Arturo Cantú - En la red de cristal
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Arturo Cantú
En la red de cristal
Significado
ARGUMENTO
Dejando fuera el Epígrafe, el poema se divide en diez cantos:
C1 Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
C2 ¡Mas qué vaso –también– más providente!
C3 Pero en las zonas ínfimas del ojo
C4 ¡Oh inteligencia, soledad en llamas
c5 Iza la flor su enseña
C6 En el rigor del vaso que la aclara
C7 Pero el vaso en sí mismo no se cumple
C8 Mas la forma en sí misma no se cumple
C9 En la red de cristal que la estrangula
c10 ¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo
Los cantos se han enumerado convencionalmente para referirse a ellos en forma
abreviada; las “C” mayúsculas indican cantos propiamente, las “c” minúsculas
canciones. Según las diferentes ediciones en las que intervino Gorostiza el poema
no se divide en dos partes, pero es obvio, por su significado y estructura, como se
verá más adelante, que para su estudio puede dividirse así:
Epígrafe
Primera parte
C1 (1 a 49)
C2 (50 a 129)
C3 (130 a 254)
C4 (255 a 301)
c5 (302 a 347)
Segunda parte
C6 (348 a 396)
C7 (397 a 421)
C8 (422 a 495)
C9 (496 a 727)
c10 (728 a 775)
Según el argumento, en una primera aproximación, el poema presenta la siguiente
estructura:
Epígrafe
Introducción
Desarrollo
Final
Final en anticlímax
Primera parte
C1
C2 y C3
C4
c5
Segunda parte
C6
C7 y C8
C9
c10
Pero la estructura es un poco más complicada, porque en la primera parte, en C1,
hay en realidad dos “introducciones”, una para todo el poema y otra para la
primera parte; en la segunda parte también hay dos “finales”, en C9, uno para la
segunda parte y otro para todo el poema; también tienen diferentes sentidos los
“finales en anticlímax”, el primero, c5, se refiere a la primera parte y el segundo,
c10, a todo el poema. La estructura argumental detallada sería la siguiente:
Epígrafe
Primera parte
C1
C2 a
C4
C4
c5
1 a 19
20 a 49
50 a 294
295 a 301
302 a 347
Introducción a todo el poema
Introducción a la primera parte
Desarrollo de la primera parte
Final de la primera parte
Final, en anticlímax, de la primera parte
Segunda parte
C6
C7 a
C9
C9
c10
348 a 395
396 a 686
687 a 696
697 a 727
728 a 775
Introducción a la segunda parte
Desarrollo de la segunda parte
Final de la segunda parte
Final de todo el poema
Final, en anticlímax, de todo el poema
Si se prescinde del epígrafe y de las canciones, la estructura argumental del poema
conserva la simetría en relación con sus dos partes, como puede verse:
Primera parte Segunda parte
C1
C1
C2 a C4
C4
Introd. a todo
Introd. a la 1ª
Desarrollo
Final de la 1ª
C6
C7 a C9
C9
C9
Introd. a la 2ª
Desarrollo
Final de la 2ª
Final de todo
Primera parte
En la introducción los 19 versos iniciales se refieren a la condición del hombre,
materia indeterminada semejante al agua en su condición natural, al agua libre,
inmarchitable porque aún no tiene una forma, y que cae o flota sin una
configuración precisa como en las nubes y las olas. Si bien el agua en realidad
siempre tiene una forma, en el poema el agua libre, fluyente, representa la materia
todavía informe, así como el vaso representa la forma. Los 19 versos iniciales, la
introducción para todo el poema, dan paso a la introducción para la primera parte
que puede dividirse en dos temas: el que va del verso 20 al 37, que se refiere al
agua como materia, satisfecha de encontrar una forma en el vaso; y el que va del
38 al 49, que se refiere al vaso como forma, colmado al fin por la materia que es
el agua. El ímpetu de la materia por alcanzar una forma, y el sueño de la forma por
encarnar en una materia, son las dos fuerzas, opuestas y complementarias, que
definirán a Dios y al mundo.
En el canto segundo se desarrolla la idea de que Dios es la forma, y que esa
forma, amorosa, es la que permite a la criatura ponerse en pie, veraz, como una
estatua (80). La criatura, en esta parte del poema, es la materia, un puro anhelo de
forma. La forma no es la mera configuración espacial, el “dibujo” de las cosas, sino
la posibilidad de cualquier determinación. A partir de estas ideas el poema avanza
(entre 81 y 115) a la concepción de Dios como tiempo o, si se extendiera el
razonamiento, a la concepción de Dios como cualquier tipo de determinación sobre
la materia. En el poema Gorostiza dice, refiriéndose a Dios: Es un vaso de tiempo…
(111), uniendo deliberadamente la configuración espacial, el vaso, con la
determinación temporal; lo que viene a ser: “es una forma de tiempo”, o “es tanto
una configuración como un tiempo”, o “es una determinación espacial y temporal”.
El espacio (la estatua), y el tiempo (el momento en que se unen materia e idea en la
estatua) vendrían a ser las formas divinas que constituyen el mundo. Da la impresión
de que el poema sólo señala, como ilustración, dos determinaciones formales del
mundo, el espacio y el tiempo, aunque pudiera haber más. Dios sería así la Forma
del mundo (el conjunto de determinaciones del mundo) y todas las criaturas, la
creación toda, el resultado, a su semejanza, de dar Dios su Forma a la materia
(111/5). Gorostiza presenta sus argumentaciones como si Dios y su creación fuesen
lo mismo o algo muy cercano, como el molde y la cosa moldeada, en una especie
de panteísmo que se resolverá en el canto noveno. Dios sería el mundo en tanto la
forma del mundo es la Forma divina. Además, el mundo permitiría conocer a Dios
porque estaría hecho a imagen y semejanza de Dios. Por eso a través de Dios
puede verse el mundo, y a través del mundo se puede entender a Dios, como se
expresa con feliz precisión en los siguientes versos, casi al final del canto segundo:
[Dios es] …sólo esta luz,
…
que a través de su nítida substancia
nos permite mirar,
sin verlo a Él, a Dios,
lo que detrás de Él anda escondido:
el tintero, la silla, el calendario
–¡todo a voces azules el secreto
de su infantil mecánica!– (120/7)
A través de la substancia divina, ¡tan nítida!, puede verse el mundo; y a través de
las cosas del mundo, las más comunes como el tintero, la silla y el calendario, se
puede saber cómo hizo Dios el mundo, y también cómo es Dios. Aunque el asunto
no es tan simple, y así nos lo advierte el final del canto (116 a 129), que en sus
primeros versos establece que no ocurre nada, no, sólo esta luz (118) anticipando
el contenido del canto tercero: en realidad, aunque el mundo parece estar
compuesto de materia y forma, o de materia y Forma, es nada más un sueño en la
inteligencia de Dios.
En los primeros versos del canto tercero (130/42) se presentan tres temas de
apoyo antes de entrar al tema central. Los tres temas de apoyo son la invocación de
San Francisco, la experiencia mística del mundo y la inocencia de Dios; el tema
central es el sueño del mundo. La invocación del hermano Francisco sirve para
introducir, en un contrapunto irónico, al autor de la teodicea más ingenua, natural y
espontánea, justamente un momento antes de que el poema desemboque en una
crítica acerba de la creación. La presencia del santo, a su vez, da entrada por
afinidad a la experiencia mística de todas las cosas, a la contemplación e inmersión
en la luz divina que es el mundo, experiencia en la que se borran los pronombres
(yo, tú, él) para dar paso a la comunión con todas las cosas. La belleza y esplendor
de todas las cosas, que son la otra cara de la luminosidad de Dios, nos permiten, a
nosotras las criaturas, embelesarnos en el sueño de Dios que es el mundo. Sueño
inocente, además, porque en un primer momento Dios parece no darse cuenta de
sus implicaciones.
“Soñar” es lo mismo que concebir el mundo, pensarlo, ordenarlo, tarea de la
inteligencia divina, como se lee en el epígrafe (Prov. 8, 30). El Dios del poema
parece haberse dicho a sí mismo: “¿Qué sucedería en un mundo creado a partir de
las ideas de materia y forma?”. A partir de este planteamiento Dios se pone a soñar
despierto, a pleno sol (143): sueña el pasado y el futuro; distribuye soles y planetas
en el caos; piensa en la vida que nacerá en el mar y llegará a volar en forma de
pájaro; concibe la luz, el ojo, la palabra, y deposita en ésta la posibilidad del
discurso y el poema. Pero como no elude ninguna de las consecuencias de su sueño
piensa también todas las cosas que, en un mundo así, aquejarán a la criatura: las
pasiones, deslumbramientos, odios, rencores, angustias, tumores, úlceras, chancros,
enfermedades y fiebres (194 a 214). Seguramente el sueño de Dios, para Él mismo,
es instantáneo, aunque para sus criaturas el sueño se desarrolle y se sufra en el
tiempo. En el canto octavo se reiterará, por si hubiese alguna duda sobre la
naturaleza del sueño del mundo, que el sueño es cruel… punza, roe, quema,
sangra, duele (476/7). De modo que, aunque Dios sólo sueñe el mundo, aunque el
mundo no sea sino un sueño, las criaturas lo viven como real. Pero a la vez en
realidad no ocurre nada sino el sueño desorbitado, que por lo mismo supone
necesariamente su pronta terminación, sólo que no puede parar y se repite
indefinidamente, como una muerte sin fin. Todo ello pensado por la inteligencia
divina, que pareciera soñar, también, como si fuese una semilla enamorada, que
crecerá y dará frutos, sin romper sus tegumentos, sin crear en realidad nada.
La idea de la criatura sometida a un universo cruel, trágico, se presenta
desde el canto primero, apenas pasada la introducción general en la que se
identifica a la criatura, al hombre, con el agua en su estado natural que a su vez
representa a la materia aún sin forma. En los siguientes versos (20 a 49) el vaso de
agua da una forma precisa al agua sacándola de su condición natural de mero
tumbo informe en las indefiniciones de la nube o de la ola, que son pura materia en
proceso de cambio. El vaso de agua es forma configurando materia. Pero apenas
detenida en el vaso, el agua sufre un reposo gentil de muerte niña (25), porque al
adquirir la materia una forma, nace en ese mismo instante la posibilidad de
perderla, la posibilidad de morir, de dejar de ser eso, sea lo que sea, configurado
por la forma; al apenas reposar el agua en el vaso, su reposo es ya una muerte
recién nacida. Por otra parte el agua, antes libre, se ve sujeta al rigor del vaso.
Aunque en cierta manera pareciera que el agua en el vaso es más plenamente, es
más agua, ha perdido su voz de agua fluyente, el cristal del vaso la estrangula,
tiene ya marchito en la garganta el gorgorito de espuma de su antigua condición
libre, y se agobia en la prisión del vaso. Pero además, aunque ha adquirido una
forma, el agua no está satisfecha, y anhela ya convertirse en otra cosa: en hielo,
una forma quizá más firme que la del agua en el vaso. La materia nace condenada
a la dispersión y al anhelo de tener una forma, a la inexistencia sin forma y a la
desesperación al alcanzarla.
El “sueño” del canto tercero ha acabado por definir la idea de Dios. Desde
los primeros versos del poema el poeta está situado sitiado por un dios inasible,
acaso mentido por su radiante atmósfera de luces (1/4). Dios tal vez no existe y nos
engañamos, creyendo que sí, por la luminosidad del mundo que parecería implicar
su existencia. Pero desde el inicio del canto segundo se abandona esta posibilidad
que será retomada hacia los versos finales del poema (756/69). En el canto
segundo, como se ha visto, Dios es primero el vaso, luego el tiempo, quizá el
conjunto de determinaciones de la materia, la Forma del mundo. Sin embargo
asoman ya en este canto connotaciones negativas sobre la naturaleza de Dios: el
tiempo de Dios retorna cada día en un estéril repetirse inédito (103), sin variaciones
profundas, en una especie de monotonía poco creadora; al dar su forma a las
criaturas, dice con cierta burla el poeta, Dios nos pone su máscara grandiosa, ay,
tan perfecta, que no difiere un rasgo de nosotros (113/5), la Forma divina
pareciera encajar en las criaturas como una máscara impuesta por la fuerza,
aunque una máscara grandiosa; el mundo, finalmente, no sólo fue construido por
Dios mediante una “¡mecánica infantil!” (127), sino que funciona según un “afán
tortuoso” (129). De manera que cuando aparece el hermano Francisco, al inicio del
canto tercero, ya ha avanzado algo la crítica a Dios y su manera de hacer las
cosas. Pero las críticas más fuertes se concentran en el canto tercero. Dios hace las
cosas, sueña su sueño, en medio de un buen candor que todo ignora y al parecer
con una aguda ingenuidad del ánimo (141/2), como si no supiera las
consecuencias de su sueño, o como si sabiéndolas hubiese decidido ignorarlas.
“Candor” e “ingenuidad” son nombre propios de la niñez, lo que se refuerza en
seguida al estar Dios creando (soñando) el mundo:
Mirad con qué pueril austeridad graciosa
distribuye los mundos en el caos (150/1)
¡Es un niño el que está creando el mundo! De ahí, tal vez, las penalidades a que
están sujetas las criaturas, que el poeta no evita enumerar (192 a 214), y la
conclusión atroz que empieza a adivinarse: si el mundo es la expresión de la Forma
divina entonces Dios no es sino muerte; lo que efectivamente aparece versos
adelante, cuando Dios, hijo de su misma muerte, gestado en la aridez de sus
escombros (235/6), no puede escapar de su sueño, que se vuelve la muerte sin fin
que es el mundo. Dando un paso más –como se dará en el canto noveno–, Dios no
podrá interrumpir su sueño sino con su propia muerte.
Tres líneas argumentales avanzan en estos tres cantos, imbricadas y
sosteniéndose cada una en las otras. Primero, la materia informe, sin
determinaciones, representada por el agua que cae, por la nube y la ola, igual en
cierto modo a la criatura, siempre anhelante de una forma superior. Segundo, el
Dios de la filosofía, presente desde los primeros versos del poema como posibilidad
de existencia y deslumbramiento, que cobra mayor definición en el canto segundo
como el conjunto de determinaciones que hacen posible el mundo, y que en el
canto tercero se presenta como el Dios de las religiones y las teodiceas, un Dios
inexperto, acaso un niño, imaginando el mundo. Y tercero, el sueño del mundo,
donde el Dios que sueña y la criatura que es soñada se encuentran, donde se unen
la materia y la forma. Las tres líneas desembocan en el lamento por la inteligencia
divina del canto cuarto.
El canto cuarto tiene por tema la condición estéril, solipsista, del Dios niño
que sueña el sueño del mundo. Está centrado expresamente en la inteligencia divina
de los Proverbios del epígrafe, una de las personificaciones de Dios, porque el
poeta se reserva la comparecencia total de Dios hasta el gran final de todo el
poema. También, dentro de la estructura y propósitos de este canto, el dirigirse a
una de las personificaciones de Dios le permite al poeta dolerse, en cierta forma
junto con Dios, de la conducta reprobable de la inteligencia. Es un canto muy
enfático cuya fuerza expresiva y eficacia se deriva de que formula como un solo
discurso, en apariencia consistente y unívoco, dos razonamientos antagónicos.
El poeta se duele de que la inteligencia divina haya decidido no crear el
mundo y desde el inicio del canto hace caer sobre ella la sospecha de impotencia:
¡Oh inteligencia, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlo! (255/6)
para pasar más adelante a subrayar su inmovilidad comparándola, en el colmo de
la imposibilidad, con el perfume helado de unas rosas de piedra colocadas en la
cumbre de un tiempo que no transcurre, y para calificarla después como “reticencia
indecible”, “abstinencia angustiosa”, “rencor sañudo”, “exquisita”, “estéril”,
“agria” (266, 278, 284, 285 y 295). Aunque a pesar de estas invectivas,
enderezadas contra la decisión de la inteligencia divina de no crear el mundo, en
el mismo canto se dan muy buenas razones para justificar tal decisión: mediante su
renuencia a actuar, la inteligencia cierra el paso a la muerte, la inteligencia se
escapa como un grito de júbilo sobre la muerte (268/9); impide el “escarnio brutal”
de la discordia entre la vida y la muerte, cada una alimentándose de la otra
(289/94); y evita el general derramamiento de sangre que la creación traería
consigo (299/300). Son razones poderosas, que parecerían justificar
sobradamente la supuesta esterilidad de la inteligencia divina al no crear el mundo,
esterilidad que por otra parte es el motivo aparente del lamento.
Pero, de otra parte, si para Dios, que sólo sueña el mundo, que sólo lo
concibe, puede haber buenas razones para no crearlo, para las criaturas, que
sufren el sueño del mundo como real, hay sobradas razones para estar en contra.
Ya se ha visto que para las criaturas, mientras transcurre el sueño de Dios, el mundo
sí fue creado. Resulta entonces que el lamento por no haber creado el mundo, de
una primera lectura, se vuelve, en una segunda, con las mismas palabras, el
lamento por haberlo “creado”, por haberlo “soñado”. Al interpretarlo en los dos
sentidos al mismo tiempo, el canto cuarto cobra un contenido irónico total, se vuelve
un sarcasmo. Desde un punto de vista parece decir: “Oh Dios, qué lástima que no
creaste realmente el mundo”; pero desde otro dice exactamente lo contrario: “Oh
Dios, si había tan buenas razones para no crear el mundo ¿por qué lo ‘creaste’
dentro de tu sueño?”. En sentido recto el canto está escrito por un poeta de Dios; en
sentido irónico por un poeta de las criaturas. El verso final, ¡ALELUYA, ALELUYA!
subraya el contenido hiriente, de alabanza insidiosa, con que está construido el
canto.
Al cerrar la argumentación del canto cuarto hay una vuelta conceptual al
inicio del poema: en el epígrafe la sabiduría se refiere a la creación bíblica
diciendo “Conmigo está el consejo y el ser; yo soy la inteligencia; mía es la
fortaleza” (Prov. 8, 14), y en seguida “Con él estaba yo ordenándolo todo; y fui su
delicia todos los días, teniendo solaz delante de él en todo tiempo” (Prov. 8, 30);
en contraste, la conclusión de la primera parte del poema es que si la sabiduría
hubiera sido inteligente no habría soñado el sueño del mundo, no habría concebido
el mundo como lo concibió.
Segunda parte
La consideración del vaso de agua como ejemplo y signo de la materia y la forma,
dio paso al Dios inexperto, cándido, infantil que “sueña” el mundo pero no lo crea,
con los inevitables sufrimientos, postraciones y muerte para las criaturas meramente
imaginadas dentro de su sueño. El desarrollo argumental de la segunda parte (C6 a
C9) mantiene algunos de los contenidos de la primera, como la significación del
vaso de agua, las nociones de materia y forma, y la naturaleza y sentido del
“sueño” del mundo, pero desaparecen las referencias directas a Dios, que sólo
aparecerá al final del canto noveno, cuando todo parece haber concluido.
Tampoco se insiste en la naturaleza inexperta y quizá irresponsable de Dios al
“soñar” su sueño. En realidad en esta parte del poema, si se quiere personalizar,
ya no es Dios el que “sueña” el sueño del mundo sino la forma. La segunda parte,
desde el canto sexto hasta el principio del noveno, es más conceptual, abstracta y
filosófica que la primera, tiene por tema principal el análisis de la imposibilidad de
la forma. Las criaturas, en tanto son objeto de sufrimiento, dolor y muerte, se ocultan
en un segundo plano mientras transcurren los argumentos ontológicos de estos
cantos, para reaparecer en el noveno, en su desfile hacia la muerte, como epítome
de la belleza y esplendor del mundo.
El canto sexto, primero de la segunda parte (C6 a C9), retoma el tema del
agua y el vaso, guardando cierto paralelo con el canto primero, que abrió la línea
argumental de la primera parte (C1 a C4) con el mismo tema. El canto séptimo trata
de la incompletud del vaso sin un contenido; el octavo de la imposibilidad de la
forma sin materia; y el noveno aborda las dificultades de materia y forma unidas,
para en seguida relatar la descreación del sueño de la forma en sí que vendría a
ser el final de la segunda parte (C6 a C9). En los últimos versos del canto noveno
(697/727) se presenta el gran final de todo el poema en su conjunto, aunque
todavía reste el remate de la última canción (c10).
En el canto sexto se subraya una nota que había estado presente en la
primera parte pero sin mucha fuerza: en el agua, en la materia, en las criaturas
todavía sin forma, hay un impulso poderoso por alcanzar una forma. Ahora el agua
trae una sed de siglos (351) por encontrar una forma, y su relación con la forma es
más estrecha y vehemente, el deseo de una forma va más allá de la sed, es más
amor que sed; más que amor, idolatría (358); el agua quiere no sólo adorar a la
forma sino ser su pareja, oírse adorar a la forma y ver con un ojo propio el ojo de
la forma, quiere desposarse con la forma (370), ser como la forma. Hay
transgresión en este ímpetu de la materia por ser plenamente una forma, lo que por
otra parte sucede a cada paso en el mundo:
En el lago, en la charca, en el estanque,
en la entumida cuenca de la mano,
se consuma este rito de eslabones,
este enlace diabólico
que encadena el amor a su pecado.
(373/7)
Parte de lo diabólico estriba en que todas las cosas ingresan por su impulso en el
suplicio de la imagen propia (392/3); hay en ella una materia que pugna, pese a
todo, por tener una forma. Las cosas son cosas porque desean serlo, porque no
temen el acabamiento y la muerte de todo lo que llega a encarnar en una forma,
porque anhelan entrar al torrente del ser y de la vida. Es el propio amor entre la
materia y la forma, un amor invencible, lo que da origen al mundo y a la muerte.
El canto séptimo tiene por tema el vaso sin contenido alguno, e introduce así
el tema central de los últimos cantos (C7 a C9): la forma. Hablar del vaso vacío en
el canto séptimo, lo que ya es en cierto modo hablar de la forma sin materia, le
permitirá al poeta pasar a hablar de la forma en sí en el octavo, y finalmente de la
forma pura, frente a la materia y la forma ya integradas, en el principio del noveno.
En el séptimo, aunque el tema es el vaso y su inutilidad en tanto vaso vacío, en los
versos con los que cierra la primera mitad (397/410) de este canto,
espejo ególatra
que se absorbe a sí mismo contemplándose.
(409/10)
hay una reminiscencia de la idea de Dios como vaso, del canto segundo, del Dios-
inteligencia del canto cuarto que permanecía “recreándose en sí misma”, como un
“angélico egoísmo” que lograba escaparse de la muerte. En la segunda mitad de
este canto séptimo (411/21) el vaso, ya con un alma, un instinto adivinatorio y la
ansiedad de una llaga, anhela ser colmado y tal es su deseo de tener un contenido
que se vuelve llanto, se “liquida”. En el canto anterior el agua, y en éste el vaso,
son presentados como entidades con deseos imperiosos, verdaderos personajes del
drama que se avecina.
En el canto octavo la forma en sí, al igual que el vaso en el séptimo, no tiene
sentido por sí sola. Gorostiza la presenta primero en todo su esplendor, en versos
que evocan al Dios de la primera parte, para pasar casi en seguida a burlarse de
ella –de la misma manera que se ha burlado del Dios inexperto en los cantos
segundo y tercero– en un fragmento recargado de adjetivos con acentos en la
antepenúltima:
Desde su insigne trono faraónico,
magnánima,
deífica,
constelada de epítetos esdrújulos…
(421/6)
Para establecer, inmediatamente después, que la forma en sí es meramente ilusoria
ya que implica necesariamente la materia, y al unirse a ella aparece la muerte, que
no es sino la posibilidad –y la inevitabilidad– de cambiar de forma, y entonces su
“orondo imperio” y su naturaleza “deífica” se desvanecen. La forma en sí, unida a
la materia “ya puede estar de pie frente a las cosas” (385), ya está de pie, “veraz,
como una estatua” (80), pero ahora
…al soplo infantil de un parpadeo,
la egregia masa de ademán ilustre
podrá caer de golpe hecha cenizas.
(458/60)
En la segunda sección del canto octavo Gorostiza, valiéndose de la escena bíblica
de la creación de la mujer, relata el paso hipotético de la forma en sí a la materia y
a la muerte. En la primera parte del poema se estableció, por una mera convención,
que el agua libre, en su condición natural, representaba a la materia. Lo que traía
consigo la dificultad conceptual de que el agua, en cualquier condición que esté,
tiene de hecho una forma. Así reconoce también el canto sexto, al inicio de la
segunda parte del poema:
En el lago, en la charca, en el estanque,
en la entumida cuenca de la mano…
(373/4)
en cualquier parte que se encuentre, el agua ya tiene una forma, ya ha celebrado
las nupcias con la forma. Ahora Gorostiza se enfrenta a esta dificultad y la resuelve
suponiendo que la forma en sí es Adán, de cuya costilla surgirá la materia que es
Eva. Al mismo tiempo se establece también que esto sucede dentro del “sueño” de
la forma en sí, lo que conserva el supuesto de la primera parte del poema de que la
“creación” del mundo es un mero sueño. En esta parte del poema, más abstracta,
Gorostiza parece enfrentarse a la concepción de la materia en sí ya no como agua
sino como aquello totalmente indeterminado que al no tener forma alguna viene
casi a confundirse con la nada, a quedar reducida si acaso a una mera
potencialidad. En la primera parte del poema la materia parece preexistir a la
forma, como si Dios se encontrara con una materia que ya está allí y a la cual va a
dar forma, lo que resulta incongruente porque antes del “sueño” de Dios no debería
quizá haber materia alguna. Ahora Gorostiza quiere dar cuenta del surgimiento de
la materia y supone lo único posible en un mundo que tuviera por principio rector a
la forma: la forma da origen a la materia, la forma en sí sueña la materia (461/2).
Si la materia es nada en tanto que no tiene ninguna determinación, su única
posibilidad de existir es tener alguna determinación, alguna forma. Por ello la
materia nace, al igual que la mujer de Adán, como una costilla de la forma.
Gorostiza apura más las cosas y dice “el vaso de agua es el momento justo” (467),
es decir, en el momento en que algo da forma a algo, la forma en sí se convierte en
materia; la forma se “transfigura” (468) en materia, la forma “tuerce la órbita de su
destino” (469), ser siempre forma pura y, al “soñar” el sueño del mundo, se vuelve
materia. Entonces la forma en sí, como todas las cosas, “ingresa por su impulso en
el suplicio de la imagen propia” y al generar la materia genera también el “infierno
alucinante” (389/96) que es el mundo.
Ya transfigurada la forma en materia, constituida la materia en forma, puesto
que todo ello sucede en el sueño divino, Gorostiza advierte de nuevo sobre la
naturaleza terrible del sueño:
El sueño es cruel,
Ay, punza, roe, quema, sangre, duele. (476/7)
La naturaleza adversa, para las criaturas, del sueño de Dios se contrae aquí a dos
versos, digresión que en el canto tercero comprendió más de veinte (192/214). El
sueño de la forma es la destrucción y la muerte, y la forma pura, avanzando un
paso más en relación al “candor” divino de la primera parte, encontrará en ellas
“gozo” y “deleite” (480/1). Hay en la forma en sí el deseo irresistible de encarnar
en materia, de ingresar también, por su propio impulso, “en el suplicio de la
imagen propia” (393). Al destruirse la forma la materia se escapa, más que
escaparse “se derrama” otra vez hacia lo informe y hacia la nada (488), y la
propia forma pura se “deslíe” de la misma suerte que al final del canto séptimo el
vaso se había liquidado (491 y 421). La forma entonces no es capaz de cumplir su
cometido en el mundo, ni como vaso ni como forma pura.
Al inicio del canto noveno se analiza esta imposibilidad desde otro ángulo;
el poema retorna al vaso de agua. Aunque el agua ya haya tomado forma en el
vaso, el vaso, a su vez, cede en alguna medida a la condición informe del agua
que, aunque “estrangulada” en el vaso, persiste allí presionando con su latente
indeterminación sobre él. Pero en el momento en que el vaso cede a la “informe
condición del agua” (cuando el vaso cambia así sea mínimamente) la forma en sí
que estaba tanto en la dureza del vaso como en el reposo del agua se sustrae al
vaso de agua, al vaso y al agua, y “se abandona al designio de su muerte”
(496/516). La forma en sí, la forma pura, no puede durar donde se da la unión
entre materia y forma, ni tampoco cuando materia y forma se divorcian. Una vez
unidas materia y forma, cada una por sus propias razones, luchan por separarse.
La materia porque su verdadera naturaleza es la indeterminación, el no ser nada; la
forma pura porque no puede existir sin materia, no es siquiera concebible sin
materia, y al unirse a ella se vuelve forma impura. Y la misma contradicción se
extiende a un nivel más alto: el sueño del mundo no puede existir sin la forma, pero
la forma no puede existir sin el sueño del mundo. El sueño del mundo no puede
existir sin Dios, que es la forma pura; de la misma manera que Dios, la forma pura,
no puede existir sin el sueño del mundo. Dios, el Dios inexperto del poema, es su
propio sueño.
En la primera parte del poema (C1 a C4) Dios había sido comparado
primero al vaso y luego en general a la forma, entendida como el conjunto de
determinaciones que hacen posible el mundo. Al “soñar” Dios el mundo, partía de
las nociones de materia y forma. Ahora, en la segunda parte (C6 a C9), la forma
pura, la forma en sí, ha dado origen a la materia al soñar la materia y, por tanto,
el sueño del mundo (461/70). Pero al abandonarse la propia forma a su muerte
(515/6), el sueño del mundo se retrotrae a la nada, el mundo se descrea, el sueño
se desvanece. El proceso de “descreación” da lugar al desfile de todos los seres del
mundo, que retroceden hacia la nada a lo largo del canto noveno, el más extenso
del poema; y la forma en sí que es Dios mismo, el Dios inexperto que soñó el sueño
del mundo, desaparece también con la desaparición de todas las cosas.
La “descreación” del mundo se inicia con el repliegue de la forma pura
hacia la nada, lo que trae consigo la desaparición de la poesía, y sucesivamente
del lenguaje, los animales, los vegetales, los minerales y por último, otra vez, de la
forma en sí. Aunque la involución hacia la nada de las diferentes clases de seres se
despliega en una sucesión temporal, a cada paso se advierte que su retroceso a la
nada se da en virtud del retroceso a la nada del grupo siguiente: cuando muere la
forma muere la poesía (525/35); la poesía desaparece cuando el lenguaje se
agota (557/62); el lenguaje se agota cuando los animales regresan a sus orígenes
(587/90); y así en cada episodio hasta la desaparición de los minerales que se
consumen cuando la forma en sí, de nuevo, “se entrega a la delicia de su muerte”
(696). No hay en esto incongruencia porque en realidad el proceso es instantáneo,
lo que se subraya con la muerte repetida de la forma, al principio (516) y al final
del canto (696); el encabalgamiento de secciones viene a decir, simplemente, que
la forma desaparece cuando desaparece la forma y que al desaparecer, con ella
desaparece simultáneamente todo el mundo, todo el sueño del mundo que no puede
ser pensado sin la forma.
Los dos finales
Aquí, con la segunda desaparición de la forma (696) llega a su final la segunda
parte (C6 a C9) que trata precisamente de la naturaleza y vicisitudes de la forma,
pero el texto continúa avanzando hacia un definitivo y mayor final, el final de todo
el poema, tanto de la primera como de la segunda parte, y que va del verso 697 al
727. En este gran final cuando todo ha desaparecido, tanto el sueño del mundo
como la forma pura que dio origen a la materia y al sueño mismo, debe entenderse
que también ha desaparecido el Dios inexperto de los cantos segundo y tercero,
porque la involución del sueño ha terminado por fin en el amargo silencio de sus
orígenes,
en donde nada es ni nada está
donde el sueño no duele,
donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
(717/9)
porque el Dios inexperto de la primera parte (C1 a C4) es también la forma pura
de la segunda (C6 a C9), y si la forma ha regresado a la nada, si el sueño no
duele, si nada ni nadie está muriendo, quiere decir que el Dios pueril tampoco está
ya, ha desaparecido con su sueño,
y sólo ya, sobre las grandes aguas,
flota el Espíritu de Dios… (720/1)
como antes de la creación. El Espíritu de Dios solo ya, sin la inteligencia que dio
origen al sueño del mundo.
Tanto el canto cuarto como el noveno terminan de manera similar, pero no
son finales equivalentes, no se trata del mismo final para dos historias contadas de
modo diferente. El argumento de la primera parte concluye provisionalmente en los
versos finales del canto cuarto; provisionalmente porque a partir de los
planteamientos de los cantos segundo y tercero difícilmente podría derivarse la
muerte del Dios inexperto que soñó el sueño del mundo. El poema necesita avanzar
a un nivel más teórico, el de la forma en sí como origen de la materia y del sueño
del mundo, para pasar al análisis de su imposibilidad, de su muerte, y en
consecuencia de la muerte del Dios niño que soñó el mundo en la primera parte del
poema.
Los versos finales de los cantos cuarto y noveno tienen, desde el punto de
vista de su significado literal, el mismo sentido. En la primera parte, al cerrar el
canto cuarto:
[La inteligencia divina]
…reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.
¡ALELUYA, ALELUYA!
(298/301)
y en la segunda el canto noveno concluye como si el Espíritu de Dios
hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.
¡ALELUYA, ALELUYA! (726/7)
La primera cita se refiere a la inteligencia divina, decidida a no pronunciar la
palabra que daría realidad al mundo, y con el mundo la muerte y a la sangre. La
segunda habla del Espíritu de Dios (ya sin la inteligencia divina) que decide ahogar
la palabra que crearía el mundo y que traería consigo también muerte y sangre.
Aunque en los dos textos la argumentación es concordante en las imágenes y
conceptos esenciales, su significado es diferente. El primer final, en C4, no cierra el
discurso del poema puesto que el sueño del mundo, desorbitado, parece repetirse
por siempre, y la inteligencia divina, responsable del sueño, permanece con Dios,
una con Él, una en Él. El sueño del mundo, al permanecer en Dios la inteligencia,
permanece también en ella así sólo sea como una mera posibilidad. No se resuelve
lo esencial: la naturaleza inexperta de Dios y el sentido atroz de su sueño. En el
segundo y definitivo final (697/727), el Dios inexperto de la primera parte
desaparece junto con su inteligencia divina, puesto que como forma en sí se inmola
con todas las cosas del sueño del mundo. Si al Dios inexperto de la primera parte lo
conocíamos por sus obras, por el mundo creado o concebido por Él, y en la
segunda parte del poema por la forma misma del mundo, al Dios de los últimos
versos del canto noveno, a ese “Espíritu de Dios” que queda o permanece solo, ya
sin la inteligencia divina, no lo conocemos en absoluto. Gorostiza usa la expresión
del inicio del Génesis en la Biblia, “el Espíritu de Dios sobre las grandes aguas”,
para indicar que el Dios que aparece ahora, y que pervive al Dios pueril de la
primera parte, está de nuevo en el momento en el que todavía no ha sido creado
nada, llorando por el anterior desatino del sueño del mundo.
La expresión “solo ya” (720) alude también al epígrafe donde se señala que
la inteligencia estaba “con Él… ordenándolo todo… teniendo solaz delante de Él en
todo tiempo” (Prov. 8, 30). “Solo ya” porque la sabiduría o la inteligencia divina ya
no está con el Espíritu de Dios, puesto que la inteligencia divina, que fue la
responsable del sueño del mundo y que fue también la propia forma del mundo, ha
desaparecido con el sueño mismo en la involución del canto noveno. El Espíritu de
Dios queda solo, un Dios cuya naturaleza, por no tener nada que ver con el sueño
del mundo que somos, resulta absolutamente extraña para el hombre, un Dios
desconocido y tal vez incognoscible.
Las dos canciones
Las canciones c5 y c10, que siguen a la primera y a la segunda partes, funcionan
como anticlímax para descender del tono exaltado y terrible de los finales en los
cantos cuarto y noveno. Pero también son una especie de remate definitivo a las
tesis de las dos partes. La primera, c5, se refiere al agua como representación de la
materia: frente al esplendor del mundo, el agua no tiene olor, ni color, ni sabor; no
tiene ninguna de las determinaciones de la forma, no tiene nada, ninguna cualidad,
por eso se ahoga en un vaso de agua; la materia muere al tomar una forma. En la
segunda, c10, después del gran final en que el sueño del mundo desaparece con la
muerte de la forma, se presenta el Diablo para tentar al poeta en diferentes formas,
entre ellas sugiriendo precisamente que Dios ha muerto, lo que ya está asumido,
por lo menos en cuanto al Dios-inexperto-creador-del-sueño-del-mundo, en los versos
finales del canto noveno. El poeta contesta con desdén, llamando a su propia
muerte para desaparecer con ella, cumpliendo así la amenaza de la inteligencia
divina en el epígrafe: “Todos los que me aborrecen, aman la muerte” (Prov. 8, 36).
VARIACIONES
El vaso de agua
Nada más inocente que la imagen central del poema: un vaso de agua. Si se
descuenta la introducción general con la que empieza el canto primero (1 a 19), la
primera parte se inicia casi con las mismas palabras con que comienza la segunda.
Aunque las mismas palabras, que se van repitiendo a lo largo del poema con
deliberación y cálculo, significan cada vez cosas diferentes. La primera mención del
vaso de agua es la siguiente:
No obstante –oh paradoja– constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma. (20/2)
Algunos versos anteriores, como
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso
(11/2)
o
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar (16/7)
señalan con gran elegancia y vigor la cualidad libre e indeterminada del agua en
su condición natural, todavía sin forma. De modo que la entrada en escena del
vaso de agua, presentado como la paradoja del vaso que constriñe y a la vez da
forma, y del agua que se aclara en el rigor enemigo del vaso, no resulta fuera de
lugar. En este momento del inicio las imágenes pueden parecer tan solo recursos
formales que buscan embellecer una materia poética poco atractiva en sí misma.
Desde luego no es así. Al desarrollar la imagen, apenas unos versos adelante, la
relación entre el vaso y el agua se vuelve más agresiva:
En la red de cristal que la estrangula
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
(29/31)
La imagen es también contradictoria, porque el agua “se reconoce” en donde la
estrangulan, aunque está aligerada por el juego de decir que el agua se ve en el
“agua de un espejo”; lo que no es enteramente un juego porque el agua en el vaso
tiene ya la forma del vaso, se refleja en él como en algo muy parecido o igual a
ella. Con su antagonismo y todo, con la tensión entre ambos que desde el inicio se
insinúa, vaso y agua forman una unidad, el vaso de agua, y así son presentados en
otros lugares del poema. Al final del canto cuarto, por ejemplo, donde se está
hablando de la unidad indiscernible de la inteligencia divina con Dios, se dice:
ay, una nada más, estéril, agria,
…
como el vaso y el agua, sólo una
(295/7)
y en el canto octavo, cuando la forma en sí sueña la materia, cuando se transfigura
en materia, el poeta intercala entre puntos y aparte:
El vaso de agua es el momento justo.
(467)
El vaso de agua es ejemplo entonces de unidad, puesto que unidos el agua y el
vaso forman otra cosa que sólo tiene sentido en su unión. Pero también es ejemplo
de la unión de materia y forma, y en cuanto tal es una metáfora de toda cosa o ser
que pueda imaginarse. El vaso de agua es la metáfora del mundo en tanto el
mundo esté hecho de materia y forma. A lo largo de la primera parte del poema,
(C1 a c5), el sentido de la unión entre materia y forma, que trae consigo
necesariamente la destrucción y la muerte, se vuelve cada vez más evidente. La
inocencia del vaso de agua acaba representando la destrucción incesante del
mundo, y la inteligencia divina decide, al final del canto cuarto, no crear el mundo
que sueña y reconcentrar su “silencio blanco”
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre. (299/300)
Como remate festivo, aunque terrible también, al final de la primera canción, (c5),
el agua se ahoga en un vaso de agua (346/7). El vaso de agua es mortal, la
materia muere al adquirir una forma. El mundo no es posible.
Con todo esto en mente el inicio del canto sexto, aunque casi idéntico a los
versos citados al principio, cobra un significado distinto:
En el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma
–ciertamente.
(348/50)
La palabra “rigor”, referida al vaso, no resulta ahora exagerada como quizá lo
pareció en el canto primero. Y el poeta ha añadido además un “ciertamente” que
parece hacer un guiño ominoso al lector atento. No es broma que se encuentren el
vaso y el agua, que la forma y la materia se integren, porque la unión de estas
cosas y nociones es la que da origen a la muerte sin fin del mundo. El canto
séptimo mostrará la imposibilidad del vaso sin contenido, y el octavo la necesidad
de una materia para la forma en sí, lo que generará la muerte de ambas. Después,
al inicio del canto noveno, donde se tratará de la imposibilidad del mundo, y
donde los seres todos del sueño divino desfilarán hacia la nada, se repiten los
versos
En la red de cristal que la estrangula,
el agua toma forma
(496/7)
El estrangulamiento, el lector ahora lo sabe, es real. Lo que se precipitará casi en
seguida en el proceso de la descreación del mundo.
El infierno y la muerte
El mundo, o el sueño de Dios que es el mundo, es considerado en el poema como
un infierno. En la segunda sección del canto tercero se habla de la candidez del
sueño divino que recorre toda su ruta sin eludir seguirla a sus infiernos (180).
Aunque ya se había insinuado antes de diversas maneras que el sueño de Dios no
era todo lo bueno que pudiera esperarse, se plantea aquí abiertamente su
naturaleza por lo menos parcialmente infernal: hay una zona del sueño que es el
infierno. En el canto sexto, al inicio de la segunda parte del poema (C6 a c10),
donde el mundo no va a ser el sueño de Dios sino el sueño de la Forma, el agua, la
materia y todas las cosas anhelan desesperadamente encarnar en una forma, tanto
que
El camino, la barda, los castaños,
para durar el tiempo de una muerte
gratuita y prematura, pero bella,
ingresan por su impulso
en el suplicio de la imagen propia
y en medio del jardín, bajo las nubes,
descarnada lección de poesía,
instalan un infierno alucinante.
(389/96)
Apenas unos versos arriba se había señalado que el tomar el agua (o la materia)
una forma no era sino consumar el enlace diabólico que en el mundo encadena el
amor a su pecado (376/7). A diferencia de la primera parte, el poeta supone en
esta segunda una fuerza que impulsa a la materia a tomar una forma, como si la
materia al desear una forma deseara vivir. Pero el deseo de la vida es al mismo
tiempo el ingreso al reino de la muerte. Ya desde el inicio del poema, cuando por
primera vez aparece el vaso de agua, se dice que el agua cumple en el vaso un
reposo gentil de muerte niña (25). Al apenas asentarse en el vaso, al apenas tomar
forma ya es, tan gentilmente como se quiera, una muerte que empieza a vivir su
muerte, o una muerte que empieza a vivir su vida, lo que viene a ser lo mismo. Así,
mucho más adelante, en el canto octavo, la epidermis juvenil de la flor (o de
cualquier cosa que viene al ser) ya es una senil recién nacida (444). Y la forma
misma, al dar origen a las cosas en su unión con la materia no es sino la temprana
madre de esa muerte niña (482) que al final ha de arrasar con todo, empezando
por la propia forma.
El tiempo puntual
El tiempo en que materia y forma se unen es el instante porque todas las cosas, al
durar más de un instante, cambian; al transcurrir el tiempo cambia en ellas su forma
y su materia. Por ello cuando el vaso y el agua se unen, o más bien cuando el vaso
da forma al agua, al principio de las dos grandes partes del poema, el poeta utiliza
el mismo objetivo: puntual. En la primera parte en el canto primero, el vaso
…rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua (43/5)
y en la segunda, en el canto sexto, el agua
Ha encontrado, por fin,
en su correr sonámbulo,
una bella, puntual fisonomía
(382/4)
También, al llegar al canto octavo, cuando la forma se transfigura en materia, el
mejor ejemplo es precisamente el vaso y el agua en el momento puntual de su
unión:
El vaso de agua es el momento justo
(467)
Aunque en realidad, como ya se ha visto, Dios que es el vaso o la forma del
mundo, puede ser entendido también como tiempo, como el momento exacto en
que se unen materia y forma. En el canto segundo, donde se adelantan las primeras
hipótesis sobre la naturaleza de Dios, se utiliza tres veces la palabra “minuto”, en
su sentido de instante. Pensando en la naturaleza divina el poeta se plantea ¿Qué
puede ser –si no– si un vaso no? (81), para responder en seguida:
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia (82/3)
es decir, un minuto lleno de contenido, y más adelante: Un cóncavo minuto del
espíritu (87), un minuto espiritual, ahuecado, que puede ser henchido de contenido,
de la misma manera que
¿También –mejor que un lecho– para el agua
no es un vaso el minuto incandescente
de su maduración? (97/9)
Vaso y Dios, forma y Dios, juegan el mismo papel en la configuración del mundo. Y
el instante preciso en que se unen materia y forma no es en definitiva sino el tiempo
de Dios (100), el momento en que ocurren las cosas dentro de su sueño.
También, por el contrario, el tiempo en que se desarticulan materia y forma
es instantáneo. Al comienzo del canto noveno, cuando la forma en sí se sustrae del
vaso de agua para iniciar el proceso de descreación del mundo, su separación
ocurre en
un instante, no más,
no más que el mínimo
perpetuo instante del quebranto (512/4)
lo que se reitera dos veces:
Porque en el lento instante del quebranto
(525)
y
en el minuto mismo del quebranto
(589)
En los tres lugares se repite la palabra quebranto, lo que unifica el sentido de
“instante”, utilizado en las dos primeras citas, y “minuto” en la tercera, que
evidentemente tiene el mismo significado. Ya desde la primera sección del canto
octavo, los crudos garfios de su muerte (451) atacan a la forma en sí
y abren hueco por fin a aquel minuto
–¡miradlo en la lenteja del reloj,
neto, puntual, exacto… (456/6)
En un instante forma y materia se unen y se desunen, dando origen a la vida de las
cosas y los seres y a su muerte.
El sueño del mundo
El tema del sueño aparece por primera vez en el canto tercero; es el tema que da
coherencia a la primera parte del poema (C1 a c5). Dios se pone a soñar
despierto, a pleno sol (143), y sueña el mundo, por más que no ocurra nada sino
sólo un cándido sueño (177) que transcurre interminablemente, desorbitado (216),
a la manera de la inteligencia divina, la que sueña el sueño. La inteligencia de
Dios, que en el poema es como una semilla que soñara su crecimiento y
fructificación sin romper sus propios tegumentos. En total la palabra “sueño” y sus
derivadas aparecen nueve veces en el canto tercero:
que se pone a soñar a pleno sol
y sueña (143/4)
sólo un cándido sueño que recorre
(177)
Mas nada ocurre, no, sólo este sueño (215)
y sueña que su sueño se repite (239)
sueño de garza anochecido a plomo
que cambia sí de pie, mas no de sueño (242/3)
que pudiera soñarse germinando (249)
El canto tercero hace posible el cuarto, que contiene la razones de la inteligencia
divina para no crear el mundo soñado, retrospectivamente da sentido al segundo
que borda sobre la naturaleza de Dios como forma, y al primero en donde aparece
por primera vez el tema de la criatura, o el agua, o la materia, o las tres cosas
juntas.
En la segunda parte (C6 a c10), el sueño aparece seis veces. En el canto
sexto el agua abre cauces en el sueño moroso de la tierra (353) y perfora, incendia
e intranquiliza a los seres de ese sueño; el agua contagia a todos, dentro del sueño
de la tierra, con su sed de forma. Pero en esta segunda parte, donde la presencia
de Dios está eclipsada por la forma en sí, quien sueña el sueño del mundo es
precisamente la forma:
No obstante –¿por qué no?– también en ella
tiene un rincón el sueño (461/2)
La forma, dentro del árido paraíso sin manzana (463) que es su sueño, se escapa
de sí misma disfrazada de materia, se transforma en materia, da origen a la
materia, al sueño del mundo y con él a la muerte (461/81). La definición del sueño
como un árido paraíso sin manzana identifica al sueño de la forma de la segunda
parte con el sueño de Dios de la primera: la aridez del paraíso equivale a la
soledad en llamas de la inteligencia divina (246 y 255); y el paraíso sin manzana,
sin culpa, se corresponde con algunos pasajes del canto tercero, pero en especial
con el relato de la semilla que sueña pero no realiza su desarrollo como árbol ni
prueba el gusto de su fruta prohibida (252). La inteligencia divina de la primera
parte sueña, al igual que la forma en sí de la segunda, un sueño sin culpa.
Las siguientes tres referencias al sueño están intercaladas, un poco como
paréntesis explicativos, en lo que queda del canto octavo y en el noveno. Son notas
oscuras, señalamientos trágicos, con los que el poeta parece querer asegurar la
comprensión de que el mundo, este mundo de la forma y la materia, es un sueño
doloroso. Primero, cuando habla de la transfiguración de la forma en materia,
dentro del sueño de la forma, señala:
–aquí, en el sueño inhóspito– (472)
y un poco más adelante, con el mismo sentido, no entre paréntesis pero sí entre
puntos y aparte que desempeñan en este caso la misma función:
El sueño es cruel,
ay, punza, roe, quema, sangra, duele.
Tanto ignora infusiones como ungüentos.
(476/9)
para recordar que el sueño, si bien inocente y sin culpa de parte de Dios o de la
forma pura, si bien mero sueño que no será convertido en realidad mediante un
acto de creación, no deja de ser doloroso para las criaturas que lo viven como real
mientras dura su transcurso. Y en el canto noveno:
–¡trasgos de sangre, libres,
en la pantalla de su sueño impuro!–
(627/8)
donde los animales son considerados como fantasmas de sangre, que sólo tienen
libertad dentro de la pantalla en la que parece transcurrir el sueño impuro de la
forma en sí.
El canto noveno es, en su mayor parte, el paso de todos los seres hacia la
nada en el momento en que la forma en sí se entrega a su propia muerte al unirse
con la materia. Entonces el sueño en el que están todas las cosas del mundo tiene
que desaparecer también, y esta es la última mención del sueño en el poema:
en donde nada es ni nada está,
donde el sueño no duele,
donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
(717/9)
Dios –el Dios inexperto que soñó el mundo, o la forma en sí que soñó a la materia–
ha desaparecido con todas las cosas, porque Dios no es sino sus criaturas (235/6),
y la forma no es sino su materia (437/9).
Al final, el poeta permanece ajeno al sueño:
Desde mis ojos insomnes…
(770)
La estatua
En la primera parte, al inicio del canto segundo, se identifica a Dios con el vaso.
Dios es el vaso que da forma a la criatura. La criatura todavía sin forma es como un
ojo de agua que quiere levantarse y no puede,
…el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas… (70/2)
sin embargo, gracias a Dios que abraza a la criatura dándole forma, se pone en
pie, veraz, como una estatua (80). En la segunda parte Dios y la criatura serán
dejados de lado y la escena será ocupada por la forma y la materia. Sin embargo,
en el canto sexto, el agua frente a la forma se comporta como si fuese dispersión de
criatura estupefacta (359) en recuerdo de uno de los versos iniciales de la primera
parte, …la imagen atónita del agua (9) (algunos diccionarios dan a “atónito” el
significado de “estupefacto”). En ese mismo canto sexto el vaso prestará forma al
agua hasta el punto de que pueda estar de pie frente a las cosas (385), como en el
verso 80. Y “estar de pie” es el significado de la raíz indoeuropea de donde viene
la palabra “estatua”. La criatura informe, el agua atónita, el ojo de agua que
intenta levantarse, la materia sin determinaciones, han encontrado en el vaso la
providencia de una forma que les permite ponerse de pie. Aunque no por mucho
tiempo, como se verá en el canto octavo, porque al unirse la forma con la materia
nace al mismo tiempo la posibilidad de la destrucción, y la egregia masa de
además ilustre podrá caer de golpe hecha cenizas (459/60). La “egregia masa de
además ilustre” es desde luego una burla de la estatua, de su pretensión de durar, y
una burla también de todo ser en el mundo orgulloso de su forma.
El espejo
En C1 y C6, cantos simétricos de las dos partes del poema, el espejo aparece con
la misma función. En el canto primero el agua, al tomar forma en el vaso se
reconoce en él como si se viera en un espejo:
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce; (29/31)
En el vaso, atada el agua gota con gota, resulta más desnuda, más agua. En el
canto sexto, que al igual que el primero tiene la función de presentar al vaso de
agua como el tema de los siguientes cantos,
el agua, poseída,
siente cuajar la máscara de espejos
que el dibujo del vaso le procura.
(379/81)
El agua de un espejo (30), que aludía un poco en broma a la semejanza entre el
vaso y el agua ya en el vaso, se ha transformado ahora en la máscara de espejos
(380), que recuerda inevitablemente al Dios de la primera parte que
…nos pone su máscara grandiosa,
ay, tan perfecta,
que no difiere un rasgo de nosotros
(113/5)
Dios, como vaso, es al mismo tiempo máscara y espejo, lo que concuerda bien con
la naturaleza del sueño divino tal como es definido en el canto tercero:
como un espejo del revés, opaco,
que al consultar la hondura de la imagen
le arrancara otro espejo por respuesta. (147/9)
El agua se reconoce en el espejo del vaso, es una imagen en ese espejo, pero no
sólo el agua, sino todo el mundo soñado en el sueño divino tiene una realidad
meramente refleja, virtual, en tanto sólo ocurre en la mente de Dios, en la
inteligencia divina. Por eso el sueño de Dios es como un espejo que funcionara al
revés, reflejando lo de adentro y no lo de afuera (donde no hay nada), reflejando
imágenes que sólo existen como imágenes dentro del espejo, como si en él, en el
espejo divino que es el sueño de Dios, sólo pudiéramos ver y encontrar otros
espejos. Por ello el poeta apostrofa a la inteligencia divina, en el canto cuarto: ¡oh
inteligencia, páramo de espejos! (209); la inteligencia divina, el sueño de Dios, es
como un desierto de espejos. También en la segunda parte del poema, en el canto
séptimo, el vaso sin contenido es considerado como un espejo ególatra (409),
porque sólo se refleja a sí mismo.
Las ideas de espejo y máscara, de espejos que se reflejan en otros espejos,
del Dios inexperto que sueña, indican también que el sueño del mundo está hecho
de Dios mismo. Las criaturas son un reflejo, aunque cambiante y temporal, de la
propia sustancia divina. Las criaturas son reales, con la realidad del sueño, en el
momento en que Dios las sueña; pero en el momento en que Dios sueña, Dios es su
propio sueño, Dios es sus criaturas. La realidad meramente especular de los
espejos, aunque virtual, cobra otro sentido, en tanto Dios se empeña con todas sus
criaturas en el tortuoso afán del universo (129). De ahí también, de la inexperiencia
de Dios, que el mundo soñado tenga algo de monotonía, y que transcurra
en un estéril repetirse inédito (103)
y que al formar Dios el mundo dentro de su sueño proceda
mezclando en la insistencia de los ritmos
¡planta-semilla-planta!
¡planta-semilla-planta!
(159/61)
hasta que, como hijo que es Dios mismo de su propio sueño
siente que su fatiga se fatiga,
se erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite (237/9)
Finalmente, el espejo ha entregado como respuesta otro espejo.
Antilogías
La primera parte del poema, C1 a C4, trata de la imposibilidad moral, o teológica,
del mundo. La segunda parte, C6 a C9, versa sobre la imposibilidad fáctica o
filosófica del mundo. Aunque en ambas partes siempre hay una tensión entre la
vida y la muerte, la primera abunda más en la muerte y la segunda en la vida. En
la primera el sueño de Dios es un repetirse incontrolado de la muerte, que siempre
está destruyendo por definición toda cosa o ser que llegue a tomar forma; las
criaturas mismas, ya con una forma, anhelan otra, como el agua por primera vez
en el vaso que desea convertirse en hielo (37). Las formas se despeñan siempre en
otras formas y así indefinidamente; Dios mismo, –hijo de su misma muerte, /
gestado en la aridez de sus escombros– (235/6), acaba al final del poema como
una víctima de su propio sueño. En la segunda parte, la muerte de la forma en sí
pone término al sueño del mundo y encabeza el desfile de todos los seres hacia la
nada. Aunque la forma en sí representa a Dios en la segunda parte, y su fracaso al
abandonarse a la muerte es también fracaso de Dios y el fracaso del sueño del
mundo, el desfile final hacia la nada es un canto a la belleza de todas las cosas, y
al mismo tiempo una adhesión a la vida y a los propósitos más altos del hombre
representados en la poesía y el lenguaje.
Los cantos C4 y C9 fueron elaborados, en cierto modo, desde la posición
contraria a su contenido expreso. El canto cuarto es un lamento por la imposibilidad
de un mundo esencialmente cruento; el canto noveno es una celebración de todas
las cosas en su desfile final hacia la nada. Sin embargo la argumentación directa
del canto cuarto parece reprochar a la inteligencia de Dios su decisión de no crear
al mundo; y en el noveno la procesión de todas las cosas hacia su propia
destrucción se presenta como el resultado universal de la unión de la forma y la
materia.
En el canto cuarto la inteligencia divina es denostada por no crear lo que
concibe, por mantenerse una, exquisita, con su Dios estéril (285), y por ser ella
misma estéril, agria (295). Sin embargo la inteligencia de Dios no crea el mundo
para no dar paso a la muerte, que sería inevitable a partir de los conceptos de
materia, forma y tiempo. Es decir, la inteligencia divina tiene razón en no crear el
mundo y en permanecer
…recreándose en sí misma,
única en Él, inmaculada, sola en Él
(264/5)
Dios no quiere dividirse entre la inteligencia divina y Él mismo, lo que podría ocurrir
si creara el mundo, si materializara la contradicción entre la vida y la muerte que es
el mundo. La inteligencia divina hace bien en no crear el mundo, y cuando se dice
de ella que es un
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte (268/9)
la expresión parece lo mismo un reproche que la celebración de una hazaña
victoriosa. Hay que considerar, al mismo tiempo, que todas las cosas del mundo, y
el poema mismo con ellas, sólo existen de manera virtual en el sueño de la
inteligencia divina y al final de cuentas no serán creadas; lo que no impide, desde
luego, que dentro del sueño las criaturas sean libres y que sufran su transcurso
(como señala claramente en 627 y en 476/7). Es una de esas criaturas del sueño
de la inteligencia divina, con existencia precaria, la que se lamenta de que Dios
tenga tan buenas razones para no crear en verdad el mundo.
En el canto noveno hay una ambivalencia similar. A lo largo de toda la
segunda parte el análisis intelectual de los conceptos de materia y forma ha
mostrado su inviabilidad. La forma en sí no se sostiene si no se transforma ella
misma en materia, pero en ese momento ingresa al mundo de la destrucción y la
muerte, pierde su ser en sí, su pureza. Al transfigurarse la forma en materia (468)
se abandona al designio de su propia muerte, y sin forma el sueño del mundo no es
posible: la desaparición de la forma implica la desaparición del mundo. Sin
embargo la frialdad intelectual del análisis que culmina precisamente en la primera
sección del canto noveno, da paso en las siguientes secciones al lamento por la
belleza del mundo que desaparece y a la exaltación de todo lo creado, así sólo
haya sido creado hipotéticamente, en el sueño de Dios. La descripción del mundo a
que da lugar el cortejo de todas las cosas camino hacia la nada, es también una
celebración de la vida a las puertas mismas de la muerte. El sueño del mundo se
vuelve real, y bello, sólo para desaparecer.
La procesión de todas las cosas y seres hacia la nada, en el canto noveno,
se ordena en siete secciones, seis que comprenden las diferentes clases de seres
que avanzan hacia la descreación del mundo, y la séptima destinada al final de la
segunda parte y al gran final del poema:
1) la forma
2) la poesía
3) el lenguaje
4) los animales
5) los vegetales
6) los minerales
7) final
De los seis primeros grupos, que forman propiamente el desfile de todos los
seres del mundo hacia su destrucción, los tres iniciales comprenden seres abstractos
o ideales y los tres restantes seres concretos o materiales, si pudiera decirse. La
progresión avanza de lo más complejo a lo más simple. Ese es el orden en que
aparecen en el poema, aunque también se ha visto ya que la destrucción de cada
etapa se subordina a la destrucción de la siguiente, por lo que también podría
decirse que el orden es el inverso, de los más simple a lo más complejo (si es que
tiene algún sentido suponer un orden de prelación en un proceso instantáneo). Los
vegetales son más complejos que los minerales, de la misma manera que los
animales en relación con los vegetales; lo que define al hombre por encima de los
animales es el lenguaje, del mismo modo que la poesía es la que a su vez hace
posible el lenguaje.
Animales, vegetales y minerales, representan la parte natural, no humana,
del mundo que desaparece. Su desfile sucesivo hacia la nada da la oportunidad de
nombrarlos de nuevo, y para hacerlo el poeta se circunscribe al ámbito metafórico
de las cosas humanas, sea en lo histórico y mitológico o en las características
anímicas del hombre. Hay evidentemente la intención deliberada de humanizar lo
natural, de dar un sentido humano a la naturaleza que desaparece con la
desaparición de la forma. Los animales, que dentro de lo natural tienen la dignidad
más alta, son referidos a personajes literarios o mitológicos, como el salmón a
Ulises y el delfín a Apolo; o a sucesos y personajes históricos, como el león a la
antigua Babilonia, o el cordero al rey Luis XV; del búho se dice que medita, y de la
golondrina que recuerda los caracteres de la escritura hebrea. Los vegetales son
comparados con las edades del hombre, el eucalipto y el álamo con la edad
adulta, el durazno y el cerezo con la adolescencia, la menta con la niñez; el sauce
delira y la ceiba se angustia; el roble es un anciano heroico. Y entre los minerales
el rubí es calificado de melindroso y angelical, el diamante es tan iracundo que
fulmina a la propia luz, el zafir es de raza aria por tener los ojos azules, la
esmeralda recuerda a la agricultura, y quizá hasta las Geórgicas de Virgilio; en
comparación con estas piedras preciosas el lapislázuli, el alabastro y la turquesa
son como hermanas cenicientas; y entre los metales el oro acaba siempre a buen
resguardo, prisionero, y la plata, ingenua, se delata a sí misma con su sonido.
El desfile comprende tres secciones del canto noveno y más de 100 de los
775 versos del poema (587 a 692). Y durante todo ese espacio el poeta sostiene la
elevación metafórica de lo natural a lo humano, como si quisiera cubrir con un
gesto amoroso, solidario y protector, a los seres que avanzan hacia la muerte. La
enunciación de los nombres de las cosas naturales en estas secciones del canto
noveno es tan lujosa y exaltante que por momentos podría parecer un canto a la
creación, a la primavera o a la alegría; resulta la manera más exultante, feliz, de
avanzar los seres hacia su propia desaparición.
En contraste, para no perder el sentido del poema, Gorostiza termina cada
sección del canto con un recordatorio crudo del destino final de todo ser. Así, por
ejemplo, al final de la tercera sección, de la gracia original del lenguaje no queda
sino el horror de un pozo desecado
que sostiene su mueca de agonía.
(585/6)
Al final de la cuarta, los animales vuelven al origen de sus orígenes,
hasta que su eco mismo se reinstala
en el primer silencio tenebroso. (623/4)
En la quinta, los vegetales, que parecieran desarrollarse hacia la semilla, acaban
inmóviles
¡oh cementerio de talladas rosas!
en los duros jardines de la piedra.
(657/8)
Y al finalizar la sexta los minerales, que regresan a su origen a través del fuego,
resultan ciegos de su ojo, que el ojo mismo,
como un siniestro pájaro de humo,
en su aterida combustión se arranca. (685/6)
De manera que a cada exaltación corresponde un recordatorio elocuente del fin al
que concurren todos los seres, lo que da al canto noveno un tono alternativamente
entusiasta y melancólico.
Las antítesis del mundo se reflejan también en las imágenes y conceptos del
poema. Al tratar del vaso y el agua, por su función natural, sería lógico esperar que
el vaso tuviese “sed” de agua, y que el agua se “derritiera” por alcanzar la forma
del vaso. Pero no es así, sino al revés: el agua trae una sed de siglos (351) de
forma, la bebe, sí, en el módulo del vaso (498), y al final de la primera parte se
“ahoga” en ella (346/7); mientras que el vaso, en su anhelo por ser colmado por
un contenido, se ablanda, se adelgaza (418) y al último, perdiendo su sobrio
dibujo… en un llanto de luces se liquida (419/21). Para el agua, la forma es el
“líquido” que calma su sed; para el vaso, la materia es “la forma” que satisface su
anhelo. La materia está tan ávida de una forma como la forma lo está de una
materia; la forma desea tanto una materia que se mimetiza con ella, se vuelve
materia (468). Estas relaciones poéticas indican la naturaleza imposible de las
nociones de materia y forma. Ni la materia ni la forma pueden ser concebidas
aisladamente; para su comprensión y aun para su mera existencia ideal cada una
requiere de la otra; pero tampoco pueden ser entendidas como una unidad, al
menos en el tiempo: apenas se unen cambian, ya no son la materia y la forma que
se unieron en el momento anterior. Su unión desencadena, en el mismo instante de
su acoplamiento, su propia destrucción. Por eso el agua tiene una sed
inconmensurable de forma, y el vaso se liquida en un llanto de luces.