Ayer Lo Supe
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Ayer lo supe
Ruth María Ramasco
Yerba Buena, 11 de enero de 2014
Ayer, al conversar con Sebastián, entendí un poco más mi vida, mis afectos, mi historia. Porque
no pude sino recordar que tuve que ver con Pedro, su hermano, durante casi diez años. Sin
amor, con cercanía y amistad, con sexo. En ese inmenso mundo en el que recogemos las
debilidades de los demás sin juzgarlas, sin atender a nada más allá que a ellos mismos; en las
entrañas, a veces tan torpes, de una compasión infinita. O quizás sólo ahogada en las
tormentas y heridas que me pertenecían. O quizás ambas cosas.
El encuentro con Sebastián había sido casual: una larga espera para pagar boletas de servicios.
El abrazo fuerte y la conversación llana, sin obstáculos ni protocolos previos a la intimidad.
Uno a uno, fuimos pasando revista a la vida de sus hermanos. ¡Sólo uno tranquilo, con una
vida serena, sin apuros económicos, con felicidad! Aquel al que no crió su padre, sino un tío
que lo llevó a su casa. El que pudo apartarse de sus mil historias de infidelidad, en las que
todos los demás hermanos quedaron enredados. Algunos, hasta ya muy entrada la vida; otros,
seguramente para siempre. No hablamos del que murió. No me di cuenta en ese momento, no
sé por qué. No sé porqué no hablamos de Francisco y su trágica muerte.
― ¿Y Pedro? ¿Cómo anda? ― le pregunté, sin ansiedad, tal vez porque jamás fue para mí el
amor.
― ¡Bien! Anda muy bien.
― ¿Cuántos hijos tiene? ¡Deben ser como cinco o seis, me imagino!
Sebastián se rió, como si viniera de largos caminos sin asombro: ― ¡No! Creo que son once ya.
― ¡Once! ―creo que, incluso viniendo de Pedro y sus mil historias de mujeres, me asombró―
¿Cómo hace para mantenerlos?
― ¡Es que ese es el problema! Pero vos sabés cómo es Pedro. Todos lo quieren en su trabajo,
la gente siempre se lleva bien con él.
Sí, yo conocía de miles de maneras la fascinación que Pedro ejercía sobre la gente en general y
sobre las mujeres en particular. La sonrisa permanente, la docilidad frente a las iniciativas de
otros, la disposición para ayudarte en cualquier asunto concreto. Hasta había llegado a ver
jefes ásperos, de una dureza que colindaba con la crueldad, sucumbir frente a su delicadeza y
su sentido de la fragilidad humana. Porque ese era uno de los componentes de su magia:
conocía la fragilidad y no mentía en los gestos concretos. Jamás dudaba en ayudar a alguien:
un niño sin zapatillas, un automovilista tirado en la ruta con su auto averiado, una anciana
enferma, un pariente, un amigo, un desconocido. Allí donde había fragilidad y necesidad,
Pedro tendía sus manos y su sonrisa. Nadie lograba odiarlo; su ternura se metía en el alma de
cualquiera. Porque de una extraña manera, su ternura hacia los hombres y sus debilidades era
verdad.
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La fascinación que ejercía sobre las mujeres tenía mucho de eso. Una combinación irresistible:
una inmensa ternura y una inagotable sexualidad. Esa ternura que las mujeres anhelamos (o
tal vez no sólo las mujeres sino los seres humanos sin más), como si se tratara de dos brazos
que siempre estuvieran dispuestos a recogerte y a rodearte. Y de ese rodeo cálido y suave, de
esa brisa que apenas era perceptible a la mirada, que apenas movía alguna rama liviana y sus
hojas pequeñas, de ese rodeo de sonrisas y palabras suaves, llegabas al beso y la caricia, casi
tímidos, y de repente la dureza de su cuerpo en tu cuerpo, y de repente la invasión, el frenesí,
el vigor incomparable que no cesa. Sí, conocía a Pedro. A Pedro que te pedía que lo acercaras a
tal dirección, para descubrir después que iba a ver a otra mujer; a Pedro que saludaba a una y
a otra y luego sabrías que todas habían sido sus amantes. A veces, tenía cinco o seis historias
diferentes a la vez; a veces, más. Casadas, solteras, divorciadas; jóvenes, adultas. Ninguna se
enojaba con él. Todas sonreían ante sus infidelidades como frente a un niño que todavía no
sabe cómo hacer bien las cosas, ni la vida. Como si no pudiera resistirse al llamado de una
mujer; como si quienes lo conociéramos fuéramos llamados a compadecernos de su fragilidad.
O hasta de sonreír frente a ella, como si la ternura que fluía de él te llevara a que nada pudiera
parecerte malo, ni siquiera lo que era inaceptable de miles de maneras, ni siquiera tu propia
indignidad.
Durante un largo tiempo, no dejó embarazada a nadie. Después se olvidó de ello. ¡Once hijos!
Era más acorde con su ceguera frente a las consecuencias de sus actos. O a su desposesión. Tal
vez esto sea más cierto que la ceguera. Rara vez he conocido a alguien menos preocupado por
tener nada; podía regalar cualquier cosa que estuviera en sus manos o vivir casi sin dinero.
Muchos años después llegué a pensar que no podía sentir nada como propio. Ni siquiera su
querer. Menos que nada su querer.
No pregunté de cuántas mujeres. Sé, con absoluta certeza, que sus once hijos debían provenir
de muchas historias. He tenido algunos otros amigos parecidos a él. Pero ninguno tan parecido
a lo más hondo de mis deseos y mis rechazos. Aunque no; más hondo fue el amor. Pero Pedro
era la imagen de todo lo que durante años sin fin me había impedido amar. Un espejo cuya
imagen sustituía el amor.
Al mirar a Sebastián, al abrazarlo en el cerco cálido de la mirada y la sonrisa conocedora de una
hermana, supe que él también, a su medida, padecía la misma dolencia. Más pequeña, ya casi
alejada de su vida, pero a sabiendas de que aún podía vencerlo y arruinar su felicidad de
ahora. Le dije sonriendo, sin temor a equivocarme: ― ¡No hagás vos tampoco macanas,
querido! Y si las hacés, ¡sacá rápido los pies de ahí!
Se rió, sabedor de su verdad y sus miedos. Y recordamos a su padre, que de muchas maneras
fue también el mío; a su simpatía sin fronteras, a todas las mujeres que presentó a sus hijos, al
amor que siempre le tuvieron, a la absoluta imposibilidad de enojarse con él. Sólo vi enojado al
hermano que murió; sólo a él le oí gritar el daño y la tristeza. A él, que cayó joven, enfermo,
herido de muerte por la vida. Conmigo ninguno tenía secretos. Pedro era mi amigo, mi
hermano, y eso era verdad, así como era verdad su ternura. El sexo entre nosotros no contaba
frente a ellos. Además, a veces pasábamos años enteros sin tocarnos. Eso dejaba a los demás
una impresión de amistad que nunca fue del todo falsa. No sé si sabían o no algunos de los
vericuetos fogosos de nuestra historia común; supongo que sí, porque conocían a su hermano.
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Pero en verdad yo era más su hermana, su amiga, y ellos, por ende, los míos. Siempre pudimos
conversar. Con todos; con los seis hermanos varones, casi todos parecidos.
Recordamos con Sebastián a su padre y la nostalgia nos arrasó las palabras: ― ¡Qué difícil
sacarse su marca del alma! ¡Qué difícil no amarlo!
Lo dije desde mí, porque también lo quise como a un padre; a sabiendas del daño, a sabiendas
del grito amordazado de sus hijos. Recordé, a solas y sin volverlo sonidos, su rostro destrozado
por la culpa: Sólo una vez lo vi así; la única vez que intentó librarme del daño que Pedro me
causaba. Recuerdo haberlo mirado, con mis ojos que conocían otros pozos de tristeza, esa que
era mía, esa que no provenía de ninguna otra vida, ni siquiera de la de Pedro. Supe que se
estaba viendo a sí mismo, a todo lo que había ocasionado en sus hijos. Tuve pena por él,
aunque después esa mirada se volvió a cerrar, aunque lo volví a ver seducir a otras mujeres.
No compartí ese recuerdo con Sebastián. ¿Para qué? Ese era mío.
Entendí muchas cosas de esa desolada ternura que sentía por Pedro. Entendí que en él busqué
y hasta encontré el rostro perdido de mi padre, sus historias a medio narrar en las comidas, sus
ausencias y sus risas; la intensidad de su mirada frente a un rostro, un cuerpo, un llamado.
Entendí también por qué había arruinado el amor al encontrarlo. No en Pedro; en otro, al que
conocí mientras él era mi amigo. Nos habíamos deslumbrado al vernos, la primera vez, como si
no pudiéramos separarnos nunca más. Cruzamos dos palabras, a las apuradas; yo, parada al
costado de Pedro; Martín, su compañero de trabajo. Al volver a casa recibí su primer llamado.
Para vernos, ya, ese día. Y de ahí en más casi todos los días, hasta que su mano comenzó a
mezclar sus dedos con mis dedos. Seguíamos hablando de cualquier cosa, prendidas nuestras
manos. Hasta que empezamos a besarnos sin decirnos tampoco nada. Como un suave tobogán
donde sólo nos deslizábamos sin saber hacia dónde nos llevaba. Reíamos, conversábamos, con
los cuerpos tensos de deseo. Un día discutimos por alguna estupidez. O quizás no lo era.
Porque a veces el amor se empantana, se empaca, como un animal desatado que no aguanta
su fuerza. Como un animal que no quiere ser llevado a ningún lado. No, no son una estupidez
los terrenos barrosos donde el amor se hunde o se detiene. El motivo, tal vez lo sea; pero la
fuerza que se apodera de éste; la fuerza que lo paraliza, lo descoyunta, lo destaja... no, esa
fuerza es un remolino que succiona. No, no son una tontería las ciénagas donde se extravía el
amor.
Salí a comer con Pedro; tranquilos, porque hacía meses o un año que nada había entre
nosotros, fuera de la amistad. Pero yo estaba triste y extrañaba el amor del que amaba. Lo
extrañaba tanto que quería morir de la tristeza. Entonces hice lo que ahora supe que yo hacía:
arruiné el amor, alejé el amor sin miramientos. Dejé que de nuevo la ternura abriera los
recintos de mi cuerpo y recibí el cuerpo de Pedro dentro del mío. Porque no era el amor, sino
mi amigo. O mejor sería decir: porque no quería amar a quien ya amaba. O peor sería decir:
porque me prohibí el amor y encontré cómo hacer para alejarlo. O estaba aún cautiva de mis
miedos y Pedro era su rostro, mi carcelero, mi celda, su desmañado regazo. En ese entonces,
mi miedo era aún más cercano a mí misma que el amor. Me reconocía a mí misma más en él
que en el rostro y las manos que ya amaba.
[4]
Cuando terminamos de hacer el amor, me largué a llorar, a los gritos casi. Pedro no entendía
nada. Jamás había llorado; siempre suelto la risa cuando el placer me habita. Logré decirlo,
decírselo, decírmelo: ― ¡Estoy enamorada! ¡Estoy tan enamorada de Martín!
Logré decirlo cuando ya había alejado el amor, cuando ya había logrado oponerme al amor con
toda la fuerza de mi cuerpo. Pedro me consoló, como hermano que era de mi tristeza, de mis
cadalsos. O como el compañero de una celda contigua, también servil a sus fantasmas,
también prisionero de sus miedos. Sólo nombrar el amor cuando se ha ido; sólo vivir el amor
en la tristeza.
Al día siguiente, le conté a Martín lo que había pasado. Todavía recuerdo el desamparo de su
rostro, su boca estremecida. Nunca más pudo seguir amándome: ― ¡No puedo! ―me decía,
desolado― Yo iba hacia vos y de repente, nada. No puedo.
Seguimos un tiempo juntos, rozándonos, odiándonos. Hasta que un día hablamos por teléfono
sobre un libro: ― Dejalo ahí ―me dijo― O entregalo en la oficina.
Nunca más lo llamé, nunca más me llamó. Una vez lo encontré en la calle. Sabía que había
tenido un problema insostenible en su trabajo. Me lo contó a borbotones en una esquina, sin
que yo hubiera preguntado nada. Le pregunté: ― ¿Querés que conversemos?
― No ―me dijo― No quiero conversar.
Aunque esa larga media hora o una hora parecía indicar lo contrario. Pero no, no quería y yo
ya no tenía fuerzas para pelear. Me dijeron muchas veces que parecía loco. No tengo la
vanidad de creer que fue por mí. Sé de las horas duras que le tocaron en la vida.
Dieciocho años más tarde lo encontré. En el mismo lugar que el primer día. Yo entraba, él se
dirigía a la puerta. Conversamos unos minutos sobre lugares, trabajos, destinos. Cada uno
retomó su dirección. Entré a la oficina lo más rápido que pude e hice todo urgida y sin
esperanza. Sólo una ansiedad que me destrozaba. Salí, esperando el vacío de la calle y su
ausencia. Martín entraba: ―No podía irme. Vos estabas reteniéndome.
Lo miré sin saber qué hacer. Porque eran dieciocho años y ninguno de los dos había buscado al
otro jamás. Me sonreí, hice de cuenta que era una broma. Él también. Y nos dejamos ir el uno
al otro. Porque aún no sabía por qué no había podido amarlo y entregarme, tranquila, sin
porfías, sin engaños. Porque cada día que no había llamado me dolía aún en todo el cuerpo. De
Pedro, había sabido un tiempo más, mil líos de mujeres, mil promesas rotas, un poco de
amistad, un poco de consuelo. Algo de sexo, a veces, pero sin pensar en amarlo. Como un
movimiento aprendido del cuerpo, como una piedra que sigue rodando por la fuerza de la
pendiente. Hasta que ya no tuvimos nada para conversar, nada para compartir, ni siquiera el
sexo. Y dejamos de vernos, suavemente, sin palabras, sin enojos, sin razones. ¿Si Martín amó a
otras? Supongo que sí. ¿Si yo tuve a otros en mi vida? Los tuve, a alguien amé, a alguien perdí.
¿Si nos olvidamos el uno al otro? Creo que sí. No es posible vivir dentro de tanto dolor y tanta
ausencia. La vida se desliza, te empuja, te llama hacia refugios y resguardos. O incluso hacia el
amor.
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Pero cuando ayer encontré a Sebastián y conversamos, supe por qué. Supe por qué golpeo al
amor cuando aparece. Pedro era sólo un recuerdo tibio, el rostro de un hermano de mi pena y
mi miedo, el rostro de mi padre y de su ausencia. Así como él no podía alejarse del amor a su
padre, aunque hubiera muerto, aunque lo conociera. Tampoco sus hermanos pudieron. Me di
cuenta que había agarrado las manos y el cuerpo de Pedro, tan hermano mío en el sexo y la
angustia, para no tener que abandonar el nido de mi padre. Para no ser adulta, para eximirme
de la tarea ardua del amor y sus luchas. O de su alegría, en la que no podía creer. El había sido
sólo mi gemelo, mi espejo, el guardián de mis sombras, mi refugio. Cuando perdí a Martín,
cuando perdí el milagro de vernos y reírnos, cuando dejé que el olvido cubriera como un yuyo
las noches enteras en las que no dormí por oler el perfume de su mano en mi mano, Pedro fue
como una espada que pude volver a guardar en su vaina, pues ya había logrado la sangre que
buscaba. La guardé lentamente, como para ni siquiera mirarla y darme cuenta; la guardé
desolada y paciente, sin reclamos ni de muertes ni de amores. Porque era mi mano quien la
había blandido. ¿A quién podía culpar más que a mí misma? Y a veces, ni siquiera a mí, porque
el miedo al amor me había vencido, como un rugido feroz que nos ahuyenta, como un rugido
feroz que nos aterra.
A veces, quisiera encontrarme de casualidad con Pedro, en una mañana despejada, con el
cuerpo olvidado de caricias, y hablar largamente de la vida y las penas. O llorar juntos a su
padre y al mío ―dos anillos gemelos― y despedirnos de ellos, con fuerza, con arrojo, sin
tristezas. Pero no creo mucho en la castidad de dos antiguos hermanos y amantes y ya no
quiero el regazo de mi padre, ni tampoco su nido alumbrado de abandono, ni tampoco las
pajas y las plumas de una vida que encerraba a la mía en su imagen y su espejo.
Jamás pienso en Martín, porque sé que lo perdí hace ya mucho tiempo. No sé si quiero
encontrarlo, porque no quiero volver a doblar en mi alma los recuerdos que quedan abiertos y
extendidos. Como esos clientes que entran a un negocio a verlo todo y nada llevan, y uno
queda a su zaga, con la historia en la piel, con la pena en el alma. Pero quisiera soñar con él
alguna noche; soñar que nos miramos sin recuerdos ni historias; sin memorias vencidas por la
pena, el enojo o la culpa. O soñar que abrimos una puerta y nos vemos de nuevo. Y que me
animo a estirar mi mano hacia su rostro y le digo: ― ¡Tenía miedo, mi amor, tanto miedo; tenía
miedo de amarte!