Arquetipos cristianos - fundación GRATIS DATE · 2 P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos...

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P. Alfredo Sáenz, S. J.

Arquetiposcristianos

Fundación GRATIS DATE

Pamplona 2005

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Introducción

Los arquetiposy la admiración

En nuestro tiempo se hace más necesario que nuncaresaltar la importancia de los arquetipos en la vida de losindividuos y naciones, destacar la fuerza insustituible delos paradigmas en la forja de las sociedades y de laspersonas particulares.

I. Una escuela sin arquetiposNo hace mucho Antonio Caponnetto publicó un nota-

ble libro bajo el título de Los arquetipos y la historia, enel cual nos inspiraremos para algunas de las reflexionesque siguen. Dicho autor señala hasta qué punto la escue-la no cumple su oficio verdadero de religar las inteligen-cias con la Verdad y la Sabiduría, sino que se ha idoconvirtiendo en una institución pragmatista, limitándosea asegurar salidas laborales, basada en el utilitarismo: laacción, el éxito y la eficacia. El alumno deberá capaci-tarse tan sólo para comprender el mundo económico ysocial en que habrá de insertarse, interesado únicamenteen el provecho que pueda alcanzar en la vida. El idealconcebido es el de un homo faber, industrioso, produc-tor y consumidor. A este propósito ha escrito Delgadode Carvalho que «la finalidad de la generación actual noes formar caballeros medievales, sino proponer hom-bres eficientes en sus profesiones». Por cierto que unaescuela semejante no quiere saber nada de arquetipos.Aborrece los modelos, los destierra del horizonte de losalumnos. Esos colegios buscan la llamada integracióndel chico en la sociedad tal cual es, sobre la base delhorror a lo singular, sustituyendo el ideal del arquetipopor la inserción en la muchedumbre. El reino de la canti-dad necesariamente aplasta a los auténticos modelos. Sebusca formar a un chico que se adhiera a la vida cotidia-na, la vida del hombre común, con la escala de valorespredominante, que cambia según los vaivenes de la opi-nión pública.

Este tipo de formación educativa se basa en la exalta-ción del igualitarismo. En homenaje a él, el colegio debe-rá obviar la presentación modélica de personalidades ex-cepcionales, los jefes, los santos, los genios, porque ta-les personajes son anormales. Los arquetipos se ven in-molados en aras de un igualitarismo informe. Recuerdolo que decía el querido y recordado Anzoátegui en laépoca en que Kruschev, durante el período de superestroika, fustigaba duramente la política de Stalin porhaber fomentado el culto a su persona:

«La condenación del culto de la personalidad es una de las másbajas abominaciones modernas. Importa el triunfo del culto de lamediocridad, la democratización de los valores humanos, la aboli-ción de la facultad de admirar, de rendir pleito –homenaje al sersuperior– que es facultad inherente a la naturaleza del hombre.Stalin fue un criminal. Enjuiciémoslo como tal. Pero no por el delitode no haberse conducido como un mediocre. Porque es preferibleadmirar al Diablo antes que no admirar a Dios ni al Diablo. Loprimero es diabolismo, que tiene el remedio del exorcismo; lo se-gundo es eunuquismo, que no tiene remedio».

Terrible aquella expresión de Victor Hugo: «Egalité,traduction politique du mot envie». Quizás la inspira-ción remota del principio político de la igualdad absolutano sea otra que la tentación demoníaca a nuestros pri-meros padres en el paraíso: «Seréis como dioses», pe-cado de envidia mezclado con soberbia, anhelo prome-teico de igualarse a Dios, rechazo de toda superioridad,de todo arquetipo. No en vano afirmaba La Roche-foucauld que los espíritus mediocres condenan de ordi-nario todo lo que está más allá de su alcance. Lo confir-maba Nietzsche al escribir:

«Hoy en Europa, donde sólo los animales de rebaño usurpan loshonores y los distribuyen, donde la igualdad de derechos se con-vierte en igualdad de injusticia, en hacer la guerra a todo lo raro,extraño y privilegiado, al hombre superior, al alma superior, aldeber superior, a la responsabilidad superior, al imperio de la fuer-za creadora, al ser aristócrata».

Es el triunfo de la tibieza, la victoria de los hombrescastrados, en cuya boca ponía el mismo Nietzsche estaspalabras del burgués satisfecho: «Nosotros hemos colo-cado nuestra silla en el medio mismo, a igual distancia delos gladiadores moribundos que de los cerdos cebados».Y comenta: «Pero eso no es moderación, eso es medio-cridad».

El proyecto igualitarista de nuestro tiempo es la expre-sión más cabal de una civilización decadente, que consi-dera imposible la voluntad de ser alguien, que diluye irre-mediablemente el pathos de las distancias. La presuntajusticia a través de la igualdad es de hecho la injusticiapara con los mejores, y por tanto para con todos, priva-dos de la libertad de los mejores. Ya en el siglo pasado,Alexis de Tocqueville había profetizado un espectáculode este género:

«Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo puedeproducirse en el mundo: veo una multitud de hombres semejantese iguales, que dan vuelta sin descanso sobre sí mismos para procu-rarse pequeños y vulgares placeres de los que llenan su alma».

Trátase, indudablemente, de una nivelación por lo bajo,de una contagiosa propagación de la estulticia, segúnaquello de la Escritura: amicus stultorum similis efficitur–el amigo de los tontos se hace semejante a ellos– (Prov.13,20). Es allí donde conduce la actitud de aquellos quese proclaman, como dicen, «respetuosos de las igualda-des», cuando lo que correspondería es ser «respetuosode las desigualdades». A este nefasto igualitarismo con-duce la formación que se da actualmente en la mayorparte de los colegios, una suerte de borreguización ge-neralizada. Pero cuidando formar borregos que sigan alrebaño a dondequiera que se dirija, acabando por«trasquilarles» las ideas, las pocas ideas que se les hayapodido inculcar.

II. La enseñanza de la historiaEn el ámbito de las escuelas y colegios es advertible el

rumbo antimodélico que toma la enseñanza de la histo-ria, la materia que más se presta para la exaltación de losarquetipos.

«Nunca se llegará a la comprensión histórica –escribe Huizinga–sí no visualizamos la imagen de los individuos que fueron los pri-meros en concebir los pensamientos, que cobraron ánimo paraobrar, que arriesgaron y salieron victoriosos donde otros muchosse entregaron a la desesperación».

En este sentido, Hesíodo y Homero, a pesar de que nofueron historiadores, en sentido estricto, sino más bienpoetas, resultaron auténticos educadores a través de lahistoria, porque al exponer las hazañas de los héroes,enseñaban implícitamente el deber-ser del ciudadano dela polis.

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«No es el conocimiento de lo cotidiano –escribe Caponnetto–,de suyo variable y pasajero, lo que perfecciona las almas, sino eldetener la mirada en los gestos, en los actos, en los pensamientosque han vencido la fugacidad diaria, que han conquistado un sitioen la historia y por eso se han vuelto actuales, es decir, permanen-tes, de interés constante.

«Homero es nuevo esta mañana y el diario de hoy ha envejecidoya», decía Péguy aludiendo a esa contemporaneidad de lo superior,en contraste con la caducidad de los sucesos ordinarios». Bienescribía Chesterton: «Tradición no quiere decir que los vivos estánmuertos sino que los muertos están vivos».

Hoy se prefiere otro tipo de enseñanza de la historia,adecuada a la superficialidad del ambiente. Una historiano comprometida, profesionalista y descriptiva, quími-camente pura, sin adjetivos, y, si es posible, sin sus-tantivos, en última instancia, una historia amorfa, infor-me e incapaz de formar. Es lo que propiciaba Latreille:«La explicación histórica debe evitar los juicios de valor,sean intelectuales o morales». A eso le llaman objetivi-dad. Lo que se esconde detrás de dicho método es unaadhesión incondicional al movimiento, al continuo deve-nir histórico, sobre la base filosófica de la ambigüedadsustancial de las cosas humanas.

Así, se va creando una generación de relativistas, queno se exponen por nada, porque nada merece la pena.Cada generación, se dice, tiene que volver a escribir lahistoria a su manera; en el caso de la historia argentina,ayer se nos la enseñó destacando la filiación hispano-católica, hoy nuestra procedencia iluminista, y mañanapodremos elegir la que queramos o preferir no tener nin-guna. Así han concebido la historia los liberales y tam-bién los marxistas; se sabe cómo cada cierto tiempoStalin ordenaba escribir de nuevo los textos de historia,exaltando y degradando personajes, según las conve-niencias del momento.

Una enseñanza de la historia de este tipo no deja sitiopara el misterio, por cuanto margina toda huella desupratemporalidad. Pero he aquí que el tiempo es ininte-ligible si no se lo considera a la luz de la eternidad. Así loentendía San Agustín, para quien la historia sólo resulta-ba comprensible sobre el telón de fondo de la DivinaProvidencia y de la suprahistoria; sólo se volvía inteligi-ble cuando se la consideraba no sólo con un punto departida y un punto de llegada, ambos extratemporales,sino también con un centro de gravitación, en la plenitudde los tiempos, que no era otro que el Verbo encarnado,preparado a lo largo del Antiguo Testamento, reveladoen el Nuevo, y conduciendo a la humanidad rescatadahacia un fin sin fin. Una historia que se desarrollaba almodo de una conflagración entre dos ciudades que seenfrentaban en el curso de los siglos.

Semejante manera de entender la historia es descono-cida o burlada. La enseñanza de dicha asignatura actual-mente en boga se encierra en lo inmanente, como el topose esconde debajo de la tierra ignorando el panoramaamplio y azul del firmamento. Es el grave error del histo-ricismo, que vicia toda auténtica docencia de la historia,ya que castra al hombre al cortarle sus religacionesmetahistóricas. Sólo queda el fenómeno, en el sentidokantiano de la palabra.

«No creo en la Divina Providencia –decía Edward Carr–, ni enotra cualquiera de las abstracciones a que se ha atribuido algunasveces el gobierno del rumbo de los acontecimientos». De ahí que«los historiadores serios –agrega– no pueden pertenecer a la escue-la de Chesterton y Belloc».

El historicismo se nos presenta así como la proyec-ción en el campo histórico del camino secularizante queviene tomando todo el saber científico desde los comien-

zos de la modernidad. Al obviar la Providencia, y cual-quier perspectiva suprahistórica, los historiadoressedicentes realistas se ven obligados a recurrir a suce-dáneos de la Providencia, por ejemplo el evolucionismo,pero sobre todo el mito del progreso indefinido. Crocevio bien al decir:

«No se le puede ocultar a nadie el carácter religioso de toda estanueva concepción del mundo, que repite en terminología laica losconceptos cristianos... el Dios laico del paraíso terrenal».

Tal es la historia que hoy se quiere enseñar. Una histo-ria que destierra la profecía, la previsión del futuro, conbase en los elementos que ofrece la tradición. Pero quetambién destierra la memoria. Solzhenitsyn ha denuncia-do el siniestro plan que en su momento elaboró el régi-men marxista para destruir la memoria de su patria már-tir en aras de la gestación del «hombre nuevo». Bien se-ñala Caponnetto que «la historia es la memoria de lospueblos, y una nación sometida al reemplazo sistemáticode su memoria acaba en el olvido».

La preterición de las raíces y de los arquetiposfundacionales, no tiende sino a engendrar aquellos «ciu-dadanos del mundo» que propicia la política educativa dela UNESCO, sobre la base de la abdicación de lo nacionaly en orden a la consolidación de un mundo homoge-neizado. La enseñanza de una historia sin raigambre setorna indispensable para llevar adelante el proyecto de lafactoría próspera y aséptica. Hacer de cada país un peónde ajedrez en el tablero del Nuevo Orden Mundial.

III. Arquetipo e individuoPero el tema de los modelos no afecta sólo a las nacio-

nes y, consiguientemente, al estudio de la historia univer-sal y patria, sino que tiene que ver también con el hom-bre individual. Son dos aspectos que se conectan entresi. Porque la inmanentización de la visión histórica tienecomo colofón que la significación de los hechos se iniciey se agote en el hombre, un hombre hecho a imagen ysemejanza de sí mismo. Es el drama del antropocentrismocontemporáneo, de un hombre sin referencias ni religa-ciones que lo trasciendan.

El hecho es que así como no hay enseñanza verdaderade la historia sin atingencia a los paradigmas, tampocohay realización del hombre sin contemplación de sus ar-quetipos. Cabe ahora decir algo sobre el significado de lapalabra arquetipo, cuyo origen se remonta a la tradicióncultural del mundo griego. Typos, primitivamente, signi-ficaba golpe, ruido hecho al golpear, marca dejada comoconsecuencia de un golpe. Arjé agrega el sentido deprincipalidad, originalidad. Por tanto: golpe o marca ori-ginal. El arquetipo es así una suerte de modelo originalque golpea al hombre y lo atrae por su ejemplaridad, unprimer molde –inmóvil y permanente–, una forma o ideaconcretada en una persona, que tiende a marcar al indivi-duo, instándole a su imitación.

El Arquetipo supremo es Dios mismo, el ejemplar sumo,o mejor, el que contiene en sí las ideas ejemplares detodas las cosas. En lo que respecta al hombre, es Élquien originalmente le ha dado un toque, le ha puesto sumarca, lo ha modelado al modo de un artesano, hacién-dolo su icono, su imagen, su reflejo.

Universalizando la materia, podemos decir que la cau-sa ejemplar es aquella a cuya imitación obra el agente, elparadigma o forma ideal que éste se propone al realizaruna obra; su virtualidad causal consiste propiamente enser imitada, en suscitar una semejanza no casual ni es-pontánea, sino pretendida, buscada.

Los arquetipos y la admiración

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«Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra»,dijo Dios al crear al hombre. Los Padres de la Iglesiaenseñaban que la imagen es algo ontológico en el serhumano, algo imperdible; la semejanza, en cambio, esmás bien ética o moral; si la imagen es el ser, la semejan-za es el quehacer. Todo el sentido de la vida del hombreconsiste en ir de la imagen a la semejanza, acercándoseasí al Arquetipo original. En lenguaje de Scheler: «ser, enel sentido pleno de la palabra, es ser capaz de seguir enpos del Arquetipo». O, como escribe Caponnetto, «alhombre le corresponde el tránsito del deber-ser ideal ynormativo al ser real, hacer que su esencia valiosa tengaexistencia plena concreta».

La sabiduría griega logró atisbar esta vocación modélicaque oculta el hombre en sus mismas entrañas. Especial-mente Platón, en su célebre alegoría de la Caverna, don-de lo que en definitiva se propone es convocar a loscautivos para que emerjan a la superficie y renuncien alo rastrero, de modo que, superando su estado de extra-ñamiento, se eleven hacia la contemplación esplendentede las formas ideales. En el pensamiento de Platón, eldescubrimiento de lo que debe ser el hombre normal, noes, como para nuestros contemporáneos, el resultado deuna compulsa estadística que nos da la media aritmética,el uomo qualunque, sino que lo normal es lo normativo,y por tanto lo superior y ejemplar. Esta idea cautivó almundo griego y se reflejó hasta en las artes. A Fidias sele ha comparado con Sócrates, porque en sus mármolesuno, y en sus enseñanzas el otro, ofrecieron las pautas deun elevado deber-ser, siempre en dependencia de los mo-delos arquetípicos.

IV. El hombre, una vocación a la transcendenciaResulta curioso, pero el hombre es un ser esencial-

mente inestable. Está hecho para trascenderse, tiene lavocación de la trascendencia. No puede reducirse a per-manecer en los límites de un humanismo clausurado ensí mismo: o se trasciende elevándose, o se trasciendedegradándose; o se trasciende para arriba o se trascien-de para abajo. Según Scheler, el núcleo sustancial delhombre se concentra en este impulso, en esta tendenciaespiritual a trascenderse. Thibon lo ha expresado a sumodo:

«El hombre sólo se realiza superándose; no llega a ser él mismomás que cuando traspasa sus límites. Y, a decir verdad, no tienelímites, sino que puede, según que le abra o cierre la puerta a Dios,dilatarse hasta el infinito o reducirse hasta la nada».

Extraño este sino del hombre. O se eleva endiosándo-se, como han hecho los santos, o se degrada anima-lizándose, como el hijo pródigo que, tras renunciar a sufiliación ennoblecedora, acabó apacentando cerdos. Ladecisión es intransferiblemente personal.

Siempre nos ha repugnado aquella expresión: «cadacual debe aceptarse como es». Los arquetipos y mode-los se proponen a nuestra consideración precisamentepara que no nos aceptemos como somos, sino que nosdecidamos a trascendernos. «Somos viajeros en buscade la patria –decía Hello– tenemos que levantar los ojospara reconocer el camino». Cuenta Cervantes que losrústicos que escuchaban al Quijote en las ventas termi-naban arrobados por su discurso. Es que aquellas pala-bras encendidas les permitían reencontrarse con lo me-jor de ellos mismos, elevando sus corazones por encimade la trivialidad cotidiana.

La existencia banal –ha escrito Heidegger– está hechade abdicación y termina en el hastío y en la angustia,reclamando algo más que la colme y la sacie. Es Diosquien ha puesto en nosotros esa atracción hacia lo subli-

me, esa necesidad ontológica de superarnos, de ser dis-tintos y mejores de lo que somos, ese anhelo de quebrarel círculo estrecho de las apetencias menores. Sólo ten-diendo a lo superior, llegamos a ser auténticamente no-sotros mismos; sólo accediendo a la atracción de lasalturas, salimos de nuestra subjetividad y nos hacemoscapaces de poner nuestra vida al servicio de Dios y delos demás.

La Declaración de los Derechos del Hombre, tal comobrotó del espíritu de la Revolución Francesa, contribuyóa crear en los hombres una conciencia de acreedoresexigentes, eclipsando el recuerdo de la gran deuda deservicio que sobre todos pesa.

Por cierto que no han faltado malentendidos en estetema de la superación del hombre. Por ejemplo el deHegel, que acabó subsumiendo y diluyendo al hombreen su Espíritu Absoluto. O el de Nietzsche, con su ar-quetipo del superhombre. Nietzsche comenzó bien, re-belándose contra un mundo que llevaba en su frente lossignos de la mediocridad y la decadencia, la pusilanimi-dad y el pacifismo, la rutina y el hedonismo burgués;denunció con vehemencia la vida muelle, la laboriosidaddel hormiguero, el gregarismo de «las moscas de la pla-za pública», la cifra-promedio y el seguir la corriente;entendió con claridad los riesgos del triunfo de la media-nía como norma, del mediocre como paradigma y de lacantidad como calidad. Su reivindicación casi desespe-rada de los valores de la jerarquía y de la auténtica auto-ridad hizo que autores como Thibon vieran en él unaespecie de místico frustrado, según este último explicódetalladamente en su magnífico libro Nietzsche o el de-clinar del espíritu.

Sin embargo no hay que engañarse. Nietzsche equivo-có el diagnóstico; mezcló irreverentemente las causasdel mal, lanzando acusaciones demoledoras contra el Cris-tianismo, cuya sublimidad y belleza no llegó a percibir.Quiso que el hombre se trascendiera, sí, pero sobre latumba de Dios. El hombre se convertiría en superhom-bre si primero se hacía deicida. Mas su propia experien-cia le enseñó amargamente que sin Dios y contra Dios,el hombre se extingue, anonada su ser justamente cuan-do pretende elevarlo de manera prometeica. Su super-hombre es casi «bestial», sin sombra de compasión nide piedad. ¿No es otra manera de llegar a la animalización?Hay algo de satánico en su grito dionisíaco: «Dios hamuerto, viva el hombre», un eco de la promesa del de-monio en la tentación a nuestros primeros padres: «Se-réis como dioses». En última instancia, Nietzsche esdeudor del error antropocéntrico: matar a Dios para di-vinizar al hombre.

Otro falso atajo, sin salida, hacia la trascendencia es elque nos propone Jung, una pretendida trascendencia deorden psíquico, en el ámbito de las fabulaciones oníricaso de las reminiscencias fantásticas. Dice Caponnetto queJung sintió la nostalgia del mar insondable, pero se que-dó en las aguas de una jofaina, con sus patologías y susreduccionismos psiquiátricos. En una palabra, redujo todala realidad a lo psicológico, limitando a su vez lo psicoló-gico a la hipertrofia del inconsciente.

Hegel, Nietzsche y Jung. He ahí tres escapatorias falli-das para el anhelo de trascendencia ínsito en el hombre.En los tres casos se trata de una suerte deautotrascendencia: la del hombre que se pierde en el Es-píritu Absoluto, la del hombre que se extravía en un hi-potético superhombre, y la del hombre que buscatrascenderse en el surrealismo. Tres falsas trascenden-cias que, en última instancia, no son sinotrasdescendencias.

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Pero volvamos a la auténtica trascendencia, al endio-samiento verdadero del hombre, convocado a ser comoDios, no a fuerza de músculos, según sugirió Satanás anuestros padres, sino en virtud de la gracia, que nosimpele suavemente a levantar vuelo. Pues bien, son jus-tamente los arquetipos y los modelos los que ayudan alanzarse a las alturas, los que verticalizan el espíritu, plas-mando almas y forjando metas, tanto en el orden naturalcuanto en el sobrenatural.

Es preciso distinguir, como agudamente lo ha hechoScheler, entre un jefe y un modelo. El primero actúadesde afuera, el segundo influye recónditamente, en lainterioridad del ser. «El jefe exige de nosotros un obrar,el modelo exige una manera de ser». Por eso la penetra-ción de este último es más honda. El modelo o paradig-ma tiene todo el atractivo del ideal, del ser superior, bue-no y perfecto, cuya presencia o recuerdo estremece elalma con particular vehemencia. Jefes y modelos no son,por cierto, categorías excluyentes. Los jefes pueden sermodelos, y éstos, a su vez, ejercer cierta jefatura espon-tánea e implicita. Por lo demás, según sean nuestrosmodelos, nuestros sueños ideales y normativos, así se-rán los jefes que elijamos o que aceptemos gustosamente.

El arquetipo se comporta, pues, al modo de un imánque verticaliza los espíritus, estableciendo algo así comouna ley de la gravedad invertida. Cuán acertadas aque-llas reflexiones de Aristóteles en su Metafisica:

«No hay que prestar atención a los que aconsejan, con el pretex-to de que somos hombres, no pensar más que en cosas humanas y,con el pretexto de que somos mortales, renunciar a las inmortales;sino por el contrario, hacer lo posible para vivir conforme con laparte más excelente de nosotros mismos, pues el principio divino,por muy débil que sea, aventaja en mucho a cualquier otra cosa porsu poder y valor».

Esa «parte más excelsa de nosotros mismos», ese«principio divino» es justamente el que se extasía frenteal arquetipo, viendo en él una suerte de encarnación desu anhelo más profundo, el de trascenderse a sí mismo.Bien afirma Caponnetto que:

«La autoridad del Arquetipo surge, en síntesis, como una impe-riosa y esencial necesidad del hombre, que de este modo viene aquebrar lo que pudiera darse de nivelación, de igualitarismo o desujeción a la uniformidad gregaria. La autoridad del Arquetipo, supresencia refulgente, aglutinante y directriz, es un reclamo naturaldel espíritu, es un silencioso pedido que emana de la vocaciónjerárquica del hombre, de la perentoriedad por subordinarse a unOrden y a un Ordenador, en una obediencia que es la clave de laverdadera libertad».

He aquí por donde pasa la decisión radical en la vidade cada hombre: o sucumbir a la mediocridad, dejándo-se encandilar por el brillo de las cosas que le son inferio-res, o proponerse una existencia vertical, con su inevita-ble cuota de renuncia y de sacrificio, una existencia orien-tada hacia la contemplación del Arquetipo y la emulaciónde sus virtudes. La verdadera paideia no es, en últimainstancia, sino la preocupación constante por encauzaral educando hacia la mímesis del paradigma.

V. Los diversos arquetipos¿Y cuáles son, concretamente, estos arquetipos, para

nosotros, los cristianos?Como dijimos más arriba, el Arquetipo por antonoma-

sia es Dios, nada menos que Dios, del cual derivan to-dos los aspectos estimulantes de los otros arquetipos –los paradigmas humanos– . En una de sus humoradas,Cristo nos dijo: «Sed perfectos como vuestro Padre ce-lestial es perfecto». Decimos que es una humorada por-que jamás nos será posible igualar la perfección infinitade Dios. Lo que se nos quiere expresar es que, en el

camino del progreso espiritual, la medida es sin medida,que no hay «bastas» que valgan. El único «basta» lo pro-nuncia la muerte.

Más cercana a nosotros se nos ofrece la figura de Cristocomo Modelo Supremo, el Verbo que se hizo carne paradivinizar nuestra carne, el Hijo de Dios que se hizo Hijodel hombre para que los hijos de los hombres llegásemosa ser hijos de Dios. He aquí un auténtico y fascinanteArquetipo, puesto a nuestra consideración para que, imi-tando sus virtudes, nos trascendamos ilimitadamente. Elmismo que se proclamó camino, nos invita a seguir suhuella. «Venid en pos de mí», «aprended de mí», «os hedado ejemplo para que vosotros hagais como yo he he-cho»... Todo el cristianismo puede ser considerado a laluz del seguimiento de Cristo. Este seguimiento no esuna acción a distancia, es una mímesis de Cristo queconduce a la identificación con Él, a poder decir un díacon el Apóstol: «ya no vivo yo sino que es Cristo el quevive en mí».

Seguimiento de Cristo, decíamos, pero también deaquéllos que, habiendo imitado a Cristo con espíritu mag-nánimo, participan más de cerca de su ejemplaridad. Nosreferimos a los Santos. En cada uno de ellos se revelaalgún aspecto peculiar del Cristo polifacético. No deja deser revelador el drama que representa para los protestan-tes su rechazo de la veneración de los santos. Acertada-mente señaló Jung que la historia del protestantismo esuna historia de continua iconoclastia, y por tanto de di-vorcio entre la conciencia de los hombres y los grandesarquetipos. Advirtamos que no siempre los santos sonmodélicos porque sus virtudes y cualidades hayan resul-tado o resulten agradables al espíritu de una época deter-minada. Con frecuencia atraen a pesar de no coincidircon los gustos predominantes en una sociedad dada; másaún, atraen precisamente en el grado en que contrarían ycorrigen los errores del tiempo en que vive el que losadmira. Bien señalaba Chesterton:

«La sal preserva a la carne, no porque es semejante a la carne,sino porque le es desemejante. De ahí que cada generación es con-vertida por el santo que más la contradice».

Dios, Cristo, los Santos. Pero también son paradig-máticos los Héroes. Cuando García Morente buscó elmejor modo de explicar la Hispanidad, encontró en elcaballero cristiano, concretamente en el Cid Campeador,el arquetipo más apropiado y de alcances más hondos.Vale la pena recordar los motivos de dicha elección:

«Lo que necesitarmos para simbolizar la Hispanidad es un tipo,un tipo ideal, es decir, el diseño de un hombre que, siendo en símismo individual y concreto, no lo sea sin embargo en su relacióncon nosotros. Un hombre que, viviendo en nuestra mente con todoslos caracteres de la realidad viva, no sea sin embargo ni éste niaquél..., un hombre, en suma, que represente como en la condensa-ción de un foco, las más íntimas aspiraciones del alma española, elsistema típicamente español de las preferencias absolutas, el dise-ño ideal e individual de lo que en el fondo de su alma todo españolquiere ser».

Estos modelos no podrán ser hombres banales,trivializados por la cotidianeidad, sino hombres superio-res, héroes o mártires, hayan triunfado o no en sus em-peños. La elección del arquetipo es fundamental para elindividuo, por lo que decía San Agustín:

«Nemo est qui non amet, sed quaeritur quid amet. Non ergoadmonemur ut non amemus, sed ut eligamus quid amemus –Nadiehay que no ame, de lo que se trata es de saber qué ama. No se nosnos dice que no amemos, sino que elijamos lo que amemos».

Pero también dicha elección es fundamental para lasnaciones. Por lo que el mismo San Agustín escribió ensu obra De Civitate Dei:

Los arquetipos y la admiración

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos«Ut videatur qualis quisque populus sit, illa sunt intuenda quae

diligit –Para ver cómo es cada pueblo, hay examinar lo que ama–».Porqué, en definitiva, como escribe Caponnetto, es en

la elección de sus modelos, y en la proporción con queesos modelos elegidos y predilectos reflejan laejemplaridad divina, como se puede medir el esplendor ola decadencia de una comunidad histórica determinada.

En una sociedad como la que vivimos, tantos falsosparadigmas, de tantos ídolos creados por la propaganday por los llamados formadores de opinión, se hace másapremiante que nunca destacar la necesidad de unreencuentro con el tiempo áureo y sus paradigmas. Ellosignificará muchas veces remar contra la corriente. Peroes el único camino.

No hace mucho, nuestro recordado poeta LeopoldoMarechal, refiriéndose a aquel famoso texto de Hesíodoacerca de las cuatro edades del mundo y del movimientodescendente de la humanidad desde la Edad de Oro a lade Hierro en que ahora nos encontramos, movimientoque se traduce por un oscurecimiento progresivo a me-dida que el hombre se va alejando de la luz primordial,decía sin tapujos de sí mismo:

«Yo soy un retrógrado... Pues bien –proseguía– siendo yo unhombre de hierro, y tras de realizar, como lo hice, las posibilidadescada vez más oscuras del siglo, mi alma en experiencia vino descar-tándolas gradualmente hasta cruzarse de brazos en la correntadaque seguía y sigue descendiendo hacia su fin. Naturalmente, comola inmovilidad es imposible a toda criatura forzada por la condicióntemporal y sometida, por ende, al movimiento, sólo me quedabandos recursos: o morir –abandonar la corriente del siglo en un gestosuicida–, o nadar contra la corriente, vale decir, iniciar un retrocesoen relación con la marcha del río. Para lograrlo es indispensableoponer una fuerza de reacción a la fuerza descendente que nosarrastra, tal como lo están haciendo, en el campo de la fisica, losproductores de cohetes y de aviones a retropropulsión. Y es quehay analogía entre las leyes del mundo fisico, del mundo psíquicoy del mundo espiritual: El surubí le dijo al camalote: / no me dejollevar por la inercia del agua. / Yo remonto el furor de la corriente /para encontrar la infancia de mi río… Soy un retrógrado pero noun oscurantista, ya que voy, precisamente, de la oscuridad hacia laluz».

VI. La admiración y el deseoLos arquetipos son ineludiblemente dignos de admira-

ción, son simplemente admirables. La admiración es elsentimiento que brota del alma cuando el hombre perci-be sea la belleza física de alguien, sea su grandeza moralo su bondad, realizadas en un grado eminente. Suele com-portar un matiz de asombro o de estupor. El Cardenal deBérulle describía así dicho sentimiento:

«Los que contemplan un objeto raro y excelente se encuentranfelizmente sorprendidos de extrañeza y de admiración... esta extra-ñeza da fuerza y vigor al alma... que se eleva a una gran luz».

Es conocido aquel juicio de Aristóteles según el cual laadmiración se encuentra en el origen de toda investiga-ción de las causas, especialmente de la filosofía. Mas elasombro no es sólo el comienzo de la actividad fílosófica.Los Padres griegos lo consideraban también como el prin-cipio de la actividad teológica, teórica y práctica. Gusta-ban decir que no fue sino el asombro que experimenta-ron los discípulos ante la gloria reverberante del Cristotransfigurado en el Tabor, lo que les permitió, rebosan-tes de gozo y estupor, trascender la humanidad de Jesúsy acceder a la contemplación de su divinidad.

La admiración se opone en particular a una cierta su-perficialidad que a veces parece afectar a nuestras fa-cultades espirituales, y por consiguiente a la indiferenciao a la rutina que son su consecuencia. Assueta vilescunt,dice un viejo adagio, las cosas reiteradas se envilecen.La capacidad de admiración supone siempre ojos nue-

vos, una nueva y original mirada sobre el objeto o lapersona que asombra. Como ojos nuevos necesitaronlos apóstoles para poder contemplar al Cristo transfigu-rado. La admiración tiene que ver, pues, con la inteligen-cia, que se extasía ante la verdad, al percibir su carácterinefable, pero también influye en la voluntad, excitandoel amor, según aquello que decía San Francisco de Sa-les, «que el amor hace fácilmente admirar, y la admira-ción amar». E incluso inspira al sentimiento, suscitandola poesía. De ahí lo que afirmaba Santo Tomás: «El mo-tivo por el que el filósofo se asemeja al poeta es porquelos dos tienen que habérselas con lo maravilloso».

La admiración, que impregna los actos más importan-tes de la vida religiosa, como la adoración, la alabanza, lareparación, la acción de gracias, es un eco de lainefabilidad del misterio. Por eso la liturgia, escuela deadmiración, incluye, si bien con extrema sobriedad, al-gunas expresiones de asombro, según puede observarseen las antífonas del Oficio Divino llamadas en O, quepreparan la Navidad: O Sapientia, O admirabilecommercium, etc., así como en el lírico texto del Exsulteto pregón pascual: O mira circa nos tuae pietatis dignatio–¡oh admirable dignación de tu piedad para con noso-tros!–.

Asimismo la Escritura, leída con espíritu sapiencial,suscita inevitablemente el impulso admirativo. CuandoBossuet, en sus Elevaciones sobre los misterios, comen-ta el prólogo del evangelio de San Juan, aquel apóstol alque la tradición llamó el águila de Patmos, deja trasuntarla admiración que se despierta en su alma, culminandoen una especie de éxtasis literario: «Ay, me pierdo, nopuedo más, no puedo decir sino Amén... ¡Qué silencio,qué admiración, qué asombro!».

La admiración entra incluso en los grados más eleva-dos de la vida espiritual, particularmente en la contem-plación. «La primera y suprema contemplación –dejóescrito San Bernardo– es la admiración de la majestad.Requiere un corazón purificado que fácilmente se elevea lo superior». Para Ricardo de San Víctor, el paso de lameditación a la contemplación se opera por un acto deadmiración prolongada; más aún, la admiración impreg-na la misma contemplación y en cierta, forma la abre aléxtasis: «Por la meditación el alma se eleva a la contem-plación, por la contemplación a la admiración, por la ad-miración al éxtasis».

Santa Teresa, en su descripción de los estados místi-cos, se refiere varias veces a la admiración. Allí afirmaque el asombro del alma, tras haberse ido acrecentandoincesantemente, acaba por apaciguarse en una especiede acostumbramiento, no ciertamente de índole rutina-ria, sino de carácter superior, de familiaridad con losesplendores divinos, propio del estado de matrimonioespiritual.

Podemos así concluir con San Francisco de Sales: «Nomenos que la admiración ha causado la filosofia y atentainvestigación de las cosas naturales, también ha causadola contemplación y la teología mística». Hasta estas cum-bres nos conduce la admiración, hasta el entusiasmo,palabra quizás la más elevada que nos legaran los grie-gos, a la que es preciso rescatar del ámbito de la psicologiaen que ha sido recluida, para volver a descubrir su sen-tido original: entusiasmo viene de Theos –Dios–, signifi-cando propiamente el endiosamiento de una persona.

La admíración arrastra a la imitación de lo admirado.El ejemplo de la conversión de San Ignacio es clásica:«Si Santo Domingo lo hizo, si San Francisco lo hizo,¿por qué no yo... ?». De ahí la importancia de la admira-

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ción en la vida personal y social. Daniélou dejó escritoque «el hombre moderno ha perdido el sentido de esaforma eminente de la admiración que es la adoración».Desde otro punto de vista se advierte que el hombre denuestro tiempo, sobre todo en el campo intelectual, seva inhabilitando para todo tipo de admiración enno-blecedora en el grado en que pone, en la base de todoconocimiento, la duda en lugar del asombro. Digamos,sin embargo, en un sentido más general, que a veces lagente no se admira porque no encuentra mucho que ad-mirar. Afirmaba Dostoievski que «es una grave enfer-medad de nuestros tiempos no saber a quién respetar».

Juntamente con la admiración, exaltemos el valor deldeseo, de los deseos. Cuando un candidato pretendíaingresar en la Compañía de Jesús, San Ignacio queríaque le preguntasen si tenía deseos de perfección; en elcaso de que dudase, había de preguntársele si al menostenía «deseo de tener deseos». Es que el deseo es ya elcomienzo del camino, el comienzo de la imitación delarquetipo. Cada uno es, de alguna manera, lo que admi-ra, cada uno es, de algún modo, al menos potencialmen-te lo que desea. De ahí lo que escribía Santa Teresa:

«Conviene mucho no apocar los deseos... Espántame lo muchoque hace en este camino animarse a grandes cosas; aunque luego notenga fuerzas, el alma da un vuelo y llega a mucho».

El deseo y la admiración son sentimientos hermana-dos en pos del arquetipo. Por algo enseñaba San Buena-ventura que el camino de la perfección pedía «el asenti-miento de la razón.... la mirada de la admiración... y eldeseo de semejanza».

***

Por las páginas de este libro irán desfilando diversasfiguras paradigmáticas, santos y héroes. Entre los san-tos incluimos orientales y occidentales, hombres y mu-jeres, contemplativos y abocados al apostolado. En lagalería de los héroes desfilan sacerdotes y laicos,polemistas y hombres de estado. Algunos capítulos fue-ron publicados anteriormente en forma de artículos. Losrestantes reproducen conferencias pronunciadas aquí yallá. Tal es la razón por la cual algunos de ellos tienenmás aparato crítico, mientras que los que provienen deconferencias, prescinden de ello.

Cada capítulo es cerrado por una poesía, que aporta elelemento lírico, especialmente apto para elevar los cora-zones –y no sólo las inteligencias– a la belleza de la ver-dad. O mejor, para confirmar la Verdad por la belleza.Agradecemos a sus autores, particularmente a nuestroquerido amigo Antonio Caponnetto, autor de varios deesos poemas, escritos especialmente para este libro.

Quiera Dios que al hilo de la lectura de la presenteobra, se vaya despertando en los lectores el noble senti-miento de la admiración, el deseo de imitar, en la medidade sus posibilidades, y en las actuales circunstancias, alos héroes y a los santos cuyas vidas y obras se expo-nen. Esperamos que se sientan impulsados a la grande-za, contagiados de magnanimidad, que es la apertura delespíritu a lo sublime, la tensión del alma a las cosas gran-des.

En una época de tanta decadencia, de tantas felonías,de tanta frivolidad, de tantos falsos arquetipos, es fácilcontagiarse y apuntar bajo, no vuelo de águila sino vuelode gallina. «Qué difícil es / cuando todo baja / no bajartambién» –escribió Antonio Machado–. ¿No es acasoadvertible entre nosotros una terrible caída del ideal? ¿Cuá-les son nuestros paradigmas, individuales o sociales?

Levantemos, pues, la bandera de los arquetipos, de losideales. Enarbolemos la cruz a que alude Marechal, esacruz formada por dos líneas:

«la horizontal, con la marcha fogosa de sus héroes abajo, y lavertical, la levitación de sus santos arriba. La intersección de los dostravesaños: la vertical del santo, la horizontal del héroe, he ahí elgozne de nuestra esperanza».

Si no vivimos de ideales, no viviremos las realidades.El ideal es la forma sublime de la realidad. Pocas vecesse alcanza el ideal, pero si por esta experiencia lanzamoslos ideales por la borda, nos hundiremos más debajo delas realidades. Impregnémonos de deseos elevados, dan-do rienda suelta a la admiración. Y sobre el telón de fon-do de la imagen venerable de Cristo, el Arquetipo másexcelso en esta tierra, contemplemos a los santos y a loshéroes, y por sobre ellos contemplemos a María Santísi-ma, la Reina de los santos y la Heroína por antonomasia,a la que no en vano las letanías lauretanas llaman Materadmirabilis.

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San Pablo

El mejor lugar para comenzar la contemplación de lafigura de San Pablo es sin duda el camino de Damasco.Allí Saulo fue herido por la flecha del amor divino, que loarrojó al mismo tiempo de su caballo y de su orgullo. Allífue cambiado en otro hombre, lo fue en un instante ypara siempre. «Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hch22,10) fue su pregunta, la que lo comprometió de porvida.

Decía Hello que por esta radicalidad del cambio opera-do en el corazón del Apóstol, el camino de Damasco dejóde ser un mero lugar geográfico para convertirse en unalocución proverbial. Su conversión fue radical, en el sen-tido etimológico de la palabra: sus raíces, antes hundidasen la tierra farisaica, se arrancaron de ese humus, perono para permanecer al aire libre, sino para encontrar unanueva tierra de arraigo, Jesucristo. Y aquel hombre quehabía perseguido al Señor dijo que en adelante ya nada losepararía de El.

A lo largo de estas páginas vamos a ir delineando lasdistintas facetas de esta rica personalidad y lo haremosrecurriendo casi exclusivamente a sus propios textos.Porque en sus epístolas, Pablo, que no en vano fue lla-mado «el Apóstol por antonomasia», nos ha dejado, sinpretenderlo, una semblanza de lo que debe ser el apóstolde Cristo.

I. Llamada al apostoladoNumerosos son los textos paulinos que indican el alto

concepto que el Apóstol tenía de su propia vocación, la

San Pablo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

indignidad de su persona en relación con una misión tanexcelsa y el vigor de su confianza en Aquel que lo eligió.

1. Segregado por DiosLa caída del caballo significó para el Apóstol el punto

de partida de su consideración del gran misterio de laredención. A partir de allí iría penetrando progresivamenteen la profundidad del misterio de la Iglesia, en la quecada cual tiene su propia y específica vocación.

«A cada uno de nosotros –escribirá a los efesios– ha sido dada lagracia en la medida del don de Cristo... El mismo que bajó es el quesubió sobre todos los cielos para llenarlo todo; y Él constituyó aunos apóstoles; a otros, profetas; a éstos, evangelistas; a aquéllos,pastores y doctores, para la obra del ministerio, para la edificacióndel cuerpo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad de la fey del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a lamedida de la estatura que corresponde a la plenitud de Cristo» (Ef4,7.10-13).

El misterio de la Iglesia será uno de sus temas predi-lectos. La concibe como un gran cuerpo, trabado y uni-do por diversos ligamentos, que son las operaciones decada uno de sus miembros (cf. Ef 4,16). Pues bien, esasoperaciones no quedan libradas al azar, o a la preferenciade cada miembro, sino que desde toda la eternidad hansido decididas por Dios como el aporte de cada uno de loscristianos al conjunto de la Iglesia. La misión específicaque Pablo ha recibido es la de ser

«ministro en virtud de la dispensación divina a mi confiada enbeneficio vuestro, para llevar a cabo la predicación de la palabra deDios, el misterio escondido desde los siglos y desde las generacio-nes y ahora manifestado a sus santos» (Col 1,25-26).

La conciencia de tal vocación está siempre presenteen los escritos de San Pablo. Baste, para comprobarlo,el conjunto de todas sus cartas donde, casi a modo depresentación o tarjeta de identidad, dice que es apóstol,«no de parte de los hombres, ni por mediación de hom-bre alguno, sino por Jesucristo y por Dios Padre» (Gal1,1); «Pablo, apóstol de Cristo Jesús por la voluntad deDios» (Col 1,1); «Pablo, siervo de Jesucristo, llamadoapóstol, segregado por el Evangelio de Dios» (Rom 1,1).

Su vocación no es el fruto de un arranque de su cora-zón generoso, ni de una decisión que haya dependido dela carne o de la sangre. Su vocación es algo que lo tras-ciende infinitamente, algo que se entronca en el corazónmismo de Dios, en la eternidad de Dios.

«Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo –escribea los efesios–, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espi-ritual en los cielos; por cuanto en El nos eligió antes de la constitu-ción del mundo»(Ef 1,3-4).

Pablo ha sido constituido en «heraldo, apóstol y doc-tor» del eterno designio de Dios, encarnado en la perso-na de Cristo Jesús (cf. 2 Tim 1,9.11). A la luz de esagrandiosa perspectiva cobra todo su sentido el hechomilagroso de Damasco:

«Cuando plugo al que me segregó desde el seno de mi madre, yme llamó por su gracia, para revelar en mí a su Hijo, anunciándolea los gentiles, al instante, sin pedir consejo a la carne ni a la san-gre...» (Gal 1,15-16).

2. En favor de la gentilidadEl llamado de Pablo al apostolado tuvo un carácter es-

pecífico y propio suyo: «Se me había confiado –dice– elevangelio de la incircuncisión» (Gal 2,7). El corazón dePablo, ensanchado por Dios a la medida de su vocación,acabó por ser un corazón católico como pocos. Se lehubiera hecho imposible limitarse al reducido marco delpueblo de la circuncisión. Dios le había infundido la ne-cesidad de romper la estrechez de esos marcos e ir másallá: «Me he impuesto el honor de predicar el Evangeliodonde Cristo no había sido nombrado» (Rom 15,20).

En esta decisión tomada por la voluntad del Apóstol,en un todo coherente con el designio de Dios sobre él,ha de haber tenido un influjo decisivo la consideracióndel carácter universal de la redención de Cristo. Nadamás lejos de él que la pretensión de limitar a un solopueblo el abrazo católico y universal de Cristo.

«Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y loshombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo pararedención de todos; testimonio dado a su tiempo, para cuyapromulgación he sido yo hecho heraldo y apóstol –digo verdad enCristo, no miento–, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad» (1Tim 2,5-7).

Bien sabe, sin embargo, que la catolicidad de su deci-sión no es el fruto de un mero acto de su voluntad, porgenerosa que sea. En el fondo de tal vocación late elllamado expreso de ese Dios que lo ha elegido desdetoda la eternidad.

«A mí, el menor de todos los santos –escribe a los efesios–, mefue otorgada esta gracia de anunciar a los gentiles la insondableriqueza de Cristo, e iluminar a todos acerca de la dispensación delmisterio oculto desde los siglos en Dios, creador de todas las cosas,para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora notificada por lalglesia» (Ef 3,8 10).

3. En la humildad de la confianzaJamás San Pablo olvidaría su origen, jamás olvidaría

que un día fue Saulo. Ya en pleno ejercicio de su ministe-rio no temerá llamarse a sí mismo «un aborto..., el me-nor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamadoapóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios» (1 Cor 15, 8-9). Toda su vida no es sino un canto de gratitud a lamisericordia del Dios que lo sacó de su miseria:

«Gracias doy a nuestro Señor Cristo Jesús, que me fortaleció, dehaberme juzgado fiel al confiarme el ministerio a mí, que primerofui blasfemo y perseguidor violento mas fui recibido a misericor-dia, porque lo hacía por ignorancia en mi incredulidad; y sobreabundóla gracia de nuestro Señor con la fe y la caridad en Cristo Jesús.Cierto es, y digno de ser por todos recibido, que Cristo Jesús vinoal mundo para salvar a los pecadores de los cuales yo soy el prime-ro. Mas por esto conseguí la misericordia, para que en mí primera-mente mostrase Jesucristo toda su longanimidad y sirviera de ejem-plo a los que habían de creer en El para la vida eterna» (1 Tim 1,12-16).

Sobre tan sublime comienzo, todo él producto de unacto gratuito de Dios, se fundaría la solidez del edificiode su apostolado. Pablo se gloría de haber sido escogidodesde la nada, nada de sí y nada de méritos propios. Noes extraño, ya que Dios se complace en elegir la necedadsegún el mundo para confundir a los sabios, lo que no esnada para anular lo que es, de modo que nadie puedagloriarse de su vocación ante el Señor (cf. 1 Cor 1,27.29.31).

«Llevamos este tesoro en vasos de barro –escribe a los corintios–para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra»(2 Cor 4,7).

Tal certeza le permite caminar con la seguridad de quetodo lo que haga de positivo en el campo de su misión noprovendrá últimamente de sí mismo, ya que «nuestrasuficiencia viene de Dios» (2 Cor 3,5). Y si bien en nin-guna cosa se considera inferior a los más eximios após-toles, a Pedro o a Juan, no teme afirmar que «nada soy»(2 Cor 12,1l) La pregunta que dirigiría a los corintios, sela había dirigido primero a sí mismo: «¿Qué tienes queno hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿de qué te glorias,como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7).

A lo largo de toda su misión apostólica tendrá siemprepresente la nada original de su vocación junto con laomnipotencia de Aquel que sabe sacar cosas de la nada.Sin duda ha de haber quedado muy impresionado cuan-do, en cierta ocasión, pidiéndole a Dios le quitara «el

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aguijón de su carne», que lo empujaba hacia abajo, oyóque el Señor le decía: «Te basta mi gracia, que en laflaqueza llega al colmo el poder». A lo que el Apóstolagrega: «Muy gustosamente, pues, continuaré glorián-dome en mis debilidades para que habite en mí la fuerzade Cristo» (2 Cor 12,9).

La confianza de que podrá realizar su gran misión apos-tólica, soñada por Dios desde toda la eternidad, se fundaasí sobre la roca sólida de la humildad. Nunca tendrátemor de lanzarse a las más arduas y peligrosas empre-sas; resonará en su interior aquella hermosa expresiónsuya: «Sé en quién me he confiado» (2 Tim 1,12).

La gracia de su vocación sacerdotal y apostólica no espara Pablo un don transeunte, sino algo que le acompa-ña en todo su ministerio, un don permanente, que él re-cibiera directamente de Cristo, así como sus sucesoreslo recibirán por la imposición de manos.

Vale, pues, también para ellos lo que recomienda a sudiscípulo Timoteo, a quien ordenara de sacerdote: «Teamonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay enti por la imposición de mis manos» (2 Tim 1,6). Eso esla vocación: un fuego, una brasa, que a veces puede irseapagando y es necesario reavivar. «No descuides la gra-cia que posees» –le dirá a Timoteo en otra ocasión (1Tim 4,14). La gracia del apostolado es un don pero estambién un acicate.

II. Enamorado de JesucristoEl designio eterno de Dios es la razón última de la vo-

cación de Pablo al apostolado. Posiblemente el lectorhabrá advertido en no pocos de los textos que ya hemoscitado el lugar que ocupa la figura de Cristo en ese de-signio divino: «en El nos eligió» (Ef 1,4). La vocación dePablo se hace pues incomprensible si no la considera-mos a la luz del misterio de Cristo.

1. La contemplación de CristoSi, al decir de Santo Tomás, el apostolado es entregar

a los demás lo que previamente se ha contemplado, po-cos como San Pablo han sido apóstoles de manera tancabal.

«Si es menester gloriarse, aunque no conviene –les escribe a loscorintios– vendré a las visiones y revelaciones del Señor. Sé de unhombre en Cristo que hace catorce años si en el cuerpo, no lo sé; sifuera del cuerpo, tampoco lo sé, Dios lo sabe fue arrebatado hastael tercer cielo; y sé que este hombre si en el cuerpo o fuera delcuerpo, no lo sé, Dios lo sabe fue arrebatado al paraíso y oyópalabras inefables que el hombre no puede decir» (2 Cor 12,1-4).

El apóstol de la evangelización ha debido ser primeroel contemplador de lo inefable. En el orden de la misiónevangélica no es posible hablar con eficacia si anterior-mente no se ha entrevisto la inefable sublimidad del men-saje que hay que transmitir. San Pablo ha penetrado comonadie en el corazón de Dios, en el corazón de Cristo. Encarta a los efesios, les comunica su propia experiencia,deseándoles

«que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, de modo quearraigados y fundados en la caridad, podáis comprender, en unióncon todos los santos, cuál es la anchura, la longura, la altura y laprofundidad, y conocer la caridad de Cristo, que supera toda cien-cia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios» (Ef 3,17 19).

Se trata, al parecer, de una mutua inhesión: Pablo hapenetrado en el corazón de Cristo, ha sondeado sus abis-mos, se ha encendido en ese horno ardiente de caridad,ha mensurado la inconmensurabilidad del amor encar-nado, por una parte; pero por otra, ese Cristo ha pene-trado en su corazón humano y lo ha ensanchado a lamedida de su corazón divino, para hacerlo capaz de con-templar lo que no se puede ver.

Cada santo capta con más intensidad un aspecto parti-cular de la polifacética riqueza de Cristo. Porque el mis-terio de Cristo es inagotable. Quizás el aspecto que con-templó mejor San Pablo y se apoderó de él sea la misiónrecapitulatoria de Cristo, su señorío y su realeza eterna ytemporal. Según la visión paulina, Dios se propuso unplan en Cristo, para que fuese realizado al cumplirse laplenitud de los tiempos, «recapitulando todas las cosasen El, las del cielo y las de la tierra» (Ef 1,10). Todo lopuso bajo sus pies, y a El lo puso por cabeza de todas lascosas, en la Iglesia, que es su cuerpo (cf. Ef 1,22-23),«para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuantohay en los cielos, en la tierra y en los infiernos, y todalengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria deDios Padre» (Fil 2,10-11)

La totalidad de] apostolado de San Pablo no brotarásino de la contemplación de este misterio, que será el leitmotiv de su diario trajinar: a la realeza de Cristo debíaordenarse la universalidad de las cosas.

«Ya el mundo, ya la vida, ya la muerte; ya lo presente, ya lovenidero, todo es vuestro les decía a los corintios; y vosotros deCristo, y Cristo de Dios» (1 Cor 3,21-23).

De esa intuición, que va al centro del misterio de Cris-to, deduciría el Apóstol todas las consecuencias para suvida interior y para su trabajo apostólico, sabiendo queDios «nos ha de dar con El todas las cosas» (Rom 8,32).

2. La identificación con CristoEl intenso amor que Pablo experimenta por Cristo no

es sino el eco del amor que Cristo el primero le tuvo a él.Impresiona el uso sereno del pronombre personal en pri-mera persona: «Me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20).El mismo Pablo, que con acentos tan encendidos predi-cara el amor universal del Redentor, sabe bien que dichoamor no se diluye en el anonimato de un rebaño numero-so sino que se vuelca con toda su fuerza infinita sobrecada uno de los fieles, concretamente sobre él: «me amó».Este amor es un amor de amistad, fundado en la gracia,la vida divina que corre por las venas del cuerpo de Cris-to y por las venas del alma de Pablo.

Se produce como una suerte de transfusión de sangre,de vida, de ideas, de voluntades, desde Cristo a su após-tol amado. No resulta, pues, petulante la afirmación deSan Pablo: «Nosotros tenemos el pensamiento de Cris-to» (1 Cor 2,16). Es que se ha hecho uno con el Amado,como lo dejó expresado tan admirablemente en la cate-quesis bautismal que incluye en su carta a los romanos,cuando dice que por el bautismo hemos sido injertadosen Cristo, hemos muerto con El y con El hemos resuci-tado (cf. Rom 6,5-9); los adjetivos que emplea precedi-dos por la conjunción griega syn = con (co-muertos, co-resucitados) implican una intimidad profunda, casi meta-física. No exagera lo más mínimo cuando en su carta alos gálatas afirma llevar en su cuerpo «los estigmas delSeñor» Tras haber dicho: «Jamás me gloriaré a no ser enla cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundoestá crucificado para mí y yo para el mundo» (Gal 6,14).

Pablo no aspira a otra cosa que al acrecentamiento deesta identificación. Lo único que anhela es que Cristo seaglorificado en su cuerpo, ya sea viviendo, ya muriendo,«que para mí la vida es Cristo, y la muerte, ganancia»(Fil 1,21). Se trata de un proceso de identificación pro-gresiva, que poco a poco va extinguiendo todo lo que enPablo no es asimilable por Cristo, hasta llegar a una espe-cie de transustanciación mística, que le permitirá decir:«Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cris-to quien vive en mí» (Gal 2,19.20).

San Pablo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Ha vencido el más fuerte; el más débil ha hecho suyoslos pensamientos, los afectos, las voluntades de Cristo.Esto y no otra cosa es la amistad consumada. Ya nadiepodrá distanciar lo que Dios ha unido.

«¿Quién nos separará del amor de Cristo? –exclama, arrebatado,en carta a los romanos– ¿La tribulación, la angustia, la persecución,el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Según está escrito:Por tu causa somos entregados a la muerte todo el día, somosmirados como ovejas destinadas a la muerte. Mas en todas estascosas vencemos por aquel que nos amó. Porque persuadido estoyque ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lopresente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundi-dad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios,que está en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,35 39).

3. El apostolado en CristoPablo ha quedado definitivamente polarizado en Cris-

to. En adelante sabe que ya coma, ya beba o ya hagacualquier otra cosa, lo hará todo para la gloria de Dios enCristo (cf. 1 Cor 10,31). «Si vivimos, dice, para el Se-ñor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. Enfin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor so-mos» (Rom 14,8). Es el lenguaje del enamorado.

Propio es de la amistad amar todo lo que el amadoama. Una amistad que no llegara hasta allí estaría radi-calmente falseada; no será sincera ni íntegra. Pues bien,Pablo sabe que Cristo no sólo «lo amó» a él, personal-mente, sino que también dio su vida por toda la humani-dad, como lo expresara en apretada frase: «Cristo nosamó y se entregó por nosotros en ofrenda» (Ef 5,2). Esemismo Jesús le había enseñado que El se identificabacon los cristianos cuando Pablo, entre anheloso y des-lumbrado, le preguntara, en el camino de Damasco, alcaer del caballo: «¿Quién eres, Señor?» y El le respon-diera: «Soy Jesús a quien tú persigues» (Hch 9,5).

Perseguir a los cristianos no era otra cosa que perse-guir a Jesús. A partir de ese momento, el Apóstol com-prendió que no podría amar a Jesús de veras si excluíade su amor a aquellos por los cuales el Señor no habíatrepidado en darse hasta su último aliento. La llama de suapostolado se ha encendido en el corazón generoso deCristo, horno ardiente de caridad Al evangelizar, seráCristo quien a través de él evangelice: «Somos, pues,embajadores de Cristo, como si Cristo os exhortase pormedio de nosotros» (2 Cor 5,20; cf. también 2 Cor 4,5).El enamorado ha encarnado la persona del amado.

III. Consumido de celoSi Cristo, al amarnos, nos amó hasta el fin, hasta la

dación suprema de su propia vida, parece obvio que elapóstol, al encarnar el amor del Amor encarnado, se sientamovido a la ofrenda total de su propio ser para la salva-ción de las almas.

1. La urgencia de la acción apostólicaSan Pablo es todo lo contrario de un espíritu medio-

cre. Cuando entiende que la causa es buena, se lanza ensu prosecución sin dar cabida a vacilación alguna. En laépoca que antecedió a su conversión, lo vemos enérgicoen la lucha contra la naciente «herejía cristiana», com-batiendo «con exceso», como él mismo lo reconoce, ala primitiva Iglesia, «aventajando en el celo por el judaís-mo a muchos de los coetáneos de mi nación y mostrán-dome extremadamente celador de las tradiciones pater-nas» (Gal 1,13-14). Su paso era como un torbellino de-vastador; «perseguí de muerte esta doctrina, encadenan-do y encarcelando a hombres y mujeres» (Hch 22,4);obligaba a blasfemar a los prisioneros, y acosaba a los

cristianos incluso en ciudades alejadas (cf. Hch 26,10-1l). Seria precisamente a sus pies donde los testigos de-positaron los mantos del protomártir Esteban, mientrasél aprobaba su muerte (cf. Hch 7,58-60).

Una vez convertido, su celo cambia de sentido, o me-jor, encuentra su verdadero sentido. Ahora su corazónse enciende en ardor apostólico, deseoso de reparar, ycon creces, el mal anteriormente perpetrado. El corazóndel Apóstol vibra de santa indignación al ver cómo elAmor no es correspondido, o es preterido. San Lucasrelata que, en una ocasión, esperando Pablo a los suyosen Atenas, se consumía su espíritu al ver la ciudad llenade ídolos (cf. Hch 17,16). Su caridad se hace apremian-te. La evangelización se le impone como una necesidad.«¡Ay de mí sí no evangelizare!» –les dice a los corintios–(1 Cor 9,16). Y en frase tajante: «La caridad de Cristonos urge» (2 Cor 5,14).

2. Gastarse y desgastarseEl celo es como un ardor del alma. Siente celo el espo-

so que se considera traicionado; y en cierta manera elamigo del esposo puede compartir dicho celo. En estecontexto se hace inteligible la estupenda frase del Após-tol: «Os celo con celo de Dios, pues os he desposado aun solo marido para presentaros a Cristo como castavirgen» (2 Cor 11,2).

Ante el espectáculo de tantas almas esposas de Cristoque abandonan al Esposo divino y se unen en adulteriopor el pecado, Pablo arde en celo, e imitando al BuenPastor, abandonará el refugio de su comodidad y se lan-zará por las avenidas del mundo en busca de la ovejaperdida. Lo afirmaría él mismo con frase que aún hoyparece conservar el calor de la brasa original:

«Siendo del todo libre, me hago siervo de todos para ganarlos atodos, y me hago judío con los judíos para ganar a los judíos. Conlos que viven bajo la Ley me hago como si yo estuviera sometido aella, no estándolo, para ganar a los que están bajo ella. Con los queestán fuera de la Ley me hago como si estuviera fuera de la Ley, paraganarlos a ellos, no estando yo fuera de la ley de Dios, sino bajo la leyde Cristo. Me hago débil con los débiles para ganar a los débiles; mehago todo a todos para salvarlos a todos» (1 Cor 9,19-22).

A quienes lo quieran imitar, el Apóstol no promete des-canso alguno. Sólo fatiga, y más fatiga, ya que «el labra-dor ha de cansarse antes de percibir los frutos» –escribea Timoteo, su discípulo en el apostolado– (2 Tim 2,6).Tal es la sabiduría de un apóstol: vivir «redimiendo eltiempo», como dice en expresión pletórica de densidad(cf. Ef 5,16). A su discípulo dilecto no le desea otra cosaque cansarse por Cristo: «Comparte las fatigas, comobuen soldado de Cristo Jesús» (2 Tim 2,3).

Únicamente así merecerá que, al fin de su vida, la Iglesiapida para él la paz eterna, el reposo eterno, que descanseen paz. Sólo tendrá derecho a «descansar quien previa-mente se haya cansado», luchando incesantemente porla extensión del Reino de Cristo. En el pensamiento deSan Pablo eso es lo único necesario, sin importarle de-masiado que su trabajo sea apreciado, ni siquiera porparte de aquellos que constituyen la causa de sus desve-los: «Yo de muy buena gana me gastaré y me desgastarépor vuestras almas, aunque, amándoos con mayor amor,sea menos amado» (2 Cor 12,15).

3. Forma gregisEl apostolado de San Pablo nada tiene que ver con lo

que podría ser un activismo superficial, sin ejemplaridadalguna. El pastor debe ser forma gregis y modelo de surebaño. En caso contrario correría el peligro de «habercorrido en vano y haberse afanado en vano» (Fil 2,16).

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Por eso dice el Apóstol que castiga su cuerpo y lo mortifi-ca, no sea que habiendo sido para los demás el heraldo dela fe, resulte él mismo descalificado (cf. 1 Cor 9,26-27).

San Pablo sabe por experiencia que no hay mejor pre-dicación que la del propio ejemplo, debiendo ser nadamenos que una suerte de «molde de Cristo». Estaejemplaridad no es algo que debe acompañar el aposto-lado sino parte constitutiva del mismo. Ninguna escon-dida soberbia se oculta, pues, en la repetida invitaciónpaulina: «Os exhorto a ser imitadores míos» (1 Cor 4,16);«sed, hermanos, imitadores míos y atended a los queandan según el modelo que en nosotros tenéis» (Fil 3,17;cf. también 1 Tes 1,6).

En este sentido se podría decir que el apostolado deSan Pablo hace escuela, y escuela tradicional, es decir,basada en una transmisión de doctrina y de vida, que secomunica de generación en generación, casi como porósmosis. «Lo que de mí oíste ante muchos testigos –leescribe a Timoteo–, encomiéndalo a hombres fieles ca-paces de enseñar a otros» (2 Tim 2,2).

Pablo se nos muestra como el formador perfecto. Ja-más se precipitará «en imponer las manos a nadie» (1Tim 5,22). Jamás pondrá freno a los que trabajan seria-mente en la predicación y la enseñanza, según aquellaexpresión bíblica que hizo suya: «No pondrás bozal albuey que trilla» (1 Tim 5,18). Y así podrá gloriarse delas almas que ha engendrado para Cristo, al ver su feviva y su caridad ardorosa, al comprobar su paciencia ysu fe en las tribulaciones (cf. 2 Tes 1,3-4), se gozará alver cómo sus hijos son cual lirios en medio de una gene-ración mala y perversa «como antorchas en el mundo,llevando en alto la palabra de vida» (Fil 2,15-16)

Ninguna alegría parece más legítima para el Apóstolque la que se deriva de su satisfacción al contemplar losfrutos de su trabajo, al constatar que sus hijos han en-tendido que su palabra no era palabra humana sino pala-bra de Dios (cf. 1 Tes 2,13), al ver como la gracia queen favor de muchos se le había concedido, sea de mu-chos agradecida por su causa (cf. 2 Cor 1,1l). «¿Nosois vosotros mi obra en el Señor? Si para otros no soyapóstol, a lo menos para vosotros lo soy, pues sois elsello de mi apostolado en el Señor» (1 Cor 9,12). Y asícomo Pablo recibe la admiración de los hijos de sus en-trañas, así puede también él admirar la obra de sus ma-nos: «somos vuestra gloria, como sois vosotros la nues-tra» (2 Cor 1,14).

IV. Sobrenaturalmente fecundoSan Pablo se siente inextricablemente ligado con sus

hijos en el espíritu. Enamorado como está de Jesucristo,no le resulta posible despreocuparse de aquellos por losque Cristo entregó la última gota de su vida. Tal es elconsejo que les da a los presbíteros de Éfeso: «Miradpor vosotros y por todo el rebaño sobre el cual el Espí-ritu Santo os ha constituido obispos para apacentar laIglesia de Dios, que El adquirió con su sangre» (Hch20,28). Un precio demasiado caro para dejar indiferentea un corazón ardoroso como el del Apóstol.

1. Entrañas paternalesSan Pablo fue, evidentemente, un maestro, un jefe.

Sin embargo su relación con sus fieles no es tanto la deldoctor con sus alumnos, ni la del caudillo con sus súb-ditos, sino la del padre con sus hijos: «Pues aunque ten-gáis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos pa-dres, que quien os engendró en Cristo por el Evangeliofui yo» (1 Cor 4,15).

Sin duda que no deja de ser cautivante esta analogía dela paternidad. Pero aun ella le resulta demasiado débilpara expresar la intensidad de su amor. Quiere ser másque un padre, quiere llegar a ser madre de sus fieles.«¡Hijos míos, les dice, por quienes sufro de nuevo dolo-res de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros!»(Gal 4,19). La expresión tan vigorosa, nos trae el recuer-do de la Santísima Virgen que, aun cuando sin dolores,engendró físicamente al Cristo que Pablo seguirá engen-drando místicamente en el alma de los creyentes.

Pero la maternidad paulina no termina en la gestaciónde Cristo:

«Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte poramor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también ennuestra carne mortal. De manera que en nosotros obre la muerte; envosotros, la vida» (2 Cor 4,11 12).

Como una madre a la que se le extrae sangre paratransfundírsela a su hijo, al tiempo que ve cómo ésterecobra vida y color, ella va empalideciendo y debilitán-dose. Lo dice el Apóstol en otro lugar: «Nos gozamossiendo nosotros débiles y vosotros fuertes. Lo que pedi-mos es vuestra perfección» (2 Cor 13,9).

Es oficio propio de los padres no sólo engendrar a sushijos sino también alimentarlos. Por eso, dice el Apóstol,

«aun pudiendo hacer pesar sobre vosotros nuestra autoridadcomo apóstoles de Cristo, nos hicimos como pequeñuelos y comonodriza que cría a sus niños; así, llevados de nuestro amor porvosotros, queremos no sólo daros el Evangelio de Dios, sino aunnuestras propias vidas: tan amados vinisteis a sernos» (1 Tes 2,7-8).

Sólo un padre o una madre sabe el alimento que nece-sitan sus hijos. Lo mismo acaece en el orden sobrenatu-ral: a veces se necesitan alimentos sólidos, a veces ali-mentos tiernos. Los corintios, por ejemplo, hijos tanamados de San Pablo, eran aún demasiado débiles:

«Y Yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sinocomo a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, no osdi comida, porque aún no la admitíais» (1 Cor 3,1-2).

Todas las exhortaciones que el Apóstol dirige a los des-tinatarios de sus cartas no brotan sino de sus entrañaspaternales. Así lo dice expresamente a los tesalonicenses(cf. 1 Tes 2,11-12). Su actitud es la que especifica alapóstol que quiera de veras ser tal: «No busco vuestrosbienes, sino a vosotros; hijos los que deben atesorar paralos padres, sino los padres para los hijos» (2 Cor 12,14).

2. La correspondencia del amorEl Apóstol no esconde la ternura que experimenta por

aquellos a los que ha engendrado en el Señor. Sus hijosson para él como una carta escrita con su propia mano,una carta de Cristo escrita en su corazón (cf. 2 Cor 3,2).Sus hijos son su esperanza, su gozo, su corona de gloriaante Cristo (cf. 1 Tes 2,19-20). Cuando Pablo está pri-sionero, dice estarlo por amor de sus hijos (cf. Ef 3,1).

«Así es justo que sienta de todos vosotros, pues os llevo en elcorazón; y en mis prisiones, en mi defensa y en la confirmación delEvangelio, sois todos vosotros participantes de mi gracia. Testigome es Dios de cuánto os amo a todos en las entrañas de CristoJesús» (Fil 1,7-8).

Por las epístolas de San Pablo advertimos en cuán altogrado sus hijos correspondían al amor del padre. Pablono disimula que esperaba esa devolución de amor. Nadatiene ello de denigrante, ni mucho menos. Un padre ouna madre tienen derecho a que su amor sea correspon-dido. «Dadnos cabida en vuestros corazones –les dice–... ya antes os he dicho cuán dentro de nuestro corazónestáis para vida y para muerte» (2 Cor 7,2-3). Un apóstolno puede ser insensible al amor de sus hijos, si bien no

San Pablo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

debe hacer que su entrega a ellos dependa del agradeci-miento que pueda recibir. En ese sentido San Pablo estajante:

«Grande fue mí gozo en el Señor desde que vi quehabéis reavivado vuestro afecto por mí. En verdad sen-tíais interés, pero no teníais oportunidad para manifes-tarlo. Y no es por mi necesidad por lo que os digo esto,pues aprendí a bastarme con lo que tengo. Sé pasar ne-cesidad y sé vivir en la abundancia; a todo y por todoestoy bien enseñado a la hartura y al hambre, a abundary a carecer. Todo lo puedo en aquel qué me conforta.«Sin embargo, habéis hecho bien tomando parte en mistribulaciones» (Fil 4,10-4).

Aun cuando Pablo está dispuesto a desgastarse, a ago-tarse por sus hijos, incluso en el caso de no esperar deellos retribución alguna, sin embargo su corazón huma-no no deja de acusar recibo del eco que su amor suscitaen el corazón de sus hijos: «Yo mismo testifico –les dicea las gálatas–, que de haberos sido posible, los ojos mis-mos os hubierais arrancado para dármelos» (Gal 4,15).

3. Presencia y memoriaLas cartas de San Pablo son todas ellas producto de su

amor apostólico. «Ved con qué grandes letras os escribode mis propias manos!», les dice casi infantilmente a losgálatas (Gal 6,11). Pero más allá de la unión que entablala correspondencia epistolar, el Apóstol ansía ver física-mente a sus hijos lejanos. «Hermanos –les escribe a lostesalonicenses–, privado de vosotros por algún tiempo,visualmente, aunque no con el corazón, quisimos ardien-temente volver a veros cuanto antes» (1 Tes 2,17). Y noocultaba su consuelo cuando recibía la visita de algunode sus hijos, no sólo por el gusto de volver a verlo, sinotambién por las noticias que le traía de los demás (cf. 2Cor 7,6-7).

A veces se piensa que el sacerdote debe ser un hombrefrío, y que cualquier expresión de calor humano sería enél un signo de sensiblería, Pablo, el apóstol de hierro, elhombre marcial y aguerrido, no cree rebajarse al escribira los romanos: «Espero veros al pasar, cuando vaya aEspaña, y ser allá encaminado por vosotros, después dehaberme llenado primero un poco de vosotros» (Rom15,24).

Y si no le es posible ver a sus hijos, al menos los quieretener siempre presentes en la memoria. Cómo se en-cuentran, con qué paciencia soportan las tribulaciones;tales o semejantes pensamientos parecieran estar cons-tantemente en la mente del Apóstol.

«No pudiendo sufrir ya más –escribe a los tesalonicenses–, hemandado a saber de vuestro estado en la fe, no fuera que el tentadoros hubiera tentado y se hiciese vana nuestra labor. Ahora, con lallegada de Timoteo a nosotros y con las buenas noticias que nos hatraído de vuestra fe y caridad, y de la buena memoria que siempretenéis de nosotros, deseando vernos lo mismo que yo a vosotros,hemos recibido gran consuelo por vuestra fe en medio de todasnuestras necesidades y tribulaciones. Ahora ya vivimos, sabiendoque estáis firmes en el Señor. ¿Pues qué gracias daremos a Dios enretorno de este gozo que por vosotros disfrutamos ante nuestroDios, orando noche y día con la mayor instancia por ver vuestrorostro y completar lo que falte a vuestra fe?» (1 Tes 3,4-10).

Para un sacerdote es siempre consolador recorrer,postrado ante el sagrario, la lista de sus hijos, presenteso ausentes, y hacer memoria de ellos en la presencia delSeñor, uno por uno, pensando en sus necesidades, enlas pruebas por las que estarán pasando, sufriendo consus sufrimientos y gozándose con sus victorias. Así lohacía San Pablo:

«Damos siempre gracias a Dios por todos vosotros yrecordándoos en nuestras oraciones, haciendo sin cesarante nuestro Dios y Padre memoria de la obra de vuestrafe, del trabajo de vuestra caridad, y de la perseveranteesperanza en nuestro Señor Jesucristo, sabedores de vues-tra elección hermanos amados de Dios» (1 Tes 1,2-4).

Lo repite en diversas ocasiones: señal de que en él eraun hábito. Testigo me es Dios dice por ejemplo a losromanos, «que sin cesar hago memoria de vosotros»(Rom 1,9). Y en sus cartas no desdeña aludir a personasconcretas, como a Febe a Prisca y Aquila, a Andrónico,sus primicias en Cristo (cf. Rom 16,1-16).

Tal presencia mutua del Apóstol y de sus hijos, pre-sencia física o presencia por la memoria, va creandouna verdadera comunidad sobrenatural de sentimientosentre el padre y los hijos. Por eso San Pablo escribe contanta frecuencia a las comunidades que ha engendrado,sobre todo cuando él está en medio de alguna gran tribu-lación o ansiedad, «para que conozcáis el gran amor queos tengo» (2 Cor 2,4); «pues si somos atribulados espara vuestro consuelo y salud; si somos consolados, espor vuestro consuelo» (2 Cor 1,6). Su fórmula de llorarcon los que lloran, de alegrarse con los que se alegran(cf. Rom 12,15), enuncia una de las características desu estilo apostólico «pues mi gozo es también el vues-tro» –les escribe a los corintios– (2 Cor 2,3); «¿Quiéndesfallece que yo no desfallezca? ¿Quién se escandalizaque yo no me abrase?» (2 Cor 11,29).

San Pablo ha querido expresar la intensidad de su amorengendrante, recurriendo a una expresión verdaderamenteatrevida cuando dice que desearía ser él mismo anatemade Cristo por sus hermanos (cf. Rom 9,3). Su amor aCristo y su amor a los miembros del cuerpo de Cristotironeaban al Apóstol en direcciones aparentemente con-trarias.

Siglos más adelante diría San Martín de Tours, al verque se acercaba la hora de su muerte, que si bien legustaría morir para unirse con Cristo, sin embargo, siaún era necesario al pueblo de Dios, no se rehusaba altrabajo. Algo semejante encontramos en San Pablo:

«Y aunque vivir en la carne es para mí trabajo fructuoso, todavíano sé qué elegir. Por ambas partes me siento apretado, pues de undeseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor, por otro,quisiera permanecer en la carne, que es más necesario para voso-tros» (Fil 1, 22-24).

V. Maestro de la VerdadRepetidas veces se refleja en las epístolas paulinas la

predilección del Apóstol por la tarea evangelizadora, es-pecialmente a través de la predicación y de la docencia.Abordemos este aspecto de su fisonomía apostólica.

1. Fidelidad al depósitoEl Apóstol tiene clara conciencia de que su enseñanza

lo trasciende. La doctrina cristiana no es el producto deuna elaboración puramente humana

«Os hago saber, hermanos –escribe a los gálatas–, que el evange-lio por mí predicado no es de hombres, pues yo no lo recibí oaprendí de los hombres, sino por revelación de Jesucristo» (Gal1,11-12).

Eso es lo que los hombres deben ver en los apóstoles:ministros de Dios y dispensadores de los misterios tras-cendentes de Dios. Y «lo que en los dispensadores se bus-ca es que sean fieles» (1 Cor 4,1-2). Por eso San Pablorecomienda insistentemente a su discípulo Timoteo quepermanezca en lo que ha aprendido y le ha sido confiado,considerando de quién lo aprendió (cf. 2 Tim 3,14), y queguarde con cuidado el buen depósito (cf. 2 Tim 1,14).

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El Apóstol juzga con extrema severidad a quienes,pretendiéndose apóstoles de Cristo, en vez de adherirsemás y más a la doctrina del Señor, enseñan otras cosasde su propia cosecha, suscitando en el cuerpo de la Igle-sia toda clase de contiendas, blasfemias y suspicacias;tal es la huella que dejan los hombres «privados de laverdad» (cf. 1 Tim 6,3-5). A los gálatas, que parecíanapartarse de la doctrina que Pablo les había enseñado,les escribe estas duras frases:

«Me maravillo de que tan pronto, abandonando al que os llamóen la gracia de Cristo, os hayáis pasado a otro evangelio. No es quehaya otro; lo que hay es que algunos os turban y pretenden perver-tir el evangelio de Cristo. Pero aunque nosotros o un ángel del cieloos anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado,sea anatema. Os lo he dicho antes y ahora de nuevo os lo digo: Sialguno os predica otro evangelio distinto del que habéis recibido,sea anatema» (Gal 1,6-9).

2. El oficio del sabio: exponer y refutarEnseña Santo Tomás que la misión propia del que po-

see la sabiduría es enseñar la verdad y refutar el error.La mera exposición de la verdad sin la refutación de loserrores a ella contrarios no resulta suficiente, pues en talcaso frecuentemente el discípulo quedaría inerme frentea las objeciones que se le presentan, con el consiguientedetrimento de la doctrina que ha aprendido.

A. Exponer la verdadSan Pablo es un apóstol lleno de sabiduría. Lo vere-

mos, pues, ejerciendo el primer cometido del sabio: laenseñanza de la verdad. Cristo no lo ha enviado tantopara la administración de los sacramentos cuanto para laevangelización de los pueblos, les dice a los corintios(cf. 1 Cor 1,17). El celo que lo devora es la causa de suactividad magisterial. Sabe esto por lógica perfecta:«Todo el que invocare el nombre del Señor será salvo.Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído?Y ¿cómo creerán en aquel del cual no han oído hablar? Y¿cómo oirán si nadie les predica?» (Rom 10,13-14).

Su exposición de la doctrina no es sino la redundanciade esa fe viva que anida en sus entrañas: «Creí, por esohablé» (2 Cor 4,13). No es la predicación paulina unapredicación basada en la sublimidad de la elocuencia dela que, al parecer, carecía el Apóstol; mejor así, puesentonces quedaría bien en claro que la fe de sus hijos nose «apoyaba en sabiduría humana alguna sino sólo en elpoder de Dios» (cf. 1 Cor 2,1-5).

Sin embargo, y con ironía verdaderamente divina, afir-ma que sus palabras contienen una sabiduría superior,que trasciende toda presunta sabiduría humana.

«Hablamos entre los perfectos una sabiduría que no es de estesiglo, ni de los príncipes de este siglo, abocados a la destrucción;sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida....que no conoció ninguno de los príncipes de este siglo» (1 Cor2,6.8).

Las dialécticas profanas y seculares sólo sirven paradesvirtuar la cruz de Cristo; porque la doctrina de lacruz es locura para los impíos (cf. 1 Cor 1,17-18).

Para predicar de este modo, que es como San Pabloquiere que prediquen sus hijos sacerdotes (cf. 1 Tim4,13-16) es menester nutrirse en la verdad, o como ledice a Timoteo, «en las palabras de la fe y de la buenadoctrina que has seguido» (1 Tim 4,6). Nada de oscuri-dades, so pretexto de una presunta profundidad. Lo im-portante es la fidelidad a la doctrina y el valor para noretacear su integridad.

Así debe ser el predicador cristiano, un hombre llenode coraje, franqueza y libertad. Pablo pide a los efesios

que rueguen por él para que «al abrir mi boca, se meconceda la palabra para dar a conocer con franqueza elMisterio del Evangelio, del que soy embajador encadena-do para anunciarlo con toda libertad y hablar de él comoconviene» (Ef 6,19-20). Nada más lejos del apóstol quela vergüenza mundana del tímido y del cobarde (cf. 2Tim 2,15).

¡Cuán sintomático de un estilo semejante, cuán solem-ne aquel momento en que, entrando Pablo en el Areópagode Atenas, sede de la inteligencia de su tiempo, ocupadaen oír la última novedad, anuncia valientemente el Diosdesconocido! (cf. Hch 17,19-23). Conocían todas lasnovedades, menos la Buena Nueva...

B. Refutar el errorPorque, como dijimos antes, no basta con exponer la

verdad. Bastaría, si en el mundo la verdad no fuese con-tradicha. Pero bien sabemos que está lejos de ser así. Loque San Pablo predica acerca de los últimos días, deesos tiempos difíciles en que aparecerán falsos doctores«que siempre están aprendiendo sin lograr llegar jamás alconocimiento de la verdad» (2 Tim 3,7) es una realidadque se verifica en todos los tiempos. Siempre habrá gen-te satisfecha con sentirse en búsqueda y juzgando quetodo hallazgo es un acto de soberbia intelectual. De ahíla solemnidad con que San Pablo le dice a su discípuloTimoteo:

«Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgara vivos y muertos, por su aparición y por su reino: Predica lapalabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, vitupera, exhor-ta con toda longanimidad y doctrina, pues vendrá tiempo en que nosufrirán la sana doctrina; antes, por el prurito de oír, se amontona-rán maestros conforme a sus pasiones y apartarán los oídos de laverdad para volverlos a las fábulas. Pero tú sé circunspecto en todo,soporta los trabajos, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio»(2 Tim 4,1-5).

Nada peor para un apóstol que intentar conformarse«a este siglo» (Rom 12,2). El apóstol deberá tener elcoraje fruto de la caridad de corregir a los que faltan oyerran, incluso, si fuese menester, «delante de todos parainfundir temor a los demás» (1 Tim 5,20). Deberá pre-venir a sus fieles para que no se dejen engañar con falaciasbarnizadas de filosofías, fundadas en elementos munda-nos y no en Cristo (cf. Col 2,8);

«para que ya no seamos niños, que fluctúan y se dejan llevar detodo viento de doctrina por el juego engañoso de los hombres, quepara seducir emplean astutamente los artificios del error, sino que,al contrario, abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad»(Ef 4,14-15).

Deberá prevenir a sus hijos contra los falsos apósto-les, esos obreros engañosos que se disfrazan de apósto-les de Cristo, que hablan con un vocabulario religioso yteológico pero vaciado de contenido, secularizado, «puesel mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (cf. 2 Cor11,13-14). Deberá controlar que no se infiltren en su re-baño los sembradores de errores (cf. 1 Tim 1,3-6). De-berá proclamar con claridad y valentía que no hay con-sorcio posible entre la justicia y la iniquidad, entre la luz ylas tinieblas, entre Cristo y Belial, entre el templo de Diosy los ídolos (cf. 2 Cor 6,15-16). Deberá, incluso, tenerla caridad de corregir fraternalmente a las autoridadesreligiosas, cuando obran de manera reprensible, por elmal que su comportamiento puede provocar en los fieles(cf. Gal 2,11-13).

En el fondo de un hombre de este temple, que no anteel poder en apariencia avasallante del error, palpita unalma fuerte, sólida y vibrante, capaz de clamar: «No meavergüenzo del evangelio» (Rom 1,16). Un alma de após-tol, que sabe que no es el mundo el que ha de juzgar a los

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santos, sino que son los santos los que han de juzgar almundo (cf. 1 Cor 6,2); y por tanto su lenguaje no será elde «Sí y No» a la vez, porque Cristo no ha sido «Sí yNo», sino puro «Sí» (cf. 2 Cor 1,18-20). «De este modo,desechando los tapujos vergonzosos, no procediendo conastucia ni falsificando la palabra de Dios, manifestamosla verdad» (2 Cor 4,2), porque «no somos como mu-chos, que trafican la palabra de Dios» (2 Cor 2,17). Unapóstol así es un señor, un varón que «predica con granlibertad al Señor» (Hch 14,3), a pesar de todas las opo-siciones que la verdad le suscitará. Porque, como ge-nialmente diría San Agustín, la verdad necesariamenteengendra el odio.

De ahí que San Pablo estuviera tan lejos de toda dema-gogia. El no buscaba el favor de los hombres sino elfavor de Dios, sabiendo que si buscase agradar a loshombres, ya no sería servidor de Cristo (cf. Gal 1,10).Por eso no teme contrariar a los corintios diciéndolesque no se engañen; que si alguno cree que es sabio se-gún este siglo, se haga necio para llegar a ser realmentesabio, «porque la sabiduría de este mundo es necedadante Dios» (1 Cor 3,19). Nada, pues, de acomodos. Yapueden los judíos pedir señales, ya pueden los griegosbuscar sabiduría; Pablo no vacilará en predicar a Cristocrucificado, «escándalo para los judíos, locura para losgentiles» (1 Cor 1,23).

La historia de la Iglesia nos enseña que muchas veceslos apóstoles de Cristo han querido caer bien a los hom-bres, halagándoles sus instintos. Y así a los ricos les ha-blaban contra los pobres, a los pobres contra los ricos, alas mujeres sobre la liberación femenina, etc. Tambiénen esto la docencia de San Pablo es perdurable, Al mari-do le dirá, sí, que es cabeza de la mujer, pero al mismotiempo le dirá que debe imitar a Cristo y amar a su mujercomo Éste amó a su Iglesia (cf. Ef 5,23.29.32). A lamujer le dirá que debe someterse a su marido, como aCristo. A los hijos les dirá que obedezcan a sus padres, ya los padres, que no provoquen a ira a sus hijos; a lossirvientes, que obedezcan a sus señores; a los patrones,que den a sus sirvientes lo justo (cf. Ef 6,1.4.9; Col 3,18-22; 4,1; 1 Tim 6,17-19).

«Así hablamos, no como quien busca agradar a los hombres sinosólo a Dios, que prueba nuestros corazones. Porque nunca, comobien sabéis, hemos usado de lisonjas ni hemos procedido con pro-pósitos de lucro. Dios es testigo; ni hemos buscado la alabanza delos hombres, ni la vuestra, ni la de otros» (1 Tes 2,4-6).

VI. Corazón magnánimoUna de las características más relevantes del corazón

de San Pablo es la magnanimidad. Desde su juventud, elorgullo había penetrado hasta la médula de sus huesos. Yéste fue el hombre elegido. Porque Dios rechaza a lostibios. Pablo no era tibio ni mediocre. Las naturalezasgrandes poseen recursos grandes, y cambian según son;son enteras, y cambian enteramente. Su orgullo, vacia-do por la humildad, se transformó en magnanimidad.

1. Visión grande del CristianismoA veces los apóstoles de Cristo tienen una visión estre-

cha y raquítica del cristianismo, que quieren achicado ala medida de su corazón mezquino. No deja de ser admi-rable cómo San Pablo, aun escribiendo sus epístolas acristiandades que vivían en torno a pequeñas polémicas,propias de almas pusilánimes, jamás se dejó atrapar porellas sino que siempre se elevó al nivel de la grandeza.

Así, escribiendo a los colosenses, se remonta, por encima detoda minucia, a una visión propiamente divina de la historia de lasalvación: «Porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y

de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominacio-nes, los principados, las potestades; todo fije creado por Él y paraÉl. Él es antes que todo y todo subsiste en Él. Él es la cabeza delcuerpo de la Iglesia; Él es el principio, el primogénito de, los muer-tos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas. Y plugo alPadre que en Él habitase toda la plenitud y por Él reconciliar con-sigo todas las cosas en Él, pacificando con la sangre de su cruz asílas de la tierra como las del cielo» (Col 1, 16 20),

Y en carta a los corintios:«Cómo en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo

somos todos vivificados. Pero cada uno en su propio rango: lasprimicias, Cristo; luego, los de Cristo, cuando El venga; despuésserá el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino, cuando hayadestruido todo principado, toda potestad y todo poder. El últimoenemigo destruido será la muerte, pues ha puesto todas las cosasbajo sus pies. Pues preciso es que El reine hasta poner a todos susenemigos bajo sus pies. Cuando dice que todas las cosas le estánsometidas, es evidente que con excepción de Aquel que le sometiótodas las cosas; antes cuando le queden sometidas todas las cosas,entonces el mismo Hijo se someterá a quien a El todo se lo sometió,para que Dios sea todo en todas las cosas» (1 Cor 15, 22-28; cf.también 15, 55-57).

Pareciera que estuviese siempre mirando la historia ysus acontecimientos, grandes o pequeños, desde el pun-to de vista de Dios, con los ojos de Dios. Jamás el Após-tol se perderá en el detalle. Aun las cosas más nimias, lasconsiderará dentro de una perspectiva grandiosa. Su vi-sión va del Génesis al Apocalipsis, abarcando todo eldesignio de Dios. Cumple de veras aquello que recomen-daba a los colosenses, de buscar las cosas de arriba, dondeestá Cristo, como Señor de la historia, sentado a la diestrade Dios (cf. Col 3,1).

Su corazón, ensanchado a la medida del corazón deCristo, vive en el éxtasis de la grandeza: «¡Oh profundi-dad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios!¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables suscaminos!... Porque de Él, y por Él, y para Él son todaslas cosas» (Rom 11,33.36). Se comprende que movién-dose en un ámbito tan excelso haya experimentado contanto verismo el contemptus mundi, menospreciando todolo que los hombres reputan por ganancia: «Todo lo ten-go por pérdida a causa del sublime conocimiento de Cris-to Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué ylo tengo por basura con tal de ganar a Cristo» (Fil 3,7 8).

El Apóstol siente que no puede estar en lo pequeño, enlo trivial, ya que en sus manos ha sido puesto algo gran-de, todo el misterio de Cristo, todo el designio de Dios,que por Cristo ha reconciliado a la humanidad: «Nos haconfiado el misterio de la reconciliación... puso en nues-tras manos la palabra de reconciliación» (2 Cor 5,18.19).

2. Expresiones de magnanimidadLos escritos del Apóstol rebosan de este espíritu

contagiosamente grande. Grande y agrandante de susoyentes o lectores.

«Os abrimos, ¡oh corintios, nuestra boca, ensanchamos nuestrocorazón; no estáis al estrecho en nosotros, lo estáis en vuestrasentrañas; pues para corresponder de igual modo, como a hijos oshablo; ensanchaos también vosotros» (2 Cor 6,11 13).

La palabra «abundancia» brota con frecuencia de sucorazón exuberante: así como abundó el pecado,sobreabunda la gracia (cf. Rom 5,20); «abundad en todabuena obra» –escribe a los corintios– (2 Cor 9,8). Unaabundancia a la que no obsta el hecho de que nada haya-mos traído al mundo y nada podamos llevarnos de él...fuera de Cristo y de su gracia (cf. 1 Tim 6,7-8). Eseespíritu de abundancia sobrenatural vence a la mismadecrepitud natural, producto necesario de los años, «porlo cual no desmayamos, sino que mientras nuestro hom-

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bre exterior se corrompe, nuestro hombre interior serenueva de día en día» (2 Cor 4,16).

Porque en Cristo todo se ha hecho nuevo, nada quedaen el fiel de la vejez ruinosa (cf. 2 Cor 5,17), salvo laantigüedad que añeja el espíritu, como al vino lo haceexquisito. El Apóstol, ensanchado en su corazón exube-rante, abundoso, siempre joven aunque cada vez másañejo, alcanza así la perfecta libertad, ya que Cristo lo hahecho libre de toda servidumbre (cf. Gal 5,1), sólo súb-dito de la grandeza de su misterio.

Quisiéramos destacar una de las manifestaciones máshermosas del espíritu magnánimo que caracterizó a SanPablo: lo que él llama «la solicitud de todas las iglesias»(cf. 2 Cor 11,28). Desde su conversión supo que el Se-ñor lo destinaba a llegar lejos, hasta los confines delmundo: «Yo quiero enviarte a naciones lejanas» (Hch22,21); «te he hecho luz de las naciones (Hch 13,47).Se sabe el apóstol no de una facción sino de la totalidad,apóstol católico, universal, que se debe tanto a los grie-gos como a los bárbaros, a los sabios como a los igno-rantes (cf. Rom 1,14); sabe que ha recibido la misióndel apostolado en orden a promover la obediencia de lafe, para gloria del nombre de Cristo, en todas las nacio-nes (cf. Rom 1,5). «Tengo, pues, de qué gloriarme enCristo Jesús... Desde Jerusalén hasta la Iliria y en todasdirecciones lo he llenado todo del evangelio de Cristo» (Rom15,17.19).

Pablo sufrió lo que Pemán llamara, refiriéndose a SanFrancisco Javier, «la impaciencia de los límites». Su es-píritu de fuego está volcado no tanto a la consideraciónde lo que ya ha hecho, sino de lo que queda por hacer,está volcado hacia adelante: «Dando al olvido a lo que yaqueda atrás, me lanzo tras lo que tengo delante, hacia lameta, hacia el galardón de la soberana vocación de Diosen Cristo Jesús» (Fil 3,12-14)ejos de toda pusilanimidad

La grandeza de sus miras y aspiraciones en modo al-guno lo inclinó a vivir en la abstracción de lo irreal, de lautopía. El hombre que exploró las medidas del corazónde Cristo, el que subió hasta el tercer cielo y oyó pala-bras inefables, es el mismo que recomienda a Timoteono beber agua sola sino mezclar un poco de vino, por-que su discípulo sufre del estómago (cf. 1 Tim 5,23), elque escribe a los tesalonicenses pidiéndoles que cuandoalguno de ellos lo visite le traiga el capote y los libros queolvidó en Tróade, en casa de Carpio (cf. 2 Tim 4,13), elque escribe a los efesios pidiéndoles que no se embria-guen con vino... sino que se llenen del Espíritu (cf. Ef5,18). Tales nimiedades en manera alguna lo apartaban delpanorama magnífico que lo había seducido.

La magnanimidad del Apóstol lo llevó a evitar a todotrance que sus hijos, que tanto lo amaban, se polarizasenen torno a él. No quería que dijesen:

«Yo soy de Pablo, mientras otros decían: Yo soy de Apolo. Yoplanté, Apolo regó; pero quien dio el crecimiento fue Dios. Ni elque planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento.El que planta y el que riega son iguales; cada uno recibirá su recom-pensa conforme a su trabajo. Porque nosotros sólo somos coope-radores de Dios, y vosotros sois arada de Dios, edificación deDios. Según la gracia de Dios que me fue dada, yo, como sabioarquitecto, puse los cimientos, otro edifica encima. Cada uno mirecómo edifica, que cuanto al fundamento, nadie puede poner otrosino el que está puesto, que es Jesucristo» (1 Cor 3,4-11).

Lo único importante, lo único grande es Cristo. Ha-ciendo eco a la frase del Bautista, «conviene que El crezcay que yo disminuya, Pablo no pretenderá para sí otracosa que diluirse, de modo que también los demás secentren y se apoyen en solo Cristo, la única roca. Obrarde otra manera sería querer estrechar lo que es grande.

Y Cristo es demasiado grande, no se divide (cf. 1 Cor1,12-15). Por desgracia esta actitud es poco frecuenteya que, como constataba el Apóstol, «todos buscan susintereses, no los de Jesucristo» (Fil 2,21).

No hay cosa que achique más el corazón de un apóstolque el sumergirse en minucias bobas, creyendo que setrata de cosas serias e importantes. San Pablo nos hadejado preciosas enseñanzas a este respecto. A losjudaizantes los juzga como empequeñecedores del cris-tianismo, que debe ser grande, católico. Jamás entraríaen ese juego (cf. Gal 2,4). Y a Timoteo le recomiendainsistentemente no ocuparse en disputas vanas (cf. 2 Tim2,14), evitar las parlerías que son como una gangrena(cf. 2 Tim 2,16 17), desechar las fábulas profanas y «loscuentos de viejas» (1 Tim 4,7), huir de las cuestionesnecias y tontas, que engendran altercados (cf. 2 Tim2,23).

El apóstol que da importancia a lo que no es importan-te, estrecha su corazón, lo mezquina. Otra actitud queachica el espíritu es la del apóstol que, impresionado porla experiencia del mal, cuyo triunfo es evidente en unnúmero tan grande de personas, queda tan decaído queempieza a dudar de la victoria final del bien. A tal apóstol,tan semejante a los discípulos de Emaús, le dice SanPablo: «No te dejes vencer del mal, antes vence al malcon el bien» (Rom 12,21). Sólo así será vigoroso. Nosumergiéndose en nimiedades, ni dejándose impresionarpor la aparente supremacía del mal, valorando más ungramo de gracia que una tonelada de pecados, sólo así elapóstol llegará a ser sostén para los demás. Porque «losfuertes debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles»(Rom 15,1).

VII. Combatiente de CristoEl apostolado paulino es un apostolado con todas las

características de la milicia. San Pablo es un apóstol mi-litante. Sus cartas semejan a veces partes de guerra. Eltemple de su alma es el de un soldado al servicio de laRealeza de Cristo. Los enemigos de Cristo son sus pro-pios enemigos. Su espiritualidad pareciera preludiar laque, siglos después, animaría a los caballeros de las Cru-zadas.

1. El buen combateNo deja de ser sintomático el lugar que ocupa el voca-

bulario castrense en las instrucciones que Pablo envía asu hijo predilecto, el obispo Timoteo. La doctrina que leha enseñado, le dice, merece su defensa, «pues por estopenamos y combatimos» (1 Tim 4,10). La dedicación ala milicia apostólica es excluyente: «El que milita paracomplacer al que lo alistó como soldado, no se embarazacon los negocios de la vida» (2 Tim 2,4).

El apostolado incluye un elemento agonal, y parece exigirel esfuerzo que requiere el competir en un estadio, dondesólo es coronado el que compite con energía (cf. 2 Tim2,5). «Te recomiendo –le dice a Timoteo– que sostengasel buen combate» (1 Tim 1,18), «combate los buenoscombates de la fe» (1 Tim 6,12). Para lo cual necesitaráuna buena dosis de fortaleza, esa virtud tan amada por elApóstol: «No te avergüences jamás del testimonio denuestro Señor y de mí, su prisionero; antes conlleva confortaleza los trabajos por la causa del Evangelio, en elpoder de Dios» (2 Tim 1,8); «tú, pues, hijo mío, fortalé-cete en la gracia de Cristo Jesús» (2 Tim 2,1).

En realidad, San Pablo considera que todo cristianoestá llamado a tomar parte en esta lucha, por lo que es-cribe a los corintios: «Velad y estad firmes en la fe, obran-do varonilmente y mostrándoos fuertes» (1 Cor 16,13).

San Pablo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Pero de una manera muy particular lo está el que ha sidoespecialmente convocado para llevar adelante los com-bates del Señor, el sacerdote de Cristo.

¿Luchar contra quién? Ante todo contra sí mismo,contra las propias pasiones desordenadas, ya que el após-tol de Cristo debe irse haciendo otro Cristo y por ende irmuriendo progresivamente a sí mismo. Si «los que sonde Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasio-nes y sus concupiscencias» (Gal 5,24), cuánto más elllamado a dirigir esa misma lucha en sus hijos espiritua-les. Pero, como siempre, la visión de San Pablo es tam-bién aquí visión de águila. Más allá del enemigo interiorapunta al Enemigo personificado, al Malo, «que no es nues-tra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los princi-pados, contra las potestades, contra los dominadores de estemundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires» (Ef6,12).

Como antaño Cristo en el desierto, Pablo es un atletaque ha resuelto enfrentarse personalmente con Satanás.El demonio bien lo sabía. A este respecto, no deja de serencantador un episodio que se nos relata en los Hechosde los Apóstoles. Estaba Pablo en Efeso, haciendo nu-merosos milagros. Entonces unos judíos, que estabanpor allí de paso, queriendo imitarlo, se acercaron a losendemoniados e intentaban exorcizarlos diciendo: «Osconjuro por Jesús, a quien Pablo predica». Pero el espí-ritu maligno les respondió: «Conozco a Jesús y sé quiénes Pablo, pero vosotros ¿quiénes sois?» (cf. Hch 19,13-15).

Frente al enemigo interior y exterior sabe el Apóstolque es preciso armarse. Frecuentemente exhorta SanPablo a fortificarse en el Señor y en la fuerza de su po-der, a vestirse con la armadura de Dios para poder ven-cer las insidias del diablo (cf. por ej. Ef 6,10-1l). Lasarmas de esta milicia tan peculiar no pueden ser carna-les; éstas no alcanzarían para derribar las fortalezas le-vantadas por el Enemigo con sus sofismas y altaneríacontra la sabiduría de Dios y la obediencia de Cristo (cf.2 Cor 10,4-5).

«Tomad, pues, la armadura de Dios, para que podáis resistir enel día malo, y, vencido todo, os mantengáis firmes. Estad, pues,alerta, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestida la coraza dela justicia y calzados los pies, prontos para anunciar el evangelio dela paz. Embrazad en todo momento el escudo de la fe, con quepodáis apagar los encendidos dardos del maligno. Tomad el yelmode la salvación y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios...»(Ef 6,13-17).

En última instancia, la armadura del apóstol comba-tiente no es otra que el mismo Dios, el Fuerte, quiendeberá revestirlo de una fortaleza verdaderamente divi-na. Porque «si Dios está por nosotros, ¿quién contranosotros?» (Rom 8,31).

Visión militar de la vida cristiana, particularmente delapostolado, visión hecha de escudos, espadas, fortale-zas... Realmente Pablo ha visto en la analogía militar unaejemplaridad excelente para explicar que la vida cristia-na, y sobre todo la misión apostólica, tienen el carácterde una milicia. Al modo de un comandante en jefe escri-bía, sostenía, consolaba, fortificaba, alimentaba, anima-ba e inflamaba a los romanos, a los corintios, a los efesios,a los gálatas, Aquel hombre tuvo derecho a decir: «Hecombatido el buen combate, he terminado mi carrera, heguardado la fe» (2 Tim 4,7).

2. La persecuciónLa vida del Apóstol estuvo toda ella signada por la per-

secución. Era para él la garantía de su ortodoxia y de sufidelidad: ser perseguido por los enemigos de Cristo. Quien

con tanto entusiasmo había antaño acosado a los cristia-nos, ahora desafiaba decididamente a todos sus perse-guidores. Su conversión fue como una señal para el uni-versal furor de los hombres y de los elementos. Todaslas tempestades de la creación se desencadenaron a lavez en su contra. El mismo nos relata, casi como depaso y cual si se tratara de algo obvio para un apóstol, lasucesión de tales persecuciones. «Llegados a Macedo-nia –les escribe a los corintios– no tuvo nuestra carneningún reposo, sino que en todo fuimos atribulados, lu-chas por fuera, por dentro temores» (2 Cor 7,5); «enDamasco, el etnarca del rey Aretas puso guardias en laciudad de los damascenos para prenderme, y por unaventana, en una espuerta, fui descolgado por el muro, yescapé a sus manos» (2 Cor 11,32-33). Pero en modoalguno se lamenta de tales padecimientos. Lejos de ello,constituyen para él una prueba de que efectivamente hasido llamado al apostolado. Así lo deja entrever en cartaa los corintios:

«¿Son ministros de Cristo? Hablando locamente, más yo; entrabajos, más; en prisiones, más; en azotes, mucho más; en peligrosde muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarentaazotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas, una vez fuiapedreado, tres veces padecí naufragio, un día y una noche pasé enlos abismos; muchas veces en viajes me vi en peligros de ríos,peligros de ladrones, peligros de los de mi linaje, peligros de losgentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en elmar, peligros entre falsos hermanos, trabajos y fatigas en prolonga-das vigilias muchas veces, en hambre y sed, en ayunos frecuentes,en frío y desnudez...» (2 Cor 11,23-27).

La persecución está, pues, en el programa de todoapóstol. Más aún, de todo cristiano que de veras quieraser tal: «Todos los que aspiran a vivir piadosamente enCristo Jesús sufrirán persecuciones» (2 Tim 3,12). Elapóstol no busca quedar bien, ni espera ser premiadopor el mundo. Los Hechos de los Apóstoles nos cuentanuna aventura por la que pasaron Pablo y Bernabé cuandollegaron a Listra, y que no deja de ser aleccionadora paranuestro propósito. Allí, tras hacer un milagro, la multi-tud fue hacía ellos creyendo que eran dioses en formahumana, llamando a Bernabé Zeus, y a Pablo Hermas,porque éste era el que llevaba la palabra. El mismo sa-cerdote del templo de Zeus les trajo toros con guirnaldaspara ofrecerles un sacrificio. Pablo los detuvo, dicién-doles que eran tan hombres como ellos. Se les ofrecía elhonor, el vano y sacrílego honor del mundo y ellos lorechazaron.

Entonces todo cambió de un golpe, pues precisamenteen este momento «judíos venidos de Antioquía e Iconio,sedujeron a las turbas, que apedrearon a Pablo y le arras-traron fuera de la ciudad, dejándole por muerto» (cf.Hch 14,18-19). Y así pasaron de los honores a las pie-dras. Es que el Apóstol no buscaba el agrado de los hom-bres ni el éxito mundano sino la complacencia de Diosya que, como bien dice en otro lugar, «no hemos recibi-do el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios» (1Cor 2,12).

Lo primero que debe hacer un apóstol es ofrecer loque más valora: su propia vida. Tras este ofrecimiento almartirio, todas las ulteriores inmolaciones no serán sinojuego de niños. Así lo entendían los primeros cristianosrespecto de Pablo, como se evidenció cuando, al enviar-lo para una misión difícil, lo presentaron diciendo queera un «hombre que ha expuesto la vida por el nombrede nuestro Señor Jesucristo» (Hch 15,26).

¿Qué puede atemorizar a alguien que ya ha ofrecido lomejor que tiene? San Pablo es, en este sentido, un hom-bre arrojado, dispuesto a evangelizar en medio de lasmayores contrariedades (cf. 1 Tes 2,2-3): «Pronto estoy,

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no sólo a ser atado sino a morir en Jerusalén por el nom-bre del Señor Jesús» (Hch 21,13). Podría decirse quevivía en permanente disposición para el martirio: «Osaseguro, hermanos, por la gloria que en vosotros tengoen Cristo Jesús, nuestro Señor, que cada día estoy entrance de muerte» (1 Cor 15,31). Sobre tal presupuesto,se lanza a los mayores peligros, a los escenarios dondelo esperan cadenas y tribulaciones, ya que «yo no hagoninguna estima de mi vida con tal de acabar mi carrera yel ministerio que recibí del Señor Jesús de anunciar elevangelio de la gracia de Dios» (Hch 20,24).

No es la persecución lo que teme el Apóstol; lo que temees, por el contrario, la complacencia del enemigo de Cris-to. Y así considera el martirio continuado como parte desu vocación:

«Porque, a lo que pienso, Dios a nosotros, los apóstoles, nos haasignado el último lugar, como condenados a muerte, pues hemosvenido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y para loshombres... Hasta el presente pasamos hambre, sed y desnudez,somos abofeteados, y andamos vagabundos, y penamos trabajan-do con nuestras manos; afrentados, bendecimos; y perseguidos, losoportamos; difamados, consolamos; hemos venido a ser hastaahora como desecho del mundo, como estropajo de todos» (1 Cor4,9.11.13).

San Pablo, perseguido por los gentiles y por los ju-díos, incluso por las autoridades religiosas del judaísmo,se siente inundado de gozo pues ello le permite aseme-jarse más a Cristo, condenado por Pilatos, por el Sane-drín y por la multitud. ¡Cuán admirables resuenan estaspalabras suyas:

«En todo apremiados, pero no acosados; perplejos, pero nodesconcertados; perseguidos, pero no abandonados; abatidos, perono aniquilados, llevando siempre en el cuerpo el [suplicio] mortalde Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuer-po» (2 Cor 4,8-10)!

Podrá ser encadenado como un malhechor, pero sealegra sabiendo que la palabra de Dios no queda por elloencadenada (cf. 2 Tim 2,8-9). Podrá ser condenado amuerte, pero ello acrecentará su esperanza en el Diosque resucita a los muertos y le impedirá confiar en símismo (Cf 2 Cor 1,8.10). «Por lo cual me complazcoen las enfermedades, en los oprobios, en las necesida-des, en las persecuciones, en los aprietos, por Cristo,pues cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte»(2 Cor 12,10).

Pablo sabe que si padece con Cristo, también vivirácon El; si sufre con Cristo, con El reinará (cf. 2 Tim2,11). A semejanza del Redentor, sus padecimientos sir-ven asimismo para bien de sus hijos: «Ahora me alegrode mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carnelo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo,que es la Iglesia» (Col 1,24). Merced a la reversibilidadde los méritos en el cuerpo de la Iglesia, los sufrimientosdel Apóstol redundan en sus hijos espirituales, a los quetales sufrimientos sirven también de ejemplo. «Os hasido otorgado no sólo creer en Cristo –escribe a losfilipenses–, sino también padecer por El, sosteniendo elmismo combate que habéis visto en mí y ahora oís demí» (Fil 1,29-30).

No deberán los efesios entristecerse al ver a su padresufriendo y atribulado, «pues mis tribulaciones son vues-tra gloria» (Ef 3,13). Y de sus hijos no espera sino que loimiten:

«Portaos de manera digna del Evangelio de Cristo –les escribe alos filipenses–, para que, sea que yo vaya y os vea, sea que me quedeausente, oiga de vosotros que estáis firmes en un mismo espíritu,luchando a una por la fe del Evangelio, sin aterraros por nada ante losenemigos, lo que es para ellos una señal de perdición, mas paravosotros señal de salvación, y esto de parte de Dios» (Fil 1,27-28).

Y en carta a los tesalonicenses les dice que se han he-cho imitadores de los cristianos de Judea pues han pade-cido de sus conciudadanos lo mismo que aquéllos de losjudíos, quienes dieron muerte a Jesús y a los profetas, ya él lo persiguen con odio (cf. 1 Tes 2,14-16). Es eviden-te que una concepción semejante de la persecución y delmartirio hace que tales ataques hayan constituido paraPablo un motivo de exultación.

«Nos gloriamos en las tribulaciones –escribe a los romanos–,sabiendo que la tribulación produce la paciencia, la paciencia lavirtud probada, y la virtud probada la esperanza, y la esperanza noquedará defraudada» (Rom 5,3-5).

Es que sabe con absoluta certeza que todos los padeci-mientos del tiempo presente, por acerbos que sean, noson nada en comparación con la gloria que le espera (cf.Rom 8,18). Y, en última instancia, sabe «que Dios haceconcurrir todas las cosas para el bien de los que le aman»(Rom 8,28).

3. La alegríaSan Pablo no es un combatiente amargado, decepcio-

nado por las deficiencias que ve a cada paso, abatidoante el número de los enemigos que, uno tras otro, vanapareciendo en horizonte de su vida. Nada más horribleque un apóstol triste, amargado de su sacerdocio.

San Pablo tuvo vocación de víctima, pero sin ponercara de víctima. Por eso se alegra en sus sufrimientos,que son para él un motivo de gloria, «reboso de gozo entodas nuestras tribulaciones» (2 Cor 7,4) y, si bien abun-da en padecimientos por Cristo, así por Cristo abunda –¡otra vez el verbo «abundar»!– en consolación (cf. 2Cor 1,5), sabiendo que en cambio de una momentánea yligera tribulación le espera un peso eterno de gloria incal-culable. Y él no detiene sus ojos en las cosas visibles, queson transeúntes, sino en las invisibles, que son eternas(cf. 2 Cor 4,17-18). «Nos gloriamos en Dios por nues-tro Señor Jesucristo» (Rom 5,11).

Podría decirse que su epístola a los filipenses es lagran carta de la alegría cristiana En ella aparece casi comoun leit motiv la frase: «Alegraos siempre en el Señor, denuevo os digo: alegraos» (Fil 4,4; también 3, 1,etc). Ale-gría, pero en el Señor, y que, por tanto, puede ir unidacon tristezas en los hombres. La alegría es profunda, lastristezas son periféricas. De ahí que las mismas tribula-ciones, en vez de convertirse en causa de desánimo, cons-tituyan para él motivo de gozo.

En esa misma carta les cuenta a los filipenses que estápreso y encadenado, pero que gracias a esas cadenas y ala noticia de su prisión, Cristo ha sido más conocido queantes; asimismo muchos de sus hijos, alentados por suscadenas, sienten más coraje para dar testimonio de Dios.Es cierto, les agrega, que algunos predican a Cristo, aun-que por espíritu de envidia y competencia, no queriendoser menos que él, pensando que con eso añadirán tribu-laciones a sus cadenas. «Pero ¿qué importa? De cual-quier manera, sea por pretexto, sea sinceramente queCristo sea anunciado, yo me alegro de ello y me alegra-ré» (Fil 1, 18). En su corazón no anida ni la más mínimapizca de envidia, ese defecto que hace estragos cuandose apodera de algún apóstol de Cristo.

Les dice, finalmente, que quizás será llevado a la muertedesde su prisión, pero entonces se convertirá en libaciónsobre el sacrificio de la fe de sus hijos filipenses. Seesconde acá una idea delicada. Pablo miraba la fe queesos hijos suyos habían recibido de él como un sacrificioagradable a Dios, y aludiendo a una costumbre que habíaen los rituales antiguos de ofrecer, juntamente con la víc-

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

tima que se inmolaba, algunas libaciones de vino, porejemplo, decía que si a él le llegaba la hora de tener quemorir y ser como la libación que acompaña a aquel sa-crificio de sus hijos, «me alegraría y me congratularíacon todos vosotros. Alegraos, pues, también vosotrosde esto mismo y congratulaos conmigo» (Fil 2,17-18).

En el corazón de un apóstol semejante, jamás podráanidar la tristeza según la carne. Porque no toda tristezaes mala; Pablo incluso, cuando escribe a los corintios,les dice que es posible que su epístola los entristezca,pero que no se duele de ello, porque en ese caso se tra-tará de una tristeza según Dios, que es causa de peniten-cia saludable y no de una tristeza según el mundo, quelleva a la desesperación (cf. 2 Cor 7,8-10). Sin embargoinsiste más en el gozo espiritual. «Vivid gozosos en laesperanza», les dice a los romanos (Rom 12,12), y a loscorintios: «Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9,7);les promete ir a visitarlos pero esta vez no en tristeza(cf. 2 Cor 2,1), «porque queremos contribuir a vuestrogozo por vuestra firmeza en la fe» (2 Cor 1,24).

Ningún texto nos parece más adecuado para cerrareste trabajo que una cita donde se resume toda la espiri-tualidad apostólica de San Pablo:

«En nada demos motivo alguno de escándalo, para que no seaobjeto de burla nuestro ministerio, sino que en todo nos acredite-mos como ministros de Dios, con mucha paciencia, en tribulacio-nes, en necesidades, en apremios, en azotes, en prisiones, en tu-multos, en fatigas, en desvelos, en ayunos, en santidad, en ciencia,en longanimidad, en bondad, en el Espíritu Santo, en caridad since-ra, en palabras de veracidad, en el poder de Dios, en armas dejusticia ofensivas y defensivas, en honra y deshonra, en mala obuena fe; cual seductores, siendo veraces; cual desconocidos, sien-do bien conocidos; cual moribundos, bien que vivamos; cual casti-gados, mas no muertos; como contristados, aunque siempre ale-gres; como mendigos, pero enriqueciendo a muchos; como quienesnada tienen, poseyéndolo todo» (2 Cor 6,3 10).

San Pablo¿Dónde se oculta el caballero ardiente,el que ostenta una rosa por espada?Lleva en su pecho un sol para occidentey un cielo nuevo lleva en su mirada.Decidle que hay un alma adolescente:detenida en la verde encrucijada.Decidle que me busque entre mi gente:por señal una tórtola dorada.Pero ya sube al cielo el caballeroque no me ha de querer por escuderoy aquí me quedo balbuciendo idiomasentre el Dragón y el Ángel que me cuida,mientras no llega el Águila encendidaque agranda el corazón de las palomas.

Luis Gorosito Heredia

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San Bernardo

La figura de San Bernardo es estelar en la Iglesia, y sinduda la más representativa de la época de la Cristiandadmedieval.

Nació en el año 1091, cerca de la capital de Borgoña,de padres de ilustre prosapia. Su educación, propia delas familias de su estirpe, fue esmerada, incluyendo lagramática, la retórica y la dialéctica, juntamente con lalectura y explicación de autores clásicos tales comoCicerón, Virgilio, Horacio, etc. Bernardo era un jovenrobusto, de frente amplia, ojos azules y penetrantes. Todossus contemporáneos coinciden en afirmar que brotabade él un prestigio singular.

Un día comprendió que Dios le llamaba para seguirlode cerca como religioso. Su padre se opuso terminante-mente. Pero entonces comenzó a manifestarse aquellacapacidad de seducción que durante toda su vida habríade emanar de su persona. Uno tras otro, todos sus her-manos, sin excepción, hicieron suya la decisión de Ber-nardo. Comentando este poder de atracción contagiosa,escribe René Guénon en el tan breve como precioso es-tudio que dedicara a nuestro santo:

«Hay ya en ello algo de extraordinario, y sería sin duda insufi-ciente evocar el poder del «genio», en el sentido profundo de estapalabra, para explicar semejante influencia. ¿No vale mejor recono-cer en ello la acción de la gracia divina que, penetrando en ciertamanera toda la persona del apóstol e irradiando fuera por susobreabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal,según la comparación que él mismo emplearía más tarde aplicándo-la a la Santísima Virgen?».

Personalidad riquísima, polifacética; tratemos, en cuanto nos seaposible, de delinear sus principales rasgos.

I. El AbadEn razón de diversas actitudes que Bernardo tomara

en el curso de su agitada vida, a las que luego nos iremosrefiriendo, para muchos de sus contemporáneos –e in-cluso ahora– pudo parecer un hombre cortante, irasci-ble y agresivo. Se olvida una faceta de su personalidadque le es esencial, la paternidad. Porque Bernardo, másallá de ser monje, fue sobre todo padre de monjes, queeso significa Abad. Como se sabe, fue él quien hizo flo-recer la Orden del Cister, que se extendería por todaEuropa. El se consideraba el padre de todos. Pero demanera particular de los monjes del monasterio que fun-dara y presidiera durante tantos años, el de Claraval, quetanto amó.

En los monjes que tenía a su cargo veía a sus hijospredilectos. Su principal cuidado era, tras haberlos im-pulsado a la vida religiosa, ofrecerles un alimento espiri-tual sustancioso, una doctrina espiritual sólida. Así lo

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hizo mediante espléndidos sermones que todavía hoy po-dernos admirar, algunos de ellos elaborados en el cursode la noche, y en los que les descubría el sentido de losmisterios sobrenaturales, como una madre descascaralas nueces y las prepara para sus hijos, según él mismolo dijera en uno de esos sermones.

Entrañas paternales las de este abad, que aun en losmomentos en que se siente abrumado por acuciantesproblemas que le han propuesto desde fuera del monas-terio, a veces de parte de los reyes o del mismo Papa, novacila en distraerse tres o cuatro veces, interrumpidopor los golpes discretos de sus hijos en la puerta de sucelda, debiendo escuchar sus penas pueriles, sus pre-ocupaciones triviales. Porque no sólo les dio su ense-ñanza sino también su afecto. En cierta ocasión, en quelos padres de un joven le manifestaban por carta su aflic-ción a raíz del ingreso de su hijo en Claraval, a quien asícreían haber perdido para siempre, él respondió: «Noso-tros lo adoptamos por hijo, y nosotros os adoptamospor padres... Yo seré su padre, su madre, su hermano,su hermana». Esta frase de Bernardo nos recuerda aquéllade San Agustín: «Como obispo soy vuestro padre, comocristiano soy hermano vuestro». Así era Bernardo, pa-dre y hermano.

Pero Bernardo sabía ser también amigo, uno de esosgrandes amigos que no es fácil encontrar. Conocida essu estrecha amistad con diversos contemporáneos su-yos como Guillermo de Saint-Thierry, Aelredo deRievaulx, y tantos otros. Este último, precisamente, ins-pirándose en la persona y las enseñanzas de San Bernar-do, haría la exposición teórica de la amistad en su libroSpeculum Caritatis, donde entre otras cosas se lee estafrase, típicamente bernardiana: «La amistad viene de Dios,y Cristo es el lazo que une a los amigos».

Inmensa era, sin duda, la capacidad de afecto de SanBernardo, no sólo con sus hijos religiosos, sino tambiéncon laicos que en una u otra forma se relacionaban conél. Dio la razón de ello en una de sus cartas: «Todosestán al servicio de un mismo Señor, militan bajo unmismo Rey; la misma gracia de Dios vale en la plazapública y en el claustro –et in foro et in claustro gratiaDei eadem valet–». Bernardo no era «clerical», ni creíaque sólo en el claustro el hombre llega a su plenitud.Cada uno tenía su propia vocación y en ella debía alcan-zar la perfección respectiva. Religiosos y laicos eran ne-cesarios a la Iglesia, son una misma realidad, decía, unumsunt. Por eso no le parecía una sustracción de su vidamonástica, perder tiempo escribiendo a amigos y dirigi-dos espirituales, incluso sobre temas aparentemente ni-mios:

A Matilde, condesa de Blois, que se quejaba de la ligereza de suhijo, le aconseja ser indulgente con aquel joven: «Tu hijo puedeolvidar a veces que es hijo, pero una madre no puede ni debeolvidar que es madre». A otra Matilde, Reina de Inglaterra, se tomala libertad de escribirle, comunicándole que había encomendado aDios el nacimiento difícil de su hijo, el príncipe Enrique: «Tomad elmayor cuidado del hijo que acabais de poner en el mundo; meparece, sea dicho sin herir al rey, vuestro esposo, que yo soytambién un poco su padre». En carta a Ermendgarda, duquesa deBretaña, le dice: «Si pudiéseis leer en mi corazón lo que el dedo deDios se ha dignado escribir allí con motivo de mi afecto por vos...El que os ha inspirado amarme así y elegirme para director devuestra salvación, me ha inspirado un sentimiento igual, para quepueda retribuir vuestro afecto».

Un afecto, por cierto, que no se queda entre los límites de lonatural. «Dios se encuentra entre los amigos..., la única razón deamar a los amigos es Dios», afirma en una carta a Thibaud deChampagne. Y en otra, a un abad como él: «Jesucristo es el vínculoentre los amigos». Su discípulo Aelredo de Rievaulx escribiría en sutratado al que acabamos de aludir: «La amistad humana es una

participación en la Amistad que está en Dios, porque Dios es Amor,y es también Amistad». En carta a Suger, el fámoso abad deSaint-Denis, Bernardo le diría: «Las amistades sólo serán verdade-ras si el nudo de la verdad las consolida».

Mas, como dijimos antes, su capacidad de afecto lavolcó especialmente sobre los monjes que eran sus hijosespirituales preferidos. Hablando en una carta de uno deellos que él había recibido en el monasterio y que acaba-ba de morir, escribe:

«Fue mío durante su vida, y lo será después de su muerte, y loreconoceré como tal en la patria. Sólo aquel que sea capaz de arran-carlo de la mano de Dios logrará separarlo de mí».

¿Agresivo Bernardo, intratable? Fue, por cierto, duro,pero sólo cuando había que serlo. Bien describió el pri-mero de sus biógrafos el estilo de su gobierno monacal:«El más humano posible por el afecto que en ello ponía,pero el más intratable donde la fe estaba en cuestión».Este hombre del que se nos da la imagen de un hombresevero hasta la obstinación y austero hasta la tristeza,fue el que dijo en un sermón: implentur omnia feruorespiritus et jucunda deuotione –todo se llena con el fervordel espíritu y la entrega gozosa–. Bernardo predileccionóel adjetivo jucundus, palabra cercana a jocus, juego. Losfilólogos nos enseñan que conviene no tanto al hombreque es feliz, cuanto a aquel que es causa de alegría paralos demás. La jucunditas es el encanto del alma, la capa-cidad de regocijar a los que integran el entorno, la alegríacomunicativa, el espíritu eutrapélico. Un encanto que in-vade todo. Y así habla de jucunda meditatio, jucundacontemplatio, y cuando explique el Cantar de los Canta-res, en el primer sermón calificará tres veces el diálogoentre el Esposo y la Esposa como de jucundum eloquium.

Sus monjes destacaban el encanto de su «sonrisa», nola sonrisa del bobo sino la del hombre que ha alcanzadola plenitud de la serenidad; multos hilarabat, escriben,alegraba a muchos. La vocación al claustro, a pesar delas terribles renuncias y exigencias que implica, era paraél una vocación al gozo. «Yo os quiero alegres», exhor-taba a los suyos. Y a un grupo de jóvenes decididos aentrar en su monasterio les diría:

«Yo os lo afirmo en nombre de la verdad que es Dios, y creed a miexperiencia: este camino cuya entrada parece tan difícil, y tan estre-cha, se vuelve cada vez más gozoso y feliz, laetior et jucundior».

No se trata, por cierto, de alegrías puramente sensi-bles. Los apóstoles, les explicaba, gozaron de la presen-cia de Cristo, de la visión de su cuerpo. Pero era ése ungozo sensible. Cristo les sería quitado, primero en la cruzy luego en su Ascensión. Y, sin embargo, sólo entoncescomprendieron aquello del Señor: «Os conviene que yome vaya... Me voy y os alegraréis». Lo importante noera contemplarlo con los ojos corporales. Pedro, viéndo-lo en carne, lo traicionó, y careciendo de su vista, des-pués de la Ascensión, murió gozosamente por El. Tal esla alegría espiritual, profunda y sobria, la que dilata elcorazón. Cuando escriba la vida de San Malaquías, aquien había conocido personalmente, entre los rasgosadmirables de dicho santo incluirá su capacidad de reír,«porque el reír es caridad, puesto que ésta es buen hu-mor: una caridad gozosa, no relajada».

II. El poetaBernardo quiso que en el Cister se hermanasen perfec-

tamente la lectio divina y el rezo del Oficio Divino con eltrabajo de las manos y la labranza de los campos. Parti-cular predilección experimentó por la Sagrada Escritura,paladeando cada una de sus frases. Nos cuentan sus bió-grafos que conservaba fidelísimamente en su memorialas palabras reveladas que había aprendido en su celda, y

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después las iba rumiando en sus ocupaciones y faenasagrícolas, de donde vino a decir más adelante que la so-ledad del bosque, las hayas y las encinas, habían sidosus principales maestros. Así lo leemos en la primeraVida que de él se escribió:

«El sentido de las Escrituras, lleno de conocimientos espiritua-les, lo había encontrado, si hay que creer en sus propias palabras,meditando y rezando en los bosques. A menudo decía bromeando asus amigos que jamás tuvo otros maestros que las hayas y losrobles».

Un santo que aprende del bosque no puede sino ser unpoeta. Bernardo contempló la naturaleza, no sólo la in-animada sino también la animada, con mirada penetran-te, viendo en ella lo que los demás eran incapaces deobservar; ante sus ojos las cosas se transformaban, setransfiguraban, ya que las contemplaba con los ojos deDios, cuya luz, pasando por él, embellecía los objetos quealcanzaban sus sentidos. Era la mirada de un santo y de unpoeta.

Algunos han afirmado que Bernardo era también mú-sico. Incluso se le atribuye una reforma del canto cister-ciense. No es un dato seguro. Pero lo que sí resulta in-dudable es que hay música en su estilo, escuchaba reso-nar lo que escribía. Los oficios litúrgicos que compusonos revelan el dominio de la métrica de los himnos, de laestructura de los responsorios, etc. ¿Compuso melodías?No lo sabemos. Lo cierto es que creía firmemente en losefectos de la música sobre el corazón y la inteligencia:

«Si hay canto –escribe al abad de Montiéramey– que sea lleno degravedad, no lascivo, ni tosco. Que sea suave sin ser superficial,que encante el oído para emocionar el corazón. Que alivie la triste-za, que calme la cólera. Que no vacíe el texto de su sentido, sino quelo fecunde».

Destaquemos esta última frase. Semejante declaraciónsobre la «fecundación de la letra» por la belleza nos dicemucho de los quilates del alma del abad de Claraval.

Es cierto que San Bernardo fue objetado por la poste-ridad como si hubiese sido perjudicial para el arte, enrazón de una polémica que mantuvo con uno de los aba-des de Cluny por el tipo de arte que propagaban los clu-niacenses. El asunto merece alguna explicación. En aqueltiempo, Cluny dominaba la Cristiandad. Sus monjes cons-tructores trabajaban por todas partes, entendiendo quela belleza alentaba la oración y alababa a Dios en susformas. Allí donde construían aquellos monjes o sus dis-cípulos, los capiteles de las iglesias se poblaban derepresentaciones de la flora. y de la fauna, y en sus por-tadas una abundante estatuaria de Reyes y de Santoscubría los dinteles y los tímpanos. Los interiores se en-riquecían con frescos, las cruces se adornaban con es-maltes y piedras preciosas. La obra maestra de aquelarte glorioso fue la basílica de Cluny, la iglesia madre,construida por San Hugo, gigantesco templo de sietecampanarios.

Pues bien, San Bernardo en su Apología protestó con-tra aquel lujo que le parecía inadmisible en hombres quehabían renunciado a las glorias del mundo y a los gocesde los sentidos. Condenaba

«la inmensa altura de las iglesias, su extraordinaria longitud, lainútil anchura de sus naves, la riqueza de sus materiales pulimenta-dos, las pinturas que atraían las miradas. Vanidad de vanidades,más insensata aún que vana».

Se ha dicho que tal actitud no era sino una expresiónde su ascética espiritual transpuesta al ámbito de la esté-tica. ¿El resultado de dicha posición fue en detrimentode la auténtica belleza? Responden a esta pregunta lasadmirables abadías cistercienses diseminadas por Occi-dente, con su sobria belleza, su escueta elegancia, su

despojo sensible, sus naves de líneas perfectas, sus pie-dras ennoblecidas por la pura solidez de las formas, susoleadas de luz nacarada a través de los vitrales monó-cromos... Todo parece responder a aquella sobria embria-guez que quería San Bernardo para la vida interior.

Señala Daniel-Rops que quizá el arte cisterciense, alnegarse a lo fastuoso, contuvo al Gótico en la pendientede lo excesivo y de lo redundante, por la cual, de hecho,habría de deslizarse más tarde, para convertirse en elFlamígero.

Lo cierto es que las ideas de San Bernardo en estecampo sólo se aplicaron a los edificios conventuales, enla inteligencia de que el arte episcopal –por oposición alarte monástico– debía «hablar a los ignorantes», comouna cátedra muda de la fe católica. Lejos de ser un me-nospreciador de la estatuaria y de los vitrales, San Ber-nardo los fomentó, pero no allí donde el primado de laespiritualidad desnuda debía dominar a las almas. Por loque podemos concluir que, muy lejos de haber sido unenemigo de arte, San Bernardo fue uno de sus anima-dores. Y en este punto, como en tantos otros, inscribióprofundamente su huella en la Cristiandad.

El abad de Claraval se nos revela como es: poeta, artis-ta, músico y pensador. Todos estos talentos confluye-ron en su estilo literario, reflejo de su inteligencia y de subuen gusto. Como bien dice Gilson, Bernardo «renuncióa todo excepto al arte de escribir bien». Uno de sus bió-grafos asegura que redactó personalmente sus sermo-nes hasta el fin de su existencia, tachando y corrigiendocomo un orfebre de la palabra. Todavía en su lecho demuerte, seguiría dictando a sus discípulos.

No es este el momento de analizar detalladamente susrecursos literarios. Fueron, por cierto, admirables. Enuno de sus sermones sobre el Cantar, digámoslo a modode ejemplo, se entrega a un juego de variaciones en tomoa los prefijos que entran en la composición de los deriva-dos del verbo spirare; es una especie de sinfonía sobre lahistoria de la obra de Dios en favor del hombre: un sos-tenido crescendo nos eleva desde el día de la creación –dies inspirans– al de la gloria que aspira –dies ads-pirationis–, pasando por el del pecado –dies conspirans–,de la muerte espiritual –dies expirans–, de la vida nueva–dies inspirans–, y de la renovación pascual –dies res-pirans–.

Bernardo no sólo se preocupó por enseñar la doctrina,sino que consideró necesario revestirla de belleza, de esabelleza que, como se sabe, no es sino el esplendor de laverdad. Por eso trabajaba y pulía cada texto hasta llegara la última perfección, que es la que nosotros conoce-mos. Durante los últimos cinco años de su vida, el viejoabad, a pesar de todos sus compromisos, se preocuparápor revisar él mismo, párrafo por párrafo, sus obrasmayores, en orden a preparar una edición revisada, conel deseo de dejar a la posteridad escritos cuya bellezafuese menos indigna de los misterios de Dios.

III. El último de los PadresBernardo fue el hombre de la Biblia. De tal manera la

asimiló al tejido mismo de su psicología que la utilizabaespontáneamente, a veces quizás sin darse cuenta. Suvocabulario es en gran parte bíblico, tomado sobre todode los evangelios, de San Pablo, de los Salmos y delCantar. Con frecuencia sus citas no corresponden al textoconocido en su tiempo, el de la Vulgata, sino de acuerdoa como las encontraba en los Padres de la Iglesia y sobretodo en la liturgia. Según señala Jean Leclercq, resultaevidente que lo que se imprimió en su memoria fueron

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las partes cantadas en el Oficio Divino. Ello muestra hastaqué punto entendió la Biblia más que como un libro, comouna expresión vital de la fe. Recibió la Escritura de laTradición. La Biblia era para él la palabra de Dios viva enla Iglesia.

Uno de sus temas predilectos, en el campo bíblico,fue la concordia de los dos Testamentos. Siempre quese le presentaba la ocasión, mostraba el paso de las figu-ras a la verdad, de las profecías a sus realizaciones, delas sombras a la luz. Todo culminando en Cristo, comoen las fachadas de las catedrales románicas.

También aquí Bernardo descubre su veta poética. Ob-serva el mismo Leclercq que es propio del poeta en laIglesia, hacer suyas las palabras de Dios, para repetírse-las enseguida con toda espontaneidad, y servirse de ellascon entera libertad. Bernardo se ejercitó amorosamenteen este juego sagrado, sea agotando los significados deuna palabra, sea comentando su etimología, sea agre-gando en torno a una palabra clave otras explanacionesque la explican y la amplían, como vimos lo hizo con lapalabra spirare. La Escritura era para él más que un es-tudio una plegaria: había que gustar, sentir, saborear cuánsuave es el Señor. Bernardo emplea con gusto el voca-bulario de los sentidos espirituales. Porque si la caridadde Dios está en el origen de la revelación, debe tambiénestarlo en su término.

Pero insistamos sobre todo en el sentido bíbli-co-litúrgico de su predicación. En ella encontramos loque se podría llamar un subsuelo bíblico –ese cúmulo detextos escriturísticos que constituyen, por así decirlo, lamateria prima de sus sermones–, y un telón de fondolitúrgico, a modo de atmósfera, de clima, que confiereal conjunto su colorido cultual.

Con todo, no olvidemos lo que hemos dicho más arri-ba, es a saber, que si su Biblia es litúrgica, es tambiénpatrística. Porque Bernardo fue un enamorado de losPadres. De Lubac ha detectado puntos de semejanza en-tre San Bernardo y diversos Padres como Orígenes, SanAgustín, San Ambrosio, San Gregorio de Nyssa. Sabe-mos que hizo copiar para su monasterio de Claraval unaserie muy vasta de obras patrísticas. No pretendía sinouna cosa: ser el testigo de la doctrina de los Padres.

Diversos autores lo han llamado Padre de la Iglesia, elúltimo de los Padres. ¿De dónde le viene esta denomina-ción, este eminente privilegio que no le disputará, unsiglo más tarde el genio de un Tomás de Aquino? Por-que, como se sabe, la era patrística terminó en el sigloVIII, con la muerte de San Isidoro de Sevilla en el Occi-dente y de San Juan Damasceno en el Oriente. Lo que sequiere decir es que en su persona la edad patrística, dor-mida desde hacía 300 años, se despertó súbitamente, ylanzó un nuevo retoño, digno de la antigua grandeza.

Guillermo de Saint-Thierry, al comienzo de su Vita delabad de Claraval, dice que Bernardo fue elegido por Diospara que en el siglo XII refloreciera la gracia de los tiem-pos apostólicos. Habiéndose puesto en la escuela de loscomentaristas natos de la Escritura, cuales fueron losPadres, llegó a impregnarse de su espíritu y hasta de sulenguaje, al modo de un brote renacido de aquel magní-fico árbol de la tradición. Por lo que se puede afirmar,juntamente con Guillermo, quien lo conocía tan bien,que si ha sido considerado Padre de la Iglesia, y nosolamente discípulo de los Padres, a la manera de tantosotros, es porque surcando los arroyos de los Padres,supo remontarse hasta la fuente donde éstos abrevaron.

Especialmente frecuentó a San Ambrosio y San Agustín.Pero de manera particular, como señala Gilson, se dejó

impregnar por la teología de los Padres griegos, princi-palmente de San Gregorio de Nyssa. Más aún, el logroesencial de su obra fue realizar una notable síntesis entrela teología griega y la teología latina, el pensamiento deOrígenes y el de Agustín. La traducción de la duplamodelo-imagen, familiar a los Padres griegos, en térmi-nos de creador-creatura, familiar a los latinos, significópara el Occidente una revolución teológica cuyas conse-cuencias fueron incalculables. Tal fue uno de los méritosde San Bernardo, «el último de los Padres y el igual delos más grandes», al decir de Mabillon.

IV. El místicoPor sobre todo lo que hemos dicho hasta acá, el abad

de Claraval se destaca por sus quilates místicos. Es, in-dudablemente, uno de los grandes doctores de la místicacatólica. Nos detendremos un tanto en la consideraciónde este aspecto de su personalidad espiritual.

1. Mística trinitaria y divinizaciónBernardo vivía en la fascinación de Dios, que era a sus

ojos el gozne de todo lo creado. En su obra De Consi-deratione, especie de carta-tratado que dirigió al Papa, ledecía:

«¿Quién es Dios, Santo Padre Eugenio, quién es Dios? Para todolo que existe es el fin; para los elegidos la vida eterna. ¿Qué es parasí mismo? El lo sabe, ipse novit... El es aquel que ha creado las almaspara darse a ellas; que las incita para hacerse desear por ellas; quelas dilata para que puedan acogerlo».

No se trata, por cierto, de un Dios difuso, sino de unDios en tres Personas concretas, cada una de las cualesmantiene con él una relación singular. Particularmente sesiente penetrado por el Verbo, a quien, por el hecho dehaberse encarnado, lo experimenta tan cercano.

«Tolerad un instante mí locura –confiesa en una de sus páginas–... El Verbo ha venido a mí y más de una vez. Si allí ha entradofrecuentemente, no siempre he tomado conciencia de su ingreso.Pero lo he sentido en mí y me acuerdo de su presencia. He subido ala parte superior de mí mismo y más alto aún reina el Verbo. Explo-rador curioso, he descendido al fondo de mí mismo, y lo he encon-trado más bajo todavía. He mirado afuera y lo he percibido más alláde todo. He mirado adentro, y me es más íntimo que yo mismo...Cuando entro en mí, el Verbo no traiciona su presencia por ningúnmovimiento, por ninguna sensación; sólo lo descubre el secretotemblor de mi corazón. Mis vicios huyen, mis afectos carnales sondominados; mi alma se renueva; el hombre interior se restaura, yestá en mí como la sombra misma de su esplendor».

Bernardo concibe el proceso de la redención al modode una gran curvatura que va desde la animalidad, en quenos dejó el pecado, hasta la divinización que produce ennosotros la acción de las tres personas de la Trinidad.Originalmente el hombre fue creado en un estado subli-me, a imagen y semejanza de Dios. «La grandeza –diceBernardo– es la forma del alma». Mas al pecar, se degra-dó. El pecado enturbió la Imagen y desfiguró la Seme-janza. Si el alma sigue siendo grande en su caída, perdiósu rectitud, y encorvada hacia la tierra tomó la semejan-za de las bestias, según aquello del salmo 48: «Se hizosemejante a ellas».

Pero Dios descendió hasta el tremedal de nuestra mi-seria, nos tomó de la mano, no sólo para evitar que noscondenásemos, sino para elevarnos a alturas insospe-chadas. La cumbre de la vida espiritual es la divinización,en la embriaguez del éxtasis, enseña Bernardo en su Co-mentario al Cantar de los Cantares, su obra mística porexcelencia. Entonces, no amando ya en sí sino la seme-janza de Dios, no amando ya a Dios mismo sino con unamor absolutamente desinteresado, el alma adhiere sinreservas al Esposo divino.

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Bernardo, tras las huellas de los Padres griegos, desta-ca el papel peculiar del Espíritu Santo. Porque si el Padrees el autor primero de esta elevación suprema, como loes de todo don, si el Verbo encarnado es su término,compete especialmente al Espíritu su realización. Es Elquien incita al hombre a la empresa inaudita de «hacerdel alma la Esposa de Dios»; El es quien da acceso a estavía propiamente espiritual, en el sentido fuerte de la pala-bra, que deja al margen cualquier vana tentativa de pre-sunción; El es quien conduce «a la imagen creada declaridad en claridad» hasta «convertirse y permanecersemejante a Dios».

Tal es la tarea propia del Espíritu Santo en el alma,para constituirla esposa de Cristo, lo que se cumple nosólo en los niveles superiores de la vida mística sino tam-bién en la existencia común de todos los cristianos; enefecto, la vida mística no es esencialmente diferente dela vida cristiana ordinaria, sino por una mayor elevaciónen la gracia y la caridad, y a veces una cierta anticipa-ción de la gloria. Todas las obras de justificación supo-nen la presencia del Espíritu Santo en el alma. «Si losmovimientos de la vida corporal –escribe el santo– prue-ban la habitación del alma en el cuerpo, la vida espiritualprueba la inhabitación del Espíritu en el alma». El Espíri-tu, que es «el beso mutuo del Padre y del Hijo, su lazofirme, sú único amor, su unión indivisible», al penetraren nosotros se hace amor y don nuestro a Dios. En otraspalabras, Dios se ama en sí mismo cuando el EspírituSanto procede eternamente del Padre y del Hijo; se amaen nosotros y se hace amar por nosotros cuando el Pa-dre envía a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo.

Por cierto que no somos del todo pasivos en este amorque el Espíritu Santo viene a inspirarnos. El alma debedejarse hacer por Dios, respondiendo generosamente ala gracia divina, lo cual es también fruto de la gracia.Dicha respuesta es para San Bernardo inescindible de laimitación del Verbo encarnado. A ella alude con uno deaquellos juegos de palabras que tanto ama: Cristo es laforma a la que el hombre deformado debe conformarsepara ser reformado. Tras esta fórmula de aparente inge-nuidad se perciben las huellas de la Escritura, singular-mente de San Pablo y de San Juan, así como de losPadres de la Iglesia, sobre todo griegos, y de la Liturgia.Advertimos aquí los esbozos de su piedad cristológica.San Bernardo ha querido habitar en las llagas de Cristo;como la paloma del Cantar, hizo su nido en los orificiosde la piedra. ¿Acaso no es la Piedra uno de los nombresmísticos de Cristo?

«¿Dónde puede haber un abrigo sólido, seguro y tranquilo parami debilidad sino en las llagas del Salvador? El mundo se estremece,el cuerpo me agobia, el demonio me tiende redes; no caigo porqueme has establecido sobre la piedra firme».

Como puede verse, la mística de San Bernardo es clara-mente trinitaria. Cada una de las personas divinas juegaen ella su propio papel.

«¿Hay entre vosotros un alma –dice en su Comentario al Can-tar– que sienta a veces en el secreto de su conciencia el Espíritu delHijo que clama: Abba, Padre? Aquélla sí, aquélla puede creerseamada de un afecto paterno, cuando se siente colmada del mismoEspíritu que el Hijo. Ten confianza, quienquiera seas, ten confian-za, y no te agites: en el Espíritu del Hijo, reconócete como Hija delPadre, Esposa del Hijo o su Hermana... Ella es, en efecto, su Her-mana, porque nacida del mismo Padre; su Esposa, porque unida aEl en un mismo Espíritu. Porque, si el matrimonio carnal establecedos seres en una sola carne, ¿por qué la unión espiritual no uniríamás aún a dos seres en un solo y mismo espíritu?».

Y así se completa la inmensa curva, que va desde don-de nos dejaron nuestros padres –el mundo de la ani-malidad– hasta el seno mismo de Dios. El alma, mode-

lándose siempre más sobre la voluntad divina, haciéndo-se cada vez más una con él por el amor, va realizando suretorno a Dios, su repatriación, según dice Bernardo,retomando una expresión que viene del neoplatonismo.Como la gota de agua que se pierde en el vino; como eltrozo de hierro que se mete en el fuego y se hace fuegoél mismo, así el alma se pierde, se vuelve ignea en lavoluntad divina. Hela ahí deificada –sic affici, deificariest–, exclama San Bernardo gozoso.

2. Mística eclesialTodo lo que acabamos de decir respecto del alma y de

su deificación, Bernardo lo aplica originariamente a laIglesia. El alma, en efecto, no es esposa del Verbo sino enla medida en que integra la Iglesia.

Retomando las fórmulas de San Pablo en su epístola alos efesios, nuestro santo afirma que el Verbo experi-menta por la Iglesia el amor peculiar de un Esposo. SuEncarnación es el beso puro del Verbo a la Iglesia, esebeso por el que suspiraron los justos del Antiguo Testa-mento. Así como Eva nació del costado de Adán, así delcostado del nuevo Adán dormido en la Cruz, la Iglesianace y a la vez es rescatada. «¿Podría desde entonces noreconocer en su esposa, el hueso de sus huesos, la car-ne de su carne, y más aún, en cierta manera, el alma desu alma?».

Este tema es predileccionado por Bernardo. A él serefiere por doquier, ya en sus cartas, ya en sus tratadosy sermones, y muy particularmente en su Comentario alCantar, donde en 57 ocasiones sus pláticas terminan ex-plícitamente con una solemne alabanza a Cristo Esposode la Iglesia. Bernardo se solaza con la sola mención deeste desposorio místico.

«La Iglesia, animada del sentido y del espíritu de Dios, su Espo-so, posee a su Bienamado y reposa en su seno, mientras ella mismatiene y conserva para siempre el primer lugar en su corazón. Es queella ha herido el corazón de su Esposo; ella ha hundido el ojo de lacontemplación hasta el abismo profundo de los secretos divinos;Él ha puesto para siempre su eterna morada en el corazón de ella yella en el de Él».

La Iglesia ha abrazado estrechamente a su Esposo di-vino, dejándose impregnar de los perfumes que brotande Él. Los perfumes simbolizan las riquezas con que elEsposo colma a su Amada: la fe, la esperanza, la caridad,los sacramentos, pero sobre todo el Don por excelencia,el Espíritu Santo. Unión que llega hasta el extremo de laidentificación: caput et corpus unus est Christus –la ca-beza y el cuerpo son un solo Cristo–. En fórmula atrevi-da, llega a decir que Cristo ama a su cuerpo que es laIglesia más que a su propio cuerpo físico: «todo el mun-do sabe que para preservarla de la muerte sacrificó elotro cuerpo».

Nuestro santo relaciona estrechamente a la Iglesia conel Espíritu Santo. No en vano ella es el reflejo terreno deaquel eterno beso místico intratrinitario. Principio de suexistencia, el Espíritu es igualmente para la Iglesia el prin-cipio de su fecundidad divina, ya que de él vienen todaslas plantas y las flores que crecen en la Iglesia, él esquien activa esa vegetación lujuriante que florece en eljardín del Esposo, el nuevo paraíso. Y no sólo asegura lafecundidad de la Madre, sino también la indefectible fi-delidad de la Esposa; «en adelante jamás la fe faltará enla tierra ni la caridad en la Iglesia». Finalmente, al térmi-no de la historia, la Iglesia recibirá, también del Espíritu,la consumación y el esplendor de su gloria. Y «¿cómoentonces Cristo no reconocerá en ella la carne salida desu carne, y sobre todo.., el espíritu salido de suEspírítu?».

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De Lubac ha destacado el paralelismo que traza SanBernardo entre el amor de Cristo y de su Iglesia y launión del Verbo con el alma, de que acabamos de tratar.Cristo se desposa a la vez con el alma y con la Iglesia.

«Ninguno, de nosotros se anima a llamar a su alma esposa delSeñor –escribe el santo–, pero como nosotros somos de la Iglesia,que se gloria del nombre y de la real cualidad de esposa, con justiciareclamamos participación en ese glorioso privilegio. Lo que plenay completamente poseemos todos juntos, lo tenemos indiscutible-mente de manera individual».

Y también: «Decir el Verbo y el alma, o Jesucristo y laIglesia, es lo mismo, con una diferencia, es a saber, queel nombre de Iglesia no designa una sola alma, sino launidad o, mejor, la unanimidad de numerosas almas».Entre la Iglesia y el alma hay, pues, una relación cons-tante, pero todo lo que se dice del alma no le es atribuidosino por la participación de ésta en la Iglesia.

A partir de tales presupuestos se hace inteligible desdeahora cuál será la actitud de Bernardo: «Quienquiera quese dice amigo del Esposo no podrá fallarle a su Esposa».No hay asunto religioso que no le concierna: «Es la causade Cristo, o mejor, Cristo mismo está en causa –Causa estChristi, immo Christus est in causa». La historia de Ber-nardo va a confundirse con la de la Iglesia.

3. Mística marianaLa Santísima Virgen ocupa un lugar insoslayable en la

mística del abad de Claraval. En ella ve el camino por elque el Verbo llega a nosotros y por el que nosotros nosremontamos hacia El. Bernardo desarrolló esta idea pormedio de una comparación encantadora, la del acueduc-to, cuyo extremo superior toca el cielo y el inferior latierra. «El Hijo escuchará a la Madre, y el Padre escu-chará al Hijo», escribe San Bernardo.

Es el misterio de las mediaciones. El término de«Medianera universal» es el que expresa mejor el pensa-miento del santo. Nuestra Señora no es simplemente laMadre de Jesús, no es simplemente un instrumento pa-sajero de elección, del que Dios se ha servido para llevara cabo la Encarnación; ella es mediadora por estado, porvocación; tal es su razón de ser, su función siempreactual. María es la bisagra indispensable que anuda lohumano a lo divino, y esto por la libre voluntad de Dios«que quiso que nosotros no tuviésemos nada que nopasase por las manos de María», como afírma el santoen uno de sus sermones de Navidad.

María no esperó la visita del ángel para entrar en supapel de mediadora. Entre ella y el dragón, la oposiciónfue absoluta desde el comienzo de su vida, desde sumisma concepción. San Bernardo la imagina orando in-cansablemente, de día y de noche, suplicando la Encar-nación. Gracias a su fervor, sus plegarias, su virginidad,su ruego llegó hasta lo más alto de los cielos, hasta elcorazón del Padre, tomando allí contacto con la fuentede agua viva para luego derivarla en favor de los hom-bres. Tal fue el anhelo que polarizó todos los momentosde su existencia previa a la Encamación; invenisti gratiam–dice el Evangelio–, encontraste la gracia, señal de quela había buscado. En una de sus homilías dedicadas almisterio de la Anunciación leemos estas inspiradas pala-bras:

«Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste queno será por obra de varón, sino del Espíritu Santo. El ángel aguardatu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que leenvió. Esperamos también nosotros, Señora, esa palabra de mise-ricordia. He aquí que se pone en tus manos el precio de nuestrasalud; al punto seremos liberados, si consientes. Por la palabraeterna de Dios fuimos todos creados, y con todo eso morimos, mas

por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos, para no volvera morir. Esto te suplica, piadosa Virgen, el triste Adán desterradodel paraíso con toda su miserable posteridad. Esto Abraham, estoDavid, con todos los otros santos Padres tuyos, los cuales estándetenidos en la región de la sombra de la muerte; esto mismo te pideel mundo todo postrado a tus pies... Da, Virgen, rápidamente larespuesta... A quien agradaste por tu silencio, agradarás ahora mu-cho más por tus palabras, pues Él te habla desde el cielo diciendo:«Oh hermosa entre las mujeres, haz que oiga tú voz. ¿Por venturano es esto lo que buscabas, por lo que gemías, por lo que orandosuspirabas día y noche?... Responde una palabra, y recibe la Pala-bra; pronuncia la tuya, y concibe la divina; emite la transeúnte, yadmite la sempiterna –responde verbum, et suscipe Verbum; profertuum, et concipe divinum; emitte transitorium, et amplecteresempiternum».

En el momento de la Encarnación, el Espíritu «sobre-viene», fecundando a María con su sombra bienhecho-ra. Entonces ella se ve llena para ella, y desbordante paranosotros –plena sibi, superplena nobis. Recibe una gra-cia personal, singular, pero al mismo tiempo una graciaplenaria, general, universal.

Bernardo destaca la identidad de la carne de Jesús conla de María. La carne del Hijo no ha sido creada nueva enel seno de Nuestra Señora, sino extraída de su sustanciavirginal. María es la nueva Rebeca que reviste al nuevoJacob de una piel hirsuta, velluda y rugosa, como la deEsaú: es nuestra piel, la piel del género humano, y elloconviene, puesto que para nosotros solicita Cristo la ben-dición del Padre.

María se muestra, así, mediadora entre Dios y los hom-bres. He ahí su primera función. Pero también es media-dora entre Cristo y la Iglesia. Trátase de un aspecto, nodiferente, pero sí complementario de aquél. Encontrar-nos expresada dicha doctrina en el sermón llamado delas Doce Estrellas, que es un verdadero tratado de lamediación marial, en base a la visión de San Juan que seconsigna en Apocalipsis 12, 1. La luna, colocada bajo lospies de la mujer, designa a la Iglesia que recibe su luz deCristo, sol de justicia, a través de Nuestra Señora.

«Oh madre de misericordia –ora San Bernardo–, la Luna, es decirla Iglesia, prosternada a tus pies, te suplica en nombre de tu corazonpurisimo, a ti, su mediadora junto a Cristo, sol de justicia, para queen tu luz vea la luz –ut in lumine tuo videat lumen».

Enamorado de Nuestra Señora, místico de María. Conrazón Dante recurrió a Bernardo, el teólogo de la unióncon Dios, el contemplador que asume la función depsicopompo o conductor de almas. Por algo Dante eligióa San Bernardo para introducirlo en el Paraíso, hacién-dole recitar una de las más bellas oraciones a la Santísi-ma Virgen jamás escritas:

Vergine Madre, figlia del tuo Figlio,Umile ed alta più che creatura,Termine fisso d’eterno consiglio,Tu se colei che l’umana naturaNobilitasti, sí, che’l suo fattoreNon disdegnò di farsi sua fattura.Donna, se ‘tanto grande e tanto vali,Che qual vuol grazia, ed a te non ricorre,Sua disïanza vuol volar senz ‘ali.Mística trinitaria, mística cristológica, mística mariana.

Si bien hay elementos místicos en todas sus obras,podríase decir que la mística encuentra su lugar teológi-co privilegiado en su magnífico Comentario al Cantarde los Cantares. De Santo Tomás se cuenta que pocosdías antes de morir en la abadía cisterciense de Fossanova,habiendo sido invitado por los monjes a comentar el Can-tar, «así como San Bernardo lo había hecho anterior-mente», habría respondido: «Denme el espíritu de SanBernardo, y yo retomaré su comentario».

San Bernardo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

V. El apóstolNos extraña ver al místico lanzado a la acción. Es cierto

que durante más de cuarenta años se obstinó en gustarde su celda, cumpliendo estrictamente los deberes delclaustro. Y, sin embargo, lo vemos recorriendo Europa,pacificando príncipes cristianos, triunfando sobre el cismaterrible que dividió a la Iglesia, lanzando la Cristiandad alas cruzadas. Pero jamás hubiera hecho todo esto sinobajo la presión de las circunstancias. Cuando el pedíanque actuase en algún problema, primero se mostrabareticente, dudaba, esperaba, reflexionaba, se hacía ex-plicar minuciosamente por qué recurrían a él. Y si al finaceptaba, era para obedecer a las órdenes de un superior–en ocasiones el mismo Santo Padre–, o por caridadhacia sus hermanos y hacia la Iglesia, o por fidelidad a laverdad y a la justicía.

No hay, pues, escapismo alguno en su apostolado. Elamaba lo que llamó el paraíso claustral, lo amaba demanera entrañable.

«Felices aquellos a quienes el Señor ha escondido en su taberná-culo –escribió en una carta a los cartujos–; durante los días malos,esperan a la sombra de sus alas que, por fin, los días malos pasarán.En cuanto a mí, pobre, desgraciado y miserable, la pena es misuerte; me veo como un pajarito, sin plumas, casi continuamentefuera de su nido, expuesto al viento y la tempestad».

Porque para él lo supremo no era su recogimiento enel claustro. Lo primero sería siempre Dios y su gloria.En una ocasión lo confesó con entera claridad: «No la-mentaré jamás haber interrumpido una meditación apa-cible si veo germinar en un alma el grano de la Palabra».

1. La conciencia de la sociedadNo se puede sino destacar con admiración el feliz en-

cuentro entre el genio de San Bernardo y el reconoci-miento de la sociedad que lo rodeaba. Porque con fre-cuencia la historia ha sido testigo de la existencia de hom-bres superiores que en su momento no fueron reconoci-dos coo tales. Acá, felizmente, se produjo el encuentroenriquecedor. Este hombre, dotado de tan eminentescualidades, fue venerado por la sociedad de su tiempo,lo que permitió entre ambos un activo intercambio espi-ritual. El hecho de que sus contemporáneos lo aprecia-sen en tal forma que escuchasen sus consejos y se en-mendasen al oír sus reprensiones, constituye una mues-tra acabada de cómo la Edad Media supo valorar, másaún que a los especialistas de la política, la diplomacia ola economía, a los santos y a los místicos.

Por eso San Bernardo se permitió intervenir en tantascuestiones aparentemente ajenas a la vida monástica. «Losasuntos de Dios son los míos –exclamó un día–; nada delo que a El se refiere me es extraño». Y en carta al canci-ller Heimeric: «Yo soy demasiado pequeño para tener enestos asuntos intereses personales, pero ¿cómo los po-dría tener por extraños, desde que son asuntos de Dios?».Ofender a Dios era ofenderlo a él, y por eso se erguíadecididamente cuando estaban en juego los asuntos deDios.

Dice Daniel-Rops que San Bernardo concebía los asun-tos de Dios de dos maneras. Por una parte se atentabacontra el Señor cuando se violaba su ley, cuando suspreceptos eran burlados; con lo que el santo se situó enel corazón mismo de aquella gran corriente de reformaque constituiría una fuerza de incesante renovación en laconciencia de la Iglesia durante la Edad Media. Pero Diosera también afectado cuando se amenazaba a su Iglesiaen su libertad, en su soberanía, o en el respeto que se ledebía.

El género epistolar se avenía especialmente con sutemperamento apasionado y tan personal en su manerade expresarse. A veces entusiasta, otras indignado, suscartas son una radiografía de su modo de ser. El amor, laternura, la irritación encuentran con facilidad los térmi-nos adecuados, por lo general no carentes de elegancia.Muchas de esas cartas se dirigen a las autoridades ecle-siásticas y a los poderes civiles. Lo notable es que tantolos obispos como los políticos aceptaran las interferenciasde este monje y con frecuencia le hicieran caso. Ponga-mos algunos ejemplos:

«Os mostrais odioso, intratable, a punto tal que yo había resuel-to no hacer nada más por vos. De antemano desanimáis a los que osdefienden y promovéis a vuestros propios acusadores. En todaslas circunstancías no conocéis otra ley que vuestro placer, no obraissino como déspota, sin pensar jamás en Dios, sin experimentar sutemor». ¿A quién se dirige esta reconvención? A un arzobispo.

«Me hubiera gustado encerrarme en el silencio y el retiro; no poreso la Iglesia entera murmuraría menos contra la corte de Roma,mientras ella siga en sus extravíos actuales». ¿A quién envía estaadvertencia? Al mismo Papa.

Por cierto que amaba y veneraba al Papa, pero preci-samente en razón de ello lo quería santo y sabio, a laaltura de su inmensa responsabilidad. Cuando veía queel círculo que lo rodeaba era incompetente o vicioso,que su Curía estaba lleno de empleados carentes de es-píritu sobrenatural, con qué virulencia estigmatizaba aaquellos funcionarios. «¡Que el Papa escoja gente mejor,que elija en todo el universo a quienes debían juzgar eluniverso!».

En cierta ocasión, uno de sus hijos cistercienses subióa la Sede de Pedro con el nombre de Eugenio III. Ber-nardo le dirigió un espléndido tratado bajo el nombre deDe Consideratione, dividido en cinco libros, donde al-terna los consejos propiamente espirituales con la consi-deración de los deberes pastorales del Papa. El santo lohace atendiendo a una cuádruple reflexión: el Papa mis-mo (te), la Iglesia (quae sub te), su entorno (quae circate), Dios y las cosas divinas (quae supra te sunt).

Preocupóse también por salir al paso a algunas here-jías que se cernían en el horizonte, particularmente laherejía cátara o albigense, aparecida en el sur de Fran-cia, heredera del viejo dualismo maníqueo. Este error sefue extendiendo más y más, poniendo en peligro a laentera Cristiandad. «¡Las basílicas están sin fieles, losfieles sin sacerdotes, los sacerdotes sin honor; no que-dan más que cristianos sin Cristo!», gimió el gran cister-ciense cuando llegó al Languedoc. He aquí uno de los«asuntos de Dios». Y se lanzó intrépidamente a la ac-ción, predicando por doquier, e instalando monasteriosdel Cister en las provincias más contaminadas.

Intervino asimismo, y de manera decidida, en las lu-chas doctrinales de su tiempo. Sintomática fue su con-tienda con Abelardo, aquel hombre devorado por la pa-sión de razonar, precursor de cierta mentalidad raciona-lista que atenta contra la misteriosidad de la fe. Enten-diendo que su silencio le favorecía, Bernardo entró enescena. Para dirimir la disputa, Abelardo solicitó la con-vocatoria de un Concilio. Ya desde el comienzo del mis-mo se mostró hasta qué punto la actitud de ambos eradiferente. Abelardo se sentía seguro de sí, de su capaci-dad dialéctica, considerando el Concilio como una espe-cie de palestra donde lucir su inteligencia; Bernardo eraun santo, un hombre lleno de Dios.

El hecho es que antes que Abelardo abriese la boca,Bernardo comenzó a atacarlo, arguyendo que los temasque pretendía discutir no eran temas sujetos a discusión,porque rozaban el orden de la fe. Y lo abrumó con un

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diluvio de citas tomadas de las Escrituras y de los Pa-dres, identificándolo con Arrio, Nestorio y Pelagio. To-talmente desconcertado, Abelardo apeló del Concilio alPapa. Y se encaminó hacia Roma. Pero no tuvo tiempode llegar... ni valía ya la pena hacerlo porque al arribar aCluny le alcanzó la condena romana. Advertido del he-cho, y enterándose de que su adversario se encontrabaindispuesto, Bernardo acudió inmediatamente al lechodel enfermo y le dio el ósculo de paz.

2. Monje-CaballeroComo lo hemos reiterado, San Bernardo fue antes que

nada y por sobre todo un monje. Aun en medio de susviajes, de sus mediaciones político-religiosas, de sus de-bates doctrinales, siguió siendo siempre monje, Sin em-bargo, no fue un monje común. Detrás de su cogullamonacal se escondía el yelmo del caballero.

La iconografía ha conservado aquella imagen del monjeblanco que, predicando desde el elevado atrio de la igle-sia de Vézelay, el día de Pascua de 1146, a una inmensamultitud, volvió a encender en ella el entusiasmo quehabía decaído, y lanzó a la Cristiandad a la segunda Cru-zada para la recuperación del Santo Sepulcro.

Habían pasado casi cuarenta años desde que Godofredode Bouillon conquistara Jerusalén. Pero el enemigo, queera abrumador, había logrado retomar la iniciativa, y lanobleza europea ya no vibraba por la causa de las Cruza-das, como en el siglo pasado. Bernardo sufría ante estasituación, y entonces se dirigió al Papa, que era por aqueltiempo Eugenio III, al que nos referimos recientemente,solicitándole su intervención.

Con la Bula del Papa en sus manos, Bernardo entró enacción, consiguiendo en Vézelay resultados excepcio-nales, ya que las multitudes, profundamente conmovi-das, reclamaban el honor de cruzarse allí mismo. Rela-tan las crónicas que faltó tela para las cruces, que todosquerían coser sobre sus hombros. Hasta el manto deBernardo sirvió para ello. Pero tal éxito no satisfizo deltodo al santo, quien desde Vézelay se lanzó por los ca-minos de Europa para seguir enrolando nuevos comba-tientes. Sólo en Alemania logró levantar un ejército demás de 100.000 cruzados, a cuyo frente se puso el em-perador Conrado III, a pesar de que al principio se habíamostrado sumamente reacio para alistarse en la noble em-presa.

Enardecido con tan resonantes éxitos, el abad deClaraval concibió el proyecto de extender a todo el Oc-cidente la predicación de la Cruzada, a fin de conseguirque se alistaran en ella Inglaterra, España, Italia, Hun-gría, Bohemia, Baviera, Moravia, Polonia y Dinamarca,valiéndose para ello de cartas, de emisarios, y especial-mente de los monjes cistercienses, extendidos a la sazónpor casi toda Europa.

Así desde el Elba al Tajo y desde el Támesis a las este-pas rusas, el Occidente cristiano se alistó contra el Orientedominado por los árabes. Y no sólo contra los infieles dePalestina. En la primavera de 1147, la nobleza germánicadecidió lanzarse contra los eslavos paganos del este delElba. Al mismo tiempo, Alfonso Enríquez, ayudado porcruzados ingleses y flamencos, se apoderaba de Lisboa,y Roger II de Sicilia se posesionaba de las costas africa-nas de Trípoli a Túnez. Toda la Cristiandad se habíapuesto de pie. Esta enorme conmoción de razas y pue-blos conducidos por una sola idea, era obra casi exclusi-va de un solo hombre, el abad de Claraval, quien escribi-ría al Papa con tanta humildad como legítima alegría:

«Me lo ordenasteis, y, yo obedecí; la autoridad del que me man-daba hizo fecunda mi obediencia. Abrí mis labios, hablé, y se mul-tiplicaron los cruzados; de suerte que quedan vacías las ciudades ycastillos, y difícilmente se encontrará un solo hombre por cada sietemujeres».

Un autor moderno ha destacado el éxito del verbobernardiano, sea éste oral o escrito, influyendo de mane-ra decisiva tanto sobre las personas individuales comosobre las grandes multitudes a las que logró arrastrar aempresas universales. Sabemos cómo los políticos ac-tuales recurren para sus campañas a los llamados me-dios de comunicación, sobre todo la televisión, capaz dealcanzar millones de personas a la vez. Pero lo que másimpresiona no es la eficacia sino la relativa ineficacia desemejante propaganda. La palabra moderna, propaladacon estridencia y universalidad, no obtiene efectos tansúbitos e impresionantes como la sola palabra de Bernar-do. Ello se explicaría de algún modo si Bernardo hubierasido Papa. Lo admirable es que, sin serlo, por el solopeso de su autoridad moral, tuvo más resonancia que lade los mismos Papas, aunque fuesen grandes, como porejemplo Gregorio VII.

Pero volvamos al tema de la Cruzada. ¿Qué significabapara San Bernardo? Una de sus ilusiones, más allá de losobjetivos militares, fue creer que ofrecería la ocasión dereunir a todos los cristianos, incluso a los separados deRoma, en la lucha contra un enemigo común. El mismo,como dijimos, estaba muy impregnado del espíritu teoló-gico griego, gozando de una gran reputación en la Iglesiaoriental, y siendo su santidad reconocida y venerada tam-bién en el Oriente.

En lo que toca a los católicos, Bernardo veía en la Cru-zada una oportunidad de conversión para aquellos queeran creyentes sólo de nombre, y para los pecadores, unmedio de volverse al Señor y de probar la autenticidad desu transformación espiritual. De lo que se trataba, enúltima instancia, era de amar y servir a Cristo. Y así sepuede decir que Bernardo interiorizó la Cruzada. Comojubileo, acordaba el perdón; como peregrinación, santifi-caba; como martirio eventual, merecía la recompensasuprema.

Por desgracia, la Cruzada a Tierra Santa, pieza esen-cial de aquel plan grandioso, culminó en un penoso fra-caso. Y la gente, en lugar de considerar serenamente lascausas de aquel desastre, múltiples y complejas, guiadospor el facilismo y por la pasión, buscaron una cabezasobre la cual descargar todo su desencanto, olvidando laperfidia y traición de los bizantinos, la defección de lospríncipes latinos de Oriente y la mala estrategia de losmismos jefes cruzados que tan deficientemente habíandirigido la campaña, casi no dejando desacierto por co-meter. ¿Podía seguirse pensando que aquella empresa tandesgraciada había sido inspirada por Dios? ¿El que lahabía predicado no sería al cabo un falso profeta?

Resulta reveladora la actitud que San Bernardo va atomar ante semejantes cargos. Mientras las acusaciones,por injustas que fuesen, se dirigieron contra su persona,guardó silencio en el retiro de su claustro; pero cuandollegó a su conocimiento que las quejas y voces de indig-nación se volvían blasfemas, acusando a la divina Provi-dencia, entonces rompió el silencio, dirigiéndose filial-mente a su jefe espiritual, el monje-papa Eugenio III.Tras diversas consideraciones inspiradas en acontecimien-tos del Antiguo Testamento, donde el fracaso acompañóa los que dirigían al pueblo elegido, escribe:

«En todo caso, si se me diera a escoger, preferiría que las murmu-raciones de los hombres se volvieran todas contra mí que contraDios. ¡Ojalá que el Señor se digne servirse de mí como de un bro-

San Bernardo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosquel! Recibiré gustoso los dardos agudos de las lenguas maledicentesy las flechas envenenadas de los labios blasfemos, a fin de impedirque lleguen a Él. Consiento de buena gana en verme deshonrado,con tal de que no se toque a la honra de Dios».

Pero el pensamiento profundo del santo incluye otroaspecto, más positivo. Dios no tiene necesidad del soco-rro de los hombres; de lo que tiene sed es de sus almas.Si la patria terrestre de su Encarnación es amenazadapor los infieles, si cae incluso en sus manos, en últimainstancia es Él quien lo permite. «Le bastaría mandardoce legiones de ángeles o decir solamente una palabra yla Palestina sería liberada». Si invita a defenderla, es pormisericordia, para permitirnos mostrarle nuestro afecto.Muchas veces acontece que las mejores obras de Diosse echan a perder por las imprudencias, pasiones, erro-res y culpas de los hombres. En lo que toca a los Cruza-dos nobles y generosos, lo importante fue la lucha, elservicio desinteresado de Dios, más que la victoria, que nosiempre estuvo en sus manos alcanzar.

Dando por terminado este penoso asunto, destaque-mos el espíritu caballeresco de San Bernardo, un hom-bre de la misma pasta que Godofredo de Bouillon o elCid Campeador. El cristianismo que predicó fue enérgi-co, conquistador y casi castrense. Su mismo modo dedirigirse a la Santísima Virgen, llamándola «Nuestra Se-ñora», brota del lenguaje caballeresco; se consideró comoel caballero de la Virgen y la sirvió como a la dama desus sueños.

San Bernardo trató de dar forma institucional a su con-cepción del cristianismo, imaginando una Orden religio-sa que la encarnara. Tal fue la Orden del Temple, ordenmilitar y caballeresca, cuya misión sería la defensa deTierra Santa contra los ataques de los infieles. Para elloshizo redactar estatutos adecuados y escribió aquel Elo-gio de la nueva milicia, donde exalta el ideal del caballe-ro cristiano enamorado de Jesucristo y de la tierra enque vivió Nuestro Señor. Los templarios eligieron unhábito blanco, como los monjes del Cister –la gran cruzroja fue un añadido posterior–. En la concepción de Ber-nardo la caballería habría así hallado su expresión másacabada en aquellos hombres que unían el espíritu de fey de caridad, propio de la vida religiosa, con el ejerciciode la milicia en grado heroico. Algo parecido a lo que eraél: un monje- caballero. En carta a un amigo que llevabasu mismo nombre, Bernardo, prior de la Cartuja, se lla-ma a sí mismo la quimera del siglo –mitad-monje, mitad-caballero–.

Pero ya se conoce lo que sucedió con la Orden delTemple, o mejor, lo que de ella se dice, es a saber, quecon el tiempo se fue mercantilizando, entrando en tran-sacciones financieras, no siempre por encima de todasospecha. Así se degradan las cosas más nobles. Sinembargo, hay demasiados misterios en este asunto paraque pueda hacerse de ello un juicio imparcial. No deja deser sintomático que fuera Felipe el Hermoso, uno de losgrandes rebeldes de la Edad Media contra la supremacíade la autoridad espiritual, quien proclamara el acta dedefunción de aquella milicia de Cristo, como la habíallamado San Bernardo. Guénon lo ha advertido en sulibro sobre el santo:

«El que dio los primeros golpes al edificio grandiosode la Cristiandad medieval fue Felipe el Hermoso –escri-be–, el mismo que, por una coincidencia que no tiene sinduda nada de fortuito, destruyó la Orden del Temple, ata-cando con, ello directamente la obra misma de San Bernar-do».

Señala Daniel-Rops que tanto la Orden del Temple comoel ciclo literario de la busca del Santo Grial ocuparon un

lugar considerable en la leyenda áurea que se formó entomo a la figura de San Bernardo, apenas éste hubo muer-to. Los caballeros del Grial, puros, desprendidos, y a lavez heroicos, no parecen sino la expresión literaria de lanueva milicia esbozada por Bernardo. El poema del ale-mán Wolfram von Eschenbach, en la parte que empalmacon la obra del poeta francés Guyot, hace de Parsifal elrey de los templarios. Y no son pocos los comentaristasque se han preguntado si el paradigma de Galaad, el ca-ballero ideal, el paladín sin tacha, no habrá sido el propioBernardo de Claraval. Monje y caballero.

«Hecho monje –escribe Guénon–, seguira siendo siempre caba-llero como lo eran todos los de su raza; y, por lo mismo, se puededecir que estaba en cierta manera predestinado a jugar, como lohizo en tantas circunstancias, el rol de intermediario, de conciliadory de árbitro entre el poder religioso y el poder político, porquehabía en su persona como una participación en la naturaleza deluno y del otro».

3. Contemplación y accióno el eje de la rueda

¿Qué fue al fin y al cabo San Bernardo: un hombre deacción o un místico? A decir verdad –como afirma JeanLeclercq– fue simultáneamente místico y hombre de ac-ción, o mejor, fue hombre de acción por ser místico. Almismo tiempo que se involucra en muchos de los con-flictos y problemas de su tiempo, ejerciendo un induda-ble influjo en ambientes muy diversos, pronuncia antesu comunidad los espléndidos sermones sobre el Cantarde los Cantares, exactamente como si hubiese pasado suvida no haciendo otra cosa que meditar la palabra deDios. Pareciera que hubiese en él dos hombres, pero elloes sólo una apariencia; el verdadero Bernardo, el quesostiene al otro, es el predicador del Cantar. El abad, elreformador, el consejero, el pacificador, el taumaturgoincluso, reciben su animación del contemplativo extáti-co.

Los historiadores hablan mucho de los viajes de Ber-nardo, porque los documentos contemporáneos dan de-tallada cuenta de sus desplazamientos. Pero su itinerarioespiritual es mucho más importante que el otro, al tiem-po que lo explica. Los períodos en que puede residir enClaraval son densos en experiencia de Dios. Bernardoprolonga esa experiencia cuando el amor del prójimo lofuerza a abandonar su clausura.

«Se mezcla en la acción –escribe Leclercq–, pero no abandona sucontemplación; ha recibido el don de conciliarlas de otra maneraque por la alternancia: por la fusión de la una en la otra; en él, elconflicto que opone la acción y la contemplación en tantos hom-bres de Dios es resuelto por Dios sobre un plano superior al de lapsicología humana. Por eso, sin duda, Bernardo se queja menos quemuchos otros de este desgarramiento que los divide entre los doscampos sucesivos donde su actividad se ejerce: él no está dividido,conserva la unidad de espíritu. No hay separación entre su accióny su contemplación, no hay ni siquiera paso de la una a la otra; él seentrega al mismo tiempo a esas dos formas de actividad espiritualque se conjugan en Dios: la que consiste en contemplar, la queconsiste en servir a Dios en el hombre. Cuando obra, Bernardocontempla, y sabemos que en sus viajes permanece absorto total-mente en su visión interior de Dios. Cuando contempla, extrae desu unión a Dios el alimento de su acción y la materia de su predica-ción...

«Arrebatado a veces a la vida contemplativa, Bernardo no lo esjamás a la contemplación; cuando Dios lo aparta de su monasterio,le deja el modo de llevar con él su soledad y su contemplación.Bernardo es este hombre perfecto, que puede, al mismo tiempo,realizar lo que en otros es sucesivo... El sabe que la más útil de lasobras en las que se destaca es la actividad de la oración. La acción yla contemplación, igualmente necesarias, son dos formas de cari-dad; pero la más alta es la contemplación: es la única que vale quese la busque por sí misma; la otra no es fecunda sino por ella... Peroen realidad, concibe estas dos formas de unión a Dios como

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prolongándose entre sí, y la primera de las dos, aquella que es elprincipio de la otra, es la contemplación. Esta podría bastarsemientras que, sin ella, la acción sería estéril y vana».

En última instancia, ya contemple, ya actúe, será siem-pre bajo el señorío de la Caridad, de la Dama Caridad –Domina caritas–, según le decía al papa Honorio II enuna de sus cartas, como un siglo más tarde Franciscode Asís hablará de la Dama Pobreza.

Se ha comparado a San Bernardo con el eje de unarueda. A semejanza del eje que no se mueve, Bernardovivía inmóvil en su contemplación, pero así como el ejequieto mueve a toda la rueda, de modo similar él poníaen movimiento la entera sociedad. Ya, muchos siglosatrás, había dicho Boecio que así como cuanto más nosacercamos al centro de una rueda, menos movimientonotamos, de manera análoga cuanto más se aproximaun ser finito a la inmóvil naturaleza divina, tanto menossujeto se ve al destino, que es una imagen móvil de laeterna Providencia.

A la manera del Motor inmóvil, desde el centro fueBernardo capaz de atender la periferia. Santa Hildegardase lo dijo en una carta, si bien con otra formulación: «Túeres móvil, pero sostienes a los otros». Viene aquí al casoaquel espléndido pensamiento de Pascal: «No muestrauno su grandeza por ser una extremidad, sino más bienpor tocar las dos a la vez y por llenar todo lo que hayentre ambas».

Con frecuencia lo reprendieron por abandonar la cel-da y fastidiar a los demás, en vez de dedicarse a la ora-ción –«esos monjes que salen de los claustros para mo-lestar a la Santa Sede y a los Cardenales»–. Pero talesacusaciones, que a menudo llegaban a Roma, apenas sile impresionaban. Y en cuanto al simpático Cardenal quele escribió amonestándolo, le respondió secamente quelas voces discordantes que alteran la paz de la Iglesia leparecían ser las de las ranas alborotadoras que atestabanlos palacios cardenalicios y pontificios. Bien ha escritoGuénon:

«Entre las grandes figuras de la Edad Media, pocas hay cuyoestudio sea más propio que la de San Bernardo para disipar ciertosprejuicios caros al espíritu moderno. ¿Qué hay, en efecto, másdesconcertante para éste que ver un contemplativo puro, que siem-pre ha querido ser y permanecer tal, llamado a ejercer un papelpreponderante en la conducción de los asuntos de la Iglesia y delEstado, y triunfando a menudo allí donde había fracasado toda laprudencia de los políticos y los diplomáticos de profesión?... Todala vida de San Bernardo podría parecer destinada a mostrar, me-diante un ejemplo impresionante, que existen para resolver losproblemas del orden intelectual e incluso del orden práctico, me-dios completamente distintos que los que se está habituado desdehace mucho tiempo a considerar como los únicos eficaces, sinduda porque son los únicos al alcance de una sabiduría pura-mente humana, que no es ni siquiera la sombra de la verdaderasabiduría».

ConclusiónHe aquí este gran hombre. Su personalidad delata una

extraña mezcla de suavidad y de pasión, de ternura y deardor, de acción y de contemplación, de mansedumbrey de militancia, contradicciones todas que se resuelvenen Dios, confiriendo a su fisonomía un encanto particular.Bernardo fue todo lo opuesto a un mediocre.

Por su apego a la humanidad de Cristo, por ser encierto modo un precursor de la devoción al Corazón deJesús, se le calificó de melifluo, transformándose surecia figura en la de un santo piadoso, convirtiéndose almístico en un sentimental. Pero Bernardo está muy lejos

de ello, así como de cualquier tipo de beatonería ofideísmo. De él es la frase: «No conviene que la esposadel Verbo sea estúpida», esa esposa que es la Iglesia,pero también el alma. Para compensar los abusos que sehacía de aquella melifluidad, el P. Raynaud, S.J., compa-ró a San Bernardo con una abeja belicosa.

El influjo de Bernardo en la posteridad ha sido real-mente formidable. Su tratado De Consideratione en nin-guna parte sería reeditado tan frecuentemente como enla Biblioteca del Vaticano, tantos fueron los Papas y losCardenales que aun en las peores épocas de la decaden-cia romana quisieron tener ese tratado para inspirarse enél y en su ideal de reforma. Por su parte, el P. Polanco,secretario de San Ignacio de Loyola, queriendo proponer alos miembros de la Compañía de Jesús un modelo de lascartas que habían de escribir, aconsejará que lean las delabad de Claraval.

Bérulle y los autores espirituales de la escuela francesadel siglo XIX, que acordaban tanta importancia a la con-sideración de los misterios del Verbo encarnado, mani-festaron gran aprecio por el santo, así como notablesafinidades con algunas de sus enseñanzas. Asimismo en-contrarnos en Pascal evidentes resonancias de San Ber-nardo. No olvidemos que Port-Royal había sido antes unmonasterio cisterciense. El «tú no me buscarías si no mehubieses encontrado ya», está a la letra en el Tratado delamor de Dios».

En tiempos más recientes, durante la primera mitad delsiglo XX, Bernardo se convirtió en una especie de sím-bolo de lo que había sido el poder del espíritu en el perío-do de la Cristiandad. En lo que hace a nuestro siglo, de-bemos destacar la resonancia alcanzada por la magníficaobra de Etienne Gilson La Teología mística de San Ber-nardo, uno de los estudios que mejor han penetrado en laespiritualidad de nuestro santo.

La figura de San Bernardo emerge hoy con toda laplenitud de un arquetipo fascinante. Su capacidad de asi-milación de las doctrinas antiguas, para traducirlas ense-guida en su lenguaje de fuego, lo hace legible y admirablepara todas las épocas. Y la nuestra, que está en busca dela unidad europea, si bien sobre bases no cristianas, po-drá apreciar en San Bernardo, como alguien ha dicho, aun gran europeo, que unificó a Europa en torno a accio-nes trascendentes.

«Tradicional y patrístico –escribe Leclercq–, Bernardo es, almismo tiempo, plenamente medieval. Es ya moderno o, más exac-tamente, es de todos los tiempos, porque satisface lo que hay en elhombre de más universal: la necesidad de elevarse por encima de simismo, para comulgar en una belleza que lo trasciende».

Bibliografía consultadaObras completas de San Bernardo de Claraval, en 5 tomos, tra-

ducidas del latín con notas aclaratorias y precedidas de la vida delSanto, por el P. Jaime Pons, S.J., Rafael Casulleras, Librero-Editor,Barcelona, 1925 en adelante. (Hay también una edición de la BAC,Madrid, 1955).

E. Gilson, La Théologie mystique de saint Bernard, 2ª ed., Vrín,Paris, 1947.

AA.VV., Saint Bernard, homme d’Èglise, Desclée de Brouwer,Paris, 1953.

Daniel-Rops, Saint Bernard et ses fils, Mame, Paris, 1962.

San Bernardo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosJean Leclercq, St. Bernard et l’esprit cistercien, Seuil, Paris,

1966.René Guénon, Saint Bernard, 4ª ed., Ed. Traditionelles, Paris,

1973.

A San Bernardo

«L’amore che muove il sole e l’altre stelle»Dante

Entre el, lirio y el hierro, sus primiciasentregadas a sacras potestades,ciñó palabra para armar verdadesy dio su espada por nombrar milicias.El lirio era su voz enarbolada,el hierro su armadura de eremita,monje silente que en la paz meditay caballero fiel en la Cruzada.Por el atrio de Vézelay traíala Pascua su vigilia de martirio,bajo la lumbre mística del Ciriosu verbo se hizo arenga y teología.Hábito blanco y clámide, bermeja,predicaba en lejanas latitudes,convirtiendo a su paso multitudes,y vuelto al fin al claustro y a la reja.Ya citarista de Nuestra Señora–su bienamada impar Virgen María–en laudes repentinos de la aurorala contempló «clemente, dulce, pía...»La tierra que tu prédica hizo hóspitapara la Fe y los santos solitarios,hoy está yerma, con dolor de erial.Mas con tu gracia no sería inhóspita,y otras nuevas legiones de templarioslanzarías en busca del Grial.Bernardo, por la Cruz en que confías,ven a nosotros, vente a batallar.Que Abelardo renueva sus porfíasy hay un Santo Sepulcro por librar.

Antonio Caponnetto

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San Fernando

La estampa de San Fernando se destaca con relevan-cia en el marco del glorioso siglo XIII, el siglo de oro dela Cristiandad, que cobijó a personajes como San Alber-to Magno, Santo Tomás, San Buenaventura, San Luis, ytantos otros. Su figura, señera en la política de España,es sólo comparable con la de Isabel la Católica.

Cuando nace Fernando, la Iglesia estaba gobernada porInocencio III, uno de los Papas más insignes de todoslos tiempos, que concebía a Europa como un conglome-rado de pueblos –la Cristiandad– bajo su tutela espiritual.«Un papa demasiado joven», se murmuró en Roma alser elegido, en 1198. Tenía entonces 38 años. Pero em-puñó el timón de la Iglesia con magnanimidad y señorío,no sujetándose a nada mundano, plenamente conscientede representar como vicario nada menos que al mismoJesucristo, el Señor, el Emperador supremo. Fue duran-te su pontificado cuando emergieron las dos grandes Ór-denes mendicantes que dieron un nuevo giro al curso dela historia, la iniciada por Francisco de Asís, y la funda-da por Domingo de Guzmán.

Esplendoroso, por cierto, aquel siglo XIII, el siglo delas Cruzadas, de las Catedrales, de las Universidades, delas Sumas. El siglo de Fernando.

I. De hijo de Doña Berenguelaa Rey de Castilla

No se conoce con exactitud la fecha de su nacimiento.Según las crónicas de la época, su madre, mujer de Al-fonso IX, lo habría dado a luz en pleno monte, entreZamora y Salamanca. Durante aquellos tiempos tan an-dariegos, la corte se trasladaba con frecuencia de unlugar a otro. En el transcurso de alguna de aquellas mu-danzas vio la luz nuestro Santo. Hay quienes dicen queen 1198, pero lo más seguro es que fue en 1201. Proba-blemente la comitiva debió aminorar su marcha cuandodoña Berenguela, en razón de su gestación ya avanzada,estaba por dar a luz a su hijo Fernando.1. Sus primeros años

Los años iniciales de su vida quedan en la penumbrade la historia. Al parecer, transcurrió su primera infanciaen Galicia, mientras Berenguela aún era reina de León.Pronto se mudó a Castilla, con su madre y sus herma-nos, permaneciendo en la corte castellana. Allí aprendiólos rudimentos de un idioma que comenzaba a abrirsepaso como lengua literaria. Recordemos que fue preci-samente en aquellos tiempos cuando nacerían las len-guas romances, así llamadas por su proveniencia co-mún del romano o latín.

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Doña Berenguela, hija de Alfonso VIII de Castilla, eraprima del padre de Fernando. Dado que dicho parentes-co implicaba un impedimento canónico, Inocencio III,había declarado disuelto el matrimonio, por lo que lospadres debieron separarse, tras seis años de estar uni-dos. Berenguela retornó a Castilla, a la corte de AlfonsoVIII. Fernando permaneció con su padre. Un tiempodespués, cuando Fernando tenía cinco años, InocencioIII subsanó el impedimento, declarando legítima la prolesurgida de esta unión.

2. La educación que recibió de su madreNo se puede hablar como corresponde acerca de Fer-

nando si se pasa por alto la figura admirable de su ma-dre, doña Berenguela. Por sus venas corría sangre in-glesa, ya que de Inglaterra era oriunda su abuela, doñaLeonor, una mujer muy temperamental, así como su her-mano, el famoso Ricardo Corazón de León. Berenguela,hija mayor de Alfonso VIII de Castilla y de Leonor deInglaterra, nació en Segovia, según algunos, o en Burgos,según otros. Las crónicas de la época la califican deprudentísima, sapientísima, reina sin par, espejo de todaEspaña. «Esta es –dice don Lucas, obispo de Tuy– laque dilató la fe en Castilla y León, la que reprimió losenemigos del Reino, la que edificó magníficos templos yla que enriqueció las iglesias». Sin duda que ha de habermerecido todos estos elogios, porque fue, de veras, unareina incomparable, digna madre y educadora de un reytan santo como Fernando.

Una de las hermanas de Berenguela, para seguir consus parientes, fue también una mujer fuera de serie. Nosreferimos a Blanca de Castilla, quien se desposó conLuis VIII de Francia, dando a luz nada menos que a SanLuis, ese otro gran rey, primo, por consiguiente, de Fer-nando. Así como doña Berenguela amamantó a Fernan-do, doña Blanca lo hizo con Luis. Siglo verdaderamentede oro para España y para Francia, en que merecieronun Fernando y un Luis, pudiendo así ambas nacionesser testigos de una gloriosa competencia entre el talentoy la santidad de sus respectivos reyes.

Doña Berenguela educó primorosamente a su hijo. LaCrónica General, documento de la época, subraya suesmero en dicho quehacer:

«Esta noble reyna enderezó siempre este su fijo en buenas cos-tumbres, et buenas obras, et le dio su leche, et lo crió muchodulcemente, de guisa que magüer que fuese ya varón fecho, laReyna Doña Berenguela su madre non quedaba de enseñarleaguciosamente las cosas que placen a Dios et a los omes: et nuncale mostró las costumbres nin las cosas que pertenescien a lasmugeres, si non los que facien menester a grandeza de corazón, eta grandes fechos, et a devoçión... et por esta lozanía et mesuramientose maravillaban della los Moros et los Christianos de los nuestrostiempos: ca non vino y fembra que la semejase».

Destaquemos la preocupación de su madre por ini-ciarlo en la grandeza de corazón, en la magnanimidad, yello desde sus primeros años. Nos dicen las Crónicasque el tiempo que Fernando no empleaba en la devocióno en las armas lo ocupaba en leer historias de los anti-guos héroes, para aprender de ellas acciones que imitar,y errores que eludir, con lo que fue inclinado a imitar lasvirtudes de los reyes que lo habían precedido, y evitarsus vicios, para llegar a ser un príncipe cabal.

Tenía unos diez años cuando escuchaba embelesadoel relato del triunfo alcanzado en las Navas de Tolosa,bajo la conducción de su abuelo Alfonso VIII, el padrede doña Berenguela. El rey árabe Miramamolín, rodeadode tropas ligeras formadas por árabes, bereberes,almohades, etc., estaba atrincherado, con sus grandes

dignatarios, en lo alto de una colina, dentro de un cercode estacas, unidas por gruesas cadenas. Refiere la Cró-nica que habiendo avanzado los musulmanes casi hastael lugar donde se encontraban el rey de Castilla y el arzo-bispo don Rodrigo, y comenzando a cundir el desalientoentre los cristianos, dijo el rey al arzobispo:

«–Arzobispo, arzobispo, yo e vos aquí muramos.–Non quiera Dios que aquí murades, respondió el prelado, antes

aquí habedes de triunfar de los enemigos».Lanzóse entonces el rey al contraataque llegando a pa-

sar por sobre las cadenas. El jefe moro logró escapar,pero cayeron casi todos los nobles, sus enseñas y cuan-tioso botín. Al leer estas cosas se le enardecía el corazónal joven Fernando, deseando emular dichas gestas.

Doña Berenguela educó asimismo muy bien a sus otroshijos e hijas. Constanza, una de ellas, terminaría de mon-ja en el monasterio de Las Huelgas de Burgos. Berenguela,la menor de todas, fue elegida por Jean de Brienne, reycruzado de Jerusalén, que «venía camino de Santiagopara tomar esposa a una de las hijas del rey de León». Alcasarse con él, recibió el título de reina de Jerusalén. Mástarde, el Papa confiaría el Imperio de Constantinopla alcitado Jean, por lo que su esposa Berenguela se conver-tiría en emperatriz.

3. La llegada al poder¿Cómo accedió Fernando al trono? De una manera un

tanto extraña y tramoyesca. En 1214 murió Alfonso VIII,el padre de doña Berenguela. La corona de Castilla recayóentonces en Enrique, hijo de Alfonso, que apenas teníaonce años de edad. Como hermana mayor, y por indica-ción de los nobles, doña Berenguela asumió la tutela delnuevo rey de Castilla, Enrique I, gobernando con plenaaceptación de todos. Pero un revoltoso, Álvaro Núñez,de la familia de los Lara, se impuso sobre ella, tomandola tutela de Enrique y el gobierno del reino. Luego quisodesterrar a doña Berenguela, e hizo casar a Enrique, apesar de ser tan pequeño, con la hija del rey de Portugal,matrimonio inválido por consanguinidad. Enrique, quese sentía prisionero, murió poco después en un acciden-te.

Por aquellos años, Berenguela estaba separada de Al-fonso IX, como dijimos, por decisión del Papa. Al ente-rarse de la muerte de Enrique, como hija mayor de Al-fonso VIII y hermana del rey fallecido, creyó que debíaasumir la corona de Castilla. Entonces Berenguela envióemisarios a Alfonso IX, con el encargo de decirle quetenía grandes deseos de ver a su hijo Fernando. Pero alos emisarios les pidió que le ocultasen al rey la muertede Enrique.

Don Fernando llega, así, a Castilla, abraza a su queridamadre, y al enterarse de todo, le dice que es a ella a quiencorresponde el trono de Castilla. El infante contaba a lasazón 16 años. Pero Berenguela pensó que había llegadola hora de su hijo. Valióse para ello de una estratagema.Reunidos los nobles y el pueblo en Valladolid, se hizojurar por Reina de Castilla, e inmediatamente renunció altrono en favor de su hijo, don Fernando. Enseguida losnobles pasaron a la iglesia donde con gran pompa losobispos ungieron al joven. Era el 1º de julio de 1217.Castilla ya tenía rey. Se llamaba Fernando III.

Irritado Alfonso por lo que creía una burla de Berenguela,marchó con su ejército hacia Burgos. Su hijo le escribió,entonces, una carta conmovedora:

«Señor padre: ¿Por qué así os irritáis? ¿Por qué me hacéis laguerra? Parece que os pesa de mi bien, cuando debierais gloriaros de

San Fernando

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianostener un hijo por Rey de Castilla. Sabed que en mis días no osvendrá de este reino daño ni guerra alguna. No quiero salir contra vos,que sois mi padre, sino callar y sufrir hasta que comprendáis lo quehacéis».

Conmovido el rey, se disculpó de su agresividad, di-ciéndole que había entrado en combate para resarcirsede una deuda que con él tenían los castellanos. Se le diolo que pedía, y el monarca de León se retiró, quedandotodo en paz. Fernando ya estaba firme en su trono.

Desde los primeros momentos de su gestión, el nuevorey no quiso resolver ningún asunto importante de go-bierno sin consultar previamente a su venerada madre.Cumplió cabalmente su propósito hasta que doñaBerenguela murió, firmando todos sus documentos «conel consentimiento» de ella. Y cuando debía ausentarsepara alguna de sus campañas militares, que lo manteníanalejado de los asuntos internos de Castilla, le encomen-daba a su madre las riendas del reino.

4. El matrimonio de FernandoDos años después de que Fernando ascendiera al tro-

no, Berenguela pensó en su matrimonio, eligiéndole comoconsorte, previa aprobación de su hijo, a la infanta doñaBeatriz de Suabia, nieta del famoso emperador cruzadoFederico I Barbarroja. Ocupaba entonces el poder enAlemania el joven Federico II, rey desde 1215. A la cortede este monarca, que en el año 1220 sería coronadoemperador por el papa Honorio III, llegó la comitiva deCastilla, para pedir la mano de Beatriz. La madre de lajoven era nada menos que la emperatriz bizantina, doñaIrene, con sede en Constantinopla.

Como se ve, los nudos dinásticos que escogió doñaBerenguela relacionaron a Fernando con las principalescortes occidentales e incluso orientales. Don Rodrigo,arzobispo de Toledo, describe a la princesa alemana como«muy buena, hermosa, juiciosa y modesta –optima,pulcher, sapiens et pudica». Imaginemos el encuentrode Fernando y Beatriz en Burgos, con toda la corte pre-sente para el gran acontecimiento.

Tres días antes de las bodas, Fernando recibió el Or-den de la Caballería. Ya desde el siglo anterior, era cos-tumbre que los nobles de nacimiento se hicieran armarcaballeros. La nobleza sola parecía insuficiente sin la ca-ballería. Siguiendo el ritual establecido, la víspera del díaseñalado Fernando veló las armas en el monasterio deLas Huelgas, no lejos de Burgos. Tras lavarse el cuerpoy purificar el alma con la confesión, pasó la noche ente-ra en el interior del templo, a ratos de pie, a ratos de rodi-llas, en oración sostenida, ya que

«la vigilia de los caballeros –según se lee en un viejo texto– nonfue establecida para juegos, sino para rogar a Dios que los guarde,e que los enderesce, e alivie, como a omes que entran en carrera demuerte».

Sólo Dios sabe lo que aquel novel caballero de 18 añossuplicó y meditó en noche tan inolvidable, cuando sepreparaba para iniciar «la carrera de muerte», carreraque sería tan gloriosa al servicio de Dios y de su Patria.Llegado el amanecer, el Obispo celebró la misa solemne,con ritual propio para la circunstancia, en cuyo trans-curso Fernando, a semejanza de los que van a ser orde-nados sacerdotes, fue revestido de las armas y prendaspropias del caballero, que durante la noche habían per-manecido depositadas sobre el altar.

Los padrinos le entregaron primero el brial, es decir, el faldón,generalmente de seda, con que los hombres de armas se cubríandesde la cintura hasta arriba de las rodillas; solía ser blanco, rojo ynegro, simbolizando el blanco, la pureza, el rojo, la sangre derrama-da por la fe, y el negro, la presencia de la muerte. Luego le pusieron

la loriga, o coraza de láminas de acero imbricadas; las calzas, vesti-duras que cubrían el muslo y la pierna; las espuelas; y, por último,el yelmo, pieza que protegía la cabeza, defendiéndola de los golpes.A continuación, y era ése el momento culminante, le entregaron laespada. Al recibirla, Fernando ya era caballero. Entonces la desen-vainó y juró morir por la ley de la caballería, por Dios y por sutierra.

Pero todo caballero, para ser verdaderamente tal, ne-cesita una dama, la dama de sus sueños. Y allí le estabaesperando su prometida, la rubia Beatriz, que como fielesposa permanecería siempre junto a él, acompañándolocon el afecto en todas sus empresas. Es cierto que a lolargo de su vida matrimonial, muchas veces Fernando,en permanente guerra con los moros, según veremosenseguida, estaría físicamente ausente, mas entoncesdoña Beatriz se pondría al cobijo de doña Berenguela,esperando el retorno de su amado.

Varios años después, en 1230, murió Alfonso IX, ca-mino a Santiago. En su testamento había dejado por he-rederos del reino de León a dos hijas de su primer matri-monio, doña Sancha y doña Dulce. El testamento eranulo ya que, años atrás, Fernando había sido jurado comoheredero legítimo. Doña Berenguela se las arregló paraque todo se hiciese por las buenas, conviniendo en quetanto Sancha como Dulce renunciasen a sus presuntosderechos, a cambio de una vitalicia suma anual de dine-ro. Así, don Fernando asumió la corona de León, unién-dola ya para siempre con Castilla, por lo que fue recibidocon grandes festejos en todas las ciudades de sus nue-vos dominios.

Doña Beatriz le daría a Fernando diez hijos. Murió en1236, siendo enterrada en el monasterio real de Las Huel-gas. Fernando III, que a la sazón tenía 35 años, se casóde nuevo. Esta vez la esposa vendría de Francia, siendonuevamente doña Berenguela quien hizo de casamente-ra. Según escribió el arzobispo de Toledo:

«Con el fin de que la virtud del rey no se menoscabase conrelaciones ilícitas, su madre la noble reina pensó darle por esposa auna doncella noble, linajuda, llamada Juana, biznieta del muy ilus-tre rey de Francia, hija del ilustre conde Simón de Ponthieu y deMaría, ilustre condesa del mismo lugar».

Para dicha empresa doña Berenguela se entendió consu hermana, doña Blanca, madre de San Luis, y Juanade Ponthieu vino de prometida a Castilla. La boda tuvolugar en 1237. Juana sería, como Beatriz, una esposafidelísima a Fernando, quien la llevaría siempre en susviajes y a quien amaría entrañablemente. Le dio cincohijos más.

II. El GuerreroBuena parte de la vida de Fernando, ya rey, transcurrió

a caballo, en los campos de batalla. Fue allí, como caba-llero sin tacha, donde alcanzó la cima de su grandeza eincluso de su santidad. Para comprenderlo mejor serápreciso recordar el momento histórico que le tocó vivir.Por aquel entonces, el mundo islámico era la fronteraque lindaba con la Europa cristiana, un mundo podero-so, en plena expansión. El arco musulmán iba desde lamitad inferior de España, pasando por el África septen-trional hasta el Medio Oriente, e incluso algunas regio-nes de la India. En el resto del mundo conocido, se pre-sentía la amenaza de la invasión mogola de Gengis Khanhacia el sur –China– y hacia el oeste –Rusia–. Era princi-palmente Europa la que debía afrontar el peligro de lapresión musulmana. En este contexto cobra todo su sen-tido el ideal caballeresco, así como la gesta de las Cruza-das, que fue su expresión más excelsa.

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1. Antecedentes de la ReconquistaComo se sabe, las Cruzadas no se limitaron a la recon-

quista de los Santos Lugares, hollados por el enemigofrontal de los cristianos que allí moraban. También losreinos hispánicos, que tenían fronteras con el Islam, in-vasor de la patria visigoda, se habían levantado en armaspara emprender su cruzada local, solicitando de los Pa-pas los mismos favores espirituales de que gozaban losguerreros que se dirigían hacia el Oriente. Al mismo tiem-po que los españoles luchaban por la Reconquista de sutierra ocupada, numerosos monjes, mercaderes y gue-rreros, provenientes de allende los Pirineos, recorrían elcamino de Santiago, afincándose a veces en algunos delos puntos de su trayecto, o contribuyendo a la forma-ción de numerosas abadías.

A comienzos del siglo XIII, la España cristiana com-prendía cinco reinos: León, Castilla, Aragón, Navarra yPortugal. En el sur, tras la desaparición del califato deCórdoba, el año 1031, había cundido la anarquía en losnumerosos reinos de taifas allí existentes. Aprovechan-do dicha situación, los almorávides, que estaban en elnorte de África, invadieron la Península y se impusieronsobre la España musulmana, con lo que se vio demoradala reconquista que llevaban adelante los reinos del norte.Poco más de un siglo después, en 1147, los almorávides,ya en decadencia, fueron suplantados por los almohades,fanáticos bereberes, que obligaron a los últimosalmorávides a refugiarse en las islas Baleares.

En 1195, el jefe almohade Yacub al-Mansur, infligió enel cerro de Alarcos, cerca de Ciudad Real, una derrotaaplastante al rey castellano Alfonso VIII, abuelo de Fer-nando. Pero dicho califa no supo aprovechar sus victo-rias, muriendo cuatro años después. En 1211, su hijoalNasir, que estaba en el norte de África, desembarcócon un gran ejército de moros en la península, donde seunió con las tropas almohades que allí acampaban, for-mando un poderoso contingente de 300.000 hombres.El miedo se apoderó de Castilla y del resto de Europa.Ante semejante situación, que ponía en peligro una parteimportante de la Cristiandad, el papa Inocencio III con-vocó a la cruzada, concediendo indulgencias a los quevoluntariamente acudiesen en auxilio del rey de Castilla.La leva fue exitosa, cruzando los Pirineos combatientesde toda Europa.

Cuando esto último acontecía, Fernando tenía 10 años.Junto a su madre, pudo observar la movilización gene-ral. Había olor a guerra. Fue principalmente en Toledodonde se concentraron los caballeros cristianos, de muyvariadas procedencias, ya que los había de Francia, deItalia, de Inglaterra, además de los españoles, como eslógico. Sólo se diferenciaban por las hablas y losatuendos. El 16 de julio de 1212 tuvo lugar la famosabatalla de las Navas de Tolosa, a que aludimos anterior-mente, donde las tropas cristianas consiguieron una vic-toria contundente. Fernando, que a la sazón se encon-traba en Burgos con su madre, vería así despejado elcamino para sus ulteriores hazañas conquistadoras.

En este ambiente pasó su niñez y adolescencia, leyen-do y admirando a los guerreros de las Cruzadas, espe-cialmente a sus antepasados, como ya hemos indicado,lo que iba consolidando cada vez más en su interior elideal caballeresco. Entendía que una de las obligacionesmás importantes de un príncipe cristiano, según las le-yes de la caballería, era socorrer con sus armas los de-signios espirituales de la Iglesia, no fuera que los enemi-gos del nombre cristiano, viendo a la Iglesia carente depoder, la ultrajasen con la violencia. En otras palabras,

de lo que se trataba era de poner «la fuerza armada alservicio de la verdad desarmada».

2. La aventura mística de FernandoAhora ya era rey, pero se sentía incómodo, porque el

ardor guerrero había decaído. Un día, inesperadamente,convocó a los suyos, y les propuso un plan que dejóboquiabiertos a los cortesanos: retomar la guerra contrael moro. Dirigiéndose a su madre le dijo:

«Queridísima madre y dulcísima señora: ¿De qué me sirve elreino de Castilla que me disteis con vuestra abdicación, y una espo-sa tan noble que me trajisteis de tierras lejanas y está unida a mí conamor indecible; de qué el celo con que os adelantáis a todos misdeseos, cumpliéndolos con maternal amor antes de que yo los hayaconcebido, si me enredo en la pereza y se desvanece la flor de mijuventud sin fruto, si se extinguen los fulgores del comienzo de mireinado? Ha llegado la hora señalada por Dios omnipotente en quepuedo servir a Jesucristo, por quienes los reyes reinan, en la guerracontra los enemigos de la fe cristiana para honor y gloria de sunombre. La puerta está abierta y expedito el camino. Tenemos pazen el reino; los moros arden en discordias. Cristo, Dios y hombre,está de nuestra parte; de parte de los moros, el infiel y condenadoapóstata Mahoma. ¿Qué esperamos? Os suplico, madre mía, aquien debo todo cuanto tengo después de Dios, me deis licenciapara declarar la guerra a los moros».

Y así comenzó Fernando III la aventura mística y gue-rrera de la conquista territorial del sur de España, paraarrancar a los cristianos de su servidumbre, guerra queno cesaría sino con su muerte, casi treinta años después,en la ciudad de Sevilla. Por cierto que siempre se moviósobre la base de que la guerra que entablaba era justa ysanta, entendiendo que hubiera sido vana jactancia y su-perficialidad de espíritu buscar solamente la gloria deltriunfo, poniendo en peligro la vida de sus leales vasallos,sin otras motivaciones superiores.

Dedicóse, pues, a organizar su ejército, para luego di-rigirlo con eficacia. Ninguno más diestro que él en pre-parar a sus tropas, aconsejándoles que se ejercitasen per-manentemente en las armas para encontrarse preparadosen la ocasión; ninguno más cuidadoso en prevenir a sussoldados de riesgos innecesarios; ninguno más ingenio-so en detectar las tácticas del enemigo; ninguno más va-liente en el combate, y ninguno más constante en perse-verar hasta la consecución de la victoria. Cuando se diri-gía a la guerra, llevaba a sus hijos consigo de modo quese fuesen iniciando en el manejo de las armas, lo queconstituía un ejemplo para los nobles.

En muchas ocasiones, convaleciendo de alguna enfer-medad, salía prematuramente al combate, sabiendo cuántoimplicaba su presencia para acrecentar el coraje de lossuyos. Su camaradería era proverbial, llegando a cum-plir turnos de guardia con los demás soldados, dispuestoa padecer las mismas incomodidades que ellos parahacérselas fáciles y llevaderas. Abrazaba efusivamente ycon admiración a los soldados que habían dado muestrasde valor, cualquiera fuese su grado, limpiándoles con sumano el sudor y la sangre. Los frecuentaba en sus cuar-teles, y si caían heridos, los visitaba en los hospitales,donde los atendía como un padre. Era un verdadero cau-dillo. Su sola presencia resultaba convocante, por lo quenunca debió recurrir a levas violentas.

Se reveló, asimismo, como un excelente estratega, pla-neando hasta el detalle las grandes campañas. Recurrióal método de los guerrillas, entrenando fuerzas ágiles yescogidas, sea de caballería o de infantería. Era maestroen el arte de sorprender y desconcertar, así como deaprovechar las disensiones personales o políticas de susadversarios. Un verdadero general.

San Fernando

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

3. Valencia, Jerez y CórdobaNo podemos detenernos en la descripción de todas

sus campañas militares, ni en la consideración de susdiversas estratagemas. Limitémonos tan sólo a algunasde ellas.

En cierta ocasión se aproximó a Valencia, ocupada en-tonces por los moros. Su rey, Benzuit, temeroso de en-trar en guerra, le propuso encontrarse en Cuenca, dondeel jefe católico había establecido su cuartel general. Fer-nando le recibió cortesmente, permitiéndole sentarse juntoa él, bajo el mismo dosel. El moro, profundamente im-presionado por tan caballeresca recepción, le ofrecióperpetuo vasallaje y se volvió a Valencia. Hasta se llegó adecir que poco después se hizo cristiano. Algo semejan-te acaeció con motivo de su entrada en Andalucía. Endicha ocasión, se le presentaron varios emisarios deMahomad, rey de Baeza, informándole que estaban pron-tos para rendir la ciudad, ponerla bajo su obediencia, yasistirle con dinero y armamento contra los que le hicie-sen resistencia. Porque Fernando no amaba la guerrapor la guerra. Cuando podía vencer con otros medios,no dudaba en hacerlo. A estos dos reinos, el de Valenciay el de Baeza, los ganó sin sangre, pasando a ser tributa-rios suyos.

En otros casos hubo enfrentamiento armado. Milagro-so fue el triunfo que alcanzó sobre los moros en Jerez dela Frontera. Como se sabe, esta población se llama asíporque se encontraba en los confines de los reinos cris-tianos y árabes. Fernando encargó su conquista al prín-cipe Alfonso, su hijo. Las fuerzas contrincantes eran to-talmente desproporcionadas: por cada cristiano había diezmoros. Abenuth, rey de Jerez, daba por segura la victo-ria. Se entabló el combate. Pero, según relatan las cróni-cas, en medio del encontronazo, los moros vieron al pa-trono de las Españas, el apóstol Santiago, y a otros mag-níficos caballeros, vestidos de blanco, luchando por loscristianos, con lo que se rindieron.

Curiosa fue la conquista de Córdoba, en el año 1236. Esta ciudadya no era la urbe poco menos que imperial de la época gloriosa delCalifato y de los Emires, si bien aún conservaba algo de su antiguoprestigio. Hallábase Fernando muy lejos de aquel lugar, enBenavente, provincia de Zamora, cuando le llegó un perentoriomensaje del sur: uno de los barrios orientales de Córdoba había sidotomado por un puñado de hombres, que pedían urgentes refuerzospara completar la toma de al menos un sector importante, en dondese hallaban la Mezquita y el Alcázar. Cerrando sus oídos a losconsejos de los cortesanos que querían disuadirle de esta campaña,en razón de las lluvias y del muy dudoso éxito de la empresa, el reyensilló su caballo y se dirigió hacia esa Ciudad a galope tendido, encompañía de sus caballeros, «poniendo toda su esperanza en Cris-to», como se lee en la Crónica latina.

Tras diversos avatares bélicos, el príncipe Abulal Hasan entrególas llaves de la plaza. Y en la almena del Alcázar moro ondeófinalmente el pendón de Castilla y León. Juntamente con él, Fer-nando ordenó erigir el signo de la cruz, según solía hacerlo en todassus conquistas. La santa cruz era por él considerada como la mejorarma ofensiva y defensiva para sus batallas, porque con ella Cristohabía vencido a sus enemigos. Y así en las ciudades que iba con-quistando a los moros, inmediatamente hacía enarbolar sobre sustorreones el estandarte de la cruz. El obispo de Osma, y futuroobispo de Córdoba, consagró la mezquita mayor, que es aún hoyuno de los más notables monumentos del arte arábigo, con susdiecinueve naves y más de mil columnas, dedicándola al culto cris-tiano bajo la advocación de la Asunción de Nuestra Señora. Al díasiguiente, Fernando hizo su ingreso solemne en la ciudad. En lamezquita-catedral el obispo celebró un solemne pontifical, tras locual se entonó el Te Deum. Fernando III puso su sede en el Alcázarcontiguo.

Las campanas de Santiago de Compostela, que antaño Almanzor,visir del Califa de Córdoba, y vencedor de los cristianos en nume-rosas campañas, hiciera traer como botín de guerra en el año 997 ahombros de cautivos cristianos, fueron encontradas en la Mezqui-

ta cordobesa, donde eran empleadas como grandes lampadariospara la iluminación del templo. A hombros de moros fueron trasla-dadas a su lugar original, a Galicia, para que tañeran de nuevo enhonor del Apóstol.

Poco después, Muhammad Ibn al-Ahmar, cuyo reinoabarcaba las actuales provincias de Granada, Almería yMálaga, concertó con Fernando varias treguas y trata-dos, a espaldas de la corte mora. En cierta ocasión seacercó hasta donde estaba el rey de Castilla, le besó lamano en señal de vasallaje, y le dijo «que feciese de él etde su tierra lo que fazer quisiera, et entrególe luego Jaén».La Crónica General dibuja, con emocionada sencillez, laacogida de Fernando: «Lleno de piadamiento et de todamesura, veyendo cómo ese rey moro venía con granhumildad y tan paciente... recibióle con mucha honra, etno quiso de él otra cosa salvo que quedase por su vasallocon toda su tierra». Fernando entró triunfalmente en laciudad de Jaén e hizo poner sobre un altar la pequeñaimagen de la Virgen que lo acompañaba en las batallas,permaneciendo varios meses en dicho lugar.

4. La conquista de SevillaEl momento culminante de las campañas de Fernando

fue, sin duda, la conquista de Sevilla. Un poeta de dichaciudad, Rafael Laffón, así expresa el anhelo del rey poraposentarse en aquella ciudad:

Guadalquivir abajo, rueda un son de mesnada.La noche con estrellas corre su espuela loca...Va de bodas Fernando y es la novia Sevilla.Doña Berenguela, ya anciana, se había retirado al mo-

nasterio real de Las Huelgas, donde murió y fue sepulta-da. Tras la despedida, Fernando se dirigió decididamen-te a Sevilla. Para hacer efectiva su conquista, considera-da fundamental –el mismo papa Inocencio IV publicóuna bula en favor de dicha empresa–, acudieron caballe-ros no sólo de los reinos de Castilla y León, sino de todala Cristiandad. El embrujo de la Sevilla mora deslumbra-ba a aquellos guerreros.

Fernando puso en asedio la ciudad. Sus hombres eranmuy poco numerosos, al menos si los comparamos conel inmenso ejército que estaba a las órdenes de Axataf, eljefe moro. El rey católico ordenó que las cosas se dispu-siesen como para un largo sitio, de manera que los sol-dados tuviesen cierta holgura. El campamento de Fer-nando parecía una nueva ciudad, una especie de Sevillacristiana, con plazas para las vituallas, e incluso con ca-lles donde se instalasen los artesanos. Asimismo fueronerigidos tres templos para que los soldados pudiesen oírMisa, colocándose en ellos las imágenes de la Virgen queel santo rey solía llevar consigo en las campañas.

Meses y meses duró el asedio. Cada cierto tiempo,grupos de cristianos desafiantes se adelantaban hasta elborde de los muros, desde donde retaban a los muslines,llamándoles, según costumbre, con toda clase de epíte-tos, y dirigiendo los más selectos saludos a Mahoma y atoda su familia. «¡Santiago y Castilla!», gritaban desdeafuera. «¡Alá, Alá! ¡Mahoma, Mahoma!», respondíandesde adentro. Sevilla, con sus siete kilómetros de pode-rosas murallas, y teniendo por respaldo un río caudalo-so, parecía inexpugnable. Fernando comprendió que paraconquistarla no bastaban los desafíos. Era preciso queuna flota la atacase por el río Guadalquivir. Y entoncesencargó a Ramón Bonifaz que formase con urgencia unaescuadra de combate. Así nació la marina de guerra deCastilla.

Sin embargo la resistencia persistía. Sevilla parecía in-expugnable. Fernando apeló a todos los medios huma-nos, pero principalmente recurrió a Dios, el Señor de los

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Ejércitos. Bajo su cota y su loriga, se puso un ásperocilicio, y tomó disciplina tres veces por semana. Comoescribe Ribadeneira, «con esto se vencía primero a sípara vencer a sus enemigos, y sujetaba sus pasionespara dominar las ciudades». Recurrió, asimismo, a laayuda de los Santos. Estando en León, se había hechomuy devoto de dos de ellos, que siglos atrás habían sidoprecisamente arzobispos de Sevilla, San Leandro y SanIsidoro. Es creencia piadosa que este último fue quien leanimó a perseverar en el cerco de la ciudad.

Los moros, acosados hasta el extremo, entablaron conversacio-nes. «Venimos a ofrecer el vasallaje de nuestro rey –le dijeron aFernando–, así como la entrega del alcázar y la mitad de todas lasrentas, si levantáis el sitio». Fernando respondió que no cabíacapitulación posible en esas condiciones. Esa misma tarde retorna-ron los emisarios, ofreciendo, además de lo dicho, la mitad de laciudad, con el compromiso de levantar un muro que dividiese a losdos pueblos, cristiano y moro. Fernando se negó una vez más.«Debéis entregar toda la ciudad, les dijo, con las fortalezas y casti-llos de su jurisdicción». «Sea como deseáis –le respondieron–, maspermitidnos que antes derribemos la mezquita mayor o al menossu alta torre, para que no sean testigos de nuestra desgracia». Al oíresto, el infante don Alfonso, apasionado de las bellezas artísticas,pidió al rey licencia para contestar: «Tened por cierto que si unasola teja falta de la torre o un solo ladrillo de la mezquita, rodaránpor tierra todas las cabezas de los moros que hay en la ciudad».

Los sitiados tuvieron que consentir. Tras la capitulación, Fer-nando les concedió un mes para liquidar sus bienes y disponer lapartida a donde más les agradase. Trescientos mil moros salieronde la ciudad. Axataf entregó al rey las llaves de Sevilla sobre una delas cuales estaba escrito en árabe: «Permita Dios que sea eterno elimperio del Islam». Se dice que cuando se alejaba de la ciudad, alver a lo lejos su silueta, cubiertos los ojos de lágrimas exclamó:«¡Oh grande y noble ciudad, tan fuerte y tan poblada, y defendidacon tanto valor y heroísmo! Sólo un santo ha podido vencerte yapoderarse de ti».

Para hacer su entrada triunfal, eligió el rey el 23 denoviembre, ya que en dicho día habían sido trasladadoslos restos de San Isidoro desde Sevilla a León. Abrían lamarcha los grandes maestres de las Órdenes Militaresde Santiago, Calatrava, Alcántara, San Juan y el Temple,seguidos de los caballeros que las integraban; luego losobispos de la zona, juntamente con sus clérigos. Trasellos, el carro triunfal con la imagen de Nuestra Señorade los Reyes, que Luis, rey de Francia, había regalado asu primo, y a la que Fernando atribuía principalmente suvictoria; a ambos lados de dicho carro y sobre blancospotros, el rey, con su espada desenvainada, y su esposa,doña Juana. Luego los infantes y el legado pontificio.Estaban allí presentes San Pedro Nolasco, fundador dela Orden de la Merced, y San Pedro González, de laOrden de Predicadores, que habían animado a las tropasdurante el asedio.

Recorriendo aquellas calles estrechas y tortuosas de laSevilla moruna, se dirigieron a la mezquita mayor, pre-viamente purificada y convertida en iglesia. Luego decolocarse en el templo la santa imagen de Nuestra Seño-ra, sobre el mismo carro triunfal, hecho en forma talque podía servir de altar, se entonó el Te Deum, en ac-ción de gracias por la restitución a la Cristiandad de aque-lla nobilísima ciudad de la Giralda y del Guadalquivir,después de 535 años que había estado en poder de losinfieles. Fernando puso su residencia en el alcázar morodonde, desde la capitulación, ondeaba la enseña del reyde Castilla.

Un poeta árabe, Abu Beka Salch, expresa así la cons-ternación que produjo en el Islam la caída de Sevilla:

Dolores hay que tienen consuelo,pero no le hay para la presente tragedia del Islam.Trágico golpe de muerte ha herido a Españay resonado en los senos de Arabia,

conmoviéndose el monte Ohod y el monte Thalan.En Esperia ha sido herido el corazón del Islam,sus pueblos y sus provincias lloran desiertas y solitarias.Pregunta a Valencia, ¿qué ha sido de Murcia,dónde fue Játiva, dónde Jaén?¿Qué fue de Córdoba, mansión del talento,qué de sus sabios que en ella moraban?¡Guay de Sevilla, la de los deleites,la de las límpidas y abundosas aguas!¡Ciudades magníficas, cimientos de pueblos!,¿dónde irán éstos si vosotros os derrumbáis con estruendo?Como el amante suspira por la ausencia de la amada,así suspira el Islam por estas tierras solitarias,presa de la mano del infiel.Las mezquitas trocáronse en iglesias,y las coronas en cruces y campanas;la piedra y el leño insensiblede nuestros santuarios y almenares,vierten lágrimas ante tamaño infortunio.¡Oh tú, que duermes en la indolencia,sabe que la fortuna vela y te da llamadas!Tú que te anegas en los placeres que te da la patria,¿crees que puede haber patria para el muslim,después de perdida Sevilla?Esta definitiva desgracia hace olvidar las otras,Y no podrá el rodar de los tiempos borrarla del alma.

Hemos bosquejado algunas de las campañas militaresde Fernando. Además de Murcia, reconquistó buena partede Andalucía, así como otras muchas plazas menores,expulsando a los ocupantes de casi todos los términos deEspaña. Sólo la ciudad de Granada, que se hizo su vasallay tributaria, permanecería bajo el dominio moro, hastaque fue conquistada finalmente por los Reyes Católicosen 1492, el año mismo en que Colón descubrió América.

Antes de concluir este capítulo sobre las guerras deFernando, destaquemos el carácter claramente religiosode las mismas. Como dijera por aquel entonces el obispode Palencia, las conquistas de los reinos eran, a la vez,conquistas de la fe católica, logros de la religión cristia-na. Ello queda simbolizado por la costumbre que intro-dujo el rey de convertir las mezquitas en iglesias. De ahísu afirmación tan categórica: «Nunca desnudé la espada,ni cerqué ciudad, ni castillo, ni salí a empresa, que nofuese mi único motivo el dilatar y ensalzar la fe de Cristo,y por la mayor gloria de Dios». Y de ahí también su con-fianza en el combate: «No temo a mis enemigos mientrastenga de mi parte a mi Dios y Señor».

Varios reinos moros radicados desde hacía siglos enEspaña fueron su botín de guerra. Fernando había logra-do llegar al mar Mediterráneo. Ya podía lavar sus botasen las aguas de aquel mar. Sin embargo su espíritu deguerrero cruzado no le permitió darse por satisfecho conlo cumplido. Y así, reuniendo un día a los nobles, les dijo:

«Creo que ha llegado la hora de invadir el África, y conquistarpara la Cruz tanto como ellos conquistaron para la media luna.Conozco vuestra lealtad, y por lo mismo no mando a nadie que mesiga, pues todos sabéis lo que a vuestro honor conviene. Vamos aconstruir una nueva flota y, apenas esté todo dispuesto, acometere-mos la empresa, con la ayuda de Dios».

Cuando los moros que ocupaban el norte de Áfricaconocieron el propósito del rey invicto, sabiendo conqué valor y eficiencia llevaba a cabo sus determinacio-nes, se llenaron de temor, a tal punto que el rey de Ma-rruecos se propuso pactar una alianza con él, y otrosreyes de esa zona enviaron embajadores solicitando lapaz. Fernando, por su parte, encargó al marino Bonifazque iniciara exploraciones en las costas de África, lo queel almirante realizó con éxito. Pero al parecer, Dios noquiso favorecer este nuevo y ambicioso proyecto del rey,

San Fernando

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

ya que Fernando enfermó gravemente de hidropesía, mu-riendo poco tiempo después.

Acotemos un dato histórico que, si bien rebasa la época de nues-tro Santo, parece prolongarla. Siglos después, los Reyes Católicos,tomando la antorcha dejada por San Fernando, tratarán de llevar acabo su generoso anhelo. Porque luego de conquistar la ciudad deGranada, dando así término a los siete siglos de Reconquista, inspi-rados por el cardenal Cisneros, sintieron arder en sus pechos elmismo anhelo que Fernando: lanzarse sobre África del norte paraplantar allí la cruz de Cristo. Tras las conquistas iniciales quelograron en Orán, Trípoli, Argel y Túnez, se propusieron avanzarhacia el Oriente en forma de pinza, desde Alejandría y desde Gre-cia, para culminar liberando Jerusalén.

El papa Alejandro VI apoyó calurosamente este grandioso pro-yecto, que empalmaría con las viejas cruzadas, concediendo lasdebidas indulgencias. El proyecto, por desgracia, no se pudo con-cretar. Pero no deja de resultar apasionante la idea de que la toma deGranada, continuando la de Sevilla, estuvo en el comienzo tanto delproyecto de la reconquista africana como de la histórica conquistaamericana, ambas concebidas con espíritu de Cruzada. Por eso losReyes Católicos deben ser considerados como los herederos natosdel rey Fernando.

III. El GobernanteHasta ahora Fernando se nos ha revelado como un

esforzado guerrero. Tras pacificar los reinos de Castillay León, convirtió en tributarios suyos los reinos de Va-lencia y Granada, y conquistó los de Murcia, Córdoba,Jaén y Sevilla.

Sin embargo no se limitó a combatir y vencer. Se im-puso, asimismo, la tarea de gobernar con la equidad pro-pia de un caudillo católico. Luego de conquistar Sevilla,para poner un ejemplo, se preocupó tanto por lo espiri-tual como por lo temporal. En lo que toca a lo primero,trató de favorecer la conversión de sus nuevos súbditos,y al tiempo que dotaba con real munificencia la catedral,colaboró con la Iglesia para la multiplicación de monas-terios y colegios. Con el mismo tesón se aplicó al go-bierno político. La primera urgencia era repoblar la ciu-dad. Así lo hizo, otorgando grandes ventajas a quienes aella viniesen, con lo que españoles de toda la Penínsulaacudieron para afincarse en Sevilla, supliendo a los mo-ros fugitivos. Particularmente generoso se mostró conlos doscientos caballeros que más se habían señalado enla conquista de la ciudad, dando a cada uno de ellos elgalardón correspondiente a sus méritos.

Trajo también de otros lugares un buen número deartesanos y expertos en todo género de artes, con lo quela ciudad recuperó pronto su antiguo lustre. Ésta fueuna política habitual en él: poblar y colonizar inteligente-mente los territorios conquistados.

1. Su amor por la justiciaFernando se preocupó muy en particular por la recta

administración de la justicia. Aborrecía las coimas –so-bornos– y no las dejaba impunes, en la conciencia deque si se hacía vendible la justicia, las infracciones delos pobres serían exageradamente castigadas, mientrasque los delitos de los ricos pasarían desapercibidos. Poreso exigía de los jueces un juramento especial de que norecibirían dinero alguno por sus oficios, y a fin de queno tuviesen excusa, les otorgaba cuantiosos salarios, to-mándolos de su patrimonio real.

Con el deseo de que el derecho encontrase su adecua-da codificación ordenó traducir del latín al español –quedeclaró idioma oficial de sus Reinos– el antiguo Códigovisigótico Liber Judicum, bajo el nombre de Fuero Juz-go, y por su consejo se comenzó a redactar la inmortalrecapitulación jurídica del Código de las Siete Partidas,

que terminaría su hijo don Alfonso. A semejanza de suprimo Luis, le gustaba a Fernando hacer rápida justicia.Nos cuentan los cronistas que para no demorar la aten-ción a los necesitados, atendía desde las ventanas delentresuelo de su casa, que daba a la calle, donde lospobres exponían sus aprietos «sin necesidad de antesa-la»; así, decía, se obviaban «las trabas de los porteros ydemás servidumbre de escaleras abajo».

Preocupóse asimismo por promulgar leyes que eleva-ran el nivel intelectual y moral de su pueblo. Para ello sehacía asesorar por sacerdotes y personas entendidas,pidiéndoles que estudiasen y propusiesen remedios ade-cuados en orden a corregir los defectos de sus vasallos.Mediante dichas leyes logró mejorar sustancialmente sususos y costumbres. En esto de dar a cada cual lo que lecorresponde, fue tolerante con los judíos y musulma-nes, pero muy riguroso con los apóstatas y falsos con-versos.

2. El fomento de la culturaDestaquemos también su preocupación por la cultura.

No en vano floreció en un siglo pletórico de hombreseminentes, contemporáneo de Santo Tomás, San Bue-naventura, y tantos otros. En la sabiduría política, quees la propia de un rey, excedió sobremanera. Incluso sele ha comparado con su hijo, el rey Alfonso, apodadoprecisamente el Sabio. Fernando fue particularmente ver-sado en el campo de la historia, haciendo de los tiempospasados una escuela para su tiempo, aprendiendo de unospersonajes lo que debía imitar, y de otros lo que había deevitar.

Tenía particular afición por los profesores y los hom-bres de la cultura. No bien conquistó Sevilla se preocu-pó por traer personas sabias que la ilustrasen, con bue-nos sueldos para que pudiesen proseguir holgadamentesus investigaciones. Gilberto Genebrardo, benedictinofrancés del siglo XVI, dice en su Cronografía: «Por lamagnificencia de san Fernando, rey de España, y de SanLuis, rey de Francia, la teología y las buenas artes, quehacía tiempo de cien años estaban muy caídas, cobra-ron fuerza y levantaron cabeza».

Según parece, fue nuestro santo rey quien trasladó launiversidad de Palencia a Salamanca, pudiendo así serconsiderado como el fundador de esta insigne universi-dad. Se ha dicho que el florecimiento jurídico, literario yhasta musical de la corte de Alfonso X no es sino el frutode los comienzos puestos por su padre.

En fin, la política de Fernando, tanto la nacional comola internacional, fue verdaderamente ejemplar. Sus rela-ciones, filiales siempre, pero independientes y hasta ta-jantes, cuando correspondía, con la Santa Sede; su tratocon los prelados, los nobles, los municipios, las reciénfundadas universidades; su administración de la justicia;su categórica represión de las herejías; sus relacionescon los otros reinos de España; su gestión económica; lacreación de la marina de guerra; la coordinación yreordenamiento de las ciudades conquistadas; su alientoa la reforma y ulterior codificación del derecho español,su protección al arte... Un gobierno realmente paradig-mático, sólo comparable al de Isabel la Católica, aunquemenos conocido.

Nos cuentan sus contemporáneos que por atender algobierno dormía muy poco, y cuando algunos le reco-mendaron dar más tiempo al descanso, respondió: «Yosé que vosotros dormís más; pero si yo, que soy rey, noestoy desvelado, ¿cómo podréis dormir vosotros segu-ros?».

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IV. El SantoUna última faceta, la más trascendente de la persona-

lidad de Fernando: su excelencia en la práctica de lasvirtudes. Su hijo Alfonso mencionó siete de ellas en lascuales se destacó de manera especial: la fe, la esperanza,la caridad, la justicia, la mesura, la nobleza y la fortaleza.

Hemos tratado de este gran rey considerándolo princi-palmente como guerrero y como gobernante. Veamos lamanera como se traslucían en ambas ocupaciones las vir-tudes anejas a dichos menesteres.

1. El santo guerreroAnte todo las virtudes propias del guerrero. En esta

época en que ahora vivimos, de claudicante pacifismo,parece apremiante recordar, más allá del carácter mili-tante de la vida cristiana, en general, las virtudes quedeben caracterizar al soldado cristiano. Como ya hemosseñalado, en las permanentes batallas que jalonaron suexistencia, jamás Fernando buscó su propia gloria, sinola gloria de Dios. Preguntado en cierta ocasión por quétuvo más éxito en el campo de batalla que sus antepasa-dos, respondió: «Pudo ser que mis antecesores cuida-sen a veces más de extender su grandeza que de intro-ducir la fe, de multiplicar vasallos que de aumentar alta-res, y con esto se malograsen sus designios».

Las crónicas atestiguan que antes de lanzarse sobre elenemigo, solía levantar los ojos al cielo para decirle aDios: «Tú, Señor, que conoces los corazones y te sonpatentes los más secretos pensamientos, sabes que nobusco mi gloria, sino la tuya, y que no deseo tanto elaumento de los reinos caducos de la tierra cuanto el au-mento de la fe católica y la religión cristiana». Bien haescrito Ribadeneira que con tanta devoción, sacrificio ypenitencias con que acompañaba sus batallas, «no esmaravilla que pelease por él el cielo, y que la victoria sealistase debajo de sus banderas, y que se cuenten sus bata-llas por sus victorias y sus empresas por sus triunfos».

Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana yde legítima defensa o reconquista nacional. Se cuentaque al iniciar una campaña contra los moros decía: «Sialguno quiere ser mi amigo y mi vasallo que me siga».Ello nos trae al recuerdo la convocatoria que en los Ejer-cicios Espirituales pone San Ignacio de Loyola en bocadel rey temporal como símbolo del llamado del Rey eter-no: «Mi voluntad es de conquistar toda la tierra de infie-les; por lo tanto quien lo quisiere venga conmigo... paraque así después tenga parte en la victoria como la hatenido en los trabajos». Estas palabras son perfectamen-te aplicables a los labios y al espíritu de San Fernando.Sus campañas fueron siempre «para conquistar tierrade infieles». Había tomado la firme decisión de jamáscruzar las armas con otros príncipes cristianos, en cum-plimiento de lo cual agotó su paciencia y la insistentenegociación. Con ser tantas sus victorias como sus ba-tallas y tener tanta parte, en su feliz desenlace, su inteli-gencia, coraje y capacidad estratégica, no quería para sílas alabanzas, sino para el Dios de los Ejércitos, ni lasatribuía a sus méritos o a su valor, sino a la infidelidad desus adversarios moros, diciendo que por castigarlos Diosa éstos como a infieles, le favorecía a él.

El arrojo que desplegó en las batallas fue proverbial, sibien siempre trató de evitar la valentía loca, la temeri-dad. En el Libro del conde Lucanor et de Patronio, debi-do a la pluma de Don Juan Manuel, se relata una anéc-dota que lo retrata de cuerpo entero:

En cierta ocasión, durante el asedio de Sevilla, tres caballerosdiscutían sobre cuál de ellos sería el más osado. Se pusieron de

acuerdo en llegar hasta la puerta de la ciudad asediada, y golpear enella con sus lanzas. Cuando los moros que estaban en las murallas yen las torres los vieron venir, creyeron que lo hacían en calidad deemisarios, y nadie salió a combatirlos. Los tres llegaron a la puerta,la golpearon con sus lanzas, y retornaron. Al comprender los morosque se habían burlado de ellos, salieron en multitud para no dejarimpune la broma. Los caballeros se detuvieron cada cual dondeestaba. Acometieron al primero, y los demás se quedaron quietosen su lugar, resistiendo a su vez cuando a ellos les llegó el turno. Alverlos desde el campamento cristiano, los fueron a socorrer, derro-tando a los moros que volvieron tras los muros.

Al enterarse del asunto, Fernando mandó detener a los tres, di-ciendo que merecían la muerte, pues su lance había sido de unatemeridad rayana en la locura. Pero los demás nobles intercedieronpor ellos y el rey los mandó soltar. Cuando supo el motivo por elque se arrojaron a esa aventura, les preguntó cuál de ellos se habíamostrado mejor caballero. Cada cual adujo sus razones. Pero al finel rey zanjó la cuestión. El primero atacado por los moros parecióel mejor caballero, pero no fue tal porque la vergüenza hizo quehuyese; el segundo, que esperó más que el primero, se mostrómejor, porque pudo sufrir más el miedo; y el tercero, que aguardóhasta que los moros lo hirieran, fue el mejor de ellos, porque «sufriótodo el miedo y esperó».

Fernando reveló plenamente la grandeza de su espírituen el modo de comportarse durante sus campañas. Osa-do en el combate, jamás faltó al honor de su palabra,guardando rigurosamente los pactos convenidos con susadversarios, los caudillos moros, aunque razones poste-riores de conveniencia política o militar lo inclinasen ainfringirlos. En tal sentido fue la antítesis del Príncipe deMaquiavelo.

Cuanto era de atrevido y esforzado en las batallas, semostraba de apacible y misericordioso, modesto y tem-plado, después de las victorias. Con los vencidos se com-portaba con gran benignidad, y ya no los seguía tratandocomo a enemigos. Cuando ocupó Sevilla, a los morosque quisieron pasar a África, les ofreció bagajes y guías;lo mismo a quienes prefirieron trasladarse por tierra aGranada. Hasta ser vencidos, le aborrecían sus enemi-gos, pero luego conquistaba con su hidalguía y afabili-dad los corazones de los que había conquistado con lasarmas. Quizás obraba así por su deseo de ganarlos parala fe católica. Se presume con mucha verosimilitud quealgunos de los reyes aliados la abrazaron en secreto. Sa-bemos que el rey de Baeza le entregó en rehén a uno desus hijos, y éste, convertido al cristianismo, tomó el nom-bre de Fernando, siendo luego uno de los pobladoresradicados en Sevilla.

2. El santo estadistaTambién como gobernante descolló en virtudes heroi-

cas. Destacóse particularmente en una de las virtudesmás propias de quienes tienen las riendas de un pueblo,es decir, en la prudencia gubernativa. Desde los 18 añosempezó a gobernar con tanto acierto como si tuviera unalarga experiencia. A quienes integraron sus cortes suce-sivas siempre les resultó admirable el juicio con que deli-beraba y la madurez con que resolvía. Como galanamenteha escrito Ribadeneira, parecía anciana la prudencia enun rey mancebo.

Pero, sabiendo que podía errar, lo que es una muestramás de dicha virtud, llevaba siempre consigo en su cortey en las campañas militares doce varones sabios, prove-nientes de la Universidad de Salamanca, con los que con-sultaba todos sus propósitos, no para despojarse de suautoridad, siguiendo lo que le dijese la mayoría, sino paraesclarecer su inteligencia con las luces que los sabios leproporcionaban. En estos doce varones sabios tuvo ori-gen lo que luego se llamaría el Consejo Real de Castilla.

Mas no solamente tomaba parecer de sabios conseje-ros. También estaba dispuesto a seguir el de cualquier

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

vasallo, cuando la razón estaba a su favor. Incluso de lospillos aceptaba recomendaciones.

Particularmente apreciaba a uno de ellos, llamado Paja, mediopillo, medio bufón, porque entre los chistes mezclaba juiciosasadvertencias. En relación con este hombre se cuenta que, despuésde la conquista de Sevilla y de ponerse orden en la ciudad, oyó Pajaque el rey había resuelto, a instancia de los ricos, sacar de ella sucorte. Pareciéndole que si Fernando obraba así cometería un graveerror, le rogó que subiese con su séquito a una torre alta –¿quizás laGiralda?– para contemplar la belleza de la ciudad. Estando el rey enella le dijo Paja: «Bien repara vuestra alteza en que se halla aquí laflor de sus reinos, y aun con todo esto no se reconoce la ciudadbastantemente poblada, pues ¿qué será si vuestra alteza la desam-para y falta todo el séquito y concurso de su corte? Mirad, Señor,que en ninguna parte servís a Dios mejor que aquí, y que si una vezsalís de esta ciudad quizás no podréis volver a dominarla sino congran trabajo».

A lo que respondió el rey: «Siempre oí decir, y ahora creo serverdad, que de los locos salen a veces buenos consejos; y si yo note creyere, Dios no me valga; y así te prometo que en toda mi vidano saldré de aquí, y que aquí será mi sepultura». Esta anécdota nostrae el recuerdo de aquella figura tan amada por el pueblo ruso, la de«los locos de Cristo», que aprovechando su aparente insania, seanimaban a decir a todos verdades de a puño, incluido al mismo Zar,a quien nadie se hubiera atrevido a hablar con tanta desenvoltura.

Junto con la prudencia resplandeció en San Fernandola virtud de la justicia. Perdonaba con facilidad los agra-vios que recibía, como se vio a los comienzos de sureinado, en que concedió un perdón general de todas lasinjurias que le habían hecho sus vasallos, y pudiendovengarse de algunos de ellos, como por ejemplo de loscondes de Lara y de otros señores que se le habían rebe-lado, no lo hizo, sino que los colmó de favores. Perocuando la injusticia no era contra él, sino contra Dios,contra la Virgen, las viudas, o los pobres, su furor santose encendía.

Sin embargo aun esa justicia nunca se desvinculaba dela misericordia. Se ha dicho que Fernando tenía una jus-ticia misericordiosa y una misericordia justiciera, por-que castigaba con severidad a los rebeldes pero perdo-naba con piedad a los arrepentidos. Jamás su espada semanchó con sangre de inocentes, y cuando se teñía conla de los culpables, su corazón sangraba. Al castigar comojuez, no olvidaba que era padre.

En la administración de la justicia se preocupaba parti-cularmente de que los pobres no sufriesen de parte delos ricos. Entendía que la grandeza de los reyes consis-tía en ser el refugio de los inocentes y de los necesita-dos. Por eso, según señalamos antes, tenía siempre abier-to el acceso a su palacio y fácilmente concedía audien-cia a cuantos lo solicitaban, juzgando por sí mismo mu-chas veces las causas de los pobres.

Como dice el P. Ribadeneira, «Fernando era ojos delciego, pies del cojo, amparo de los huérfanos, remediode las viudas, protección de los desvalidos, remedio detodos los necesitados, padre de sus vasallos, y rey desus corazones, a los cuales cautivaba y rendía con lasuave fuerza de su amor». Jamás dejó de dar limosna alos indigentes. Por eso a veces se le representó con elcetro en la mano izquierda y con la derecha repartiendomonedas a los pordioseros que lo rodean. Él fue quienintrodujo la piadosa costumbre de lavar los pies a docepobres el Jueves Santo.

Esta inclinación le movió a no querer imponer nuevostributos a sus vasallos, sobre todo a los que no eranpudientes, según algunos ministros se lo sugerían, sopretexto de que ello era necesario para financiar la gue-rra contra los moros. «Más temo las maldiciones de unaviejecita pobre de mi reino que a todos los moros deÁfrica», decía.

3. Un rey eutrapélicoUna virtud predilecta por Fernando fue la eutrapelia.

Contrariamente a lo que por lo general se cree, la EdadMedia, época en que vivió nuestro santo, no fue una épocatristona, sino bullanguera y bohemia. Con la aparición delas primeras universidades comenzaron a pulular los es-tudiantes ligeros y vagabundos, así como los simpáticosjuglares, que iban de castillo en castillo, de convento enconvento. Fernando estuvo lejos de ser un santo tenso,estirado. Su hijo Alfonso así lo describe:

«Fue muy fermoso ome de color, en todo el cuerpo et apuesto enser bien faccionado... et sabía bien bofordar, et alancear, et tomararmas, et armarse bien et mucho apuestamente. Era muy sabidor decazar, otrosí de jugar tablas, escaques et otros juegos buenos debuenas maneras, et pagándose de omes cantadores, et sabiéndolo élfacer. Et otrosí pagándose de omes de corte, que sabían bien detrobar e cantar, et de joglares que supiesen bien tocar estrumentos, cadesto se pagaba él mucho, et entendía quien lo facía bien y quien no».

Era Fernando un hombre de porte elegante, mesuradoen el andar, gran conversador, sumamente ameno en losratos de esparcimiento. Muy apuesto jinete, se lo veíadiestro en los torneos de a caballo y en el arte de la caza.Jugaba con habilidad a las damas, el ajedrez y otros jue-gos de salón.

Gustaba particularmente de la buena música, al tiempoque sabía cantar con gracia. Parece que en su corte lamúsica alcanzó un nivel semejante a la parisiense de suprimo San Luis, que mereció tantas alabanzas en esamateria. Amigo de trovadores, se le atribuyen diversascanciones, especialmente una dedicada a la SantísimaVirgen. Sin duda que dicho talento debió haber influidono poco en la educación que dio a su hijo Alfonso, quienno sólo dominó el castellano, sino también el gallego,idioma que por su melódica pronunciación reservó parasus cantigas, como se llamaban aquellas composicionespoéticas que podían ser cantadas.

Famosas son las Cantigas de Nuestra Señora, antolo-gía mariana recopilada por Alfonso, autor, quizás, de al-gunas de las que allí se contienen. Todo ello supone enFernando una especial afición por las bellas artes, entodas sus formas. El naciente estilo gótico le debe enEspaña sus mejores catedrales. Bien ha dicho el mismoAlfonso, refiriéndose a las cualidades de su padre, que«todas estas vertudes, et gracias, et bondades puso Diosen el Rey Fernando».

A género superior de elegancia pertenece lo que, comode paso, nos cuenta también su hijo: cuando Fernandoiba a caballo con su séquito, por los caminos de España,y se topaba con gente de a pie, se hacía a un lado paraque el polvo no molestara a los caminantes. Esta escenatan delicada resulta deliciosa como soporte cultural hu-mano de un guerrero tan destacado.

4. Su colaboración con la IglesiaSan Fernando fue un rey santo, al estilo de los reyes

medievales, que comprendían su realeza como unvicariato de Dios en favor de su pueblo, en «la uniónmás estrecha con la Iglesia». No es que se dejara mane-jar por los prelados en las cosas que correspondían a sujurisdicción, donde se mostraba señorialmente indepen-diente. Pero dado que los suyos eran al mismo tiemposúbditos de él y de la Iglesia, veía la necesidad de unir sucetro al báculo episcopal, su espada a la cruz de Cristo,soporte espiritual de su gestión en el orden temporal.Aconsejándole algunos de los suyos, durante el sitio deSevilla, que se valiese de una parte de las rentas eclesiás-ticas, pues se hallaba tan falto de dinero, la necesidad eratan grande y la causa tan justa, respondió así: «De los

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eclesiásticos sólo quiero las oraciones, éstas las pediré ysolicitaré siempre, porque a sus santos sacrificios y rue-gos les debemos la mayor parte de nuestras conquistas».

Apoyóse, sobre todo, en las recién nacidas ÓrdenesMendicantes de modo que, como dice Ribadeneira,«cuando ellos con sus sagradas compañías de religiososdestruían con la palabra las herejías, Fernando con losescuadrones de sus soldados desterrase de España conlas armas el Alcorán y dilatase los términos de la fe». Deahí la decidida protección que otorgó a dichas Órdenes.Por eso hizo edificar numerosos conventos y monaste-rios de religiosos, en el convencimiento de que los tem-plos eran los alcázares de su reino, las órdenes religiosassus muros, y los coros de los religiosos los escuadro-nes, en cuyas oraciones confiaba más que en sus ar-mas, porque cantando alabanzas a Dios merecían parasu ejército las victorias. Fue la misma idea la que lo llevóa emprender la construcción de las más espléndidas ca-tedrales de España, como las de Burgos y Toledo, y qui-zás también la de León, que se comenzó bajo su reinado.No se fabricaba iglesia en que no quisiese él tener parte.Sentía un respeto muy especial por los templos y semostraba celosísimo de su carácter sagrado, procuran-do desagraviarlos cuando recibían injurias de parte delos moros.

5. Su vida interiorFernando no sólo mostró la solidez de sus virtudes en

su actuación exterior. Latía en su interior, como es lógi-co, una intensa «vida espiritual», fuente de aquellas ma-nifestaciones. Era, verdaderamente, un hombre de ora-ción. Cuando se veía enfrentado con alguna grave nece-sidad, pasaba noches enteras en la presencia de Dios,rogando por su pueblo e implorando la benevolencia di-vina. Recordemos aquella anécdota de su vida a que nosreferimos anteriormente, cuando encontrándose reteni-do en Toledo por una enfermedad, velaba de noche oran-do por los suyos. A los que le pedían que se tomase undescanso replicó: «Si yo no velo, ¿cómo podréis vosotrosdormir tranquilos?».

Los cronistas nos cuentan que luego de comulgar, te-nía la costumbre de cerrar los ojos. Un día su madre lepreguntó por qué lo hacía: «Sé que Jesucristo está den-tro de mí –le respondió–, y para hablarle cierro los ojosy le digo que Él es mi Rey y Señor, y yo su caballero, yque quiero sufrir grandes trabajos por Él en la recon-quista española contra los moros, y que su Madre glo-riosa es mi Señora». Acertado estuvo su hijo Alfonso aldecir: «En conocer a Dios nunca rey mejor le conoscióque él».

Asimismo fue admirable su devoción por la SantísimaVirgen. La amaba más que si hubiera sido su propio hijocarnal, acudiendo a ella con mayor confianza que a supropia madre terrena. Si cada caballero tiene que tenersu propia dama, María fue para Fernando la Dama desus sueños. Era la consejera de sus empresas, la com-pañera de sus jornadas, la razón de sus conquistas. Ellaestaba en el principio y en el fin de sus batallas, ya queno sólo las empezaba en nombre de Dios, sino tambiénde Nuestra Señora, y sus victorias eran como un triunfode María.

Solía llevar siempre consigo dos imágenes suyas. Laprimera era la Virgen de los Reyes, regalo exquisito desu primo San Luis; no en vano exhibe en el pie derechouna flor de lis. A esa imagen, que proclamó patrona desu ejército, le tuvo don Fernando especial devoción. Conella se entretenía en oración las horas que le dejabanlibre sus obligaciones de rey. Durante el asedio de Sevi-

lla, le hizo erigir una capilla estable en su campamento, yrenunciando a entrar primero en dicha ciudad, luego desu victoria en el campo de las armas, le cedió el honor depresidir el cortejo triunfal. Antes de morir, mandó quedepusiesen su cuerpo donde ella se encontrase. La otraimagen por él amada es la que gustaba llamar la Virgen delas Batallas, una preciosa talla de marfil, que llevaba con-sigo en los combates, colgada por un anillo del arzón dela montura del caballo, para contar con su protección enla lucha contra los enemigos de su Hijo. La Virgen de losReyes era para el campamento, y la Virgen de las Batallaspara el combate. La de los Reyes preside hoy el altar dela Capilla Real, en la catedral de Sevilla; a sus pies seconservan los restos del Santo. La de los Combates seencuentra en el pequeño museo ubicado junto a dichaCapilla.

V. Muerte y glorificaciónHemos dicho que luego de conquistar Sevilla, y cuan-

do estaba proyectando dirigirse al África, como quienprosigue el ímpetu de su Cruzada en dirección a TierraSanta, reconquistando en su transcurso zonas antigua-mente cristianas y ocupadas por el enemigo de la cruz,Fernando se sintió seriamente indispuesto. En una de lascrónicas de la época leemos:

«El católico e muy piadoso Fernando era viejo, de larga edad eapeliado con enfermedad de hidropesía, que había por el trabajo delas batallas, que siempre fisiera, por el trabajo de los muy malosmoros... E el señor JesuCristo, por quien tantas pasiones habíasufrido, quería librar a su caballero e vicario, de los peligros de estemundo, e darle reino para siempre durable entre los gloriosos már-tires e reyes, que legítima e fielmente habían peleado por amor de lafe, e de su nombre, con los muy malos moros, e recibirle en elpalacio del cielo, dándole corona de oro que mereció haber porsiempre».

Tenía entonces cincuenta años, pero su cuerpo estabadesgastado por tantas preocupaciones y combates. Lle-vaba reinando treintaycinco años en Castilla y veintidósen León, de los cuales casi treinta en campaña. Ahora sesentía muy mal, entendiendo «que era cumplido el tiem-po de la su vida, et que era llegada la hora en que había definar». Le trajeron el Santo Viático, y cuando oyó el soni-do de la campanilla, «fizo una muy grande maravillosacosa de grande humildat»: bajó del lecho, se puso derodillas, y tomando en sus manos un crucifijo, lo besórepetidas veces; luego, recorriendo los pasos de la pa-sión de Cristo, encareció la misericordia y piedad de suSeñor, y se acusó de su mala correspondencia y grandesculpas, tras lo cual confesó su fe y recibió el santo sa-cramento. Luego hizo que retirasen de su cámara todaslas insignias reales, queriendo significar con ello que de-lante de Jesucristo no hay otro rey, o que en la muertetodos son iguales, los reyes y los vasallos, los grandes ylos pequeños, los ricos y los pobres, pues todos muerendesnudos como nacieron.

Después de haber dado gracias el Señor porque lo ha-bía visitado en el sacramento, llamó a la reina doña Juanay a sus hijos, y se despidió con cariño de cada uno deellos. Particularmente se dirigió al príncipe heredero, paraexhortarlo a cumplir sus obligaciones, tanto las genera-les del reino como las particulares de su persona, el te-mor de Dios, la protección de su madre y de sus herma-nos, la reverencia a los eclesiásticos, la estima de losnobles, el amparo de los desvalidos, la administración dela justicia, la misericordia con los pobres, el culto divino,la propagación de la fe, concluyendo sus consejos conestas palabras:

«Señor, te dejo de toda la tierra de mar acá, que ganaron los morosdesde el rey don Rodrigo. Toda queda debajo de tu dominio, parte

San Fernando

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosconquistada y parte tributaria. Si la conservares en el estado en quete la dejo, serás tan buen rey como yo; si ganares más, serás mejorrey que yo; si la menoscabares, no serás tan buen rey como yo».

Rogó entonces que le pusieran una vela encendida enla mano, y levantando los ojos al cielo dijo: «Señor, dístemereino, honra y poder sin merecimientos. Todo cuantome diste te entrego, y te pido, al entregarte mi alma, queseas servido de usar con ella de tu divina misericordia».Luego se volvió a los circunstantes y humildemente lespidió que si a algunos de ellos los había agraviado enalgo, le perdonasen. Mandó después a los sacerdotesque entonasen las letanías de los santos y el Te Deum, yal segundo verso de este himno, cerró apaciblementesus ojos para siempre. Era el 30 de mayo de 1252. Can-tos celestiales –cuenta la tradición– se oyeron en la no-che sevillana, «mandando Dios a sus ángeles que fuesenlos primeros cronistas de sus heroicas virtudes». Noscomplace pensar que al escribir estas páginas estamoscontinuando dicho concierto.

Divulgóse la muerte del santo rey por todo el mundo,y tanto el Papa como los reyes y príncipes cristianosquedaron consternados. Incluso los infieles mostraronsu dolor. Alhamar, rey de Granada, al enterarse de ello,mandó hacer en su reino grandes demostraciones de con-dolencia, y envió cien moros nobles, ricamente vesti-dos, para que con cirios blancos asistiesen a sus exe-quias.

El pueblo lo canonizó espontánea e inmediatamente,llamándolo Fernando el Santo; jurídicamente fue decla-rado tal en el siglo XVIII. La Cantiga 292, redactada porAlfonso X, tiene todo el aire de un glorioso canto final ala figura de su padre. Allí dice «cómo el rey don Fernan-do se apareció en visión al tesorero de Sevilla y al maes-tro Jorge para que le quitasen el anillo de su dedo y lopusiesen en el dedo de la imagen de Santa María». En-salza también su devoción a la Virgen, cuya imagen lle-vaba siempre consigo, recordando con cuánta piedad laentronizaba en las mezquitas de todas las ciudades queconquistaba a los moros. Ninguno de los elogios que letributó su hijo sea quizás tan elocuente como éste: «Noconoció el vicio ni el ocio».

Justamente descansaba ahora aquel que siempre habíatrotado y galopado al servicio de su Rey eterno y de sutierra natal, siempre en campaña con las armas en lamano, singularmente favorecido por Dios, en quien ha-bía puesto su confianza, mucho más que en sus mesnadas.

Señala Ribadeneira un dato curioso de la historia polí-tica y de la historia de la Cristiandad. El mismo Dios quehizo santo a San Luis, rey de Francia, lo hizo santo aFernando, su primo. ¡Pero cuán diversos caminos loscondujo a la santidad y los llevó a la gloria! A San Luis,por el camino de los infortunios humanos, y a San Fer-nando por el camino de las venturas. San Fernando noentabló batalla que no venciese, ni sitió fortaleza que notomase, ni acometió reino que no conquistase. San Luis,al contrario, fue reiteradamente derrotado por sus ene-migos, debiendo retirarse de las ciudades que había ocu-pado, y desistir de las conquistas iniciadas. San Luis pa-deció en sus ejércitos hambre y peste, a tal punto queesta última lo hirió al mismo rey; San Fernando, en cam-bio, durante los treinta y cinco años de su reinado, sóloconoció la prosperidad en sus ejércitos y en su reino, queno padecieron hambre, ni peste, ni otros males, sino gran-de abundancia y bienestar.

«No digo cuál es mayor camino para conseguir la santidad; perodigo que es más dificultoso conservar la santidad entre las prospe-ridades, que entre los trabajos; y el mismo conservar y aumentar lasantidad entre las prosperidades, es señal de grande y extraordina-

ria perfección». Cita acá el docto jesuita un dicho de San Agustín:«Propio es de una gran virtud luchar con la felicidad, y gran felici-dad no ser vencido de la felicidad». Y también: «Ninguna infelici-dad quebranta al que ninguna felicidad corrompe». Lo que así co-menta: «Con que esta batalla y esta victoria tuvo más nuestrosanto rey, que luchando continuamente con sus felicidades nuncafue vencido de ellas, antes venció a sus mismas victorias y triunfóde sus mismos triunfos. Quiso Dios en estos dos reyes mostrarque es señor de las prosperidades y de las desgracias, y que no haycamino por donde no puedan ir los hombres a la gloria, si su gracialos lleva de la mano, como llevaba a Fernando, dándole felicidadespara que las pisase, dándole triunfos para que no se desvaneciesecon ellos, y dándole coronas para que las pusiese primero a los piesde Cristo, que en su cabeza. ¡Oh santísimo y felicísimo Fernando,muchas veces feliz y muchas veces santo! Feliz, porque no perdis-te entre las felicidades la santidad, y santo, porque sujetase con lasantidad la felicidad».

No podemos menos que coincidir con lo que siguediciendo Ribadeneira cuando considera a Fernando elpríncipe más cabal que hayan conocido los siglos, siconsideramos la rara y poco frecuente unión de tantascualidades naturales y sobrenaturales, porque algunospríncipes fueron valerosos pero no santos, otros santospero no afortunados, algunos sabios pero no guerreros,otros fuertes en la milicia pero sin el adorno de las letras,no pocos en lo natural perfectos y en lo sobrenaturalviciosos. Fernando fue en lo natural un hombre varonil yde gran belleza física, animoso, afable, cortés, culto, mag-nánimo y liberal. Y a ello se sumó una elevada santidad,«porque no le faltó ninguna virtud de las que se deseanen un rey y en un santo, las cuales son más admirablespor ser en un santo rey».

Se santificó, por cierto, a través del buen gobierno,pero sobre todo a través del buen combate, de la milicia.Enfermo ya de muerte, se declaraba a sí mismo caballe-ro de Cristo, siervo de Santa María, alférez de Santiago.Cuando todavía corría con sus huestes por los camposde Andalucía, el papa Gregorio IX, declarándose entera-do del «celo y fervor de devoción que abrasa a nuestrocarísimo hijo el ilustre rey de Castilla y León», en carta alos obispos de Toledo, Burgos y Osma, le llamó atletade Cristo.

Bien ha escrito Ribadeneira, que «rara vez se ve la de-voción armada de acero, y la oración marchar al son delas trompetas y cajas; mas Fernando, de las campañashacía oratorio, y entre el ruido de las armas se oían susclamores en el cielo».

Por eso, reiterémoslo, nuestro santo rey es uno de esosraros modelos humanos que conjugan en tan alto gradola prudencia del gobernante, el heroísmo del guerrero, yla entrega generosa del santo, uno de los injertos másfelices, por así decirlo, de los dones y virtudes sobrena-turales en las cualidades y virtudes humanas.

Los restos de Fernando descansan en la catedral deSevilla. Sobre su tumba se grabó un epitafio, por man-dato de su hijo, don Alfonso, escrito en lengua latina,hebrea y castellana:

«Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiellae de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murciae de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, e el másverdadero, e el más franco, e el más esforzado, e el más apuesto, eel más granado, e el más sofrido, e el más omildoso, e el que mástemie a Dios, e el que más le facía servicio, e el que quebrantó edestruyó a todos sus enemigos, e el que alzó y onró a todos susamigos, e conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de todaEspaña, e passó hi en el postrimero día de Mayo, en la era de mil eCC et noventa años».

La actual catedral de Sevilla no es la que el rey Fernan-do conoció en vida. Aquélla se encontraba en el interiorde la mezquita mora, al igual que en Córdoba. Pero comoa comienzos del siglo XV todo el edificio, catedral y

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mezquita, amenazaba con derrumbarse, un canónigo pro-puso: «Hagamos una iglesia tal que los que la vieren la-brada nos tengan por locos». Dicha iglesia se comenzóen 1402, y en 1506 se dio por terminada.

En 1526, se hizo presente en Sevilla el emperador Car-los V de Alemania y I de España, que fue allí para casar-se con Isabel de Portugal. Tras visitar las dependencias,dispuso la construcción de una Capilla Real, en lugaraparte pero dentro del templo catedralicio, con el fin deque cobijara los restos de su venerado antecesor SanFernando. Hasta entonces, éstos se encontraban, al pa-recer, en un salón alto, sobre el Patio de los Naranjos,vecino a la antigua mezquita mora que, como dijimos,por peligro de derrumbe había sido demolida, a diferen-cia de la de Córdoba, hoy subsistente.

El 14 de junio de 1579, Felipe II ordenó que se cele-brase el traslado de los restos de Fernando a la CapillaReal, ya terminada. Llevaron allí el cuerpo incorruptodel Santo, así como los restos de su mujer, Beatriz deSuabia, los de Alfonso X el Sabio, juntamente con laimagen de la Virgen de los Reyes, las reliquias de SanLeandro, la pequeña imagen de marfil de la Virgen de lasBatallas, el estandarte de Fernando, su victoriosa espa-da, y las llaves que le entregó el rey moro Alxataf. En esacapilla tuvimos el honor de celebrar varias veces el San-to Sacrificio de la Misa, a los pies de la Virgen de losReyes, y muy junto al sepulcro del Santo.

Con frecuencia se ha representado a San Fernandocon la espada en la mano derecha y el globo del mundoen la izquierda. En la época del Santo, la espada era con-siderada como el arma ilustre por excelencia. Sobre ellalos nobles prestaban juramento de fidelidad y con ellaeran armados caballeros. En su pomo solían introducirreliquias de santos; de ahí la costumbre de besarla antesde la batalla. Algunas espadas han pasado a la celebridadjunto a los afamados guerreros que las blandieron: laTizona y la Colada del Cid Campeador, la Joyeuse deCarlomagno, la Scalebor del rey Arturo, la Durindana deRoldán.

Sevilla conserva en su catedral, como hemos dicho, laespada legendaria e invicta de Fernando III. Todos losaños, el 23 de noviembre, día en que el glorioso reyentró en Sevilla, es solemnemente paseada por las navesdel templo catedralicio. En cuanto al globo del mundo,que la imagen del Santo lleva en la mano izquierda, po-demos ver allí insinuada, si bien de manera profética, laconquista del Nuevo Mundo, ya que América estaba enla página de atrás de la conquista de Sevilla. Por eso noresulta peregrino considerarnos, con pleno derecho, hi-jos de San Fernando III, rey de Castilla.

Obras ConsultadasPedro de Ribadeneira, La Leyenda Áurea, 30 de

mayo, San Fernando.Celso García, Fernando III el Santo, Araluce, Barce-

lona 1948.Carlos Ros, Fernando III el Santo, Anel, Granada

1990.

A San FernandoBerenguela cubría de recatosuna cuna con bríos imperiales.Y llegaban al hijo sus relatoscomo sones pujantes de arrebatosdel torreón de los campos celestiales.

Viene el alba por Burgos, en Las Huelgasciñe acero, loriga, limpio brial.España es un olor de madreselvascautivo entre los moros y las sierrasque espera al Caballero del Grial.

Ya le llega de frente, entre pendones,va en su escolta quien dicen es Santiago,o el Estado Mayor de las razonescon que amar a la patria en los hondonesaunque duela el amor dolor aciago.

Las campanas regresan a su oficio.Las cruces se levantan en Jaén.Sevilla es un católico epinicio,y a su paso la Fe, como el indiciode un alcázar o muro o terraplén.

A los pobres del reyno tu desvelo,el Fuero Juzgo a todos, las Partidas,al infiel la Cruzada y el anhelode servir de sostén y de consueloen la noche del llanto y las heridas.

Que otra vez del arzón de tu monturapenda la Virgen de las Mil Batallas,que una cantiga por cabalgaduranos ponga en marcha fatigosa y duracargados de esperanzas y de agallas.

Porque el siglo da reyes sin alteza,da pastores sin sangre ni certezade la cruz luminosa del martirio.Acaso pueda entonces tu enterezapurificar el barro como el lirio.

Antonio Caponnetto

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Santa Catalina de Siena

Con temor y temblor nos aprestamos a esbozar la sem-blanza de esta Santa, tan encantadora como apabullante,de esta «allegra e festosa vergine», según garbosamente ladenominó uno de sus contemporáneos. No son demasia-do numerosas sus biografías. La principal se la debemosa fray Raimundo de Capua, una de las glorias de la Ordende Santo Domingo, «el padre de su alma», confidente ydirector espiritual suyo durante los seis últimos años desu vida. El libro que le dedicó se llama «Leyenda de San-ta Catalina». La palabra «leyenda» no debe entenderseen el sentido que hoy le damos. –Leyenda, legenda, enlatín– significa «lo que hay que leer sobre Catalina», comose llama «leyenda» el texto que figura al pie de un grabado.

Santa Catalina de Siena

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Nació Catalina en Siena el 25 de marzo de 1347, en lacasa de su padre, el tintorero Giacomo Benincasa. Sumadre, Lapa di Puccio del Piagenti, era familiarmentellamada Monna Lapa. Como Catalina fue la vigésimo-cuarta y última hija de dicho matrimonio, doña Lapa lacrió por sí misma, cosa que no tuvo tiempo de hacercon los demás hijos, dada la frecuencia de los partos.Era Catalina una niña vivaz y simpática, tan graciosa,que la llamaban Eufrosina, que es el nombre de una delas Gracias veneradas por losgriegos. Todos los vecinosla querían.

Poco sabemos de los primeros años de su vida. Noscuenta su biógrafo que a los cinco o seis años tuvo unavisión: encima de la iglesia de Santo Domingo, Cristo sele mostró en ornamentos pontificales, bendiciéndola ensilencio, a la manera de un Obispo en su catedral. Tal fuesu «visión inaugural», el preanuncio de una vocaciónespecial en la Iglesia. Hizo entonces voto de virginidad,recluyéndose en la soledad y mortificando su cuerpo.Su madre no quería saber nada de este género de vida,de modo que cuando llegó a la adolescencia, no vacilóen buscarle un joven de excelente familia. En conniven-cia con Monna Lapa, su hermana trató de convencerla deque tenía que arreglarse un poco más, cuidar mejor sumodo de vestir, etc. Catalina no se opuso, al punto de queun aire de mundanidad entibió su primera decisión. Peroello duró poco.

La muerte de una de sus hermanas casadas, a raíz deun parto, la volvió a su proyecto inicial. Como signo dedicho propósito, se cortó sus cabellos rubios. Molestósesobremanera la familia Benincasa, sobre todo su madre.Resolvieron que ya no tendría un cuarto propio ni la ayu-daría la empleada de la casa, por lo que pasó a ser unaespecie de sirvienta. La tratarían con dureza, hasta quecabiase de opinión. Para soportar esta prueba, Catalinase figuró que vivía en la casa de Nazaret, y que suspadres representaban a María y a José. Con este espíritusubía y bajaba la escalera, preparaba las comidas, lavabala ropa, haciendo de su cuarto, de cinco metros de largopor tres de ancho, una especie de celda personal. Du-rante el día, un banco le servía de mesa, y por la nochese tendía sobre él, con un leño como almohada. Se mor-tificaba asimismo en las comidas. No quiere decir estoque la vida espiritual transcurriera serena. Las tentacio-nes del demonio arreciaban.

A la sazón, había en Siena varias Órdenes Religiosas.Ella prefería decididamente a la Orden de Santo Domin-go. En 1363, aproximadamente, ingresó en las Tercia-rias Dominicas. La gente las llamaba Mantellate, por elmanto negro que llevaban sobre el hábito blanco. No eraello algo insólito, ya que en la Edad Media, contraria-mente a lo que se piensa, la variedad de los trajes y colo-res era mucho mayor que la de hoy. Las terciarias vi-vían, según reglas propias, bajo una superiora y un di-rector espiritual, pero sin abandonar la casa familiar. Unavez más, sus padres se opusieron. Ella les dijo que «lessería más fácil derretir una piedra que hacerla vacilar ensu propósito».

Se entregó, pues, a la vida retirada, en el trabajo do-méstico, en el servicio a los enfermos y a los pobres, asícomo también al apostolado. El ambiente de Siena eramuy aldeano. La manera de comportarse de Catalina nodejaba de resultar llamativa. En los corrillos de barrio secuchicheaba: ¡qué rara, qué extraña la hija del tintorero!Pero por otro lado su figura comenzó a llamar la aten-ción en sentido positivo, a tal punto que algunas damasde la nobleza e incluso sacerdotes empezaron a visitarla.Al margen de ello, Catalina seguía progresando espiri-

tualmente. Se sabe cómo en aquellas épocas y hasta nohace mucho, era rara la comunión frecuente, sólo reser-vada a las almas más perfectas.

Ella acudía habitualmente a la iglesia vecina de SantoDomingo para asistir a la Santa Misa. Día a día se inten-sificaba su «hambre de Cristo». En cierta ocasión, cuandoel sacerdote dijo: «Señor, no soy digno de que entres enmi casa...», ella, haciendo eco a aquellas palabras, repi-tió para sus adentros, mientras fijaba sus ojos en la Hos-tia: «Realmente, no soy digna». Entonces escuchó queCristo le decía: «Pero yo sí soy digno de que entres enmí», al mismo tiempo que sentía que una hostia estabasobre sus labios. Esto se repitió en distintas ocasiones.Algunas personas atestiguarían que vieron que la hostiaiba por sí sola a la boca de Catalina; atravesando el espa-cio, buscaba sus labios, «como la abeja busca la flor», aldecir de Johannes Jörgensen, el gran biógrafo de la Santa.

Su vida oculta, de incesante crecimiento espiritual,culminó al cumplir los veinte años, donde celebró susbodas con Cristo. Fue en 1367, cuando el Señor se leapareció y le dijo que porque había despreciado las vani-dades del siglo, venía a desposarla. La Santísima Virgenla tomó de la mano y la presentó a su divino Hijo, quienle puso un anillo en el dedo mientras le decía: «Yo, tuCreador y Salvador, te desposo conmigo en la fe». Sonlas mismas palabras con que en el Antiguo TestamentoDios quiso mostrar su designio de unirseesponsaliciamente con su pueblo elegido (cf. Os 2, 20).Luego agregó: «Conserva intacta esta fe, seme fiel hastaque vengas al cielo a celebrar conmigo las bodas eter-nas».

Comienza así el período místico de su vida espiritual.Catalina gustaba repetir con frecuencia las palabras delSalmista: «Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Ps 50,12), suplicándole que le quitase su propio corazón y lediese el suyo en cambio. Al año siguiente de su desposo-rio con Cristo, sintió que el Señor se le hacía presente, letomaba su corazón y lo llevaba consigo. Durante dosdías le pareció como que vivía sin corazón, hasta que eltercero, luego de oír la misa en la Cappella delle Volte,una de las capillas de la iglesia de Santo Domingo, con-templó al Señor delante de ella, teniendo en sus manosun corazón rojo y resplandeciente. Acercándose a la San-ta, le abrió el pecho y le dijo: «Hija mía, el otro día tequité tu corazón, hoy te doy el mío a cambio». ¡Un ver-dadero transplante de corazón! Desde entonces ya nodecía como antes: «Señor, te doy mi corazón» sino: «Diosmío, te doy tu corazón», porque advertía que la volun-tad y los afectos de su divino Esposo le habían sido da-dos en lugar de su voluntad y sus afectos humanos. Alrecibir la comunión, los que estaban cerca de ella escu-chaban las palpitaciones gozosas del Corazón de Jesús,escondido en el costado de su esposa virgen.

Cuando se entra en la iglesia de Santo Domingo, se veaún la puerta que da acceso a la capilla donde sucediótodo esto. Allí se lee esta inscripción: «Catalina subíaestas escaleras para venir a rezar a Cristo, su Esposo».Es la capilla en que las Mantellate tenían cada día susencuentros de oración. Fue allí donde Catalina había re-cibido, cuando tenía 16 años, el hábito de las terciariasdominicas. En adelante no se separaría más de Jesús,viviendo permanentemente a su lado. A veces esa com-pañía se hacía visible, como en aquel día dichoso enque, leyendo su breviario y paseándose por la capilla, sedio cuenta de que había alguien junto a ella. Era Jesús,en persona. Como dos sacerdotes que rezan juntos elOficio Divino, ambos caminaban, una al lado del otro,sobre el piso de ladrillo de la capilla. Al final de cada

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salmo, cuando se debía decir «Gloria al Padre, y al Hijo,y al Espíritu Santo», Catalina modificaba las palabras, einclinándose profundamente hacia Jesús, decía conmo-vida: «Gloria al Padre, a ti y al Espíritu Santo...».

Se ha sostenido que en su breve vida de 33 años Catalina viviósucesivamente las tres etapas clásicas de la vida espiritual. De los6 a los 16 años, la vía purgativa. En el umbral de dicha vía encontra-mos las vicisitudes de las tentaciones y la ulterior temporada detibieza y de cierta mundanidad. A raíz de la muerte de su hermanallegó el momento de la «conversión», cultivando desde entoncesuna devoción muy particular por María Magdalena, «pecadora»como ella. Tras cortar su hermosa cabellera, se lanzó a una vida deabstinencia y mortificación. La segunda etapa, la de la vía ilumi-nativa, comienza con su ingreso en la Tercera Orden de SantoDomingo. Es la época de solidificación de las virtudes. La tercera,la de la vía unitiva, desde los 21 años en adelante, se inaugura consu desposorio místico y culmina en su santa muerte. Trátase deuna división quizás demasiado convencional, pero que en algo pue-de contribuir a una mejor inteligencia de su proceso espiritual.

Volvamos a sus desposorios místicos. El Esposo divi-no no quería reservarla tan sólo para sí. Le encomendótambién una misión apostólica. Los doce años que com-pletaron el resto de su breve vida serían empleados en elbien de las almas y de la Iglesia universal. Así se lo dijo elSeñor:

«Mira, hija mía, los trigos se doblan sobre las colinas y la cose-cha es grande, la salvación de muchos exige tu vuelta; ya no llevarásmás el género de vida que has llevado hasta aquí; no volverás aencerrarte en una celda incluso por la salvación de las almas; ten-drás que dejar tu ciudad natal y viajar de ciudad en ciudad según yote lo ordene, pero yo estaré siempre contigo. Vivirás entre lasmultitudes llevando el honor de mi nombre ante los pequeños y losgrandes... Te presentarás a los Pontífices, a los que gobiernan laIglesia y al pueblo cristiano, pues quiero, según mi costumbre,confundir con el débil el orgullo de los fuertes».

Bien observa Raimundo de Capua que el mismo Cristoque antes se le aparecía en su celda, se presenta ahora asu puerta y le suplica que la abra, no para que Él entre,sino para que ella salga. El amor de caridad, le explicó,es bipolar, abarca a Dios y a los hombres; habría dehacer el camino con los dos pies, volar con las dos alas.Ella sólo atinó a decir: «He aquí la esclava del Señor».Su estado de terciaria dominica le permitía llevar la vidaactiva que el Señor le encomendaba, abrevándose en elespíritu contemplativo de la gloriosa Orden que tantoamaba.

A partir de entonces comenzó a crecer el círculo de sus allegados.En el grupo de sus amigos y discípulos había hombres y mujeres,intelectuales, artistas y aristócratas, hombres de pueblo y huma-nistas. Nombremos, entre otros, a personas tan distintas comoNeri di Landoccio, poeta agraciado, y Francesco di Messer Vanni,calavera convertido. El humor italiano, siempre ocurrente, forjaríapara ellos el nombre de «caterinati». Los miembros de esta «bellabrigata» comenzaron a llamarla «mamma». Cuando le escribían ledecían «dolcissima mamma». Ella tenía plena conciencia de sumaternidad. «Me pides que te reciba por hijo mío –le escribe a Neridi Landoccio–. Soy, en verdad, indigna de ello ya que no soy sinouna pobre miserable, pero te recibo y te recibo con un tierno amor.Me comprometo ante Dios a responder de todas las faltas que hascometido o que cometerás». En cierta ocasión, la madre de uno desus seguidores estaba impaciente por la larga ausencia de su hijo.Catalina le mandó una esquela: «Tú, madre, le diste a luz una vez,y yo quiero darle a luz a él, a ti, y a toda la familia, por las lágrimasy el sudor, por la incesante oración y el deseo de tu salvación».

Entendió su vida como una ininterrumpida gestaciónde almas. «Hasta la muerte quiero continuar con lágri-mas poniendo discípulos en el mundo», decía. A todoslos llamaba sus hijos, sus hijas. Solamente cuando eransacerdotes, los llamaba primero «padre mío», por res-peto al sacramento del Orden, «pero te llamaré tambiénhijo mío –le escribe a uno de ellos– porque te doy la vidapor continuas oraciones y por mis deseos en la presen-cia de Dios, como una madre engendra a sus hijos». No

de otra manera se las hubo con fray Raimundo de Capua,su confesor y director espiritual, y que luego sería Maes-tro General de la Orden de Santo Domingo. Le llamabaen sus cartas «padre e hijo queridísimo en Jesucristo».Era padre cuando veía en él al confesor y director espiri-tual, pero cuando consideraba al discípulo atento a reco-ger sus lecciones de vida espiritual lo llamaba con ternu-ra «hijo mío». Y Raimundo sólo se dirigía a ella llamán-dola madre. Este claro sentido de maternidad, que nacióen el corazón de Catalina, señala el tránsito de la vida depura contemplación a la vida mixta, activa y contemplativaa la vez.

A partir del año 1371 su influjo comenzó a extendersepor doquier, llegando hasta los Papas y los gobernantesde diversas ciudades o naciones. Desde entonces vere-mos a la virgen sienesa caminando por los caminos de-solados de la Italia trágica y de la Francia enlutada deaquellos tiempos, con los ojos puestos en la salvación delas almas y de los pueblos.

El 1º de abril de 1357 ocurrió un hecho capital: Catali-na recibió los estigmas de Cristo. Fue pocos días des-pués de llegar a Pisa. Fray Raimundo estaba celebrandola Santa Misa. Luego de comulgar, Catalina se puso derodillas y extendiendo sus brazos en forma de cruz, en-tró en trance y se desplomó. Al retornar en sí, le dijo aRaimundo en voz baja: «Sabed, padre mío, que por mi-sericordia de nuestro Señor Jesucristo llevo sus llagas enmi cuerpo». Le explicó cómo había visto a Cristo cruci-ficado; desde sus llagas, cinco rayos de sangre se habíandirigido hacia sus manos, pies y costado. Ella le suplicóal Señor que esas llagas no apareciesen visiblemente ensu cuerpo. Dichas llagas compensarían las llagas de laIglesia y de la Cristiandad. Tantos pecados pedían san-gre y más sangre. Más adelante veremos cómo la pala-bra «sangre» aparecerá con llamativa frecuencia en suepistolario, la suya unida a la de Cristo, para la redencióndel mundo.

Catalina seguía recorriendo ciudades, Florencia, Luc-ca... Luego de insistentes gestiones suyas, la Corte pon-tificia dejó por fin Aviñón, y el Papa se instaló de nuevoen Roma. Sin embargo las cosas no se aquietaron, alpunto que se produjo un Cisma en la Iglesia, con la apa-rición de un antipapa. Ella, espiritualmente desgarrada yen grave estado de salud, llegó a Roma en 1378, conveinticinco de sus discípulos. Los éxtasis se hicieron másfrecuentes. Les pidió entonces a los jóvenes que la ro-deaban que estuviesen junto a ella durante dichos trancesy transcribieran lo que iba diciendo.

Así, a lo largo de cinco días, mientras contemplabamisterios inefables, fue dictando lo que luego sería todoun volumen, una de las obras más divinas que han salidode manos humanas, el libro del Diálogo, donde se trans-criben sus coloquios con Dios, y las respuestas que Diosiba dando a sus preguntas. Allí se contienen las enseñan-zas que ella recibió a lo largo de toda su vida, por cami-nos ordinarios o extraordinarios.

Ulteriormente sus discípulos recopilarían su corres-pondencia, unas 400 cartas que dirigiera a Papas, carde-nales, príncipes, ciudades, nobles y gente del pueblo,uno de los documentos más singulares de un alma y deuna época. De Catalina nos han quedado también unas30 oraciones, llamadas Elevaciones, tomadas al vuelopor sus secretarios cuando ella, arrebatada, oraba en vozalta.

Llegamos al año 1380. Catalina se sentía exhausta. Sinembargo, sobreponiéndose a sí misma, acudía diariamentea la basílica de San Pedro. En una de esas ocasiones,

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estando allí arrodillada, extática, se sintió como aplasta-da por el peso de la nave de la Iglesia, que Dios permitiógravitase sobre sus pobres hombros de mujer. Poco des-pués ofreció su vida por la Iglesia, y encomendando suespíritu al Padre, falleció. Era el 29 de abril de aquel año.

Tras este pantallazo histórico, adentrémonos en su idea-rio espiritual.

I. «Tú eres la que no eres»Impresiona ver a esta mujer tan llena de bríos, que por

una parte no teme dirigirse a los Papas y príncipes connoble altivez, y por otra se muestra profundamente con-vencida de su nada frente a Dios y sus representantes.Dicha tesitura se vuelve ininteligible si no se tiene encuenta las raíces de su espiritualidad.

1. El misterio de la creaciónPorque Catalina se considera a sí misma sólo desde el

prisma de Dios. De ahí su atención prevalente al miste-rio de la Santísima Trinidad. Podríase decir que toda suvida se polarizó en la contemplación amorosa de dichomisterio. Cualquiera fuese el asunto que cayese en elárea de sus meditaciones: la Pasión de Cristo, los privile-gios de María, las desventuras de la Iglesia, todo lo mi-raba a la luz de aquel misterio. Por lo demás, de las pági-nas que dejó escritas, las más inspiradas son las que a élse vinculan.

Si bien a veces se refiere a la Trinidad en sí misma,por lo general gusta verla en relación con el hombre porElla creado. El hombre, escribe, fue hecho a su imageny semejanza, a fin de que por las tres potencias que po-see en su alma única, llevara el sello de la Trinidad y de laUnidad de Dios. ¿Qué novedad hay en esto?, se pregun-tará alguno. Ninguna, por cierto. El catecismo nos ense-ña lo mismo, los teólogos tratan de expresarlo de unamanera más adecuada. Pero el que una joven se com-plazca en hablar de ello en sus cartas, que lo use dealimento para su vida espiritual, que lo presente una ymil veces de manera apasionada pero siempre bajo laortodoxia más estricta, no deja de resultar admirable.Máxime que sus decires llevan el sello de su espontaneidady de su gracia. Aún hoy la lectura de esas referenciastrinitarias nos conmueve, nos emociona; brotando de sullama interior, aparecen revestidas de esplendor y de belle-za.

Catalina destaca la iniciativa de Dios en la creación.«Yo te amé sin ser amado». Nadie pudo pedirle que locrease, que lo amase. La Santa pone estas palabras enlabios de Dios: «Mirándome a mí mismo, me enamoréde mi creatura... y me plugo crearla». Creación asom-brosa ésta, donde el Creador quiso dejar su impronta enla creatura. Como nos decía más arriba la Santa, Dios,en cuanto Trino, se refleja en las tres facultades del hom-bre, y en cuanto Uno, en su unidad. Por estas tres facul-tades no sólo el hombre se le asemeja, sino que ademásse une a Él. Por la memoria, se asemeja y se une alPadre, a quien se le atribuye el Poder. Por la inteligencia,se asemeja y se une al Hijo, a quien se le atribuye laSabiduría. Por la voluntad, se asemeja y se une al Espí-ritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, a quien se le atri-buye la Clemencia. Con frecuencia vuelve Catalina so-bre este tema. Las tres potencias actúan una sobre laotra: la memoria despierta la inteligencia y ésta inclina ala voluntad, como si dijera: «Si tú quieres amar, yo voy aofrecerte el bien que pueda ser objeto de tu amor». Loque Dios quiere es que las tres potencias se reúnan ennombre suyo. Congregadas la memoria que recuerda, lainteligencia que ve, y la voluntad que ama, el alma ade-

lanta en la virtud porque Él está en medio de ellas, diceen el Diálogo.

Es el espejo de la Trinidad donde el hombre mejor seconoce. «Para mirarme en él lo tengo con la mano delamor», escribe la Santa. Imagen típicamente femenina,si bien exquisitamente sobrenaturalizada. ¡Catalina se miraen la Trinidad como en un espejo que sostiene con lamano del amor!

2. La nada originalSeñala la Santa que la creación es un gesto que se

continúa a lo largo de los siglos. Dios no nos creó yluego nos dejó abandonados. El amor que nos tiene essemejante al que nos tiene Cristo, quien al morir terminócon su pena pero no con el deseo de nuestra salvación,que mantiene para siempre en el cielo. En una de susrevelaciones, Dios le dijo a Catalina: «Si el afecto de micaridad hubiera terminado y cesado para vosotros, en-tonces no existiríais. Pero mi amor os creó y mi amor osconserva». Esta idea halla siempre expresiones nuevas yvigorosas en los escritos de la Santa. Y junto con ella, omejor, cual consecuencia de ella, la conciencia de nues-tra nada. Lo único propio nuestro es la nada. CuentaRaimundo de Capua que, en cierta ocasión, dialogandocon el Señor, Catalina le preguntó: «¿Quién soy, Señor,quién soy? Y tú, Señor, ¿quién eres?». Hízose un silencioprofundo en su habitación. La respuesta llegó lenta ysolemne: «Hija mía, tú eres la que no eres y yo soy el quesoy». En el Diálogo, el Señor es más explícito, si cabe:«Éste es el camino para llegar al perfecto conocimientoy a gustar de mí, vida eterna; que jamás te salgas delconocimiento de ti, y, una vez hundida en el valle de lahumildad, me conozcas a mí en ti».

Tal es la primera razón de la humildad, sobre la cualCatalina edificaría su vida espiritual y sus designios apos-tólicos, nuestra condición de creaturas. Pero hay un se-gundo motivo, y es nuestra condición de pecadores, elenvilecimiento en que hemos venido a parar por nues-tros pecados. Como le dijo el Señor: «En la dignidad desu ser [el hombre] gusta mi inestimable bondad y la ca-ridad increada con que yo le saqué de la nada. A la vistade su miseria, encuentra y gusta mi misericordia». Y tam-bién: «Yo soy el que soy, y ninguna cosa ha sido hechasin mí, más que el pecado, que no es». Por eso, en cartaa un pecador, le escribía Catalina que siendo el pecadonada, él se había reducido a la nada, porque en ciertamanera se había quitado la vida, dándose la muerte de laculpa. El pecado es una especie de retorno a la nadaprimordial, una recaída en el no-ser, según dirá en otrade sus cartas: «La criatura se convierte en lo que ama. Siamo el pecado, que es nada, he aquí que me conviertoen nada».

Como se ve, la humildad no es para Catalina una sim-ple actitud afectada. Es el conocimiento fundamental, alque accede la inteligencia cuando considera la grandezadel Dios trino y uno. Por eso su oración es siempre tanrespetuosa y humilde, penetrada de santo temor: «¡OhDeidad! ¡Deidad! ¡Inefable Deidad! Tú eres la sabiduríasoberana, yo una ignorante y miserable criatura. Tú eresla soberana y eterna Bondad. Yo soy la muerte y tú lavida; yo las tinieblas, tú la luz... Tú eres la belleza purísi-ma y yo sólo soy una sórdida criatura. Por amor inefableme has sacado de ti mismo...». Tal era el sentimientoque la impregnaba. En cierta ocasión le oyeron decir lue-go de comulgar: «Soy la que no es; tú eres el que es.Comunícate a mí a fin de que pueda cantar tus alaban-zas». Toda su vida sería, por cierto, un canto ininte-rrumpido de alabanza. Pero dicha alabanza brotó de la

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conciencia de su nada.Claro que el solo pensamiento de la propia miseria no deja de ser

peligroso. Como le dice a un corresponsal, en una de sus cartas:«Yo quiero que veas tu noser, tu negligencia y tu ignorancia; perono quiero que los veas con tinieblas de confusión, sino con la luz dela infinita bondad de Dios, que debes encontrar en ti mismo. Eldemonio no quiere más que esto, que tú llegaras sólo al conoci-miento de tus miserias, sin más condimento. Pero el conocimientopropio ha de ir siempre sazonado con la esperanza en la misericor-dia de Dios».

Por otra parte, si ser humilde es anonadarse, o mejor,reconocer la nada original, ello no basta, ya que esa nadaes mero vacío. Necesita llenarse de algo. O se llena conlas cosas del mundo o se deja colmar por Dios. Quienpone su esperanza en las cosas finitas, vanas y transito-rias, la pone en cosas que no son más que agua quecorre incesantemente; «como ellas corre también el hom-bre, aunque a él le parezca que son las cosas creadasque ama las que fluyen, sin percatarse que es precisa-mente él quien corre incesantemente hacia el término dela muerte». La nada primordial, ahondada por el pecado,no se verá colmada, aunque el hombre posea el mundoentero. «No se puede saciar –le dice Dios, según se leeen el Diálogo–, porque ama cosas que son menos queél, ya que todas las cosas creadas han sido hechas poramor del hombre, para que le sirvan y no para que hagande él su esclavo; el hombre me debe servir a mí, que soysu fin». En el fondo, le enseña el Señor, esos hombresempobrecen y matan su alma, son crueles consigo mis-mos, «le quitan la dignidad de lo infinito y le hacen fini-to; es decir, que su deseo, que debería estar unido a mí,que soy Bien infinito, lo une y lo pone, por afecto deamor, en la cosa finita».

La humildad es la condición de acceso a la vocacióndivina del hombre, la base de todas las virtudes. Sólo ellanos defiende de la gran tentación, la del orgullo. ¿Cómoel orgullo hubiera podido hallar cabida en el alma de Ca-talina, convencida de que no era sino nada? ¿Cómo hu-biera podido sentirse orgullosa de sus obras, cuando sesabía pecadora? Esa idea no fue una idea puramente ce-rebral sino un sentimiento vivísimo, de carácter intuiti-vo, tan propio de la inteligencia de una mujer, que nece-sita plasmar las ideas en imágenes.

La misma Catalina, que no temió asomarse a su doblenada, la de su condición de creatura y la de su condiciónde pecadora, es la que desde ahora sólo se contentarácon lo infinito. No en vano le había dicho el Señor: «Yo,que soy infinito, requiero obras infinitas, es decir, infini-to afecto de amor. Pido que todas las obras, tanto las dela penitencia como los otros ejercicios corporales, seanempleadas a título de medios, y que no ocupen en elafecto el lugar principal. Si esto es lo que se ama porencima de todo, no se me ofrecen sino obras finitas». Poreso, a una persona tentada de pusilanimidad, la Santa leescribe: «Esta es la condición del alma: porque su serinfinito, desea de un modo infinito, y no se sacia jamássi no es uniéndose con lo infinito. Levántese, pues, elcorazón con toda su fuerza a amar al que ama sin seramado».

II. El primado de la verdadNotable resulta, en los escritos de la Santa, su insis-

tencia en el valor de la verdad. Ella misma se declararíadiscípula del Aquinate. En carta a fray Raimundo le dice:«Después que os fuisteis, he tomado lecciones, comodurmiendo, con el glorioso evangelista Juan y con To-más de Aquino». La doctrina tomista, con su aprecio dela verdad, no fue penetrando en ella por la lectura directa

del Doctor Angélico sino por la enseñanza oral de lospadres dominicos a quienes frecuentó.

1. La inteligencia y la fePara la mayor parte de la gente, incluidos no pocos

cristianos, la fe no es sino una palabra vaga y vaporosa.Para Catalina era el acto de confianza más entero, unacto personal, de persona a persona, por el cual su almase abandonaba a Dios sin reservas. El mismo Cristo se lohabía dado a entender así el día de sus desposorios mís-ticos. El matrimonio de Catalina con el Esposo divino fueun matrimonio en la fe, la consagración de su abandonoincondicional en manos del Amado.

Bien sabía ella que el acto de fe supone una previacatarsis, una superación de la luz natural, siempre bru-mosa y miope para las realidades sobrenaturales. En car-ta al papa Urbano VI le decía: «¿Quién conoce esta ver-dad? El alma que se ha quitado la nube del amor propio ytiene la pupila de la luz de la santísima fe en el ojo de suintelecto; con cuya luz, con el conocimiento de sí y de labondad de Dios en sí, conoce esta verdad, y con el en-cendido deseo saborea su dulzura y suavidad». El des-asimiento del mundo es lo que permite que «el ojo delintelecto» se active, penetrando en ese doble conocimien-to, el de sí propio, el de la propia nada de que acabamosde hablar, y el de la bondad de Dios. Conocer a Dios yconocerse a sí, el ser de Dios y la nada de sí.

En carta al rey de Francia le dice: «¿Quién nos arrebataesta verdadera y dulce luz? El amor propio que el hom-bre tiene por sí mismo, el cual es una nube que enturbiael ojo del intelecto, y cubre la pupila de la luz de la santí-sima fe». El hombre deberá desasirse del espejismo delas cosas visibles, de la bruma que se levanta de los pan-tanos del yo. Sólo entonces el ojo de la inteligencia sevolverá límpido. En el Diálogo nos ha dejado un textoespléndido al respecto: «La fe –le dice el Señor– es lapupila del ojo de la inteligencia; su luz hace discernir,conocer y seguir el camino y la doctrina de mi verdad, elVerbo encarnado. Sin la pupila de la fe, nadie puede ver,del mismo modo que un hombre cuyos ojos tuvieran lapupila, por la cual el ojo ve, recubierta con un velo. Lainteligencia es el ojo del alma, y la pupila de este ojo es lafe».

A juicio de Jörgensen, para Catalina la fe es sencilla-mente la perfección del conocimiento. Recientemente elPapa se ha referido a ello en su encíclica Fides et ratio,al afirmar que la fe y la razón son las dos alas con quevuela la inteligencia humana. El hombre es incrédulo enel grado en que se enfrasca en las cosas de la tierra.Cuando vence el inmanentismo, la fe florece. Ha dejadode ser como los topos que viven recluidos en sus cue-vas, sin haber sacado nunca la cabeza para contemplarlos grandes espectáculos del orden sobrenatural.

2. La fe y la caridadCatalina no olvida, por cierto, la importancia de la cari-

dad. Sin ella, la fe sería reductible a algo meramente ce-rebral. «El amor sigue a la inteligencia, y cuanto másconoce más ama, y cuanto más ama, más conoce. Amory conocimiento se nutren entre sí», leemos en el Diálo-go. Por la caridad, el hombre se enamora de lo que cree.Y así, escribe, «el alma ve al Cordero de Dios, Verdad deDios, enamorado, que le brinda doctrina de perfección,y en viéndola, el alma se enamora de ella».

Pertenece nuestra Santa a una época en que predomi-naban las órdenes mendicantes, principalmente los do-minicos y los franciscanos. Las dos cumbres intelectua-

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les eran Santo Tomás y San Buenaventura. La doctrinacateriniana, por su enfática acentuación en la verdad yconsiguientemente en la inteligencia, es principalmentedeudora de la influencia dominicana y tomista. Su ca-rácter afectivo encuentra mejor respaldo en el pensa-miento de San Buenaventura, si bien no es extraño alpensamiento del Doctor Angélico. A su juicio, el amor yel conocimiento se alimentan el uno del otro. Catalina hahecho, en este sentido, una admirable síntesis entre ladoctrina de San Buenaventura y la de Santo Tomás.

Nuestra Santa acota en el Diálogo un dato interesante.Y es la relación que media entre el dolor y el conocimien-to: «Cuando más uno sufre –le dijo Dios–, más demues-tra que me ama, y, amándome, conoce más mi verdad».

3. Las verdades fundamentalesEntre las distintas verdades que proclamamos en el

Credo, Santa Catalina mostró especial inclinación poralgunas de ellas. Ya hemos visto la importancia que leatribuía a la creación del hombre, sobre el telón de fondodel misterio de la Trinidad. En una de sus cartas leemos:

«En la sangre de Cristo crucificado conocemos la luz de la suma,eterna verdad de Dios, que nos creó a su imagen y semejanza poramor y gracia, no por deuda u obligación». Muchas veces recuerdala Santa el origen divino del hombre.

Otra verdad por ella predilecta es la Encarnación delVerbo, que de algún modo prolonga y profundiza la ma-ravilla de la creación. En una de sus Elevaciones le diceal Señor:

«Yo, criatura tuya, no te conocía a ti en mí, sino en cuanto yoveía en mí tu imagen y semejanza. Mas para que viese y conocieseen mí y llegáramos así a un perfecto conocimiento tuyo, te unistecon nosotros, bajando de la altura de tu Deidad hasta lo más bajodel lodo de nuestra humanidad, ya que la bajeza de mi inteligenciano podía comprender ni mirar tu altura. Y para que mi pequeñezpudiese ver tu grandeza, tú te hiciste pequeño, encerrando la gran-deza de tu Deidad en la pequeñez de tu humanidad».

Gracias al desposorio místico de ambas naturalezas elmisterio se puso más al alcance de nuestra inteligencia,al tiempo que se anuló la distancia que el pecado habíaestablecido entre Dios y nosotros. Según ella consigna,Dios le dijo:

«La naturaleza humana, que había cometido la ofensa, era finita,y debía estar unida con algo infinito para que pudiera dar satisfac-ción infinita a mí, que soy infinito. Y para que esta naturalezahumana, en su pasado, presente y porvenir, por muchos que seanlos pecados cometidos por el hombre, encontrara satisfacción per-fecta cuando quisiera volver a mí, durante el tiempo de su vida,unió la naturaleza divina con vuestra naturaleza humana, por cuyaunión habéis recibido satisfacción perfecta».

Llama la atención la exactitud de las palabras y la se-guridad con que la Santa se mueve en el intrincado edifi-cio de la teología católica. Una vez más parece advertirseacá la influencia del Doctor Común.

En cierta ocasión, el Señor se le presentó en forma dePuente. Cuando aconteció el pecado de origen, y luegolos pecados subsiguientes, escribe, empezó a correr unrío impetuoso, en el que todos se anegaban. EntoncesCristo se constituyó en puente que va del cielo a la tierra.Uniendo su divinidad a nuestra humanidad, el Verbo sehizo puente. Ello no basta, por cierto, para conseguir lavida; es menester pasar por él, recorrerlo desde un ex-tremo al extremo opuesto. En otra ocasión, lo imaginacomo Portero, en cuyas manos puso el Padre la llave dela divinidad y de la humanidad, ambas unidas para abrirla puerta de la gracia. La Divinidad no hubiera podidoabrirla sin la humanidad, que la había cerrado por el pe-cado del primer hombre; ni tampoco la humanidad solahubiera sido capaz de hacerlo, porque su obrar habríasido finito, y la ofensa había sido cometida contra el

Bien infinito. Ninguno de los dos medios por separadoeran suficientes. En otro lugar, Catalina concibe el Verbocomo un Fuego de amor, que encendió en una mismallama a Dios y al hombre. O también lo compara con lacal que une dos bloques de piedra. El Verbo, que fabricóla piedra de la creatura, la juntó con su Creador, ponien-do entre ambos «la sangre mezclada con la cal viva de laesencia divina por la unión que ha verificado con la natu-raleza humana».

Imágenes diversas para describir al que dijo de sí mis-mo: «Yo soy la Verdad». Porque la verdad no era paraCatalina algo abstracto o puramente intelectual. La ver-dad se hizo carne en Jesucristo para elevar al hombrecaído en las sombras de la ignorancia. Como le dice alMaestro en el Diálogo: «Te rebajaste y te hiciste peque-ño para hacer grande al hombre».

No olvida en estas consideraciones la figura de Nues-tra Señora, la Madre del Verbo encarnado, bendita entretodas las mujeres, como escribe en una de sus cartas,porque en el día de la Anunciación nos dio «el pan de suharina, amasado y cocido por la caridad». A ella le dedi-ca una encendida plegaria:

«Tú, María, eres la planta joven de la que hemos obtenido la florfragante del Verbo, unigénito Hijo de Dios, porque en ti, tierrafecunda, fue sembrado este Verbo. Tú eres la tierra y la planta. ¡OhMaría, carro de fuego! Tú trajiste el fuego escondido y velado bajolas cenizas de tu humanidad... No descendió en tu vientre el Hijo deDios hasta que diese el consentimiento tu voluntad. Esperaba en lapuerta de tu voluntad para que tú le abrieses, ya que quería venir ati. Jamás habría entrado si tú no le hubieras abierto, diciendo: «Heaquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Llamaba,oh María, a tu puerta la Deidad eterna; mas si tú no hubiesesabierto la puerta de tu voluntad, Dios no se habría encarnado enti..».

La Verdad del Verbo encarnado no sólo se manifiestaen el misterio de la Encarnación sino también en los acon-tecimientos del Calvario. En carta a un amigo suyo, es-tando ella en éxtasis, le escribe: «Dios es suma y eternaverdad; ¿en quién la conocemos? En Cristo, dulce Je-sús, puesto que con su sangre nos manifiesta la verdaddel Padre eterno».

La Encarnación y la Pasión: he ahí la verdad de Diosrevelada en el misterio de Cristo.

«Tú, oh Verbo unigénito de Dios –le dice en una de sus Elevacio-nes–, que por el amor desmesurado y la caridad que nos tuviste teinjertaste, como fruto de dos árboles, en primer lugar con la natura-leza humana, para manifestarnos la Verdad invisible del EternoPadre, cuya Verdad eres tú mismo. El segundo injerto lo hiciste contu cuerpo en el árbol de la santísima cruz, en la cual no te sostuvie-ron los clavos ni cosa alguna, sino el amor desmesurado que nostuviste». También aquí destaca el papel de la Santísima Virgen, «con-quistadora del linaje humano», la llama, «porque sufriendo tu carneen el Verbo, fue reconquistado el mundo».

Es este un tema que la arrebata, ver cómo Cristo mu-riendo nos dio la vida, soportando vituperios nos dio elhonor, con sus manos clavadas nos desató de los lazosdel pecado, despojado nos vistió, con su sangre nos em-briaga. Así se expresa en una de sus cartas. El lazo de ladivina caridad fue de tal fuerza «que mantuvo a Dioshombre enclavado en el leño de la santísima Cruz». Ca-talina gusta introducirse en el corazón de Cristo, tortura-do por el deseo de nuestra salvación. Al fin y al cabo laCruz no fue sino la expresión de un amor desmesurado,la del «humilde e inmaculado Cordero, pastor dulce ybueno, el cual, como enamorado por nuestra salvación,corrió hacia la muerte oprobiosa de la santísima Cruz».En una de sus iluminaciones le dijo Dios Padre:

«Mi Hijo unigénito, estando en la cruz sostenido por los clavosdel amor, no retrocede porque los judíos le digan: Desciende de lacruz y creeremos en ti».

Ella anhelaba que, ante este espectáculo, las almas se

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modelasen a imagen de su Esposo amado, que la coronade espinas se introdujese en todas las frentes, que todaslas manos y los pies se dejasen atravesar por los clavos.Porque si es verdad que el Dios omnipotente se hizocarne, y que murió por nuestra salvación, al hombre nole queda sino abrazarse con la cruz sangrienta. Queríaque todos pudiesen decir con ella:

«Las penas serán mi alimento y las lágrimas mi bebida... Quieroque las penas me engorden... Alégrate, alégrate conmigo en la cruz.Nuestras almas deben reposar en la cruz como en una cama».

El misterio del Verbo encarnado, de la Verdad encarna-da, resonaba en el corazón de Catalina como una sinfo-nía llena de encanto. No en vano Dios le había dicho enel Diálogo:

«Esta bella armonía tiene todas mis complacencias y enamora alos ángeles. Produce también la admiración del mundo. Lo quierano no, los hombres de iniquidad no pueden permanecer insensiblesa la dulzura de esta armonía. Muchos se dejan captar por su encan-to, y su seducción les libra de la muerte. Todos los santos hanatraído a las almas con esta música. El primero que hizo oír esteconcierto de vida fue el dulce Verbo de amor cuando, después dehaber tomado nuestra humanidad para unirla a la divina, dejó oírsobre la Cruz un canto tan dulce que atrajo a él al género humano.En la escuela de este Maestro es donde todos vosotros habéisaprendido la armonía. Él es quien os ha enseñado a acordar vues-tros instrumentos. Con este arte que tenían de él, los apóstolesfueron tan poderosos que difundieron su palabra por el mundo ente-ro; los mártires, los confesores, los doctores y las vírgenes, todos hanatraído y seducido a las almas por la bella armonía de su vida».

Más allá de estas dos grandes verdades a que nos he-mos referido, la de la redención del hombre a imagen ysemejanza de la Santísima Trinidad, y la de la redención,que pasa por la encarnación y culmina en la cruz, Cata-lina entrevé un misterio más recóndito, si cabe, el de laProvidencia divina. En los casos concretos más dispa-res que aparecen en su epistolario, en las desgracias quesufre alguno de sus corresponsales, en las elecciones deestado, en la pérdida de un hijo, en la estancia de losPapas en Aviñón, en los obstáculos para la Cruzada, entantos sucesos sobre los que se hace necesario arrojar laluz de la fe, Catalina recurrirá siempre a los designios delamor infinito, considerando dichos sucesos desde unpunto de vista irrefragable: el punto de vista de Dios.Una aplicación clara del don de entendimiento. Nada su-cede a espaldas de Dios, al margen de su Verdad y de suAmor. Él sabe por qué lo hace. Y siempre por Amor,aunque a primera vista no lo entendamos así. Aun en elmisterio de dolor más lacerante de la historia, el de lainjusticia de la cruz, se esconde la mano del Padre:

«Ésta es la obra de mi providencia –le dice Dios–: que una obrainfinita, ya que finita era la pena de la cruz en el Verbo, os propor-cionara un fruto infinito en virtud de la Divinidad».

El mismo Dios que sustenta al gusano dentro del leñoseco, escribe la Santa, el mismo Dios que apacienta alos peces y a los animales, que envía sobre las plantas elrocío matinal, ¿cómo se podrá creer que no sustente asu criatura, hecha a su imagen y semejanza?

«Y puesto que todo esto está hecho por mi bondad y puesto a suservicio –le dice Dios en el Diálogo–, a cualquier parte que [elhombre] se vuelva, en cuanto a lo temporal o a lo espiritual, nohalla más que fuego y el abismo de mi caridad con máxima, dulce,verdadera y perfecta providencia».

Catalina hizo suyo el consejo que Dios le diera: «Ena-mórate, hija, de mi providencia». No creemos haber leí-do mejor tratado sobre la Providencia que el que se en-cuentra en el libro IV del Diálogo.

4. El saboreo de la verdadNuestra Santa no se contentó con el mero conoci-

miento de la verdad. Se prendó de ella. No otra cosa le

recomendaba a fray Raimundo: «Yo os escribo en la pre-ciosa sangre de Jesucristo con el deseo de ver en vos unverdadero esposo de la Verdad, un fiel y un ávido de estamisma Verdad».

Catalina vivió la verdad, la vivió en la fe y en la caridad,como en una atmósfera casi natural, instintiva. Lo so-brenatural se le hizo natural. De esas alturas no se apartójamás. «Quien más conoce más ama, y quien más ama,más gusta», le dijo Dios, exhortándola a unir el conoci-miento de la verdad con el sabor de la verdad. Si antesnos pareció que su idea de la Providencia aplicada a todoel acontecer histórico y humano concretaba el don deentendimiento, pensamos que su paladeo de la verdadexpresa el don de sabiduría, en el sentido bonaventuriano,de saboreo de la fe. Porque el alma que tiene la pupila dela fe en el ojo del intelecto, como nos decía la Santa másarriba, «conoce esta verdad, y con el encendido deseosaborea su dulzura y suavidad». No es lo mismo la ver-dad conocida que la verdad saboreada. En frase concisale escribe a fray Raimundo:

«El que no sea capaz de saborear la Verdad, no podrá conocerla nien el conocimiento de sí mismo ni en el conocimiento de la sangre».

Verdad saboreada. Y verdad activa, lanza en ristre, por-que enamorada, porque militante. En este sentido le escri-be al cardenal Pedro de Luna, quien luego sería proclama-do Papa, o según algunos, antipapa, bajo el nombre deBenedicto XIII, en la época del Gran Cisma:

«Es en la sangre del Redentor que conocemos la verdad a la luz dela Santísima Fe, que esclarece el ojo de la inteligencia. Entonces elalma se abraza y se alimenta en el amor de esta verdad; y por amorde la verdad preferiría la muerte al olvido de la verdad. Ella no callala verdad cuando es tiempo de hablar, porque no teme a los hom-bres del mundo; no teme perder la vida, puesto que está dispuestaa darla por amor de la verdad. Ella no teme sino a solo Dios. Laverdad reprende altamente porque la verdad tiene por compañera lasanta justicia, que es una perla preciosa que debe brillar en todacreatura racional, pero sobre todo en un prelado. La verdad callacuando es tiempo de callarse, y callándose, grita por la paciencia,porque no ignora, sino que discierne y conoce dónde se encuentramás el honor de Dios y la salvación de las almas...

«Querido Padre, apasionaos por esta verdad, para que seáis unacolumna fuerte en el cuerpo místico de la santa Iglesia, donde hayque propagar la verdad; porque la verdad está en ella, y porque ellaestá en ella, ella quiere que sea administrada por personas que lesean apasionadas y esclarecidas, y no por ignorantes que estánseparados de la verdad».

III. Sed de almasCatalina ha escuchado de Cristo las palabras: «Piensa

en mí, hija mía, y yo pensaré en ti». Pero ese pensar en elSeñor, esa pasión por la «Verdad de Dios» encarnada, aque acabamos de referirnos, no va a concluir en Cristo,como si fuera de Él nada existiese.

1. Del amor a Diosal amor de los que Dios ama

Cuando Catalina vivía en Siena con su familia, se sen-tía cómoda en el silencio de su modesto hogar y en laoscura celda que su padre le había reservado para susplegarias. Se complacía asimismo en pasear por el solita-rio jardín de su casa, en medio de las flores, que gustabatrenzar en forma de cruz o de corona. Pero Dios la llama-ba a otra cosa. Se podría decir que hubo una pedagogíadivina progresiva que fue llevando a Catalina de su ama-da soledad a una importante actuación apostólica. FrayRaimundo nos ofrece este diálogo encantador entre Cristoy ella:

–Vete; ya es hora de comer; los tuyos están ya en la mesa; vete,estate con ellos, luego volverás junto a mí...

Santa Catalina de Siena

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos–¿Me echas, Señor? –deshecha en llanto–. ¿Por qué mi Esposo

queridísimo me arroja de su presencia? Si he ofendido a tu Majes-tad, ahí está mi cuerpo, castígalo; pasaré por todo, pero no meimpongas el martirio de separarme de ti. ¿Qué haré yo en la mesa?Los míos no comprenden cuál es mi comida. He huido del mundo yde los míos para ser tu esposa; y ahora que eres mi todo, ¿meobligas a mezclarme en las cosas del mundo, con peligro de recaeren mi ignorancia y llegar a ofenderte...?

–Cálmate, hija queridísima; es preciso cumplir toda justicia yhacer fecunda mi gracia en ti y en otros. No pretendo separarte demí; quiero, por el contrario, unirte a mí más estrechamente pormedio de la caridad con el prójimo.

–Hágase tu voluntad, no la mía –respondió Catalina. Y volviócon los suyos, sentándose a la mesa.

Destaquemos las palabras del Señor: «No pretendosepararte de mí; quiero, por el contrario, unirte a mí másestrechamente por medio de la caridad con el prójimo».Como se ve, el apostolado al que Dios la llamaba, noimplicaba un apartamiento de Cristo sino una intensifi-cación de sus desposorios místicos. En el Diálogo seconsigna la explicación que le dio el Señor para que en-tendiera dicho golpe de timón. Él, le dirá, amó con amorpurísimo y gratuito. No es posible haberse con Él de lamisma manera, porque Él amó antes de ser amado, se-gún lo señalamos al hablar de la creación del hombre.No es factible devolver adecuadamente ese amor, pero sídárselo a los hombres, amándolos aun sin ser amados porellos, amándolos no en provecho propio, sino sólo por laalabanza del Nombre de Dios. En una de sus cartas loexpresa con claridad:

«Dios ama inefablemente a su creatura. He aquí por qué desdeque uno se vuelve siervo de Dios se ama tanto a la creatura. Es quese ve con qué amor Dios la ama, y la condición del amor es amar loque ama el que ama».

En otras palabras, ya que nunca podremos pagar ade-cuadamente la deuda de su amor, que fue infinito, el Se-ñor nos ofrece este medio: el del amor al prójimo, paraque le demos a él lo que no podemos darle a Cristo. «Yoconsidero hecho a mí mismo lo que haces con el próji-mo», le dice en el Diálogo. La única manera que tene-mos de amar a Dios desinteresadamente es amándolo ennuestro prójimo antes de que él nos quiera, prescindien-do de que él nos quiera, y sin esperar recompensa algu-na. De este modo el corazón se amplía, abriéndose a losdemás. En carta a un Cardenal señala Catalina:

«El amor propio aprieta el corazón de tal modo que no puedeconteneros ni a vos ni al prójimo; mientras que la divina caridad leensancha y hace entrar en él amigos y enemigos, a todas las criatu-ras racionales, porque está revestido del amor de Cristo».

En diálogo con la Santa, el Señor le dijo que bien hu-biera podido Él dotar a los hombres de todo lo que esnecesario tanto para el alma como para el cuerpo, peroquiso que nosotros fuésemos colaboradores suyos en laadministración de su beneficencia. El amor de Cristo lle-gará de este modo no sólo a los virtuosos sino también alos imperfectos, a los pecadores, a los perseguidores, alos calumniadores, porque todos han sido amados porDios.

Queda así clara la voluntad divina: el amor a Dios nodebe concluir en Él sino volcarse al prójimo. Cada cualdeberá amarlo según sus aptitudes, quién con la doctrina,quién con la oración, quién con el dinero, le dice el Señoren el Diálogo. Transcribamos un texto notable a este res-pecto:

«Concebimos las virtudes en el amor de Dios y las damos a laluz en el amor al prójimo; amando a tu prójimo... responderás alamor del Creador hacia ti con el amor del prójimo. Es preciso quecomo esposa de Jesucristo, te hagas la servidora del prójimo. Nopodemos servir a Dios de otra manera ni bajo otra forma».

Escribiendo a una «mantellata» de Siena, le dice Cata-lina: «Serás esposa infiel si niegas al Esposo el amor quele debes en el prójimo». No otra cosa es lo que el Señorle enseñaría en el Diálogo:

«El alma que me ama verdaderamente ama a su prójimo, porqueel amor a mí y el amor al prójimo son una y misma cosa, y la medidade tu amor al prójimo es la medida del amor hacia mí. Éste es elmedio que te he dado de probar y ejercitar tu amor para conmigo...No puedes serme útil en nada; en cambio, te es posible acudir enauxilio del prójimo. El alma que ama mi verdad no se cansa nunca deprodigarse al servicio de los demás, así en general como en particu-lar».

Afirma Leclercq que la enseñanza de San Juan: «Sialguno dice que ama a Dios y odia a su hermano es unmentiroso» (1 Jn 4, 20), pareciera reflorecer cuando sela encuentra en el Diálogo. Porque Catalina no sólo lasubraya con insistencia y la exalta con pasión, sino quele da también una vertebración doctrinal que no encon-tramos en las Escrituras. Además, «una cosa es que nose pueda amar a Dios sin amar al prójimo, y otra que sedeba amar al prójimo porque se ama a Dios, y que elamor del prójimo sea la consecuencia inmediata necesa-ria y exactamente proporcionada de este amor de Dios».

2. El celo de tu casa me devoraEn el desposorio místico a que no referimos más arri-

ba se encuentra el origen de su notable misión en la Igle-sia, más allá de las fronteras familiares y pueblerinas.Cuando comenzó el apostolado, su madre, doña Lapa, laregañaba porque estaba tan ausente de su casa. Catalinale dijo que ella no había sido puesta en la tierra sino parala gloria de Dios y la salvación de las almas, y que «nopuede hacer otra cosa».

El desposorio místico se expresó de manera muyilustrativa en el intercambio de corazones. Al recibir elcorazón de Cristo, cuya altura, anchura y profundidadnadie es capaz de mensurar (cf. Ef 3, 18), Catalina en-sanchó el suyo según la medida del Sagrado Corazón.No en vano la había pedido a la Trinidad: «Dilata mi almapara la salvación del mundo; no que pueda producir pormí misma fruto, sino por la virtud de tu caridad, princi-pio de todos los bienes». De los confines estrechos de laSiena aldeana, su corazón se abrió al espectáculo delmundo y de la historia en su totalidad.

Su inclinación apostólica está signada por una suertede apasionamiento sobrenatural. Escribiéndole al carde-nal Orsini le decía que cuando un alma considera cómoCristo se ha inmolado derramando para nosotros un bañode sangre y ofreciéndonos un bautismo con su sangre,cuando el alma ve eso, no puede dejar de enamorarse deDios y de la salvación de las almas. Una pasión santa-mente atormentada, al ver a Dios amando incomprensi-blemente al hombre, y al hombre ofendiendo incompren-siblemente a Dios. Tal es el origen de su ardor apostóli-co:

«Yo os lo digo –le escribe a un sacerdote–, amadísimo hijo mío,toda alma que contemple a Dios corriendo tras el oprobio de lasanta cruz, vertiendo su sangre en abundancia, no podrá resistir yse llenará de amor verdadero; amará el alimento que ama Dios,amará las almas».

Si cada persona es imagen de Dios, objeto de un de-signio de amor infinito, redimida por la sangre del Verboencarnado, derramada con tanta pasión de amor, llama-da a realizar «la verdad de Dios», que es su felicidadeterna en Él, ¿cómo permanecer indiferente cuando viveen el pecado, la tibieza o el desinterés? Su gran tormentoera no poder dar a entender hasta qué extremo Dios nosha amado. «Me muero de deseos», escribió en una de

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sus cartas. He ahí el verdadero fundamento teológicodel apostolado, a mil kilómetros de la gazmoñería senti-mental que emponzoña tantos libros piadosos.

Un amigo inglés que la frecuentó cuenta que a menu-do la oía exclamar: «Tengo hambre». Hambre de almas.«Padre mío –le escribía a un fraile–, os invito de partede Cristo crucificado que llenéis vuestra alma de la fe ydel hambre de las almas». Fede e fame, fe y hambre,tales eran los dos sentimientos que embargaban su alma.El segundo no era más que la consecuencia del primero.Una fe realmente viva no puede no expandirse hacia losdemás. Tenía hambre de almas, ardía por incorporarlasa sí, y por su intermedio al Dios en quien se halla lasalvación.

Como se ha escrito de ella: «Aspiraba a comer espiri-tualmente a todos los miembros de la Iglesia de Dios y amasticar al mundo entero por su oración como con losdientes». Sus cartas lo expresan sin cesar: «Dios hagade nosotros comedores de almas, mangiatori delle ani-me». Su amor no era sino una derivación del amor queCristo mostró por ella: «Me has amado mucho, Jesús,dulce amor mío –dice en una de sus plegarias–, y mehas enseñado en qué medida debo amarme a mí mismay amar a mi prójimo, y el hambre y la sed que debemostener de la salvación de los demás». No otra cosa quisodecir Cristo cuando confesó: «Mi alimento es hacer lavoluntad del que me envió y acabar su obra» (Jn 4, 34).Palabras que comenta Catalina en una de sus cartas:«Sobre la mesa de la santísima cruz debemos saciarnosde almas», porque «las almas son el alimento de Jesu-cristo».

El hambre de Dios y de las almas nunca quedará ple-namente satisfecho en esta tierra ya que, como le dice elSeñor en el Diálogo, «si bien, teniendo hambre, quedasaciada, sin embargo, saciada, sigue teniendo hambre,aunque tiene muy lejos el hastío de la saciedad, lo mis-mo que la pena del hambre». El alma enamorada, siem-pre hambrienta, siempre sedienta, corre con ardor por elcamino de Cristo crucificado, sin atender a injurias opersecuciones, ni ceder a los placeres que el mundo leofrece.

«Pasa por encima de todo eso con una fuerza inquebrantable,con una perseverancia que nada turba el corazón plenamente trans-formado por la caridad, gustando y saboreando este alimento de lasalvación de las almas, dispuesta a soportar todo por él».

El texto recién citado nos abre a un último aspecto quequisiéramos destacar y es el del sabor del apostolado. Yanos hemos referido al saboreo de la fe. Acá se trata dealgo distinto, si bien relacionado con aquello. En sus Ele-vaciones habla Catalina del «manjar del apostolado», del«manjar de las almas», que el apostolado le permite de-gustar. Más allá de la obra apostólica concreta, el sabo-reo del apostolado. Es toda la distancia que va del fun-cionario al enamorado. No resulta, pues, extraño lo queescribe en una de sus cartas, refiriéndose al que tiene eloficio de pastor: «Ningún sacrificio le complace tantocomo el de ser comedor y saboreador de almas, nuncase sacia de ello».

3. Algunas de sus actuaciones apostólicasSu apostolado fue a veces directo, a veces a través de

cartas. Como ejemplo de apostolado directo, relatemosuno de los hechos más conmovedores de su vida. Hacíatiempo que Siena estaba dividida por odios implacables,lo que era causa de graves disturbios. En uno de ellos,un joven noble de Perusa, Niccoló Toldo, fue condena-do a muerte. Estaba en la flor de la edad. Al enterarse de

la sentencia, se puso furioso. Lleno de rebeldía, no seresignaba a su suerte, insultando incluso a los sacerdotesque se le acercaban. Al saber lo que pasaba, Catalinaresolvió visitarlo en la prisión, logrando de él una con-versión total. He aquí cómo se lo cuenta a fray Raimundo:

«Mi visita le dio tanto ánimo y consuelo que se confesó y sepreparó muy bien. Me hizo prometer por amor de Dios que yoestaría a su lado a la hora de la justicia. Y mantuve mi promesa. Porla mañana, antes de sonar la campana, ya estaba a su lado, de lo quequedó grandemente consolado. Le llevé a oír misa y recibió la santaComunión, a la que no se acercaba nunca. Su voluntad era sumisa yal unísono con la voluntad de Dios. Sólo le quedaba el temor de quecareciera de valor en el momento supremo. Mas la ardiente e inmen-sa bondad de Dios le sorprendió a él mismo inflamándole con talamor y tal deseo de Dios que tenía prisa por ir a él. “Quédateconmigo, me decía, no me abandones. Así no podré menos de serbueno; muero contento”. Y descansaba su cabeza sobre mi pecho.Y entonces yo estaba llena de júbilo y percibía que el perfume de susangre se mezclaba con el perfume de la mía, que deseo derramarpor el dulce esposo Jesús.

«Como el deseo invadiera mi alma y yo presintiera su temor, ledije: “Valor, dulce hermano mío, pues muy pronto estaremos en lasbodas eternas. Irás bañado en la dulce sangre del Hijo de Dios y conel dulce nombre de Jesús, que no quiero que salga de tu corazón. Yote esperaré en el lugar de la justicia”. Oh padre e hijo mío, sucorazón entonces perdió todo temor, su rostro entristecido se trans-figuró de gozo. Se estremecía de alegría. “¿De dónde me viene estainsigne gracia? –preguntaba–. La dulzura de mi alma me esperará enel santo lugar de la justicia”.

«Ved qué claridad se había formado en su alma, puesto que llamasanto al lugar de la justicia. “Sí –decía–, iré lleno de valor y gozo, yme parece que tengo que esperar todavía mil años cuando piensoque tú estarás allí”. Y decía palabras tan dulces, que el corazónquedaba atónito ante la bondad de Dios.

«Lo esperé, pues, en el lugar de la justicia invocando sin cesar laasistencia de María y de Catalina, virgen y mártir. Antes que llegarame incliné y extendí mi cuello sobre el pilón. Mas no pude pensaren mí. Oré con insistencia, y dije: “¡María!”, afirmando que queríapara él, en el momento supremo, la luz, y para mí, la paz delcorazón al ver que alcanzaba su último fin. Y de tal modo meembriagó mi alma con la dulce promesa recibida, que no veía a nadiea pesar de estar rodeada de gran multitud.

«Llegó, dulce como un cordero. Y sonrió al distinguirme. Quisoque yo trazara sobre él la señal de la cruz. Lo hice, y luego le dije:“De rodillas; a las bodas, mi dulce hermano –fratello mio dolce).Vas a tener la vida que no termina jamás”.

«Entonces se extendió con gran dulzura y yo le tendí el cuello.Inclinada sobre él, le recordaba la sangre del Cordero. Y él sólo sabíarepetir: “¡Jesús! ¡Catalina!”. Todavía lo estaba repitiendo cuandorecibí en mis manos su cabeza.

«Y vi, como se ve la claridad del sol, al Hombre-Dios con elcostado abierto. Recibía la sangre en su Sangre y el fuego del santodeseo dado por la gracia y escondido en su alma. Lo recibía en elfuego de su divina Caridad. Cuando él recibió esta sangre y estedeseo, acogió al alma y, todo misericordia, la hizo entrar en lamorada del Corazón. La soberana Verdad quería mostrar que estaalma sólo era acogida por gracia y misericordia, no por sus méritos.

«Oh, qué inefable gozo al contemplar la Bondad divina. Con quédulzura y amor esperaba Dios a esta alma que abandonaba su cuer-po, y posaba su mirada de misericordia cuando entraba en el Cora-zón divino totalmente bañado en su sangre, que la Sangre del Hijode Dios tornaba preciosa. Dios Padre la recibió con su poder, sufi-ciente para cosa tan grande. El Hijo, Sabiduría, Verbo encarnado, lecomunicó el amor crucificado con el cual él mismo soportó la durae ignominiosa muerte para obedecer a su Padre y salvar al génerohumano. Y las manos del Espíritu Santo la encerraban dentro.

«Dibujó entonces esta alma un gesto de dulzura tan grande, ca-paz de arrebatar mil corazones. No me sorprende, pues gustaba dela suavidad divina. Se volvió como la esposa al llegar al umbral de lacasa del esposo; se volvió hacia sus compañeras, las miró e incli-nándose, trazó su último gesto de gratitud.

«Cuando hubo desaparecido, mi alma descansó y gustó tal pazen el perfume de la sangre, que no permití que se quitara la que de suherida había brotado y caído sobre mí...».

Santa Catalina de Siena

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Creemos que huelga todo comentario. Además de lasactuaciones apostólicas directas, como la que acabamosde describir, y otras a que nos referiremos más adelante,Catalina ejerció también un intenso apostolado epistolar.Al parecer no sabía escribir, si bien algunos de sus bió-grafos nos aseguran que Dios le dio súbitamente la fa-cultad de hacerlo. Sea de ello lo que fuere, la cosa es quede hecho envió numerosas cartas, de las que nos quedancerca de 400, cartas a personas de muy distinta condi-ción, papas, reyes, religiosos, gobernantes.

Dichas cartas ofrecen una perspectiva de realidad con-creta a lo que en el libro del Diálogo parecería doctrinaabstracta, pura teoría. Las enseñanzas del Diálogo ad-quieren un acento más humano, al encarnarse en casosdeterminados y tangibles. Muchas de esas cartas fuerondictadas en éxtasis, como sucedió con el Diálogo. Lohacía a veces paseando por su celda, otras veces derodillas. Según Raimundo, en ocasiones dictaba simultá-neamente dos, tres o hasta cuatro cartas diferentes a sen-dos amanuenses, y ello sin la menor incertidumbre, tra-tando de materias totalmente diversas.

Dicho epistolario, verdaderamente magnífico, hizo quealgunos entendidos en literatura hayan considerado a lahumilde hija del tintorero de Siena como uno de los es-critores clásicos de Italia, a la altura de Petrarca. De ellaha dicho Papini que supo exponer y narrar, regañar yacariciar; profunda a veces, como un Suso o un Taulero;dulcísima otras muchas, como un Francisco de Asís o deSales. En Catalina hay riqueza de imágenes y arte de «es-culpir los pensamientos»; su prosa se levanta a vecestan alto, resulta tan hirviente e impetuosa, que se con-vierte en poesía, y parece casi que anda buscando laforma del verso. Un crítico literario ha afirmado: «Gran-des escritores en Italia no hay más que una: Santa Catalinade Siena».

Mediante tales cartas ejerció una especie de direcciónespiritual sobre sus destinatarios, en un sentido lato, porcierto. Exhortaba a la virtud, al desprendimiento, a laperseverancia en el amor a Dios. Nunca imponía algoque pudiera ser discutible, bien consciente de que el Es-píritu Santo lleva a las almas por diferentes caminos,como le decía a uno de sus discípulos que tendía a des-preciar a quienes no se mortificaban como ella.

Aludamos más concretamente a algunas de esas car-tas, que abarcan un amplio abanico de temas, según lasituación y el estado de cada corresponsal. Varias son deorden más bien personal. En una de ellas, dirigida a unasobrina suya que estaba en un convento, le dice:

«¿Cuándo respirarás los bálsamos de la pureza y sentirás elhambre del martirio que te hará desear dar la vida por el honor deDios y la salvación de las almas?».

En el otro extremo, escribe así a una mujer pública dePerusa:

«Hija mía, lloro y gimo viéndote a ti, creada a imagen y semejan-za de Dios, redimida por su preciosa sangre, olvidar tu dignidad yel rico rescate que ha sido pagado por ti. ¡Ay! Me parece que hacescomo el puerco que se revuelca en el fango... El pecado mortal tearranca y te separa de Cristo; eres como un leño seco, árido, que nolleva ya frutos, y tienes en esta vida un gusto anticipado del infier-no... ¿No ves que se te ama y amas tú con un amor mercenario quees un manantial de muerte, con un amor que no reposa sino sobreun goce o provecho, que desaparece al mismo tiempo que el placery el dinero porque no es según Dios, sino según el demonio?... Dejatanta miseria y tanta corrupción. Entonces entrarás en las llagas delHijo de Dios; encontrarás allí el fuego de su inefable caridad queconsumirá y purificará todas tus miserias y todas tus faltas. Veráscómo él ha hecho de su sangre un baño para lavar tus pecados y laimpureza en que vives desde hace tanto tiempo...».

Resulta realmente impresionante esta conversaciónentre la virgen pura y la hija del placer prohibido. A otropecador le escribe:

«Queridísimo y más que queridísimo hijo en Cristo, el dulceJesús, yo, Catalina, la sierva y esclava de los servidores de Jesu-cristo, te escribo en su preciosa sangre con el deseo de llevarte alredil con tus compañeros. El demonio parece haberte encadenadode tal modo que no puedes ya volver, y yo, tu pobre madre, te voybuscando y llamando, pues quisiera llevarte sobre los hombros demi dolor y de mi compasión».

A un homosexual le dice:«¿Quién eres? ¿Un animal? ¿Una bestia salvaje? Veo que tienes

forma humana, pero es verdad también que de este hombre hashecho una caballeriza... Te digo que si te conviertes, tu alma y tucuerpo que ahora son una caballeriza, se convertirán en un temploen que Dios se regocijará de habitar en gracia... Perdona mi imper-tinencia. Es el afecto y el amor que tengo por tu salvación lo que memueve a hacerlo. Si no te amase, no me metería ni me preocuparíade que te veas en las manos del demonio. Pero como te amo, nopuedo soportarlo».

Y a un delincuente:«Rompe esa cadena; ven, ven, queridísimo hijo. ¡Bien puedo

llamarte querido cuando tantas lágrimas y angustias me cuestas!Ven, pues, y vuelve al redil».

Junto con estas cartas, que son de índole más bienindividual, se conservan otras que tuvieron asimismo re-sonancia social, sobre todo las que dirigió a dirigentescon responsabilidades públicas, por ejemplo a los gober-nantes de Siena, Pisa, Luca y Florencia. No pocas vecestrataba en ellas de temas temporales, pero nunca lo ha-cía sin atingencia a lo espiritual. Para ella la política eraun capítulo de la moral y el hombre de Estado debía ser,también él, un imitador de Cristo. Con razón Juan PabloII la llamó «la mística de la política». Los gobernantes,les decía en sus cartas, tienen dos grandes deberes reli-giosos: ante todo consigo mismos, manteniendo su almaen gracia; y luego en relación con la Iglesia, defendién-dola de sus enemigos de afuera, pero también de los deadentro, para ayudar así a su reforma interior.

Nos impresiona la libertad de espíritu que revela en sucorrespondencia, no sólo cuando se trataba de políticossino también de hombres de Iglesia, como luego vere-mos más detenidamente. Todos, aunque fueran unosmiserables, se sentían tocados por las recomendacionesde la Santa. Es que Catalina resulta ininteligible si no setiene en cuenta la fe de su siglo. A pesar de todas lasdeficiencias de la época, cuando trataba con los podero-sos no se topaba con esa falta de receptividad para lascosas espirituales que caracteriza a nuestro tiempo. Noscuesta hoy entender lo que fue «una edad de fe», comola medieval, que creía realmente en el mundo sobrenatu-ral. Había, por cierto, herejes y pecadores, pero nuncase ponía socialmente en duda el orden sobrenatural. Enel siglo XIV hubo, claro está, escépticos y materialistas,pero eran individuos aislados, sin influjo social. Se peca-ba mucho, es verdad, pero cuando un hombre pecaba,sabía que pecaba. Por eso a veces llegaba a la blasfemia;la blasfemia supone que se cree en aquel a quien se in-sulta. En ese ambiente resultan más viables las cartasllamadas «políticas» de Catalina. Espiguemos en algunasde ellas.

A los jefes de gobierno de Siena se dirige así:«Yo Catalina, os escribo en su preciosa sangre, con deseo de

veros señores y de corazón viril, esto es, que os enseñoreéis de lapropia sensualidad, con verdadera y real virtud, siguiendo a nues-tro Creador. De otro modo, no podríais poseer justamente el seño-río temporal, el cual Dios os concedió por su Gracia. Convienepues que el hombre que tiene que ser señor de otros y gobernarlos,sea señor de sí mismo y se gobierne primero... En verdad, señorescarísimos, quien es ciego y ha ofuscado su mirada por el pecado

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mortal, no conoce ni a sí mismo ni a Dios. Mal podrá pues ver ycorregir el defecto del súbdito suyo».

Algo semejante le dice a Bernabé Visconti, señor deMilán, un hombre muy poco recomendable:

«Aquel que no ofende nunca a Dios guarda la Ciudad, se enseñoreade sí mismo y del mundo entero... Muchos son los que tienenvictoria en ciudades y castillos sin tenerla sobre sí mismos y sobresus verdaderos enemigos, como son el mundo, la carne y el demo-nio... Ea, padre; quered poseer firmemente el señorío de la ciudaddel alma vuestra... Amad, amad, pensad que habéis sido amadoantes de amar. Pues Dios se ha apasionado por la belleza de suscriaturas». Y concluye: «Corred virilmente a realizar grandísimoshechos por Dios y por la exaltación de la Santa Iglesia, así como lohabéis hecho a favor del mundo y en contra de ella». Bien sabíanuestra Santa que el obstáculo principal a sus elevados designios, quecoincidían puntualmente con los de Dios, era el pecado de aquellos aquienes trataba de convencer.

Con frecuencia escribe también a los gobernantes pi-diéndoles que ayuden a la Iglesia en su tarea salvífica,según lo señalamos más arriba. A la reina madre de Hun-gría, por ejemplo, tras rogarle que ponga ante sus ojos laimagen del Cordero desangrado sobre el leño de la Cruz,le ruega que haga lo posible en favor de la salvación delas almas, ya que, para lograrlo, Cristo, «como ebrio yenamorado de nuestra salvación», no temió los tormen-tos ni la muerte. Tras lo cual le agrega una sentencia queexpresa acabadamente el pensamiento medieval en lo quetoca a las relaciones entre lo espiritual y lo temporal:

«La Iglesia necesita de vuestro socorro humano, y vosotros, desu socorro divino –la Chiesa ha bisogno del vostro aiuto humano,voi del suo divino–».

En carta al atolondrado rey de Francia, Carlos V, ledice:

«Me asombra que un católico como vos, que quiere temer a Diosy obrar como valiente, se deje llevar como un niño...». Luego lesolicita tres cosas: la primera es que, cual representante de Dios enel orden temporal, desprecie el mundo y a sí mismo, poseyendo elreino como algo prestado y no suyo, ya que quien posee lo ajenocomo propio es un ladrón; lo segundo, que mantenga la justicia, nocediendo a halagos, ni placeres, ni dinero, sino favoreciendo a lospobres; la tercera, que observe la doctrina que Cristo le enseñadesde la cruz, es decir, el amor al prójimo, especialmente con losotros reyes cristianos, como los de Inglaterra y Navarra, con loscuales ha estado tanto tiempo guerreando, en vez de volcar susenergías en la recuperación de Tierra Santa. «Yo os digo de parte deDios crucificado, que no tardéis ya en hacer esta paz. Haced la paz,y dirigid toda la guerra contra los infieles».

4. Contemplación y acciónNos impresiona descubrir en Catalina una amalgama

tan lograda entre su vida interior y su celo apostólico.Recordemos que su actuación pública comenzó preci-samente al inaugurarse el estadio unitivo de su vida. Eramartes de 1367, el último día del carnaval en Siena, cuan-do se celebraron sus bodas místicas, a que ya aludimos.Siena estaba en plena efervescencia. «¿Hubo nunca hom-bres más ligeros que los sienenses?», se preguntaba Danteescandalizado. El gran poeta los conocía bien, pues ha-bía participado en el famoso «palio di Siena», una pin-toresca carrera de caballos que se realiza hasta hoy, dondecompiten jinetes de todos los barrios de la ciudad. En lacelda de su familia, es probable que la Santa haya perci-bido el contraste entre los besos apasionados de los jó-venes enamorados y el anhelo de la novia del Cantar:«Que me bese con un beso de su boca» (Cant 1, 1). Ellaprefirió el amor divino, las bodas místicas.

Dios la había elegido para que lo ayudase en la salva-ción de muchas almas extraviadas. Era preciso que sufe fuese lo más sólida posible. De ahí su frecuente rue-go: «Señor, concédeme la plenitud de la fe». El Señor laoyó:

«Ya que por mi amor has renunciado a todos los placeres delmundo y no quieres alegrarte más que en mí solo, he resuelto des-posarme contigo en la fe y celebrar solemnemente nuestras bodas».

Nos cuenta su biógrafo que mientras el Señor pronun-ciaba estas palabras, comparecieron su Santa Madre, SanJuan Evangelista, San Pablo y el profeta David. MientrasDavid tocaba el arpa, María acercó la mano de Catalina ala de su Hijo, y éste sacó un anillo de oro que colocó enel dedo de su Esposa mientras le decía:

«Yo, tu Creador y tu Salvador, me desposo hoy contigo y te doymi fe, que no vacilará jamás y se verá preservada de todo ataquehasta el día en que nuestras bodas se celebren en el cielo».

Aquí comenzó el período unitivo de su vida espiritual,signado por la contemplación. Ella hubiera deseado que-mar etapas y arribar enseguida a las bodas del cielo.

«“¿Cuándo, pues, Esposo mío? –se quejaba en sus éxtasis–.¿Por qué no inmediatamente?”. Fue tan insistente que el Señordebió reprocharle su premura. “Por más que yo tuviese el deseoardiente de comer la Pascua con mis discípulos –le dijo–, esperé lahora de mi Padre. Tú también espera con paciencia la hora de unirtea mí totalmente”».

Mas Catalina no se limitó a esperar el gozo terminal.Con el correr del tiempo, se fue polarizando cada vezmás en Dios, de modo que su inteligencia, su corazón,su memoria no iban teniendo otro objeto que no fueseDios y lo que es de Dios. Escribe Jörgensen:

«En Dios solamente se acuerda de sí y de los demás, como el quese sumerge en el mar y nada bajo las aguas sólo ve y siente el aguaque le rodea y encierra. Fuera de esa agua, nada ve, nada siente, nadatoca; no puede ver los objetos exteriores más que a través del agua,no de otro modo».

Las levitaciones que a veces la acompañaban en la ora-ción no eran sino una especie de símbolo de la gravita-ción que Dios ejercía sobre ella, como si allí actuase unaley de la gravedad invertida. Así leemos en el Diálogo:

«Frecuentemente, en razón de la plenitud de su unión con Dios,el cuerpo se levanta de la tierra, como si se hubiese aligerado. No haperdido, sin embargo, nada de su peso; pero como la unión que elalma ha contraído con Dios es más perfecta que la unión existenteentre el alma y el cuerpo, la fuerza del espíritu fijo en Dios levantade la tierra el peso del cuerpo».

Diversos autores han destacado el carácter poético dela espiritualidad cateriniana, en estrecha conexión con suvuelo místico. Un discípulo suyo escribió:

«Un día nuestra Mamma se llenó de entusiasmo a la vista de unprado lleno de florecillas deslumbradoras y exclamó: ¿No veis quetodas las cosas alaban al Señor y nos hablan de él? Esas flores rojasnos recuerdan las llagas sangrientas de Jesucristo».

Al estilo de Francisco de Asís, Catalina tenía algo dejuglar, si bien su don poético era quizás más intelectualque el de Francisco. Sus imágenes se nos muestran ri-quísimas, a veces no exentas de humor, como cuandocalifica al Breviario de «esposa del sacerdote», porqueéste acostumbra a pasearse con él bajo el brazo. Cuandooía a los cuervos graznar: ¡cras, cras!, que en latín signi-fica «mañana, mañana», los parangonaba con el perezo-so, que siempre posterga sus propósitos. Asimismo com-paraba el corazón con una lámpara, estrecha por abajo,ancha por arriba, estrecho cuando cede al egoísmo, peroamplio cuando se abre al amor de Dios. Refiriéndose alos herejes dice que ellos pretenden interpretar por sísolos las Escrituras, «pero las eternas verdades son comoestrellas que se distinguen mejor desde las profundida-des del pozo de la humildad». A aquellos de quienes decíaSan Pablo que «siempre están aprendiendo, sin jamásllegar al conocimiento de la verdad» (2 Tim 3, 7), loscalifica de «hojas que mueve el viento»; en el fondo, diceno son sino uomini da vento.

Santa Catalina de Siena

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

A Catalina le gustaba cantar, según lo atestiguan susdiscípulos. No en vano el canto tiene estrecha relacióncon la poesía. Ya en su niñez, cuando se paseaba por eljardín hogareño, solía cantar a su Esposo divino. Perosobre todo lo hacía en sus largas caminatas;

«cantaba con una voz tan límpida, que las hermanas que la acom-pañaban estaban maravilladas, y experimentaban, en cierto modo, laimpresión de que la Santa se había cambiado en otra persona».

Un austero y solitario monje inglés, William Fleet, quela frecuentaba, recuerda que a menudo entonaba en latínun cántico que empezaba así: «Soy esposa de Dios, es-posa de Dios, esposa de Dios, porque soy virgen». Ytambién este villancico, que ella misma compuso: «Que-rido angelito, nacido en Belén: aquí, en la tierra, eresniño, pero en el cielo, Rey coronado». Refiriéndose aesta copla, aquel mismo eremita dijo en el sermón quepronunció a la muerte de la Santa: «Ahora puede cantaren el cielo, para alegría de su Esposo, aquel villancico...No sólo puede cantarlo... Puede también, con las vírge-nes en el paraíso, trenzar sus pasos de danza, como so-lía hacerlo cuando estaba en la tierra».

Ella concebía la vida, natural y sobrenatural, como ungran concierto, una gloriosa sinfonía. Quien comenzó aentonar la melodía, nos dice en el Diálogo, fue «el dulceVerbo de amor cuando en la Cruz dejó oír un canto tandulce que atrajo a él al género humano». Todos los san-tos participan en este concierto, cada uno aportando supropia voz. Una tarde Catalina se encontraba en oración,cuando advirtió que Jesús estaba a su lado, acompañadode Santo Domingo. Fue tal su alegría, que se puso acantar. Los dos huéspedes celestiales se unieron a ella, ylos tres cantaron de concierto. En otra ocasión, un sa-cerdote la fue a visitar. La encontró en el jardín.

«Padre –le dijo–, ¿no oís cómo cantan en el cielo?; todos nocantan del mismo modo: los que aquí abajo han amado más a Dios,poseen las voces más claras y hermosas. ¿No oís cantar a Magda-lena? Su voz se eleva por encima de todas las demás».

Nos arrebata esta figura mística, juglar, cantora y dan-zante de Dios. Para Jörgensen su poesía fue una formade su filosofía, o mejor, diríamos nosotros, de su teolo-gía, de su amor a la verdad total, que se vuelve bella afuerza de resplandecer. Es verosímil que en los círculosde Catalina se leyeran frecuentemente en voz alta losversos del Dante. Y que algunas reminiscencias hayanquedado grabadas en su memoria.

¿Cómo pudo unir de manera tan armoniosa su festivoestar con Dios, sus éxtasis y levitaciones, su participa-ción en los conciertos celestiales, con las exigencias deuna acción tan desgastadora? Por lo general, las almasmísticas viven apartadas del mundo, en monasterios declausura, protegidas del ruido y del vértigo. En los trata-dos de los grandes místicos como Taulero, Ruysbroeck,Santa Teresa, San Juan de la Cruz, se habla del alma y deDios, del alma en presencia de Dios, del progresar delalma en Dios.

Catalina es distinta. Nunca vivió en un convento, nohizo votos religiosos, y aunque llevaba hábito, era el deuna simple terciaria. Su vida interior, si bien en perma-nente contacto con Dios, se abrió a una visión grandiosadel mundo a la luz del Señor de la historia, del mundopor Él creado y que luego se abisma en el pecado, delDios que quiere hacerle misericordia, y de los hombres aquienes elige como instrumentos de dicha misericordia.Su anhelo principal fue que Cristo reinase no sólo en sualma, sino en el mundo, en la sociedad. Para lograrlo,pasaría años recorriendo caminos, negociando asuntosen apariencia puramente temporales, exhortando a losdirigentes de ciudades, a los prelados y Papas. No había

allí contradicción alguna. Ella entendía el apostolado comouna derivación de su vida mística.

«Os lo digo, amado hijo mío –le escribe a un sacerdote amigo–,toda alma que contemple a este Dios hecho hombre corriendo aloprobio de la santa Cruz y vertiendo la abundancia de su sangre, nopodrá resistir y se llenará del verdadero amor; amará el alimentoque Dios ama, amará a las almas que Dios ha amado tanto, y sealimentará de ellas».

Cristo mismo le había dicho, según lo consigna en elDiálogo:

«Si no se me ama, no se ama tampoco al prójimo, pues es de míy de mi amor de donde viene el amor que se tiene por él. Es comoel vaso que se llena en la fuente: si se retira para beber, pronto estávacío, pero si se deja sumergido en ella, se puede beber siempre deél».

Su vida misma la condujo con toda naturalidad al apos-tolado. «El amor que se tiene por mí y el amor del próji-mo –le había enseñado el Señor–, son una sola y mismacosa; tanto como me ame el alma, tanto ama al próji-mo». En estas palabras se condensa y resume la voca-ción peculiar de esta gran Santa. El Dios mismo que lahabía enamorado es el que la enardecía: «No permitasque se debilite tu deseo, que se apague tu voz. Grita, gritamás, para que yo tenga misericordia del mundo».

Por singular que sea la vocación de Catalina, se inte-gra, sin embargo, en una grande y noble tradición de laIglesia, la de la Orden de Santo Domingo, Orden glorio-sa y caballeresca, como ella gusta describirla en su Diá-logo. Leclercq, que considera a la Santa como la flormás depurada del árbol que plantó Santo Domingo, es-cribe:

«Si se piensa que la Orden de los Hermanos Predicadores, funda-da para una enseñanza que debe ser el fruto de largos estudios y deuna vida de profundo recogimiento –contemplata tradere–, tienecomo divisa: Veritas, marcando con esto el carácter ante todo doc-trinal de su contemplación y de su acción, se comprenderá queCatalina, aunque esté por encima de las vías comunes, no está fuerade la línea de la Orden». No en vano el Señor le dijo en el Diálogo:«Tu padre Domingo, mi hijo muy amado, ha querido que sus her-manos no tuviesen otro pensamiento que mi honor y la salvaciónde las almas por la luz de la ciencia». Ella vivó esa vocación a sumanera, con una gran originalidad.

El mismo Leclercq establece una esclarecedora com-paración entre el espíritu de Santa Teresa y el de SantaCatalina. Al igual que Catalina, Teresa se la pasó viajan-do, pero de un convento contemplativo a otro. Al co-mienzo de su «Camino de perfección», en un pasaje fre-cuentemente citado, recuerda a sus hijas el gran papelsocial que deben cumplir en la Iglesia, sobre todo en lostiempos de crisis, puesto que están destinadas a rogarespecialmente por la Iglesia y el clero. Es lo mismo quepensaba Catalina. Solamente que, una vez dicho esto,Teresa no vuelve casi sobre ello y se queda en la consi-deración de las moradas del alma en su ascensión haciaDios. No que Catalina dejase de lado la cuestión de lasantificación personal. Casi la mitad del Diálogo es untratado de perfección, donde se enseña una doctrina muyparecida a la de los otros grandes místicos, si bien notan profunda y sistemática como la de los maestros delCarmelo, Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Pero almismo tiempo destaca con especial énfasis la importan-cia del apostolado. Para ella, concluye Leclercq,

«la contemplación era la tendencia espontánea y la acción fue lavocación extraordinaria, o, más exactamente, la acción en ella salióde la contemplación como una consecuencia necesaria; esto es elapostolado de la mística». O, si se quiere, «la mística del apostola-do».

No hubo para ella incompatibilidad entre la vida activay la vida contemplativa. Aun en sus viajes más azarososllevaba siempre consigo lo que ella gustaba llamar «la

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celda interior». El suyo es quizás aquel estado mixto,activo y contemplativo a la vez, que Santo Tomás considerósuperior al estado puramente contemplativo.

Así como cuando hablaba con la gente nunca olvidabahablarles de Dios, de manera semejante cuando hablabacon Dios nunca olvidaba las necesidades de la gente.«Divina y eterna Caridad –le dice al Señor en cierta oca-sión–, yo te suplico que te apiades de tu pueblo. Noabandonaré tu presencia sin que te hayas compadecidode él. ¿Y de qué me serviría tener la vida, si está muertotu pueblo, si las tinieblas se ciernen sobre tu Esposa?...Quiero, pues, y te lo pido como un favor, que tengaspiedad de tu pueblo».

Incluso exhortó a algunos amigos suyos a dejar el retiro delclaustro cuando ello se hacía necesario para el bien de la Iglesia. Aun monje dubitativo a quien el papa Urbano VI llamó para que loayudara, Catalina le escribe así: «Salgan afuera los siervos de Diosy vengan a anunciar y soportar por la verdad, que ahora es eltiempo». Algo semejante leemos en carta a un fraile que vivía en losmontes de Lecceto, cerca de Siena, y que sentía el mismo tipo deduda: «Cuando es tiempo de huir del bosque por necesidad delhonor de Dios, [un monje generoso] lo hace, y va a los lugarespúblicos, como hacía el glorioso San Antonio, el cual aunque muysumamente amase la soledad, sin embargo muchas veces la dejabapara reconfortar a los cristianos». Y a los que pensaban que quie-nes obraban así lo hacían por instigación del demonio, les retruca:«Parecería que Dios hiciera acepción de lugares, y que se encontra-se solamente en el bosque, y no en otra parte, en el tiempo de lasnecesidades».

Impresiona advertir la importancia que Catalina atri-buía al sufrimiento para el logro de los fines del aposto-lado. Cuando en el Diálogo implora de Dios la salvaciónde las almas, el Señor le da siempre la misma respuesta:«Salvaré al mundo por las oraciones, las lágrimas y lossufrimientos de mis servidores». Una idea que la Santaharía suya. En carta a Raimundo le dice, hablando de untercero, que en la medida que desee dar gloria a Dios enla santa Iglesia, «conciba amor y deseo de sufrir converdadera paciencia». La correlación entre el anhelo dela gloria de Dios y la aceptación generosa de las pruebasy el sufrimiento es tan evidente para Catalina como laque media entre el amor y el dolor. Pedir uno es pedir elotro, dirá en sus escritos. Crecer en el amor equivale acrecer en el dolor por aquel a quien se ama. Un dolorque encuentra su desemboque más glorioso en el marti-rio:

«Si yo consiento en permanecer en la tierra –declaraba a suconfesor– es por la esperanza de ser degollada por la gloria deDios».

IV. El fuego y la locura de la sangreCatalina gusta recurrir a símbolos impactantes para

expresar su vivencia espiritual. Examinemos algunos deellos.

1. La sangre derramadaTanto en el Diálogo como en las cartas, la evocación

de la sangre es recurrente. El costado de Cristo, escribela Santa, fue el lugar donde se encendió el fuego de ladivina caridad. Ya estaba muerto. ¿Qué más podía dar?Dejó que abrieran su costado para que fluyese la sangre.

«Mi deseo para con el linaje humano era infinito, y el acto depasar penas y tormentos era finito. Por eso quise que vieses elsecreto del corazón, enseñándotelo abierto para que comprendie-ras que amaba mucho más y que no podía demostrarlo más que porlo finito de la pena».

Siempre que piensa en ello, Catalina se llena de ternu-ra. En carta a fray Raimundo le cuenta cómo, en ciertaocasión, Cristo le enseñó su corazón. Hizo como una

madre con su hijo pequeñito. Le muestra el pecho, perolo mantiene alejado, para que el niño llore. No bien em-pieza a llorar, ella ríe, llena de felicidad, y besándole, leestrecha contra su pecho y se lo da gozosa y abundante-mente.

«Así hizo conmigo aquel día el Señor. Me mostraba de lejos susacratísimo costado, y yo lloraba por el deseo inmenso de acercarmis labios a la sagrada herida... Después acercó mi boca a la llaga delcostado. Entonces mi alma, arrebatada por un deseo grande, entrótoda en aquella herida, y en ella encontró tanta dulzura y tantoconocimiento de la divinidad que, se llegaseis a comprenderlo, osmaravillaríais de que mi corazón no se haya despedazado y de quehaya podido continuar viviendo en semejante acceso de amor yardor». Catalina bebió a grandes sorbos la sangre del Héroe y delMártir, la sangre que irrigaría las venas de su alma.

Hemos señalado, páginas atrás, la importancia que atri-buía la Santa a los dos momentos culminantes de la rela-ción de Dios con el hombre, la creación y la redención.Volvamos ahora a ello desde el punto de vista del símbolode la sangre. En el Diálogo le dice a Dios: «Tú, Trinidadeterna, eres el Hacedor, y yo la hechura. En la recreaciónque de mí hiciste en la Sangre de tu Hijo he conocido queestabas enamorado de la belleza de tu hechura». No lebastó haber injertado su divinidad en el árbol muerto denuestra humanidad, sino que quiso regar ese árbol con susangre. Jesús es el Cordero desvenado–svenato–, desan-grado, cosido y clavado –confitto e chiavellato– a lacruz. Tal es el libro que el Padre nos ha dado, «escritosobre el leño de la cruz, no con tinta, sino con sangre,con los párrafos de las dulcísimas y sacratísimas llagasde Cristo. ¿Quién será tan idiota y torpe, de tan pocoentendimiento que no lo sepa leer?», dice en una de suscartas.

De ahí la devoción de Catalina a la sangre del SagradoCorazón, que no es sino la expresión del amor que sevuelca sobre nosotros en la redención. «Yo quiero san-gre –escribe Catalina–; en la sangre sosiego y sosegarámi alma». Dicho propósito parece en ella una especie deobsesión. Sus escritos están impregnados del color, delolor y de la calidez de la sangre. A fin de cuentas, es elúnico lenguaje que puede proferir un alma que ha bebidoen la llaga del pecho desgarrado de Cristo, que ha cam-biado su corazón por el del Señor, que ha cauterizado lasheridas de sus venas con el fuego de sus heridas. Ellanunca cesa de verlo así, clavado en la cruz. Se extasíaante ese Cristo que, como dice en el Diálogo, se le ofrece:gustando la amargura de la hiel, comunica su dulzura;cosido y clavado, nos libera de las ataduras del pecado;hecho siervo, nos arranca de la servidumbre del demo-nio; habiendo sido vendido, nos compra con su sangre;entregándose a la muerte, nos da la vida.

«Tiene la cabeza inclinada para salvarte, la corona en la cabezapara adornarte, los brazos extendidos para abrazarte, y clavado lospies para estar contigo».

Nuestra Santa exhorta a ingresar en el corazón san-grante del Esposo crucificado. «Vete –escribe a uno desus conocidos–, escóndete todo en el costado de Cristocrucificado, y allí fija tu entendimiento en la considera-ción del secreto del corazón». Y a una discípula: «¿Quie-res sentirte segura? Escóndete dentro de este costadoabierto. Piensa que, alejada de este corazón, te encontra-rás perdida; mas, si entras una vez, hallarás en él tantodeleite y dulzura, que no querrás salirte jamás». Allí, ledice a fray Raimundo, la esposa descansa en un lecho defuego y de sangre. En otra carta encontramos este him-no a la gloria de la preciosa sangre:

«Con su sangre ha lavado la faz de nuestra alma; por la sangre quederramó con tan ardiente amor y verdadera paciencia, nos ha hechorenacer a la vida de la gracia; la sangre cubrió nuestra desnudez,

Santa Catalina de Siena

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosvistiéndonos de gracia; al calor de la sangre derritió el hielo y calen-tó la tibieza del hombre; las tinieblas se disiparon en la sangre y laluz se abrió camino. El amor propio fue aniquilado en la sangre; tancierto es, que el alma que ve que es amada hasta el derramamientode sangre se siente impulsada a salir del miserable amor de sí mismapara amar al Redentor que ha dado su vida con semejante ardor,buscando ansiosamente la muerte ignominiosa de la cruz.

«Nos basta con quererlo, para que la sangre de Cristo sea nuestrabebida y su carne nuestro alimento; el hambre del hombre no puedesaciarse de ninguna otra manera, y sólo la sangre puede saciar sused. Si el hombre poseyese el mundo entero, no bastaría éste parasaciarle, puesto que las cosas del mundo son inferiores a él. Nopuede satisfacerse más que con la sangre, porque la sangre se hallaimpregnada de la divinidad eterna del ser infinito, cuya naturalezaes superior a la del hombre».

Para Catalina, la Sangre de Cristo es el símbolo másexpresivo del designio salvífico de Dios sobre el hom-bre, la síntesis misma de la obra redentora, no comoacontecimiento histórico ya consumado, sino como he-cho vivo, en vías de realización. La Iglesia es la adminis-tradora de esa sangre, que sigue siempre fluyendo delcostado de Cristo. El Papa, le dice en carta a Juana deNápoles, «tiene las llaves de la sangre». A Gregorio XI leescribe: «Sois el bodeguero de esta sangre y de ella te-néis las llaves».

La sangre muestra su fuerza sobre todo en los sacra-mentos. La gracia del Bautismo, que nos llega a travésdel agua, encuentra su fuente en el Corazón de Jesúsque, atravesado por lanza, derramó y sigue siempre de-rramando agua y sangre, preñadas de poder. Esta san-gre, nos dice en el Diálogo, es la misma que el sacerdotedeja caer en el semblante del alma cuando da la absolu-ción.

Resulta notable advertir cómo algunas prácticassacramentales, que entre nosotros se vuelven fácilmenterutinarias, quedan transfiguradas cuando la Santa se re-fiere a ellas con su verbo inefable. Que la absoluciónhaga deslizar la sangre por el rostro del alma, es unaexpresión tan precisa como exquisita. Pero sobre todoesa sangre nos llega por la Eucaristía, manjar y bebidainenarrables que Dios nos ofrece en nuestra peregrina-ción hacia el cielo «para que no perdáis la memoria delbeneficio de la sangre derramada por vosotros con tantofuego de amor», según se lee en el Diálogo.

Cuando el espíritu se llena «de la sangre de Jesús crucificado», leescribe a un prior de Cartujos, el alma ve lo que es «el fuego de ladivina caridad, ese amor inefable mezclado y amasado con sangre...Entonces el alma se reviste de la eterna voluntad de Dios, queencuentra y gusta en la sangre... Por eso os he dicho que deseabaveros bañado y ahogado en la sangre de Jesús crucificado».

Catalina fomentó también la costumbre de la comu-nión espiritual, «comunión mística por el afecto de lacaridad que gusta y halla en la sangre al considerar queha sido derramada por amor; a causa de este deseo, seembriaga, siente abrasarse y se sacia». Según vemos, di-cha comunión, además del deseo de recibir a la divinavíctima, incluye la adhesión unitiva a la caridad hallada ygustada en la sangre esparcida con tanto fuego de amor.Una de sus oraciones eucarísticas nos recuerda a SanBernardo: «¡Oh Señor de la inefable misericordia! ¡Cuándulce eres para los que te aman, cuán suave para los quete gustan, pero mucho más suave para los que beben deti!»

En la misma línea de los Padres que hablaban de la so-bria ebrietas, nuestra Santa se refiere con deleite a la ebrie-dad espiritual que causa la recepción de la sangre.

El mismo Cristo, escribe en el Diálogo, «como ebrio de amor, osda, para que sea baño para vosotros, su propia sangre, derramadapor todas las partes del cuerpo abierto de este Cordero». En suebriedad de amor, el Señor se nos ofrece, para hacernos partícipes

de su propia embriaguez. Escribiendo a un dominico le dice: «Pocoa poco [el alma] siente volverse ebria, porque es cuando está ebrioque el hombre pierde el sentimiento de sí mismo y no se descubremás que el sentimiento del vino; todos los sentimientos allí quedanahogados. Así mi alma, ebria de la sangre de Cristo, pierde el propiosentimiento de sí misma, privada como estoy del amor sensitivo,privada como estoy del temor servil...». En otra de sus cartasleemos: «Mi alma, cuando conoce esta verdad [la de la sangre divi-na] cae en la embriaguez. Como un hombre ebrio, pierde todosentimiento propio, embriagada como está de la sangre de Jesucris-to».

La consideración de la sangre, en sí misma y sobretodo en la Sagrada Eucaristía, era un pensamiento queperduraba en su alma. «La memoria –escribe–, verdade-ro vaso del alma, está llena de la sangre, la conciencia senutre de ella. Por la memoria de la Sangre se abrasa elalma en odio del vicio y amor de la virtud». Refiriéndosea una comunión especialmente fervorosa que hizo, con-fiesa que persistió durante muchos días en su boca elolor y el gusto de la sangre.

Los verbos a que recurre Catalina para exhortar al contacto con lasangre son apabullantes. A un discípulo suyo le dice: «Vístete conla sangre de Cristo crucificado». A un político de Siena le recomien-da «que siga las huellas de Cristo crucificado, y se anegue en lasangre de Cristo crucificado». A fray Raimundo lo exhorta:«Anegaos, pues, en la sangre de Cristo crucificado, y bañaos en lasangre, y embriagaos con la sangre, y saciaos de la Sangre, y vestíoscon la sangre. Y si hubieseis sido infiel, rebautizaos en la sangre; siel demonio hubiese ofuscado los ojos de la inteligencia, laváoslocon la sangre; si hubiereis caído en la ingratitud por los donesrecibidos, agradeced en la sangre; si fuisteis pastor vil y sin elcayado de la justicia, temperada con prudencia y misericordia,sacadlo de la sangre...

«Diluid en la sangre la tibieza y caigan las tinieblas a la luz de lasangre para que seais esposo de la Verdad y verdadero pastor ygobernante de las ovejas que se os han confiado....». También ledice: «Así lo haré yo en la medida en que me lo conceda la graciadivina. Y de nuevo quiero vestirme con la sangre y despojarme detoda otra vestidura que me hubiera propuesto como fin hasta aho-ra. Yo quiero sangre; y en la sangre satisfago y satisfaré a mi alma.Estaba engañada cuando buscaba la satisfacción en las criaturas...Quiero acompañarme con la sangre; y así encontraré la sangre y lascriaturas y beberé su afecto y su amor en la sangre».

Destaquemos la vehemencia de los verbos que Catali-na une a la palabra «sangre»: vestirse, nutrirse, bañarse,saciarse, rebautizarse, lavarse, embriagarse, anegarse, su-mergirse, etc. Su espiritualidad pareciera haber encon-trado un punto de polarización en la hemorragia divinade la Cruz. «Empápate en la sangre –le escribe a unamonja–, para que no caiga ningún escrúpulo en tu men-te, ni temor servil. Escondámonos en la caverna del cos-tado de Cristo crucificado donde has encontrado la abun-dancia de la sangre». En otra carta a la misma religiosa,Catalina relee toda la historia de la salvación a la luz de lasangre derramada:

«Te escribo en su preciosa sangre –le dice–, con deseo de verteempapada y anegada en la sangre de Cristo crucificado, en la cualencontrarás el fuego de la divina caridad; gustarás la belleza delalma y la gran dignidad suya. Puesto que, contemplándose Dios ensí mismo, se enamoró de la belleza de su criatura; y como ebrio deamor, nos creó a su imagen y semejanza. Habiendo perdido elignorante hombre la dignidad y belleza de su inocencia por la culpadel pecado mortal, por haberse hecho desobediente a Dios, él man-dó al Verbo unigénito Hijo suyo, poniéndole por obediencia quecon su sangre nos diera la vida y la belleza de la inocencia; puestoque en la sangre se lavaron y lavan las manchas de nuestros defec-tos. Ves, pues, que en la sangre se encuentra y saborea la belleza delalma».

Con frecuencia nuestra Santa relaciona la sangre conla virtud de la fortaleza. La contemplación de la sangreque Cristo derramó en la Cruz es una invitación implícitaa unir con ella nuestra propia sangre. Nos cuenta en elDiálogo que en uno de sus raptos sintió que sudaba abun-dantemente.

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«Mas ella –dice hablando de sí– despreciaba este sudor de aguapor el deseo inmenso que tenía de ver salir de su cuerpo sudor desangre, diciéndose a sí misma: Pobre alma mía, has perdido todo eltiempo de tu vida, y por esto han venido tantos males y daños almundo y a la santa Iglesia en común y en particular; por esto, yoquiero que lo remedies ahora con sudor de sangre».

Dada la corrupción que existía en el mundo político yen el mundo religioso de su tiempo, así como el peligrodel cisma, que iba ensombreciendo el horizonte de laIglesia, comprendía que no era suficiente el sudor natu-ral; «sudor de sangre querría yo, y de buena gana hubie-ra querido que en mi cuerpo se desbordasen mis ve-nas», dice en una de sus cartas.

Lo que el mundo desea, con caricias o amenazas, es-cribe en otra ocasión, es hacer que los buenos vuelvanla cabeza y se aparten de la Verdad, deserten del campode batalla y retornen a su casa para tomar allí de nuevoel vestido viejo que habían dejado, el amor propio, queteme más disgustar a las creaturas que al Creador. Serápreciso perseverar en el combate, llenos de la sangre deCristo crucificado y embriagados con ella. No en vanoel Señor le había dicho:

«Esta sangre yo os la brindo en el hostal del Cuerpo místico dela santa Iglesia por mi Caridad para reconfortar a los que quieranser verdaderos caballeros y combatir contra la propia sensualidady carne frágil, contra el mundo y contra el demonio, con la espadadel odio de estos enemigos con quienes tienen que combatir, y conel amor de la virtud. Este amor es un arma que los defiende de losgolpes, que no les llegan si no abandonan el arma y la espada de sumano y la ponen en manos de sus enemigos, es decir, dándoles lasarmas con la mano del libre albedrío y rindiéndose voluntariamentea ellos. No obran así los que están embriagados con la sangre, sinoque perseveran virilmente hasta la muerte, en la que quedan venci-dos todos sus enemigos».

Para Catalina, la Iglesia era como un jardín fundado enla sangre de Cristo y regado con la sangre de los márti-res, «que virilmente corrieron detrás del olor de su san-gre». En carta a Raimundo de Capua le dice que losgloriosos mártires que por la verdad se dispusieron a lamuerte, «con su sangre, derramada por amor de la San-gre, fundaban los muros de la santa Iglesia».

En cierta ocasión, el papa Urbano VI convocó a variaspersonas, entre ellas a un discípulo de Catalina, para quefuesen a Roma y lo ayudasen en una difícil situación porla que estaba atravesando la Iglesia. Sabedora de ello,Catalina le escribe a su discípulo pidiéndole que tomecoraje y responda al llamamiento:

«La sangre de estos gloriosos mártires, aquí en Roma, sepulta-dos en cuanto al cuerpo, que con tanto fuego de amor dieron lasangre y la vida por amor de la Vida, hierve toda, invitándote, ytambién a los otros, a venir a soportar por gloria y alabanza delnombre de Dios y de la santa Iglesia, y para prueba de la virtud...No nos hagamos los sordos. Si por el frío nuestros oídos estuvie-ran tapados, tomemos la sangre caliente, que está amasada confuego, y lavémoslos, y se nos quitará toda sordera. Escóndete enlas llagas de Cristo crucificado; huye del mundo, sal de la casa detus padres, huye hacia la caverna del costado de Cristo crucificado,para que puedas llegar a tierras de promisión».

Es ésta una exhortación reiterada: «Sé crucificado conCristo crucificado... Persevera hasta el fin, no buscan-do consuelo más que en la sangre que mana de la cruz».Será preciso abrazarse al «amor torturado» del Calvario,le dice el mismo Cristo, dispuesto a sufrir hambre y sed,baldones y afrentas, «con el deseo de dar la vida poramor de la Vida, a mí, que soy su vida, y su sangre poramor de la sangre». Más aún, como llega a escribirle a lamarquesa de Seiana, «si fuera posible adquirir las virtu-des sin pena, esta alma no las querría, pues le pareceque bajo una cabeza coronada de espinas no debe habermiembros delicados y vale más sufrir espinas con él».Hay una estrecha relación entre la sangre, el amor y el

dolor. Así se lo enseñó el mismo Señor en el Diálogo:«Puesto que de mí ha conocido mucho, mucho me ama –le dijo,

refiriéndose a un amigo de Catalina–. Y porque me ama mucho,mucho sufre. De ahí que quien crece en amor, crece también endolor». La sangre derramada de Cristo invita, pues, al derramamien-to de la propia. «No me asombra –le escribe nuestra Santa a doseremitas– que el pensamiento de esta preciosa sangre hiciese correra los santos a derramar la suya».

Y conste que no se trata de soportar dolores quejum-brosamente, o llevar la cruz al modo del Cireneo, porpura coacción, sino con gallardía espiritual. Entre ella yel Cordero la relación es nupcial.

«Una esclava –dice en una de sus cartas– por el hecho de sertomada por esposa por el emperador, se convierte inmediatamenteen emperatriz, y no por sus méritos, porque ella era una esclava,sino por la dignidad del emperador. Así... el alma enamorada deDios, sierva y esclava, rescatada por la sangre del Hijo de Dios,llega a tal dignidad, que no puede llamarse sierva, sino emperatriz,esposa del emperador eterno».

2. El fuego que consumeEn diversas ocasiones, según lo venimos observando,

junta Catalina la sangre con el fuego. «La sangre de Cris-to –escribe, por ejemplo– no existe nunca sin fuego». Yen carta al papa Gregorio XI: «No nos dais sangre sinfuego, ni fuego sin sangre. Que la sangre fue derramadacon fuego de amor». Dios mismo le dijo en el Diálogo:«Por el amor inefable que os tuve al querer crearos denuevo a la gracia, os lavé y os engendré en la sangre demi unigénito Hijo, derramada con tanto fuego de amor».

Es posible que Catalina se haya inspirado en la doctrinacatólica acerca de las tres formas posibles de bautismo,el bautismo de agua, que es el más común, el bautismode deseo, que la tradición llamó baptismum flaminis –bautismo de fuego–, y el martirio, conocido como bap-tismum sanguinis –bautismo de sangre–. En el Diálogo,Cristo le enseñó que había dos bautismos de sangre. Uno,el de aquellos que son bautizados en su propia sangre,derramada en homenaje al Señor, que tiene valor en vir-tud de la Sangre del Cordero inmolado; y el otro, el de losque se bautizan con «fuego», deseando el bautismo conencendido afecto de amor, sin que de hecho lo puedanrecibir en forma sacramental.

«Mas este bautismo de fuego no es sin la sangre, porque la sangreestá mezclada y unida con el fuego de la divina caridad, porque poramor fue derramada».

Lo que Catalina quería señalar al vincular tan estrecha-mente la sangre con el fuego es que aquella gloriosa san-gre de Cristo era una sangre hirviente, hervorosa, sangreígnea. «Sus llagas dulcísimas – escribe en una carta– ver-tieron sangre mezclada con fuego, porque con fuego deamor fue derramada». Refiriéndose Cristo en el Diálogoa un enemigo suyo, le dijo a la Santa: «Me odia a mí, aquien está obligado a querer por ser yo sumamente bue-no y haberle dado el ser con tanto fuego de amor». Cata-lina lo expresa a su modo, en otra de sus cartas: «Es biencierto que la sangre arde de amor y que el Espíritu Santoes este fuego, porque el amor fue la mano que hirió alHijo de Dios y le hizo derramar sangre. Y ambos se jun-taron entre sí y fue tan perfecta esta unión que nosotrosno podemos tener fuego sin sangre, ni sangre sin fue-go». Es claro que ese fuego y esa sangre, que eran hu-manos, valen en virtud de misterio de la unión hipostática.Así se lo señaló Cristo en el Diálogo: «Ni el fuego ni lasangre sin mi naturaleza divina, porque la naturaleza divi-na estaba perfectamente unida con la humana». La san-gre derramada con tanto fuego de amor es la sangre delVerbo encarnado, sangre humana, por cierto, peroinseparablemente unida a la divinidad.

Santa Catalina de Siena

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Según Jörgensen, la sangre y el fuego son los dos tér-minos en que se resume el mensaje que Catalina trajo almundo. La salvación consiste en bañarse en la sangre,en beber la sangre, por una parte, pero por otra, en de-jarse consumir en las llamas. El fuego va extinguiendotodo lo remanente del hombre viejo, hasta que llegamosa identificarnos con Cristo, a hacernos uno con el fue-go. No en vano el Señor anunció que había venido atraer fuego a la tierra. Catalina le hace decir: «Yo soy elfuego y vosotros las chispas». Pero el fuego no sóloextingue, sino que también enardece. Cuando el fuegode Dios se enciende en nosotros, le escribe a un amigodominico, nuestra alma arde como un brasero. El fuegotiende siempre a elevarse a su principio, y por eso vaencumbrando al alma, evitando que permanezca sumer-gida en el conocimiento de sus propias miserias. En car-ta a un Nuncio Apostólico le dice:

«El hombre no puede volverse una sola cosa con el fuego si no searroja dentro de él, a tal punto que nada quede fuera. Este es aquelvínculo del amor, con el cual el alma se ata a Cristo. ¡Oh, cuán dulcees este vínculo que ató al Hijo de Dios al leño de la santísima cruz!Y no bien se encuentra el hombre atado a estos lazos, ya está en elfuego. Y el fuego de la divina caridad obra en el alma como el fuegomaterial, que calienta e ilumina y la convierte en sí mismo. ¡Ohfuego dulce y atractivo, que das calor y expulsas toda frialdad devicios y pecados, y de amor propio de sí mismo! Este calor calientay enciende el leño árido de nuestra voluntad; por lo cual ésta seenciende y dilata a los dulces y amorosos deseos amando aquelloque Dios ama, y odiando aquello que Dios odia». El alma se vuelvefuego». «Es como un tizón abrasado dentro del horno que nadiepuede tocar para retirarlo porque se ha convertido en fuego».

En este contexto cobra todo su sentido lo que Catalinadijo de sí misma: «La mia natura è fuoco», mi naturale-za es fuego. Dios, que es amor ígneo, la hizo partícipede su naturaleza. «En tu naturaleza, eterno Dios, reco-nozco mi propia naturaleza; y ¿qué es mi naturaleza? Minaturaleza es fuego». Por eso resonó con tanta fuerza,en medio de una sociedad tibia y aburguesada, el grito dela Santa: «¡Un poco de fuego, basta de ungüentos!». Elfuego, si no se lo extingue, nunca se detiene, sino quetiende incoerciblemente a acrecentarse. Saciándola [elfuego al alma], no se sacia, .sino que hambrea siempre –escribe Catalina en el Diálogo–:

«Cuando más te tiene, más te busca, y cuando más te busca y tedesea, más te encuentra y gusta de ti, sumo y eterno Fuego, abismode caridad»

3. La locura de DiosCatalina penetró como pocos en los abismos de la bon-

dad de Dios. Contemplando el misterio de la providenciainefable, su corazón se dilataba según las medidas delCorazón de Cristo. Permanecía, sin duda, en su cuerpo,pero le parecía estar fuera de él, por el arrebato que enella producía el exceso de la divina caridad. ¿No es acasoexcesiva dicha condescendencia, no hay cierta locura enel amor de Dios?

«¡Oh inefable y dulcísima Caridad! ¿Quién no se inflamará antetanto amor? ¿Qué corazón resistirá sin desfallecer? Diríase, ohAbismo de caridad, que pierdes la cordura por tus criaturas, comosi no pudieras vivir sin ellas, siendo nuestro Dios... Tú, que eres lavida, fuente de toda vida y sin la cual todo muere, ¿por qué, pues,estás tan loco de amor? ¿Por qué te apasionas con tu criatura,siendo ella tu complacencia y delicias?».

Tales acentos aparecen no sólo en las páginas del Diá-logo sino en sus cartas y elevaciones. En una de estasúltimas leemos: «¡Oh Trinidad eterna, Trinidad eterna;oh Fuego y Abismo de caridad; oh Loco de tu criatu-ra!... ¡Oh Trinidad eterna, Loco de amor!». La criatura,a la que había hecho a imagen y semejanza suya, lo haenajenado: «Loco de tu misma hechura».

La Locura de Dios. Nos enardece este pensamiento.Un primer síntoma de esa locura es, como se insinuaramás arriba, el hecho mismo de la creación. Catalina noacaba de admirarse viendo cómo Dios no nos creó porningún otro motivo que no fuese el fuego gratuito de sucaridad. Conocía, por cierto, las iniquidades que íbamosa cometer, pero «tú hiciste como si no lo vieras, antesfijaste la mirada en la belleza de tu criatura, de la que tú,como loco y ebrio de amor, te enamoraste, y por amor lasacaste de ti, dándole el ser a imagen y semejanza tuya».

Transida la Santa de fuego, sangre y amor, sus pala-bras, que brotan con una vehemencia sobrecogedora,llevan el signo inequívoco de la belleza y de la poesía,estremeciendo las fibras más recónditas del corazón.Nuestro Dios es un Dios loco, loco de amor. ¿Acasoprecisaba de nosotros? Él es la vida indeficiente y denada necesita. Con todo, se comporta como si no pudie-se vivir sin nosotros. Ya esto parecía excesivo. Pero lalocura de Dios no se clausura en la creación. Quedabatodavía por realizar su gesto más enajenado, la Encarna-ción del Verbo.

«Cómo has enloquecido de esta manera? Te enamoraste de tuhechura, te complaciste y te deleitaste con ella en ti mismo, yquedaste ebrio de su salud. Ella te huye, y tú la vas buscando. Ellase aleja, y tú te acercas. Ya más cerca no podías llegar al vestirte desu humanidad. Y yo ¿qué diré? Gritaré como Jeremías: ¡Ah, ah!(Jer 1, 6). No sé decir otra cosa; porque la lengua, finita, no puedeexpresar el afecto del alma que te desea infinitamente... ¿Qué viste?Vi los arcanos de Dios. Pero ¿qué digo? Nada puedo decir, porquelos sentidos son torpes. Diré solamente que mi alma ha gustado yha visto el abismo de la suma y eterna Providencia».

Tenemos un Padre divino que ha perdido la razón. Nadale podíamos añadir a su grandeza, ningún mal le podía-mos hacer con nuestro pecado, y sin embargo, para queno nos perdiéramos, hace justicia sobre el cuerpo de supropio Hijo. «¡Señor, parece que enloqueces!» El Hijo,por su parte, tan enamorado y loco como su Padre, co-rrió por el camino de la obediencia, hasta dejarse clavaren la cruz. Algo increíble. Porque «yo soy el ladrón y túeres el ajusticiado en lugar de mí». La cruz es el acto dela locura total. De ella «está suspenso aquel a quien suamor y no los tres clavos retienen en ella fijo y fuerte,Cristo, il Pazzo d’amore. Pero no le bastó esta locura,sino que se quiso quedar, todo él, Dios y hombre, en-vuelto en la blancura del pan». La Encarnación, el Calva-rio, la Eucaristía, ¿no es acaso la locura total?

La misericordia de Dios, tal como la ha ejercido, estáen el telón de fondo de esta locura ininterrumpida. Se hadicho que el mejor título que le convendría al Diálogosería: «Libro de la misericordia». Porque todo su conte-nido se resume en las palabras: «Quiero hacer miseri-cordia al mundo». El amor loco no se rinde, ni aun anteel rebelde. Así le canta Catalina:

«¡Oh misericordia que procede de tu Divinidad, Padre eterno, yque gobierna por tu poder el mundo entero! Por tu misericordiahemos sido creados, por tu misericordia hemos sido recreados en lasangre de tu Hijo; tu misericordia nos conserva; tu misericordia hapuesto a tu Hijo en agonía y le ha abandonado sobre el leño de lacruz... ¡Oh loco de amor! ¿No era bastante haberte encarnado, sinoque, además has querido morir... y tu misericordia ha hecho mástodavía: te has quedado como alimento. ¡Oh misericordia! ¡Micorazón se hace todo fuego pensando en ti! De cualquier lado quemi espíritu se vuelva y se revuelva no encuentra sino misericor-dia...».

V. En las entrañas de la IglesiaLos diversos temas caterinianos a que nos hemos ido

refiriendo, la creación, la redención, la verdad, la san-gre, el fuego, la locura, tienen una clara connotacióncomunitaria, encontrando en la Iglesia su «lugar teológi-

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co». Catalina fue una enamorada de la Iglesia. Su espíri-tu se asemeja grandemente al de San Pablo, y las cartasde aquélla a las epístolas de éste. Son dos almas gemelasen su espiritualidad y en su apostolado, no obstante lossiglos que los separan y las diferencias que sus diversossexos traen consigo.

El alma de Catalina es radicalmente eclesial. Todo enella tiene que ver con su fe en la Iglesia, puerta por laque se entra en Cristo:

«Nadie puede complacerse en la hermosura de Dios, en el abis-mo de la Trinidad, sin la asistencia de esa dulce Esposa. pues noses preciso a todos pasar por la puerta de Jesús crucificado, la cualno se halla en parte alguna fuera de la Iglesia».

1. Su pasión por la Iglesia«Tenemos que apasionarnos por la santa Iglesia por

amor a Jesús crucificado», le decía en carta a la reinamadre de Hungría. Todos los santos han amado a la Igle-sia. Santa Catalina, siempre extremosa, sintió por ellaverdadera pasión. No otra fue la razón de sus viajes,embajadas, escritos, amistades, luchas y sufrimientos.Admírase Leclercq al ver cómo esta aldeana, esta «po-polana», como se la llamaba en Siena, se haya elevadohasta una concepción tan grandiosa de la Iglesia. Al in-sistir sobre la estrecha unión de Cristo y de su Iglesia,no estaba elaborando, por cierto, una doctrina nueva. Yasobre ello habían tratado ampliamente San Pablo, losPadres de la Iglesia y Santo Tomás. Lo que hizo fuesazonar dicha enseñanza, confiriéndole luz, relieve y ca-lor. «La Iglesia es lo mismo que Cristo», afirma tajante-mente en una de sus cartas. Para ella la Iglesia era laprolongación viva del misterio redentor de Cristo, eraCristo que seguía redimiendo a lo largo de los siglos.Por eso la amó como amó a Jesús; amó a Jesús en laIglesia, y quiso morir por la Iglesia, para poder morirpor Jesús.

No falta quienes se disponen a leer el libro del Diálogocreyendo encontrar en él una serie de revelaciones pri-vadas, quizás sorprendentes, como en otras obras deese género. Pronto quedan defraudados. Porque lo queen él se contiene es reductible a las enseñanzas funda-mentales y tradicionales de nuestra fe. El objeto de susvisiones e ilustraciones son siempre los grandes miste-rios revelados, la Trinidad, Cristo, la Iglesia, no cosasque piadosamente puedan creerse, o escenas de la vida ypasión de Cristo que no se encuentran en los Evangelios,como suelen hallarse en los escritos de tantos otros «vi-dentes». De lo que ella trata principalmente es del «mis-terio de la redención», no fríamente, por cierto, sinocon una actualidad y presencialidad que impresionan vi-vamente.

Cuando habla de la Iglesia, Catalina distingue «el Cuerpomístico de la santa Iglesia», constituido por la jerarquíay los fieles agrupados en la Iglesia, de lo que llama «elcuerpo universal de la religión cristiana», que es la so-ciedad temporal en que se reúnen los cristianos, lo quehoy entendemos por «Cristiandad». Son dos cuerpos es-trechamente ligados. Dicha distinción la encontramospuntualmente en una de sus Elevaciones:

«Y así como tú te me das a ti mismo en la comunión del cuerpoy la sangre, te me das todo Dios y todo hombre, así, Amor inesti-mable, te pido que me hagas comulgar con el Cuerpo místico de tusanta Iglesia y el cuerpo universal de la religión cristiana, porque enel fuego de tu caridad he conocido que deseas que el alma se deleiteen este manjar».

Como se ve, Catalina conoce una doble comunión, lasacramental y la eclesial, esta última en continuidad conla primera. La Iglesia y Cristo eran para ella dos realida-

des inescindibles. Por eso, así como se había enamoradoperdidamente de Cristo, se enamoró también de la Igle-sia, polarizándose en ella, haciendo suyos los mejoresproyectos e iniciativas de la Esposa del Señor. En carta aun discípulo le confiesa que su memoria estaba siemprellena de las necesidades de la Iglesia y del pueblo cristia-no. Hacia el fin de su vida le escribía a fray Raimundo:

«Mirad cuánta necesidad vemos en la santa Iglesia, que en todovemos que ha quedado sola... Y así como ha quedado sola la Espo-sa, también lo ha sido el Esposo».

2. Cargar los pecadosLos escritos de Catalina dejan trasuntar su preocupa-

ción por el mundo, por la salvación del mundo pecador,implorando de Dios su infinita misericordia. «Por estocorro y clamo delante de tu misericordia, para que quie-ras usar de misericordia con el mundo».

Mas no se contentó con rogar, como quien suplicadesde afuera. Lo que se propuso fue asumir la responsa-bilidad de tantos pecados:

«Ahora sé lo que tengo que hacer. Reuniré todos nuestros peca-dos, todas nuestras transgresiones, todas las miserias humanas enun gran haz, que cargaré sobre mis espaldas, y llevaré esta horriblecarga hasta el pie del trono de tu misericordia infinita».

Ella misma pensaba, y así lo repitió frecuentemente,que en razón de sus propios pecados, de sus muchasiniquidades, la Iglesia había tenido que soportar buen nú-mero de castigos, persecuciones y desgracias. La ideaque subyace tras este juicio es la del carácter social delpecado. Todo pecado, por oculto y personal que parez-ca, no carece de repercusión en los demás. Pero concre-tamente, ¿a qué desórdenes se refiere esta mujer que ja-más conoció el pecado mortal?

Así se lo preguntó fray Raimundo. ¿Cómo podía con-siderarse causa de todos los males que sucedían? La con-ciencia de los Santos tiene delicadezas que nos asom-bran. Catalina nunca cesó de reprocharse aquel tiempode tibieza y de coquetería que conoció en su adolescen-cia, así como sus pequeños pecados.

«He cometido faltas innumerables, y creo que se pueden atribuira mis iniquidades las violentas persecuciones que la santa Iglesia yél [el Papa] han tenido que sufrir».

Sobre todo tenía presente los pecados de omisión. Sien esta o aquella circunstancia hubiese obrado de otromodo, esto o aquello no habría ocurrido, y los aconteci-mientos hubieran tomado otro giro. Quizás hubiese debi-do hablar de otro modo, escribir más largo o de maneramás apremiante, rezar con más ardor.

«Si yo estuviera verdaderamente inflamada en el fuego del amordivino –le decía a su confesor–, ¿no rezaría a mi Creador con uncorazón de llamas, y él, soberanamente misericordioso, no se apia-daría de todos mis hermanos y les concedería que en todos ardierael mismo fuego que arde en mí? ¿Cuál es el obstáculo para este granbien? Nada más que mis pecados. En él no cabe imperfección; luegoel mal está en mí y de mí proviene». Su gran culpa era haber malgas-tado un océano de gracias. «Yo, que tanto he recibido, bien puedodecir que soy la más ingrata de las creaturas y causa de ruina en elmundo, pues no he salvado a muchas personas predicándoles depalabra y con el ejemplo. He faltado, pues, a mi deber, soy muyculpable».

Ahora quería reparar su presunta negligencia, cargan-do con todos los pecados de su tiempo. En oración alPadre, luego de señalarle las llagas de la Iglesia y lasmiserias del mundo, le rogaba:

«Ejerce, pues, sobre mí, divina y eterna Caridad, ejerce sobre mítu venganza y haz misericordia a tu pueblo. No saldré de tu presen-cia hasta que no te haya visto hacer misericordia. ¿De qué meservirá ver que tengo la vida, si tu pueblo está en la muerte, si lastinieblas envuelven a tu Esposa...?». En otra ocasión, refiriéndose a

Santa Catalina de Siena

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianoslos adversarios del Papa, le dice al Señor: «Ya que tanto te hanofendido, Dios de suprema clemencia, castiga en mí sus pecados.He aquí mi cuerpo, que he recibido de ti y que te ofrezco para quesea el yunque en que aplastes sus iniquidades.».

Sobre todo quería cargar los pecados de la Iglesia.Luego de su muerte, uno de sus admiradores, WilliamFlete, dijo que Catalina se parecía a una mansa mula, quellevaba sin resistencia el peso de los pecados de la Igle-sia, como en su juventud había llevado desde la puertade su casa hasta el granero los pesados sacos de trigo.En una de sus revelaciones, Dios Padre le dijo que toma-ra sus lágrimas, las uniese a la fuente de su divina cari-dad, y junto con sus otros servidores, lavase el rostro dela Esposa de su Hijo.

Especial era su interés por llevar sobre sus hombroslos pecados de sus seguidores más cercanos. A uno deellos, un apuesto joven que gustaba leer a Dante, le es-cribe: «Me has suplicado que te adopte como hijo; y,aunque miserable e indigna, te he adoptado, con granamor, comprometiéndome a responder ante Dios de to-das las faltas que hayas cometido y que puedas come-ter». Frecuentemente le decía a Dios en la oración: «Deigual modo que tú, oh Señor, cargas con los sufrimien-tos que hemos merecido, quiero expiar las faltas de to-dos mis hijos espirituales». A otro de sus discípulos leescribía: «Comienza una vida nueva y tomaré sobre mítus pecados, que consumiré en las llamas de la caridaddivina; después haré penitencia por ellos con lágrimas ysúplicas». Y dirigiéndose a Dios: «Te recomiendo a mishijos e hijas, a quienes has cargado sobre mis hombros».

En el fondo de esta actitud latía su inconmensurableamor a la Iglesia, por la que anhelaba gastarse y desgas-tarse, al mejor estilo paulino. «Quiero dar mi sangre y lamédula de mi sangre por la santa Iglesia. Cuando el mundoentero me arrojase, nada me importaría, porque descan-saría, llorando y sufriendo en el seno de la dulce Espo-sa». Al ver tanta generosidad de parte de Dios, decía enuna de sus cartas, y lo que había que hacer para agra-darle más,

«crecía tanto el fuego del deseo, que, si le hubiera sido posibledar mil veces al día la vida por la santa Iglesia, y continuase estetormento hasta el último día del juicio, le parecía que todo ello eramenos que una gota de agua».

Su suprema aspiración era el martirio por la Iglesia.«¡Cuán bienaventurada sería mi alma –le escribe a frayRaimundo– si por la dulce Esposa, y por amor de lasangre y salvación de las almas hubiese dado la sangremía!». Este deseo vuelto oblación se repite en casi todaslas oraciones que sus discípulos nos han conservado,especialmente de los últimos años de su vida. En una deellas, así expresa su anhelo: «A mí concédeme la graciade que pueda derramar mi sangre y entierre el tuétano demis huesos en este jardín de la santa Iglesia». En todocoherente con su clamor final: «Si muero, sabed quemuero de pasión por la Iglesia».

VI. Una mujer virilLa vida de Catalina fue una lucha casi ininterrumpida,

sobre todo en lo que se refiere a su actuación apostólica,poblada de peligros y rica en decepciones, vituperios eintrigas de toda clase, como lo veremos luego en detalle.

1. Alma apasionadaCatalina fue una mujer «apasionada», en el mejor sen-

tido de la palabra. Conviene recordar que las pasiones noson en sí ni buenas ni malas. Depende a qué se apliquen.Si yo amo algo indebido, ese amor es perverso, si odioalgo odiable, ese odio es santificante. El olvido de las

pasiones en los tratados de moral ha contribuido a crearun cristianismo invertebrado y blandengue. Catalina ma-nejaba con señorío las pasiones, principalmente las delamor y del odio. Nadie amó como Cristo, dice en una desus cartas, amó perdidamente a su Padre y a los hom-bres, y nadie odió como Él, odió sin contemplaciones elpecado. No se puede amar a Dios sin odiar, automá-ticamente, lo que le es antagónico.

Tratando del crucifijo en una de sus cartas, luego dedecir que es como un libro escrito, en el que cualquiera,aunque sea ignorante y ciego, puede leer, agrega: «Suprimer párrafo es odio y amor: amor de la gloria del Pa-dre y odio del pecado». En el Diálogo vemos cómo elmismo Dios Padre se lo confirma: «Este amor y esteodio los encuentra en la sangre, puesto que por amor avosotros y odio al pecado, murió mi unigénito Hijo,dándoos la sangre».

Catalina insiste, pues, en las dos cosas. No sólo en lanecesidad de amar a Dios, según lo hemos visto reitera-damente, sino también en la obligación de ejercitar nues-tra capacidad de odio, volcándolo sobre la ofensa de Dios.Esta idea reaparece obstinadamente en sus escritos, loque muestra que no es incidental, sino que afecta a lasustancia misma de su sistema doctrinal. Será precisoaborrecer y detestar el pecado, la sensualidad y la me-diocridad, experimentar por todo ello un verdadero odio,y éste tan encendido y hambriento de lo absoluto comoel mismo amor, porque de él nace. Sólo así, le escribe aun fraile dominico, uno se vuelve

«un viril caballero que combate con el escudo de la Fe y con lasarmas de la Caridad, que son una espada de dos filos: odio y amor,amor de la virtud y odio del vicio y de su propia pasión sensible».

En carta a fray Raimundo, su padre espiritual, le reco-mienda que deje de gustar leche y empiece a comer pan.El párvulo, que se nutre de leche, sólo quiere jugar, nosiendo apto para entrar en batalla; así es el hombre quepermanece en su amor propio, que no se deleita sino ensaborear la leche de sus consolaciones, espirituales otemporales. Cuando se vuelve hombre, rompe el pan conlos dientes del odio y del amor, llegando a gozar cuandove que la sangre brota de sus encías. Se ha vuelto fuerte;ahora sí es capaz de correr a la batalla, deleitándose encombatir por la verdad. Quienes así se comportan estándispuestos a renunciar a la leche para abrazarse con losestigmas de Cristo. Cuando el mundo los mutila, se re-cogen y reúnen en Dios, cuanto más perseguidos sonpor la mentira, tanto más exaltan en la verdad.

«Estos tales son comedores de pan mohoso, mas no seco, por-que el seco no podría ser triturado por sus dientes, sino con granfatiga y poco fruto; por esto lo bañan en la sangre de Cristo cruci-ficado, en la fuente de su costado; y por ello, como ebrios de amor,corren a poner el pan mohoso de las muchas tribulaciones en estapreciosa sangre».

Mujer apasionada, por cierto. Y, consiguientemente,lenguaje apasionado. Puede sonar a paradoja, pero nosgusta decir de ella que su medida fue el exceso. Es lamedida del amor de Dios, que es no tenerla si éste esauténtico.

2. «Sedme viril»Poco antes de comenzar su vida pública, Dios se ha-

bía dirigido a ella para decirle: «Sé viril y enfréntate va-lientemente con todas las cosas que de aquí en adelantemi Providencia te presentará». Dicho apercibimiento lamarcó de manera categórica. Ella comprendía, sin duda,lo ciclópeo de la tarea que Dios le encomendaba. El mun-do estaba gravemente enfermo; la Iglesia, herida en susmiembros más relevantes.

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¿Qué hacer para encontrar el remedio?, le preguntó aDios, «ya que mi alma está dispuesta a tomarlovirilmente». Así procuraría durante toda su vida cami-nar esforzadamente por el camino del Verbo, aguantan-do lo que fuere, oprobios y ultrajes. Dios le había pedidoque fuese viril, y ella quiso que dicha virilidad se conta-giase a los demás. Tanto en sus cartas como en el Diá-logo se encuentra a cada paso una exhortación a obrar«virilmente», sea que se dirija a pecadores, sea que leescriba al mismo Papa.

Así a un adúltero le amonesta: «¡Ay! ¡Ay! Seamos hombres;ahoguemos en nosotros el placer femenino –il piacere femminile–que ablanda el corazón y lo hace pusilánime». Al papa Urbano VIle escribe: «Sedme todo viril, con un temor santo de Dios». Lomismo le había aconsejado a su antecesor, Gregorio XI, débil eirresoluto: «Sedme hombre viril y no temeroso». Y en carta poste-rior: «Largo tiempo deseé veros hombre viril y sin temor alguno,aprendiendo del dulce y enamorado Verbo que virilmente corre a laoprobiosa muerte de la santísima cruz, para cumplir la voluntaddel Padre y nuestra salvación». Al cardenal Pedro de Ostia, legadopontificio, le confiesa: «Deseaba veros hombre viril y sin temor».Se ve que era un reclamo recurrente.

Incluso cuando sus corresponsales eran mujeres, lasexhortaba igualmente a la virilidad. A la reina Juana deNápoles, que en los tiempos del cisma y de los antipapashabía cambiado de parecer respecto de la legitimidad deUrbano VI, le dice que ha obrado «colla condizione dellafemmina che non ha fermezza», con la condición de lamujer que no tiene firmeza. Si cambia de comportamien-to, agrega, «demostraréis haber perdido la condición demujer y ser hecha «hombre viril»; de lo contrario,demostrareis ser mujer sin ninguna estabilidad». En elservicio de Dios, Catalina no admitía debilidades ni ter-nuras excesivas. Por «femenino» entendía «el amor com-pasivo de sí mismo», la blandura, la pusilanimidad, loscompromisos y contemporizaciones. Ella estaba en lasantípodas de dicha tesitura.

No deja de ser reveladora a este respecto la reacciónque tuvo frente a una actitud timorata de fray Raimundo,su padre e hijo a la vez. Cuando este buen fraile se ente-ró de que el papa Urbano quería que Catalina fuese enmisión a la reina Juana de Nápoles, persona de malasentrañas, le señaló al Santo Padre lo peligroso que resul-taba dicho encargo, ya que allí iría indefensa, sólo conotra mujer.

El Papa aceptó estas razones, por lo que Catalina bra-mó de indignación. «¡Si Catalina [de Alejandría], Marga-rita, Inés y las otras santas vírgenes hubieran obradocon una pusilanimidad semejante, no habrían conquista-do jamás la corona del martirio!». En otra ocasión, via-jando Raimundo al norte de Italia, le advirtieron que loscismáticos le podrían tender una emboscada, y de acuerdocon el Papa, se quedó en Génova para predicar contraellos. Al saberlo, Catalina le escribió:

«No sois aún digno de combatir en el campo de batalla; os habéisquedado atrás como un niño; habéis huido voluntariamente delpeligro, y os habéis regocijado por ello. Oh mal padrecito –cattivellopadre mio), ¡qué dicha para vuestra alma y para la mía si convuestra sangre hubiérais cimentado una piedra de la santa Iglesia!...Perdamos nuestros dientes de leche y tengamos en su lugar losdientes sólidos del odio y del amor. Vistámonos la coraza de lacaridad y el escudo de la santa fe, y corramos como hombres alcampo de batalla; mantengámonos firmes con una cruz delante yotra detrás, para que nos sea imposible huir...

«Sumergíos en la sangre de Cristo crucificado, bañaos en esasangre, hartaos de esa sangre, embriagaos con esa sangre, vestíos deesa sangre, llorad sobre vosotros mismos en esa sangre, alegraos enesa sangre, creced y fortificaos en esa sangre, curaos de vuestradebilidad y ceguera con la sangre del Cordero sin mancilla... Nodigo más».

Otra vez, le reprochó con impaciencia: «Cuando se trata de pro-meter obras y sufrimientos por la gloria de Dios, os mostráis unhombre; no me resultéis luego hembra cuando llega el momento derealizarlo».

Se ve que Raimundo era proclive a la timidez y a lapusilanimidad, a pesar de ser un hombre sumamente vir-tuoso, como luego lo reconocería la Iglesia declarándoloBeato. Ya en la última época de su vida, Catalina le escri-biría una vez más: «Cuidad de que no os vea tímido, y deque vuestra sombra no os dé miedo. Sed, en cambio, virilcombatiente».

3. «Io voglio»Refiere un contemporáneo, y no nos extrañamos de-

masiado de ello, que Catalina inspiraba «una especie deterror» a los que entraban en trato con ella. La admira-ban, claro está, pero al mismo tiempo la temían. Se adi-vinaba su voluntad exigente, sin componendas, devo-radora, se presentía que en su ardiente amor a Cristo,quería que todos los demás, saliendo de la mediocridad,se modelasen a imagen del Esposo.

Su alma era, por cierto, de acero. A uno de los hom-bres más poderosos de su época, el Legado de la SantaSede, no teme decirle: «Deseo y quiero que obréis deesta manera y de la otra». Este «quiero», voglio, se repi-te cada vez con más frecuencia en sus cartas.

Al obispo de Florencia le dice simplemente: «Quiero». En una desus cartas escribe: «Es la voluntad de Dios y mi deseo». Y en otra:«Esto desagrada a Dios y me desagrada a mí». Al rey de Francia:«Haced la voluntad de Dios y la mía». Al Papa: «Cumplid con lavoluntad de Dios, satisfaciendo el ardiente deseo de mi alma».

Alguien podrá pensar que estos voglio implicaban unatrevimiento indebido, una actitud rayana en la soberbia.Nada más lejos de la verdad. No olvidemos que ella teníaun bajísimo concepto de sí misma: había sido sacada dela nada y era la que no era. Sus voglio no se apoyan,pues, en sus méritos, en sus deseos personales, sino enla voluntad de Dios. «Yo quiero», porque «Dios lo quie-re». Yo quiero, porque es la voluntad de Dios sobre tuvida. Catalina se había identificado con la voluntad deDios. Sólo podía querer lo que Él quería.

A veces le dice voglio al mismo Dios, como quien desdesu nadidad trata de arrancar al Omnipotente lo que le pide.Es el lenguaje confiado de la esposa. En cierta ocasión Élle respondió:

«Hija mía dulcísima, tus lágrimas me han vencido porque estánunidas a mi caridad y son vertidas por el amor que sientes por mí;estoy encadenado por los lazos de tus deseos».

Su recurso al frecuente empleo de los voglio tiene quever con la virilidad de su carácter, a que acabamos dereferirnos. Resulta interesante advertir que sus compa-ñeros y discípulos más cercanos fueron casi todos hom-bres. Tuvo también amigas muy íntimas, pero en su obraapostólica no representan sino un papel de segundo or-den, son compañeras silenciosas, cuyas personalidadesno sabríamos reconstruir, a diferencia de los hombresque la rodearon, como Raimundo de Capua, Neri diLandoccio, Esteban Maconi, y tantos otros.

Se ha dicho de Catalina que fue «el único hombre desu siglo». La encontramos parecida a Juana de Arco. El«yo quiero» porque «Dios lo quiere» de nuestra Santa separece al «Dieu le veult» de la doncella de Orleans. Jua-na anduvo a caballo, Catalina a pie, pero ambas vivieronen medio de hombres, los dominaron, los mejoraron. Elhombre suele quedar impactado por el coraje de las mu-jeres. Ambas, Catalina y Juana, pasarían sus vidas encampos de acción, donde no se suele encontrar mujeres.

Santa Catalina de Siena

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Pero no nos equivoquemos. A pesar de mostrarse tanviril y tan dominante, Catalina siguió siendo deliciosa-mente femenina, con la espontaneidad, intuición y vive-za características de la mujer. Es cierto que es más pro-pio del hombre el raciocinio y de la mujer la intuición.Catalina se enamoró de la verdad, pero no la penetró demanera sistemática, al modo de los teólogos, sino másbien tomándola como punto de partida de sus ardientesexhortaciones. No fue tanto su doctrina la que arrastró alas almas sino más bien el fuego de su amor.

Tampoco hubo innecesaria dureza en su actuación. Sise inflamaba al hablar de Dios, no perdía la dulzura pro-pia de su sexo. Era, además, alegre. Le gustaba bro-mear, y sus discípulos hacen frecuentemente menciónde su sonrisa, que debía ser encantadora. En su estilo,aparecen con naturalidad apelativos de delicada ternurapara con los santos, sus mejores compañeros.

A San Pablo lo llama «Paoluccio»; a San Pedro, «il vecchiarelloPietro»; a Santo Domingo, «il dolce spagnuolo nostro». Tambiénse expresa de esa forma cuando se dirige a personas que aprecia. AlPapa lo llama «Babbo mio»; a fray Raimundo, en una carta másbien áspera, a que aludimos más arriba, le dice «cattivello padremio». El matiz cariñoso de estos diminutivos italianos se reflejadifícilmente en cualquier traducción.

VII. La reforma de la IglesiaVivió Catalina en tiempos difíciles. Las grietas del edi-

ficio de la Cristiandad se hacían perceptibles. El ordenfeudal mostraba signos de descomposición y parti-cularismos de toda clase conspiraban contra esa grancatedral trabajosamente construida. También la Iglesiaestaba herida en no pocos de sus miembros. «Ea, hijocarísimo –le dice la Santa a un fraile amigo–, resintámo-nos ante tanta necesidad como vemos en la santa Igle-sia». Por eso le pide a Dios «misericordia para el mundoy reforma para la santa Iglesia». Cristo mismo le comu-nicó este deseo, según leemos en el Diálogo: «Quierolavar la cara de mi Esposa, la santa Iglesia, que te mostrébajo la figura de una doncella con la cara manchada ycomo cubierta de lepra, por los pecados de los ministrosy de los cristianos».

Catalina elaboró un plan formidable, que englobaba ala vez los intereses de la Iglesia y los de la civilizacióncristiana. Dicho plan incluía un triple proyecto: el retor-no del Papa a Roma, la reforma de los pastores, y elemprendimiento de una cruzada contra los infieles. Elretorno del Papado pacificaría a Italia y devolvería alSanto Padre su influjo universal. La reforma de los pas-tores produciría en la Iglesia nuevos frutos de santidad.La cruzada daría cauce a las pasiones guerreras, de modoque los reyes y príncipes cristianos, en vez de combatirseentre sí, se uniesen contra los musulmanes, protegiendode ese modo la civilización occidental. Así se lo propusoexplícitamente al Papa. El plan era verdaderamenteabarcante.

Hacia el interior de la Iglesia, ante todo, restaurando lamajestad tradicional del Papado mediante el traslado desu sede a Roma, y una vez recuperado su prestigio,emprendiendo la reforma de las costumbres cristianas;hacia fuera, rechazando mediante la Cruzada la amenazade la invasión musulmana, con la consiguiente salvaciónde la Cristiandad malherida. Destaca Bernadot, uno delos biógrafos de Catalina, cómo ningún eclesiástico oestadista supo concebir algo semejante, y menos toda-vía realizarlo. Resulta extraordinario en una hija de pue-blo, sin cultura ni formación especial. Ella se lanzógozosamente a este trabajo, sabiendo que en su júbiloparticipaban todos los santos que desde el cielo experi-

mentarían «una embriaguez, un contento, un júbilo, unaalegría –exultazione, giocundità, giubilo, allegrezza– a lavista del bien que el Señor obra en sus almas». Si se lahubiera escuchado, otros gallos cantarían.

1. La vuelta de AviñónPor aquel entonces, los Papas residían en Aviñón. No

podemos hacer la historia detallada de lo que antes acae-ció para que así fuese.

Digamos tan sólo que desde 1303, tras la muerte de BonifacioVIII, acosado por el rey francés Felipe el Hermoso, los cardenalestemerosos eligieron a regañadientes un arzobispo francés comoSumo Pontífice. Desde entonces hasta 1378 el papado residirá enAviñón, bajo la férula del rey de Francia. Este período recibió elnombre de «cautividad de Babilonia», recordando el exilio de losjudíos en Caldea, que duró también 70 años (cf. Jer 25, 11). Bajo elreinado de Clemente VI (1342-1352) se levantó una gran voz, la deSanta Brígida, princesa sueca muy rica e influyente, quien enérgica-mente se dirigió al Papa diciéndole en nombre de Dios que debíaretornar a Roma. También Petrarca unió su reclamo a la voz de lamística sueca. Clemente no les hizo caso, así como su sucesor. Laciudad de Roma estaba en ruinas, las iglesias se derrumbaban, elclero, ignorante y relajado, iba a la deriva. A Urbano V (1362-1370)se dirigirá Catalina, tomando el relevo de Santa Brígida.

La corte romana, al instalarse en Aviñón, había atraídoallí una multitud cosmopolita. El Papa, los cardenales ysus familias ofrecían grandes recepciones, en un am-biente fácil y mundano. Se ha exagerado, sin duda, la per-versidad de Aviñón. Sus Papas fueron, por lo general, per-sonas honestas, y tuvieron grandes aciertos e inteligen-tes iniciativas apostólicas. Pero convertidos en vasallosde la corona de Francia, habían perdido su carácter ro-mano y universalista. Catalina, convencida de la necesi-dad de que el Papa retornase a Roma, se dirigió resuelta-mente a Aviñón, acompañada por fray Raimundo, y ob-tuvo del Santo Padre varias audiencias. El fraile, que tra-ducía sus palabras del toscano al latín, no dejaba de ex-perimentar cierto temor por la franqueza con que la San-ta se dirigía al Papa. Fue durante se estancia en Aviñóndonde Catalina reunió materiales para los terribles capí-tulos del Diálogo que tratan de los vicios del clero: vivenen las tabernas, algunos ni saben lo que es el Oficio Di-vino, juegan con las riquezas de la Iglesia, se acuestanen pecado y al día siguiente no vacilan en celebrar laSanta Misa, etc.

A toda costa quería convencer al Papa, en aquel tiem-po Gregorio XI, de que resolviese su pronto retorno aRoma. «Marchad de prisa con vuestra Esposa –le de-cía–, que os espera pálida y moribunda; Vos le devolve-réis la vida». Aquel Papa era muy débil de carácter. Cata-lina lo urgía: era preciso que volviese, insistía, por sucondición de «vicario de San Pedro»; el sucesor de Pe-dro no podía sino residir en Roma. Mediante una obramaestra de diplomacia, logró finalmente su propósito.En 1376, el Papa se decidió a dejar Aviñón.

2. Un santo atrevimientoLa reforma de la Iglesia, tarea a la que Catalina se ha-

bía también abocado, suponía un intercambio perma-nente de cartas, con reyes, obispos y papas. Uno de losrasgos principales de su epistolario es la vehemencia casidramática que lo caracteriza. No olvidemos que dictabasus cartas. El estilo es, pues, un estilo oral, apasionado,al modo de los meridionales. Se ha dicho que los reitera-dos «oimé, oimé» que las mechan, evocan los «Ay, ay»de la tragedia griega.

Recuérdese que Catalina no era monja, sino laica. Hoynos puede parecer insólito que un feligrés se comporteasí, exhortando públicamente a las autoridades políticas

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y religiosas. Nos han hecho creer que sólo desde el últi-mo Concilio se ha exaltado la figura del laico. Y no esasí. En la Iglesia siempre su papel ha sido relevante, comolo muestran las figuras de Teodosio, Santa Genoveva,San Luis, San Esteban, San Vladímir, Godofredo deBouillon, Chesterton, Leon Bloy... Digamos asimismo queCatalina estaba a mil leguas de los falsos censores de laIglesia, al estilo de los enloquecidos «espirituales» de susiglo, así como de los que luego se llamarían«reformadores». Ella preconizaba la corrección desdelas entrañas mismas de la Iglesia y no pasándose a lavereda de enfrente.

Un breve recorrido por su correspondencia nos ayu-dará a comprender su tesitura de reformadora. Conside-remos, ante todo, las cartas que dirigió a personas delclero, cuya enmienda era primordial. A diferencia de losfalsos «reformadores», que despreciarían la figura mismadel sacerdote, ella lo admira, y sin límites. No en vanoCristo le había dicho en el Diálogo:

«Contempla la excelente dignidad a la que he elevado a los minis-tros de la santa Iglesia... Yo los he elegido para vuestra salvación afin de que, por ellos, os sea distribuida la sangre del divino Corderoinmaculado, mi hijo único. A ellos les di por función administrar elsol, confiándoles la luz de la ciencia y el calor de la divina caridad».

Por eso mismo, porque apreciaba tanto el estado sa-cerdotal, fustiga tan duramente a los sacerdotes cuandono se mostraban fieles a sus compromisos. Y les da con-sejos. Tenía sólo 25 años cuando escribía al cardenal deOstia, nuncio pontificio: «Os escribo con deseos de verosligado a los lazos de la caridad, tal como sois Legado enItalia». Juega con las palabras legatus-ligatus. Si se re-duce a ser legado, le dice, sin ligarse a la caridad, sugestión será inútil. Será preciso que se «ligue» con Cris-to y también con el prójimo, y abdique del amor propioque lo separa de Dios y del prójimo. Lástima que nopodamos citar el texto completo, lleno de inspiraciónreligiosa y hasta de ritmo literario.

A tres cardenales italianos que se habían separado deUrbano, a quien ella consideraba el Papa legítimo, lesescribe:

«¿Cuál es la causa [de dicho apartamiento]? El veneno del amorpropio, que ha envenenado el mundo. Aquel amor es lo que avosotros, columnas, os ha vuelto peor que paja. No flores queexhalan olor, sino hedor; que a todo el mundo habéis apestado. Noluminarias puestas sobre el candelabro, para dilatar la fe; sino,escondida esta luz bajo el celemín de la soberbia os habéis hecho,no dilatadores, sino contaminadores de la fe, arrojando tinieblas envosotros mismos y en los demás. De ángeles terrestres que debie-rais ser para quitar de nuestra presencia al demonio infernal, yhacer oficio de ángeles volviendo las ovejuelas a la obediencia de lasanta Iglesia, habéis tomado oficio de demonios...».

En carta al obispo de Florencia le dice que el dramade la Iglesia se debe a que muchos obispos aman conamor mercenario, se aman a sí mismos y por sí mis-mos, y si aman a Dios y al prójimo es por amor a sí. Aun párroco de las cercanías de Siena le escribe:

«Mucho me extraña que un hombre de vuestra condición puedavivir lleno de odio. Dios os ha apartado del siglo y os ha hechoángel en la tierra en virtud del sacramento, y hete aquí que adoptáisde nuevo las costumbres del mundo. No comprendo cómo os atre-véis a celebrar misa; yo prometo que si os obstináis en este vuestroodio, la justicia de Dios se abatirá sobre vos».

Como se ve, sus cartas no son razonamientos fríossino gritos de un corazón herido y enamorado. Había enSiena un franciscano de gran saber y poca austeridad.En cierta ocasión fue a visitar a la Santa para confundir-la con su erudición. Ella lo enfrentó:

«¿Cómo queréis comprender nada del reino de Dios si sólo vivíspara el mundo y no buscáis otra cosa que ser bien visto por loshombres y glorificado por ellos? Con toda vuestra ciencia no servís

para nada, pues no buscáis sino la corteza, despreciando la médula.Por amor de Jesús crucificado, dejad de vivir así». El religiosoquedó impresionado y se resolvió a cambiar de vida.

Son sobre todo llamativas sus cartas al Papa. Con él secomportaba, salvada la distancia, como lo hacía con lossacerdotes. Le tenía, por una parte, una devoción in-mensa, viendo en él al Vicario de Cristo. Decía que sialguien le retiraba la obediencia no participaría en los fru-tos de la sangre de Cristo, porque Dios había queridoque recibiésemos esa sangre por su mano. «Todo lo quehacemos al Cristo de la tierra lo hacemos al Cristo delcielo. Honrando al Papa, honramos a Cristo. Despreciandoal Papa, despreciamos a Cristo».

A un señor rebelde de Milán le escribía: «Es estulto el que obracontra aquel vicario que es el que tiene la llave de la sangre de Cristocrucificado». Y a un noble que se había rebelado contra el SantoPadre: «Aun cuando el Papa fuese un demonio encarnado, no debe-ría levantar la cabeza contra él, sino inclinarme ante su autoridad ypedirle esa Sangre de la que no puedo participar de otro modo».

Gustaba llamarlo «il dolce nostro Cristo della terra»,nuestro dulce Cristo de la tierra. Por él estaba dispuesta adar la vida, según se lo dijo a Dios en una de sus Eleva-ciones: «Si es tu voluntad, tritura mis huesos y mis tuéta-nos por tu vicario en la tierra, único esposo de tu Espo-sa».

Pero ese mismo amor al Papa la llevaba a dirigirse a élcon energía, instándole a que fuese coherente con sualtísimo oficio. No en vano le había dicho a Cristo: «Quie-ro que tu vicario sea otro tú. Porque tiene mucha mayornecesidad de perfecta luz que los demás, ya que él desuyo tiene que darnos a todos nosotros». Por eso, mien-tras que a los demás les hablaba del Papa con tanta reve-rencia, a él mismo lo reconvenía severamente en suscartas. Llena de parresía o libertad de espíritu, estabasegura de que le podía escribir con la sencillez de unniño, que no esconde nada que sea conveniente decir.Catalina se sabía sinceramente «la que no es», y por esose expresaba sin titubeos ante quien fuese, reyes, carde-nales y hasta el Papa, mostrándoles cuál era su deber enesas circunstancias tan complejas como aciagas.

Bien dijo de ella un contemporáneo suyo: «Esta mujerse preocupa poco de complacer o no cuando habla; sólopiensa en el honor de Dios». Gregorio XI era un Papadébil y demasiado inclinado a su familia. A él le escribe:

«Mi dulcísimo Padre –dolcissimo Babbo mio), no debemos ocu-parnos de los amigos, de los parientes, de los intereses temporales,sino únicamente de la virtud, del acrecentamiento de los interesesespirituales... Si hasta hoy no habéis sido bastante enérgico, ospido y quiero en verdad que en lo sucesivo obréis virilmente ysigáis con valentía a Cristo, de quien sois Vicario. No temáis, Padre,las borrascas que os amenazan». Poco antes le había dicho: «Deseoveros cual portero viril y sin ningún temor. Portero sois de lasbodas de Dios, esto es, de la sangre del unigénito Hijo suyo, cuyasveces hacéis en la tierra; y por otras manos no se puede tener lasangre de Cristo sino por las vuestras».

En otra carta le cuenta que se había enterado de queiba a nombrar un grupo de Cardenales. Para la gloria deDios, le recomienda, es preciso que escoja hombres vir-tuosos. Obrar de otro modo ofendería a Dios y perjudi-caría a la Iglesia, por lo que Dios nos castigaría. Asimis-mo supo que pensaba hacer un nombramiento importan-te en la Orden de Santo Domingo, que Catalina tantoamaba. Si era así, le pedía, en nombre de Cristo, queeligiese a un fraile bueno y virtuoso. Para esto, le dice,puede consultar a dos personas a las que ella escribirásobre el particular.

Respecto a unos obispos a los que el Papa había elegi-do por presiones de los príncipes del lugar, le señala sugrave error; son «como cerdos inmundos o como hojas

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agitadas por el viento del siglo». Viendo cuán dubitativo semostraba el Papa, se atreve a decirle: «Ya que se os hadado la autoridad, y la habéis aceptado, debéis usar devuestro poder. Si no le queréis, sería mejor renunciar aél por el honor de Dios y la salvación de las almas».

Se ha dicho que sus cartas estaban animadas de una extrañainsolencia. Pero se trataba, en el fondo, de una santa insolencia. Ellasabía perfectamente que sus palabras eran fuertes: «Ay de mí, ayde mí, padre mío dulcísimo –le escribe a Gregorio XI–, perdonadmi presunción, de aquello que os he dicho y digo; obligada estoy adecirlo por la dulce primera Verdad». En nuestros días, el lenguajede la Santa sería difícilmente acogido en las curias, aun cuandoestuviese dictado por intenciones igualmente buenas. Aquellos tiem-pos, contra lo que se piensa, eran infinitamente más libres que losnuestros.

Los dos Papas a los cuales Catalina se dirigió, GregorioXI y Urbano VI, lejos de molestarse por la libertad so-brenatural de esta «laica pueblerina», la siguieron ani-mando y distinguiendo con su incondicional confianza.No se sabe qué admirar más: si la audacia con que ellaescribe o la humildad con que sus destinatarios aceptanque lo haga en esos términos. El hecho es que a los ojosdel Papa, así como de los reyes y príncipes, la voz deesta joven, hija de un tintorero de Siena, adquiría unamajestad extraña, como si otro hablara por su boca.

3. La llaga de los malos pastoresUno de los dolores más agudos de Catalina fue el es-

pectáculo de los pastores mercenarios o incluso lobos.Había, sin duda, pastores excelentes. Pero no es menoscierto que la vida de muchos era escandalosa. Durantesu estadía en Aviñón, Catalina había conocido de cercala corte pontificia y sus prelados indignos. Los habíavisto también durante sus viajes por Italia. En aquellostiempos era común que las familias influyentes procura-sen ubicar en dichas dignidades a sus hijos, aunque fue-ran del todo ineptos. Varios santos, como San VicenteFerrer y Santa Brígida, o también hombres eminentes,como Petrarca, por ejemplo, criticaron acerbamente ta-les aberraciones. Su mensaje encontraba eco ya que,como hemos dicho, en aquel siglo la población era, apesar de todo, profundamente creyente. El mal no teníaentonces, como ahora, carta de ciudadanía, de desfa-chatez, de desafío a los principios del orden natural ysobrenatural. Los que obraban el mal, aceptaban las cen-suras que se les hacía en nombre de la moral cristiana.

La situación de la Iglesia era algo que hacía sangrar elcorazón de Catalina por una herida que cada nuevo es-pectáculo reavivaba. A ella se le puede aplicar con todaverdad lo que Unamuno decía refiriéndose a España: ledolía la Iglesia. En el Diálogo transcribe unas palabrasmuy severas que Dios Padre dirige a los sacerdotes:

«Tú debes ser espejo de honestidad, y lo eres de deshonestidad.Yo sufrí que [a Cristo] le fueran vendados los ojos para iluminarte,y tú arrojas, con ojos lascivos, saetas envenenadas al alma y alcorazón de aquellos en los que tan maliciosamente te fijas. Yo sufríque le diesen a beber hiel y vinagre, y tú, como animal desordenado,te deleitas en tus comidas delicadas, haciendo un dios de tu vientre.Hay palabras vanas y deshonestas en la boca, con la que estásobligado a amonestar a tu prójimo, a anunciar mi palabra y a rezar,con la boca y el corazón, el Oficio. Y yo de ella no percibo más quehediondeces... Yo sufrí que le fueran atadas las manos para libertar-te, a ti y a todo el linaje humano, de las ataduras de la culpa. Y lastuyas, ungidas y consagradas para administrar el santísimo sacra-mento, las empleas torpemente en tactos deshonestos... Todos tusmiembros, como instrumentos desafinados, dan mal sonido, por-que las tres potencias del alma están congregadas en nombre deldemonio, cuando debías congregarlas en nombre mío...».

Incluso llega a compararlos a demonios encarnados,porque se han identificado con la voluntad del demonio;«hacen su mismo oficio, administrándome a mí...». Y

también: «Por sus defectos, se envilece la sangre, esdecir, que los seglares pierden la debida reverencia quedebían tener para con ellos y por la sangre.».

Catalina coincide plenamente, y no podía ser de otramanera, con estas apreciaciones de Dios. Ella sabe quela santidad del clero está estrechamente unida con la be-lleza de la Esposa de Cristo y la salvación de las almas.«Hoy día se ve todo lo contrario –afirma en una de suscartas–; no sólo no son templos de Dios, sino que se hanconvertido en establos y cuadras de cerdos y otros ani-males». Buena parte de la culpa la tienen los obisposque, como le dice el mismo Dios en el Diálogo, «se hanpreocupado más de multiplicar el número de sacerdotesque las virtudes de los mismos».

Para ella, tres eran los pecados que en su tiempo másdegradaban al clero: la lujuria, la avaricia y la soberbia. Asu juicio, había llegado la hora de hablar claro en favorde la reforma. Lo que se debía reformar no era, porcierto, a la Esposa misma, que siempre seguirá siendosanta, y no se disminuye ni altera por los defectos de susministros, sino a estos últimos. «Ha llegado el momentode llorar y de lamentarse porque la Esposa de Cristo seve perseguida por sus miembros pérfidos y corrompi-dos», señala en una carta.

«El cuerpo místico de la santa Iglesia está rodeado por muchosenemigos –le escribe a un monje–. Por lo cual ves que aquellos quehan sido puestos para columnas y mantenedores de la santa Iglesiase han vuelto sus perseguidores con la tiniebla de la herejía. No haypues que dormir, sino derrotarlos con la vigilia, las lágrimas, lossudores, y con dolorosos y amorosos deseos, con humilde y con-tinua oración».

Pero Catalina no se contentará con llorar, rezar y ayu-nar. Dará pasos concretos dirigiéndose directamente alPapa, ya que sólo él está en condiciones de remediartanto mal. En carta a Gregorio XI le dice, de parte deCristo, que tiene que decidirse a emplear su poder paraarrancar del jardín de la Iglesia las flores corruptas, «losmalos pastores y gobernadores llenos de impureza y ava-ricia, e hinchados de orgullo, que emponzoñan y pudreneste jardín». Él deberá usar de su poder para remover aesos personajes de modo que se vuelvan a sus casas,poniendo en su lugar a pastores según el corazón deDios.

El Señor le había explicado en el Diálogo la razón porla cual la Iglesia se encontraba en esa situación, y eraporque al elegirse a los pastores no se miraba si eranbuenos o malos, sino tan sólo al deseo de complacerloso pagarles algún favor, en orden a lo cual los encargadosde informar al Santo Padre sobre los candidatos le ha-cían llegar referencias positivas sobre los mismos. A ve-ces los que informan alaban a los malos o a los medio-cres, porque son iguales que ellos. Cuando el Papa seentera de la realidad, debería removerlos. Si lo hace, cum-plirá con su deber. En caso contrario, no quedará sincastigo al tener que dar cuenta ante el Señor de sus ove-jas.

Para evitar este tipo de medidas drásticas, como lo esla deposición de obispos indignos, el Santo Padre ten-dría que escoger de entrada a personas humildes, quepor modestia rehúyen las prelaturas, y no a las que lasandan buscando para dar pábulo a su vanagloria. Por noobrar así, tenemos los obispos que tenemos, esos obis-pos que, como le dice nuestra Santa a fray Raimundo,«han tomado la condición de la mosca, que es tan brutoanimal, que poniéndose sobre la cosa dulce y aromática,no se cuida de ella, sino que de allí parte a posarse sobrelas cosas repugnantes e inmundas».

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Lo que a Catalina más le sulfura es el silencio cobardeo cómplice, especialmente de los obispos. Cuando el loboinfernal arrebata a las ovejas, los pastores duermen en suegoísmo. «¿Por qué guardáis silencio? –le escribe a unprelado–. Este silencio es la perdición del mundo. LaIglesia está pálida; se agota su sangre». La falta, le dicea otro obispo, está en ese amor perverso que tienen por símismos, que les impiden reprender cuando deben hacerlo.

«Yo quiero que estéis privado de este amor, mi queridísimopastor, yo os pido que obréis de modo que el día en que la supremaVerdad os juzgue no tenga que deciros esta dura palabra: “Malditoseas, tú que no has dicho nada”. ¡Ah, basta de silencio!, clamad concien mil lenguas. Yo veo que a fuerza de silencio, el mundo estápodrido. La Esposa de Cristo ha perdido su color (cf. Lam 4, 1),porque hay quien chupa su sangre, que es la sangre de Cristo, que,dada gratuitamente, es robada por la soberbia, negando el honordebido a Dios y dándoselo a sí mismo».

Muchas veces vuelve Catalina sobre este amor propioque crea la cobardía de espíritu y logra que la boca seclausure. En carta al abad de Marmoutier, que le habíaescrito para preguntarle lo que pensaba sobre la situa-ción, le responde que una de las causas del mal estadode la Iglesia es el exceso de indulgencia. Los sacerdotesse corrompen porque nadie los castiga, enquistados en sustres grandes vicios: la impureza, la avaricia y el orgullo,no pensando más que en los placeres, los honores y lasriquezas. Tampoco los prelados corrigen a sus fieles yaque, como dice nuestra Santa, «temen perder la prelaturay desagradar a sus súbditos». No quieren descontentara los demás, buscan vivir en paz y tener buenas relacio-nes con todos, aunque el honor de Dios exige que lu-chen.

«Semejantes individuos, viendo pecar a sus súbditos, fingen noverlos para no encontrarse en el trance de castigarlos; o bien, si loscastigan, lo hacen con tal blandura que se limitan a pasar un un-güento sobre el vicio, porque temen siempre desagradar a alguien ydar lugar a pendencias. Esto nace de que se aman a sí mismos».

Una y otra vez insiste Catalina en la incompatibilidadque existe entre la caridad y este tan cobarde como te-meroso egoísmo. Cristo no ha venido a traernos un pa-cifismo timorato, bajo el cual el mal se desarrolla mejorque el bien. Ha venido con la espada y el fuego.

«Querer vivir en paz –dice Catalina– es con frecuencia la mayorde las crueldades. Cuando el absceso se halla a punto, debe sercortado por el hierro y cauterizado por el fuego: si ponemos en élúnicamente un bálsamo, la corrupción se extiende y provoca aveces la muerte».

Estas palabras están tomadas de una de sus cartas alpapa Gregorio XI. Dios mismo, refiriéndose a los pasto-res, confirmó su idea en el Diálogo: «Dejarán de corre-gir al que está en puesto elevado, aunque tenga mayoresdefectos que un inferior, por miedo de comprometer supropia situación o sus vidas. Reprenderán, sin embargo,al menor, porque ven que en nada los puede perjudicarni quitar sus comodidades». Es decir, serán fuertes conlos débiles y débiles con los fuertes.

«Todo lo que harán será abrumar, con las piedras de grandesobediencias, a los que las quieren observar, castigándolos por cul-pas que no han cometido. Lo hacen porque no resplandece en ellosla piedra preciosa de la justicia, sino de la injusticia. Por eso obraninjustamente, dando penitencia y odiando al que merece gracia ybenevolencia y santo amor, gusto y consideración, confiándolescargos a los que como ellos son miembros del diablo».

Como resulta lógico, ya que es el Papa quien tiene laresponsabilidad sobre la Iglesia universal, a él le dirigesus cartas más urticantes. Si seguimos así, Santo Pa-dre, le escribe en una de ellas, el enfermo, no viendo suenfermedad, porque nadie se lo advierte, y el médico, noatreviéndose a recurrir al hierro y al fuego, ciego queguía a otro ciego, ambos caerán en el abismo.

«Oh Babbo mío, dulce Cristo de la tierra, seguid el ejemplo devuestro homónimo San Gregorio. Podéis hacer lo que ha hecho,pues era un hombre como Vos y Dios es siempre lo que era enton-ces; sólo nos falta la virtud y el celo por la salvación de las almas...Así quiero veros. Si hasta ahora no habéis obrado resueltamente, ospido con instancia que en lo sucesivo obréis como hombre valerosoy sigáis a Cristo, cuyo Vicario sois».

El verbo de Catalina se vuelve de una energía sin igual. «Valor,Padre mío –le dice al Papa–. Sed hombre. Os digo que nada tenéisque temer... No seáis un niño tímido. Sed hombre, y tomad comodulce lo que es amargo... Obrad virilmente, que Dios está de vuestraparte. Ocupaos en ello sin ningún temor; y por más que veáisfatigas y tribulaciones, no temáis, confortaos con Cristo, dulceJesús. Que entre las espinas nace la rosa, y entre muchas perse-cuciones brota la reforma de la Iglesia».

El término «virilidad» reaparece a menudo en estas cartas. «Aho-ra necesitamos un médico sin miedo que use el hierro de la santa yrecta justicia, porque se ha usado ya el ungüento tan excesivamente,que los miembros están casi todos podridos». Luego de insistir:«Os lo digo, oh dulce Cristo de la tierra: si obráis así, sin astucia ysin cólera, todos se arrepentirán de sus falacias y vendrán a apoyarla cabeza en vuestro seno..., ¡oh dulce Babbo!», concluye: «Idpresto hacia vuestra Esposa que os espera toda pálida, para que ledevolváis el color».

No se contentó Catalina con recurrir directamente aGregorio XI. Trató también de lograr la colaboración deotras personas para que influyesen sobre él. Así le escri-bía a un Nuncio:

«Os debéis fatigar junto con el Padre Santo, y hacer lo que podáispara extirpar los lobos y los demonios encarnados de los pastores...Os ruego que aunque debierais morir por ello digáis al Padre Santoque ponga remedio a tantas iniquidades. Y cuando venga el tiempode crear pastores y cardenales, que no se hagan por halagos o pordineros y simonías; rogadle cuanto podáis, que atienda y mire paraencontrar la virtud y la buena y santa fama en el hombre».

Algo semejante le recomienda a un abad confidente delPapa:

«Debéis trabajar según vuestros medios con el Santo Padre paraarrojar a los malos pastores que son lobos y demonios encarnadosque sólo piensan en engordar y poseen palacios suntuosos y séqui-tos brillantes... Y cuando llegue el momento de nombrar a los Car-denales o a otros pastores de la Iglesia, suplicadle que no se dejeguiar por la adulación, la codicia o la simonía, no considere si losinteresados pertenecen a la nobleza o a la clase media, porque lavirtud y la buena reputación es lo que ennoblece al hombre anteDios».

En 1378 Urbano VI accede al solio pontificio. Ense-guida Catalina le escribe diciéndole que tiene «hambre dever reformada la santa Iglesia con buenos, honestos ysantos pastores». Ella se lo pedía directamente a Dios, comose ve por el Diálogo: «Por esta sangre te piden [las cria-turas] que tengas misericordia con el mundo y vuelva aflorecer la Iglesia santa con flores perfumadas de bue-nos y santos pastores, cuyo olor ahogue la hediondez delas flores malvadas y podridas».

Y también: «Reformada de este modo la Iglesia con buenos pas-tores, por fuerza se corregirán los súbditos, porque de casi todoslos males que los súbditos cometen tienen la culpa los pastoresmalos».

Había visto claramente que la reforma sólo era posiblecon nuevos obispos, de espíritu sobrenatural, lúcidos yvalientes. De ese puñado de nuevos obispos, aunque fuesereducido, partiría la verdadera restauración de la Iglesia.

4. Un grupo en torno al PapaLa elección de Urbano VI había sido bastante dramáti-

ca. Porque fue bajo la presión amenazante del puebloromano que el Cónclave se había visto obligado a elegirun Papa italiano. Asumió así el arzobispo de Bari, Tibal-deschi, un hombre austero, piadoso y enérgico, que im-ponía respeto. Los Cardenales eran casi todos france-ses, de la escuela de Aviñón. Pero el nuevo Papa, en

Santa Catalina de Siena

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lugar de ganárselos por las buenas, comenzó a irritarloscon su autoritarismo violento y su exigencia de una re-forma inmediata. También se comportaba así con lossoberanos.

La situación llegó a tal punto que, hartos de todo, losCardenales se fueron de Roma, y cinco meses despuésde la elección, aseguraron que ésta había sido inválida,bajo temor grave, y por tanto nula. Eligieron entoncescomo Papa al cardenal de Ginebra, Roberto, pariente delrey de Francia, bajo el nombre de Clemente VII, hombrede mundo más que sacerdote, muy representativo de laIglesia de Aviñón, o mejor dicho, de los peor de la Iglesiade Aviñón, que el Papa pretendía reformar. Urbano que-dó casi solo en Roma.

Se imagina con cuánto dolor recibió Catalina aquellanoticia, en su casita de Siena. Ella estaba convencida deque Urbano era el Papa legítimo, y Roberto un Antipapa,de modo que comenzó a escribir una nueva serie de car-tas a reyes y prelados para defender al primero. A trescardenales que apoyaban a Clemente les dice: «Insensa-tos. Queréis ahora negar la verdad y hacernos creer quehabéis elegido al papa Urbano por temor. Esto no es así.Os hablo sin respeto, pues no sois dignos de respeto».

Pronto le escribió directamente al papa Urbano, segúnlo señalamos más arriba, para exponerle la necesidad dela reforma de la Iglesia, y la consiguiente corrección delos vicios del clero. Los malos pastores, le dice, «se con-ducen como carreteros, convierten en dinero la sangrede Cristo y lo gastan en sus bastardos... Santísimo Pa-dre, no veo otro medio para triunfar que renovar entera-mente el jardín de la santa Iglesia. Cread un Colegio debuenos cardenales que puedan ser firmes como colum-nas».

Con Urbano mantuvo Catalina las mejores relaciones.Las cartas que le dirigió son notables. En una de ellas lerecuerda la voluntad que Cristo tiene de reformar a ladulce Esposa suya y de él,

«que durante tanto tiempo ha estado toda pálida, no porque en sípueda ella recibir alguna lesión ni ser privada del fuego de la divinacaridad, sino en aquellos que se apacentaban y apacientan en supecho, que por sus defectos nos la han mostrado pálida y enferma,y han sorbido su sangre por medio del amor propio de ellos mis-mos».

Si se la poda de todo lo decrépito, se volverá doncellapurísima. Le ruega que tenga misericordia de tantas al-mas que perecen; «como verdadero caballero y justopastor, corregid virilmente, desarraigando el vicio y plan-tando las virtudes, disponiéndoos a dar la vida si fuerenecesario». Pero, agrega, insistiendo en aquella idea tansuya, no ve cómo ello se pueda realizar sino eligiendo ahombres santos, que no teman a la muerte, un grupo debuenos cardenales, en los que pueda apoyarse y seanejemplo, de modo que se corrijan los súbditos. Será cues-tión de inteligencia y de voluntad «para que, iluminado elojo del intelecto vuestro, podáis conocer y ver la verdad;que conociéndola, la amaréis; amándola, relucirán en Voslas virtudes». Entonces tendrá el coraje de «desenvainareste acero» y arrancar la maleza de la Iglesia.

Hemos dicho que Urbano, en vez de ganarse a los quelo rodeaban, se mostró duro de trato y atropellador. Elloconstituía un real obstáculo, por lo que Catalina le acon-sejó:

«Suavizad un poco, por amor de Jesús crucificado, los movi-mientos demasiado prontos que la naturaleza hace nacer en Vos. Yaque Dios os ha dado un corazón naturalmente grande, aplicaos atenerle sobrenaturalmente grande, es decir, valeroso y afirmado enuna verdadera humildad».

Como puede verse, no se trataba sólo de erradicar elmal de cualquier manera fuese, sino de acompañar dichatarea tan difícil con un trato afable, para no comprome-ter la nobleza de la causa. En lo que toca a los enemigosdel Papa, lo insta a no perder ánimo frente a ellos:

«¿A quién dañarán estos golpes? A los mismos, santísimo ydulcísimo Padre, que los lanzan. Éstos, como saetas envenenadas,volverán a ellos; de Vos herirán solamente la corteza, y ninguna otracosa... Dilataos en la dilección dulce de la caridad sin vacilaciónalguna; conformaos y confortaos con vuestro jefe, el dulce Jesús, elcual siempre desde el principio del mundo hasta lo último ha que-rido y querrá que ninguna cosa grande pudiera realizarse sin muchosoportar».

En 1378 Catalina se encuentra en Roma, desde dondefue llamada por el Papa. Allí permanecerá los dos últi-mos años de su vida, juntamente con su «bella brigata».El Santo Padre la recibió en audiencia solemne y quisoque hablase ante los Cardenales que acababa de crear.Así lo hizo la aldeana de Siena, sin timidez alguna, conpalabras vibrantes, señalando los deberes de la hora pre-sente y arengando a los descorazonados jefes de la Igle-sia. El colegio cardenalicio quedó profundamente impre-sionado.

«Mirad, hermanos míos –dijo el Papa–, esta mujercita –donnicciuola), nos hace avergonzarnos de nuestra pusilanimidad.Nosotros tenemos miedo y nos alarmamos, mientras que ella, quepor naturaleza pertenece al sexo débil, no experimenta temor algu-no y nos alienta».

Concibió entonces la Santa un proyecto sublime: agru-par en Roma, en torno al Papa, lo más santo y esclareci-do de la Iglesia, especialmente los más destacados con-templativos de su tiempo, incluso ermitaños y eremitas,para que asesorasen y fortificasen al Santo Padre en lagran obra que éste se disponía a emprender. Así se lorecomendó a Urbano: «Rodeaos de aquellos que en latormenta serán vuestro consuelo y vuestro refrigerio.Tratad de tener, además de la ayuda de Dios, la ayuda desus servidores».

En lo que a ella compete, agrega, «quisiera estar en elcampo de batalla, sufrir y combatir con Vos por la ver-dad hasta la muerte para gloria y alabanza del nombre deDios y reforma de la santa Iglesia». Este sueño la persi-guió hasta sus últimos días. Nos quedan una serie decartas dirigidas a dichas personas, invitándolas y supli-cándoles que viniesen a Roma, para ponerse a disposi-ción del Papa. Eran los días en que acababa de dictar elDiálogo. Entre aquellos hombres en que Catalina habíapuesto los ojos se encontraba el prior de la Cartuja dePisa. Le escribió, pues, diciéndole que el papa UrbanoVI.

«parece que quiere tomar el remedio que le es necesario parareforma de la santa Iglesia; esto es, querer a los siervos de Dios a sulado, y con el consejo suyo guiarse a sí mismo y a la santa Iglesia».

A dos frailes de Spoleto requeridos por el Papa así lesexhorta:

«No os debéis retraer de ello por cosa alguna; ni por pena que deello esperareis, ni por persecuciones, infamias o escarnios que seos hicieren; ni por hambre, sed o por mil muertes, si fuera posible;ni por deseo de quietud, ni de vuestras consolaciones, diciendo:“Yo quiero la paz del alma mía, y con la oración podré clamar anteDios”; no, por amor de Cristo crucificado. Que ahora no es tiempode buscarse a sí mismo, ni de rehuir penas para tener consolacio-nes; es más, es tiempo de perderse, porque la infinita bondad ymisericordia de Dios ha proveído a las necesidades de la santaIglesia, al haberle dado un pastor justo y bueno, que quiere tener entorno suyo tales perros que ladren por honor de Dios continua-mente... Entre los cuales se ha elegido estéis vosotros...

«No habéis de temer por las delicias y las grandes consolaciones;puesto que venís a soportar y no a deleitaros sino con deleite decruz. Sacad afuera la cabeza y salid al campo a combatir realmente

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por la verdad; poniéndoos ante el ojo del intelecto la persecuciónque se hace de la sangre de Cristo y la condenación de las almas...Dicen: «Iréis, y no se hará la menor cosa. Y yo, como presuntuosa,digo que se hará; y si ahora no se cumple nuestro principal afecto,por lo menos se le abrirá el camino. Y si ninguna cosa se hiciere,habremos demostrado ante Dios y las criaturas haber hecho loposible; y se habrá levantado y descargado nuestra conciencia».

Impresiona esta convocatoria de una enamorada deDios y de su Iglesia, señalando cómo a veces el apego aalgo tan noble como es la contemplación pura puededesordenarse cuando se la prefiere a los intereses supre-mos de la Iglesia. Y cómo el «no se puede hacer nada»,«ya está todo perdido», no es sino una sugestión deldemonio.

Aludamos a una última carta, la que dirigió al monjeagustino inglés William Flete, de quien ya hemos habla-do, amigo de Catalina, que vivía como eremita en el bos-que de Lecceto, enamorado no sólo de la soledad y elsilencio, sino también de la poesía de los bosques, alpunto de haber obtenido de sus superiores autorizaciónpara celebrar la Santa Misa entre aquellos árboles año-sos. Este monje fue el único entre los llamados que serehusó a la invitación de la Santa. La carta en que Cata-lina se lo reprocha es una delicada mezcla de caridad eironía. «Aquí también hay bosques y selvas», le dice,refiriéndose al intrincado laberinto de polémicas y enre-dos que los que allí se habían dirigido debían afrontar enel entorno del Papa y de la curia romana.

VIII. La convocatoriaa retomar las Cruzadas

Hemos escuchado cómo Catalina le decía al Papa:«Ahora tengo ganas de lanzarme al campo de batalla paracombatir a vuestro lado hasta la muerte por la causa dela verdad». En su espíritu guerrero, tan semejante al deJuana de Arco, había germinado desde tiempo atrás laidea de una nueva cruzada, no sólo para reconquistar elSanto Sepulcro sino para salvaguardar los valores de lacivilización de Occidente frente al enemigo musulmán.

Tras la derrota de San Luis, la empresa no se habíavuelto a retomar, pero la palabra y la idea persistían en elaire, entusiasmando a las almas generosas. En variasocasiones los Papas trataron de reflotarla. Clemente V lahabía decretado en el Concilio de Viena, pero su concre-ción se tuvo que aplazar por mil dificultades de ordenpolítico. Gregorio XI, desde que asumió el poder, anun-ció su intención de abocarse a ello. Se dice que fue Ca-talina quien se lo inspiró. La promulgación de la Cruzadaen Italia estuvo a cargo de fray Raimundo, el confesorde la Santa. Catalina fue logrando que numerosas perso-nas se alistaran. Pero una lamentable contienda entreFlorencia y la Santa Sede hizo que la empresa quedasenuevamente postergada. Lo que no obstó a que Catalinainsistiera ante el Papa:

«Luego, enseguida, quiere y os manda vuestro dulce Salvadorque levantéis el estandarte de la santísima Cruz contra los Infieles,y toda guerra aquí termine y allá se dirija contra ellos».

La Cruzada no se concretó, pues, bajo Gregorio. Cuan-do Urbano accede al trono pontificio, Catalina le escribeuna carta muy ponderada, donde tras proponerle quellamase a Roma a un grupo de hombres escogidos, pro-yecto al que acabamos de aludir, le dice: «Estos seránlos soldados que os darán perfecta victoria, y no sólosobre los malvados Cristianos, los cuales son miembrosrebanados de la santa obediencia, sino hasta sobre losInfieles, por los cuales tengo grandísimo deseo de ver elestandarte de la cruz santa sobre ellos. Y ya parece quenos vienen a invitar. Tendré entonces doble deleite». Estode la «invitación» es una ironía, ya que los sarracenos se

habían adelantado, haciendo incursiones en la propia Ita-lia. Catalina insiste:

«Entonces podréis realizar vuestros santos deseos llevando acabo esta Cruzada que en nombre del Señor os invito a emprenderlo antes posible. Todos se dispondrán con ardor a dar su vida porCristo. En nombre de Dios, nuestro dulce amor, levantad pronto,Padre mío, el estandarte de la santa Cruz....»

Comienza entonces otra andanada de cartas a diestra ysiniestra. Quien las lee, observa cómo su ardor interiorse vuelve cada vez más vehemente. Una de ellas es par-ticularmente encantadora:

«Me parece que respiro perfume de flores que empiezan a abrir-se porque nuestro Santo Padre, el Cristo de la tierra, queriendosuscitar una santa cruzada, declara que ayudará con todo su podera los cristianos que se hallen dispuestos a dar su vida para recon-quistar la Tierra Santa... Os convido, pues, a las bodas y a la vidaeterna, conjurándoos a devolver sangre por sangre y que hagáisseguir nuestro ejemplo a tantos cristianos como podáis, porquenadie va solo a una boda».

Invita a unas bodas. El sentido sacrificial que ella dacomo móvil de tan noble emprendimiento está resumidoen una de sus frases más características: «dar la sangrepor amor de la sangre», o, como dice acá, «devolversangre por sangre». Serían, en verdad, bodas de sangre.

La gran dificultad para que esta empresa se concretaseeran los conflictos internos dentro de la Cristiandad, es-pecialmente en Italia. Ella amaba la paz de su tierra. ComoDante, era una italiana ferviente, y el anhelo de la salva-ción de su patria se trasunta sin cesar en sus cartas. Peroacá se trataba de algo más que de detener esas luchas tanlocalistas. Se hacía preciso trascenderlas. En vez de com-batir entre sí los cristianos, debían unirse para enfrentara los infieles. La Cruzada parecía el único medio de po-ner fin a las luchas que desgarraban la Cristiandad, vol-viendo los corazones hacia un combate más elevado. Poreso le decía al Papa que levantara el estandarte de la San-ta Cruz «y veréis a los lobos trocarse en corderos. Lapaz, la paz, la paz para que la guerra no ponga obstáculosa esa dulce cruzada». Por aquellos tiempos, un capitánaventurero inglés, John Hawkood, estaba atacando tie-rras de Italia. Catalina le envía dos emisarios:

«Es tiempo de que entréis en vos mismo y consideréis las penasy los tormentos que habéis sufrido cuando os hallabais al serviciodel demonio. Mi alma desea que cambiéis de manera de vivir y queos alistéis vos y vuestros compañeros bajo la cruz de Jesús crucifi-cado para formar una compañía de Cristo y marchar contra losperros infieles que poseen los Santos Lugares, donde la dulce Ver-dad suprema ha padecido muerte por nosotros y ha sido sepultada.Os suplico, pues, en nombre de Cristo Jesús, que puesto que osgusta tanto pelear, peleéis contra los infieles...»

En sus cartas presenta al Señor como un gran coman-dante, el guerrero de la cruz. La imagen de Cristo enejercicio de caballería no es rara en la literatura espiritual,y también se la encuentra en el Diálogo: «Por todo pasócomo verdadero capitán y auténtico caballero, puestopor el Padre en el campo de batalla para combatir a fin dearrancar al hombre de las manos del demonio y librarlede la más perecedera esclavitud en la que podía caer».Las cartas se multiplican.

A la reina Isabel de Hungría le dice: «Reflexionad que si una devuestras ciudades os hubiese sido arrebatada, la reconquistaríais...Pues bien, pensad en todo el territorio [cristiano] que nos ha sidotomado... Vos sabéis bien que los Otomanos que persiguen a loscristianos han arrancado a la Santa Iglesia vastos territorios». Lainvita, así, a realizar «il dolce mistero del santo passaggio», comoCatalina gustaba llamar a las Cruzadas. A Juana, reina de Nápoles,le escribe: «Según me parece oír, el Padre Santo lo izará [el estandar-te de la Cruz] contra los Turcos. Y por ello os ruego que os dispon-gáis, para que así todos, en bella brigada, vayamos a morir porCristo». La expresión «bella brigada» recuerda a los que en Siena sele habían unido en santa amistad.

Santa Catalina de Siena

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Aunque el texto que sigue sea algo extenso, no nosanimamos a omitirlo. Está tomado de una espléndida cartaque escribe al prior de los Caballeros de Rodas:

«Os escribo con deseo de veros caballero viril, despojado delamor propio de vos mismo y revestido del amor divino. Porque elcaballero que se dispone a combatir sobre el campo de batalla debeestar armado con las armas del amor, que es el arma más fuerte queexiste. Y no bastaría que el hombre se armase solamente de corazay panceras; puesto que muchas veces acaecería que si no tiene lasarmas del amor, y el deseo de apetecer honor, y querer saber la cosapor la cual combate, apenas viese a los enemigos temería y volveríala cabeza hacia atrás. Así os digo que el alma que comienza a entraren el campo de batalla para combatir con los vicios, con el mundo,con el demonio, y con la propia sensualidad, si no se arma con elamor de la virtud, y no lleva en la mano el acero del odio, y de laverdadera y santa conciencia fundada en amor divino, nunca com-bate, sino que viene a menos; y como negligente persona que estáarmada de la propia sensualidad se pone a yacer durmiendo en losvicios y en los pecados...

«¡Ea, virilmente, sin temor servil alguno, id a las dos batallas, queDios os ha destinado! La primera es la batalla general dada a todacriatura que tiene en sí razón; puesto que, como estamos en tiempode discernir el vicio de la virtud, del mismo modo estamos rodeadospor nuestros enemigos, esto es, por el demonio, y por nuestrapropia carne y perversa sensualidad, que siempre impugna al espí-ritu. Mas con el amor de la virtud y el odio de los vicios losderrotaréis.

«La otra batalla os ha sido dada, en particular, por gracia, de lacual no todos fueron hechos dignos; a esta batalla os conviene irarmados no solamente de armadura corporal, sino de armas espiri-tuales. Que si no tuviereis las armas del amor por el honor de Dios,y el deseo de adquirir la ciudad de las desdichadas almas infielesque no participan de la sangre del Cordero, poco fruto podríaisadquirir con las armas materiales.

«Y por ello quiero que con toda vuestra compañía os pongáispor objeto a Cristo crucificado, esto es, a su preciosa y dulcísimasangre, que fue derramada con tanto fuego de amor para quitarnosla muerte y darnos la vida...

«Aprended de aquel consumado y desangrado cordero que sobrela mesa de la cruz, no cuidando de fatigas ni de amarguras suyas,sino con deleite del alimento del honor del Padre y de nuestrasalvación, se puso a comerlo sobre la mesa de la oprobiosa cruz. Y,enamorado del honor del Padre Eterno y de la salvación de la huma-na generación, está firme y constante en ella y no se mueve porfatigas ni por desgarramientos, ni injurias, ni escarnios, ni villanías,ni por nuestra ingratitud... El Rey nuestro hace como verdaderocaballero que persevera en la batalla hasta derrotar a los enemigos.Y, al tomar aquel alimento, con la carne suya flagelada derrotó alenemigo de la carne nuestra; con verdadera humildad –humillándo-se Dios al hombre), con la pena y el oprobio derrotó a la soberbia,las delicias y estados del mundo; con su sabiduría venció la maliciadel demonio. Tanto, que con la mano desarmada, atravesada yclavada en la cruz, venció al príncipe del mundo, teniendo porcabalgadura el leño de la santísima cruz.

«Vino armado este nuestro caballero con la coraza de la carne deMaría, cuya carne recibió en sí los embates para reparar nuestrasiniquidades. El yelmo de su cabeza fue la penosa corona de espi-nas, hincadas hasta el cerebro. Su espada, la llaga del costado, quenos muestra el secreto del corazón... La caña en la mano por burlay los guantes de las manos y las espuelas de los pies, son las llagasbermejas de las manos y de los pies de este dulce y amoroso Verbo.¿Y quién lo ha armado? El amor. ¿Quién lo ha mantenido firme,atravesado y clavado en la cruz? No los clavos, ni la cruz, ni lapiedra, ni la tierra, mantuvieron erguida la cruz, que no se bastabanpara sostener a Dios y Hombre, sino el lazo del amor por el honordel Padre y por nuestra salvación. Nuestro amor fue la piedra quelos irguió y mantuvo en alto. ¿Quién será aquel, de tan vil corazón,que contemplando a este capitán y caballero que permaneció almismo tiempo muerto y vencedor, no se quite la debilidad delcorazón y no se vuelva viril contra todo adversario? Ninguno. Ypor ello os dije que os pusierais por objeto a Cristo crucificado».

Catalina estaba enardecida con el proyecto de la Cru-zada. Las grandes causas la apasionaban. Sus palabras yarengas nos recuerdan el espíritu y la pluma de San Ber-nardo, dirigiéndose a los caballeros del Temple. Ella mis-ma hubiera querido participar:

«Mirad –decía mostrando su túnica blanca–: qué bella sería si,por amor de Jesús, la sangre la enrojeciese!». De no serle posible ir,al menos, como le dice en carta a un conde, «haremos como Moi-sés, que el pueblo combatía y Moisés oraba; y mientras él oraba, elpueblo vencía. Así lo haremos nosotros, siempre que nuestra ora-ción le sea grata».

IX. Sus últimos díasLa tenemos a Catalina en Roma, en una casa situada al

pie del monte Pincio. Por la mañana, luego de asistir a laSanta Misa y hacer sus oraciones, venía el momento dela correspondencia. Paseando por su cuarto, detenién-dose a veces, dictaba de corrido. El secretario apenas sipodía seguir el raudo fluir de sus palabras. En ocasionesdebía recurrir a diversos amanuenses, dictando variascartas a la vez. «Dictaba ya a uno, ya a otro, ya ocultan-do el rostro entre las manos, ya mirando al cielo con losbrazos en cruz, ya entrando en éxtasis sin dejar de dic-tar».

Seguía siendo un alma enamorada, a ejemplo de SanPablo, mi Paoluccio, mi Pablito, como le llamaba cari-ñosamente, quien le había enseñado que la vida era unapalio, una carrera, semejante a las que se corrían cadaaño en su Siena natal, y que le era preciso «cumplir ensu carne lo que faltaba a la pasión de Cristo por su cuer-po que es la Iglesia» (cf. Col 1, 24). Esta frase parecehaber sido su divisa durante el último período de su vida.Siempre rodeada de sus discípulos, de quienes se despe-día con una «santa piccola tenerezza», su amor a Jesússe iba identificando cada vez más con los intereses de laEsposa del Señor.

En las últimas semanas, sus sufrimientos fueron mis-teriosos, escalofriantes, ofreciéndolos como siempre porla Iglesia. «A ti, Padre eterno, ofrezco de nuevo mi vidapor tu dulce Esposa; arráncame de mi cuerpo y vuélve-me a mi cuerpo cuantas veces quiera tu bondad, cadavez con más dolor que la anterior, para que pueda ver lareforma de tu dulce Esposa, la santa Iglesia». Los de-monios la comenzaron a acosar, según lo atestigua enuna de sus últimas cartas: «Poco tiempo después empe-zaron los ataques de los demonios, que me causaron talespanto que estuve a punto de volverme loca. Se ensa-ñaron conmigo como si yo, miserable gusano de la tie-rra, hubiese sido la causa de que hayan perdido lo queposeían en la santa Iglesia». En la madrugada del 1º deenero de 1380 se le oyó decir: «He ahí mi cuerpo, que herecibido de ti; tómalo y haz de él un yunque sobre el quetriturar sus pecados».

Veía acercarse el fin. Entonces escribió una especie detestamento espiritual: «Oh Dios eterno, acepta el sacrifi-cio de mi vida por el cuerpo místico de la santa Iglesia.No puedo darte sino lo que tú me has dado, toma elcorazón, toma ese corazón y oprímelo sobre el rostro dela Esposa». Era aquel corazón que un día le entregaraCristo en cambio del suyo.

«Entonces el Eterno –prosigue–, mirándome con benignidad, tomómi corazón y lo apretó contra la santa Iglesia... Los demoniosredoblaron su furor como si hubiesen sufrido insoportable dolor...Y ahora sólo añado: gracias, gracias sean dadas al Dios soberano yeterno que nos ha colocado en el campo de batalla para luchar comovalientes caballeros por su Esposa con el escudo de la santa Fe».

Su salud empeoraba día a día. El poco alimento queera capaz de recibir le causaba dolores indecibles. Con-sumida por una sed ardiente, no podía tomar ni un sorbode agua. Desde que estaba en Roma, acostumbraba irtodos los días a la basílica de San Pedro, la antigua basí-lica que había hecho Constantino, para rezar ante la tumbadel Apóstol. Al llegar al pórtico, solía quedarse contem-plando el mosaico de Giotto, que se conserva en la nue-

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va fachada, y que representa la navicella, la nave de laIglesia, la barca de Pedro. El pensamiento de Catalina seconcentraba en este símbolo. Era la carga que pretendíallevar: la Navicella. La palabra navicella se repite una yotra vez en la oración que rezó el 18 de enero, día de lafiesta de la cátedra de San Pedro.

El 29 de enero, nos cuenta Barduccio, uno de sus dis-cípulos, hacia la hora de Vísperas, Catalina se arrodillóante aquel mosaico de Giotto. Sus dos grandes ojos bri-llaban con vivo resplandor; los labios finos se movíandébilmente para rezar. Sus manos delgadas, cruzadascon fervor, semejaban la llama inmóvil de un cirio; susilueta era blanca, resplandeciente e inflamada, como unaantorcha cultual. A su lado estaban arrodillados sus se-guidores, rezando con ella, pero volviendo con frecuen-cia la mirada hacia su amada madre espiritual, la dolcevenerabile mamma. De pronto la vieron caer, como abru-mada por un inmenso peso. Quisieron levantarla, peroera casi imposible. Jesús había puesto sobre sus débileshombros la Navicella, el navío de la Iglesia y todos lospecados que lleva a bordo. Era el anuncio del fin. Lallevaron costosamente hasta su casa. Ya no se recupera-ría más.

La vivienda donde entonces se alojaba era un pequeñocuartito cercano a la iglesia de Santa María sopra Minerva.Allí la reclinaron sobre unas tablas que le servían de le-cho. Ella lamentaba que fray Raimundo no estuviese allí.Pero sí lo estaba doña Lapa, su vieja madre, junto consus discípulos.

La Santa tenía plena conciencia de que la muerte esta-ba a las puertas. «Estad seguro –le dice al P. BartoloméDominici– de que si muero, la única causa de mi muerte esel celo por la Iglesia que me abrasa y me consume». Sedespidió de sus allegados y de su madre, a quien pidió labendijera por última vez. Ella, a su vez, le rogó a Catalinasu bendición. «Tú me llamas, Señor –dijo con voz te-nue–, yo voy a ir a ti. Voy a ti, no por mis méritos, sinogracias a la misericordia que imploro en virtud de tusangre... ¡Oh Sangre! ¡Oh Sangre!». E inclinando su ca-beza, murió como había deseado, «consumida de amorpor la dulce Esposa de Cristo». Era el 29 de abril de1380. Tenía 33 años.

Si bien Catalina es una santa bastante desconocida enla actualidad, sin embargo la Iglesia le ha rendido gran-des honores en el curso de la historia. En 1383, su cuer-po fue solemnemente transportado a la iglesia de SantaMaría sopra Minerva, en Roma, y allí reposa bajo el altarmayor. La cabeza, en cambio, se conserva en su Sienaquerida, en la basílica de Santo Domingo, tan frecuenta-da por ella en sus mocedades. Fue el papa Pío II, tam-bién él oriundo de Siena, quien la canonizó el año 1461.Su fiesta litúrgica se celebra el 29 de abril. Pío IX, quetanto la veneraba, la declaró copatrona de la ciudad deRoma, juntamente con los apóstoles Pedro y Pablo. En1939, Pío XII la proclamó Patrona de Italia, en compañíade San Francisco de Asís.

Pablo VI, por su parte, en un gesto tan insólito comotrascendente, la declaró Doctora de la Iglesia Universal,junto con Santa Teresa. Decimos que fue una medidainsólita ya que hasta entonces ninguna mujer había reci-bido tal título en la Iglesia.

En la homilía que el Papa pronunció con motivo de dicha procla-mación, tras declarar que Santa Catalina se encuentra entre los másgrandes y originales santos que la historia recuerda, evocó algunasde sus actuaciones apostólicas, especialmente sus denodados es-fuerzos para que los Papas retornaran de Aviñón a su sede natural.«El éxito que finalmente obtuvo –dice– fue verdaderamente la obramaestra de su intensa actividad que seguirá siendo su gran gloria a

lo largo de los siglos y constituirá un título muy especial al eternoreconocimiento de la Iglesia». También se refirió en su homilía a lapreocupación de la Santa en favor de la reforma de la Iglesia, noentendiendo por ella «la destrucción de sus estructuras esenciales,ni la rebelión contra los Pastores, ni la vía libre a los carismaspersonales, ni las innovaciones arbitrarias en el culto y en la disci-plina, como algunos querrían en nuestros días». Finalmente destacóel aspecto místico de su figura. Ella es, para el Papa, «la mística delVerbo encarnado y sobre todo de Cristo crucificado», así como «lamística del Cuerpo místico de Cristo».

Más recientemente, en octubre de 1999, el papa JuanPablo II la declaró Patrona de Europa, juntamente conSanta Brígida de Suecia y Santa Teresa Benedicta de laCruz –Edith Stein). Se unen así a los tres Patronos ante-riormente proclamados, San Benito, San Cirilo y SanMetodio.

Condecoraciones bien merecidas, por cierto. Cuandose considera la gran figura de Catalina, resulta inevitablesentirse pequeño, mezquino, muy poca cosa. La recie-dumbre de su personalidad, el vuelo de sus proyectos,su visión grandiosa de todo, siempre a la luz de la eterni-dad, sus voglio viriles, hechos de sangre y de fuego, lasintervenciones de Dios a lo largo de su vida, todo ellohace que su figura nos resulte gigantesca, demasiadogrande, quizás. Pero Catalina fue así. Querer empe-queñecerla, recortarle lo «desmesurado» a la medida denuestra mediocridad, con la excusa de hacerla más «hu-mana», acentuar algunos defectos o lagunas de su per-sonalidad como para hacer perdonar su aparente desme-sura, no parece honesto. Mejor es comportarse al revés:ir acostumbrando la retina a sus fulgurantes dimensio-nes.

Al término de la biografía que le dedica JacquesLeclercq, le arguye que es tan extraordinaria que pare-ciera desanimar a los que aspiran a la perfección. Peroenseguida agrega que ella nunca nos ha pedido que laimitemos. No nos será posible hacerlo, por cierto, en laexcepcionalidad de su vocación, a la que correspondie-ron medios y caminos poco comunes. Por lo demás, noradica en ello la santidad, y por ende tampoco laimitabilidad. Cada alma tiene su derrotero, propio e in-transferible. Ni siquiera a Cristo, que se dijo «Camino»,hay que imitarlo materialmente. Pero lo que sí podemosimitar de Catalina es su entrega generosa e incondicionalal cumplimiento de la «idea» que Dios tuvo de ella desdetoda la eternidad. Eso sí está a nuestro alcance, con la ayudade la gracia.

Obras ConsultadasSanta Catalina de Siena, El Diálogo, BAC, Madrid

1955.Cartas Políticas, Losada, Buenos Aires 1993.Johannes Jörgensen, Santa Catalina de Siena, Ac-

ción, Buenos Aires 1993.M. V. Bernadot O.P., Santa Catalina de Siena al ser-

vicio de la Iglesia, Studium, Madrid 1958.Jean Rupp, Docteurs pour nos temps: Catherine et

Thérèse, Ed. P. Lethielleux, Paris 1971.Jacques Leclercq, Santa Catalina de Siena, Patmos,

Madrid 1955.

Santa Catalina de Siena

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

VoglioQuiero, Señor, tu corazón doliente–abierto el pecho como tierra arada–.Quiero ser yunque si tu mano alzadacastiga en él la furia impenitente.Quiero la sangre, el fuego, el refulgentecrujir de los aceros, la afiladaimpaciencia de la noche silente,y el vilo del pendón en la alborada.Quiero el dolor materno al mediodía,pues con dolor mi redención espero.Los estigmas del Hijo en la agonía,que me seáis viriles: eso quiero.Tú, el obispo de Roma, el derroterode la Nave, su timón vigía,no naufragues temblando en esta ría,quiero verte soldado arcabucero.Tú, Cardenal, o Rey, o acaso Nuncio,habites en Florencia, Roma o Francia,empápate en la luz y en el anunciode la Verdad que es lumbre y es fragancia.Quiero del centinela la constanciacuando el misterio trinitario anuncio.O si en el canto tu loor pronunciome asista el don de la perseverancia.Quiero la conversión de los herejes.La llama que enardece esta locurade llevar la bandera hasta la alturaen que la Cruz te abraza con sus ejes.Esta aldeana de Siena que se empeñaen querer siempre porque Dios lo quiere,hoy se sabe partir y es tan pequeña,que te quiere, Señor, porque se muere.

Antonio Caponnetto

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Isabel la Católica

Fernando e Isabel fueron quienes pusieron las basesde la España moderna. Es cierto que inmediatamente hayque aclarar que la Edad Media se prolongó en Españadurante mucho más tiempo que en el resto de Europa.Por eso no es de extrañar que encontremos aún en losReyes Católicos rasgos medievales, como son, por ejem-plo, el espíritu de Cruzada, el carácter itinerante de sumonarquía, la concepción de la autoridad como admi-nistradora nata de la justicia, etc. El espíritu medievalquedará simbolizado en el estilo arquitectónico de aqueltiempo, correspondiente al último gótico español. Contodo, estamos ya en la época del Renacimiento, al queaccede la España de Isabel, si bien con una huella

específicamente española.Resaltemos de entrada la nobilísima ascendencia de

Isabel, porque sin duda no habrá dejado de influir en sutemperamento. Su árbol genealógico empalma conAlfredo el Grande, Guillermo el Conquistador, los reyesingleses Plantagenet, San Luis de Francia, y sobre todoSan Fernando de Castilla, cuya corona de oro, relucientede piedras preciosas, llevaría sobre su frente en ocasio-nes solemnes. Y aquí sí que nobleza obliga.

I. La educación de Isabel

Cuando contaba 11 años, Isabel fue confiada a la cortede Enrique IV, su hermanastro, donde imperaba un am-biente frívolo, de fiestas, espectáculos, intrigas y escán-dalos de todo tipo. Isabel trató de tomar distancia deaquel medio tan mundanizado, en el grado en que se lopermitían sus posibilidades. Su hermanastro era pocomenos que un degenerado, conocido en toda Europacomo Enrique el Impotente. Si bien se declaraba cristia-no y asistía a Misa, sus predilecciones recaían sobremoros, judíos y cristianos renegados, enemigos de la fecatólica. Se decía que durante las comidas, su pasatiem-po favorito era la invención de blasfemias y bromas obs-cenas sobre la Sagrada Eucaristía, la Santísima Virgen ylos santos. Habiendo derrochado el dinero del Estadopara agradar a sus favoritos, el país estaba al borde de labancarrota. Los usureros arrancaban a los agricultoresy comerciantes hasta la última moneda. Los caminosestaban atestados de bandidos.

En semejante ambiente se vio obligada Isabel a trans-currir su adolescencia, tratando de formarse como po-día. Entre otras cosas, aprendió a andar a caballo y acazar. Pero por sobre todo se las ingenió para adquiriruna cultura muy sólida. Aprendió a hablar con precisiónel castellano, así como a escribirlo con expedición, eincluso, cierta esbeltez; estudió retórica, poesía, pinturae historia. Las traducciones españolas de la Odisea y dela Eneida eran comunes en la corte. Aprendió a bordardibujos en telas y terciopelos, llegando a ilustrar perga-minos con caracteres góticos; en la catedral de Granadase conserva un misal decorado por ella, así como orna-mentos confeccionados para el altar de su capilla priva-da. Inicióse también en la filosofía, con la ayuda de algu-nos preceptores que habían estudiado en la Universidadde Salamanca; gracias a ellos aprendió la filosofia deAristóteles y de Santo Tomás de Aquino.

Había heredado de sus padres el gusto por las cancio-nes populares, a través de las cuales conoció la heroicaresistencia de sus antepasados en las cruzadas contralos infieles. De ahí su afición por los libros de caballe-rías. Aunque la generalidad de los mismos tenía origenextranjero, por aquel entonces eran especialmente cono-cidas dos novelas: Curial e Güelfa y Tirant lo Blanc; lasegunda, impresa en 1490, fue considerada por Cervantes«el mejor libro del mundo». Asimismo leyó el Amadís deGaula de García Rodríguez de Montalvo; si bien el temade esta novela procedía del ciclo de Arturo, sus elemen-tos fundamentales eran bien españoles, y en las hazañasdel Amadís los caballeros que libraban la guerra contralos moros veían trasuntarse el modelo de las suyas.

Como puede verse, Isabel recibió una educación es-merada, la propia de los nobles de aquella época en Es-paña, a pesar del negligente abandono en que la tenía elRey, y las apremiantes necesidades económicas en quese veían tanto ella como su madre, al punto de llegar aveces hasta carecer de alimento y de vestido, obligadasa vivir casi como campesinas. Ello contribuiría, sin duda,

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a aquella sobria reciedumbre que fue tan propia del ca-rácter de Isabel.

II. Isabel, mujer

Con todo su coraje y determinación, Isabel sería siempremuy fememina. Ni el ejercicio del gobierno, ni las rudasguerras en que se vería involucrada, y que, en ocasio-nes, la tendrían de protagonista, resultaron en detrimen-to de su condición de mujer, de esposa y de madre. Escierto que su matrimonio con Fernando fue decidido máspor motivos políticos que por verdadero enamoramien-to; sin embargo le quiso de manera entrañable.

Y aunque Fernando, a pesar de amarla sinceramente,le fue infiel en diversas ocasiones, ella, más allá del justocelo que semejante actitud encendía en su alma tan deli-cada, le mantuvo la exclusividad del amor, tratando deque el hogar se cimentase en un sólido vínculo conyu-gal. La unión de Fernando e Isabel encontró expresiónheráldica en sus emblemas, el yugo y las flechas. Y tam-bién en sus testamentos, ya que ambos dispondrían quesus cuerpos fuesen sepultados uno junto al otro paraque, como diría Isabel, «el ayuntamiento que tuvimosviviendo... espero que lo tengan y representen nuestroscuerpos en el suelo». Así yacen hoy en la Capilla Real deGranada.

Amor conyugal. Pero también amor maternal, ya queIsabel veló cuidadosamente por la formación de sus hi-jos y se ocupó de la educación de cada uno de ellos,ofreciéndoles el ejemplo de su conducta y custodiandola atmósfera del hogar y de la corte, de modo que no serepitiese la triste experiencia que ella debió soportar enlo de su hermanastro. Les enseñó las normas del tratosocial, la literatura, la música, y a las hijas las inició en elhuso y el bordado. Pero por sobre todo, procuró querecibiesen una formación integral, cristiana y huma-nística. Sus hijos llegaron a dominar con maestría el la-tín, suscitando la admiración de humanistas tales comoVives y Erasmo.

Mas Isabel no fue una mujer común, ni sólo una espo-sa y una madre ejemplar. Fue también una Reina. Aun-que era sencilla en sus gastos y en su vida privada, sabíabien que sus súbditos, particularmente como consecuen-cia del largo contacto con los moros, amaban el brillo dela Corte y las ceremonias majestuosas. Y así, no la mo-vía en modo alguno la vanidad cuando, resuelta a hacerrespetar el trono por todos sus vasallos, se mostraba enlas funciones públicas con los más esplendorososatuendos, quedando el pueblo absorto y deslumbradoante tanta majestad. Mostrábase remisa, es cierto, a con-ceder, con facilidad grandes honores, pero cuando lohacía, en razón de méritos verdaderos, sus gratificacio-nes eran realmente generosas, como de mujer magnáni-ma y magnificente a quien no agradaban los términosmedios.

Hoy nos parece extraño que una mujer haya desempe-ñado un papel tan relevante en la historia. Y eso que es-tamos en tiempos de exaltación feminista. Es que, comovemos, contra lo que vulgarmente se piensa, en la EdadMedia las mujeres de talento tuvieron gran ascendiente einflujo social. Fueron numerosas las mujeres medievalesque administraron Estados, gobernaron ciudades y pro-vincias, mientras sus maridos estaban ausentes, luchan-do en las Cruzadas.

Y ya hemos dicho cómo la España de Isabel prolongaba,en sus esencias, la cosmovisión medieval. Las costum-bres de los musulmanes, contra los cuales Isabel llevaríaadelante una guerra sin cuartel por el dominio de Espa-

ña, no concedían a la mujer la posición privilegiada quesiempre ocupó en la civilización cristiana. El Corán ape-nas si la considera como ser humano; dividiendo a lahumanidad en doce estratos, ubica en el undécimo a losladrones, brujos, piratas y borrachos, y en el más bajo, elduodécimo, a las mujeres.

III. El espíritu religioso de Isabel

Isabel fue una mujer de fe sólida y corazón ardiente.Nos relatan las Crónicas que «acostumbraba a decir to-das las horas canónicas cada día, además de otras devo-ciones que tenía».. Pero más allá del cumplimiento de unconjunto de prácticas, se destacaba por su concepcióncristiana de la vida, porque sus reacciones eran siempresobrenaturales. Cuando tenía que enfrentar algún pro-blema, especialmente si era arduo, ponía humildementesus dificultades a los pies de Dios; pero, luego de apelara El con toda su confianza, procedía a cumplir su partecon una energía sin igual en la historia.

En 1497 don Juan, su único hijo varón, llamado a he-redar el trono, enfermó de gravedad. La Reina estabarealmente consternada. La enfermedad avanzaba más ymás. Un día se le acercó su marido. No sabía cómo darlela terrible noticia. Sólo atinó a decirle: «El está con Dios».Ella, inclinando la cabeza, exclamó: «Dios nos lo dio yDios se lo ha llevado. ¡Bendito sea su santo Nombre!».

Uno de sus primeros cuidados luego de sentarse porprimera vez en el trono, fue recabar la asistencia espiri-tual de un confesor. ¿A quién elegir? Tras diversas averi-guaciones, supo que un fraile jerónimo, Hernando deTalavera, prior de un monasterio situado en las afuerasde Valladolid, había predicado un notable sermón a losreligiosos de su convento, exhortándoles vehementementea la renovación espiritual. La Reina le pidió que lo escri-biera y se lo remitiese, pero adaptado a las necesidadespersonales de su alma.

Isabel quedó encantada al leer dicho escrito, y másencantada aún al conocer personalmente a su autor. Trasuna prolongada conversación con él, le pidió que la oye-ra en confesión. Por aquellos tiempos era costumbre quecuando los príncipes y los reyes acudían al sacramentode la penitencia, no sólo ellos se arrodillasen, sino quetambién debía hacerlo el confesor. Sorprendió a Isabel,por tanto, que fray Hernando la recibiera sentado en elconfesonario. «Entrambos hemos de estar de rodillas»,le dijo la Reina. «No, señora –respondió él con firmeza–,sino que yo he de estar sentado y Vuestra Alteza de rodi-llas, porque es el tribunal de Dios y hago yo sus veces».La Reina calló y se puso de rodillas. Luego comentaría:«Este es el confesor que yo buscaba».

Isabel se entendió con este sacerdote a las mil maravi-llas. Lo consultaría una y otra vez sobre cuestiones muydiversas. Llegó incluso a pedirle que escribiera para ellaun tratado de mística, en base a la doctrina de San Juan,santo de su especial devoción. Se dice que fue su predi-lección por ese santo evangelista lo que la indujo a que suescudo heráldico estuviese como amparado por las alasextendidas de un águila, que es el símbolo del apóstolSan Juan. El P. Hernando de Talavera sería consejero dela Reina durante 29 años.

IV. Isabel, estadista

Tanto Isabel como Fernando fueron notables gober-nantes. Baltasar Gracián alabaría la figura de Fernandodedicándole una de sus obras bajo el nombre de El polí-tico. Fernando Vizcaíno Casas, en su magnífico librosobre Isabel, destaca la increíble capacidad de trabajo de

Isabel la Católica

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

los Reyes Católicos, y su pasmosa multiplicación. Inclusocon óptica actual, sus continuos desplazamientos, susviajes incontables, aquel coincidir en el tiempo su presen-cia en combates, audiencias judiciales, reuniones diplomá-ticas, actos públicos, firmas de tratados, ceremonias reli-giosas, siempre de aquí para allá, resulta dificil de com-prender. Y conste que lo hicieron con admirables resul-tados.

Cuando se descubre América, y los dominios de Espa-ña se amplían en tan alto grado, dicha expansión fueacompañada por un admirable acrecentamiento de la ac-tividad legislativa y cultural. Innumerables pragmáticas,cartas, ordenanzas y cédulas dieron cauce a la vida polí-tica de los españoles. Entre las promulgadas entre 1492y 1495 merecen citarse las que regulaban los estudios enla Universidad de Salamanca, las penas contra los blas-femos, la declaración de los requisitos necesarios paraque los letrados ocuparan cargos en la justicia, los privi-legios de los clérigos, las normas para medida y ventasde paños y sedas, las penas que merecían los pecadoscontra natura, las multas por juegos prohibidos, etc.

Como puede verse, se trata de un monumento legisla-tivo, y lo nombrado es sólo parte del mismo, abarcandodesde asuntos de administración local a otros universita-rios, fiscales, agrícolas y de obras públicas, sin olvidarlas ordenanzas laborales y hasta el problema de los ho-mosexuales. En lo que hace al campo internacional, Ma-drid adquiere rango destacado con tales Reyes. La Cor-te, radicada en dicha ciudad, es testigo de una importan-te aflujo de embajadores y diplomáticos de las principa-les potencias europeas, lo que constituye un reconoci-miento expreso de la importancia lograda por Castilla enla política continental.

Por lo que toca más concretamente a Isabel, hemos dedestacar sus relevantes dotes de estadista. Durante lar-gas temporadas vivió casi constantemente a caballo, re-corriendo sus reinos de un confin al otro, pronunciandodiscursos, celebrando juntas, dictando cartas a sus se-cretarios durante la noche, presidiendo el tribunal por lamañana, juzgando ladrones y asesinos, etc.

Cuando era preciso, sabía imponerse resueltamente. En ciertaocasión estalló un motín en Segovia. Ni bien se enteró, montó acaballo, y cubrió en un día los cien kilómetros que la separaban deaquella ciudad. Cubierta de polvo se abrió paso entre los revolto-sos: «Yo soy la Reina de Castilla –les dijo– , y no estoy acostum-brada a recibir condiciones de súbditos rebeldes». Otra vez, en queel alcalde de Trujillo se rehusaba a entregarle las llaves de la forta-leza, Isabel se dirigió hacia allí llena de indignación: «¿E yo tengo desofrir la ley que mi súbdito presume de ponerme? ¿E dejaré yo deir a mi cibdad? Por cierto, ningún rey lo hizo ni menos lo faré yo».Y ordenó traer la artillería.

Consciente de su dignidad cual representante de Diosen el orden temporal, se mostró también noblemente al-tiva en sus relaciones con la autoridad espiritual. La ele-vación al solio pontificio de Alejandro VI, de costumbrestan poco edificantes, la puso en un aprieto. Para ella erael Papa, y como tal, le merecía el mayor respeto y sumi-sión religiosa, pero eso no significaba que debiera apro-bar su conducta licenciosa ni sus procederes tortuosos.Con motivo de haberse celebrado en Roma, con toda fas-tuosidad, las bodas de Lucrecia Borja, hija del Papa, Isa-bel citó al nuncio apostólico, y despidiendo de su despa-cho a secretarios y ayudantes, se quedó sola con él, ce-rrando la puerta por dentro, algo del todo insólito en suproceder habitual. Entonces le expresó al nuncio su de-sazón ante las cosas que oía decir del Papa. Sin embar-go, el Sumo Pontífice jamás rompió con ella; al contra-rio, recibía con humildad sus reconvenciones, y la ayu-dó con empeño en varios de sus proyectos, como vere-

mos más adelante.

V. Isabel, justiciera

Cuando Isabel y Fernando subieron al poder, la situa-ción en Castilla era desastrosa. Un cronista de la épocala describe sin tapujos:

«Cruelísimos ladrones, homicidas, robadores, sacrilegos, adúlterosy todo género de delincuentes. Nadie podía defender de ellos suspatrimonios, pues ni temían a Dios ni al rey; ni tener seguras sushijas y mujeres, porque había gran multitud de malos hombres.Algunos de ellos, menospreciando las leyes divinas y humanas,usurpaban todas las justicias. Otros, dados al vientre y al sueño,forzaban notoriamente casadas, vírgenes y monjas y hacían otrosexcesos carnales. Otros cruelmente salteaban, robaban y mataban amercaderes, caminantes y hombres que iban a ferias. Otros quetenían mayores fuerzas y mayor locura, ocupaban posesiones ylugares de fortalezas de la Corona real y saliendo de allí con violen-cia, robaban los campos de los comarcanos; y no solamente losganados, mas todos los bienes que podían haber. Asimismo cauti-vaban a muchas personas, las que sus parientes rescataban, no conmenos dineros que si las hubiesen cautivado moros u otras gentesbárbaras, enemigas de nuestra santa fe».

El cuadro no podía ser más dramático. Como se sabe,en las monarquías tradicionales la justicia era una de lasfunciones propias e inalienables de los reyes. GómezManrique, poeta y político del siglo XV, y uno de loshombres más escuchados por Isabel, recomendó a laReina que se preocupase menos de rezar y más de hacerjusticia, porque de ella, al final del camino, habría derendir cuentas.

Isabel, juntamente con Fernando, tomaron el consejocon toda seriedad, en la convicción de que el restableci-miento del respeto a la ley constituía una de sus princi-pales tareas. Y lo hicieron con un rigor que sabían justi-ficado por la anarquía dominante.

En unas Cortes convocadas en 1476, resolvieron res-tablecer una vieja institución caída en desuso: la SantaHermandad. Tratábase de una especie de policía formadapor voluntarios, que había aparecido en el siglo XIV paradefender los derechos locales del pueblo contra la Coro-na, acabando por convertirse en un instrumento coacti-vo de la nobleza. Isabel decidió transmutar esa milicia yaherrumbrada de las clases privilegiadas en un instrumentode la justicia al servicio de la autoridad real. Y así estable-ció una fuerza de dos mil caballeros a las órdenes de uncapitán general, con ocho capitanes bajo su mando. Cadacien familias debían mantener aun caballero bien equipa-do, dispuesto a salir en cualquier momento en persecu-ción de un bandolero. Los jefes de la Hermandad teníanpoder para dictaminar justicia, previa defensa del acusado,y en algunos casos, cuando las evidencias eran incontro-vertibles, les era lícito hacerlo de manera sumaria.

Este tipo de justicia, directa y rápida, era algo naturalen aquel tiempo. Las simpatías que Enrique el Impotentehabía mostrado en favor de los asesinos, los Reyes Ca-tólicos la reservaban para la víctima, su viuda y sus hi-jos, para las mujeres violadas, para las familias afectadaspor el bandolerismo. Bien señala T. Walsh que en esteterreno los españoles no fueron más crueles que otrospueblos occidentales, por ejemplo los ingleses de aquellamisma época. Incluso un siglo después, se lee en el in-forme de un cronista inglés que todos los años eran col-gados de 300 a 400 bandidos, y que durante el reinado deEnrique VIII murieron 72.000 personas en la horca, sola-mente por haber robado.

Tanto Isabel como Fernando iban de ciudad en ciu-dad, a veces juntos, otras separados, haciendo justiciaefectiva y veloz. A semejanza de San Luis de Francia, lajoven reina tenía la costumbre de presidir bajo dosel las

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sesiones de los tribunales; oía demandas y denuncias,procuraba reconciliaciones, castigaba a los culpables condiversas penas, que llegaban en algunos casos a la con-dena a muerte, y cabalgaba luego hasta el siguiente lugar.Se la sabía imparcial e incorruptible.

Aunque en diversas ocasiones necesitase urgentementedinero, por ejemplo para llevar adelante la lucha contralos moros o la conquista de América, rehusó siemprecualquier tipo de soborno de parte de los criminales acau-dalados. Un noble poderoso, llamado Alvar Yáñez, quehabía asesinado alevosamente a un notario, ofreció a laReina la enorme suma de 40.000 ducados si le perdona-ba la vida. Algunos de sus consejeros, sabedores de lasingentes necesidades del tesoro real, le aconsejaron queaceptara. Pero la Reina «prefería la justicia al dinero»,como dice el cronista. Ese mismo día hizo cortar la ca-beza de Yáñez y, para evitar la sospecha de motivos sub-alternos, distribuyó sus bienes entre los hijos del asesi-no, aunque muchos precedentes le autorizaban a confis-carlos para las arcas reales.

En cierta ocasión llegó a oídos de Isabel la noticia de que enSevilla reinaba un estado de corrupción generalizada. Inmediata-mente anunció que se dirigiría a esa ciudad, y que todos los viernes,según la costumbre de sus antepasados, presidiría un tribunal pú-blico, y administraría justicia en todas las causas criminales y civi-les. Llegó la Reina a la ciudad y se dirigió a la Catedral, como erahabitual en ella, para dar gracias a Dios e implorar su inspiración yayuda. Luego fue al Alcázar, que era el antiguo palacio real de losmoros, y preguntó por el sitial de juez que había honrado SanFernando. Evidentemente quería empalmar la justicia que se apres-taba a ejercer con la que había practicado su santo predecesor.

Mientras los notables de la ciudad iban de un lado para el otro,organizando todo para agasajarla con fiestas, banquetes y corridasde toros, ella serenamente pensaba en colgar a algunos de ellos.Durante los dos meses siguientes, todos los viernes, quienquieraque tuviese alguna denuncia podía dirigirse a la Sala de los Embaja-dores, donde la joven reina se hallaba sentada en el sitial de SanFernando, sobre un estrado cubierto de alfombras multicolores,contra un piso de baldosas moras o azulejos. Cada petición erarecibida por alguno de sus secretarios, éste la confiaba a uno de losconsejeros de la Reina, sentados a su lado, aunque en nivel inferior,quienes debían examinar el caso diligentemente y pronunciar suveredicto en el plazo de tres días.

Así los soldados fueron capturando a malhechores grandes ypequeños, ricos y pobres, de todos los barrios de la ciudad y sussuburbios, y llevándolos frente a ese tribunal. Quienes resultabancondenados podían siempre apelar a la Reina como última instan-cia. Los principales delincuentes fueron colgados sin mayores ce-remonias, después de darles tiempo para confesarse.

Cuando se percataron de que la cosa iba en serio, algunos malhe-chores poderosos se acercaron a la Reina con buenas palabras,intentando sobornarla para tratar de que amainara en su intento. PeroIsabel se mostró inexorable, y entonces aquéllos que no habían sidodenunciados comenzaron a huir de sus casas por la noche.

Eran tantas las familias que se hallaban comprometidas, que elanciano obispo de Cádiz creyó conveniente ir a la Reina, acompa-ñado de una multitud de esposas, hijos, padres y hermanos de losfugitivos. Respetuosamente le hizo notar que bajo un gobiernodisoluto como había sido el de Enrique, era natural que la gente sehubiese corrompido, inclinándose a la delincuencia. De ahí quedificilmente hubiera una familia en Sevilla que no tuviera algúnmiembro criminal, o en alguna forma cómplice de crimen. La Reinaescuchó con atención el discurso del obispo que la exhortaba apasar de la justicia a la misericordia, y entendiendo que ya habíaalcanzado su propósito, accedió al pedido, proclamando una am-nistía general de todos los delitos, con excepción del de herejía.

Durante el gobierno de Isabel, los jueces y funciona-rios fueron honrados como nunca lo habían sido antes.En 1480 se llevó a cabo la sistematización jurídica deleyes y pragmáticas anteriores, bajo la dirección del pres-tigioso jurista Alfonso Díaz de Montalvo. Allí se dejóestablecida la necesidad de que los tribunales despacha-sen con celeridad los procesos, ofreciendo por cierto a

los acusados todos los medios necesarios para su defen-sa, al tiempo que se establecieron penas rigurosas contralos jueces venales.

Modesto Lafuente, historiador español del siglo pasa-do, en su «Historia de España» deja en claro que el resta-blecimiento de la tranquilidad pública y del orden social,hubiese sido prácticamente imposible de lograr si la reinaIsabel no hubiese dado

«tantos y tan ejemplares testimonios de su celo por la rígidaadministración de la justicia, de su firmeza, de su inflexible carácter,de su severidad en el castigo de los criminales; que, aunque acompa-ñada siempre de la prudencia y la moderación, hubiera podido sertachada por algunos de dureza, en otros tiempos en que la licenciay la relajación fueron menos generales y no exigieron tanto rigor».

VI. Isabel y la culturaSiempre que Isabel se veía libre de las preocupaciones

de la justicia, y de las de la guerra, a que nos referiremosenseguida, se entregaba generosamente al fomento delas ciencias y las artes.

Bajo su alto patrocinio prosperaron los estudios demedicina, erigiéndose grandes hospitales en Granada,Salamanca y Santiago. Uno de los tutores del príncipedon Juan impulsó los estudios de arqueología, mientrasel profesor Lebrija investigaba en Mérida los circos ro-manos. Isabel y Fernando fundaron asimismo varias uni-versidades, entre ellas la de Alcalá de Henares, dondesentaron cátedra algunos de los más notables humanis-tas del Renacimiento. Erasmo pudo escribir: «Los espa-ñoles han alcanzado tal encumbramiento en literatura,que no sólo provoca la admiración de las naciones más cul-tas de Europa, sino que además les sirve de modelo».

El español tradicional, de manera semejante a los anti-guos griegos, entendía que la música era parte esencialen toda educación, ya nadie se lo consideraba instruidosi no era capaz de cantar o al menos de tocar algún ins-trumento. Especialmente se la juzgaba necesaria para losreyes y los príncipes.

«Por medio del canto –escribía el teólogo e historiador jesuitaJuan de Mariana– pueden apreciar los príncipes cuán fuerte es lainfluencia de las leyes, cuán útil es el orden en la vida, cuán suave ydulce es la moderación en nuestros deseos. El Rey debe cultivar lamúsica para distraer su espíritu, para atemperar la violencia de sucarácter y armonizar sus sentimientos. Estudiando música, com-prenderá que la felicidad de una república consiste en la exactaproporción y en el justo acuerdo de las partes».

Isabel amaba el arte como pocos, y a cualquier parteadonde fuera, llevaba músicos consigo. Incluso cuandoiba a los campamentos militares transportaba cuarentacantores escogidos de su coro, sin contar los violinistas,clavecinistas, flautistas, etc. Garcilaso de la Vega, su em-bajador en Roma, era un excelente arpista. FranciscoPeñalosa fue uno de los músicos más famosos del coropapal de Roma, donde Palestrina, medio siglo después,establecería las bases de la gran polifonía.

Fue evidente la intención de Isabel de estimular todo loque se refiriera a la cultura. En 1487 dio instrucción alalcalde de Murcia para que eximiera de toda clase deimpuestos a Teodorico Alemán, uno de los primeros quehabía introducido en España el reciente invento deGutenberg, «por ser uno de los principales factores delarte de hacer libros de molde». Gracias al apoyo oficial,la imprenta alcanzó rápida difusión, publicándose prontotraducciones de Plutarco, César, Plauto, Ovidio, Dante,Petrarca, y una Biblia políglota de gran nivel. Antonio deNebrija, por su parte, editó una Gramática Castellanaasí como el primer Diccionario de la lengua. La apari-ción de colecciones de Cancioneros fomentó la afición

Isabel la Católica

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

del pueblo a la poesía, universalizándose el conocimien-to de autores pasados y contemporáneos, como JorgeManrique, el Marqués de Santillana, y otros.

Pero como la imprenta era un arma de doble filo, losReyes establecieron la censura de libros, con la inten-ción de preservar la fe católica y la moral pública, perotambién de evitar las traducciones inadecuadas e inclusoel falseamiento de los textos:

«Por cuanto muchos de los libros que se venden en el Reyno sondefectuosos o falsos o apócrifos o están llenos de vanas o supers-ticiosas novedades, en adelante no se podrá imprimir ningún librosin especial licencia del Rey o de persona por él debidamente auto-rizada».

VII. Isabel, guerreraHemos destacado las cualidades femeninas de Isabel,

esposa y madre ejemplar. Pero ello no fue óbice para quese ocupase, y muy eficazmente, de cuestiones relacio-nadas con la guerra.

En el transcurso de las arduas luchas sucesorias queculminarían en la unidad de España, cuando Fernandoluchaba en un extremo del Reino, ella lo hacía en el otro.A la vez que se ocupaba en los asuntos de gobierno,durante meses se la vio a caballo, galopando centenaresde kilómetros para conseguir refuerzos, o para alentar alos suyos con su presencia, mientras proveía a sus sol-dados de los necesarios recursos económicos para lle-var adelante las guerras, empeñando a veces sus propiasjoyas.

Especial trascendencia confería a la entrega de las for-talezas enemigas. En tales ocasiones, le gustaba acudiren persona, vestida de armadura y llevando al cinto laespada, como poco antes lo había hecho Juana de Arco.De este modo, alternando hábilmente el combate con ladiplomacia, fue conquistando fortalezas y plazas adver-sarias, al tiempo que obtenía el sometimiento voluntariode los nobles hasta entonces más contrarios a la causade los Reyes.

Como se sabe, fueron los Reyes Católicos quienes lle-varon a término la vieja Cruzada contra los moros enEspaña. Un breve excursus sobre lo acaecido en los casiocho siglos que duró dicha guerra ayudará a entendermejor la parte que le tocó cumplir a Isabel.

A comienzos del siglo VIII, algunos judíos españoles que desea-ban librarse de los príncipes cristianos, indujeron a los berberiscosa cruzar el angosto estrecho de Gibraltar y apoderarse de las tierrasespañolas. La invitación fue acogida en el año 709, y pronto laPenínsula se vio arrasada por la espada de los infieles, los quelograron conquistar prácticamente toda España, excepto unasdesguarnecidas montañas en el norte, donde se refugió un pequeñoresto. Mas no se detuvieron los invasores en los Pirineos. Invadie-ron Francia, y hubiesen conquistado toda Europa si el año 732Carlos Martel no los hubiera rechazado en Poitiers, tras una san-grienta batalla que duró ocho días. Siete siglos de lucha serían nece-sarios para recuperar, palmo a palmo, del poder del invasor, lastierras conquistadas. Año tras año, siglo tras siglo, los cristianos deEspaña fueron empujando al enemigo hacia el Mediterráneo.

Aprendió Isabel, por los antiguos cancioneros, cómo uno de losApóstoles de Cristo se había aparecido montado a caballo a losdesfallecientes guerreros cristianos cerca de Clavijo, en el año 844,conduciéndolos a la victoria sobre los musulmanes. Era Santiago, elApóstol, quien según la tradición predicó en España el Evangelio,y cuyo cuerpo, después de su martirio en Jerusalén, fue devuelto aEspaña por quienes anteriormente lo habían acompañado, de acuerdocon la tradición hispánica, siendo venerado en el sepulcro deCompostela. Desde entonces dicho Apóstol sería el patrono deEspaña y los cruzados correrían al combate al grito de «¡Por Diosy Santiago!».

Tras siglos de lucha –y así nos acercamos a la época de Isabel– elpoder político de los musulmanes había quedado reducido al rico y

poderoso reino de Granada, a lo largo de la costa del sur. Allípermanecían acantonados como constante amenaza de los reinoscristianos de Castilla y Aragón, ya que en cualquier momento po-dían traer del Africa nuevos contingentes, como lo habían hechoanteriormente, y reconquistar España.

Porque en el resto de Europa los musulmanes no se mostrabaninactivos. Durante la niñez de Isabel habían llegado al Danubio,ocupado Constantinopla, la llave de Occidente, en 1453 –Isabelhabía nacido en 1451–, invadido el Asia Menor, alcanzado la bajaHungría, gran parte de los Balcanes y devastado Grecia. En unaEuropa que ya había perdido la cohesión propia del período de laCristiandad, con frecuencia los reyes y los príncipes anteponíansus propios intereses a los de la comunidad. Es cierto que un Papatras otro instaron a los cristianos a unirse en defensa de sus familiasy de sus patrias, pero nadie escuchaba sus exhortaciones, salvo losdesdichados pueblos que se hallaban en la primera línea de comba-te. Entretanto, el terrible Mohamed II, conocido con el nombre deEl Gran Turco y cuya sola mención provocaba terror en las aldeaseuropeas, se abría paso a través de Italia. y ahora sí que ya estarnosen la época de Isabel.

La gran Reina comprendió que no se podía perder tiem-po. Porque Mohamed seguía su avance y acababa de ocu-par Otranto, en el reino de Nápoles, asesinando cristia-nos, sacerdotes y obispos, y arrojando sus cadáveres alos perros, ante la total apatía de los príncipes italianos.El pánico comenzó a cundir por los reinos españoles. Lagente se preguntaba qué sucedería si los turcos avanza-ban desde el este, y los moros que integraban el reino deGranada, ayudados por presuntos aliados provenientesdel Africa, retomaban la iniciativa desde el sur.

No seguiremos en detalle los avatares de la ofensiva delos Reyes Católicos. Paso a paso, fueron ocupando di-versas ciudades del reino moro de Granada, como Cór-doba, Baza, Almería, etc. Benedictus qui venit in nomineDomini, cantaban los cautivos cristianos que salían delas mazmorras de sus opresores. Alarmados por los éxi-tos de Fernando e Isabel, el Sultán de Egipto y el Empe-rador de Turquía, Bayaceto II, olvidando sus antiguasdiferencias, resolvieron iniciar una nueva arremetida con-tra la Europa cristiana, y convinieron que mientras Baya-ceto enviaría una poderosa flota contra el reino de Sicilia,que a la sazón pertenecía a Fernando, el Sultán mandaríaun fuerte ejército desde Africa a España, para reforzar alos moros de Granada.

Ante semejante peligro, el papa Inocencio VII promul-gó una bula por la que convocaba a todas las nacionescristianas a colaborar en la cruzada de los soberanosespañoles, otorgando indulgencias a cuantos se alistaranen esa lucha.

Si bien la llamada no tuvo el eco que se esperaba, contodo llegaron voluntarios de varias naciones cristianas,franceses, ingleses, irlandeses, y de otros países, inte-grando el ejército de más de 50.000 hombres que Fer-nando lanzó contra los moros. El Rey le pidió a su espo-sa que visitara el campamento, porque su presencia sur-tía siempre sobre las tropas un efecto estimulante. Así lohizo, montada en una mula zaina, revistando a los gue-rreros que desfilaron ante ella. Uno de los caballeros quese acercó a saludarla fue lord Scales, conde de Rivers,cuñado del rey Enrique VII, quien traía consigo tres-cientos soldados ingleses para luchar en la Cruzada. Elnoble había sido herido en el sitio de Loja; una piedraarrojada por un moro le había destrozado los dientes. LaReina le expresó su pesar.

«Es cosa pequeña –respondió con humor el inglés– perder unospocos dientes en el servicio de Aquel que me los dio todos. NuestroSantísimo Señor, que ha construido toda esta casa, sólo ha abiertouna ventana en ella, para ver más fácilmente qué pasa dentro».

Como es obvio, la mayor parte del ejército estaba in-tegrada por españoles de distintas regiones: gallegos,

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leoneses, vascos, castellanos, aragoneses, valencianos,andaluces. La unidad de España se iba a consolidar enel campo de batalla. Muchos episodios jalonaron la granofensiva de los Reyes Católicos. Vizcaíno Casas nos losrelata con la gracia que le caracteriza. Reseñemos algunosde ellos:

En una de las campañas por conquistar una ciudad en poder delos moros, los oficiales quedaron alarmados al descubrir que noera posible llevar hasta el frente de combate sus pesados cañonesa través del sinuoso sendero que corría por las alturas de un eleva-do cerro. Enterada la Reina del obstáculo, al parecer inobviable,pidió un caballo y se dirigió a la montaña para inspeccionar perso-nalmente el terreno. ¡Una montaña se interponía en el camino desus nuevos cañones! Pues bien, dijo, hay que vencer a la montaña.Y entonces, bajo su dirección, seis mil zapadores con palas yexplosivos trazaron un nuevo sendero en la ladera de la montaña,tan alto y empinado que «un pájaro se podía mantener allí condificultad». Día y noche trabajaron rellenando hondonadas, pul-verizando rocas, talando árboles... Más de trece kilómetros decamino fueron tendidos en doce días, y los moros, que tanto sehabían burlado de la contrariedad de los cristianos, vieron asomaruna mañana los negros hocicos de las pesadas bombardas, queavanzaban lentamente, arrastradas por grandes bueyes, a travésde la falda de la montaña.

Un día el Zagal, que era tío de Boabdil, el jefe de la plaza deGranada, pidió entrar en negociaciones con los Reyes Católicos;éstos mandaron para iniciarlas al comendador Juan de Vera, cor-dialmente recibido por Abu Abdallah en los salones de la Alhambra.Pero como uno de los nobles de la corte mora, conversando con elcomendador, se permitiera alusiones obscenas a la Santísima Vir-gen, el caballero cristiano sacó la espada y de un tajo partió en dosla cabeza del blasfemo. Atacado por los compañeros de éste, sedefendió en desigual lucha, hasta que llegó el Zagal y al enterarsede lo acaecido, presentó sus excusas a don Juan de Vera, castigan-do a los responsables de la afrenta. Cuando, al regresar al campode los cristianos, contó aquél lo sucedido a su jefe, éste le escribióal moro dándole gracias, y regaló al comendador el mejor de suscaballos, por su firmeza en la defensa de la fe.

Otra anécdota. En cierta ocasión la Reina pasó revista a lossoldados que asediaban la ciudad de Baza, en poder del enemigo,y como siempre, levantó inmediatamente el espíritu de la tropa.No satisfecha con eso, mostró su intención de recorrer las trinche-ras de la zona norte, en la primera línea del frente. Como dichavisita resultaba altamente peligrosa, ya que todo aquel sector es-taba bajo el fuego enemigo, el marqués de Cádiz informó de losdeseos de la Reina al jefe árabe Cid Hiaya, pidiéndole que mien-tras durase la inspección, suspendiera las hostilidades. No sóloaceptó el jefe moro tal proposición sino que, cuando Isabel, mon-tada a caballo, estaba examinando las fortificaciones, salió de laciudad el ejército musulmán, en formación de parada, los estan-dartes al vuelo y tocando la banda, con su príncipe al frente, envestido de gran gala. Saludó con respeto a la reina católica desde sucaballo y ordenó después a sus jinetes efectuar exhibiciones dedestreza en homenaje a Isabel. Terminadas las cuales, se retiraron,tras saludar de nuevo cortesmente a la Reina. Cuando luego deenconadas batallas la plaza mora se rindió, los Reyes colmaron dehonores a Cid Hiaya, que acabaría abrazando la fe católica y ca-sándose con una de las damas de Isabel.

Nos cuentan las crónicas que en un intervalo entrelos combates, y aprovechando un viaje que la corte ha-cía de Sevilla a Córdoba, el séquito hizo un alto enMoclín, para que el príncipe heredero don Juan, que ala sazón tenía doce años, fuese armado caballero. Sumadre, la Reina, le revistió la cota de malla, las espuelasy la daga, dándole asimismo las monedas que tendríaque ofrendar en el acto litúrgico correspondiente. A par-tir de entonces, el príncipe ya podía acompañar a suspadres en acciones de guerra.

Como dijimos antes, la conquista de Granada fue elacto terminal de la campaña. Los ocho meses que duróel sitio de esa ciudad fueron el marco de una serie deepisodios caballerescos, de tipo medieval, que convirtie-ron el asedio en una especie de torneo prolongado. Cons-cientes ambos bandos de que la suerte de la ciudad esta-ba resuelta, los caballeros moros combatían con teme-

rario valor, como si quisieran despedirse con exuberantegrandeza del último reducto del Islam en España. Su he-roísmo encontró una réplica igualmente gallarda en loscaballeros cristianos, que prodigaron hazañas que pasa-rían al romancero.

La reina Isabel atendía personalmente todo lo relativo ala intendencia. Con su conocido sentido de la caridadcristiana, había montado un hospital de campaña, el pri-mer hospital de sangre de la historia, al que llamaron «elhospital de la Reina». Asimismo, en torno al campamen-to real desde donde se dirigían las operaciones bélicas,comenzó a edificarse una verdadera ciudad, con edifi-cios de mampostería y circundada por murallas. Sugirie-ron los oficiales que se denominara Isabela, pero la Rei-na rehusó, proponiendo el nombre de Santa Fe, en aten-ción a la causa que defendían sus soldados. El efectopsicológico que esta obra produjo en los sitiados de Gra-nada fue decisivo, ya que en adelante no podían dudar dela firme determinación de los cristianos de no cejar hastaapoderarse de la capital mora. Santa Fe fue construidaen ochenta días, con piedras traídas de las montañascercanas.

Finalmente Granada se rindió. Fue un día de gozo in-descriptible para los cristianos. La reina Isabel, el reyFernando, el príncipe Juan, el cardenal Mendoza, frayHernando de Talavera, los más preclaros capitanes delejército, visten sus mejores galas, algunos de ellos inclu-so ataviados a la morisca. Todos miran con expectaciónhacia las imponentes torres de la Alhambra.

De pronto se escucha un clamor unánime, al tiempoque se disparan bombardas y morteros, y atruena el re-doble de los tambores: en la torre más alta del palaciomoro, la de la Vela, se ha alzado por tres veces la cruz deCristo. E inmediatamente, también por tres veces, el pen-dón de Santiago y el estandarte real. Un heraldo de armasgrita: «¡Santiago, Santiago, Santiago! ¡Castilla, Castilla,Castilla! ¡Granada, Granada, Granada, por los muy altos ypoderosos reyes de España, don Fernando y doña Isabel...!»La Reina, emocionada, reclinó su cabeza sobre el hom-bro del Rey. Entonces se cantó solemne y sentidamenteel Te Deum, seguido de disparos de artillería y sonar detrompetas.

En duro contraste con tanto gozo, algunos hombreshabían contemplado la ceremonia con infinita tristeza.Eran los jefes moros. Boabdil, acompañado de su séqui-to, se acercó a Fernando, intentando besarle la mano, loque este no consintió. Tras breves palabras, luego debesar las llaves de Granada, se las entregó al Rey, quienlas pasó a doña Isabel, la cual se las dio al príncipe donJuan y éste al duque de Tendilla, que acababa de sernombrado alcaide de la Alhambra. Eran las tres de la tar-de del 2 de enero de 1492. Desde entonces, las campa-nas de las iglesias de Granada hacen sonar tres toques aesa exacta hora. Había terminado la secular empresa dela Reconquista. El Rey firmó un último parte donde co-municaba

«haber dado bienaventurado fin a la guerra que he tenido con elrey moro de la ciudad de Granada, la cual, tenida y ocupada porellos más de 780 años, hoy, dos días de enero de este año de noventay dos, es venida a nuestro poder y señorío...»

Entre los testigos directos de la rendición de Boabdilse encontraba un oscuro personaje que desde hacía añosandaba merodeando por la Corte de los Reyes. Se llama-ba Cristóbal Colón.

Cuatro días después de la capitulación, los Reyes en-traron en la ciudad, y tras oír misa solemne, se dirigierona la Alhambra y se sentaron en el trono de los emires.

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Fue éste, sin duda, uno de los días más felices de la vidade Isabel.

Fernando escribió a Roma anunciando la buena nueva.Inocencio VIII y todos los Cardenales se dirigieronprocesionalmente hasta la iglesia española de Santiagopara dar gracias a Dios. Cuando la noticia llegó a Ingla-terra, el rey Enrique VII ordenó una procesión a la igle-sia de San Pablo, donde el Lord Canciller usó de la pala-bra para ensalzar a Isabel y Fernando, y luego atravesa-ron la ciudad cantando el Te Deum. Toda Europa celebróel glorioso final de la guerra. Las campanas de las igle-sias se echaron al vuelo y se encendieron fogatas desdeel Mediterráneo hasta el mar del Norte.

La conquista de Granada no careció de posterioresepisodios desagradables, ya que la supervivencia de losárabes en aquella ciudad, a quienes se les reconocía el de-recho a mantener su religión y las prácticas correspon-dientes, suscitó serios problemas a la Corona. Es verdadque los Reyes pensaron que, con el tiempo, conseguiríanatraerlos a la fe, y fray Hemando de Talavera, nombradoarzobispo de Granada, se había entregado a dicha tareacon verdadero entusiasmo, hasta el punto de aprender elárabe, para poder predicar en su idioma a los antiguossúbditos de Boabdil. Sin embargo, pocos abjuraron desus creencias.

En julio de 1499, los Reyes visitaron Granada. Millaresde moros se apiñaron para presenciar su paso. El carde-nal Cisneros, que llegó a los pocos días, se mostró hon-damente preocupado al ver que ese territorio, si bien in-corporado a la Corona de España, seguía siendo básica-mente musulmán. Y entonces resolvió aplicar métodosexpeditivos para acabar con lo que reputaba un gravepeligro para la unidad de la fe. Comenzó reuniéndosecon los alfaquíes, es decir, los doctores y sabios del puebloislámico, para tratar de persuadirlos de que se convirtie-ran, en la esperanza de que su ejemplo arrastraría a lapoblación en general. Los que así lo hicieron, se vieroncolmados de favores; quienes se negaron, fueron encar-celados y puestos bajo el control de unos ayudantes deCisneros, que alternaban los sermones con las palizas.Esto motivó numerosas conversiones, aunque con la sin-ceridad que podía preverse. Por otra parte, fueron que-mados en público los libros islárnicos de carácter reli-gioso.

Como era de esperar, semejantes medidas provocaronla indignación de los musulmanes que querían permane-cer fieles a su ley. Estallaron motines, el primero de ellosen 1500, que debieron ser duramente reprimidos, traslos cuales el Cardenal reiteró la misma táctica anterior, loque dio lugar a una fuerte tensión entre los Reyes yCisneros, a quien aquéllos achacaban «no haber guarda-do las formas que se le mandaron». Las cosas se pusie-ron más tirantes cuando se sublevaron los pueblos morosde las Alpujarras. Ante el peligro de que pudiesen sersocorridos desde el Africa, don Fernando encomendó aGarcilaso de la Vega una acción militar en toda regla; losrebeldes depusieron su actitud, pero el daño era ya irre-parable.

A pesar de que entoncess los Reyes, sin dejar de ex-hortar a la conversión, dictaron normas ampliamentegenerosas, siguiendo una política de benevolencia, lasinsurrecciones se sucedieron, incluso con victorias so-bre las tropas regulares. De ahí que en 1502 los Reyesjuzgaron necesario promulgar un decreto por el cual seles daba a todos los moros residentes en los territoriosde la Corona de Castilla un plazo para elegir entre la con-versión o el exilio. Señala Vizcaíno Casas que la medida

debe ser enjuiciada con la óptica del momento históricoen que se produce: cuando desde Roma se postula laCruzada de toda la Europa cristiana contra los infieles,en España se estaba logrando, al menos radicalmente, launidad religiosa, obstaculizada ahora por la actitud delos moros. Al decretar su expulsión, los Reyes Católicoscreyeron cumplir con un deber de fidelidad a los deseos dela Iglesia.

VIII. Isabel y el problema judíoNo es fácil esbozar la historia del pueblo judío en Es-

paña. Seguramente había ya un gran número de judíosen tiempo de los visigodos. Luego de que muchos deellos instaron a los árabes a venir del Africa y colabora-ron con éstos para que pusiesen pie en España, abrién-doles las puertas de las ciudades de modo que pudiesenterminar rápidamente con los reinos visigodos, fueronpremiados por los conquistadores, incluso con elevadoscargos en el gobierno de Granada, Sevilla y Córdoba. Yasí, en el nuevo estado musulmán alcanzaron un altogrado de prosperidad y de cultura.

La gradual reconquista de la Península por parte de loscristianos no trajo consigo ningún tipo de persecuciónpara los judíos. Cuando San Fernando reconquistó Sevi-lla en 1224, les entregó cuatro mezquitas moras paraque las transformasen en sinagogas, autorizándolos a es-tablecerse en lugares privilegiados de la ciudad. con lasola condición de que se abstuvieran de injuriar la fecatólica y de propagar su culto entre los cristianos. Losjudíos no cumplieron estos compromisos, pero aun asíno fueron contrariados, e incluso algunos Reyes, espe-cialmente de fe tibia o necesitados de dinero, se mostra-ron con ellos muy condescendientes y les confiaron car-gos importantes en la corte, sobre todo en relación conla tesorería.

A fines del siglo XIII, los judíos gozaban de un singu-lar poder en los reinos cristianos. Tan grande era su in-fluencia que estaban exentos del cumplimiento de diver-sas leyes que obligaban a los cristianos, a punto tal quealgunos de los albigenses, llegados a España del sur deFrancia, se hacían circuncidar para poder predicar libre-mente como judíos la herejía por la cual hubieran sidocastigados como cristianos.

En una Europa donde se repudiaba el préstamo a inte-rés como un pecado –pecado de usura, se le llamaba–,los judíos, que no estaban sujetos a la jurisdicción de laIglesia, eran los únicos banqueros y prestamistas, con loque poco a poco el capital y el comercio de España fuepasando a sus manos. Los ciudadanos que debían pagarimpuestos y no tenían cómo, los agricultores que care-cían de dinero con que comprar semilla para sus sem-brados, caían desesperados en manos de prestamistasjudíos, quedando a ellos esclavizados económicamente.Asimismo los judíos lograron gran influencia en el go-bierno, prestando dinero a los Reyes, e incluso com-prándoles el privilegio de cobrar los impuestos. De ellosescribe el P. Bernáldez, contemporáneo de los ReyesCatólicos:

«Nunca quisieron tomar oficios de arar ni cavar, ni andar por loscampos criando ganados, ni lo enseñaron a sus fijos salvo oficios depoblados, y de estar asentados ganando de comer con poco trabajo.Muchos de ellos en estos Reynos en pocos tiempos allegaron muygrandes caudales e haciendas, porque de logros e usuras no hacíanconciencia, diciendo que lo ganaban con sus enemigos, atándose aldicho que Dios mandó en la salida del pueblo de Israel, robar aEgipto».

Por supuesto que todo esto no podía caer bien, y elpueblo no les tenía la menor simpatía. Cuando la peste

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negra, en dos años, redujo a la mitad la población deEuropa, los judíos sufrieron más que el resto, porque elpopulacho enloquecido los acusó de ser los causantesde aquella plaga envenenando los pozos, y comenzó aperseguirlos en toda Europa. El papa Clemente VI de-nunció como calumniosas tales acusaciones, señalandoque la peste había sido igualmente mortal donde no vivíaningún judío, y amenazó con excomulgar a los exalta-dos. Sin embargo, las multitudes seguían matando ju-díos.

También en Castilla acaeció otro tanto, por lo que mu-chos hebreos, atemorizados, pidieron el bautismo,llamándoseles conversos o marranos. Algunos lo hicie-ron sinceramente, como aquellos 35.000 convertidos porla virtud y la elocuencia de San Vicente Ferrer, quienrecorrió España predicando. Sin embargo hubo muchosque simularon convertirse; iban a Misa el domingo, perosecretamente seguían acudiendo a las sinagogas.

Como cristianos confesos, los judíos falsamente con-vertidos se encontraban ahora libres de las restriccionesimpuestas a sus hermanos de la sinagoga, y estaban encondiciones de contraer matrimonio con las familias no-bles de España. Además, se les abrían nuevas e impor-tantes posibilidades porque podían acceder al sacerdo-cio o a la vida religiosa, probando así su lealtad al cristia-nismo. El hecho es que en la época de Isabel, su influen-cia sobre la Iglesia en España era notable. Muchos delos obispos eran descendientes de judíos. Y se sabía quenumerosos sacerdotes seguían siendo secretamente ju-díos, y se burlaban de la Misa y de los sacramentos quefingían administrar. Los católicos se indignaban frente aestos sacrilegios, y en algunos casos exageraban la notaatribuyendo a los judíos la exclusividad de la decadenciaque sufría la Iglesia.

Tal era la situación cuando los Reyes estaban proyec-tando su campaña contra el gobierno moro de Granada.Los españoles no podían dejar de recordar que habíansido los judíos quienes invitaron a los mahometanos aentrar en el país, y siempre los habían considerado comoenemigos internos, quintacolumnas y aliados del enemi-go. Dondequiera se encendía de nuevo la guerra contralos moros, automáticamente los judíos se convertían ensospechosos. Y precisamente en estos momentos, comoacabamos de decir, los Reyes se aprestaban a lanzar suofensiva contra Granada. Previendo Isabel una guerralarga y peligrosa, creyó que había llegado el momentode destruir el poder de los judíos encubiertos, que cons-tituían un reino dentro de otro reino.

A solicitud de la Reina, el obispo de Cádiz elevó uninforme sobre las actividades de los conversos de Sevi-lla. Se confirmaban las sospechas de Isabel, en el senti-do de que la mayor parte de ellos eran judíos encubier-tos, que poco a poco ganaban a los cristianos a las prác-ticas judías, llegando «hasta a predicar la ley de Moisés»desde los púlpitos católicos.

Señala T. Walsh que la Reina no tenía prevencionescontra los judíos como raza. El problema, tal como ellalo entendía, era estrictamente religioso. De hecho, a lolargo de su reinado, había nombrado en cargos de con-fianza a varios judíos a quienes creía sinceramente cris-tianos, y con frecuencia había protegido a los judíos dela sinagoga contra la furia y los pogroms –persecuciónantisemita– del populacho.

No obstante, pensaba que muchos conversos eran enrealidad judíos encubiertos, que iban a la iglesia el do-mingo y a la sinagoga el sábado, mientras no perdíanoportunidad de ridiculizar las más sacrosantas verdades

del cristianismo, socavando la fe, que era para ella labase moral del pueblo. Por otra parte, al poco tiempo dehaberse creado la Inquisición, de que hablaremos ensegui-da, los inquisidores, convencidos por diversos testimo-nios, comunicaron a los reyes el gravísimo peligro quese cernía sobre la religión católica. E incluso no faltaronjudíos que expresaban su esperanza de que los turcoslanzasen una ofensiva hacia Occidente.

Pero hubo un hecho que resultó sern el detonante de toda estacuestión. En noviembre de 1491, cuando Isabel y Fernando estabantratando con Boabdil la rendición de Granada, dos judíos y seisconversos fueron en Avila condenados a muerte bajo el cargo dehaber secuestrado un niño cristiano de 4 años y de haberlo crucifi-cado el Viernes Santo en una caverna para burlarse de Cristo; dehaberle arrancado luego el corazón, en orden a hacer un maleficio demagia destinado a causar la ruina de los cristianos de España, tras locual los judíos se posesionarían del gobierno. Por cierto que confrecuencia atribuían cosas a los judíos. En este caso, se hicieronprolijas investigaciones, llegándose a la convicción de que, efectiva-mente, un niño había sido abofeteado, golpeado, escupido, corona-do de espinas y luego crucificado. El asunto fue sometido a unjurado de siete profesores de Salamanca, quienes declararon culpa-bles a los imputados. Hubo un segundo jurado, en Avila, que confir-mó el veredicto. Los culpables fueron ejecutados el mismo mes enque se rindió Granada. El niño sería canonizado por la Iglesia bajo elnombre de el Santo Niño de La Guardia.

Se cree que cuando el P. Torquemada fue a la Alhambra,a principios de 1492, pidió a los Reyes que encarasencon urgencia este problema, que podía acabar por des-truir toda su obra, y solucionasen el asunto de raíz ex-pulsando a los judíos de España. Hacía tiempo que losReyes pensaban tomar una medida semejante. La indig-nación que provocó el crimen ritual del Santo Niño deci-dió el caso. Y así, el 31 de marzo de 1492, promulgaron unedicto según el cual todos los judíos debían abandonar susreinos antes del 1º de julio.

Alegaban que «persiste y es notorio el daño que sesigue a los cristianos de las conversaciones y comunica-ciones que tienen con los judíos, los cuales han demos-trado que tratan siempre, por todos los medios y mane-ras posibles, de pervertir y apartar a los cristianos fielesde nuestra santa fe católica, y atraerlos a su malvadaopinión». Se hacía, pues, necesario que «aquellos quepervierten la buena y honesta vida de las ciudades y vi-llas, por la contaminación que puedan causar a otros,sean expulsados de estos pueblos». Por eso, concluíanlos Reyes, «después de consultar a muchos prelados ynobles y caballeros de nuestros reinos y a otras personasde ciencia, y en nuestro Consejo habiendo deliberadomucho sobre el tema, hemos decidido ordenar a los men-cionados judíos, hombres y mujeres, abandonar nues-tros reinos y no volver más a ellos».

Los expulsados podían llevar consigo todos sus bie-nes, aunque sujetándose a la legislación vigente según lacual no les era lícito sacar al extranjero oro, plata, mone-das y caballos, sugiriéndoseles en el mismo decreto con-vertir su dinero en letras de cambio. Para evitar la expul-sión, tenían los judíos un recurso, la conversión. La Rei-na los animó a ello, y de hecho muchos judíos pidieron elbautismo. Pero un buen número –unas 150.000 perso-nas, de acuerdo a algunas fuentes– optó por abandonarEspaña. Según parece, el éxodo, en carretas, a caballo oa pie, fue patético, en columnas que marchaban entrellantos y cantos religiosos. Algunos se dirigieron a Portu-gal, otros al Africa, o a distintos lugares.

Señala Vizcaíno Casas que, a diferencia de la abundan-te historiografia que ha juzgado con extrema severidad eldecreto de expulsión de los judíos, no son pocos loshistoriadores más recientes que lo justifican como inevi-table. Dichos autores afirman que los Reyes no eran, en

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

principio, hostiles a los judíos, sino que, dados los ante-cedentes históricos y los sucesos más recientes, consi-deraron imprescindible suspender el régimen de convi-vencia entre hebreos y cristianos, ante el riesgo de que eljudaísmo, como doctrina religiosa tolerada, quebrantarala fe de la población.

Ya en el siglo XIX, Amador de los Ríos había señaladoque sería gran torpeza suponer que la medida fue inspi-rada por un arrebato de ira o por un arresto de soberbia;los Reyes la dictaron, dice, «con aquella tranquilidad deconciencia que nace siempre de la convicción de cum-plir altos y trascendentales deberes».

Débese asimismo advertir que no fueron los ReyesCatólicos los únicos ni los primeros en tomar una deci-sión de este tipo. Los judíos ya habían sido expulsadosde Inglaterra en 1290, de Alemania entre 1348 y 1375,de Francia desde 1306. Por lo general, en España se lestrató mejor que en otros países. En Francia, por ejem-plo, en la Francia de San Luis, se había decidido quetodo judío que se dedicara a la usura debía ser expulsadodel reino; que sólo podían permanecer allí los que vivie-ran de un trabajo manual, es decir, pocos; que no eralícito poseer ejemplares del Talmud y otros textos ju-díos, por ser anticristianos; en caso de descubrírselos,dichos libros eran quemados.

Con la expulsión decidida por los Reyes Católicos, sealcanzaron, de hecho, los objetivos buscados. Ante todo,se salvó la unidad religiosa de España. Asimismo se aca-baron para siempre los pogroms, y más positivamente,gracias a los numerosos descendientes de judíos quepermanecieron en España, pudo producirse la enrique-cedora confluencia del genio judío y la Reforma católi-ca, concretada en nombres prestigiosos, de origen con-verso, tales como Francisco de Vitoria, San Juan de Avila,Fray Luis de León, Santa Teresa de Avila... Toda unaconstelación magistral.

IX. Isabel y la InquisiciónResulta innecesario recordar la densa polvareda levan-

tada, a lo largo de los siglos, por el tema de la Inquisi-ción, argumento fundamental de la leyenda negra que sepropuso desprestigiar a España y sobre todo a los ReyesCatólicos. Es imposible entender aquella institución conla mentalidad actual. Como señala Suárez Fernández, losmodernos represores sociales, que consideran normal elencarcelamiento por fraude al Estado o el fusilamiento deltraidor a la Patria en caso de guerra, no están dispuestos aadmitir que otra sociedad, en otro tiempo, haya conside-rado el delito social religioso más digno de castigo queaquéllos.

Hemos hablado de la llamada expulsión de los judíos,que propiamente no fue tal, sino de sólo los que se nega-ron a bautizarse, de modo que la medida fue contra eljudaísmo como religión y no contra los judíos. El mismocriterio se aplicó, como vimos, a los musulmanes, luegode las revueltas de 1500. Los tres gestos se nos mani-fiestan como momentos de un denodado esfuerzo porimponer y preservar la unidad de la fe católica. En eltránsito de la Edad Media a la Moderna, la fe aparecíacomo el elemento esencial para definir una sociedad yaglutinar el naciente Estado.

Pocos años después, Martín Lutero inspiraría la fa-mosa norma del cuius regio eius religio. Sin duda quelos Reyes Católicos hubieran invertido los términos, co-locando la religión antes que el Estado. Siendo social-mente considerada la fe como el don más alto, era sentircomún que cuando se lograba que un hombre pasase del

error a la verdad, se le estaba proporcionando el mayorbien posible, el único bien decisivo y trascendente. Estono implicaba innovación alguna, ya que toda la Edad Mediahabía actuado de la misma manera. Las ordenanzas deconvivencia promulgadas por los Reyes en favor demusulmanes y judíos, no eran consideradas como unbien en sí, sino como un mal menor.

A esto se lo denomina máximo religioso, para contra-ponerlo a la tooría esbozada al término de las guerrasciviles en Francia por Jean Bodin, magistrado y filósofofrancés del siglo XVI, la teoría del mínimo religioso, se-gún la cual la convivencia entre católicos y protestantesquedaba reducida al plano de los derechos individuales,pasando a ser el Estado árbitro supremo de la misma.Según la teoría del máximo, era la religión, en el casoespañol la católica, la que se situaba en la cumbre delordenamiento social, relegando al Estado naciente a unpapel en cierta forma subsidiario: a él competía tomarlas iniciativas necesarias para contribuir a que ese bienabsoluto de la fe impregnara y articulara la vida entera.

Es en este contexto donde hay que ubicar el tema de laInquisición. Bien señala Vizcaíno Casas que el hecho deque las condenas pronunciadas por esa institución lleva-sen aparejada la confiscación de bienes de los reos, hizoque muchos creyeran que el motivo de su implantaciónfue económico. Pero resulta indiscutible que el móvilesencial de los Reyes fue estrictamente religioso. Másaún, está probado que el establecimiento de la Inquisi-ción aumentó la penuria económica de España. Pero,como señala Hernando del Pulgar, secretario y cronistade los Reyes Católicos, «ésta se consideraba baladí res-pecto a la felicidad eterna, como las verdaderas riquezassean la posesión de la verdad católica». Para los Reyes,particularmente para Isabel, preservar la fe católica de todacontaminación herética formaba parte esencial de sus obli-gaciones como soberanos de una nación católica.

Por bula de 1478, Exigit sinceræ devotionis, el Papapermitió a los Reyes escoger dos o tres personas mayo-res de 40 años, sacerdotes recomendables por su virtud,maestros en Teología, para ocupar el cargo deinquisidores. Luego Roma se reservaría el nombramien-to de algunas de esas personas. En la cúspide había uninquisidor general, designado directamente por el Papa,quien con el beneplácito de los Reyes elegía a sus ayu-dantes, un «Consejo de la Santa Inquisición». La com-petencia se extendía únicamente a dos delitos contra lafe: herejía y apostasía. Pero la amplitud de ambas expre-siones permitía extender la acción de los tribunales afaltas tales como la brujería y las supersticiones. Nóteseque ni los judíos ni los musulmanes estaban bajo la juris-dicción inquisitorial, sino tan sólo los bautizados, por es-tar sujetos a la autoridad de la Iglesia.

El proceso solía comenzar con la recepción de algunadenuncia concreta, nunca anónima, que debía ser dignade crédito. Todo cristiano estaba obligado a denunciar alos herejes que conocía, cualquiera fuera la herejía queprofesase. Cuando el reo comparecía ante el Tribunal,luego de haber prestado juramento de decir la verdad, sele preguntaba si conocía las razones de su detención, yluego de un breve interrogatorio, se le exhortaba a quereflexionase seriamente si se sentía responsable de algu-na culpa. El fiscal precisaba los términos de la acusa-ción, que debía contestar el abogado defensor. El acusa-do podía recusar testigos, presentando una lista de laspersonas que le tenían inquina, por si coincidían conalguno de ellos. Si se consideraba que el reo ocultabaculpablemente algo importante para el juicio, se le po-dían aplicar tormentos corporales para hacerle confesar.

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Tratábase de una práctica normal en la época, que figu-raba en las legislaciones de todos los países.

Las sentencias eran diversas, según que el acusadohubiese reconocido o no su culpa y hubiera pedido per-dón por ella. Si así lo hacía, las penas oscilaban entrecadena perpetua, confiscación de bienes, portación del«sambenito» –palabra que viene de «saco bendito», yera una especie de escapulario que se les ponía a lospenitentes reconciliados–, o también otras penas menosgraves. Pero si el acusado mantenía su negativa, a pesarde haberse demostrado su culpabilidad en el proceso,entonces era entregado al brazo secular que generalmentelo condenaba a la pena de muerte, ya que tal era el cas-tigo que el derecho penal común imponía a los condena-dos por herejía.

Uno de los miembros que Sixto IV nombró para elTribunal de la Inquisición fue el famoso dominico To-más de Torquemada, nombre que sería considerado du-rante siglos como sinónimo de crueldad. Cuando recibiódicho nombramiento ocupaba el cargo de prior del con-vento dominicano de Segovia. Tenía 63 años, y era unreligioso ejemplar, desinteresado y muy estudioso.

Le debemos a T. Walsh una serena semblanza de supersona. Más estricto consigo mismo que con los otros,dice, dormía sobre una tabla desnuda; era valiente e in-corruptible. Se le había ofrecido un obispado, pero lorechazó. Aceptó el cargo de Inquisidor como un penosodeber, porque estaba convencido de que sólo la Inquisi-ción podía mantener la unidad católica de su patria, evi-tando sobre todo que los judíos encubiertos destruyeranla religión y la civilización en España. En Segovia habíaconocido a muchos judíos que se burlaban abiertamentede las verdades de nuestra fe, especialmente de Cristocrucificado.

Dos papas, Sixto IV y Alejandro VI, ponderarían sucelo y sabiduría. Torquemada trató de que los tribunalesa su cargo se mostraran indulgentes; se preocupó por-que las prisiones fuesen limpias, y de hecho lo fueronmás que en el resto de Europa. Según el P. Llorca, cono-cido historiador contemporáneo, mientras él estuvo acargo del Tribunal, nunca se aplicó la tortura a los acu-sados.

Señala Walsh que si se comparan los juicios deTorquemada con los entablados por alta traición en In-glaterra durante la época de Enrique VII, Enrique VIII yla reina Isabel, la ventaja está del lado de la Inquisición.En los últimos 23 años del gobierno de Isabel la Católi-ca, cien mil personas fueron sometidas a juicio, de lascuales aproximadamente el dos por ciento, o sea dos milpersonas, resultaron condenadas a muerte, y esto, nosólo incluyendo a los herejes sino a los bígamos, blasfe-mos, ladrones de iglesias, sacerdotes que se casabanengañando a las mujeres sobre su verdadero estado, em-pleados de la Inquisición que violaban a las prisioneras,etc.

Es indudable que la Inquisición, al igual que cualquiertribunal humano, ha de haber cometido graves errores einjusticias objetivas; sin embargo, como afirmaba Josephde Maistre, si debemos juzgar a una institución no sólopor los daños que ocasionó sino también por los queevitó, es preciso admitir que la Inquisición fue benéficapara España, porque durante su larga existencia salvómás vidas que las que destruyó. No solamente se libróEspaña de las terribles guerras de religión, que costaroncientos de miles de vidas en las regiones donde imperóel protestantismo, sino que se vio libre, casi por comple-to, de los horrores de la quema de brujas, que causó

100.000 víctimas en Alemania y 30.000 en Inglaterra.Por otro lado, abundaron los inquisidores virtuosos.

Uno de ellos, Pedro de Arbués, fue asesinado en 1485,mientras rezaba el Oficio Divino en la catedral de Zara-goza. Murió exclamando: «Loado sea Jesucristo, que yomuero por su santa fe». Fernando e Isabel hicieron erigirsu estatua sobre la tumba donde reposan sus restos. LaIglesia lo canonizó como mártir.

En la actualidad se hace dificil hablar de la Inquisición.Y por lo general la gente experimenta un rechazo casi ins-tintivo cuando de ella se trata. En cambio, en aquellos tiem-pos, por las razones que apuntamos anteriormente, laopinión pública le era ampliamente favorable. Los cro-nistas de la época la consideraban como algo natural. LaReina misma juzgaba que era un instrumento imprescin-dible para la salvación de su patria y, lejos de avergonzar-se, se refería siempre a ella con orgullo. Grande sería suasombro, dice Walsh, si hubiera vislumbrado que en épo-cas futuras la gente llegaría a acusarla de haber provoca-do con ella la decadencia cultural de España.

Porque la vida intelectual de dicha nación nunca, semostró más esplendorosa que durante el siglo que siguióa la instalación del Santo Oficio. Fue el período en que sefundaron excelentes colegios y universidades, donde acu-dían numerosos estudiantes extranjeros, siempre bien re-cibidos; fue el período en que las diversas ciencias pro-gresaron como pocas veces sucedería en España, confi-riéndole un enorme prestigio en el extranjero; fue el Siglode Oro de sus literatos, con sus tres grandes escritores:Cervantes, Lope y Calderón; fue el siglo durante el cualEspaña pasó a ser la cabeza de un inmenso Imperio quehizo sombra a toda Europa. Sería, por cierto, ridículoatribuir esos resultados a la Inquisición, concluye Walsh.Pero la Inquisición no evitó que se produjeran, e hizoposible la unidad política que permitió a la nueva naciónsacar partido de las oportunidades.

X. Isabel y la reforma católica

Los Reyes Católicos no se preocuparon tan sólo deextirpar el error sino también, y sobre todo, de coadyu-var a la reforma y purificación de la Iglesia. Para el logrode semejante proyecto, juzgaron esencial que Españapudiera contar con un grupo de excelentes obispos, do-tados de lucidez y de coraje, capaces de impulsar la res-tauración moral de la sociedad. Y así en orden al nombra-miento de los mismos, consideraron idónea una doble prác-tica, es a saber, de presentación en los antiguos reinos y depatronato en los nuevos. La otra alternativa, dejar a laSede de Roma plena libertad en los nombramientos, re-sultaba altamente peligrosa, ya que con frecuencia seoptaba desde allí por hijos o nietos de Cardenales, o porfuncionarios de la Curia Romana que ni siquiera interesa-ban por conocer el lugar al que habían sido asignados, opor eclesiásticos que sólo buscaban comodidades y pro-vechos temporales.

El empeño que Isabel puso en este asunto era, comoes obvio, por razones básicamente religiosas. En orden aconcretar dicho proyecto, tenía siempre a su alcance uncuaderno donde escribía cuidadosamente los nombresde los sacerdotes de mayor cultura, honestidad y méri-tos; en base a dicho listado, iba presentando y cubriendo losdiversos cargos de las diócesis.

Preocupóse asimismo de la reforma de los religiosos.Eran muchos los monasterios relajados que era precisoreformar. Isabel comenzó apoyándose en algunos con-ventos que ya vivían fervorosamente, como el de losobservantes de San Benito de Valladolid y los de la Orden

Isabel la Católica

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Jerónima. Otras Ordenes, como por ejemplo los francis-canos, tenían ya pequeños grupos internos que anhela-ban la restauración de la vida religiosa.

Con la intención de renovar el monasterio de Mont-serrat, los Reyes solicitaron al Papa autorización paratrasladar a la abadía cuatro monjes fervorosos que pu-diesen estimular desde adentro la reforma. Asimismo serecuperaron los demás benedictinos. No se crea que todoesto se hizo sin dificultades. En algunos monasterios,reformadores y reformandos vinieron a las manos, y másde un abad o superior acabó con la cabeza rota. Proba-blemente los Reyes no pensaron que el intento se consu-maría durante el período de su reinado; de hecho, todoel siglo XVI sería en España un siglo de reforma, espe-cialmente incentivada por la aparición de la Compañía deJesús.

El P. García Oro resume en tres aspectos el proyectoreformador respaldado por los Reyes: a) la selección delas personas que debían ocupar los principales cargoseclesiásticos; b) la obtención de la plataforma jurídicanecesaria, mediante bulas pontificias, para llevarlo a cabo;c) el apoyo económico y administrativo, cuando eramenester.

Con este designio tan sublime de Isabel colaboró unpersonaje clave: el cardenal Cisneros, aquel de quien ha-blarnos al referirnos a los motines de los moros. Nacióen 1456, y sintiendo el llamado al sacerdocio, hizo susestudios en Salamanca, donde se graduó. Alto, delgado,de mirada profunda, era un hombre apasionado, intran-sigente e incluso violento. Nombrado vicario general dela diócesis de Sigüenza, entró luego en la Orden de losHermanos Menores, tomando el nombre de fray Francis-co. Cuando a raíz de la conquista de Granada, los ReyesCatólicos nombraron a fray Hernando de Talavera comoarzobispo de la nueva diócesis, Isabel perdió a su confe-sor tan amado, y entonces le recomendaron a fray Fran-cisco Jiménez de Cisneros para sucederle.

La Reina quiso primero conocerlo, y concertó con éluna entrevista en Valladolid, en mayo de 1492. Le pare-ció muy distinto del cordial fray Hernando, demasiadosevero y adusto. Pero la misma resistencia del fraile aaceptar el delicado cargo, terminó por decidirla. Y asícomenzó el irresistible ascenso de Cisneros, no sólo du-rante la vida de Isabel sino aún después de su muerte. En1494 fue elegido provincial de Castilla, y a lomo de mularecorrió toda España restaurando la disciplina religiosade los conventos de su Orden, primero, y luego, porinducción de la Reina, de todas las casas de varones ylos conventos de religiosas.

Al morir, en 1495, el cardenal-arzobispo de Toledo,Pedro González de Mendoza, Cisneros fue elegido pararelevarlo, no sin nueva resistencia de su parte. Su auste-ridad siguió siendo como antes. Pero su impulso reno-vador se incentivó, llevando adelante la reforma con tan-ta energía que muchos religiosos, molestos por los cam-bios, lo enfrentaron, llegando incluso a protestar ante elPapa por sus modos intransigentes. Era, sin duda, unhombre de carácter fuerte. Cuentan los cronistas que,en cierta ocasión, exaltándose más allá de la cuenta du-rante una discusión con Isabel, ésta le preguntó: «¿Osdais cuenta con quién estais hablando?». A lo que el frai-le respondió: «Con la reina, que es polvo y ceniza comoyo».

No parece acá pertinente referimos a otros aspectosde la labor del ilustre Cardenal, al margen de su apoyodecidido a la reforma religiosa de Isabel, como podríaser la fundación de la Universidad de Alcalá de Henares,

o la brillante renovación bíblica a que dio lugar. Señale-mos tan sólo que la autorreforma de la Iglesia en Espa-ña, que tuvo en él su principal gestor, precedió en casiun siglo al Concilio de Trento y en medio siglo a la apa-rición de la Reforma protestante. Sin embargo, no olvi-demos que detrás de Cisneros estuvo siempre la manode Isabel, la suprema inspiradora de dicha renovación.

De ella nos cuentan las crónicas que a veces golpeaba a la puertade algún convento de religiosas, y ante el asombro de las mismas,pedía pasar, se sentaba con ellas, y mientras hacía sus labores en larueca, las estimulaba con su ejemplo y su palabra para que volvie-ran al primitivo fervor.

De esta reforma católica de España, en menos de unsiglo, surgirían la obra maestra de la caridad con SanJuan de Dios y sus hermanos, la obra maestra del sacer-docio y la literatura espiritual con San Juan de Avila, laobra maestra del apostolado con San Ignacio de Loyolay su Compañía, la obra maestra de la contemplación y lamística con San Juan de la Cruz, Santa Teresa y suscarmelitas.

XI. Isabel y la gestadel Descubrimiento de América

Es muy probable que la primera impresión que los Re-yes debieron tener de Colón fue la de que se trataba deuna persona un poco desequilibrada, con tanta tenacidadcomo fantasía. Lo que resulta indudable es que, desde elprincipio, Isabel se interesó más por él que Fernando.Fue el cardenal Mendoza quien en 1486 le gestionó suprimera audiencia con los Reyes, para que les propusie-ron para su proyecto, como consecuencia de la cual seconvocó a una junta de geólogos, matemáticos y teólo-gos. El dictamen resultó negativo.

Colón insistió una y otra vez, hasta que en 1491 sereunió una nueva junta en la Universidad de Salamanca.También ella juzgó el proyecto irrealizable. Muy desilu-sionado, Colón decidió trasladarse a Francia, con la in-tención de exponer sus planes al rey Carlos VIII, pero alpasar por el convento de la Rábida para despedirse desus frailes amigos, éstos le pidieron que esperara, lo-grando que Isabel accediese a recibirlo una vez más ensu campamento de Santa Fe, aquella ciudad por ella cons-truida para asediar a Granada.

Llegó Colón a tiempo para asistir a la rendición deBoabdil, según lo referimos anteriormente. Días despuésmantenía una larga entrevista con los Reyes, proponién-doles su plan, pero ahora seriamente madurado, de ma-nera que aquéllos lo aceptaron en principio. Sin embar-go, al ver que los Reyes no estaban dispuestos a conce-derle las mercedes, títulos y compensaciones que él so-licitaba, por parecerles desproporcionadas, se irritó so-bremanera, retomando su idea de encaminarse a Fran-cia. Cuando estaba ya a dos leguas, Isabel dio orden debuscarlo, y así regresó a Santa Fe, donde las negocia-ciones culminarían en un acuerdo por el que se le con-cedía el título de almirante de Castilla, tanto a él como asus sucesores, juntamente con otras dignidades y venta-jas que no es acá el caso de enumerar.

Colón levó anclas «en el nombre de la Santísima Trini-dad». No comentaremos los detalles de la epopeya. Di-gamos, eso sí, que al rito de «¡tierra!», Colón se preparópara descender, espada en mano, vestido con elegantetraje de púrpura, y clavando en las arenas de la playa labandera de los Reyes Católicos, luego de dar gracias aDios, tomó posesión de esas tierras en nombre de Castilla.En un Diario destinado a los Reyes declararía:

«Vuestras Altezas, príncipes católicos amantes de la fe cristianay su difusión y enemigos de la secta de los mahometanos y de

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todas las idolatrías y herejías, han decidido enviarme a mí, Cristó-bal Colón, a las regiones de las Indias, para ver a los príncipes y lospueblos y las tierras y saber su disposición y las medidas quepudieran adoptarse para su conversión a nuestra santa fe».

Su vuelta y reencuentro con Fernando e Isabel trae alrecuerdo los triunfos de los generales romanos. La co-mitiva, multicolor y brillante, avanzaba lentamente hacialos Reyes, entre los vítores de la multitud. Encabezabanla columna seis jóvenes indios, con taparrabos, en cu-yos rostros se reflejaba el asombro que la gran ciudadles producía. Luego los marinos que habían retornado,llevando en sus manos extraños pájaros de vivos colo-res y objetos típicos de los indígenas. Por último, Co-lón, a caballo, ataviado con traje de gala, saludando alpueblo que lo aclamaba. Llegado adonde estaban los Re-yes, les relató lo ocurrido, tras lo cual todos se postra-ron de rodillas y entonaron el Te Deum.

Los Reyes comunicaron la novedad al papa AlejandroVI, quien en mayo de 1493 respondería primero con labula Inter cætera, y luego con otros documentos más,en los que adjudicaba a Castilla el derecho de posesiónsobre las nuevas tierras, imponiendo a los Reyes el de-ber de enviar misioneros para evangelizar a los indíge-nas.

No nos referiremos a los ulteriores viajes de Colónporque ello excedería nuestro propósito, si bien es me-nester señalar que siempre estuvieron en relación conIsabel, la cual reiteró una y otra vez al Almirante que loque a ella más le interesaba era la evangelización de lastierras descubiertas, la conversión a la fe cristiana desus moradores. Con toda energía se opuso al intento deconvertir en esclavos a los indios, y se preocupó ince-santemente por incrementar el envío de misioneros, aho-ra que las Ordenes religiosas se habían ya reformado gra-cias a la labor de Cisneros, a fin de que allí desarrollasenuna eficaz labor apostólica.

El descubrimiento de América fue una ocasión paraque se pusiera más de manifiesto, si cabe, el amor cris-tiano de Isabel por sus vasallos, máxime cuando éstoseran tan desvalidos. Sin ninguna duda fue sobre todoella quien infundió el sentido misional a la conquista, apa-drinando juntamente con Fernando y el príncipe Juan alos indios que Colón llevó a España.

Su preocupación evangelizadora se evidencia en las normas quedio a Ovando en 1501: «Porque Nos deseamos que los indios seconviertan a nuestra santa fe católica e sus ánimas se salven, por-que éste es el mayor bien que les podemos desear; para lo cual esmenester que sean informados en las cosas de nuestra fe, para quevengan en conocimiento de ella; tendréis mucho ciudado de procu-rar, sin les facer fuerza alguna, como los religiosos que allá están lesinformen e amonesten para ello con mucho amor, de manera que lomás presto que puedan se conviertan».

Y en 1503 ordenó: «Por lo que cumple a la salvación de las almasde dichos indios es necesario que en cada pueblo de los que sehicieren, haya iglesia y capellán que tenga cargo de los doctrinar yenseñar en nuestra Santa Fe Católica... Otrosí mandamos al dichoGobernador que luego haga hacer en cada una de dichas poblacio-nes y junto con las dichas iglesias, una casa en que todos los niñosse junten cada día dos veces, para que allí el dicho capellán lesmuestre a leer y a escribir y santiguar y signar y la confesión y elPaternoster y el Avemaría y el Credo y Salve Regina...»

Tales son las instrucciones que daría al nuevo gober-nador Nicolás de Ovando, que abarcaban, más allá delestricto campo de la política gubernativa, el ámbito de laevangelización y de la educación. Sabemos por las cró-nicas que la Reina en persona elegía a los religiosos quedeseaba marchasen a las Indias, encomendándoles quemostrasen encendido celo en la evangelización así comoprudencia en los bautismos, que nunca debían hacersecon precipitación. En 1951, refiriéndose Pío XII a las nor-

mas dictadas por «la gran Isabel para los que llamaba sushijos de América», dijo que estuvieron siempre impregna-das «de un concepto profundamente cristiano de la vida».Según Vizcaíno Casas, en su actitud frente al hecho delDescubrimiento, alcanza la reina de Castilla sus más al-tas cotas de humanidad y sincera consideración de losvalores espirituales.

XII. El testamento de Isabel

Isabel se enferma gravemente. Consciente de su esta-do, el 12 de octubre de 1504, justamente a los doce añosde la llegada de Colón a las Indias, dicta su testamento aun secretario. Se dice que eligió esa fecha por su carác-ter rememorativo. El documento, que trasunta una im-presionante serenidad ante la muerte, refleja de maneraacabada no sólo las profundas convicciones religiosasde la Reina sino también su innegable inteligencia políti-ca. Isabel hace un repaso de su labor de gobierno y delfuturo que desea para su patria. Allí habla de la unidad deEspaña, la conservación de Gibraltar, las atenciones de-bidas a su esposo, la sucesión dinástica y, sobre todo, lareligión y sus ministros.

Pide ser sepultada en Granada, en el convento de San Francisco,vestida con hábito franciscano; pero señala que si su maridoeligiera el ser enterrado en otro lugar, su cuerpo deberá sertrasladado junto al de él, «porque el ayuntamiento que ovimosviviendo e que espero en la misericordia de Dios que nuestrasalmas tendrán en el cielo, lo tengan e representen nuestroscuerpos en el suelo».

Dispone una cantidad para la sustentación del Rey, «aunque nopuede ser tanto como Su Señoría merece e yo deseo», y le suplicaque se quiera servir de todas sus joyas, «porque viéndolas puedatener más continua memoria del singular amor que siempre le tuvey ayn porque siempre se acuerde de que ha de morir y que lo esperoen el otro siglo y con esta memoria pueda más santa e justamentemorir».

En lo que toca a la sucesión, designa heredera de todossus reinos y señoríos a la princesa doña Juana, su hija,esposa de Felipe el Hermoso, archiduque de Austria, ymadre de Carlos, mandando que a su fallecimiento seareconocida como reina de Castilla y de León. Pero pre-viendo que Juana «non pudiera entender en la goberna-ción» –como se sabe, su hija sufría de una enfermedadmental, por lo que la llamaban Juana la Loca–, nombraúnico regente y gobernador de los reinos de Castilla a suesposo don Fernando hasta que el infante don Carlos –elhijo de Juana la Loca– cumpla los veinte años «y venga aestos reinos para regirlos y gobernarlos». Adviértase lainteligente exigencia de que el futuro monarca –Carlos Ide España y V de Alemania– venga a residir a España,con lo que su abuela se anticipa al riesgo de que, porhaber nacido y haber sido educado en Flandes, pudierano echar raíces en el país que deberá gobernar.

Tres días antes de morir, Isabel hizo algunos anexos aldocumento donde, entre otras cosas, encarga a Fernan-do y a sus sucesores, que nombren una junta de letradosy personas doctas, para que recopilen todas las leyes delreino, reduciéndolas a un solo cuerpo, donde estén «or-denadamente por sus títulos, por manera que con menostrabajo se puedan saber».

Agrega, asimismo, especiales recomendaciones en re-lación con el trato que hay que dar a los naturales delNuevo Mundo, rogando al Rey y sus sucesores que pon-gan toda su diligencia «para no consentir ni dar lugar aque los moradores de las Indias y Tierra Firme, ganadosy por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ybienes, sino que sean bien y justamente tratados y si algúnagravio hubiesen recibido, se les remediase y proveyese».

Isabel la Católica

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosLuis Suárez resume así las últimas voluntades de la Reina: «Pie-

za histórica y humana de primer orden. De sus páginas emergepoderosa la fe católica que, en vida, fue el eje en torno al cual giró elentero pensamiento de la Reina».

El 26 de noviembre de 1504 expiró. Tenía 53 años, yse habían cumplido casi 30 años desde que subió al tro-no. La comitiva de duelo partió de Medina del Campo,mientras el pueblo, en un silencio dolorido, se agolpaba asu paso. Atravesó las tierras de Castilla, tan llenas de remi-niscencias para ella. En todas partes, grandes multitu-des, a pesar de las tormentas y de las lluvias. Casi unmes duró la marcha por las tierras de Castilla, hasta quepor fin llegó a Granada, «esa ciudad –había escrito laReina– que la tengo en más que mi vida».

Tal como lo deseó, fue enterrada en el monasterio deSan Francisco de la Alhambra. Cuando muera Fernan-do, cumpliéndose otra de sus voluntades, sus restos se-rán trasladados a un espléndido mausoleo en la CapillaReal de la Catedral de Granada, donde hoy reposan, jun-tos los dos.

Conclusión

Recapitulemos las líneas maestras del gobierno de Isa-bel. En lo que toca a la política de unidad nacional, co-menzó ésta a fraguarse con su matrimonio con Fernan-do. Terminada con éxito la guerra civil, y habiendo here-dado Fernando, a la muerte de su padre, la corona deAragón, quedaba consumada la integración de los reinosespañoles hasta entonces dispersos. Sólo faltaba incor-porar a ellos los señoríos islámicos del Sur, sin dejar delado el reino de Navarra, que sería anexado más tarde.Conquistado por fin el reino de Granada, ultimándoseasí la secular epopeya de la Reconquista, la Penínsulaquedaba prácticamente bajo una misma corona hacién-dose realidad el simbolismo heráldico del yugo y las fle-chas. La monarquía incrementó el poderío del país, lo-grando España una notable proyección al exterior. Comodijo Salvador de Madariaga, España será «la primera grannación que alcanza talla de tal».

Isabel es un arquetipo de estadista difícilmente supe-rable. Y como mujer, madre, reina, fue sin fallas, ejem-plar. Washington Irving, historiador norteamericano del siglopasado, tenía razón al llamarla «uno de los más puros yhermosos caracteres de las páginas de la historia».

Como se sabe, su causa de beatificación está en trámi-tes. La idea de llevarla a los altares nació a fines del sigloXIX. Durante un Congreso Mariano Hispanoamericano,celebrado en Sevilla en 1929, se planteó públicamente elasunto. y cuando se conmemoró el quinto centenario desu nacimiento, en 1951, el entonces Ministro de Educa-ción visitó en el Vaticano a los dos sustitutos de Estado,Tardini y Montini, interesándolos por la incoación de lacausa, que por fin se abrió en el Arzobispado de Vallado-lid, en 1958. Los trabajos históricos terminaron en 1970.En 1972 tuvo lugar la apertura canónica del proceso enla Sagrada Congregación de Ritos.

Juan Pablo II tuvo la intención de beatificarla solem-nemente el año 1992, con ocasión del Quinto Centenariodel Descubrimiento de América. Era una gran idea. ytodo un símbolo. Mas una violenta campaña logró de laSanta Sede la postergación del proyecto, según se anun-ció en Roma el 28 de marzo de 1991, lo que inmediata-mente motivó las felicitaciones del lobby judío, especial-mente de la «Anti Diffamation League of B’nai Brith».Esta liga de antidifamación ha cometido una gran difa-mación frente a una de las más nobles figuras de la Cris-tiandad.

Sin embargo nosotros, sus hijos de América, sus vasa-llos, la seguimos considerando como a nuestra gran Reina,y nos gozamos en llamarla Isabel la Católica, que fue eltítulo otorgado a ella y a su marido por una bula del 9 dediciembre de 1496, en atención a su piedad, sentido dejusticia, victoria sobre los infieles, defensa de la fe, yespecial celo en la protección de la Iglesia.

Bibliografía consultadaW. T. Walsh, Isabel, la Cruzada, Austral, Espasa-Calpe

Argentina, Buenos Aires, 1945.María E. Lépori de Pithod, Isabel, reina católica, en

«Mikael»27 (1981) 91-100.Fernando Vizcaíno Casas, Isabel, camisa vieja, 5ª

ed., Planeta, Barcelona, 1988.Luis Suárez Femández, Los Reyes Católicos. La ex-

pansión de la fe, Rialp, Madrid, 1990.

A Isabel la CatólicaDe San Fernando viene tu corona,que es venir de la sangre unida al Cielo,y del Cid heredaste aquel anhelode alzar la Cruz donde la alfanje mora.

El don de imperio te entregó Castillay el Sacramento, de Aragón la estirpe,Granada se rindió cuando fue en ristretu lanza que empuñaste allá en Sevilla.

Con el yugo y las flechas y la espada–mi Señora Isabel, mi Reina Santa–América te aguarda en el desierto.

Que otra vez hace falta una Cruzaday bautizar al ídolo que espanta,quemar las naves y avanzar resuelto.

Antonio Caponnetto

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San Ignacio de Loyola

I. San Ignacioy el espíritu de la caballería

No vamos a relatar la vida del santo, que damos porconocida, al menos en sus líneas generales. Pero sí tra-tar de exponer algunas facetas de su rica personalidad –con especial miramiento a su ideal caballeresco–, quehacen de él un verdadero arquetipo para todo el que nose haya resignado a la mediocridad. La estampa de SanIgnacio fue esencialmente la de un caballero durante loque él llamó «su vida desgarrada y vana», lo siguió sien-do luego de su conversión, y hasta el fin de su existen-cia.

1. El ambiente del joven Ïñigo

Para mejor comprender esta gran figura nos conven-drá considerar el ambiente que le vio nacer y en dondetranscurrió su niñez y juventud. Los Loyola pertenecíana una familia de nobles, una de las diez principales fami-lias del país vasco, que eran llamados parientes mayo-res, lo que implicaba un derecho reconocido por escritu-ra a que el Rey los invitase en ciertas ocasiones a lacorte. Por parte de su madre, doña María Sáenz de Lico-na, Ignacio provenía también de una familia noble deGuipúzcoa.

Pero los Loyola no eran simplemente nobles sino tam-bién aristócratas de provincia, con lo que queremos de-cir que estaban en permanente contacto con la gentelabriega del pueblo vasco. De ahí que la infancia y laadolescencia del joven Iñigo transcurrieran entre la rela-tiva elegancia del castillo solariego o casa-torre y la al-quería aldeana de Eguíbar. Hasta el fin de su vida seráadvertible esta influencia campesina, por ejemplo en elespañol defectuoso de sus cartas...

Bebió asimismo del ambiente su inclinación militar.Refiriéndose a la juventud de Iñigo en el castillo paternoescribiría su secretario y confidente, el P. Jerónimo Nadal:«Pronto se encendió en él una especie de fuego noble, yno pensaba en ninguna cosa, sino en distinguirse en lafama militar». Ello era, al parecer, una herencia recibida.

El P. Pedro de Leturia, excelente historiador de SanIgnacio, señala que en base a las fuentes históricas queposeemos, es posible afirmar que la tradición militar delos Loyola no arranca inicialmente de gloriosas hazañascontra los moros, que jamás llegaron a sus montañas,sino de una contienda de menor nivel, casi aldeana, en-tre Guipúzcoa y Navarra, pueblos hermanos por sangrey religión. Cuando los Reyes Católicos suben al poder, altiempo que se fueron extinguiendo las luchas intestinas,se encendieron ideales universalistas, ausentes hasta en-tonces en la tradición militar de los Loyola. Y así, a partirde 1480, la familia, trascendiendo los reducidos marcosde los conflictos pueblerinos, se dispersó en pocos dece-nios por el viejo y nuevo mundo.

Don Beltrán mismo, el padre de Iñigo, acompañó a losReyes durante la campaña de Granada, y las fuentes lellaman «generoso caballero y gran soldado»; Juan, elhermano mayor, «perdió animosamente la vida en lasguerras de Nápoles», el año 1496; un segundo hermano,llamado Bernardo, «hacia 1510 pasó a las Indias para suconquista, y falleció en Tierra firme»; Martín, el herede-ro por muerte del primogénito, intervino en 1512 en labatalla de Belate contra los franceses; otro hermano, fi-nalmente, cuyo nombre desconocemos, marchó a Hun-gría y cayó hacia 1542 luchando contra los turcos.

Apenas es posible reflejar con más celeridad y preci-sión en el seno de una familia aquella profunda y heroicatransformación que bajo los Reyes Católicos y Cisnerosexperimentaron Castilla y Guipúzcoa. Ya no más luchasde aldea sino Cruzada universalista, que recibió formapoética, dos años antes del nacimiento de Iñigo, en elRomance en memoria de Alixandre, al que pondría músi-ca el futuro párroco de Azpeitia, Juan de Anchieta. De-trás de Granada, surge ante los ojos del vate la ciudad deJerusalén, en cuyo Santo Sepulcro espera a los Reyesnada menos que la Corona Imperial... La toma de Grana-da, con su prolongación mediterránea desde Orán a Ar-gel, y aquella otra cruzada conquistadora de las tierrasdescubiertas por Colón que inesperadamente vino a con-tinuarlas, mostraron durante la juventud de Iñigo que habíaalgo más que ensueños en los arrestos caballerescos delpoeta.

En ese ambiente de heroísmo generalizado, se explicael auge que conoció la literatura caballeresca. «El influjoy propagación, de los libros de caballerías –escribeMenéndez y Pelayo– no fue un fenómeno español sinoeuropeo. Eran los últimos destellos de la Edad Media próxi-ma a ponerse». Dicho género literario, nacido fuera deEspaña, no arraigó por demasiado fantástico en Castillahasta que, conquistada Granada y descubierta América,apareció, en 1508, la traducción española del Amadís deGaula, con acomodaciones de García Rodríguez deMontalvo, en cuyo prólogo se alude a los puntos de con-tacto que ofrece el espíritu de la obra con el que impreg-nó la gran gesta de la conquista de Granada. La apariciónde este libro,

«uno de los que por más tiempo y más hondamente imprimieronsu sello, no sólo en el dominio de la fantasía, sino en el de loshábitos sociales –como afirma el mismo Menéndez y Pelayo– consus lances heroicos, sus luchas por mar y tierra contra gigantes yhechiceros, sus impulsos amorosos y sus laxitudes morales, mez-clado todo ello con una ingenua fe religiosa, inspiró la atmósfera querespiraron los hombres de aquella época, en España y fuera de ella,lo que hace fácilmente comprensible el reflorecimiento del ardormilitar en los hermanos de Ignacio y no menos el deseo que en él seencendió de «seguir la soldadesca».

Y así escribe el P. Nadal: «Aunque educado con distinción denoble en su casa, no se dio sin embargo a los estudios, sino movidode una suerte de ardor generoso, se entregó, conforme a las tradicio-nes de la nobleza de España, a merecer la gracia del Rey y de losmagnates, y a señalarse en la gloria militar».

Otro de los elementos que caracterizaron el ambientedonde Iñigo vivió su juventud es aquella fe robusta, sen-cilla y como connatural del español aldeano. Más tarde,él mismo y sus más íntimos colaboradores, sospecha-dos a veces por la Inquisición, apelaron a ella para abo-nar la puridad de su ortodoxia. «En mi patria no suelehaber judíos», fue la respuesta que dio en Alcalá al Vica-rio Figueroa, cuando éste le preguntó si guardaba el sá-bado. Y cuando en 1554, el P. Nadal diera a conocer unescrito en defensa de los Ejercicios Espirituales afirma-ría:

«Es Ignacio español, y procede de la primera nobleza de la pro-vincia de Guipúzcoa y Cantabria, en la que tan incontaminadamente

San Ignacio de Loyola

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosse conserva la fe. Tal es el celo y constancia que desde tiempoinmemorial tienen por ella sus habitantes, que no permiten vivir allía ningún cristiano nuevo, ni desde que hay memoria de cristianismose sabe de uno solo a quien se haya notado ni de sospecha deherejía».

Tal fue el ambiente que respiró el joven Iñigo. HugoRahner, en un luminoso estudio que escribió sobre nues-tro santo, dice que en aquella herencia cultural se en-cuentra ya en germen tanto el libro de los Ejercicios, comotambién la Compañía de Jesús.

Después de su innata lealtad al Rey Católico y sus idealespolítico-religiosos que abarcaban todo el mundo; des-pués de su divagador fantasear con los personajes delAmadís que incitaba a valerosas hazañas por el Rey, seentiende fácilmente su paso al Rey Eternal, su paso aDios, al que gustará llamar Su Divina Majestad, con laconsiguiente invitación al magis, adverbio predileccionadopor el santo, al más, que arranca al hombre de su medio-cridad y lo vuelca a señalarse en el servicio de Dios.«Así se nos manifiesta ya por la herencia y la educaciónde Iñigo los contornos de su ideal futuro: el libro de losEjercicios y la Compañía se forman desde abajo, comola obra del noble y del soldado: su ideal es el magis delsentimiento de un aristócrata», concluye Rahner.

2. De la caballería temporala la caballería espiritual

Pero no adelantemos etapas. Iñigo se inició en la Cor-te, y fue allí, junto al rey Fernando, donde acabó de for-marse en su alma aquel fondo de hidalguía y señorío,incoado ya junto a sus padres en la casa-torre, que de-purado más tarde de toda escoria mundana, se revelaríatan palmariamente en sus cartas a nobles, obispos y prín-cipes de toda Europa.

En 1512, don Fernando había conquistado el reino deNavarra. y en 1515 dicho reino era incorporado a la Co-rona de Castilla. Pero ahora estamos ya en la época deCarlos V, quien se encuentra en guerra con Francisco Ide Francia. Una de las fortalezas que había que defenderera Pamplona. Y allí lo tenemos a nuestro Iñigo, decididoa luchar con ardor. Frente al ataque de los franceses, losdefensores vacilan, incluido su comandante. El P. Juande Polanco, que sería secretario y confidente de SanIgnacio, así describiría la situación:

«Queriendo el dicho don Francisco [de Viamonte] salirse de laciudad, por no le parecer que podría resistir a la fuerza de losfranceses, tuviendo también sospecha de los mismos de Pamplona,Iñigo, avergonzándose de salir, porque no pareciese huir, no quisoseguirle, antes se entró delante de los que se iban en la fortaleza paradefenderla con los pocos que en ella estaban».

Ante su jefe que se retiraba, Iñigo trazó su propio ca-mino de honor , acompañado de los que querían «seña-larse en todo servicio a su Rey», un puñado de caballe-ros. Fue entonces cuando cayó herido por las esquirlasde un cañonazo, y conducido a su casa natal. Allí lotenemos ahora a nuestro caballero enfermo, recluido enun cuarto del castillo, que sería el escenario de su con-versión. Aburrido por la larga convalecencia, pidió algúnlibro, preferentemente de caballerías, quizás el Amadís,o su continuación, Las Sergas de Esplandián. Pero, alparecer, no encontraron lo que solicitaba. El mismo asílo relató en su Autobiografía, que dictaría en los últimosaños de su vida a uno de sus primeros compañeros, el P.Luis Gonçalves de Cámara, razón por la cual está escritaen tercera persona:

«En aquella casa no se halló ninguno de los [libros] que solía leer,y así le dieron una Vita Christi y un libro de la Vida de los Santos enromances; por los cuales, leyendo muchas veces, algún tanto seafícionaba a lo que allí hallaba escrito».

El carácter mismo del Flos Sanctorom, el libro de lavida de los santos, «en romances», con su pintorescagalería de héroes y heroínas de la virtud, repartidos portierras y situaciones tan diversas, cuyas vidas se recar-gaban a veces con extravagantes episodios y aventurashazañosas, a semejanza de las novelas de caballería, nodejaría de atraerle. El autor del prólogo era un tal GaubertoM. Vagad, quien en su juventud había sido alférez delhermano del rey de Aragón; de ahí el dejo militar de susposteriores escritos, como el que se trasunta en la si-guiente estrofa: «Tengo el santo sacerdocio, / la santacaballería, / común bien; / Vos el tiempo dado al ocio, / lacostumbre a tiranía / y a desdén...».

El hecho es que Ignacio, luego de leer las vidas de SanFrancisco y de Santo Domingo, comenzó a preguntarse:«¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco oSanto Domingo?». y poco después la resolución: «Mastodo su discurso era decir consigo... San Francisco oSanto Domingo hizo esto, pues yo lo tengo que hacer».Es muy probable que Iñigo haya encontrado también enel Flos Sanctorum, en la parte donde se expone la vidade San Agustín, aquella referencia a la gran obra de teo-logía de la historia que escribiera dicho santo, «De CivitateDei», donde se lee:

«Trata San Agustín de dos ciudades, de Jerusalén y de Babilonia,y de sus reyes. Y rey en Jerusalén es Cristo, rey en Babilonia es eldiablo. y dos amores son los que han edificado estas ciudades: laciudad del diablo procede del amor propio, que llega hasta el des-precio de Dios, la ciudad de Dios procede del amor de Dios, quellega hasta el desprecio de sí mismo».

Sin duda que ya desde ahora se fue llevando a cabo elencuentro de la noble magnanimidad innata y adquirida delsanto con las ideas fundamentales que formarían el nú-cleo de los Ejercicios. Tanto en sus lecturas como en lasmociones primeras de su conversión están en germen lasmeditaciones del Reino de Cristo y de Dos Banderas –suvisión de las Dos Ciudades agustinianas–, goznes esencia-les de la espiritualidad ignaciana. Pero todavía se sentíaperplejo, sin atreverse a dar el salto definitivo. Su imagi-nación alternaba pendularmente entre la vieja caballeríay la nueva, «deteniéndose siempre en el pensamiento quetomaba, o fuese de aquellas hazañas mundanas que de-seaba hacer o de estas obras de Dios que se le ofrecíana la fantasía, hasta tanto que de cansado lo dejaba y atendíaa otras cosas»

Advirtamos cómo cuando pensaba en los santos, sen-tía, sí, admiración frente a aquellos arquetipos, y ansiasde emulación, pero la tesitura era todavía demasiado hu-mana, demasiado natural. Hasta que por fin entendió quetodo ello debía ser «con la gracia de Dios». La expresiónaparece ahora por primera vez para no abandonarlo más,ni en la vida ni en los Ejercicios. La conversión de Iñigoestaba consumada.

Agreguemos un dato curioso. De esta época nos dicen sus bió-grafos que soñaba con una dama, la obligada dama de los pensa-mientos y dueña del corazón de todo esforzado caballero. No sesabe de cierto quién haya sido concretamente dicha dama, si laInfanta Leonor, o la Infanta Catalina, ambas hermanas de Carlos V,«la más linda cosa que hay en el mundo», se decía de esta última.Pero también aquí se dio la feliz transposición:

«Si se quiere decir quién fue la dama, a la que él incondicional-mente sirvió desde el momento de su conversión –escribe el P. Vic-toriano Larrañaga–, quién fue aquella para la que soñó las más gran-des empresas, quién la que ocupó el primer puesto en su corazóngeneroso, no hay duda ninguna en afirmar que ella fue la SantaMadre Iglesia, en cuanto Cristo viviente, en cuanto Esposa deCristo, a la que no se contentó con servir personalmente toda suvida, sino que quiso dejarle su obra fundamental, su Compañía,para perpetuar en ella un espíritu de amor y de servicio, un espíritude sacrificio en el servicio mismo, que hacen de esta milicia su

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razón de ser y su característica fundamental».Sea lo que fuere, el hecho es que nuestro Iñigo, sin-

tiéndose ya mejorado, resolvió dirigirse a Montserrat paravelar allí sus armas en honor de Nuestra Señora. Hizo elviaje montado en su mula, marchando aprisa para llegarpronto. Iba todavía suntuosamente ataviado, con su ele-gante traje de caballero. En los procesos se dice que«sus vestidos eran ricos, preciosos y delicados» y que«andaba muy bien vestido al modo y talle del soldado».

Señalemos en esta peregrinación dos hechos de índoletípicamente caballeresca, de los que se encuentran remi-niscencias en el Arnadís, y que pasaron de la Autobiografiaa la Literatura y al Arte. Ante todo la aventura con elmoro, que Calderón de la Barca elevaría a la categoríade drama religioso en su obra El gran Príncipe de Fez.

Iñigo caminaba embebido en sus propios pensamientos. Y «yendopor su camino le alcanzó un moro». La obligada pregunta de talescircunstancias acerca del lugar al que se dirigía, debió dar ocasión aque Iñigo nombrara Montserrat y a la Virgen: «Y vinieron a hablarde Nuestra Señora». Sin duda que el peregrino ha de haber dichoalgo sobre la pureza de su Señora, a lo que el moro se atrevió aponer reparos: virgen antes del parto, pase, pero virgen en el parto«no lo podía creer, dando para esto las causas naturales que a él sele ofrecían». El enamorado de la Virgen se enredó en una disputatenaz, tratando, de dar al moro «muchas razones».

Pero no bastaron los razones. «Y así el moro se adelantó contanta prisa, que le perdió de vista». Esta brusca partida del jinete yel trote veloz de su mula, dejan vislumbrar que el diálogo se habíaido encrespando, y que el moro, quizás a la vista del acero toledanoque ceñía el vasco, y estando ya por llegar a su destino quiso evitara tiempo irrevocables consecuencias. ¿Qué hizo Iñigo? Nos lo dicela Autobiografia:

«Y en esto le vinieron unas mociones que hacían en su ánimadescontentamiento, pareciéndole que no había hecho su deber; ytambién le causaba indignación contra el moro, pareciéndole quehabía hecho mal en consentir que un moro dijese tales cosas deNuestra Señora, y que era obligado a volver por su honra. Y así levenían deseos de ir a buscar al moro y darle de puñaladas por lo queha dicho. Y perseverando mucho en el combate de estos deseos, alfin quedó dubio, sin saber lo que era obligado a hacer».

Llegó, mientras tanto, a una bifurcación del camino. ¿Por cuálhabría ido el moro? ¿Qué hacer? «Y así –termina el relato––, des-pués cansado de examinar lo que sería bueno hacer, no hallandocosa cierta a que se determinase, se determinó en esto: de dejar ir ala mula con la rienda suelta hasta el lugar donde se dividían loscaminos; y que si la mula fuese por el camino de la villa, él buscaríaal moro y le daría de puñaladas; y si no fuese hacia la villa, sino porel camino real, dejarlo quedar... La mula tomó el camino real, y dejóel de la villa».

El segundo hecho de índole caballeresca, con el queIñigo dio por clausurada su peregrinación, fue la vela dearmas. En referencia a ella escribe el P. Laínez: «Vinién-dole a la memoria cómo los noveles caballeros se solíanarmar para ordenarse y dedicarse a la milicia, tomó vo-luntad de imitarlos en dedicarse al servicio de Dios».

Ya en las Siete Partidas, Alfonso el Sabio había tratado de la velanocturna de oración a Dios que había de preceder al acto de armarsecaballero. «E cuando esta oración ficiese –dice el texto–, ha menes-ter de estar los hinojos fincados, e todo lo al en pie, mientras lopudiese sufrir. Ca la vigilia de los caballeros no fue establecida parajuegos, ni para otras cosas, si non para rogar a Dios ellos e los otrosque y fuesen, que los guarde e que los enderece e los alivie, come aomes que entran en carrera de muerte». Volviendo a lo que hizo SanIgnacio leemos en Nadal: «Con esta ceremonia comenzó su nuevavida, velando toda la noche y haciendo oración ante la imagen de laVirgen sacrosanta, al modo con que los que han de ser armadoscaballeros velan sus armas con el solemne y antiguo rito de losnobles».

Es indudable que Ignacio se inspiró asimismo en los libros decaballerías. Lo dice expresamente la Autobiografia: «Y como teníatodo el entendimiento lleno de aquellas cosas, Amadís de Gaula ysemejantes libros, veníanle algunas cosas al pensamiento semejan-tes a aquéllas; y así se determinó de velar sus armas». ¿Cómodescribe el Amadís esta vigilia? Se lo puede ver al término del libro

cuarto, donde relata detalladamente la vela de armas de Esplandián,el primogénito y heredero de Amadís: «Esplandián estaba entreellos tan fermoso, que su rostro resplandecía como los rayos delsol, tanto que facía mucho maravillar a todos aquellos que le veíanfincado de hinojos con mucha devoción e grande homildad, rogán-dole [a la Santísima Virgen] que fuese su abogada con el su gloriosoHijo, que le ayudase y enderezase en tal manera, que siendo suservicio, pudiese cumplir con aquella tan gran honra que tomaba...

Así estuvo toda la noche, sin que en cosa alguna fablase, sino enestas tales rogarías y en otras muchas oraciones, considerando queninguna fuerza ni valentía, por grande que fuese, tenía más facultadque la que allí otorgada le fuese». Parece evidente que el santo serefería a este pasaje en su confidencia sobre el Amadís al P. Cámara.

El monasterio de Montserrat al que Iñigo había llega-do, era, a principios del siglo XVI, uno de los centros de larestauración católica impulsada en España por la reformade Isabel y de Cisneros. Allí nuestro santo se confesó deta-lladamente, repudiando toda su vida pecadora. Luego, sedice en la Autobiografia, «concertó con el confesor quemandase recoger su mula, y que la espada y el puñalcolgasen en la iglesia en el altar de Nuestra Señora».

Así llegó la noche del 24 al 25 de marzo de 1522, fiestade la Anunciación de Nuestra Señora y de la Encarnacióndel Verbo. A las primeras sombras del anochecer, se des-pojó de sus vestidos, y los cambió por los de un mendi-go, entrando luego en la iglesia donde pasaría toda lanoche, ya de rodillas, ya de pie, encomendándose a Nues-tra Señora, y ofreciéndose a Cristo como caballero quese disponía a imitarlo en todo. Al llegar el alba dio porterminada su vigilia. Lope de Vega dedicaría un bello ro-mance a esta Vela de armas de Iñigo, a cuyo términodice: «No se ha de preciar España / de Pelayo ni del Cid,/ sino de Loyola solo / porque a ser su sol venís».

De la caballería temporal a la caballería espiritual, diji-mos. De soldado del César a soldado de Cristo. La con-tinuidad es evidente. Años después, cuando ya hubiesefundado la Compañía de Jesús, el papa Marcelo II lediría: «Tú recoge soldados y hazlos combatientes; Nos losusaremos». El caballero de Cristo ha consagrado su espadaa Nuestra Señora. Sólo le faltaba una cosa: la iluminaciónde lo alto.

II. El Cardoner y la Storta:dos ilustraciones desde lo Alto

Dicha iluminación se condensa en dos revelacionesprincipales que Ignacio recibió en el curso de su vida: laprimera, poco después de su conversión, la del Cardoner,y la otra, después de haberse ordenado sacerdote, la dela Storta. Ambas contribuyeron a dar un sesgo clara-mente sobrenatural a su vocación caballeresca.

Describamos la primera, la del Cardoner. Tras la velade armas en Montserrat, Ignacio se había ido a vivir comoermitaño a Manresa, donde transcurriría más de diezmeses en la más severa penitencia, como purgación desu vida pecadora. Fue allí donde Dios lo ilustraría demanera deslumbrante. Refirárnoslo con sus propias pa-labras, si bien lo hace, como siempre, en tercera perso-na:

«Una vez iba por su devoción a una iglesia que estaba poco másde una milla de Manresa, que creo yo que se llama san Pablo, y elcamino va junto al río, y yendo así en sus devociones se sentó unpoco con la cara hacia al río, el cual iba hondo. Y estando allísentado se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento; y noque viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchascosas, tanto de cosas espirituales como de cosas de la fe y letras; yesto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosasnuevas.

«Y no se puede declarar los particulares que entendió entonces,sino que recibió una grande claridad en el entendimiento; de maneraque en todo el discurso de su vida hasta pasados sesenta y dos

San Ignacio de Loyola

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosaños, coligiendo cuantas ayudas haya tenido de Dios y todas cuan-tas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parecehaber alcanzado tanto como de aquella vez sola. Y esto fue en tantamanera de quedar con el entendimiento ilustrado, que le parecía comosi fuese otro hombre y tuviese otro intelecto que tenía antes».

Destaquemos las expresiones: «le parecían todas lascosas nuevas», «le parecía como si fuese otro hombre»,«como si tuviese otro intelecto que tenía antes». Otronombre, otros ojos; cosas nuevas... Según se ve, le fuecomunicado lo que en lenguaje moderno llamaríamos unanueva cosmovisión, un conocimiento sumario de las ver-dades de la fe, a modo de compendio de las Escrituras yde la teología. «Yo vi, sentí en lo interior y penetré con elespíritu todos los misterios de la fe cristiana», confesa-ría más adelante, destacando así el carácter de la graciarecibida en aquella revelación, es a saber, la visión sinté-tica y arquitectónica de todas las verdades reveladas.

«En este tiempo de la visión del Cardoner –escribiría el P. Nadal–le dio el Señor grande conocimiento y sentimientos muy vivos delos misterios divinos y de la Iglesia. Aquí le comunicó NuestroSeñor los ejercicios, guiándole desta manera, para que todo se em-please en el servicio suyo y salud de las almas, lo cual le mostró condevoción especialmente en dos ejercicios, scilicet, del rey y de lasBanderas. Aquí entendió su fin y aquello a que todo se debía aplicary tener por escopo –fin– en todas sus obras, que es el que tieneahora la Compañía». Visión sintética, decíamos, de la relación delos misterios con la Trinidad, y ello en Cristo, y ello en la Iglesia, yello en el combate de las dos ciudades.

Bien señala Hugo Rahner que del Iñigo meramente in-dividual ha salido el hombre apostólico. Su terrible anhe-lo de penitencia, no se enmarca ya en la mera considera-ción de los pecados propios, sino que se hace inteligiblea la luz del gran drama universal que va del Génesis alApocalipsis, y que incluye el pecado, la redención, lalucha con Satanás, la victoria de la gracia, y el más finodiscernimiento de los espíritus en el alma. Manresa sig-nificó la irrupción de la gracia divina desde arriba, que seapoderó de aquel hombre, más allá de las experienciasque había tenido hasta entonces, para hacer de Iñigo,como él mismo lo diría en sus memorias, el nuevo sol-dado de Cristo, el hombre de la Iglesia. y ello mediantelos Ejercicios, a los que consideraría su más importantearma apostólica, y que Dios le inspiró precisamente du-rante su estadía en la cueva de Manresa.

Juntamente con la eximia ilustración junto al ríoCardoner, destaquemos otra, de gran relevancia en suespiritualidad, la de La Storta. A 16 kilómetros de Roma,en el cruce de dos vía consulares, la Cassia y la Flaminia,existía desde antiguo una estación con su hostería y suposta para el cambio de caballos, conocida con el nom-bre de La Storta. Durante la Edad Media se había levan-tado en ese lugar un pequeño oratorio. San Ignacio, vi-niendo de Siena hacia Roma, con sus compañeros Fabroy Laínez, se hospedó allí en 1537. Así relata el santo loacaecido:

«Había determinado, después que fuese sacerdote, estar un añosin decir Misa, preparándose y rogando a Nuestra Señora le quisie-se poner con su Hijo. Y estando un día, pocas millas antes de llegara Roma, en una iglesia y haciendo oración en ella, sintió tal mudan-za en su ánima, y vio tan claro que Dios Padre le ponía con Cristosu Hijo, que no tendría ánimo de dudar en esto, sino que Dios Padrele ponía con su Hijo».

El contenido es claro: la súplica insistente a NuestraSeñora, la gran mudanza obrada en su alma, y en el cen-tro del cuadro Dios Padre que lo pone con Cristo, suHijo, y ello sin poder dudar. Ignacio recordarla todavíaeste momento hacia el fin de su vida, como lo dejó con-signado en su Diario espiritual: «Viniendo en memoriacuando el Padre me puso con el Hijo». El P. de Guibertcomenta así esta revelación:

«Lo que Ignacio pedía con tanta insistencia se lo obtuviera aMaría, lo que el Padre le otorga con una evidencia que no le permitedudar, y con una potencia y fuerza que transforma su alma, es lagracia que constituye el objeto del triple coloquio final de la medi-tación de Dos Banderas: ser recibido bajo la bandera de Cristo,como compañero suyo en la pobreza y en las humillaciones.

«La visión de la Storta es ante todo la aceptación mística de estaplegaria; es en la vida del Santo un episodio análogo a los desposo-rios de Santa Catalina de Siena. Ignacio acaba de unirse a Cristo porla gracia del sacerdocio: este lazo que le asocia para siempre a lavida pobre y crucificada de quien será por nuevo título su Cabeza.Se explica fácilmente desde entonces cómo se ha vinculado a estavisión la elección tan firme hecha por el Santo del nombre de Com-pañía de Jesús: él y sus compañeros no eran compañeros de Jesúspor un acto de su propia voluntad, decididos a seguirle en todo,sino que habían sido constituidos tales por voluntad y obra delEterno Padre».

Ambas revelaciones, la del Cardoner y la de La Storta,se relacionan, pues, con los Ejercicios Espirituales. Comose sabe, la práctica de los Ejercicios tiende a suscitar enel ejercitante, luego de haber experimentado el aborreci-miento del pecado en su vida –la «vergüenza del caballe-ro» que ha ofendido a Dios con sus reiteradas felonías–, el anhelo de acompañar al Cristo que lo invita a la con-quista del mundo para Dios, a ese Cristo que por él havivido los misterios de su vida hasta dejarse clavar en lacruz, lo cual implica la decisión de llevar adelante unalucha abierta contra Satanás, tanto en lo que concierneal ámbito personal –morir a sí mismo– como al ámbitosocial –conquistar el universo entero para Dios–, todoello concretado en una pertenencia activa a la Iglesia mi-litante.

III. La Compañía de Jesús:una Orden militante

Podríase decir que todo el espíritu de la Compañía deJesús, condensado en los Ejercicios, nació de la expe-riencia mística de San Ignacio, particularmente en elCardoner.

«Entonces fue Ignacio levantado sobre sí ––escribe el P. Nadal–y se le manifestaron los principios de todas las cosas. En este raptoparece haber recibido el conocimiento de toda la Compañía. Por locual cuando se le preguntaba por qué instituía esto o aquello, solíaresponder: «Me refiero a lo de Manresa». Y este don asegurabaexceder a todos los dones que había recibido». Del mismo Nadal laantigua Compañía conservó esta aseveración: «Cuando Ignacio erapreguntado sobre el fundamento para las constituciones de su Or-den acostumbraba aducir como última razón aquella elevada ilus-tración del espíritu, que Dios le había enviado como un muy grandefavor en Manresa, como si entonces hubiera recibido todo de unavez en un como don arquitectónico de sabiduría –quasi in spirituquodam sapientiæ architectonico–». Ignacio vio en Manresa el dise-ño de lo que sería su obra maestra, la Compañía de Jesús.

Fue precisamente durante su estadía en Manresa, y enconexión con la visión del Cardoner, cuando San Igna-cio elaboró la meditación clave de su espiritualidad, la delas Dos Banderas. La más antigua tradición, la que pro-viene de quienes habían conocido personalmente a Igna-cio, afirma que la meditación de Dos Banderas con supetición de ser recibido bajo la bandera de Cristo, es lahora del nacimiento de la Compañía. En vísperas de lafundación de su Orden resumiría San Ignacio la misiónde la misma: «Hacer servicio de guerra bajo la banderade la cruz».

El P. Luis de la Palma escribe: «Yo mismo le oí decir al P. GilGonzález que nuestro Padre Everardo, cuarto prepósito general,estando él presente, había dicho en una plática que había él oído deboca del santo padre Ignacio, que en el ejercicio de las Dos Bande-ras le había Dios descubierto este secreto, y puéstole delante delos ojos la forma y modelo de esta Compañía». Y el P. Landiciorefiere, fundado en la misma tradición: «Cuando Ignacio de Loyolaen los comienzos de su conversión en Manresa escribía los Ejerci-cios espirituales, Dios le descubrió en el ejercicio de las Dos Ban-

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deras todo el modo de la Compañía de Jesús que se había defundar, toda la estructura de este maravilloso edificio».

Según puede observarse, también como fundador fueSan Ignacio un caballero, caballero de Dios, un soldadode Cristo que se lanza y lanza a su Orden a la conquistadel mundo para Dios. Por el hecho de que la Compañíaprocedió de la meditación de las Dos Banderas, su ayudaa las almas se configura en la forma de un combate porCristo que continúa viviendo en la Iglesia militante. PeroIgnacio no se engaña. La lucha exterior no será verda-dera si no comienza y se acompaña por el combate inte-rior.

En aquella meditación, la última consecuencia de ladecisión de ponerse bajo la bandera de Cristo, se uneinescindiblemente a la decisión de abrazarse con la cruz,con los oprobios e injurias, «por más en ellos le imitar».La línea de batalla, que mira por cierto al universo mun-do, se despliega ante todo en el propio corazón, primersector del frente donde es menester derrotar al enemigode natura humana. Por tratarse de una lucha, el jesuitahabrá de ser experto en conocer los engaños del malcaudillo, para guardarse de ellos, y el camino que indicael Sumo Capitán, que es Cristo.

No en vano la Fórmula del Instituto aprobada por JulioIII comienza:

«Cualquiera que en esta Compañía, que deseamos se llame laCompañía de Jesús, pretende asentar debajo del estandarte de lacruz, para ser soldado de Cristo, y servir a sola su divina Majestad,y a su esposa, la santa Iglesia, el romano de Pontífice, Vicario deCristo en la tierra. Persuádase que después de los tres votos solem-nes de perpetua castidad, pobreza y la obediencia, es ya hechomiembro de esta Compañía la cual es fundada principalmente paraemplearse toda en la defensión y dilatación de la santa fe católica,predicando, leyendo públicamente y ejercitando los demás oficiosde enseñar la palabra de Dios, dando los ejercicios espirituales,enseñando a los niños e ignorantes la doctrina cristiana...

«Y todos los que hicieran profesión en esta Compañía se acorda-rán no sólo al tiempo que la hacen, mas todos los días de su vidaque esta Compañía y todos los que en ella profesan son soldadosde Dios que militan debajo de la fiel obediencia de nuestro SantoPadre».

San Ignacio era plenamente consciente de que un tipode militancia semejante atraería necesariamente el odiodel mundo. En carta a una dirigida suya, Isabel Roser, leescribe:

«Decís cuántas malicias, celadas y falsedades os han cercado portodas partes. Ninguna cosa me maravillo de ello, ni mucho más quefuera; porque a la hora que vuestra persona se determina, quiere ycon todas sus fuerzas se esfuerza en gloria, honor y servicio deDios Nuestro Señor, ésta tal ya pone batalla contra el mundo, yalza bandera contra el siglo, y se dispone a lanzar las cosas altas,abrazando las cosas bajas, queriendo llevar por un hilo lo alto y lobajo: honra y deshonra, riqueza o pobreza, querido o aborrecido,acogido o desechado, en fin, gloria del mundo o todas injurias delsiglo».

IV. San Ignacio, Apóstol

En el conjunto de la galería de los santos, Ignacio sedestaca por el ardor de su celo apostólico, por su fuegoen pro de la salvación de las almas. Tratemos deadentrarnos en su corazón de apóstol.

1. Corazón magnánimo

Ignacio es, a la verdad, un hombre superior, de visiónpanorámica, como panorámica fue su visión del Car-doner. Pero lo es porque fue magnánimo. En las Consti-tuciones de la Compañía de Jesús, nos ha dejado unmagnífico retrato de las virtudes que deben ornar alGeneral de la Orden. Lo primero, dice, es que sea «muy

unido con Dios nuestro Señor y familiar en la oración ytodas sus operaciones», de modo que pueda llegar a sercomo fuente de todo bien para el cuerpo entero. Asimis-mo habrá de ser un hombre libre de pasiones, o mejor,señor de ellas, de juicio sereno, exteriormente comedido,concertado en el hablar. Tendrá que saber mezclar recti-tud y severidad, ser inflexible en lo que juzgue que agra-da más a Dios, pero compasivo con sus hijos, de modoque aun los reprendidos reconozcan que procede recta-mente en el Señor. Necesitará magnanimidad y fortalezapara acometer grandes cosas y enfrentar contradiccio-nes, sin enorgullecerse con los sucesos prósperos ni aba-tirse en los adversos.

Deberá estar dotado de gran entendimiento y juicio,así en lo especulativo como en lo práctico; porque, sibien la doctrina es necesaria a quien ha de e tener a sucargo tanta gente docta, también lo es la prudencia y y eldiscernimiento. Habrá de ser imaginativo para comenzar,y decidido para llevar los proyectos a su término, sindejarlos a y medio hacer o imperfectos. Razón tenía sucompañero, el P. Pedro de Ribadeneira, cuando decíaque en estos párrafos, Ignacio «sin pensar en sí, se dibu-jó allí al natural y se nos dejó como en un retrato perfec-tísimamente sacado».

Nuestro santo se caracterizó por haber poseído en gradoeximio la noble virtud de la magnanimidad. De ahí supredilección por el adverbio magis; no un «magis», porcierto, desmedido, sino enmarcado en la concreción dela Iglesia.

2. Corazón armónico

Ignacio, hombre magnánimo, enamorado del Verboencarnado, supo armonizar lo humano con lo divino.

«Para comprender el carácter de San Ignacio –escribe el P. Anto-nio Astrain– se de debe partir de su célebre divisa: Todo a la mayorgloria de Dios. Este pensamiento sublime, que abraza cuanto demás alto hay en el cielo y en la tierra, da a todas las empresas queresplandecen en su vida, por cuanto diversas y contrarias puedanaparecer a primera vista, su intrínseca maravillosa unidad. Todo loque hace, lo hace para la mayor gloria de Dios; las cosas altas y lashumildes, las grandes y las pequeñas, las propias y las ajenas, lastemporales y las espirituales, todas dirigidas a este fin. Bien rara-mente se encontró un hombre así compenetrado de una idea, y bienraramente un ideal encarnado en un gran hombre produjo frutos tansorprendentes».

Hombre de síntesis, pero de una síntesis signada por lagrandeza, capaz de unir lo que los mediocres creen de-ber separar. Un ejemplo:

En 1549 los jesuitas se habían visto obligados a defenderse pú-blicamente de algunos ataques, sobre todo de parte de MelchorCano. Algunos padres recibieron poderes para presentarse ante eltribunal en nombre de Ignacio y defender el Instituto, e incluso serecurrió a personas influyentes para que intercedieran en favor de lanueva Orden. Estas medidas le parecieron a un padre, el P. JuanAlvarez, poco conformes con el espíritu evangélico y con la con-fianza en Dios que siempre había mostrado el fundador en lasnumerosas contrariedades que había sufrido. Le parecía una especiede idolatría, respecto a los medios humanos, semejante a la de losisraelitas que habían doblado sus rodillas ante Baal. San Ignacio,por medio de Polanco, salió al cruce de esta opinión, escribiéndoleasí al P. Alvarez:

«Mirando aun en sí la espiritual filosofia, no parece vaya muysólida ni muy verdadera; es a saber, que usar medios o industriashumanas y aprovecharse o servirse de favores humanos para finesbuenos y gratos a nuestro Señor, sea “doblar la rodilla ante laimagen de Baal” (Rom. 11, 4); antes parece que quien no piensa seabien servirse dellos y expender, entre otros, este talento que Diosda, reputando como fermento o mixtión no buena la de los talesmedios con los superiores de gracia, que no ha bien aprendido aordenar todas las cosas a la gloria divina y en todas y con todasaprovecharse para el último fin del honor y gloria divina.

San Ignacio de Loyola

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos«Aquel se podría decir que “dobla las rodillas ante Baal”, que de

tales medios humanos hiciere más caudal y pusiese más esperanzaen ellos, que en Dios y sus graciosas y sobrenaturales ayudas. Peroquien tiene en Dios el fundamento de toda su esperanza, y para elservicio suyo con solicitud se aprovecha de los dones que El da,internos y externos, espirituales y corporales, pensando que suvirtud infinita obrará con medios o sin ellos todo lo que le pluguiere,pero que esta tal solicitud le place cuando rectamente por su amorse toma, no es esto «doblar las rodillas ante Baal», sino «anteDios», reconociéndolo por autor, no solamente de la gracia, peroaun de la natura».

Merecería la pena leer aqui toda esta carta tan esplén-dida, en cuya segunda parte Ignacio va explicando cómoesta feliz combinación de la esperanza en la acción divi-na y el esfuerzo humano ha sido una constante en todoslos santos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamen-to, tanto en la Iglesia primitiva como en la posterior. Peroahorrémonos esa larga cita contentándonos con trans-cribir sus últimas conclusiones:

«Y ansi es determinación de los doctores escolásticos que sedeben usar los medios humanos y que sería muchas veces tentar aDios si, no tomando los tales que Dios envia, se esperasen milagrosen todo, etc. Pero en esta parte baste lo dicho, que es en suma: queusar medios humanos a sus tiempos, enderezados puramente a suservicio, no es mal, cuando en Dios y su gracia se tiene el áncorafirme de la esperanza; pero no usar de los tales cuando Dios, porotras vías proveyendo, los hace ser excusados, o cuando no seesperase que ayudarían para su mayor servicio, en esto todos so-mos de acuerdo».

3. Corazón católicoCorazón magnánimo. Corazón armónico. Corazón ca-

tólico, es decir, universal. Desde su pequeña celda deRoma su alma vibraba y se dilataba según las dimensio-nes del mundo entero. Con la consigna que dio a suscompañeros: «preparados a todo», abrió a la Compañía,ya desde su nacimiento, los caminos del universo. Asom-bra seguir el periplo del grupo que rodeó al santo: el P.Fabro recorrió Worms, Spira, Maguncia, Amberes, Lis-boa, Colonia, Valladolid, Roma, donde murió agotado cuandose disponía a ir al Concilio de Trento. El P. Laínez fue aVenecia, Padua, Brescia, Trento, Alemania, Polonia. El P.Bobadilla a Innsbruck, Viena, Praga...

¿Y qué decir de Javier? San Ignacio lo había conocidoen París, como estudiante laico de la Sorbona. Al nava-rro no le atraía en absoluto el estilo de vida que le propo-nía Iñigo, e incluso se burlaba de quienes lo seguían. Elsoñaba con un brillante porvenir. Tenía el mundo pordelante. «¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mun-do, si al fin pierde su alma?», le argüía Ignacio. A travésde los Ejercicios acabó por convertirlo en apóstol deCristo. ¿Quién contará las leguas que cubrió este divinoimpaciente, por la India, por el Japón, muriendo de caraa la costa china? Al fin ganaría el mundo, de un modosuperior, y salvando su alma. Desde Roma, Ignacio se-guía los pasos de cada uno de los suyos, gozandoinmensamente cuando se volvía a encontrar con ellos yoír sus anécdotas, en aquella primavera generosa y aven-turera de la primera Compañía.

La catolicidad de su espíritu se revela de manera parti-cular en las normas y criterios que dejó a los suyos parala selección de ministerios. Allí se dice que los Superio-res, buscando constantemente «la mayor gloria divina»,envíen a sus súbditos donde «se haga siempre lo que esa mayor servicio y bien universal». Los miembros de laCompañía deberán acudir donde haya más necesidad porfalta de otros operarios, donde se espere más fruto espi-ritual. Y en expresión magistral:

«Porque el bien cuanto más universal es más divino –quouniversalius, eo divinius est– aquellas personas y lugares que, siendo

aprovechados, son causa que se extienda el bien a muchos quesiguen su autoridad o se gobiernan por ellos, deben ser preferidos.Así, la ayuda espiritual que se hace a personas grandes y públicas–ahora sean seglares como Príncipes y Señores y Magistrados oadministradores de justicia, ahora sean eclesiásticos como Prela-dos– y la que se hace a personas señaladas en letras y autoridad,debe tenerse por más de importancia, por la misma razón del bienser más universal, por lo cual también la ayuda que se hiciese agentes grandes como a las Indias, o a pueblos principales o a Uni-versidades, donde suelen concurrir más personas, que ayudadaspodrán ser operarios para ayudar a otros, deben preferirse».

Su predilección por los Príncipes es clara, no cierta-mente en prosecución de poder mundano sino por lairradiación apostólica que de allí se puede seguir. En ciertaocasión, un padre llamado Diego Mirón, a quien el reyde Portugal le había pedido que fuese su confesor, seresistía a ello pareciéndole una honra inadecuada. He aquílo que le dice San Ignacio:

«Pues si se mira el bien universal y mayor servicio divino, destose seguirá mayor en cuanto yo puedo sentir en el Señor; porque delbien de la cabeza participan todos los miembros del cuerpo, y delbien del príncipe todos los súbditos: en manera que la ayuda espi-ritual que a ellos se hace se debe más estimar que si a otros sehiciese».

Tal pareciera ser la regla suprema: el bien, cuanto másuniversal, cuanto más católico, es más divino.

«Para mejor acertar en la elección de las cosas para las cuales elSuperior envía a los suyos –escribe el santo–, téngase la mismaregla ante los ojos de mirar el divino honor y bien universal mayor,porque esta consideración puede muy justamente mover para en-viar antes a un lugar que a otro».

Se ofrecerán ministerios que impliquen bienes espiri-tuales y otros que exijan abocarse a los bienes corpora-les de misericordia, ministerios que miren a la mayorperfección del prójimo o a la menor, «siempre debenpreferirse los primeros a los segundos –ceteris paribus–si no pudiesen juntamente hacerse los unos y los otros».

Conexamente con la selección de ministerios, San Ig-nacio no descuidó la selección de las personas a quieneshabían de encomendarse dichos ministerios. En estamateria, he aquí la norma: «a lo más grande, los másgrandes». Tal es la modalidad con que lanzó a sus hijosal apostolado, entendido éste no como una expresión deactivismo, sino cual irradiación de la vida interior, delespíritu de los Ejercicios, especialmente de la medita-ción del Reino y de las Dos Banderas.

El corazón apostólico y universal de San Ignacio serevela asimismo en su admirable epistolario. Entre susdestinatarios desfilan importantes personajes de la políti-ca: el emperador Carlos V, el rey de Romanos Fernando,Felipe II, Juan III de Portugal, el virrey de Sicilia Juande Vega y muchos otros nobles; también figuran varo-nes eminentes en santidad: San Francisco de Borja, SanFrancisco Javier, San Pedro Canisio, Santo Tomás deVillanueva, San Juan de Avila; así como distinguidos car-denales y obispos.

La visión panorámica que ofrece dicho epistolario noconoce fronteras de naciones o estamentos sociales. Lomismo escribía a Etiopía que a la India o Alemania, lomismo a un Rey que a un humilde religioso o una buenaseñora. Lo mismo trata grandes problemas, como la re-forma del clero en una nación herida por la herejía o lareorganización de una Universidad, como recomiendaserenidad a un alma turbada. Pero sobre todo llaman laatención las cartas que dirige con el fin de urgir la con-ciencia de los príncipes cristianos, sobre todo del Empe-rador, proponiendo grandes programas de acción políti-ca y apostólica en pro de la Cristiandad, por aquel enton-ces particularmente amenazada.

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V. La detectación del enemigo

El período histórico en que le tocó vivir a San Ignacioestuvo preñado de acontecimientos trascendentes, algu-nos de ellos tormentosos. En su seno actuaban fuerzasgigantescas que al parecer iban a transformar la socie-dad de raíz: el Protestantismo atentaba contra la unidadde la Iglesia en la desgarradura más grave que conocióen toda su historia; el Humanismo comenzaba a bosque-jar el tipo de hombre que hemos dado en llamar hombremoderno; en el campo más propiamente político, la ame-naza de la Media Luna contra Europa, como factor ne-gativo, y el descubrimiento y conquista de América, he-cho gozoso que ampliaba insospechadamente las dimen-siones del planeta y el marco de la evangelización.

San Ignacio supo encarar con inteligencia los grandesproblemas de su tiempo, no sólo excogitando los me-dios para mejor propagar el Evangelio a través de la Or-den por él fundada, sino también enfrentando con luci-dez y coraje a los enemigos de Dios y de la Cristiandad,como lo revela particularmente su actitud en relacióncon la Media Luna, el Protestantismo y el Humanismorenacentista. Analicemos las iniciativas que tomó en es-tos tres campos.

1. San Ignacio y la Cruzada contra la Media LunaEn su Epistolario se conservan varias cartas referidas

al tema de la amenaza musulmana. Dos de ellas, las másimportantes, tienen que ver nada menos que con el em-perador Carlos V. Propiamente las cartas las redactó elP. Polanco, según las indicaciones que le diera San Ig-nacio, y están dirigidas al P. Nadal, en orden a que éstehiciera llegar al Emperador un atrevido plan de acciónpara alejar el peligro turco en el Mediterráneo, mediantela formación de una escuadra. Ambas cartas están fe-chadas el día 6 de agosto de 1552, cuatro años antes dela muerte de Ignacio.

El antiguo oficial de Carlos V trazaba así, adelantándo-se en veinte años a la batalla de Lepanto, un plan deCruzada donde se revela un inesperado talento estratégi-co, político y hasta económico, que nos asombra. En laprimera de esas cartas, muy breve, leemos:

«Es el caso que, viendo un año y otro venir estas armadas delturco en tierras de cristianos, y hacer tanto daño, llevando tantasánimas que van a perdición para renegar de la fe de Cristo, que porsalvarlas murió, además del aprender y hacerse prácticos en estosmares, y quemar unos lugares y otros; y viendo también el mal quelos corsarios suelen hacer tan ordinariamente en las regiones marí-timas, en las ánimas, cuerpos y haciendas de los cristianos, havenido a sentir en el Señor nuestro muy firmemente, que el empe-rador debería hacer una muy grande armada, y señorear el mar, yevitar con ella todos estos inconvenientes, y haber otras grandescomodidades, importantes al bien universal.

«Y no solamente se siente movido a esto del celo de las ánimas ycaridad, pero aun de la lumbre de la razón, que muestra ser estacosa muy necesaria, y que se puede hacer gastando menos el empe-rador de lo que ahora gasta. Y tanto está puesto en esto nuestroPadre, que, como dije, si pensase hallar crédito con S.M., o de lavoluntad divina tuviese mayor señal, se holgaría de emplear en estoel resto de su vejez, sin temer para ir al emperador y al príncipe eltrabajo ni peligro del camino, ni sus indisposiciones, ni otros algu-nos inconvenientes...»

El listado de motivos que mueven a Ignacio a presen-tar al Emperador y a su hijo, el príncipe don Felipe, esteplan, abarca hasta nueve capítulos en la segunda de lascartas citadas, con un estudio completo de todos losaspectos, el religioso, el militar y el político, si bien priva,como era de esperar, el argumento teológico, desde el cualse calibra todo el resto. Citemos algunos párrafos:

«Las razones que para sentir que debe hacerse [la Armada] mue-

ven, son éstas. Primeramente, que la gloria y honor divino muchopadece, llevándose los cristianos, de tantas partes, grandes y pe-queños, entre infieles, y renegando muchos del los la fe de Cristo,como se ve por experiencia, con grande lástima de los que tienencelo de la conservación y adelantamiento de nuestra santa fe católi-ca».

«La 2ª, que con grande cargo de conciencia, de quien debe pro-veer y no provee, se pierde tanto número de personas, que desdeniños y todas edades, con fastidio de la servidumbre tan trabajosa ymales sin cuenta que padecen de los infieles, se hacen moros oturcos; y de éstos hay tantos millares entre ellos, que el día deljuicio verán los príncipes si debían menospreciar tantas ánimas ycuerpos que valen más que todas sus rentas y dignidades y seño-ríos, pues por cada una de ellas dio Cristo N.S. el precio de susangre y vida...»

«La 8ª, que sería fácil, teniendo muy potente armada y señoreandotodo este mar, ganar lo perdido, y mucho más, en todas las costasde Africa y en las de la Grecia, y las islas del mar Mediterráneo; ypodríase poner el pie en muchas tierras de moros y otros infieles, yabrir gran camino para conquistarlos, y consiguientemente hacerloscristianos; donde no habiendo armada, como se tomó Trípoli, po-drían tomarse otros lugares de importancia en la cristiandad».

Después de una rápida indicación sobre la calidad delos marinos y soldados que habrán de equipar esa flota,«presupuesto que gente no ha de faltar a S.M., que latiene por la divina gracia, mejor que príncipe del mundoque se sepa», pasa a señalar las posibles fuentes de in-greso para la Armada, como son los obispados, las órde-nes de caballería, las ciudades y los príncipes. Y termina:«Dios, sapiencia eterna, dé a S.M. ya todos y en todascosas sentir su santísima voluntad y gracia para perfec-tamente cumplirla».

La carta sería, de hecho, entregada por Nadal al virreyde Sicilia, Juan de Vega, quien en base al escrito se diri-gió al Emperador y a su hijo, encontrando en ambos lamejor acogida; con todo, les pareció oportuno diferir suaplicación para tiempos más propicios. El éxito de lasarmas cristianas veinte años después, en 1571, en aguasde Lepanto, pondría de manifiesto el realismo de la vi-sión política y militar de Loyola.

Ha sorprendido a algunos que un santo, abismado losúltimos años de su vida en la más alta contemplación,como veremos enseguida, se dedicara a asuntos tan con-cretos como el modo de crear una poderosa flota conque pudiera el Emperador señorear el Mediterráneo yconsolidar su dominio en Europa y Africa, desbaratandoel poderío de los turcos. Pero era precisamente aquellaeterna sapiencia, invocada por él al término de su carta,la que así esclarecía la inteligencia de su siervo en biende la Cristiandad.

Otra prueba del interés de San Ignacio por la Cruzadacontra los moros la encontramos en una curiosa cartasuya al Ejército en Africa, escrita desde Roma con fecha9 de julio de 1550, donde el santo, al tiempo que anima alos soldados cristianos que en Túnez estaban haciendo laguerra contra los moros, les hace saber que a pedido deJuan de Vega, virrey de Sicilia y jefe del ejército español,en que el P. Laínez era capellán, el Papa ha extendidotambién a ellos las bendiciones del Jubileo que por aquelentonces se celebraba en Roma. He aquí el texto:

«Ignacio de Loyola, Prepósito General de la Compañía de Jesús,a los ilustres señores, nobles y denodados caballeros, capitanes ysoldados, y, finalmente, a todos los cristianos que en Africa gue-rrean contra los infieles, amparo y favor de Jesucristo, y en elmismo, salud perdurable.

«Habiendo Nos [...] suplicado en nombre suyo y de todo elejército a la Santidad de Nuestro Señor Julio III, por la DivinaProvidencia Papa, que el tesoro del Jubileo abierto a los fieles quevienen a Roma y visitan algunas iglesias os le franquease también avosotros, que por la gloria de Cristo y exaltación de la santa feestais ocupados en hacer guerra a los infieles. Su Santidad, con

San Ignacio de Loyola

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianospronto ánimo y según la benignidad apostólica, os concedió estagracia –con tal que estéis contritos y confesados–, para que tantomás denodada, animosa y esforzadamente peleéis con los enemi-gos de la Santa Cruz, cuanto viereis más larga la liberalidad delAltísimo y de su esposa la Iglesia, y más feliz el suceso de la guerra–o vivos alcancéis victoria, o muertos, si alguno muriese, la bien-aventuranza con tener perdonados todos los pecados–. Pues parasignificaros la impetración de tal gracia, hanos parecido en el Señorescribiros las presentes letras, selladas con el sello de nuestra Com-pañía».

Algunos autores han creído advertir cierta correspon-dencia entre la temática de la meditación del Reino y lasCruzadas contra los moros, así como la campaña en Tú-nez de Carlos V, y aquel plan de la Armada que Ignaciopropusiera al Emperador.

Sea lo que fuere de tal hipótesis, lo cierto es que Igna-cio volvió a enarbolar el estandarte de la Cruzada, el quecuatro siglos atrás había levantado San Bernardo, un pro-yecto casi olvidado en Europa. El santo no podía dejarde ver con dolor el hecho de que todavía estuviese enmanos otomanas la Tierra Santa que él tanto amara, yala que visitara como peregrino luego de su experienciaen Manresa. Ya en el ocaso de su vida seguiría con losojos fijos en aquella tierra querida. Incluso trató de inte-resar al papa Julio III para que confiara a la nacienteCompañía la evangelización de Palestina. Allí la situaciónse hacía cada día más insostenible, tanto que sus guar-dianes históricos, los franciscanos, estaban proyectan-do abandonarla. En 1553 el Papa, por una bula, apoyabala idea del santo, pero dos años después moría dichoPapa, y al año siguiente el mismo San Ignacio.

2. San Ignacio y su lucha contra el protestantismoSan Ignacio es la antítesis del protestantismo, la antí-

poda personal de Lutero. El P. Leturia ha tendido un in-genioso paralelo entre ambos, señalando hasta un ciertosincronismo entre la transformación de Ignacio y la re-belión de Lutero. No podemos detallar sus hallazgos, con-tentándonos con destacar la intuición. También Papinise ha referido a este curioso paralelismo. Tras recordarla época de la convalescencia de Ignacio en su castillosolariego, escribe:

«También Lutero se encerraba en aquellos meses, aunque sinheridas del cuerpo, en un castillo, el castillo de Wartburg; pero paraasestar mejor, fuera de todo peligro, sus golpes contra Roma...Podrán parecer coincidencias y contrastes exteriores, pero tambiénla cronología encierra más misterios de los que pueden sospecharlos confeccionadores de cuadros sinópticos y de recetas históricas.Que los dos espíritus atormentados –de Ignacio convirtiéndose enLoyola y de Lutero encerrado en Wartburg– son los verdaderosantagonistas de la primera parte de aquel siglo, ante los que CarlosV y Francisco I parecen niños enfadados que se pegan por unjuguete roto, lo muestran con evidencia razones más profundas quelas fechas. Y eso, no sólo por el dique, robusto aún en nuestrosdías, que la Compañía de Ignacio construyó en el norte contra losluteranos, sino por el contraste absoluto que presentan el espíritudel fraile apóstata y el del caballero transfigurado».

Ignacio se va a enfrentar al protestantismo con la ora-ción y con el combate doctrinal. Con la oración, antetodo, pidiendo a los miembros de la Compañía la plega-ria incesante.

«Aunque por otros medios –escribe– cuidamos solícitamente deello..., decretamos que todos nuestros hermanos, tanto los súbdi-tos inmediatos, como los prepósitos y rectores que a otros gobier-nan, todos, así ellos como los que les están confiados, una vez almes ofrezcan a Dios el sacrificio de la misa, si son sacerdotes, y losque a esta dignidad no son elevados, oren asimismo por las necesi-dades espirituales de Alemania e Inglaterra, a fin de que el Señor secompadezca de estos y otros países infectados de herejía y sedigne reducirlos a la pureza de la fe y religión cristiana».

Y tras la plegaria, la acción. Porque San Ignacio con-cibió la lucha contra el protestantismo como un comba-

te primordialmente doctrinal. De ahí su insistencia encrear Colegios y Universidades por doquier. En menosde diez años, viviendo aún el Fundador, la Orden tendríaa su cargo buena parte de la enseñanza de Europa.

Pero los dos Colegios predilectos soñados por Loyolaen orden a aquel combate fueron el Colegio Romano y elColegio Germánico, ambos en Roma, instituidos a modode Seminarios para la formación del clero.

En cuanto al primero, el Colegio Romano, inauguradoen 1553, lo pensó como un baluarte de la fe al serviciodirecto del Papa.

El mismo nos ha sintetizado su plan: había de ser unseminario donde sus alumnos, provenientes de diversaspartes del mundo, recibiesen la mejor formación intelec-tual y espiritual, con profesores preparados y de doctri-na intachable, capaces de exponer la fe y prevenir a susdiscípulos en relación con los errores que por aquel en-tonces circulaban. Este Colegio dará gloria al Papado,dice el santo, tan necesitado hoy de prestigio intelectualy moral; en este Colegio el Papa hallará personas hábilesy doctas, a quienes confiar luego importantes cargos ymisiones para la gloria de Dios. Asimismo el Colegio ser-virá como modelo para que en otras partes se inspirenen él y deseen imitar su formación. Dado que 25 añosdespués de la muerte de Ignacio el papa Gregorio IX latomó bajo su especial patrocinio, el Colegio Romanopasaría a la historia con el nombre de UniversidadGregoriana, que tiene hasta hoy.

Juntamente con el Colegio Romano, dijimos, se inicióel llamado Colegio Germánico, tan especialmente amadopor San Ignacio. Si bien el santo ya había enviado a al-gunos de sus mejores hijos, como Fabro, Jayo y Canisio,a Alemania y Austria, para la conversión de los luteranosy la renovación de la vida católica, juzgaba que la trage-dia espiritual de los pueblos germánicos reclamaba ur-gentemente la formación de un clero joven dispuesto aenfrentar los complejos problemas del momento.

En 1552, el P. Polanco se dirigía a don Juan de Borja en lossiguientes términos: «... se trataba aquí de una obra de grande cari-dad para la reducción de Alemania a la fe y religión de la IglesiaCatólica, haciéndose un Colegio aquí en Roma, al cual se trajesen detodas partes de aquella región, incluyendo la Polonia, y Bohemia yHungría, mancebos ingeniosos y dotados de buenas partes natura-les, y nobles entre aquellas gentes, para que antes que los hábitosviciosos de las costumbres y los errores de las opiniones heréticaslos depravasen, saliendo de aquella [tierra] fuesen instruidos ensana doctrina y vida virtuosa; y saliendo idóneos operarios de laviña de Cristo, se tornasen a enviar en aquellas partes, quién con unobispado, quién con un beneficio curado, quién con un canonicato,para predicar y ayudar con la doctrina y ejemplo las gentes de sulengua, entre las cuales hay falta de fieles y buenos operarios, ymucha sobra de los malos y perversos».

Pero para atender a este problema en los países delengua alemana no sólo proyectó el Colegio Germánicosino también una estrategia religiosa desde adentro. EnAustria, el catolicismo estaba cada día más exangüe,mientras que el proselitismo protestante había tomadograndes proporciones, penetrando incluso en la Univer-sidad de Viena, y concitando el favor de las ciudades yde los príncipes. Había que conjurar dicho peligro.

Tal fue la circunstancia que lo movió a escribir unalarga carta a San Pedro Canisio, entonces Provincial dela Orden en Alemania, con precisas instrucciones. Losautores protestantes la consideran como «el manual delperseguidor al uso de los jesuitas». En ella se refleja lavisión ignaciana de las responsabilidades que competen alos gobernantes, por lo que se insta al Rey de Romanos,próximo Emperador, a tomar una posición resuelta enfavor del catolicismo y en contra de la herejía. La histo-

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ria había demostrado hasta qué punto era decisiva la ac-titud de reyes y príncipes en el destino espiritual de susdominios. La carta contiene dos partes. En la primerapropone diversas medidas negativas en orden a erradi-car la herejía, y en la segunda las disposiciones positivaspara solidificar lo que quedaba de fe católica. De estemodo lo resume al comienzo de la epístola:

«Así, pues, a la manera que en los males del cuerpo primeramen-te hay que apartar las causas que engendran la enfermedad, y enseguida aplicar los remedios que ayudan para recobrar las fuerzasy buena disposición de antes; así en esta pestilencia de las almasque por las varias herejías estraga las provincias del Rey, primerose ha de ver, cómo se arrancan las causas de ella, y después, cómose podrá restablecer y robustecer en aquéllas el vigor de la doctrinasana y católica».

Citemos algunos párrafos de la famosa carta. Y prime-ro de su parte negativa, es decir, de las medidas que hayque adoptar para extirpar la herejía: declararse claramentecontra la herejía y apartar a los herejes de los cargos delConsejo Real.

«Lo primero de todo, si la Majestad del Rey se profesase nosolamente católico, como siempre lo ha hecho, sino contrario abier-tamente y enemigo de las herejías, y declarase a todos los erroreshereticales guerra manifiesta y no encubierta, éste parece que sería,entre los remedios humanos, el mayor y más eficaz.

«De éste seguiríase el segundo de grandísima importancia: de nosufrir en su Real Consejo ningún hereje, lejos de parecer que tienenen gran estima a este linaje de hombres, cuyos consejos, o descu-biertos o disimulados, es fuerza creer que tiendan a fomentar yalimentar la herética pravedad, de la que están imbuidos».

Pero ello no es todo. Será preciso controlar el perso-nal docente de las Universidades, que tanto había influi-do en la rebelión político-religiosa de Alemania, así comolos libros que lee la juventud

«Todos los profesores públicos de la Universidad de Viena y delas otras, o que en ellas tienen cargo de gobierno, si en las cosastocantes a la religión católica tienen mala fama, deben, a nuestroentender, ser desposeídos de su cargo. Lo mismo sentimos de losrectores, directores y lectores de los colegios privados, para evitarque inficionen a los jóvenes, aquellos precisamente que debieranimbuirlos en la piedad; por tanto, de ninguna manera parece quedeban sufrirse allí aquellos de quienes hay sospecha de que per-viertan a la juventud: mucho menos los que abiertamente son here-jes; y hasta en los escolares en quienes se vea que no podrá fácil-mente haber enmienda, parece que, siendo tales, deberían absoluta-mente ser despedidos...»

«Convendría que todos cuantos libros heréticos se hallase, he-cha diligente pesquisa, en poder de libreros y de particulares, fue-sen quemados, o llevados fuera de todas las provincias del reino».San Ignacio incluye en esta última recomendación los libros queaunque no contengan expresas herejías, hayan sido escritos porherejes, en orden a evitar que los lectores se aficionen a sus autores.Los libreros no habrán de imprimir los libros sobredichos, ni losdistribuidores introducirlos en el Reino.

El cuidado y la vigilancia tendrán que ser mucho ma-yores cuando se trata de los pastores de almas y de supredicación a los fieles:

«No debería tolerarse curas o confesores que estén tildados deherejía; ya los convencidos en ella habríase de despojar en seguidade todas las rentas eclesiásticas; que más vale estar la grey sinpastor, que tener por pastor a un lobo. Los pastores, católicosciertamente en la fe, pero que con su mucha ignorancia y mal ejem-plo de públicos pecados pervierten al pueblo, parece deberian sermuy rigurosamente castigados, y privados de las rentas por susobispos, o a lo menos separados de la cura de almas; porque la malavida e ignorancia de éstos metió a Alemania la peste de las herejías..»

«Quien no se guardase de llamar a los herejes evangélicos, con-vendría pagase alguna multa, porque no se goce el demonio de quelos enemigos del Evangelio y cruz de Cristo tomen un nombrecontrario a sus obras; y a los herejes se los ha de llamar por sunombre, para que dé horror hasta nombrar a los que son tales, ycubren el veneno mortal con el velo de un nombre de salud».

Hasta aquí las medidas negativas ordenadas a la extir-pación de los errores. Desde ahora hasta el fin se refierea las que ayudarán a arraigar la sólida doctrina de la ver-dad católica. Citemos algunos párrafos de esta segundaparte:

«En primer lugar, sería conducente que el Rey no tuviese en suconsejo sino católicos, y que a éstos solos favoreciese y honrase entodas partes, y los agraciase con dignidades seglares y eclesiásticasy también con rentas. Asimismo, si se pusiesen gobernadores yjueces, y cuantos han de mandar y tener autoridad sobre otros, quesean católicos, y juren que lo serán siempre».

«Debería proveerse diligentemente a los dominios del Rey debuenos obispos, traídos de dondequiera, que edifiquen a sus ovejascon palabra y ejemplo. Además, sería menester cuidar de llevar elmayor número posible de predicadores religiosos y clérigos secula-res, y asimismo confesores; todos los cuales con celo de la honra deDios y de la salud de las almas, propongan fervorosa y asiduamentea los pueblos la doctrina cristiana, y con el ejemplo de su vida laconfirmen; ya éstos deberían conferirse las dignidades y prebendasen las iglesias..»

«Aprovechará también que a toda la juventud propongan susmaestros uno o dos catecismos o doctrinas cristianas, donde secontenga una suma de la verdad católica, que ande en las manos delos muchachos y de los ignorantes. También ayudaría un libro com-puesto para los curas y pastores menos doctos, pero de buenaintención, donde aprendan las cosas que han de explicar a sus pue-blos, a fin de que abracen lo que merece ser abrazado, y desechen loque es digno de ser desechado. Valdría también una suma de teologíaescolástica que sea tal, que no la miren con desdén los eruditos deesta era, o que ellos a sí mismos se tienen por tales».

Y culminando sus planes de restauración católica, propone final-mente, además del Colegio Germánico de Roma, la creación de tresbuenos seminarios en las mismas zonas de conflicto, donde seforme el clero selecto que tanto necesitan los países del Norte deEuropa.

De modelo de prudencia –a grandes males grandes re-medios– debe calificarse este documento de San Igna-cio, pergeñado, por cierto, en una época muy distinta ala nuestra. Piensa uno en lo que hubiera sido de Alemaniade haberse puesto plenamente en ejecución. Deploranmuchos historiadores los métodos lentos, además de blan-dengues y contemporizadores, empleados por la Cortepara salir al paso de la naciente herejía, métodos queesterilizaron en gran parte el plan de Contrarreforma tra-zado aquí por San Ignacio. Con todo, varios de los re-medios por él propuestos fueron aplicados con gran fru-to en Austria y otras provincias de Alemania, particular-mente en Baviera, ya ellos se debe su preservación de laherejía.

Como acabamos de señalarlo, Ignacio no sólo promo-vió la creación de Colegios y Universidades, donde pu-diera formarse la intelectualidad, sino también la redac-ción de Catecismos que presentasen la verdadera doctri-na al pueblo sencillo. El Concilio de Trento haría suyaesta sugerencia con su famoso Catecismo, para los ni-ños y para los pastores. Tres jesuitas se destacarían eneste menester: Canisio, Belarmino y Ripalda. Sobre todoel de Canisio, llamado Suma de la doctrina cristiana, consus tres partes: el Credo, el Pater y el Decálogo, es unaobra maestra, adoptado primero en Alemania, y luego enel resto de Europa. Un protestante, Enrique Bohmer, dejóescrito:

«Suele decirse que el maestro de escuela prusiano fue el quevenció en Sadowa y aseguró la hegemonía de Prusia en Alemania.Con mucha mayor razón puede decirse que el maestro jesuita fue elvencedor dondequiera que sucumbió el protestantismo; fue aquél elque aseguró la supremacía de la antigua Iglesia en muchos países,conquistadas enteramente o a medias por el luteranismo. Pues elhecho de haber obtenido la Orden de los Jesuitas una especie demonopolio de la enseñanza en los países latinos, en Polonia, ytambién en muchos países germánicos fue la razón de que las clasesrectoras y cultas, cuya voluntad decidía en la creencia de los pue-

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosblos, fuesen reconquistadas por el Catolicismo. El mapa confesionalde la Europa moderna es en buena parte el mapa confesional de laEuropa de 1550 a 1556; todavía se reconoce el día de hoy en la vidaintelectual de las naciones católicas la influencia del Colegiojesuítico».

3. San Ignacio y su rechazo del humanismo erasmianoOtro frente de combate llevado adelante por San Igna-

cio fue el del Humanismo, bandera enarbolada a partirdel Renacimiento. Maritain ha expresado con acierto elestado de ánimo del hombre renacentista:

«El sentido de la abundancia del ser, la alegría del conocimientodel mundo y de la libertad, el impulso hacia los descubrimientoscientíficos, el entusiasmo creador y la dilección por la belleza de lasformas sensibles en la época del Renacimiento, proceden de fuen-tes naturales y cristianas. Una especie de euforia se apodera enton-ces del hombre, que se vuelve hacia los documentos de la antigüe-dad pagana, con una fiebre que los paganos no habían conocido,que cree poder abarcar la totalidad de sí mismo y de la vida, sinpasar por el camino del desprendimiento interior; que quiere elgoce sin la ascesis, la fructificación sin la poda y sin la vivificaciónpor la savia de Aquel cuya gracia y cuyos dones pueden, únicamen-te, divinizar al hombre. Todo ello conducía ala escisiónantropocéntrica».

San Ignacio es la respuesta a este humanismo engaño-samente optimista y rusoniano antes de tiempo. Bien sa-bía nuestro santo que el hombre histórico nace vulnera-do, o, según él mismo dice, como «alma encarcelada eneste cuerpo corruptible y como desterrado entre brutosanimales». Este organismo herido requerirá impres-cindiblemente una radical regeneración, sólo lograble porla gracia sobrenatural.

Para colmo, la «soberbia de la vida» se une a aquellavulnerabilidad natural, impulsando al hombre a su propioendiosamiento. Frente al humanismo antropocéntrico,San Ignacio señala claramente en el Principio y Funda-mento de sus Ejercicios que el hombre es un ser para,no algo que termina en si. Y que primero deberá morir asu yo adamitico, vaciarse del mismo, y fundarse en lahumildad, si desea enrolarse en las huestes del Cristoque lo invita a la conquista del mundo. Sólo asi será ca-paz de integrar lo humano y lo creado con el orden so-brenatural, sólo asi estará en condiciones de hacer «lacontemplación para alcanzar amor», y acceder a su ver-dadera divinización.

San Ignacio vio encarnado el humanismo renacentistaen un personaje concreto, en Erasmo, por quien experi-mentaba una repugnancia casi instintiva. La lectura deuna de sus obras le produjo un raro enfriamiento espiri-tual. Cuenta el P. Ribadeneira que «hizo quemar todas lasobras de Erasmo mucho antes que se vedasen por elPapa», y prohibió taxativamente su lectura en los Cole-gios y Universidades dependientes de la Compañía, or-den varias veces reiterada durante los últimos cuatro añosde su vida.

¿Quién era este extraño personaje? Pocos hombres hanalcanzado en vida el prestigio y la influencia que el hu-manista holandés alcanzó durante la suya; a lo largo decuarenta años fue para muchos el oráculo de la Cristian-dad. En la misma España, quizás más que en nación al-guna, encontró fervientes admiradores. Hay que ponerindudablemente en su haber una enorme erudición, uningenio de primer nivel, su buen gusto literario, su laborinvestigadora tanto de la antigüedad pagana como de lacristiana, sus libros de piedad, aunque al espíritu de Ig-nacio le pareciera fría y disecante, su vida honesta, yfinalmente el haber roto con Lutero, muriendo en el senode la Iglesia.

Sobre este último punto de su permanencia en la Igle-

sia y su alejamiento del luteranismo, algunos lo han atri-buido a su carácter indeciso, su espiritu burgués, su te-mor de las audacias. El mismo Lutero lo atribuyó a faltade decisión, como se lo hizo notar en una de las cartasque le escribió:

«Seguramente el Señor no te proveyó todavía de la energía y elsentido necesario para agarrarte a la garganta de un monstruo, libre,valientemente, y no pienso exigir de ti lo que está por encima de tusfuerzas... Si es que careces de valor, vale más servir a Dios dentrode los límites que El te haya impuesto».

A pesar de la afirmación de Erasmo de que él no habíafavorecido ni tantulum, ni un poquito, a Lutero, la reali-dad es que fue él quien abrió las puertas al luteranismo.Resulta conocida aquella expresión de que Erasmo puso«el huevo de la Reforma». El gran humanista Ginés deSepúlveda no vacilaría en escribir:

«Creen muchos que sin las quejas y burlas de Erasmo jamáshubiera venido el luteranismo. Ofende a Erasmo la muchedumbrede los monasterios; Lutero los demuele todos. Hace el primeroalguna indicación contra el culto de los Santos; Lutero los execra enabsoluto. Quiere el uno poner tasa a las ceremonias, cantos y fies-tas; el otro las suprime todas, etc.».

El mismo Lutero lo reconoció casi con crueldad: «Nohay artículo de fe de que no se sepa burlar Erasmo». Porlo que parece, Erasmo nunca llegó a comprender a fon-do el misterio del cristianismo. Este era para él una bue-na conducta, una filosofia de Cristo. Su única fuente erala Biblia, interpretada con bastante libertad. Valoraba alos Padres de la Iglesia, pero en forma dialéctica, con-traponiéndolos a la despreciable escolástica. Cuando loinvitaron a atacar a Lutero en vez de resaltar los lunaresde la escolástica, respondió: «Saco más provecho de leeruna sola página suya, que leyendo a todo Santo Tomás».

Su estilo era crítico, irónico, plagado de reticencias,frases ambiguas, dudas, vacilaciones... Y así, en mo-mentos en que estaban en causa los valores másirrenunciables de la Iglesia, careció del coraje necesariopara ser capitán de cualquiera de los dos bandos que seestaban enfrentando. No tuvo, como Lutero, la audaciapara ser un hereje, pero tampoco para constituirse en elabanderado de la ortodoxia. Nada tiene, pues, de extrañoque en aquella lucha gigantesca entre el protestantismo yel catolicismo tratara de mantenerse hasta que pudo enun imposible término medio, no rompiendo puentes conninguno, cual si se tratase de una contienda pasajera en-tre teólogos. Lo más que se le ocurrió para remediar lasituación, fue exhortar una y otra vez a la moderación,como si las grandes batallas, una vez empeñadas, pudie-ran resolverse con sonrisas diplomáticas.

Su biógrafo Huizinga ha señalado en él ciertas caracte-rísticas psicológicas patológica: alzaba la voz cuando sesentía amparado por los poderosos, o cuando calculabainferiores las fuerzas de sus adversarios; en momentosen que se imponían actitudes claras y decisiones netas,se empeñó en mantenerse sin tomar partido, entre dosaguas. No llegó a abrazar el protestantismo, pero mantu-vo excelentes relaciones con los jefes de la Reforma. Nodejó de pertenecer a la Iglesia, e incluso hay que creerlosincero cuando hace expresas declaraciones de fe cató-lica, pero no quiso poner su pluma de una manera cate-górica en contra de los protestantes, como se lo solicita-ron varios Papas. De hecho, quedó completamente des-bordado por los acontecimientos, abandonado por susamigos de ambos bandos. Calderón Bouchet ha descritoal personaje con certeras pinceladas:

«Desde que la tolerancia ocupó el sitio de las cuatro virtudescardinales, Erasmo se convirtió en una suerte de santón laico, parauso exclusivo de los grandes equidistantes... Erasmo amaba la paz

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pero no logró pacificar nada. Todo lo contrario: se las ingenió paraque los bandos en pugna se volvieran contra él y no lo hallaranmaravillosamente ecuánime sino repugnantemente neutro».

Como se ve, estamos, también aquí, en las antípodasde San Ignacio, cuya vida y cuyos Ejercicios constitu-yen el gran mentís y refutación del humanismo renacen-tista. Se comprende bien aquella instintiva repugnanciaque experimentara frente a Erasmo.

«En una Europa desgajada por el Protestantismo –escribe eldominico Guillermo Fraile–, y en una Iglesia rabiosamente perse-guida por los poderes públicos de Inglaterra y Alemania, lo que senecesitaba en aquel momento no eran precisamente literatos nipoetas, ni bellos latines, sino la gallardía de soldados y cruzados deCristo, que enarbolaran valientemente la bandera de la Cruz. Antelos tortuosos concordismos, ante la moral equívoca y ante lascreencias ambiguas de los pretendidos reformadores, era necesariohacer resonar con limpio tañido de ortodoxia el metal de la campa-na del dogma, de la moral, en el sentido íntegro, recio, austero yvaronil del Evangelio. Esto es lo que significa San Ignacio frente aErasmo, frente al humanismo paganizante y frente al protestantis-mo. Y esto es lo que significa aquella repulsa instintiva que elrecién convertido capitán de Loyola experimentó ante el libro deErasmo que le ofrecieron en su convalescencia, cuando todavía suformación teológica no era suficiente para hacerle comprender niapreciar el verdadero carácter de su doctrina».

VI. San Ignacio, vida mística

En un momento de su vida, nuestro santo quiso cam-biar su nombre original, Íñigo, por el de Ignacio –Iñigoes un nombre propio usado por los vascos, e Ignacio noes la traducción de Iñigo–. ¿Por qué habrá elegido lla-marse Ignacio? Se dice que fue probablemente por elespecial afecto que sentía por San Ignacio de Antioquía,el enamorado del nombre de Jesús. Cuando estaba en-fermo, a raíz de la herida de Pamplona, había leído en elFlos Sanctorum que los verdugos romanos, al arrancarel corazón de aquel santo, habían allí encontrado las le-tras IHS –sigla de Iesus Hominum Salvator, Jesús Sal-vador de los hombres–. Ribadeneira nos refiere que Ig-nacio elegiría ese anagrama para sello y escudo de ar-mas de su Compañía por reverencia a Ignacio deAntioquía, y agrega:

«En su interior ardía la llama del amor al santísimo Nombre deJesús, que según leemos, ardía también en el pecho del obispomártir Ignacio. Y nuestro Padre Ignacio quiso asemejarse a esteSanto no sólo en el nombre, sino todavía más en las obras».

San Ignacio tenía alma de místico. Con facilidad ysoltura se elevaba de la contemplación de las creaturas ala contemplación del Creador: «La mayor consolaciónque recibía –escribe de sí mismo– era mirar el ciclo ylas estrellas, lo cual hacía muchas veces y por muchoespacio, porque con ello sentía en sí muy grande es-fuerzo para servir a nuestro Señor». Su mirada se habíavuelto sobrenatural. y así aconsejaba a los suyos, cuan-do los enviaba a ministerios, que al tratar con las perso-nas no las mirasen humanamente «sino como bañadasen la sangre de Cristo, e imágenes de Dios, templo delEspíritu Santo».

1. Su Diario Espiritual

De no haberse conservado las admirables páginas desu Diario espiritual –del 2 de febrero de 1544 al 27 defebrero de 1545–, hubiese quedado oculto para siempreel aspecto más sublime de la espiritualidad ignaciana, sinque jamás hubiéramos ni siquiera barruntado las altísi-mas cumbres hasta donde el Señor condujo a esta almaprivilegiada.

Todavía ofrece otra ventaja no pequeña este documen-to. A diferencia de lo que sucede en los demás relatos,

por ejemplo los consignados en su Autobiografia, no senos cuenta aquí ninguna acción externa, ningún hechoque distraiga la atención de lo que fue la intimidad delsanto. El desconocimiento del Diario ha sido quizás lacausa de que, a pesar de la abundancia de testimoniosque quedan de la santidad de Ignacio, se haya tardadotanto en trazar su verdadera silueta. Los estudiosos, so-brecogidos por la grandiosidad de las obras que realizó,sólo resaltaban sus dotes de organizador, de estrategaespiritual. Pensemos que mientras escribía este Diario,despachaba sus negocios corrientes, hacía visitas, escri-bía cartas, dirigía la Orden.

Afirma el P. Larrañaga que el Diario de nuestro santo,escritor en la misma lengua que el Castillo Interior o LasMoradas de Santa Teresa, y el Cántico espiritual o Lla-ma de amor viva de San Juan de la Cruz, revela en cadapágina los tres rasgos principales de la oración infusa, enque convienen los teólogos: vista simple e intuitiva de lascosas divinas, sin multiplicidad de conceptos ni razona-mientos; experiencia de la presencia y de la acción deDios en el alma; pasividad completa del conocimiento ydel amor infusos, dados y retirados por Dios con sobe-rana independencia de todos nuestros esfuerzos. Revélaseasimismo el estado de unión consumada, conocida conel nombre de matrimonio espiritual: unión casi ininte-rrumpida del alma con Dios, aun en medio de las ocupa-ciones externas; transformación de las facultades supe-riores en cuanto a su modo de obrar; y visión intelectualde la Santísima Trinidad. Dice de San Ignacio uno de susmás íntimos confidentes, el P. Nadal:

«Recibió de Dios singular gracia para contemplar libremente elmisterio de la Santísima Trinidad, y descansar en él. Porque, enefecto, unas veces era arrastrado por esta gracia de la contempla-ción de toda la Trinidad Santísima, y era impelido hacia ella, y conella se unía de todo su corazón, con grandes sentimientos de devo-ción y gusto espiritual. Contemplaba otras veces al Padre, otras alHijo, otras al Espíritu Santo; y la gracia de esta contemplación larecibió muchas veces y con mucha frecuencia, pero singularmenteen los últimos años de su peregrinación por la tierra.

«No sólo recibió nuestro Padre Ignacio –grande y extraordinarioprivilegio– este modo de oración, sino que además en todas suscosas, en todas sus acciones y conversaciones, y en todos susactos, tuvo también la gracia de sentir la presencia de Dios y elafecto a las cosas espirituales, siendo contemplativo aun en mediode su acción: cosa que él solía explicar, diciendo que en todo habíaque hallar a Dios.

«Tuvimos ocasión de contemplar esta gracia y luz de su alma encierto como resplandor de su rostro y en cierta como claridad quebrotaba de todas sus acciones; y al verlo, sentíamos, con no peque-ño consuelo, grande admiración y pasmo, y, a la vez, como que sederivaba no sé qué de su gracia sobre nosotros».

En las páginas de su Diario se advierte una constantepresencia de los santos, los ángeles, la Santísima Virgeny el mismo Cristo. Pero fueron sobre todo las visionesde la Trinidad las que tendrían suspendida en la con-templaclon a esta alma privilegiada, pasando ante sus ojosatónitos los misterios más insondables de Dios, como lamisma esencia divina, las tres Divinas Personas en uni-dad de naturaleza y distinción de personas, las procesio-nes trinitarias, la circuminsesión, y otros misterios ínti-mos de Dios. Así leemos, por ejemplo, el 6 de marzo de1544:

«Al Te igitur sintiendo y viendo, no en oscuro, mas en lúcido, ymucho lúcido, el mismo ser o esencia divina en figura esférica unpoco mayor de lo que el sol parece, y de esta esencia parecía ir oderivar el Padre, de modo que al decir: Te, id est, Pater, primero seme representaba la esencia divina que el Padre, y en este represen-tar y ver el ser de la Santísima Trinidad sin distinción o sin visión delas otras personas, tanta intensa devoción a la cosa representada,con muchas mociones y efusión de lágrimas, y así en adelante

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianospasando por la misa, en considerar, en acordarme, y otras veces enver lo mismo, con mucha efusión de lágrimas y amor muy crecidoy muy intenso al ser de la Santísima Trinidad».

Resulta llamativo advertir cómo este despliegue de vi-siones se desarrolla principalmente en torno a la SantaMisa, que era para Ignacio el sol que asomaba cada ma-ñana en el horizonte de su alma, y alrededor del cualgiraba el entero sistema de su vida mística. Era en laMisa donde recogía energías y orientaciones para su la-bor diaria. Jamás tomaba ninguna resolución importan-te, sin considerarla reiteradamente delante de Dios en elsacrificio de la Misa, a veces por espacio de semanasenteras; sólo se decidía cuando estaba cierto que era lavoluntad de Dios. Al respecto escribió el P. Gonçalves daCámara:

«El modo que el Padre guardaba cuando las Constituciones eradecir misa cada día y representar el punto que trataba con Dios yhacer oración sobre aquello». El problema que llevaba adentro lodebía resolver a la luz y al calor del trato íntimo con el Señor.

Y junto al Cristo eucarístico, Nuestra Señora. El 15 defebrero de 1544, durante la consagración, experimentala presencia de María, lo que expresa con esta frase real-mente notable: «No podía que a Ella no sintiese o viese...mostrando ser su carne en la de su Hijo...»

Destaquemos el lugar que ocupó en su vida mística eldon infuso de las lágrimas. Así escribe el mismo 15 defebrero: «Muchas y muy intensas lágrimas y sollozos,perdiendo muchas veces la habla». Pocos días antes, el5 de febrero, corren tan abundantes que siente dolor enlos ojos: «Antes de la misa, en ella y después de ella..., ydolor de ojos por tantas». Por cierto que sus lágrimas noprovenían de un temperamento blando y sensible a lasemociones –el temperamento de Ignacio era colérico–,sino de puro amor divino.

En cierta ocasión, el P. Ribadeneira le preguntó al P. Laínez cuálera la fuente de esta superior ternura de San Ignacio, y aquél le dijo«que en las cosas de Nuestro Señor se había más passive queactive, que éstos son los vocablos que usan los que tratan de estamateria, poniéndole por el más alto grado de contemplación, a lamanera que el divino Dionisio Areopagita dice de su maestroHieroteo, que erat patiens divina».

A través de lo sensible, Ignacio se elevaba más allá delo sensible, percibiendo algo de las armonías celestiales.El P. Cámara señala un dato concreto.

«Una cosa con que mucho se levantaba en la oración era la músi-ca y canto de las cosas divinas, como son Vísperas, Misas y otrassemejantes; tanto que, como él mismo me confesó, si acertaba aentrar en alguna iglesia, al celebrarse estos Oficios cantados, luegoparecía que totalmente se transportaba de sí mismo».

2. El elemento místico de los Ejercicios

El P. Brémond dice que los Ejercicios son «un manualde heroísmo o de caballería cristiana», pero también «unamística de elección». Hay, por cierto, elementos místi-cos en los mismos, como se advierte, por ejemplo, en lacontemplación de los misterios de Cristo, propios de lasegunda semana, en los que se pide «conocimiento in-terno» del Señor, asistiendo a dichos misterios «como sipresente me hallase». Lo mismo en las contemplacionesde la tercera y cuarta semanas: «dolor con Cristo dolo-roso, quebranto con Cristo quebrantado», «gracia parame alegrar y gozar intensamente de tanta gloria y gozode Cristo nuestro Señor». «Este gozo –comenta el P.Luis de la Palma– no puede nacer sino de amistad; por-que la amistad de tal manera inclina a la persona amada ycausa unión con ella, que la imaginación la aprehende,como si fuera otro yo». Nada digamos de la «contem-plación para alcanzar amor», en la quinta semana; esta

contemplación terminal es como el umbral de la víaunitiva, en que los Ejercicios introducen al tiempo queculminan.

El ejercitante es exhortado a detenerse «cuando halla»fervor, gusto, consuelo, sabor, deleite espiritual. Estas«demoras» son pequeños «actos de contemplación», ysu reiteración va engendrando en la voluntad «el hábitode contemplar». Contienen asimismo elementos místi-cos y contemplativos los ejercicios llamados «repeticio-nes», «resúmenes» y la denominada «aplicación de sen-tidos». Como enseña el mismo P. de la Palma:

«Toda la materia de la meditación lo puede ser también de lacontemplación; pero en diferente manera. Porque la meditaciónbusca, la contemplación goza de lo que ha hallado la meditación; lameditación discurre, la contemplación descansa en el fin y términode la carrera; la meditación anda como preguntando a todas lascosas, para que le den nuevas de la verdad, la contemplación, des-pués de hallada, la mira simplicísimamente». Destaquemos a esterespecto la frase tan típicamente ignaciana: «No el mucho saberharta y satisface el alma sino el sentir y gustar de las cosas interna-mente».

Pareciera extraño hablar de un San Ignacio místico.Santa Teresa, que le fue contemporánea, si bien no llegó aconocerlo personalmente aunque sí a través de los Ejer-cicios, hacia el fin de las Quintas Moradas, lo asociacon Santo Domingo y San Francisco:

«Yo os digo, hijas, que he conocido a personas muy encumbra-das y llegar a este estado, y con la gran sutileza y ardid del demoniotornarlas a ganar para sí, porque debe de juntarse todo el infiernopara ello; porque, como muchas veces digo, no pierden un almasola, sino gran multitud. Ya él tiene experiencia en este caso; por-que si mirarnos la multitud de almas que por medio de una traeDios a Sí, es para alabarle mucho los millares que convertían losmártires, una doncella como Santa Ursula. Pues ¡las que habráperdido el demonio por santo Domingo, y san Francisco y otrosfundadores de Ordenes, y pierde ahora por el padre Ignacio, el quefundó la Compañía».

Conclusión

Hemos tratado de bosquejar la gigantesca y fascinantefigura de San Ignacio. A veces se le ha intentado presen-tar como un voluntarista, como un hombre que parecíacontar exclusiva o principalmente con las solas fuerzashumanas. Nada más lejos de la realidad. Refiriéndose alos Ejercicios, la obra que mejor lo manifiesta, ha escritoA. Steger: «Toda la actividad individual exigida por SanIgnacio: recogimiento, ejercicios preparatorios, obser-vación continua de sí, agere contra, etc., no son sinomedios. El fin es dar lugar en el alma al trabajo de Dios.Quien desconoce esta finalidad consecuente, ordenadahacia la gracia, no comprende nada en el Libro de losEjercicios». Y otro autor, el P. Ch. Boyer: «Al hombrepide el esfuerzo; pero a Dios le pide la gracia para hacerel esfuerzo».

San Ignacio se nos presenta como un auténtico arque-tipo para nuestra época. Tanto su persona como su doc-trina responden acabadamente a los grandes problemasde la actualidad. Resulta consolador recordar que nu-merosos jesuitas participaron, como veremos, de modocontinuado e intenso, en la Evangelización de América,Incluso uno de sus sobrinos, el franciscano Martín Ig-nacio de Loyola, fue obispo de la diócesis del Río de laPlata, con sede en Asunción, durante el gobierno deHernandarias, su gran amigo. Hemos asimismo señaladola relación que une a San Ignacio con Santa Teresa, dosfiguras señeras de la hispanidad. Gregorio Marañón losha reunido en el recuerdo:

«Los verdaderos héroes nacen sometidos a la dramática renunciaa todo lo que no sea superarse. Y en los grandes santos, como la

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superación es la identificación con Dios, el heroísmo alcanza di-mensiones sobrehumanas. Yo no sé si algún santo da esta impre-sión de heroísmo tan clara, casi tan punzante, como San Ignacio.Tal vez sólo su par en la hora crítica de su existencia histórica y enla excelsitud de la pasión: Santa Teresa. Quizás nos lo parece así,porque ambos santos nacieron cuando aún estaba vivo el prototi-po del heroísmo terrenal, el del Caballero Andante, que es comouna armadura bruñida y centelleante que da a quienes la visten unprestigio romántico inigualado».

Para Menéndez y Pelayo, San Ignacio es «la personifi-cación más viva del espíritu español en su edad de oro».Cuando se celebró el cuarto centenario de la muerte delsanto, el 31 de julio de 1956, afirmó Pío XII, trayendo acolación la frase recién citada:

«Y es que era justo que la gran patria española mostrase suestima y su afecto a uno de sus más preclaros hijos, en quien veencarnado lo más escogido de su espíritu y en uno de sus tiemposmejores. Aquel adolescente apuesto y generoso; aquel joven fuer-te, prudente y valeroso, que hasta en sus desviaciones habría deconservar siempre sus aspiraciones hacia lo alto; aquel hombremaduro, animoso y sufrido, de gran corazón y de espíritu natural-mente inclinado a cosas grandes; y, sobre todo, aquel Santo, encuyo pecho se diría que entraba el mundo entero; encarnaba sinsaberlo lo mejor de los valores y de las virtudes de su estirpe, y era,como muy bien se ha dicho, “la personificación más viva del espí-ritu español en su edad de oro”, por su nobleza innata, por sumagnanimidad, por su tendencia a lo fundamental ya lo esencial,hasta superar las barreras del tiempo y del espacio, sin perder nadade aquella riquísima humanidad, que le hacía vivir y sentir todoslos problemas y todas las dificultades de su patria y de su siglo, yen el gran cuadro general de la historia de la Iglesia y del mundo.

«Lo que maravilla en los arrobos más sublimes de los místicosespañoles de su mismo tiempo; lo que se puede admirar en losgrandes teólogos que entonces brillaron; lo que encanta en las pági-nas inmortales de los escritores que todavía hoy son modelo de unalengua y de un estilo; lo que tantos gobernantes, políticos y diplo-máticos, supieron poner al servicio de aquel Imperio, donde el solno se ocultaba; de todo ello hay un reflejo en el alma de Ignacio alservicio de un ideal muy superior, sin que por ello pierda lo quetiene de propio y de característico. Era, pues, conveniente que laEspaña de hoy, hija legítima de la España de ayer, aclamara en estemomento a uno de sus hijos que más la han honrado».

Bibliografía consultadaObras Completas de San Ignacio de Loyola, BAC, Madrid,

1963.Ignacio Casanovas, San Ignacio de Loyola, fundador de la

Compailfa de Jesús, Balmes, Barcelona, 1944.Pedro de Leturia, El gentilhombre Iñigo López de Loyola, 2.

ed., Labor, Barcelona, 1949.Hugo Rahner, Ignacio de Loyola y su histórica formación espi-

ritual, Sal Terrae, Santander, 1955.Victoriano Larrañaga, San Ignacio de Loyola. Estudios sobre

su vida, sus obras, su espiritualidad, Hechos y Dichos, Zaragoza,1956.

Ricardo García-Villoslada, Ignacio de Loyola. Un español alservicio del Pontificado, 3. ed., Hechos y Dichos, Zaragoza, 1961.

Cándido de Dalmases, El Padre Maestro Ignacio, Brevebiografia ignaciana, BAC, Madrid, 1980.

Ignacio de LoyolaEra un cargado acento circunflejosobre la tierra con violencia extraña:nube de sombra y luz en la montaña,águila audaz desde el torreón bermejo.Un santo de volcánico entrecejo,caballero a su modo y al de España,paciente como el hilo de la araña,victorioso en la luz como el espejo.Así, con un silencio intransitable,por una incontenible primaveray en ímpetu de amor inimitable,pasó la antorcha de hábito y gorguera,el señor de la hueste innumerable,el alférez de Dios y su bandera.

Luis Gorosito Heredia

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Santa Teresa de Jesús

El 28 de septiembre de 1970, el papa Pablo VI declaróa Santa Teresa, Doctora de la Iglesia Universal. No fueun acto que llamase en exceso la atención a no ser por elhecho de haberse elegido por vez primera a una mujer paraesa dignidad.

Decimos que no fue extraño por cuanto en la praxis dela Iglesia ya era considerada como una auténtica maestradel espíritu, la Doctora mística, según se la llamaba. Lamisma oración de su fiesta litúrgica nos invitaba a «ali-mentarnos de su doctrina celestial». En 1922, la Univer-sidad de Salamanca le había conferido el Doctorado ho-noris causa en Teología, y la reina Victoria, esposa deAlfonso XIII, había colocado en su estatua una insigniay birrete académicos, como ya aparecía ornada en nopocas imágenes suyas. Antes incluso, en 1910, San PíoX, en una carta al General de los Carmelitas, le habíahecho notar que lo que los Padres de la Iglesia enseñabanconfusamente y al margen de cualquier tipo de sistema,esta santa lo había reducido con suma maestría y elegan-cia a un cuerpo de doctrina, llegando a decir el mismoPapa en 1914:

«Fue tan a propósito esta mujer para la formación cristiana, queen poco o en nada cede a Padres y Doctores de la Iglesia».

Como se ve, la resolución de Pablo VI por la que en-tronizó a Santa Teresa en la galería de los Doctores de laIglesia no resulta nada chocante. En la homilía de la Misaen que la proclamó tal, dijo que su acto se unía al reco-nocimiento general que le había conferido el pueblo cris-tiano a lo largo de siglos:

Santa Teresa de Jesús

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos«Todos reconocíamos, podemos decir que con unánime consen-

timiento, esta prerrogativa de Santa Teresa de ser madre y maestrade las personas espirituales... El consentimiento de la adición delos santos, de los teólogos, de los fieles y de los estudiosos se lohabía ganado ya. Ahora lo hemos confirmado Nosotros, a fin deque, nimbada por este título magistral, tenga en adelante una mi-sión más autorizada que llevar a cabo dentro de su Familia religiosa,en la Iglesia orante y en el mundo, por medio de su mensaje perenney actual: el mensaje de la oración».

Pareció, pues, un merecido broche de oro cuando, enla ceremonia oficial, luego que un Prelado español leyólas alabanzas que Santa Teresa había recibido de Papas ymaestros, Pablo VI agregó: «Por lo tanto, declaramos aSanta Teresa de Jesús, virgen de Avila, Doctora de laIglesia Universal».

¿Qué significa el título de Doctor de la Iglesia? La Iglesia llamaasí a los escritores eclesiásticos que, no solamente en razón de suvida santa y de su acrisolada ortodoxia, sino también y sobre todopor causa de su ciencia considerable y de su profunda erudición,han sido honrados con tal título mediante una aprobación solemnede la autoridad eclesiástica. La iluminación de los fieles gracias a laciencia que brilla en ellos con un resplandor fuera de lo común,constituye la nota particular de su misión en la historia. Una vezdeclarados tales, la Iglesia les confiere un rango especial en la litur-gia, con Misa y Oficio propios.

Curiosa esta Doctora, que no supo de filosofia, aun-que sí supo de la Verdad. Dios le concedió «entenderuna verdad, que es cumplimiento de todas las verda-des», como ella misma nos dejó dicho en su Vida. Y enotro lugar: «Esta verdad que digo se me dio a entender,es en sí misma verdad, y es sin principio ni fin, y todaslas demás verdades dependen de esta verdad». No laconoció, ciertamente, en categorías filosóficas, si bienconfesó que le hubiera gustado hablar con alguien en-tendido en filosofia para que pudiera explicarle aquelloque ella misma no era capaz de expresar con propiedad:«Mucho valiera aquí poder hablar con quien supierafilosofia, porque sabiendo las propiedades de las cosas,supiérame declarar, que me voy regalando en ello y no losé decir, y aun por ventura no lo sé entender». Y asínuestra santa accedió a la verdad puenteando la filosofia.¡Qué bien lo dijo Unamuno: «Santa Teresa vale por cual-quier Instituto, por cualquier Crítica de la razón pura»!

Al principio, se resistió a poner sus ideas por escrito.Cuando uno de sus confesores, el P. Jerónimo Gracián,le pidió que escribiera algo, Teresa le respondió: «Mejorque lo hagan los letrados», los que han estudiado, por-que ella era una tonta y no sabía lo que decía, que usaríauna palabra en vez de otra y lo haría mal. Que ya habíamuchos libros sobre las cosas de oración. Que la deja-sen libre, porque lo que ella quería era que le permitiesencumplir con sus compromisos de religiosa. Sólo se re-solvería a escribir en el caso de que sus confesores se lomandasen expresamente. Podríase decir que Teresa esuna Doctora inculta, espontánea. No una profesora quese sienta a dar cátedra. La da, sin embargo, a pesar suyo.De ella escribiría fray Luis de León:

«En la alteza de las cosas que trata y en la delicadeza y claridadcon que las trata, excede a muchos ingenios. Y así, siempre que losleo, me admiro de nuevo, y en muchas partes de ellos me pareceque no es ingenio de hombre el que oigo; y no dudo sino que hablael Espíritu Santo en ella en muchos lugares, y que la regía la plumay la mano; porque así lo manifiesta la luz que pone en las cosasoscuras y el fuego que encienden sus palabras en el corazón que laslee».

Esto es rigurosamente exacto. Pero hay que decir más.Santa Teresa no sólo posee autoridad doctrinal, sino quesus escritos han sido también camino de perfección paralos que de ellos se alimentaron. Su influencia en la vidaespiritual de la Iglesia a lo largo de los siglos ha sidoinmensa, al punto que su magisterio iluminador se ha

consumado en una maternidad fecunda. Teresa es ver-daderamente madre, madre espiritual. Hasta en nuestrosdías, un Charles de Foucauld recurriría a ella como au-tora de cabecera, frecuentando sus obras a modo delectio continua; en diez años, nos asegura, la leyó nomenos de diez veces.

Así, pues, la decisión de Pablo VI de proclamarla Doc-tora de la Iglesia significa el reconocimiento oficial de unmagisterio que desde siempre ha ejercido con sus escri-tos, y la confirmación solemne de la especial graciacarismática que el Espíritu Santo derramó sobre ella paraedificación de la Iglesia.

I. Santa Teresa, doctora española

Hemos elegido a Santa Teresa para integrar la galeríade arquetipos en este curso que estamos dictando sobrela Hispanidad. Porque si bien es ella Doctora de la IglesiaUniversal, lo es con una modalidad específica: es unaDoctora española, españolísima. Ella viene a ser la flormás preciosa que haya brotado en el jardín de la espiri-tualidad española. Si para Taine, el misticismo españolrepresenta un momento superior de la especie humana,«de ese instante supremo Santa Teresa fue el motor esen-cial», como acota Marañón. Así lo reconoció Pablo VI enla homilía de la Misa en que le confirió el Doctorado:

«No queremos pasar por alto el hecho de que Santa Teresa eraespañola, y con razón España la considera una de sus grandesglorias. En su personalidad se aprecian los rasgos de su patria: lareciedumbre de espíritu, la profundidad de sentimientos, la sinceri-dad del alma, el amor a la Iglesia. Su figura se centra en una épocagloriosa de santos y de maestros que marcan su siglo con el floreci-miento de la espiritualidad».

El español –el buen español, por cierto, no el españoldecadente– se caracteriza por la fortaleza de su alma,por su espíritu heroico. Así fue Teresa, esa santa contemple de soldado. Ya desde pequeña, nos confiesa ellamisma, le encantaban los libros de caballerías e inclusollegó a componer con su hermano Rodrigo un libro deese género. Lástima que dicho escrito no haya llegadohasta nosotros; quizás destruyó el manuscrito, ya queluego exageraría el mal efecto que le producía ese tipode literatura.

Cuenta María, su hermana mayor, que una noche iban las doscaminando de vuelta de Maitines, por las oscuras callejuelas deAvila, y de pronto Teresa exclamó: «Hermana, si supieras quécaballero nos escolta, quedarías encantada. ¡Es Nuestro Señor Je-sucristo llevando su cruz!». ¿Fantasía o realidad? La cosa es que yaveía a Aquel que luego tanto amaría, pero éste se le presentaba conel atuendo de un hidalgo. Quizás fue la lectura del libro de Amadíslo que la predispuso para percibir a Cristo en forma de caballeroque acompaña a su dama, un caballero que lleva la cruz. Toda laEspaña del siglo XVI está en aquella exclamación de Teresa.

No en vano nuestra santa pertenecía a una familia desoldados. Prácticamente todos sus hermanos varonesfueron tales. Uno de ellos, Rodrigo, se enroló en la expe-dición que el Adelantado Pedro de Mendoza emprendierapara el Río de la Plata, a donde vino juntamente con otrovecino de Avila, Juan de Osorio. Cuando se embarcó,hizo a Teresa heredera de todos sus bienes, caso de noretomar, como de hecho sucedió, ya que murió comba-tiendo en el Perú, junto con otro de sus hermanos, Anto-nio. Llevaba, pues, Teresa, la caballería en la sangre, ellaque luego exhortaría a «ayudar a llevar la cruz a Cristo,como buenos caballeros que sin sueldo quieren servir asu Rey»; ella que pretendería que sus religiosas fuerande temple varonil:

«No querría yo mis hermanas pareciesen en nada mujeres, sinovarones fuertes, que si ellas hacen lo que es en sí, el Señor las harátan varoniles que espanten a los hombres».

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Un rasgo típico de la santa, que confirma su fusteespiritualmente varonil, fue su inocultable predilecciónpor la inteligencia, incluso prefiriéndola a la piedad, en laque también fue tan eximia. Le gustaban de manera ex-traordinaria las personas inteligentes. Decía que unamonja no inteligente sólo resultaba útil para sí misma; encambio la inteligente podía ser puesta a cargo de otras.¿La razón? «Un buen entendimiento, si comienza a afi-cionarse al bien, ásese a él con fortaleza, porque ve es lomás acertado». También en sus confesores, apreciabapor encima de todo la inteligencia y la sabiduría, al tiem-po que experimentaba una gran desconfianza por lossantos que eran tontos.

Teresa se destaca en la historia por haber sido unaexcelente escritora, flor del siglo de oro español. Redac-taba con tanta fuerza como claridad, y muy rápidamen-te, casi sin tachar nada, subrayando cada tanto una queotra palabra. En toda su autobiografia sólo hay catorcecorrecciones, y no todas son de ella. Su letra era recta yfirme, sin vacilaciones, como de quien sabe exactamen-te lo que hay que decir, sin concesiones a veleidadesliterarias, sin siquiera puntuación. El encanto de su estiloes que no tiene ninguno. Porque escribía como hablaba.

Ello se advierte de manera especial en su Vida, uno delos libros más preciosos que se hayan escrito, en el quefrases admirables se intercalan con expresiones pueble-rinas y comparaciones caseras. De esta obra afirmóMenéndez y Pelayo:

«No hay en el mundo prosa ni verso que basten a igualar, ni aunde lejos se acerquen, a cualquiera de los capítulos de la Vida, auto-biografía a ninguna semejante, en que con la más peregrina modes-tia se narran las singulares mercedes que Dios le hizo, y se habla ydiscurre de las más altas revelaciones místicas con una sencillez yun sublime descuido de frases que deleitan y enamoran... SantaTeresa habló de Dios y de los más altos misterios teológicos comoen plática familiar de hija castellana junto al fuego».

Escribió el libro de su Vida en invierno, sentada en elsuelo de su celda, apoyando el pergamino sobre la cama,frente a una ventana sin vidrio, olvidada de sí misma.«Al pensar en eso –escribe T. Walsh–, al visitar hoy esahabitación tan despojada y estrecha, que es ahora unoratorio, y al acordarse de la alegría, el buen humor y laagudeza de ingenio que en su obra revela, uno acaba porentender lo que es la santidad».

Bien española la santa, una española salerosa. No legustaba la gente triste, ni lo era, ni soportaba que lo fue-sen quienes vivían con ella. «¡Líbreme Dios de los san-tos encapotados!», solía decir con frecuencia. Sentidodel humor, gracia superior y sabrosa, que se trasunta entantas expresiones suyas, como por ejemplo, cuandohablando del progreso espiritual de unas personas porella conocidas dice: «Vuelan como águilas, no las haganandar como pollo trabado». O en salidas geniales comocuando respondió a aquella hermanita cocinera, asom-brada al ver cómo Teresa, siempre tan mortificada, es-taba comiendo perdices: «Las penitencias son peniten-cias y las perdices son perdices». Gracia, humor, realis-mo. Caminaba, sí, con su cabeza a la altura de las estre-llas, pero sus pies estaban siempre sólidamente asenta-dos en tierra, en lo concreto.

La gracia de Dios hizo de ella una santa, mas las almasde los santos son preparadas por una larga y secularprosapia, así como por el trabajo secreto de mil influen-cias providenciales. Se puede decir que una familia, unaciudad, una raza entera han colaborado para engendrar aSanta Teresa. Santa la más española que existe. Mujerexcelsa, que concitó el cariño de toda España, tan bienexpresado en lo que de ella dijera uno de sus confesores,

el P. Pablo Hernández: «La madre Teresa de Jesús esmuy grande mujer de las tejas abajo, y de las tejas arribamuy mayor».

A su muerte, literatos como Lope y Cervantes, nobles,reyes, obispos, todos se unieron para pedir a Roma suascensión a los altares. Fue Gregorio XV quien la cano-nizó en 1622, juntamente con otros tres santos españo-les: San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier y SanIsidro Labrador. Era, en cierto modo, la canonización dela España católica. Ulteriormente Teresa sería proclama-da segunda patrona de España, tras el patrono principal,Santiago apóstol.

En este capítulo consideraremos la figura arquetípicade Santa Teresa desde un punto de vista particular, es asaber, su ejemplaridad en relación con los problemas denuestro tiempo. Porque quizás hoy más que nunca sehace evidente la actualidad de esta santa. Ella es actualno precisamente porque agrade al espíritu de nuestraépoca. Recordemos lo que decía Chesterton hablando delos santos, al afirmar que en cada recodo de la historia,Dios suscita a aquel cuya persona misma y su espiritua-lidad sirven de correctivo a los males de sus contempo-ráneos.

Así San Francisco de Asís apareció precisamente cuan-do en las ciudades comenzaba a surgir la burguesía consu ínsita tendencia al hedonismo. Y San Juan MaríaVianney, desde el pueblito perdido de Ars, por su senci-llez y simplicidad se convirtió en un punto de referenciainobviable en el seno de un mundo hinchadamente racio-nalista. Por nuestra parte podríamos añadir que los san-tos son redescubiertos precisamente en los siglos quemás los necesitan. Quizás suceda así en nuestro caso.Porque Santa Teresa está en las antípodas de las prefe-rencias inmanentistas del mundo moderno.

II. Santa Teresa y el primado de Dios

En una sociedad tan secularizada como la nuestra, queomite la relación religiosa y cultual con Dios, a quien enel mejor de los casos considera como algo vaporoso ylejano, o reductible a una dimensión puramente horizon-tal, cual perfeccionador del hombre o de la historia, nadamejor que el testimonio de los místicos, quienes insistencon tanto verismo en la realidad absoluta de Dios, en elprimado de Dios y de las cosas de Dios.

No es que Teresa olvide lo horizontal, lo cotidiano. Perono se instala en ello, como si fuera lo definitivo, sino quele sirve de trampolín para remontarse a Dios. En unaocasión dijo a sus religiosas que cuando la caridad con elprójimo o la obediencia «las trajere empleadas en cosasexteriores, entended que si es en la cocina, entre los pu-cheros anda el Señor, ayudándoos en lo interior y exte-rior». Para ella, no cabía oposición entre lo horizontal ylo vertical. La armonía de la caridad bipolar –amor a Diosy amor al prójimo– no queda destruida por la especifica-ción objetiva de cada dimensión. Esa armonía constituyela garantía de la autenticidad de ambas.

Es aquí el lugar para referirnos a sus experiencias mís-ticas. Desde que era pequeña sintió predilección por lascosas de Dios, por la contemplación. Nos cuenta en suVida que se puso entonces a buscar en los aledaños de sucasa algún sitio propicio para rezar a solas, sobre todo elrosario y que con su hermanito Rodrigo empezó a levan-tar ermitas en varias partes del jardín y a organizar a loschicos de la vecindad en comunidades de pequeños frai-les y hermanas. Juegos infantiles, por cierto, pero quevan delatando una clara inclinación.

Santa Teresa de Jesús

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Esta tendencia inicial de su alma culminaría luego, yacomo religiosa, en sus admirables arrobamientos místi-cos. A veces, cuando conversaba con otro, y éste lenombraba a Dios, fácilmente entraba en trance. Debíadominarse para proseguir la conversación. Naturalmen-te esto le sucedía con más frecuencia durante la ora-ción.

Una vez, mientras recitaba el Oficio Divino, sintió quese levantaba por el aire, e inmediatamente se tiró de bru-ces al suelo. En otra ocasión, empezó a elevarse duranteun sermón, extasiada por lo que oía decir al predicador;sus religiosas, cumpliendo las instrucciones que previa-mente les había dado para una coyuntura semejante, letiraban del hábito, sujetándola para que permaneciese entierra. Otra vez, mientras esperaba su turno de recibir lacomunión, debió aferrarse a las barras del comulgatoriopara no elevarse. Esto, al mismo tiempo que le producíaun gozo casi infinito, la hacía sufrir, porque le dificulta-ba el trato con los demás. Así le escribía a su hermanoLorenzo, que por aquel entonces vivía en Quito, Ecua-dor:

«Me han tornado los arrobamientos y hanme dado pena, porquees –cuando han sido algunas veces– en público, y así me ha acaeci-do en maitines. Ni basta resistir, ni se puede disimular. Quedo tancorridísima que me querría meter no sé dónde. Harto ruego a Diosse me quite esto en público; pídaselo vuestra merced que traehartos inconvenientes y no me parece es más oración. Ando estosdías como un borracho, en parte».

Nos impresiona esta polarización de toda ella en Dios.Aun en medio de su actividad fundacional, cuando esta-ba estableciendo los nuevos monasterios de su Orden,fácilmente entraba en raptos de éxtasis. Se nos cuentaque en cierta ocasión una monjita compañera suya cantóuna sencilla copla: «Véante mis ojos, / dulce Jesús bue-no; / véante mis ojos, / muérame yo luego».

Al oírla Teresa, impresionada, quedó yerta y como sinvida, sintiendo al mismo tiempo una alegría enorme y ungran dolor por la lejanía de Jesús. Confesaría luego quehasta entonces no había entendido lo que era la angustia.Y como resultado de dicha experiencia, escribió esa cé-lebre poesía suya que comienza: «Vivo sin vivir en mí / ytan alta vida espero / que muero porque no muero».

Teresa estaba entusiasmada, no en el sentido psicoló-gico de la palabra sino en su sentido originario, que su-pera lo psicológico, entheos, endiosada, polarizada enDios. Todo lo veía desde Dios y hacia Dios. Ella fue, porasí decirlo, una suerte de encarnación del primer man-damiento: el amor de Dios era para ella el todo, ese amortotal de Dios que no se contenta con que lo amemos máso menos, un poquito, con algo de nuestro ser, sino queexige la totalidad: amarlo con todo el corazón, con todael alma, con todas las fuerzas.

Sería vano atormentar el espíritu para determinar elsentido específico de cada una de estas palabras: cora-zón, alma, fuerzas. Lo que se quiere decir es que, siendoel lenguaje humano demasiado endeble para explicar loque debe ser nuestro amor a Dios, el mismo Señor se haencargado de juntar todas las redundancias para hace-mos entender que ya no le queda al hombre nada quepueda reservarse para sí, sino que todo lo que tiene deamor y de fuerza para amar debe dirigirlo a El. Así loamaba Teresa, con un amor totalizante. «Sólo Dios bas-ta», «todo es nada», decía, porque para ella el mundoentero era una pamplina en comparación con el Señoramado.

En su autobiografía, la santa nos dejó relatada una delas mercedes más eximias que Dios le hiciera en el cursode su vida: Se le apareció un ángel con una flecha de oro

en las manos, y al cabo de la flecha un poco de fuego. Elángel le hundió el dardo varias veces en su corazón, has-ta las entrañas;

«al sacarla –dice–, me parecía que la llevaba consigo y me dejabatoda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor queme hacía dar aquellos quejidos y tan excesiva la suavidad que mepone este grandísimo dolor, que no hay que desear que se quite, nise contenta el alma con menos que Dios... Es un requiebro tansuave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lodé a gustar a quien pensare que miento». Después de su muerte senotó que en el centro de su corazón había una hendidura, comotraspasado por una flecha. Hoy ese corazón se conserva íntegro eincorrupto en Alba de Tormes.

Un dato interesante de la vida mística de Teresa es quecon frecuencia sus arrobamientos le sobrevenían des-pués de haber comulgado. Por eso enseñaba a sus mon-jas que se dispusieran lo mejor posible para recibir alSeñor sacramentado. Les decía que después de comul-gar, cerrasen los ojos del cuerpo y tratasen de abrir losdel alma, mirando hacia el interior de sus corazones. Siobraban así, Cristo no se les presentaría disfrazado; de-seándolo tanto, se les descubriría completamente. Re-sulta aleccionadora esta relación entre la Eucaristía y lamística. La unión eucarística, la fusión nupcial con Cristo,se revela como el fundamento de la unión mística, dosse hacen una carne. Una anécdota que tiene que ver conla Sagrada Eucaristía pinta a Teresa de cuerpo entero.

En cierta ocasión, llegó a la ciudad de Medina del Campopara iniciar allí una fundación. Medina era, por aquelentonces, una ciudad comercial, pululando en sus callesmercaderes de Francia, Inglaterra, Países Bajos, muchosde ellos, sin duda, herejes. Teresa había recibido paraesta fundación una casa bastante destartalada, y ordenóque se la reparase. Pero he aquí, pensó, que mientras sehacen estos arreglos, irremediablemente el SantísimoSacramento, ya expuesto en uno de los cuartos, seríavisto desde fuera.

«¡Oh, válame Dios! Cuando yo vi a Su Majestad puesto en lacalle, en tiempo tan peligroso como ahora estamos por estos lute-ranos, ¡qué fue la congoja que vino a mi corazón!».

Tanto se preocupó de que alguno, a su paso por allí,pudiera ofender de palabra o de hecho al Señor, que tra-taba de acompañarlo lo más posible. Incluso contrató aalgunos hombres para que montaran guardia durante lanoche. Pero aun eso fue poco. Temiendo que pudieranquedarse dormidos, ella misma vigilaba por una ventana,ya que había luna clara, nos dice, y podía ver bien a suSeñor. Admirable delicadeza, que tanto contrasta con elpoco respeto que hoy se muestra por las cosas sagradasy por el Santísimo Sacramento.

Por tener el sentido de Dios y de Cristo, tuvo Teresatambién el sentido del pecado. Ya que si bien es ciertoque sus faltas fueron levísimas, como las veía a los ojosde Dios aparecían magnificadas, contrastando con El demanera repugnante.

Una vez, nos dice, le pareció entender claramente «cómo se venen Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en Sí... Cosa espan-tosa me fue en tan breve espacio ver tantas cosas juntas aquí eneste claro diamante, y lastimosísima cada vez que se me acuerdaver qué cosas tan feas se representaban en aquella limpieza declaridad, como eran mis pecados. Y es ansí que, cuando se meacuerda, yo no sé cómo lo puedo llevar; y ansí quedé entonces tanavergonzada que no sabía, me parece, adónde me meter».

Santa Teresa es un testigo relevante de lo sobrenatu-ral. Dios la invitó a seguirlo hasta la cumbre de la unión,y ella aceptó. Lo cual no significa que desde el comienzoquedara transformada. Para alcanzar la gloria de la resu-rrección, el sabor de lo eterno, el alma debe pasar por laangustia de Getsemaní en donde el mismo Dios pareceabandonarla. También esto experimentó Teresa. Nuestra

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santa conoció la tentación, conoció al demonio. Los de-monios del infierno, no como figuras retóricas sino ensu actualidad más siniestra, lucharon furiosamente con-tra su alma que anhelaba elevarse al bien que ellos ha-bían perdido.

Uno de los males de nuestra época es la pérdida nosólo del sentido de Dios sino también del sentido deldemonio. El demonio hoy ha pasado a ser un pobre dia-blo que, para colmo, estaría de vacaciones; y esto últi-mo quizás sea cierto, en parte, porque el demonio yadomina sobre no pocos. Y cuando ha llegado a dominara alguno, ése tal siente la paz, una paz horrible, es claro,un adelanto de la paz del condenado. Por eso, tales per-sonas ya no son capaces de percibir la presenciademoníaca, ni sus astucias. Y por eso creen que no exis-te.

Teresa fue testigo de que el proceso de santificacióntiene carácter dramático, es un drama, porque tuvo ex-periencia, como decíamos, de la acción del demonio.Ella veía las realidades que para nosotros permanecenocultas tras las penumbras de la fe. Su propia personase convirtió en escenario de la lucha entre Dios y el de-monio. A veces las monjas de su comunidad escucha-ban terribles golpes que parecían caerle encima a Tere-sa. Mucho tiempo después sucedería algo semejante conel santo Cura de Ars, en pleno siglo XIX, el siglo escép-tico. Hay un hecho en su vida, que constituye una espe-cie de testimonio físico de lo que acabamos de afirmar.

En 1577, Teresa volvía a su Avila natal, al monasterio de SanJosé. La víspera de Navidad, al dirigirse hacia el coro para rezarCompletas, subió por una escalera alumbrándose con una pequeñalámpara de aceite, mas al llegar a lo alto, resbaló, y cayó rodandohasta abajo, por lo que se fracturó el brazo izquierdo. Luego insis-tiría siempre que aquello había sido obra del demonio. De hecho,cuando llegó abajo, había exclamado: «¡Dios me socorra! ¡Queríamatarme!». Y oyó una voz que le dijo: «Pero yo estaba contigo».Su dolor fue muy intenso, y ninguno de los que andaban por allíestaba en condiciones de componerle el hueso roto. A pesar de loscuidados ulteriores, apenas si pudo servirse de su brazo, de modoque hasta el día de su muerte no le fue posible vestirse sin quealguien la ayudase.

Antes de cerrar este punto, recordemos una de susvisiones más famosas, cuando le pareció estar metidaen el infierno. «Entendí que quería el Señor que viese ellugar que los demonios allá me tenían aparejado y yomerecido por mis pecados», dice. Cuenta que fue porbrevísimo tiempo, pero que nunca lo podría olvidar: sin-tió fuego en sus entrañas, un agonizar del espíritu, unapretamiento, un ahogo, «un estarse siempre arrancan-do el alma», se sentía quemar y desmenuzar. Metáforaspara describir su terrible visión. Y asegura que desdeentonces experimentó un celo ardiente por la salvaciónde las almas.

Experiencia de Dios. Experiencia del demonio. Expe-riencia personal de la lucha entre Dios y el demonio conel alma como escenario de la misma. Teresa se nos harevelado como una experta de lo sobrenatural, una maes-tra que tiene tanto que enseñar a este mundo secularizado,que pretende haber demostrado la posibilidad de vivirprescindiendo de Dios, como si Dios no existiese. A tra-vés de sus sufrimientos, de sus noches oscuras, Teresaexperimentó y entendió como nadie lo tremendo de lainutilidad del hombre, del absurdo del hombre, cuandose oculta Dios.

Ella sintió en sí el drama del hombre moderno: en susangustias, en ese «apretamiento interior de manera tansensible e intolerable, que yo no sé a qué se puede com-parar, sino a los que padecen en el infierno», el Señor lehizo experimentar lo que es el alejamiento de Dios. El

Papa la declara Doctora de la Iglesia en un tiempo en quetanto los individuos como las sociedades han marginadoa Dios, instalándose en la más absoluta y radical inma-nencia.

III. Santa Teresay el «menosprecio del mundo»

Otra característica del hombre moderno es su rechazodel dolor, del sufrimiento, en cualquiera de sus formas, ysu abrazo con el mundo, con el espíritu del mundo. Rei-teradamente han señalado los últimos Papas que talesideas y actitudes se han introducido también en la Igle-sia, con la vana esperanza de inventar un cristianismo sindolor, un cristianismo desposado con el mundo, y porconsiguiente incapaz de martirio. También aquí se nosmuestra nuestra santa como eficaz correctivo. PorqueTeresa fue una enamorada de la cruz y del martirio.

En su Vida nos cuenta que cuando tenía seis años, mantenía consu hermano Rodrigo, cuatro años mayor que ella, en el patio y eljardín de su casa, largas y serias conversaciones, aspirando a morirpor el Señor que primero había muerto por ellos. Cuando cumpliólos siete, se puso de acuerdo con su hermano: este mundo no valíala pena, a no ser que murieran mártires y así se presentasen a Diospara estar siempre con El. Teresa cuenta que le gustaba repetir unay otra vez con su hermano: «¡Para siempre, siempre, siempre!», ytomaron una decisión. Todos los días los moros mataban cristianosen Africa. «Parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios»,escribiría después. Y así concertaron «irnos a tierras de moros,pidiendo por amor de Dios, para que ellos nos descabezasen».Vamos a Gibraltar, se dijeron, tomemos allí una barca...

Tratábase, evidentemente, de un aventura infantil. Peroqué delicada y cuán expresiva de lo que sería toda la vidade Teresa. Hay perfecta coherencia entre esa pueril ini-ciativa y esto otro que escribió muchísimos años des-pués:

«Paréceme a mí que quien de veras comienza a servir a Dios, lomenos que le puede ofrecer –después de dada la voluntad– es lavida nonada. Claro está que si es verdadero religioso, o verdaderoorador y pretende gozar regalos de Dios, que no ha de volver lasespaldas a desear morir por él y pasar martirio. Pues, ¿ya no sabéis,hermanas, que la vida del verdadero religioso, o del que quiere ser delos allegados amigos de Dios, es un largo martirio?».

Teresa aprendió por experiencia que quien se entrega aCristo debe estar dispuesto a abrazar su propia cruz. Esel precio en esta vida de los amigos del Señor, a la vezque la prenda de una alegría formidable en el Cielo. «Tengoentendido –escribiría en una de sus cartas– que no quie-re el Señor tenga en esta vida sino cruz y más cruz». Y enverdad que lo comprobó fehacientemente –cruces exter-nas y cruces interiores–; pero ello en modo alguno lasumió en la turbación ya que estaba convencida de queera el único camino que conducía a la identificación conCristo. Ella misma lo dejó dicho en una frase que nuncame cansaré de admirar: «Terriblemente trata Dios a susamigos; a la verdad, no les hace agravio, pues se huboansí con su Hijo». La cruz de Teresa es prolongación dela cruz de Cristo. «Y ansí tengo experiencia que el verda-dero remedio para no caer es asirnos a la cruz y confiaren El que en ella se puso».

Este amor a la cruz, este asirse a la cruz, tuvo su con-trapartida en la relación de Teresa con el mundo. Ya sa-bemos que la palabra mundo conoce dos acepciones enla Sagrada Escritura. Existe un mundo bueno, el creadopor Dios, el mundo del Génesis, el mundo de las plantas,de los animales, de los hombres, de los ángeles, del arte...;pero también existe un mundo perverso, o mejor, perver-tido por el hombre, el mundo mundano, podríamos de-cir, signado por la triple concupiscencia, «puesto todo élbajo el Maligno». Acá no nos referimos tanto al mundomalo, del que Santa Teresa estaba a años luz, sino al

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mundo bueno, en sentido positivo. Teresa sabría apre-ciar debidamente las cosas de este mundo. Pero enten-diendo que en comparación con Dios no son sino nona-das.

Destaquemos ante todo lo primero, es a saber, su apreciofranco y cordial por todo lo que es bueno en el mundo.Supo, por ejemplo, gozar con la naturaleza: «Aprovechábamea mí también ver campo o agua, flores; en estas cosashallaba yo memoria del Criador, digo que me desperta-ban y recogían y servían de libro». Amaba, asimismo, lavida cotidiana, la vida fraternal. Acostumbraba decir queDios andaba entre los pucheros igual que en todas par-tes.

Un día que estaba en la cocina con una sartén en la mano, dis-puesta a freír unos huevos para la comunidad, una hermana notóque de pronto se quedaba inmóvil y su cara se embellecía e ilumina-ba de manera extraordinaria. Temerosa de que pudiera caerse, yaque en ocasiones semejantes perdía la conciencia de sí, la monja latomó por el brazo para sostenerla, y en el acto, se sintió ella tam-bién como electrizada por una misteriosa influencia divina, ambasarrobadas, como estatuas, en presencia de la comunidad absorta.Todo a partir de unos sartenes. Todavía se conserva la pequeñacocina en el convento de San José de Avila.

Teresa amaba la vida, la naturaleza, lo cotidiano. Tam-bién gustaba mucho el arte, particularmente las pinturas,porque le ayudaban a imaginar a Cristo y a los santos.No podía tolerar el ataque que los protestantes llevabancontra las imágenes sagradas: «¡Desventurados de losque por su culpa se pierden este bien! Bien parece queno aman al Señor, porque si le amaran, holgáranse dever su retrato, como acá aun da contento ver el de quiense quiere bien».

Especialmente le atraían las imágenes del Niño Jesús.Se nos cuenta que un día, en la fiesta de la Circuncisióndel Señor, salió de su celda llevando en los brazos una deesas imágenes, y comenzó a bailar pausadamente, comoincitada por una música inefable; las otras monjas, alverla, se unieron a ella, y danzaron con ella, como anta-ño lo había hecho David ante el Arca de la Alianza.

Según puede, Teresa estaba a mil leguas de todo lo quepueda oler a espíritu jansenista, rígido, incapaz de eutrapelia.Sin embargo su adhesión a la vida, su amor al mundo y alas cosas buenas del mundo no la llevó a la adoración delmundo. Lo que nos permite pasar a considerar cómoTeresa supo asimismo menospreciar al mundo, es decir,dar menos valor al mundo que a Dios. Porque el mundo,a raíz del pecado original, ya no es del todo inocente, ysus objetos, aunque no estén pervertidos, se encuentransignados por una especie de ley de la gravedad, en sen-tido espiritual, fácilmente tiran para abajo. Y así Teresacomenzó a experimentar cierta ambigüedad en su vida,un tironeo que no la dejaba en paz. Nos lo cuenta enautobiografia:

«Pasaba una vida trabajosísima, porque en oración entendía másmis faltas. Por una parte me llamaba Dios, por otra yo seguía almundo. Dábanme gran contento todas cosas de Dios, teníanme atadalas del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios, tanenemigo uno de otro, como es vida espiritual y contentos, gustos ypasatiempos sensuales». Y más adelante: «Sé decir que es una delas vidas penosas que me parece se puede imaginar; porque ni yogozaba de Dios, ni traía contento en el mundo. Cuando estaba enlos contentos del mundo, en acordándome lo que debía a Dios eracon pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo medesasosegaban. Ello es una guerra tan penosa que no sé cómo unmes la pude sufrir, cuanto más tantos años».

Poco a poco Teresa fue intuyendo lo que Dios espera-ba de ella. Con la ayuda de lo alto advirtió que el Señor lallamaba a algo demasiado grande para quedarse en cosastan baladíes como son las del mundo.

«Somos peores que bestias –escribe en una de sus cartas–, puesno entendemos la gran dignidad de nuestra alma, y cómo la apocamoscon cosas tan apocadas como son las de la tierra». Al experimentarel peso del mundo, aquella ley de la gravedad de que hablábamoshace poco exclama: «¡Somos tan miserables y tan inclinadas a co-sas de tierra!»; y en otro lugar: «Vamos muy cargados de esta tierrade nuestra miseria».

Pero Teresa era fiel a la gracia, y ayudada por ilumina-ciones especiales, acabó por vislumbrar, aunque fuese aratos, el vacío del mundo en comparación con Dios:

«Verdad es que duraba tan poco esto de unión, que no sé si eraavemaría; mas quedaba con unos efectos tan grandes que, con nohaber en este tiempo veinte años, me parece traía al mundo debajode los pies, y ansí me acuerdo que había lástima a los que le seguían,aunque fuese en cosas licitas».

Al tiempo que Teresa se iba adentrando en el conoci-miento del amor de Dios, descubría cómo dicho amorno sufre comparación con los amores que ofrece el mun-do. Ya su corazón humano comenzaba a experimentar lainvasión del amor divino; ése sí, escribe, «merece nom-bre de amor, no estos amorcitos desastrados baladíes depor acá aun no digo en los malos, que de éstos Dios noslibre». Es, por cierto, el lenguaje de un místico. No esque Santa Teresa no valore el amor humano cuando eslegítimo; pero ella se ha enamorado perdidamente de Diosy habla el lenguaje de los enamorados. Ella se ha entre-gado a Dios; ya no le interesan las cosas del mundo; yquiere ser ajena a ese «desatino que se usa en el mundo,que me desatina».

Trasladando su experiencia a su comunidad, dispusola santa que sus monjas reformadas prestaran la menoratención posible a las cosas del mundo exterior. Paraella, la exigua casa de Avila era todo el mundo, más queel mundo: era el paraíso, el paraíso en la tierra. Y que susmonjas no tuviesen complejos por estar separadas delmundo.

«¡Oh miserable mundo! –les dice–. Alabad mucho a Dios, hijas,que habéis dejado cosa tan ruin adonde no hacen caso de lo queellos en sí tienen, sino de lo que tienen sus renteros y vasallos.Cosa donosa es ésta para que holguéis en la hora de la recreación;que éste es un buen pasatiempo: entender en qué ciegamente pasansu tiempo los del mundo».

Reiterémoslo una vez más, para que no hayamalentendidos: es el lenguaje propio de un místico. Loque Santa Teresa quiere señalar es que en comparacióncon Dios nada valen, son cosas menudas, «nonadas»,que no pueden llegar a satisfacer del todo. En este senti-do, su testimonio es universal, sirve para todos.

IV. Santa Teresa y la reforma católica

La experiencia polarizante de nuestra santa no quedórecluída en su castillo interior, sino que de algún modose exteriorizó mediante la reforma de la gloriosa Ordendel Carmelo, que en aquel entonces pasaba por un mo-mento, si no de relajamiento, si al menos de tibieza.

Santa Teresa recibió con alegría la reforma instauradapor el Concilio de Trento, cuyo cumplimiento urgiríaFelipe II en todos sus dominios. Pero comprendió ense-guida que no era reductible a meras disposiciones exte-riores y materiales, a un puro cambio de estructuras quedejase intacta la interioridad de los hombres. Ella tendríapor misión mostrar ese algo espiritual que había de ser elfundamento de la verdadera reforma, antítesis de la falsareforma protestante. A la negación proclamada por Luterode la importancia de las buenas obras, Teresa opondríasu vida en Cristo, sus «buenas obras». Sin dejar de admi-rar el coraje que mostraba Felipe II en su lucha contralos herejes, sobre todo en los Países Bajos, ella com-prendió que «las fuerzas humanas no bastan a atajar este

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fuego», como decía. Ellas y sus monjas se convertiríanen la contrapartida vital de los decretos de Trento. Y nosólo mediante la oración sino también con una accióncuyos efectos aún perduran.

Porque nuestra santa estaba atravesada por el amor deDios. Según asegura fray Luis de León, experimentabaverdadero dolor físico cuando oía contar las atrocida-des que los protestantes cometían contra los monaste-rios ingleses o alemanes. El pecado que hería a Cristo lahería a ella también. «¿No están hartos, Señor de mialma –decía–, de los tormentos que os dieron los ju-díos?». Ella quería cargar sobre sí el dolor del Cristomístico, cubrir con sus sufrimientos lo que falta a lapasión de Cristo. Para ello debía tender seriamente a laperfección, llegar a ser lo más perfecta posible. Tal fueel fundamento eclesial de la reforma que proyectó y lle-vó a cabo.

«Deseo grandísimo, más que suelo, siento en mí de que tengaDios personas que con todo desasimiento le sirvan y que en nadade lo de acá se detengan –como veo es todo burla–, en especialletrados; que como veo las grandes necesidades de la Iglesia, queéstas me afligen tanto que me parece cosa de burla tener por otracosa pena, y así no hago sino encomendarlos a Dios porque veo yoque haría más provecho una persona del todo perfecta, con hervorverdadero de amor de Dios, que muchas con tibieza».

Acicateada por estos santos deseos, abocóse Teresa asu gran reforma carmelitana. Por eso será siempre unamaestra insuperable de lo que debe ser una auténticareforma católica, especialmente en una época de crisiscomo la nuestra. Decimos auténtica reforma, ya quehay otras pretendidas reformas que no son tales, sinodirigidas por criterios mundanos o intereses bastardos.La de Teresa estuvo pendiente de los deseos de Dios, dela Iglesia, en contacto con los santos de su época y losteólogos de segura doctrina. Todo ello quedaría plasma-do en sus constituciones y en su espiritualidad.

Lo primero que hizo fue establecer monasterios másestrictos. Le parecía que los otros no ayudaban sufi-cientemente a la santidad; más aún, ponían en peligro lasalvación eterna de los que en ellos entraban. He aquí untexto impresionante a este respecto:

«Para mí, que soy ruin, hubiérame cierto llevado al infierno, sicon tantos remedios y medios el Señor con muy particulares mer-cedes suyas no me hubiera sacado de este peligro; y ansí me parecelo es grandísimo, monasterio de mujeres con libertad, y que más meparece es paso para caminar al infierno las que quisieren ser ruinesque remedio para sus flaquezas. Si los padres tomasen mi consejo,ya que no quieren mirar a poner sus hijas adonde vayan camino desalvación, sino con más peligro que en el mundo, que lo miren porlo que toca a su honra y quieran más casarlas muy bajamente quemeterlas en monasterios semejantes, si no son muy bien inclina-das, y plega a Dios aproveche, o se las tenga en su casa; porque siquiere ser ruin, no se podrá encubrir sino por poco tiempo, y acámuy mucho, y en fin lo descubre el Señor, y no sólo dañan a sí, sinoa todas; y a las veces las pobrecitas no tienen culpa, porque se vanpor lo que hallan.

«Y es lástima de muchas que se quieren apartar del mundo, ypensando que se van a servir al Señor y apartar de los peligros delmundo, se hallan en diez mundos juntos, que ni saben cómo sevaler, ni remediar; que la mocedad y sensualidad y demonio lasconvida e inclina a seguir algunas cosas que son del mismo mundo,ve allí que lo tienen por bueno, a manera de decir. Parécenos comolos desventurados de los herejes, en parte, que se quieren cegar yhacer entender que es bueno aquello que siguen, y que lo creen ansísin creerlo, porque dentro de sí tienen quien les diga que es malo».

Un día, después de haber recibido la comunión, enten-dió con inequívoca claridad que Cristo le encomendabala reforma. Tan pronto dio a conocer su proyecto, nu-merosas fueron las monjas que se resistieron y la co-menzaron a atacar, porque aquello les parecía un gran-dísimo disparate: «Estaba muy malquista en todo mi mo-

nasterio, porque quería monasterio más encerrado; de-cían que las afrentaba, que allí podían también servir aDios...». Pero ella estaba cierta de lo que Dios le pedía. Ytan pronto se lo concedió el Señor, obediente a sus direc-tores espirituales, se dio por completo a fundar nuevascasas reformadas.

«A lo que ahora me acuerdo, nunca dejé fundación por miedo deltrabajo, aunque de los caminos, en especial largos, sentía gran con-tradicción; mas en comenzándolos a andar, me parecía poco, viendoen servicio de quién se hacía y considerando que en aquella casa sehabía de alabar al Señor y haber Santísimo Sacramento. Esto esparticular consuelo para mí, ver una iglesia más, cuando me acuerdode las muchas que quitan los luteranos. No sé qué trabajos, porgrandes que fuesen, se habían de temer, a trueco de tan gran bienpara la Cristiandad; que aunque muchos no lo advertimos estarJesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, como está en elSantísimo Sacramento en muchas partes, gran consuelo nos habíade ser».

La reforma de Teresa fue realmente católica. No comoquien mira a la Iglesia desde fuera, al modo de los lutera-nos, sino desde las entrañas de la Iglesia, como hija de laIglesia. En todos sus trabajos fundacionales, Santa Tere-sa quiso siempre obrar como hija de la Iglesia, no comohija del mundo y censora de la Iglesia. Es sintomáticoque al sentirse morir, tan sólo se le ocurriera dar fervoro-sas gracias a Dios por haber sido hija de la Iglesia, y porpoder morir en su seno, repitiendo una y otra vez: «Enresumen, Señor, soy una hija de la Iglesia..., soy una hijade la Iglesia».

Tanto valoraba la obediencia que, según cuenta Gracián,con frecuencia le había sucedido tratar con ella de unasunto y ser de opinión contraria, y luego por la nochecambiar de propósito y volver para decirle que se haríacomo ella había pensado. Entonces Teresa se sonreía, yal preguntarle por qué lo hacía le contestaba que, habien-do tenido una revelación de Nuestro Señor de que debíahacerse como ella había dicho, aunque el prelado le hu-biese dicho lo contrario, ella le decía a Nuestro Señorque si quería que aquello se hiciese, «moviera el corazónde su prelado para que él se lo ordenase, porque ella nopodía desobedecerle».Tal es la prueba de la autenticidadde una reforma dentro de la Iglesia: la confrontación delpropio carisma con la autoridad.

En cierta ocasión le dijeron a Teresa que tuviera cuidado, quepodían acusarla ante la Inquisición: «A mí me cayó esto en gracia yme hizo reír, porque en este caso jamás yo temí, que sabía bien demí que en cosa de la fe, contra la menor ceremonia de la Iglesia quealguien viese yo iba, por ella o por cualquier verdad de la SagradaEscritura me ponía yo a morir mil muertes; y dije que de eso notemiesen, que harto mal sería para mi alma si en ella hubiese cosaque fuese de suerte que yo temiese la Inquisición; que si pensasehabía para qué, yo me la iría a buscar».

V. Contemplación y acción

Santa Teresa fue contemplativa en grado eminente. Perotambién la necesidad la obligó a dejar en ocasiones elconvento, particularmente cuando tenía que hacer fun-daciones o diversos trámites con ellas relacionados. Demanera realmente admirable supo juntar en sí, como ellamisma lo dice, a María y a Marta , convencida de que siquería llevar a cabo la obra para la que Dios la habíaelegido, debía, por cierto, renunciar al deleite de la con-templación quieta y serena, pero aún así, la contempla-ción no dejaba de subsistir,

«que aunque es vida más activa que contemplativa, cuando elalma está en este estado, nunca dejan de obrar casi juntas Marta yMaría; porque en lo activo, y que parece exterior, obra la interior, ycuando las obras activas salen de esta raíz, son admirables yolorosísimas flores, porque proceden de este árbol del amor deDios y por sólo El, sin ningún interés propio».

Santa Teresa de Jesús

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

De allí sacó toda la savia de su apostolado tan pecu-liar, de la oración mental, «que no es otra cosa la oraciónmental, a mi parecer, sino tratar de amistad estando mu-chas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».

Porque Teresa estaba transida de celo por la santifica-ción de las almas, que es la forma más elevada del amoral prójimo. En última instancia, es el mismo amor querebosa, que se derrama, como de un vaso repleto, porlos bordes, hasta la base. Bien decía Santo Tomás que seda un signo de mayor amor cuando el que ama no secontenta con dedicarse a la persona del amigo, sino quese preocupa también por los intereses de su amigo. Loafirma hablando de la santidad que debía caracterizar alos obispos:

«Aunque sufren algún detrimento en la dulzura de la contempla-ción por el hecho de tener que ocuparse de cosas exteriores paraservir al prójimo, esto mismo da testimonio de la perfección de suamor a Dios. Porque es evidente que ama más aquel que por amorestá dispuesto a carecer por algún tiempo del gozo de la presenciadel amado para ocuparse en su servicio, que si quisiera gozar siem-pre de su presencia».

Fue en este sentido que Teresa se vio llevada, si asípuede hablarse, del amor a Dios al amor al prójimo, delcelo por la gloria de Dios al celo por la salvación delprójimo.

I. La logística de los apóstoles

Sin embargo, Santa Teresa concibió el espíritu apos-tólico que debe caracterizar a la carmelita de una maneramuy diversa de la que es propia, por ejemplo, de losreligiosos de vida mixta. El espíritu apostólico de unacarmelita no la impele a salir del monasterio –el caso deTeresa es singular y excepcional–, sino que se ejercedesde el claustro. El interior de la carmelita debe hacersefuego, encendido en esa hoguera ardiente de caridad quees el Corazón de Cristo, y a su vez presionar sobre eseCorazón mediante el don total de sí, para poder influir enorden a la salvación y santificación de las almas. La car-melita busca entrar en la intimidad de Dios, y luego ser-virse de esa intimidad para conferir a toda su vida inte-rior una impostación netamente apostólica. Teresa amaa la Iglesia porque ama a Cristo, ama a la Esposa en elEsposo.

Ella comprendió como pocos el significado de aque-llas palabras del Señor a San Pablo en el camino de Da-masco: «¿Por qué me persigues?». Ella, como el Após-tol, penetró en el misterio de la Iglesia: perseguir a laIglesia es perseguir a Cristo, hacer bien a la Iglesia eshacer bien a Cristo, amar a Cristo es amar a la Iglesia deCristo. Ello explica por qué la mera presencia de Teresa,su conversación despreocupada en el locutorio, ya re-sultaba de por sí apostólica.

Relatan las crónicas que siendo aún joven religiosa, se confesabacon un sacerdote que instintivamente le provocaba repugnancia.Pero como siempre hay algo de irresistible en una santidad como lasuya, comenzó a producirse un cambio en sus mutuas relaciones,como si ella se hubiera convertido en el confesor y él en el peniten-te. Ella, que parecía vivir siempre en presencia de Dios, vino a serpara ese sacerdote como un espejo en donde a él le fue posible verla tremenda carga de su alma manchada. Y se convirtió.

Ya hemos dicho cómo la vida de Teresa transcurrió enuna época de aguda crisis. El protestantismo arrancabajirones del cuerpo místico de Cristo, dejando al vivo losmuñones de la poda. La Iglesia sangraba por un montónde heridas. Contentando al Señor, quería ganar su Cora-zón, y entonces sí que sus plegarias y las de su comunidadadquirirían fuerza apostólica.

«Paréceme –escribe la santa– que mil vidas pusiera yo para re-medio de un alma de las muchas que veía perder; y como me vimujer y ruin, e imposibilitada de aprovechar en nada en el serviciodel Señor, que toda mi ansia era, y aun es que, pues tiene [Dios]tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos; yansí determiné a hacer eso poquito que yo puedo y es en mí, que esseguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pu-diese, y procurar estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo...y así podría yo contentar al Señor en algo».

Pero Teresa no se quedaba en generalidades. Ella sabíabien que la crisis de su época era ante todo doctrinal yconsiguientemente pastoral. Los maestros retaceaban laenseñanza, disimulando a veces la verdad; los pastoresno vigilaban el rebaño, sino que dejaban venir al lobo yconfraternizaban con el enemigo, un poco al estilo deErasmo. Nuestra santa se indignaba cuando advertía elpoco amor que mostraban por Cristo sus presuntos se-guidores. «¿De dónde vienen estas fuerzas contra Vos ytanta cobardía contra el demonio?», decía. A veces losenemigos de Cristo muestran más celo –celo diabólico–que sus amigos, desviviéndose por hacer triunfar el errory la mentira.

Teresa no podía consentir que sus monjas fueran me-nos que ellos, fuesen cobardes, remolonas, perezosasen el combate. Las quería «todas ocupadas en oraciónpor los que son defensores de la Iglesia, y predicadoresy letrados que la defienden», y, de esta manera, «ayudáse-mos en lo que pudiésemos a este Señor mío». Desde elrincón del claustro, ella y sus religiosas velarían con elfin de que Dios derramara sus gracias sobre los que com-batían en medio de los peligros del mundo:

«Para estas dos cosas os pido yo procuréis ser tales que merez-camos alcanzarlas de Dios: la una, que haya muchos, de los muymuchos letrados y religiosos que hay, que tengan las partes que sonmenester, como he dicho, para esto; y que si no están muy dis-puestos y les falta alguna, los disponga el Señor, que más hará unoperfecto que muchos imperfectos; y la otra, que después de pues-tos en esta pelea que, como digo, no es pequeña batalla, sino gran-dísima, los tenga de su mano para que sepan librarse de los peligrosy atapar los oídos, en este peligroso mar, del canto de las sirenas. Ysi en esto podemos algo con Dios, estando encerradas peleamospor El; y daré yo por muy bien empleados los trabajos que hepasado por hacer este rincón».

Bien sabe Teresa cuán importante es que el que predi-ca tenga ante todo buena doctrina, pero también sepaproclamar la verdad y denunciar el error, máxime en épo-cas de crisis. Por eso fija su atención primero sobre losteólogos y luego sobre los predicadores.

Teresa no está, por cierto, en el frente mismo de bata-lla, pero quiere ser –ella y sus monjas reformadas– la lo-gística de los que están en las trincheras. Ella sabía que laverdad había de ser predicada a los que la ignoraban,sostenida frente a los que la atacaban, e incluso defendi-da por la espada contra los que pretendían derribarla porla fuerza.

Pues bien, no pudiendo, ella y sus compañeras, serpredicadores, ni apologistas, ni soldados, comprendióque su tarea en la Iglesia consistía en comunicar a losdemás luz y vigor, mediante oraciones, ayunos y lágri-mas, de suerte que predicasen con el predicador, argu-mentasen con el doctor y combatiesen con el soldado,extendiendo así la fe católica. Por austeridades que hi-ciesen, no cumplirían su vocación ni lo que Dios reque-ría de ellas, si no tenían un cuidado particular de ayudara los que se encontraban en pleno campo, sudando ybatallando por la gloria de Dios y por la defensa y acre-centamiento de la Iglesia.

Quizás se podría decir que así como el apostolado in-dividual debe brotar de la abundancia de la contempla-ción, todo el apostolado de la Iglesia encuentra una fuente

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privilegiada en la abundancia de los monasterioscontemplativos. ¡Cuánto necesita la Iglesia de loscontemplativos! Siempre los ha necesitado, pero hoy másque nunca, con verdadera urgencia. Desde los días deTeresa, el número y la malicia de los enemigos de Dios yde Cristo han aumentado considerablemente. A los pro-testantes se han agregado los católicos que tratan deestar a la vez en la Ciudad de Dios y en la Ciudad delMundo, bajo la bandera de Jerusalén y la de Babilonia.Teresa es arquetipo para los católicos de nuestro tiempo¿Alguna vez ha sido Nuestro Señor tan rudamente trata-do por los hombres, por sus amigos, incluso, como loes hoy? Puesto que tiene tantos enemigos y tantos fal-sos amigos, que al menos los contemplativos sean bue-nos, y muy buenos; puesto que tiene tantos adversarios,que sus defensores sean más valientes que nunca.

2. Espíritu militante

Santa Teresa anhelaba, es cierto, que sus monjas vi-viesen en el recogimiento del monasterio. Pero comoesa vida escondida en Cristo las ponía, según dijimos,en especial comunión con la vida de la Iglesia, ella mis-ma deseaba que sus monjas estuviesen al corriente delas pruebas, de las necesidades, de los sufrimientos dequienes militaban por la Iglesia. Quería que les doliese laIglesia, y las heridas de sus guerreros, como en propiacarne. Sin esto no serían las hijas del Carmelo, las hijasde Teresa, les faltaría aquello que, al decir de la santa, es«lo principal para que el Señor nos juntó en esta casa».

Teresa es una santa con pasta de guerrera. Se sabíamiembro de una Iglesia que no en vano ha gustado lla-marse «militante». De ahí su exhortación: «Todos losque militais / debajo de esta bandera, / ya no durmais, nodurmais, / pues que no hay paz en la tierra». De ningúnmodo hubiera aceptado religiosas que vegetasen en susmonasterios, que creyesen que porque no ha estallado laguerra reina la paz, confundiendo la paz de Cristo con lapaz del mundo. La lucha interior que Teresa soñaba parasus carmelitas, la lucha por alcanzar la santidad, debíaintegrarse en la lucha universal y permanente de la Ciudadde Dios contra la ciudad del mundo.

Una carmelita que renunciaba a la lucha, que huía de lacruz, a sus ojos había desertado, traicionando a su Es-poso divino. La verdadera carmelita no teme, como Cris-to, adelantarse hacia el Calvario, para enfrentar a Sata-nás, para encarnar en su propia existencia singular, lagran lucha teológica universal, ser como el campo debatalla donde se enfrentan con extrema energía Dios ySatanás. Santa Teresa no se cansaba de exhortar a lassuyas a esa gran guerra santa:

«Creed, hermanas, que los soldados de Cristo... no ven la hora depelear»; «siempre estamos en guerra, y hasta haber victoria no hade haber descuido»; «estando encerradas, peleamos por El»; «comosoldados esforzados, sólo miremos a dónde va la bandera de nues-tro Rey para seguir su voluntad». Y en expresión aún más vigoro-sa: «Pelead como fuertes hasta morir en la demanda, pues no estaisaquí a otra cosa sino a pelear». Naturalmente que este espíritu delucha no es fruto del odio, sino de la caridad, y de la caridad másintensa: «Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amorque tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado, con gozo ydeleite que no puede tener fin».

Nuestra santa concebía sus monasterios como los cas-tillos de la resistencia frente al espíritu del mundo.

«Viendo yo ya tan grandes males –dejó escrito– que fuerzashumanas no bastan a atajar este fuego... hame parecido que esmenester como cuando los enemigos en tiempo de guerra han corri-do toda la tierra y, viéndose el señor de ella perdido, se recoge a unaciudad, que hace muy bien fortalecer, y desde allí acaece algunasveces dar en los contrarios y ser tales los que están en el castillo,

como es gente escogida, que pueden más ellos a solas, que conmucho soldados, si eran cobardes, perdieron; y muchas veces segana de esta manera victoria».

La monja debe ser, dice la santa, como el alférez que,si bien no combate en el frente, no por eso deja de estaren gran peligro

«y en lo interior debe trabajar más que todos; porque como llevala bandera, no se puede defender y aunque la hagan pedazos no la hade dejar de las manos. Así los contemplativos han de llevar levanta-da la bandera de la humildad y sufrir cuantos golpes les dieren sindar ninguno, porque su oficio es padecer como Cristo, llevar en altola cruz, no dejarla de las manos por peligros en que se vean, ni quevean en él flaqueza en padecer; para eso le dan tan honroso oficio.Mire lo que hace, porque si él deja la bandera, perderse ha la bata-lla».

En un sermón que el cardenal Pie pronunciara en unmonasterio de carmelitas, entre otras cosas les dijo, alu-diendo al escudo de la Orden:

«Es preciso que a través del velo virginal que cubre la cabeza dela carmelita, se vea salir un brazo, empuñando una espada desnuda,en cuya hoja resplandezcan estas palabras de Elías y de Teresa:Zelo zelatus sum pro Domino Deo exercituum, he ardido de celo porel Señor Dios de los ejércitos.».

Frente al actual pacifismo, que hipócritamente procla-ma el mundo –la paz del mundo–, y que con frecuenciase introduce en la misma Iglesia, se yergue la figuracombativa y militante de Teresa, la guerrera de Dios. Elrehusarse a tener enemigos significa, lisa y llanamente,renunciar al Cristo que nos ha dicho: «Si a Mí me persi-guieron, también a vosotros os perseguirán. No es eldiscípulo mayor que su Maestro. Si el mundo os odiasabed que primero me odió a Mí».

La carmelita, tal como la soñó Santa Teresa, anhela serla más odiada del mundo, la despreciada, la burlada, laconsiderada zángano de la sociedad. ¡Temibles estas car-melitas! Si el mundo –el mundo mundano–supiera quié-nes son en verdad, cuál es su papel en esta lucha cósmi-ca que va del Génesis al Apocalipsis, sabría ver en ellas asus enemigos más temibles.

Un día Stalin preguntó irónicamente con cuántas divi-siones de ejército contaba el Papa. He ahí las carmelitas,podía haber respondido el Papa, he ahí las mejores divi-siones de la Iglesia, decididos guerreros se esconden trasel humilde velo de las monjas de Teresa. Hay que aprove-char que la estulticia del mundo haya llegado al extremode ignorar dónde están sus peores enemigos.

Fue Joseph de Maistre, ese gran luchador del siglopasado, quien en una de sus obras ubicó a Santa Teresaentre «los grandes hombres» de la historia. Quizás no sedaba cuenta de que, hablando así, empleaba el mismolenguaje que la santa, la cual en repetidas ocasiones ex-presó su deseo de que las hijas del Carmelo no fuesenmujeres, sino hombres, hombres por la energía de sucorazón, hombres por la intrepidez de sus almas.

Ya hemos citado aquel notable texto suyo: «No querría yo mishermanas pareciesen en nada sino varones fuertes, que si ellas ha-cen lo que es en sí, el Señor las hará tan varoniles que espanten a loshombres».

El mensaje de Teresa llega hasta nuestros días, en unaépoca en que faltan hombres, aun entre los pretendidoshombres, en una época en que aquella frase del filósofoque recorría en pleno día las plazas de Atenas con unalinterna mientras decía: «Busco a un hombre», parecemás apropiada que nunca. En este siglo de tantas traicio-nes y felonías, donde hay tan pocos hombres, que almenos la Iglesia se gloríe de poseerlos aún en la descen-dencia de Teresa.

Santa Teresa de Jesús

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Tales eran las monjas que soñaba nuestra santa, mon-jas panorámicas, de convento y no de «conventillo»,monjas nada pusilánimes, signadas por aquella hermosavirtud tan olvidada de la magnanimidad. «No entende-mos la gran dignidad de nuestra alma –escribía SantaTeresa a su hermano Lorenzo– y como alma apocamoscon cosas tan apocadas como son las de la tierra». Asílo predicaba a las de su monasterio:

«¡Oh hermanas mías en Cristo!, ayudádmele a suplicar esto;para esto os juntó aquí el Señor; éste es vuestro llamamiento; éstoshan de ser vuestros negocios; éstos han de ser vuestros deseos;aquí vuestras lágrimas; éstas vuestras peticiones; no, hermanasmías, por negocios acá del mundo, que yo me río y aun me congojode las cosas que aquí nos vienen a encargar, hasta que roguemos aDios por negocios y pleitos por dineros, a los que querría yosuplicasen a Dios los repisasen todos. Ellos buena intención tie-nen, y allá lo encomiendo a Dios por decir verdad, mas tengo yopara mí que nunca me oye. Estáse ardiendo el mundo, quierentomar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testi-monios y quieren poner su Iglesia por el suelo, ¿y hemos de gastartiempo en cosas que por ventura, si Dios se las diese, a tendríamosun alma menos en el cielo? No, hermanas mías; no es tiempo detratar con Dios negocios de poca importancia».

3. Su participaciónen los hechos de la época

Santa Teresa se desveló por todo lo que decía relacióncon la victoria y la propagación de la fe. Sin embargo,no limitó su interés al «cristianismo», olvidándose de la«cristiandad», o sea, del recto orden temporal. Y así novaciló en preocuparse por los problemas históricos delmomento, aunque siempre desde la óptica de los intere-ses de Dios y de la Iglesia.

Ubiquemos a nuestra santa en el contexto de los acontecimientosde la época. Cuando ella nació –en 1515–, hacía 23 años que losReyes Católicos habían dado término a su Cruzada contra los mo-ros con la conquista de Granada, el mismo año del descubrimientode América. Hacía 11 años que había muerto la reina Isabel, y 9desde el deceso de Colón. Carlos V tenía 15 años. Era también laépoca del Greco. En 1515, Lutero tenía ya su cartuchera teológicacargada de explosivos. Así como se ha intentado un paralelismo –por oposición– entre San Ignacio y Lutero, así podríamos trazarloentre éste y Santa Teresa. A semejanza de San Ignacio, a quien ellatanto admiraba, toda la vida de Teresa es el antídoto y la expiaciónde la defección de Lutero.

Por otra parte, España no quedó del todo inmune delerror protestante. La historia nos relata que un doctor untanto fanfarrón, detenido y condenado por la Inquisi-ción, declaró que si hubieran tardado cuatro meses másen perseguirlos, hubieran sido tantos como los católi-cos, y en seis meses hubieran sido ellos los perseguido-res. Tiempos dificiles, por consiguiente, los de Teresa.O como ella dice: «Andaban los tiempos recios». Erantiempos conciliares y postconciliares. Tiempos de crisisy de renovación, parecidos al nuestro.

En esa sociedad concreta le tocó vivir a nuestra santa,desbordando sobre ella los tesoros de su contemplación,y ejerciendo así un importante influjo en los asuntos desu tiempo, particularmente sobre personas de cuya ac-tuación dependía no pocas veces el curso de los aconte-cimientos. Fue notable, por ejemplo, su relación con Fe-lipe II. Un día, mientras la santa oraba, recibió una reve-lación que se refería a dicho monarca.

Aquel año había sido el más desgraciado en la vida deFelipe, el año en que empezó a sufrir la enfermedad de lagota; el año en que don Carlos, su único hijo, falleció enun calabozo; el año en que murió también su terceraesposa, Isabel de Valois. Como si esto fuera poco, seagregó otra desgracia: para poder pagar a los soldadosque combatían en Flandes bajo el Duque de Alba, Felipedebió pedir prestado a Génova muchos cientos de miles

de ducados, con intereses usurarios. Una vez consegui-dos, los mandó por mar, pero he aquí que uno de losbanqueros internacionales que había prestado dicho di-nero reveló el secreto al gobierno inglés el cual, a pesarde la amistad que decía profesar a España, se apoderódel oro y nunca más lo devolvió; con lo que el Duque deAlba, a pesar de sus brillantes victorias, quedó en unasituación tal que se vio obligado a establecer impuestos,cosa nada agradable, por cierto, a los súbditos de losPaíses Bajos.

Además, por Navidad, los moriscos de Granada asesi-naron en masa a numerosos cristianos, sacerdotes y lai-cos, hombres, mujeres y niños. Finalmente, desde Cons-tantinopla llegaron rumores de que el Gran Turco, ce-diendo a las influencias de los enemigos tradicionales deEspaña en Holanda y otras partes, se proponía desenca-denar la gran ofensiva al año siguiente contra la Cristian-dad.

Abrumado el rey Felipe ante tantas desgracias, intrigasy enemigos, en la Semana Santa de 1569 se retiró a unmonasterio para meditar en la Pasión del Señor. Aquelfue el momento decisivo de su vida. A partir de allí, elRey se retomaría, abocándose seriamente a la vida espi-ritual, y progresando en ella hasta su muerte, acaecida afines de aquel siglo.

Pues bien, en una visión que tuvo Teresa, Cristo le dioa entender que Felipe corría grave peligro de perder sualma, y que El quería que se salvase. Le mandó que es-cribiera una esquela notificándolo así a la princesa Jua-na, hermana del Rey, que residía en Madrid. Teresa obe-deció, entregó la nota a la princesa, y siguió su camino.De tal carta no queda, por desgracia, sino un fragmento,en el que prevenía al Rey diciéndole que recordase quetambién Saúl había sido ungido como monarca y sin em-bargo resultó rechazado. Felipe quedó asombrado al leerla misiva: preguntó quién era esa mujer, dónde estaba,que quería hablar con ella. Pero Teresa ya iba camino aToledo.

La cosa es que, a partir de ese momento, la santa entróen contacto más frecuente con el Rey. Reiteradamentese refirió a él, llamándolo «mi amigo, el rey». Y pedía asus monjas que rezasen por él. Sin duda que Felipe IIsería beneficiario de tantas y tan fervorosas oraciones.Santa Teresa le había escrito:

«Y el día que su alteza fue jurado, se hizo particular oración.Esto se hará siempre; y ansí mientras más adelante fuere esta Or-den, será para vuestra majestad más ganancia».

Felipe II sería el gran adalid de la Iglesia. El, que habíafacilitado tanto la reunión del Concilio de Trento, dio unmagnífico ejemplo a los demás soberanos pidiendo alPapa que enviase alguien a España que obligase a losconventos a cumplir las disposiciones de dicho Conci-lio. Quizás por eso le escribiría Teresa: «Su Divina Ma-jestad le guarde tantos años como la Cristiandad ha me-nester. Harto gran alivio es que, para los trabajos y perse-cuciones que hay en ella, que tenga Dios nuestro Señor untan gran defensor y ayuda para su Iglesia como vuestramajestad es».

Un día, en el año 1577, cuando ya Teresa era anciana,se encontró frente a frente con el gran Rey en el Esco-rial. Ella, con su hábito de carmelita remendado; él, ves-tido de etiqueta, con traje negro, y una cadena de orocolgando al cuello. Los ojos azules del Rey se fijaron enlos ojos negros de la santa. Dice Teresa que quedó unpoco confundida ante una mirada que parecía penetraren el alma, y que bajó los ojos. Pero al levantarlos, vioque el Rey ya se había dulcificado. Grande rey este Fe-

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lipe II a quien Teresa consideró siempre como el princi-pal protector de su obra reformadora, y del cual diceYepes –quien lo oiría en confesión en su lecho de muer-te–, que fue siempre el padre de la justicia y de la ver-dad, así como el campeón de la reforma y de la virtud.

No sólo sobre Felipe II influyó Teresa. También elDuque de Alba, ese gallardo soldado y astuto político,leyó la Vida de la santa en la prisión de Ubeda, dondeFelipe II lo tuvo encerrado por un tiempo. Tanto la ad-miró que, una vez liberado por el Rey, y enviado a susiguiente campaña contra el Portugal, llevó consigo unaimagen de Cristo que Teresa le había hecho llegar, yfrente a ella hacía meditación aun en medio del fragor dela batalla.

Además Santa Teresa rogó por los súbditos de Españaen las Indias. Fue a raíz de la visita que un día le hicieraun Padre franciscano que acababa de llegar de América,donde le contó que había allí millones y millones de se-res humanos que vivían en el paganismo y la degrada-ción. Teresa se sintió casi aplastada por el dolor y rogó aDios en favor de ellos. Ella comprendía el bien que Es-paña podía hacer llevando allí el evangelio. Pero al mis-mo tiempo creyó que el descubrimiento de América laponía en peligro de prosperar demasiado. Estaba con-vencida de que la maldición de España era la ambiciónde enriquecerse desmedidamente por los negocios.

En este sentido le escribió una vez a su hermano Lo-renzo diciéndole que sería mucho mejor para él si culti-vaba la tierra y no criaba ovejas en orden a hacer nego-cios, legando de tal suerte a sus hijos honores en vez deriquezas. Vemos aquí cómo una contemplativa es capazde opinar incluso en los llamados asuntos prácticos delos hombres y de los pueblos. Si la mayoría de los hidal-gos hubiese seguido el consejo de Teresa, sin duda queEspaña no habría sufrido la decadencia que sufrió.

¡Figura inagotable la de esta santa! La hemos vistoabrazada a la cruz, enamorada del martirio, separándosedel mundo, por una parte, pero a la vez comprometida,como se dice, en los problemas de su tiempo. A esta raramezcla de contemplación y acción se refirió tambiénPablo VI en la ocasión aludida: «Ella tuvo el privilegio yel mérito de conocer los secretos de la oración por víade experiencia, vivida en la santidad de una vida consa-grada a la contemplación y al mismo tiempo comprome-tida en la acción».

A lo largo de los siglos nuestra santa seguiría influyen-do en la historia de su patria. Se cuenta que en la épocade la última guerra civil, los que asesinaban sacerdotes ymonjas, y baleaban crucifijos, llegaron un día a Avilapara atacarla. De pronto vieron venir a su encuentro auna mujer vestida con el hábito de carmelita, que excla-mó: «No os atrevais a tocar a mi ciudad». Algunos grita-ron: «¡Es Santa Teresa!», y huyeron. Al parecer, Teresasigue «comprometiéndose» en la historia de su amadaEspaña. Esperemos que no deje de hacerlo también aho-ra. Hemos comenzado este capítulo, e incluso la hemosmechado, con textos de Pablo VI, tomados de su homi-lía durante la Misa en que declaró a Santa Teresa Docto-ra de la Iglesia. Cerrémoslo con uno más:

«Este mensaje [de la santa] llega a nosotros, hijos de nuestrotiempo, mientras se va perdiendo no sólo la costumbre del colo-quio con Dios, sino también el sentido de la necesidad y del deberde adorarlo y de invocarlo. Llega a nosotros el mensaje de la ora-ción, canto y música del espíritu penetrado por la gracia y abiertoal diálogo de la fe, de la esperanza y de la caridad, mientras laexploración psicoanalítica desmonta el frágil y complicado instru-mento que somos, no para escuchar las voces de la humanidaddolorida y redimida. sino para escuchar el confuso murmullo del

subconciente animal y los gritos de las indomables pasiones y de laangustia desesperada».

Al declararla Doctora, el Papa ha querido que viése-mos en ella un remedio para la crisis de nuestra época,por contraposición con las tendencias que la animan; almismo tiempo ha querido indirectamente justificar unavez más y aprobar a las monjas contemplativas, que ocu-pan un lugar preeminente en el Cuerpo Místico.

Tal es esta mujer, esta española, esta santa, esta místi-ca, esta doctora. Se cumple en ella lo del introito de lamisa del común de los Doctores: «En medio de la Iglesiaabrió su boca y y el Señor la llenó de espiritu de sabiduríay de ciencia». Esta mujer, en la cual parecen desposarsede manera tan extraordinaria lo divino y lo humano esrealmente, al decir de la antífona de Vísperas del Oficiode Doctores, «luz de la Santa Iglesia».

Bibliografía consultadaSanta Teresa de Jesús, Obras Completas, BAC, 4ª ed., Ma-

drid, 1974.Giorgio Papásogli, Santa Teresa de Avila, Studium, Madrid,

1957.William Thomas Walsh, Santa Teresa de Avila, Espasa-Calpe,

4ª ed., Madrid. 1968.Marcelle Auclair, Vida de Santa Teresa de Jesús, Cultura His-

pánica, Madrid. 1970.Maximiliano Herraiz García, Sólo Dios basta. Claves de la

espiritualidad teresiana, Ed. de Espiritualidad, 3ª ed., Madrid. 1982.

Santa Teresa la GrandeMonja andariega y abadesa andanteQue en el servicio de Nuestra SeñoraAlanceabas molinos y carneros;Tú, princesa y fregona y mendicante,Tú, que sabías acertar la horaEn que Dios fiscaliza los pucheros;Tú, que después, hablando mano a mano,Te quedabas con El de sobremesa.Y era casi tu hermanoAquel que te llenaba la cabezaDe angelerías y de fundaciones.Y luego te partíasA predicar canciones y razonesComo jugando a las postrimerías;Teresa de Jesús, tú que supisteSobrellevar el éxtasis y el dardo,Glorioso el pecho y la mirada triste,Trémula el alma y el andar gallardo;Tú, la de la DivinaPaloma que al oído te dictabaSus lecciones de amor y de doctrinaY de consuelo musical, en tantoLa nube dibujabaUn atril de marfil para tu canto;Tú, señora de toda gentileza,Acógeme a tu abrigo,Teresa de Jesús, Madre Teresa,No me dejes estar solo conmigo.

Ignacio B. Anzoátegui

Santa Teresa de Jesús

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

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Santo Toribio de Mogrovejo

Nos complace detenernos en la consideración de lafigura de Santo Toribio, el gran pastor de Hispanoaméri-ca, auténtico arquetipo de lo que puede llegar a ser unobispo cuando asume sus responsabilidades pastoralescon generosidad y grandeza de alma.

I. De los Picos de Europaal Episcopado

Nació Toribio en Mayorga, pueblo del Reino de León.Allí se había trasladado su familia, cuya casa solariegase ubicaba en una aldehuela denominada Mogrovejo, sitaen las estribaciones de los montes de Asturias, los llama-dos Picos de Europa. Fue en dichos montes donde seinició la gloriosa Reconquista de España, hasta entoncesen poder de los moros. Sus padres eran de familia noble,lo que dejaría una impronta indeleble en el modo de serdel joven Toribio, el tercero de cinco hermanos. No sesabe con exactitud la fecha de su nacimiento, si bien esopinión común que acaeció el año 1538.

En el valle de Liébana, junto al castillo de los Mogrovejo, seencuentra un monasterio, fundado en el siglo VI por el monje Toribio,que había sido obispo de Palencia, y que eligió ese lugar para vivirallí con un grupo de compañeros según la regla benedictina. A me-diados del siglo VIII, una vez consolidada la Reconquista en esazona, llevaron al monasterio los restos de otro Toribio, que habíasido obispo de Astorga en el siglo V, juntamente con el lignumcrucis que dicho obispo trajo consigo de una de sus peregrinacio-nes a Jerusalén. Hoy el monasterio se llama de Santo Toribio deLiébana. De este santo le viene su nombre a nuestro Toribio, asícomo su amor apasionado por la cruz.

1. Joven estudiante en ValladolidA los 13 años Toribio fue enviado a Valladolid para

estudiar gramática, humanidades, derecho y filosofía.Ciudad histórica aquélla, que había sido varias veces sedede la corte de Castilla y capital del Imperio, cuna de Fe-lipe II y lugar de su coronación, ciudad que acogió aHernán Cortés para que diese a conocer el mundo azte-ca, foro de la polémica entre Las Casas y Sepúlveda,lugar de promulgación de las Leyes Nuevas, asiento delConsejo de Indias... En dicha ciudad, corazón del mun-do hispano, donde por aquellos años se encontraba Feli-pe II, quien tenía apenas 25 años y allí permaneceríahasta el traslado definitivo de la corte a Madrid, residióToribio durante una década.

No hacía cincuenta años que en la iglesia de San Francisco habíansido inhumados los restos de Colón, cuya casa se encontraba enaquella ciudad. Podríase decir que la tierra americana palpitaba enValladolid, siendo la ciudad entera latido y pulso del emprendimientoglorioso de las Indias. Si en Sevilla se embarcaban las expediciones,Valladolid las preparaba y equipaba. Ningún sitio, pues, más suge-rente para suscitar la llamada de las Indias.

No sería extraño que aquí hubiese comenzado Toribioa experimentar dicho atractivo. Diez años de su primerajuventud, desde 1550 a 1560, transcurrió en ese am-

biente de Valladolid, cortesano a la vez que académico.Eran años cruciales, pletóricos de acontecimientos: lassesiones del Concilio de Trento, el nacimiento deCervantes, el primer concilio de Lima, la muerte de SanIgnacio, la coronación de Felipe como rey. Ya desde en-tonces comenzaron a manifestarse los quilates del alma deToribio, un verdadero ejemplo para sus compañeros deestudios, a quienes no vacilaba en decirles, según ellosmismos nos relatan: «No ofendáis a tan gran Señor [aDios], reventar y no hacer un pecado venial».

2. En SalamancaEn 1562 pasó Toribio a Salamanca, para proseguir sus

estudios. Allí se encontraba un tío suyo, Juan Mogrovejo,canónigo y célebre catedrático de la Universidad.Salamanca era una ciudad espléndida, y lo sigue siendohoy. A juicio de Cervantes, «enhechiza la voluntad devolver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vi-vienda han gustado». Los años que allí pasó Toribio, de1562 a 1571, fueron también años preñados de aconte-cimientos. Durante esa década nació Lope de Vega, seclausuró el Concilio de Trento, se realizó la reforma deSan Carlos Borromeo en Milán, gobernó como Papa SanPío V, se publicó el Catecismo del Concilio de Trento,murió fray Bartolomé de Las Casas...

En lo que toca a la misma Salamanca, cuando a ella llegó Toribio,enseñaban allí grandes profesores, como los padres Domingo deSoto y Melchor Cano, habiendo transcurrido tan sólo dieciséisaños desde la muerte de su egregio maestro, el P. Francisco deVitoria. Asimismo ejercía la docencia por aquellos tiempos el céle-bre fray Luis de León. No cabe duda que el nivel cultural era eleva-dísimo, como si buena parte del Siglo de Oro se hubiera refugiadoen aquella ciudad.

Por otro lado, Salamanca era también madre de la naciente cultu-ra hispanoamericana, no sólo en razón de que en sus aulas se for-maron numerosísimos alumnos que luego se dispersarían por nues-tras tierras, sino también por haber sido la matriz de las Universi-dades que nacerían en Iberoamérica, especialmente de la que secrearía en Lima bajo el nombre de San Marcos, fundada a semejan-za suya y «con los mismos privilegios y exenciones como los tienela de Salamanca». Cuando algunos años después, Toribio interven-ga en aquel centro americano de altos estudios, procediendo a unreajuste de cátedras y materias, lo haría de acuerdo en todo con loque vio y aprendió en la Universidad de Salamanca.

Tal fue el mundo que conoció nuestro joven, un mun-do bullicioso, inquieto y ávido de saber. Allí se destacóenseguida por su gran capacidad de trabajo, su rigor in-telectual y su enorme facilidad de asimilación. Así lo re-cordarían luego sus compañeros: «Su ingenio, que lotenía muy sutil». «Estaba en todas las materias muy se-ñor». «Hombre de muy aventajadas y grandes letras».«Siendo señor de todo, como quien estaba siempre enlos libros»...

Son algunas de las apreciaciones de quienes fueronsus condiscípulos, según nos lo revelan las declaracio-nes de su proceso de canonización. Uno de ellos diríaque con frecuencia le resumía lo que había oído en lasaulas, haciéndolo «muchas veces mejor que los maes-tros de quienes lo oyó». ¡Y eso que no eran tontos aque-llos maestros!

Su tío estaba feliz con los progresos del aventajadoToribio. De ahí que con gusto le haría entrega, más ade-lante, de buena parte de su copiosa biblioteca: «Mando ami sobrino Toribio mi librería». Eran libros especialmen-te de índole jurídica, de modo que con su ulterior trasla-do al Perú sería la primera biblioteca de temas canónicosque pasaría de España a América.

Llegó el año 1568. Aprovechando las vacaciones, elque un día había de ser viajero incansable por los cerros

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y quebradas del Perú «donde se ha de ir a pie», segúnluego diría, quiso prepararse dirigiéndose en peregrina-ción a Santiago de Compostela. Tomó el bordón con lacalabaza, cosió las conchas en la esclavina, y puso elzurrón a la espalda. Lo acompañaban un amigo suyo,Francisco de Contreras, que con el tiempo llegaría a serel presidente del Consejo de Castilla.

Durante el transcurso del viaje ocurrió un hecho pintoresco, quede algún modo adelanta la actitud pastoral que luego lo caracteriza-ría. Cerca ya de Santiago, entraron a rezar en la iglesia de un pueblo.Como ambos estaban vestidos de manera humilde, una esclavanegra, que se encontraba esperando en la puerta la salida de susamos, peregrinos también, al ver a los dos jóvenes sacó del bolsoun maravedí y se los dio de limosna. Toribio declinó amablementeel obsequio: «Dios os lo pague, señora, que aquí llevamos parapasar nuestra romería». La pobre mujer, creyendo que no le acep-taban su limosna por demasiado insignificante, insistió: «Herma-nos romeros, perdonadme, que no tenía más que este cuarto, y asíno os di más; el conde, mi señor, está ahí dentro, oyendo misa,pedidle que os dará un real o medio». Los dos estudiantes, que erande noble linaje, besaron conmovidos el maravedí y se lo devolvieron.

Años más tarde aquel peregrino –ya transformado enarzobispo– tendría a su cuidado en sólo la ciudad deLima no menos de ocho mil negros, a quienes amaríacomo un padre, erigiendo varios curatos especiales paraellos, a cargo de sacerdotes expertos en tan difícil apos-tolado. Tanto los distinguiría que «nunca llamaba ni con-sentía llamar a los negros, negros, sino por su nombrede bautismo u hombre moreno». Él mismo le confesaríaa uno de sus confidentes que jamás olvidó aquel en-cuentro con la negra en su peregrinación al santuario deSantiago.

Llegado a Compostela, Toribio aprovechó para prepa-rar su licenciatura en cánones durante el mes que allípermaneció. Con la colación de grados, que se celebróen una capilla de la catedral compostelana, le otorgaronel título. Nunca la Universidad de Santiago olvidaría tanilustre graduado. Aún hoy se conserva allí una leyendaen latín que dice: «Toribio Alfonso Mogrovejo, viniendocomo peregrino a Compostela, fue investido del gradode licenciado en Derecho Canónico en esta universidadliteraria el 6 de octubre del año del Señor 1568». Teníatreinta años.

Una vez obtenida la licenciatura volvió a Salamanca,ingresando como alumno becario en el Colegio MayorSan Salvador de Oviedo. Esos Colegios Mayores, reser-vados para los más capaces, apuntaban a formar sacer-dotes diocesanos observantes y celosos, munidos de unasólida formación humanística y teológica, y también di-rigentes laicos que trabajasen luego por el bien común.De allí saldrían, así, gobernantes, obispos, consejeros,sabios, escritores... Los había a la sombra de todas lasUniversidades.

La de Salamanca contaba con tres de esos Colegios. Toribioeligió el más prestigiado. El ambiente que allí se vivía, en régimende completo internado, era excelente, no sólo en lo que toca a lointelectual y moral sino también a lo religioso. Los estudiantes seejercitaban en la piedad, con misa diaria y comunión frecuente,asistiendo a clases en la Universidad próxima, y consolidando lue-go en el Colegio lo escuchado en las aulas, con repeticiones yenseñanzas complementarias. Allí Toribio se formó en ambos de-rechos, el canónico y el civil, así como en teología.

Durante su estadía en Salamanca ha de haber tenidoabundantes noticias del Nuevo Mundo. Se sabe, por ejem-plo, que allí llegaron los escritos y comentarios del fran-ciscano Bernardino de Sahagún, profesor de la primeraescuela importante fundada en México, la de Santa Cruzde Tlatelolco, sobre la idiosincrasia de los indios mejica-nos, sus costumbres, la historia del Imperio Azteca, y elmodo que debía emplearse para aprender su lengua.

Varios de sus compañeros nos han dejado testimoniosde la integridad de vida de nuestro biografiado y de lasvirtudes que ya desde entonces lo ornaron. Era el limos-nero más generoso del Colegio. Y también el más morti-ficado. Tan severas fueron sus penitencias, con ciliciosy disciplinas, que algunos las juzgaron excesivas, denun-ciándolo al Rector del Colegio. Éste le pidió que modera-se el rigor con que castigaba su cuerpo y se atuviera auna justa medida, de modo que no dañase la salud. Hastaentonces Toribio no había manifestado deseos de seguirla vocación sacerdotal. Si bien sus estudios lo capacita-ban para recibir las órdenes mayores, por el momentoera laico, muy destacado, pero nada más.

3. Inquisidor en GranadaTres años pasó Toribio en el Colegio Mayor de

Salamanca. Tenía 35 años de edad, y un flamante títulode licenciado que había traído de Compostela bajo el bra-zo. Se estaba ahora preparando para afrontar las pruebasque exigía el doctorado en Derecho. Mas he aquí queuna noche, cuando todos estaban descansando, reciosgolpes se escucharon en las puertas del Colegio. Por loinsólito del caso debía tratarse de algo urgente. Cierta-mente lo era. Tratábase nada menos que de una carta delRey en persona, dirigida a Toribio, que había de entre-garse en manos del destinatario. El caballero que habíallamado era el gentilhombre del Santo Oficio de Sala-manca. La carta del monarca, anexa a pliegos del Conse-jo Supremo, le informaba que había sido nombrado In-quisidor en Granada. Una altísima designación oficial,mucho más sorprendente por lo prematuro, ya que Toribiono era todavía sino un simple estudiante, por aventajadoque fuese.

Al principio creyó que se trataba de una broma, tanpropia de los estudiantes. Pero cuando leyó «Yo, el rey»sobre la firma del secretario real y el agregado «Por man-dato de Su Majestad», entendió que la cosa iba en serio.En el documento se decía: «En el dicho licenciado con-curren las cualidades de limpieza que se requieren paraservir en el Santo Oficio de la Inquisición». Y también:«Nombro al licenciado Toribio Alfonso de Mogrovejo parael cargo de Inquisidor del Tribunal del Santo Oficio deGranada. Yo, el rey, Felipe II». Toribio entendió ensegui-da que alguien lo había recomendado al monarca, sinduda sus antiguos condiscípulos. Como la orden era pe-rentoria, se fue inmediatamente a preparar sus valijas parasalir temprano hacia Granada. Sus compañeros lo feste-jaron toda la noche, pero él, para prevenir cualquier ten-tación de vanidad, se encerró durante un rato en su cuar-to y se propinó una buena cantidad de azotes...

Hoy algunos, cuando oyen nombrar la Inquisición, sienten quese les eriza la piel. En realidad se trató de una fundación benéfica,hecha para la salvaguarda de la fe. Si dejamos de lado algunos exce-sos, inevitables en toda institución humana, la Iglesia, que la creó, ladeseaba justa, y no vaciló en llamarla la Santa Inquisición. Dehecho, varios inquisidores fueron declarados santos, y hubo entreellos mártires, como San Pedro Arbués. En tiempos particularmen-te recios, se hacía necesario poner recaudos especiales para conser-var la fe virgen de errores. Sea lo que fuere, la función de inquisidoren la España del siglo XVI era de gran trascendencia. Había en laPenínsula varios tribunales regionales, que dependían de un Conse-jo Supremo. Los diversos inquisidores se iban turnando para reco-rrer todas las poblaciones del distrito a su cargo.

A nuestro novel inquisidor le esperaba en el tribunal deGranada, más allá de los asuntos comunes y de los cues-tionamientos ideológicos que se iban planteando por lasinfiltraciones en España de la Reforma protestante, unproblema específico, el de los moriscos y abencerrajes,antigua población mora, incrustada en el pueblo cristiano

Santo Toribio de Mogrovejo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

como residuo compacto, difícil de asimilar. Constituíanel último baluarte del Islam, con fuerza más que sufi-ciente para perturbar todo el reino de Granada, como loacababa de demostrar la rebelión todavía humeante delos moriscos de las Alpujarras, a quienes había derrota-do don Juan de Austria tres años atrás. Puestos en eldilema, hacía unos ochenta años, de convertirse o aban-donar España, muchos de ellos se habían hecho bautizarsin la sinceridad debida. Para enfrentar principalmenteesta difícil situación de los moros conversos, se habíaelegido al destacado estudiante de Salamanca.

Allí permanecería Toribio durante cinco años. Diaria-mente debía recibir en audiencia tres horas por la maña-na y tres por la tarde. Los asuntos eran tan diversoscomo exóticos: iluminados que se sentían enviados di-rectamente por Dios, perjuros, blasfemos, falsos con-versos judíos y moros. El joven inquisidor estaba com-placido de poder trabajar en lo que más le gustaba: elcampo del derecho, para hacer justicia, ganándosemerecidamente fama de rectitud y ponderación en cadauna de las situaciones en que tuvo que intervenir. Nosdice uno de sus biógrafos:

«Sentía en su alma notable desconsuelo cuando se ofrecía elcastigar delitos de blasfemias, herejías, judaísmo y otros semejan-tes. Amaba mucho a Dios y así era celoso de su honra. Quería conextremo a los prójimos y quería con extremo el ver usar de rigor conellos. Pero como en Dios los atributos de la justicia y de la miseri-cordia, aunque son diferentes, no son contrarios, sino conformes ycompatibles [...] era justiciero con misericordia y misericordiosocon justicia. Aborrecía los delitos, no los agresores».

A nadie envió a la hoguera, ni hubiera podido hacerlo,ya que ese castigo estaba reservado al poder político.Por aquellos años, los casos de entrega al brazo seculareran rarísimos. Varias fueron las causas concretas quepasaron por sus manos, entre ellas la de una beguinailuminada, que pretendía recibir extrañas inspiracionesdivinas, la de otra que hacía propaganda de la bigamia, lade un iluminado para el cual la prostitución no era peca-do. Por lo general los condenaba a penitencias que con-sistían en oraciones, ayunos y limosnas. En los casos deaquellos moriscos de dudosa conversión, numerosos enla región, se mostró especialmente prudente. Durantecuatro meses recorrió diversos barrios de Granada y unadocena de otras ciudades y pueblos de la zona.4. Obispo

Estando en esos menesteres, recibió otra gran noticia.Felipe II lo había presentado al papa Gregorio XIII paraque lo nombrase obispo de Lima, en el Nuevo Mundo.Aquella diócesis estaba acéfala desde la muerte del pri-mer arzobispo, el dominico Jerónimo de Loaysa. Cuatroaños habían pasado desde su fallecimiento, y el Consejode Indias no podía encontrar un sustituto que reunieralas condiciones requeridas para aquella sede episcopal.Una década atrás, el Rey había expuesto en Valladolid lascondiciones que Roma consideraba indispensables paraque la colonización de América se hiciera con un sentidoverdaderamente cristiano.

Toribio ya había tenido una experiencia político-religiosa de tresaños como Inquisidor en Granada, durante la cual mostró estardotado de un conjunto de cualidades personales: celo apostólico,serenidad de juicio, pulcritud en sus acciones y un ardiente deseode batallar en procura de la verdad y de la justicia. Toda Granadaera testigo de ello. Pero para ser obispo había una dificultad, y esque por aquel entonces Toribio era todavía laico.

Las tramitaciones para la presentación que de él hizoFelipe II fueron las habituales. Estando vacante la capitaldel Virreinato del Perú, el Consejo de Indias se habíadirigido al Rey para que cubriera dicha sede. En aqueltiempo las proposiciones para nombramientos episcopales

en América dependían del Consejo de Indias, que no sóloatendía al gobierno general del Nuevo Mundo, sino queera también el órgano del Patronato eclesiástico confia-do por el Papa al rey de España sobre las tierras por elladescubiertas. Dadas las especiales características de lasede vacante en ella se necesitaba, a juicio del Consejode Indias «un Prelado de fácil cabalgar, no esquivo a laaventura misional, no menos misionero que gobernante,más jurista que teólogo, y de pulso firme para el timónde nave difícil, a quien no faltase el espíritu combativoen aquella tierra de águilas».

Nos parece espléndida esta descripción del perfil dequien había de ser obispo en una zona tan ardua. Loúnico que no nos gusta demasiado es esa preferencia delo jurídico por sobre lo teológico. Quizás se quiso decirque, dadas las distancias que separaban Lima de Madridy de Roma, el obispo de aquella sede debía tener especialcapacidad de gobierno y de decisión, para saber zanjarsituaciones a veces complicadas sin permanentes con-sultas. Fue el parecer de Diego de Zúñiga, un antiguocompañero del Colegio Mayor de Salamanca, quien lehabía sugerido a Felipe II el nombre de Toribio.

El Rey estudió la solicitud y resolvió de manera perso-nal, según se lo comunicaba en carta al virrey del Perú:«la elección que yo hice en su persona». Felipe queríaun obispo joven, capaz de emprender las visitas pastoralesque Jerónimo de Loaysa no había podido realizar desdehacía veinte años. En lo que toca al ruego del Consejo,no olvidemos que Toribio conoció a la perfección am-bos derechos, el civil y el canónico. Si bien sería más ungobernante religioso que un pensador o un teólogo, contodo no se convirtió en un leguleyo, un abogado de ofi-cina.

Quedaba por obtener la confirmación de Roma, que elPapa no tardó en conceder. Al nombrarlo para el cargo,el Santo Padre alude a su futura sede, esa ciudad «her-mosísima y nobilísima –le dice–, en la que está el Virrey,el Consejo General y el Tribunal de la Santa Inquisición».Era también, por elevación, un elogio del nuevo arzobis-po: a tal honor, tal señor. En un principio, Toribio vaciló,pidiendo tres meses de plazo para pensarlo mejor.

Sabedor de ello, el Rey le hizo decir: «Conozco la deli-cadeza de tu conciencia y la rectitud de tu corazón, y nome extraña que te consideres inhábil para el cargo que,en presencia de Dios, me ha parecido justo conferirte.Tus razones me agradan, pero no me convencen».

También su familia lo inclinó a aceptar la denomina-ción. «En especial sus hermanos le persuadieron a quelo aceptase –declararía luego un conocido suyo–, y lereconvenían diciendo que si deseaba ser mártir –que asísiempre lo decía), aquélla era buena ocasión de serlo; yque así aceptase el dicho oficio. Con que por este finaceptó y por echar de ver que convenía para exaltaciónde la Iglesia y conversión de los indios infieles de esteReino y para la salud de las almas de ellos». Así se lohizo saber al Santo Padre: «Si bien es un peso que supe-ra mis fuerzas, temible aun para los ángeles, y a pesar deverme indigno de tan alto cargo, no he diferido más elaceptarlo, confiando en el Señor y arrojando en él todasmis inquietudes».

Aprestóse entonces a su consagración episcopal. Perocomo aún era laico, hubo de recibir primero, de manosdel arzobispo de Granada, las órdenes menores y elsubdiaconado, así como el diaconado y el sacerdocio.Finalmente fue hecho obispo en la catedral de Sevilla,que seguía siendo moralmente la sede patriarcal de laIglesia en América, como lo había sido efectivamente

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antes de la erección de los arzobispados de Santo Do-mingo, México y Lima.5. Rumbo al Perú

Los meses que transcurrieron desde su elección comoarzobispo hasta el día en que se embarcó en dirección asu nuevo destino, Toribio los empleó en prepararse parapoder desempeñar mejor su ministerio episcopal. En or-den a ello, se puso a estudiar la historia y la geografía delvirreinato del Perú, sus costumbres, el estado en que seencontraban las misiones, los caminos que debería re-correr, y todo aquello que le permitiera identificarse máscon la tierra que sería su segunda patria.

Se dirigió luego a Mayorga para despedirse de su ma-dre, hermanos, parientes y amigos. Allí mismo se ofre-cieron para acom.pañarlo su hermana Grimanesa, consu esposo don Francisco de Quñones, y sus tres hijos.Quiso también agregársele el joven granadino SanchoDávila, quien lo había secundado en sus años de Inquisi-dor, y ahora lo seguiría a Lima y lo acompañaría conuna fidelidad realmente admirable en sus grandes visitaspastorales, hasta cerrarle los ojos a su muerte. Junto conToribio partieron también 16 jesuitas.

El año 1580 embarcóse Toribio en Sanlúcar de Barrameda, acom-pañado por veintiseis personas. Llevaba consigo su rica biblioteca.Durante tres meses la nave surcó las aguas. Cuán al caso vienenaquí aquellas palabras que dijera Pío XII refiriéndose a las carabe-las de Colón: «Fueron verdaderas auxiliares de la nave de San Pe-dro, que llevaron al nuevo Mundo el tesoro de la fe». Exactamenteocurría ahora también. Tras arribar a Canarias, el barco se dirigió aSanto Domingo y luego a Panamá. Después de cruzar el istmo, loesperaba otra nave, que le había enviado el virrey del Perú.

Una vez que llegó a Paita, prefirió continuar el viajepor tierra, lo que le permitía empezar a conocer el país.Luego de pasar Trujillo, entró por fin en Lima el 11 demayo de 1581. Allí lo esperaba el pueblo fiel, encabeza-do por el Virrey, Martín Enríquez, recién llegado de Méxi-co, y los demás funcionarios, todos en traje de gala.Revestido de pontifical, el nuevo obispo emprendió lamarcha hacia la catedral, entre las aclamaciones y losvítores de la multitud. Desde un principio Toribio se ganóel afecto de todos, por su afabilidad y sencillez. Nuncaolvidaría este ingreso a su ciudad amada.

Enseguida le informó a Felipe II: «Llegué a este nuevoreino... a los once de mayo de ochenta y uno». El Cabil-do de la catedral, entreviendo ya los quilates del nuevopastor, se dirigió también a Felipe en estos términos: «Estal persona cual convenía para remediar la necesidad queesta santa Iglesia tenía de un tal prelado, y así es decreer que la merced grande que Vuestra Majestad noshizo en nos lo dar por pastor y prelado fue hecha pordivina inspiración». Si Carlos V dio a Juan de Zumárragapara México, su hijo Felipe no se quedó atrás al dar anuestro Santo para el Perú, mostrando así ambos, y demanera palmaria, su voluntad evangelizadora. Son dosnombres que encabezan la lista egregia de los grandesregalos que los reyes de España hicieron a la joven Igle-sia en América, cumpliendo así de manera tan loable elencargo pontificio contenido en las bulas del Patronato.

Ya tenemos a Toribio en la capital virreinal. La arquidiócesis deLima sobrepasaba, sin embargo, los límites del Virreinato. Como setrataba de una Arquidiócesis Metropolitana, dependían de ella di-versos obispados sufragáneos. Eran éstos el de Nicaragua, distantemás de seiscientas leguas; el de Panamá, por mar, quinientas; el dePopayán, en el Nuevo Reino, unas cuatrocientas; el de Cuzco,cientocincuenta; el de La Plata o Charcas, quinientas; el de Asun-ción, Paraguay, por tierra, seiscientas; el de Santiago de Chile, pormar, cuatrocientas; algo más, también por mar, el de la Imperial –actual Concepción–, en Chile; y el de Tucumán, en nuestra patria.Como se ve, fue también Obispo nuestro, ya que toda la actual

Argentina estaba en su jurisdicción.La mayor dificultad para las comunicaciones lo constituía la cor-

dillera de los Andes, enorme barrera a modo de contrafuerte, exten-dida a lo largo de todo el continente y paralela al Pacífico, con lo quelas ciudades marítimas quedaban aisladas del resto del territorio.Por lo demás, la topografía era endiablada, ya que se alternabansierras, quebradas y valles, con bruscas diferencias de climas, y congrandes e impetuosos ríos.

Pronto Toribio se enamoró de su Lima. Ya no volveríanunca más a España, aun cuando asuntos trascendenteslo hubieran justificado. En caso de necesidad, prefirióque fuera siempre algún enviado suyo. La renuncia fuetotal. Quemó no sólo sus naves, como Cortés, sino sucorazón. Al fin y al cabo el obispo se debe desposar consu diócesis.

II. El Perú pretoribianoAntes de que sigamos refiriendo la vida y el intenso

accionar apostólico del nuevo obispo, será convenienteambientarnos en el mundo que le tocó vivir. Sólo habíanpasado cien años desde que las carabelas de Colón avis-taron tierra americana. No exageró Francisco López deGómara, capellán de Hernán Cortés y cronista de las In-dias, al afirmar que el descubrimiento de América y suulterior evangelización fueron «la mayor cosa después dela creación del mundo, sacando la encarnación y la muertedel que lo crió». Dentro de esa epopeya, la conquista delPerú significó un hito de singular relevancia.

Fue el capitán extremeño Francisco de Pizarro quienen 1531 llegó a aquellas tierras; en 1533 entró en Cuzco,y el 6 de enero de 1535 fundó la ciudad de Lima, quedenominó, por el día de su erección, Ciudad de los Re-yes. Los incas la llamaban «Rimae», que en quechua sig-nifica «valle que habla», por haber sido residencia de unoráculo indígena, de donde su ulterior nombre de «Lima».Allí llegó España, volcando sobre esas regiones su cultu-ra y su civilización, es decir, un conjunto abigarrado deleyes, tradiciones, toreros y penitentes, y suscitando nue-vos santos, como Rosa, Martín de Porres y nuestroToribio, porque la España de aquella hora única, mien-tras descubría «las Indias de la tierra» ya estaba pensan-do en «las Indias del cielo».

Lima parecía una provincia andaluza, una especie de filial deSevilla, con aureola imperial, ya que sería algo así como el centropolítico, cultural y religioso de América meridional y gran parte dela central. El Nuevo Mundo se compendiaba en dos grandes polos:el virreinato del Perú para el sur, y el de México para el norte. Si nosatenemos a los años que ahora nos interesan, el Perú se encontrabaen su mejor momento, superados ya los tiempos de la conquista ylos graves disturbios que le siguieron.

En lo político, Lima era la sede del Virreinato, lugar de residenciadel Virrey, con plena jurisdicción sobre las tres Audiencias existen-tes: Lima, Quito y Charcas –Chuquisaca–. La Audiencia de Lima,que presidía personalmente el Virrey, estaba compuesta de quinceletrados. En caso de que la sede del Virrey estuviese vacante, elgobierno quedaba en manos de dicha Audiencia. En aquel alto tribu-nal, órgano del Patronato Regio Eclesiástico, se ventilaban las cau-sas de competencia del poder temporal y la autoridad espiritual.

Por lo que se refiere a lo cultural, Lima no tenía que envidiar anadie. Hacía poco que los dominicos, con el apoyo del obispoJerónimo de Loaysa y del virrey Toledo, habían fundado la Univer-sidad de San Marcos, abierta a españoles, indios y mestizos, enedificio propio e independiente, a imagen de la Universidad deSalamanca, gozando de sus mismos privilegios y exenciones, confacultades de Leyes, Teología y Artes, más una cátedra de lenguaindígena. Luego Toribio, tan conocedor del mundo universitario,erigiría el Colegio Mayor de San Felipe, siguiendo el modelo de losColegios Mayores salmantinos.

En el campo religioso, la diócesis de Lima era típicamente ameri-cana, formada por una población española cristiana y grandes con-tingentes de indios en camino de conversión, a los que había queañadir los mestizos y los negros, que eran numerosos. Tenía su

Santo Toribio de Mogrovejo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosCabildo eclesiástico, integrado por hombres doctos, que cubríancátedras en la Universidad, así como dos parroquias, cinco conven-tos de varones, con más de 400 religiosos entre escolares, sacerdo-tes y hermanos legos, y tres conventos de monjas, con cerca de 400religiosas. Había, asimismo, seis hospitales de indios y españoles,a cargo de la Iglesia. Justamente por estar aquella diócesis tan bienatendida espiritualmente, Toribio estaría en condiciones de dedicarlargas temporadas a viajes pastorales.

Lima había sido erigida en obispado el año 1541, esdecir, a los seis años de la fundación de la ciudad, aproposición de Carlos V y del Consejo de Indias,desmembrándose de la diócesis de Cuzco, la primeradiócesis del Perú, erigida en 1537. Cuzco era la capitaldel Imperio Incaico y la ciudad santa de dicho Imperio.

En quechua, Cuzco significa «ombligo», centro delmundo inca. Lima fue declarada, como en el caso deCuzco, sufragánea de la arquidiócesis de Sevilla, siendosu primer obispo fray Jerónimo de Loaysa. En 1546, lanueva diócesis, vuelta metropolitana, dejó de dependerde Sevilla, teniendo ahora como sufragáneas las nume-rosas diócesis que hemos mencionado más arriba. Fueasí la Arquidiócesis primada de Perú y de toda Sudamérica,y su influencia religiosa y misionera se extendería a Bra-sil, Filipinas y parte del mismo México.

Si bien Santo Toribio no se contó entre los primerosespañoles que pisaron tierra incaica, sí lo estuvo uno desus parientes, el capitán Juan de Mogrovejo, primo car-nal de su padre, quien acompañó a Pizarro en Cajamarcay en la fundación de Lima. Al itinerario de su tío se refe-riría luego Toribio en carta al Rey, donde le recomenda-ba a su cuñado Francisco de Quiñones:

«Tuvo asimismo en este Reino un hermano de su madre y tío quefue de los de Cajamarca y vecino de esta ciudad [Lima] y en laocasión del levantamiento general de los indios, fue con la gente deesta ciudad al socorro del Cuzco, y llegado a la provincia de Jaujacastigó a los indios que allí parecieron estar alzados y prosiguiendosu viaje en paso estrecho le tiraron los indios una galga y le matarony comieron».

Detengámonos un tanto, por su interés contextual, enaquellos orígenes de la conquista española del Perú, queinvolucrarían al tío de Toribio. El capitán de Mogrovejo,luego de permanecer durante un tiempo en Nicaragua, sehabía dirigido al Perú, tomando parte en las correrías dePizarro. Era un hábil y experimentado jinete, al tiempoque el hombre más letrado de los que acompañaban alcaudillo extremeño, el intelectual de su contingente. En1533 se encontraba en Jauja, que había sido fundadaprovisionalmente como ciudad española, ocupando enella un cargo político. Mientras el cuerpo principal deconquistadores avanzó desde allí hacia el Cuzco,Mogrovejo permaneció en Jauja como capitán de caba-llería, protegiendo el tesoro del Rey. Cuando se fundó laciudad de Lima, el Virrey lo nombró alcalde del nuevopoblado.

Nuestro capitán parecía estar destinado a ser uno delos grandes del Perú, con el apoyo de la familia Pizarro.Pero su carrera quedó frustrada abruptamente por unavatar histórico, al que se refería Toribio en su carta alRey. En 1536 había estallado una rebelión indígena. Conocasión de ello, el gobernador Pizarro le pidió que enca-bezara una expedición de treinta jinetes para acudir enrefuerzo de quienes combatían en las alturas del Cuzco.Enviar tan pocos hombres a una misión tan peligrosaparecía descabellado, pero no lo era tanto si se tenía encuenta que en expediciones anteriores los jinetes espa-ñoles se habían mostrado invencibles frente a los indios.Claro que ello sucedía así cuando se trataba de comba-tes en campo abierto. Los indios habían aprendido que lomejor era atraer a los españoles a zonas montañosas, para

atacarlos allí por sorpresa en los desfiladeros o pasos an-gostos.

Tal fue lo que aconteció en la expedición de Mogrovejo.Si bien al comienzo lograron varias victorias, al pasarpor un estrecho desfiladero, cayó sobre ellos una ava-lancha de piedras –una «galga», la llamaban–, lanzadasdesde todas las alturas y direcciones, de la que se esca-paron muy pocos. Fue allí donde murió nuestro capitán,que tenía sólo 29 años. Sin duda que en su niñez, Toribioha de haber oído hablar de estos sucesos en las conver-saciones de familia. Quizás a partir de entonces empezóa interesarse en todo lo que se refería a las lejanas IndiasOccidentales, cuyas noticias y hechos singulares se lehacían fascinantes.

Tras aquellos sucesos, comenzaron en el Perú una serie deenfrentamientos entre los propios españoles, lo que no dejaría deresultar insólito para aquellos indios, acostumbrados como esta-ban a la disciplina imperial del Inca, delante del cual nadie chistaba.Francisco Pizarro se enfrentó con Diego de Almagro (1537-1538);luego el hijo de Almagro combatió a Vaca de Castro, nuevo goberna-dor del Perú (1541-1542); Gonzalo Pizarro se rebeló contra lasLeyes Nuevas, que acababan de llegar de España, y fue muerto elvirrey Núñez de Vela (1544-1546); el mismo Gonzalo Pizarro em-bistió luego contra el licenciado La Gasca, eclesiástico enviado porla Corona con plenos poderes, siendo aquél vencido y muerto(1547-1548); Hernando Girón se opuso a la Audiencia de Lima(1553-1554), hasta que finalmente La Gasca logró imponer la auto-ridad de la Corona. Sólo tras diecisiete años de conflictos civiles, elvirreinato del Perú logró consolidarse y progresar. Entre 1570 y1581 el virrey Toledo realizó una magnífica labor en el ámbitopolítico, mientras que en el campo eclesiástico el primer obispo deLima, fray Jerónimo de Loaysa, consolidaba las bases de la estruc-tura eclesial.

La labor de fray Jerónimo de Loaysa fue digna de todaponderación. Además de haber convocado los dos pri-meros concilios limenses, en que se reglamentó el fun-cionamiento de las doctrinas de los indios, introdujo lasllamadas «reducciones». ¿Cuál fue la causa de esta deci-sión? Los indígenas vivían dispersos en cuevas, chozas, oranchos diseminados, lo que hacía prácticamente imposi-ble su evangelización. Primero debían vivir como hom-bres, como personas. Y así se «los redujo» a agregarse enpoblaciones o, mejor dicho, resolvieron formar pueblosde indios, donde se pudiese proveer a su educación, hu-mana y cristiana, respetándose siempre los elementosrescatables de su cultura ancestral, como por ejemplolas costumbres autóctonas que no fueran contrarias a laley natural o a la ley divina. Así se fue creando una civi-lización mixta, indoeuropea, una «nueva cristiandad». Encada doctrina no debía haber más de 400 indios casa-dos, con sus familias, atendidos espiritualmente por unoo varios sacerdotes que, según las instrucciones de Fe-lipe II, debían saber las dos lenguas indígenas funda-mentales, el quechua y el aymará.

Ya anciano, fray Jerónimo de Loaysa, que siempre fir-maba Arzobispo de los Reyes, murió en 1575, despuésde haber gobernado la diócesis durante 32 años. A sumuerte, la situación parecía definitivamente afianzada.Los errores y delitos cometidos por los españoles du-rante la Conquista habían quedado purgados por deci-sión de la Iglesia, que dispuso, cuando se trató de injus-ticias, restituciones masivas a los indios afectados, loque éstos apreciaron justamente. Todas las semillas de lacultura intelectual y espiritual, escuelas, colegios, uni-versidades, misiones y reducciones, estaban echadas.Se erigieron cruces en cerros y encrucijadas, capillas ytemplos ornaron el paisaje, en una especie de gran bau-tismo geográfico. La sociedad peruana se estaba convir-tiendo en una auténtica cristiandad, como no sucedía enninguna otra parte. El prestigio de la Iglesia, conducida

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por un obispo culto y virtuoso, era considerable. El po-der político y la autoridad religiosa obraban en consuno.Tras tantos años de huracanes, parecía levantarse el arcoiris. Sólo bastaba que apareciera una nueva figura, unnuevo conductor, para que se lograra gestar un auténti-co Siglo de Oro cristiano de ultramar.

III. El Tercer Concilio de LimaVolvamos ahora a nuestro Toribio y su actuación pas-

toral. No bien llegó a la sede para la que había sido nomi-nado, se abocó a numerosos emprendimientos. Enten-dió que su primer deber era asegurar la seriedad de lavida contemplativa. Así nos lo revela en carta a Felipe II:

«[Las monjas] que dejaron el mundo y a sus padres y deudos yestán siempre encomendándonos a Dios en perpetua clausura ycerramiento, privadas de los contentos y regalos de fuera, ocupa-das en oraciones y divinos oficios y no dándoseles lugar por ordeny mandato mío a admitir visitas de nadie si no fuere de padres yhermanos con expresa licencia por escrito y a los padres y herma-nos de mes a mes tan solamente; atendiendo en esta parte al sosie-go y quietud de las monjas que yo tengo, he deseado y deseo yaque no sean molestadas ni fatigadas con visitas inoportunas declérigos ni de legos».

Si bien él no formó parte de ningún instituto religioso,supo sin embargo comprender el sentido de la vida reli-giosa, y en especial de los monasterios de clausura, lo-gística inobviable de todo trabajo pastoral. Preocupóseasimismo con especial interés en la erección de cole-gios, hospitales y numerosas iglesias, dando nuevo im-pulso a la restauración de la Catedral, buena parte de lacual subsiste hasta el presente.

Pero su principal emprendimiento fue la celebracióndel Tercer Concilio de Lima. El rey Felipe II, siempreinteresado por el bien espiritual de sus súbditos, se habíadirigido por Real Cédula al nuevo Virrey, Martín Enríquez,así como al novel Arzobispo, urgiéndoles la convoca-ción de dicha asamblea. Los objetivos por él señaladoseran los siguientes:

«Reformar y poner en orden las cosas tocantes al buen gobiernoespiritual de estas partes, y tratar del bien de las almas de losnaturales, su doctrina, conversión y buen enseñamiento, y otrascosas muy convenientes y necesarias a la propagación del evange-lio y bien de la religión».

A más de un lector podrá parecerle extraño el tenor deeste documento. Ante todo hay que tener en cuenta lasituación peculiar de la Iglesia en España, con su anti-quísima y gloriosa tradición sinodal, que se remonta a laépoca de la monarquía visigoda y de los concilios tole-danos. Dichos sínodos no sólo tenían carácter eclesiás-tico sino también civil. Como organismos vertebrales dela vida nacional, sus cánones eran también leyes del Es-tado.

Por su parte, los reyes de España, a partir de Felipe II,entendían que el derecho de convocar sínodos, cuandolo juzgasen oportuno, se encontraba contenido en el Pa-tronato que la Sede Apostólica les había reconocido. Nosólo se fundaban en el privilegio pontificio, sino tam-bién, como lo explicó el jurista español Juan de SolórzanoPereira, oidor por aquellos tiempos en Perú y Consejerode Indias en Madrid, en la convicción de que los reyesde España eran y debían ser los ejecutores de los conci-lios que se celebraban en sus Reinos, para el mejor go-bierno de la Iglesia, pues a los reyes y príncipes de latierra, según decía una de las leyes de la Recopilación deCastilla, les encomendó Dios la defensa de la Santa Ma-dre Iglesia.

En carta al virrey del Perú le decía, pues, Felipe: «Ya tendréisentendido cuánto hemos procurado que se congregasen en esa ciu-dad todos los prelados de su metrópoli.... Y porque el demonio no

ponga estorbo en cosas que nuestro Señor ha de ser tan servido, yconviene que ya no se dilate más, os mandamos que, juntamentecon el arzobispo de esa ciudad, tratéis y deis orden cómo luego seaperciban [los prelados] para tiempo señalado, enviándole con vues-tras cartas las que van aquí nuestras... Vos asistiréis con ellos en eldicho Concilio... y ordenaréis que se haga con mucha autoridad ydemostración para que los indios tengan reverencia y acatamientoque conviene... y que los dichos prelados sean estimados y acaricia-dos el tiempo en que en esa ciudad se detuvieren».

En la misiva que iba al Arzobispo le agregaba: «...Y porque estoimporta tanto como tendréis entendido, os ruego y encargo que,juntándoos para ello con el nuevo virrey de esas provincias, ambosescribáis y persuadáis a los dichos obispos [los sufragáneos] paraque con mucha brevedad se junten, enviándoles las cartas nues-tras... advirtiéndoles que en esto ninguna excusa es suficiente ni seles ha de admitir, pues es justo posponer el regalo y contentamien-to particular al servicio de Dios, para cuya honra y gloria esto seprocura».

Si bien el Concilio de Trento había dispuesto que losConcilios nacionales se celebrasen cada tres años, porlas enormes distancias que había en América, Pío V lehabía otorgado a Felipe II el privilegio de que en las In-dias se celebrasen cada cinco. Como lo hemos señaladoanteriormente, ya el antecesor de Toribio, fray Jerónimode Loaysa, había convocado dos Concilios en Lima, perode hecho tuvieron escaso valor y casi ninguna influenciareal, no habiendo sido siquiera aprobados por la SantaSede. El que ahora se propuso realizar Toribio, que seríael Tercer Concilio Provincial de Lima, resultaría trascen-dente para la Iglesia en América, al tiempo que la expre-sión viva del espíritu y personalidad del Santo Obispo.

Era Toribio un pastor joven y todavía sin experiencia,lo que no le impidió lanzarse con denuedo a la empresa.Sin embargo, contra lo que se hubiera podido esperar,tomó una decisión extraña, como lo son a veces las quetoman los santos. En vez de abocarse inmediatamente ala preparación del Concilio, se le ocurrió abandonar Lima,para visitar algunas regiones de su vasta diócesis, quenunca habían sido recorridas por ningún prelado. Ardíaen deseos de entrar en contacto con sus ovejas.

Su viaje de venida por tierra, desde Paita, le había per-mitido conocer ya la zona norte de su inmensa diócesis;ahora se encaminó hacia el sur, hasta Nazca, a fin devisitar la zona meridional. Luego de un retorno brevísi-mo a Lima, salió de nuevo, pero esta vez hacia el este, aHuánuco, ciudad que se encuentra al otro lado de losAndes, por lo que debió cruzar la cordillera, que en esazona alcanza una altura de más de cinco mil metros. Cuan-do regresó a Lima sólo faltaban quince días para la aper-tura del Concilio.

1. Las turbulencias preconciliaresAntes de partir a ese viaje tan prematuro, había hecho

llegar la debida convocatoria a sus obispos sufragáneos.Al Concilio debían asistir los titulares de Panamá, Nica-ragua, Popayán, Quito, Cuzco, la Nueva Imperial, San-tiago de Chile, Charcas, Asunción y Tucumán. De ellosla mayoría eran religiosos y sólo tres del clero secular.Las diócesis de Panamá y Nicaragua estaban vacantes,así que no podían ser representadas por sus pastores.Según iban llegando los primeros a Lima, no podían ocul-tar su asombro al enterarse de que el titular no estaba allí,sino de gira pastoral. Pero él había entendido que la me-jor preparación para poder luego legislar con inteligenciay conocimiento de causa era la información personal,entrando en contacto directo con los indios, los corregi-dores, el clero, «para tomar claridad y lumbre de las co-sas que en el concilio se habían de tratar tocantes a estosnaturales», como él mismo escribe con donaire.

Santo Toribio de Mogrovejo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Se acercaba ya la fecha señalada para el comienzo, yalgunos obispos todavía no habían arribado. Entonces elVirrey, de acuerdo con Toribio, resolvió que comenzaseninmediatamente las sesiones con los obispos presentes.Llegó el día de la inauguración. De la iglesia de SantoDomingo partió el cortejo que encabezaba el Arzobispo eintegraban cinco obispos, los de Cuzco, la Imperial, San-tiago, Tucumán y Río de la Plata. Los acompañaba elVirrey, los miembros de la Audiencia y de ambos Cabil-dos, religiosos, sacerdotes y fieles. Terminada la SantaMisa se leyó lo dispuesto por el Concilio de Trento, de-clarándose así abierto el Concilio. En él tomaban parte,además de los prelados, un grupo de teólogos y de juris-tas, así como representantes de los Cabildos. Cada díase llevaban a cabo dos sesiones, en las que con frecuen-cia se hacía presente el mismo Virrey.

El ambiente era particularmente tenso. El principal dolor de ca-beza que aquejó a Toribio provino de la actitud del obispo deCuzco, Sebastián de Lartaún. Enfrentado con el Cabildo de su sede,tenía fama de codicioso, siempre exigiendo lo que creía serle debi-do. El Concilio se hizo eco de las quejas que aquel hombre habíaprovocado, ya que Toribio juzgaba que si se quería hacer una laborpastoral en serio, era preciso contar con un episcopado irreprocha-ble y capaz. Habría, pues, que afrontar la denuncia presentada,antes de seguir adelante. El obispo de Cuzco se sintió agraviado ensu dignidad, y con él se solidarizaron los de Tucumán y del Río dela Plata.

El único que apoyó a Toribio fue el obispo de la Imperial. Preci-samente entonces murió el virrey Enríquez, gran amigo de Toribio,lo que hizo decir a éste que con ello «le faltó todo favor humano».Envalentonáronse entonces los demás, principalmente el obispode Tucumán, fray Francisco de Vitoria, muy amante también él deldinero y de «granjerías», como tiempo atrás oportuna y severa-mente se lo había reprochado el Rey por carta. A ello se agregabaque «trata y contrata en metales como minero, y hace los asegurosque en Potosí se han usado, que son contratos usurarios y dadospor tales de los teólogos y canonistas». Felipe II estaba tan hartode él, que había llegado a solicitar al Papa que lo retirase de su sede.Fue Vitoria quien ahora encendía la hoguera de la discordia en elConcilio.

Toribio no perdió la serenidad, a pesar de que los díasiban pasando y nada se adelantaba. Estaba próxima laSemana Santa. Llamó entonces a los obispos y les co-municó que la causa de Lartaún sería remitida a la CuriaRomana para su tratamiento. Luego, dando a todos cor-tésmente las felices Pascuas, declaró suspendido el Con-cilio hasta nuevo aviso, y se retiró de la sala.

Los prelados recalcitrantes se negaron a abandonarla. Más aún.Arrebataron las llaves de los secretarios, los echaron a empujonesde la sede, nombraron otro secretario a su arbitrio, y se llevaronconsigo «todos los papeles tocantes al obispo de Cuzco». El obis-po de Tucumán, que salió con la carpeta bajo el brazo, se dirigió, encompañía del encausado, a una pastelería, y allí preguntó dóndeestaba el horno. Cuando la dueña del local, muy atentamente, se lomostró, arrojó a las llamas todos los papeles con los cargos que sele hacían a su amigo, burlándose del celo y el amor a la justicia deSanto Toribio. Luego se dirigió a la catedral, con su cortejo depaniaguados, para celebrar un aquelarre de «concilio sin metro-politano».

Gracias a Dios, el intento quedó frustrado. Toribio re-plicó de manera enérgica, exigiendo que abandonaseninmediatamente la iglesia. Si no lo hacían, quedarían sus-pendidos a divinis. Finalmente, como no cedían, los de-claró excomulgados. Asimismo exigió que le devolvie-sen los papeles. Pero ya no existían.

Lo curioso es que mientras ocurría todo este desbara-juste, el grupo de teólogos, juristas y misionólogos, diri-gidos por el Arzobispo, seguían redactando los primerosesquemas de las Actas, perfilando los decretos y dandolos últimos toques a los catecismos proyectados. Por lodemás, Toribio creyó entender que sería mejor dejar delado los agravios que le habían inferido. Era la única

manera de salvar un Concilio que se tornaba necesario,y de sacar adelante las directivas y proyectos que, bajosu inspiración, se habían ido pergeñando. Tomó enton-ces una determinación que no habrá dejado de resultarledolorosa: volver a convocar el Concilio, previa absolu-ción de los obispos rebeldes. Gracias a su paciencia hu-milde, prevaleció la misericordia sobre la miseria de loshombres. Las sesiones se reanudaron, sin especiales di-ficultades. Tres meses después se clausuró el Concilio.

Quisiéramos destacar acá la figura de un sacerdoteque sería el brazo derecho de Santo Toribio en los asun-tos de su gobierno pastoral, pero que ya comenzó a des-empeñar dicho papel en el transcurso del Concilio. Nosreferimos al P. José de Acosta, de la Compañía de Jesús,que ocuparía el cargo de superior provincial de la provin-cia jesuítica del Perú por seis años. Refiriéndose al Con-cilio recién terminado, así le escribía al P. Acquaviva,General de su Orden:

«Se nos encargó por el Concilio formar los decretos y dar lospuntos de ellos, sacándolos de los memoriales que todas las iglesiasy ciudades de este reino enviaron al Concilio, y cierto, para lasnecesidades extremas de esta tierra se ordenaron por los preladosdecretos tan santos y tan acertados, que no se podían desear más,y así todas las personas de celo cristiano estaban muy consoladascon el fin y promulgación de este santo Concilio».

El P. de Acosta, hombre de simpatía arrolladora, era teó-logo, canonista, pero sobre todo misionero ymisionólogo. Su amplia experiencia en las Indias y suferviente amor al Perú le llevaron a escribir un magnífi-co tratado al que puso por título De procuranda indorumsalute, donde daba respuesta a muchas cuestionesteológicas, jurídicas y pastorales. Pronto dicha obra fuepublicada en Salamanca para uso de los catedráticos desu Universidad.

El Tercer Concilio de Lima fue, entre nosotros, algoasí como el eco del Concilio de Trento. Pues bien, seña-la Jean Dumont que el papel del P. de Acosta en el Con-cilio de Lima recuerda al del P. Diego Laínez, primersucesor de San Ignacio, en el del Concilio de Trento.Ambos, señala, eran de origen converso, de familias ju-días recientemente convertidas al catolicismo, al igualque lo fueron en esos mismos tiempos santos tan gran-des como San Juan de Ávila y Santa Teresa.

«Se manifestaba así, en Perú, como en Trento y en España, esaconfluencia del genio judío y de la Reforma católica, que fue el granlogro de la Inquisición española, así concebida en el alma lúcida ysanta de su fundadora, Isabel la Católica. Como por doquier enton-ces en tierras hispánicas, en Lima se daban la mano la vieja cristian-dad española, especialmente aristocrática, incluida la Inquisición,de la que venía doblemente Toribio, y la nueva cristiandad conver-sa».

La Inquisición sólo atacó a los «falsos conversos»; losverdaderos llegaron a contribuir sustancialmente en la ver-tebración del edificio de la Iglesia en España.

Además del libro recién citado sobre La salvación delos indios, el P. de Acosta escribió otra obra bajo el nom-bre de Historia natural y moral de las Indias, consa-grando dos de sus libros, el sexto y el séptimo, a demos-trar que en la obra de conversión de los pueblos indíge-nas podían ser mantenidas varias manifestaciones de suherencia cultural autóctona, con tal de que se excluyesede manera categórica cualquier inclinación a la idolatría.

El principal propósito del Concilio fue tender las líneasde una pastoral inteligente para la evangelización de losaborígenes, hacia lo que se orientaba también la inten-ción de la Corona de España, siempre sobre la base de laenseñanza de Trento. Si bien no nos es posible detallaracá sus diversos logros, y menos aún reproducir los 118

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decretos que integran sus cincos partes, llamadas «Ac-ciones», no podemos dejar de expresar nuestro asom-bro por la seriedad con que fueron tratados los principa-les temas de la doctrina católica en relación con la laborpastoral.

El P. de Acosta, luego de haber llevado a término su inteligentetarea de sintetizar los diversos aportes y redactar los decretosrespectivos, así como de elaborar los catecismos de que enseguidahablaremos, una vez terminado el Concilio, siguió colaborando conel Arzobispo, a modo de apoderado, para que en Madrid y enRoma se aprobasen los decretos establecidos, logro que alcanzófelizmente. De entre las decisiones conciliares nos vamos a limitara exponer algunas que consideramos más trascendentes para elfuturo de Hispanoamérica.

2. Los CatecismosVeamos ahora cómo se fueron cumpliendo las dispo-

siciones del Concilio. Uno de sus propósitos principalesfue asegurar la defensa y cuidado que se debía tener delos indios. Luego de que los Padres conciliares manifes-taron su dolor por el maltrato que a veces aquéllos reci-bían, amonestaron a todos, sacerdotes y funcionarios,que los considerasen como eran, hombres libres y vasa-llos de la Majestad Real. Los sacerdotes, por su parte,en el trato con ellos, debían acordarse de que eran pa-dres y pastores.

Buscando la mejor educación de los indígenas, SantoToribio se preocupó por consolidar el sistema de reduc-ciones-doctrinas, iniciado por su antecesor, que eranentidades parroquiales a la vez que políticas. Para mayoreficacia pastoral, los pueblos debían tener más de milhabitantes indios por doctrinero. Este recurso apostólicoposibilitó la aparición de numerosos centros poblados enregiones que distaban cientos de leguas de la ciudad deLima, de modo que el paisaje americano se vio cubiertode campanarios que convocaban a los aborígenes en tor-no a Dios y a la Corona.

Con el mismo fin el Concilio, en la «Acción Segunda»,casi toda ella destinada al modo como se ha de instruir alos naturales en la fe, dispuso la redacción de un Catecis-mo que, traducido a las lenguas indígenas más comu-nes, sirviese para la instrucción de los recién converti-dos. En México ya se había hecho algo parecido. Estoscatecismos indianos serían breves, sin pretensiones eru-ditas, incluyendo solamente las verdades fundamentalesdel cristianismo, de modo que los doctrineros, a partirde aquellos textos sucintos, las explicasen de viva voz, ylos sacerdotes las desarrollaran luego en sus sermones.El principal objetivo pastoral era que los indígenas, altiempo que abrazaban la doctrina católica y se disponíana adorar al único y verdadero Dios, repudiando la idola-tría, se comprometiesen a cumplir las exigencias mora-les derivadas de dicha doctrina.

Hacía poco había aparecido el Catecismo del Conciliode Trento, llamado también Catecismo de San Pío V, oCatecismo Romano. En base a él y a otras fuentes, el P.de Acosta, por encargo del Concilio, e inspirándose en elque ya había compuesto su colega en la Orden, el P.Alonso de Barzana, misionero en el Tucumán, redactódos Catecismos. Uno se llamó Catecismo Mayor, y esta-ba destinado a los más capaces. Otro se denominó Ca-tecismo menor, o Catecismo Breve, para los indios rudoso ancianos, que no estaban en condiciones de instruirsecon prolijidad. Luego se los tradujo a los idiomas quechuay aymará. Poco después aparecería un Tercer Catecis-mo, ordenado más bien a la predicación, escrito asimis-mo por el P. de Acosta, bajo el título de Exposición de laDoctrina por Sermones, en castellano y quechua.

En el «Capítulo tercero de la Segunda Acción» ya sepresenta como hecha y aprobada la traducción del Cate-cismo en las lenguas quechua y aymará:

«y para que el mismo fruto se consiga en los demás pueblos, queusan diferentes lenguas de las dichas, encarga y encomienda a todoslos obispos que procuren, cada uno en su diócesis, hacer traducir eldicho catecismo por personas suficientes y pías en las demás len-guas».

Esta insistencia en la necesidad de vertir el catecismo alas diversas lenguas indígenas implica una concepciónpastoral que tiene en cuenta la perentoriedad de la «en-carnación» del mensaje evangélico en la idiosincrasia delpueblo. Lo señala expresamente el Concilio de Lima alafirmar que

«cada uno ha de ser de tal manera instruido, que entienda ladoctrina, el español en romance, y el indio también en su lengua,pues de otra suerte, por muy bien que recite las cosas de Dios, contodo se quedará sin fruto su entendimiento». De ahí la consecuen-cia: «Por tanto ningún indio sea de hoy en más compelido a apren-der en latín las oraciones o cartillas, pues les basta y aun les es muymejor saberlo y decirlo en su lengua, y si algunos de ellos quisieren,podrán también aprenderlo en romance, pues muchos le entiendenentre ellos; fuera de esto no hay para qué pedir otra lengua ningunaa los indios».

El Concilio ordenó además que «los que han de sercuras de indios» fuesen examinados «de la suficienciaque tienen así en letras como en la lengua de los indios»y «de preguntarles por el catecismo compuesto y apro-bado por este sínodo, para que los que han de ser curaslo aprendan y entiendan, y enseñen por él la lengua de losindios».

La situación requería, de parte de España, una políticalingüística. Muy a los comienzos se había creído conve-niente, y hasta obvio, imponer el uso del español. Pero apartir de 1578, año en que Felipe II estuvo mejor infor-mado de la situación, se sancionó con fuerza de ley elmétodo privilegiado por los misioneros, estableciéndosela obligatoriedad del aprendizaje de la lengua vernáculapara todos los sacerdotes que pasaran al Nuevo Mundocon la intención de ocuparse de los indios.

Es cierto que la cosa no resultaba tan sencilla, dadoque el Imperio de los Incas constituía una verdadera to-rre de Babel. Si bien el quechua era el idioma más gene-ral, ya que se hablaba en todo el Imperio, desde el Cuzcohasta Tucumán, sin embargo con él coexistían numero-sas lenguas y dialectos locales. Santo Toribio se propusoabordar varias de esas lenguas, aprendiendo por sí mis-mo el quechua, el guajivo, el guajoyo quitense y el tunebe.Se habló de que tenía don de lenguas, porque «predicabaa los indios en su misma lengua materna». Esta preocu-pación suya por aprender las lenguas vernáculas se ma-nifestó aun antes de embarcarse en Sanlúcar. Ya enton-ces se le veía con un ejemplar del Arte y vocabularioquechua, publicado en Valladolid en 1564 para uso de losmisioneros. En el transcurso mismo del Concilio, losPrelados se dirigieron al Monarca español suplicando elapoyo real para la impresión del Catecismo traducido

«en su lengua [de los indios], al menos en las dos más generales yusadas en estos reinos, que son las que se llaman quechua y aymará,y para lo uno y para lo otro, nos hemos ayudado de Teólogos yLenguas muy expertas, para que también haya la conformidad de ladoctrina cristiana en el lenguaje de los indios».

La obra que salió finalmente publicada se titula Doctri-na cristiana y catecismo para instrucción de los indios.Fue el primer libro impreso en Perú.

En el prólogo se habla de «estas tiernas plantas de los indios, loscuales así por ser del todo nuevos en nuestra fe como por tener elentendimiento más corto y menos ejercitado en cosas espirituales,tienen suma necesidad de ser cuanto sea posible ayudados con el

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosbuen modo y traza de los que les enseñan, de suerte que la diligen-cia y destreza del maestro supla la rudeza y cortedad del discípulo,para que lleguen a formar el debido concepto de cosas tan sobera-nas como nuestra fe les ofrece».

Siguen luego tres catecismos trilingües. El primero,Doctrina cristiana, de sólo 22 páginas, incluye la señalde la cruz, el Decálogo, los preceptos de la Iglesia, lossacramentos, las obras de misericordia, las virtudesteologales y cardinales, los pecados capitales, los enemi-gos del alma, los novísimos y la confesión general. Si-gue luego una Suma de la fe católica, en dos páginas ysólo en castellano. A continuación, el Catecismo Breve,que presenta, en forma de preguntas y respuestas, losdiversos temas de la doctrina cristiana: el misterio deDios, en sí mismo y en su obra, donde se pone el acentoen el monoteísmo y en la culminación de la obra creado-ra, que es el alma humana e inmortal; luego el misteriode Jesucristo Redentor y los novísimos; por último elmisterio de la Iglesia, a la que Cristo le confió la palabrade Dios y los medios de salvación; se incluye tambiénuna Plática breve, que contiene un compendio de losconocimientos cristianos, juntamente con un abecedariotrilingüe.

Finalmente el Catecismo mayor, destinado a los máscapaces, que sigue de cerca el modelo del Catecismo delConcilio de Trento, aunque es original en la forma deadaptarse a la realidad e idiosincrasia de los indios. Sus98 páginas se articulan en 5 partes con 117 preguntas:introducción a la doctrina cristiana, el símbolo, los sa-cramentos, los mandamientos de la Ley de Dios y de laIglesia, las obras de misericordia, el Padre nuestro. Lesiguen advertencias sobre las traducciones al quechua yal aymará.

Publicóse asimismo un volumen complementario bajoel título de Exposición de la Doctrina Cristiana por ser-mones, para que los curas y otros ministros prediquen yenseñen a los indios... y a las demás personas. Es el textomás extenso, con 446 páginas, y contiene 31 sermonesen los tres idiomas, donde se desarrollan los presupues-tos de la fe y los principales misterios del cristianismo,con la ayuda de textos de la Sagrada Escritura, de losSantos Padres y del Magisterio eclesiástico. En las oncepáginas del proemio se alude al modo de enseñar y pre-dicar a los indios.

Allí leemos que «se ha de acomodar en todo a la capa-cidad de los oyentes el que quisiere hacer fruto con sussermones o razonamientos»; será preciso que les hablende modo «llano, sencillo, claro y breve», de modo quesu estilo sea «fácil y humilde, no levantado, las cláusulasno muy largas, ni de rodeo, el lenguaje no exquisito, nitérminos afectados, y más a modo de quien platica entrecompañeros, que no de quien declara en teatros».

Del Catecismo ha dicho un experto: «Es una obra admirable dedoctrina y de redacción. En su sustancia se conforma al Catecismoromano y al mismo tiempo al genio de los indígenas de esos paí-ses». Toribio lo impuso a sus curas de manera obligatoria y exclu-siva, «en virtud de santa obediencia y bajo pena de excomunión».Debían saberlo de memoria en lengua indígena, y enseñarlo solem-nemente, «revestidos de sobrepelliz», de modo que los indios apren-diesen a venerarlo.

Tal fue el resultado de los esfuerzos del Santo Obispoen lo que toca a su obra catequética. El Catecismo deSanto Toribio, que fue el nombre con que pasaría a lahistoria, sirvió durante largo tiempo para la evangeliza-ción de nuestros pueblos, prestando a Hispanoaméricaun servicio invalorable. Siempre se recordará entre no-sotros dicho Catecismo, como en Alemania se conservala memoria del de San Pedro Canisio o en Italia la del queredactó el cardenal Roberto Bellarmino. Nadie, ni siquie-

ra el Concilio Plenario Latinoamericano que se celebróen Roma el año 1900, con ocasión del cual se hizo unasexta edición del texto original, se atrevió a cambiarleuna coma. Este Catecismo grabó en los corazones denuestros pueblos la verdadera fe católica, lo que hay quecreer, lo que hay que orar, lo que hay que practicar.

3. Los sacramentosEn la Acción Segunda del Concilio se trata ampliamen-

te del tema de los sacramentos, al que se de dedica 31capítulos. Especial importancia reviste allí el de la peni-tencia. Se insiste en la necesidad de una buena prepara-ción de parte de los confesores, ya que a veces su for-mación no era todo lo adecuada que se hubiera deseado.Entre otras se le recuerda la obligación grave de enten-der la lengua del penitente.

En 1585 salió publicada una obra de 32 páginas, con elfin de facilitarles a los sacerdotes el arduo ministerio deconfesar a los indígenas, bajo el nombre de Confesona-rio para los curas de indios. Estos «confesonarios india-nos», siguiendo el ejemplo de los «penitenciales medie-vales» y de los «manuales de confesores» que se estila-ban en España desde mediados del siglo XV, ponían enmanos de los sacerdotes un instrumento pastoral queayudase a lograr del penitente una buena e íntegra con-fesión de sus pecados. Dichos libros solían incluir unaexhortación para antes de la confesión, en orden a indu-cir al que se confesaba a un verdadero arrepentimiento,luego una serie de preguntas breves y concisas, siguiendoel orden de los mandamientos, y al término unas palabrasfinales exhortando a la perseverancia en la vida cristiana.

El folleto limeño que ahora nos ocupa contiene dichoselementos, recorriendo con el penitente los diversos man-damientos, con preguntas apropiadas a las diversas cla-ses de personas: curacas o caciques, fiscales, alguaci-les, alcaldes de indios, hechiceros, etc. Una vez oída laconfesión, se le exhortaba a practicar la moral cristiana,reprendiéndolo especialmente por los pecados de idola-tría, superstición, embriaguez, amancebamientos y la-trocinios. La obra no se dirige tan sólo a los confesores,sino también a los predicadores y doctrineros.

La parte que se dedica al sacramento de la Eucaristíamuestra que la práctica corriente era no permitir que losindios se acercasen a ella con demasiada facilidad:

«El no haberse tan fácilmente admitido hasta ahora estosindios a la sagrada comunión ha sido por la pequeñez desu fe y corrupción de costumbres, por requerirse paratan alto sacramento una fe firme, que sepa discernir aquelcelestial manjar de este bajo y humano, y también lim-pieza de conciencia, a lo cual grandemente estorba latorpeza de borracheras y amancebamientos y, muchasmás, de supersticiones y ritos de idolatrías, vicios queen estas partes hay gran demasía».

Con todo, se agrega, han de empeñarse los curas en«hacerlos dignos de aquel soberano don», y cuando loshallen «bien instruidos y asaz enmendados en sus cos-tumbres, no dejen de darles el sacramento a lo menos porPascua de Resurrección». En lo que toca a la sagradaliturgia, sobre todo de la Santa Misa, se urgió la «perfec-ción y lustre» de las ceremonias.

«Que todo lo que toque al culto divino se haga con la mayorperfección y lustre que puedan, y para este efecto pongan estudioy cuidados en que haya escuela y capilla de cantores y juntamentemúsica de flautas y chirimías, y otros instrumentos acomodados alas iglesias». Porque es cosa sabida, se dice, que «esta nación deindios se atraen y provocan sobremanera al conocimiento y vene-ración del sumo Dios con las ceremonias exteriores y aparatos delculto divino».

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Santo Toribio cumpliría ajustadamente estas prescrip-ciones, y no sólo en tierra de indios. Uno de los testigosen su proceso de canonización nos dice que procurabasiempre que las iglesias estuviesen con decencia y orna-mentos, de modo que Nuestro Señor fuese alabado, ha-ciendo que se comprasen casullas y frontales para elculto divino, y cuando las iglesias eran pobres, les dabasus vajillas doradas y piezas de mucho valor hechas enValladolid, para que se hiciesen cálices, relicarios, patenas,vinajeras y cruces; cuando sobraba algún dinero, lo man-daba luego al punto gastar en ornamentos y máquinaspara hacer hostias.

La preocupación por la dignidad de la liturgia urgía el corazónsacerdotal de nuestro Santo Obispo, lo que lo llevó a cuidar tam-bién por el decoro de la catedral de Lima. La iglesia primitiva, quereemplazó al primer templo que hizo construir Pizarro, la habíacomenzado el arzobispo Jerónimo de Loaysa el año 1550. Era deadobe, salvo la capilla mayor, y la había mandado edificar doñaFrancisca, la hija de Pizarro, para que en ella fuese sepultado supadre. Con el pasar del tiempo, el mismo Loaysa emprendió mejo-ras sustanciales. Sin embargo cuando Toribio llegó a su sede, lacatedral estaba sumamente deteriorada, por lo que se resolvió arestaurarla. Sólo en 1625 se podría inaugurar el grandioso temploproyectado.

4. La formación de un clero idóneoEn lo que se relaciona con el clero, el Concilio atendió

ante todo, como es obvio, a la situación de los sacerdo-tes ya existentes. Desde la época de fray Jerónimo deLoaysa, la Arquidiócesis contaba con numerosos reli-giosos, especialmente dominicos, provenientes de la pro-vincia de Castilla, de donde salieron los más selectosmisioneros que la Orden envió a América. Poco antes dellegar Santo Toribio, se pidió a Felipe II el envío de trein-ta dominicos más. San Francisco de Borja, por su parte,que era el superior general de la Compañía de Jesús,envió un buen grupo de jesuitas, bien selectos, entre loscuales aquel P. José de Acosta, de que hemos hablado.

Pero era preciso formar sacerdotes diocesanos. Paraello el Arzobispo ordenó erigir un Seminario. El Conciliode Trento había dispuesto que cada diócesis debía esta-blecer el suyo. Lima fue una de las primeras en hacerlo,el año 1590. Y a partir de allí el Concilio Limense resol-vió que se fundasen seminarios en todas las diócesis su-fragáneas de Lima. El de Lima todavía hoy subsiste conel nombre de «Seminario Santo Toribio de Mogrovejo».

Dado que en buena parte los sacerdotes que allí estu-diaban serían destinados a ejercer su ministerio entre losindígenas, el Concilio, al tratar de la formación del clero,se detuvo largamente en el modo como deberían actuaren su apostolado con los indios. Para ello se requería,como condición primordial, que los seminaristas, ade-más de los conocimientos necesarios de filosofía y teo-logía, estudiasen el quechua y el aymará. Más aún, nadiepodría ser ordenado si no dominaba ambas lenguas. Encuanto a los que ya eran sacerdotes, Toribio les impusotambién dicho aprendizaje. Si al cabo de un año no ha-bían aprendido al menos una de las lenguas indígenas,se les retiraría el tercio de su sueldo. Pronto la medidasurtió los efectos esperados.

En el «Capítulo tercero de la Acción Tercera», titulado«Defensa y cuidado que se debe tener de los indios», elConcilio insistió en la solicitud que debían mostrar lossacerdotes en lo que atañe a la formación de los indios.Ante todo, no debían temer dirigirse a las autoridadesciviles cuando alguien abusaba de ellos. Leamos lo queallí se dice:

«No hay cosa que en estas provincias de las Indias deban losprelados y los demás ministros así eclesiásticos como seglares,tener por más encargada y encomendada por Cristo nuestro Señor,que es Sumo Pontífice y Rey de las ánimas, que el tener y mostrarun paternal afecto y cuidado al bien y remedio de estas nuevas ytiernas plantas de la Iglesia, como conviene lo hagan los que sonministros de Cristo. Y ciertamente la mansedumbre de esta gente yel perpetuo trabajo con que sirven y su obediencia y sujeción natu-ral podrían con razón mover a cualesquier hombres, por ásperos yfieros que fuesen, para que holgasen antes de amparar y defender aestos indios, que no perseguirlos y dejarlos despojar de los malos yatrevidos.

«Y así doliéndose grandemente este santo sínodo de que no sola-mente en tiempos pasados se les hayan hecho a estos pobres tantosagravios y fuerzas con tanto exceso sino que también el día de hoymuchos procuran hacer lo mismo, ruega por Cristo y amonesta atodas las justicias y gobernadores que se muestren piadosos con losindios y enfrenen la insolencia de sus ministros, cuando es menes-ter, y que traten a estos indios no como a esclavos sino como ahombres libres y vasallos de la majestad real, a cuyo cargo les hapuesto Dios y su Iglesia.

«Y a los curas y otros ministros eclesiásticos manda muy deveras que se acuerden que son pastores y no carniceros y que comoa hijos los han de sustentar y abrigar en el seno de la caridad cristia-na. Y si alguno por alguna manera hiriendo o afrentando de palabra,o por otra vía maltrate a algún indio, los obispos y sus visitanteshagan diligente pesquisa y castíguenlo con rigor porque cierto escosa muy fea que los ministros de Dios se hagan verdugos de losindios». De donde, concluye el texto, los han de tratar «con másafecto y término de padres que con rigor de jueces, en tanto que enla fe están tan tiernos los indios».

Es cierto que en la época del dominio incaico los indioseran tratados brutalmente y sin miramientos, por lo queestaban acostumbrados a ser gobernados de maneradespótica. Pero ello no podía servir de excusa a la con-ducta de los españoles, fuesen religiosos o seglares.

El cuidado pastoral de los indios debía incluir también,según lo prescribe el Concilio, la preocupación por sueducación social: «que los indios sean instruidos en vivirpolíticamente», es decir, que «dejadas sus costumbresbárbaras y salvajes, se hagan a vivir con orden y cos-tumbres políticas»; «que no vayan sucios ni descom-puestos, sino lavados y aderezados y limpios»; «que ensus casas tengan mesas para comer y camas para dor-mir, que las mismas casas o moradas suyas no parezcancorrales de ovejas sino moradas de hombres en el con-cierto y limpieza y aderezo». Como se ve, la evangeliza-ción era inseparable de la civilización.

Por cierto que antes de construir era preciso demolerlo que resultaba incompatible con el espíritu del cristia-nismo. Así los sacerdotes, declara el Concilio, harán loposible por erradicar la primera de las lacras allí existen-tes, la idolatría y la hechicería, no dudando en solicitarpara ello, si fuera preciso, la colaboración de los organis-mos civiles. Habrá que proceder a la detención de losindios hechiceros, «ministros abominables del demonio»,y «juntarlos en un lugar de modo que no puedan con sutrato y comunicación infeccionar a los demás indios». Yya que «en lugar de los libros los indios han usado y usancomo registros hechos de diferentes hilos, que ellos lla-man quipos, y con éstos conservan la memoria de suantigua superstición y ritos y ceremonias y costumbresperversas, procuren los obispos que todos los memoria-les o quipos, que sirven para su superstición, se les qui-ten totalmente a los indios».

La segunda lacra que los pastores se esforzarán pordestruir es la borrachera, denunciada en los siguientestérminos: «Hay entre los indios un abuso común y degran superstición de sus antepasados en hacer borrache-ras y taquíes y ofrecer sacrificios en honra del demonioen los tiempos de sembrar y cosechar y en otros tiempos

Santo Toribio de Mogrovejo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

cuando por ellos se comienza algún negocio que les pa-rece importante».

Especial relevancia atribuye el Concilio al deber de laescolarización. «Tengan por muy encomendadas las es-cuelas de los muchachos los curas de indios y en ellas seenseñen a leer y escribir y lo demás y principalmenteque se acecen a entender y hablar nuestra lengua espa-ñola y miren los curas que con ocasión de la escuela nose aprovechen del servicio y trabajo de los muchachos,ni les envíen a traer yerba o leña...»

Más puntualmente se alude al aprendizaje de la músicaya que es «cosa cierta y manifiesta que esta nación deindios está atraída y provocada por encima de todo, alconocimiento y a la veneración de nuestro Dios sobera-no por las ceremonias externas y solemnidad del cultodivino». Por ello se establece que en cada doctrina seabra una escuela de música con maestro, coro e instru-mentos: «flautas, caramillos y otros». Toribio, por suparte, exigió que los mismos sacerdotes supiesen y prac-ticasen el canto y la música. Todos los que se tenían queordenar debían pasar por un examen de música sacraantes de recibir el sacerdocio. Dicha disposición suscitóla composición de himnos, oraciones y parábolasquechuas católicas, un tesoro de cultura quechua clási-ca.

En orden a llevar adelante el proyecto educativo seerigirían diversos colegios, algunos para hijos de caci-ques y otros para jóvenes españoles. Hubo incluso algúncolegio mixto, de indios y españoles, con el decididoapoyo de Felipe II. Más aún, en la ciudad de Lima sefundó, en 1589, un Colegio Mayor, el Colegio Real deSan Felipe, reservado a los indios, un verdadero interna-do universitario, al estilo de los Colegios Mayores deSalamanca. Quizás fue una ilusión de Santo Toribio, yaque sus alumnos se mostraron incapaces de asumir lasexigencias intelectuales y la disciplina de dicho instituto,por lo que hubo de ser cerrado. Los jesuitas ya habíanconocido anteriormente el mismo fracaso en otro cole-gio que instituyeron para hijos de caciques.

El Concilio había insistido una y otra vez en la necesidad de quelos pastores que trabajasen con los indígenas fueran competentes.«Lo que principalmente han de mirar los obispos es proveer deobreros idóneos esta gran mies de los indios. Y, cuando faltasen, essin duda mucho mejor y más provechoso para la salvación de losnaturales haber pocos sacerdotes y esos buenos, que muchos yruines». Especialmente deberán mostrarse libres de todo espíritude codicia. Ello pareció un requisito tan importante que el Conciliodecretó la excomunión ipso facto contra los clérigos dedicados a«las contrataciones y negociaciones que son la principal destruc-ción del estado eclesiástico». Tales excesos, prosigue el documen-to, constituye un «total impedimento para adoctrinar a los indios,como lo afirman todos los hombres desapasionados y expertos deesta tierra».

Recuérdese los escándalos financieros del famoso obis-po de Tucumán, Francisco de Vitoria, que tanto alboro-to había hecho al comienzo del Concilio de Lima. Toribiono se lo dejó pasar. En 1590 le envió una carta donde ledecía:

«Habiéndome enterado de que, con mucho escándalo, notorie-dad y mal ejemplo, tratáis y negociáis mercancías públicamente,llevándolas a vender a las minas de Perú en persona, y pareciéndo-me que, más allá de que no podéis dejar de desatender vuestrasobligaciones, ocupado como estáis en esos negocios, llevarlos escosa indigna de vuestro estado y profesión y contrario al derecho,escribo al virrey don García Hurtado de Mendoza que os llame yos diga de mi parte lo que de él oiréis».

Quizás temiendo alguna medida severa, el obispo deTucumán huyó al Brasil. Finalmente volvió a España,donde reprendido ásperamente por Felipe II en persona,

fue recluido en el convento dominico de Atocha, en Ma-drid, como simple religioso, hasta el fin de su vida. Unabuena lección, sin duda. Porque dicho convento era deestricta observancia, y allí se guardaba una pobreza ab-soluta... Pues bien, la experiencia de ese obispo resulta-ba ampliamente ilustrativa. Había que evitar que de losseminarios saliesen este tipo de sacerdotes y obispos.

Por eso el Concilio Limense, tras pedir en uno de sus artículosque los sacerdotes cumpliesen su ministerio «con perpetua solici-tud de las almas», que «como sucesores de los Apóstoles muestrendoctrina y vida apostólica», declara que «los que tienen a su cargoel ministerio de enseñar el Evangelio, de ninguna manera puedenservir a la vez a Dios y al dinero», y estipula una grave sanción a lossacerdotes traficantes, nada menos que la excomunión latæ sententiæ.

La medida tomada por el Concilio pareció demasiadosevera a algunos del clero, que elevaron un recurso ensu contra a Roma y al Rey. Pero tanto Felipe II como elpapa Sixto V dieron la razón a Toribio. El rey de España,en particular, ordenó a todas las autoridades apoyar enér-gicamente la ejecución del decreto conciliar. Toribio nodejó de insistir en esta resolución, aprovechando sus vi-sitas pastorales. Al fin logró lo que deseaba. Tanto queen 1602 pudo escribir al Rey: «Queda poco o nada quecorregir en este punto [...] Bendito sea Dios, el cleroestá muy reformado». Por otra parte, había que cuidarque los sacerdotes fuesen suficientes, también en núme-ro.

«Advirtiendo –se dice– el abuso perjudicial que en este nuevoorbe se ha introducido de encargarse un cura de innumerables in-dios, que a veces habitan en lugares muy apartados, no siendoposible instruirlos en la fe ni darles los sacramentos necesarios, niregirlos como conviene, mayormente teniendo estos indios necesi-dad de un continuo cuidado de su pastor, por ser pequeñuelos en laley de Dios...», se estipuló que cada cura de «doctrina» no tuviese asu cargo más de mil almas.

Hoy ello nos llama la atención ya que por la actualescasez del clero hay parroquias de 50.000 y hasta500.000 habitantes. Ello demuestra, señala Dumont, cuáninjusta es la acusación de que en la primera evangeliza-ción de los indios, lo único que se logró fue una cristia-nización tan masiva como superficial. La educación era«personalizada», tanto más que en las doctrinas los sa-cerdotes procuraban que los chicos anduviesen todo eldía con ellos para enseñarles mejor y mantenerlos aleja-dos de los restos de idolatría que aún podían persistir enlos miembros de sus familias.

Mejor pocos buenos que muchos mediocres o ruines,se dijo. Pero aun numéricamente el plantel de los sacer-dotes y religiosos de Hispanoamérica se acrecentó demanera sorprendente. En los siglos XVI y XVII hubo nomenos de mil misioneros en la sola región mexicana deOaxaca. También en el Perú se produjo una especie deavalancha, no sólo en la arquidiócesis de Lima sino tam-bién en las diócesis sufragáneas. Para cada doctrina «va-cante», notaba Santo Toribio en 1591, «hacen acto decandidatura veinte o treinta sacerdotes». Los que no ob-tienen lugar, escribe dos años después a Felipe II,

«sufren hambre, van buscando misas que decir para sustentarseun poco, se alojan en posadas, tratan de conseguir una ocupacióncomo empleados, mayordomos o domésticos de los laicos, reduci-dos con frecuencia a mendigar, lo que es gran indecencia para elestado eclesiástico [...] a menos que no se hagan soldados o se vuel-van bandidos».

Sólo en la ciudad de Lima, muy poco poblada por aquelentonces, los sacerdotes eran más de cien. Para frenartal crecimiento tomó Toribio diversas medidas, comopor ejemplo prohibir la llegada de nuevos sacerdotes oreligiosos del exterior, ofrecer sacerdotes a otras dióce-sis de América, etc.

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Abrumado ante tal exceso de clero, concibió una ideaperegrina que propuso a Felipe II, ya anciano, el enviar aEspaña misioneros de América, para evangelizar la Ma-dre Patria y Europa. Porque, escribía al Rey:

«Dios sea bendito que haya tantos sacerdotes y religiosos acáque podrían ser enviados a España para poblar los conventos, yser afectados a muchos beneficios. Todos los conventos acá estánllenos de religiosos y tengo más de cien sacerdotes con los que nosé qué hacer. Se me ocurre que podría enviarlos a España».

Ahora Hispanoamérica se gozaría en devolver la gra-cia recibida por la intermediación de su Madre Patria. ElRey no supo qué contestar. La situación se mantuvo asípor mucho tiempo, como lo deja advertir el tercer suce-sor de Toribio en Lima, Arias de Ugarte, quien en carta aFelipe IV el año 1630 le decía que en la sola ciudad deLima había «más de trescientos sacerdotes jiróvagos».

Ya hemos dicho con cuánta frecuencia se procuró quelos sacerdotes aprendiesen las lenguas indígenas, y ello apartir de sus años de seminario. Tal disposición no sóloalcanzaba al clero sino también a los funcionarios reales.Ya Felipe II había enviado en 1580 una Cédula al virreydel Perú exigiéndole que se instaurasen cátedras de quechuaen todas las ciudades donde existiese una Audiencia, osea, en Bogotá, Quito, Cuzco, Santiago de Chile y laactual Sucre.

«Fue arduo el problema lingüístico del Perú –observa RodríguezValencia–. Pero era necesario resolverlo, por gigantesco que fuerael esfuerzo. Y es de justicia y satisfacción mencionar a los Virre-yes, Presidentes y Oidores de Lima, que prepararon con su pensa-miento y su denuedo de gobernantes el camino a la solución misionalde Santo Toribio». Solórzano Pereira sintetiza la posición de aqué-llos: «No se les puede quitar su lengua a los indios. Es mejor y másconforme a razón que nosotros aprendamos las suyas, pues somosde mayor capacidad».

Por eso Felipe II, en la Cédula arriba recordada, apoyaba una vezmás las disposiciones de Toribio, estipulando que «no debía serordenado para el sacerdocio, y no debía recibir licencias para ejer-cerlo, nadie que no supiese la lengua de los indios». Estableciéronseasí cátedras en todas las ciudades con una finalidad directamentemisional, ya que en ellas habían de hacer el aprendizaje necesario,no sólo los funcionarios sino también el clero y los religiosos.Mediante ellas se pretendía, como agregaba el Rey, que los natura-les «viniesen en el verdadero conocimiento de nuestra santa fecatólica y religión cristiana, olvidando el error de sus antiguas ido-latrías y conociendo el bien que Nuestro Señor les ha hecho ensacarlos de tan miserable estado, y traerlos a gozar de la prosperi-dad y bien espiritual que se les ha de seguir gozando del copiosofruto de nuestra Redención». El espíritu cristiano que se trasuntaen esta Cédula Real está a la altura del famoso Testamento de Isabella Católica.

Como ya lo hemos señalado, Toribio tomó muy enserio este aspecto de la formación de los futuros sacer-dotes. Sin embargo hemos de agregar que la insistenciaen la necesidad de conocer las lenguas indígenas, noobstó a que se procurase que los indios aprendiesen lalengua española, de modo que se fuesen integrando en launidad política de la América hispana. Recordemos quelos Reyes del siglo XVI nunca consideraron las Indiascomo colonias de España, sino como Reinos de la Co-rona, según lo atestigua el P. de Acosta al escribir: «Des-de luego, la muchedumbre de los indios y españoles for-man ya una sola república, no dos separadas: todos tie-nen un mismo rey y están sometidos a unas mismasleyes».

La unidad de la lengua, en este sentido, había de pro-curarse como un presupuesto necesario. ¿Cómo com-paginar dicha política lingüística con la conveniencia deconservar las lenguas autóctonas? Reiteradas veces sediscutió en el Consejo de Indias la posibilidad de unificartoda Hispanoamérica en la lengua castellana. La tenta-ción era muy grande, si se piensa en la enseñanza y la

administración, la actividad económica y la unidad políti-ca. Pero «triunfó siempre el criterio teológico misionalde llevar a los indios el evangelio en la lengua nativa decada uno de ellos. Se vaciló poco en sacrificar el caste-llano a las necesidades misionales», afirma RodríguezValencia.

Según era de esperar, así lo advierte Jean Dumont, lapervivencia de las lenguas indígenas, en orden a una me-jor evangelización, redujo considerablemente la difusiónen América de la lengua española. En 1685, cien añosdespués del Concilio de Lima, una Cédula Real dirigida alvirrey del Perú resuelve unificar la lengua de América enel castellano, constatándose que «la lengua india ha sidotan ampliamente conservada en esos naturales, como siestuviesen en el Imperio del Inca».

Puede, pues, decirse, escribe el P. José María Iraburu,que «el esfuerzo misional de las lenguas indígenas retra-só en más de un siglo la unificación del idioma en Améri-ca. Prevaleció el criterio teológico, y se sacrificó el cas-tellano». Esta es la causa histórica de que todavía hoy enHispanoamérica sigan vivas las lenguas aborígenes, comoel quechua, el aymará o el guaraní. Lo que muestra cómose equivocan y con cuánta injusticia, quienes afirmanque la primera evangelización de América trajo consigouna furiosa hispanización y europeización, una criminalaculturación, atentando gravemente contra la idiosincra-sia del indio.

La promoción cultural y religiosa de los indígenas setopó con un escollo. ¿Estaban los indios en condicionesde acceder al sacerdocio? Jerónimo de Loaysa, en susdos Concilios, había prohibido la ordenación de los in-dios, no por espíritu racista, ciertamente, actitud quehabría sido incompatible con él, que quiso vivir y moriren medio de los indios, no habiendo dejado jamás de de-fenderlos y cuidarlos, sino en razón de su escasa prepa-ración religiosa y de sus vicios ancestrales.

El Concilio de Toribio, si bien mantiene dicha disposi-ción, dice que ello es hoc tempore, «por el momento». Y,de hecho, en una carta que los padres conciliares envia-ron al Rey, le suplican la creación de colegios o semina-rios «para que enseñasen y criasen cristianamente losmuchachos de estos indios principales y caciques... quepor tiempo vendrán no sólo a ser buenos cristianos yayudar a los suyos para que lo sean, sino también a seraptos y suficientes para estudios y para servir a la Iglesiay aun ser ministros de la palabra de Dios en la nación».

Toribio quiso abrir a los indios más aptos el camino alas órdenes sagradas. Con todo, sólo llegó a ordenar unoo dos entre ellos. El obispo de Quito, por su parte, con-sagrado como tal por su amigo Santo Toribio, fundaríaen su sede un Seminario de indios, explicando al Rey queel motivo principal era «por la esperanza que se tiene delfruto que podrán hacer los naturales más que todos losextraños juntos».

¿Y qué hacer con los mestizos? Al principio se les abriólas puertas al sacerdocio. Pero la experiencia mostró quepor el momento ello no era conveniente. Ya el virreyToledo, al terminar una visita por diversas regiones delterritorio a su cargo, escribía al Rey lamentando que losprelados «hayan ordenado a muchos hijos de españolesy de indias», con efectos negativos. En consecuencia dedicho informe, el Rey prohibió para en adelante la orde-nación de mestizos. Lo mismo hizo la Compañía de Je-sús, por voto unánime de su congregación provincial de1582. La normativa de la Corona hispana era que «fue-sen preferidos los patrimoniales e hijos de los que hanpacificado y poblado la tierra», según lo estableció Felipe

Santo Toribio de Mogrovejo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

II en Cédula Real, «para que con la esperanza de estospremios se animase la juventud de aquella tierra».

Como la decisión del Rey no era taxativa, el Conciliode Lima permitió de nuevo la ordenación de mestizos,pero al mismo tiempo urgió con tanta severidad los re-quisitos de idoneidad exigidos por Trento para el sacer-docio, que en la práctica Toribio ordenó muy pocos deellos. De hecho, la única condición que se puso fue quese respetasen los cánones de Trento, esto es, que fuesen«hombres de buena vida y de suficientes letras y quetienen noticias de esta tierra». Los obispos sufragáneosde Lima mostraron, por lo general, la misma reserva. Nohubo, pues, en Toribio y en los demás obispos ningúnprejuicio de índole racial, sino simplemente escrupulosi-dad en el cumplimiento de las decisiones de Trento to-cantes a la idoneidad de los candidatos.

Tal fue el famoso Tercer Concilio de Lima y tales fue-ron sus benéficas consecuencias. Dos Concilios máscelebraría Toribio, según lo disponían las leyes canóni-cas. Al primero de ellos acudió uno solo de sus sufra-gáneos, el de Cuzco; los demás estaban enfermos o im-posibilitados de asisitir. En el segundo, sólo se hicieronpresentes los obispos de Panamá y de Quito. Como seve, no tuvieron mayor relevancia, y ni siquiera se vieronconfirmados por la Santa Sede. En cambio sí la tuvo elTercer Concilio. Lo que Trento significó para la Iglesiaen su conjunto, así el de Lima para Hispanoamérica.

No otra cosa afirma el historiador A. Egaña: «El concilio tercerolimense, se puede decir, fue para la Iglesia sudhispanoamericana loque el Tridentino para el universal catolicismo, admitidas las lógi-cas diferencias internas y finalidades relativas de ambas justas con-ciliares. Y es de ello prueba fehaciente el que el concilio de SantoToribio sobrevivió aun después de siglos. Así se proyectó en losAndes la estatura gigantesca de Trento». De sus decisiones haescrito V. Rodríguez Valencia que «son la pastoral moderna deTrento aplicada escrupulosamente, como una proyección fiel, a laIglesia americana en formación. Y el más avanzado código social,aun en sus aspectos laborales, que conocemos de esos siglos».

Santo Toribio ha sido parangonado con su contempo-ráneo, el arzobispo de Milán, San Carlos Borromeo, conquien tiene tantos rasgos comunes que se dirían almasgemelas. Sabido es que a San Carlos le cupo desempeñarun papel decisivo en la postrera etapa del Concilio deTrento. Luego sería un modelo realmente paradigmáticodel obispo soñado por aquel Concilio para el cumplimientode sus propósitos pastorales. Pues bien, lo que San Car-los Borromeo fue para Italia, eso fue Santo Toribio parael continente hispanoamericano. Santo Toribio amó en-trañablemente el Concilio limense. Por un contemporá-neo suyo sabemos que «no le dejaba de las manos y asílo sabía casi todo de memoria».

No se crea que el Concilio fue aceptado fácilmente enEspaña y en Roma. Incluso desde Lima se elevó un re-curso de apelación a la Santa Sede, donde se decía quelas sanciones, sobre todo las referentes al clero, erandemasiado severas. El P. de Acosta, en nombre de SantoToribio, viajó entonces a Madrid y a Roma para explicary defender lo resuelto en dicha asamblea. En 1585 selogró que Felipe II lo aprobara mediante una Real Cédu-la. La Santa Sede, por su parte, luego de morigerar cier-tas sanciones y retocar algunas disposiciones, dio unaaprobación categórica al conjunto de la obra. Las cartasde los cardenales Caraffa y Montalto al arzobispo Mo-grovejo, ambas de 1588, le comunicaron la aprobacióndel Papa, el cual «os alaba en gran manera», le dicen, altiempo que lo felicitan efusivamente, viendo en los de-cretos del Concilio de Lima una aplicación inteligente delConcilio de Trento al mundo cristiano de la Indias meri-dionales.

En la práctica, el Concilio fue recibido con general be-neplácito, alcanzando una vigencia perdurable por su len-guaje claro y asertivo, por su contenido enérgico, por lavalentía y sinceridad con que tuvo en cuenta la situaciónreal del Virreinato. Fue, a no dudarlo, una esclarecedoraaplicación de la reforma tridentina en América, con es-pecial atención a la evangelización efectiva de la pobla-ción indígena, pero comprometiendo en dicha empresaa españoles y criollos, sacerdotes y seglares, en orden aedificar una ciudad cristiana desde sus cimientos, o paraestablecer, como diría un contemporáneo de nuestro Ar-zobispo, el presidente del Consejo de Indias, don Juande Ovando, «una república formada y política, así en loespiritual como en lo temporal, siendo una Iglesia, unReino y una República, en que se guarda una misma ley,y en todas partes vayan en una misma consonancia yconformidad».

Con frecuencia los textos de aquel Concilio hablan de«la nueva Cristiandad de estas Indias», «esta nueva he-redad y viña del Señor», «esta nueva Iglesia de Cris-to»... En tales expresiones se refleja la intención profun-da de querer construir con la gracia de Dios un nuevomundo cristiano. Y de hecho lo lograron. El P. Iraburuseñala que a este Concilio de Lima, y al que dos añosmás tarde, en 1585, se realizaría en México, se debe enbuena parte que hoy la mitad de la Iglesia Católica sea delengua y corazón hispánicos.

Una planta espléndida de la pujante y juvenil Iglesia que echabaraíces en el Nuevo Mundo fue Garcilaso de la Vega, llamado el Inca.Nació en Cuzco, el año 1539, hijo de un capitán español, conquis-tador y protector de indios, y de la princesa inca Chimpu Cello,nieta de Huayna Capac Inca, último emperador del Perú; «indiocatólico por la gracia de Dios», le gustaba decir. Su madre le habíaenseñado no sólo el idioma de sus mayores, sino también la historiade la familia, lo que despertó en su interior el deseo de conocer mása fondo las grandezas del desaparecido Imperio. Le animó para quellevase adelante dicho propósito un jesuita criollo, el P. Blas Valera,que era historiador.

Se lanzó entonces a recorrer el país, recogiendo deboca de los aborígenes las tradiciones más antiguas.Modelo apostólico de la nueva cristiandad, nuestro IncaGarcilaso se trasladó a España, donde sirvió en el ejérci-to y combatió a las órdenes de don Juan de Austria. Lue-go se instaló en Andalucía, apadrinando neófitos cristia-nos de origen musulmán, en la iglesia principal de Montilla,ciudad natal de Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, yde San Francisco Solano. Murió en Córdoba en 1616.Excelente literato, publicó varios libros como Comenta-rios reales que tratan del origen de los Incas, donde sehabla de «la preparación evangélica» que el cristianismoencontró en las culturas ancestrales del Imperio Inca;Historia general del Perú, y otros. Su escudo heráldico,con elementos incas e hispánicos, sostenidos por dosindios de pie, resplandece en hierro dorado sobre la verjade la Capilla de Armas de Córdoba.

El Concilio de Santo Toribio encontró amplia resonan-cia en todas las diócesis sufragáneas de Lima, entre otrasen la de nuestra patria. Por lo que al Tucumán se refiere,el primer sínodo de Santiago del Estero, celebrado en1597 por el obispo fray Fernando de Trejo y Sanabria,incluyó los documentos del tercer concilio limense paraque «se guarde y cumpla en este nuestro obispado ente-ramente». Dicho Concilio seguiría influyendo, por lo de-más, en todas las diócesis dependientes de la sede limeña,aun después de que éstas, desmembrándose de la me-tropolitana, integraran nuevas jurisdicciones.

IV. El Obispo acróbataNo fue, por cierto, el Concilio la única obra emprendi-

da por nuestro Santo. Estuvo también en el transfondo

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de muchas iniciativas apostólicas, por ejemplo el esta-blecimiento de monasterios de vida contemplativa, queconsideraba como la logística de su actividad pastoral.De manera particular se interesó en la fundación del con-vento de Santa Clara, levantado a unas nueve cuadras dela Catedral, donde se había de observar de manera es-tricta la regla franciscana, corrigiéndose así cierta rela-jación de la observancia religiosa que se podía observaren otros monasterios. Fue en el año 1605 cuando seinició dicha fundación, donde enseguida ingresaron docejóvenes, hijas de conquistadores. Grande fue el afectoque le tuvo Santo Toribio, al punto de disponer en sutestamento que su corazón fuese allí sepultado, comoen efecto se hizo.

En otro orden de cosas, promovió los gremios de car-pinteros, albañiles y canteros, formados por indios y crio-llos, agrupados en cofradías. Sus miembros, que reci-bían diariamente instrucción religiosa, daban de comer alos pobres y visitaban a los enfermos. Comulgaban, asi-mismo, con frecuencia, y los sábados los dedicaban a laSantísima Virgen.

Pero lo que se destaca con más relieve en la actitudpastoral del Santo son sus numerosas e inteligentes gi-ras apostólicas. Era, por lo demás, lo que prescribía elConsejo de Indias, concretando las decisiones del Con-cilio de Trento, y que el mismo Toribio urgió a los obis-pos presentes en el Concilio de Lima: «es digno de mu-cha reprensión no salir en prosecución de la visita elarzobispo en propia persona no estando legítimamenteimpedido».

Precisamente uno de los documentos más hermososdel Concilio, la Instrucción para visitadores, fue obra suya.La arquidiócesis de Lima, lo hemos dicho, abarcaba unainmensa extensión. El Arzobispo entendía claramente queno le era lícito encerrarse en la curia. Debía «conocer» asus ovejas, conocerlas personalmente. Y vaya si lo hizo.La superficie que abarcaron sus correrías y el númerode personas a las que llegó su solicitud pastoral sobrepa-sa todo cuanto es posible imaginar. Dedicó a ello cator-ce largos años, en tres grandes visitas generales de siete,cinco y dos años, respectivamente. Sólo lo detendría lamuerte, siempre en camino.

La Primera Visita duró desde 1584 a 1588. Su recorri-do fue de más de dos mil leguas, catequizando a mediomillón de infieles. Durante esa larga gira, sólo regresó aLima una vez, permaneciendo allí durante quince días,para consagrar a un obispo, y también para organizaruna colecta de dinero ordenada por el rey Felipe II enfavor de la Armada Invencible. Cumplidos ambos en-cargos, regresó para continuar el itinerario que se habíatrazado. Él entendía que «su Arzobispado y él debíanestar donde más se requiere su ayuda pastoral». Era unpastor en búsqueda, sobre todo de «sus ovejas humil-des», como le gustaba decir.

Con todo, no descuidaba la atención general de la diócesis. Des-de cualquier sitio donde se encontrase no dejaba de tomar decisio-nes y mantener fluido contacto con el Rey y con el Papa. A esteúltimo le relataba detalladamente lo que iba haciendo: quería cono-cer y apacentar sus ovejas, le decía, corregir y remediar lo quenecesitaba enmienda, predicar los domingos y fiestas a indios yespañoles, a cada uno en su lengua. Recorrió así lugares dondeningún obispo había llegado de visita. Súmese a esa proeza la pre-cariedad de los medios de locomoción en aquellos tiempos. Pero élno se amilanaba, enamorado como se sentía de las ovejas que Diosle había encomendado.

El recorrido de Santo Toribio, en este primer viaje re-sulta impresionante, según se advierte con sólo seguirloen el mapa. Cualquiera que conozca el Perú, aunque seasomeramente, podrá darse cuenta el enorme sacrificio

que realizaba este gran obispo, un verdadero misionero,transitando caminos casi inaccesibles y que hoy nos pa-recerían del todo impracticables.

El Santo hacía su entrada en el pueblo, si es que lohabía, en la forma estatuida por los cánones del TercerConcilio, que Toribio fue el primero en cumplir puntual-mente. Apenas llegado al lugar, se dirigía a la iglesia, don-de permanecía largo rato en oración. Después celebraba laSanta Misa y se dirigía a su alojamiento, que ordinaria-mente era la casa del párroco. Visitaba luego iglesias,monasterios, cofradías y los lugares de trabajo de losindios. En los pueblos que de antemano sabían de sullegada, se celebraban en su honor coloridas fiestas. Losindios, ataviados de sus mejores ropas tradicionales, loesperaban con bailes incaicos. «Padre santo viene –de-cían en su incipiente castellano–, venga en buena hora.Nuestro Tata nos dará bendición. Nosotros querer a tiTata».

Un padre jesuita que lo conoció de cerca decía que «era muytratable y muy conversado, y tenía tanto amor que los metía en susentrañas como si fuera padre de cada uno». A los indios, según loseñalamos, les hablaba en su lengua. Cierta vez un cacique le dijoque estaban muy contentos «porque su quechua era claro y todoslo entendían». Cuando continuaba su viaje a otro pueblo, los indioslloraban, como si de ellos se estuviese alejando su padre verdadero.Estas escenas y muchas otras, que se repitieron en sus prolongadasvisitas pastorales, se difundieron por todas las provincias delVirreinato, dándole fama y suscitando creciente confianza en sulabor pastoral.

En su Segunda Visita, de 1593 a 1598, recorrió unos7.500 kilómetros, catequizando, bautizando y confirman-do a no menos de 350.000 indios. Con estas dos prime-ras giras se puede decir que había recorrido práctica-mente toda la Arquidiócesis, y algunos lugares, más deuna vez. Parecería que se hubiese podido dar por satisfe-cho con el conocimiento que de la Arquidiócesis habíaadquirido, pero su celo de Pastor no dejaba de arder.

Y decidió «volver a las andadas». Sería su Tercera Vi-sita, de los años 1601 a 1606. «Fue su vida una rueda –escribe su primer biógrafo, A. León Pinelo–, un movi-miento perpetuo, que nunca paraba. Y si la del hombre esmilicia en la tierra, bien mereció el título de soldado deCristo Señor nuestro, pues nunca faltó a lo militante desu Iglesia, para conseguir el premio en la triunfante, quepiadosamente entendemos que goza».

El temple de Toribio era de hierro. Un cronista noscuenta que en cierta ocasión, tras azarosas aventurasocurridas en el transcurso del viaje, llegó por fin a unpueblo de indios muy pobre. Estaba exhausto, ya quedurante su trajinar, había padecido enfermedades, fie-bres y frío, de modo que no bien llegado se acostó adescansar y dormir. Sin embargo, al día siguiente se le-vantó como si nada, celebró la Misa, y se puso a predi-car, mostrando gran regocijo por servir a los indios. Eramás poderoso su celo que su fatiga.

Aventuras no le faltaron. Veamos lo que en carta al Reycuenta que le pasó durante otro de sus viajes:

«Salí hará ocho meses en prosecución de la visita de la provinciade los Yauyos, que hacía catorce años que no habían ido a confirmaraquella gente, en razón de tener otras partes remotas a que acudir yen especial al valle asiento de Huancabamba, que hará un año fui aél, donde ningún prelado ni visitador ni corregidor jamás habíaentrado, por los ásperos caminos y ríos que hay.

«Y habiéndome determinado a entrar dentro, por no haberlo po-dido hacer antes, en razón de lo que tengo referido, me vi en grandespeligros y trabajos y en ocasión que pensé se me quebraba unapierna de una caída, si no fuera Dios servido de que yéndose adespeñar una mula en una cuesta, adonde estaba un río, se atravesa-ra la mula en un palo de una vara de medir de largo y delgado comoel brazo de una silla, donde me cogió la pierna entre ella y el palo,

Santo Toribio de Mogrovejo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianoshabiéndome echado la mula hacia abajo y socorriéndome mis cria-dos y hecho mucha fuerza para sacar la pierna, apartando la muladel palo, fui rodando por la cuesta abajo hacia el río y si aquel palono estuviera allí, entiendo me hiciera veinte pedazos la mula.

«Y anduve aquella jornada mucho tiempo a pie con la familia y lodi todo por bien empleado, por haber llegado a aquella tierra yconsolado a los indios y confirmándolos y el sacerdote que ibaconmigo casándolos y bautizándolos, que con cinco o seis pueblosde ellos tiénelos a su cargo un sacerdote, que por tener otra doctri-na, no puede acudir allí si no es muy de tarde en tarde y a pie, porcaminos que parecen suben a las nubes y bajan al profundo, demuchas losas, ciénagas y montañas [...]».

Imaginamos la emoción del Rey al leer esta carta, elgusto que su corazón tan católico habrá experimentadode contar con tales pastores. Pueblo tras pueblo, sin de-jar ninguno. No se lo hubiera permitido su celo pastoral.Sin embargo, tampoco quería limitarse con visitar lospueblos. Su amor, lleno de afecto y de ternura, llegabahasta las chozas, por perdidas y pequeñas que fuesen,catequizando a sus moradores con tanto gusto que pare-ciera poner la vida por cada uno de ellos.

«Cuando visitaba la Diócesis –nos cuenta un testigo–, en sabien-do que algunos indios vivían fuera de sus pueblos, en valles, sierraso arcaduces, por excusarles el riesgo del camino, se exponía apadecerle y los iba a buscar y donde los hallaba los adoctrinaba.Habiendo mandado, en cierto paraje, que le trajesen todos los niñosque se habían de confirmar a un pueblo, le dijeron que iba muygrande un río que habían de pasar, y luego mandó que no trajesenninguno, que él los iría a buscar. Porque valía más –dijo el SantoPrelado– que peligrase la vida de su pastor que la de una de susovejas. Tuvo tan gran memoria, afirma Diego de Córdoba, que casiconocía a todos los indios de su Arzobispado y los llamaba por susnombres y todos lo conocían a él, como al Buen Pastor del Evange-lio».

En cierta ocasión, refiere otro testigo, estaba visitandoun lugar ubicado a 300 leguas de Lima. Al enterarse deque en unos parajes que estaban despoblados se habíanrefugiado algunos indios cimarrones y delincuentes, paraocultarse de las autoridades españolas, decidió ir a en-contrarlos, aunque estaban a 30 leguas de distancia, parapoder adoctrinarlos, sacarlos de su aislamiento, y «re-ducirlos» en algún lugar donde pudieran tener sacerdo-tes que los atendiesen.

Otra vez sucedió algo que resulta particularmente conmovedor.Tras una intensa jornada a pie, como se iba poniendo el sol, elObispo y sus acompañantes se vieron obligados a acampar enplena falda de la montaña. Después de rezar juntos el Oficio, Toribiocenó frugalmente y los exhortó a retirarse enseguida a descansar, yaque al día siguiente había que madrugar para llegar a tiempo a unpueblo próximo donde debía celebrar la Misa antes del mediodía.Ello no resultó posible ya que desde algún lugar de las montañascircundantes llegaban a veces con el viento las melodías tan melan-cólicas de la música indígena, interpretada con instrumentos incaicos,sobre todo quenas y zampoñas.

A veces sólo se oía el retumbar del tinya, especie de tamborindígena. Pasaban las horas y la música se escuchaba con másfrecuencia e intensidad a medida que arreciaba el viento, provenien-te justamente de aquel lugar. Don Sancho Ávila, siempre tan atentocon el Obispo, se le acercó y le propuso ir él hacia la zona de dondeprovenía la música para pedirles que dejasen de tocar. «Calma,querido Sancho –le respondió Toribio–. Deja que esas almas humil-des y buenas desahoguen su tristeza. ¿Acaso no sabes que la músi-ca es el fiel reflejo de lo que sienten los corazones? Escucha lasnotas de esa quena. ¿No te parece que quisiera hablar?».

No deja de ser admirable el respeto que Toribio manifestaba porla cultura incaica. Quizás viese en ella, como señala Dumont, hue-llas de aquella «preparación evangélica» de que hablaba Eusebio deCesarea en el siglo IV, refiriéndose a las civilizaciones de la antigüe-dad. Justamente en tiempos de Toribio, encontraba el Inca Garcilasoen el Imperio de sus antepasados diversos elementos que parecíandisponer los espíritus para la revelación cristiana, como el mono-teísmo que profesaba la élite inca, la práctica de la penitencia y elayuno, y sobre todo el reconocimiento de un Dios creador. Por lodemás, una antigua tradición que encontramos en toda América,pero especialmente en la zona dominada por los incas, sostenía que

en tiempos remotos había pasado por Perú un apóstol que predicóla existencia de un Dios único e incluso de un Redentor,preanunciando asimismo la futura llegada de nuevos discípulos queenseñarían lo mismo que él.

Volvamos a los viajes de nuestro incansable Arzobis-po. No hay que olvidar lo que eran los caminos en aque-llos tiempos, o lo que de ellos quedaban de los viejoschasquis, como se llamaban los correos del Imperioincaico. En algunos lugares sólo había estrechos sende-ros para mulas y en la mayoría de los casos la sola posi-bilidad de ir a pie, con grandes dificultades y riesgos.Eran, como dice el P. de Acosta, caminos de cabras,cervis tantum pervia, aptos sólo para los ciervos. Enalguna ocasión Toribio hubiera podido ser llevado en li-tera, pero se había negado a ello «sólo por no dar moles-tia ni trabajo a los indios».

Por otra parte, el clima de los lugares que nuestro San-to recorría, variaba enormemente. Cuando caminaba porlas llanuras, los calores resultaban a veces sofocantes.Cuando transitaba por las alturas, por ejemplo en losAndes, cuyas cimas alcanzan allí los 7000 metros, elfrío era como para congelarse. Solórzano Pereira ha des-tacado «la gran variedad de temples en las provinciasperuanas, en cuyos llanos nunca llueve, ni nieva, ni seoyen rayos, truenos y relámpagos, siendo ello tan fre-cuente en las sierras que distan de ellos sólo diez leguas,y caen debajo de la misma línea y altura de grados».

Si bien el Arzobispo tenía la salud de hierro, era sinembargo de complexión delicada; su estilo de vida enEspaña había sido más bien académico y sedentario.Ahora se veía obligado a adaptarse, sin más, no sólo alas grandes caminatas sino también a los fuertes con-trastes. Ni siquiera sus criados indios aguantaban a ve-ces cambios climáticos tan bruscos, como sucede aúnen nuestros días, experimentando lo que llaman el «soro-che», o mal de montaña, propio de los grandes desnive-les. En fin, la geografía del Perú era, según dice uno delos biógrafos de Toribio, «una geografía de acróbatasnatos».

El trajinar del Arzobispo fue casi un vuelo de águila porlos Andes y por los valles, sin cejar, durante meses, du-rante años, con su equipaje al hombro o sobre las mulas,llevando allí el altar portátil, el misal, el atril, los orna-mentos y una cama plegable. Así atravesaba selvas, lla-nos, ciénagas y ríos, o trepaba aquellas alturas majes-tuosas, entre abruptos precipicios… A veces debía ca-minar «con lodo hasta las rodillas». Si tenía que dormiral sereno, usaba como cabezal la montura de la mula,que también le servía de paraguas, en caso de aguacero.Las condiciones de estos viajes, sobre terrenos casi cons-tantemente hostiles y vírgenes, eran las mismas que ha-bían debido soportar los conquistadores, situación quetambién lo emparentaba espiritualmente con ellos.

Así Toribio fue haciendo la visita particularizada de su extensaArquidiócesis. Su ímpetu pastoral derribaba todos los obstáculosque encontraba a su paso. Cierto día, tras haber administrado elsacramento de la confirmación, en larga ceremonia a los habitantesde un pueblo, siguió su camino, teniendo que trepar trabajosamen-te una cuesta larga y muy abrupta. Al llegar arriba le dijeron que unindio se había quedado sin confirmar en el pueblo y que enseguidase lo traerían. Pero al enterarse de que dicho indio estaba enfermo,pidió que no se lo trajeran; él retornaría al pueblo, no fuera queaquél corriese el peligro de morir en el camino. Y así, volviendo adescender la larga y riesgosa cuesta, llegó al pueblo y confirmó alindio. «Lo que llenó a todos los testigos de espanto, a tal punto elcamino era peligroso».

Quienes le acompañaban nos cuentan que a veces ba-jaba, como en el caso que acabamos de relatar, por enor-mes barrancos, otras trepaba montes en la misma cordi-llera de los Andes, o pasaba junto a volcanes crepitantes,

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pero lo más arriesgado, nos aseguran, era tener que cru-zar los grandes ríos que surcan el Perú, como el Mara-ñón o el Santa.

Para poder hacerlo tuvo a veces que recurrir a inaudi-tos ardides. El problema no se planteaba cuando las aguascorrían mansas, en cuyo caso se echaba en flotadores decalabazas vaciadas o en balsas de juncos. El asunto eracuando corrían vertiginosas, sea porque así fluían habi-tualmente, sea porque había ocasionales crecientes. En-tonces tenía que mostrar todo su temple y su coraje deapóstol. «Le vio este testigo –dice su secretario– pasarríos muy caudalosos y grandes, metido en un cesto poruna cuerda, con grandísimo riesgo». En otras circuns-tancias no servían ni balsas ni flotadores, ya que la co-rrentada era de tal furor que arrasaba con todo lo que sepusiera delante.

Cierta vez hubo que tender un cable de lado a lado, bien tensoentre dos postes; el Arzobispo se colgó de él, y así pudo cruzarhasta la otra orilla, escuchando el estruendo vertiginoso del ríodesbocado a sus pies. Así lo había visto hacer algunas veces a losindios y a los monos de la selva. Una vez cumplida su misiónpastoral, nuevamente la misma operación a la inversa. Otras veceslo hacía colgado de una maroma o soga de cáñamo, accionada porlos indios desde las orillas. En una oportunidad tuvieron que sacar-lo del río, «donde, si los criados que con él iban no le socorrieran, seahogara».

Todo lo aceptaba sin quejarse. Refiriéndose a una deesas visitas declara uno de sus secretarios: «Duda estetestigo que haya prelado en estos reinos que se pusieseal trabajo y peligro como se puso el dicho señor arzobis-po en tomar tan a pecho la visita», que emprendía «concelo evidentísimo del aprovechamiento de sus ovejas».

En cierta ocasión llegó a un pueblo donde los indios estabanapestados. No por ello se arredró, cuenta Sancho Dávila, ya queestando los indios enfermos en sus hogares, «se andaba el dichoseñor arzobispo de casa en casa a confirmarlos, sufriendo el hedorpestilencial y materia de dicha enfermedad. En lo cual conoció estetestigo que el amor de verdadero pastor y gran santidad de dichoseñor arzobispo le haría sufrir y hacer lo que ni persona particularpudiera hacer».

Las peripecias fueron innumerables. En uno de esosviajes, volviendo a caballo de las montañas, comenzó abajar una pendiente larguísima, «de más de cuatro le-guas», que los indios llamaban «la pedregosa». Poco apoco se fue haciendo oscuro, y para colmo estalló unade esas tormentas súbitas que suelen acontecer en laregión andina, en medio del fragor de los truenos. Toribio,acompañado de un criado, Diego de Rojas, seguía ade-lante, con tenacidad obstinada. Diego se maravillaba«viendo la paciencia y contento con que el dicho señorarzobispo iba animando a los demás». Pero a pesar desus palabras de aliento, los acompañantes empezaron adispersarse hasta que «se fueron todos, quedando, unoscaídos, y otros derrumbados con sus caballos».

En medio de este desconcierto, el Arzobispo cayó brus-camente de su cabalgadura, en forma tan violenta que alcriado «se le quebró el corazón de ver al señor arzobis-po echado, desmayado en el lodo, donde entendió mu-chas veces que pereciera». Acudieron algunos a su lla-mada, y todos creyeron que estaba muerto, «helado yhecho todo una sopa de agua». Pero cuando le levanta-ron, cobró conocimiento y algo de ánimo. Se sacó en-tonces la sotana, que estaba totalmente embarrada, yapretando fuertemente su cruz pectoral, volvió a em-prender el camino, sostenido por sus compañeros, des-mayándose varias veces. Estaba descalzo, ya que susbotas habían quedado hundidas en el barro. Cuando aso-mó la luna, divisaron un tambo, o ranchería, donde lle-garon como pudieron. No había nadie. El Arzobispo quedó

tendido, helado, exangüe, como muerto. Su paje, San-cho Dávila, «se hartó de llorar al verlo de aquella suerte».Todos lo daban por perdido, pero a Sancho se le ocurriósacar la lana de una almohada, y calentándola al fuego,frotar con ella al Arzobispo, hasta que logró que volvieraen sí.

Ya de día comenzaron a llegar algunos indios. El Santose encontraba mejor, de nuevo dispuesto a todo. Celebróla Misa, predicó en lengua indígena «con tanto fervor yagradable cara como si por él no hubiera pasado cosaalguna». Allí dejó establecidas, en medio de aquellas se-rranías desoladas, dos doctrinas que integraron 600 in-dios.

Comentando esta hazaña escribe Sánchez Prieto: «Mientras losindios, a coro, lloraban con muchas veras su partida como si lesausentase su verdadero padre, él se sentía redentor también, conCristo, por su propia sangre derramada en aquella solemne misa depontifical sobre la cruz inmensa de los Andes. Una misa pontificalsin más atuendos prelaticios que la púrpura de su cuerpo a puntode víctima inmolada, entonando el aleluya del triunfo de la caridadmás sublime en las cimas inaccesibles, de cóndores y ángeles, dondetriunfaba también la pastoral misionera más audaz que él habíallevado a América. El disco del sol sellaba, como una custodia degloria eucarística, esta primera misa solemne sobre la cruz de losAndes, encarnada en el ara viva de nuestro arzobispo santo».

En varias circunstancias los testigos nos refieren hechossemejantes. Una vez, cuentan, haciendo con él un largotrayecto por las montañas, vieron que se desmayaba.Caído en el suelo, no daba señales de vida. Tomaronentonces un palo largo, y atando a él tres o cuatro man-tas de los indios, lo cargaron, creyendo que había muer-to. El que nos lo cuenta refiere que hizo fuego en torno ycon un paño le refrescó, por si acaso, el corazón y elpecho. Luego de dos horas, el Arzobispo estaba lo másbien, como si nada hubiera pasado, durmiendo esa no-che al descampado en aquella montaña. No había cuevaalguna en las serranías, pero sí osos, leones y monos.

Al amanecer, sus acompañantes hicieron, debajo delos árboles, un cerco a manera de capilla, con palos ycañas. Allí Toribio celebró serenamente la Santa Misa, yluego siguió su camino hasta llegar al pueblo donde sedirigía. Otro testigo de sus andanzas cuenta que, en cier-ta ocasión, viendo que había varios indios en unos des-peñaderos de difícil acceso, donde no se podía bajar ni acaballo ni a pie, el Arzobispo se apeó de su mula y searrojó hacia abajo, con un bordón en la mano, cayéndosey levantándose, sin que pudiesen seguirle sus acompa-ñantes. Estos relatos los tenemos de testigos que luegodeclararían en su proceso de beatificación. Aunque hu-biera un solo indio en el cerro más alto, nos dicen, haciaél se dirigía, porque el asunto de la salvación era demasia-do serio como para andar con vueltas.

Incluso se adentraba en zonas de indios salvajes y be-licosos. Cuando así sucedía, sus acompañantes, llenosde miedo, le pedían que no siguiese adelante. Pero surespuesta era siempre la misma: «Había mucha necesi-dad de doctrina y los indios no la tenían». Era imposibleseguirle arguyendo, «que por Dios más que aquello sehabía de pasar». En tales ocasiones los que iban con élsolían dejarlo solo. El único que permanecía siempre asu lado era aquel escudero inefable, don Sancho Dávila,su fiel acompañante.

Una de esas veces, apareció en el horizonte un grupo de indioshostiles, con flechas envenenadas. El Arzobispo se dirigió animosa-mente hacia ellos, con la intención de reducirlos. Nos cuenta alguienque en esa coyuntura se animó a escoltarlo, y que luego sería testigoen el proceso de canonización de Toribio, que cuando vieron a éstecon la cruz en alto, los indios le abrieron paso, pero mirándolo conojos recelosos. Muerto de miedo, el que lo acompañaba se puso derodillas y le suplicó que retrocediesen, porque si no morirían inde-

Santo Toribio de Mogrovejo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosfectiblemente, y «habiéndolo oído dicho siervo de Dios y llevadosu rostro con el fuego del amor de Dios y llevado de la caridadevangélica proseguía en su demanda diciendo: que no podía haberguerra donde estaba la paz de Dios». Permaneciendo solo, siguióadelante, y tras convencer a los indios, los indujo a recibir el bautis-mo, para lo cual se quedó allí durante mucho tiempo.

Luego de dejarlos reducidos, salió de ese lugar y pro-siguió su visita por otros parajes, donde se le juntó denuevo el timorato declarante. Varios de los que integra-ban su comitiva nos cuentan que en sus largas correrías«iba alabando a Dios y cantando la letanía de la Madre deDios». Se conservan aún dichas letanías, llamadas «deSanto Toribio de Mogrovejo» o «Letanías del Conciliode Lima», y se las sigue rezando todavía hoy en la capi-tal del Perú. Contiene bellas invocaciones, en númeromayor que las lauretanas, donde se incluyen la InmaculadaConcepción de Nuestra Señora y su gloriosa Asunción alos cielos, con varios siglos de anticipación a la procla-mación dogmática de ambos misterios. Dos de los acom-pañantes del Santo Arzobispo, que respondían a lasinvocaciones del rezo litánico, comentaban: «No parecíasino que venía allí un ángel cantando la letanía, con locual no se sentía el camino».

Destaquemos este aspecto mariano de la pastoral delSanto, trovador de Nuestra Señora. Se ha dicho que através de la devoción a la Santísima Virgen que él supotan bien inculcar, logró llegar a las raíces del alma indí-gena, la cual adhirió, con toda la ingenuidad de su almaprimitiva, a los misterios de la Madre de Dios.

La idea de un ser todo belleza y pureza, arquetipo desantidad y de amor, iluminó la inteligencia y transfiguróel sentimiento de los aborígenes. La desconfianza y eltemor instintivos fueron dejando lugar a la entrega y elabandono filial. Y como el Santo supo fomentar tambiénla devoción mariana en los españoles y en los criollos delas ciudades hispánicas, puede decirse que el cultomariano fue el quicio que vinculó las diversas razas yestamentos, así como la expresión más sublime de laconciencia religiosa del Virreinato. A ello se unió, porsupuesto, el culto de la Sagrada Eucaristía, que fascinóel alma indígena, desplazando totalmente los ritosancestrales, formales y fríos.

Toribio aprovechó sus giras pastorales para erigir igle-sias donde no las había, de modo que no quedase pueblosin templo. Trataba que la propia población tomase parteen la edificación de la suya. Cuando la decisión estabatomada, él mismo quería llevar en sus manos la piedraque se había de asentar primero. Si la iglesia del lugar seencontraba deteriorada, los animaba a restaurarla. Lue-go procuraba dotarlas de imágenes y ornamentos. Losindios se emulaban porque el templo de sus pueblos fue-se el mejor de la zona, aunque las distancias fuesen cor-tas entre los diversos poblados.

Todavía hoy subsisten muchas de esas iglesias y ermi-tas, que testimonian la piedad y devoción de los sencillosmoradores de aquellas serranías. El Arzobispo quería,asimismo, que junto a la casa parroquial se construyeseun colegio para la educación de los niños del lugar. És-tos aprendían a leer el Catecismo del Tercer Concilio deLima, adquiriendo cada cual un ejemplar impreso en sulengua.

Asimismo fomentó la construcción de hospitales paralas comunidades indígenas. El Rey, y luego el Consejode Indias, habían decidido que parte del tributo de losindios debía ser inmediata y efectivamente invertido enla creación y mantenimiento de dichos hospitales, peroestipularon que ello estaría bajo el control del Arzobispo.

«Yo declaro, deseo y es mi voluntad –escribía Felipe II aToribio– que vos y vuestros sucesores en ese arzobispa-do podáis inspeccionar los bienes pertenecientes a loshospitales de indios». Cada hospital tenía un médico consalario fijo, y disponía, en caso de necesidad, de los ser-vicios del cirujano de la zona, que debía visitarlo regular-mente.

Preocupóse también nuestro Santo por acrecentar lasvías de comunicación. Ya en el Concilio se había plan-teado el problema de la precariedad de los caminos ypuentes, por cuya causa sucedían numerosos acciden-tes, a veces mortales, con peligro de que los indios mu-riesen sin sacramentos. Especialmente en su último via-je, el Arzobispo habló con las autoridades políticas, asícomo con los párrocos, para ver de remediar dicha defi-ciencia, porque es necesario, decía el prelado, «atender albien espiritual y corporal de los indios». Esta motivaciónaparece frecuentemente, como si fuese un estribillo ensus escritos. Advirtamos, de paso, cómo una finalidadespiritual, cual es la salvación de las almas, puede tenerincidencias en el orden temporal. Los caminos no servi-rán sólo para intercomunicar las personas y los lugares,sino también para facilitar la administración de los sa-cramentos.

En sus diversas giras pastorales, Santo Toribio se pre-ocupó particularmente en administrar a sus fieles la con-firmación, sacramento por el cual sentía una especialdevoción. Sus manos se cansaban de tanto confirmar.En cierta ocasión, lo estaba haciendo en una parroquia.Al terminar la ceremonia fue a almorzar, pero de prontose le ocurrió preguntar al padre doctrinero si a lo mejor nofaltaría alguno por confirmar. Éste comenzó a dar vuel-tas, ya que no se animaba a confesárselo, pero ante lainsistencia del Obispo hubo de decirle que sí, que a uncuarto de legua, en una cueva, había un indio enfermo,que no había podido venir.

Allí mismo Toribio interrumpió el almuerzo, «se levan-tó de la mesa», y se dirigió hacia donde se encontrabaaquel hombre, juntamente con el sacerdote. El indio es-taba en un altillo, al cual había que subir por una escale-ra. Después de prepararlo debidamente, lo confirmó contoda solemnidad, como si hubiera «un millón de perso-nas», dice el testigo. A eso de las seis de la tarde regresó,y acabó su interrumpido almuerzo. Se dice que a lo largode sus 40.000 kilómetros de viaje confirmó casi un mi-llón de personas, cifra cumplidamente registrada en loslibros parroquiales.

Uno de los feligreses que Toribio confirmó merece especial refe-rencia. Se trata de una niña llamada Isabel Flores Oliva, que luegocambiaría su nombre por el de Rosa, y sería la primera santa perua-na, patrona de América: Santa Rosa de Lima. Si bien había nacidoen Lima en 1586, el Obispo la confirmó en Quivi, el pueblo en quevivía a la sazón, y donde hoy se alza una ermita en su honor.Pertenecía a una familia de españoles pobres que emigraron a Amé-rica y se establecieron en el Perú. Rosa aprendió la doctrina en elCatecismo de nuestro Santo. Ya estando en Lima, donde pasó lamayor parte de su corta vida, quiso tener su pequeña celda en lahuerta familiar. Con frecuencia visitaba los conventos, en especialel de Santo Domingo, puesto que era terciaria dominica, el mismoconvento donde se santificó su portero, fray Martín de Porres, quejustamente había sido bautizado en la misma pila que Santa Rosa.

Tales fueron las famosas Visitas Pastorales de SantoToribio. Bien hace el P. Iraburu en observar que estehombre de buena salud, sí, pero no de condición atléti-ca, que hasta los 43 años llevó una vida sedentaria, entrelibros y documentos, y que desde esa edad dedicó 25años a la actividad pastoral, la mayor parte de ellos reco-rriendo caminos, cruzando ríos, alojándose en chozas oa la intemperie, a pan y agua, constituye una demostra-

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ción palmaria de que el hombre, cuando realmente seenamora de Dios, participa de la omnipotencia divina, sehace tan fuerte como el amor que inflama su corazón, ypuede con todo.

Cuando en la historia aparece un gigante, enseguidapululan los mediocres que lo acosan, porque lo ven distin-to, superior. En vez de admirar la intrepidez apostólicadel Santo Prelado, que lo llevó a desafiar peligros sincuento, no encontraron nada mejor que acusarlo antelos poderes políticos, como si viajando tanto hubieradesatendido las necesidades de Lima. A lo que él respon-dió, indignado, que al obrar así no hacía sino «servir aDios y al Rey». Bien lo dejó dicho un testigo en el proce-so de canonización:

«Era lo que Dios mandaba y lo que estaba a su cargo para ense-ñar y atraer a la fe cristiana a los bárbaros e idólatras, bautizándo-los y confirmándolos y reduciéndolos a que se confesasen y queaunque se ponía en tan graves peligros de mudanzas de temples, deodio de enemigos, de caminos que son los más peligrosos de todoel mundo por ser tierra doblada y de muy grandes ríos y se sujetóa despeñaderos como muchas veces estuvo en peligro de muerte yesto hacía por Dios y por cumplir con su obligación y para darejemplo que se debe dar a los prelados que tienen a su cargo almasy que allí en España no sabían la distancia que había en este arzo-bispado por tener más de 200 leguas y muchos millones de indiosque entonces había y parece que Dios ha sido servido que despuésque les faltó este pastor y pasto espiritual han ido en tanta dismi-nución que ya no hay la cuarta parte; entró en los indios de guerrae infieles con peligro notable por ser belicosos los indios y por lostemples rigurosísimos e iba con tanto ánimo que otrosí daba aentender le ayudaba el Espíritu Santo a pasar peligros y caminosdonde nunca jamás había pasado nadie».

De esos viajes, donde el Santo realizaba todas las obraspropias de un pastor, como catequizar, confirmar, erigiriglesias, e incluso destituir curas que mostraban pococelo, y ello de a decenas, nos queda como reliquia docu-mental el Libro de visitas del Señor Arzobispo SantoToribio, redactado por sus secretarios, que se conserva enel Archivo del Cabildo Catedralicio de Lima.

Además de servirnos como reseña de su obra pasto-ral, constituye un valiosísimo documento para una ra-diografía del Perú de comienzos del siglo XVII: censo depoblación, con la indicación de edades, sexo y actividadeconómica; labradores, ganaderos, carpinteros, zapateros,telares, haciendas, obrajes, etc.; variedad de indios: caci-ques, tributarios, chicos, grandes; diversos tipos de vi-vienda: caseríos, estancias, chacras, rancherías, ingenios;distintas clases de cultivo: maíz, coca, algodón, y de gana-dos: ovejas, cabras, etc.; lenguas habladas en el distrito;condición y calidad de los doctrineros: si sabían lenguas,sueldos que percibían, Órdenes o congregaciones religio-sas a que pertenecían; comportamiento de los corregido-res; trato recibido por los indios; situación y distancia enleguas de los diversos pueblos; orografía; condiciones me-teorológicas y climatológicas; menú de los acompañantesdel Arzobispo; estado del proceso evangelizador; cofra-días; fuentes informativas: caciques, visitadores, párro-cos, escribanos, corregidores…; medios de transporte: apie, en mula, por ríos, etc.

Así caminó y caminó nuestro Santo, siempre en com-pañía de su fiel Sancho Dávila. Cerremos este apartadocon un texto del reciente biógrafo de Toribio, don JoséAntonio Benito Rodríguez:

«Nuestro protagonista es de la misma generación histórica queMiguel de Cervantes y el jesuita Diego Torres Bollo que presentódos Memoriales en defensa de los indios al nuevo Presidente delConsejo de Indias, don Pedro Fernández de Castro. Era éste biznietode San Francisco de Borja, y el mayor mecenas de las Letras Espa-ñolas por haber prestado el más decidido apoyo al autor de DonQuijote de la Mancha, cuyo primer ejemplar viajó a principios de

1605, unos meses más tarde que Torres, a la América hispana… Sinforzar mucho la realidad, la aventura de don Alfonso ToribioMogrovejo nos lleva a pensar en la inmortal obra cervantina: elhidalgo don Quijote de la Tierra de Campos, con su escudero San-cho Dávila y su rocín de nombre Volteadora, hizo posible el sueñode Cervantes, hizo real la utopía indiana que Vitoria y la EscuelaSalmantina diseñaran en las cátedras universitarias».

V. Las relaciones del Arzobispocon el poder temporal

Cabe preguntarnos cómo fue el trato de nuestro Santocon los gobernantes del momento, ya los del Virreinato,ya los de la Metrópoli. No se ha de olvidar que, al otrolado del Atlántico, España vivía su mejor hora política ycultural, el Siglo de Oro de su historia. El poder tempo-ral, por lo demás, apoyaba ampliamente la obra apostólicade la autoridad religiosa. Como dijimos más arriba, siCarlos V le dio Zumárraga a México, su hijo Felipe ledio Mogrovejo al Perú. México y Perú –Zumárraga yToribio–, fueron los dos polos geográficos desde dondese desarrolló durante cuatro siglos la evangelización delNuevo Mundo.

La relación del Santo con los conquistadores y sushijos fue extremadamente cordial. Si bien su antecesoren la sede de Lima, fray Jerónimo de Loaysa, estabainfluido por las acerbas críticas de fray Bartolomé de lasCasas, tantas veces infundadas, pero que a pesar de todotuvieron amplia resonancia no sólo en México sino tam-bién en el Perú e incluso en la Casa Real de España,Santo Toribio siguió su propio camino, lejos de toda uto-pía, encarnado como estaba en la pura realidad. Nadamás lejos de su espíritu que la terrible requisitoria anticon-quistadora de Las Casas. En gran manera se preocupópor honrar a las autoridades políticas, sin por ello dejarde reconocer y denunciar sus errores o delitos.

No hubo en su trato la menor muestra de servilismo.Si bien sus relaciones con los Virreyes fueron por lo ge-neral fluidas, a veces se volvieron distantes y hasta ten-sas. Especialmente tuvo problemas con el virrey GarcíaHurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, quien gobernóel Perú desde 1589 a 1596. Este Virrey, casi desde sullegada de España, se formó un concepto totalmente erró-neo del Arzobispo. En carta que le envió al Rey le decía:

«Ni yo he visto al Arzobispo de esta ciudad, ni está jamás en ella,ya por excusa de que anda visitando su Arzobispado lo cual se tienepor mucho inconveniente, porque él y sus criados andan de ordina-rio entre los indios comiéndoles la miseria que tienen, y aún no sé sihacen otras cosas peores, además de los inconvenientes que sesiguen de que Arzobispo falta de su Iglesia. Y también se mete entodo lo que toca a los hospitales, fábricas de Iglesias y todas lascosas que son del Patronato Real, por lo cual y porque todos lotienen por incapaz para este Arzobispado y no acude, sería razónque Vuestra Majestad le mandase ir a España, poniendo aquí unCoadjutor».

El Rey, a pesar de que apreciaba al Santo en gran ma-nera, llegó a creer, al menos en parte, tales acusaciones,y en Cédula Real le pidió que evitase «las dichas salidas yvisitas todo cuanto fuere posible». Con todo respetoToribio le contestó que su modo de obrar respondía a losimperativos de su oficio pastoral, citando al respecto lasnormas establecidas por Trento. Y le agregaba que de suactuación «se ha de tomar estrechísima cuenta el día deljuicio universal, y en particular al tiempo de la muerte. Lavida es breve y conviene velar cada uno sobre lo quetiene a su cargo. Estas son las causas de mi ausencia deLima, porque en estas tierras abandonadas es donde haymás necesidad del Santo Evangelio».

Más allá de este pequeño roce, Toribio tuvo siempregran aprecio y hasta veneración por el Rey, como buen

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

hidalgo castellano que era. Le contaba todas sus aventu-ras, casi como si fuera un padre. Ya durante el primerode sus viajes le decía en carta: «[...] donde procuré des-cargar la conciencia de Vuestra Majestad y mía, como lohe hecho después que estas ovejas están a mi cargo,olvidándome de mi propio regalo, no teniendo atención aotra cosa más que a esto».

Ya hemos relatado cómo, en medio de unas de suscorrerías apostólicas, tuvo que volver urgentemente aLima. Se trataba de un caso de servicio al Rey, cosa quepara él era de importancia casi sagrada: debía hacerseuna colecta extraordinaria, que Su Majestad había solici-tado a los prelados de sus Reinos, para colaborar con elPatrimonio Real, demasiado debilitado por tantos gas-tos, especialmente los provenientes de los nuevos reinosde América, a los que se unía por aquel entonces el ele-vado presupuesto que exigía el preparar la Armada In-vencible contra Inglaterra. El Virrey se lo acababa denotificar por correo urgente.

Inmediatamente Toribio volvió sobre sus pasos. Sóloel mejor servicio del Rey podía llevarlo a interrumpir sutrabajo apostólico. «Vine de la visita a esta ciudad sólopara este efecto –le escribe a Felipe II– doliéndome delos trabajos y guerras que Vuestra Majestad tiene con losenemigos, nuestros herejes de Inglaterra». Tal era su tratocon el Rey. Asimismo nunca desatendió las justas adver-tencias del Consejo de Indias. Pero jamás permitió queni el César ni el Consejo se entrometieran de manerainadecuada en las cosas de Dios, y en lo referente a lasvisitas pastorales nunca modificó su norma de vidaepiscopal.

También se le opusieron a veces algunos Oidores. Unode ellos escribió un Memorial al Rey con toda clase deacusaciones por él inventadas: que Toribio buscaba ven-tajas personales, bienes económicos, que era altivo conlos clérigos, corregidores e indios. Asimismo lo ataca-ron los canónigos de su propio Cabildo, enviando igual-mente cartas al Rey. Según ellos, Toribio era «un proble-ma», y sus ausencias de la sede episcopal creaban unaespecie de vacancia de poder. A lo que Toribio reiterabasu respuesta. «Yo he acudido con muchas veras –le diceal Rey– y con el trabajo que por ésta no se podrá decir…proveyendo desde lejos a necesidades que ocurrían sinque en ello hubiera faltado alguna… y no estando hol-gando, y descansando, y rehusando el trabajo, sino po-niendo en ejecución la obligación que hay que hacer enpersona las visitas».

Sin olvidarse de recordarle que «Su Majestad, por sus Cédulas,tan encomendadas tiene se hagan [las visitas] por las propias per-sonas de los prelados». Él no hacía, pues, sino lo que tenía quehacer, que era lo mismo que su Rey quería. ¿De qué se quejabanentonces? Nunca quiso obrar a escondidas, tanto que a renglónseguido le avisa, como si nada, que iniciaría otra gira: «Saldré un díade éstos a visitar otras partes del arzobispado, en conformidad conlo proveído por el santo concilio de Trento, y cédula de vuestra realpersona».

Esta acusación persistió durante mucho tiempo, comose ve por las instrucciones del nuevo Rey, Felipe III, alVirrey de aquel momento: «El mismo cuidado tendréis,como os lo tengo ordenado, de tratar con el arzobispode que no haga tan a menudo los concilios provincialesni tan largas las ausencias de su Iglesia». Ya la queja noera una tan sólo. Ahora se agregaba la de que convocabademasiados concilios. Toribio se sintió molesto. Cuandoel nuevo Virrey fue a comunicarle personalmente el men-saje del Rey, encargó a su secretario le dijese al ilustrevisitante que estaba rezando, y que cuando acabase detratar con Dios lo atendería. Así lo hizo, ante el estupor

de toda la curia arzobispal, viendo al representante di-recto de Su Majestad guardar antesala. Es que el Santoquería hacerle saber que para él Dios era el primer servi-do, y que estaba muy por encima de los chismes de loshombres. Los Concilios y las Visitas no eran negociables.

Especial amargura sintió Toribio cuando en cierta oca-sión le tergiversaron en Madrid algunas cartas que habíaenviado al Papa. Haciéndose eco de dicha infamia, tantoel Consejo de Indias como el mismo Rey montaron encólera contra el Arzobispo, a tal punto que los del Con-sejo, con anuencia del monarca, escribieron al virrey delPerú, ordenándole que llamase al Prelado y delante de laAudiencia de Lima le diera una áspera reprensión. Pocomás tarde se conoció la manera deliberada como fuerontergiversadas las cartas que el Obispo dirigiera a Su San-tidad.

Con motivo de estas intrigas, Toribio le escribió al Rey, expre-sando su gozo de padecer por amor a Cristo y a la Iglesia. «Yo mehe alegrado y regocijado mucho en el Señor con estos trabajos, yadversidades, y calumnias, y pesadumbres, y los recibo como desu mano y los tomo por regalo, deseando seguir a los Apóstoles ySantos Mártires y el buen Capitán Cristo nuestro Redentor, cuyaayuda y gracia, atendiendo en esta parte que en cuanto uno mássirva a Dios es más perseguido del mundo y de la gritería y es lo queNuestro Señor dijo a sus discípulos que si fuesen de este mundo, elmundo los querría y amaría, mas porque no eran, por eso los per-seguiría».

Con el virrey don García Hurtado de Mendoza, tuvotambién otro conflicto, a raíz de la creación del Semina-rio, que había dispuesto el Santo, cumplimentando loresuelto en el Concilio de Lima. Dicha casa de forma-ción era la primera que se abriría en América y el mundoentero conforme a los decretos del Concilio de Trento.El mismo Arzobispo aclaró que lo hacía «con el fin decumplir lo que había ordenado el Concilio de Trento».Tras comprar la casa que dicho Seminario usaría comosede, por cortesía pidió el acuerdo del Consejo de In-dias. Decimos «por cortesía», ya que ello era innecesa-rio, dado que no se trataba de una institución sujeta alPatronato. El Consejo respondió asintiendo, con lo queel Seminario se inauguró efectivamente en 1590, pre-sentándose 120 candidatos. Fue aquí cuando intervinoel Virrey, queriendo recuperarlo para el Patronato. Cua-tro años duraron los desencuentros.

Finalmente intervino Felipe II. Contra sus interesespersonales y su propio prestigio como titular del Patro-nato Real, este Rey tan profundamente cristiano desau-torizó pura y simplemente a su Virrey, enviándole estaCédula:

«Os ordeno que dejéis el gobierno y la administración del semi-nario a la disposición del arzobispo, así como la selección de losalumnos, conforme con lo que ha sido estipulado por el Concilio deTrento y por el que se ha tenido en esa ciudad de Lima el año1583». De los 120 candidatos que se habían presentado se acepta-ron sólo 30, por sus buenos antecedentes personales, que seguiríanlos cursos en la Universidad de San Marcos, de Lima, para quetuviesen títulos universitarios, aunque la mayor parte de ellos se-rían luego destinados a las misiones en las doctrinas de indios. Deeste Seminario tan seleccionado saldrían sacerdotes preclaros, al-gunos de los cuales serían luego obispos en Santo Domingo, Bogo-tá y México, con lo que el Seminario se irradió mucho más allá delPerú.

En 1602 Toribio le podía escribir gozosamente a Feli-pe III: «Hay tantos hijos de esta tierra, legítimos descen-dientes de los conquistadores, que no aspiran sino a sermisioneros en las doctrinas». Destaquemos la generosi-dad y la nobleza de estos jóvenes seminaristas, prove-nientes de la segunda generación posterior a la Conquis-ta, dispuestos a abnegarse con tanto desprendimiento,ejerciendo su ministerio en lugares perdidos de los An-

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des. Ello revela la seriedad del cristianismo que vivíanmuchas de las familias españolas que se trasladaron aAmérica, verdaderos semilleros donde, como se ve, ger-minó con tanta abundancia la gracia de Dios.

Vamos viendo cómo Toribio, sin dejar de ser profun-damente humilde, cuando alguien pretendía extralimitar-se, dejaba bien en claro los derechos inalienables de sudignidad episcopal. En cierta ocasión, se encontró conel famoso virrey don García Hurtado de Mendoza, elmismo que lo había enfrentado varias veces. Como alPrelado le pusiesen «la silla fuera del dosel, entonces élmismo la cogió metiéndola dentro de él, diciendo estaspalabras: Bien sabemos que todos somos del Consejo deSu Majestad».

Los principales encontronazos que tuvo con los pode-res temporales fueron por la firme y decidida actitud dedefensa que adoptó frente a los abusos que se cometíanen nombre del Patronato Real. Siendo jurista in utroqueiure, podía esgrimir dos poderosas armas: las leyes ecle-siásticas y las leyes civiles, de las que tenía amplio co-nocimiento por sus estudios en la Universidad deSalamanca y más tarde su oficio de inquisidor en Sevi-lla. Así, con las leyes de Dios en una mano, y las civilesen la otra, sabía cómo argüir ante el Rey, el Consejo deIndias, los Virreyes u otras autoridades civiles, con lasque debía resolver asuntos arduos y enojosos.

Una de sus luchas más frecuentes fue contra el com-portamiento de algunos Corregidores, como se llama-ban las autoridades civiles de los pueblos, que goberna-ban en nombre del Virrey, y que a veces obraban endesmedro de los indios, los cuales no tenían a quién re-currir en busca de comprensión y justicia. El caso esque, en ocasiones, los Corregidores, a pesar de lo esti-pulado claramente en las Cédulas Reales, se apoderabande los dineros destinados a la construcción, manteni-miento y mejora de iglesias, hospitales, y hasta escuelitasde los indios. Toribio no tardó en dirigirse al Rey parareclamar su protección en este asunto.

He aquí lo que le respondió Felipe II en una de sus cartas: «Quelos indios son tratados peor que esclavos, y como tales se hayanmuy vendidos y comprados de unos encomenderos a otros y algu-nos muertos a coces y mujeres que mueren y revientan con laspesadas cargas, y a otras, y a sus hijos las hacen servir en lasgranjerías y duermen en los campos, y allí paren y crían… Nos hadolido como es razón y fuera justo que vos y vuestros antecesorescomo buenos y cuidadosos pastores hubiérades mirado vuestrasovejas solicitando el cumplimiento de lo que en su favor está pro-veído o dándonos aviso de los excesos que hubiese para que losmandásemos remediar y que por no haberse hecho haya llegado atanta corrupción y desconcierto que de aquí en adelante se reparecon mucho cuidado y para que así se haga escribimos apretada-mente a nuestros Virreyes, Audiencias y Gobernadores que si enremedio a ello tienen o tuvieran algún descuido han de ser castiga-dos con mucho rigor».

Aduciendo las Cédulas Reales, Toribio supo enfrentarcon decisión a los Corregidores que se negaban a cum-plir lo ordenado por el Rey, así como a otras autoridadesde diversas provincias y audiencias del Virreinato, queocultaban o desairaban los decretos reales. Era el respal-do que necesitaba. Muchos se sentían ofendidos por ello.Toribio no se inmutaba.

Obraba así, le informaba al Rey, «procurando descargar la con-ciencia de Vuestra Majestad y la mía e imitar a Santo Tomás quepor defender la Iglesia pasó grandes persecuciones y tempestadessin oponérsele ninguna cosa por delante ni bienes temporales niamor de parientes, y teniendo tan solamente a Dios por delante…Yo voy haciendo mil diligencias y las haré contra los Corregidoresy demás ministros seglares que lo impidieron hasta que con efectoacudan y obedezcan a lo que Vuestra Majestad por Cédula Realmanda y tiene ordenado».

En una de sus giras pastorales, nuestro Santo Pastorvisitó el pueblo de Jauja, y allí le exigió a su corregidor,don Martín de Mendoza, que cumpliese con lo prescripto,devolviendo lo que el Santo llamaba «sudor de los in-dios». Le dio para ello cincuenta días de plazo. Aunque elCorregidor buscó apoyo en la Audiencia, fue finalmenteexcomulgado. Como se ve, Toribio era categórico, tantocon los sacerdotes que no cumplían su deber como conlos funcionarios injustos. Uno de los testigos dijo en elproceso de canonización: «Fue gravísimo en representarsu dignidad y autoridad, defendiéndola inviolablemente yoponiéndose a todas las potestades seglares y decía quea Dios por delante y que en todo fuese servido y se des-cargase la conciencia, y lo demás como quisiesen, quesólo se había de dejar y preferir el servir a Nuestro Señorque era reinar».

En lo que se refiere al modo de haberse con los indios,Santo Toribio coincidía plenamente con los deseos delPapa y las intenciones del Rey. Ya en el año 1568, FelipeII había creído oportuno reunir en su corte a los miem-bros de la Junta Magna de Valladolid para replantearse lapolítica que había de llevarse adelante en las Indias. Jus-tamente por esos tiempos, el mismo Papa, enterado dealgunos abusos, había hecho saber a la Corona de Castillaque la Sede Apostólica consideraba imprescindible se to-maran medidas para que la política española en las nue-vas tierras se desenvolviera con espíritu cristiano.

En aquella reunión de la Junta Magna se planteó uninterrogante: ¿Qué hacer con los indios de los inmensosterritorios de América? Segregarlos, no era aconsejableni posible; dejarlos como estaban, tampoco era compati-ble con los propósitos de la Corona. La única decisiónapropiada y justa era la incorporación a la Cristiandad deesos millones de indios, previa o conjunta evangelizacióny bautismo.

Era tal cual lo que anhelaba nuestro Santo, como atestiguó San-cho Dávila, en favor de sus ovejas más humildes, los indios, «a losque quiere y desea con todas veras aliviar sus penurias para que undía sean los honestos vasallos de Su Majestad el rey de Castilla yque sobre todo tengan plena conciencia de su fe católica».

Más aún, Toribio soñaba con algo más y era la posibi-lidad de que se llegase a suscitar una especie de aristo-cracia indígena. ¿No sería conveniente, le escribía al jo-ven rey Felipe III, que se erigiesen colegios especialespara los caciques?

«Para bien de los naturales y aprovechamiento de la fe católica ybuenas y loables costumbres, uno de los medios más eficaces que senos representa es la enseñanza de los hijos de caciques e indiosprincipales, de los cuales sin duda depende el bien o el mal de estosindios. Porque ganados o perdidos estos principales es cosa ciertaganarse o perderse todos los demás. Y para que se enseñasen ycriasen cristianamente los muchachos de estos indios principalesparece único remedio hacer algunos colegios y seminarios dondeéstos se críen con disciplina y justicia cristiana. Porque enseñándo-se y criándose de esta suerte, tenemos entendido que con el tiempollegarán a ser no solamente buenos cristianos y ayudar a los suyospara que lo sean, sino también que deberían ser aptos y suficientespara estudios y para servir a la Iglesia y aun ser Ministros de lapalabra de Dios en su nación, porque al presente muy pocos deellos son suficientes ni entienden cumplidamente la ley de Dios...»

«Para estos colegios o seminarios de indios podría Vuestra Ma-jestad mandar que de sus mismos tributos como fueren vacando seaporte y aplique la parte que pareciere necesaria para su doctrina ysustento. Pues en ninguna cosa se pueden emplear mejor los dichostributos que sea en mayor servicio de Dios y bien de estos indios ydescargo de la conciencia de Vuestra Majestad, y por ser cosa degran importancia y muy digna del cristianísimo celo de VuestraMajestad, pide y suplica cuan encarecidamente puede este Conci-lio Provincial se dé orden y provea como tenga efecto desde luego elmandar hacer los dichos colegios y aplicar los tributos necesariospara ello».

Santo Toribio de Mogrovejo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Advertimos con cuánta frecuencia repite el Santo ensus cartas a los dos reyes, Felipe II y Felipe III, «paraque se pueda descargar la conciencia de Vuestra Majes-tad y la mía», o también: «para que se descargasen am-bas conciencias», en clara alusión al deber de las dosinstancias respecto de la educación y evangelización delos indios.

Nada más deseable que la concordia entre el podertemporal y la autoridad espiritual. Ni Toribio quería me-terse en asuntos puramente temporales, ni consentía nin-guna interferencia indebida del poder temporal en el ám-bito de su autoridad espiritual, como era por ejemplo sujurisdicción sobre el clero. Protestando en cierta oca-sión contra las intromisiones de la Audiencia de Lima, ledecía en carta al Monarca: «Si para reformar a nuestrosclérigos, donde tanta necesidad hay, no tenemos manolos prelados, de balde nos juntamos a concilio y aun debalde somos obispos».

El apoyo de los Reyes, especialmente el de Felipe II,resultó altamente positivo. Los Concilios que en Hispa-noamérica se celebraron después de Trento, fueron pordisposición de los Monarcas, en virtud del Real Patrona-to de Indias que los Papas les concedieron. Sobre tandecisiva influencia escribe el P. Enrique Bartra:

«Podemos preguntarnos si la evangelización de América hubierapodido emprenderse con más éxito conducida directamente por losPapas del Renacimiento, que bajo la tutela de la Corona de Castilla.Lo que no se puede negar son los resultados de la conjunción de losintereses religiosos y políticos de una nación y de una dinastíacampeona de la Contrarreforma, que perdura con robusta vitalidadhace casi medio milenio, aun disuelta aquella atadura circunstan-cial».

Dicha saludable conjunción se revela de manera indis-cutible en esta circular que Felipe II enviara con motivodel nombramiento de Santo Toribio como arzobispo deLima:

«A todos los residentes de nuestras tierras y Audiencias Realesde las nuestras Indias, Islas del Mar Océano y nuestros Goberna-dores y cualesquier nuestros jueces de justicia y oficiales de ellas,a quienes esta Cédula será mostrada por el Licenciado ToribioAlfonso de Mogrovejo, Arzobispo electo de la Ciudad de los Re-yes de las Provincias del Perú, que va a ocuparse de la Iglesia, comoallá lo entenderéis y porque podría ser que yendo en viaje arribasea alguna o algunas de esas partes, así de la Mar del Sur como la delNorte y de manera que tuviese necesidad de ser favorecido paraseguir su viaje, Os encargamos y mandamos a cada uno de Vosotrosen vuestra jurisdicción que sucediendo lo susodicho deis y hagáisdar a dicho Arzobispo todo favor y ayuda para que con la mayorcomodidad que fuera posible puedan ir a recibirle en su Iglesia.Fecha, en el Pardo, a 21 de febrero de 1579. Yo el Rey».

A su vez, poco después de terminado el Tercer Conci-lio, el Arzobispo escribe la siguiente carta a Felipe II,dedicándole un ejemplar del Sínodo, con copia de todossus decretos y ordenanzas:

«Del sumo Dios dice San Agustín que es propio no empacharsecon el gobierno de todas sus criaturas juntas, más que si fuesen unasola, y atender a cada una de ellas por menuda que sea con tantocuidado, como si cada una importase lo que todas juntas. Estasoberana perfección, en cuanto es dada a la humana natura poderimitar la divina, en alguna manera representan los corazones altosde los Príncipes, que, ni la carga de los muchos y grandes negocioslos vence ni inquieta, ni el cuidado por estar repartido a tantascosas de su gobierno deja de mostrarse entero aun en las pequeñasy más remotas.

«Y verdaderamente si esta grandeza propia de Príncipes y mo-narcas se halla en las cosas humanas, Vuestra Majestad es un singu-lar retrato a quien Dios Nuestro Señor con la anchura de tantosreinos y estados –que ciñen ya todo el Orbe– ha dado otra mayoranchura de corazón, como la que de Salomón refiere la escrituraDivina, con que el pensamiento hecho a negocios tan grandiosos yuniversales de guerra y paz del mundo, le aplica cuando es servidoa cosas particulares y menudas de personas, ejercicios y artes, tan

cabalmente que parece estar siempre desocupado de todo lo de-más.

«Considerando esto, me he atrevido a enviar a Vuestra Majestadeste librillo que contiene las ordenanzas y decretos de los Conciliosdel Perú; que, aunque no parece materia tan propia de las ocupacio-nes de Vuestra Majestad, todavía me doy a entender se dignaránVuestras reales manos de revolver algún rato este pequeño volu-men, y le tendrán por bien ocupado en enterarse del gobierno ecle-siástico de estas partes, que están del lado de vuestra real corona[…]. A Dios Nuestro Señor suplicamos alargue por muchos años lavida de Vuestra Majestad para el acrecentamiento de la fe católicaen muchos señoríos y estados».

Vemos con cuánta elegancia reconoce Toribio la gran-deza de este Rey, capaz de ocuparse de cosas trascen-dentes sin desatender las pequeñas, lo que es propio delmagnánimo.

VI. Su vida espiritualVayamos cerrando nuestra semblanza de este gran San-

to con algunos comentarios tocantes a su vida interior.Ya muchos aspectos de ella se nos han manifestado alconsiderar sus hazañas apostólicas. Los que lo frecuen-taron coinciden en que vivía en perpetua comunión conDios. Verle rezar, atestiguan, era un verdadero sermón,la mejor predicación posible sobre la majestad de Dios,la bondad de Dios, la belleza de Dios.

Un padre que fue su confesor, Francisco de Molina, señaló: «Eltiempo que trató al dicho señor arzobispo y le confesó vio que eraun hombre de tan ardiente amor de Dios, que todo andaba embebi-do en él, sin cuidar de otra cosa más que el celar la honra de Diospor su persona y que no fuese ofendido en nada, procurando porsu propia persona atraer a este amor de Dios a cuantos veía ycastigando y procediendo a los que le ofendían y vivían escandalo-samente y cometían pecados públicos, siendo acérrimo defensorde la honra de Dios y de su Iglesia».

Su preocupación por las almas no fue sino untransfundirse hacia fuera de lo que llenaba su interior. Siel apostolado consiste en mostrar a los hombres el amorque Dios les tiene en Cristo (cf. 1 Jn 4, 16), él lo mani-festó con creces, especialmente en su trato con los in-dios. Su celo era impresionante, según lo hemos consta-tado en diversas circunstancias.

Un contemporáneo cuenta cómo, en cierta ocasión,habiéndole dicho un cura a un indio de la sierra que nopodía ir por la noche a confesarle por estar atendiendo alObispo,

«el dicho siervo de Dios, sin hablar palabra, luego instantánea-mente llamó a un criado y le mandó ensillar una mula y subiéndoseen ella sin avisar a otra persona se fue solamente en compañía deldicho indio que había venido a llamar al dicho cura para que guiasea la parte donde estaba el enfermo que distaba de allí más de dosleguas de cuestas y sierras asperísimas y habiendo llegado al lugary confesado al dicho enfermo en su lengua general porque la sabíay dejándole el dicho siervo de Dios muy consolado, se volvió allugar de donde había salido y reprendió gravemente al dicho cura».

El celo de Toribio, ardiente por cierto, se caracterizótambién por la discreción, sabiendo alternar sus tres vi-sitas pastorales con los tres Concilios provinciales queconvocó, es decir, su actuación apostólica directa consu tarea legislativa. De este modo, dispuso para las visi-tas de los siete años de espacio que corrían entre uno yotro concilio, que era el tiempo establecido por la SantaSede, según las disposiciones de Trento. Es verdad queen las diócesis europeas no hubiera parecido adecuadoausentarse durante tanto tiempo de la sede episcopal,pero no hay que olvidar que la suya era una diócesis demisión, y que requería ser recorrida en toda su exten-sión. Creemos que la generosidad y el coraje que en di-chos viajes demostró –«anduvo su Arzobispado dos ve-ces», dice un testigo– quedó ampliamente de manifiestoen las anteriores páginas.

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Se ha comparado –lo hemos dicho– a nuestro Santocon San Carlos Borromeo, los dos obispos postridentinos,pero no se pueden equiparar las visitas pastorales de unoy de otro, sobre todo si consideramos la diversidad geo-gráfica de las dos arquidiócesis, la de Lima y la de Milán.La áspera geografía del territorio peruano, sumada a loscaminos casi inexistentes, cervis tantum pervia, segúndecía con gracia el P. De Acosta, resalta la diferencia.Como escribe Sánchez Prieto, «no hubo núcleo de po-blación, reducida o rebelde, urbana o montaraz, por arris-cado e inexpugnable que se encontrara, adonde él noentrase y se quedase el tiempo necesario para la evange-lización, las primicias sacramentales y la inmediataestructuración canónica hasta el último detalle». PorqueToribio no fue sólo un gran misionero que llevaba la se-milla de la fe, sino también un gran organizador, aquel«más canonista que teólogo» postulado por el Consejode Indias, que supo constituir la diócesis, también desdeel punto de vista jurídico.

El celo apostólico constituyó, no cabe duda, el granincentivo de su actividad pastoral, ese celo que es fue-go, ardor del alma. Hemos visto cómo cuando llegaba aun pueblo, tras una penosa aventura, a veces exhausto yafiebrado, al día siguiente se levantaba con prontitud,celebraba la Santa Misa «con agradable cara», detalle quereiteran sus acompañantes, y se ponía a predicar a losindios, sin dar señales de fatiga. No que dejase de experi-mentarla, sino que al propagar su fuego a los indios,renovaba siempre de nuevo el vigor de su espíritu. Fue,en verdad, un apóstol de la estirpe de San Francisco Ja-vier.

Uno de los testigos que depusieron en los procesos de su ca-nonización dice: «Mientras vivió en la Prelacía no tuvo una hora dequietud ni descanso, porque todo el tiempo ocupaba en el gobiernoen crear y nombrar ministros que le ayudasen a la conversión de losindios, extirpación de la idolatría, reformación de las costumbres ysalvación de las almas y el tiempo que le sobraba, gastaba en laoración y en el estudio».

Esta observación la pudieron hacer todos cuantos leconocieron. A decir verdad, no deja de sorprender laactividad que desplegó en los veinticinco años de su epis-copado. Con la tercera parte de lo que realizó, otros obis-pos se hubieran dado por satisfechos. Muchas veceshubiera podido excusarse de iniciar algunos de susemprendimientos. No le habrían faltado razones de pesoy personas serias que se lo aconsejasen, pero cuandoestaba seguro de que Dios le pedía algo, hubiese creídofaltar a su deber pastoral si no lo llevaba a cabo.

Por los demás, una actividad tan intensa no lo tensabaen exceso, ni lo volvía huraño. Al contrario, «en salien-do de la iglesia era muy afable con todo género de gente»,atestigua uno de sus acompañantes. Nunca abdicó de sucaballerosidad congénita, tanto que «aunque no se cono-ciera por cosa tan pública y notoria su nobleza y sangreilustre, sólo ver el trato que con todos tenía tan amorosoy tan comedido, se conocía luego quién era y se echabade ver el alma que tenía».

Penitente como pocos, era «muy afable, muy cortés,muy tratable –reiteran los testigos–, no sólo con la genteespañola, sino con los indios y negros, sin que haya per-sona que pueda decir que le dijese palabra injuriosa nidescompuesta». Asimismo, «no tenía puerta cerrada anadie ni quería tener porteros ni antepuertas, porque to-dos, chicos y grandes, tuviesen lugar de entrar a pedirlelimosna y a sus negocios y pedir su justicia». Sólo cuan-do estaba rezando, se mostraba remiso a recibir audien-cias, no fuera que lo perturbaran en su plegaria. Diosestaba antes que los hombres.

Este Prelado, hombre realmente virtuoso, era incapazde decir una mentira. Quien fue su vicario general enLima, en carta al Rey decía de él: «Es hombre de tantaverdad, que no hará pecado venial por todas las monar-quías del mundo». Juntaba de manera admirable, comosólo logra realizarlo la caridad, la mansedumbre con laseveridad, en los casos en que ésta se tornaba necesaria.Si bien es cierto que cuando correspondía hacerlo «de-fendía a sus clérigos como leona a sus cachorros», notemía enrostrarlos cuando se comportaban de maneraindebida ya que, según él mismo escribía al Rey, «si parareformar nuestros clérigos no tenemos mano los Prela-dos, de balde nos juntamos a Concilio y aún de baldesomos obispos».

Por lo demás, jamás se dejó llevar por las presionesciviles o eclesiásticas, si ellas le ponían obstáculos alcumplimiento de sus deberes pastorales: «Nunca he ve-nido ni vendré en que tales apelaciones se les otorguen[...]. Poniendo por delante el tremendo juicio de Dios ylo que nos manda hagamos por su amor, por cuyo respe-to se ha de romper por todos los encuentros del mundo ysus cautelas, sin ponerse ninguna cosa por delante [...]».La misma caridad que le llevó a excomulgar a cinco obis-pos sufragáneos suyos, como vimos que hizo al comien-zo del Tercer Concilio, lo impulsó a levantar las censu-ras, al entender que así lo exigía el bien de la Iglesia. Auncuando guardaba el debido respeto a las autoridades, fuetotalmente ajeno a cualquier tipo de servilismo y de «aco-modo» sugeridos por la astucia carnal, de modo que entodo parecía hombre superior y verdaderamente santo.

Su dadivosidad fue relevante. Sin duda manejó bastan-te dinero pero, aparte de lo que aplicaba a su sustento,bien poca cosa, por cierto, ya que su frugalidad era pro-verbial, buena parte de su renta pasaba a los necesitados,de modo que con toda justicia se lo pudo llamar «padrede los pobres». Por los testimonios de su proceso sabe-mos que no escatimaba limosnas tanto a gente principalque se había arruinado económicamente, como a loshospitales.

Era tal su caridad, dijo uno de los testigos, «que sepudiera llamar Santo Toribio, el limosnero». Otro señalóque «para tener más que repartir, moderaba su gasto todolo posible». Y también: «Gastaba en esto su renta contanto desinterés que no sabía qué cosa era dinero ni co-dicia hasta quitar de su propia persona y casa lo necesa-rio». Todos los días recibía en su domicilio a numerosospobres mendicantes, «y así sabe y vio este testigo quetodos los jueves del año daba a dos indios de comer,sentándolos a la mesa con toda la humildad del mundo yluego de comer les lavaba los pies y les daba plata».

Una anécdota nos lo pinta de cuerpo entero. En cierta oportuni-dad se enteró de que un enfermo grave pedía ayuda a muy pocascuadras de la Plaza de Armas, donde se encontraban el Palacio delVirrey y el Arzobispado. Enseguida se dirigió a socorrer al enfermo,un modesto trabajador que sufría fuertes dolores. Al verlo tan mal,decidió llevárselo al Arzobispado de modo que allí lo atendieran,para lo cual debió cargarlo a ratos sobre sus hombros, ya que elpobre apenas si podía caminar. Cuando pasaron frente al Palaciodel Virrey, los guardias de turno, observando en la oscuridad lospasos lentos de dos hombres y oyendo algún que otro quejido,gritaron: «Alto, ¿quiénes sois? ¿Acaso no sabéis que por aquí sinpermiso no se puede pasar?». La respuesta del Arzobispo fueescueta: «Soy Toribio, el de la esquina». Al acercarse los guardias,con gran sorpresa comprobaron que el Toribio de la esquina era elArzobispo en persona, quien cargaba con el enfermo para llevarlo asu Palacio. Sorprendidos, sólo atinaron a decirle: «Pero Su Ilustrísima¡cómo podéis estar haciendo esto a la media noche! Para algo está laservidumbre que tiene Su Señoría». Sin decir palabra, el Arzobisposiguió su camino para desaparecer pronto, al abrirse la puerta gran-de del Palacio Arzobispal.

Santo Toribio de Mogrovejo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Su desprendimiento se manifestaba con mayor eviden-cia, si cabe, cuando se trataba de sus hijos más despo-seídos, los indios. No deja de constituir un símbolo deello la decisión que tomó de regalar el cáliz de su primeramisa a una humilde iglesita perdida en el hoy departa-mento de Huánaco. En el borde de dicho cáliz se podíaleer: «Soy del doctor Toribio Alfonso de Mogrovejo».En ese cáliz era él mismo quien se ofrecía y derramabapor sus ovejas predilectas. Durante los tiempos en queno estaba de gira pastoral, iba todos los domingos a pre-dicar a los indios de dos poblados indígenas contiguos aLima. Y le gustaba hacerlo sin perder la solemnidad pro-pia de un obispo, lejos de todo populismo barato: «Enornamentos pontificales, sentado con su cruz episcopalen la mano, les predicaba en lengua quechua».

Toribio fue, por cierto, un gran santo, que engalanócon sus virtudes la arquidiócesis de Lima. Pero no elúnico, ya que varios de sus contemporáneos también lofueron. Se podría decir que en su tiempo la Ciudad delos Reyes fue también la Ciudad de los Santos, puestoque en sólo cuarenta años asistió a la muerte de cincograndes: Santo Toribio (1606), San Francisco Solano(1610), Santa Rosa de Lima (1617), San Martín de Porres(1639) y San Juan Macías (1645). A estos grandes san-tos podemos agregar, aunque no haya sido todavía pro-clamado como tal, al P. Antonio Ruiz de Montoya, elgran misionero peruano.

Así de grande fue la irradiación espiritual de un obispotan santo como Toribio de Mogrovejo, quien desde laCiudad de los Reyes expandió su influjo en todo elVirreinato.

VII. Muerte y glorificaciónA principios de 1605, Toribio no se encontraba bien de

salud. Ya tenía 69 años, y muchas fatigas a cuestas. Sinembargo resolvió emprender otra gira pastoral, aun pre-viendo lo que le podía suceder. Al despedirse de su her-mana Grimanesa, que durante tantos años lo había acom-pañado en el Perú, le dijo: «Hermana, quédese con Dios,que ya no nos veremos más». A la verdad, ello era lo quemás se adecuaba al temple de su espíritu: morir con lasarmas en la mano, combatiendo las batallas del Señor.

Lanzóse así a un vasto recorrido, esta vez por la cos-ta, con la intención de visitar de un tirón cinco inmensasprovincias. En abril de dicho año le escribió una carta alrey Felipe III desde uno de esos parajes. Por la SemanaSanta de 1606 lo encontramos en Trujillo. Su intenciónera celebrar el Jueves Santo en la villa de Miraflores,llamada también Saña. Tanto el sacerdote que lo acom-pañaba como el párroco de Trujillo, al verlo desmejora-do, le desaconsejaron dirigirse a aquel lugar, «por ser –ledijeron– tierra muy enferma y cálida, y que morían decalenturas por el riguroso calor que entonces hacía».Pero él, fiel a su estilo, siguió adelante. Durante el cami-no, hizo un alto en Pacasmayo, donde los agustinos te-nían un monasterio bajo la advocación de Nuestra Seño-ra de Guadalupe. Allí pudo rezar a la Virgen morena, laextremeña tan amada de los conquistadores. Cuando lle-gó a Miraflores, se alojó en la casa del párroco. Se sentíamuy mal, decaído y afiebrado.

Tiempo atrás Toribio contó que cierto caballero muyvirtuoso había dicho que cuando estuviera próximo a lamuerte le agradecería gustosamente a quien se lo avisa-ra. Ello se le iba a aplicar ahora a él.

«Habiéndole desahuciado el médico, el Licenciado Juan de Ro-bles, su capellán, entró en el aposento del Bendito Prelado y le dijosi se acordaba de esto: y respondióle que se acordaba muy bien.Pues yo le doy a Su Señoría esas albricias –prosiguió el capellán–,

porque el médico dijo que se muere sin falta. Levantando los ojos ylas manos al cielo el Siervo de Dios exclama: “Me he alegradoporque se me ha dicho: Iremos a la casa del Señor”. Luego seconfesó, y se puso a hablar de Dios con los sacerdotes que lorodeaban.

«Después de tomar algunas disposiciones, pidió que lo llevarana la iglesia y en un rincón de ella lo acostasen en el suelo, pararecibir allí la extremaunción y el viático, “porque se hallaba indignode que Dios lo fuese a visitar en su casa”. Ese sitio aún hoy se lorecuerda y desde aquellos tiempos se llama El Humilladero. Luegole pidió al P. Jerónimo Ramírez, prior del convento agustino deSaña, que era un buen tañedor de arpa, trajese el instrumento y lecantase a media voz el salmo 115, Credidi, repitiendo con todo elfervor de su alma: “¿Qué devolveré al Señor por todos los bienesque me ha otorgado?... Preciosa es a los ojos del Señor la muerte delos santos. ¡Oh, Señor, yo soy siervo tuyo, hijo de tu esclava!Soltaste ya mis ataduras”.

«A continuación, pidió a los sacerdotes allí presentes que lecantasen el Credo, que él acompañó con sus débiles fuerzas, mien-tras apretaba en la mano el crucifijo. Por fin, habiendo mostrado sudeseo de que se cantase el salmo 30, al llegar al versículo que elSeñor repitió en su agonía: “En tus manos encomiendo mi espíri-tu”, plácidamente entregó el suyo al Señor». Era el 23 de marzo de1606, la tarde de un Jueves Santo. «¡Qué hermoso día para morir –comenta Sánchez Prieto–, el día grande del Amor para tan granprofesional de la mejor caridad!».

No bien llegó la noticia a Lima, el Cabildo Metropolita-no escribió a Felipe III: «Ha causado su muerte gransentimiento por habernos faltado un espejo de Prelados».Recordando aquellos momentos, tiempo después unagustino, Restituto del Valle, le cantaría así:

Yace en su lecho de muerteel Santo Obispo de Lima,todos lloran de tristezasólo él canta de alegría.Volviendo el rostro en que impresaquedó la visión divina,así dice a un pobre monjeque lloraba de rodillas:No me lloréis, buen hermano,no lloréis por mi partida,tañed el arpa y cantad,cantad con voz de alegría,que siento que Dios se acerca,que siento que Dios me mira,que me mira y que me llama,que me llama y es mi dicha.Tañed el arpa y cantemosque el alma presiente el díay quiere al cielo volarcantando la nueva vida,como llega en primaveracantando la golondrina.Tomó el arpa el religioso,cantó con voz de alegría;mientras el monje cantabael santo obispo de Limasentía en su corazónlas dulzuras infinitas.Y en el jardín del convento,entre la noche tranquilaentonaba un ruiseñorsus más dulces melodías.Siguió cantando el buen monjeal son del arpa querida.Luego de embalsamar su cuerpo, lo llevaron a la igle-

sia, donde le dieron sepultura. Cinco meses después, doñaGrimanesa, la hermana del Prelado, se presentó al Cabil-do de Lima, pidiendo que se trasladase el cuerpo deToribio de Saña a Lima, para que fuese enterrado en laCatedral, como había sido su voluntad, a lo que el Cabil-do asintió. Fue un largo viaje de más de 700 kilómetros,que duró ochenta días, a un promedio de nueve kilóme-tros diarios. En cada pueblo por donde pasaban, por pe-queño que fuese, querían retenerlo lo más posible. Al lle-

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gar a Lima, fue inmensa la multitud que salió a recibirlo.Juan de la Roca, el arcediano, relata así la entrada triun-fal:

«Más de dos leguas antes que llegase el dicho cuerpo a ella saliómucha gente con hachas encendidas y las trajeron delante y aleladasdel dicho cuerpo y entre ellos muchos indios con sus cirios en lasmanos encendidos y todos llorando con gran ternura y clamandopor su santo padre y pastor y a la entrada de la dicha ciudad saliógran suma de gente de todos estados a entrar con el dicho cuerpo yacompañarle y fue tanto que parecía día de juicio, todos mostrandogran sentimiento y derramando lágrimas tiernamente y luego queentró en la dicha ciudad fue notable cosa que nunca se había vistolos sentimientos y clamores que había por las calles y ventanas pordonde pasaba el dicho cuerpo, lo cual enterneció notablemente atodos los de ella aunque no le habían tratado ni comunicado, sólopor tenerle por cierto y verdadero pastor».

Durante el trayecto arrancaban trozos de sus vestidu-ras y hasta pedacitos de huesos, teniéndolo todos porsanto. El monasterio de Santa Clara, tan querido por él,«recibió como precioso legado el corazón incorrupto delSanto». Finalmente fue sepultado en la Catedral. Conello dicha iglesia, Primada de Hispanoamérica, tiene elhonor de conservar los restos de los dos hombres prota-gónicos de la historia del Perú: el Marqués don Francis-co de Pizarro, quien en 1535 fundó la ciudad, que seríael centro principal del poder español en el continentesudamericano por espacio de tres siglos, y Santo Toribiode Mogrovejo, el segundo arzobispo del Virreinato. Lacapilla del Santo, que se encuentra en el ala derecha de laCatedral, es la tercera después de la del conquistadorPizarro.

En 1631, veinticinco años después de su muerte, al-gunos miembros del Cabildo de Lima presentaron unapetición para que se abriese información de la vida ycostumbres del Santo Arzobispo. Tras el proceso de ri-gor, fue beatificado el año 1669, y canonizado el 1726.La Cristiandad entera exultó de gozo. El virreinato delPerú, ante todo, pero también las ciudades que lo habíanconocido y frecuentado en sus mocedades. Salamanca,por ejemplo, celebró con gran pompa a su exalumno, ensu espléndida Plaza Mayor, con fuegos de artificio quedibujaron en su centro una cruz luminosa. Junto conToribio fueron canonizados varios más, entre los cualesSan Francisco Solano, San Luis Gonzaga, San Estanislaode Kostka, San Juan de la Cruz, y otros.

En 1899 se reunieron en Roma, por primera vez, losobispos de Hispanoamérica, con el fin de preparar elnuevo siglo que estaba por comenzar. Allí proclamarona Santo Toribio «el astro más luciente del episcopado delNuevo Mundo», y a él se dirigieron en estos términos:«Tú, más que ninguno, acuérdate de nosotros, oh Toribiobendito, ejemplo y esplendor sin igual de Prelados y Pa-dres de Concilios». Acto justiciero, por cierto, ya quenuestro Santo, al disponer la realización del Tercer Con-cilio limense y orientar sus decretos, hizo de la evange-lización la columna vertebral de Hispanoamérica y unsustrato esencial de nuestra cultura, que deberá ser ca-tólica, o si no, no será . Los tres siglos que siguieron adicho Concilio han vivido de él. Aun el Plenario Latino-americano, al que acabamos de aludir, retuvo buena par-te de la legislación auspiciada por el obispo de Lima, nosiempre de manera literal pero sí en su espíritu, comobase para adaptar la acción pastoral de la Iglesia a losnuevos retos de la historia.

El P. Pedro Leturia S. J., eximio historiador, que llamóa Santo Toribio «el gran Borromeo de los Andes», en elprimer Congreso Nacional de Misiones, celebrado enBarcelona el año 1929, confesó: «Nada de cuanto hastaahora he manejado en el Archivo de Indias me ha inspi-

rado más vivamente que este ilustre metropolitano, glo-ria del clero español del siglo XVI».

Cuando el año 1979, Juan Pablo II visitó la basílica deGuadalupe, en México, refiriéndose en su homilía al Con-cilio de Toribio, exaltó con palabras encendidas dichoemprendimiento, «porque hace 400 años supo llevar afeliz término empresa tan singular, que continuará largotiempo para abarcar hoy en día, tras cinco siglos de evan-gelización, casi la mitad de la Iglesia católica, arraigadaen la cultura del pueblo latinoamericano y formando par-te de su entidad propia». Y en 1983, a pedido de todos losobispos del CELAM, lo declaró patrono del Episcopadode América Latina. «Confiamos que como este Santopara ellos será intercesor de celestiales gracias, así tam-bién los dichos prelados lo adoptarán como modelo delministerio episcopal», dijo entonces.

Dios quiera que así sea, multiplicándose obispos de lamadeja de este gran Prelado. La fiesta de Santo Toribiose celebra el 27 de abril.

Obras consultadas

Rubén Vargas Ugarte, Vida de Santo Toribio, Lima 1971.Napoleón Mogrovejo, Santo Toribio de Mogrovejo, Ed. Trípo-

de, Caracas 1985.José Antonio Benito Rodríguez, Crisol de lazos solidarios.

Toribio Alfonso Mogrovejo, Universidad Católica Sedes Sapientiae,Lima 2001.

Nicolás Sánchez Prieto, Santo Toribio de Mogrovejo, apóstolde los Andes, BAC Popular, Madrid 1986.

José María Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, Fun-dación Gratis Date, 4ª ed., Pamplona 2004.

Jean Dumont, L’heure de Dieu sur le Nouveau Monde, Ed.Fleurus, Paris 1991.

Juan Landázuri, «Santo Toribio Legislador», en Revista Teoló-gica Limense, septiembre-diciembre 1982, 273-278.

José Dammert Bellido, «El indígena en el Tercer ConcilioLimense», en Revista Teológica Limense, septiembre-diciembre1982, 295-305.

Virgilio Levaggi Vega, «Un hito en la evangelización de Améri-ca Latina», en Revista Teológica Limense, septiembre-diciembre1982, 323-336.

Santo Toribio de Mogrovejo

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Santo Toribio de Mogrovejo

Fundando monasterios va Toribio el apóstolpor contemplar primero los misterios.Fundando monasterios.Con los sabios conceptos del Concilio de Limaimpartiendo socorros y preceptos.Con los sabios conceptos.La claridad y lumbre buscaba de las cosasmovido por la fe y la mansedumbre.La claridad y lumbre.El amor al rebaño lo llevó hasta el extremode aliviar tanta pena y todo daño.El amor al rebaño.Como un padre asistía a los más indefensosal cuerpo pan y al alma eucaristía.Como un padre asistía.En quechua o en guajivo, en guajoyo quitensenombran las lenguas a mi Cristo vivo.En quechua o en guajivo.Por tierras de Pizarro esplende la liturgiaarriba el cáliz y el cantar bizarro.En tierras de Pizarro.Caramillos y flautas, la nostalgia aborigenoye Toribio con palabras cautas.Caramillos y flautas.No hay camino escarpado que detenga su marchade maestro, de guía y de soldado.No hay camino escarpado.Su temple era de hierro, su ternura cristianaparecíase al Cid en el destierro.Su temple era de hierro.Sancho Dávila cuenta de su arrojo sin pausaque el dolor de la cruz se le presenta.Sancho Dávila cuenta.Confirmó a Santa Rosa nuestro fraile viajeroporque en la santidad su sed reposa.Confirmó a Santa Rosa.Corazón limosnero de belleza marianaEspaña te nombró su pregonero.Corazón limosnero.Albricias en el cielo, que Toribio se muereal sonar de las arpas en el suelo.¡Albricias en el cielo!

Antonio Caponnetto

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Padre AntonioRuiz de Montoya

Nos introducimos ahora en la consideración de la fi-gura de uno de los grandes de nuestra historia, el P. An-tonio Ruiz de Montoya, esforzado misionero del períodoespañol de nuestra Patria, alma y vida de aquella inéditaexperiencia misional que fueron las reduccionesguaraníticas.

I. Su juventudAntonio nació en Lima, el 13 de junio de 1585, hijo de

don Cristóbal Ruiz de Montoya, originario de Sevilla, yde Ana de Vargas. Por aquel entonces era Lima una ciu-dad señorial, espiritualmente regida por Santo Toribio deMogrovejo, entre cuyos méritos se cuenta el de habersido el redactor de un «Catecismo» escrito en español,quechua y aymara, que fue aprobado por el III ConcilioLimense. Época realmente gloriosa aquélla, engalanadacon la pureza de Santa Rosa y la humildad de San Martínde Porres. De Lima saldría para llevar la Buena Nueva alnorte de nuestra Patria el gran misionero San FranciscoSolano. Dicha floración se enmarca en el Siglo de Oroespañol, poblado de grandes santos, de grandes escrito-res, de grandes capitanes. Era la España generosa que setransfundía en sus provincias de ultramar.

A los 8 años, Antonio quedó huérfano de padre y ma-dre, por lo que pasó a manos de tutores. Poco antes demorir, su padre lo había inscrito en el Real Colegio deSan Martín, recientemente fundado por los jesuitas. Trasuna niñez serena, comenzaron los devaneos de la ado-lescencia, con un creciente deterioro espiritual. Primerodejó la confesión, y luego abandonó los estudios paraentregarse de lleno a una vida licenciosa, malgastando laherencia recibida, «con ansias de vivir independiente –como él mismo dice–, señor absoluto de sus acciones yhacienda». Empleó lo que tenía de dinero en compraralhajas, servicios de plata, costosas tapicerías, todo elloen aras de la vanidad.

Sus biógrafos nos cuentan un episodio interesante de aquellaépoca. El 4 de octubre de 1602, es decir, cuando tenía 17 años, fuehecho «caballero». Así lo relata su compañero y admirador Fran-cisco Jarque: «Ciñó la espada, con asistencia de todos sus amigos,con el aplauso y solemnidad que acostumbran los Caballeros».Pero su caballería era puramente galante, sin el contenido profundoni el espíritu medieval que había caracterizado a ese noble estamen-to de la sociedad. Sólo le resultaba útil para emprender inacabableslances callejeros, en esa Lima que por aquel entonces era una ciudadpoco iluminada, sobre todo en los arrabales, poblados de huertas.

Se comportaba «peor que un gentil», escribiría luegode sí mismo. No eran, por cierto, juergas inocentes lassuyas, sino aventuras tan serias que lo pusieron a vecesen peligro de perder la vida o hacerla perder a otros. Aconsecuencia de tales desmanes, llegó a ser puesto enprisión o amenazado con el destierro.

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II. Su conversión e ingreso en la CompañíaDios comenzó a actuar en su interior insinuándole que

ese tipo de vida le podría acarrear algún daño físico.Pronto comprendió que no se trataban de temores in-fundados. Trasnochando en cierta ocasión por las callesde Lima, se vio atacado por un grupo de muchachos:«Me estuve defendiendo como pude por espacio de me-dia hora, hasta que ya de cansados me dejaron». LuegoDios, haciéndole revivir algunas de las enseñanzas quehabía recibido en el colegio, le inspiró el temor de lacondenación eterna. Tenía miedo que lo matasen «derepente y sin confesión». Ello se reavivó a raíz de unhecho que nos relata su amigo Jarque:

«Habiendo gastado una noche en una gravísima ofensa de Dios,y paseando muy contento, acompañado de los que le habían guar-dado las espaldas, súbitamente le asaltó una vehementísima imagi-nación, que Dios estaba muy indignado contra él». Le pareció vera Cristo en el aire, en actitud amenazante. Trató de distraerse consus compañeros, pero he aquí que, poco más adelante, uno de ellostropezó con un bulto. Era el cuerpo de un muerto que, por laoscuridad, no podían identificar. Acercándose Antonio vio que setrataba de un íntimo amigo suyo, que poco antes se había apartadode ellos. Volvió enseguida a su casa, y no pudiendo conciliar elsueño, se encomendó a la Santísima Virgen.

Cansado de aquella vida de vagabundo, y «conside-rándose ya metido en el infierno», como se lo confesa-ría más adelante en carta a su amigo el P. Pedro Comental,se dirigió al virrey del Perú solicitándole permiso para ira Chile por dos años, en plan caballeresco, con la inten-ción de luchar contra los araucanos, una tribu práctica-mente indomable. Tenía, a la sazón, 19 años. Ya estaba apunto de partir, cuando tuvo un sueño extraño. Reavi-vando quizás la memoria de alguna lectura o de algúnsermón, y uniéndolo con su próximo viaje a Chile, sesintió como transportado a una tierra desconocida, don-de vivían belicosos indios infieles, en medio de un grupode varones santos, vestidos de blanco, que ejercían so-bre aquéllos el oficio de ángeles. Entonces creyó ver aCristo quien le daba a entender que él sería uno de ellos.

Cancelando el viaje proyectado, resolvió retomar susestudios, que había abandonado en aras de su sed deaventuras. Casi al mismo tiempo comenzó a sentir cier-to atractivo por la vida religiosa, cierto deseo de entre-garse del todo a Dios, y también a la Santísima Virgen,cuyo rosario llevaba siempre consigo. Le propusieronhacer Ejercicios Espirituales de ocho días. Los primerosdías fueron de gran desolación, pero luego comenzó aexperimentar un creciente desapego por las cosas delmundo. No cabe duda de que se trataba de aquella «indi-ferencia» que San Ignacio considera inobviable para todabuena elección. «Estando en esto –escribiría luego– mepareció veía a los de la Compañía...», trabajando por lasalvación de las almas. En su carta a Comental, donde lehace tantas confidencias, escribe:

«Parecióme ver en un grande campo muchos infieles. Sentíamemuy aficionado a ayudarlos, para que se salvasen, y, lo que más meincitaba a esto, era el ver a los de la Compañía como que arremetíanhacia ellos, encendidos de caridad para hacerlos cristianos y que sesalvasen». En otro lugar completa la imagen: «Aquellos varonesprocuraban con todo conato arredrar a aquellos que parecían de-monios, que todo hacía una representación del juicio final, comocomúnmente lo pintan». Se ha señalado cómo en esta experienciaespiritual es perfectamente detectable, cual telón de fondo, tanto lameditación ignaciana del llamamiento del rey temporal y su aplica-ción a Cristo, sumo capitán, como la de Dos Banderas, y su enfren-tamiento entre Cristo y Satanás, en este «gran campo con muchosinfieles», donde «arremeten» con valentía los jesuitas.

Según puede verse, lo que le atrajo de la Orden fue sucarácter de milicia de Cristo. «Y así hice luego voto deentrar en la Compañía, para emplearme en infieles». Pro-

siguió entonces sus estudios en el Colegio de San Martín,donde cursó las Humanidades y quizás la Filosofía, ingre-sando luego en la Compañía, el 12 de noviembre de 1606,o sea a los 21 años de edad.

Por aquel entonces, el P. Acquaviva, Superior Generalde la Orden, había decidido desgajar de la provinciajesuítica del Perú, que a la sazón abarcaba Colombia,Paraguay, Chile y la actual Argentina, la región del Para-guay. En 1604 el P. Diego de Torres era nombrado pro-vincial de la nueva provincia, con sede en Asunción. En-terado de ello, el novicio Antonio se confidenció con susuperior informándole «del deseo que el Señor me dabade la conversión de los indios del Paraguay».

Llevaba ya cinco meses en el Noviciado, cuando pasópor Lima el P. Diego de Torres, llevando consigo tresnovicios, para dar comienzo a la nueva aventura misio-nera. Justamente uno de ellos enfermó. Era la ocasiónpara Antonio, quien al fin fue agregado al grupo. Losnovicios viajaron por mar a Chile, y desde allí en doscarretas, cruzando la cordillera, hasta Córdoba, dondeacabarían el tiempo de noviciado. El 12 de noviembre de1608, Antonio hizo sus primeros votos, y luego los estu-dios de teología. En 1612 se trasladó a Santiago del Este-ro, donde fue ordenado sacerdote por el obispo Fernan-do Trejo y Sanabria, retornando enseguida a Córdobapara celebrar su primera Misa. Refiriéndose a su estadíaen esta última ciudad dice en carta a Comental:

«En Córdoba he tenido algunos sentimientos particulares. Losque tengo apuntados son que un día, habiendo acabado de comul-gar, ofrecí a Nuestro Señor mi corazón para que se aposentase en él,donde me pareció que la Hostia se había vuelto un muy hermosoniño, con quien me estaba regalando. Otra vez, estando amando ami Señora, me pareció verla con su Hijo en sus brazos, y que me loentregaba».

III. Su labor en las reducciones guaraníticasRuiz de Montoya soñaba con las misiones del Para-

guay. Como se sabe, los Padres de la Compañía habíaniniciado un ambicioso emprendimiento entre los indios,sobre todo guaraníes. Tratóse de una experiencia esplén-dida, única en la historia mundial de la misionología. Noes ésta, por cierto, la ocasión de exponerla en su totali-dad, pero al menos digamos lo necesario para compren-der mejor la inserción del P. Antonio en la misma.

1. El gran proyecto de las reduccionesTanto las autoridades de la Iglesia como los gobernan-

tes al servicio de la Corona se mostraban muy preocupa-dos por la multitud de indios salvajes que poblaban lazona del Paraguay y el sur del actual Brasil, zonaincuestionablemente española. Sobre todo uno de esosgobernadores, Hernando Arias de Saavedra, más común-mente conocido como Hernandarias, hermanastro de Trejoy Sanabria, aquel obispo del Tucumán que ordenó desacerdote a Montoya, figura señera de la Hispanidad ennuestras tierras, verdadero arquetipo del gobernante ca-tólico, se propuso ganar a aquellos indios para España ypara la Cristiandad.

El campo era inmenso, poco o nada conocido. Her-nandarias propuso tres frentes: el de los indios Guay-curúes, al norte de Asunción; el del Guayrá, en el noresteparaguayo y actual Brasil, donde ya existían dos pobla-ciones de españoles; y el del Paraná, esto es, la zonameridional del Brasil, la actual provincia argentina deMisiones, el norte de Corrientes y todo la región sudestedel actual Paraguay. El proyecto era ciclópeo.

Padre Antonio Ruiz de Montoya

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Dirigióse entonces a Felipe III para pedirle instruccio-nes ya que, a su juicio, no le era posible reducir por lasarmas a aquellos cientos de miles de indios guerreros,«porque los españoles no tienen fuerza para poderlosconquistar ni sujetar». La respuesta del Rey fue tan con-tundente como admirable: «Acerca de esto ha parecidoadvertiros, que aun cuando hubiere fuerzas bastantes paraconquistar dichos Indios, no se ha de hacer sino consola la doctrina y predicación del Santo Evangelio,valiéndoos de los Religiosos [de la Compañía de Jesús]que han ido para este efecto».

Hernandarias obedeció la orden real. En 1609 se diri-gió al P. Diego de Torres pidiéndole que destinase misio-neros para cubrir aquellas tres grandes zonas. Aceptó elprovincial, enviando dos Padres al Guayrá, dos a losGuaycurúes, y dos al Paraná.

No podemos entretenernos relatando lo que ocurrió entre losGuaycurúes y en el Paraná. Sólo digamos que fue en la segunda deesas zonas donde se estableció la primera de las reducciones per-manentes, la de San Ignacio Guazú, al sur del Paraguay. El alma dela misma, como de muchos otros pueblos fundados posteriormen-te, fue un Santo, Roque González de Santa Cruz, nacido en Asun-ción, misionero eximio, de los mismos quilates que nuestro Ruiz deMontoya. No deja de resultar simpático saber que el hermano delP. Roque, el capitán Francisco González de Santa Cruz, casado conuna de las hijas de Hernandarias, ocuparía luego el cargo de gober-nador del Paraguay, apoyando decididamente a las misiones. Encuanto a la zona guaycurú, su evangelización resultó sumamenteardua, por la terrible belicosidad de aquellos indios.

Detengámonos en las reducciones establecidas en lazona del Guayrá, que es donde se va a mover el P. Mon-toya. En dicha zona, distante doscientas leguas de Asun-ción, que se extendía entre los ríos Paranapané al norte eIguazú al sur, había una extraordinaria multitud de indiosinfieles. En medio de esa región tan vasta se encontra-ban dos pequeñas poblaciones españolas, Ciudad Realdel Guayrá, establecida en 1554, y Villa Rica del EspírituSanto, fundada en 1576, por orden de Garay. La primerano tenía más de 50 vecinos, y la segunda 150. Como sepuede ver, ambos pueblos, totalmente desamparados enlo espiritual, ya que no contaban con sacerdote alguno,eran como islotes en una zona poblada de indios, que sepodían calcular en unos 200.000.

Los sacerdotes enviados inicialmente a la región delGuayrá fueron los Padres José Cataldino y Simón Maseta,quienes dieron comienzo a dos reducciones, NuestraSeñora de Loreto, en el río Paranapané, y San Ignacio,en el río Pirapó. Con fecha 17 de febrero de 1620 escri-bía el provincial de la Compañía que la población de am-bas reducciones era de casi 8.000 almas, y

«tienen ya muy formados los pueblos, casas y sementeras yestán reducidos a forma de una muy ordenada república, y lo que esmás en tierra donde jamás se vio nada de esto, han hecho los Padresestancia de vacas, ovejas y cabras, y plantado viñas y cañas dulces,y hecho casas y unas iglesias admirables, y capacísimas, siendo losmismos Padres los labradores, viñateros, carpinteros, albañiles yarquitectos y enseñando a los indios y haciéndolos oficiales... Tie-nen el culto divino muy en su punto y han enseñado a los indios elcanto de órgano y cantan muy bien a tres coros..» En cuanto a susiglesias, eran de las mejores del Paraguay. El gobernador Luis deCéspedes aseguraba no haberlas «visto mejores en las Indias, quehe corrido todas las de Perú y Chile».

2. Ruiz de Montoya en el GuayráA estas reducciones sería destinado el P. Antonio. Par-

tió desde Córdoba con su provincial, que era aún Diegode Torres, y ese gran español que fue don Francisco deAlfaro, del Consejo de Su Majestad y Oidor de la RealAudiencia de Chuquisaca, quien estaba tratando de apli-car sus Ordenanzas acerca de los indios en un todo de

acuerdo con el espíritu de las Leyes de Indias. Tras unrecorrido de 260 leguas, llegaron a Asunción. Mientrasesperaba allí su partida para las misiones, Antonio se zam-bulló con tesón en el estudio de la lengua guaraní. Sulugar de destino distaba unas 160 leguas hacia el este,pasando por zonas despobladas, ríos, pantanos y bos-ques. Conmovedora resulta la página en que el mismoMontoya describe su encuentro con los dos Padres queallí se encontraban.

«Llegué a aquella reducción de Nuestra Señora de Loreto condeseo de ver aquellos dos grandes varones, el Padre Joseph Cataldinoy el Padre Simón Maceta; hallélos pobrísimos de todo lo temporal,pero muy ricos de celestial alegría. Los remiendos de sus vestidoseran tantos que no dejaban conocer la primera materia de que sehicieron. Llevaban los zapatos que sacaron de Paraguay remenda-dos con pedazos del tosco paño que cortaban de las orlas de sussotanas. Túveme por dichosisímo de verme en su compañía, comosi me viera con la de dos ángeles en carne humana. La choza de sumorada y todo su menaje, muy semejante a lo que se escribe de lospobres anacoretas. Carne, vino y sal, no gustaron en muchos años;carne alguna vez nos traían de la caza algún trozo de limosna. Elsustento principal y regalo mayor eran patatas, plátanos y raícesde mandioca».

Interesante resulta saber la impresión que de Montoyatuvo el P. Maseta:

«Luego que llegó a las reducciones, edificó mucho, y aun admiróa los Padres que en ellas estaban con el tesón y fervor con quecomenzó, no solamente a perfeccionarse en la lengua de los indios,que hablaba tan expeditivamente como ellos, con que hizo muchofruto, sino también en todas las virtudes y obras de santidad queejercitaba. Dióse todo a catequizar los adultos, bautizándoles yenseñándoles la doctrina cristiana, confesando y predicando connotable aprovechamiento de sus almas, que amaba mucho en elSeñor. Curábalos y sangrábalos en sus dolencias, ayudábalos ensus necesidades con mucha caridad y largueza, quitándolo de laboca para que ellos comiesen. Y así los indios lo amaban y venera-ban, y él hacía de ellos, aunque fuesen caciques, todo cuanto quería.Más estaba en significarles su voluntad que ellos en obedecerla.

«Era hombre de mucha oración y familiar trato con Dios, y se leechaba bien de ver en la modestia de su semblante y compostura detodo el hombre exterior y en la prontitud y facilidad que tenía enhablar siempre de Dios, como quien nunca le perdía de vista, y enla devoción de Nuestra Señora, que era cordialísima, enternecién-dose siempre que hablaba de sus prerrogativas, de sus virtudes ydel poder que tiene con Dios. Acudía con gran confianza en todassus necesidades al amparo de esta señora y experimentabapresentísima su amorosa protección».

Montoya permanecería en el mundo guaraní por másde veinticinco años, desde 1612 a 1637, y su actuaciónfue protagónica en toda esa región. Misionero entre 1612y 1622, luego superior de las misiones del Guayrá entre1622 y 1634, y finalmente Superior de todas las reduc-ciones desde 1637 a 1638. En el segundo período pro-movió el establecimiento de varias nuevas fundaciones,además de aquellas dos iniciales. A él se debió, en buenaparte, la de San Javier en 1622; en 1625 las de San José yEncarnación; en 1626 las de San Miguel y San Pablo; en1627 las de San Antonio, Concepción y San Pedro; en1628 las de los Siete Arcángeles, Santo Tomás y JesúsMaría. A algunos les pareció que no siempre fue pruden-te en dichos emprendimientos, fundando pueblos sin su-ficientes garantías de continuidad. De hecho, varios deellos, no llegaron a establecerse de manera definitiva.Sea lo que fuere, está en lo cierto el P. Rubén VargasUgarte cuando escribe:

«La llegada de Ruiz de Montoya a las misiones marca un nuevoperíodo de las mismas, el de su pleno desenvolvimiento y organi-zación, a la cual Ruiz de Montoya contribuyó cual ninguno, comoSuperior de las mismas, desde el año 1620. Veinticinco años seconsagró sin descanso en recorrer selvas y montes, llanuras y esteros,bajo los más ardientes rayos solares, afanoso por reunir indígenasen pueblos o reducciones. En esos años, como él mismo nos dice,recorrió a pie unas 2000 leguas, casi siempre solo o, a lo más, en

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compañía de unos pocos indios, sin otra arma que un báculo y sinotro consuelo que su breviario y su cruz».

Gracias a Dios, el P. Antonio ha dejado relatadas susexperiencias en un libro que tituló Conquista espiritualdel Paraguay, al que recurriremos abundantemente.Muchos historiadores han mirado con poco aprecio estaobra, en parte por las dificultades que ofrece para unaubicación clara dentro del género historiográfico, perotambién por su descuido cronológico, su apasionamien-to, y su facilidad en interpretar los hechos recurriendo acausas sobrenaturales.

El libro fue escrito con mucha rapidez, es cierto, debi-do a las razones que luego diremos, pero no por ello dejade ser formidable, una gesta de héroes apabullantes, conmártires a granel. Tiene también mucho de recopilaciónde recuerdos personales, pero solamente porque su au-tor fue protagonista de lo que se relata. Sea lo que fuere,esta obra será fundamental para nuestro propósito.

3. El indio guaraníPor los datos de los contemporáneos de Montoya, y,

sobre todo, por lo que refiere nuestro héroe en su Con-quista espiritual, conocemos bastante bien las cualida-des y defectos del indio guaraní y de su cultura.

Montoya pondera la belleza de su lengua: «Es digna dealabanza y de celebrarse entre las de fama», así como laelocuencia que los caracterizaba. Encuentra, asimismo,en ellos cierta tendencia a la aristocracia; por ejemplolos caciques no se casaban con mujeres vulgares, sinosólo con principales, «y son en eso muy remirados».Ello luego de convertirse, porque antes, los que gozabande algún poder, tenían un verdadero harén. Por otra par-te, frecuentemente estaban dominados por brujos y he-chiceros, y practicaban la antropofagia: «Nunca se venhartos de carne humana, y a los mismos niños, como acachorros de tigres y leones, destetan con ella», le es-cribe a Comental.

En cuanto a su religión, señala que la nación guaraníse ha visto libre de ídolos, «como la larga experiencianos lo ha enseñado», lo que los dispuso para recibir laverdad. Más aún, «conocieron que había Dios, y aun encierto modo su Unidad, y se colige del nombre que ledieron, que es Tupá; la primera palabra tu es admira-ción; la segunda pa es interrogación, y así le correspon-de al vocablo hebreo manhu, quid est hoc, en singular».

Particularmente interesante es lo que nos dice acercade una tradición muy arraigada en dicho pueblo, a saber,la posible presencia del apóstol Santo Tomás en Améri-ca: «Deseo rastrear que el santo estuvo en la Provinciadel Paraguay, y que la tradición de los naturales es cier-ta, que traía una cruz por compañero de su peregrina-ción». Dedica seis capítulos –XXI a XXVI– de su Con-quista espiritual a esta tradición, insistiendo que fue araíz de ella que los indios mostraban tanto respeto nosólo por la cruz sino también por los sacerdotes, en quie-nes veían a los continuadores de la obra de aquel santo oPay Zumé o Tumé, como ellos decían. Alude incluso aun camino libre de maleza, que venía desde la costa at-lántica hasta el Pacífico y que identifica con la sendarecorrida por el Apóstol.

Como adivinamos la extrañeza del lector, agregaremosalgunos pormenores sobre esta curiosa tradición.

Cuenta Montoya que, a veces, al acercarse a un poblado deindios, todavía infieles, lo cual hacían siempre a pie, porque allí nohabía caballos, al verlos llegar con unas cruces de casi dos metrosde alto y veinte centímetros de grosor, la gente los recibía conextraordinarias muestras de afecto; las mujeres se les aproximaban

con sus hijitos en brazos, y les regalaban comidas de raíces o frutosde la tierra. Cuando los Padres les mostraban su sorpresa por tantoagasajo, ellos les decían que según una tradición muy antigua, reci-bida de sus antepasados, Santo Tomé había estado por allí y al irseles advirtió: «Esta doctrina que yo ahora os predico, con el tiempola perderéis; pero cuando después de muchos tiempos vinierenunos sacerdotes sucesores míos, que trajeren cruces como yo trai-go, oirán vuestros descendientes esta doctrina».

Según nos lo asegura el P. Antonio, fue fama constanteen todo el Brasil, tanto entre los portugueses como entrelos indios, que el santo Apóstol empezó su travesíaevangelizadora a partir de la isla de Santos, donde seseñalan aún rastros de sus huellas en una gran roca, jun-to al lugar donde habría desembarcado. Yo no las he vis-to, dice el Padre, pero a 200 leguas de esa costa, tierraadentro, le mostraron un camino, que la gente llama «elcamino de Santo Tomé». También en la ciudad de Asun-ción, prosigue, en una peña pegada a la ciudad, se venhoy dos huellas, en forma de sandalias; sostienen losindios que el Apóstol predicaba desde allí.

Montoya se interesó mucho por este tema, intentadorecrear el presunto itinerario del Apóstol. El Santo habríaestado en Perú, como desde hace siglos piensan los na-turales de ese lugar. Luego pasó por Cuzco, el Callao y laisla de Titicaca, predicando el culto a un solo Dios. Masviendo el poco fruto y la obstinación de los indios, co-menzó a reprenderlos ásperamente, de donde éstos lecobraron un gran aborrecimiento, intentando quemar lacruz que llevaba siempre consigo.

En esas regiones, «hízose averiguación por los años de 1600 conun indio muy antiguo, que tendría 120 años, llamado D. Fernando,el cual dijo que por tradición tuvieron sus antepasados, que habíanvisto en sus tierras un hombre de gran estatura, vestido casi al modoy traje dellos, blanco y zarco, que predicaba dando voces que ado-rasen a un solo Dios, reprendiendo vicios, y que llevaba consigouna cruz y le acompañaban cinco o seis indios, y que los demonioshuían della, los cuales persuadieron muchas veces a los indios, quematasen aquel hombre; porque de no hacerlo se les seguiría muchodaño, y no responderían sus oráculos; los indios ataron al santo y leazotaron...»

Agrega Montoya que el santo obispo de Lima, Toribiode Mogrovejo, fue a venerar sus huellas y mandó hacersobre la losa una capilla, para guardar las reliquias.

Reflexionando sobre esta extraña tradición, queMontoya considera como «muy probable», recuerda quetambién en la India Oriental profetizó el Apóstol la reanu-dación de su predicación evangélica. Como se sabe, cuan-do en el siglo XVI los misioneros llegaron a la costamalabar, encontraron un grupo de fieles llamados «cris-tianos de Santo Tomás», por pretender que fue ese Santoquien fundó su Iglesia. En el siglo VII aquellos cristianosabrazaron el nestorianismo. Al arribar los portugueses,trataron éstos de atraerlos a la fe católica; sobre todoSan Francisco Javier se apoyó en dicha tradición para sulabor evangelizadora.

Pues bien, prosigue nuestro Padre, así como lo hizo enla India Oriental, lo repitió en la India Occidental, profe-tizando la entrada de los de la Compañía, unos hombresblancos que vendrían de tierras muy remotas a predicarla doctrina que él enseñó y a renovar su memoria enestas partes del Paraguay. De aquella enseñanza, nos dice,quedó hasta nuestros días cierto conocimiento del mis-terio de la Santísima Trinidad, si bien entendido de ma-nera supersticiosa. En el Perú se veneran tres estatuasdel sol, la primera, del Padre y Señor Sol, la segunda, delhijo del Sol, y la tercera, del hermano del Sol. El Apóstolles explicó la unidad de esas tres Personas divinas.

No resulta extraño, termina Antonio, que el Santo quehabía tocado las llagas de Cristo, amase particularmente

Padre Antonio Ruiz de Montoya

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

la cruz. También en Oriente, en la ciudad de Malipur,donde fue martirizado, se muestra una cruz cortada enpiedra con manchas de sangre.

Refiriéndose a la que usó en nuestras tierras, escribe: «Yo tengoen mi poder un pedazo desta milagrosa cruz, con testimonios cier-tos, y haciendo cotejo con una preciosa especie de madera que hayen el Brasil, que los naturales llaman yacarandá, y los españolespalo santo..., de donde se colige que el santo Apóstol fabricó estavenerable cruz en el Brasil, en donde empezó su predicación».

4. Instauración de las reduccionesEspecialmente en su Conquista espiritual nos ha deja-

do el P. Montoya el modo como él y sus compañeros enel apostolado establecían las reducciones. Nos explica,ante todo, lo que ellos buscaban al crear pueblos:

«Llamamos reducciones a los pueblos de indios, que viviendo asu antigua usanza en montes, sierras y valles, en escondidos arro-yos, en tres, cuatro, o seis casas solas, separados a legua, dos, tresy más unos de otros, los redujo la diligencia de los Padres a pobla-ciones grandes y a vida política y humana, a beneficiar algodón conque se vistan; porque comúnmente vivían en desnudez, aun sincubrir lo que la naturaleza ocultó».

El misionero usó de diversas estratagemas para ganarsea los indios y lograr que aceptaran reducirse, dejando suvida nómada y salvaje. Pocos tuvieron como él tal donde simpatía, cautivando el corazón de los indígenas. Co-nocía, asimismo, sus debilidades:

«Comprámosle la voluntad a precio de una cuña, que es una librade hierro, y son las herramientas con que viven: porque antigua-mente eran de piedra, con que cortaban la arbusta de sus labranzas.Presentada una cuña a un cacique –que vale en España cuatro o seiscuartos– sale de los montes y sierras y partes ocultas donde vive,y se reduce al pueblo él y sus vasallos, y doscientas almas, que biencatequizadas reciben el bautismo».

Su principal método era convencer primero a los caci-ques. En cierta ocasión se topó con uno feroz, llamadoTayaoba, quien se había conjurado con varios hechice-ros para apoderarse de él, vengarse en él de los españo-les, y si fuera posible, devorarlo. A duras penas pudoMontoya escapar. No pasó mucho tiempo sin que in-tentara de nuevo su propósito de acercarse a dicho caci-que ya que, como él mismo lo dice, «juzgué que, aquélganado, tendría a los demás de mi bando». Tras diversastratativas mediante intermediarios, logró por fin que acep-tara encontrarse con él. En una de sus cartas detalla el en-cuentro:

«No sabré declarar el deseo que en mi pecho ardía de verme yacon el [cacique] Tayaoba y traerlo a la Iglesia. Luego que llegué aaquel río, tuve noticia que él había bajado de su tierra a ciertoparaje, donde me estaba esperando. Llegué al puesto, y para pasarel río me tenían apercibida una balsa muy enramada... Arrojóseluego el Tayaoba en mis brazos y me dijo: –Padre, aquí he venido averte, y a que me admitas en el número de tus hijos, y me enseñeslo que tengo que hacer, y verás por experiencia la pronta obedienciaque presto a tus mandatos.

«El mismo ofrecimiento hizo la mujer, que es una gran matrona,arrimándome tres hijos que tiene, el mayor de siete años, todoscomo unos ángeles. Regalé a los niños todo cuanto pude, y tomé almenor de tres años en mis brazos y le hice mil fiestas, de lo queestos gentiles se pagan mucho. Aquí dijeron ellos: –Ahora conoce-mos, Padre, ser verdad lo que nos han dicho del grande amor quenos tienes a todos. A él y a ella presenté algunas alhajuelas, yaunque no de mucho valor, estimaron mucho. Bauticélos despuésde muchas instancias que me hicieron; dile el nombre de Don Nico-lás y a ella de doña María. Pidiéronme luego los casase como yacristianos, en la faz de la santa Iglesia, que veneraban por madre...»

Una vez ganados los diversos grupos de indios queaceptaban ser reducidos, Montoya los iba conduciendoa su destino. Apenas llegados al lugar donde proyectabaestablecer la reducción, el misionero levantaba una cruzmuy alta en sitio bien visible. Luego repartía terrenos alos indios, y emprendía, con la ayuda de éstos, las diver-

sas construcciones. «Señaléles sitios, y con mucho fer-vor dieron principio a sus casas y yo a la de Dios, que,como es la primera en dignidad, lo debe ser en la grande-za, hermosura y aliño del edificio». Destaquemos estamagnífica idea: lo de Dios es lo supremo. Ello se mate-rializaba en la diversidad de las construcciones: las igle-sias eran los edificios más altos del pueblo, precisamen-te por estar dedicados al Altísimo; las casas de los hom-bres, la de los misioneros incluida, más bajas. Así losindios aprendían por la sola vista el primado de las cosasdivinas.

Los momentos en que se establecía un nuevo pueblohan de haber sido para él instantes preñados de emo-ción. Cuando fundó la reducción de Nuestra Señora dela Encarnación escribe:

«Enarbolóse con asistencia de todo el pueblo una cruz alta yhermosa, que todos, puestas las rodillas por el suelo, adoraron conmucha devoción, a cuyo pie comenzó a lamentarse rendida la ido-latría, que tantos siglos había dominado aquellas regiones. Formóseluego la República, repartiendo en los más dignos los oficios dejusticia, alcaldes y regidores, a quienes los Padres confieren verda-dera jurisdicción, en virtud de una cédula Real del rey nuestroseñor. Y, en pocos días, creció tanto, que en mil y quinientos veci-nos se contaron ocho mil almas».

¿Qué consolación mayor podía experimentar Montoyaque levantar la Cruz de Cristo en medio de aquellos hom-bres poco menos que salvajes?

He aquí uno de sus relatos: «... Enarbolamos luego el estandartede la cruz en medio de aquella leonera, porque todas aquellas sie-rras y quebradas eran habitadas de magos y hechiceros. Fundamosallí una población de 2.000 vecinos y de leoneras de fieras, dondenunca se había visto sino borracheras, deshonestidades, enemista-des, muertes, comerse unos a otros, como acaudillados del demo-nio, de cuya enseñanza procedían tales efectos, viviendo en unainquietud continua, ya hecha aquella tierra un Paraíso, se oía ladivina palabra en la iglesia, en sus casas antes de dormir rezaban lasoraciones voz en cuello, y lo mismo hacían en despertando. Enlugar de aguzar huesos humanos para sus saetas, ya labraban cru-ces para traer al cuello, y con porfía acudían a saber lo necesariopara su bautismo».

En ninguna fundación pasaba Montoya por alto la pre-sencia de Nuestra Señora. Con motivo del establecimientode una de ellas, en zona inhóspita, escribe:

«Traté luego de entrar a su tierra... el camino todo hasta allí habíasido de monte y muy espeso. Parecióme y a los indios también,que era a propósito para fundar un buen pueblo; levantamos luegouna hermosa cruz, que todos adoramos; mi casa fue la sombra de unárbol, y en él tenía una imagen de la Concepción de la Virgen, demedia vara, mis armas una cruz que continuamente traía en lasmanos».

Una vez instalados los indios en un lugar, ellos mismosayudaban a la sustentación del nuevo pueblo: «Sirven losindios, ya bien fundados en la fe, de cazadores para jun-tar estos rebaños. Y este que hoy rebelde corre por losbosques, ya manso mañana, ayuda a nuestros Padres arastrear otros, y así se va continuando la espiritual con-quista». Nos impresiona con cuánta naturalidad uneMontoya lo material con lo espiritual. Es que, como laexperiencia les enseñó a aquellos Padres, si lo materialno andaba bien, sufría detrimento lo espiritual.

5. La educación del indioBuena parte del tiempo de los Padres misioneros se

dedicaba a la docencia de los indios a ellos encomenda-dos.

Docencia, ante todo, espiritual. Hemos señalado el lu-gar preponderante del templo en las reducciones. Cuan-do llegó el P. Antonio al Guayrá y comenzó su labor apos-tólica en la reducción de Loreto, donde fue nombradocura, se abocó de inmediato a la erección de un templo

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más capaz, pues el anterior era pequeño y provisional.El P. Nicolás Mastrilli, hombre muy entendido, que fuevarias veces provincial del Perú y una del Paraguay, encarta al P. General le dice refiriéndose a dicha construc-ción:

«El templo es tan capaz, tan desahogado, tan hermoso, y contanta curiosidad y aseo, que aseguro a Vuestra Reverencia converdad, que cuando entré en él me pareció un retrato del cielo, y sino lo hubiera visto, con dificultad lo creyera; y sólo con verlo dipor muy bien empleados los trabajos y peligros de tan largo viaje».

Así como el templo se mostraba arquitectónicamentecual centro espiritual de la reducción, así lo era igual-mente de todo lo que tenía que ver con la formaciónreligiosa, no sólo en lo que se refiere a la catequesis,sino también a la introducción de las buenas costum-bres. Al fin y al cabo, a ello apuntaban principalmentelos Padres al establecer las reducciones. Lo demás noera sino su contorno. «Una [costumbre], y muy loable –nos dice Montoya en su Conquista– fue, que bien demañana oyesen todos Misa, y luego acudiesen a sus la-branzas». Tal era el orden: primero Dios, y luego, comoderivadas de Él, las demás actividades. Agrega nuestroPadre que del ejercicio de la Misa diaria resultó a vecesno sólo motivo de provecho espiritual, sino también au-mento de bienes materiales, como si Dios, adaptándose ala cortedad de los indios, hiciese como antaño había he-cho con su pueblo elegido, de dura cerviz, uniendo loespiritual con la prosperidad material.

«Los que no han seguido este ejercicio [de la Misa diaria] hanexperimentado pobreza y miseria, de que pudiera decir de muchosque oyendo cada día Misa, con mediana labor abundaban en bie-nes, y de otros que dejándola de oír, y a veces alguna fiesta afanan-do y trabajando continuamente, apenas se podían sustentar... Lesha el Señor enseñado con cosas exteriores y señales, moviéndoloscon éstas a creer las cosas invisibles y del alma».

Resulta admirable el tacto pastoral que mostrabanMontoya y sus compañeros en la educación de los in-dios. Nos cuenta él mismo que, estando todavía enLoreto, señaló una hora a la mañana y otra a la tardepara que acudiesen todos los adultos a la doctrina. Sibien es cierto que tanto en ella como en los sermonesque los Padres hacían los domingos exponían con todaclaridad los misterios de nuestra santa fe, así como losdiez mandamientos, con todo, conociendo los hábitosancestrales de aquellos indios, «en el sexto guardamossilencio en público, por no marchitar aquellas tiernas plan-tas, y poner odio al Evangelio, si bien a los peligrosos dela vida instruimos con toda claridad». Alimento sólidopara los más formados y leche para los párvulos en lafe. Una perfecta dosis inspirada en la caridad y sabiduríaespiritual, donde la gracia no violenta la naturaleza.

Pero la docencia no se redujo a lo puramente espiri-tual. No sólo se buscó inculcar el cristianismo, es decir,la vida cristiana, de modo que los indígenas lo acogieranen sus corazones, sino que también se propusieron ins-taurar la Cristiandad, es decir, la impregnación evangéli-ca del orden temporal. Ante todo, en el campo de la cul-tura. Además de crear una escuela para que los chicosaprendieran a leer y escribir, el P. Montoya se esmerópor formarlos en el buen gusto, iniciando a sus indios enlas bellas artes.

Justamente cuando aún no se había terminado la cons-trucción de aquella primorosa iglesia de Loreto, a quenos referimos poco más arriba, llegaron destinados adicha reducción dos nuevos sacerdotes, uno español,Diego de Salazar, y otro francés, Jean Vaisseau, a quienllamaron Vaseo o Baseo. Este último era un músico aveza-do, e inducido por Ruiz de Montoya, supo formar en pocotiempo tales discípulos en el arte musical, que pronto se

pudieron celebrar los actos de culto con gran solemni-dad. Aquellos misioneros habían descubierto la innata in-clinación de los indios por la música. Y bien que supieronaprovecharla.

Según testimonios de viajeros que pasaron por diver-sas reducciones, ni en las catedrales de España, Italia oFrancia se podía escuchar algo tan sublime. Fue su pre-ocupación por el decoro del templo lo que impulsó aMontoya a introducir en el culto una música adecuada,que a la vez que alababa a Dios, servía para educar a losneófitos. Con la ayuda del P. Baseo, y aprovechándosede sus notables dotes musicales, supo amansar a esagente antes salvaje, llegando a ser Loreto una cristiandadfloreciente.

En las reducciones se llevó a cabo lo que podríamosllamar «la evangelización por la belleza», ya que junta-mente con la música, los indígenas fueron iniciados enlas otras bellas artes, la escultura, la arquitectura, la pin-tura, etc. Volviendo a la formación musical de los indiosde Loreto, los cronistas nos cuentan que, en cierta oca-sión, cuando se esperaba en Buenos Aires la llegada deun nuevo contingente de misioneros, el entonces provin-cial, P. Pedro de Oñate, dispuso que Montoya bajara aBuenos Aires con la schola cantorum que había organi-zado el P. Vaisseau. Así lo hizo, llevando consigo catorcede los cantores, juntamente con el director del coro, queera un indio de Loreto.

En Buenos Aires fue todo un acontecimiento. La entera pobla-ción se agolpó en torno al Colegio de los jesuitas, ubicado entoncesen la actual Plaza de Mayo, frente al Banco de la Nación, en laesquina de las calles Rivadavia y Reconquista. Tanto el Gobernadorcomo el Obispo no sabían qué admirar más, si a aquel santo ysimpatiquísimo misionero, o a aquellos salvajes de ayer, transfor-mados en jóvenes educados y de admirable habilidad musical.

Se hacía, asimismo, preciso iniciar al indio en el senti-do cristiano del trabajo. Nos emociona oírle decir al P.Antonio: «Obligó la necesidad a sembrar por nuestrasmanos el trigo necesario para hostias». Ello nos trae alrecuerdo algo que leímos no hace mucho acerca del modocomo se originaron los vinos en Francia. Fue en la EdadMedia, cuando los monjes comenzaron a sembrar uvapara tener la materia con que celebrar el Santo Sacrificiode la Misa. Así nacieron los exquisitos vinos del sur deFrancia. Allí el vino, aquí el trigo. Y en el telón de fondode ambos, la Sagrada Eucaristía.

Junto con ello, la formación en el sentido del civismocristiano, introduciendo a los indios en el tejido políticode la hispanidad. Ya le hemos oído decir al P. Montoya,con motivo del establecimiento de la reducción de Nues-tra Señora de la Encarnación, que lo primero que se hizo,tras enarbolar la cruz, fue la designación de jueces, alcal-des y regidores, según las ordenanzas de las Leyes deIndias. En un informe del gobernador y capitán generalde las provincias del Paraguay, don Luis Céspedes Xeria,dirigido al Rey, del 19 de enero de 1629, se puede leer:

«Visité la Ciudad Real y Villa Rica del Espíritu Santo, de dondeenvié visitadores a las partes donde el Padre Antonio Ruiz, de laCompañía, asiste, y los demás Padres de dicha Compañía, sus súbdi-tos, a servir a las dos Majestades, Divina y humana, con la palabra delsanto Evangelio y atrayendo a la obediencia de Dios y del rey a losindios infieles, vecinos a estas dichas provincias, donde me hallo...».Firma esta carta precisamente en la reducción de Loreto.

6. Misionero intrépidoUno de los rasgos que más impresiona en la figura del

P. Montoya es la impavidez de su coraje, fruto de esefuego que arde en el corazón del apóstol. Cuando se tra-taba de una nueva fundación, se lanzaba con un empujerayano en la temeridad.

Padre Antonio Ruiz de Montoya

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos«Acabados mis Ejercicios –escribió en cierta ocasión–, me puse

en camino para esta reducción del Tayaoba, con ánimo de pelearhasta morir o vencer. Y como quien se dispone para lo primero,repartí todas las alhajuelas que tenía, llevando sólo el ornamento, lahamaca y un poco de maíz para mi sustento».

Su aprehensión no era para menos. La zona en que se introducíaresultaba altamente peligrosa. «Las cartas que mis amigos me escri-bían, que dejados aquellos tan repetidos peligros, me retirase aldescanso y conservación de mi vida, me impelían a arriscarla [arries-garla]. Invoqué el auxilio de los siete Arcángeles, príncipes de lamilicia celeste, a cuyo valor dediqué la primera población que hicie-se».

Sigamos el relato del modo como hizo esta fundación,una entre tantas, pero muy típica. En la zona donde rei-naba Tayaoba, al que ya mencionamos, en la región no-reste del Guayrá, no había nunca penetrado español al-guno, ni misionero, ni soldado. Dejémosle a él mismo lapalabra.

«Hallábanse aquellos valles y sierras poblados de infi-nitos hechiceros, llenos de mil errores y supersticiones,que aborrecían peregrinas religiones, predicando la suyapor cierta y verdadera... La llave o puerta de toda la pro-vincia era un pueblo distante una jornada... Llegué a sulugar con sol. Dieron aquel día muestras de recibirmecon gusto, pero fueron fingidas, porque avisados losvecinos de la comarca de mi llegada, toda aquella nochefue bajando gente armada de todas las sierras circunve-cinas con ánimo de degollarme y hacer de mis carnesbanquete, como también de las de otros quince indiosque iban en mi compañía. Como después supe, desea-ban probar a qué sabían las [carnes] de los sacerdotescristianos, porque sus hechiceros les habían persuadidoque eran más sabrosas que las demás. Pasé desveladoaquella noche, preparándome para todo lo que podía suce-der...

«Apenas rompió el día, cuando entró en mi choza un grandehechicero, y hallándome de rodillas en oración, sentóse con muchosilencio; yo proseguí por buen rato pidiendo a Nuestro Señor alum-brase aquella gente ciega, para que, saliendo de los errores, se con-virtiese a su fe. Levantéme y hallé que, con el primero, se habían yajuntado otros ocho caciques tan hechiceros como él, y, habiéndolossaludado con amorosas y corteses palabras, les signifiqué cómosólo el deseo de su bien me había traído a sus tierras, no en busca deoro y plata, que bien sabía no lo tenían, sino de sus almas paratraerlas al conocimiento de su creador y de su hijo y Redentor delos hombres, Jesucristo, que había bajado del cielo y tomado carnehumana en las entrañas de una Virgen para librarnos del cautiveriode Satanás y de las penas del infierno; y llegando a tratar de laeternidad de éstas, con que en él son castigados los malos, uno deellos me atajó la plática, diciendo a voces: –Este hombre miente. Lomismo repitieron los otros ocho, y salieron corriendo a buscar susarmas, que, por no causar recelo, las habían dejado escondidas...

«Quedé consolado de haber anunciado a aquellos bárbaros elEvangelio, y sin moverme del puesto en que estaba, me resolvíesperarlos, arrojándome en los brazos de la Providencia divina».Algunos de los indios que le acompañaban, sigue contando, le roga-ron una y otra vez que se fuese de allí, porque lo iban a matar.Accedió el Padre, y cuando se retiraba, comenzó a caer sobre ellosuna lluvia de flechas, sucumbiendo siete de los indios que lo habíanacompañado sólo para ayudarlo en la predicación del Evangelio. Lavíspera se habían confesado y comulgado, y le habían dicho: «Ea,Padre, vamos a predicar la fe, que nosotros en su defensa habemosde perder las vidas».

A lo que acota Montoya: «No les faltó sino decir conlos Apóstoles: Eamus et nos, et moriamur cum eo, vayá-monos también nosotros y muramos con él». Entonces,uno de los indios sobrevivientes, sin decir palabra, learrebató de los hombros la ropa, le sacó el sombrero dela cabeza, y huyó solo, para que los enemigos lo confun-diesen con el Padre. Engañados, los adversarios lo siguie-ron, pero no lograron matarlo. Luego el indio retornó yle restituyó al Padre su ropa.

A pesar de este fracaso, volvió el Padre a penetrar porsegunda y tercera vez en la región del temible Tayaoba.Era una empresa arriesgadísima, pero su celo lo impelíade manera incontenible. Dice Jarque que pocas veces haconvenido más a los ministros del Evangelio la denomi-nación de corderos, enviados a lidiar con crudelísimoslobos, sin otra arma que una cruz en la mano, en unatierra donde los caciques se comían a sus propios vasa-llos cuando no tenían a mano cautivos enemigos.

«Nada de esto ignoraba el Padre Antonio –agrega–, que aunquese había ya visto entre sus dientes, no escarmentó ni en su cabeza,para la fuga del peligro, ni en la de sus indios compañeros, paraevitar la muerte. Porque el deseo de que su Dios fuese conocido yCristo glorificado de aquellas naciones, era tan fervoroso, que losmayores riesgos se le antojaban seguridades, y llanos los másenriscados montes».

Al parecer, esta vez había logrado su objetivo. En tie-rras del Gran Tayaoba, cacique de tanto renombre en elGuayrá, fundó la reducción que llamó, como lo habíaprometido, de Los Siete Arcángeles, levantando la cruzy adorándola. Fue, por desgracia, un intento abortado,ya que pronto los indios se amotinaron, y los cristianostuvieron que huir. Pero a Montoya no le iban a torcer elbrazo. Tenía el Padre una tela, de más de un metro dealto, con la imagen de aquellos príncipes celestiales. Lapuso en un marco, y llevándola en procesión caminótres días, acompañado de sólo treinta indios, hasta elsitio de la última frustrada tentativa. Levantó de nuevo lacruz, «y allí con toda brevedad hicimos una fuerte pali-zada, y una iglesita pequeña, en que cada día decía misa».La actitud amenazadora de aquellas fieras amainó al fin,y comenzaron a acudir nutridos grupos de indios a redu-cirse.

Relatemos los avatares de otra fundación, esta vez enlas regiones del Tayatí. Montoya refiere dicho viaje encarta al provincial.

«Tuvimos muy buenas nuevas, enviándonos un caci-que principal su hijo, con algunos de sus vasallos, a dar-nos la bienvenida. Con que proseguimos nuestro viaje,aunque con mucho trabajo e incomodidad, por no habercamino alguno, sin hallar que hubiesen dejado rastro paraguiarnos por él los que fueron delante, en las ramas delos árboles que tronchan los indios para dejar señal, ysegún es fresca la quiebra se conoce cuánto tiempo haceque pasaron por allí... A esto se añadía el temor de losindios que nos acompañaban... Proseguí mi viaje portierra para abrir camino, y aunque hice hartas diligenciaspara ver si podría topar con alguno, no pude...

«Un cacique principal se ofreció llevarme hasta cierto paraje,por donde él antiguamente solía ir de caza, que hasta allí sabía, y nomás; y que desde allí se volvería. Este camino emprendí fiado en ladivina Providencia, y la experimenté el primer día muy propicia,porque en los demás caminos muchos ratos había de caminar sobremanos y pies y medio arrastrando por ser tan cerrado el bosque yde agrias cuestas. Perdímonos el segundo día, y el que guiaba,perdió el tino, de manera que era necesario subir a las cumbres delos más altos árboles para ver dónde habíamos de seguir nuestraderrota.

«Cogiónos la vigilia de Santiago en un densísimo cerro y nosfaltó el agua cuando íbamos carleando la sed. Faltónos también elpan de palo y hubimos de ayunar comiendo sólo palmitos. Sonéstos los cogollos de las palmas que las hay altísimas... Cuatro díasdejé de decir la Misa, con harto sentimiento, por no tener agua.Aunque al día siguiente proveyó Dios de unos palos muy gruesosque llaman los naturales Yzipo; cada uno destos, cortado, destilaagua para dos personas, muy fría y de buen gusto...»

Cuando llegaron al lugar donde el indio ya no conocía más, le dijoal Padre que quería volverse a su pueblo. «Agradecíle al cacique,con grato semblante y suaves razones, el beneficio que me habíahecho, prometiéndole la paga de parte de Dios, y ya me acogí alsagrado de su misericordia, rumiando el nombre de Padre, que fue el

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asunto de toda mi oración; y confieso a V.R. que saltaba de conten-to de verme deshauciado de todo humano socorro, persuadiéndo-me que nunca más cerca en mi favor el divino».

Cuál no sería su alegría cuando aparecieron indios deuna reducción cercana, cuyo cacique le dio un abrazo.«Prosiguió en una plática tan cuerda, que yo lo admirémucho y me estaba bañando en agua rosada, alabando elpoder de Dios que sabe hacer, no ya de piedras hijos deAbraham, sino lo que parece más, de fieras hambrientasde carne humana, hijos legítimos de Dios y de su esposala Iglesia. Luego se vino a mí y comenzó a acariciarmecon amorosas palabras, significándome cuán sentido es-taba de verme tan flaco y fatigado del camino y que medetuviese a descansar en su pueblo».

Encantadores resultan estos relatos del P. Ruiz deMontoya, una suerte de «florecillas», propias de un san-to. Lo cierto es que las diversas fundaciones le costaronmuchísimo. En una de ellas se vio acosado, él y los po-cos indígenas que lo acompañaban, por indios enemigosque descargaron sobre ellos una nube de flechas.

«Topamos –dice–, por gran ventura, en un oculto camino pordonde disimular el rastro que dejábamos. Este fue un acequión opasadizo y hozadero de jabalíes, metido bien en la tierra, hecho unlodazal continuo y tan cubierto y disimulado con unos espinososjuncos, que llevamos a gran ventura dar con este escondrijo.Arrojámonos por él, cuya anchura apenas daba lugar a que uno trasotro pasásemos. El altor era menos porque yendo a gatas, metien-do las rodillas y brazos en el cieno hediondo, nos era fuerza llevarpor él arrastrando el rostro, pena de que en levantando un poco lacabeza, topaba luego con las agudas espinas de los juncos. Aflic-ción grande pasé en este estrecho, sucio y espinoso camino, de quesalimos como suelen salir los jabalíes del cieno, y yo saqué lacabeza lastimada de los juncos, corriendo la sangre por el rostro,que con las lágrimas de sus ojos me limpió uno de los indios com-pañeros».

Viajes terribles aquéllos, que avergüenzan nuestro apo-camiento y pusilanimidad. En cierta ocasión, estando aúnen la reducción de Loreto, lo mandaron con un encargoa Asunción, distante 400 kilómetros. Fue primero por elcauce de un río, y luego a pie, bajo un cruel aguacero.

«Sentéme –dice–, arrimando la cabeza al árbol, donde pasé lanoche sin comer bocado, ni mis compañeros [tres indios] porqueno lo había; el agua que corría por la tierra me sirvió de cama, y laque caía del cielo, de cobija; deseaba el día, por ser tan larga lanoche. Al reír del alba probé a levantarme, pero halléme tullido deuna pierna, yerta como un palo y con agudos dolores; animeme acaminar arrimado a una cruz que llevaba en las manos; llevabaarrastrando la pierna por el mismo camino del agua que corría; parapasar cualquier palo, que hay muchos atravesados por aquel cami-no, me sentaba sobre él y con ambas manos pasaba la pierna sobreél con crueles dolores, y, levantándome, proseguía mi camino. Es elcielo testigo del insufrible trabajo que padecí». Los terribles dolo-res, las rodillas hinchadas, los nervios «como si fuesen de hierro»,sintiendo en cualquier movimiento como si le metiesen lanzas,hizo que los indios debiesen llevarlo en una hamaca.

Refiriéndose a otro viaje, cuenta Jarque que, estandoen camino, Montoya se sintió muy mal, y se tiró sobre elsuelo. Los indios que lo acompañaban lo desampararon,dejándolo solo, y volvieron a sus chozas. Llegó la nochey pensó que sería la última de su vida. Se abrazó al cru-cifijo, compañero inseparable en todos sus viajes, dis-poniéndose a bien morir, cuando oyó una voz que ledecía «Ánimo, que ya viene tu compañero». Así fue,porque pronto llegó el sacerdote que lo acompañaba enla reducción, y le prestó ayuda.

«Aún no del todo convalecido de su achaque, fue a decir misa enacción de gracias en una cabaña pobre, que servía de iglesia, ycomenzando el introito se le presentó de repente la gloria celestialcon la velocidad con que un relámpago deslumbra la vista, aunqueen su memoria quedó muy vivo y duradero el dibujo de ella, paradar nuevos alientos al alma en los muchos y grandes trabajos quehabía de padecer».

En otra ocasión, se encontró en inminente peligro deser devorado por un grupo de indios antropófagos quehabían invadido el lugar donde residía, juntamente conotro Padre, José Cataldino, viejo misionero. Sin inmutar-se, el P. Ruiz se dirigió a este último, y tras recordarle laconocida frase de San Ignacio de Antioquía: Christifrumentum sum, dentibus bestiarum molar, ut panis mundusinveniar, soy trigo de Cristo, seré molido por los dientesde las bestias para que sea hallado pan puro, le dijo: «Pa-dre mío, hoy me parece que será el último día de nuestraperegrinación». A lo que el viejo misionero, con igualvalor, le respondió: «Cúmplase la voluntad de Dios», yprosiguió la tarea que tenía entre manos. Realmente erael suyo un «vivir peligrosamente», no por mero amor alpeligro, sino por amor al Dios que lo había enamoradodesde su juventud.

Cuando se lee su libro Conquista espiritual sorprendela reiteración con que relata sucesos milagrosos, y suconstante apelación a intervenciones divinas o a la ac-ción del demonio. Montoya no trata de buscar explica-ciones naturales, pareciéndole obvias aquellas manifes-taciones de la lucha entre el bien y el mal, de las que es,con frecuencia, testigo o protagonista. Las considera-ciones de San Agustín sobre las Dos Ciudades, y la me-ditación de las Dos Banderas de San Ignacio, parecenconcretarse visiblemente en esta lucha entre Dios y eldemonio en medio de la selva y los bosques norteños, talcual lo había previsto, durante su juventud, en sueñoprofético. Una auténtica contienda teológica, sobrenatu-ral, como telón de fondo de todas sus actividades apos-tólicas.

Refiriéndose a los escollos que en cierta ocasión encontró en sutrabajo misional escribe: «Pretendía con tan adverso sucesoarredrarnos el demonio de tan importante empresa, pero la codiciade ganar tantas almas para el cielo hacía olvidar estos trabajos».Consciente de esta misteriosa presencia demoníaca, era su propósi-to «hacer rostro con la verdad del Evangelio al mentiroso culto conque el demonio se hacía adorar».

Todo ello se vuelve completamente ininteligible paraun espíritu como el de Juan María Gutiérrez, quien encarta a Mitre del 28 de febrero de 1868, le dice: «El Pa-dre Montoya, juzgado por sus propios testimonios anteel tribunal de la verdad y del sentido recto, no tiene másdefensa que asimilarlo con Don Quijote. Las lecturas delos libros de caballería le debilitaron a éste el seso y lehicieron ver cosas que no podía ver. El Padre Montoyaveía al diablo y creía que hacía milagros por una alucina-ción algo parecida a la que padecía el manchego».

Sólo puede hablar así quien se limita a juzgar con lossentidos naturales, vuelto incapaz de vislumbrar siquieralos espectáculos sobrenaturales, a los que sólo la fe vivada acceso. Preferimos el juicio del P. Nicolás Mastrilli,uno de sus superiores, que en carta al General de la Or-den así informaba del P. Antonio: «Varón perfecto, demucha oración. En la conversión de la gentilidad acome-te trabajos con riesgo de la vida... Imita los pasos denuestro santo Francisco Javier en el trabajo y discre-ción».7. Los enemigos de las reducciones

Numerosos fueron los adversarios del santoemprendimiento de las reducciones, según nos los infor-ma Ruiz de Montoya. En primer lugar, los hechiceros ybrujos, que tenían gran predicamento sobre nutridos gru-pos de indígenas. Cuenta el Padre que, aprestándose aentrar por primera vez en la zona del famoso Tayaoba,movidos por los brujos, aquellos indios aparentaron reci-birlo bien, pero era una ficción, «porque dando aviso demi llegada, toda aquella noche fue desgalgando gente de

Padre Antonio Ruiz de Montoya

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

aquellas sierras, con ánimo de comerme y a los que ibanen mi compañía, que serían como 15 personas. Teníandeseo –como después supe– de probar la carne de unsacerdote que juzgaban era diferente y más gustosa quelas demás». Refiriéndose a una ulterior entrada en la mis-ma zona escribe:

«El que más ardía en furor y deseo de comerme era un magollamado Guiraberá, el cual se hizo llamar Dios, y con sus mentirasse había apoderado de aquella gente. Su comer ordinario era carnehumana, y cuando fabricaba alguna casa o hacía alguna obra, pararegalar a sus obreros hacía traer el más gordo indio de su jurisdic-ción y de aqueste pobre hacían su convite».

Por lo que se lee en la Conquista espiritual, los brujosfueron enemigos frontales de los Padres. Uno de ellos,llamado Yeguacaporú, relata Montoya, «se había sabo-reado con la muerte del P. Cristóbal de Mendoza». Si bienlo sorprendió la muerte, sus sucesores levantaron templosy pronunciaban arengas a los suyos, llegando incluso, porsu odio al cristianismo, hasta querer borrar en los fieleslas huellas del bautismo. «Yo te desbautizo», le decían alindio ya cristiano, mientras le lavaban todo el cuerpo.

Su principal designio era sembrar el descrédito de la fe cristiana,«amenazando a los que la recibiesen y a los que recibida no ladetestasen, a que serían comidos de los tigres, y que las formida-bles fantasmas saldrían de sus cavernas armadas de ira, con espa-das larguísimas de piedra a tomar venganza, y otras boberías a estemodo, cosas todas muy formidables a aquella simple gente».

Fueron, pues, éstos los primeros adversarios de losPadres. Pero también se mostraron tales algunos espa-ñoles, en oposición a veces solapada, a veces patente.Especialmente los vecinos de Villa Rica y Ciudad Realveían con dolor cómo los indios reducidos, exentos delservicio personal, se les escapaban de las manos, nopudiéndolos emplear en sus explotaciones agrícolas oganaderas. La ira que los embargaba, en razón de la mer-ma de sus ganancias, se acrecentaba aún más porquelos jesuitas censuraban sus costumbres y el trato que aveces daban al indio.

No en vano el obispo de Tucumán escribía, en 1637, al rey deEspaña, una severa carta donde, luego de decirle que la Compañíade Jesús era la que verdaderamente descargaba la conciencia tantodel Rey como del Obispo, agregaba que los jesuitas «a un tiempoestán padeciendo el odio doméstico de los mismos castellanos deaquel obispado, por el amparo que dan a los indios de aquellasreducciones, amparándoles la libertad natural en que vuestra Ma-jestad los tiene amparados, y doctrinándolos en el Evangelio; y porlos moradores de San Pablo de Brasil, ayudado de los tupis, cau-sando estragos, muertes y cautiverios en los indios recién conver-tidos...»

El Obispo nos acaba de nombrar el tercer y peor ene-migo de las reducciones, los llamados bandeirantes, conlos que a veces llegó a colaborar algún gobernador espa-ñol, como enseguida diremos. Un escritor inglés, Cunnin-ghame Graham, relata:

«Mientras los Jesuitas organizaban sus Reducciones en las Pro-vincias del Guairá y sobre los ríos Paraná y Uruguay, un nido dehalcones miraba hacia los neófitos de las mismas y los considerabapichones que se engrosaban para ser devorados por ellos. Allá enSan Pablo de Piratinga, en el Brasil, a unas 800 millas de distancia,venía a la vida una comunidad extraña. Poblada primitivamente poraventureros y criminales portugueses y holandeses, llegó San Pauloa ser un nido de piratas y un hogar para todos los desesperados delBrasil y del mismo Paraguay».

San Pablo fue fundada en 1553, por el P. Manuel deNóbrega, según algunos; según otros, por el P. JoséAnchieta, ambos jesuitas, como reducción o aldea indí-gena. Pero, con el correr del tiempo, se fue convirtiendoen una especie de refugio de gente advenediza, tanto por-tugueses, como españoles, italianos y hasta holandeses,una auténtica Babel. Cuando, a comienzos del siglo XVII,

se comenzaron a establecer las reducciones guaraníticas,San Pablo tenía unos 15.000 habitantes, muchos de ellosmaleantes, que aprovechaban la lejanía de Río de Janeiro,sede de las autoridades portuguesas, para obrar a su ar-bitrio.

Pues bien, algunos de sus jefes se abocaron a reunirsecuaces para organizar «la caza del indio». Tomaron elnombre de mamelucos, palabra que designaba al hijo deportugués e india; o también bandeirantes, porque ensus incursiones marchaban detrás de una bandeira; osertonistas, de sertao o sertón, como designaban los por-tugueses la selva y monte habitado por salvajes. Estosaventureros salían de sus casas en grupos numerosos,pertrechados con arcabuces y acompañados de nume-rosos indios, especialmente de la tribu de los tupíes, quecolaboraban estrechamente con ellos.

Tras caminar meses enteros, cuando encontraban al-gún grupo de indios, los capturaban con astucia y losataban; al considerar que ya se habían apoderado de su-ficientes cautivos, regresaban a San Pablo para vender-los como esclavos, allí o en otras poblaciones del Brasil.De nada había servido que los reyes de Portugal prohi-biesen esclavizar a los indios; ni a los paulistas les pro-ducía escozor que su «caza de indios» se realizase endominio extranjero, como era el territorio de la coronade España. De hecho, despoblaron zonas enteras.

Estas incursiones, llamadas también malocas, comen-zaron en gran escala con motivo del establecimiento delas reducciones. Ya desde antes, los mamelucos se ha-bían apersonado por la zona del Guayrá, pero ahora, elhecho de encontrar a los indios no ya dispersos sinoreunidos en pueblos, facilitaba grandemente su propósi-to. En 1628 fue el primer gran asalto, si bien en esaocasión respetaron a los indios reducidos, limitándose alos que estaban sueltos en los alrededores. No fue así alaño siguiente, en que saquearon la iglesia del pueblo deSan Antonio y la casa de los Padres. Cuenta Ruiz deMontoya que fueron tres de estos últimos a pedirles ladevolución de los indios que habían cautivado, y si no,que los llevasen también a ellos. Ciegos de ira, tras de-cirles que no eran sacerdotes sino demonios, herejes,enemigos de Dios, y que predicaban mentiras a los in-dios, comenzaron a disparar algunos arcabuzazos, hi-riendo a varios indios, y al P. Cristóbal de Mendoza lolastimaron de un flechazo.

Las malocas se reanudaron poco después. «Entraron a son decaja y orden de milicia –cuenta el P. Montoya– en las dos reduccio-nes de San Antonio y San Miguel, destrozando indios a machetazos.Acudieron los pobres indios a guarecerse en la iglesia, en donde –como en el matadero vacas– los mataban, haciendo despojos de laspobres alhajas de las iglesias, erramando los óleos por los suelos».En esa ocasión se apoderaron de unos 9000 indios, entre los de lasaldeas y los que vivían aislados. Tras apartar a los maridos de susmujeres y a los hijos de sus padres, los golpearon y amenazaron demuerte, matando a los que intentaban huir, y encadenados, lostrasladaron a San Pablo. Dos Padres decidieron seguirlos, y «ha-biendo caminado casi 300 leguas a pie llegaron a la villa de SanPablo, pidieron su justicia en varias partes, pero es cosa de cuentotratar del nombre de justicia». Los jueces de la ciudad eran cómpli-ces del atropello. Ni valió recurrir a Río de Janeiro.

En 1630 hubo una nueva invasión, peor aún que laanterior, ya que implicó la ruina de todos los pueblos delGuayrá, con excepción de San Ignacio y Loreto. Entra-ron en los pueblos a sangre y fuego, no respetando eneste caso ni a los mismos misioneros, que fueron gol-peados sin miramientos. A los cautivos los trataron crude-lísimamente; quienes no caminaban a buen paso eranmatados sin compasión.

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Durante esos acontecimientos estaba precisamente devisita en las reducciones el provincial del Paraguay, elcual se dirigió enseguida a Villa Rica para informar algobernador. Éste envió unos 80 soldados. Al llegar hi-cieron una descarga simbólica, matando a un paulista, yluego retornaron. Se vio que era una farsa. «Los mismosportugueses –asevera Ruiz de Montoya, que estuvo en laacción– nos dijeron que lo que hacían era orden del Go-bernador [del Paraguay] y que estaba casado en su tierra,y que les quería mucho, y había venido con ellos desdeSan Paulo, y que así no los estorbaría y que si vinieseallí, antes les ayudaría».

El gobernador era don Luis de Céspedes Xeria, el mis-mo que antes había hecho tan alto elogio de la obra de laCompañía. En realidad, era un hipócrita. Había venidode España en 1626, y a su paso por Río de Janeiro, secasó con una sobrina del gobernador de Brasil. Luego sedirigió a San Pablo, donde fue recibido con todos loshonores, al punto de que varios de esos truhanes lo acom-pañaron hasta Asunción. Resultaba altamente beneficio-so para los mamelucos tener como aliado a este hom-bre, que cuando estuvo en San Pablo no disimuló suencono por la Compañía. Ruiz de Montoya, y otros Pa-dres, que lo habían conocido, creyeron que encontra-rían en él un sólido apoyo para su obra misionera, yaque al comienzo, como dijimos, los había defendido. Peropronto hubieron de desengañarse.

Las malocas se sucedieron una tras otra. Por donde pasaban lospaulistas quemaban las iglesias, cortaban cabezas, mutilaban ymataban. «Sin encarecimiento –escribe Montoya, refiriéndose auna de esas incursiones–, aquí se vio la crueldad de Herodes, y conexceso mayor, porque aquél, perdonando a las madres, se contentócon la sangre de sus hijuelos tiernos, pero éstos ni con la una ni conla otra se vieron hartos». Lo único que quedaba era sepultar a losmuertos. En 1639, el Cabildo eclesiástico de Asunción se hizo ecode esta situación: «Los Portugueses de la Villa de San Pablo inva-dieron hostilmente las dichas Reducciones, matando y robandoinnumerables Indios e Indias, executando enormes crueldades, que-mando los templos, rasgando las imágenes, ultrajando los sacerdo-tes, arrojando en hogueras de fuego, a la partida, a los viejos yenfermos que no podían caminar, estrellando los niños en los palosy piedras y dando a comer sus carnes a sus perros».

Aunque nos suene a increíble, una Real Cédula del 16de septiembre de 1639 nos informa que, desde 1612hasta 1638, tanto de las reducciones, como de los quevivían al margen de ellas, fueron cautivados nada menosque 300.000 indios. Sólo en cuatro años, de 1628 a 1631,se vendieron como esclavos, en los mercados brasile-ños, unos 60.000.

Bien ha señalado el P. Guillermo Furlong que sería un gravísimoerror atribuir este acto sólo al salvajismo y codicia de losbandeirantes. Tras sus expediciones invasoras se escondía un in-tento geopolítico. Río de Janeiro no estaba tan lejos de San Pablo,como para ignorar y dejar impunes tantos crímenes, lo que haceinnegable cierta complicidad. Por otra parte, España no llegó atomar posesión de todo el vasto territorio que le correspondía,según la línea de Tordesillas, y se contentó con ocupar y poblar lafranja occidental del Nuevo Mundo, dejando en un lamentableabandono la otra mitad de sus dominios, o sea, la que se extendíahacia el este. Los portugueses, legalmente dueños de una estrechafaja costera, que no llegaba a ser sino una cuadragésima parte de loque hoy es el Brasil, fueron avanzando de una manera sostenida endirección al oeste, llegando así a hacer conquistas inmensas en loque era territorio incuestionablemente español. De lo que concluyeFurlong: «Admira ciertamente la artería, no menos que la continui-dad, con que los lusitanos, así los de la Metrópoli políticamente,como los del Brasil prácticamente, fueron posesionándose de loque no les pertenecía».

Con las misiones que los jesuitas establecieron entrelos Maynas, Mojos, Chiquitos y Guaraníes, en una líneaque va del actual Ecuador, pasando por Bolivia y Para-guay hasta nuestra Corrientes, se podría decir que le-

vantaron, quizás sin pretenderlo, la más firme murallacontra los avances de los lusitanos en los dominios espa-ñoles. Las misiones guaraníticas, en particular, constitu-yeron un serio obstáculo a su ambición más ardiente: laposesión del Río de la Plata. De no ser por ellas, afirma elP. Cayetano Bruno, no es aventurado suponer la absor-ción total por parte del Brasil de lo que hoy constituyenuestro territorio nacional. Ya en 1616 Hernandarias, ins-truido por sus lugartenientes del Guayrá, se había dirigi-do a Felipe III en estos términos:

«Me escriben y avisan siempre de los agravios y robos que losportugueses de el Brasil hacen a los indios de esta jurisdicción,cautivándolos a millares, haciendo en ellos grandes y crueles muer-tes y desnaturalizándolos, porque los llevan a vender a las pobla-ciones de aquel Estado; y agora ha llegado tanto su crueldad yatrevimiento, que me avisa el teniente de la ciudad de Jerez, quevinieron y se llevaron de cuajo un pueblo que estaba cerca de ella enservidumbre y de paz».

La única solución que proponía, frente a tantos des-manes, era la «despoblación» de San Pablo, para la quepedía autorización al Rey. Asimismo el gran estadista rei-teraba un antiguo plan suyo, propuesto ya en 1607, y eradividir la gobernación del Paraguay, formando con Jerez,Villa Rica y Ciudad Real una nueva provincia y obispado,con lo que la zona hubiera quedado consolidada políticay militarmente en el Guayrá. Pero no se le hizo caso y losbandeirantes siguieron con sus tropelías, conocedoresde la escasa resistencia que podían ofrecer los tenientesde gobernadores, sin soldados casi para escarmentarlos.

Hernandarias se mantendría firme en esta posición.Muchos años después, cuando ya no era gobernador,fue comisionado por la Audiencia de Charcas para inves-tigar los crímenes de los bandeirantes. Logró juntar prue-bas incriminatorias más que suficientes, que remitió lue-go a Charcas, acompañándolas con un resumen que en-vió desde Santa Fe a Felipe IV el 23 de junio de 1631:

«Los portugueses –dice allí– han destruido ya varias reduccio-nes. Las demás quedan en el mismo peligro. Y todas estas maldadesse han hecho en solos tres años del gobierno de don Luis de Céspe-des Jeria, vuestro gobernador del Paraguay, que entró por la vía deSan Pablo acompañado algunas jornadas de muchos portuguesesque venían al sertón».

8. El gran éxodo de los guaraníesLa situación se tornaba francamente insostenible. Des-

truidos ocho de los pueblos del Guayrá, los dos restan-tes, Loreto y San Ignacio, tenían los días contados. Amediados de 1631, el P. Montoya, por aquel entoncesSuperior de las misiones, convocó a los Padres para ana-lizar el estado de las cosas. Todos coincidieron en queera preciso transmigrar a una región más segura. Y así,tanto los indios de los dos pueblos sobrevivientes, comolos de las otras ocho reducciones devastadas, que sehabían refugiado en los montes, atendidos también allípor algunos Padres, entre otros, el P. Antonio, se apres-taron al éxodo.

No fue fácil persuadir a los indios de San Ignacio y deLoreto, unos cinco mil, de la conveniencia de la transmi-gración. A ello ayudó la insostenible situación de los sietemil que vivían en los montes, aterrorizados ante inmi-nentes nuevas malocas. Una vez todos convencidos, sepreparó la partida.

«Ponía espanto ver por toda aquella playa ocupados indios enhacer balsas, que son juntas dos canoas o dos maderos grandes,cavados a modo de barco, y sobre ellos forman una casa bien cubier-ta que resiste el agua y sol; andaba la gente toda ocupada en bajar ala playa sus alhajas, su matalotaje, sus avecillas y crianza. El ruidode las herramientas, la priesa y confusión daban demostraciones deacercarse ya el juicio. Y quién lo dudara, viendo seis o siete sacerdo-tes que allí nos hallamos consumir el Santísimo Sacramento, descol-

Padre Antonio Ruiz de Montoya

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosgar imágenes, consumir los óleos, recoger los ornamentos, desente-rrar tres cuerpos de misioneros insignes que allí sepultados descan-saban, para que los que en vida en nuestros trabajos nos fueroncompañeros, nos acompañaran también, y no quedaran en aquellosdesiertos; desamparar tan lindas y suntuosas iglesias que dejamosbien cerradas, porque no se volviesen en escondrijo de bestias».

Así se fabricaron 700 balsas, juntamente con numero-sas carretas, para quienes irían por tierra. Eran en totalunos 12.000 indios. Al frente de todo estaba el P. Ruiz deMontoya. Tras dos días de viaje, navegando el Parana-pané abajo hacia el Paraná, se enteraron de que, pocodespués de su partida, habían llegado los bandeirantes alos pueblos ya desiertos, quedando furiosos al verse bur-lados.

El primer obstáculo que hallaron los fugitivos fue departe de un grupo de españoles de Ciudad Real, ubicadajunto al río, que habían fortificado una angostura, deci-didos a cortarles el paso, con la intención de llevarse alos prófugos a sus campos para el servicio personal. Lacosa era trágica. Y hasta escandalosa. Los enemigos quedejaban atrás, los mamelucos, eran cristianos, al menosde nombre; lo eran también estos españoles, vecinos delGuayrá, que procuraban impedir el paso.

El P. Ruiz de Montoya, que, como dijimos, encabeza-ba la expedición, se entrevistó con el comandante delfortín, pidiéndole explicaciones y echándole en cara eldelito que cometían, pero fue en vano, llegando aquél aamenazarlo, si intentaba regresar a donde estaban losindios. El Padre se escabulló, y tras volver con los su-yos, resolvió enviar a otros dos Padres.

Nada se logró. Estaba el peligro de que llegasen losbandeirantes, que no les habían perdido la pista, y aho-ra, aliándose con los españoles, los destrozasen. Resol-vieron entonces combatir y forzar el paso, ordenandosus barcas en formación militar. Al ver esto, los españo-les optaron por dejarlos pasar.

Siguieron así su marcha, pero muy poco después, losque iban por el río se toparon con un nuevo obstáculo:los famosos Saltos del Guayrá, casi a mitad de caminoentre las reducciones originales y las cataratas del Iguazú.El río Paraná, en vez de los cinco kilómetros que tenía,se estrechaba ahora a sólo cincuenta metros, arrojándo-se sus aguas de una altura de veinte metros. Intentaronbuscar un paso, pero perdieron 300 embarcaciones. «Fuefuerza que dejásemos las canoas –escribe Montoya– por-que por allí es innavegable el río por la despeñada aguaque forma remolinos tales, que rehusa la vista el verlospor el temor que causan». Debieron entonces caminar25 leguas por tierra, con todo lo que ello significa, por-que hubo que cargar la totalidad de los bultos e inclusolas mismas embarcaciones. «Todo viviente apercibía sucarga, varones, mujeres y niños, acomodando sobre suscostillas sus alhajas y su comida». Acá Montoya apuntaun toque emotivo:

«Hacían tierna memoria de sus casas, y principalmente de la deDios, adonde fue de ellos por muchos años adorado y humildemen-te servido y recibido en sus almas en el vivífico Sacramento. Lleva-ban arpas e instrumentos músicos, con que en su patria dabanmúsica a Dios en sus festividades, y entre motetes suaves crecía sudevoción, juzgando por muy breve tiempo la asistencia larga quehacían en el templo, al son de aquellos acordados instrumentos yasin cuerdas y deshechos. No sirviéndoles ya más que para unatriste memoria, los dejaron perdidos entre las peñas de aquel áspe-ro camino». ¿Cómo no recordar la nostalgia de los desterradosmiembros del pueblo elegido: «Junto a los ríos de Babilonia nossentábamos y llorábamos acordándonos de Sión; de los sauces quehay en medio de ella colgábamos nuestras cítaras» (Ps 137, 12)

Fácil es imaginar lo que ha de haber sufrido el P.Montoya en el transcurso de este viaje, expuesto con los

suyos, no sólo a las inclemencias del tiempo, sino tam-bién a las fieras y alimañas. Iba y venía, animando aunos, consolando a otros. Aquella inmensa caravana de12.000 indígenas estaba alicaída, más aún, decepciona-da. Se les había asegurado que de las reducciones delsur pronto vendrían canoas en su ayuda, pero no fueasí. Las cartas en que se pedía auxilio no habían llegadoa destino, y los misioneros del sur ignoraban lo que últi-mamente acontecía en el Guayrá.

Para colmo, a los 12.000 indios se juntaron otros más,provenientes del norte, que huían de los paulistas, tra-yendo noticias frescas de cómo las reducciones abando-nadas habían sido arrasadas por los mamelucos. Los ali-mentos escaseaban, por lo que hubo que buscar el sus-tento en el monte. Fue, asimismo, preciso construir nuevasbarcas, pero en esa región había pocos árboles de tron-cos gruesos. Algunos indios, hartos de tanto ajetreo, op-taron por retornar a sus tierras originales o se perdieronpara siempre en los montes.

Tras ocho días por tierra pudieron por fin volver al río, másbenigno y navegable. Pero la escasez de alimentos se hizo alarman-te. «Comían los cueros viejos –relata el P. Ruiz–, los lazos, lasmaneas de los caballos..., sapos, culebras y toda sabandija que susojos veían no se escapaban de sus bocas». Sólo se pudo pensar ensembrar y recoger lo que fuera posible. Para remate de males, cun-dió una terrible peste, efecto del hambre y de la debilidad, murien-do unas 2000 personas. Relata Montoya que cuando los Padresadministraban los últimos sacramentos a los indios, algunos deellos decían: «más vale que el cuerpo muera, que no que el almapeligre en la fe, entre aquellos hombres sin Dios, vecinos de SanPablo».

Por si ello fuera poco, varias barcas volcaron en aquellas regio-nes de terribles yacarés. Ante tanta desgracia, confiesa el P. Anto-nio, «volviéndome al cielo con los ojos destilando lágrimas, acusémis culpas causadoras de estos desastres, y mirando a Dios que lafe viva representa al vivo, dije: “Señor, ¿es posible que para estohabéis sacado a esta gente de su tierra, y para que mis ojos sequiebren con tal vista, después de habérseme quebrado el corazóncon sus trabajos? Dirán –por ventura– que mejor les estaba seresclavos, que al fin vivieran, que no morir en el vientre de estospeces”». Parecía un nuevo Moisés, repitiendo casi textualmente lainvocación de aquel caudillo durante la travesía por el desierto.

Mientras los del Guayrá recorrían su via crucis, también debie-ron exiliarse los de Itatines, porque los bandeirantes, privados yade los pueblos que estaban antes en aquella región, se habían arro-jado sobre éstos, forzándolos también a emigrar. Lo mismo pasócon los del Tape. Los diversos grupos fueron confluyendo en lasreducciones ya existentes en el sur del Paraguay, y en nuestrasactuales provincias de Corrientes y Misiones, así como en la otrabanda del río Uruguay, sobre el Brasil. De todas estas transmi-graciones, la más trágica y apresurada fue la del Guayrá.

No pudo, por cierto, el P. Montoya imaginar tantosobstáculos, y la consiguiente pérdida de vidas que huboque lamentar. Algunos jesuitas lo criticaron por ello, lle-gando incluso a manifestarle sus quejas al P. General,pero éste salió en defensa de nuestro héroe. Es cierto,admitió en su respuesta, que se hubiera podido ir másdespacio, previendo mejor el viaje y la comida, pero esoes fácil decirlo después de ocurridos los hechos. Otrosle echaron en cara «la pérdida total del Guayrá para lacorona de España»; el Cabildo de Asunción achacó a laCompañía el «haber despoblado y sacado de su natural ypueblos más de doce mil almas..., y haber quitado a Ciu-dad Real todos los indios encomendados a ella y deján-dola desierta».

Pero, decimos nosotros, ¿cómo se hubieran podidodefender los indios, no encontrando amparo ni en losvecinos de Villa Rica, ni en los de Ciudad Real, ni en losgobernadores de Asunción? Sea lo que fuere, el P. Anto-nio resultó ser el protagonista de una de las hazañas másmemorable de nuestra historia. Como escribeCunninghame Graham:

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«Así Montoya puso en salvo y llevó a puerto seguro a cerca de12.000 personas, llevándolas a distancia de 500 millas, por regio-nes desérticas y por un río, obstruido en todo su curso por catara-tas. Por lo general el mundo olvida o jamás conoce a sus másgrandes hombres, mientras que los pillos, quienes en su vida fue-ron tal vez los juguetes de la fortuna, duermen en tumbas gloriosasy sus memorias ocupan una página de la historia, gracias a escrito-res de la misma pasta que ellos».

Se ha escrito que siendo este gran éxodo una páginade enorme grandeza épica, comparable, como dijimos,al que antaño encabezara Moisés, no deja de ser lamen-table que dicha gesta, de ribetes caballerescos, digna delas musas de Homero o de Virgilio, no haya encontradoalgún artista capaz de expresarla en el lienzo o en el cine.Ni siquiera los historiadores le han dado su debido lugar.Lo cierto es que no quedó estéril aquel gesto inicial deljoven Montoya cuando, viviendo en Lima, y siendo to-davía laico, ingresara airosamente en el Orden de la Ca-ballería.

IV. Ante la corte de Felipe IVVolvamos a los hechos. Ya algunos de los dignatarios

españoles habían elevado su queja por el reiterado atro-pello de los bandeirantes. Así, por ejemplo, fray Cristó-bal de Aresti, obispo electo de Buenos Aires, le escribíaal Papa:

«En el Brasil hay una ciudad –sujeta a un prelado que no esobispo– que se llama San Pablo; en ésta se ha juntado un grannúmero de hombres de diferentes naciones, ingleses, holandeses,judíos, que haciendo liga con los de la tierra como lobos rabiososhacen gran estrago en el nuevo rebaño de Vuestra Santidad, cual eslos indios nuevamente convertidos en este obispado del Río de laPlata, y en el del Paraguay, entrando en ellos con espíritu diabólicoa caza de indios...»

No pocos comenzaron a pensar en la conveniencia dearmar a los indios. En 1627, los jesuitas solicitaron a laReal Audiencia de Charcas y al General de la Orden laautorización para ello, única manera, a su juicio, de en-frentar a los agresores. Ambas instancias dieron su acuer-do, sólo que el General puso como condición que losPadres no empuñasen las armas ni fuesen capitanes delas tropas. El proyecto no se concretó de manera inme-diata. En 1631, la Congregación Provincial de los jesui-tas del Paraguay retomó la consideración del tema, quese tornaba cada vez más apremiante. Porque los paulistas,viendo que no había reacción, creyeron que podían pro-seguir impunemente sus malocas, aunque ahora los in-dios estuviesen más lejos. Y así siguieron destruyendoalgunas reducciones. El año 1639, en una de ellas, mata-rían al P. Diego de Alfaro, hijo del famoso visitador es-pañol, don Francisco de Alfaro, que había reemplazadoal P. Ruiz de Montoya como superior en el Tape.

Era, pues, urgente que los indios se armasen. Sin em-bargo, parecía más oportuno que una innovación seme-jante fuese aprobada personalmente por el Rey, el cual,por lo demás, ya estaba anoticiado del asunto. Con esteobjeto, la Congregación Provincial, reunida en Córdobaen 1637, decidió enviar al P. Ruiz de Montoya comoprocurador ante la corte. Y así, aunque no se encontrabanada bien de salud, nuestro Padre partió para Madrid,con muchos documentos en las manos, llegando a des-tino hacia fines de 1639. En su viaje, pasó por Río deJaneiro, donde pudo reconocer a muchos indios guaraníesdel Tape, allí retenidos como esclavos.

No bien Montoya partió hacia Europa, algunos jesui-tas, en la seguridad de que el Rey concedería el permisopara usar armas, dieron por otorgada dicha licencia. Porlo demás, pensaban que era un derecho legítimo el quelos indios se defendiesen de manera eficiente contra susenemigos, y como éstos se valían de armas de fuego,

podían también los indios, que no tenían sino flechas,hachas y macanas, valerse de aquellas armas. Obtenidauna licencia provisional del gobernador de Buenos Aires,compraron numerosos arcabuces junto con las debidasmuniciones.

Un hermano, Domingo Torres, que había sido soldado en Chile,entrenó a los guaraníes en su uso, y a fines de 1640, no habíareducción que careciese de ellos. Incluso contaron con algunas pie-zas de artillería, fabricadas en los mismos pueblos con cañas debambú, forradas de cuero. Ello fue providencial ya que, a los pocosmeses, cerca de 500 bandeirantes con 2700 indios tupíes, se lanza-ron a una maloca. Grande fue su sorpresa cuando vieron que losindios los enfrentaban con armas condignas, infligiéndoles una aplas-tante derrota. En adelante ya no aparecerían con la frecuencia habi-tual, y desde 1657 cesaron totalmente en sus intentos.

Pero no nos adelantemos en el tiempo. Lo hemos deja-do al P. Montoya llegando a Madrid. Pronto obtuvo unaentrevista con Felipe IV, donde le explicó detalladamentelo que sucedía, y le dejó varios informes sobre los delitoscometidos, juntamente con diversos pedidos en favor delas reducciones.

«Lo primero que le dije –escribe– fue cómo los portugueses yholandeses le querían quitar la mejor pieza de su Real Corona queera el Perú...; y con un báculo en la mano, muriéndome, como SuMajestad veía, había venido a sus Reales pies a pedir remedio demales tan graves como prometía la perfidia de los rebeldes, que yapor San Pablo acometían el cerro de Potosí; cuya cercanía, agravios,muertes de indios, quemas de iglesias, heridas de sacerdotes, escla-vitud de hombres libres, daban voces. Y porque a las mías se diesecrédito, había hecho dos Memoriales impresos, que si Su Majestadse servía pasar por ellos los ojos, se lastimaría su Real corazón, ymovería el amor de sus vasallos al remedio». El Rey le dijo: «Dad acá,que yo los veré con cuidado».

Pensó Montoya que dichos documentos correrían lasuerte de tantos, es decir, que el Rey se limitaría a en-viarlos al Consejo de Indias, para escuchar luego su pa-recer, con lo que el asunto entraba en los carriles de laburocracia. Mas no fue así. Felipe IV los leyó y conside-ró atentamente, y luego los remitió al Consejo con estaapremiante recomendación: «Mirad de las cosas que esereligioso me avisa: son de tanto peso, que mi personahabía de ir al remedio. Remediadlo con todo cuidado».Ello lo supo después el Padre por uno de los miembrosdel Consejo, Juan de Solórzano, el famoso jurisconsultoindiano, quien le dijo: «Mucho le han picado al Rey susMemoriales; porque los leyó y luego nos lo envió al Con-sejo con este recado: «Mirad... Padre, cuidados nos da,por el que Su Majestad tiene; y espero que se ha de re-mediar».

Tras algunos meses de estudio, y habiendo escuchadoen diversas ocasiones al mismo P. Montoya, el Consejoconcedió varios de los pedidos solicitados, pero no elmás requerido, el de las armas. Volvió entonces nuestroPadre a la carga, hasta que el 21 de mayo de 1640, FelipeIV firmó una Real Cédula por la que transfería al virreyde Lima el poder de otorgar a los jesuitas la autorizaciónpara dotar con armas de fuego a los indios, si ello eraconveniente. Las doce medidas que el Padre había pro-puesto en sus Memoriales para afrontar la persecuciónde los mamelucos, se vieron aceptadas por el SupremoConsejo de Indias y consignadas en Cédulas Reales quesucesivamente se fueron despachando; entre ellas, queningún indio pudiese ser hecho esclavo, que se diese ju-risdicción al gobernador de Río de Janeiro sobre SanPablo, que se otorgase libertad a todos los indios cauti-vos, que fuesen castigados los culpables, etc. Por otraparte, en 1639 el Rey había advertido al gobernador delParaguay que tomase más cuidado en el asunto, llamán-dole la atención sobre algunos pormenores nodesdeñables:

Padre Antonio Ruiz de Montoya

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos«A lo que guardan menos respeto –le decía– es a las iglesias,

profanándolas y quemándolas..., saqueando los vasos y ornamen-tos sagrados, deshaciendo, pisando y rompiendo las cosas santas,cual si fuera estatuto de luteranos. Y... se tiene entendido que lamayor parte, además de ser delincuentes, facinerosos, desterradosdel Portugal por sus delitos, son cristianos nuevos, y se sabe que alos indios que se les reparten les ponen nombres del Testamentoviejo, que son circunstancias dignas de toda atención».

Lástima que no todo lo dispuesto según las doce reco-mendaciones de Montoya se pudo actuar, principalmen-te porque la unión entre España y Portugal, mantenidadesde 1580, concluyó justamente con el alzamiento dePortugal en 1640 y de Brasil en 1641.

Mientras todo esto se estaba agenciando, el P. Montoyase sentía cada vez peor de salud. Los médicos no ledaban tregua, pero él, sacando fuerzas de su debilidad,además de aquellas tramitaciones, se abocó a otras ta-reas, principalmente literarias, que dejarían huellas dura-deras en la historia. Cuando viajó a España había llevadoconsigo el fruto de sus trabajos de largos años sobre elidioma guaraní, y un catecismo adaptado a las circuns-tancias, obras que traía bastante elaboradas. Su periciaen la lengua indígena era proverbial. Ya en una vieja Car-ta Anua, de 1616, decía de Montoya el provincial Pedrode Oñate:

«El padre Antonio ha hecho un arte y vocabulario en la lenguaguaraní, y según me escriben los padres parece que Nuestro Señorle ha comunicado don de lenguas, según es la facilidad, brevedad yexcelencia con que la habla».

Cuatro libros publicó durante su estadía en Madrid,quizás el fruto más decantado de su labor entre losguaraníes. El primero, la Conquista espiritual hecha porlos religiosos de la Compañía de Jesús en las provinciasdel Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape, al que tanto he-mos recurrido para esta semblanza, apareció el año 1639.Basándose en las Cartas Anuas de la provincia jesuíticadel Paraguay, así como en su experiencia de testigo, mu-chas veces protagónico, lo compuso durante su viaje aEspaña, para dar noticia en Europa de los trabajos de losmisioneros, con la intención de suscitar, mediante co-pias manuscritas difundidas por doquier, posibles nue-vas vocaciones para aquel trabajoso ministerio.

No se trata de una obra pacientemente madurada, sinode un texto escrito con premura, estrechamente vincu-lado, más allá del propósito vocacional, con su gestiónante las autoridades políticas de la Metrópoli. Por eso, altiempo que una crónica, es también un informe del esta-do de las misiones, y un alegato contra los bandeirantes,que completaba sus acusaciones ante la Corte. En suDedicatoria a Octavio Centurión, marqués de Monaste-rios, le dice: «Gozaráse de ver cómo se funda la Iglesiaen las regiones que estaban en la sombra de la muerte, ylas puertas del infierno, cómo se exalta la Fe, cómo sevence al demonio, cómo se redimen las almas». En laIntroducción leemos:

«El haber cerca de treinta años que sin divertirme a otro empleo,mi principal ha sido su enseñanza y conversión a nuestra santa fe,coronando mi deseo trabajos y los más ordinarios peligros de muertey de ser comido de bárbaros... He vivido todo el tiempo dicho en laprovincia del Paraguay y como en el desierto, en busca de fieras, deindios bárbaros, atravesando campos y trasegando montes en bus-ca suya, para agregarlos al aprisco de la Iglesia santa y al servicio deSu Majestad, de que con mis compañeros hice trece reducciones opoblaciones, con el afán, hambre, desnudez y peligros frecuentesde vida que la imaginación no alcanza, en cuyo ejercicio me parecíaestar en el desierto».

La defensa que en dicho libro intenta de los indios paraque, como dice al final, dirigiéndose al Rey, «vivan am-parados del poderoso brazo con que Su Majestad, queDios aumente, defiende sus vasallos», hace que la obra

del P. Montoya haya sido comparada a la de Las Casas.Pero las diferencias son abismales. Para Las Casas ladialéctica entre el indio y el español es desmesurada eimplacable, mientras que a Montoya no le nubla el juicio,más aún, su libro expone uno de los más originales in-tentos de instituir una Cristiandad en nuestra tierras, enarmonía con el resto de la sociedad española y bajo laprotección de la Corona.

La segunda obra que publicó durante su estancia enMadrid, el año 1639, fue el Tesoro de la Lengua Guaraní,dedicado a la Soberana Virgen concebida sin mancha depecado original, de más de 400 páginas. El idioma guaraní,difícil de hablar y que nunca había sido escrito por losaborígenes, le debe la gramática de mayor autoridad. Delos guaraníes aprendió la lengua y, mediante ella, seinteriorizó en toda la riqueza de su cultura. Mitre ha des-tacado la importancia historiográfica de la obra:

«Esta es el panléxico de la lengua guaraní... Sin él, el guaraní...sería un idioma indescifrable para el filólogo. Es no sólo un diccio-nario, que da la significación de las voces con sus etimologías, sinoque las descompone en sus elementos, analizándolas grama-ticalmente por sus radicales y partículas de composición, de mane-ra de penetrar en su sentido primario y en su artificio de frases».M. Domínguez, por su parte, afirma que en el Tesoro «está virtual-mente el indio tal como era en el momento histórico de la conquista,su antropofagia, su aritmética o manera de contar por nudos, losarrebatos con que las mujeres lloraban a sus deudos, sus hechizosy adivinaciones inocentes, sus extrañas endechas melancólicas yotros miles datos que escaparon a quienes nos describieron suscostumbres... Allí está cuanto el hombre de la selva amó y esperó enesta vida y en la otra, el mundo de los conceptos, su ideación, etc.».

El tercer libro fue el Catecismo de la Lengua Guaranídedicado a la Purísima Virgen María Concebida sin peca-do original, que apareció también en 1639. Esta obra, demás de 300 páginas, con un texto paralelamente escritoen castellano y guaraní, estaba destinado al uso de losmisioneros, haciéndoles partícipes de su larga experien-cia apostólica. Ya Bolaños había publicado un Catecis-mo, pero era un breve compendio de doctrina, mientrasque ésta es una obra más completa, dirigida sobre todo alos catequistas.

Finalmente nos dejó Arte, Bocabulario de la lenguaGuaraní, publicado en 1640, de más de 600 páginas. Laarduidad para poder expresar con letras impresas lossonidos de esa lengua, lo que hizo «teniendo por intér-pretes a los naturales», se hace evidente cuando leemoslo que él mismo nos dice en su obra:

«Quatro pronunciaciones tiene esta lengua muy necesarias, parahablar propiamente... La primera pronunciación es narigal, que seforma en la nariz... La segunda es una pronunciación gutural, que seforma in gutture, contrayendo la lengua hacia dentro... La terceraincluye las dos dichas, y se ha de pronunciar con nariz e in gutturejuntamente... La cuarta pronunciación es gutural, contracta...»¿Cómo expresar con nuestras letras tan diversos sonidos y mati-ces? Fue ello lo que llevó a que desde ya se pensase en estableceruna imprenta en las mismas reducciones, creándose nuevos cuer-pos de letras, para editar allí dichas obras. Como se sabe, la primeraimprenta que existió en nuestra Patria se instaló en la reducción deLoreto, en la actual provincia de Misiones.

Por desgracia, una parte de la obra del P. Ruiz de Mon-toya se perdió en Lisboa. Ya vuelto de España, le escribi-ría al P. Comental, el año 1642, refiriéndose a sus librosen lengua guaraní:

«Fue ventura haber dejado en Madrid la mitad de dos mil cuatro-cientos cuerpos que imprimí, porque la otra mitad, con todo cuan-to tenía, lo envié a Lisboa, donde queda todo sin haber podidosacarlo, y así vengo de la misma manera que si me hubiesen robadoholandeses, padeciendo las necesidades del que, perdida la nao,escapa a nado, y gracias a Dios, que escapé con la vida, porque sime cogiera el alzamiento de Lisboa, sin duda que me la quitaran porlo que obré en la Corte contra portugueses». Recuérdese que preci-

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samente en ese tiempo se producía la separación de España yPortugal, y Montoya había hablado duramente contra la corte deLisboa.

Hemos dicho que nuestro héroe se enfermó seriamen-te en Madrid. A decir verdad, poca confianza tenía enlos médicos que lo atendían, como se revela en una desus cartas, donde escribe, no sin humor:

«Trece sangrías me dieron, y proseguían. Yo alegué lo que V. R.me había ordenado, que no sangraran; pero aunque me veían tanconsumido, juzgaban convenir matarme a sangrías. Finalmente,llamaron al protomédico del Rey, como en caso desesperado ya;apartáronse a un rincón a tratar de acabar de matarme, y movidodel deseo que tengo de volverme a esa provincia, les dije: «Cúren-me como quisieren, porque no me han de enterrar aquí, que he devolver a mi provincia».

Hacía ya 23 meses que estaba en Madrid. La nostalgiade sus amadas reducciones se acrecentaba de día endía. Cuenta Jarque que algunas señoras madrileñas lepidieron que se quedase en la capital de España y sededicase a convertirlas a ellas, como había hecho contantos gentiles. A lo que contestó: «Señoras, esta cortede Madrid es muy buena para dejarla por amor de Dios».Y volviéndose a un Padre que se encontraba allí con él,le dijo: «Padre Manquiano, no permita V.R. que mis hue-sos queden entre españoles, aunque muera entre ellos;procure que vayan a donde están los indios, mis queri-dos hijos, que allí donde trabajaron y se molieron, hande descansar». Ese mismo anhelo queda también de ma-nifiesto en una carta que escribió al P. Francisco DíazTaño, quien volvía por aquel entonces al Río de la Plata.La reproducimos, con los comentarios entre paréntesisque le hace Jarque:

«La carta de V. R. recibí con muy grande gusto y no con pocaenvidia de ver a V. R. partirse para mí patria –llama patria suya a laprovincia del Paraguay, y a las reducciones donde vivió lo mejor desu vida– y quedarme yo en este destierro –destierro llama a Lisboa,a la corte de Madrid y a toda España, que por desterrado se teníaen ella). No es para mí este ruido, besamanos, cortesías, perdimientode tiempo, y sobre todo traer ocupada la mente en negocios, cuida-dos y trazas, que pocas veces se logran. Finalmente, mi Padre,quedo como desterrado, y no hay día que para mi consuelo no finjaque ya me llevan al navío, pero quiere Dios que sean no más quepensamientos por agora, para que cuando después vuelva por ella,estime más el humilde empleo con mis indios, ajeno de embarazos,libre de emulaciones y cuidados inútiles. V. R. y sus compañerosgocen tanto bien, aunque no hayan de conseguir más que la conver-sión de un solo gentil. Que muchas veces parece que el no conver-tirlos a montones es no llenar el vacío del deseo. En lo cual convie-ne andar al paso de Dios sin pretender echar un pie delante de loque quiere Su Majestad».

Por fin logró de sus superiores la autorización pararetornar, el año 1643. Tras una visita a la Santa Casa deLoyola y el Pilar de Zaragoza, se embarcó en Sevilla,rumbo a Lima, su provincia religiosa.

V. Sus últimos añosComo las disposiciones de Felipe IV remitían a la de-

cisión del virrey del Perú, el marqués de Mancera, elasunto de las armas, fue preciso que antes de regresar ala provincia del Paraguay e incorporarse de nuevo a lasreducciones, se detuviese en Lima para gestionar perso-nalmente, con el calor que lo caracterizaba, el permisoanhelado.

1. Trámites en LimaMontoya llegó así a la ciudad virreinal.«Aún vivían por este tiempo –escribe Jarque– algunos ciudada-

nos caballeros, eclesiásticos, seculares y religiosos que habían co-nocido y tratado familiarmente el Padre Antonio antes que entraseen la Compañía. Cuando éstos vieron tan prodigiosa mudanza en el

sujeto y lo mucho que se había adelantado en el camino de la perfec-ción, le cobraron particular cariño y fueron los que más se hicieronpregoneros de sus virtudes. Acreditólo mucho la grande autoridaddel Ilmo. Sr. D. Pedro de Contreras y Sotomayor, arzobispo deCuzco, que se había criado con él en el mismo seminario de SanMartín. Este insigne prelado decía: –El Padre Antonio Ruiz no essanto ordinario, es un gigante en santidad, es santazo de marcamayor».

Sus gestiones ante el Virrey fueron exitosas, resolvién-dose definitivamente, en l645, la cuestión que tanto lepreocupaba: «Es conveniente que manejen armas de fue-go para su defensa contra portugueses dichos indios».Se determinó asimismo el número de armas que se lesenviaría. En consecuencia, las Misiones recibieron grue-sas partidas de mosquetes y arcabuces, así como la con-veniente provisión de pólvora y municiones. Por su parteel Rey, en 1647, ordenó al Virrey que, ya que de doceaños a esa parte, los indios habían defendido celosamen-te la frontera con el Brasil, les premiase por ello, conce-diéndoles al mismo tiempo cierto alivio en sus tributos.

A lo que correspondió el nuevo Virrey, en 1649, decla-rando a los indios «custodios de las fronteras y oponentesde los portugueses del Brasil», merced a lo cual queda-ban relevados de cualquier tipo de servicio personal, conla pequeña obligación de pagar «solamente, (como) tri-buto a Su Majestad en reconocimiento de señorío, unpeso de ocho reales por cada indio, en plata y no enespecie». De esta manera, los guaraníes de las misionesjesuíticas pasaban a constituirse en guarnición de fronte-ras, para la protección de los dominios de España. Y taneficaz fue dicha defensa que, por más de un siglo, esdecir, hasta el aciago tratado de límites de 1750, aquellospueblos impusieron respeto a los invasores.

A pesar del éxito de sus gestiones, Montoya se encon-traba a disgusto en Lima, como le pasó en Madrid. Aun-que tenía allí numerosos conocidos, se sentía como endestierro. Le repugnaba, sobre todo, la vida cortesana,igual que en España. Así se lo dijo al propio Virrey, quemucho lo apreciaba:

«Señor Excelentísimo, tan bien parece un religioso en su celda,como un príncipe en su trono haciendo justicia; y aquél parece muymal en los palacios y casas de los señores cuando a empellones nolo mete en ellos la mayor gloria de Dios, o la caridad y celo del biencomún».

Sólo para ello visitaba a las autoridades políticas. Pero lo hacía aregañadientes: «Con vergüenza acudo a palacio y tribunales, aun-que hallo en todos demasía en los agasajos y favores; todos mehacen muchas honras; pero como no la he menester, ni las apetezco,me enfadan». Su pensamiento y su corazón estaban en otra parte, amiles de kilómetros de allí, en sus queridas reducciones.

En las cartas que envió desde Lima alude con frecuencia a sucondición de desterrado, y cuando escribe a alguno de los Padresque están en las reducciones, aprovecha la ocasión para enviarcariñosos saludos a indios conocidos que menciona por sus nom-bres. En una de ellas dice: «Tenemos dos mártires nuevos: el PadreRomero, mi connovicio, mi condiscípulo y mi deudo cercano. DióleDios los que a mí me ha negado tantas veces por mi indignidad.Matáronle en los Itatines, conquista nueva que empecé antes de ira España». Y agrega: «Las demás reducciones perseveran con mu-chos aumentos, así me lo escriben, y aunque desean mucho vermepor allá, deseo yo más verlos y morir entre ellos, porque deseo quemis huesos resuciten en medio de los suyos».

2. El Ruiz de Montoya místicoDurante su estadía en Lima acaeció un hecho preñado

de consecuencias. Un jesuita, limeño con él, Franciscodel Castillo, de 28 años, recién ordenado de sacerdote, ydestinado a aquellas misiones, se acercó un día al P. An-tonio para pedirle ayuda ya que estaba estudiando la len-gua guaraní. Como se encontraba también espiritualmenteinquieto por cierta inconstancia en materia de oración,

Padre Antonio Ruiz de Montoya

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

recurrió a su profesor de guaraní en busca de consejospara su vida espiritual, lo que Montoya aceptó complaci-do. Y así el P. Antonio comenzó a enseñarle el modo yejercicio de oración mental que él mismo tenía, inclinán-dolo a la sencillez de espíritu y a una vida en la continuapresencia de Dios. Al enterarse Francisco de que Montoyapreparaba su pronto regreso al Paraguay, le solicitó coninsistencia que le dejase algunas recomendaciones por es-crito.

Tal fue el origen de un tratado de mística al que suautor llamó Sílex del divino amor y rapto del ánima en elconocimiento de la primera Causa, que quizás redactóhacia 1650. Antonio mostró la obra a personas entendi-das, que aconsejaron publicarla. Pero por algunas difi-cultades prácticas, relacionadas sobre todo con las lámi-nas ilustrativas que habían de acompañar al texto, el li-bro permaneció inédito por varios siglos. Gracias a Dios,el P. Rubén Vargas Ugarte encontró recientemente unacopia en el Archivo Arzobispal de Lima, y la obra fuepublicada por la Pontificia Universidad Católica del Perú.

Trátase de un trabajo espléndido de gran nivel espiri-tual. El título parece depender de un libro de Louis deBlois, benedictino flamenco, que lleva por nombre Yescadel divino amor. La palabra sílex designa una variedadde piedra cuarzo, que produce chispas cuando se lafricciona. La obra se entronca en la gran tradición mís-tica del catolicismo. Los motivos teresianos, muy fre-cuentes, se entrecruzan con los de San Juan de la Cruz.Se habla del monte de la contemplación, del castillo de lavida interior, de las mansiones, lo que revela una clarainspiración carmelitana.

Pero hay además evidentes influjos de Dionisio, SanBernardo, Hugo de San Víctor, los místicos renano-fla-mencos, fray Luis de Granada, San Juan de Ávila,Nieremberg, Álvarez de Paz, y, como es obvio, de SanIgnacio, especialmente de sus Ejercicios y, dentro deellos, de la contemplación para alcanzar amor. Mas laobra no se reduce a una mera sistematización de las ideasde dichos autores, sino que es fruto de una profundaexperiencia personal, presentada con frescura, calor ypoesía.

Una de las consultas que Francisco le había hecho alP. Montoya era acerca de la universalidad del llamado ala contemplación, o si aquél era privativo de algunos pri-vilegiados. Montoya contesta de manera categórica: to-dos estamos convocados a la contemplación, lo que enel fondo no es sino llevar la fe hasta sus últimas conse-cuencias.

A la objeción de Francisco: «Dices que este ejercicio tan sublimeno es para nuevos, ni para todo género de gente, con que pretendesconservarte en tu tibieza, sino solamente para aquellos que fueronllamados a las bodas que el otro rey celebró para sola la esposa...»,le responde: «A la vista de esta divina visión, en que consiste unaeternidad de gloria, eres llamado... Déjate llevar de la fe hasta que enel cielo se llene tu entendimiento de aquel divino lumen de gloria».

Analicemos algunas de las enseñanzas del Sílex.

a. Elevación espiritual de todo el hombre

El proceso de la vida interior supone un largo itinera-rio. En lo que toca a la oración, será preciso pasar de la«cogitación» a la «meditación», y de la «meditación» ala «contemplación» y unión con Dios, como de una chis-pita de fuego se enciende una antorcha, y de ésta unmonte de leña. La meditación es como ingresar en unapieza muy adornada de retratos y pinturas; entramos enella, la recorremos, hasta que nos detenemos en un obje-to que arrebata nuestra admiración y gusto. Eso es lacontemplación.

Pero la contemplación, bien entendida, supone la ofren-da del propio ser, cuerpo y alma. Montoya ve en el almala imagen más perfecta de Dios, una imagen indeleble.Sus tres potencias reflejan el esplendor divino: la memo-ria, que es como la fuente, espeja la persona del Padre; elentendimiento, que es como el arroyo, la persona delHijo; y la voluntad, que es como el lago que se forma deesa fuente y de ese arroyo, la persona del Espíritu Santo.Por eso dice la Escritura que «Dios creó al hombre a suimagen». Con sus tres potencias distintas y su esenciaúnica, el alma se asemeja a Dios, uno en esencia y trinoen persona. Están también los sentidos, pero éstos son,al decir del P. Antonio, «la región exterior o el arrabal»del hombre.

El centro y el fondo del alma no es otro que la concordia de laspotencias: memoria, entendimiento y voluntad, a las que hay querecoger de todo lo criado, levantándolas unidas entre sí al ser sobre-natural por la participación de la gracia en la esencia del alma. «Estan capaz el alma, que ella misma no se sabe comprehender mien-tras vive en la carne de este cuerpo, hasta que, apartada de él,conozca en el cielo su grandeza y vea la capacidad que tiene, en quecabe Dios y no harta su hambre y deseo sino Él».

El hombre está hecho para conocer y amar a Dios.Por eso la teología, escribe Montoya, es una por el obje-to, porque sólo mira a Dios, pero se viste de dos diver-sos trajes. La escolástica se atavía de la razón natural;alcanza a Dios por el entendimiento, pero no lo encuen-tra en sí mismo, sino como metido y encerrado en larazón. La mística viste traje simple y humilde; huyendode vocablos y argumentos, se esconde en el silencio,porque apunta «no sólo al conocimiento de la primeraCausa, sino a su aprehensión y unión con Ella con un des-nudo, simple y silenciario acto».

Para ser menos indigna de una vocación tan elevada,el alma deberá irse liberando de todo tipo de ataduras.Sólo así podrá levantar vuelo hacia Dios, hacia ese Diosque, paradójicamente, la habita, que «es el apex y el cen-tro de tu alma», le dice a Francisco. Como María, la deBetania, que «no se divertía de la presencia de Dios, quetenía presente... Dios fue su salmodia, con que para sícogió la mejor parte». Interioridad a la vez que trascen-dencia. «La mente tenla despabilada siempre, para quepor instantes suba a la divina presencia, que sin subir latienes en tu centro».

Será preciso, por cierto, un proceso de purificaciónde las facultades del alma si se quiere acceder a la divinacontemplación. Habrá que encender la lámpara del en-tendimiento con los rayos de la fe, «a cuya luz irás bo-rrando las formas y figuras, imágenes y apetitos de todolo sensible; con que caminarás seguro al conocimientode la primera Causa, que, como desnuda de formas yaccidentes, necesitas para hallarla de una total desnudezde ellas». Montoya contrapone la fuerza de la fe con lavolubilidad de la imaginación: «La fe concilia gusto, comoverdad cierta. La imaginación, tedio, olvido e inconstan-cia. Y así los que la siguen imitan a la noria, de cuyosarcaduces apenas se llena uno cuando se vacía en otro,y en [un] instante le contemplas lleno y vacío. Son tam-bién imitadores de la araña que todo el tiempo gasta entejer y destejer sus telas. Y el fruto de su afán es un mosqui-to».

Será menester despojarse de los sentidos, pero tam-bién de los logros del entendimiento en el plano mera-mente racional. Montoya recurre a un texto terminantedel salterio: «He sido reducido a la nada y no entendí; fuihecho como jumento ante ti, y yo siempre contigo» (Ps72, 22,23). Lo que así comenta:

«Redúcete a ser nada en todos tus sentidos. Y en el entendimien-to aplica aquel nescivi, no entendí. Fúndate totalmente en la igno-

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rancia. Que en ésta hallarás el más sublime saber y la ciencia mayor.Retira tu entendimiento de todo criado ente, sea cual fuere, y conrigor abstrae de él tu pensamiento al modo de un jumento. A Dioste une con el et ego semper tecum, y yo siempre contigo. Y loestarás, si en la fe sola tienes fijo e invariable el pensamiento y lavoluntad enhundida (sic) en la primera Causa. Esto explicó el granDionisio, que se desterrase todo lo sensible de sentidos y, delentendimiento, todo inteligible criado, estando atento sólo a losrayos claros de las divinas tinieblas de la fe, en que habita la Verdaddivina».

La contemplación permitirá «una soberana exultacióndel entendimiento», haciendo caminar al alma hacia unavida pura y celestial, angélica y divina. Montoya hacesuya la definición de la contemplación como elevatiospiritus in Deum, elevación del espíritu a Dios y tambiénconversatio amicabilis et assidua cum amico Deo, con-versación amigable y asidua con nuestro amigo Dios.«Centella de fuego la llamó alguno, la cual, si no hayestorbo, sube a su región tan alta que el entendimientose queda sin poder seguilla (sic). Porque su centro essola la divinidad, eterno fuego de donde ella salió comouna chispa». El entendimiento es el ojo del alma, «de cuyomirar queda herido el Esposo».

El P. Antonio relaciona la contemplación con el espíri-tu de infancia espiritual. Si uno no se hace como niño,no puede entrar en el reino de la contemplación. El niño,escribe, sin recurrir a argumentaciones complicadas,toma el panal de miel; no pregunta antes quién lo hizo, nipara qué sirve, sólo le interesa el dulce que contiene ypoder degustarlo. Por eso el hortelano cuando ve que unchico quiere entrar a la huerta, lo despide sin más trámi-te; en cambio, cuando a ella acuden doctores, filósofos,médicos o sofistas, los recibe con sosiego, para que elfilósofo defina la fruta, el médico señale sus cualida-des...

«Y es porque conoce que estos doctos entran sólo a apacentar lacuriosidad en la fruta, no a comerla. Los niños sí, a comer y hartar-se de ella». Tampoco al demonio le preocupa que hagamos curio-sos y eruditos discursos sobre las cosas de Dios, o los diversosmodos de orar. Pero si llegamos a gustar el fruto, entonces sesulfura tratando de impedírnoslo. «Y así, dejadas las cuestiones, teconviene valerte de la simplicidad de niño, con que veloz, alegre,desocupado, ansioso, confiado y libre, llegarás a satisfacerte conplenitud entera de los suaves frutos de aquel divino árbol de lavida».

Pero no basta con elevar el ojo de la inteligencia. Serápreciso, asimismo, afinar la voluntad. Ya la experienciase encarga de mostrarnos la vanidad de la vida, en que lopretérito se muestra como pasado, lo presente transcu-rre con el volar del tiempo, y el futuro será pronto pasa-do. Todo lo que acontece en esta vida «está constanteen la inconstancia». Por eso, si eres cuerdo, «sé cons-tante en emplear tu voluntad entera en lo que siemprefue, es y será, sin contingencia de dejar de ser eterna-mente, que es Dios, Padre y único Bien tuyo».

La voluntad es llevada por la gracia a la unión. Si-guiendo a Santa Teresa, Montoya le dice a Franciscoque sólo será de Dios cuando su voluntad estuviere tanunida a la divina que no haga diferencia de amargo odulce. Claro que más penoso es lo amargo que lo dulce.De ahí la necesidad de que la voluntad se disponga a«padecer lo divino», padecer lo que el entendimiento lemuestra. Ante el ejemplo de Cristo, que se abrazó con lapasión y la cruz, la voluntad deberá estar dispuesta alsufrimiento y a la muerte, llegando a preferir el dolor algozo, «porque en éste [en el gozar] puede haber mu-chos engaños y peligros, pero en el rapto de la voluntad,metida en el apex –ápice– de un padecer sensible y tansutil como éste, no sólo no hay peligro antes suma segu-ridad». En este estado tan sublime de enajenación, re-

nuncia y desapropiación, la voluntad del hombre acabapor rendirse a la voluntad de Dios.

Porque de lo que en el fondo se trata es de eso: de unirla propia voluntad a la de Dios. Nunca dicha unión seráperfecta.

Sin embargo, dice Montoya, «aunque parece que aquí la hallesimperfecta, porque dar el sí en un desposorio es de dos sujetos, eldarse las manos es de dos personas, el abrazarse con el amor divinoes de dos entes, llegará su hora cuando esta unión en dos voluntadesdivididas vengan, como dos ceras, a derretirse en una y venga aformarse un deogéneo, no por naturaleza ni por la unión sola de lagracia común, que esa es unión común a todo justo. Será la unióncon que el elemento más noble y luminoso, que es el fuego de que lainvisibilidad de Dios se viste para hacerse visible objeto al hombre,y un pedazo de tierra convertida en hierro frío, negro, áspero,pesado y sin forma de agente ni potencia activa, se unen y transfor-man. De manera que no perdiendo el hierro su entidad y forma, ni elfuego su esencia y cualidades, hacen una mística metamorfosis...Con que el barro negro, pesado y tosco, por aquel tiempo que conespecial gracia dura la unión del alma, parece un Dios sin distinguir-se por entonces diferencia».

Así el alma, a través de sus dos facultades más nobles,entra en desposorios con Dios, más allá del espacio y deltiempo. Por eso, le dice a Francisco, cuando ores no lohagas en un lugar. Porque Dios es uno, y tú y tu lugarson dos. Dios te quiere solo. Has de estar sin lugar, paraque en ti tenga lugar esta presencia, y tu alma viva respi-rando en Dios. A ello se reduce el «único necesario» deMaría. En dicho ámbito no sólo encuentran su plenitud lainteligencia y la voluntad sino que incluso se recobranlos sentidos, pero ahora en un nivel místico: se oye sinoídos, se toca sin tacto, se ve sin ojos carnales. He ahí elitinerario de la elevación espiritual. Montoya se aplica aseñalar las diversas moradas o mansiones –trece– queintegran el castillo donde habita el Esposo divino.

En su transcurso se produce el éxtasis, acompañado a veces porel propio cuerpo: «Es tan vehemente y arrebatada esta acción delalma, padecida con tanta violencia, a recogerse al corazón y lacabeza, que parece quiere llevar el cuerpo por los aires. Y de aquíprocede la elevación del cuerpo, que queda a las fuerzas del alma tanligero y no con más peso que una pluma, haciendo aquí aquelladivina ave de rapiña del divino Esposo lo que el halcón que en susuñas arrebata la humilde avecilla y la tramonta».

b. Dejarse hacer por DiosPara Montoya el espíritu es la parte más alta y sublime

del alma, la que confina con los ángeles, la que nos per-mite entender y amar las cosas eternas. Incluye allí aque-llas dos potencias de que hablamos: el entendimiento,que cuando lo ilumina la fe, es como el ojo con que sepercibe las cosas divinas; y la voluntad, con que se amalas cosas percibidas. Pero enseguida señala la diferenciaque hay entre el hombre espiritual y el hombre contem-plativo. «El fin de aquél es pedir, el de éste es unirse conDios por medio de la contemplación. El oficio de aquél esagere –moverse o actuar–; el de éste es agi –ser movido–;aquél hace y éste padece».

De ahí la necesidad de la pasividad, como disposiciónque se ha de procurar con todas veras. Montoya le reco-mienda a su discípulo que se ponga como la materia enmanos del artesano, no rebelándose contra la forma quele quiere dar según su idea. «Déjate en las manos deDios, como en las mías este papel, para que yo escribaen él lo que yo quisiere. Y si esta disposición alcanzas,verás en ti la forma que te imprime».

Volverse pasivo frente al Amado. «Pasivo es cuando no está en tumano sino en la ajena el suspenderte. La cual con violencia te arre-bata de tu acción y te suspende, sin que tu voluntad con contrarioacto pueda resistir». En este estado, el alma unas veces habla sinpronunciar palabras, otras calla, guardando silencio; habla derra-mando sus deseos, dando golpes al corazón de Dios; calla cuando

Padre Antonio Ruiz de Montoya

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosdeja de pedir, suspendiendo el entendimiento y dando paso alamor. «Ata aquí Dios la imaginación aturdida. Y ya no tiene licenciade callejear. El entendimiento está asido a Dios, como el acero de lapiedra imán».

c. El desnudamientoSerá preciso, le enseña Montoya a su confidente espi-

ritual, el despojo total del alma, mediante un ofrecimien-to libre e irretractable de abandono en las manos de Dios,«fundiendo el metal de su voluntad en el metal de otra»,de tal modo que se vuelva totalmente «enajenada», he-cha de otro, desapropiada, al punto de tornar real lo delApóstol: «ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí».Admirablemente se lo dice:

«Una sola cosa te pide tu eterno Padre, que mudes los pronom-bres. Y, en lugar de mi gusto, pongas su gusto». Pero enseguidaagrega: «En desapropiarte de tu voluntad y darle muerte y sepultu-ra en la divina, no la perdiste, antes la mejoraste». Como se ve,trátase de un proceso de progresiva simplificación, y en el fondo,de transferencia de personalidades. Montoya es fiel a la enseñanzatradicional. Ya San Jerónimo describía la imitación de Cristo como«seguir desnudo a Cristo desnudo».

San Juan de la Cruz, por su parte, afirmaba que siendodesnuda la esencia de Dios, también el alma había dellegar desnuda de materia y formas a la unión con Él. Elmotivo de la «desnudez» asoma en todas las páginas delSílex.

En relación con este tema, el P. Antonio, enaltece el sentidopositivo de la nada. Tal fue nuestro origen, y el de todo el universo,antes de la creación. «Mira qué estupendo poder que en nada y denada fabricó tan grandes cuerpos y tan latos espacios que pensarlosólo deja suspenso el entendimiento». Si el hombre, que viene de lanada, llega a entender que es nada, será materia aptísima para queDios lo modele a su gusto. «Conociéndose Dios ser infinito, en eseinfinito ser conoció la nada. Porque Dios es todo ser y fuera de Éltodo es nada. Dista el ser del no ser espacios infinitos. Y esosespacios de antigüedad tiene tu alma».

Siempre de nuevo será preciso «reducirse a nada», yaque el proceso de santificación es una suerte de retomadel proyecto inicial de la creación.

Y, «como el principio de su obrar sea la nada, de la cual sacó loscielos, los ángeles, los hombres..., quiere, para fabricar en ti lo quedesea, hallar en ti disposición de nada y lo que ésta encierra en sí,que es no repugnancia... Ponte en aquel paraje que tenías antes queen ti naciera el ser que tienes, y, aunque en aquella nada puedesdecir que eras Dios, porque estabas entonces en su divina idea ytodo lo que está en Dios es Dios; pero en ti solo no eras nada.

«Mira con atención y rendido agradecimiento lo que en Dios sinti fuiste en aquella nada. Mira ¿quién le rogó por ti que te hiciese yque de no ser te diese el ser que tienes? ¿Quién solicitó su memoriaa que olvidado no te dejase en aquel inmenso caos de la nada y queaquí hallaras un abismo en que fundar tu nada y tu agradecimiento,pues siendo nada fuiste todo lo que pudiste ser?... Toma este con-sejo y vuélvete a tu nada... El principio de tu obrar ha de ser nihil –nada– y, mientras más te redujeras a ser nada, más apta materiaserás en que Dios obre... Ponte en el quicio de la voluntad divina.Déjate llevar por donde Él quiere».

Magnífico texto, digno de figurar entre las páginas se-lectas de los grandes maestros de la mística. En otrolugar insiste:

«Te importa reducir a nada cuanto en ti tienes, para que tu ser seaen Dios y puedas transformarte en un ser deífico». La idea deMontoya queda de algún modo concretada en el espléndido «actode renunciación» que propone a su dirigido: renuncio, en general, atodo lo que no sea Dios, renuncio a mi ingenio, mi libertad, mirazón, a los honores humanos, las posesiones, los puestos, lasalabanzas de los demás, los gustos, el descanso y la comodidad,«porque deseo ponerme desnudo absolutamente en la presencia demi Dios, como lo estaba la nada, para que de mí, como de nada, hagao deje de hacer lo que fuere de su debido gusto».

De esta manera, le dice a Francisco, tu voluntad sedará por satisfecha con el peor lugar, con el peor vesti-

do, con la peor comida, con el peor desprecio; aspiran-do incluso a un total olvido de los hombres, dispuesto aque Dios te aniquile, si tal fuera su voluntad, es decir,que vuelvas a aquel caos de la nada, de donde te sacó.

«Y esta consideración te aprovechará mucho a buscar la muertea tu voluntad en todo caso, así ad extra de criaturas, en disgusto ogusto, como ad intra de tu interior república; con que tu voluntadya muerta, al calor del divino incendio, recibirán las cenizas de tufénix más gloriosa vida».

El lenguaje que emplea Montoya podrá escandalizar alos ignorantes, malinterpretándolo, o a los mediocres,que lo tacharán de exagerado. Ello en nada invalida lagrandeza de esta mística de la nada y de la aniquilación,uno de los grandes temas del Sílex. No se trata de andarsiempre particularizando la renuncia y el abrazo con lanada, le dice a su discípulo: «Porque te será de estorbogrande repetir todo este acto, te has de valer de sólo estapalabra renuncio, refiriéndote a todo este acto... No hasde descender a singularizar lo que renuncias, sino haceruna total renunciación; de todo lo cual ha de recibir susquilates en el afecto. Porque si desciendes a particulari-zar las cosas que renuncias te distraerás de aquella intui-ción, a que el alma debe esta atentísima con sola la vo-luntad y la mente». Tal es la clave de la contemplación:«Mientras más hicieses de vivir no en lugar, vivirás conmás anchura en Dios, que nada ocupa».

d. La inefabilidad de DiosEn el modo de hablar de Montoya se delata la dificul-

tad que experimentaba para declarar plenamente la ver-dad entrevista. Las palabras con que trata de enseñarle,le dice a Francisco, son completamente inadecuadas, sóloalcanzan «los arrabales de la ciudad en que tu Padre ce-lestial vive»; las luces que ves son antorchas que allá nosirven.

A medida que vayas conociendo más a Dios, desearásque tu memoria, tu entendimiento y toda tu voluntad seconcentren en sólo Él, «y cree que esta estrechura en-cierra latitud infinita, porque la empleas en aquella infini-dad de Dios». Si en Él pones los ojos, eres topo; si contu tacto quieres abrazarlo, quedarás vacío; si quieres ex-plicar sus perfecciones con palabras, «quedará mudo tuconcepto». Sólo puedes conocer sus atributos a través delas creaturas, pero «todas las perfecciones de Dios sonincreadas».

Al hombre no le es dado expresar de manera apropiadalas cosas divinas. Sólo le queda hacer juegos de pala-bras, recurrir a paradojas. No te espante, le dice porejemplo a Francisco, el nombre de muerte o mortifica-ción, que si llegas a morir en las manos de Dios con esamuerte, verás muy claro que es la verdadera vida. «Yadvierte que, mientras no acabares de morir, vivirásmuriendo. Y tanto más gustarás de la mortificación cuantomás te acercares a la muerte, porque te reconocerás máscerca de la vida». La verdad es que «el que más sabe deÉl, conoce en sí más ignorancia, por lo infinito que en síencierra».

Dios se deja conocer mejor por la nesciencia que porel saber del hombre más inteligente.

«Y en esa desesperación de comprehender hallará la mayor com-prensión que pueda imaginarse. Y en ese caminar a veloz paso enoscuridad tan tenebrosa está el sosiego, la quietud, el reposo y el nobullirse el alma en tal veloz carrera». Será preciso, agrega, siguiendoa San Juan de la Cruz, «rastrear en su ausencia». Desnudándose desu presunta ciencia, se arrojará a «lo más denso de la tenebrosacalígine», en donde habita aquella luz increada. «Y ése viene aquedar tan ciego en claridad tan oscura que viene a perder totalmen-te la vista y con ella los demás sentidos. Y ése, cuando conoce másentiende menos. Y viene a quedar más ignorante, cuanto más seanega en el abismo de la incomprehensible esencia».

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Desde el punto de vista de nuestra mirada, Dios semanifiesta no tanto en la luz cuanto en la tiniebla. Quiena Él se encamina es como si estuviese subiendo a unaltísimo monte. Al paso que asciende, se adensan lasnubes, hasta que se interna en el mismo espesor de lanube. Montoya recurre a algunos textos de la Escriturapara refrendar la imagen: «Dios dijo que habitaría en lanube» (1 Re 8,12), «Dios quiere habitar en la tiniebla» (2Cron 6,1), «Obscuridad bajo sus pies» (Ps 17, 10), «Hizode las tinieblas su tienda» (Ps 17, 12), «Nubes y obscu-ridad en torno a él» (Ps 96, 10).

«Es, pues, visión intelectual de Dios in caligine [en la tiniebla]aquel conocimiento con que, dejada toda criatura y toda semejanzade misterios aún sobrenaturales es llevada el alma a Dios comoincomprehensible, incogitable e [in]inteligible e inmensurable, y essumergida en Él como en un piélago de infinita esencia, que lamisma alma ignora... Vese el entendimiento simplemente arrebata-do a una vista en que no ve nada... Ve, porque aprehende todo loque es en una oscuridad y cierta nébula que encierra toda la luzincreada, cuya claridad sensible, con toda certidumbre que es in-mensa, no ve. Porque la obscuridad no se ve. Y ve porque ve unainmensa luz cubierta de tinieblas... Así como sucede al que fijamen-te pone los ojos en el sol por algún rato y al punto los cierra paraque los ojos no queden totalmente ciegos y teniéndolos así cerra-dos no ve el sol pero aprehende una luz muy grande, y quedaninsuficientes los ojos y como lesos para mirar al sol, así el entendi-miento... Y con la divina, infinita iluminación quedan cerrados lospárpados de su flaqueza. Y estando así presente a Dios no lo veclaramente, porque lo inmenso e incomprehensible que reverbera,obtunde la vista y tapa los ojos del entendimiento. Y queda estocon una ciencia divina, fundada en la nesciencia de Dios, que es lamayor ciencia que se puede alcanzar en esta vida».

Las expresiones de Montoya nos traen al recuerdo lamística apofática de San Gregorio de Nyssa y su exalta-ción de la tiniebla como cumbre de la contemplaciónmística. De hecho, el P. Antonio menciona expresamen-te al Niceno y su obra La vida de Moisés, cuando afirmaque la ascensión espiritual hacia la contemplación ha sidoprefigurada en aquella subida de Moisés al monte: «Moi-sés accedió a la tiniebla en la que estaba Dios» (Ex 20,21)y «al séptimo día llamó Yahvé a Moisés de en medio dela tiniebla» (Ex 24, 16). Invoca asimismo a Dionisio se-gún el cual «este no ver y no saber es verdaderamentever y saber». De lo cual colige que será preciso antepo-ner esta obscuridad clara a todos los conceptos, arro-jándose solo y despojado de sí, a esa divina obscuridady caos.

«El objeto que [el entendimiento] ha de tener en esta vista es unaimpotencia de no poder ver, no poder comprehender, no poderalcanzar, no poder penetrar lo que desea. Y esa impotencia, tene-brosidad, deslumbramiento, ceguedad y pérdida total de poder veres el objeto de su mayor vista. Y entonces ve más cuando se ve másciego».

Como se puede advertir, la teología mística de Ruiz deMontoya, deudora sobre todo de los Padres griegos, yespecialmente de Dionisio, predilecciona las negacionesy las paradojas. Las expresiones de esta índole se suce-den: «obscuridad luminosa», «los rayos de la divina obs-curidad», «la mayor ignorancia es mayor sabiduría», «tan-to más contenta queda el alma con esta caliginosa luz,cuanto menos distintamente ve», «en la ignorancia ha-llarás el más sublime saber», «sin ver nada verás todo»,«tu mente fija en la vista de lo que no viste», «aquí tocasin tacto lo que no es palpable», «aquí se quema sin quehaya fuego», «murieron y fueron sepultados en la mis-ma vida», «mientras no acabares de morir, vivirás mu-riendo», «todo lo que pasa en esta vida, que sólo estáconstante en la inconstancia», «pues el que más sabe deÉl, conoce en sí más ignorancia, por lo infinito que en síencierra», «a esta obscuridad y calígine subida caminas,donde la mayor obscuridad es mayor luz y la mayorignorancia, mayor sabiduría»...

En su lucha por decir lo indecible, como todos los gran-des místicos, Montoya desconcierta nuestro apego car-tesiano a las «ideas claras y distintas», en la seguridad deque el acceso a la trascendencia pasa por la nada, la tinie-bla, la ignorancia, las negaciones y las paradojas, es de-cir, por la renuncia a todo lo tangible e inteligible.

Resultan, a este respecto, muy expresivas las palabrascon que cierra el libro: «He procurado decirte en pocomucho. Pero, como el sujeto de todo este tratado es Diosincomprehensible, todo cuanto se ha dicho es nada».

e. Mística y terruñoQuisiéramos acotar un dato ilustrativo. Y es el carácter

telúrico de su experiencia mística, o mejor, la relación desu experiencia espiritual con el entorno en que le tocóactuar. Que el autor del Sílex sea el mismo que el de laConquista espiritual no deja de resultar sorprendente.Entre ambas obras la relación es más estrecha de lo quese podría imaginar.

El mundo desbordante de la selva paraguaya, brasileñay argentina, habitat de los queridos guaraníes, capitanea-dos por este hombre excepcional, invade las páginas delSílex. El frecuente recurso a los árboles, los arroyos, losinsectos, a los que vuelve inesperadamente en medio delas más sublimes experiencias contemplativas, expresala profundidad de su enraizamiento en nuestro paisajecriollo, a pesar de su declarada renuncia al mundo; alperderlo, lo volvió a encontrar, pero ahora en otro nivel.

Mientras vamos leyendo el Sílex, escuchamos el cantode las aves que surcan el cielo, el chillido de los monosque se congregan en manadas, el deslizarse de las ser-pientes de río que emponzoñan las aguas para atraer a lospeces incautos. Los engaños en la vida espiritual le re-cuerdan a Montoya lo que le sucede a «la culebra, que sedesnuda de la túnica que tenía tan rota, que ni a ella ni aotro sirve, quedándose con otra nueva y tan arraigadaque ella misma no puede desnudarse de ella». La pocaestimación de sí mismo se asemeja a la del «hongo quesale del estiércol». El vuelo del águila le evoca al EspírituSanto, que arrebata a los polluelos para llevarlos a lasalturas de la gloria. Los que dejan la virtud porque no lesgusta su ejercicio «imitan al papagayo, quien primeroreconoce el grano y, si no es de su gusto, lo arroja y, si lecuadra al gusto, lo deshace y desmenuza y de él sólocome lo que su gusto apetece; y desperdicia mucho».

Refiriéndose al carbunco, un coleóptero de zonas tropicales queemite destellos azulados, escribe: «Alguna vez viste al celebradocarbunco. Criólo la potencia de Dios en una vil creatura para que túconozcas su nobleza. Quién ve en un animalejo del tamaño y formade un porrillo, a quien, después de haber comunicado lo común quea todo animal, le puso en la frente una antorcha tan parecida al fuegoy al luminoso brillar de las estrellas, que él solo sobrepuja a la luz demuchas luces encendidas. Tus ojos vieron con espanto en esteanimalejo la omnipotencia de Dios. Pues en él, al punto que le viste,hiciste algún concepto del lumen gloriæ –luz de la gloria), con quelos cuerpos bienaventurados, penetrados de él, despiden rayos deluces en el cielo. Puso Dios en este animalejo un ojo en el superiorlugar de la cabeza y superior en grandeza a los dos comunes. Cubriólocon sus párpados para que más o menos a su gusto le sirviere. Y ¿dequé?, si piensas. Sólo para buscar el sustento de su vil cuerpo en lomás obscuro de la noche, cuando sólo tiene licencia de buscarlo».

La necesidad que Montoya experimentaba de mante-ner la devoción cuando se dirigía de un pueblo a otro, deadorarle en la iglesia que había dejado lo que duraba lamitad del camino, y en adelante adorarlo en la iglesiadonde iba, le recuerda «al girasol que al moverse del solallí se inclina y cuando se le pone en el ocaso se vuelve aenderezar mirando al cielo por no perder tiempo, comomirando al lugar que encierra al que desea, hasta que love salir otra vez por el oriente». Los tornasoles del gira-

Padre Antonio Ruiz de Montoya

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sol se le muestran como una invitación a polarizarse enDios, a hacer de su vida un acto de plegaria indeficiente,orientando siempre la mente hacia el Señor. En todas lascreaturas encontraba un incentivo para elevarse a Dios:«Ves una flor muy hermosa y olorosa; penetra, por eso queves, oyes y hueles y palpas, en la causa de todo eso».

Refiriéndose a la grandeza del sol y a la belleza de losastros: «Mira, que esto que ves –escribe–, así medido yadornado con tantas lámparas tan estupendamente gran-des, son los arrabales de la ciudad en que el celestialPadre vive». Ruiz de Montoya es un místico criollo, unmístico nuestro, que partiendo de la naturaleza en que semovió supo elevarse airosamente al mundo de la tras-cendencia.

Interesantes son, asimismo, las similitudes espirituales que lesugiere la navegación azarosa de la época. La oración abstracta es«como la nave que, zafando las áncoras, que la tenían presa, y,soltando las velas al tiempo, se enmara y engolfa y pierde de vistala tierra a poco espacio. Mira con la aguja al norte de su rumbo, a lasIndias del mejor tesoro...» El entendimiento infecundo es «comonavío que, quebrado el mástil y sin velas, anda acosado de las olas,sin potencia alguna de hacer viaje, esperando sólo algún furiosohuracán que lo trastorne...»

Las páginas del Sílex incluyen también elementos demedicina, así como alusiones a los diversos oficios hu-manos, observaciones sobre las facultades del alma, yreferencias a las jerarquías angélicas. Todos estos ele-mentos, naturales y sobrenaturales, se entrecruzan enuna red vibrante de símbolos, vertebrados en torno aDios, el ser subsistente y englobante.

«Y no entiendas que este buscar y hallar a Dios de esta manera essólo para el obscuro retiro de tu celda. Al sol del mediodía en lascalles y plazas lo hallarás, si quieres poner algún cuidado en buscara quien en cualquier parte está presente y quiere y te solicita a quelo busques, y anda perdido por que tú le halles».

No deja de ser conmovedora una notable confesiónque Montoya nos ha dejado en su Sílex, es a saber, que fueuno de sus indios guaraníes, Ignacio Piraycí, de la reduc-ción de Nuestra Señora de Loreto, en el Guayrá, quien loinstruyó en el modo de hacer oración. Este indio, noscuenta, tras su bautismo en edad madura, se aplicó alestudio de la ley divina, oía misa cada día, y visitaba elSantísimo al ir al trabajo y al retornar de él. Poco a pocoDios se le fue comunicando. Recurriendo el P. Antonio ala segunda persona para relatar su propia experiencia es-cribe: «Acuérdesete que andabas por aquellos días de-seoso de hallar modo fácil de tener continuamente pre-sencia de la primera Causa. Y quiso el cielo que éste,nuevo en la fe, a ti ejercitante antiguo, te enseñase en unsolo acto de fe lo que buscabas». Un día, al salir demisa, sin preguntarle él nada, le contó el indio cómo vi-vía incesantemente en la presencia de Dios:

«Yo, dice, en despertando, luego creo que está Dios allí presentey acompañado de esta memoria me levanto. Junto mi familia y,guiando yo el coro, rezo con ellos todas las oraciones. Acudo luegoa oír misa, donde continúo mi memoria y acto de fe que allí estáDios presente. Con este misma memoria vuelvo a mi casa. Convo-co mi gente a que acuda al trabajo. Voy con ellos. Y por todo elcamino conservo esta memoria, que nunca se me pierde, mientras lalabor dura. Vuélvome al pueblo y mi pensar en el camino es sóloque allí está Dios presente y me acompaña. Con este mismo pen-samiento entro en la iglesia, primero que en mi casa. Allí adoro alSeñor y le doy gracias por el continuo cuidado que de mí tiene. Conque alegre y contento entro en mi casa a descansar. Y, mientrascomo, no me olvido que está allí Dios presente. Con esto duermo.Y éste es mi continuo ejercicio».

Así era de simple su oración, acota Montoya. En lugarde todos los momentos que se suelen enumerar para ha-cer la oración mental: puntos de meditación, composi-ción de lugar, petición, etc., sólo vivir en la presencia deDios.

Bien ha escrito Jarque: «De este maestro tomó la lección el P.Antonio para serlo después de ciencia tan provechosa. Dio milgracias al Padre de las Misericordias: Quia abscondit hæc asapientibus et revelavit parvulis, porque escondió estas cosas a lossabios y las reveló a los pequeños».

Por eso le recomendaba al P. Francisco que no se ex-trañase si alguna persona rústica le consultaba sobre cues-tiones místicas, abstraídas de formas y figuras. «Consi-dera que más sabio sale del retraído rincón el idiota, olvi-dado de sí, que de la cátedra el que soberbio se vendepor letrado». Adviértase que en aquellos tiempos se lla-maba «idiota» al hombre sin letras.

La figura mística del P. Ruiz de Montoya mereceríaser más conocida. Su existencia es una lograda realiza-ción del ideal soñado por San Ignacio, rara mezcla decontemplación y de acción. Los primeros jesuitas gusta-ban calificar al fundador de la Compañía, como contem-plativus in actione. Sólo un estilo de vida semejante escapaz de explicar adecuadamente esa gran gesta sagraday pastoral que fueron las reducciones guaraníticas.

En los consejos que el P. Antonio le dio al P. Francisco acerca dela oración y de la manera de prepararse a ella como corresponde, ledecía: «No tendrás por larga ni ociosa esta preparación, si hasllegado a conocer qué cosa es hablar con aquella tremenda Majestadde Dios, qué son los negocios sobre que hablas, que son su mayorgloria, tu salvación y la de tus prójimos». Le será preciso unirarmoniosa y jerárquicamente la contemplación y la acción: «Tú note hagas juez en el pleito de Marta y María, que la sentencia ya ladio el Maestro: Maria optimam partem elegit, María eligió la mejorparte. Y tú, si eres cuerpo, divide el cuerpo entre las dos hermanas.Y, pues el empleo de María es el mejor, no le des el peor tiempo.Alienta tu cuidado a la conciencia en que el que más sabe viene a sermás ignorante».

VI. En hombros de sus indiosHemos dejado al P. Montoya en su Lima natal. Lo que

realmente anhelaba era volver cuanto antes a sus queri-dos indios. Pero la cosa se hacía cada vez más difícilporque su salud declinaba día a día. Trasladado al cole-gio de San Pablo, murió en uno de sus cuartos, el 11 deabril de 1652, en brazos de su amigo y discípulo, el aho-ra venerable P. Francisco del Castillo. Sin duda que sudeseo hubiera sido morir mártir. Pero Dios no lo quisoasí.

El entierro fue imponente, ya que a él asistió el Virrey yla Real Audiencia en pleno, así como lo más granado dela población. Ya su fama de misionero apostólico y santohabía cundido por la ciudad. Pocos días después, lospadres de la Provincia jesuítica del Paraguay, así comonumerosos indios, pidieron que enviaran los restos delquerido P. Antonio a las reducciones. No era, por cierto,simple trasladarlos a tan gran distancia. Con todo, losjesuitas limeños accedieron a aquel razonable deseo, sibien no todos sus despojos fueron enviados. Se dice queen Lima se conserva todavía una caja sellada donde ha-brían quedado algunos restos del Padre, quizás dos hue-sos.

Un grupo de cuarenta guaraníes, provenientes deLoreto, se dirigieron a Lima para recuperar aquel cuerpoque realmente les pertenecía y llevarlo consigo hasta sutierra. Para ello debieron recorrer a pie, en viaje de ida yvuelta, unos 11.000 kilómetros. Ignoramos la ruta preci-sa que siguieron en el recorrido de ida, pero en lo quetoca al retorno sabemos que pasaron por Potosí, Salta,Tucumán, Santiago del Estero y Córdoba. En todas es-tas ciudades una multitud se agolpó a su paso. Luego sedirigieron a Santa Fe, desde donde, por vía fluvial, llega-ron a Asunción. De allí el féretro fue llevado triunfal-mente por todas las reducciones al sudeste del Paraguay,hasta Encarnación, desde donde pasó a Candelaria, de

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ésta a San Ignacio Miní y finalmente a Loreto.A sus queridas reducciones retornó, pues, el P.

Montoya, en hombros de sus hijos. Ni muerto dejó deseguir viajando este misionero incansable, hasta perder-se en la selva de sus arrobos místicos. Enterrado en lasacristía del templo de la reducción de Loreto, en la ac-tual provincia argentina de Misiones, no se ha localizadoaún su tumba, recubierta por la exuberante vegetaciónde este mundo con el que se había identificado.

Así se cumplió el deseo que, según dijimos, manifestóen Madrid al P. Manquiano: «No permita V. R. que mishuesos queden entre españoles, aunque muera entre ellos;procure que vayan a donde están los indios, mis queri-dos hijos, que allí donde trabajaron y se molieron, hande descansar». Sabemos que en la actualidad, con moti-vo de las restauraciones arqueológicas de algunos de lospueblos jesuíticos, se están realizando estudios en aquellugar, con la intención de ubicar el lugar preciso de lasacristía, y en ella los valiosos restos sagrados del que-rido P. Antonio.

He ahí la figura gigantesca de Ruiz de Montoya. Ex-plorador y descubridor de tierras aún no conocidas. No-table geógrafo, uno de los primeros que trazó un mapade aquella vasta región, para llevarlo consigo a Madrid.Eminente lingüista, que dio a conocer la estructura deldifícil idioma guaraní. Apóstol incansable que se gastó ydesgastó fecundando aquellas vastas tierras con el espí-ritu del Evangelio. Padre y defensor de los indios, sushijos amados, ante la corona de España. Místico subli-me, que penetró en las tinieblas del Dios trascendente,ciego porque encandilado ante tanta luz. Y si no selló susacrificada vida con el martirio, como tanto lo hubieradeseado, hizo de toda su existencia una continua ofren-da de sí mismo en provecho de los demás.

Gloria al P. Antonio Ruiz de Montoya, no inferior enardoroso celo y en espíritu de abnegación a San Fran-cisco Solano y a San Roque González de Santa Cruz.Bien merecería que se le iniciase el proceso de canoniza-ción.

Obras ConsultadasAntonio Ruiz de Montoya, La Conquista Espiritual del Para-

guay, Equipo Difusor de Estudios de Historia Iberoamericana, Ro-sario 1989.

Sílex del Divino Amor, Pontificia Universidad Católica del Perú,Lima 1991.

Guillermo Furlong, Misiones y sus pueblos de guaraníes, Bue-nos Aires 1962.

Antonio Ruiz de Montoya y su Carta a Comental, EscritoresColoniales Rioplatenses XVII, Theoria, Buenos Aires 1964.

Pablo Hernández, Organización social de las DoctrinasGuaraníes de la Compañía de Jesús, tomo I, Gustavo Gili Ed.,Barcelona 1913.

«Un misionero jesuita del Paraguay ante la corte de Felipe IV»,en Razón y Fe, año XI, t. XXXIII (1912) 7179; 215222.

Hugo Storni, «Antonio Ruiz de Montoya», en ArchivumStoricum Societatis Iesu, Roma 1984, pp.425442.

Alberto M. Sarrabayrouse, «Antonio Ruiz de Montoya. Elhombre, el santo, el apóstol, el maestro», Cuadernos Monásticos35 (1975) 429450.

Antonio Ruiz de Montoya

El Guayrá es la acechanza sin abrigo,una noche apartada de la estrella,el martirio esperando tras la huella

y yo siempre contigo.Tayaoba me busca sin descansodeclarándome furia de enemigo

junto al río su puño se hace mansoy yo siempre contigo.

Este cuerpo frailuno que castigopor la legua infinita del abismo,

lleva a todos el agua del bautismoy yo siempre contigo.

Buen grano para hostias voy sembrando,el sol de la cosecha es el testigo,

ya comulgan los indios meditandoy yo siempre contigo.

En el canto, en la misa, en el mensaje,en el nuevo poblado que bendigo,

los ángeles cubrían el paisajey yo siempre contigo.

Todo es milagro aquí, no me desdigo(después me acusarán con aquel mote

de tener la cabeza de Quijote...)y yo siempre contigo.

Siempre contigo Dios de las Milicias,desnudo como un páramo mendigo,

agitan bandeirantes sus codiciasy yo siempre contigo.

En hombros de sus hijos, como un padre,regresaba a su tierra pregonera.Voces indias rezaban a la Madre

y España sonreía misionera.

Antonio Caponnetto

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Gabriel García Moreno

Nos adentraremos ahora en la consideración de unpersonaje eminentemente político, García Moreno, quiense nos revelará como un magnífico arquetipo del esta-dista católico en el seno del mundo moderno.

Fue el Ecuador su patria amada. La cordillera de losAndes, que en dos ramas paralelas corre de norte a sur,divide a dicha nación en tres partes. La primera lo ocupala llanura, que se extiende desde el océano Pacífico hastala primera de esas ramas. Entre ambas secciones de lacordillera se encuentra la segunda, una gran meseta. Latercera parte, cubierta por bosques casi vírgenes en lostiempos de nuestro homenajeado, cubre el terreno que

Gabriel García Moreno

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

va desde el segundo ramal de la cordillera hacia el este,zona habitada por indios, muchas veces salvajes. Granparte de la población vive entre montañas gigantescas yvolcanes, a grandes alturas sobre el nivel del mar. Primi-tivamente existió un reino indígena en Quito, que luegoconquistarían los Incas. Finalmente llegaron los españo-les. Tal fue el escenario histórico-geográfico donde sedesenvolvió la vida de García Moreno.

I. Niñez candorosa y juventud intrépidaNació Gabriel en Guayaquil, el 21 de diciembre de 1821.

Eran años arduos y bravíos. Al independizarse de Espa-ña sus provincias de ultramar, el Ecuador siguió el desti-no de Colombia, que por aquel entonces se llamaba Nue-va Granada, formando con ella y con Venezuela una solanación. Fue Simón Bolívar el creador de esta confedera-ción, a la que llamó la Gran Colombia, gobernándola du-rante varios años. En 1830, por exigencia de un grupode ingratos y traidores, debió dejar el poder, y se retiró aCartagena, con la idea de trasladarse a Europa. No pudohacerlo, ya que murió en aquella ciudad el mismo año,como si hubiese comprendido que la Gran Colombia nosubsistiría. De hecho, veinte días antes, se había consu-mado la separación de Venezuela.

El padre de Gabriel, Gabriel García Gómez, era espa-ñol, nacido en Castilla la Vieja. Vivió varios años en Cádiz,donde estudió y trabajó con uno de sus tíos, que habíasido en otro tiempo secretario del rey Carlos IV. En 1793se trasladó a América, estableciéndose en Guayaquil. Allíse casó con una joven de prosapia, Mercedes Moreno,hija de don Ignacio Moreno, caballero de la Orden deCarlos III. Un hermano de Mercedes, Miguel Juan Mo-reno, fue padre de Ignacio, quien llegaría a ser CardenalArzobispo de Toledo. Como se ve, tratábase de una fami-lia de alcurnia.

Don Gabriel, el padre de nuestro héroe, era un fervien-te católico. Cuando se empezó a hablar de emancipa-ción, no quiso saber nada con los propulsores de dichaidea, sobre todo porque parecía que al querer indepen-dizarse de España pensaban hacerlo también de la reli-gión que España había traído a nuestras tierras. Ya laslogias estaban trabajando en ese sentido. Doña Merce-des, su madre, era una mujer austera, llena de dignidad yde piedad, en plena comunión espiritual y doctrinal consu marido. El hijo mayor siguió la carrera eclesiástica; elsegundo, aunque seglar, fue un estudioso de la liturgia;el tercero, uno de los mayores estancieros del Ecuador;el cuarto, un excelente administrador. Vinieron luego tresmujeres, jóvenes llenas de piedad. Gabriel fue el octavoy último de los hijos. A raíz de las turbulencias políticas,la familia experimentó graves y crecientes reveses eco-nómicos. Justamente cuando nació Gabriel, la situaciónera más precaria que nunca. Sin embargo Mercedes si-guió educando a sus hijos con gran entereza.

Gabriel pasó en Guayaquil su infancia y pubertad. Esaciudad se vio especialmente sacudida por un cúmulo deacontecimientos bélicos y políticos. Apenas tendría unaño, cuando Bolívar entró en ella como triunfador. A lospocos días, éste y San Martín decidieron que Guayaquilformase parte de la Gran Colombia. En 1823 el generalSucre declaró independiente las tierras del virreinato delPerú. Gabriel tenía dos años. En el 26 estallaron variassublevaciones y Bolívar debió volver a Guayaquil, dondemandó fusilar unos centenares de revolucionarios. Lue-go puso coo a los peruanos que querían apoderarse delsur de Ecuador. Las vicisitudes se sucedían. Un día Gua-yaquil estaba bajo el poder de Colombia, y al día siguien-te enarbolaba la bandera peruana.

Hasta el día de la erección legal de la república de Ecua-dor, que quedó así independizada del norte (Colombia) ydel sur (Perú). Era el año 1830, cuando el general JuanJosé Flores asumió el poder. Gabriel tenía nueve años.Sin embargo, afirmar que con ello llegó la paz es undecir, ya que en los seis años que siguieron hubo enEcuador 18 revoluciones, una guerra civil, así como nu-merosos fusilamientos y asesinatos políticos. Tantas tri-bulaciones no pudieron sino dejar huella profunda en elalma de Gabriel. Pero también el anhelo de que algún díareinase el orden. Por eso cuando en 1835, Rocafuertetomó el poder y usó mano dura, el joven de 14 añosdebió complacerse en ello. Lo cierto es que admiró aeste presidente, que más tarde sería considerado comoprecursor suyo, si bien le disgustaron algunas de susactitudes, deudoras del liberalismo que impregnaba elambiente.

Al morir García Gómez, doña Mercedes encomendóla educación de Gabriel al P. Betancourt, religioso delconvento de la Merced. El Padre accedió gustoso, peropoco después, como en Guayaquil no había colegios se-cundarios ni Universidad, creyó que sería oportuno man-darlo a Quito, donde podrían hospedarle dos hermanasdel religioso que residían en dicha ciudad. En 1836, sedespidió Gabriel de su madre y de sus hermanos, y acom-pañado por unos arrieros, emprendió a caballo el cami-no, un camino largo, abrupto y peligroso, particularmentepara un chico de quince años. Con la cabeza llena deilusiones, cubrió la travesía en dos semanas. Sin dudaque ha de haberse quedado impresionado cuando divisópor primera vez la ciudad de Quito, ciudad solariega,señorial y recoleta, con más de cincuenta iglesias colo-niales, algunas de ellas espléndidas, como las de la Com-pañía, San Francisco y San Agustín, construida en lafalda de un cerro, a más de 2500 metros sobre el niveldel mar y rodeada por montañas mucho más altas. Unaespecie de nido de águilas.

Allí se inscribió en un curso de latín, ya que el conoci-miento de ese idioma era indispensable para seguir des-pués los estudios superiores. Inmediatamente llamó laatención de sus profesores no sólo por su capacidad detrabajo y su talento, sino también por el temple de sucarácter, a veces impulsivo. Al cabo de un año de latín,ingresó como externo en el colegio de San Francisco,donde cursó filosofía, matemáticas, historia y cienciasnaturales, es decir, los estudios secundarios. El institutodependía de la Universidad, algo así como nuestro Cole-gio Nacional de Buenos Aires.

Terminados dichos estudios, entró en la Universidadde San Fulgencio, para seguir la carrera de Derecho.Esta Universidad había sido fundada en tiempos de Feli-pe II, más precisamente el año 1586. Ya no era, porcierto, como en aquellas épocas. En vez del antiguo to-mismo, predominaban los principios cartesianos y secu-larizantes, así como doctrinas racionalistas y anti-cris-tianas. El contraste con la formación que había recibidoen Guayaquil hubo de ser doloroso, sembrando quizásciertas perplejidades en lo que toca a sus conviccionesreligiosas.

Con todo, lo esencial permaneció siempre firme, alpunto que un día juzgó que debía entregarse a Dios en elsacerdocio. Tenía 18 años. Al saberlo, su madre se llenóde alegría y su hermano mayor, sacerdote en Guayaquil,se ofreció a costearle los gastos. Comenzó los estudioscorrespondientes, pero al cabo de un año desistió de supropósito. Tratóse, sin duda, de una de esas vocacionesllamadas temporales. Retomó entonces los estudios in-terrumpidos.

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Especial interés sentía por las ciencias, sobre todo lasmatemáticas y la química, buscando siempre las causasy el por qué de los fenómenos. Se interesó también en elestudio de las lenguas. Además del latín, cuyos clásicoscitaba con facilidad, llegó a dominar el inglés, el francésy el italiano. Mas su anhelo por defender los valores re-ligiosos de la patria, le fue haciendo virar hacia el campode las leyes y de la política, sin descuidar la investiga-ción científica. Se pondría al servicio de la Iglesia, perodesde las trincheras del mundo, de donde provenían lasprincipales ofensivas, mediante legislaciones anticristia-nas y a veces directamente persecutorias.

Sus cinco años de carrera de Derecho, tuvieron asídos vertientes. Una, la de los estudios específicos, siem-pre exitosos, dado su gran talento, y la otra, la de suformación como militante católico. No quería ser unode aquellos católicos componenderos, que tanto abun-daban y que tanto aborrecería. Quería ser un católicocombatiente, por lo que convocó en su torno a un grupode jóvenes, dispuestos a despertarse del letargo genera-lizado y ponerse de pie. Sólo les pedía contundencia enla fe y espíritu de sacrificio. Ya había cumplido 23 años,y los que lo rodeaban admiraban su pasta de jefe. Recor-demos que eran épocas turbulentas. Al igual que algunosde sus compañeros, varias veces se echó al campo, fu-sil al hombro, para tomar parte en las escaramuzas quemenudeaban las luchas civiles, siempre eligiendo la me-jor alternativa.

De esta faceta bélica del estudiante Gabriel se nos cuen-ta una anécdota con aires de sainete. Los buenos católi-cos eran por aquel entonces enemigos del general Flo-res. García Moreno se enteró de que el general habíaenviado a sus partidarios un convoy con fusiles y muni-ciones. Reunió entonces a sus amigos y se emboscaronentre los árboles del monte, donde sabían que la expedi-ción se iba a detener. Cuando éste llegó, los de Flores debajaron para tomar el rancho. Con dos o tres de los su-yos, se acercó a ellos Gabriel, y comenzaron a contarchistes y cuentos, mientras corría la chicha. Los solda-dos se durmieron. Al despertarse, no quedaban ni muni-ciones, ni mulos...

No es que García Moreno fuese un tirabombas, perocada tanto se embarcaba en alguna incursión de ese es-tilo con sus amigos. Claro que su mayor inquietud se-guía siendo la formación. En 1844 recibió el título dedoctor. Pero todavía no era abogado, ya que ello reque-ría, según las normas establecidas, cierto tiempo de prác-tica.

A principios de 1845, dando pábulo a sus nunca olvi-dadas inclinaciones científicas, realizó junto con su pro-fesor y amigo, el geólogo Wisse, una verdadera hazaña,descendiendo junto con él al cráter de Pichincha, aven-tura heroica y fascinante, cuyos detalles nos los dejaronambos relatados en sendos escritos. Este tipo de aven-turas revelan, además de su interés por la ciencia, eltemple de un luchador. Toda su vida sería un conflictoininterrumpido. Así como ahora luchaba contra la natu-raleza hostil, combatiría hasta su último aliento contralas ideas disolventes que buscaban destruir a la patria.Excursiones como aquéllas no podían sino fortalecer sucarácter enérgico y viril, preparándolo para las grandesbatallas políticas y doctrinales.

La ciencia y la política: he ahí sus dos mayores pasio-nes. ¿Será un sabio? ¿Será un caudillo de su pueblo? Talfue la encrucijada que se le presentó por esos años. Qui-zás como resultado de la política del general Flores, queél consideraba abominable, se decidió por el segundo

camino. Se nos cuenta que en aquellos días un peruano,condiscípulo suyo, le aconsejó escribir la historia delEcuador. Gabriel, que sin duda ya había elegido la direc-ción de su vida, le respondió: «Mejor es hacerla».

Fue así cómo a los 25 años, se abocó a la acción polí-tica, actividad que en adelante polarizaría su vida. Al mis-mo tiempo entró en el bufete de un famoso abogado deQuito, donde comenzó a dar muestras de su espíritu aje-no a toda componenda. Sus alegatos eran arremetidas enfavor de la justicia. En cierta ocasión, el presidente deltribunal quiso encargarle la defensa de un asesino noto-rio. García Moreno se negó terminantemente. «Aseguroa usted, señor presidente, que me sería más fácil asesi-nar que defender a un asesino». Su figura, franca y leal,comenzó a atraer la atención de muchas personas, sobretodo de la clase alta quiteña. Coadyuvaba a ello su físicoelegante, de buena estatura y expresión vivaz, ojos ne-gros y penetrantes.

De este modo, los halagos del mundo lo fueron ro-deando, razón por la cual mermó su interés por el estu-dio, así como su afición por las ciencias naturales y lasexcursiones científicas. Quizás ello correspondió a uncierto enfriamiento en su vida espiritual. Pero pronto cayóen la cuenta de que el aplauso de los salones lo estabaablandando, y cortó por lo sano. Siempre enemigo de lasmedias tintas, no se le ocurrió nada mejor que raparse elpelo, de modo que durante seis semanas no pudo salir desu casa. Sumergiéndose de nuevo en los libros, clarificólas ideas, y retomó su vocación de combatiente. Por estetiempo contrajo matrimonio con Rosa Ascasubi, mujerde fortuna y alta situación social, que le llevaba doceaños. La comunión de ambos en los mismos ideales eraperfecta.

II. En medio de los huracanes de la políticaA partir de ahora, García Moreno se sumergió de ca-

beza en las lides políticas. No nos sería fácil, y por otraparte excedería los límites de la presente semblanza, des-cribir los sucesivos avatares, tan complejos, de la histo-ria ecuatoriana. Sólo señalaremos algunos de sus mo-mentos más importantes, en el grado en que se relacio-nan con la actuación de nuestro héroe.

1. El presidente Flores y los primeros pasos de GarcíaMoreno

Uno de los personajes inobviables con los que tuvoque ver, fue el general Flores, a quien nos hemos referi-do páginas atrás. Flores era de extracción liberal. Sintener el talante de un perseguidor de la Iglesia, incubabaen su interior una secreta hostilidad contra las raíces re-ligiosas del Ecuador. No por nada mantenía un trato flui-do con los masones de Nueva Granada, que tal era poraquel entonces el nombre de Colombia. Éstos, bajo elpretexto de beneficencia, habían tratado de establecerlogias, tanto en Quito como en otras ciudades del Ecua-dor. En un país donde todos eran católicos y no existía niun solo disidente, reclamaban una libertad de culto quenadie les pedía.

A los mejores católicos no se les escapaba que detrásde tales pretensiones se escondía la intención de romperla unidad religiosa de la patria, gloria de la herencia espa-ñola, y así algunos, sobre todo jóvenes, comenzaron aagruparse para la resistencia. Pronto la arrebatadora pa-labra de García Moreno lo puso a la cabeza de ellos,invitándolos a reparar en los errores del gobierno yexhortándolos a la lucha. Frente a la Constitución nuevaque, a instancias de Flores, acababa de imponer la Con-

Gabriel García Moreno

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vención, una Constitución de tipo liberal, numerosos gru-pos comenzaron a recorrer las calles al grito de «¡Viva lareligión, muera la Constitución!».

El Gobierno, haciendo oídos sordos a la protesta, exi-gió prestar juramento a la nueva Carta Magna. Si bienmuchos católicos, ignorantes o pusilánimes, e inclusoalgunos sacerdotes partidarios de la conciliación, pres-taron el juramento exigido, la mayor parte del clero ase-guró que el juramento era ilícito. Finalmente estalló unarevolución en Guayaquil, que se extendió rápidamente aotras regiones del país. En Quito, García Moreno se enrolóentre los voluntarios. Tras la victoria, los rebeldes rom-pieron las actas de la Convención y proclamaron la des-titución del Presidente. Flores tuvo que irse al extranje-ro. García Moreno fue uno de los principales gestoresde este movimiento.

Reunióse nuevamente la Convención, y tras redactarotra Constitución, algo mejor que la anterior, valiéndosede manejos turbios eligió a Vicente Ramón Roca comopresidente. La situación había cambiado, pero sólo enlas apariencias. García Moreno era demasiado íntegro ydemasiado patriota como para poder soportar pasiva-mente lo que estaba aconteciendo, y así se lanzó a lapublicación de un periódico satírico al que llamó El Zu-rriago, palabra que designa el látigo con se castigaba ozurra a alguien, donde cada semana azotaba a los que élllamaba vendidos. Cuando la prosa no bastaba, recurríaal verso:

Si quieres a todo tranceen política medrar,procura ser diputadoy es muy fácil lo demás.Has de tener dos conciencias,dos caras que remudar,dos opiniones, dos lenguas,y voluntades un par.Tendrás el pico de loro,las uñas de gavilán,la artimaña de la zorra,del lobo el hambre voraz.El Zurriago denunciaba «el culto de la aritmética», el

mundo de los números, donde todo se consigue fácil-mente con el oro y los empleos.

«¡Estos son los frutos amargos que el árbol de la libertad haproducido!... No se crea que culpamos a la libertad, no; culpamossólo a los que de ella abusan. Entre nosotros la libertad ha sido unavirgen pura e inocente, abandonada a los ultrajes de brutales liber-tinos».

El gobierno denunció al periódico. Le molestaba sutítulo, su ironía, su oposición sistemática, y amenazó asus redactores con juicios y multas. Ellos no se amilana-ron: «Quien afirma que de la nada, nada se hace, miente,remiente, y es un grandísimo embustero. De la nada sehace fácilmente un oficial mayor de un ministerio, y seharán con el tiempo cosas mayores». He aquí un nuevafaceta de la personalidad de García Moreno. Este jovende 25 años, experto más bien en ciencias naturales y enderecho, jamás había hecho incursiones literarias. Y sinembargo en las páginas de El Zurriago escribía con laseguridad de un periodista consumado.

Ante el peligro de que Flores reapareciese en la escenapolítica, el presidente Roca quiso aprovechar la capaci-dad y la energía del joven García Moreno. Sabiéndoloenemigo acérrimo de Flores, lo nombró Gobernador deGuayas, zona donde éste había encontrado apoyo, paraque depurase dicho territorio. Allí fue nuestro Gabriel.De manera fulminante, metió en la cárcel a los partida-rios del antiguo presidente y desterró a los más peligro-

sos. De este modo, a los ocho días de haber llegado,comunicó al Gobierno el completo restablecimiento dela tranquilidad en esa provincia. Así entró públicamenteen la política, con ese éxito inicial que le fue dando re-nombre en todo el país.

Por aquellos tiempos Gabriel comenzó a interesarse enuna idea grandiosa: la de que se estableciera una confe-deración de naciones del Pacífico, para defenderse con-tra probables agresiones europeas, semejantes a las queentre nosotros Juan Manuel de Rosas tenía que afrontarpor esos mismos años. En orden a dicho objetivo, elGobierno ecuatoriano entró en contacto diplomático conlos gobiernos de Chile, Bolivia, Perú y Nueva Granada,realizándose un encuentro, en 1847, entre representan-tes de cada una de dichas naciones. Desgraciadamenteno se llegó a nada concreto.

Señalemos a este propósito dos observaciones, quecreemos de interés. La primera es la libertad internacio-nal de que por aquel entonces disfrutaban los pequeñospueblos hispanoamericanos, que podían reunirse sin laanuencia de los Estados Unidos, y la segunda, la gravita-ción política de García Moreno, un muchacho de tansólo 25 años.

2. Viaje a Europay ulterior enfrentamiento con Urbina

La situación política del Ecuador no se serenaba. GarcíaMoreno juzgó conveniente hacer un paréntesis en su ac-tuación pública, y resolvió dirigirse a Europa para per-manecer allí por un breve tiempo, con el deseo de infor-marse mejor de la situación que allí se vivía. Recorrióasí Francia, Inglaterra y Alemania, tres países que en-contró muy convulsionados. En Francia, sin embargo,pudo conocer la existencia de pequeños grupos de reac-ción católica. Ello puso de nuevo su voluntad en pie. Sien la patria del racionalismo más exacerbado, de la Ilus-tración más refinada, surgían esos grupos que no se son-rojaban de verse calificados como ultramontanos y po-lemizaban con gobiernos poderosos, no tendría él porqué atemorizarse de hacer otro tanto en el Ecuador.

Quedó también muy impresionado y enardecido cuan-do llegaron a sus manos algunos folletos que daban cuentade la primera guerra carlista en España, cuyos militantesenarbolaban crucifijos. Una decisión brotó desde lo másprofundo de su ser: al volver a su patria, congregaríajunto a sí grupos selectos pero decididos, que fuesenocupando puestos destacados, especialmente en el mundode la cultura. Durante su breve estancia en Europa tuvotambién ocasión de admirar la belleza del arte católico, yla obra grandiosa realizada por la Iglesia, según los mo-numentos lo testimoniaban.

A los cuatro meses, emprendió el regreso. Tras llegara la ciudad de Panamá, que era entonces puerto colom-biano, se embarcó en un buque que se dirigía hacia elsur. Con Gabriel viajaban algunos jesuitas, que acababande ser expulsados de Nueva Granada, tras habérselesexpropiado todos sus colegios y misiones. Seis años an-tes habían sido invitados por el partido conservador, peroluego los llamados radicales denunciaron el «grave peli-gro» que entrañaba la presencia de aquellos padres, quie-nes al crear colegios y misiones, conspiraban contra lalibertad, no sólo en Bogotá sino en toda América. El hon-do espíritu de justicia que caracterizaba a García Morenolo acercó enseguida a esos sacerdotes, arbitrariamente per-seguidos por los liberales que gobernaban en Nueva Gra-nada, juntamente con los masones. Se acercó a ellos nosólo en razón de su amor a la justicia, sino también por

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las inquietudes intelectuales que los caracterizaban, yaque entre esos desterrados había varios sacerdotes eminen-tes.

Cuando el vapor atracó en Guayaquil, García Morenofue inmediatamente a verlo a Diego Noboa, jefe políticode la zona, para pedirle que permitiese el desembarco delos padres, a lo que dio su consentimiento. Poco des-pués Noboa sería elegido Presidente. El gobierno deColombia presionó entonces para que no se los recibieseen el Ecuador. Lo mismo hicieron los masones del Ecua-dor que, curiosamente, se remitían al decreto de expul-sión de Carlos III. Noboa no hizo caso y en 1851 fuederogada la Pragmática del rey de España. Volvieron en-tonces los padres, tras 83 años de destierro, y entraronen Quito en medio de las aclamaciones del pueblo y elrepique de todas las campanas de la ciudad. Les devol-vieron su antigua iglesia, al tiempo que les ofrecieron unviejo convento y la casa de la Moneda, para que estable-ciesen allí un colegio.

Entra ahora en el escenario político una nueva figura,el general José María Urbina, quien sería Presidente deEcuador desde 1852 a 1856. Durante los veinte años desu existencia independiente, el Ecuador había vivido bajola férula de un liberalismo con pretensiones de conser-vador. Flores y Roca eran, ambos, falsos conservado-res y declamadores del liberalismo. No tenían la menoridea del carácter sobrenatural de la Iglesia, así como delos principios de la ley natural por los que deben regirselas sociedades civiles. Su liberalismo consistía en adularal pueblo soberano, y su conservadorismo en quedarseen el poder, «conservándolo» lo más posible.

Aparece ahora el general Urbina. En 1837 había sidoencargado de negocios en Bogotá, nido de masones, don-de como era de prever se relacionó con los dirigentessecretos de la Revolución anticristiana. Luego sería Go-bernador de Guayaquil y finalmente Presidente. Durantesus años de gobierno nació, en cierto modo, el liberalis-mo ecuatoriano. Siempre hubo liberales, por cierto, peropermanecían aislados, sin agruparse. Con Urbina comien-za a formarse lentamente un partido liberal, con preten-siones no sólo en el campo político sino también en elreligioso. A su propagación contribuiría no poco el apoyode la masonería, recientemente fundada.

Durante toda la vida de García Moreno, Urbina será elgran enemigo, manifiesto a veces, agazapado otras. Enél vería algo así como la encarnación del espíritu revo-lucionario. Un terrible duelo iba a empezar. De un ladoestaba el poder; del otro, la inteligencia. A Urbina la obe-decían los tauras, escribe uno de sus biógrafos, es de-cir, aquella soldadesca indisciplinada y ladrona que losecundaban ciegamente; a García Moreno los ritmos,las palabras, la idea, el Verbo. Hasta que un día el escri-tor empuñase también la espada para vencer a su enemi-go.

Comenzó Urbina su campaña azuzando al embajadorde Colombia para que atacase a la Compañía de Jesús,como efectivamente lo hizo, mediante un folleto en con-tra de dicha Orden. García Moreno, que según hemosvisto, había colaborado para que los jesuitas volvieran alpaís, sacó su pluma y contestó con un duro escrito, alque puso por título Defensa de los jesuitas. Allí decía:

«Es una verdad histórica que esta orden religiosa ha sido aborre-cida por cuantos han atacado al catolicismo, sea con la franquezadel valor, sea con la perfidia de la cobardía. Calvino aconsejabacontra ella la muerte, proscripción o calumnia. D’Alembert, escri-biendo a Voltaire, esperaba que de la destrucción de la Compañía sesiguiera la ruina de la religión católica. El mismo concepto en me-nos palabras expresaba Manuel de Roda, ministro de Carlos III,

cuando quince días después de haber sido expulsada de España estaOrden célebre, decía al duque de Choiseul, ministro de Luis XV:“Triunfo completo. La operación nada ha dejado que desear. He-mos muerto a la hija; sólo nos falta hacer otro tanto con la madre, laIglesia romana”». Las setenta páginas del ardiente folleto reavivaronel fuego sacro en los buenos ecuatorianos, bastante aletargados.

García Moreno ya era ampliamente reconocido comojefe y cabeza del movimiento católico, al que se agrega-ban cada día nuevos militantes, por lo que Urbina no lequitaba la mirada de encima, en la inteligencia de que nosería sino con él con quien se tendría que batir para po-der implantar su régimen. Lo primero que hizo fue reuniruna Convención, hechura suya, en orden a promulgaruna nueva Constitución, más liberal aún, la sexta desdela independencia. ¡Cuánta razón tenía nuestro don JuanManuel cuando miraba de soslayo los prematuros inten-tos de los unitarios por imponer una Constitución, unmero «cuadernito», sin raíces en la realidad! No parecíabueno establecer una Constitución mientras el país noestuviese suficientemente consolidado. Sin embargo,Urbina así lo hizo.

Y de paso y cañazo expulsó a los jesuitas aduciendoque «la célula real de Carlos III estaba vigente». ¡Tantohablar contra los españoles y ponderar las ventajas de laindependencia, para acabar entronizando de nuevo al di-funto monarca! Sea lo que fuere, la orden se cumplió demanera contundente. Entraron los soldados a bayonetacalada, y pusieron a los padres y hermanos bajo custo-dia. La gente en la calle, de rodillas, impotente. Al pasarel P. Blas, que era el superior, el umbral del colegio, enmedio del silencio general, García Moreno gritó con voztrémula de cólera y emoción: «¡Adiós, padre! ¡Juro quede aquí a diez años cantaremos el Te Deum en la cate-dral!».

A los pocos días, publicó otro escrito, un extenso y eruditotrabajo de cien páginas, bajo el nombre de Adiós a los jesuitas. Entreotras cosas allí se podía leer: «No sois vosotros los más desventu-rados. Después de algunas semanas de privaciones o tormentos,llegaréis a playas más hospitalarias... ¡Infelices los que permanece-mos en el Ecuador, contando los días de la vida por el número de susinfortunios!»

Se ha dicho que el deseo de realizar la profecía del TeDeum fue uno de los móviles que lo impulsaron a lanzar-se definitivamente a la arena política. A su juicio, los je-suitas representaban la reacción más inteligente contra elliberalismo y el espíritu de la masonería. Eran como elepicentro de la gran lucha teológica de los tiempos mo-dernos. El combate contra Urbina no era fácil. El puebloestaba atemorizado, la prensa amordazada, los púlpitosmudos. Lo cierto es que por el odio de unos y la cobar-día de los otros, la verdad católica se veía cada vez másavasallada. García Moreno no se dejaría amilanar, limi-tándose a contemplar con los brazos cruzados la agoníadel cristianismo en su patria. Dio a conocer entonces unnuevo escrito que llamó Al general Urbina. La lucha exi-gía cautela y sagacidad.

Por un lado debería atizar la llama de los católicos aco-bardados, de aquellos católicos que partiendo del princi-pio de que parecía oportuno conceder algo al Gobiernopara no irritarlo demasiado y poder conducirlo poco apoco a la enmienda, se rehusaban a levantar la banderade la Realeza de Cristo, por temor de que se los acusasede temerarios y exagerados. Por otro lado se hacía pre-ciso minar el prestigio populachero del Gobierno, para locual resolvió fundar un semanario, La Nación.

En el primer número expuso su ideario: recoger el es-tandarte de la religión católica, que era la de la nación, ytremolarlo con intrepidez frente al enemigo. Urbina acusórecibo, y encargó a Franco, comandante general de Quito,

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que hiciese entender al ofensor que si osaba publicar unsegundo número, él y sus colaboradores serían deporta-dos. Cuando el oficial le comunicó la prohibición, GarcíaMoreno le respondió:

«Pues decirle a vuestro amo que a los numerosos motivos quetengo para publicar el periódico, ahora agrego otro muy importan-te: el de no deshonrarme callando a todas esas sus amenazas».

Apareció el segundo número, más incisivo aún que el primero.Allí se leía: «¿Hay un pícaro redomado que reúna la doble ventajade la maldad y de la estupidez, uno que sea tan cobarde como rapazy tan rapaz como insolente, uno que posea el instinto de la feroci-dad y las actitudes de verdugo? Pues a ese ser abominable se lenombrará gobernador de provincia o magistrado de policía y se ledejará robar y oprimir a su arbitrio para que consuma el últimoresto de nuestra estoica paciencia». Examinaba asimismo las abe-rraciones del Gobierno, sobre todo la escandalosa expulsión de losjesuitas. «Admirable es, por cierto, la política de nuestro Gabinete,exactamente parecido a un ebrio de andar incierto y vacilante... Tales el gobierno que nos rige; su conducta prepara su caída, y su caídaserá la del ebrio».

Dos horas después, Urbina, ciego de cólera, firmabael decreto de arresto y extradición. García Moreno tenía32 años. Salió de su casa, acompañado de dos de suscamaradas, también incluidos en la orden de destierro, yse dirigieron a la plaza, a fin de ser arrestados en plenacalle, a la vista de todos. En medio de los vítores de lamultitud, los guardias debieron abrirles paso entre el gen-tío, llevándolos a destino incierto. Tras un larguísimorecorrido, llegaron a la frontera colombiana, donde fue-ron entregados al Gobernador de aquella zona, el masónObando, quien los envió a un sórdido calabozo. Lo queUrbina había logrado con semejante medida era enalte-cer, contra su voluntad, la figura de su principal enemi-go. García Moreno, que hasta entonces no había sidosino un periodista de talento, se vio magnificado a losojos del pueblo. Ahora era un gran personaje, acaso elprimero de la oposición.

No se iba a rendir nuestro héroe, siempre entero, tantoen la prosperidad como en la adversidad. En cuanto pudo,escapó de la prisión, y reiterando de manera inversa suescabrosa e interminable caminata, llegó de nuevo a Quito.Desde allí se dirigió a Guayaquil, refugiándose en unacorbeta francesa que a los pocos días zarparía para Perú.Estando todavía a bordo, hubo elecciones en Ecuadorpara el futuro Congreso. La Junta electoral de Guayaquillo eligió como miembro del Senado, con lo que el decre-to del destierro quedaba invalidado. Urbina no sabía quéhacer y dio orden de arrestarlo ni bien pisase tierra. Entales circunstancias, García Moreno resolvió quedarseen la fragata, que pronto partió para Lima.

Sin embargo, no soportando la lejanía de su patria,volvió a escondidas a Guayaquil. Allí fue descubierto yconducido a un buque de guerra, que lo abandonó en elpuertecillo de Paita, al norte del Perú, donde no habíasino aire, arena y agua salada. ¿Qué haría en ese lugar,en medio de la soledad más total? Estudiar, devorar li-bros de ciencia, filosofía, política y teología.

El destierro, que duró casi dos años (1853-1854), acrisoló suespíritu. El verdadero modo de resignarse, escribía desde allí a lossuyos, «no consiste en perder el ánimo y entregarse desfallecido alos rigores de la suerte, sino en conservar la serenidad del espírituen medio de los sufrimientos, resistiendo con valor los trabajos sininclinar la frente y poniendo nuestras esperanzas más allá de lavida, no por consejo de la melancolía, sino por impulso de la fe».

Al mismo tiempo seguía pensando en su patria, o me-jor, pensando su patria. Sus compañeros de destierro leoían hablar con entusiasmo de los proyectos que bullíanen su interior: cambio de la Constitución, reforma delclero, disciplina del Ejército, educación, obras públicas...

En aquellas soledades se estaba gestando el futuro granpresidente del Ecuador.

Un día se enteró de que Urbina, juntamente con suministro Espinel, no contentos con haberlo arrojado delpaís, se esforzaban por deshonrarlo. Poco le afectabandichas críticas ya que «hombres como Espinel, o Urbina–decía–, no infaman cuando insultan, sino cuando elo-gian; porque ordinariamente alaban a los que se les pare-cen, y los que se les parecen, son los hijos del oprobio».Pero para que el pueblo no cayese en engaño, lanzó con-tra ellos un folleto de contraofensiva:

«No es mía la culpa si me obligan a exponer la verdad en midefensa, y si la verdad, como el fuego, donde llega alumbra y que-ma». La prosa de García Moreno se volvía cada vez más cáustica.Algunas de sus frases las hubiera envidiado Veuillot o León Bloy.Por ejemplo ésta: «Me he acostumbrado, como Boileau, a llamargato al gato y Urbina a un traidor».

3. Tres años en ParísEl régimen de Urbina estaba trastabillando. García

Moreno creía que si alguien tomaba el pendón de Dios yde la Patria, la nación podría levantarse de su letargo. Éldebía preparase cabalmente para dicho relevo. Como nole era posible hacerlo en Paita, donde carecía de bibliote-cas y maestros adecuados, resolvió que mientras Urbinaiba colmando la medida de sus iniquidades, se dirigiría aParís. Así lo hizo, permaneciendo allí desde 1854 a 1856.No tomó tal resolución como quien va en búsqueda defáciles placeres, o para olvidar sus penas y las de supatria. París fue mucho más que un lugar de destierro.Fueron tres años de preparación, de reconcentración es-piritual, tres años de silencio, de ese silencio que suelepreceder a las grandes decisiones y a la acción trascen-dente. Alojóse en el Barrio Latino, en una modesta habi-tación, donde gustaba quedarse estudiando hasta altashoras de la noche.

Cierto día, paseando con algunos amigos por el par-que de Luxemburgo, uno de ellos contó que un conoci-do suyo, al borde de la muerte, había rehusado los sa-cramentos. Otro del grupo, ateo fanfarrón, defendió di-cha actitud. García Moreno intervino entonces, aduciendolos argumentos propios de un católico en favor de lanecesidad de la reconciliación con Dios. El ateo le dijodesafiante: «Usted habla muy bien, pero me parece que aesa religión tan hermosa la descuida un poco en la prác-tica. Se ufana de católico intransigente, pero dígame,¿cuánto hace que no se confiesa?». García Moreno que-dó por algunos instantes desconcertado. Era verdad queno vivía en plena consonancia con lo que sostenía. Su-mergido en el vértigo de la política y en su afán porsaber cosas humanas, se había enfriado un tanto en suvida espiritual. «Usted me ha respondido con un argu-mento personal que tal vez le parezca excelente hoy, peroque mañana no valdrá más», le contestó. Bruscamentedio media vuelta y se encaminó hacia su casa, muy ner-vioso. Esa misma tarde cayó de rodillas frente a un con-fesor. Fue un verdadero golpe de gracia, una conversiónde la fe a las obras.

Desde entonces se lo vio casi todos los días en la igle-sia de San Sulpicio, oyendo misa antes de abocarse altrabajo. Asimismo comenzó a rezar diariamente el rosario.

Luis Veuillot escribiría muchos años después: «En San Sulpiciole han visto, sin duda, varios de entre nosotros. Nos complacemosen decir que, tal vez sin conocerlo, hemos unido nuestra súplica a lasuya; en todo caso, era de los nuestros y reclamamos el honor deser de los suyos».

Durante su estancia en París, se dedicó como nunca alestudio, ampliando sus conocimientos de historia y crí-

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tica literaria. Por las tardes asistía a lecciones de geolo-gía y mineralogía, las primeras a cargo del famoso CharlesD’Orbigny. Tal interés no era expresión de mera curio-sidad. Según lo aseguró él mismo en una de sus cartas,estudiaba para ser más útil a la Patria. Si se interesaba enla química orgánica es porque le parecía beneficioso paraulteriores proyectos de destilación y azúcar. Asimismose puso al corriente de los movimientos políticos, indus-triales y militares de Francia, y en todo lo tocante a laorganización de sus colegios y universidades. Es ciertoque por aquellos años, Francia estaba socialmente des-quiciada. La llegada al poder de Napoleón III, que comoemperador había puesto freno a tantos desmanes, lo lle-vó a deducir que desde el poder un hombre prudente yenérgico puede contribuir decisivamente a la salvaciónde un pueblo. Pero también entendió que de poco servíaliberar una nación de la tiranía democrática si luego se lasujetaba a la tiranía del cesarismo despótico. Sólo unarevolución verdaderamente católica sería capaz de res-catar a un país que iba a la deriva, con tal de que encon-trase un hombre que la encarnase.

Entre los libros que pudo leer, hubo uno que parecíaespecialmente escrito para él: La Historia Universal de laIglesia católica, el P. Rohrbacher, una verdadera enci-clopedia doctrinal, donde se ensamblan la teología, lapolítica y la historia. Allí quedaba plenamente demostra-do lo absurdo que era la lucha entre el Estado y la Igle-sia, así como el divorcio entre ambos. García Morenoquedó deslumbrado ante esta verdad: el pueblo de Diostiene derecho a ser gobernado cristianamente, concre-tándose en la práctica la Realeza Social de Jesucristo.

Hay algo que le gustó especialmente en dicha obra, yera precisamente lo que algunos le reprochaban, a saber,la amalgama de la teología con la historia. Estimaba tam-bién en aquel autor su integridad doctrinal, tan ajena acompromisos y paliativos, así como la severidad conque fustigaba a los falsos doctores, sin perder el buenhumor, que tan bien se avenía con el espíritu de Gabriel.Esta lectura fue fundamental, ya que a través de ellapenetró en su alma el espíritu de Carlomagno, de SanFernando y de San Luis. Tres veces leyó sus veintinuevevolúmenes.

Como se ve, el destierro lo maduró, al tiempo queamplió enormemente sus horizontes.

Refiriéndose a esta etapa de su vida escribió Veuillot: «Solo entierra extraña, desconocido, pero alentado por su fe y su grancorazón, García Moreno se educó a sí mismo para reinar, si tal erala voluntad de Dios. Aprendió cuanto debía saber para gobernar aun pueblo en otro tiempo cristiano, pero que se estaba volviendosalvaje... Con este fin trató de ser sabio. París, a donde la Providen-cia lo condujo, era el taller más a propósito para este aprendiz.París, cristiano también, pero bárbaro y salvaje al propio tiempo,ofrece el espectáculo del combate de los dos elementos. Tieneescuelas de sacerdotes y de mártires y es una vasta fábrica deanticristos, de ídolos y verdugos. El futuro presidente y misionerofuturo del Ecuador, tenía ante sus ojos el bien y el mal. Cuandovolvió a su lejano país, su elección estaba hecha: ya sabía dónde sehallaba la verdadera gloria».

Había llegado a entender el gran tema de las Dos Ciu-dades de San Agustín en la Francia poblada de anticristospero no carente de combatientes de la fe como el mismoVeuillot, el cardenal Pie, dom Guéranger y tantos otros.

4. Alcalde, rector y senadorEl período presidencial de Urbina llegaba a su fin en

1856. La Iglesia había sido su principal enemigo. Propó-sito suyo fue destruirla o al menos someterla. No seatrevió, por cierto, a expulsar a los obispos y sacerdo-tes, como hizo con los jesuitas, pero trató de corrom-

perlos o dominarlos. Para ello se valió de diversos expe-dientes, como por ejemplo alojar soldados en los con-ventos, intervenir en los seminarios nombrando perso-nas indignas, insistir a través de los diarios en los presun-tos abusos del clero... Los colegios se habían convertidoen cuarteles y la Universidad estaba degradada. Al térmi-no de su período trató de ser reelecto, pero en vano, yaque sus mismos partidarios estaban hartos de su despo-tismo.

Entonces hizo lo posible para que subiese su candida-to, el general Francisco Robles, hechura suya, y lo lo-gró. Era un cambio de personas, no de políticas. A pesarde todo, los amigos de García Moreno le pidieron al nue-vo presidente un salvoconducto para aquel ciudadanodesterrado. Creyendo Robles que con ese gesto se metíaen el bolsillo a la oposición, lo rubricó.

García Moreno volvió a entrar en la capital con la au-reola de un caballero que ha sufrido mucho por la causade la religión y de la patria. La municipalidad de Quito lonombró alcalde, cargo que corresponde al de juez, comoquien rinde un homenaje a su noble pasión por la justicia.Poco después, hallándose vacante el cargo de rector dela Universidad, el claustro lo eligió como tal. Aceptó congusto dicha designación y se abocó de inmediato a elevarel ánimo muy alicaído de profesores y alumnos; jerarquizóel nivel académico de las facultades, sobre todo de la deciencias, por él tan amada; presidió exámenes y pronun-ció numerosas conferencias.

Pero ni alcaldía ni rectorado satisfacían su propósitofundamental, que era fundar un movimiento, motorizaruna oposición a los que entonces la gente llamaba «losgemelos», es decir, Urbina y Robles. Con motivo de laselecciones que debían hacerse en mayo de 1857 paraelegir a los miembros del Congreso, un grupo de amigoslo propuso como candidato a senador. En orden a pro-mover su designación, y con el fin de despertar al pueblode su modorra, crearon un órgano periodístico llamadoLa Unión Nacional, donde pudieran unirse y expresarsetodos los descontentos, contribuyendo así a la derrotadel gobierno liberal. Esta votación tenía especial impor-tancia ya que una de las atribuciones de los vencedoresera la elección del futuro Presidente, al término del pe-ríodo de Robles. Así lo entendía Urbina, quien maniobróastutamente desde la trastienda. Más allá de las consabi-das trapisondas preelectorales hubo incluso amenazas eldía mismo de las elecciones. Un grupo de jóvenes lim-pios y valientes enfrentaron físicamente dichas conmi-naciones, hasta el punto de que corrió sangre.

Finalmente García Moreno fue elegido. Urbina tendríaque resignarse con una Cámara donde la oposición, en-cabezada por un fogoso y arrollador caudillo, lo pondríacontra las cuerdas. García Moreno entró en el recintopisando recio, rodeado de sus nuevos colegas.

Uno de los grandes debates de aquel Congreso fue entorno a la presencia y el influjo de la masonería en elEcuador. Urbina, que se había fundado en el derecho delPatronato para prohibir a los institutos religiosos en elpaís, como buen liberal no trepidaba en abrir las puertasa todas las sociedades secretas. En sentido inverso,García Moreno presentó un proyecto de ley por el cualse autorizaba al poder ejecutivo a establecer congrega-ciones religiosas, y al mismo tiempo se decretaba la clau-sura de las logias. La religión católica, decía dicho docu-mento en sus considerandos, es la religión de todos losecuatorianos, la única reconocida por la Constitución, ypor ende no se podía admitir, sin grave inconsecuencia,la acción de sociedades antirreligiosas. Un opositor afir-

Gabriel García Moreno

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mó que cerrar las logias masónicas sería oponerse alespíritu del siglo; otro acotó que no tenían carácter anti-rreligioso.

«Por cierto –exclamó García Moreno fijando sus ojos en aque-llos oradores–, que tengo que hacer notar la inconsecuencia de losque se dicen liberales: quieren la libertad para el establecimiento delogias o de sociedades contrarias a la religión y a la moral. Para ellosno debe haber trabas de ningún género, no debe esperarse el permi-so o autorización del Poder Ejecutivo; pero cuando se trata de unainstitución católica, de asociaciones que favorecen y desenvuelvenlas más eminentes virtudes sociales, entonces no debe haber liber-tad, sino trabas y obstáculos....

«Para que se establezcan libremente todas las asociaciones reli-giosas o irreligiosas sin traba alguna, era menester que no hubieseuna religión dominante, como en los Estados Unidos; pero siendola única religión del Ecuador la cristiana, católica, apostólica, roma-na, no puede permitirse el establecimiento de una asociación con-denada por la Iglesia católica, apostólica, romana».

Al fin el proyecto prosperó y se votó la supresión delas logias, pero para evitar la furia de los hermanos se losometió al futuro Congreso. El Gobierno se apresuró anegar su aprobación a la ley.

La actuación de García Moreno en las Cámaras revelóuna nueva veta de su personalidad, la del orador. Hastaentonces poco había hablado en público. Ahora mostró elvuelo de su verbo. Las ideas y las palabras salían juntasde sus labios, sin vacilación alguna. Su manera de ex-presarse era enérgica, directa, precisa, sin floripondiosni adjetivos innecesarios. Su mirada, de estupenda elo-cuencia, refrendaba sus ideas y sus gestos. Desarrollabasu pensamiento con lógica irrebatible y con absoluta con-vicción. En la réplica se mostraba temible, capaz de aplas-tar a su contrincante con unas cuantas palabras, o conun chiste que dejaba en ridículo al adversario. Era, enverdad, un orador eximio, a lo Donoso Cortés.

5. Presidente provisionalPor cierto que todavía el poder seguía en otras manos,

las de Urbina y Robles. Sin embargo los «gemelos» nolas tenían todas consigo. Ahora en la Cámara legislativase escuchaba una voz poderosa que se atrevía a cuestio-nar sus decisiones. Desde aquellos momentos, los acon-tecimientos se atropellaron, a tal punto que el Gobiernodisolvió el Congreso, implantando una nueva dictadura,pero no por nueva, desconocida, la «dictadura de losliberales». La oposición apretó filas en torno a GarcíaMoreno. Ante las turbulencias que arreciaban, el Gobier-no abandonó la capital y se refugió en Guayaquil, apoya-do por los elementos más serviles del ejército, acompa-ñando su decisión con nutridos fusilamientos. Lo queUrbina y Robles anhelaban era capturar a García More-no, pero al no poder hacerlo, decretaron nuevamente sudestierro, esta vez para siempre. También García More-no andaba por Guayaquil. Cuando el cerco se cerró, nole quedó sino buscar refugio en un barco que se apresta-ba a zarpar rumbo al Perú.

En tan intrincada situación, los mejores ecuatorianos,no dispuestos a presenciar pasivamente la destrucciónde su patria, se resolvieron a luchar contra aquellos in-sensatos, enemigos de la religión y de la patria. En todoel país se respiraba un clima de sublevación generaliza-da. Un grupo del ejército se amotinó contra los «geme-los», y su comandante entró con veinte soldados en lacasa del Presidente, arrestando a Robles y Urbina. Pero alfin la revuelta fue sofocada, y los militares que se habíanrebelado debieron volver a los cuarteles. Los déspotasestaban todavía festejando, cuando se enteraron de queun nuevo levantamiento popular había estallado en Qui-

to. Esta vez los insurrectos triunfaron, no sólo en la ca-pital sino también en gran parte del país, y eligieron untriunvirato, cuyo jefe supremo sería García Moreno. En-terado de la decisión, nuestro héroe, que todavía estabaen Guayaquil, se dirigió velozmente a Quito.

El viaje fue terrible. Su guía, mordido por una víbora,expiró ante sus ojos, y él quedó solo, sin la menor ideadel camino que había de seguir, en medio de sierras ymesetas. Cabalgó dos días sin rumbo seguro, escuálidopor falta de alimentos. Cuando su caballo cayó extenua-do, debió seguir a pie... En fin, una odisea. Pero él nuncase amilanaba. El fervor de la Patria herida encendía sucorazón.

Apenas llegado a Quito, tomó las riendas de la situa-ción. Era inminente un contraataque arrollador de las tro-pas de Urbina y Robles. Se hacía así preciso reclutarvoluntarios, armarlos y entrenarlos. Si bien García Mo-reno no era militar de profesión, dominaba el oficio delas armas, algo que había aprendido en un país zaran-deado por tan frecuentes revoluciones. Manejaba la es-pada como un maestro de esgrima, era hábil tirador yestupendo jinete. Además, su afición a saber de todo, lohabía impulsado a estudiar historia militar, estrategia, car-tografía y otras ramas auxiliares de la guerra, así como apresenciar maniobras de todo tipo.

Acercóse Urbina con soldados veteranos, perfectamentearmados. El gobierno provisional salió a su encuentrocon voluntarios bisoños. La lucha duró seis horas. Des-de el principio hasta el fin, estuvo García Moreno enmedio del fuego, olvidado de su seguridad personal, lu-chando, arengando y curando heridos. Sin embargo suderrota fue total. A la hora del desbande, vio pasar delan-te de sí al coronel Vintimilla, que huía a caballo. Cuandoéste reconoció al presidente interino, desmontó de sucorcel y se lo ofreció generosamente. «No –le dijo GarcíaMoreno–, ¿qué será de usted si lo dejo así?». «Poco meimporta –exclamó noblemente el coronel–; no faltaránnunca Vintimillas, pero no tenemos más que un GarcíaMoreno». Lo obligó a montar y alejarse al galope. EnfilóGarcía Moreno por desfiladeros desconocidos y se in-ternó en tupidos bosques. Cuando pasaba por algún pue-blo, sus habitantes, conmovidos, lo aclamaban, ya quepara ellos él era su esperanza.

Mientras tanto Urbina entraba en Quito. Los patriotascerraron los postigos de sus ventanas. Poco después loharía Robles. El gobierno provisional se refugió en laciudad de Ibarra. García Moreno era tozudo: «Voy a se-guir la empresa hasta concluir con Urbina y el últimourbinista. Por contraria que parezca la situación, la do-minaremos con tal de que no perdamos la confianza y elvalor». Urbina, por su parte, implantó la violencia, enaje-nándose cada vez más a la población.

Ya que por las armas no se veía posibilidad próxima devictoria, García Moreno recurrió a la diplomacia, diri-giéndose otra vez al Perú para conseguir el apoyo delpresidente Castilla, enemigo de los «gemelos», mientrasCarvajal, que integraba el triunvirato, reunía tropas deecuatorianos que vivían en tierras colombianas. Lo en-contró en Paita, donde él había estado en su último des-tierro. Castilla se mostró ampliamente comprensivo yfavorable, pero García Moreno se dio cuenta de que loque buscaba era aprovechar la ocasión para apoderarsede alguna porción de tierra ecuatoriana, cosa a la quejamás se hubiera avenido nuestro héroe. Ante este fraca-so, resolvió apelar al general Franco, que si bien parecíaapoyar a Urbina, por lo menos era patriota y amaba alEcuador. Llegándose encubiertamente a Guayaquil, se

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entrevistó con él en secreto. Pero también Franco teníasegundas intenciones, que se guardaría bien de revelar.Quería, sí, echar a Urbina y Robles, pero no en prove-cho del gobierno provisional, sino para asumir él mismola presidencia. Asimismo García Moreno pudo entreverque Franco se entendía con Castilla, dispuesto a cederleparte del Ecuador.

Sea lo que fuere, Franco acabó por sublevarse. Acu-dió Robles a sofocarlo, pero la suerte le fue adversa,siendo vencido, arrestado y deportado. Urbina, no sa-biendo qué hacer, optó por subordinarse al nuevo jefe,mas éste lo puso también en un buque extranjero para quefuese a acompañar a su «gemelo». Así el Ecuador quedólibre de dos malhechores. Mientras tanto, en Quito rei-naba una gran conmoción. Por lo demás, Franco no semostraba menos funesto que aquellos a quienes habíavencido. Dueño de Guayaquil, llamó a elecciones, y sinrespetar las formas legales, fue elegido por la fuerza comoPresidente, si bien permaneciendo en aquella ciudad. Envano García Moreno trató de acercársele. Ahora a Fran-co ya no le interesaba entablar contacto alguno. Enton-ces nuestro héroe debió empeñarse en iniciar nuevosreclutamientos, buscar cañones y vituallas. Incluso or-denó instalar una fábrica de armas cerca de Quito.

Mientras tanto, Franco y Castilla, ahora aliados, trata-ban de infiltrar espías y traidores en las fuerzas del go-bierno provisional, logrando soliviantar a algunos efecti-vos del ejército leal. En cierta ocasión en que GarcíaMoreno se encontraba en Riobamba, descansando porla noche, un grupo de soldados sediciosos, pistola enmano, irrumpieron en su habitación y lo detuvieron, traslo cual se embriagaron y se dieron al pillaje. Un amigo lepropuso entonces a García Moreno huir por la ventana.Él le contestó que en caso de escapar sería por la puer-ta. Y así lo hizo. Aprovechando que los carceleros esta-ban borrachos, con voz de mando llamó al que estaba deguardia, y le ordenó que abriese la puerta. El soldadoobedeció. García Moreno se puso en busca de los su-yos, y encontró en Calpi a catorce de ellos que lo escol-taron. No salían de su asombro cuando el jefe les dijoque era su intención volver inmediatamente a Riobamba.Allí los soldados seguían totalmente borrachos, por lo quefinalmente los dominó, castigando a los cabecillas.

En Guayaquil la cosa se ponía cada vez peor. Castilla,a la cabeza de una escuadra de 6000 hombres, había yarecuperado el sur del Ecuador, con la anuencia cobardede Franco, que sin vacilar se disponía a entregarle laperla del Pacífico. La indignación cundió por todo elpaís. Los jóvenes pedían armas para ir en socorro de laPatria avasallada. García Moreno, al ver al Ecuador apunto de desaparecer, pensó en solicitar ayuda a Fran-cia. Él amaba a esa nación, la conocía y la apreciaba,especialmente en esos momentos en que el gobierno galoreconocía la autoridad de la Iglesia.

¿Pero bastaba ello para que diese semejante paso? Seha dicho que lo que lo movió no fue sino el cansancio enla lucha contra el desenfreno de la soldadesca y la turbu-lencia de los demagogos, con el consiguiente avance dela anarquía. Pero también el ver avanzar rápidamente eltorrente arrasador de la raza angloamericana. Franciaera católica y latina, y el mundo sajón, de diferente razay religión que la nuestra. Quizás constituyó un paso erró-neo, y que por lo demás no tuvo éxito, pero fue causa deque durante mucho tiempo se lo acusase de haber pre-tendido vender el Ecuador a una nación europea, máxi-me estando fresco el desembarco de Maximiliano enMéxico.

La situación era gravísima. El poderoso ejército ex-tranjero ya se encontraba sólidamente instalado en terri-torio ecuatoriano. Por otra parte, las tropas apostadas enQuito no aseguraban su fidelidad. Sin embargo, enten-diendo García Moreno que era mejor morir que vender laPatria, decidió recurrir nuevamente a las armas. Trasarengar a los suyos con fervor patriótico, se dirigió haciael sur, al frente del ejército. Esta vez ganó batalla trasbatalla, conquistando Cuenca, y luego Loja, ciudad limí-trofe con Perú. Sólo quedaba a los usurpadores la pro-vincia de Guayaquil. Todavía trató de solucionar las co-sas por las buenas, enviando emisarios a Franco, en laesperanza de que aún conservase rescoldos de amor a laPatria y honor militar. Pero el muy canalla, hollando todoresto de hidalguía, aprisionó a los enviados. Ante seme-jante ultraje, el Presidente provisional se dirigió a los ecua-torianos en los siguientes términos:

«¡Compatriotas! Sólo los cobardes prefieren la traición a la gue-rra, la intriga al combate. Corramos a las armas para defender elhonor y la nacionalidad de la Patria. Unión, firmeza y valor, he aquílo que ella reclama de nosotros. La Providencia nos protege, lagloria nos aguarda y las Repúblicas hermanas, lejos de ser especta-dores indiferentes, nos sostendrán en la heroica lucha a que estamospreparados».

Y a sus tropas así les habló: «¡Soldados! El gobierno de Guaya-quil, sin más derecho que su ambición desenfrenada, sin otro moti-vo que el de su complicidad con el enemigo extranjero, y después dehaber vendido inicuamente a nuestros hermanos del litoral, se pre-para a emplear contra vosotros y contra los pueblos del interior lasarmas que deben emplearse únicamente en defensa de nuestra na-cionalidad, se prepara a decorar con sangre ecuatoriana el caminopor donde ha de seguirle un pérfido conquistador; viene a desgarrarel pabellón nacional para enarbolar el extranjero y ofrecerle en ho-menaje vuestra patria y hogares, vuestro porvenir, vuestras gloriasy vuestra libertad... Preparaos, pues, a escarmentar para siempretraición tan detestable».

La actitud decidida de García Moreno, amedrentó aCastilla. No valía la pena arriesgarse por Franco, aquelaliado suyo tan egoísta. Y así lo dejó prácticamente solo,si bien con las espaldas aseguradas por la flota peruana,que permanecía fondeada en el puerto. En esos momen-tos, el general Flores, aquel viejo general que había sidoadversario de García Moreno y vivía tranquilamente exi-liado en el Perú, sintió un escozor de patriotismo, y de-jando de lado sus desventuras, su destierro y sus resen-timientos, se puso a disposición del jefe ecuatoriano: «Enlas circunstancias difíciles en que os halláis, hacedmesaber si puedo seros útil, y estoy a vuestras órdenes».García Moreno, olvidando antiguos agravios, no sólo lorecibió, sino que le encomendó el mando de todas sustropas: «Venga usted inmediatamente, para ser nuestrogeneral en jefe». Las tropas nacionales, encabezadas ahorapor ese prestigioso jefe, antiguo lugarteniente de Bolívar,se enfrentaron a las de Franco en Babahoyo y lo derrota-ron, provocando su huida. Luego de la batalla, con eseolvido de sí mismo tan propio de los espíritus magnáni-mos, exclamó García Moreno: «Estas ventajas principal-mente son debidas al genio guerrero de nuestro generalen jefe y a las virtudes militares de nuestros oficiales ysoldados».

Refugióse Franco en Guayaquil, y la declaró ciudadindependiente, bajo el brazo protector del Perú. Hasta allílo siguió García Moreno, juntamente con Flores. Abrién-dose paso por la parte más inhóspita, llena de cuevas,rocas y esteros, las fuerzas nacionales atacaron a Fran-co, apareciendo de improviso en esa zona impensada.Tras encarnizada lucha, el enemigo huyó a la desbanda-da, mientras su jefe se embarcaba en un buque peruano.Terminaron así quince meses de lucha armada. Era el 24de septiembre de 1860. García Moreno ya dominaba todo

Gabriel García Moreno

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

el Ecuador. Como el día de la victoria coincidió con lafiesta de la Virgen de la Merced, el vencedor decretó quela nación y el ejército ecuatorianos quedasen en adelantebajo su protección.

III. La primera presidenciaDurante los quince años que acabamos de considerar,

la figura de García Moreno se nos ha ido mostrando conlas eminentes cualidades de un jefe político que desde laoposición se empeñó en liberar a su Patria de los tiranosliberales o radicales, valiéndose de diversos recursos: lapluma, la palabra o la espada. Con todo, hay personasque son excelentes para hacer oposición, pero luego, ala hora de gobernar, se revelan incapaces. En las cir-cunstancias que había vivido el Ecuador, una vez venci-das las fuerzas de la Revolución, se hacía preciso res-taurar el edificio social, que reposaba sobre frágiles ci-mientos, como la soberanía del pueblo, y más en gene-ral, los principios de 1789.

Ecuador era débil y, por ende, menos susceptible deun intento de restauración. Si lo miramos hacia fuera,advertimos que estaba como cercado por dos repúblicasvecinas, celosas entre sí, pero siempre dispuestas a aliarsepara sostener los postulados masónicos de la Revolu-ción. En el interior, actuaban no sólo los liberales, que senegaban a reconocer el carácter sobrenatural de la Igle-sia, subordinándola por tanto al Estado, sino también losllamados radicales, de obediencia masónica, quienes veíanen la Iglesia un enemigo que había que destruir. En cuantoa los católicos, la mayor parte se mostraban pusiláni-mes, vacilando entre los derechos de la Iglesia y los pre-suntos derechos del pueblo. En momentos de peligronacional, García Moreno había logrado agrupar en sutorno a fuerzas dispares. Nunca, por cierto, recibió elapoyo de los radicales, pero sí el de algunos liberales ycatólicos «contemporizadores».

Ahora, al día siguiente de la común victoria contraUrbina y sus adláteres, aquella precaria coalición se hizotrizas y cada uno de los grupos se apartó, llevándose suparte de botín. Por el momento, García Moreno no pa-saba de ser el jefe de un gobierno provisional, con elencargo de llamar a Convención para que sus integran-tes redactasen una nueva Constitución, y luego designa-sen el próximo Presidente. Cuarenta fueron los diputa-dos elegidos, que ahora comenzaron a sesionar. Quienesse oponían a García Moreno veían con temor el futuro,llegando incluso, en cierta ocasión, hasta intentarasesinarlo, aunque gracias a Dios sin éxito. Los que re-sultaron electos como constituyentes eran por lo generalcatólicos, si bien casi todos liberales. Tras la sesión deapertura, García Moreno dio cuenta de sus actos ante laConvención y le devolvió sus poderes. Efusivamente fe-licitado, fue nombrado presidente interino de la misma.

1. García Moreno PresidenteUno de los primeros temas que se planteó la Conven-

ción fue el de la religión oficial. El proyecto elaboradodeclaraba religión del Estado a la católica, con exclusiónde las demás. Oponiéndose a ello, varios diputados adu-jeron que semejante propósito atentaba contra la civiliza-ción moderna, la libertad de conciencia, la voluntad delpueblo, constituyendo un retorno al espíritu de la Inqui-sición, etc. Desde otro punto de vista, aunque coinci-diendo con los anteriores, un sacerdote liberal afirmóque el artículo era innecesario ya que si Dios es como elsol, que cada día sale para todos, resultaba una obviedadreconocerlo oficialmente. García Moreno se valió de toda

su influencia para mantener el artículo y refutar a susopositores.

Tras el análisis de los otros capítulos, se planteó lasegunda cuestión, la elección del Presidente. La Con-vención había decretado que en adelante el Jefe de Esta-do fuese nombrado por sufragio universal, si bien sereservaba la presente elección. De manera unánime y sindebate lo eligieron a García Moreno por cuatro años, conel aplauso general del pueblo. Era el 10 de marzo de 1861.Muy satisfecho debió quedar el novel Presidente cuandose aprobó la concertación de un Concordato con la San-ta Sede, que debía ejecutarse sin esperar la ratificacióndel futuro Congreso. También se decretó la reorganiza-ción de la economía, del ejército, de la educación, asícomo la construcción de una carretera de Quito a Gua-yaquil. De este modo, García Moreno tenía carta blancapara llevar a cabo todos sus planes de estadista. Luegoveremos cómo los concretaría. Nuestro héroe tenía 40años cuando asumió el poder.

Intentemos esbozar un retrato suyo, en base a los que nos hanlegado los artistas de su tiempo. Era alto y delgado, de figura noble,esbelta y elegante. Su frente, ancha y espaciosa, revelaba una inte-ligencia descollante. Sus ojos, negros, profundos y escrutadores; aveces se mostraban serenos, otras veces relampagueaban; se diceque cuando daba órdenes, parecía que miraban con gran autoridad.La nariz, muy recta, y de tamaño más bien grande. La boca eraancha, con bigotes negros, espesos, de bordes cortos y caídos. Lamandíbula, algo avanzada, realzaba su aspecto de caudillo. El ros-tro, anguloso y severo. Su fisonomía, en general, resultaba atractivay hasta fascinante, revelando una personalidad sobresaliente, unaristócrata y gran señor. Había algo de marcial en su continente.Gustaba de cruzar los brazos, lo que acrecentaba su distinción yseñorío. Sus ademanes eran precisos y enérgicos. Se ha dicho quesu voz, sin suavidad ni matices, sonaba un tanto destemplada, yque hablaba con demasiada rapidez.

En cuanto a sus características psicológicas y morales destaque-mos, de acuerdo al testimonio de sus contemporáneos, su voluntadpoderosa, casi sobrehumana, que le llevó a vencer no sólo la geogra-fía del paisaje ecuatoriano sino también a sus contrincantes, trans-formando a su patria de arriba abajo, y que le permitiría vencerse así mismo, adelantando velozmente en el camino de la virtud. Suinteligencia era penetrante, sumamente aguda, apasionado por to-das las formas del saber, y capaz de comprender con excepcionalrapidez, no sólo a las personas sino también las situaciones. Eranproverbiales su vehemencia y combatividad, así como su aficiónpor la aventura y el peligro. El profundo espíritu religioso que locaracterizaba le permitía estar siempre pronto a sacrificar su vidapor las causas trascendentes. Su temple de hierro lo hacía implaca-ble con los delincuentes y corruptos, si bien no descartaba el ejer-cicio de la misericordia. La honradez de su conducta se hizo paten-te por el modo de administrar los dineros públicos, jamás aprove-chando los cargos que invistió para acrecentar su patrimonio per-sonal. De temple voluntarioso y decidido, nunca postergaba susresoluciones o dilataba su ejecución. Se caracterizaba, asimismo,por una enorme capacidad de trabajo, en virtud de la cual pudorealizar más obras que todos los presidentes del Ecuador que leprecedieron. Su memoria era asombrosa. Todos le reconocieron eldon de atraer a los demás, de convencerlos y entusiasmarlos. Pose-yó el arte de la palabra, que lo convirtió en el primer orador de sutiempo, siendo a la vez un espléndido conversador, rápido y sen-tencioso en las réplicas, a veces mordaz.

Tal es el hombre que ahora asume el poder. Un con-temporáneo suyo dijo que lo único pequeño en él «fue elescenario a que lo trajo la Providencia para el desenvol-vimiento de sus magnas acciones». Sin embargo, obrócomo los magnánimos, que engrandecen aun lo que esminúsculo. Tomó posesión del mando, prestando jura-mento en la catedral de Quito, una de las más hermosasde América. El presidente de la Convención, nuestro yaconocido general Flores, ahora admirador de GarcíaMoreno, pronunció el discurso de circunstancia.

En su respuesta, García Moreno se comprometió a«restablecer el imperio de la moral, sin la cual el orden

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no es más que tregua o cansancio y fuera de la cual lalibertad es engaño y quimera». Para ello, agregó, se ser-viría de dos medios: la represión enérgica del crimen y laeducación sólidamente cristiana de las nuevas genera-ciones. Protegería la religión, sin cuya influencia juzga-ba imposible la reforma moral. Fomentaría la industria,el comercio y la agricultura, hasta ahora atrasados «porfalta de conocimientos o de vías de comunicación». Or-denaría la hacienda pública «sobre la triple base de laprobidad, la economía y el crédito nacional». Cuidaríadel ejército y de las buenas relaciones internacionales.Espléndido y programático discurso, cuyos enunciadoshabrá de cumplir punto por punto.

2. El Concordato con la Santa SedeEn realidad García Moreno no estaba satisfecho con

la Constitución que había aprobado la Convención. Laconsideraba «demagógica» y proclive a establecer la«anarquía organizada». Especialmente lamentaba la in-suficiencia de los poderes que había puesto en sus ma-nos. Es posible que tal limitación fuese intencional. Losconvencionales lo habían elegido porque salvó al país,pero le cercenaban sus atribuciones, para que no cam-biase demasiado las cosas. Más adelante se declararíaarrepentido de haber aceptado el gobierno en semejantescondiciones.

Sea lo que fuere, se abocó inmediatamente a prepararel Concordato con la Santa Sede. Hasta entonces, el Ecua-dor se había regido por la ley del Patronato, heredada delos reyes españoles. El poder político se arrogaba la ca-pacidad de erigir nuevas diócesis, trazando sus límites;de autorizar la convocación de sínodos o concilios na-cionales o regionales; de permitir la erección de nuevosmonasterios o la supresión de los antiguos; de nombrarobispos, curas y canónigos; de conceder o no el exæ-quatur a las bulas pontificias, etc. La Santa Sede objeta-ba dicho comportamiento señalando que el Patronato eraun privilegio personal que los Papas habían concedido alos reyes de España por su reconocida fidelidad a la Igle-sia, y que por tanto no se transmitía automáticamente alos gobernantes de Hispanoamérica.

Se imponía, pues, zanjar dicha situación, mediante unConcordato. Para cumplimentarlo, García Moreno en-vió un representante a la Santa Sede con instruccionesprecisas. El Gobierno empezaba asegurando que no es-taba en sus intenciones imponer ni exigir concesionessino sólo solicitar al Papa un remedio para los males queaquejaban a la Iglesia en Ecuador. «El Gobierno deseaúnicamente que la Iglesia goce de toda la libertad e inde-pendencia de que necesita para cumplir su misión divi-na, y que el Poder civil sea el defensor de esa indepen-dencia y el garante de esa libertad». En segundo lugar sedecía que si bien la Constitución asegura el ejercicio ex-clusivo de la religión católica, como «no faltan hombresextraviados que procuran abrir la puerta a la introduc-ción de nuevos cultos, estimando a la impiedad y la apos-tasía», sería conveniente que dicha situación se con-templase en el Concordato, de modo que además de nopermitirse el establecimiento de cultos disidentes, que-dase prohibido el de cualquier sociedad condenada porla Iglesia. A continuación se pide la supresión delexaequatur.

Luego se solicita que en razón de que las malas cos-tumbres se iban extendiendo cada vez más entre los ni-ños y los jóvenes, la Santa Sede dé facultad a los obis-pos e imponga al Gobierno la obligación de impedir enlas escuelas y Universidades el uso de libros condena-dos por la Iglesia. Asimismo se afirma la necesidad de

una reforma del clero, lo que resulta imposible mientrasla jurisdicción eclesiástica esté sometida a la civil, y losdelincuentes eludan de ese modo el castigo debido. Fi-nalmente se señala el deseo de que la Santa Sede provealibremente los obispados, y los obispos los demás bene-ficios, quedando sólo el Gobierno con el derecho de opo-nerse a la promoción de eclesiásticos indignos o pertur-badores. Había un anexo sobre la reforma del clero regu-lar, para cuyo cumplimiento se pedía el envío de un dele-gado apostólico.

Al cabo de seis meses de tratativas, el proyecto quedófirmado ad referendum. Sus artículos reproducían casitextualmente las instrucciones que García Moreno habíadado a su plenipotenciario. El texto se cerraba con estacláusula: «La ley del Patronato está y queda suprimida».

El cambio de firmas debía verificarse en Quito. Pío IXenvió para ello un delegado apostólico, con una carta enla que felicitaba a García Moreno «por su piedad profun-da hacia la Santa Sede, su ardiente celo por los interesesde la Iglesia católica, y le exhortaba a favorecer, contodas sus fuerzas, la plena libertad de esta esposa deCristo, así como la difusión de sus divinas enseñanzas,sobre las cuales reposan la paz y ventura de los pue-blos». Cuando el delegado hizo entrega de la carta, ex-presó su satisfacción por el feliz encuentro de la espaday el cayado, que mutuamente se sostenían.

García Moreno admiraba al intrépido Pío IX, hostiga-do en aquel entonces por los Garibaldi y los Cavour. Alsaludar a su delegado le dijo:

«Os ruego que manifestéis a nuestro Padre Santísimo estos sin-ceros sentimientos y aprovechando esta ocasión solemne, os ruegole digáis también que, como verdaderos católicos, no somos nipodemos ser insensibles a los ataques dirigidos a la Santa Sede ycontra su soberanía temporal; soberanía que es la condición indis-pensable de su libertad e independencia, así como lo es del reposoy la civilización del mundo. Decidle que si bien a los débiles no noses dado oponer un dique de hierro contra la impiedad y la ingratitudde los unos, y contra la timidez y la imprevisión de los otros, sí nostoca levantar la voz para condenar el crimen y extender la manopara señalar al delincuente. Decidle, en fin, os ruego, que unidosmás fuertemente a él en el tiempo de la adversidad, aquí, al pie delos Andes y a las orillas del Grande Océano, rogamos por él y porel término de las aflicciones que lo rodean, y que abrigamos laíntima y consoladora convicción de que pasarán los días de prueba,porque cuando la fuerza oprime en lo presente, la justicia se reservael porvenir».

Poco después ocurrió algo muy revelador. Cuando elcomisionado del gobierno ecuatoriano volvió de Roma,se dieron cuenta de que no se había llegado a un acuerdosobre la demanda del Presidente relacionada con la re-forma del clero regular. Como se recordará, García Mo-reno había pedido el envío de un delegado apostólicoprovisto de amplios poderes, para lograr que los malosreligiosos se reformasen o, si así no lo hacían, fuesensecularizados.

A la Santa Sede la medida pareció demasiado enérgica.El Papa, afirmó su vocero, deseaba tanto como el Presi-dente llegar a esa reforma, pero por medios persuasivos.García Moreno pensaba que dicho modo de procederconstituiría un obstáculo a su proyecto de regeneracióndel país, ya que aquellos religiosos, desacostumbrados atoda regla, no se dejarían convencer, y seguirían hacien-do daño a todo el cuerpo social. De esta manera, con-vencido de que el Concordato y la reforma del clero re-gular eran inescindibles, se rehusó terminantemente aadmitir el uno sin la otra. «Volved inmediatamente a Roma–le dijo a su ministro–, y decid al Papa que acepto todoslos artículos del Concordato, pero a condición de que hade imponer la reforma. Si él no puede imponer la refor-

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ma, yo no puedo imponer el Concordato». Pío IX quedóestupefacto. El ministro le explicó que García Morenopensaba que si el Papa conociese la situación real delEcuador como él la conocía, se convencería de la nece-sidad de la reforma. Por fin el Santo Padre accedió a losolicitado.

El Concordato fue oportunamente promulgado en Qui-to. Luego de una solemne misa pontifical, el Presidentey el delegado de la Santa Sede, rodeados de las autorida-des civiles y militares, procedieron al cambio de firmas,y a continuación se leyeron al pueblo los artículos delConcordato. Tras entonarse el Te Deum, con un fondode salvas de artillería, se izaron las banderas del Ecuadory del Vaticano. Ceremonias semejantes tuvieron lugar enlas principales ciudades del país. Quedaba así patente,para asombro del mundo, que había un país, el Ecuador,cuyo Estado se unía a la Iglesia en un designio común, yla Iglesia aceptaba gozosamente la unión con dicho Es-tado. Parece obvio decirlo, pero desde aquel día, el libe-ralismo y la masonería le declararon a García Moreno laguerra frontal.

3. El cerco del Perú y ColombiaNuestro héroe había asumido el poder en un momento

difícil en lo que toca a las relaciones internacionales delEcuador, sobre todo por cuanto acontecía en los paíseslimítrofes. Colombia acababa de salir de una guerra ci-vil, tras la cual había sido designado como jefe de go-bierno Julio Arboleda, un político de familia distinguida,valeroso en el combate, excelente orador, y hasta poetaen sus ratos de ocio. De espíritu hondamente religioso,se asemejaba en muchas cosas a García Moreno. Susenemigos no se lo perdonarían. Y así lograron que elgeneral Tomás de Mosquera, al frente de los radicales,se rebelase contra él. Apoderóse el general de Bogotá, ycomenzó a perseguir a la Iglesia. Arboleda, mientras tan-to, se retiró a los confines de Ecuador, y desde allí orga-nizó la resistencia, con el apoyo de la población católica.Todo el Ecuador, y especialmente García Moreno, de-seaba su triunfo, cuando aconteció un incidente desdi-chado.

Un batallón de Arboleda, persiguiendo a los deMosquera, cruzó el límite del Ecuador, e hirió grave-mente al jefe ecuatoriano del lugar. García Moreno, llenode indignación, protestó severamente, pidiendo a suamigo Arboleda la destitución del jefe responsable y laentrega del que hirió al comandante militar de la fronte-ra. Al mismo tiempo envió a ese lugar una división desoldados. Arboleda se negó, aduciendo razones que aGarcía Moreno le parecieron insuficientes. Para el cau-dillo ecuatoriano era una cuestión de honor nacional, porlo que él mismo se dirigió a caballo hacia la frontera,trayecto que le exigió no menos de tres días. Se entablóel combate y su pequeño ejército fue derrotado. En lalucha había derrochado valor, como siempre. Sus ca-maradas nos cuentan que en el momento del desbandese precipitó con cinco soldados en medio de los batallo-nes enemigos, hiriendo a izquierda y derecha.

Por fin se entregó a un oficial colombiano pidiéndoleque lo llevara a su jefe, ante quien rendiría su espada.Arboleda se sintió desconcertado al verlo. Una derrotacomo aquélla, le dijo, mientras le devolvía la espada, eshonrosa para el Ecuador y gloriosa para su comandante.Eran dos jefes católicos, y en el fondo ambos compren-dían que mejor que un enfrentamiento de este tipo hu-biese sido volver sus armas contra el enemigo común, laRevolución liberalmasónica, que en aquellos momentoshacía estragos en Nueva Granada y no se cansaba de

intrigar en el Ecuador para recuperar el poder. Ambosestadistas firmaron un tratado de alianza, tras lo cualGarcía Moreno retornó a la capital. Poco tiempo des-pués Arboleda sería asesinado, asegurándose así el triun-fo del radicalismo en Colombia.

Nuestro Presidente llevaba ya dos años en el poder. Elpueblo católico lo admiraba, pero tanto los liberales comolos radicales, orgullosos de titularse progresistas o libre-pensadores, lo execraban con toda su alma, y desde yafraguaban su caída. El jefe de esa especie de coaliciónera el general Urbina, exiliado por aquel entonces en elPerú. Sólo su retorno haría posible la desaparición polí-tica de García Moreno. Para el logro de sus objetivos,Urbina comenzó a buscar el respaldo del Perú y de Nue-va Granada, dos malos ladrones, como decía el P. Sola-no, puestos a izquierda y derecha del Ecuador para des-pojarlo cuando se les presentara la ocasión. El apoyo delcolombiano Mosquera era bien explicable, pero tambiénel del peruano Castilla, cuyas pretensiones sobre el terri-torio ecuatoriano y resentimientos contra García More-no ya se habían hecho patentes.

Para el logro de sus inconfesables propósitos, los ene-migos del gran ecuatoriano idearon una estratagema: ha-cer públicas aquellas cartas del mandatario al gobiernofrancés, a que nos referimos más arriba, donde solicita-ba el apoyo de dicho gobierno. Las misivas, que se ha-bían conservado secretas hasta entonces, fueron entre-gadas a Castilla y publicadas en un periódico de Lima.Urbina se rasgó las vestiduras. Por instigación suya, todala prensa americana clamó contra «la gran traición deGarcía Morente», cual si éste hubiera hecho gestionespara que el Ecuador fuese aceptado como colonia fran-cesa. Castilla se creyó tanto más autorizado a explotareste incidente cuanto que, en su momento, él había pro-testado contra la ocupación de México por los francesesa las órdenes de Maximiliano, calificando el intento deinvasión a un país hispanoamericano; al tiempo que ofrecíaarmas y dinero a Benito Juárez, llenaba de invectivas alos franceses que residían en Lima.

García Moreno le escribió a Castilla explicándole cómohabía sido aquella gestión suya, pero éste hizo oídos sor-dos y amenazó con invadir el Ecuador por mar y tierra,en razón de lo cual aquél debió fortificar a Guayaquil yprepararse para la guerra, que gracias a Dios no llegó aconcretarse. El presidente del Perú se contentó con rom-per relaciones con el gobierno ecuatoriano, y dar asilo atodos los conspiradores. Munido de su autorización, elincansable Urbina equipó un buque en el puerto de Ca-llao, con la intención de desembarcar en algún punto delEcuador y sublevar desde allí al país. Pero Castilla, pre-sionado por los diplomáticos, debió desistir de sus inten-tos. Poco después terminó su mandato.

De Perú ya nada podían esperar los enemigos internosde García Moreno. No les quedaba sino volverse hacia elotro ladrón, es decir, hacia Mosquera, nuevo presidente deColombia, que tras vencer al partido católico en la per-sona de Arboleda, se dedicaba a perseguir a la Iglesia. EnGarcía Moreno veía como un símbolo del patriotismocatólico y al enemigo declarado de las logias masónicas.Urbina, que ya nada podía esperar del gobierno de Lima,se volvió, pues, hacia él:

«Es tal la situación y el anonadamiento en que gimen esos pue-blos –le escribió–, que poco o nada pueden hacer sin un apoyo deafuera... No necesita V. sino quererlo para que la redención delEcuador se efectúe y queden conjurados los peligros que amenazana la América, puesto que para ello puede V. contar, además de lospoderosos elementos de que dispone la nueva confederación quepreside V., con la decidida cooperación del gran partido liberal encuyo nombre hablo a Vd.»

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Lo invitaba, así, a «liberar» a América de los peligros aque García Moreno la había expuesto al dirigirse a losfranceses. Siempre el mismo argumento.

Mosquera había concebido un plan grandioso: englobarlas tres repúblicas, Nueva Granada, Venezuela y Ecuador,que en tiempos de Bolívar habían formado la Gran Co-lombia, en una sola nación bajo el nombre de EstadosUnidos del Sur, que pronto rivalizarían con los del Nor-te. La idea no era mala, en absoluto. Lo malo era el espí-ritu con que la proyectaba. La unión debía hacerse so-bre las bases de un liberalismo de inspiración masónica.No deja de ser sugestivo que justamente cuando GarcíaMoreno concluía el Concordato con la Santa Sede,Mosquera impusiera a Colombia una Constituciónfuriosamente liberal. A la invitación que le dirigióMosquera de tener con él una entrevista sobre dichoproyecto, respondió García Moreno de manera viril yfranca:

«No puede ser asunto de nuestras Conferencias ningún proyec-to que tienda a refundir las dos nacionalidades en una sola, bajo laforma de gobierno adoptada en vuestra República. Habiendo con-fiado el Ecuador su existencia y porvenir a instituciones y formasmuy diversas de las vuestras, no podrá pues aceptar ninguna otraforma sin sacrificar ese porvenir y esas instituciones profunda-mente arraigadas en el corazón de los pueblos y del gobierno encar-gado de sus destinos».

Sobre semejantes presupuestos no se veía factible nin-guna unión, por interesante que el proyecto pudiese seren sí. Mosquera no se amilanó. En carta pública a Urbinale decía: «Nosotros que hemos sido un mismo pueblopodemos decir: Colombia fue y Colombia será. Si Floresy García Moreno no se someten a la voluntad popular,ellos caerán sin que les valga ningún protectorado».

La guerra era inevitable entre ambos presidentes, unode los cuales había resuelto anexar el Ecuador a sus Es-tados, y el otro morir antes que ceder un palmo de suterritorio. Para llevar adelante sus designios, Mosquerase movió con la habilidad que lo caracterizaba. Sabíaque ese año debía tener lugar la reunión del Congreso enel Ecuador, ya que en dicho país era costumbre que loslegisladores tuvieran sesiones cada dos años. Última-mente habían ingresado en el recinto nuevos represen-tantes elegidos bajo la influencia de los grupos liberales,quedando en minoría los que apoyaban a García More-no. Mosquera pensó que había que aprovechar la oca-sión. En efecto, por instigación suya, al reunirse los le-gisladores pusieron otra vez sobre el tapete el tema delConcordato, como si éste hubiese implicado una suertede sometimiento del Ecuador a la Curia Romana. Se dijoque el Concordato debía ser aprobado por el nuevo Con-greso, cuando en realidad ya había sido promulgado,cumpliéndose las intenciones de la Convención anterior.Al fin el triunfo fue de García Moreno.

Con todo, Mosquera no se detuvo. Convocó ahora auna «cruzada», pero al revés:

«Venid conmigo a los confines del sur a afianzar la libertad yunificarnos por sentimientos fraternales con los colombianos delEcuador, que necesitan, no nuestras armas sino nuestros buenosoficios para hacer triunfar el principio republicano sobre la opre-sión teocrática que se quiere fundar en la tierra de Atahualpa que, laprimera en Colombia, invocó la libertad y el derecho en 1809».

En el entretanto, el presidente colombiano estaba des-terrando obispos, encarcelando sacerdotes, expulsando re-ligiosos, despojando iglesias y conventos, lo que le valióque Pío IX fulminara sobre él una excomunión resonan-te y dirigiera una encíclica a los obispos colombianosdonde deploraba «los criminales horrores que están de-solando vuestro país... Terrible será el juicio de los que

abusan de su poder». Mosquera seguía impertérrito. Ha-bía que escoger entre «la opresión teocrática» de GarcíaMoreno y su «liberación laicista».

No bien se conoció la proclama de Mosquera, desdetodas las provincias y ayuntamientos del Ecuador llega-ron múltiples adhesiones a García Moreno, expresandosu rechazo a la unión con Colombia y su repudio a lasinjurias del Presidente de dicho país.

En una de ellas se leía: «Amamos y blasonamos el ser colombia-nos en el pasado; al presente no podemos ni queremos ser otra cosaque ecuatorianos... Es incompatible para nosotros la unión colom-biana, por el lado que más toca al corazón del hombre, por esesentimiento superior a cuanto existe, por esa fe y amor inefables dela humanidad, por la Religión... Antes de ser republicanos somoscristianos; para nosotros, que estamos convencidos de que el árbolde la libertad nació al pie de la Cruz del Gólgota, es intolerable unarepública formada a impulsos de aquellos errores».

La guerra estaba ya a la vista. García Moreno no laquería, por lo que agotó todos los medios de concilia-ción. Pero resultaron inútiles. Mosquera, que ya se habíainstalado en la frontera, le dio veinticuatro horas paraelegir entre la confederación o la muerte. Al mismo tiem-po dirigió un manifiesto a Colombia, donde acusó a GarcíaMoreno de oponerse a la regeneración de América, dehaber querido someter su país al protectorado de Fran-cia, de haberlo convertido en feudo de Roma por un con-cordato desastroso para el Ecuador y para toda Colombia,de haber reestablecido la orden de los jesuitas, institutoque se caracterizaba por luchar siempre contra los go-biernos liberales. Obligado al combate, García Morenose dirigió a la frontera, teniendo que dejar en Guayaquilsus mejores tropas para hacer frente a un probable le-vantamiento de sus enemigos, instigados por Urbina. Éste,a su vez, con la connivencia del Perú, organizaba unainvasión.

Las primeras batallas contra Mosquera le fueron favo-rables a las tropas del Ecuador. Los soldados que cruza-ron la frontera se extrañaban al ver cómo la mayoría delos colombianos de esa región, que eran católicos, se in-corporaban a sus filas. Mosquera debió huir. Pero una vezrepuesto de sus primeras derrotas, enfrentó de nuevo alejército de García Moreno, siendo nuevamente derrota-do. Y acá sucedió lo imprevisible. Cuando las trompetasanunciaban la victoria, algunos batallones ecuatorianosarrojaron sus armas. La verdad es que estaban coman-dados por jefes traidores, cómplices de Urbina y vendi-dos a Mosquera. Ahora el jefe colombiano tenía vía librehacia Quito.

García Moreno lanzó entonces una proclama para quetodo el Ecuador se levantase en defensa de sus ideales:

«¡Compatriotas! Dios ha querido probarnos, y debemos adorarsus designios inescrutables... Ahora más que nunca necesitamoshacer grandes esfuerzos para salvar nuestra Religión y nuestra Pa-tria; ahora más que nunca debemos oponer a nuestro injusto enemi-go un valor a toda prueba y una constancia incontrastable». Ecua-dor se puso de pie. «Marchemos en defensa de nuestra patria –podía leerse en un diario–, en defensa de nuestra fe, del pudor denuestras mujeres, de la inocencia de nuestros hijos y de nuestropropio honor, y sucumbamos todos, incéndiense nuestras ciudadesy destrúyanse nuestras heredades antes que abrir indefensos lasentradas del suelo ecuatoriano a los sicarios del cisma y a los enemi-gos de Dios».

Las cosas no llegaron a mayores, y el 30 de diciembrede 1863 se firmó un tratado de paz. Mosquera le escribióa Urbina dándole la noticia, no sin cierta vergüenza, yaque la victoria había sido de García Moreno.

Desde entonces dejó en paz al Ecuador, pero dentro desu país siguió encarcelando y fusilando a los buenos co-lombianos, hasta que lo echaron al destierro. Como era

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de esperar, se dirigió a Lima, donde lo aguardaba su ami-go Urbina, con quien firmó un pacto secreto para derri-bar el gobierno de Ecuador. Queda claro que su odio atodo lo que el Ecuador de García Moreno representaba eraen él inveterado.

Como se ve, en el ámbito de las relaciones internacio-nales, García Moreno defendió siempre con decisión ladignidad y la soberanía de su patria. Un anécdota paracerrar este tema. En cierta ocasión, el Gobierno de Bo-gotá envió a Quito un nuevo embajador. Éste, al presen-tar sus cartas credenciales, luego de los lugares comu-nes, se permitió divagaciones sobre la unión, indepen-dencia y libertad de los pueblos, con un escondido sen-tido crítico a la política del gobernante ecuatoriano. Larespuesta de García Moreno fue contundente, si bien noexenta de ironía:

«Os he oído con viva complacencia, porque creo en la sinceridadde vuestro lenguaje... Habéis hablado de independencia, unión ylibertad. La independencia es la vida de un pueblo y quiero inde-pendencia para el Ecuador y para la América entera; y porque laquiero, aborrezco con toda la indignación de mi alma a los mayoresenemigos de ella: la licencia, la demagogia y la anarquía.

«La unión, garantía de la paz y condición de la fuerza, la hedeseado, la he buscado siempre; y por eso, bajo mi mandato, elEcuador ha procurado estrechar los vínculos que nos ligan con lasnaciones amigas; y por eso respeta la justicia y el derecho de todoslos pueblos; y por eso no consiente que en su territorio se armen enmedio de la paz hordas criminales para perturbar el reposo de susvecinos, como no debe consentirlo ningún país en que se estimetodavía el honor y se condene la perfidia.

«La libertad para los hombres leales no es un grito de guerra yexterminio, sino el medio de desarrollo más fecundo y poderosopara la sociedad y el individuo cuando en ellos hay moral, justiciaen las leyes y probidad en el gobierno. Amigo verdadero de lalibertad será, pues, aquel que tienda a moralizar su país, que procu-re rectificar las injusticias sociales, y que se asocie a los hombres debien para trabajar sin tregua en pro de la patria; y estoy seguro quevos, como liberal ardiente y sincero, abrigáis idénticas ideas».

4. Su tarea de estadistaGarcía Moreno iba terminando sus cuatro años de go-

bierno. Grande había sido su tarea de reconstrucciónnacional. Si quisiéramos hacer un balance muy general,tendríamos que decir que puso a su pueblo en movi-miento. Hombre dinámico y laborioso como pocos, arras-traba a todos con su empuje y su ejemplo, principalmen-te a sus ministros y colaboradores inmediatos, en quie-nes no perdonaba la menor falta.

En lo que toca a los funcionarios, su primer cuidado fuereunir un personal administrativo competente, consagradocon toda el alma a la realización de sus grandes desig-nios. Sin atender a influencia alguna, cuando era necesa-rio separaba de su cargo a quienes se mostraban incapa-ces o renuentes. Los empleados debían hacerse presentesen sus lugares de trabajo a las diez de la mañana y per-manecer allí hasta las cinco de la tarde. Si las ausenciaseran frecuentes e injustificadas les llegaba la cesantía.

De este modo separó del presupuesto gran número deinútiles que vivían a costillas del Estado. Tal manera deproceder suscitó, como era de esperar, fuertes resisten-cias, especialmente de parte de los liberales, ya que des-montaba todo su andamiaje. De este modo las funcionesy servicios estatales fueron pasando a manos de gente idó-nea y honrada.

Asimismo se abocó a la construcción de obras públi-cas. Hizo arreglar puentes, pavimentar calles, embelle-cer plazas, trazar viaductos, así como emprender consi-derables obras en el puerto de Guayaquil. Preocupósetambién por la explotación del petróleo.

Pero nada tan importante como la multiplicación derutas. En 1862 sólo había 46 kilómetros de caminos, enpésimo estado de conservación, con lo que las diversasregiones del país, condenadas al aislamiento, veían ce-rradas las puertas a toda posibilidad de progreso comer-cial, agrícola o minero. García Moreno propuso unainnovadora red de carreteras en toda la nación, de modoque los pueblos de montaña, las ciudades y los diversosasentamientos quedasen comunicados con los puertosdel Pacífico. Lo que ni los incas, ni los españoles, ni losideólogos de la revolución habían sido capaces de imagi-nar, García Moreno lo llevó a cabo. Dentro de este con-junto vial cabe destacar la importancia del gran caminoque va de la capital a Guayaquil, cuya concreción susci-tó grandes críticas, como si se tratase de una empresafaraónica. Se ha dicho que sólo esta obra, concluida du-rante su segundo mandato, bastaría para inmortalizar anuestro Presidente.

García Moreno se ocupó también por sanear la econo-mía nacional, lo que resultaba imprescindible si queríarealizar las numerosas y trascendentes empresas que pro-yectaba. En sus treinta años de existencia independiente,jamás el país había logrado nivelar sus gastos con los in-gresos. La agricultura permanecía en sus primitivismo, porfalta de brazos, instrumentos de labranza y caminos. Elcomercio estaba frenado por las constantes revueltas y lafalta de comunicaciones. No había controles económicos.

Se necesitaba un estadista de la envergadura de GarcíaMoreno para poner orden en este campo. Más allá de loque se hubiera podido esperar, logró saldar las deudasdel Estado desde el origen de la república. Los recauda-dores del fisco debían comparecer cada año ante un tri-bunal para rendir cuenta detallada de su gestión. Tam-bién aquí García Moreno quiso dar ejemplo. Aunque noera pudiente, resolvió ceder al Estado la mitad de su sueldo,entregando el resto a obras de caridad. Una política eco-nómica tan ajustada despertó un nuevo y nutrido grupode adversarios entre los empleados corruptos que toda-vía quedaban.

Otro tema que ocupó su atención fue el de la reorgani-zación de las fuerzas armadas. Extraño polifacetismo elde este hombre. Lo hemos visto actuar como abogado,periodista, poeta, profesor, químico y orador. Ahora senos mostrará organizando el ejército de su patria. Aun-que no fue militar de profesión, el hecho de haber cono-cido los campos de batalla, combatiendo a la cabeza desus tropas, le permitió calibrar mejor el estado deplora-ble de las fuerzas armadas. Por algo habían salido de susfilas tantos revolucionarios profesionales, al estilo deUrbina y de Robles.

Bien señala Manuel Gálvez, que al revés de los quesucedió en Argentina, donde los caudillos eran hombresde campo, jefes de gauchos, que se convertían de golpeen generales, en el Ecuador los caudillos fueron militaresde carrera, sin arrastre popular. Por eso, las revolucio-nes no pasaron de ser por lo general meros cuartelazos,pronunciamientos de jefes díscolos o ambiciosos. GarcíaMoreno, hombre de orden y disciplina, detestaba estetipo de ejército. «O mi cabeza ha de ser clavada en unposte –decía– o el ejército ha de entrar en el orden». Elestado en que se encontraban las fuerzas armadas exigíauna reforma drástica ya que, como lo había constatado,«un ejército así constituido es un cáncer que roe a lanación: o lo reformaré, o lo destruiré». Luchó así contrala inmoralidad, el latrocinio y la prepotencia, encarcelan-do jefes, oficiales y soldados corrompidos. El ejércitoentró en ese molde, pero ello le valió al Presidente nue-vos y poderosos enemigos.

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Tras esta triple ofensiva, sobre los empleados, las fi-nanzas y las fuerzas armadas, se dispuso a ocuparse delo que sería el campo predilecto de su actividad guber-nativa, la formación de una Cristiandad, es decir, deuna sociedad cristiana impregnada por el espíritu delEvangelio y la doctrina de la Iglesia. El fundamento nopodía ser otro que la educación, ya que de ella dependeen buena parte la orientación y la solidez del tejido so-cial. Bien lo sabían los hombres de la Revolución. Poreso su primer cuidado había sido laicizar los colegios,so pretexto de la «neutralidad» escolar. Fue principal-mente Urbina quien trabajó para ello en todos los nive-les, desde la primaria hasta la Universidad. Si GarcíaMoreno se proponía construir una civilización cristiana,debía reformar la enseñanza de arriba abajo. Aunquecarecía de medios para hacerlo de manera plenaria, almenos propugnaría la creación de buenos colegios bajola dirección de religiosos. Invitó así a varias congrega-ciones francesas, los Hermanos de la Salle, las Madresdel Sagrado Corazón, las Hermanas de la Caridad, paraque con la ayuda del Estado creasen sendos colegios uobras educativas.

En lo que toca al nivel secundario y sobre todo univer-sitario pensó en los jesuitas, a quienes en otros tiemposhabía llevado a la capital. Ahora fueron instalados de nuevoen Quito, en su antigua casa de San Luis, y después enun establecimiento de segunda enseñanza. De este últi-mo saldrían enjambres de profesores para fundar nue-vos colegios en Guayaquil y en Cuenca. Quizás ningúnotro acontecimiento lo haya hecho más feliz que el re-torno de los sacerdotes y hermanos de la Compañía.Recordemos aquello que le había dicho a un padre el díade la expulsión de la Orden, en 1852, hacía justamenteuna década: «¡Dentro de diez años cantaremos el Te Deumen Quito!». Destaca Gálvez la estrecha unión que habríadesde entonces entre esos sacerdotes y García Moreno.Sin él, los jesuitas no hubieran podido volver al Ecuador,y sin ellos nunca García Moreno hubiera realizado laparte espiritual y religiosa de su obra. Los padres de laCompañía lo miraban como al mejor de sus amigos, casiuno de los suyos. Sus enemigos lo acusaron de habersehecho jesuita.

No descuidó tampoco la situación del clero, no sólosecular sino también regular. ¿Por qué le preocupaba tantola reforma del clero? Porque quería hacer de su país unpueblo realmente cristiano. Y no hay pueblo cristiano sinsantos pastores, dispuestos a ser «la luz del mundo y lasal de la tierra». La buena conducta del estamento ecle-siástico –el Ecuador contaba con 415 religiosos y 524sacerdotes seculares, así como 391 religiosas–, era a sujuicio un prerrequisito necesario para el bienestar espiri-tual de su Patria. Frente a la actitud de no pocos católi-cos mojigatos, que so pretexto de piedad preferían ha-cerse los que no veían los defectos y vicios de los hom-bres de Iglesia, García Moreno se rehusaba a mirar paraotro lado, decidido como estaba a denunciar a quien co-rrespondiera la corrupción del clero y colaborar con loque estaba a su alcance para hacerla desaparecer, o almenos aminorarla.

En las instrucciones que le dio a su enviado para laconcertación del Concordato se podía leer: «La reformadel clero regular, entregado casi todo a la disolución, a laembriaguez, y a los demás vicios, es imposible. Conte-ner el mal es todo lo que puede hacerse». No deja deresultar interesante este propósito de contribuir al mejo-ramiento del nivel espiritual de frailes y clérigos, no sólocomo católico, sino también como gobernante y patrio-ta, en orden a suprimir las consecuencias que el mal

ejemplo del clero produce en todos, especialmente en losjóvenes.

Tras remover las dificultades que encontró en la SantaSede, con motivo del Concordato, para que desde Romase tomaran medidas contra el clero mundanizado, logróque tanto el arzobispo de Quito, que era bastante pusilá-nime, como el fiscal de la nación, convocasen a un Con-cilio nacional, con el fin de hacer conocer las leyes con-cordatarias y resolver su cumplimiento. El Concilio deci-dió que todas las leyes canónicas relativas a las costum-bres y la disciplina del clero, serían puestas en vigor, quelos escándalos serían reprimidos, y que se cumpliría es-trictamente el ritual de la sagrada liturgia. García Morenoinstó vivamente a los Obispos que hiciesen observar lasdisposiciones del Concilio. «En cuanto a mí –dijo–, osayudaré con todo el poder; vuestros decretos serán res-petados; pero a vosotros os toca juzgar y castigar a losculpables». Muy preocupado por el peso de la carga quese le venía encima, el arzobispo de Quito le confesó aGarcía Moreno que estaba atemorizado por las conse-cuencias de la represión de los abusos. «¿Qué importa? –le respondió el Presidente–. Es preciso sacrificar la vida,si Dios lo quiere, por el honor de su Iglesia».

Punto central de la reforma del clero era el estableci-miento de tribunales eclesiásticos para evitar que los sa-cerdotes aseglarados apelasen a tribunales civiles. Así sehizo y con fruto. Otro tema de preocupación lo consti-tuía la soledad de los párrocos, perdidos en las enormesextensiones del Ecuador. Pío IX, siendo todavía jovensacerdote, había conocido la inmensidad de nuestras pam-pas, con motivo de su viaje por Argentina y Chile, inte-grando la comitiva de la misión Muzzi, y así comprendiófácilmente la conveniencia de aumentar el número de lassedes episcopales. García Moreno solicitó la creación detres nuevas diócesis: Ibarra, Riobamba y Loja. A la sombrade cada obispado debía fundarse un seminario, para for-mar nuevas generaciones de sacerdotes verdaderamenteapostólicos.

El problema más arduo lo constituían las congregacio-nes religiosas, pobladas de sacerdotes jiróvagos. A pedi-do de García Moreno, el Santo Padre envió un delegadoapostólico con la misión de poner orden. Se produjo en-tonces una especie de desbandada; algunos se secu-larizaron, otros huyeron, por lo que el Presidente, que,como se ve, era una especie de «obispo de afuera», semovió a traer de Europa nuevos religiosos, más idóneosy espirituales, para reemplazar a los desertores, lo que nodejó de ocasionarle críticas.

En 1861 el arzobispo de Quito hizo varios nombra-mientos de párrocos. García Moreno se negó a confir-marlos, porque según le dijo al prelado, eran «tahúres ylibertinos». El Arzobispo le respondió que todos los hom-bres tenían debilidades y que era un error ser demasiadoduro con un hermano en falta. García Moreno no simpa-tizaba con dicho prelado. Refiriéndose a él, le decía encarta a un amigo suyo: «Es una desgracia que el señorRiofrío sea Arzobispo», y luego agregaba: «La integridadsin firmeza, es como color sin cuerpo». Incluso llegó aafirmar que si su propio hermano sacerdote, Manuel,fuese elegido, como se rumoreaba, para obispo de Cuen-ca, «sería una calamidad deplorable».

A algunos les parecerá insólita la manera desenvueltacon que García Moreno se refiere o se dirige a los curasy obispos. En realidad, dicha manera de proceder no essino una expresión de la libertad que caracteriza a loshijos de Dios. En cierta ocasión le hizo saber al Papa quealgunos prelados y parte del clero se estaban oponiendoal Concordato. Otra vez se le quejó del Nuncio, porque

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era condescendiente con los obispos, o no se ocupabade la división de las diócesis. Varias anécdotas son reve-ladoras de esa libertad de espíritu. Estaba cierta vez dis-cutiendo con el Nuncio, cuando entró en el cuarto don-de hablaban un oso domesticado, propiedad del enviadode la Santa Sede. «Mire usted –le dijo el prelado– cómohasta los animales feroces se domestican con el buenmodo». A lo que García Moreno respondió: «Es que eseoso no ha sido fraile». En otra oportunidad, volviendo deuna de sus muchas batallas, en la que había resultadovencedor, al llegar a Quito encargó una misa solemne enla catedral, pidiéndole al Nuncio que la celebrase. Éste seexcusó, aduciendo que su ministerio era de paz. GarcíaMoreno, indignado, dispuso que le cerraran las puertas dela catedral. Como se ve, no era un acólito, ni un servil.

Hemos tratado de reseñar, a grandes líneas, su obra derestauración nacional, llevada adelante en medio de in-contables obstáculos. A principios de 1864, García Mo-reno se sentía agobiado por el número de problemas, yse preguntaba si le sería posible seguir luchando contratodas las fuerzas revolucionarias del interior y del ex-tranjero, que sobre él presionaban sin cesar. Los libera-les y los radicales no se detenían en su propósito irre-nunciable de anular el Concordato. Los francmasonesde Colombia seguían adelante en su plan de unirse a losdel Perú, haciendo pie en el infaltable Urbina, para urdirnuevas invasiones.

En 1865, año en que terminaba la gestión que habíaasumido cuatro años atrás, García Moreno presentó suMensaje al Congreso, que se había reunido para elegirnuevo Presidente. Como el aspecto de su gobierno máscuestionado era la represión que empleó para acabar conlos levantamientos, le pareció conveniente ofrecer unaaclaración:

«En la alternativa inevitable de entregar el país en manos deinsignes malhechores o de tomar sobre mí la responsabilidad desalvarlo escarmentándolos en el patíbulo, no debía ni podía vaci-lar». Luego enumeró los resultados de su gestión: saneamiento delas finanzas, administración depurada, ejército regido por la disci-plina, iniciación de la reforma del clero, comienzo de grandes obraspúblicas, fundación de escuelas y colegios...

IV. La segunda presidenciaLos días de García Moreno en el poder se iban termi-

nando. Diez corporaciones de Quito, compuestas porobreros, propietarios y ciudadanos distinguidos, le en-tregaron una medalla de oro con una dedicatoria: «¡AGarcía Moreno, modelo de virtud, como recuerdo delos servicios hechos a la patria!», expresándole así suagradecimiento porque había salvado al Ecuador del nau-fragio. En sentido inverso, algunos pidieron que se lehiciera un juicio por sus actos presuntamente arbitra-rios, lo que provocó la indignación de los patriotas, se-gún los cuales sólo lo podían atacar los demagogos in-morales por haberles salido al paso, así como losanarquistas y comunistas, por haber salvado a la nación.De hecho, su gobierno había sido el único en Hispano-américa no sometido a las logias. Difícilmente podríanperdonarle los cuatro años durante los cuales había teni-do sujetos a radicales y liberales en las cámaras y en loscampos de batalla.

García Moreno, mientras tanto, estaba pensando ensu sucesor. Luego de considerarlo detenidamente, pusolos ojos en Jerónimo Carrión, hombre sencillo y religio-so, al que adhirieron los conservadores. La oposición sedividía entre dos candidatos: Pedro Carbó, apoyado porlos radicales e íntimo amigo de Urbina, y Gómez de laTorre, caudillo del partido liberal. Carbó, aunque nefas-to, era un verdadero inútil. Un día en que, caminando

por la calle con un amigo suyo, torpe como él, se encon-tró con García Moreno, acompañado de un grupo desus seguidores, éste comentó con gracejo: «Ahí va lanulidad en dos tomos». Entendiendo Carbó que sus po-sibilidades de éxito eran nulas, acabó por expatriarse aLima, de modo que los radicales tuvieron que alinearsetras el candidato liberal, Gómez de la Torre.

Los cómputos favorecieron a Carrión, el preferido deGarcía Moreno. Urbina, que estaba en Lima, se pusofurioso. Y mandando de paseo el sufragio universal, con-vocó a una guerra civil. Enseguida organizó una flota yse acercó a Guayaquil, fondeando en la rada de Jambeli,a unas siete leguas de aquella ciudad. El general Flores,tan patriota en los últimos años de su vida, había muer-to.

De modo que García Moreno, todavía en el poder, tuvoque tomar la jefatura del ejército. En tres días llegó aGuayaquil. No nos es posible relatar por menudo los ava-tares de esta campaña. Lo cierto es que el Presidente ysus hombres, puñal en mano, se lanzaron contra el ene-migo, en un acto de temeridad, y abordaron sus barcos,derrotándolo completamente. Los prisioneros fueron juz-gados, y los más culpables, condenados a muerte. Estaacción pasó a los libros de historia con el nombre deCombate de Jambelí. Tras la victoria, García Morenoretornó a Quito, preparándose para entregar el poder alcandidato electo.

1. El interregnoSubió Carrión al poder, pronunciando un magnífico

discurso. Pero enseguida comenzó a experimentar pre-siones de todos lados, y no teniendo el temple de GarcíaMoreno, buscó quedar bien con los liberales y con losradicales. La camarilla liberal lo aplaudía con reservas;los radicales mismos, algunos de ellos antiguos exiliadosque volvían de Perú o de Colombia, se declararon satis-fechos con el nuevo gobernante. Mala señal. Ambos gru-pos, que ahora tenían plena libertad de acción, comen-zaron a imprimir periódicos impíos e inmorales. En ellosexaltaban a Carrión, cuya política, decían, contrastabagloriosamente con «las ideas despóticas» de García Mo-reno.

Cuando en el parlamento se propuso elegir a este últi-mo comandante en jefe del ejército, fue Carrión quien senegó a refrendar la designación. Otros grupos, dirigidospor las logias, llegaron más allá, pidiendo la cabeza deGarcía Moreno. Carrión, víctima de su equilibrismo, aca-bó por decidir que su antecesor se alejara de Ecuador.

a. Misión diplomática a ChileEn los primeros días de año 1866, sucedió un hecho

no carente de gravedad. A raíz de un conflicto inicial-mente diplomático, el gobierno peruano había declaradola guerra a España. Chile, haciendo causa común conPerú, entró también en lucha contra la Madre Patria. Entales circunstancias el gobierno ecuatoriano, que habíatomado partido en favor de las dos naciones hispano-americanas, decidió enviar a Chile a García Moreno comodiplomático. El título colorado fue la decisión de firmarcon dicho país un «tratado de comercio y navegación»,por lo que el Presidente reclamaba «la colaboración pa-triótica de su ilustre predecesor», que allí iría como mi-nistro plenipotenciario. García Moreno entendió inme-diatamente que se trataba de una jugada para alejarlo.Aunque no tenía la menor influencia en el gabinete, susola presencia en el Ecuador turbaba el sosiego de losrevolucionarios. Sin embargo, puenteando la maniobra,aceptó el nombramiento. Su estadía en Chile le serviría

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para tomarse un descanso.Se embarcó hacia el puerto de Callao y desde allí tomó

el tren en dirección a Lima. Los refugiados ecuatorianosque vivían en Perú ya habían anunciado que si GarcíaMoreno se atrevía a poner los pies en Lima sería saluda-do a balazos. Y así fue. Ni bien descendió al andén, unhombre le disparó dos tiros en la cabeza. No habiendoacertado, García Moreno logró sujetar al agresor y loapretó contra una columna. Pero éste se zafó y disparóde nuevo, hiriéndole otra vez. García Moreno sacó en-tonces su revólver, pero cuando le iba a tirar, llegó lapolicía. El fracasado asesino era sobrino de Urbina yhermano de unos de los fusilados luego de la batalla deJambelí.

Los radicales, que en el Perú estaban en el gobierno,tergiversaron el hecho, haciendo que el asesino, ampa-rado por las logias, apareciese como víctima de un arran-que del «siempre violento» García Moreno, el cual aca-bó siendo censurado por el tribunal. Carrión, desde Qui-to, no abrió la boca para defender a su emisario. GarcíaMoreno se había salvado milagrosamente de la muerte.Nos dicen sus biógrafos que este hecho lo impresionóvivamente y que estuvo en el origen de un período dedecidida transformación espiritual. Si hasta entonces habíasido un católico ferviente, desde ahora su alma se eleva-ría a gran altura.

Una vez repuesto de las heridas, continuó su viaje ofi-cial a Chile, por más que sus amigos le advirtieron queotros conjurados lo esperaban en Valparaíso, y que qui-zás el gobierno de aquel país se negaría a admitir a unembajador acusado de intento de homicidio. Mas no fueasí. El presidente de Chile y sus ministros lo recibieroncon todos los honores. En el discurso que pronuncióGarcía Moreno el día de su recepción oficial, se refirió ala necesidad de estrechar vínculos entre los países his-panoamericanos:

«La naturaleza nos destinó a formar un gran pueblo, en la másbella y rica porción del globo, y nosotros, en vez de mirarnos comofamilias libres y distintas de una sola nación, nos hemos obstinadoen considerarnos como extranjeros y a veces como enemigos; yaunque nuestros intereses económicos se armonizan de una mane-ra admirable, pues cada una de nuestras regiones produce lo quefalta en las otras, hemos casi prohibido, por medio de aduanas ytarifas, el ventajoso cambio de nuestros productos, y detenido,por consiguiente, el vuelo de nuestra industria. Pero llegó el día deque todas las creaciones de una política egoísta apareciesen comoson, inútiles o perniciosas; el peligro indujo a reunirse a los que nohabían dejado de formar un solo pueblo, y la injusta agresión deEspaña ha restituido a una parte de la América la fuerza de cohe-sión que le habían arrebatado funestos errores».

En los seis meses que pasó en Chile, García Morenodesarrolló una intensa actividad. Asistió a tertulias y ac-tos académicos, o pronunciaba conferencias, siempredefendiendo su concepción de la política y la herman-dad hispanoamericana. La misión fue un éxito. Se fir-maron convenios postales, diplomáticos y económicos.El gobierno chileno otorgó 18 becas para que jóvenesdel Ecuador y del Perú, sus aliados, pudiesen estudiargratuitamente en Santiago. En el discurso con que GarcíaMoreno respondió a dicha concesión, elevó el asuntohacia un nivel de cooperación superior:

«Ojalá que este vasto plan llegue pronto a plantearse, y se acer-que el día en que, para defenderse, no necesite más la América delSur ir a buscar en tierra extranjera los elementos de resistencia acosta de enormes sacrificios y a merced de los que, sin cesar deexplotarnos, nos humillan y desprecian».

Señala Manuel Gálvez que al hablar así, el estadista ecua-toriano se mostró precursor de la prédica nacionalista delos argentinos frente al imperialismo yanqui e inglés.

Como se ve, el expediente maniobrero de los radicalesecuatorianos les había salido por la culata. Gracias a suactuación en Chile, García Moreno pasó a ser una figurade prestigio internacional. Volvió a Quito, y tras dar cuentaa Carrión de su cometido, se retiró a Guayaquil.

Mientras tanto, las cosas en el Ecuador no andabannada bien. El gobierno de Carrión, renovando los litigiosentre la Iglesia y el Estado, suspendió la ejecución delConcordato y restauró el antiguo régimen del Patronato.¿No se estaba haciendo necesaria la vuelta de García Mo-reno al escenario político? Así lo pensaron los conserva-dores, y lo propusieron como senador para el próximoCongreso. Según era de esperar, resultó electo holgada-mente. Sin embargo la Cámara, compuesta por una ma-yoría liberal, resolvió negarle el acuerdo. Precisamenteen esos momentos García Moreno estaba ingresando enel palacio para asumir. «¡Es él, es García Moreno!», ex-clamaron con asombro cuando lo vieron subir las esca-leras. Entró en el salón de sesiones y los allí presentes selevantaron para recibirlo. Con todo, al día siguiente, lacomisión encargada proponía la admisión de todos lossenadores que habían sido electos, con excepción deGarcía Moreno. Conociendo de antemano el resultado,no quiso éste esperar el final de la comedia y se retiró.

La situación política había llegado a un pico máximode tensión. Carrión, presa del temor, no atinó sino a nom-brar un gabinete de amigos íntimos de García Moreno.Pero ante el repudio de los radicales, les pidió enseguidala renuncia, para poner otros de signo contrario. La polí-tica pendular de siempre, y ahora llevada hasta el ridícu-lo. Abandonado de todos y presionado por la Cámara,Carrión debió presentar su renuncia. El caos era inmi-nente. García Moreno pasó a ser la figura imprescindi-ble, logrando que el vicepresidente convocase a los elec-tores para nombrar un nuevo Presidente.

El escogido fue Javier Espinosa, quien subió con elencargo de gobernar durante dieciocho meses, esto es,hasta el término del período constitucional.

b. Se retira a una estanciaEspinosa era un hombre honesto, conservador y cató-

lico. Sin embargo, como varios de sus antecesores, sedejaría prender, él también, en las redes del liberalismo,formando un gabinete de ministros heterogéneos. La anar-quía se acrecentaba día a día, en los diarios se leían losrumores más terribles. La gente esperaba una mano dura.Pero Espinosa no hacía sino pedir pruebas legales paratodo, con lo que postergaba indefinidamente cualquiertipo de medida correctiva. Señalemos, de paso, en rela-ción con lo que estamos relatando, una seria deficienciaen la personalidad política de García Moreno y es la faci-lidad con que se engañaba en la apreciación de la gente.Dos veces había propuesto a hombres concretos paratomar las riendas del Gobierno –Carrión y Espinosa–, yen ambos casos se había equivocado. Los dos se mos-traron ineptos, sin fuste, timoratos y componenderos conlos liberales.

Sea lo que fuere, en las actuales circunstancias losamigos de García Moreno entendían que sólo éste podíasalvar a la Patria. Pero él no creyó llegado el momento.Descorazonado ante la defección de Espinosa, que habíadesairado su confianza, decidió retirarse al campo, arren-dando en el norte del país, no lejos de Ibarra, la estanciade Guachala, con la intención de explotarla personalmente.Sólo así podría reponer el desgaste físico y psicológicoque había sufrido en los años tan intensos que acababande transcurrir.

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Su mujer, Rosa Ascasubi, había muerto, y acababa decasarse en segundas nupcias con Mariana de Alcázar,sobrina de los Ascasubi. La familia de Mariana no oculta-ba su temor por este casamiento, previendo momentosmuy dramáticos para el Ecuador, que podrían incluir elasesinato de Gabriel. Las contrariedades de los últimostiempos habían sido ininterrumpidas: el atentado de Lima,la anulación de su pliego de senador, y finalmente la pér-dida de una hija. García Moreno llevó a Mariana a laestancia. Allí no sólo descansaría, sino que también po-dría acrecentar sus bienes, ya que su situación econó-mica no era holgada. Esta etapa de su vida nos revelauna nueva faceta de su rica personalidad, la del hombrede campo, dirigiendo a sus peones, arreando la hacienday arrimando a veces el hombro, en plena comunión consu nueva esposa.

Pero Dios no quería que este hombre extraordinariotuviese un momento de reposo. El 13 de agosto de 1868,toda la provincia de Ibarra se revolvió sobre sí misma araíz de intensos terremotos. La tierra se abría, las casasse desplomaban, hombres y mujeres desaparecían bajolos escombros, muriendo la mitad de la población. Paracolmo, bandas de forajidos se lanzaron al saqueo y losindios salvajes de esa región, dando pábulo al resenti-miento dormido, se arrojaron contra los blancos al gritode «¡Viva el gran Atahualpa!». El gobierno de Quito nosabía qué hacer. Al fin envió un emisario a García More-no con el siguiente mensaje:

«La lamentable situación a que ha quedado reducida la desventu-rada provincia de Imbadura –Ibarra– exige medidas extraordinarias,y sobre todo, un hombre de inteligencia, actividad y energía quedistingue a usted. En esta virtud, el supremo gobierno... tiene a bieninvestir a usted de todas las facultades ordinarias y extraordinarias[...] teniendo bajo su dependencia a las autoridades políticas, admi-nistrativas, militares y de hacienda, y obrando con el carácter dejefe civil y militar de la provincia, proceda a dictar cuantas provi-dencias juzgue necesarias para salvarla de su ruina».

García Moreno no dudó un instante. Saltando sobresu alazán, se dirigió a las zonas más afectadas, llevandoayuda, reprimiendo a los salteadores y reduciendo a losindios alzados. En poco tiempo retornó el orden a toda laprovincia. Aquel éxito suscitó nuevas iras en las filas desus enemigos. Cuando, un mes más tarde, García More-no tuvo que abandonar Ibarra, que poco a poco se ibarecuperando, todo el pueblo acudió para despedirlo. «Alsalvador de Ibarra», grabaron en una medalla de oro.

c. Presidencia interinaEn 1869, Espinosa terminaba de completar el período

del presidente renunciante. Los conservadores, que sibien no formaban todavía un partido político, consti-tuían sin embargo un factor de presión, pensaron otravez en García Moreno como próximo Presidente, peroéste se rehusó terminantemente. Más aún, fue entoncescuando confesó que había cometido un grave error alhaber aceptado la presidencia en 1861, porque no eraposible gobernar como correspondía con una Constitu-ción tan absurda. Mientras tanto, las cosas iban de malen peor, lo que movió a García Moreno a poner en dudasu anterior resolución.

Cuando comprendió que «los enemigos del catolicis-mo y de la Patria, los partidarios de Urbina, que hoy sellaman liberales», daban muestras de querer retornar alpoder, entonces decidió aceptar la candidatura que lehabían ofrecido. A aquellos enemigos, dijo, «se han uni-do ahora algunos a quienes mueven intereses no trans-parentes o el despecho de innobles rencores, y otros quellamándose católicos son enemigos del Concordato, seburlan del Sumo Pontífice y del Syllabus, y regalan el

apodo jansenístico de ultramontanos a los verdaderoshijos de la Iglesia. Esta unión, lejos de arredrarme, es unsegundo y poderoso motivo para justificar mi acepta-ción». En las actuales circunstancias señaló, ya no sepodía esperar nada de los eternos «centristas» y «equili-brados», o mejor, equilibristas, que siempre acababan in-clinándose por lo peor. Luego agregaba:

«Para concluir, justo es dar a conocer cuáles serán los principiosdirectores de mi conducta si la nación me llama a gobernarla. Res-peto y protección a la religión católica que profesamos; adhesiónincontrastable a la Santa Sede; fomento de la educación basadasólidamente en la moral y la fe; complemento y difusión de laenseñanza en todos sus ramos; conclusión de los caminos princi-piados y apertura de otros según las necesidades y recursos delpaís; garantías para las personas y la propiedad, para el comercio,la agricultura y la industria; libertad para todo y para todos, menospara el crimen; represión justa, pronta y enérgica de la demagogia yde la anarquía; conservación de las buenas relaciones con nuestrosaliados, con las otras naciones hermanas y en general con las demáspotencias con las que nos ligan vínculos de amistad y de comercio;colocación en los empleos de los hombres honrados, según su mé-rito y aptitudes; en una palabra, todo lo que tienda a hacer delEcuador un país moral y libre, civilizado y rico, he aquí lo que meservirá de regla y de guía en el ejercicio del poder supremo si el votopopular me designa para ejercerlo».

Comenta el P. Alfonso Berthe: «He aquí el programa de la civili-zación católica en todo su esplendor. Lenguaje tan noble es el de ungran cristiano y gran patriota, que no quiere engañar ni a los conser-vadores ni a los revolucionarios. Los conservadores deben saberque este católico sin mezcla, no se inclinará jamás a las doctrinasliberales, y los revolucionarios que tienen delante de sí al ángelexterminador». Y conste, agrega aquel biógrafo suyo, «que ésta noera una profesión de fe de pacotilla, como las que se suele fijar enlas esquinas en tiempos de elección; era el plan meditado y detalla-do del magnífico edificio que este genio político quería levantarsobre las ruinas de la revolución».

De todo el país comenzaron a llegar, uno tras otro,mensajes de apoyo. Sus enemigos, no sólo los ecuato-rianos sino también los del Perú y de Colombia, trina-ban. En espera de los acontecimientos, García Morenoseguía viviendo apaciblemente en su estancia, en mediode la hacienda y los trigales.

Un día llegaron a su casa de campo algunos amigospara decirle que era preciso actuar, que se estaba fraguan-do una rebelión armada para tomar el poder, y resultabaurgente su presencia. Si no, el pueblo caería una vezmás en manos de la gente de Urbina. Le contaron todoslos detalles de la revuelta, que comenzaría en Guayaquil.Se sabía, asimismo, de un pacto secreto entre Urbina yMosquera, según el cual Ecuador quedaría desmembra-do; su parte limítrofe con Colombia se declararía inde-pendiente, aunque de hecho sometida a la nación conti-gua. Luego una banda liquidaría a García Moreno enGuachala. El caudillo no necesitó oír más. Horas des-pués, partía con sus amigos hacia Quito.

Al llegar a la capital, vio que la cosa iba en serio y erainminente. Espinosa parecía no advertir nada. GarcíaMoreno pensó entonces que se daban todas las condi-ciones requeridas para promover un golpe de Estado.¿Era acaso lícito permitir que el país cayese otra vez enmanos de Urbina, presenciando con los brazos cruzadosel desmembramiento de la Patria, la ruina de la religión yel triunfo del ideario masónico?

«Caballeros, seremos golpistas a la fuerza. Ya sólo nosqueda coger las armas y encomendarnos a Dios». Ense-guida envió emisarios a todo el país para que cuandoestallase el golpe las diversas provincias se adhirieran.Él, mientras tanto, se dirigió a Guayaquil, por ser unlugar crucial. Allí empezaría la revolución. A las doce dela noche se dirigió al cuartel, seguido de un puñado delos suyos. El centinela le gritó el quién vive. «García

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Moreno», respondió. El soldado, muy nervioso, le pre-guntó qué quería a esa hora. «Quiero salvar la religión yla Patria. Ya me conoces. Déjame pasar». «¡Viva GarcíaMoreno!», gritó el centinela. Reunió entonces a los jefesy oficiales y les dijo que Urbina intentaba sublevar elpaís, y que venía para recabar la adhesión del ejército ydefender así la religión y la patria. «¡Viva García More-no!», exclamaron. El caudillo tomó el mando de las tro-pas. Los habitantes de Quito, por su parte, recorrían lascalles, vivando, ellos también, al héroe.

Luego se redactó un acta. «Desde esta fecha cesa el actual gobier-no en el ejercicio de su autoridad, y se encarga el mando de larepública, en calidad de presidente interino al señor doctor donGabriel García Moreno... Se convocará una convención o asambleanacional que reforme la Constitución política del Estado. El pro-yecto de la Constitución que se acordare, se someterá al examen yaprobación del pueblo».

Enseguida el recién nombrado hizo pública una pro-clama que dirigió a toda la nación. Comenzaba dandocuenta de la situación del país: los agentes de Urbina quepreparaban la entrega de Guayaquil y la emancipacióndel norte, la desidia del Presidente de la República, do-minado por la pusilanimidad, etc., para concluir que se-guir apoyando a ese Gobierno no era sino favorecer alos traidores y colaborar en la destrucción de la Patria.Declaraba luego su aceptación del cargo sólo por untiempo, hasta que lograse asegurar el orden y reformarlas instituciones. Luego dejaría el mando para entregarloal que fuese designado por el pueblo. Tras requerir elapoyo de todas las provincias, volvió a Guayaquil, paraapoderarse del depósito de armas que allí había almacena-do Urbina. Desde todos los rincones del país llegó la adhe-sión de los ecuatorianos a esta revolución incruenta.

García Moreno ya era Presidente, pero quiso dejar bienen claro que sólo de manera interina, renunciando deantemano al mandato presidencial. Su propósito funda-mental durante este interinato se reduciría a asegurar elfuturo de la nación, dotándola de una Constitución ver-daderamente nacional y católica. Para lograrlo, se hacíamenester tomar algunas medidas colaterales. Una de ellastenía que ver con el futuro de la Universidad de Quito,que tanto influía en las capas pensantes de la sociedad.García Moreno la conocía muy bien, ya desde sus añosde estudiante, cuando los profesores le enseñaron erro-res perniciosos; luego como rector, luchando en vanocontra las ideas liberales que impregnaban la enseñanza,y finalmente como Jefe de Gobierno, encontrando laoposición del Consejo de instrucción pública.

La Universidad era, ahora, una institución enemiga dela autoridad de la Iglesia y del recto orden natural. Lamedida que tomó fue tajante.

Tras afirmar que «ha llegado a ser un foco de subversión de lasmás sanas doctrinas», resolvió: «Queda disuelta la Universidad.Quedan igualmente suprimidos el Consejo General de instrucciónpública, los Consejos académicos y comisiones de provincia».

Otro tema urticante era el del Concordato. En los últi-mos años, los liberales habían logrado impedir, parcial-mente al menos, sus buenos efectos, sobre todo en loque toca a la reforma del clero, presionando sobre Romahasta lograr la supresión del fuero eclesiástico, con laconsiguiente merma del poder de los obispos. GarcíaMoreno quería que la Iglesia fuese realmente libre, y así,previo arreglo con la Santa Sede anuló la mutilación quese había perpetrado.

d. Convocatoria a elecciones y nueva ConstituciónEstas medidas, junto con otras de menor importancia,

dejaron el camino expedito para la convocatoria a elec-

ciones de convencionales. La asamblea debía compo-nerse de treinta diputados, tres por provincia, cuyo prin-cipal cometido era votar una nueva Constitución, quefuese realmente católica. Semejante perspectiva sulfuróa los enemigos a tal punto que, para evitarlo, estalló unaconjura al grito de «¡Viva Urbina!». El grito cayó en elvacío, ya que la gente había depositado toda su confian-za en García Moreno. Los diputados de la Convención,casi todos de buena línea, se reunieron con él, y le ase-guraron que tratarían de reformar la Constitución deacuerdo a lo que debía ser, pero que luego se necesitaríaun brazo enérgico para hacerla cumplir, insinuándole conello que desde ya lo vislumbraban como el futuro Presi-dente. Él les respondió que estaba atado por su palabrade honor de ser sólo «interino».

El proyecto trazado por García Moreno tendía a dosgrandes objetivos: el primero armonizar la Constitucióncon la doctrina católica, y el segundo investir a la autori-dad del vigor suficiente para vencer la subversión.Piénsese que en 39 años hubo en Ecuador cerca de cin-cuenta revoluciones y motines.

«La civilización moderna, creada por catolicismo –les dijo a losconvencionales en el discurso inaugural–, degenera y bastardea amedida que se aparta de los principios católicos; y a esta causa sedebe la progresiva y común debilidad de los caracteres, que puedellamarse la enfermedad endémica del siglo. Nuestras institucioneshan reconocido hasta ahora nuestra feliz unidad de creencia, únicovínculo que nos queda en un país tan dividido por los intereses ypasiones de partidos, de localidades y de razas; pero limitándose aese reconocimiento estéril, ha dejado abierto el camino a todos losataques de que la Iglesia ha sido blanco con tanta frecuencia. Entreel pueblo arrodillado al pie del altar del Dios verdadero y los enemi-gos de la religión, es necesario levantar un muro de defensa, y estoes lo que me he propuesto, y lo que creo esencial en las reformasque sostiene el proyecto de constitución. Por lo que toca al ensan-che de las atribuciones del Poder Ejecutivo, la razón y la experienciahan puesto fuera de duda que un gobierno débil es insuficiente ennuestras agitadas repúblicas para preservar el orden contra los quemedran en los trastornos políticos».

Vuelto a casa, presentó su renuncia oficial a la presi-dencia de la asamblea, que ésta rechazó ya que, según ledijeron en un documento firmado por todos sus miem-bros, había de serlo hasta el fin de la misma. Él se negóterminantemente. Lo nombraron entonces general en jefedel ejército:

«Considerando que el ilustre ciudadano Gabriel García Morenoha mandado varias veces en campaña el ejército de la república, ycombatido en mar y en tierra con heroico denuedo; que por lasbrillantes cualidades que posee como guerrero, y los reiterados yeminentes servicios que ha prestado a la nación, los generales, jefesy oficiales del ejército y de la guardia nacional han hecho constantesvotos porque ocupe el primer puesto en la escuela militar...: senombra al señor Gabriel García Moreno general en jefe del ejérci-to». Tras siete días de reflexión, respondió que aceptaba el nombra-miento «por el deber de seguir defendiendo la religión y la patria».

Dijimos que dos eran los temas principales. El prime-ro, la reforma de la Constitución. García Moreno veía enla Carta Magna la quintaesencia de una nación, la granimpulsadora de su vida material y moral. Pensaba, conrazón, que en sus líneas esenciales no podía dependerdel capricho de los ciudadanos, sino de la voluntad deDios. Como político católico que era, creía que Dioshabía enviado a su Hijo a la tierra para reinar no sólo enlos corazones sino también en las sociedades, fueran és-tas familiares o sociales, y que, en consecuencia, las Cons-tituciones de los pueblos debían estar impregnadas por elespíritu del Evangelio.

La Iglesia, esposa de Cristo, depositaria de su poder y desus tesoros, tenía que ser algo así como el alma de lanación. El Estado, disponiendo de la espada, había deencargarse de la defensa de la Iglesia contra los enemi-

Gabriel García Moreno

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gos del orden cristiano a fin de asegurar su libertad deacción, es decir, la libre comunicación de sus bienes alpueblo, y también de la promoción del bien común de lasociedad, trabajando en pro de un recto orden temporal,a fin de que los hijos de la Iglesia pudiesen gozar de laañadidura prometida a los que buscan ante todo el reinode Dios y su justicia. Este segundo poder se uniría a laIglesia como el cuerpo al alma, derivándose de esa uniónserena el buen orden de la sociedad. No otra sería ladoctrina de la encíclica De constitutione civitatum chris-tiana, promulgada por León XIII pocos años despuésde la muerte de García Moreno. Como se ve, éste fue unprecursor de dicha doctrina y un ejecutor de la misma.

La reforma de la Constitución fue quizás la obra másaudaz de García Moreno. Porque su propósito no fue lamera promulgación de una Constitución más –¡esta eraya la séptima!–, sino la de dar al Ecuador, por fin, unaConstitución como Dios manda, una Constitución cató-lica, que pudiera ser absolutamente definitiva, salvo endetalles. Hasta entonces la Revolución había intentadomodelar al Ecuador según sus principios, reemplazandola soberanía de Dios por la soberanía del pueblo. Se ha-bía hecho creer a la gente que la nueva república nacíasobre los escombros de la cultura hispánica, basándoseen el espíritu de 1789 y la Declaración de los derechosdel hombre. No pocos católicos, aun influyentes, esta-ban convencidos de lo mismo, llegando a aceptar la sub-ordinación de la Iglesia al Estado bajo una fórmula hipó-crita: «Iglesia libre en Estado libre». Para ellos eso eraestar con los tiempos, con la civilización moderna. LaIglesia se había encargado de condenar tales ideas.

Fue sobre todo Pío IX, en su Syllabus, quien afirmóque la Iglesia no podía reconciliarse con la civilizaciónmoderna, es decir, con la civilización brotada de los prin-cipios de la Revolución francesa. En los países católi-cos, el catolicismo debía ser la religión del Estado, aun-que a veces se pudiese tolerar el error, para evitar malesmayores. García Moreno se había propuesto aplicar en supatria esta doctrina. Refiriéndose a los católicos liberales,que atacaban al Syllabus, decía:

«No quieren comprender que si el Syllabus queda como letramuerta, las sociedades han concluido; y que si el Papa nos ponedelante de los ojos los verdaderos principios sociales, es porque elmundo tiene necesidad de ellos para no perecer».

La Constitución que hizo aprobar, totalmente confor-me a los principios del Syllabus, fue la refutación viva delo que afirmaban no pocos liberales católicos, a saber,que aquellos principios eran inaplicables, o suponían unsistema absolutamente ideal, que de ningún modo existeni puede existir en la realidad.

Por eso si las Constituciones de índole liberal, embebi-das en el espíritu de la Revolución, suelen comenzar conuna apelación a la nueva divinidad, el pueblo soberano,en el proyecto que García Moreno presentó de la suya, yque fue finalmente aprobado, aparecen estas palabras,que eran las que solían encontrarse en las Cartas tradi-cionales: «En el nombre del Dios uno y trino, autor, con-servador y legislador del universo, la convención nacio-nal del Ecuador ha decretado la siguiente Constitución».

Para que no quedasen dudas, en su primer artículo sedeclara: «La religión de la República es la católica, apos-tólica, romana, con exclusión de cualquier otra, y se con-servará con los derechos y prerrogativas de que debegozar, según la ley de Dios y las disposiciones canóni-cas. Los poderes políticos están obligados a protegerla yhacerla respetar».

No era sino el reconocimiento formal de la soberanía

de Cristo y de su Iglesia. Ésta podía de nuevo poseerbienes, custodiar la enseñanza, organizar tribunales ecle-siásticos, convocar sínodos, elegir a sus pastores. Deningún modo el Estado quedaba debilitado, sino al revés.Y en cuanto a los dos poderes, el civil y el eclesiástico,ya no se encontraban enfrentados, sino el uno junto alotro, en estrecha unión.

Para mantener la serenidad de esta unión, se considerónecesario excluir a los factores de discordia. Por ello, enel artículo que trata de los derechos de los ciudadanos,García Moreno introdujo esta cláusula: «No puede serelecto, ni elegible, ni funcionario público en cualquiergrado que sea, quien no profese la religión católica».Hoy parece un artículo francamente discriminatorio. Peroentonces se consideró necesario para ser coherentes conel artículo primero y evitar la infiltración de principiosanticatólicos en la sociedad. Este artículo fue votado porunanimidad, con la excepción de dos diputados. Asimis-mo se declaró «privado de sus derechos de ciudadanotodo individuo que perteneciese a una sociedad prohibi-da por la Iglesia». Artículo osado éste, ya que enfrentabadirectamente a la masonería. Desde aquel día en las logiasse comenzó a soñar con pistolas y puñales.

Consagrada la catolicidad del Estado, había que pen-sar en la restauración del poder político. Desde la inde-pendencia de la República, dicho poder se había vistodebilitado, principalmente por obra de los liberales, quedefendían la libertad de prensa, de los clubes impíos, delas sectas, en una palabra, la libertad del mal. En talescondiciones la autoridad poco podía hacer, atada, comoestaba, de pies y manos, ya que las normas que debíahacer cumplir dependían de las mayorías cambiantes delos legisladores, quienes promulgaban leyes a su arbi-trio, sin atender lo que prescribe la ley divina o la natural.La Constitución fortaleció así el Poder Ejecutivo, deci-diendo que el Presidente fuese elegido por seis años, pu-diendo ser reelecto una sola vez.

García Moreno quiso que la Carta Magna fuese ple-biscitada. Así se hizo y resultó aprobada por catorce milelectores contra quinientos. Quedó de ese modo demos-trado, escribe Berthe, cómo en medio de la apostasíageneral de las naciones, existía aún un pueblo cristianosobre la tierra.

Faltaba por resolver un problema fundamental. ¿Quiénharía cumplir la Constitución? Había un consenso gene-ral de que no podía ser otro que García Moreno. Así selo hicieron saber los diputados, que eran quienes debíanelegir al Presidente. Él objetaba que había comprometi-do su palabra de honor de que se entregaría el poder aotro. Los legisladores insistieron: un juramento queinvolucra la destrucción de la Patria no puede ser obliga-torio. Sus enemigos se erizaron, calificándolo de traidor yperjuro si aceptaba el nombramiento.

El 20 de julio, la Convención se reunió en la iglesia dela Compañía donde, tras una misa solemne, se procedióa la designación del Presidente de la República. GarcíaMoreno fue elegido por unanimidad. Todos lo votaronmenos uno. Él se rehusó, pero ellos le dijeron que nopodía hacerlo porque la Convención así lo había decidi-do. Luego de una ponderada deliberación, acabó por acep-tar, y el 30 de julio se dirigió a la catedral para asumir:

«Juro por Dios Nuestro Señor y estos Santos Evangelios desem-peñar fielmente el cargo de presidente de la República, profesar yproteger la religión católica, apostólica, romana, conservar la inte-gridad e independencia del Estado, guardar y hacer guardar la Cons-titución y las leyes. Si así lo hiciere, Dios me ayude y sea midefensa; y si no, Él y la patria me lo demanden».

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Carvajal, que había presidido la Convención, lo felicitóen nombre de la nación:

«¡Patria y religión! He aquí los dos nombres que habéis unido enla fórmula de vuestro juramento, para ofrecer a la nación un símbo-lo perfecto de felicidad social... Ocho años ha que en ocasión igualy en este mismo templo, hicisteis por primera vez el mismo jura-mento; y merced a la lealtad de vuestra palabra, la patria ha cambia-do de faz, y la religión católica es para ella un elemento de vida y deprogreso».

García Moreno le contestó con palabras sublimes. Es-piguemos algunas de las frases del discurso:

«La experiencia de cuatro años de mandato me ha demostradoque entre nosotros es más difícil al hombre honrado procurar elbien de todos que al perverso hacer el mal; porque mientras paraéste hay siempre cooperadores interesados, para el bien no suelehaber sino la indiferencia del egoísmo y la resistencia de la rutina yde los antiguos abusos... Vos lo habéis indicado ya en vuestrobenévolo discurso.

«La moralidad y energía del pueblo, que van cobrando nuevovigor en la fuente regeneradora del catolicismo; la lealtad y valor delejército, libre hoy de los traidores que deshonraban sus filas; laexacta observancia de las leyes y la solidez de las instituciones, quevuestra experiencia y patriotismo han dado al país, y que éste seapresuró a aprobar por inmensa mayoría de votos; la estrechaunión con nuestros aliados y la cordial inteligencia con los demásEstados hermanos y con todas las potencias amigas; la buena fe yla justicia, como única política digna, conciliadora y segura; y sobretodo, la fe en Dios, la cual no nos ha abandonado jamás, ni en mediode los reveses, ni en los días de infortunio: ved aquí, Excmo señor,los medios con que cuento para sobreponerme a mis temores ycumplir mi solemne juramento. ¡Feliz yo, si logro sellarlo con misangre, en defensa de nuestro augusto símbolo, religión y patria!».

Comentando este feliz término, escribe el P. Berthe:«La historia no nos ofrece nada más bello que este his-tórico debate entre un pueblo que durante seis mesesreclama a su jefe, y este jefe que se niega obstinadamen-te a los deseos del pueblo por no violar la palabra empe-ñada, y que, al fin, sólo cede al imperioso deber de de-fender la religión y la patria. Después de lo cual dejemosa los liberales y radicales declamar a sus anchas contrael perjuro y ambicioso García Moreno: algo ciertamentefaltaría a la gloria de este grande hombre, si no se viesehonrado con el odio de los fariseos y asesinos».2. El estadista católico

García Moreno tiene apenas 47 años, cuando asumela segunda presidencia, pero ha envejecido mucho y pre-maturamente, como resultado de tantas contrariedadesy conflictos de toda índole. Sus cabellos están canos ylos ojos se le han ahondado. Su rostro ha tomado ciertocarácter ascético.

Había llegado la hora de rehacer el país. Y así pusomanos a la obra, iniciando su reconstrucción en todoslos campos a la vez, sin respiro ni alivio. Fue en estosmomentos cuando se reconstituyó el Partido Conserva-dor, que hasta entonces no había existido como tal, siendotan sólo una corriente de opinión. Pero no lo fundó GarcíaMoreno. Él no era hombre de partidos, entendiendo elEcuador como una unidad de destino, más allá de lospartidos. Por lo demás, el tema del Concordato habíaapartado de su lado a no pocos conservadores que eranliberales en religión o en política.

Hombre hecho al trabajo y acostumbrado a la discipli-na, se entregó de manera irrestricta a su obra de estadis-ta. Trabajaba por diez, revisaba personalmente toda lacorrespondencia, enviaba cartas a sus funcionarios, re-dactaba informes, instrucciones de toda clase, proyec-tos de ley, planes para el campo...

Sin embargo, y ello no deja de resultar admirable, encontrabatiempo para leer libros de filosofía, de historia, e incluso de litera-

tura. Frecuentaba el Quijote y los grandes pensadores católicos,deleitándose con el ideario de Balmes y los argumentos de DonosoCortés, así como de los apologistas católicos franceses. Ello leposibilitaba estar siempre renovando el arsenal de sus pensamien-tos, lo que dejaba pasmados a sus opositores. Incluso se permitía,en los tiempos libres, incursiones poéticas, como por ejemplo tra-ducir en verso los tres salmos penitenciales, y ello con tanta perfec-ción que parecieran haber sido originalmente escritos en español.«Nada hay sano en mi alma corrompida», dice en su versión delsalmo 37; y también: «De dolor encorvado, la tristeza / como misombra junto a mí camina». El salmo 31 así lo vierte: «Me hirió tumano y me ahitó, punzante / como espina, roedor remordimiento».Se ha dicho que si se hubiera dedicado a las letras, hubiera sido unnotable poeta místico.

a. Sacerdotes, soldados y magistradosPero éstos no eran sino divertimentos en el curso de

sus días. Lo principal fue su tarea restauradora de laPatria. Para trabajar eficazmente en dicho designio debíareclutar un triple grupo de colaboradores: sacerdotes celo-sos, soldados caballerescos y magistrados íntegros. Elsacerdote enseña la verdad, el soldado la custodia, y elmagistrado la vindica. Son, por lo demás, los tresestamentos más odiados por la Revolución y los que mástrata de corromper.

Lo primero que hizo fue abocarse a colaborar en lareforma del clero. Decimos «colaborar», porque en estecampo su accionar no podía ser sino indirecto. La refor-ma eclesiástica, que tanto lo había empeñado desde 1862a 1865, languidecía en los últimos cuatro años, sobretodo por la abolición de los tribunales propios de dichacorporación. Era preciso retomar la tarea interrumpida.El enviado de la Santa Sede, que hacía las veces de nun-cio, no mostraba mayor interés en actuar y ni siquiera encooperar con el Presidente.

Al darse cuenta de que en él no encontraría apoyo,García Moreno se dirigió directamente a Roma. El Papadispuso el envío de un nuevo delegado que mejor le se-cundara. Comenzaron así a realizarse, con el aval delPresidente, diversos concilios provinciales que hicieronreflorecer la disciplina eclesiástica y mejoraron la forma-ción del clero. Todo ello suscitó la ira de los enemigos,quienes afirmaban que los curas se habían vuelto sacris-tanes del poder político.

El arzobispo de Quito les salió al paso: «La Iglesia eslibre –dijo– cuando sus gobernantes pueden ejercer sincontradicción el poder que reciben de Jesucristo, y cuan-do no se desconocen ni se pisotean por la potestad civillos derechos que goza por su misma naturaleza. Y ambascondiciones se hallan reunidas aquí, respecto de la Igle-sia ecuatoriana... Esto no puede tener otro nombre que elde libertad».

García Moreno llamó también a los jesuitas, que ha-bían sido expulsados por Urbina. Entre ellos se encon-traba el P. Manuel Proaño, pensador profundo, autor deobras de filosofía y teología, que sería el alma de la con-sagración del Ecuador al Sagrado Corazón. Promovióasimismo la erección de nuevas diócesis, ya que las an-teriores eran inmensas, en una topografía sumamentecomplicada. De este modo, en permanente contacto conla Santa Sede, fue reconstruyendo, «desde fuera», ladri-llo a ladrillo, la Iglesia en Ecuador, con pleno respeto a lajerarquía local. Desde Roma, el Papa secundaba estre-chamente sus planes, al tiempo que exhortaba a los obis-pos y a los párrocos a que recorriesen sus sedes, con loque el celo se volvió a encender en aquellos pastoresadormecidos.

Gabriel García Moreno

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En 1873, por insinuación del Presidente, se celebró unconcilio nacional, el Tercer Concilio de Quito, que pro-movió una verdadera renovación en la moral del clero.Así, con nuevas autoridades, con nuevas diócesis, aunen las zonas más apartadas, y con una legislación que seconocía y se hacía cumplir, el catolicismo comenzó aprosperar en el Ecuador. Refiriéndose a ello escribe elhistoriador Ricardo García Villoslada:

«La figura de Gabriel García Moreno es en el aspecto políti-coreligioso la más alta y pura y heroica de toda América, y nadapierde en comparación con las más culminantes de la Europa cris-tiana en sus tiempos mejores. Basta ella sola, aunque faltaran otras,para que la república del Ecuador merezca un brillante capítulo enlos anales de la Iglesia».

El segundo estamento del que se ocupó fue el de lasfuerzas armadas. Ya hemos dicho que la milicia en elEcuador, conducida frecuentemente por jefes y oficialesproclives al espíritu de la Revolución, se caracterizabapor el libertinaje y la violencia gratuita. En los años ante-riores, especialmente durante su primera presidencia,García Moreno había procurado corregir esa situación,pero lo que se necesitaba era un cambio sustancial. Enorden a ello, redujo el ejército a unos miles de soldados,celosos guardianes de la soberanía y de las fronteras. Almismo tiempo, creó una guardia nacional, mucho másnumerosa, para casos de guerra. La conscripción se vol-vió obligatoria, lo que posibilitó la formación de un nutri-do cuerpo de reservistas.

Tampoco se escatimaron gastos para sustituir el anti-guo armamento por las mejores armas usadas en Euro-pa. Asimismo un grupo de oficiales experimentados fue-ron enviados a observar las maniobras de los ejércitosextranjeros, sobre todo en Prusia, elevándose así la ca-pacidad bélica de la milicia. El Presidente quería un ejér-cito fuerte, disciplinado, moral, instruido, con espíritude sacrificio y patriotismo. Para mejor cumplimentar estepropósito, fundó una escuela de cadetes que, dirigidospor jefes seleccionados, fuese un semillero de caballerosy de héroes.

De esta manera el ejército pasó a ser una instituciónmuy respetada, donde se premiaban más los méritos quela antigüedad. García Moreno quería también dejar bienen claro el carácter católico de las fuerzas armadas. Parasu logro, pidió al Papa la erección de un clero castrense,cuyos capellanes no sólo debían limitarse a celebrar misay administrar sacramentos, sino que también tenían queinstruir religiosamente a la tropa. Incluso se organizarontandas de ejercicios espirituales para los militares. Enescuelas especialmente creadas para ellos, los reclutasaprendían a leer, lo que les permitía estudiar el catecis-mo y adquirir los conocimientos humanos elementales.De este modo fue desapareciendo el anterior libertinaje yvagancia que hacía de los cuarteles focos de corrup-ción. Los oficiales y los soldados comenzaron a consi-derar a García Moreno como un padre. Temían su seve-ridad, es cierto, pero al mismo tiempo lo admiraban alverlo tan dedicado a su misión de gobernante. Él lostrataba como si fueran sus hijos, hacía que se les pagasepuntualmente y establecía pensiones para heridos o en-fermos.

Hubo casos insólitos de ejemplaridad moral. En cierta ocasión,un teniente, estando de guardia, encontró un envoltorio. Al abrirlovio que se trataba de una buena cantidad de billetes de banco, que aldía siguiente los hizo llegar a manos de García Moreno. Tras laconsiguiente investigación policial, apareció el dueño, un comer-ciante extranjero, quien quiso premiar al teniente con cien pesos.Éste juzgó que no correspondía aceptarlos. García Moreno intervi-no: «No tenéis ninguna razón para rehusar este agasajo que se osquiere hacer voluntariamente y como reconocimiento a este acto dehonor y lealtad vuestro».

El joven teniente le respondió: «Señor presidente, precisamentemi honor es el que me prohíbe aceptarlo; hice lo que debía hacer yno merezco recompensa alguna por cumplir con mi deber y miconciencia». A lo que el Jefe de Estado: «Perfectamente, teniente,tenéis toda la razón... pero yo también tengo el derecho de darosalgo que no me podéis rehusar. Desde ahora sois capitán».

El tercer estamento que había que sanear era el de lajusticia. Los códigos legales resultaban incompletos oabsurdos, totalmente inadecuados para enfrentar las co-rrientes revolucionarias y evitar los desórdenes. GarcíaMoreno, doctor en derecho, que ya había experimenta-do la incoherencia de la legislación durante su primerapresidencia, trató de ajustarla ahora a los principios delderecho natural e incluso del derecho canónico, pidién-dole a los obispos que le indicasen los artículos que con-tradecían las disposiciones del Concordato. De la refor-ma del código civil se pasó a la del código penal, teniendoen cuenta el estado de decadencia del mundo moderno,según aquel principio que formulara Donoso Cortés, deque cuanto más baja el termómetro de la conciencia,más debe subir el termómetro de la represión. Y así seintrodujeron disposiciones severas contra los blasfemos,concubinos, borrachos y atentadores de la moralidadpública.

Pero no bastaba con mejorar los códigos. Había quedepurar a los mismos jueces. Con frecuencia sus fallosdependían del soborno que los acusados estaban dis-puestos a pagar, lo que se explicaba, en parte, por losmalos sueldos que recibían y que García Moreno se ocu-pó en acrecentar sustancialmente. Sin embargo ello sólohubiera significado quedarse en la periferia del problema.Era preciso ocuparse de la calidad de los jueces. Y así elPresidente se interesó por la formación profesional delos candidatos a la jurisprudencia. Con frecuencia apa-recía en la Facultad de Derecho y asistía personalmentea los exámenes, haciéndoles preguntas a los estudiantes.

Un día, cierto aspirante al doctorado contestó satisfactoriamen-te a los examinadores. «Conoce usted perfectamente el derecho –ledijo el Presidente–, pero ¿sabe usted también el catecismo? Unmagistrado debe conocer ante todo la ley de Dios para administrarjusticia». Le hizo entonces algunas preguntas, y al ver que nadasabía: «Caballero –le dijo con toda seriedad–, sois doctor; pero noejerceréis vuestra profesión hasta que hayáis aprendido la doctrinacristiana. Id unos cuantos días al convento de los franciscanos paraaprenderla».

En virtud de la nueva Constitución, el gobierno intervi-no en el nombramiento de los jueces, tarea hasta enton-ces reservada a los legisladores. De este modo se logródescartar a los incapaces o a los indignos. Los juecesdebían responder de sus sentencias, y si algún abogadoaceptaba una causa notoriamente injusta se hacía pasiblede graves penas. Por todo el Ecuador corrió una anéc-dota muy aleccionadora.

Cierta mujer, famosa por su vida desarreglada, habíacometido un asesinato. Los jueces, que no eran propia-mente malos, pero sí débiles, trataron de salvarla, bus-cando minimizar la naturaleza del crimen, para acabarcondenándola sólo a unos cuantos meses de destierro.García Moreno quedó indignado por la lenidad del casti-go, pero no pudiendo hacer nada por vía judicial, quisoal menos castigar la cobardía de aquellos jueces. Trashacerlos comparecer les dijo:

«Habéis condenado a unos meses de destierro a esa mujer noto-riamente culpable de asesinato. Pues bien, es preciso ejecutar lasentencia. Como mis soldados están ocupados, la ley me autorizaa designar ciudadanos particulares para dar convoy a los condena-dos, y os elijo a vosotros para conducir a esa criminal a NuevaGranada».

Se pusieron colorados, ya que ello significaba una hu-millación pública. Pero no fue todo. Cuando se apresta-

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ron a buscar los caballos para el largo viaje, advirtieronque García Moreno ya había pensado en ello: eran va-rios mulos cojos y bichocos. «Vais a hacer un servicio alpúblico y es preciso que viajéis a expensas del gobierno.No os quejéis de las caballerías: son menos cojas quevuestros fallos».

b. La educaciónMientras se iban consolidando los estamentos religio-

so, militar y judicial, García Moreno trató de cumpli-mentar otras obligaciones del Estado. La instrucción pú-blica estaba poco menos que en ruinas. Durante el do-minio español, de la Universidad de Quito habían salidonumerosos filósofos, teólogos y abogados, aunque notantos literatos y científicos. Los colegios eran pocos, ylos que funcionaban estaban reservados por lo general ala clase alta. La gente sencilla contaba con escuelas pri-marias bastante rudimentarias. Después de la separaciónde España, y sobre todo en la época de Urbina y de lossuyos, con frecuencia las aulas de la Universidad, cole-gios, seminarios y conventos, fueron convertidas en cuar-teles, con las consecuencias que son fáciles de imaginar.

La labor de García Moreno en este campo fue admira-ble, máxime porque el asunto no carecía de dificultades.El país era muy pobre, y no había dinero para fundar ysostener escuelas y colegios. Por otra parte, pocos eranlos profesores adecuados. Pero no por ello se amilanó.Lo primero que hizo fue la reforma de la instrucciónprimaria. Las escuelas de este nivel, mal organizadas ydirigidas, tenían escasísimos alumnos. Como lo señala-mos anteriormente, durante su primera presidencia yase había preocupado de ese problema, invitando a reli-giosos de diferentes congregaciones de enseñanza, flo-recientes por aquellos tiempos en Europa. Así empeza-ron a llegar los Hermanos de la Salle, las Hermanas delSagrado Corazón, las Religiosas de la Providencia, entreotros, instalando comunidades en ciudades grandes comoQuito, Cuenca y Guayaquil, para establecer allí escuelasgratuitas y libres.

Ahora, en el mensaje de 1871 al Congreso, había afirmado: «Elproyecto de ley que se os presentará concede al gobierno la auto-rización... a fin de que doscientos mil niños al menos, reciban laeducación; y declara indirectamente obligatoria para todos la ins-trucción primaria», aclarando que dicha instrucción sería gratuita.

Poco después trajo de Europa nuevas tandas de reli-giosos para iniciar escuelas primarias en el interior de larepública y en los pueblos pequeños. Pero como los quellegaron no fueron suficientes, resolvió suscitar maes-tros locales, para lo cual creó una escuela normal, segúnel sistema educativo de los Hermanos, de modo que losque de allí saliesen, católicos, patriotas y bien formados,fueran aptos para trabajar en el campo. Pensemos quepor esos tiempos gobernaba Domingo Faustino Sarmientoen Argentina, con una política educativa diametralmentediversa a la sustentada por García Moreno.

Lo cierto es que en poco tiempo floreció la enseñanzaprimaria. A principios de 1875, las nuevas escuelas lle-garon a quinientas. La educación alcanzó a todos, in-cluidos los indios, de quienes hablaremos después. Asi-mismo hubo cursos especiales para soldados y presos.García Moreno gozaba cuando veía esta multitud dealumnos, formados en el cristianismo y la práctica delas virtudes. Estaba preparando el futuro de la nación,estaba preparando un pueblo cristiano.

Preocupóse también de la educación secundaria o se-gunda enseñanza. En cierto modo, era ésta aún más im-portante, ya que es allí donde se forman los futuros diri-gentes. Para ello recurrió especialmente al auxilio de la

Compañía de Jesús, dándoles plena libertad para queempleasen los métodos por ellos consagrados en la Ratiostudiorum. Casi todas las provincias pudieron contar conun colegio de este tipo.

En Quito, García Moreno hizo levantar uno magnífi-co, que confió a dichos padres, y que llegaría a tenermás de 1600 alumnos. Él quería llamarlo San José, peroel Obispo prefirió denominarlo San Gabriel, en honor de suilustre fundador.

Cuando pronunció el Mensaje ante el Congreso había expuestosu criterio en este ámbito: «Si los colegios han de ser buenos –dijo–, dando garantías de la moralidad y aprovechamiento de los alum-nos, es necesario no omitir gastos para que sean lo que deben ser;pero si han de ser malos, es mejor no tenerlos, porque la mayorcalamidad para la nación es que la juventud pierda sus mejores añosen pervertirse en el ocio o en adquirir con un estéril trabajo nocionesincompletas, inútiles o falsas».

Dicho criterio coincidía puntualmente con el que te-nían los jesuitas. En un discurso ante alumnos y profe-sores, el rector del colegio de Quito hizo suya aquellasentencia de Quintiliano: «Si las escuelas, al dar la ins-trucción, deben corromper las costumbres, no vacilo endecir que sería preciso preferir la virtud al saber». Paraerigir colegios femeninos, García Moreno llamó a nue-vas congregaciones, sobre todo el Sagrado Corazón, quefundaron institutos en Quito y en otras ciudades, algu-nos de ellos para alumnas internas. También promovió lacreación de escuelas de artes y oficios.

Se ocupó asimismo, como era previsible, de la ense-ñanza superior, coronando de este modo el edificio edu-cativo. Recuérdese que su primer acto al ser elegido demanera provisional fue disolver la antigua Universidad deQuito, nido de errores y de agnosticismo. Su proyectoera fundar, sobre las ruinas de aquélla, una Universidadnueva, fiel al espíritu de la Constitución recientementepromulgada. Los profesores no sólo debían ser sabiossino también buenos cristianos. La teología, enseñadasegún la doctrina de Santo Tomás, sería como el sol quedomina el resto de las asignaturas.

En una sesión literaria que los padres dominicos celebraron enQuito, se sostuvo formalmente, en pleno acuerdo con García Mo-reno: «Para extirpar los errores de nuestra sociedad moderna, nadamás necesario hoy, como en los siglos pasados, que enseñar ladoctrina de Santo Tomás en los cursos de Teología». Al propiciarlo,García Moreno se adelantaba, también en esto, a las declaracionesde León XIII.

Las facultades de filosofía y de teología se las confió ala Iglesia. La de derecho, reorganizada según los princi-pios católicos, la encomendó a la Compañía, que con latotal anuencia de García Moreno, basó sus cursos en losprincipios de Tarquini y Taparelli. Resolvió también eri-gir una facultad de ciencias, que encargó a un grupo dejesuitas alemanes. Con este motivo llegaron al país, físi-cos, químicos, naturalistas y matemáticos. Creó ademásuna escuela politécnica con tres carreras, arquitectura,ingeniería y artes industriales. Pronto surgió la facultadde medicina. Tampoco en este campo había profesorescompetentes. Para equiparla, hizo traer de Europa todoslos instrumentos necesarios.

Cuando los extranjeros recorrían las aulas recién mon-tadas se quedaban impresionados: gabinete de física, pro-visto de diversos instrumentos de mecánica y óptica;laboratorio de química; colecciones completas de biolo-gía, mineralogía y botánica; todo un equipo que aventa-jaba a muchos de los institutos superiores europeos. Asi-mismo trajeron de Montpellier dos médicos prestigiosos,uno especializado en cirugía y otro en anatomía, contodos los aparatos necesarios, para formar a los que se-rían catedráticos de la facultad. Piénsese que la universi-

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dad católica de París no contaba aún con facultad de me-dicina. Gracias a las sucesivas promociones de nuevosdoctores pronto se montarían numerosos hospitales.

García Moreno puso en todas estas fundaciones sumayor empeño, ya que sobre dicha base científica que-ría fundar la prosperidad material de la nación.

En los diversos claustros universitarios se fue forman-do, poco a poco, una falange de jóvenes deseosos deconstruir un Ecuador pujante, uniendo en sus corazonesel interés por los conocimientos con el doble amor aDios y a la Patria. En 1873 se creó una congregaciónmariana para universitarios, bajo la dirección de uno delos decanos, que era sacerdote, con el propósito de quesus miembros emprendiesen una cruzada de evangeliza-ción en el campo cultural. De allí saldrían jóvenes porta-dores de ideales, jóvenes valientes, que despreciarían elrespeto humano. El modo privilegiado de transforma-ción fueron los ejercicios ignacianos y las obras de cari-dad.

Para unir la belleza con la verdad, García Moreno fun-dó también una Academia de Bellas Artes, donde se cul-tivó la pintura, la escultura y la música. Para esta empre-sa hizo venir, con grandes gastos, un grupo de profeso-res de Roma, al tiempo que envió a dicha ciudad discí-pulos selectos para perfeccionarse y convertirse luegoen maestros. Estableció asimismo en Quito un conser-vatorio nacional de música religiosa y profana, trayendotambién de Roma organistas y maestros de canto, que altiempo que formaban destacados alumnos, contribuye-ron al realce de la liturgia en los templos de la ciudad.Uno de esos maestros, conversando en cierta ocasióncon el Presidente, quedó impresionado al verle disertarsobre teorías del arte, como si fuese un experto.

Otro proyecto que excogitó García Moreno fue la erec-ción de un observatorio internacional en las afueras deQuito. Varios sabios astrónomos le habían señalado laposición excepcionalmente ventajosa del lugar, por en-contrarse a tres mil metros de altura sobre el nivel delmar, bajo la línea del equinoccio, y contar con un cielode admirable pureza y transparencia. Comunicó su pro-pósito a centros científicos de Francia, y luego de Ingla-terra y Estados Unidos, sin encontrar el eco esperado.Pero él se había empeñado en realizarlo, y abriendo gran-des créditos para montarlo debidamente, hizo traer deMünchen los mejores aparatos. De hecho nunca lo pudoinaugurar, porque la muerte se lo impidió. Sus sucesores,los «progresistas» liberales, dejarían morir la empresa.

Como se ve, las iniciativas culturales de García More-no fueron múltiples. Él las consideraba como parte desu función de gobernante. Nada escapó a su visión gi-gantesca, desde la escuela primaria hasta la Universidad.Y todo lo realizó con presteza, sin aumentar los impues-tos ni contraer deudas, un poco autoritariamente, qui-zás, porque de otro modo nada se hubiera podido hacer.Durante medio siglo, la Revolución no había sido capazde crear nada serio en ninguno de aquellos campos. Ensólo seis años, García Moreno hizo pasar a su Patria delas espesas tinieblas de la ignorancia a la luz de la sabidu-ría. Cuando los liberales retomaran el poder, el Ecuadorvolvería al caos original.c. Obras públicas

García Moreno se lanzó también a un asombroso plande obras públicas. En sus seis años de gobierno cons-truyó numerosos edificios, entre ellos colegios, hospita-les, cuarteles, casas de huérfanos, penitenciaría, con-servatorio...

Emprendió asimismo la construcción de una ampliared de carreteras. Hasta entonces el ecuatoriano debíaviajar a caballo, llevando sus bultos a lomo de mula o aespaldas de indios. Ir de Guayaquil a Quito, como lo hicie-ra muchas veces nuestro héroe, constituía una verdade-ra odisea; caminos impracticables, precipicios, nievesperpetuas. De ahí que las poblaciones del interior se en-contrasen tan aisladas, principalmente en la época de llu-vias. Todo lo que se producía quedaba en los pueblos, yen ellos debía ser consumido, sin posibilidad decomercialización.

García Moreno se propuso solucionar dicha situación.Lo primero que resolvió hacer fue la carretera de Quito aGuayaquil. Cuando dio a conocer su propósito, la califi-caron de utópico, de dilapidador de los bienes públicos.Él los dejó hablar, y se lanzó a concretar su designio.

Nuevas dificultades aparecieron sobre la marcha, es-pecialmente cuando protestaron los propietarios por cu-yas tierras debía pasar la ruta. Él siguió adelante. Por lodemás, los problemas técnicos no eran pequeños. Huboque traer, incluso del extranjero, ingenieros capaces paranivelar el terreno, construir viaductos y grandes puen-tes. Durante diez años, miles de trabajadores se emplea-ron en abrir picadas a través de las selvas y bordearmontañas, acompañados de médicos por si enfermaban,así como de sacerdotes para que les enseñaran religión yoraran con ellos. Comenzada en 1862, durante su pri-mera presidencia, la carretera quedó concluida en 1872.Los que antes consideraron que se trataba de una locu-ra, hoy se mostraban asombrados.

«Sin este hombre de genio –se decía– el Ecuador permaneceríasiempre en el statu quo a que por su posición parecía irremediable-mente condenado. Su energía ha vencido todos los obstáculos, triun-fado de la pusilanimidad de unos, de la indolencia de otros y detodas las pasiones sublevadas contra él. El Ecuador no tiene vocessuficientes para bendecirlo y celebrar su gloria».

Simultáneamente mandó hacer otras cuatro rutas, dan-do vida a varias regiones hasta entonces relegadas. Porestas cinco grandes arterias, las ciudades y provincias,conectadas entre sí, se ponían en comunicación con lacapital.

También la ciudad de Quito conoció durante su man-dato un progreso sustancial. El terreno en las partes ba-jas de la ciudad fue levantado y en las altas rebajado. Lascalles, hasta entonces sucias y cenagosas, fueron empe-dradas, posibilitándose así el paso de los carruajes. ¿Dedónde sacaba dinero para hacer frente a tantos gastos?Desde las guerras de la independencia, Ecuador habíacontraído una deuda externa abrumadora. Los gobier-nos se sucedían, heredando dicha deuda, que se acre-centaba siempre más con los intereses. Por otro lado, eldespilfarro había creado una abultada deuda interna. Labancarrota era inminente. García Moreno supo sacar alpaís de la ruina. Eliminada la corrupción, los ingresosaumentaron de modo sorprendente. Así los sueldos delos empleados pudieron elevarse en un tercio mientrasque los impuestos disminuyeron. El sucre, unidad mo-netaria del Ecuador, llegó a estar a la par del dólar, comoen ningún otro país de Hispanoamérica.

Leemos en su Mensaje al Congreso de 1875: «Con los recursosde los seis últimos años, hemos dedicado cerca de seis millones depesos tanto a la total extinción de la deuda angloamericana, como ala amortización de la interior. Tengo la satisfacción de anunciarosque la deuda inscripta quedará extinguida el año próximo, y laflotante, dentro de corto número de años».

Bien escribe el P. Berthe que, aunque se sonrían losmaterialistas, toda la ciencia económica de García Mo-reno se encuentra resumida en esta máxima del Señor:«Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y el res-

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to, es decir, la felicidad temporal, se os dará por añadi-dura». Un éxito tan categórico no fue sino el resultadode la victoria sobre la corrupción y de la aplicación de lavirtud de la justicia. En tres años se duplicaron las rentasdel Estado. Con el orden reapareció la confianza, y conla confianza la actividad, multiplicándose el trabajo contantas obras públicas. Se ve así cuán falso es el axiomade quienes afirman que sólo los gobiernos materialistasson capaces de hacer progresar materialmente un país.Como si el gobernante católico, por preferir los bienestrascendentes, estuviese inhabilitado para comprenderla importancia de los problemas económicos, volvién-dose de ese modo incapaz de alcanzar su solución.

No descuidó García Moreno el fomento de la agricul-tura. El campo estaba poco menos que abandonado, lasestancias se veían siempre amenazadas por los malones,asaltos, de la indiada. A ello se unía la indolencia de lospeones. García Moreno había tenido experiencia de lostrabajos agrícolas, según lo señalamos páginas atrás, ytrató de incorporar, también en este ramo, los adelantostécnicos de otros países.

d. Salud públicaMuy cerca de la Casa de Gobierno estaba el hospital

de Quito, que todavía conservaba el título de «Hospitalde San Juan de Dios». El edificio era grande, con unadoble fachada y hermosos patios, pero estaba muy malatendido. Al empezar su segundo mandato, García Mo-reno anunció al Congreso: «Nuestros establecimientosde beneficencia presentan un cuadro repugnante, indig-no de un pueblo cristiano y civilizado, no sólo a conse-cuencia de la insuficiencia de las rentas, sino principal-mente por la falta completa de caridad de los que lo sir-ven». Enseguida se puso en acción. Comenzó por traerHermanas de la Caridad para la atención espiritual de losenfermos. Luego promulgó un reglamento, que dictó per-sonalmente. Pronto el hospital sería considerado comouno de los mejores de Hispanoamérica.

Una tarde, pasando por Guayaquil, visitó el hospital,como solía hacerlo cada vez que llegaba a una ciudad.Aquel día se encontró con un espectáculo vergonzoso:los enfermos estaban tendidos en el suelo, sobre precariasesteras. Indignado, le dijo al gobernador, que lo acompa-ñaba:

–Estos pobres infelices están muy mal acostados, ¿cómo es queno se les provee lo necesario?

–Señor presidente, carecemos de recursos...–Lo cual, por lo que veo, no impide que usted goce de buena

salud y se acueste en buenos colchones, mientras estos desgracia-dos enfermos tienen que dormir por los suelos.

–Le prometo, señor presidente, que dentro de pocas semanasquedarán remediadas sus necesidades.

–Bueno, pero no dentro de pocas semanas, porque no tienentiempo de esperar. Usted se acostará aquí en una estera y en elsuelo esta misma noche y todas las que sigan, hasta que cadaenfermo de éstos tenga un colchón y su avío decente.

Por supuesto que antes de terminar ese día, hubo ca-mas y colchones para todos los enfermos, y el goberna-dor pudo dormir tranquilamente en su casa.

Había también un leprosería en el Ecuador, que estabaen pésimas condiciones. Un día, muy temprano, apare-ció de improviso García Moreno. Al mediodía comiócon los enfermos y conversó largamente con ellos. An-tes de irse, dejó una orden tajante: de inmediato debíamejorarse la alimentación. Así se hizo. Luego de unosmeses, entró de nuevo, sin haberse anunciado, y comiónuevamente con los enfermos. Uno de ellos, de esosque nunca están satisfechos, se volvió a quejar delante

de los demás. Él, sonriendo, le contestó: «Amigo mío,sepa usted que yo no estoy tan bien alimentado y eso quesoy el presidente de la república».

Pululaban también en el Ecuador niños abandonados yniños huérfanos. Ambos tenían casas propias. Él las tomóbajo su protección y las transformó totalmente de case-rones tristes que eran en lugares acogedores y festivos.El de los niños abandonados lo confió a las Hermanas dela Caridad. Luego esos niños se trasladaron a un buenedificio, cedido por un donante, que García Moreno seencargó de dotar y sostener. El de los huérfanos se loencargó a las Hermanas de la Providencia. Tras su muerte,ambos establecimientos tuvieron que luchar a brazo parti-do para poder sobrevivir.

e. La atención de los indiosUna buena parte del territorio del Ecuador está cubier-

to de selvas vírgenes. En las márgenes del Napo, delMarañón, del Putumayo y de otros ríos, vivían más de200.000 indios, entre los cuales se encontraban los temi-bles jíbaros, crueles y belicosos. Muchos de ellos mero-deaban por los poblados. En los tiempos del dominio es-pañol, la corona encargó a los jesuitas su cuidado, y ellos,de manera semejante a como lo hicieron entre losguaraníes, habían establecido reducciones, es decir, pue-blos de indígenas, para que se agrupasen, no sólo enpoblaciones, sino también en cristiandades. La expulsiónde los padres de la Compañía tuvo en este sentido gravesconsecuencias. Llegada la independencia y el acceso alpoder de los liberales, la despreocupación por los indiosfue total, y éstos volvieron a su mundo salvaje original.Cuando García Moreno subió a la presidencia por se-gunda vez, retomó un proyecto ya iniciado en su primermandato, publicando en 1870 el siguiente decreto, quesuscitó, como no era para menos, la ira de los liberales:

«Siendo imposible organizar un gobierno civil entre los salvajes,e igualmente imposible la vida social sin autoridad, los Padres mi-sioneros establecerán un gobernador en cada centro de población,invistiéndole del derecho de mantener el orden y administrar justi-cia... En cada centro habrá una escuela fundada a expensas delgobierno, a la cual tendrán obligación de concurrir todos los niñoshasta la edad de doce años, y se les enseñará además de la doctrinacristiana la lengua española, la aritmética y la música».

El trabajo apostólico de los misioneros fue tan exitosocomo en tiempos pasados. En dos años fundaron veintealdeas con 10.000 cristianos. Se creó también una Es-cuela Normal de indios, en orden a formar maestros in-dígenas para que luego pudiesen educar a sus hermanosde raza.

Juntamente con la atención de los indios, se preocupóGarcía Moreno por ayudar a los cristianos que vivían enzonas abandonadas, donde sólo de tiempo en tiempo apa-recía algún sacerdote. El Presidente hizo lo que estaba asu alcance, tratando de acrecentar el número del clero,dándoles una renta suficiente, con la obligación de resi-dencia. Logró asimismo del Papa, como lo señalamosanteriormente, la erección de nuevas diócesis en esaszonas desamparadas. Numerosos misioneros, sobre todoredentoristas, comenzaron a recorrer dichos parajes. Tam-bién en las ciudades se predicaron misiones. GarcíaMoreno gozaba con ello, según lo deja entrever en cartaa un amigo:

«El buen Dios nos bendice, y el país progresa verdaderamente, yla reforma de las costumbres se nota en todas partes gracias a losjesuitas, a los dominicos, a los observantes, a los redentoristas, alos carmelitas, etc., que ayudan, llenos de celo, a los sacerdotes delpaís. Es incalculable el número de los que, durante la cuaresma, hansido regenerados por la penitencia. Como en nuestra juventud secontaban los que cumplían los deberes religiosos, hoy contamos los

Gabriel García Moreno

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosque rehúsan cumplirlos. Se diría verdaderamente que Dios noslleva de la mano, como hace un tierno padre con un niñito queprincipia a dar sus primeros pasos».

f. Su vida interiorNo hubo dicotomía entre la vida pública del Presidente

y su vida privada. De él se conserva un plan de reformainterior que trazó luego de hacer una tanda de EjerciciosEspirituales. Dividía en dos partes su programa. En laprimera, que se refiere a su vida pública, se obligaba ano decidir nada sin pensarlo o sin hacerse asesorar con-venientemente; a escribir todas las mañanas lo que habíade realizar en el día; a hacerlo todo exclusivamente admaiorem Dei gloriam, a la mayor gloria de Dios.

La segunda parte, que se refiere a su vida privada, nosmuestra al hombre que busca la perfección, dejando tras-lucir sus luchas interiores, su sed de Dios, su tempera-mento místico. Se impone la obligación, en la oración dela mañana, de «pedir particularmente la humildad»; detrabajar de un modo útil y perseverante y de distribuirbien su tiempo; de contenerse pensando en Dios y en laVirgen; de no dejarse llevar por la cólera, siendo amableaun con los importunos; de hacer examen de su con-ducta antes de comer y de dormir; de poner actos dehumildad y desearse toda clase de humillaciones, «procu-rando no merecerlas», y de alegrarse de que censurensus actos y su persona; de oír misa, rezar el rosario yleer el Kempis diariamente; de conservar la presencia deDios y de confesarse una vez por semana. Luego vienendos propósitos.

Hará examen general de su vida cada noche, y examenparticular dos veces al día, sobre la humildad, la modes-tia, la caridad y la paciencia. En las dudas y tentacionesse habrá como si estuviese en la hora de su muerte, pre-guntándose: «¿Qué pensaré de esto en mi agonía?». Tra-tará de mantenerse lo más conscientemente posible en lapresencia de Dios, sobre todo al hablar, para refrenar lalengua. Evitará, con toda prudencia, las familiaridades.Leerá todas las noches, después del Kempis, «éstas y lasotras instrucciones». No hablará de él como no sea paramostrar sus defectos o malas acciones. Levantará sucorazón a Dios, ofreciéndole sus obras antes de empe-zarlas. Se mortificará todos los días, menos los domin-gos, con cilicios y disciplinas.

Cuando leemos este programa de santificación adver-timos enseguida el influjo que ejerció en él la espirituali-dad de San Ignacio, a través de los Ejercicios. En eltelón de fondo de sus propósitos late el espíritu de lameditación del Reino, de las Dos Banderas y de la terce-ra manera de humildad. Es allí donde encontró la solu-ción a la aparente dualidad del hombre de mando y delcatólico sincero. A lo largo de su mandato seguiría ha-ciendo todos los años los Ejercicios Espirituales. También,a veces, retiros de un día. En este caso hacía correr la vozde que se iba a otro lugar, no para disimular su propósi-to, ya que se había liberado por completo del respetohumano, sino para que no lo molestasen. Montaba en-tonces a caballo y se dirigía hacia Cotocollao, sitio próxi-mo a la capital, donde tenía una quinta de descanso; lue-go, al anochecer, retornaba a Quito, dejaba el caballo enlas afueras e iba al colegio de San Gabriel, donde se en-cerraba en un cuarto para meditar. Sólo tres personastenían noticia de su estadía en el colegio, el Rector, elque lo dirigía en los Ejercicios, y un hermano coadjutorque le servía.

Veamos cómo fue cumpliendo el programa al que nosreferimos más arriba. A veces se mostraba demasiadosevero y tajante en sus conversaciones, principalmente

cuando se trataba de temas relacionados con la doctrinao la justicia. Es que estaba convencido de defender laverdad. Sobre todo lo irritaba el tener que alternar conpersonas de mentalidad liberal; en ocasiones, empleabapalabras duras para desenmascarar sus sofismas. Encambio, cuando se trataba de temas prudenciales, dis-cutía con la mayor calma y aceptaba que lo contradije-sen. «Me equivoqué –le decía a su adversario–; esta cues-tión la conoce usted mejor que yo». Por otro lado, comotodos los grandes hombres, sabía reconocer sus erroresy se mostraba pronto a repararlos.

Se cuenta que en cierta ocasión estaba hablando con un arquitec-to de un asunto urgente; de pronto entró un sacerdote e intentóinterrumpirlo. García Moreno se sintió molesto, y más cuando vioque se trataba de un tema insignificante. «No merecía la pena deque usted se incomodara, ni de haberme incomodado por semejantepequeñez», le dijo despidiéndole. El sacerdote se retiró bastantecontrariado, pero cuál no sería su sorpresa cuando al día siguientevio que García Moreno iba a su casa para pedirle perdón por suconducta de la víspera.

Cuando estaba con un adversario era capaz de ser in-cisivo, hasta echar rayos y centellas, pero luego se vol-vía cordial, coloquial y hasta emotivo. Sus enemigos sólose quedaron con su faz intransigente, cual si hubiera sidoun intratable. Su epistolario, casi desconocido, nos lo mues-tra como un hombre apacible y bondadoso.

El ritmo de su vida puede parecer vertiginoso, pero enrealidad era muy metódico, con un horario bastante es-tricto. Dedicaba un tiempo a su familia, a leer los diarios,a descansar lo que necesitaba, a fomentar la eutrapeliacon amigos y contertulios. Se levantaba a las seis de lamañana, iba a la iglesia para oír misa, en que comulgabacasi todos los días. De la iglesia se dirigía al hospital parahacer una visita a los pobres y enfermos. A las siete yaestaba trabajando. Suspendía sus labores a la diez paraalmorzar. Luego volvía a sus tareas hasta las tres de latarde. Hacia las cuatro, comía, y después, hasta las seis,visitaba e inspeccionaba obras públicas. Dedicaba treshoras a su familia y amigos, así como a sus plegariaspersonales. A las nueve leía diarios, escribía cartas, has-ta las once o doce, en que se acostaba. Afirma Gálvezque, al igual que otros hombres excepcionales y de tem-peramento análogo, como Felipe II o, entre nosotros,Juan Manuel de Rosas, estaba al tanto de todos los deta-lles de la administración.

El Kempis fue su libro de cabecera. Siempre lo llevaba consigo.Lo leía, lo releía, recurría a él en circunstancias puntuales, en lacatedral, en su casa, o cuando en los viajes pernoctaba en algúnmesón. A pesar de sus absorbentes ocupaciones, consagraba diaria-mente media hora a la oración mental. «Si los reyes hiciesen todoslos días media hora de oración –decía Santa Teresa–, cuán presto serenovaría la faz de la tierra».

Cuando rezaba en las iglesias, se lo veía tan absorto en la oración,que a veces hablaba en voz alta, sin reparar en ello. Más de una vezse le oyó exclamar: «¡Señor, salva a Ecuador!». El secreto de suvida de estadista fue, como se lo había propuesto: «conservar siemprela presencia de Dios». Varias personas que entraron en su despa-cho nos cuentan que a veces lo encontraron arrodillado ante uncrucifijo. Era conocida su devoción a la Cruz. Al ser sorprendido,se levantaba sonriendo, un poco ruborizado, y pedía disculpas porno haber advertido la presencia del visitante o del empleado.

Especial era su devoción a la Santísima Virgen, cuyoescapulario llevaba. Todas las noches, rodeado de su fa-milia, así como de sus ayudantes y sirvientes, rezaba elrosario, al que agregaba una lectura piadosa, que solíacomentar con unción y fervor. Había ingresado en lacongregación mariana que los jesuitas dirigían en Quito.El grupo de los varones contaba con dos secciones, unapara sus miembros más importantes y otra para la gentesencilla. Enteróse García Moreno de que en la primerahabía personas de mucha influencia pero que política-

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mente no coincidían con él, y pensando que su presen-cia podría resultarles embarazosa, le pidió al padre en-cargado estar en el otro grupo. Al padre no le pareció deltodo bien. Pero el Presidente insistió: «No, padre, mipuesto está en medio del pueblo». Y asistía puntualmen-te a las reuniones, como uno más, sin la menor singula-ridad.

Particular devoción mostraba por San José. Precisamente enaquellos años, Pío IX lo había proclamado patrono de la Iglesiauniversal, debiéndose celebrar su fiesta el 19 de marzo. Dicha de-signación no encontró el menor eco entre los reyes y presidentesde las naciones. En el Ecuador, en cambio, se le dio singular rele-vancia. Ese día fue declarado feriado nacional, celebrándose entodo el país con gran solemnidad. También veneraba de maneraespecial a la beata Mariana de Jesús, llamada la Azucena de Quito.Sufría al ver su culto poco honrado por la gente, y sus reliquias casiolvidadas en una iglesia. Durante su primera presidencia entregóuna parte de su sueldo para embellecer el santuario que se le dedi-có, donde luego serían trasladados sus despojos mortales. Mástarde dispuso que se le hiciese una urna magnífica para conservardichos restos.

Pero lo que más valoraba García Moreno era la Sagra-da Eucaristía. Así nos lo testifica un profesor alemán,que lo había tratado de cerca, acompañándolo con fre-cuencia a esa finca donde iba algunas veces a descan-sar.

«Siempre me estaba edificando –escribe–, por su bondad, y suamabilidad encantadora, que sin embargo era grave, y sobre todopor su profunda piedad. Por la mañana, a la hora de la misa, iba a sucapilla, preparaba por sí mismo los ornamentos y ayudaba la misaen presencia de su familia y de los habitantes del lugar. Si le hubie-seis visto con su elevada estatura, sus facciones pronunciadas, suscabellos blancos y su continente militar; si hubieseis podido leercomo nosotros, en aquella fisonomía el temor de Dios, la fe viva, lapiedad ardiente de que su corazón estaba henchido, comprende-ríais el respeto que infundía a todos la presencia de este hombre delSeñor».

En las procesiones de Corpus se lo veía con su unifor-me de general en jefe y todas sus condecoraciones, to-mando el guión y precediendo al palio. Un día, en que elcalor era sofocante, le pidieron que se pusiera el som-brero para evitar una insolación, pero él declaró que de-lante de su Dios no se cubría. Le gustaba acompañar alViático, cuando advertía que lo llevaban por las calles aalgún enfermo de gravedad.

Destacóse también por sus obras de caridad. En Ecua-dor eran numerosos los pobres. García Moreno empren-dió una lucha sin tregua contra las causas de la pobreza.Pero mientras tanto, trató de acudir concretamente enayuda de las víctimas. Ya vimos cómo en Quito fundócasas de misericordia para los niños abandonados. Encuanto a las mujeres de mala vida, creó para ellas hoga-res especiales, a cargo de las Hijas del Buen Pastor, don-de las monjas trataban de regenerarlas, bajo la protec-ción de María Magdalena. Mejoró asimismo la situaciónde los que estaban presos por diversos delitos. Cada tantose daba una vuelta por las cárceles para ver en qué esta-do se encontraban, y con la ayuda de capellanes fervo-rosos trataba de que tuviesen una función educativa. Alos presos se les daba clases de religión, lectura y escri-tura, y en ocasiones era él mismo quien les tomaba exa-men. Se les impuso trabajos manuales, prometiéndoselesla libertad si observaban buena conducta.

Bandidos y ladrones asolaban el país, especialmente en la zonamontañosa, donde numerosas cuevas les servían de madrigueras.Incluso en las inmediaciones de Quito operaban bajo la conducciónde jefes de banda, sabiéndose que actuaban con la complicidad dealgunos policías. García Moreno eligió a uno de éstos últimos, enquien creyó poder confiar, para que le trajera preso al principal jefede la banda, el más temido en aquella tierra. Logró hacerlo el poli-cía, y el delincuente fue conducido ante García Moreno. Estabacierto de que iba a ser condenado a muerte, pero cuál no sería su

sorpresa cuando vio que el Presidente lo acogía con benevolencia,invocando sus sentimientos de honor y de religión. La única penaque le impuso fue pasar todos los días una hora con un santoreligioso que le designó, y de hacerle a él dos visitas, una por lamañana y otra por la tarde. El bandolero se transformó por comple-to. Entonces el Presidente puso la policía a su disposición, y leencargó que la condujese a sus antiguos compañeros del delito«para transformarlos –le dijo–, en hombres de bien, como tú».Pocos días después los malhechores fueron apresados y llevados aaquella cárcel dónde se planeaba su regeneración. Para suplir laantigua y sórdida prisión, García Moreno hizo construir un nuevoedificio, terminado en 1875. Una vez inaugurado, se vio que era casiinútil porque no había delincuentes que encerrar. Sólo alojó unoscincuenta.

g. Las virtudes del gobernanteMuchas son las virtudes que caracterizaron a García

Moreno y que resplandecieron tanto en el ámbito familiarcomo en el político. Fue proverbial el amor por su fami-lia, donde este hombre tan severo volcaba toda su capa-cidad de ternura. Su dedicación al quehacer político ja-más lo absorbió de tal manera que sofocase el deseo deestar entre los suyos. Con su mujer no tenía secretos, yella compartía tanto sus éxitos como sus preocupacio-nes. Cuando Dios se llevó a su hija, sólo atinaba a llorar.«Qué débil que soy. ¡Y tan fuerte como me creía!».

La delicadeza paternal de su alma se concentró enton-ces en su hijo, de quien quería hacer otro hombre comoél, y por eso lo educó, sin permisivismos, en el amor deDios y de la Patria. Cuando lo presentó en el colegio delos Hermanos, le dijo al Director:

«Aquí está mi hijo; tiene seis años y lo que deseo es que hagáis deél un buen cristiano. La ciencia y la virtud harán de él un buenciudadano. No tengáis consideración con él, os lo ruego; y si merececastigo, no miréis en él al hijo del presidente de la república, sino unescolar cualquiera a quien es preciso enderezar».

Amaba sin límites a su madre. Dios se la conservóhasta la edad de 94 años. Con ocasión de su muerte,recibió una carta del arzobispo de Toledo, que era primosuyo, donde le expresaba sus condolencias. En su respues-ta García Moreno le decía:

«¡Cuántas veces en mi niñez me inculcaba con tanto celo que unasola cosa debía temer en este mundo, el pecado; y que sería feliz sipor no cometerlo lo sacrificaba todo, sin exceptuar los bienes, elhonor y la vida!».

Pero más allá de las virtudes que practicó en su vidafamiliar, queremos acá destacar sobre todo las que tienenrelación con su manera de ejercer el gobierno. La primerade ellas es la prudencia, de la que dio relevante ejemplo.Es cierto que a veces se lo acusó de obrar con precipita-ción.

«A mí me llaman atolondrado y loco –respondía–, porque elpueblo, habituado a leer mil proyectos escritos, sin verlos jamásrealizados, sólo ve en mis actos la presteza y rapidez de la ejecu-ción, y no pone en cuenta la lentitud y madurez del consejo queprecede a mis resoluciones. Yo pienso bien las cosas antes de hacer-las; mas una vez pensadas no doy tregua a la mano ni desisto hastano haberlas cuanto antes concluido; este es mi atolondramiento ylocura».

Descolló, asimismo, en otra virtud muy propia de unverdadero estadista, la de la justicia. García Moreno te-nía muy en claro su misión primordial de «dar a cadacual lo que le corresponde». Precisamente una de susmáximas más frecuentes fue: «Libertad para todo y paratodos, menos para el mal y los malhechores».

El primer derecho que encontró violado fue el de Jesu-cristo, como Rey de las sociedades. En vez de «dar al Cé-sar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», el Césarrevolucionario había usurpado los derechos de Dios enpro de lo que llamó «derechos del hombre». Este despo-jo ya había echado raíces en las naciones antiguamente

Gabriel García Moreno

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

cristianas, y ahora se veía defendido por los gobiernos,sancionado en las constituciones de ambos mundos, yaceptado de manera generalizada por la opinión pública.García Moreno, convencido como estaba de que un jefede Estado no debía someterse a la Revolución, enfrentóvalerosamente dicha situación. Los liberales enarbola-ban las leyes arbitrariamente escritas por ellos. Él lesopondría las leyes escritas por Dios en el corazón de loshombres, en el Decálogo y en el Evangelio.

«Creía, con los filósofos de todos los tiempos y de todos lospaíses –escribe el P. Berthe–, que las leyes eternas están por enci-ma de las ficciones parlamentarias, que las constituciones son he-chas para los pueblos y no los pueblos para las constituciones, porconsiguiente, que si la ley constitucional pone a una nación enpeligro de muerte, la salud del pueblo llega a ser la suprema ley.Cuando la legalidad basta, decía él con Donoso Cortés, la legalidad,cuando no basta para salvar a un pueblo, la dictadura». Por esoafirmaba: «Nadie creerá jamás que para salvar la constitución, esepedazo de papel que se rasga aquí cada cuatro años, estoy obligadoa entregar la república a sus verdugos».

Sobre estas bases forjó con mano firme una Constitu-ción católica, que puso término a la soberanía de los hom-bres, propugnada por la Revolución, supliéndola por unanueva y solemne ratificación de los derechos de Dios.

He ahí el primer y más trascendente acto de justicia:dar a Dios lo que es de Dios, dar a Cristo lo que es deCristo. Al mal y el bien les otorgaría lo que a cada uno deellos le corresponde, al bien el amor, al mal el odio. Amóel bien con entusiasmo, con pasión, y odió el mal «convehemencia, con furor». Este hombre, «de talla colosal»,era totalmente ajeno a todo tipo de «equilibrismo», quees una de las expresiones más abominables de la medio-cridad. Su radicalismo no lo llevó a sacrificar ningunalibertad legítima, la de las familias y corporaciones, la deprensa y asociación, con tal de que respetasen la reli-gión, la moral y el orden público. Pero en modo algunojuzgó que la libertad podía hacerse extensible a la impie-dad, la inmoralidad y el espíritu revolucionario.

Si fue preciso devolver a Dios lo que a Él le pertene-cía, el espíritu de justicia lo impelió a dar al pueblo lo quees suyo. El primer derecho del pueblo es a ser bien diri-gido, a tener buenos gobernantes. García Moreno prac-ticó con enorme equidad la justicia distributiva, eligiendopara las dignidades y los empleos según los méritos yaptitudes respectivos. Nada de acomodar a protectoreso amigos. «El mal de este siglo –afirmaba– es no saberdecir que no. Vosotros solicitáis este empleo como unfavor, y yo os digo: el hombre es para el empleo y no elempleo para el hombre».

Volcóse asimismo, y sin vacilaciones, en favor de losdébiles, sobre todo de los oprimidos por los poderosos.Cuando hacía reconocimientos por el interior del país, ose alojaba en alguna posada, a él acudían los pobres de laregión en busca de equidad. Este hombre de Dios, comoantaño San Luis bajo la encina de Vincennes, escuchabasus quejas, y hacía justicia.

En cierta ocasión, un grupo de indios le contaron queun rico propietario, para acrecentar sus posesiones, sehabía apoderado de parcelas que les pertenecían. GarcíaMoreno llamó inmediatamente al acusado y tras verifi-car la realidad de los hechos, le ordenó devolver ense-guida lo robado; además como ocupaba altos puestos, lodestituyó de sus cargos.

Otra vez, una pobre viuda le contó cómo un miserable estafadorle había robado todo su peculio. Habiendo quedado en la miseria, yno teniendo cómo mantener a sus hijos, se había visto obligada avender una pequeña propiedad, lo único que le quedaba. El que sela compró le dijo que le iba a pagar dentro de un mes, pero le exigióque enseguida le adelantase el recibo. Ella, que era una mujer senci-

lla e ingenua, así lo hizo. Pasó un mes, y el comprador se negó apagarle nada, aduciendo que ella ya había firmado dicho recibo yque por tanto nada le debía. Llorando, se dirigió a García Moreno,quien no ocultó su indignación. Legalmente nada podía hacer, por-que los papeles estaban en favor del delincuente.

Entonces lo llamó, y le preguntó si era cierto que había compra-do aquella propiedad. Él le dijo que sí. «Esta mujer tiene necesidadde dinero –le replicó el Presidente– y se lamenta de que la hagáisesperar demasiado la suma que le debéis». El ladrón le juró que yale había pagado, y en prueba de ello le mostró el recibo correspon-diente. Era lo que García Moreno estaba esperando: «Amigo mío –dijo fingiéndose sorprendido–, he hecho mal en sospechar de vues-tra lealtad, y os debo una reparación. Hace mucho tiempo que andobuscando un hombre honrado de vuestra especie para un nuevoempleo que voy a crear: os nombro gobernador de Galápagos, ycomo no conviene que un gran dignatario viaje sin escolta, dosagentes os acompañarán a vuestro domicilio, donde haréis inmedia-tamente vuestros preparativos de viaje». Luego lo despidió, lan-zándole una mirada severa. Las islas de los Galápagos eran unasrocas perdidas en medio del mar, donde sólo había víboras y bes-tias feroces. El delincuente, desesperado, hizo llamar a la viuda, leentregó su dinero, y le pidió de rodillas que obtuviese la revocaciónde la terrible sentencia. Así lo hizo la mujer. «Yo lo había nombradogobernador –le contestó García Moreno a la señora–, mas ya quetiene tan poco apego a las dignidades, anunciadle que admito sudimisión».

Anécdotas como ésta corrían de boca en boca portodo el país, suscitando la admiración general. Es claroque a los perversos y delincuentes tales actitudes no lescaían en gracia. Sus enemigos, al ver con cuánta ener-gía acosaba a los malhechores, lo tildaron de déspota,confundiendo despotismo con equidad. Es cierto que enalgunas ocasiones, muy excepcionales por lo demás, novaciló en fusilar. Por ejemplo a un grupo de jefes que sehabían aliado con invasores extranjeros. «No tiene cari-dad», decían de él ciertos objetores «piadosos», a losque él respondía que más caridad había que tener conlos inocentes que con los criminales, los cuales, si se losdejaba impunes, seguirían matando inocentes. A uno deaquéllos le dijo: «Usted se lamenta de la suerte de losverdugos; yo tengo compasión de la víctima».

Un caso tiene que ver con nosotros, los argentinos. Tras unabatalla librada en la ciudad de Guayaquil, en la que García Morenosalió vencedor, el Presidente ordenó el encarcelamiento del aboga-do argentino Santiago Viola, acusado de ser agente de enlace entre elfamoso Urbina y sus cómplices en la ciudad. Cuando Viola estabaen Buenos Aires, había pertenecido a la Asociación de Mayo, cu-yos miembros eran al principio partidarios de Rosas, pero luego sevolvieron sus adversarios más enconados. Temiendo la reacción dedon Juan Manuel, Viola huyó a Montevideo, y luego a Guayaquil,donde adquirió gran predicamento social. Pronto se mostró enemi-go furioso de García Moreno. Quizás su estilo de gobernante latraería al recuerdo la figura para él execrable del dictador argentino.Apenas arrestado, compareció ante García Moreno. «Doctor Viola–le preguntó el Presidente–, ¿sabe usted la pena que merece untraidor?». «La muerte», contestó Viola. García Moreno le mostrólas pruebas de su traición: «Doctor Viola, ya que la traición espatente y que, a su propio juicio, la muerte es el castigo de latraición, prepárese usted a ella. Será usted fusilado a las cinco de latarde». Todo Guayaquil pidió por Viola, incluidos los diplomáti-cos; el propio Obispo le sugirió que dicha ejecución era contraria ala Constitución. García Moreno respondió que cuando el país seencontraba en juego, la salvación de la Patria estaba por encima dela misma Constitución. Llegó la hora. Viola rechazó al sacerdote yfue ejecutado. Rosas había dicho: «Crimen sin castigo, calamidad».Y García Moreno: «Hay algo peor que un crimen, y es un crimenimpune».

No significa esto que fuese frío, o cruel, como si segozara en el dolor ajeno. Baste un ejemplo para probarlo.Un día cayó en sus manos el general Maldonado, que erael más peligroso cabecilla de una grave sedición que po-nía en peligro la estabilidad del país. Para colmo, dichojefe había reincidido en conjurar contra el Gobierno.García Moreno lo fue a ver en el calabozo. «No cuentausted ya, general, con jueces prevaricadores, que se

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burlan de la justicia absolviendo a los mayores crimina-les. Le dije a usted que si volvía a conspirar sería fusila-do en la plaza. Prepárese usted a comparecer delante deDios, pues mañana, a estas horas, habrá dejado de exis-tir».

El Presidente pasó esa noche angustiado, rezando y du-dando. Por un lado se inclinaba a rever su decisión, y porotro a ser inflexible, para salvar a la Patria. Corrió la vozen toda la ciudad, e intercedieron en favor de Maldonadolos amigos del general, y hasta los propios parientes deGarcía Moreno. Incluso el Arzobispo se unió a los supli-cantes. A este último el Presidente le contestó: «Si ustedme asegura que incurro en pecado venial por esta sen-tencia de muerte, perdono a Maldonado, aun exponien-do la paz de la república». El prelado no se animó a ha-cerlo, con lo que García Moreno quedó plenamente tran-quilo en su conciencia.

Como el pueblo comenzaba a removerse, el jefe de laprisión envió un ayudante a García Moreno, con el en-cargo de preguntarle si no se podría reconsiderar la me-dida. Éste le respondió: «Dígale al coronel que si a lascinco de la tarde no oigo disparos, él será fusilado». Alas cinco en punto, García Moreno oyó la descarga. Habíaconmoción en el gentío, tanto que los amigos del Presi-dente le recomendaron que no saliese del palacio, comopensaba hacerlo para inspeccionar los trabajos de repa-ración de una calle. Pero él se negó. No tenía por quéocultarse. Al contrario, debía terminar su obra demos-trando que sólo lo había guiado la justicia y tenía la con-ciencia en paz. Por eso había dispuesto que la ejecuciónfuese espectacular, en pleno día y en la plaza principalde Quito. ¿Por qué iba a temer ahora, si había obrado deacuerdo a justicia? De ahí que quiso salir a la calle, solo,sin guardaespaldas.

Ese mismo día hizo pública una proclama: El gobierno tiene queoptar, afirmaba en ella, «o deja que el orden y vuestros más carosintereses, junto con la Constitución y las leyes, sean devoradospor la audacia de los traidores y sepultados en la anarquía; o asumela grave y gloriosa responsabilidad de reprimirlos por medios seve-ros pero justos, terribles pero necesarios; e indigno sería yo de laconfianza con que me honráis si vacilase un momento en hacermeresponsable de la salvación de la Patria». Y terminaba: «En adelan-te, a los que corrompe el oro los reprimirá el plomo; al crimenseguirá el castigo; a los peligros que hoy corre el orden, sucederá lacalma que tanto deseáis; y si para conseguirlo es necesario sacrifi-car mi vida, pronto estoy a inmolarme por vuestro reposo y vues-tra felicidad».

Otra virtud en la que resplandeció como estadista fuela fortaleza. Ya hemos conocido algunas manifestacio-nes de dicha virtud. Jamás hizo concesión alguna al res-peto humano. Fue el hombre menos hipócrita del mun-do. Y el político menos maquiavélico. Todo en él eraauténtico y coherente, lo que pensaba, lo que decía y loque hacía. Como lo expresó en su Mensaje de 1873:

«Pues que tenemos la dicha de ser católicos, seámoslo lógica yabiertamente, seámoslo en nuestra vida privada y en nuestra exis-tencia pública y confirmemos la verdad de nuestros sentimientos yde nuestras palabras con el testimonio público de nuestras obras».Este deber le parecía especialmente imperativo en aquellos días,«de guerra espantosa y universal que se hace a nuestra Religiónsacrosanta, ahora que todo se liga, que todo conspira contra Dios ysu Ungido».

La neutralidad o el desinterés en dicho combate hubieraconstituido a sus ojos un acto de imperdonable cobardía.Se necesitaba fortaleza de espíritu para hacer suyo elideal del Estado católico explícitamente sustentado porla Iglesia. Dicho ideal chocaba, ante todo, con la públicaoposición de los adversarios del cristianismo, tanto delos llamados «radicales», que querían hacer desaparecera la Iglesia, para librarse de sus reivindicaciones, como

de los «liberales», que consentían en dejarla vivir, peroencerrada en las sacristías.

En segundo lugar chocaba con la displicencia de mu-chos católicos que consideraban buena la separación dela Iglesia y del Estado. Eran los católicos liberales, que sibien aceptaban especulativamente la tesis de la unión deambas sociedades, enseguida agregaban que en la hipó-tesis que planteaba el mundo moderno, más adherido a ladeclaración de los derechos del hombre que a los pre-ceptos del Decálogo y del Evangelio, no podía existir unEstado confesadamente católico, sin provocar con ellola guerra civil. El liberalismo resultaba inaceptable, de-cían, pero al fin y al cabo no era sino un mal menor, paraevitar otro más grave.

García Moreno respondía que aceptar como principiola separación de la Iglesia y del Estado implicaba negar elderecho de Jesucristo sobre las naciones, y que recono-cer la tesis y luego declararla imposible de aplicar, eracomo aceptar los mandamientos en principio, pero agre-gar enseguida que son inaplicables porque si se los cum-pliera se haría violencia a nuestra naturaleza caída. A locual añadía que así como la fe sin obras es incapaz dealcanzarnos la salvación, la doctrina social de la Iglesiano salvará al mundo del caos si ni siquiera se intentatraducirla en los hechos.

Oponerse a tantos enemigos, de afuera y de adentro,requería una elevada cuota de fortaleza y de paciencia.Comentando el aluvión de ataques, denuestos y calum-nias de que era objeto, les decía a sus amigos:

«Mirad, la injuria es mi sueldo. Si mis enemigos me atacaran poralgún crimen que yo hubiera cometido, pediríales perdón, y trataríade enmendarme; pero se conjuran contra mí, porque amo de veras ami Patria, porque trato de salvar el tesoro más preciado, la fe;porque soy y me muestro sumiso hijo de la Iglesia...»

El criterio que lo guiaba lo manifestó así ante el Congreso: «ElEcuador es un pueblo profundamente religioso: yo nunca puedorepresentarle como lo merece, sin conservar, sostener y defenderhasta el último trance nuestra verdadera y divina religión. Masaunque la fe es acendrada, mucho temo que el pueblo se halle heridode la enfermedad endémica del siglo, la debilidad de carácter; muchome temo que una persecución violenta, no halle entre nosotrosmuchos mártires. Es indispensable levantar de algún modo el espí-ritu de los ecuatorianos». García Moreno buscaba infundir fortale-za a un pueblo debilitado por las logias y el liberalismo.

Por defender sus ideas, a veces tuvo desencuentros conlas mismas autoridades eclesiásticas, especialmente cuandojuzgaba que algún obispo no cumplía adecuadamente sudeber. En cierta ocasión se dirigió a la Curia, por mediode su canciller, para exponerle al Arzobispo su extrañezaal ver que en las iglesias no se había rezado el ViernesSanto, entre las plegarias que anteceden a la adoraciónde la santa cruz, la oración por el Jefe de Estado, pregun-tando si sucedería lo mismo los próximos años. El Arzo-bispo consultó al Nuncio, quien le respondió que desdela caída del Imperio ya no había oración especial con esaintención. El Presidente resolvió entonces no asistir a laspróximas ceremonias, y así lo hizo saber a la Curia. Po-cos meses después, el Nuncio le comunicó que el Papale había concedido el privilegio de que el Viernes Santose dijesen dos oraciones: una por el Presidente, y otrapor la República.

El paso que dio el jefe de Estado no fue movido por elorgullo o la vanidad sino por el deseo de acrecentar suautoridad moral y por creer seriamente en la necesidadde una especial protección divina. A algunos les podrállamar la atención estos encontronazos con autoridadeseclesiásticas. En el fondo no eran sino la consecuenciade su adhesión profunda a la Iglesia, a la que quería puray santa. Su actitud nos recuerda el modo de proceder de

Gabriel García Moreno

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Leon Bloy, quien por amor a la Iglesia atacó con tantavehemencia a sacerdotes que faltaban a su deber o quetransigían con el espíritu de la época.

Se le ha echado en cara cierto autoritarismo en su con-ducción política. Es que las circunstancias lo obligarona ello. Si hubiera entrado en trato con los grupos revolu-cionarios, hubiese sido en detrimento de la restauracióndel país. La experiencia del comportamiento de Luis XVIlo confirmaba en su conducta. Se ha dicho también quemenospreciaba la opinión. Lo cierto es que antes de obrarse ponía en la presencia de Dios y no de la opinión públi-ca. Estaba convencido de que el Gobierno no debía se-guir la opinión sino encauzarla. Este obstinarse en serfiel a los dictámenes de su conciencia, al plan de Dios ya la doctrina de la Iglesia, a pesar de las exigencias pe-rentorias de la Revolución y los ejemplos dados por to-dos los gobiernos de su época, revela una actitud deheroica fortaleza. Nunca pecó contra la luz. Cuando en-tendía lo que debía hacer, se mostraba inamovible, cosaque impresionaba grandemente a todos, especialmente asus adversarios. Un contemporáneo decía ver en él «lamirada fría e implacable de acero pavonado, de los re-tratos de Felipe II».

El acto supremo de fortaleza es el martirio. GarcíaMoreno no podía sino aspirar a él. Sobre todo en lospostreros años de su vida surgió desde lo más hondo desu ser un anhelo incoercible de sufrir y morir por Cristo.

Claramente lo manifestó al asumir el mando por segunda vez,cuando refiriéndose al juramento que acababa de pronunciar, dijocon energía: «¡Feliz yo si logro sellarlo con mi sangre, en defensa denuestro augusto símbolo, religión y patria». Cinco años después,en carta a un sacerdote, le ruega que le alcance de Dios fuerzas pararegocijarse de tener que sufrir «en unión con Nuestro Señor». Con-sidera «una verdadera felicidad» el soportar insultos, ya que ello lohacía entrar en comunión con los jesuitas perseguidos, los buenosobispos y el Papa. Recordemos cómo, en 1873, le pide al SantoPadre alcanzarle de Dios «que le conceda morir en defensa de la fey de la Iglesia».

García Moreno tenía la certeza de que su muerte habíasido ya resuelta por sus enemigos, pero eso no le atemo-rizaba. Sabía que entre esos enemigos se encontraba laMasonería, que lo consideraba como el hombre de losobrenatural, el hombre de Cristo. Por eso no le disgus-taba la perspectiva de su muerte. Poco antes de caerbajo el puñal homicida, le escribió a un amigo íntimo queestaba en Europa:

«Voy a ser asesinado. Soy dichoso de morir por la santa Fe. Nosveremos en el Cielo». Días atrás, en carta a Pío IX le hacía saber quelas logias de los países vecinos, instigadas por las de Alemania,procuraban «sigilosamente» hacerlo desaparecer. Por eso, le dice,«necesito más que nunca de la protección divina para vivir y moriren defensa de nuestra Religión santa y de esta pequeña Repúbli-ca».. Y agrega: «¡Qué fortuna para mí, Santísimo Padre, la de seraborrecido y calumniado por causa de nuestro Divino Redentor!¡Y qué felicidad tan inmensa sería para mí, si vuestra bendición mealcanzara del Cielo el derramar mi sangre por el que, siendo Dios,quiso derramar la suya en la Cruz, por nosotros!».

El deseo de dar la vida por Cristo fue, sin duda, elprincipal efecto de la honda devoción que sentía por laCruz, lugar del martirio del Señor. Sabía muy bien quesu obra le había acarreado el odio de los enemigos deCristo. Pero sabía también, y ello lo llenaba de consuelo,que al morir por la Iglesia y por Cristo, completaría ensu carne lo que falta a aquella pasión, ganando muchasalmas para Dios en Hispanoamérica y en el mundo.

Por aquellos días se realizó en Quito una misión predi-cada por los padres redentoristas. A su término, GarcíaMoreno iba a dar ante los ecuatorianos y ante el mundoentero, un testimonio magnífico de su amor a la Cruz.Diríase un acontecimiento tomado de la Edad Media, cuyo

protagonista podría haber sido San Luis de Francia, SanFernando de Castilla o Godofredo de Bouillon. Estamosen Quito, en su plaza mayor, con sus viejas casonas co-loniales y su magnífica Catedral. La iglesia desborda deconcurrencia. Allí se encuentra el Presidente y sus mi-nistros, pero también numerosos nobles, estudiantes,obreros e indios, todos unidos por la fe común. Comorecuerdo de la misión, los padres habían regalado a laciudad una enorme cruz, de seis metros de largo, toma-da en bloque y sin cortes de un solo árbol, que seríallevada en procesión por las calles de la ciudad, paraquedar finalmente emplazada en la Catedral. Uno de losmisioneros pronunció ante los presentes una alocución.Luego de recordar que la redención nos vino por la cruz,prosiguió diciendo que ahora, al recorrer proce-sionalmente con ella las calles de Quito, se estaba signi-ficando el triunfo de Cristo Redentor.

Siglos atrás, agregó, el emperador Heraclio había car-gado sobre sus espaldas la cruz del Calvario, aquella mis-ma cruz sobre la que murió Cristo y que, tras haber sidocapturada por los persas, acababa de ser devuelta al Im-perio cristiano. Tras el sermón, comenzó el acto proce-sional. Ahí estaba la inmensa cruz, que aguardaba sercargada por los fieles. De pronto, sucedió lo inesperado.El Presidente de la república se acerca a ella, la carga so-bre sus hombros, y comienza a caminar lentamente, se-guido del pueblo, que observaba estupefacto. Luego dehaber recorrido un buen tramo, estaba sudoroso y pare-cía sumamente cansado. Entonces, a semejanza de losque sucedió en el Vía Crucis, una mujer se le acercó y leofreció de beber. Un año más tarde, cuando cayese bajolos puñales y las balas, todos acabarían por comprenderel símbolo de lo que estuvieron presenciando.

García Moreno se destacó asimismo por la virtud de lahumildad. Su rango presidencial no le impidió visitar fre-cuentemente a los enfermos y a los encarcelados, ni pe-dir perdón cuando creía haber molestado a alguien. Estehombre, a quien sus enemigos lo consideraban comouna persona llena de orgullo y de ambición, jamás buscóel poder por dar pábulo a un anhelo de autopromoción.No admitió la primera presidencia sino contra su volun-tad, y en la segunda fue necesario obligarlo para que laaceptase. Nunca le interesó la popularidad, ni el aplausode la multitud, ni el caer simpático al pueblo o mostrarsecondescendiente con él. Por haber estado tan lejos de todaespecie de populismo, los agravios se multiplicaron. A unreligioso que confidencialmente le relataba cuánto sufríade parte de sus enemigos, le consoló diciéndole:

«Compadezco vuestras penas; pero habéis tenido magnífica oca-sión de atesorar para la eternidad. Los golpes que os han dado osparecerían menos duros, si los comparaseis con los que yo estoyrecibiendo todos los días. Haced como yo, poned los ultrajes al piede la cruz, y pedid a Dios que perdone a los culpables. Pedidle queme dé bastante fuerza, no sólo para hacer el bien a los que derramansobre mí de palabra y por escrito los torrentes de odio que guardanen su corazón; sino para regocijarme ante Dios de tener que sufriralgo en unión con Nuestro Señor».

Cuando se encontraba frente a un sacerdote, su hu-mildad tomaba la forma de la reverencia. En cierta oca-sión, un padre capuchino, que estaba de paso por Quito,fue a visitarle; al verlo, se sacó el sombrero. «Cúbrase,por amor de Dios, padre», le dijo, mientras él se descu-bría. El padre replicó: «No puedo cubrirme ante el presi-dente de la república». A lo que García Moreno contestó:«Padre, ¿qué es un jefe de Estado ante un ministro deDios?». A otro sacerdote le había pedido que lo confesa-ra cada semana. Éste, para ahorrarle un cuarto de hora decamino, le ofreció ir él a la Casa de Gobierno. «Perdóne-me, padre, el pecador es el que tiene que ir a buscar al

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juez, que el juez no va a ir buscando al pecador».Su humildad quedaba también de manifiesto cuando

les pedía por escrito a algunos sacerdotes de su con-fianza que le hiciesen conocer los errores en que comogobernante había incurrido. Pero la más bella forma dehumildad cristiana fue su modo de aceptar las injurias,no sólo con resignación sino llegando a experimentarjúbilo.

En cierta ocasión dijo: «No puedo evitar la inevitable alegría deque me siento poseído al verme calumniado e injuriado sin treguapor los enemigos de la Iglesia... Si ellos aborrecen en mí la fidelidada mi Dios, les agradezco y me esforzaré en merecer sus odios; lainjuria es mi salario». Con cuánta verdad pudo hacer suya la expre-sión de San Pablo: «Sobreabundo de gozo en mis tribulaciones».

3. La realeza social de JesucristoGarcía Moreno había entendido perfectamente la per-

versidad que se escondía en el ideario de 1789 y su radi-cal incompatibilidad con la doctrina católica. Había en-tendido que en la historia de su tiempo se seguía concre-tando el enfrentamiento teológico de las Dos Ciudades deSan Agustín o de las Dos Banderas de San Ignacio. De ahíque consideraba su quehacer político como una forma,y cuán elevada, de combate y de apostolado. Escribe elP. Berthe que su celo era tan intenso que si hubiera sidosacerdote habría sido un San Francisco Javier. ComoJefe de Estado quiso al menos abrir caminos a la Iglesia,a sus sacerdotes y misioneros, derribando los obstácu-los que la Revolución había acumulado. De tal manera lodevoraba este fuego de caridad, que no podía ocultarloni aun cuando estaba de viaje, recorriendo los caminosde su Patria.

«Cuando el presidente venía en medio de nosotros para vivircomo simple particular –contaban aquellos pobres labradores–, nonos perdonaba ni el castigo, ni la corrección; pero era un verdaderosanto; nos daba grandes jornales y magníficas recompensas; nosenseñaba la doctrina cristiana, rezaba el rosario, nos explicaba elevangelio, nos hacía oír misa, y a todos nos preparaba para laconfesión y comunión. La paz y la abundancia reinaban en nues-tras casas; porque sólo con la presencia de tan excelente caballero,se ahuyentaban todos los vicios».

La humildad a que arriba nos referimos hacía que cuan-do hablaba de sus actos de gobierno, por ejemplo antelos miembros del Congreso, trataba de disminuir sus méri-tos para que todo fuese ordenado a Dios. «Entro en estosdetalles –dijo en cierta ocasión– no para gloria nuestrasino de Aquel a quien todo lo debemos, y a quien adora-mos como a nuestro Redentor y nuestro Padre, nuestroprotector y nuestro Dios». Dios era para él un ser vivo,no aquel «Ser supremo» o aquella «Providencia» genéri-ca, tan frecuente en los discursos de gobernantes secula-rizados. Concretaba así el lema ignaciano: Omnia admaiorem Dei gloriam, todo a la mayor gloria de Dios. Deahí que no pudiera disimular su gozo cuando se enterabade que el cristianismo hacía progresos en su Patria. Tam-bién cuando prosperaba en el extranjero, ya que su co-razón era católico, es decir, universal.

«¡Gloria a Dios y a la Iglesia –escribía en 1874– por las numero-sas conversiones que se operan entre los disidentes, especialmentelas del Marqués de Ripón, de lord Grey y de su Majestad la reinamadre de Baviera! Es indudable que estos grandes ejemplos tenganinfluencia decisiva en la conversión de todos los protestantes derecto corazón».

Cierta vez le reprocharon el haber puesto el Estado alos pies de la Iglesia. Él respondió:

«Este país es incontestablemente el reino de Dios; le perteneceen propiedad y no ha hecho otra cosa que confiarlo a mi solicitud.Debo, pues, hacer todos los esfuerzos imaginables para que impe-re en este reino; para que mis mandatos estén subordinados a lossuyos, para que mis leyes hagan respetar su ley». No era sino la

aplicación de aquellas dos súplicas de la oración dominical: «Vengaa nosotros tu reino» y «Hágase tu voluntad así en la tierra como enel cielo»

a. En defensa de Pío IXComo bien escribe el P. Berthe, García Moreno pare-

ciera haber nacido para luchar contra los principios de laRevolución francesa, que tanto se habían propagado portodas las naciones cristianas. De algún modo logró ven-cerlos en su Patria, volviendo a sentar en el trono delEstado a nuestro Señor Jesucristo. En Ecuador habíasucedido lo que en otros países hispanoamericanos, o almenos en algunos de sus grupos dirigentes, esto es, que alemanciparse de España habían pretendido emanciparsetambién de los principios católicos que España nos habíatraído, tendiendo la mano a los revolucionarios de ultra-mar. En nuestra Argentina esos grupos estuvieron repre-sentados por personajes como Moreno, Monteagudo yRivadavia. El gran papa Pío IX, hoy beatificado por JuanPablo II, había salido valientemente al encuentro de laRevolución Anticristiana. García Moreno, como gober-nante de un país cristiano, era un cultivador de la obe-diencia. Ante todo de la obediencia a Dios, entendiendoque las leyes divinas están por encima de las leyes huma-nas, pero también de la obediencia al Santo Padre, porquien sentía un cariño realmente filial.

Pues bien, fue precisamente este Papa quien en 1864promulgó el Syllabus, donde denunciaba la perniciosidaddel naturalismo, el racionalismo y el liberalismo domi-nantes. En una de sus cláusulas decía que al Sumo Pon-tífice no le era lícito reconciliarse y transigir con el pro-greso, el liberalismo y la civilización moderna, es decir,con los principios de la Revolución. El liberalismo, quese podría definir como la aplicación del naturalismo en elcampo de la política, es uno de los errores más difícilesde erradicar.

Cuando a un liberal se le dice que un gobierno, si quie-re ser tal, no puede mantenerse como el fiel de la balan-za, equidistante del bien y del mal, enseguida respondeque su interlocutor es un extremista. Si se le dice quecomo la naturaleza humana está herida por el pecado, laverdad necesita protección para no ser aplastada por elerror, contesta que ello es innecesario, ya que la verdadtriunfa naturalmente del error, sin requerir ningún apoyode afuera; Dios no precisa que lo defiendan, Él se defien-de a sí mismo. Si un documento como el Syllabus ana-tematiza sus errores, trata al Papa de retrógrado. El úni-co dogma superviviente es el de la democracia liberal,aunque la experiencia muestre los desastres a que ha lle-vado.

Estas ideas se iban extendiendo por todos los pueblosque durante el medioevo habían integrado el bloque de laCristiandad. A dicha expansión del mal coadyuvaban losacontecimientos políticos que tenían a Italia por epicen-tro. Allí los garibaldinos y los carbonarios, como se auto-denominaban los masones de aquella península, habíantomado por asalto la ciudad de Roma, donde residía elPapa, el 20 de septiembre de 1870. Al Sumo Pontífice lodefendieron varias compañías de soldados, algunos vo-luntarios austríacos, un grupo de franceses y de españo-les tradicionalistas. Oficialmente Francia había colabora-do en aquel despojo, retirando sus tropas en momentosdecisivos.

Al año siguiente, quizás como castigo de Dios a unanación que había sido la primera que abrazó la fe católica,y que ahora daba una nueva muestra de su secular apos-tasía, un comité revolucionario llamado la Commune, seapoderó de París, llenando de sangre sus calles. Refirién-

Gabriel García Moreno

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dose a ello, exclamaba García Moreno: «¡Qué desgraciaque esta Francia cuyo glorioso pasado tanto amo, seagobernada por bandidos! Conducida por un hombre deenergía, pronto volvería a tomar su puesto de hija pri-mogénita de la Iglesia». Sólo el Imperio austrohúngaro,el único poder europeo que no era liberal y que domina-ba el noreste de Italia, apoyó al Papa en dicha coyuntura.

Un estadista católico de la talla de García Moreno nopodía permanecer indiferente en aquellas circunstancias.Al mejor estilo caballeresco, sin atender a la poquedadde sus fuerzas y despreciando todo respeto humano, sacóla cara en favor del Papa ultrajado, proclamando el dere-cho de gentes, reclamando justicia, y reprochando sucobardía a reyes y potencias de gran ascendiente. Aque-lla voz, humilde pero majestuosa, resonó en las altas can-cillerías, llenando de vergüenza a los buenos católicoseuropeos. Empezó la ofensiva enviando a través de suministro de relaciones exteriores, por vía diplomática,una nota de enérgica protesta al ministro de Víctor Ma-nuel II, el rey usurpador. Entre otras cosas allí le decía:

«Atacada la existencia del catolicismo en el Representante de launidad católica... a quien se le ha privado de su dominio temporal,única y necesaria garantía de libertad e independencia en el ejerciciode su misión divina, es innegable que todo católico, y con mayorrazón todo gobierno que rige a una porción considerable de católi-cos, tiene no sólo el derecho, sino el deber de protestar contra aquelodioso y sacrílego atentado, y, sin embargo, el gobierno delinfrascripto aguardó en vano que se hiciera oír la protesta autoriza-da de los Estados poderosos de Europa contra la injusta y violentaocupación de Roma, o que Su Majestad el rey Víctor Manuel,rindiendo espontáneo homenaje a la justicia y al sagrado carácterdel inerme y anciano Pontífice, retrocediera en el camino de lausurpación y devolviera a la Santa Sede el territorio que acaba dearrebatarle.

«Pero no habiéndose oído hasta hoy la voz de ninguna de laspotencias del antiguo continente, y siguiendo oprimida Roma porlas tropas de Su Alteza el rey Víctor Manuel, el gobierno del Ecua-dor, a pesar de su debilidad y de la distancia... cumple con el deberde protestar, como protesta, ante Dios y el mundo, en nombre dela justicia ultrajada, y, sobre todo, en nombre del católico puebloecuatoriano... de ese indigno abuso de la fuerza en perjuicio de SuSantidad y de la Iglesia Católica... El rey Víctor Manuel reparenoblemente el efecto deplorable de una ceguera pasajera, antes deque el trono de sus ilustres antepasados sea tal vez reducido acenizas por el fuego vengador de la Revolución Francesa...».

Al mismo tiempo envió, también por conducto diplo-mático, copia de aquel documento a todos los gobiernoshispanoamericanos, con una carta adjunta donde los ex-hortaba a reprobar públicamente la violenta ocupaciónde Roma. «Una violación tan completa de la justicia con-tra el Augusto Jefe de la Iglesia católica no puede sermirada con indiferencia por los gobiernos de la Américalibre, y ya que el antiguo mundo ha encontrado sólo elsilencio de los reyes, es natural que en el nuevo halle laesperada reprobación de los gobiernos que lo represen-tan». No encontró eco alguno el Don Quijote moderno.En carta a un amigo le confesaba:

«Colombia me ha dado respuesta negativa, en términos modera-dos. Costa Rica una respuesta igualmente negativa, pero en térmi-nos insolentes. Bolivia me ha hecho decir con mucha cortesía quetomaba mi protesta en gran consideración. En cuanto a Chile, elPerú y los otros Estados, no se han dignado siquiera enviarme unanota de recibo. Empero ¿qué importa eso? Dios no tiene necesidadde nosotros, ni de nada para cumplir sus promesas, y Él las cum-plirá, a despecho del infierno y de sus satélites los francmasones,que por medio de sus gobernantes, son más o menos dueños detoda América, a excepción de nuestra patria».

Si la abstención de los estamentos políticos fue tal, lasminorías católicas de muchos países, que no se habíandejado contaminar por el liberalismo, se enardecieron anteel testimonio martirial del gran ecuatoriano. Un colum-nista del diario español La Cruz, escribía:

«El antiguo mundo, este mundo, envilecido con losenvilecimientos más asquerosos; este mundo que tiene monarcasque ni reinan ni gobiernan,... este mundo antiguo, donde han des-aparecido todas las virtudes y donde sólo imperan los malvados...se han hecho cómplices en la revolución... y hasta complacientes,han visto los gobiernos liberales este triunfo del mal, sin que unosolo haya enviado una palabra de consuelo a la gran víctima delVaticano... Pero hay al otro lado de los mares una región donde seconserva la lengua y la fe de la antigua España; una región donde elcatolicismo es la base del gobierno, de sus leyes..., una nación queno está contaminada con el virus del liberalismo..., pues bien, esanación es la única que ha escuchado la voz del gran Pío IX, esanación es la única que ha levantado heroica, solemne y enérgicaprotesta contra la iniquidad...»

Acentos semejantes encontramos en aquel grupo deapologistas católicos franceses, tan queridos por GarcíaMoreno, que giraban en torno al periódico L’Univers.

Algunos patriotas quiteños entregaron un documento al Nuncio:«Si nosotros nada podemos hacer contra ese funesto atentado, almenos lo reprobamos y condenamos con nuestro corazón, y roga-mos al Ser Supremo, al Dios de las naciones y de los ejércitos, queabrevie este tiempo de prueba y de tribulación, y devuelva la inde-pendencia y libertad al Jefe de la Iglesia».

El Papa quedó profundamente emocionado al conocerla actitud de García Moreno. Cuando llegó a sus manosla declaración oficial exclamó: «¡Ah! Si éste fuese unrey poderoso no le hubiera faltado al Papa todo el apoyodel mundo». El 21 de marzo de 1871 le envió una cartade elogiosa gratitud, junto con la máxima condecoraciónvaticana, la gran cruz de la Orden de Pío IX. En la cartale decía:

«A los numerosos y magníficos testimonios de piadosa adhesiónque nos habéis dado en el cumplimiento de los deberes de vuestrocargo, habéis añadido una prueba espléndida de fidelidad a la SantaSede y a nuestra humilde persona... En un tiempo desastroso parala santa Iglesia, no habéis temido condenar públicamente con aplausode todos los corazones honrados, la usurpación de nuestro podertemporal que hombres ingratos y pérfidos acaban de perpetrar».

Ante todos los diputados reunidos en el recinto delCongreso, García Moreno explicó así su actitud:

«Si el último de los ecuatorianos hubiese sido vejado en su per-sona o en sus bienes por el más poderoso de los gobiernos, habría-mos protestado altamente contra ese abuso de fuerza, como elúnico medio que le queda a los Estados pequeños para no autorizarla injusticia, con la humillante complicidad del silencio. No podía,pues, callar cuando la usurpación del dominio temporal de la SantaSede y la consiguiente destrucción de la libertad e independencia enel ejercicio de su misión divina, habían violado el derecho, no deuno, sino de todos los ecuatorianos, y el derecho más elevado ymás precioso, el derecho de su conciencia y de su fe religiosa».

A las palabras, siguieron las acciones. Enterado GarcíaMoreno de que los católicos del mundo habían instituidola Obra del óbolo de San Pedro para paliar la pobreza,casi mendicante, en que había quedado el Papa, ofrecióla colaboración del Estado. Enseguida sus enemigos loacusaron de «despilfarrador». Eran los Judas de siem-pre. Para el Presidente no era sino la manera de expresarla gratitud de la nación por tanto como había recibido dela Iglesia a lo largo de los siglos. El Congreso le dio todosu apoyo, y corroboró sus intenciones. Entonces GarcíaMoreno hizo llegar al Papa, por medio de uno de losministros de su Gobierno, la suma de 10.000 pesos,«mezquina ofrenda de nuestra pequeña república», le dijoéste al Nuncio, quien respondió:

«Permitidme, señor ministro, que os exprese el homenaje de laadmiración que nos domina, y os ruego al mismo tiempo que osdejéis de hablar de la pequeñez de la república, porque no sonpequeños los Estados que saben elevarse a tanta altura».

Pío IX le escribió enseguida, aprovechando la ocasiónpara alabar una vez más su gestión de gobierno, su habi-lidad para restablecer en tan poco tiempo la paz social, elpago de una notable parte de la deuda pública, la duplica-

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ción de las rentas, la reforma de las instituciones... Todoello, le decía, no es sino una prueba de la intervencióndivina. García Moreno quedó conmovido:

«No soy capaz de expresar a Su Santidad la profunda impresiónde gratitud que me causó la lectura de su paternal y afectuosa carta.La aprobación que Vuestra Santidad se digna dar a mis pobresesfuerzos, es para mí la recompensa más grande que puedo recibiren la tierra, y por mucho que ellos valieren, ella sería ciertamentesuperior a cuanto yo pudiera merecer. Pero en justicia tengo queconfesar que todo lo debemos a Dios, no sólo la creciente prospe-ridad de esta pequeña república, sino todos los medios que em-pleo, y aun el deseo que Él me inspira de trabajar para su gloria».

Tan cordiales fueron las relaciones que existieron siem-pre entre Pío IX y García Moreno. Lo que Pío IX másadmiraba en el presidente ecuatoriano era al gobernantecatólico, fuerte y justo, tenaz adversario de la Revolu-ción. El mismo Papa que se presentaba lleno de majes-tad cuando se dirigía a los Césares de la época, losBismarck, los Napoleón III, se mostraba desbordantede ternura con el jefe de un Estado lejano y casi desco-nocido, cuyo noble corazón latía al unísono con el suyo.Por su parte, García Moreno amaba entrañablemente aaquel heroico Pontífice, defensor incansable de los de-rechos de la verdad. En él veía a un nuevo Gregorio VII,que en un siglo de indiferencia y liberalismo generaliza-do, tuvo la lucidez y el coraje de promulgar el Syllabus yconvocar el Concilio Vaticano.

b. El Ecuador a los pies de Cristo ReyEn sus últimos años, García Moreno fue revelando

todas las dimensiones de un gran estadista, también lú-cido e intrépido, convencido de que lo más trascendentede su gestión consistía en llevar a cabo la restauracióncatólica, luego de haber abatido la revolución laicista. Lodemás se seguiría casi con naturalidad. «Quien busca antetodo el reino de Dios –decía–, obtiene el resto por añadi-dura. Se había propuesto entronizar a Cristo en su Pa-tria. Y de algún modo lo logró, según lo reconocía unpensador colombiano de su tiempo: «La República delEcuador es hoy el único Estado social y políticamentecatólico». No un Estado clerical, por cierto, ya que sibien García Moreno pedía consejo a los buenos sacer-dotes, quien mandaba en el orden temporal era él.

Ya hemos visto cómo, cuando lo consideró necesario,supo imponerse al Nuncio, al Arzobispo y a otros prela-dos. Su sueño era implantar en el Ecuador el reino deCristo. No se trataba de levantar grandes iglesias, sino deelaborar una legislación católica que vivificase el enteroentramado social, atendiendo a todos los estamentos,desde los nobles hasta los indios más humildes y abando-nados. La suntuosidad de los templos podría ser el colo-fón de su obra, pero lo esencial era el señorío de Cristosobre las inteligencias y voluntades de los miembros desu pueblo y de la sociedad en general.

García Moreno rendía un culto especial al Corazón deCristo, vieja y sólida devoción, muy de los jesuitas, quehabía arraigado profundamente en el Ecuador, y él habíaaprendido especialmente en los Ejercicios ignacianos, quesolía reiterar todos los años. La devoción al SagradoCorazón llenaba los templos los primeros viernes de mes,y más socialmente se expresaba en entronizaciones, so-bre todo en el ámbito familiar. Desde que asumió la pre-sidencia recordó que entre las peticiones del Corazón deCristo a sus escogidos estaba la consagración de las na-ciones como tales. En doscientos años ninguna naciónlo había hecho. Él se propuso llevarla a cabo oficialmen-te en su propia patria.

Como le gustaba hacer las cosas bien, quiso que esaconsagración fuese un acto verdaderamente nacional,

refrendado por los organismos parlamentarios, los man-dos militares, las jerarquías eclesiásticas y los sectoresculturales del Estado. La idea de consagrar públicamenteel Ecuador al Sagrado Corazón le había sido sugerida porel P. Manuel Proaño, director nacional del Apostolado dela Oración. He aquí la respuesta de García Moreno, don-de muestra algunas vacilaciones, productos de su noble-za y sinceridad.

«Reverendo y querido P. Manuel. No puede concebirse idea másplausible ni más conforme con los sentimientos que me animan depromover en todo sentido la prosperidad y ventura del país cuyoGobierno me ha confiado la Divina Providencia, dándole por base lamás alta perfección moral y religiosa a que nos llama la profesiónpráctica del Catolicismo. Reconozco la fe del pueblo ecuatoriano, yesa fe me impone el deber sagrado de conservar intacto su depósito,aunque sea a costa de mi vida. No temo a los hombres, porque estámás alto Dios... Y si fue, en algún tiempo, deber indeclinable detodo hijo sincero de la Iglesia confirmar la fe del corazón con las másexplícitas y reiteradas y solemnes profesiones de los labios, esto essin duda en la época actual, cuando, aun entre los pueblos creyen-tes, la enfermedad endémica del siglo es la debilidad de carácter.Pero digo: ¿y será el Ecuador una ofrenda digna del Corazón delHombreDios?...

«Este Corazón es santo, inmaculado; ¿y hemos logrado ya mora-lizar bastantemente a los pueblos? ¿Hemos santificado el hogardoméstico? ¿Reina la justicia en el Foro, la paz en las familias, laconcordia entre los ciudadanos, el fervor en los templos? El Cora-zón de Jesús es el trono de la Sabiduría. ¿Y el pueblo ecuatorianoacepta todas sus enseñanzas, es dócil y sumiso a su divino magis-terio, recibe y acoge con amor sus inspiraciones, rechaza práctica-mente todos los errores del siglo, y se sobrepone a toda la perver-sión actual de las ideas?...

«Temo que este país no sea todavía ofrenda digna del Corazón deJesucristo. Pidamos en fervientes plegarias al Señor que nos envíemisioneros santos, apóstoles infatigables. Vengan a lo menos cin-cuenta sacerdotes celosos y caritativos que recorran todo el territo-rio, visiten nuestros pueblos, sin dejar un rincón; y enseñen yprediquen el Evangelio, y conviertan, si es posible, a todos lospecadores; y entonces podremos consagrar con manos puras, alDios de la pureza, un pueblo purificado con la sangre divina».

Nos impresiona la autenticidad de su espíritu sin do-blez. Consagrar la Patria al Corazón de Jesús parecía fá-cil, ya que eso estaba en sus manos, por ser el jefe deEstado, pero que el pueblo ecuatoriano, en todos losestamentos, hiciese suya dicha consagración, era algoque excedía el ámbito de sus posibilidades. Sólo podíanlograrlo los sacerdotes, y éstos eran pocos. Recurrióentonces al superior general de los redentoristas, pidién-dole por lo menos cincuenta misioneros fervorosos. Seve que había decidido cumplir su propósito con ciertaceleridad, aunque sin omitir lo necesario. Algunos ami-gos le sugirieron que no se metiese en esta nueva aventu-ra, que ya demasiado excitadas estaban las logias del paísy del extranjero. Por otro lado, agregaban, era un gestoque resultaba exótico; ningún gobierno europeo habíahecho algo semejante. El consejo le resultó indignante ysólo logró que apresurase la ejecución del designio.

Precisamente por esos días se estaba celebrando enQuito un sínodo eclesiástico. García Moreno aprovechóla ocasión para hacer una consulta formal a la Iglesia.Todos le manifestaron su conformidad. Luego se dirigióa las Cámaras, con el deseo de que el Estado se uniese ala Iglesia en este acto solemne. También los diputadosestuvieron de acuerdo. Entonces firmó el decreto, dondese disponía: «Las solemnidades correspondientes a laConsagración se harán en todas las iglesias catedrales yparroquias en la próxima cuaresma». Pío IX, al conocersu propósito, le escribió expresándole su aquiescencia.Un grupo de quiteños, quiso mostrar su adhesión a lainiciativa del Gobierno proponiendo la erección de ungran templo nacional al Sagrado Corazón, rey de Ecua-dor. La obra fue aprobada, pero García Moreno no la

Gabriel García Moreno

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

vería terminada, ya que se inauguró diez años despuésde su muerte.

Llegó la fecha señalada, el 23 de marzo de 1873. Ya losmisioneros escogidos habían recorrido pueblo tras pue-blo, disponiendo el espíritu de los ecuatorianos de todoel país. García Moreno preparó personalmente el acon-tecimiento, codo a codo con su amigo, el P. Proaño. Entodos los edificios oficiales se izó la bandera nacional,para saludar al rey de la Patria. La catedral, ricamenteengalanada, fue el ámbito donde se encontraron el Arzo-bispo y su clero, los miembros del Gobierno, los jueces,jefes y oficiales, alcaldes y autoridades de los pueblos. Ala cabeza de todos sus funcionarios, García Moreno,con uniforme de comandante de las fuerzas armadas ysu banda de jefe de Estado. El Arzobispo se acercó alcuadro del Sagrado Corazón, pintado para la solemnidadpor un artista quiteño. García Moreno le había pedido alpintor que lo representase de medio cuerpo, con la coro-na sobre su sien, que «la mano derecha de Cristo empu-ñe el cetro real y la mano izquierda sostenga el globo delmundo, en que aparezca notoriamente la nación ecuato-riana». Leyó el Arzobispo la consagración, y el pueblo lafue repitiendo, frase por frase. Al acabar, se adelantóGarcía Moreno, y en nombre de la Patria y de todos losestamentos del Ecuador, la reiteró con voz firme. Heaquí el texto íntegro, redactado por el P. Proaño:

«Este es, Señor, vuestro pueblo. Siempre, Jesús mío, os recono-cerá por su Dios. No volverá sus ojos a otra estrella que a esa deamor y de misericordia que brilla en medio de vuestro pecho, san-tuario de la Divinidad, arca de vuestro Corazón. Mirad, Dios nues-tro: gentes y naciones poderosas traspasan con muy agudos dar-dos el dulcísimo seno de vuestra misericordia. Nuestros enemigosinsultan nuestra Fe, y se burlan de nuestra esperanza, porque lashemos puesto en Vos. Y, sin embargo, este vuestro Pueblo, su Jefe,sus Legisladores, sus Pontífices, consuelan a vuestro Vicario, enju-gan las lágrimas de la Iglesia; y confundiendo la impiedad y aposta-sía del mundo, corren a perderse en el océano de amor y caridad queles descubre vuestro suavísimo Corazón.

«Sea, pues, Dios nuestro, sea vuestro Corazón el faro luminosode nuestra Fe, el áncora segura de nuestra esperanza, el emblema denuestras banderas, el escudo impenetrable de nuestra flaqueza, laaurora de una paz imperturbable, el vínculo estrecho de una con-cordia santa, la nube que fecunde nuestros campos, el sol quealumbre nuestros horizontes, la vena en fin riquísima de la prospe-ridad y abundancia que necesitamos para levantar templos y alta-res donde brille, con eternos y pacíficos resplandores, su santa ymagnífica gloria.

«Y pues nos consagramos y entregamos sin reservas a vuestrodivino Corazón, multiplicad sin fin los años de nuestra paz religio-sa; desterrad de los confines de la Patria la impiedad y corrupción,la calamidad y la miseria. Dicte nuestras leyes vuestra Fe; gobiernenuestros tribunales vuestra justicia; sostengan y dirijan a nuestrosjefes vuestra clemencia y fortaleza; perfeccione a nuestros sacerdo-tes vuestra sabiduría, santidad y celo; convierta a todos los hijos delEcuador vuestra gracia, y corónelos en la eternidad vuestra gloria:para que todos los pueblos y naciones de la tierra contemplando,con santa envidia, la verdadera dicha y ventura del nuestro, seacojan a su vez a vuestro amante Corazón, y duerman el sueñotranquilo de la paz que ofrece al mundo esa Fuente pura y Símboloperfecto de amor y caridad. Amén».

Tras la bendición del Arzobispo, sonaron los clarinesen la plaza y el tronar de la artillería, junto con los repi-ques de todas las iglesias del Ecuador. En los cerros co-lindantes, las águilas planeaban... Era el primer Estadode la historia que se había consagrado al Corazón deCristo y le había prestado público homenaje como a Reyde la nación. García Moreno se adelantaba, también aquí,a Pío XI y a su encíclica Quas primas.

V. El martirioPor fin reinaba la calma en el Ecuador. Luego de tantas

turbulencias, la Patria había encontrado la paz, no la paz

de la inacción, la paz del cementerio, sino la paz viva deun pueblo que iba prosperando, la paz en cuyo marco seemprendían obras públicas de envergadura, la paz en loscolegios y la Universidad, la paz entre la Iglesia y el Es-tado, la paz de Cristo en el reino de Cristo. García More-no no necesitaba ya mostrarse como aquel hombre tansevero de 1864. Ahora contaba con una Constitución ca-tólica, con un país consagrado a Cristo, y con todo elpoder necesario para hacer cumplir los compromisoscontraídos.

Sin embargo, o quizás por eso mismo, los enemigosacechaban. Abundantes eran las «desgracias» que ha-bían tenido que soportar los hermanos: el Concordato de1862, repudiando el liberalismo; la Constitución de 1869,donde se proscribía la secta masónica; la protesta de1871 contra la invasión de Roma por Víctor Manuel; ypara llenar el vaso de la ignominia, la consagración de larepública al Sagrado Corazón, en pleno «siglo de las lu-ces...» Era ya demasiado. El Jefe de Estado no podía sinoser condenado a muerte.

Desde ese momento, todos los periódicos de la secta,tanto en Europa como en América, se confabularon paradesprestigiar a la víctima, de modo que luego su asesi-nato resultase más potable. Ya se habían perpetrado va-rios atentados contra su vida, pero todos resultaron falli-dos. En 1873 lo intentaron nuevamente; en dicha oca-sión sus propulsores estaban tan seguros del éxito que lanoticia de su muerte apareció en los diarios... ¡siendoleída por la misma víctima!

En mayo de 1875 finalizaba el mandato de GarcíaMoreno y debía elegirse el nuevo Presidente. La Constitu-ción autorizaba la reelección. En conversación íntima conun amigo, García Moreno le revelaba sus propósitos:

«En 1851, cuando me decidí a tomar alguna parte en la políticadel país, consideré que la República, para su prosperidad y dicha,necesitaba de tres períodos de una administración justiciera y be-néfica, cada uno de los cuales debía abrazar de cuatro a seis años. Elprimer período debía ser de reacción, el segundo de organización, eltercero de consolidación. Por esto cuando llegué al poder, mi pri-mer período tuvo, como debió tenerlo, un carácter de reaccióncontra los males que desgarraban la patria; y como esos males eraninveterados, impusiéronme el deber penoso de emplear la violenciahasta extirparlos.

«El segundo período que va a terminar en breve, ha sido para migobierno período de organización, la cual, como era natural, no meha demandado violencia; en prueba de ello, aun mis adversariospolíticos reconocen hoy la moderación y templanza con que heregido el país. Si la divina Providencia no dispone otra cosa, elpróximo período será de consolidación; y en él los pueblos habi-tuados ya al orden y a la paz, gozarán de más amplias libertadesbajo un gobierno verdaderamente paternal y tranquilo. Aseguradoasí el porvenir de nuestra querida patria, me retiraré a la vida priva-da, llevando en mi alma la satisfacción de haber salvado al país ycolocádole definitivamente en la senda de su progreso y engrande-cimiento».

Un amigo de Urbina, católico liberal, le ofreció acom-pañarlo en las elecciones. La respuesta de García Morenofue la que de él se podía esperar:

«Ya dije en 1861 que la lucha entre el bien y el mal es eterna. Porconsiguiente los que sostenemos la causa del bien, la causa de lareligión y de la patria, jamás podremos amalgamarnos con nuestrosadversarios. Admitiremos a los que de buena fe se pasen a nuestrasfilas; no perseguiremos a nadie sino cuando cometan delitos; pro-seguiremos de frente por el camino del bien, prontos a arrostrartoda resistencia, vencer todos los obstáculos con la asistencia divi-na. Tengo convicciones muy arraigadas y reglas fijas de conducta, poreso soy siempre consecuente con mis actos».

Mientras tanto, recrudecían las amenazas no sólo enEcuador sino también en Lima, Bogotá y Santiago. Eltemor a una reelección exasperaba a sus enemigos y los

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impulsaba a unirse en una vasta conspiración. Por esosdías apareció una tendenciosa biografía de García Mo-reno donde se podía leer que el mismo que comulgabaera el que fusilaba, proscribía y confiscaba; «ofrendasdignas del Dios de los jesuitas».

Sus ojos, se decía allí, anuncian la muerte, «una narizpatibularia, la nariz austríaca de Felipe II, idiotizando aEspaña», y lindezas de ese jaez. En carta a un amigo,nuestro héroe comenta el hecho sin atribuirle importan-cia:

«Para colmo de mi dicha Dios ha permitido que apareciese unfolleto de Juan Montalvo, contra mí y contra los obispos, comotambién contra el clero y contra la Iglesia católica. Me han dichoque soy llamado ladrón y tirano. Tengo razones para creer que esteopúsculo, repartido en dos mil ejemplares, ha sido inspirado por lafrancmasonería. Pero esto es un nuevo motivo para dar gracias aDios, puesto que soy calumniado porque soy católico».

Llegó el día de los escrutinios. La victoria de GarcíaMoreno fue aplastante, con lo que las críticas arrecia-ron:

«Nuevo Calígula», lo llamaban, que dejaba en la som-bra a Nerón; el duque de Alba parecía un angelito com-parado con este engendro; se asemejaba a Torquemada.Era el lenguaje de la «democracia», de los demócratasliberales, que habían sido desairados por el pueblo ecua-toriano, «el soberano» a quien antes dedicaban diti-rambos.

Las proclamas enemigas se sazonaban con blasfemias, reite-rándose textos de Proudhon, como por ejemplo, «el primer deberdel hombre inteligente es arrojar inmediatamente de su concienciala idea de Dios»; «Dios imbécil, tu reino ya ha concluido: buscaotras víctimas entre las bestias, que tú ya estás hecho añicos»; «ytú, Satanás, calumniado por curas y reyes, ven, que te abrace yestreche contra mi corazón», etc.

Llevaban la batuta las logias inglesas, francesas y es-cocesas. Ya se comenzó a hablar en público de si nosería conveniente hacer desaparecer al atrevido, con elobjeto de que el pueblo ecuatoriano se fuese familiari-zando con la idea. Mientras tanto se reunían en Lima,que en aquellos tiempos era un centro masónico, envia-dos especiales de las sectas de Chile, Perú, Ecuador,Colombia y otros países hispanoamericanos. Allí urdie-ron sus planes.

No podía ya desconocerse la proximidad del peligro.Los amigos de García Moreno le aconsejaron ponerse enguardia, así como diversas estratagemas, que se hicieseacompañar por una escolta, que variase sus itinerarioshabituales... Pero él no les hacía caso. Estaba demasia-do dedicado a «pensar el Ecuador» que soñaba, a pro-yectar su progreso en todos los sentidos, espiritual ymaterial, como para perder tiempo en considerar aquellaeventualidad. Su horario seguía siendo el mismo. Por lamañana, su misa y meditación diarias, las acostumbra-das visitas al Santísimo, sus largas horas en el despachooficial.

Un prelado que mucho lo apreciaba, hallándose de paso porQuito, lo fue a visitar y le previno: «Es posible y notorio que lasecta ha condenado a usted, y que los sicarios aguzan sus puñales.Tome usted, pues, algunas precauciones para salvar la vida». «¿Yqué precauciones quiere usted que tome?», le respondió. «Rodéeseusted de una buena escolta». «¿Y quién me librará de esa escolta ala que se podrá corromper? Yo prefiero confiarme a la guarda deDios».

En estas preocupantes circunstancias escribió su últi-ma carta al Sumo Pontífice, plenamente reveladora de lapiedad de un santo y del valor de un mártir.

«Santísimo Padre: Hace algún tiempo que he deseado vivamentevolver a escribir a Vuestra Santidad; pero me ha impedido el hacer-lo el temor de quitarle su tiempo, demasiado precioso y necesario

para el gobierno del Orbe católico. Sin embargo, hoy tengo quesobreponerme a este temor para implorar Vuestra apostólica bendi-ción, por haber sido reelecto, sin merecerlo ni solicitarlo, para go-bernar esta República católica por seis años más...

«Ahora que las logias de los países vecinos, instigadas por la deAlemania, vomitan contra mí toda especie de injurias atroces y decalumnias horribles, procurando sigilosamente los medios de asesi-narme, necesito más que nunca de la protección divina para vivir ymorir en defensa de nuestra religión santa, y de esta pequeña Repú-blica que Dios ha querido que siga yo gobernando. ¡Qué fortunapara mí, Santísimo Padre, la de ser aborrecido y calumniado porcausa de Nuestro Divino Redentor, y qué felicidad tan inmensasería para mí, si vuestra bendición me alcanzara del cielo el derramarmi sangre por el que, siendo Dios, quiso derramar la suya en la Cruzpor nosotros!»

Solicítale luego al Papa dos favores: que disponga elenvío de un grupo de Hermanas para que se encarguende varios hospitales, y que las reliquias de San PedroClaver, prácticamente abandonadas en Cartagena de Co-lombia, sean llevadas al Colegio de los jesuitas de Quito,de modo que Ecuador tenga un nuevo abogado en elcielo.

Con tales disposiciones, se aprestó a redactar el Men-saje que debía pronunciar el 1º de agosto para la aperturadel nuevo Congreso. No le fue fácil hacerlo, ya que lasnoticias que le hacían llegar contribuían a distraerlo desu trabajo, noticias macabras, que lo afectaban, por cier-to, aunque sin desesperarlo. A un amigo que viajaba aEuropa le dio un abrazo y le dijo: «Ya no nos volveremosa ver, lo presiento. Éste es nuestro postrer adiós». El 4de agosto se dirige epistolarmente a esa misma persona –sería su última carta–, y al terminar escribe: «Voy a serasesinado. Soy dichoso de morir por la santa Fe. Nosveremos en el cielo». Hacia la tarde, queriendo concluirsu Mensaje al Congreso, dio orden al ayudante de norecibir absolutamente a nadie. Al rato llegó un sacerdote.El ayudante le informó que el Presidente no podía reci-birlo. Aquél insistió, alegando que se trataba de algo ur-gente. Apenas entró, le dijo a García Moreno:

«Se le ha prevenido a usted que la masonería ha decretado sumuerte; pero no se le ha dicho cuándo va a ser ejecutado el decreto.Vengo a decir a usted que sus días están contados, y que los conju-rados han resuelto asesinarle en el más breve plazo posible, maña-na, tal vez, si encuentran ocasión; en consecuencia, tome usted susmedidas». García Moreno le respondió: «He recibido muchas ad-vertencias semejantes, y después de reflexionar maduramente hevisto que la única medida que tengo que tomar es la de estar prontoa comparecer ante el tribunal de Dios». Y continuó su trabajo, comosi le hubieran anunciado una noticia sin importancia alguna.

El Mensaje quedó terminado. Espiguemos algunos desus párrafos. Comienza diciendo:

«Desde que poniendo en Dios toda nuestra esperanza, y apar-tándonos de la corriente de impiedad y apostasía que arrastra almundo en esta aciaga época, nos reorganizamos en 1869 comonación realmente católica, todo va cambiando día a día para bien yprosperidad de nuestra querida patria». Enumera luego sus grandesobras: el ferrocarril comenzado, las carreteras, la Penitenciaría, elObservatorio, las escuelas. Con satisfacción observa que todo eso«raya en lo increíble para los que conocieron el atraso y pobreza delpaís y no saben lo fecundo que es la confianza en la Bondad Divi-na». Y termina con estas palabras admirables: «Si he cometidofaltas, os pido perdón mil y mil veces, y lo pido con lágrimassincerísimas a todos mis compatriotas, seguro de que mi voluntadno ha tenido parte en ellas. Si al contrario, creéis que en algo heacertado, atribuidlo primero a Dios y a la Inmaculada dispensadorade los tesoros inagotables de su misericordia, y después a vosotros,al pueblo, al ejército y a todos los que en los diferentes ramos de laadministración, me han secundado con inteligencia y lealtad a cum-plir mis difíciles deberes».

Luego se retiró a su cuarto. Sus allegados pudieronnotar que pasó en oración un largo rato de la noche.Como de costumbre, se levantó a las cinco de la maña-na, y a las seis se dirigió a la iglesia para oír misa y

Gabriel García Moreno

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

comulgar. Era el primer viernes de mes. La acción degracias se prolongó por más tiempo que lo habitual. Losconjurados se habían apostado, para acecharlo, en la plazade Santo Domingo, delante del templo. Allí vivía GarcíaMoreno, a cinco cuadras de la Plaza Mayor, lugar esteúltimo donde se encuentran la Casa de Gobierno y laCatedral.

Vuelto a su casa, pasó un rato en familia, y luego diolos últimos toques a su Mensaje. Con él bajo el brazo,salió hacia el palacio, a eso de la una. Al pasar ante lacasa de su suegro, subió a saludarle. Éste le recordó:«Gabriel, ya te dije, no debías salir; no ignoras que tusenemigos te están siguiendo los pasos». «Sí, pero suce-da lo que Dios quiera, yo me pongo en sus manos entodo y para todo». El calor era tremendo, y pidió algo debeber, que no le debió caer bien, ya que le hizo transpi-rar. Luego sintió fresco y se abotonó la chaqueta. Esteúltimo detalle tiene su importancia, porque en el momen-to del atentado le privaría de rapidez para extraer su re-vólver. Enseguida se dirigió a la Casa de Gobierno.

Los conjurados estaban nerviosos, ya que llevaban ho-ras de retraso. Al verlo salir de la casa de su suegro, cadacual fue al puesto que se le había asignado, con una mi-sión muy determinada. De pronto a García Moreno se leocurrió hacer una visita al Santísimo de la Catedral, quehacía ángulo con el Palacio. Estuvo allí de rodillas unbuen rato. Los sicarios, cada vez más nerviosos, le man-daron decir que alguien lo esperaba afuera por un asuntourgente. El Presidente se levantó enseguida, salió del tem-plo, y comenzó a subir las escaleras laterales del Palaciode Gobierno. Uno de los asesinos, el capitán FaustinoLemus Rayo, se le acercó por la espalda, y le descargóun brutal machetazo. «¡Vil asesino!», exclamó GarcíaMoreno volviéndose hacia él, y haciendo inútiles esfuer-zos para sacar el revólver que estaba bajo la chaquetaabotonada. Los demás saltaron sobre el herido y le dis-pararon, mientras Rayo le hería en la cabeza. Chorrean-do sangre, García Moreno dio varios pasos hacia una delas entradas del Palacio. Rayo le asestó otro golpe, cor-tándole la mano derecha, hasta separarla casi por entero.Una segunda descarga le hizo vacilar. Se apoyó sobreuna columna de la galería y rodó por las escaleras hastala plaza, desde unos cuatro metros de altura. Yacía en-sangrentado y malherido, cuando el feroz Rayo bajó rá-pidamente las escaleras del peristilo y se precipitó sobreel moribundo gritando: «¡Muere, verdugo de la libertad!¡Jesuita con casaca!», mientras le tajeaba la cabeza conotra cuchillada. García Moreno, según luego confesa-ron los asesinos, murmuraba con voz débil: «¡Dios nomuere!».

No había fallecido todavía. Acudió gente del pueblo,así como varios soldados y sacerdotes, todos acongoja-dos. Lo transportaron, agonizante, a la catedral, y lo aco-modaron ante el altar de la Virgen de los Dolores, tratan-do de vendar sus heridas. Luego lo llevaron a la habita-ción del sacristán. Aún tenía pulso, pero no le era posiblehablar. Sólo con su mirada, que todavía daba señales devida, respondió a las interrogaciones rituales del sacer-dote, y asintió cuando se le preguntó si perdonaba a losasesinos. Le dieron entonces la absolución y la santaunción. Pocos minutos después expiraba en paz.

Al examinar su cadáver, vulnerado por catorce puñala-das y seis balazos, encontraron sobre su pecho una reli-quia de la Cruz de Cristo, el escapulario de la Pasión y delSagrado Corazón, y un rosario con la medalla de Pío IX.La efigie de este Papa estaba tinta en sangre, simbo-lizándose de esta manera tan conmovedora la entrañableamistad que los había unido y el común amor a la Igle-

sia. Igualmente se le encontró en el bolsillo una agendacon apuntes diarios. En la última página había escritocon lápiz, aquel mismo día, tres líneas que lo pintan decuerpo entero: «¡Señor mío Jesucristo, dadme amor yhumildad, y hacedme conocer lo que hoy debo hacer envuestro servicio!». En respuesta, Dios le había pedidosu sangre y él la derramó, como último acto de servicio,«por el que, siendo Dios, quiso derramar la suya en laCruz por nosotros». Tales fueron las palabras que él ha-bía empleado en su reciente carta al Papa, donde le roga-ba que su bendición le alcanzase del cielo la gracia delmartirio.

Los conjurados esperaban que el ejército y el pueblo,llenos de alegría, se adhiriesen a ellos, repudiando al «ti-rano». Nada de eso sucedió. Al contrario, la multitudquiso linchar a Rayo. Los soldados lo impidieron, apo-derándose de él, y lo condujeron al cuartel. Allí un cabo,lleno de ira, descargó su rifle contra el asesino, murien-do éste antes que García Moreno. Luego la gente arras-tró su cadáver por las calles de Quito. La Gran Logia deLima, que haría de él un prohombre, mandó pintar uninmenso cuadro que representase su «hazaña» y cele-brar como fiesta el 6 de agosto. De los demás asesinos,algunos lograron escapar, y los otros fueron procesadosy fusilados.

Grandes homenajes le tributaron a García Moreno. Trasembalsamarlo, lo vistieron de Capitán General y le colo-caron en el Palacio de Gobierno, sentado en un sillón yrodeado de guardias. Hubiérase dicho que seguía vivo,aunque adormecido. Los asesinos lo habían acribillado,pero dejaron ileso su noble semblante en que aún se po-dían advertir los expresivos rasgos de su viril fisonomía.Durante los tres días que transcurrieron entre su muertey las exequias, la gente afluía sin interrupción. Muchosde ellos se retiraban llorando. «Hemos perdido a nuestropadre –exclamaban–, y ha dado su sangre por nosotros».El espectáculo era desgarrador.

Sobre un magnífico catafalco erigido en la Catedral,apareció por última vez ante la multitud que llenaba eltemplo, con el uniforme militar y la cabeza descubierta,como le gustaba estar cuando se encontraba en presen-cia de Dios o de sus representantes en la tierra. Pronun-ció el sermón el P. Cuesta, que era senador al tiempo quedeán de la catedral de Riobamba. La oración fúnebre fueconmovedora.

«El gran Pontífice [Pío IX] fijó sus ojos llenos de grato consuelo,en la pequeña nación de los Andes de Ecuador, y vio allí, comba-tiendo contra la universal apostasía al único soldado de Cristo queaún blandía en sus manos la gloriosa espada que habían empuñadoConstantino, Carlomagno y San Luis. Y ved ahora esas manos,señores: ¡están mutiladas!». Las palabras finales lo decían todo:«Nosotros, aquí en el mundo ya no te veremos; pero tú nos vesdesde la alta región adonde te han conducido tus grandes virtudes.Di al Señor, sí, dile, con el interés que arde en tu grande alma, que noabandone a tu república a la anarquía... ¡Señor, Dios de las nacio-nes, suscitad en vuestro pueblo hombres semejantes al que hemosperdido, que continúen vuestro reinado en la república! ¡adveniatregnum tuum!».

El entierro se realizó ocultamente, por temor a posi-bles atentados de sus enemigos. Su corazón fue puestoen una urna. Algunos días después, se declararon abiertaslas sesiones del Congreso. El ministro del Interior leyóante sus miembros el Mensaje que García Moreno lleva-ba consigo en el momento del asesinato. Resulta imposi-ble describir la emoción de los allí presentes cuando vie-ron, cubierto de manchas de sangre, aquel manuscritoen que el Presidente dejaba expuesto su pensamiento ysus últimas voluntades. El 16 de agosto, el Congresodirigió un manifiesto a la nación:

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«Hemos perdido un hombre grande, no sólo para el Ecuador sinopara América, y no sólo para América sino para el mundo; porqueposeyó la grandeza del genio... Era un genio atormentado por dosdiversas pasiones: el amor al Catolicismo y el amor a la Patria; y sipor el amor de la Patria fue grande para el Ecuador, por el amor alCatolicismo fue grande para el Ecuador, para la Patria y para elmundo». Tras recordar en síntesis su inmensa obra civilizadora, seafirmaba que su sangre había sido derramada «por la santa causa dela Religión, de la moral, del orden, de la paz y el progreso».

Un mes más tarde, el 16 de septiembre, el Congresodictó una ley de homenaje:

«El Senado y cámara de diputados del Ecuador reunidos en con-greso, considerando:

«Que el Excelentísimo señor doctor Gabriel García Moreno, porsu distinguida inteligencia, vasta ilustración y nobilísimas virtu-des, ocupó el primer puesto entre los más preclaros hijos del Ecua-dor;

«Que consagró su vida y las altas y raras dotes de su espíritu ycorazón a la regeneración y engrandecimiento de la República, fun-dando las instituciones sociales en la firme base de los principioscatólicos;

«Que ilustre entre los grandes hombres, arrostró con frente sere-na y pecho magnánimo las tempestades de la difamación, de lacalumnia y del sarcasmo impío, y supo dar al mundo el más nobleejemplo de fortaleza y perseverancia, en cumplimiento de los sa-grados deberes de la Magistratura católica;

«Que amó la Religión y la Patria hasta recibir por ellas el martirio,y legar a la posteridad su memoria esclarecida, con esa aureola inmor-tal que sólo se concede por el Cielo a las virtudes eminentes;

«Que hizo a la nación inmensos e imperecederos beneficios,morales y religiosos, y

«Que la Patria debe gratitud, honor y gloria a los ciudadanos que laenaltecen con el brillo de sus prendas y virtudes, y la sirven con laabnegación que inspira el puro y acrisolado patriotismo...»

Siguen varios decretos. Se lo llamará «Ilustre rege-nerador de la patria y mártir de la civilización católica»;se le hará un mausoleo digno de sus restos; se le erigiráuna estatua, en mármol o bronce, en cuyo pedestal constegrabada esta inscripción: «La República del Ecuador agra-decida al Exmo. Señor doctor don Gabriel García More-no, el primero de sus hijos, muerto por ella y por lareligión el 6 de agosto de 1875». Para todo esto se vota-rá el adecuado presupuesto lo antes posible; en los salo-nes de las municipalidades y oficinas públicas se con-servará su retrato; la carretera nacional y el ferrocarrilllevarán su nombre.

VI. Repercusión mundialLa muerte de García Moreno, tan dramática como he-

roica, tuvo enorme resonancia en todo el mundo. Losperiódicos católicos de España, Argentina, Inglaterra,Alemania e Italia, exaltaron sus méritos y su gloria. Elorador de la catedral de París, el P. Roux S. J., que esta-ba predicando un ciclo homilético acerca del naturalismoy del odio de sus cultores a los derechos de Dios, alenterarse del asesinato de Quito, no pudo dejar de aludiral gran hombre del Ecuador:

«Contemplad los dos polos del mundo moderno. En Roma, unPapa proclama los derechos de Dios, en el Pacífico, un gran cristia-no los convierte en regla de su gobierno. Pío IX está preso en elVaticano, y el cristiano cae teñido de sangre bajo el cuchillo deinfames asesinos. ¡Reconoced al justo de este siglo: es García Mo-reno!».

Con la misma emoción se refirió a nuestro héroe elcardenal L. Pie, arzobispo de Poitiers, en uno de susadmirables sermones:

«Había en las regiones meridionales de América, bajo los ardoresdel Ecuador, un pequeño pueblo que reconocía a su Dios; un pue-blo que se había dado un jefe cristiano, y que, por su intermedio,había alcanzado ventajas siempre crecientes tanto en lo que hace ala civilización material como a la moral... Pero la revolución, que lo

veía crecer, tenía en sus manos el puñal. Salud, García Moreno,salud a los rayos múltiples de la aureola que ciñe vuestra frente;porque si bien es cierto que es la aureola del mártir, es también la dela doctrina, la doctrina más desconocida por los gobiernos de estetiempo, la doctrina de la política cristiana. Y porque habéis sidodocto en esta ciencia, y porque la habéis enseñado a muchos, vuestramemoria resplandecerá en el firmamento hasta el fin de las edades, yvuestra frente brillará entre los astros del cielo durante toda la eterni-dad».

El vibrante polemista francés, Luis Veuillot, así escri-bía en L’Univers, comentando el llanto del pueblo ecua-toriano por la muerte de su caudillo:

«¡No es seguramente una cosa ordinaria la que allí vemos: unpueblo reconocido al jefe que no lo ha despojado; que no ha vendidoni su cuerpo ni su alma; que, por el contrario, ha querido audazmen-te libertarlo de los ignorantes, de los mentirosos y de los hombresde rapiña; que lo ha conducido delante de Dios en la luz, en lainocencia y en la paz, y que ha dado, al fin, su vida por su salvación!Existe, pues, hoy día sobre la tierra un lugar pequeño y oscuro,pero visible, sin embargo, donde la alabanza del Justo se proclamaen todas partes. Se lo llora, no sólo ante el altar, sino en calles yplazas. Nosotros deducimos de aquí que todavía hay justicia entrelos hombres; y cuando la justicia deja resonar su voz en cualquierparte del mundo, no puede tenerse el mundo por perdido. La justi-cia que habla en el Ecuador es un gran servicio prestado al génerohumano; el mayor quizá que la América nos ha hecho hasta elpresente».

En otro artículo del mismo periódico, trazó de GarcíaMoreno una semblanza que dio vuelta por todo el mun-do. Allí leemos:

«Saludemos a tan noble figura; es digna de la historia. Los pue-blos están ya hartos de tanto gigante de cartón, efímero y miserable,cuyo molde lleva trazas de no deshacerse jamás. Sediciosos,intrigantes, malogrados, fantasmones, se van presentando insolen-tes para engañar el hambre y sed de grandeza que devora al público.Delante de cada uno de ellos se ha exclamado: ¡He aquí el hombreprovidencial! Pero se lo toma, se lo pesa, y no pesa nada; no hayhombre siquiera... Tal es la historia común de los presidentes derepública: unos cuantos crímenes vulgares, un montón de neceda-des vulgares y rara vez siquiera la honrada y baja vulgaridad. Nadapara lo presente, nada para el porvenir. No hay amor posible haciaestos particulares sin calor y sin idea. Hacen los negocios, y sobretodo, su negocio: nos fastidian y se fastidian. Oficio sin resultados,sin altivez, sin fuerza, y cuyas más felices consecuencias no pue-den pasar de consecuencias ordinarias de un negocio que no hasalido mal: pan y olvido, y cuando se tiene conciencia, remordi-mientos. García Moreno era de otra especie y la posteridad loconocerá. Ha sido admirado por su pueblo; se ha salvado del cri-men, se ha escapado de la vulgaridad y del olvido; y hasta del odiose hubiera librado si Dios pudiera permitir que el odio no persiguie-se a la virtud. Se puede decir que ha sido el más antiguo de losmodernos; un hombre que hacía honor al hombre... Osó intentar loque la época estima como imposible, y lo consiguió: fue en el gobiernodel pueblo un hombre de Jesucristo.

«He aquí el rasgo característico y supremo que lo hace sin par:hombre de Jesucristo en la vida pública, hombre de Dios. Unapequeña república del sur nos ha mostrado esta maravilla: un hom-bre asaz noble, asaz fuerte y asaz inteligente para perseverar en laresolución de ser, como se dice, «hombre de su tiempo», de acogery fomentar las ciencias, de aceptar las costumbres, de conocer yseguir los usos y las leyes de su época, sin dejar de ser por esohombre del Evangelio, exacto y fiel, es decir, exacto y fiel siervo deDios; y más aún, haciendo de su pueblo, que era cuando él se pusoa su cabeza, semejante a todos los pueblos de la tierra, un puebloexacto y fiel en el servicio de Dios...

«Era un cristiano tal como no pueden soportarlo al parecer lospuestos soberanos; un jefe tal que los pueblos no parecen dignos detener; un justiciero tal, que los sediciosos y conspiradores no pare-cen que hoy por hoy puedan temer; un rey tal, como aquellos deque las naciones han perdido la memoria. Se vio en él a Médicis yJiménez de Cisneros: Médicis, menos la trapacería; Jiménez, me-nos la púrpura y el temperamento romanos. De entrambos tenía laextensión del genio, la magnificencia y el amor a la patria; perosobresalían en su fisonomía los admirables rasgos de los reyesjustos y santos: la bondad, la dulzura, el celo por la causa de Dios...

«Desde que fue conocido, la secta tan poderosa en América y dequien él se declaró atrevidamente enemigo, lo condenó a muerte. Él

Gabriel García Moreno

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianossupo que el fallo, pronunciado en Europa, había sido ratificado enlos conciliábulos de América, y que sería ejecutado. No hizo caso;era católico, y había resuelto serlo en todo y por todo; católico atodo trance, de la raza hoy ignorada entre los jefes oficiales de lospueblos, católico que se dirige desde luego a nuestro Padre que estáen los cielos, y le dice en voz alta: ¡Venga a nosotros tu reino!

«Este hombre de bien, este verdadero grande hombre a quien susenemigos no echan en cara más que el haber querido regenerar a supaís y regenerarlos a ellos por un indomable amor de luz y dejusticia, no ignoraba que era espiado por asesinos. Se le decía quetomase sus precauciones y respondía: ¿Cómo defenderme contragentes que me reprochan el ser cristiano? Si los contentase, seríadigno de muerte. Desde el punto en que no temen a Dios, dueñosson de mi vida; yo no quiero ser amo de Dios, no quiero apartarmedel camino que me ha trazado. Y seguía el recto y rudo que va a lamuerte en el tiempo, y a la vida en la eternidad; y repetía su fraseacostumbrada ¡Dios no muere!

«Nos atrevemos a decir que Dios le debía una muerte como laque ha tenido. Debía morir en su fuerza, en su virtud, en su oracióna los pies de la Virgen Dolorosa, mártir de su pueblo y de su fe porlos cuales ha vivido. Pío IX ha honrado públicamente a ese hijodigno de él; su pueblo, sumergido en largo duelo, lo lamenta comola antigua Israel lloraba a sus héroes y sus justos. ¿Qué le falta a sugloria? Ha dado un ejemplo, único en el mundo y en el tiempo, enmedio de los cuales ha vivido. Ha sido la honra de su país; sumuerte es todavía un servicio, y tal vez el mayor; ha mostrado atodo el género humano qué jefes le puede dar Dios, y a qué misera-bles se entrega él mismo por su locura».

En Chile, segunda patria de nuestro héroe, también selo enalteció. Así leemos en el periódico El EstandarteCatólico:

«Dios lo había destinado a mostrar al mundo que aborrece alcatolicismo, lo que puede y debe hacer un mandatario católico.Cuando llegó al poder, el Ecuador en nada se distinguía de otrospueblos de América, sino en la mayor intensidad de los males,completo desgobierno, espantosa anarquía y corrupción. Parecíaimposible que un hombre solo fuese capaz de poner un dique a ladesorganización social. García Moreno tomó a su cargo esta obragigantesca... No miraba a su alrededor, ni tampoco al provenir paraencontrar su camino: miraba al cielo, y allí únicamente buscaba lanorma de su conducta.».

Desde un púlpito de la ciudad de Concepción ciertopredicador dijo de él:

«Un personaje que reúne en tan alto grado todas las cualidades ytodas las perfecciones que constituyen al hombre eminente, al hom-bre modelo en todo sentido, yo no lo encuentro ni aun en la historiade los siglos; y vive Dios que no exagero. Nacimiento ilustre, talen-to extraordinario, ciencia vastísima, erudición extensa, elocuenciapersuasiva y brillante, genio organizador, habilidad diplomática,valor e intrepidez indomables, pericia y arrojo militar, economistainsigne, administrador eximio, patriotismo ilimitado, virtudes cris-tianas en altísimo grado; todo lo era, todo lo poseía en escalavastísima nuestro incomparable personaje. ¿Sería posible no ver enGarcía Moreno al hombre encargado por la Providencia de unamisión extraordinaria y trascendental?».

Según Menéndez y Pelayo, García Moreno fue «unode los más nobles tipos de dignidad humana que en elpresente siglo pueden glorificar a nuestra raza». A sujuicio, «la República que produjo a tal hombre puede serpobre, oscura y olvidada, pero con él tiene bastante paravivir honradamente en la historia». Nuestro escritor CarlosOctavio Bunge ha dicho de él que «es uno de los másconspicuos gobernantes criollos»; su gobierno le parece«único en la historia contemporánea, pues no existe otroen que la acción se haya amoldado tan estrictamente alos principios absolutos de la Iglesia Católica»; cree quesi Godofredo de Bouillon resucitase y gobernase, lo haríacomo García Moreno; lo considera como un personajesalido de los viejos tiempos, llevando «en una mano laespada del Cid, en la otra la Cruz de Gregorio VII, y ade-más, en la oreja, la pluma de Santo Tomás».

Pero fue sobre todo Pío IX, que tan bien lo había co-nocido, quien más lo enalteció. El 20 de septiembre de1875, dirigiéndose a un grupo de peregrinos de Francia,

aprovechó la ocasión para fustigar a los perseguidoresde la Iglesia, especialmente a los masones, que tanto pug-naban contra la Santa Sede, en Francia, en Alemania, enSuiza, en las repúblicas hispanoamericanas, encarcelan-do a los obispos, expulsando a los religiosos, confiscan-do los bienes eclesiásticos. De pronto su voz, indignadahasta entonces, se enterneció:

«En medio de esos gobiernos entregados al delirio de la impiedad–dijo–, la república del Ecuador se distinguía milagrosamente detodas las demás por su espíritu de justicia y por la inquebrantablefe de su presidente que siempre se mostró hijo sumiso de la Iglesia,lleno de amor a la Santa Sede y de celo por mantener en el seno dela república la religión y la piedad. Y ved ahí que los impíos, en suciego furor, miran como un insulto a su pretendida civilizaciónmoderna, la existencia de un gobierno que, sin dejar de consagrarseal bien material del pueblo, se esfuerza al propio tiempo en asegu-rar su progreso moral y espiritual. A consecuencia de conciliábulostenebrosos, organizados en una república vecina, esos valientes de-cretaron la muerte del ilustre presidente. Ha caído bajo el hierro deun asesino, víctima de su fe y de su caridad cristiana hacia supatria».

No se limitó el Papa a pronunciar elogios. Algunos díasdespués, dispuso que se celebrasen en Roma exequiassolemnes por el alma de García Moreno, como estilanlos Papas cuando muere alguno de sus hijos predilectos.Pero todavía fue más allá. Enterado de que un grupo decatólicos italianos estaban proyectando erigir en Romauna estatua al héroe de la fe, aplaudió tan noble empren-dimiento, y contribuyó con una suma considerable a laejecución del monumento, que mandó colocar en el Co-legio Pío Latino Americano. Allí lo encontramos todavíahoy, de pie sobre un pedestal de mármol blanco, en uni-forme militar, como si aún estuviera predicando la cruza-da contra la Revolución. En las cuatro caras del monu-mento, sendas inscripciones recuerdan su gloria:

Integérrimo guardián de la religión,Promovedor de los más preciados estudios,

Devotísimo servidor de la Santa Sede,Cultor de la justicia, vengador de los crímenes.

El mármol resalta su estampa heroica:GABRIEL GARCÍA MORENO

Presidente de la república del Ecuador,con impía mano

muerto por traiciónel día 6 de agosto de 1875,

cuya virtud y causa de su gloriosa muertehan admirado, celebrado y lamentado todos los buenos.

El soberano Pontífice Pío IXcon su munificencia

y las ofrendas de numerosos católicos,ha elevado este monumento

al defensor de la Iglesia y de la República.Cuando subió León XIII al solio pontificio, sucedien-

do inmediatamente a Pío IX, el doctor Flores le hizoentrega, en nombre de Ecuador, del Mensaje ensangren-tado, en un relicario de cristal de roca. El Papa exaltó lafigura del gran presidente. «Cayó por la Iglesia bajo laespada de los impíos», exclamó, repitiendo las palabrascon que la Iglesia celebra la memoria de los mártiresSanto Tomás de Cantorbery y San Estanislao de Polo-nia.

Fue, sin duda, García Moreno un hombre providen-cial. Sabemos cómo esta expresión es motivo de hilari-dad en los medios de opinión. Pero dejemos que los in-sensatos se rían. El hecho es que cada tanto Dios susci-ta en la historia hombres de este tipo, hombres por Élelegidos, que llegan a ser hipotéticamente indispensablespara un pueblo. ¡Dichoso ese elegido, si es tan inteligen-te para comprender su misión como corajudo para cum-plirla! ¡Dichoso también el pueblo que, cuando aparece,sabe reconocerlo! Porque un gran hombre sin un pueblo

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detrás, poco puede, y un buen pueblo, sin cabeza, andaa la deriva.

Cuando se juntan ambos, el hombre y el pueblo, escuando surgen y triunfan los Carlomagno, Pelayo, SanFernando, San Luis, Cisneros, Isabel la Católica. Se hadicho que García Moreno, sin las cristianas multitudesdel Ecuador, sólo hubiera sido un dictadorzuelo barato;ni siquiera sería conocido. El Ecuador, por otra parte,sin su Presidente, no habría llegado a ser la Repúblicadel Sagrado Corazón. De un pueblo pequeño, GarcíaMoreno hizo una gran nación.

El P. Berthe, en la magnífica biografía que en 1887 publi-có homenajeando a nuestro héroe, afirma que García Mo-reno, quien llevó en sus manos la antorcha vigilante de lafe, es la estatua gigantesca que puede oponerse a la esta-tua de la libertad, erigida hacía poco en los Estados Uni-dos. Refiriéndose precisamente a ese libro, el cardenalDesprez, arzobispo de Toulouse, escribía al autor:

«Si alguna vez, compadecido el Señor de nuestra desdichadaFrancia nos hace volver a un gobierno cristiano, los restauradoresde la patria estudiarán la historia que habéis escrito. Contemplan-do a García Moreno, aprenderán a poner los intereses religiosossobre los efímeros bienes de este mundo. Sólo entonces se cerrarála era de las revoluciones». También en carta al P. Berthe, con elmismo motivo, le decía dom Couturier, abad de Solesmes: «Sulibro nos demuestra que todavía es posible un Estado cristiano ennuestros días; que es posible vencer el torrente revolucionario,descartarse de la hipótesis, tomando el Syllabus por norma de losEstados y de las sociedades; posible, en fin, atacar en su origen losprincipios de la revolución... La muerte de García Moreno no hadestruido esta conclusión; pero deja a los príncipes o presidentes,jefes de gobierno, una gran lección, enseñándoles que el poder no essólo un derecho a los honores, sino un deber impuesto por Dios, yque es menester cumplirlo aunque cueste la vida».

Hemos experimentado un gozo inmenso a medida queíbamos escribiendo esta semblanza de García Moreno.Abundan modelos de virtud heroica en todos los esta-mentos y profesiones. Hay sacerdotes santos, médicossantos, mendigos santos. Pero hombres de gobierno san-tos, especialmente en épocas recientes, hay muy pocos;los que existen, son de siglos pasados, de los tiemposmedievales. Jefes de Estado que hayan tenido la lucidezy el coraje necesarios para transformar una nación en untrozo de Cristiandad, desde 1789 hacia acá, casi sólo GarcíaMoreno.

El conocimiento de su vida resultará particularmenteútil a la juventud, que hoy poco o nada sabe del granPresidente. No era antes así. Manuel Gálvez, en el pró-logo de su libro sobre García Moreno, nos cuenta quesiendo un niño de doce o trece años, oyó en el colegiodel Salvador, de Buenos Aires, leer la vida del héroe ecua-toriano. Su ejemplo y su docencia resultan de acucianteactualidad en esta Argentina nuestra, que agoniza entrepolíticos ineptos y funcionarios corruptos.

Cerremos estas páginas trayendo a colación un inteli-gente juicio del P. Berthe. Tras encomiar a Pío IX y suSyllabus, tan esclarecedor de lo que estaba pasando enaquel entonces y en buena parte sigue aconteciendo hoy,así como a García Moreno, el primer jefe de Estadocatólico desde 1789, señala que si continúa avanzandoel largo proceso revolucionario iniciado a fines de la EdadMedia, y se sigue llevando adelante la destrucción nosólo de la Cristiandad sino también del Cristianismo, lagente dirá: ¡Si se hubiese creído a Pío IX! ¡Si se hubieseseguido el ejemplo de García Moreno! Y concluirán:«¡Nuestros jefes nos han perdido, porque han rehusadoescuchar las lecciones de Pío IX, el Pontífice persegui-do, y seguir las huellas de García Moreno, el héroe-már-tir».

¡Cuánto desearíamos ver elevado a los altares a estemodelo de estadista! ¡Cuánto desearíamos que su es-tampa suscitara en nuestra Patria un gobernante de se-mejante envergadura! Lo que parece imposible para loshombres, no lo es para Dios. De nuestra parte no nosqueda sino ir preparando un pueblo que, si algún día aquélsurge, sepa reconocerlo, admirarlo y seguirlo.

Obras ConsultadasP. Alfonso Berthe, García Moreno, Cruzamante, Buenos Aires

1981.Manuel Gálvez, Vida de don Gabriel García Moreno, Difu-

sión, Buenos Aires 1942.Adro Xavier, García Moreno, Casals, Barcelona 1991.

A García MorenoPorque sabio es aquel que saborealas cosas como son, y señoreacon el don inefable de la ciencia.O descubre que en Dios se vuelve asiblela realidad visible y la invisible.Llamaremos virtud a su sapiencia.Porque al Principio el Verbo se hizo hombre,encarnado en María, cuyo nombreel Ángel pronunció como quien labra.Toda voz cuando fiel es resonanciade la celeste voz y en consonancia,llamaremos invicta a su palabra.Porque viendo flamear las Dos Banderas,izó la que tenía las señerasbordaduras de sangre miliciana.Prometió enarbolarla en un solemneritual latino del amor perenne.Diremos que su vida fue ignaciana.Porque sufrió el castigo del destierro,persecuciones duras como el hierro–si en herrumbres el alma se forjaba–.Enfrentó con honor la peripeciapor defender la patria y a la Iglesia.Diremos que su guerra fue cruzada.Porque podía, con el temple calmo,versificar hermosamente un salmo,penitente de fe y de eucaristía.Mientras en Cuenca, Loja o Guayaquilempuñaba la espada y el fusil.Proclamaremos su gallarda hombría.Porque probó que el Syllabus reponeel orden en el alma y las naciones,desafiando el poder de la conjura.Bajó la vara de la justa ley,alzó el gran trono para Cristo Rey.Proclamaremos grande su estatura.Porque sabía en clásico equilibrioinaugurar un puente o un Concilio,unir la vida activa al monacato.En el gobierno fue arquitecto o juez,estratega o liturgo alguna vez.Nombraremos egregio a su mandato.Porque asistió a los indios y leprososcon la humildad de los menesterosos

Gabriel García Moreno

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

y el señorío de los reyes santos.Cargó en Quito la Cruz sobre su espalda.De España amó el blasón en rojo y gualda.Nombraremos su gloria en nuevos cantos.Porque las logias dieron la sentenciade difamarlo con maledicencia,matándolo después en cruel delirio.Pagó con sangre el testimonio osadode patriota y católico abnegado.Honraremos la luz de su martirio.Era agosto y lloraban las laderas,las encinas, el mar, las cordillerasdel refugio que el águila requiere.Un duelo antiguo recorría el suelo.Una celebración gozaba el cielo.Todo Ecuador gritaba: ¡Dios no muere!

Antonio Caponnetto

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Anacleto González Flores

Consideraremos ahora una figura realmente fascinan-te, la de Anacleto González Flores, uno de los héroes dela Epopeya Cristera. Anacleto nació en Tepatitlán, pe-queño pueblo del Estado de Jalisco, cercano a Guadalajara,el 13 de julio de 1888. Sus padres, muy humildes, eranfervientemente católicos. De físico más bien débil, yadesde chico mostró las cualidades propias de un caudillode barrio, inteligente y noble de sentimientos. Pronto seaficionó a la lectura, y también a la música. Cuando habíaserenata en el pueblo, trepaba a lo que los mexicanosllaman «el kiosco», tribuna redonda en el centro de laplaza principal. Era un joven simpático, de buena pre-sencia, galanteador empedernido, de rápidas y chispean-tes respuestas, cultor de la eutrapelia.

A raíz de la misión que un sacerdote predicó enTepatitlán, sintió arder en su corazón la llama del aposto-lado, entendiendo que debía hacer algo precisamentecuando su Patria parecía deslizarse lenta pero firmementehacia la apostasía. Se decidió entonces a comulgar to-dos los días, y enseñar el catecismo de Ripalda a loschicos que lo seguían, en razón de lo cual empezaron allamarlo «el maistro», sin que por ello se aminorara unápice su espíritu festivo tan espontáneo y la amabilidadde su carácter. Al cumplir veinte años, ingresó en el se-minario de San Juan de los Lagos, destacándose en losestudios de tal forma que solía suplir las ausencias delprofesor, con lo que su antiguo sobrenombre quedó con-solidado: sería para siempre «el Maistro».

Luego pasó al seminario de Guadalajara, pero cuandoestaba culminando los estudios entendió que su voca-ción no era el sacerdocio. Salió entonces de ese institutoe ingresó en la Escuela Libre de Leyes de la misma ciu-dad, donde se recibió de abogado. Quedóse luego enGuadalajara, iniciando su labor apostólica y patriótica quelo llevaría al martirio. Pero antes de seguir con el relatode su vida, describamos el ambiente histórico en que letocó vivir.

I. AntecedentesPara entender lo que pasó en el México de Anacleto,

será preciso remontarnos más atrás en la historia de di-cha nación. A comienzos del siglo pasado, los primerosconatos de rebeldía, protagonizados por Hidalgo yMorelos, tuvieron una connotación demagógica, de lu-cha de razas, así como de aborrecimiento a la tradiciónhispánica. Poco después, apareció una gran personali-dad, Agustín de Iturbide, con una visión totalmente dife-rente. En 1821 proclamó el llamado Plan de Iguala, contres garantías: la independencia de España, pero evitan-do una ruptura con la madre patria, la unión de todos losestamentos sociales –españoles, criollos e indios), y laReligión Católica, como base espiritual de la nueva Na-ción. Sobre estas tres bases, Iturbide fue proclamadoEmperador de México. Desgraciadamente, tal proyectono se concretó de manera duradera.

Un segundo momento en la historia de esta noble na-ción es el que se caracteriza por la virulencia del libera-lismo. Fue la época de la «Reforma» de Benito Juárez,plasmada en la Constitución de 1857. Con el nombre de«Reforma» se quiso probablemente aludir a la rebeliónprotestante contra la Iglesia. Tratóse de un nuevo pro-yecto, eminentemente anticatólico y antihispano, que hizodel liberalismo una especie de religión laica, con lo que laIglesia quedó totalmente excluida de la vida pública mexi-cana, en la admiración rendida a la mentalidad predomi-nante en los Estados Unidos, y al espíritu de la Ilustración.

La ulterior invasión de los franceses y la coronaciónde Maximiliano, hermano del Habsburgo Francisco José,como emperador, con el apoyo de los Austrias y deNapoleón III, proyecto al que se aliaron grandes patrio-tas mexicanos como Miramón, Márquez y Mejía, trajouna esperanza y una alternativa frente al influjo nefastode los Estados Unidos. Pero este Imperio duró tambiénmuy poco, cerrándose trágicamente con el fusilamientode Maximiliano, Miramón y Mejía, entre otros. A raíz dela implantación de la Reforma, tuvo lugar la primera re-sistencia católica, popular y campesina, sobre todo enGuanajuato y Jalisco, inspirada en la condena que Pío IXhizo de aquélla en 1856. Más adelante gobernó PorfirioDíaz, también liberal, pero que se abstuvo de aplicar lasleyes antirreligiosas más virulentas de la Reforma.

En 1910 cayó la dictadura porfirista. Podríase decirque a partir de 1914 comienza el tercer período de lahistoria de México. Fue entonces cuando se reanudó elproyecto liberal del siglo pasado bajo el nombre de Re-volución Mexicana, impulsada por los sucesivos presi-dentes Carranza, Obregón, Calles, Cárdenas..., hasta eldía de hoy, siempre con el apoyo de los Estados Unidos.

Ante tantos males que herían el alma de México surgióla idea de proclamar solemnemente el Señorío de Cristosobre la nación herida. Lo primero que hicieron los Obis-pos fue coronar de manera pública una imagen del Sa-grado Corazón, pero luego determinaron hacer más ex-plícito su propósito mediante una consagración a CristoRey, donde se ponía bajo su vasallaje la nación, sus cam-

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pos y ciudades. El pueblo acompañó a los pastores conel grito de «¡Viva Cristo Rey!», proferido por primeravez en la historia, lo que concitó las iras del Gobierno.

Fue el presidente Carranza (1917-1920), quien inspiróla Constitución de Querétaro de 1917, más radical aúnque la de 1857. Un alud de decretos cayó sobre México,en un año un centenar. Se impuso la enseñanza laica nosólo en la escuela pública sino también en la privada; seprohibieron los votos y, consiguientemente, las órdenesreligiosas; los templos pasaron a ser propiedad estatal;se declaró a la Iglesia incapaz de adquirir bienes, que-dando los que tenía en manos del Estado; se declaró elmatrimonio como contrato meramente civil; se estable-ció el divorcio vincular; se fijó un número determinadode sacerdotes para cada lugar, que debían registrarseante el poder político. Así el catolicismo pasaba a ser undelito en México y los creyentes eran vistos poco me-nos que como delincuentes.

En Guadalajara, patria pequeña de Anacleto, la pro-mulgación de los decretos se llevó a cabo con elocuen-cia jacobina. Un diputado local, que pronto llegaría aGobernador del Estado de Jalisco, tras recordar que «lahumanidad, desde sus más remotos tiempos, ha estadodominada por las castas sacerdotales» evocó de maneraencomiástica la Revolución francesa, para concluir: «to-dos aquellos que están dominados por la sacristía, sonsangüijuelas que están subcionando (sic) sin piedad lasangre del pueblo». Para salir al paso de este primer bro-te anticatólico, el Arzobispo ordenó suspender el cultoen la diócesis, ya que la nueva Ley parecía hacerlo im-posible. Todo el pueblo se levantó en protesta contra elgobierno.

El intendente de Guadalajara, preocupado, convocó alos ciudadanos para tratar de persuadirlos. Los católicosque habían tomado la costumbre de reunirse en las pla-zas y de convertir en templos algunas casas particula-res, acudieron a la convocatoria del gobernante, desig-nando a Anacleto para responderle como correspondía.Comenzó el intendente su discurso increpando duramentea los agitadores clericales, si bien habló con cortesía delas mujeres católicas y disculpó al pueblo allí presente,ya que a su juicio había sido embaucado. Insultó a losreaccionarios y luego, fijando sus ojos en Anacleto, ledijo: «usted acabará fusilado». González Flores no seamilanó sino que contestó con una enardecida arenga.

El pueblo católico se sintió confortado. Las protestasse multiplicaban, pidiendo la derogación de los decretos.

Ahora tuvo que intervenir el Gobernador. «Que me prueben –dijo– que realmente es el pueblo el que está en desacuerdo». Elpueblo entero se hizo presente frente a la Casa de Gobierno, enca-bezado otra vez por Anacleto. El Gobernador salió al balcón ycomenzó diciendo: «Habéis sido reunidos aquí por un engaño».Miles de brazos se alzaron y un enérgico «no» resonó en la plaza.«Os dijeron –siguió el Gobernador–, que yo quería una demostra-ción de que sois católicos». «¡Sí, sí!», gritó la multitud. «Pues bien,ya lo sé, ya lo sabía hace mucho tiempo, pero vuestros sacerdotesos engañan, os han engañado». «¡No, no!», contestaron los católi-cos. «Ellos no quieren acatar la ley. Pues bien, no tenéis más quedos caminos: acatar el Decreto expedido por el Congreso, o aban-donar el Estado como parias».

Resonó entonces una estrepitosa carcajada. El Gober-nador volvió la espalda a la multitud, entre insultos y gri-tos. Al fin no le quedó sino ceder, revocando el Decreto.

En el orden nacional sucedió a Carranza como Presi-dente el General Obregón (1920-1924), quien tuvo laastucia de no aplicar íntegramente la Constitución de1917. De ello se encargaría Calles (1924-1928), decla-rando la guerra al catolicismo mexicano. Fue durante su

período –en 1925– que Pío XI instituyó la solemnidadlitúrgica de Cristo Rey. Ulteriormente el Papa diría que elmotivo que lo decidió a tomar dicha medida había sido elfervor del pueblo mexicano en favor de la Realeza deCristo.

Durante estos últimos años, tan arduos, los católicoshabían comenzado a movilizarse. Destaquemos una fi-gura señera, la del P. Bernardo Bergöend, de la Compa-ñía de Jesús, quien en 1918 fundó la Asociación Católicade la Juventud Mexicana, la ACJM, con el fin de coordi-nar las fuerzas vivas de la juventud, en orden a la restau-ración del orden social en México. La piedad, el estudioy la acción fueron los tres medios elegidos para formardichas falanges, no desdeñando el ejercicio de la accióncívica, en defensa de la religión, la familia y la propiedad.El lema lo decía todo: «Por Dios y por la Patria».

El P. Bergöend se había inspirado en el conde Albertode Mun, creador de la Asociación Católica de la Juven-tud Francesa. Su idea era formar «un buen contingentede jóvenes estrechamente unidos entre sí que, animadosde una fe profunda en la causa de Dios, de la Patria y delalma popular, trabajasen a una por Dios, por la Patria ypor el pueblo, amando a Dios hasta el martirio, a la Patriahasta el heroísmo y al pueblo hasta el sacrificio». De laACJM diría en 1927 el P. Victoriano Félix, jesuita espa-ñol, que había «acertado con el más perfecto modo deformar hombres, pues ha sabido forjar mártires».

De la ACJM provinieron los jefes de la Liga NacionalDefensora de la Libertad Religiosa, organización encar-gada de coordinar las distintas agrupaciones católicaspara enfrentar la terrible persecución. La Liga, de carác-ter cívico, no dependería de la Jerarquía, ni en su organi-zación, ni en su gobierno, ni en su actuación, asumiendolos dirigentes la entera responsabilidad de sus acciones.En 1926, la Liga estaba ya instaurada en la totalidad de laRepública. Sólo en la ciudad de México contaba con300.000 miembros activos. Todas las organizacionescatólicas existentes se pusieron bajo su conducción.

Tal fue el ambiente en que se movió nuestro héroe. Suestampa nos ofrece dos principales facetas, la del do-cente y la del caudillo.

II. «El Maistro»Ya hemos dicho cómo desde sus mocedades, Anacleto

mostró una clara inclinación a la docencia, inclinaciónque se fue intensificando en proporción al acrecenta-miento de su formación intelectual. Durante los años deseminario, frecuentó sobre todo el campo de la filosofíay de la teología, con especial predilección por San Agustíny Santo Tomás. Para su afición oratoria sus guías princi-pales fueron Demóstenes, Cicerón, Virgilio, Bossuet,Fenelon, Veuillot, Lacordaire, Montalembert, de Mun,Donoso Cortés y Vázquez de Mella. Su amor a las artesy las letras lo acercó a Miguel Ángel, Shakespeare e Ibsen.Su inclinación social y política lo llevó al conocimientode Windthorst, Mallinckrodt, Ketteler, O’Connel. Asimis-mo era experto en leyes, habiendo egresado de la Facul-tad de Jurisprudencia de Guadalajara con las notas másaltas. Fue un verdadero intelectual, en el sentido másnoble de la palabra, no por cierto un intelectual de gabi-nete, pero sí un excelente diagnosticador de la realidadque le fue contemporánea.

Y así, tanto en sus escritos como en sus discursos,nos ha dejado una penetrante exposición de la tormento-sa época que le tocó vivir, no sólo en sí misma sino ensus antecedentes y raíces históricas. Entendía, ante todo,

Anacleto González Flores

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

a México, y más en general a Iberoamérica, como laheredera de la España imperial. La vocación de España,dice en uno de sus escritos, tuvo un origen glorioso: losocho siglos de estar, espada en mano, desbaratando lasfalanges de Mahoma. Continuó con Carlos V, siendo la van-guardia contra Lutero y los príncipes que secundaron aGustavo Adolfo. En Felipe II encarnó su ideal de justi-cia. Y luego, en las provincias iberoamericanas, fue unafuerza engendradora de pueblos.

Siempre en continuidad con aquel día en que Pelayo hizo oír elprimer grito de Reconquista. «Nuestra vocación, tradicionalmente,históricamente, espiritualmente, religiosamente, políticamente, esla vocación de España, porque de tal manera se anudaron nuestrasangre y nuestro espíritu con la carne, con la sangre, con el espíritude España, que desde el día en que se fundaron los pueblos hispa-noamericanos, desde ese día quedaron para siempre anudados nues-tros destinos, con los de España. Y en seguir la ruta abierta de lavocación de España, está el secreto de nuestra fuerza, de nuestrasvictorias y de nuestra prosperidad como pueblo y como raza».

La fragua que nos forjó es la misma que forjó a Espa-ña. Nuestra retaguardia es de cerca de trece siglos, largahistoria que nos ha marcado hasta los huesos. RecuerdaAnacleto el intento de Felipe II de fundir, en un matrimoniodesgraciado, los destinos de su Patria con Inglaterra. Trasel fracaso de dicho proyecto armó su flota para abatir ala soberbia Isabel y sus huestes protestantes, enfrentan-do la ambición de aquella nación pirata, vieja y perma-nente señora del mar.

Tras el fracaso, «sus capitanes hechos de hierro y sus misione-ros amasados en el hervor místico de Teresa y Juan de la Cruz, seacercaron a la arcilla oscura de la virgen América y en un rapto, queduró varios siglos, la alta, la imborrable figura de don Quijote, seco,enjuto, y contraído de ensueño excitante, pero real semejanza delCristo, como lo ha hecho notar Unamuno, se unió, se fundió, no sesuperpuso, no se mezcló, se fundió para siempre en la carne, en lasustancia viva de Cuauhtémoc y de Atahualpa. Y la esterilidad delmatrimonio de Felipe con la Princesa de Inglaterra se tornó en lasnupcias con el alma genuinamente americana, en la portentosa fe-cundidad que hoy hace que España escoltada por las banderas quese empinan sobre los Andes, del Bravo hacia el Sur, vuelva a afir-mar su vocación».

Junto con España accede a nuestra tierra la IglesiaCatólica, quien bendijo las piedras con que España ci-mentó nuestra nacionalidad. Ella encendió en el alma os-cura del indio la antorcha del Evangelio. Ella puso en loslabios de los conquistadores las fórmulas de una nuevacivilización. Ella se encontró presente en las escuelas,los colegios, las universidades, para pronunciar su pala-bra desde lo alto de la cátedra. Ella estuvo presente entodos los momentos de nuestra vida: nacimiento, estu-dio, juventud, amor, matrimonio, vejez, cementerio.

Concretado el glorioso proyecto de la hispanidad, afloraen el horizonte el fantasma del anticatolicismo y laantihispanidad. Es el gran movimiento subversivo de lamodernidad, encarnado en tres enemigos: la Revolución,el Protestantismo y la Masonería. El primer contrincantees la Revolución, que en el México moderno encontróuna concreción aterradora en la Constitución de 1917,nefasto intento por desalojar a la Iglesia de sus gloriosasy seculares conquistas. Frente a aquellas nupcias entreEspaña y nuestra tierra virgen, la Revolución quiso cele-brar nuevas nupcias, claro que en la noche, en las pe-numbras misteriosas del error y del mal. Las nuevas ydisolventes ideas han ido entrando en el cuerpo de lanación mexicana, como un brebaje maldito, una epide-mia que se introdujo hasta en la carne y los huesos de laPatria, llegando a suscitar generaciones de ciegos, para-líticos y mudos de espíritu.

En México han jurado derribar la mansión trabajosa-mente construida. Anacleto lo expresa de manera lumi-

nosa: «El revolucionario no tiene casa, ni de piedra ni deespíritu. Su casa es una quimera que tendrá que ser he-cha con el derrumbe de todo lo existente. Por eso hajurado demoler nuestra casa», esa casa donde por espa-cio de tres siglos, misioneros, conquistadores y maes-tros sudaron y se desangraron para edificar cimientos ytechos. Y luego esbozaron el plan de otra casa, la delporvenir. Hasta ahora no han logrado demoler del todo lacasa que hemos levantado en estos tres siglos. Si no lohan podido es porque todavía hay fuerzas que resisten,porque Ripalda, el viejo y deshilachado Ripalda, como elAtlas de la mitología, mantiene las columnas de la auto-ridad, la propiedad, la familia. Sin embargo persisten eninvadirlo todo, nuestros templos, hogares, escuelas, ta-lleres, conciencias, lenguaje, con sus banderas políticas.Incluso han intentado crear una Iglesia cismática, enca-bezada por el «Patriarca» Pérez, para mostrar que nues-tra ruptura con la hispanidad resulta inescindible de nuestraruptura con la Iglesia de Roma. Son invasores, son in-trusos.

El trabajo de demolición no ha sido, por cierto, infruc-tuoso. «Si hemos llegado a ser un pueblo tuberculoso,lleno de úlceras y en bancarrota, ha sido, es solamente,porque una vieja conjuración legal y práctica desde hacemucho tiempo mutiló el sentido de lo divino». México hasido saqueada por la Revolución, por los Juárez, por losCarranza...

Junto con la Revolución destructora, Anacleto denun-cia el ariete del Protestantismo, que llega a México prin-cipalmente a través del influjo de los Estados Unidos.González Flores trae a colación aquello que dijo Rooseveltcuando le preguntaron si se efectuaría pronto la absor-ción de los pueblos hispanoamericanos por parte de losEstados Unidos: «La creo larga [la absorción] y muydifícil mientras estos países sean católicos». El viejo cho-que entre Felipe II e Isabel de Inglaterra se renueva ahoraentre el México tradicional y las fuerzas del protestantis-mo que intenta penetrar por doquier, llegando al corazónde las multitudes, sobre todo para apoderarse de la ju-ventud.

El tercer enemigo es la Masonería, que levanta el es-tandarte de la rebelión contra Dios y contra su Iglesia.Anacleto la ve expresada principalmente en el ideario de laRevolución francesa, madre de la democracia liberal, queen buena parte llegó a México también por intercesiónde los Estados Unidos. En 1793, escribe, alguien dijoenfáticamente: «La República no necesita de sabios». Yasí la democracia moderna, salida de las calles ensan-grentadas de París, se echó a andar sin sabios, en desas-trosa improvisación. Su gran mentira: el sufragio uni-versal. Cualquier hombre sacado de la masa informe esentendido como capaz de tomar en sus manos la direc-ción suprema del país, pudiendo ser ministro, diputadoo presidente. Nuestra democracia ha sido un intermina-ble via crucis, cuya peor parte le ha tocado al llamadopueblo soberano: primero se lo proclamó rey, luego se locoronó de espinas, se le puso un cetro de caña en susmanos, se lo vistió con harapos y, ya desnudo, se locubrió de salivazos.

La democracia moderna se basa en un eslogan mentiroso, el de laigualdad absoluta. «Se echaron en brazos del número, de sus resul-tados rigurosamente matemáticos, y esperaron tranquilamente lareaparición de la edad de oro. Su democracia resultó una máquinade contar». Consideran a la humanidad como una inmensa masa deguarismos donde cada hombre vale no por lo que es, sino porconstituir una unidad, por ser uno. Todo hombre es igual a uno, elsabio y el ignorante, el honesto y el ladrón, nadie vale un adarmemás que otro, con iguales derechos, con iguales prerrogativas. «Y siesa democracia no necesita de sabios, ni de poetas, tampoco nece-

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sita de héroes, ni de santos». ¿Para qué esforzarnos, para quésacrificarnos por mejorar, si en el pantano, debajo del pantano, lavida es una máquina de contar y cada hombre vale tanto como losdemás?

Se ha producido así un derrumbe generalizado, un descenso arra-sador y vertiginoso, todos hemos descendido, todo ha descendido.«Nos arrastramos bajo el fardo de nuestra inmensa, de nuestraaterradora miseria, de nuestro abrumador empobrecimiento». De-mocracia maligna ésta, porque ha roto su cordón umbilical con latradición, con el pasado fecundante. «El error de los vivos no haconsistido en intentar la fundación de una democracia, ha consisti-do y consiste sobre todo, en querer fundar una democracia en queno puedan votar los muertos y que solamente voten los vivos y sevote por los vivos».

Resulta interesante advertir cómo González Flores supover, ya en su tiempo, el carácter destructivo e invasordel espíritu norteamericano, incurablemente protestantey democráticoliberal. Concidía con Anacleto el vicepre-sidente de la Liga, Miguel Palomar y Vizcarra, en unMemorandum relativo a la influencia de los Estados Uni-dos sobre México en materia religiosa. Allí se lee: «El im-perialismo yanqui es para nosotros, y para todos losmexicanos que anhelan la salvación de la patria, algo quees en sí mismo malo, y como malo debe combatirseenérgicamente». Bien ha hecho Enrique Díaz Araujo endestacar la perspicacia de los dirigentes católicos que nose dejaron engañar por la apariencia bolchevique de losgobiernos revolucionarios de México –recuérdese que laConstitución se dictó precisamente el año en que estallóla revolución soviética–, sino que los consideraron sim-ples «sirvientes de los Estados Unidos». No era sencillodescubrir detrás del parloteo obrerista, indigenista yagrarista, la usina real que alimentaba la campañaantirreligiosa.

Carlos Pereyra lo sintetizó así: «Aquel gobierno de enriquecidosepicúreos empezó a cultivar simultáneamente dos amores: el deMoscú y el de Washington... La colonia era de dos metrópolis. O,más bien, había una sucursal y un protectorado. Despersonalizaciónpor partida doble, pero útil, porque imitando al ruso en la políticaantirreligiosa, se complacía al anglosajón».

La política estadounidense se continuaría por déca-das, como justamente lo ha observado José Vasconcelos:«Las Cancillerías del Norte, ven esta situación [la deMéxico] con la misma simpatía profunda con que Roo-sevelt y su camarilla se convirtieron en protectores de laRusia soviética durante la Segunda Guerra Mundial. El re-gocijo secreto con que contemplaron el martirio de loscatólicos en México, bajo la administración callista, nofue sino el antecedente de la silenciosa complicidad delos jefes del radicalismo de Washington con los verdu-gos de los católicos polacos, los católicos húngaros, lasvíctimas todas del sovietismo ruso».

Tales fueron, según la visión de Anacleto, los tres gran-des propulsores de la política anticristiana y antimexicana:la revolución, el protestantismo y la masonería.

«La revolución –escribe–, que es una aliada fiel tanto del protes-tantismo como de la Masonería, sigue en marcha tenaz hacia lademolición del Catolicismo y bate el pensamiento de los católicosen la prensa, en la escuela, en la calle, en las plazas, en los parla-mentos, en las leyes: en todas partes. Nos hallamos en presencia deuna triple e inmensa conjuración contra los principios sagrados dela Iglesia».

De lo que en el fondo se trataba era de un atentado,inteligente y satánico, contra la vertebración hispánicocatólica de la Patria.

III. El CaudilloPero Anacleto no fue un mero diagnosticador de la

situación, un sagaz observador de lo que iba sucedien-do. Fue también un conductor, un formador de espíri-tus, un apóstol de largas miras.

1. México católico, despierta de tu letargoEn sus artículos y conferencias nuestro héroe vuelve

una y otra vez sobre la necesidad de ser realistas y deenfrentar lúcidamente la situación por la que atravesabasu Patria. Se nos ha caído la finca, dice, hemos visto elderrumbe estrepitoso del edificio de la sociedad, y cami-namos entre escombros. Pero al mismo tiempo señala supreocupación porque muchos católicos desconocen lagravedad del momento y sobre todo las causas del de-sastre, ignoran cómo los tres grandes enemigos a que haaludido, el Protestantismo, la Masonería y la Revolución,trabajan de manera incansable y con un programa deacción alarmante y bien organizado.

Estos tres enemigos están venciendo al Catolicismo entodos los frentes, a todas horas y en todas la formasposibles. Combaten en las calles, en las plazas, en la prensa,en los talleres, en las fábricas, en los hogares. Trátase deuna batalla generalizada, tienen desenvainada su espada ydesplegados sus batallones en todas partes. Esto es unhecho. Cristo no reina en la vía pública, en las escuelas,en el parlamento, en los libros, en las universidades, en lavida pública y social de la Patria. Quien reina allí es eldemonio. En todos aquellos ambientes se respira el hálitode Satanás.

Y nosotros, ¿qué hacemos? Nos hemos contentado conrezar, ir a la iglesia, practicar algunos actos de piedad,como si ello bastase «para contrarrestar toda la inmensaconjuración de los enemigos de Dios». Les hemos deja-do a ellos todo lo demás, la calle, la prensa, la cátedra enlos diversos niveles de la enseñanza. En ninguno de esoslugares han encontrado una oposición seria. Y si algunasveces hemos actuado, lo hemos hecho tan pobremente,tan raquíticamente, que puede decirse que no hemoscombatido. Hemos cantado en las iglesias pero no le he-mos cantado a Dios en la escuela, en la plaza, en el par-lamento, arrinconando a Cristo por miedo al ambiente.

Urge salir de las sacristías, entendiendo que el combate se entablaen todos los campos, «sobre todo allí donde se libran las ardientesbatallas contra el mal; procuremos hallarnos en todas partes con elcasco de los cruzados y combatamos sin tregua con las banderasdesplegadas a todos los vientos». Reducir el Catolicismo a plegariasecreta, a queja medrosa, a temblor y espanto ante los poderespúblicos «cuando éstos matan el alma nacional y atasajan en plenavía la Patria, no es solamente cobardía y desorientación disculpa-ble, es un crimen histórico religioso, público y social, que merecetodas las execraciones».

Tal es la gran denuncia de González Flores hacia den-tro de la Iglesia, el inmenso lastre de pusilanimidad y deapocamiento que ha llevado a buena parte del catolicismomexicano al desinterés y la resignación. Las almas su-fren de empequeñecimiento y de anemia espiritual. Noshemos convertido en mendigos, afirma, renunciando aser dueños de nuestros destinos. Se nos ha desalojado detodas partes, y todo lo hemos abandonado.

«Ni siquiera nos atrevemos a pedir más de lo que se nos da. Senos arrojan todos los días las migajas que deja la hartura de losinvasores y nos sentimos contentos con ellas». Tal encogimientoestá en abierta pugna con el espíritu del cristianismo que desde suaparición es una inmensa y ardiente acometida a lo largo de veintesiglos de historia. «La Iglesia vive y se nutre de osadías. Todos susplanes arrancan de la osadía. Solamente nosotros nos hemos empe-queñecido y nos hemos entregado al apocamiento».

Hasta ahora casi todos los católicos no hemos hechootra cosa que pedirle a Dios que Él haga, que Él obre,que Él realice, que haga algo o todo por la suerte de laIglesia en nuestra Patria. Y por eso nos hemos limitado arezar, esperando que Dios obre. Y todo ello bajo la más-cara de una presunta «prudencia». Necesitamos la im-prudencia de la osadía cristiana.

Anacleto González Flores

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Justamente en esos momentos el Papa acababa de es-tablecer la fiesta de Cristo Rey. Refiriéndose a ello, Anacletoinsiste en su proposición.

«Desde hace tres siglos –explica– los abanderados del laicismovienen trabajando para suprimir a Cristo de la vida pública y socialde las naciones. Y con evidente éxito, a escala mundial, ya que nopocas legislaturas, gobiernos e instituciones han marginado al Se-ñor, desdeñando su soberanía. Lo relevante de la institución de estafiesta no consiste tanto en que se lo proclame a Cristo como Rey dela vida pública y social. Ello es, por cierto, importante, pero más loes que los católicos entendamos nuestras responsabilidades consi-guientes. Cristo quiere que lo ayudemos con nuestros esfuerzos,nuestras luchas, nuestras batallas. Y ello no se conseguirá si segui-mos encastillados en nuestros hogares y en nuestros templos.

«Hasta ahora nuestro catolicismo ha sido un catolicismo de ver-daderos paralíticos, y ya desde hace tiempo. Somos herederos deparalíticos, atados a la inercia en todo. Los paralíticos del catolicis-mo son de dos clases: los que sufren una parálisis total, limitándosea creer las verdades fundamentales sin jamás pensar en llevarlas a lapráctica, y los que se han quedado sumergidos en sus devocionariosno haciendo nada para que Cristo vuelva a ser Señor de todo. Yclaro está que cuando una doctrina no tiene más que paralíticos setiene que estancar, se tiene que batir en retirada delante de las reciasbatallas de la vida pública y social y a la vuelta de poco tiempotendrá que quedar reducida a la categoría de momia inerme, muda yderrotada. Nuestras convicciones están encarceladas por la paráli-sis. Será necesario que vuelva a oírse el grito del Evangelio, comien-zo de todas las batallas y preanuncio de todas las victorias. Faltapasión, encendimiento de una pasión inmensa que nos incite areconquistar las franjas de la vida que han quedado separadas deCristo».

«Judas se ahorcó –dice Anacleto en otro lugar– mas dejó unanumerosa descendencia, los herejes, los apóstatas, los perseguido-res. Pero también la dejó entre los mismos católicos. Porque separecen a Judas los que saben que los niños y los jóvenes estánsiendo apuñalados, descristianizados en los colegios laicistas, y sinembargo, después de haberle dado a Jesús un beso dentro del tem-plo, entregan las manos de sus hijos en las manos del maestro laico,para que Cristo padezca nuevamente los tormentos de sus verdu-gos. Se parecen a Judas los católicos que no colaboran con laspublicaciones católicas, permitiendo que éstas mueran. O los queentregados en brazos de la pereza, dejan hacer a los enemigos deCristo. También se le parecen los que no hacen sino criticar acerba-mente a los que se esfuerzan por trabajar, porque contribuyen aque Cristo quede a merced de los soldados que lo persiguen».

Como se ve, González Flores trazó un perfecto cua-dro de la situación anímica de numerosos católicos, en-teramente pasivos ante los trágicos acontecimientos quese iban desarrollando en la Patria mexicana. Fustigó tam-bién el grave peligro del individualismo.

«Los católicos de México –señala– han vivido aislados, sin soli-daridad, sin cohesión firme y estable. Ello alienta al enemigo alpunto de que hasta el más infeliz policía se cree autorizado paraabofetear a un católico, sabiendo que los demás se encogerán dehombros. Más aún, no son pocos los católicos que se atreven allamar imprudente al que sabe afirmar sus derechos en presencia desus perseguidores. Es necesario que esta situación de aislamiento,de alejamiento, de dispersión nacional, termine de una vez portodas, y que a la mayor brevedad se piense ya de una manera seriaen que seamos todos los católicos de nuestra Patria no un montónde partículas sin unión, sino un cuerpo inmenso que tenga un soloprograma, una sola cabeza, un solo pensamiento, una sola banderade organización para hacerles frente a los perseguidores».

2. El forjador de caracteresHemos dicho que desde niño Anacleto fue apodado «el

maestro», por su nativa aptitud didáctica. Este «bauti-zo», que nació de manera espontánea, se trocó despuésen cariñoso homenaje y hoy es un título glorioso. Maes-tro, sobre todo, en cuanto que fue un auténtico formadorde almas. Consciente del estancamiento del catolicismoy de la pusilanimidad de la mayoría, o, como él mismodijo, «del espíritu de cobardía de muchos católicos y delamor ardiente que sienten por sus propias comodidadesy por su Catolicismo de reposo, de pereza, de apatía, de

inercia y de inacción», se abocó a la formación de católi-cos militantes, que hiciesen suyo «el ideal de combate»,convencidos de que «su misión es batirse hoy, batirsemañana, batirse siempre bajo el estandarte de la verdad».

A su juicio, el espíritu de los católicos, si querían serde veras militantes, debía forjarse en dos niveles, el de lainteligencia y el de la voluntad. En el nivel de la inteli-gencia, ante todo, ya que «las batallas que tenemos quereñir son batallas de ideas, batallas de palabras».

«Los medios modernos de comunicación – escribe– aunque sir-ven generalmente para el mal, podrán ayudarnos, si a ellos recurri-mos, para que nuestras ideas se abran paso con mayor celeridad, enorden a ir creando una cultura católica. No podemos seguir luchan-do a pedradas mientras nuestros enemigos nos combaten con ame-tralladoras».

En esta obra de propagación de la verdad todos pue-den hacer algo: los más rudos e ignorantes, dedicarse aestudiar; los más cultos, enseñar a los demás; los que noson capaces de escribir ni hablar, al menos pueden di-fundir un buen periódico; los que tienen destreza en ha-blar y escribir, podrán adoctrinar a los demás. No nospreguntemos ya cuánto hemos llorado, sino qué hemoshecho o qué hacemos para afianzar y robustecer las inte-ligencias. A unos habrá que pedirles solamente ayuda eco-nómica; a otros su pluma y su palabra; a otros que nocompren más los periódicos laicistas; a otros que vendanlos periódicos católicos.

«Ya llegará el momento en que, después de un trabajo fuerte,profundo de formación de conciencia, todos los espíritus esténprontos a dar más de lo que ahora dan y entonces los menos dis-puestos a sacrificarse querrán aumentar su contingente energía. Yde este modo habremos logrado que todos se aproximen al instanteen que tengamos suficientes mártires que bañen con su sangre lalibertad de las conciencias y de las almas en nuestro país».

Anacleto no se quedó en buenas intenciones. Se pro-puso constituir un grupo de personas deseosas de for-marse, no limitado, por cierto, a los de inteligencia privi-legiada sino abierto a todos cuantos deseasen adquiriruna cultura lo más completa posible. Para él dicha laborera superior a todas las demás. La influencia de ese gru-po resultaría incontrastable, «porque se hallaría en pose-sión de los poderes más formidables, cuales son la ideay la palabra».

Para este propósito, Anacleto se dirigió principalmentea la juventud, a la que por once años consagró lo mejorde sus energías. La amplia y arbolada plaza contigua alSantuario de Guadalupe, en Guadalajara, fue su primerlocal, el lugar predilecto de sus tertulias. Su verbo erafascinante. Nos cuenta el Padre H. Navarrete que siendoél estudiante secundario, se encontró un día con Anacleto,a la sazón profesor de Historia Patria, reunido con ungrupo en la plaza del Carmen.

«Sois estudiantes –les dijo–. Tras de largas peregrinaciones poraulas e Institutos, llegaréis a conquistar vuestra inmediata ambi-ción: un título profesional. Y bien, ¿qué habréis obtenido? Unaposición; es decir, pan, casa, vestido. ¿Es esto todo para el hom-bre? Me diréis que de paso llenáis una misión nobilísima cultivan-do la ciencia. ¿Puede ser esa la misión de un ser como el hombre?

«No es la principal labor del hombre el cultivo del cuerpo, ni elde la inteligencia. Ha de ser el cultivo de las facultades más altas delespíritu. La de amar; pero amar lo inmortal, lo único digno de seramado sin medida: amar a Dios. ¿Serán por ventura ustedes de losque se creen que se llena esa infinita ambición con esas prácticasordinarias del cristiano apergaminado que asiste a misa los domin-gos? No. Eso no es ser cristiano. Eso es irse paganizando; es unabandonar plácidamente la vida cristiana, pasando a la vera delsagrado con antifaz carnavalesco, sonriendo al mundo y al vicio,mientras en la penumbra vaga del rincón de una iglesia, precipitada-mente, en breves minutos con dolor robados a la semana, se santi-gua la pintada faz del comediante...

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«Amar a Dios, para un joven, debe significar entusiasmos sinmedida, ardores apasionados de santo, sueños de heroísmo y arro-jos de leyenda. La vida es una milicia». Dice Navarrete que ésas yotras ideas fueron brotando en medio de un diálogo vivaz, apasio-nante. «A mí no me cabía duda. Aquel hombre alcanzaba los perfi-les de los grandes líderes. La claridad brillante de sus ideas unida ala férrea voluntad de un ardoroso corazón, lo delineaban como unegregio conductor de masas. Había ahí madera para un santo, almapara un mártir».

Anacleto atrajo en torno a sí a lo mejor de la juventud deGuadalajara. A pocas manzanas del Santuario de Guadalupede dicha ciudad, a que acabamos de referirnos, una se-ñora ofreció hospedaje y alimentación tanto a él como avarios compañeros que estudiaban en la Universidad. Allíconvocaron a numerosos jóvenes para cursos de for-mación. En cierta ocasión estaban estudiando los avata-res de la Revolución francesa, sus víctimas, sus verdu-gos, la Gironda, el Jacobinismo, etc., y como la quecuidaba la casa se llamaba Gerónima, y los vecinos lallamaban doña «Gero» o «Giro», le pusieron a la sede elnombre de «La Gironda» y a sus ocupantes «los Giron-dinos». Dicha casa tenía sólo tres habitaciones. Pero allíse fueron arrimando un buen grupo de jóvenes, unoscincuenta muchachos, atraídos por Cleto y sus compa-ñeros de vida juglaresca.

Lejos de todo estiramiento «doctoral», la alegría juve-nil del «Maistro» se volvía contagiosa, mientras tratabatemas de cultura, de formación espiritual, de historia pa-tria, trascendiendo a toda la ciudad, pero más directa-mente a la barriada del Santuario, donde estaba la Gironda.Refiriéndose a aquellos convivios dice Gómez Robledoque «las ideas fulguraban en la conversación vivaz y elgoce intelectual tenía rango supremo».

Anacleto estaba convencido de la importancia de sulabor intelectual en una época de tanta confusión doctri-nal. Era preciso formar lo que él llamaba «la aristocraciadel talento». Para ello nada mejor que poner a aquellosjóvenes en contacto con los pensadores de relieve, losgrandes literatos, los historiadores veraces.

Era ésta su obra predilecta, su centro de operacionesy el albergue de sus amistades más entrañables y de suscolaboradores más decididos. A esos muchachos losconsideraba como una ampliación de su familia. En eloratorio de aquella casa contrajo matrimonio, y su pri-mer hijo pasó a ser un puntual concurrente a las reunio-nes dominicales.

«Anacleto era el maestro por antonomasia entre nosotros –testimonia Navarrete–. Estaba siempre a punto para dar un conse-jo, esclarecer una idea o forjar un plan, ya de estudio, ya de acción.El espíritu infundido por él hizo de nuestro grupo local una verda-dera fragua de luchadores cristianos... Nos enseñó a orar, a estu-diar, a luchar en la vida práctica y también a divertirnos. Porque élsabía hacer todo eso. Lo mismo se le encontraba jugando una par-tida de billar, que de damas, tañendo la guitarra o sosteniendoanimados corrillos, con su inacabable repertorio de anécdotas. Asífuimos aprendiendo poco a poco que la vida del hombre sobre latierra es una lucha, que es guerra encarnizada y que los que mejor laviven son los más aguerridos, los que se vencen a sí mismos y luegose lanzan contra el ejército del mal para vencer cuando mueren, ydejan a sus hijos la herencia inestimable de un ejemplo heroico».

Cuentan los que lo trataron que tenía un modo muysuyo de enseñar la verdad y corregir el error. Jamáscontradecía una opinión sin ser requerido, pero enton-ces era contundente. Para corregir los vicios de con-ducta, nunca llamaba la atención del culpable en formadirecta; cuando creía llegada la oportunidad, se refería aun personaje imaginario, de ficción, afeado por los de-fectos que trataba de enmendar, presentándolo como in-sensato, como víctima de sus propios actos. Nunca lefalló este método de corrección. En cuanto a su modo

de ser y de tratar, nos formaríamos de él una representa-ción incompleta si creyéramos que nunca abandonó larigidez del gesto épico. Según nos lo acaba de describirNavarrete, era una persona de temperamento ocurrente,afectuoso y jovial. Su casa de la Gironda se hizo legen-daria como centro de sana y bulliciosa alegría, de vidacristiana y bohemia a la vez.

Creó Anacleto varios círculos de estudio: el grupo «León XIII»,de sociología; el «Agustín de la Rosa», de apologética; el «Aguilar yMarocho», de periodismo; el «Mallinckrodt», de educación; el«Balmes», de literatura; el «Donoso Cortés», de filosofía... Por eso,cuando se fundó en México la ACJM, el material ya estaba dis-puesto en Guadalajara. Bastó reunir en una sola organización losdistintos círculos existentes, unos ocho o diez, perfectamente orga-nizados. Especial valor le atribuía al círculo de Oratoria y Periodis-mo, ya que, a su juicio, el puro acopio de conocimientos, si no ibaunido a la capacidad de difundirlos de manera adecuada, se clausurabaen sí mismo y perdía eficacia social. De la Gironda salieron nume-rosos difusores de la palabra, oral o escrita.

Destaquemos la importancia que Anacleto le dio al aspecto esté-tico en la formación de los jóvenes. No en vano la belleza es elesplendor de la verdad. «El bello arte –dejó escrito– es un poderañadido a otro poder, es una fuerza añadida a otra fuerza, es elpoder y la fuerza de la verdad unidos al poder y la fuerza de labelleza; es, por último, la verdad cristalizada en el prisma polícro-mo y encantador de la belleza». Y así exhortaba a los suyos quepusiesen al servicio de Dios y de la Patria no sólo el talento sinotambién la belleza para edificar la civilización cristiana. Sólo de esemodo la verdad se volvería irradiación de energía.

Antes de seguir adelante, quisiéramos dedicar algunaspalabras a uno de los compañeros de Anacleto, quizás elmás entrañable de todos, Miguel Gómez Loza. Nació enParedones (El Refugio), un pueblo de los Altos de Jalis-co, en 1888, de una familia campesina. A los 20 años, setrasladó a Guadalajara donde estudió Leyes. Allí conocióa Anacleto, convirtiéndose en su lugarteniente y camara-da inseparable. Era un joven rubio, de ojos azules, queirradiaba generosidad, de no muy vasta cultura pero deenorme arrojo y contagiosa simpatía. Se lo apodó «elChinaco». Los mexicanos llaman «chinacos» a los del tiempode la Guerra de la Reforma, hombres engañados, porcierto, pero llenos de decisión y coraje. A Miguel se loquiso calificar por esto último, es decir, por su enterezay energía, si bien las empleó con signo contrario al deaquéllos.

Una anécdota de su vida nos lo pinta de cuerpo entero. El 1º demayo de 1921, con la anuencia de las autoridades civiles, los comu-nistas vernáculos se atrevieron a izar en la misma catedral deGuadalajara el pabellón rojinegro. A doscientos metros de dichotemplo, frente a los jardines que se encuentran en su parte poste-rior, estaba una de las sedes de la ACJM, donde en esos momentosse encontraban unos cuarenta muchachos. Conocedores del hecho,varios de ellos pensaron que era preciso hacer algo y por fin resol-vieron dirigirse a la Catedral para reparar el ultraje. Pero al llegarvieron una multitud, y en medio de ella al Chinaco, con la caraensangrentada. Es que mientras los demás discurrían sobre lo queconvenía hacer, él ya se había adelantado, y subiendo hasta el cam-panario, había roto el trapo y lo había lanzado al aire, con ademánde triunfo. Acciones como ésta, de un valor temerario, cuando esta-ba en juego la gloria de Dios o el honor de la Patria, le valieron 59ingresos en las cárceles del gobierno perseguidor. A lo largo de sucorta existencia, vivió el peligro en una sucesión constante de he-chos atrevidos, deseados y buscados a propósito. Los jóvenes loadmiraban. Era, así lo decían, «el azote de los profanadores deltemplo, refractario a las claudicaciones, el hombre masculino porexcelencia».

La persistencia en la persecución religiosa lo impulsó aunirse con los heroicos cristeros que estaban en los cam-pos de batalla, donde en razón de sus múltiples cualida-des fue elegido Gobernador Civil de la zona liberada deJalisco. Cuenta Navarrete que en cierta ocasión lo viorodeado de unos 300 soldados con sus jefes, todos derodillas, desgranando el rosario. A su término, Gómez

Anacleto González Flores

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

Loza rezó esta oración cristera: «¡Jesús Misericordioso!Mis pecados son más que las gotas de sangre que derra-maste por mí. No merezco pertenecer al ejército quedefiende los derechos de tu Iglesia y que lucha por Ti...Concédeme que mi último grito en la tierra y mi primercántico en el cielo, sea: ¡Viva Cristo Rey!»

El 21 de marzo de 1928 se dirigía con su asistentehacia el pueblo de Guadalupe, sede nominal del Gobier-no Provincial, cuando fue sorprendido por sus enemi-gos en un lugar llamado «El Lindero». Lo ataron a uncaballo, y lo arrastraron largo trecho. Luego uno de lossoldados lo remató con su pistola.

Hace pocos años, tuve el gusto de conocer en Guadalajara a dosde sus hijas, ya ancianas. Una de ellas me contó que cuando supadre se fue al monte, ella era pequeña. Cierto día, en la misma casadonde estaba conversando conmigo, un vecino tocó el timbre y ledijo que en la avenida contigua se encontraba tirado el cadáver de unhombre que parecía ser su padre. Ella fue. Efectivamente: era él.

No me pareció posible evocar la figura de GonzálezFlores sin recordar la de Gómez Loza. Juntos se forma-ron, juntos lucharon, juntos sufrieron la persecución.Anacleto era el fuego que todo lo abrasaba, Miguel eldifusor eficaz de las ideas del amigo; si aquél era la luz,él fue la antorcha que la refleja; si Anacleto era la voz, élfue su eco; si Anacleto era la idea que gobierna, él fue laacción que ejecuta. El Maistro y el Chinaco. El verbo deAnacleto y la acción de Miguel. Ambos tenían devociónpor la Guadalupana y comulgaban diariamente en su San-tuario de Guadalajara. La amistad espiritual que los uníase vio así sellada por la piedad eucarística y mariana.Los dos fueron condecorados por el papa Pío XI el mis-mo día, a iniciativa del gran obispo de Guadalajara, Fran-cisco Orozco y Jiménez, con la cruz «Pro Ecclesia etPontífice», en premio a su acción común en defensa delcatolicismo. Junto al obispo recién nombrado, formanun soberbia trilogía. Anacleto y Miguel sufrirían ambosel martirio, y hoy sus restos se encuentran, también jun-tos, en el Santuario de Guadalupe, tan frecuentado porellos. Ante la losa que los custodia tuve el privilegio deorar con vergüenza y emoción durante largo rato.

Volvamos a nuestro Anacleto. Hemos dicho que no sólose dedicó a formar las inteligencias, aquella «aristocra-cia del talento», de que le agradaba hablar, sino tambiéna robustecer las voluntades de los que lo seguían. «Nosoy más que un herrero forjador de voluntades», le gus-taba repetir. Este hombre que al decir de Gómez Robledoera «una afirmación hirviente, tumultuosa, de sangre y ho-guera», recomendaba siempre de nuevo: «Hay que criarcoraza». No se engañaba, la Patria necesitaba caracteresrecios. Por eso se dedicó a avivar los rescoldos del he-roísmo: «Patria Mexicana, no todos tus hijos se han afe-minado, no todos se han hundido en el cieno; todavíahay hombres, todavía hay héroes».

Pero don Cleto no se engañaba. Nadie puede llegar aser un hombre de imperio, si primero no se ha dominadoa sí mismo. Por eso les pedía a los suyos que se volvie-sen «abanderados de su propia personalidad y caudillosde su mismo ser».

«Porque dentro de cada uno de ustedes –les decía– hay un forja-dor en ciernes». Para forjarse a sí mismo no basta la cabeza bienformada, la inteligencia bien empleada. No bastan los filósofos ylos maestros, por buenos que sean. La pura formación intelectualno alcanza. Era preciso agregar «el encarnizamiento de las propiasmanos, de las propias herramientas, del propio corazón..., en casocontrario, todo quedará comenzado».

Si se quiere hacer realidad la elevada y recia esculturaviviente que Dios soñó para cada uno de nosotros, habráque despertar al Fidias que duerme en nuestro interior.Si, por el contrario, se prefiere seguir siendo un mero

boceto informe, un trazo borroso sin consistencia, unapersonalidad enclenque, habrá que cruzarse de brazos,permanecer en espera del forjador que nunca llegará,«del obrero que debe salir de nosotros mismos y quenunca saldrá porque no hemos querido ni sospechar si-quiera nuestra personalidad».

Anacleto quería que los suyos tuviesen temple de hé-roes, que no cediesen jamás a «transacciones» y «com-ponendas», ya que tarde o temprano éstas lo llevarían ala más ignominiosa de las capitulaciones. Para ello, de-cía, nada mejor que frecuentar a personalidades vigoro-sas, al tiempo que no dejarse intimidar por falsas pru-dencias.

Cuando habla de esto, su verbo se enardece: «¡Habéis invertidoel mandamiento supremo, porque para vosotros, hay que amar aDios bajo todas las cosas! Por evitar mayores males os despedaza-rán, y cada trocito de vuestro cuerpo gritará todavía dando tumbos:¡prudencia, prudencia! No temáis a los que matan el cuerpo, sino elalma. Una sola noche de insomnio en un calabozo vale mucho másque años de fáciles virtudes».

Para formarse en la escuela del heroísmo recomenda-ba Anacleto escoger cuidadosamente a los amigos, des-cartando los de espíritu cobarde o los que de una u otraforma habían claudicado. El contagio de los amigos, seapara el mal o para el bien, resulta determinante.

«El día en que se logre encontrar un alto y firme valor de rectitud,de ideal y de carácter, habrá que sellar con él un pacto de alianzapermanente y unir lo más estrechamente posible nuestra suerte,nuestro pensamiento y nuestra voluntad con ese nuevo comple-mento de nuestra personalidad, porque será para nosotros un ma-nantial fecundo de aliento y vitalidad».

En medio de la borrasca política y religiosa, Anacletosoñaba con «alzar un muro de conciencias fuertes, devoluntades recias, de caracteres que sepan derrotar a laviolencia bruta, no con el filo de la espada, sino con elpeso irresistible y avasallador de una conciencia querehúye las capitulaciones y espera a pie firme todas laspruebas».

Y a la verdad que dio ejemplo de ello, convencido deque el carácter es la base primordial de la personalidad.Como dice un compañero suyo, se había forjado unavoluntad tenaz e inconmovible, exenta de volubilidad yextraña al desaliento, superior e indiferente a los obstá-culos y a la magnitud de los sacrificios requeridos. Lacultivó directa y deliberadamente, imponiéndose una dis-ciplina rigurosa en lo cotidiano y pequeño para contarconsigo mismo en los grandes esfuerzos y en las contin-gencias imprevistas. Elaborado un propósito, no descan-saba hasta verlo realizado. La continuidad fue la caracte-rística de su acción en todos los órdenes. Fecundo eniniciativas, no abandonaba jamás la tarea comenzada, sinoque la proseguía hasta el fin.

Otro de sus amigos nos dice: «No recordamos en el Maistro elmenor desfallecimiento ni la menor desviación. Era una consumadarealización de sus ideas y proyectos. En esta alianza indisoluble dela fe y la vida, de la doctrina que pregonaba y la conducta queseguía, reside la principal razón de su influencia sobre los demás.Personalidad rotunda, elevada, avasalladora». Él mismo decía, ci-tando a Goethe, «que la capacidad del conductor depende de supersonalidad. Si posee una personalidad hecha, martillada sobreyunques sólidos, si tiene una musculatura interior que no se cansani se abate, no le es necesario ni hablar, ni escribir, ni obrar; bastaque se sienta la presencia de su personalidad, para que arrastre a losque lo rodean con la fuerza irresistible de la fascinación».

«Miles de alumnos lo seguíamos para escucharlo –confirma unode sus admiradores– porque hablaba con autoridad, y sus palabrasfluían como un torrente, proclamando el derecho y la verdad. Ja-más retrocedió ante las hogueras, ante las cruces, ante todo el aparatode ferocidad con que en esos tiempos se nos amenazaba, ni lo tentó lacodicia cuando con dineros y halagos intentaron seducirlo».

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Ni el calabozo, que conoció repetidas veces, logródoblegarlo. A una señora que le expresaba su aflicciónporque en cierta ocasión había sido detenido y llevado ala cárcel, Anacleto le decía:

«Somos varios los jóvenes que estamos presos, pero vivimosmuy contentos en la cárcel. Tenemos ya establecido un catecismopara los demás prisioneros; rezamos todas las noches el rosario encomún, y en el día... ya usted lo sabe, trabajamos, acarreamos laleña para la cocina, llevamos la basura... Total, unas vacacionespasadas por el amor de Dios. Pero no hay que dudar, este es elcamino por donde los pueblos hacen las grandes conquistas».

No en vano había escrito: «En las páginas de historiadel Cristianismo siempre se va a la cárcel un día antes dela victoria». Cumplía a la letra aquello que atribuía a losgrandes conductores: acometividad para abrirse paso yllegar; persistencia en quedarse, a pesar de todas las vi-cisitudes; y fuerte e incansable inquietud por dejar unasucesión. En este trabajo de formación de dirigentes veíala necesidad de proponer paradigmas, espejos donde mi-rarse. Por ejemplo el gran obispo Manríquez y Zárate,de quien decía:

«Tiene en medio de nosotros un alto y fuerte significado. Es él,en la medida en que lo puede ser un hombre, la expresión más altade la soberanía de la verdad y la recia arquitectura del orden moralforjado en las fraguas únicas de la doctrina católica... El hombremoral ha aparecido con toda la fisonomía radiante y el gesto conta-gioso, invenciblemente contagioso, del Maestro».

Según lo señalaba más arriba uno de sus discípulos, aAnacleto nunca le faltaron ocasiones, en el México oficialcorrompido de aquel tiempo, de lograr una posición eco-nómica más que regular. Estimó como grave injuria laproposición que le hicieron algunos agentes de las logias,para que ingresase en la Masonería, que deseaba contarentre los hermanos a un dirigente de sus talentos y arras-tre. Los opositores de Anacleto tenían también amigosen el alto Clero. Abogados influyentes iban por la maña-na al Obispado y por la tarde visitaban al Gobernador,proponiendo un cambio de táctica: en vez del enfrenta-miento, la componenda. No lo conocían a este hombre,que estaba a mil leguas de todas las transacciones y losenjuagues, por disimulados que fuesen, el mismo que de-cía:

«El gesto del mártir ha sido en todos los tiempos el único que hasabido, que ha podido triunfar de todos los tiranos, llámense em-peradores, reyes, gobernantes o presidentes».

Así fue Anacleto, el gran caudillo del catolicismo mexi-cano. Sus actividades pronto se tradujeron en una inten-sificación de la presencia de los católicos, principalmen-te en el Estado de Jalisco. Se abandonaba ya, en todoslos ambientes, la apatía y dejadez que durante tanto tiempohabían reinado. Era evidente que se estaban gestandolos hombres del futuro político, cultural y religioso deMéxico.

3. Hacia un catolicismo pletórico de juventudCon cierta preferencia, como dijimos, Anacleto se di-

rigía sobre todo a la juventud. Justamente porque pen-saba que en su México tan amado estaba declinando laesperanza, y por consiguiente la juventud languidecía.Los horizontes eran cada vez más pequeños, la medio-cridad se encontraba a la orden del día; lo único queinteresaba era lo microscópico, mientras las alturas pa-recían causar vértigo. Muchos jóvenes, replegados so-bre sí mismos, sufrían el impacto de este ambiente, li-mitando sus anhelos a la satisfacción de las pasiones y alos deleites materiales.

González Flores quiso arrancar a la juventud de suletargo, de manera semejante a lo que en su tiempo in-tentó Sócrates, hermano suyo en el espíritu.

«Su instinto de moldeador de porvenir –escribe Anacleto hablan-do del pensador griego– le había hecho prendarse por encima detodas las bellezas de Grecia, de la juventud. Vivía embriagado con elaliento virgen, fresco como de odre perfumado. Con las manoshundidas en el barro humedecido de las almas, y los ojos en esperahacia la dinastía remota del nuevo día. Así lo sorprendió la muerte.Murió embriagado de juventud y rodeado de juventud. Un pensa-dor que lo quiso arriesgar y perder todo por la juventud».

Señala Gómez Robledo que nadie adivinó mejor queAnacleto la causa de esa actitud, la razón de ese enamo-ramiento. Lo adivinó porque él mismo llevaba en sí di-chas razones. Fue una intuición soberana la que le hizoentrever que el amor a la juventud no es sino el amor a lavida en su instante más bello: cuando es peligrosa y sejuega por un ideal.

En vez de un catolicismo integrado por hombres de-crépitos de espíritu, González Flores soñaba con un ca-tolicismo militante, juvenil, dispuesto a vivir peligro-samente.

«Hemos perdido el sentido más profundo, más característico dela juventud: la pasión del riesgo, la pasión del peligro. Medimostodos nuestros pasos, contamos todas nuestras palabras, recom-ponemos nuestros gestos y nuestras actividades de manera de nopadecer ni la más ligera lastimadura y de quedar en postura bella-mente estudiada, no para morir, como los gladiadores romanos,sino para una sola cosa: para vivir, para vivir a todo trance». «Y así–agrega– son muchos los que no se atreven a mover ni un dedo, portemor a despertar las iras del enemigo. Se ha formado una genera-ción de viejos, que sólo saben calcular, contar, comprar y vender,con la fiebre característica de la vejez, que es la avaricia».

Todos recomiendan «prudencia», y para ellos pruden-cia significa pensarlo todo, medirlo todo, calcularlo todopara salvar la tranquilidad y esquivar hábilmente todoslos riesgos. Recomiendan quietud y medida en los movi-mientos, al tiempo que condenan a los «exagerados»,como llaman a los que se juegan por la verdad.

«Y esta es nuestra suprema enfermedad. Todas las demás partende ella... Hemos logrado conservar nuestra vida; todavía la tenemos,todavía nos pertenecerá, pero enmohecida, como espada que nuncaha salido de la vaina, como árbol que no ha tenido ni agua ni sol. Senos ofreció la vida en cambio de nuestro sosiego y de nuestrosilencio y de nuestra quietud, y sólo se nos ha podido dar vejezarrugada y marchita».

Será preciso que la vida de los católicos se rejuvenez-ca, sabiendo que el precio de la victoria ha sido siempreel sacrificio y la lucha. Mientras los católicos no nosdecidamos a combatir, la victoria no vendrá. Nosotroshemos querido obtener la victoria al precio de nuestracobardía y de nuestra inercia. Pero ello no ha sucedido.Tenemos que comprarla. Y su precio es el dolor, o almenos la fatiga y el esfuerzo. Habrá que elevar el cora-zón, al conjuro de una sola fórmula: vivir por encima deuno mismo. Esta fórmula «dicha hoy, mañana, todos losdías al sentir el roce cálido de las alas nuevas de la juven-tud la echará toda entera con todos sus bagajes de roja yardiente generosidad hacia todas las vanguardias».

Recuerda González Flores cómo cuando Platón quisocuajar en el Fedón el recuerdo de su maestro, puso enlos labios del mártir estas palabras: «El riesgo es bello ydebemos embriagarnos con él».

Lo que así comenta Anacleto: «El riesgo fue la más fervientepasión de Sócrates; había apurado en cada paso el cáliz del riesgo, ytuvo razón para prendarse de la juventud, porque ante ella se en-contró cara a cara con la belleza insuperable del riesgo, al paso de lasalmas ávidas de altura». De esta manera vivió Sócrates, embriagadode riesgo, apurando el cáliz del riesgo a cada paso, y entregando sucabeza al golpe último en plena embriaguez de riesgo: el riesgosupremo de perder la vida. Tal fue el maestro más elevado que tuvola juventud de Atenas.

Comentando las palabras de Anacleto afirma GómezRobledo que ellas son definitorias para la interpretación

Anacleto González Flores

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

estética de su magisterio. Amó a la juventud con el mis-mo arrebato psíquico con que el artista intuye su crea-ción. Y es propio de los grandes artistas unir la intuición ala aventura, jugarse la existencia por la belleza.

«Vincular, como en Sócrates y González Flores, el artista, elmaestro y el mártir, es lección eterna de fortaleza. Sus muertes nofueron sino las nupcias sangrientas del artista con la belleza delriesgo».

Insiste Anacleto en que el cristianismo está ines-cindiblemente unido con la juventud de espíritu. Si Ter-tuliano dijo que el alma humana es naturalmente cristia-na, se puede decir igualmente que la juventud, por lo quetiene de permanente osadía, es naturalmente cristiana.Más aún, «la juventud se completa, se robustece y seasegura contra su debilitamiento o su extinción, ponién-dose bajo el aliento perpetuamente juvenil de Cristo».Porque el cristianismo es la doctrina del riesgo, o mejor,la que nos permite cruzar victoriosamente a través detodos los riesgos.

«Incorporada la juventud de cada hombre en la juventud eternade Cristo, se sumará una osadía a otra osadía; y sumadas esas dosgrandes audacias, se formará el nudo que abarcará todos los desti-nos».

Será preciso desposar la propia juventud, que es laaudacia de un día, con la juventud de Cristo, que es laaudacia de lo eterno. Los jóvenes deberán juntar sus dosmanos, todavía mojadas en el odre de la vida, con lasdos manos de Cristo, mojadas todavía en la sangre de suaudacia. He ahí lo que afirmaba Lacordaire: «La juven-tud es irresistiblemente bella, con la belleza del riesgo, esdecir, con la belleza de la osadía», y también: «La juven-tud es sagrada a causa de sus peligros». Habrá que arro-jarse en el mar del peligro, en la corriente de los riesgos,con la canción en los labios, con un gesto de desdén enla boca y con plena confianza en el logro final. Esto es loque necesita el catolicismo mexicano: una transfusión dejuventud.

Es de ella «de donde deben salir los valores que acabarán connuestro empobrecimiento y con nuestra mediocridad y que salta-rán por encima de todas las murallas para quebrar medianías, parapisar nulidades y para empinar a Dios, majestuoso y radiante,sobre los tejados y sobre los hombros de patrias y de multitudes.Nada de valores a medias; nada de valores incompletos; nada devalores que se aferran a su aislamiento, que titubean, que se ponenen fuga frente a la Historia y que se satisfacen con un milímetro detierra».

Sólo harán la gran revolución, la revolución de lo eter-no, las banderas tremoladas por la juventud que todavíale reza y le canta al joven carpintero que a los 33 añoscomenzó la única verdadera revolución, que es la revo-lución de lo eterno, y que pasa por nuestras vidas comoun huracán preñado de heroísmo.

4. El enamorado del verboDestaquemos el valor que Anacleto le atribuía a la pa-

labra, sea oral o escrita. Como orador, fue fulgurante.Cual otro Esquilo, «llenó de almenas las alturas del lengua-je», con el fin de suscitar una estirpe de héroes, al estilo deGodofredo de Bouillon, Guillermo Tell y el Cid, sus ar-quetipos favoritos, que se pusiesen al servicio de la Pa-tria y de la Religión conculcadas.

En un artículo titulado «Sin palabras» afirma que unafalsa e infundada apreciación del significado que tiene lapalabra, ha hecho que en estos últimos tiempos se laarroje el margen de la vida, o cuando menos, se la colo-que en un lugar muy secundario. Poco se confía en lapalabra, como si lo único importante fuese la acción.Los obreros que elevan edificios con palabras y no conladrillos, son vistos con desdén, pensándose que una

acción vale un millón de palabras. «Más bien debieradecirse que una acción es una palabra reciamente mol-deada en el crisol encendido de la carne y del pensa-miento». Ello no es todo. Detrás de cualquier gran ac-ción está la palabra, como germen, como impulso, comoestimulante. Tres palabras se encuentran una página an-tes de la destrucción de Cartago, las de Catón: «Delendaest Cartago». Frente a la Revolución hemos carecido delas palabras adecuadas. «Necesitamos empezar la obrade la reconquista. Solamente se comienza con palabras».No hay fuerza que pueda oponerse a la palabra cuandose la pone al servicio de la idea, abriéndose paso entrelos que la objetan.

Anacleto privilegió la palabra oral, dando numerosasconferencias en los más diversos lugares del país, peroprincipalmente en Guadalajara. Famoso fue un discursoque pronunció en el atrio colonial del Santuario de Nues-tra Señora de Zapopan, cercano a aquella ciudad, trepa-do en una pilastra del enrejado, frente a una multitud quecolmaba el recinto de la plaza y los jardines adyacentes.

En 1918, la ACJM de la ciudad de México lo invitó adar una conferencia en la capital. Cuando llegó a la esta-ción, los que lo esperaban, que no lo conocían, queda-ron poco impresionados por el tipo desgarbado deAnacleto, sus ojos hundidos y soñadores. Horas des-pués subió al escenario con su atuendo sencillo, ante unauditorio donde predominaban los jóvenes.

Cuenta uno de ellos que los primeros diez minutos pro-vocaron un gran desconcierto. «¿Ésta es la maravilla quenos manda Jalisco?», se preguntaban por lo bajo. Sinembargo, el tono del discurso, monótono al principio,fue creciendo en vehemencia. Su pensamiento se lanzóa las cumbres. Tras una hora, que pasó fugazmente, lasala estalló en aplausos. «Vibraban nuestras almas al uní-sono con la suya», dijo uno de los oyentes.

Su elocuencia no fue innata sino fruto de una largapreparación. Él mismo decía que Demóstenes, desde eldía en que sintió despertar su vocación, padeció largosinsomnios de aprendizaje y no descansó hasta conseguirque su palabra se volviese capaz de ganar las batallas dela oratoria. Anacleto comprendía perfectamente la nece-sidad de usar bien de la palabra para el combate de lasideas, ya que en torno a ella se trababan las grandes ba-tallas culturales. Había que evitar el gastarlas para discu-siones banales reservándola para los temas trascenden-tes, en orden a rebatir las doctrinas erróneas que preten-dían conquistar la supremacía sobre las inteligencias. Esallí donde había de resonar la palabra convincente.

«El genio –escribió en uno de sus periódicos– debe interrogartodas las lejanías hasta que su palabra, como luminar esplendorosoencendido sobre la llanura, alumbre todos los senderos», de modoque los que la oigan pierdan su cobardía y se lancen por la ruta quele trazan las palabras.

Aconsejaba insistentemente, practicándolo él mismo,una preparación concienzuda de los temas por tratar.Pero a la hora de pronunciar el discurso, le bastaba condeterminar las líneas maestras, las ideas principales, de-jando la expresión concreta a la inspiración del momento.

«Cansados estamos ya del arraigado y envejecido y ruinoso ex-pediente de salir a la tribuna a leer en un pergamino o en la propiamemoria, frases pulidas y martilladas con un siglo de anticipación,joyas talladas en un taller distante y que han perdido la lumbreradiante que las transfiguró, y el brío tempestuoso que las dobló yablandó, y la huella viva del hierro encendido, y la hoguera quellameó sobre la frente del artífice. Puños de rescoldo, ceniza muday entristecida que jamás podrá reavivar una emoción fingida. Yesto es todo, menos elocuencia. Porque hoy ya nadie ignora quepara que haya palabra totalmente elocuente es preciso que el canto

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resonante que dicen las rebeldías que se anudan, jadean y disputanla victoria, debe hallarse plenamente presente delante del auditorioconvulso, estremecido ante la batalla, aliado primero del hierroinsurrecto, y después, juntando el peso inmenso de su corazón yde su espíritu y de sus pasiones, del lado del brazo que golpea yarroja todo: lumbre, yunque, herramientas, clavos y espadas fun-didas en el torrente de la acción».

Según se ve, concebía el discurso como un torneoentre el público y el orador, muy diversamente de lo quesucede en el caso del escritor, que envía a lo lejos sumensaje. «Al tratarse del orador, más lógicamente, másexactamente que decir que es su palabra la que realiza elmilagro de la acción sobre los demás, es preciso decirque es el orador mismo, porque él mismo es la palabraelocuente y es su propia palabra». Tal fue su ideal enesta materia: identificarse él mismo con su palabra.

Su oratoria no estaba exenta de cierto barroquismo,pero en modo alguno era vacía, sin contenido. Repetíasu mensaje de mil maneras, hasta el hartazgo, como parahacerlo llamear en todas sus facetas, apuntalándolo in-cansablemente con nuevos argumentos y citas, hastadejar la forja jadeante. No gustaba de abstracciones deshu-manizadas y generalizadoras. Prefería las imágenes indi-viduales y concretas. Su pensamiento seguía la curvaparabólica y no la recta silogística. Era un artista de lapalabra, entendiendo que mientras el silogismo pasa, ago-tándose en el momento en que realiza su labor de con-vicción, el símbolo no pasa, está preñado de sugeren-cias, y por tanto se prolonga en sus efectos, luego determinado el discurso.

Mas no sólo fue orador, sino también, aunque secun-dariamente, escritor. En los pocos años de su actuaciónpública, logró gestar varias revistas: La Palabra, LaÉpoca, La Lucha. Pero fue sobre todo en el periódicoGladium, que aparecía todas las semanas, donde Anacletoreveló mejor su idiosincrasia, mezclando la especulacióndoctrinal con el cuento jocoso y la narración familiar.Allí señalaba los peligros del momento, la situación trá-gica de la Iglesia frente a la Revolución, así como lasmedidas que había que tomar. La revista tuvo amplia re-percusión. Hacia fines de 1925 alcanzaría la tirada de100.000 ejemplares. Miguel Gómez Loza estaba a cargode la tesorería.

Es preciso leer, les decía a sus jóvenes, leer no sólo revistas sinotambién y sobre todo libros. «¿Qué es un libro? Un polemista quetiene la paciencia de esperarnos hasta que abramos sus páginaspara dilatar el imperio de un conquistador. Hunde su mano encen-dida en nuestras entrañas. Porque todo él fue hecho en los hervoresde la fiebre, bajo el largo insomnio, bajo el ansia nunca extinguida dequedar, de prolongarse, de no morir. La obsesión de cada escritor esreproducirse en muchas vidas, renacer todos los días, bañarse ensangre nueva, reaparecer en la larga hirviente que arroja todos losdías el inmenso respiradero del mundo, rehacerse con el alientoespiritual de las almas en marcha. Cada libro se presenta bañado enla sangre todavía caliente de nuevos e inesperados alumbramien-tos».

Así como un viajero, escribía, cuando tiene que hacerun largo camino sucumbe si lleva sus alforjas vacías,así la juventud que no lee se queda sin provisiones. Paraque mantenga el ideal, la gallardía, la generosidad, el arro-jo y la audacia en épocas bravías, necesita de la ayudade los libros. Alejandro Magno no hubiera llegado a serGrande si no hubiese llevado consigo la Ilíada, que teníasiempre bajo su almohada; Aquiles, el héroe central deaquella epopeya, mantenía enhiesta la llama del guerre-ro. El buen libro hará que el joven «lleve siempre vueltala cara hacia el porvenir y logre clavar en las alturas labandera de la victoria de su gallardía y de su atrevimien-to».

Anacleto fue un «poseído del verbo», oral o escrito.

IV. De la resistencia civil al combate armadoGonzález Flores no limitó su acción a individuos o a

pequeños grupos, sino que la extendió a emprendimientosde alcance nacional. Particularmente se interesó en elproblema obrero, siendo el más decidido defensor de lostrabajadores. Las injusticias del capitalismo liberal lo su-blevaban. Conocedor avezado de la doctrina social de laIglesia, abogó por la organización corporativa del traba-jo, dentro de los principios cristianos, y su papel fueprotagónico en la concreción de un enérgico despertarde la conciencia social en México. El Primer CongresoNacional Obrero, celebrado el año 1922 en Guadalajara,que congregó no menos de 1300 personas, con la asis-tencia de varios Obispos, tuvo en Anacleto a uno de susprincipales gestores. Al fin quedó organizada la Confede-ración Católica del Trabajo, que se extendió pronto portoda la Nación. Desgraciadamente este proyecto promi-sorio sería aplastado por la Revolución.

Más allá del problema obrero, Anacleto insistía en lanecesidad de organizar el conjunto de las fuerzas católi-cas, hasta entonces enclaustradas en grupúsculos.

«Mientras nuestros enemigos –afirmaba– nos dan lecciones deorganización, nosotros seguimos aferrados a la rutina y el aisla-miento, aunque sabemos por experiencia que este camino sólo con-duce a la derrota. Continuamos confiando en nuestro número, satis-fechos de que somos mayoría en el país. Pero así seguiremos siendouna mayoría impotente, vencida, sujeta al furor de nuestros perse-guidores. De nada valdrá el número si no nos organizamos. Organi-zados, constituiremos una fuerza irresistible. Y, entonces sí, nues-tro número se hará sentir».

1. La Unión Popular y la oposición pacíficaEntusiasmado con el procedimiento de los católicos

alemanes que con su resistencia pacífica contra la duracampaña de Bismarck, conocida con el nombre de Kultur-kampf, habían logrado imponerse en los destinos de aque-lla nación, creyó que en el ambiente mexicano, tan dis-tinto del alemán, se podrían obtener los mismos resulta-dos. Y así, inspirado en Windthorst, el gran adversariodel Canciller del Reich, montó una organización a la quedenominó Unión Popular. Había allí lugar para todos loscatólicos. Cada uno debía ocupar un puesto, según susposibilidades, de modo que la acción del conjunto se torna-ra irresistible.

Propuso Anacleto tres cruzadas. La primera fue la dela propagación de los buenos periódicos, junto con ladeclaración de guerra a los periódicos impíos, que no sedeberían recibir ni tolerar en el hogar. La segunda, la delcatecismo, en orden a lograr que todos los padres defamilia llevasen a sus hijos a la iglesia para que recibieranallí la enseñanza religiosa; más aún, había que tratar quese enseñase el catecismo en el mayor número de lugaresposibles y se organizase la catequesis de adultos. La ter-cera, la cruzada del libro, que consistía en limpiar delibros malos los hogares y procurar que en cada hogarhubiese al menos un libro serio de formación religiosa.«Escuela, prensa y catecismo –decía–, serán las armasinvencibles de la potente organización».

Quiso Anacleto que la Unión Popular llegase a todaspartes, la prensa, el taller, la fábrica, el hogar, la escuela,a todos los lugares donde hubiese individuos y grupos.«Es la obra que generalizará el combate por Dios», de-cía, ya que «urge que el pensamiento católico se genera-lice en forma de batalla y de defensa». Esta organizacióncreció en gran forma, propagándose a los Estados limí-trofes. Su órgano semanal, Gladium, al que ya hemosaludido, explicaba su propósito: hacer que todos los ca-tólicos del país formasen un bloque de fuerzas discipli-

Anacleto González Flores

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

nadas, conscientes de su responsabilidad individual y so-cial, y en condiciones de movilizarse rápidamente y deun modo constante, sea para resistir el movimiento de-moledor de la Reforma, sea para poner en marcha lareconquista de las posiciones arrebatadas a los católi-cos.

Para el logro de tales objetivos, debían aunarse todoslos esfuerzos, desde los económicos hasta los intelec-tuales. Con engranaje sencillo y sin oficinas burocráti-cas, la Unión Popular controlaba a más de cien mil afilia-dos que se distribuían por todos los sectores sociales,tanto en la ciudad como en el campo. Nadie debía quedarinactivo. Todos tenían una misión propia que cumplirpara concretar el programa de acción delineado por el«maistro» Cleto y llevado a la práctica con certera efica-cia por su colaborador más estrecho, Miguel GómezLoza.

Cuando en el orden nacional apareció una nueva insti-tución, la Liga Defensora de la Libertad Religiosa,Anacleto no se sintió emulado. Ambas organizacionestrabajaban para los mismos fines. Durante algún tiempomantuvo independiente a la Unión Popular. Era natural,ya que este movimiento concentraba la mitad del podercon que se contaba en todo el país para resistir eficaz-mente las acometidas del Gobierno. Así lo entendierontambién los dirigentes de la Liga, adoptando incluso al-gunos de los métodos de la Unión Popular. La ventajaera el carácter nacional de la nueva organización, quepermitía formar cuadros en todo el país, con jefes demanzana, de sector, de parroquia, de ciudad, de provin-cia, etc. La idea era llegar con una sola voz, con una soladoctrina, con las mismas directivas a todo México, enorden a vertebrar la multitud hasta entonces informe yatomizada. Al fin, la Unión Popular quedó como socie-dad auxiliar y confederada de la Liga. El mismo Anacletofue designado jefe local de la Asociación Nacional.

La Liga consideraba como héroes paradigmáticos aIturbide, Alamán, Miramón y Mejía, y repudiaba por iguala los liberales, masones y protestantes, aquellos adver-sarios que había señalado Anacleto, tres cabezas de unsolo enemigo que trataba de destruir a México a travésdel imperialismo norteamericano. El proyecto de la Liga,que empalmaba con el de la ACJM, era «restaurar todaslas cosas en Cristo», fiel al lema común: «Por Dios y porla Patria». El programa, simple pero completo: piedad,estudio y acción. Su propagación tuvo todas las peculia-ridades de una cruzada. Sobre esa base se fue educandouna generación de jóvenes que aprendieron a detectar yaborrecer al enemigo, exaltando el México verdadero, elde la tradición católica e hispánica, asimiladora del indí-gena.

Con el acceso a la presidencia de Elías Plutarco Calles,la persecución arreció. El 2 de julio de 1926 se hizo pú-blica la llamada Ley Calles, atentatoria de todas las liber-tades de la Iglesia. Debía entrar en vigor el 31 de julio dedicho mes. Tres días después de su publicación, se dio aconocer una Carta Colectiva del Episcopado Mexicano, enla que se hacía saber que no era posible sujetarse a aque-lla ley, y por tanto, en señal de protesta, los cultos sesuspenderían a partir de las 12 de la noche del 31 dejulio. Esta decisión irritó al tirano y fue motivo suficientepara declarar rebeldes a obispos y sacerdotes al puntoque en todos los rincones del país empezaron a caerasesinados o prisioneros.

Ante esta agresión brutal, Anacleto, juntamente conlos demás dirigentes católicos, declaró el boicot en todoel territorio nacional. Este método se había ensayado en

Jalisco años atrás, en 1918, a raíz de un decreto local,vejatorio para la Iglesia.

«No compre usted absolutamente nada superfluo. Lo necesario,cómprelo a un comerciante reconocidamente católico, y que la mer-cancía sea producto de una fábrica cuyos propietarios y emplea-dos sean católicos. No compre nada a los enemigos».

Siempre se caminaba de a pie, nada de paseos y diver-siones; el servicio de luz quedó reducido al mínimo. Enaquella ocasión el método resultó, ya que el decreto infa-me tuvo que ser derogado.

Ahora se retomó dicho procedimiento. Al principio,los perseguidores se burlaban de este modo de lucha.Calles lo llamó «ridículo» Pero bien pronto comenzarona sentir sus efectos: el comercio se resintió, muchosteatros y cines debieron cerrar sus puertas, mermándoseasí, por innumerables canales, el dinero que afluía a lasarcas del Gobierno. En Arandas, uno de los pueblos deJalisco, se había pedido que nadie comiera carne hastanuevo aviso. Daba la casualidad de que el dueño de lacarnicería era el intendente. No hubo un solo cliente,fuera de los funcionarios. En Guadalajara fueron exclui-dos del consumo los cigarrillos «el Buen Tono» porquesu gerente había condecorado públicamente a Calles ennombre de las Logias Masónicas Mexicanas, por su ac-tuación política en materia de cultos.

Una copla popular cantaba: «Lanzarse al boicot / sin un alfiler /al grito de gloria y de triunfo / que dice ¡Viva Cristo Rey! / Gritarcon pasión, / volver a gritar / a cada descarga / con que intenten elgrito acallar».

El boicot fue finalmente declarado «criminal y sedicio-so» y con verdadera saña se persiguió a sus gestores.Pero los católicos no retrocedieron.

2. El paso a las armasLlegó el 31 de julio de 1926, que era el día señalado

por el decreto presidencial para que entrara en vigor laley de cultos. Y era también la fecha que el Episcopadohabía fijado para suspender el culto en todos los templosdel país. La efervescencia fue enorme. A la medianochedel 31, los sacerdotes hicieron abandono de las iglesias,que quedaron al cuidado de los fieles. Comenzaron en-tonces los tumultos callejeros. En Guadalajara, un nume-roso grupo de jóvenes se congregó frente el Santuario deGuadalupe, gritando: «Viva Cristo Rey, mueran los per-seguidores de la Iglesia».

Por aquel entonces nadie pensaba, ni por asomo, enrecurrir a las armas. Ello era tan cierto que en el casoparticular de Jalisco la resistencia pasiva patrocinada porAnacleto fue interpretada por el Gobierno como una ac-titud medrosa y cobarde, llamando a Jalisco «el gallinerode la República».

El presidente Calles había dicho con total claridad, enuna entrevista concedida a un grupo de católicos, quesólo había tres caminos para resolver el problema reli-gioso: «O se someten a las leyes, o acuden a las Cámaras,o toman las armas. Para todo estoy preparado». Someter-se a las leyes, según él lo entendía, no era sino aceptar ladestrucción de la Iglesia. Se intentó así el segundo cami-no, recurriendo a las Cámaras con un memorandum,firmado por dos millones de personas, donde se pedíaformalmente la revisión de la ley. También ello fue inútil;el documento y las firmas fueron a parar al cesto de lospapeles. Se habían puesto ya todos los medios pacíficos.¿No habría llegado la hora del combate armado? Así lopensaba el vehemente Armando Téllez Vargas:

«Nada tan frecuente como que los católicos de figurón, los cató-licos de fiestas de caridad, de antesala de Obispos y de primera fila

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de Pontificales, traten de contener los ímpetus valerosos y justifi-cados de la porción que quiere luchar... Porque eso es lo que hacenlos católicos paladines de la prudencia y de la resignación, negar laVerdad. Niegan la Verdad cuando aseguran que es precisa la sumi-sión a la autoridad ilegítima y perseguidora de la Iglesia; cuandoclaman por la obediencia a las leyes tiránicas que tratan de sobre-ponerse a las leyes divinas; cuando invocan la mansedumbre cris-tiana para abstenerse de salir a la defensa de la Iglesia... ¡El enemigomayor no está fuera; está en casa vestido de hombre piadoso, deintelectual de gabinete, de filántropo!»

Aparentemente, sólo quedaba alzarse en armas, el últi-mo de los tres caminos que el propio Calles había seña-lado con anticipación. Muchos católicos comenzaron apensar seriamente en dicha posibilidad, dispuestos a en-frentar con la fuerza al agresor injusto, conculcador devidas y de haciendas, y de algo que vale infinitamentemás: la fe, los derechos de Dios. Pronto las cosas pasa-ron a los hechos, formándose espontáneamente peque-ños grupos armados.

Algunos Obispos estaban en contra de dicha decisión.Otros, a favor. Nombremos, entre estos últimos, a Fran-cisco Orozco y Jiménez, el eminente obispo de Guadalajara.Era Orozco un hombre de gran cultura, que había estu-diado en la Universidad Gregoriana con maestros comoMazzela y Billot, versado principalmente en historia. Cualbuen pastor, recorrió su diócesis de punta a punta, confrecuencia a caballo. La Revolución lo persiguió con saña,expresión, según él mismo dijo, «del odio de la Masone-ría contra mí». Su vida fue un continuo desafío a lapolítica religiosa del Gobierno, en constante zozobra yen peligros muchas veces inminentes. Durante cincuen-ta años fue obispo de Guadalajara, viéndose cinco vecesdesterrado de su sede. Se lo ha llamado el Atanasio delsiglo XX. Actualmente está en proceso de beatificación.

Para serenar la conciencia de los católicos en lo to-cante a la licitud del levantamiento se consultó a losmejores teólogos de las Universidades Romanas, loscuales respondieron «que en las presentes circunstan-cias de México, la defensa armada, ya que se han agotadolos medios pacíficos, no sólo es lícita sino hasta obligato-ria para aquellos que no están impedidos». Y agregabanque sería un pecado prohibir a los ciudadanos católicoshacer uso de ese derecho de defensa que poseen.

En 1927, el Episcopado fijó en un documento su posi-ción al respecto. Allí se afirmaba que los Obispos habíanmanifestado su inconformidad con las leyes promulga-das, así como el propósito de lograr su revisión. En loque se refiere a los movimientos armados, se decía queaunque el Episcopado era ajeno a ellos, cualquiera queconozca la doctrina de la Iglesia sabe que hay circuns-tancias en la vida de los pueblos donde se torna lícitodefender por las armas los derechos que en vano se haprocurado poner a salvo por medios pacíficos. No setrataba, pues, de una insurrección injusta, sino de unmovimiento de legítima defensa. Un terrible duelo se ha-bía declarado entre un pueblo que luchaba por su fe, yun Gobierno que se había vuelto sordo a sus reclamos.Por tanto, concluían, tanto la Liga Nacional Defensorade la Libertad Religiosa, como los católicos en particu-lar, si bien en el terreno religioso deben obediencia a losObispos, son perfectamente libres en el ejercicio de susderechos cívicos y políticos.

Dicha Pastoral Colectiva fue confirmada por el SantoPadre. Como pudo leerse en aquellos días en el Osser-vatore Romano, al pueblo que no consentía en someter-se a la tiranía «no le quedaba otro recurso que la rebeliónarmada». Fue sobre todo desde Guadalajara, con el apo-yo de «Chamula», como apodaban sus adversarios alobispo Orozco y Jiménez, de donde partió el gran levan-

tamiento cristero, que luego se extendería a varios Esta-dos de México.

3. La actitud de AnacletoAnacleto no se sentía inclinado al recurso de la lucha

armada. En un medio como el mexicano, tan propenso alas soluciones violentas, prefería la resistencia pasiva, ala que había recurrido anteriormente y que ahora estabadispuesto a replantear hasta en sus menores detalles. Noporque en principio rechazase el uso de la fuerza, dada lasituación a que se había llegado. Pero pensaba que yendoa las armas se le hacía el juego a Calles, enfrentándolo enun terreno donde ciertamente tendría ventaja. En cam-bio, sostenía, la fuerza bruta, arma única de la Revolu-ción, se rompería como espada enmohecida al sentir noel choque del hierro sino de los caracteres que no capitu-lan, de aquellos capaces de repetir el grito de los querodeaban a Napoleón en la derrota de Waterloo, el gritode los fuertes: «La guardia perece pero no se rinde».Ponía también como ejemplo la actitud serena y gallardade los primeros mártires, agregando que en todos lostiempos el gesto del mártir ha sido el único que logrótriunfar de los tiranos.

Por eso su mensaje era una permanente convocatoriaal martirio. «Nos basta con la fuerza moral», decía. Ytambién: «La Iglesia está nutrida de sangre de león. Nose tiene derecho de renunciar a la púrpura. Estamos obli-gados a mojarla con nuestra sangre». Por lo demás, «loque se escribe con sangre queda escrito para siempre, elvoto de los mártires no perece jamás». Era el famoso«plebiscito de los mártires», de que hablaría con emo-ción en uno de sus alegatos.

Anacleto no buscaba tanto el triunfo próximo cuantola proclamación heroica y martirial de la verdad. Márti-res ofrendó la Iglesia primitiva, escribía, mártires la epo-peya de la cristianización de los indios, mártires produjola Revolución francesa... En esta cadena de mártires echasus raíces la esperanza moral de la Patria. Por ellos, ysólo por ellos, ha de llegar el día en que triunfe la verdad.Esta idea de González Flores nos trae al recuerdo unareflexión de Mons. Gay, obispo auxiliar del cardenal Pie,y es que la Iglesia vive de dos principios, de dos sangres;de la sangre de Cristo, que se vierte místicamente sobre elaltar, y de la sangre de los mártires, que se derramacruentamente sobre la tierra. Ni la Misa ni el martiriofaltarán jamás en la Iglesia.

«Mientras la carne tiembla –afirma conmovido Anacleto–, elmártir, envuelto en la púrpura de su sangre como un rey que setiende al morir, en un esfuerzo supremo y definitivo por salvar lasoberanía del alma, abre grandemente sus ojos ante el perseguidor yexclama: creo. Ha sido la última palabra, pero también la expresiónmás fuerte y más alta de la majestad humana».

Cuando empezaron a caer los primeros mártires mexi-canos, en las cercanías del templo de Guadalupe, escri-bió:

«Hoy nos han caído cargas de flores, sobre el altar de la Reina...Hoy la Reina ha recibido la ofrenda de nuestros mártires; ha vistollenarse las cárceles con los audaces seguidores de su Hijo; ha oídoresonar y temblar los calabozos, en un delirio de atrevimiento san-to, de osadía sagrada... Y seguirá la ofrenda. Porque ya sabemos loscatólicos que hay que proclamar a Cristo por encima de las bayone-tas, por encima de los puños crispados de los verdugos, por encimade las cárceles, el potro, el martirio y de los resoplidos de la bestiainfernal de la persecución. Y seguirá habiendo mártires y héroeshasta ganar la guerra y llevar el Ayate hecho bandera de victoria,hacia todos los vientos».

Por sublimes que fueran estos propósitos, no pensabaasí monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, obispode Huejutla:

Anacleto González Flores

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos«Si estos tales –aunque sean nuestros mismos gobernantes–,

lejos de encauzarnos por la senda del bien nos arrastran al caminode la iniquidad, estamos obligados a ponerle resistencia, en cuyosentido deben explicarse aquellas palabras de Cristo: No he venidoa traer la paz, sino la guerra; y aquellas otras: “No queráis temer alos que quitan la vida del cuerpo”... La resistencia puede ser activao pasiva. El mártir que se deja descuartizar antes de renegar de sufe, resiste pasivamente. El soldado que defiende en el campo debatalla la libertad de adorar a su Dios, resiste activamente a susperseguidores. En tratándose de los individuos, puede haber algu-nos casos en que sea preferible –por ser de mayor perfección– laresistencia pasiva. Pero el martirio no es la ley ordinaria de la lucha;los mártires son pocos; y sería una necedad, más bien dicho, seríatentar a Dios, pretender que todo un pueblo alcanzara la corona delmartirio. Luego de ley ordinaria la lucha tiene que entablarse activa-mente».

Mons. Orozco y Jiménez trató de convencer a Anacletode la conveniencia de la lucha armada, pero no logrópersuadirlo del todo. Es cierto que ya la experiencia lehabía demostrado a éste último que dada la índole pecu-liar del pueblo mexicano, pero sobre todo la de los per-seguidores, los medios pacíficos de resistencia a quehasta entonces se había recurrido, no parecían condu-centes. Los asesinatos de laicos y sacerdotes se multipli-caban por doquier, juntamente con las más terribles veja-ciones para todo lo que tuviese carácter católico.

Algo que lo inclinó a ir cambiando de postura fue elver cómo muchos de sus compañeros se alistaban, unotras otro, en las filas de los combatientes. Particular-mente le impresionó la despedida que el 5 de enero de1927 se le hizo a su gran amigo y compañero de luchasy de cárceles, Gómez Loza, quien había resuelto agre-garse a las huestes cristeras de los Altos de Jalisco. Y asípoco a poco fue entendiendo, cada vez con mayor clari-dad, que era su deber cooperar de manera explícita conel movimiento. Una vez que dio el paso, lo nombraronenseguida Jefe Civil en Jalisco. No iría al campo de bata-lla, pero con el entusiasmo y tesón que siempre lo ha-bían caracterizado, se dedicó a organizar, sostener ytransmitir las órdenes que recibía del centro, referentesa dicha empresa. En Guadalajara, donde tenía su sede deJefe Civil, comenzó a asistir sin falta a las reuniones se-cretas de los que se enrolaban para el combate, pronun-ciando vibrantes arengas con motivo de la partida dequienes se dirigían a los campos de batalla.

No hubo anteriormente cobardía en su preferencia porlos medios pacíficos. Era para él una cuestión pruden-cial, o de estrategia, si se quiere. Ahora veía las cosas deotro modo. Con todo, aunque consintió que la UniónPopular se lanzase al combate, no quiso que abandonarasu anterior trabajo en pro de la cultura y de la formaciónen la ciudad, sin lo cual aquel combate habría carecidode logística. Hubiera preferido separar la obra de la UniónPopular y la organización del Ejército Nacional Liberta-dor. Pero en aquellos momentos no era sino una distin-ción de gabinete. Y así invitó a los suyos a hacer conDios «un pacto de sangre».

4. La Guerra CristeraEl año 1926 señaló el comienzo de la gran epopeya

mística, noble y santa, por la que numerosas personas, aveces insignificantes, se convirtieron en héroes. La des-igualdad de los dos bandos era enorme. De un lado, lasfuerzas militares del Gobierno, perfectamente equipadas,que formaban el ejército de la Nación, con sus jefes yoficiales, debidamente entrenados. Del otro, grupos di-versos de ciudadanos de toda condición, incluso muje-res y niños, por lo general ajenos a la milicia, carentescasi totalmente de elementos materiales y de pertrechosde guerra, pero animados de un coraje a toda prueba.

Para el lado gubernamental no faltó el apoyo del emba-jador de los Estados Unidos, el protestante y maquiavé-lico Dwight Morrow, íntimo amigo de Calles, quien lo-gró un completo apoyo moral y militar del gobierno delos Estados Unidos a los perseguidores mexicanos, ha-ciendo que se controlara con celosa vigilancia todos losmovimientos de la frontera para que ni el más mínimoapoyo pudiera llegar a manos de los cristeros. Más aún,aquel país proveyó al ejército mexicano de bombarderosy de cazas Bristol, que operaban desde Texas, con pilo-tos norteamericanos. A esto debe agregarse la gran pro-paganda de Calles, expresamente apoyada por influen-cias masónicas y protestantes, y la conspiración de si-lencio casi total en los países extranjeros. El mismo ar-zobispo de Baltimore, Mons. Miguel L. Curley, recono-cía la responsabilidad de sus compatriotas, incluidosmuchos católicos, en los sucesos de esta guerra.

«Las ametralladoras que se volvieron contra el clero y pueblo deSan Luis Potosí, hace unas cuantas semanas, eran ametralladorasnorteamericanas... Nosotros, mediante nuestro gobierno, armamosa los bandidos asalariados de Calles... Si Washington quisiera úni-camente dejar solo a México e interrumpiera la desleal ayuda alpresente régimen bolchevique, Calles y su pandilla no durarían niun mes». «Los enviados del régimen –prosigue el Obispo– son bienrecibidos en Estados Unidos y pueden volver diciendo: “Ya lohabía dicho yo: el Tío Sam está con nosotros; podemos continuarnuestra obra de destrucción del catolicismo”».

Excedería los marcos de la presente semblanza declararlas alternativas de esta guerra que duró tres años. Desta-quemos, eso sí, el derroche de bravura de que hizo galael pueblo católico mexicano. ¡Cuántos ejemplos conmo-vedores, de hombres que lograron ensamblar en un soloheroísmo los dos más grandes amores del alma, ofrecien-do su sangre al Dios del cielo y a la Patria de la tierra!Todo el pueblo católico no formó entonces sino un solocuerpo, los que estaban en los montes y los que perma-necían en los pueblos. Desde Guadalajara, zona ocupadapor el enemigo, se colaboraba buscando y enviando mu-niciones. Por ejemplo, un obrero que trabajaba en unafábrica de cemento, introducía en la bolsa de cementopaquetes de cartuchos para el frente, sin sospecha denadie; un humilde verdulero ocultaba municiones en ca-nastos, que luego llevaba en canoa hasta donde estabanlos cristeros. Tuvieron también su parte las mujeres, so-bre todo las que integraban las brigadas femeninas SantaJuana de Arco, verdaderas heroínas que iban y venían,en tren, en camiones de carga, o a lomo de mula, ocul-tando las municiones bajo sus vestidos, en chalecos queeran como camisas fruncidas para que se formaran mul-titud de pliegues donde se mantenían los cartuchos, de500 a 700 por joven, con el fin de proveer a los soldadosde Cristo. En caso de ser descubiertas, era la muerte.

Los campesinos constituyeron el contingente princi-pal. El P. Navarrete, entonces oficial cristero, nos con-fiesa cómo se solazaba contemplando a aquellos Quijotesde Dios, tan humildes como llenos de docilidad y forta-leza. Eran los rancheros mexicanos, junto con sus muje-res, católicos hasta los tuétanos. Como aquel que, antesde partir, le preguntó a su esposa, quien acababa de dar aluz a un hijo, qué hubiera pensado si él se hubiese mos-trado indiferente a la cuestión religiosa, a lo que ella res-pondió: Pues hubiera pensado que mi esposo no era dig-no de ser padre de este hijo mío que tanto quiero.

Quienes no combatían en los cerros, con el rifle en sumano, y tampoco podían actuar de «enlace» entre lospueblos y los lugares de batalla, luchaban en sus hogarespor medio de la oración. A tan ininterrumpidas plegariasde los que, por una u otra razón, no podían combatir,niños, mujeres y ancianos, se debió, sin duda, la perse-

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verancia, la fortaleza y el coraje admirable de aquellosguerreros cristianos. Cuando en los pueblos se oía a lolejos el fragor del combate, aquella gente suspendía susocupaciones habituales y se ponían de rodillas, por logeneral frente a una imagen; conforme aumentaba el es-truendo de la batalla, oraban con mayor fervor.

Incluyamos en este cuadro de honor a tantos sacerdo-tes heroicos, que de una u otra forma, algunos, los me-nos, con las armas en las manos, otros, como capella-nes de los combatientes, colaboraron estrechamente conlos cristeros. Hablando más en general, de los 4100 sa-cerdotes que había en todo México, fueron muy pocos,menos de 10, los que a raíz de la persecución defec-cionaron, haciéndose cismáticos con el desgraciado P.Pérez, autollamado Patriarca de una presunta Iglesia Ca-tólica Nacional, promovida por el régimen. Una fide-lidad tan masiva constituye un caso quizás único en lahistoria de la Iglesia. Nombremos, entre tantos, al queri-do P. Pro, hoy beatificado como mártir, que recién llega-do de Europa, no salía de su asombro al contemplar elheroísmo de tantos compatriotas suyos, especialmenteen Jalisco.

«Bendita tierra mía –decía–, que está dando su lección a Méxicoy al mundo. ¡Muy bien, muchachos! ¡Así se llevan con garbo lasbanderas de las grandes causas!»

Cuando los cristeros se lanzaban al combate lo hacíaninvocando el nombre de Dios. Mientras los soldados deGobierno gritaban: «Viva Satán», «Viva el Demonio»,«Que mueran Cristo y su Madre», los cristeros excla-maban: «Viva la Virgen de Guadalupe», y sobre todo,«Viva Cristo Rey». Fue en razón de este grito, tantas ve-ces repetido, que sus enemigos los llamaron los CristosReyes o los cristeros. Tal grito, íntimamente relacionadocon el tema principal de la encíclica Quas primas de PíoXI, aparecida precisamente a fines de 1925, constituyótodo un programa expuesto en forma contundente, bre-vísimo pero completo. Y ese grito que escucharon losbosques de México, sus sierras, sus campos, con acen-to de heroísmo, es el mismo que repetían los cristerosante sus jueces, regulares o improvisados, cuando erandetenidos, así como el saludo mutuo de los confesoresde la fe. Y ante el pelotón de fusilamiento fue una especiede ritornello del martirio mexicano, la última palabra, lade San Pablo: «es necesario que Cristo reine», que enmexicano se tradujo: «¡Viva Cristo Rey!». Tanto estegrito de guerra y de martirio, como el lema de la ACJM:«Por Dios y por la Patria», tendrían repercusión explíci-ta, diez años después, en España. No en vano el Alcázarde Toledo fue liberado al grito de Viva Cristo Rey. Lareciente gesta de México era bastante conocida por elpueblo español. Una madre de ese pueblo dijo: «Mi hijomurió exclamando: Viva Cristo Rey, como los mártiresmexicanos».

El heroísmo de los cristeros encontró un lugar privile-giado en los Altos de Jalisco. Refiriéndose a su pobla-ción ha escrito José Vasconcelos:

«Los hombres, de sangre española pura, se ven atezados y es-beltos en su traje de charrería conveniente para la faena campestre.Su fama de jinetes halla reconocimiento por todo el Bajío. Hacepoco más de un siglo, aquella comarca fue penetrada por colonosque todavía tuvieron que batirse, en pleno siglo XIX, con tribus deindios merodeadores. De suerte que el blanco, a semejanza de loque más tarde ocurriría en el Far West americano, la hizo de guerre-ro y de cultivador. Cada familia encarnaba la misión de extender losdominios de la cultura latina por los territorios desiertos del NuevoMundo. Y así es cómo el español, aliado al mestizo, fue empujan-do y ocupando la tierra vacía muy hacia el Norte, hasta topar conel anglosajón que por el otro camino llenaba tarea parecida pero enbeneficio de las razas protestantes de Europa».

Por eso, agrega Vasconcelos, la gente de los Altos, leala sus costumbres castizas, se mostró, frente al callismo,como una reserva nacional étnica y política de la mejorcalidad. Bien escribe Enrique Díaz Araujo:

«Existen zonas selectas –la Vendée francesa de la contrarrevolu-ción de los chouans, la Navarra española del tradicionalismo carlista,o el Don apacible del voluntariado ruso blanco– donde esa resisten-cia ha alcanzado caracteres épicos, dignos de la tragedia homérica.Por ellos, sin duda, se salvará el juicio de la época moderna. Losanales de la historia futura los recogerán como nuevas Troyas de lacivilización, catacumbas benedictinas o termópilas numantinas, delos años de la decadencia de nuestra cultura. Quedarán como jalonesblancos que marcarán el camino del renacimiento, pasado que sea –si así Dios lo dispone– el momento negativo del vendaval de labarbarie ideológica. Y, entre esos hitos notables, hallará su lugarperaltado, el Occidente mexicano, la tierra jalisciense, del núcleotapatío que se irradia desde Guadalajara por Jalisco, Michoacán,Zacatecas y Colima...»

Según se ve, los que, al decir de Calles, integraban «elgallinero de la República» no eran tan «gallinas» comoparecía. En la guerra cristera lucharon con un arrojo sinlímites. Un arrojo no exento de humor. Se cuenta que, aveces, en medio del fragor de la batalla, se dejaba escuchar,de tanto en tanto, el clarín de sus tropas que se burlaba delenemigo, tocando las notas con que se anuncia la salidadel toro en las lides, o la chusca canción popular LaCucaracha.

La preparación de la biografía de Anacleto nos llevó aleer muchos libros donde se relatan las gestas cristeras yse describen a sus héroes. El que inauguró la era de losmártires, el 29 de julio de 1926, fue José García Farfán.José, que vivía en Puebla, era dueño de una pequeñatienda, con un kiosco de revistas a la calle. Un día pusoen su local algunos letreros que decían: «Viva Cristo Rey»,«Viva la Virgen de Guadalupe». El 28 de julio pasaba porallí el General Amaya. Furioso al ver los letreros, le man-dó retirarlos. Don José se negó y fue detenido. Al díasiguiente, Amaya ordenó fusilarlo. Estando ya todo pre-parado, le dijo –¡A ver ahora cómo mueren los católicos!–Así –respondió el anciano– y gritó: ¡Viva Cristo Rey!

Numerosos patriotas mexicanos, incluidos niños, an-cianos y mujeres, fueron llevados al paredón o colgadosde los árboles. El heroísmo estaba a flor de piel, como siel espíritu de la caballería medieval hubiese resucitado.

Destaquemos, entre tantas, la figura de Luis NavarroOrigel, gran caudillo católico, quien seguido por miles devoluntarios, llegaría a controlar la costa de Michoacán,teniendo bajo sus órdenes no menos de diez mil cristeros.De su compromiso inicial en la causa escribe un cronis-ta:

«Luis, después de haber sido armado Caballero con el nombre deSoldado de María, y tras de velar sus armas una noche y confortarsu espíritu con la Sagrada Eucaristía, de acuerdo con los amigos demayor confianza pertenecientes a los centros de la Liga que habíafundado y después de ponerse bajo el amparo de San Miguel Ar-cángel, en el día de su fiesta, lanzó el grito de libertad que debióconcertarse allí en los cielos con el ¡Quién como Dios! del primerpaladín de la justicia eterna, en la ciudad de Pénjamo, la mañana del29 de septiembre de 1926».

Luego se despidió de su esposa diciéndole en una cartaque la única solución para México pasaba por el sacrificio,las víctimas, la sangre, que todo lo fecunda, todo lo en-grandece, todo lo santifica, desde que fue derramadaaquella Sangre divina y que aún se inmola y seguirá in-molándose hasta la consumación de los siglos.

«¡Porque el valor de la sangre es insustituible, porque el clamorde la sangre es un clamor terrible, que siempre llega y conmueve elCorazón de Dios!». Y prosigue: «Nuestra Patria para salvarse sólonecesita vidas inmoladas, cuya inmolación está santificada por elamor de Cristo. Para lavarse de tanto horror, de tanta abominación

Anacleto González Flores

198

P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianosde crímenes que van siendo ya seculares, este suelo necesita sangre,pues las afrentas y las ofensas terribles hechas a Dios por unpueblo, sólo con sangre se limpian...

«Y apenas ayer empezó a derramarse y es tanta y tan generosa-mente ofrecida la que estaba y está dispuesta a derramar nuestropueblo que amenaza inundar este suelo y salpicarlo todo; esto es loque hacía falta, que no quede rincón de este suelo amado que no selave con sangre, que no se santifique con el sacrificio... Las victo-rias vendrán después seguramente; pero ahora sólo sangre, sola-mente vidas inmoladas generosamente se necesitan».

Las diversas unidades de los cristeros tomaban losnombres de los caídos gloriosos, por ejemplo, Padre Pro,Miguel Gómez Loza, etc. En el juramento de los que seofrecían para el combate se decía: «Concédeme que miúltimo grito en la tierra y mi primer cántico en el cielosea: ¡Viva Cristo Rey!». Conmovido Pío XI al irse ente-rando de todo esto, concedió indulgencia plenaria in ar-ticulo mortis a los mexicanos por la invocación: «¡VivaCristo Rey!». Dicho grito incluía, como lo hemos seña-lado, todo un programa de restauración católica, por loque el mismo Papa pudo afirmar que

«el México cristero supo cumplir con su magno destino provi-dencial, proclamando que el Reinado Temporal de Cristo debe de-fenderse, mantenerse y reimplantarse, si es necesario, por mediode la fuerza», y que el testimonio dado por la Iglesia en México «sedebe colocar definitivamente entre los hechos más ilustres de nues-tra historia».

A lo que hacía eco el Arzobispo de Malinas, card. vanRoey: «Vosotros escribís una de las páginas más glorio-sas de la Historia de la Iglesia, una página con letras desangre, una página indeleble, que dirá a las generacionesfuturas a lo que puede y debe atreverse una fe verdade-ramente sobrenatural y una caridad digna del nombre decristiano». Como dijo un escritor: «Si ésta no fue unaguerra justa, nunca ha existido ni existirá jamás una solaguerra justa en toda la historia del mundo».

Años después, en 1946, con motivo de la solemnidadde Cristo Rey, que es el día de las Fiestas Patronales delos cristeros, pudo decir el obispo de Huejutla, Mons.Manríquez y Zárate:

«He aquí las dos más grandes manifestaciones de amor a Jesu-cristo, de que ha sido teatro la Nación Mexicana. La sangre delpueblo, sangre generosa y noble, ha corrido a torrentes en el campode batalla, pero también se ha derramado con admirable profusiónen el ara augusta de los grandes sacrificios, de las grandesinmolaciones y heroísmos. Y si gallardas y gigantes aparecen lasfiguras de los campeones de la espada, que en los campos del honorhan sabido vindicar para la Patria y para la Iglesia sus inviolables ysacrosantos derechos, más gallarda e imponente aún es la figura delos mártires que, en el misterioso silencio de la más sublime abne-gación, han sabido tolerar, inermes y desvalidos, la furia implacablede los eternos enemigos del nombre cristiano.

«Y no se vaya a creer que estas dos fases de la epopeya seancomo los polos de una grande esfera, distanciados y opuestos entresí por la extensión inmensa del espacio. No, estos dos heroísmosno son más que dos demostraciones de uno y el mismo sentimien-to, de uno y el mismo amor: dos ríos que salen del mismo océano,dos fulgores de una y la misma luz. La misma caridad de Jesucristoque impele al mártir a entregarse en las garras del sayón para serdespedazado en odio de la fe, es la misma que empuja al soldado aempuñar la espada vengadora y terrible que hace morder el polvo alos enemigos de Dios».

Todavía hoy en los Altos de Jalisco se evoca a aquelloshéroes no olvidados. Pasando por San Miguel el Alto,que se encuentra en dicha zona, tuve la dicha de escu-char un corrido que me cantó «el cieguito José», en ho-menaje a uno de ellos, el legendario Victoriano Ramírez,apodado el Catorce. Los corridos mexicanos, que conti-núan el viejo romancero español, logran sus mejores ex-presiones en el encomio de los héroes regionales.

V. El testimonio supremo del martirioAnacleto vivió permanentemente hostigado por la poli-

cía de Guadalajara. Se podría decir que no conoció díasin sobresalto. Varias veces fue encarcelado. Pero cuan-do salía de la prisión continuaba como antes, sin retro-ceder un milímetro en su designio. No podía ignorar queestaba jugando con la muerte. Varias veces la vio muycerca, pero jamás la esquivó, dejando de hacer, por te-mor, lo que debía. La idea del sacrificio de su vida no leera extraña ni remota. Uno de los capítulos de la última ymás importante de sus obras lleva por título: «Reina delos Mártires, ruega por nosotros». Ya anteriormente ha-bía sostenido que si las acciones encaminadas a la salva-ción de la Iglesia y de la Patria fallasen, sería precisovotar, no con papeletas, de las que se burlaban los ene-migos, sino con las propias vidas, en un plebiscito demártires. «Porque lo que se escribe con sangre, según lafrase de Nietzsche, queda escrito para siempre, el votode los mártires no perece jamás».

Llegó un momento en que el acoso de sus enemigos loobligó a esconderse. Por algunas infidencias se habíaenterado de que el Gobierno estaba decidido a acabarcon él, en la idea de que así la resistencia se debilitaríasustancialmente. Una familia amiga, la de los VargasGonzález, le abrió las puertas de su casa, conscientesdel grave peligro al que se exponían.

Allí se guareció, disfrazándose de obrero; dejó crecerla barba, enmarañó su cabellera, y siguió su actividadcomo antes. El 29 de marzo de 1927, pasó la noche consu familia, castigada por la miseria, alternando con suesposa, y rezando y jugando con sus tres hijitos. Fue laúltima vez que los vería. El 31 del mismo mes estaba,como de costumbre, en la casa de los Vargas González.Allí se confesó con un sacerdote que se encontraba depaso, y después se quedó comentando con él una recien-te Pastoral del Arzobispo de Durango, que aprobaba ple-namente la defensa armada. «Esto es lo que nos faltaba,dijo Anacleto. Ahora sí podemos estar tranquilos. Diosestá con nosotros».

Era de noche. Se retiró a su cuarto, y allí se puso aescribir para la revista Gladium, un artículo de tres pági-nas, papel oficio, con excelente letra aún hoy perfecta-mente legible. La noticia de la que acababa de enterarsesobre la decisión del obispo de Durango fue lo que inspi-ró su pluma:

«Bendición para los valientes, que defienden con las armas en lamano la Iglesia de Dios. Maldición para los que ríen, gozan, sedivierten, siendo católicos, en medio del dolor sin medida de suMadre; para los perezosos, los ricos tacaños, los payasos que nosaben más que acomodarse y criticar. La sangre de nuestros márti-res está pesando inmensamente en la balanza de Dios y de loshombres.

«El espectáculo que ofrecen los defensores de la Iglesia es senci-llamente sublime. El Cielo lo bendice, el mundo lo admira, el infier-no lo ve lleno de rabia y asombro, los verdugos tiemblan. Solamen-te los cobardes no hacen nada; solamente los críticos no hacen másque morder; solamente los díscolos no hacen más que estorbar,solamente los ricos cierran sus manos para conservar su dinero, esedinero que los ha hecho tan inútiles y tan desgraciados».

Ya había pasado la media noche, y Anacleto seguíaescribiendo. Había empezado el día de su sacrificio, y,como dice Gómez Robledo, iba a pasar casi sin transi-ción de la palabra a la sangre. Escribió entonces las pala-bras finales de su vida:

«Hoy debemos darle a Dios fuerte testimonio de que de verassomos católicos. Mañana será tarde, porque mañana se abrirán loslabios de los valientes para maldecir a los flojos, cobardes y apáti-cos». Nos impresiona este hoy. ¿Era un presentimiento?

199

«Todavía es tiempo de que todos los católicos cumplan su de-ber; los ricos que den, los críticos que se corten la lengua, losdíscolos que se sacrifiquen, los cobardes que se despojen de sumiedo y todos que se pongan en pie, porque estamos frente alenemigo y debemos cooperar con todas nuestras fuerzas a alcanzarla victoria de Dios y de su Iglesia».

Eran las tres de la mañana y se aprestó a tomar unbreve descanso. Una hora antes, un grupo de soldadoshabía entrado por un balcón en la casa de Luis Padilla,brazo derecho del Maestro, deteniéndolo. Luego, hacialas cinco, movidos por la delación de algún traidor, gol-pean la puerta de los Vargas. La casa está rodeada. Haysoldados sobre las paredes y la azotea. Tras un cateo dela casa, se llevaron a las mujeres, la madre y sus hijas,por un lado, y a los varones que allí se encontraban,Anacleto y los tres hermanos Vargas González, por otro.Todo esto me lo contó personalmente, con más detalles,por supuesto, María Luisa Vargas González, una de lashermanas, en una entrevista emocionante que mantuvecon ella en la propia casa donde sucedió lo relatado.

Llegados los varones a destino, comenzó enseguida elinterrogatorio. Lo que buscaban era que Anacleto re-conociera su lugar en la lucha cristera y denunciase alos que integraban el movimiento armado católico de Ja-lisco; asimismo que revelase el lugar donde se ocultabasu obispo, Orozco y Jiménez. Anacleto no podía negarsu participación en la epopeya cristera. Bien lo sabíansus verdugos, ni era Anacleto hombre que rehuyera laresponsabilidad de sus actos. Reconoció, pues, total-mente su papel en el movimiento desde la ciudad, peronada dijo de sus camaradas ni del paradero del Prelado.

Entonces comenzó la tortura, lenta y terrible. En presencia delos que habían sido detenidos con él, lo suspendieron de los pulga-res, le azotaron, mientras con cuchillos herían las plantas de suspies.

–Dinos, fanático miserable, ¿en dónde se oculta Orozco yJiménez?

–No lo sé.La cuchilla destrozaba aquellos pies. Como dice Gómez Roble-

do, «el hombre que ha vivido por la palabra va a morir por elsilencio».

–Dinos, ¿quiénes son los jefes de esa maldita Liga que pretendederribar a nuestro jefe y señor el General Calles?

–No existe más que un solo Señor de cielos y tierra. Ignoro lo queme preguntan...

El cuchillo seguía desgarrando aquel cuerpo. «Pica, más, más», ledecía el oficial al verdugo. De manera semejante torturaban a loshermanos Vargas, por lo que Anacleto, colgado todavía, gritó: «¡Nomaltraten a esos muchachos! ¡Si quieren sangre aquí está la mía!».Los Vargas, abrumados por el dolor, parecían flaquear; pero Anacletolos sostenía, pidiendo morir el último para dar ánimo a sus compa-ñeros.

Tras descolgarlo, le asestaron un poderoso culatazo en el hom-bro. Con la boca chorreando sangre por los golpes, comenzó aexhortarlos con aquella elocuencia suya, tan vibrante y apasiona-da. Seguramente que nunca ha de haber hablado como en aquellosmomentos...

Se suspendieron las torturas. Simulóse entonces un«consejo de guerra sumarísimo», que condenó a los pri-sioneros a la pena de muerte por estar en connivenciacon los rebeldes. Al oír la sentencia, Anacleto respondiócon estas recias palabras:

«Una sola cosa diré y es que he trabajado con todo desinteréspor defender la causa de Jesucristo y de su Iglesia. Vosotros memataréis, pero sabed que conmigo no morirá la causa. Muchosestán detrás de mí dispuestos a defenderla hasta el martirio. Mevoy, pero con la seguridad de que veré pronto desde el cielo, eltriunfo de la religión en mi Patria».

Eran las 3 de la tarde del viernes 1º de abril de 1927.Anacleto recitó el acto de contrición. Aún de pie, a pesar

de sus terribles dolores, con voz serena y vigorosa sedirigió al General Ferreira, que presenciaba la tragedia:

«General, perdono a usted de corazón; muy pronto nos veremosante el tribunal divino; el mismo Juez que me va a juzgar será suJuez; entonces tendrá usted un intercesor en mí con Dios».

Los soldados vacilaban en disparar sobre él. Entoncesel General hizo una seña al capitán del pelotón, y éste ledio con un hacha en el lado izquierdo del torso. Al caer,los soldados descargaron sus armas sobre el mártir.

Con la última energía, trató de incorporarse Anacleto.Y exclamó: «Por segunda vez oigan las Américas estegrito: «Yo muero, pero Dios no muere. ¡Viva CristoRey!». Se refería al grito que lanzó García Moreno en elmomento de ser asesinado. García Moreno, presidentecatólico del Ecuador, era uno de sus héroes más admira-dos, cuya historia conocía al dedillo. Anacleto tenía 38años. Casi a la misma hora, en un patio interior del cuar-tel, eran fusilados tanto Luis Padilla como Jorge y RafaelVargas González. Al tercero de los hermanos Vargas,Florentino, lo dejaron libre, por considerárselo el menorde ellos.

Los cadáveres fueron transportados en ambulancia ala Inspección de Policía, y allí arrojados al suelo para quesus familiares los retiraran. Por la noche se instaló unacapilla ardiente en el humilde domicilio de González Flo-res. La joven viuda acercó a sus hijitos al cadáver:

«Mira, dijo, dirigiéndose a su hijo mayor, ése es tu padre. Hamuerto por confesar la fe. Promete sobre este cuerpo que tú haráslo mismo cuando seas grande si así Dios lo pide».

Guadalajara entera desfiló ante sus restos mortales, pesea los obstáculos puestos por las autoridades. Algunos mo-jaban sus pañuelos en los coágulos que quedaron en la pa-langana cuando el aseo del cuerpo, otros tijereteaban suropa para llevarse consigo alguna reliquia. Alguien le pre-guntó al mayor de los hermanitos sobre la causa de latragedia y el niño contestó, señalando el cadáver de supadre: «Lo mataron porque quería mucho a Dios». Unamultitud lo acompañó hasta su tumba.

De él diría Mons. Manríquez y Zárate: «En el firmamento de laIglesia Mexicana, entre la inmensa turba de jóvenes confesores deCristo, se destaca como el sol la noble y gallarda figura de AnacletoGonzález Flores, cuya grandeza moral desconcierta y cuya gloriasupera a todo encomio».

A su muerte, así cantó el poeta:¡Patria, Patria del alma!;Patria agobiada, sí, mas no vencida.La sangre de tu hijoes tu manjar de fortaleza y vida.¡Anacleto!Trigo de Dios fecundoplantado en la llanura sonrientede Jalisco, no has muerto para el mundo.Ayer humilde grano...eres ya espiga de oro refulgentey alimentas al pueblo mexicano.Grande fue mi emoción cuando me arrodillé delante de

las lápidas que cubren los cuerpos de los dos héroes de lafe: Miguel Gómez Loza y Anacleto González Flores, en elSantuario de Guadalupe de Guadalajara. En la de Anacletoleí esta frase imperecedera:

Verbo Vita et Sanguine docuit, enseñó con la palabra,con la vida y con la sangre. He ahí el martirio en susentido plenario. Porque martirio significa testimonio. Ycabe un triple testimonio: el de la palabra, por la confe-sión pública de la fe; el de la vida, por las obras coheren-tes con lo que se cree; y finalmente el de la sangre, comoexpresión suprema de la caridad y de la fortaleza. Anacletodio testimonio con la palabra, y en qué grado; por las

Anacleto González Flores

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

obras, y con cuánta abundancia; con la sangre, y trascuáles torturas. Es, pues, mártir en el sentido total de lapalabra.

El 15 de octubre de 1994, la Arquidiócesis de Guada-lajara abrió, con toda solemnidad, en el Santuario deGuadalupe, el proceso diocesano de canonización de ochohombres que en Jalisco dieron su vida por la fe, entreellos Miguel Gómez Loza, a quien nos referimos amplia-mente; Luis Padilla, el amigo de nuestro héroe; Jorge yRamón Vargas González, compañeros de martirio deAnacleto; el arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco yJiménez, tan unido a nuestro mártir; y, como es obvio,Anacleto González Flores. En presencia de sus familia-res, hijos, sobrinos y nietos, que sostenían sus retratosjunto al altar, se leyó una síntesis de la vida de cada unode ellos. En la ceremonia ondearon las banderas de to-dos los movimientos de la Acción Católica y de la Adora-ción Nocturna, de las que estos siervos de Dios fueronmiembros y fundadores.

–Nota de la Fundación GRATIS DATEEl 20 de noviembre de 2005, en el Estadio de Jalisco,

Guadalajara, el Sr. Cardenal José Saraiva Martins decla-ró beatos a Anacleto González Flores y a otros siete már-tires laicos. Aumenta así el gran número de beatos ysantos mexicanos que, durante la persecución de los añosveinte del siglo pasado, dieron su sangre por Cristo,muchas veces entre espantosos tormentos.

¡Alabado sea en ellos Jesucristo!

Obras ConsultadasJoaquín Cardoso, S.J., El martirologio católico de nuestros

días. Mártires Mexicanos, 2º ed. Buena Prensa, México D.F. 1958.Heriberto Navarrete, S.J., «Por Dios y por la Patria», Memo-

rias, Jus, México D.F. 1961.José G. Gutiérrez Gutiérrez, Mis recuerdos de la gesta

cristera, 3 vols., Guadalajara, México 19751976.Vicente Camberos Vizcaíno, Un hombre y una época (sobre

Miguel Gómez Loza), Jus, México 1950.–Más allá del estoicismo (continuación), Jus, México, 1953.–El quinto Arzobispo de Guadalajara don Francisco Orozco y

Jiménez, Guadalajara, Jalisco 1994.Spectator, Los Cristeros del Volcán de Colima, Veritas, México

1930.Salvador Abascal, Lázaro Cárdenas, presidente comunista, 2

vols., Tradición, México 1989.Andrés Barquin y Ruiz, Los Mártires de Cristo Rey, Criterio,

México 1937.Joaquín Blanco Gil, El Clamor de la Sangre, 2ª ed., Jus, Méxi-

co 1967.Mons. Dr. Emilio Silva de Castro, La Virgen María de

Guadalupe, Reina de México y Emperatriz de las Américas,Guadalajara, México 1995.

Enrique Díaz Araujo, La epopeya cristera, en «Gladius» nº 4(1985) 3964; nº 6 (1986) 5376; nº 8 (1986) 65100.

Jean Meyer, La Cristíada, 3 vols. Siglo XXI, México 1974.–La Cristíada, 4 fascículos, Clío, México 1997.

Anacleto González Flores, Ensayos-Discursos, Jus, México1967.

–Tú serás Rey, 2ª ed., Ed. de la ACJM, Guadalajara, México1989.

–El plebiscito de los mártires, México 1930.Antonio Gómez Robledo, Anacleto González Flores. El maes-

tro, 2ª ed., Jus, México 1947.José Vasconcelos, La Flama, Continental, México 1959.

Anacleto González FloresLo saben por los llanos y en la cumbre del riscolas piedras que semejan de la roca un de sangre,lo dicen enlutados los Altos de Jalisco:enseñó con la vida, la palabra y la sangre.

O se canta en corridos con sabor de elegíacuando ensaya la tarde un unánime adiós,era cierto el bautismo de la alegre osadía,era cierto que mueres pero no muere Dios.

Ni el Pantano del Norte ni el mendaz gorro frigio,ni los hijos caídos del caído heresiarca,callarán el salterio de tu fiel sacrificioofrecido en custodia de la Fe y de la Barca.

Porque el Verbo no cabe en algún calabozo,fusileros no existen que amortajen la patria,sobre la cruz la herida resucita de gozo,reverdece en raíces coronadas de gracia.

Tampoco los prudentes de plegarias medrosasatasajan tus puños de valiente cristero,enarbolan banderas que vendrán victoriosasmás allá del ocaso, desde el alba al lucero.

Antonio Caponetto

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Índice

Introducción

Los arquetipos y la admiraciónI. Una escuela sin arquetipos, 2.II. La enseñanza de la historia, 2.III. Arquetipo e individuo, 3.IV. El hombre, una vocación a la transcendencia, 4.V. Los diversos arquetipos, 5.VI. La admiración y el deseo, 6.

Capítulo 1

San PabloI. Llamada al apostolado,7.-1. Segregado por Dios, 8.-2. En favor de la gentilidad, 8.-3. En la humildad de la confianza, 8.II. Enamorado de Jesucristo, 9.-1. La contemplación de Cristo, 9.-2. La identificación con Cristo, 9.-3. El apostolado en Cristo, 10.III. Consumido de celo, 10.-1. La urgencia de la acción apostólica, 10.-2. Gastarse y desgastarse, 10.-3. «Forma gregis», 10.IV. Sobrenaturalmente fecundo, 11.-1. Entrañas paternales, 11.-2. La correspondencia del amor, 11.-3. Presencia y memoria, 12.V. Maestro de la Verdad, 12.-1. Fidelidad al depósito, 12.-2. El oficio del sabio: exponer y refutar, 13. a) Expo-

ner la verdad, 13. -b) Refutar el error, 13.VI. Corazón magnánimo, 14.-1. Visión grande del Cristianismo, 14.-2. Expresiones de magnanimidad, 14.VII. Combatiente de Cristo,15.-1. El buen combate, 15.-2. La persecución, 16.-3. La alegría, 17.Luis Gorosito Heredia: San Pablo, 18.

Capítulo 2

San BernardoI. El Abad, 18.II. El poeta, 19.III. El último de los Padres, 20.IV. El místico, 21.-1. Mística trinitaria y divinización, 21.-2. Mística eclesial, 22.-3. Mística mariana, 23.V. El apóstol, 24.-1. La conciencia de la sociedad, 24.-2. Monje-Caballero, 25.-3. Contemplación y acción, o el eje de la rueda, 26.Conclusión, 27.Bibliografía consultada, 27.Antonio Caponnetto: San Bernardo, 28.

Capítulo 3

San FernandoI. De hijo de Doña Berenguela a Rey de Castilla, 28.-1. Sus primeros años, 28.-2. La educación que recibió de su madre, 29.-3. La llegada al poder, 29.-4. El matrimonio de Fernando, 30.II. El Guerrero, 30.-1. Antecedentes de la Reconquista, 30.-2. La aventura mística de Fernando, 31.-3. Valencia, Jerez y Córdoba, 31.-4. La conquista de Sevilla, 32.III. El Gobernante, 34.-1. Su amor por la justicia, 34.-2. El fomento de la cultura, 34.IV. El Santo, 34.-1. El santo guerrero, 35.-2. El santo estadista, 35.-3. Un santo eutrapélico, 36.-4. Su colaboración con la Iglesia, 36.-5. Su vida interior, 37.V. Muerte y glorificación, 37.Obras consultadas, 39.Antonio Caponnetto: San Fernando, 39.

Capítulo 4

Santa Catalina de SienaI. «Tú eres la que no eres», 42.-1. El misterio de la creación, 42.-2. La nada original, 42.II. El primado de la verdad, 43.-1. La inteligencia de la fe, 43.-2. La fe y la caridad, 43.-3. Las verdades fundamentales, 44.-4. El saboreo de la verdad, 45.

Índice

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P. Alfredo Sáenz, S. J. – Arquetipos cristianos

III. Sed de almas, 45.-1. Del amor a Dios al amor de los que Dios ama, 45.-2. El celo de tu casa me devora, 46.-3. Algunas de sus actuaciones apostólicas, 47.-4. Contemplación y acción, 49.IV. El fuego y la locura de la sangre, 51.-1. La sangre derramada, 51.-2. El fuego que consume, 53.-3. La locura de Dios, 54.V. En las entrañas de la Iglesia, 54.-1. Su pasión por la Iglesia, 55.-2. Cargar los pecados, 55.VI. Una mujer viril, 56.-1. Alma apasionada, 56.-2. «Sedme viril», 56.-3. «Io voglio», 57.VII. La reforma de la Iglesia, 56.-1. La vuelta de Aviñón, 58.-2. Un santo atrevimiento, 58.-3. La llaga de los malos pastores, 60.-4. Un grupo en torno al Papa, 61.VIII. La convocatoria a retomar las Cruzadas, 63.IX. Sus últimos días, 64.Obras consultadas, 65.Antonio Caponnetto: Voglio, 66.

Capítulo 5

Isabel la CatólicaI. La educación de Isabel, 66.II. Isabel, mujer, 67.III. El espíritu religioso de Isabel, 67.IV. Isabel, estadista, 67.V. Isabel, justiciera, 68.VI. Isabel y la cultura, 69.VII. Isabel, guerrera, 70.VIII. Isabel y el problema judío, 72.IX. Isabel y la Inquisición, 74.X. Isabel y la reforma católica, 75.XI. Isabel y la gesta del Descubrimiento de América, 76.XII. El testamento de Isabel, 77.Conclusión, 78.Obras consultadas, 78.Antonio Caponneto: A Isabel la Católica, 78.

Capítulo 6

San Ignacio de LoyolaI. San Ignacio y el espíritu de la caballería, 79.-1. El ambiente del joven Ïñigo, 79.-2. De la caballería temporal a la caballería espiritual,

80.II. El Cardoner y la Storta: dos ilustraciones desde lo

Alto, 81.III. La Compañía de Jesús: una Orden militante, 82.IV. San Ignacio, Apóstol, 83.-1. Corazón magnánimo, 83.

-2. Corazón armónico, 83.-3. Corazón católico, 84.V. La detectación del enemigo, 85.-1. San Ignacio y la Cruzada contra la Media Luna, 85.-2. San Ignacio y su lucha contra el protestantismo,

86.-3. San Ignacio y su rechazo del humanismo erasmiano,

88.VI. San Ignacio, vida mística, 89.-1. Su Diario Espiritual, 89.-2. El elemento místico de los Ejercicios, 90.Conclusión, 90.Bibliografía consultada, 91.Luis Gorosito Heredia: Ignacio de Loyola, 91.

Capítulo 7

Santa Teresa de JesúsI. Santa Teresa, doctora española, 92.II. Santa Teresa y el primado de Dios, 93.III. Santa Teresa y el «menosprecio del mundo», 95.IV. Santa Teresa y la reforma católica, 96.V. Contemplación y acción, 97.-1. La logística de los apóstoles, 98.-2. Espíritu militante, 99.-3. Su participación en los hechos de la época, 100.Bibliografía consultada, 101.Ignacio B. Anzoátegui: Santa Teresa la Grande, 101.

Capítulo 8

Santo Toribio de MogrovejoI. De los Picos de Europa al Episcopado, 102.-1. Joven estudiante en Valladolid, 102.-2. En Salamanca, 102.-3. Inquisidor en Granada, 103.-4. Obispo, 104.-5. Rumbo al Perú, 105.II. El Perú pretoribiano, 105.III. El Tercer Concilio de Lima, 107.-1. Las turbulencias preconciliares, 107.-2. Los Catecismos, 109.-3. Los sacramentos, 110.-4. La formación de un clero idóneo, 111.IV. El Obispo acróbata, 114.V. Las relaciones del Arzobispo con el poder temporal,

119.VI. Su vida espiritual, 122.VII. Muerte y glorificación, 124.Obras consultadas, 125.Antonio Caponnetto: Santo Toribio de Mogrovejo, 126.

Capítulo 9

Padre Antonio Ruiz de MontoyaI. Su juventud, 126.II. Su conversión e ingreso en la Compañía, 127.III. Su labor en las reducciones guaraníticas, 127.

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-1. El gran proyecto de las reducciones, 127.-2. Ruiz de Montoya en el Guayrá, 128.-3. El indio guaraní, 129.-4. Instauración de las reducciones, 130.-5. La educación del indio, 130.-6. Misionero intrépido, 131.-7. Los enemigos de las reducciones, 133.-8. El gran éxodo de los guaraníes, 135.IV. Ante la corte de Felipe IV, 137.V. Sus últimos años, 139.-1. Trámites en Lima, 139.-2. El Ruiz de Montoya místico, 139.a) Elevación espiritual de todo el hombre, 140. -b) De-

jarse hacer por Dios, 141. -c) El desnudamiento, 142. -d) La inefabilidad de Dios, 142. -e) Mística y terruño,143.

VI. En hombros de sus indios, 144.Obras consultadas, 145.Antonio Caponnetto: Antonio Ruiz de Montoya, 145.

Capítulo 10

Gabriel García MorenoI. Niñez candorosa y juventud intrépida, 146.II. En medio de los huracanes de la política, 147.-1. El presidente Flores y los primeros pasos de García

Moreno, 147.-2. Viaje a Europa y ulterior enfrentamiento con Urbina,

148.-3. Tres años en París, 150.-4. Alcalde, rector y senador, 151.-5. Presidente provisional, 152.III. La primera presidencia, 154.-1. García Moreno Presidente, 154.-2. El Concordato con la Santa Sede, 155.-3. El cerco del Perú y Colombia, 156.-4. Su tarea de estadista, 158.IV. La segunda presidencia, 160.-1. El interregno, 160.a) Misión diplomática a Chile, 160. -b) Se retira a una

estancia, 161. -c) Presidencia interina, 162. -d) Convo-catoria de elecciones y nueva Constitución, 163.

-2. El estadista católico, 165.a) Sacerdotes, soldados y magistrados, 165. -b) La

educación, 167. -c) Obras públicas, 168. -d) Salud pú-blica, 169. -e) La atención de los indios, 169. -f) Su vidainterior, 170. -g) Las virtudes del gobernante, 171.

-3. La realeza social de Jesucristo, 175.a) En defensa de Pío IX, 165. -b) El Ecuador a los

pies de Cristo Rey, 177.V. El martirio, 178.VI. Repercusión mundial, 181.Obras consultadas, 183.Antonio Caponnetto: A García Moreno, 183.

Capítulo 11

Anacleto GonzálezI. Antecedentes, 184.II. «El Maistro», 185.

III. El Caudillo, 187.-1. México católico, despierta de tu letargo, 187.-2. El forjador de caracteres, 188.-3. Hacia un catolicismo pletórico de juventud, 191.-4. El enamorado del verbo, 192.IV. De la resistencia civil al combate armado, 193.-1. La Unión Popular y la oposición pacífica, 193.-2. El paso a las armas, 194.-3. La actitud de Anacleto, 195.-4. La Guerra Cristera, 196.V. El testimonio supremo del martirio, 198.Obras consultadas, 200.Antonio Caponnetto: Anacleto González Flores, 200.

Índice, 201.

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