Ariel Arnal: El asqueroso olor de la tortilla

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aquí de la imposibilidad del desarrollo profe- sional y la calidad de vida. La dictadura echa a andar de inmediato una persecución a la libertad de expresión que se traducirá en la llegada a México de intelectuales que ven su carrera truncada en su país de origen. De igual modo, la crisis económica chilena de finales de los años setenta, y el experimento neoli- beral planteado por la dictadura como solu- ción al problema económico, obliga a salir de Chile a otro importante contingente que, de paso, suele estar bajo sospecha por su pasado allendista. Es a partir de septiembre de 1973 que em- pezaran a llegar a nuestro país un sinnúme- ro de exiliados y que no dejarán de hacerlo, en grandes cantidades, hasta el rompimiento formal de relaciones diplomáticas entre Chile y México en 1974. A partir de entonces, los exiliados chilenos que continúen llegando lo harán desde otros lugares del mundo, siendo realmente muy pocos los que lleguen directa- mente desde Chile. Allí, a través de la lectura de nuestros clásicos, del café negro, de nuestra milenaria lengua que nadie entendía, recordábamos a los seres queridos, los olivos peinados por el viento y la sal bajo el implacable sol del Egeo. Allí, en la espesa neblina que calaba los huesos, éramos una gran familia que curaba el corazón del exiliado. Evangelos Panopoulos, El olivo en la neblina, memorias del exilio (1820). M ás allá de la definición legal del exiliado reconocida por el acnur, aquí habla- remos del exiliado como condición existen- cial, de alguien que ha sido obligado a dejar su país de origen, Chile, por diversas razo- nes. Si bien los primeros exiliados en llegar a México lo hacen por algo tan sencillo como salvar la vida, con el tiempo encontraremos exiliados que abandonan Chile por otros mo- tivos que no excluyen, en muchos casos, la posibilidad de conservar la vida. Hablamos El del resente asado P una publicación del observatorio de historia elpresentedelpasado.com 9 de abril, 2015 Ariel Arnal El asqueroso olor de la tortilla Sumas y restas en la construcción identitaria del exiliado

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aquí de la imposibilidad del desarrollo profe-sional y la calidad de vida. La dictadura echa a andar de inmediato una persecución a la libertad de expresión que se traducirá en la llegada a México de intelectuales que ven su carrera truncada en su país de origen. De igual modo, la crisis económica chilena de finales de los años setenta, y el experimento neoli-beral planteado por la dictadura como solu-ción al problema económico, obliga a salir de Chile a otro importante contingente que, de paso, suele estar bajo sospecha por su pasado allendista.

Es a partir de septiembre de 1973 que em-pezaran a llegar a nuestro país un sinnúme-ro de exiliados y que no dejarán de hacerlo, en grandes cantidades, hasta el rompimiento formal de relaciones diplomáticas entre Chile y México en 1974. A partir de entonces, los exiliados chilenos que continúen llegando lo harán desde otros lugares del mundo, siendo realmente muy pocos los que lleguen directa-mente desde Chile.

Allí, a través de la lectura de nuestros clásicos, del café negro, de nuestra milenaria lengua que

nadie entendía, recordábamos a los seres queridos, los olivos peinados por el viento y la sal bajo el

implacable sol del Egeo. Allí, en la espesa neblina que calaba los huesos, éramos una gran familia

que curaba el corazón del exiliado.

Evangelos Panopoulos, El olivo en la neblina,

memorias del exilio (1820).

Más allá de la definición legal del exiliado reconocida por el acnur, aquí habla-

remos del exiliado como condición existen-cial, de alguien que ha sido obligado a dejar su país de origen, Chile, por diversas razo-nes. Si bien los primeros exiliados en llegar a México lo hacen por algo tan sencillo como salvar la vida, con el tiempo encontraremos exiliados que abandonan Chile por otros mo-tivos que no excluyen, en muchos casos, la posibilidad de conservar la vida. Hablamos

El del

resente asadoP

una publicación del observatorio de historia

elpresentedelpasado.com9 de abril, 2015

Ariel ArnalEl asqueroso olor de la tortilla

Sumas y restas en la construcción identitaria del exiliado

Pero, ¿cómo es el arribo a México de esta gente extranjera? La llegada abrupta a un nue-vo lugar, aún a un país “hermano” como lo era México, se plasma a través de un verda-dero universo de maneras de comprender e interactuar con lo nuevo. Amanecer literal-mente en un nuevo país, para el exiliado, no sólo es abrir los ojos a una luz tropical natural-mente más luminosa; es también abrir los ojos a una nueva realidad que, queramos o no, es de golpe violenta y radicalmente distinta. Ese abrir los ojos a lo que le rodea y a lo que está por venir. Esa nueva manera de entender el mundo, su mundo, es tan amplia y variada en formas como la propia historia de la humani-dad. No existe un exilio; existen tantos exilios como exiliados.

Es interesante el modo en que se recons-truye la cotidianidad en el exilio. A través de la historia de los exilios políticos, solemos encontrar al menos dos modos de afrontar lo que es la nueva realidad en un país que es en principio extraño. Estas maneras de levantar de las ruinas una cotidianeidad que en los he-chos suelen combinarse, mezclarse, pelearse, volviendo a encontrarse inexorablemente, son maneras de entender el mundo —cosmogo-nías particulares al fin y al cabo— que sobre-viven en el corazón y en el alma del exiliado, como lo hacen las múltiples personalidades de la esquizofrenia. Son, al fin y al cabo, un ir y venir entre los dos extremos que significa mantener la “chilenidad” a costa de lo que sea o, por el contrario, la integración completa en México, aún perdiendo los signos identitarios chilenos. De traidor y revisionista podría acu-sar la chilenidad a la mexicanización. Arcaico y chovinista, patriotero barato le respondería la mexicanización a la chilenidad. Ése es el diálogo constante que ocurre en el espíritu dolido y doloroso de cada exiliado en sus pri-meros años en tierras mexicanas. La gran ma-yoría encontrarán el equilibrio con los años, a través de los hijos y los nietos, de la comida y la luz radiante del trópico. Otros muchos jamás hallarán consuelo, aprendiendo a vivir con el dolor y la carencia, y agradeciendo eternamente la mano mexicana extendida, mano no por ello diferente y ajena.

El primer caso, la conservación intacta de la identidad, que incluye no sólo la pertenen-cia a lo que ambiguamente podemos deno-minar “cultura chilena”, sino también a los principios y valores que conforman también una identidad política, suele ser una postu-ra común entre los exiliados. Advertir aquí que “chilenidad” no es más que un término instrumental que refiere a la certeza del exi-liado que hay valores y costumbres distintos a los del mexicano, que son constitutivos y que por ello han de resguardarse. Nada tiene que ver este concepto con, por ejemplo, las defi-niciones nacionalistas y patrioteras… aunque se le parece mucho.

Esto conlleva una difícil negociación coti-diana con la realidad mexicana. Esta negocia-ción prioriza, en cualquier caso, la construc-ción de una realidad propia que se impone a las costumbres mexicanas. El trabajo, la es-cuela, la compra en la tienda de la esquina o el supermercado se convierten en la prue-ba cotidiana del sostenimiento militante de “chilenidad”. ¿Hasta dónde soportaré estoica-mente la influencia ajena de un país que no es el mío? El dolor y el sufrimiento militante es en este caso la constatación de lo que define el origen del exiliado. Mucho se ha dejado en Chile; no sólo a la familia y los amigos, sino también el sufrimiento de quienes soportan a la dictadura, de los compañeros que sufren prisión y el dolor —inmenso dolor— por los que han muerto o están desaparecidos.

Así, las tentaciones de san Antonio en su particular versión mexicana, el México vi-brante, amante de la vida, de los colores, los olores y los sabores, se tornan en el pecado identitario al que no hay que someterse de ninguna manera. Es posible conocer a Méxi-co y a los mexicanos como un turista, como un etnólogo por obligación, pero de ningún modo las costumbres mexicanas deben susti-tuir a las chilenas.

Esto es en principio fácil de hacer. Tras la llegada del chileno común a México, la forta-leza de su chilenidad frente al nuevo ambiente mexicano se ve claramente consolidada ante una terrible, espantosa costumbre mexicana: la ingesta cotidiana en grandes cantidades de

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maíz en forma de tortilla. Un producto sin personalidad, estéticamente sin ningún interés y, lo que es peor aún, con un olor repulsivo que de inmediato quita el apetito. Soportar el olor de la tortilla es síntoma de fortaleza, del sufrimiento necesario a modo de penitencia revolucionaria.

La realidad es doble por el simple deseo de que así sea, por el íntimo deseo de que, tal como sucede en el mito de la caverna, la realidad esté en otro lado, en lo profundo del corazón de cada exiliado. La calle, la escuela, el trabajo, son un espejismo, una pesadilla que pronto desaparecerá… cuando caiga la dicta-dura.

En ese universo paralelo, México transcu-rre con su propio ritmo mientras el exiliado construye y reconstruye su realidad personal a su manera, una y otra vez. Esto es así, afortu-nadamente, porque no significa que la reali-dad, la verdad histórica absoluta deseada por el viejo positivismo decimonónico, se ma-terialice a partir del deseo. Por el contrario, constatan solamente la plasmación de verda-des particulares que construyen realidades en la medida que ésta es interpretada a través de ideologías y sistemas de pensamiento. Se tra-ta en este caso de elevar a rango de realidad el deseo de la sobrevivencia de los valores de la izquierda chilena, a partir de cada acto de cotidianeidad.

Es interesante que la mayoría de los exilia-dos refieren el olor de la tortilla como unos de los grandes martirios de sus primeros días en México. Frente al hotel San Diego en la ca-lle de Luis Moya —uno de los hoteles donde el gobierno mexicano ubicaba a los exiliados recién desembarcados del aeropuerto Benito Juárez—, se encontraba entonces una torti-llería. Las habitaciones que daban a la calle, y por ende a la tortillería, permanecían cerradas aún en el caluroso mes de mayo. ¿Por qué los mexicanos consumían tortilla, si el senci-llo pan de marraqueta cumplía con creces las necesidades básicas de cualquier comida que se dijera digna de una civilización milenaria?

Como si de un criptojudío en la España del siglo xvi se tratara, el chileno disimulaba en el trabajo o la escuela su horror a la tortilla.

Al llegar a casa, refugio y verdadero “Chile chico” en medio de la agresiva selva tropi-cal citadina, la familia o los amigos se reunían piadosamente para cumplir con los rituales heredados de generación en generación, ma-terializados en la santa liturgia de la “once”, la hora del té a la chilena, hora del té que desde luego no incluía tortilla. Resulta al menos cu-rioso que, si bien la mayoría de los exiliados refieren su horror al olor de la tortilla, los pa-rientes y turistas chilenos que visitarán Méxi-co de manera voluntaria suelen enamorarse a primera vista, olfato y gusto de tan importante signo identitario mexicano.

¿Acaso la tortilla se convierte en el feti-che que concentra la resistencia a mexicani-zarse?, ¿será que el sucumbir a la tortilla abre las puertas a un universo de perdición que incluye abandonar la chilenidad o, lo que es lo mismo, el convertirse paulatinamente en mexicano?, ¿significa abandonar la lucha por la resistencia y, lo que es peor, olvidar a los compañeros muertos y desaparecidos? Temor vano como demostraría afortunadamente el paso del tiempo. Esos mismos exiliados se de-finen hoy en día a partir de identidades mixtas que desde luego incluyen, todos ellos, los ta-cos al pastor, las quesadillas, gorditas, flautas, sopes y chilaquiles.

Frente esta posición de enrocamiento al-rededor de la patria transplantada, encontra-remos en mucha menor medida el abrazo a México y a la necesidad de construir una vida nueva, aún a costa de perder algunos elemen-tos del pasado inmediato chileno. La prueba triunfante para quienes han elegido esta ma-nera de vivir su exilio se vislumbra claramen-te en los hijos nacidos en México. Antes que nada, son mexicanos que de manera volun-taria y paulatina eligen las costumbres de los padres y las hacen suyas sólo en la medida de sus necesidades. Son mexicanos en el amplio sentido con padres exiliados.

Es así como los hijos de exiliados cuyos padres han optado por esta manera de inte-grarse a México no se diferencian a sí mis-mos de otros mexicanos —chilangos como ellos—, cuyos padres han emigrado desde los estados o desde otros países. Si el origen de la

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emigración de sus padres tiene un trasfondo clara y eminentemente político, su vida per-sonal resulta similar a la de estos otros hijos de migrantes.

Por el contrario, para quienes el exilio es una constante lucha por mantener intacta la identidad chilena, muchas veces los hijos he-redan también esta identidad de resistencia, practicando en los hechos una doble vida: como mexicanos en la vida pública entre mexicanos y como chilenos en el exilio entre sus iguales. El exilio republicano español ha demostrado que la herencia transgeneracional de una identidad trasplantada puede reencon-trarse fácilmente en los nietos, mexicanos que “añoran” la España de sus abuelos y sufren hoy en día el haber perdido la guerra.

Es de este modo como desde el exilio se construye una nueva frontera, esta vez entre Chile y México. La frontera forma parte del exiliado, la carga consigo y la lleva a todas partes cada día. Con esa frontera por filtro en su mirada, el exiliado se reafirma como tal a través de las comparaciones y los inevitables juicios de valor. Con el paso del tiempo, esa frontera se convierte en algo inherente a él mismo. Pero, como en cualquier cultura, este concepto de frontera portátil es maleable y lo modelamos como barro según nuestras nece-sidades y a medida que la realidad nos lo va exigiendo.

Llegado este punto, es importante señalar que, de manera natural, esa supuesta “intac-ta identidad chilena” cambia como cualquier identidad. Paradójicamente, muchas veces la sorpresa es mayúscula cuando ciertas costum-bres van desapareciendo en el territorio chi-leno, mientras que en el exilio se mantienen como pieza arqueológica. Sirva de ejemplo la “once” —la hora del té—, costumbre que poco a poco va desapareciendo en las regio-nes urbanas debido al cambio en las relaciones y horarios laborales. El neoliberalismo chile-no desplaza paulatinamente a la “chilenidad” y sus costumbres sagradas, como lo es desde luego la “once”.

Es por eso que, en la mayoría de los casos, quienes tardaron en regresar a reconstruir su vida en Chile “justo donde la habían deja-

do”, muchas veces vuelven a hacer el camino de retorno a México; a conservar, como si de una reliquia se tratara, las “verdaderas cos-tumbres chilenas”, olvidadas en la patria justa-mente porque la nueva democracia burguesa ha dejado en la cuneta los valores y principios que los trajeron exiliados a México. México y la casa del exiliado se convierten así en una suerte de templo de la pureza de los principios y costumbres chilenas, donde cada uno de los actos cotidianos han de recordar este mesiá-nico encargo del destino. Ni siquiera Chile es ya el resguardo de la chilenidad auténtica.

Este trabajo de preservación de lo que fue Chile hasta 1973 no puede construirse en so-litario. Al llegar a México, lo primero que el exiliado extraña es a la familia y a los com-pañeros que han quedado en Chile, unos en la clandestinidad, otros desaparecidos o muer-tos. Es por ello que la tendencia natural es a reconstruir, en la medida de lo posible y la gran mayoría de las veces de manera sustituta, la familia con los valores y soportes emocio-nales que ello implica. Lo primero que sucede es la redefinición del concepto de familia. Ésta ya no se plasma a partir de relaciones de con-sanguinidad, sino que se recurre a los valores que han provocado el exilio, los valores de la izquierda chilena, aquellos que hacen referen-cia a la solidaridad tanto en lo material como en lo emocional. Ser exiliado chileno te con-vierte a partir de entonces en algo así como un pariente no muy lejano, alguien a quien puedes recurrir cuando hace falta y a quien deberás ayudar cuando lo necesite.

La puesta en práctica de las costumbres chilenas, de los actos de solidaridad con la re-sistencia chilena a la dictadura, la militancia política, acerca de manera natural a las per-sonas, construyendo así, en comunidad, ese Chile en el exilio del que forman parte todos. Surgen de este modo códigos y referencias co-munes que permiten tratar y ser tratado como un familiar. Es dentro de estos parámetros que se conmemoran el 11 y el 18 de septiembre, se adorna la casa con artesanía chilena y re-ferencias a Allende y a los héroes partidarios particulares, dando nacimiento oficial al kitsch del exilio chileno.

Pasan los fines de semana y los chilenos exiliados, a diferencia de los mexicanos, no pueden visitar a la madre, a los abuelos, a los primos. A falta de una familia sanguínea, el exiliado va construyendo poco a poco lo que ocupa ese lugar, una nueva familia lla-mada exilio. Es allí, en el seno de esta nueva familia sustituta, donde tímidamente empie-za a colarse de manera inevitable la realidad que existe de la puerta para afuera. México se mete a través de la televisión, del fútbol, de las reuniones y festejos del trabajo, de las fiestas mexicanas y de la cocina. Se cantan “Cum-pleaños feliz” y las “Mañanitas”, tras romper una piñata que escandaliza silenciosamente a los padres de los infantes del exilio.

Quienes pueden pagarse el servicio do-méstico verán cómo México se acomoda en su casa de una manera amable. Las fiestas mexicanas, y desde luego la comida, entran de lleno. A la palta de la “once”, desabrida para el paladar mexicano, ha de agregársele todo lo que debe llevar un guacamole como Dios manda. El pan dulce mexicano, inexis-tente en la tradición chilena, cómo no, dulci-fica la conversación. Así, sin darnos cuenta, la “once” se nos ha convertido en la “merien-da” con té negro y chocolate Mayordomo. Y desde luego, la tortilla, ese objeto diabólico, avanza despacio y sin hacer ruido desde la co-cina, hasta ubicarse en medio de la mesa del comedor, y desde el tortillero, sonríe amable-mente a toda la familia.

Así, el exiliado se torna exiliado para siem-

pre, pero dejando a la vera la rigidez de su chilenidad —entendiendo lo que he dicho al principio: que hay tantos exilios como exilia-dos— y que cada quien puede vivir su per-sonal exilio, reinventando lo que se ha sido y construyendo lo que se quiere ser. El exiliado va descargando poco a poco el dolor de lo perdido a través del bálsamo de lo que descu-bre nuevo y que ahora le pertenece.

No hace falta dejar de ser chileno para ser mexicano. Los valores de solidaridad carac-terísticos de la izquierda revolucionaria lati-noamericana son aplicables no sólo en la mi-litancia política en el exilio, sino cada día, y el exiliado descubre además con sorpresa que son universales. Sí, esos valores también exis-ten en México y en el mexicano común, aún en aquél que no tiene idea del marxismo-le-ninismo o de la revolución cubana, y no sabe nada de Allende.

Dejar el dolor del exilio es aprender a vivir con la pérdida, no regodearse en ella ni hun-dirse en su fatalidad. Dejar el dolor del exilio es quitarse la carga del prejuicio y el adjeti-vo negativo, es asumir que nuestro horizonte cotidiano nos regala cosas nuevas y nos hace a cada paso más mestizos. Sin quererlo, despa-cio pero inexorablemente como una gota de agua en la roca, el mestizaje ha ido haciendo mella en nuestra identidad. La nostalgia pri-mera y el dolor por lo perdido convive ahora con la necesidad inherente de superación y, ¿por qué no decirlo?, de vivir su futuro. “La tortilla es nuestra y la hacen los pueblos”. ❦

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Ponencia presentada en el coloquio Golpe, exilio y diáspora: 40 años del golpe de estado en Chile (1973-2013), unam, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, 13 de noviembre, 2013.

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