carcajadaprofunda y gutural que hizo que susobrina se relajara: mientras su tíopudiera seguir riéndose así, converdadero gozo, desde el corazón, sesentiría segura incluso en un nido deescorpiones.

—No temáis —respondió el rabinoal caballero en francés—, la reputaciónde auténtico rufián de Conrado loprecede.

Miriam avanzó hacia el enfermo y lepuso la mano en la frente: era igual quetocar un ascua recién sacada del fuego.

—La fiebre lo está consumiendo —

dijo en francés sin darse cuenta.William la miró atónito al caer en la

cuenta de que aquella mujer habíaentendido hasta la última palabra quehabía pronunciado durante los últimoscuatro días. En cambio, el intérpreteJalil le dedicó a la muchacha una ampliasonrisa que daba a entender que no lesorprendía en absoluto.

Si algo había que reconocerle aljoven franco, independientemente decualquier otra cualidad o fallo quepudieran atribuírsele, era el ser unperfecto caballero, así que sin hacer lamenor alusión a la falta de educación deella por haberle ocultado sushabilidades lingüísticas, continuó

hablándole en francés:—¿Podréis salvarlo?—Mi tío tiene reputación de hacedor

de milagros tanto entre judíos comoentre musulmanes.

Maimónides la miró igual que unpadre que siente orgullo y vergüenza ala vez al oír a un hijo hablar de él contotal y absoluta devoción.

—Dios es el que hace los milagros,no yo —intervino piadosamente—. Si esla voluntad de Dios, sir William,vuestro rey será devuelto a la vida paracontinuar su camino en este mundo. —Yentonces su voz se volvió sombría—. Loque luego decida hacer con la vidarecobrada, eso ya dependerá de él.

Luego tomó entre sus manos unpequeño cuenco de madera, el sustitutodel de cristal que se había roto en milpedazos como resultado de su excesivoorgullo antes de emprender viaje, yvertió en él agua que comenzó a mezclarcon unas hierbas y unas cuantas gotas deun líquido viscoso de color negro.

Miriam se inclinó hacia delante parasecarle la frente a Ricardo con unatoalla y, sin saber muy bien por qué, seacercó aún más y susurró palabrastranquilizadoras al oído de aquelhombre inconsciente.

29

RICARDO Corazón de León estaba depie en el centro de Jerusalén como suconquistador. Ante él se alzaban losrestos humeantes de la en otro tiempomajestuosa Cúpula de la Roca cuyaresplandeciente cubierta había quedadohecha añicos. Un denso humo negrobrotaba del interior del templo paganoen ruinas para luego ascender hacia elcielo carmesí.

Ricardo dio un paso al frente ycontempló la devastación justificada quehabía provocado. Los cielos se

estremecían sobre su cabeza, oscurasnubes de tormenta se expandíanamenazadoras al tiempo queabrasadores rayos surcaban elfirmamento trayendo su vertiginosocastigo a los impíos.

Al moverse, oyó un terriblechasquido bajo sus pies y bajó lamirada: la explanada de piedra sobre laque los infieles habían construido susmezquitas había quedado sembrada decadáveres y acababa de pisar los huesosahora visibles de un hombre; imposibledeterminar si el desdichado era amigo oenemigo, ya que su cuerpo y sus ropasestaban carbonizadas y de sus restosbrotaba el hedor espeluznante de la

carne quemada. Ricardo trató de evitarpisar más cuerpos sin conseguirlo, puesno se veía ni el más mínimo retazo desuelo bajo las montañas de brazos,cabezas y torsos desmembrados.

Todo aquello era su obra. En lo másprofundo de su corazón sabía que todosesos hombres estaban muertos por culpasuya, que sus vidas habían sido el precioa pagar por la victoria. Pero pensar enel triunfo no lograba llenar el terriblevacío que parecía envolver su corazón.No era la primera vez que veía hombresmuertos, cuerpos inertes yaciendo en elcampo de batalla, cadáveres empapadosen sangre y orina, pero nunca antes habíaexperimentado ese vacío que lo

atenazaba ahora. Ricardo Plantagenetjamás había permitido que emocionesdebilitadoras como el remordimiento yla culpa lo perturbaran tras un día dematanza. Así que ¿por qué iban aperseguirlo esos sentimientos ahora, enel momento en que cosechaba su mayorvictoria? ¡Jerusalén era suya! El nombrede Ricardo Corazón de León pasaría ala historia junto con los de Alejandro deMacedonia, Julio César y CharlesMartel. Quería gritarles a los cielosenvueltos en llamas que había mostradoel poder y la gloria de Cristo al mundopero no lograba que saliera ningúnsonido de sus labios cuarteados.

Se volvió para contemplar la ciudad

desde el Monte Sión pero no vio nadaporque un manto de fuego y azufre locubría todo; creyó distinguir rostros enlas negras nubes de hollín que seextendían por todas partes, los rostrosde los condenados, las almas que habíaenviado al más allá en su cruzada en posdel poder absoluto. Comenzó a soplar elviento y le pareció oír sus vocesllamándolo desde el otro mundo,pidiéndole que se reuniera con ellos enlas podridas entrañas del Hades.

—Ya te dije que era una locura —seoyó una voz espeluznante a sus espaldas.

Ricardo sabía a quién pertenecía yno quería girarse y tener que mirarlo a lacara, la idea de verse obligado a

contemplar las facciones del dueño deaquella voz terrible, rebosante comosiempre de deshonor e ignominia, erademasiado para él. Y sin embargo elpoder que lo había traído hasta allí noconocía el significado de lamisericordia y sintió que se daba lavuelta en contra de su voluntad paraenfrentarse al hombre que más habíaamado y odiado en este mundo.

Su padre, Enrique, estaba de pie trasél; llevaba la túnica gris característicadel duelo y las lágrimas le rodaban porlas mejillas.

—Querías que fuera un hombrehecho a sí mismo en el campo de batalla—le reprochó el joven con voz

mortecina y distante.El anciano rey negó con la cabeza;

tenía los ojos rojos de llorar. Ricardoquería darse la vuelta pero tenía laspiernas paralizadas, como aprisionadasen un pesado molde de bronce.

—Un verdadero hombre escoge susbatallas —sentenció Enrique—, no dejaque estas lo escojan a él.

—Traeré la salvación a TierraSanta.

—¿Destruyéndola?¡Maldita sea! ¿Por qué no podía

quedarse bajo tierra alimentando a losgusanos como el resto de los muertos?¿Por qué tenía que volver para torturar asu hijo, para echar sal en las heridas

abiertas de su alma?—Si es necesario… —contestó

Ricardo con frialdad—. Soy unguerrero.

Las palabras de su padre le vinierona la memoria de pronto: «El trono espara hombres de verdad que hanprobado el fuego del campo de batalla yno para chiquillos que se entretienen consus lanzas de juguete», le había dicho.Era culpa de su padre que hubieraocurrido aquello, que él hubiese tomadoaquella senda oscura y horripilantehacia Jerusalén. ¡Sin duda el mundoentero y todos los ángeles del cielo losabían!

El Corazón de León quería darse a sí

mismo la absolución, liberar a su almade las terribles ataduras de sangre yculpa, pero los gritos de la ciudad enllamas seguían desgarrándolo pordentro. Enrique lo miraba, pero ya noera con horror sino algo mucho peor,con una expresión que atravesó aRicardo igual que una lanza de puntaafilada clavándosele en las entrañas:pena.

—Ven, quiero mostrarte a unverdadero guerrero —lo llamó su padre,que echó a andar rápidamente porencima de los cuerpos que cubrían porcompleto el patio destrozado de laCúpula provocando al hacerlo un débilchapoteo, como si avanzara por un

terreno embarrado.Ricardo se sorprendió a sí mismo

siguiéndolo aunque no quería y, a cadapaso que daba, sus pies aplastaban elrostro o el brazo de un guerrero caído.Cada vez que pisoteaba un cuerpo lorecorría un gélido escalofrío de pies acabeza; no se trataba de la repulsiónnatural que sienten los vivos por losmuertos sino de algo mucho másespeluznante: con cada paso, sentía eldolor de su agonía, el terror que leshabía corrido por las venas cuandoAzrael había venido a arrancarles elalma del cuerpo. El Ángel de la Muerte,igual que un orgulloso artista, siempretomaba una forma diferente, nunca

repetía su actuación: para algunos,llegaba en forma de saeta que iba aclavarse a velocidad vertiginosa en elojo del desdichado; para otros, comouna lluvia de fuego que consumía lacarne haciendo que todas y cada una delas terminaciones nerviosas sintieran laagonía implacable.

«¡Dios, por favor, pon fin a todoesto!».

Ricardo deseó fervientemente queuna de las millones de torturas queestaba viéndose obligado a contemplarse lo llevara a él también liberando así asu alma de la cárcel de su atormentadocuerpo. Pero la tortura continuó cuandosus botas cubiertas en cota de malla se

adentraron por propia voluntad en el ríode sangre que corría por las callesprincipales de Jerusalén, y supoperfectamente desde el primer momentoque no era la sangre de cristianosmártires ni de soldados sarracenos, sinola de mujeres y niños inocentes cuyosgritos suplicando clemencia habían sidoignorados en el fragor de la batalla.Aquella sangre lo quemaba igual queagua hirviendo mientras sus piernasavanzaban obligadas en dirección a unlugar más allá de las murallas derruidasde la ciudad, hacia las colinascalcinadas que la rodeaban.

Entonces, de repente, tan deprisacomo lo había inundado, la agonía se

disipó: ya no sentía dolor, ni terror. Uneclipse de sol tiñó el cielo de negropero un único rayo de luz descendió delas alturas para iluminar la escenacautivadora que tenía ante sí.

Estaban en la cima de una colina y,aunque Ricardo no había puesto nuncaun pie allí antes, sabía perfectamentedónde se encontraban.

Gólgota. Tres hombres clavados ensendas cruces ante sus ojos. Los dos delos lados parecían haber muerto hacíalargo rato y los buitres ya volaban porencima de sus cabezas dando cuenta desu carne y picoteándoles los ojos y elcráneo. En cambio un grupo se habíareunido en torno al tercer torturado, el

clavado en la cruz del centro. Ricardocontempló con reverencia y la másabsoluta admiración la escuálida figuracon la cabeza inclinada bajo el peso dela corona de espinas empapada ensangre. CRISTO.

—Por El es por quien lucho —proclamó.

Enrique lo miró con compasión, ytambién con aire resignado.

—No puedes luchar por El, hijomío, él ya ha vencido.

Una bruma se interpuso entre padre ehijo y cuando esta se disipó el reyEnrique había desaparecido. Ricardo sesorprendió a sí mismo acercándose allugar de la Crucifixión. Las lágrimas le

nublaron la vista al contemplar a losdesconsolados discípulos inclinando lacabeza en señal de reverencia ante suseñor moribundo. Un centurión romanomuy alto que sujetaba una mortíferalanza en la mano los apartó a empujonesa todos excepto a una mujer quebalanceaba el cuerpo adelante y atráscomo si estuviera rezando: llevaba loscabellos cubiertos con unresplandeciente velo azul y, aunque nopodía verle la cara, en lo más profundode su corazón el joven rey sabía quiénera.

María. La Santa Virgen lloraba porsu hijo agonizante y su llanto le atravesóel corazón como una daga. El rey de

Inglaterra se vio a sí mismoarrodillándose ante la figura del mismoCristo, totalmente abrumado por laemoción.

—Mi señor, ayúdame, te lo suplico—se sorprendió diciendo a aquelproducto de su propia imaginacióncalenturienta—. Tú curabas a los ciegosy a los leprosos. Yo abandoné mi hogaren busca de Tu gloria y es por Tí queahora muero.

El ulular lastimoso del viento inundóla escena y entonces la figura de la cruzempezó a moverse.

—No, hijo mío —le respondióCristo con voz suave—, soy yo el quemuere por ti.

El crucificado alzó la cabeza yRicardo vio su rostro de poblada barbaempapado de sangre. De pronto el terrorse apoderó de su corazón: aquel no erael Señor, Jesús de Nazaret. Pese a quenunca lo había visto en persona, una solamirada a aquellos milenarios ojososcuros bastó para revelarle la verdad.

El hombre clavado en la cruz eraSaladino.

El atormentado rey contempló conhorror aquella visión obscena yblasfema y al momento el centurión loapartó apresuradamente para avanzar unpaso al frente y clavarle con descomunalfuerza la lanza a Saladino en el costado.En el instante en que el sultán lanzaba un

grito de agonía, el centurión se dio lavuelta hacia el joven monarca con unasonrisa horripilante prendida en surostro bronceado.

El centurión era Ricardo.Chilló, trató de escapar, pero no

lograba apartar los ojos de la escena.Uno de los discípulos que se habíanpostrado ante Cristo se volvió hacia élcon el rostro extrañamente rebosante decalma y perdón.

Ricardo reconoció inmediatamente aaquel hombre, quería gritar para pedirleayuda pero era demasiado tarde: con unbramido atronador, la tierra seestremeció y el suelo se abrió bajo suspies. Se precipitó de espaldas hacia un

abismo envuelto en llamas queascendían desde las entrañas mismas delinfierno. Mientras caía al vacío, cadavez más y más profundo en dirección ala oscuridad total, vio a la Virgen Maríaque lo miraba desde las alturas con unrostro más resplandeciente que milsoles. Era la mujer más bella que habíavisto jamás. Un fuerte viento hizo volarpor los aires el pañuelo azul que cubríasus negros cabellos ondulados y sus ojosde color verde mar lo contemplaron conuna tristeza etérea mientras él seguíacayendo en el eterno vacío.

—Santa Madre… perdóname, porfavor… —se oyó el eco de su gritoretumbando por todo el universo en el

momento en que la oscuridad lo engullíapara siempre.

* * * Ricardo se despertó de un sobresalto

No estaba atrapado en las aguas de unlago en llamas, ni aplastado por lasgarras de un demonio, pero aun asíestaba en el infierno. Miró la lonadesgarrada del maldito pabellón demando que le indicaba que había vueltodel más allá al lugar más inhóspito delmundo de los vivos: la cruel costa deAcre.

Podía ver la luz del sol que incidíade pleno sobre el umbral de la entrada yse dio cuenta de que le hacía daño en losojos. El rey parpadeó y trató de ponersede pie pero sus débiles rodillas seresistieron obstinadamente. Buscó atientas con las manos sin saber muy bienqué bajo la manta de lana manchada desudor que lo cubría desde el cuello hastalos pies. Se sentía igual que un hombreal que han dado por muerto y que sedespierta en mitad del proceso deembalsamamiento. Se las ingenió paraincorporarse de cintura para arriba, perolo invadió una náusea repentina y apenashabía logrado inclinarse hacia un ladode la cama cuando estalló la explosión

de vómito que le subía desde elestómago.

Se diría que alertada por el sonidode las arcadas, una mujer joven vestidade azul oscuro se materializó a su lado.No sabía cómo se llamaba pero tenía laimpresión de haberla visto antes: loscabellos negros asomaban por debajodel fino pañuelo con que se los cubría ysus ojos color verde mar se clavaron enél llenos de preocupación, luego seinclinó hacia delante y ayudó almaltrecho monarca a echarse de nuevoen la cama al tiempo que se cuidaba deno pisar el desagradable charco devómito que había en el suelo.

—Con cuidado, majestad —le

aconsejó en un francés con acentoextraño—, todavía estáis muy débil.

Ricardo se quedó mirando a aquelángel azul, presa del desconcierto. Yluego se acordó… El sueño… Porque…había sido un sueño…

—¿Eres la Virgen? —su voz sonabaáspera, igual que la de un ancianoaquejado de una enfermedad degarganta.

La bella joven de pómulos marcadoslo miró sorprendida, como si pensaraque tal vez había oído mal y luegoRicardo vio que se ruborizaba.

—Un caballero no pregunta esascosas a una dama, señor.

Ricardo Corazón de León, rey de

Inglaterra y Francia, señor de la terceracruzada, se sintió como un completoidiota.

—No… quiero decir que… quiéneres.

La joven le acercó a los labios unacopa de plata con agua fría y la sujetómientras él bebía: el líquido le quemabala garganta y no podía dar más que unoscuantos sorbos seguidos.

—Una sanadora —le respondió ellacon aquel acento extraño.

Ricardo contempló las suavesfacciones y vio inteligencia y fuerza enlos ojos. Era casi una chiquilla, perohabía sabiduría en sus pupilas. Ytristeza.

—Te he visto en alguna parte —ledijo aun cuando las vividas imágenes desu pesadilla se iban desvaneciendo desu memoria en ese preciso instante.

—Lo dudo mucho, majestad —replicó ella suavemente.

El convaleciente rey sintió que lafuerza volvía a su cuerpo mientrascontemplaba el destello cristalino deaquellos ojos y también notó que unrubor que no era producto de la fiebre leteñía las mejillas.

—Tu belleza es tal que ni siquierarecuerdo no haberte conocido —no pudoevitar contestarle aunque le sonóridículo incluso mientras lo decía.

Tenía poca paciencia para la

mayoría de las mujeres y por lo generalconsideraba que andar prodigándose enpiropos destinados a halagar el corazónde las damas era rebajarse, pero en estecaso lo decía de verdad, no lograbaexplicarse por qué. El ángel azul echó lacabeza hacia atrás y se rió de buenagana: era un sonido maravilloso, comoel suave crepitar de las aguas de LesCascades du Hérisson, las cascadas quetanto lo habían fascinado de niño.

—Desde luego se ve que ya os sentísmucho mejor —bromeó por fin ella,todavía con una sonrisa divertida en loslabios que atravesó el corazón deRicardo.

30

EL cálido sol de la tarde habíadesaparecido bajo el mar y estabacayendo la noche. Hacía varios días queel joven rey se había despertado, ya eracapaz de sentarse en la cama y losmúsculos de su cintura y sus muslos ibanrecobrando fuerza. Contempló conexpresión ausente a Maimónidesacercándose hacia su cama con uncuenco de caldo humeante que, inclusode lejos, apestaba a vinagre y alcanfor, yse esforzó por contener una arcada.

Ricardo se había ido enterando a lo

largo de los últimos días de lo ocurrido.William había conseguido convencer aldoctor de barba canosa (y su bellasobrina) para que vinieran en su ayudacuando su alma ya se disponía a levantarel vuelo alejándose para siempre de estemundo y sus tribulaciones. El hombreque le había salvado la vida no era unaliado sino un asesino de Cristo alservicio de su peor enemigo. Se habríareído amargamente de la ironía del casopero se contuvo para no provocarse otroataque de tos.

Hasta entonces apenas le habíadirigido la palabra al rabino en cuyasmanos había estado su vida, pero se diocuenta de que como mínimo le debía

alguna muestra de gratitud. Maimónidesacababa de dejar el cuenco sobre unpedestal de roble que había junto a lacama y estaba girando sobre sus talonespara marcharse cuando Ricardo leagarró el borde del desgastado mantogris con una mano todavía débil.

El rabino se volvió para mirarlopero antes de que el rey pudiera decirlenada aparecieron un par de visitantes enel umbral de la tienda: un Williamexultante cuyos labios esbozaban unaamplia sonrisa que parecía fuera delugar en sus por lo general estoicasfacciones; y junto a él estaba Conrado alque, sin lugar a dudas, la milagrosahuida de las garras de la muerte de su

adversario no le provocaba el mismoentusiasmo.

—Os estáis recuperando muydeprisa, mi señor, en verdad es unverdadero milagro de Dios —comentósu leal caballero.

Ricardo le dedicó una leve sonrisa yluego se volvió hacia el anciano judíoque seguía de pie a su lado.

—Mi súbdito me ha informado deque te debo la vida —afirmó con vozforzada pero mucho menos ronca que losprimeros días.

—No a mí sino a mi señor Saladino,que es un hombre de honor incluso paracon sus enemigos —le respondió eldoctor.

Los ojos de Conrado lanzaron undestello.

—Cuidado, majestad —le advirtióal monarca en un tono que recordabaterriblemente al silbido de una serpientea punto de atacar—, parecería que consus palabras almibaradas el judío sepropone mermar vuestra determinaciónde presentar batalla a los infieles.

William se cambió de sitio parainterponerse entre el señor deMonferrato y el doctor.

—Discúlpalo, rabino —dijo elcaballero—, hablas de honor, unconcepto totalmente extraño a lordConrado.

El rostro del aludido adquirió una

expresión letal, pero Ricardo alzó unamano a modo de advertencia; el nobleparecía un perro rabioso sujeto a duraspenas por una endeble cadena.

—Estoy en deuda con tu señor,desde luego —admitió el monarca—.Dile que me mostraré misericordiosocon él cuando Jerusalén caiga, que se leperdonará la vida, aunque la haya devivir encadenado con grilletes de plata.

Maimónides permaneció allí de pie,muy derecho y con la cabeza alta, unapostura que debía de resultarleincómoda, habida cuenta de que con laedad había comenzado a encorvarse.

—Creo que preferiría morir.Conrado dejó escapar una risotada

desagradable.—En ese caso, estaré encantado de

hacer que su deseo se cumpla —intervino el señor de Monferrato.

La ira que provocaban en Williamlos continuos ataques de este a suhuésped iba claramente en aumento, yRicardo decidió cambiar de tema antesde que los dos caballeros se enzarzaranen una pelea. El joven rey dudó uninstante y luego, para gran sorpresa detodos, planteó una pregunta a la quellevaba un rato dándole vueltas en sucabeza:

—¿Dónde está lady Miriam?Maimónides cambió el peso de un

pie a otro un par de veces ocultando a

duras penas su nerviosismo.—Mi sobrina se ha ausentado para

atender a la llamada de la naturaleza —dijo algo azorado—. Los cuerpos de lasmujeres no están diseñados para losrigores del caluroso desierto.

Ricardo sonrió para sus adentros.Conque la llamada de la naturaleza, ¿eh?Podía ser. Pero confiaba en que lamuchacha estuviera haciendo algo biendistinto en ese momento, algo que loayudaría a que cambiaran las tornas enaquella guerra incluso antes de dispararla primera flecha.

Tras haber sido testigo en su visiónde un anticipo del infierno que seavecinaba, Ricardo Corazón de León se

iba a asegurar de que la destrucción quehabía presenciado no llegaría aproducirse, y la única manera degarantizarlo era derrotar a Saladinoantes de que los ejércitos cruzadosasediaran Jerusalén.

Si había leído bien el alma de labella judía de ojos verdes durante losúltimos días y había colocado sus fichascorrectamente en el tablero de ajedrez,la muchacha estaba a punto de provocarsin quererlo la caída de su señor elsultán.

31

MIRIAM siguió al rudo soldadofrancés por entre el mar de tiendas dedesvaída lona a rayas rojas y refugiosaún más toscos hechos de pieles decamello y cabra sin curtir. Eradolorosamente consciente de lasmiradas de cientos de hombres que seclavaban en ella mientras avanzaba porel campamento pese a ir cubierta de piesa cabeza con el velo negro típico de lasbeduinas y una holgada túnica persaconocida con el nombre de burka y, poruna vez en su vida, agradeció

profundamente la protección que lebrindaban aquellas prendas. Elmalhumorado guardia que William habíanombrado su escolta personal tras eldesagradable incidente que habíamarcado su llegada hacía ya unos días,gruñó a los mirones por entre losmechones enmarañados de su barbacastaña; llevaba la espada desenfundaday en alto, preparada para asestar ungolpe a cualquier soldado que osarahacer un movimiento en falso impulsadopor la lujuria.

Pero nadie los molestó: se habíacorrido la voz de que la infiel habíaayudado a salvar la vida del reyRicardo, así que ningún hombre, por lo

menos ninguno de los que habían llegadoa Tierra Santa con el Corazón de León,se arriesgaría a sufrir el deshonor deponerle una mano encima.

Ya hacía un rato que el sol se habíaocultado tras las aguas por el oeste paracuando llegaron a su destino, una tiendamugrienta que hacía las veces de letrinaprincipal en el campamento. Estabahecha de tosca tela negra que sujetabauna precaria estructura de pesadostroncos por los que reptaban todo tipode insectos repugnantes. Mientrasesperaba fuera a que su acompañanteasomase la cabeza al interior paracerciorarse de que no había dentroningún soldado dedicado a los asuntos

propios del lugar, Miriam deslizó lamano derecha por debajo del velo parataparse la nariz con los dedos en unintento de percibir lo menos posibleaquel olor inmundo que manaba de losnumerosos pozos excavados bajo latienda.

Aprovechando que el guardia estabadistraído, desvió la mirada hacia laslonas de rayas azules de un pabellónsituado a poca distancia que la brisa delmar mecía con movimientos lánguidos.No había ningún guardia a la entrada ytampoco se veía ni rastro alguno desoldados en las inmediaciones. Suescolta francés no lo sabía, pero aquelpequeño pabellón era el verdadero

destino de la muchacha esa tarde.El soldado había concluido su

inspección y asomó la cabeza desde laentrada del pabellón de las letrinas parallamarla. Verdaderamente daba laimpresión de que los repulsivos oloresque impregnaban el lugar no afectaran lomás mínimo a aquel hombre, tal vezporque su coraza empapada de sudorañejo despedía un hedor que no distabagran cosa del de aquella inmensa cloaca.

—Date prisa, judía —gruñó—,vacía tu vientre y luego sal enseguida.

El guardia se apostó fuera,firmemente plantado justo delante de laentrada con las piernas separadas paramayor estabilidad y el arma en alto a fin

de repeler a cualquier intruso. Miriamasintió con la cabeza y entró cerrando lacortina que hacía las veces de puerta asus espaldas, una innovación introducidaapresuradamente en su honor ainstancias de un William bastanteapurado y deseoso de proporcionarletoda la intimidad posible en laspresentes circunstancias, pero que esanoche serviría para otro propósito.

El interior de la tienda estabaprácticamente a oscuras, con tan sóloalgunos tenues haces de luz de lunacolándose por unos finos desgarronesque había en el techo, apenas lo justopara distinguir la hilera de pozos quehabían sido excavados en la tierra con

objeto de hacer las veces de depósito delos desechos corporales de lossoldados. Miriam se levantó los ropajeshasta media pierna y fue avanzando congran cautela para no meter el pie enninguno de los agujeros repartidos porel suelo; se oían crujidos y chasquidosprocedentes de algunos de ellos, sinduda producidos por las cucarachas,escarabajos y otros animalejos que losinfestaban.

A pesar de ir con mucho cuidado,una de las sandalias de suela de maderase le hundió en una pila de excrementoque por culpa de la escasa puntería dealgún soldado borracho había ido a caeren el espacio entre dos de los pozos

destinados a tal efecto. Se mordió lalengua y contuvo un escalofrío de ascomientras se apresuraba a retirar el piepara limpiárselo restregándolo por latierra seca con la esperanza de por lomenos poder quitarse la mayor parte delas heces de entre los dedos.

Al otro lado del apestoso pabellónencontró lo que andaba buscando: unpequeño desgarrón en la lona de latienda que ella misma había hecho lanoche anterior con sus largas uñas;agrandó la abertura con los dedos hastaque tuvo tamaño suficiente para poderasomar la cabeza por ella y mirar a sualrededor. No se veía un alma.

Era justo lo que esperaba. En los

últimos días, Miriam había estadoobservando los movimientos delcampamento con suma atención y sehabía dado cuenta de que loscomandantes imponían un horarioriguroso conforme al cual, media horadespués de la caída del sol, lossoldados se reunían en el centro de laplaya alrededor de grandes hogueraspara comer, contarse las penas y cantarcanciones sobre gloriosas batallaspasadas y futuras conquistas en la guerracontra los malvados sarracenos, y ya seoía a lo lejos el eco de miles de vocesascendiendo desde la orilla de la playahacia la falda de las colinas junto a lasque estaba la letrina. Era el momentoque había estado esperando.

Aspirando hondo al tiempo quemovía los labios en una plegariasilenciosa dirigida a un Dios que noestaba segura de que fuera a escucharla,Miriam se arrodillo para deslizarse agatas por el orificio abierto en la lona.En cuanto estuvo fuera se puso de pie deun salto y miro rápidamente a derecha eizquierda poro no vio a nadie así que,con el corazón latiéndole desbocado,echó a correr en dirección al vecinopabellón solitario de rayas azules. Porel rabillo del ojo podía ver a suacompañante montando guardia a laentrada de las letrinas de espaldas a ellay cayó en la cuenta de que este podíagirar la cabeza en cualquier momento y

verla, con lo que se apresuró cuantopudo, a sabiendas de que lo másprobable era que no viviera lo suficientecomo para relatar ninguna de laselaboradas historias que habíapreparado como excusa a sucomportamiento si la descubríanandando por el campamento sola.

Observando atentamente se habíapercatado de que aquella tienda servíade lugar de reunión a los generales deRicardo y Conrado, había visto cómoentraban a reunirse en ella William yotros comandantes, por lo visto paradiscutir cuestiones de estrategia, yconfiaba en encontrar allí dentro algoque pudiera ayudar a la causa de su

pueblo.Cuando ya estaba cerca de la

pequeña entrada al pabellón se detuvoen seco al ver que había luz dentro, y almomento oyó algo que hizo que se lehelara la sangre: ¡voces que salían delinterior! Se puso lívida. Durante losúltimos días había constatado que latienda siempre estaba vacía a la hora dela cena porque los comandantes bajabana la playa a comer y departir con lastropas, pero por lo visto esa noche unoscuantos se habían quedado rezagados ytodavía seguían allí urdiendoestratagemas contra el sultanato.

Era como si se hubiera quedadoclavada en donde estaba, paralizada por

el miedo, incluso a pesar de que oía quelas voces se acercaban, incluso cuandola sombra de los soldados que estaban apunto de salir ya se adivinaba en elumbral de entrada, pero en ese instantesu instinto de conservación se despertóde pronto, igual que una mosca que logramilagrosamente despegarse de lapegajosa savia en que se le han hundidolas patas al posarse en el tronco de unárbol, y alcanzó a retroceder corriendo yesconderse a un lado de la tienda en elpreciso momento en que dos hombressalían de ella: a uno lo había visto yavarias veces, era un oficial de ciertorango de las tropas de Ricardo, un jovenrubio y barbilampiño con una narizprominente que dominaba sus

sonrosadas facciones; el otro tenía elrostro muy moreno tras años deexposición al sol y lucía un frondosobigote pelirrojo. Miriam se imaginó queese último era uno de los hombres deConrado y, a juzgar por el aspecto y elcolor de la tez, seguramente nativo dePalestina, un descendiente de losmalhechores que habían invadido supatria hacía un siglo.

Los dos caballeros iban discutiendoa voz en grito pero Miriam estabademasiado preocupada por evitar que ladescubrieran como para prestar lamenor atención a lo que decían: seinclinó hacia atrás pegando la espalda allateral de la tienda para esconderse,

plenamente consciente de que susropajes oscuros contrastaban de formaradical con el color claro de la lona, conlo que si miraban un poco más hacia laderecha la verían y seguramente laejecutarían en el acto por espía.

Por supuesto eso era precisamente loque se proponía ser, al menos en esemomento, pero se dio cuenta concreciente nerviosismo de que enrealidad el calificativo que mejor ladefinía era algo peor que el de novata enese juego: loca insensata se ajustabamás. Debía de haber leído demasiadoslibros de aventuras de los que comprabaen el mercado de El Cairo y, adiferencia de lo que pasaba en las

maravillosas historias sobre las hazañasde Alí Babá, en su caso no iba a venirningún ave mágica ni ningún leal genio aayudarla y su impetuoso comportamientoestaba a punto de costarle muy caro.

Y, sin embargo y sorprendentemente,los caballeros siguieron su camino,absortos en sus maquinaciones yestratagemas. Al cabo de un rato divisóel contorno de las dos siluetasdibujándose en el horizonte cuando seunieron a sus camaradas en la playa paradarse un atracón de carne impura dejabalí y otras repugnantes deliciastípicas de la cocina de los francos.Aliviada pero todavía consciente delpeligro que estaba corriendo y la

importancia de su misión, la muchachaposó la mirada más allá de la pequeñaexplanada donde se encontraba la tiendaa rayas en dirección a las letrinas queveía perfectamente a cincuenta codosescasos de distancia: el guardia seguíaen su sitio pero la joven sabía que leempezarían a sonar las tripas en cuantole llegara el aroma a carne asada y no lehabía parecido que el francés fuera unhombre particularmente paciente.

Miriam se deslizó hasta el interiordel pabellón solitario que, tal y comoparecía desde fuera, era pequeño y conpoco mobiliario; había una mesa decedro cercana a la entrada rodeada deunas cuantas sillas, algunas con las patas

rotas, y también un candil de aceitecolgado del techo con una cuerda atadaal mástil carcomido de la estructura quesostenía el centro de la tienda.

La muchacha se acercó lentamente ala mesa y de pronto se quedó inmóvil altiempo que los latidos del corazón se ledescontrolaban de nuevo pues,esparcidos por la superficie barnizadade la mesa, había toda una serie dedocumentos militares en varios idiomas:reconoció los que estaban en francés yen italiano, pero además había otros conuna escritura de trazos curvos que pensópodía ser una variación del griego quese hablaba en Bizancio. Sobre la mesatambién había extendido un pergamino

con un mapa de la zona donde sedistinguían las fronteras de Palestina,Siria y Egipto dibujadas con relativaprecisión y en el que había clavadasplumas de varios colores que se imaginódebían servir para marcar lasestimaciones de los cruzados sobre elnúmero de tropas con que contaba elenemigo en cada uno de esos lugares.

Miriam sintió en el pecho unapunzada de júbilo y pánicoentremezclados: en aquel lugar habíauna cantidad ingente de información,toda la cual podía proporcionar pistasclave a la hora de anticipar cuáles eranlos planes militares de los francos, peroella no era militar, no tenía ni idea de

cuáles eran los verdaderamente valiososde entre todos aquellos documentos y sele estaba acabando el tiempo.

Consciente de que ya había tentadomás que de sobra a la suerte, Miriamdecidió que agarraría algo, cualquiercosa que pudiera llevar de vuelta a losgenerales de Saladino y simplementeconfiaría en que tuviera algún valorestratégico. Sus ojos se posaron en unfajo de pergaminos en francés y sintióque el nerviosismo se transformaba enadmiración: no tuvo tiempo de leerdemasiado aunque una hojeada rápida lehabía bastado para enterarse de losuficiente.

Agarró los documentos, los enrollo y

se los escondió debajo del burka, luegose acerco cautelosamente a la entradapara cerciorarse de que no había nadiefuera: seguía sin haber ni rastro desoldados pero todavía veía en su puestoal escolta, que ahora ya caminaba arribay abajo delante de la letrina conimpaciencia creciente; en el momento enque le daba la espalda para cambiar dedirección, ella echó a correr de vuelta ala parte trasera de la tienda de lasletrinas y, mientras se apresuraba acubrir la distancia que la separaba deaquella colección de agujerosmalolientes que en esos momentos leparecían más acogedores que losjardines del paraíso, se dio cuenta deque iba sonriendo igual que una

colegiala alegre y despreocupada pordebajo del velo.

32

MAIMÓNIDES caminaba concuidado por la arena de la playa de Acrey, aunque iba tratando de evitar que se lemetiera por las sandalias de cuero, noestaba teniendo mucho éxito quedigamos; si hubiera sido más joven casini habría notado el roce de los granos dearena en las plantas de los pies, peroahora que se había hecho mayor, hastapequeñas molestias como esa podíanacabar provocándole un dolorinsoportable en los músculos de susagotadas piernas.

Al tiempo que hacía una mueca decreciente irritación dirigida a laimpertinente arena, alzó la visa paramirar a William que caminaba a su lado.A lo largo de los últimos días habíatenido oportunidad de conocer bastantebien al joven caballero y había llegado ala conclusión de que distaba mucho deser lo que cabía esperar en un guerreroenemigo: no pecaba de crueldad ni dearrogancia, parecía haber leído, eracapaz de citar de memoria la Biblia y aalgunos filósofos griegos…: ciertamentetoda una sorpresa si se tenía en cuentaque la mayoría de los soldados francosno sabían hablar bien ni su propialengua y mucho menos leer y escribir.

En William había encontrado undestello de esperanza para lacristiandad. Si se permitía que hombrescomo él, que valoraban el conocimientoy la paz entre las tribus de Abraham porencima de la conquista y el dominio,hablaran y llegaran con sus palabras alos corazones de sus hermanos, todavíahabía esperanza para el futuro deEuropa. Pero Maimónides tenía seriasdudas: los días de esplendor deOccidente habían pasado y no era deesperar que volvieran a surgir de suseno tenebroso hombres de la categoríade Sócrates o Aristóteles.

El rabino tropezó con una piedrecitademasiado grande para colarse por los

resquicios de sus sandalias y dio untraspié, pero el joven lo agarró delbrazo para evitar que cayera al suelo. Elanciano le sonrió en señal de gratitud yel joven asintió con la cabeza a modo derespuesta. No habían dicho gran cosamientras paseaban juntos camino de laplaya donde la reunión diaria a la horade la cena ya estaba en su apogeo. AMaimónides y Miriam no se les habíapermitido comer con los soldados (loque no les había supuesto precisamenteun trastorno) sino que habían tenido quehacerlo solos en la tenuementeiluminada —y bien custodiada— tiendaque hacía las veces de almacén y leshabía servido de aposento durante suestancia en el campamento franco. Pero

esa noche era la última que pasaríanentre los infieles y William se habíaofrecido caballerosamente a acompañaral rabino para que pudiera salir delhacinamiento de la tienda de lasprovisiones por un día y de pasoalejarse unas horas de la miradapenetrante de los hombres de Conradoque montaban guardia junto a esta día ynoche.

Y ahora en la playa, con la melodíadel rugir de las olas resonando en susoídos, el anciano doctor casi se sentíaen paz; lo que por supuesto era unespejismo: había logrado salvar la vidadel rey enemigo, pero a esas alturastambién se había dado cuenta de que

Ricardo se lo pagaría a hierro y fuego.Resultaba evidente que el jovenmonarca consideraba la completadestrucción de sus enemigos como laúnica manera de reparar el deshonor dela deuda que había contraído con él depor vida: era el coste del orgullo herido,por supuesto, lo que tampoco suponíauna gran sorpresa… El orgullo fue elprimer pecado y hasta las criaturascelestiales habían dado muestras de servulnerables a él cuando Lucifer se negóa reconocer la autoridad del Único DiosY el orgullo era también lo que habíadesencadenado el exilio de Adán,condenado a vagar por esta tierramaldita, este valle de lágrimas, un lugarde una belleza horripilante.

El orgullo estaba en la esencia delhombre, corría por sus venas con másfuerza que la sangre misma.

Maimónides se detuvo al mirar alfrente y ver a lo lejos al guardia al queWilliam había encomendado la tarea deescoltar a Miriam: el hombre depoblada barba castaña, presa de unamanifiesta irritación, se paseaba arriba yabajo por delante de la tienda de lonasnegras que el rabino sabía contenía lasletrinas. ¿Todavía seguía su sobrinadentro? Sintió que la aprensión leatenazaba el pecho: tal vez Miriam sehabía puesto enferma, podía habercontraído una de las muchasenfermedades que parecían aquejar

constantemente el sucio campamento.El noble caballero también vio al

hombre y echó a andar a paso vivo haciaél: el guardia, que todavía no habíareparado en que se acercaban William yMaimónides, acabó por perder lapaciencia y fue hasta la entrada de latienda con manifiestas intenciones demeter la cabeza por la cortina instaladapara preservar la intimidad de la joven yasomarse al interior para ver quépasaba.

—¡Ya llevas tiempo más quesuficiente ahí dentro, judía! —gruñó enel momento en que alargaba la manopara apartar la improvisada barrera.

Al ver aquello, el judío sintió que se

le llenaba el pecho de rabia yvergüenza, pues no quería ver a susobrina humillada por un brutomaloliente y al mismo tiempo sentía queno podía hacer nada por evitarlo. No lehizo falta porque William se acercó alguardia a grandes zancadas y lo detuvocon mano firme en el último minuto.

—¿Se puede saber qué crees queestás haciendo? —lo recriminó en untono frío y amenazante que no pasódesapercibido al sorprendido soldado.

—Mi señor, la judía se retrasa —respondió el hombre con voz temblorosa—, temía que estuviera tramando algo…

A una velocidad tan vertiginosa queni Maimónides fue capaz de anticiparlo,

el joven franco le dio a su subordinadouna sonora bofetada con la manoderecha que todavía llevaba enfundadaen una gruesa manopla de armadura.

—¿Mientras se agacha sobre unagujero? ¡Me das asco…!

El guardia tenía ahora una herida enel labio que le estaba empezando asangrar, pero no hizo ademán dedevolver el golpe.

—Mi señor…William agarró al atemorizado

escolta por la mugrienta túnica roja y leadvirtió:

—Una palabra más y te haré defecaren público delante de todo el ejército, ¡yahora largo!

El avergonzado soldado hizo unaprofunda reverencia dirigida a William—de hecho, estaba tan aturdido quehasta hizo una reverencia ante el rabinoolvidándose de que era un infiel y unenemigo—, y salió corriendo endirección a las hogueras donde con todaprobabilidad encontraría una compañíamás comprensiva.

El caballero lo observó mientras sealejaba al tiempo que sacudía la cabezalleno de frustración; luego se volvióhacia el anciano doctor que seguía a sulado.

—Mis más sinceras disculpas,rabino —dijo en voz baja—, meavergüenzo de llamar cristianos a

hombres como él.Maimónides miró fijamente a los

ojos grises del guerrero, en los quepodía ver una madurez y unaprofundidad de carácter muy superioresa las que correspondían a sus años, ydecidió que era un buen momento paraexplorar un enigma que lo preocupabadesde el momento en que habíaempezado a considerar a William comoun amigo más que un adversario: tal vezestando allí los dos solos, lejos de losoídos de sus compañeros, el caballerole respondería a la pregunta con elcorazón.

—¿Me permitiríais el atrevimientode haceros un pregunta personal, sir

William?El joven pareció sorprenderse, pero

tras mirar fijamente al rostro rebosantede bondad del doctor durante un ratodijo:

—Has salvado la vida de mi señor,pregunta lo que quieras.

—Sois un hombre decente. ¿Por quéparticipáis en esta guerra?

Era un pregunta simple, cierto, peroel anciano sabía que la respuestaseguramente era mucho más compleja delo que William podía llegar a expresaren el poco tiempo de que disponían.

El caballero se quedó de pie sindecir nada, muy erguido, mientras labrisa mecía suavemente sus cabellos

castaños, y luego de repente hundió loshombros como si llevara demasiadotiempo cargando sobre ellos un terriblepeso.

—¿Puedo hablarte en confianza,como corresponde entre hombres dehonor? —Maimónides asintió con lacabeza—. Esta guerra es inevitable —reconoció William con voz pesarosa—,pero mi responsabilidad es asegurarmede que mi gente permanece fiel a lomejor de las enseñanzas de Cristo,incluso en medio de un huracán desangre y muerte.

El rabino asintió dando a entenderque comprendía lo que le estabadiciendo, pues también había oído al

sultán dirigirse a sus tropas dándolesórdenes estrictas de respetar la shariaislámica antes de entrar en combate: elCorán prohibía matar a civiles, mujeres,niños y ancianos, así como destruir losárboles o envenenar los pozos; en elmomento en que el enemigo pronunciaral a shahada, el testimonio de fe —Lailaha illa Allah, Muhammad rasiliAllah (no hay dios sino Alá y Mahomaes su Enviado)—, el adversario seconvertía de forma automática al islam yya no se le podía matar. En la práctica lamayoría de aquellas normas se pasabanpor alto en el fragor de la batalla, peroMaimónides apreciaba en todo lo quevalía el hecho de que todavía quedaranhombres en el mundo que trataran de

frenar el horror de la guerra aplicandoprincipios morales, aunque era triste quetales normas tuvieran ni tan siquiera queexistir.

—Me entristece que se cause tantamuerte en nombre de Dios —musitó eldoctor.

Al ver que los ojos de Williamlanzaban un destello, por un momentocreyó que de algún modo lo habíaofendido. Pero el joven parecía másbien imbuido de una apasionadaconvicción y no del fuego de la ira.

—Esta contienda no tiene nada quever con Cristo ni con Alá —declaróalzando la voz como si estuvieraproclamando una dolo— rosa verdad

que ansiaba que el viento transportara alos cuatro confines del mundo—, ymucho con las riquezas y el poder, conuna civilización que en otro tiempo fueel centro del mundo y ahora se veempobrecida y relegada a un segundoplano.

Maimónides se quedó sorprendidode la profunda capacidad de percepciónque poseía el caballero, ya que se habíaimaginado que ningún franco, por muyculto y reflexivo que fuera, sería capazde admitir la vergonzante realidad quese escondía tras el conflicto disfrazadocon el sagrado estandarte de Cristo, ysintió pena por William. Debía deresultarle verdaderamente difícil

conocer la terrible verdad y, aun así,verse obligado por las exigencias delhonor a contribuir a un fin tan ruin ydespreciable.

—Debe de ser muy difícil para loshijos de los romanos ver cómo unoscamelleros dominan el mundo —comentó el rabino en tono comprensivoporque el caso era que sí, efectivamente,lo comprendía.

Él había crecido entre árabes, habíavivido siempre con ellos y había sidoaceptado en los círculos más cercanos alpoder musulmán como un aliado, peroaun con todo siempre sería un extraño:era un judío viviendo en Jerusalén comohuésped de otro pueblo, no como un

oriundo que volvía para colocar sutienda en los sagrados huertos de supadre Abraham. Contemplar lasgloriosas manifestaciones del podermusulmán, ya fuera en el majestuosopatio de los Leones en Granada, en losaltos minaretes de El Cairo o en laresplandeciente cúpula que se erigíasobre los cimientos del antiguo templode los judíos, siempre era paraMaimónides un recordatorio de suestatus de ciudadano de segundacategoría, de extranjero en un mundogobernado por hombres de otra tribu yun credo diferente.

Vivir permanentemente bajo lasombra del Profeta musulmán le había

enseñado a aceptar que los días delesplendor glorioso de la nación judíahacía mucho tiempo que habían quedadoatrás: su pueblo había gobernado en otrotiempo la tierra que pisaba en esosmomentos, desde el mar color esmeraldahasta las brillantes aguas del Jordán eincluso más allá. El reino de David —ydespués de Salomón— había sido unode los más fastuosos y poderosos detoda la Antigüedad y rivalizaba enesplendor con el de los sahs de Persia olos faraones de Egipto. Pero todo esohabía terminado y aquellos días novolverían jamás. Su pueblo se veríaobligado a vagar por el mundo hasta elfinal de los tiempos, y siempre seríanvistos como una nación errante,

despreciados y perseguidos por loscristianos de Occidente, despreciadospero tolerados —no sin ciertoresentimiento— en los dominios delislam.

Sí, sabía perfectamente lo que eravivir atrapado en los recuerdos de untiempo pasado marcado por grandesvictorias que henchían el corazón deorgullo y, aunque seguía odiando a losfrancos, entendía que aquella guerradespiadada surgía de la pérdida y lahumillación. Ciertamente, el orgullocorría por las venas de los hombrescomo un líquido espeso. Por las suyastambién.

—Tal vez llegará el día en que

Occidente vuelva a ser poderoso denuevo mientras que los árabes lucharánpor recuperar la gloria perdida —aventuró William.

Maimónides le sonrió: pese a sugran sabiduría, el joven caballero seguíasiendo un niño.

—Soñar no cuesta dinero, mi jovenamigo, siempre se puede soñar…

No, la era de la cristiandad habíatocado a su fin, igual que el esplendorpasado de los judíos hacía ya mucho quehabía quedado confinado a lospergaminos de la historia. El fuego delislam había surgido del desoladodesierto de Arabia igual que unatormenta de arena que había arrastrado a

su paso todo cuanto encontraba. Durantecasi seiscientos años, los hijos deIsmael habían sido imparables y seguíansin dar la menor muestra de haberperdido un ápice de esa increíbleenergía para la conquista y la expansión.Incluso ahora que se enfrentaban a unainvasión de los francos que amenazabael corazón mismo de su territorio, alfinal saldrían victoriosos, aunque a unaltísimo precio, de eso Maimónidesestaba seguro. Dios había prometido aIsmael que lo convertiría en una grannación junto con sus primos de la casade Israel y el Señor nunca había faltadoa Su palabra dada a los Hijos deAbraham.

La repentina aparición de Miriamemergiendo del interior de la tienda delas letrinas interrumpió las reflexionesdel rabino abruptamente. La joven mirósorprendida a los dos hombres pero selas arregló para esbozar una débilsonrisa.

—¡Ah! ¡Por fin apareces! —lasaludó su tío—. Estaba empezando apreocuparme.

Al observarla con más detenimientolo asaltó la preocupación porque se diocuenta de que estaba sudando mucho yrespiraba trabajosamente: tal vez al finaliba a resultar que, efectivamente, habíacontraído las fiebres… Tenía quellevársela de vuelta a sus aposentos y

examinarla con calma.Miriam por su parte soltó una

carcajada algo más aguda y estridente delo habitual en ella y explicó:

—¡No hay nada de qué preocuparse!No es más que un desagradable peroinofensivo caso de diarrea, tío —lotranquilizó al tiempo que hacía unamueca al ver la mirada encendida yavergonzada que el comentario habíaprovocado en el anciano, que estabapensando que la muchacha tenía queaprender lo que eran temas adecuadosde conversación en compañía decaballeros y lo que no.

Pero William sonrió y le dedicó a lajoven una reverencia en toda regla

inclinándose desde la cintura, como siestuviera recibiendo a una reina y no auna muchacha descarada con losmodales de un tratante de caballosbeduino.

—En ese caso, ya tenemos algo encomún, mi lady.

Maimónides vio como el rubor teñíaligeramente las mejillas de su sobrina ysintió que el corazón le daba un vuelcoal verla quedarse mirando a los ojos alextremadamente apuesto caballero, asíque la tomó de la mano para apartarlarápidamente de él y enfilar el sendero dearena que llevaba al campamentoprincipal.

A la mañana siguiente se marchaban

de aquel manicomio, gracias a Dios.

33

RICARDO ya había recuperado lasfuerzas lo suficiente como para caminar,aunque prefirió sentarse en el sillóndorado que habían descargadorecientemente de uno de sus buques demando atracados en el puerto de Acre.Acarició con la mano el terciopelo colorpúrpura, deleitándose lo indecible en eldelicioso tacto suave: era como si sussentidos estuvieran más alerta desde suregreso del reino tenebroso que bordeael más allá, o tal vez simplemente ahoraera más consciente de los pequeños

placeres de la vida tras haber estado tancerca de perderla. Un soldado con elrostro muy picado de viruela al que lefaltaba media nariz —recuerdo de unaherida de flecha— entró en la tiendaapenas amueblada y, haciendo unaprofunda reverencia ante el soberanoresucitado, le comunicó a su señor lanoticia que este llevaba toda la mañanaesperando.

—¿Ya se han marchado los judíos?—quiso saber el rey.

—Sí, majestad.Ricardo asintió con la cabeza

sintiendo que lo invadía una sensaciónde alivio porque había reparado en quela presencia del doctor y su espléndida

sobrina lo turbaba, aunque por motivosdistintos en cada caso. El rabinoconstituía un vergonzoso recordatorio desu humillante salvación a manos de losinfieles y por eso se alegraba deperderlo de vista. La joven era otrahistoria: algo en su presencia provocabaque el corazón le latiera más deprisa;desde luego que era atractiva, pero suinteligencia poco habitual, su lenguaafilada, eso era lo que verdaderamentelo intrigaba. En toda su vida nunca habíaconocido una mujer que parecieradejarse impresionar tan poco por loshombres. No, la verdad es que no estabasiendo exacto del todo; había conocido auna sola mujer que caminase con talconfianza y dignidad en presencia de los

hombres más poderosos: su madre,Leonor. En las raras ocasiones en quehabía pensado en el tema había llegadoa la conclusión de que el despreciogeneralizado que sentía por el sexocontrario lo había heredado de ella, queno tenía la menor paciencia para lasdebilidades y la frivolidad de suscongéneres. De hecho, lo que Ricardoamaba y admiraba de su madre eranprecisamente las cualidades que otrasmujeres temían desarrollar: fuerza,coraje, ingenio. Ningún hombre le habíapodido hacer sombra, ni siquiera suesposo. El rey Enrique la habíaderrotado y encarcelado, pero no habíapodido aplastar su espíritu indómito.

Ese mismo fuego era el que le habíasorprendido mucho encontrar en la jovenjudía; la había observado de cerca y enverdad lo fascinaba la rapidez de sumente y su ingenioso sentido del humor:le había parecido que era una de esaspocas mujeres a las que un hombrepuede hacerles el amor y luegopermanecer despierto a mi ladodebatiendo cuestiones de estado eintrigas palaciegas. Esas habían sido susreflexiones mientras la joven lo bañabacada noche, limpiando con un trapohúmedo su cuerpo cubierto en sudor ymugre mientras él permanecía tendido enel camastro, completamente desnudoexcepto por una tela cubriéndole la

entrepierna. Resultaba evidente que lamuchacha sabía que los hombres lasubestimaban por ser mujer y por causade su religión, pero Ricardo se habíadado cuenta de que, en vez de tomárselocomo un insulto, Miriam disfrutaba deaquel manto de percepción errónea quela cubría porque la hacía sentirsesuperior a los hombres que teníaalrededor, le permitía manipularlos ycontrolarlos sin que las marionetas seenteraran jamás de quién movía los hilosen realidad. En ese sentido se parecíamucho a Leonor, y en lo que Ricardohabía detectado la semejanza con mayorclaridad era en las sonrisas coquetas ylas palabras melosas con que conseguíaablandar incluso a los que odiaban a los

judíos con más virulencia de entre sustropas. Tanto si Saladino la habíaenviado con ese propósito en mentecomo si no, resultaba obvio que laayudante del médico se veía a sí mismaen el papel de espía improvisada ytrataría de llevar de vuelta a su señorinformación suficiente como paracambiar el desenlace de la guerra. Porsupuesto, no eran más que las fantasíasde una chiquilla, pero Ricardo habíadecidido aprovecharlas en su propiobeneficio.

—¿Y la muchacha? ¿Estás seguro deque tiene los documentos?

El guardia se puso muy derecho,como si lo ofendiera un tanto que se

cuestionara la veracidad de susinformes.

—Hemos hecho todo tal y comoordenasteis, sire.

Ricardo lanzó un suspiro. En ciertosentido, estaba encantado de que la bellajudía hubiera caído tan fácilmente en latrampa que le había tendido. Al darsecuenta de que la joven fingía noescuchar pero en realidad no se perdíadetalle cuando sus hombres venían acomentarle en voz baja cualquiercuestión de estrategia militar orelacionada con los planes para lainminente invasión militar, el rey habíadecidido comprobar si su intuición no loengañaba y había dado orden a los

guardias de que la llevaran a diariocerca de uno de los pabellones en losque solían reunirse sus comandantes y latentaran revelando en un supuestodescuido la suficiente información comopara dar a entender que en aquellatienda estaban guardados unosdocumentos clave en los que sedetallaban los planes de guerra. Tal ycomo había anticipado, a la joven lehabía faltado tiempo para colarse en elpabellón cuando nadie la veía y robarunos documentos falsos que él mismohabía ordenado que se dejaran a la vista,precisamente con ese propósito. Enresumidas cuentas, ahora la muchachaiba camino de vuelta hacia lamadriguera de su enemigo con unos

documentos que, si todo iba bien,engañarían a los sarracenos sobre cuáleseran las verdaderas intenciones deRicardo.

Todo había salido a las milmaravillas pero Miriam lo habíadecepcionado. Su madre no se habríadejado engañar tan fácilmente.

Los sentimientos encontrados debende haberse hecho patentes en su rostroporque el guardia arqueo una ceja:

—No parecéis satisfecho, mi señor.—Entiendo por qué Saladino la

usaría como espía —musitó, aunque noestaba convencido de que la jovencumpliera órdenes del sultán—, peroaun así esperaba más de él.

¿O era más bien que Ricardo habíaesperado más de ella? La mujer que lehabía salvado la vida, que había guiadosu alma de vuelta a este mundoarrebatándosela a la muerte de lasgarras, al final lo había utilizado ytraicionado en cuanto había tenido lamenor oportunidad; y pese a estarrodeado de treinta mil hombres leales,pensar en ello lo hacía sentirse muysolo.

El guardia lanzó una risotada.—Ciertamente Saladino es un

verdadero pagano, mi señor. Alguienque se sirve del ingenio de una mujerpara ganar una guerra es un hombre sinhonor.

Desde luego, pensó Ricardosintiéndose un tanto incómodo. Muycierto.

34

MIENTRAS esperaba en la antesala,Miriam bajó la vista hacia el suelo demármol negro decorado con intricadasformas geométricas pintadas en plata:estrellas de ocho puntas interconectadascon hexagramas y dodecaedros de cuyoscentros segmentados surgían dibujos deguirnaldas de flores de azahar y rosas.Los muros estaban cubiertos con bellostapices iraníes que mostraban escenasde la Shahnameh, el relato épico quenarraba la historia de los monarcaspersas en una combinación de leyenda,

mito y realidad que abarcaba mileniosde tradición oral. Tejidos con hilos devivos colores —escarlata, esmeralda ybermellón—, los tapices representabanescenas de caza en las que aparecían losgrandes reyes de la región, hombrescomo Ciro, Darío y Jerjes, que sentaronlas bases de una civilización que habíasobrevivido a las de los griegos y losfaraones. El noble guerrero Rustam alomos de su fiel corcel Rakush luchabacon un dragón de cuerpo escamadomientras que unas bellas doncellasderramaban lágrimas de oro hilado a suspies, agradeciéndole con gran fervor elhaberles salvado la vida.

En esos relatos, a las mujeres

siempre las rescataban unos hombresheroicos, valientes y audaces, pensóMiriam. Desde que era una niña, habíaquerido darles la vuelta y confeccionaruna historia en la que las doncellassalvaban a los insensatos guerreros desus propias locuras autodestructivas. Talvez era eso lo que la había hecho ponersu vida en considerable peligro yconseguir lo que ninguno de losaltamente entrenados espías del sultánhabía logrado: robar los planes deguerra de Ricardo delante de suspropias narices.

Había escondido los pergaminoscuidadosamente en su pecho durantetodo el viaje de vuelta a Jerusalem

William los había acompañadosolamente hasta las colinas querodeaban Acre, donde se reunieron conTaqi al Din y los guardias de honor deSaladino para que los acompañaran devuelta a casa. El caballero franco sehabía mostrado educado y gentil conMiriam y su tío hasta el final, y el hechoes que Miriam había sentido unapunzada de tristeza al despedirse de él.

William suponía una prueba vivientede que no todos los francos eran unosmonstruos, por más que la experienciadel campamento hubiera confirmado quela mayoría sí hacían honor al apelativo.Mientras iba meditando sobre la posibleevolución de la inminente guerra tuvo el

desagradable presentimiento de que susesfuerzos subrepticios para ayudar alsultán podrían acabar siendo losresponsables de la muerte del joven enúltima instancia: derrotar a los francoshabía sido uno de los principalesmotivos por el que su corazón seguíalatiendo pero, ahora que el enemigotenía por lo menos un rostro humano, lasorprendió la oleada de pesar que lahabía invadido al observar al apuestojoven de ojos tristes emprendiendocamino de vuelta hacia el campamento.No obstante, se había obligado adesterrar las dudas de su mente. Williamhabía elegido luchar del lado del mal yla suerte que corriera sería el resultadode sus propias decisiones.

Durante el largo viaje de vuelta,Miriam estuvo muy callada para lo queera habitual en ella. Incluso cuando sutío le había comentado sus impresionessobre el poder militar de los francos ylas posibilidades que tenían estos delanzar un ataque sostenido desde Acre,se había limitado a escucharguardándose su propia opinión. AMaimónides lo desconcertó muchoaquella actitud distante y se pasó todo eltrayecto tocándole la frente a cada ratoen busca de los primeros síntomas de lasfiebres, porque a su sobrina le encantabalos debates acerca de política yestrategia militar, sobre todo lo que sesuponía que no debía interesarle a una

joven, y en cambio ahora que le estabahablando precisamente de eso, ellaparecía no tener el menor interés.

La muchacha no le contó al rabino susecreto hasta que no se encontraban yadentro de las murallas de Jerusalén.Maimónides estaba a punto de enviarladirectamente a casa a reunirse con unaRebeca que los esperaba conimpaciencia, aliviada desde que le habíallegado noticia de que emprendían viajede vuelta, cuando le confesó a su tío loque había hecho. En un primer momentoél no pareció comprender lo que leestaba diciendo, pero cuando le mostrólos documentos que llevaba escondidosentre los pliegues de la túnica de lana

azul vio que el rostro del ancianopalidecía al instante.

Sin saber muy bien qué hacer, elrabino le había entregado losdocumentos a Taqi al Din con aire untanto aturdido cuando ya habían llegadofrente a los muros del palacio deSaladino. El joven comandante habíaleído por encima su contenido con unaexpresión de total sorpresa ydesconcierto en la cara, luego habíaalzado la vista hacia Miriam paracontemplarla con una mezcla deincredulidad y reverencia, y por fin, y enmedio de grandes protestas del rabino,el sobrino de Saladino había ordenadoque condujeran a Miriam —y sólo a

Miriam— a la antesala de losembajadores mientras él se reuníaprimero con el sultán para darle enpersona de tan sorprendente noticia.

Los omnipresentes guardias egipcioshabían llevado a Miriam hasta aquellaestancia y la dejaron allí cerrando lapuerta ominosamente a sus espaldas alsalir. Y ahora, al cabo de una hora dediligente espera, la joven estabaempezando a sentirse como unaprisionera más que como la nuevaheroína del reino. Se le pasaron por lacabeza todo tipo de oscurospensamientos: tal vez había avergonzadotanto a los hombres de la corte con suaudaz labor de espionaje que ahora se

proponían retenerla allí para evitar unescándalo; o quizás había cometido elimperdonable error de violar algúnartículo poco conocido del códigomilitar de los musulmanes que prohibíaespiar al enemigo durante una tregua y alsultán no le quedaría más remedio quecastigarla por haber mancillado sureputación de hombre honesto.

Miriam oyó el repiqueteo delcandado y el corazón le dio un vuelco,pero al alzar la vista se sorprendió dever a Saladino en persona en el umbralde la puerta.

La muchacha estuvo a punto de dejarescapar un grito ahogado, pues el sultántenía un aspecto muy diferente al de la

última vez que lo había visto muchosmeses atrás en el sombreado jardín a lasafueras de Jerusalem parecía haberenvejecido casi una década; sus ojos,aquellos dos pozos profundos en los quehabía visto brillar el destello del deseoy la pasión, se le antojaban ahorainexpresivos y atribulados; y además ibaligeramente encorvado, como si cargaraun peso terrible sobre los hombros. Él lededicó una sonrisa, pero una llena detristeza y agotamiento, y Miriam sepreguntó si habría dormido desde quelos barcos de Ricardo habían soltado elancla en la costa de Acre.

La joven reparó de pronto en que sehabía quedado mirando fijamente al

hombre más poderoso del reino, unatotal falta de respeto, y se apresuró aapartar la mirada y hacer una de suscaracterísticamente torpes reverencias.Saladino se acercó y, para gran sorpresade ella, le tomó la mano.

—Las noticias que has traído hansido una auténtica sorpresa —le dijo—,pero una de las más agradables que hetenido en mucho tiempo.

Saladino le apretaba los dedos confuerza, casi se diría que tenía miedo deque la muchacha fuera a evaporarse encualquier momento. Miriam alzó la vistay lo miró a los ojos, y percibió en latristeza que brotaba de ellos, en el tactode su mano, una profunda necesidad de

conectar con ella, con alguien, y depronto cayó en la cuenta de lo solo quedebe de sentirse en realidad un líder entiempos tumultuosos, por más que estérodeado de mucha gente.

—Sayidi… —balbució sin saber quédecir y sintiendo que la electricidadhabía vuelto a surgir entre ellos, pero seobligó a concentrarse y añadió—: Séque he actuado sin vuestroconsentimiento pero no podía dejarpasar la oportunidad.

Su señor le soltó la mano pero sindejar de mirarla ni un instante, se metióla suya en la túnica y saco un fajo depergaminos que Miriam reconocióinmediatamente como los documentos

con los planes secretos de guerra de losfrancos que ella misma había robado delcampamento de estos. Pero entonces,¿cuál sería la razón por la que el sultánrezumaba más vergüenza queentusiasmo? ¿Era porque había sido unasimple mujer, judía además, la que habíatenido el valor de hacer lo que ningunode sus brillantes y bien entrenadosespías había logrado? La ira que leprovocaba ese pensamiento hizo que sele tiñeran las mejillas de rojo e intentósostener la cabeza bien alta, condignidad. Saladino debería haber estadoorgulloso de que hubiese dado muestrasde tanto ingenio enfrentándose a unamuerte casi segura, así que ¿por quésentía que la miraba como si fuera una

chiquilla díscola a la que odiaba tenerque castigar?

—Estos documentos son bastanteextraordinarios —afirmó el sultánlentamente, como si estuvieraescogiendo las palabras con sumocuidado—. La información quecontienen sería de vital importancia parala defensa de Jerusalén… —Hizo unapausa. Miriam se sintió como un reo a laespera de que caiga el hacha delverdugo—, si no fueran una falsificacióntan burda.

La joven retrocedió un pasoinstintivamente, como si la hubieraabofeteado.

—No entiendo… —fue cuanto

alcanzó a decir, pues se le había hechoun nudo en el estómago y una oleada denáusea amenazaba con hacerla vomitar.

Él sonrió con aire atribulado, comodisculpándose.

—Supuestamente este documentocontiene información de vitalimportancia sobre la estrategia deRicardo para la conquista de Palestina—le explicó el sultán—, pero creo queen realidad dio órdenes de que lodejaran bien a la vista para que loencontraras.

—Eso es imposible —replicó ellacon tozudez, albergando todavía laesperanza de que por lo menos seconvencería a sí misma—, estaba

gravemente enfermo.—¿Tenía conocimiento de que

sabías de la existencia de ese pabellóndonde se reunían sus oficiales?

Miriam se obligó a recordar yfinalmente asintió con un débilmovimiento de la cabeza.

—Sus comandantes hablaron de élen mi presencia, siempre parecíanignorarme.

—Me temo que Ricardo sabía quepocos súbditos de su enemigo habríandejado pasar la oportunidad de robardocumentos secretos en esascircunstancias, así que se preparó paraesa eventualidad —le explicó Saladino.Luego hizo una pausa—. Yo habría

hecho lo mismo.La muchacha sintió el rubor

quemándole las mejillas al asimilar porfin la verdadera situación: durante todoese tiempo, había estado tratando al reyfranco como un jovenzuelo impetuoso eignorante, se había reído para susadentros de lo fácil que le habíaresultado manipularlo, pero en realidadera Ricardo el que movía los hilos.

Saladino la miró a los ojos denuevo: en vez de burlarse de susdelirantes intrigas fallidas, parecía llenode admiración, y de sorpresa también.

—No te preocupes —la tranquilizó—, mis generales estudiarán estosdocumentos con detenimiento para

confirmar mis sospechas y tal vezseamos capaces de deducir lasverdaderas intenciones del Corazón deLeón guiándonos por sus mentiras.

—Me siento como una estúpida —reconoció Miriam utilizando contra símisma su tono de voz más cortante ydesdeñoso, el que sólo utilizaba conaquellos por los que sentía verdaderodesprecio.

El sultán le tomó la mano de nuevo,con más suavidad esta vez, y la jovenvolvió a sentir aquella electricidadextraña reverberando en su corazón, lamaravillosa sensación intoxicante que lapresencia de aquel hombre parecíaprovocar siempre.

—Lo que has hecho requiere muchovalor, has arriesgado la vida por tusultán, pero ¿por qué?

Era una pregunta que ella misma sehabía hecho durante los últimos días,desde que habían abandonado elcampamento del enemigo, y no habíaencontrado la respuesta hasta esepreciso instante:

—Habéis sido bondadoso con mipueblo —respondió—, en cambio temoque si los francos vencen nos matarán atodos igual que hicieron susantepasados.

Los labios de Saladino se curvaronesbozando una sonrisa llena dedeterminación. El frío fuego

característico de su mirada volvía aresplandecer en sus ojos.

—No permitiré que eso pase. Lasuerte de los Hijos de Abraham enPalestina está irremisiblemente unida,Miriam, para siempre —replicó elsoberano al tiempo que se le acercaba.

La muchacha trató de impedir que lacreciente tensión que había entre ellosnublara su pensamiento pero le estabaresultando un reto muy difícil.

—Sólo espero que cuando losfrancos caigan derrotados nuestrospueblos no se vuelvan el uno contra elotro en busca de un nuevo enemigo…

Saladino sonrió, como si la vieracomo a una niña confesándole que tiene

miedo a que el sol no salga a la mañanasiguiente. Los árabes y los judíos habíansido como hermanos desde hacía casiquinientos años, habían colaboradoincansablemente para expandir lainfluencia de la civilización del califatoy derrotar a las ignorantes hordaseuropeas. ¿Cómo iba a ser jamás de otromodo?

—No puedo imaginar que eso lleguea ocurrir jamás —sentenció el sultán queahora estaba aún mucho más cerca, tantoque Miriam podía sentir su abrasadoraliento sobre los labios y el cosquilleode anticipación que los recorría.

—¿Así que no creéis que estoy locadespués de mi torpe intento de

convertirme en espía? —murmurótratando de resistirse pero sintiendo queel cuerpo de Saladino la atraía con lafuerza implacable de un imán.

—¡Al contrario! No me cabe lamenor duda de que estás loca —lesusurró él con voz aterciopelada y casiinaudible—, pero el hecho es que yotambién he perdido el juicio.

Saladino la besó, y esta vez Miriamno opuso resistencia.

35

MIRIAM notó un escalofrío al sentirlas caricias de los labios de Saladinodescribiendo una senda sobre su cuello.Aquello no podía estar pasando —gritaba su mente—, pero su cuerpo noprestaba la menor atención. Todas lasdudas, todos los miedos se habíaevaporando en el momento en que laestrechó en sus brazos. Con el delicadoroce sedoso de los cojines de la camadel sultán recorriéndole sobre laespalda, sintió que se perdía en ese otroque todo lo abarca en que se había

convertido él.A Saladino le temblaban las manos

mientras le desataba las cintas de lacamisola interior de lino. Ella acariciócon la punta de un dedo la inmensacicatriz que atravesaba el pecho delsultán desde justo encima del corazónhasta prácticamente el ombligo y él seestremeció, como si la herida, que debíade ser de hacía ya unos cuantos años, sehubiera abierto de nuevo con el tactosedoso de aquellas manos.

No decían nada, daba la impresiónde que los dos supieran que las palabrasromperían el sueño en mil pedazos,destrozarían la ilusión de queciertamente estaban allí juntos. Los

únicos sonidos que salían de sus labioseran suspiros entrecortados y suavesgemidos, mientras sus cuerpos fluíanjuntos sin el menor esfuerzo.

Miriam hundió los dedos en losnegros cabellos rizados del sultánmientras él le besaba el cuello, luego laclavícula, después los peschos. Saladinose los acarició recorriendo los suavescontornos con una lentitud lánguida llenade delicadeza, le rozó los sonrosadospezones con los dedos y, cuando estosreaccionaron endureciéndose al instante,le sujetó los senos en la palma de susmanos.

La joven dejó escapar un gritoahogado cuando empezó a lamérselos,

describiendo húmedos círculos con lalengua sobre su carne y haciendo que unfuego abrasador le recorriera laespalda: se aferraba a ella igual que unniño de pecho en busca de un refugiocálido y Miriam le rodeó los hombroscon los brazos, apretándolo contra supecho mientras los ojos se le llenabande lágrimas. Podía sentir su necesidad,aquel terrible anhelo doliente, y deseabadesesperadamente satisfacerloentregándosele por completo: su cuerpo,su alma y lo que fuera que hubiesedespués.

Arqueó la espalda ofreciéndose a él,estaba atrapada bajo sus musculosaspiernas pero aun así se apretó contra

Saladino en un intento de acercarsetodavía más; ahora su cuerpo clamabatratando de expresar la intensidad conque lo deseaba y no pudo contener elgrito que escapó de su garganta cuandosintió el roce de su miembro en elinterior de los muslos.

Saladino la besó de nuevo, un besolargo y profundo; le acarició la caratrazando los contornos de sus pómuloscomo si fuera un ciego que la veía porprimera vez a través del tacto. Lasmanos de ella en cambio le recorrían laespalda y los muslos, rozaban de vez encuando una vieja herida de guerraprovocando que se pusiera tenso deinmediato durante un fugaz instante para

luego dejar escapar un suave gemido deexcitación.

Miriam le mordió suavemente ellabio inferior y sintió que el corazón deSaladino comenzaba a latir desbocado;sus senos se apretaban con tal fuerzacontra el pecho de su amante que ya nosabía dónde comenzaban los latidos deuno y terminaban los del otro.

Y entonces, cuando el ritmo al quese amaban alcanzó un clímax frenético,le rodeó las caderas con las piernasaprisionándolo contra las suyas. Él seincorporó un poco para penetrar en suinterior y en ese momento volvió a ser elguerrero poderoso, fuerte, imparable;Miriam gritó entre dientes cuando lo

sintió adentrándose en la humedadardiente del rincón más recóndito de sucarne y se aferró a él con desesperación,como si ya nunca fuera a dejarlomarchar.

Un fuego implacable se desató ensus corazones, que latían a un ritmofrenético; su sangre misma se convirtióen llamaradas gozosas que se deleitabanen aquella unión prohibida. Estabanjuntos, con los cuerpos entrelazados enmedio del vacío del que surgen elprincipio y el fin y donde yo y vospierden todo su sentido.

* * * Estaphan se encontraba de pie a la

puerta de los aposentos privados delsultán ocultos en las profundidades delpalacio y al cabo de un rato comenzó aalejarse de la puerta: ya había visto yoído bastante como para informar a suseñora. El eunuco llevaba los últimosmeses investigando con la mayordiscreción el asunto de la joven judía y,pese a que nunca había cruzado una solapalabra con ella, había acabado poradmirar su espíritu y coraje. La joven sehabía labrado en poco tiempo unareputación de mujer peligrosamenteastuta e independiente en la corte, pero

también rezumaba una amabilidad ycalidez genuinas que a Estaphan leparecían un refrescante cambio encomparación con su realidad cotidiana.

Se había alegrado de poder informara la sultana de que Saladino parecíaestar manteniendo las distancias yYasmin acabó por perder interés ante lafalta de novedades y se olvidó delasunto. Luego la muchacha habíaacompañado a su tío Maimónides alcampamento de los francos para atenderal moribundo rey de los infieles yEstaphan lo había lamentado de veras,pues estaba convencido de que lo másprobable era que Miriam no regresaracon vida.

Pero, no sólo había vuelto sana ysalva sino que por lo visto habíacausado una especie de conmoción enlas más altas esferas de poder de lacorte. Él había intentado descubrir lanaturaleza exacta de las actividades dela judía que tanto revuelo habíanprovocado, pero había cosas queescapaban a los oídos incluso de losespías mejor entrenados; fuera lo quefuese, la muchacha era objeto demurmullos de incrédula admiración enlos círculos más exclusivos de lanobleza.

Y entonces, Estaphan había visto alsultán saliendo de su estudio con ella yllevándola de la mano hacia una

escalera privada: el oscuro pasadizosecreto por el que había visto alejarse ala pareja no conducía más que a unlugar, sin guardias y cuya existenciaignoraba todo el mundo excepto unoscuantos conocedores de los secretosmejor guardados de palacio. Los habíaseguido en silencio, rezando para que seprodujera un milagro y no descubrir loque sabía que descubriría de formairremisible.

No tenía elección: debía informar ala sultana, cuya paranoia era tandelirante que sin duda tenía a espíasespiando a sus espías. Tarde otemprano, la verdad saldría a la luz y sila sultana no la oía primero de sus

labios, ella misma le cortaría la lenguacon un cuchillo con sus propias manos.

Estaphan lamentaba la tarea que sedisponía a llevar a cabo pero cumpliríacon su deber; y la encantadora Miriammoriría.

36

MIHRET observó cómo el rostro desu señora adquiría una tonalidad cercanaal carmesí al oír el informe queEstaphan estaban poniendo en suconocimiento entre balbuceos: eltembloroso eunuco entrelazaba en elrelato principal un sinfín de expresionesde disculpa que sólo estabanconsiguiendo enfurecer todavía más aYasmin, hasta tal punto que hubo unmomento en que la esclava creyó que suseñora iba a echar mano de una de lasmúltiples dagas que tenía escondidas

por sus aposentos y clavársela en elcorazón al infeliz castrado. Eso habríasido una pena —musitó para susadentros la nubia de negra tez— porque,a decir verdad, a lo largo de los años sehabía encariñado un tanto con elhombrecillo, que había demostrado seruna persona que sabía escuchar y unconfidente cuando había necesitadoalguien con quien sincerarse; y además,si se aburría del tacto suave yperfumado de su señora, el eunucoresultaba bastante hábil a la hora deproporcionarle placer, pese a sudesafortunada mutilación.

Pero Estaphan no perdió la vida esedía, aunque sólo fuera porque la urgente

necesidad de obtener más informaciónde la sultana había pesado más que suira ciega. Yasmin había ordenado alesclavo que investigara a fondo la vidade la judía: necesitaba saberlo todosobre ella si se proponía eliminar a sunueva rival de un modo que no levantarala menor sospecha y causase el máximosufrimiento posible.

Estaphan se apresuró a hacer unareverencia y abandonar a toda prisa losaposentos de su señora dejando aYasmin sola con Mihret. La sultanallevaba puesta una larga y vaporosatúnica que Saladino había importadorecientemente de China a través de suscontactos comerciales en Taskent:

estaba hecha de la más fina seda rojacon delicados brocados sobre la que sesuperponían varias capas de vivoscolores que envolvían suavemente elcuerpo de la sultana haciendo quepareciera un arco iris en movimiento. Alnotar cómo se marcaban las puntas delos tostados pezones de Yasmin a travésde la tela, Mihret se imagino que nollevaba nada debajo y, pese a lagravedad de la situación y eltempestuoso mal humor de su reina,sintió que se excitaba.

Claro que, si quería saciar esedeseo, primero tendría que apaciguar aYasmin: no demasiado ya que, porsupuesto, la ira lleva fácilmente a un

apasionamiento exquisito, pero sí losuficiente como para que la sultanabuscara el alivio de la tensiónacumulada que la concubina estaba másque dispuesta a proporcionarle.

—No es más que un caprichopasajero, mi señora —dijo Mihret convoz acaramelada—. Pronto lo tendréisde vuelta en vuestra cama.

Yasmin se volvió bruscamente altiempo que apretaba los puños; parecíaultrajada y avergonzada a la vez, unacombinación que la bella africana sabíade sobra que podía ser letal en su ama,así que decidió actuar con cautela.

—¡Me trae sin cuidado si no mevuelve a tocar en la vida! —Chilló la

sultana igual que una chiquilla petulanteque niega con vehemencia que el juguetefavorito que se le acaba de romper tengapara ella el más mínimo valor—. Suscaricias ya no me hacen sentir nada.

Mihret conocía suficientemente biena su amante como para saber que eso noera cierto pues, a pesar de que nodudaba que Yasmin disfrutase deldelicado placer del tacto femenino queella misma le había enseñado, laconcubina no se engañaba lo másmínimo sobre cuáles eran losverdaderos sentimientos que albergabael corazón de su señora.

Yasmin ben Nur al Din amaba aSaladin ben Ayub más que a nada en

este mundo, su alma se consumía poraquel hombre, cada momento que pasababajo la poderosa sombra del sultán lallenaba de gozo. Mihret sabía de sobraque, por muchas mentiras que se contaraa sí misma la orgullosa reina, caería derodillas a los pies de Saladino y losbañaría con sus propias lágrimas sicreyese que era el modo de resucitar lallama que en otro tiempo habíaconsumido los corazones de ambos. Laverdad era que la concubina sentía penapor su ama, ya que la sultana habíaperdido a su marido muchos años antesde los escarceos de este con la judía ocualquier otra de sus conquistas. Laprimera amante de Saladino siemprehabía sido Jerusalén y la yihad para

conquistar Ciudad Santa habíadespertado en él una sed implacable ypoderosa que jamás podría calmar lafuente de ningún amor humano.

—No creeréis que esa judía aspira aocupar vuestro lugar en el trono algúndía… —sugirió Mihret escogiendocuidadosamente su., palabras para dejarque Yasmin se engañase a sí mismaconcluyendo que la única amenaza quesuponía la muchacha para ella proveníade la proximidad al poder de aquellajoven presuntuosa.

La sultana se irguió y pareciócalmarse un poco: sin duda su mentehabía empezado a maquinar lo que habíaque hacer.

—Es astuta, como todo su pueblo —declaró con voz suave pero afilada ygélida como un témpano de hielo—,pero también una novata que no tiene lamenor oportunidad frente a unaverdadera maestra.

—¿Qué vais a hacer con ella? Si elsultán se enterase de que…

Yasmin arqueó una cejaperfectamente perfilada con gestodesafiante.

—¿Acaso me tomas por unacompleta estúpida? —susurró con tonoamenazador y silbante como el de unavíbora.

Mihret fingió estremecerseligeramente de miedo ante la explosión

que ella misma había provocado conperfecta meticulosidad. Luego la nubiahizo un mohín de pretendida aflicciónpor la ira de la sultana al tiempo queenrollaba y desenrollaba suavementecon el índice derecho un mechón díscolode los largos cabellos castaños deYasmin: una maniobra perfectamentecalculada y que sabía a ciencia ciertaque siempre despertaba el deseo en suseñora.

La sultana respiró hondo paracalmarse: con esa última explosión, porfin había conseguido llegar a un estadoen el que volvía a tener la ira bajo llavey controlada, igual que un toro en unestablo de acero. La esclava estaba

convencida de que ahora su reina podríaconcentrase en hacer lo que fueranecesario sin cometer excesos niincurrir en riesgos innecesarios. Misióncumplida, pensó al tiempo que sonreíapara sus adentros. Y además habíallegado el momento de recoger losbeneficios de su buena labor.

—Perdóname, lo siento mucho —musitó Yasmin al tiempo que tomabaentre las suyas una mano decorada conhenna de Mihret—, tú eres la únicapersona que me importa en este mundo.

La bella nubia se acercó a su señoray la besó en los labios suavemente.

—Y tú eres el centro de mi mundo.El rostro de Yasmin se tiñó de rojo,

no de ira hacia su marido sino de deseopor su esclava; la tomó de la mano y lallevó con ella hacia la cama dondepasarían una noche deliciosa, envueltasen las suaves caricias de sábanas deterciopelo y lenguas húmedas.

—Ven, no hablemos más de intrigaspalaciegas, hay luna llena y el cantardulce de las cigarras habla de amor —susurró la reina mientras se soltaba elfajín de la túnica para dejar a la vistaunos voluptuosos pechos que Mihretacarició suavemente con la palma de lasmanos, disfrutando del tacto de lospezones endureciéndose bajo el roce desus dedos.

37

RICARDO contempló el caos de labatalla desde su puesto de mandosituado en las colinas de los alrededoresde Acre. Una vez repuestocompletamente de las fiebres, el rey deInglaterra no había perdido un minuto enconcentrar a sus fuerzas junto con las delos francos nativos de Conrado, enlanzar una ofensiva en toda regla contrael enclave de los infieles en la ciudad.Tras numerosas conversaciones con losgenerales de Conrado para analizar losmotivos por los que sus intentos de

recuperar la ciudadela habían fracasadohasta la fecha, Ricardo consultó tambiéna William y su viejo aliado, el reyFelipe Augusto de Francia y laestrategia final resultante no sólo habíasido audaz, sino además novedosa, y portanto una incógnita en cuanto a sueficacia, que era precisamente por loque sorprendería a los complacientessarracenos con la guardia baja.

Por el momento estaba funcionando.Ricardo había ordenado la construcciónde toda una serie de artefactos ideadosespecíficamente para el asedio: ante lascontinuadas protestas de Conrado sobrecomo las torres de asedio tradicionalesno habían cosechado el menor éxito

frente a los imponentes murosfortificados de Acre, el rey se habíaconcentrado en desarrollar un variadoarsenal alternativo. Casi con totalseguridad, aquellos artefactos habríantenido muy poco impacto sobre lasbarreras defensivas de la ciudad si sehubieran utilizado independientemente,pero Ricardo confiaba en que todoscombinados resultarían letales. Suprincipal preocupación había sidodesarrollar una serie de inmensascatapultas conocidas como mangonelesfabricados con cuero y pieles sin curtir,que se usarían para golpearimplacablemente las gruesas puertas conrefuerzos de acero, lanzando contra lasmismas rocas casi tan altas como un

hombre. Sus soldados habían encontradogran cantidad de piedras enormes porlas colinas que hacían las veces defrontera de facto entre el campamentofranco y las posiciones del ejércitomusulmán y se habían organizadopartidas de entre treinta a cuarentahombres que trabajaron sin descansocargando las descomunales rocas encarros de madera y transportándolas porlos precarios senderos que bordeaba lascolinas hasta las catapultas yapreparadas en la falda de estas.

Mientras los voluminososproyectiles llovían sobre la murallaincansablemente, Ricardo había dadoorden de que se comenzara a excavar

varias trincheras que iban avanzandopoco a poco hacia la base de los murosfortificados de Acre. Los intentosanteriores de excavar por debajo de lamuralla habían fracasado debido a laavalancha constante de flechas querecibían desde lo alto a cualquiersoldado franco que se acercara losuficiente como para intentarlo, así queel Corazón de León dispuso que seconstruyera a las afueras delcampamento una especie de terraplénmóvil de tierra con un muro fortificadoen la parte delantera y rodeado de torrescirculares de piedra que servirían pararepeler los ataques lanzados por losarqueros árabes parapetados tras lasmurallas de la ciudad. El terraplén haría

las veces de escudo protector bajo elque los hombres podrían cavar una largatrinchera que iba acercándose cada vezmás a su destino. Cuando las flechasimpregnadas en nafta no lograrondetener el lento avance del terraplén, lossarracenos se habían visto obligados arevelar su arma secreta. Al quinto día deasedio habían contraatacado con unaterrible andanada de fuego griegodirigido contra los excavadores:larguísimas llamaradas similares alaliento de un dragón enfurecido habíansurgido de unos tubos de hierrocolocados en lo alto de las torresdefensivas, y los verdes campos querodeaban la ciudad costera habían

quedado reducidos a cenizas, las hilerasde olivos convertidas en ruinashumeantes. Aun así el terraplén habíasobrevivido al ataque y continuabaacercándose poco a poco a la ciudadcon la parsimonia letárgica de una arañaque sabe que su presa no tieneescapatoria.

El rey franco se alegraba de habersupuesto que los sarracenos tenían fuegogriego y reforzado las defensas de sushombres en consonancia; sus propiasexistencias del milagroso explosivobizantino eran limitadas y había elegidono hacer uso de ellas contra losimpenetrables muros, pero constatar queel enemigo poseía lo que parecía ser un

suministro infinito de la sustanciainflamable suponía un dato de crucialimportancia para sus estrategas, yademás hacía aún más importante lacaptura de la ciudad y sus arsenales. Eljoven monarca confiaba en que una partesignificativa de las existencias delenemigo sobreviviera al asedio parapoder utilizarlas más tarde en lasbatallas clave que sin duda seguirían unavez los cruzados hubieran penetrado enel corazón de Tierra Santa, algo queparecía cada vez más una realidadinexorable y no una mera fantasía deguerrero.

Ocupados ya de sobra en contener elcontumaz asalto de las catapultas y los

peligrosos avances de los excavadores,los defensores musulmanes seencontraron con que además tenían querepeler el ataque más tradicional de losescaladores ascendiendo por los muros,y los cruzados se habían servido detodos los medios a su alcance parahacerlo simultáneamente por todos losflancos, utilizando tanto las torres demadera como las escalas; algunos de lossoldados más valerosos incluso habíanintentado ascender por los muros consimples cuerdas, por más que eso loscolocara directamente en la línea de tirode las flechas y jabalinas que leslanzaban los sarracenos desde arriba.

La ofensiva conjunta estaba logrando

exactamente lo que Ricardo pretendía:confundir y agotar al adversario que,pese a poder ocuparse de cualquieraesas técnicas de asedio por separadocon relativa facilidad, estaba empezandoa desmoralizarse ante el ataqueconstante y se diría que indefinido de tandiversa e impredecible batería deamenazas.

C liando, al cabo de dos semanas deasedio, la trinchera llegaba ya a tan solounos cincuenta codos de la muralla deAcre, los sarracenos se dieron cuenta deque no tenían elección y tuvieron queabrir las puertas brevemente para quesalieran varios cientos de soldados acampo abierto con el objetivo de

eliminar a los excavadores antes de queestos alcanzaran los muros pero,anticipando la ofensiva, Ricardo habíaescondido a quinientos hombres dentrode la larga zanja ya excavada, con loque los atacantes musulmanes seencontraron con el recibimiento de unaexplosión de flechas de ballesta quesurgía de las entrañas mismas de latierra: muchos murieron sin ni tansiquiera llegar a ver el rostro de susadversarios.

Ahora que los musulmanes luchabancuerpo a cuerpo con sus hombres,Ricardo había enviado a William alcampo de batalla capitaneando uncontingente de sus mejores caballeros.

El familiar repiqueteo atronador deespada contra cimitarra había sido pocomenos que música en los oídos del rey,pues empezaba a cansarse del metódicoavance que sabía era de vitalimportancia para asegurarse el éxito delasedio, con lo que le había hervido lasangre de excitación al ver a susvalerosos soldados luchando hombre ahombre con los guerreros paganos.

Y ahora el monarca estaba de pie enla cima de la colina, presenciando elmomento inminente del triunfo. Lasprimeras escaramuzas habían acabadoen tablas pero se dio cuenta de que esoestaba a punto de cambiar porque, apesar de las repetidas cargas lanzadas

por los musulmanes contra el terraplénfuertemente protegido, los excavadoreshabían llegado por fin al muro y yaestaban destrozando pacientemente loscimientos, con lo que pronto lograríancausar daños suficientes como paraabrir una brecha por la que atravesarlo.

Obviamente, los musulmanestambién se habían dado cuenta y ahoraestaban lanzado su mayor ofensiva hastael momento: procedente del interior dela ciudad y los campamentosmusulmanes ubicados hacia el este,había surgido una fuerza de tres milsarracenos protegidos con gruesascorazas a la cabeza de los cualesavanzaban más de seiscientos hombres a

caballo; aquel enorme contingente, queademás había estado recibiendoconstantemente el refuerzo de batallonesllegados de Jerusalén, avanzaba por lallanura que se extendía a las afueras deAcre igual que una marabunta dehormigas enfurecidas aproximándose aun cadáver aún fresco. A la cabeza delejército musulmán se encontraba elsobrino de Saladino, Taqi al Din, uno delos infieles que habían ayudado aWilliam en su necesaria peroignominiosa misión para salvar la vidade Ricardo. El rey le había enviado unmensaje al joven a través de un heraldopara informarlo de que, en atención a lacaballerosidad que había demostrado alayudarlo, les perdonaría la vida a él y a

sus hombres si se rendía. El macilentoemisario regresó con la nota de Ricardoclavada en la mano con una daga.

El Corazón de León observaba ahoraal impetuoso sobrino desde su puesto demando en la cima de la colina: ciertoque el joven tocado con turbante rojo sinduda era valiente, aunque daba muestrasde cierta insensatez con su decisión departicipar directamente en la batalla, pormás que Ricardo comprendieraperfectamente sus motivos: el rey mismose había zambullido en el fragor delcombate cuando había sido necesariopara subir la moral de las tropas, porquehabía descubierto que los hombresestaban más dispuestos a morir por su

señor si este les demostraba estar éltambién dispuesto a morir por ellos. Sinlugar a dudas, la presencia de Taqi alDin en la explanada estaba teniendo undramático efecto entre las fuerzasmusulmanas. El joven general sarraceno,se diría que sin ni tan siquiera pensarlodos veces, se abalanzó directamentecontra los escudos de la infantería deRicardo cortando cabezas a diestro ysiniestro con su imponente espada curva,y aquel guerrero ataviado con túnicaroja cuyo filo parecía imparable ibasembrando el pánico por dondequieraque pasaba a lomos de su enorme corcelgris. Pese a que debería haber caídobajo la lluvia de flechas de ballesta quelo recibían, era como si una fuerza

invisible protegiera a Taqi al Din,aparentemente ajeno por completo a lassaetas y otros proyectiles que le llovíande todas las direcciones, y Ricardoreparó en que la supuesta invencibilidaddel guerrero estaba alimentando a partesiguales el coraje de los musulmanes y lacobardía de sus propios soldados. Eljoven rey franco sabía de sobra que losmitos son más poderosos que los hechosy no podía permitir que la leyenda delsobrino de Saladino creciera más aqueldía.

En el momento en que Ricardo seataba a la cintura el cinto de cuero de sudescomunal espada, William llegó algalope, con el rostro manchado de

sangre y cubierto de pies a cabeza delhollín que transportaban las negrasnubes que sobrevolaban a baja altura elcampo de batalla igual que una densaniebla.

—¿Están preparados tus caballeros?—preguntó el rey sin siquiera alzar lavista mientras se cubría cabeza y cuerpocon una pesada cota de malla.

William lo contempló mientrasRicardo se ataba las correas delresplandeciente peto, sin dudaadivinando cuáles eran sus intenciones.

—Llevan toda la vida esperandoeste momento.

De repente apareció Conrado alomos de un impoluto caballo blanco

que Ricardo supuso no había estadojamás en el campo de batalla, y decidióignorar a aquel pomposo noble que seempecinaba en aferrarse con uñas ydientes a sus delirantes pretensiones altrono.

—Cuando caiga Acre, contaremoscon una base de operaciones seguradesde la que lanzar la ofensiva final denuestra campaña —le comentó el rey aWilliam, que también daba la impresiónde estar ignorando al marqués deMonferrato.

—No será tan fácil —se oyó decirentre dientes a Conrado—, nosubestiméis la resistencia de lossarracenos.

Ricardo lanzó un suspiroobligándose a controlar sutemperamento pues, para bien o paramal, aquel caballero todavía contabacon la lealtad de las tropas nativas delos francos que suponían alrededor de lamitad del ejército combinado de loscruzados. Lo que más deseaba eraatravesar con su espada el corazón delfastidioso pretendiente allí mismo, perono quería tener que lidiar con lasconsecuencias de algo así, por lo menosno por el momento.

—Siempre estáis listo para laderrota, Conrado —se burló el jovenmonarca—. Apartaos y contempladcómo se comporta un Angevin en el

campo de batalla.Dicho lo cual fue hacia su caballo a

grandes zancada y se subió de un saltoen un único movimiento lleno de pericia;luego asintió con la cabeza dirigiendo elgesto a William, que se llevó unatrompeta a los labios a la que arrancó untoque estruendoso cuyo eco, pese alterrible clamor de la batalla que selibraba en la llanura a sus pies, retumbópor las colinas circundantes de igualmodo que se extendería por el campo debatalla cubierto de sangre y llegaríahasta lo más profundo de los corazonesde sus valerosos soldados, que sabríanque su rey estaría pronto luchando a sulado.

Al sonido de la trompeta siguióinmediatamente el rugido de cientos decascos de caballo cuando quinientos delos más valerosos caballeros al serviciodel señor de Chinon atravesaron el pasoque bajaba hacia el campamento comouna explosión para lanzarse colina abajoa la carga contra las hordas musulmanas.

Ciertamente era una estampaimpresionante: las poderosas monturascubiertas con petos de armaduraavanzaron como un tempestuoso ríohacia el corazón de la batalla,aplastando a su paso a cualquierhombre, amigo o enemigo, que seinterpusiera en su camino. Aquelloscaballeros sólo podían pensar en un

objetivo: enfrentarse a los legendariosjinetes de Taqi al Din y aplastarlos en elfango enviándolos a sus tumbas enpresencia de uno y otro ejército. Sudemoledor avance abriéndose paso entrecuerpos y armas fue recibido con terrory escenas de pánico y no tardó endesatar la ira de los jinetes tocados conturbantes. Las dos caballerías seencontraron en el centro del campo debatalla donde se desató una tormenta deagonía y muerte.

Mientras Ricardo observaba llenode orgullo la carga de sus hombres,Conrado no dejaba de gritar hecho unafuria:

—¡Esos son los mejores jinetes que

tenemos y acabáis de enviarlos a moriren la llanura igual que meros soldadosde infantería! —Su voz era cada vez másestridente a medida que el nerviosismose transformaba en histeria—. Si muerenmasacrados sufriremos una pérdida quepodría significar el final de la campaña.

—No deberíais subestimar a mishombres —lo atajó el Corazón de Leónentre dientes.

Y entonces ocurrió lo que llevabatiempo esperando: se oyó una terribleexplosión procedente de la base de lamuralla de Acre, donde los valientesexcavadores continuaban con susesfuerzos y claramente habían logradoperforar los cimientos sirviéndose del

suministro de fuego griego que llevabanpara hacer saltar por los aires un trozode muro. Y había funcionado pues, conun estruendo desolador, una parte de lamuralla se derrumbó enviando a losarqueros sarracenos que habíaapostados sobre ella a una muerte seguraal caer al vacío desde una altura decincuenta codos. La lluvia de pesadaspiedras —se diría que titánicas gotas—que se desató sobre los hombres queluchaban cuerpo a cuerpo en lasinmediaciones de los muros acabó conla vida de incontables enemigos ytambién con la de muchos hombres deRicardo, pero aun así era una pérdidaaceptable. Cuando se disipó la inmensanube de humo y polvo, el rey pudo

distinguir a un grupo de cruzadosfranqueando la brecha abierta parapenetrar en el perímetro amurallado dela ciudad.

Ricardo podría haberse quedado allícontemplando la que era ya una victoriainevitable, pero el fuego de la conquistaque corría por sus venas lo arrastraba ala acción. A lo lejos veía claramente aTaqi al Din que continuaba con su ahoradesesperada defensa de una ciudad apunto de ser capturada, negándose aretroceder, y no estaba dispuesto a queun infiel de elegante túnica roja lesuperara en coraje y audacia.

Se volvió para mirar a William conexpresión exultante: su amigo observaba

la destrucción que continuaba allá abajoa sus pies con un rostro imperturbableque no mostraba ni alegría ni pesar,ninguna pasión. Ricardo sabía que suleal caballero llevaba varios díasluchando con valor y sin descanso enprimera línea y no le pediría quearriesgara la vida de nuevo cuando yano era necesario al estar la victoriaestaba asegurada, pero sintió que sudeber era dejar que él mismo decidiera:

—¿Estás preparado para morir porDios? —le preguntó.

—Lo estoy —respondió Williamcon total tranquilidad.

—En ese caso, enseñemos a esossarracenos lo que es el valor de reyes.

Conrado siguió con la mirada a losdos comandantes mientras emprendían elgalope colina abajo, alejándose de laseguridad del puesto de mando paraentrar de lleno en el corazón de labatalla.

—¿Pero adonde vais? —les gritóestupefacto—. ¡Esto es una locura!

Desde luego que era una locura, y elimpetuoso estaba disfrutando cadamomento: se abalanzó contra la mareade infieles como un halcóndescendiendo sobre una presa, y elresplandeciente filo de su espada quedócubierto en sangre enemiga al momento.A su alrededor todo eran hombres queluchaban con coraje enfrenándose a su

adversario en combate cuerpo a cuerpo,un torbellino de hachas, lanzas y dagas,incluso algunos de los combatientes másenloquecidos utilizaban las manos yhasta los dientes una vez habían sidocompletamente desarmados. Era unespectáculo primigenio y glorioso, yRicardo se sintió más vivo en elepicentro de aquella lucha sin cuartel ahierro y fuego de lo que se había sentidojamás sentado en el trono.

Enarboló la espada y comenzó aasestar golpes sintiendo que el filo sehundía en metal y carne y desgarraba lostendones del cuello de sus adversariosde piel morena para por fin rebanarlesla tráquea. El rey captó la mirada

aterrorizada de un enemigo antes de quesu cabeza separada en un instante deltorso desapareciera bajo los cascos deun caballo; de los restos del cuellocercenado del árabe brotó la sangrecomo si de un surtidor se tratara y unalluvia fina del cálido líquido cubrió aRicardo de pies a cabeza. Los soldadosmusulmanes lo vieron bañado en sangreenemiga y entrañas, con la furiadesbocada del instinto asesinoresplandeciendo en sus ojos, y trataronde escapar, pero fue inútil porque estabaposeído por una sed insaciable desangre que lo había convertido en unhuracán de muerte.

Quería encontrar a Taqi al Din y

enfrentarse a él en combate hombre ahombre, pero en medio de la oleada desoldados que lo rodeaba era imposiblelocalizar al guerrero de túnica carmesí.No importaba. Cada uno de los infielesde menor rango que enviara al infiernoese día soportaría igualmente todo elpeso de su furia y con eso se daba porsatisfecho.

Y entonces Ricardo oyó un grito enárabe que retumbó por todo el campo debatalla y no le hizo falta ningún traductorpara comprender que las tambaleantesfuerzas sarracenas se retiraban.

Los musulmanes sabían que Acreestaba perdida y no tenía el menorsentido sacrificar más hombres en la

defensa de una ciudad a esas alturasinfestada de soldados francos quehabían ido penetrando por la brecha dela muralla. El rey aún consiguió cortarunas cuantas cabezas y miembros más delos soldados que retrocedían antes deque el ejército entero de Taqi al Dinvolviera sobre sus pasos ascendiendo algalope por las mismas colinas por lasque habían descendido al iniciar elataque.

Vio a los caballeros de Williamlanzarse en pos del enemigo y se habríaunido a ellos con gusto, pero ahoranecesitaba que todos los hombres seconcentraran en asegurarse el control deAcre eliminando la resistencia que

pudieran encontrar tras sus muros, asíque le dijo a su fiel vasallo queordenara a los jinetes que dieran lavuelta en el preciso instante en que lepareció ver por el rabillo del ojo unúltimo destello de la brillante túnicaroja de Taqi al Din a lomos de sucaballo en la cima de una colina,contemplando, lleno de vergüenza yfuria, la pérdida de la ciudad. Y luego elsobrino de Saladino desapareció.

Ricardo se volvió hacia Acre, porfin derrotada. Durante dieciocho meses,sus predecesores habían sido incapacesde arrebatar a los invasores del desiertola verde ciudad costera que en otrotiempo había sido el orgullo de la

cristiandad, y él lo había logrado en tansólo unas pocas semanas.

Al posar la mirada en la columna dehumo que ascendía por detrás de losmuros ahora inservibles de la fortaleza,supo que arrebatar Jerusalén a Saladinosólo era cuestión de tiempo.

Empapado en la sangre de susadversarios, hizo girar a su caballo ycabalgó sobre montañas de cadáveres ycuerpos desmembrados en dirección alpuesto de mando ubicado sobre lascolinas occidentales. Desde allí podríaencargarse de coordinar la rendición dela ciudad, y además tenía que hablar consus generales sobre los recursos quehabría que dedicar para que la

ocupación fuera un éxito y seemprendieran los trabajos dereconstrucción de los maltrechos muros.Sus tropas ya no se verían obligadas aacampar en medio de la arena rodeadosde invasores musulmanes. Con la caídade Acre, Ricardo se había hecho con elcontrol de una nueva base deoperaciones bien abastecida desde laque convertiría la cruzada en una guerrade conquista que lo llevaríadirectamente al corazón de Tierra Santa.Hasta el mismo Saladino.

Cuando llegó al puesto de mandodonde lo recibieron los aplausos yvítores de sus generales y el leal reyFelipe Augusto, vio a un Conrado de

rostro macilento que contemplaba laciudad reconquistada con incredulidad.

—Permitid que os presente la ciudadde Acre, lord Conrado —proclamó sinhacer el menor esfuerzo por ocultar eltono burlón de su voz—, el primerdominio del nuevo reino de Jerusalén —añadió, por supuesto sin especificarquién sería el rey de los territoriosreconquistados.

38

AL Adil quería levantarse del asientoque ocupaba al lado de Saladino yarrancarle la cabeza al melifluoemisario con sus propias manos, perologró reprimirse pensando en laposibilidad de que su hermano pudieraofenderse si cometía semejante falta derespeto contra un visitante. Incluso siaquel hombre era un mentiroso.

Las palabras de Walter todavíasobrevolaban el salón del trono comouna nube. Nadie lo creía. Nadie queríacreerlo.

—Acre ha vuelto al seno de Cristo.Mi señor os ruega que os rindáis ahora yahorréis a la Ciudad Santa ulterioressufrimientos.

Saladino seguía mirando almensajero con aire de total perplejidad,como si continuara sin comprendercómo podía Walter atreverse a apareceren su presencia y tener la audacia depronunciar una mentira tan burda.Habían estado recibiendo informesregulares de Taqi al Din, que lideraba ladefensa de la ciudad, y en ellos no habíael menor indicio de que la situación enAcre hubiera empeorado de manerasustancial en los últimos días. Loscorreos mencionaban los renovados

esfuerzos de Ricardo en su asedio de laciudad, pero indicaban que loscomandantes musulmanes no veían enello nada más que las habitualesmolestias que conllevaba mantener a loscruzados acorralados contra el mar. Loshombres de Taqi al Din habíancontenido los ataques de los diez milhombres de Conrado durante dieciochomeses, ¿cómo podía este hombrecilloenclenque que servía de portavoz a losinfieles realmente esperar que el sultáncreyera que sus mejores guerreroshabían sufrido una derrota aplastante depronto?

Ante semejantes delirios, Al Adil nopudo aguantar más tiempo en silencio:

—Es imposible. El rey niño nopuede haber avanzado tan deprisa —declaró con rotundidad, como siesperara que la convicción de su vozharía que sus palabras fueran ciertas.

Walter Algernon sonrió, se diría queconmiserándose.

—Os aseguro que he visto con mispropios ojos la batalla.

Entonces se metió la mano entre losropajes y sacó un medallón de plata deltamaño aproximado de una mano con losdedos extendidos. Al Adil sintió que sele hacía un nudo en el estómago y lacabeza empezaba a darle vueltas almismo tiempo porque, incluso a ladistancia a la que estaba, reconoció el

amuleto.Un musculoso guardia le arrebató el

medallón de las manos al mensajero y selo llevó al sultán. Saladino lo examinócon detenimiento, como si buscara algúnindicio de que era una imitación: en unacara llevaba grabada un águila real, elsímbolo personal de Saladino, y en laotra una inscripción con unos versos delSanto Corán, los favoritos del soberano,proclamando que la morada de losjustos son «jardines por los que correnlos ríos». Al final alzó la cabeza paraafirmar con resignada aceptación:

—El sello de la ciudad. Así que esverdad…

Sus palabras desencadenaron un

estruendoso clamor de incredulidad,ultraje y desesperación. Al Adilobservaba a su hermano, quepermanecía sentado sin moverse,apretando el amuleto con fuerza en sumano derecha. Por una vez no hizo nadapara acallar el escándalo de la excitadamultitud sino que los dejó dar riendasuelta a su frustración y expresarcolectivamente todas las emociones queél no podía mostrar.

El gigante kurdo recordaba queSaladino en persona había ordenado quese acuñara aquel sello tras la caída deAcre durante los primeros tiempos de laconquista de Palestina. El sultán se lohabía entregado a su fiel enviado, el

general egipcio Karakush, a quien habíanombrado gobernador de la ciudad.Karakush había colgado el sellojustamente encima del trono en lamansión del gobernador situada en elcentro de la ciudad. Una ciudad queahora estaba en manos de los bárbaros.

Al Adil sintió que lo invadía una olade náusea al pensar en la segundatragedia que amenazaba a la corte: hacíadías que no había habido noticias deTaqi al Din y estaba empezando aparecer plausible que su heroico sobrinohubiera perecido protegiendo la ciudadjunto con la mayoría de sus hombres, losmejores jinetes del reino. El ejércitomusulmán había perdido a una de sus

figuras más respetadas y cientos de susmejores hombres. Aquello era un golpeletal para la moral de las tropas cuyasconsecuencias resultaba difícil calibrar.

Walter trató de retomar la palabrapero su voz se perdió en medio de lacacofonía de gritos que retumbaban portoda la sala, así que volvió a cerrar laboca y esperó pacientemente, como situviese todo el tiempo del mundo ahoraque habían conseguido atravesar laprimera línea defensiva de Palestina.Saladino lo observaba con los ojosentornados, como tratando de leer sulenguaje corporal, hasta que por finordenó a gritos a un sirviente queimpusiera orden. Tras varios golpes

contra el suelo de mármol del bastónque empuñaba el lacayo, por fin amainóel griterío que quedó reducido a unmurmullo lleno de amargura y el heraldopudo seguir hablando:

—Mi señor declara que no olvidarávuestra amabilidad al haber enviado avuestro médico personal en su ayuda —dijo Walter—. Cuando os rindáis, seréistratados con el debido respeto.

La atención de todos los presentesestaba puesta en el soberano. Ahora quehabía caído Acre, la amenaza paraJerusalén era inminente, todos en lacorte sabían que no era impensable que,dadas las circunstancias, su señor seaviniera a negociar los términos de una

rendición.Saladino se volvió para mirar a su

hermano y luego a la muchedumbre dedignatarios que llenaban la sala. Laexpresión de su rostro era impenetrable.Al Adil sabía que si el sultán estababuscando apoyos entre aquel séquito decobardes se llevaría una gran decepciónporque seguramente la mayoría estabanya planeando en sus cabezas la formamás rápida de huir a Damasco. Fue enese preciso instante cuando el fornidoguerrero se dio cuenta de lo solo quedebía sentirse su hermano en el cargoque ocupaba. Al Adil había visto cómoeste lograba unir bajo su mando a unmontón de chusma sin la menor

preparación y conducirlos a la victoriaen innumerables batallas, primero contrael califa de la casa de los fatimíes de ElCairo, y luego contra los en otro tiempoinvencibles francos de Jerusalén, y lohabía hecho sin ningún apoyo de losconspiradores profesionales que habíanabarrotado su corte después de lavictoria. Y ahora, ante la posibilidad deque se cambiaran las tornas, estosaliados oportunistas seguramente loabandonarían para preocuparseúnicamente de salvar sus propioscuellos. El monarca había emprendidoaquel viaje solo y volvía a estar soloahora que el viaje parecía tocar a su fin.

Pero si Saladino conocía en lo más

profundo de su corazón el alcance de suaislamiento, decidió no dar la menormuestra de ello: permaneció sentado ensu trono, tieso como un palo y con lamirada fija en el heraldo rebosante deconfiada altanería y, cuando por fintomó la palabra, su voz sonaba máscalmada y relajada de lo que nunca lahabía oído Al Adil, aunque intuía queaquella no era más que la quietud queprecede a la tormenta:

—Dile a tu rey que no descansaréhasta que no haya liberado para siemprea Palestina del flagelo de los francos.

En ese preciso instante, Al Adilsupo que su hermano lucharía hasta lamuerte para proteger la Ciudad Santa.

Aquellas palabras parecieron llegara los petrificados corazones de algunosde los nobles presentes queprorrumpieron en vítores y desafíoscontra el enemigo, pero la mayoríapermanecieron en silencio, obviamentedemasiado ocupados en calibrar si loque su sultán decía era plausible o si setrataba de una vana fantasía.

El heraldo, por su parte, parecíainmune a la letal mirada de Saladino.

—Mi señor os envía otro mensaje.El soberano alzó las manos hacia el

rostro juntando la punta de todos losdedos al tiempo que observabadetenidamente al emisario de tez pálida.

—Habla.

Hasta el poco perspicaz Al Adildetectó cierta sombra de duda en la vozde Walter cuando se dispuso areproducir ese segundo y final mensaje,pero el franco se aclaró la garganta ycontinuó diciendo:

—Nuestros soldados retienen comoinvitados a tres mil respetablesciudadanos de la ciudad de Acre.

Aquello era completamenteincreíble.

—Quieres decir como rehenes —lointerrumpió el gendarme kurdo con ungruñido sin importarle ya lo más mínimolo que dictaran la etiqueta y elprotocolo.

El heraldo lo ignoró y siguió

concentrado en el sultán, como siestuviera haciendo un rápido análisismental de la situación para decidir cuálera la mejor forma de continuarrelatando las delicadas noticias de lasque era portador.

—En tiempos de guerra, no resultafácil garantizar la seguridad y el confortde los invitados —prosiguió Walter contono suave, como si se disculpara por laveracidad comúnmente aceptada de suafirmación—. Nos encontramos en tierraextranjera y nuestros recursos sonlimitados.

¡Ah, así que ese era el tema! Al Adilpermitió que en su corazón penetrara unrayo de esperanza: si el alma del

Corazón de León estaba dominada por lacodicia y no por la fe, entonces se podíaencontrar el modo de tratar con él. Laperspectiva de una compensaciónsuficiente tal vez bastaría para evitaruna invasión sangrienta y destructiva.

Saladino parecía estar pensandoalgo parecido.

—Vuestro señor desea que se lepague un rescate, ¿cuál es la cantidad?

El heraldo sacó un pergamino quellevaba en el manto azul de diplomáticoy desenrolló lentamente el documentoque Al Adil se imaginó contenía lasinstrucciones escritas que le habíanentregado sobre las condiciones delacuerdo. El hombre, sin lugar a dudas,

conocía la cifra de memoria, pero leerlale daría la excusa perfecta para bajar lamirada y no tener que enfrentarse a ladel monarca musulmán cuandopronunciara la cantidad desorbitada.

—Cien mil besantes de oro.Si a Al Adil le quedaba la menor

duda de haber oído bien, esta se disipóinmediatamente al comprobar el tumultocolectivo de incredulidad queprovocaron las últimas palabras delmensajero. Hasta Saladino mismoparecía estupefacto.

—Parece ser que Ricardo hadecidido que, si no puede hacerse con elsultanato por la fuerza, va a intentar almenos arruinar sus arcas.

El heraldo esbozó una débil sonrisa,como queriendo indicar que él no eramás que un simple emisario.

—Mi señor os solicita que notardéis en concederle lo que os pide —se apresuró a seguir diciendo, de nuevocon la mirada fija en sus instruccionespara evitar la del sultán— pues, en elplazo de una semana, ya no podrá seguirgarantizando la seguridad de susinvitados.

Al Adil sintió que la furia seconvertía en ira ciega en su interior; sumano apretaba la empuñadura de laespada con todas sus fuerzas y tuvo quehacer acopio de hasta el último ápice deautocontrol para no decapitar allí mismo

al petulante emisario y enviarle sucabeza al malvado rey de Inglaterra, sinduda la respuesta más adecuada posiblepara su ignominioso mensaje.

Y, para gran su sorpresa, por unavez no era el único que daba riendasuelta a su cólera en público: por fin suhermano parecía haber decididodeshacerse de aquella actitudperfectamente calculada dedistanciamiento que había llegado aperfeccionar a lo largo de los numerososaños de relaciones diplomáticas, puesSaladino se levantó del trono con lospuños cerrados y se hizo el más absolutosilencio en la sala.

Cuando habló, el soberano cortés y

siempre en control de sus emocioneshabía desaparecido y en su vozatronadora retumbaba el ecoensordecedor de la sangre de guerrerokurdo que corría por sus venas.

—Tu rey es un hijo de puta comedorde cerdo —bramó—. Debería haberdejado que muriera.

Y, dicho eso, sin ni tan siquieramirar a los escandalizados cortesanos,el sultán se dio la vuelta y salió delsalón del trono a grandes zancadas.

39

MIRIAM observó cómo Saladinorecorría la habitación de un lado a otro,cabizbajo y completamente absorto ensus pensamientos. Un músculo de sumejilla izquierda tembló con un ligeroespasmo, como le ocurría siempre quetrataba de controlar el río de emocionessalvajes que inundaban su alma, y amedida que había ido teniendo queasumir la inexorable realidad cotidianade la guerra, aquel tic nervioso se habíahecho también más visible.

Estaban en sus aposentos privados,

ocultos en las profundidades delpalacio. No había ventanas y la únicaluz que los iluminaba esa nocheprocedía de la llama temblorosa de unasola vela.

La joven cada vez pasaba mástiempo con el sultán en aquellosaposentos, pero no de la manera quehabía imaginado. Sí, habían disfrutadode unas cuantas noches de amorapasionado desde aquel primerencuentro, pero se había encontrado conque su papel era más el de audienciacomprensiva que el de lujuriosa amante.La solía despertar en mitad de la nocheun repiqueteo en su ventana y cuando seasomaba siempre se trataba de Zahir, el

guardia kurdo al que el sultán habíaencomendado la tarea de escoltarla atodas partes desde su llegada aJerusalén. El inexperto joven cargabaahora sobre sus hombros laresponsabilidad de llevarladiscretamente hasta Saladino para susencuentros clandestinos. Saltaba a lavista que al joven aquel nuevo deber quese le había impuesto le resultabaaltamente desagradable y nunca venía abuscarla a la puerta de la casa sino queprefería tirar piedrecitas a la ventanapara anunciar su llegada. Miriam seponía una túnica a toda prisa y salía dela casa de puntillas, aunque sabía quesus tíos ya habían adivinado lo quepasaba. A decir verdad ni ella sabía por

qué seguía actuando con tantosecretismo, pero se imaginó que debíaser que todavía no se había deshecho deltodo del viejo sentido de la decenciaadquirido en El Cairo.

Maimónides y Rebeca nunca lehicieron el más mínimo comentariosobre sus escapadas nocturnas, aunqueestaba convencida de que a los dos losescandalizaba (y también aterrorizaba)su aventura con el sultán. Su tío le habíaaconsejado abiertamente que semantuviera bien alejada de la cama delsoberano durante los tiempos de losprimeros coqueteos, pero en cambioahora parecía haberse dado cuenta deque no podía hacer gran cosa para

detener a su testaruda sobrina una vezque los acontecimientos habían seguidosu curso. Y además, Miriam estabasegura de que el anciano rabino temíadesatar las iras del sultán si intervenía.Saber que el hombre al que quería comoa un padre vivía aterrorizado de aquelmodo del hombre en cuyos brazosdormía la perturbaba terriblemente, perono sabía qué hacer para remediarlo. Asíque había seguido fingiendo que nopasaba nada y que no había ninguna nubede terror e intrigas palaciegassobrevolando su casita del barrio judío.

En realidad también estaba asustada.Sabía que ya habían empezado a correrlos rumores, pese a la discreción

extrema de sus encuentros con elmonarca, y la idea de que su relaciónllegara a oídos de la impetuosa sultanala aterrorizaba. A lo largo del año quellevaba ya en Jerusalén, había oídocontar historias en la corte sobre ladespiadada crueldad de Yasmin paracon cualquiera que osara rivalizar conella por el corazón del sultán y, aunqueconfiaba en que todos aquellos rumoresno fueran más que cuentos producto dela imaginación de matronas aburridas,no la entusiasmaba precisamente la ideade tenerla como enemiga.

Por lo general, la amenaza de que surelación con Saladino se descubriera erala preocupación que proporcionaba el

telón de fondo a sus encuentros, pero esanoche la tragedia de Acre había hechoque cualquier otro pensamientoabandonara su cabeza al instante.Maimónides le había informado de laderrota de las tropas de Taqi al Din y laterrible situación en que se encontrabanlos rehenes. Le costaba trabajo creerque, tan sólo unas semanas atrás, sehubiera encontrado en el corazón delcampamento enemigo tratando dedevolver la salud y la vida a un hombreque ahora les correspondía a ella y a supueblo con guerra y terror.

Su señor no le había dirigido lapalabra desde que había llegado y loconocía lo suficiente como para no

interrumpirlo cuando estaba meditandosobre algo pero, aun con todo, aquelsilencio estaba empezando a resultarleopresivo, hasta podría decirse que leestaba atacando a los nervios. Sentadaen la silla de madera que había frente ala cama —que seguramentepermanecería intacta—, cambió depostura con aire nervioso. No le cabía lamenor duda de que esa noche Saladinola había llamado para hacer las veces deconsejera y confidente, no de amante.

El sultán dejó de pasear arriba yabajo y se la quedó mirando. De repentele pareció muy viejo y cansado, con losojos desprovistos de todo brillo.

—Esta noche he sabido la suerte que

ha corrido Taqi al Din —la informó élhablando muy lentamente.

Miriam se puso un tanto tensaporque sabía que el joven que la habíaescoltado hasta el campamento de losfrancos estaba más próximo al sultánque sus propios hijos y su muerte debíaser un golpe tan duro para él que noestaba segura de ser capaz de encontrarlas palabras de condolencia adecuadaspara intentar aliviar su dolor.

—Contádmelo —fue lo único que sele ocurrió.

Saladino a su vez parecía estarbuscando también la manera de decirlo,era como si todavía no pudiera creerque de repente su mundo hubiera dado

un vuelco tan repentino:—Sobrevivió a la caída de Acre

pero ha huido.Miriam estaba atónita.—No entiendo…—Taqi al Din se culpa a sí mismo

por la pérdida de la ciudad y la capturade los civiles —le explicó él con voz deprofunda amargura—. He recibidonoticias de que se ha marchado al nortecon los supervivientes de entre susjinetes, al Caucaso.

—¡Pero no os abandonaría, nocuando más lo necesitáis!

—La sangre de los Ayub corre porsus venas —siguió diciendo Saladino—,no podía soportar la vergüenza de

presentarse ante mí. Por lo visto misobrino considera que su deshonra es tangrande que debe viajar a la tierra de susantepasados a hacer penitencia ante sustumbas. Sólo me queda rezar para quesus espíritus le aconsejen que vuelva,porque en mi opinión no hay nada queperdonarle. Incluso si Jerusalén cayeramientras Taqi al Din estuviese deguardia, no dudaría en dar la vida por élsin pensarlo dos veces.

Miriam se había quedado sinpalabras. No sabía absolutamente nadade aquel extraño mundo de guerreros delas montañas con sus ininteligiblescódigos de honor. Así que, sintiéndosecompletamente incapaz de comprender

la deserción del general más importantedel ejército en el momento en que supresencia era más necesaria, trató dedesviar la conversación hacia elCorazón de León, cuya venalidad por lomenos sí era un concepto con el queestaba familiarizada.

—¿Y qué me decís del rey Ricardo?¿Vais a aceptar sus condiciones?

El sultán lanzó un suspiro.—No tengo mucha elección que

digamos. Tres mil vidas dependen deello.

—Pero cien mil bezantes… ¡Ni tansiquiera alcanzo a imaginar semejantecantidad!

Saladino se sentó al borde de la

cama pero no hizo la menor indicaciónde que quisiera que Miriam fuera asentarse a su lado.

—He enviado un mensaje al califade Bagdad solicitando tanto fondoscomo tropas, pero no me hago muchasilusiones…

Tenía todo el sentido del mundo quepidiera ayuda a su superior y la joven noentendía la razón de su pesimismo:Bagdad poseía un tesoro que hacía quelos de Siria y Egipto combinadosparecieran el exiguo jornal del máshumilde de los obreros y el califa era, almenos a efectos oficiales, el lídersupremo de todo el mundo musulmán,incluida Palestina. Miriam se imaginaba

que no dudaría en poner todos susrecursos a disposición del sultán paraproteger Tierra Santa, sobre todocuando había pasado tan poco tiempodesde su milagrosa liberación.

—Pero sin duda el Comandante delos Creyentes no os abandonará —dijotratando de imbuir esperanza al corazónde Saladino.

El se sujetó la cabeza entre lasmanos, como si fuera un hombre quelleva toda la vida corriendo por unasenda y al final del camino descubre queeste no llevaba a ninguna parte.

—El califa me desprecia más de loque odia a los francos —le respondió—,cree que soy una amenaza directa para

su gobierno.Por supuesto Miriam sabía que en

Bagdad se veía con nerviosismo elpoder y prestigio de que gozabaSaladino, pero nunca se habría podidoimaginar que las rivalidades mezquinasllegaran a ser un obstáculo queimpidiera la unidad frente a una amenazamucho mayor como era la invasión delos bárbaros.

—Pero no dejaría que Jerusaléncayera sólo para manteneros a vos araya —insistió, aunque sus palabrasestaban empezando a sonar vacías,incluso en sus propios oídos.

El sultán se pasó la mano por loscabellos y la joven reparó en varias

canas que no estaban ahí la semanaanterior.

—¿Alguna vez has visto un adicto alqat, Miriam?

Era una pregunta sorprendente, peroya se había acostumbrado al hecho deque Saladino a menudo hablabautilizando parábolas y metáforas cuandoconversaba en privado.

—Sí —respondió al tiempo que levenía a la cabeza un recuerdo de ese díaen el zoco, antes de encontrarse con éldisfrazado de leproso para cortejarla—,en el bazar. Son como mendigos con lamirada muerta.

El sultán asintió con la cabeza.—Una vez tuve que juzgar el caso de

una mujer que había matado a su propiohijo bajo los efectos del qat —le contócon voz temblorosa, como si el recuerdodel incidente todavía le provocara dolor—. El hijo había tratado de salvarladestruyendo todas las existencias dedroga que tenía la mujer en casa y ellalo degolló para vengarse.

—¡Dios mío! —exclamó Miriamgenuinamente aterrorizada.

Al ver que Saladino tenía los ojosbrillantes sintió que su propio cuerpo seestremecía: nunca había visto llorar a suseñor, que siempre controlabaperfectamente las emociones ya que eramuy consciente de la impresión quecausaba en otros y de la solemne

responsabilidad del cargo que ocupaba.Pero, evidentemente, losacontecimientos de los últimos días lohabían llevado a un punto de profundavulnerabilidad y la aterrorizaba sertestigo de ello.

Se puso de pie y fue a sentarse a sulado, lo abrazó dejando que apoyara lacabeza sobre su hombro igual que unniño que se ha caído y se ha hecho daño,y lo apretó contra su cuerpo, confiandoen que sus brazos le transmitieran lapoca fuerza que pudiese haber en ella.No quería verlo derrumbarse; no losoportaría. Si él no era capaz deaguantar los envites crueles de estemundo, ¿cómo iban a poder hacerlo los

demás?Saladino dejó de temblar poco a

poco mientras ella le acariciaba el pelo,y por fin pareció haber recobrado lacompostura. Luego alzó la vista haciaMiriam y su rostro ya no estaba crispadopor la emoción; las lágrimas que susojos amenazaban con derramar habíandesaparecido y volvía a resplandecer enellos el brillo característico de la calmadistante.

—El poder es como el qat, Miriam—le aclaró con el tono sereno que solíateñir su voz cuando adoptaba el papel demaestro—, una vez lo pruebas, siemprequieres más hasta que acaba pordominarte. Puedes llegar incluso a matar

a tus seres más queridos si se interponenen tu camino. Así es el califa.

Miriam le acarició la mejilla yreparó en que el temblor de esta habíadesaparecido también.

—Odio este mundo de hombres consus guerras y sus luchas por el poder —sentenció la muchacha y, por primeravez en mucho tiempo, se dibujó en elrostro de Saladino una sonrisa queparecía genuina.

—¡Estás empezando a sonar igualque la sultana! —bromeó—, aunquesospecho que en su caso el motivo deque no le gusten los hombres es biendistinto…

Y entonces, para la más absoluta

sorpresa de Miriam, el sultán se echó areír, con carcajadas sonoras ydescontroladas que retumbaron por todala habitación como los truenos queanuncian el final de una terrible sequía.

La joven se sorprendió a sí mismauniéndose a él, escandalizada de quehubiera hecho un comentario tan directosobre los rumores que corrían enpalacio sobre la predilección de suesposa por las esclavas. Costaba trabajocreer que aquel fuera el mismo hombreque, tan sólo unos momentos atrás, habíaparecido estar a punto de desplomarse,aplastado por el peso del mundo quecargaba sobre los hombros.

En la mayoría de los mortales, a

Miriam le habría parecido que aquellaoscilación tan brusca de estados deánimo era un indicio preocupante deinestabilidad, tal vez incluso de unprincipio de locura, pero estaba tanencantaba de ver las facciones del sultánteñidas de gozo que desterró esa idea desu cabeza como si fuera un insectomolesto.

No obstante, no tardaría mucho envolver a entretener el mismopensamiento, y esa vez no iba a poderignorarlo tan fácilmente.

40

RICARDO observó al emisario deturbante gris con interés. Acababa dellegar a Acre acompañado de un cortejode guardias árabes trayendo consigovarios arcones de hierro que debían decontener el dinero del rescate que habíaexigido a cambio de las vidas de loscientos de civiles que habían quedadoatrapados en la ciudad. El enviado deSaladino iba vestido con una vaporosatúnica blanca con rayas verticales enverde y su barba rizada poseía un tonorojizo poco habitual que debía de ser el

resultado de algún tinte. Los guardias sequedaron detrás de él en posición defirmes con los arcones a sus piesmientras que el embajador hacía unareverencia con una floritura exageradade la mano.

El joven monarca estaba sentado enel edificio de muros fortificados depiedra que había sido la residencia delgobernador de Saladino, Karakush,quien ahora se encontraba alojado enuna celda sin ventanas, encadenado a lapared en una prisión reservada a losrateros de poca monta y los ladrones deganado. El soberano no dudaba ni por unminuto que los nuevos aposentos delantiguo gobernador no podían

compararse con el magnífico salón queutilizaba él ahora como centro deoperaciones desde donde dirigir lacampaña, una estancia decorada contodo el lujo imaginable,resplandecientes lámparas de cristalcolgando de los techos, mullidasalfombras de terciopelo y las paredescubiertas de tapices y muralesrepresentando escenas de victoriassarracenas contra los francos. No eraexactamente el salón del trono deLondres, pero la sala proporcionaba unasede de una dignidad más que aceptablepara la potencia conquistadora dePalestina, y desde luego era muchomejor que una tienda cubierta de barroen medio de una playa rocosa.

Al lado del rey se encontrabaWilliam, ataviado con su mejorarmadura como correspondía alintercambio diplomático de sumaimportancia que estaba a punto deproducirse. Su bestia negra Conrado,por su parte, permanecía en un rincóncon el ceño fruncido y una capa roja porencima de la polvorienta túnica. Elmarqués de Monferrato no veía utilidadalguna en la diplomacia y por tanto nosentía la necesidad de ponerse susmejores galas para recibir a los esbirrosde su enemigo, independientemente de loque dictara el protocolo. En cuanto aRicardo, a decir verdad le traía sincuidado si Conrado estaba o no

presente, ¡como si le daba por aparecerdesnudo en una audiencia con elemisario de Saladino!, pues habíallegado a un punto en que le parecía quelo más eficaz era ignorar al arrogantenoble por completo; y además habíasuficientes cortesanos y generales en lasala como para poder olvidarse de lairritante presencia de aquel hombrecillosin que pareciera una descortesía por suparte.

El único ausente de entre losmiembros del círculo más allegado aRicardo era el rey Felipe de París, quepor desgracia había sucumbido a lasmismas fiebres que a punto habíanestado de segar la vida del Corazón de

León hacía escasas semanas y, pese aque el monarca había tenido suerte y seiba recuperando poco a poco, el séquitoque lo acompañaba estaba empezando asugerir que su señor ya habíadesempeñado un papel tan destacado enla conquista de Tierra Santa como cabíaexigirle en base al código del honor.Con la caída de Acre y siendo laeventual marcha de los cruzados haciaJerusalén tan sólo cuestión de tiempo, lomás probable era que Felipe regresara aEuropa en un par de semanas, algo quepor supuesto jugaba a favor de losdesignios de Ricardo, quien reconocíaque el rey francés había sido un aliadofiel durante los últimos meses de largoviaje por tierra y mar pero no tenía

intención de compartir el glorioso títulode conquistador de Jerusalén con nadie;lo mejor era que Felipe volviera a casay él se concentrara en cumplir sudestino, lo que a todas luces parecíatener ya al alcance de la mano. Y,además, la marcha de su amigo pondríapunto final a las bromas que le constabahabían estado contando en secreto a susexpensas algunos de los hombres. Habíamomentos en que el Corazón de Leóntenía la impresión de que su escarceo dejuventud con el apuesto Felipe loperseguiría hasta la eternidad.

Una vez el embajador huboterminado con los saludos formales enun francés increíblemente fluido,

Ricardo fue derecho al grano:—¿Ha cumplido tu señor con lo que

le pedía?El emisario hizo una señal a los

hombres que lo acompañaban y estosabrieron los arcones repletos deresplandecientes dinares de oro congrabados de caligrafía árabe que, segúnhabía sabido Ricardo recientemente,eran versos blasfemos del libro sagradode los infieles. No importaba. Cuandolas monedas se fundieran en la forja yluego se convirtieran en lingotes noquedaría ni rastro de los sacrilegios delos paganos.

Y, sin embargo, mientras susoficiales contemplaban maravillados el

fabuloso tesoro enviado por el enemigo,Ricardo supo al instante que la suma quetenía delante distaba mucho de alcanzarlas cien mil piezas de oro que habíaexigido, una cantidad calculada teniendoen mente una estimación de la fortuna deSaladino basada en informaciones que lehabía proporcionado el antiguogobernador de Acre, claro que no sinantes haber hecho uso con él de un ciertogrado de coerción.

El emisario agachó la cabeza congesto de calculada tribulaciónmagistralmente ejecutado por aquelprofesional de la diplomacia, lo queconfirmó las sospechas de Ricardo deque aquella no era la cantidad

solicitada.—El sultán lamenta no estar todavía

en disposición de reunir una suma tangrande de dinero en su totalidad —sedisculpó el embajador con su peculiaracento nasal—, pero sirva como señalde buena voluntad este tesoro queequivale a una décima parte de loexigido por su majestad en su últimomensaje.

Ricardo miró a sus cortesanos, queprácticamente estaban salivando alcontemplar el oro. Quedaba bien claroque se daban por satisfechos con lo queveían y acababan de oír, y el rey sintióel cosquilleo de la bilis en la garganta alcomprobar hasta dónde llegaba su

codicia y falta de miras, que eranprecisamente lo que había provocado lacaída del reino cruzado en primer lugar.Al rey no le cabía la menor duda de que,para que el nuevo régimen que pretendíaestablecer ganara impulso frente a losinvasores musulmanes, debíademostrarles tanto a los súbditos delenemigo como a los propios que era unhombre que no hablaba a la ligera.

—Aprecio en lo que vale lagenerosidad de tu señor pero creo queespecifiqué cuáles eran mis exigenciascon total claridad. Esta sumainsignificante no bastará —sentenciómientras observaba cómo cundía eldesaliento en la camarilla del embajador

al ver que se esfumaba toda posibilidadde llegar a un acuerdo, y luego hizo ungesto a sus hombres que se colocarondelante de la delegación musulmana—.Si nos disculpas un momento,embajador, quisiera departir brevementecon mis consejeros.

El emisario tocado con refinadoturbante inclinó la cabeza a modo derespuesta afirmativa y fue escoltadojunto con sus soldados a una pequeñaantesala. Cuando la puerta de roble secerró y Ricardo estuvo por fin a solascon sus hombres, sus ojos se posaron enWilliam.

—Por lo menos dejemos ir a lasmujeres y los niños —sugirió el

caballero con el tono juicioso que locaracterizaba—. Ellos han dadomuestras de buena fe y nosotrosdeberíamos hacer lo mismo.

Conrado escupió la hoja de betelque estaba mascando a los pies deWilliam.

—Los infieles no tienen fe, ni buenani mala —gruñó—, precisamente poreso se les llama infieles…

El monarca contempló con airedivertido cómo William hacía esfuerzospor contener la ira.

—Lord Conrado, me sorprende elalcance de vuestros vastosconocimientos —murmuró el noblecaballero entre dientes en un tono letal

—, ¿también sabéis leer y escribirademás?

—¡Un día escribiré vuestro nombreen la lápida de una tumba!

«¡Bravo!». Por una vez, a Conradose le había ocurrido una respuestamínimamente ingeniosa para rebatir alprimer caballero del rey. Ahora bien,por mucho que le divirtiera a este aquelenfrentamiento, sabía que no era elmomento de entretenerse con disputassin importancia y que debían volver altema que los ocupaba:

—¡Basta! —los atajó, y los dosdejaron de fulminarse con la mirada y sevolvieron hacia el soberano.

Conrado fue el primero en hablar:

—Majestad, esta campaña no hahecho más que empezar, debéismostraros implacable o si no los infielesse envalentonarán.

Por supuesto, eso era exactamente loque quería hacer Ricardo, pero leirritaba que la sugerencia viniera de ungusano como el marqués de Monferratoy no de alguno de sus consejeros.

—¿Y matar a miles de inocentes porlos que se ha pedido un rescatedescabellado? —objetó William llenode una indignación a todas lucesapasionada, pero que no compartíaprácticamente ningún otro de lospresentes.

Ricardo paseó la mirada por todos y

cada uno de sus consejeros que noparaban de cambiar ligeramente depostura un tanto nerviosos porque noquerían ser vistos apoyando al arroganteConrado en contra de uno de loshombres de confianza de su señor,aunque este sabía de sobra lo queopinaban.

—No hay inocentes entre los infieles—proclamó Conrado haciéndose eco dela creencia muda de todos los demás.

William parecía verdaderamenteescandalizado con la nada compasiva —aunque sí muy popular— visión deMonferrato sobre cómo tratar con lossarracenos.

—Sois un monstruo —le dijo.

El aludido se encogió de hombros,como si el apelativo no le afectara lomás mínimo.

—Simplemente me propongoevitarles a los soldados de Cristo underramamiento de sangre en la medidade lo posible —argumentó al tiempo queclavaba la mirada en el rey—. Sisembramos el terror en el corazón de lossarracenos se rendirán sin presentarbatalla.

Se extendió entre los presentes unmurmullo de asentimiento al tiempo quela desesperación empezaba a hacersevisible en las facciones de William alver que la opinión general parecía sercontraria a la suya.

—Reinaldo de Kerak pensaba lomismo que vos y con ello provocó lacaída de Jerusalén.

El rostro de Conrado se volvió de unrojo encendido como el de la remolachacuando oyó la alusión a su viejo aliado ymentor.

—¡Reinaldo no tenía a sudisposición miles de los mejoressoldados de toda Europa! —gritó elnoble—. Majestad, ha llegado elmomento de que deis muestras devuestra inquebrantable determinación.Un rey debe ser temido antes de poderser amado —Hizo una pausa—. Vuestropadre lo comprendía bien.

«¡Buena jugada!», pensó Ricardo.

Claramente, el marqués aún creía podermanipular el corazón del joven monarcacon referencias maliciosas a su padre,muerto ya hacía tiempo, pero el caso eraque el rey ya no tenía la sensaciónpermanente de vivir a la sombra de laimponente figura de Enrique sino que,desde que había salido victorioso de suescaramuza personal con la muerte, sucorazón se sentía increíblemente libre:sabía que su legado sería el que élmismo se labrase, independientementede si el resultado final era o no delagrado del espíritu de un muerto; y lafulgurante victoria en Acre lo habíaconfirmado en la creencia de que sunombre pasaría a los anales de lahistoria con mucho más esplendor que el

de su progenitor: él se convertiría enAlejandro mientras que Enriquequedaría reducido a la estatura deFelipe de Macedonia, una merareferencia en la historia legendaria de suhijo.

Ricardo había tomado una decisión yahora que ya había habido ocasión deoír y acallar cualquier opinión en contra,sabía que era el momento de actuar.

—Las guerras no se ganan concortesías y bonitas palabras —adujo amodo de resumen aunque no era capazde mirar a William a la cara mientraspronunciaba su veredicto final— y, envista de que el enemigo sólo nos haproporcionado una décima parte de lo

estipulado, liberaremos únicamente auna décima parte de los prisioneros,incluyendo a sus líderes y potentados.— Hizo una pausa—. El resto de losrehenes serán ajusticiados.

* * * William contempló la masacre sin

disimular su horror. Se había cavadouna trinchera inmensa justo al otro ladode la recién reconstruida muralla deAcre y una hilera interminable deprisioneros encadenados y con el terrorescrito en la mirada habían sido

obligados a arrodillarse los unos al ladode los otros mientras los soldadoscruzados caminaban metódicamente a lolargo del borde de la zanja decapitandoa los rehenes con espadas de combate dedoble filo. A las cabezas cercenadas quecaían en la trinchera les seguían loscuerpos aún sacudidos por lasconvulsiones que los guerrerosempujaban al vacío de inmediato apuntapiés. Luego traían a la siguientehilera de inocentes, sollozandoaterrorizados y volvía a repetirse toda laescena.

En total dos mil setecientoshombres, mujeres y niños iban a ir alencuentro con su creador ese día.

El caballero nunca había visto nadaparecido y jamás habría podidoimaginar que sus hermanos en Cristofueran capaces de tal abominación.Aquello tenía que ser una horriblepesadilla de la que se despertaría de unmomento a otro, chillando en medio dela noche con el cuerpo empapado desudor. Pero no. Los gritos que oía a sualrededor no eran los suyos sino loslamentos desgarradores de las mujeres yel llanto desconsolado de los niños.

«Mujeres y niños».De su corazón destrozado surgió una

oración que explotó en sus labios yascendió a una velocidad desesperadahacia los cielos. No sabía si Dios

podría oírla en medio de aquellacacofonía de sufrimiento inenarrable,pero era todo cuanto podía ofrecer ya supobre alma: «Oh Cristo, amado Señormío, sálvanos de nosotros mismos…».

41

«EL odio y el miedo son unacombinación peligrosa en el corazón delos hombres».

Otro de los viejos dichos llenos desabiduría de su padre. Y el rabino habíaconstatado la veracidad de aquelaforismo durante los muchos años deatender a víctimas de la guerra y laviolencia. En definitiva, todo conflictohumano se basaba en aquellos dospilares, esas dos emociones —odio ymiedo— dolorosamente entretejidas yforzadas a interpretar una triste danza al

son incesante de la flauta de la Dama dela Guadaña.

Una danza que continuabapresenciando con sus propios ojos cómoconsumía los corazones y las almas delos aterrorizados ciudadanos deJerusalén. La noticia de la matanza deAcre se había extendido por todaPalestina como un fuego incontroladoque amenazaba ahora con destruir lafrágil armonía que Saladino habíaforjado en el reino durante los últimosdos años.

Maimónides estaba sentado sobre layegua de pelaje gris moteado que lehabían proporcionado obedeciendoórdenes directas del sultán: estaba

incómodo encaramado en la silla decuero pero trató de mantener al mínimolos gemidos y las muecas de dolor, asabiendas de que los ojos de halcón deAl Adil lo estaban escrutando. Elhermano de su señor había reunido a losmejores jinetes de la guardia deJerusalén para una expedición queemprendería la marcha en cuanto llegarael soberano.

La improvisada patrulla esperaba lallegada de su líder a la puerta occidentaldel palacio y desde su posición elevadaen las colinas de Moria el rabino podíaver el alcance de la destrucción: unadensa neblina gris había descendidosobre la ciudad como consecuencia de

las decenas de fuegos que ardían portodo el barrio cristiano.

Cuando el emisario de rostro lívidohabía regresado trayendo noticias de lahorrible atrocidad perpetrada por lastropas de Ricardo y que le habíanobligado a presenciar, ni Saladino habíalogrado contener la reacción inmediata:una riada de jóvenes enfurecidos enbusca de alguien —quien fuera— contrael que vengar aquel crimen habíainundado las calles.

Las iglesias y tiendas cristianasfueron las primeras en convertirse enpasto de las llamas y al cabo de pocotiempo la muchedumbre estaba atacandoa cualquiera con aspecto de tener

siquiera una gota de sangre franca. A losafortunados simplemente los habíanapaleado hasta dejarlos medio muertos;otros fueron lapidados hasta que susrostros quedaron irreconocibles;también hubo cristianos que perecieronempalados con burdas lanzasimprovisadas o clavados a postes demadera como memorial burlesco a suvenerada crucifixión. Y a los menosafortunados los rociaron con aceite yluego les prendieron fuego.

Los amotinados no mostraban lamenor compasión, ni tan siquiera paracon niños o ancianos. En cuanto llegaronnoticias de lo que le estaba pasando albarrio judío, Maimónides y Miriam

habían salido corriendo a intentar salvarpor lo menos a alguien, a los quepudieran, del odio descontrolado de lamuchedumbre. La primera víctima queencontraron fue un ancianodescuartizado con una cruz marcada enel pecho a golpes de cimitarra; ydespués a una mujer a la que le habíansacado los ojos con una daga; y luego aun niño moribundo que ni siquiera podíallorar en su agonía porque le habíancortado la lengua.

Maimónides había visto esasescenas en la guerra, pero jamás entre lapoblación civil y nunca a manos de sushermanos árabes, nunca los habríaimaginado perpetrando las mismas

atrocidades de las que sólo había creídocapaces a los bárbaros francos.

Él y Miriam se habían ido abriendopaso en medio del caos como habíanpodido hasta que llegó un momento enque no les quedó duda de que nolograrían adentrarse hasta el corazón deaquel estallido de locura colectiva si nolos escoltaba la guardia de Saladino. Dealgún modo, en medio de sangrientasescenas de barbarie habían conseguidollegar a las puertas del palacio dondelas desconcertadas tropas trataban decontener una oleada de ciudadanos quebuscaban refugiarse de la destrucciónque se extendía por todas partes. A ellosdos, como a todos los demás, los

soldados tocados con turbantes loshabían hecho retroceder a punta de lanzahasta que un guardia del sultánreconoció a Miriam y los acompañó alinterior del palacio. Maimónides no sehabía sorprendido: por supuesto quesabía lo que estaba pasando entre elsoberano y su sobrina y, a pesar de queno lo aprobaba, en ese momento diogracias por el acceso privilegiado queacababa de proporcionarles.

No obstante, una vez en el interior, aMiriam se la había llevado de inmediatouno de los gemelos egipcios de laguardia real que había ignorado porcompleto las airadas protestas de lajoven. A su tío le habían explicado que

el sultán quería asegurarse de que estabasana y salva en el palacio mientras él seocupaba de la cruenta tarea derestablecer el orden. El rabino suplicóal estoico guarda que dispusiera tambiénla evacuación a palacio de Rebeca hastalograr que aquel coloso tatuado denombre Salim accediera con un gruñido.La esposa del doctor se había encerradoa cal y canto en su casa del barrio judíoy los disturbios no habían llegadotodavía a aquella parte de la ciudad,pero Maimónides sabía que la sed dematar, una vez desatada, no conocelímites.

Se había quedado dentro del recintode palacio, donde la tensión iba en

aumento, contemplando desde lo alto deun ventanal en arco el caos, y allí habíapermanecido en atribulado silenciodurante lo que le parecieron horas,completamente ignorado por lossoldados y ministrillos que corrían de unlado para otro en un intento desesperadode hacer algo útil mientras la ciudadardía. No se veía ni rastro del sultán y,por un momento, al anciano lo asaltó laduda de si no habría huido él también arefugiarse en las colinas que había alotro lado de la puerta de Damasco, peroentonces una mano inmensa se habíaposado sobre su hombro y al darse lavuelta se encontró cara a cara con AlAdil, que lo informó con voz ominosa deque el sultán esperaba que lo

acompañara en su expedición pararestaurar el orden en el barrio cristiano.

Así que ahora esperaba la llegada desu señor mientras los rojos destellos delsol del atardecer competían con elfulgor deslumbrante del zoco envueltoen llamas. Maimónides sabía que lamasacre de los cristianos era un golpeterrible para Saladino, como gobernantey como hombre. Les había prometido asus súbditos cristianos que no repetiríalas atrocidades cometidas por loscruzados pero, a juzgar por lo que elrabino había podido ver esa tarde, losamotinados musulmanes estabanimitando con gran destreza elcomportamiento de la misma gente que

tanto despreciaban por su brutalidad yahora los convertía a ellos también encriminales condenados por su propia fe,pues habían ignorado el precepto de suSagrado Corán de proteger a losinocentes y contener el deseo devenganza.

Maimónides sabía que, en realidad,aquellos maleantes habían dejado depensar en términos de Dios y religión,que su propio miedo a la muerte losarrastraba a asesinar a cualquiera quepotencialmente pudiese hacerles a ellosalgún día lo que los francos les habíanhecho a sus hermanos de Acre. No setrataba de lo que estaba bien y estabamal ni de los argumentos hábilmente

construidos de los eruditos religiosos.El terror era la locura que los dominabay ningún razonamiento, ninguna fe, podíaarrojar el más mínimo rayo de luz en laregión más oscura del alma de loshombres.

Esos eran sus pensamientos en elmomento en que se abrieron de par enpar las puertas de palacio y el Defensorde la Fe apareció a lomos de su corcelnegro: Saladino iba vestido con eluniforme completo de batalla y llevabapuesta la misma cota de malla decontundentes escamas rectangulares quehabía lucido aquel histórico día enMattina. Para cualquiera que viese elfuego de sus ojos, no quedaba la menor

duda de que se disponía a emprenderuna nueva yihad que el Dios caprichosoe irónico del rabino había dictado quefuera uno en el que tendría queenfrentarse a sus hermanos musulmanespara defender a los infieles cristianos.

Sin necesidad de decir una solapalabra a sus hombres, se lanzó algalope a lomos de su fiel caballo árabeAl Qudsiya y todos le siguieron. A lavelocidad del rayo, se abrieron paso porlas calles de Jerusalén con los arquerosdel sultán disparando sin miramientoscontra cualquier amotinado que tuvierala mala fortuna de cruzarse en su caminomientras avanzaban por el empedradocubierto de sangre en dirección el ojo

del huracán.El rabino veía a lo lejos el lugar

hacia el que se dirigían, que se alzabapor encima de los edificios cercanoscoronado por la inmensa cúpula gris,superada tan sólo por su equivalente quecobijaba la Sajra en el Monte delTemplo: la iglesia del Santo Sepulcro,el santuario más sagrado de toda lacristiandad donde los seguidores del«Mesías» creían que su Señor habíasido enterrado tras su sorprendente yvergonzosa muerte a manos de loscenturiones romanos. Maimónidessiempre había mirado con repugnanciahacia aquella tumba que le recordaba elmilenio de terribles persecuciones a que

se habían tenido que enfrentar el pueblojudío por su supuesta complicidad en lamuerte de Jesús.

Pero hoy no sentía rencor en sucorazón mientras los caballos galopabanpor las calles en dirección al santuario,sólo experimentaba pesar y compasiónpor las víctimas de aquella horriblelocura a la que su gente seguía teniendoque enfrentarse cada cierto tiempo portodo el mundo.

Al doblar una esquina, el rabino viouna nutrida multitud enfurecida y armadacon antorchas y aperos de labranzaconvertidos en armas letales: rastrillos,hoces, azadas con hojas afiladas comouna cuchilla de barbero, herramientas

toscas pero tan eficaces como la espadade un soldado a la hora de matar.

Un pequeño contingente de soldadosdel sultán, desconcertados y nerviosos,se las ingeniaba a duras penas paracontener a los rebeldes; era obvio queno estaban acostumbrados a lucharcontra sus hermanos musulmanes endefensa de los infieles. Saladino dirigióa su corcel directamente hacia la puertaprincipal de la monumental iglesia depiedra pero ni el sonido de los cascosdel caballo a punto de aplastarlos logrópersuadir a la enfurecida masa dehacerse a un lado.

—¡Abrid paso al sultán o de locontrario juro por Alá que moriréis! —

rugió Al Adil, cuya voz atronadora ymirada letal bastaron para aterrorizar alos exaltados que por fin se dispersarona la carrera cuando el monarca y susjinetes estaban ya prácticamente sobreellos.

El soberano desmontó de un salto ysubió corriendo los peldaños agrietadosque conducían al inmenso portalón dehierro de la iglesia del Santo Sepulcrodelante de la cual se encontraba,protegido por varios soldados conlanzas y arcos que lo rodeaban, unhombre de barba canosa vestido con unatúnica negra y una inmensa cruz doradacon incrustaciones de rubíes sobre elpecho. Era Heráclito, el patriarca latino

de Jerusalén y un último vestigio de lapoderosa élite del reino cruzado en laciudad. Dos años atrás, el patriarcahabía aceptado con sombría resignaciónla caída de la misma a condición de quese le permitiera conservar su puesto delíder espiritual de los cristianos quevivirían bajo el poder del sultán; nuncahabía tenido una relaciónparticularmente buena con Saladino perotodo el mundo comprendía que ambos senecesitaban para mantener la paz entrelas diversas comunidades religiosas deJerusalén, una paz que ahora parecíahaber saltado en mil pedazos.

El sultán se acercó al líder cristianoy escandalizó a la enfurecida turba al

inclinarse ante él para besarle la mano.—Santo Padre, ¿os han herido?El patriarca negó con la cabeza. Su

habitual arrogancia displicente habíadesaparecido y ahora brillaba en susojos el terror.

—¡Están como poseídos! —dijo—,pero por la gracia de Cristo habéisllegado. Si no…

El rostro de Saladino se crispó altiempo que giraba sobre sus talones paraproclamar con voz fuerte a fin de quetodos lo oyeran:

—No sufriréis ningún daño mientrasyo siga con vida. —Maimónidescontempló atónito cómo su señor tomabala mano derecha del patriarca para

sostenérsela en alto delante de lamultitud. En ese momento, los años deenemistad y desconfianza entre ellos seevaporaron y parecían dos viejosamigos a los que complacía su mutuacompañía—. En nombre de Alá, elClemente, el Misericordioso —proclamó el rey musulmán—, declaroque todos los cristianos de Jerusalén sonmis hermanos. Cualquiera que haga dañoa un cristiano será tratado como sihubiese atacado al sultán mismo.

Un murmullo atónito se extendióentre la multitud. Unos cuantospirómanos en potencia retrocedieron altiempo que bajaban las antorchassometiéndose a regañadientes a su líder,

pero un joven de cabellos castaños ycara pecosa se abrió paso entre lamuchedumbre hasta la primera fila conlos ojos brillantes de cólera:

—¡Por supuesto que sois suhermano! —tuvo la insensatez de gritar—, os ponéis del lado de los infieles ydejáis que los francos asesinen a loscreyentes, ¡sin duda no sois hermanos delos mártires!

Se hizo un pavoroso silencio. Nadiehabía osado hablarle así a Saladinodesde hacía años. Maimónides podíanoír los latidos de su propio corazón enmedio de aquel silencio.

Y entonces el monarca reaccionócon despiadada eficacia desenfundando

una daga con incrustaciones deesmeraldas que llevaba a la cintura paraclavársela en el corazón al rebelde a unavelocidad vertiginosa: el muchacho bajóla mirada para contemplar conincredulidad la empuñadura del armaasomándole por el pecho y luego cayóde rodillas con un grito ahogado.

Una mujercita obesa con un pañuelorojo cubriéndole la cabeza, queobviamente era la madre deldesafortunado joven, lanzó un gritodesgarrador y corrió al lado de su hijopara mecerlo en sus brazos entresollozos que se clavaban como cuchillosen el corazón del rabino quien, pese aestar acostumbrando a presenciar el

dolor por la muerte de un ser queridotras años de ejercer la medicina, apenaspudo contener las lágrimas. Miró aSaladino pero fue incapaz de leer laexpresión de la máscara de hierro quecubría sus facciones.

—Cualquiera que cuestione al sultáncorrerá la misma suerte —anunció estecon voz firme que no dejaba entrever elmenor sentimiento ante la tragedia que élmismo había causado, pero Maimónidesnotó que sus oscuros ojos resplandecían—. Sé que, como yo, lloráisamargamente la muerte de nuestroshermanos de Acre, pero estos hombresno son responsables de esa atrocidad.

Luego hizo una señal con la cabeza a

sus jinetes que inmediatamente alzaronlos arcos disponiéndose a disparar acualquiera que quisiese seguir los pasosdel incauto joven. La muchedumbrecomenzó a dispersarse, alejándose pocoa poco de la iglesia envueltos en unanube de miedo que superaba el deseo devenganza que aún ardía en suscorazones. Sólo una persona dio un pasohacia delante: una anciana vestida conuna holgada abaya negra posó la manosobre el hombre de la desconsoladamadre y luego volvió su arrugado rostrohacia el sultán:

—¿También me mataréis a mí sihablo?

Saladino la miró fijamente y luego

hizo una señal a los arqueros para queno dispararan.

—No, madre, di lo que sientas en tucorazón.

—Llevo muchos años de vida enesta tierra y he visto morir a infinidad dehombres a manos de los francos —declaró—, y sólo hay un modo deresponder a esas bestias. La sangrellama a la sangre.

Oír aquellas palabras crueles delabios de una anciana con aspecto deapacible matrona pareció desconcertarmucho al soberano.

—Madre, lamento que hayas tenidoque ser testigo de tantas muertes —lerespondió hablando muy lentamente,

como si estuviera buscando las palabras—, pero ¿no has aprendido a lo largo detodos esos años que la venganza consangre nunca tiene fin?

La anciana no parecía estarconvencida pero desvió la atenciónhacia la mujer que seguía llorando porsu hijo tirada en el suelo y la abrazó altiempo que le susurraba palabras deconsuelo al oído. Por fin ladesconsolada madre alzó la vista conlos ojos enrojecidos y rebosantes deodio por el gran liberador de Jerusalén,un hombre que para ella ya nunca seríanada más que el asesino de su hijo.

Saladino se dio la vuelta para notener que tener que enfrentarse ni un

minuto más a aquella miradaimplacable, se llevó la mano al cinto ylanzó al suelo con suavidad una bolsaque Maimónides no tenía la menor dudacontenía más oro del que el muchachomuerto y su madre jamás hubieran vistoen todas sus vidas.

—Asegúrate de que tiene un entierrodigno —musitó el sultán y, por primeravez en todo aquel día de caos terrible,su voz se quebró.

42

LA sultana quería estrangular a la judíacon sus propias manos, pero se dabacuenta de que un acto tan brutal eracompletamente impropio de una dama desu rango. Sus espías había estadosiguiendo la nueva aventura de Saladinodurante las últimas semanas y por lovisto las cosas habían llegado a un puntoen el que su esposo pasabaprácticamente todas las noches enbrazos de esa puta. Claramente, aquelloera algo más que un meroentremetimiento pasajero, no se trataba

de un devaneo sin importancia del que elsultán se olvidaría una vez pasado elencaprichamiento inicial. Esa muchachaestaba amenazando con quitarle elpuesto a Yasmin, no sólo en la cama,sino también en el trono.

No. No iba a permitirlo.La sultana se volvió hacia el agitado

soldado que estaba de pie ante ellahaciendo un esfuerzo por recordar cómose llamaba.

Zahir. Sí, eso era, Zahir.Su fiel eunuco Estaphan había dado

muestras de gran eficiencia en susinvestigaciones, no sólo sobre Miriamsino también sobre otros personajes dela corte que podrían resultar útiles a la

hora de poner en práctica los planes dela ultrajada reina. Al enterarse de laexistencia de un soldado kurdo que elsultán había nombrado escolta personalde la judía, Yasmin decidió averiguarmás cosas sobre él y había dado con elfilón que andaba buscando.

Tras un largo silencio, se oyó la vozde la sultana:

—Te debes de estar preguntando porqué te he hecho llamar —afirmó con latotal convicción de quien es capaz deleer el alma del hombre que tienedelante.

—Sí, majestad —respondió elaterrorizado muchacho con la miradabaja y voz temblorosa que deleito los

oídos de la reina.—Me he enterado de lo que sientes

por la judía.Fuera lo que fuera lo que el

musculoso guardia hubiera podidoesperar de aquella audiencia, desdeluego no había sido eso pues, rompiendocompletamente el protocolo, alzó lacabeza para mirar a Yasminboquiabierto. Como ella se cubría elrostro con un velo de seda casitransparente, por lo menos técnicamenteno había hecho nada ilegal, pero de nohaber sido el caso lo habrían condenadoa muerte así que, al recordarlo, volvió abajar la cabeza.

—No te sorprendas tanto… —

continuó ella esbozando una sonrisa alverlo tan desconcertado—, apenas pasanada en la corte de lo que yo no estéenterada, sobre todo en lo que respecta acuestiones del corazón —Zahir inclinóla cabeza más aún sin saber qué decirpero ella insistió—: No temas. Puedeshablar con franqueza.

No sabiendo qué otra cosa podíahacer en una situación tan poco habitual,el soldado kurdo habló con totalsinceridad, tal y como era la costumbreentre su gente:

—Es tan bella como la luz del solnaciente sobre el agua cristalina de unlago.

Yasmin sintió una punzada de ira,

aunque sabía que el pobre muchacho seestaba limitando a obedecerla.

—Por lo visto al sultán también selo parece —lo interrumpió sin conseguirdisimular el rencor en su voz.

Zahir tampoco podía ocultar por mástiempo su terror.

—No tuve elección, mi señora —balbuceó—, el sultán me ordenó que…

—Eso no importa —lo atajó ella—,tu lealtad y discreción son encomiables.

Zahir parecía terriblementeconfundido pero asintió con un débilmovimiento de la cabeza y clavó lamirada en el suelo de baldosas demármol con aire nervioso. La sultanapor su parte acarició fugazmente con los

dedos la suave seda de la túnica quecubría su tersa piel y se dispuso a poneren marcha su plan.

—Por desgracia, semejante situaciónno puede continuar —afirmó conrotundidad—. Esta relación no favorecelos intereses del sultanato. Sitrascendiera que mi marido tiene unaaventura con una infiel se generaría unprofundo malestar entre los súbditosmás devotos y el califa de Bagdad enpersona se vería obligado a intervenir.

El joven echó los hombros haciaatrás al tiempo que levantaba la cabezaadoptando una postura marcialinstintivamente, pero tuvo buen cuidadode clavar la mirada en un punto fijo de

la pared que quedaba por encima delhombro de la reina.

—¿En qué puedo serviros, miseñora?

Yasmin se sacó de entre los plieguesde la túnica un frasco con un líquidotransparente.

—En el harén de mi padre enDamasco, las mujeres hace años quepreparan un elixir que puede mudar elblanco de los afectos de cualquierhombre (o para el caso, mujer) —anunció al tiempo que sostenía el frascoen alto ante la cara del kurdo.

El soldado alargó la mano concautela asegurándose de que sus dedosno rozaran ni lo más mínimo los de la

mano prohibida de la sultana y se quedómirando el frasco con los ojos llenos deadmiración supersticiosa.

—Pero ¿por qué queréis que haga talcosa?

—Has servido fielmente a mi esposodurante años, creo que mereces unarecompensa.

El guardia cambió de postura, untanto azorado.

—Pero si mi señor se entera…—No se enterará —lo interrumpió

bruscamente.Zahir dio un involuntario paso atrás

al percibir el tono peligroso de su voz.—¿Cuándo queréis que actúe?Yasmin sonrió. Eso estaba mucho

mejor.—Esta noche. Y, mañana cuando

salga el sol, la judía se habrá olvidadodel sultán para siempre y el únicohombre en quien podrá pensar serás tú.

43

ZAHIR sintió la tensión creciente quele oprimía el pecho mientras permanecíade pie inmóvil delante de la pesadapuerta de roble que daba acceso a losaposentos del sultán. No estaba segurode por qué estaba allí en realidad. ¿Eraporque temía las consecuencias sidesobedecía a la sultana o porque unaparte de él realmente deseaba hacerlo?

Llevaba meses sirviendo a Miriamcomo su escolta y protector y era uno delos pocos hombres que podía pasartiempo con ella, dada la estricta

segregación de sexos que operaba en lacorte. A excepción del sultán, claroestaba.

El joven soldado siempre habíasentido adoración por Saladino. Aquelhombre era una leyenda viva, una fuentede orgullo no sólo para los árabes ymusulmanes que gobernaba sino tambiénpara las tribus kurdas de dondeprocedía. Las increíbles victoriassucesivas de Saladino y su nobledisposición habían elevado el prestigiode los kurdos a ojos de toda la Uma. Yano eran considerados unos brutos de lasmontañas que servían como merosmercenarios en los ejércitos de loscreyentes, ahora habían ascendido a la

categoría de tribu sagrada, como el clande los Quraish del que descendía elProfeta que los había precedido y cuyovalor y estatura moral eran alabadoscomo un ejemplo de lo mejor de lacomunidad musulmana. Y todo habíasido gracias a un hombre.

Los relatos ensalzando el heroísmode Saladino habían inflamado el jovencorazón de Zahir de pasión yaspiraciones, hasta el punto de hacerloabandonar su hogar y apacible vida decabrero en las montañas del Cáucasopara unirse a la yihad contra los francos.Eso había sido hacía cuatro años y,gracias a su denodado compromiso yvalor en el campo de batalla, el

muchacho se había ganado el favor desus comandantes sirios para poco a pocoir ascendiendo en el escalafón hastaalcanzar la cúspide de la carrera militar:un puesto en la guardia personal delmismísimo sultán.

El joven soldado había tenido quecontener las lágrimas la primera vez quese encontró cara a cara con ellegendario guerrero en persona. Aquelhombre era todo lo que había imaginado—amable, honorable y justo— y en eseinstante el Saladino de carne y hueso seconvirtió para Zahir en un mito aúnmayor de lo que lo había sido cuando noera más que un nombre pronunciado conreverencia por los labios del pueblo

llano.Pero después había descubierto, a lo

largo de los últimos meses y para sugran decepción, que a fin de cuentasSaladino no era más que un hombre. Elmuchacho había contempladoestupefacto cómo su señor se entregabaa una pasional y totalmente inapropiadarelación con una muchacha a la que ledoblaba la edad; una joven cuya imagen,había descubierto Zahir escandalizado,también lo atormentaba a él todas lasnoches en sueños.

Miriam no se parecía a ningunamujer de las que había conocido, claroque debía admitir que su experienciacon el sexo opuesto era bastante

limitada. Desde luego que habíadisfrutado no pocos tórridos y sudorososencuentros íntimos con muchachas dealdea impresionadas por su puesto deguardia de honor del sultán, sí; perojamás había conocido a ninguna mujercuya mente lo excitara más que sucuerpo. Sin duda la bella judía contabacon atributos físicos que la hacíanmucho más atractiva que la media, perodurante las conversaciones quemantenían en sus viajes secretos apalacio en mitad de la noche, habíadescubierto en ella un ingenio y unaperspicacia que lo conmovían muchomás que contemplar disimuladamentesus voluptuosas curvas.

Evidentemente, Miriam quedabacompletamente fuera de su alcance,incluso a pesar de ser una infiel:pertenecía a una prominente familia dela Gente del Libro, su tío era consejeroy amigo del sultán además de líderreligioso de su comunidad, y era muyculta —seguramente hablaba másidiomas de los que Zahir ni siquierasabía que existían— y sus visitasregulares a las librerías del zoco eranpara él un doloroso recordatorio delhecho de ser analfabeto.

En todo el tiempo que habían pasadojuntos, ella ni tan siquiera una vez habíaposado la mirada en sus juvenilesfacciones y había visto un hombre, y

mucho menos un potencial compañero.Ese pensamiento lo enfurecía, contraDios por haberle concedido aquellavida miserable que lo obligabaconstantemente a ser testigo de los lujosy privilegios que disfrutaban las clasesaltas; contra sí mismo por su falta decarácter que lo condenaba a interpretarun papel servil cuando debería habertenido el valor de tomar el mundo y sudestino en sus propias manos igual quehabía hecho Saladino; y por fin contraMiriam por entrar en su vida y hacer quese diera cuenta de que, por mucho quehubiera ascendido en el escalafónmilitar, siempre sería poco más que unmocoso sucio de las montañas sin lamenor educación.

Sirviéndose de esa ira que sentíajustificada como escudo paramantenerse centrado en su misión, alzóla mano para llamar con los nudillos a lapuerta de madera barnizada.

—Soy Zahir, mi señora.Hubo un silencio y luego oyó el eco

de la suave voz del otro lado:—Pasa.Zahir abrió la puerta y entró. Miriam

estaba sentada sobre una silla con elrespaldo forrado de terciopelo,cepillándose la frondosa melena;llevaba puesta una túnica de seda negracon resplandecientes bordados de floresblancas y rojas, un regalo que le habíahecho hacía poco el sultán, y por una de

las aberturas de la prenda asomaba unapierna esbelta, tersa y suavementetorneada. El muchacho sintióinmediatamente que se excitaba y laoleada de deseo que lo inundó hizo quecualquier duda que hubiera podidoalbergar todavía en su mente seevaporara en ese preciso instante.

—Perdonad la intromisión. Os traigoun mensaje del sultán.

La joven siguió cepillándose el pelomientras se miraba en el espejo demarco plateado que tenía delante, sinapartar ni una sola vez la mirada paraposarla en él.

—¿Sí?Zahir rememoró mentalmente las

instrucciones que había recibido de suseñora Yasmin.

—El sultán desea que cenéis aquícon él esta noche en sus aposentosprivados.

Al oír eso, Miriam alzó la vista conla sorpresa pintada en sus bellasfacciones. El soldado sabía que, desdeel comienzo de la guerra, Saladino habíacenado prácticamente todas las nochescon sus generales. De hecho, raro era elmomento del día en que no estabadebatiendo con sus consejerospotenciales estrategias militares. Lasultana, que poseía un profundoconocimiento de la naturaleza humana,le había explicado al joven kurdo que

para que Saladino hiciera una excepcióny abandonara momentáneamente susdeberes de estado con objeto de pasaruna velada tranquila cenando encompañía de la muchacha, tenía queexistir un motivo poderoso: sin dudadebía ser una señal de que el sultán sehabía decidido a avanzar un paso más enla relación, una idea que —a un Zahirloco de celos no le cabía la menor duda— haría que invadiera a Miriam unpoderoso sentimiento de anticipación.

—En ese caso, será mejor que meprepare —respondió ella.

Había llegado la hora, el momentode la verdad. Cuando contempló lasdulces facciones, convencido de que

incluso ahora que lo estaba mirando enrealidad no lo veía a él sino a la imagendel sultán impresa en su memoria, Zahirendureció su corazón para completar lamisión que le habían encomendado.

—Y además os envía un obsequio—añadió el guardia al tiempo quesacaba de su túnica de cuero el frascoque le había entregado Yasmin.

Miriam lo tomó en las manos y alhacerlo sus esbeltos dedos rozaronligeramente las manos encallecidas delsoldado haciendo que un escalofrío lorecorriera de pies a cabeza.

—¿Qué es?—Sharab traído de Armenia —se

apresuró a responder el joven kurdo—.

El sultán desea que lo probéis. Si oscomplace, ordenará que lo sirvandurante la cena.

Miriam se lo quedó mirando con unaexpresión indescifrable en el rostro y elsoldado sintió que se le hacía un nudo enel estómago. ¿Había despertado sussospechas de algún modo? ¿Se negaría abeber y tal vez le mencionaría losucedido a Saladino en persona? Si elsultán descubría la verdad, lo másseguro era que Zahir sufriera un castigotan horrible que la muerte se convertiríaen una ansiada liberación.

Pero sus temores eran infundados:de repente la joven se ruborizó y lesonrió azorada, y de manera instintiva se

dio cuenta de que acababa de verlorealmente por primera vez. Sí, claro quela había escoltado muchas noches y sehabía quedado montando guardia a lapuerta de los aposentos privados deSaladino mientras en sus oídosretumbaban los gemidos apasionadosque provenían del otro lado, pero depronto Zahir cayó en la cuenta de queseguramente Miriam no había sido capazde reconocerse a sí misma abiertamenteque el soldado conocía a la perfecciónla verdadera naturaleza de susencuentros con el sultán.

Lo miró a los ojos un instante yluego bebió el líquido del frascomientras él contenía el aliento.

—¿Os agrada?La joven arrugó la nariz, como si de

repente notara un regusto extraño.—En mi opinión es demasiado dulce

—contestó al tiempo que dejaba a unlado el frasco vacío. Luego se puso depie y echó a andar hacia la cama sobrela que había extendidas varias túnicaspreciosas—. Sal fuera, por favor. Mevoy a vestir.

Zahir no estaba seguro de qué hacer.¿Habría surtido efecto el elixir? Y, siasí era ¿por qué lo seguía tratando comoa un sirviente y lo mandaba a esperarfuera en vez de caer en sus brazos?¿Habría sido todo un engaño, una bromade la sultana? ¿Iba a convertirse en el

hazmerreír de todo el harén?En el momento en que un sinfín de

imágenes de su inminente humillacióndesfilaban ya por su mente, vio queMiriam se paraba en seco a los pies dela cama y se llevaba una mano alestómago con gesto de dolor al tiempoque alargaba un brazo hacia uno de lospostes de madera tallada para no perderel equilibrio.

—¿No os encontráis bien, miseñora?

Una oleada de genuina preocupaciónse abatió sobre el muchacho y luegoempezó a imaginar situacioneshipotéticas a cada cual másespeluznante. ¿Le había mentido la

sultana? ¿El filtro amoroso era enrealidad un veneno? Zahir palideció alpensar que podían culparlo de la muertede la bella judía. La joven se volvióhacia él con aire desconcertado, dio untraspié al intentar apartarse de la cama yel soldado corrió a su lado y la sujetópor los hombros.

—Es sólo un ligero mareo —lerespondió ella con voz que sonaba rara,distante—, debe de ser el calor.

El joven no sabía qué otra cosapodía hacer más que seguirinterpretando su papel:

—¿Queréis que le envíe al sultánvuestras disculpas respecto a estanoche?

—No, enseguida estaré bien…Y entonces Miriam se desmayó en

sus brazos. Se apresuró a llevarla devuelta hacia la cama para comprobar enuna vena del cuello si seguía teniendopulso: los latidos del corazón eranacompasados y su cuerpo no estabasacudido por convulsiones ni mostrabaningún otro síntoma de los que habíanenseñado a Zahir a reconocer en lasvíctimas de envenenamiento.

La tumbó sobre las delicadassábanas de seda y, al aflojarle la túnicapara asegurarse de que pudiera respirar,pudo ver un atisbo de las suaves curvasde sus pechos por la abertura de la tela.De repente el joven sintió que un deseo

incontrolado se apoderaba de él, unasensación arrebatadora y espeluznante ala vez. Sabía que el sultán todavíapasaría unas cuantas horas reunido enconsejo con sus generales y en cambioél estaba allí, a solas con la mujer másbella que jamás había visto.

Zahir no sabía si la poción de lasultana habría funcionado pero ya no leimportaba. El deseo lujurioso que leabrasaba la entrepierna era lo único enque podía pensar ahora. Lentamente,abrió del todo la túnica que cubría a lamuchacha y, al contemplar por primeravez los sonrosados pezones inhiestos,dejó escapar un grito ahogado.

Sintiéndose igual que un niño al que

han dejado correr a sus anchas por unmercado lleno de dulces y golosinas, seinclinó para besar los labios de lahermosa joven, que seguía inconsciente,mientras sus dedos le acariciaban lospechos. Tal vez cuando Miriam sedespertara seguiría amando a Saladino ya nadie más, pero a Zahir no leimportaba: la sultana le había hecho unregalo y tenía intención de disfrutarlohasta el último minuto.

44

AL cargo de gran visir, la manoderecha del sultán, iban unidos un sinfínde deberes agradables, pero este no erauno de ellos.

El cadí Al Fadil se apartó de lapuerta de las aposentos privados deSaladino sintiendo que el corazón lelatía desbocado, y no debido a unaexcitación pueril de presenciar unaunión carnal a través de una rendija enlos paneles de madera de roble, sino aldarse cuenta con horror de lo que debíahacer al respecto.

Por lo general, el cadí no habríamencionado el asunto a nadie ya quetenía asuntos más importantes de queocuparse ahora que la guerra con losfrancos se intensificaba y por tanto esetipo de historias habrían sido lo últimoque le interesaba oír al sultán de labiosde su primer ministro.

Pero, por desgracia, la situaciónentre su señor y la judía había llegado aun punto en que el visir no tenía másremedio que intervenir. Como muchosotros en la corte, Al Fadil sabía delembarazoso idilio del sultán con lasobrina de Maimónides y normalmentelas conquistas sexuales de los reyessimplemente servían el propósito de

proporcionar entretenimiento a losnobles chismosos, pero esta vez lanoticia había provocado el estupor y elmiedo de toda la corte. Saladinosiempre había sido un ejemplo derectitud moral entre sus súbditos y, pesea que la mayor parte de los aristócratasde poca monta de Jerusalén tenían unamuchacha a veces un muchacho quehacía las veces de juguete sexual, laidea de que su noble sultán fuera víctimade las mismas bajas pasiones resultabaincomprensible a ojos de la corte.

El soberano había adquirido unafama legendaria de hombre santo ypiadoso que impulsaba a sus ejércitos alograr lo imposible. Para sus hombres,

era un resplandeciente vestigio de unaera ya pasada hacía mucho tiempo,cuando los Califas Bien Guiadostodavía caminaban por la faz de laTierra y existían hombres que ostentabanel poder sin el menor asomo de que estelos corrompiera. Y precisamente ahora,con Jerusalén bajo la amenaza de lashordas de los francos, cuando másnecesitaba el pueblo creer el mito de laperfección del sultán, esa ilusión sehabía roto en mil pedazos.

Al Fadil conocía a su soberanodesde hacía años, pero aun con todo loaterrorizaba tener que presentarse anteél para tratar tan delicado asunto. Lo quetemía era que la relación con la joven

dañaría la reputación de Saladino en unmomento en que este necesitaba elapoyo inquebrantable de todo su pueblopara organizar un frente común dedefensa frente al invasor, y le constabaque había otros que compartían suopinión. Hasta el tío de la muchacha, alque por lo general el cadí no prestabamucha atención, parecía incómodo conlo que pasaba, aunque suspreocupaciones iban más dirigidas a lasposibles repercusiones que todo aquellopudiera tener para su sobrina. Típico delos judíos, pensó el visir amargamente.El autoproclamado «pueblo elegido»siempre lo veía todo a través del prismade su egocentrismo, como si la suerte deuna ramera insensata tuviese la menor

importancia comparada con lasnecesidades de todo un imperio. Pero niel mismo Maimónides había sido capazde hablarle del asunto a Saladino.

En cualquier caso, su señor era muyhábil a la hora de leer los corazones delos hombres, aunque estos trataran portodos los medios de ocultar susverdaderos sentimientos, lo que noquitaba para que a Al Fadil lo hubiesesorprendido mucho que el sultán lollamara una noche a su presencia paraexigirle que le diera su verdaderaopinión sobre la joven.

El cadí se había quedadomaravillado y a la vez petrificado alcomprobar que Saladino había

adivinado la hostilidad que sentía haciaella, por más que se hubiera esforzado aconciencia para no mencionar jamás enpúblico cuál era su opinión en realidad,excepto entre consejeros de muchaconfianza. Aun así, se obligó a mirar asu señor a los ojos y decirle lo que esteno quería oír; era un hombre muyversado en la ley islámica y sabía que elSanto Profeta consideraba que la mayoryihad era tener el coraje de decir al reyuna verdad que este no deseabaescuchar, y además se enorgullecía dehaber aconsejado siempre consinceridad al soberano a lo largo de losaños, aunque no fuera lo más cómodo.

El sultán siempre había tenido en

cuenta sus opiniones, tanto si se tratabadel castigo a imponer a unos aliadoscobardes que le habían fallado en elcampo de batalla como si era cuestiónde perdonar a sus enemigos en beneficiode la eficacia política, como había sidoel caso cuando depuso a la dinastíafatimi de El Cairo para sustituirla por lasuní. El cadí Al Fadil había llegadohasta su cargo de gran visir,precisamente porque el sultán podíaconfiar en él para mantener el buenrumbo del estado.

El anciano avanzó con paso lentopor el corredor tenuemente iluminado,tirándose de la barba primorosamenterecortada y con la cabeza baja mientras

meditaba sobre la gravedad de lasituación. Ni que decir que ya habíaadvertido a Saladino de la posibilidadde que ocurriera justo lo que habíapasado, que lo había avisado de que lamuchacha podría estar simplementeutilizándolo para conseguir riquezas ypoder, como siempre habían hecho lasjóvenes con los hombres mayores a losque dejaban entrar en su dormitorio,pero no le producía el más mínimoplacer constatar que no se habíaequivocado en lo que a la presuntuosajudía respectaba. El soberano hastahabía llegado a consultarle si erafactible desde un punto de vista legaldivorciarse de una de sus esposas paracasarse con ella. Al Fadil le había dicho

que algo así provocaría una granconsternación entre los musulmanes de apie, muchos de los cuales seguían sinver con buenos ojos su cordialidad paracon los judíos. Con el Corazón de Leóndisponiéndose a lanzar un ataque masivodesde su bastión recién reconquistadode Acre, lo último que necesitaba elsultán era una controversia en torno a suvida privada.

Saladino había asentido dando aentender que comprendía la situación yno había vuelto a mencionar el temajamás, pero tampoco había apartado a lajoven de su lado como le aconsejó suprimer ministro. En vez de eso, más bienparecía refugiarse cada vez más en la

compañía de su amante a medida que lasnubes de la guerra se ibanensombreciendo. Al Fadil sabía que alsoberano lo reconfortaba pasar tiempocon la muchacha y que, cuando seenterara de que esta lo había traicionado—nada menos que con un soldado raso—, se le iba a partir el corazón.

Había estado tentado de no decirnada, seguramente no lo habría hecho deno ser porque estaba seguro de que lapersona que había traído el asunto a suatención se aseguraría de que la verdadsaliera a la luz por otro medios si AlFadil no la desvelaba.

Era la sultana la que le habíacontado que la judía tenía una aventura

con el joven kurdo, algo que sin dudahabía descubierto a través del ejércitode espías que parecía tener escondidosen todos los rincones de palacio, yYasmin lo había instado a que locomprobara con sus propios ojos dandoa entender que era necesario informar almonarca de la traición de su amante. Lasultana decía actuar no movida por loscelos sino por su preocupación por elfuturo del estado: si la judía era unatraidora, entonces cualquier informaciónque hubiera obtenido de Saladino podíaacabar en manos peligrosas.

Independientemente de lo quemotivara a la reina, la situación noofrecía dudas: Miriam había traicionado

al sultán y la verdad debía saberse antesde que se produjera una tragedia.

* * * El cadí Al Fadil, lleno de

nerviosismo, alzó la vista del suelo.Había terminado de relatar a Saladinode manera bastante poco elocuente loque había visto, pero este no había dichoni una palabra durante lo que estabaempezando a parecerle una eternidad asu gran visir.

Estaban solos en el estudio privadode su señor. Al Fadil había interrumpido

una reunión sobre temas estratégicos deSaladino, su hermano Al Adil y los altosmandos del ejército en la que estosestaban enfrascados escudriñandomapas y discutiendo acaloradamentesobre cuál podría ser el próximomovimiento del enemigo. El primerministro había solicitado al sultán unmomento para hablar en privado en laapacible sala contigua y le habíacontado toda la historia en unas cuantasfrases nerviosas y entrecortadas quehabían sido recibidas con un silenciosepulcral.

Al mirar a los ojos a su señor, AlFadil se dio cuenta de que estosresplandecían con un brillo asesino y el

cadí se preguntó si no habría cometidoun gravísimo error de cálculo. Tal vezhabía sobrestimado los vínculos deamistad y lealtad que los unían y ahorapagaría por ello el precio más alto.

—Sé que os habéis encariñado conesa judía, sayidi… pero no es diferentea los demás… Lleva la traición en lasvenas…

Saladino se levantó de la sencillasilla de madera en que se sentaba en suestudio y el gran visir retrocedió, comoquien esquiva un golpe.

—Si estás en un error, te sacaré losojos con mis propias manos.

El cadí sintió que se quedaba sinsangre en las venas. Había oído al sultán

utilizar aquel tono de voz en contadasocasiones y el resultado nunca habíasido nada favorable para quienquieraque hubiese sido el interlocutor.

—¡Os lo juro en el nombre de Alá!Incluso en este preciso instante, todavíayace en brazos de un guardia de palacio.

El sultán lo agarró por los hombrosfirmemente para clavarle una miradaescrutadora en busca del menor indiciode engaño en su rostro. Y luego empujóa Al Fadil a un lado, como quienahuyenta de una patada a un perrocallejero.

—Yo mismo investigaré si lo quedices es cierto —concluyó con vozgélida como la escarcha—. Mira bien a

tu alrededor, amigo mío, porque tal vezesta habitación sea lo último que veantus ojos.

45

MIRIAM caminaba en medio de unadensa bruma iluminada por uninquietante resplandor de un verdefosforescente, pero no podía ver la lunani las estrellas en el firmamento oscuroque parecía ser la fuente de la pálidaluz. No estaba sola, de eso no le cabíaduda. Había criaturas ocultas en laniebla, seres terribles que lo sabían todosobre ella y de los que no podríaescapar. Aunque de vez en cuando veíaun movimiento fugaz por el rabillo delojo, cuando se volvía no había más que

nubes espesas extendiéndose por elvacío inabarcable.

Quería gritar, pedir ayuda, perotemía alertar así a los demonios quesabía que la andaban buscando. Yentonces vio a la niña vestida con unatúnica azul pálido que le resultabainquietantemente familiar, con losbrazos extendidos, llamándola para quefuera a su lado.

Miriam no quería ir pero sintió queuna fuerza invisible le movía laspiernas, como si fuera una marioneta. Sí,ahora se acordaba: la entusiasmaban lasmarionetas cuando no era más que unachiquilla de largos cabellos negros yojos verdes, justo igual que la niña que

ahora la estaba llamando… la niña queen lo más profundo de su aterrorizadocorazón sabía que era ella.

Mientras avanzaba deslizándose poraquella inmensidad brumosa, se levantóla niebla y el fantasma que era ellamisma unos cuantos años atrás le señalócon el dedo una escena terrible, una queMiriam había cerrado bajo siete llavesen el rincón más apartado de su almapero que ahora había escapado de sucautiverio.

«¡No, por favor, no!», chillaba sualma aunque de su garganta no salíaningún sonido. No quería volver a vernada de todo aquello pero no teníaelección. Miriam sabía que estaría

condenada a revivir esa visión durantetoda la vida y que si efectivamente sualma sobrevivía a la muerte, la escenaprecisamente sería el infierno que laaguardaba para toda la eternidad.

Su hermosa madre estaba en elsuelo, chillando y dando patadasmientras un hombre alto la sujetaba conuna mano de una fuerza brutal. Ibacubierto en resplandeciente metal perose había quitado la pieza de la armaduraque le cubría la entrepierna y su peneincircunciso, abultado y enrojecido, seerguía igual que una lanza de carnedispuesta a infligir terribles heridas.

Entonces su madre la vio por elrabillo del ojo y dejó de resistirse, se

rindió a los envites brutales de aquelmonstruo enfurecido de barba rizada.Miriam sabía que lo había hecho parasalvarle la vida a su hija, porque si elcaballero hubiera alzado la vistaligeramente hacia la izquierda habríavisto a la niña de lustrosas trenzasnegras escondida debajo de un carruajevolcado. Su madre le estaba dando laoportunidad de escapar corriendo, dehuir adentrándose en la temible tormentade arena que había descendido sobreellos al poco rato de que los francos losatacaran. Pero ahora, igual que entonces,Miriam no podía moverse.

Presenció con los ojos anegados delágrimas cómo aquel hombre golpeaba a

su madre y después abusaba de ella, yluego la golpeaba de nuevo mientrasbrotaba entre las piernas de su madre lasangre que había ido formando uncharco que le llegaba hasta las rodillas,pero había permanecido allí tendida,rindiéndose a la terrible suerte queesperaba a las mujeres capturadas en lasguerras.

Después de derramar su virulentasemilla, el hombre se puso de pie, con elmiembro empapado en la sangre de suvíctima y le arrancó del cuello elcolgante de jade con el tetragrámaton,las cuatro letras hebreas que componíanel impronunciable nombre de Dios.

Su madre no llevaba joyas, era muy

piadosa y no le gustaban los adornosexcesivos, pero ese colgante no se loquitaba nunca: era un regalo de boda desu hermano Maimónides y Miriam norecordaba haberla visto jamás sin élmeciéndose cerca de su corazón. La niñaquería chillar, gritar dando rienda sueltaa la furia que le provocaba laprofanación del cuerpo y el alma de sumadre a manos de aquel franco, pero nobrotó un sólo sonido de su garganta.

«Por favor, oh Dios de mi pueblo,por favor, por favor para esto».

El grito que había estadoaprisionado en su garganta durante todoese tiempo logró por fin escaparimponiéndose a la cacofonía de miseria

que rodeaba la caravana saqueada. Elhombre levantó la cabeza con unaexpresión de tedio en el rostro yentonces pudo distinguir su rostro. Peroya no era joven, había envejecido antesus ojos y ahora tenía mechones blancosen los rizados cabellos y la barba.Seguía siendo el animal que habíaviolado y matado a su madre, y ademásera otra persona, alguien con quienhabía vuelto a encontrarserecientemente.

Él la vio y en su rostro se dibujó unasonrisa horrible al tiempo que echaba aandar hacia ella con su peneensangrentado sobresaliendoobscenamente en su entrepierna,

preparado para una segunda conquista.Miriam gritó…

* * * Se despertó de una pesadilla para

encontrarse metida de lleno en otra.Estaba desnuda, tendida en la cama

del sultán, pero el hombre que tenía allado no era Saladino.

No. Seguía soñando. Aquello nopodía estar pasando. El joven soldadokurdo a quien le había tomado un afectoparecido al que se siente por un hermanopequeño estaba tendido junto a ella, con

la cabeza apoyada en los almohadones.Zahir se revolvió un poco y por fin abriólos ojos, y entonces le dedicó la mismasonrisa tímida que siempre le habíaparecido encantadora en él pero queahora la repugnaba hasta lo másprofundo de su alma.

Miriam salió de la cama de un salto,como si un rayo acabara de abatirsesobre el lecho repentinamente.

—¡Hashem me libre!Y, fiel a Su naturaleza, el Dios de la

ironía escogió responder a suaterrorizada plegaria en ese mismomomento: las puertas de madera de lacámara se abrieron de par en par, peroen vez del arcángel Miguel con sus alas

azules, vengador de su pueblo yprotector de los inocentes, al que seencontró mirándola atónito fue aSaladino.

El soldado saltó de la camainmediatamente, como si esta estuvieraen llamas, pero el sultán avanzó hacia éla una velocidad increíble y, con unmovimiento vertiginoso de la cimitarrahizo que la cabeza del desafortunadojoven saliera volando hasta el otro ladode la estancia.

Miriam gritó. Y gritó. Sentía como sino fuera a ser capaz de dejar de gritarhasta que la tierra se resquebrajara yella cayese al vació envuelta en lasvibraciones demoledoras de sus

despavoridos lamentos.Y entonces el sultán se volvió para

mirarla con los ojos inyectados en unfuego delirante que era más aterradorque nada que pudiera haber visto antes,incluso más que la terrible brutalidad delos francos mientras mataban a sufamilia en su presencia. Pero los francoseran monstruos y esa era su naturaleza.En cambio ver al hombre que amaba, alúnico hombre verdaderamente buenoque conocía, convertido en un demoniodominado por la sed de matar era másde lo que podía soportar su corazón.

En el momento en que la jovenalargaba el brazo apresuradamente haciala cama para cubrirse los pechos con las

sábanas ahora ensangrentadas, Saladinoechó a andar hacia ella lentamente, igualque el descerebrado golem de lashistorias que contaba su pueblo a losniños: un monstruo sin alma que vivíatan sólo para cumplir su misión devenganza y muerte.

—Sayidi, por favor, escuchadme…Entonces fue cuando le dio un

puñetazo que la hizo caer de espaldas enla cama con el sabor metálico de lasangre llenándole la boca.

—Tus palabras almibaradas no tevan a servir de nada esta noche.

Saladino se cernía sobre ellablandiendo en alto la cimitarra de bellasincrustaciones de piedras preciosas.

Miriam sintió que se le había olvidadocómo respirar. Pero tampoco importabaporque no volvería a llenar de aire suspulmones.

Y en ese instante vio que laslágrimas empezaban a rodar pollasmejillas de su señor: el llanto de dolordesbordaba aquellos dos profundospozos negros pero el sultán no hacía elmenor esfuerzo por contener la riada y,en el brillo de esos ojos, vio a Saladinootra vez, no al demonio que lo habíaposeído hacía un momento, cegado porel deseo de vengar su honor, sino alhombre que amaba más que a nada eneste mundo. Estaba allí, luchando porabrirse paso, por controlar a la bestia

que se había apoderado de su alma.Miriam se puso de pie sobre el suelo

de mármol con paso vacilante pero lacabeza bien alta, preparándose pararecibir el golpe mortal con dignidadmientras lo miraba a los ojos.

—¿Dónde están tus testigos? —lepreguntó al sultán con voz perfectamentecalmada; era como si ella tambiénestuviera poseída por algo, en su casouna fuerza suave pero que lasobrepasaba, una especie de versiónopuesta del negro espíritu que se habíaapoderado del alma de su amado.

—¿Cómo? —murmuró él sonando derepente taciturno, confundido.

—Tu Corán dice que hacen falta

cuatro testigos para acusar a alguien delcrimen de fornicación.

Saladino se la quedó mirando sindar crédito a lo que oía. Miriam podíaver reflejada en su rostro la batalla quese libraba en su interior entre laimplacable furia y la poderosa fe que endefinitiva era la esencia de su ser.

—Cómo te atreves a citar el LibroSagrado, eres una…

Miriam se inclinó hacia adelantehasta que sus rostros estuvieron tancerca que casi se rozaban.

—¿Infiel? ¿Judía? ¿Asesina deCristo? ¡Dilo! —se le enfrentó.

Él bajó la espada por fin y la jovenpercibió que su verdadera naturaleza

había triunfado y tenía el rostro teñidode horror y vergüenza al pensar en loque había estado a punto de hacer. Ledio la espalda y se dejó caer en la camahundiendo la cabeza entre las manos.

Miriam se inclinó sobre Saladinopara abrazar su cuerpo tembloroso ydecir las únicas palabras que leimportaban ya:

—Te quiero.Y era cierto. Pero se preguntó si,

tras los acontecimientos de esa noche, suamor tendría ya el menor significado.Saladino se revolvió para zafarse de suabrazo y se puso de pie otra vez. No lamiró mientras caminaba lentamentehacia la puerta, pasando en silencio por

encima del cuerpo decapitado delmuchacho que la había drogado yviolado. La puerta se cerró por fin y ladesdichada joven sintió que se le hacíaun nudo en la garganta al oír elrepiqueteo metálico del cerrojo.

46

MIRIAM estaba sentada en susolitaria celda y su mente torturadarememoraba una y otra vez los detallesde su traición. La habitación no teníaventanas, con lo que resultaba difícil noperder la noción del tiempo, pero sí letraían la comida a intervalos regulares—como era de suponer—, llevaba allíencerrada poco más de cinco días. No lehabían permitido ver a nadie y no teníani idea de lo que podía estar pasando enel mundo exterior.

Durante todo ese tiempo había

creído conocer el corazón de Saladino,se había convencido a sí misma de queera algo más que un déspota jefe tribalque gobernaba conforme a sus pasionesen vez de regirse por un código dehonor. ¡Qué estúpida había sido! Ahoracada vez que se abría la puerta de lacelda se preparaba para ver llegar a suverdugo. Un merecido final para unamuchacha necia que se había dejadollevar por las fantasías románticas.Miriam siempre se había enorgullecidode su fuerza de voluntad y sucompromiso con una vida en la que sevaloraba más lo intelectual que losromances infantiles y los devaneosamorosos que tanto deleitaban a lasotras chicas. Pero ahora, como la larga

lista de sus predecesoras, desde Evahasta Helena de Troya, había dejado queel corazón dominara a la cabeza, unerror que iba a costarle —ymerecidamente— la vida.

En el momento en que dejaba que ladesesperación llenara hasta el últimorecoveco de su alma, las gruesas puertasde hierro se abrieron hacia el interior dela celda y, como si volviera a lucir elsol tras la opresiva oscuridad de uneclipse, apareció Maimónides en elumbral.

Parecía mucho más viejo que laúltima vez que lo había visto, con laespalda mucho más encorvada bajo elterrible peso de la preocupación que su

vergonzoso comportamiento no habíahecho sino acrecentar. ¡Ah, cómo sedespreciaba a sí misma! No por haberseenamorado de un hombre que habíaresultado ser un tirano despiadado; nopor haber permitido ser el objeto de lasfantasías depravadas de un jovensoldado; sino por el dolor que habíatraído a la vida de aquel anciano que eracomo un ángel.

Al principio Miriam no se movió, lavergüenza y la pena le mantenían lospies clavados al suelo, pero él extendiólos brazos, como solía hacer paraconsolarla cuando era niña y algodesataba el torbellino de sus emociones.

—¡Tío! —brotó violentamente la

palabra de sus labios cuarteados sin quele diera tiempo a pensarlo.

Era la primera que pronunciaba envoz alta desde que la habían encerradoen aquel agujero. Se levantó comomovida por un resorte del camastro defibras trenzadas que era el únicomobiliario que había en toda la estanciay se lazó en brazos de Maimónides.

Él la apretó fuerte contra su pechodurante un buen rato, dejando que lostemblores que sacudían el cuerpo de susobrina se fueran calmando, y luego porfin le levantó la barbilla y le secóaquellas lágrimas largo tiemporeprimidas que por fin se habíanderramado.

—¿Te han tratado mal?La muchacha intentó calmarse,

recuperar el aliento.—No —respondió al fin no

queriendo añadir más preocupaciones altormento que le constaba que debía estarsoportando el anciano—. Me alimentanbien y me hablan con corrección, aunquesigo estando prisionera.

Maimónides asintió con la cabeza altiempo que sobre su rostro se abatía unterrible cansancio, parecía no haberdormido desde que la habíanencarcelado. Y entonces, por algúnmotivo que ni ella misma era capaz deexplicarse, pensó en Saladino y no fuecapaz de reprimir la pregunta:

—¿Cómo está el sultán?Su tío se la quedó mirando,

verdaderamente atónito.—¿Cómo puedes pensar en él

cuando ha cometido esta injusticiacontigo?

Miriam sabía por qué, era unaverdad que siempre había estado ahí,justo debajo de la capa exterior de dolory cólera que había envuelto su corazón,y ahora en presencia de su tío, de algúnmodo, sentía como si se hubieracalmado la tormenta y por fin pudierapensar con claridad.

—Le mintieron.La joven no dudaba ni por un

instante que todo lo que había ocurrido y

trascendido en los últimos días era elresultado de las maquinaciones de unamujer loca de celos.

Maimónides negó con la cabeza conuna expresión triste y a la vez resignadaen la cara.

—Mi cielo, te advertí que lasintrigas del harén podían ser másdespiadadas que cualquier plan ideadopor los francos en esta horrible guerra.

Sí. Y mucho más mortíferas, se dabacuenta ahora Miriam.

—¿Me van a ejecutar? —preguntó, yle pareció muy extraño oír aquellaspalabras saliendo de sus labios, peronecesitaba saber la verdad, necesitabaprepararse para lo inevitable.

—No —la voz no era la de su tíosino la del sultán.

Saladino estaba de pie en el umbralcon una tristeza inimaginable en elrostro, nunca lo había visto así. Miriamse dio cuenta de que no podía mirarlo,que sus propias heridas todavía estabandemasiado abiertas y dolía demasiado.

El rabino se volvió hacia su viejoamigo con el fuego de la ira justificadaardiendo en sus ojos.

—Vuestras propias acciones osdeshonran, Ben Ayub. Creí que osconocía.

Viniendo de otro, tal falta de respetohacia su señor seguramente habríaresultado en la muerte fulminante del

ofensor, pero Saladino no movió unmúsculo ni dio la más leve muestra desentirse ofendido.

—Y todavía me conoces —respondió con una expresión suplicanteen el rostro que la muchacha no le habíavisto jamás, como si estuviera rogándolea su viejo amigo que le concediera unmomento para tratar de justificar loimperdonable—. Este lugar es el únicositio donde podía garantizar la seguridadde Miriam y protegerla de sus enemigosen la corte. La he tenido aquí encerradapor su propio bien mientras investigabael incidente.

—¿Y qué habéis averiguado? —lepreguntó ella recobrado al fin la facultad

de hablar aunque seguía sin poder mirara Saladino a la cara.

Él lazó un suspiro.—Sospechaba que la mano de la

sultana podía estar detrás de todo esto, yasí era.

Había algo en su tono de voz quehizo que Miriam alzara la vista y lomirara a los ojos: en ellos se adivinabaun gran vacío, como si se hubieradespojado de todas sus emociones parapoder manejar aquella situación.

—¿Qué va a ser de ella? —quisosaber, aunque no tenía ni idea de por quéle importaba lo más mínimo, sobre todoconsiderando la horrible trampa que lehabía tendido aquella mujer, pero tal vez

era porque en el fondo entendía a lasultana y sus oscuras maquinaciones yaque, a fin de cuentas, tenían algo encomún: las dos amaban a este hombre; apesar de sus errores y sus defectos, lasdos lo amaban.

Saladino clavó la mirada en elsuelo.

—Ese asunto ya ha quedado zanjado—contestó. Luego hizo una pausa ydespués, como si estuviera obligando alas palabras a salir de su boca añadió—: ella y la esclava que era su amantehan sido ajusticiadas esta mañana por elcrimen de sus relaciones antinaturales.

Miriam sintió que se le helaba elcorazón. Aquello era una locura. Todo

era una locura. Vio la mirada deabsoluta incredulidad en el rostro de sutío y supuso que seguramente suexpresión era muy parecida. Yasim benNur al Din, la mujer más poderosa delreino, estaba muerta. Y todo por culpade ella. De repente tuvo ganas devomitar.

—El amor nunca es un crimen,sayidi —replicó con los ojos arrasadosde lágrimas de horror.

Aquello era demasiado para ella.—En el caso de reyes y sultanes, si

lo es.Maimónides intervino entonces,

obviamente con la mente puesta en unúnico asunto: la suerte que iba a correr

Miriam como resultado de todo aquelterrible drama.

—¿Qué va a ser de mi sobrina?Saladino levantó la cabeza y la miró

fijamente.—Se ha ganado muchos enemigos en

la corte. Lo mejor es que se marche.Así que así iba a acabar todo:

viviría pero se veía obligada a exiliarse.En comparación con la terrible suerteque había corrido la sultana, era casicomo si le ofrecieran un cofre lleno dedinares de oro en recompensa por suromance prohibido así que, entonces¿por qué sentía aquel vacío por dentro alpensar en abandonar el nido deescorpiones que era Jerusalén?

—¿Es eso lo que queréis?El sultán se puso muy derecho y

echó los hombros hacia atrás. Lo peorya había pasado. Ya se había dichocuanto era necesario decir.

—Quiero que vivas y eso no seráposible si te quedas donde puedanalcanzarte las intrigas del harén.

Maimónides tomó la mano de lajoven entre las suyas y la muchacha vioel alivio mezclado con nuevaspreocupaciones dibujándose en lasarrugas el rostro del rabino.

—No tiene marido que la proteja,¿dónde va a ir en mitad de una guerra?

—He dispuesto que una patrullamilitar la escolte hasta El Cairo —

respondió el soberano, para luegovolverse hacia ella—. Una vez hayaterminado la guerra, me reuniré contigoallí, si todavía deseas estar conmigo.

Miriam no fue ajena a la expresiónde horror que atravesó las facciones desu tío al oír aquello: lo último quequería el anciano era que su sobrinatuviera nada más que ver con el sultán y,a decir verdad, ella también sentía quesu corazón estaba dividido. La terribleexperiencia por la que acababa de pasarle había dejado una profunda herida. Nosería capaz de soportar algo así unasegunda vez. Dudó un instante antes deresponder; contempló los maravillososojos marrones de Saladino y luego por

fin dijo:—Os esperaré, pero con una

condición.—Di cual.Miriam respiró hondo.—Nunca más volveré a ser vuestra

concubina ni vuestra compañera dejuegos amorosos —declaró sin atreversea mirar a su tío, que sin duda estaba rojode la vergüenza al oírla decir aquellascosas—. Si volvéis a mi cama, serácomo mi esposo.

Saladino sonrió e hizo una levereverencia con la cabeza.

—No aceptaría que fuera de otromodo —replicó él para luego tomarlelas manos entre las suyas y besarla

suavemente—. Que Dios te acompañe,hija de Isaac.

Ella lo abrazó con fuerza, sintiendolos latidos del corazón del sultán contrasu pecho. Maimónides por su parte sedio la vuelta instintivamente y salió dela celda para dejarlos despedirse asolas.

Miriam se aferraba a Saladino confuerza porque en realidad no sabía sivolvería a verlo jamás, y hubieradeseado tener más tiempo para poderexpresar todo lo que llevaba acumuladodentro, pero por desgracia ya habíaaprendido que los dos eran esclavos delDestino. Su suerte —como tal vezsiempre había sabido— iba a decidirse

en la apacible seguridad de El Cairo,alejada de la locura de la guerra y elodio mortífero del corazón femenino; lade él en cambio, para bien o para mal,se decidiría en el campo de batalla.

Se sorprendió a si misma elevandouna oración silenciosa al Dios o poderque fuese que gobernaba aquel valle delágrimas: «Por favor, dale fuerzas parahacer lo que debe, para enfrentarse almal que ya se asoma por el horizonte».

47

CONRADO de Monferrato contemplócon incredulidad la matanza que asolabael campo de batalla: los cadáveres demás de siete mil infieles lo cubrían todo,desde las aguas ensangrentadas del ríohasta los oscuros confines del bosqueque marcaban los límites de la ciudadcostera de Arsuf.

En el transcurso de las últimas horashabía sido testigo de la que ahora estabaseguro se recordaría como la victoriadecisiva de la cruzada, y tenía queadmitir que el mérito era principalmente

de Ricardo.El Corazón de León había estudiado

cuidadosamente el terreno desde surecién reconquistado bastión de Acre yhabía llegado a la conclusión de que unataque directo a Jerusalén no eraposible. Las fuerzas de Saladinodominaban las regiones del interiordispuestas en líneas concéntricas dedefensa en las que los hombres secontaban por miles, así que la únicaopción era atacar la costa que, encomparación, no estaba tan biendefendida. Sin acceso al mar y con lasrutas de comunicación con los puertosegipcios desde donde llegaban lossuministros bloqueadas, el imperio de

Saladino quedaría dividido en dos aefectos prácticos. En definitiva, lo queRicardo se proponía era acorralar a losinfieles contra el desierto del mismomodo que ellos habían acorralado alejército de Conrado contra elMediterráneo.

Conforme a ese plan, el primer granobjetivo del joven rey era la fortalezacostera de Arsuf, situada directamente alnoroeste de Jerusalén. Las fuerzascombinadas de los cruzados habíanpartido hacia allí enfundadas en susarmaduras de combate y toda la flota deguerra atracada junto a la costa los habíaacompañado por mar en su camino haciael sur. No les costó trabajo hacerse con

el control de la pobremente defendidaciudadela de Cesarea y desde allícontinuaron su marcha dejando atrás elque a partir de entonces pasaría aconocerse como el «río de la muerte», auna legua aproximadamente hacia el sur,donde los jinetes de Saladino lanzaroncontra ellos toda un serie de ataques porel flanco izquierdo que habían causadoentre los francos más irritación queverdaderos daños. Los musulmaneshabían camuflado el río con unelaborado entramado de juncos, arbustosy vegetación y los cruzados habíanperdido una docena de caballos antes dedescubrir la ingeniosa treta.

Por lo general las fuerzas defensivas

que les salieron al paso habían sidobastantes escasas y entre los francosreinaba un sentimiento de confianzacreciente en que acabarían por recorrertoda la franja costera sin encontrarmayor resistencia. La moral de lastropas había sido muy alta durante esamarcha hacia el sur. Cinco batallonescon un total de aproximadamente veintemil hombres prosiguieron su avanceorgullosos, entonando canciones llenosde júbilo y confianza. Los templariosiban a la cabeza seguidos de las tropasinglesas de la casa de Angevin yBretaña, luego los normandos y por finlos franceses; la retaguardia quedabacubierta por los afamados hospitalarios,que habían sobrevivido a la gran derrota

de Hattina y estaban sedientos devenganza. En cualquier caso, apenas sehabían encontrado con tropasmusulmanas en todo el camino y lossoldados habían podido saquear a susanchas las aldeas costeras por las queiban pasando.

Ricardo no cabía en sí de orgullo yhasta aventuró que lo más seguro era quelos ejércitos de los infieles hubierandesertado a Siria y Mesopotamiadespués de que llegaran a sus oídosnoticias de la increíble victoria en Acre,pero Conrado le había advertido que nodebía subestimar a Saladino, pues intuíaque la total tranquilidad que serespiraba en los caminos de la costa no

era sino la calma que precede a latormenta.

No se equivocaba. Cuando loscruzados marchaban al paso atravesandoya los olivares que cubrían losalrededores de Arsuf, el sultán habíadesvelado la sorpresa que les teníapreparada: un ejército de más de treintamil hombres se les habían echadoencima bajando al galope por lascolinas situadas al este de la ciudadela.

Las fuerzas de Saladino habíaniniciado el ataque por la retaguardia conintención de separar a los hospitalariosdel grueso de las tropas y los santosguerreros se habían visto obligados aretroceder defendiéndose como podían

de sus atacantes con las ballestas almismo tiempo que Ricardo, sinembargo, ordenaban al resto de lastropas que siguieran avanzando haciaArsuf. El rey había dado orden a loshospitalarios de mantener las posicionesy no sucumbir a la tentación de romperfilas y lanzarse a la carga contra lasoleadas de caballería musulmana que seabalanzaban sobre ellossistemáticamente, y desde luego habíaque reconocer que, gracias a suexcelente preparación castrense,aquellos hombres habían obedecido alpie de la letra una orden que a Conradose le había antojado completamentesuicida, pero los hospitalarios no habíancedido terreno al enemigo y el resto del

ejército logró llegar a una zona a másaltura en las inmediaciones de Arsuf.

Desde allí, Ricardo había logradoque se cambiaran las tornas en contra delos atacantes musulmanes: sin previoaviso, el ejército entero se había dado lavuelta para lanzar un ataque masivodirigido directamente al corazón de lastropas enemigas. Los caballerosfranceses lograron atravesar las filas dela caballería sarracena aprovechandolos huecos y diezmar la sección central yel flanco izquierdo del ejércitomusulmán. Los valerosos cruzados sealzaron en una oleada de furia quearremetía contra todo hombre o bestiaque encontraba a su paso y el Corazón

de León, haciendo gala de su habitualfalta de sensatez en el campo de batalla,había dirigido el ataque: blandiendo supoderosa espada en alto y con aquellaexpresión de plena confianza y ausenciatotal de miedo en el rostro frente a lashordas musulmanas, Ricardo inspirabauna increíble pasión entre sus tropas, yel terror en las, del enemigo.

Con la sección central y el flancoizquierdo destrozados en menos de unahora de sangrientos enfrentamientos, losguerreros musulmanes supervivientes sehabían retirado a refugiarse en lascolinas dejando atrás a sus muertos. Elrey franco se dio cuenta de queperseguir a los infieles hasta el territorio

mucho mejor defendido del interior,podría convertir su victoria en unaaplastante derrota y había impedido quesus entusiasmados hombres se lanzaranen persecución del enemigo declarandoque las tropas tenían permiso paraquedarse todo el botín de los caídos quepudieran llevar encima (en vez decontentarse tan sólo con la porción queles correspondiera conforme al delestricto reparto de los expolios quesolían hacer los comandantes). Conradotenía que admitir que el muchachoconocía bien a sus hombres: por muyintensa que fuera su sed de sangresarracena, la codicia era una fuerza queejercía sobre ellos un influjo mucho máspoderoso.

Así que el señor de Monferratocontempló atónito cómo miles de sushombres se agachaban entre loscadáveres para recoger espadas, oro ycualquier otro objeto de valor quepudieran encontrarles encima a estos.De vez en cuando alguien se topaba conun infiel que todavía seguía vivo, medioinconsciente o fingiéndose muerto con laesperanza de poder huir cuando cayerala noche. Ni que decir que, en cuanto sele descubría, el impostor era ejecutadode inmediato.

Conrado alzó la cabeza y seencontró con que Ricardo y su siempreleal William venían cabalgando haciaél. El joven monarca sonreía de oreja a

oreja mientras contemplaba ladestrucción que sus tropas —inferioresen número y rodeadas— habían infligidoal enemigo. William en cambio estabatriste y cabizbajo como siempre.Conrado se había dado cuenta de que,pese a permanecer fiel a su señor, elguerrero de oscuros cabellos se habíavuelto cada vez más silencioso ydistante desde el episodio de lasejecuciones de los prisioneros en Acre.El marqués de Monferrato se preguntópor enésima vez qué pintaba un hombreque se aferraba a tan necios ideales enaquella guerra que por definición habíade ser cruel y sangrienta. Tal vez laexplicación al perenne abatimiento deljoven era que él mismo no dejaba de

hacerse precisamente esa mismapregunta.

—El comandante musulmán de Arsufestá dispuesto a rendirse —anuncióWilliam con tono neutro que nodenotaba el menor júbilo tras la rotundae improbable victoria—. Las puertas dela ciudadela se abrirán antes de quesalga la luna.

Conrado decidió que ya no podíasoportar ni un minuto más tener ante sí aaquel aguafiestas y, todavía exultantedespués de la victoria, se volvió haciaRicardo, quien por lo menos compartíasu entusiasmo.

—Con la caída de Arsuf nos hemoshecho con el control de la costa —

afirmó Monferrato—. Ahora ya sólo escuestión de tiempo que Jerusalén caigaen nuestras manos.

Ricardo se encogió de hombros conaire displicente.

—No tengo por costumbre celebrarlas victorias hasta no haberlas dejado yaa mis espaldas.

Conrado miró hacia el este. LaCiudad Santa sólo estaba a un día decamino de su nueva base deoperaciones: era tan buen momentocomo cualquier otro para aclarar ciertascuestiones antes de que comenzara elasedio de Jerusalén:

—Con Jerusalén divisándose ya enel horizonte, creo que ha llegado la hora

de que hablemos.Ricardo arqueó una ceja,

sorprendido.—¿Sobre qué?El caballero sintió de pronto las

primeras dentelladas de preocupaciónechando por tierra la alegría queexperimentaba después de la victoria.

—De la administración del nuevoreino —respondió—. Como herederodel trono de Guido, es miresponsabilidad asegurar la estabilidaddel régimen.

Para gran sorpresa e indignación deConrado, Ricardo echó la cabeza haciaatrás y soltó una carcajada.

—Ah, sí, se me olvidaba que tengo

ante mis ojos al rey de Jerusalén.El aludido sintió que sus mejillas se

teñían de un rojo intenso.—¿Os burláis?Ricardo ni lo miró y continuó con la

vista fija en el mar de soldadosafanándose en expoliar los cadáveresdel enemigo.

—Como ya he mencionadoanteriormente, los reinos no se ganan niconservan con palabras sino con hechos.Vuestras fuerzas no pueden hacerse conel trono sin ayuda de las mías.

Conrado tuvo la impresión de quetodas las pesadillas que se habíaesforzado por desterrar de sus sueños sematerializaban ahora ante él en horas de

vigilia.—¿Qué estáis queriendo decir?Por fin el Corazón de León se dignó

mirarlo, y había más desprecio en esosojos que el que pudiese haber inspiradocualquiera de los horribles actoscometidos en la matanza de ese día.

—Jerusalén tendrá un rey, Conrado,pero no lo nombrará ningún consejo denotables —declaró Ricardo en tonoorgulloso—, más bien él mismo seotorgará la ciudad capturándola conmano firme.

Dicho lo cual, el rey de Inglaterra sealejó al galope dejando a su rival alborde del campo de batalla con unaexpresión de total desconcierto en el

rostro; y luego el marqués de Monferratoreparó en William y entonces sí que lafuria le abrasó las venas: por primeravez desde hacía muchos días, elatribulado caballero estaba sonriendo,sonreía al ver como Ricardo traicionabala santa causa, se estaba riendo de suhumillación.

Mientras William de Chinon soltabauna carcajada y emprendía el galopesiguiendo a su señor, Conradocontempló con furia impotente laalfombra de cadáveres que cubría lacosta. El rey de Tierra Santa era él, y siel Corazón de León pretendíaarrebatarle su trono pronto aprenderíaque Conrado de Monferrato no era un

hombre con el que se pudiera bromear.

48

MIRIAM iba muy incómoda en elinterior de la haudach instalada a lomosdel camello que montaba: apenas teníasitio para moverse en el interior de lapequeña silla con dosel y las cortinas derayas rojas y verdes que cubrían laestructura no impedían que se colarandentro la arena y los insectos. Y ademásaquel animal avanzaba con un vaivénbrusco que había conseguido que se lerevolviera el estómago igual que sillevara días en alta mar.

Hacía cuatro que se había despedido

de Jerusalén y las comodidades de lacorte, pero tenía la impresión de quehubiera pasado ya un año. Su escoltamilitar había decidido tomar una rutaalternativa hacia el Sinaí atravesandolas llanuras desérticas del Negev alllegarles noticias de que los cruzadosavanzaban hacia el sur por la costa, conlo que una ruta más directa por Ascalónhabría sido tentar a la suerte. Y desdeluego ella no tenía nada que objetar: noquería volver a poner un pie en aqueloasis maldito donde habían matado a suspadres.

Aun así, el viaje por las desoladasdunas era deprimente. Tratando de pasarlo más desapercibidos posible, la

patrulla que la acompañaba se habíaunido a una caravana de beduinos hacíados días y el capitán de la guardia lahabía prevenido de que debía quedarsedentro de la haudach durante el restodel viaje: el sultán en persona habíaseleccionado uno por uno a los soldadosque la escoltaban y sin duda estos daríanla vida por protegerla, pero los nómadasanalfabetos con los que viajaban ahorano estaban acostumbrados a la presenciade mujeres en sus caravanas y tal vez nofueran capaces de mostrarle el mismorespeto.

Aquella advertencia la habíaenfurecido, por más que supiera que eragenuinamente bienintencionada. ¿Acaso

todos los miembros del sexo masculinoeran esclavos de su pene? Se diría quela historia entera giraba en torno a loshombres y su búsqueda resoluta de unorgasmo. Tal vez no debía sorprenderlaque el islam, con su eminentementeirónico sentido práctico, se esforzaratanto por prometer eterna gratificaciónsexual a los caídos en el campo debatalla: por lo visto los primerosmusulmanes habían visto con totalclaridad que nada motivaba más a loshombres que la oportunidad de esparcirsu semilla.

Quizá por eso las mujeresinteligentes como la sultana buscabanentre su propio género tanto el

compañerismo como el placer sexual. Ala joven no le había escandalizadoenterarse de cuáles eran lasinclinaciones de su ahora difunta rivalporque había conocido a unas cuantasmuchachas en El Cairo, tanto judíascomo musulmanas, a las que les parecíamucho más agradable el delicado tactofemenino que los gemidos, gruñidos,sudores y fuerza bruta que solíanacompañar al amor en brazos de unhombre. Si tal y como era probable queocurriera, Miriam y el sultán no podíanvolver a estar juntos nunca más, igualella también acababa en brazos de unasirvienta, se entretuvo en pensar. Elhecho era que no podía ni imaginarse enlos de otro hombre nunca más. Tras la

apasionada historia de amor vivida conSaladino, no creía que ninguno fuera aser capaz de llenar jamás el vacío quesentía.

Aquellas lúgubres cavilacionessobre el futuro de solterona que laesperaba se vieron interrumpidas deforma abrupta por gritos que venían defuera. Desoyendo las instrucciones delcapitán de la guardia, abrió las cortinaspara asomarse a ver qué pasaba y noreparó en nada más que la larga hilerade camellos que parecía extendersehasta el horizonte e iba dejando a supaso una débil estela de pisadas sobrela resplandeciente arena del desiertoque luego desparecían rápidamente en

cuanto el viento desplazaba lascambiantes dunas.

Y entonces siguió con la mirada ladirección hacia la que estaba señalandocon gran excitación un muchachobeduino con un casquete morado en lacabeza. A lo lejos, entre dos dunasinmensas que parecían montañasdoradas, vio que se alzaba en elhorizonte una nube de polvo. El corazónle dio un vuelco. Tal vez no era más queuna tormenta de arena, una de tantas quese desataban en el desierto de repenterecorriéndolo como un fuegopurificador. O quizá…

Uno de los soldados del sultán habíasacado un telescopio con el que

escudriñaba el horizonte apuntandodirectamente hacia la nube de polvo queparecía estar acercándose a unavelocidad vertiginosa. Y entonces elsoldado pronunció precisamente laspalabras que había confiado en no tenerque oír:

—¡Caballos!La caravana se convirtió de repente

en un hervidero de actividad alcomenzar los hombres a desenvainar lascimitarras y preparar los arcos. Miriamhizo intentos desesperados porconvencerse de que todo aquello sóloera por mera precaución. Seguíantodavía en los territorios del sultán asíque, poniéndose en lo peor, se trataría

de unos bandidos que habían visto en lacaravana una presa fácil, y ese tipo demaleantes no estaban preparados paraenfrentarse a cincuenta de los mejoreshombres del sultán. No se iba a darpermiso para ni tan siquiera considerarla otra posibilidad.

Pero el Dios de la ironía no teníaintención de dejar pasar una oportunidadtan buena como aquella así como así: elcentinela que observaba por eltelescopio a los caballos que seaproximaban a toda velocidad prontosería capaz de identificar a lainesperada visita. Miriam sintió que sele hacía un nudo en el estómago cuandolo vio levantar un puño en alto en señal

de alarma al tiempo que gritaba:—¡Llevan la cruz! ¡Son los francos!Los soldados del sultán

reaccionaron al instante y los jinetesrodearon la caravana formando uncírculo orientado hacia fuera, con losarcos preparados. La caballería de loscruzados descendió por las áridasarenas igual que una plaga deescarabajos a los que de repente algúninsensato les hubiera destrozado el nidoy los recibió de inmediato una nube deflechas que les llovían desde todas lasdirecciones, pero aún así siguieronavanzando.

Mirando por una rendija de lascortinas de la protectora haudach, la

muchacha contempló atónita cómo elapacible desierto se convertía en unhuracán de agonía y muerte. Losguerreros que la acompañaban estabanen inferioridad de uno a cuatro, pero auncon todo lucharon con todas sus fuerzasy pronto el intercambio de flechas acierta distancia se convirtió en combatecuerpo a cuerpo con cimitarras, mazos yhachas. Fue inútil: las doradas dunas notardaron en quedar salpicadas derepugnantes charcos de sangre yentrañas cuando los hombres deSaladino partieron a reunirse con suCreador. En cuestión de minutos todohabía terminado.

Al darse cuenta de que la batalla

estaba perdida, los beduinos sepostraron de rodillas ante los francos yoyó que uno de ellos, un jeque de cuerporetorcido por el paso de los años queseguramente era el jefe de la tribu, lesgritaba algo a los francos que seaproximaban y estaba señalando endirección a su camello.

Sintió que se le paraba el corazón aldarse cuenta de la terrible realidad: lahabían traicionado. Cuando comenzó lalucha, Miriam había sacado delcompartimento secreto de una de susbolsas una daga que ahora sostenía enlas manos con fuerza mientras los jinetesenemigos se acercaban al galope a suaterrorizado camello. No tenía la menor

posibilidad de escapar: estaban en mitaddel Negev, a orillas del implacableSinaí; no había adonde ir. Pero la huidano era la única posibilidad para salvarla situación y Miriam se había juradoque nunca se dejaría capturar por losbárbaros, que no les daría el placer dehacerle a ella también lo que le habíanhecho a su madre.

La cortina se abrió de pronto y seencontró frente por frente con el rostrorisueño de un caballero de barba negra yresplandecientes ojos azules y, sin darsetiempo para pensar lo que hacía, lanzó aciegas una puñalada acertando con ellaen el ojo izquierdo del cruzado. Losalaridos del hombre eran espeluznantes,

como los gritos agónicos de una mujerque muere dando a luz. Al final el francocayó del caballo pero Miriam tuvotiempo de recuperar la daga antes de quelo hiciera. Se dijo a sí misma que teníaque ser ahora, antes de perder la sangrefría, así que alzó la daga apuntandodirectamente a su propio corazón,rezando al Dios de su pueblo para que lediera el valor necesario para seguir lospasos de los mártires de Masada.

Nunca averiguó si realmente habríatenido el valor de hacerlo porque en esepreciso instante la haudach cayó trasalcanzar una lluvia de flechas alcamello, con lo que se le escapó la dagade las manos en el momento en que fue a

dar con los huesos en tierra con un golpeseco; luego salió rodando duna abajo,trató de agarrarse a algo pero lo únicoque encontraron sus manos fue lacambiante arena deslizándosele entre losdedos mientras seguía cayendo.

Dio vueltas y más vueltas, gritandodesesperada: la oscuridad la envolviómientras se precipitaba a las cavernasdel Hades, más allá de las puertas dePerséfone y Cerbero, hacia el vacío sinnombre.

49

RICARDO se sorprendió muchocuando le llegaron noticias del éxito sinprecedentes que había cosechado lapatrulla en su incursión. La expediciónhabía partido desde la nueva base deoperaciones de los cruzados en Arsufhacia el corazón de Palestina con elobjetivo de investigar el alcance de lasdefensas de Saladino y habíanconseguido llegar por el sur hasta elNegev sin encontrar apenas resistencia:por lo visto el sultán tenía casi todas sustropas reunidas formando un escudo

protector en torno a Jerusalén tras lahumillante derrota de Arsuf, con lo quedejaba los pasos del sur relativamentedesprotegidos, exactamente lo quequería el Corazón de León.

Y entonces lo informaron de que lapatrulla había capturado a un miembrodel séquito del sultán y eso lo habíapuesto aún más contento. Según habíaninformado a sus hombres los beduinosde la caravana que habían apresado, lamuchacha era una de las favoritas delharén de Saladino y este la enviaba aEgipto para protegerla (por supuesto elsultán todavía no sabía que Egiptoestaba a punto de dejar de ser unsantuario seguro en esa guerra, pero no

tardaría mucho en enterarse). La capturade una de las amantes del infiel eracomo maná caído del cielo pues, aunquese hubiera mostrado reticente a pagar elrescate de los miles de súbditosanónimos de Acre, seguramente estaríamás dispuesto a avenirse a razones en elcaso de una persona de su círculo másíntimo, sobre todo si era alguien conquien compartía la cama; esa era lanaturaleza de todos los hombres:removerían cielo y tierra para proteger asus seres queridos pero en cambio nolevantarían un dedo para ayudar a undesconocido, por más que así loexigieran todas las leyes divinas yhumanas.

Así que cuando entró en el pabellónde mando para enfrentarse a lamujerzuela que se abría de piernas parael sarraceno, Ricardo iba silbandosuavemente, encantado con la noticia delinesperado botín, pero cuando letrajeron a la prisionera atada,sangrando… y le vio la cara, se quedóde piedra: era la judía de espectacularbelleza, la misma joven que lo habíacuidado cuando su alma parecíadecidida ya a dejar este mundo. Habíapensado mucho en ella en los rarosmomentos que tenía para él solo desdeque la muchacha abandonara elcampamento de Acre, pero no se habíaimaginado que la volvería a ver jamás;

como tampoco habría sospechado nuncaque los servicios que prestaba al sultánllegaran hasta el dormitorio.

Al contemplar a la mujer de largamelena negra arrodillada ante él, con losbrazos atados con unas toscas cuerdas yel rostro lleno de moratones, sintió undestello de ira en su interior que lo dejómuy sorprendido. Se dijo a sí mismo queera la indignación justificada decomprobar que se había maltratado auna dama de noble cuna. Nunca habríareconocido, excepto tal vez en unpequeño resquicio escondido de sucorazón, que el fugaz ataque de celosque le había provocado imaginársela enbrazos del sultán también había

contribuido a su furia. Aunque la verdadera que Ricardo tenía tan pocaexperiencia con la envidia —en asuntosdel corazón—, que seguramente nohabría reconocido el sentimiento niaunque sus temibles zarpas le estuvierandesgarrando el corazón de punta a punta.

—¡Desátala inmediatamente! —legritó al capitán templario que habíatraído a la prisionera—. ¡Y tráele agua ala dama!

Resultaba evidente que el agitadosoldado, que sin duda se habíaimaginado que se ganaría el favor delrey con aquella captura, no entendía aqué obedecía aquel arrebato de ira delsoberano, pero de todos modos se

apresuró a hacer una leve reverencia ycumplir sus órdenes: con un corte limpiode cuchillo, el sudoroso bretón soltó lascuerdas con que le habían atado lasmuñecas a la muchacha y luego leacercó una copa plateada que había enuna mesita a la izquierda de Ricardo.Miriam la agarró con pulso temblorosocon ambas manos y se puso a beber condesesperación. Ricardo sintió el gustoamargo de la bilis en la boca al verlabeber con tal ansia y tuvo que haceracopio de hasta la última brizna deautocontrol para no decapitar allí mismoal templario. Por lo visto el soldadonotó que su captura de una de las damasde la corte de Saladino no había sido elrotundo éxito que a él le hubiera gustado

y salió inmediatamente de la tienda altiempo que inclinaba la cabeza variasveces en señal de disculpa, aunqueclaramente no acababa de comprendercuál habría sido su crimen.

El Corazón de León se quedómirando a la muchacha cuyo rostro teníagrabado a fuego en la memoria desde elmomento en que se había despertado delas fiebres: incluso con la cara llena dearañazos de la arena y moratones, subelleza seguía siendo etérea.

—Os pido disculpas, mi señora —ledijo al tiempo que le tendía una manopara ayudarla a levantarse—, mishombres son unos brutos.

Miriam se lo quedó mirando un buen

rato y Ricardo pudo ver miedo ytambién confusión en sus ojos coloresmeralda.

—¿Os acordáis de mi? —lepreguntó ella en aquel francés deextraño acento que a Ricardo, poralguna razón, le resultabasorprendentemente atractivo.

Él le sonrió con suavidad; con másde la que ella sospechaba.

—¿Cómo iba a olvidaros? Mesalvasteis la vida, Miriam.

La judía se puso muy derecha,aunque Ricardo se dio cuenta de quepara ello tenía que hacer un esfuerzo quele resultaba doloroso. Le habían contadoque la prisionera se había caído de un

camello durante el ataque pero, sidescubría que alguna de sus heridas sela habían hecho sus hombres, el castigosería terrible.

Miriam echó los hombros hacia atrásy lo miró a los ojos con tanta dignidadcomo pudo dadas las circunstancias.

—En ese caso tal vez tengáis a biendevolverme el favor.

Ricardo sabía que lo consideraba unasesino y un bárbaro y quizá no ibacompletamente desencaminada, perotambién confiaba en poder enseñarleotra faceta de su alma.

—No sufriréis ningún daño —leprometió al tiempo que hacía una levereverencia con la cabeza que pretendía

ser galante, si bien lo más seguro eraque la joven la interpretara como unaspaviento innecesario—, os lo juro enel nombre de Cristo.

Miriam se agarró a la silla demadera que había junto a la mesa alsentir que se le doblaban las rodillaspero su voz sonó fuerte y llena deconfianza.

—Dejadme ir.Ah, ojalá las cosas fueran tan

fáciles, tanto en el amor como en laguerra.

—Mucho me temo que eso esimposible, mi señora —le contestó—.Sois una magnífica sanadora pero unaespía terrible.

Miriam se puso lívida.—No sé a qué os referís.Ignorando sus protestas, Ricardo le

dio la espalda para mirar hacia fuera.Habían instalado el pabellón real en lasinmediaciones del perímetro exterior delas murallas de Arsuf, en medio de unolivar donde decenas de sus hombresestaban ya trabajando incansablementepara arrancar todos los árboles yempezar a cavar una trinchera defensivaalrededor de la ciudadela.

—Yo creo que sí lo sabéis, pero esoes ya cosa del pasado.

Sintió que la muchacha se leacercaba por detrás y le posaba unamano cautelosa en el hombro, un gesto

bastante atrevido para una prisionera.Ahora bien, Ricardo se sabía el juegoque ella estaba intentando poner enpráctica.

—Dejad al menos que envíe unmensaje a mi familia que está enJerusalén —su voz había subido unaoctava y adoptado un tono especialmentefemenino en un intento obvio demanipularlo con una interpretaciónmagistral del papel de doncelladesvalida. Ricardo se preguntó sitambién utilizaría esa táctica con elsultán para luego morderse el labio alsentir otra vez la punzada de los celos.

—¿Y a vuestro amante Saladino?Miriam no respondió. El joven rey

se volvió hacia ella y vio que tenía elrostro crispado y que su mirada se habíavuelto fría como el hielo. En sus ojos nose adivinaba la sorpresa de quien seescandaliza ante una suposicióncompletamente ridícula, sino que eramás bien la mirada acerada de una mujerofendida por la descortesía de uncaballero que airea sus asuntosprivados. Así que era verdad.

Bueno, eso por lo menos explicaríalos extraños rumores que sus hombreshabían oído contar a los prisionerosbeduinos sobre algún tipo de tumulto enla corte de Saladino.

—Se oye hablar por todo el reino deuna misteriosa joven que ha provocado

la caída de la sultana —dijo Ricardo—,debo admitir que nunca me habríapodido imaginar que la arpía en cuestiónfuera la misma dama que con tantadelicadeza me cuidó cuando estuveenfermo.

Miriam se estremeció, pero luegoRicardo vio que recuperaba el controlinmediatamente. Debería haber tenidomiedo —de él, de la situación en que seencontraba— y sin embargo la verdadera que la judía se las estaba ingeniandopara mantener la compostura de un modoincreíble.

—Si estáis al corriente de mirelación con el sultán, entonces tambiéndebéis saber que se pondrá como loco al

enterarse de lo que ha pasado.Ricardo se rió, aunque sin malicia.

La naturaleza indómita de la joven nohabía cambiado lo más mínimo en losmeses que habían pasado desde queabandonara el campamento cruzado; entodo caso, sus escapadas románticas conel sultán parecían haberla hecho todavíamás atrevida.

—Eso espero —le contestó él contoda sinceridad—. Los hombresfuriosos, sobre todo los enamorados,rara vez piensan con claridad y, en laguerra, un enemigo distraído se derrotafácilmente.

La máscara de altiva indiferenciatras la que se escondía Miriam se

resquebrajó un instante y el joven reypudo ver la ira ardiendo en sus ojos. Notenía la menor intención de desprendersede una prisionera tan valiosa, fuera cualfuera el rescate que le ofreciesen, yestaba claro que la mente ágil de lajoven ya había llegado a esa conclusión.El Corazón de León se preguntó sitendría el coraje de dar rienda suelta asu indignación y abofetearlo, pero lamuchacha logró contenerse de un modoadmirable, aunque a duras penas.

—En fin, ocupémonos ahora deorganizar unos aposentos para vuestraestancia entre nosotros —sugirióRicardo al tiempo que la tomaba por elbrazo y, al ver que ella no se movía, se

la quedó mirando mientras sus labiosesbozaban una sonrisa gélida—. Ya séque lleváis mucho tiempo viviendo entrebárbaros pero, en el lugar de donde yovengo, es una ofensa grave que unhuésped le cause molestias innecesariasa su anfitrión, espero que lo recordéis.

La resistencia de Miriam sedesvaneció y lo siguió de inmediatohacia el exterior. Él notó que lamuchacha recorría el campamento y elterreno aledaño con la miradarápidamente —incluso mientras laguiaba hacia las puertas de Arsuf y lacelda que la estaba esperando dentro dela ciudadela—, y se dio perfecta cuentade que iba memorizando todo con la

esperanza de poder idear alguna formade escapar de aquella situación.

El Corazón de León tuvo quereprimir una sonrisa mientras sepreguntaba para sus adentros cuántasveces y a través de cuántas ingeniosasmaquinaciones trataría de escapar en losmeses venideros; o cuántas desatinadasexpediciones de rescate organizaría elenamorado Saladino. Bueno, se tendríaque preparar para todas esaseventualidades. Por supuesto noalbergaba la menor intención de hacerledaño a la joven, pero el sultán no teníapor qué saberlo y, en cualquier caso, lapreocupación por la seguridad deMiriam pronto se vería desplazada en la

mente de Saladino por otras másapremiantes a raíz de los planes queRicardo se disponía a poner en marcha:les tenía preparada una sorpresa a lossarracenos que provocaría la caída nosólo de Jerusalén sino de todo elimperio musulmán.

50

MAIMÓNIDES ocupaba su lugarhabitual en las reuniones del consejo, ala izquierda del cadí Al Fadil. En losúltimos días el visir había sidosorprendentemente educado con él, perosu cortesía forzada no hacía sinoenfurecer más al rabino: quería echar alos cortesanos toda la culpa de ladesgraciada cadena de acontecimientosque habían llevado a la captura de susobrina. Si aquella rata babeante no lahubiera delatado ante Saladino,seguramente Miriam seguiría todavía en

Jerusalén. Pero en los momentos delucidez en que la ira y la desesperaciónamainaban y podía pensar con totalhonestidad, el anciano doctor se debacuenta de que el cadí no era más queotro peón al que la sultana habíautilizado en sus maquinaciones sin élsaberlo.

En el fondo sabía perfectamentequién era responsable en últimainstancia: Miriam había optado pordesoír sus consejos y seguir los dictadosde su joven corazón con desastrosas yprevisibles consecuencias. Pero, inclusoen ese caso, la culpa no era realmente deella. En definitiva, la responsabilidadrecaía sobre los hombros de un único

hombre, el que ahora presidía la reuniónen la cabecera de la mesa de maderatallada con aspecto de estar exhausto ycompletamente derrotado.

Maimónides culpaba al sultán antesque a nadie. Su sobrina no era más queuna niña que no sospechaba lo peligrosoque podía resultar el camino por el quela había arrastrado su supuesto amigo.Al rabino se le revolvió el estómago alpensar que el hombre al que en otrotiempo había querido más que a ningúnotro había seguido una senda tanpeligrosa con una muchacha losuficientemente joven como para ser suhija.

Había intentado abandonar la corte y

regresar a Egipto con Miriam, pues yano sentía el menor deseo de prestar susservicios a la corona con todo sudespliegue de prestigio y poder terrenal.Lo único que quería ahora era pasar susúltimos años recostado plácidamente enun jardín de El Cairo, leyendo losúltimos libros de medicina y acabandosu gran obra sobre la fe judía, Guía deperplejos. Y quería ayudar a suencantadora sobrina a dejar atrás todosaquellos acontecimientos terribles;quería buscarle con la ayuda de su mujerRebeca y el casamentero local, algúnpretendiente adecuado que pudiera sanarlas profundas heridas de su jovencorazón.

Pero Saladino se había negado adejarlo marchar argumentando quenecesitaba desesperadamente susconsejos ahora que la situación en laguerra con los francos iba poco a pocode mal en peor. A Maimónides ya no lepreocupaba lo más mínimo lo que lesocurriera ni a cruzados ni a musulmanes,permanentemente enfrentados por eldominio de Jerusalén, una cuidad judíaque no les pertenecía a ninguno deaquellos usurpadores. ¡Qué le importabaa él que los díscolos herejes de uno yotro bando, que se habían obstinado ensepararse de la fe verdadera de la quehabían surgido, malgastaran todas susenergías destruyéndose mutuamente! Tal

vez cuando ya no les quedaran fuerzas ytanto los unos como los otros cayeranrendidos, entonces los Hijos de Israelpodrían por fin recuperar lo que lespertenecía por derecho.

No obstante, se había guardadotodos esos pensamientos para sí y habíaacatado la voluntad del sultán. Elcomportamiento de Saladino se habíavuelto cada vez más errático desde que,tras una serie de victorias francas,empezó a ver seriamente amenazado suesfuerzo de toda una vida, y lasorprendente decisión de ajusticiar a lasultana había hecho que el temor seextendiera como la pólvora por toda lacorte. No es que el rabino hubiera

sentido la menor simpatía por lamalvada sultana, pero aquel hecho veníaa demostrar que el soberano habíallegado a un punto de tensión tal quecualquiera que lo ofendiera podía verseen gravísimo peligro. Por el bien de sumujer y su sobrina, que tanto habíansufrido desde que cometiera el graveerror de invitarlas a reunirse con él enJerusalén, se había mordido la lengua yhabía continuado al servicio del sultán.Por lo menos Miriam estaría a salvo encuanto se alejase de aquella casa delocos.

Y entonces llegaron las noticias queiban a destruir su mundo una segundavez. Cuando se enteró de que su sobrina

había sido capturada, su corazón seprecipitó a las profundidades delgehena. Rebeca, que se había pasadodías llorando cuando encarcelaron aMiriam como resultado de las intrigasde la sultana, se desmayó al oír lanoticia de su captura y ahora se negaba asalir de la cama y Maimónides veíacómo se iba consumiendo con cada díaque pasaba, presa de la desesperanza;apenas comía y sobrevivía a base demigajas y un poco de agua. Su mujerhabía perdido la voluntad de vivir y elrabino se despertaba todas las mañanascon el terrible miedo a abrir los ojosjunto a un cadáver frío e inmóvil. No sepodía imaginar la vida sin aquellas dosmujeres, pues eran los pilares de su

existencia, las que habían sostenido sucuerpo y su espíritu durante todosaquellos años. No merecía la pena viviren un mundo sin Miriam y Rebeca. Sabíaque la Ley prohibía el suicidio pero yano le importaban los rígidos preceptosdespiadados de un Dios que podíapermitir tanta agonía en el mundo yluego obligar a Sus desconcertadosesclavos a permanecer prisioneros en él.

* * * A diferencia de Maimónides, que

estaba al borde de la locura, el sultán en

cambio parecía haber asimilado lasnoticias de la captura de Miriam congran estoicismo. Tal vez si la muchachahubiera sido familia de otro, el rabinohabría sido más comprensivo con suseñor. Se había extendido por todo elreino la noticia de la caída de Arsuf, losfrancos dominaban la costa yseguramente había más navíos de guerrade camino desde Europa… A los ojosde cualquiera, la suerte de una mujercarecía relativamente de importancia enaquella situación de guerra, pero en elcorazón del judío, aquel conflicto queestaban perdiendo ya no tenía mássentido que tratar de salvar esa preciosavida, y el hecho de que el sultán nopareciera compartir esa perspectiva no

hacía sino incrementar eldistanciamiento de su viejo amigo.

Maimónides dejó que su vista seperdiera en el infinito, sin importarle loque pasaba a su alrededor, mientras queel grandilocuente Al Adil discutía —porenésima vez— temas de estrategiamilitar con su hermano:

—Seguramente los francos atacaránpor el norte con la ayuda de sus aliadosde Tiro —insistía el gigante kurdo—.Desde el bastión que tienen ahora enArsuf están posicionados como una dagaapuntando directamente al corazón delsultanato. Sin duda Jerusalén será supróximo objetivo. Así que no tenemosmás elección que doblar el número de

tropas alrededor de la ciudad; si noqueda otro remedio, habrá que reclutarpor las aldeas a todos los muchachosmayores de diez años que haya enPalestina.

Saladino juntó los dedos de las dosmanos ante la cara, como hacía siempreque estaba meditando cuidadosamenteuna decisión.

—Lo que dices tiene lógica, pero elCorazón de León es astuto —argumentóel soberano concentrando en su personala atención de todos exceptoMaimónides—, intuyo que estáplaneando algo distinto.

Al Adil dudó, y luego lanzó unamirada hosca al rabino.

—La estrategia que describo encajacon los documentos robados por esajudía.

Un silencio incómodo se instaló enla sala.

Maimónides sintió que surgía en suinterior una ira ciega al oír al toscoguerrero kurdo mencionar a su sobrina.Estaba a punto de hacer un comentarioimprudente cuando, para su gransorpresa, intervino el sultán.

—Se llama Miriam, hermano. Novuelvas a dirigirte a ella salvo entérminos de máximo respeto si deseasconservar la vida.

El tono era ácido y la expresión desu rostro se había vuelto gélida. En ese

momento Maimónides vio que lafachada cuidadosamente erigida seresquebrajaba un instante. Saladino lomiró a los ojos y sí, el rabino pudoentrever genuina angustia en ellos alrecordar a la trágicamente heroicamuchacha que había puesto su vida delrevés. Las heridas del anciano doctoreran demasiado recientes y estabandemasiado abiertas como para poderperdonar, pero por un momento vio undestello de su viejo amigo brillando enlas profundidades de aquella mirada.

—Te ruego que me perdones,hermano —se disculpó Al Adil y, porprimera vez hasta donde podían recodarlos presentes, de hecho sonaba

compungido—. La dama Miriam sinduda dio muestras de gran valor al robarlos documentos, una acción heroica quesin duda será recordada tanto por judíoscomo por musulmanes durante muchasgeneraciones. —Hizo una pausa, sevolvió para dedicar una reverencia aMaimónides y luego continuó con suarenga de estrategia militar—. Hasta elmomento, los francos han seguido al piede la letra los movimientos del plandescrito en esos documentos,deberíamos honrar la memoria de lavalerosa Miriam utilizando sabiamentela información que con tanta audaciarecabó.

Maimónides sintió una punzada de

resentimiento ante la implicación veladaen las palabras de Al Adil sobre lasuerte que cabía esperar que fuese eldestino reservado a su sobrina y loimprobable de su rescate, pero se dabacuenta también de que el guerrero noestaba sino poniendo palabras a lo quetodos pensaban. Incluido él mismo.

Saladino lanzó una última mirada asu consejero judío y luego volvió aenzarzarse en el debate que los ocupaba:

—Eso es lo que me hace sospechar—intervino—, incluso si el Corazón deLeón no está tratando de despistarnoscon información falsa, a estas alturas yadebería saber que esos documentosobran en nuestro poder: un hombre sabio

habría alterado sus planes, pero él encambio parece estar siguiendo un rumboa sabiendas de que conocemosperfectamente cuál va a ser.

Al Adil soltó una risotada ahogada.—Es franco, ya se sabe que piensan

con el culo.Se produjo un pequeño revuelo de

risas nerviosas al aprovechar losconsejeros el comentario para liberarpor un momento algo de la tensiónacumulada a lo largo de los meses.

Saladino se quedó pensando un buenrato y luego, como hacía siempre quehabía tomado una decisión, bajó lasmanos que seguían teniendo unidas porlas puntas de los dedos delante de la

cara.—Doblaré la guardia en torno a

Jerusalén, pero quiero tener suficientessoldados en campo abierto también, porsi Ricardo intenta sorprendernos enalgún otro lugar.

Al Adil se dio cuenta de que suhermano no toleraría más discusiones yasintió con una leve inclinación de lacabeza:

—Como ordenes.El soberano se puso de pie y todos

siguieron su ejemplo como movidos porun resorte. Maimónides en particular nohizo el menor esfuerzo por levantarsecon la misma premura que el resto, perose levantó.

—Id a ocuparos de vuestrasrespectivas tareas con el corazóngozoso, amigos míos —los alentó elsultán de forma inesperada—, noestamos en absoluto derrotados. Dehecho, creo que Alá tiene reservadasunas cuantas sorpresas para nuestrosarrogantes adversarios.

Los consejeros y generalesasintieron en silencio y se despidieroncon la consabida reverencia.

—No te vayas, rabino.Maimónides se sorprendió al oír que

le estaba hablando a él, pues el sultán nole había dirigido más que unas cuantaspalabras desde que habían llegado lasnoticias de la captura de Miriam. Al

Adil y el cadí Al Fadil miraron de reojoal anciano doctor en el momento en quese detenía y giraba sobre sus talones.

Cuando por fin se quedaron los dossolos, Saladino se acercó a su ahoradistante amigo y posó una mano firmesobre su hombro.

El rabino no pudo evitarestremecerse ante aquel gesto deconfianza que ahora se le antojaba tanimprocedente y extraño.

—No la he olvidado, amigo mío —le dijo en voz baja y temblorosa deemoción—. Enviaré un mensajero aRicardo para negociar su liberación. —El sultán hizo una pausa—. Soyconsciente de todo el sufrimiento que he

causado a tu familia y por Alá queasumiré esa responsabilidad hasta elDía del Juicio.

Maimónides se obligó a mirar a suseñor a los ojos. En ese momento, elvelo que cubría las facciones de suseñor se desvaneció; el rabino vio todoel pesar, el arrepentimiento y lavergüenza en la mirada profunda deaquellos ojos y la angustia de su propiocorazón comenzó a remitir. Saber queese hombre poderoso y lleno de orgulloera capaz de reconocer sus propiosfallos era el primer paso para poderrestaurar el vínculo que se había rotoentre ellos. Maimónides dudaba que surelación llegara jamás a ser como antes,

pero era lo mejor. Tal vez cuandoMiriam volviese a estar en casa sana ysalva podrían empezar de nuevo, nocomo soberano y súbdito, sino como dossimples mortales que veían reflejado enel otro lo mejor y lo peor de sí mismos.

Y, en ese momento, al ver al sultáncargar con toda la culpa de la terriblesuerte que había corrido una muchachainocente, supo lo que tenía que hacer.

—Dejad que sea yo el que vaya.Saladino no pareció sorprenderse al

oírlo pero escudriñó con detenimiento elrostro ajado del rabino y luego lerespondió:

—Temo por tu salud.Por supuesto, la idea era ridícula.

Encomendar una misión diplomática detal importancia a un anciano de manostemblorosas y cuyo corazón podía dejarde latir en cualquier momento era unalocura. Pero Maimónides estabafirmemente convencido de que el únicoque podía asumir esa responsabilidadera él:

—Mi salud no hará sino empeorar sile ocurre algo a Miriam —afirmó, puesera la pura verdad.

Al cabo de un buen rato, el sultánpor fin asintió.

—Ve entonces y que el Dios deMoisés te acompañe.

Dicho eso, Saladino le dio laespalda a su anciano consejero y el

hombre que en otro tiempo había sido elgobernante más poderoso del mundocivilizado salió con paso lento de lasala, con los hombros hundidos bajo elpeso terrible de su responsabilidad, unpeso que aumentaba cada día y acabaríapor obligarlo, por obligar a su sultanato,a hincar la rodilla en tierra.

51

MIRIAM se estaba empezando aacostumbrar a pasarse la vidaencarcelada. Por lo menos esta celdaestaba mejor amueblada que la otra en laque se había permanecido un semanamientras Saladino se dedicaba a subrutal purga del harén. Ricardo la habíaencerrado en uno de los lujososdormitorios del castillo del gobernadorde Arsuf: la cama estaba cubierta consuaves mantas de piel de gamo y lasparedes de piedra decoradas condelicados tapices conservados de los

tiempos —más de un siglo— en los quela ciudadela había sido un puesto devigilancia del ejército franco. La jovenno sentía la menor conexión emocionalcon las imágenes bordadas en seda demadonnas con el niño en brazos pero,por lo menos, dedicarse a examinar elfino trabajo de aquellas obras de arteera algo con lo que pasar el tiempomientras languidecía en poder delenemigo.

Y como mínimo tenía una ventana ylos cruzados no se habían molestado encolocar barrotes, asumiendo que lacaída de más de veinticinco codosserviría por sí sola para disuadirla decualquier intento de fuga. Obviamente,

no sospechaban que Miriam estabadispuesta a optar por la fuga definitivade la muerte si las condiciones de sucautiverio empeoraban o si era víctimade cualquier abuso a manos de aquellosbárbaros. Todavía lamentaba el fracasode su primer intento de suicidio cuandola caravana había caído en las garras deaquellas bestias.

Miró por la ventana mientras el soldesaparecía tras el horizonte en mediode un mar de tonos pastel. Allá abajo,podía ver a las legiones del ejércitocruzado dando por finalizadas susmonótonas prácticas y sesiones deentrenamiento: los hombres ya estabanguardando mazos y jabalinas para

encaminar sus pasos hacia un edificio detechos planos construido con ladrilloque, a juzgar por el olor repugnante quese elevaba hacia el cielo desde suinterior todos los días a esa hora, debíade ser el comedor de campaña. Tal vezSaladino no tenía de qué preocuparse:incluso si los cruzados lograban lanzarun brutal ataque hacia el interior ypenetrar en las sucesivas líneasdefensivas que el sultán había colocadoen torno a Jerusalén, al final caeríanvíctimas del venenoso engrudo queparecía ser la única fuente de alimentode la tropa.

Todavía estaba arrugando la nariz depensarlo cuando se abrió la puerta y

aparecieron por ella dos guardias que letraían el menú habitual: un cuenco dehumeante sopa de aroma nauseabundo.Miriam pensó para sus adentros que,aunque la celda en la que la habíaretenido el sultán era mucho másmodesta en comparación con losaposentos en que se encontraba ahora,en cambio la comida era mil vecesmejor. Quizás aquel detalle no dejaba deser una constatación más de la profundarealidad: la simplicidad escondía uncorazón de oro en el caso de Saladino,mientras que los desesperados intentosde los francos por parecer civilizadosnunca alterarían el hecho de que en elfondo los europeos eran unos rufianessin la menor sofisticación.

Los guardias a los que Ricardohabía encomendado su custodia eranitalianos, uno de Roma y el otro de unaciudad estado llamada Venecia, segúnhabía deducido de escuchardiscretamente sus conversaciones a lolargo de los últimos días. Sus captoresno sospechaban que la prisionerapudiera tener conocimientos de italianoya que ella se había asegurado deocultarles esa informaciónconvenientemente, pero a Miriamsiempre le habían fascinado los idiomasy se enorgullecía de su habilidad paraleer y escribir varias lenguas bárbaras.Su tío, cuyos conocimientos se limitabana la principal lengua de los cruzados, el

francés, nunca había comprendido sudeseo de estudiar los idiomas quehablaban los infieles; claro que él nuncahabía pasado por la aterradoraexperiencia de escapar de una horda defrancos enloquecidos asesinando adiestro y siniestro y expoliando unainocente caravana de comerciantesmientras maldecían a la muchacha queperseguían a gritos con palabras quepara ella no tenían el menor sentido perola atormentaban repitiéndose una y otravez en sus pesadillas. Miriam habíaalbergado la esperanza de que, sicomprendía lo que decían, lograríasilenciar aquellas voces implacables eincomprensibles.

Sus conocimientos lingüísticos nohabía conseguido menguar el terror quepoblaba sus sueños pero sí que le habíanresultado muy útiles durante sucautiverio ya que, a través de loscomentarios de los hombres que larodeaban, completamente ajenos alhecho de que hablaba italiano e inglés,había descubierto muchas cosas, entreotras la distribución del campamento ylos distintos puntos de la ciudadeladonde estaban ubicados los vigías,información de vital importancia si alfinal decidía poner en práctica algúnplan para escapar. También se habíaenterado de los problemas diarios a quese enfrentaba el ejército de ocupación en

sus esfuerzos por eliminar la resistenciade las aldeas costeras de la zona: losfrancos hacían todo lo posible por daruna imagen de total confianza en sucapacidad para conquistar el territorio,pero sus propios comentarios nerviososlos delataban sacando a la luz su neciabravuconería.

Miriam se volvió hacia los guardiasque le traían la cena: ambos eran altos ydesgarbados; uno tenía los cabelloscastaños y se estaba empezando a dejarbarba, por lo visto para ocultar unsarpullido que le había salido en lasmejillas debido a una dolencia típica deldesierto sin diagnostico exacto; el otrotenía el pelo rubio y rizado y orejas de

soplillo que sobresalíanprominentemente en un ángulo de lo másdivertido. Este último fue el que seacercó sosteniendo en las manos labandeja de madera en la quetransportaba la horrible sopa que servíade desayuno, comida y cena.

La joven se sentó en la cama e hizouna mueca de disgusto cuando el hombrecolocó la bandeja a su lado. Luego lossoldados se retiraron a esperar enposición de firmes junto a la puerta,dándole así una cierta privacidadmientras ella, tratando de no respirar,iba tomando el repugnante bebedizo conla ayuda de una cuchara de madera.Notó que no le quitaban la vista de

encima ni un instante, como siempre,mientras la desvestían con la mirada. AMiriam le importaba un comino lo quehicieran siempre y cuando sus fantasíaspermanecieran bien guardadas en suscabezas. Ricardo le había dejado bienclaro que sus hombres tenían órdenestajantes de no ponerle una mano encimapero, evidentemente, no podía controlarlas perversiones de su imaginación.

El rubio se volvió hacia el camaradadel sarpullido y le dijo en italiano:

—El otro día estuve hablando con unhombre que sirvió en el regimiento deGuido en Jerusalén, un superviviente deHattina, y me dijo que las judías sonunas fieras en la cama.

Miriam no movió un músculo. Aquelno era más que el acostumbrado ritualdenigrante de todas las tardes que losmuy necios parecían disfrutar inclusomás por estar convencidos de que lamuchacha no entendía ni una palabra delo que decían. Todos los días era lomismo, siempre tenía que comersoportando una retahíla de comentarioslascivos sin ofrecer la menor indicaciónde saber qué estaba pasando porque noiba a sacrificar la ventaja estratégicacon que contaba en medio de aquellasituación desastrosa por un desatinadosentido del orgullo y la dignidadfemenina.

El guardia de cabellos castaños se

pasó una mano por la incipiente barbasarnosa y comenzó a rascarse la cara, yella deseó con todas sus fuerzas que elpicor lo mantuviera despierto por lanoche, rascándose como un poseso y sinpoder conciliar el sueño.

—¿Tú crees que el rey la habráprobado ya?

—No, no creo, pero seguro que sedeja caer por aquí cualquier noche deestas a catar la mercancía.

Miriam hizo un esfuerzo para seguircomiendo como si tal cosa a pesar deque unas garras gélidas estabanempezando a atenazarle el corazón.Tenía sospechas de que Ricardo sesentía atraído por ella pero, teniendo en

cuenta que era un asesino y un bárbaro,la había tratado con sorprendentecortesía hasta el momento. Sin darsecuenta había desviado la mirada hacia laventana desde la que una caídaresultaría sin duda mortal y ahora reparóen que los cancerberos habían dejado dehablar y la estaban observando concuriosidad.

¡Maldita sea! Había bajado laguardia un instante… No estaba segurade qué habría hecho para dejar entreveren lo más mínimo que los entendía, peroobviamente su lenguaje corporal lahabía traicionado al pensar en laposibilidad de que Ricardo intentaraabusar de ella. Alzó la vista hacia los

hombres y se dirigió a ellos en francés,una lengua que sí sabía que conocía.

—Es de muy mala educación hablaren un idioma extranjero delante depersonas que no lo conocen —losrecriminó hablando lentamente parafingir que le costaba trabajo pronunciarlos sonidos poco familiares—. Ya hesoportado esta falta de respeto durantesuficiente tiempo. Tal vez debieracomentar el asunto con el rey, todo uncaballero, a diferencia de vosotros dos,que no sois más que un par de cerdos.

Funcionó. Los soldados soltaron unarisotada al oír sus palabras, sobre todoteniendo en cuenta el último comentarioque habían hecho: las dudas de que la

prisionera pudiera sospechar ni por lomás remoto lo que decían se habíandisipado.

—Tiene carácter —comentó el de labarba en italiano con una sonrisaburlona en los labios—. Seguro queSaladino ha disfrutado mucho con ella.

Miriam sacudió la cabeza fingiendofrustración al comprobar que insistían enseguir faltándole al respeto y volvió aconcentrarse en el engrudo con unamueca afectada de resignación.

El rubio se inclinó hacia sucompañero con aire de confidencia,pero todavía podía oír lo que decían:

—¿Te has enterado de las últimasnoticias? El infiel ha enviado a un

emisario a negociar su rescate, el doctorcon el que vino ella la primera vez.

La muchacha parpadeó de modo casiimperceptible pero continuó comiendocon la cabeza baja. Aquello sí que eracompletamente inesperado y tuvo querecurrir a toda su capacidad deautocontrol para no dejar escapar ungrito ahogado. ¿Había venido su tío? Talvez la pesadilla estaba a punto determinar por fin…

—¿Ese vejestorio? Pero si tienepinta de ir a caerse muerto en cualquiermomento… —se burló el de la barba—,¿y de verdad se la vamos a devolver sinhabernos divertido un poco primero?

«Sigue comiendo —le gritaba su

cabeza—. No levantes la vista, hazcomo si no hubieras oído nada».

—No te preocupes, no va a ir aninguna parte —replicó el rubio—, peroseguro que el Corazón de León losreunirá a ella y a su amante Saladinocuando tome Jerusalem. Miriam empezóa comer más despacio y dando sorbosmás pequeños de sopa, con la esperanzade poder prolongar el momento almáximo y recabar toda la informaciónposible.

—Es una pena que la conquista deJerusalén todavía se vaya a retrasar untiempo.

¿Cómo? ¿Ricardo no iba a atacar?—El rey es sabio —comentó el de

los rizos rubios con un encogimiento dehombros—. Primero tomamos Ascalón,luego El Cairo y, con Egipto bajonuestro control, después conquistaremosJerusalén y además Damasco y Bagdad.

«Ascalón. ¡Oh, Dios mío!».Miriam dejó de comer. No podía

seguir fingiendo indiferencia por mástiempo, necesitaba que aquelloterminara antes de acabar bajando laguardia y que los soldados descubrieranque los había manipulado una mujer. Yademás necesitaba tiempo para pensar,para idear un plan.

Dejó el cuenco de sopa a medioterminar a un lado y se volvió hacia elsoldado de barba incipiente.

—No puedo comer más de estabazofia con olor a boñiga de camello —declaró en francés entrecortado—, yahora marchaos y llevaos vuestrosrebuznos con vosotros.

Los soldados se rieron otra vez perohicieron lo que les pedía y, tras cerrar lapuerta con candado a sus espaldas, ladejaron sola con sus pensamientos paraponerse a considerar rápidamente todaslas opciones.

Ricardo se dirigía a Ascalón, lapuerta de entrada al Sinaí, mientrasSaladino estaba concentrando susfuerzas en el interior. Egipto estabadesprotegido. Si el rey franco se hacíacon el control del oasis, desde allí

podría lanzar una demoledora ofensivacontra El Cairo que rompería en milpedazos el sultanato.

A diferencia de sus antepasados,esta nueva casta de cruzados no semarcaba Jerusalén como objetivo sinoque sus aspiraciones eran muchomayores: se proponían revertir el signode la humillante conquista de lacristiandad que había comenzado hacíaquinientos años cuando los ejércitos deAlá, liderados por Jalid ben al Ualid yAmr ben al As habían aplastado a lastropas del imperio bizantino enviándolasal estercolero de la historia. Esta nuevaraza de guerreros santos comprendía quelos cristianos nunca mantendrían el

control de Jerusalén durante más de unospocos años mientras Tierra Santasiguiera rodeada de nacionesmusulmanas hostiles. Así que tenían queerradicar la amenaza en su origen. Laconquista de la ciudad sagrada sería elresultado inevitable de una cruzada paradestruir el califato mismo.

De repente Miriam se dio cuenta deque el Corazón de León no era el neciomuchacho impetuoso por el que lo habíatomado sino un genio militar con laaudacia suficiente para poner el mundodel revés. Ricardo era el nuevoSaladino, sólo que sus victorias novendrían acompañadas de armisticios yreconciliación sino de sangre y

venganza; los musulmanes seríandestruidos y su pueblo se quedaría sinaliados, sin nadie que los protegiera enun mundo gobernado de nuevo porgentes que lo único que veían en losrostros de los judíos era la sangrederramada de su dios inmolado.

En ese preciso instante, todopensamiento relacionado con su propiasituación abandonó su mente junto concualquier vestigio de resentimiento encontra del sultán por causa deldesastroso final que había tenido surelación. Ahora lo único que leimportaba a Miriam era alertar aSaladino sobre la inminente amenazaque se cernía sobre Ascalón.

En una ocasión se había tomado a símisma por espía y había arriesgado lavida para salvar a su pueblo de losfrancos. El rey cristiano la habíaengañado entonces, había utilizado laambición juvenil y la naturalezaaventurera de la muchacha contra ella,pero esta vez no sería una víctima tanfácil de las maquinaciones de Ricardo.

El fracaso no era una opción, pues lacivilización entera se encontraba alborde del precipicio.

52

MAIMÓNIDES se encontraba en loque en otro tiempo había sido el estudiodel gobernador militar de Arsuf, uncargo que había pasado de manos de undignatario franco a las de uno alservicio de Saladino y luego de vuelta alos francos otra vez. Todo eso en unperiodo de menos de tres años.Maimónides recordaba la abrumadorasensación de victoria que había sentidoen Hattina y cuando había caídoJerusalén, cuando parecía que losfrancos habían sido expulsados para

siempre de sus territorios. Y sinembargo allí estaban otra vez, másfuertes y vengativos que nunca. Enrealidad se había dejado adormecer porel reconfortante deseo de que la victoriade Hattina significara el final de laguerra cuando el hecho era que no setrataba más que de un cambiomomentáneo de la situación en su favor,un movimiento de la marea; pero lamarea siempre vuelve a subirpuntualmente y el mal también habíavuelto a hacer su aparición inclusoacrecentado. Tal vez siempre sería elcaso y, aun suponiendo que Saladino selas ingeniara para repeler la invasión,tan sólo sería durante un breve periodode descanso antes de que los perros de

la guerra desataran de nuevo suparadójicamente bautizada GuerraSanta.

Si el rey de Inglaterra reparó en loincómodo que le resultaba al rabinopermanecer de pie durante tanto tiempo,desde luego no pareció importarle. Elmuchacho de rubios cabellos que hoyiba vestido con una túnica de colorpúrpura y un manto rojizo, lo observabacon una sonrisa arrogante en los labiosque hacía que Maimónides desearapoder abjurar de su promesa de nocausar nunca ningún mal. Desde latrágica captura de Miriam a manos deaquel mocoso petulante, el ancianodoctor se había preguntado en muchas

ocasiones por qué habría recaído sobreél la maldición de tener que salvarle lavida a Ricardo. Tras conocerse lasnumerosas bajas de Acre y Arsuf y losrumores diarios de las atrocidadescometidas por los francos en las aldeasde la costa, Maimónides se sentíadirectamente responsable por cada unade las muertes que ya había causadoaquella guerra.

El joven regente parecía estar muycómodo sentado en la silla de respaldoalto forrado en cuero del gobernador.Junto a él se encontraba el séquitohabitual de ceñudos consejeros, incluidoaquel diablo con una cicatriz en elrostro, Conrado, pero no había ni rastro

del caballero cruzado que Maimónideshabía acabado por respetar. Tal vez sirWilliam estaba dirigiendo algunaincursión como la que había resultado enla captura de su desafortunada sobrina, oquizás había muerto en una de lasbatallas y ahora yacía enterrado bajo unpromontorio anónimo junto a la costa. Elrabino esperaba que no fuera el casoporque su muerte sería una terriblepérdida para los hombres decentes deambos bandos. Sin una voz de corduraque los controlara, sin duda los bárbarosdarían rienda suelta al lado más oscurode sus negros corazones.

Las puertas doradas se abrieronentonces de par en par y sus sombríos

pensamientos se vieron interrumpidospor la aparición de Miriam: la traíandos guardias desgarbados de tez pálida,y reparó en que llevaba puesta unaextraña túnica azul cubierta de encajesblancos, sin duda un ropaje a la modaentre los francos. Por los menos parecíaque Ricardo había considerado oportunotenerla vestida, aunque el rabino seestremeció al pensar en el precio quepodía haber tenido que pagar la jovenpor ello.

Su sobrina se zafó de los guardias ycorrió a sus brazos; el anciano se aferróa la muchacha con fuerza y por unmomento olvidó la guerra y la terribletragedia que se cernía sobre ellos en

todas direcciones. Miriam estaba viva yno parecía que le hubieran hecho elmenor daño, aunque Maimónides sabíaque algunas formas de maltrato no dejancicatrices visibles.

—¿Te han hecho daño? —lepreguntó con voz que sonó extrañatambién en sus propios oídos hasta quese dio cuenta de que las lágrimas queestaba reprimiendo se habían abiertopaso hasta su garganta.

Miriam miró a sus captores y luegoesbozó una sonrisa que su tío identificóinmediatamente como falsa.

—El rey y sus hombres han sidounos perfectos caballeros.

El rabino contempló el rostro

sonriente de Ricardo y decidió que ya sehabía cansado de tanta ceremonia.

—Bueno, pues es todo un cambio…El rey echó la cabeza hacia atrás y

soltó una sonora carcajada.—Veo que no habéis perdido

vuestro cáustico sentido del humor,amigo mío —bromeó—. Espero quetengáis a bien uniros al cuerpo demédicos reales a mi servicio cuandoconquiste Jerusalén.

Maimónides sintió una puñalada enel corazón al oír aquello, mientras quelos hombres de Ricardo sonrieroncomplacidos; todos excepto Conrado,cuyo rostro parecía haberse vuelto mássombrío y malévolo (si es que eso era

posible) al oír aquel comentariorebosante de confianza. Tal vez lasfuerzas de los cruzados no estaban tanunidas como todo el mundo creía.

—Eso no ocurrirá nunca —sentencióel doctor, cuyo único deseo era que laaudiencia acabara cuanto antes y poderabandonar de una vez aquella malditafortaleza en compañía de su sobrina.

—Una verdadera pena —respondióel monarca con un encogimiento dehombros exagerado—. En fin… Comoveis, vuestra sobrina se encuentraperfectamente. Podéis informar de subuen estado a vuestro señor. ¿Hay algomás que pueda hacer por vos?

Maimónides sintió que la sorpresa y

la furia le atenazaban el estómago.¡Ricardo hablaba como si no tuviera lamenor intención de liberar a Miriam!Pero el rabino no había hecho el largoviaje hasta aquel lugar remoto para quese burlaran de él.

—El sultán desea saber cuál es elrescate que exigís a cambio de suliberación —respondió.

Tenía autorización de su señor paraacceder a una suma de hasta quince mildinares de oro, una cifra extraordinariaque excedía con creces el rescatepagado por los nobles francos a cambiode la liberación de sus seres queridosdurante los primeros días de laconquista de Jerusalén. Además

Saladino sufragaría aquella cantidad condinero de sus arcas personales en vez derecurrir a las del estado, ya de por sídepauperadas. El sultán estaba dispuestoa sacrificar su propia fortuna y eso habíacontribuido sobremanera a que la llamadel afecto por aquel hombre sereavivara un tanto en el corazón de suconsejero judío.

Ricardo se recostó en la silla.—La verdad es que es muy sencillo

—comenzó a decir entre dientes, unadentadura resplandeciente que confería asu rostro un aire claro de amenaza al serexhibida tan ostensiblemente—. SiSaladino entrega Jerusalén, yo leentregaré a la muchacha.

Maimónides sintió que el ruborascendía por sus mejillas en respuesta aldescaro de aquel muchacho lleno deínfulas. Miriam permanecía de pie a sulado con expresión estoica, como si enrealidad nunca hubiera esperado que lafueran a liberar.

—¿Cómo podéis hacer esto? ¡Oscuidó cuando estabais medio muerto!

La sonrisa del joven rey sedesvaneció para ser sustituida por unamueca cruel.

—Por ese preciso motivo es ahorami huésped de honor y no yace enterradaen la arena del Negev.

La muchacha posó una mano suaveen el brazo de su tío y, al detectar un

brillo de advertencia en los ojos de ella,este se dio cuenta de que persistir enrozar la frontera de la descortesía conaquel monarca peligrosamenteimprevisible podía traer consecuenciasa la prisionera y no sólo al ancianodoctor. Pero Maimónides, lleno defrustración y sintiéndose derrotado, nofue capaz de reprimir una últimaprovocación desatinada.

—La historia os recordará como untirano, Ricardo de Aquitania.

Un frío silencio sepulcral seextendió por toda la estancia y loscortesanos se miraron los unos a losotros escandalizados: ningún hombre lehabía hablado así al rey jamás, y mucho

menos un judío. Ricardo se inclinó haciadelante en el asiento y por un momentoel anciano creyó que estaba a punto deordenar su ejecución, pero entonces,como para reafirmarlo en suconvencimiento de que el soberanocruzado estaba loco, este hizo algoinesperado: se rió.

—Eso depende de quién escriba lahistoria, rabino.

* * * Maimónides ya estaba a medio

camino de vuelta hacia Jerusalén cuando

se dio cuenta de que Miriam le habíametido una nota en el bolsillo del manto:en un trozo de lino, pintadas sobre latela con un líquido extraño de colorparduzco que olía vagamente a lentejas,la joven había escrito un mensaje, unpoema para Saladino, y pese a que laspalabras no tenían el menor sentido parasu tío, este sí experimentaba en la bocadel estómago la sensación de que elcurso de la guerra —de la historiaentera— estaba a punto de cambiardebido a ellas.

53

MAIMÓNIDES se encontraba de pieen la sala del trono comunicando losdetalles del ultimátum de Ricardo a unsultán que lo escuchaba con rostroatribulado. Por fin Saladino lazó unprofundo suspiro y negó varias vecescon la cabeza con gesto cansado.

—Justo tal y como esperaba. Losiento mucho, amigo mío —seconmiseró—, pero no pierdas laesperanza. Miriam tiene muchosrecursos y sospecho que al rey niño leva a costar más trabajo del que cree

mantenerla bajo control.Maimónides carraspeó con aire un

tanto incómodo.—De hecho, ya he podido constatar

que así es, sayidi. Pero no acabo decomprender con qué propósito.

Saladino arqueó las cejas lleno deexpectación, hasta Al Adil, que no sehabía mostrado muy preocupado quedigamos por conocer la suerte que habíacorrido la joven, pareció interesarseahora.

—¿De qué estás hablando?El rabino sacó el trozo de lino y se

lo entregó al monarca.—Me metió esto en un bolsillo del

manto durante nuestro encuentro sin que

me diera cuenta, no sé muy bien en quémomento —explicó confiando en noestar poniendo ni al sultán ni a sí mismoen evidencia con un mensaje que, talvez, al final no resultaría ser más que unpoema de amor escrito por unamuchacha que se siente sola y aisladadel mundo.

El soberano contempló la nota consorpresa. Primero la leyó en voz baja yluego alzó la cabeza y la repitió palabrapor palabra en voz alta, en aparienciasin importarle lo más mínimo cómo lainterpretaran los cortesanos:

—El amor es lo único por lo quemerece la pena luchar. Una vez mehablasteis de un oasis donde le hicisteis

el amor a una mujer por primera vez.Nuestro destino se decidirá a la sombrade sus palmeras.

Se produjo un murmullo de sorpresaentre los nobles, aunque Maimónidesreparó en que el cadí Al Fadilpermanecía en silencio; parecía turbarlomucho que se mencionara a Miriam y elrabino se había dado cuenta de que, dehecho, el arrogante primer ministrosentía vergüenza y remordimiento alpensar en el papel que había jugado enla tragedia de la muchacha. El buendoctor no había perdonado al visirtodavía, pero estaba empezando a intuirque quizá su corazón se abriría a esaposibilidad algún día. Si era la voluntad

de Dios que Miriam volviera sana ysalva, su anciano tío se imaginaba queacabaría personando a todos losdesgraciados y traicioneros personajesde aquella terrible trama.

Fuera como fuera, el extrañomensaje en que se aludía a lacontrovertida aventura del sultán, habíaprovocado en los presentes más de unamirada ultrajada dirigida al rabino, y susrefunfuños entre dientes le daban aentender que, incluso si él estabadispuesto a perdonar a los enemigos deMiriam en la corte algún día, elsentimiento seguramente no era mutuo,pero trató de calmarse y centrar toda suatención en la misteriosa misiva.

—Mi sobrina no es dada a laspoesías de amor, mi señor, y se haarriesgado a recibir un castigo terriblepara haceros llegar este mensaje, ¿quésignifica?

Saladino miró primero a Al Adil yluego al cadí Al Fadil antes de volversehacia Maimónides y, por primera vez enmuchos meses, el rabino vio una luzresplandeciente en los ojos de su señor,una expresión de asombro y júbilo:considerando lo precaria que se habíahecho la situación, con la invasióncruzada de Jerusalén a punto deproducirse en cualquier momento, laexpresión que le teñía las faccionesparecía totalmente inapropiada, por no

decir que rayana en la demencia.—Me equivocaba respecto a

Miriam. En realidad es una gran espía—afirmó Saladino al tiempo que selevantaba del dorado trono volviéndosehacia Al Adil, que parecíacompletamente perplejo ante elcomportamiento del sultán.

—Hermano mío, convoca al consejo—le ordenó Saladino con voz queguardaba un parecido increíble con la deun niño que acaba de descubrir dónde haescondido su madre los dulces—.Ricardo no está camino de Jerusalén.

Se desató un tumulto de sorpresa aloírlo decir aquello, hasta Maimónidesse preguntó si la presión no habría

llegado a tal punto que el soberano no lahabía podido soportar más sin perder lacordura. Ricardo y los cruzados estabanpreparándose para un ataque masivodesde su privilegiada base deoperaciones en Arsuf, resultaba obvioincluso para cualquier hombre común ycorriente sin la menor preparaciónmilitar, como atestiguaba el hecho deque las aldeas próximas a la CiudadSanta se hubieran evacuadoespontáneamente.

—Pero ¿de qué estás hablando? —loatajó Al Adil mirando a su hermanolleno de sospecha, como si se estuvierapreguntando si los francos no le habríanlanzado algún encantamiento—. ¿Cuál es

su próximo objetivo entonces si no sepropone atacar Jerusalén?

Saladino miró a Maimónides con losojos resplandecientes.

—Ascalón.Y en ese momento todas las piezas

encajaron de repente.

54

AUNQUE Maimónides odiaba loscaballos, a los camellos todavía losodiaba más, así que accedió a viajar unavez más a lomos de la yegua gris depelaje moteado que lo habíaacompañado en su misión fallida ante elrey franco. En fin… sus esfuerzos porrescatar a Miriam habían fracasado,pero reinaba la agitación en toda lacorte desde que había trascendido queRicardo se proponía invadir el Sinaí y,desde un punto de vista de estrategiamilitar y espionaje, la visita diplomática

del rabino a Arsuf había sido un éxitorotundo. Por desgracia eso no loconsolaba mucho considerando el hechode que su valerosa sobrina seguía en laguarida de aquellos demonios. ¡Menudarecompensa por sus valiosos servicios!:otro detalle cortés de un Dios irónico yburlón.

Se habían puesto en marchainmediatamente después de que Saladinodebatiera la cuestión con el consejo. Elrabino se las había ingeniado paravolver a casa durante una hora escasa, yestaba haciendo un intento desesperadode explicar a su compungida esposa queMiriam estaba bien pero que no podíavolver a su lado todavía, cuando

aparecieron a la puerta los temiblesgemelos de la guardia personal delsultán para informarlo de queacompañaría a este en su próximamisión.

Maimónides comprendía lanecesidad de contar con un doctordurante el arduo viajo a través deldesierto, pero había muchos médicos enJerusalén: más jóvenes, con másenergía, con menos probabilidades desucumbir bajo el sol abrasador delNegev. Claro que él no era quien paracuestionar las decisiones de su señor y,pese a los lamentos lacrimógenos deRebeca rogándole que se quedara a sulado, se había visto obligado a

embarcarse en la cuidadosamenteplanificada respuesta de Saladino a laestratagema de Ricardo.

Ni que decir que la necesidad deactuar de inmediato saltaba a la vista.Los francos habían estado a punto detenderles con éxito una trampaingeniosamente ideada al posicionar susfuerzas de modo que pareciera que elataque contra Jerusalén era inminente yobligar con ello a los musulmanes aconcentrar sus recursos en la defensa dela Ciudad Santa. Toda la frontera surcon el Sinaí estaba completamentedesprotegida y por Ascalón, la puerta deentrada en el desierto, pasaba suprincipal ruta de suministro desde

Egipto. El control del oasis, de suspozos de agua y sus palmeras datileras,era fundamental para cualquier ejércitoque se propusiera sobrevivir a la largatravesía por las desoladas llanurasdonde su pueblo había recibido porprimera vez las Tablas de la Ley Divina.Si Ascalón caía, Ricardo podría utilizarel enclave como base de operacionespara una campaña en África y, con losrecursos de Egipto en sus manos, nosólo Jerusalén sino todo el califatoacabaría en poder de los francos.

De repente, proteger el oasis deAscalón se había convertido en elobjetivo prioritario del ejércitomusulmán y haría falta un gran

contraataque para hacer frente a laofensiva de Ricardo si se proponíanevitar un desastre que haría que lasderrotas de Acre y Arsuf parecieranmeras meteduras de pata sin demasiadaimportancia.

Y, sin embargo, en vez deencontrarse formando parte de una granexpedición de tropas capaces de repelerel ataque de los bárbaros contraAscalón, Maimónides había descubiertohorrorizado que el sultán se estabaembarcando en aquella misión con uncontingente de escasos treinta hombres,de los mejores guerreros de todo elejército, eso desde luego, pero que porsí solos serían incapaces de enfrentarse

con éxito a treinta mil fanáticoscruzados. El rabino había concluido quetal vez estos hombres eran simplementelos seleccionados para liderar un granejército de fuerzas formadas porsoldados egipcios y sirios que se lesunirían más al sur.

Pero al cabo de unos días de viajepor las desoladas arenas del Negev sinhaber visto ni tan siquiera uncampamento beduino en medido de lainmensa extensión de dunas doradas ygrises, Maimónides estaba empezando aalarmarse ante la posibilidad de que elsultán ciertamente hubiera perdido lacabeza y pretendiera que aqueldestacamento insignificante formado por

algo más de una veintena de jinetes yunos cuantos hombres a camello seenfrentara a las poderosas hordas de losfrancos. Tal vez Saladino confiaba enque el poder místico de Alá descenderíasobre ellos como lo había hecho sobrelas tropas del Profeta, que sin dudahabía obtenido increíbles victorias. Porsupuesto el rabino había leído losrelatos sobre los inimaginables triunfosde Mahoma y sus Compañeros, por logeneral contra todo pronóstico, pero nitan siquiera el Profeta —al menos hastadonde Maimónides sabía— habíaganado una batalla en la que el enemigolo superara en una proporción de mil auno.

Un vigía tocado con turbante verdeapareció al otro lado de la inmensa dunaque ahora se cernía sobre ellos, cabalgóhasta donde se encontraba el sultán y ledijo algo que se perdió en el rugir delviento del Negev. Pero Saladino por lovisto sí lo había oído y se volvió parahacer un gesto con la cabeza endirección a Maimónides, quieninmediatamente espoleó a la yegua y fuea colocarse a su lado. Con el repentinoavance de la montura a más velocidad,el rabino había sentido que le ardían losmúsculos de las caderas, sobre todo trasel esfuerzo de días enteros sentado ahorcajadas a lomos de aquella bestia, yel sultán se dio cuenta:

—Querido amigo, se diría que elpropio doctor anda falto de algúnremedio que lo alivie de sussufrimientos —se burló sin malaintención.

Maimónides era muy consciente delas sonrisas bastante menosbienintencionadas que se dibujaban enlas caras de algunos de los soldados yse obligó a mantener la cabeza alta congesto digno.

—Los hombres de mi edad siempreparecemos enfermos, sayidi, lo hacemospara llamar la atención.

Saladino se rió de buena gana yluego alzó la voz para que lo oyerantodos los integrantes de la patrulla.

—Acabo de recibir noticias de queel Corazón de León está a tan sólo dosdías de camino.

Sonaba pletórico, por lo visto leentusiasmaba la idea de la inminentellegada de aquella fuerza colosal. Elanciano judío se mordió el labio altiempo que se decidía a verificar de unavez por todas si el sultán estabaverdaderamente loco, tal y como estabaempezando a sospechar.

—¿Conseguiremos reunir a losrefuerzos a tiempo?

La sonrisa de Saladino se evaporó yadoptó de repente un aire muy serio,incluso de cierta tristeza, quedesconcertó a Maimónides más si cabe.

—No tendremos refuerzos.El rabino dudó un instante, sin saber

realmente qué decir. Aquello no tenía elmenor sentido, y obviamente el soberanovio escrito en sus facciones el conflictoque lo atormentaba, pues se debatíaentre el deseo racional de recibir unaexplicación sobre el extraño rumbo quehabían tomado los acontecimientos y elmiedo a descubrir que no había ninguna.

—El «guía de perplejos» parece élmismo perplejo también… —comentó elsultán.

Maimónides respiró hondo.—Disculpadme, sayidi, pero no

podemos defender Ascalón con uncontingente tan pequeño…

En ese momento los caballosllegaron a la cima de una gigantescaduna y apareció ante sus ojos la isla deincreíble verdor que era Ascalón: dabala impresión de que Dios hubiera dejadocaer un retazo de paraíso en medio delas dunas, como puente entre losdesiertos gemelos del Negev y el Sinaí.Unas hileras resplandecientes depalmeras cuajadas de grandes manojosde dátiles rodeaban la ciudad de casasde piedra blanca que lanzaban destellos,como si fueran de mármol puro, enmedio de una alfombra de hierba suavey tupida y rosales en flor bien cuidados.

Saladino contuvo la respiración yMaimónides creyó ver el brillo de las

lágrimas en sus ojos mientrascontemplaba la ciudad que tan a menudolo había oído declarar la más hermosajoya de todo el califato.

—Estás en lo cierto, amigo mío.Este pequeño grupo no podría protegerAscalón. —Hizo una pausa—.¿Recuerdas la nota que me envióMiriam?

El rabino asintió con la cabeza.¿Cómo iba a olvidarla? Pero intuyó queel sultán ya no le estaba hablando a élsino más bien a algún otro interlocutorinvisible a los ojos del doctor.

El monarca fue al trote hasta unarobusta palmera junto a un pozo a lasafueras de Ascalón. Los residentes de la

ciudad estaban empezando a salir de suscasas, tal vez creyendo que llegaba otracaravana con mercancías procedentes deEgipto. Los mercaderes eran la fuente deingresos de la ciudad y siempre se lostrataba con la máxima cortesía yhospitalidad. Fueron apareciendo loscuriosos, muchos de ellos niñosataviados con túnicas de vivos colores omujeres cubiertas con los pañuelosnegros característicos de las beduinas,ajenos por completo al hecho de quequien los visitaba ese día no era otrocomerciante de alfarería más.Seguramente nunca habían visto al sultány no habrían creído posible que unpersonaje tan ilustre se molestaría jamásen visitar su remota y diminuta ciudad.

A aquellas pobres gentes ni se lespasaba por la cabeza la posibilidad deque la suerte del mundo resultase estarescrita en las calles primorosamentecuidadas de su oasis.

Saladino desmontó y se arrodillójunto a la palmera, como si estuvierarezando. No —se corrigió Maimónides—, no rezando sino rememorando untierno recuerdo.

—La primera vez que le hice elamor a una mujer fue bajo esta palmera—dijo el sultán al tiempo que paseabapor el tronco del árbol una mano curtidapor los rigores de mil batallas, como siestuviera acariciando otra vez el cuerpode la amante de la que hablaba—. Tenía

catorce años. Me encantaría poderrevivir aquel momento, hacer que duraraeternamente, pero por desgracia todollega a su fin.

Una terrible premonición hizo que alrabino se le hiciera de repente un nudoen el estómago. Miró a su alrededorcontemplando a los lugareños: los niñosreían divertidos al ver el extrañocomportamiento del visitante y algunasmujeres, de hecho, agarraron de la manoa sus pequeños para arrastrarlos devuelta a casa, pues estaban empezando apreocuparse sobre las intenciones delloco recién llegado y su grupo dehombres armados hasta los dientes.

Maimónides sintió que ahora el nudo

atenazaba con fuerza su corazón.—No vais a salvar Ascalón,

¿verdad?Saladino se puso de pie para

alejarse de la palmera. Sus ojos habíanadquirido un brillo oscuro y terrible.

—Salvaré Ascalón, amigo mío.Destruyéndola.

Entonces fue a buscar un hacha enlas alfombras de su corcel negro y, sindecir una sola palabra, volvió adirigirse hacia el árbol que tan dulcesrecuerdos de su primera noche de pasiónle traía y comenzó a cortarlo con cruel eimplacable determinación.

Sus hombres desmontaroninmediatamente y empezaron a recorrer

el oasis; algunos iban por las casasordenando a los aterrorizados residentesque salieran de las mismas mientras queotros permanecían en el centro de lapequeña aldea sosteniendo en algo elestandarte del águila que losidentificaba como tropas del sultán: noeran bandidos —declararon—, pero encambio cualquier hombre queinterfiriera con ellos mientras cumplíancon su deber sería tratado como tal. Ungrupo de arqueros estratégicamenteposicionados y preparados paradisparar sellaba las palabras conacciones más que elocuentes.

Maimónides contempló espantadocómo los soldados iban destruyendo

sistemáticamente la pequeña ciudad deAscalón: cortaron los árboles y luegoles prendieron fuego, que rápidamentese extendió por la hierba y los rosaleshasta llegar a los tejados de paja de lascasas; en cuestión de minutos, el oasisentero estaba envuelto en las llamas.

Los ojos del rabino se llenaron delágrimas cuando vio a unos cuantoshombres del sultán vaciando sacos depolvo blanco en los pozos de los quedependía la vida de Ascalón: el próximoincauto que bebiera agua extraída decualquiera de ellos no tardaría en sentirel letal escozor de aquellas cenizas ensu garganta. El Profeta había prohibido alos musulmanes quemar los árboles o

envenenar los pozos y Saladino siemprehabía cumplido estrictamente el códigomusulmán de la guerra a lo largo de losmuchos años de conflicto con losfrancos, pero obviamente ahoraconsideraba que no tenía otraalternativa. Ascalón tenía que serarrasada hasta sus cimientos paraobligar a Ricardo a abandonar susplanes de utilizarla como una base deoperaciones desde la que atacar Egipto.

Tal era la locura de la guerra: parasalvar la tierra, tenían que destruirla,hacerla inservible para el enemigo quenecesitaba Ascalón como centro deaprovisionamiento para la larga eimplacable travesía por el Sinaí. Con el

oasis en llamas, a los ejércitos delCorazón de León no les quedaría másremedio que darse la vuelta.Maimónides entendía que con aquellaúnica y destructiva acción terrible sehabía salvado El Cairo. Una pequeñaciudad, un oasis de belleza inenarrableen medio del temible desierto moriríapara que cientos de ciudades, desde losconfines de los mares occidentales delMagreb hasta las tierras del sol nacienteen la India, sobrevivieran.

No obstante, mientras observaba asu amigo ahora cubierto de cenizas yhollín que contemplaba en silencio elalcance de la destrucción, se preguntó sialgo en Saladino mismo no habría

muerto de hecho ese día.Con el oasis ardiendo a su

alrededor, el soberano se arrodilló unaúltima vez ante el tocón de la palmerabajo cuya sombra había conocido elamor y la generosidad gozosa de lascaricias de una mujer y, por primera vezen los muchos años de amistad con elsultán, Maimónides vio las lágrimasrodando por sus mejillas.

El hombre más poderoso del mundolloró por el amor perdido y por unmundo en el que a veces la belleza debeser sacrificada en el altar del poder.

55

RICARDO contempló, sin alcanzar acreer lo que veía, cómo se alzaba hacialos cielos una columna de humo negrode más de quinientos codos de alto. Lasúnicas nubes que se divisaban en elcielo color azul cobalto eran los humosnegruzcos que se extendían sobre lasruinas aún en llamas de Ascalón.

El Corazón de León sintió que unaincontenible ira justificada batallaba ensu corazón con la más infame versión deimpotencia desesperada. Desenvainó laespada y, en un verdadero despliegue de

petulancia, la lanzó con fuerza paraclavarla en las arenas del desierto. Lacólera de Ricardo estuvo a punto deexplotar cuando oyó a sus espaldas elsonido vibrante y cantarín de una risa.Se dio la vuelta inmediatamente paraatravesar con la mirada a la judía, quecabalgaba junto a él como prisionera. Lajoven llevaba las manos atadas y lospies también sujetos con cuerdas a loscostados de la yegua de pelaje marrónsobre cuya grupa estaba sentada pero, aloír el eco de su arrogante risaretumbándole en los oídos, el joven reyse dio cuenta de que había sido un graveerror no taparle la boca también.

—Vuestro sultán está loco.

Era una afirmación inútil y ridícula,pero esas palabras fueron todo cuanto sele ocurrió decir ya que su mente estabademasiado aturdida tratando de procesarla inabarcable magnitud de la realidad:su enemigo le había ganado la partidadel ingenio.

Miriam seguía riéndose, pese a lasmuestras evidentes de ira a punto dedesbordarse que se leían en el rostro desu carcelero.

—Es una advertencia, majestad —declaró la muchacha, llena de orgullo—.Un hombre capaz de destruir lo que másama para detener a su enemigo, es unhombre que no conoce límites.

Ricardo ya había soportado lo

suficiente la total falta de respeto deaquella dama pagana. ¡Al cuerno lacaballerosidad! Recogió la espada yavanzó a pie hacia ella con el arma en lamano. La sonrisa se desvaneció de loslabios de Miriam pero no detectó en susfacciones el menor atisbo de miedo. No:parecía más ultrajada que atemorizadapor la amenaza velada. Bueno, tal vezreaccionaría de modo más apropiado sila amenaza fuera algo más que velada.

—Si le envío vuestra cabeza en unabandeja de plata, tal vez entonces veahasta dónde estoy dispuesto a llegar yotambién.

La belleza de cabello negroazabache se limitó a encogerse de

hombros.—Creo que sobrevaloráis el afecto

que pueda sentir por mí. En su harén hayinfinidad de mujeres y seguramente yahace tiempo que me ha olvidado.

Y entonces le guiñó un ojo. ¡Leguiñó un ojo!

Ricardo sintió que la ira remitía ensu interior para ser sustituida por unasensación de total admiración ydesconcierto. ¿Quién era aquella mujerincreíble que no le temía a la muerte?Allí de pie ante aquella muchacha, bajoel sol implacable y en medio del calorabrasador del desierto intensificado porel de las llamas que todavía seguíanconsumiendo el oasis, el rey más

poderoso de toda Europa sintió que loinvadía una sensación de totalimpotencia. La única mujer que jamáshabía logrado que se sintiera así era sumadre, Leonor, en las raras ocasiones enque la había hecho enfadar cuando eraniño. Su madre poseía la habilidad dehacer que los dirigentes más poderososdel planeta se sintieran pequeños cuandolos atravesaba con una de susdemoledoras miradas de desaprobaciónsin ni tan siquiera pestañear. EntreLeonor y Miriam había un abismo, puessu religión y su crianza no podían sermás distintas, pero aun así tenían algo encomún: la capacidad de reducir aarrogantes soldados a poco más queniñitos avergonzados con tan sólo un

cambio de inflexión en su tono de voz.—Dudo mucho que eso sea cierto,

Miriam —le respondió bajando por finla espada definitivamente.

Ella lo miró a los ojos y el jovenvolvió a tener esa extraña sensación: eracomo si la conociera desde hacía muchotiempo, quizás incluso desde antes deque comenzara su vida en aquel cruel yquebrantado mundo.

El extraño momento hipnótico seinterrumpió cuando apareció William: elcaballero volvía para informar a suseñor tras haber salido a inspeccionar elalcance de la destrucción que tenían antesí.

—Sire, los pozos están envenenados

—afirmó con su habitual tono directo ysin rodeos—. Varios hombres, sedientosdespués de los rigores del viaje por eldesierto, se lanzaron a beber y hanpagado un alto precio por suprecipitación.

La cólera de Ricardo se habíaesfumado, se había desintegrado bajo elpeso de la cruda realidad del oasisardiendo ante sus ojos, y no veía lautilidad de desesperarse ni enloquecerseante una verdad contra la que nadapodía.

—No tenemos más opción que dar lavuelta —anunció con voz agotada—.Las tropas no pueden cruzar el Sinaí sinprovisiones ni agua.

Ya estaba: dicho. Un plancuidadosamente calculado a lo largo demeses de minucioso análisis y un sinfínde conversaciones con sus consejerosacababa de esfumarse igual que el negrohumo que envolvía Ascalón en suascenso hacia los cielos.

Ricardo subió al caballo y tiró delas riendas, dispuesto a dar la espalda ala vergüenza de la derrota, cuando unvigía apareció al galope por las dunas:la excitación y la premura teñían de rojoel rostro pecoso del siciliano.

—Sire, hemos avistado una patrullade exploradores musulmanes a pocadistancia, un grupo de unos seishombres, hacia el este.

En los labios de Ricardo se dibujóuna leve sonrisa.

—Parece que no va a ser un díacompletamente perdido… —comentó elrey al tiempo que se volvía hacia sucaballero favorito y que en los últimostiempos se había distanciado un poco deél desde la matanza de Acre. Tal vez unapequeña expedición de caza lesbrindaría a los hombres la oportunidadde dar rienda suelta a parte de la ira y lafrustración de perder Ascalón, yademás, para él concretamente, unamisión conjunta sería un momento idealpara tratar de tender un puente hacia suviejo amigo—. ¡Cabalga conmigo,William!

El caballero arqueó una ceja enseñal de sorpresa pero reaccionó almomento:

—¡Sí, mi señor!Ricardo agarró el estandarte real,

una bandera color púrpura con un leónbordado en oro que sostenía un paje, loagitó en alto para indicar a sustemplarios que lo siguieran y se lanzó algalope por el desierto en busca de supresa.

* * * Desde el escondite privilegiado de

la cima de una pendiente rocosa, ungrupo de soldados de Saladinoobservaba al puñado de jinetesdestinados a servir como señuelo: unoscuantos hombres habían: permanecidoen los alrededores de Ascalón,esperando pacientemente la llegada delas tropas de Ricardo con instruccionesprecisas que consistían en atraer aalgunos de los caballeros cruzados paraque se alejaran del grueso de las tropasy capturar con vida al menos a untemplario. El sultán se había tenido queenfrentar a un serio problema de falta deinformación al principio de la guerra yno esperaba que la joven judía pudieraproporcionarle más.

La estratagema parecía estar dandoresultados: el pequeño destacamento desoldados fingiendo ser exploradoreserrantes cabalgaba por las polvorientasllanuras sin la menor discreción. Yahabían visto a un vigía franco escondidoentre las inmensas rocas situadas unpoco hacia el oeste: el soldado prontodaría la voz de alarma y se enviaría unapatrulla a capturar a aquellosmusulmanes que se había quedadorezagados. Saladino había imaginadocorrectamente que su joven adversariotrataría de suavizar el golpe del fracasoen Ascalón con la captura de algunos delos hombres del sultán que habíaorquestado aquella humillante derrota.

Pero lo que pasó después, eso ya noera exactamente lo que cabía esperar. Selevantó a lo lejos una nube de polvo,más allá de las colinas situadas al oeste,y el estruendo de los cascos de unadocena de caballos retumbó por todo elvalle; entonces por fin la patrulla de loscruzados apareció por encima de unmontículo cubierto de rocas y se lanzódirectamente a la carga contra elseñuelo.

Desde su posición en terrenoelevado, un soldado de a pie asiriollamado Kamal ben Abdul Aziz al que elsultán había puesto al frente de laoperación, sacó un pequeño telescopiopara poder seguir mejor la escaramuza

de allá abajo: los francos se dirigían algalope hacia la presa, que fingiría totaldesconcierto y pánico y saldría huyendopara obligar así a los cruzados aadentrarse más en las dunas.

Kamal se preparaba para levantar sumano tostada por el sol y señalar así elcomienzo de la emboscada cuando vioalgo increíble a través de la lente deltelescopio.

El hombre que lideraba el ataquecruzado iba vestido igual que el resto delos caballeros y tenía la cara oculta trasun grueso casco, pero sostenía con lamano izquierda un estandarte de colorpúrpura en el que el soldado asiriodivisó al sol de medio día un

resplandeciente león rampante.Kamal ya había visto el estandarte

antes, pues era uno de los afortunadossupervivientes de Arsuf y por tanto eljoven había presenciado cómo unhombre había avanzado al galope por lacolumna central en el momento en que elejército cruzado cambiaba la direcciónde la marcha repentinamente paraabalanzarse contra sus perseguidores, ytambién había visto con infinito espantoque su inminente victoria se convertía enderrota cuando los francos se habíanlanzado al ataque dirigidos por aquelhombre al que veían como rey perotambién como un dios. Ricardo Corazónde León era el único guerrero que

llevaba el estandarte en el campo debatalla y cualquiera que hubierasobrevivido a Arsuf no olvidaría jamásla terrible imagen de aquella banderaondeando al viento que había precedidoa la masacre y humillante derrota de lastropas musulmanas.

¿Era posible que el rey enemigo, elhombre más odiado del mundo,estuviera ahora galopando directamentehacia la trampa que habían tendido a losfrancos? Kamal no sabía si el sol y elcalor le habían reblandecido los sesos osi realmente estaba a punto de ser testigode un momento histórico. Se volvióhacia su compañero Yahan, un toscosoldado de infantería del oeste de Irán

que también contemplaba la persecucióndesde lo alto a su lado.

—¿La vista me engaña o ese es elCorazón de León en persona? —preguntó Kamal.

Yahan observó con suma atención elestandarte a través de la lente de supropio telescopio y luego se echó a reír:un breve gorjeo ajado con el quesucintamente quería expresar laadmiración e incredulidad que yainundaban el corazón de Kamal.

—Es un necio con mucho coraje.—Y también vale más de su peso en

oro —contestó Kamal, al que se leencendían los ojos de pensar en el valorde la pieza que estaban a punto de

cobrar.Por fin el asirio se volvió hacia los

arqueros que estaban detrás de ellos: enunos segundos iba a dar una orden quecambiaría el mundo, pero primero teníaque avisar a la caballería que estabaescondida tras las colinas para quecentrarse todos sus esfuerzos en capturara un hombre en concreto.

Saladino les había pedido que letrajeran de vuelta a un caballero que lespudiera dar información de valor sobrelos planes del enemigo y, en vez de eso,iban a servirle en bandeja al enemigo enpersona.

Kamal vio la avidez con que lebrillaban los ojos a Yahan y sonrió:

estaban a punto de convertirse en lossoldados más celebrados del reino.

* * * Ricardo sintió que los latidos de su

corazón se aceleraban, como siempreque se disponía a matar a un enemigo enel campo de batalla: el filo letal de sulanza estaba a punto de enviar al jineteataviado con túnica azul y turbante queperseguía al encuentro con su Creador.El joven rey le asestó al sarraceno unaestocada cuyo blanco era el punto débilde las cota de malla de escamas que

llevaba este puesta, justo debajo delbrazo izquierdo; y entonces se desató elinfierno.

Una estridente serie de toques detrompeta resonó por todo el valle y losjinetes a los que trataban de alcanzar sedieron la vuelta de repente con intenciónde enfrentarse a sus perseguidores. Loscruzados superaban en número a losmusulmanes en una proporción de másde dos a uno y aquella ofensiva hubierasido un suicidio de no ser porque depronto se vieron atrapados en medio deuna emboscada.

Como por arte de magia, más de unatreintena de jinetes salieron de suescondite tras unas inmensas rocas en la

falda de una gigantesca duna de arena.Ricardo sintió que se le helaba la sangreen las venas al darse cuenta de quehabía cometido el imperdonable errorde galopar directamente hacia unatrampa junto con sus hombres, y queríamaldecirse a sí mismo por haberpermitido que el deseo de venganzapesara más que el sentido estratégico ensu cabeza, pero ahora no había tiempopara eso: tenían que escapar de lasfuerzas sarracenas como fuera, antes deque la cruzada acabara allí en un mar deflechas. Ricardo no tenía la menorintención de morir en aquel valle dejadode la mano de Dios y pasar a los analesde la historia como el rey idiota quecayó en la trampa más vieja del mundo.

El Corazón de León se las ingeniópara hacer que el caballo diera la vueltacon intención de emprender la retiradamientras se defendía del ataque de lacaballería musulmana con toda la fuerzade su lanza, pero al hundirla en el pechode uno de sus atacantes esta se partió;los cruzados trataron de formar uncírculo alrededor de su rey y varioscaballeros recibieron de lleno la lluviade flechas que claramente iba dirigida asu señor.

No obstante, uno de los proyectileslogró salvar el muro protector decuerpos que se había formado en tornoal monarca y lo alcanzó en el hombroizquierdo: atravesando capas de metal y

cota de malla, la saeta se hundió en lacarne y no paró hasta estrellarse contrala barrera final del hueso de la clavículaque quedó destrozado.

Ricardo tuvo la sensación de quetodo su cuerpo estaba en Hamas, eracomo si las puertas del infierno sehubieran abierto para devorarlo y laschispas que saltaban de las hogueras dela condenación eterna recorrieran el astade madera cuya punta metálica teníaclavada en el hombro inundando susvenas con ácido hirviente. El rey seesforzó por mantener los ojos abiertospero se le estaba empezando a nublar lavista rápidamente, era como si hubieseentrado en un largo túnel oscuro. Las

tinieblas lo envolvieron, fue como si lacegadora claridad del desierto sedisolviera en un instante.

Y entonces una voz familiar se abriópaso en el abismo y pudo ver de nuevo:William vino hasta él galopando avelocidad vertiginosa y tomó en su manoel estandarte real que todavía sosteníaRicardo en la suya; y luego, sin ni tansiquiera volver la vista atrás hacia suseñor herido, William Chinon se apartódel círculo defensivo que estabatratando de llevar al soberano a lugarseguro y sostuvo el pendón en alto altiempo que dejaba escapar una sonorarisotada en el preciso instante en que losjinetes musulmanes se abalanzaban

sobre él en masa.—¡Necios sarracenos! ¡Soy Ricardo

Corazón de León, señor de Angevin —les gritó— y ningún infiel tendrá hoy elplacer de capturarme!

En ese momento emprendió elgalope en la dirección contraria hacia laque se dirigían el rey y los soldadosmusulmanes, ansiosos por capturar alhombre que creían era el líder de susenemigos, se lanzaron a perseguirlo.

William desapareció entre las dunas.Ricardo vio que un templario que

cabalgaba a su lado saltaba de sucaballo en pleno galope para ir aaterrizar en el del rey en un único ybellamente ejecutado movimiento, una

hazaña que sin duda nunca más seríacapaz de repetir pero por la que suscamaradas le rendirían honores duranteel resto de su carrera militar.

El guerrero tomó las riendas delcaballo de su señor y llevó al heridohacia las desoladas llanuras del Negev yla seguridad que proporciona el gruesode las tropas francas acampadas hasta eldía siguiente junto a las humeantesruinas de Ascalón.

56

AL Adil estaba esperando de pie allado de su hermano con todo el cuerpoen tensión. La noticia de que el reyRicardo en persona había caído comoresultado de la emboscada se habíaextendido por todo Jerusalén como lapólvora y en esos momentos una nutridaescolta trasladaba a palacio al monarcaenemigo, que por lo visto se habíanegado a hablar con nadie que no fuerael sultán en persona.

Su hermano había ordenado que sereforzara la seguridad alrededor de la

Ciudad Santa pues, tras la captura de surey y ahora que sus planes de invadirEgipto habían quedado desbaratados,era imposible predecir cuál podía ser elsiguiente movimiento de los cruzados.Muchos en la corte confiaban en queaquel doble varapalo destrozaría lamoral del adversario y que simplementese subirían otra vez a sus barcos ypondrían rumbo de vuelta a Europa,pero Al Adil no creía ni por un segundoque fuera a ocurrir algo así. Lo másprobable era un ataque desesperadocontra Jerusalén: aquellos fanáticosenviarían hasta al último hombre a unabatalla decisiva por el control de laCiudad Santa cuyo potencial desenlaceera completamente incierto.

La tensión de la inminente ofensivase palpaba en el ambiente como si unapesada nube planeara por encima delsalón del trono donde toda la corte deSaladino ataviada con sus mejores galasaguardaba para recibir al señor de losinfieles. Al Adil sabía lo mucho que legustaba al sultán respetar el protocolo,sobre todo entre gobernantes, pero a élpersonalmente lo único que le interesabaen esos momentos era cortarle el cuelloal rey niño que tanta desolación se habíapropuesto traer a su pueblo. La sangrede los caídos en Acre y Arsuf clamabavenganza.

Se oyó el sonido del gong en laantesala y un clamor de trompetas

resonó por todo el palacio. Al Adil miróa su hermano, que permanecía sentadoen el trono con la espalda muy derecha yuna expresión imperturbable en elrostro, pese a estar a punto deencontrarse por fin cara a cara con subestia negra.

Las pesadas puertas plateadas seabrieron de par en par y los guardiasadoptaron la posición de firmes altiempo que el joven soldado que habíacapitaneado la emboscada triunfal, unasirio de nombre Kamal ben AbdulAziz, avanzaba con paso orgulloso haciael trono. Ya se hablaba del muchachocomo uno de los verdaderos héroes dela guerra y a Al Adil no le cabía la

menor duda de que el afortunado cabróncosecharía los beneficios de su inusitadahazaña durante el resto de su vida.

Se extendió entre los nobles unmurmullo denso cuando el caballerocubierto con una pesada armadura entróen el salón del trono siguiendo a Kamal:era alto y llevaba puesto unresplandeciente peto dorado. Todosvolvieron la cabeza para ver quéaspecto tenía el rey niño pero susfacciones quedaban ocultas tras el cascoque le cubría también la cara.

Kamal hizo una profunda reverenciaante el sultán, luego levantó la cabezacon la intensa resolución que caracterizaa los que tropiezan con la gloria jóvenes

y dijo:—Sayidi, permitidme el honor de

presentaros a vuestro estimado colega elrey Ricardo Plantagenet, señor deAngevin, regente de Inglaterra y Francia.

Saladino no se movió; estabacontemplando a su rival igual que unhalcón a su presa y Al Adil vio una luzextraña en sus ojos: ¿sería ese ligerodestello una indicación de que, pura ysimplemente, se estaba divirtiendo?

El franco de pesada armadura dio unpaso al frente para colocarse justodelante del trono, se levantó el casco ypor fin se le vio la cara: era sir WalterChinon, el caballero que había servidocomo emisario de Ricardo ante el sultán

y había rogado a este que le salvara lavida a su señor.

Por toda la sala se oyó al unísono unterrible grito ahogado colectivo. Losnobles volvieron la cabezainmediatamente de William a Saladino yluego al muchacho, Kamal, queobviamente no entendía el porqué de larepentina perplejidad de todo el mundo.

Y entonces, para gran sorpresa de AlAdil, Saladino soltó una sonoracarcajada y después ya no pudo parar:no había la menor ironía ni tampoco iraoculta tras esa risa, nada excepto júbiloen estado puro al considerar lo ridículaque era aquella situación. Al Adil sintióque su propia ira se disolvía al oír la

risa contagiosa de su hermano y, encontra de su voluntad, se sorprendió a símismo riendo también.

Y se dio cuenta en ese momento deque, en medio de tanta guerra y tantalocura, a veces lo único que se podíahacer era reírse de la absolutaabsurdidad de la condición humana, asíque se rió, también del pobre Kamal queseguía completamente perdido y todavíacreía que había pescado al pez másgordo de todo el océano. Sir Williampermanecía allí de pie haciendo gala deestoicismo, con la cabeza bien alta yaire digno, pero al final ni él pudo evitarque se dibujara una sonrisa en suslabios.

—Es un honor para mí veros denuevo, sultán —saludó cuando por fin sehizo más o menos el silencio de nuevo, ylo dijo en árabe, con un acento extrañopero aceptable: desde luego durante losúltimos meses había avanzado mucho enel aprendizaje de la lengua de loshombres que había cruzado mediomundo para venir a matar.

Saladino chasqueó los dedos paracaptar la atención de uno de losguardias.

—Preparad la mejor habitación depalacio para sir William —ordenó—.Una vez os hayáis instalado, tal vezqueráis reuniros conmigo para cenar…

Y entonces el sultán se volvió al

muchacho que había pasado de héroe aimbécil en el intervalo de un segundo.Kamal lo miró a su vez horrorizadomientras esperaba oír que suerteaguardaba a un necio como él que habíapuesto todo Jerusalén patas arriba paraque luego resultara que había capturadoal hombre equivocado.

—Conforme a la autoridad que meha sido concedida, proclamo que Kamalben Abdul Aziz recibirá una recompensade mil dinares de oro por la captura conéxito de sir William Chinon, uno de losmejores guerreros con que cuentan lasfuerzas de nuestro adversario, y ademásel soldado Abdul Aziz será ascendido alrango de guardia personal del sultán.

De nuevo los nobles murmuraronentre ellos muy sorprendidos y Al Adillanzó un gruñido: si de él hubieradependido, habría azotado a aquel idiotadelante de todo el ejército por habercaído en una trampa tan estúpida. Por lovisto Kamal esperaba algo así también,porque parecía realmente desconcertadopor la generosidad del soberano. Por finel muchacho se postró ante su señor:

—¡Vuestra clemencia no conocelímites, sayidi!

Saladino le dedicó una ampliasonrisa.

—Es únicamente lo que tecorresponde —le respondió—, pues mehas proporcionado un servicio de

incalculable valor por el que te estaréeternamente agradecido. Hoy me hashecho reír, y en un mundo afligido portanto sufrimiento y muerte, la alegría esel bien más preciado.

57

MIRIAM cosió con cuidado elhombro de Ricardo con aguja e hilo deseda. Lo más difícil ya estaba hecho:extraer la flecha que tan profundamentese había hundido en el hombro del reymientras los hombres de este laobservaban sin perderse detalle con airede profunda sospecha, en busca delmenor signo de asesinas intenciones porsu parte, había sido el primer reto. Ycuando por fin consiguió desencajar laafilada hoja del hueso se había tenidoque enfrentar al problema del río de

sangre que comenzó a brotar de laherida abierta. Por un momento, pensóque había rasgado alguna arteria y que elCorazón de León no tardaría endesangrarse y, por mucho que hubieradisfrutado enviando a aquel perroasesino directo al infierno, sabía que supropia muerte habría seguido a la delmonarca y no quería darles a sushombres la satisfacción de ejecutarla.

Gracias a la pequeña bolsa dehierbas curativas que había traídoconsigo en su viaje de vuelta a El Cairo,al final había sido capaz de parar lahemorragia además de prevenirinfecciones, y ahora sólo quedaba coserla herida.

A lo largo de todo aquel complicadoproceso, la había sorprendido ver queRicardo hacía esfuerzos por nodesmayarse. La mayoría de los hombreshabrían optado por sucumbir felizmentea la oscuridad que se cernía sobre ellospara escapar a lo que había debido serun dolor insoportable, pero él parecíadecidido a probarle a ella —o a símismo— que era más fuerte que lamayoría de los hombres.

Así que se puso a hablarle, puespensó que por lo menos su voz lodistraería mínimamente de la agonía dela intervención que no le quedaba másremedio que soportar y, a través de lasrespuestas del rey —en ocasiones

farfulladas entre dientes y algo confusas—, pudo obtener suficiente informacióncomo para hacerse una idea bastanteexacta de lo que había pasado: loshombres de Saladino les habían tendidouna emboscada y sir William habíacaído voluntariamente en la trampa quele habían tendido a él.

—Vuestros hombres deben deamaros mucho si están dispuestos adejar que los capturen en vuestrolugar… —comentó mientras seguíacosiendo la larga herida del hombroizquierdo.

El herido tenía mejor aspecto ahoraque las plantas curativas habíanempezado a hacer efecto y les hizo un

gesto a sus hombres para que seretiraran. Los caballeros dudaron unmomento, pero una mirada fugaz de suseñor bastó para que por fin salieran delpabellón real. Miriam se dio cuenta deque era la primera vez que estaba asolas con el rey en sus aposentosprivados. A la mayoría de las mujeres larepentina intimidad les habría resultadoincómoda, pero ella estaba esperandouna oportunidad así desde hacía tiempo:llevaba unas cuantas semanas en unsituación terriblemente precaria y ahora,con la destrucción de Ascalón, eraimposible saber qué haría Ricardo,sobre todo si llegaba a enterarse delpapel que la joven judía había jugado enel desbaratamiento de sus grandes

planes, con lo que estaba convencida deque sólo había una manera decongraciarse con el rey y ganar algo másde un tiempo que para ella era precioso.

Era extraño que todos los caminosparecieran traerla de vuelta a Ascalón:allí había sido donde, casi doce añosatrás, la caravana en la que viajaba consus padres había hecho una breve paradaen el largo trayecto de El Cairo aDamasco, y era en Ascalón donde unapatrulla de francos se había abalanzadosobre ellos descendiendo al galope porlas dunas del desierto para sembrar elpánico y la muerte. Su madre y su padrehabían muerto allí y durante muchosaños creyó que su propio espíritu

también había perecido con ellos. Yahora Ascalón había sido destruida yella estaba intentando ganarse losafectos del rey de los asesinos de suspadres en un intento de seguir con vida.¡Ah, el Dios de la ironía una vez más!

Ricardo iba cambiando de posturamientras ella se concentraba en la tareade ir cosiendo la herida con primorosaspuntadas y tenía la mirada perdida enalgún punto lejano: debía estar pensandoen su amigo y las terribles torturas queestaría sufriendo a manos de Saladino enese preciso momento. Por supuestoMiriam sabía de sobra que, según elescrupuloso código del honor por el quese regía el sultán, lo más seguro era que

estuviese recibiendo el trato de unhuésped de honor, pero ese tipo decaballerosidad seguramente escapabapor completo al entendimiento de estosbárbaros. Y, además, la preocupacióndel rey franco por su leal caballero leproporcionaba una ventaja que podríaserle de gran utilidad a la hora de poneren práctica su plan.

—William es un hombre de honor —dijo por fin el monarca con la voz teñidade un pesar manifiesto—. Muchas vecesno estoy de acuerdo con él, he dereconocerlo, pero en el fondo de micorazón sé que es algo así como mimitad buena.

Miriam se dio cuenta de que Ricardo

ya no se escondía tras su impetuosidad ysus bravatas: resultaba obvio que lapérdida de su amigo combinada con elhumillante fracaso de su principalestrategia lo habían afectado de maneraprofunda, hasta el punto de hacerlo bajarla guardia que tan denodadamente seesforzaba siempre por mantener lo másalta posible, y la muchacha confiaba enpoder manipular todos aquellossentimientos en su beneficio.

—Nunca dejáis de sorprenderme.El la miró con sorpresa:—¿Por qué lo decís?—He oído que sois cruel y

despiadado y he visto esa faceta vuestracon mis propios ojos —le respondió

escogiendo las palabras con sumocuidado—, pero aun así intuyo que todoeso no es más que una fachada.

El joven guerrero se la quedómirando con una expresión rara, como sila joven hubiera descubierto sin quereruno de sus mayores secretos.

—Habláis con mucha libertad paraser una prisionera.

—Creía que era una invitada dehonor.

El rey sonrió por primera vez desdeque lo habían traído herido después dela emboscada.

—Touché.Mientras con la mano derecha iba

cosiendo con gran habilidad, Miriam

dejó que los esbeltos dedos de la manoizquierda acariciaran suavemente losmúsculos del hombro.

—Ricardo de Aquitania, ¿por quéteníais que venir a poner mi mundo delrevés?

El Corazón de León apartó la miradaal tiempo que la sonrisa se desvanecíade sus labios.

—Es mi deber como rey deInglaterra.

La joven decidió intentar una jugadamás peligrosa:

—Vuestro padre, Enrique sellamaba, ¿no es cierto?… Por lo visto élno estaba a favor de emprender estacruzada.

Sintió que todo el cuerpo de Ricardose tensaba y su mirada se endurecía altiempo que hacía un pequeñomovimiento brusco con el hombro en elmomento en que ella daba una puntada,con lo que le dio un pequeño pinchazosin querer.

—Perdonadme, la herida es todavíamuy reciente —se disculpó dejando alcriterio del impetuoso monarca eldeterminar a qué herida se referíaexactamente.

El alargó una mano para recorrerlefugazmente con los dedos la tersa pieldel brazo izquierdo y la joven tuvo quehacer un gran esfuerzo para no apartarloinstintivamente pero, en definitiva,

aquello era precisamente lo que queríaque ocurriera, ¿no?

—Decidme, Miriam, ¿dóndeestaríais hoy si yo no hubieradesembarcado en las costas de vuestropaís?

—Tal vez en un harén en Jerusalén,maquinando contra la última joven de laque el sultán se hubiera encaprichado…

—Os merecéis más que eso.La muchacha dio la última puntada y

guardó aguja e hilo en un pequeñomueble de madera de haya que habíajunto al jergón de estilo militar quehacía las veces de cama.

—¿A qué más puede aspirar unamujer que a convertirse en reina? Desde

luego la mayor aspiración de todohombre es llegar a ser rey…

Ricardo lanzó un suspiro y luegomovió un poco el hombro herido con unamueca de dolor.

—El trono es una prisión —lecontestó—. Todo cuanto hace ungobernante está sometido a la miradaescrutadora de sus enemigos que buscansin descanso encontrar su punto flaco,siempre duerme inquieto pensando quepuede haber un asesino acechando entrelas sombras de su dormitorio.

Miriam se permitió el placer deimaginar por un momento a ese asesinoacercándose sigilosamente al Corazónde León mientras este dormía y luego

apartó aquel pensamiento de su mentepara continuar fingiendo que leinteresaban las reflexiones más íntimasdel monarca.

—¿Qué habríais hecho si nohubierais tenido que cargar con el pesode la corona sobre vuestra cabeza?

Ricardo se volvió hacia ella con uncegador brillo repentino en los ojos.

—Me he hecho esa pregunta muchasveces desde mi llegada a Palestina…Tal vez habría sido artista.

De todas las respuestas que hubierapodido imaginarse la joven, esa desdeluego no era una de ellas.

—Vos… ¿sabéis pintar?En el rostro del rey se dibujó una

sonrisa picara mientras se dirigía haciael catre para buscar debajo de loscobertores de seda verde que la cubríanun pergamino enrollado y entregárselo.Miriam lo tomó en sus manos para luegosentarse en la cama con toda laintención; lo desenrolló y se quedócontemplándolo sin saber cómoreaccionar.

Era un dibujo hecho a mano con tintaazul, de la que supuso debía ser laVirgen María con el Niño en brazoscontra su pecho y, a decir verdad, erabastante bueno, pero lo que ladesconcertó por completo fue el rostroafligido de la Virgen.

Era el de ella.

—Es increíble —acertó a decirtratando de que el escalofrío que lerecorría la espalda no la distrajera.

—Nadie lo verá jamás excepto vos—le confesó Ricardo, que sonaba comoun niño encantado de poder por fincompartir con alguien su gran secreto—.Los nobles no quieren tener a un pintorpor soberano.

No, por lo visto lo que querían eraun asesino sanguinario que ni siquierarespetaba la vida de mujeres y niños.

—Vuestro secreto está a salvoconmigo —le prometió fingiendosatisfacción por haberle sido concedidoaquel gran privilegio.

El monarca le sonrió y Miriam pudo

detectar en esa sonrisa un ápice de suhabitual arrogancia.

—¿Igual que el secreto de los planesde ataque?

Al oír aquello se puso tensa de piesa cabeza. ¿Sabía que ella era laresponsable del fracaso en Ascalón? Deser así, el juego al que había estadojugando iba a acabar muy mal.

Pero el rey franco soltó unacarcajada y no detectó la menorcrueldad en aquel sonio.

—No temáis, os admiro por ello:hace falta mucho coraje para meterse enla tienda de mis generales a robar unosdocumentos…

Menos mal. Seguía pensando en el

bochornoso incidente en el que ellahabía ido a caer directamente en sutrampa y parecía no tener la menor ideade que sus habilidades como espíahabían mejorado mucho desde entonces.

Ricardo se encogió de hombros paraluego sentarse en la cama a su lado.Miriam notó que se le aceleraba elcorazón. «Céntrate, céntrate», se ordenóa sí misma.

El tomó el dibujo de sus manos,volvió a enrollarlo y lo puso de vueltaen su escondrijo.

—En cualquier caso, vuestro sultándescubrió el engaño. —Hizo una pausa yse puso muy serio—. Por lo visto es unestratega genial… Creía que la toma de

Ascalón sería el último movimiento quepodría haber anticipado… Claramentedebo tener presente el factor de sugenialidad a partir de ahora.

Miriam le rozó la mano al tiempoque respondía:

—Una vez oí decir que la grandezade un rey se mide por su capacidad deaprender de sus errores, majestad.

Él le tomó la mano entre las suyas yse la apretó, y la joven se obligó asonreírle con aire un tanto azorado. Sutacto era algo taciturno, como si noestuviera acostumbrado a tocar a unamujer.

—Llamadme Ricardo. Nadie me hallamado por mi nombre desde que salí

de Inglaterra.Miriam bajó la vista fingiendo un

repentino ataque de timidez.—Ricardo entonces.El joven rey se inclinó hacia delante

hasta que sus rostros quedaronpeligrosamente juntos y ella vio quetenía las mejillas arreboladas y un brilloen los ojos tras el que se escondía unápice de algo que casi parecía miedo,como si fuera un niño que entracauteloso en el agua por primera vezpara aprender a nadar.

—Esta guerra me está dejandoexhausto, Miriam —murmuró—, y muysolo. William era mi único amigo yahora es muy posible que no vuelva a

verlo nunca.Le apartó un mechón de pelo de la

cara con suavidad y su contacto la hizoestremecer sin que fuera capaz dedisimularlo, pero por suerte el joven nosupo interpretar bien el motivo.

—Estáis enamorada de él, ¿verdad?Tenía que responder con cuidado a

aquella pregunta porque caminaba poruna línea muy fina que separaba laseducción del desastre.

—Sí, pero creo que no es nuestrodestino estar juntos.

El soberano parecía satisfecho conaquella respuesta: sonaba sincera, lahacía parecer leal y segura de sussentimientos, y al mismo tiempo dejaba

la puerta abierta a otras posibilidades.—¿Puedo pediros una cosa, Miriam?—Podéis pedir…Ricardo le acarició la mejilla y

malinterpretó el rubor que se la tiñoinmediatamente como pudor y no irareprimida.

—Olvidaos de él por una noche.—Ricardo…El joven de rubios cabellos le puso

un dedo tembloroso sobre los labiospara atajar sus protestas.

—Los dos estamos muy lejos denuestros seres queridos —le dijo en voztan baja que prácticamente era unsusurro—, atrapados en medio de estahorrible guerra. Llevo una eternidad sin

sentir el amor ni el tacto cálido de unamujer, ¿no podemos pasar la nochejuntos como un hombre y una mujer, sinpreocuparnos por el peso de laHistoria?

Y entonces Ricardo la besó.Cuando Miriam sintió que la

rodeaba con los brazos obligó a sumente a invocar la imagen de Saladino.

* * * Una vez dados todos los pasos

necesarios para lograr su objetivo,estaba tendida boca arriba en la cama de

Ricardo con la mirada fija en la lonaroja del techo de la tienda. El Corazónde León estaba acurrucado a su lado,durmiendo a pierna suelta debido a lacombinación de hierbas curativas que lehabía aplicado en la herida y ese letargoque siempre parecía apoderarse de loshombres después de hacer el amor.

No hacía más que repetirse a símisma que no había tenido elección: laúnica manera de garantizar su propiasupervivencia como prisionera eracolarse hasta el corazón de Ricardo yapoderarse de él. Claro que, ahora quehabía dado el paso definitivo, tambiénera consciente de que su nueva posicióncomo amante del soberano le

proporcionaría ciertas ventajas. Nocabía duda de que el rey inglés habíasubestimado sus habilidades y sulealtad, en tanto que judía, a un sultánmusulmán, y Miriam podía aprovecharesos errores para ofrecer a los suyos unaventaja de vital importancia.

Fingiría estar enamorada delsolitario Ricardo y se serviría de sucondición de concubina del rey paraenterarse de los secretos mejorguardados de los francos. No sólo era lamanera de conservar la vida mientrassiguiera en manos de aquellos bárbaros,sino también una oportunidad de ayudara quienes más amaba a enfrentarse a losdespiadados invasores.

Los musulmanes creían que elparaíso se encontraba a la sombra de lasespadas pero ella sabía que no era así,ya que su pueblo llevaba siglos atrapadobajo las sombras beligerantes de lamedia luna y la cruz y no habíanencontrado ningún jardín eternalesperándolos sino tan sólo arenascambiantes y aguas embravecidas.Aunque tampoco importaba. De todosmodos, Miriam ya no creía en esaspromesas místicas. En un mundo llenode traiciones y muerte, el único paraísoque podía encontrarse era el que cadacual se construyera con sus propiasmanos; nunca más confiaría en que unadeidad caprichosa viniera a rescatarla

sino que se ocuparía ella misma de susasuntos.

Era consciente de que su mensajeadvirtiendo de las intenciones de losfrancos de atacar Ascalón habíacambiado el curso de la guerra, algo delo que estaba profundamente orgullosa,incluso si la Historia jamás recogeríaque los cruzados había sufrido unaespectacular derrota gracias a laspalabras cuidadosamente escogidas deuna judía anónima, y ahora estabadecidida a hacer lo que fuera paraayudar a empujar a aquellos monstruosde vuelta al mar.

Pero, allí tendida en brazos de uncarnicero, sintiendo su cálida y pegajosa

semilla infectando su vientre como unpus venenoso, tuvo que hacer un granesfuerzo para no vomitar al pararse apensar en lo que estaba haciendo. Ymientras luchaba tratando de asumir lasdecisiones que ella misma habíatomado, recordó su historia favorita dela Biblia, el relato de Esther, unamuchacha judía que se había hechopasar por una princesa persa y habíaseducido a un rey extranjero, todo parasalvar a su pueblo.

Tal vez ella sería la nueva Esther,una heroína que soportaría las cariciasde su enemigo con el objetivo de que elplan de Dios para la salvación de supueblo y sus aliados se hiciera realidad.

Pero, de repente, ese pensamiento quedóneutralizado por una terriblepremonición: por mucho que lointentaba, no podía librarse de lasensación de que el camino que habíaemprendido sólo podía llevar a un únicodestino. La muerte.

58

MAIMÓNIDES estaba sentado junto aWilliam a la mesa del sultán. Saladinohabía cenado en compañía del caballerotodas las noches durante las últimas dossemanas, a veces los dos solos, mientrasque en otras ocasiones algunosconsejeros escogidos habían sidoinvitados a unírseles. Esa era la terceravez que el rabino recibía tal invitación.Nada de todo aquello hubiera sido tanextraño de no ser porque Saladino solíacenar solo. El rabino había creídocomprender que el sultán, estando como

estaba permanentemente rodeado degente y febril actividad, veía la hora dela cena como el único momento en todoel día que tenía para estar a solasconsigo mismo y poder meditar sobresus asuntos. Por lo menos ese había sidoel caso antes de que la guerra empezaraa ocuparle hasta el último minuto de sutiempo.

En un principio, el doctor habíapensado que las habituales cenas deSaladino con William no eran más queuna muestra más de la hospitalidad delsultán para con su «huésped», pero trasobservar a los dos hombres debatiendo—a menudo acaloradamente— infinidadde temas hasta altas horas de la noche,

concluyó que su señor había encontradoen el caballero enemigo algo deverdadero valor: un igual en términos decapacidad intelectual cuya compañía porlo visto le encantaba y lo llenaba deenergía.

Al Adil, que estaba picoteando loskebabs de cordero que tenía en el platocon poco entusiasmo, parecía haberllegado a la misma conclusión; de vez encuando miraba a su hermano y luego aWilliam con una expresión querecordaba bastante a la de una doncellacelosa mientras el franco deleitaba alsultán con las historias de sus hazañasmilitares en alguna región perdida de latierra de los bárbaros que se llamaba

Wales o Gales o algo así.La cena, que se había servido en una

larga mesa en uno de los salones reales,incluía todas las exquisiteces típicas dela zona: suculento pollo asado junto atoda una variedad de viandas, desdeespeciado conejo y cordero hasta platosmás adecuados para la vida del desiertocomo trozos de carne de cabra ycamello. Este último se servía casi enexclusiva para Al Adil, que nunca habíadesarrollado el gusto por una cocinamás sofisticada. Maimónides llevabaalgún tiempo siguiendo su propioconsejo médico de no comer carne roja,que últimamente no le había estadosentando muy bien que digamos a su

estómago, y se sirvió en el platodecorado con bellos dorados un olorosoguiso de espinacas, judías y garbanzos,acompañado de una sana rebanada depan untada en aceite. En cuanto aSaladino, el anciano doctor se diocuenta de que parecía tener bastante consu habitual cuenco de sopa de lentejas,pues pese a sus repetidos consejos encontra en calidad de médico personal, elsultán insistía en comer tan frugalmentecomo los hombres destacados en lafrontera para defenderla de la amenazainminente de los francos; hasta que ellosno estuvieran de vuelta en casadisfrutando de un festín de aves asadas yfiletes de ternera, él tampoco sepermitiría tales lujos.

Saladino le estaba preguntando aWilliam por las universidades enInglaterra y cómo eran en comparacióncon instituciones como Al Azhar en ElCairo. El caballero admitió, dandomuestras evidentes de sentirse incómodopor tener que hacerlo, que la educacióntodavía estaba mucho más atrasada en supatria, y parecía estar muy interesado enaprender más sobre el sistema educativoque se aplicaba en el mundo musulmán;más concretamente, lo intrigaba muchoel sistema de financiación de lasuniversidades a través de donacionesprivadas. Existía una larga tradiciónentre los árabes acaudalados de donartierras y participaciones en negocios a

las universidades, proporcionando así aestas los fondos necesarios para podersobrevivir sin estar a expensas de loscaprichos de los gobernantes. Al Azharhabía logrado crecer y prosperar a lolargo de los últimos siglos pese a lostumultuosos cambios de gobierno eideología de estado que habían tenidolugar en Egipto durante ese tiempo. Launiversidad era ya un importante centrode saber islámico en tiempos de ladinastía chiíta y había continuadosiéndolo con la suní, instaurada porSaladino tras deponer a los regentes dela casa de los fatimíes.

Saladino sugirió que Inglaterranecesitaba algo parecido para salir del

oscurantismo cultural y económico, unainstitución de enseñanza en la queformar a los jóvenes que contara con lafinanciación necesaria para serindependiente del gobierno. Tal vez silos europeos llegaban a la conclusión deque el conocimiento es más importanteque la guerra, tal y como habían hechosus ancestros griegos, lograríanrevitalizar su estancada cultura. Williamdaba la impresión de estarprofundamente interesado por lasugerencia del sultán y seguíapreguntando para conocer más detallessobre Al Azhar cuando las puertas demadera tallada se abrieron de repente yun paje con la cabeza rapada se acercó aSaladino con paso nervioso. Se hizo

inmediatamente el silencio, pues alsultán no le gustaba que lointerrumpieran mientras cenaba a no serque se tratase de una emergencia.

—¿Qué es lo que ocurre?El paje miró al noble cristiano

fugazmente y luego dijo:—Sayidi, ha llegado un embajador

de los francos.El sultán arqueó una ceja

sorprendido y se volvió hacia William.—¿Esperabais algo así?El caballero negó con la cabeza.—Mi rey no tiene por costumbre

pagar rescate por los soldadoscapturados —afirmó con un cierto dejede amargura y pesar en la voz—. Los

hombres entienden que si los capturanquedarán merecidamente abandonados ala suerte que se han labrado con suserrores.

—Una práctica cruel y además undespilfarro —comentó Saladino.

Maimónides sabía que, por muchoque lo intentara, el sultán jamás lograríacomprender realmente la naturalezacruel y primitiva de los francos.

William se encogió de hombros ysonrió casi con aire de disculpa.

—Puede que sí, pero eso explica porqué vuestras tropas no han logradocapturar con vida a ninguno de missoldados para someterlos ainterrogatorio…

Al Adil golpeó la mesa con fuerza alposar el cuenco de leche de cabra quetenía en la mano.

—Te tenemos a ti.—Creía que era un huésped y no un

prisionero…—¿Como mi sobrina? —intervino el

rabino sin poder evitarlo.William no lo miró a los ojos y

Maimónides se sintió avergonzado depronto: aquel hombre era un soldadodecente y en absoluto responsable delbrutal comportamiento de su rey.

Saladino se puso de pie y atravesótanto a Al Adil como a su médico conuna mirada de reproche:

—Lo mejor será que cambiemos de

tema antes de que crucemos los límitesde la cortesía —los atajó con tono fríode advertencia para luego volversehacia el caballero—: Tal vez queráisacompañarme a recibir a vuestrocamarada y averiguar qué noticias nostrae del noble rey Ricardo…

* * * Una vez todos los asistentes a la

cena se había reunido apresuradamenteen el salón del trono y habían llegadootros consejeros importantes como elcadí Al Fadil a los que se había ido a

buscar a sus casas para convocarlos a laintempestiva audiencia diplomática, sehizo pasar al embajador franco. Alverlo, Maimónides se quedó de piedra.

Ante sus ojos, vestido con una túnicade color oscuro y un manto con capucha,se encontraba Conrado de Monferrato,de pie con la espalda muy derecha,sacando pecho con aire afectado y unaexpresión totalmente inescrutable en elrostro, aunque en sus ojos había unligero destello de vergüenza yhumillación.

Al Adil se llevó la mano a laempuñadura de la espadainstintivamente pero bastó una miradafulminante de su hermano para que

retrocediera. Como cabía esperar en él,Saladino no iba a permitir el asesinatode un embajador en el salón del trono,aunque sí parecía completamentedesconcertado por la aparición delnoble. Conrado despertaba mayor odioincluso que Ricardo porque era elrepresentante de los últimos vestigiosdel antiguo reino de los francos que selas había ingeniado para resistir losreiterados ataques de los hombres delsultán durante casi dos años. El Corazónde León podía ser un aventureroextranjero movido por la propaganda yuna información poco veraz, peroConrado era un verdadero cruzado deconvicción profunda, su odio por losmusulmanes era demoledor y se había

forjado durante los años que habíapasado luchando codo con codo confanáticos como Reinaldo de Kerak; enuna palabra: había sido enemigo deSaladino mucho antes de que Ricardollegara.

Aquello no tenía ningún sentido paraMaimónides, pues sin duda Conradosabía que a ojos del sultán era unenemigo mucho mayor que el petulanterey niño —de hecho, el soberanomusulmán había puesto un preciodesorbitado a su cabeza, lo suficientecomo para fundar un pequeñoprincipado—, así que ¿por qué iba aquelhombre que decía ser el verdadero reyde Jerusalén a arriesgarse a una

ejecución inmediata metiéndosedirectamente en la boca del lobo?

El rabino no era el único en el quetodo aquello despertaba una granpreocupación: William había dado unpaso al frente con el rostro encendido deindignación al ver al noble de canososcabellos rizados con una profundacicatriz en la mejilla, y el doctorrecordó que, por lo que había visto en elcampamento de los francos, existía entreellos una profunda enemistad.

—Esto es un truco —sentencióWilliam con voz teñida de odio—. Mirey jamás enviaría a este perro a hablaren su nombre.

Conrado miró al caballero a los ojos

con frialdad y luego se volvió haciaSaladino:

—William está en lo cierto —admitió con voz sonora rebosante deconfianza cuyo eco retumbó por el salóncubierto en mármol—. Vengo a hablaren nombre propio… —comenzó a decirpara luego hacer una pausa y pronunciarpor fin las palabras que cambiarían elcurso de la guerra— y de mis tropas.

Por un momento Maimónides pensóque iba a ser William el que terminaralo que Al Adil había hecho ademán deempezar porque, aunque iba desarmado,el caballero parecía dispuesto aarrancarle a Conrado la cabeza con suspropias manos.

El sultán parpadeó varias veces,como si estuviera intentando procesar loque acababa de oír, y seguía mirandofijamente a Monferrato como hacíasiempre que estaba tratando de calibrarla sinceridad del hombre que teníadelante. Cuando habló, lo hizo con unalentitud calculada, enfatizando cadapalabra como si quisiera asegurarse deque nada de lo que dijera pudiesemalinterpretarse en lo más mínimo:

—¿Debo entender que ha habido unaescisión entre vos y Ricardo?

Conrado sonrió, pero sin el menoratisbo de calidez.

—La habrá si aquí conseguimosllegar a un acuerdo.

* * * El eco de la llamada del muecín

desde la Cúpula de la Roca recorrió laciudad cuando las primeras luces delalba despuntaban abriéndose paso entrelas sombras de la noche. Maimónidesllevaba horas en una reunión conSaladino y sus consejeros más cercanos.Mientras Conrado se había retirado aunos cómodos aposentos bajo lavigilancia estricta de unos guardias conórdenes de matarlo a la menor señal deque fuera a causar el más mínimo

problema, el rabino y una docena deconsejeros y generales habían estadotoda la noche debatiendo las ventajas deuna alianza con el traidor caballero.Pese a las iracundas protestas de AlAdil, el sultán había permitido que sirWilliam estuviera presente, ya queconocía a Conrado mejor que ninguno deellos y por lo visto lo odiaba tanto omás, y además quería oír todos lospuntos de vista posibles antes deembarcarse en una alianza con unhombre que había sido su peor enemigodurante años.

El rabino hacía esfuerzos pormantener la cabeza despejada, pero elcansancio iba haciendo mella tras las

interminables vueltas y revueltas deltortuoso camino de aquel conflicto, y sucuerpo y también su alma estabanextenuados. En realidad, no sabía de quése sorprendía tanto: el Dios de la ironíaactuaba de nuevo y había respondido asus oraciones pidiendo algunaliberación milagrosa del inminenteataque de los francos, sólo que lo habíahecho en la forma de aquel despiadadopolítico dispuesto a traicionar a supropia gente.

Mientras algunos hombres del sultáne incluso William sostenían que la ofertade Conrado era parte de alguna trampaideada para atrapar al sultán en unaestratagema cuidadosamente planeada

por el astuto Ricardo, Maimónides noestaba convencido de que aquella fueraotra de las maquinaciones del Corazónde León. Su propio análisis del carácterde Monferrato y el desmedido sentidode su propia importancia de que parecíahacer gala este, lo habían llevado a laconclusión de que seguramente elcaballero hablaba en serio cuandoproponía una alianza en contra de suspropios hermanos cristianos. Por lovisto el autoproclamado rey deJerusalén había concluido que Ricardono tenía la menor intención de instalarloen el trono cuando acabara la guerra: susaños de lucha contra los musulmanes, suobstinada resistencia frente el poderabrumador de las tropas de Saladino

pese a la falta de hombres y recursos,todo eso carecía de importancia en lasmentes de los ambiciosos reciéndesembarcados. El noble opinaba que elCorazón de León nunca habríaconseguido llegar tan lejos en su avancea lo largo de la costa de no haber sidopor el abnegado sacrificio de Conrado ysus hombres pero, pese a todos losservicios prestados a la causa cruzada,él era el que había sido traicionado en elmomento en que ya rozaban la victoriacon la punta de los dedos.

Así que el marqués de Monferratoparecía opinar que la única opción quele quedaba para enmendar esa injusticiaera traicionar a su vez a los traidores.

Conrado se había ofrecido a unirse aSaladino en contra de Ricardo a cambiode retener el control de las ciudadescosteras: si no podía ser rey deJerusalén se conformaría con ser señorde Acre.

Por supuesto Maimónides tenía susdudas sobre hasta qué punto se podíaconfiar en un gusano como Conrado alque sólo le importaban sus propiosintereses y, en ese punto, contaba con elapoyo de William. Pero el sultánclaramente sentía que no tenía muchaelección: tarde o temprano, los francosacabarían recibiendo refuerzos deEuropa y una oleada tras otra de fuerzasinvasoras acabarían debilitando sus

defensas; a menos que lograra dividir ydestruir ahora el ejército de Ricardo conla ayuda de este inesperado aliado, lacaída de Jerusalén era cosa cierta.

Así fue como, en el momento en quelos primeros destellos carmesíes teñíanya el cielo del amanecer, Saladino alzóla mano para indicar que había tomadouna decisión: había concluido que unaalianza con un demonio sería necesariapara destruir a otro.

El rabino miró a William, queaceptó estoicamente el pronunciamientodel soberano con una inclinación decabeza, y el corazón del anciano doctorse llenó de compasión por el noblecaballero enemigo: para el resto de los

presentes en la sala, la alianza conConrado era un mal necesario que podíaconducir a una gloriosa victoria frente alas odiadas fuerzas del Corazón deLeón; únicamente para William aquelloera el principio de una terrible tragedia,una guerra civil en la que cristianos seunían a infieles para matar a otroscristianos.

Tal vez el joven no estabafamiliarizado con la naturaleza irónicade Dios, pero Maimónides sí se dabacuenta de que desde luego aquella erauna pincelada maestra por parte deldivino bromista: apenas unas semanasatrás, las fuerzas cristianas parecíaninvencibles, se había desatado en las

playas de la costa una marea que parecíaimparable y se disponía a lanzarse tierraadentro para arremeter con todo a supaso arrastrando consigo los pilaresmismos de las civilizaciones; y encambio ahora, por un inesperado revésde la fortuna, la tempestad estaba apunto de volver su ira destructiva contrasí misma.

Los cruzados caerían, no bajo el fríoresplandor de la media luna, sinoaplastados por el terrible peso de supropia cruz.

59

PARA Ricardo, la inesperada llegadade su hermana en barco desde Inglaterraera una bendición del cielo, ni más nimenos. Desde el desastre de Ascalón lohabía estado atormentado la terriblesensación de que todos sus sueños yesperanzas se evaporaban para siempreante sus ojos. Se habían retirado a Arsufy las tropas estaban intranquilas y cadavez se alzaban más voces pidiendo unataque directo contra Saladino enJerusalén, pero el rey sabía que eso eraprecisamente lo que más beneficiaría a

Saladino. Como cabía esperar, loshombres estaban cansados y ansiosostras los meses de lucha en una tierraextranjera, sus sueños de conquistar laspirámides se había esfumado y las vocesmás enardecidas que se oían en losbarracones no veían que hubiera más dedos opciones: lanzar un ataque masivo avida o muerte contra la Ciudad Santa ouna retirada deshonrosa para emprenderla larga travesía por mar de vuelta acasa. Cuanto más tiempo pasaba sin queRicardo hubiera dado con la terceraopción que buscaba, una queproporcionara una posibilidad real devencer al infiel sin exponerse a la totalaniquilación de sus tropas, más sequejaban los soldados de su falta de

decisión. Era en momentos como aquelen los que más echaba de menos aWilliam, que poseía una facultadespecial para calmar a los hombresporque muchos veían en él las noblescualidades de caballerosidad y honorque tantos de sus camaradas francoshabían sacrificado hacía ya muchotiempo en el altar de la conveniencia.

Pero la llegada de un barco en el queondeaba el pabellón con el león doradodel escudo de su familia le habíainfundido al monarca nuevos ánimos: talvez los nobles ingleses habían sabido delos difíciles retos a los que seenfrentaba en la cruzada y el buque letraía noticias de la inminente llegada de

los refuerzos que le enviaban. Desdeluego aquella habría sido una acciónmagnánima y por tanto poco habitual ensu hermano Juan, que servía al Corazónde León como regente en su ausencia,así que en el fondo a Ricardo lodecepcionó (pero no le sorprendió)encontrarse con que la drómona veníasola.

No obstante, todo el desánimo sedisipó cuando vio a Juana sentada en elbote que habían enviado a puerto desdeel buque y ahora se disponía a atracar enlas playas de Arsuf. Haciendo casoomiso del protocolo, el rey habíacorrido a abrazar a su bella hermana dedorados cabellos trenzados y plantarle

una docena de besos en las mejillas queno habían tardado en teñirse de rojo.

Juana estaba más hermosa que nuncavestida con un exquisito traje dedelicado encaje púrpura y violeta con ungeneroso escote que permitía entrever elnacimiento del pecho —sin duda laúltima moda en Europa—, pero su rostrotransmitía un cansancio y preocupaciónpoco habituales en ella. El jovenmonarca se preguntó qué pruebasterribles habría tenido que soportar bajoel gobierno del amargado Juan y la cruellengua afilada de su madre desde que élse había embarcado en su descabelladaaventura: Juan estaba resentido contraJuana por el apoyo que esta había

brindado al hermano mayor de ambos ensu ascenso al trono, y Leonor nunca lehabía perdonado a la muchacha sucercanía a Enrique, su difunto esposo yeterno enemigo. Juana por tanto sehabría visto atrapada entre dos de lasfiguras más poderosas del reino y suúnico consuelo debía haber sido saberque se odiaban mutuamente más de loque tanto uno como otro la despreciabana ella.

Tras una breve visita a la ciudadelade Arsuf, Ricardo se retiró con ella asus aposentos donde se había pasado lamayor parte de la tarde contándole susaventuras y desventuras en Tierra Santa,hasta le contó su romance con la

prisionera judía pues, desde que eranniños siempre habían habladoabiertamente y se habían confiado hastasus más íntimos secretos. El fuego queardía en su pecho por Miriam no habíahecho sino aumentar; al principio sehabía dicho a sí mismo que simplementebuscaba placer y compañía en medio dela soledad de aquella guerra, pero loque sentía por la joven estabaempezando a convertirse en algo muchomás profundo, algo que lo aterrorizaba.

Juana lo había escuchado con sumaatención aunque se veía claramente queno le agradaba la idea de que la primeramuchacha que por fin conseguía captarla atención de Ricardo fuera una cuyo

rango estaba tan por debajo del de suhermano —y judía además—, y habíaenumerado todas las razones por las queeste tenía que poner fin a aquellarelación antes de que los nobles inglesesse enteraran: a Juan no habría cosa quepudiera deleitarlo más que hacer correrel rumor de que su hermano habíatraicionado la santa causaconfraternizando con una asesina deCristo.

La Fortuna quiso que suconversación se viera interrumpida porel sonido de unos nudillos sobre lapuerta de madera de ciprés de laestancia, y cuando Ricardo dio orden deque entrara al visitante, se sorprendió al

ver que era precisamente Miriam: con laemoción de la llegada de Juana se habíaolvidado de que le había prometido queesa noche cenarían juntos.

Cuando Miriam y Juana se miraronse hizo un profundo silencio.

—Miriam, te presento a mi hermanaJuana que acaba de llegar de Inglaterra.

La bella judía hizo una reverenciacon la torpeza para tales gestoscaracterística en ella, sin sonreír. Laprincesa por su parte la contempló conlas cejas arqueadas y luego se volvióhacia el Corazón de León:

—¿Así que esta es la judía quecalienta tu cama, hermano mío?

Los ojos de Miriam lanzaron un

destello al oír el comentario descortésde la recién llegada y el rey se diocuenta enseguida de que tenía quemantener a aquellas dos tan separadascomo fuera posible antes de que sedesatara una cruzada en miniatura en elseno del campamento.

—Disculpa a mi hermana —intervino al tiempo que esbozaba unasonrisa incómoda—, es famosa por suafilada lengua.

Miriam se encogió de hombros,como si considerara que ofenderse pornada de lo que Juana pudiera decir erarebajarse.

—No tiene importancia —dijo enese tono desdeñoso que tanto enfurecía y

excitaba a Ricardo cuando lo empleabacon él—, cuando una mujer no puede serfamosa por su belleza, su lengua ha devaler.

Aquello no iba nada bien. Como reyde Inglaterra, contaba con la totalobediencia de miles de hombres, sabíacómo motivar a los guerreros para quedieran sus vidas por él con poco másque la ilusoria promesa de quealcanzarían la gloria del «más allá»…; yen cambio, por lo visto, el señor de lacristiandad no era capaz de evitar queaquellas dos mujeres que amabaprofundamente se sacaran los ojos.

Pero, para su gran sorpresa, Juana serió al oír el insulto, no con orgullo

despectivo, sino con verdadera ygenuina hilaridad.

—Desde luego tiene carácter —musitó aún entre risas—, recuerda loque te dije una vez, hermano: si nologras domar a una mujer así, te domaráella a ti, y contigo al trono.

Y entonces, para el más absolutodesconcierto del joven rey, las dos sededicaron una mirada de complicidad,hasta podría haberse dicho que de mutuorespeto. Las mujeres eran absolutamenteimposibles de comprender.

—Basta de parloteos —interrumpióun tanto malhumorado al sentirse derepente excluido en su propio castillo—,¿qué noticias traes de Inglaterra?

Su hermana se puso muy sería derepente.

—No hablaré en presencia de estajudía.

Ricardo creyó que Miriam seofendería pero la muchacha ni tansiquiera pestañeó, tal vez intuyó al oír latensión en la voz de Juana que se tratabade cuestiones que ciertamente debíanquedar en familia, pero el hecho es quese disculpó y salió inmediatamentecerrando la puerta a sus espaldas.

—¿Qué es lo que ocurre? —quisosaber el joven que había ido a sentarsesobre su cama cubierta de almohadonesforrados de terciopelo.

La princesa se sentó a su lado.

—Lo que temíamos —le respondióencorvando de repente los hombros bajoel peso de sus palabras—: Juan estáreuniendo cada vez a más nobles bajosus alas y las quejas de estos van enaumento, dicen que esta cruzada estádestrozando el país.

Aquello no era ninguna sorpresapara Ricardo, era normal que suhermano aprovechara su larga ausenciapara desacreditarlo, lo habíasospechado desde un principio y por esohabía dejado a nobles leales en la cortecon instrucciones de acallar los rumoresen cuanto detectaran el menor síntomade verdadera sedición.

—Así que Juan está empezando a

espabilar por fin… —musitó al tiempoque hacía un gesto despectivo con lamano—, ya me lo imaginaba…

Juana se lo quedó mirando,sorprendida por su displicencia.

—No pareces preocupado por laamenaza que todo esto supone para tutrono.

—¿Y por qué iba a estarlo? —lepreguntó él en un tono que sonóligeramente más mordaz de lo quehabría querido porque estabaempezando a irritarlo ligeramente laactitud de su hermana: nunca había sidode las que se acobardaban fácilmentecon las interminables intrigas que habíancaracterizado la corte de su padre,

¿acaso tenía menos confianza en suhabilidad para neutralizar los rumoresque circulaban por los corredores depalacio antes de que provocaran larebelión en las calles?

—Juan esperará todavía unoscuantos meses —murmuró la joven—,pero si no logras tomar Jerusalén sinduda te depondrá.

Ricardo sintió que le atravesaba elpecho una punzada de cólera. Juanaparecía tan segura de que perdería lapartida frente al hermano de ambos…No lograba comprender cómo eraposible que ella pareciera haberseresignado a semejante desenlace, a noser que tal vez algunos de sus acérrimos

aliados, sorprendentemente, se hubieranpasado al bando de Juan…

—Eso sí que sería un verdaderoatrevimiento —comentó Ricardo en elmomento en que se le pasaba por lacabeza un pensamiento terrible.

La verdad era que no se habíaembarcado en aquella cruzada porCristo ni por el honor de Roma sinopara contrarrestar los esfuerzos de suhermano de arrebatarle el trono, y talvez había cometido un gravísimo errorde cálculo y ahora Juan iba a utilizar ensu contra el hecho de que aquella guerraen la que hasta entonces había llevado lainiciativa estuviera ahora en unfrustrante punto de estancamiento. Si

Juana estaba en lo cierto, la cruzada noserviría para fortalecer su reinado sinoque colocaría su cabeza directamentebajo el hacha del verdugo a las órdenesdel nuevo rey.

Todavía lo perseguían las últimaspalabras de su padre: quizásefectivamente Juan sería el futuro deInglaterra después de todo. Durante todasu vida, Ricardo siempre había estadofirmemente convencido de que, de todasu familia, él era el que estaba destinadoa la grandeza, por lo que sería un granironía —la mayor de todas— si al finaldescubriera que no había sido más queun mero instrumento en manos de JuanSin Tierra.

Ricardo se echó a reír de repente alconsiderar lo descabellada que era lasituación y por fin se volvió hacia suhermana con una sonrisa depreocupación en los labios:

—Miriam siempre dice que su dioses un maestro de la ironía —musitóRicardo—. Si Juan supiera cuálesfueron las últimas palabras de nuestropadre en su lecho de muerte no esperaríani un minuto más.

Juana se levantó al tiempo queposaba una mano en el brazo de suhermano con aire tranquilizador.

—He guardado silencio durantetodos estos meses por lealtad a ti, peropronto llegará el día en que mi vida

también corra peligro.Si la princesa pretendía que el rey

calmara sus temores con palabras llenasconfianza, este no estaba seguro de tenerninguna que ofrecerle.

La conversación se interrumpió deforma abrupta al oírse fuertes golpes enla puerta: una atemorizada Juana sellevó la mano a la garganta mientrasRicardo se estaba dando la vueltabruscamente cuando la puerta se abrió yaparecieron en el corredor en penumbraque conducía a sus aposentos variosgenerales con inquietantes rostros deexpresión impenetrable.

¿Así que así estaban las cosas? ¿Porfin se enfrentaba a la rebelión, no en los

salones lejanos de Londres o Tours sino,aquí, en las trincheras de Palestina? Sedio cuenta de que tenía la mano en laempuñadura de la espada y el corazóndesbocado a punto de salírsele delpecho.

—¿Qué es todo esto?Uno de sus comandantes, un

templario de Bretaña llamado Reynier,dio un paso al frente e hizo una tensareverencia que luego imitaron la mediadocena de hombres que loacompañaban. El soberano se dio cuentade que venían desarmados pero aún asípermaneció alerta. Algo no iba nadabien.

—Hemos recibido noticias terribles,

mi señor —lo informó Reynier—. Esavíbora, Monferrato, ha roto su alianzacon vos para firmar la paz con el infiel yen estos momentos sus tropas se estánembarcando ya camino de Acre, quepretenden retener únicamente en nombrede Conrado.

Ricardo sintió como si acabaran dedarle un brutal mazazo en el estómago.La guerra había dejado de estarestancada en un frustrante punto muerto ysu posible resultado ya no planteaba lamenor duda.

Los cruzados habían sidoderrotados.

* * *

Ricardo había anticipado que la

precipitada reunión de emergencia consus generales sería un caos vociferantede insultos e indignados lamentos por latraición de Conrado aderezado conllamadas implacables a venganza encontra de los traidores pero, en vez deeso, sus hombres recibieron la noticia enel más absoluto silencio. Todos lomiraban con ojos ausentes en los queresplandecía una llama de impotencia yderrota que jamás había visto arder enlas caras rebosantes de confianza de loslíderes de los templarios y los

hospitalarios. Sólo el rostro de Juanareflejaba alguna emoción y era unamirada de lástima, lo que más temía eljoven rey.

—La traición de Conrado nos colocaen una posición difícil —constató elmonarca (aunque desde luego no hacíafalta) en un intento desesperado degenerar algún debate que rompiera elominoso silencio—. No podemosderrotar a los sarracenos con tan sólo lamitad de los hombres. ¿Qué meaconsejáis?

Por lo visto, nada. Ni uno sólo abrióla boca en aquel salón bien iluminado debellos mármoles situado en el corazónde la ciudadela de Arsuf donde se

habían reunido. Ricardo sintió que sedesataba la ira en su interior.

—¿Sois hombres o meros chiquillosasustados?

Juana, que estaba sentada a su ladoen una silla tapizada en terciopelo rojo,se inclinó hacia delante y habló con vozque sonaba como la de una madre queintenta desesperadamente hacer que suhijo desconsolado acepte la muerte desu mascota favorita.

—No ofrecen consejo alguno porqueno hay consejo posible, hermano. Lacruzada ha fracasado.

Al oírla pronunciar aquellaspalabras demoledoras en presencia desus hombres, el rey sintió que lo invadía

el desánimo, pero no podía —no quería— aceptar la derrota tan fácilmente.

—Puedo solicitar que envíen mástropas desde Europa —incluso en susoídos, aquella posibilidad sonabaridícula.

—En el clima político que te hedescrito, los nobles no responderán a tupetición —objetó la princesa con vozsuave.

El Corazón de León dio un puñetazoen la hermosa mesa de madera talladaque había pertenecido al gobernador deSaladino en Arsuf y el acabado pocohabitual de la negra madera, barnizada yabrillantada hasta quedarresplandeciente se astilló bajo la brutal

envestida de su furia.—Así que estáis todos preparados

para daros la vuelta y volver a casacompletamente deshonrados… ¡Meponéis enfermo!

Juana le puso una mano en el brazopara intentar calmarlo: Ricardo queríazafarse, pero, como siempre, el tactodelicado de su hermana ejerció un podercalmante sobre su sangre en ebullición.Se hizo un silencio sepulcral durante uninstante y entonces, para gran sorpresade todos, ella se puso de pie y aventuróde repente:

—Tal vez haya una manera…Ricardo la miró y, al ver las arrugas

que siempre se dibujaban en su frente

cuando su cabeza se ponía a pensar a laacostumbrada velocidad vertiginosa,dirigió una mirada despectiva hacia susalicaídos y extenuados generales.

—Horas aciagas estas en las que misbravos caballeros enmudecen y ha deser una mujer la que guíe al rey.

Juana le dedicó una sonrisa radiante.Era la primera vez que su hermano habíadetectado el menor brillo en sus ojosdesde que había desembarcado esamañana.

—Hagamos lo mismo que Conrado—sugirió con repentina confianza, comosi lo que proponía fuera la más flagrantede las evidencias.

Desde luego el monarca no había

esperado ni por lo más remoto oír esaspalabras de labios de ninguno de lospresentes como potencial solución alterrible dilema.

—¿A qué te refieres?La dama se volvió hacia los

generales que estaban empezando aerguirse en el asiento con renovadointerés, pues el entusiasmo de esta habíalogrado abrir una brecha en sudesesperación, incluso si no tenían lamenor idea de qué estaba hablando.

—Conrado ha negociado larendición de sus tropas a cambio demantener el control de las ciudadescosteras pero, por lo que he oído, tusfuerzas están mejor equipadas que las de

él y todavía suponen una amenaza paralos infieles.

El soberano empezó a intuir adondequería llegar su hermana y… o era unalocura o era simplemente genial. Tal vezambas cosas.

—No estarás sugiriendo que…—Una tregua. Ofreceremos a

Saladino un cese de las hostilidades acambio de que se mantenga el status quo.

De hecho tenía todo el sentido(retorcido, eso sí) del mundo.

—Así seríamos nosotros y noConrado los que conservaremos lasposiciones en la costa, y cuando lascosas mejoren en Europa traeremosrefuerzos para derrotar por fin a los

sarracenos —concluyó Ricardo.Juana estaba exultante, como cuando

jugaban a las adivinanzas de pequeños:siempre se entusiasmaba de un modoincreíble cuando descubría la verdadque tan cuidadosamente se habíaencargado de ocultar la mente de suhermano.

—¡Exactamente!Los hombres se removían ahora en

la silla al tiempo que intercambiabanmiradas llenas de esperanza renovada.Por más que la idea de una tregua con elsultán resultara ofensiva para sus mentesde guerrero, la noción de tener queenfrentarse a una fuerza combinada desarracenos y hermanos cristianos era

incluso peor. Si Conrado se asegurabauna alianza con los musulmanes ningunode ellos saldría de aquella horribletierra maldita con vida. En cambio si learrebataban el estandarte de la tregua desus traidoras manos, podrían ganartiempo y vengarse de los infieles cuandollegara el momento oportuno.

Ricardo se puso de pie y abrazó a sugenial hermana que, sin ayuda de nadie,acababa de reavivar sus espíritus almostrarles que había un modo de salvarel abismo mortal que se había abierto ensu camino.

—Nuestro padre habría estadoorgulloso de ti.

El rostro de la joven se ensombreció

al oír mencionar a Enrique, acérrimooponente a aquella cruzada hasta elúltimo minuto.

—Enviad un heraldo a Saladino conuna propuesta —ordenó el rey—. ¡Cómome gustaría ver la cara del bastardo deConrado cuando se entere!

60

EL rostro de Conrado de Monferratohabía adquirido una tonalidad clara demorado que se parecía terriblemente a laque Maimónides asociaba por lo generalcon la de los ahogados. Claro que,considerando el total desconcierto quepodía leerse en los rostros de losconsejeros del sultán al oír las palabrasdel heraldo recién llegado, su reacciónno era tan extraordinaria en realidad.Walter Algernon había llegado trayendobajo del brazo una oferta de tregua entreRicardo y Saladino que sustituiría a la

perfilada por Conrado, y el rostroatónito de este había pasado del rojo alvioleta al oír que el Corazón de Leónimponía además la condición de lainmediata extradición del marqués deMonferrato para ser ejecutado por elcrimen de alta traición contra el trono deInglaterra.

El único que no parecía perturbadoen absoluto era el mismo Saladino. Elsultán se recostó en el trono mientrasacariciaba lentamente los leonesdorados de los antebrazos y Maimónidescreyó ver un atisbo de sonrisa divertidaasomándose a sus labios.

—Sin duda es una oferta que meintriga… —intervino al fin tras una

pausa dramática.Conrado pasó de violeta a verde.

Verdaderamente, el doctor confiaba enque aquel hombre consiguiera dominarsede una vez porque si se desmayaba porfalta de sangre en el cerebro iba aacabar recayendo sobre sus hombros ladesagradable tarea de intentar salvar lavida del muy miserable, un deber que enesos momentos el rabino prefería notener que cumplir.

—¡Pero si ya hemos llegado a unacuerdo! —chilló Conrado al tiempoque se dirigía a grandes zancadas haciael trono.

Los guardias gemelos le cerraron elpaso inmediatamente y se diría que

estaban esperando a que hiciera tansiquiera ademán de acercarse parapoder así contar con la excusa necesariapara cortarle por fin la cabeza a aquellarata.

Saladino lo miró entornando losojos.

—A lo que hemos llegado es a unanegociación, mi señor, nada más.

Al contemplar las cimitarras que secernían en precario equilibrio porencima de su cabeza, Conrado decidióretroceder y, con dificultad más queevidente, el traidor traicionado respiróhondo en un intento de calmarse. Cuandoretomó la palabra, su voz sonaba casirazonable, aunque una expresión asesina

dominaba todavía sus facciones y lacicatriz resplandecía igual que un ascuade un rojo encendido.

—Ricardo trata de engañaros —dijo—, simplemente está ganando tiempopara que le lleguen más refuerzos deultramar.

El sultán no pudo contener por mástiempo la sonrisa que le provocaba laterrible desazón del noble franco.

—Por supuesto que sí —admitiótranquilamente, como si los motivosulteriores del rey franco resultaranevidentes hasta para un niño de pecho, yluego se volvió hacia el heraldo denuevo—: Mi querido sir Walter, dadaslas circunstancias, la única forma en la

que podría acceder a lo que proponéissería a condición de que se me ofrezcanciertas garantías.

Aquello era totalmente inesperado.El murmullo se intensificó entre losnobles y, por una vez, Saladino los dejócuchichear a gusto un buen rato sinmolestarse en restablecer el orden.

—¿Garantías, ilustre señor? —repitió en árabe el mensajero haciendohincapié en la palabra, como si temierano haber comprendido bien.

—Sí. Nuestro buen amigo Conradonos ha recordado a todos muyacertadamente la amenaza de futurasinvasiones. Quisiera acabar con esteconstante estado de guerra entre nuestras

civilizaciones de una vez por todas y laúnica manera de lograrlo es si unimosnuestros intereses.

El rostro de Algernon reflejaba suprofunda confusión.

—No entiendo…Y no era el único. Todos los ojos

estaban puestos en Saladino mientras lacorte esperaba ansiosamente a queexplicara los tortuosos caminos por losque guiaba al país en aquellas aguasturbulentas.

—He sabido que la hermana del rey,Juana, está visitando nuestras costas…

Sir Walter se puso lívido. Nisiquiera Maimónides tenía conocimientode aquello, pero claramente las fuentes

de información del sultán sobre losmovimientos de los cruzados habíanmejorado notablemente desde el sonadotriunfo de Ascalón.

Cuando el emisario habló de nuevolo hizo con grandes dudas, pues noestaba seguro de cuánto debía revelar ycuánto ocultar.

—En efecto, la princesa Juana nosha honrado con una breve visita pero yahace tiempo que…

—Sigue aquí, en el campamento deArsuf —lo interrumpió el soberano confrialdad que daba a entender que notoleraría otra mentira del emisario.

—¿Qué tiene que ver la hermana delrey con la tregua que se os propone?

Era una pregunta que también seestaban haciendo Maimónides y el restode los presentes.

Los ojos de Saladino lanzaron undestello.

—Dile a tu rey que deseo plantearlemi propia propuesta de tregua, unasellada por vínculos de matrimonio.

Hubo una conmoción general. Elrabino se quedó mirando a su amigo sinsaber qué pensar: ¿cómo podía el sultánestar pensando ya en otra mujer mientrasMiriam languidecía todavía en sucautiverio a manos de Ricardo?

Pero luego el anciano doctor sepercató de que su señor lo miraba a élcuando añadió:

—No hablo de mí mismo, claro está,sir Walter, yo ya estoy más quesatisfecho con las hermosas mujeres quepor la gracia de Alá adornan mi harén.Pero si la princesa Juana accediera adesposarse con mi hermano Al Adil,nuestros pueblos quedarían unidos bajouna única familia gobernante y Palestinase convertiría en el hogar de fieles yfrancos regido por un único gobierno.

Un tumulto de estupor se desatóentre los nobles, pero Maimónides vioque Al Adil parecía el más sorprendidode todos: el gigante pelirrojo abrió laboca como si fuera a decir algo pero noemitió el menor sonido. ¡El sultánacababa de proponer el matrimonio de

su propio hermano con la hermana delinfiel! Era una auténtica locura. Noobstante, al pensar en ello con un pocomás de detenimiento, el rabino se diocuenta de que, en realidad, más quedemencial era una estratagema brillante.

El heraldo parecía tan fuera de sícomo todos los demás, aunque consiguióbalbucir una respuesta nerviosa:

—No… creo haber recibidoatribuciones para responder por mi reyen lo que respecta a vuestra… generosapropuesta…

Saladino miró a Conrado al que porsupuesto le importaba un comino si elhermano de Saladino se casaba con lamitad de las damas de la corte de

Londres, pues lo único que lepreocupaba al desalmado político era laterrible constatación de que su peligrosajugada acababa de volverse en sucontra: había optado por seguir elcamino del traidor Judas para acabarencontrándose prisionero en su propiatrampa.

—Simplemente comunica a tu señormi mensaje —le pidió el sultán aAlgernon—. Prefiero mil veces lassutiles intrigas de la política que lacrueldad de la guerra.

61

RICARDO negó con la cabeza sin darapenas crédito a lo que oía de labios deWalter.

—Desde luego que Saladino estáloco de atar.

El mensajero inclinó la cabeza conaire azorado en señal de asentimiento ylos consejeros prorrumpieron en unclamor de risas exageradas. ¿En quépodía haber estado pensando el infielpara sugerir algo tan descabellado?

—No descartes la propuesta tan a laligera, hermano —se oyó la voz de

Juana por toda la cámara revestida demármol, haciendo que las risas cesarande inmediato.

El rey se volvió hacia ella con unaexpresión atónita pintada en subronceado rostro.

—¿Lo considerarías?La princesa se quedó de pie frente a

la hilera de consejeros y nobles que laestaban mirando como si acabara dellamar a la sedición abiertamente, peroella alzó la barbilla con gestodesafiante.

—Si con ello se pusiera fin a esteconflicto horrible, sí.

Se produjo entre los caballerospresentes una explosión de gritos y

airadas protestas, pues la ultrajante ideade que una mujer de la familia real fueraentregada en matrimonio a un pagano erainconcebible para ellos, una violaciónflagrante de las leyes de Dios y de loshombres.

Ricardo apoyó una mano en el brazode su hermana, en parte para recordarlesa los cortesanos la debilidad que sentíapor ella y que estaba bajo su protección,pero sabía que tenía que disuadirla deaquella idea insensata antes de quecayera víctima de las murmuraciones delas afiladas lenguas de los nobles.

—¿De verdad compartirías tu lechocon un infiel? ¿Entregarías tu cristianavirtud a la lascivia de un pagano?

Juana se volvió hacia él con unasonrisa triunfal en los labios.

—No parece haber sido unobstáculo en tu caso…

Sus palabras fueron como una dagadirecta al corazón: los airadosconsejeros bajaron inmediatamente lavista al suelo con aire incómodo, puestodo el mundo sabía de la relación delrey con Miriam aunque nadie habíacorrido jamás el riesgo de hacer ni tansiquiera mención de ella en público.

El soberano contempló a su hermanay comprobó que sus facciones estabanteñidas de la misma determinacióninquebrantable que recordaba habervisto en ellas cuando se había negado a

obedecer la orden tajante de su padreEnrique de que olvidara a Edmund deGlastonbury. Cuando Juana tomaba unadecisión, nadie en este mundo ni en elotro podía disuadirla.

—Juro que jamás comprenderé a lasmujeres —se rindió el monarca.

Su hermana dejó escapar unacarcajada al tiempo que sus ojoslanzaban un fugaz destello y luegorecorrió con la mirada los rostros decada uno de aquellos hombres,atravesándolos con el fuego azul deaquellos ojos que ninguno pudosoportar, pues todos fueron bajandoindefectiblemente la cabeza.

—Y así debe ser. Nuestro poder

reside precisamente en el misterio.

62

CONRADO había dado por fin conWilliam. El joven caballero habíaestado evitándolo sistemáticamentedesde su llegada a Jerusalén ya que, pormás que ambos estaban alojados en lamisma ala fuertemente custodiada delpalacio de Saladino, por lo vistoWilliam se había asegurado de que suscaminos no se cruzaran ni una sola vez.En opinión del joven y fiel perro falderode Ricardo, Conrado había traicionado asu señor Ricardo, y ese era un crimenimperdonable. Claro que el marqués de

Monferrato era consciente de que lordChinon era todavía joven e impetuoso:nunca había soportado sobre sushombros mayor responsabilidad que lade asegurarse de que unos soldadosmedio analfabetos lograran volver vivosdel campo de batalla, pero cuandohubiera cargado con el peso de guiar lospasos de una nación, tal vez entoncesentendería las decisiones difíciles a quese enfrenta un rey a diario. De igualmanera que la decisión de solicitarayuda a Saladino había sido fruto de unalarga y cuidadosa reflexión, Conrado sehabía visto obligado a invertir grancantidad de tiempo sopesando susopciones tras el aparente rechazo de suoferta de tregua por parte del sultán y,

ahora, con la mente puesta única yexclusivamente en el rumbo que debíatomar, necesitaba hablar con William.Tal vez su fidelidad ciega al rey niñoacabara resultando útil después de todo.

Conrado aprovechó la oportunidadde acercarse por fin al joven caballerocuando lo vio solo en un balcón,contemplando la media luna amarillaque se alzaba por encima de lasimponentes torres de Jerusalén: parecíaabsorto en sus pensamientos y noreaccionó hasta que el traicionero nobleestaba ya justo detrás de él.

—¿Qué queréis? —le preguntoWilliam en un tono que sugería que enrealidad no le importaba lo más mínimo

lo que le respondiera.—Solamente hablar un momento con

un hermano en la fe —respondió elseñor de Monferrato con la miradaperdida en la Cúpula de la Roca quesolía visitar con regularidad cuandotodavía era una iglesia. ¿Hacía sólo dosaños de eso? Tenía la impresión de quehubiera pasado una eternidad—. Mecanso de la compañía de los infieles.

—Lo que sin embargo no os haimpedido traicionar al rey negociandocon ellos… —se burló William con unacarcajada desdeñosa.

Conrado se encogió de hombrospues se había mentalizado para soportarel desdén del joven.

—El me traicionó a mí.William se dio la vuelta al instante y

agarró a Conrado por el cuello de latúnica para luego empujarloviolentamente contra el muro de piedray, durante un instante de terror en estadopuro, este pensó que el indignadocaballero lo iba a lanzar al vacío y alfinal encontraría la muerte al estrellarsecontra los peñascos que se divisabanallá abajo al pie de las murallas.

—Si no fuera porque estáis bajo laprotección del sultán os atravesaría conmi espada aquí mismo —musitó Chinonentre dientes en un tono mortífero y actoseguido, como si considerara que sehabía expresado con claridad más que

suficiente, lo soltó y volvió a darle laespalda.

Cuando consiguió calmar los latidosdesbocados de su corazón, Monferratosiguió hablando:

—Me sorprendió mucho ver que noos escandalizaba la ridícula propuestadel sultán.

William se giró para mirarlo denuevo y su rostro mostraba ahora suhabitual expresión de estoica pacienciaaunque sus ojos rezumaban desprecio.

—Es una buena idea —respondióWilliam—, tenemos que vivir juntos enesta tierra, así que es mejor hacerlounidos que estar permanentementesacándonos los ojos.

Así que la propaganda de Saladinohabía encontrado un oído interesadoentre los francos… Conrado se preguntócómo se habría sentido su enemigoRicardo al saber que su caballerofavorito repetía ahora igual que un lorolas consignas del infiel como si fuerauno de sus consejeros personales, peroen cualquier caso necesitaba que este loescuchara si quería que su plan tuviesela menor probabilidad de éxito despuésde todo lo que había pasado.

—¿Podéis olvidar por un momentoel odio que sentís por mí y hablarmecomo a un hermano en Cristo? —lepidió al joven esforzándose porimprimir un deje arrepentido en su voz,

aunque no estaba seguro de haberloconseguido.

William cruzó los brazos sobre elpecho pero no hizo ademán demarcharse.

—Lo que yo pueda sentir es asuntomío —sentenció el caballero—, perodecid lo que tengáis que decir.

Conrado respiró hondo.—He estado reconsiderando mi plan

y ahora me doy cuenta de que habíacometido un grave error: no se puedefirmar la paz con estos infieles.

La expresión de William seensombreció y se acercó a Monferratohasta que sus rostros prácticamentepodían tocarse.

—¿De qué estáis hablando?Conrado se obligó a permanecer

centrado en su objetivo pese a la miradaasesina con que lo atravesaba el nobleinglés.

—Hablaré con Ricardo paraproponerle que renuncie a la tregua conSaladino y reinstauremos nuestraalianza.

William se echó a reír.—¡Sois un verdadero cerdo, capaz

de romper juramentos hechos a reyes encuanto cambia el viento!

Al marqués de Monferrato le traíasin cuidado lo que el muchacho pensarade él, lo único que le importaba era queolvidara su odio por un momento por el

bien de la causa cristiana porque, sin elrespaldo de William, era poco menosque imposible lograr la reconciliaciónentre los dos reyes cruzados.

—El Corazón de León os escucha.¿Me apoyaréis?

El joven caballero se cernió sobre élcon mirada letal y le escupió a la cara y,sin decir una sola palabra, giró sobresus talones y echó a andar a grandeszancadas en dirección a su dormitorio.

Al limpiarse la saliva, Conrado rozócon los dedos la horrible cicatriz de sumejilla; luego se metió la mano en unbolsillo y sacó el colgante de jade quele servía de permanente recordatorio delos acontecimientos horribles de aquel

día en el desierto.Monferrato estaba atrapado: no

podía volver al lado de Ricardo sin elapoyo de William y tampoco podíaseguir adelante y enfrentarse a lasfuerzas combinadas del rey franco ySaladino. Tras años de intriga en buscadel poder, al final había tejido unamaraña tan complicada que ni él mismopodía escapar de ella.

Sintiendo las terribles dentelladasde la desesperación cebándose en sucorazón, Conrado se quedó mirando elcolgante de jade que había pertenecido auna mujer sin nombre a la que habíaviolado y matado en el desierto justo alas afueras de Ascalón y entonces,

sintiendo que la ira se apoderaba de él,lo lanzó con fuerza al otro lado delcorredor; el colgante cayó al suelo demármol con un repiqueteo metálico y seperdió entre las sombras.

El caballero se dio la vuelta y sealejó a paso vivo hacia sus aposentosfuertemente vigilados: tenía que acabarde recoger sus cosas; el sultán habíatenido el detalle de concederle la nochea tal efecto, pero a la mañana siguienteunos guardias lo escoltarían hastaterritorio cristiano. Quizás una vezestuviera de vuelta entre sus hombresencontraría la forma de salir delatolladero en que estaba metido.

El derrotado noble desapareció por

el corredor sin volver la vista atrás ypor tanto no vio la figura que emergióentre las sombras en ese momento.

Maimónides se agachó y sostuvoentre sus arrugados dedos el colgante dejade; se quedó mirando la inscripción enhebreo un buen rato y por fin alzó lavista con los ojos arrasados de lágrimasde dolor y furia que empezaron a rodarlepor las mejillas mientras clavaba lamirada en la dirección por la que habíavisto marcharse al traicionero noble queacababa de revelársele como elmonstruo que ciertamente era.

63

MAIMÓNIDES acabó de relatar alsultán lo que había oído. El rabino sehabía asegurado de mantener el tono devoz increíblemente calmado y neutro,haciendo todo lo posible por ocultar eltorbellino de emociones que en esosmomentos asolaba su corazón tras haberdescubierto el colgante de su difuntahermana en posesión de Conrado.

No le cabía la menor duda de quehabía pertenecido a Raquel. Era unapieza única, hecha de jade auténtico quele había comprado él en persona a una

poco habitual caravana de comercianteschinos que había llegado en medio degran expectación a El Cairo pocassemanas antes de la boda de su hermana;y él mismo había realizado lainscripción de las sagradas letras delnombre de Dios —YHWH— en elcolgante con la misma pluma con quehabía acabado de transcribir la Torá alfinalizar sus estudios. Raquel llevabapuesto el colgante aquel día terriblecuando la caravana en la que viajabacayó en manos de los hombres deReinaldo y, cuando le llegó la noticia desu muerte, su hermano había hecho unjuramento terrible que transcendíaincluso el de Hipócrates: Maimónideshabía prometido que algún día

encontraría al asesino que le habíaarrebatado a Raquel y lo castigaría conuna venganza tan demoledora como la deJosué contra los cananitas. Y ahora, alcabo de una docena de años, el Dios dela ironía le había enviado al criminal ala puerta de casa pero protegido por losdictados de la diplomacia. Bueno, esemanto protector no tardaría endesaparecer cuando Saladino se enterarade la última traición de Conrado.

El sultán lo escuchó con expresióngrave. Tenía los ojos enrojecidos y elrabino sabía que no se debía a lasnoches sin dormir ni las preocupacioneshabituales de su cargo sino a la tragediaque había golpeado la casa de Ayub

recientemente: el amado sobrino delsoberano, Taqi al Din, que se habíaretirado de la corte para partir a unexilio que él mismo se impuso tras lacaída de Acre, había fallecido víctimade las fiebres en un campamento a lasafueras de Armenia. La noticia habíacaído sobre Saladino y su hermano AlAdil como un mazazo y todo el palacioestaba envuelto en un triste veloinvisible de luto. El hecho de que Taqial Din hubiera dado por concluida supenitencia y viniese de vuelta a la cortepara estar al lado de su tío en los peoresy más críticos momentos de la guerraque se avecinaban, no hacía sinoacrecentar el dolor. Sin duda el monarcapasaba por sus horas más bajas y no era

un buen momento para informarlo de lanueva traición de Conrado, peroMaimónides sentía que sus propiosdemonios se negaban a ser silenciados.

Cuando el rabino terminó, su señorasintió con la cabeza, luego se encogióde hombros y volvió a centrar laatención en la pila de documentos queestaba examinando cuando el consejerohabía entrado en su estudio como unatromba con la noticia de que el nobleplaneaba restablecer la alianza con sushermanos cristianos.

—Llevabas razón respecto a esaalimaña —se limitó a decir el sultán sindemasiado interés.

Maimónides se quedó desconcertado

ante la indiferencia del monarca perocontinuó insistiendo:

—Podríamos aprovechar estacircunstancia en nuestro propiobeneficio.

El sultán siguió leyendo pero le hizoun gesto con la mano para que seexplicara.

—¿Qué sugieres?El rabino dio gracias por haber

investigado un poco antes de presentarseante su señor: por lo general, ir bienpreparado siempre tenía su recompensa.

—Conrado ya ha enviado a Ricardouna propuesta —dijo al tiempo que seinclinaba ligeramente para acercase a suinterlocutor—, mis espías dicen que se

reunirán dentro de unos días.Saladino dejó los documentos a un

lado y miró al anciano doctor. A decirverdad, no parecía preocupado poraquel acontecimiento repentino, pero talvez era porque ya se habíaacostumbrado a los cambios continuos:el rumbo de aquella guerra parecía estarjalonado de giros y quiebros constantes,diarios, incluso a cada hora.

—¿Crees que deberíamos negociarcon Conrado antes de la reunión? —preguntó educadamente pero con un tonoque sugería que en su opinión seríainútil al tratarse de un traidorempedernido como el marqués deMonferrato.

Maimónides contuvo la respiración:jamás había pronunciado las palabrasque estaban a punto de salir de suslabios y rezó pidiendo a Dios que nuncamás salieran de su boca.

—No, sayidi, deberíamos matarlo.—¿¡Cómo!?El anciano sintió que ahora las

palabras brotaban de su garganta comoun torrente embravecido, como si unainmensa compuerta se hubiera abierto depronto en su alma:

—Acabemos con esa rata embusteray traidora y hagamos que parezca queRicardo ordenó su muerte en venganzapor haberlo traicionado. Los francos sevolverán los unos contra los otros y

conseguiremos expulsarlos de Palestinafácilmente.

Saladino lo miró estupefacto.—Y te llaman un hombre de Dios…

—murmuró con incredulidad aunque sutono era suave, prácticamente como siestuviera tratando de recordar al judíoquién era en realidad.

—Mi pueblo cree que Dios loescogió para hacer de este mundo unlugar mejor —replicó el buen doctorlentamente, tratando de que su voz nodejara entrever el odio que sentía porConrado—, y dejar que estos bárbarosprevalezcan no puede de ningún modoser su voluntad para la raza humana.

La expresión del sultán se volvió

adusta y su mirada fría como el hielo:una mirada que Maimónides le habíavisto antes, cuando trataba de reprimirla ira, pero que nunca había sentidodirigida hacia él.

—Aprecio tu consejo, pero no puedoaceptarlo.

Aunque el rabino sabía quecaminaba al borde del precipicio nopodía dar su brazo a torcer; en su menteardía incasable el recuerdo de los ojossin vida de Miriam cuando habíaregresado a El Cairo como únicasuperviviente de la caravana.

—¿Por qué, mi señor?—No es un trato honorable entre

reyes —respondió Saladino exasperado

por tener que dar explicaciones a suconsejero.

—Conrado no es un rey sino un meroaspirante —volvió a la cargaMaimónides, a quien el fuego de lavenganza que ardía en su corazónparecía estar privando del menorsentido de mesura o cautela diplomáticaa la hora de tratar con su señor.

—Pero el Corazón de León es miigual —alzó la voz el soberano—, y nolanzaré contra él una acusación falsa deasesinato.

—Sayidi…El sultán dio un puñetazo en la mesa

de madera barnizada sobre la que habíadejado los documentos que estaba

leyendo.—¡Ya te he comunicado cuál es mi

voluntad! —bramó fuera de sí peroluego, al ver que el anciano seestremecía de miedo, Saladino logrocalmarse—. Y ahora márchate, porfavor, viejo amigo. Necesito meditarsobre la reunificación de los francos.

Maimónides hizo una reverencia ysalió del estudio de Saladino, pasandopor delante de los guardias egipcios quese lo quedaron mirando muysorprendidos pues, aunque el rabino noles gustaba, jamás habían oído almonarca gritarle a su médico personal.Este los ignoró, pues sabía lo quepensaban de él y no le importaba; tenía

una misión que cumplir y ahora sabíaque el sultán no lo ayudaría a hacer loque había que hacer. Pero otra personasí podría.

64

CONDUJERON a Maimónides con losojos vendados hasta lo que se imaginódebía ser una caverna en algún lugar delas colinas que rodeaban Jerusalén. Elrabino se preguntó si el hombre con elrostro oculto tras un velo negro quehabía aparecido como por arte de magiajunto a su cama esa noche se proponíamatarlo y abandonar su cuerpo en lasprofundidades de la tierra comomerecido castigo a su temerariasolicitud. Por suerte, Rebeca siguiódurmiendo plácidamente pese a que él

se despertó sobresaltado de pronto ylanzó un grito al encontrarse conaquellos temibles ojos amarillosmirándolo fijamente por encima deloscuro velo. El hombre le tiró a la carasu manto de viaje y sin decir una solapalabra le hizo un gesto para que losiguiera hasta la calle, donde losesperaba un caballo negro como lanoche que parecía la encarnación delque debía tirar del carro de Hades.Cómo había conseguido aquelinquietante personaje entrar en la casa y,más aún, cómo había sabido cuál era elmanto que Maimónides utilizaba en losviajes, eran preguntas sin respuesta. Y elrabino sospechaba que presenciaríamuchos más acontecimientos misteriosos

esa noche.El misterioso con el rostro oculto

tras un velo, que no le había dirigido lapalabra ni una sola vez durante el viaje,le ponía ahora las manos sobre loshombros, presionando para obligarlo aponerse de rodillas y Maimónides sintióque el corazón estaba a punto desalírsele por la boca. Y entonces, sinmás ceremonia, su guía mudo le quitó lavenda de los ojos. El rabino parpadeócomo si notara la diferencia pero,incluso así, en realidad seguía sin verprácticamente nada excepto que estabadentro de una inmensa cueva en lasprofundidades de la tierra. Llevaba casidos años viviendo en Jerusalén y nunca

había oído hablar de que existiera unacaverna tan inmensa en los alrededores.

La única luz que iluminaba lainmensa gruta provenía de un pequeñocandil que había en el suelo delante deél y cuya solitaria llama temblabasuavemente ante sus ojos proyectandosombras extrañas a su alrededor. Hacíaun frío increíble allí abajo, unas gélidasestalactitas colgaban directamente sobresu cabeza, como los dientes de ungigantesco dragón esperando paramorder a su presa.

Justo al borde del círculo de luz queproyectaba la llama del candil,Maimónides pudo ver el contorno de unafigura vestida de negro y sentada con las

piernas cruzadas sobre el duro suelo depiedra; le pareció distinguir que elhombre llevaba un turbante oscuro perosus facciones quedaban ocultas entre lassombras.

No importaba. Supo instintivamentequién era, aunque le pareció imposibleque hubiera podido llegar a Jerusalén entan poco tiempo porque hacía apenas undía que le había enviado una peticióncuidadosamente redactada por medio deuno de los espías de Saladino que ledebía al anciano doctor la vida. Unescalofrío le recorrió todo el cuerpo: talvez aquel hombre había estado todo eltiempo en Jerusalén y no escondido enlas montañas de Siria, al este, como por

lo general contaban los pocos que seatrevían siquiera a mencionar su nombreen voz alta.

Así que hasta allí le había traído sudeseo de venganza: ante un malhechorcuyos crímenes hacían que lasatrocidades cometidas por los bárbarosparecieran poco menos que actosgenerosos de clemencia. Si sus seresqueridos se hubieran enterado de hastaqué punto había caído en manos delmaligno por el mero hecho de estarsentado en la misma habitación queaquel monstruo lo habrían repudiado.Que así fuera. Había hecho unjuramento. Conrado de Monferrato teníaque morir y sólo había un hombre capaz

de penetrar en las defensas de loscruzados y asesinar al malvado noble, yese hombre estaba ahora sentado delantede él en una caverna heladora queMaimónides sospechaba conducíadirectamente al infierno.

Se llamaba Rachid al Din Sinan, ylos mismos que cuestionaban suexistencia diciendo que lo más seguroera que se tratase de una leyendainventada por viejas matronas paraasustar a los niños, rara vezpronunciaban ese nombre; más bien todoel mundo se refería a él como el Viejode la Montaña, un respetuoso título queocultaba su terrible poder, pues Sinanera el líder de los guerreros más

temidos en toda la historia de laHumanidad: los Asesinos.

—Siento que no hayamos podidoreunimos en condiciones másfavorables, rabino.

Cuando Sinan hablaba, era con vozsibilante como la de una serpiente.Maimónides sintió por primera vez en suvida que el miedo verdaderamente leatenazaba la garganta. Después de haberoído aquella voz que no parecía humana,no sentía el menor deseo de verle lacara.

—Os agradezco que hayáis accedidoa reuniros conmigo —respondióhaciendo un esfuerzo para centrar suspensamientos en el asunto que lo

ocupaba: cuanto antes explicara susintenciones, antes podría salir de aquellugar infernal; o por lo menos esoesperaba—. Sé que mi petición es sinduda poco habitual…

Sinan se inclinó hacia delante pero,para gran alivio del rabino, su rostropermaneció oculto entre las sombras.

—Mis compañeros me han habladode tu plan —lo atajó con voz terrible—.Atrevido. Traicionero. Me sorprendes,rabino. No esperaba que un doctor,menos aún si además es un hombre deDios, fuera capaz de semejantesmaquinaciones.

Oír aquel juicio moral pronunciadoen su contra, máxime de labios del

hombre más malvado de la tierra, nohizo sino incrementar la virulencia delodio que sentía el anciano por sí mismo.Pero no tenía elección: dudaba muchoque lo dejaran salir con vida de aquellacueva si ahora se echaba atrás derepente. Tal vez no saldría vivo de allíen ningún caso…

—Incluso Lucifer fue en otro tiempoun ángel… —respondió en voz muybaja.

Sinan se rió, un sonido que helaba lasangre, como el acero atravesando unaarmadura.

—Tu plan no deja de tener sumérito, pero ¿por qué no contratar a mishombres para asesinar a Ricardo y no a

esa rata insignificante de Conrado?Maimónides no quería revelar sus

motivos personales a aquel criminalpues, por alguna razón, que Sinansupiera de Raquel lo aterrorizaba. Sualma quedaba ahora unida a la de aquelhombre, tal vez hasta la eternidad, perono quería que desde el más allá elespíritu de Raquel quedara también endeuda con él.

—Mi intención es sembrar ladivisión entre los francos —respondiócon cautela—. De la muerte de Ricardoculparían a Saladino y eso no haría sinoechar más lecha al fuego de su cruzada.

—Ciertamente eres un hombre sabio—se oyó la voz sibilante de Sinan—,

supongo que te das cuenta de que elsultán te matará si se entera de que hasrecurrido a mí.

—Sí.El anciano bajó la cabeza. Sinan

parecía decidido a humillarlo a cadapaso en pago a ser el ejecutor de susmalvados planes, pero si ese era elprecio de la venganza, lo pagaríagustoso, aunque tenía la sensación deque el coste de su alianza con aqueldemonio resultaría ser mucho mayor delo que siquiera podía imaginar todavía.

—¿Sabes por qué me odia?Maimónides no lo sabía, ni le

importaba. El sólo quería cerrar el tratoy marcharse, pero se guardó mucho de

decir lo que pensaba.—Tengo unas cuantas teorías, tal vez

me podáis aclarar cuál es la correcta.Sinan respiraba trabajosamente,

produciendo un jadeo voraz queresultaba aún más inquietante que surisa.

—Soy el único hombre que jamáshaya tenido la vida del gran Saladino ensus manos. Pero no quiero aburrirte conlos detalles de nuestra disputa… Bastecon que diga que una noche se despertócon una daga al cuello. No podía creerseque mis agentes pudieran penetrar en lasección mejor guardada de su palacio yllegar hasta sus aposentos. El gran sultánestaba tan aterrado que se meó en la

cama…Tras haber visto la facilidad con la

que habían entrado en su propia casa esanoche, Maimónides no dudaba ni por uninstante de que lo que decía era verdad.

—Pero le perdonasteis la vida…De repente, el rabino supo que Sinan

sonreía en medio de la oscuridad aunqueno podía verlo porque su rostro seguíatan oculto como al principio.

—Sí, porque sirve a mis propósitos.Envié a uno de mis secuaces a hacerleuna visita para que se convenciera deque él, como todo hombre sobre la fazde la tierra, vive y muere conforme amis designios.

Tal vez fuese por un deseo de

recordarse a sí mismo quién era enrealidad, quién había sido siempre hastaque la sed de venganza lo consumió,pero el caso era que el rabino no podíadejar que aquel lunático persistiera ensus delirios de grandeza: suponía unaafrenta contra el Todopoderoso y contratodo aquello en lo que Maimónidescreía.

—Sólo Dios tiene ese poder —replicó y, en el mismo momento en quelas palabras brotaron de sus labios searrepintió de haberlas pronunciado:¿qué sentido tenía cuestionar lapercepción errónea de su propiaimportancia de aquel criminalsanguinario excepto si quería provocar

su propia muerte?Pero Sinan se rió otra vez sin

mostrar el menor indicio de haberseofendido.

—Estoy de acuerdo.Y entonces el aterrorizado doctor lo

comprendió: los rumores eran ciertos.El Viejo de la Montaña había creado entorno suyo un culto como no habíaexistido otro igual, un grupo deguerreros que darían la vida por él sindudarlo porque creían que era divino.Se contaba que raptaba muchachosjóvenes y se los llevaba a su guaridasecreta de las montañas donde habíahecho construir el jardín más hermosodel mundo. A los jóvenes se les decía

que habían muerto y estaban en elparaíso: rodeados de torrentes de aguacristalina y frondosos árboles cuajadosde frutos, atendidos por las más bellasmujeres vestidas como voluptuosashuríes, y con los sentidos abotargados adiario con una dosis prácticamente letalde hachís, a los pobres diablos lescontaban que eran las cohortes deángeles guerreros de Sinan y ellos se locreían; una vez privados de voluntad yentendimiento de aquel modo, suobediencia era ciega y hacían cuanto seles ordenaba. No temían a la muerteporque creían estar ya muertos y por lotanto ser inmortales. Sinan habíaconvencido a sus hombres de que eraDios y, al oírlo ahora, el rabino se dio

cuenta de repente de que aquel monstruoen verdad lo creía él mismo también.

Sin saber qué hacer en presencia deuna locura tan delirante, de semejantemaldad en estado puro, Maimónidesoptó por centrarse en su misión:

—¿Haréis lo que os pido?—Sí, pero necesitaré la ayuda de tu

sobrina. Oigo que comparte la cama conRicardo…

El rabino se quedó de una pieza:¡Sinan sabía de Miriam! Y por lo vistohabía oído el malintencionado rumorimposible que corría de que se habíaconvertido en la amante del infame rey.

—No sé cómo podría avisarla —respondió cuando recobró el habla.

No tenía el menor deseo deinvolucrarla en aquella locura peropresentía que ya era demasiado tarde.

—Mis hombres se ocuparán de eso—replicó el terrible criminal condisplicencia.

—Me aterra que se vea envuelta entodo esto —reconoció el doctorabruptamente.

Sinan se inclinó hacia atrás.—Según he sabido, soporta las

caricias de Ricardo porque se cree unaespía al servicio de los intereses de tusultán. Veamos hasta dónde llega sulealtad realmente.

Todo aquello era nuevo para elanciano pero sonaba pavorosamente

cierto en sus oídos. Miriam habíademostrado en más de una ocasión suvoluntad de servir como espía enaquella guerra. Si había accedido acompartir la cama con el Corazón deLeón no podía ser más que por esemotivo y Maimónides tenía la extrañasensación de que aquel asunto escapabatotalmente a su control: Sinan sentíacuriosidad y no pararía hasta verconcluido aquel episodio del modo queél deseaba. Su sobrina se veríaarrastrada a participar en aquel actoterrible con o sin la aprobación delrabino.

—Conozco a Miriam —dijo por finy, por alguna extraña razón, sentía que

no podía mentirle a aquel asesino sinalma—, si os ponéis en contacto conella os ayudará.

Sinan se rió encantado yMaimónides tuvo la inquietante certezade que Satanás debía haberse reídoexactamente igual cuando Adán y Evacomieron el fruto prohibido.

—Necesitaré el colgante de tuhermana.

El anciano doctor quería gritar ysalir corriendo en mitad de la nochehacia donde fuera, pero lejos de allí. Sedio cuenta en ese preciso instante de queen verdad el Viejo de la Montaña era unmonstruo de otro mundo porque, ya fueraa través de los susurros del yin ifrit o

algún otro demonio del desierto, ogracias a alguna clase de magiaprohibida que había pasado degeneración en generación a través de losdiscípulos de Salomón, fuera comofuera, lo cierto era que aquel hombre sinduda tenía acceso a conocimientos queningún otro mortal hubiera podidoposeer.

No obstante, se sorprendió a símismo haciendo lo que le pedía y, comoen un trance, se metió la mano en elbolsillo y sacó el amuleto. El jade lanzóun destello verde a la luz del candilcuando lo sostuvo en la mano y, noqueriendo acercarse ni un paso más aaquel hombre horrible, se lo lanzó por el

aire; este lo atrapó fácilmente y elrabino sintió que se le encogía elcorazón de pensar que aquella criaturatenía ahora en las manos las letrassagradas del tetragrámaton.

—¡Excelente! Entonces ya sóloqueda hablar del precio…

Maimónides se preparómentalmente, pues intuía que fuera loque fuera lo que le iba a pedir, el precioresultaría demasiado alto en más de unsentido.

—Soy pobre pero encontraré lamanera de…

El forajido alzó una mano entre lassombras pidiendo silencio.

—No necesito tus riquezas.

—¿Entonces qué?Sinan se puso de pie pero no se

acercó al círculo de luz.—Tengo entendido que ya casi has

terminado tu tratado sobre la fe judíatitulado Guía de perplejos.

Nada sorprendía ya al rabino.—Sí, ¿qué tiene eso que ver?—En pago a la muerte de Conrado,

exijo que me entregues una copia deltratado con todas las notas del original.Eso es todo.

Independientemente de lo queMaimónides hubiera podido anticipardejándose guiar por sus pensamientosmás oscuros, desde luego para lo que noestaba preparado era para algo así.

—Pero ¿por qué?Cuando Sinan habló, su voz sonaba

extrañamente distante.—Todo lo relacionado con lo divino

me interesa sobremanera, mucho másque cualquier tesoro. Tal vez te resulteimposible de creer, rabino, pero yotambién cumplo una misión sagrada yaque causo muerte a mi paso y, en lamuerte, es donde verdaderamente seexperimenta lo divino.

La llama del candil parpadeomientras hablaba, aunque Maimónidesno notó ninguna corriente ni hubiera sidosensato esperar que hiciera viento atanta distancia de la superficie de latierra. Miró la llama un instante y,

cuando alzó la vista de nuevo hacia ellugar donde estaba sentado Sinan, sintióque el color abandonaba sus mejillaspor completo.

El Viejo de la Montaña habíadesaparecido.

65

MIRIAM se había quedado dormidatras otra noche repulsiva en brazos delrey de Inglaterra. Ricardo parecía habercaído rendido a sus pies y ella habíaperfeccionado sus dotes de actriz a lolargo de las últimas semanas para quecreyera que le correspondía. Todas lasnoches, mientras él dormía con lacabeza apoyada en su pecho, tenía quehacer uso de hasta el último ápice defuerza de voluntad para no romperle elcuello con sus propias manos. Tal vezalgún día lo haría, pero no sin antes

haber ideado un plan perfecto paraescapar de la prisión que era Arsuf.

—Miri…Miriam abrió los ojos para

encontrarse con que ya no estaba a solascon el rey sino que tenía delante a unamujer a los pies de la cama vestida conuna vaporosa túnica de color azul y elrostro cubierto con un velo blanco. Lamisteriosa aparición había extendido elbrazo hacia ella para señalarla con eldedo y la muchacha sintió que unescalofrío le recorría la espalda.

—Miri… —dijo otra vez la mujer.Su voz producía un eco extraño,

como si la estuviera llamando desdemuy lejos. La joven no había oído aquel

diminutivo desde hacía doce años y notóque se le llenaban los ojos de lágrimasporque sólo su madre, Raquel, lallamaba Miri.

Empujada por una fuerza que nocomprendía, se sorprendió a sí mismalevantándose de la cama donde Ricardoseguía dormido. Salió por la puertasiguiendo a la mujer del velo blanco yse sorprendió mucho al ver que loshombres del rey, que por lo generalhacían guardia al otro lado, estabantirados en el suelo durmiendo a piernasuelta.

La aparición la guió por el corredor;todos los guardias que se ibanencontrando a su paso dormían

profundamente, algunos hasta roncandocon gran estruendo, y Miriam estuvotentada de pensar que alguien habíadrogado a la ciudadela entera con unpotente somnífero, pero por supuestoeso era imposible.

La misteriosa dama la llevó hasta unala del castillo en la que nunca le habíanpermitido entrar, bajando por unaslargas escaleras que iban a dar a unapuerta de bronce ante la que yacían dosguardias con armadura. La muchachadejó escapar un grito ahogado al ver queestos no estaban dormidos como todoslos demás sino que les habían cortado elcuello, tal y como atestiguaba el charcode sangre que se había formado delante

de la puerta. La mujer pasó por encimade los cadáveres sin pisarlos, aunque nobajó la vista en ningún momento; luegoempujó la puerta que se abrió haciadentro con un rechinar de las bisagras yllamó a Miriam para que la siguiera alinterior de la estancia. La joven avanzócon cuidado pasando por encima de lossoldados muertos al tiempo que selevantaba la camisola de lino quellevaba puesta para no manchársela desangre.

Dentro vio a un hombre que estabadespierto, arrodillado en el suelo, atadocon cuerdas negras alrededor de lacintura y los brazos y amordazado conun trozo de terciopelo. Una mirada a la

cicatriz de su rostro le bastó para saberquién era: Conrado de Monferrato, elcaballero despreciable que habíatraicionado a Ricardo y luego aSaladino.

Había visto a Conrado en tan sólounas cuantas ocasiones pero cada vezque miraba la cicatriz de su cara sentíauna sensación extraña en la boca delestómago, la misma sensación queestaba experimentando ahora. Tenía elpresentimiento de haberlo visto antes,muchos años atrás, pero por supuestoeso no podía ser. ¿Verdad?

—Sabes quién es, Miri —le dijo lamujer que no le había vuelto a dirigir lapalabra desde que habían salido de los

aposentos de Ricardo, y su voz separecía increíblemente a la de su madre.

—No, yo…Y entonces lo supo. Al contemplar la

horrible cicatriz roja de su mejillaizquierda lo recordó: era el hombre quehabía violado y matado a su madre antesus propios ojos. ¡Y cómo la habíaperseguido luego a ella por la arena deldesierto hasta alcanzarla! En el momentoen que su horrible miembro le habíaperforado brutalmente el himenmezclando la sangre de su madre con lasuya, Miriam había logrado desenvainaruna daga que llevaba su asaltante a lacintura y le había asestado una puñaladaa ciegas con la esperanza de cortarle el

cuello, pero sólo había conseguidotrazar un surco profundo con el filo en sumejilla.

Un surco en la mejilla. Exactamenteigual al de Conrado.

El hombre se había separado,profiriendo blasfemias incomprensiblesen una lengua bárbara que ella nocomprendía. La muchacha había salidocorriendo, con la sangre chorreándolepor las piernas. Ya ni se acordaba decómo había escapado de susperseguidores. Había corrido comoloca, subiendo y bajando por las dunas,tratando de salvar la vida hasta que porfin había visto el pequeño afloramientode rocas bajo el que se había escurrido

por un hueco estrecho: la entrada a unapequeña gruta en la que apenas cabía. Sequedó allí escondida. Él había llegadobuscándola y casi la encontró, pero lasalvó la tormenta de arena que lo habíaobligado a volver con sus compañeros.Cuando por fin salió de su escondite, sedirigió hacia las luces de una hogueraque se divisaban a lo lejos y la guiaronde vuelta hasta el lugar donde lacaravana en la que viajaba había sidoatacada por los francos: al encontrarsela matanza, una tribu nómada debeduinos se había detenido a enterrar asus padres y al resto de las víctimas.Con las piernas cubiertas de arena ysangre seca, había avanzado hacia ellosigual que una muerta viviente con la

esperanza de que pusieran fin a susufrimiento matándola a ella tambiénpara así poder ir a reunirse con Raquel.Pero un beduino bondadoso de barbaenmarañada la subió a su camello y ledio agua del odre que llevaba en lasalforjas para luego acompañarla en ellargo viaje de vuelta a El Cairo.

Y ahora estaba allí, frente a frentecon el hombre que se lo habíaarrebatado todo, que la Habíaatormentado en sueños durante más deuna década pero cuyo nombredesconocía. Hasta ese momento.

Conrado de Monferrato.La mujer del velo se le acercó con

un cuchillo en las manos. Miriam

reconoció la empuñadura conincrustaciones de piedras preciosas y elleón grabado en la hoja: era la dagapersonal del rey Ricardo.

—Ya sabes lo que tienes que hacer.Y Miriam lo hizo. Tomó la daga en

sus manos y se volvió hacia elaterrorizado Conrado: estaba temblandoviolentamente y le corrían las lágrimaspor las mejillas. Miriam sabía que nolloraba por su madre ni por los otroscientos —miles— que había matado.Lloraba por sí mismo, por el final deuna vida de matanzas sin haber llegado acumplir plenamente su misión desembrar la destrucción por el mundo.

No sintió ninguna lástima mientras

se le acercaba empuñando la daga, nitampoco la menor vacilación.

Le apretó el filo contra el cuello yvio brotar la primera gota de sangre encuanto la hoja afilada como una cuchillade barbero entró en contacto con lacarne; sintió algo cálido en los pies y sedio cuenta de que los tenía en medio deun charco de orina: el gran guerrero, elhombre que decía ser el rey de Jerusalénse había meado encima al tener queenfrentarse a la muerte.

Le cortó el cuello.La sangre brotó como un géiser de la

herida y sintió que la salpicaba unlíquido caliente que le tiñó la blancacamisola de rojo en un momento.

Conrado cayó al suelo de bruces sobreel charco de su propia orina.

Miriam se volvió y vio a lamisteriosa aparición con la manotendida hacia ella, sosteniendo algoresplandeciente de color verde entre losdedos: era el colgante de jade, elfavorito de su madre.

—Estoy orgullosa de ti, Miri —ledijo.

Ella dejó caer la daga al suelo ytomó el amuleto en sus manos. ¡Cómo lehabía gustado siempre aquel colgante!

Su sonrisa complacida sedesvaneció al alzar la vista de nuevoporque la mujer había desparecido y envez de ella tenía delante a un

enmascarado vestido con ropajes yturbante negros: sus amarillos ojos degato eran muy brillantes y se estabariendo con una risa terrible, como elruido de placas de metal que sedesgarran.

Miriam chilló…… y se despertó. Estaba de vuelta en

la cama de Ricardo, el rey yacía a sulado tendido boca abajo, profundamentedormido mientras despuntaban en elcielo las primeras luces del alba através de los ventanales en arco deldormitorio.

Tratando de calmar los latidosfuriosos de su corazón, la joven salió dela cama para ir a buscar un poco de agua

y entonces se quedó paralizada: ya notenía puesta la camisola blanca sino unatúnica azul y su piel estaba húmeda,como si acabaran de bañarla y secarle elcuerpo con una toalla.

Y entonces reparó en que llevabaalgo alrededor del cuello: con manotemblorosa, Miriam alzó el colgantehacia sus ojos y vio el amuletooctogonal de jade verde con el nombrede Dios escrito en hebreo.

Quería gritar desde ese instantehasta el día del fin del mundo y más aún,pero de su boca no salió ningún sonido.Sintió que perdía el equilibrio y a duraspenas había tenido tiempo a caer devuelta en la cama cuando la oscuridad la

envolvió.La última imagen que vio antes de

que su mente se deslizara hacia lassombras de la inconsciencia fue elabrasador fuego amarillo de los ojos deuna serpiente.

66

MIRIAM se moría de miedo mientrasesperaba sentada en el estudio deRicardo. Durante todo el tiempo quellevaba allí, había estado evitando miraral rostro de tez pálida de la hermana deeste, Juana, pero notaba que los ojos dela mujer la atravesaban desde el otrolado de la sala de suelo de mármol. Lanoticia del asesinato de Conrado habíacorrido como la pólvora por toda laciudadela y se mascaba en el ambienteuna tensión casi insoportable. El rey sehabía pasado casi toda la mañana en

compañía de los lugartenientes deConrado, con los que se había reunidoen aquella misión abocada al fracaso derestablecer la alianza de los cruzados.La mayoría de los leales al difuntomarqués de Monferrato estabanestacionados en Acre, pero seguramenteya les habrían enviado noticias porpaloma mensajera informándolos delasesinato de su líder mientras este seencontraba bajo el techo de Ricardo.Miriam sabía que sólo era cuestión detiempo que la indignación y la ira sedesbordaran en un motín.

La joven todavía no podía creer loque había pasado ni su aparenteparticipación en el asesinato. No

obstante, el extraño amuleto que parecíaexactamente igual al de su madre seguíacolgado de su cuello. Era imposiblepero, aun siéndolo, ahí estaba. Se llevóla mano al colgante para acariciar lascuentas otra vez, casi con la esperanzade que hubieran vuelto al mundo de suimaginación, ese extraño reino donde sehabía visto a sí misma asesinando aConrado de Monferrato a sangre fría.

Siempre se había enorgullecido desu capacidad para pensar con frialdad,no daba gran crédito a la llamadaintuición femenina como una base sólidaa través de la cual percibir las sutilezasde la realidad de este mundo; la lógicaaristotélica en cambio, el arte de la

deducción y el análisis, habían sido susherramientas para examinar losmisterios de la vida. Y, sin embargo, eseenfoque le estaba fallandoestrepitosamente ahora. Lo que habíavisto mientras estaba en aquel estado deduermevela, lo que había hecho… Nadade eso podía explicarse por mediosracionales. No obstante había ocurrido,todo ello. La posibilidad de que sutestaruda visión del mundo como unlugar en el que reinaba el orden —sinmagia ni misticismo— fuera hasta ciertopunto falsa, la turbaba más que el hechode haber sido capaz de matar a unhombre con tanta facilidad.

Ni que decir que, si efectivamente

Conrado era el guerrero que habíaatacado brutalmente a su madre aqueldía aciago en el Sinaí, se considerabatotalmente inocente de cualquier crimen.Claro que dudaba que los francos fuerana ser tan misericordiosos si llegaban aenterarse de lo que había ocurrido enrealidad.

Se obligó a apartar de su mentetodos aquellos pensamientos cuando seabrió la puerta de pronto y Ricardoentró como una tromba seguido de suconsejero Reynier: nunca lo había vistotan enfadado, ni siquiera con lainesperada destrucción de Ascalón.Miriam sintió que la recorría unescalofrío de pies a cabeza al darse

cuenta de que tenía el mismo aspectoque Saladino cuando la habíasorprendido en la cama con Zahir.

—Debemos prepararnos, sire —lesuplico Reynier al joven monarca—.Los generales de Conrado no tardarán enreunir a sus tropas para lanzar un ataque,dicen que vos ordenasteis el asesinatode su señor.

El soberano se volvió bruscamentehacia su ayudante y este retrocedió unpaso.

—¡Eso es ridículo!Reynier dudó y luego por fin habló

sin mirar a los ojos rebosantes de locurade su señor:

—Se encontró una daga con la

insignia real al lado del cadáver,majestad.

Miriam sintió que se le paraba elcorazón y cuando alzó la vista seencontró con los ojos de Ricardo que laescrutaban.

—¡Todo esto es obra de Saladino!—bramó entre dientes—, dice ser unhombre de honor pero trama asesinatospara dividirnos.

—El no es así… —intervino lamuchacha, saliendo en defensa del sultánmovida por una lealtad instintiva antesde darse cuenta de lo que estabahaciendo y, para cuando reparó en ello,por supuesto ya era demasiado tarde.

—¡Silencio!

De repente el rey se habíaabalanzado sobre ella y sus manos leestaban atenazando la garganta con laferocidad de un animal. Hizo intentosdesesperados por moverse, por respirar,pero los dedos de Ricardo ibanestrechando el cerco en torno a sugarganta como el horrible torno de untorturador.

—Has sido tú, ¿no es cierto? —rugió—. Me adormeciste con tus besosy, durante todo ese tiempo, estabasconspirando contra mí… —Miriamquería gritar pero no salió ningún sonidode sus labios, y unas diminutas lucesazules empezaron a resplandecer antesus ojos en señal de que el cerebro

necesitaba desesperadamente oxígeno—… tú robaste la daga real y se la diste alos hombres de Saladino. ¡Confiésalo!

—¡Poco va a poder confesar cuandoesté muerta, hermano! —exclamó Juanacon voz acerada como un cuchillocortando el aire.

Ricardo relajó las manos y suvíctima cayó al suelo de rodillas altiempo que tomaba aire condesesperación tratando de que estevolviera a llenar sus pulmones.

—En el nombre de Dios… —fuecuanto tuvo tiempo a decir antes de queel enfurecido monarca le diera unabrutal patada en el estómagohundiéndole una bota de grueso cuero en

las entrañas.La joven sintió que perdía el

conocimiento aunque se resistió contodas sus fuerzas en un intento demantener los ojos abiertos a pesar delterrible dolor que le recorría todo elcuerpo.

—¡No blasfemes! —retumbóatronadora la voz de Ricardo por toda laestancia—. Tu pueblo traicionó a Diosenviándolo a Su muerte y tú tienes elatrevimiento de…

Alzó el pie de nuevo disponiéndosea darle otra patada y Miriam supo queno lograría mantener la conscienciadespués de un segundo golpe. Derepente Juana intervino y le puso la

mano en el brazo al rey para detenerlo.—Hermano, cálmate por favor.Pero, en vez de lograr contener la

furia del soberano, sus palabras sóloconsiguieron acrecentar aún más laenajenación que sufría:

—Dime, Juana, ¿tú tambiénparticipaste en la trama?

Incluso en medio del terrible dolor,Miriam se dio cuenta de que la ira, oincluso algo mucho peor, se habíaapoderado de él.

—¿Te has vuelto loco? —le chillóJuana a su hermano poniendo palabras alos pensamientos de Miriam.

Ricardo la agarró brutalmente porlos hombros, la princesa lanzó una

desesperada mirada suplicante alestupefacto templario Reynier pero seveía a las claras que el joven caballerono tenía la menor idea de qué hacer, conlo que al final optó por apartar la miradade toda aquella escena.

—No dejaba de preguntarme por quéestabas tan deseosa de compartir lacama con un infiel —bramó el furibundorey con los ojos rebosantes de un fuegoazulado—, pero quizás es que ya llevastodo este tiempo en sus brazos…

Juana lo abofeteó, pero con eso nologró despertarlo de aquel trancemortífero en que había caído sino que elgolpe lo hizo adentrarse todavía más enlas tinieblas. Él le devolvió la bofetada

a su hermana haciéndola saltar por losaires para ir a caer por fin violentamenteen el suelo.

Miriam contempló con los ojosnublados por las lágrimas cómo elCorazón de León se cernía sobre latemblorosa joven a la que se le estabaempezando a hinchar la mejilla altiempo que un fino hilo de sangre lebrotaba de entre los labios. En otrascircunstancias, la bella prisionera habríaexperimentado un oscuro placer al ver aaquella zorra altiva siendo humilladapor el hombre despiadado que con tantaadoración llamaba hermano, pero ahora,mientras unas oleadas de fuegoabrasador le recorrían el cuerpo como

resultado del brutal ataque de Ricardo,lo único que sentía era compasión por laaterrada princesa.

El rey obligó a su hermana alevantarse agarrándola de un brazo sinmiramientos.

—Ricardo, por favor…—Confiaba en que guardarías el

secreto de las últimas palabras denuestro padre —continuó él de formaimplacable—. ¿Se lo contaste todo aJuan? ¿Es esa la razón por la que hatenido la osadía de desafiarme?

Juana estaba llorando demasiadocomo para poder contestar. Ricardo laempujó a un lado y se volvió hacia unReynier petrificado.

—Envía un mensaje a todos losgenerales francos, incluidos los deConrado destacados en Acre. O estánconmigo o están contra mí. Aquienquiera que se declare en rebeldíalo mataré con mis propias manos. Encuanto nos hayamos librado de todos lostraidores no esperaremos ni un minutomás.

Y entonces se volvió hacia Miriam,que seguía tendida en el sueloapretándose el estómago con las manos.

—Recuerda mis palabras, judía —dijo con una frialdad que era mucho másespeluznante que el fuego de su ira—:Jerusalén será nuestro. Dejaré que vivaslo suficiente para ver cómo arde tu

ciudad y luego yo mismo te lanzaré a lasllamas.

67

MAIMÓNIDES estaba sentado ensilencio a la mesa del consejo mientraslos generales debatían acaloradamenteel rápido deterioro de la situaciónmilitar en Palestina. Pese a que ocupabasu habitual asiento de honor a laizquierda del primer ministro, el cadí AlFadil, se sentía completamente fuera delugar. Ya ni el sultán hacía el menoresfuerzo por incluirlo en lasconversaciones; de hecho, Saladinoactuaba como si el rabino no estuvierasentado en torno a la mesa.

El soberano había estado evitando asu amigo desde que llegó a Jerusalén lanoticia de la muerte de Conrado. Nohabían cruzado una sola palabra durantelos días tumultuosos que siguieron y,cuando el anciano doctor había intentadovisitar a Saladino en su estudio parahablar de lo que claramente se estabaconvirtiendo en una gran fractura entreellos, los gemelos egipcios le habíanimpedido el paso como siempre y estavez el sultán ya no se había apresuradoen acudir en su ayuda.

Tal vez era de esperar. Saladino noera ningún idiota y no habría tardado endeducir que el rabino debía haber tenidoalgo que ver con la trama de asesinato

que había provocado el caos entre lastropas del enemigo. Durante un tiempo,las predicciones de Maimónides secumplieron: las tropas de Ricardo sehabían visto obligadas a dejar a un ladosus planes de conquista paraconcentrarse en sofocarla rebelión delos hombres de Conrado y en la corte serespiraba un aire de celebraciónmientras seguían llegando noticias de lasluchas intestinas de los francos, pero elambiente se había tornado mucho mássombrío cuando se supo de la rápidavictoria del rey cristiano frente a losrebeldes. El Corazón de León habíaaplastado a los más violentospartidarios de Conrado en Acre y luegodeclaró una amnistía general para el

resto de los amotinados a los que logróconvencer de que habían sido víctimasde un vil engaño de los sarracenos, deque el verdadero asesino no era otro queel taimado Saladino y la única manerade vengar la muerte de Monferrato erahaciendo que el líder de los infielesrecibiera su justo merecido.

Tras asegurarse el control de lashasta entonces divididas tropascristianas, Ricardo había vuelto a ponersu atención en Jerusalén con impulsorenovado. Como estaba convencido deque Saladino había ordenado la muertede Conrado para arruinarle la reputaciónentre sus hombres, el Corazón de Leónconsideraba ahora la guerra contra los

musulmanes como una venganzapersonal y el petulante muchachoparecía haber abandonado todas suscautelosas estrategias para lanzarse auna ataque frontal contra la CiudadSanta con el objetivo de limpiar suhonor mancillado. Maimónides, en susesfuerzos por destruir la alianzacruzada, la había acabado reforzando sinquererlo y exponiendo Jerusalén a sufuria desbocada.

En definitiva, las cosas no habíansalido en absoluto como él pretendía.

Desde su ominoso encuentro con ellíder de los Asesinos, el rabino habíasufrido el tormento de unas pesadillasterribles que lo martirizaban con hasta

los detalles más nimios del asesinato deConrado; era un sueño pavorosamentereal, como si hubiera presenciado losacontecimientos con sus propios ojos: elmarqués de Monferrato siempreaparecía de rodillas en el suelo mientrasque una figura oscura cuyo rostroMaimónides no veía nunca bien lecortaba el cuello; luego la víctima caíade bruces en un charco de su propiaorina y el amarillo pronto se teñía de unrojo repugnante al ir mezclándose con lasangre.

Todas las noches se despertabaluchando por recobrar el aliento, con losojos recorriendo la habitaciónapresuradamente, como si algo terrible

se escondiera entre las sombras de sudormitorio, esperando para llevárseloen un oscuro viaje que constituía unepisodio no pactado del trato con elViejo de la Montaña.

Se había dicho a sí mismo una y milveces que lo que había hecho era un gransacrificio por su pueblo, no sólo un actode venganza personal en nombre de suamada hermana y la hija de esta. Losfrancos ya habían masacrado a losjudíos sin dejar con vida a ningúnhombre, mujer o niño la última vez quehabían cruzado las puertas de Jerusalén,y si conquistaban Palestina volverían ahacerlo. Pese a las terribles pesadillas,en realidad no había estado presente

durante la muerte de Conrado y cuandole llegó la noticia no lo sintió lo másmínimo; pero todas las noches, justoantes de despertarse con sus propiosgritos, se le aparecía tendido en mediode un charco de sangre y, mientraspermanecía allí tendido, empapado ensus propios fluidos corporales, lo veíatransformarse ante sus ojos, dejaba deser el hombre amargado y colérico queMaimónides había conocido y seconvertía de nuevo en el niño preciosoque tal vez había sido en otro tiempo: unniño con el corazón lleno de esperanza yjúbilo, un niño muerto en medio de uncharco de sangre que ya no volvería ajugar nunca más.

Maimónides se obligó a apartar laimagen de su mente y concentrase en loque estaba diciendo Al Adil quien, convoz atronadora, como de costumbre,trataba de acallar todo desacuerdo:

—El fin está ya muy cerca, oíd loque os digo —aseveró al tiempo que supuño golpeaba la mesa de madera negracon fuerza por enésima vez—: elCorazón de León no quiere jugar más algato y el ratón y se prepara para unaofensiva final, con lo cual no nos quedamás elección que prepararnos nosotrostambién. Saldremos victoriosos o losfrancos limpiarán las calles de la ciudadcon nuestra sangre.

Se produjo un intercambio de

miradas atónitas entre los presentes entorno a la mesa: aquel breve discursoera lo más cerca de la elocuencia a loque jamás había llegado el fornido brutode cabellos rojizos en toda su vida.

El rabino vio que el soberanoesbozaba una ligera sonrisa por primeravez en todo el día, una expresión que enlos últimos tiempos había estadoechando en falta en el rostro deSaladino, que tan rápidamente habíaenvejecido en el transcurso del últimoaño: los cabellos en otro tiempo de unnegro azabache estaban ahora surcadosde canas y unas arrugas producto de lapreocupación constante rodeaban susojos y las comisuras de los labios. A

Maimónides le preocupaba cada vezmás el efecto que pudiera estar teniendola guerra en la salud de un hombre queen su día había dado la impresión de seratemporal e invencible pero, desde quese conoció la noticia de la muerte deConrado y pese a ser su médicopersonal, no había podido examinarlodebido al abismo creciente que ahoralos separaba.

Incluso en ese preciso instante,cuando el sultán paseaba la mirada entresus consejeros al tiempo que añadía supropia opinión a la que acababa deexpresar su hermano con tan acaloradadiatriba, Saladino había tenido sumocuidado de evitar que su mirada se

cruzara con la del judío. Tal vez estejamás recuperaría su confianza y, si eseera el caso, entonces habría perdidoalgo mucho más valioso que su posiciónen la corte. El anciano rabino sabía queincluso si conseguía salvar el mundo consus acciones en última instancia, seríapagándolo con la más rara y valiosa delas posesiones: un amigo.

—… según nos informan los espíasdesplegados por el área, las tropas delos francos están abandonando lasciudadelas de Acre y Cesarea en masa—explicaba ahora el sultán mientrasseñalaba en un mapa de Palestina quehabía extendido sobre la mesa—. Ajuzgar por los movimientos de sus

tropas, se diría que están planeandoreunirías en algún punto intermedio de lacosta antes de emprender la marchahacia Jerusalén. —Todas las miradassiguieron el movimiento del dedo deSaladino cuando señaló el punto querepresentaba una pequeña localidad enel mapa, al sur de Arsuf y al noroeste dela ciudad de Ramla y tan sólo a un díade camino al oeste de Jerusalén—. Jaffa—anunció con la certidumbre que danlos años de planificar y librar batallas—. Jaffa es desde donde lanzarán elataque.

Alrededor de la mesa se hizo unsilencio crispado durante un instantemientras todos asimilaban la situación:

por fin tenían la guerra a las puertas.—Hay que reforzar las defensas

alrededor de Jerusalén —sugirióKeukburi con su ya de por sí triste rostromás apesadumbrado que nunca.

—No —replicó el monarcaprovocando la sorpresa general, yentonces se puso de pie ante sushombres, con la cabeza bien alta, laespalda recta y los hombros hacia atrás:no era alto pero en esos momentos dabala impresión de ser un gigante—. Nopermitiré otro derramamiento de sangreen la Ciudad Santa —declaró confirmeza—. Si vamos a enfrentarnos a losejércitos de Ricardo, lo haremos en lallanura de Jaffa y no escondidos como

mujeres temerosas tras los muros denuestras casas.

—Contamos con abundantesprovisiones en los depósitos de laciudad, sayidi —replicó el gran visir—,deberíamos poder resistir un asedio sipermanecemos dentro de las murallas…

Saladino se volvió hacia su primerministro con el rostro teñido deindignación.

—No eres soldado, cadi, así que teperdonaré tu cobardía —lo atajó con untono letal que pocos le habían oídoantes.

Al Fadil se apresuró a hacer unareverencia con la cabeza mientras sedeshacía en aterrorizadas disculpas.

—Si alguno de vosotros haestudiado la trágica historia deJerusalén, entonces sabrá que un espírituterrible se oculta dentro de sus sagradaspiedras, un espectro insaciable queclama pidiendo caos y destrucción. Estefantasma anima a los incautos arefugiarse tras sus muros supuestamenteimpenetrables y sus infranqueablespuertas, y luego los traiciona en cuantoasoma por el horizonte el ejércitoinvasor.

Maimónides se acordó de todas lashistorias que había oído sobre el primerataque de los cruzados contra Jerusalény sabía que su señor decía la verdad.¡Qué debieron sentir aquellos hombres,

mujeres y niños que se habían creído asalvo tras los muros de la ciudad deDios cuando las puertas de hierro que sesuponían inviolables cedieron y el santorefugio se convirtió en una trampainfernal…

—Amigos míos, si perdemos estaguerra, moriremos como nuestrosantepasados, en campo abierto y bajo uncielo raso, no buscando refugio comocobardes dentro de cabañas de piedraconstruidas a la sombra de muros decemento. Si morimos, que sea bajo elabrasador sol de Jaffa y no a la sombrade las altas torres de Jerusalén.

Ahora que las intenciones deSaladino había quedado bien claras, los

generales inclinaron la cabeza y selevantaron de sus asientos: había muchoque hacer si el grueso de las tropasmusulmanas iban a emprender la marchapara lanzarse contra los escudos de losejércitos cruzados congregados en Jaffa.

Maimónides lanzó una última miradade soslayo en dirección al sultán, quecontinuaba ignorándolo, y luego salió dela cámara de paredes de roca calizalentamente. El rabino sentía una presióninsoportable en el pecho que no se debíani a la edad ni a ninguna dolencia, y sedijo que el corazón era ciertamente unórgano peculiar: no experimentaba dolormientras se tramaba la muerte de unhombre y en cambio lloraba

desconsoladamente la pérdida de losmomentos de conversación con otro.

68

EL sultán Sala al Din ben Ayub,conocido por los francos comoSaladino, el conquistador de Egipto ySiria, el liberador de Jerusalén, se quitólos zapatos de madera de punta curvadaal poner pie en el sagrado suelo deHaram al Sharif. La inmensa explanadade piedra caliza que se extendía sobreuna superficie de más de cientoveinticinco tahúllas había sido en otrotiempo el lugar donde se alzaba eltemplo de Salomón y ahora albergabalas dos mezquitas más sagradas fuera

del territorio de Arabia. A su derecha seencontraba la mezquita de cúpulaplateada de Al Aqsa, donde el califaUmar había ido a orar nada más entraren Jerusalén hacía quinientos años. Losblasfemos cruzados habían utilizado eledificio como establo para sus caballosdurante los terribles años en los quehabían controlado la Ciudad Santa,llenando el santuario de porquería yexcrementos de las caballerías, peroincluso aquellos salvajes ignoranteshabían sido incapaces de profanar elbello edificio bajo cuya imponentesombra se encontraba ahora Saladino: lamajestuosa cúpula de la mezquita deQubbat as Sajra, la Cúpula de la Roca,reflejaba y proyectaba la luz de la media

luna como si un fuego resplandecienteardiera en su interior.

Construida por el califa omeya Abdal Malik setenta y dos años después dela fatídica emigración del Profeta de LaMeca a Medina, y costeada con todoslos impuestos recaudados en Egiptodurante siete años, la Cúpula era sinlugar a dudas la obra de arquitecturamás espléndida del mundo entero: todoel interior del magnífico edificio deplanta octogonal estaba cubierto conazulejos turquesas y verdes sobre losque se habían grabado versículos delSanto Corán; los muros exterioresestaban revestidos de fino mármol ycoronados por arcos con grabados en

oro de figuras geométricas quesemejaban flores y estrellas; la brillantecúpula que coronaba la cubierta sealzaba cincuenta codos por encima delsuelo, su diámetro era de más de treintacodos y bajo su sombra se encontrabaoculta la Sajra, la sagrada losa depiedra caliza que representaba lacumbre del Monte Moria y el epicentrode las apasionadas esperanzasespirituales no sólo de los musulmanessino de judíos y cristianos también.

La Cúpula de la Roca se habíaconvertido en el símbolo definitivo deJerusalén para todo el mundo y laexplanada sagrada siempre estabaatestada de fieles y peregrinos venidos

de los cuatro puntos del planeta a rezaren su venerado recinto. Pero no estanoche. La extensión jalonada de olivosse encontraba hoy desierta, al igual quela mayor parte de la ciudad a sus pies:con los cruzados marchando hacia eleste, Jerusalén había sido abandonada alos fantasmas.

Saladino estaba solo esa noche, peroya se había acostumbrado a la soledad.Llevaba solo la mayor parte de loscincuenta años que había caminado yasobre la faz de la Tierra, claro que no enel sentido en el que la mayoría entendíanla soledad, por supuesto que no; en esostérminos, apenas había tenido unmomento para sí durante décadas, pues

su vida estaba repleta de unainterminable procesión de soldados,cortesanos, consejeros, espías, amigos yenemigos; había veces en que hastaresultaba poco menos que imposibleverle el rostro entre las masas que seagolpaban en torno a él solicitando suatención todos los días del año y a cadamomento del día.

Pero el sultán sabía que todas esasconversaciones no eran más que unpálido reflejo de la verdaderacompañía, un revuelo de comunicaciónsuperficial motivado por la realidad delo que suponía detentar el poder y queno garantizaba un encuentro ni de mentesni de corazones. En ese sentido, en lo

que a los rincones silenciosos de sualma respectaba, estaba verdaderamentesolo desde hacía más tiempo del quepodía recordar.

Había experimentado momentos defugaz conexión aquí y allá, sensacionespasajeras de comprensión mutua entre ély sus súbditos, pero Saladino rara vezabría su corazón a otra persona duranteun periodo de tiempo significativo, portemor a que se descubriera la verdad: elgran sultán invencible era humano, consus miedos y debilidades comocualquier otro.

Había habido unos cuantos en sucírculo más cercano con los que sí habíaexperimentado una cierta proximidad

pero, cada vez que bajaba la guardia,surgía una fuerza terrible que sedeleitaba en su soledad torturada y selos arrebata. Era lo que había ocurridocon su amada esposa Yasmin, por la quesu corazón se consumía cuando no eramás que un muchacho: Saladino se habíaimaginado que, cuando por fin acabaranlas batallas y la victoria estuvieraasentada, apoyaría la cabeza sobre sushombros de tersa piel clara paraconfesarle todos los miedos y dudas quehabía tenido que ocultar al mundo. Perolas batallas no terminaban nunca y lavictoria seguía siendo un meroespejismo y los años de conquistasmilitares lo había mantenido alejado deella hasta que sus corazones habían

acabado separados por un abismoinsalvable.

Saladino se había resignado aquedarse solo para siempre, y luego elDestino le había gastado una bromaterrible al poner ante sus ojos unresplandeciente zafiro, uno que las leyesde Dios y los hombres le prohibíantocar. Miriam había entrado en su vidacomo una tormenta que surgeinesperadamente en alta mar y sus bellosojos verdes y resplandeciente sonrisahabían derribado todas las barreras conque él protegía su alma. En sus brazos,se había sentido vivo otra vez despuésde muchos años, y mientras estabanjuntos podía olvidarse de que era la

Espada de Alá en esta Tierra, el paladínde la Uma musulmana, y convertirse denuevo en lo que en secreto siemprehabía querido ser: simplemente unhombre libre de la pesada carga delDestino aplastando su almaconstantemente.

Y por su adulterio con la judía,todos había pagado un alto precio:Miriam era ahora una esclava prisioneraen el campamento de los infieles, tal vezpara siempre, y a Yasmin no habíatenido más remedio que sacrificarlaantes de que sus mortíferasmaquinaciones desataran una oleada demuerte y escándalo que habría hechotrizas la corte justo en el momento en

que el enemigo ya estaba a las puertas.En su desesperado intento por llenar elvacío de su corazón, había conseguidodestruir a las dos únicas mujeres quehabían logrado llegar hasta el mismo.

Saladino se obligó a apartar esepensamiento de su mente antes de quelas compuertas cedieran y se desatara lariada de arrepentimiento y dolor que sehabía ido acumulando a lo largo dedécadas de guerra y traiciones. El sultánsabía que, si daba rienda suelta a esasemociones, una pena que estaba más alláde la locura lo consumiría y las vidas decientos de miles de inocentes dePalestina serían sacrificadas en el altarde su autocompasión. Si iba a marcar el

rumbo de la nación al enfrentarse aaquella gran tormenta final, tenía quemantener la mente despierta y en estadode alerta permanente, y el corazónimperturbable y duro como el acero deDamasco.

Por eso estaba allí esa noche, de pieante la Cúpula de la Roca donde el cieloy la tierra se unen hasta la eternidad,para rogar a su Dios invisible que loguiara en medio de las impenetrablesbrumas de la historia que lo envolvían; ypara pedirle perdón por haberarrastrado a la Ciudad Santa, una vezmás, al borde de la catástrofe.

Subió los vetustos escalones depiedra que conducían hasta la Cúpula y

cruzó los cuatro arcos de la Puerta delas Abluciones hacia el interior. Luegoreposó la mano brevemente sobre elviejo picaporte de bronce quesobresalía sobre la puerta occidental yentró en el templo muy despacio.

El interior del santuarioresplandecía a la luz de miles decandiles encendidos por todo elperímetro de las paredes. Los que nuncahabían visto más que un atisbo de sucúpula desde fuera, quedabanboquiabiertos al penetrar en su interior ydescubrir que la etérea belleza externade esta no era más que un pálido reflejode la fastuosa arquitectura que guardabadentro. En cada una de las ocho paredes

había unas hermosísimas vidrieras decristal de un tamaño que equivalía aldoble de la altura de un hombre, el suelolo cubrían las más bellas alfombras entonos rojos y verdes importadas delugares tan lejanos como Irán ySamarkanda, y el techo estaba decoradocon teselas doradas y piedras preciosasque formaban intrincados dibujos decírculos superpuestos que parecíanascender hacia el infinito formando unaespiral.

En el centro del fastuosomonumento, justo debajo de la cúpulapropiamente dicha y rodeada por unapantalla de madera tallada de cedro, seencontraba la Sajra. La Roca de

Abraham. Saladino se acercó a lainmensa piedra con forma de herradura—recta como una flecha en un extremo ycurvada como una media luna en el otro— y se maravilló ante la absolutaimprobabilidad de que aquella rocaagrietada hubiera de desempeñar unpapel tan fundamental en la historia dela Creación: para los judíos, sobre ellase asentaban los cimientos delsanctasanctórum, el sagrado recintodonde había estado ubicada el Arca dela Alianza durante siglos; para loscristianos, era el último vestigio deltemplo de Herodes, donde Cristo habíadesafiado a los sumos sacerdotes ávidosde poder y a los codiciosos mercaderes;y, para los musulmanes, era todo eso y

más, pues desde allí el Profeta Mahomahabía ascendido a los cielos en sulegendario Viaje Nocturno, una travesíamística que había culminado con elMensajero arrodillado ante el Trono deDios. Se decía que el mundo giraba entorno a la Sajra y que el ángel Israfil seposaría un día sobre esa misma losa depiedra caliza y haría sonar la trompetaque marcaría el comienzo de laResurrección de la Humanidad y elJuicio Final.

Saladino solía respetar el protocoloconforme al cual los fieles manteníanuna respetuosa distancia de la Roca ensí, pero esa noche abrió los paneles demadera y se inclinó hasta tocar la fría

piedra gris, como para comprobar queefectivamente no era más que eso, unapiedra como otra cualquiera, pero unaque había sido elegida por Dios para unpropósito superior. Se le pasó por lacabeza la idea de que en realidad él noera tan distinto de la Roca: un hombrecomo otro cualquiera destinado apermanecer siempre apartado de suscongéneres y en el centro mismo de laHistoria conforme esta se escribía.

—¡No dejan de maravillarme, ohSajra, los intrincados anales de laHistoria! —Exclamó el sultán en vozalta dirigiéndose a la sagrada losa y a supropio corazón—. Has permanecidoaquí siempre, desde los días de Adán,

has sido testigo del Diluvio y el ascensoy caída de los imperios, nuestro padreAbraham estuvo a punto de sacrificar asu hijo sobre tu fría superficie. David,Salomón, Jesús, todos han estado de pieen el preciso lugar donde me encuentroyo ahora, y tu Santo Profeta Mahomaascendió a los cielos cuando sus pies tetocaron. Pero, en todo ese tiempo, nuncahas hablado a ningún hombre. ¡Quésecretos debes albergar! ¿Conversaráspor fin esta noche con un soldadoexhausto?

Pese a las súplicas la Sajra no eligióese momento para romper su silencioeterno, pero Saladino continuó,escudriñando las profundidades de su

propia alma mientras contemplaba lassombras entre las grietas de la Roca.

—Mucho me temo, oh Sajra —continuó disponiéndose a pronunciarunas palabras que nunca antes habíansalido de sus labios—, que nunca hesentido tanto terror como esta noche. Hededicado mi vida entera a luchar contralos francos, no recuerdo haber deseadonunca nada más, pero todas las cosas,por lo menos todas las que no estánconstruidas en piedra, llegarán algún díaa su fin. Y, así también, mi luchatermina.

Saladino alzó la vista hacia lacúpula que se cernía sobre su cabeza acincuenta codos de altura, siguiendo con

los ojos el majestuoso círculo decaligrafía recubierta con pan de oro queascendía en espiral hacia el centro de lagran bóveda. Pocos lograban mirardirectamente en el interior de esta sincaer de rodillas abrumados por sugrandeza, sintiéndose como un ciego queal instante de recobrar la vista la dirigehacia el sol cegador. Aquel era elsecreto de la Qubbat as Sajra, que sumayor belleza se ocultaba en su interior.Igual que ocurre con el espíritu humano.

—¿Sabes? No tengo miedo a morirni a que los francos me derroten —confesó a la Presencia Eterna que sentíaque empapaba la sala mientrascontemplaba la hipnótica espiral dorada

—, siempre he estado preparado para laeventualidad de que eso ocurriera. No,Sagrada Roca, sólo temo a una cosa. —Saladino bajó la vista y cayó de rodillasen el momento en que reconocía en vozalta una verdad a la que nunca se habíaenfrentado verdaderamente hasta esemomento—: Cuando esta batallatermine, tanto si la gano como si lapierdo, ya no tendré ningún motivo paraseguir viviendo —admitió tratando desobreponerse al terrible escalofrío quele recorría la espalda mientras dejabaaflorar a la superficie al demoniointerior que más temía—. Todo lo quehay más allá de esta batalla final estáenvuelto en sombras —añadió conlágrimas incontrolables rodándole por

las mejillas y voz quebrada por terriblessollozos que parecían llevar atrapadosen su pecho toda una vida—. Y, esaoscuridad tenebrosa, oh Sajra, es lo quemás me aterroriza.

Saladino, el hombre más poderosodel mundo, permaneció allí arrodillado,buscando el consuelo de la DivinaFuerza que estaba convencido de que loacompañaba allí esa noche. Unaapacible calma envolvió el santuario, unsilencio más intenso y más profundo quecualquier momento de oración ointrospección que hubieraexperimentado jamás. Sintió en lospárpados la pesada carga de un sueño alque había eludido durante las dos

últimas noches.En aquel silencio que todo lo cubría,

mientras un manto de sopor lo arropaba,se abrió por fin el pozo de las memoriasy vio las imágenes de su vida desfilandoante sus ojos del mismo modo que dicenque les ocurre a los hombres cuandoestán a punto de morir, y después lavisión se intensificó hasta consumirlo…

* * * Saladino, todavía un chiquillo libre

de toda preocupación, corría por lascalles cubiertas de barro de Tikrit y oyó

que lo llamaba su hermosa madre convoz cariñosa: era la hora de la cena y lehabía hecho su guiso de corderofavorito. Allí la vida era simple, nohabía guerra ni odio, sólo los juegosentusiasmados de los niños que noconocían el significado de la muerte niel sufrimiento ni el terrible peso delDestino…

Era ya un adolescente y cabalgaba alomos de un caballo, sosteniendo contorpeza en la mano derecha una lanzamientras su imponente padre, Ayub, loregañaba por su poca habilidad: ¿cómoesperaba Saladino llegar a ser unsoldado jamás si ni siquiera era capazde sostener la lanza en alto como es

debido? El avergonzado joven bajó lacabeza. Él lo único que quería era quesu padre lo aceptara y lo quisiera comoel chiquillo que era, pero sabía quenunca conseguiría ganarse ese amorhasta que no se deshiciera de todos susfallos y debilidades, así que en esemomento se marcó el objetivo de llegara ser el mayor guerrero de todos lostiempos, de llegar a ser perfecto…

Estaba de pie frente al cadáverensangrentado del primer hombre quemató en el campo de batalla, luchandodesesperadamente contra el terribledeseo de vomitar y con la miradaclavada en su propia espada hundida enel pecho de su víctima. El muchacho

muerto era un rebelde sirio de tezmorena, no mucho mayor que él, y loestaba mirando con el estupor y lasorpresa congelados para siempre en susfacciones. Notó que su padre le posabauna mano en el hombro: tenía los ojosresplandecientes de orgullo alcontemplar el primer enemigo al que suhijo había dado muerte. Saladinollevaba toda la vida esperando para veresa mirada reflejada en el rostro deAyub pero, en vez de alegría por suéxito, tan sólo sintió los primeros brotesde una terrible desesperanza mientrasobservaba la cara manchada de barro deaquel muchacho al que había dadomuerte con sus propias manos…

Y entonces estaba en un lugarelevado desde el que divisaba a sus pieslos cuerpos de los muchos miles quehabía enviado a la muerte, los restos desus soldados y los soldados enemigosapilados a su alrededor formaban un marde destrucción y aquellos ojos sin vidale clavaban una mirada acusadora:«¡Contempla, oh gran sultán, el coste detu legado! Se recordará tu nombre hastala eternidad y en cambio ¿quién seacordará de nuestro sacrificio?».Saladino quería gritar pero ningúnsonido logró escapar de su garganta.Había cruzado el valle de su vida ysabía que esta acababa allí, empapadoen la sangre de los que habían dado la

suya para que él pudiera cumplir sudestino terrible…

Y después la oscuridad cubrióaquella escena espeluznante y seencontró solo al final del viaje.

Aunque no estaba solo y no era elfinal.

Se le apareció una mujer con elcuerpo rodeado por un haloresplandeciente de luz plateada: eraMiriam, envuelta en una vaporosa túnicaazul que lanzaba destellos cegadores;llevaba la cabeza cubierta con un velode chiffon y sus negros cabellos relucíancomo la seda mientras que en sus ojosardía un fuego color esmeralda.

—Todos somos esclavos de la

historia, Miriam —se oyó decir—, es unrío que ningún hombre puededomesticar, ni podemos nadar contra supoderosa corriente; de hecho, nosahogamos todos en el torrente de susaguas.

Ella se rió y Saladino sintió que todala escarcha que se había ido acumulandosobre su corazón a lo largo de décadasse derretía en un instante.

—Cuando sientas que te ahogas,amor mío, debes saber que estaré allípara rescatarte. Siempre —le respondióla joven al tiempo que extendía losbrazos hacia él con el rostro rebosantede divino perdón, llamándolo para queacudiera a refugiarse en su abrazo

eterno…

* * *

El sueño —si es que había sido unsueño— terminó y el sultán abrió losojos. Seguía arrodillado ante la Sajrapero el terrible peso que sentía en elalma había desaparecido.

Maravillado por la visión que habíatenido, Sala al Din ben Ayub se puso depie cuando los primeros rayos de luz yaempezaban a filtrarse por las

resplandecientes vidrieras de la Cúpulade la Roca, y luego besó con granreverencia la piedra gris antes de girarsobre sus talones dándole la espalda a laSajra para salir del vetusto santuario.No sabía si sus pies volverían a caminarjamás por el suelo de aquel recinto, peroya no le importaba.

La Sajra había roto su silencioeterno esa noche y Saladino habíarecibido su respuesta. Todavía quedabauna cosa por la que merecía la penaluchar.

69

Llanura de Jaffa 1192

Sir William Chinon estaba sentado alomos de su fiel corcel gris, que tanlealmente lo había servido desde loscampos de su Gales natal hasta estaTierra Santa en la otra punta del mundo.Iba cabalgando al lado de Saladinomientras el líder de los musulmanesinspeccionaba el mar de tiendas queformaban el campamento de guerraextendido por toda la llanura de Jaffa.

Pese a que las facciones del sultán nodaban muestra de la menor emoción,William sabía que este estabaimpresionado. Empleando tan sólo laimplacable fuerza de su propia voluntad,Ricardo había logrado darle la vuelta ala mayor derrota de la cruzada —lamuerte de Conrado y la posterior guerracivil entre los francos— y ahora las enotro tiempo divididas fuerzas de loscristianos estaban unidas bajo un únicomando y enfocadas en la misión quedurante años no habían logrado cumplir:la derrota final de Saladino. Lospabellones resplandecientes como lablanca nieve y adornados conestandartes carmesí brillaban al solabrasador de Palestina llamando a los

musulmanes a luchar como nunca anteslo habían hecho.

Para cuando llegó el grueso delejército de treinta mil hombres delsultán, ya se había producido una granescaramuza. La avanzadilla de Saladinohabía logrado lanzar una temerariaofensiva relámpago sobre Jaffa en elpreciso momento en que la armada deRicardo echaba el ancla frente a susplayas. La ciudadela había caído duranteun breve periodo de tiempo en manos delos musulmanes, pero al cabo de dosdías los ocupantes fueron expulsadospor la marea constante de tropas quedesembarcaban desde el mar. Williamsonrió al oír que Ricardo en persona

había reconquistado Jaffa a la cabeza detan sólo unos cuantos cientos dehombres. Los sarracenos que ibanllegando tras batirse en retirada, conpupilas dilatadas y la voz teñida deadmiración, regresaban ensalzando elcoraje del rey inglés que habíamarchado a la batalla contra losocupantes de la ciudadela con poco másque su espada y un hacha de combate. AWilliam no le sorprendió nada de todoaquello y lo alentaba comprobar que,pese a las vicisitudes de la guerra, surey no parecía haber cambiado grancosa desde la última vez que lo habíavisto.

Al contemplar a sus compatriotas al

otro lado de la llanura, el caballerosintió una repentina punzada de tristeza:llevaba casi un año en compañía delmagnánimo sultán y nunca se habíasentido como un prisionero. Losmusulmanes lo habían tratado siemprecon la mayor cortesía y había acabadorespetando y admirando su cultura,tradiciones y… sí, incluso su religióntambién. No obstante, seguía siendo unextranjero. Su hogar se encontraba alotro lado de la llanura arenosa, en elcampamento de sus hermanos cristianos.No tenía la menor certeza de si llegaríaa ver salir el sol al día siguiente pero, simoría en el campo de batalla, deseabahacerlo en compañía de su propiopueblo. William ya no sabía ni le

importaba qué bando servía a Dios y lacausa justa, sólo que su sitio estaba conlos hombres de su propio país.

Se volvió para mirar a Saladino, quelo estaba observando. El jovencaballero había acabado por creer queel sultán poseía una facultad casi místicaque le permitía leer el corazón de loshombres, y cuando el soberano sedirigió a él la creencia no hizo sinoconfirmarse una vez más:

—Volved con vuestro señor —loanimó el soberano al tiempo queesbozaba una sonrisa amable—, osnecesita a su lado en un día como este.

William parpadeó: había asumidoque si lo habían traído desde Jerusalén

con el ejército era para utilizarlo comointérprete o como moneda de canje conla que negociar, los dos papeles que porlo general desempeñaban losprisioneros en tales circunstancias, peroen un instante se dio cuenta de que desdeun principio la intención de Saladinohabía sido dejarlo marchar.

—Sois el más misericordioso de loshombres, sultán —le respondió en suahora perfecto árabe—, pero sabed quesi me marcho y nos encontramos en elcampo de batalla no dudaré en mataros.

El monarca asintió con la cabeza sinque la afirmación del caballero loturbara en absoluto.

—Yo tampoco os mostraré

clemencia si llega a darse el caso —contestó con la misma franqueza cortés.El sultán contemplaba la actividad febrildel campamento cruzado a escasosquinientos codos de distancia, pero aljoven le pareció que tenía la miradapuesta mucho más lejos, al otro lado delos confines del tiempo y el espacio—.Tal vez nos encontremos de nuevo en elmás allá, sir William. Me gustaríapensar que dos hombres de honorpodrán cenar juntos en el Paraíso,independientemente de en qué bandohayan luchado en este mundo.

—Para mí sería un placer cenar convos a la mesa del Señor —respondióWilliam al tiempo que le tendía la mano.

Saladino se la estrechó con fuerza.Luego el caballero se detuvo un

momento a mirar a su enemigo —suamigo— a los ojos y luego por fin partióal galope hacia la hilera deresplandecientes tiendas blancas que erasu hogar.

* * * William tomó asiento a la mesa de

Ricardo para disfrutar de una copa devino mientras el exultante rey leagarraba el hombro con fuerza a modode gozosa bienvenida. El caballero se

sorprendió de lo diferente que parecíasu señor: seguía teniendo el rostro jovenpero sus facciones estaban ahorabronceadas por el sol de Palestina; suscabellos resplandecían como rojizo orobruñido como siempre, pero los ojoshabían envejecido terriblemente y alFuego entusiasta que había ardido enellos en otro tiempo lo había sustituidouna gélida amargura más afilada quecualquier arma del arsenal de loscruzados.

—¿Qué puedes decirnos de sustropas?

El recién llegado dejó que el líquidofresco le suavizara la garganta, puestenía la boca seca después del largo

viaje desde Jerusalén bajo el solabrasador. Era la primera gota dealcohol que probaba desde que lohabían capturado los musulmanes, queaborrecían las bebidas fermentadas porconsiderarlas cosa del diablo.

—Muy igualadas con las nuestras.Ellos tienen más arqueros y nosotros losaventajamos en caballos.

Ricardo asintió.—En ese caso la Batalla de Jaffa

debe librarse en el cuerpo a cuerpo paraaprovechar al máximo nuestra ventaja.

William apuró la copa de vino y sepuso de pie ante su rey:

—Siempre me ha parecido máshonroso enfrentarte al enemigo en el

combate hombre a hombre que en unasedio desde la distancia.

El rostro del soberano se volviósombrío y de repente adquirió unaspecto que recordaba al del difuntoEnrique: agotado y abatido por el mundoque gobernaba.

—He aprendido mucho sobre elhonor en esta tierra extraña. Lossarracenos hablan mucho de él perotienen un modo peculiar de ponerlo enpráctica, sobre todo en lo que al honorde los reyes respecta.

El noble caballero posó una manosobre el brazo de Ricardo con suavidad.Sabía que las maquinaciones y lasintrigas de la guerra habían dejado una

profunda huella en el corazón de suamigo.

—Saladino no traicionó a Conradoordenando a Sinan que lo matara —dijoWilliam de repente ya que, por algunarazón, sentía la necesidad de defender lareputación de su antiguo captor; y luegodudó un instante y por fin le contó lo quehabía oído que se rumoreaba en palacio—: fue el doctor judío.

El monarca se lo quedó mirando conojos como platos de auténtica sorpresa ypor fin se echó a reír.

—Es una locura… ¡Todo es unalocura!

Su leal súbdito nunca había oídoaquel tono de exasperación y

agotamiento en la voz del joven rey.—¿Qué queréis decir, mi señor?Ricardo se volvió hacia él con un

poso de tristeza reflejado en susapuestas facciones.

—William, al final he comprendidolo que decía mi padre hace ya tantosaños. Nunca debimos emprender estacruzada. Fue una locura.

El fiel caballero se quedó atónito aloír aquellas palabras de labios delCorazón de León, pero percibió que alpronunciar aquella confesión su señorsentía como si una negra nube que habíaestado sobrevolando su cabeza sedisipara.

—Siempre estuve de acuerdo con él,

sire —admitió con total sinceridad.Ricardo caminó hasta la entrada del

pabellón de mando y posó la vista másallá de las hileras de tiendas quealbergaban a su ejército, en elresplandor que se adivinaba en la brumaque cubría el horizonte en el lugar dondese encontraba el campamento enemigo.

—Parte de esa locura es que hevivido en esta tierra muchos meses ysigo sin conocer siquiera a los hombresque la habitan —se lamentó el soberanoen voz baja para después volverse haciasu amigo—. Tú has pasado muchotiempo con los musulmanes. ¿Son gentebuena?

William dudó un instante y luego

decidió que su rey parecía querer saberde verdad cuál era su sincera opinión.

—Sí, sire, son gente buena.Ricardo hizo un gesto afirmativo con

la cabeza pero siguió insistiendo:—¿Son como nosotros?William desvió la mirada hacia el

campamento sarraceno y pronunció envoz alta una verdad que creía queninguno de los dos bandos estabatodavía preparado para aceptar y tal veznunca aceptaría.

—Son nosotros.Una expresión pensativa atravesó las

facciones del monarca y luego agarrócon fuerza el hombro de su caballero ylo guió hacia la claridad implacable del

sol que lucía en el exterior.—Vamos, acabemos con esto de una

vez. El juicio de la Historia nosaguarda.

70

AL Adil clavó la vista al otro lado dela llanura donde el enemigo sepreparaba para la batalla final.Entornando los ojos para mirar por elvisor del telescopio de su hermano,observó con detenimiento la líneadefensiva que se estaba formando entorno al campamento cruzado; de hechoparecía haber dos líneas de defensa: laprimera la formaban tropas deinfantería, soldados a pie con la rodillaen tierra que sostenían en ángulo lanzasclavadas en la arena. Al Adil se dio

cuenta de que estaban colocándose demodo que cualquier jinete musulmán quese lanzara a la carga contra ellos searriesgaba a que su montura murieraempalada por aquellas lanzas de aspectoimponente. Ligeramente por detrás de lainfantería se encontraba una hilera dearqueros con ballestas ubicados en loshuecos entre soldados arrodillados. Entotal, unos dos mil hombres estabantomando posiciones para hacer las vecesde principal escudo humano con el quedetener la ofensiva musulmana,aproximadamente un quinto de ellosarmados con letales ballestas que eranla pesadilla de los sarracenos.

Al Adil tenía que reconocer que era

una estrategia brillantemente concebidapero que dependía por completo de ladisciplina de la infantería cruzada, quesería la que soportaría gran parte delimpacto del ataque musulmán: cualquiervacilación en las filas resultaría en unabrecha que sus hombres podríanaprovechar para penetrar en las defensasenemigas. El gigante kurdo estabapaseando la mirada por aquellos rostrosde tez pálida cuando de repente sedetuvo en seco al avistar a un guerrerode aspecto familiar con brillantearmadura que recorría las primeraslíneas arriba y abajo a caballo: aquel noera un soldado cualquiera; el joven decabellos dorados sostenía en la mano elestandarte del león que identificaba al

rey y junto a él cabalgaba WilliamChinon, el caballero a quien su hermano,en un arrebato de sentimentalismo, habíacometido la locura de dejar en libertadla víspera de la batalla.

Así que así iban a ir las cosas… ElCorazón de León en persona se proponíaliderar el ataque.

Le pasó rápidamente el telescopio alsultán, que estaba sentado a su lado en elpuesto de mando situado en una zonaelevada que dominaba la llanura. AlAdil había visto varias veces alarrogante rey franco con motivo de lasmisiones diplomáticas que se le habíanencomendado en el transcurso delpasado año, pero Saladino, en cambio,

no conocía en persona a su adversario.—El culo de león nos honra con su

presencia…Su hermano arqueó una ceja y miró

por el telescopio hacia donde leindicaba.

—Es más joven de lo que esperaba—fue el comentario genuinamentesorprendido del monarca.

Al Adil recordaba haber pensado lomismo la primera vez que vio al líder delos bárbaros: el muchacho le habíaparecido presuntuoso y atrevido, doscualidades de las que Ricardo parecíaestar haciendo gala también hoy al ponersu vida en peligro colocándose enprimera línea de combate.

—Y también es un insensato si tieneintención de liderar el ataque —comentóel gigante kurdo al tiempo que se frotabalas manos encantado de imaginar alseñor de Angevin cayendo bajo unalluvia de flechas lanzadas por susarqueros.

—La valentía y la insensatez no sonmás que distintas tonalidades de unmismo color, hermano —replicóSaladino al tiempo que se encogía dehombros; luego su rostro adoptó unaexpresión grave—. ¿Qué hemos sabidode Miriam?

El valeroso general hizo una muecade contrariedad. Se le habíaencomendado la desagradable tarea de

encargarse de las negociaciones para laliberación de la judía, pero sus heraldoshabían vuelto con las manos vacías.

—La tienen en el pabellón del rey.Ricardo se niega a negociar su libertad.

El sultán asintió levemente con lacabeza para luego inclinarse haciadelante y decir en voz muy baja, casi unsusurro:

—Si hoy muero, confío en que tú larescatarás.

Algo en el tono de voz de suhermano hizo que a Al Adil le diera unvuelco el corazón: Saladino siempreestaba rebosante de confianza antes deuna batalla, incluso cuando a prioriparecía tener todo en su contra, pero

ahora no sólo daba la impresión de estardispuesto a morir sino que se diría queno le disgustaba la idea. El impetuosoguerrero se volvió hacia él paraprotestar y entonces vio una luz extrañaen los ojos de su señor que le heló lasangre en las venas e hizo que laspalabras que se disponía a pronunciarretumbaran de vuelta en lasprofundidades de su garganta sin haberllegado a salir de sus labios.

—No siento el menor afecto porella, pero a ti te quiero, hermano mío —respondió por fin—. Tienes mi palabra:vivirá hasta una edad avanzada rodeadade todas las comodidades imaginablesen un jardín de Egipto.

El sultán asintió con la cabeza conaire satisfecho:

—Inshalá. Si Dios quiere.Luego se puso de pie y contempló

las legiones reunidas frente al puesto demando. Por lo general, en eso momentossolía pronunciar un inspirado discursopreparado a conciencia para infundirvalor a los hombres antes de la batalla,pero hoy simplemente se quedó de pieante ellos, sin dar muestras del menororgullo ni altanería aunque sí de uninquebrantable coraje abnegado.Contempló los rostros de sus generales ydespués miró a los ojos a los soldadosde a pie que lo adoraban porque veíanen él más a una leyenda que a un hombre

de carne y hueso, y después por fin lesdirigió unas palabras que su hermanosabía perfectamente que le salían delcorazón:

—¡Oh guerreros de Alá, oídme!Durante cinco años nos hemosenfrentado a los infieles en unadespiadada guerra por el control de estatierra sagrada. En todo ese tiempo hevisto cómo un sinfín de hombres comovosotros caminaban sin miedo hacia lamuerte. ¿Cuántos de vuestros hermanoshabéis enterrado durante estos años?Hombres con mujer e hijos. ¿Cuántasmadres han llorado al saber que el frutode sus entrañas, el precioso niño que undía había amantado con sus propios

pechos se pudría sepultado bajo algunaduna perdida en medio del desiertocomo otra víctima anónima más,ignorada por la historia? Todos sabéisquién soy, pero me temo que yo encambio a la mayoría no os conozco; yme avergüenzo, y no sólo de mí mismosino que miro con vergüenza todos lostronos del planeta sobre los que sesienta cómodamente un hombre queenvía a otros a morir sin ni tan siquieraconocer sus vidas. Pero así es estemundo, amigos míos: los reyes dan lasórdenes y los soldados son los quemueren. Así pues, porque yo os he traídohasta aquí, muchos de vosotros tambiénperderéis hoy la vida.

»Pero quiero deciros algo,hermanos: no la perdáis por mí, yo nosoy digno de ese sacrificio, sino porvuestras esposas, vuestros hijos,vuestras madres. Es por ellos por losque estáis hoy aquí. Cuando osenfrentéis a la pavorosa carga de losejércitos francos, cuando veáis el filo dela espada descender hacia vuestrocuello y la punta de las lanzas apuntandoa vuestros corazones, recordad que osalzáis en armas, lucháis —y morís—para proteger a los que amáis de correresa suerte. A fin de cuentas, no haycausa, ideal, ni franja de tierra, santa oprofana, por la que merezca la penaderramar ni una sola gota de sangre;

pero sí existe una cosa, una única cosaen todo el cielo y la tierra, por la que símerece la pena morir, y es el amor. Sihoy caéis luchando por el amor,entonces, hermanos míos, alcanzaréis unparaíso que es mucho más de lo que lospoetas y teólogos son capaces dedescribir, un jardín que transciende losmanantiales eternos, los palacios y laspreciosas doncellas del Más Allá.

Al Adil notó que se le llenaban losojos de lágrimas y vio que muchossoldados curtidos en mil batallasestaban llorando abiertamente. Alzó lavista hacia su señor, maravillado alcontemplar el halo de luz que parecíaenvolverlo y resplandecía con mayor

fuerza aún que el sol de Jaffa: el rostrodel sultán, como el de Moisés cuandohabía descendido de la montaña con lasTablas de la Ley, irradiaba una luz tanintensa que era imposible mirarlodirectamente.

En ese momento se dio cuenta de quenunca había conocido a su hermanoverdaderamente. Saladino había nacidoen la familia de Ayub pero en realidadno era uno de ellos, era más que un merodescendiente del clan de mercenariosturcos del que provenía, una estrellacaída del firmamento que, por algunarazón misteriosa y poco probable, habíaelegido ir a morar entre las gentesmenos adecuadas, una banda de toscos

rufianes que llevaban miles degeneraciones vendiendo su lealtad almejor postor. De pronto el coloso depelo rojizo se sintió que lo invadía unahumildad sincera al pensar que por susvenas corría la misma sangre que por lasde aquel hombre en cuyas impactantesfacciones y noble carácter se decíapoder encontrar el último destello delProfeta sobre esta Tierra. Nocomprendía por qué el Destino habíaquerido que alguien tan burdo ymezquino como él fuera el hermano deese hombre, pero lo que sí supo en esepreciso instante fue que lo amaba másque a su propia vida y el mundo enterojuntos.

Saladino se volvió hacia elcampamento enemigo situado a unosquinientos codos de distancia, alzó elpuño en un último gesto desafiantecontra las fuerzas del odio y la barbarieque se habían reunido en el umbralmismo de la civilización y lanzó el gritode guerra que enviaría a treinta milhombres a morir en nombre del amor:¡Alahu akbar!

***

El choque fue como ningún otro quehubiera vivido cualquiera de los dosbandos. Ola tras ola, los jinetesmusulmanes se abalanzaron contra laslíneas defensivas de Ricardo quemantenían sus posiciones frente a lafuerza implacable de aquella embestida.El galope de los caballos heridos porlanzas y tiros de ballesta se interrumpíaabruptamente lanzando a sus jinetes alsuelo con brutal violencia, pero los quesobrevivían a la caída se ponían de pieinmediatamente para lanzarse a la cargacontra la infantería enemiga. Lascimitarras se entrechocaban con lasespadas en un estruendo de acero. Losarqueros de Ricardo lanzaban una tras

otra lluvias de proyectiles con susballestas, pero por cada soldado quecaía aparecían otros dos lanzándosecomo posesos a una muerte segura y elparaíso prometido.

Era casi imposible ver el campo debatalla bajo la espesa nube de humo ypolvo, pero Saladino continuabaescudriñándolo con el telescopio enbusca del menor signo de avance. Teníaque reconocer que los infieles eranvalientes: sus líneas de defensa habíansoportado los envites, a pesar de quesufrían el azote de oleadas constantes deguerreros tocados con turbantes que ibana estrellarse contra el muro humano quese interponía entre ellos y el

campamento cruzado. La tórrida brisa deverano esparcía por todo el campo debatalla el hedor pavoroso de la orinamezclada con sangre, los dos símbolosgemelos del miedo y el odio queimpulsaban a los hombres en la guerra.

Y entonces, cuando la nube quesobrevolaba el campo de batalla sedisipó un instante, el sultán vio almuchacho de cabellos dorados que lehabían señalado como su archienemigolanzarse al galope a lomos de su caballocontra la marea de tropas musulmanasatacantes. Tras él iba un contingente deunos cincuenta o sesenta caballerosprotegidos con gruesas armaduras,alzando sus inmensos escudos en alto

mientras seguían a su rey en aquelataque suicida.

Ricardo parecía no conocer elmiedo, avanzaba como una trombasegando brazos y cabezas a su paso. Ladramática carga de los templarios contrael centro de las líneas de avance de lossarracenos no tardó en sembrar elpánico y la confusión en los corazonesde los hombres y muchos de lossoldados del sultán comenzaron aretirarse ante el empuje de los corcelesde los francos, incluso a pesar de sunotable superioridad numérica, puesrodeaban a los caballeros por todos losflancos.

—Es un gran guerrero —admitió el

soberano por fin dirigiéndose a Al Adil,que estaba sentado a su lado en el puestode mando y seguía la batalla a través desu propio telescopio.

—Muchas generaciones futurascantarán sobre su muerte a manos de losejércitos de Saladino —gruñó suhermano rebosante de confianza.

El sultán lanzó un suspiro.—No, hermano mío, no hay música

en la guerra.Saladino se puso de pie y montó a

lomos de su corcel de pelaje negrocomo la noche, Al Qudsiya. Sabía quenecesitaba participar en la refriegaahora para así reavivar la moral de lastropas y guiarlos en el ataque

infundiéndoles valor. El general kurdosiguió inmediatamente a su hermano ymontó de un salto en su propio caballosin decir una sola palabra, aunque elmonarca pudo ver el brillo exultante ensus ojos ante la perspectiva de entrar encombate. Los dos hijos de Ayubatravesaron al galope el campo debatalla seguidos por cuarenta de losmejores jinetes del ejército musulmán,que no podían dejar que su señor selanzara solo al ataque.

Mientras galopaba hacia la bruma demuerte que envolvía el centro de lallanura, el sultán iba buscando con lamirada al Corazón de León peroprácticamente era imposible ver nada en

medio del caos y la confusión reinantes.Y entonces divisó a un caballerocruzado que se lanzaba al galope haciaél y alzó la cimitarra por encima de sucabeza disponiéndose a responder alinminente ataque.

Era sir William.Saladino dudó un instante pero vio

que el agresor no aminoraba el galope ysupo que no tenía elección: Maktub.Estaba escrito.

—¡Sin cuartel, sultán! —se oyógritar a William Chinon por encima delclamor de la batalla.

Saladino alzó el escudo justo atiempo para absorber un brutal golpe delanza y, con un único movimiento de

velocidad vertiginosa, giró a un lado yasestó una estocada a la lanza con lacimitarra. El acero de Damasco segó lapunta de aquella con la facilidad de uncuchillo cortando la mantequilla.

—¡Sin cuartel, sir William! —musitó el sultán cuando el caballerodejó caer la ahora inservible lanza ysacó la espada.

Salieron el uno al encuentro del otroal galope. Sus espadas se entrechocaronen medio de una explosión de chispas.Saladino ya no era joven pero habíaestado entrenándose a diario en elmanejo de la espada desde que tuvonoticia de la nueva invasión de losfrancos, pues sabía que su edad y

experiencia eran de gran ayuda a la horade sentarse en el trono pero que lo únicoque contaba en el campo de batalla erala fuerza bruta.

William pareció sorprenderse por laviolencia implacable del ataque deSaladino, pero incluso mientras atacaba,contraatacaba y esquivaba, este lo veíasonreír tras la visera del casco. Parecíandos colegiales y aquel enfrentamiento unsimple juego, y el sultán le correspondiócon otra sonrisa aunque sabía que nohabría júbilo alguno en el desenlacefinal de aquella lucha.

Estocada tras estocada, los dosamigos que eran enemigos describieroncírculos el uno en torno al otro y se

lanzaron temibles golpes. Saladino seolvidó de la batalla a su alrededor paracentrarse en su oponente: estaban solosen el desierto interpretando aquelladanza mortal y sintió que se retiraba ensu interior al pequeño reducto de pazdonde siempre acudía su corazón cuandoestaba a punto de matar a su adversario.

Y después lanzó una estocada que lecercenó la mano al noble cruzado a laaltura de la muñeca.

El caballero pareció sufrir másdesconcierto que dolor en el momentoen que empezó a brotar la sangre delmuñón donde hasta ese momento habíaestado la mano con la que sostenía laespada. Alzó la vista y miró al sultán a

los ojos durante lo que pareció unaeternidad.

Entonces, sin apartar la vista delalma de William que se asomaba através de sus ojos a la suya, Saladinohundió la cimitarra en el grueso peto delguerrero y sintió cómo esta atravesabalas capas de metal y cota de malla, piel,carne y hueso hasta atravesarle elcorazón.

En ese momento, sorprendentemente,el joven esbozó una sonrisa de unacalidez rayana en el amor.

—Hasta que cenemos en el paraíso,entonces… —se despidió en el momentoen que se le empezaban a cerrar losojos.

Saladino sintió que las lágrimas lenublaban la vista.

—Hasta entonces, amigo mío.El cuerpo inerte de sir William

Chinon se inclino hacia delante sobre elcuello de su montura.

Saladino alargó la mano para sujetarlas riendas del caballo y, con la batallarugiendo como un huracán a sualrededor, guió al animal sobre el queiba el cadáver de ser William de vueltaal campamento musulmán.

Oyó a Al Adil cabalgando a susespaldas y cuando su hermano vio elcuerpo sin vida de lord Chinon se quitóel casco y dedicó un saludo marcial alcaballero caído.

El sultán desmontó sin ni siquieramirar a sus hombres porque no queríaque vieran las lágrimas que corrían porsus mejillas. En todos los años deguerra, nunca se había permitido llorarpor un camarada muerto mientrastodavía continuaba la batalla, pero hoyse había dado permiso para sollozar porun enemigo. Un infiel; un pagano. Ytambién el hombre de piedad mássincera que había conocido jamás.

—Enviádselo a Ricardo con unaguardia de honor —ordenó a sussoldados sin levantar la cabeza.

71

RICARDO se quedó mirandoestupefacto el cadáver de su mejoramigo. Una escolta enarbolando labandera de tregua había traído hasta elahora devastado campamento cruzado elcuerpo envuelto en una seda de colorblanco. Saladino había enviado unséquito formado por siete miembros desu guardia de honor que, al ver lamortífera expresión de furia en los ojosdel rey franco se habían apresurado ahacer girar los caballos y regresar algalope a su zona del campo de batalla.

El Corazón de León se arrodilló anteWilliam y vio cómo sus lágrimas caíansobre el peto destrozado de su camaradacaído. Contuvo los sollozos quepugnaban por explotar en su pecho ydesvió la mirada hacia el muñón queocupaba el lugar de la mano derecha delcaballero.

—Perdóname por haberte arrastradohasta aquí —murmuró.

Había sido culpa suya. Williamestaba en contra de aquella aventuradescabellada pero él sólo escuchaba asu propio orgullo. Y ahora el únicohombre en el mundo a quien queríacomo un hermano había muerto.

El joven rey dejó escapar un grito

terrible lleno de odio. Odio haciaSaladino y sus hordas asesinas. Odiohacia los nobles cuyas maquinaciones lohabían llevado a tener que recurrir aeste conflicto amargo e irresoluble. Ypor fin, y más intenso que ninguno, odiohacia sí mismo. Debería haber sido él yno su amigo el que muriera hoy. Deberíahaber sido él.

Y entonces, con una repentinaexplosión de cólera ciega ardiendo en sucorazón, se puso de pie y fue a grandeszancadas hasta su caballo. Antes de queninguno de sus comandantes tuvieratiempo de reaccionar montó de un saltoy llevó a su montura a un galope furiosodirigiéndose a la velocidad del rayo

hacia el ojo del huracán que era aquellabatalla encarnizada. Desenvainó laespada con incrustaciones de piedraspreciosas y empezó a lanzar brutalesestocadas contra cualquier cosa que semoviera, sin importarle siquiera si setrataba de sus hombres o los deSaladino. Sembraría de muerte el mundosin pararse a pensar en lo que hacía, conla misma ligereza que el mundo habíamostrado para con William.

—¡Asesinos! ¡Sentid cómo caesobre vosotros la ira del Corazón deLeón! —se oyó bramar con una voz quehasta en sus propios oídos sonaba comosi viniera de muy lejos.

Uno tras otro, los hombres caían ante

él a derecha e izquierda mientras laamarga ira de la punta de su espadadejaba a su paso un reguero de cabezascortadas y ojos arrancados.

Era vagamente consciente de haberpenetrado en solitario en las defensasdel enemigo y haberse adentrado en ellado musulmán de la llanura. Y derepente se encontró ante una legión de unmillar de jinetes sarracenos apuntándoledirectamente al corazón con sus lanzas:estaba completamente solo en terrenoenemigo, sin ni tan siquiera un únicoaliado lo suficientemente cerca comopara acudir en su ayuda. No leimportaba.

Ricardo cabalgó arriba y abajo

delante de las filas de la caballeríamusulmana: los atónitos soldadostocados con turbante se miraban los unosa los otros, preguntándose si aquello nosería alguna trampa increíblementeastuta de los cruzados. ¿Por qué iba elrey de los cristianos a salir al galope aretar a todo el ejército enemigocompletamente solo a no ser que buscaraengañarlos de algún modo? Algunosjinetes clavaron la mirada en el sueloinspeccionándolo en busca de algunatrinchera oculta a sus pies de la queestuvieran a punto de surgir miles defrancos.

El enfurecido soberano agitó laespada en alto desafiando a toda la

caballería sarracena a entrar en combatecon él.

—¿Acaso sois todos unos cobardes?—rugió—. ¡Tenéis delante al rey devuestros enemigos! ¡Luchad conmigo!

Un jinete hizo un amago tentativocon la cimitarra en alto y el Corazón deLeón fue hasta él dando rienda suelta atoda su ira en contra de aquel hombreque había tenido la temeridad deenfrentarse a su locura: el incautoapenas había tenido tiempo de amagar laprimera estocada cuando el monarcahundió la espada en la contundente cotade malla de láminas de metal que leprotegía el estómago y el filo del armapenetró con tanta fuerza en el cuerpo de

la víctima que Ricardo notó cómo lepartía la espina dorsal.

Cuando el soldado tocado conturbante cayó al suelo, vino otro aocupar su lugar. Y luego otro. El jovenrey sentía como si flotara en medio deun sueño, como si una docena deadversarios se abalanzaran sobre él almismo tiempo, pero no tenía miedo;canalizó todo el odio y la furia que lehabían estado aplastando el almadurante el último año hacia el brazo desu espada y los enemigos iban cayendouno tras otro igual que muñecos detrapo.

Y entonces oyó el estridente silbidoagudo de una flecha volando por los

aires sobre campo de batalla y alzó lacabeza, con una sonrisa en los labios,agradecido por alcanzar al fin la ansiadaliberación de la muerte.

Sin embargo el tiro era bajo y en vezde alcanzarlo a él hirió a su caballo enun flanco. El animal retrocedió entrerelinchos agónicos y, en el momento enque se desplomaba para no volver amoverse, tiró a Ricardo de la sillalanzándolo con criminal virulenciacontra la tierra bañada de sangre.

Cubierto de barro y empapado en lasangre de los hombres que con tancruenta facilidad había abatido, volvió aponerse de pie y sostuvo la espada enalto indicando que el desafío

continuaba, aunque esta vez nadie semovió en la hilera de arqueros a caballoque permanecieron sentados sobre susmonturas contemplando al desquiciadomonarca con una mezcla de admiracióny miedo. Sin duda aquel hombre deseabala muerte, pero era mucho más letal paraaquellos que trataban de concederle sudeseo de lo que estos pudieran serlopara él.

—¡Malditos seáis todos! ¡Bastardos!¡Perros! ¡Cerdos miserables! ¿Es que nohay un sólo hombre entre vosotros?

Se hizo un silencio terrible en todala explanada y entonces el rey franco vioque ocurría algo muy extraño: se abrióun corredor en el centro de la caballería

musulmana para dejar paso a un gigantesarraceno a lomos de un imponentecorcel de pelaje gris que se acercabasosteniendo en las manos las riendas deun magnífico caballo árabe de pelonegro que condujo hasta el desconsoladorey.

Reconoció al hombre: era el brutode cabellos rojizos conocido como AlAdil, el hermano del sultán. El guerrerokurdo se detuvo justo delante delmonarca sin montura y lo saludófugazmente con un movimiento decabeza.

—Traigo un obsequio de mihermano el sultán, para Ricardo, señorde Angevin —anunció Al Adil—. Este

es Al Qudsiya, el caballo del sultán. Unhombre de vuestro valor merece luchar alomos de un animal de igual valía.

Oír a Al Adil dirigiéndose a él porsu nombre rompió el hechizo del extrañoarrebato de locura que se habíaapoderado de Ricardo y de pronto estese sintió aturdido, como si acabara dedespertar de otro brote de las temiblesfiebres que casi habían acabado con suvida un año antes. Consiguiendo a duraspenas que no le temblaran las piernasavanzó unos pasos y agarró las riendasque le ofrecían al tiempo que hacía unaleve reverencia para agradecer elobsequio.

—Mi hermano también desea

comunicaros su pesar por la muerte desir William. Era un buen hombre —añadió el sarraceno—. Debéis saber queel noble caballero cayó bajo la espadadel sultán en persona.

El joven rey sintió que se leatenazaba el corazón al oír las palabrasdel gigante.

—Decid a vuestro hermano que,igual que yo he perdido a alguien queamaba, lo mismo le ocurrirá a élrespondió con voz firme y calmada—.En atención a la caballerosidad de queha hecho gala vuestro señor en el día dehoy, dejaré que la judía viva una nochemás, pero mañana, el sultán recibirá sucabeza en un cofre de oro.

Sin decir una palabra más, elCorazón de León montó sobre el caballode Saladino y se lanzó al galope paraatravesar como una exhalación elepicentro de la batalla camino de vueltaal campamento cruzado.

72

A la caída de la noche los dosejércitos enemigos se retiraron a susrespectivos rincones de la llanura deJaffa: no tenía el menor sentidocontinuar luchando cuando ya casi nopodían verse en medio de la oscuridadque había envuelto el campo de batallatras ponerse el sol. La luna nueva no eramás que un fino gajo resplandecienteque aparecía a intervalos por entre lasnubes de humo que cubrían la desoladallanura. Los únicos que se movían poraquella extensión de tierra cuarteada

empapada en sangre eran peones deoscuras túnicas enviados por ambosbandos, reclutados a la fuerza en lasaldeas vecinas que habían caído enmanos de unos y otros en los últimosmeses para realizar bajo la protecciónde una bandera de misericordia la tareade retirar los miles de cadáveres endescomposición que cubrían el campode batalla antes de que la peste sepropagara entre los soldados de ambasfacciones.

Mientras el horripilante proceso delimpiar y preparar el terreno para otrodía de encarnizadas matanzascontinuaba, uno de los hombres seseparó del resto para escabullirse entre

las sombras hacia el campamentocruzado. Moviéndose con velocidad ysigilo increíbles, la misteriosa figurapasó desapercibida a las patrullas quevigilaban el campamento cruzado ylogró reptar sin ser visto hacia suobjetivo: el pabellón de lonas colorcarmesí donde tenía su centro deoperaciones el rey Ricardo. Aquellaincursión era una locura pero quien lallevaba a cabo no era un espíacualquiera.

Saladino salió a escondidas de supropio campamento sin haber informadoa nadie de sus intenciones, ni tansiquiera a su hermano Al Adil. Si locapturaban ahora, cundiría el pánico

entre las tropas musulmanas y lo másprobable era que la guerra acabase conuna rápida derrota de las mismas. Elsultán sabía que con aquel actodescabellado no sólo arriesgaba supropia vida sino también su reino. Y nole importaba lo más mínimo.

Se acercó sigilosamente a unmontículo que dominaba la llanura: adoscientos cincuenta codos por encimade su cabeza se encontraba el pabellóncolor escarlata hacia donde se dirigía.No había centinelas en la cara sur de lacolina, ya que los cruzados habíanconsiderado que el acceso por la laderaescarpada de pendiente próxima a lavertical era imposible para nada que no

tuviera las facultades físicas de unaaraña. El sultán no se declarabaposeedor de esas habilidades pero sícontaba con sus propios medios paraescalar alturas: de entre los pliegues desus ropajes de esclavo sacó dos dagasforjadas específicamente para esepropósito con el acero de Damasco másresistente con que contaban las armeríasde su ejército, las hundió hasta laempuñadura en la oscura pared de rocaque se alzaba ante sus ojos y comenzó aascender arrastrándose trabajosamentehacia la cumbre poco a poco.

Perdió la noción del tiempo quehabía pasado escalando la pared de rocablanda. Al llegar a cierta altura se

obligó a no mirar abajo, hacia laseguridad perdida del suelo bajo suspies, sino siempre hacia delante y haciaarriba, pues sabía que lo más probableera que su tan ensalzado coraje seesfumara en un instante si bajaba la vistahacia las rocas que pronto estarían amuchas decenas de codos de distancia.

Al cabo de lo que podían haber sidohoras o incluso días —tancompletamente ajeno al paso del tiempoestaba—, logró por fin arrastrarse porencima del borde del precipicio hastaquedar de rodillas en la cima sobre uncharco de gélido barro gris. Su corazóntodavía latía desbocado tras el esfuerzode la ascensión y le costaba concentrar

la mente en el siguiente movimiento; seobligó a respirar hondo unas cuantasveces y recitó los nombres de Alá envoz muy baja mientras intentabarecobrar la calma y la confianzanecesarias para cumplir su misión.Cuando levantó la cabeza por fin, vio lalona roja del pabellón a tan sólo unoscuantos codos del borde del precipicio;miró a su alrededor a toda velocidad yse alegró al comprobar que no habíaguardias: por lo visto los cruzadoshabían asumido, como hubiera hechocasi cualquier hombre razonable, que latopografía proporcionaría en sí misma lamejor defensa natural posible delpabellón de mando. Pero Saladino hacíatiempo que había abandonado el mundo

de los hombres razonables.El pabellón consistía en un conjunto

de tiendas de unos cincuenta codos dealto y se extendían por un perímetro deaproximadamente el doble. Se imaginóque debía de contener cámaras donde sealojaban los generales más importantesde Ricardo, estancias donde reunirse atratar temas de estado y debatir tácticasmilitares y almacenes para el botín deguerra. Claro que nada de todo eso leinteresaba: sólo le importaba dar conuna única tienda de todo el complejo,los aposentos donde se encontraba loque a sus ojos era el tesoro máspreciado del mundo.

Se metió la mano en los ropajes

negros con cuidado y sacó un pequeñopero letal cuchillo muy afilado con elque rasgó la lona para hacer unaabertura lo suficientemente grande comopara deslizarse por ella y, una vezdentro, giró inmediatamente en todasdirecciones, dispuesto a matar acualquiera que hubiese sido testigo de sullegada, pero estaba completamentesolo.

Avanzó con cautela por el pasadizoen penumbra, deslizándose paraocultarse entre cortinajes a toda prisacada vez que oía el sonido de voces quese acercaban. Pasaron por delante de suescondite dos soldados cruzados, lo másprobable era que camino a una tardía

reunión nocturna para debatir algún temade estrategia con sus comandantes, perono repararon en su presencia entre lassombras. El sultán se permitió el placerde esbozar una sonrisa al tratar deimaginarse qué habrían hecho sihubieran sabido que el rey de susenemigos se encontraba a menos de unadecena de palmos de distancia:seguramente mearse en los pantalonesmientras trataban de dar la voz dealarma, aunque habrían estado muertosantes de que hubiera dado tiempo a quese formarse el menor sonido en susgargantas.

Siguió avanzando por el corredor delona, mirando constantemente en todas

direcciones en busca del menor indiciode peligro, y de repente se detuvo enseco y se escondió de inmediato: alcomenzar a doblar la esquina queformaba el pasillo en ese punto habíaalcanzado a ver sin ser visto a unfornido soldado de aspecto medioadormilado, montando guardia a laentrada de una pequeña cámara. Supo alinstante que era la que buscaba. Congran sigilo, Saladino se acercó por laespalda al soldado con cara deaburrimiento y rizada barba castaña altiempo que sacaba de entre sus ropajesun trozo de alambre muy fino; almomento rodeó con los brazos lasespaldas del hombre y le hundió en elcuello el alambre que sostenía muy tenso

entre las manos, logrando así asfixiarloa velocidad vertiginosa. El corpulentosoldado murió sin llegar a saber quehabía tenido el honor de hacerlo amanos del gran sultán en persona.

Inmediatamente arrastró el cuerpo alinterior de la cámara y se volvió paracontemplar por fin el tesoro por el quelo había arriesgado todo.

Al oír los sonidos ahogados delbreve forcejeo, Miriam había salido dela cama en la que dormía de un salto; ibavestida con una túnica color verdepálido y llevaba sueltos los alborotadoscabellos que le caían por los hombros.Al ver al desconocido de ropajes negrosaparecer arrastrando al guardia muerto,

dio un paso al frente alzando unas manosde dedos crispados como garras conaire amenazador.

—Si me tocas gritaré.En el rostro de él, aún oculto bajo la

capucha del tosco manto de esclavo, sedibujó una sonrisa.

—Sí —le respondió en voz muy baja— recuerdo perfectamente cómo solíasresponder al tacto de mis manos.Siempre me hizo sentir muy halagado.

La joven palideció al reconocer lavoz. El recién llegado echó a andarhacia ella al tiempo que se quitaba lacapucha del manto.

—¡¿Sayidi…?! —balbució lamuchacha con una expresión de total

desconcierto en el rostro.Al instante estaba en sus brazos. El

sultán sintió que su corazón sedesbocaba al notar el roce de aquelloslabios suaves contra los suyos, peroMiriam no se detuvo en la boca, tambiénle cubrió de besos apresurados lasmejillas y la frente con una premurafrenética rayana en la histeria, como siestuviera tratando de convencerse deque no se trataba de una aparición nitampoco un sueño.

—Pero… ¡esto es una locura! —exclamó ella al fin con un susurroentrecortado.

—Lo es —le contestó Saladinotomándole la mano. ¡Cómo había

anhelado volver a sentir su tacto otravez!—. ¡Esta guerra es una locura! Perosi la locura ha de ser la causante de mimuerte, prefiero que sea una conprofundas raíces en mi corazón…

La besó otra vez sintiendo elmaravilloso calor del pecho de suamada contra el suyo.

—¿Pero por qué habéis venido vosmismo a buscarme? Tenéis muchosespías altamente entrenados…

Él le acarició la mejilla.—Ayer pasé la noche en la Cúpula

de la Roca y lloré porque no podía verla luz más allá del día de hoy, porque nohabía nada que tuviera el menor sentidopara mí excepto esta maldita guerra.

Pero entonces soñé contigo y supe quetodavía quedaba algo por lo que merecíala pena luchar. Y morir.

Los bellos ojos color esmeralda dela joven se llenaron de lágrimas ySaladino sintió que se le hacía un nudoen la garganta. Pero, de manera abrupta,la dulce expresión rebosante de amor delas bellas facciones de Miriam setransformó en una de terror tan profundoque el sultán sintió un escalofríorecorriéndole la espalda incluso antesde oír una fría voz a sus espaldas quedecía:

—¡Qué conmovedor!El sultán se volvió para encontrarse

con Ricardo Corazón de León de pie a

la entrada de la estancia con unareluciente espada en la mano.

73

RICARDO estaba mirando fijamente ala traicionera muchacha y su más queimprobable salvador, un hombre demediana edad con abundantes canas enla negra barba. Desde que la conocía,Miriam no había dejado desorprenderlo, pero aquella sería laúltima sorpresa que le daba. Hacía yatiempo que se había convencido de quelo que sentía por la judía no había sidomás que una enfermedad del corazón dela que ya se había curado de formapermanente, pero al verla ahora

abrazada a aquel espía que habíalogrado llegar hasta el pabellón demando burlando toda vigilancia, sintióque lo invadía una ola de celos.

—¿¡Has compartido la cama conreyes y sin embargo te lanzas a losbrazos de un sucio campesino!? —lereprochó con voz desdeñosa antes delograr contenerse.

—No digáis nada —le susurró ella aSaladino en voz muy baja en árabe, peroaun así Ricardo la oyó, y llevabasuficiente tiempo en aquellas tierrascomo para haber aprendido losrudimentos básicos del idioma.

—El espía no va a tener mucho quedecir cuando le corte la lengua —se

burló el joven rey con un gruñido altiempo que daba un paso al frente con laespada en alto.

—Conque así es como va a terminartodo…

Era el campesino quien hablaba, yen un francés increíblemente correcto.Ricardo se quedó clavado en el sitiocuando empezó a intuir lo que estabapasando. El hombre se separó deMiriam y se quitó el manto que cayó alsuelo a sus pies para revelar la corazade cota de malla con un águila grabadaque llevaba debajo.

—La paz sea con vos, Ricardo deAquitania. Siento que dos reyes hayande conocerse en las presentes

circunstancias…Ricardo contempló boquiabierto a

aquel hombre de frondosos cabellos ypoblada barba, mirando a su mayorenemigo a los ojos por fin. Era laprimera vez que veía a Saladino…

No, en realidad era la segunda, secorrigió al tiempo que le venía a lacabeza un recuerdo no deseado extraídodel torbellino de imágenes sin sentidoque lo habían atormentado durante losdías de delirio provocado por lasfiebres…

… Entonces alzó la cabeza y

Ricardo vio su rostro de poblada barbaempapado de sangre. De pronto el

terror se apoderó de su corazón: aquelno era el Señor, Jesús de Nazaret. Pesea que nunca lo había visto en persona,una sola mirada a aquellos milenariosojos oscuros bastó para revelarle laverdad.

El hombre clavado en la cruz eraSaladino…

… Y, aunque no podía creerlo, allí

lo tenía ahora en carne y hueso.—Pero ¿de verdad es posible? —

preguntó Ricardo genuinamentemaravillado—. Así que vos sois Sala alDin ben Ayub. ¡Esta guerra nunca dejaráde sorprenderme!

El sultán sonrió al tiempo que hacía

una cortés inclinación de cabeza.—Parece que Alá os concede una

oportunidad única: si me matáis ahora,Jerusalén será vuestra sin necesidad deluchar…

El rey franco era plenamenteconsciente de ello, lo que hacía que lasituación le resultara todavía másincreíble. Debería haber avanzado unpaso más para decapitar a su enemigocon un único movimiento certero, peroestaba paralizado.

—¿Por qué habéis venido?El rostro de Saladino adoptó una

expresión grave y miró a su enemigo alos ojos un buen rato antes deresponderle:

—¿Por qué os lanzasteis vos enbrazos de una muerte segura al cargarcontra mis hombres completamente solode aquel modo?

El impetuoso joven permanecía depie ante su bestia negra, inmóvil comouna estatua. Sabía la respuesta a lapregunta que acababa de hacerle, porsupuesto, pero en el momento en que sedisponía a hablar sintió que las garrasimplacables del arrepentimiento y eldolor le atenazaban el corazón.

—Por William —respondió por fintratando de controlar el temblor en suvoz.

El sultán asintió. De pronto los ojosdel sarraceno se llenaron de compasión

y su rostro volvió a traer a la mente deRicardo la imagen de su visión deCristo.

—Lo queríais con toda el alma —afirmó Saladino, y había algo en su vozque daba a entender que comprendía, talvez incluso compartía, los sentimientosdel soberano cruzado por el caballerocaído, el valeroso soldado al que élmismo había dado muerte con suspropias manos hacía tan sólo unas horas.

Al contemplar al sultán allí de pie enactitud protectora al lado de Miriam, lamujer a la que ambos habían amado,Ricardo también comprendió de repentey cuando habló de nuevo fue como si unespíritu se hubiera apoderado de su

lengua:—Sí, he aprendido que el amor es lo

único por lo que merece la pena morir.Saladino miró a la muchacha, que

tenía los ojos llenos de lágrimas.—Entonces ya sabéis cuál es la

respuesta a la pregunta que me habéishecho.

El Corazón de León avanzó un paso,llevado por un impulso más fuerte queél: la llamada imparable del Destino.

—Me he preguntado a menudo quétipo de hombre erais —comentó, sinalbergar la menor duda sobre qué era loque tenía que hacer—, pero no hehallado la respuesta hasta hoy.

El monarca sarraceno desenvainó la

cimitarra sin apartar la mirada ni uninstante de su adversario que seacercaba lentamente.

—Entonces, ¿acabamos con esto deuna vez aquí mismo? —preguntó elsultán con toda tranquilidad, como si leestuviese dando a elegir entre un vino uotro a la hora de la cena.

Ricardo esbozó una sonrisa. Aquelloera una locura pero, sin embargo, allí depie frente a su peor enemigo, se sentíamás calmado y en paz de lo que lo habíaestado jamás.

—¿Y decidir una guerra entrecivilizaciones en un duelo?

Saladino se encogió de hombros yalzó la hoja curvada de su espada

preparándose para entrar en combate.Los dos hombres comenzaron a moverseen círculo con mucha cautela, con lasrodillas flexionadas y la espaldaligeramente inclinada hacia delante paraadoptar una posición estable desde laque poder reaccionar al menormovimiento del oponente.

—¿Qué es una guerra en definitivasino un conflicto entre dos hombres?

Por supuesto, llevaba razón.—Sois un hombre sabio, sultán.

Ahora veamos si también sois unguerrero.

Sin decir una palabra más el jovense lanzó al ataque, pero su adversariobloqueó la trayectoria de su espada con

un elegante movimiento de la cimitarra.Miriam no pudo evitar lanzar un grito alcontemplar a los dos insensatos reyesintercambiando estocadas mientrasinterpretaban aquella danza con elDestino. Cuando su espada entrechocócon la de Saladino, Ricardo sintió que leinundaba el alma un gran júbilo, como sitoda su vida no hubiera sido más que unensayo preparándose para ese momento.

El grito de Miriam unido alrepiqueteo letal de los aceros alertó atodos los guardias del pabellón, quecuando llegaron a la estancia sequedaron petrificados al encontrarse asu rey enzarzado en un épico combatecuerpo a cuerpo con el sultán de

poblada barba. Una fugaz mirada gélidade los azules ojos de Ricardo bastó paraseñalar a sus hombres que se debíanmantenerse al margen: aquella batallaera entre el rey y el sultán.

Aunque Saladino era un espadachínelegante, con considerable destreza yhabilidad, su contrincante lo superaba enfuerza física debido a su juventud ytambién contaba con la ventajapsicológica de estar luchando en supropio territorio. El Corazón de León lohizo retroceder una y otra vez hasta quequedó acorralado contra las paredes delona del pabellón.

Saladino alzó la cimitarradisponiéndose a asestar un golpe y

Ricardo lo esquivó por la izquierda y,de inmediato y antes de que el sarracenotuviera tiempo de bajar el arma parabloquear el ataque, la espada del reycruzado atravesó la cota de mallahiriéndolo en el costado. El sultán cayóde rodillas encorvándose de dolor.

—¡NO! —gritó Miriam al tiempoque se abalanzaba sobre Ricardo por laespalda, pero uno de los soldados laapartó y le sujetó los brazos a amboslados del cuerpo, por más que ella nodejaba de resistirse y forcejear dandopatadas y gritando igual que un demonioposeído en el momento en que elmonarca apoyaba el filo sobre el cuellode Saladino.

Y entonces, en el preciso momentoen que estaba a punto de cosechar elmayor triunfo de toda su vida, la terriblevisión se abrió paso en su mente denuevo, tan real que sintió que otra vez lohabían transportado de vuelta al sueñocon algún sortilegio demoníaco…

Veía a Saladino con el cuerpo

ensangrentado y lleno de heridas,clavado en una cruz mientras uncenturión romano, un soldado con sumismo rostro, le clavaba al torturadouna lanza en el costado.

Y entonces oyó el eco de la voz desu padre retumbando por todo elGólgota: «No puedes luchar por Él,

hijo mío, él ya ha vencido».Ricardo alzó la visa hacia Saladino

que lo contemplaba desde la cruz conun mirada llena no de odio o reprochesino de dulce compasión. La mujer delrostro cubierto con un velo arrodilladaa los pies de la cruz, la dama que sabíaque era la Virgen María, también loestaba mirando. El velo cayó al suelo yvio que su rostro cubierto de lágrimasera el de Miriam…

Ricardo se quedó paralizado,

incapaz de moverse y, cuando sus ojosse desviaron involuntariamente hacia lamuchacha, Saladino aprovechó sudesconcierto y atacó: a increíble

velocidad para un hombre de su edad, seabalanzó sobre el rey y le arrebató laespada de la mano con un golpe fuerteque hizo que esta saliera por los airespara ir a caer al otro lado de la estancia.Mientras sus hombres contemplabanhorrorizados cómo de pronto se habíancambiado las tornas, Ricardo Corazónde León se quedó allí de pie con lacimitarra de su rival apoyada en lagarganta.

Contempló aquellos ojos negros demirada profunda del sultán sin ningúnmiedo. Por fin estaba preparado para eldesenlace.

—Matadme y acabemos de una vezcon esta guerra.

Vio al sultán desviar la mirada haciala hermosa prisionera, a la que todavíaestaba sujetando uno de los soldadospero que había dejado de forcejear yentonces, como si no tuviera ni quepensárselo dos veces, Saladino bajó laespada y la lanzó al otro lado de lahabitación. La cimitarra fue a caer sobreel arma de Ricardo con un estruendosorepiqueteo.

—No es propio de reyes pelearsecomo dos perros rabiosos —sentencióigual que un maestro que enseña unaúltima lección fundamental a undiscípulo.

Saladino extendió el brazo haciaMiriam tendiéndole la mano. El guardia

miró a su rey con una expresión de totalconfusión en el rostro, pero este asintiócon la cabeza indicándole que la dejarair y ella corrió a los brazos de susalvador.

El sultán se volvió entonces denuevo hacia el Corazón de León.

—Ninguno de los dos puede ganaresta guerra —afirmó con rotundidad—,ambos lo sabemos. Acabemos con estode modo que no haya másderramamiento de sangre. —Hizo unapausa y adoptó una actitud grave—. Elmundo no debería perder más hombrescomo William.

Al oír mencionar a su difunto amigo,por la mente de Ricardo pasó un

episodio final de la visión… Uno de los discípulos que estaba

postrado ante Cristo se volvió hacia élcon el rostro extrañamente rebosantede calma y perdón.

Era el rostro de William. … El joven rey lo comprendió por

fin.—Así sea —accedió al tiempo que

hacía una leve reverencia.Cuando esas dos simples palabras

de aquiescencia brotaron de sus labiospara ratificar la tregua sintió como si sequitara un peso enorme de encima, unacarga que siempre le había estado

aplastando el alma pero de cuyapresencia nunca había sido consciente.El insoportable peso de la Historia sehabía esfumado y Ricardo Plantagenetpodía volver a ser humano.

Saladino asintió con la cabeza y, alverlo hacer ademán de abandonar elescenario de aquel episodio final de lainterminable contienda, los hombres deRicardo se pusieron en movimiento paraimpedírselo, pero su señor alzó la manoen señal de que se detuvieran. Losconfundidos soldados retrocedieronunos pasos y el sultán y su amadaMiriam echaron a andar hacia lalibertad.

Saladino se volvió para sonreír a su

enemigo una última vez y Ricardo seoyó a sí mismo diciendo unas palabrasque nunca se habría podido imaginardirigiendo a un sarraceno:

—En otra vida, podríamos habersido hermanos.

Los ojos del sultán lanzaron undestello, tomó la mano de Miriam y se labesó suavemente al tiempo que posabala mirada en aquellos ojos verdes uninstante para luego volverse haciaRicardo Corazón de León, su peorenemigo, con una sonrisa en los labiosque parecía irradiar la luz de mil soles.

—Tal vez en esta vida ya lo seamos.

Epílogo

Jaffa2 de septiembre de 1192

Maimónides contemplaba en la llanurade Jaffa una escena que nunca habríaimaginado: los dos ejércitos seguíanacampados a ambos lados de la granplanicie pero ya no había flechassurcando el cielo sino miles de soldadosde ambos bandos en posición de firmesante una inmensa plataforma de maderade cedro que se había construido

apresuradamente durante los últimosdías de las negociaciones.

Las espadas estaban envainadas; noproyectaban ninguna sombra ese día.

Los representantes de las dosfacciones enfrentadas habían planificadocon sumo cuidado la ceremonia paraconceder honor y dignidad equivalentesa los líderes de ambas. El solresplandecía di rectamente sobre suscabezas pero el terrible calor de agostohabía dado ya paso a los cálidos rayosde septiembre; una suave brisa soplabadesde la costa donde la flota de losfrancos se preparaba para levar anclas yemprender el largo viaje de vuelta aEuropa.

Ricardo y Saladino estaban de pieuno al lado del otro, a poco más de trespalmos de distancia, los dos vestidoscon atuendo militar de gala. El Corazónde León portaba una resplandecientearmadura que probablemente jamáshabía usado en el campo de batalla; elsultán, en cambio, se había empecinadoen lucir la abollada y gastada coraza decota de malla de escamas que le habíasalvado la vida a lo largo de los añospero, en atención a la transcendencia delmomento, había estrenado un turbanteverde y una manto gris con el águila desu insignia estampada en él. Saladino leestaba diciendo algo a Ricardo en vozbaja que hizo que el rey soltara una

sonora carcajada; nadie que noconociera la historia de amargosenfrentamientos que los unía habríadudado que eran grandes aliados,desempeñando el gobernante de másedad el papel de figura paterna para eljoven de cabellos dorados sobre cuyacabeza había recaído el peso de liderara una nación.

El sultán miró a Maimónides y, paradeleite del rabino, su viejo amigo lededicó una cálida sonrisa: la brecha quehabía surgido entre ellos aún no se habíacerrado del todo pero el anciano doctorconfiaba en que ahora que habíaterminado la guerra acabaríanrecuperando la intimidad que

compartían antes. Si lo mismo era ciertosobre la relación de su amada sobrina yel soberano, eso no habría sabidodecirlo.

El anciano miró a Miriam, que seencontraba de pie al lado de Saladino,resplandeciente con una túnica debrillante seda azul y la cabeza cubiertacon un velo que lanzaba rutilantesdestellos, pues estaba decorado condiamantes auténticos cosidos en la tela.El rabino sintió una punzada en elcorazón: no sabía lo que el Destino ledepararía a la joven, ni creía que ellamisma lo supiera; esta se había negado ahablar con su tío de Saladino cuando sehabían vuelto a encontrar por fin entre

sollozos después de su increíbleliberación; lo único que la muchacha lehabía dicho era que se marchaba devuelta a El Cairo con la bendición delsultán, pero no se había mencionado lacuestión de si Saladino tenía planes deir a reunirse allí con ella, tal y comohabía prometido que haría en presenciadel rabino un tiempo atrás, ni el ancianodoctor había querido insistir en aquellacuestión. No obstante, al reparar en lasmiradas tiernas que intercambiabanambos, Maimónides supo —y aceptó—que el vínculo que unía sus corazonespermanecería, incluso si no podían estarjuntos conforme a las leyes de Dios ylos hombres.

Detrás del soberano musulmán seencontraba una hermosa criatura pálidade cabellos dorados que el rabino habíasabido era la hermana de Ricardo,Juana. La princesa le estaba diciendoalgo al oído a Al Adil, el hombre con elque había estado a punto de casarse enun intento desesperado por poner fin aaquel horrible conflicto. Corrían losrumores de que al guerrero kurdo lohabía halagado tanto que la hermosamuchacha hubiera estado dispuesta acompartir con él su cama para lograr asíla paz que la había comenzado a cortejaren secreto. Maimónides por lo generalno solía dar mayor crédito a lasmurmuraciones en lo que a los devaneos

amorosos de los nobles respectaba pero,al ver a la bella joven soltar una risita ysonrojarse por algo que el tosco Al Adille había susurrado al oído en su precariofrancés, lo asaltó la duda.

La ceremonia estaba a punto decomenzar y todas las miradas se posaronen el patriarca de Jerusalén, que seacercó a la mesa de roble situada en elcentro de la plataforma tras la que seencontraban Ricardo y Saladino. Antelos monarcas, había sobre la mesasendos documentos en árabe y francés enlos que se detallaban los términos deltratado. Heraclio les entregó a amboslas correspondientes plumas para lafirma y procedió a leer el acuerdo de

tregua en voz alta para beneficio de losmiles de asistentes a la ceremonia. Lavoz del sacerdote resonó por toda lallanura con tal fuerza que Maimónidesse preguntó si Dios no habría adaptadolos vientos para que estos llevaran lasnoticias de la triunfal proclamación depaz por todo el mundo.

Mientras el patriarca leía, el rabinorecorrió con la mirada los rostros de losnobles que se encontraban sobre laplataforma: nacidos en extremosopuestos del mundo, la vida los habíareunido en aquella tierra extraña queparecía sacar lo mejor y lo peor del serhumano; el Destino había querido quesus caminos se cruzaran y ellos habían

elegido liberarse de los grilletes de laFortuna para empuñar con sus propiasmanos la pluma de la historia y escribircon ella un rumbo nuevo para sí mismosy sus respectivas naciones. Aquelloshombres y mujeres se habían apartadode las sendas tradicionales de la guerray la enemistad y ahora entraban juntos enun territorio desconocido dirigiéndosehacia un destino incierto; no sabían loque les esperaba al emprender la marchaen dirección al horizonte de los tiempos,pero sí estaban todos convencidos deque no podían volver la vista atrás haciaun pasado lleno de dolor y barbarie.

Y así fue cómo los dos señores de laguerra se reunieron ese día en la llanura

de Jaffa como señores de la paz. Latregua no era una victoria para ningunode los dos bandos y, sin embargo, lo erapara ambos. Los musulmanes y losjudíos retendrían el control de Jerusalén;los cristianos controlarían las ciudadescosteras. Era un acuerdo imperfectopero ¿qué otra cosa cabía esperar dehombres también imperfectos comoellos? Aquella era una lección deperdón y capacidad de ceder que elrabino confiaba en que recordarían tantolos hijos de aquellos nobles como loshijos de los hijos, aunque mucho setemía que el Dios de la ironía tuviera enla reserva unas cuantas vicisitudes ysorpresas más para Tierra Santa que élno era capaz de anticipar en ese

momento.Claro que tal vez se equivocaba…

Quizá los tiempos de guerra se habíanacabado definitivamente para Jerusalén.Pudiera ser que la Ciudad Santa dejudíos, cristianos y musulmanescumpliera por fin con su destino de serMorada de Paz.

Sala al Din ben Ayub y RicardoCorazón de León firmaron por fin eltratado tras su lectura poniendo así fin ala tercera cruzada y, mientras el ecoatronador de miles de aplausos seextendía por toda la llanura al tiempoque los vítores y gritos de júbiloascendían hacia los cielos, los dosguerreros de Dios salvaron el abismo

que separaba sus civilizaciones y sedieron la mano.

Nota del autor

PESE a estar basada en hechoshistóricos, esta es una novela de ficción.Los lectores que deseen profundizar enlos personajes de Saladino y RicardoCorazón de León deberían consultar lasnumerosas obras de referencia que sehan escrito sobre estos dos personajesesenciales de la Historia. Uno de loslibros más antiguos que todavía se editasobre la tercera cruzada es Saladin andthe Fall of Jerusalem de Stanley LanePoole: publicado por primera vez en1898, Greenhill Books lanzó una

reimpresión de este clásico en 2002 yesta sigue siendo hoy una de las obrasfundamentales y de mayor rigoracadémico sobre la historia de esteperiodo. Otros libros más recientessobre los fascinantes personajescentrales de este relato son Lionhearts:Ricardo I, Saladin and the Era of theThird Crusade de Geoffrey Regan;Guerreros de Dios: Ricardo Corazónde León y Saladino en la TerceraCruzada de James Reston Jr.; Saladin:The Politics of the Holy War deMalcolm Cameron Lyons; D.E.P.Jackson también es una fuentemaravillosamente detallada sobre lavida del gran héroe musulmán y elmundo en que vivió y gobernó. Para

conocer un testimonio de primera manosobre la vida durante el reinado deSaladino, los lectores pueden acudir aThe Book of Contemplation: Islam andthe Crusades de Usama ihn Munqid, unaobra autobiográfica escrita en el siglodoce por un aristócrata de la corte deSaladino y publicada por PenguinClassics.

A quienes deseen saber más sobre lahistoria de las cruzadas en general, lesrecomiendo que consulten Historia delas Cruzadas de Steven Runciman, unaobra magistral de gran popularidaddesde la década de los cincuenta. Unescrito académico más reciente quetambién ha recibido una gran acogida es

Las guerras de Dios: una nuevahistoria de las cruzadas de ChristopherTyerman. Por su parte The FirstCrusade: A new History de ThomasAsbridge se centra en los orígenes delconflicto entre cristianos y musulmanescuyo impacto perdura hasta nuestrosdías.

Muchos lectores acostumbrados aconcebir la historia de las cruzadasdesde un punto de vista occidental talvez encuentren interesantes varios librosque relatan los mismos acontecimientosdesde la perspectiva del otro bando. Lascruzadas vistas por los árabes de AminMalouf y Arab Historians of theCrusades de Francesco Gabrielli

ofrecen una perspectiva muyesclarecedora sobre cómo se percibenlos acontecimientos de esa época a ojosde los musulmanes.

Quienes sientan interés por la figurade Maimónides, el gran rabino quesirvió como consejero personal deSaladino, tienen a su disposición grancantidad de libros. Maimónides: TheLife and World of One Civilization'sGreatest Minds de Joel L. Kraemercapta de manera excelente lapersonalidad e impacto de este granpensador judío. Maimónides deAbraham Joshua Heschel ofrece unaexplicación de por qué el rabinocontinua siendo a día de hoy una figura

fundamental de la identidad judía. Ypara aquellos que deseen leer las obrasdel Rambam mismo, Guía de perplejosde Maimónides se encuentra disponibleen toda una serie de formatos yediciones traducidas del árabe original.

Los lectores que sientan fascinaciónpor Jerusalén encontrarán que la obra deKaren Armstrong Historia deJerusalén: una ciudad y tres religionesinvestiga el mágico poder que estaciudad ha ejercido sobre la Humanidada lo largo de los siglos. Otra obraexcelente que explica la historia eimportancia de esta ciudad santa esJerusalem: city of Longing de SimonGoldhill.

Quienes tengan conocimientos deHistoria reconocerán que me he tomadounas cuantas libertades con los hechoshistóricos en sí a la hora de escribir estelibro. Varios de los personajes soncompletamente ficticios. Miriam,William Chinon y la sultana Yasmin sonproducto de mi imaginación, aunque heintentado que parezcan lo más realesposible en el mundo en que los proyecto.Miriam simboliza el fuerte espíritu desupervivencia del que ha dado muestrasla comunidad judía a lo largo de lossiglos y su relación con Saladinopretende explorar la intimidad queexistió en otro tiempo entre musulmanesy judíos, previa a los recientes

conflictos en Oriente Medio. Elpersonaje de William se basa en parteen el de lord William Marshall, uno delos caballeros más importantes del reyRicardo, y es un intento de plasmarcómo un cristiano comprometido habríavisto los horribles acontecimientos delas cruzadas que durante siglos hanmancillado la reputación de la Iglesia.En cuanto a la sultana Yasmin, se sabepoco de las esposas de Saladino, lo queme ha brindado la oportunidad de crearun personaje memorable que representael tremendo poder que las mujeres delharén ejercían en realidad en las cortesreales musulmanas.

A quienes no estén familiarizados

con los acontecimientos, algunos pasajesde mi historia les parecerán pura ficcióny sin embargo son acontecimientosfidedignos: la caballerosidad deSaladino era ensalzada tanto porcristianos como por musulmanes yepisodios como la decisión de enviar unmédico para salvar la vida de Ricardo yel regalo del caballo en medio de labatalla han quedado registrados por loshistoriadores. El carácter de Saladinoera ciertamente increíble y sigue siendouno de mis héroes favoritos a títulopersonal; su honor y su generosidadhacia sus enemigos representan unanobleza de alma que rara vez seencuentra entre los políticos y loslíderes de nuestros días, y espero haber

captado la esencia de ese espíritu.Mi retrato de Ricardo Corazón de

León, por otro lado, tal vez disguste aalgunos lectores acostumbrados a verlobajo el prisma del héroe. Ricardo siguesiendo una figura permanente de lacultura popular occidental porque se levincula con las legendarias hazañas deRobin Hood y, sin embargo, el Ricardode la historia es un personaje mucho másoscuro que el que se nos presenta enesas fantasías heroicas: eraprofundamente antisemita, hasta el puntode prohibir a los judíos asistir a sucoronación y, cuando los líderes de esacomunidad cometieron el error depresentarse en la corte con presentes en

honor del nuevo soberano, ordenó quelos desnudaran y los azotaran. Labrutalidad de Ricardo durante lascruzadas, sobre todo la ejecución pororden suya de casi tres mil rehenesinocentes en Acre, empañan losesfuerzos de cualquier historiador pormostrar una imagen positiva delpersonaje.

Y su crueldad fue en última instanciala causa de su caída: después deabandonar Palestina para regresar aEuropa, fue detenido y encarcelado enAustria por nobles rebeldes hasta que sumadre Leonor de Aquitania, logró suliberación en 1194. Entonces regresó asu Francia natal donde siguió

enfrentándose a sus enemigos. En marzode 1199 aplacó una revuelta lideradapor el vizconde de Limoges, sembrandola desolación al quemar la tierra querodeaba el castillo de este. Su ataquecontra el mal defendido castillo delmismo nombre resultaría ser el últimoacto de su orgullo desmedido, puesRicardo fue alcanzado por una flechalanzada por un joven arquero al quehabía retado a que disparara y la heridale acabó causándole la muerte el 6 deabril de 1199. Ricardo Corazón de Leónfue según todas las fuentes un valerosoguerrero, pero también un hombreorgulloso, cruel y a menudo insensato, yconfío en que mi caracterización del reyse juzgue en ese contexto. En muchos

sentidos, he intentado presentarlo comoalguien aquejado de más conflictosinternos y mayor complejidad de la quele atribuye la Historia, simplementeporque los personajes del villanounidimensional me parecen pocointeresantes.

En contraste con lo anterior,Saladino es famoso en todo el mundoislámico como un ejemplo perfecto demoralidad y justicia, así que entiendoque tal vez a algunos musulmanes lesresulte ofensiva mi decisión dedescribirlo como alguien con sus fallosy sus debilidades, sobre todo al hilo dela historia de amor que he inventado. Sinembargo, no pido disculpas por estas

licencias poéticas: como musulmánpracticante, creo que sólo Dios esperfecto, y me parece extremadamentepeligroso (y poco acorde con el islam)colocar a ningún ser humano en unpedestal, ensalzándolo como infalible.El legado de honor de Saladino hablapor sí sólo y, aun con todo, siguiósiendo un hombre, y no creo que lehubiera gustado que se lo convirtiera enuna figurita de santo de plástico. Midecisión de mostrarlo como un serhumano complejo y con defectos,espero, conseguirá centrar la atención enlo majestuoso de su alma y susincreíbles logros. Saladino fue uno delos pocos hombres de la historia queconsiguió él solo cambiar el mundo. Su

muerte el 14 de marzo de 1193, a lospocos meses de que la armada deRicardo zarpara, sumió a todo OrienteMedio en una profunda tristeza. Durantelos preparativos del funeral sedescubrió que había donadoprácticamente toda su fortuna a obrasbenéficas y no quedaba dinero suficientepara pagar el entierro. Al final, Saladinofue enterrado en el jardín de la mezquitade los omeyas en Damasco, donde siguesu tumba.

Mi esperanza al escribir este librono sólo era dar vida a estaspersonalidades y acontecimientosfascinantes, sino también animar a loslíderes modernos a que reflexionen

sobre las lecciones que las cruzadasofrecen para nuestros días. En un mundotodavía desgarrado por el conflictoreligioso, las guerras santas y el terror,todo en el nombre de Dios, tal vezlogremos encontrar en nuestro interior lacapacidad de transcender el pasado.Quizá consigamos ver más allá de lasetiquetas de judío, cristiano y musulmánpara mirar a nuestros adversarios alcorazón y, si somos sabios, puede quenos demos cuenta de que, al final, nosomos más que espejos los unos de losotros. Aquellos a los que amamos —yodiamos— son simplemente un reflejode nosotros mismos.

A mis lectores, les deseo paz.

Agradecimientos

ESTA novela tiene una historia larga yespecial. Pese a ser mi segundo libropublicado (después de La mujer delProfeta), lo escribí antes. El manuscritofue en su origen un guión de cine queescribí poco después de los terriblesatentados terroristas del 11 deseptiembre de 2001. Quería profundizaren la cuestión de la Guerra Santa y elfanatismo religioso desde unaperspectiva histórica y la terceracruzada estaba plagada de leccionesaplicables a nuestros días. El guión

original atrajo mucho interés enHollywood pero el visionario directorRidley Scott se me adelantó con su cintaEl reino de los cielos, así que, una vezresultó evidente que quedaría totalmenteeclipsado por la superproducción deScott, lo convertí en una novela. Acabéel manuscrito en agosto de 2003 y luegome pasé cuatro años intentandoencontrar alguien que lo publicara, perono conseguí más que una larga ydescorazonadora serie de cartasrechazando la oferta.

Y entonces, en mayo de 2007, mepresentaron a Rebecca Oliver, unaagente literaria de Endeavor (ahoraWME Entertainment). Yo había entrado

en contacto con la agencia hacía pococomo guionista y mi agente detelevisión, Scott Seidel, me prometióque le pasaría el manuscrito a su colegaRebecca. Scott cumplió su promesa yconvenció a una Rebecca reticente paraque le echara un vistazo a la narraciónépica de un escritor novel sobre lascruzadas.

Para entonces, yo ya había recibidotantas negativas que tenía muy pocaconfianza en que Rebecca fuera aresponder en sentido positivo, peromilagrosamente lo hizo y el resto eshistoria.

Mi agente, Rebecca Oliver, haconseguido sin ayuda de nadie convertir

a un escritor desconocido en un autorpublicado con lectores repartidos portodo el mundo y, por eso, le estoy másque agradecido. Fue la primera personaque creyó en mí y su compromiso con mitrabajo ha cambiado mi vida parasiempre.

Hay otras personas, por supuesto, alas que les debo el más profundo de losagradecimientos: a Scott Seidel porenviar la novela a Rebecca yconvencerla de que la leyera; a SuzanneO'Neil, que fue quien en un primermomento compró los derechos paraSimon & Schuster y diseñó el acuerdoincluyendo dos libros que llevaría a lapublicación de La mujer del Profeta

junto con esta novela; a Peter Borlandpor sus sabios consejos y orientacióncomo editor y amigo; a RosemaryAhearn por la detallada labor deasesoría editorial que ha realizado conmis manuscritos; a Nick Simonds por suinfatigable apoyo y entusiasmo; a JuditCurr y su gente increíble de AtriaBooks, que han defendido mis librospese al difícil clima político que se viveen el mundo en la actualidad.

Y, especialmente, quiero darle lasgracias a mi familia: a mis hermanasNausheen y Shaheen, ambas con grantalento para la escritura y que mealentaron para continuar adelante con lanovela, y a mis padres que me animaron

a seguir al corazón, incluso cuando elcamino se volvía confuso y hastaaterrador en ocasiones.

Y, por último, quiero darte lasgracias a ti. Un autor sin un lector no esmás que un soñador solitario. Este librolo he escrito para ti. Gracias por hacermi sueño realidad.

Fin Primera edición: Enero de 2012

Título original: Shadow of the Swords© Kamran Pasha, 2010

© Do la traducción: Griselda Cuervo,

2012© La Esfera de los Libros

ISBN: 978—84—9970—284—1

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