Aristócratas y marginales. Sociedad castellana en La Celestina

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Espacio, Tiempo y Forma, Serie III, Hf Medieval, t. 3, 1990, págs. 95-120 Aristócratas y marginales: aspectos de la sociedad castellana en La Celestina * MIGUEL-ÁNGEL LADERO QUESADA* No sabía el autor de La Celestina hasta qué punto estaba en lo cierto al escribir, sobre su obra, que «cuando diez personas se juntaren a oír esta comedia, en quien quepa esta diferencia de condiciones, como suele acaecer, ¿quién negará que haya contienda en cosa que de tantas maneras se entienda?». Trasponía así al mundo de sus lectores un prin- cipio que informa toda la obra, el de «contienda o batalla», como ele- mento rector de la vida humana. Principio dialéctico, en el que algunos quieren ver un aire de modernidad opuesto a las visiones funcionalistas e integradoras de las doctrinas sociales del medievo, acaso sin tener en cuenta que éstas también lo tenían presente, como consecuencia inevi- table del pecado y manifestación de la pugna entre bien y mal. No sólo el autor de La Celestina lo pregonaba, aunque atribuyéndolo a Heráclito, al afirmar que «todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla», sino que lo hallamos en los autores más dispares. Valga como muestra el historiador francés de aquel tiempo, Philippe de Commynes, cuando escribe: «en el fondo me parece que Dios no ha creado en este mundo ni hombre ni bestia sin hacer de algo su contrario, para mante- nerlo en humildad y temor» V ' Presentado a la Semana de Teatro Clásico, Almagro, septiembre de 1988. *' Universidad Complutense. Madrid. ' Ph. DE COMMYNES, Mémoires, V, cap. XVII. París 1924-1925, ed. J. Calmette, G. Durville. 95

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Espacio, Tiempo y Forma, Serie III, Hf Medieval, t. 3, 1990, págs. 95-120

Aristócratas y marginales: aspectos de la sociedad castellana

en La Celestina *

MIGUEL-ÁNGEL LADERO QUESADA*

No sabía el autor de La Celestina hasta qué punto estaba en lo cierto al escribir, sobre su obra, que «cuando diez personas se juntaren a oír esta comedia, en quien quepa esta diferencia de condiciones, como suele acaecer, ¿quién negará que haya contienda en cosa que de tantas maneras se entienda?». Trasponía así al mundo de sus lectores un prin­cipio que informa toda la obra, el de «contienda o batalla», como ele­mento rector de la vida humana. Principio dialéctico, en el que algunos quieren ver un aire de modernidad opuesto a las visiones funcionalistas e integradoras de las doctrinas sociales del medievo, acaso sin tener en cuenta que éstas también lo tenían presente, como consecuencia inevi­table del pecado y manifestación de la pugna entre bien y mal. No sólo el autor de La Celestina lo pregonaba, aunque atribuyéndolo a Heráclito, al afirmar que «todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla», sino que lo hallamos en los autores más dispares. Valga como muestra el historiador francés de aquel tiempo, Philippe de Commynes, cuando escribe: «en el fondo me parece que Dios no ha creado en este mundo ni hombre ni bestia sin hacer de algo su contrario, para mante­nerlo en humildad y temor» V

' Presentado a la Semana de Teatro Clásico, Almagro, septiembre de 1988. *' Universidad Complutense. Madrid. ' Ph. DE COMMYNES, Mémoires, V, cap. XVII. París 1924-1925, ed. J. Calmette,

G. Durville.

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Pero no he traído a cuento esta alusión al principio de contienda para plantear una discusión general sobre él o para prever remedio a las que puedan sobrevenir en estas jornadas, sino porque llama la atención la diversidad de lecturas e interpretaciones que de La Celestina se lian liecho, el caudal oceánico de los comentarios; de modo que muchos tenemos la abrumadora impresión de que ya está todo dicho, con acierto o sin él, por especialistas a cuya altura no osaríamos llegar los situados en mundos exteriores, como es el de la historiografía general sobre la época.

Los análisis sobre la estructura literaria de la obra, la tradición del tema y los modelos seguidos han aclarado cómo La Celestina es un cajón de sastre, novedosa y genialmente dispuesto, de dichos, refranes y lugares comunes. Por eso, por ser un escrito deliberadamente vulgar, sobre una situación algo frecuente, su éxito estaba asegurado, y su con­dición de obra maestra ha quedado convenientemente protegida. Su pre­sentación al modo de un exemplum medieval, como «moralidad», le puso a cubierto de las iras y exclusiones de la censura, que en su tiempo comenzaba a tomar forma institucional, e incluso le permitió pasar por obra recomendable, que exponía críticas sobre abusos individuales y de grupo —por ejemplo, los del clero— no sólo aceptables —las críticas— para la Iglesia de la época, sino incluso bienvenidas por sus cabezas reformadoras, que así obtenían un buen instrumento más de respaldo y propaganda para justificar su deseo de extirpar corrupciones.

Muchos autores han centrado sus análisis en el aspecto acaso más atrayente de la obra, como es el de los perfiles psicológicos de los per­sonajes, y las reflexiones sobre los grandes temas del amor y la muerte, el tiempo y la soledad, las «edades» del hombre, la juventud y la vejez, la belleza y la fealdad, el goce y el dolor. En sus comentarios, algunos han puesto de relieve las formas nuevas en que estos temas y valores se expresan, propios de un tiempo que fue tanto el «otoño de la Edad Media» (Huizinga) como la época del «descubrimiento del mundo y del hombre» (Burckhardt), en la que surgieron nuevas posibilidades o aspi­raciones de libertad individual, y han atribuido al autor de La Celestina rasgos arquetípicos de las mentalidades de su tiempo, singularizando acaso con exceso lo que en muchas ocasiones es común a varias épo­cas e incluso genérico. Esta misma situación se produce al leer e inter­pretar la obra a través de unas pautas sociológicas generales para el Occidente bajomedieval y renacentista, que son más bien ciertas, pero que impiden, en ocasiones, poner de relieve lo singular de la sociedad castellana en aquel momento, y fomentan en cambio, otras veces, dar

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como singularidad lo que no lo es. ¿No estaremos leyendo, con frecuen­cia, más o distinto de lo que Rojas quiso o entendió escribir? .̂

Esta impresión se acentúa cuando entramos en el ámbito tan polé­mico de las hipótesis sobre los judeoconversos y su reflejo en La Celestina ^. Confieso que, al leer y releer la obra, no he descubierto nada que me parezca específico o derivado de una situación o peculiaridad conversa: en otras, en cambio, sí que lo hay, y mucho (pensemos en La lozana andaluza, tan próxima en el tiempo, ya que no en la calidad) ^ Por eso, prefiero suscribir la afirmación de P. E. Russell: «La única razón para que la crítica de La Celestina se interese por este problema es la de descubrir si la situación religiosa y racial de estos conversos en par­ticular —se refiere a los autores— constituye un factor sin el cual no podamos entender o hallar el sentido de las ideas presentes en la obra o de su funcionamiento como obra de arte» .̂

No obstante, un cotejo cuidadoso del texto con lo que hoy sabemos sobre la sociedad castellana de la época, es bastante fructífero, o así me lo parece, al menos, después de haberlo efectuado. Dejo al margen dos cuestiones muy dispares, pero de evidente interés. Una, que La Celestina proporciona una vasta reflexión sobre la condición, el modo de ser y actuar las mujeres en el seno de aquella sociedad, por lo que es indis­pensable —aunque tal vez ya se haya hecho— insertar su lectura en el nutrido contexto de la literatura polémica de tema feminista, tan rica en Castilla y en otros países europeos del siglo xv *.

La otra cuestión se refiere a mis propias preocupaciones de pa­seante y veedor de paisajes y estructuras urbanas desaparecidos hace mucho tiempo: ¿es Salamanca el lugar de acción de La Celestina! Es­taría por entero de acuerdo si no fuese por «la deleitosa vista de los navios» que se gozaba desde la terraza de Pleberio, puesto que apenas

^ Es lo que parece, en ocasiones, en el libro de J. A. MARAVALL, excelente por muchos conceptos para el momento en el que fue escrito, £/ mundo social de La Celestina. Madrid 1972 (3." ed.). Algunas observaciones acertadas sobre sus puntos débiles en L. RUSIA GARCÍA, Estudios sobre La Celestina. Murcia 1985 (reedición de trabajos anteriores).

' Véase la amplia investigación de S. GILMAN, La España de Fernando de Rojas. Ma­drid 1978.

" V. F. MÁRQUEZ VILLANUEVA, «El mundo converso de La lozana andaluza», Archivo Hispalense, 171-3 (1973), y A, MACKAY, «Averroístas y marginadas», en /// Coloquio de Historia Medieval Andaluza. La sociedad medieval andaluza: grupos no privilegiados. Jaén 1984, págs. 247-261.

' P. E. RUSSELL, Temas de «La Celestina». Barcelona 1978. •* M. P. RÁBADE OBRADO, «El arquetipo femenino en los debates intelectuales del si­

glo XV castellano», en La España Medieval, 11 (1987), págs. 261-301.

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me los puedo imaginar sobre el Tormes, y por el hecho de que ciertas menciones urbanas —el puente y las riadas, la ribera y las tenerías, la localización misma de la iglesia de La Magdalena y de determinadas «collaciones»— puede convenir igualmente a Sevilla, que era, además, gran puerto'. Parece que el autor, aun dejando pistas concretas, ha pre­ferido mezclar o confundir deliberadamente los elementos de localización, de modo que será mejor, tal vez, conformarnos con este criterio tan cuidadoso de no afectar a la honra de ninguna ciudad concreta, lo que era entonces tan importante como la misma honra de Calixto o Pleberio en su ficticio mundo literario: no olvidemos que La Celestina narra lances deshonrosos y secretos. Corramos, pues, tupido velo sobre la identidad de sus escenarios.

Dejo también para otros autores la tarea, en parte ya realizada, de valorar los elementos y menciones de carácter jurídico * y médico que aparecen a lo largo de la obra, señal clara —como otras— de la notable erudición que exhalaba su autor, hasta llegar al extremo de poner en labios de la suicida Melibea una selecta, aunque inverosímil para la oca­sión, colectánea de referencias bíblicas y clásicas llamadas a documentar su fatal proyecto.

Pasemos ya al análisis de las estructuras y valores sociales vigentes en las ciudades castellanas de la época. No todas tienen reflejo, siquiera sea indirecto, en La Celestina, pues no era éste el objeto de la obra, pero es indispensable construir un marco general de referencias para comprender mejor las menciones que aparecen y que atañen a los gru­pos sociales donde se integran los diversos personajes. Estos grupos son, ante todo, la aristocracia urbana, el servicio doméstico, el mundo de la prostitución y la delincuencia. Indirectamente, el clero. Y, en fin, por ausencia, la ciudad misma como conjunto y sistema social, y la inmensa mayoría de sus habitantes: el «común» de los vecinos, los «oficiales» artesanos, los comerciantes, los forasteros o «albarranes», la alta no­bleza residente en la ciudad, las minorías de mudejares y judíos, los pobres, los esclavos... .A decir verdad, quien quisiera imaginarse cómo era la sociedad castellana al filo del año 1500 leyendo sólo La Celestina, obtendría escasos resultados, aun contando con la mayor capacidad de inferencia imaginable. La lectura a partir de una experiencia externa —como historiador de la época, por ejemplo— puede ser buen camino,

' La opción salmantina ha sido defendida por L. RUBIO GARCÍA, obra citada. " J. L. BERMEJO CABRERO, «Aspectos jurídicos de La Celestina", en La Celestina y su

contorno social. Actas del I Congreso Internacional sobre La Celestina. Barcelona 1977 (dír. M. Criado de Val), págs. 401-408.

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si se recorre con la metodología adecuada y, en lo que sea posible, sin prejuicios .̂

1. LA ARISTOCRACIA URBANA

Las menciones a la nobleza de Melibea y Calixto, aunque en diversa condición económica, son varias a lo largo de la obra y no dejan lugar a dudas sobre la pertenencia de los protagonistas y sus familias al rango de lo que solemos hoy denominar aristocracia o patriciado urbano. Ca­lixto es «de noble linaje... de linda crianza, de estado mediano», condi­ción esta última que reafirma su criado Sempronio al recordarle que, «fortuna medianamente partió contigo lo suyo». En el «auto cuarto» lee­mos que es «caballero mancebo, gentilhombre de clara sangre», y de Melibea se nos informa que es «muy generosa, de alta y serenísima sangre, sublimada en próspero estado, hija del noble y esforzado Plebe-rio», y se pondera «la nobleza y antigiJedad de su linaje, el grandísimo patrimonio...». Al concluir la tragedia, Melibea misma se lamenta por ha­ber cubierto «de luto y jergas en este día casi la mayor parte de la ciudadana caballería», precisamente por haber muerto uno de sus miem­bros, Calixto, bien conocido del mismo Pleberio, como «asimismo sus padres y claro linaje».

a) La aristocracia urbana como grupo social

De las citas anteriores se deduce cómo, aun dentro de la unidad de clase, había diferencias: la situación de Melibea es, desde luego, de ma­yor riqueza y acaso de nobleza más antigua que la de Calixto. Ésta y otras circunstancias se explican bien en la realidad social de las aristo­cracias urbanas de aquel tiempo en Castilla, donde es inadecuado con­traponer nobleza de antiguo cuño a burguesía mercantil enriquecida y ennoblecida, salvo para cuestiones de matiz, al revés de lo que ocurre

" Referencias y exposiciones generales para situar mejor lo que a continuación se escribe, en mis trabajos, «Población. Economía. Sociedad», Historia General de España y América, V (1369-1517), Madrid 1982, págs. 3-103, y Los Reyes Católicos. La Corona y la unidad de España. Madrid 1988.

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en Otras partes de Occidente. La clase social en cuestión es, más bien, una élite noble-caballeresco-burguesa, abierta todavía a grupos en ca­mino de acceder a ella, compleja en su composición, por lo que sus contornos no son enteramente nítidos ni fijos, pero que destaca del resto de los caballeros y escuderos urbanos y es, también, diferente de la alta nobleza, que queda siempre por encima de ella.

Los orígenes mixtos del grupo le permiten estar abierto a «hombres nuevos», siempre que tengan privilegios propios de la caballería y el suficiente nivel de riqueza para soportar un tren de vida propio del caso, pero, ya en el siglo xv, se observa una clara tendencia a la endogamia, a la consolidación, en cada ciudad, de un núcleo dominante de familias, cuyas características y linajes hian sido bien estudiados, por ejemplo, en Sevilla y Jerez ^°, así como sus estrategias matrimoniales. A este aspecto alude discretamente la plática de Pleberio y Alisa sobre el casamiento de Melibea, en el decimosexto auto. Cabe preguntarse si Calixto íiabría sido un buen partido, dada su peor condición económica, aunque no social, pues, como afirmaba Sempronio, «Caliste es caballero, Melibea hijadalgo; así que los nacidos por linaje escogidos búscanse unos a otros». Acaso esta discrepancia calixtina entre status social y capacidad económica se explicaría en la hipótesis de que no fuera nuestro hombre primogénito y heredero principal de su padre, sino segundón, bien provisto en sus ne­cesidades y casa pero nada más: los testamentos de aristócratas de la época muestran con frecuencia estas distinciones entre hijos " .

No todos los miembros del patriciado urbano podrían pregonar aque­lla nobleza de origen, dada la composición mixta del grupo: en las ciu-

'" Me remito a mis trabajos, Andalucía en el siglo xv. Estudios de historia política. Madrid 1974, y «Sociedad feudal y señoríos en Andalucía», en / Congreso de Historia Medieval. León 1987 (en prensa), y a la tesis doctoral inédita de R. SÁNCHEZ SAUS sobre los linajes de nobleza urbana en Sevilla y Jerez, de la que es anticipo su artículo «Los orígenes sociales de la aristocracia sevillana del siglo xv», en La España Medieval, V (1986), págs. 1119-1139. También, M. C. QUINTANILLA RASO, «El dominio de las ciudades por la nobleza. El caso de Córdoba en la segunda mitad del siglo xv». La ciudad hispánica durante los siglos XIII al XVI. Madrid 1987, III, págs. 109-124.

" Ejemplos, además de otros Incluidos en la bibliografía de la nota anterior, en mis trabajos Historia de Sevilla. La ciudad medieval. Sevilla 1980 {2.' ed.), y «De Per Afán a Catalina de Ribera. Siglo y medio en la historia de un linaje sevillano», en La España Medieval. IV (1984), págs. 447-497. Igualmente M. C. QUINTANILLA RASO, «Estructuras socia­les y familiares y papel político de la nobleza cordobesa», en La España Medieval. III (1982), págs. 331-352, y R. SÁNCHEZ SAUS , «Notas sobre el comportamiento familiar y matrimonial de la aristocracia jerezana en el siglo xv», Cádiz en su historia. V Jornadas de historia de Cádiz, 1986, págs. 31-54. Inició e inspiró este tipo de estudios M. Cl. GERBET, La noblesse dans le royaume de Castille. Étude sur ses structures sociales en Estrémadure de 1454 á 1516. París 1979. (Trad, castellana Cacares, 1989).

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dades andaluzas, algunos eran descendientes de segundones de la alta y media nobleza, de oficiales y «vasallos del rey», de «caballeros de linaje» repobladores, pero otros procedían de «caballeros de gracia» o merced regia, o de las filas de la caballería ciudadana o «de cuantía», y esta fue la vía de acceso al grupo para grandes mercaderes, cambiado­res, «traperos», conversos, incluso extranjeros naturalizados. Eran, siem­pre, «ornes principales o poderosos», como sin recato los denominan documentos de la época, miembros de la cúspide social urbana cuyo afán común consistía en practicar o incorporarse a las formas de vida nobles y, si lo precisaban, a la nobleza misma, lo que implica la ausencia de una alternativa burguesa fuerte y en auge frente al modelo aristocrático '^. Ni siquiera en Burgos, cuyas familias de caballeros-mer­caderes, aunque dedicadas sobre todo a los negocios del comercio ex­terior, tampoco renuncian a tales comportamientos y aspiraciones, según muestran los estudios que se han hecho sobre algunos linajes y su evo­lución, o sobre figuras destacadas como Diego de Soria, que era la más conocida en tiempo de los Reyes Católicos " .

b) Los comportamientos económicos

Pero esto no implica, en absoluto, que la aristocracia urbana man­tenga o defienda formas económicas arcaicas, ajenas a un mundo domi­nado por la economía dineraria y mercantil propia de lo que unos llaman primer capitalismo o capitalismo comercial y otros feudalismo tardío, puesto que numerosos aspectos rurales están incorporados también al fenómeno y no se produce aún una transformación revolucionaria del sistema social ^\ Se observa, para Sevilla, cómo aquellos aristócratas practican «una explotación burguesa más que feudal de sus bienes» (A. Collantes de Terán). La tierra es base de sus rentas, pero siempre

" Un excelente análisis en A. COLLANTES DE TERAN SÁNCHEZ, «LOS grupos sociales se­villanos en el marco de la expansión europea bajomedieval», Vil Jornadas de Estudios Canarias-América. Santa Cruz de Tenerife 1985, págs. 149-176.

" Véanse las tesis de Y. GUERRERO NAVARRETE, Organización y gobierno en Burgos durante el reinado de Enrique IV de Castilla (1453-1476). Madrid 1986, y H. CASADO ALONSO. Señores, mercaderes y campesinos. La comarca de Burgos a fines de la Edad Media. León 1987 (Junta de Castilla y León).

" Las grandes líneas y polémicas interpretativas en los libros de F. BRAUDEL, Civilisa-tion matérielle. Économie et Capitalisme. X^-VIIF siécle. París 1979, 3 vols. (1." ed. parcial, 1967). \. WALLERSTEIN, El moderno sistema mundial. Madrid 1974 (ed. en inglés). P. KRIEDTKE, Feudalismo tardío y capital mercantil. Barcelona 1982 (ed. alemana de 1979).

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«estrechamente vinculada al mercado», de modo que se combina el afán de adquirir más propiedades con formas modernas de contrato agrario —el arrendamiento, por ejemplo, de los «renteros» de Calixto— e incluso con la explotación directa, si ésta era rentable: olivares sevillanos, viñe­dos en muchas partes, huertos a veces. Por lo demás, bastantes miem­bros del grupo practican directamente el comercio y las finanzas: son dueños o armadores de barcos, arriendan impuestos, adquieren «juros» o renta de la fiscalidad real, tratan en grande o por menudo con produc­tos valiosos, como los paños, etc. Claro está que no todos, ni siempre: el oficio de las armas —sobre todo en Andalucía—, el servicio a la mo­narquía o a miembros de la alta nobleza, las luchas por el poder urbano, ocupan los afanes de muchos. Es común, también, la tendencia a cons­tituir pequeños señoríos y mayorazgos desde finales del siglo xv —las Leyes de Toro de 1505 lo facilitarían—, cosa normal, vistas las aspiracio­nes e ideales nobiliarios del grupo.

Poco nos dice La Celestina de estas realidades, pero lo que dice es taxativo, aunque a veces haya sido objeto de malas lecturas. Me refiero a los lamentos finales del acongojado Pleberio:

¿Para quién edifiqué torres; para quién adquirí honras; para quién planté árboles; para quién fabríqué navios?... ¿por qué no destruíste mi patrimonio; por qué no quemaste mi morada; por qué no asolaste mis grandes heredamientos?

Torres y mansiones urbanas, «casa solar» del linaje o, al menos, «casas principales»: tal cosa era típica del patriciado bajomedieval. «Adquirir honras» fue la principal preocupación de toda la aristocracia castellana, para añadirlas a las que pudieran tener por herencia, e incrementar el conjunto. Y, si los navios sugieren el comercio, los «grandes heredamien­tos» y las arboledas nos están hablando de propiedad rústica. Todo ello sin contar con el carácter tópico que el párrafo tiene.

Del patrimonio de Calixto sabemos poco, salvo que era menor, pero también enraizado en la tierra, aunque sólo emplea en su aventura amo­rosa algo de lo mueble que posee. Pero ese algo es el todo para los criados y prostitutas que le rodean en la acción, pues el dinero y los alimentos componen el único horizonte de abundancia que les es dado imaginar. Por eso, más que por una exaltación «burguesa» de la econo­mía monetaria, que ya estaba implantada hacía mucho tiempo, ambas realidades aparecen con frecuencia en la obra, en los niveles más diver­sos. Veamos algunos, aunque sea disgresión:

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La belleza máxima, que es el cabello de Melibea, se compara al «oro de Arabia». La mayor fortuna imaginable es «cuánto tesoro hay en Venecia». Del oro se afirma ser «de tal cualidad aquel metal, que mien­tras más bebemos dello más sed nos pone, con sacrilega hambre. El dinero, en fin, todo lo puede..., las peñas quebranta, los ríos pasa en seco; no hay lugar tan alto, que un asno cargado de oro no le suba». Son, si se quiere, viejos tópicos, pero muy sentidos por quienes han de medir su precaria subsistencia con dinero menudo —«una blanca para pan y un cuarto para vino» sería el remedio mínimo contra el hambre de cada día '^—, e incluso apelan a la sorprendente comparación con una tasa de precios para afirmar que no se limitarán las actividades eróticas de otros, según expresa Celestina:

Mientra a la mesa estáis, de la cinta arriba todo se perdona. Cuando seáis aparte, no quiero poner tasa, pues que el rey no la pone.

Y, en fin, el paraíso gastronómico de aquellos míseros es más bien sim­ple, por mucho que se diga sobre los artificios y lujos de la «nouvelle cuisine» del siglo xv, y se ciñe a la hispánica despensa de Calixto, donde sólo destaca por lo exótico la cidra confitada o diacitrón del desayuno, resultado, como otras conservas, de la rápida expansión del consumo de azúcar de caña por aquellos decenios —por cierto, habría que saber si Santa Polonia aparece en la obra por casualidad o su mediación era entonces más solicitada debido a los efectos del azúcar sobre las den­taduras—. El resto es nutritiva tradición:

En casa llena, presto se adereza cena... pan blanco, vino de Mon-viedro, un pernil de tocino, y más seis pares de pollos que trajeron estotro día los renteros de nuestro amo.

'̂ Después de la reforma monetaria de 1497, dos blancas hacían un maravedí. El «real» de plata tenía 34 mrs., de modo que un cuarto suyo eran 8,5, con los que la «alcoholada» Celestina podría comprar el equivalente a unos dos litros de vino. La «dobla» o «castellano» de oro, que valía 485 mrs., había sido sustituida por el «ducado» o «exce­lente de la granada», de 3,5 g. de peso y 375 mrs. de valor de curso.

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La sabiduría celestinesca es algo mayor, al respecto, gracias a su familia­ridad con los productos del diezmo eclesiástico, entre los que vuelve a sorprender el vino de Murviedro —valenciano— cuya presencia sería ex­plicable por el comercio pero no como producto de la cosecha propia:

Pollos y gallinas, ansarones, anadones, perdices, tórtolas, pemiles de tocino, tortas de trigo, lechones... (vino) de Monviedro, de Luque, de Toro, de Madrigal, de San Martín (de Valdeiglesias) y de otros muchos lugares...

De nuevo el autor practica la indeterminación geográfica, al añadir algún caldo cordobés y levantino a los vinos castellanos de entre Duero y Sis­tema Central, nacidos en cepas abulenses y zamoranas.

Calixto, por su parte, maneja en sus dádivas y donativos los elemen­tos más típicos de la riqueza mueble en aquel momento, capaces de concentrar mucho valor en poco espacio. Sólo falta la mención a la «plata», en forma de vajilla, de la que disponían las familias patricias como medio, a la vez, de ostentación y ahorro. Ante todo, el dinero, pero no en moneda menuda o de plata, propia para transacciones menores, sino en oro: las cien monedas —a buen seguro ducados ya, y no doblas o «castellanos»— que el «enamorado mancebo» da a Celestina son una dádiva espléndida, equivalente al salario de un oficial artesano durante unos mil días laborables, y muestran bien a las claras su enloquecimiento pasional.

En segundo lugar, el oro en joyas fácilmente transportables, la «ca­denilla», que no es una rareza en aquel momento, aunque el diminutivo sea irónico, pues si Pármeno evalúa veloz su parte —que sería un ter­cio— en medio marco, el peso total se acercaría a los 350 gramos, equivalentes casi a otros cien ducados ^̂ . Y, en fin, la ropa y paños de calidad, que podían pasar, incluso, de generación en generación, y cuya donación por el señor a los criados implicaba, además, muestra de con­fianza y gratitud muy preciada. No olvidemos que, en otro nivel, el do-

'* En 1500, don Pedro de Castilla, noble corregidor de Toledo, quiso ataviarse para el caso con una cadena de tres kilos de oro, pues venía la Corte a Toledo, y encargó a un «cambiador» «que le buscase doze marcos de oro de castellanos para labrar una cadena... no se hallava un castellano por quanto los sacavan los genoveses fuera del reyno». V. mi trabajo «El banco de Valencia, los genoveses y la "saca" de moneda de oro castellana, 1500-1503", Anuario de Estudios Medievales. 17 Barcelona, 1987, págs. 571-594.

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nativo de ropa de reyes era una señal de aprecio muy buscada por los grandes nobles y sólo excepcionalmente conseguida en forma solemne''. Así que el donativo a Sempronio («el jubón de brocado, que ayer vestí, Sempronio, vístetelo tú») y la promesa a Pármeno («si para él hobo jubón, para tí no faltará sayo»), no son anécdotas baladíes. Muchos testimonios hay, por aquellos años, de dones de paños, lienzos, ropas, e incluso de emigrantes que llevan consigo seda, en lugar de oro y plata, como reserva de valor'®. Calixto, además, no andaba con regateos: el paño de Courtray teñido en grana era el más caro de los flamencos, y de todo el mercado —valía hacia 1500 entre 600 y 1.000 maravedíes la vara—, pero el proyecto de vestir con él a Celestina («Corre, Pármeno, llama a mi sastre y corte luego un manto y una saya de aquel contray, que se sacó para frisado») se desecha para evitar publicidad (porque no se dé parte a oficiales), y entra así en escena la «cadenilla» de oro causante de tanto mal.

c) Las formas de vida nobles

Al actuar de aquel modo, Calixto, en su desmesura, seguía no obs­tante las pautas de comportamiento propias del modo de vida noble du­rante todo el medievo, sintetizadas someramente en la divisa o mote del primer duque del Infantado —Diego Hurtado de Mendoza, 1415-1479—: «Dar es señoría, recibir es servidumbre» ^̂ , y también en un lúcido razo­namiento de Sempronio:

¿Y para qué es la fortuna favorable y próspera sino para servir a la honra, que es el mayor de los mundanos bienes?... Sin duda te digo que es mejor el uso de las riquezas que la posesión de ellas. ¡Oh, qué glorioso es el dar! ¡Oh, qué miserable es el recibir! Cuanto es mejor el acto que la posesión, tanto es más noble el dante que el recibiente.

" Así, el alcaide de los Donceles, Diego Fernández de Córdoba, entre otras mercedes con que los reyes premiaron su victoria en Lucena sobre Boabdil, al que apresó (1483), obtuvo la de recibir él y sus sucesores el traje que vistiese el monarca aquel dia. V., A. GONZÁLEZ DE AMEZUA y MAYO, La batalla de Lucena y el verdadero retrato de Boabdil. Madrid 1915. Y, Simancas, Mercedes y Privilegios, leg. 58.

'* Véase, por ejemplo, la relación de telas y vestidos que recibieron notables granadi­nos conversos en 1500, o la mención a las madejas de seda que llevaban consigo los judíos granadinos expulsados en 1492. Reed. en mi libro Granada después de la conquista. Repobladores y mudejares. Granada 1988.

'̂ CR. DE ARTEAGA, Historia de la Casa del Infantado. Madrid 1940-1944, vol. I.

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Son prácticas y costumbres que encontraban mil maneras de manifes­tarse: la fiesta —tal como leemos, por ejemplo, en los Hechos del Con­destable don Miguel Lucas de Iranzo— ^°, las dotes y ajuares de las hijas, los gastos suntuarios, los de enterramiento y memoria de difuntos —tan limitados fiacia 1500 por los reyes—, el sostenimiento de allegados y clientes mediante la entrega de cantidades en concepto de «acosta­miento», que es el equivalente castellano del «bastard feudalism» inglés, pues, como afirmaba el segundo duque del Infantado, «no hiabía acosta­miento mejor empleado que sustentar gente noble de la sangre».

Claro está que Calixto se movía en niveles muchísimo más modestos y habría podido ser, acaso, «hombre de acostamiento» de algún gran noble, si se hubiera terciado la ocasión, pero no por ello dejaba de ali­mentar el común ideal caballeresco con su dadivosidad y su ocio noble gastado en prácticas venatorias con halcón o gerifalte neblí, en el canto y la composición poética, o en el cuidado de sus caballos y armas. Y tenía casa, vestidos, tren de vida y criados propios de su condición. Com­parémoslos, por un momento, con los de dos caballeros del patriciado sevillano, unos decenios atrás (año 1463)^':

Los dichos son ornes que viven como escuderos e ornes fijosdalgo e su trato es de escuderos e tener cavallos e armas e jaeses e plata en que ellos comen... ataviados como omes de pro, con escuderos, e cavallos e asémilas, e un esclavo negro continuamente a sus espue­las... Los dichos Diego de Santillán e Gomes de Santlllán biven linplos como cavalleros e escuderos, e con cavallos e armas e otros que les aconpañan...

(Añádese que Gomes) tiene casas e fasyenda de olivares e tierras de pan e molinos de aseyte en Santiucar la Mayor, (y Diego) casas en Sevilla, e dosientas arangadas de olibares con su casa e molino en Salteras, et en la vega de Trlana tyene tierras de pan llevar... E lleva la renta de la encomienda de Usagre...

* L.CLARE, «Fétes, jeux et divertissements á la cour du connetable de Castilla Miguel Lucas de Iranzo (1460-1470). Les exercices physiques». La Féte et l'écriture. Théátre de Cour, Cour-Théátre en Espagne et en Italie, 1450-1530. Université de Provence, 1987, págs. 5-32. R. DE ANDRÉS DIAZ, «Las fiestas de caballería en la Castilla de los Trastámara", en La España Medieval, V (1986), págs. 81-107.

" Publicado por A. MACKAY en su interesante artículo «Cultura urbana y oligarcas se­villanos en el siglo xv», / Congreso de Historia de Andalucía. Córdoba 1978, Andalucía Medieval, II, págs. 163-171.

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d) Criados, clientela, linaje y bando

Podemos suponer que Calixto, aun sin esclavo negro ni encomienda santiaguista, viviría de forma semejante, o acaso algo más modesta, puesto que la cifra de diez a doce criados era frecuente en casas del patriciado urbano y él no la alcanzaba, aunque es cierto también que vivía solo ^̂ . Con todo, los criados son la parte más indispensable de su entorno: Sempronio y Pármeno —que ya tenían experiencias anteriores— y, en menor grado, su mozo de espuelas Sosia y su paje Tristán, no son únicamente servicio doméstico. Hasta cierto punto son gente de su «cria­zón», y la honra del amo se refleja en ellos, como lo muestra el soliloquio de Calixto cuando los dos primeros son ejecutados («¡Oh amenguado Caliste!, deshonrado quedas para toda tu vida»), por lo que, llegado el caso, ha de defenderlos, y en ello se accidenta y muere («Señora, Sosia es aquel que da voces. Déjame ir a valerlo, no le maten, que no está sino un pajecico con él»). En correspondencia, el criado no debe simple servicio sino fidelidad, de un modo que sólo se entiende en mentalidades todavía teñidas por los valores y la herencia del vasallaje:

Amo a Callsto —dice Pármeno— porque le debo fidelidad, por crianza, por beneficios, por ser de él honrado y bien tratado.

Precisamente, mostrar las nefastas consecuencias de la ruptura de estos vínculos, es uno de los fines moralizantes que persigue La Celes­tina.

Distinta es la situación de las criadas, a la que dedica Areúsa un conocido y acerbo comentario en el «noveno auto», puesto que se de­senvuelve en la esfera privada de la casa. No es mucho lo que sabemos aún sobre estas formas de servicio doméstico femenino, que manifiestan las menores posibilidades y la condición todavía más deprimida de la mujer también en este campo, como en otros: pensemos por un mo­mento en la ecuación viudez o soledad igual a pobreza, que se sugiere breve y agudamente en la obra («donde no hay varón, todo bien fa­llece»). Es cierto que la condición jurídica y social de las criadas era muy

^ Tales cifras indica J. RODRÍGUEZ MOLINA, «LOS no privilegiados en Jaén (siglos xiv y XV)», /// Coloquio..., págs. 133-163. Véase también, M.' C. GARLÉ: «La sociedad castellana en el siglo xv; los criados». Cuadernos de Historia de España, LXIX, 1987, págs. 109-122.

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superior a la de las esclavas domésticas, bien conocidas en los medios urbanos andaluces, pero su vida cotidiana no se diferenciaría mucho, a veces, aunque el período de servicio doméstico se consideraba como preparación y aprendizaje profesional cuya salida más frecuente era el matrimonio de la criada, dotada por sus señores. Se preparaban, en de­finitiva, para lo mismo que las hijas de sus amos, y en el mismo medio doméstico, aceptando unas jerarquías que continuarían en el futuro, in­definidamente.

Así lo indican los numerosos contratos de servicios de este tipo, bien estudiados ya, por ejemplo, en Zaragoza o Córdoba a partir de protocolos notariales ^̂ . Casi todo dependería de la calidad humana de amos y cria­das, y de su avenencia cotidiana, de modo que hemos de ver en el parlamento de Areúsa sólo los aspectos negativos, pero hay muchos más en los contratos: aquellas muchachas solían ser hijas de artesanos, de campesinos, a veces de viuda, de humilde condición. Solían comenzar su servicio en torno a los diez o doce años y concluirlo con su matrimo­nio, entre los dieciséis y los veinte. Vivían en casa de sus amos, a me­nudo miembros de las clases medias urbanas, a modo de aprendices, por el alojamiento y la manutención, ya que sólo percibían las diversas formas de salario o dote al concluir el contrato, lo que dificultaba muchí­simo su ruptura por la criada o el abandono prematuro de la casa donde servía. Tal vez Lucrecia, criada en una casa rica y al servicio personal de Melibea, gozaría de mejor trato, pero no creo que las condiciones se alejasen mucho del modelo general.

En La Celestina apenas hay más referencias a criados o miembros del servicio, si exceptuamos una vaga mención a los «escuderos de Ple-berio». Sí que las hay, en cambio, a otra realidad social de la mayor importancia: los miembros del patriciado urbano no son hombres solos sino que viven y actúan en el seno de una «solidaridad vertical», cuyo eje es el linaje, aunque integre a otras personas, no de la sangre, con lazos de clientela, interés y obligación mutuas, hasta constituir, en los casos más amplios, una «parcialidad» o «bando», que tales son las ex­presiones utilizadas en la época. La formación de bandos y parcialidades fue un fenómeno propio de las ciudades castellanas, a medida que se consolidaba en ellas el predominio político de sus patriciados, desde el

^ Los datos sobre Zaragoza en la exhaustiva tesis doctoral de M. C. GARCIA HERRERO sobre la mujer en la Zaragoza del siglo xv, todavía inédita, de la que es avance «Mozas sirvientas en Zaragoza durante el siglo xv». El trabajo de las mujeres en la Edad Media hispana. Madrid 1988, págs. 275-285. Los de Córdoba, en Gl. LORA SERRANO, «El servicio doméstico en Córdoba a fines de la Edad Media», /// Coloquio..., págs. 237-246.

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último cuarto del siglo xiii '̂'. En la segunda mitad del xv eran una reali­dad general y, desde un punto de vista sociológico, institucionalizada, puesto que servían muy adecuadamente para que las oligarquías conser­varan el poder, aun alternándose en él o compartiéndolo, al evitar o limitar otros tipos de enfrentamientos socio-políticos aunque, eso sí, los bandos —con mucha frecuencia dos o tres en cada urbe— luchaban entre sí y mantenían una situación de hostilidad latente o abierta que había tenido numerosos y sangrientos episodios: recordemos ahora los ocurridos entre los bandos de Salamanca ^̂ . Los Reyes Católicos, al con­solidar el poder regio sobre las ciudades y generalizar el envío de corre­gidores, consiguieron paulatinamente la pacificación y el respeto a la justicia pública, pero consolidaron la existencia de los bandos como realidad básica de la organización social y política de los patricíados urbanos.

Todo esto, convenientemente difuminado en un telón de fondo que los lectores de aquel tiempo comprenderían perfectamente, aparece en el «catorceno auto» de La Celestina, y proporciona sentido al soliloquio de Calixto: por una parte, la realidad de la clientela y bandería a la que puede apelar, y el recuerdo de su padre que, apoyado en ella, determi­naba sobre la ocupación de cargos municipales —en este caso una al­caldía— y situaba en ellos a hombres que le estaban obligados, como medio, entre otros, de asegurarse lenidad o impunidad ante los excesos y delitos a que daba lugar la violencia banderiza:

Para proveer amigos y criados antiguos, parientes y allegados, es menester tiempo, y para buscar armas y otros aparejos de venganza. ¡Oh cruel juez, y que mal pago me has dado del pan que de mi padre comiste! Yo pensaba que pudiera con tu favor matar mil hombres sin temor de castigo, inicuo falsario, perseguidor de verdad, hombre de bajo suelo. Bien dirán de tí que te hizo alcalde mengua de hombres buenos. Miraras tú que tú y los que mataste (Sempronio y Pármeno) en servir a mis pasados y a mí, érades compañeros; mas, cuando el vil está rico, no tiene pariente ni amigo.

*" Me remito a mis artículos «Corona y ciudades en la Castilla del siglo xv», en La España Medieval, V (1986), págs. 551-574, y «Linajes, bandos y parcialidades en la vida política de las ciudades castellanas (siglos xiv y xv)>> (en prensa).

'̂ Cl. I. LÓPEZ BENITO, Bandos nobiliarios en Salamanca al iniciarse la Edad Moderna. Salamanca 1983. Otro buen ejemplo de jerarquización social en ciudades de las «extrema-duras» en la tesis de M. ASENJO GONZÁLEZ, Segovia. La ciudad y su tierra a fines del medievo. Segovia 1986.

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Así que aquel «alcalde de la justicia», pues tal debía de ser para haber sentenciado tan sumariamente un caso criminal, había comenzado su carrera política como hombre y paniaguado del padre de Calixto. Pero yerra éste al atribuir su mudanza a la riqueza. Las razones, como reco­noce luego, son de tipo político. Los tiempos habían cambiado y la justi­cia pública ya se respetaba y temía mucho más que antaño:

¿No ves que por ejecutar la justicia no había de mirar amistad ni deudo ni crianza? ¿No miras que la ley tiene de ser igual a todos?

Calixto ni es cobarde ni incumple su código de caballero al renunciar a la venganza de sus criados, contra lo que ha sugerido algún autor: se limita a reconocer un estado de cosas nuevo frente al que no tiene poder. Una algarada contra el alcalde le habría costado el destierro o, tal vez, la vida misma. No es la única situación en que La Celestina muestra la realidad del cambio, al contraponer lo antiguo y lo nuevo, y tal cosa no debió desagradar a las autoridades bajo cuyo reinado o mando se pu­blicó la obra.

e) Aristocracia, individuo e igualdad

Concluiremos estas reflexiones sobre el patriciado urbano con otra cuestión que también encuentra reflejo en nuestra obra. La oleada de aristocratismo, creciente en la Castilla del siglo xv, consumó la consoli­dación de un modelo de organización social que, a pesar de sus limita­ciones y creciente esclerosis, habría de durar hasta el final del Antiguo Régimen. Es bien sabido que no se pudo alzar, a pesar de ciertos inten­tos y posibilidades, una alternativa adecuada, cuya expresión se encuen­tra, ya entrado el siglo xvi, en los escritos de algunos «arbitristas», e incluso de fray Bartolomé de las Casas, considerado en esto por algunos como su precursor ®̂, cuando critican los defectos estructurales —no sólo los abusos— tanto del ideal ocioso caballeresco como de su secuela inmediata, que era la expansión del régimen señorial, o de las «enco-

^^ A. MiLHOu, «Prophétisme et critique du systéme seigneurial et des valeurs arlstocra-tiques chez Las Casas». Mélanges de la Bibliothéque Espagnole. París 1977-1978, págs. 231-251,

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miendas» en Indias, y buscan las fuentes de regeneración en la igualdad bajo la jurisdicción de la Corona, en la productividad e iniciativa del indi­viduo por sí, y en el espíritu de fraternidad que nace de la común condi­ción humana. Las Casas confía para esto, más que en los aristócratas «holgazanes» y «escuderos», en las «personas moderadas y medio­cres», o sea en «los medianos de la república».

Pues bien, esta crítica, que tuvo otras muchas manifestaciones, por ejemplo durante las Comunidades ^\ se encuentra implícita en diversos pasajes de La Celestina que no hacen sino reiterar argumentos muy extendidos en la Castilla del siglo xv: el rechazo íntimo a aceptar que la herencia determinara el poder del individuo y sus posibilidades, por una parte, y la convicción de que la nobleza, en último extremo, no era tanto el fruto de elevadas acciones como el resultado de la fortuna o de la vulgar y, a la vez, apetecida riqueza. Son ideas destinadas a minar los fundamentos aristocráticos del orden social o, al menos, a hacerlos más soportables, al permitir una salida, en las palabras y las actitudes priva­das, para la frustración, el resentimiento y, porqué no, para la envidia también, en una sociedad donde los poderosos, comenzando por los reyes, premiaban y consideraban a cada cual «según su estado», aunque tuvieran conciencia de que esto no era todo. Bien lo afirmaba Sempronio:

Dicen algunos que la nobleza es una alabanza que proviene de los merecimientos y antigüedad de los padres; yo digo que la ajena luz nunca te hará claro si la propia no tienes.

Y lo repite Areúsa:

Ruin sea quien por ruin se tiene. Las obras hacen linaje, que al fin todos somos hijos de Adán y Eva. Procure ser cada uno bueno por sí y no vaya a buscar en la nobleza de sus pasados la virtud.

Pero a este personaje, la voluntad crítica y destructiva le lleva a apelar al argumento incluso para rechazar los méritos de los antepasados del rufián Centurio —«no curemos de linaje ni hazañas viejas»— en clara

" J. I. GUTIÉRREZ NIETO, Las comunidades como movimiento antiseñorial. Barcelona 1973.

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muestra de trasposición igualadora y malintencionada entre nobles y de­lincuentes.

Otras citas, que Maravall incorpora en su estudio, vienen también al caso ahora: «Dios fizo homes e no fizo linages», afirma Gómez Manri­que, segundón de uno de los más importantes de Castilla, que hizo su carrera al servicio de la monarquía; o bien, «la nobleza nace de la virtud y no del vientre de la madre», según el protonotario y converso Juan de Lucena. Pero esto eran pequeños varapalos de servidores monárquicos al excesivo orgullo de la alta aristocracia. Además, al mantenerse en un plano moral y personal, aquellas críticas eran compatibles con la existen­cia y firmeza del sistema, e incluso aliviaban tensiones, al facilitar una salida de consolación y autoafirmación individual, y templar el trato de los nobles hacia los que no lo eran, sin pasar a propuestas concretas y viables de cambio.

2. INTERMEDIO CLERICAL

El influjo y la presencia del clero en las ciudades de la época ofrece numerosos aspectos que, en buena parte, están todavía por estudiar, tanto en los planos económicos y sociales como en los culturales y pro­piamente religiosos. Recordemos ahora sólo algunos datos ®̂: las 33 se­des episcopales castellanas eran cabeza de un amplio cuerpo de beneficios eclesiásticos dotados, que alcanzaban de 10.000 a 15.000, incluyendo capellanías. De su renta vivía el alto y medio clero, especie de aristocracia dentro de la sociedad eclesiástica de cada diócesis: dig­nidades, canónigos y racioneros de cabildos catedralicios y colegiatas, arcedianos, arciprestes, vicarios y beneficiados, cargos que no siempre existían en cada diócesis ni representaban lo mismo en todas ellas, pero que solían tener su parte en el diezmo eclesiástico y en otras rentas, aunque en niveles muy distintos: un canónigo de Toledo o Sevilla llegaba a percibir los 150.000 a 200.000 maravedíes anuales, pero los beneficios sencillos no superaban los 20.000 a 25.000 en algunas diócesis, e in-

'̂' Un buen resumen en los capítulos correspondientes de la biografía escrita por T. DE AZCONA, Isabel la Católica. Estudio crítico de su vida y reinado. Madrid 1964. Estado de cuestiones en M. A. LADERO QUESADA y J. M. NIETO SORIA, «Iglesia y sociedad, siglos xiii al XV. Ámbito castellano-leonés, en La España Medieval, 11 (1987), págs. 125-151.

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cluso la acumulación de prebendas podía dar lugar a que algunos sacer­dotes pasaran, en su ascenso profesional, «de clérigo rico a obispo pobre», como le ocurrió al futuro cardenal y prelado toledano Juan de Javera, sobrino del arzobispo Diego de Deza, cuando dejó su canongía hispalense para ser obispo de Ciudad Rodrigo, en 1514.

Por debajo del alto y medio clero, que obtenía las porciones mayores de renta eclesiástica —cifrada entre 1.500.000 y 2.000.000 de ducados a comienzos del siglo xvi— se situaban numerosos curas, capellanes y otros sacerdotes con medios de vida mucho más modestos —eran co­rrientes ingresos de entre 3.000 y 5.000 mrs./año, similares a los de un oficial artesano—, y la mayoría de los frailes de Órdenes mendicantes, cuyos usos de vida y maneras de pensar estaban más próximos a los del pueblo urbano y, a menudo, más lejos de los ideales reformadores que promovían algunos prelados y religiosos con especial celo en tiempo de los Reyes Católicos. La crítica a sus defectos está sugerida en la obra a través de las menciones a cierto «fraile gordo» que acude a sus citas aprovechando la discreción de la casa celestinesca.

Pero no sólo muchos frailes se oponían a la reforma: también en numerosos cabildos catedralicios había núcleos de conservadurismo y clérigos —no siempre de orden sacra— en los que las «visitas» pasto­rales detectan modos de vida, vestido, conversación, etc., poco o nada edificantes e incompatibles con la dignidad de su estado ^̂ , del mismo modo que otras «visitas» y los mismos cánones sinodales ponen de re­lieve la existencia de lacras —ignorancia, concubinato—, que no deben llevarnos a olvidar su excepcionalidad, aún frecuente, dentro de aspectos normales y cotidianos a los que no se menciona. Los reformadores es­taban empeñados en extirpar las causas de aquellas lacras: por los años en que se escribía La Celestina, el arzobispo toledano Jiménez de Cis-neros libraba dos duras y agrias batallas: una con su propio cabildo ca­tedralicio y, al mismo tiempo, otra con los «conventuales» de su orden franciscana, opuestos a la «observancia» que él, con apoyo pontificio y regio, quería generalizar para que se restaurase la pureza de los ideales y prácticas franciscanas ^°. A la vez, reunía sínodos diocesanos en 1497 y 1498, con idéntico espíritu reformador.

^ Son muy apropiadas para conocer estas cuestiones las publicaciones de J. SÁNCHEZ HERRERO, Concilios provinciales y Sínodos toledanos de los siglos xiv y xv. La Laguna de Tenerife 1976, y «Vida y costunnbres de los componentes del cabildo catedral de Falencia a finales del siglo xv», en Historia. Instituciones. Documentos (Sevilla), 3 (1976), págs. 485-532.

'" J. GARCÍA ORO, La reforma de los religiosos españoles en tiempo de los Reyes

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Algo estaba cambiando en la Iglesia castellana por aquellos años, y a sus dirigentes no les importaría demasiado admitir una crítica en La Celestina a aspectos concretos, que ellos mismos reprobaban, máxime en un ambiente eclesial donde la expresión era más libre y, a menudo, más irreverente que en los tiempos posteriores de la Reforma, y en el que había costumbre de tolerar diversos lugares comunes contra los vi­cios atribuidos al clero, aunque fueran claramente exagerados y tópicos, pero se les atribuía un valor moralizante, a modo de flagelo o recordato­rio. Recordemos, para comprender mejor el entorno de la crítica celesti­nesca, que aún se celebraban fiestas eclesiástico-burlescas como la del «Obispillo», el día de los Santos Inocentes, en donde la inversión de jerarquías, la caricatura y la crítica de los vicios clericales eran muy fuer­tes: acaso demasiado, y por eso la suprimió en Sevilla el arzobispo Deza en 1512. O, también, la crudeza de escenas representadas en las «mi­sericordias» de algunas sillerías de coro de la época, donde a diario rezaban clérigos como los criticados en ellas.

Así cabe entender mejor la sabrosa memoria de Celestina —«noveno auto»— sobre la clientela clerical que antaño acudía a su prostíbulo: como denuncia era, incluso, un elemento de apoyo a los intentos morali­zantes de reforma. Pero, además, la vieja alcahueta bien se cuida de referir los hechos a un tiempo pasado próximo, de manera que, una vez más, en la obra se contraponen pasado y presente como momentos de características algo distintas. Y, también, aunque la mención es genérica, amplia y malintencionada, se deja a salvo la honestidad de algunos mien­tras que, en otro momento de la obra, se preocupa Celestina de recono­cer, en una frase críptica y de difícil interpretación, cómo la justicia eclesiástica protege contra los mismos excesos de la religión mal enten­dida:

¡Calla, bobo! Poco sabes de achaques de iglesia, y cuánto es mejor por mano de justicia que de otra manera.

Que muchos viejos devotos había con quien yo poco medraba y aun que no me podían ver, pero creo que de envidia de los otros que me hablaban. Como la clerecía era grande, había de todos; unos muy castos; otros que tenían cargo de mantener a las de mi oficio. Y aun todavía creo que no faltan... Cada cual, como lo recibía de aquellos diezmos de Dios, así lo venían luego a registrar, para que comiese yo y aquellas sus devotas.

Católicos. Valladolid 1969, y Cisneros y la reforma del clero español en tiempo de los Reyes Católicos. Madrid 1971.

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Esta mención última a tan ruin empleo del diezmo eclesiástico es la más sangrienta de todas, si tenemos en cuenta la impopularidad de la contribución y el escándalo que ya entonces significaba su mal uso ̂ ' para una sociedad que vivía con todas sus ideas, valores y estimaciones penetrados por principios cristianos, de un cristianismo en su nivel medie­val, no tan depurado como el de los tiempos modernos, mezclado a menudo con supersticiones y abusos de creencia en sus manifestaciones populares, pero intensamente sentido.

Así se observa en diversos pasajes de la obra que muestra, en este aspecto, un marco de referencias propio de la religiosidad cotidiana y de sus preocupaciones: el miedo a morir inconfeso, la intercesión de los santos en los achaques de cada día, la fe en las reliquias, la naturalidad con que se acude al rezo para impetrar la ayuda divina en acciones inmorales, como hacía Celestina, o el mismo Calixto acudiendo a misa a La Magdalena, advocación, dicho sea de paso, nada caprichosa en un libro que pretende prevenir contra los males de la prostitución y el desen­freno sexual, pues que esta santa era tenida como muestra de su supe­ración y abogada de quienes lo intentaban. Nada, en fin, se aparta en La Celestina de los elementos propios del cristianismo popular castellano de entonces, tal y como hoy los conocemos ^̂ . Incluso en la jerarquización, inconsciente por lo asumida que estaba, que hace de los hombres de las tres religiones abrahámicas en un punto del «auto séptimo: cristianos, moros y judíos». Es decir, exactamente ai revés de como han pretendido, en nuestros días, ciertas ilustres figuras del saber literario-histórico.

3. EL MUNDO DE LA MARGINACIÓN

El mundo de los «medianos» y del «común» de la ciudad —que era el noventa por ciento de sus habitantes—, el mundo del trabajo, de la

' ' Por ejemplo, cuando el cabildo catedralicio de Sevilla y otros seguían exportando trigo procedente del diezmo, en plena crisis frumentaria de los años 1503 y 1504. Vid. M. A. LADERO QUESADA y M. GONZÁLEZ JIMÉNEZ, Diezmo eclesiástico y producción de cereales en el reino de Sevilla (1408-1503). Sevilla 1979.

'̂ Aún conserva mucho valor la primera parte del gran libro de M. BATAILLON, Erasmo y España. Estudios sobre la hiistoria espiritual del siglo xvi. Madrid 1979 (1.° ed. 1937). Lineas generales de la religiosidad europea bajomedieval, en F. RAPP, La Iglesia y la vida religiosa en Occidente a fines de la Edad Media. Barcelona 1973.

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cotidiana normalidad, está ausente de La Celestina, salvo por el empeño, delator de una frustración o carencia, que prostitutas y rufianes tienen en presentar sus actividades equiparándolas a un oficio de los habitualmente admitidos y respetados por la sociedad. Proclama así Celestina en el «deceno auto» esta notable afirmación: «vivo de mi oficio, como cada oficial del suyo, muy limpiamente»; y el rufián Centurio, en el decimoc­tavo: «mándame tú, señora, cosa que yo sepa hacer, cosa que sea de mi oficio».

Y no les faltaba cierta lógica, pues sin clientela ni una ni otro habrían tenido quehacer, pero la prostitución y la delincuencia, aun siendo por su propia condición cosa de marginales en aquel sistema social, existían, y La Celestina se escribe en momentos de cambio y mayor control o repre­sión de una y otra actividad, y también de más, que apuntan en la obra, como son la hechicería femenina y otras artes ocultas atribuidas con frecuencia a mujeres de determinadas profesiones como costureras, par­teras y perfumistas. Cabe recordar ahora, al hilo de las actividades que se atribuyen en el «séptimo auto» a la difunta madre de Pármeno, el renacer de las prácticas brujeriles y hechiceras en el siglo xv europeo, y de la fe en ellas, así como la reacción eclesiástica y la edición de trata­dos para facilitar su identificación y persecución —Flagellum mallefico-rum, hacia 1470; Malleus maleficarum, 1486—. No obstante, la madre de Pármeno, aunque sometida a tormento, sufrió una condena leve, propia de tiempos anteriores a los de la caza de brujas:

Y aun... le levantaron que era bruja, porque la hallaron de noche con unas candelillas, cogiendo tierra de una encrucijada, y la tuvieron medio día en una escalera en la plaza puesta, uno como rocadero pin­tado en la cabeza. Pero cosas son que pasan; no fue nada. Algo han de sufrir los hombres en este triste mundo para sustentar sus vidas y honras.

Volvamos, tras esta disgresión, a los asuntos que antes enunciába­mos, para añadir algunas notas sobre prostitución y delincuencia urbanas que ayuden a comprender lo mucho que en La Celestina se escribe sobre ambas cuestiones.

Aparecen en la obra tres formas de ejercicio de prostitución: en la mancebía pública, en casas de citas —la de Celestina lo era—, a las que otros textos llaman a veces «monasterios» —no en vano Celestina es una «madre»— o casas de «mugeres enamoradas», y, en fin, en casas particulares, de modo eventual, como sucede con Areúsa. Las tres exis-

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tían en la realidad castellana de la época pero, al igual que en otros países de Occidente, se estaba imponiendo la tendencia a controlar y limitar aquella actividad bajo las ordenanzas e inspección de la autoridad municipal y, detrás de ella, de la regia ^̂ . Celestina, alcahueta incontro­lada, especie de «corredor de oreja» en un negocio inconfesable, media­dora en la casa propia de su trato y consumación, e incluso regente de un prostíbulo privado era, una vez más, personaje del pasado próximo, que llegó a tener a su cargo «nueve mozas ... que la mayor no pasaba de dieciocho años y ninguna había menor de catorce», dos decenios atrás, esto es, hacia 1475-1480.

Sin embargo, la situación estaba cambiando, y no sólo por la vejez de la protagonista. Es probable que Elicia, su pretendida sucesora en el negocio, no lo tuviera ya tan sencillo y favorable, aunque afirme, para prestigiarlo con el peso de la tradición y marca conocida, que

Jamás perderá aquella casa el nombre de Celestina, que Dios haya. Siempre acuden allí mozas conocidas y allegadas, medio parlen-tas de las que ella crió. Allí hacen sus conciertos, de donde se me seguirá algún provecho.

No obstante, las autoridades municipales estaban en vías de prohibir el ejercicio de la prostitución fuera de la mancebía pública, dotada de uno o varios «mesones», y también de apartamentos o «boticas» para alquilar bajo licencia de la autoridad. En Córdoba, que es caso bien conocido, se situaba en la calle del Potro, junto a la de la Feria, en zona de gran actividad mercantil. El cabildo catedralicio era dueño de algunos locales, que arrendaba a intermediarios, y el concejo ponía el control —un «al­caide» y un «padre» o «madre» de la mancebía, cual si de fortaleza o casa de familia se tratara— y la vigilancia sanitaria, mediante un cirujano, además de enviar cada cierto tiempo inspectores ^̂ . Carmena reglamentó su mancebía a comienzos del siglo xvi ^̂ , y en Sevilla encontramos la misma realidad por entonces: un burdel junto a la Puerta del Arenal, al

^ J. RossiAUD, La prostitución en el medioevo. Barcelona 1986. *• J. PADILLA GONZÁLEZ y J. M. ESCOBAR CAMACHO, «La mancebía de Córdoba en la baja

Edad Media». /// Coloquio..., págs. 279-289. ^̂ M. J. PAREJO DELGADO, «Grupos urbanos no privilegiados en Úbeda y Baeza durante

la baja Edad Media». /// Coloquio..., págs. 165-177. * M. GONZÁLEZ JIMÉNEZ, El concejo de Carmona a fines de la Edad Media. 1464-1523.

Sevilla 1973.

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lado del puerto, y la prohibición de casas de citas y «monasterios». Y, en fin, en el recién conquistado reino de Granada, donde se podía orga­nizar de nueva planta pero se seguía llamando a las cosas por su nom­bre, recibió en 1486 licencia real para el establecimiento de mancebías en régimen de monopolio el «putero» Alonso Yáñez Fajardo —de noble linaje— que luego fue corregidor de Loja y Alhama, y gobernador de Gran Canaria ^^ Supongo que son ejemplos suficientes sobre asunto tan especialmente monótono ^̂ . La tendencia reglamentista continuó durante el siglo XVI porque se consideraba necesaria para la seguridad colectiva.

No sólo por los peligros que pudiera acarrear la práctica incontrolada de la proetitución, sino también porque su existencia iba habitualmente unida a la de la explotación de las prostitutas por rufianes, de modo que el enlace con el mundo del delito era casi inevitable. En las ciudades castellanas del siglo xv hubo siempre hombres «malvivientes, vagamun­dos e baldíos», que vivían de «malas artes», partícipes en las reyertas y royóos urbanos ^̂ . Pero buena parte de su fuerza, de su capacidad in­cluso para actuar conjuntadamente a modo de «monipodio», radicaba en los vínculos que les unían ocultamente a la nobleza urbana, que los empleaba en sus banderías y luchas, dándoles cobijo en sus casas como si se tratase de criados normales y continuos, o encubriendo sus fecho­rías y amparándolos de la justicia concejil. Los testimonios abundan, son explícitos y no es del caso repetirlos aquí, salvo dos, como muestra.

En uno, el cronista Alfonso de Falencia afirma que, en 1470, durante el peor período de las luchas de parcialidades en Sevilla, el palacio del marqués de Cádiz era «cuartel general de homicidas, rufianes y sica­rios». No le iban a la zaga su rival, el duque de Medina Sidonia, el Adelantado de Andalucía y otros caballeros, a quienes requiere el cabildo concejil,

de no acoger ni defender malhechores algunos en sus posadas e ba­rrios, e cada e guando por la justigia fueren requeridos, que los entre-

" A. GALÁN SÁNCHEZ y M. T. LÓPEZ BELTRAN, «El "status" teórico de las prostitutas del reino de Granada en la primera mitad del siglo xvi (Las Ordenanzas de 1538)", en las mujeres en las ciudades medievales. Madrid 1984, págs. 161-169.

™ Otros ejemplos en L. RUBIO GARCÍA, «Estampas murcianas del siglo xv: vida licen­ciosa», en Miscelánea Medieval Murciana, 1982, págs. 225-238. M. CARBONERES, La man­cebía de Valencia. Valencia 1978. A. PUIG VALLS, M. TUSET ZAMORA, «La prostitución en Mallorca (siglos xiv, xv y xvi)», La condición de la mujer en la Edad Media. Madrid 1986, págs. 273-288. M. C. GARCIA HIERRO. «La prostitución en Zaragoza a fines de la Edad Media», en La España Medieval, 12 (1989), págs. 305-322.

'^ A. COLLANTES DE TERAN SÁNCHEZ, «Actitudcs ante la marginación social: malhechores y rufianes en Sevilla». /// coloquio..., págs. 293-302.

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Aristócratas y marginales: aspectos de la sociedad castellana ...

garán e que no ynpedirán la execugión de la justlgia, ni los dichos señores rogarán nin mandarán a los dichos regidores e menistros della que la non fagan.

Se entiende así mejor, también, el soliloquio de Calixto, a que antes aludía, sobre el pasado y el presente de la justicia concejil, después de la pacificación restauradora ocurrida a partir de 1480.

Centurio, el rufián de la ficción celestinesca, tahúr y asesino a sueldo además, era, no obstante, un espécimen notable, aunque hubiera de actuar con mayores precauciones que antaño: «los cabellos crespos, la cara acuchillada, dos veces azotado, manco de la mano del espada, treinta mujeres en la putería...». El susodicho se jacta de sus habilidades como matón: «... Un desafío con tres juntos ... matar un hombre, cortar una pierna o brazo, arpar el gesto...»; se precia de sus antepasados, pues el nombre le viene de su abuelo, «que fue rufián de cient mujeres», y presume con truculencia de su condición al loar a la espada «que veinte años ha que me da de comer. Por ella soy temido de hombres y querido de mujeres». Es la antítesis del ideal de paz urbana, que implica la renuncia al uso y porte de armas, el miedo incluso a su manejo, según expresa Pármeno en el «auto doceno: Guárdete Dios de verte con ar­mas, que aquél es el verdadero temor. No en balde dicen, cargado de hierro y cargado de miedo».

El mundo de los marginales viene a ser una suerte de frontera in­terna en la sociedad urbana, que se teme, se controla, se condena, pero también se utiliza, y sus representantes en La Celestina se vengan de esta situación, trasponiendo una y otra vez los conceptos y valores mo­rales admitidos como honorables, para aplicarlos a la descripción de sus propias actividades, que no lo son. Acaso, el signo más notable de tan oscuras connivencias y contradicciones sea la noche, ámbito temporal en el que se mueve aquel mundo fronterizo —como también lo es la discre­ción clandestina de la casa de citas— frente al diurno y público del tra­bajo productivo, la diversión lícita y la administración de justicia, simbolizados en el mercado; allí, en su plaza, se corren los toros, y se codean los menestrales, los puestos de venta, la picota y la exposición de ajusticiados.

Por eso, la noche de la ciudad está mucho más presente que el día en La Celestina: «hachas y pajes hay», que acompañarán a la protago-

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Dista cuando regrese a su casa, para protegerla de peligros; «alguaciles nocturnos», que pasan «haciendo estruendo», con ánimo tanto de avisar de su presencia como de ahuyentar malhechores ocultos en la oscuridad. Calixto y los suyos, cuya empresa atenta al reloj se desarrolla entre la media noche y el alba, van bien provistos de corazas, espadas y armas, cuidadosos del silencio para no ser «sentidos». Y, en fin, la imagen fron­teriza que antes proponía, se expresa magníficamente en la reprimenda que Tristán dirige al imprudente Sosia: «¡Bueno eres para adalid, o para regir gente en tierra de moros de noche!» ''°.

Con esta alusión a las entradas que se hacían al otro lado de la frontera granadina y norteafricana, en busca de riqueza y cautivos, con­cluyo la mía, más breve y pacífica pero menos silenciosa, en las tierras literias de La Celestina, sumiso ya y convencido por su desenfado y ejemplo moral, pues son ambos más fuertes y duraderos que cualesquier disquisiciones sociológicas.

"" El papel de los adalides y las «entradas» o «cabalgadas» más allá de la frontera, en "tierra de moros», en M. JIMÉNEZ DE LA ESPADA, La guerra del moro a fines del siglo xv. Ceuta 1940 (ed. de H. Sancho de Sopranls). J. M. CARRIAZO ARROQUIA, En la frontera de Granada. Sevilla 1971 (miscelánea de estudios). M. A. LADERO QUESADA , «Castilla, Gibraltar y Berbería (1252-1516)», Congreso Internacional «El Estrecho de Gibraltar». Madrid, U.N.E.D., II, 1988, págs. 37-62.

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