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Apuntes sobre un territorio perdido. La Barca, Colima y Zapotlán a finales de la colonia Juvenal Jaramillo Magaña El Colegio de Michoacán En el presente artículo nos proponemos analizar las repercusiones que tuvo la política borbónica de reconquista económica de Méxi- co en el obispado de Michoacán, centrándonos fundamentalmente en la desmembración de sus territorios: La Barca, Colima y Zapotlán (actualmente Ciudad Guzmán), que se realizó a finales de la época colonial. Además nos interesa observar la actitud de la corona española hacia la Iglesia cuando los intereses de ambos chocaban. Es por ello que hemos decidido partir de una idea general sobre los plantea- mientos económicos borbónicos, para concluir con nuestro fenó- meno particular. Proyectos económicos La gran obra de los borbones españoles en Nueva España fue, sin duda, el conjunto de trascendentales reformas político-administra- tivas tendientes a racionalizar el poder, en un grado que desde la época de la conquista no se había conseguido. El establecimiento de las intendencias en las colonias españo- las, que en la Nueva España se lleva cabo desde 1787, fue la manifestación más clara de lo que se pretendía: ejercer un control económico y político más efectivo sobre aquellas posesiones, para hacerlasj ugar efectivamente, un papel de colonias. Los intendentes, por lo tanto, aparecieron en sus respectivos territorios como

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Apuntes sobre un territorio perdido.La Barca, Colima y Zapotlán a finales de la colonia

Juvenal Jaramillo Magaña El Colegio de Michoacán

En el presente artículo nos proponemos analizar las repercusiones que tuvo la política borbónica de reconquista económica de Méxi­co en el obispado de Michoacán, centrándonos fundamentalmente en la desmembración de sus territorios: La Barca, Colima y Zapotlán (actualmente Ciudad Guzmán), que se realizó a finales de la época colonial.

Además nos interesa observar la actitud de la corona española hacia la Iglesia cuando los intereses de ambos chocaban. Es por ello que hemos decidido partir de una idea general sobre los plantea­mientos económicos borbónicos, para concluir con nuestro fenó­meno particular.

Proyectos económicos

La gran obra de los borbones españoles en Nueva España fue, sin duda, el conjunto de trascendentales reformas político-administra­tivas tendientes a racionalizar el poder, en un grado que desde la época de la conquista no se había conseguido.

El establecimiento de las intendencias en las colonias españo­las, que en la Nueva España se lleva cabo desde 1787, fue la manifestación más clara de lo que se pretendía: ejercer un control económico y político más efectivo sobre aquellas posesiones, para hacerlas j ugar efectivamente, un papel de colonias. Los intendentes, por lo tanto, aparecieron en sus respectivos territorios como

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representantes directos del rey, teniendo atribuciones en las cau­sas de justicia, policía, hacienda y guerra, además de que ejercerían el vicepatronato real. Esto último observó algunas excepciones; es decir, hubo intendentes que no recibieron esa investidura.1

A la mayoría de los ministros ilustrados de Carlos III y de Carlos IV les preocupaba especialmente el fomento de la economía. Melchor Gaspar de Jovellanos, el conde de Campomanes y Ber­nardo Ward, fundamentalmente; elaboraron varias propuestas económicas que fueron vistas como una posibilidad de combatir el mal que hacía rato aquejaba a la metrópoli, pero además como posibles remedios para los países americanos que se encontraban bajo el dominio de España.

El Proyecto Económico del irlandés Bernardo Ward, ministro de la Real Junta de Comercio y Moneda de España, tuvo un enorme impacto luego de su publicación en 1779. En él, el autor hace una exposición de sus ideas sobre cómo colocar a España al nivel que habían alcanzado las naciones más industriosas de Euro­pa. El Proyecto Económico de Ward también fue resultado de los intentos borbónicos por modernizar el reino. Fernando VI fue quien le dio real orden al británico para que viajase a diferentes países de Europa y observara “los adelantamientos de otras nacio­nes en la agricultura, artes y comercio” y sobre esa base propusiera los medios para hacer avanzar a España.2

Todo aquello era bienvenido, y Ward tuvo la habilidad no sólo de recoger ideas y proponer remedios a la esterilidad agrícola e industrial de la metrópoli, sino también de replantear un viejo proyecto: el establecimiento de las intendencias en América, lo cual había sido concebido por el secretario de hacienda de Felipe V, don José del Campillo (1693-1743), en su Nuevo sistema de gobierno económico para la América: con los males y daños que le causa el que hoy tiene, de los que participa copiosamente España; y remedios universales para que la primera tenga considerables venta­jas, y la segunda mayores intereses?

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El título de esa obra es, ni más ni menos, una síntesis de lo que varios de los ministros ilustrados de Carlos III y Carlos IV busca­ban. Como lo dijimos antes, se trata de racionalizar el poder estableciendo un nuevo sistema de gobierno que permitiese a España un mejor control político y económico de sus colonias y, consecuentemente, echar a andar el potencial productivo de éstas para obtener un mayor beneficio.

En 1787, la vieja idea de Campillo se materializó en la Nueva España. Ésta era la colonia más rica para los borbones y a la cual, consiguientemente, dirigieron grandes esfuerzos para tratar de elevar su productividad.

De entre las cuatro causas que se atribuyeron a los intendentes (justicia, policía, hacienda y guerra), las de justicia y hacienda les fueron encargadas especialmente. El objetivo: mantener, en unos casos, y recuperar, en otros, el control político y de esta manera revitalizar el erario real.

Pero no iba a resultar sencillo imponer en la Nueva España aquel nuevo orden político-económico, ya que atentaba contra los intereses de grupos e instituciones privilegiados que desde los primeros años del virreinato habían adquirido una gran presencia en varias esferas. La Iglesia era la principal de esas instituciones, y por lo tanto había que instrumentar algunos medios para conseguir su sujeción.

Proyectos para el sometimiento eclesiástico

El sometimiento de la Iglesia, bajo el gobierno borbónico, se comenzó de forma más decidida hacia la segunda mitad del siglo XVIII. En lo cultural, aquella empresa tuvo su máxima expresión cuando después de la expulsión de los jesuítas de los dominios españoles, en 1767, se fundaron nuevas instituciones educativas laicas, como la Escuela de Nobles Artes de San Carlos, el Seminario de Minería y el Jardín Botánico.

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En lo político, mediante una real cédula de 1766, se intentó de una manera más violenta poner límites a la Iglesia. Por medio de esta cédula se facultaba a la autoridad civil para proceder contra cualquier clérigo que tuviese algo que ver con levantamientos, rebeliones, o cualquier otro tipo de desmanes que alterasen el orden público. Además, los clérigos que sustentasen doctrinas en contra del rey o hiciesen uso de la crítica contra su política, su familia o miembros de su gobierno, quedarían bajo la jurisdicción civil ordinaria y les serían suspendidos en forma automática todos sus privilegios.4

Por lo que hace al plano económico, con la visita de José de Gálvez llegaron también a la Nueva España nuevas disposiciones. La idea de la corona era restablecer y recuperar para sí el cobro directo de viejos impuestos y estatuir otros nuevos. Esta situación, por supuesto, afectaría a grupos y corporaciones locales que veían desvanecerse sus privilegios y concesiones. Por ejemplo, en 1765 la Iglesia perdió la administración de los novenos reales pese a que el cabildo eclesiástico michoacano había hecho ver al rey lo inconve­niente que resultaría para su economía el pago de toda una burocracia que, por otro lado, pronto empezaría a tener problemas con los ministros eclesiásticos por la administración del ramo.5

Otro golpe que la política borbónica aplicó a los privilegios eclesiásticos fue justamente durante el año de 1787, con el estable­cimiento de las intendencias, pues en la Real Ordenanza se decla­raba que, en adelante, la recaudación y distribución de los diezmos se verificaría por parte de los funcionarios reales nombrados para tal efecto.6

Ello provocó la ira de varios prelados y cabildos eclesiásticos novohispanos, concretamente los de México, Puebla, Oaxaca, Durango y Michoacán, quienes elevaron ante el rey una enérgica representación en la cual alegaban los derechos que supuestamen­te tenían para recaudar y administrar los diezmos por sí mismos, como hasta entonces se había venido practicando.7 El reclamo surtió efecto, pues en marzo de 1788 el virrey don Manuel Antonio

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Flores recibió una carta reservada por medio de la cual se le informaba que suspendiese la ejecución de los artículos 168,169 y 173 de la ordenanza de intendentes que trataban sobre los diez­mos.8

La erección de más obispados en Nueva España

Pero indudablemente que el impuesto del diezmo era importantísimo para la corona, y aunque después de aquella discre­pancia siguió siendo recaudado y administrado por el clero, no hay que olvidar que la novena parte de la gruesa decimal debía ser enviada a la metrópoli, cumpliéndose así el derecho al noveno real. Por lo tanto, también los reyes estaban interesados en que los diezmos fuesen elevados, pues además de incrementarse el noveno real, la Iglesia estaría en condiciones de enviar a la metrópoli, sin grandes empachos, los famosos “donativos graciosos” que eran muy bien recibidos, sobre todo a la sombra de alguna guerra.

Consecuentemente, durante el siglo XVIII se crearon otros obispados en la Nueva España y la Nueva Galicia, trayendo como consecuencia la reducción de algunas de las diócesis que hasta entonces había ocupado territorios muy dilatados. Una de las razones esgrimidas fue que en extensiones tan bastas como las que poseía Michoacán, México y Guadalajara, por ejemplo, era fácil perder el control decimal. Además, el poder político que los obispos de esos lugares acumulaban era enorme, pues ellos tenían más autoridad moral ante la población que los corregidores y alcaldes mayores, autoridades civiles locales quienes en algunos casos estaban más preocupados por otros negocios que por apare­cer efectivamente como representantes reales, cumplidores de la ley y fomentadores de las artes, el comercio y la industria.

Con el establecimiento de las intendencias vino casi aparejada la creación de nuevas diócesis: se buscaba equilibrar el poder eclesiástico mediante el poder real, para después someter la Iglesia a la corona. Así, en un obispado tenía que haber un intendente o

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un capitán general y varios subdelegados, los cuales no tardaron en algunas ocasiones en entrar en competencia con el obispo o los jueces eclesiásticos por el control político. El 15 de diciembre de 1777 se erigió el obispado de Linares por la bula Relata de Pío VI, y en mayo de 1779 el de Sonora, por bula del mismo pontífice, intitulada Inmensa divinae.9

La creación de esos obispados les costó a las diócesis de Guadalajara, Durango, México y Michoacán la pérdida de algunos curatos. La de Guadalajara fue la más castigada, pues los extensos territorios que se habían incorporado a la audiencia y diócesis de Nueva Galicia, gracias a los misioneros franciscanos y jesuitas del siglo XVIII, junto con otros que poseía desde el siglo XVI, fueron los que formaron el territorio de nuevas jurisdicciones eclesiásti­cas. Con ese fin se había alegado la lejanía que separaba a la capital respecto del total del territorio y las graves consecuencias para el control político, económico y espiritual de sus habitantes.

La Barca, Zapotlány Colima en disputa

Sobre ese criterio, el obispo de Guadalajara, fray Antonio Alcalde (1771-1792), no solamente apoyó la creación de aquellas nuevas diócesis, sino que escribió en repetidas ocasiones al rey Carlos III solicitándole, en recompensa de lo cedido, la adjudicación de los partidos de la Barca, Zapotlán y Colima a su obispado. Estos curatos se encontraban bajo la jurisdicciónespiritualde Michoacán desde la erección de este obispado, en 1536, aunque geográficamente se hallaban mucho más cerca de Guadalajara que de Valladolid por haberse desplazado la sede del obispado neogallego hacia el oriente, situándose en el valle de Atemajac.

Los antecedentes más remotos de las pretensiones de la mitra tapatía se ubican en el año de 1551. Desde este año, los clérigos neogallegos presentaron ante los reyes españoles varios documen­tos a través de los cuales les solicitaban la concesión de aquellos partidos. Durante ciento trece años la resolución estuvo pendien­

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te, ya que los capitulares y obispos de esa diócesis no pudieron convencer a la corona sobre la necesidad de incorporar a su jurisdicción los territorios de Colima, La Barca y Zapotlán. Ade­más, habían insistido en que no sólo se les concedieran los tres partidos citados sino además muchos otros, sin poder finalmente obtener ningún resultado favorable durante todo ese período.10

Los borbones no prestaron oídos sordos a las sugerencias que tenían por objeto asegurar el mejor control político-económico de sus dominios. Por lo tanto, el asunto no tardó mucho en atenderse, aun cuando había otros casos pendientes. Por ejemplo, desde 1537 los obispos de México, Guatemala y Oaxaca: fray Juan de Zumárraga, Antonio Marroquí y Francisco López de Zárate, respectivamente, dirigieron una carta al rey de España para que ordenara a la Real Audiencia trazar nuevos límites a las diócesis existentes para que:

... dé a cada obispo la tierra e pueblos que más le conviene por cercanía, y los que le diere y señalare los declare lugar por lugar, porque con los límites hechos tenemos mucha confusión, y será bien dar a cada obispo su término redondo.11

La inquietud de aquellos prelados provenía del hecho de que la primera división diocesana que se realizó en la Nueva España, se verificó de manera improvisada, sin conocimiento de las zonas fraccionadas y, obviamente, sin ninguna lógica. Por eso existieron casos en que algunos pueblos, estando a unas cuantas leguas de distancia de una cabecera de obispado, se encontraban bajo la jurisdicción espiritual de otro, distante varios días de camino.

Esto era, precisamente, lo que sucedía en los curatos que se localizaban dentro de los partidos solicitados por Guadalajara y, justamente, ése era el principal argumento esgrimido por los capitulares y prelado neogallegos, quienes agregaban que, a la gran distancia existente desde Valladolid a dichas regiones, había que aumentarle la fragosidad de los caminos. Todo eso provocaba “la falta de pasto espiritual para las ovejas” de tales poblaciones y las

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escasas visitas episcopales y, según el obispo fray Antonio Alcalde, forzaba a numerosos feligreses de aquellos territorios a ocurrir a Guadalajara en busca de asistencia espiritual.12

El 17 de abril de 1789 se despachó una real cédula fechada en Madrid, por medio de la cual se adjudicaban los partidos de La Barca, Zapotlán y Colima a la diócesis de Guadalajara. De inme­diato, el 25 de agosto del mismo año se apresuró el obispo de Michoacán, fray Antonio de San Miguel, a redactar una extensísima carta al fiscal de lo civil, por medio de la cual le hacía saber que se negaba a acatar aquella determinación real. El principal motivo de su actitud se basaba en que las leyes españolas advertían que si alguna causa fuese ganada introduciendo falsos argumentos que engañasen al rey, ésta quedaba anulada siguiéndose solamente la costumbre de obedecerse pero no ejecutarse.13

Según San Miguel, los capitulares y obispo de la diócesis neogallega habían recurrido a noticias “falsas, importunasy opues­tas a las leyes” para salir con éxito del negocio, pues los citados clérigos de Guadalajara comunicaron al monarca español, entre otras cosas, que el prelado y cabildo eclesiástico michoacanos habían introducido artículos inconexos,14 con el sólo propósito de retrasar el proceso que se había iniciado para desmembrarle los territorios de La Barca, Zapotlán y Colima a Michoacán. A esto decía el obispo de Guadalajara que la actitud dilatoria de los capitulares michoacanos obedecía a que, cuando en septiembre de 1783 tuvieron la primera noticia de una posible desmembración, su obispado se encontraba en sede vacante, motivo por el cual solici­taron la suspensión del proyecto hasta que tomase posesión de la mitra su futuro prelado. Esta decisión había sido adoptada acatan­do lo dispuesto en el derecho canónico, según el cual ningún negocio debe tratarse en sede vacante cuando versa interés de la mitra.15

La situación tenía sumamente molesto a fray Antonio de San Miguel ya que, aunque aparentemente los capitulares de Guadalajara entendieron aquella situación, apenas supieron del

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arribo del diocesano a Valladolid, insistieron en que se reanudara el asunto de la separación de dichos partidos sin considerar

...las gravísimas ocurrencias que se le ofrecen a un obispo que nuevamente entra, ni tampoco lo quebrantado de mi salud por un viaje tan dilatado que hice desde Comayagua a este obispado en marzo de 85.16

Fue así que el obispo michoacano se vio obligado a remitir una carta a la Real Audiencia, en la que le pedía “un término suficien­te” para contestar a la demandas de Guadalajara, lo cual le fue concedido. Además, San Miguel envió una carta reservada al virrey conde de Gálvez, a través de la cual le hacía saber que le resultaba imposible decidir algo sin llevar a cabo antes la visita de los sitios en disputa. Por otra parte, se presentó ante la Real Audiencia de México el doctor Juan Carro Baños, apoderado de la mitra michoacana, introduciendo artículo a nombre del prelado y de sus colegas capitulares de Michoacán. El acto de introducir artículo era una especie de amparo temporal con el cual se evitaba que el negocio en turno continuara. Todo eso sucedió durante los años de 1785 y 1786. El artículo formado por el doctor Carro pasó al Real Acuerdo y, como se dividieron los votos sobre si procedía o no, se determinó en febrero de 1788 solicitar la intervención del rey, el cual tendría que comisionar a uno de los oidores de Guadalajara

...para que pase y reconozca los curatos de Zapotlán, Colima y La Barca y lo que sea más conveniente para la asistencia espiritual de ellos.17

En 1788 fray Antonio de San Miguel emprendió la visita de los partidos en disputa. La característica de esa empresa fue la intensa actividad litúrgica desempeñada por el prelado,18 como respuesta táctica a las acusaciones de Guadalajara sobre que aquellos terri­torios permanecían sin “pasto espiritual” debido a su lejanía con Valladolid.

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Una vez en aquellos sitios, el obispo realizó un detenido reco­nocimiento de los mismos que le sirvió para enviar un informe al fiscal de lo civil. En él afirmaba que no había tal fragosidad de los caminos, que era falsa la versión neogallega de la falta de atención espiritual, pues “la multitud de clérigos que hay en los pueblos de dichos partidos” hablaba de lo contrario; que era falsa la falta de visitas episcopales, pues desde el año de 1650 se habían verificado dieciséis visitas; que no era verdad que Guadalajara hubiera pade­cido “algún quebranto notable” con la desmembración que se le hizo de varios partidos cuando se erigieron los obispados de Sonora y Linares, pues aquel terreno era “inútil por despoblado”, y que todo el interés de los clérigos del vecino obispado eran los diezmos de La Barca, Zapotlán y Colima, que asciende a

...cerca de la octava parte de toda la gruesa decimal. Esto es, a la cantidad de veintiocho mil quinientos treinta y dos pesos, seis reales, diez granos de renta anual.19

La Barcay Zapotlán pertenecían a la intendencia de Guadalajara desde su establecimiento en 1787 y estaban ubicadas en dos de las jurisdicciones más importantes en el aspecto tributario y decimal. La Barca, según testimonios de finales del siglo XVIII, se ubicaba veinticinco leguas al sureste de Guadalajara y se le tenía como de abundante producción de “toda especie de semillas”, además de ganado vacuno, mular y caballar. Esto último constituía su princi­pal fuente de riqueza, aun cuando sus cosechas de maíz, garbanzo, trigo y chile no eran nada despreciables. En total, la jurisdicción de La Barca se componía de 23 pueblos, 5 parroquias, 18 haciendas, 684 ranchos y 6 estancias que sumaban 33 mil 37 almas.20

Por lo que hace a Zapotlán, sabemos que distaba treinta y dos leguas al sur de Guadalaj ara. El colector de diezmos, Diego Zárate, manifestó que la producción del año 1791, al igual que otros anteriores, había sido riquísima en frijol, maíz, panocha, trigo, queso, azúcar, lana, chile y ganado vacuno, mular, caballar y porcino. Todo ello, a pesar de que sus naturales eran “poco

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aplicados al trabajo y menos a todo lo que es industria”. Durante aquel año Zapotlán contaba con 21 mil 91 almas.21

Colima, por su parte, era uno de los curatos pingües con que contaba Michoacán, y su estratégica posición en el territorio diocesano la tenía señalada como una de las mejores zonas agríco­las y comerciales.

Lo anterior nos indica que al factor cercanía con Guadalajara, se unía el de la riqueza de los diezmos de dichos partidos, por lo cual fray Antonio de San Miguel no estaba tan errado al observar que la cuestión decimal estaba en el centro del interés de los clérigos neogallegos.

La carta que fray Antonio de San Miguel envió al fiscal de lo civil en agosto de 1789, llegó a las manos del rey Carlos IV quien, ante la insistencia del prelado porque se suspendiese la ejecución de la real cédula del 17 de abril del mismo año, emitió una real orden el 8 de enero de 1790, por medio de la cual se pedía al Consejo de Indias examinar nuevamente el caso. Fue entonces cuando se comisionó a un ministro de la audiencia de México para que inspeccionara los territorios disputados. Entre tanto, quedaba suspendido el cumplimiento de lo dispuesto en la real cédula.22

El comisionado por la audiencia de México fue el alcalde del crimen don Emeterio Cacho Calderón, quien el 30 de julio de 1792 envió una carta al rey en la cual exponía el resultado de las observaciones verificadas en sus recorridos por aquellas zonas. Lo que el licenciado Cacho apuntó en ese documento fue clave para la decisión que poco después tomaría el monarca, pues además de inclinarse decididamente por la anexión de La Barca, Zapotlán y Colima al obispado de Guadalajara, dando sus razones trazó un plano por medio del cual demostraba la mayor cercanía de aquellos partidos con la capital de Nueva Galicia, por lo cual estaba seguro de lo enorme utilidad que en lo político y espiritual produciría esa determinación.23

Lo que en la referida carta se decía era, esencialmente, que las distancias de Valladolid a La Barca, Zapotlán y Colima eran mucho

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mayores y más incómodos los caminos que de Guadalajara a esas tierras, por lo que generaban grandes impedimentos “físicos y morales” para proveerlos de la asistencia espiritual. El 17 de agosto de 1794 la corona giró una real orden imponiendo el cumplimiento de la real cédula del 17 de abril de 1789. A su vez, el virrey mandó la ejecución de la determinación real el 3 de mayo de 1795, que se retrasó todavía hasta el 26 de agosto de 1797 por haber adoptado la mitra de Valladolid una actitud de abierta rebeldía, alegando que no aceptaba una resolución semejante porque el asunto no corres­pondía a la soberanía del rey y que era la Real Audiencia de México el único tribunal “propio y proporcionado” para decidir adecuada­mente. Esta postura, por supuesto, no fue avalada por la audiencia, teniéndose que cumplir entonces con los mandos desde la metró­poli.24

La derrota de lo defendido por el obispo y los capitulares michoacanos no puede sorprender, pues eran varios los factores en su contra. En primer lugar, porque los borbones generalmente intentaron adoptar una actitud consecuente con sus ideas racionalizadoras, fundamentando éstas en lo más práctico, olvi­dándose cuando les fue necesario de la costumbre y hasta de los procedimientos legales.

Colima, La Barca y Zapotlán estaban mucho más cerca de Guadalajara que de Valladolid, y éste era un punto que no acepta­ba ni acepta discusión. Aún así, el monarca español, en la última oportunidad que dio a los michoacanos para ganar su causa, ordenó a la audiencia de México que permitiera a la iglesia de Valladolid “acreditar la propiedad” que alegaba tener sobre aquellos sitios. Fue don Agustín José de Echeverría y Orcolaga, maestrescuela de la catedral vallisoletana y apoderado de la misma desde la muerte de don Juan Carro Baños (en 1787), quien en abril de 1795 intentó aquella empresa.25

La defensa que Echeverría realizaba se sustentó sobre los siguientes argumentos: si la jurisdicción espiritual de los partidos en disputa pasaba a Guadalajara, el traslado de una enorme

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cantidad de procesos relativos a esas parroquias traería consigo fuertes gastos y una “ruinosa confusión”. Por otra parte, era imposible que la iglesia de Guadalajara pudiera proveer satisfacto­riamente el pasto espiritual a las poblaciones que pretendía, en cambio Valladolid le sobrepasaba en doscientos clérigos. La corte­dad del número de individuos con que contaba Guadalajara para dar atención a sus feligreses había quedado de manifiesto sólo unos cuantos años atrás, cuando el obispo fray Antonio Alcalde encargó al cura michoacano de Caxitlán la atención de varios de los pueblos inmediatos pertenecientes a la iglesia tapatía. Por si esto fuera poco, recordaba Echeverría que el señor Alcalde tuvo por incon­veniente la secularización de las misiones que componían la pro­vincia de Nayarit por no contar con clero para enviar a aquellas tierras.26

El apoderado de la iglesia michoacana fundamentó su defensa en el asunto de la atención espiritual de los habitantes de las parroquias mencionadas, debido a que tanto el rey como los clérigos de Guadalajara habían manejado desde el principio del conflicto ese mismo elemento.

Pero finalmente nada hizo cambiar una decisión que había sido concebida por el llamado despotismo ilustrado en el marco de la creación de intendencias novohispanas y neogallegas, en una época de racionalización del poder y consecuente incremento de la burocracia real que buscaba un mayor control político-económi- co de las colonias americanas.

Todo ese singular pleito entre la iglesia michoacana, la iglesia tapatía y la corona española, tuvo un final que refleja el paulatino sometimiento de la autoridad eclesiástica a la autoridad civil, un fenómeno que permearía la historia de México durante el siglo XIX y parte del XX.

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Conclusiones

1. La política borbónica de racionalización del poder y consecuente sometimiento de la Iglesia al Estado se manifestó en la Nueva España de muy diferentes formas. Una de ellas fue la reorganiza­ción del mapa político y religioso tanto de la Nueva España como de la Nueva Galicia. Esta reorganización trajo consigo el estable­cimiento de todo un aparato burocrático real cuya función princi­pal sería la búsqueda de un mejor manejo de la economía colonial.2. El despotismo ilustrado fue precisamente un régimen autorita­rio, con un proyecto de gobierno bien definido que tenía que ser llevado a cabo aun a costa de enfrentar a la institución más poderosa de América, la Iglesia. Las fricciones entre la corona española y la iglesia michoacana no se hicieron esperar. Esto fue evidente sobre todo a partir de que la metrópoli decidió limitar el poderío económico y político eclesiástico.3. La verdadera causa del conflicto entre las diócesis de Guadalajara y Valladolid durante las dos últimas décadas del siglo XVIII, fue el diezmo que producían los partidos de la Barca, Zapotlán y Colima. El factor que inclinó la balanza a favor de la diócesis tapatía fue indudablemente el de su mayor cercanía con los territorios mencio­nados.4. Las relaciones entre la diócesis michoacana y la corona se mantuvieron en un marco de cordialidad en tanto ésta no tocó los privilegios de aquélla. Desafortunadamente para la mitra michoacana, los borbones se propusieron una reorganización político-económica en el mundo hispánico que le afectó. Las representaciones del obispado michoacano ante el rey y las mani­festaciones de desacuerdo con su política fueron constantes y caracterizaron el último tercio del siglo XVIII.

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NOTAS

1. Real Ordenanza para el Establecimiento e Instrucción de Intendentes de Ejército y Provincia en el Reino de la Nueva España. De orden de su Majestad, Madrid, 1786.

2. Bernardo Ward, Proyecto Económico, en que se proponen varias providencias, dirigidas a promover los intereses de España, con los medios y fondos necesarios para su planificación, Madrid, impreso por D. Joachin Ibarra, 1779.

3. Ricardo Rees Jones, El despotismo ilustrado y los intendentes de la Nueva España, México, UNAM, 1983, p. 77.

4. Nancy Farris, Crown and cleregy in Colonial México. 1759-1821. The crisis ofeclessiastical privilege, Londres, Universidad de Londres-The Atholone Press, 1968.

5. Oscar Mazín, Entre dos majestades. El obispo y la Iglesia del Gran Michoacán ante las reformas borbónicas. 1758-1772, Zamora, Mich., El Colegio de Michoacán, 1987, pp. 115-116.

6. Real Ordenanza..., op. cit., Artículos 168,169 y 173.7. Archivo Histórico Manuel Castañeda Ramírez/Casa de Morelos, Morelia, Mich., (En

adelante AHMCR), Información Matrimonial y Negocios Diversos, legajo 607, años 1787-1788.

8. Archivo Capitular de Administración Diocesana de Valladolid de Michoacán, caja 43.9. Ernesto de la Torre Villar, “Erección de obispados en el siglo XVIII. El Obispado de

Valles”, en Estudios de Historia Novohispana, vol. III, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1970, p. 181.

10. Archivo General de la Nación, México, D.F. (En adelante AGN), Arzobispos y obispos, vol. 5, “El obispo de Michoacán al sr. Fiscal de los civil”, f. 21v. No se indican los nombres de los otros partidos pretendidos por Guadalajara.

11. Citado por Ernesto de la Torre Villar, op. cit., p. 179.12. AGN, Arzobispos y obispos, vol. 5, op. cit., fs. 23-23v.13. Ibidem., fs. 9-10v.14. Introducir artículo, en la época colonial, era presentar un documento ante la Real

Audiencia, por medio del cual se trataba de suspender temporalmente la ejecución de algún asunto cuando se consideraba injusta la causa. Se tomaba por artículo inconexo cuando los motivos expuestos en la solicitud dilatoria no tenían relación con el asunto principal.

15. Ibidem., fs. 11-12.16. Ibidem., f. 13. Fray Antonio de San Miguel arribó a Valladolid en diciembre de 1784.17. Ibidem., fs. 13v-15.18. AHMCR, Información Matrimonial y Negocios Diversos, legajos 608, 609 y 610.19. AGN, Arzobispos y obispos, vol. 5, op. cit., fs. 23-24.20. José Menéndez Valdés, Descripción y Censo General de la Intendencia de Guadalajara.

1789-1793, Estudio preliminar de Ramón Ma. Serra, Guadalajara, Gobierno de Jalisco- Secretaría General-Unidad Editorial, 1980, pp. 52-103.

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21. Ibidem., pp. 77-78.22. AGN, Clero regulary secular, vol. 50, “Respecto a que no se ha pedido el cumplimiento

de la Real Cédula, cuya suspensión se solicita en este escrito”, fs. 17-17v.23. Ibidem., f. 18.24. “Real Cédula relativa a la agregación de las provincias de La Barca, Zapotlán y Colima

a la Mitra de Guadalajara”, en José Luis Razo Zaragoza y C., La Barca. Testimonios para su historia, Primera parte, La Barca, Centro Documental e Histórico de La Barca, 1984, pp. 139-140.