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Arcos de piedra del puente de Chicontla en construcción.

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Los últimos días de Venustiano Carranza en la Sierra Norte de Puebla

1. La suerte de Elías ÁlvarezDelfino extendió un latigazo por encima de las mulas que se confundió con un golpe metálico. “El arado se atascó”, pensó. Volvió a soltar un golpe de látigo pero las mulas no pudieron avanzar, estaban exhaustas, el arado y el sol de medio día pesaban igual que una sentencia de muerte. Intrigado, fue a revisar el hierro, que se había atorado en una argolla de metal. Quiso sacarla de la tierra para saber qué cosa era, pero su esfuerzo fue en vano. Supersticioso, como todos los de su raza, hizo la señal de la cruz recordando aquella tarde cuando había señalado el arcoíris y su abuela le ordenó que se chupara el dedo para evitar la maldición en for-ma de gangrena; desenganchó los animales, los amarró bajo la sombra de unos árboles y se fue al pueblo para avisar a su compadre.

Se apresuró a cruzar el puente colgante de más de sesenta metros de largo que lo separaba del poblado. Abajo sonaba el río Necaxa, acomodando piedras en su cauce. Las chicharras castigaban el aire con sonidos metálicos. Como dardos calientes, los rayos del sol caían sobre la tierra. El día anterior, Delfino había comenzado a trabajar el terreno de La vega, propiedad de Elías Álvarez, un rico ganadero de Chicontla. Se había comprometido a terminar pronto la faena, don Elías iba a ser su compadre y no podía fallarle, además, estaba ahorrando para celebrar el bautizo de su primogénito nacido el día de la Candelaria. Cuando giró para empezar un nuevo surco, se había topado con esa argolla de metal; había avanzado en su tarea, sólo faltaba barbechar el frente de las ruinas donde hacía mucho tiempo se habían levantado unas casas de mampostería. Decían los ancianos que en esa parte del potrero se ha-bían construido las siete casas que dieron origen al nombre del pueblo: Chicontla, del vocablo náhuatl chicome calli, que significa “siete casas”.

Por causas desconocidas el pueblo empezó a formarse del otro lado del río. Las ruinas tenían su historia y Delfino iba pensando, mientras

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su cuerpo se bamboleaba en el puente, por qué los ancestros habían abandonado esta planicie llena de pasto y árboles de cedro, donde se combinaba el cultivo de maíz, chile y frijol.

Elías Álvarez cepillaba su caballo cuando llegó Delfino. Con el alma en la boca le contó lo sucedido: ambos salieron corriendo, el amo, en el caballo, el mozo, a pie, como era la costumbre de los totonacos.

Del surco revuelto emergía un aro de bronce. Elías metió las manos y pudo palpar la redondez de las monedas mezcladas con la tierra pero supo disimular su emoción. Amarrándose un pañuelo en la cara, balbuceó:

—Son unas monedas pero vamos a esperar que se le vayan los ma-los olores para que no nos haga daño. Si el tesoro no es para nosotros se puede convertir en carbón. ¡Échale un poco de tierra encima y venimos mañana a sacarlo!

—Sí, patrón.—Le avisaré al cura para que venga a echarle agua bendita.—Como uste’ diga.—No se te ocurra contarle a nadie, ni a tu mujer, me entendiste. Yo

te voy a recompensar, vamos a hacer una fiesta para el bautizo de tu hijo.—Sí, patrón.Esa noche, armado de pico y pala, Elías Álvarez fue solo a rescatar

el tesoro; luego de cavar se dio cuenta de que era una paila chica llena de monedas de oro. Se colocó la linterna en la boca, sacó algo de su morral y ahí fue echando las monedas con la delicadeza de un prestamista. Al principio iba contándolas una por una, calculaba su peso, reconocía su redondez, mordisqueó algunas sin saber por qué, pero el temblor de sus manos hizo que perdiera la cuenta. Se levantó acalambrado, desanudó el bulto que había sacado del morral y apagó su lámpara de mano. En la noche esplendorosa se escuchaba cómo alguien arrastraba la tierra con la pala y, a lo lejos, el río, que acomodando piedras en su cauce.

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Desandando el camino de regreso, Elías soportaba el peso de tanta felicidad. Sobre el puente, a la mitad del río, se detuvo un mo-mento, luego se oyó el chasquido de un cuerpo que rompía la super-ficie del agua.

Delfino no podía dormir, se revolcaba en el petate como un gusa-no herido. Le acercó la pierna a su mujer pero ella lo rechazó, estaba en cuarentena. Soñó con el rey que convertía en oro todo lo que tocaba: vasos de oro, platos de oro, anillos de oro, peces de oro… Al cantar los gallos despertó sobresaltado: “¿Peces de oro? Qué sueño tan raro he tenido”. Salió de su jacal, quiso correr hacia el potrero pero se arrepin-tió y fue directo a la casa de su amo.

—¡Compadrito, ya es hora!Don Elías abrió la puerta y se asomó, tenía el dedo índice enfrente

de los labios.—¡No grites, que vas a despertar a todos! Pasa a sentarte.—Ya amaneció, compadre, ya es hora de ir a La vega.—Mira, anoche hablé con el padre pero no quiso acompañarnos

porque iba a salir muy temprano a visitar a un enfermo, me dijo que eso es cosa del diablo, que él no se mete. Y tú sabes que yo soy respe-tuoso de la palabra de Dios —dijo levantando la mano como un cura durante su sermón.

—Pero uste’ dijo que hoy íbamos a…—Sí, eso dije ayer —contestó interrumpiéndolo, se acomodó en

su silla.—Entonces, ¿qué vamos a hacer?—Vamos a esperar que regrese el padrecito. Además, con la carre-

ra de ayer me volvieron a molestar las reumas —explicó sobando con sus manos una de sus pantorrillas—. No puedo ni caminar.

—Pero si alguien se da cuenta nos van a ganar…

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—Ya te dije que no vamos a hacer nada sin el padre, sin que nos amparemos con su santa presencia.

—Pero yo puedo ir a ver qué pasó —volvió a insistir.—¡Ah, cómo molestas! No vas a ir a ningún lado sin que yo te lo

ordene —dijo levantando la voz—. En este momento vas a la iglesia y ahí esperas al padre hasta que regrese, ¿entendiste?

—Sí, señor.—Órale, vete a echar pulgas a otra parte —dijo tomándolo del

brazo y lo llevó a la puerta. Delfino, en lugar de ir a la iglesia, fue al potrero donde habían

dejado la razón de su insomnio. Grande fue su sorpresa al llegar: en el terreno sólo encontró cenizas sobre tierra revuelta. Todavía con el desconsuelo apretando su garganta regresó al pueblo para dar la noticia. Le contó lo sucedido a su patrón, quien mientras lo escuchaba seguía con sus labores cotidianas en la tienda: en el lugar donde estaban las monedas sólo vio tierra yerma cubierta de ceniza y unos mechones chamuscados que olían a azufre y las huellas de unos chivos...

—¡Te lo dije! Tú tuviste la culpa por ir solo, pero ya no te preocu-pes; yo soy hombre de palabra, vamos a celebrar el bautizo de tu hijo.

Don Elías dejó de embolsar los kilos de azúcar que necesitaba; algunas personas preferían ese endulzante para su café que la tradicio-nal panela extraída de la caña de azúcar. Caminó hacia la habitación contigua, regresó y le extendió a Delfino unos billetes envueltos en papel de estraza. El mozo los recibió con las manos abiertas.

—Vete ya y no le platiques nada a mi comadre; dile que te hice un préstamo para chapear La vega. Con eso cómprale unas naguas y una ropita para el niño.

—Sí, compadre.

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—Le vamos a celebrar una fiesta a mi ahijado matando unos ma-rranos. Por los gastos no te preocupes, yo invito.

—Dios se lo pague, compadre.—Ándale, ándale, que te vaya bien. Ya después hacemos cuentas…A los tres días se celebró una gran fiesta: el bautizo del niño, a quien

pusieron por nombre Candelario. A la comida fue invitado el general Rodolfo Herrero y su Estado Mayor.

2. Rodolfo HerreroLa fama de pistolero que tenía Rodolfo Herrero se la había ganado a pul-so. Cuando trabajó para el general villista Adán Gaviño en las Guardias Blancas de las compañías petroleras de la región de Poza Rica, su sueldo era pagado en dólares, suficiente dinero para un hombre que vivía con una mujer y dos hijos. Así que en sus ratos libres aprovechaba el tiempo para mejorar en el tiro al blanco. Cada día gastaba, cuando menos, cien balas perfeccionando su pulso, ya que la empresa le proporcionaba el parque que fuera necesario. Decían que era capaz de volar un cigarrillo de la boca de un paisano a veinte metros de distancia con su pistola calibre 44 o de pegarle un tiro a una moneda lanzada al aire para un volado. Facundo Garrido, uno de sus hombres de confianza, guardaba una moneda atravesada por un disparo suyo. Este rumor corría constan-temente donde Herrero se paraba, aunque nadie quería comprobarlo en carne propia.

Cuentan que un día, en su rancho de Plan de Progreso, logró abatir a un gavilán que estaba en lo más alto de un árbol seco, mirándolo por el

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Palacio de Chicontla. En el costado derecho de la construcción estaba la casa de Leoncio Rivera; ahí se hospedaba Rodolfo Herrero.

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diamante de su sortija como si fuera un espejo. Colocó su mano izquier-da a la altura del rostro para mirar el reflejo del ave en la piedra, alzó su mano derecha con la pistola amartillada y jaló del gatillo: el gavilán cayó al suelo al mismo tiempo que el grito de admiración de sus asistentes.

—¡Es usted un chingón, mi general! —le dijo Miguel B. Márquez, alias “el Orejón”, quien era uno de sus hombres más fieles.

Él lo miró complacido, perdonándole la falta de respeto.Rodolfo Herrero Hernández había nacido en Zacatlán en 1880.

Comenzó la carrera de las armas en el Ejército Federal, pero cuando ocurrió el licenciamiento del ejército en 1914, entregó las armas al 23 batallón al que pertenecía y se incorporó a las fuerzas del general Daniel Cerecedo Estrada en Zacatlán. En 1915 Herrero se había adherido al intento de Félix Díaz de dar un golpe de Estado contra el gobierno de la Convención de Aguascalientes pero fracasaron. Al triunfar la revolución constitucionalista fue a prisión, pero recibió una amnistía y regresó a la región de Villa Juárez. También había militado bajo las órdenes del general Manuel Peláez, enemigo del constitucionalismo, y de Adampol Gaviño, quienes con armas y municiones se vendían al mejor postor extorsionando a las compañías petroleras de la zona de Poza Rica y Tampico, cobrándoles un elevado impuesto por su protección. Las com-pañías pagaban muy bien por sus servicios y mantenían la inestabilidad en la zona petrolera pues temían que el gobierno carrancista aplicara en su contra el contenido del artículo 27 de la Constitución de 1917. Así, estuvo operando en la huasteca veracruzana hasta que se amnistió al gobierno del presidente Carranza por conducto del general Francisco de Paula Mariel en Villa Juárez, quien como comandante militar de la zona había extendido su política de pacificación hacia todos los rebeldes.

La rendición había sido en Villa Juárez, Puebla, el 8 de marzo de 1920. El general Francisco de Paula Mariel lo había convencido de que

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De Rodolfo Herrero se decía que era capaz, con su pistola, de volar un cigarrillo de la boca de un paisano, a veinte metros de distancia.

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se rindiera al gobierno de Carranza. Le iban a reconocer su grado de militar y el de su Estado Mayor; además de darle una cantidad conside-rable de dinero para pagar los haberes de su tropa. Era tiempo de vivir en paz —le habían dicho, y él así lo había creído—. Nada de andarse cuidando las espaldas, ni de dormir poco, ni de sentarse a comer siem-pre pegado a la pared lejos de las ventanas. Por fin podría dedicarse a cuidar el rancho sin ningún sobresalto.

En los arreglos estipulados para la rendición de Herrero, su jefe de Estado Mayor, Miguel B. Márquez, propuso las siguientes bases para la capitulación:

Primera. Que el general Rodolfo Herrero, con todos sus jefes, oficiales y tropa, reconocerían de hecho y de derecho el Gobierno legítimo del señor don Venustiano Carranza, cuya suprema autoridad respetarían en lo sucesivo.

Segunda. Que tanto al general Rodolfo Herrero, como a todos sus jefes y oficiales, en nombre de la nación, se les reconocerían sus respec-tivos grados por la Secretaría de Guerra y Marina.

Tercera. Que las fuerzas del general Rodolfo Herrero serían reor-ganizadas y equipadas, dotándoseles de armamento y municiones y su-ministrándoles los haberes correspondientes a sus respectivos empleos.

Cuarta. Que dichas fuerzas, ya organizadas, se incorporarían a la Brigada del general Mariel, y bajo las inmediatas órdenes del general Herrero, guarnecerían la zona comprendida entre los municipios de la Unión, perteneciente a Huauchinango; Jopala, del Distrito de Zacatlán (ambos del estado de Puebla) y Progreso de Zaragoza, Veracruz.

Quinta. Que las bases propuestas serían sometidas a la aprobación de la Secretaría de Guerra y Marina; y una vez aprobadas también por el señor presidente de la República, quedarían debidamente legalizadas

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Momento previo a la rendición de Rodolfo Herrero ante el general Francisco de P. Mariel en Villa Juárez, en marzo de 1920. Al centro, con el sombrero en la mano derecha, Rodolfo Herrero.

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y se firmarían en Villa Juárez, por ambos generales, ante la presencia del ciudadano presidente municipal y demás autoridades de la localidad, en la fecha que oportunamente se fijaría. De todos los trámites administra-tivos se encargaría el general Mariel.

Ese día, el general Francisco de Paula Mariel, oficial mayor de la secretaría de Guerra y Marina del gobierno de Venustiano Carranza, llegó a Villa Juárez acompañado de su Estado Mayor; luego se presentó Rodolfo Herrero acompañado del coronel César Lechuga, de Miguel B. Márquez, además de varios oficiales y una pequeña escolta.

En una de las esquinas de la Plaza de Armas, a un costado del Palacio Municipal, frente a la casa de Lauro González, se levantó un gran arco triunfal para dar la bienvenida a los distinguidos visitantes; se colocaron banderas tricolores y palmas. El acto, por su trascendencia, había reunido a mucha gente de las rancherías y de la Villa. Estaban pre-sentes las autoridades civiles, los comerciantes, un grupo de escolares y los personajes de la política local. Juan Esquitín, Juan Córdova, Miguel Ángel Esquitín y Lauro González Tello, entre otros. Este último, muy preocupado porque su hijo Laureano fuera a caerse del arco, pues lo habían invitado a representar a las fuerzas federales vestido de soldado junto con otro niño vestido de revolucionario, apenas alcanzó a sacar la cara, justo detrás de Rodolfo Herrero y uno de sus oficiales, cuando el fo-tógrafo Manuel Márquez comenzó a imprimir sus primeras fotografías, mientras una niña le entregaba al general Mariel una corona de flores.

Luego, ya en la Plaza de Armas, se procedió a declarar la rendi-ción del general Rodolfo Herrero al supremo gobierno, levantándose el acta correspondiente. A Josué Galindo, secretario del Ayuntamien-to, correspondió el protocolo de la lectura del acta y levantar las firmas correspondientes.

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Vinieron la celebración y las felicitaciones por la labor política de Mariel al haber convencido al general Herrero de su rendición, pues con esto llegarían el orden, la paz y el bienestar a esa zona. Se ofreció un banquete en honor de los dos generales; los huapangueros amenizaron la comida y se consumió el mejor vino; todos estaban contentos, hasta los antiguos enemigos tuvieron que darse la mano en señal de paz.

Al día siguiente, al regresar a la Ciudad de México, hicieron un alto en Necaxa, donde nuevamente agasajaron a Mariel y a Herrero. Ya en Huauchinango, las autoridades los invitaron a pernoctar ahí para asistir a un baile que la sociedad les ofreció a los generales y a su comitiva. Esa noche, en el Palacio Municipal, siguió latente el espíritu de cama-radería y atenciones, mientras los jóvenes danzaban deleitándose con la música de los violines. En ese ambiente casi se podía tocar la paz con la punta de los dedos.

Rodolfo era un hombre robusto, de ancho tórax y brazos muscu-losos. Sus manos eran hábiles para ejecutar las suertes de los charros, como el pial y las manganas. Montaba bien y en buenos caballos; seleccionaba personalmente los aparejos de sus monturas, tenía tres sillas de montar que Ernesto Herrero, un primo suyo, le había traído de Jalisco. Los domingos, día de plaza en Coyutla, el pueblo más cercano a su rancho, Rodolfo Herrero paseaba arrogante en su caballo alazán presumiendo sus espuelas plateadas.

Había participado en varias escaramuzas de la Revolución y eso lo hizo desconfiado. En épocas de campaña dormía poco, el insomnio era su acompañante más frecuente, se levantaba a hacer la guardia con sus hombres y platicaba con ellos hasta la madrugada. Se acostaba en un lugar y lo hallaban descansando en otro lecho. Fue su escolta perso-nal la que empezó a decir que Rodolfo dormía montado en su caballo

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aprovechando las largas caminatas a la luz de la luna, arrullado por el aullar de los coyotes.

Esa fama de buen tirador, su valentía en la batallas y la rapidez con la que desenfundaba su pistola le habían ganado el prestigio y el respeto de su tropa y de todos los hombres de la zona. Sus andanzas en la sierra de Puebla dejaron honda huella en los serranos porque le gustaba arrasar los pueblos en los que presentaba combate contra los constitucionalistas; Ixtepec, por los rumbos de Caxhuacan, había sido un lugar devorado por las llamas que provocaron las fuerzas de Herrero, que demostraban la brutalidad de sus métodos con el fin de mantener el control militar y económico en las zonas donde merodeaban.

3. Una canción para mi generalCon el sopor del calor causando estragos, los invitados departían en la casa de Elías Álvarez, en ese entonces presidente auxiliar de Chicontla, bajo la sombra de unas jacarandas. Esa tarde, en la comida para celebrar el bautizo de Candelario, el general Rodolfo Herrero fue agasajado como un gran personaje. En la mesa lo acompañaron Elías Álvarez, Mi-guel Álvarez y su esposa Rosaura, junto con su hija Modestita, Leoncio Rivera y María Álvarez, los coroneles César Lechuga y Miguel B. Már-quez, el cura del pueblo, Delfino y su esposa, que cargaba orgullosa al pequeño Candelario.

“A ver, don Elpidio, venga a cantarle a mi general la canción que estaba ensayando en la mañana. A mí me gustó, espero que a usted tam-bién le guste, mi general”, dijo Elías haciendo una reverencia. El aludido

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se acercó, un tanto tímido, al grupo de hombres que saboreaba unas carnitas de cerdo. Era de mediana estatura, vestía un pantalón holgado, calzaba botines. En su cuello se enroscaba un paliacate rojo. Su rostro era sanguíneo, la frente despoblada, las orejas grandes, igual que sus manos. Levantó su instrumento apoyándolo en su hombro, entornó los ojos y comenzó a deslizar el arco sobre las cuerdas del violín, un sonido agradable se expandió en el ambiente. De su voz educada brotaron los primeros versos: “Que bonitos ojos tienes, debajo de esas dos cejas, debajo de esas dos cejas, que bonitos ojos tienes”.

Su concentración era admirable, hombre e instrumento parecían haber sido creados el uno para el otro; por momentos no se sabía quién manipulaba a quién, la agilidad de las manos contrastaba con los soni-dos agudos del violín. “Ellos me quieren mirar, pero si tú no los dejas, pero si tú no los dejas, ni siquiera parpadear”.

El general hizo un gesto de aprobación con la cabeza, se quitó el sombrero, levantó su cerveza y dijo salud a los invitados. “Besar tus labios quisiera, beeeeesar tus labios quisiera, malagueña salerosa, y de-cirte niña hermosa”. Al repetir la palabra besar, don Elpidio emitió un falsete propio de los huapangueros que llamó la atención de todos los presentes, ganándose un aplauso prolongado. “…Como el candooooor de una roooosaaaaaa”.

La voz y el movimiento de la mano se detuvieron en el mismo instante. Las mujeres sonrieron complacidas, los hombres se pusieron de pie. Limpiando el sudor de su frente, el huapanguero agradecía los aplausos.

—¿Cómo se llama la canción, don Elpidio? —se interesó el general.

—Es un huapango que me encargó “el Árabe”, señor, pero todavía no le pongo nombre a la canción.

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—A ver cuándo me hace usted el favor de acompañarme a Villa Juárez, me gustaría que le cantara esa canción a unos amigos —dijo guiñándole un ojo.

—¡Cuando usted ordene, mi general!Al terminar la comida se oyó un alboroto de las muchachas que

atendían en la cocina, pues para evitar miradas maliciosas, un grupo de señoras respetables servía a los comensales.

—¿Qué pasó, por qué tanto escándalo?—¡Es que le quebraron la pata a Margarita!—¿Se cayó del caballo?—La abuela Nicolasa le aventó un leño porque le estuvo rezongan-

do; no le quiso hacer un mandado.—Busquen a don José, el huesero.—N´osta. Dicen que se fue a Villa Juárez.—¿Dónde está la niña? —preguntó el general, abriéndose paso

entre las mujeres.—Allá, en la tienda, enfrente de la casa. No la pueden calmar.El general y su comitiva se levantaron deprisa, se dirigieron a la

tienda para ver a la niña. En otra mesa, el teniente Hermilo Herrero masculló algo ininteligible al verlo pasar; sus acompañantes, que juga-ban baraja, no se inmutaron ni se movieron de sus asientos. Abelardo Lima, Facundo Garrido y Herminio Márquez conocían las reacciones violentas del hermano menor del general, y nadie quería exponerse a contrariarlo; todavía estaba fresco el recuerdo del muchacho que vivía con Rosita.

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4. Hermilo HerreroTodo había sucedido el año anterior, en el mes de noviembre, cuando se celebraba la fiesta en honor de San Andrés, el patrono de Coyutla, en la que el coronel Hermilo había perdido dinero apostando en las carre-ras de caballos y traía un humor de los mil diablos. Para tranquilizarse tomaba unas cervezas en una esquina de la plaza de armas, su cantina preferida; pero llegó “el Bigotes” muy contento de haber ganado la últi-ma carrera, esa en la que el coronel Herrero había perdido sus ganancias por culpa de un caballo tordillo.

—Esta tarde yo invito, señores, ¡cervezas para todos! —había dicho “el Bigotes”.

Era un muchachito de unos dieciocho años, sin ninguna experien-cia en las cantinas y que a las tres cervezas se andaba cayendo entre las mesas. Le apodaban “el Bigotes” porque siendo niño se había pintado unos bigotes largos para imitar a Emiliano Zapata; a los dieciséis años, obligado por las circunstancias de miseria, se unió a las fuerzas del cau-dillo y combatió a su lado, pero huyó de Morelos cuando los hombres de Guajardo traicionaron al líder agrarista, pues había pena de muerte para todos los que apoyaron la rebelión zapatista.

—Aquí no hay nadie que le gane a mi caballo —decía con los ojos revoloteándole en la cara.

Hermilo lo miraba de reojo y escupía a la tierra apisonada con esa expresión que le nacía cuando la ira lo quemaba por dentro.

—¡Alguien que le diga a ese muchacho que se calle, ya me está haciendo encabronar! —gritó de pronto.

—No le haga caso, coronel, ya está borracho. ¡Ahorita lo sacamos!Pero nadie se movió para callarlo, todos los asistentes eran gente de

confianza del coronel, así que nadie desconfiaba. El muchacho se acercó a la mesa de Hermilo con un cartón de cervezas.

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—No se enoje, mi coronel. Su caballo perdió ante un buen caballo. Y del jinete, pos ya mejor no hablo. Yo soy tan buen amansador como lo era mi general Zapata.

—¡Ya cállate muchacho, que estás diciendo disparates!—¡No, coronel! Yo le gané en buena lid a su caballo, sin trampas, y

no me voy a callar. ¿Por qué me voy a callar? ¡Mejor tómese una cerveza conmigo!

El muchacho movió la mano izquierda para tomar una cerveza del cartón y echó hacia atrás la derecha buscando su navaja para destaparla, pero Hermilo se levantó bruscamente y, sacando su pistola, le disparó dos tiros en el vientre. El estruendo se confundió con los cohetes. El muchacho lo miró sin entender, con una mirada de niño asustado. La cerveza resbaló de su mano, se fue de bruces sobre la mesa. Unas mo-nedas rodaron por el suelo con sonido macabro.

—¡Ustedes son testigos, fue en defensa propia! —dijo Hermilo con un tono que no admitía réplica—. ¡Este muchacho pendejo me quiso madrugar!

“El Bigotes” no llevaba pistola, la había dejado encargada en una tienda para poder montar el caballo en la carrera. Nadie dijo nada, todos se retiraron en silencio. La navaja brillaba en el suelo como una luna mala.Cuando el general se enteró del suceso fue a buscar a Hermilo, quien esta-ba en el potrero marcando unos novillos; le habló en un tono despiadado:

—¡Nomás no te fusilo porque eres mi hermano! —dijo colérico, dio media vuelta y clavó las espuelas al caballo.

Hermilo echaba lumbre por los ojos, tenía la boca seca y arrojaba escupitajos en el suelo, luego los aplastaba con la punta de las botas:

—¡Todo por culpa de ese pinche muchacho! Hermilo era muy parecido a su hermano mayor, pero más alto y más

fornido. Su mirada era dura y su rostro tenía un gesto como si estuviera

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De izquierda a derecha, sentados, Hermilo y Rodolfo Herrero, junto con sus oficiales en Progreso de Zaragoza. Junio de 1918.

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Los últimos días de Venustiano Carranza en la Sierra Norte de Puebla

enojado; el mentón cuadrado, el bigote abundante, con la punta hacia abajo, la patilla recortada, las orejas grandes, le asomaba una onda de su pelo castaño debajo del sombrero texano. Siempre vestía bien aci-calado, su pistola al lado, y en la hebilla de su cinturón resaltaban las tres letras (HHH) de su nombre. Pero su carácter lo diferenciaba de su hermano: era colérico, explosivo, frío, sanguinario, desconfiado, siem-pre enemigo de las normas y de la autoridad. Sólo toleraba la autoridad de Rodolfo; sin embargo, era muy complaciente y cariñoso con sus dos hermanas menores: Consuelo y Elisa.

Hermilo siempre andaba custodiado por sus hombres: Abelardo Lima, asesino y sanguinario, fiel como un perro, capaz de matar a sangre fría a hombres y mujeres, callado, encargado de hacer los trabajos de eliminación de sospechosos o enemigos; Facundo Garrido, de carácter sociable, siempre andaba tras las faldas de una mujer, buen rastreador, conocía todas las veredas de la sierra, también era asesino a sueldo, se distinguía de los demás por su pelo rojizo; y Herminio Márquez, joven, amargado, belicoso, vengativo, arriesgado en las acciones, como si no le importara morir; lo habían aceptado en el grupo compacto porque venía huyendo de los hombres de Barrios que habían asesinado a sus hermanos Emilio, Gaspar y Esteban. En esa época, Rodolfo Herrero y Gabriel Barrios eran enemigos declarados

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Un mantel oloroso a pólvora

5. Un improvisado cirujanoEn la casa de Elías Álvarez reinaba el desorden. La niña, recostada en un catre, se quejaba. El general se agachó para revisarle la pierna: un pedazo de hueso astillado se asomaba entre las carnes. La chiquilla, mirando la herida, gritaba asustada.

—Necesito agua hervida, señora —ordenó—, ¡y ustedes, sú-banla con cuidado al mostrador! ¡Miguel, dame el botiquín que traes en el caballo!

—Sí, señor.Recostada sobre una cobija que habían puesto en el mostrador,

la niña abría los ojos espantada como una lagartija.—¿Cómo te llamas, pequeña?—Margarita —dijo sollozando.—No te preocupes, Margarita, te vamos a curar pero te va a

doler un poquito. Mira, vas a morder este pañuelo, si te duele, me levantas la mano. ¿Me entendiste?

—¡Sí, sí, pero no me vaya a cortar la pierna! —suplicó.—No te preocupes. Habían traído agua caliente en una palangana y unas toallas. El

general se lavó las manos, luego abrió su maletín y sacó unos frascos con polvos, ungüento y vendas.

—¡Ahora sí! —dijo enérgico— ¡Agárrenla con fuerza de los brazos y piernas y no la suelten! ¡Margarita, muerde fuerte el pañuelo!

Al contacto de la gasa con el agua caliente sobre su piel, la niña dio un alarido y perdió el conocimiento.

—Mejor así —murmuró el improvisado cirujano—. A ver si puedo colocar el hueso. Sería una lástima que esta muchachita no volviera a caminar como Dios manda.