Aqui fui feliz

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Novela ambientada en un pueblo de la España rural de los años veinte, las duras condiciones de vida, el clima extremo y las penurias económicas marcadas por las costumbres y servidumbres de la época.Los lazos familiares y la interrelación entre sus miembros. Especialmente sustentada en la figura del abuelo. La emigración como último recurso para sobrevivir, con la guerra civil de por medio.Narrada en primera persona bajo del prisma de las vivencias y recuerdos de un niño.

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Aquí fui felizGabriel Torrecilla Jimeno

«Si recuerdas el pasado que te sirva para algo constructivo en el futuro»

(Doménico Cieri Estrada)

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© Gabriel Torrecilla Jimeno

I.S.B.N.: 978-84-15344-80-3

Edita:

Impreso en España

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de

su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo

alguno sin permiso previo y por escrito del autor.

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ÍNDICE

EL TÍO PASCUAL .................................................................. 7

MI PUEBLO .......................................................................... 15

EL ABUELO TALÍN ............................................................... 31

TIEMPOS DE CAMBIOS ....................................................... 47

MARÍA .................................................................................. 85

UNA VIDA NUEVA ............................................................... 109

EL PECAS.............................................................................. 125

CARTAS DESDE ULTRAMAR ................................................ 143

EL TIO ANASTASIO ............................................................. 167

CAPÍTULO FINAL ................................................................ 179

AGRADECIMIENTOS ........................................................... 197

NOTAS .................................................................................. 199

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Capítulo I

EL TÍO PASCUAL

Calle abajo, mirando al cielo y con la zozobra en el cuerpo, –han toca-do las campanas en el reloj del ayuntamiento–, como de costumbre había repetido mentalmente uno a uno los sonidos del badajo y al final la misma pregunta –¿he contado dos veces o he comenzado tarde?– el miedo siem-pre hace jugar malas pasadas. En ese momento acudió a su mente el reloj del tío Pascual, ese que quiso regalarle el día de su cumpleaños.

El tío Pascual trabajaba en la compañía de la luz poniendo postes por toda España, o por Bilbao, que más daba, fuera del pueblo debía de haber mucha gente, otros pueblos e incluso ciudades donde había muchas tien-das, grandes avenidas, parques, trenes, y toda clase de coches y comodida-des, pero lo que no se conoce no existe o al menos cuesta mucho imaginar, o creer, al fin y al cabo sólo conocía el pueblo de al lado. La gente era parecida, las calles iguales y la gente hablaba de la misma manera, si acaso tenían un aspecto más raro era por la forma de mirar, esas caras mostraban signos de extrañeza, bien porque no te conocían o por esa rivalidad y mala fama que cada pueblo atribuía al contrario. A decir verdad sí que parecían diferentes, más huraños– ¡yo que sé!–, a fin de cuentas no tenía ni idea de sus nombres, quehaceres o sus familias y apodos y sin apodo es imposible sacar conclusiones.

El reloj tenía una correa metálica de esas flexibles, con una esfera do-rada y unas manecillas con forma de flecha, grandes como todo el reloj en sí, demasiado para una muñeca tan pequeña y unos brazos tan delga-dos, el segundero sería muy útil para cronometrar carreras, controlar los tiempos en el juego o cuestiones vitales en aquellos años tan variopintas cómo la duración de un eructo, un pedo del «Guindilla» o los bostezos del Angelito que siempre tenía cara de sueño. Comentaba en la escuela

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que tenía que ir a buscar las vacas y ordeñar antes de venir a clase, era la única manera de no entrar en discusiones acaloradas ya que contar mentalmente suponía que un segundo depende de quien lo contara era cuestión de un suspiro o una eternidad, el único reloj en la escuela era el del maestro, que como siempre, estaba parado a la hora de la salida y adelantado a la hora de entrar.

Tenía una ventanita dónde marcaba el día pero no el mes, sería útil, pues, cada mañana antes de empezar había que poner la fecha, –previa-mente se pasaba lista– cosa que no acababa de entender pues se escribía en aquellas pizarras individuales, con aquellos pizarrines redondos que tan poco duraban y a cada cambio de materia había que borrar o corregir, si acaso en la clase de los mayores que ya utilizaban el «plumín» y los cua-dernos de papel sí que tenía algún sentido, pero las normas son las normas y en aquellos años normas había.

El reloj parecía un poco anticuado ya rozado el cristal que cubría la esfera, las ventajas están enumeradas pero por otra parte había que sopesar los inconvenientes, romperlo tendría serias consecuencias, las cosas según los mayores estaban hechas para cuidarlas, había que pasar por el trago de enseñárselo a todo el mundo y al final lo convertiría en el punto de referencia, tanto en la clase para anunciar cuanto faltaba y arriesgarse a ser importunado por todo el mundo y que el maestro te sorprendiera hablan-do con el compañero con la consiguiente bofetada que caía a continuación, –¿quién tenía la hombría de negarle la hora al «Gorila» o al «Mula», «!quita quita¡» el primero que vaya al retrete que abra la ventana y asome la cabeza para ver el reloj del ayuntamiento, y si no a esperar que salgan las niñas del otro edificio que esas siempre salen puntual.

El tío Pascual no sabía leer ni escribir, siempre había «estado pastor» en el monte hasta que se fue a la mili. Había servido en caballería y siempre contaba que nunca pegó un tiro, hablaba del «rancho» y caballos y de la mujer de un capitán, nunca dijo su nombre ni qué tipo de relación tenían, si es que la hubo, pero hablaba de una mujer bandera y modales finos, de cantinas, guardias y borracheras y que sin «perras» no eras nadie en la vida. Sonaba raro e inteligible, no sé si hablaba con el convencimiento de que hasta que no hacías la mili no conocías el mundo, o había descubierto que la única manera de vivir era fuera de ese pueblo que tantas veces había defendido y del que nunca había prometido salir.

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–¡Qué angustia¡ ¿serán las nueve o las diez?– que bien vendría el reloj para confirmarlo, sólo imaginar llegar tarde a casa, con todos reunidos en la mesa y tener que pasar el trago allí de pie y dando explicaciones obser-vando la mueca de risita del resto de hermanos y la cara de preocupación de la madre y más después de las advertencias, ese aviso de que la próxima vez sería la última y las consecuencias el fin del mundo… de cualquier manera las nueve es tarde pero las diez, ¿qué excusa verosímil se puede poner?,– ¡piensa, piensa!, – ¿qué más da?, al final no tendrás ni tan siquiera la opción de explicarte, confía en la suerte e improvisa sobre la marcha, acuérdate de esos discursos ensayados mentalmente, tan bien hilvanados y convincentes y al final tan inútiles e inconsistentes, nada comienza con el guión que habías escrito y salen preguntas que ni siquiera habías estu-diado, – «¿Qué pasará por la cabeza de los adultos?», «¿Qué manera es esa de preguntar?» al final llegas a pensar que llevamos en la cara escrito, –¡Te estoy mintiendo, me vas a pillar!.

Tanto devaneo no me lleva a percatarme que estoy pasando por delante de la huerta de la Macaria, esa casa siempre a oscuras y donde cuelgan de las ventanas intestinos de animales, secos e hinchados, sujetos de una cuerda basta y ondeando al albur del viento, ¿Qué sentido tienen secos y arrugados, sujetos a las inclemencias del tiempo y expuestos a humos y su-ciedad? Los chorizos y las morcillas se hacen con intestino fresco y lavado, supongo tendrán otra utilidad, pero no es óbice que deje volar mi imagina-ción, todo en esa casa está envuelto en un halo de misterio, incluso los per-sonajes que la habitan emanan ese aura de enigma y superstición, algunos hablan de brujería y ritos, algunas beatas se santiguan y otros simplemente eluden la conversación bien por indiferencia, despecho o precaución.

Siempre me ha intrigado conocer qué hay de puertas adentro, qué co-men y qué aspecto tendrá el interior, ¿será todo tan lúgubre como lo exter-no?, qué tipo de utensilios, enseres y aperos es otra pregunta recurrente, no conozco a nadie que haya estado dentro y lo peor es ese perro –¡mierda!– con la prisa había olvidado el perro, justo en el momento que ya se había abalanzado sobre mí, con los dientes fuera de la boca, babeando, y con ese gruñido tan amenazador que me estaba paralizando las extremidades, «¡piensa!,!no corras!, es lo peor que puedes hacer, no le mires a los ojos y retírate poco a poco», imposible pensar y aún menos respirar, siempre había evitado ese perro, siempre había evitado todos los perros conflictivos, pero ese perro, ese perro era el terror, era, ¡el perro de la Macaria!.

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–Negro, Negro– alguien estaba llamando al perro –malditos mucha-chos, no tienen otra cosa que hacer que molestar a todo el mundo ¡sinver-güenza! ya se lo diré a tu padre que te pasas todo el día tirándole piedras, luego dirás que el perro es malo, lo que os hacía falta era una buena vara de mimbre, ibais a andar como velas.

–Negro ven aquí– era la Macaria la que gritaba, mientras se secaba las manos en un mandil de cuadros mugriento, costaba imaginar que llegó a ser nuevo y más aún que lo hubiera lavado alguna vez.

Todavía paralizado no sabía qué es lo que me daba más miedo, si el perro que se había retirado a una distancia prudencial, aunque todavía amenazante, o la mujer con ese aspecto de bruja, desdentada, malformada, con esa estatura minúscula y grotesca, esa voz tan aguda y esos ojos tan penetrantes, carentes de toda expresión, sin un atisbo de humanidad, todo en ella denotaba fealdad, recelo y repugnancia al mismo tiempo.

–¡Yo no he sido!, ¡yo «noechonaa»!,– era todo lo que pude decir entre sollozos y balbuceando, al mismo tiempo que echaba a correr calle abajo, con la respiración entrecortada y esa flojera de piernas que el miedo deja durante un buen rato. –¡Ojalá te mueras bruja, tú y tu perro, sarnosa!–. Un sudor frío me recorría la espalda, tenía dificultad para respirar y las piernas apenas podían aguantarme de pie, –la culpa de todo la tenía el «Chinche»– pensé, siempre hacía lo mismo cuando jugaban a la «pataelbote», todos salían a esconderse y se arriesgaban para poder rescatar a los pillados, pero él siempre se escondía de tal manera que era el último al que pillaban, algu-no comentaba que se iba a casa, cenaba y acudía después, aunque una vez comprobé que era capaz de entrar en el sitio más inverosímil y permanecer quieto y sin moverse el tiempo que hiciera falta, lo peor era que el juego se alargaba eternamente y si querías marcharte los más mayores te daban los correspondientes «estoliques», aunque a decir verdad los mayores siempre conocían alguna regla, norma o salvedad que hacía que acabaras cobrando.

Además a estas alturas de la primavera, los días comenzaban a ser más largos y apetecibles, todo era diferente en comparación con los días de in-vierno, el cielo era más claro, los sonidos diferentes, hasta el ánimo de las personas experimentaba un cambio radical, las calles rebosaban gente, las puertas de las casas se llenaban de familias y vecinos que tomaban el fresco en animadas charlas insustanciales o discusiones nimias y acaloradas refe-rentes al tiempo, la lluvia, el día que murió la fulana o los años que el tío tal

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estuvo de alcalde o en la «Hermandad»1. Todas las calles tenían su propio sonido, su rincón o poyo de concentración, y muchas puertas y ventanas permanecían más tiempo abiertas de lo habitual, una manera de exponer ese mundo tan privado al exterior o por el contrario permitir un poco la entrada de mundo al interior.

Todo experimentaba un cambio de costumbres, todo menos la hora de ir a cenar, ese tiempo inútil de juntarse todos a compartir mesa, sin nada que decir, porque comiendo no se habla, ese tiempo de espera tensa, mira-das severas, soslayadas y esquivas dónde se cuece el reproche, el «me han dicho que el otro día tal, y a la vecina le dijiste cual y el maestro me llamó para comentar no sé qué, a tu hermana pequeña la llevas a maltraer o a tu madre le has contestado fatal, la tía «Juana» dice que no vas» y el resultado siempre es que después de cenar no se sale, «a ti te voy a leer la cartilla» o por culpa de tu hermano «te vas a enterar». ¡Y punto!

A continuación la lista de quehaceres y prohibiciones del día siguiente, el: esto no se volverá a repetir y a la cama sin más. Claro que para todo eso primero tienes que entrar, ocupar ese sitio asignado e inamovible en el banco y esperar, y yo todavía no he llegado.

–Llegas tarde, tu padre hace rato que ha venido y tu madre ha salido a llamarte varias veces– la Mauricia es la vecina que siempre está en la ventana, es igual la hora del día a la que pases, esa mujer siempre está ahí, rumiando algo entre los dientes y con algo entre las manos, trapo, patata, escoba o cacerola, el caso es que siempre está ahí, y siempre tiene algo que decir, y si «barrunta» tragedia mejor. – ¡Ay majo te la vas a cargar! –«Su frase favorita para el chaval».

Ya está, les digo lo del perro, invento algo sobre la marcha, algo de un mandao’ y «santas pascuas», pensaba asido al pomo de la puerta y cogien-do aire para entrar en casa. Además lo tengo todo ensayao’, avanzaba por el largo portalón y al abrir la puerta de la cocina mi padre acude al encuentro, bofetada y coscorrón, simultáneos, la mueca de dolor de la madre, la risita del hermano mayor y camino de la cama sin cenar, una vez más todo fuera de guión – ¡ni siquiera «mapreguntao»!

Ya en la alcoba, entre sollozos, vuelve a mi mente el tío Pascual, su vo-cabulario constaba de quince o veinte palabras, una retahíla de juramentos,

1 Agrupación de ganaderos local

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unos pocos gruñidos, asentimientos y negaciones con la cabeza, con eso podía expresarse, mantener una conversación y andar por el mundo, –no me extraña nada– pensé, seguro que de niño tuvo que batallar con un pa-dre aún más estricto, gente ruda y sin remilgos que lo envió de pastor a los diez años,– en el monte ¿con quién vas a hablar? y siendo niño ¿quién le iba a escuchar?–seguro que le pasaba como a mí, tenía muchas cosas que decir, pero a nadie a quien contar.

La alcoba era una habitación contigua a la de mis padres, separada úni-camente por una cortina de color granate con bordones que colgaban des-hilachados y sin ventana alguna al exterior, una percha con patas de corzo disecadas, un baúl repintado de color verde con tiras metálicas, un enorme cuadro de la santa cena en relieve y la pared de tablas encaladas contigua al pajar, a juego con el resto de las paredes. Albergaba una enorme cama de forja ruidosa y desvencijada, con dos colchones de lana superpuestos, donde dormía con mi hermano Abel y a los pies la cuna donde a pesar de tener cuatro años, aún dormía mi hermana María.

La cama había pertenecido a la abuela María y al abuelo Perico, lo mis-mo que la casa, cuando se casaron mis padres, se instalaron en la alcoba a la espera de casa propia y al morir el abuelo Perico la abuela pasó a ocuparla, se quedaron a vivir con ella a condición de cuidarla y desde hace unos años la abuela vive a meses con el resto de los hijos.

Mi tía Juana siempre repite que «su madre nunca tenía que haber sali-do de su casa y que ocupábamos nido ajeno», a mí me parecían cantinelas ininteligibles pues sólo lo decía cuando visitaba a la abuela, sin ni siquiera mirarme a la cara y jamás mis padres ni la abuela María habían comentado nada al respecto. Años más tarde descubriría con sorpresa el sentido de sus comentarios, así como que todas esas pocas palabras, dejes e invectivas dichas sin contexto, sin aviso e introducción, frases inconexas, parcas, y premoniciones, ocultas al lenguaje comprensible de un niño, tienen un significado muy amplio cuando te haces mayor.

–¡Ay hijo mío, qué vida te espera!– es la frase de bienvenida de la abuela María, un beso ruidoso y un tirón de orejas, es el ritual con el que siempre me recibe, el bigote me hace cosquillas y su aliento es acre y con olor a vino, tiene una botella escondida debajo de las faldas, siempre bebe cuan-do cree que no la miran pero yo la he visto muchas veces, a decir verdad, dentro de las faldas tiene que albergar todas sus posesiones, pues entre

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sayas, enaguas, pololos y ¡yo que sé!, tan pronto aparece un caramelo, pa-ñuelo, foto o polvorón, cual buen prestidigitador y dependiendo del estado de ánimo comienza el ritual de búsqueda y «voila» aparece lo deseado, el dinero es otra cosa, ese lo lleva colgado de una cuerda en un monedero negro y ajado oculto entre sus senos, muy de tanto en cuanto me da algún céntimo, aunque siempre me promete una peseta para san Lorenzo que es el patrón del pueblo.

Siempre que puedo vengo a ver a la abuela María, la tía Juana dice que ¡por el interés te quiero Andrés! La tía Juana siempre me dice las mismas co-sas, «!otra vez aquí¡ y ¿ahora qué es lo que quieres?», me mira de arriba abajo, murmura algo sobre la Virgen del Campo, se seca las manos en el delantal y me manda a hacer algún recado, siempre con indicaciones precisas, alu-siones al «¿tasenterao?» y dile al fulano que me lo apunte, que tú eres un despistao’ y algo de un nido de pájaros que tengo en la cabeza. Cuando vuelvo siempre comenta lo mucho que he tardado, que aquello no era lo que me había mandado o que el de la tienda se iba a enterar, que era un espabilado, al final siempre me tildaba de malmandao’ y el consabido: ¡más vale hacerlo que no mandarlo!.

La abuela María siempre ha sido vieja, que yo recuerde siempre la he conocido sin dientes y el mismo pañuelo a la cabeza, cada noche lo lavaba antes de acostarse, le daba un beso al escapulario que llevaba en el cuello y el ritual se tornaba a la inversa cuando se levantaba, recuerdo que me sentaba en su regazo para darme migas con leche, y los paños calientes que me aplicaba en la cara cuando me dolían las muelas, me cantaba canciones de segadores y coplas y me envolvía en su toquilla hasta que me quedaba dormido. Siempre se preparaba su comida en un pucherito de barro, y casi siempre cenaba sopas de ajo, rara vez compartía la comida con nosotros, si acaso a mí me ofrecía unas pocas pero sin compartir cuchara, ella siempre comía con la misma, ¡que como no!, guardaba entre su falda, al igual que su servilleta o como ella decía su «rodilla».

Con mi hermano era otra cosa, siempre lo tildaba de demonio, «eres igualito que tu padre», y algo así como «tienes malas entrañas». Nunca la vi hablar con mi padre, y mi madre siempre cuchicheaba con ella en voz baja cuando estaban solas, a veces mi madre lloraba y mi abuela se santiguaba.

Cuando nació mi hermana la abuela comenzó a vivir en casa de los hijos, por aquellas fechas recuerdo también que nadie vino a su bautizo,

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días antes vinieron todos a casa a conocer a la recién nacida, alguna cosa de tierras, herencias, algo relacionado con el abuelo Perico, y voces, mu-chas voces, mi hermano y yo las oíamos desde la cama acurrucados con la abuela María que no paraba de rezar.

Recuerdo que esos días también vino el tío Pascual, cosa extraña pues solo venía para la fiesta o la Navidad. Fueron unos días infrecuentes, mi hermana María no paraba de llorar, la abuela decía que a mi madre se le había avinagrado la leche por los disgustos y creo que desde entonces mi hermana siempre ha estado enferma, catarros, diarreas, piel blanca y una salud quebradiza son sus señas de identidad, siempre está entre las faldas de mi madre, apenas habla, lloriquea con suma facilidad y han establecido un vínculo un tanto especial. Mi hermano siempre va a la suya, huraño y esquivo como siempre, y yo en ninguna parte, pasaba muchos ratos con la abuela, a decir verdad la echo de menos, en el fondo sé que me quiere y yo a ella también.

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Capítulo II

MI PUEBLO

La Carmela estaba picando leña, cada mañana sabía la hora a la que se levantaba, era siempre el mismo ritual, su casa era contigua a la mía, de hecho si me asomaba por el hueco de las tablas que había en el suelo podía verla trajinar, nunca entendí por qué mi habitación estaba encima de su cuadra, se ve que en otro tiempo la casa había sido toda una, dice la abuela que éramos algo de familia, pero tampoco teníamos ninguna rela-ción, aunque a decir verdad hay muchos familiares con los que tampoco mantenemos ninguna. Alguna vez en la escuela cuando el maestro pasa lista oigo apellidos que coinciden con los míos, al llegar a casa pregunto por la coincidencia y la respuesta siempre es la misma: «¡esetuyonoes na!». Como siempre a una pregunta, otro interrogante, se ve que la respuesta no está a mi alcance, o debe ser que explicarme el grado de parentesco implica un ejercicio de pedagogía que no voy a saber interpretar, por eso cuando alguien me dice que somos primos, asiento y pienso –¡si, ya lo sé, es que tengo muchos primos!

En mi pueblo se sabe cuándo alguien se ha levantado y está en casa, sólo tienes que mirar a los tejados y observar las chimeneas, todo el mundo tiene que hacer lumbre para calentar leche y el resto de la casa, ese primer humo de la mañana denso y negro, todavía renqueante que le cuesta as-cender, perezoso como cualquiera recién levantado venciendo el peso del relente de la mañana. Siempre hace frío, rara es la mañana que una capa de escarcha no cubre los tejados, es lo mismo invierno que verano, la única di-ferencia es el grosor y el tiempo que tarda en desaparecer, el primer comen-tario de la gente al saludarse es: «¡vaya “pelona”, nos la queríamos perder!».

Sí, mi pueblo huele a humo y a teas, a hierba mojada o seca, a estiércol de las cuadras, en las calles embarradas siempre hay un reguero de boñigas

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que indican de donde proceden las vacas y adonde se dirigen, cuatro arro-yos surcan el municipio recogiendo restos fecales e inmundicias a su paso, el problema se agrava en la época de estiaje cuando el caudal se reduce y el agua queda estancada. Hace años inauguraron cuatro fuentes en el pueblo, la traída de las aguas en 1911 supuso un alivio y solucionó graves proble-mas de salubridad.

Vecinos que acarrean estiércol para los prados o muladares de las afue-ras, todo el mundo tiene los animales en casa y en los corrales, hay que aviarlos por la mañana y recogerlos a la tarde, menos en invierno que de-bido a las inclemencias del tiempo pasan muchos días encerrados en casa. Raro es el vecino que no tiene alguna bestia en casa, perro para la caza, gato, mulo, buey, cerdo, conejo, gallina o vaca, todo para consumo interno y ayuda en las tareas.

Los que han hecho de la ganadería al por mayor su modo de vida, tie-nen o alquilan «teinas»2 en las afueras.

La mayoría trabaja en el monte o en sus quehaceres, dicho de otra ma-nera todo el mundo trabaja fuera y en casa, como es de suponer siempre hay tareas por hacer y el hecho de ser un niño, no te exime de colaborar. Vas haciéndote mayor a medida de la función que realizas, – ¡ya tienes edad para hacer esto! y ¡yo a tus años ya cargaba con lo otro!– la obligación ya está impuesta de por vida hasta que asumes la siguiente o el relevo generacional se hace cargo.

– ¿Mañana tienes escuela? Pues te levantas un rato antes y lo haces, ¿tienes catequesis? pues te levantas un rato antes y lo dejas listo, mañana cuando salgas de escuela a meter leña a casa del tío «tal», antes de comer te pasas por casa de fulano y le pides «cual» y pobre de ti como se te olvide.

Todo el mundo tiene cosas que hacer, incluso mi hermano tiene las tareas asignadas, claro que éste las arregla pronto, me las encarga a mí y por mucho que reniegue lo único que consigo es algún coscorrón más de lo habitual, que me haga la vida más imposible y el aviso de que cuando tenga problemas con alguno de los mayores en el patio de la escuela le vaya a pedir ayuda al maestro armero. Aún está por la primera vez que me saque de algún atolladero, por si fuera poco me pondría en contra el resto

2 Tenadas o establos donde guardar animales

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de sus amigos, creo que éstos también abusan de él y por eso descarga su frustración conmigo.

Pasa el rato de la mañana antes de ir a la escuela cazando pájaros, los gorriones con cepo y los jilgueros con «liga», los venden por el pueblo y siempre me promete un pájaro o compartir algo del dinero que saque, «¿lo has visto tú?, ¡pues yo tampoco!».

Promete llevarme a los «casullos» que está haciendo con sus amigos, me traerá ciruelas del huerto del tío «Patrás» cuando salgan, llevarme a cuevas y lugares que sólo ellos conocen y contarme secretos y chismes que ni me imagino, el resultado siempre es el mismo, cuando lo veo en la calle y me acerco el recibimiento es el mismo – ¡tira pa’ casa y no me sigas, mocoso!–. Me prometo una y otra vez que cuando lo vea no pienso dirigirle la palabra, pero tiene la habilidad de decirle a mi padre lo que éste quiere oír, a mi madre que está haciendo lo que le ha dicho su padre y romper esa alianza tácita que hay entre los dos es una tarea harto difícil e imposible para mí. Mi hermana María es intocable, es un apéndice de mi madre, él es el aliado de mi padre, la abuela María ya no está y yo estoy en tierra de nadie.

Mujeres con braciles3 que transportan la carga de leña, algunas mientras caminan van tejiendo bufandas y pedugas4, hombres con ropa de trabajo, botas de goma y vara en mano acarreando el ganado, carretillas con pienso o lecheras, niños con el hatillo de la merienda que acercar al lugar de traba-jo de los mayores y prisa, mucha prisa, falta tiempo para abarcar todas las tareas pendientes a lo largo del día, el saludo se convierte en un «¡hala! ¡Ay voy! , ¡Epa!, un ‘pssit’» o gruñidos ininteligibles y movimientos de cabeza. Todo el mundo va a lo suyo, sin explicación alguna que dar, no se vayan a enterar, y todo queda pendiente del rato del mediodía si hace sol en la plaza del pueblo, el chato en el bar, o el comentario de la noche alrededor del fuego del hogar.

Extraña manera de comunicarse, vecinos que durante una vida se ciñen a ese saludo matutino al encontrarse, algo parecido al recogerse y cada uno a su casa, mañana Dios dirá. Se deciden cuestiones con frases enigmáticas, «¡de aquello que te dije, ya hablaremos!, ¡tengo que decirte algo, espero no te sepa mal!, ¡lo del otro día fue un malentendido!», y si no te cuadra no le di-riges la palabra nunca más y el tema queda circunscrito para ti, tu familia

3 Venda ancha de tela que se aguantaba con la frente y servía para sujetar la carga4 Calcetines de lana gruesa.

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y el resto de tus generaciones, no preguntes el motivo o el porqué de una enemistad, nadie se acuerda o el «eso viene de lejos y mejor no tocarlo», algo gordo tuvo que pasar.

El invierno es frío y duro, atenaza la voluntad de las personas y encoge el espíritu, es época de penurias y oscuridad, largo, opresor, los trabajos en la calle se detienen, el ganado pasa la mayor parte del tiempo en casa, comiéndose las reservas acumuladas al igual que las personas, los jornales no trabajados no se cobran, la leña acumulada en las cuadras y aledaños clarea y sobra tiempo, ese tiempo que desespera en el contacto, demasiado a compartir junto al fuego en un único espacio, demasiado roce para com-probar las carencias y fragilidades personales, todos juntos entorno a un fuego y demasiadas cosas que obviar, sí, el clima doblega a las personas, el frío traspasa las corazas, penetra en lo más hondo y te invade de tristeza.

Es el frío lo que forja a las personas, es el causante de ese comporta-miento austero, huraño y esquivo, es el verdadero hacedor de voluntades, una primavera corta para despertar, un verano para acaparar, un otoño para recordar y el tal maldito invierno para reflexionar, sí, esa debe ser la causa de la idiosincrasia de los habitantes de la zona, duros para aguantar, poco permeables para protegerse, y coraje para resistir, la vida depende de ti, «tú lo has de pasar».

Mucha gente mayor muere en el invierno, un resfriado es el preludio de neumonías y pulmonías, demasiado para esos cuerpos castigados, gente que permanece encerrada en casa demasiado tiempo. La nieve cubre las calles con frecuencia, en muchos entierros los hombres han de salir con palas para retirarla y hacer camino de casa del difunto a la iglesia y después al camposanto, si fuera poco castigo el morirse, la nieve y el mal tiempo también acechan para vengarse.

El pueblo está enclavado en un valle rodeado de algunos prados deli-mitados por paredes de piedras y estacas, al pie de la sierra casi siempre nevada, con las cumbres desprovistas de vegetación y un enorme bosque de pinos que lo invade todo, hay quien dice que el valle ha sido ganado al bosque, pastores que fueron quemando árboles para conseguir pastos.

Dicen que descendemos de Bracos y Pelendones5, también que somos descendientes de una colonia de bretones franceses que se instalaron aquí,

5 División del pueblo Celtíbero, Duracos, Bracos y Pelendones.

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por eso nos llaman Bretos, otros argumentan que somos descendientes de vascos, de cualquier manera gente dura y aguerrida que tuvo que luchar con un bosque inaccesible, un clima extremo, aislado sin comunicación con el resto del mundo, gente que se fue instalando sin leyes, sin autoridad visible, sin estructuras jerárquicas ni asentamientos constituidos. Algo he-mos tenido que heredar de nuestros antepasados, altaneros pero leales en los tratos, rudos pero hospitalarios, son descripciones que nos aplican en algún escrito antiguo, fuimos proveedores de madera al resto de España, los mástiles de la Armada Invencible fueron sacados de nuestros bosques, los carreteros que llevaban madera a los puertos de embarque y resto de ciudades, eran gente de aquí, las mujeres pasaban mucho tiempo solas, y colaboraban en las tareas con el mismo ímpetu que los hombres, ese es el legado, esos eran nuestros ancestros.

El progreso trajo carreteras y administraciones, ciudades y trenes, pero la gente se quedó aquí, aislada, con su bosque y la sierra, sus quehaceres, su ganado y su invierno.

Algunos se fueron a América, pocos los que vuelven, algunos con for-tuna que ayudan a crear escuelas o reparar la iglesia, construyen grandes casas y pasean su orgullo por el pueblo, otros muchos quedaron en el ol-vido y la miseria, quedando huérfanos incluso de lo que habían empeñado para salir del pueblo, al hacer la mili otros no regresan, pero la mayoría vuelven, hay quien teme por adentrarse en un bosque, la gente de aquí teme el campo abierto.

Siempre había oído la expresión: «echar raíces», las gentes de este pueblo están ancladas en el terreno, cuando intentas replantarlos en otro lugar ocurre como con las plantas, pueden sobrevivir, o morir, cada especie tiene su hábitat. Resulta muy difícil sobrevivir en uno adverso, y, al igual que aquí no crece el cereal ni las leguminosas, (algo muy común en el resto de la meseta norte, la que han dado llamar Castilla la Vieja), es la tierra idónea para el roble, el pino silvestre y la caza mayor, eso creo es lo que somos, parte irrenunciable de este ecosistema del que no podemos prescindir.

Tengo hambre, anoche me quedé sin cenar, apenas he pegado ojo, mi madre vino a darme un beso al acostarse, mi hermano tuvo su rato de guasa cuando se vino a la cama y me recordó que la costilla adobada con patatas estaba para chuparse los dedos y lo tonto que llego a ser. Pero lo

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que más me azora es tener que escuchar las monsergas de mi padre, no van dirigidas directamente a mí, los avisos van dirigidos a mi madre.

– ¡A éste lo meto en vereda!, ¡Vamos que lo pongo a raya!, ¡La culpa es tuya que le tapas todo, a saber qué hace todo el día el niño de los «güevos»! ¡Un día «destos» me lio a guantazos y vais a andar todos más rectos que una vela!

–Calla por favor, vas a despertar a los niños–. La respuesta de mi madre es siempre la misma, un susurro suplicante, sin reproche ni voluntad algu-na de llevar la contraria, un intento de apaciguar el ánimo y mañana será otro día, –No seas así, son niños ¿Qué quieres que hagan?

– ¡Lo que tienen que hacer es lo que les mandan! ¡Obedecer y aguantar-se, como los demás!– Los gritos van subiendo de tono, mi hermana María comienza a gimotear y mi hermano comienza a darme patadas recordán-dome que todo es culpa mía, como siempre.

* * *

–Ay hijo, vas a acabar conmigo –dice mi madre que ya está trajinando por la cocina –vas a acabar con todos

– Pero ¿que he hecho yo?, cuando no es por una cosa, es por otra, el caso es que no hago na’ a vuestro gusto, tampoco es pa’ tanto que llegue un rato más tarde a cenar, hago «to» lo que mandáis y encima no estáis contentos, ese hace lo que le da la gana, y nunca le decís ni mu.

– ¿Quieres nata, o te comes las patatas que quedaron de anoche?

–Dame la nata untada en un coscurro y dime lo que tengo que hacer, ¡lo mío y lo del otro!, cuanto antes acabe mejor, así me dejáis un rato en paz.

–Lleva la burra a la huerta del cura, te traes unas lecheras6 pa’ los cone-jos y cuando vuelvas, limpias las gallinas, coges media docena de huevos, te vas a la cantina del Bruno y le dices que te los cambie por un cuartillo7 de vino, ¡y no «tentretengas»! que te despistas con cualquier cosa hijo mío.

La huerta del cura es un espacio verde al lado del pueblo, mucha gente deja los animales allí durante el día, pueden pastar a sus anchas, o digamos

6 Planta silvestre de hoja ancha, con savia blanca en el interior7 Medida equivalente a medio litro

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que es la manera de sacarlos un rato de casa. Le llaman así, no sé si en realidad es del cura o no, pero todo el pueblo la utiliza y a veces es lugar de encuentro para compra y venta de ganado. Muchas veces veo gente ne-gociando por una becerra, buey de tiro o cualquier otro animal, me paro a observarlos y contemplo los aspavientos, cómicos a veces, ese gesto adusto y mirando al infinito mientras el otro habla, los desencuentros con ama-gos de retirada y reencuentro, y esa última palabra de «¡es lo último que te ofrezco, tú veras!, el otro día fulano le vendió una novilla a tal y ¿no me irás a comparar?»

Más que una conversación amistosa parece una discusión, creo que el juego consiste en hacerte el ofendido, gritar más que el contrario para car-garte de razón y mostrar el mínimo interés posible, el que compra hace un favor y el que vende siempre te regala algo, además siempre hay un tercero que les da la razón a ambos.

Si el número de contertulios aumenta, la cosa se complica, cada cual toma partido en lo que más le interesa, parece que todos compran y ven-den el mismo animal, las horas van pasando, cada vez más subidos de tono y como siempre, nunca se cierra el trato sin la controversia en la cantina y la reunión de ganaderos del mediodía en los aledaños de la plaza. La cosa es que los tratos nunca se cierran en el día, ha de durar cuanto más mejor y dejar la impresión que nadie quede satisfecho.

Después de limpiar las gallinas, me acerco a la cantina del Bruno. Por las mañanas atiende su mujer, la Paca, que además de vino vende un poco de todo: arenques en grandes cubas de madera, bacalao que cuelga de las vigas del techo, latas de conserva, fruta y verdura de la temporada... La cantina tiene una mezcla extraña de olores, no sé distinguir entre el vino y el vinagre, los dos tienen el mismo olor, fuerte, rancio, uno en grandes tina-jas de barro, el otro en pequeñas garrafas de cristal recubiertas de mimbre. Flota en el ambiente el humo acumulado de tabaco, áspero, el olor a serrín húmedo y pisado, y todos los olores que los parroquianos de la noche an-terior fueron depositando.

Las mesas están sucias, son de pino viejo, con esa capa de pátina que han ido adquiriendo con los años, tienen restos de grasa, vino muchas ve-ces derramado, quemaduras de tabaco, marcas de cuchillos y navajas. Los bancos son también de madera de pino, con tres patas cada uno para uso individual, menos uno que hay al fondo recostado debajo de la ventana

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junto a una gran cocina con la chimenea ennegrecida, lugar de recogimien-to en las noches de más frio, donde compartir un porrón y chascarrillo, un «torrenillo» y si hay dinero un arenque y unas güeñas.

Hay faroles de cristal con una vela en el interior colgados de las vigas, alguna lámpara de aceite por las mesas, y un mostrador alto de madera con una balanza y sus pesas. Detrás unas estanterías pintadas de blanco donde se alinean porrones, botellas de licor, vasos, embudos y botes con conservas, papel basto para envolver y sacos recostados en un rincón que guardan patatas, cebollas y cajas de fruta apiladas, la mayoría con naranjas y mandarinas, alguna de peras y manzanas.

La Paca es una mujer entrada en carnes, con un moño mal recogido en la nuca y cara de pocos amigos. Tiene unas bolsas negras bajo los ojos y las manos cortadas por el frío y el agua. A decir verdad, igual que su marido, los dos llevan un delantal de rayas ennegrecido y con remiendos, los dos tienen el semblante serio, el pelo canoso y alborotado, las mismas ojeras e incluso el mismo tono de voz. Lo único que a ésta le diferencia es la toqui-lla de lana verde que cuelga sobre sus hombros, ya que los dos llevan las mangas de la camisa siempre arremangadas.

Es primera hora, mi madre siempre me hace venir nada más abrir, prac-ticamos el trueque y ella siempre dice que nadie tiene porque enterarse de nuestros apaños. La única persona que tengo delante es la Felisa, aunque todo el mundo la conoce como la tía Perijula, mujer dada de siempre a la bebida. Había bebido de soltera –cuentan– de casada y ahora de viuda, y no era ningún secreto pues su propia hija la Felipa lo pregonaba a los cuatro vientos, se llamaban de todo y eran conocidas sus trifulcas en todo el pueblo, pues ésta le escondía la bebida, constantemente aguantaba sus «melopeas» y resacas con poca resignación y el «beoda, ‘resequita’ te veas, mal rayo te parta» eran las lindezas que se dedicaban día sí y día también.

Supongo que había venido a primera hora, pues al igual que yo, busca-ba la mayor intimidad para la compra, llevándose un garrafón de anís bajo el brazo.

– ¡Más abriga el jarro que el zamarro!– me dijo al salir, con un guiño de ojo y la voz de cazalla tan peculiar.

La Paca con un movimiento de cabeza y la mirada al cielo me recogió los huevos, sacó la jarra de detrás del mostrador, pegó una chupada a la

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goma que colgaba de la tinaja y el vino transcurrió lentamente hasta llenar la vasija, con un embudo lo vertió en el pequeño garrafón que yo llevaba.

–Dile a tu madre que tengo que hablar con ella– fue toda la conversa-ción que mantuvimos.

–No te lo bebas todo– me dice el Remigio mientras cerraba el portalón de su casa–guarda pa’ esta noche que se está poniendo la bardera.

Tenía razón, las primeras nubes se estaban agolpando a lomos de la sierra, la silueta del pico comenzaba a no ser visible y el viento gélido co-menzaba a notarlo como siempre en las orejas.

Los chavales iban ya camino de la escuela, se oían los gritos de los que se concentraban en el patio y la chimenea comenzaba a echar humo, un día más al que enfrentarse, comprobar si don Ramiro −el maestro− se ha levantado con el pie cambiado, aunque viendo el cambio de tiempo pocas esperanzas caben. El humor de este hombre, mejor dicho el mal humor, alcanza cotas inimaginables, siempre mantiene el ceño fruncido, −algunos lo achacan al hambre− el semblante inexpresivo y el cuerpo encorvado. Nada más entrar ya te recibe con el puntero en la mano, ese que en teo-ría debería servir para localizar un punto en esos grandes mapas colga-dos de la pared, ajados, con los bordes raídos como los de su levita y sus pantalones, reclama silencio golpeando el puntero sobre su mano abierta, acompasadamente.

– ¡Qué pérdida de tiempo!, dónde no hay no se puede sacar, más me valdría cuidar de un rebaño de ovejas, aprenderían más– su letanía favorita y su manera de dar los buenos días, al tiempo que pasa revista a manos y pelo. Si entras hablando o empujando te cae el primer punterazo, si tienes las uñas largas y las manos sucias, te cae el siguiente al mismo momento de mostrarlas. El pelo es otra de sus obsesiones, bien rapado para que no pue-dan anidar los habitantes –eufemismo con el que denomina a los piojos.

– ¡Silencio! –Brama–, pasamos lista y comenzamos– dice mientras saca del cajón de su escritorio una carpeta azul que contiene todas sus anota-ciones, baja del estrado y arrima su espalda contra la estufa instalada en un rincón. En la clase de al lado se oye el canturreo de la tabla del siete.

La escuela consta de tres aulas, una que ocupamos los niños hasta los diez años, otra en la que se ubican los mayores hasta los catorce, aunque no es extraño que muchos la abandonen a los doce, pues a esa edad es común

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comenzar a trabajar. Hay una sola clase para las niñas, aprenden a leer y escribir, a algunas ni siquiera las envían a la escuela, y desde bien pequeñas colaboran en los quehaceres de la casa.

Por la noche mantienen abierta la clase de los mayores como escuela de adultos, los que vencen el miedo o el cansancio terminan de aprender las cuatro reglas, básicas para manejarse en la vida y mejorar caligrafía.

–Sacad las pizarras, poned la fecha y copiad el dictado– mientras recita frases simples en voz alta, va llamando a su mesa uno a uno a todos los alumnos, se trata de leer la cartilla de una forma personalizada, al tiempo te pregunta donde quedaste la última vez. No es nada extraño comprobar que alguno de los más pequeños, vamos más adelantados que los mayores, incluso don Eulogio que es el maestro de la otra clase, le envía durante el recreo alguno de los más grandes de los que están a su cargo, entre ellos mi hermano, pues el paso de los años no ha servido para que aprendan correctamente a leer ni escribir.

Es el momento de estar atento, si oye jaleo mientras realiza estas funcio-nes, lanza el borrador del encerado al que cree culpable de la interrupción, su puntería es más que aceptable, pero corres el riesgo de interponerte accidentalmente en la trayectoria del destinatario. De nada sirven las alega-ciones, «algo estarías haciendo y si no haber estado más atento».

Machichaco en Vizcaya, Ajo en Santander…– ahora el soniquete de la otra clase son cabos y golfos de la península–… de La Nao en Alicante….

–El perro de Ramón no tiene rabo porque dicen… ¡geee! la ge con la e gee, ¡animal! Que solo te faltan las orejeras–. El destinatario de la diatriba es el Mula, lo observo mientras se rasca la cabeza, el pescozón ha sido sonado, – ¡gueee! La ge con la u y con la e, ¡gueee!– la cosa va subiendo de tono, al mismo tiempo que la voz del chico se va apagando, todos permanecemos con la cabeza pegada al pupitre y enviamos miradas de soslayo, el miedo agarrota los sentidos y la traca final está a punto de dar comienzo. –... que su dueño se lo ha cortado.

Miño, Duero, Tajo, Guadiana, Guadalquivir…. –ahora toca los ríos– el maestro pronuncia mi nombre.

– ¡Pásale la cartilla a este animal!– me espeta cuando me acerco a la tarima angustiado –Aunque lo moliera a palos, seguro que no saco nada

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en claro, ¿Quién me mandaría salir de mi pueblo? ¡Habrase visto pedazo de acémila!

El Mula tiene dos años más que yo, con la cara enrojecida a punto de estallar, clava su mirada en la mía. No es la primera vez que nos vemos en esta situación, por eso se cómo acabará la historia, la humillación recibida ha de tener un culpable, y los números de la rifa los tengo todos yo.

Ataulfo, Sigérico, Walia…–ahora los reyes godos, ¿Cuándo acabara la mañana?–Turismundo, Teodorico, Alarico…–el Mula ya me está amenazando en voz baja– Leovigildo, Recaredo…– ¿Quién le hace entender a éste que yo no tengo la culpa de nada?–Recesvinto y Wamba...– ya salen las chicas, por fin, me haré el despistado y fingiré que tengo que hablar con don Ramiro.

–Esta tarde los que tengan catequesis que vayan a la iglesia, los que no, que acudan a mi casa a meter leña. Tú –dirigiéndose al Mula– te quedas un rato más a ver si soy capaz de hacerte entender algo– Mira por donde don Ramiro acaba de salvarme en el último momento.

La bardera va tomando cuerpo, la brisa fría de la mañana se ha conver-tido ya en una ventolera considerable, las mujeres por la calle se envuelven la cabeza con las toquillas, no veo a mi hermano, supongo que como la ma-yoría de días ha hecho «novillos», eso sí, seguro que ya está sentado en el banco diciéndole a mi madre «éste se entretiene hasta con las musarañas».

Los maestros viven en una casa que les cede el pueblo, también los provee de leña para todo el año, lo único que los diferencia del resto de los vecinos, es que junto con el cura, son los únicos que no se pegan el «calen-tón» de meter la leña en casa, ¡faltaría más!, para eso ya estamos nosotros. Los maestros no dan ni las gracias, el señor cura si acaso te da una hostia, bueno, los recortes de las obleas sin bendecir, que con la lengua seca llegan a ser peligrosas. El vino que utiliza en la ceremonia lo tiene a buen recaudo, menos mal que hicieron la fuente justo al lado de la iglesia, una vez se me quedó una pegada en el paladar y casi tengo que tirar de cuña para sacarla.

En verano, algunas personas mayores que viven solas, piden ayuda para meter la leña o la hierba en cuadras o desvanes. Lo más común es que te in-viten a merendar o suelten una perra gorda para compartir, como siempre los pequeños somos los que nos chupamos la faena y a la hora del reparto, si hay dinero, nos engañan con un caramelo. La mayoría de las veces se lo gastan en tabaco en el estanco del Saturio, si quieres fumas y si no te

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prometen que lo guardarán para terminarlo en el «Callejón de la Boba o en la Cueva del Lomo».

Llevo dos años preparándome para recibir la primera comunión, el cura se llama don Nicolás, aunque nosotros le llamamos el «cuques», por los «cucazos» que te arrea con el nudillo en la cabeza. Su especialidad es el de «resfilón», de abajo arriba y sin avisar.

Tiene la voz grave y el dedo acusador, siempre te señala ostentosamente cuando habla de pecadores, blasfemos y endemoniados, nos avisa que ten-dremos que rendir cuentas y faltas el día del juicio final, y que el Purgatorio está lleno de personas que se creían buenos cristianos, atrapados para siempre en un lugar que no se me antoja para nada muy acogedor.

La verdad es que al principio me metía el miedo en el cuerpo, más de una noche he soñado con muertos y demonios. Ahora lo voy llevando pues a puro de repetirlo tantas veces me voy acostumbrando. Lo que todavía me sobresalta es el tono de voz, no habla, grita y va subiendo de tono hasta que la cara se le pone de un extraño color violáceo, las venas del cuello a punto de estallar y la falta de aire le impide continuar, a continuación se coloca las palmas de la mano unidas, con las yemas de los dedos en la punta de la nariz y comienza a interrogarte con la mirada.

La mayoría de las veces no entiendo de lo que está hablando, eso sí, tengo los pelos de punta y la extraña convicción de que acabaré en el Purgatorio ese, en el infierno ya no me lo llego ni a imaginar.

La abuela María me enseñó «el Jesusito de mi vida, eres dulce como yo…», tiene una figurita de un risueño y gordito Jesusito en la alacena, me hace besarlo muchas veces, pero este cura por lo visto me habla de otra persona, una que está viendo constantemente lo que haces, lo que piensas y que no olvida ninguno de tus pecados, y por lo visto se gasta muy mala leche, según habla, parece que siempre está muy cabreado.

Muchos están pensando hacerse monaguillos cuando hagan la Comunión, a mí se me están empezando a quitar las ganas.

Recojo el burro y me voy a casa. Estoy castigado y tengo que estar en casa antes de que acuda mi padre, el horno está muy caliente y no tengo ganas de que me monte otra «zapatiesta».

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– ¡Anda majo! Por qué no le acercas de una escapada la virgen a la Gorgonia, total te pilla de camino ¿eh?– la Angustias asomada por el posti-go entreabierto de la puerta es la que me habla –Ten cuidao’ no se «volque» el aceite y no se te ocurra intentar coger las «perras» ¿eh?– La Virgen está dentro de una caja de madera labrada. Es una escultura de madera pintada y protegida por un cristal, tiene unas puertecillas que se cierran con un pestillo y una lamparita de aceite con mecha para encender. En la parte inferior hay un cajón de madera con cerradura donde se depositan mone-das y es costumbre que vaya de casa en casa de las beatas o de aquél que la quiera tener, lo que no sé es el tiempo que la tiene cada uno, ni como se organizan los turnos de rotación –Que bienmandao’ eres majo, tú eres el nieto de la María ¿a qué si?

Con el burro y la Virgen para casa. Yo que quería montarme, a ver quién es el majo que se atreve, solo me faltaba romper la Virgen. Hace un frío que pela, no me extraña que la Angustias no quiera salir de casa.

* * *

Estaba soñando con infiernos y purgatorios cuando me desperté so-bresaltado. En la calle había mucho jaleo y alguien estaba aporreando la puerta y gritando: «¡se está quemando ‘tol’ pueblo!». Apenas había amane-cido, salimos todos a la calle con lo puesto y lo primero que se apreciaba era un resplandor de color naranja que iluminaba el cielo, humo y gente corriendo como locos con la cara desencajada. El aire soplaba con fuerza y transportaba chispas y humo negro de un lado a otro. Bastó con asomar-nos a la esquina para ver la magnitud del incendio, muchas casas estaban ardiendo y el estruendo de los tejados al estallar provocaba el lanzamiento de tablas, leña y hierba en todas las direcciones, muchas casas construidas de adobe y madera sucumbían en segundos a las llamas.

Muchos animales corrían en cualquier dirección asustados, otros bra-maban de una manera salvaje al ser devorados por el fuego dentro de cua-dras y establos.

Mi madre nos hizo entrar en casa, vestirnos y soltar a los animales. Ella cogió una manta la extendió en el suelo y pugnaba por recoger en ella las cuatro cosas que consideraba de valor. Mi hermana María no paraba de llorar, cogida al camisón de mi madre dificultaba todos sus movimientos.

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Algunos intentaban apagar las llamas, sobre todo las que empezaban a prender en los tejados bajos o en los montones de leña apilada contra las paredes, otros salían de casa arreando el ganado, madres con niños en bra-zos, ancianos con movimientos torpes y asustados, la mayoría comenzaba a organizarse en filas para baldear agua desde la fuente más cercana. Misión a toda luz insuficiente, pues el flujo del caudal era pequeño y al baldear el agua sobre los múltiples focos, ésta parecía evaporarse antes de caer sobre el objetivo.

El viento no paraba de arreciar, sin una dirección fija, cambiante en todo momento transportaba de forma caprichosa las llamas de un lado a otro. La gente no paraba de gritar: ¡se está quemando el cuartel!, ¡la casa de fulano ya está ardiendo! Tan pronto comenzaba dos calles más arriba, como tres más abajo.

El alcalde había convocado a los vecinos en la plaza y decidido hacer una cadena hasta el río de los Castillos. La distancia era considerable pero era la única forma de aportar un caudal estable para intentar apagar el in-cendio, al tiempo que declaraba solicitar ayuda a la capital y los pueblos colindantes. En el pueblo no había camión de bomberos ni mangueras preparadas para bombear agua.

A media mañana comenzaron a llegar vecinos de otros pueblos, no ha-bía hecho falta avisarlos, el resplandor y el humo eran harto visibles en toda la comarca.

La falta de carreteras, y la distancia de la capital, hicieron que cuando llegaran los bomberos al filo del mediodía, poco o nada se podía hacer. El fuego había consumido todo lo que estaba a su alcance y la falta de más combustible era lo que había provocado su extinción. Pocas casas se ha-bían salvado, las que estaban construidas en piedra o sillería habían salido mejor paradas, otras con mucho esfuerzo, salvadas a medias, pero el resul-tado, devastador. El recuento en los días posteriores, asolador, noventa y tres casas calcinadas.

No puedo recordar exactamente lo que he estado haciendo durante la mañana, estuve en todas partes y en ninguna a la vez. Recuerdo arrear animales hasta la huerta del cura. El Teodosio me pidió que me hiciera cargo de sus vacas cuando llevaba mi burro hacia allí, estuve en una de las cadenas que se formaron para transportar agua. Recuerdo la reunión en la plaza con el alcalde y el ataque de tos cuando se derrumbó el pajar del

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tío Félix, un humo negro me impedía respirar y era incapaz de abrir los ojos, completamente irritados y llorosos. Recuerdo que alguien me cogió en volandas y me conminaba a que me quitara de en medio – ¡te vas a achicharrar, esto es cosa de hombres, no de mocosos!

Gente que blasfemaba al mismo tiempo que el cura improvisaba una procesión, chillos, griterío y miedo, mucho miedo, no podré olvidar la expresión de muchas caras, el gesto de incredulidad, impotencia e incer-tidumbre ante un futuro que se antojaba negro, tan negro como el humo que lo envolvía todo.

Volvía para mi casa, el aire milagrosamente se había parado. Era difícil orientarme y no tenía referencias para ubicarme. Allí donde antes había una casa solo quedaba un montón de escombros humeantes. El pueblo había descendido a ras de suelo y se divisaban horizontes no visibles hasta ese momento. El pueblo había encogido, todo parecía estar más cerca y algunas casas permanecían en pie, solas, en medio de la nada, con paredes abiertas mostrando sin pudor el interior, en un ejercicio que desafiaba la ley de la gravedad.

Mi madre estaba en el suelo, con la mirada ausente y la cabeza de mi hermana asomando por un hueco de la manta, aquella que había cogido y en la que intentó guardar alguna de nuestras pertenencias. Ante lo que intuí había sido nuestra casa, no quedaba nada, sólo se apreciaba el poyo de piedra con la argolla incrustada en la que atábamos el burro, ese en el que tantos ratos se había sentado la abuela María haciendo ganchillo en las tardes de verano, con el pañuelo negro en la cabeza y alguno de nosotros a su lado.

– ¿Que habrá sido de la abuela María? ¿La casa de la tía Juana se habrá quemado también? ¿Y mi padre y mi hermano Abel?– No recuerdo haber-los visto en toda la mañana.

Van gritando que las mujeres, niños y ancianos nos reunamos en la escuela, ya que se ha salvado del incendio y la han habilitado para alber-gar a cuantos lo necesiten. Repartirán mantas y comida que aportarán las autoridades de la capital.

De camino a la escuela nos tropezamos con un gentío alborotado que corría tras una mujer, era la tía Perijula, la gente le lanzaba piedras e insul-tos de toda índole…

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– ¡Mal rayo te parta bruja asquerosa, borracha! – le gritaba una vecina, al parecer ella había sido la causante del incendio, – ¡hay que despeñarla Maguillo abajo para que se mate!– gritaba otra.

Parece ser que como siempre su hija le había escondido la botella, – quizás aquella que le había visto comprar ayer mismo–, encendió una tea para rebuscar en el pajar y la hierba seca, telarañas y el viento se encargaron del resto. Era un linchamiento en toda regla, la trataban como una apestosa y a buen seguro le harían pagar la rabia e indignación acumulada por la magnitud del desastre.

La escuela se había salvado, tantas veces había pensado en su desapari-ción, ¡que mira por donde ahora se convertía en lo más parecido a mi casa! La familia reunida de nuevo después de unas horas, sentados entre la mul-titud de gente allí congregada, el silencio solo se rompía por el llanto de los niños, los sollozos de alguna mujer y la blasfemia esporádica de algún ve-cino maldiciendo su suerte e imprecaciones para la tía Perijula o su madre.

La gente permanecía cabizbaja, con la mirada ausente y mascullando para sus adentros la desgracia y desesperación. Costaba mucho imaginar no ya un futuro, sino cómo articular una vida sin nada, como comenzar mañana. El año 1923 quedaría grabado a fuego en la memoria de todos.

En esto aparece por la puerta la silueta del abuelo Talín, dirigiéndose hacia nosotros

– ¡Estos pueden vivir en mi casa!– le espeta a mi padre, –¡y tú si sabes quién manda y con las cosas claras también¡ –antes de que mi padre abra la boca– ¡Eres tan cabezota que eres capaz de llevarlos a vivir «debajo un puente»!, tú si quieres te vas pero estos tienen casa– y dándose media vuel-ta se encamina hacia la puerta.

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Capítulo III

EL ABUELO TALÍN

El abuelo Talín era un señor que cuando me veía por la calle siempre se dirigía a mí de la misma manera: –¡hombre perillán¡ ¿Dónde andas?– sabía que era mi abuelo, nadie hablaba mal de él, ni bien –tampoco mi padre– a veces me preguntaba: ¿has visto al de las losas?, era la manera que tenía para citarlo sin nombrarlo, y venía a cuento pues era el barrio donde vi-vía, su casa era la más alejada del pueblo y estaba ubicada fuera del casco urbano.

Enclavada en la parte más alta del pueblo, tenía una vista privilegiada del valle, a un paso del monte y sin ningún vecino cercano. Había hereda-do la casa de su padre, uno de los últimos carreteros que transportaba mer-caderías por toda España, época gloriosa en la que transportaban también vellones de lana hasta Francia y que éstos pagaban a precio de oro. Pasaban gran parte del año fuera de casa y gozaban de privilegios concedidos por la corte, entre estos el derecho de pasto y utilización de caminos y cañadas.

Habían conseguido un sistema de acarreo mediante yunta de bueyes y un sistema de arrastre en un carro de madera diferente al resto, no supera-do por ningún otro medio de transporte en la época. La trashumancia y la madera de la zona proporcionaban materia prima muy codiciada entonces.

Supe –tiempo después– que su padre se había casado tres veces y enviudado otras tantas, sus hermanos habían fallecido excepto el tío Máximo que había ido en busca de las Américas, vivía en la Argentina y con el que de vez en cuando se carteaba. Apenas se conocían pues se marchó de niño con otro de los hermanos, ya muerto, y él apenas tenía mi edad cuando partió.

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El abuelo también había enviudado. La abuela Felipa murió mucho an-tes de nacer yo, habían tenido cinco hijos, Miguel murió de «cólico mi-serere8» siendo aún chaval, Lucía también niña murió de las diarreas en Septiembre, período en que las aguas bajan retenidas por la falta de caudal. Otro de los hermanos había fallecido en las guerras de África y sólo que-daban con vida el tío Anastasio que era boticario en Madrid y mi padre, el más pequeño de la familia.

Desde niño había tenido que espabilarse sólo, su padre y sus hermanos pasaban largas temporadas fuera de casa. Su padre había logrado reunir dos parejas de bueyes, sus hermanos más mayores que él, le acompañaban en los largos viajes por la península. Él era hijo del último matrimonio de su padre, así que pronto tuvo que espabilar para hacerse cargo del mante-nimiento de la casa. La carretería había comenzado a declinar, eran tiempos de otros sistemas de transporte y las condiciones políticas cambiaban el sistema de relaciones comerciales. Aun así el hecho de la falta de carreteras en la comarca condicionaba el transporte de las mercaderías, más en con-creto de la madera mediante yuntas, hacia las capitales limítrofes para su uso y distribución.

La madera que era tirada en el bosque, necesitaba ser arrastrada tam-bién por caballos y bueyes, estos últimos por su vigor y resistencia los mejores, hasta caminos y pistas forestales, y una vez allí también eran car-gados por los mismos en carros hasta las sierras ubicadas generalmente en el cauce de los ríos. Se aprovechaba la corriente de agua para accionar las sierras y convertir el pino en rollo, en tablas, machones, tablones y cual-quier producto demandado en la época. No había luz eléctrica, aunque pretendían convertir una de las presas utilizada como aserradero, en una pequeña central que abasteciera al municipio.

A eso se dedicó el abuelo, arrastraba madera y cuentan que fue un gran carretero. Los primeros carros utilizaban ruedas íntegramente de madera, eran frecuentes las roturas y averías que habían de solucionar in situ. Más tarde utilizaban rudimentarios rodamientos de hierro, material con el que revestían la superficie rodada. Tenía maña en el arreglo y reparación de todo lo relacionado con la madera, así que siempre llevaba consigo las herramientas necesarias para solucionar sus desperfectos y los de cualquier

8 Apendicitis

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otro por el que fuera requerido. En las vigas de madera de su cuadra, toda-vía cuelgan herrumbrosas algunas de ellas.

Había nacido en el año 1870 y ahora contaba con cincuenta y tres años de edad. Tenía la frente despejada, con los cabellos blancos cortados a navaja hacia atrás, un semblante tranquilo y arrugas profundas que le sur-caban el rostro curtido por el frío y el sol, una boina que no paraba en una posición fija y unos ojos serenos de mirada plácida. Siempre iba afeitado y con la cara limpia, vestía camisas sin cuello y a rayas, chaqueta raída con brillos, pantalón con retales zurcidos y albarcas o zapatillas de cáñamo dependiendo de la estación.

En invierno zamarra de piel y verdugo eran el grueso de su atuendo. Ahora realizaba trabajos esporádicos, vivía sólo y se ocupaba de todos sus quehaceres. Era requerido para ayudar en las matanzas, buscar y tirar cá-brios9 o varas para los vecinos que las necesitaran, dado su buen conoci-miento del monte, reparaba ruedas, tejados, y un sinfín de cosas relaciona-das con la madera o trabajos del monte.

Además cultivaba sus dos grandes aficiones, la caza y la pesca. Aunque no era un buen tirador se conocía todos los ojeos, pasos y portillos utili-zados por jabalís y corzos, así como pozos, chorreras y arroyos donde se movían las truchas, abundantes y apreciadas. Gerifaltes y hombres acomo-dados solían organizar batidas y cacerías, contaban con él y eso le había proporcionado alguna amistad relevante.

Hombre servicial pero no servil, solía tratar a la gente de igual a igual. No aceptaba limosnas pues la caza para él no representaba un trabajo, sino un divertimento del que gozaba participar. Muchas veces renunciaba a su parte, excepto cuando cazaba con la cuadrilla, siempre hablaba que los señoritos gustaban de atribuirse los méritos, «pero si les das dos vueltas, no los colocas en el puesto y les echas la caza encima, se iban a comer los mocos»

No le gustaba pedir favores, es más, a veces los obsequiaba con huevos, chorizo o trozo de cecina con el argumento «toma, esto tan bueno no lo has probao’ en tu vida».

–Bueno perillán, veo que has estado deshollinando– es lo que me dijo nada más abandonar la escuela camino de su casa, –¡esta tía ha quitao’ unas cuantas telarañas de golpe!, ¡menuda pájara!, claro que, unas cuantas

9 Conjunto de maderas para aguantar un tejado

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rencillas de familia se acaban de solucionar!– me pareció un comentario cruel, todo lo que nos íbamos encontrando a nuestro paso era dolor y des-esperación, gente de brazos caídos contemplando lo que había quedado de sus casas, chiquillos agarrados a sus madres o ancianos solidarios con el llanto, y la misma exclamación a cada paso: «¡Dios mío, que va a ser de nosotros!».

Cruzamos el pueblo en extraña procesión, el abuelo delante, yo tras él, mi madre y mi hermana María a continuación y mi padre mascullando junto a mi hermano, nada convencido de la decisión quedaban rezagados. La parte alta del pueblo es la que había salido mejor parada del incendio, las casas más cercanas a la iglesia eran las que permanecían en pie, como si un halo divino las hubiera protegido. Allá nos dirigíamos, con lo puesto, a iniciar una nueva vida en una casa en la que nunca había estado.

Nunca supe el porqué de la falta de relación entre mi padre y el abuelo. Algo me hacía pensar que había una barrera infranqueable entre ellos. Las miradas eran de reproche mutuo, al abuelo se le aceraba la mirada cuando se dirigía a él. Eso era lo único que perturbaba ese rostro sereno que siem-pre mantenía, cuando se dirigía al resto de nosotros el trato era cordial. A mi hermana María le dedicaba una mirada más tierna si cabe, no había caricias, ni tan siquiera un roce o beso, eso quedaba para madres y abuelas, pero el tono de voz se volvía más melódico y pausado.

Supongo que no es hombre dado a dejar ver sus sentimientos, alguna norma no escrita indica que los hombres de esta zona se han de mostrar así, nos ha recogido en su casa, somos sangre de su sangre, la familia está para eso, es lo que hay que hacer, aunque en la práctica seamos unos com-pletos extraños.

– ¡Te lo advierto! Con este hombre no se puede vivir, luego no digas que no te lo advertí– eran las palabras que en tono amenazante le profería mi padre a mi madre al tiempo que cruzábamos la portezuela de acceso al corral de la casa.

– ¿Tendrás que pensar en tus hijos, digo yo no? Le implora mi madre.

– ¡Me cago en mi puta vida! Juré que no volvería a pisar esta casa, y me pasas tus hijos por los morros– el tono de mi padre iba en aumento, el orgullo siempre había sido su lema de vida, e incluso en una situación tan

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dramática se le presentaba una dualidad: dar su brazo a torcer o ponerse el drama por montera y salir por la tangente.

– ¿Pero no ves que no tenemos dónde ir? No te pongas así ahora.

– ¡Me pongo como me sale de los cojones! Haremos lo que yo diga y los demás a callar, no le pienso aguantar ni una, así que ya estamos pensando en algo, en cuanto se aclare, ¡arreando! que se quede con su casa y se la meta por donde le quepa ¿estamos?

El abuelo ya había entrado en casa, no hubo ceremonia de invitación o acompañamiento, los demás permanecíamos en la entrada, absortos, aún no sabíamos si la decisión era entrar o marchar, ninguno se atrevía a dar el paso. Inconscientemente me puse a caminar hacia el interior, una osadía no calculada, el abuelo me parecía sincero y los demás me siguieron.

Cruzamos el corral, había pilas de leña sin cortar, un gallinero pegado al paredón que rodeaba la finca. Unos comederos en un cobertizo abierto que antaño albergaba los bueyes y donde ahora pacían una vaca y su ternero, un potro de herrar en el centro con aspecto de no haber sido utilizado en mucho tiempo, unos surcos de patatas, otros de cebolla y alguna berza que había sembrado en un trozo delimitado como huerto. En el rincón opuesto había un montón de estiércol, la parte inferior estaba seca y supongo era reservado para abono.

La casa estaba dividida en dos, a la izquierda la parte destinada a vivien-da, a la derecha una enorme puerta de madera abierta dejaba entrever un almacén diáfano, utilizado para guardar hierba en el altillo. Debajo había estacionado un carro, un banco de carpintero y aperos de uncir, yugos, pértigas, cadenas y un sinfín de utensilios colgados de las vigas.

La puerta de entrada estaba cortada por la mitad en sentido horizon-tal, la parte superior estaba abierta y al acercarme asomaron la cabeza dos perros, «mal empezamos» pensé, el abuelo les dedicó un silbido desde el interior y los perros se precipitaron hacia adentro.

– ¡Pasa que no te van a comer!– Dijo el abuelo. –Tom, Capitán, ¡aquí, quietos!– vi como los animales que así parecían llamarse, se tumbaban en el suelo con la cabeza alta y moviendo el rabo de un lado a otro.

La casa olía a humo. La puerta daba acceso a una estancia amplia. En el centro destacaba un fogón elevado dos palmos del suelo, era cuadrado con

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una chapa gruesa de metal para soportar el fuego, la campana redonda se erigía hasta el tejado, dejaba entrever la luz y acababa con tres estacas de madera en forma de triángulo, era la típica chimenea pinariega. La única salvedad era que las que yo conocía estaban apoyadas contra una pared, normalmente con una placa de fundición con algún motivo en relieve.

Esta, sin embargo, ocupaba el centro de la estancia. Había varios trípo-des de diferente tamaño donde hacer reposar las calderas o sartenes, un arrimadero donde se aguantaban unos troncos medio consumidos sobre un montón de ceniza y atizadores, badiles y sopletes suspendidos en un colgador.

El suelo era de tierra, bastante compactada y con aspecto lustroso. Una alacena rinconera, una gran mesa de madera, un banco y dos sillas de anea eran todo el mobiliario. Una única ventana pequeña con una reja de forja en forma de cruz ventilaba la estancia.

El techo dejaba los machones y las tablas del altillo a la vista. De él colgaban chorizos de vuelta, malditos10, trozos de tocino, caretas de cerdo, cecina y carne de caza en salazón. Al entrar de la calle me costaba visua-lizar, pero a medida que mis ojos se iban acostumbrando a la penumbra logré distinguir el resto de la estancia. Al fondo había un catre con la ropa revuelta, «el abuelo seguro que dormía allí», una escalera con una barandilla daba acceso a la parte superior, el hueco de debajo de la escalera estaba cerrado con tablas bastas sin pulir, el interior sería utilizado como trastero o despensa, una percha colgaba de las tablas y debajo un gran arcón de madera con refuerzos en forja y un enorme candado.

Los perros se acercaban reptando y olisqueaban mis pies, mientras yo re-culaba implorando al abuelo con la mirada para que resolviera la situación.

– ¡Anda «perillán» acércate a la cuadra y tráete unas teas! Habrá que preparar una chasca, la noche se presenta fresquita, ¡ah! y diles a los de fuera que se pueden calentar adentro o se bajen al pueblo, que rescoldos no faltan.

El abuelo tenía razón. Estaba anocheciendo, el pueblo estaba lleno de humo y aquí y allá quedaban restos de casas, aun ardiendo y montones de brasas rojizas.

10 Embutido de una pieza, fabricado con el intestino grueso.(chorizo)

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Mi familia permanecía en la puerta, indecisos, temerosos de cruzar el umbral, los unos por miedo de contrariar a mi padre, «éste luchando contra sí mismo», el orgullo es un enemigo difícil de derrotar.

–Dice el abuelo que entréis–, sin querer me había convertido en inter-locutor, estaba asumiendo las tareas de enlace, estaba yo muy resolutivo, pensé cuando entré en la cuadra y fui consciente del papel. Un escalofrío me recorrió la espalda, estaba diciéndole a mi padre lo que debía hacer y eso era superar la raya, daba por hecho que aceptaba la situación y eso con el carácter de mi padre era mucho suponer.

–Ves a la huerta del cura y te traes el burro– es la orden que me da mi padre cuando vuelvo con las teas.

–El muchacho ya ha tenido bastante por hoy– replica el abuelo, –que vaya ese «mostagán» que pa’ eso tiene las patas más largas– señalando a mi hermano.

Se hace un silencio incómodo y todas las miradas convergen en mí. La de mi hermano ya la conozco, tarde o temprano me lo hará pagar, la de mi padre es la de un hombre que no está acostumbrado a que le cuestionen la autoridad, mi madre y mi hermana temerosas por no poder intervenir aceptan su papel, sus miradas siempre imploran, la jerarquía va de mayor a menor, si cedes evitas, si obedeces aplacas, y si aplacas hay paz,… hasta la próxima.

El abuelo en un gesto natural cogió a mi hermana María de la mano, a mí me puso la mano en la espalda y tiró de los dos hacia adentro, resolu-tivo, asunto zanjado. Mi hermana se dejó llevar, al igual que yo confiaba en aquel hombre, cosa extraña pues nunca la había visto despegarse de mi madre.

Descolgó una pata de cecina de corzo, abrió la puerta de debajo de la escalera y tal como había supuesto aquello era la despensa, abrió un arcón y extrajo una hogaza empezada de pan, de un estante cogió un cuenco de barro que contenía unas sopas de leche con pan, sentó a mi hermana en el banco y le acercó una cuchara de madera.

– ¡Oye perillán! La lumbre ¿es pa’ hoy o pa’ mañana?– Sacó una navaja del bolsillo y comenzó a cortar unas rebanadas de pan, se acomodó la maza de cecina en el regazo e hizo lo propio, cogió una bota de vino que colgaba

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de la pared, desenroscó y le dio un sonoro trago, sin más preámbulos co-menzó a comer.

El fuego chisporroteaba sin cesar, la estancia se tiñó del color de la lum-bre, era agradable, me situé en el banco al lado de mi hermana y comencé a comer, tenía hambre, ¡mucha hambre!, tiraba de la carne reseca con los dientes. El abuelo hacia pequeños trozos con su navaja, sus cuatro dientes no le permitían comérsela como yo, María daba cuenta de su tazón de sopas y una mueca muy sutil apareció en la cara del abuelo, sí, me pareció que sonreía.

Los perros dormitaban junto al hogar. Caí en la cuenta que yo también tenía sueño, había sido un día muy intenso, habían pasado muchas cosas, había vivido momentos que no podría olvidar jamás, nuestras vidas habían cambiado, la tragedia golpea fuerte y me vino a la memoria las frases que tantas veces había oído a lo largo del día: «¿Qué va a ser de nosotros? ¿Qué va a pasar mañana?»

* * *

Me desperté sobresaltado, estaba cantando un gallo. Estaba en el catre del abuelo, éste estaba trajinando en el hogar, debí de quedarme dormido, pero no recordaba nada, me incorporé y miraba a todas partes, en el suelo a mi lado Tom hizo lo mismo y comenzó a lamerme las manos, di un res-pingo y el abuelo giró la cabeza.

– ¿Ha dormido bien el señorito?, ¿le llevo el desayuno a la cama o pre-fiere asearse primero?– Al mirarme me di cuenta del aspecto que tenía, parecía un carbonero, olía a humo y tenía las manos y las ropas negras. La garganta apenas me dejaba pronunciar gemido alguno y tenía la lengua seca, me acordé de la cecina, el Capitán estaba entretenido con el garrón entre las patas, habíamos dado buena cuenta de la maza, yo el primero.

El abuelo ya había ordeñado, había encendido el fuego y colocado una olla de cobre con agua para calentar en el trípode, en un caldero tenia leche con un color amarillento, la vaca no hacía mucho que habría parido así que la leche todavía contenía calostros.

– ¡Anda perillán, date un brinco hasta el gallinero y recoge la puesta! – Salí sin caer en la cuenta de donde paraba el resto de mi familia, ¿Cómo

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habrían dormido? ¿Cómo transcurrió el resto de la noche desde que me quedé dormido?

Tom salía a mi lado, se había pegado a mis talones y me escoltaba en todo momento – ¡Este es de ley!– dijo el abuelo, –Al otro no le metas la mano en la boca que muerde.

Recogí los huevos, en alguno de los nidales había huevos de madera, me recordó uno que tenía la abuela María para zurcir los calcetines, ¿Qué habrá sido de la abuela?, tengo que ir a verla, esta noche creo que he so-ñado con ella.

El abuelo se estaba lavando, había colocado una palangana en la repisa de la ventana, se había doblado el cuello de la camisa hacia adentro y arre-mangado las mangas, tenía la cara llena de jabón y los pelos de la nuca le-vantados. Se secó con una toalla oscura, se mesó los cabellos con las manos hacia atrás y sacó un espejo del cajón de la alacena junto con una pequeña caja de madera. Con una brocha y un tubito de jabón, comenzó a untarse la cara, abrió una navaja de barbero y comenzó a rasurarse con destreza.

Estuve observando los movimientos, todo parecía un ritual, supongo era el ritual que oficiaba cada mañana, levantarse, ordeñar, hacer fuego, la-varse, afeitarse y desayunar, sin prisa pero sin pausa, este hombre inspiraba vigor, determinación, pero tenía un aura de paz, una sensación agradable y desconocida para mí.

María bajaba por la escalera restregándose los ojos, seguida de mi ma-dre, tenían el pelo alborotado y las ropas sucias igual que yo. Mi madre tenía grandes ojeras que se confundían con el resto de la cara tiznada, se atusaba la larga falda e intentaba recomponerse el pelo en una trenza. Era todavía una mujer joven pero su aspecto y andares denotaban el de una mujer mayor, cansada, tal vez el de una mujer muy trabajada, rara vez sonreía, pocas veces hablaba, supongo que ser mujer y madre fatiga, sí, su aspecto es el de una mujer fatigada.

–Eso puedo hacerlo yo señor Natalio– dirigiéndose al abuelo, éste había cortado unas tiras de tocino que había colocado en una sartén ennegrecida.

–En la olla hay agua caliente, quitaos un poco la mugre y en el desván hay un arcón con ropas viejas, mirad como os podéis apañar, al menos hasta que lavéis lo puesto– Respondió – a mí no se me caen los anillos, o ¿crees que tengo criada que me lo haga?

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Acto seguido se acercó a la cuadra, al volver portaba una gamella11 gran-de, dentro una pastilla enorme de jabón12, la colocó junto al fuego y la llenó de agua caliente. Primero mi hermana y después yo pasamos por la improvisada bañera.

– ¡A ese tendrás que darle con el asperón13!– Decía el abuelo mientras le daba la vuelta al tocino. Tenía razón, el agua era de color negro, había que frotar con fuerza, el baño no era una cosa habitual, en casa todos nos lavá-bamos de una manera que siempre me había hecho gracia: «por partes», y normalmente los domingos antes de misa.

Con solo una camisa vieja y una cuerda a la cintura nos dimos por ves-tidos, nos sentaron en el banco dispuestos para almorzar.

–Ya podemos empezar– el abuelo estaba colocando la sartén en la mesa –la fonda abre temprano y el resto de inquilinos han salido madrugaos’, se-guramente todavía hay fuego por apagar, lo digo por la prisa que llevaban– duda resuelta, mi padre y mi hermano no estaban en casa. Con el abuelo no hace falta preguntar, por lo que veo basta con escuchar.

Tom ya estaba colocado debajo del banco, justo a mi lado, era un perro con grandes orejas, ojos caídos y llorosos, largo, con andar pausado, tenía un tamaño considerable pero inspiraba confianza. Dicen que los perros se parecen a sus amos, con él me pasaba lo mismo que con el abuelo, era un extraño pero transmitía nobleza, yo siempre les había tenido pánico a los perros, pero éste no me haría daño, algo me decía que acabaríamos en-tendiéndonos. El Capitán era otra cosa, andaba por el corral a sus anchas, entraba y salía cuando quería, y dejaba bien claro que estábamos en su territorio.

–El desayuno es pa’ todos– el abuelo se dirigía a mi madre, ésta había comenzado a lavar las ropas que nos habíamos quitado.

–No se preocupe señor Natalio, ya me apañaré después– contestó sin girar la cabeza y enjabonando la ropa.

11 Cajón de madera a modo de artesa típico de la zona, se utilizaba para adobar la carne de la matanza y salar los jamones y cecina. Había verdaderos artesanos en la zona para su fabricación.

12 El jabón se fabricaba en casa, cociendo grasa y mezclado con sosa, después se enfriaba en moldes de madera.

13 Piedra arenisca que se utilizaba para frotar la ropa en la colada, parecida a la piedra pómez.