Apolo 13 - Jim Lovell, Jeffrey Kluger

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Apolo 13 recrea un fantástico viajeespacial que estuvo a punto deconvertirse en tragedia pero cuyodestino cambió gracias al valor ydecisión de tres astronautas. En1970 Jim Lovell, Fred Haise y JackSwigert viajaban hacia la Lunacuando una explosión sacudió sunave. Con el mundo pendiente desu destino abandonaron la nave yregresaron a la tierra en el estrechoespacio del módulo lunar, que podíafallar en cualquier momento.

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Esta aventura real está dedicada alos astronautas terrestres: mi

esposa Marilyn y mis hijosBarbara, Jay, Susan y Jeffrey, que

compartieron conmigo los miedos yansiedades de esos cuatro días de

abril de 1970.Jim Lovell.

Con todo mi afecto a mi familia,nuclear y periférica, pasada y

presente, por habermeproporcionado siempre una órbita

estable.Jeffrey Kluger.

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N

Prólogo

Lunes, 13 de abril de 1970,22:00 hora de Houston

adie sabía cómo empezaron losrumores acerca de las píldoras

letales. Casi todo el mundo los habíaoído e incluso se los creían. Desdeluego, así era para la prensa, el públicoy también para algunos profesionales dela Agencia. Llegaba una persona reciéncontratada, en su primer día de trabajoconocía a un astronauta, y en cuanto sesentaba a su mesa se volvía hacia él y le

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preguntaba: «¿Sabes algo de laspíldoras letales?».

Los rumores sobre las píldorasletales siempre le habían hecho muchagracia a Jim Lovell. ¡Píldoras letales!En primer lugar, no existía situaciónalguna en la cual uno llegara aconsiderar… digamos, una vía deescape rápida. Y en caso de que asífuera, había un montón de métodos másfáciles que utilizar las píldoras letales.Al fin y al cabo, el módulo de mandotenía una manivela para abrir laescotilla de la cabina: un giro demuñeca y los agradables 0,35kilogramos por centímetro cuadrado de

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presión de la cápsula quedaríanexpuestos instantáneamente a lahorrenda falta de presión del espacioexterior. Cuando la atmósfera interiorfuera expulsada violentamente al vacíoexterior, todo el aire que le quedara auno en los pulmones explotaríarabiosamente, la sangre le empezaría ahervir instantánea y literalmente, sucerebro y sus tejidos pedirían oxígeno agritos y todo su organismo,traumatizado, sencillamente echaría elcierre. Todo acabaría en escasossegundos. En realidad, era aún másrápido que las ridículas píldoras letales,y además era mucho más honroso.

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Desde luego, ni Lovell ni nadiehabían dedicado mucho tiempo a pensaren los daños que podría ocasionar laabertura de la escotilla de la cabina. Niuno solo de los equipos de astronautasde las veintidós misiones tripuladasanteriores había vivido nunca unasituación en la cual pudiera considerarseesa opción ni siquiera remotamente. Elpropio Lovell había embarcado ya tresveces en una de esas naves y la únicaocasión en que había tenido que vaciarel aire de la cabina de mando había sidoen el momento previsto: al final delvuelo, cuando el módulo se mecía en elPacífico, los paracaídas flotaban en el

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agua, los hombres rana se acercaban a labaliza, la jaula de recuperacióndescendía desde el helicóptero, la bandade música tocaba en el portaaviones, yél ensayaba el brevísima discurso quepronunciaría antes de encaminarse apasar el chequeo médico, a presentar suinforme y a darse una ducha.

Hasta el momento, parecía que lamisión sería tan rutinaria como todas lasdemás. En realidad, hasta esa noche,según la hora de Houston…

Aunque allá afuera, a unos 370.000kilómetros de distancia de la Tierra ytras haber recorrido cinco sextas partesde la distancia a la Luna, la hora del sur

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de Tejas parecía algo fuera de lugar.Pero, fuera la hora que fuese, ese viajeal horrendo vacío se había vueltosúbitamente muy desagradable. Por elmomento, estaban pasando demasiadascosas en la cabina para que Lovell y susdos compañeros de tripulación pudieranseguirles la pista a todas ellas. Pero loque más preocupados les tenía eran eloxígeno y la energía, que casi se leshabían agotado, y el motor principalque, probablemente, aunque no con totalseguridad, estaba fuera de juego.

Era un mal trago, exactamente latípica situación en la que pensarían laprensa, el público y los novatos de la

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Agencia cuando preguntaran por laspíldoras letales. Por su parte, Lovell ysus compañeros no pensaban enpíldoras, escotillas ni nada parecido.Trataban de recuperar la energía, eloxígeno y todo lo que estaba perdiendola nave. Lo que se planteaba era si lolograrían; hasta entonces, ninguna navehabía pasado por apuros semejantes tanlejos de la Tierra. El personal deHouston lo sentía muchísimo, y así se lotransmitió por radio.

—Apolo 13, hay montones depersonas trabajando en esto —decía unavoz desde Control de Misión—. Osmandaremos información en cuanto la

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tengamos, seréis los primeros ensaberlo.

—Oh —repuso Lovell, reflejandomás irritación de la que pretendía—,gracias.

Lo que trascendía el enojo de Lovellera que, según los cálculos de todo elmundo, Houston tenía sólo una hora ycincuenta y cuatro minutos paraproponer alguna idea brillante. Ése eratodo el tiempo que les duraría el restodel oxígeno de los tanques de la cabina.Después, los tripulantes empezarían arespirar poco a poco su propio dióxidode carbono, a jadear y a sudar, con losojos fuera de sus órbitas, mientras se

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asfixiaban con sus propios gases deexhalación, en un reducto del tamaño deun automóvil grande. Y si eso ocurría, lanave proseguiría su viaje hacia la Lunasin tripulación, le daría la vueltavertiginosamente y regresaría a la Tierraa 46.000 kilómetros por hora. Pordesgracia, no se dirigiría exactamente ala Tierra, sino que la pasaría rozando, aunos 74.000 kilómetros, e iniciaría unaórbita excéntrica, enorme y absurda, quela mandaría a 444.000 kilómetros por elespacio, y luego, otra vez de vuelta a laTierra, y de nuevo hacia el espacio, yasí sucesivamente, en un circuitoconstante, horrendo y sin sentido, que

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podría sobrevivir a la misma especieque la lanzó. Con Lovell y sustripulantes encerrados en el interior dela nave a la deriva, serían visibles paralos observadores del planeta durantemilenios, indefinidamente, como unmonumento grotesco y parpadeante a latecnología del siglo XX.

Eso bastaría para que la genteempezara a hablar de píldoras letales.

Lunes, 13 de abril, 23:30 horadel Este

Jules Bergman se abrochó el blázer

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gris, se ajustó la corbata azul y negra dereps y miró a la cámara mientras seiniciaba la cuenta atrás de los últimosdiez segundos para salir en antena. Elmurmullo del estudio fue enmudeciendo,como antes de cada emisión. Bergmansólo dispondría de un minuto más omenos de tiempo para dar suinformación en directo y, como en todosesos partes informativos de urgencia,estaría obligado a condensar un montónde información en ese breve movimientodel reloj.

El ambiente del estudio eraelectrizante desde el instante en quellegó Bergman. En principio, no tenía

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por qué haber nadie de la secciónespacial a esas horas de la noche en laredacción, pero cuando los teletiposempezaron a recibir las noticias deHouston y los corresponsales de la ABCempezaron a telefonear dando unosdatos inconexos, pareció que la gentesalía de debajo de las piedras. Unnovato se habría quedado impresionadopor la prontitud con que la titánicamáquina informativa se levantaba y seponía a trabajar, pero Bergman no era unnovato. Era un completo misterio porqué una empresa informativa de esecalibre podía considerar siquiera la ideade apagar las cámaras y marcharse a

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casa a dormir cuando una nave tripuladase hallaba a 370.000 kilómetros de laTierra.

Bergman se había encargado de losvuelos espaciales tripulados desde elprimer devaneo suborbital de AlanShepard en 1961, y había aprendidodesde hacía mucho tiempo que la mejormanera de meter la pata en el temaastronáutico era dar por sentado que unvuelo sin problemas nunca tendríaproblemas. Bergman se habíaempeñado, como ningún otro periodistahasta entonces, en aprender los secretosde la aeronáutica, había entrado encámaras centrífugas, en naves de

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simulación sin gravedad y se habíaquedado a la deriva en las balsas deamerizaje, todo ello en un intento porcomprender mejor cómo caminaban porla cuerda floja los astronautas, para sercapaz de explicárselo al público quecorría con los gastos.

El problema era que en esos tiemposparecía que el público no quería talesexplicaciones. Ya no se trataba delFreedom 7 de Shepard, ni delFriendship 7 de Glenn; ni, desde luego,del Apolo 11 de Neil Armstrong,Michael Collins y Buzz Aldrin, lamagnifica misión que había realizado elprimer alunizaje hacía nueve meses.

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Éste era el Apolo 13, de camino altercero de esos alunizajes, y en laprimavera de 1970, tanto la cadena detelevisión como el país al que informabaestaban aburridos.

En ese momento, la ABC, en lugarde las últimas noticias sobre la Luna,estaba emitiendo el Show de DickCavett, Cavett entrevistaría a SusannahYork, James Whitmore y algunosjugadores de los New York Mets, loscampeones, pero durante los primerosminutos del programa de esa noche, porlo menos, sus espectadores seacordarían de la Luna.

—Hoy es un gran día en Nueva York

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—bromeaba Cavett con los músicos y elpúblico antes de presentar a susinvitados—. Hace un tiempo perfectopara los mirones. Y hablando demirones, ¿sabían ustedes que nuestroprimer astronauta soltero está volandohacia la Luna? Sí, Swigert, ¿verdad? Esel clásico hombre a quien se le atribuyeuna chica en cada puerto. Bueno, tal vez,pero creo que sería mucho optimismollevar medias de nailon y tabletas deHershey a la Luna… —El público se rió—. ¿Han leído ustedes que estelanzamiento ha tenido tres millonesmenos de espectadores que el anterior?El otro día estaba aquí el coronel

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Borman, y admitió que, en cierto modo,los lanzamientos espaciales estabanperdiendo su atractivo. Pero, para serjustos, el problema podría radicar poruna parte en que hacía muy buen tiempoy mucha gente había salido, y por la otraen que mucha gente pensó que ellanzamiento era una reposición deverano. —Y el público volvió a reírse.

Mientras Cavett hablaba, elrealizador de Jules Bergman terminó sucuenta atrás en el estudio de noticias dela ABC y, de repente, la imagen delpresentador del programa de entrevistasfue sustituida por el rótulo rojo «Apolo13» y las palabras en azul brillante

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«Especial informativo». Un segundo mástarde, el rostro de Bergman sustituía altitular.

«La nave espacial Apolo 13 hasufrido una avería eléctrica grave —empezó—. Los astronautas no correnpeligro inmediato, pero se anulacualquier posibilidad de alunizaje.Segundos después de inspeccionar elmódulo lunar Aquarius, Jim Lovell yFred Haise han regresado al módulo demando y han informado que habían oídouna fuerte explosión, seguida de unapérdida de potencia en dos de los trestanques de combustible. También haninformado que habían visto cómo

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emanaba el combustible, al pareceroxígeno y nitrógeno, al espacio, y quelos indicadores de ambos gasesmarcaban cero. Control de Misión haordenado a los astronautas querecortaran el consumo eléctrico de lanave mientras los localizadores deaverías buscaban una solución a esosproblemas. Sin los tres tanques decombustible, el problema consiste enreunir la potencia necesaria para poneren marcha el motor de la nave espacial ytraerlos a la Tierra. Otro de losproblemas sin determinar todavía es lapérdida aparente de oxígeno en el airedel módulo de mando. Control de

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Misión ha confirmado la gravedad delproblema. Repito, los astronautas delApolo 13 no corren peligro inmediato,pero la misión puede ser anulada».

Tan deprisa como había aparecido,Bergman se desvaneció de la pantalla,sustituido de nuevo por el risueño DickCavett. En cuanto se apagaron lascámaras, se reanudó el rumor en elestudio de informativos. Losprofesionales del espacio se quedaronbastante descontentos con la noticia queacababan de difundir. ¿Cómo que losastronautas «no corrían un peligroinmediato»? ¿Era ésa la idea que queríadivulgar la NASA? ¿Cómo era posible

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no correr un peligro inmediato a casimedio millón de kilómetros de la Tierray con escasas moléculas de oxígenodisponibles? No obstante, era más queprobable que el pronóstico de laAgencia no tardara en cambiar. Losfuncionarios de la NASA siempre eranreacios a emplear la palabra«emergencia» cuando podían pasar con«incidente», pero cuando se enfrentabana una verdadera crisis, en generalhocicaban. El estudio de Nueva York yaestaba otra vez en contacto telefónicocon el corresponsal en Houston, DavidSnell, para saber la última hora de laAgencia; también habían llamado a los

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asesores de North American Rockwell,la antigua North American Aviation,fabricante de la nave Apolo para quefueran a la emisora a explicar elproblema en directo.

Del otro lado del estudio, losteléfonos empezaron a sonar con lasúltimas noticias de los corresponsalesde Houston, y los redactores seprecipitaron a contestar, lo anotarontodo y después pasaron el informe aBergman. Escasos minutos después dedifundir su parte cautelosamenteoptimista, el presentador vio que elpronóstico había cambiado,efectivamente… y no a mejor. El

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módulo de mando del Apolo 13, admitíael informe actualizado de la NASA, notenía energía ni aire; los astronautas, alparecer, tendrían que abandonar la navee instalarse en el módulo lunar, así quela Agencia reconocía ya que sus vidascorrían peligro.

Junto a Bergman, el realizadorordenó a los cámaras que siguieran ensus puestos. Esa noche ya noreaparecería Dick Cavett.

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J

Capítulo 1

27 de enero de 1967im Lovell estaba cenando en la CasaBlanca cuando su amigo Ed White

murió carbonizado.En realidad, Lovell no estaba

cenando, sino picando canapés ybebiendo zumo de naranja y un vinopoco memorable, servidos en mesascubiertas con manteles de hilo en la SalaVerde. Pero, como ya se había puesto elSol y oficialmente no se habíaespecificado otra hora para comer esedía, aquello era lo más parecido a una

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cena que podría tomar Lovell.Y en realidad, tampoco Ed White

murió carbonizado. El humo lo matómucho antes que las llamas. Según loscálculos, él, su comandante GusGrissom y su compañero Roger Chaffeetardaron sólo quince segundos ensucumbir envenenados por los gasestóxicos. Aunque, a fin de cuentas, debióde ser lo mejor. Nadie sabíaexactamente qué temperaturas se habríanalcanzado en la cabina, pero con unaatmósfera alimentada por oxígeno puroal ciento por ciento, probablemente eltermómetro habría subido a más de 760grados. A esas temperaturas, el cobre se

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pone al rojo, el aluminio se funde y elcinc arde. Gus Grissom, Ed White yRoger Chaffee, frágiles compuestos depiel, pelo, carne y huesos, no tuvieron lamenor oportunidad.

Jim Lovell no podía saber qué lesestaba sucediendo a los tres en aquelpreciso instante. Pronto lo sabría, peroen ese momento no. En ese instante,Lovell estaba muy ocupado en su tarea,que consistía en pasear, relacionarse yestrechar manos. Había docenas dedignatarios reunidos alrededor delcóctel que ofrecía la Casa Blanca, yLovell tenía la misión de saludar almayor número posible de ellos. La

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invitación que Lovell había recibido porcorreo era muy específica en ese punto:

«Salas Verde y Azul, para saludar alos embajadores personalmente», decía.No decía: «Se le invita a comer», ni «Sele invita a pasarlo bien». Decía, en otraspalabras: «Se le invita, si quieresaberlo, para trabajarse a la multitud».

Lovell ya estaba acostumbrado a esaclase de veladas, desde luego, y elcandor de la invitación no fue ningunasorpresa. No era más que lo que él y suscolegas del cuerpo de astronautasllamaban «pasar por el tubo»: aquellasocasiones en que algún jefe de Estado oalguna Cámara de Comercio necesitaban

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exhibir a un astronauta en una recepcióny la NASA mandaba a un par de ellos ala fiesta, para que posaran en las fotoscon el anfitrión y repartieran buenosdeseos en general. Todos los astronautasservían para ese propósito, pero Lovellera especialmente hábil. Con su metronoventa de estatura y sus setenta y sietekilos de peso, su aspecto típico delMedio Oeste proyectaba una imagen delastronauta arquetípico, perfecto para laspersonalidades que sólo querían unabuena foto para colgar de la pared de sudespacho.

Esa tarde habría menosposibilidades que otras veces para hacer

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tales fotos. La invitación les convocabapuntualmente a las cinco y catorceminutos de la tarde, decía realmente alas 17:14 horas, y el acto debía concluirno más tarde de las siete menos cuarto.No estaba muy claro qué era lo que laCasa Blanca deseaba realizar enaquellos sesenta segundos extras previosa la reunión, pero Lovell y sus cuatrocolegas habían ido allí a trabajarse a lamultitud durante 91 minutos y despuésserían libres para salir a disfrutar deWashington.

A decir verdad, si Lovell tenía quepasar por el tubo durante hora y mediamás o menos, había peores sitios que la

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Casa Blanca. Asistía Lyndon Johnson,que siempre estaba espléndido enaquellas sesiones de picoteo y palique, yLovell, por su parte, tenía ganas desaludar al presidente. Ya se habíanconocido, hacía cosa de un mes, cuandoLovell y su copiloto Buzz Aldrin fueroninvitados al rancho del presidente pararecibir una medalla y escuchar undiscurso después del amerizaje delGemini 12 en el Atlántico, que puso elbroche a las diez misiones triunfales dela pequeña nave tripulada por doshombres.

En lo más hondo de su corazón,Lovell pensaba que tal vez no se

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merecieran una medalla, y aunque no eramuy diplomático decirlo, lo pensaba. Noes que el vuelo no hubiera sido unaenorme hazaña; que lo fue. Ni que nohubiera logrado con creces todos losobjetivos previstos; los logró. Pero losnueve vuelos anteriores también habíancumplido todos sus objetivos, y de noser por toda la experiencia astronáuticaacumulada en los Gemini 3 a 11, elGemini 12 nunca habría logrado nada.Sin embargo, a Johnson le gustaba elteatro y cuando terminó la última misiónde los Gemini, cuando Lovell acopló sunave con una Agena no tripulada con lamisma soltura que si estuviera

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aparcando un Pontiac; y cuando Buzzsalió al exterior y se montó a caballo dela Agena como un pajarito sobre el lomode un rinoceronte, el presidente sequedó cada vez más complacido con sumultimillonario programa espacial. Encuanto Lovell y Aldrin amerizaron,Johnson convocó a los fotógrafos y a loscronistas y reunió a los héroes en unaceremonia propia de la hospitalidad delsur de Tejas.

Desde entonces, Lovell teníadebilidad por el presidente y se contabaentre sus admiradores más entusiastas.Aunque no hubiera ningún jefe delejecutivo allí esa tarde, merecía la pena

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asistir a la recepción. El propósito de lareunión era celebrar la firma de untratado, muy debatido y de nombreprosaico: «Tratado sobre los PrincipiosRectores de las Actividades Nacionalespara la Exploración y el Uso delEspacio Exterior». En cuanto a tratados,Lovell sabía que aquél no tema nada departicular; no era el Tratado deVersalles, ni Appomattox, y tampocouna prohibición de realizar pruebasnucleares. Era uno de esos tratados quese hacían porque, como dicen losdiplomáticos, «había que poner algo porescrito».

Ese algo tenía relación con el

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espacio: concretamente, con los límitesque definen el espacio. Desde que laprimera protonación había trazado laprimera línea en el suelo de la primerasabana habitada, los países habían idoextendiendo constante y ávidamente susfronteras.

Primero fue un círculo alrededor deuna hoguera, después una zona desde elasentamiento hasta la costa yposteriormente, desde la costa hasta unalínea imaginaria en el mar, a tres millas.En los últimos diez años, desde losalbores de la era espacial, las tresmillas se habían convertido endoscientas, la horizontal había cambiado

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por la vertical, y la mayor parte de lasnaciones del mundo habían estadodiscutiendo cómo había que seguirtrazando líneas en esa exótica frontera ysi eso era conveniente.

El acuerdo firmado ese día por másde cinco docenas de países regulaba queno hubiera tales líneas. Entre suscláusulas se garantizaba que el espacioexterior permanecería definitivamenteno militarizado, que ningún paísestablecería órbitas espaciales propias yque nunca se reclamarían territorios dela Luna, Marte o cualquier otro lugar alque pudieran llegar algún día loscohetes de la humanidad. Sin embargo,

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para Lovell y los colegas que leacompañaban esa tarde, era másimportante el artículo V del documento,la cláusula relativa a la seguridad de losviajeros espaciales, puesto quegarantizaba que cualquier astronauta ocosmonauta que se desviara de su cursoy amerizara en algún océano hostil o seestrellara en algún trigal hostil no seríaretenido ni encerrado por las fuerzasarmadas del país violado. En cambio, seles trataría como «enviados de lahumanidad» y se les «devolvería sanos ysalvos al país de origen de su vehículoespacial».

La NASA había elegido

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cuidadosamente a su delegación deastronautas para esa ocasión. Además deLovell, que había volado dos veces enel Programa Gemini, estaba NeilArmstrong, un veterano piloto depruebas de la NASA, cuyo único vueloen el Gemini 8 por poco habíaterminado en desastre, hacía diez meses,cuando uno de sus propulsores sedesprendió súbitamente e hizo que sunave empezara a girar vertiginosamentea 500 revoluciones por minuto,obligando a los controladores de vuelo aabortar la misión y a hacerlo amerizaren el mar o en la charca más cercana queencontraron. También estaba allí Scott

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Carpenter, cuyo vuelo en el Mercurycasi se había ido al garete cinco añosatrás porque se entretuvo demasiado ensu órbita final, tonteando con algúnexperimento astronómico, alineóincorrectamente los retropropulsores yamerizó en el Atlántico a casi 500kilómetros del lugar donde le esperabael equipo de rescate. Mientras laArmada rastreaba el mar, el segundoastronauta americano que había estadoen órbita alrededor de la Tierra sehallaba flotando alegremente en su balsasalvavidas, mordisqueando su ración degalletas y escrutando el horizonte enbusca de un barco donde esperaba

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fervientemente que ondeara la banderade barras y estrellas.

Tanto Armstrong como Carpenterpodían haber necesitado la proteccióndel tratado en sus misiones e,indudablemente, la NASA lo tenía encuenta al mandarles allí esa tarde. Lapresencia de los otros dos componentesde la delegación, Gordon Cooper y DickGordon, era menos explicable, aunqueprobablemente la NASA sólo lo habíaechado a suertes y escogió los dosprimeros nombres que salieron.

Johnson saludó brevemente a Lovellen cuanto empezó la recepción, unsaludo muy breve, muy distinto de la

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adulación de un mes antes.Después, Lovell remoloneó hacia la

mesa del buffet a coger un bocadillo y avigilar el campo minado de dignatariosque evolucionaban en derredor.

Había mucho trabajo en la sala.Estaba Kurt Waldheim, de Austria; deGran Bretaña, el embajador PatrickDean; de la embajada soviética, AnatolyDobrynin; y de Estados Unidos, DeanRusk, Averell Harriman y ArthurGoldberg. La presencia de tantospersonajes geopolítica también era unaliciente para los legisladores delCapitolio. Estaban el líder de la minoríadel Senado, Everett Dirksen, el senador

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por Tennessee, Al Gore Sr., y lossenadores por Minnesota, EugcneMcCarthy y Walter Mondale, así comootros pesos pesados de Washington quese habían agenciado una invitación.

Cuando estaba a punto de vadear ala multitud, Lovell advirtió que tenía aDobrynin justo a su derecha. Elembajador soviético tenía una sólidareputación entre los astronautas que loconocían. Se decía que era unconsumado estudiante de los programasespaciales tanto estadounidenses comosoviéticos, un tipo sociable y de buentalante que hablaba inglés de primera, unhombre que, en conjunto, no encajaba en

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absoluto con la imagen que uno pudieratener de un representante de lasuperpotencia socialista. Lovell letendió la mano.

—Señor embajador… Soy JimLovell —le dijo.

El embajador le sonrió.—Ah, Jim Lovell. Encantado de

conocerle. Usted es… em… —le dijoDobrynin.

La expectante frase sin terminar deDobrynin, por supuesto, era una clavepara que Lovell dijera «astronauta»,después de lo cual Dobrynin asentiríacon gran convicción y sonreiríaencantado, como diciendo: «Sí, sí, ya sé

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quién es usted, es que no me salía lapalabra en inglés». Lovell sospechabaque lo mismo podía haber dicho«jugador de béisbol», «escultor» o«luchador profesional», y Dobryninhabría reaccionado igual.

—Astronauta, señor embajador —ledijo.

—Sí, es usted el que acaba deregresar —respondió Dobrynininmediatamente—. Un viaje espléndido,una verdadera hazaña.

Lovell sonrió, impresionado.—Bueno, estamos trabajando mucho

para no quedarnos atrás.—Tal vez algún día no tengamos que

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competir tanto —dijo Dobrynin—. Talvez este tratado sea el primer paso haciauna colaboración pacífica.

—Esperamos que así sea. Seríaestupendo que toda la humanidadpudiera explorar la Luna algún día.

—No sé si podré ir a la Luna —dijoel diplomático—, pero no mesorprendería que fuera usted.

—Para eso estoy trabajando —contestó Lovell.

—Pues muchísima suerte.Después, el embajador le estrechó la

mano y se sumergió en la muchedumbre,dedicándose a hechizar a otra gente.

Lovell se volvió hacia el otro lado y

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distinguió a Hubert Humphrey sumido enuna conversación con Carpenter yGordon. Mientras se acercaba, oyó lavoz nasal de Humphrey, con su simpatíacaracterística.

—Este tratado es un hito, unverdadero hito —decía da Humphreymientras Lovell se les acercaba—. Todoel mundo ha ganado, hasta los países queno tienen programa espacial, porqueahora las superpotencias nomilitarizarán las áreas del espacio.

—Los astronautas siempre hanpensado que era una gran idea —dijoCarpenter, haciéndose eco del discursode la NASA, aunque él la apoyaba

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firmemente—. Durante mucho tiempo haexistido una gran camaradería entre losastronautas americanos y rusos.Nosotros siempre hemos pensado que laexploración pacífica del espacio es másimportante que cualquier país.

—Mucho más importante —coincidió Humphrey.

—Lo que más nos preocupa a losastronautas —intervino Lovell, despuésde presentarse—, es la cuestión de laseguridad. Sería estupendo pensar quepodemos sobrevolar cualquier país…incluso un país hostil, y tener la garantíade que seríamos recibidos cordialmentesi tuviéramos que abortar la misión.

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—Ése es uno de los mayoresobjetivos de este tratado —repuso elvicepresidente—. La seguridad de todosustedes.

Los astronautas siguieron charlandoinformalmente con Humphrey un minutoo dos, lo suficiente para dejarconstancia en la administración de quelos embajadores bienintencionados de laNASA estaban cumpliendo su cometido,pero también lo bastante breve paraconceder a los demás convidados laoportunidad de hablar con elvicepresidente. Cuando los tres estabana punto de dispersarse para saludar aotras personalidades, Lovell, de repente,

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se turbó. La mención de la seguridad delos astronautas le recordó algo que lepreocupaba.

—¿A qué hora iniciaban la cuentaatrás en el Cabo hoy? —preguntó Lovella Gordon mientras se alejaban.

—A primera hora de la tarde —repuso Gordon.

Lovell consultó su reloj, eran pocomás de las seis.

—Entonces deben de estarterminando. Bien, bien —añadió.

La prueba que preocupaba a Lovellno era tan insignificante. Ese día, laNASA tenía previsto realizar un

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simulacro a gran escala de la cuentaatrás de la primera misión de la naveApolo, que estaba planeada para partirtres semanas más tarde. Si las cosashabían salido según los cálculos, en esemismo instante los tres astronautasestarían embutidos en sus trajesespaciales, sentados en sus asientos conel cinturón abrochado y encerrados en lacabina del módulo de mando,herméticamente sellado en una atmósferade 1.125 kilogramos por centímetrocuadrado de oxígeno puro. Lovell habíarealizado esa prueba incontables vecesen su entrenamiento para la misión en elGemini 12, su vuelo de dos semanas en

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el Gemini 7 y las otras dos misionesGemini en las que había participadocomo astronauta suplente. No habíaningún peligro inherente en una pruebade cuenta atrás. Y sin embargo, si se lepreguntaba a alguien en la Agencia, larespuesta sería que estaban impacientespor acabar.

El problema no eran los astronautas,por supuesto. El comandante, GusGrissom, ya había salido al espacio enlos programas Mercury y Gemini y habíapasado docenas de veces por esossimulacros de cuenta atrás. El piloto, EdWhite, había volado en un Gemini ytambién tenía entrenamiento de sobra.

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Incluso el segundo piloto, RogerChaffee, que todavía no se habíaestrenado, estaba rigurosamente formadoen el arte de las simulaciones de vuelo.No, lo preocupante en aquel ejercicioera la nave.

La nave Apolo, según las opinionesmás tolerantes, se asemejaba a la Edsel.En realidad, entre los astronautas, se laconsideraba aún peor que la Edsel, esdecir, era una cafetera, aunque unacafetera básicamente inofensiva. ElApolo era verdaderamente peligroso. Enlas primeras pruebas de la nave, latobera de su motor gigantesco, el mismoque habría de funcionar perfectamente

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para poner el módulo lunar en órbita ydespués devolverlo a la Tierra, seestremeció como una taza de té cuandolos mecánicos intentaron ponerlo enmarcha. Durante un simulacro deamerizaje, la pantalla térmica de la navese había rajado de parte a parte,haciendo que el módulo de mando sehundiera como un yunque de 35 millonesde dólares hasta el fondo de la piscinade pruebas de la factoría. El sistema decontrol ambiental ya habíaexperimentado 200 fallos individuales;la nave en su conjunto ya habíaacumulado unos 20.000. Durante una delas pruebas de control en la factoría,

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Gus Grissom, asqueado, abandonó elmódulo de mando, dejando un limónencaramado en lo alto.

Según los rumores, el día anteriorpor la tarde todo aquello había llegadoal colmo. Durante la mayor parte deldía, Wally Schirra, un veterano delMercury y del Gemini, y comandante dela tripulación de reserva que sustituiríaa Grissom, White y Chaffee si lesocurría algo, había realizado una pruebaidéntica de cuenta atrás con sustripulantes Walt Cunningham y DonnEisele. Cuando el trío abandonó la nave,sudoroso y fatigado tras seis largashoras, Schirra dejó bien claro que no

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estaba satisfecho con lo que había visto.—No sé, Gus —dijo Schirra más

tarde al reunirse con Grissom y eldirector del Programa Apolo, Joe Shea,en la residencia de astronautas del Cabo—, no puedo señalar nada en concretoque funcione mal en la nave, pero mesiento incómodo. No suena bien…

Decir que una nave no «sonaba»bien era uno de los informes másinquietantes que podía dar un piloto depruebas. El término conjuraba la imagende una campana ligeramente agrietadaque parece más o menos intacta en lasuperficie, pero que emite un chasquidosordo en lugar de un resonante gong

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cuando la golpea el badajo. Era mejorque la nave se hiciera pedazos alintentar ponerla en vuelo, que la toberadel motor se cayera o que lospropulsores se rompieran; al menosentonces uno sabía a qué atenerse. Perouna nave que solamente no sonaba bienpodía engañar de mil maneras distintas einsidiosas.

—Si tenéis algún problema —dijoSchirra a su colega—, yo de vosotrossaldría de ahí.

Grissom se quedó indudablementepreocupado con la declaración deSchirra, pero reaccionó consorprendente tranquilidad ante su

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advertencia.—Ya le echaré un vistazo.El problema, como todo el mundo

sabía, era que Gus estaba loco porvolar. Claro que la nave tenía pegas,pero para eso estaban los pilotos depruebas, para descubrir las pegas yresolverlas. E incluso si había unproblema en la nave, «salir», comohabía sugerido Schirra, no sería tanfácil. La escotilla del Apolo era unconglomerado de tres capas diseñadomás para mantener la integridad de lanave que para permitir una salidacómoda. El recubrimiento interiorestaba dotado de un mecanismo de

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transmisión sellado, una barra desoporte para el dispositivo y seispestillos que encajaban en el tabique delmódulo. La capa siguiente era aún máscomplicada porque tenía manivelas,rodillos, palancas y una cerraduracentral con veintidós pestillos. Antes dellanzamiento, toda la nave se cubría conuna «funda de protección contra lapresión», un blindaje exterior queprotegía la nave de las presionesaerodinámicas de la ascensión. Dichacubierta debía desprenderse muchoantes de que la nave se pusiera enórbita, pero hasta entonces suponía otrabarrera más entre los astronautas del

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interior y el equipo de rescate delexterior. Aun en las circunstancias másfavorables, entre los astronautas y elequipo de rescate podrían abrir las tresescotillas en unos noventa segundos. Encondiciones adversas, podía tardarsemucho más.

Lovell, que estaba en la Sala Verdede la Casa Blanca, consultó su reloj. Laprueba habría terminado al cabo demedia hora, más o menos, y sería unalivio saber que sus compañeros estabanfuera de esa nave.

A 1.800 kilómetros de allí, en lacosta de Florida, la cuenta atrás no

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estaba saliendo bien. Desde el momentoen que los astronautas se abrocharon elcinturón de sus asientos, sobre la una dela tarde, hora de Cabo Cañaveral, lanave Apolo había empezado a superarlas peores expectativas que sus críticoshabían vaticinado. Cuando Grissomconectó el tubo flexible de su trajeespacial al suministro de oxígeno delmódulo de mando, advirtió un agrio olorque penetraba en su casco, aunquepronto se disipó y el equipo de controlambiental prometió revisarlo. Pocodespués, a lo largo de la tarde, seprodujeron otros problemas en elsistema de comunicaciones tierra-aire.

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Las transmisiones de Chaffee eran más omenos nítidas; las de White eran cuantomenos, irregulares; las de Grissomchisporroteaban y crujían como unintercomunicador de juguete cuandotransmite durante una tormenta eléctrica.

—Pero ¿cómo queréis que nosentendamos desde la Luna si nopodemos siquiera comunicarnos desdela pista de despegue hasta el blocao? —gritó el comandante a través de losruidos estáticos de la comunicación.

Los técnicos prometieron que lorevisarían.

Alrededor de las 18:20, hora deFlorida, faltaban sólo diez minutos de

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cuenta atrás, y hubo que pararmomentáneamente el reloj mientras losingenieros resolvían el problema de lascomunicaciones y otros pequeñosinconvenientes. Como cualquierlanzamiento real, ese simulacro eracontrolado desde Cabo Cañaveral ydesde el Centro de OperacionesEspaciales Tripuladas de Houston. Elprotocolo exigía que el equipo deFlorida dirigiera el espectáculo desde lacuenta atrás hasta el lanzamiento, cuandolas campanas del propulsor auxiliarsalían de la torre; después cedían elbastón de mando a Houston.

En Florida estaban dirigiendo el

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cotarro Chuck Gay, director de PruebasEspaciales, y Deke Slayton, uno de lossiete primeros astronautas del Mercury.

Slayton se había quedado en tierra acausa de una arritmia cardíaca antes detener oportunidad de viajar al espacio,pero había conseguido sacarle el jugo aesa contrariedad y ser nombradodirector de Operaciones Tripuladas, esdecir, astronauta jefe, mientrasconspiraba insistente y calladamentepara recuperar la condición denavegante. Slayton tenía tanta alma deastronauta que esa mañana, cuandohabían empezado a estropearse lascomunicaciones desde la nave, se había

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ofrecido a ir personalmente hacia allí,acurrucarse en la zona dealmacenamiento, a los pies de losastronautas, y quedarse allí durante todala prueba para ver si lograba solucionarél mismo el problema de los ruidosestáticos de la comunicación tierra-aire.Sin embargo, los directores de pruebasfinalmente vetaron la idea y Slayton tuvoque permanecer sentado frente a laconsola de Stu Roosa, el comunicadorcon la cápsula, o Capcom. En Houston,el supervisor, como muchos otros días,era Chris Kraft, director adjunto delCentro Espacial de OperacionesTripuladas, que ya había actuado como

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director de vuelo de las seisoperaciones Mercury y en las diezGemini.

Kraft, Slayton, Roosa y Gay estabanansiosos por superar el ejercicio. Losastronautas se habían pasado más demedio día tumbados boca arriba, bajo elpeso de sus propios cuerpos y suspesados trajes espaciales, en unasliteras diseñadas no para la cargaopresiva de la gravedad terrestre, sinopara la ligereza ingrávida del espacio. Alos pocos minutos se pondría en marchade nuevo la cuenta atrás, completaríansu lanzamiento simulado y despuéssacarían a sus hombres de allí.

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Pero no fue así. El primer signo deque algo fallaba en la prueba de rutinafue momentos antes de que volvieran aponer en marcha el cronómetro, a las18:31 horas, cuando los técnicos queobservaban por la pantalla el interiordel módulo de mando advirtieron unsúbito movimiento por el ojo de buey dela escotilla, una sombra que cruzórápidamente la pantalla. Loscontroladores, que estabanacostumbrados a los movimientospausados de los astronautas bienentrenados, quienes superabanpacientemente las familiares pruebas decuenta atrás, pegaron la frente a la

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pantalla. Cualquier persona que notuviera un monitor delante o queestuviera en la torre de montaje, que másbien parecía un andamio que rodeaba lanave Apolo y su propulsor auxiliar de74 metros, no habría advertido nada.Pero un instante después, una voz resonódesde el morro del cohete.

—¡Fuego en la nave espacial! —eraRoger Chaffee, el novato, gritando.

En la torre de montaje, JamesGleaves, el técnico mecánico quecontrolaba el circuito decomunicaciones por sus auriculares, sevolvió sobresaltado y echó a correrhacia la Sala Blanca que conducía

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directamente del nivel superior de latorre a la nave. En el blocao, GaryPropst, un técnico de control decomunicaciones, miró instantáneamentela pantalla superior izquierda, queestaba conectada a una cámara de laSala Blanca y creyó… creyó distinguirun vago resplandor por el ojo de bueyde la escotilla. En la consola delCapcom de Cabo Cañaveral, DekeSlayton y Stu Roosa, que habían estadorepasando los planes de vuelo, miraronsu monitor y creyeron ver algo parecidoa una llama lamiendo la junta de laescotilla.

En una consola cercana, el

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supervisor ayudante de pruebas WilliamSchick, responsable de llevar el diariode vuelo de cualquier acontecimientoinsignificante en el transcurso de lacuenta atrás, miró inmediatamente elreloj de vuelo y después anotócuidadosamente: «18.31: fuego en lacabina».

Por la línea de comunicacionesresonaron las mismas palabrasprocedentes de la nave:

—¡Fuegos en la cabina! —gritó EdWhite por su radio defectuosa.

El médico aeronáutico observó suconsola y descubrió que las pulsacionesde White se habían acelerado

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dramáticamente. Los oficiales de controlambiental examinaron sus lecturas yadvirtieron que los detectores de la naverecogían furiosos movimientos dentro dela nave. En la torre, Gleaves oyó unrepentino silbido procedente del módulode mando, como si Grissom hubieraabierto el orificio de ventilación deoxígeno para, descargar la atmósfera dela cabina, precisamente lo que uno haríapara asfixiar un incendio. Cerca, eltécnico de sistemas Bruce Davis vio queempezaban a brotar llamas del costadode la nave, junto al cordón umbilical quela conectaba a los sistemas de tierra. Uninstante más tarde, las llamas empezaron

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a bailar sobre el propio cordónumbilical. Ante su monitor del blocao,Propst vio de repente las llamas por elojo de buey; del otro lado, también vioun par de brazos que por su posición,tenían que ser los de White, tendiéndosehacia la consola, manipulando algo.

—¡Fuego! ¡Sacadnos de aquí! —gritó Chaffee, por el único canal deradio perfectamente audible.

Por la izquierda de la pantalla dePropst, un segundo par de brazos,seguramente los de Grissom,aparecieron por el ojo de buey. DonaldBabbitt, jefe de la plataforma delanzamiento, cuya mesa estaba sólo a

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tres metros de la nave, en el nivelsuperior de la torre, el 8, gritó aGleaves:

—¡Hay que sacarlos de ahí! —Mientras Gleaves se precipitaba a laescotilla, Babbitt se volvió para cogersu aparato de comunicaciones torre-blocao.

En ese preciso instante, una densanube de humo emergió del costado de lanave. Justo por debajo, un conductodiseñado para la expulsión de vaporempezó a vomitar llamas.

Desde el blocao, Gay, director depruebas, llamó a los astronautas en tonodisciplinado.

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—Tripulación, salid.No obtuvo respuesta.—Tripulación, ¿podéis salir en este

momento?—¡Volad la escotilla! —gritó Propst

a nadie en particular—. ¿Por qué novuelan la escotilla?

A través del humo de la torre,alguien gritó:

—¡Va a estallar!—Despejad el nivel —respondió

otra voz.Davis se volvió y echó a correr

hacia la puerta sudoccidental de la torre.Creed Journey, otro de los técnicos, setiró al suelo, y Gleaves se alejó

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cautelosamente de la nave. Babbitt sequedó en su mesa, empeñado encomunicarse con el blocao. En el suelo,la consola de control ambientalregistraba una presión en la cabina de 2kilogramos por centímetro cuadrado,dos veces la del nivel del mar, y latemperatura rebasaba la escala. En esemomento, se oyó un crujido, luego unrugido y finalmente una explosión de uncalor atroz, y la nave Apolo 1, la naveinsignia americana a la Luna, de repentese rindió a su infierno interior y se rajópor las juntas como un neumáticogastado. Habían pasado catorcesegundos desde el primer grito de

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alarma de Chafee.A unos cuatro metros del módulo de

mando del Apolo, Donald Babbitt sintióla onda expansiva de la explosión. Eratan fuerte que le derribó de espaldas, ysintió la ola de calor como si alguienhubiera abierto súbitamente la puerta deun horno gigantesco. Glóbulos de metalfundidos y pegajosos salierondisparados de la nave, salpicaron subata blanca de laboratorio y lequemaron la camisa que llevaba debajo.Los papeles de su mesa se achicharrarony se retorcieron. Cerca de allí, Gleavesfue arrojado hacia atrás contra unapuerta de emergencia de color naranja,

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que, según descubrió, estaba malinstalada y se abría hacia dentro, nohacia fuera. Davis, que se alejaba de lanave, sintió un viento abrasador a suespalda.

En la emisora del Capcom, StuRoosa, frenético, intentaba comunicarsepor radio con los astronautas, mientrasDeke Slayton agarraba a los médicospor el cuello:

—¡Salid a la plataforma! ¡Osnecesitan allí!

En Houston, Chris Kraft, impotente,veía y oía el caos de la torre de montajey sintió la extraña impresión de no teneridea de lo que estaba ocurriendo a

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bordo de una de sus naves.—¿Por qué no los sacan de ahí? —

les preguntó a sus controladores y a lostécnicos—. ¿Por qué no los saca nadie?

En la estación del asistente delsupervisor de pruebas, Schkk escribióen su diario: «18.32: el jefe de laplataforma ordena que se ayude a latripulación a salir».

En el nivel 8 de la torre, Babbitt selevantó de su mesa, salió corriendohacia el ascensor y agarró a un técnicode comunicaciones.

—¡Di al supervisor de pruebas quehay fuego! —le gritó—. Necesitoinmediatamente bomberos, ambulancias

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y equipo.Después Babbitt regresó

precipitadamente y agarró a Gleaves y alos técnicos de sistema, Jerry Hawkins yStephen Clemmons. El jefe de laplataforma no veía por dónde se habíaroto la nave, lo cual significaba que lagrieta podía no dar acceso al interior dela cabina, y eso significaba que sólohabía una vía para llegar hasta losastronautas.

—Hay que quitar la escotilla —gritóa sus ayudantes—. ¡Tenemos quesacarlos de ahí!

Los cuatro hombres cogieron unosextintores y penetraron en la nube negra

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que vomitaba la nave. Disparando casi aciegas con los extintores, asfixiaron unpoco las llamas, pero el humo negro ylas densas nubes tóxicas eran unacombinación mortífera y los hombresretrocedieron rápidamente. A suespalda, en la estación de suministros, eltécnico de sistemas L. D. Reeceencontró una reserva de máscarasantigás y las repartió entre el personalde la plataforma de lanzamiento, que seestaba asfixiando. Gleaves intentódespegar la tira de cinta adhesiva queactivaba la máscara y advirtió conincongruente claridad que la cinta eradel mismo color que el resto de la

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máscara y por lo tanto era casiimposible distinguirla con la densidaddel humo. («Recuerda dar parte para lapróxima vez. Sí, tengo que acordarme dedar parte»). Babbitt logró activar sumáscara y ponérsela, y descubrió queformaba el vacío contra su cara, lo cualhacía que la goma se le clavaraincómodamente, impidiéndole apenasrespirar. Se arrancó la máscara y probóotra; y descubrió que aquélla funcionabatan sólo un poco mejor.

Los hombres de la plataformapenetraron en el humo y empezaron aforcejear con la escotilla durante eltiempo que el calor, los humos y las

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defectuosas máscaras antigás se lopermitieron. Después se alejaron de allí,tambaleándose, jadeando y tosiendohasta llegar a una zona parcialmente máslimpia donde recobraron aliento paraintentarlo de nuevo. En los nivelesinferiores de la torre ya había corrido lavoz de que arriba se estaba produciendoun pandemónium de llamas. En el nivel6, el técnico William Schneider oyó losgritos de fuego de los pisos superiores ycorrió hasta el ascensor para subir alnivel 8. Sin embargo, la cabina acababade arrancar, y Schneider se dirigió a laescalera.

Mientras subía, descubrió que las

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llamas estaban empezando a bajar a losniveles 7 y 6, e iban a alcanzar elmódulo de servicio de la nave. Cogió unextintor y empezó, casi inútilmente, arociar con dióxido de carbono lascompuertas que daban a los propulsoresdel módulo. En el nivel 4, el técnicomecánico William Medcalf oyó losgritos de alarma y se metió en otroascensor para alcanzar el nivel 8.Cuando llegó a la Sala Blanca y abrió lapuerta, no estaba preparado para elmuro de calor y humo y el espectáculode hombres asfixiados que lo recibieron.Se abalanzó hacia la escalera, bajó alnivel inferior y regresó con un puñado

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de máscaras antigás. Cuando llegó, seencontró con Babbitt, con los ojosdesorbitados y tiznado de hollín, que legritó:

—¡Dos bomberos ahora mismo! ¡Losastronautas están dentro y quiero que lossaquen ahora mismo!

Medcalf transmitió la alarma a laestación de bomberos del Cabo,alertándoles de que necesitabancamiones en el complejo de lanzamiento34; le respondieron que ya habían salidotres unidades. Cuando Medcalf regresó ala Sala Blanca, casi tropezó con elpersonal de la plataforma delanzamiento que, tras abandonar sus

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máscaras malas y porosas, avanzaban agatas hacia y desde la nave, justo pordebajo del nivel del denso humo,manipulando los cierres de la escotillahasta que no aguantaban más. Gleavesestaba casi inconsciente y Babbitt leordenó que se retirara del módulo demando. Hawkins y Clemmons no estabanmucho mejor, y Babbitt echó un vistazoa la sala, distinguió a otros dos técnicosy les indicó que se metieran en la nube.

Tardaron varios minutos en abrir laescotilla, y sólo en parte, apenas unaabertura de unos quince centímetros porla parte superior. Sin embargo, aquellobastó para que saliera una exhalación

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final de calor y humo del interior de lanave que reveló que el fuego por fin sehabía consumido. Con unas cuantassacudidas y manipulaciones más,Babbitt logró desenganchar la escotilla yla dejó caer en el interior de la cabina,entre la cabecera de las literas de losastronautas y la pared. Después, él cayóhacia fuera, exhausto.

El técnico de sistemas Reece fue elprimero que se asomó a las fauces delApolo achicharrado. Metió la cabezadentro, nerviosamente, y vio a través dela oscuridad las luces de emergenciaparpadeando en el panel deinstrumentos, así como un débil foco

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interior encendido en el lado delcomandante. Aparte de eso no vio nada,ni siquiera a la tripulación. Pero oyóalgo; Reece estaba seguro de que habíaoído algo. Se inclinó hacia dentro y tocóla litera central, el puesto de Ed White,pero sólo encontró tela chamuscada. Sequitó la máscara y gritó al vacío:

—¿Hay alguien ahí? —no obtuvorespuesta—. ¿Hay alguien ahí?

Clemmons, Hawkins y Medcalf,provistos de linternas, apartaron aReece. Los tres hombres recorrieron conlos haces de luz el interior de la cabina,pero tenían los ojos irritados por elhumo y no distinguieron nada más que

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una sábana de cenizas sobre las literasde los astronautas.

Medcalf retrocedió y tropezó conBabbitt. Estaba asfixiado.

—No queda nada dentro —dijo aljefe de la plataforma de lanzamiento.

Babbitt penetró en el interior. Lagente se arremolino alrededor de lanave, e introdujeron más luces en suinterior. Acomodando un poco la vista,Babbitt vio que seguramente había algodentro. Justamente enfrente de él estabaEd White, tumbado de espaldas, con losbrazos por encima de la cabeza,intentando alcanzar la escotilla. A laizquierda se veía a Grissom, ligeramente

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vuelto en dirección a White, con losbrazos extendidos hacia la escotilla,igual que su segundo de a bordo. RogerChaffee no aparecía y Babbitt supusoque probablemente se habría quedadoaprisionado en su litera. Lasinstrucciones de salida de emergenciaexigían que el comandante y el pilotoabrieran la escotilla, mientras el tercertripulante permanecía en su asiento. Sinduda Chaffee estaba allí, esperandopaciente y eternamente que suscompañeros terminaran su tarea. Desdedetrás del grupo, James Burch, delservicio de bomberos de Cabo Kennedy,se abrió camino hacia la nave. Burch ya

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había presenciado otras escenas comoaquélla, los otros hombres no. Lostécnicos, que se ganaban la vidamanipulando las mejores máquinas quela ciencia pudiera concebir, dejaronpaso respetuosamente al hombre que sehacía cargo de todo cuando una de esasmáquinas sufría algún desastre.

Burch se coló por la escotilla hastael interior de la cabina y, sin saberlo, sedetuvo encima de White. Enfocó con sulinterna el panel de instrumentoschamuscado y la telaraña de cablessocarrados que colgaban de él. Justo asus pies, descubrió una bota. No sabía silos astronautas estaban vivos o muertos,

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y como no tenía tiempo para averiguarlocautelosamente, dio un fume tirón de labota. La masa aún caliente de goma ytela se le deshizo entre las manos,revelando el pie de White. Después,Burch tanteó un poco más adelante yencontró los tobillos, las pantorrillas ylas rodillas. El uniforme estabaparcialmente quemado, pero la pielestaba intacta. Burch frotó un poco lapiel para ver si se despegaba de lacarne, puesto que sabía que lasquemaduras traumáticas podían hacerque la víctima se pelara como unasalamanquesa tropical. No obstante, lapiel estaba intacta; en realidad, todo el

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cuerpo parecía intacto. El fuego habíasido tremendamente intenso, perotambién extremadamente breve. Habíansido los humos los que habían matado aaquel hombre, no las llamas. Burch tiróde las piernas de White hacia arriba contodas sus fuerzas, pero sólo levantó elcuerpo unos centímetros, así que lovolvió a soltar. El bombero retrocedióhasta la escotilla y echó otro vistazo alcruel horno de la cabina. Los doscuerpos que flanqueaban al del centrotenían el mismo aspecto que el de White,y Burch comprendió que toda la vidaque hubiera habido en aquella cabinasólo catorce minutos antes se había

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extinguido definitivamente. El bomberosalió de la nave.

—Están todos muertos —dijo convoz serena—. El fuego se ha extinguido.

Durante las horas siguientes, losfotógrafos y los técnicos acudieron aplasmar la escena, incluida la posiciónde cada clavija de la cabina, puesto queseguramente a continuación se haría unainvestigación exhaustiva y detallada.Serían más de las dos de la madrugada,más de trece horas después del inicio dela fatal prueba de cuenta atrás, cuando latripulación del Apolo 1 fue retirada dela nave y trasladada a una ambulancia,en la planta baja de la torre.

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La celebración del tratado espacialconcluyó en la Casa Blanca a la horaanunciada, justamente a las 18:45 horas.La reunión se disolvió, como todas lasreuniones de la Casa Blanca, casiindetectablemente. El presidentedesapareció de la sala discretamente,casi como la comida y la bebida.Después, la multitud empezó adisgregarse lenta y uniformemente, sininstrucciones, hacia las puertas, como sien el fondo de la sala se hubieraformado un frente de altas presiones queempujara sutilmente a todos lospresentes hacia el otro extremo. Pocoantes de las siete, el quinteto de

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astronautas convocados allí esa nocheestaba en Pennsylvania Avenue,compitiendo con los turistas porconseguir uno de los pocos taxis libresque pasaban por el bulevar a esas horasde la tarde. Scott Carpenter reclamó elprimer taxi y se dirigió al aeropuerto, aatender otro compromiso en otra ciudad.Lovell, Armstrong, Cooper y Gordon,que se habían desplazado allí en unavión de la NASA, no debían volver aHouston hasta el día siguiente y por lotanto habían reservado habitaciones enel hotel Georgetown Inn, en WisconsinAvenue.

Desde 1962, cuando Wally Schirra

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acudió a la ciudad a recoger unamedalla y estrechó la mano delpresidente Kennedy a raíz de su viajetriunfal de nueve horas en el Mercury, elInn había sido el alojamiento no oficialde prácticamente todas laspersonalidades de la NASA quevisitaban la capital. El hotel estaba lobastante apartado para ofrecer ciertaprivacidad a los tan perseguidospioneros del espacio y era lo bastantemoderno para ofrecerles los lujos quequerían disfrutar. Collins Bird, el primery único propietario del hotel, lo habíadecorado al estilo colonial: suave, concamas de cuatro columnas, mecedoras

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de caña curvada, y con cortinas ytapicerías a juego. Las cinco plantas dehabitaciones se distinguían por loscolores: la primera planta era azul, lasegunda dorada, la tercera roja, la cuartaturquesa y la quinta blanca, negra y gris.Esa noche, los astronautas se alojaron enla planta turquesa; no era el colorpreferido de Bird para los Magallanesde finales del siglo XX, pero habíanhecho las reservas muy tarde y ladirección lo resolvió lo mejor que pudo.

Antes de que Lovell, Armstrong,Cooper y Gordon llegaran esa noche,Bird ya sabía que había habidoproblemas. Bob Gilruth, director del

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Centro Espacial de OperacionesTripuladas, también convidado esa tardea la Casa Blanca, llegó al hotel conaspecto aturdido y desolado, y pasó conla mirada perdida por delante delmostrador donde estaba trabajando elpropietario. Gilruth había hablado porteléfono con Houston y sabía lo quehabía pasado en la plataforma 34.

—¿Ocurre algo, señor Gilruth? —lepreguntó Bird.

—Hemos tenido problemas, Collins,problemas graves —repuso Gilruth sinexpresión.

—¿Podemos hacer algo? —inquirióel hotelero.

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Gilruth no le contestó y siguió sucamino.

Cuando los astronautas llegaron yentraron en sus habitaciones, todos ellosadvirtieron que tenían un recado: lalucecita roja del teléfono parpadeaba.Lovell llamó a recepción y le dijeronsimplemente que tenía que telefonearinmediatamente al Centro Espacial.Marcó el número que le dieron y lecontestó una voz desconocida, algúnfuncionario, administrador o encargadode relaciones públicas de la oficina delPrograma Apolo. Lovell oyó sonar otrosteléfonos y varias voces en segundoplano.

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—Los detalles todavía son muyimprecisos —le dijo el hombre porteléfono—, pero esta tarde se haproducido un incendio en la plataforma34. Algo serio. Es probable que latripulación no haya sobrevivido.

—¿Qué quiere decir con que «esprobable»? —le preguntó Lovell—.¿Han sobrevivido o no?

El otro hizo una pausa.—Es probable que la tripulación no

haya sobrevivido.Lovell cerró los ojos.—¿Lo sabe ya alguien más?—Lo saben las personas que deben

saberlo. Los medios de comunicación no

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tardarán en enterarse. Cuando seenteren, avasallarán a todo aquel quetenga alguna relación con la Agencia. Seles sugiere encarecidamente a los cuatroque desaparezcan hasta nuevo aviso.

—¿Qué significa «desaparecer»exactamente? —le preguntó Lovell.

—No salgan del hotel esta noche. Dehecho, no abandonen su habitación. Sinecesitan algo, llamen a recepción. Sitienen hambre, llamen al servicio dehabitaciones. No queremos cabossueltos.

Lovell colgó, apabullado. Hacíaaños que conocía a Grissom, White yChaffee, los tres eran amigos suyos,

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aunque a quien conocía mejor era aWhite. Hacía quince años, cuandoLovell era guardiamarina en Annapolis,asistió a unos partidos que se disputabanentre el Ejército y la Armada enPhiladelphia y allí conoció a unsimpático cadete de West Point, cuyonombre no llegó a retener del todo, enuna fiesta concurridísima que secelebraba en un hotel. Como eratradicional en esa clase de reuniones,los adversarios intercambiaron regalosimprovisados a modo de recuerdo de lacompetición y la subsiguientecelebración. Como no tenía nada mejora mano, Lovell se quitó uno de los

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gemelos de la Armada y se lo dio alcadete de West Point, que lecorrespondió con un gemelo delEjército, y los dos jóvenes sedespidieron.

Después de más de una década,cuando Lovell había ingresado en elcuerpo de astronautas, le contó lahistoria a su colega Ed White, que sequedó con la boca abierta puesto que élera el cadete de West Point. Él, al igualque Lovell, había contado la historiamuchas veces a lo largo de los años, yuno y otro, todavía conservaban elgemelo. Los dos astronautas trabaronrápidamente amistad. Grissom no era tan

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amigo de Lovell, pero su reputación depiloto veterano del Mercury era bienconocida en el cuerpo de astronautas;como todos quienes conocían a Grissom,Lovell sentía un profundo respeto porsus éxitos y una gran admiración por sushabilidades profesionales. Chaffee eraalgo más desconocido para Lovell.Como miembro de la tercera promociónde astronautas, el segundo piloto habíatenido pocas ocasiones de trabajar conlos hombres que volaron en el ProgramaGemini. Sin embargo, la NASA habíaelegido a Chaffee para la primeramisión Apolo y aquello significabamucho. Además, Grissom se había

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referido a su aprendiz como «unmuchacho excelente». Y aquellosignificaba mucho más todavía.

Lovell se dirigió, como unsonámbulo, al pasillo de la plantaturquesa, mientras los demás astronautassalían también de sus respectivashabitaciones. Gordon y Armstrong yahabían hablado con Houston; Cooper, elmiembro más veterano del grupo, y unode los siete astronautas tripulantes delMercury, recibió la llamada delcongresista Jerry Ford, miembrorepublicano del Comité Espacial de laCámara.

—¿Os habéis enterado? —les

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preguntó Lovell.Los otros tres asintieron.—¿Qué demonios ha pasado?—¿Qué ha pasado? —repitió

Gordon—. Era la nave, eso es lo que hapasado. Tenían que haberla retiradohace tiempo de la circulación.

—¿Lo saben las esposas? —preguntó Lovell.

—Todavía no se lo ha dicho nadie—respondió Cooper.

—¿Quién está a mano paradecírselo? —preguntó Armstrong.

—Mike Collins —propuso Lovell—. Pete Conrad y Al Bean tambiéndeberían estar. Deke está en el Cabo,

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pero su mujer está en su casa, y vivecerca de la de Gus. —Lovell hizo unapausa—. En realidad, ¿qué más da quiénse lo diga?

En el vestíbulo, Collins Bird recibiópor fin un mensaje de Houston acercadel desastre del Cabo. Sin que se lopidieran, el anfitrión no oficial de laNASA sabía lo que necesitarían esanoche los astronautas de la cuarta planta.Mandó a su personal que abriera lahabitación 503, una suite con un salóndonde los pilotos podrían instalarse sinser molestados y charlar. Lovell y losdemás se fueron allí, telefonearon a lacocina, pidieron la cena y mucho whisky

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escocés. Sabían que al día siguientedeberían regresar a Houston para estarpresentes en las autopsias y en lasreuniones de urgencia. Esa noche, sinembargo, era suya, y harían lo que hacentradicionalmente los hombres del airecuando muere un miembro de supequeño círculo insular. Hablarían decómo y por qué había ocurrido y seemborracharían.

Su conversación duró hasta lamadrugada, y expusieron supreocupación por el futuro delprograma, sus predicciones sobre sisería posible llegar a la Luna antes delfinal de la década, su resentimiento con

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la NASA por apretar tanto las clavijashasta lograr esos plazos tan apurados, surabia contra la Agencia por haberconstruido esa mierda de nave espacial,negándose a escuchar a los astronautascuando decían que habrían de gastarse eldinero para reconstruirlaadecuadamente. Inevitablemente,mientras el alcohol iba bajando y el Solempezaba a salir, la conversación versosobre la muerte, y los astronautascoincidieron serenamente en que aunqueGrissom, White y Chaffee habían muertocomo héroes, un incendio en laplataforma de lanzamiento, en un misilcerrado y sin combustible no era la

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mejor manera de morir. Si había queacabar, más valía hacerlo con las botaspuestas, tripulando un coheteincontrolado por la atmósfera,manejando una nave que cayera enpicado a la Tierra, chocando en órbitacon un retropropulsor abandonado, oestrellándose contra la superficie de laLuna. No era muy respetuoso admitirlo,especialmente esa noche, pero aunque lamuerte violenta no era envidiable, losastronautas sabían que morir en tierra loera mucho menos.

Gus Grissom, Ed White y RogerChaffee recibieron sepultura cuatro díasdespués, el 31 de enero de 1967.

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Grissom y Chaffee fueron enterrados,con todos los honores militares, en elcementerio nacional de Arlington.White, como era su deseo, fue enterradodonde su padre quería ser enterrado ensu día, en West Point, su alma mater.Los compañeros sobrevivientes deGrissom y Chaffee, astronautas de laprimera y la tercera promoción,respectivamente, asistieron a laceremonia de Arlington junto condocenas de otros dignatarios, incluidoLyndon Johnson.

Jim Lovell y el resto de losastronautas de la segunda promoción,con lady Bird Johnson y Hubert

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Humphrey, fueron a West Point. Lovellvoló a la Academia en un reactor T-38con Frank Borman, su comandante en lamisión Gemini 7. Después de pasar dossemanas juntos en la lata de sardinas dela cápsula Gemini, Lovell y Bormannunca habían tenido dificultades paracharlar por los codos, pero durante esetrayecto permanecieron mucho ratocallados. Borman recordó un par decosas de los astronautas muertos, Lovellle contó su historia del gemelo; por lodemás, meditaron y guardaron silencio.

De las dos ceremonias celebradasese día, la de White fue decididamentela más sencilla. El funeral se celebró en

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la capilla Old Cadet, ante novecientaspersonas. Después del servicio, Lovell,Borman, Armstrong, Conrad, Aldrin yTom Stafford cargaron el ataúd hasta unacantilado qué dominaba el río Hudsonhelado, donde pronunciaron unas cuantaspalabras más y los restos de Whitefueron depositados en una tierra tan duracomo el cemento.

En Arlington, los actos fueron muchomás rimbombantes. Ante el presidentedesfilaron reactores Phantom volando enformación, bandas de música y cornetas,y el cuerpo de fusileros y guardias dehonor permanecieron plantados junto alas tumbas; la despedida de Grissom y

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Chaffee fue digna de un jefe de Estado.Schirra, Slayton, Cooper, Carpenter,Alan Shepard y John Glenn portaron elféretro de su compañero Grissom,veterano del Mercury. Chaffee fuetransportado hasta su tumba por marinosde la Armada y varios miembros de supromoción. El presidente Johnsonofreció unas palabras de pésame. Comouno de los hombres que había espoleadoel programa espacial a ritmo intenso(¿temerario?) en los últimos años, aJohnson le pareció que sus condolenciaseran recibidas muy tibiamente. El padrede Chaffee apenas reconoció alpresidente cuando se encontraron junto a

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la tumba, le miró brevemente e inclinóla cabeza, antes de desviar la mirada.Los padres de Grissom no le miraron nia los ojos. Los discursos, por supuesto,alabaron profusamente los méritos delos astronautas.

Grissom fue tachado de «pionero» yde ser «uno de los grandes héroes de laera espacial». En West Point, Whiterecibió un homenaje similar. Pero en elpanegírico de Chaffee, los aplausossonaron algo más cansados. Elastronauta novel sólo había volado enlos aviones normales que la Armadadestinaba a los pilotos ordinarios, asíque las odas al fallecido explorador no

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podían referirse a las maravillas quehabía hecho, sino a las que podría haberrealizado.

Al menos una persona en Arlingtonsabía que Chaffee ya había logrado algomás que la mayoría de los mortales. Depie entre los dolientes, Wally Schirrarecordó una semana de octubre de 1962,cuando visitó la Casa Blanca pararecibir su medalla. La ceremonia deaquel día era netamente más mecánicaque otros de los recibimientosdispensados a astronautas anteriores, nosólo porque la novedad del ProgramaMercury había empezado aresquebrajarse, sino porque el

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presidente Kennedy tenía otras cosas enmente. Recientemente, la vigilanciaaérea había sobrevolado Cuba,revelando la presencia de silos,lanzacohetes, camiones, grúas y, sobretodo, misiles balísticosintercontinentales, donde normalmentehabía campos en barbecho o cosechasde caña de azúcar. Aunque Schirra nopodía saberlo en aquel momento, elmismo día en que él, su esposa y su hijaestaban en el despacho oval, otro pilotovolaba en un avión de reconocimientoque se dirigía hacia la furiosa isla deCastro para reunir más pruebas queserían enviadas a su presidente. El

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piloto de aquel avión aquella tarde erael aviador naval Rogar Chaffee.

Schirra dedicó una muda despedidaal astronauta que nunca fue. Un granmuchacho, desde luego.

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P

Capítulo 2

21 de diciembre de 1968oco después de las tres de lamadrugada del sábado anterior a

Navidad, despertaron a Frank Borman,Jim Lovell y Bill Anders en laresidencia de astronautas del CentroEspacial Kennedy. Faltaban horas parael amanecer, pero la luz de losfluorescentes de aquella institución secolaba por debajo de la puerta eiluminaba las habitaciones con lasuficiente claridad para recordar a losastronautas dónde estaban. Tal y como

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eran los barracones de laadministración, el sitio no estaba nadamal. La NASA no escatimaba nada a loshombres que pensaba mandar al espacioy había decorado los dormitorios conalfombras nuevas, sorprendentesmuebles de estilo y reproducciones depinturas en marcos caros. Lasinstalaciones también contaban con unasala de juntas, una sauna y una cocinacompleta con su chef particular. Todoaquel lujo era más una precaucióninteligente que un exceso de la Agencia.Los planificadores de vuelo de la NASAsabían que aislar a la tripulación unosdías antes del lanzamiento era la única

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manera de mantenerlos concentrados enla misión y de protegerlos contracualquier microbio errante que pudieraocasionarles un catarro o una gripe quediera al traste con el lanzamiento; perotambién sabían que, en general, loshombres en cuarentena no estaban muycontentos, y que los hombresdescontentos no se comportaban comobuenos pilotos. Por lo tanto, paramantener la moral de los astronautas lomás alta posible, la Agencia decidió quesu residencia fuera lo más lujosaposible. Y en aquellos tiempos eso eramás importante que nunca.

Lovell oyó cómo llamaban a su

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puerta, abrió un ojo y vio la cara deDeke Slayton que atisbaba desde elpasillo; saludó al jefe de astronautas conun gruñido, medio ademán y deseandoen secreto que se fuera. Lovell estabamás familiarizado que sus doscompañeros de expedición con ese ritualdel despegue. Consistiría en una largaducha caliente, la última en ocho días; elúltimo chequeo médico; el desayunotradicional de filete y huevos conSlayton y la tripulación de reserva; laceremonia de los gladiadores, alembutirse en el grueso traje espacialpresurizado, con su escafandra queparecía una pecera; el patoso paseo

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hacia la furgoneta climatizada,sonriendo y saludando; el trayecto ensilencio hasta la plataforma delanzamiento; la subida en el ascensor ala torre; la torpe entrada en la cabina; yfinalmente, el portazo de la escotilla quecerraba la nave. Lovell ya había pasadopor todo aquello dos veces y la NASAotras diecisiete, así que no habíaninguna razón en particular para pensarque ese día sería diferente. Pero lacuestión era que ese día eracompletamente distinto. Por primeravez, tras los ceremoniales de la ducha,la vestimenta, el desayuno y eldespegue, el objetivo de los astronautas

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no era realizar una órbita cercana a laTierra: aquel día la NASA planeabalanzar el Apolo 8, y su destino era laLuna.

Habían pasado casi dos años desdeque Gus Grissom, Ed White y RogerChaffee habían muerto encerrados enuna nave, y los recuerdos de aquelaciago día todavía estaban bastantevivos. Borman, Lovell y Anders no eranlos primeros astronautas americanos quesalían al espacio en los veintitrés mesesque habían transcurrido desde entonces;los primeros habían sido Wally Schirra,Donn Eisele y Walt Cunningham, hacía

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sólo ocho semanas, y aquel día elrecuerdo de los astronautas muertos loinvadía todo. Aunque Schirra, Eisele yCunningham eran los primeros hombresque pilotaban una nave Apolo de lahistoria, su misión se llamó oficialmenteApolo 7. Anteriormente se habíanlanzado cinco Apolo no tripulados, conla numeración 2 a 6. Antes del incendio,Grissom, White y Chaffee habían pedidoinformalmente el Apolo 1 honoríficopara su misión, pero los funcionarios dela NASA todavía no lo habíanautorizado. En realidad, había habidodos vuelos no tripulados antes de lamisión de los astronautas malogrados, y

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lo más que podían haber esperado ellostécnicamente era el Apolo 3. Sinembargo, después del accidente, laNASA cambió de opinión y decidióconceder a título póstumo su deseo a losastronautas, retirando definitivamente ladenominación Apolo 1.

Otro hecho que contribuía alnubarrón que pendía sobre el ritualprevio al lanzamiento de hacía ochosemanas era que Wally Schirra seguíasin confiar plenamente en la nave queiba a pilotar, y no le importaba enabsoluto proclamarlo a los cuatrovientos. Durante los días, en realidaddesde las primeras horas posteriores al

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incendio del Apolo 1, la NASA hizo loque hacen la mayoría de las institucionespúblicas cuando son superadas por losacontecimientos: nombró una comisiónpara que averiguara qué había pasado yqué se podía hacer para solucionarlo. Elgrupo de siete hombres estaba formadopor seis altos funcionarios de la NASAy de la industria aeroespacial, y unastronauta: Frank Borman.

Borman y sus colegas, sabiendo queno podrían analizar todos los sistemas ylos componentes de la nave solos,crearon a su vez veintiún subgrupos,cada uno de los cuales examinaría unaparte distinta de la nave hasta que

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descubrieran y demostraran el origen delfuego.

De los veintiún subgrupos, el que seencargó de una de las tareas másdirectas fue el grupo vigésimo, queinvestigó los procedimientos deemergencia contra el fuego en vuelo.Entre los miembros de ese grupo estabanlos astronautas novatos Ron Evans yJack Swigert y el veterano Jim Lovell,con dos órbitas en su haber. MientrasBorman y los mandamases de la NASAque dirigían la investigación se hacíanfamosos entre los medios decomunicación, Lovell, Swigert, Evans ylos demás hombres de los otros equipos

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trabajaban en una oscuridad casi total.Aquello escoció un poco a algunos

de los hombres del cuerpo deastronautas. ¿Quién demonios eraBorman para ser elegido entre docenasde ellos para ayudar a sacar a laAgencia de una de sus horas másnegras? Sin embargo, a Lovell eso no leimportaba. Dirigir una investigaciónsobre una misión que había costado tresvidas podía ser un trabajo aciago, unaexperiencia que no se repetiría congusto. Aunque aquélla no era la primeravez que el cuerpo de astronautas de laNASA era sacudido por una tragedia: laprimera vez había sido hacía dos años, y

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Lovell había tenido que encargarse deresolver el entuerto.

Fue en octubre de 1964, y Lovell,que llevaba menos de dos años en laNASA, regresaba de una cacería degansos con Pete Conrad, un compañerode la promoción de 1962. Al pasar juntoa la base aérea de Ellington, cerca delCentro Espacial de OperacionesTripuladas de Houston, Lovell y Conradadvirtieron que una multitud estabacongregada alrededor de lo que parecíanlos restos retorcidos de un reactor T-38,en un campo situado justo al lado de lapista. Detuvieron el coche, se acercaron

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corriendo al grupo y preguntaron alprimer curioso que pillaron.

—Un piloto, en un vuelo de rutina —respondió el testigo—, estaba trazandoun gran círculo y volvía hacia la pista.De repente, a unos quinientos metros, elavión cayó en picado. El tipo intentólanzarse, pero era demasiado tarde…salió casi horizontal y se estrelló entierra antes de que se le acabara de abrirel paracaídas.

—¿Sabe quién era? —le preguntóLovell.

—Sí —le contestó el hombre—, TedFreeman.

Lovell y Conrad se miraron,

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apesadumbrados. Ted Freeman era unastronauta novel que había ingresado enel programa un año después que ellos.No conocían al joven piloto demasiadobien, pero sí su reputación, y se leconsideraba un notable competidor parael número limitado de puestos quequedaban por cubrir en las misionesGemini. Hasta el momento, ningúnastronauta americano se había perdidoen el espacio, y el pobre Freeman habíaentrado en barrena antes de tener laoportunidad de subir a una naveespacial.

Lovell se abrió camino entre lamultitud, con Conrad pegado a sus

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talones. Durante sus años de instructorde vuelo en la Armada, Lovell, quehabía estudiado seguridad aeronáuticaen la Universidad del Sur de California,había sido nombrado oficial desegundad de escuadrilla. La primeraregla empírica que había aprendidodurante su primer día de formación fueque no había método mejor paraaveriguar la causa de un accidente aéreoque la inspección ocular de los restos.Para un observador sin experiencia, unavión destrozado no es más que un avióndestrozado, pero para alguien que sepalo que tiene que buscar, las condicionesde los restos pueden decir mucho sobre

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lo que lo hizo caer.Lo que vio Lovell cuando llegó al T-

38 de Freeman sólo sirvió para ahondarel misterio que envolvía el accidente.Con excepción de su morro aplastado, elaparato no estaba gravemente dañado.La cúpula, o puesto de pilotajedelantero, que era esencialmente unarmazón metálico coronado por unaclaraboya de plexiglás, estaba abierta,como correspondía, al haberse lanzadoFreeman. El resto de la cúpula aparecióen la hierba a unos cientos de metros delavión, pero parecía haber soportadobastante bien el encontronazo, aunque,curiosamente, había perdido casi todo el

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plexiglás. Lovell advirtió que el asientotrasero de la cabina del T-38,desocupado durante el vuelo, tenía unamancha de sangre, y que la cúpulatrasera seguía fija en su sitio, perotambién había perdido gran parte delplexiglás.

Cuando los funcionarios de laNASA llegaron y empezaron a recogerdeclaraciones, Lovell y Conradseñalaron lo que habían descubierto.

Más tarde, ese mismo día, DekeSlayton se puso en contacto con Lovell,le agradeció su colaboración y le dijoque, dada la oportunidad de su llegadaal lugar del siniestro y su experiencia en

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seguridad aeronaval, le encomendaríanla investigación que habría derealizarse.

Lovell emprendió su encargo conentusiasmo, pero no había por dóndeempezar. El detallado examen del aviónreveló que la causa del accidente habíasido una avería mecánica; en algúnmomento, antes de que Freeman saltaraen paracaídas, los dos turborreactoresde ambos lados del fuselaje se habíanparado, dejándole tirado, en vuelo libre.Pero ¿qué era lo que había parado losmotores? El reactor en sí no ofrecía másinformación, y Lovell deseaba encontrarel elemento del avión que seguía

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eludiendo el examen: el plexiglás quefaltaba de los dos puestos de pilotaje.No obstante, como las cúpulastransparentes podían haber aterrizado encualquier parte, en un radio de varioskilómetros alrededor del aeródromo,sabía que tenía pocas posibilidades deencontrarlas.

Todavía cabía otra solución. Lovellsabía que, cuando se estropean losmotores de un T-38, los generadores quealimentan el panel de instrumentostambién dejan de funcionar. Aquellosignificaba que en el preciso instante enque el generador dejaba de producirenergía, todos los instrumentos de

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navegación se quedaban inertes,incluido el trazador de rumbos TACAN,el instrumento que controlacontinuamente la dirección y la distanciadel avión según la torre de control delaeródromo. Con la lectura de eseinstrumento, Lovell podía, en teoría,localizar el punto aproximado en que losmotores se habían parado. Y allí teníaque haber caído el plexiglás.

Lovell registró los datos de losinstrumentos, consiguió un mapa de lazona, y el TACAN le condujo a uncampo, a unos siete kilómetros de labase aérea. Conrad se ofreció a pilotarun helicóptero hasta allí y emprender la

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búsqueda. El astronauta aterrizó en laalta hierba de la pradera tejana yempezó a caminar; casi inmediatamente,distinguió un brillo en la distancia. Alacercarse vio que el objeto eraefectivamente el plexiglás del avión deFreeman, hecho añicos y casiirreconocible. Y a escasos metros, entrela hierba estaban los restos de un gansode las nieves canadiense, completamentedestrozado.

La conclusión era evidente:navegando a 740 kilómetros por hora,Freeman había chocado con el ganso,mucho más lento, que se había estrelladocontra la pantalla de plexiglás. El ganso

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había salido despedido por la partetrasera del aparato, manchando desangre el asiento trasero, y el plexiglásde las dos cúpulas se había diseminadoen todas direcciones, obstruyendo laentrada de aire de los motores, que sehabían incendiado. Freeman habríaintentado tomar tierra planeando en lapista de aterrizaje más cercana, pero, sinmotores, perdió rápidamente velocidady empezó a caer. Al lanzarse desde lacabina, pudo alejarse del T-38, pero nolo suficiente para que se le abriera elparacaídas y salvarse.

Lovell escribió su informe, loentregó a la NASA y al ejército, y

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funcionarios y oficiales lo aceptaron sinobjeciones. Al día siguiente se cerróoficialmente la investigación sobre lamuerte de Ted Freeman y la NASA lloróla absurda pérdida, del primero de susastronautas.

La investigación sobre el accidentede Freeman fue un desafío para Lovell, yla resolución del enigma de la muertedel astronauta le dio una clara, aunquesombría, satisfacción. Ese tipo deinvestigaciones, sin embargo, era unatarea bastante fúnebre y cuandoeligieron a Borman para que investigarala muerte de Grissom, White y Chaffee,

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Lovell no tuvo ganas de protestar. Luegoresultó que la investigación fue muchomás macabra de lo que nadie seimaginaba. Mientras la comisión sereunía en su sala de conferencias y losmiembros de los veintiún subgruposcampaban por los rincones y losdespachos de Houston y del Cabo, elCongreso dirigía sus agraviadaspesquisas sobre el desastre, peinando laestructura de la NASA para determinarquién era el responsable de evitaraccidentes como aquél y cómo eraposible que se produjera una chapuzasemejante.

Todos los grupos comprendieron

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enseguida que habría que mejorar decabo a rabo el módulo de mando y quetodas las quejas de los astronautas y losingenieros de la NASA de añosanteriores tenían su valor. George Low,uno de los administradores adjuntos dela NASA, nombró a un equipo especialpara especificar los cambios del módulode mando, para que controlara ydirigiera el nuevo diseño y abriera unforo entre los astronautas para queformularan los cambios queconsideraban esenciales. También laempresa constructora, motivada en partepor la culpabilidad, por su terror a otrodesastre, y también, y de hecho, quizá

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principalmente, por el celo profesionalde suministrar el vehículo espacialdecente que habían prometido fabricar,abrió sus puertas a los pilotos delApolo, dándoles acceso a cualquieraspecto de todas las operaciones quedesearan investigar.

Wally Schirra, Donn Eisele y WaltCunningham, los tres hombres que teníanmayor interés en la seguridad delsiguiente Apolo que saliera al espacio,aprovecharon plenamente eseofrecimiento, recorriendo las plantas dela factoría de Downey, California, comoun cedazo, para comprobar los diversoscomponentes de la nave en construcción.

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—Si tenéis el menor problema o lamenor duda, muchachos, decídmelo, quelo ventilaremos —les dijo Schirra aCunningham y a Eisele, con ciertagrandilocuencia, cuando los mandó arecorrer la factoría de North AmericanAviation, donde se fabricaba y montabael módulo de mando.

A Borman, como emisario de laNASA, aunque menos vistoso, en NorthAmerican, empezó a molestarle laintromisión de Schirra y los suyos; y alfinal telefoneó a la jefatura de laAgencia, exigiendo que pararan los piesa sus colegas. Según Borman, elincendio se había producido, por lo

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menos en parte, por el caos y las señalescontradictorias de ingeniería del mismoseno de la NASA, y lo último quenecesitaban los hombres que estabanpreparando el nuevo diseño era unadocena de voces distintas reclamandodocenas de cambios en la nave, conmillones de componentes distintos. LaNASA accedió, Schirra se retiró y lareparación del Apolo se realizó demodo más ordenado.

Con Borman como delantero y elresto de los pilotos apoyándole, losastronautas consiguieron casi todo loque habían estado pidiendo para unanave nueva y más segura. Pidieron una

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escotilla hidráulica accionada por gas,que se abriera en siete segundos, y laobtuvieron; cables de calidad,resistentes al fuego, en toda la nave, ylos consiguieron; pidieron tejidoantiinflamable Beta para los trajesespaciales y todas las superficies detela, y lo obtuvieron. Además, algo muyimportante: exigieron que la atmósferade oxígeno puro, que había alimentadoel fuego y que circulaba en la navemientras estaba en la plataforma, fuerasustituida por una mezcla, menoscombustible, de un sesenta por ciento deoxígeno y un cuarenta por ciento denitrógeno. Y también se lo concedieron,

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como no era de extrañar.Más tarde, cuando le señalaron a

Schirra que el enfoque más tranquilo deBorman había sido acertado, y que lasexigencias de los pilotos se habíanconseguido igual, quizá más fácilmenteincluso, sin tanto genio ni tantairritación, Schirra manifestó impasible:

—Acabamos de pasar un año conbrazaletes negros de luto por treshombres excelentes —solía decir—. Yel próximo año nadie lo va a llevar pormí, ¡no te fastidia!

Las modificaciones realizadas en lanave Apolo a raíz del accidente no

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fueron las únicas que llevó a cabo laNASA. También se tuvieron en cuentalas misiones que cumpliría cadavehículo espacial. Aunque JohnKennedy había muerto en 1963, su granpromesa, o su maldita promesa, según semire, de que los americanos llegaran ala Luna antes de 1970 seguía pesandosobre los hombros de la Agencia. Losfuncionarios de la NASA habríanconsiderado un profundo fracaso noresponder a ese audaz desafío, perohabría sido un fracaso aún mayor perdera otra tripulación en el intento. Enconsecuencia, la jefatura de la Agencia,escarmentada, empezó a proclamar

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pública y privadamente que, aunqueAmérica seguía empeñada en llegar a laLuna antes del final de la década, elgalope desbocado de los últimos añossería sustituido por un paso largo,cómodo y seguro.

Según los nuevos planes, el primervuelo tripulado sería el Apolo 7 deSchirra, que sólo pretendía ser unintento improvisado de realizar unaórbita terrestre cercana para el todavíasospechoso módulo de mando. Despuésse lanzaría el Apolo y en esa misión losastronautas Jim McDivitt, Dave Scott yRusty Schweickart regresarían a unaórbita terrestre cercana para probar el

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módulo de mando y el módulo de paseolunar, o LEM, el feo vehículo insectoidey patilargo que debía llevar a losastronautas ala superficie de la Luna.Después, Frank Borman, Jim Lovell yBill Anders pilotarían el Apolo 9 en unamisión similar con los dos vehículos,que alcanzaría la altitud vertiginosa de7.200 kilómetros, para experimentar lastécnicas espeluznantes de reentrada aalta velocidad necesarias para regresara salvo de la Luna.

A continuación, los planes noestaban especificados. Se preveíacontinuar el programa hasta el Apolo 20y, en teoría, cualquier misión a partir del

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Apolo 10 podría enviar a dos hombres ala superficie de la Luna por primera vezen la historia. Pero todavía quedaba pordecidir qué misión sería y con quién. LaNASA estaba decidida a no precipitarlos acontecimientos, y si les hacía faltaemplear varios vuelos más paracomprobar todos los equipos yasegurarse razonablemente el alunizaje,esperarían todo el tiempo que fueranecesario.

El verano de 1968, dos meses antesdel lanzamiento previsto para el Apolo7, las circunstancias en el Kazajstán, alsudeste de Moscú, y en Bethpage, LongIsland, al nordeste de Levittown,

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perturbaron ese prudente guión. Enagosto llegó a Cabo Cañaveral el primermódulo lunar desde la plantaaeroespacial de Grumman en Bethpage,y resultó ser un desastre incluso según laevaluación de los técnicos máscaritativos. Durante las primerascomprobaciones de la delicada nave,forrada con una laminilla metálica, sedescubrió que todos los elementoscríticos tenían problemas graves yaparentemente insolubles. Algunoselementos de la nave que se enviaron alCabo desarmados para que losensamblaran allí no querían encajar; lossistemas eléctricos y de conducción no

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funcionaban como era debido; las juntas,las anillas y las arandelas diseñadaspara permanecer herméticamenteselladas se salían por todas partes. Porsupuesto, se preveían algunas pegas. Enlos diez años que llevaban construyendosus esbeltas naves espaciales en formade cohete, diseñadas para volar por laatmósfera y en órbita, nunca se habíaintentado construir una nave tripuladaque operara exclusivamente en el vacíodel espacio o en el mundo lunar, cuyagravedad es seis veces menor que la dela Tierra. Pero el número de pegas deese engendro de nave era aún más seriode lo que podían haberse imaginado

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hasta los más pesimistas de la NASA.Mientras el LEM causaba tales

jaquecas, los agentes de la CIA delextranjero difundieron noticias aún máspreocupantes. Según rumoresprocedentes del Cosmodromo Baikonur,la Unión Soviética planeaba poner unanave Zond en la órbita lunar antes definales de año. Nadie sabía si la misiónsería tripulada, pero las Zond teníancapacidad para llevar tripulación, desdeluego, y la década de demoledorestriunfos espaciales soviéticosdemostraba que, cuando Moscú tenía laposibilidad de dar algún golpe espacial,se podía apostar a que lo intentaría.

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La NASA se quedó anonadada.Hacer volar al LEM antes de queestuviera listo era a todas lucesimposible en el ambiente de prudenciaque embargaba a la Agencia, pero lanzarel Apolo 7 y después pasarse meses ymeses sin dar un paso mientras lossoviéticos se pavoneaban por la Lunatampoco era una opción muy atractiva.Una tarde de primeros de agosto de1968, Chris Kraft, director adjunto delCentro Espacial de OperacionesTripuladas, y Deke Slayton fueronconvocados al despacho de Bob Gilruthpara discutir el problema. Gilruth era eldirector general del Centro y, según las

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habladurías, se había pasado toda lamañana hablando con George Low, eldirector de Misiones de Vuelo, paradecidir si había alguna posibilidad deque la NASA salvara la cara sin correrel riesgo de perder a más astronautas.Slayton y Kraft llegaron al despacho deGilruth, donde Low abordó el tema sinmás preámbulo.

—Chris, tenemos serios problemascon los próximos vuelos —dijo Low sinrodeos—. Uno son los rusos y el otro, elLEM, y ninguna de las dos partescoopera.

—Sobre todo el LEM —respondióKraft—. Tenemos toda clase de

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problemas con ese vehículo.—¿Entonces, no puede estar listo

para diciembre? —preguntó Low.—Ni hablar —repuso Kraft.—Si queremos lanzar el Apolo 8 en

el momento previsto, ¿qué podríamoshacer sólo con el módulo de mando-servicio para complementar elprograma?

—En órbita terrestre poca cosa —dijo Kraft—. Casi todo lo que podemoshacer con él pensamos hacerlo con elSiete.

—Cierto —apuntó Low con cautela—. Pero supongamos que el Apolo 8 nose limita a repetir la misión del Siete. Si

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en diciembre el LEM no es operativo,¿no podríamos hacer otra cosa con soloel módulo de mando? —Low hizo unabreve pausa—. ¿Como orbitar la Luna?

Kraft desvió la mirada y guardósilencio un minuto largo, evaluando lapregunta ineludible que Low acababa deformularle. Devolvió la mirada a su jefey meneó lentamente la cabeza de un ladoa otro.

—George, ésa es una perspectivamuy difícil. Estamos luchando comodemonios por tener los programasinformáticos preparados sólo para unvuelo orbital alrededor de la Tierra.¿Quieres saber lo que opino acerca de

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realizar un vuelo a la Luna dentro decuatro meses? No creo que lo logremos.

Low parecía extrañamenteimperturbable. Se volvió hacia Slayton.

—¿Y los tripulantes, Deke? Siconsiguiéramos tener a punto lossistemas para una misión lunar; ¿tendríasuna tripulación a punto?

—La tripulación no es problema —respondió Slayton—. Se podríanpreparar.

—¿A quiénes querrías mandar? —lepresionó Low—. Los siguientes de lalista son McDivitt, Scott y Schweickart.

—Yo no los destinaría a ellos —opinó Slayton—. Llevan mucho tiempo

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entrenándose con el LEM y McDivitt hadejado muy claro que quiere volar enesa nave. La tripulación de Borman noha pasado tanto tiempo con ello, yademás ya están trabajando en lareentrada en la atmósfera, entrenamientonecesario para una misión como ésta.Yo se la daría a Borman, Lovell yAnders.

Low se animó con la respuesta deSlayton, y Kraft, contagiado por elentusiasmo de los demás, empezó aablandarse un poco. Le pidió a Low unpoco de tiempo para hablar con sustécnicos y averiguar si los problemasinformáticos podían resolverse. Low

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aceptó y Kraft salió con Slayton,prometiéndole una respuesta en pocosdías. Kraft volvió a su despacho yreunió apresuradamente a su equipo.

—Voy a haceros una pregunta yquiero una respuesta en setenta y doshoras —les dijo—. ¿Podríamos resolverlos problemas informáticos a tiempopara ir a la Luna en diciembre?

El equipo de Kraft se disolvió y noregresó al cabo de tres días sino a lasveinticuatro horas. Su respuesta fueunánime: Sí, le dijeron, se podía hacer.

Kraft llamó por teléfono a Low.—Creemos que es una buena idea.

Siempre y cuando no salga nada mal en

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el Apolo 7, pensamos que se puedemandar el Apolo 8 a la Luna alrededorde Navidad.

El 11 de octubre, Wally Schirra,Donn Eisele y Walt Cunninghamorbitaron la Tierra a bordo del Apolo 7;once días más tarde, amerizaron en elocéano Atlántico. Los medios decomunicación aplaudieron la misiónestrepitosamente, el presidente llamópor teléfono para felicitar a losastronautas y la NASA declaróalegremente que el vuelo habíacumplido el «ciento uno por ciento» desus objetivos. En el seno de la Agencia,

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los organizadores de vuelo iniciaron latarea de mandar a Frank Borman, JimLovell y Bill Anders a la Luna justosesenta días después.

La NASA dirigió con brillantez latramoya de la elaboración dellanzamiento del Apolo 8. Justo dos díasantes de que el Apolo 7 despegara en lacima del cohete Saturn 1-B de 74 metrosde altura, la Agencia también tuvopreparado el Saturn V, un cohetemonstruoso de 120 metros de altura,necesario para elevar la nave más alláde la atmósfera y dirigirla a la Luna. LaNASA intentó minimizar elacontecimiento, aunque en algún

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momento había que sacar al cohete delhangar, pero no se le escapó a nadie quelo hicieron justo cuando las cámaras delmundo entero estaban instaladas paratransmitir el lanzamiento del Apolo 7.

El acontecimiento hizo especular atoda la prensa. «Estados Unidos planeauna misión a la Luna en diciembre»,anunciaba el New York Times. «ElApolo 8 listo para orbitar la Luna»,proclamaba el Washington Star,añadiendo en caracteres más pequeñosque el vuelo «era y sigue siendo tratadoa nivel oficial como otro vuelo orbitalalrededor de la Tierra».

La NASA enfocó el tema lo más

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tímidamente posible, reconociendo quellevar a cabo una misión en la Luna erauna posibilidad para el Apolo 8, perosólo una posibilidad; no se tomaríadecisión alguna hasta que el Apolo 7amerízara sano y salvo. Borman, Lovelly Anders, por supuesto, sabían desdehacía tiempo que la Luna era su destinocasi seguro, y Lovell, por lo menos,estaba encantado con los planes.Mientras la órbita de prueba del módulolunar tenía su mérito, Lovell pensabafrancamente que esa misión era menosinteresante de lo que a él le habríagustado. Como piloto del módulo demando, él tendría la responsabilidad de

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quedarse en la nave Apolo mientrasBorman y Anders sacaban el LEM a darsus primeros pasos. Con la eliminacióndel LEM de su órbita lunar, lasobligaciones de vuelo de los treshombres cambiarían radicalmente; y conLovell como navegante oficial delprimer vuelo translunar, susobligaciones serían las más estimulantesdel trío.

La reacción de Borman, elcomandante de la misión, fue un pocomás comedida. Formado como piloto deguerra y conocido por su rapidez dereflejos y una habilidad excepcionalpara tomar decisiones, Borman era uno

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de los mejores pilotos de la NASA,pero también poseía una cierta dosis deprudencia.

Sus colegas astronautas solíantomarle el pelo a este coronel de lasFuerzas Aéreas, veterano del Gemini 7,por la precavida ruta que tomaba cuandovolaba con su T-38 de Houston a CaboCañaveral. Las estrictas reglas deseguridad de navegación aérea exigían alos pilotos que sobrevolaran siempretierra al hacer ese viaje, sin salir nuncaal Golfo de México. Sin embargo, a lamayoría de los hombres, que se ganabanla vida todos los días jugándosela enaviones sin probar, les irritaba seguir

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esa norma tan exagerada y la desafiabanregularmente, acortando por encima delgolfo si creían que eso les ahorraba unosminutos. No obstante, Borman solíaobedecerlas, optando por un rumbo másseco, aunque más indirecto, a lo largo dela costa de Tejas, Luisiana, Mississippiy Alabama hasta llegar finalmente a lapenínsula de Florida propiamente dicha.Nadie llegó a sugerir una sola vez queese rodeo reflejara una falta de valor, yen realidad no lo era. Más bien seaceptaba francamente que el hombre quehabía intentado ingresar con tantainsistencia en el cuerpo de astronautasde Estados Unidos y que había dado 206

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vueltas a la Tierra con Jim Lovell en1965, creía sencillamente que no habíarazón para elegir una opción arriesgadacuando existía otra más segura.

Bill Anders, el benjamín del grupo,reaccionó ante el anuncio de la misiónlunar con idéntica mezcla desentimientos que Borman, pero porrazones distintas. Como piloto delmódulo lunar, Anders deseaba ser elexperto oficial del vehículoexperimental de alunizaje y supervisarla mayor parte de las maniobras deprueba que certificarían las aptitudes dela nave para volar. Pero sin vehículolunar, le quedarían muchas menos cosas

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que hacer y habría de concentrarsebásicamente en supervisar elfuncionamiento del motor principal delmódulo de servicio, de lascomunicaciones y del sistema eléctricode la nave. No dejaba de ser una tareaimportante, pero comparada con elpilotaje del LEM a una altitud de 7.200kilómetros, era una nadería.

—Básicamente, necesitamos que tequedes ahí sentado con expresióninteligente —le decía Lovell con sorna aAnders cuando se produjo el cambio deplanes de vuelo.

Como sucedía en todas esasmisiones, en cuanto se fijaba un plan,

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aunque fuera de prueba, se permitía, dehecho se alentaba, a los astronautas acomentarlo con sus respectivas esposas.En agosto, cuando Frank Borman, JimLovell y Bill Anders se enteraron de quevisitarían la Luna en diciembre, losprimeros pensamientos de Lovell nofueron la historia ni la posteridad, nitampoco el gran hito que la exploraciónsignificaba para la humanidad, sino quepensó en Acapulco. En los últimos años,un hostelero llamado Frank Branstetterhabía intimado con los astronautas y secreía en la obligación de reservar unnúmero determinado de habitaciones enLas Brisas, su complejo turístico de

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México, para las familias de losastronautas que regresaban de algunamisión. Lovell había estado demasiadoocupado para aceptar la invitación deBranstetter después de su misión en elGemini 12, pero, por fin, ese invierno,casi dos años después de su vuelo, elastronauta, su mujer y sus cuatro hijospensaban hacer ese viaje. Branstetter lesestaba esperando encantado y MarilynLovell estaba muy ilusionada. Su maridotuvo que informarla de que sus planeshabrían de cambiar.

—He estado pensando en Acapulco—le dijo Lovell cuando regresó esanoche del Centro de Operaciones

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Tripuladas—. Ya no estoy tan seguro deque sea una buena idea.

—¿Por qué? —le preguntó Marilyn,más que molesta.

—No sé… Sólo creo que no meapetece ir.

—Vaya, ¿no te parece que es unpoco tarde para eso? Ya se lo hasprometido a los niños y las reservasestán hechas…

—Ya lo sé, ya lo sé. Pero hepensado que Frank, Bill y yo debíamosir a otro sitio.

—¿A dónde? —casi estalló Marilyn.—Pues, no sé… —repuso Lovell

con estudiada indiferencia— a la Luna

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tal vez.Marilyn se lo quedó mirando, sin

decir palabra.Desde 1962 se estaba temiendo ese

momento como un mal sueño. Lovell ladejó que se recuperara un momento ydespués, como había hecho en 1965antes de la misión del Gemini 7 y en1966 antes de la del Gemini 12, leexplicó las promesas y los peligros dela misión. Durante esos primeros vuelos,el matrimonio Lovell sabía que losriesgos eran considerables. Jim Lovell yFrank Borman pasarían dos semanas abordo del Gemini 7, más tiempo queningún astronauta hasta entonces. Una

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vez allí, realizarían un encuentro muycomplicado con Wally Schirra y TomStafford, que estaban en la nave Gemini6, proeza que ningún astronautaamericano había soñado realizar hastaentonces. La misión Gemini 12, de sólocuatro días sin acompañamiento de otranave tripulada, presentaría sus propiospeligros: el acoplamiento con la naveAgena, no tripulada… y poco fiable; lasalida al espacio durante cinco horas ymedia que intentaría realizar BuzzAldrin en mitad de la misión. Ambosviajes fueron, como poco, aventuras dealto riesgo, pero ambas tenían, al menos,un precedente histórico. Jim Lovell no

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sería el primer americano que volara enuna órbita, ni siquiera el segundo o eltercero. Sería el undécimo, si es que aúnllevaba la cuenta alguien, y para suesposa supondría un alivio el que susdiez predecesores hubieran regresado acasa cargados de experiencia.

Pero la misión del Apolo 8 seríadiferente. No había precedentes delpróximo viaje de Jim Lovell; hastaentonces, ningún hombre habíasobrevivido a una misión semejante. Elastronauta acomodó a su mujer en unsillón y le describió algunos de losdetalles de su vuelo: la nave alcanzaríala velocidad sin precedente de 45.000

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kilómetros por hora para escapar de laórbita de la Tierra; no llevaba motorauxiliar y habría de depender de un solomotor para entrar en la órbita lunar; asícomo del encendido de ese motor únicopara regresar a la Tierra; tendría queentrar en la atmósfera terrestre por uncorredor angostísimo, de apenas 2,5grados de amplitud, para sobrevivir aese salvaje chapuzón. Marilyn asintió ylo asimiló todo y, finalmente, igual queen el pasado, le dio su sobriaaprobación.

Valerie Anders, según los rumoresde la Agencia, reaccionó ante la noticiade Bill aceptándola con similar

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moderación. Susan Borman, sinembargo, respondió al parecer de mododistinto. Según se dijo, para Susan elApolo 8 era un riesgo excesivo, y no lehizo demasiada gracia el hecho de queeligieran a su marido para esa misión.Aunque las esposas no podían hacergran cosa para cambiar los destinos devuelo, tenían derecho a expresar sudisgusto en el seno de la celosa tribu dela NASA. Según los rumores, Susaneligió a Chris Kraft como objeto de sudescontento y dejó muy claro que,aunque Frank sobreviviera a esa misióninsensata, ella no volvería a dirigirle lapalabra a Kraft.

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La mañana del lanzamiento delApolo 8, el día 21 de diciembre, lasdudas y la acritud fueron olvidadas, almenos exteriormente. Borman, Lovell yAnders fueron encerrados en su navepoco después de las cinco de la mañana,para disponerse al despegue, previstopara las 7:51 horas. A las siete en puntoempezaron a emitir las cadenas detelevisión y gran parte del país selevantó para presenciar elacontecimiento en directo, al igual quemillones de personas de Europa y Asia,que también lo siguieron.

Cuando se iluminó el Saturn V, el

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gigantesco propulsor auxiliar, losespectadores comprendieron que aquellanzamiento sería único en la historia.Los tres hombres de la nave, uno de loscuales nunca había salido al espacio, ydos sólo habían navegado en elcomparativamente insignificanteGemini-Titan, de 36 metros, todavía lotenían más claro. El Titán había sidodiseñado originalmente como un misilbalístico intercontinental, y si uno teníala desgracia de estar atrapado en sumorro, ideado para alojarexclusivamente una cabezatermonuclear, sentía perfectamente queera un proyectil salvaje. El cohete ligero

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partía alegremente de la torre,adquiriendo velocidad y fuerza degravedad con una aceleración pasmosa.En el momento del encendido de lasegunda fase, el Titán daba unaembestida de 8 G, haciendo que losastronautas, de unos 75 kilos de pesomedio, sintieran como si pesaran 600kilos. La orientación del cohete era taninquietante como su velocidad y suaceleración. El sistema de dirección delTitán prefería navegar con la carga útil yel misil tumbados de costado; por lotanto, el cohete ascendía con unainclinación de 90 grados, haciendo queel horizonte que veían los astronautas

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por los ojos de buey se convirtiera enuna vertical vertiginosa. Y había otracosa todavía más inquietante: el Titánllevaba programadas una serie detrayectorias balísticas previstas paraorientar el misil por debajo delhorizonte si cumplía un objetivo militar,o hacia el cielo si era para una misiónespacial. Y mientras el cohete ascendía,el ordenador buscaba constantemente elrumbo adecuado, haciéndole dartarascadas de arriba abajo y de derechaa izquierda, casi como un sabuesohusmeando una presa que podía serMoscú, Minsk o una órbita terrestre aescasa altura, según transportara

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cabezas explosivas o astronautas.Se decía que el Saturn V era

diferente. A pesar de que el coheteproducía el asombroso empuje de13.635 HP, casi diecinueve veces másque el diminuto Titán, los ingenierosprometieron que el lanzamiento seríamucho más suave. Dijeron que lapresión punta no sobrepasaría las 4 G yque en algunos puntos del vuelopropulsado del cohete, su aceleraciónsuave y su trayectoria inusual haríanbajar la fuerza gravitatoria a algo menosde una unidad. Muchos de losastronautas contaban con casi cuarentaaños y habían bautizado al Saturn V «el

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cohete de los viejos». De todos modos,la prometida suavidad de despegue delSaturn de momento no era más que unapromesa, puesto que nadie lo habíaprobado en el espacio. Durante losprimeros minutos de la misión Apolo 8Borman, Lovell y Anders descubrieronenseguida que los rumores sobre ladelicadeza del cohete eranmaravillosamente ciertos.

—La primera fase ha sido muy suavey ésta lo es todavía más —exultabaBorman a media ascensión, cuando losgigantescos motores F1 se apagaron yfueron sustituidos por los J2, máspequeños.

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—Recibido, suave y suavísimo —lerespondió llanamente el Capcom.

Menos de diez minutos después, eldelicado propulsor no recuperableterminó su vida útil y soltó sus dosprimeros cuerpos, que caerían al mar,dejando a los astronautas en una órbitaestable, a 185 kilómetros de la Tierra.

Según las normas de una misión a laLuna, una nave con rumbo a nuestrosatélite debe pasar las tres primerashoras en el espacio orbitando la Tierra,en una, llamada acertadamente, «órbitade aparcamiento». La tripulación empleaese tiempo en estibar el equipo, calibrarlos instrumentos, seguir las lecturas de

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navegación, y en general, asegurarse deque su pequeña nave está en perfectascondiciones para alejarse de casa. Sólocuando todo ha sido comprobado se lespermite poner en marcha el motor de latercera fase del Saturn V y escapar de laatracción terrestre.

Para Frank Borman, Jim Lovell yBill Anders, serían tres horasajetreadísimas, y sabían que en cuanto lanave empezara su órbita regular teníanque ponerse a trabajar enseguida. Lovellfue el primero del trío que sedesabrochó los cinturones de su asientoy en cuanto intentó incorporarse, leinvadió una intensa náusea.

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Los astronautas que habían voladoen los primeros tiempos del programaespacial ya estaban avisados de laposibilidad del mareo espacial engravedad cero, pero en las pequeñascápsulas Mercury y Gemini, dondeapenas había sitio para flotar desde elasiento sin darse un topetazo en lacabeza contra la escotilla, no habíaproblemas de mareo por el movimiento.En el Apolo había más espacio paramoverse y Lovell descubrió que sulibertad de movimientos tenía un preciogástrico.

—Huagh —exclamó Lovell tantopara sí mismo como para advertir a sus

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compañeros—, no intentéis moverosdemasiado aprisa.

Lovell avanzó paso a paso conextremada cautela, descubriendo, comohan aprendido los borrachosarrepentidos de la historia, cuando sucama se balancea rabiosamente, que simantenía la vista fija en un punto y semovía muy… muy despacio, podíamantener bajo control sus revueltasentrañas. Probando a moderar el ritmo,Lovell empezó a negociar con el espacioque rodeaba su asiento, sin advertir queun pequeño pasador metálico quesobresalía de su traje espacial se habíaenganchado en uno de los montantes

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metálicos del asiento. Al intentarmoverse, el pasador se trabó y, derepente, un estallido y un silbidoresonaron dentro de la nave. Elastronauta bajó la vista y advirtió que suchaleco salvavidas amarillo chillón, quellevaba puesto por precaución, comoquería la NASA, durante los despeguessobre el mar, se estaba hinchando sobresu pecho.

—Ay, mierda —murmuró Lovellpara sí, llevándose la mano a la cabezay dejándose caer en su asiento otra vez.

—¿Qué pasa? —le preguntó Anders,sorprendido, mirándole desde el asientode la derecha.

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—¿Tú qué crees? —respondióLovell, más enfadado consigo mismoque con su joven piloto—. Creo que mehe enganchado el chaleco con algo.

—Bueno, pues desengánchalo —dijoBorman. Hay que deshinchar ese trasto yguardarlo.

—Ya lo sé, pero ¿cómo? —preguntóLovell.

Borman comprendió que Lovelltenía razón. Los chalecos salvavidas sehinchaban con unas latitas de dióxido decarbono a presión que vaciaban sucontenido en la cámara de aire delchaleco. Como las latas no podíanvolver a rellenarse, para deshinchar el

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chaleco había que abrir la válvula yverter el CO2 al ambiente.

En el océano, desde luego, eso noera problema, pero en el abarrotadomódulo de mando del Apolo podíaresultar un poco peligroso. La cabinaestaba equipada con cartuchos dehidróxido de litio granulado para filtrarel CO2 del aire, pero los cartuchostenían un punto de saturación a partir delcual ya no podían absorber nada más.Aunque llevaban cartuchos de repuesto abordo, no era una buena idea poner aprueba el primer cartucho el primer díacon un chorro caliente de dióxido decarbono en la minúscula cabina. Borman

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y Anders miraron a Lovell y los tres seencogieron de hombros, impotentes.

—Apolo 8 aquí Houston, ¿me oís?—llamó de repente el Capcom,evidentemente preocupado por no habertenido noticias de los astronautasdurante un minuto largo.

—Si, Houston —respondió Borman—. Hemos sufrido un pequeño incidente.Jim ha hinchado sin querer uno de loschalecos salvavidas, así que tenemos auna oronda Mae West aquí dentro.

—Recibido —dijo el Capcom, alparecer sin respuesta que ofrecer—.Entiendo.

A medida que los 180 minutos de

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órbita terrestre transcurríaninexorablemente, y sin tiempo queperder en trivialidades como un chalecosalvavidas, Lovell y Borman tuvieronuna idea luminosa: el desagüe de laorina.

En una zona de almacenamiento, alpie de los asientos, había una mangaconectada a una pequeña válvula quedaba al exterior de la nave.

En el extremo suelto de la mangahabía una especie de cilindro. Entre losastronautas, el aparato se conocía comoaliviadero. El astronauta que necesitaraaliviarse con ese sistema se colocaba elcilindro en posición, abría la válvula

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que daba al vacío exterior y, desde elconfort de una nave valorada en muchosmillones de dólares que volaba a 45.000kilómetros por hora, orinabadirectamente en el vacío celestial.

Lovell había usado el aliviadero enmultitud de ocasiones, pero sólo para supropósito original; ahora tendría queimprovisar. Quitándose con esfuerzo elchaleco, lo bajó hasta la portilla de laorina y con un poco de maña logró meterla boquilla en el tubo. Fue un apañoforzado, pero funcionó. Lovell dedicó ungesto de victoria a Borman, que asintió ymientras el comandante y el piloto delLEM emprendían sus comprobaciones

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preliminares, Lovell deshinchópacientemente su chaleco salvavidas,enmendando el primer patinazo quehabía dado en sus casi 430 horas devuelo espacial.

El encendido del cohete que expulsóa la nave Apolo 8 de su órbita terrestretres horas más tarde sucedió sinincidentes, como el lanzamiento mismo.Cuando se puso en marcha el propulsor,la nave aceleró lentamente de 31.500 a45.000 kilómetros por hora y enderezógradualmente su rumbo hacia la Luna.Los astronautas sabían que a partir deentonces todo transcurriría conserenidad. Mientras la nave se alejaba

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de la Tierra más y más, la gravedad delplaneta la seguiría atrayendoinsistentemente. Durante dos días, lanave iría perdiendo velocidadregularmente, cayendo a 36.000kilómetros por hora, luego a 27.000, a18.000 y finalmente, cuando alcanzaralas cinco sextas partes del recorridoentre la Tierra y la Luna, a unavelocidad de tortuga de 3.700kilómetros por hora. En ese punto, laatracción del planeta madre cedería a lade su rocoso satélite, y la naveempezaría a acelerar otra vez. Hasta esemomento, pues, todo sería muy sencilloen la nave, y los astronautas y el equipo

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de tierra sólo tendrían que mantenersealerta. A la mañana siguiente dellanzamiento del Apolo 8, Houston llamóa la nave para un ratito de parloteo.

—Avisadme cuando sea la hora deldesayuno —les dijo el Capcom justodespués de las nueve, el primer díacompleto de vuelo—, que os leeré elperiódico.

—Buena idea —dijo Borman—. Nohemos oído las noticias.

—Vosotros sois las noticias —contestó el Capcom riéndose.

—¡Vamos, anda! —replicó Borman.—En serio —insistió Houston—. El

viaje a la Luna ocupa lugares destacados

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tanto en la prensa como en la televisión.Es la noticia del día.

Los titulares del Post dicen: «Luna,ahí van». Otra de las noticias es sobrelos once soldados que llevaban cincomeses retenidos en Camboya, que fueronliberados ayer y llegarán a casa porNavidad; ha sido capturado unsospechoso del secuestro de Miami; yDavid Eisenhower y Julie Nixon secasaron ayer en Nueva York, Dicen queél parecía «nervioso».

—Vaya —dijo Anders.—Los Browns derrotaron a Dallas

ayer por treinta y uno a veinte —prosiguió Houston—. Y tenemos

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curiosidad… ¿qué queréis hoy,Baltimore o Minnesota?

—Baltimore —repuso Lovell.—Pues otra gran noticia: el

Departamento de Estado ha anunciadohace sólo unos minutos que el grupoPueblo será liberado esta noche a lasnueve.

—Qué bien —dijo Lovell. Después,consultando sus instrumentos, ofrecióalgunos datos que tenían mucha mássignificación para todos ellos—: Loscálculos de a bordo nos indican que elApolo 8 está a ciento ochenta y siete milkilómetros de casa, a las veinticincohoras —informó.

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—Sí —dijo Houston—, nuestromarcador de posición indica una cifrasimilar.

—La vista es impresionante desdeaquí —añadió Borman.

Durante la mayor parte del viaje, lavista de los astronautas desde el Apolo8 era la de su lejano objetivo lunar; queiba aumentando paulatinamente frente aellos, Al salir de la órbita terrestre, losastronautas gozaron brevemente delespectáculo embriagador del planeta quedejaban atrás y después dieron la vueltaa la nave para volar en la posicióncorrecta, con rumbo de proa.Estrictamente hablando, no era

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necesario poner proa al objetivo en elespacio exterior, donde las leyes deNewton mantenían el movimientouniforme de los cuerpos sin importar adonde apuntara el morro. Pero loshábitos, el estilo y los gustos ordenadosde los pilotos generalmente dictaban elvuelo de proa, y así era como volabanlos astronautas. Sin embargo, tras elsegundo día completo en el espacio,mientras la nave se aproximaba alentorno inmediato de la Luna, latripulación habría de ponerse deespaldas de nuevo.

Navegando a una velocidad que

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ascendía casi a 9.000 kilómetros porhora, el Apolo 8 se desplazaríademasiado deprisa para ser atraído porla gravedad de la Luna, relativamentedébil. A la deriva, la nave se acercaría ala Luna, daría la vuelta por detrás de sucara oculta y después saldría rebotadahacia la Tierra como una piedraarrojada por una honda. El fenómeno sellamaba «trayectoria de regreso libre»:aunque esa orbitación automáticafacilitaría a los astronautas un regresorápido en caso de que les fallara elmotor, era un auténtico perjuicio para latripulación, que no quería pasar a todavelocidad por detrás de la Luna sino

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ponerse en órbita. Para vencer ellatigazo del regreso libre, había que darun giro de 180 grados a la nave ydespués, navegando de popa, poner enmarcha su motor de propulsión deservicio de 41 HP de potencia hastaaminorar lo suficiente la velocidad paracederle el control al campo gravitatoriode la Luna.

La maniobra, conocida como«inserción en la órbita lunar» o LOI, erasencilla, pero también estaba plagada deriesgos. Si el motor funcionaba durantemenos tiempo del adecuado, la naveiniciaría una órbita elípticaimpredecible, tal vez incontrolable, que

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la alejaría del satélite por uno de sushemisferios y la abalanzaría hacia laLuna cuando sobrevolara el otro. Si elmotor funcionaba demasiado rato, lanave perdería demasiada velocidad y noentraría en la órbita lunar, sino que seestrellaría contra su superficie. Paracomplicar las cosas, el encendido delmotor debía realizarse cuando la naveestaba detrás de la Luna, lo cual impedíala comunicación con tierra. Houstondebía calcular las mejores coordenadaspara el momento del encendido,suministrar esos datos a la tripulación ydespués dejar en sus manos la maniobra.Los controladores de tierra sabían el

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instante preciso en que la nave deberíaaparecer por el otro lado de la inmensamasa lunar si el encendido se realizabasegún los planes; y sólo sabrían si laLOI había salido bien si recibían laseñal del Apolo 8 en ese momento.

A las 20 horas y 4 minutos delsegundo día de vuelo del Apolo 8cuando la nave estaba justo a unos milesde kilómetros de la Luna y a más de360.000 de la Tierra, el Capcom JerryCarr radió a los astronautas la noticia deque debían probar suerte e intentar laLOI. En la Costa Este eran casi lascuatro de la madrugada del día deNochebuena, en Houston eran casi las

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tres, y en la mayor parte de los hogaresdel mundo occidental, hasta los másfanáticos lunófilos estabanprofundamente dormidos.

—Apolo 8, aquí Houston —dijoCarr—, tenéis que iniciar la LOI a lassesenta y ocho horas y cuatro minutos.

—De acuerdo —le respondióBorman tranquilamente—. Apolo 8 vaperfecto.

—Estás pilotando el mejor quehemos podido encontrar —contestó Carrprocurando darle ánimos.

—Vuélvemelo a decir —le pidióBorman, confundido.

—Que estás pilotando el mejor

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pájaro que hemos podido encontrar —repitió Carr.

—Recibido —contestó Borman—,es bueno.

Carr les leyó los datos para elencendido del motor y Lovell, comonavegante, tecleó la información en elordenador de la nave. Les quedaba unamedia hora para perder el contacto porradio por detrás de la Luna, y como entodas las ocasiones semejantes, laNASA dejó transcurrir los minutos en unsilencio intrascendente. Los astronautas,acostumbrados al proceso que precede acualquier ignición, se sentaroncalladamente en sus asientos y se

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abrocharon el cinturón. Por supuesto, sisalía algo mal en una inserción en laórbita lunar, el desastre superaríaampliamente la pobre protección delcinturón de segundad. Sin embargo, lasnormas de la misión exigían que latripulación se atara, y ellos se atarían.

—Apolo aquí Houston —les avisóCarr tras una larga pausa—. Tenemoslas cartas y estamos listos.

—Recibido —respondió Borman.—Apolo 8 —dijo Carr poco

después—, el combustible va bien.—Recibido —dijo Lovell.—Apolo 8 —avisó Carr finalmente

—, faltan nueve minutos y treinta

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segundos para perder la señal.—Recibido —repitió Lovell.Carr volvió a avisarles cuando

faltaban cinco minutos, dos, uno y al fin,diez segundos. Finalmente, en el precisoinstante en que los organizadores devuelo habían calculado meses antes, lanave empezó a dar la vuelta por detrásde la Luna, y las voces del Capcom y latripulación empezaron a chisporrotearen los oídos de unos y otros.

—Buen viaje, chicos —les gritóCarr, para que le oyeran por lacomunicación que se desintegraba.

—Muchas gracias, compañeros —les respondió Anders.

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—Hasta luego, por el otro lado —añadió Lovell.

—Todo marcha bien —dijo Carr.Y de repente la línea enmudeció.Los astronautas se miraron unos a

otros en el silencio surreal. Lovell sabíaque debería de estar sintiendo algo,bueno… profundo, pero no parecíahaber nada que sentir profundamente.Ciertamente los ordenadores, el Capcomy el zumbido de sus auriculares ledecían que estaba pasando por detrás dela Luna en ese momento, pero para sussentidos, nada indicaba que eseacontecimiento monumental se estuvieraproduciendo. Hacía un instante, estaba

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ingrávido, y seguía ingrávido entonces;hacía un instante sólo había oscuridad ensu ventana y seguía habiendo oscuridadentonces. ¿Así que allá abajo estaba, laLuna? Bueno, se lo tomaría como unartículo de fe.

Borman se volvió hacia la derecha aconsultar con su tripulación.

—Así que… ¿estamos en ello?Lovell y Anders dedicaron otra

lectura atenta de sus instrumentos.—Que yo sepa, sí —respondió

Lovell.—Por este lado también —coincidió

Anders.Desde su asiento central, Lovell

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empezó a teclear las instruccionesfinales en el ordenador. Unos cincosegundos antes de la hora del encendidoel pequeño monitor le contestóparpadeando: «99.40». Este númerocríptico era una de las últimasprecauciones de la nave contra un errorhumano; era el código del ordenador«¿Está seguro?», su código de «últimaoportunidad», su código de «asegúresede que sabe lo que está haciendo porqueestá a punto de iniciar un viaje infernal».Bajo los números de la pantalla había unbotón marcado: «Proceder». Lovellmiró el 99.40 y luego el botón Proceder,y de nuevo el 99.40, y el botón de

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Proceder. Finalmente, cuandotranscurrieron esos últimos cincosegundos, llevó el índice al botón y lopulsó.

De momento, los astronautas nosintieron nada; después, de repente,notaron y oyeron un rugido a su espalda.A pocos metros de ellos, en losdepósitos gigantescos de la popa de lanave, se abrieron unas válvulas yempezó a fluir el combustible, y desdetres inyectores distintos fueron manandotres productos químicos diferentes, quese mezclaron en la cámara decombustión. Esos productos químicos —hidrazina, dimetilhidrazina y tetróxido

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de nitrógeno— se llamabanhipergólicos, y lo que tenían loshipergólicos de especial era sutendencia a detonar en presencia unos deotros. A diferencia de la gasolina, elgasóleo o el hidrógeno líquido, quenecesitan una chispa para liberar laenergía almacenada en sus enlacesmoleculares, los hipergólicos obtienensu fuerza de la relación catalítica derepulsión que tienen unos con otros. Alremover dos hipergólicos, éstosempiezan a mezclarse químicamentecomo gallos de pelea en una jaula; si selos mantiene juntos y confinados eltiempo suficiente empezarán a liberar

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cantidades prodigiosas de energía.En ese momento se estaba

produciendo una interacción explosiva aespaldas de Lovell, Anders y Borman.Cuando los productos químicoscobraron vida rápidamente en la cámarade combustión, empezaron a salir gasespor la campana de popa del motor y lanave empezó a perder velocidad, aúnmuy sutilmente. Borman, Lovell yAnders notaron cómo se hundían en susasientos. La gravedad cero que se habíavuelto tan cómoda durante los últimosdías pasó a una fracción de uno y elpeso corporal de los astronautas creciósúbitamente de cero a unos cuantos

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kilos. Lovell miró a Borman y levantó elpulgar; Borman sonrió forzadamente. Elmotor funcionó durante cuatro minutos ymedio; después, con la misma celeridadcon que se había encendido, el fuego desus entrañas se apagó.

Lovell consultó inmediatamente elpanel de instrumentos. Buscó la lecturade «Delta V», valor que revelaríaexactamente cuánto había descendido lavelocidad de la nave a causa del frenazoquímico producido por los hipergólicos.Lovell encontró las cifras y le entraronganas de dar un puñetazo al aire: 924.¡Perfecto! 924 metros por segundo noera un frenazo en seco cuando se

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navegaba a unos 2.500, pero era justo lamedida necesaria para abandonar latrayectoria circunlunar y dejarse vencerpor la gravedad de la Luna.

Junto a Delta V aparecía otra lecturaque momentos antes estaba en blanco.Reflejaba dos números: 60,5 y 169,1.Eran las lecturas de pericintio yapocintio, o aproximaciones máscercana y más lejana a la Luna.Cualquier cuerpo en movimiento quepasara cerca de la Luna podía tener unnúmero de pericintio, pero la únicamanera de tener número de pericintio yapocintio era no sólo pasar volando porallí, sino rodear el globo lunar. Las

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cifras indicaban que Frank Borman, JimLovell y Bill Anders eran satélites de laLuna en ese momento, que orbitaban enuna trayectoria ovalada, de vérticesmáximo y mínimo 169,1 y 60,5 millas(270,56 y 96,8 kilómetros)respectivamente.

—¡Lo hemos logrado! —exclamóLovell, exultante.

—En el mismo clavo —repusoAnders.

—Órbita alcanzada —concedióBorman—. Esperemos que mañanavuelva a ponerse en marcha parallevarnos a casa.

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Lograr dar la vuelta a la Luna, lomismo que desaparecer tras ella hacíaunos minutos, era una experienciaacadémica para los astronautas.

Una vez dejó de funcionar el motor yla tripulación se quedó de nuevo singravedad, no tenían nada más que losdatos del panel de instrumentos paraconfirmar lo que habían logrado. Teníanla Luna a 100.000 metros por debajo,pero las escotillas de los astronautas seabrían hacia arriba y no podían verla.Era como si Borman, Lovell y Andershubieran entrado de espaldas en unapinacoteca y todavía no se hubieran

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dado la vuelta para admirar las pinturasexhibidas. Sin embargo, gozaban dellujo y, a 25 minutos de recobrar elcontacto con Tierra, en privado y sin sermolestados, estaban a punto de conducirla primera inspección del satélite, cuyagravedad les estaba atrayendo.

Borman asió la palanca de controlde posición de la derecha de su asientoy soltó un chorro por los propulsoreslaterales de la nave. La nave empezó amoverse, girando muy lentamente ensentido contrario a las agujas del reloj.Los primeros 90 grados de rotaciónescoraron a los astronautas ingrávidos,quedando Borman abajo, Lovell en el

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centro y Anders arriba; los siguientes 90grados los pusieron cabeza abajo, asíque de repente tuvieron delante a laLuna, que antes estaba a sus pies. Lapálida superficie grisácea y granulosaapareció por la ventanilla de laizquierda de Borman, que fue quien laadmiró primero. Después le tocó elturno a la ventanilla central de Lovell yfinalmente, a la de Anders. Los dospilotos respondieron con la mismamirada atónita que su comandante.

—Magnífica —murmuró alguien.Pudo ser Borman, Lovell, o Anders.

—Fantástica —respondió otro.Bajo los astronautas brillaba un

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panorama desolador, fracturado,torturado, que sólo habían divisado lassondas robotizadas, pero nunca el ojohumano. Extendiéndose en todasdirecciones, un paisaje interminable,precioso, horrendo de cientos, no, demiles… no, de cientos de miles, decráteres, fosas y grietas, de cientos, no,de miles… no, de millones de mileniosde antigüedad. Había cráteres junto acráteres, cráteres superpuestos unos aotros, cráteres que ahogaban a otroscráteres. Había cráteres del tamaño deun campo de fútbol, otros eran como unaisla grande, y hasta los había del tamañode una nación pequeña.

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Muchas de las antiguas depresionesya habían sido catalogadas y bautizadaspor los astrónomos que analizaron lasprimeras fotos de las sondas y, trasmeses de estudio, eran tan familiarespara los astronautas como la geografíaterrestre. Allí estaban los Dédalo, Icaro,Korolev y Gagarin, Pasteur y Einstein yTsiolkovsky. Diseminados por lasuperficie había docenas y docenas deotros cráteres, nunca vistos por el ojohumano ni por los robots.

Los astronautas, hechizados,hicieron lo posible por absorberlo todo,pegando la cara al cristal de las cincoventanillas y, al menos de momento, se

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olvidaron completamente de los planesde vuelo, de la misión y de los cientosde personas que esperaban oír sus vocesdesde Houston.

Súbitamente, algo muy fino empezó aaparecer por el horizonte. Era sutilmenteblanco y azul, y sutilmente marrón, yparecía ascender directamente delterreno pardusco. Los tres astronautassupieron instantáneamente lo queestaban viendo, pero Borman loidentificó:

—El amanecer terrestre —dijo elcomandante con voz queda.

—Prepara las cámaras —ordenóLovell rápidamente a Anders.

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—¿Estás seguro? —le preguntóAnders, fotógrafo y cartógrafo de lamisión—. ¿No deberíamos esperar a lahora señalada?

Lovell miró el planeta brillante queempezaba a asomar por detrás de la carapicada de viruela de la Luna y despuésmiró a su segundo piloto.

—Prepara las cámaras —repitió.

El día de Nochebuena, losestadounidenses se despertaron con lanoticia de que tres compatriotas estabanen órbita alrededor de la Luna.

Frente a los domicilios de Borman,Lovell y Anders en Houston, los

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periodistas bloqueaban las aceras ypisoteaban el césped como en losbuenos tiempos del Mercury. Publicaronpoca información sobre los planes delas esposas y los hijos de los astronautaspara el día de fiesta, aunque todospensaban asistir a los serviciosreligiosos de Navidad.

La única noticia interesanteprocedente de las familias no se produjohasta la mañana siguiente, el día deNavidad, cuando un Rolls-Royce de losalmacenes Neiman Marcus se detuvoante el acceso a la casa de los Lovell.Un funcionario de relaciones públicasde la NASA se acercó al coche, habló

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cuatro palabras con el chófer y después,con inmensa sorpresa e indignación delos periodistas, a quienes no se permitíala entrada a la casa, le acompañó a lapuerta, donde el chófer entregó una cajaa Marilyn Lovell. Iba envuelta en papelde regalo azul metalizado y estabadecorada con dos bolas de Styrofoam,una de color verde mar y la otra de uncolor blancuzco moteado, vagamentelunar. Una navecita espacial de plásticoblanco estaba suspendida sobre la bolade la Luna. Marilyn desenvolvió elpaquete y levantó el papel de seda azuloscuro con estrellitas del interior de lacaja. Dentro había una chaqueta de visón

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y una tarjeta de regalo que decíasimplemente: «Feliz Navidad y todo elcariño del Hombre de la Luna».

Durante el resto de la mañana,Marilyn Lovell realizó sus preparativosnavideños en pijama y chaqueta devisón. Más tarde, ese mismo día, cuandosalió con sus hijos hacia la iglesia, sepuso un vestido apropiado para laocasión, pero no se quitó la chaqueta.Hasta que no salió de casa, a la benignatemperatura de Houston, los periodistasque estaban apostados en el exterior novieron lo que le había entregado elhombre del Rolls-Royce.

Pero el día de Nochebuena, la

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atención de la prensa estaba centrada aunos 400.000 kilómetros de allí, dondeel astronauta que había comprado lachaqueta y organizado su entrega hacíavarias semanas estaba dando vueltas a laLuna en una órbita regular y perfecta de271 x 97 kilómetros. Durante sus diezrotaciones previstas, la tripulación teníala tarea de tomar fotografías de la Tierray de la Luna, hacer mediciones delcampo gravitatorio lunar y realizar unacartografía de los posibles lugares dealunizaje y de los accidentestopográficos que se hallaban a sualrededor. En cuanto a los detalles de lasuperficie, los astronautas debían

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estudiar los llamados «puntos iniciales»,referencias de la Luna que los miembrosde futuras misiones pudieran utilizar aliniciar la fase final de aproximación. Alexplorar el Mar de la Tranquilidad, unaseca llanura de lava prevista para llevara cabo el primer alunizaje, Borman,Lovell y Anders tomaron nota de unasinuosa cresta de montaña situada justoal sudoeste del cráter Secchi. Aunque laformación global ya aparecía en losmapas trazados por los astrónomos de laTierra, las cumbres individuales erandemasiado pequeñas para ser vistas conel telescopio. Esa clase de detallesínfimos de la superficie eran

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precisamente la información quenecesitarían las futuras tripulacionescuando descendieran desde su órbita. Enel mismo borde de la escarpadaelevación, justo en el extremo del Marde la Tranquilidad, Lovell descubrióuna pequeña montaña triangular, lobastante pequeña para no haber llamadola atención hasta entonces, perosuficientemente fácil de identificar paraser reconocida en el futuro por lastripulaciones que fueran allá.

—¿Habías visto esa cumbre antes?—preguntó Lovell a Borman, señalandola pequeña formación.

—No que yo recuerde.

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—¿Y tú? —preguntó a Anders,árbitro de todos los asuntostopográficos.

—No —respondió Anders—, conesa forma la recordaría.

—Entonces la he descubierto yo —dijo Lovell sonriendo—. Y piensobautizarla. ¿Qué os parece «MonteMarilyn», chicos?

Para los administradores de laNASA, eran tan importantes las tareascientíficas del Apolo 8 como lasobligaciones de las relaciones públicas.La Agencia había programado dostransmisiones en directo desde la órbitalunar, una a primera hora de la mañana

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del día de Nochebuena y otra más largapor la noche, a la hora de máximaaudiencia. La transmisión de la mañanatuvo mucho público pero como todo elpaís estaba muy ocupado con lospreparativos de última hora de Navidad,no batió récords. La de la noche, encambio, fue todo un acontecimientopresenciado por unos cien millones dehogares. Las tres cadenas compraron elprograma con derecho preferente deemisión, lo cual significaba que lasaudiencias de televisión de esa nochesólo podrían ver la transmisión desde laLuna. Comenzaron a emitir a las nueve ymedia y la nación, como casi todo el

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resto del planeta, lo dejó todo paraverlo.

—Bienvenidos a la Luna, Houston—dijo Jim Lovell a los técnicos de laNASA y, por implicación, al mundo.

La imagen que parpadeaba en laspantallas de televisión del globo cuandoLovell empezó a hablar era una bolablanca que flotaba suspendida contra unfondo incoloro. Por debajo se veía unarco alargado y suave, curvado haciaabajo, que se desvanecía por el bordede la pantalla.

—Lo que estáis viendo —explicóAnders enderezando la cámara, flotandoy agarrado a un mamparo de la nave—

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es una vista de la Tierra por debajo delhorizonte lunar. Vamos a seguirlo unrato y después daremos la vuelta paramostraros el terreno alargado ysombreado.

—Estamos orbitando a noventa yseis kilómetros de la Luna desde hacedieciseis horas —añadió Bormanmientras Anders enfocaba la lente haciala superficie—, haciendo experimentos,tomando fotografías y encendiendo elmotor de la nave para maniobrar. En eltranscurso de las horas, la Luna se haconvertido en una cosa distinta paratodos nosotros. Mi propia impresión esque se trata de una extensión amplísima,

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solitaria e impresionante de un vacíoque parece formado de nubes y nubes depiedra pómez. Desde luego no sería unlugar atractivo para vivir o trabajar.

—Frank, mi impresión es similar —prosiguió Lovell—. Esta soledad essobrecogedora. Te hace darte cuenta delo que tienes en la Tierra.

La Tierra desde aquí es un oasis enla inmensidad del espacio.

—A mí, lo que más me haimpresionado —intervino Anders— sonlos amaneceres y los anochecereslunares. El cielo es negrísimo, la Lunamuy blanca y el contraste entre los doses una vivida línea.

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—En realidad —añadió Lovell—, elmejor modo de describir toda esta zonaes una extensión en blanco y negro. Nohay colores.

El plan de vuelo había previsto quela transmisión durara exactamente 24minutos, durante los cuales la navesobrevolaría el ecuador lunar de Este aOeste, cubriendo unos 72 grados de suórbita de 360. Los astronautas ocuparíanese tiempo en explicar y describir,señalar, instruir e intentar transmitir conpalabras y con sus granuladasfotografías todo lo que veían. Elesfuerzo que hicieron fue noble.

—Esta zona no tiene muchos

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cráteres, así que debe de ser reciente…—dijo uno de ellos.

—Este cráter es de la variedaddelta…

—Ahí hay una zona oscura, quepodría ser una antigua colada de lava…

—Van a aparecer unos cráteres muyinteresantes de doble anillo…

—Por la cresta de esa montaña correuna grieta sinuosa, con ángulos rectos.

Los astronautas prosiguieronmientras los espectadores, en sus casas,contemplaban las imágenes y oían susexplicaciones, digiriendo todo lo quesus sentidos y su escepticismo lespermitía. Finalmente, llegó la hora de

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cortar la transmisión. Semanas antes delvuelo, Borman, Lovell y Anders habíandiscutido el mejor modo de concluir latransmisión entre dos mundos, la vísperadel día más sagrado del calendariocristiano. Poco antes del día dellanzamiento llegaron a un acuerdo: en eldorso del manual de vuelo de a bordohabía una hoja de papel (antiinflamable,por supuesto, todo era antiinflamableesos días) con un breve textomecanografiado. Anders, enfocando lacámara de televisión por la ventanillacon una mano, cogió el papel con la otray dijo:

—Nos estamos acercando al

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amanecer lunar y la tripulación delApolo 8 quiere mandar un mensaje atodas las gentes de la Tierra.

—En el principio —empezó— creóDios el Cielo y la Tierra. Y la Tierraera nada, y las tinieblas cubrían lasuperficie del océano… —Anders leyólentamente cuatro líneas y después lepasó la hoja a Lovell.

—Y Dios llamó a la luz día y a laoscuridad llamó noche, y atardeció yluego amaneció: día uno… —Lovellleyó cuatro líneas más y después pasó lahoja a Borman.

—Y dijo Dios: Haya un firmamentoencima de las aguas y separe unas aguas

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de otras… —Borman continuó hasta quellegó al final del pasaje y concluyó—. YDios vio que era bueno.

Cuando hubo leído la última línea,Borman bajó el papel.

—Y de parte de la tripulación delApolo 8 —su voz chisporroteó a travésde 442.000 kilómetros de espacio— nosdespedimos deseándoles buenas noches,buena suerte, feliz Navidad. Que Diosbendiga a todos los hombres de buenavoluntad.

En los televisores del mundo enterola imagen de la Luna se desvaneció derepente, sustituida al principio porbandas de colores, después por

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interferencias y luego por periodistasque resumieron rapsódicamente lo queacababan de ver ellos mismos y el restodel mundo.

Sin embargo, en la nave las cosaseran mucho menos líricas. En cuantoconcluyó el programa, Frank Borman ysu tripulación se pusieron en contactocon los controladores de Houston.

—¿Ha finalizado la transmisión? —preguntó Borman al Capcom KenMattingly.

—Afirmativo, Ocho —respondióMattingly.

—¿Se oyó todo lo que teníamos quedecir?

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—Fuerte y claro. Gracias, ha sido unreportaje interesantísimo.

—Muy bien. Ahora, Ken —prosiguió Borman—, nos gustaríacuadrarlo todo para la inyeccióntransterrestre. ¿Puedes darnos algúnbuen consejo como nos prometiste?

—Sí, señor. Tengo vuestra maniobray después repasaremos todo el sistema.

Al igual que hizo Jerry Carr antes deproceder al encendido de la LOI,Mattingly les leyó los datos y lascoordenadas para la inyeccióntransterrestre, o encendido TEI. Una vezmás, Lovell tecleó los datos en elordenador, los astronautas se

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abrocharon los cinturones y Houstonaguantó los nervios en silencio mientrastranscurrían los minutos anteriores a lapérdida de contacto. A diferencia delencendido LOI, el TEI exigía que lanave navegara de proa y aumentara lavelocidad en lugar de perderla. Otradiferencia con el encendido LOI era queen el TEI no habría catapulta de regresolibre que mandara la nave a la Tierra siel motor fallaba. Si la hidrazina, ladimetilhidrazina y el tetróxido denitrógeno no se mezclaban, ardían ydescargaban su energía, Frank Borman,Jim Lovell y Bill Anders se convertiríanen un satélite permanente del satélite

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terrestre, morirían asfixiados al cabo deuna semana aproximadamente, y despuéscontinuarían dando vueltas a la Lunacada dos horas, durante cientos, no,miles… no, millones, de años.

La tripulación perdió el contacto porradio y los controladores se quedaronesperando en silencio. En alguna parte,del otro lado de la masa lunar, el motorgigante de propulsión se pondría enmarcha o no, y Houston no lo sabríahasta pasados 40 minutos. Control deMisión guardó silencio durante esas dosterceras partes de una hora y cuandotranscurrió el último segundo, KenMattingly empezó a intentar comunicarse

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con la nave.—Apolo 8, aquí Houston —llamó.

Silencio.Ocho segundos más tarde:—Apolo 8, aquí Houston.Veintiocho segundos después:—Apolo 8, aquí Houston.Cuarenta y ocho segundos más tarde:—Apolo 8, aquí Houston.Los controladores esperaron en

silencio otros cien segundos y entonces,de pronto, la voz de Jim Lovell sonóexultante en sus auriculares:

—Houston, aquí Apolo 8 —dijo. Sutono revelaba que el motor se habíaencendido según lo previsto—. Quiero

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comunicaros que Santa Claus existe.—Afirmativo —repuso Mattingly,

audiblemente aliviado—. Sois los másindicados para saberlo.

La nave Apolo 8 amerizó en elPacífico a las 10:51, hora de Houston,del 27 de diciembre. Todavía no habíaamanecido en la zona de rescate, a unos1.600 kilómetros al sudoeste de Hawai,y la tripulación tuvo que esperar noventaminutos en la caldeada nave, flotando,hasta que salió el Sol y el equipo derescate pudo recogerles. El módulo demando, después de caer al agua, volcó,en lo que la NASA llamaba «posición

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estable 2». («Estable 1» era bocaarriba). Borman pulsó el botón quehinchaba unos globos en el vértice delcono de la nave, y ésta se enderezó.

Desde el momento en que losastronautas salieron de la nave ante lascámaras de televisión, estuvo claro quela ovación nacional que los recibiríasorprendería incluso a los más expertospublicitarios de la NASA. Borman,Lovell y Anders se convirtieron enhéroes de la noche a la mañana,recibieron premio tras premio en unacena de homenaje tras otra. Fueron los«Hombres del Año» de la revista Time,hicieron un discurso ante un pleno del

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Congreso, desfilaron por Nueva Yorkbajo una lluvia de cintas perforadas,fueron recibidos por el presidentesaliente Lyndon Johnson y conocieron alpresidente entrante, Richard Nixon. Lagloria era merecida, pero al cabo de dossemanas se acabó. Cuando regresaron ala Tierra los astronautas del Apolo 8, lanación se quedó satisfecha: podían ir ala Luna; pero la pasión siguiente erapisarla. En la estela del triunfo de lamisión, la Agencia decidió rápidamenteque sólo necesitaría un par de vuelosmás de precalentamiento para demostrarla seguridad de su equipo y sus planesde vuelo. Luego, alrededor del mes de

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julio, el Apolo 11, el afortunado Apolo11, sería enviado a alunizar sobre elviejo polvo lunar. Sus tripulantes seríanNeil Armstrong, Michael Collins y BuzzAldrin, y de momento parecía que seríaNeil Armstrong quien daría el primerpaso histórico.

Después del Apolo 11 habría seisalunizajes más y Lovell, uno de loshombres más expertos entre las filas delos astronautas, se figuró que tendríamuchas oportunidades de mandaralguno. En efecto, cuando se barajaronmás adelante los equipos de pilotos,Lovell, con los noveles Ken Mattingly yFred Haise, fueron nombrados

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tripulación suplente del Apolo 11, yprimera tripulación del Apolo 14, cuyoalunizaje estaba previsto realizarlo enoctubre de 1970. En menos de dos años,Lovell regresaría al pequeño planetoiderocoso que acababa de orbitar y daríapor fin el paseo lunar que habíamotivado su adhesión al programa.Después de aquello, se retiraría. Sinembargo, hubo un pequeño problema enlos planes. El vuelo inmediatamenteanterior al de Lovell, el Apolo 13, debíaser tripulado por Alan Shepard, StuartRoosa y Edgar Mitchell. Shepard, elprimer norteamericano que salió alespacio, ya era un símbolo nacional

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desde el 5 de mayo de 1961, cuandovoló en la diminuta cápsula Mercury, enuna misión suborbital de quince minutos.Desde entonces había tenido quepermanecer en tierra a causa de unrebelde problema en el oído interno quele afectaba el equilibrio. En sus ansiaspor recobrar su antigua actividadprofesional de vuelo, Shepard habíarecurrido recientemente a un nuevoprocedimiento quirúrgico para corregirsu desorden y, después de conspirarintensamente en el seno de la Agencia,consiguió que le asignaran una misiónlunar. Pero tras un paréntesis de nueveaños en tierra, Shepard no tardó en

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comprender que necesitaría algo más detiempo para ponerse al día. Antes de quese decidieran los equipos de lastripulaciones, Deke Slayton se puso encontacto con Jim Lovell y le preguntó sile importaría mucho modificarligeramente sus planes. ¿Qué leparecería cederle el Apolo 14 a Shepardy pilotar él el Apolo 13? Deke le dijoque aquello significaría mucho para Al yademás aseguraría el éxito de ambasmisiones. Lovell se encogió de hombros.Por supuesto, contestó. ¿Por qué no?Confió a Slayton francamente que estabadeseando regresar a la Luna y adelantarseis meses el viaje le parecía perfecto.

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Un alunizaje era tan bueno como otrocualquiera y ¿qué diferencia podía haberentre el Apolo 13 y el Apolo 14, apartedel número?

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L

Capítulo 3

Primavera de 1945as puertas de bronce y cristal de larecepción avisaron al muchacho de

diecisiete años que se había equivocadode sitio. Bueno, tenía otras pistas, porsupuesto: ninguna tienda familiar deproductos químicos estaría ubicada enun rascacielos del distrito financiero delcorazón de Michigan Avenue, porejemplo. Ningún tendero modestoexhibiría la palabra «SociedadAnónima» después del nombre de suempresa. No, aquello no parecía en

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absoluto la tienda de bricolaje parainventores de fin de semana que elmuchacho esperaba encontrar allí,aunque el listín telefónico decía«Productos químicos» y eran productosquímicos lo que él necesitaba. Despuésde tomar el tren hasta Chicago desde lacasa de su tía en Oak Park sólo paraaquello, sería una tontería dar mediavuelta.

Empujó las puertas y se hundió en laalfombra del vestíbulo hasta lostobillos. Se encontraba en un extremo deuna sala enorme, frente a una mesa decaoba intimidante y muy lejana. Lamujer que estaba sentada a la mesa, con

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cara de no haber visto un frasco deproductos químicos en su vida, vio alchico, parado vacilante justo ante lapuerta.

—¿Puedo ayudarle en algo, joven?—le preguntó.

—Eh… quería comprar unosproductos —le respondió él.

—¿Puede decirme de dónde viene?—De Milwaukee —repuso,

cruzando precavidamente la sala—. Hevenido a visitar a unos familiares deChicago.

—No —dijo ella, con una sonrisacasi imperceptible—, quería decir sirepresenta a alguien…

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—Desde luego —se le iluminó lacara—, a Jim Siddens y Joe Sinclair.

—¿Son sus jefes?—Son amigos míos. De nuevo

aquella sonrisa de foto.—¿Puede decirme su nombre?—James Lovell.—James Lovell —repitió ella,

anotando el nombre con aparenteseriedad—. Un momento, James, oh…señor Lovell. Voy a ver si alguno denuestros vendedores está libre. —Empezó a levantarse—. Si consigoencontrar a alguno, ¿podría indicarmequé le interesa comprar?

—Poca cosa: un poco de nitrato de

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potasio, azufre y carbón. Un kilo comomáximo.

La mujer se desvaneció por unapuerta inmensa de madera labrada quese cerró tras ella con un ruido sordo; alcabo de un minuto más o menos volvió.

—Nuestros comerciales estánocupados —le dijo—. Pero el señorSawyer le atenderá.

Escoltó a Lovell por la puerta hastaun despacho interior, donde estaba elseñor Sawyer, sentado detrás de unamesa decididamente más pequeña.

—Hijo —le dijo el señor Sawyercuando el adolescente se sentó frente asu mesa—, no sé de dónde has sacado el

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nombre de la empresa, pero sabes, aquíno vendemos productos químicos porkilos, los vendemos por vagones.

—Oh, sí señor, ya me lo temía. Peroa lo mejor tienen un poquito a mano,¿eh?

—Me temo que no. Nuestrosproductos químicos se envíandirectamente desde los almacenes. Yaunque tuviéramos algo aquí… bueno,¿tú sabes lo que se fabrica mezclandonitrato de potasio, azufre y carbón en lasproporciones adecuadas?

—¿Combustible para cohetes…?—Pólvora.Aquello no tenía sentido. Lovell

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estaba seguro de haber anotado bien losingredientes. Cuando él, Siddens ySinclair se lo preguntaron a su profesorde química, fueron muy explícitos encuanto a que querían construir un cohete.Al principio querían construir unmodelo con combustible líquido, comoRobert Goddard, Herman Oberth yWernher von Braun. Pero cuandoempezaron a serrar tubos de hierro parafabricar la cámara de combustión, aquitarles las bujías a los aparatos deaeromodelismo y a calibrar las latas deconserva como posible depósito decombustible, comprendieron que aquelloestaba fuera de su alcance. En cambio,

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su profesor de química les habíarecomendado un combustible sólidofabricado con poco más que un tubo decartón de los de correos, un morrocónico, Unas aletas de madera y un pocode combustible en polvo en el fondo.Les había dado la receta para elcombustible, pero nunca les habíamencionado que en realidad aquello erapólvora. Sin embargo, el señor Sawyeraseguró a Lovell que era exactamentepólvora y acompañó al chico a la puertade la empresa de productos químicos,con las manos vacías.

De vuelta en Milwaukee unos díasmás tarde, Lovell fue a ver a su profesor

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de ciencias.—Pues claro que sé que es pólvora

—le dijo esté—. Se conoce desde hacedos mil años, yo me figuraba que a estasalturas ya lo sabríais.

Pero si se mezcla y se compactacorrectamente, arderá sin estallar.

Bajo la dirección del profesor dequímica, Lovell, Siddens y Sinclairconstruyeron su cohete, un artilugio muyligero y de casi un metro de longitud,atacaron en el fondo lo que esperabanfueran las proporciones adecuadas depólvora y le acoplaron una mecha. Elsábado siguiente llevaron el misil a uncampo vacío y lo apoyaron contra una

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roca, apuntando al cielo. Lovell, con unavisera de protección de soldador, seautoproclamó director de lanzamiento,mientras Siddens y Sinclair esperaban auna distancia presumiblemente prudente.Lovell prendió la mecha, una caña debeber llena de pólvora, y después, comotantos otros «directores de lanzamiento»habían hecho antes que él, saliócorriendo como alma que lleva eldiablo.

Aún con los nervios que sentía,Lovell realizó su trabajo a la perfección.Se agazapó junto a sus amigos ycontempló boquiabierto cómo el coheteque acababa de encender ardía sin llama

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un instante, silbaba de formaprometedora y, ante el asombro de lostres chicos, salía disparado del suelo.Con una estela de humo, zigzagueó haciael cielo, ascendió hasta una altura deunos veinticinco metros, donde seestremeció vergonzosamente, giró depronto en ángulo agudo y estalló congran estrépito en un suicidio espléndido.

Los restos humeantes del misilbajaron planeando al suelo, dejando uncorro de residuos de unos cuatro metrosde diámetro. Los chicos salieroncorriendo hasta el lugar del lanzamientoy contemplaron los restos diseminadoscomo si la visión de los fragmentos

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requemados les pudiera revelar lo quehabía salido mal. Desde luego, alprincipio no descubrieron nada, peroparecía evidente que aun bajo ladirección del profesor de química,habían atacado mal la pólvora, haciendoque los productos químicos secomportaran como la pólvora auténtica.Si les quedaba algún consuelo a losartilleros frustrados, era el conocimientode que con una mínima diferencia en laproporción de los materiales, o unapisonamiento menos cuidadoso, ladetonación podía haber ocurrido no aveinticinco metros de distancia, en elaire, sino a escasos centímetros de ellos,

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al encenderlo, algo que generaciones dedirectores de lanzamiento, menosafortunados y ya difuntos, tambiénhabían aprendido antes que ellos.

Para Siddens y Sinclair, estudiantesde instituto cuyo sentido común lesincitaba a hacer carrera en el campo dela construcción y la manufactura,florecientes en aquella época de laposguerra, el lanzamiento y la muertedel cohete fue una travesura, pero pocomás. Para Lovell fue algocompletamente distinto. Llevaba yavarios años sumido en el estudio de loscohetes, desde que había tropezado conun par de libros básicos que trataban

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sobre ese tema, y que trazaban laevolución de la ciencia en el mundo conénfasis especial en Estados Unidos(donde Goddard ofreció un rostro parael Monte Rushmore de la ciencia de loscohetes), Rusia (donde KonstantinTsiolkovsky ofreció otro) y Alemania(donde Oberth y Von Braun redondearonel grupo).

Lovell decidió, antes aun de cumplirlos trece años, que quería dedicar suvida a la ciencia de los cohetes, peromientras estudiaba en el institutocomprendió que aquello no iba a ser tanfácil. Poco se podía aprender en la

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enseñanza secundaria de Milwaukee quedespués capacitara para emprender unacarrera tan extravagante como la cienciade los cohetes y el único sitio donde sepodía aprender eso, la universidad,estaba completamente fuera de sualcance. El padre de Lovell habíamuerto hacía cinco años en un accidentede automóvil y su madre se habíapasado media década trabajandoduramente sólo para alimentarles yvestirles. Cualquier educación más alláde la enseñanza gratuita estabaabsolutamente fuera de su alcance.

Al inicio del último curso en elinstituto, Lovell empezó a considerar

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una última opción: el ejército. Su tío sehabía graduado en Annapolis en 1913 yhabía sido uno de los primerosaviadores navales de las unidadesantisubmarinas durante la PrimeraGuerra Mundial, y siempre habíaencandilado a su sobrino con sushistorias de biplanos, combates aéreos yaparatos con alas de madera y tela.Aunque una carrera de piloto de avionesde combate no era exactamente lo mismoque construir cohetes, guardaban algunarelación: volar. Más aún, si existíaalguna investigación organizada sobrecohetes en Estados Unidos, pertenecía alejército. A principios de su último

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curso, Lovell mandó su solicitud a laAcademia Naval y pocos meses despuésrecibió una carta informándole de quehabía salido elegido como tercersuplente. La selección era halagadorapero poco más: Lovell tendría una plazaen Annapolis sólo en la poco probable yabsurda disyuntiva de que los treschicos que le precedían sufrieran algunacalamidad simultáneamente.

Enfrentado a lo que parecía cada vezmás su no futuro, Lovell fue súbitamenterescatado por la misma organización quele había rechazado: la Armada.

Pocas semanas antes de sugraduación, un reclutador naval hizo la

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ronda de los institutos de Milwaukee,según un programa llamado PlanHolloway. Sediento de nuevosaviadores al acabar la Segunda GuerraMundial, el servicio había lanzado unprograma que consistía en ofrecer a losgraduados de instituto dos años deestudios gratuitos de ingenieríaelemental, seguidos por varias clases deformación de vuelo y seis meses deservicio activo embarcados con elmodesto rango de guardiamarinas.Después entrarían en servicio comoalféreces en la Armada regular, peroantes de empezar ese servicio, podríanterminar los otros dos años de

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universidad y licenciarse. Justo despuésde graduarse, iniciarían su carreramilitar como aviadores navales.

A Lovell el plan le supo a gloria yse apuntó inmediatamente. Pocos mesesmás tarde ingresó en la Universidad deWisconsin, a cargo del presupuesto dela Armada de Estados Unidos.

De marzo de 1946 a marzo de 1948,Lovell estudió ingeniería en Wisconsin.Durante esa época, volvió a solicitar laadmisión en la Academia Naval, en esaocasión debido a la insistencia de unaagencia mucho más apremiante: sumadre. La cabeza de la familia Lovellestaba encantada de que su hijo fuera a

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la universidad, pero el hecho de queinterrumpiera su educación para elentrenamiento naval no le hacíademasiada gracia. ¿Y si se producíaalguna emergencia nacional antes de queél se graduara? ¿No era posible queacabara, como tantos otros soldados ymarinos de las guerras mundiales,encarado en un barco o enterrado en unatrinchera mientras durara el conflicto,envejeciendo y envejeciendo, yposponiendo su educación más y másmientras la guerra o la crisis seeternizaban? Aquello le parecíademasiado arriesgado.

Lovell, para aplacarla, mandó otra

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solicitud a Annapolis, pero con pocasesperanzas; la admisión en la Academiale parecía tan improbable como hacíados años. Mientras esperaba el rechazoprevisto, se presentó en la Base Aéreade Pensacola, Florida, para empezar laformación de vuelo. Pero antes de queterminara la preparación en tierra, laoportunidad imposible se materializó.Mientras se dirigía a clase una mañana,le interceptó el suboficial de personal yle tendió un despacho. Le ordenabanpresentarse cuanto antes en la AcademiaNaval para tomarle juramento comoguardiamarina de Annapolis.Estrictamente hablando, las «órdenes»

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no eran auténticamente órdenes; Lovellpodía declinar la oferta y seguir suentrenamiento de vuelo del PlanHolloway, pero tenía que tomar ladecisión inmediatamente. Losinstructores de vuelo de la escuela deFlorida, todos ellos jóvenes marines queacababan de regresar de la guerra, noteman ninguna duda sobre cuál era laelección correcta.

—Mira, Lovell —le dijo uno de lospilotos—, ¿para qué quieres hacer esto?Ya eres guardiamarina, tienes mediacarrera hecha y, lo más importante, vas aempezar a volar. ¿Vas a tirarlo todo porla borda, volver a empezar de cero y

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pasarte cuatro años más sin montarte enla cabina de un avión?

—Pero ¿y si hay una guerra o algo?—le preguntó Lovell—. Imagínate quenos quedamos atascados y no puedovolver a la universidad durante años.

—No te vas a quedar atascado. Loúnico que va a pasar es que te vas a ir aAnnapolis y terminar dos años despuésque tus compañeros de aquí.

Su argumento tenía sentido y Lovelldecidió que, aun con gran sorpresa porsu parte, diría a la Academia Naval:«No, gracias». Sin embargo, antes demandar su respuesta, le comunicaron quedebía presentarse en el despacho del

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comandante de la escuela depreparación de tierra, el capitán Jeter.Jeter era un viejo lobo de mar de laArmada que llevaba entrenando pilotosdesde el siglo XVII o así, y que siempreestaba al tanto de todo lo que sucedía enla escuela.

—¿Así que te han llamado de laAcademia Naval, guardiamarina Lovell?—empezó Jeter cuando Lovell acudió asu despacho.

—Sí, señor.—¿Y quieren una respuesta

inmediata?—Sí, señor.—¿Y cuál es tu opinión en este

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momento?—Verá, señor… —empezó Lovell,

contento de poder decirle al comandanteque no pensaba abandonar la escuela devuelo, que no se le habían enturbiado lasideas con los oropeles de Annapolis—,tal y como yo lo entiendo, ahora ya soyguardiamarina, en plena formación devuelo y ya tengo dos años aprobados enla universidad. No veo cómo me va aacercar más a mis objetivos laAcademia Naval que esta escuela.

Jeter parecía coincidir con él, perolo rumió un poco más.

—Lovell, ¿estás contento con laArmada hasta ahora? —le preguntó al

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fin.—Sí, señor.—¿Estás seguro de que quieres

hacer carrera en la Armada?—Sí, señor.—Entonces, hijo, vete a la

Academia Naval —le dijo muy serio elcomandante— y lograrás la mejoreducación que se te puede ofrecer.

A los pocos días Lovell había hechoel equipaje y se había marchado,honorablemente relevado de su cargo deguardiamarina del Plan Holloway, yvolvió a jurar como guardiamarina enAnnapolis, pasando voluntariamente deser un aviador novato a formar parte de

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la plebe. Ese mismo año, Corea,desgarrada por la guerra civil, sedividió en dos: República DemocráticaPopular de Corea en el norte yRepública de Corea en el sur. Laescalada de tensiones exigió queEstados Unidos reforzara sucomplemento de fuerzas militaresactivas, incluidos los aprendices deaviador que se habían inscrito en elrecientemente creado Plan Holloway.Muchos de los nuevos aviadores fueronenviados directamente al servicio aultramar, y la mayor parte luchóvalerosamente en la guerra. Aunque laArmada condecoró generosamente a los

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pilotos, lamentablemente, la mayoría nopudo reanudar su educación durantesiete años como mínimo.

Jim Lovell fue ascendiendo enAnnapolis, absorbiendo toda la cienciay la ingeniería que pudo, sin perder devista un momento los avances de laciencia de los cohetes. En aquellaépoca, el inventor de los V-2, Wernhervon Braun, había sido enviado dePeenemünde, Alemania, a NuevoMéxico, Estados Unidos y había lanzadocon éxito un vehículo de dos fases, en lallamada Operación Bumper, que alcanzóla altura récord de 400 kilómetros, ycuyas fotografías mostraban claramente

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la curvatura de la Tierra. Para losentusiastas de los cohetes del paísentero, aquello era una borrachera.Cuatrocientos kilómetros no era sólo elborde del espacio, era el espacio en sí.A partir de cierto punto (¿y quién iba adecir que no?) ya no se trataba de subir,sino de salir. Los aficionados al temaestaban embriagados por lo queprometía aquello.

El joven guardiamarina Jim Lovellsólo podía seguir esos acontecimientosde lejos. Le quedaban por delante cuatroaños imposibles, durante los cuales nole daría tiempo para fantasearvagamente sobre los viajes espaciales.

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Se podía hacer agua en la Academia encualquier momento de la carrera, pero elprimer año era el que tenía la tasa másalta de desgaste. Si se lograba superarlocon la cordura intacta, había muchasposibilidades de llegar al final.

Felizmente para Lovell, no tuvo quepasar esos primeros doce meses, nitampoco los treinta y seis restantes,solo. Como otros muchosguardiamarinas, cuando se fue aAnnapolis, dejó una novia en su tierra.El matrimonio estaba prohibido para losestudiantes de Annapolis, pues la ideaera que los aprendices de marino teníanque entregarse a fondo a vivir y respirar

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los modos militares y no les quedabatiempo para frivolidades como lafamilia. Pero pasarse los cuatro añosenteros sin ninguna distracciónromántica tampoco era deseable. Si secoge a un muchacho medio dediecinueve años, se le endosa el trabajomedio de los estudiantes de la AcademiaNaval y se le quita la distracción de unachica a quien escribir, a cuya fotoaferrarse cuando la presión se haceinsoportable, se consigue a un joven dediecinueve años más inepto paradesarrollar un cometido naval que undepresivo. A los jerarcas de laAcademia les parecía estupendo que los

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chicos tuvieran una novia en su pueblo,pero no allí.

Entonces y siempre, a las novias delos guardiamarinas se las llamaba«drags», término que no significapesadez o estorbo sino atuendo elegante.Las novias sólo iban a Annapolisdurante los acontecimientos queorganizaba la Academia, comomeriendas, bailes y esa clase decelebraciones, y se alojaban todasjuntas, en manadas deliciosas,cotilleando, en pensiones como la MaChestnut, justo a las afueras del campus.

Los guardiamarinas se pavoneaban ysalían con sus novias, pero sólo se les

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permitía estar a solas con ellas fuera delos terrenos de la Academia al caer latarde, cuando las acompañaban a lapensión. Sólo se les concedían cuarentay cinco minutos para ese cometido, eltiempo suficiente para el paseo, unadespedida romántica y absolutamente,nada más. Los guardiamarinasaprovechaban al máximo sus tres cuartosde hora, rezagándose en Ma Chestnut olas demás pensiones todo el tiempo queles permitían la prudencia, las reglas yla amenaza de sanciones, y despuésregresaban a toda prisa a la Academia,en grupos jadeantes, o «Escuadrones devuelo», como los había bautizado

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indulgentemente el profesorado, justocuando el minuto 44 daba paso al 45.

La novia de Lovell durante sus añosde Academia era Marilyn Gerlach,estudiante de Magisterio en laUniversidad de Wisconsin, a quienhabía conocido hacía tres años, cuandoél cursaba el último año de instituto yella iniciaba la secundaria. Los doshabían llegado a conocerse de vista enla cola de la cafetería del instituto,donde Lovell servía detrás delmostrador a cambio del almuerzo, y adonde acudía Marilyn todos los días,charlando y riéndose con suscompañeras de clase. Lovell tuvo

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escaso interés en aquella adolescenterisueña de trece años, al fin y al cabo,era una recién llegada, hasta que, cuandoiba a celebrarse el baile de gala, él seencontró sin pareja. Al día siguiente,inclinándose por encima de la menestrade verduras y la empanada de carne, ylevantando la voz por encima delgriterío de los estudiantes quereclamaban la comida, Lovell preguntó ala jovencíta si le gustaría acompañarle ala fiesta de último curso.

—Es que no sé bailar —lerespondió ella a gritos, confesándole laverdad, pero esperando que sonaratímida y difícil.

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—No te preocupes —le dijo él—.Ya te enseñaré —aunque no tenía ni ideade cómo.

La velada funcionó, la amistadfloreció y siguieron saliendo cuandoLovell se fue, primero a la cercanaUniversidad de Wisconsin y despuésmás lejos, a Annapolis. Un año despuésde su llegada a la Academia Naval,Lovell escribió una carta a Marilyn,explicándole que muchos de losguardiamarinas estaban comprometidospara casarse cuando se graduaran, peroque, curiosamente, todos tenían novia enlos estados del Este.

Le insinuaba abiertamente que al

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parecer la proximidad geográficafavorecía las relaciones. No se lo decíapor ninguna razón en particular, claro,sólo porque le pareció que podríainteresarle.

Efectivamente, a Marilyn Gerlach leinteresó mucho, y dos meses despuéshizo el equipaje, se mudó a WashingtonD.C., pidió que trasladaran suexpediente a la Universidad GeorgeWashington y encontró un trabajo demedia jornada en los almacenesGarfinckel. Tres años más tarde, acudióa Dahlgren Hall, en el campus deAnnapolis, cuando el guardiamarina JimLovell y el resto de sus compañeros de

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la promoción de 1952, entre gritos,abrazos y lanzamiento de gorras, segraduaron en la Academia Naval deEstados Unidos. Tres horas y mediadespués, el flamante oficial y su noviaentraban en la catedral episcopal de St.Anne, en el centro histórico deAnnapolis, y se convertían en alférezJames A. Lovell Jr. y señora.

De los 783 alumnos de supromoción, sólo 50 fueron elegidosinmediatamente para la aviación naval.A la espera de que llegara ese momentodecisivo, Lovell había proclamado abombo y platillo su afición a laaeronáutica durante los últimos cuatro

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años; incluso su tesis de final de carreraversó sobre el desconocido tema de loscohetes propulsados por combustibleslíquidos, tesis que Marilyn, muyservicial, le mecanografió, sin dejar depensar que su futuro marido habríahecho mejor y hubiera obtenido mejorescalificaciones eligiendo un tema másconvencional, como la historia militar.Sin embargo, su tesis le valió lascalificaciones más altas y el perfil quebuscaba, y cuando fueron seleccionadoslos cincuenta afortunados para laescuela de vuelo, contaron con él.

El entrenamiento aéreo duró catorcemeses y cuando terminó, la Armada

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preguntó a los graduados a dondequerían ser destinados.

Deseando instalarse en la CostaEste, Lovell se presentó voluntario a laBase Aeronaval de Quonset Point, cercade Newport, en Rhode Island.

Todavía no estaba familiarizado conlos métodos del ejército, y pensó que suelección tendría efectivamente algunainfluencia en su punto de destino. Perola Armada funcionaba de otra manera y,tras tramitar su solicitud y conocer suspreferencias, le despachó rápidamente ala base aeronaval de Moffett Field,cerca de San Francisco.

Cuando el alférez novel llegó a la

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costa del Pacífico con su esposa y susgalones, le destinaron al TercerEscuadrón Compuesto, un grupo deportaaviones especializado en vuelonocturno. Despegar en un reactor desdeel puente en movimiento de unportaaviones y luego iniciar el aterrizajedesde una altitud de 650 metros, con elbarco del tamaño de una ficha dedominó era una de las tareas másdifíciles de la aviación naval. Intentar lamisma maniobra por la noche, muchasveces en condiciones meteorológicasadversas, con las luces de posición delbarco atenuadas para simularsituaciones de guerra, era una pesadilla.

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En los años 50, el vuelo nocturno desdeportaaviones estaba en pañales y sólolos pilotos más desgraciados eranelegidos para esas tareas y tenían quesufrir los lanzamientos con catapulta enla oscuridad mientras sus compañeros sereunían bajo cubierta a ver una película.

Jim Lovell aprendió a volar denoche en las aguas amigas de la costa deCalifornia, pero no realizó su primervuelo nocturno en un cielo extranjerosobre un mar extranjero hasta seis mesesmás tarde, una helada noche de febrero,en el mar de Japón, todavía ocupado. Elpiloto estaba bastante anquilosado y las

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condiciones de vuelo eran pocopropicias. No había Luna, las nubesocultaban las estrellas y sin ellas, elhorizonte también se desvanecía.

Por suerte, esa noche la maniobraque les había preparado el capitán erarelativamente poco complicada. El plande vuelo era que cuatro F2H Bansheedespegaran del portaaviones U.S.S.Shangri-La en una patrulla nocturna decombate. Las maniobras nocturnassolían empezar con una formación aéreaa 500 metros después del despegue yluego los aviones sobrevolaban la flotadurante unos noventa minutos, a 10.000metros. A continuación, los pilotos

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descendían y se preparaban paraaterrizar. Aunque el portaaviones noencendía las luces para guiar el regresode los aviones, el barco emitía una señalde radio para los Banshee, en 518kilociclos. La señal atraía la aguja desus radiogoniómetros como una vara dezahorí, y lo único que tenían que hacerlos pilotos era seguir la direcciónindicada hasta descubrir el barco a suspies.

Era un ejercicio de pilotaje muysimple y en cualquier circunstancia losaviadores estaban de nuevo en cubiertaantes de que pasara el segundo rollo dela película. Sin embargo, esa noche las

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cosas se complicaron casi desde elprincipio.

Lovell fue el primero de los cuatropilotos en despegar, seguido por suscompañeros Bill Knutson y DarenHillery. Como era habitual en esasmaniobras, el jefe del equipo, DanKlinger, sería el último en abandonar elpuente. Pero en cuanto Klinger encendiólos motores, las nubes, que ya eranamenazadoras, cumplieron su amenaza:se cerraron y descendieron,envolviéndoles en una opacidad casitotal. Klinger recibió la orden de apagarlos motores y permanecer a bordo, yLovell, Knutson y Hillery, que ya

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estaban en el aire, fueron convocadospor radio.

—November Papa —anunció elbarco, usando el nombre de guerra de latripulación—, el tiempo está fatal yhemos cancelado las maniobras.Reuníos y sobrevolad el barco durantetreinta minutos a quinientos metros.Cuando hayáis consumido un poco decombustible os traeremos para acá.

Lovell sonrió levemente en lacabina, un poco a pesar suyo. Habríasido una especie de rito iniciático y unalivio superar con éxito esa primeraoperación nocturna. Pero, como frente atodo lo que se teme, también producía

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cierto alivio evitar, al menos por unanoche, aquella horrible tarea. Lovellsabía que muy pronto le ordenaríanrepetir el ejercicio, pero de momentopodía olvidarse y sobrevolar el barco.

Como dictaban las normas, Lovell sealejó del barco durante dos o tresminutos, después viró 180 grados ydesanduvo el camino, para que suscompañeros se colocaran a su lado.Pero cuando llegó al punto donde debíanencontrarse el barco y los aviones, nolos vio.

Consultó el altímetro: 500 metros.Consultó el radiogoniómetro: elportaaviones estaba justo a su proa, y no

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obstante, Lovell no veía más que laabsoluta oscuridad a su alrededor.

—November Papa Uno, aquí el Dos—le llamó de repente Knutson—. No tevemos… ¿Dónde estás?

—Todavía no he llegado a la basede casa —respondió Lovell.

—Bueno, Tres está aquí a mi lado—le dijo Knutson—. Estamos dandovueltas sobre la base de casa, justo aquinientos metros. Te esperamos.

Lovell estaba confuso. Consultó denuevo el altímetro y el radiogoniómetroy todo parecía estar en orden. Comprobóla aguja del radiogoniómetro: estababien sintonizado, a 518 kilociclos. Dio

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unos golpecitos sobre el cristal delmarcador, y la aguja permaneció en elmismo sitio. Lo que Lovell ignoraba, yno podía saber, era que había unaestación de seguimiento en la costajaponesa, que también emitía a 518kilociclos. Sus compañeros habíantenido la suerte de captar la señal delbarco antes que la de la costa, pero poruna casualidad de la electrónica, suradiogoniómetro captaba la señalemitida desde la costa, que le alejabainexorablemente del barco y leadentraba en una noche cada vez másdesapacible.

—Base de casa —llamó Lovell al

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portaaviones, esperando que por lomenos el radar del barco le tuvieralocalizado—, ¿me tenéis?

—Negativo —respondió el Shangri-La.

Lovell llevaba un mono de vuelocauchutado, diseñado para proteger alos pilotos si tenían que amenizar en lasheladas aguas del mar del Japón. Derepente ya no se sintió tan tranquilo;empezó a sudar dentro de su trajeimpermeable y notó cómo le corrían lasgotas por el pecho y le bajaban por loscostados y las piernas.

—Base de casa —insistió—, alparecer he perdido a mis aviones de

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flanco. Voy a dar media vuelta a ver silos encuentro.

—Recibido, November Papa Uno.Tómatelo con calma y búscalos.

Lovell viró 180 grados y la agujadel radiogoniómetro respondió,señalando la cola del avión e indicandoque el portaaviones y los dos pilotosinvisibles estaban a popa. Lovell soltóun taco: el radiogoniómetro nuncafallaba. Pero tal vez, pensó, sólo tal vez,hubieran cambiado la frecuencia delbarco y él no se hubiera enterado. En lapernera izquierda llevaba una lista conlas últimas frecuencias decomunicaciones que habían entregado a

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los pilotos justo antes de sentarse antelos mandos. Todos los pilotos llevabanese bloc cuando despegaban, pero el deLovell era ligeramente distinto del delos demás. Al joven piloto siempre lehabía parecido bastante difícil leer losnumeritos de las hojas de los planes devuelo en la oscuridad, debajo del panelde instrumentos, y, durante los ratoslibres que tuvo en el largo viaje aExtremo Oriente, había pedido algunaspiezas en el despacho de suministros yse había fabricado una curiosa linternita,que sujetó a su bloc. Enchufando laclavija en la toma de corriente del avióny accionando un interruptor, el bloc se

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iluminaba.Lovell estaba orgulloso de su

invento y aquélla era su primera ocasiónpara probarlo. Cogió el enchufe, lointrodujo en la toma de corriente yaccionó el interruptor. Pero se produjoal instante un potente destello luminoso,un signo inconfundible de cortocircuito,y todas las lámparas del panel deinstrumentos y de la cabina se apagaron.

El corazón empezó a retumbarle enel pecho. Se le secó la boca. Miró a sualrededor y no vio absolutamente nada;la oscuridad exterior había invadido elaparato. Se quitó la máscara de oxígeno,inspiró una o dos bocanadas de aire de

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la cabina y después se colocó en la bocauna linternita para iluminar losinstrumentos. El haz de luz, del diámetrode un dólar de plata, bailó por encimadel panel, iluminando apenas los dialesde uno en uno. Lovell consultó lasindicaciones lo mejor que pudo ydespués se recostó en el asiento, apensar qué tenía que hacer.

Un piloto que se hallara en lasituación de Lovell tenía un par deopciones, a cual menos atractiva. Podíahacer una llamada de socorro y pedirque encendieran las luces del barco. Elcapitán probablemente accedería, peroera incalculablemente embarazoso. ¿Y si

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fueran unas maniobras reales en unaguerra real? Perdonen, buques enemigos,¿podrían ustedes ponerse de espaldas unmomentito mientras encendemos lasluces? Parece que uno de nuestrosaviones ha perdido al portaaviones.Uf… No, no puedo hacer eso. La otraalternativa era no hacer la llamada deemergencia, pero eso suponía tomar ladirección opuesta e intentar encontrar unaeródromo en Japón. Por lo menosvolaría sobre tierra firme en lugar desobrevolar ese mar negro y helado. Perocon un radiogoniómetro no muy fiable yla cabina a oscuras, probablementenunca localizaría una pista de aterrizaje

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y habría de abandonar el aparato ylanzarse en paracaídas.

Lovell se quitó la linterna de laboca, la apagó y escrutó el horizonte. Depronto, justo por debajo de él, a las dosen punto, creyó distinguir un levísimobrillo verdoso que formaba una estela enlas negras aguas. El resplandor eraapenas visible y de hecho Lovell nuncalo hubiera percibido de no ser porqueestaba a oscuras y los ojos se le habíanacostumbrado a la oscuridad. Pero aldistinguirlo le dio un vuelco el corazón.Estaba seguro de reconocer ese extrañobrillo: una nube de algas fosforescentes,removidas por las hélices de un barco

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en movimiento. Los pilotos sabían quela rotación de las hélices hacía brillarlos organismos marinos y que eso podíaayudarles a localizar un barco. Era unode los métodos menos fiables y másdesesperados de guiar un avión perdido,pero cuando todo lo demás habíafallado, a veces podía funcionar. Lovellse dijo que todo lo demás había falladoy, encogiéndose de hombros confatalismo, cambió de rumbo para seguirla estela verde.

Cuando alcanzó el punto y descendióa 500 metros, descubrió encantado quesus dos aviones de flanco estaban allí,esperándole. Fue una delicia ver los

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aviones dando vueltas, aunque sabía queno le convenía confesarlo.

—Creíamos que te habíamosperdido definitivamente —le dijoHillery por radio—. Menos mal que tehas decidido a volver con nosotros.

—He tenido un par de problemascon los instrumentos —respondióLovell, invisible desde su cabinaapagada—. Nada grave.

Aunque se hubiera reunido con losaparatos de su formación, los problemasde Lovell no estaban resueltos: todavíatenía que aterrizar en la cubierta delportaaviones, sin luces. Para tomartierra a salvo, era esencial consultar

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constantemente el altímetro y elanemómetro, pero la linternita de Lovellno podía iluminarlos los dos a la vez.

Puesto que era el último que habíallegado a la base de casa, Lovell volabaen último lugar de la formación de tres,y sería el último en descender. El tríosobrevoló el costado de estribor delportaaviones y Lovell observó cómoviraban, primero uno de sus compañerosy luego el otro, para situarse a favor delviento. Oyó la llamada de control a losotros dos aparatos cuando estabanatravesados al barco, preparados para laúltima aproximación. Cayeron a 50metros, viraron por detrás del

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portaaviones y bajaron bruscamentehasta posarse en cubierta sinincidencias.

Lovell, en su maniobra por sotaventoy de nuevo en la oscuridad, envidió suaterrizaje y la luz de sus cabinas; con lalinterna entre los dientes, oyó la ordende control de iniciar la aproximación.Con un ojo en la popa del portaavionesy otro en los instrumentos, Lovell creyóque se las arreglaría, aunque no era nadafácil. De pronto, cuando se estabaacercando a toda velocidad al barco,manteniéndose a una altitud de 83metros según su última comprobación enel altímetro, advirtió una extraña luz

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roja a la izquierda de la cúpula, flotandojusto por debajo del ala izquierda.

No tenía ni idea de lo que podríaser. Desde luego, no podía haber ningúnavión volando entre su aparato y el mar;ni tampoco podía haber una barcapequeña o una boya flotando en la esteladel portaaviones. Con un sobresalto,Lovell comprendió de repente qué era loque estaba viendo. La luz era el reflejode las luces de posición de su alaizquierda, que parpadeaba sobre lasolas, que, como acababa de descubrir noestaban a 83 metros de él, sino apenas acinco o seis. El altímetro le confirmó laterrible revelación. Lovell estaba

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volando casi a ras de agua, mojando eltren de aterrizaje, e iba derecho a unchapuzón impresionante o a un choqueexplosivo contra la popa plana delgigantesco portaaviones.

—¡Elévate, November Papa Uno!¡Elévate! —le gritó control por losauriculares—. ¡Estás volandodemasiado bajo!

Lovell tiró de la palanca de mandohacia él, dio gas a fondo y el Bansheeascendió con un rugido a 150 metros.Lovell dio un par de vueltas por encimadel barco y volvió a descender a laaltitud de aproximación para el segundointento; esa vez, sin embargo se

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acercaba a 150 metros de altitud.—¡November Papa Uno, estás

demasiado alto! ¡Demasiado alto! —legritó el oficial de señales de aterrizaje—. ¡No puedes aproximarte a esaaltitud!

Pero Lovell sabía que no podíamejorar aquella aproximación, así que,con el haz de luz de la linterna bailandopor encima de sus instrumentos y elrecuerdo de la inmensa popa delportaaviones frente a él como un muronegro, pensó que prefería lanzarse sobreel barco casi en barrena antes queestrellarse contra su cola poraproximarse por debajo. Mientras la

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cubierta se le echaba encima, Lovell setiró como una piedra desde los 150metros a los 50. Desde ahí, se tiró casien picado hasta que, con un golpe quecasi lo desnuca, pegó un fuerte topetazocontra cubierta, reventó dos neumáticosy salió patinando hacia delante.Finalmente, el gancho de cola cogió elúltimo de los cables detenedores decubierta y el avión se detuvobruscamente.

Lovell apagó los motores y ocultó lacabeza entre las manos. El transportadorde aviones se acercó corriendo a suaparato y el piloto, ceniciento, sedesabrochó lentamente el cinturón, salió

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de la cabina y bajó a cubierta con laspiernas temblorosas.

—Vaya, me alegro de que hayasdecidido volver a bordo —le dijo eltransportador.

—Sí —respondió él con voz ronca—, yo también me alegro.

Lovell se encaminó bajo cubierta,preparándose para dar el informe devuelo a su jefe de equipo, pero le detuvoel médico de a bordo, con una botella decoñac.

—No tienes buen aspecto —le dijoel doctor—. Llevo una medicinaconmigo.

Lovell cogió la petaca que le tendió

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el doctor y la vació de un trago.Cuando el alférez de navío Lovell se

reunió con el capitán de corbeta Klinger,le describió lo mejor posible susproblemas con el radiogoniómetro, loserrores de altitud durante suaproximación y, de mala gana, elpequeño invento que le había dejado aoscuras. El comandante le escuchó conaparente simpatía, asintió con aparentecomprensión y cuando Lovell terminó,sacó las hojas de vuelo para la nochesiguiente. Con una sonrisa escribió deforma bien visible el nombre de Lovellen cabeza de la lista.

—Lo primero que hay que hacer

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cuando te tira el caballo —le dijo elpiloto— es volverse a montar Como leordenaron, Lovell volvió a volar a lanoche siguiente. Esa vez suradiogoniómetro encontró el barco sinproblema, hizo la aproximación sinfallos y aterrizó sin incidentes. Aunqueen esa ocasión la maravillosa lamparitade la carpeta de Lovell no le acompañó.

Finalmente, Jim Lovell se acomodóa los riesgos de la vida de los pilotos deportaaviones; tras sumar 107 aterrizajesnocturnos, se convirtió en instructor deuna nueva remesa de aviones, incluidoslos FJ4 Fury, los F8U Crusader y losF3H Demon. Sin embargo, en 1957, la

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tarea de patrullar el Pacífico en tiemposde paz y entrenar a pilotos para guerrasque no parecían muy probables empezóa perder parte de su atractivo. A finalesde ese año, cuando surgió laoportunidad de solicitar el traslado, elpiloto, que rondaba la treintena y erapadre de una niña de tres años y de unniño de dos, envió una solicitud paraacceder a uno de los destinos másarriesgados de la Armada: el Centro dePruebas de Aeroplanos de la Armada dePatuxent River, en Maryland.

Lovell estaba entusiasmado ante laperspectiva de lograr un cambio de

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destino. Aunque hacía falta una notablehabilidad para pilotar reactoresmilitares cuya aptitud ya estaba probada,todavía se necesitaba mucha más pararealizar la certificación en sí. ParaLovell, volar en aviones nuevos yexperimentales en el cielo del sur deMaryland significaba rozar el cénit de laaeronáutica, y cuando aprobaron susolicitud de traslado, organizórápidamente la mudanza de toda lafamilia y se preparó para marcharse alOeste. Pero antes aún de dejarCalifornia, el cénit de su carrera parecióensombrecerse levemente.

El 4 de octubre de 1957, la Unión

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Soviética asombró a Washington y alresto del mundo occidental con lanoticia de que había puesto en órbita conéxito una bola robotizada llamadaSputnik, de 60 centímetros de diámetro,a una altura de 900 kilómetros. Lapequeña esfera pesaba sólo 84 kilos,que era lo máximo que la vieja catapultade lanzamiento R-7 de Moscú podíalevantar. Un mes más tarde, losingenieros soviéticos se superaron conun cohete mucho más potente y unSputnik mucho mayor, que pesaba 500kilos.

Los estadounidenses ruborizados,tenían que hacer algo pronto. Un mes

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después, los ingenieros americanosmontaron un pequeño cohete Vanguardalargado en una torre de lanzamiento,coronado con un satélite de 15centímetros, prendieron la mecha y sedesearon suerte. El Vanguard humeóprometedor en la torre durante unossegundos, se elevó unos centímetros ydespués estalló y se hizo añicos. Elsatélite esférico se cayó al suelo, saliórodando y se detuvo al borde del suelode hormigón de la pista, desde donderadió sus tontas señales a los humilladosdirectores de lanzamiento del Centro deOperaciones. El mundo se desternilló derisa ante la debacle occidental y los

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periódicos americanos cargaron lastintas, bromeando y riéndose durantedías de la ingenuidad yanqui y de sunotable satélite «Quietnik».

Lovell siguió el acontecimiento y loschistes no le hicieron ninguna gracia.¿No tenía Estados Unidos a todosaquellos alemanes insignes trabajandoen White Sands? ¿No había sido EstadosUnidos quien había lanzado laOperación Bumper hacía más de unadécada? Entonces, ¿por qué losridiculizaban tanto? El problema erapreocupante, pero no tanto como paraque un aviador naval como Lovellsiguiera mucho tiempo atormentándose.

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Iba a empezar a probar aeroplanos, algoque, por lo menos, América parecíacapaz de construir razonablemente bien.No tenía por qué estrujarse el cerebrocon las tonterías de los cohetes, yademás, los únicos que le habíaninteresado, por lo visto, acababan todosexplotando.

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S

Capítulo 4

Abril de 1970y Liebergot ya estaba acostumbradoa los bailes de datos. No le gustaban,

pero ya estaba acostumbrado.Liebergot, como cualquier otro

controlador, sólo vivía para y por losdatos de su pantalla. Los pequeñosglifos brillantes que llenaban el día deLiebergot no tendrían ningún sentido alos ojos de un inexperto. Pero para uncontrolador, los números de la pantallasignificaban que o bien la lata deconservas habitada que él había ayudado

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a mandar a 400.000 kilómetros de laTierra estaba funcionandocorrectamente, que todo estaba atado ybien atado, lo cual era estupendo; o bientodo lo contrario y algo andaba suelto,lo cual sería espantoso. Y si nofuncionaba bien, posiblemente laspersonas enlatadas no regresarían nuncadel viaje al éter celestial que sólopretendían visitar; y las personas detierra querrían saber si sus glifosbrillantes habían empezado a hacercosas raras, porque en tal caso él quizáshubiera tenido que darse cuenta antes.Así que, cuando los datos de la pantallaempezaban a hacer el tonto, Liebergot y

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todos los demás se ponían un pocoincómodos.

Y no era que nadie supiera a qué sedebían aquellas rarezas ocasionales. Dehecho, incluso podían predecirlas.Sucedían cuando una nave Apolo queorbitaba la Luna desaparecía por el otrolado, o cuando una cápsula Gemini queorbitaba la Tierra pasaba entre lasmarcas de dos estaciones deseguimiento, e incluso sucedía cuandouna cápsula Mercury se salía de suórbita y entraba rugiendo en la atmósferaa 27.000 kilómetros por hora,arrastrando una nube de ionesrecalentados y furiosos que

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desbarataban todas las señales.En todos esos casos, las

transmisiones procedentes de la nave seembrollaban una barbaridad, pero antesde que desaparecieran del todo pasabanpor un fase de, digamos, baile. Losglifos de la pantalla podían indicar quela presión de la cabina había bajado derepente a cero; o que acababa dereventar una junta de un tanque dehidrógeno, que al estallar se habíallevado por delante una parte de la nave;o que un par de depósitos decombustible se acababan de ir a laporra; o que la pantalla térmica se habíacaído; o que los propulsores estaban

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inutilizados. Lo más probable era queno; lo más probable era que los datosestuvieran haciendo el tonto, pero si no,podía ser el fin de la lata de conservas.El problema era que nunca se sabía contotal seguridad qué pasaba, hasta que elGemini se ponía en contacto con lasiguiente estación, o el Mercury sedesembarazaba de su tormenta de iones,o el Apolo cruzaba a la acera soleadadel otro lado de la calle.

Liebergot era tan experto comocualquiera interpretando aquellos datos,y tenía que serlo. Llegó a la NASA en1964, y en 1968 ya trabajaba en supropia consola de Control de Misión en

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Houston. Durante la década de los años60, para un científico no había sitiomejor donde trabajar, ni instalacionesque representaran mejor el corazón, elalma y el cerebro de todo el mundocientífico que aquella sala inmensa,imponente y sensacional.

Liebergot estaba a cargo de laconsola de mando eléctrico y ambiental,o Eecom (electrical and environmentalcommand). Los controladores Eecomeran responsables de la energía eléctricay de los sistemas vitales del módulo demando-servicio, de cuyo funcionamientose ocupaban desde el instante dellanzamiento hasta el momento del

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rescate. Fue a la NASA a quien se leocurrió utilizar el título de Eecom, peroa Liebergot y sus colegas les gustabaautodenominarse cocineros yanimadores. Ellos eran quienesvigilaban los órganos internos de lanave, mantenían sus jugos y sus gasesborboteando y fluyendo y, al final, eranlos últimos responsables de mantenercon vida el organismo mecánico en unlugar donde en realidad no tenía por quéestar.

Durante el primer año y medio delprograma tripulado Apolo, el personalque trabajaba en las consolas de Controlde Misión logró éxitos notables y

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aprendió a recorrer la autovía translunarcomo si de un viejo camino de herradurase tratara. Habían mandado a cuatrotripulaciones a la Luna, dos de ellas, lasde los Apolo 11 y 12, habían alunizado,y las habían recuperado a todas sanas ysalvas. Liebergot, como la mayoría desus compañeros de la sala, habíatrabajado en los cuatro vuelos yempezaba a comprender que había pocascosas que sus colegas y él no pudierananticipar, desde el despegue al paseolunar y el amerizaje, y que había aúnmenos cosas que no pudieran manejar.Durante el invierno y la primavera de1970, cuando la Agencia estaba

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planeando la misión Apolo 13 de JimLovell, Ken Mattingly y Fred Haise, loscontroladores sabían que necesitaríanhasta el último ápice de sus habilidades.

Tal y como preveían los jerifaltes dela NASA, la misión del Apolo 13 seríaun vuelo complicado. Los Apolo 11 y12, los dos primeros alunizajes, sehabían mandado a los dos puntos másasequibles de la Luna: el Mar de laTranquilidad y el Océano de lasTempestades. Esas llanuras desérticasconstituían un terreno de alunizaje muycómodo, pero para los geólogos eran unaburrimiento: kilómetros y kilómetros derocas y polvo, más o menos del mismo

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material y de la misma época.Si se quería conseguir un buen botín,

habría que irse a las colinas. Elescenario geológico de las tierras altas ylas tierras bajas de la Luna era tandistinto que las altas incluso reflejabanmás la luz del Sol, ofreciendo unadestacada baliza a los exploradores queobservaban desde la Tierra. La NASApensaba responder a ese requerimientocon el Apolo 13 y el objetivo del terceralunizaje era un lugar llamado cadenaFra Mauro, una accidentada cordillerasemejante a los Apalaches, situada a176 kilómetros del punto de alunizajedel Apolo 12. Fra Mauro no sólo

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proporcionaría muestras interesantes,sino que la tarea de reconocimiento y laexploración de un buen punto dealunizaje sería una prueba valiosísimatanto sobre las habilidades de losastronautas como para demostrar lamaniobrabilidad del módulo lunar.

La ruta que seguiría el Apolo 13para llegar hasta allá estaba aún máscargada de incertidumbre que el puntode alunizaje en si. Hasta la fecha, todaslas misiones lunares de la NASA habíanvolado a la Luna siguiendo la trayectoriade regreso libre que les asegurabaautomáticamente la vuelta en laeventualidad de que el motor del módulo

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de servicio fallara. Pero con el Apolo13 aquello no sería posible. El terrenode Fra Mauro ya hacía bastantepeligroso el alunizaje, pero además laluz lunar de la hora en que debía llegarla nave agravaba más aún el riesgo de lamaniobra.

Según los planes de vuelo del Apolo13, la nave llegaría a la Luna con el Solen un ángulo determinado, que borraríalas sombras de las crestas de FraMauro. Sin sombra, los pilotosdistinguirían mucho peor los obstáculostopográficos. Cambiar la trayectoria dela nave para que los astronautas llegarancuando las sombras eran más alargadas

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sería sencillo: sólo requeriría encenderbrevemente los motores durante laaproximación, pero esa maniobracomprometía la frágil trayectoria deregreso libre. Si el Apolo 13 no iniciabacorrectamente la órbita de la Luna, sunueva trayectoria lo lanzaría de nuevohacia la Tierra, pero desviándolo unos83.000 kilómetros del planeta.

La preparación para esa misión dealto riesgo, tanto para los astronautasdel Apolo 13 como para el equipo deControl de Misión que les daría apoyo,se llevó a cabo en un tiempo casi sinprecedente. El medio más rápido paraentrenar a los hombres de Control de

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Misión era realizar simulaciones devuelo. Durante una simulación típica, lasala de control se activaba exactamenteigual que en un vuelo real: todas lasconsolas estaban ocupadas, losmonitores cubiertos de datos, losauriculares invadidos de conversacionesy las pantallas de seguimiento del frentede la sala encendidas y parpadeando. Laúnica diferencia era que las señales nollegaban del espacio, sino de una doblefila de consolas que estaban situadasdetrás de un panel de cristal que habíaen la parte derecha de la sala principal.Allí era donde se hallaban lossupervisores de la simulación, o

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Simsup. Su tarea consistía en dirigirvuelos simulados y crear problemasficticios a los controladores para vercuánto tardaban en resolverlos. Lapericia de un controlador en esassituaciones ficticias podía tener unainfluencia muy real sobre su futuro en laAgencia.

Una tarde, pocas semanas antes dellanzamiento del Apolo 13, Liebergot yel resto de los controladores se hallabanante sus consolas supervisando los datoshabituales en una fase de rutina de unasimulación que hasta el momento eranormal. La ficción de esa tarde era unade las llamadas plenamente integradas,

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es decir que, aunque la misión era falsay la nave también, los astronautasimplicados eran genuinos. Cerca de allí,en el Centro Espacial Johnson, estaba eledificio de entrenamiento de astronautas,equipado con réplicas plenamenteoperativas de los módulos lunar y demando. Ese día estaban de servicioLovell, el comandante de la misión,Mattingly, el piloto del módulo demando y Haise, el piloto del LEM.Como en todas las simulaciones, igualque en el vuelo propiamente dicho, loscontroladores oían las conversacionesentre los astronautas y el Capcom, perono podían intervenir personalmente en

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las comunicaciones. Se comunicabanpor otra onda con el director de vuelo,que se hallaba ante una consola en latercera fila de Control de Misión, y conuno de los equipos de apoyo, formadospor tres o cuatro hombres. Los equiposde apoyo tenían sus propias consolas,desde donde seguían el vuelo yayudaban a su respectivo controlador aresolver sus problemas.

La parte del vuelo que estabansimulando ese día los controladores ylos astronautas era el período, unas 100horas después del lanzamiento, en queLovell y Haise estarían en la Luna,dentro del exiguo y espartano LEM, y

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Mattingly estaría orbitando la Luna a110 kilómetros y siguiendo la operaciónen la leonera del módulo de mando. Enesos momentos de la misión en que elvehículo lunar estaba posado era cuandoel trabajo del Eecom era más sencillo,por una parte porque la nave nodriza notenía gran cosa que hacer, y por otraporque perdía la comunicación cada vezque pasaba por detrás de la Luna.Mientras la nave funcionaranormalmente, cuando desaparecía, los40 minutos de incomunicación por horapermitían estirarse un poco, apartar losojos de la pantalla y planificar lasmaniobras siguientes.

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Al iniciarse una de las ocultacionessimuladas de esa tarde, mientrasLiebergot vigilaba su pantalla, advirtióalgo curioso: una minúscula, apenasperceptible y casi inexistente caída de lalectura de la presión en cabina. Lalevísima oscilación, no mayor que unparpadeo en los datos de los kilogramospor centímetro cuadrado fue visibledurante apenas un segundo antes de quela nave se desvaneciera detrás de laLuna, con lo cual se borraron todas laslecturas. Liebergot y su equipo de apoyose pusieron en contacto casiinstantáneamente.

—¿Has visto la presión en cabina?

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—le preguntó la sala de apoyo.—Sí —respondió Liebergot.—¿Cuánto ha bajado?—Como siete milésimas de

kilogramo por centímetro cuadrado, nomás.

—No es mucho —dijo la sala deapoyo—. ¿Tú qué opinas?

—Probablemente no sea nada —repuso Liebergot.

—¿Un baile de datos?—Estoy seguro. Justo antes de

perder la señal. ¿Qué otra cosa podríaser?

Liebergot y su sala de apoyo serelajaron, confíando en la explicación

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del baile de datos. En un vuelo real, larespuesta habría sido un baile de datos,pero en aquel vuelo, los Simsupdecidieron que no se trataba de esoexactamente. Durante los 40 minutos deincomunicación, Liebergot y su sala deapoyo no hicieron nada respecto a laanomalía del oxígeno, convencidos deque lo que habían visto era meramenteuna ilusión inofensiva. Cuando la naverecuperó la comunicación, la voz de KenMattingly llamó a través del vacíosimulado.

—Houston, hemos sufrido unarepentina caída de presión —les dijo—.La presión en cabina está a cero y he

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tenido que ponerme el traje presurizado.Supongo que hay una filtración en elmamparo, aunque no sé…

Liebergot se quedó helado. La caídade presión era real. Aquello era unaprueba específicamente dirigida alEecom, y él había fallado. Los Simsup,malditos Simsup, le habían jodido bien.Lovell, Mattingly y Haise no estabanenterados. Mattingly se había encontradocon el problema, no en la forma de unapérdida real de presión en el simulador,desde luego, sino en la caída de la agujadel indicador de presión, y había hecholo único que podía hacer: ponerse eltraje, abrochárselo y esperar a recobrar

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la señal. Sólo Liebergot y su sala deapoyo se habían enterado y no habíanhecho nada… absolutamente nada.

Liebergot esperó la respuesta deldirector de vuelo por el circuitocerrado. Si todavía hubiera sido directorChris Kraft, el hombre que supervisóControl de Misión en las misionesMercury y Gemini, Liebergot hubieradado por terminada su carrera. Kraft nose andaba con pamplinas. Te juegas unanave, aunque sea de juguete, y te juegasel pellejo. En aquel caso, Liebergot nohabía perdido realmente la nave, pero síalgo casi tan valioso: 40 minutos, que ély su sala de apoyo podían haber

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empleado en encontrar alguna solución ala catástrofe que la señal les habíaindicado.

Pero Kraft había ascendido en elescalafón de la NASA, y su puesto dedirector de vuelo lo ostentaría GeneKranz, aviador de la guerra de Corea, unhombre con el pelo cortado al cepillo,de rasgos cuadrados, que habíaingresado en la NASA antes delMercury y había ido ascendiendolentamente y con paso firme hastaconvertirse en primer director de vuelo,al iniciarse el programa Apolo.

Para el personal de servicio, Kranztodavía era un enigma. Dirigía Control

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de Misión desde su consagrada consolacomo el militar que había sido en su día.Sus instrucciones eran siempre muyclaras, y su tono de voz, serio, sin unatontería. La única violación de lasnormas que se permitía era suindumentaria. Durante los vuelos a laLuna, que podían durar días o inclusosemanas, en Control de Misióntrabajaban ante las consolas cuatroequipos por turno, cada uno de ellosdirigido por un director de vuelodistinto. Los equipos estaban designadospor colores, y el de Kranz era el EquipoBlanco. El primer director de vuelohabía empezado a tomarse con orgullo

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competitivo los talentos de su equipo yúltimamente le había dado por ponerseuna americana blanca sobre su camisablanca y su corbata negrareglamentarias, como una especie deostentoso emblema de equipo. Laamericana hacía que Kranz parecieramás accesible, si no adorable, y loscontroladores que trabajaban para éldisfrutaban con aquella excentricidad desu jefe. Aquel día, sin embargo, setrataba sólo de una simulación, y Kranzno llevaba puesta su americana. Yaunque así fuera, Liebergot sospechabaque no hubiera funcionado su magia,protectora. Toda la sala de control oyó

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por radio la voz de Mattingly narrandosus problemas; todos oyeron responderal Capcom con un «recibido». Y estabana la espera de la respuesta de Kranz.

—Muy bien —dijo el director devuelo después de una pausaaparentemente interminable—.Resolvamos el problema.

Liebergot soltó una exhalación.Sabía que su frase significaba: «Te voya dar otra oportunidad», y se puso atrabajar en su consola con un placer queera mitad alivio y mitad gratitud.Aunque tampoco era fácil salvar lamisión simulada. Liebergot y los otroscontroladores decidieron intentar un

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plan de supervivencia pocoexperimentado en el cual el LEMdespegaba inmediatamente paraacoplarse otra vez con la nave nodriza yluego se utilizaba como una especie debalsa salvavidas donde se hacinarían losastronautas hasta aproximarse a laTierra; después, regresarían al módulode mando, desprenderían el LEM ypenetrarían en la atmósfera. La idea dela balsa salvavidas estaba previstadesde los primeros días del programaApolo en 1964, y se habían practicadounas cuantas maniobras a principios de1969, cuando los astronautas del Apolo9 probaron el primer LEM en la órbita

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terrestre. Sin embargo, nadie creíaseriamente que llegara a usarse nunca.

Kranz les dejó realizar el ejerciciodurante unas horas, hasta quedarseconvencido de que los controladores ylos astronautas habían aprendido losprocedimientos de supervivencia y, depaso, asegurarse de que Liebergot habíaaprendido la lección. Finalmenteabortaron la simulación y continuaroncon otra no tan fantasiosa. Aquélla porlo menos, tenía sentido. Sólo faltabanunas semanas para el lanzamiento delApolo 13, y quedaban muchas escenasque ensayar, mucho más realistas que ladel módulo de mando inutilizado y la

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balsa salvavidas del LEM.

A pesar de lo prometedora que era,la misión del Apolo 13 no llegó aacaparar la ilusión del país. Por puracasualidad, en la primavera de 1970estaban sucediendo otras cosas muchomás interesantes que las aventuras delquinto o sexto hombre que pisaría laLuna. Total, ¿qué era aquello a esasalturas? El 9 de abril, dos días antes dellanzamiento, el New York Times nisiquiera mencionaba la misión, ydedicaba información de portada alsorprendente rechazo del Senadonorteamericano del último candidato del

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presidente Nixon al Tribunal Supremo,el juez G. Harrold Carswell.

Por lo demás, la prensa de la semanase hacía eco del ascenso de las cifras debajas en el sudeste asiático; de ladecisión del Tribunal Supremo deMassachussetts de posponer lapublicación de los resultados de lainvestigación sobre Mary Jo Kopechne;de la aparición de un ingenioso productode calcetería femenina llamado L’eggs;de la revelación de Paul McCartney deque estaba sufriendo «dificultadespersonales» con los otros tres miembrosde los Beatles y de que había decididoabandonar el grupo; y del inicio de la

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temporada de béisbol, una de las últimasque podría incluir el titular: «Los Tigersfrenan a los Senators». La primeramención significativa del Times sobre elApolo 13 aquella semana apareció el 10de abril, la víspera del lanzamiento, enla página 78, la de meteorología.

En cuanto al interés que despertabala misión entre el público, se referíaprincipalmente a la fascinación casimórbida en tomo al ordinal del Apolo enparticular. Todos los vuelos delMercury habían usado el número 7,Faith 7, Friendship 7, Sigma 7, en honora los siete astronautas que componían elequipo. Las cápsulas tripuladas Gemini

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habían empezado la numeración con elGemini 3, pero terminaron diez vuelosdespués con el Gemini 12. Sin embargo,las misiones tripuladas Apoloempezaron con el Apolo 7, y con un totalde 14 vuelos previstos, la NASA sabíaque acabaría teniendo que bautizar unApolo con el número 13.

Enfrentar uno de los mayoresempeños científicos de la humanidadcon una de sus supersticiones másarraigadas tenía un atractivo irresistible,y casi todo el mundo aplaudió la altivez,la arrogancia de «a ver si te atreves» arealizar la misión de todas maneras, eincluso de bordar un gran «XIII» en las

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insignias de los uniformes que usaríanlos astronautas durante el vuelo. Durantelas semanas previas al lanzamiento, elpúblico se volcó en una especie de cazadel trece, buscando presagiosnumerológicos que auguraran algúndesastre a la misión. (La fecha previstaera el 11 de abril de 1970, o 11/4/70. Lasuma de un par de unos, un cuatro, unsiete y un cero da trece. El lanzamientosería a la una de la tarde y trece minutos,hora de Houston, que, por si todoaquello no bastara, se escribía 13:13horas. Si el lanzamiento se producía a lahora prevista, la nave penetraría en laesfera de influencia gravitacional de la

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Luna el 13 de abril). A la NASA y aLovell todo aquel vudú le parecíaextraordinariamente ridículo. Para elcomandante de la misión, el viaje a FraMauro era una expedición científica, nimás ni menos. En una empresa semejanteno cabía la charlatanería de lasuperstición, y el lema que eligió Lovellpara reproducir en la insignia oficial dela misión reflejaba su convicción.Rememorando sus días de Annapolis,Lovell tomó el lema de la Armada: Extridens scientia («Del mar, el saber») ylo convirtió en Ex luna scientia. ParaLovell, la adquisición de saber era unarazón estupenda para hacer un viaje

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lunar.

Los preparativos del Apolo 13 serealizaron sin incidencias, a Jim Lovellle gustaba decir que por la cuestión dela mala suerte, hasta siete días antes dellanzamiento, en que Charlie Duke cayóenfermo. Duke era el piloto del LEM dela tripulación de reserva, que tambiénincluía al comandante John Young y alpiloto del módulo de mando JackSwigert. La semana anterior allanzamiento, uno de los hijos de Duke lecontagió la rubéola e, inadvertidamente,éste expuso a Young, Swigert, Lovell,Mattingly y Haise. Los análisis de

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sangre demostraron que el resto de latripulación de reserva, así como Lovelly Haise ya habían estado expuestos a laafección anteriormente y eran portadoresde anticuerpos protectores. PeroMattingly no estaba inmunizado y por lotanto corría peligro real de contraer laenfermedad.

En casos como aquél, las reglas dela NASA eran muy sencillas: no sepodía confiar el timón de una naveespacial a un astronauta que podía caerenfermo, y por lo tanto, Mattingly habríade ser sustituido. Lovell, que llevaba lamayor parte del año entrenándose con sutripulación, se puso como una fiera:

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«¿Ahora? ¿Quieren cambiar latripulación ahora? ¡Una semana antesdel lanzamiento, por un microbio enpotencia!». En la reunión de latripulación, en Houston, donde se lecomunicó la decisión, Lovell salió endefensa de su piloto del módulo demando.

—¿Cuánto dura el período deincubación de la enfermedad? —preguntó el comandante al médicoaeronáutico.

—Entre diez y quince días —respondió el doctor.

—¿O sea que durante el despegueestará sano? —preguntó Lovell.

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—Sí.—¿Y también cuando lleguemos a la

Luna?—Sí.—¿Entonces qué más da? —arguyo

Lovell—. Si le sube la fiebre mientrasFred y yo estamos en la superficie de laLuna, tendrá todo ese tiempo pararecuperarse. Y si no está bien paraentonces, que la sude durante el regresoa la Tierra. No se me ocurre mejor sitiopara pasar la rubéola que una naveespacial bien calentita.

El médico de la NASA miró aLovell con incredulidad, le dejó acabarsu discurso y después eliminó a

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Mattingly de la lista.Aunque Lovell fue furiosamente leal

a su piloto del módulo de mando, sunuevo tripulante no era un holgazán. Asus 38 años, Jack Swigert era famosopor ser el único astronauta solteroaceptado por la NASA. A principios delos años 60, cuando la imagen lo eratodo y las aptitudes a veces parecíanestar en segundo plano, aquello habríasido impensable. Pero la actitudnacional de finales de los años 60 sehabía relajado, y con ella, la de laNASA. Swigert era alto, llevaba el pelocortado al cepillo y tenía reputación,tolerada condescendientemente por la

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NASA, de ser un soltero tumultuoso conuna intensa vida social. No se sabía siaquello era cierto o no, pero Swigerthacía todo lo posible por perpetuar esaimagen. En su apartamento de Houstontenía un sofá cubierto de pieles, unaespita de cerveza en la cocina, unabuena bodega y una cadena de música deprimerísima fila.

La NASA estaba dispuesta a tolerartodas aquellas distracciones poco«recomendables» porque Swigert era unprofesional muy competente y un pilotomuy fiable. Se había entrenado con totalentrega para su puesto de reserva en elApolo 13, y cuando le destinaron a la

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tripulación principal, le machacaron conuna instrucción rigurosísima. Durante elaño anterior, la primera tripulación sehabía acostumbrado tan bien a trabajaren equipo que Lovell y Haise hastahabían aprendido a interpretar losmatices y las inflexiones de la voz deMattingly, destreza muy valiosa en lassituaciones del vuelo en que los dospilotos del LEM habrían de confiarúnicamente en las instrucciones delpiloto del módulo de mando para hacerel acoplamiento sin problemas. Cuandoretiraron a Mattingly del equipo,realizaron ejercicios de simulacióndurante varios días hasta que la NASA y

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los astronautas se convencieron de quelos miembros de la nueva tripulaciónprincipal podrían trabajar juntos con lamisma eficiencia que la antigua.

Justo 48 horas antes del despegue,declararon a Swigert apto para lamisión. El único problema que lesquedaba por resolver a losorganizadores de vuelo era la nuevaplaca conmemorativa que se fijaría en elexterior del LEM. La pata delantera delmódulo ya ostentaba un panel con losnombres de los tres astronautasoriginales, y habría que sustituirlo porotra placa que reflejara el cambio deúltima hora en la tripulación. Por otra

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parte, el único problema que le quedabaa Swigert, como publicaron losperiódicos con gran regocijo, era quecon todo el alboroto de última hora, sele había olvidado hacer la declaraciónde renta. El plazo de presentaciónterminaba, como cada año, el 15 deabril, cuatro días después dellanzamiento, cuando el morosocontribuyente estaría en órbita alrededorde la Luna. Swigert decidiósencillamente olvidarse del problemapensando que ya lo resolvería cuandoregresara. Mattingly, sin embargo,tendría tiempo de sobra para rellenarsus impresos.

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El tercer miembro de la tripulacióndel Apolo 13 era el piloto del módulolunar, Fred Haise, antiguo aviador de laMarina. Haise tenía 36 años, era el másjoven del trío, y su pelo negro y susrasgos angulosos le hacían parecer aúnmás joven. Aunque estaba casado y teníatres hijos y otro en camino, sus amigosle seguían llamando por su apodo dejuventud, «Pecky», de cuando habíaencarnado a un pájaro carpintero(woodpecker) en una función delcolegio. A diferencia de Lovell ySwigert, para Haise la aeronáutica erauna afición adquirida. Lo que realmentele gustaba del espacio eran la

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exploración, la ciencia, la investigación.Uno de los científicos de la NASA lollamaba «el loco de la taladradora»,refiriéndose al placer casi sobrenaturalque sentía Haise con el equipogeológico que él y Lovell utilizaríanpara extraer muestras del suelo lunar. Ladescripción no encajaba exactamentecon lo que se buscaba en un astronautaen los tiempos temerarios del Mercury,pero sí con lo que se requería de unhombre que llevaba el lema Ex lunascientia bordado en la pechera del trajeespacial.

El Apolo 13 despegó como estaba

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previsto a las 13:13 hora de Houston,del 11 de abril, y tres horas más tardeabandonó la órbita terrestre camino dela Luna. Para Swigert y Haise, quenunca habían salido al espacio, lasexperiencias del lanzamiento, la puestaen órbita y la salida hacia la Luna fueronindeciblemente novedosas. Para Lovellera el cuarto viaje espacial (y elsegundo con el inmenso Satum V) y fuepoco más que una vuelta al trabajo.Durante el primer día completo de lamisión, el veterano de la Luna, que a lasazón ocupaba el asiento eminente de laizquierda que Frank Borman habíareclamado hacía año y medio, llamó a

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tierra para una de esas charlas ociosasque él, Borman y Andfers ya habíandisfrutado durante la semana quecompartieron en el espacio en 1968.

—Hola, Houston, aquí Trece —dijoLovell.

—Trece, aquí Houston, adelante —respondió el Capcom.

Como en todos los vuelos, losCapcom de servicio eran astronautas,porque se creía que tres hombresencerrados en una cápsula lanzados a46.000 kilómetros por hora preferiríancomunicarse con un colega en vez decon un técnico que nunca hubierasuperado la hazaña de sentarse en el

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asiento de un avión comercial. Aqueldía, el Capcom era Joe Kerwin, unnovato de la NASA de los más verdes.Kerwin todavía no había salido alespacio, pero todos los manifiestos devuelo decían que un día saldría, yaquello era lo importante.

—Casi se nos olvida —le dijoLovell a Kerwin—. Nos gustaría oír lasnoticias.

—Vale, no son gran cosa —respondió Kerwin—. Los Astros hanganado por ocho a siete; los Braves hanconseguido cinco carreras en la novenaentrada, pero han ganado por los pelos.Ha habido terremotos en Manila y en

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otras zonas de la isla de Luzón. Elcanciller de la República Federal deAlemania, Willy Brandt, que ayerpresenció el lanzamiento en el Cabo, yel presidente Nixon culminarán hoy unaronda de conversaciones. Loscontroladores aéreos siguen en huelga,pero os alegrará saber que loscontroladores de Control de Misiónseguimos al pie del cañón.

—¡Gracias a Dios! —se rió Lovell.—Además —prosiguió Kerwin—,

en el Medio Oeste, algunas líneas detransporte por carretera están en huelgay unos maestros de escuela han dejadosus puestos de trabajo en Minneapolis.

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Y, por supuesto, el pasatiempo favoritodel día en todo el país… —Kerwin hizouna pausa para darle teatro— hem…chicos… ¿habéis presentado ladeclaración de la renta?

Swigert, en el asiento del centro, secoló en la conversación:

—¿Qué hay que hacer para pedir unaprórroga? —preguntó muy serio.

Kerwin, a sabiendas de que habíadado en el clavo, se echó a reír.

—Joe, no tiene ninguna gracia —protestó Swigert—. Ahí abajo el tiempocorre que se las pela y necesito pediruna prórroga. —Se oyó por la línea larisa de los demás controladores—. Lo

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digo en serio —gimió Swigert—. No herellenado el impreso.

—Oye, que tienes a toda la salamuerta de risa —dijo Kerwin.

—Bueno —refunfuñó Swigert—,tendré que pasar otra cuarentena,además de la que ya tienen prevista losmédicos para cuando volvamos.

—Veremos qué se puede hacer, Jack—dijo Kerwin—. Mientras tanto,vuestro uniforme de hoy, chicos, serámono de vuelo con espadas y medallas,y la película de esta noche, en la salainferior del equipo, es de John Wayne,Lou Costello y Shirley Temple, en ElVuelo del Apolo 13. Corto.

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El que la tripulación y Houstonpudieran pasarse tanto rato cotorreandode aquella manera todavía asombraba aLovell algunas veces. No habríapelícula, por supuesto, en el Apolo 13;ni habría uniformes del día con espadasy medallas. Pero la analogía con ellentísimo ritmo de vida a bordo de unespacioso buque de guerra no se leescapó al ex alumno de Annapolis. Enlos viejos tiempos del Mercury, labroma era que los astronautas no semontaban en la cápsula, sino que se laponían. Las naves eran minúsculas y lasmisiones duraban por término mediosólo ocho horas y media. En la cápsula

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Gemini, donde Lovell había echado losdientes espaciales, había el doble desitio pero también el doble deocupantes.

Como había descubierto Lovell en elApolo 8, y ahora Haise y Swigert, lasnaves lunares de la NASA eran harinade otro costal. El módulo de mando delApolo era una estructura cónica de 4metros de alto y casi 4,30 de ancho en labase. Las paredes del compartimentohabitado estaban formadas por un finoconglomerado de láminas de aluminio yun relleno aislante en forma de panal.Por fuera iba recubierto por una capa de

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acero, más aislante y otra capa de acero.Esos mamparos dobles, de alrededor deun palmo de grosor, eran todo lo queseparaba a los astronautas de la cabinadel casi absoluto vacío del entornoexterior, cuyas temperaturas oscilabandesde unos achicharrantes 138 gradoscentígrados al Sol hasta losparalizadores 138 bajo cero a lasombra. Dentro de la nave, estaban a ladeliciosa temperatura de 22 grados.

A decir verdad, los asientos de losastronautas, colocados en fila, no eranmuy mullidos, pero como la tripulaciónse pasaba casi la totalidad del vuelo enestado de flotación ingrávida, no

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necesitaban mucho relleno debajo paraestar cómodos. Los asientos eran pocomás que un armazón metálico cubiertopor una funda de tela, fáciles deconstruir y, lo que era más importante,ligeros. Cada uno estaba montado sobremontantes plegables de aluminio,diseñados para absorber el choque en elmomento del amerizaje, o si la cápsulacaía accidentalmente sobre tierra firme.A los pies de las tres literas había unazona de almacenamiento que servíacomo una segunda habitación, (¡inaudito!¡Inimaginable en la era del Gemini y elMercury!), llamada sala inferior dealmacenamiento. Allí se guardaban los

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suministros, el equipo informático y laestación de navegación.

Justo delante de los astronautasestaba el gigantesco panel deinstrumentos, de 180 grados, de colorgris. Los aproximadamente 500controles estaban diseñados para sermanipulados por manos gordas, lentas ytorpes, enfundadas en guantespresurizados, y consistíanprincipalmente en interruptores depalanca, conmutadores accionados porel pulgar, botones pulsadores einterruptores giratorios con tope. Losinterruptores críticos, como los delencendido de los motores y los de

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lanzamiento del módulo, estabanprotegidos por cerraduras o tapas, paraque no pudieran accionarseaccidentalmente con un codo o unarodilla. Las lecturas del panel deinstrumentos consistían principalmenteen marcadores, luces y unas ventanitasrectangulares con «banderas grises» o«postes de barbería». Una bandera grisera simplemente un trozo de metal deese color que cerraba la ventana cuandoun interruptor estaba en posición normal.Un poste de barbería era una marca derayas que ocupaba su lugar cuando, poralguna razón, hubiera de rectificarseaquella posición.

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A espaldas de los astronautas, detrásde la pantalla térmica que protegía labase del cono del módulo de mandodurante la reentrada en la atmósfera,estaba el módulo de servicio, cilíndrico,de 8,30 metros de altura. Por la partetrasera del módulo de serviciosobresalía la campana de escape degases del motor de la nave. El módulode servicio era inaccesible para losastronautas, igual que el remolque de uncamión es inaccesible para suconductor, encerrado en la cabinadelantera, y como las ventanillas delmódulo de mando se abrían por proa,también era invisible para los

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astronautas. El interior del cilindro delmódulo de servicio estaba dividido enseis secciones separadas, que conteníanlas entrañas de la nave: los vasosacumuladores de energía eléctrica,(también denominadas células decombustible) los tanques de hidrógeno,las estaciones de relés de potencia, elequipo de supervivencia, el combustibledel motor y las tripas del propio motor.

También contenía, uno junto a otro,en un estante de la sección númerocuatro, dos tanques de oxígeno.

En el otro extremo del conjunto delos módulos de mando y servicio,acoplado al vértice del cono del módulo

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de mando por un túnel hermético, estabael LEM. El vehículo espacial de cuatropatas y 7,5 metros de alto tenía unaforma rarísima, como de arañagigantesca. De hecho, durante el trayectodel Apolo 9, el vuelo iniciático delmódulo lunar, el vehículo fuerebautizado Spider (Araña), y el módulode mando, por su parte, con undescriptivo Gumdrop (pastilla de goma).Para el Apolo 13, Lovell optó por unosnombres de mayor dignidad, eligiendoOdyssey para el módulo de mando yAquarius para su LEM. (La prensacomentó erróneamente que el nombre deAquarius se había elegido como tributo

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a la obra Hair, un musical que Lovell nohabía visto ni tenía intención de ver). Enrealidad, el nombre era en honor alAcuario de la mitología egipcia, elaguador que llevaba fertilidad y saber alvalle del Nilo. Odyssey lo eligió porquele gustaba cómo sonaba la palabra, yporque el diccionario la definía como«Largo viaje marcado por muchoscambios de fortuna», aunque él preferíaomitir la última parte. Mientras elcompartimiento de la tripulación de laOdyssey era relativamente espacioso, elde la tripulación del módulo lunar era unespacio cilíndrico opresivo, de 2,5metros de ancho, sin los cinco ojos de

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buey y el panel panorámico del módulode mando, sino sólo con dos ventanillastriangulares y un par de diminutospaneles de instrumentos. El LEM estabadiseñado para mantener a dos hombres,y sólo dos, durante dos días comomáximo, no más.

La NASA estaba orgullosísima deambos vehículos espaciales y le gustabamostrarlos. Desde el éxito espectacularde las retransmisiones del Apolo 8durante las Navidades de hacía dosaños, las tripulaciones habían seguidovolando con cámaras de televisiónestibadas entre su equipo y habían

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reservado un espacio para lastransmisiones en directo en sus planesde vuelo. La práctica alcanzó su máximapopularidad durante el alunizaje delApolo 11 en el verano de 1969, en quelas televisiones del mundo enterotransmitieron el primer paseo lunar deNeil Armstrong y Buzz Aldrin y elmundo entero se paralizó para verlo.Pero en la época del Apolo 13, elmundo había perdido interés. Al finaldel segundo día de la misión estabaprevista la primera transmisióntelevisiva, pero ninguna de las emisoraspensaba difundirla. La transmisión debíaempezar a las 08:24 horas de la noche

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del lunes, 13 de abril, durante el espaciovespertino del programa «Rowan &Martin’s Laugh-In» de la NBC y«Here’s Lucy» de la CBS. La ABC teníaprevisto emitir una película de 1966,Donde vuelan las balas, seguida por TheDick Cavett Show.

Los espectadores del país habíandemostrado escaso interés en que esosprogramas fueran sustituidos por latransmisión desde el espacio, e inclusolos mismos técnicos de Control deMisión estaban sólo medianamenteinteresados. La transmisión iba aempezar sólo una hora y media antes delcambio de turno de la noche, y la mayor

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parte de los técnicos de las consolas yaestaban deseando terminar su trabajo eirse a tomar una copa a la Singin Wheel,un local de ladrillo rojo lleno deantigüedades, situado justo a la salidadel Centro Espacial.

No obstante, la NASA y losastronautas del Apolo 13 decidieronllevar a cabo la transmisión, y ponerla ala disposición de cualquier cadena quequisiera emitir alguna información enlos noticiarios de las once. Pensaron queun espacio pequeño siempre era mejorque ninguno.

Además, las esposas de losastronautas esperaban con ilusión esas

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emisiones periódicas, y la NASA noquería decirles que se iba a romper latradición. Los controladores de Houstonya habían visto esa noche a MarilynLovell y a dos de sus cuatro hijos,Barbara, de dieciséis años, y Susan, deonce, sentadas cómodamente en lasbutacas de la sala de proyecciones paralas personalidades, que estaba separadapor un panel de cristal de la sala decontrol. Con ellas se hallaba MaryHaise, la esposa del astronauta novato,que iba a ver por primera vez la imagende su marido en el espacio.

El programa, que sólo vieronMarilyn, Barbara, Susan, Mary y los

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controladores, empezó con una imagenpicada, un poco oscura, de Fred Haiseflotando hacia el túnel que conectaba elmódulo de mando con el LEM. Lovellestaba sentado en el asiento de Swigert,en el centro del módulo de mando,manejando la cámara, y Swigert se habíainstalado en el asiento de Lovell.

—Nuestros planes de hoy —dijoLovell sólo para Houston— sonempezar en la nave Odyssey y llevarlesa través del túnel hasta el Aquarius.

El cámara está sentado en el asientodel centro, enfocando a Fred que ahorava a entrar en el túnel, y lesmostraremos un poco el vehículo lunar.

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Haise saludó a la cámara, flotandocerca del vértice del cono del módulode mando y pasando al LEMdescendiendo cabeza abajo desde eltecho, como un viajero transdimensionalque penetrara en otro mundo a través deuna puerta tiempoespacial. Lovell salióflotando despacio tras él.

—He advertido una cosa, Jack —dijo Haise cabeza abajo a su Capcom—,es que al salir de pie del módulo demando y entrar en el Aquarius, seproduce un pequeño cambio deorientación. Aunque he practicado en eltanque de agua, sigue siendo bastanteraro. Una vez dentro del LEM me

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encuentro cabeza abajo.—Es una toma estupenda, Jim. —

Jack Lousma, el Capcom, felicitó alcomandante—. La luz es perfecta.

Lovell penetró en el LEM, hizo unapirueta para ponerse derecho ydescendió de pie hasta uña granprotuberancia del suelo del módulo.

—Para todas las personas delplaneta —dijo Haise—, dentro delcompartimento que hay a los pies de Jimestá el motor de ascensión del LEM, elque usaremos para despegar de la Luna.Justo al lado de la tapa del motor, dondetengo la mano, hay una caja blanca. Es lamochila de Jim, que le suministrará

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oxígeno y agua mientras esté en lasuperficie de la Luna.

—Recibido, Fred, la vemos —ledijo Lousma—. Las imágenes lleganmuy bien y tu descripción es estupenda.Vemos que Jim está enfocando lacámara correctamente, así que siguehablando.

Lovell y Haise obedecieronanimadamente, enviando sus buenasimágenes y sus descripciones estupendasa la Tierra. Mientras la transmisióntelevisiva procedía en tono campechano,en Control de Misión se ocupaban deotras cosas. En el circuito cerrado decomunicaciones del personal de las

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consolas, muchos de los controladoresestaban planificando las maniobras queejecutarían los astronautas en cuantocortaran la transmisión. Kranz, eldirector de vuelo, controlaba lasdiscusiones, arbitraba las peticiones,decidía las prioridades y determinabaqué ejercicios eran esenciales y cuálespodían esperar. Las conversaciones delcircuito cerrado habrían tenidodecididamente menos sentido para lostelespectadores de la Tierra que latransmisión dirigida a su consumo.

—Vuelo, aquí Eecom —dijoLiebergot por el circuito cerrado.

—Adelante Eecom —contestó

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Franz.—A las cincuenta y cinco y

cincuenta nos gustaría remover los crios.De los cuatro tanques.

—Esperemos a que se posen unpoco más.

—Recibido.—Vuelo, aquí GNC —avisó Buck

Willoughby, el oficial de Dirección,Navegación y Control.

—Adelante, GNC.—Queremos disponer también de

los otros dos tetra para la maniobra.—Que usen C y D, ¿no es eso? —Sí.—¿Y que desactiven A y B?—No.

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—De acuerdo, los cuatro tetra.—Vuelo, aquí Inco —dijo el oficial

de Instrumentación y Comunicaciones.—Dime, Inco.—Quisiera confirmar la

configuración actual de la alta ganancia.Queremos saber en qué modo deseguimiento están.

—Bien. Espera un poco.Las maniobras que Houston

preparaba para el Apolo 13 erancompletamente rutinarias, a pesar de lajerga tecnológica. La referencia del Incoa la «alta ganancia» concernía a laantena principal del módulo de servicio,que debía emitir en una frecuencia

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concreta y estar orientada en un ángulodeterminado, según la posición de lanave y su trayectoria. Como responsabledel control constante del sistema decomunicaciones de la nave, el Incodebía efectuar comprobacionesperiódicas para asegurarse de que todoestaba orientado como convenía. Los«tetra» eran los cuatro haces depropulsores para el control de laposición de vuelo situados en torno almódulo de servicio, que orientaban a lanave sobre sí misma. Los astronautasiban a realizar algunas maniobras denavegación después de la transmisión detelevisión y el GNC quería poner en

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marcha los cuatro grupos depropulsores.

El otro ejercicio, «remover el crío»pedido por Liebergot, era el másrutinario de todos. El módulo deservicio iba equipado no sólo con dostanques de oxígeno, sino con otros dosde hidrógeno, que encerraban los gasesen estado hiperfrío, o criogénico. Latemperatura que, en los tanques deoxígeno, podía rondar los 170 gradosbajo cero, mantenía los gases en lo quese conoce como densidad supercrítica,una extraña condición química en la cualel material no es sólido, ni tampocolíquido o gaseoso, sino que está en un

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estado semiderretido intermedio. Lostanques estaban tan bien aislados que sise llenaran con hielo normal y sedejaran en una habitación a 21 grados, elhielo tardaría ocho años y medio enderretirse y convertirse en agua, justopor encima del punto de congelación, yharían falta otros cuatro años más paraque dicha agua alcanzara los 21 gradosde temperatura. Eso era lo que susdiseñadores proclamaban y, encualquier caso, como nadie realizaríaesa prueba, la NASA se lo creía.

La auténtica magia de los tanquescriogénicos, sin embargo, no era lo queles ocurría al oxígeno y al hidrógeno

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dentro de sus recipientes, sino lo quesucedía cuando salían. Los tanquesestaban conectados a tres depósitosequipados con electrodos catalizadores.Al fluir a los depósitos y reaccionar conlos electrodos, los dos gases secombinaban y, en una coincidencia felizde la química y la tecnología, creabantres subproductos: electricidad, agua ycalor. A partir de dos gases tan sólo, losdepósitos producían tres artículos deconsumo imprescindibles para una navetripulada.

Aunque los tanques de oxígeno ehidrógeno tenían la misma importanciapara la vida y el funcionamiento de la

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nave, los de oxígeno eran especialmentevaliosos porque también suministrabantodo el aire de la tripulación. Cada unode los tanques era una esfera de 65centímetros de diámetro que contenía145 kilos de oxígeno a una presión dehasta 65,73 kilogramos por centímetrocuadrado. Inmersas en el tanque, comodedos exploratorios que comprobaran latemperatura del agua caliente de unabañera, había dos sondas eléctricas. Unade ellas recorría el depósito entero, dearriba abajo, y era una combinación deindicador de capacidad y termostato; laotra, adyacente a la primera, era unacombinación de calentador y ventilador.

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El calentador se usaba para calentar yexpandir el oxígeno en caso de que lapresión del tanque descendierademasiado. Los ventiladores se usabanpara remover el contenido, algo que unEecom solicitaría al menos una vez aldía, puesto que los gases supercríticostienden a estratificarse, confundiendo alos indicadores de capacidad.

Mientras Liebergot esperaba pararevolver el contenido de los tanques ylos otros controladores planeaban susoperaciones, la tripulación del Apolo 13proseguía su programa televisivo. En lagran pantalla del frente de Control deMisión apareció una imagen lechosa de

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la Luna, que evocaba recuerdos de lastransmisiones del Apolo 8,contempladas por el mundo entero.

—Ahora, por la ventanilla de laderecha —decía Lovell, el narrador—,se puede ver el objetivo, y voy a acercarel teleobjetivo para que se vea mejor.

—Ahora lo vemos un poco másgrande —dijo Haise—. Distingoclaramente parte del relieve a simplevista. De todos modos, todavía se vemuy gris, con algunos puntos blancos.

Después Lovell volvió a enfocar elinterior del LEM; Haise apareció enpantalla, arreglando una especie de granfunda de tela.

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—Ahora vemos a Fred entregado asu pasatiempo favorito —explicóLovell.

—¿No estará en la despensa? —preguntó Lousma.

—Ese es su segundo pasatiempofavorito —respondió Lovell—. Ahoraestá colgando su hamaca para dormir enla superficie de la Luna.

—Recibido. Dormir y comer.Lovell se alejó de Haise y empezó a

flotar hacia el túnel.—Muy bien, Houston, para todos

nuestros telespectadores, hemosterminado la inspección del Aquarius yregresamos a la Odyssey.

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—Muy bien, Jim, creo que ya podéisconcluir, ¿qué os parece?

—Cuando queráis… —repusoLovell. Después de actuar ante una salavacía durante veintisiete minutos, sepermitió un leve tono de alivio—. Sólotenemos que poner en marcha la válvulade represurización de la cabina.

—Recibido —dijo Lousma.La válvula de represurización era un

control del módulo lunar empleado paramantener la misma presión en las dosnaves. Tras oír sus palabras, Haisepulsó la válvula solícitamente,produciendo un súbito silbido y un levebandazo que estremeció a los dos

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vehículos. Lovell, que sujetaba lacámara, sufrió una evidente sacudida. Elcomandante ya había advertidoanteriormente que su exuberante piloto aveces usaba la válvula derepresurización algo más de loestrictamente necesario, disfrutandotraviesamente de los sobresaltos queocasionaba a sus dos compañeros deviaje. Y, en su tercer día de misión, labromita ya estaba un poco manida.

—Cada vez que lo hace —dijoLovell cándidamente—, se nos sube elcorazón a la garganta. Jack, cuandoquieras cortar la transmisión, estamoslistos.

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—Muy bien, Jim —concluyóLousma—, ha sido una transmisiónestupenda.

—Recibido —dijo Lovell—.Gracias. La tripulación del Apolo 13 lesdesea a todos muy buenas noches;estamos a punto de cerrar el Aquarius einstalarnos a pasar una agradable veladaen la Odyssey. Buenas noches.

Y la pantalla de proyección seapagó.

En Houston, Marilyn Lovell sonreía.Su marido tenía buen aspecto, aunque unpoco desaliñado con su barba de tresdías, y su voz sonaba tranquila y firme,Aunque nunca hubiera revelado la

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existencia de un problema en la misiónante las cámaras de televisión, tampocohabría sido capaz de mantener oculta lapreocupación en su voz. Pero Marilynno oyó nada extraño esa noche. Sumarido estaba evidentemente contentocon el vuelo hasta ahora y deseando quellegara el momento del alunizaje, supusoella. A decir verdad, ella se alegraba deque ya hubiera transcurrido casi lamitad, y estaba deseando ver elamerizaje en el Pacífico. Marilyn Lovellconsultó el reloj, se despidióbrevemente del relaciones públicas dela NASA que había visto la emisión conella, y junto con Mary Haise partió hacia

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su casa a acostar a los niños.

En Control de Misión, Lousmarepasó la lista de maniobras que latripulación tenía que realizar antes deque terminara su turno esa noche. ElCapcom tenía cierto control sobre elmomento en que ordenaran a losastronautas ejecutar cada tarea, y pensóen darles un poco de tiempo paraguardar la cámara y regresar a susasientos antes de empezar a radiarlessus instrucciones para remover loscrios, la maniobra con los propulsores ylas lecturas de la antena.

No obstante, antes de que Lovell

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saliera del túnel y Haise hiciera lopropio del LEM, controladores yastronautas tuvieron que ponerseinmediatamente a trabajar. En la consoladel piloto del módulo de mando seencendió una luz de alarma amarilla,indicando que podía haber un problemade presión en el sistema criogénico. Enel mismo momento apareció la señalcorrespondiente en la consola deLiebergot. Al repasar los datos de supantalla, Liebergot vio que la alarmahabía sido provocada por una lectura decaída de presión en uno de los tanquesde hidrógeno, el que llevaba los dosúltimos días presentando algunos

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problemas de forma intermitente. Si lostanques criogénicos o sus sensores decapacidad empezaban a hacer el tonto,era una indicación como cualquier otrade que los cuatro necesitaban un buenmeneo. Mientras Lovell regresabaflotando a su asiento de la izquierda ySwigert volvía a su puesto del centro,Houston les radió sus instrucciones.

—Tenéis que escoraros hacia laderecha hasta 060 y poner a cero losíndices.

—Vale, ahora mismo —respondióLovell.

—Y tenéis que comprobar lospropulsores C4.

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—Bien, Jack.—Y una cosa más, cuando podáis.

Removed los tanques crío.—Bien —dijo Lovell—. Un

momento.Mientras Lovell se preparaba para

hacer los ajustes en los propulsores yHaise terminaba de cerrar el LEM y secolaba por el túnel hacia la Odyssey,Swigert accionó el interruptor queremovía los cuatro tanques criogénicos.En Tierra, Liebergot y su equipo deapoyo observaban sus pantallas,esperando la consiguiente estabilizaciónde la presión del hidrógeno que debíaseguir al movimiento.

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De todos los desastres posibles quelos astronautas y los controladorestenían en cuenta al planificar una misión,pocos eran más horrendos, o máscaprichosos, repentinos, absolutos o mástemidos que el choque por sorpresa conun meteorito. A las velocidadesalcanzadas en la órbita terrestre, ungrano de arena cósmico no mayor de 2,5milímetros podía golpear una nave conla energía equivalente a una bola debolos rodando a 90 kilómetros por hora.El golpe encajado sería invisible, peropodía bastar para abrir un boquete en elcasco, vaciando en un suspiro lapequeña bolsa presurizada necesaria

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para sobrevivir. Fuera de la órbitaterrestre, donde las velocidades eranaún mayores, el peligro era muchomayor. Cuando empezaron a volar a laLuna los primeros astronautas delApolo, lo que más temían, pero menoscomentaban, era la súbita sacudida, elsúbito temblor el repentino golpe en elcasco que indicara que su proyectil de latecnología más avanzada y algún otroproyectil antiquísimo a la deriva sehubieran encontrado, en unaconvergencia estadísticamente absurda,como los pares de balas fundidas quecubrían los campos de batalla deGettysburg y Antietam, y que, como esas

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balas, se hubieran hecho bastante dañomutuamente.

A los 16 segundos de iniciar elmovimiento de los tanques criogénicos,mientras los astronautas del Apolo 13estaban ejecutando las maniobrassiguientes y esperando nuevas órdenes,un repentino golpe sacudió la nave.Swigert, atado a su asiento, sintió cómose estremecía la nave bajo sus pies;Lovell, que evolucionaba por el módulode mando, sintió que una descarga lerecorría el cuerpo; Haise, que seguía enel túnel, notó y vio realmente cómo semovían las paredes. Haise y Swigertnunca habían experimentado nada

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semejante; ni Lovell tampoco, en sustres viajes anteriores a lasprofundidades cósmicas.

El primer impulso de Lovell fue queera una broma: ¡Haise! Tenía que habersido Haise y su maldita válvula derepresurización: Una vez, bueno, labroma tenía gracia… Pero ¿dos veces?,¿tres? Incluso con la permisividadotorgada a las excentricidades de losnovatos, aquello era llegar demasiadolejos. El comandante se volvió hacia eltúnel y dedicó una mirada de furiosareprobación a su tripulante, pero cuandosus miradas se cruzaron, fue Lovellquien se sobresaltó. Haise,

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inesperadamente, tenía los ojos fuera desus órbitas, como platos. No eran losojos entornados y traviesos de quienacaba de gastar otra broma a su jefe yespera una bronca sonriente. Eran los deun hombre asustado, franca, profunda ytotalmente asustado.

—No he sido yo —graznó Haise enrespuesta a la pregunta no formulada desu comandante.

Lovell se volvió a su izquierda amirar a Swigert, pero no le sirvió denada. Descubrió la misma confusión, lamisma respuesta, e idéntica mirada ensus ojos. De repente, por encima de lacabeza de Swigert, sobre la zona central

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de la consola del módulo de mando,parpadeó una luz de alarma de colorámbar. Simultáneamente sonó unaalarma en los auriculares de Haise y seencendió otra luz en la parte derecha delpanel de instrumentos, lacorrespondiente a la alarma de loscontroles del sistema eléctrico de lanave. Swigert revisó los diales ydescubrió una repentina e inexplicablepérdida de potencia en lo que losastronautas y los controladores llamabanBus Principal B, uno de los dos panelesprincipales de distribución de potenciaque alimentaban todo el equipoinformático del módulo de mando. Si un

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bus perdía potencia, quería decir que lamitad de los sistemas de la nave podíanapagarse súbitamente.

—¡Eh! —gritó Swigert a Houstonpor radio—. ¡Tenemos un problema!

—Aquí Houston, repite, por favor—le respondió Lousma.

—Houston, tenemos un problema —repitió Lovell por Swigert—. Hay undescenso de voltaje en el Bus PrincipalB.

—Recibido, descenso de voltaje enprincipal B. Un momento, Trece, loestamos comprobando.

Liebergot oyó la conversación y,como todos los demás controladores de

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la sala, empezó a repasarinmediatamente su consola. Pero leinterrumpió un grito que resonó en susauriculares:

—¿Qué pasa con los datos, Eecom?—era Larry Sheaks, uno de los treshombres de apoyo del Eecom, a cargode la vigilancia de las lecturasambientales y que ayudaba a Liebergot aresolver las anomalías.

—Tenemos más de un problema —sonó la voz de George Bliss, otroingeniero Eecom, justo después queSneaks.

Liebergot volvió a mirar su pantallay se quedó sin respiración. Todas sus

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lecturas estaban patas arriba. Aquellasno eran las cifras de un vuelo real,pensó. Eran las cifras poco plausiblesque un Simsup malvado y listilloplanteaba durante el entrenamiento paraver si el controlador estaba atento. Peroaquello no era una simulación. Laprimera lectura, la más grave queadvirtió Liebergot y que estaba situadajusto a la derecha de las de hidrógenoque había estado controlandoatentamente hacía un instante, era larelativa a los dos tanques principales deoxígeno de la nave. Según su monitor, eltanque número dos, que contenía lamitad del oxígeno de toda la nave, de

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repente había dejado de existir. Losdatos habían bajado a cero, se habíandesvanecido o, como solían decir loscontroladores, se habían borrado,sencillamente.

—Hemos perdido la presión de O2del tanque dos —le confirmó Bliss.

Liebergot revisó la pantalla ydescubrió más malas noticias.

—Bien, chicos, hemos perdido lapresión del combustible de losdepósitos uno y dos.

Durante un instante, Liebergot sintióun mareo. Según lo que oía por losauriculares y leía en la pantalla, lamayor parte del sistema eléctrico de la

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Odyssey sin mencionar la mitad de susistema atmosférico, se había ido algarete. El diagnóstico era horrible, perono concluyente en absoluto. Era más queposible que no hubiera pasado nadamalo en el equipo, y que la averíaestuviera en los sensores. Tal vezestuvieran escupiendo datos erróneosque revelaban un problema inexistente.De vez en cuando pasaban esas cosas, yantes de sacar conclusionesprecipitadas, cualquier buen Eecomagotaría primero todas las posibilidadesmás fáciles.

—Vuelo, es posible que tengamos unproblema de instrumentación —dijo

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Liebergot a Kranz—. Voy a investigarlo.—Recibido —respondió Kranz.En la Odyssey, que seguía

meciéndose y estremeciéndose, Lovell,Swigert y Haise no oyeron los diálogos,pero su panel de instrumentos indicabaque podían ser ciertos. Haise salió deltúnel y se instaló en su asiento paraexaminar los datos eléctricos; vio que elBus Principal B parecía haberserestablecido de repente. Suspiró.

—Houston, todo bien —dijo—, elvoltaje está bien. —Luego añadió concierta preocupación—: Hemos sufridouna buena sacudida al mismo tiempo quese desataba la alarma.

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—Recibido, Fred —le contestóLousma, impertérrito, como si «lasbuenas sacudidas» fueran virtualmentetípicas en las misiones lunares.

—Mientras tanto —añadió Lovell—vamos a cerrar el túnel otra vez.

La serenidad de la voz de Lovelldesmentía la urgencia con que estabanprocediendo a «cerrarlo». Swigert sedesabrochó el cinturón, cruzó la seccióninferior y penetró en el túnel. Los tresastronautas tenían la misma idea:probablemente había sido un meteorito.Puesto que el módulo de mando parecíaen buen estado, cabía la posibilidad deque el choque se hubiera producido en

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el LEM; en tal caso, tenían que cerrar laescotilla y el túnel lo antes posible paraprevenir la rápida bajada de presión queacaecería debido a la succión del vacíoespacial del oxígeno del módulo demando, a través del túnel.

Swigert logró encajar la escotillapero no podía cerrarla. Volvió aintentarlo pero fracasó de nuevo, y a latercera tampoco lo consiguió. Lovell semetió en el túnel, apartó a Swigert yprobó. La verdad, parecía que laescotilla no cerraba. Después de un parde intentos, alzó las manos y abandonó.Si la integridad del LEM estuvieracomprometida, a esas horas las dos

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naves se habrían quedado sin presión. Sihabía sido un meteorito, evidentementeno había dañado los compartimentos dela tripulación del LEM ni del módulo demando.

—Olvídate de la escotilla —dijoLovell a Swigert—, abrámosla ydejémosla bien sujeta.

Swigert asintió y Lovell salió deltúnel nadando, atravesó la sección dealmacenamiento y regresó a su asientopara intentar averiguar algo más en supanel de instrumentos. De inmediatotuvo buenas noticias para Control deMisión: mientras las lecturas de Houstondel tanque dos de oxígeno estaban por

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los suelos, en la nave estaban por lasnubes. En el panel de instrumentos deLovell, la aguja de capacidad del tanqueestaba tan alta que tocaba el máximo dela escala. Aunque aquélla no sería unalectura demasiado precisa, seguramenteestaba mucho más cerca de la realidaddel nivel de O2 que la señal de «vacío»que aparecía en las pantallas del Eecom.Lovell comunicó sus datos a Lousma,que le respondió: «recibido», simple yno comprometido. En ese momento,«recibido» era la palabra másespecífica que podía pronunciarLousma. Suponiendo que aquello nofuera un «problema de instrumentación»,

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como había sugerido Liebergotesperanzado, lo que estaba sucediendoen la nave no tenía mucho sentido.Técnicamente, un problema en un tanquede oxígeno, en un depósito decombustible y en un bus podían sucedersimultáneamente, puesto que los tanquesde O2 alimentaban los depósitos decombustible, y los depósitos decombustible daban energía al bus.

Sin embargo, a nivel práctico yestadístico, era una situación muy pocoprobable. Los tanques de oxígeno seconstruían con el menor número posiblede elementos, para rebajar al máximolas roturas. Incluso aunque fallara uno

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de los tanques, el otro sería más quesuficiente para dar energía a los tresdepósitos. Y mientras funcionaran lostres depósitos de combustible, los dosbuses tenían que seguir funcionando. Laprobabilidad de que cualquiera de esoscomponentes fallara era de uno entre unmillón, y la de que un tanque, dosdepósitos de combustible y un busfallaran simultáneamente se salía de lastablas de probabilidad.

Para empeorar las cosas, en la salade control, los demás controladoresseguían descubriendo anomalías en suspantallas. Un instante después de lasacudida de la Odyssey, Bill Fenner, el

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oficial de guiado, o Guido, uno de losresponsables de la planificación delrumbo de la nave, anunció que habíadetectado una «reinicialización delequipo informático» en la nave. Eso serefería al proceso por el cual uno de losordenadores de a bordo detectaba unmal funcionamiento indefinido en algunaparte de las entrañas de la nave, hacíauna especie de inspiración profunda ydespués se ponía a la caza de datos quedeterminaran dónde estaba la anomalía.En una nave con tantos problemasinexplicables como la Odyssey en esemomento, una reinicialización no eranada extraño. Sin embargo, el ordenador

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parecía creer que la fuente del choqueque había comunicado la tripulaciónprocedía del interior de la nave y no desu exterior. Aquello, por supuesto,parecía eliminar el choque de unmeteorito; pero si no era una rocaerrante del espacio, ¿qué había sacudidola nave?

Segundos después del golpe, eloficial de Instrumentación yComunicaciones había intervenido en elcircuito para señalar otro problema.

—Vuelo, aquí Inco —dijo.—Adelante, Inco —le respondió

Kranz.—En el momento del problema

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hemos cambiado a haz de gran aberturaangular.

—¿Dices que estáis en haz de granangular?

—Sí.—Intenta correlacionar los tiempos

—dijo Kranz. Después repitió, paraasegurarse y evitar confusiones—: Inco,comprueba la hora en que habéis pasadoa haz de gran angular.

Merecía la pena repetirlo porque elInco había informado que en el momentode la misteriosa sacudida de la Odyssey,la radio de la nave había dejadoautomáticamente de emitir por la antenade alta ganancia, pasando a otras cuatro

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antenas más pequeñas,omnidireccionales, que estabanmontadas en el módulo de servicio. Elque la radio de una nave espacialcambiara arbitrariamente de antena eramás o menos como si un aparato detelevisión cambiara de canal por símismo.

Para algunos técnicos de la sala, porlo menos el problema de la antena era unauténtico motivo de alivio. Tenía queser un problema de instrumentación. Quese estropearan un tanque de oxígeno, undepósito de combustible y un bus a lavez era ya bastante poco probable; pero

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que al mismo tiempo una antenaempezara a cambiar de estación era yademasiado. Era como si un mecánico deautomóviles hiciera una revisión a uncoche nuevo y saliera diciendo que labatería, el generador y el motor dearranque estaban estropeados pero queademás, se habían deshinchado lasruedas, había ardido el radiador y lasportezuelas se habían salido de lasbisagras. Uno empezaría a sospecharque el problema no estaba tanto en elcoche sino en el mecánico.

Kranz sospechaba más que nadie quepodía ser algo así, y se puso encomunicación con Liebergot:

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—Sy, ¿qué piensas hacer? —lepreguntó—. ¿Es un problema desensores estropeados o qué?

Lousma se preguntaba lo mismo einterrumpió la comunicación con la navepara preguntar a Kranz:

—¿Podemos darles algunaindicación? —¿Se trata de lainstrumentación o son problemas reales?

En la línea del Eecom también teníansus dudas.

—Larry, no te fías de la presión deltanque de O2, ¿verdad? —preguntóLiebergot a Sheaks.

—No, no —respondió Sheaks—. Eldistribuidor está bien, y el sistema de

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control ambiental también.Gran parte del escepticismo de los

controladores se debía a que las lecturasde la Odyssey no coincidían con las detierra. Al fin y al cabo, Lovell, Swigerty Haise habían afirmado que, según susdatos, el bus y el tanque de O2 estabanbien. Si los números no encajaban, ¿porqué fiarse de los malos?

No obstante, en la nave, las lecturasoptimistas que sustentaban esasesperanzas empezaron a cambiar derepente. Haise, que no había dejado devigilar sus instrumentos desde que habíacomenzado el problema, descubrió algoen las lecturas del bus y su ánimo

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decayó. Según los sensores de laOdyssey, el Bus Principal B, queparecía haber vuelto al orden, se habíaestropeado otra vez. Y además, habíanempezado a fallar también las lecturasdel bus A. Por lo visto, el busestropeado arrastraba al sano con él. Almismo tiempo, Lovell revisó suslecturas del tanque de oxígeno y deldepósito de combustible y descubriónoticias peores: el tanque dos deoxígeno, que hacía un momento estabahasta los topes, daba una lectura desequía total. Es más, los datos de losdepósitos de combustible del panel deinstrumentos de la Odyssey estaban tan

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mal como en las pantallas de Liebergot,con dos de los tres depósitos a cero.

Al ver esa última lectura, Lovellhabría escupido. Si las lecturas de losdepósitos de combustible eran correctas,ya podía despedirse de su viaje a FraMauro. La NASA tenía unas reglas muyestrictas para los alunizajes, y una de lasinquebrantables era que sin los tresdepósitos de combustible hasta losbordes, no se va a ninguna parte.Técnicamente, con un depósito bastaríapara realizar la tarea sin peligro, perocon algo tan fundamental como laenergía, la Agencia quería pisar sobreseguro y para la NASA ni siquiera

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bastaba con dos depósitos. Lovell llamóa Swigert y a Haise y señaló las lecturasde los depósitos de combustible.

—Si son reales, adiós alunizaje —afirmó Lovell. Swigert empezó a radiarla mala noticia a Houston.

—Tenemos una caída de voltaje enel Bus Principal A Está en veinticinco ymedio; el bus B ahora funciona.

—Recibido —respondió Lousma.—Los depósitos de combustible uno

y tres están en bandera gris —dijoLovell—, pero el paso está a tope.

—Lo anoto —repuso Lousma.—Y Jack —añadió Lovell—, el

tanque criogénico de oxígeno número

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dos está a cero. ¿Has oído?—Capacidad cero de O2 —repitió

Lousma.Como si no fuera ya bastante mala la

situación, Lovell tenía que luchar conotro problema: más de diez minutosdespués del choque, la nave seguíaoscilando y bamboleándose. Cada vezque el módulo de mando-servicio y elLEM, acoplados, se movían, lospropulsores se encendíanautomáticamente para contrarrestar elmovimiento y estabilizar los vehículos.Pero después de cada vez que parecíanlograrlo, las naves volvían atambalearse y los propulsores volvían a

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ponerse en marcha.Lovell cogió el mando manual de

posición instalado en la consola, a laderecha de su asiento. Si el pilotoautomático no conseguía dominar lanave, tal vez lo consiguiera el pilotohumano. Lovell estaba preocupado enmantener el control de la nave debido aalgo más que por razones estéticas. Lasnaves Apolo dirigidas a la Luna novolaban en línea recta, con el morro delmódulo de mando apuntando hacia sudestino y el LEM enganchado como unenorme adorno. Las naves rotabanlentamente sobre sí mismas a unarevolución por minuto. Eso se

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denominaba regulación térmica pasiva,o PTC, que consistía en hacer girar lasnaves lentamente, para impedir que unode los costados se asara al Sol sinfiltrar, mientras el otro se helaba en lasombra gélida del espacio. Lasconvulsiones de los propulsores delApolo 13 habían desbaratado lagraciosa coreografía de la PTC y, amenos que Lovell recuperara el control,se enfrentaba al peligro real de que lastemperaturas ultraelevadas y ultrabajaspenetraran el casco de la nave,provocando daños en su delicadoequipo. De todos modos, hiciera lo quehiciese Lovell con los controles

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manuales, no parecía dominar la nave.En cuanto estabilizaba la Odyssey, se leescapaba de las manos otra vez.

Para un piloto que ya había salido alespacio tres veces con poco más quepequeños incidentes en el equipo, todoaquello se estaba volviendo intolerable.El sistema eléctrico de la nave deLovell se había escacharradorepentinamente, la Tierra se encogía ensu espejo retrovisor a más de 3.700kilómetros por hora, y en ese momentose enfrentaba a peligros mayores porquealgo, ¿quién sabía el qué?, no dejaba dezarandear su nave de un lado a otro.

El comandante soltó el control de

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posición, se desabrochó el cinturón yflotó hacia la ventanilla de la izquierdapara ver si podía determinar quédemonios pasaba allá afuera. Era elinstinto más viejo de los pilotos. Aun a370.000 kilómetros de casa, en una navecerrada rodeada por el vacío mortal delespacio, lo que Lovell necesitaba era unsimple paseo, la posibilidad de hacer unlento recorrido de 360 grados por sunave, examinar el exterior, dar unpuntapié a los neumáticos, buscar unmal, husmear una filtración, y despuésdecir a la gente de tierra si realmentealgo andaba mal y qué había que hacerpara arreglarlo, Pero el comandante

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tenía que echar un vistazo por laventanilla, con la esperanza de aclararcuál era el problema de la Odyssey. Laprobabilidad de acertar el diagnósticode la enfermedad de su nave de esemodo era escasísima, pero resultóacertada. En cuanto Lovell apretó lanariz contra el cristal, le llamó laatención una leve nubecilla blanca ygaseosa que rodeaba la nave, que secristalizaba al entrar en contacto con elespacio y formaba un halo iridiscenteque se extendía tenuemente a varioskilómetros en derredor. Lovell soltó unaexhalación y empezó a sospechar quepodían estar metidos en un problema

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muy serio.Si hay alguna cosa que un

comandante no quiere ver al mirar por laventanilla, es un escape. Lo mismo quelos pilotos de aviones comercialestemen el humo en un ala, loscomandantes de una nave espacial temenlos escapes. Un escape nunca puededesestimarse como un defecto deinstrumentación, y tampoco puededespacharse como un baile de datos. Unescape significa que hay una grieta en elcasco de la nave y que, lenta, quizáfatalmente, se está desangrando en elespacio.

Lovell contempló un momento cómo

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crecía la nube de gas. Si los depósitosde combustible no habían abortado sualunizaje, aquello, indudablemente loharía. En cierto modo, el comandante sesintió extrañamente filosófico: gajes deloficio, reglas del juego y tal. Sabía queun alunizaje nunca era cosa hecha hastaque las patas del LEM se posaban en elpolvo lunar, y en ese momento, parecíaque nunca lo harían. Lovell sabía que lolamentaría en su momento, pero entoncesno. En ese momento tenía que comunicara Houston, donde todos seguíancomprobando los instrumentos yanalizando sus lecturas, que la respuestano estaba en los datos, sino en la nube

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brillante que rodeaba la nave enferma.—Yo creo —dijo Lovell a Houston,

inexpresivamente— que tenemos unescape. —Después, para darle efecto, eincluso tal vez para convencerse a símismo, repitió—: Tenemos un escape alespacio.

—Recibido —respondió Lousmacon la autoridad práctica del Capcom—,anotamos que hay un escape.

—Es alguna clase de gas —añadióLovell.

—¿Puedes concretarnos algo más?—le preguntó Lousma—. ¿De dóndesale?

—Ahora mismo sale de la ventanilla

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uno, Jack —repuso Lovell, ofreciéndoletodos los detalles que su limitado puntode mira le permitía.

La información del Apolo cruzó lasala de control como una bala.

—La tripulación cree que hay unescape de alguna clase —dijo Lousmapor el circuito cerrado.

—Ya lo he oído —dijo Kranz.—¿Lo has anotado, Vuelo? —

preguntó Lousma, sólo para asegurarse.—Recibido —le aseguró Kranz—.

De acuerdo, todo el mundo, pensemosqué es lo que se está escapando. ¿GNC,has encontrado algo anormal en tussistemas?

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—Negativo, Vuelo.—¿Y tú, Eecom? ¿Ves alguna fuga

en tus paneles?—Afirmativo, Vuelo —dijo

Liebergot, pensando, por supuesto, en eltanque dos de oxígeno.

Si el indicador de un tanque de gasmarca cero y hay una nube de gasalrededor de la nave, es muy posibleque las dos cosas guarden relación,sobre todo si el desastre ha venidoprecedido por un choque sospechosoque ha sacudido la nave.

—Voy a comprobar el sistema enbusca de un escape —dijo Liebergot aVuelo.

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—Bien, empieza a repasarlo todo —le ordenó Kranz—. Supongo que ya hasllamado a los Eecom de apoyo para versi se les ocurre algo al respecto…

—Tenemos uno aquí.—Recibido.El cambio en el circuito cerrado y en

la sala era palpable. Nadie expresó nadaen voz alta, nadie declaró nadaoficialmente, pero los controladoresempezaron a reconocer que el Apolo 13,que había sido lanzado triunfalmente dosdías atrás, podía haber convertido unamisión de mera exploración en una desupervivencia. Mientras la sala enterallegaba a esa conclusión, Kranz

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intervino en el circuito cerrado.—De acuerdo —empezó—, no

perdamos la calma. Vamos aasegurarnos de no hacer nada que nosdeje sin energía eléctrica o que nos hagaperder el depósito de combustiblenúmero dos. Vamos a resolver elproblema, pero no estropeemos lascosas con conjeturas.

Lovell, Swigert y Haise no oyeronlas palabras de Kranz, pero en esemomento no necesitaban que les dijeranque mantuvieran la calma. El alunizajese cancelaba definitivamente, peroaparte de eso, probablemente no corríanun peligro inminente. Como había

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señalado Kranz, el depósito dos decombustible estaba bien. Como sabíanlos astronautas y los controladores, eltanque de oxígeno uno también estabasano: la NASA no diseñaba sus navescon toda clase de sistemas de seguridadporque sí. Una nave con un depósito decombustible y un tanque de aire tal vezno estuviera a punto para ir a FraMauro, pero sí valía para regresar a laTierra.

Lovell se dirigió flotando hasta elcentro del módulo de mando paracomprobar las lecturas del tanque deoxígeno que les quedaba y ver quémargen de error podía darles. Si los

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ingenieros lo habían calculado bien,llegarían a casa con O2 de sobra. Elcomandante consultó el indicador y sequedó helado: la aguja de capacidad deltanque uno estaba muy por debajo delleno y caía ininterrumpidamente.Mientras Lovell la miraba casihipnotizado, la aguja se deslizaba haciaabajo con ritmo lento y fantasmal.Lovell recordó el marcador de gasolinade un automóvil: curiosamente, unonunca podía advertir a simple vista elmovimiento de la aguja, siempre parecíaclavada en el mismo sitio, y sinembargo, seguía inexorablemente surecorrido hacia abajo. Pero aquella

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aguja se movía descaradamente.Ese descubrimiento, por más

horroroso que fuera, explicaba muchascosas. Fuera lo que fuese lo que lehubiera sucedido al tanque dos, el malya estaba hecho. El tanque se habíadesconectado, había reventado porarriba o se había agrietado, o lo quefuera, pero, por encima del hecho de sudesaparición, había dejado de ser unfactor en el funcionamiento de la nave.El tanque uno, sin embargo, seguíavaciándose lentamente. Su contenido,evidentemente, estaba fluyendo alespacio, y la fuerza del escape era sin lamenor duda la causante del movimiento

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incontrolado de la nave. Era buenosaber que cuando la aguja alcanzarafinalmente el cero, las oscilaciones de laOdyssey desaparecerían al fin.

El lado malo, desde luego, era queaquello también significaría el fin de sucapacidad para mantener la vida de latripulación.

Lovell sabía que debía alertar aHouston. El cambio en la presión era lobastante sutil para que, tal vez, loscontroladores no se hubieran dadocuenta. La mejor manera, la másinstintiva de un piloto, era intentarminimizarlo. Quitarle importancia. Eh,chicos, ¿habéis advertido algo en el otro

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tanque? Lovell dio un codazo a Swigert,le señaló el indicador del tanque uno ydespués señaló su micrófono. Swigertasintió en silencio.

—Jack —preguntó en voz baja elpiloto del módulo de mando—, ¿estáscopiando la presión del tanquecriogénico uno de O2?

Se produjo una pausa. Tal vezLousma consultara el monitor deLiebergot; puede que Liebergot se lodijera por el circuito cerrado de tierra.

Quizás incluso ya lo supiera.—Afirmativo —dijo el Capcom.

Según Lovell, la nave tardaría un tiempoen terminar su último juego. El

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comandante no podía calcular el caudaldel escape del tanque, pero si la agujaservía para algo, le quedaban al menosun par de horas para que se agotaran los145 kilos de oxígeno. Cuando el tanqueexhalara el último suspiro, el aire y laelectricidad que quedarían a bordoprocederían de un trío de bateríascompactas y de un solo tanque pequeñode oxígeno. Éstos se reservaban para laúltima etapa del viaje, cuando el módulode mando se separara del de servicio, yaún necesitara las últimas descargas deenergía y las postreras bocanadas deaire para concluir la reentrada. Eltanque pequeño y las baterías sólo

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funcionarían un par de horas.Combinando eso con el oxígeno quequedaba en el tanque perforado, laOdyssey podría mantener con vida a latripulación hasta la media noche o comomáximo hasta las tres de la mañana,según la hora de Houston. En esemomento eran poco más de las diez dela noche.

Pero la Odyssey no estaba sola.Llevaba en el morro al Aquarius, sano,fuerte, gordo y lleno de combustible, sinfisuras y sin nubes de gas.

El Aquarius podía albergar ysustentar a dos hombresconfortablemente, y, en un apuro, a tres,

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con poco que se apretujaran. Pasara loque pasase en la Odyssey, el Aquariuspodría proteger a la tripulación. Aunquesólo durante un tiempo breve. Lovellsabía que desde aquel punto del espacio,el regreso a la Tierra duraría unas cienhoras. Pero el LEM sólo tenía aire yenergía suficientes para unas 45 horas,aproximadamente lo que necesitaba parabajar a la superficie de la Luna,permanecer allí un día y medio y luegodespegar para encontrarse con laOdyssey. Y el aire y el combustibledurarían 45 horas sólo con dos hombresa bordo; con un tercer pasajero, eltiempo se recortaría notablemente. Y el

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agua del módulo lunar también estabamuy justa.

Pero Lovell comprendió que, demomento, el Aquarius era su únicaopción. El comandante miró a FredHaise, el piloto del módulo lunar. Delos tres, Haise conocía el LEM mejorque ninguno, se había entrenado en élmás tiempo, y sería capaz de aprovecharal máximo sus limitados recursos.

—Si queremos volver a casa —dijoLovell a sus dos tripulantes—, habremosde usar el Aquarius.

En Houston, Liebergot habíadescubierto la caída de presión deltanque uno más o menos al mismo

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tiempo que Lovell. A diferencia delcomandante de la misión, el Eecom,sentado sin riesgo frente a una consolade Houston, todavía no estaba preparadopara abandonar su nave, aunque tampocoabrigaba demasiadas ilusiones alrespecto. Liebergot se volvió a suderecha, donde estaba sentado BobHeselmeyer, el oficial de controlambiental del LEM. En ese momento, elEecom y su colega del módulo lunar nopodían haber estado en mundos másdistintos. Ambos trabajaban en la mismamisión y se enfrentaban a idéntica crisis,pero Liebergot tenía delante el abismode una consola llena de luces

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parpadeantes y datos nefastos, mientrasHeselmeyer controlaba a un Aquariussereno, que enviaba unas lecturasperfectas.

Liebergot miró casi con envidia lapantallita perfecta de Heselmeyer, contodos sus numeritos perfectos, y despuésconsultó tristemente su consola. A cadalado del monitor había unas asas que losoficiales de mantenimiento usaban parasacar la pantalla cuando había querepararla o ajustaría. Liebergot advirtióde repente que llevaba los últimosminutos agarrado a las asas como a unclavo ardiendo. Las soltó y sacudió losbrazos para restablecer su circulación

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sanguínea, aunque antes advirtió quetenía el dorso de las dos manos blanco,helado y sin sangre.

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W

Capítulo 5

Lunes, 13 de abril, 22:40 horadel Este

ally Schirra llevaba toda la veladaesperando tomarse un Cutty con

agua. Se había pasado las últimas cuatrohoras sonriendo y estrechando manos,paladeando una soda sin alcoholmientras la gente que le rodeaba seentonaba alegremente. Ahora era elmomento de que él también cogiera unacogorza, por lo menos una pequeña. ASchirra no le importaba demasiado ser

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el único ser humano sobrio en unarecepción de gala. O, si le importaba,había dejado de darse cuenta. Aquéllaera una noche de trabajo para Wally, unamás del millón de veladas en que habíaestado al pie del cañón, y como habíanaprendido los demás astronautas y élhacía mucho tiempo, beber al pie delcañón era lo mismo que beber durante eldesempeño de cualquier otro trabajo.Sencillamente, no se hacía: el riesgo demeter la pata era demasiado grande, yacabaría saliendo en algún periódico ollegaría al despacho de algún altofuncionario de la NASA. Cuandoacabara la reunión podría hacer lo que

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le viniera en gana, pero mientrassiguiera allí, estaba de servicio.

Schirra estaba desempeñando sumisión en el American Petroleum Clubde Nueva York. No era un invitado mása la fiesta, sino el orador. El exastronauta no iba a Nueva York porcualquier motivo, pero le gustaba aquelgrupo y disfrutaba asistiendo a susreuniones. Además, en esa ocasión teníaque ir a Nueva York de todos modos.Desde que se retiró de la Agencia aprincipios de 1969, Schirra se habíacomprometido con la CBS paracolaborar con Walter Cronkite en latransmisión de todos los alunizajes de

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los Apolo. Su primer trabajo fue con elApolo 11 en julio de 1969 y luego conel Apolo 12, en noviembre. Hacía tansólo dos días, Cronkite y él acababan decubrir el lanzamiento del Apolo 13. Aldía siguiente, Jim Lovell, Jack Swigert yFred Haise se prepararían para alunizary Schirra acudiría a colaborar en latransmisión.

Pero eso sería al día siguiente. Demomento, Schirra había cumplido consus obligaciones en el Petroleum Club yestaba cruzando la ciudad hacia el barde Toots Shor, en la calle 52 Oeste.Wally conocía bien a Toots y, aunqueera tarde, sabía que su acogedora

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taberna estaría hasta los topes. Schirrallegó, se abrió camino hasta la barra ypidió un Cutty con agua. El local estaballeno, como había previsto. Y comotambién sabía, justo cuando le servían lacopa, se presentó Toots, cruzando lasala con aparente urgencia. Wally lerecibió sonriendo, pero curiosamente,Toots no le devolvió la sonrisa.

—Wally, no pruebes esa copa —ledijo Shor al llegar a su lado.

—¿Qué te pasa, Toots?—Me acaban de llamar… se ha

desencadenado un infierno en Houston.—¿Qué ha ocurrido?—No lo sé a ciencia cierta, pero

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tienen algún problema. Un problemagordo, Wally. La CBS te ha mandado uncoche. Cronkite va a salir en antena y teestán esperando.

Schirra se precipitó a la puerta y vioel coche que le esperaba. Se montó en laparte trasera, dio su nombre alconductor, que asintió levemente con lacabeza y emprendió la marcha. Cuandoel automóvil llegó a la CBS, Schirra sedirigió a toda prisa al estudio y encontróa Cronkite a punto de salir en directo.

El presentador no tenía buena cara.Llamó a Schirra y le tendió una hoja deteletipo. Schirra leyó el textorápidamente: con cada frase le daba un

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vuelco el corazón. Mal asunto. Aquelloera peor que malo. Era… inaudito.Tenía miles de preguntas, pero no ledaba tiempo a hacerlas.

—Salimos en antena dentro de unminuto —le dijo Cronkite—, pero tú nopuedes aparecer así.

Schirra se miró y se dio cuenta deque todavía iba vestido de etiqueta parasus obligaciones de aquella velada.Cronkite mandó a un chico de losrecados a su camerino, que regresó almomento con una americana demezclilla muy periodística, adornadacon coderas, y una corbata andrajosa.Schirra se quedó quieto un momento

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para que le maquillaran y después sepuso la ropa de Cronkite sobre lacamisa blanca, almidonada, delesmoquin. A través de la camisa, lamezclilla le irritaba la piel, pero aquellono tenía remedio.

El realizador indicó con un gesto aCronkite y Schirra que se sentaran, y elperiodista y el astronauta se instalaronen sus puestos. Segundos más tarde, laluz roja de la cámara se encendió y laseria imagen de Walter Cronkite y la deWally Schirra, un poco desconcertado,aparecieron en las pantallas de lostelevisores de todo el país. Cronkiteempezó a leer su guión y fue entonces,

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mientras América se enteraba de losdetalles de la crisis que estabaacaeciendo a bordo del Apolo 13,cuando Schirra se hizo cargo de lasituación. En dos segundos se olvidó delpicor insoportable de la chaquetaprestada.

En el otro extremo de la ciudad, elhielo del whisky abandonado por Wallytodavía no se había derretido.

El trayecto desde el Centro Espacialde Operaciones Tripuladas hasta TimberCove, en las afueras de Houston, sehacía en unos quince minutos, pero enuna noche serena y sin circulación,

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Marilyn Lovell podía tardar once odoce. Esa noche era así, y ella sabía quellegaría a su casa a tiempo para meter enla cama a su hijo menor, Jeffrey, decuatro años, y para tener a sus hijasSusan y Barbara en casa y acostadas auna hora decente. Marilyn, como otrasesposas de astronauta, ya habíarecorrido ese camino más de mil veces,pero esa noche hubiera preferido nohacerlo.

Las cosas eran mucho más fácileslas otras tres veces que su marido habíasalido al espacio, cuando la NASAtodavía atraía poderosamente a lascadenas de televisión, que le concedían

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habitualmente todo el tiempo que quería.Marilyn, sin poder remediarlo, se sentíaengañada por lo mucho que habíacambiado todo desde entonces. Por lomenos, cuando había despegado elApolo 12 hacía cinco meses, JaneConrad había conseguido ver algunas delas transmisiones de Pete entre la Luna yla Tierra sin tener que desplazarse hastael Centro Espacial.

Para esa misión, la NASA todavíaabrigaba alguna esperanza de retener lasaudiencias multitudinarias que habíadisfrutado durante el Apolo 11, eincluso intentó mejorar sus relacionespúblicas cambiando la burda cámara en

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blanco y negro que usaron Neil y Buzzen la Luna por otra más sofisticada, encolor. La idea parecía buena, pero sólohasta que Al Bean y Pete pisaron la Lunay enfocaron accidentalmente sumaravillosa cámara nueva hacia el Sol,con lo cual se achicharró como un huevofrito y les obligó a cancelar todas lasemisiones que estaban previstas para elresto del viaje. Desde entonces, lascosas iban de mal en peor entre laNASA y las emisoras de televisión, yaunque los técnicos de la Agenciahabían equipado las cámaras del Apolo13 con filtros más potentes, paraasegurarse transmisiones

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ininterrumpidas a la Tierra, las cadenasde televisión se habían encogido dehombros ante su ofrecimiento. Gracias ala NASA, Marilyn podría ver tantocuanto quisiera a su marido durante eseviaje, pero ya no podía hacerlo desde elcuarto de estar de su casa.

Marilyn metió el coche en el caminode acceso a su casa, en Lazywood Lane,paró el motor y consultó el reloj. Erademasiado tarde para llamar a laAcademia Militar de St. John, enWisconsin, donde se hallaba el cuartode sus hijos, Jay, de quince años, paradecirle que la transmisión había ido bieny que su padre tenía buen aspecto. Jay

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sabía que, de haber pasado algo, leavisarían enseguida, pero a Marilyn legustaba hablar personalmente con él.Así que tendría que esperar hasta el díasiguiente. Marilyn mandó a Susan yBarbara a casa y apretó el paso por elcamino. Elsa Johnson, una amiga deCabo Cañaveral, estaba pasando unosdías con los Lovell y se había ofrecidopara quedarse con Jeffrey esa noche,pero Marilyn estaba deseando relevarla.Las esposas de los astronautasagradecían profundamente la amistad yla compañía mientras sus maridosestaban de servicio en el espacio, peroMarilyn no quería abusar de la

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generosidad de su amiga.—¿Qué tal estaba Jim? —le

preguntó Elsa en cuanto Marilyn cruzó lapuerta, con Barbara y Susan corriendodelante de ella.

—Fantástico —respondió Marilyn—. Contento y relajado. Parece que selo están pasando muy bien allá arriba.¿Qué tal Jeffrey?

—Ya está durmiendo. Se quedó fritoal momento.

Marilyn colgó su chaqueta en elarmario, se dirigió al cuarto de estar yse sobresaltó levemente al ver a unhombre sentado en el sofá, leyendo unarevista. Después se echó a reír y le

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saludó con la mano. Era Bob McMurrey,un funcionario de protocolo de laNASA. A los familiares de losastronautas se les asignaba siempre porrutina por lo menos a un hombre deprotocolo, cuya tarea consistía en vivircon la familia desde el momento dellanzamiento hasta el amerizaje, paraprotegerles de la prensa y de losmirones que se apiñaban en las acerasasí como para explicarles cualquiersuceso inesperado que se produjera enla misión.

Generalmente, el trabajo era intensoy McMurrey, que ya se había estrenadocon los Lovell durante el viaje del

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Apolo 8, estaba acostumbrado a pasarmucho tiempo con ellos. Con el Apolo13, sin embargo, no habían acudidocuriosos ni periodistas y, de momento,no se había producido nada inesperado.McMurrey se había pasado los últimosdías haciendo lo que hacía esa noche:sentado en el sofá, tomaba café y leíauna revista tras otra de la gran pila quehabía a su lado. A sus pies, el pastorescocés de los Lovell, Christi, rematabala escena doméstica: sesteaba, comoaceptando a ese paterfamilias prestadomientras el auténtico estaba fuera.

Marilyn deseaba un poco decompañía esa noche y había invitado por

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la mañana a su vecina, Betty Benware, aque pasara a tomarse una copa; peroBetty había declinado su invitación. Sumarido, Bob, era el jefe demantenimiento del grupo Philco-Ford,que se encargaba de las consolas ydemás equipo de Control de Misión, y lapareja se había pasado los dos últimosdías atendiendo a sus jefes, que habíanacudido a ver cómo se desarrollaba laoperación durante un vuelo real.

Aparte del hombre de protocolo, laúnica conexión directa que tenía Marilyncon el Centro Espacial durante loslargos días de la misión era unintercomunicador que la NASA había

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instalado en su dormitorio tres díasatrás. El aparato era sólo de escucha yle permitía recibir las comunicacionesentre su marido y el Capcom durante lasveinticuatro horas del día. Más delnoventa por ciento de lo que oían lasfamilias por esa línea privada eraincomprensible: montones de cifras yvectores que hasta los propioscontroladores encontraban tediosos.Pero Marilyn y las esposas de los otrosastronautas escuchaban menos por laspalabras que por el tono, el tono depreocupación, y para eso, elintercomunicador era indispensable. Aesas horas de la noche, cuando los

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astronautas iniciaban su turno de sueño,la caja sólo emitía interferencias. Y conMcMurrey cómodamente instalado en elcuarto de estar sin nada que anunciar,Marilyn pensó que podía olvidarse unrato de la misión y dirigirse a la cocinaa tomarse un café con Elsa. Pero antesde que llegara allí, se abrió la puertaprincipal y entraron Pete y Jane Conrad.

—¿Le has visto? —le preguntó Jane.—Sí, a todos —repuso Marilyn—.

Estaban muy bien. Parece que todo estásaliendo exactamente según loprogramado.

—Jim está al mando de una naveestupenda —dijo Conrad.

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—Ojalá lo hubieran transmitido portelevisión —dijo Marilyn—. Para que lagente viera el trabajo que estánhaciendo.

—Sacarán un minuto en el telediariode la noche —dijo Jane—, aunque sólosea para recordarle a la gente que estánallí.

Cuando Marilyn estaba a punto dellevarse a Jane y Pete a la cocina paradarles un café, sonó el teléfono.McMurrey fue a levantarse del sofá paracontestar pero Marilyn, que estaba máscerca, le indicó con la mano que no semoviera, sonriendo, y descolgó.

—¿Marilyn? —le dijo una voz

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precavidamente—. Soy Jerry Hammack.Te llamo desde el Centro.

Jerry Hammack y su esposa,Adeline, vivían al otro lado de la calle yeran buenos amigos de los Lovell.Hammack era el jefe del equipo derescate de la NASA, responsable derescatar los módulos de mando Apolo enel océano cuando amerizaban al final desus misiones.

—¡Jerry! —exclamó Marilyn, muysorprendida—. ¿Qué haces trabajandotan tarde?

—Sólo quería decirte que no tienesque preocuparte por nada. Los rusos, losjaponeses y otros muchos países ya se

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han ofrecido a ayudar en larecuperación. Podemos hacerlosamerizar en cualquier mar y embarcarlosen un portaaviones al momento.

—Jerry, ¿qué estás diciendo? ¿Hasbebido?

—¿No te lo ha dicho nadie?—¿El qué?—Lo del problema…En cualquier ciudad pequeña cuya

vida gira alrededor de una granindustria, las noticias de un problema enla fábrica vuelan. En los suburbios deHouston, cuya industria es el espacio, lafábrica era Control de Misión, y comolas probabilidades de que surgieran

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problemas eran altísimas, las noticiasvolaban mucho más deprisa. Cerca deallí, en casa de los Borman, el teléfonosonó casi al mismo tiempo que el deMarilyn Lovell. El comandante delApolo 8 escuchó la noticia del CentroEspacial, colgó el teléfono, y se volvióhacia Susan.

—Lovell está en apuros —dijoBorman—. Esto tiene mala pinta. Mevoy a la NASA. Tú vete a su casa.

Susan descolgó el teléfono que sumarido acababa de colgar y telefoneó acasa de sus vecinos, los McCullough,donde vivía Carmie, una amiga deMarilyn.

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—Frank dice que hay un problemaen el Apolo. Vente conmigo a casa deMarilyn —le dijo.

En la casa contigua a la de losLovell, los Benware recibieron otrallamada telefónica del Centro Espacial.

—Más vale que vayas a casa deMarilyn —le dijo Bob a su mujer, Betty,tras escuchar la noticia—. Yo me voy alCentro.

En casa de los Lovell, Marilyn,recién llegada de su paseo de veinteminutos desde el Centro Espacial, noestaba al corriente de nada.

—¿Qué problema? —le preguntó aHammack, alzando la voz—. Jerry,

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acabo de verle por la tele. ¡Todo ibaestupendamente!

En la cocina, Elsa y Jane sevolvieron.

—Eh, pues… No todo vaestupendamente. Se han producidovarios inconvenientes.

—¿Qué inconvenientes?—Bien… Básicamente un problema

de energía —empezó Hammackevasivamente—. En realidad, unproblema en un tanque de combustible.Se están quedando sin electricidad y, enfin… parece que no van a poderalunizar.

Marilyn oyó que sonaba la otra línea

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telefónica en el estudio y vio queMcMurrey se levantaba a contestar.

—Oh, Jerry… es terrible. Jim hatrabajado tanto para esto. Se va a quedartan decepcionado… —Marilyn captó lamirada de Jane, que articuló:

—¿Qué ha pasado?Marilyn levantó la mano indicándole

que esperara un segundo.—Sí, estoy seguro de ello —le dijo

Hammack—. Pero en cualquier caso, noquiero que te preocupes. Estamoshaciendo todo lo que podemos desdeaquí. —Marilyn colgó y se volvió haciaJane.

—Es terrible —dijo—. Algo se ha

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estropeado en un tanque de combustibley van a cancelar el alunizaje. Ésa era laúnica razón por la que Jim iba allá, yahora va a tener que dar media vuelta yregresar.

—Marilyn, lo siento tanto… —ledijo Jane. Las dos amigas se abrazaronfraternalmente y, por encima del hombrode Marilyn, Jane vio a Conrad yMcMurrey de pie en el estudio,hablando en susurros. Conrad parecíapálido y distraído; tenía los ojos muyabiertos.

—Marilyn —le dijo Conrad—,¿dónde está el intercomunicador?

—¿Para qué lo necesitas? —le

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preguntó Marilyn.—¿Nadie te ha dicho nada?—Sí, acabo de hablar con Jerry

Hammack. Me ha contado lo delproblema en el tanque de combustible.

—Marilyn —añadió Conrad—, estoes algo más que un problema en untanque de combustible.

Conrad la acompañó a una silla, lahizo sentarse y le explicó todo lo que leacababa de decir el hombre deprotocolo: la desaparición del oxígenodel depósito dos, los problemas con eluno, el escape, las oscilaciones, la caídade energía, del aire, y lo peor lamisteriosa explosión que lo había

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originado todo. Marilyn le escuchó y derepente sintió que se mareaba. Sesuponía que esas cosas no pasaban.Antes de que Jim se marchara, eso eraprecisamente lo que le había prometidoque nunca sucedería.

Marilyn se alejó de Conrad, sedirigió corriendo al televisor y loencendió. Instintivamente, no puso laCBS, donde estaría trabajando su amigoWally Schirra, sino la ABC, donde salíaJules Bergman, el gigante de loscorresponsales científicos. Se arrepintiócasi inmediatamente.

Descubrió que Bergman estabahablando de los mismos tanques de

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oxígeno que había mencionado Conrad,de las rotaciones de la nave y de lamisteriosa explosión. Pero a diferenciade Conrad, Bergman estaba hablando deotra cosa: de probabilidades. MientrasMarilyn le escuchaba, Bergman decía alos telespectadores que, aunque nadiepodía predecirlo con exactitud, noparecía haber más de un diez por cientode probabilidades de que la tripulacióndel Apolo 13 regresara con vida a casa.

Marilyn dio la espalda al aparato yse tapó la cara. La cifra que citaba elperiodista era bastante mala, peroaunque hubiera dado otras cifras másoptimistas, su información seguía siendo

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escalofriante. Aunque no lo reconociónadie en la habitación, Marilyn advirtióal instante que Bergman, igual queHammack y Conrad antes que él, estabausando el «tono».

En todo Houston, otras personas queno estaban en Control de Misión, ni eranparientes de los pilotos en peligro, seestaban enterando de la noticia pordistintos medios. En la azotea deledificio 16A del Centro de OperacionesTripuladas, el ingeniero Andy Saulietesestaba de acampada con otros trescolegas, jugando con un montón decarísimos aparatos de observación. Esa

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noche, como las tres anteriores,Saulietes y sus colegas estabanenfocando un potente telescopio de 35centímetros más o menos hacia la Luna,y contemplando las imágenes querecogían en una pantalla de televisión enblanco y negro. Más que nada, captabanun objeto parpadeante que se encogíarápidamente y que según susinstrumentos, se hallaba a unos 370.000kilómetros de la Tierra. Para los ojosprofanos, el objeto sería totalmenteirrelevante, pero Saulietes y los otrosestaban profundamente interesados enseguir su movimiento.

Lo que veían era la tercera fase del

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propulsor Saturn V del Apolo 13, fría,agotada y abandonada, que se alejaba dela Tierra a unos 3.700 kilómetros porhora. El sistema de motor único queformaba parte del tercio superior delcohete y había sacado a la Odyssey y elAquarius de la órbita terrestre dos díasantes, iba a estrellarse contra la Luna.En alguna parte, en una trayectoriacercana, los módulos de mando y lunartambién avanzaban, pero las naves sehallaban desde hacía tiempo fuera delalcance del telescopio de Saulietes. Enefecto, mientras Saulietes y sus colegasescrutaban el espacio, advirtieron que latercera fase casi se había desvanecido

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de su pantalla.Los hombres que estaban en la

azotea tenían un monitor decomunicaciones para seguir los avataresdel vuelo y oír los acontecimientosclave que pudieran afectar susobservaciones. El acontecimiento queestaban esperando era una expulsión deagua o de orina de la Odyssey.

Cuando el chorro de líquido residualsaliera por el costado de la nave,cristalizaría al entrar en contacto con elespacio, formando una nubecilla heladade partículas estelares que WallySchirra, en uno de sus singulares rasgosde ingenio lingüístico, había bautizado

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«Constelación Orinón».Esa noche, si la nube era lo bastante

grande y captaba bien la luz del Sol,Saulietes creía que podría localizar lanave.

Sobre las 9:35 horas de la noche,Saulietes, enfocando claramente laimagen que le llegaba por el telescopioy escuchando sólo a medias losmensajes, creyó haber oído a JackSwigert diciendo algo sobre unproblema; poco después, le pareció queJim Lovell repetía el mensaje.

Saulietes no hizo demasiado caso aesas transmisiones. Ya había seguido losviajes de los Apolo 8, 10, 11, y 12 a la

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Luna, y las naves lunares siempreestaban notificando pequeñasdisfunciones de algún tipo que requeríanla asistencia de Houston. Sin embargo,lo que sí le llamó la atención unosminutos después fue la imagen queapareció en la pantalla de su televisor.

De repente vio un resplandorinesperado, que fue creciendoregularmente. Estaba justo donde debíade estar la nave, pero era demasiadogrande para ser una expulsión de agua ode orina y nada de lo que Saulieteshabía visto en los cuatro viajes lunaresprevios se le podía comparar. Era casicomo si un halo enorme y gaseoso

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hubiera envuelto la nave,desparramándose lentamente a lo largode 40 o 50 kilómetros.

Eso hubiera sido una cantidadinmensa de orina. Saulietes tendió lamano hacia el televisor y pulsó el botónde «grabación». El equipo copiaría treso cuatro fotos de la imagen en pantalla,permitiéndole recuperarlas y estudiarlasmás tarde. Era poco probable que lasimágenes le dijeran algo a Saulietes;seguramente sería algún fallo en sutelescopio o en su monitor lo queproducía ese curioso halo. En tal caso,quería llegar al fondo del asuntoenseguida, antes de seguir lo que en

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circunstancias normales sería un vuelohabitual.

A pocos kilómetros de allí, en unaurbanización de las afueras, no muydistante de Timber Cove, Chris Kraft, eldirector adjunto del Centro Espacial, notenía más razones que Saulietes parapreocuparse por el desarrollo de lamisión lunar. Desde que había dejado supuesto de director de vuelo al inicio delprograma Apolo, Kraft había podidoencarar su trabajo con menos frenesí yno le importó ese pequeño cambio. Traspagar su tributo a las agobiantestrincheras de Control de Misión a lolargo de seis vuelos Mercury y diez

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Gemini, Kraft estaba más que contentocuando cedió el puesto a Gene Kranz yel resto del equipo de directores devuelo que habían trabajado a susórdenes.

En ese momento, Kraft se estabadando una ducha. Eran poco más de lasdiez de la noche y sus últimas noticiaseran que todo transcurría normalmenteen el Centro Espacial y en la naveApolo. En esos momentos, la tripulaciónse estaría recogiendo para pasar lanoche y Kraft pretendía hacer lo mismo.No hacía ninguna falta aguantar tumos denoche cuando estaba Gene Kranz o quienfuera que estuviera en la consola de

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dirección de vuelo. Kraft creyó oírsonar el teléfono a través de la puertadel cuarto de baño una vez, luego otra,hasta que su mujer lo cogió.

—¿Betty Ann? —preguntó la voz porel auricular— soy Gene Kranz. Tengoque hablar con Chris.

Betty Ann sabía que en la consoladel director de vuelo había una líneatelefónica externa además de la interna,y aunque no era muy común que elresponsable de una misión hicierallamadas al exterior, tampoco era algosin precedentes. Betty Ann, que ya habíavisto y oído de todo durante los años deKraft en la Agencia, no se inmutó al oír

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a Kranz.—Gene, Chris está en la ducha. ¿Le

digo que te llame luego?—No, no puedo esperar. Avísale

ahora mismo, por favor —le contestóKranz.

Betty Ann se dirigió rápidamente alcuarto de baño y se llevó a Kraft,chorreando, al teléfono.

—Chris —le dijo Kranz—, más valeque te vengas para acá enseguida.Tenemos un problema tremendo. Hemosperdido presión en el oxígeno, hemosperdido un bus y estamos perdiendo lostanques de combustible. Parece que hahabido una explosión.

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Kraft, que conocía a Kranz desdehacía años, sabía que su sucesor nodeclararía una crisis si no la había y queno sonaría tan apremiante si no hubierarazones de urgencia. Además, estabasegurísimo de que nunca le llamaríapara pedirle consejo si no lonecesitaba… Pero le había llamado.

—Aguanta firme —le dijo Kraft—,voy para allá.

El antiguo director de vuelo, quehabía acabado harto de su sillón enControl de Misión, se vistió, a mediosecar, salió corriendo de su casa y semonto en su coche. Tardó menos dequince minutos en recorrer los 16

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kilómetros que le separaban del CentroEspacial, rebasando los 90 kilómetrospor hora en su trayecto por lascarreteras oscuras del tranquilosuburbio que empezaba a adormecerse.

Durante las crisis de los viajesespaciales, particularmente en unamisión tan compleja como la lunar, loshombres de la nave y los de tierraoperaban en una especie de jerarquía dela negación. Cuando una nave hacía eltonto de repente, eran los pilotosquienes se hallaban en el centro delproblema; ellos habían oído laexplosión, o visto el escape, o las

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lecturas sobre el contenido del tanque enel panel de instrumentos, y por lo tantoeran quienes solían tener lasimpresiones más pesimistas de la crisis.Aunque ningún piloto tenía ganas deabandonar su nave o de abortar sumisión, tampoco quería apretar lastuercas de la nave más allá de lo que suexperiencia o sus sentidos le decían quedebía llegar. A continuación venían loscontroladores de las consolas deHouston. En su gran mayoría, ninguno deesos hombres había estado nunca en unanave, y desde el principio de su carrerasólo se habían basado en las cifras desus pantallas para saber qué era lo que

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iba mal en la nave que controlaban. Adiferencia de los astronautas, loscontroladores sabían que su vida, susalud y su futuro inmediato no estabaníntimamente ligados con los de la nave,y aunque eso a veces les conducía atener más fe en una nave enferma de loque ésta se merecía realmente, tambiénles otorgaba cierta distancia pararesolver los problemas, un alejamientoque los astronautas no tenían. El másalejado del problema, pero, al fin y alcabo, responsable de su resolución, erael director de vuelo.

Además de todas las reglas escritasque regían una misión, el director de

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vuelo operaba bajo una regla no escritaconocida como «modo descendente».Antes de que una misión fuera abortadaoficialmente, la doctrina del mododescendente requería que el director devuelo salvara todo lo posible sin poneren peligro la vida de los astronautas. Siuna tripulación no podía alunizar,¿podría al menos orbitar la Luna? Si nopodía realizar la órbita, ¿podría almenos pasar por el otro lado para echarun rápido vistazo? Llegar a lasproximidades de la Luna era una tareacomplicada y costosa, y si los objetivosprincipales del proyecto no podíancumplirse, el hombre que la dirigía era

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el responsable de decidir si seemprendían otros objetivos de segundoo tercer orden. Solo cuando se agotabanlas últimas opciones del mododescendente, el director de vueloabandonaba sus fantasías exploratorias ymandaba a la tripulación de vuelta a laTierra.

Durante la quincuagésimo séptimahora de vuelo del Apolo 13, mientrastodas las Marilyn Lovell y Mary Haiserecibían sus llamadas telefónicas de laNASA, cuando los Chris Kraftconducían a toda velocidad hacia elCentro Espacial y los Jules Bergmanhablaban por televisión, la jerarquía de

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la negación de la NASA seguía enmarcha. En Control de Misión, GeneKranz, de pie detrás de su consola, dabazancadas y fumaba como en losmomentos críticos, manejando elcircuito cerrado de comunicacionescomo una telefonista de pueblo en unaciudad de diez mil habitantes. Ante lasotras consolas, los controladoresobservaban sus pantallas y analizabansus datos, esperando encontrar algunasolución a los males que afectaban a laparte de la nave que teníanencomendada. Y en la propia nave, lostres hombres que estaban en el meollode la cuestión sudaban la crisis con una

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implicación en primera persona que loshombres de tierra sólo estabanempezando a penetrar.

Lo que más sudores provocaba enLovell, Swigert y Haise, cuando seacercaban a los sesenta minutos decrisis, eran el continuo bamboleo y losestremecimientos de la nave, causadospor el escape del tanque uno de O2. Enla jerga de los pilotos, los movimientosinvoluntarios se conocían como «rateo»,y mientras los controladores luchabanpor averiguar la causa de la miríada deproblemas de la Odyssey y pergeñarentre todos alguna solución de

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emergencia, Lovell seguía intentandocontrolar el rateo.

—No consigo dominar esto —gruñíael comandante entre dientes mientrasmanipulaba los propulsores, accionandolos mandos de un lado a otro.

—Todavía rateamos como undemonio, ¿verdad? —le preguntóSwigert desde el sillón central.

—Ésa es la culpable —le dijoLovell señalando con la cabeza labrillante nube de gas por la ventanilla.

—No pierdas de vista la bola —leadvirtió Swigert, vigilando los diales desu consola—. No se nos ha de bloquearel cardán.

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El instrumento que Swigert estabavigilando con tanta inquietud, elindicador de posición de vuelo,conocido como bola 8, era una pequeñaesfera marcada con los ángulos de unabrújula náutica. Los giróscopos que lacontrolaban eran el alma del sistema denavegación de la nave.

Para orientarse en el espacio, losastronautas tenían que conocer en todomomento la posición de la nave enrelación con cualquier punto del cielo.Para eso, la nave iba equipada con unsistema de dirección provisto de uncomponente estático, conocido comoelemento estable, que estaba fijado por

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inercia en un espacio relativo a laestrellas. A su alrededor había una seriede cardanes que se movían con cadamovimiento de la nave. El sistema dedirección mantenía el ordenador de abordo constantemente al día de laposición cambiante de la nave enrelación con el elemento estable y por lotanto con las estrellas, mientras la bola 8suministraba la misma información a lospilotos.

Para un vehículo que necesitabaajustar su trayectoria por fracciones degrado en su viaje de 460.000 kilómetrosa la Luna, el sistema funcionabaexcepcionalmente bien, con una pequeña

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excepción. Si la nave daba una fuerteguiñada involuntaria hacia la derecha ola izquierda, los cardanes tenían la malacostumbre de alinearse unos con otros ybloquearse en esa posición, eliminandoinstantáneamente cualquier dato quetuviera el ordenador sobre la posiciónde la nave. Un vehículo espacial sinsistema vestibular no le servía a nadie, ymenos aún los pilotos que dependían deél para volver a la Tierra, y la bola 8estaba diseñada para alertar a latripulación de cualquier riesgo debloqueo de cardanes. Además de todoslos ángulos y líneas marcados en labola, también llevaba dos discos rojos

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de níquel, a 180 grados de distancia.Cuando uno de los discos rojos

empezaba a flotar en la esfera,significaba que los cardanes estaban apunto de alinearse, y cuando el discoaparecía en el centro de la esfera,significaba que los cardanes estabanbloqueados, la referencia de posición sehabía perdido, y, al menos en términosde navegación, lo mismo le ocurría a lanave.

En ese momento, mientras Swigert,el copiloto de la nave espacial,observaba la esfera de cristal, aparecióuna sombra roja flotando por la derecha.

—Empieza a aparecer el rojo —

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avisó otra vez a Lovell.—Ya lo veo —le contestó Lovell

desviando la vista hacia el panel deinstrumentos—. Y ojalá no fuera así.

Alzó de un tirón el costado de baborde la nave y el punto rojo desapareció.

En la sala de control, losinstrumentos de dirección de la consolarecogieron los mismos nivelespeligrosos de movimiento que elindicador de posición de Lovell, y elGuido se puso en contacto con Kranzpara avisarle.

—Vuelo, aquí Guiado —llamó porel circuito cerrado.

—Adelante, Guiado —respondió

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Kranz.—Se están acercando al bloqueo de

cardanes.—Recibido. Capcom, recomiéndale

que encienda los propulsores C3, C4,B3, B4, C1 y C2 y avísale de que estározando el bloqueo de cardanes.

—Recibido —repuso Lousma, querepitió las instrucciones a losastronautas por la línea tierra-aire.

Lovell oyó el mensaje e hizo ungesto con la cabeza a Swigert, pero nodio acuse de recibo a Lousma. Mientrasel comandante seguía vigilando elindicador de posición y miraba por laventanilla, el piloto del módulo de

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mando empezó a reconfigurar lospropulsores que Lousma les habíaindicado.

—Trece aquí Houston. ¿Me habéisoído? —preguntó Lousma al no recibirrespuesta.

En la parte derecha de la cabina,Haise, cuyas responsabilidades en elmódulo de mando eran principalmente elcuidado y el mantenimiento de lossistemas eléctricos, había vuelto a suasiento, desde donde podía controlarmejor los graves problemas de energíade la nave.

—Sí —respondió el piloto del LEMa tierra, mirando a sus compañeros—.

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Lo hemos recibido.—Afirmativo —añadió Lovell

sucintamente.

Mientras Lovell y Swigert luchabancon la posición de la nave, Kranz seguíadando zancadas frente a su consola,haciendo malabarismos con otros cienproblemas que reclamaban su atención.Por el circuito cerrado del director devuelo, el Inco llamó para notificar queestaba pasando una pesadilla paramantener las antenas enfocadas con lanave que daba bandazos, debido a lafalta de energía; el oficial de control deguiado y navegación, GNC, llamó

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diciendo que se estaban acercandopeligrosamente a un desequilibriotérmico, porque uno de los lados de lanave llevaba demasiado tiemposoportando la luz directa del Sol; elEecom informó que los problemas deenergía y oxígeno que habían originadotodo el zafarrancho no se habíanestabilizado y que todo indicaba queestaban empeorando.

De todos los datos que ibanllegando, los del Eecom eran los queacaparaban la atención prioritaria deKranz. Según los boletines desesperadosde Sy Liebergot, el tanque dos deoxígeno, que se había desvanecido

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misteriosamente a las 55 horas 54minutos del inicio de la misión,efectivamente parecía haberse ido parasiempre; el tanque uno, que habíaempezado la noche a la saludablepresión de 60 kilos por centímetrocuadrado, había bajado ya casi a lamitad y seguía perdiendo presión a másde 0,07 kilos por minuto; los depósitosde combustible uno y tres estabancompletamente vacíos, el depósito dosse estaba agotando rápidamente ymientras se acababa el combustiblerestante, el bus que quedaba, el BusPrincipal A, se agotaba con él. Mientrasla nave seguía funcionando con los

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sistemas electrónicos en marcha,tragando energía, el conjunto del equipo,en precario, amenazaba con hundirsebajo su peso.

En la consola del Eecom y en la salade apoyo, Liebergot y su equipo,formado por George Bliss, Dick Browny Larry Sheaks sabían que sus opcioneseran extremadamente limitadas. Paraimpedir que el sistema eléctrico secolapsara totalmente, el Eecom siemprepodría conectar las baterías de reentradade la nave a los dos buses moribundos oagotados. Las baterías eran un fabulosoproductor de electricidad y devolveríana la nave toda su energía casi al instante.

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La pega era que sólo durarían unashoras. Si Liebergot ponía en marcha lasbaterías en ese momento, la Odyssey seempezaría a comer la gallina de loshuevos de oro, devorando la energía quenecesitaba para penetrar en la atmósferaterrestre, si es que regresaba alguna vez.

De todos modos, si no daba esepaso, el problema se agravaría muchomás. Cuando el último tanque deoxígeno empezara finalmente a agotarse,la nave compensaría automáticamente lacaída chupando a voluntad del pequeñotanque de O2 del módulo de mando quese empleaba para la reentrada. Elnombre oficial de ese depósito era

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tanque de fluctuación y su funcióndurante las horas y los días del vueloprecedentes a la reentrada consistía encompensar las fluctuaciones delsuministro principal de oxígeno,absorbiendo el exceso de gas si lapresión de los dos tanques subíademasiado o proveyendo un poco delsuyo si la presión de O2 descendíademasiado. Al final de la misión, aloxígeno del tanque de fluctuación se lesumaría el excedente de los tanques deoxígeno principales, presumiblementeintactos, suministrando a la tripulacióntodo el aire respirable necesario para lareentrada. Pero con el tanque dos vacío

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y el tanque uno bajando en picado, laOdyssey dejaría seco el tanque defluctuación. Liebergot pensó que laúnica respuesta era conectarmomentáneamente las baterías paraalimentar el bus agonizante y despuésempezar a reducir cuanto antes elconsumo de energía al máximo. Eso porlo menos disminuiría la demanda deldepósito de combustible sano ypospondría el agotamiento del sistemaeléctrico hasta que encontraran unamejor solución. Mientras el Eecomllegaba a esta conclusión, su equipo deapoyo pensaba lo mismo.

—Sy —le dijo Dick Brown por los

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auriculares—, creo que deberíamosdedicar una batería a los buses A y Bhasta que se nos ocurra algo mejor.

—De acuerdo —le contestóLiebergot—. Adelante.

—Además —continuó Brown—,creo que habría que empezar a recortarel consumo.

—Sí —dijo Liebergot. Despuésmarcó el número del director de vuelopor el circuito cerrado—. Vuelo… —dijo con cierta cautela.

—Adelante —respondió Kranz.—Creo que lo mejor que se puede

hacer ahora mismo es reducir elconsumo.

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—De acuerdo —dijo Kranz—.¿Quieres reducir el consumo, comprobarla telemetría y lo que anda bien ydespués traerla?

Liebergot sonrió levemente para símismo. ¿Traerla? ¿Kranz quería saber sitraerían la nave? Tuvo ganas de decirleque no, que tal y como pintaban lascosas, la nave estaba condenada y nuncalograrían traerla. Pero las tareas deKranz y Liebergot excluían unadiscusión de ese tipo.

Kranz tenía la responsabilidad de ireliminando cuidadosamente las tareasimposibles para la nave y Liebergot lade facilitarle una nave lo mejor

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pertrechada para ello.—Exacto —le dijo Liebergot.—¿Cuánto quieres reducir el

consumo?—En total, diez amperios, Vuelo.—En total diez amperios —repitió

Kranz. Después soltó un suave silbido.La nave chupaba sólo unos 50

amperios; Liebergot le sugería cortarleel veinte por ciento a los sistemas.Kranz conectó con el Capcom:

—Capcom, recomendamos seguir lalista de emergencia para una reducciónde consumo, de las páginas uno a cinco.Queremos recortar 10 amperios delconsumo actual.

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—Recibido, Vuelo —le dijoLousma, que abrió la comunicacióntierra-aire—. Trece, aquí Houston.Queremos que repaséis vuestra lista deemergencia, las páginas rosas, de la unoa la cinco. Reducid 10 amperios entotal.

Lovell miró a Swigert y Haise y lesdedicó una sonrisa forzada. Elcomandante y su tripulación sabían queesa misión estaba condenada, al menostal y como estaba planeada en unprincipio. Sin embargo, sabían tambiénque Houston tendría que llegar a esaconclusión por sí misma. A vecesControl de Misión tardaba un poco en

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alcanzar a los pilotos en esas cosas,pero la orden de reducir el consumo erala primera pista de que tierra estabaempezando a asumir la situación.

Lovell hizo una indicación a Swigerty el piloto del módulo de mando sedirigió a la zona de almacenamientoinferior a buscar la lista de emergencia.Los protocolos y los planes de vuelo dela misión estaban impresos en papelantiinflamable y ordenados en unacarpeta de anillas con las tapas decartón. Los cuadernos que conteníanprocedimientos no críticos estabanalmacenados en ficheros en diversaszonas de la nave; los de los

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procedimientos más vitales estabansujetos con tiras de velcro a puntosfácilmente accesibles de los mamparosde la nave. La lista de emergencia derecorte de consumo estaba en uno deesos cuadernos; Swigert lo encontró enla zona de almacenamiento inferior, lodesenganchó de su funda y se lo llevó alpuesto de mando. Mientras Haise leíapor encima de su hombro, el piloto delmódulo de mando empezó a repasar lasórdenes que adormecerían parcialmentesu nave.

—Trece, aquí Houston, ¿habéisrecibido nuestra petición de reducir elconsumo? —inquirió Lousma al no

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obtener respuesta de Swigert o Lovell.—Recibido, Jack. Estamos en ello

—le dijo Swigert.—Está en las páginas rosas, las

páginas de emergencia, de la uno a lacinco —repitió Lousma para asegurarsede que la tripulación estaba segura.

—De acuerdo —le tranquilizóSwigert.

—Reducid la energía en diezamperios de como estáis ahora.

—De acuerdo —repitió Swigert,esta vez con mayor firmeza.

Mientras Jack Swigert empezaba aapagar la primera docena de sistemas

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indicados en las páginas rosas deemergencia, Chris Kraft entraba en elaparcamiento del edificio 30, el deControl de Misión, y se dirigía a todaprisa al ascensor del vestíbuloprincipal. En cuanto llegó al segundopiso y entró en el auditorio donde habíacontrolado tantos vuelos durante tantosaños, advirtió la gravedad del problemaque estaba aquejando a esa misión.Había un grupito de hombres reunidosalrededor de la consola de Jack Lousma,el Capcom, y otros grupos mayorescerca de la del Eecom que, según dedujodesde lejos, estaba a cargo de SeymourLiebergot esa noche, y de la consola de

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director de vuelo de Kranz.Kraft se acercó al puesto de Kranz

con la deferencia de un extraño, lo cualno le resultó fácil. Como antiguo mentory jefe actual de Kranz, Kraft sabía enqué consistiría su trabajo esa noche:básicamente en lo que Kranzestableciera. Las reglas para dirigir unamisión espacial tripulada eran explícitasy, como sabían todos los controladores,quizá la más explícita y menos flexiblede todas ellas era que el director devuelo era la autoridad incuestionable detodo lo que estaba a su cargo. Uno y otrohabían redactado esa regla en 1959cuando Kraft era director de vuelo y

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Kranz estaba echando los dientes en laAgencia. Su redacción era terminante:«El director de vuelo puede hacercualquier cosa que considere necesariapara la seguridad de la tripulación y ladirección del vuelo, independientementede las reglas de la misión». Kraft habíaejercido esa autoridad de buen grado ybien a lo largo de dieciséis misiones y,al principio del programa Apolo,cuando cedió el bastón de mando dedirector de vuelo a Kranz, y le traspasósu poder.

Kraft se abrió camino a través de lasgradas de la sala de control, que sereducían como en un anfiteatro hasta

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llegar a la consola de Kranz, situada enla tercera fila; el director de vuelolevantó la vista y le saludó con lacabeza, agradecido. Kraft entonces sealejó unos pasos, conectó susauriculares a su propia consola y marcóel número de comunicación tierra-aire yel del director de vuelo para enterarsede todo lo posible.

En cuanto lo hizo, se quedó depiedra. Con excepción del fracaso delGemini 8, hacía cinco años, y el vuelodel Apolo 11 hacía tres, Kraft nuncahabía visto a un director de vuelo hacerjuegos malabares con tantas pelotas a lavez.

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—Telmu y Control, aquí Vuelo —llamó Kranz a los oficiales de controleléctrico ambiental y de navegación delLEM.

—Adelante, Vuelo —respondió BobHeselmeyer, el Telmu, desde unaconsola cercana a la de Liebergot.

—¿Quieres echar un vistazo a losinformes previos al lanzamiento paraver si descubres algo que pudiera haberproducido el escape?

—Recibido, Vuelo.—Y quiero un informe dentro de

quince minutos como máximo, breve yfácil de repasar.

—Recibido.

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—Red, aquí Vuelo —llamó Kranz alos técnicos de los ordenadores delComplejo Computerizado de TiempoReal, RTCC, el departamento de laplanta baja del Centro Espacial quealbergaba los procesadores de datosmás rápidos de la NASA.

—Adelante, Vuelo.—Necesito otro ordenador del

RTCC, por favor.—Ya tenemos una máquina

funcionando en el RTCC, y hemosbajado los PC duales.

—De acuerdo, quiero otra máquinaen el RTCC y también a dos hombrescapaces de trabajar con logaritmos ahí

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abajo.—Recibido.—GNC, aquí Vuelo —llamó Kranz.—Adelante, Vuelo —contestó el

oficial de control de guiado ynavegación.

—Dame una cantidad a tanto alzadodel consumo de los propulsores hastaahora.

—Bien, Vuelo. Todavía estamos pordebajo de los límites.

—Eecom, aquí Vuelo.—Adelante, Vuelo.—¿Qué nos dice el estado actual de

los buses?—Dice… em… dame dos minutos,

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Vuelo.—Bien. Tómate tu tiempo.

Mientras escuchaba lascomunicaciones del director de vuelo, aKraft no le sorprendió que Liebergottuviera dificultades para responder unapregunta rutinaria de Kranz. Hasta elpersonal más novato de la sala decontrol podía ver que esa emergenciaera esencialmente propia del Eecom, yesa noche las respuestas de esa consolano podían ser rápidas.

Lo que tenía ocupados a Liebergot ysu equipo de apoyo en ese momento noera inmediatamente evidente en el

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circuito de comunicaciones del directorde vuelo. En el canal del Eecom, sinembargo, todo estaba mucho másclaro… y era mucho más inquietante. Lareducción de energía de emergencia y laconexión a las baterías, que eranmedidas relativamente extremas parasostener el sistema eléctrico que sedesintegraba, al parecer no estabanfuncionando. Las lecturas de laspantallas de Sy Liebergot y su equiporevelaban que la presión del tanque unohabía descendido a 22,3 kilos porcentímetro cuadrado, e incluso eseescaso suministro era menor de lo queparecía. Los tanques de oxígeno

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requerían una presión mínima de 7,03kg/cm2 para verter el gas por susconductos y llegar hasta el únicodepósito de combustible que operaba.

Cuando se esfumaran los 15,27 kg,el valioso remanente de gas del tanquesería inútil. Peor aún, la caída uniformede presión del tanque había impedidoque se iniciara el canibalismo previstodesde el tanque de fluctuación. La nave,como un organismo afectado por unaenfermedad inmunitaria, había empezadoa devorarse a sí misma.

—Oye, Sy —dijo Bliss desde la salade apoyo—, probablemente quierasaislar el tanque de fluctuación y usar

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todo el criogénico que se pueda.Tenemos que preservar el defluctuación.

—¿Se está vaciando el tanque? —preguntó Liebergot.

—Así es —respondió Bliss conénfasis.

Liebergot gruñó y dijo:—Vuelo, aquí Eecom.—Adelante, Eecom.—Que aíslen el tanque de

fluctuación para reservarlo. Usaremostodo el criogénico que podamos.

—A ver, repítemelo —dijo Kranzescépticamente.

—Que aíslen el tanque de

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fluctuación del módulo de mando.—¿Por qué? —soltó Kranz, sin

querer aceptar todavía la inminencia dela muerte de la nave—. Sy, no loentiendo.

—Quiero usar los criogénicos almáximo.

—Eso parece lo contrario de lo queuno haría para mantener en marcha losdepósitos de combustible.

—Los depósitos de combustible sealimentan de los tanques del módulo deservicio, Vuelo. El tanque de fluctuaciónestá en el módulo de mando. Queremosreservar el tanque de fluctuación, quenos hará falta para la reentrada.

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—De acuerdo —dijo Kranz, bajandola voz—. Comprendo, comprendo. —Luego conectó resignadamente con elcircuito—: Capcom, aislad el tanque defluctuación.

—Trece, aquí Houston —llamóLousma—. Queremos que aisléis eltanque de fluctuación de O2.

Swigert dio acuse de recibo, pulsóel botón del tanque de fluctuación delpanel de reentrada y después, evaluandola celeridad de su gesto, llamó de nuevoa tierra para confirmar si había hecho locorrecto.

—¿Está desconectado el tanque defluctuación, Jack? —preguntó Swigert.

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—Afirmativo —repuso Lousma.En cuanto terminaron, los hombres

del circuito del Eecom, que habíanestado escuchándoles, intervinieron.

—George, esto tiene mala pinta —dijo Liebergot.

—Pues sí —concedió Bliss.—Vamos mal. Los estamos

perdiendo.—Sí.En las pantallas de Liebergot y

Bliss, el último tanque de oxígenoestaba por debajo de 21,09 kilos porcentímetro cuadrado y seguía bajando aun ritmo de 0,12 kilos por minuto. Conpapel y lápiz, Bliss realizó unos

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cálculos someros. Teniendo en cuenta laactual tasa de despresurización y elritmo al que se aceleraba el escape,calculó que en una hora y cincuenta ycuatro minutos el tanque caería pordebajo de los 7,03 kilos por centímetrocuadrado críticos y a partir de entoncesdejaría de ser operativo.

—Eso será el fin de los depósitos decombustible —confirmó sombríamenteBliss a Liebergot.

De todos modos, Liebergot tenía unaúltima alternativa, aunque era reacio aemplearla: podía decirle a Vuelo quedijera al Capcom que ordenara a latripulación que cerrara las válvulas de

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reactancia de los dos depósitos decombustible defectuosos. Las válvulasde reactancia regulaban el flujo deoxígeno de los tanques gigantes decriogénico a los depósitos mismos. Sino lograban descubrir la fisura queestaba vaciando el tanque uno en elmismo cuerpo del tanque o en losconductos de gas que salían de él, talvez estuviera situada más abajo, en unoo en los dos depósitos inservibles. Sicerraban las válvulas tal vez podríandetener el escape de O2, permitiendo ala Odyssey que se estabilizara yrecuperara la energía, o bien no serviríapara nada y los controladores tendrían

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que abandonar la nave y adoptar planesde supervivencia alternativos.

El problema radicaba en que cerrarlas válvulas de reactancia era unadecisión sin marcha atrás. Las válvulaseran piezas muy delicadas,cuidadosamente calibradas, que una vezcerradas no podían volver a abrirse sinun equipo de técnicos que las ajustara,las probara y certificara su capacidadpara trabajar en un vuelo espacial Comotales técnicos no estaban disponibles a370.000 kilómetros de la Tierra, ypuesto que las reglas de la misiónexigían que hubiera tres depósitos decombustible sanos para el alunizaje,

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Liebergot sabía que la sugerencia quepensaba hacer sería, de hecho, elreconocimiento formal de que la misiónse anulaba. La posibilidad de salir de lacrisis con operatividad suficiente en elmódulo de mando para siquiera realizaruna órbita lunar se había evaporado conel escape de gas desde hacía tiempo,pero desde la modesta consola de surincón de Control de Misión, aLiebergot no le hacía ninguna ilusión serel encargado de dar oficialmente latriste noticia. Sin embargo, que élsupiera, era la única opción.

—Vuelo, aquí Eecom —dijoLiebergot.

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—Adelante, Eecom.—Quiero que cierren las válvulas de

reactancia, empezando por el depósitotres, para ver si podemos detener elescape.

—¿Quieres cerrar la válvula dereactancia del depósito tres? —repitióKranz para confirmarlo.

—Si, eso es.Si le preocupó la enormidad de la

sugerencia, esta vez Kranz no lodemostró.

—Capcom —dijo sin emoción—,diles que cierren la válvula dereactancia del depósito de combustiblenúmero tres. Vamos a intentar detener el

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escape de O2Lousma acusó recibo de la orden de

Kranz y abrió el canal tierra-aire:—De acuerdo. Trece, aquí Houston.

Parece que estamos perdiendo O2 através del depósito de combustiblenúmero tres, así que vais a cerrar laválvula de reactancia del depósito decombustible tres. ¿Entendido?

En la Odyssey, Lovell, Swigert yHaise oyeron la orden e interrumpierontoda actividad. Ninguno de los tresabrigaba esperanza alguna de que nofueran a abortar la misión, pero oírcómo se lo indicaban de un modo tansimple y directo, y comprender que se

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hacía oficial, les dejó helados.—¿He oído bien? —preguntó Haise,

el especialista eléctrico, a Lousma—.¿Quieres que cierre la válvula dereactancia del depósito de combustiblenúmero tres?

—Afirmativo —respondió Lousma.—¿Quieres que dé un jaque mate y

cierre el depósito de combustible?—Afirmativo.Haise se volvió hacia Lovell y

asintió tristemente.—Es oficial —dijo el astronauta que

hasta hacía una hora hubiera sido elsexto hombre en pisar la Luna.

—Se acabó —confirmó Lovell, que

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hubiera sido el quinto.—Lo siento —añadió Swigert, que

hubiera pilotado la nave nodriza enórbita lunar mientras sus compañerosalunizaban—. Hemos hecho todo lo quese ha podido.

En la consola del Eecom y en la salade apoyo, Liebergot, Bliss, Sheaks yBrown vigilaban sus monitores mientraslos astronautas cerraban la válvula deldepósito tres de combustible. Las cifrasdel tanque de oxígeno uno confirmaronsus peores temores: el escape de Ozcontinuaba.

Liebergot pidió a Kranz queordenara que cerraran seguidamente el

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depósito de combustible uno. Kranz seavino… y el escape de oxígenocontinuó.

Liebergot apartó los ojos de lapantalla; sabía que, en último término,había llegado el final. Si la explosión, lacolisión con el meteorito o cualquieraque fuera la causa de la avería de lanave se hubiera producido siete horasantes o una hora más tarde, hubierahabido otro Eecom en la consola en elmomento de realizar esa ejecución. Peroel accidente ocurrió a las 55 horas, 54minutos y 53 segundos del inicio de lamisión, durante la última hora de un

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turno que, por absoluta casualidad de laprogramación, pertenecía a SeymourLiebergot. Y ahora él, sin habercometido ningún error personalmente,estaba a punto de convertirse en elprimer controlador de vuelo de lahistoria del programa espacial tripuladoque perdería la nave que estaba a sucargo, una calamidad que cualquiercontrolador pugnaba en toda su carrerapor evitar. El Eecom se volvió a suderecha, hacia Bob Heselmeyer, eloficial de control ambiental del LEM.Mientras Liebergot miraba de nuevo lapantalla de Heselmeyer, no pudo evitarpensar en aquella simulación, aquella

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terrible simulación que casi le habíacostado el puesto hacía unas semanas.

—¿Te acuerdas de cuandotrabajamos en aquellos procedimientosde salvamento? —le preguntó Liebergot.

Heselmeyer le dedicó una miradavacía.

—Los procedimientos desalvamento en el LEM que hicimos enaquella simulación… —repitióLiebergot.

Heselmeyer seguía en blanco.—Creo —dijo Liebergot— que es

hora de desempolvarlos.El Eecom se acorazó, abrió la

comunicación y llamó a su director de

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vuelo.—Vuelo, aquí Eecom.—Adelante, Eecom.—La presión del tanque uno de O2

ha bajado a 20,88 —dijo Liebergot—.Más vale que empecemos a pensar enmeterlos en el LEM.

—Recibido, Eecom —contestóKranz. Después llamó a los oficiales decontrol eléctrico ambiental y dedirección del LEM—: Telmu y Control,aquí Vuelo…

—Adelante, Vuelo.—Quiero que pongáis a trabajar a

varios técnicos para que calculen cuántaenergía necesita el LEM para

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asegurarles la supervivencia.—Recibido.—Y quiero personal a cargo del

LEM las veinticuatro horas.—Recibido, también.Mientras tenía lugar esta

conversación, Jack Swigert, sentado ensu butaca central de la Odyssey,consultaba su panel de instrumentos ydescubrió que las lecturas de oxígeno,ya malas en tierra, en la nave erandesastrosas. Entornando los ojos en laoscuridad creciente de la cabina de lanave, baja de potencia, cuya temperaturahabía bajado a 15 grados, Swigert vioque la presión del tanque uno alcanzaba

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apenas 14,41 kilos por centímetrocuadrado.

—Houston —llamó, reanudando lacomunicación—, parece que la presióndel tanque uno de O2 está apenas porencima de los 14. ¿Os parece ahí quesigue bajando?

—Está cayendo lentamente a cero —respondió Lousma—. Estamosempezando a considerar que uséis elLEM como bote salvavidas.

Swigert, Lovell y Haiseintercambiaron un asentimiento decabeza.

—Sí —dijo el piloto del módulo demando—, nosotros también lo

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estábamos pensando.Con el consentimiento de tierra de

que abandonaran la nave, la tripulaciónno perdió tiempo en prepararse.Asumiendo que los tres hombresalbergaran alguna esperanza de regresara la Tierra, no podían limitarse ainstalarse en el LEM y dejar a la navenodriza moribunda abandonada como uncoche sin gasolina en una carreteritasecundaria. Más bien, puesto quehabrían de utilizar la Odyssey al finaldel viaje para reentrar en la atmósfera,deberían desconectar uno a uno losmandos y los sistemas para preservar elfuncionamiento de todos los

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instrumentos y mantenerlos ajustados. Encondiciones ideales, podrían efectuar eltrabajo entre los tres; pero en aquellasituación, Swigert tendría que hacersecargo de todo, porque había que dejar laOdyssey abandonada y cerrada y almismo tiempo poner en marcha elAquarius, lo cual era una tarea querequería a dos personas y que debíarealizarse antes de que expirara elmódulo de mando.

Lovell y Haise fueron flotando hastala zona de almacenamiento inferior de laOdyssey y penetraron en el LEM, desdedonde habían emitido su feliz programade televisión apenas dos horas antes.

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Haise se instaló en su puesto, en elasiento derecho de la nave y supervisóel panel de instrumentos apagado.Lovell se dirigió a su puesto de laizquierda.

—No pensaba volver aquí tan pronto—dijo Haise.

—Basta con que te alegres de queesté aquí para poder volver —le dijoLovell.

Lovell sintió una breve oleada deoptimismo ante la perspectiva demandar una nave sana, pero Houstonestaba a punto de aniquilársela. EnControl de Misión era la hora delcambio de turno: los controladores de la

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tarde cederían su puesto a los de noche.Según lo establecido para ese vuelo, elEquipo Negro de Glynn Lunneysustituiría al Equipo Blanco de GeneKranz en la rotación de los cuatroequipos. Lunney, a su vez, seríasustituido ocho horas más tarde por elEquipo Dorado de Gerald Griffin, aquien relevaría el Equipo Marrón deMilt Windler. En ese momento, todoslos técnicos de repuesto del grupo deLunney se dirigían a sus puestos portoda la sala, enchufaban sus auricularesa las clavijas auxiliares y permanecíande pie, en silencio, junto a los hombresagotados que estaban de servicio desde

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las dos de la tarde. En la consola deldirector de vuelo, el propio Lunney sepreparó para sustituir a Gene Kranz. Enla del Eecom, Clint Burton se acercó aLiebergot y le puso una mano en elhombro, en un gesto de solidaridad;Liebergot levantó la vista, le dedicó unadébil sonrisa, se apartó de la consola yle cedió la silla con un compungidoencogimiento de hombros. Burtonasintió, se sentó ante la pantalla y, encuanto lo hizo, descubrió que lasituación se había deterioradomuchísimo.

—George —le dijo a Bliss, queseguía de guardia en la sala de apoyo—,

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¿cuánto tiempo le queda al tanque?—Em… —Bliss se atascó, consultó

sus lecturas y calculó el caudal delescape—. Algo más de una hora. Ahorava a otro ritmo.

—No lo he visto —dijo Burton, conincredulidad, cruzando una mirada deasombro con Liebergot.

—Aquí nos marca un nuevo ritmo,Clint —repitió Bliss.

—Vale. Me gustaría que localcularas lo más ajustadamente posible.

—Recibido.Mientras Bliss hacía sus cálculos,

Burton no quiso transmitir las nuevasestimaciones a la tripulación y, poco

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más tarde, se alegró de no haberlohecho. Al comprobar las lecturas deoxígeno, Bliss advirtió que el caudal delescape aumentaba de 0,11 kilos porminuto a 0,21 o más.

—Eecom —llamó Bliss—, al tanqueuno le quedan algo menos de cuarentaminutos. —Tras una breve pausareanudó la comunicación—: El caudaldel escape sigue creciendo sin parar,Eecom. Ahora calculo que nos quedansólo unos dieciocho minutos.

Instantes más tarde, la voz de Blissllegó a oídos de Burton: los dieciochominutos se habían convertido en siete. Yun minuto después, los siete se habían

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reducido a cuatro.—Vuelo, aquí Eecom —dijo Burton.—Adelante.—Tenemos que abrir el tanque de

fluctuación. La presión está cayendo.—¿No preferirías que respiraran el

del LEM? —le preguntó Lunney.—¡Primero hay que meterles en el

LEM! —acució Bliss a Burton por losauriculares.

—Vuelo —repitió Burton—,primero hay que meterles en el LEM.

—¡Capcom, mándalos al LEM! —ordenó Lunney—. ¡Tenemos que usar eloxígeno del LEM!

—Trece, aquí Houston —llamó

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Lousma a Swigert. Todavía no le habíanrelevado en la consola del Capcom—.Tienes que irte al LEM.

Swigert oyó la orden de Lousmapero no tenía intención de obedecerinmediatamente. Sabía que podríasobrevivir cierto tiempo con el aire quequedaba en la cabina del módulo demando, y no estaba dispuesto amarcharse sin terminar de desconectarlos aparatos. Así que contestóevasivamente:

—Fred y Jim ya están en el LEM.Mientras Swigert aceleraba sus

manipulaciones, Lovell y Haise seencargaban de poner en marcha el LEM.

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El primer paso era la plataforma dedirección. El Aquarius estaba equipadocon un sistema de dirección de trescardanes, esencialmente idéntico al dela Odyssey. Antes de usar la plataforma,el protocolo de encendido exigía que elpiloto del módulo de mando, Swigert,anotara la orientación y las coordenadasde la plataforma de dirección de su navey se les gritara a través del túnel alcomandante, que estaba en el LEM,Entonces el comandante debería realizarvarías computaciones de conversiónsobre cada coordenada para reflejar laorientación ligeramente distinta delLEM y el módulo de mando y después

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introducir las cifras reconvertidas en elordenador del LEM. Si no se hacían loscálculos y no se introducían las cifrasantes de que la Odyssey se quedarainerte, la información de su ordenadorse perdería para siempre.

Compitiendo con la muerte deltanque, Lovell arrancó una hoja enblanco de un plan de vuelo y se sacó unbolígrafo del bolsillo de la manga de sutraje espacial. Interrumpiendo el peloteode datos de Swigert y Lousma, Lovellpidió las primeras coordenadas derumbo y Swigert se apresuró a dárselas.Pero, mientras el comandante copiabalos números en su hoja de papel y se

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preparaba para realizar los cálculosnecesarios, le asaltó una incertidumbremomentánea y desacostumbrada. ¿Sabríaefectuar los cálculos correctamente?¿Serían acertadas sus cifras? Tres porcinco quince, ¿no? 175 menos 82 son 93,¿verdad? Con los segundos volando ytanta responsabilidad en aquelloscálculos rudimentarios, de repenteLovell se dio cuenta de que estabadudando de su capacidad para sumar yrestar.

—Houston, tengo unos números paravosotros, pero quiero que comprobéismi aritmética.

—De acuerdo, Jim —le dijo

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Lousma, algo confuso.—El ángulo de rotación es menos

dos grados —dijo Lovell, consultandosu hoja—. Los ángulos del módulo demando son 355,57; 167,78 y 351,87.

—Recibido, los copio.Se produjo un silencio en la línea

mientras los hombres de la consola deguiado, sin ser invitados, comprobabanlos cálculos de Lovell y levantaban elpulgar para contestar a Lousma.

—Bien, Aquarius, tu aritmética escorrecta.

Lovell indicó a Haise queintrodujera los números en el ordenador,consiguió el resto de las coordenadas de

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Swigert y, durante los minutossiguientes, los astronautas trabajaronfrenéticamente, tocando clavijas,palancas, interruptores de circuito ycualquier otra tecla o dial necesariospara reconfigurar la nave lunar. Fue unproceso caótico, mientras tierra dictabainstrucciones a gritos a la tripulación,los astronautas hacían preguntas a vocesy las dos vías de comunicaciónchocaban por el camino, impidiendo latransmisión de información en ambasdirecciones.

Glynn Lunney, momentáneamenteperdido en aquel guirigay, ordenó porinadvertencia que pararan los reactores

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de control de posición de la Odysseyantes de que encendieran loscorrespondientes en el Aquarius y,durante un instante fugaz, el Aquariuscorrió el peligro de balancearse comoun borracho hasta el bloqueo decardanes. Sin embargo, al final, lasnaves gemelas estuvieron dispuestas, otodo lo dispuestas que los astronautaspudieron lograr en aquel plazoinhumanamente corto, y Lovell avisó aHouston.

—Listos —dijo a Lousma—. ElAquarius está en marcha y la Odysseycompletamente parada según losprocedimientos que le has dictado a

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Jack.—Recibido, tomamos nota —

respondió Lousma—. Es exactamente loque queríamos, Jim.

En la Odyssey, oscura y silenciosa,Swigert echó un vistazo a su alrededor.A decir verdad, allí era donde él queríaestar. Entre los astronautas enviados a laLuna, solía existir cierto pique acerca decuál de los dos pilotos sería designadopara alunizar y cuál para realizar latarea menos espectacular de quedarse deguardia en la órbita lunar. Algunos delos pilotos del módulo de mandosentían, sin poder remediarlo que el

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servicio en la órbita lunar, menosatractivo, era una especie de ofensa asus habilidades profesionales. Al fin yal cabo, ¿no enviaría la NASA a suspilotos más expertos a realizar las tareasmás arriesgadas de sus misiones…?

Swigert nunca lo había consideradoasí. Le gustaba su trabajo y estabaorgulloso de él. Desde luego, carecía enparte de la espectacularídad de lamisión del comandante o de la del pilotodel LEM, pero también tenía suscompensaciones. El piloto del módulode mando era básicamente el conductorde aquella absurda expedición; elnavegante, el que llevaba sanos y salvos

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a los dos astronautas que descenderían ala Luna al punto exacto donde el módulolunar se separaría para llevarles a lasuperficie, y quien debía acudir arecibirles cuando regresaran. Y, puestosa dramatizar, el piloto del módulo demando debía tener bastantes agallas pararegresar a la Tierra solo en su nave sisus compañeros no lograban volver. ASwigert le habían confiado una navemaravillosa para efectuar todas esastareas y en ese momento la suerte y lascircunstancias le arrebataban esevehículo. Hasta el momento en que él,Lovell, Haise y la NASA lograran idearel modo de resucitar la Odyssey, él, al

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igual que Bill Anders, el piloto del LEMsin LEM del Apolo 8, sería un piloto demódulo de mando sin módulo de mando.Swigert se coló por el túnel, dejando laOdyssey helada, y entró en el Aquarius,que empezaba a caldearse,descendiendo flotando entre Lovell yHaise.

—Ahora es cosa vuestra —dijo.

Sentado frente a la consola dedirector de vuelo, Glynn Lunney sepermitió un momentáneo respiro dealivio… aunque breve. Su tripulaciónacababa de mudarse de una nave dondeno tendría posibilidad de sobrevivir ni

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unos minutos a otra dondeprobablemente no sobreviviría más deunos días. Sabía que había muchadiferencia, aunque en última instanciaera sólo teórica. Lo que más preocupabaa Lunney en ese momento no era lacapacidad de supervivencia que ofrecíael LEM. El oxígeno, el agua y la energíadel vehículo podían ser suficientes o nopara mantener con vida a los treshombres durante el tiempo quenecesitaran para regresar a la Tierra,aunque ellos tardarían lo suyo enresolver ese problema. Lo quepreocupaba a Lunney era la trayectoriaque llevaba la nave.

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Cuando se abortaba una misiónlunar, había varios modos para conducira la Tierra a una nave en apuros. Elmétodo más directo era el llamadoaborto directo, que consistía en que losastronautas con rumbo a la Luna dieranmedia vuelta al módulo de mando yencendieran el motor hipergólico de 41HP a todo gas durante cinco minutoscomo mínimo. El objetivo de lamaniobra era detener completamente lanave, que se desplazaba a 46.000kilómetros por hora, y después hacerlaavanzar a la misma velocidad endirección opuesta. Una de lasalternativas al aborto directo en el

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espacio era la circunvalación lunar. Encaso de que la nave estuviera demasiadocerca de la Luna para intentar lamaniobra anterior, la trayectoria deregreso libre que habían seguido todaslas naves desde el Apolo 8 consistía endar la vuelta a la Luna aprovechando sugravedad y después hacerla salirdespedida hacia la Tierra. Estamaniobra requería mucho más tiempoque el aborto directo, pero tenía laventaja de que no exigía encender losmotores, ni dar media vuelta en plenovuelo, ni de hecho tampoco hacía faltaque la tripulación hiciera absolutamentenada más que proseguir su viaje.

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En el Apolo 13, la opción de regresolibre tenía ciertas limitaciones. El cursoirregular de la nave rumbo a Fra Maurola desviaba de la ruta de la órbitagravitatoria adecuada para el regresodespués de dar una vuelta a la Luna; surumbo la haría pasar por detrás delsatélite y salir disparada en dirección ala Tierra, pero con una desviación de74.000 kilómetros sobre las formacionesnubosas terrestres. Para esassituaciones, el plan de vuelo lunarincluía un proceso conocido porencendido PC+2. Dos horas después delpericintio, el máximo acercamiento a lacara oculta de la Luna, la nave

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encendería sus motores, modificando surumbo sólo lo suficiente para colocarlaen la trayectoria de regreso libre y, depaso, acortar la duración del vuelo a laTierra.

A los planificadores de vuelo de laNASA les gustaba disponer de todasesas opciones; de hecho, las maniobrastan críticas como los encendidos deaborto para el regreso a la Tierrarequerían las tres. En aquel caso, noobstante, parecía que habrían deprescindir de una de ellas.

Prácticamente todos los protocolosde aborto incluidos en los planes devuelo y puestos en práctica por los

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astronautas daban por supuesta ladisponibilidad de un componente muyimportante del equipo: el motorprincipal gigante del módulo deservicio. El regreso a la Tierrarequeriría toda la potencia que el cohetehipergólico pudiera suministrar, pero elpropulsor principal del Apolo 13probablemente estaría descargado. Si laexplosión que había estremecido la naveno había reventado el motor, el recortede energía, casi con toda seguridad,eliminaba toda posibilidad deencenderlo.

El LEM también tenía motor, desdeluego; en realidad el LEM tenía otros

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dos motores, uno para la fase de ascensoy otro para la de descenso, pero el LEMno estaba diseñado para ese tipo dedesplazamiento. Era posible dar lavuelta a las naves acopladasencendiendo los motores de alunizajepor sacudidas, pero una puesta enmarcha a toda máquina para algo tancrucial como el regreso a la Tierra…era una maniobra que los ingenieros senegaban siquiera a considerar. Sinembargo, a menos que se les ocurrieraalgún método para resucitar el motoraveriado del módulo de servicio, laúnica solución para recuperar a losastronautas era encender el motor del

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LEM para que impulsara a las dosnaves; y la maniobra, nunca ensayada,habría de planearse, trabajarse yejecutarse bajo el control de Lunney.

—Muy bien, atención todo el mundo—dijo con sobriedad Lunney por elcircuito cerrado general—, tenemos unmontón de problemas de granenvergadura que solucionar.

En Timber Cove, a las afueras deHouston, la casa de Jim y MarilynLovell había empezado a ser invadidapor vecinos y amigos, empleados de laNASA con sus respectivas esposas yfuncionarios de protocolo con sus

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ayudantes. Primero se presentó SusanBorman, después Carmie McCullough yBetty Benware. Marilyn saludaba a cadanuevo visitante, preguntándosefugazmente cómo se habían enteradotodas aquellas personas de una noticiaque acababan de comunicarle a ella, laesposa del hombre en peligro, yentonces volvía a sonar el timbre yllegaba más gente y Marilyn se repetíala misma pregunta. Los recién llegadosse sumaron a Elsa Johnson, los Conrad ylos demás para eludir a los periodistas,responder a las constantes llamadastelefónicas y atender a la mujer delastronauta que, según Jules Bergman,

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tenía un noventa por ciento deprobabilidades de no salir vivo deaquella situación.

Mientras los amigos se encargabande Marilyn, en realidad muy pocoshablaron con ella directamente, lo cualera un alivio tanto para ella como paraellos. Aparte de los comentariostranquilizadores de rigor, nadie tenía lamenor idea de qué frases de alientoofrecerle que sonaran ni remotamenteciertas, y Marilyn no quería que lointentaran.

Las únicas respuestas realesdisponibles procedían de la televisión yella no se había apartado de la pantalla,

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excepto un instante, hacía una horaaproximadamente, cuando acudió alcuarto de baño, cerró la puerta y searrodilló en el suelo para rezar. Duranteel breve tiempo transcurrido desde elaccidente, nadie excepto Bergman, nidesde la NASA ni por otro canal detelevisión, aparte de la ABC, había dadounas previsiones tan catastróficas sobrelas probabilidades de supervivencia delos astronautas, pero eso notranquilizaba demasiado a Marilyn. Encierto modo, ella le había otorgadomucha importancia a las palabras delagorero periodista, como si lasopiniones optimistas de los demás no

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tuvieran peso alguno hasta que Bergmanse retractara de sus fúnebrespredicciones. Y de momento, no parecíamuy inclinado a hacerlo.

«Estamos viendo las imágenes delCentro Espacial de OperacionesTripuladas, cuyo vuelo, impecabledurante las primeras 56 horas, se haconvertido en la única auténticaemergencia desde el del Gemini 8 —decía Bergman—. Éste es el vigésimotercer viaje espacial norteamericano, yhasta el momento, es el primero quepodría poner realmente en juego la vidade los astronautas. En efecto, losastronautas han tenido que abandonar el

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módulo de mando e instalarse en elmódulo lunar. Ahora la cuestión es sabercuánto durará el oxígeno del módulolunar, puesto que el suministro del LEM,para tres hombres, durará cuarenta ycinco horas como máximo».

Bergman dio paso al corresponsal enHouston, David Snell, que se hallabadelante de un panel con un diagrama delmódulo lunar, pero Marilyn ya no quisoescuchar nada más. Ella no tenía tantosconocimientos como su marido o suscolegas sobre los viajes espaciales,pero ya sabía lo suficiente: 45 horaseran aproximadamente la mitad de lasnecesarias para que regresaran a la

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Tierra. Si no inventaban algo pronto, laúnica oportunidad entre diez queBergman otorgaba a la tripulación sereduciría rápidamente a cero.

De repente, los pensamientos deMarilyn vagaron hasta el piso superiorde su casa. La barahúnda de su cuarto deestar duraba ya más de media hora ynadie había subido aún a ver a los niños.Los hijos de los astronautas ya estabanacostumbrados a que su casa seconvirtiera en el centro de reunión delgran clan de la NASA durante los viajesespaciales, pero generalmente losamigos no llegaban a esas horas de lanoche ni en masa, ni tampoco sonaba

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nunca tanto el teléfono.Marilyn, un poco aturdida, llamó a

su vecina Adeline Hammack y le pidióque subiera a echar un vistazo a losniños. Adeline atisbo por la puerta delos dormitorios y vio a Susan, de onceaños, que estaba profundamentedormida, pero su hermanito Jeffrey, decuatro, no.

—¿Por qué ha venido tanta gente? —preguntó el niño.

Adeline se sentó en su cama.—Ya sabes adónde va a ir tu papá,

¿verdad?—A la Luna —respondió Jeffrey.—¿Y sabes lo que piensa hacer

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cuando llegue allí?—Pasearse.—Exacto. Bueno, por lo visto se ha

roto algo en la nave y van a tener quevolver. Al final no podrá pisar la Luna,pero la ventaja es que volverá a casaantes de lo previsto. Tal vez el viernes.

—Pero él me dijo… —protestóJeffrey, sentándose.

—¿Qué te dijo?—Que iba a traerme una roca de la

Luna.Adeline sonrió.—Ya lo sé. Y también sé que le

encantaría. Pero esta vez es probableque no pueda ser. Tal vez cuando

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crezcas puedas ir tú y traerle una a él.Adeline volvió a acostar a Jeffrey,

salió sin hacer ruido de su habitación yse dirigió de puntillas al cuarto deBarbara, de dieciséis años, que parecíaprofundamente dormida. Pero no parecíaque llevara así mucho tiempo. Barbaraestaba metida en la cama, con la cabezaen la almohada y los ojos cerrados, peroAdeline advirtió algo más: apretaba unaBiblia bajo el brazo.

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T

Capítulo 6

Martes, 14 de abril, 01:00hora del Este

om Kelly se fue a dormir antes delas once la noche del 13 de abril y

no quería que se le molestara. Durantelos últimos meses se acostaba mástemprano y se levantaba más tarde de lohabitual, y le parecía estupendo.

No es que Kelly se quejara de loshorarios que había llevado hastaentonces, aunque efectivamente habíatrabajado de diez a doce horas diarias

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durante nueve años, sin pensar siquieraque se pudiera vivir de otro modo. Asíse funcionaba en Grumman Aerospace,en Bethpage, Long Island, desdeprincipios de los sesenta, cuando laempresa consiguió el contrato parafabricar el llamado módulo de paseolunar, la curiosa nave artrópoda pensadapara llevar al hombre a la Luna antes de1970.

Al principio, Grumman no habíaquerido tener nada que ver con ningúnLEM. Desde el día en que el presidenteKennedy había anunciado su exorbitanteplan de explorar la Luna, la compañía lehabía echado el ojo al auténtico gran

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premio de la ingeniería: el módulo demando del Apolo, la nave nodriza quellevaría al frágil vehículo lunar hasta lasproximidades de la Luna y luego loesperaría en órbita mientras éstealunizaba y regresaba al espacio. Porsupuesto, para la prensa y loscontribuyentes, la nave orbital no teníatanto atractivo como el vehículomultípodo saltacráteres lunar. Pero aGrumman no le importaban laspreferencias del público sino la opiniónde sus accionistas, y para una compañíaque tenía que pagar dividendos ypresentar informes financieros anuales,la construcción de una nave nodriza que

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la NASA usaría durante años, para susmisiones lunares, en la órbita terrestre ypara las estaciones espaciales teníamucho más significado económico queel diseño de un vehículo lunarespecializado que sólo serviría para esepropósito, suponiendo que llegara aconstruirse.

Desde luego, Grumman no era laúnica empresa que codiciaba hacersecon el encargo de construir la naveorbital. Otra de las firmas interesadasera North American Aviation, deDowney, California. Grumman sabía queNorth American era un formidablecontrincante, y cuando se presentaron

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los proyectos y se extendieron loscontratos, fue el coloso californianoquien se llevó el gato al agua. En laindustria aeroespacial nadie sabíacuántas naves construiría NorthAmerican para la administración, perotras más de ocho años de investigación ydesarrollo, y la perspectiva de realizardocenas de viajes tripulados y notripulados, la empresa había encontradoun filón, en opinión de todo el mundo.Un año después, tal vez como premio deconsolación, o puede que porque NorthAmerican ya tenía entre las manos sutrofeo, Grumman fue elegida paraconstruir el menos codiciado vehículo

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lunar, recibió el contrato de laadministración, la felicitación de suscompetidoras y bastantes sonrisitas, porsu buena suerte, de parte del resto de lacomunidad dedicada a la ingeniería.

En los años posteriores, lassonrisitas cesaron y desde marzo de1969, cuando los astronautas del Apolo9, Jim McDivitt, Dave Scott y RustySchweickart pusieron en órbita terrestreel primer LEM tripulado, lo separarondel módulo de mando y recorrieron supropia órbita por separado, la navehabía sido la niña bonita del públicoaeronáutico.

La primera hazaña del vehículo

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lunar había sido tan brillante que laNASA decidió intentar otras maniobrasexperimentales, como que las navesensambladas no fueran propulsadas porel enorme motor de propulsión deservicio de la nave nodriza, sino por elmodesto motor de alunizaje del LEM. Alfin y al cabo, también entraba dentro delo posible que la fiable nave orbital deNorth American necesitara unempujoncito de emergencia del modestomódulo de Grumman.

A partir del Apolo 9, ninguna navenorteamericana había despegado sin suLEM, y los cinco vuelos de los últimostrece meses habían empezado a cobrarse

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su tributo entre Kelly y el personal deGrumman. La empresa tenía tres equipostrabajando las veinticuatro horas deldía, controlando todos los vuelos delLEM: un equipo en una sala, anexa aControl de Misión, otro en un edificioanejo, cerca del campus del CentroEspacial, y otro en Bethpage. Un jefe deingenieros como Kelly tenía que estardispuesto a visitar frecuentemente y deforma indistinta estos emplazamientoscualquier día de la semana, y cuandodespegó el Apolo 13, la compañíacomprendió que no podía exigir a susdirectivos que mantuvieran ese ritmoindefinidamente.

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Como recompensa por sus horas dededicación, Grumman decidió enviar aalgunos de sus empleados más valiososa pasar un año sabático en el Instituto deTecnología de Massachusetts, pararecuperar aliento y estudiar gestiónindustrial. Kelly fue de los primerosingenieros jefe elegidos para eseprograma y estaba muy ilusionado con elcambio.

Durante los últimos días, Kellyhabía seguido la misión del Apolo 13desde su habitación en Cambridge, ysabía que la noche del 13 de abril JimLovell y Fred Haise visitarían el LEMpara realizar una inspección inicial y

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una transmisión televisada a la Tierra. AKelly le habría gustado presenciar laapertura de la escotilla, como en vuelosanteriores, pero las cadenas detelevisión no iban a transmitir elprograma, y los dos únicos sitios dondepodría haberlo visto eran Bethpage yHouston. Sus colegas de Grumman,como los hombres de las consolas deControl de Misión, presenciarían latransmisión, y Kelly sabía que lellamarían por teléfono si algo salía mal,pero para alguien que había asistido alcorte de la primera pieza del primerLEM, aquello era un pobre sucedáneo.

No obstante, en los meses iniciales

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de su exilio voluntario en Cambridge,Kelly comprendió que habría de ser asíy, después de esperar levantado a queacabara la inspección del LEM a la horaprevista, se fue a la cama.

Pero su teléfono sonó poco despuésde la una de la madrugada. El ingenieroabrió un ojo, miró qué hora era ydescolgó. Embotado, gruñó por elreceptor.

—Tom —se oyó una voz por la línea—, despierta. Deprisa.

Kelly la reconoció instantáneamente:era Howard Wright, otro ingeniero deGrumman que disfrutaba del añosabático en el MIT.

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—Howard… ¿Qué pasa?—Hay un problema muy grave, Tom.

Gravísimo. Ha habido alguna clase deexplosión en el Trece. Se han quedadosin energía, sin oxígeno y han tenido queabandonar la nave e instalarse en elLEM.

—Pero ¿qué dices? —preguntóKelly, completamente despierto.

—Eso mismo. Lovell, Swigert yHaise están en una situación crítica. Hehablado con Grumman y quieren quevayamos para allá enseguida. Nosespera una avioneta en Logan y tenemosque salir inmediatamente.

Kelly se sentó en la cama

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sobresaltado y, todavía con Wright alteléfono, puso en marcha la radio de lamesilla de noche. Comprendió deinmediato que su amigo estaba en locierto. La emisora de noticias estabaradiando lo que parecía ser una rueda deprensa desde Houston.

Kelly manipuló el selector ydescubrió que las demás emisoras deonda media también la estabantransmitiendo. Oyó las preguntas de losreporteros a los representantes de laNASA y, por lo que pudo sacar en claro,sus respuestas no sonaban alentadoras.

… —¿Podría decirnos cuál ha sidola causa del problema? —preguntaba un

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periodista de la emisora que captó Kellyal azar—. ¿Podría causar un incidentecomo el acaecido esta noche la colisióncon un meteorito?

—Sea lo que fuere lo sucedido,parece haber sido algo muy violento —respondió una voz; sonaba como la deJim McDivitt, el comandante del Apolo9 y director en funciones de la oficinadel programa Apolo—. No quiero decirque haya sido eso lo que ha pasado, meentiende… pero sí que existe laposibilidad.

—Tampoco hemos podidoreconstruir el incidente —prosiguió otravoz, que parecía la de Chris Kraft—,

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porque de momento nos preocupa máscontrolar la situación.

—Una pregunta para Jim McDivitt—intervino otro periodista (así que eraMcDivitt)—: ¿Cuánta energía y cuántooxígeno hay en el LEM?

—Depende de cómo laaprovechemos —repuso McDivitt—.Tenemos cuatro baterías para la fase dedescenso del LEM y otras dos para la deascenso. En cuanto al oxígeno, tenemosveintidos kilos en los tanques dedescenso y medio kilo en cada uno delos tanques de ascenso.

—Si la comparamos con otrasemergencias, Chris —(así que era Kraft)

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—, por ejemplo la reentrada indebida deScott Carpenter, el atascamiento delpropulsor del Gemini 8 o el problemade John Glenn con el equipo deretropropulsión, ¿cómo clasificaría estasituación? —Se produjo una larga pausaen las ondas.

—Yo diría… —respondiófinalmente Kraft— que ésta es lasituación más seria que hemos tenidonunca en el programa de vuelostripulados.

Tom Kelly apagó la radio, cerró losojos y habló por teléfono:

—Howard, vámonos al aeropuerto.

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Chris Kraft no estaba de humor paradirigir una rueda de prensa esa noche.Sospechaba que no tenía más remedio;en realidad, sabía que tenía que hacerlo.En las otras emergencias sobre las quelos medios de comunicación solíanpreguntarle, el vuelo de Carpenter, eldel Glenn, o el propulsor averiado delGemini 8, no había habido tiempo paradiscutir con los periodistas. Aquellasemergencias se habían producido en laórbita terrestre, donde los astronautasestaban a no más de media hora de untranquilo amerizaje, y cuando la crisisse reconducía hacia la normalidad y él

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podía dedicarse a dar explicaciones, lascápsulas ya estaban flotando en el mar ylas cámaras tenían cosas mejores quefilmar que las respuestas del director devuelo.

Pero los acontecimientos de esanoche iban mucho más despacio y, encuanto se enteraron de que había unproblema a bordo del Apolo 13, losreporteros no habían parado de reclamarexplicaciones a los hombres de la salade control. En cuanto Lovell, Swigert yHaise se instalaron en el Aquarius, BobGilruth, director del Centro Espacial,mandó a Kraft, McDivitt y Sig Sjoberg,el director de Operaciones de Vuelo, a

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satisfacer a los medios informativos. Larueda de prensa se celebraba en eledificio de Relaciones Públicas, a unoscientos de metros de Control de Misión.Kraft había recorrido los cuatrocientosmetros a la carrera y una vez concluidala conferencia, regresó a toda velocidad.

Aunque el director adjunto delCentro Espacial llevaba menos de unahora fuera de Control de Misión, encuanto regresó se dio cuenta de que laatmósfera de la sala había cambiadodramáticamente. Las cosas se habíancalmado notablemente en la estación delEecom, donde la crisis que había sidocomo la contemplación de la muerte se

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había convertido en un velatorio. Lapantalla que recibía los boletines de laOdyssey moribunda no era más que unalínea plana, con ceros y puntos enblanco donde antes estaban las lecturasdel oxígeno y la energía. Clint Burton yun puñado de técnicos se cernían sobrela consola, murmurando unos con otros ymirando ocasionalmente la pantalla,como si todavía quedara algunaposibilidad de que la nave fallecidaresucitara, aunque a nivel práctico laactividad de esa consola habíadesaparecido.

Por el resto de la sala, el talanteestaba bastante más aliviado. Aunque el

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Equipo Negro de Glynn Lunney habíasustituido al Equipo Blanco de GeneKranz, este último no daba muestras dedecidirse a abandonar el auditorio. Antela mayor parte de las consolas, loscontroladores relevados permanecían depie o agachados junto a sus puestos, conlos ojos fijos en las pantallas que habíancontrolado durante las ocho horasanteriores y los auriculares enchufados alas conexiones auxiliares reservadaspara los visitantes.

En la consola del Capcom, quienestrabajaban en turnos de tres en lugar decuatro, para minimizar los cambios devoz en el circuito tierra-aire, el

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astronauta Jack Lousma dirigíaprácticamente solo y en paz sus diálogoscon la tripulación; pero en las demásconsolas había montones de gentealrededor de los puestos diseñados parauna sola persona.

Como un rato antes, el mayor grupoestaba en la consola del director devuelo, donde Lunney dirigía el tráficodel circuito cerrado interno, mientrasKranz daba zancadas a su espalda y enocasiones llamaba a algunoscontroladores del Equipo Blanco paraconsultarles. Mientras Kraft se acercabaa los dos directores de vuelo y miraba laconsola que compartían, notó que

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estaban ocupadísimos. Por encima delmonitor de Lunney había una hilera deluces verdes, ámbar y rojas, dispuestasen series y conectadas a alguna de lasconsolas del resto de la sala. Durante ellanzamiento, los controladores usabanesas luces para informar al director devuelo del estado de sus sistemas en losbreves pero explosivos minutos quetranscurrían desde que la nave salía dela torre hasta que entraba en la órbitaterrestre. La luz verde indicaba que lossistemas del controlador estabanoperando normalmente; el ámbarsignificaba que había un problema y queel controlador tenía que hablar

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enseguida con el director; y el rojo, quehabía motivos para cancelar la misión.

Cuando terminaba la fase delanzamiento, esas luces eran superfluasy, con el tiempo, los directores de vuelohabían empezado a usarlas como apoyode las llamadas internas que seproducían desde la misma sala. Porejemplo, a un controlador que se dirigíaal director de vuelo para plantearlealguna pregunta, se le pedía que«encendiera el ámbar» para que eldirector de vuelo pudiera rumiar elproblema sin olvidarse de llamar con larespuesta. En ese momento, más de lamitad de las dos docenas de luces de la

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consola de Lunney estaban en ámbar, yal iniciar su turno el propio director devuelo, estaba a punto de abrir lacomunicación con todos loscontroladores.

—De acuerdo —dijo Lunney a todala sala—, quisiera que todo el mundoatendiera un momento. Retro, Guido,Control, Telmu, GNC, Eecom, Capcom,Inco y Fido. A la escucha todo el mundo.Dadme un ámbar, por favor.

Las luces verdes de la consola deLunney se apagaron inmediatamente ylas ámbar se encendieron, con excepciónde la del oficial de Retro, que estabasumido en una discusión con su equipo

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de apoyo.—Guido —Lunney llamó con

impaciencia al controlador más cercanoa la estación de Retro—, dile a Retroque abra su circuito, por favor.

—Adelante —dijo Bobby Spencer,el jefe de Retro, oyendo a Lunney yabriendo la comunicación antes de queGuido se lo notificara.

—Escuchad —dijo Lunney—,quiero estudiar cómo estamos en ciertonúmero de aspectos. Lo más importantees que tenemos que poner en marcha unmotor, lo cual es ya una buena tarea.Necesitamos el rumbo y la posición paraocuparnos de ese encendido. Hay que

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reducir el consumo del LEM y apagarlos equipos no indispensables para nogastar energía innecesariamente. Y quetodos aquellos que no están trabajandodirectamente en las consolas con losproblemas básicos relativos al LEM secentren en el modo salvavidas. Telmu,supongo que estás trabajando con losproblemas de los productos vitales…O2, agua, electricidad.

—Si, Vuelo —respondió el Telmu.—¿Puedes darnos algún dato por

encima? ¿Hay alguna manera de traerlosa casa con las reservas que tenemos?

—Negativo, Vuelo.—¿Estáis trabajando en ello?

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—Sí.—Muy bien. Quiero estar informado

al respecto.—Recibido, Vuelo.—Control, aquí Vuelo —prosiguió

Lunney.—Adelante, Vuelo.—Necesitamos determinar la

posición y el movimiento antes deencender ese motor. ¿Estáis trabajandoen ello?

—Afirmativo.—¿Os falta mucho?—Sí.—¿Cuánto crees que tardaréis?—Ahora mismo no puedo calcularlo,

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Vuelo. Te lo comunicaremos lo antesposible. Grumman nos ha facilitado elprocedimiento para reconfigurar elpiloto automático del LEM teniendo encuenta la no operatividad del módulo demando. Yo sugeriría que se mande unequipo al simulador a ver cómofunciona.

—Fido, aquí Vuelo —dijo Lunney.—Adelante, Vuelo.—¿Cuál es el máximo acercamiento

a la Luna que consideramos ahoramismo?

—Unos cien kilómetros, Vuelo.—Rescate, aquí Vuelo.—Sí, Vuelo…

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—¿Cómo estamos de barcos en laszonas de amerizaje?

—De momento estamos intentandoidentificar buques en el Atlántico y en elÍndico.

—Muy bien, caballeros —continuóLunney—. Éstos son los principalestemas que nos acucian ahora. Y quieroempezar a resolver algunos.

¿Alguien tiene algo más quecomentar? ¿Retro?

—Negativo, Vuelo —respondióBobby Spencer enseguida, esa vez.

—¿Guido?—Negativo, Vuelo. —¿GNC?—Negativo, Vuelo.

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—¿Fido?—Negativo, Vuelo.—¿Capcom?—Negativo, Vuelo.—De acuerdo, podéis volver al

verde todos. Pero que nadie pierda devista su cometido. Y que todo el mundose centre en los progresos que vayamoshaciendo.

De todos los problemas con que seenfrentaba Lunney, el más complejo erael del encendido. En los sesenta minutosaproximados que los astronautasllevaban en el Aquarius, todavía no sehabían tomado decisiones concretas

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acerca de cómo propulsar las navesacopladas hacia la Tierra, y con la naveacercándose a la Luna a una velocidadque había vuelto a ascender a 9.000kilómetros por hora, las opciones sedesvanecían rápidamente. Un abortodirecto, si es que había algunaposibilidad de intentarlo, era cada vezmás difícil de realizar a medida que lasnaves se alejaban de la Tierra. Elencendido PC+2, si se intentaba,requeriría mucha planificación y elmomento del pericintio se les estabaechando encima. Siempre sería posibleencender el motor después del puntoPC+2, pero cuanto antes se intentara el

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encendido en dirección a la Tierra,menos combustible necesitarían paramodificar la trayectoria; cuanto másretrasaran el encendido, más tiempohabría de funcionar el motor.

Dando zancadas detrás de Kranz,que hacía lo propio, Kraft sabía qué tipode regreso elegiría él. Estaba seguro deque el motor de propulsión de servicioestaba inutilizado. Aunque hubiera algúnmodo de reunir suficiente energía paramantener el motor en marcha, Kraft noestaba convencido de que la Odyssey,tocada, fuera capaz de resistir lapresión. Nadie conocía el estado delmódulo de servicio, pero si la

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intensidad de la explosión daba algunaindicación, era posible que la aplicaciónde 41 HP de potencia destrozara toda lapopa de la nave, provocando que ambasnaves empezaran a dar volteretas, yllevándose a los astronautas no hacia laTierra, sino a la superficie de la Luna.

Kraft pensaba que el único medio deregreso era usar el motor del LEM, peroademás, debían usarlo directamente. Lanave no pasaría por detrás de la Lunahasta la tarde del día siguiente y despuéstardaría otras tres horas hasta alcanzarel punto PC+2. Esperar casi un díaentero para conducir a los astronautas ala trayectoria de regreso a la Tierra

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parecía en el mejor de los casos, unsigno de imperturbabilidad, pero en elpeor, se calificaría de claraimprudencia. Lo que Kraft quería hacerera encender el motor de descensoinmediatamente, situar la nave conrumbo de regreso libre y, cuandoemergiera de detrás de la Luna yalcanzara el punto PC+2, ejecutar lasmaniobras necesarias para ajustar latrayectoria o incrementar su velocidad.

Antes, cuando Chris Kraft tenía unaidea como aquélla, era implementada.Sin embargo, en ese momento, las cosaseran distintas. Gene Kranz dictaba lasórdenes; era el auténtico capo di tutti

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capi de la sala de control, y si ChrisKraft quería que se hiciera algo, eralibre de sugerírselo a Kranz, pero ya nopodía decidirlo por decreto. En elpasillo situado detrás de la consola deldirector de vuelo, Kraft estaba a puntode interrumpir los paseos desesperadosde Kranz para discutir con él su idea delencendido en dos fases cuando Kranz sevolvió hacia él.

—Chris —le dijo—, no me fío ni unpelo del motor del módulo de servicio,te lo juro.

—Yo tampoco, Gene —le dijoKraft.

—No estoy seguro de que podamos

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ponerlo en marcha, aunque queramos.—Yo tampoco.—Sea cual fuere la opción que se

tome, creo que tendremos que dar lavuelta a la Luna.

—Estoy de acuerdo —respondióKraft—. ¿Cuándo quieres hacer elencendido?

—Bueno, no quiero esperar hastamañana por la tarde —contestó Kranz—. ¿Y si probáramos un encendidobreve para el regreso libre ahora?Podríamos resolver eso, y despuésdecidiríamos si queremosperfeccionarlo con un PC+2 mañana…

Kraft asintió.

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—Gene —le dijo después de unalarga pausa—, me parece buena idea.

Dos filas más abajo y una consolamás allá, Chuck Deiterich, oficial deretropropulsión, o Retro, fuera deservicio, que seguía detrás de su consolahabitual, y Jerry Bostick, oficial dedinámica de vuelo, o Fido, tambiénfuera de servicio, no oían laconversación de Kranz y Kraft, peroconocían las opciones tan bien como susjefes. Aunque eran Kraft, Kranz yLunney quienes tomarían la últimadecisión sobre la ruta de regreso de lanave, eran Deiterich, Bostick y los otrosespecialistas en dinámica de vuelo

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quienes habrían de diseñar losprotocolos para llevar a cabo el plan.En la estación del Fido, Bostick seapartó el micrófono de la boca y seinclinó hacia Deiterich.

—Chuck —le dijo en voz baja—,¿cómo lo vamos a hacer?

—No lo sé, Jerry —le contestóDeiterich.

—Supongo que el motor de laOdyssey está descartado…

—Absolutamente.—Creo que darán la vuelta a la

Luna.—Seguramente.—Y supongo que habrá que ponerles

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en regreso libre lo antes posible.—Definitivamente.—Entonces sugiero —añadió

Bostick al cabo de un rato— que nospongamos manos a la obra cuanto antes.

A casi 460.000 kilómetros de allí,en la reducida cabina del Aquarius, lostres hombres para los cuales iban atrabajar Bostick y Deiterich tenían enmente cosas mucho más elementales queel encendido del motor para el regreso ala Tierra. Una vez instalados los tres enuna nave de dos plazas, Jim Lovell tuvola oportunidad de analizar lascircunstancias en que se hallaba sumido.

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Y no le gustaron. El comandante estabade pie en su puesto, en la parte izquierdade la cabina, encajonado entre elmamparo de la escotilla y una repisa quesostenía el controlador de posición.

Haise estaba a la derecha,apretujado incómodamente entre elpanel de estribor y el control deposición auxiliar. Swigert se hallabaentre los dos, un poco por detrás deellos, incómodamente encaramado a latapa del motor de la fase de ascenso. SiLovell se inclinaba demasiado a laderecha, chocaba con Swigert que, a suvez, empujaba a Haise. Cuando Haise semovía un poco a la izquierda, la ola

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rebotaba en sentido contrario.Con la presencia de tres cuerpos

calientes en un espacio construido parados, y con la puesta en marcha de lossistemas eléctrico y ambiental, latemperatura interior del Aquarius, antesfría, había empezado a subir… perosólo hasta cierto punto. El recorte deenergía de la Odyssey había producidoun bajón casi inmediato en eltermómetro del módulo de mando, ycuando Lovell consultó las lecturas deambiente antes de trasladarse alAquarius, la cabina estaba a 14 grados yen descenso. En ese momento, con todoslos equipos del módulo de mando

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parados, su interior se estaba enfriandoaún más; y la escotilla que daba al túnelque comunicaba las dos naves seguíaabierta, con lo cual la temperatura delLEM también estaba bajando. El frío yla respiración de los tres hombres yaproducían condensación sobre losmamparos y las ventanillas.

—No va a ser fácil guiar este trastosi no se ve por las ventanas —dijoLovell mirando por el ojo de bueytriangular que tenía delante.

—Ya las desentelaremos —añadióHaise.

—Y tenemos que mantenerlasdesenteladas. Cuanto más frío haga, más

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se entelarán.—¿De todos modos, ves algo ahí

fuera? —preguntó Haise.Lovell limpió un poco de vaho de su

ventanilla y atisbo por el hueco. La vistadesde el Aquarius era más o menos lamisma que desde la Odyssey: unremolino de cristales de oxígeno heladoy partículas de residuos de la explosiónque había sacudido la nave. Lovellcontempló la nube un momento.

—La misma nube asquerosa que seveía antes.

—Vaya, eso no podremosdesentelarlo, ¿verdad? —dijo Haiseescuetamente.

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—Pues si aquí va a hacer frío —añadió Lovell a Swigert—, la Odysseyse va a helar. Más vale que vayamos abuscar algo de comida y agua antes deque sea demasiado tarde.

—¿Quieres que vaya yo? —seofreció Swigert.

—Sería muy de agradecer. Llenatodas las bolsas que puedas del depósitode agua potable y tráete también algunospaquetes de provisiones.

—Voy para allá —contestó Swigert.El piloto del módulo de mando se

agachó un poco sobre la tapa del motory se levantó rápidamente, saliendorebotado hacia el túnel que conducía a

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su nave. Penetró en la zona dealmacenamiento inferior y se detuvo anteel cofre de la comida, levantó la tapa yatisbo en su interior.

Las raciones que había para un viajea la Luna de diez días erangenerosísimas y la despensa de laOdyssey estaba llena hasta los topes.Había paquetes de pavo en salsa,espaguetis con salsa de carne, sopa depollo, ensalada de pollo, puré deguisantes, ensalada de atún, huevosrevueltos, copos de maíz, pastasandwich, pastillas de chocolate,melocotones, albaricoques, peras, tacosde beicon, salchichas, zumo de naranja,

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tostadas con canela, pastas de chocolate,y más. Cada paquete estaba sujeto contiras de velcro de tres colores distintos,uno para cada uno de los astronautas. Elvelcro del comandante era el rojo; el delpiloto del módulo de mando, blanco; yel del piloto del LEM, azul.

Swigert desenganchó unos cuantospaquetes y los dejó flotar a su alrededor.Luego se dirigió al depósito de aguapotable, cogió varias bolsas para labebida y empezó a llenarlas con unapistola de plástico que colgaba delextremo de un tubo flexible. Pero noajustó bien la pistola a la primera bolsay una bola de agua parecida a un glóbulo

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de mercurio flotó hacia abajo y seestrelló en las botas de tela de Swigert.

—¡Mierda! —exclamó Swigert.—¿Qué ha pasado? —le preguntó

Haise.—Nada, nada. Es que me he mojado

las botas.—Ya se te secarán —afirmó Haise.—Se me van a helar antes de secarse

—replicó Swigert.Lovell estaba más preocupado por

las condiciones exteriores de su naveque por las tareas domésticas. Aunqueno esperaba que los gases y los restosexpulsados por el accidente se hubierandisipado todavía, mirar por la ventanilla

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era descorazonados El halo de detritusque envolvía la nave no amenazaba suseguridad. Como la nave y la nube semovían prácticamente a la mismavelocidad, era poco probable que algunade las partículas chocara con la nave; ysi así fuera, la diferencia entre lasvelocidades relativas de los restos y lanave sería tan pequeña que se limitaría aun leve roce. Lo que más preocupaba aLovell era el problema de navegación.

Tenía la esperanza de que elalineamiento que habían programado enel ordenador del LEM fuera lo bastanteajustado para que el sistema de guiadose hiciera una idea somera de su

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posición real. Pero para orientar la navecon la exactitud necesaria para poner enmarcha los motores, tendría que realizarun «alineamiento muy preciso». Eseprocedimiento requería que elcomandante reconociera a simple vistaunas determinadas estrellas deconstelaciones concretas, y que ajustarala plataforma de guiado tomando vistasde esas estrellas con su telescopioóptico de alineamiento, o AOT. Comosólo estarían a 100 kilómetros de alturacuando la Odyssey y el Aquariuscircunvolaran la Luna, la más mínimadesviación en los cálculos deorientación durante el encendido de

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regreso libre podía provocar que lasnaves gemelas salieran en barrena haciael otro lado, incrustándosedefinitivamente en la superficie lunar.

Houston llevaba la mayor parte de laúltima hora meditando precisamenteacerca de ese problema y llamandoocasionalmente a la nave:

—Aquarius, ¿veis ya algunaestrella?

Pero cuando Lovell miraba por laventanilla no sólo veía las estrellasindicadas para efectuar su alineamiento,sino cientos, más bien miles de falsasestrellas producidas por el brillo de laspartículas que acompañaban a la nave.

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Distinguir el objetivo genuino de lasconstelaciones falsas sería una tareaimposible, así que Lovell decidió que laúnica solución consistía en usar losmandos manuales de los propulsores delLEM y sacar la nave de dentro de lanube, buscando un hueco que leproporcionara visibilidad.

—Freddo, pásame una toalla —ledijo a Haise—. Voy a ver si puedomaniobrar para salir de esta niebla.

Haise le tendió un cuadradito defelpa del cajón de suministros que teníaal lado y el comandante limpió primerosu ventanilla y luego la del piloto delLEM. Los dos hombres observaron un

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instante por sus ventanillas y luegosilbaron al unísono.

—Qué porquería… —dijo Haise.—Pues no es mejor por este lado —

confirmó Lovell.Cambió el sistema automático de

control de posición a la modalidadmanual y cogió la palanca. Igual que enla Odyssey, había cuatro juegos decuatro propulsores distribuidosregularmente en el exterior del LEM,todos ellos colocados de tal modo quepudieran ejercer suficiente potencia parahacer rotar al Aquarius sobre su centrode gravedad. E, igual que en la Odyssey,todo el sistema se controlaba mediante

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un mando de culata de pistola. Lovellempujó cuidadosamente el mando haciadelante, intentando bajar el morro de lanave. Ésta dio una brusca y deprimenteguiñada hacia arriba y hacia laizquierda. Si el sistema de propulsión dela Odyssey se había rebelado, el delAquarius parecía fuera de control.

—¡Uaaa! —exclamó Lovell soltandoel mando—. ¡Vaya bandazo!

—Pues se suponía que tenía quefuncionar de otra manera —comentóHaise.

—Por supuesto, nunca habíafuncionado así.

Lovell y Haise comprendieron que

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el problema estaba en que el centro degravedad de las dos naves acopladas eradistinto. El sistema de control deposición del LEM estaba calculado parafuncionar sólo cuando el vehículo lunarse hubiera separado del módulo demando y navegara solo por el espaciosupralunar. En los simuladores donde sehabían entrenado Lovell y Haise, losordenadores de dirección estabanprogramados para imitar la distribuciónde masa del vehículo aislado, y lospilotos habían aprendido a inclinar lanave en todas direcciones utilizandoúnicamente una levísima fuerza depropulsión para lograr su cometido.

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Pero el LEM que estaba pilotandoLovell ese día no volaba solo, sino quearrastraba la masa fría e inerte de sunave nodriza de 28.720 kilos de peso,engarzada a su tejadillo. Eso desplazababrutalmente su centro de gravedad haciaarriba, casi al centro mismo del módulode mando, y la habitual obediencia delos propulsores del LEM habíacambiado por completo.

En el módulo de mando, Swigertnotó el bandazo de las naves acopladasy regresó flotando por el túnel, cargadocon sus bolsas de comida y agua, paraver qué estaba haciendo su comandante.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó

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Swigert mientras Lovell volvía aintentar la misma maniobra y la naverespondía con otra tremenda guiñada.

—Estamos intentando hacer unalineamiento con las estrellas —leexplicó Haise.

—Pues no va a ser fácil con esacarga —observó Swigert señalando conel pulgar el túnel de comunicación.

—No me digas —dijo Lovellsoltando una carcajada de frustración.

Mientras Lovell manipulaba susmandos, los indicadores de posición delLEM y las lecturas de ángulo deHouston empezaron a registrar losirregulares movimientos de la nave. En

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las consolas del LEM en Control deMisión, Hal Loden, el responsable de lasupervisión de los sistemas denavegación del vehículo lunar, sealarmó al advertir las oscilaciones desus indicadores. Los tres cardanes de lanave estaban sufriendo enloquecidassacudidas, pasando a la situación demovimiento incontrolado que podíaalinearlos y bloquearlos. Si sebloqueaban los cardanes y se perdía elalineamiento que tanto trabajo le habíacostado a Lovell transferir desde laOdyssey, desaparecía cualquierposibilidad de orientar las naves pararealizar el posterior encendido de los

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motores.—Vuelo, aquí Control —llamó

Loden precipitadamente.—Adelante, Control —respondió

Lunney.—Parece que allá arriba están dando

tumbos y los ángulos de los cardanespeligran. Ahora mismo van a medio gasy supongo que es eso lo que quierenhacer, pero si no tienen cuidado se van abloquear los cardanes en cualquiermomento.

—Estarán intentando mejorar lavisibilidad para alinearse con lasestrellas —sugirió Lunney.

—Tal vez, pero creo que merece

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confirmación.—Recibido —dijo Lunney—.

Capcom, dile que vigile el ángulo de loscardanes.

—Recibido —respondió Lousma ydespués conectó con el circuito tierra-aire—. Aquarius, aquí Houston. Vigiladlos cardanes, por favor.

Lovell, que intentaba conseguir elmodo de dominar la nave, se volvióhacia Haise y puso los ojos en blanco.Pues claro que vigilaba los cardanes. Ylos propulsores. Y el indicador deposición. Y la nube asquerosa que lesenvolvía. Lousma seguía al pie delcañón en su consola de Capcom desde

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primera hora de la tarde y Lovell leagradecía su ayuda, pero decirle a unpiloto aeroespacial que vigilara loscardanes era como pedirle a un piloto deaviación que se acordara de usar losalerones. En ambos casos, desde luego,la respuesta era evidente.

Lovell se volvió lentamente haciaHaise.

—Diles que ya lo hago —le dijoreprimiendo su enfado.

Lousma, que había pasado montonesde horas en los simuladores del Apolo,recibió la respuesta por el circuitotierra-aire y, por propia experiencia, novolvió a molestar al comandante.

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Mientras Lovell intentaba estabilizarlas naves y Lousma trataba de dejarle enpaz, Jerry Bostick, Chuck Deiterich y losdemás Retro, Fido y Guido sin consolasiguieron trabajando para diseñar unencendido que devolviera a losastronautas a la Tierra. Los planes devuelo establecidos, tanto de tierra comode la tripulación, incluían cierto númerode situaciones de abortopreestablecidas, llamadas maniobras dedatos fijos, que incluían todas lascoordenadas de la nave, las posicionesdel mando de gases y demás informaciónnecesaria para las escasas situacionesde cancelación de la operación que

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tuvieran mayores probabilidades depresentarse. Había planes de datos fijospara realizar varios abortos directos,planes de datos fijos para varios abortosPC+2 y planes de datos fijos para anularla operación cuando la nave hubieraabandonado la trayectoria de regresolibre y sólo necesitara recobrar elrumbo. Todos esos casos presuponíanque el módulo de mando y el de serviciofueran operativos y que el LEM, en elmejor de los casos, fuera un apéndiceprescindible. Repasando esos planes,Bostick y Deiterich no esperabandescubrir un aborto concreto que fueraapropiado para emprender aquellas

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circunstancias de emergencia, y no seequivocaron.

Trabajando en sus respectivas salasde apoyo, los controladores erancapaces de apañar las coordenadas parael «encendido DPS en acoplamiento»,posibilidad considerada en ocasiones,pero nunca llevada a cabo: el encendidodel motor del sistema de propulsión dedescenso del LEM, con el módulo demando acoplado. La maniobra no teníacasi precedente, pero por lo que sabíanDeiterich y Bostick, no era demasiadocomplicada. A 460.000 kilómetros dedistancia, la trayectoria precisacalculada para acercar una nave 74.000

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kilómetros a la Tierra sólo requeriría unsoplo del motor del vehículo. Con esaextensión de espacio interplanetario quecubrir para llegar a la base, un cambiode una fracción de grado en laorientación se convertiría al final delviaje en una desviación de miles dekilómetros. En ese momento, la Odysseyy el Aquarius se desplazaban a 5.550kilómetros por hora, o 1.450 metros porsegundo, y tal como lo veían Deiterich,Bostick y los demás, habría que acelerarla nave unos 5,3 metros por segundopara evitar que pasaran de largo delplaneta, y conseguir en cambio, unamerizaje en la Tierra y a salvo. Los

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controladores estaban seguros de que lamaniobra podía realizarse y sabían,como Kraft, que tendrían que intentarlaenseguida.

Cuanto más tardaran en encender elmotor en la trayectoria de regreso a laTierra, más tiempo tendría quepermanecer en marcha para conseguir elmismo efecto de propulsión. Pero antesde intentar el encendido, tenían queconvencer a Lunney; y antes de que ésteaceptara, Lunney tendría que venderle laidea a Kranz y a Kraft. Loscontroladores que estaban fuera deservicio achucharon a los que ocupabansus puestos, apremiándoles a que

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iniciaran el trato.—Vuelo, aquí Fido —llamó Bill

Boone, el oficial de dinámica de vuelodel equipo de Lunney.

—Adelante —respondió Lunney.—Quiero ponerte al corriente de

nuestras conclusiones aquí abajo.Hemos pensado una maniobra quepodría dar paso al regreso libre.

—Ajá… —dijo Lunney sincomprometerse.

—La sala de apoyo está trabajandoen todos los vectores y en unos diezminutos puedo tener lista la maniobra,que podría ejecutarse a las sesenta y unhoras y treinta minutos de la misión.

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Lunney consultó el reloj de tiempotranscurrido que colgaba en la pared delfondo de Control de Misión. Eran las 59horas 23 minutos de viaje… y hacíaunas tres horas y media que habíasucedido el accidente.

—¿Para un regreso libre? —preguntó Lunney.

—Afirmativo —le aseguró Boone—. Sería un encendido a 5,3 metros porsegundo. Puedes trabajar con esa cifra.

Lunney no dijo nada. Boone sequedó esperando, incómodo. En laconsola del director de vuelo, la luz deloficial de guiado y navegación, queestaba en verde, posición de recepción,

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hacía un momento, pasó al ámbar,posición de recepción y transmisión.

—Vuelo, aquí Guiado —dijo GaryRenick.

—Adelante, Guiado.—Ya tenemos los datos de guiado y

navegación, y confirmo queprobablemente podríamos intentar ahorael encendido para ponerles en regresolibre.

—Recibido.De nuevo, Lunney guardó silencio en

el circuito de comunicaciones. Noconocía todavía todas lasparticularidades de ese encendido, perosabía que no hacía falta. Era tarea de los

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técnicos de guiado deducir laespecificidad de cada maniobra y sidecían que se podía encender,probablemente ya habían calculado lamaniobra. Él sólo tenía que darles suconformidad para intentarlo.

Pero en una misión como aquélla,Lunney, a pesar de toda su omnipotenciade director de vuelo, no estabadispuesto a dar su consentimiento sinconsultarlo primero. Se apartó elmicrófono de la boca y se volvió haciael pasillo que tenía a su espalda, dondese había formado un pequeño grupo enlos últimos diez minutos. Junto a Kranz yKraft estaban Bob Gilruth, director del

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Centro Espacial, George Low, directorde Misiones y el jefe de astronautasDeke Slayton. Los cinco estabanhablando cuando Lunney se volvió; almomento se le acercaron, formando unprieto corro en torno a él mientrashablaban animadamente. Por toda la salalos controladores de vuelo aguzaron eloído para enterarse, pero la conferenciadel pasillo no era audible; volvieron lacabeza para mirar, pero los ojos de loscontertulios no ofrecían mayorinformación que el silencio del circuitode comunicaciones. Al cabo de unmomento, Lunney abrió la comunicación.

—Fido, aquí Vuelo.

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—Adelante, Vuelo —repuso Boone.—¿Cuánto tiempo necesitas

exactamente para realizar esa maniobrade regreso libre? ¿Podría hacerse a lassesenta y un horas en vez de a lassesenta y un y treinta?

—Eh… si —respondió Boone—.Puede hacerse. Sólo es cuestión delvector en que queramos efectuarla.

Lunney se volvió otra vez y de nuevoel circuito enmudeció mientras laanimada conversación proseguía detrásde la consola. Finalmente, el director devuelo abrió el canal de comunicaciones.

—Señores —comunicó Lunney atoda la sala—, vamos a proceder a

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realizar una maniobra de regreso libre a5,3 metros por segundo, ahora, a lassesenta y un horas. Primero se efectuaráel regreso libre y a continuación nosapoyaremos en un PC+2. Fido, pasadmede inmediato los datos para las sesenta yun horas y después preparad otras dospara quince y trinta minutos más tarde,por si no funciona ésta.

—Recibido —contestó el Fido.—Guiado, quiero los vectores que

usaremos para las tres.—Recibido —dijo el GNC.—Control, calculadme dónde hay

que recogerles en la lista decomprobación para todas las maniobras.

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—Recibido.—Y Capcom, informa a la

tripulación de todo esto —terminóLunney.

Sentado a su consola de la segundafila, Lousma cogió su micrófono paratransmitir las buenas, o al menosmejores, noticias a la tripulación; peroantes de empezar, escuchó por losauriculares la conversación de losastronautas.

Durante los últimos minutos, laslecturas de posición de la consola deloficial de Control indicaban que Lovellseguía haciendo pruebas con lospropulsores hacia uno y otro lado,

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intentando recobrar el control de sunave; por lo que quedaba reflejado enlas comunicaciones tierra-aire, parecíaque el comandante había hecho esetrabajo en absoluto silencio, puesto queno habían llegado las voces delAquarius en todo ese tiempo. PeroLousma sabía que probablemente nohabía sido así.

Como el Capcom, los astronautastenían un conmutador en los cables desus auriculares, que tenían que girarpara abrir el canal tierra-aire.

Aunque abrir y cerrar el botón podíaser una incomodidad, la tripulación raravez protestaba; el botón del micrófono

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daba a los astronautas cierto grado deintimidad para conversar; un raroprivilegio en el espacio, y además, lespermitía discutir maniobras y problemasentre ellos antes de comunicárselos atierra. Sólo se cambiaba ese procederdurante las operaciones especialmentecomplejas, en que los astronautas teníanlas manos ocupadas y la comunicacióncon tierra había de ser constante. Enesos casos, los astronautas ponían elsistema de comunicaciones en posiciónde «micro automático» o «voz», en lacual el mismo sonido de la voz activabael micrófono, transmitiendodirectamente al Capcom cada palabra

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que decían.Durante la mayor parte del vuelo, la

tripulación del Apolo 13 había usado lamodalidad de micrófono cerrado, peropor lo visto, hacía un minuto más omenos, habían pasado accidentalmente amicro automático y las conversacionesque estaban transmitiendo sin saberlorevelaban que si los controladoresesperaban poner la nave en un rumbo deregreso libre, los astronautas primerotendrían que estabilizar su posición.

—¿Se te ocurre algún modo paraestabilizar este chisme, Freddo? —seoyó decir a Lovell.

—¿Qué es eso? —preguntó Haise.

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—Es como si tuviera unacoplamiento cruzado. Quizá podría…

—Sí, así es. TTCA te dará lamejor…

—Quiero salir de este meneo. ¿Y sivoy a…?

—Da igual hacia dónde vayas…—Déjame pasar éste grado de

inclinación…—¿Por qué no intentas usar el…?—De acuerdo, inténtalo.—¿El qué?—Intenta esto…—Bueno, esto no funciona…Lousma lo estuvo escuchando unos

segundos y, como no decía nada a la

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tripulación, Lunney empezó aescucharles también. Y al director devuelo también le preocupó lo que oyó.

—Jack —le dijo Lunney—, deberíasdecirles que les estamos escuchando.

Lousma quizá no oyó a Lunney o talvez estaba demasiado distraído por lainquietante conversación de losastronautas, pero al principio el Capcomno respondió a su director de vuelo ysiguió escuchando por la línea.

—¿Por qué demonios nos movemosde este modo? —preguntaba Lovell—.¿Es que todavía nos empuja el escape?

—Ya no hay escape —respondióHaise.

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—¿Entonces por qué no logramosestabilizarnos? ¿Y si…?

—Cada vez que lo intento…—… no puedo parar este meneo.—Pues inténtalo.—¿Cuál es la posición fija? —

preguntó Lovell.—La posición está bien —contestó

Haise.—¡Maldita sea! —exclamó Swigert

—. Ojalá hablarais de algo que yosupiera.

Lunney volvió a entrar en el circuito.—Capcom —repitió, con mayor

severidad—, deberías decirles que lesestamos escuchando.

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Lunney parecía tan preocupado porlas dificultades de la tripulación con laposición de la nave como por ellenguaje que estaban empleando paradiscutirlo. Ahora que el vuelo habíapasado de nominal a crítico, las cadenasde televisión estaban conectando con elcircuito tierra-aire y cada una de laspalabras que decían en Houston o en lanave llegaba hasta las más pequeñasemisoras locales. Antes, la línea tierra-aire de la NASA estaba equipada conuna demora de siete segundos, lo cualpermitía a los funcionarios de relacionespúblicas de la Agencia editar lascomunicaciones y borrar cualquier

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obscenidad. Sin embargo, desde elincendio del Apolo 1, la NASA habíareconocido la importancia de mantenersu reputación de honestidad sin tacha yhabía eliminado la censura interna.

Las consecuencias de su nuevocandor se hicieron notar de inmediato.La primavera anterior se habíaproducido una pequeña tormenta en laprensa cuando Gene Cernan, quepilotaba el módulo lunar del Apolo 10con Tom Stafford, había soltado sinquerer un «¡hijo de puta!» después deiniciar accidentalmente una orden deaborto que había puesto a la nave ahacer trompos salvajes a sólo 14

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kilómetros de distancia de la superficiede la Luna. Todos los hombres de laNASA se imaginaron que Cernan teníaun buen motivo para maldecir y sepreocuparon por la remilgada hipocresíade la prensa, pero ésta determinaba laopinión pública, que a su vez ayudaba adeterminar las donaciones, y la Agenciano quería tener problemas con ningunade las dos.

En cuanto regresó la tripulación delApolo 10, un edicto de la NASAestableció para todas las futurasmisiones lunares que los pilotos debíancomportarse como caballeros.Independientemente de las emergencias,

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las palabrotas, incluso las suaves como«puñetero», no se tolerarían.

—Aquarius —llamó Lousma al fin,obedeciendo las instrucciones de Lunney—, sólo quiero avisaros de que osestamos oyendo.

—¿Qué dices? —respondió Lovellentre interferencias.

—Que os estamos oyendo a todos —repitió Lousma, que añadiódeliberadamente—: Os oímos fuerte yclaro.

Swigert, que era responsable delúltimo taco, comprendió la indirecta delCapcom, miró a Lovell y se encogió dehombros, disculpándose.

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Lovell, recordando sus recientesimprecaciones, devolvió la mirada aSwigert y le disculpó con un gesto.Haise, que controlaba lascomunicaciones de la nave desde suzona del panel de instrumentos, volvió aponerlas en posición normal.

—Muy bien, Jack —dijointencionadamente también—, ¿cómonos oyes ahora?

—Os oigo muy bien.—De acuerdo.—Otra cosa, Aquarius —prosiguió

el Capcom—. Queremos comunicaroscuáles son nuestros planes de encendido.Vamos a hacer una maniobra de regreso

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libre de 5,3 metros por segundo a lassesenta y un horas. Después reduciremosla potencia para disminuir el consumo ya las setenta y nueve horas haremos unencendido PC+2 para acelerar losresultados. Queremos poneros en rumbode regreso libre y reducir la potencia loantes posible. Así pues, ¿qué os pareceel encendido a 5,3 metros por segundodentro de treinta y siete minutos?

Lovell soltó los mandos, dejó lanave al pairo y se volvió hacia suscompañeros con mirada inquisitiva.Swigert, que seguía perdido en aquelmódulo extraño, volvió a encogerse dehombros. Haise, que conocía el LEM

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mejor que nadie, respondió igual. Lovellabrió las manos con las palmas haciaarriba.

—Aquí arriba no tenemos otra ideamejor —dijo.

—¿Te parecen suficientes treinta ysiete minutos? —preguntó Haise.

—La verdad es que no —respondióLovell. Luego se dirigió al Capcom—:Jack, lo intentaríamos si no hay másremedio, pero ¿no podríais darnos unpoco más de tiempo?

—De acuerdo, Jim, podemoscalcular la maniobra a la hora quequeráis. Dinos una hora y nosotrosharemos el resto.

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—Entonces danos una hora más, sies posible.

—De acuerdo. ¿Qué tal a las sesentay un horas y treinta minutos?

—Recibido —repuso Lovell—.Pero permaneced en contacto hastaentonces, para asegurarnos de que elencendido se hace bien.

—Recibido —dijo Lousma.Los sesenta minutos previos al

encendido de regreso libre serianfrenéticos para la tripulación. En unamisión nominal, el plan de vueloconcedía por lo menos dos horas para elllamado procedimiento de activación dedescenso, el ritual de configurar los

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conmutadores y los interruptores decircuito previos a cualquier encendidodel LEM en fase de descenso. Losastronautas no dispondrían ni de lamitad de ese tiempo para realizar esastareas, lo cual exigiría sacrificar laprecisión necesaria. Además, todavíatenían que efectuar el alineamientopreciso, que, con las sacudidasincontroladas de la nave, no estaba nadaclaro que Lovell pudiera lograr.Mientras esa hora sería brevísima abordo de la nave, en tierra gozarían deun respiro.

En la consola del director de vuelo,

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Gene Kranz se quitó los auriculares,retrocedió y echó un vistazo a la sala.No le preocupaba el problema delencendido: sus astronautas y los equiposde dinámica de vuelo ya se encargaríande ello. Lo que tenía en mente era elproblema del consumo. Hacía unosminutos, Kranz había comunicado aControl de Misión que, en cuantocomenzaran los preparativos para elencendido, quería que se reuniera todoel Equipo Blanco abajo, en la sala 210,un compartimento aislado de análisis dedatos situado en la parte nororiental delala de Operaciones de Misión.

Kranz sabía que los encendidos de

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regreso libre y PC+2 eranindispensables para traer a losastronautas a la Tierra, pero no ignorabaque servirían de poco si el agua, eloxígeno y la electricidad de la nave noduraban hasta el final del viaje. Segúnlos rumores, Kranz pensaba retirar a suEquipo Blanco del turno y ponerlo atrabajar en el problema del consumo.Adoptando un término de situación decrisis que era utilizado en el ejército yen la industria, Kranz lo bautizaría comoEquipo Tigre. Durante el resto delvuelo, con excepción del rescate, elEquipo Tigre permanecería en la sala210, mientras los Equipos Marrón,

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Dorado y Negro se turnarían en lasconsolas.

En su inspección de Control deMisión, Kranz llevó a cabo un rápidorecuento de cabezas y vio que la mayorparte de los miembros de su equipotodavía estaban frente o junto a susconsolas. En la del Eecom también vioel rostro de otra persona que no estabaallí al principio de la crisis, pero cuyapresencia le produjo alegría y alivio;era John Aaron.

Todo el que trabajaba en el CentroEspacial de Operaciones Tripuladas,aunque fuera sólo por unas semanas,enseguida veía que John Aaron tenía

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madera. Entre los hombres del blocaode Cabo Cañaveral y la sala de controlde Houston, no se podía hacer mayorhonor a un controlador que describirlo,en la burda poesía de la comunidadaeronáutica, como un «hombre misil deojos de acero». No había muchoshombres misil de ojos de acero en lafamilia de la NASA. Von Braun era unode ellos, ciertamente, Kraft, otro yprobablemente Kranz también.

John Aaron, de veintisiete años ynatural de Oklahoma, se había ganadorecientemente ese calificativo.

Aaron llegó a la Agencia en 1964,como ingeniero mecánico de vuelo,

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recién salido de la universidad, yganaba 6.770 dólares anuales. Fueasignado en principio a tareas de diseñoaeroespaciales, pero demostró talperspicacia técnica que en la primaverade 1965 ya se había hecho un sitio enControl de Misión y dirigía la consoladel Eecom para la histórica excursiónespacial de Ed White en el Gemini 4.Cuando lanzaron el Gemini 5, Aaron yaformaba parte del turno fijo de losEecom, y ocupaba regularmente el turnode lanzamiento, el más agobiante ymenos apetecible de todas las misiones,que se asignaba generalmente al mejorcontrolador de cada consola. El trabajo

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de Aaron siempre había sido muyrespetado, pero no fue alabadorealmente hasta el mes de noviembreanterior, durante los momentos inicialesde la misión lunar del Apolo 12 conPete Conrad, Dick Gordon y Al Bean.

Como en casi todos los vuelostripulados desde 1965, el lanzamientodel Apolo 12 se produjo sin incidentes,pero 78 segundos después de laignición, sin que nadie se enterara, nisiquiera los astronautas, cayó un rayo enel generador. La tripulación notó unasacudida en la cápsula y, cuando laprimera fase del cohete de 10.900 HPestaba funcionando a plena potencia,

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Pete Conrad radió la alarmante noticiade que las lecturas de todos los sistemaseléctricos de la nave habían caído enpicado.

Aaron consultó su consola y sequedó horrorizado: la pantalla delEecom, que momentos antes no mostrabauna sola lectura extraña, era unahecatombe de luces parpadeantes ynúmeros sin sentido. Los controladoresdel resto de la sala descubrierontambién que sus datos se habían vueltolocos. En la consola del director devuelo, los auriculares del jefe de lamisión, Gerry Griffin, empezaron abombardearle con voces preguntando

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qué demonios pasaba en el cohete y quérayos pensaba hacer el director de vueloal respecto. En una situación comoaquélla, las ordenanzas de vuelodictaban una cancelación. Cuando unSaturn V de 10.900 HP, cargado decombustible y recién lanzado empieza avolar fuera de control, uno no espera aque los ingenieros analistas le digan quées lo que va mal. Se encienden loscohetes de escape de proa, se despide ala cápsula del Saturn y se dirige el misildíscolo a una zona vacía del Atlántico.

En los segundos siguientes a lallamada de Conrad, cuando había quetomar la decisión de abortar la misión,

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Aaron volvió a consultar su monitor ydescubrió algo curioso. Cuando elsistema eléctrico del módulo de mandose va al garete, las lecturas de amperiosde la consola del Eecom bajan a cero;los depósitos de combustible averiadosno proporcionan energía, así de sencillo.Sin embargo, en la pantalla de Aaron,las cifras no estaban a cero sino que semantenían en torno a los 6 amperios,muy por debajo de donde tenían queestar con un sistema eléctrico encondiciones normales, pero muy porencima del cero esperado si los sistemasno funcionaran. Aaron recordó habervisto esos datos anteriormente.

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Había sido varios años atrás, cuandocontrolaba una cuenta atrás simulada deun Saturn IB y el cohete había captadoaccidentalmente un interruptor decircuito en sus sensores de telemetría.Ésta empezó a mandar toda clase deseñales enloquecidas al blocao, todasellas sin significado eléctrico. Aarontenía suficiente experiencia para nofiarse de aquellos números y pensó quesi pulsaba sencillamente un conmutadorde puesta a cero y reconfiguraba lossensores, los instrumentos funcionaríanadecuadamente y recuperarían los datosnormales. El joven técnico pulsó elinterruptor apropiado y el Saturn IB

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volvió a la normalidad. Cuatro años ydoce lanzamientos más tarde, Aaronsospechó que podían hallarse ante elmismo problema.

—Vuelo, aquí Eecom —llamó entreel guirigay del circuito de lanzamientodel Apolo 12.

—Adelante, Eecom —le dijo GerryGriffin.

—Pasemos el interruptor SCE aauxiliar —dijo con mayor seguridad dela que realmente sentía—. Eso podríanormalizar las lecturas.

—Adelante —le contestó Griffin.Aaron pulsó la clavija de puesta a

cero e instantáneamente, como había

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previsto, los números volvieron a lanormalidad. Quince minutos más tarde,el Apolo 12 estaba en la órbita terrestrepreparándose para salir disparado haciala Luna. Al final de aquel día Aaronrecibió informalmente el calificativo dehombre misil de ojos de acero, ante laalegría y la envidia de sus colegascontroladores. En ese momento, sólocinco meses después, el hombre quetanto había hecho para salvar la misiónApolo 12 estaba en la sala de controlpara intentar salvar a los tripulantes delApolo 13.

Gene Kranz circuló por Control de

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Misión, reunió a su Equipo Tigre y aAaron y los condujo a la sala 210, unlugar amplio, sin ventanas, amuebladocon una mesa de juntas y varias sillas.Las paredes y las superficies de trabajoestaban festoneadas con gráficos deregistros y lecturas de telemetría de lamisión referentes a las más tranquilashoras anteriores. Más adelante, aquellosgráficos serían analizados: una lecturasin prisas de un vuelo presumiblementede rutina. Pero entonces, mientras losquince hombres del equipo de Kranzentraban en la sala y se sentaban en lassillas o en el canto de las mesas,apartaron las pilas de hojas y las

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dejaron en el suelo.Kranz ocupó su puesto al fondo de la

sala y se cruzó de brazos. El directorjefe de vuelo tenía fama de oradorpasional, casi combustible; esa noche,sin embargo, parecía firme perocontrolado.

—Os voy a tener apartados de lasconsolas durante el resto de la misión —empezó Kranz—. Los que trabajen en lasala dirigirán el vuelo segundo asegundo, pero sois vosotros quienescalcularéis los protocolos que ellosejecutarán. Desde este momento, lo quequiero de vosotros es muy sencillo:opciones, y cuantas más, mejor.

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—Telmu —prosiguió Kranz,volviéndose hacia Bob Heselmeyer—,necesito previsiones. ¿Cuánto tiempopuedes mantener los sistemas del LEMfuncionando a plena potencia? ¿Y apotencia parcial? ¿Cómo estamos deagua? ¿Y la carga de las baterías? ¿Y eloxígeno? Eecom —se volvió haciaAaron—; dentro de tres o cuatro díastendremos que volver a usar el módulode mando. Quiero saber cómo podemosdarle energía, ponerlo en marcha y pasarde su frío sueño al amerizaje…incluyendo la plataforma de guiado, lospropulsores y el sistema desupervivencia… y llevarlo a cabo todo

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sólo con la energía que queda en lasbaterías de reentrada. Retro, Fido,Guido, Control, GNC —continuómirando en torno—, quiero opciones deencendidos PC+2 y las correcciones demedio curso desde ahora hasta lareentrada. ¿Cuánto nos puede acelerarun PC+2? ¿A qué océano nos mandaría?¿Podremos volver a encender despuésdel PC+2 si hiciera falta? Tambiénquiero saber cómo alinear la nave si nose puede hacer con respecto a lasestrellas. ¿Se podría usar el Sol comoreferencia? ¿La Luna? ¿Y la Tierra? —Y finalmente, para todo el mundo—:Quiero a una persona en la sala de

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ordenadores haciendo gráficos desde elmomento de la inyección translunar.Intentemos averiguar exactamente qué eslo que se ha estropeado en esa nave enprimer término. Durante los próximosdías vamos a crear técnicas y maniobrasque no se han intentado nunca. Quieroasegurarme de que sabemos lo queestamos haciendo.

Kranz se detuvo y volvió a mirar alos controladores de uno en uno,esperando sus preguntas. Como solíasuceder cuando hablaba Gene Kranz, nohubo ninguna. Se dio media vuelta y sedirigió sin decir palabra a la puerta,camino de Control de Misión, donde

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docenas de otros controladores estabanpendientes del trío de astronautas enpeligro. En la sala que abandonaba sequedaban los quince hombres quedebían salvarlos.

En el Aquarius, Jim Lovell, FredHaise y Jack Swigert no eran testigos delas órdenes de Kranz entre bastidores y,al menos por el momento, nonecesitaban arengas. Faltaban treintaminutos para iniciar la operación deencendido de regreso libre, y el LEMtodavía no estaba preparado. En la partederecha de la nave, Haise estabaocupado comprobando su lista de

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«activación de descenso» y laconversación que mantenía el piloto delLEM con el Capcom, muy familiar paraLovell, pero absolutamente extraña paraSwigert, se desarrollabaentrecortadamente.

—En el panel once —decía Haise—, GASTA está bajo exhibición devuelo y FDAI del comandante. Si no, elbus A en interruptor automático AC.

—Recibido. Lo copio.—En la página tres, nos saltamos el

paso cuatro, puesto que usaremos lasbaterías de descenso con conexión dealto voltaje.

—Recibido.

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—Y en el paso cinco, deja abierta laconexión de inversión de circuito.

Escuchando con un oído, Lovellseguía la comunicación, esperando oíralgún procedimiento que le exigierapulsar un interruptor o hacer algunaconexión a los que Haise no alcanzara.Por lo demás, no obstante, elcomandante tenía mucho que hacer.Manipulando el controlador de posicióncon más cuidado y habilidad, habíaempezado a conocer el tacto de su navedesequilibrada y ya podía hacerla rotar360 grados en sus tres ejes. Pero, mirarahacia donde mirase por la ventanilla, lanube de partículas que envolvía el

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Aquarius parecía uniformemente densa.Encendiendo los reactores, intentó

avanzar para salir de aquella neblina,pero ésta parecía desplazarse con él,casi como si la atracción gravitatoria dela propia nave, sin la de la Luna o la dela Tierra para compensarla, atrajera losdesperdicios, igual que un imán atrae lasvirutas de hierro. De vez en cuando,Lovell radiaba desalentado los nuevosdatos de alineamiento, pero ninguno desus informes era estrictamentenecesario. Las vertiginosas lecturas deángulo de las consolas de navegacióninformaban a Control de Misión de todolo relativo a la extraviada posición del

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LEM.Mientras el tiempo volaba, Lunney

había despachado a dos miembros de latripulación de reserva del Apolo 13,John Young, el comandante, y KenMattingly, el piloto del módulo demando que se quedó en tierra,enviándolos a los simuladores de labase para que intentaran descubriralguna maniobra útil para Lovell.Young, a su vez, había telefoneado aCharlie Duke, el piloto de reserva delLEM cuyo contacto con la rubéola habíacausado el cambio en la tripulación del13, lo había sacado de su lecho deenfermo y le había dicho que se

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presentara inmediatamente en el CentroEspacial. Tom Stafford, que se conocíaal dedillo los peligros de pilotar unLEM cerca de la Luna, estaba sentadojunto a Lousma, intentando pensarsoluciones propias. Durante los últimosminutos, los astronautas de tierra y elfatigado Capcom habían transmitidodiversas sugerencias a Lovell, incluidala de ladear la nave para que el módulode servicio ocultara el Sol y lasventanillas triangulares del LEMestuvieran de espaldas a la luz, peroninguna de las sugerencias dio fruto. Lasestrellas lejanas no aparecían en ningunaparte del campo visual de Lovell.

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El comandante soltó los mandos delpropulsor, exasperado, y se alejóflotando del panel de instrumentos.Estaba convencido de que seríaimposible alinear la plataforma respectoa las estrellas. Cuando Houston radiaralas coordenadas del encendido, Lovellhabría de introducir los datos en elordenador de navegación y rezar paraque la plataforma de dirección estuvieralo bastante alineada para interpretar losnúmeros correctamente y tomar el rumboadecuado. Si era así, los astronautasregresarían a la Tierra. Si no, sedirigirían a otro sitio.

—Tendremos que apañarnos con lo

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que hay —dijo Lovell a Haise y Swigert—. Esperemos que nos baste.

En Houston, los controladores devuelo llegaron a la misma conclusiónque Lovell aproximadamente al mismotiempo que él, y comprendieron, por laestabilidad de las lecturas de posición,que el comandante pensaba como ellos.En teoría, la aritmética que habíarealizado Lovell y que habíancomprobado en tierra cuandotransfirieron los datos de la plataformade dirección de la Odyssey tenía quehaber bastado para alinear la plataformadel Aquarius… pero la teoría era unapobre tabla a la que agarrarse. Y en ese

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momento parecía que no iban a tenernada más. Mientras Deiterich, Bostick yel resto del equipo de guiadoobservaban, Gary Renick llamó aLunney para decirle que por fin habíallegado el momento del encendido.

—Vuelo, aquí Guiado —llamó elGuido.

—Adelante.—Muy bien, tenemos los vectores y

estamos listos para pasárselos a latripulación.

—Y ya habéis verificado que losdatos sean correctos…

—Sí.—De acuerdo —dijo Lunney—.

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Capcom, ¿quieres avisar a lostripulantes para que se preparen?

—Recibido —dijo Lousma—. Deacuerdo, Aquarius —comunicó por elcanal tierra-aire—, ¿estáis listos paraanotar las coordenadas de la maniobra?

—Afirmativo —dijo Lovell.—Pues vamos. El propósito es una

corrección de medio curso para unencendido de regreso libre —empezóLousma formalmente—. Lascoordenadas son NOUN 33, 061, 29,4284, -00213. HA y HP son NA. Lainclinación…

Lousma prosiguió, leyendo lasposiciones del mando de gases, horas de

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encendido, ángulos del motor yobjetivos Delta V, todos los cuales lerepitió Haise debidamente. Según lascifras que el piloto del LEM y tierrabarajaban, el encendido se desarrollaríaen varias etapas. Cuando todos los datosestuvieran anotados, Haise introduciríalas coordenadas de posición en elordenador de dirección, ordenando a lanave, y confiando en su alineamientooriginal, que se orientara correctamentepara el encendido.

Las pruebas que realizaban Young yDuke en el simulador, con ayuda de lassugerencias telefónicas de Grumman,indicaban que el piloto automático de a

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bordo podía mantener la nave en laposición correcta durante la operaciónde encendido. Cuando la nave se hubieraestabilizado en la posición correcta parael encendido, Lovell sacaría el tren deaterrizaje del LEM, extendiendo suscuatro patas de araña para apartarlas delmotor de descenso. Después, elordenador, basándose en otrasinstrucciones introducidas por Haise,pondría en marcha cuatro de losreactores de posición del Aquariusdurante 7,5 segundos. Este proceso,llamado «merma», se hacía para dar unpequeño empujón a la nave haciadelante y mandar el combustible del

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motor de descenso al fondo de losdepósitos, eliminando las burbujas o lasbolsas de aire. Después, el motorprincipal de descenso se encenderíaautomáticamente, a una potencia del diezpor ciento durante 5 segundos, lomínimo indispensable para mover lanave. Luego Lovell cogería su mando degases en forma de T y lo empujaría hastala posición del cuarenta por ciento,manteniéndolo allí y encendiendo elmotor a 7,18 HP durante exactamente 25segundos. Pasados éstos, el ordenadorcerraría la cámara de combustión y elmotor se pararía. Entonces, en teoría,los astronautas estarían en la dirección

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correcta para volver a la Tierra.Haise introdujo los datos de la

plataforma de dirección en el ordenadorde la nave y mientras Lovell miraba porla ventanilla de la izquierda, Haiseestaba atento a la de la derecha. Swigertintentó mirar por encima de los hombrosde los otros dos y los propulsores seencendieron automáticamente,colocando la nave en la posiciónespecificada por el Capcom. Lovell,inmediatamente, tendió la mano hacia supanel de instrumentos y accionó lapalanca que controlaba el tren deaterrizaje del LEM.

Antes de la misión, el comandante

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esperaba ese gesto como un hitosignificativo en su viaje a la superficiede la Luna. Entonces, el estiramiento ylos movimientos de las patas no teníanesa significación y Lovell sintió unapunzada de decepción que reprimiórápidamente.

Las patas chasquearon al encajarseen su posición y Lovell, mirando otravez por la ventanilla, hizo unaindicación a Haise con la cabeza.

Luego el comandante y el piloto delmódulo lunar se instalaron frente a suspaneles de instrumentos y Swigert seretiró a la tapa del motor de ascensión, asu espalda. Haise consultó el

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cronómetro de la cuenta atrás en el paneldel LEM y después Conectó con elcircuito de radio tierra-aire.

—Muy bien, un minuto y treintasegundos para el encendido —dijo.

En Houston, Lousma pasó lainformación a Lunney, que pidió silencioa los hombres en el circuito e hizo unúltimo repaso de 30 segundos por todala sala.

—Muy bien, estamos listos. Control,¿todo bien ahí? —empezó.

—Todo listo —contestó el oficial deControl.

—¿Guiado, todo bien?—Todo bien, Vuelo.

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—¿Fido?—Todo bien, Vuelo.—¿Telmu?—A punto, Vuelo.—¿Inco?—Todo bien, Vuelo.—¿GNC?—Listo, Vuelo.—Todo a punto para un minuto —

dijo Lunney a Lousma.—Recibido. Aquarius —Lousma se

dirigió a Lovell—, procedamos alencendido.

Como la última vez que Lovell seacercó a la Luna, durante la triunfalsemana de Navidad del vuelo del Apolo

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8, se produjo un largo silencio durantelos últimos 60 segundos previos alencendido lunar.

Accionó el interruptor del «brazomaestro» y luego miró rápidamente a sualrededor para ver si todo lo demásestaba en orden. El control de guiadoestaba en posición de «GuiadoPrimario»; el control de propulsión, en«Auto»; los cardanes del motorhabilitados; la cantidad, la temperatura yla presión del propergol estaban bien; lanave mantenía la posición correcta.

Todo estaba bajo el control delordenador y Lovell se concentró en elcronómetro de la cuenta atrás. Treinta

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segundos antes de la ignición, el dialmarcó «06.40», diciendo al comandanteque el ordenador había armado el motor.Veintidós segundos y medio más tarde, alos 7,5 segundos de la ignición, lospequeños reactores situados en elexterior de la nave cobraron vida aliniciarse la maniobra de merma. Lovell,Haise y Swigert detectaron un leveempujón cuando el LEM se estremeciósutilmente bajo sus pies.

—Tenemos merma —dijo el oficialde Control.

Lovell seguía concentrado en lapantalla del ordenador que, justo 5segundos antes del encendido, mostró su

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familiar «99:40», preguntando alcomandante de nuevo si confirmaba lamaniobra. Sin vacilar, Lovell pulsó elbotón de «Adelante», y otra levevibración sacudió la nave.

—Tenemos ignición, punto de gasesbajo —dijo el oficial de Control.

Lovell mantuvo cinco segundos laposición y luego empujó la palanca otrotreinta por ciento. La vibración aumentó.

—Cuarenta por ciento —radió atierra.

—Cuarenta por ciento —repitióControl—. Los niveles van bien.

—Los niveles van bien, ¿eh? —preguntó Lunney con incertidumbre.

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—Eso parece, Vuelo —letranquilizó Control.

—Muy bien, Aquarius, todo va bien—dijo Lousma.

Lovell asintió, sin soltar el mandodel propulsor mientras la vibracióncontinuaba.

—Todo sigue bien —repitióControl.

Lovell volvió a asentir, pasando lavista del panel de instrumentos a su relojde pulsera y viceversa. El motor ardiódurante 10, 20 y 30 segundos; después,cosa alarmante, pareció continuar enmarcha. Luego, sólo un instante mástarde de lo previsto, 0,72 segundos

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después, según calculó el ordenador deControl de Misión, el encendidoconcluyó y el motor se apagó.

—Apagado —gritó Control.—Autoapagado —respondió Lovell.En la nave y en tierra, Lovell y los

controladores miraron instantáneamentela trayectoria y los instrumentos Delta V,y después sonrieron. La velocidad de lanave había aumentado casi exactamentelo que habían calculado y el pericintioprevisto había pasado de los 111kilómetros que habrían dejado a la naveen la órbita lunar, a los 240 que lesayudarían a volver a la Tierra.

Lovell esperó la orden de Houston

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de «equilibrar» el encendido; dichamaniobra, una leve pulsación de losreactores de control de posición, solíausarse incluso después de losencendidos de rutina para refinar latrayectoria. Boone, Renick, Bostick,Deiterich y los demás oficiales denavegación miraron sus consolas paraver cuánto equilibrado necesitarían y sequedaron anonadados con los datos: nohacía falta para nada.

Según las cifras de sus monitores, elencendido, que violaba todas las reglasdel sentido común y de losprocedimientos de vuelo, había salidoperfectamente, situando al Apolo 13 en

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un recorrido que pasaría por detrás de laLuna y luego lo mandaría derecho acasa.

Medio incrédulo, Lousma llamó a latripulación:

—Aquarius, estáis en el buencamino. No ha hecho falta equilibrar.

—¿Dices que no hace faltaequilibrar? —preguntó Haise, mirando aLovell.

—Afirmativo. No hace faltaequilibrar.

—Recibido —dijo Lovellsonriendo.

—De acuerdo —afirmó Haise,sonriendo también.

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Lovell se apartó del panel deinstrumentos y se frotó los ojos con lapalma de las manos. Estaba aliviado,pero sólo de momento. Mientras laslecturas de rumbo de su panel deinstrumentos eran alentadoras, el restode los datos contaban una historiacompletamente distinta. Bajó la vistahacia las lecturas de ambiente y deenergía, y no pudo evitar hacer varioscálculos de memoria. Si la trayectoriaque seguía la nave en ese momento semantenía y no variaba su velocidad, losastronautas llegarían a la Tierra sobre lahora 152 de la misión, es decir, unas 91horas más tarde. El lapso de tres días y

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tres cuartos era aproximadamente eldoble del tiempo de autonomía del LEMcon sólo dos hombres a bordo.

Aunque Houston se había referidosólo de pasada a un encendido PC+2,Lovell estaba seguro de que lo harían.No obstante, aunque usara el motor dedescenso cuando diera la vuelta pordetrás de la Luna hasta dejar losdepósitos secos, no veía cómo lesahorraría aquello más de un día deviaje. Eso significaba volar otro díaentero más allá de las posibilidades delLEM, con su misérrima provisión devitales productos de consumo. En esemomento eran las 2:43 de la madrugada

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del martes día 14. Según Lovell, lo máspronto que podían esperar llegar a laTierra era después de la medianoche delviernes 17. Y su LEM no estabapreparado para hacer ese viaje.

—Si queremos volver a casa —dijoLovell a Haise y Swigert— tendremosque inventarnos alguna otra manera paratripular esta nave.

En la sala 210 de Control de Misión,Bob Heselmeyer estaba haciendo varioscálculos por su cuenta. A diferencia deLovell, el Telmu del Equipo Tigre teníapapel y lápiz, gráficos, libros de datos,perfiles de potencia y un equipo deapoyo de personal técnico para ayudarle

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a parir sus números. Pero, igual queLovell, al Telmu tampoco le gustó loque le decían sus números.

De todos los productos vitales deconsumo que necesitarían losastronautas para regresar vivos, eloxígeno era el más importante, pero alparecer, era lo menos preocupante. Elplan original de vuelo preveía queLovell y Haise pasaran dos días en lasuperficie lunar, aventurándose fuera delLEM en dos excursiones exploratoriasseparadas. Eso significaba vaciarcompletamente y represurizar laatmósfera de la cabina dos veces. Parahacer posible el vaciado y el llenado, el

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Aquarius iba equipado con más O2 queningún otro de los LEM de los Apolo 9,10, 11 o 12.

Incluso con tres hombres a bordo, eloxígeno emanaría del sistema a 0,10kilos por hora, un ritmo de consumo quelos tanques llenos podían soportardurante más de una semana.

Pero la eliminación del dióxido decarbono ya era otro cantar. Como elmódulo de mando, el LEM estabaequipado con cartuchos de hidróxido delitio, o LiOH, pensados para filtrar elaire y atrapar las moléculas de CO2. Lanave llevaba dos cartuchos originalesque podían durar más de un día y tres de

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reserva para sustituirlos cuando los dosprimeros estuvieran saturados. Enconjunto, los cinco depuradores de airepodían durar sólo 53 horas, y eso condos hombres en el LEM. Con unpasajero más, la duración de loscartuchos se reduciría a menos de 36horas. La provisión de LiOH de laOdyssey permanecería intacta a lo largodel vuelo, pero no se podía traspasar alAquarius; los mecanismos dedepuración del CO2 de las dos naves noestaban diseñados igual, y los cartuchoscuadrados del módulo de mando noencajaban en los receptáculos del LEM,que eran redondos. Por más oxígeno que

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llevara el módulo lunar, el CO2 tóxicono tardaría en desplazar al oxígeno delaire respirable y los astronautas seasfixiarían alrededor de las tres de latarde del miércoles.

También andaban escasos deelectricidad. El LEM, a plenorendimiento, necesitaba unos 55amperios de corriente para funcionar.Pero para sobrevivir cuatro días enlugar de los dos previstos, habría quereducir el consumo de la nave a 24amperios. Tal reducción era draconiana,pero factible.

De la mano del suministro eléctricode a bordo, sin embargo, iba el

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suministro de agua. Todo el equipoinformático del LEM que gastabaenergía generaba calor que, si no sedisipaba adecuadamente, podía acabarincendiando el equipo e inutilizándolo.Existía una red de tubos derefrigeración, que contenían unasolución de agua y glicol, en unentramado que cubría todos los sistemasde la nave. El líquido circulaba por lostubos absorbiendo el exceso de calor yllevándolo a un sublimador; allí, el aguase evaporaba y salía al espacio en formade vapor, llevándose el calor. El tanquede agua dulce del LEM estaba pensadopara satisfacer tanto la sed del sistema

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de refrigeración como la de latripulación, no menos importante. Perono estaba calculado para funcionardurante los cuatro días de operación delLEM. En conjunto, la nave llevaba unos153 litros de agua, que el equipo solo setragaría a un ritmo de 2,85 litros porhora. Pero para sobrevivir al regreso ala Tierra, habría que reducir ese ritmo a1,58. Y para lograrlo, no había otrasolución que rebajar el consumoeléctrico a 17 amperios.

Con esas cifras agónicas,Heselmeyer, como Lovell, se echó paraatrás y se frotó los ojos. El LEM noestaba diseñado para funcionar de ese

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modo. Nadie, excepto el personal deGrumman, tal vez, sabía siquiera si elLEM podría volar con ese régimen.Heselmeyer frunció el entrecejo y sevolvió hacia los hombres que lerodeaban.

—Si queremos traerlos a casa,tendremos que inventarnos otro métodopara dirigir esa nave —les dijo.

A las tres menos cuarto de lamañana, justo cuando el motor dedescenso del LEM terminaba suencendido, Tom Kelly y Howard Wrightaterrizaron en el aeropuerto de LaGuardia. La avioneta que les habían

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prometido les estaba esperando enLogan, efectivamente, y el vuelo deBoston a Nueva York había durado pocomás de una hora. Bethpage estaba amenos de media hora desde elaeropuerto, pero esa noche iban a tardarun poco más. A diferencia de Boston,que estaba experimentando unatemperatura suave de mediados de abril,Nueva York sufría los rigores de finalesde invierno, con lloviznas y niebla, yuna temperatura que ascendíaescasamente por encima de cero, así quelas autopistas de Long Island estabanheladas. Kelly y Wright se dirigieron ala planta lo más aprisa que pudieron,

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pero debían aminorar la marcha de vezen cuando para no patinar y salirse de lacarretera.

Cuando por fin detuvieron el cocheen la fábrica, Kelly miró por laventanilla y se quedó pasmado. La viejafábrica de aviones y la enorme navemetálica del LEM solían estar desiertasa esas horas de la noche. El equipo deingenieros de apoyo que debía estarpresente para vigilar el LEM duranteuna misión lunar contaba sólo con unascuantas personas, y en general suscoches se perdían en el mar de asfaltoque rodeaba los edificios.

Sin embargo, esa noche el escenario

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era muy distinto. Por lo que adivinóKelly, estaba el personal del turno dedía, el de tarde, los técnicos de diseño,los de montaje, y muchos más, que Kellyno sabía ni quiénes eran. Grummannunca hubiera llamado a tanta gente enplena noche, ni siquiera en unaemergencia. Evidentemente, eranempleados que se habían enterado porsu cuenta de la noticia de la emergenciaen el espacio y se habían dirigido allí demotu propio.

Cuando Kelly entró en el edificio,los pasillos estaban tan abarrotadoscomo el aparcamiento y cuando lostrabajadores reconocieron al director de

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ingeniería, se le acercaron parapreguntarle en qué podían ayudar. Kellyse abrió paso, un poco aturdido,tranquilizando a todo aquel que leabordaba.

—Ya os lo diremos. Ya os lodiremos. Vamos a necesitar ayuda detodo el mundo —les dijo.

Kelly se encaminó a la sala deingeniería de apoyo, donde el pequeñogrupo que solía estar de guardia habíaaumentado notablemente desde que seprodujo el accidente. Después dereunirse con Wright en el aeropuerto deBoston, Kelly había estado rumiando losmismos números que barajaban

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Heselmeyer y los técnicos de Houston.Pero hasta ese momento no dispuso delos datos reales para trabajar.

Se sentó con los hombres deGrumman que habían estado consultandocon los de Control de Misión y echó unprimer vistazo a sus cifras.

Entonces deseó no haberlo hecho:las cifras eran espantosas. Kelly nuncahabía intentado manejar una nave enesas condiciones y esperaba no tenerque hacerlo jamás. Comprendió que siapretaba demasiado al LEM, eraprobable que perdiera totalmente lanave, pero si no lo hacía, todavía eramás probable que perdiera a la

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tripulación.Kelly sólo sabía una cosa con

seguridad: no era una broma lo quehabía dicho acerca de que necesitaríamucha ayuda.

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C

Capítulo 7

Enero de 1958uando Jim Lovell llegó al Centro dePruebas de Aviación de la Armada

de Patuxent River, en Maryland, noestaba relajado en absoluto. El tenientede veintinueve años acababa de realizarun viaje en coche de costa a costa desdeel norte de California con su esposa,embarazada de seis meses, un hijo dedos años, una hija de cuatro y unChevrolet de cinco que había amenazadocon dejarle tirado en prácticamentetodos los estados desde la bahía de San

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Francisco hasta la de Chesapeake. Erauna tarde triste y húmeda de enerocuando la familia Lovell entró en PaxRiver, uno de esos días grises de lacosta en que hacía demasiado calor paraque nevara, demasiado frío para quelloviera, y el cielo estaba cargado deaguanieve. No fue una acogida muycalurosa para un hombre que acababa derecorrer 4.640 kilómetros al volante.Pero si Jim Lovell no estaba de muybuen humor cuando entró despacio en ladesconocida base naval, el humor deMarilyn Lovell era mucho peor.

Durante los últimos cuatro años, lafamilia Lovell había vivido en las

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afueras de San Francisco, en unapequeña comunidad cercana a laEstación Aereonaval de Moffett Fieldque a Marilyn le encantaba. A la chicade Milwaukee que se había ido al Este,a Washington, para estar cerca de sunovio de la Academia Naval, nunca lehabían gustado demasiado los crudosinviernos del Medio Oeste ni losveranos abrasadores del Potomac, asíque cuando la Armada destinó a sumarido a una base aérea en la templadacosta de California, le faltó tiempo parahacer las maletas.

Cuando llegó a Sunnyvale, Marilynse empeñó en encontrar una casa que se

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ajustara a la idílica imagen que se hacíade la vida en la costa del Pacífico, y notardó en encontrarla: un chalé muybonito en una calle con el deliciosonombre de Susan Way. Durante elprimer año que pasaron allí los Lovell,Marilyn se ocupó de convertir lamodesta casa en un auténtico hogar;empapelando las paredes, poniendocortinas, comprando todos los mueblesque le permitió el salario militar de sumarido y sembrando en los dosjardincillos azucenas, tulipanes,geranios y jacintos azules, que crecieronpreciosos bajo el sol californiano.

En aquella casa nació su primer hijo

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varón, Jay, cuando su hija, Barbara,tenía dos años. Cuando la familia tuvoque mudarse en 1958, Marilyn estabaembarazada otra vez. Mientras ella yJim hacían el equipaje, decidieron quesi su próximo hijo era niña, la llamaríanSusan en honor de la bonita calle quedejaban atrás.

En Maryland, el alojamiento no eratan idílico. Jim Lovell había sidodestinado al Este con el rango deteniente y la tarea de ejercer de aprendizde piloto de pruebas; y ninguna de lasdos designaciones acarreabademasiados privilegios. Losapartamentos asignados a los jóvenes

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oficiales y a sus familias se hallaban enun complejo residencial que sus vecinosllamaban Bloques de Cemento. Fieles asu denominación, los edificios erancuadrados como cajas, estabanconstruidos con bloques de hormigóndel ejército, pintados de un tonoexcesivamente sucio para ser calificadode blanco, demasiado brillante para elcrudo y carecían de la sutileza del tonomarfil.

El interior de los apartamentos eratodavía más inhóspito, con ventanas muypequeñas, techos bajos y claustrofóbicosy tuberías vistas que emergían del suelo,trepaban por las paredes y desaparecían

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en el piso superior. La Armadasuministraba ochenta y cuatro metroscuadrados de vivienda poco acogedora,cifra que no era negociable, se tuvieranhijos o no. Cuando el Chevrolet sedetuvo frente a esos bloques de estiloBauhaus, a la familia Lovell se le cayóel alma a los pies.

Jim miró a su mujer un poconervioso, de pie bajo la llovizna, frentea su nueva casa, mientras descargabanlas cajas sobre la acera mojada.

—Bueno, admito que no es comoCalifornia —dijo.

—No —corroboró Marilyn,buscando por quinta vez la dirección en

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la tarjeta mojada por la lluvia que lehabía dado el empleado de la oficina dealojamiento—, para nada.

—Me temo que aquí no vas a podercuidar muchas flores —le dijo Lovell.

—Mmm, hum…—¿Podrás soportarlo durante algún

tiempo?—Me he casado con un aviador

naval. Son gajes del oficio.—Supongo que sí —musitó Lovell,

aliviado.—Aunque te voy a decir una cosa: si

tenemos otro hijo, no le llamaremos«Bloque de Cemento».

La Armada creía que podía ir

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tirando con aquellos barraconespelados, principalmente porque lasesposas de los pilotos de pruebas comoMarilyn Lovell estaban educadas en latradición militar de aprovechar lascosas sin crear problemas, y los propiospilotos de pruebas, que estabaninmersos en su trabajo de aprender avolar en aviones no probados, nopasaban en casa el tiempo suficientepara darse cuenta de su entorno.

El trabajo que iba a desempeñarLovell tenía escaso atractivo para unpiloto ordinario. Sin embargo, para losaviadores con un poco de ánimo

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guerrero, era una auténtica perita endulce, aunque peligroso.

Los pilotos de pruebas sabían que eldía menos pensado, mientras sesteabanen su casa o estaban terminando deescribir un informe en su mesa, podíanoír, o mejor dicho, sentir, elinconfundible topetazo de un avión alestrellarse en la hierba a dos o treskilómetros de distancia, seguido por elrugido de los camiones de rescate, elaullido de las sirenas y la densacolumna de humo negro ascendiendo porel horizonte.

En general, el piloto podía salir atiempo del aparato averiado, abrir sin

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problema el paracaídas y contar a losingenieros qué era lo que iba mal en elvehículo que le habían dado a probar.Pero también con bastante frecuencia,aquello no se producía, y un piloto más,voluntario para la arriesgada vida dePax River, perdería toda oportunidad devolver a ofrecerse voluntario para nada.Aunque siempre había unos cuantospilotos aficionados a los trabajospeligrosos como aquél, las esposas, ysobre todo las esposas con un niño dedos años, una niña de cuatro y unChevrolet de cinco, que nunca lograríafuncionar sin un hombre por losaledaños, no se lo tomaban con tanto

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entusiasmo.Para intentar lograr las más altas

probabilidades de que tanto los avionescomo los pilotos sobrevivieran a susexcursiones, los aviadores reciénllegados a Pax River pasaban seispenosos meses en la escuela de pilotosde pruebas. En enero de 1958, cuandollegaron Jim Lovell y el resto de suscompañeros, el ejército estabaestrenando una nueva generación deaviones de combate, los A3J Vigilante,F4H Phantom y F8U-2N Crusader.Cuando los pilotos de pruebas novatosno estaban a bordo de los vehículos deentrenamiento aprendiendo las

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habilidades que les permitirían probaresos nuevos reactores en el futuro,estaban encerrados en las aulasestudiando los arcanos de laaeronáutica, como diseño gráfico detrayectorias, matemáticas de ondas dechoque, ritmos de ascenso y estabilidadlongitudinal dinámica. Al final de sujornada laboral, cuando los estudiantesse retiraban a sus diminutos cuarteles,todavía tenían más cosas que hacer:preparar informes para sus instructoressobre su vuelo de la tarde o las clasesde la mañana.

Lovell se sumió en su entrenamientointensivo, robando por lo menos una o

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dos horas para el estudio todas lasnoches. Usaba el armario de undormitorio como estudio, una tabla demadera de balsa como mesa y un cascode helicóptero relleno de algodón paraamortiguar las voces de sus dosparvulitos y su niñita recién nacida. Elaislamiento autoimpuesto dio fruto, ycuando terminó el semestre deentrenamiento, anunciaron que Lovellera el primero de su clase, poniéndoseal nivel de otros dos Wunderitnder(hijos maravillosos) de Pax River,Wally Schirra y Pete Conrad.

Generalmente, una calificación comoaquélla significaba mucho para un piloto

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de Pax River. Los diversos destinos devuelo disponibles para los reciéngraduados no eran en absolutoequiparables en prestigio con losafortunados aviadores enviados a laDivisión de Pruebas de Vuelo, elescuadrón que estrenaba los avionesrecién entregados para averiguar larapidez y la agilidad de aquellasmáquinas. El grupo siguiente, laDivisión de Pruebas de Servicio, nojuzgaba la agilidad de los aparatos sinosu resistencia, y surcaba laboriosamentelos cielos para determinar hasta dóndepodían apurarlos antes de requerirmantenimiento y reparaciones. Bajando

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un nuevo peldaño venía la División dePruebas de Armamento, donde, como sunombre indica, los pilotos se ocupabanprincipalmente de probar las armas, lasbombas y los cohetes de los nuevosaviones. Y por fin, aunque menoscodiciada, estaba la División dePruebas de Electrónica, cuyos aviadoreshacían poco más que sobrevolarperezosamente las bases militares y lasciudades cercanas, reuniendo datossobre los modelos de antena y losradares.

Todos los pilotos de Pax Rivervivían en el temor de los destinos, enrealidad exilios, de la División de

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Pruebas de Electrónica; bueno, todosmenos el número uno de su promoción.Regía la política, no escrita peroestablecida a lo largo de los años, deque el mejor calificado era enviado aldestino que pedía. Pero lo que nadiesabía en la promoción de 1958 era queese año había cambiado esa política. Elcomandante de la División de Pruebasde Electrónica afirmó, tajantemente queya estaba harto de que le negaran porrutina a los primeros de cada promocióny que le gustaría, por lo menos una vez,elegir en la camada de pilotos.Amablemente, el comandante de la base,Butch Satterfield, le prometió que el

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número uno de la siguiente promoción,el grupo de Lovell, iría a las Pruebas deElectrónica.

—Señor… —dijo Lovell,presentándose en el despacho deSatterfield la misma tarde en que sepublicaron los destinos— me preguntosi ha habido algún error.

—¿Error, teniente?—Sí, señor —repuso Lovell—.

Yo… pensaba que me iban a destinar aPruebas de Vuelo.

—¿Y qué le hacía pensar tal cosa?—le preguntó Satterfield.

—Bueno, señor, he sido el primerode mi promoción y…

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—Teniente, ¿tiene algo en contra delas Pruebas de Electrónica?

—No, señor —mintió Lovell.—¿Sabía usted que el comandante

de las Pruebas de Electrónica harequerido especialmente al mejor pilotode su clase?

—No, señor. No lo sabía.—Pues sí. Ya puede presentarse allí

a paso ligero. Y cuando llegue, no seolvide de darle las gracias.

—¿De darle las gracias, señor?—Por llamarle a usted

personalmente.

Mientras Lovell se hacía cargo de su

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puesto como comprobador de radares,los acontecimientos que sucedían a 56kilómetros Potomac arriba conspirabande nuevo para cambiar su fortuna.Medio año después de que la UniónSoviética asombrara al mundo con ellanzamiento del Sputnik, el gobierno deEstados Unidos seguía luchando porcerrar las heridas de su orgullotecnológico. Impaciente ante losfracasos americanos y preocupado porlos éxitos soviéticos, entró en escena demala gana el presidente Eisenhower. Apartir de la Primera Guerra Mundial, elgobierno había creado una agenciafederal de contornos difusos, llamada

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National Advisory Committee onAeronautics (Comité Nacional deAsesoramiento sobre Aeronáutica), oNACA, cuya función era estar informadade la tecnología de ese campo y ayudara la administración a determinar cómogastar su dinero de Investigación yDesarrollo. Eisenhower pretendíaampliar las funciones de la NACA eincluir vehículos que pudieran volarfuera de la atmósfera, convirtiendo laagencia en algo más parecido a laNational Aeronautics and SpaceAdministration (AdministraciónNacional Espacial y de Aeronáutica).

Una de las mayores prioridades de

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la NASA era construir una nave quepudiera poner en órbita a un ser humano.El supervisor del proyecto era el doctorRobert Gilruth, ingeniero aeronáutico deLangley Research Facility, empresaubicada en Virginia. Aunque todavía noexistía ningún aparato capaz de realizaruna misión tan improbable, una de lasprioridades de Gilruth era empezar aseleccionar a los «astronautas», onavegantes estelares, que pudieranpilotar en su día cualquier nave queconstruyera la agencia espacial.

Gilruth y su equipo pasaron variassemanas determinando qué cualidadesdebían reunir esos pilotos: altura, peso,

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edad, formación; y cuando terminaron,pasaron esas exigencias a la Armada y alas Fuerzas Aéreas. El ejército introdujoesos criterios en sus nuevosordenadores, que eran del tamaño deuña habitación, y extrajo una lista de110 nombres que parecían ajustarse a lorequerido. Ese día, se enviaron télex alos primeros 34 de esos hombres,algunos de los cuales estaban realizandoel servicio militar en el Centro dePruebas de Aviación de Patuxent River,en Maryland.

Los hombres que llenaban elauditorio de Dolley Madison House, enla esquina de la calle H y la avenida

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East Executive, en Washington D.C.,formaban un grupo algo desconcertado.Les habían dado a entender que aquelloiba a ser una sesión de informaciónmilitar; y estaban seguros de queversaría sobre temas militares. Pero lareunión que acababa de iniciarse no separecía a ninguna otra sesióninformativa a la que hubieran asistido.

De hecho, les habían dado muchaspistas de que la conferencia de ese díasería más que extraordinaria. En primerlugar, habían pedido a los pilotos que nofueran de uniforme. La orden era: trajede paisano, preferiblemente formal. Ensegundo lugar, les habían instruido que

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no dijeran a nadie a dónde iban, ni a susesposas, ni a sus compañeros deescuadrón, ni tampoco a ninguna otrapersona que supuestamente fuera aacudir. La orden que recibió Jim Lovellera muy específica en este punto.

«Preséntese en la Oficina dePersonal para Asuntos de ProyectosEspeciales CNO OP5». CNO eran lassiglas de jefe de operaciones navales;OP5 significaba quinta División deOperaciones, la que dirigía Pax River; y«Asuntos de Proyectos Especiales» erael código de «No hagas preguntas,simplemente preséntate, ya te loexplicaremos más adelante».

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Tan asombrosa como el secreto deltélex era la dirección a la que había queir. No era inusual que un oficial de laArmada fuera convocado a Washingtonpara asuntos profesionales, pero en talescasos, se le solía indicar que sepresentara en el Pentágono o en algunade las oficinas que la Armada teníadistribuidas por todo el distrito. El télexde Lovell le ordenaba presentarse en unsitio llamado Dolley Madison House, unedificio de Washington que había sidoen su día la residencia de la cuartaprimera dama y albergaba desdeentonces una oficina administrativa.

Jim Lovell estaba en su mesa de la

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División de Pruebas de Electrónicacuando recibió el télex. Era miércoles, yla orden especificaba que estuviera enWashington a la mañana siguiente.Lovell tuvo la tentación de dirigirse asus compañeros de clase de pruebas,mostrarles el despacho y preguntarles silo había recibido alguien más y qué lesparecía que podía ser. Pero el joventeniente se tomó en serio los protocolosmilitares y si el jefe de operacionesnavales le pedía que guardara silenciosobre algo, no pensaba desobedecer.Además, a la mañana siguiente tendría larespuesta.

Lovell se despertó el jueves antes

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del amanecer y se puso su extraño trajede paisano. Mientras echaba su bolsa deviaje al asiento trasero del coche supoque no era el único piloto de Pax Riverque salía furtivamente de casa antes delalba. Vio a Pete Conrad, que le saludócon la mano tímidamente, enfundado enuna camisa blanca almidonada, caminodel aparcamiento, y Wally Schirra, quesalía de la base sin decir una palabra anadie y saludaba con la mano al guardiade la puerta.

Todos los oficiales respetaronescrupulosamente el secreto exigido enel télex del CNO, pero pocas horas mástarde, cuando se congregaron en el

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auditorio de Dolley Madison House conotros treinta pilotos de la Armada y lasFuerzas Aéreas, tuvieron libertad paraespecular sobre las razones de supresencia. Hasta el momento, nadiehabía averiguado nada. Los enteradillosdecían que el Departamento de Defensaestaba desarrollando algún nuevo tipode cohete, tal vez para sustituir el X-15.Otros propusieron la fantasía de que lareunión tenía algo que ver con elespacio. Lovell apostaba más por eso,pero lo hizo para sí mismo: era unatontería compartir semejante fantasíacon sus compañeros.

Cuando todos los pilotos estaban ya

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sentados, las puertas del fondo de lasala se cerraron y un tipo calvo conaspecto académico, el doctor RobertGilruth, subió a la tribuna.

—Caballeros —dijo sin máspreámbulo que presentarse—, les hemospedido que vengan para discutir elProyecto Mercury.

Durante la hora siguiente, el doctorGilruth describió al grupo de calladospilotos un plan que era, sucesivamente,la cosa más ambiciosa, más espectaculary más chiflada que habían oído en suvida. Gilruth quería, y así se lo dijo,mandar a un hombre, muy posiblementea uno de los presentes, al espacio, a

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orbitar la Tierra, en menos de tres años.La nave que realizaría esa hazaña nosería tanto un vehículo como una especiede… bueno, cápsula, un embudo detitanio, de unos dos metros de base ysólo tres de altura. La cápsula, con elpiloto encerrado dentro y atado a unasiento anatómico, sería puesta en órbitapor un cohete Atlas, un misil balísticocon una potencia de 667,2 HP.

Se elegiría aproximadamente amedia docena de hombres para realizaresos viajes, cada uno de los cualesestaría en órbita durante un tiempo algomayor que el anterior. El último hombreque saliera al espacio permanecería en

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órbita dos días. Todo el programa seríarealizado por la administración civil, asíque aunque todos los voluntariosconservarían su posición y su rangomilitar, ya no dependerían delMinisterio de Defensa. En cambio,serían responsables ante una nuevaagencia gubernamental, la NationalAeronautics and Space Administration.Hasta el momento, la NASA no habíatenido tiempo para desarrollar susplanes mucho más allá de lo que habíadescrito Gilruth, pero si alguien teníaalguna pregunta, estaría encantado decontestársela.

Los pilotos se miraron unos a otros

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con indecisión, vacilando entre mostrarun interés genuino y la franca diversiónque semejante propuesta les provocaba.Al cabo de un momento se alzó unamano.

Un piloto quería saber si el Atlas, enfin… no tenía fama de estallar en laplataforma.

Con total honradez, Gilruth admitióque sé habían producido algunosaccidentes en el pasado, pero que losingenieros coincidían en que ya estabanresueltos la mayor parte de losproblemas.

Otro preguntó si ya se habíaconstruido el prototipo de… eh… la

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cápsula.—¿Construido? No —reconoció

Gilruth—. Pero algunos cerebrosprivilegiados ya han diseñado losprimeros planos.

—¿Cómo controlará el piloto lacápsula durante el vuelo?

—No la controlará —respondióGilruth—. Toda la misión seríacontrolada automáticamente desdetierra.

—¿Y el aterrizaje? —quiso saber elcuarto aviador.

—No habrá aterrizaje —dijo Gilruth—. Será un amerizaje. Unos cohetespequeños despedirán a la cápsula fuera

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de la órbita y ésta descenderá hasta elmar con un paracaídas.

—¿Y si no funcionan los cohetes?Para eso quería Gilruth a los pilotos

de pruebas.Cuando terminó el turno de

preguntas y respuestas, Gilruth les dijoque tenían toda la noche para pensarlo.Durante los días siguientes habría másreuniones con médicos, psicólogos yotros oficiales del proyecto, queresponderían a todas sus preguntas.

Cuando Gilruth dejó la tribuna, loshombres se levantaron y, pidiéndosesilencio con los ojos, empezaron a salir

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y se dirigieron hacia los hoteles que leshabían reservado por toda la ciudad. Elgrupo de Pax River se encaminó alMarriott, en la calle 14, casi sin poderocultar su impaciencia por llegar allí.Gilruth habría previsto más reunionespara el viernes y el sábado, pero lo quelos pilotos necesitaban en ese momentoera reunirse solos en privado. Trasregistrarse en el hotel y dejar lasmaletas, Lovell, Conrad y Alan Shepard,un antiguo alumno de Pax River, sedirigieron a la habitación de WallySchirra, cerraron la puerta y, comopensándoselo mejor; echaron la cadena.

—Bueno —empezó Lovell—, ¿qué

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les parece, caballeros?—Pues que no es el X-15, desde

luego —dijo Conrad.—Es un servicio peligroso, desde

luego —dijo Schirra.—Yo preferiría que usaran otra cosa

en vez del Atlas —prosiguió Lovell—.Ese trasto tiene las paredes tan finas quese hunden si no están bien presurizadas.

—Pero cuanto más ligero, másrápido —dijo Shepard.

—Y mejor revienta —añadióLovell.

—A mí no me preocupa tantojugarme el pellejo como jugarme lacarrera —dijo Schirra.

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Los demás se miraron unos a otros yasintieron: Schirra había expresadoexactamente lo que pensaban todos.Aunque ninguno de ellos teníademasiadas ganas de amarrarse a laproa de un cohete y seguir el camino delinfortunado satélite que había reventadoen la plataforma de lanzamiento con laexplosión del Vanguard, tampoco letenían miedo. En la profesión de pilotode pruebas, siempre existía laposibilidad real de que la próximacabina en la que uno se montara fuera laúltima. Sin embargo, los aviadorestenían en cuenta las compensacionesprofesionales por correr ese nesgo tan

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grande. Creían que si seguían el caminotrazado, si regresaban a tierra con suaparato de pruebas y su físico intactos,su ascenso en el escalafón militar seaceleraría en gran medida: de aviadorpelado a mandar un escuadrón dedieciocho aparatos; luego, un grupo decuatro escuadrones aéreos;posteriormente, realizarían un servicioen el Pentágono; mandarían un buquepequeño como un petrolero o untransporte de tropas, y por fin llegaríanal mando de un portaaviones o inclusopodían alcanzar el rango de general. Eraun largo camino, con incontablesoportunidades de meter la pata, pero

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también estaba muy bien definido. Laclave era no quedarse atrás. Si alguienpermanecía varios años haciendo unatarea tonta y marginal, como porejemplo, presentarse voluntario para ungrupo espacial disparatado, podíaperder el tren.

Wally Schirra, por de pronto, habíatrabajado duramente para llegar a dondeestaba, y no quería perder el tiempo conciertas cosas. Y cuanto más reflexionabasobre aquello, cuanto más ponía en telade juicio ante sus compañeros si losfuncionarios de Dolley Madisoncomprendían realmente el sacrificio queles estaban pidiendo, más crecieron las

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reservas de los hombres que estaban ensu habitación del Marriott.

O por lo menos al principio. Al cabode un rato, Lovell empezó a vacilar. ¿Ysi esa chifladura de programa resultabaser el modo más rápido de ascender?¿Sería posible saltarse el mando deescuadrones, el de grupos aéreos y elmando de buques de guerra para llegar ageneral pilotando un cohete Atlas? ¿Yqué sabría Wally, por mejor compañeroque fuera, de todo eso? ¿Estaríaintentando acaso sembrar la dudasuficiente, de manera encubierta, entresus primeros competidores para que seretiraran antes de empezar?

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Era imposible saberlo. Pero Lovell,que había soñado, respirado y estudiadolos cohetes durante veinte años, quehabía construido su propio «Atlas»,hasta que explotó, hacía más de quinceaños, no estaba muy dispuesto a queunas cuantas preocupaciones sobre sucarrera le impidieran montarse en uncohete de verdad. A la media hora dellegar al hotel, todos los pilotos queestaban en la habitación de Wally habíanaceptado que el Proyecto Mercury podíamuy bien representar el fin de su carreranaval. Y todos habían decidido queharían lo que fuera para participar en él.

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El examen médico preliminar para elProyecto Mercury se llevó a cabo en laclínica Lovelace de Albuquerque,Nuevo México. Treinta y dos de loshombres del grupo de élite seleccionadopara participar en el programa aceptaronla invitación. El grupo se dividió enunidades menores de seis o sieteindividuos, que fueron enviadas de unaen una a Lovelace, a pasar distintaspruebas médicas durante una semana. Delos seis hombres del grupo de JimLovell, cinco pasaron con éxito la duraprueba de siete días.

En cuanto llegaron, los candidatos a

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astronauta comprendieron que lo que laNASA tenía en mente no se parecía ennada a los exámenes médicos que habíanpasado anteriormente. Seis hombressanísimos y en la flor de la vida seentregaron de todo corazón a losdoctores, deseando desesperadamentepasar la criba sanitaria para que lesaceptaran en el programa, y por lo tanto,estaban decididos a no poner pegas aningún procedimiento que hubieraplaneado realizar el hospital de NuevoMéxico. Los médicos estabanentusiasmados ante aquella perspectiva.

Los pilotos se sometieron a análisisde sangre, radiografías de corazón,

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electroencefalogramas,electromiografías, electrocardiogramas,análisis gástricos, pruebas dehiperventilación, de peso hidrostático,de equilibrio vestibular, pruebasradiológicas generales, defuncionamiento del hígado, deresistencia en bicicleta, pruebasergométricas en aspas de molino, depercepción visual, de funcionamientopulmonar, de fertilidad, análisis de orinay pruebas intestinales. Los candidatos aastronauta se sometieron a aquellasviolaciones de todo el cuerpo, dejandoque les inyectaran contrastes en elhígado, agua fría en el oído interno, les

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pincharan con agujas electrificadas enlos músculos, les llenaran el intestino debario radiológico, les palparan lasglándulas prostáticas, les sondearan lossenos, les sondaran el estómago, lessacaran sangre, les pegaran electrodosen el cráneo y en el pecho y les pusieranhasta seis enemas diarios para vaciarleslas tripas.

Al término de aquella semana depesadilla, o bien les entregaban unatarjeta que decía que habían superadolas pruebas y que debían presentarse enla Base Aérea de Wright Patterson, enDayton, Ohio, para pasar otras pruebas,o que no las habían superado y debían

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regresar a sus antiguos cuarteles, con elagradecimiento del gobierno por haberlededicado su tiempo y su sacrificio. Losprimeros seis días transcurrieron contodas las molestias que les habíananunciado y el séptimo, cinco de los seispilotos recibieron la tarjeta con lasinstrucciones de presentarse en WrightPatterson.

—¿Ha estado usted enfermoúltimamente, teniente? —preguntó eldoctor A. H. Schwichtenberg a JimLovell cuando éste entró en su despacho,con sus órdenes de regresar a Maryland.

—Pues no, que yo sepa, señor. ¿Porqué?

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—Es por su bilirrubina —lecontestó el médico, abriendo una carpetay repasando la primera hoja—. La tieneun poco alta.

—Ah… Pues yo no sabía ni quetenía bilirrubina —dijo Lovell.

—Pues sí, teniente. Todos tenemos.Es un pigmento natural del hígado, perousted tiene demasiada.

—¿Y eso es una enfermedad? —preguntó Lovell.

—No exactamente. Generalmentesignifica que uno ha estado enfermo.

—Bueno, si he estado enfermo,ahora estoy mejor.

—Cierto, teniente.

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—Y si estoy mejor, no hay razónpara que no siga adelante en elprograma.

—Teniente, ahí fuera hay cincohombres sin problemas de bilirrubina, yveintiséis más en camino,probablemente sin ellos. Yo tengo quebasar mis decisiones en algo. Sé que hapasado usted una semana horrenda, y leagradecemos el tiempo que nos hadedicado.

—¿No podrían repetirme laspruebas de hígado? —aventuró Lovell—. Tal vez haya habido un error.

—Ya se ha hecho —dijoSchwichtenberg—. No había error. Pero

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muchas gracias por todo.—Mire, señor —insistió Lovell—,

si sólo aceptan a especímenes perfectos,sólo recogerán una clase de datos.Aprenderán mucho más de los quetengamos una pequeña anomalía.

Schwichtenberg cerró la ficha deLovell, la apartó y levantó la vista.

—Muchas gracias por todo —repitiólentamente.

Jim Lovell regresó a los Bloques deCemento y, al día siguiente, a laDivisión de Pruebas Electrónicas de PaxRiver. Dos semanas más tarde volvióConrad. Al poco tiempo, los dos pilotosveían en la televisión a su colega de Pax

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River, Wally Schirra, con Al Shepard,Deke Slayton, John Glenn, ScottCarpenter, Gordon Cooper y GusGrissom, formados ante un enjambre deperiodistas en el mismo auditorio deDolley Madison donde se habíancongregado por primera vez Lovell y losdemás, mientras les proclamabanprimeros astronautas de la nación.

Lovell presenció la ceremonia en elpequeño televisor de su reducido piso y,durante los tres años siguientes, siguióviendo cómo aquellos hombres hacíanlos viajes que sus exámenes médicos lehabían negado. Al Shepard realizó unvuelo suborbital de quince minutos en un

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pequeño cohete Redstone; Gus Grissomuno idéntico en un misil idéntico; JohnGlenn voló en el Atlas, un vehículomayor que puso por fin en órbita alprimer americano; después ScottCarpenter repitió el último vuelo delAtlas.

Mientras los astronautas delMercury iniciaban la historiaaeroespacial, la carrera de Lovell en laaviación también iba mejorando, dentrode su modestia. Pruebas Electrónicashabía resultado ser un exilio menor de loque él se temía, y en 1961 se fusionó conPruebas de Armamento, una división

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más dinámica, formando la División dePruebas de Armas. Con la crecientesofisticación de los reactores decombate, también aumentó la de lasarmas que portaban, y no tardó enhacerse evidente que si un pilotodeseaba descargar sus bombas o soltarsus cohetes con eficacia, tendría que sermenos un bombardero que un técnicoelectrónico. El primer avión queintegraba completamente armamento yelectrónica fue el F4H Phantom, unaparato para todo uso especialmentediseñado para el combate nocturno.

Lovell, que se había entrenado en elportaaviones Shangri-La justo para esa

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clase de tareas espeluznantes, fuenombrado director de programa delgrupo de Pruebas de Armas encargadode evaluar el nuevo aparato. El cambiode destino significó para él mayorprestigio pero también frecuentesdesplazamientos, principalmente a laplanta aeronáutica McDonnell, de St.Louis, donde se construía ese avión.Finalmente, también supuso un cambiode alojamiento. Cuando terminaron laspruebas del F4H y llegó el momento deentrenar a los aviadores que lospilotarían, el encargo también se loencomendaron a él, así que se mudó consu familia de los Bloques de Cemento a

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la Estación Aeronaval Oceana deVirginia Beach, para trabajar en elEscuadrón de Combate 101 comoinstructor de vuelo.

Al final del programa Mercury, en elverano de 1962, a Deke Slayton ya lehabían dado la devastadora noticia deque no podría participar en los vuelosespaciales debido a una fibrilación decorazón, y sólo quedaban Wally Schirray Gordon Cooper sin salir al espacio.Lovell estaba en la sala de espera deOceana, tomándose un café antes desalir a volar esa tarde; cogió unejemplar de Aviation Week & SpaceTechnology y se puso a hojearlo.

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Con los últimos coletazos delMercury, la revista había empezado apublicar algunos artículos sobre elpróximo programa Gemini y las dosnaves biplaza que utilizarían losastronautas elegidos para realizarsendas misiones. El ejemplar de esasemana no publicaba nada acerca de lanave en sí, pero al final de la sección denoticias había un artículo muy breve queinformaba de un reciente comunicado deprensa de la NASA. El titular rezaba:«La NASA aumentará la plantilla deastronautas». Y: «Entre cinco y diezastronautas más serán seleccionados elpróximo otoño para el programa de

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vuelos espaciales tripulados de laNASA».

Lovell dejó bruscamente la taza decafé en la mesa de las revistas,salpicándose la mano, leyóprecipitadamente la nota de dos frases y,antes incluso de acabarla, ya habíadecidido que volvería a presentarsevoluntario. Bueno, era algo mayor,estaba a punto de cumplir treinta ycuatro años, pero pensó que eso tambiénaportaría mayor experiencia.Efectivamente, diez plazas en la NASAsignificaban muchos más voluntarios quela última vez, pero la gente de laAgencia ya conocía el nombre de

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Lovell. Y claro, estaba la cuestión de labilirrubina. Sin embargo, después desuperar con éxito cuatro vuelos delMercury y con cuatro pilotos sanosdespués de la experiencia, Lovellsospechaba, o al menos esperaba, que laNASA estaría menos preocupada porencontrar especímenes físicamenteperfectos que por buscar a los mejorespilotos. Muy probablemente, el primerrechazo de Lovell le descalificaríatambién en esta ocasión, pero decidió enla sala de espera que tenía que volver aintentarlo. Pensó que salir al espaciopara probar una nueva nave espacial erauna aventura mucho más excitante que

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volar a St. Louis para probar un nuevoreactor.

—¡Eh, Lovell, al teléfono! —lellamó alguien desde la oficina delescuadrón de Oceana.

Jim Lovell levantó la vista concansancio del informe que llevabamedia hora estudiando y preguntó:

—¿Quién es?—Se lo he preguntado, pero no me

lo ha dicho.Lovell dejó el informe, pulsó la

tecla de su teléfono y descolgó.—Quería hablar con Jim Lovell —

dijo una voz.La voz le sonaba familiar, pero

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Lovell no logró identificarla. Era el 13de septiembre de 1962, más de dossemanas después de que regresara de laNASA, tras realizar las entrevistas parael Programa Gemini, y en el tiempo quepasó allí había conocido a mucha gentey oído muchas voces. No estaba muyseguro de conocer a aquella persona.

—Soy yo mismo —respondióLovell.

—Jim, soy Deke Slayton.Lovell se enderezó en su silla sin

decir nada. La revisión médica de laNASA se efectuó en la Base AéreaBrooks de San Antonio, Tejas y, comola última vez, Lovell había hablado

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principalmente con médicos. Pero adiferencia de la ocasión anterior, habíasuperado las pruebas médicas y lehabían enviado a Houston para que leentrevistaran en la Base AéreaEllington. Cuando eliminaron a Deke dela lista de astronautas activos, lenombraron director de Operaciones deVuelos Tripulados, con la tarea desupervisar las actividades de todos losastronautas en activo y la selección delos futuros. Lovell había pasado muchashoras en Houston entrevistándose conDeke, y esperaba una llamada suya. Perono sabía si esa llamada le traería buenaso malas noticias.

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—Jim, ¿estás ahí? —le preguntóSlayton.

—Eh… Sí, Deke, sigo aquí.—Bueno, te llamaba por lo del

equipo de astronautas.—Ya… —dijo Lovell, con la

garganta seca.—Y me preguntaba… si te gustaría

venirte a trabajar con nosotros.—¿Yo? —exclamó Lovell

levantando la voz. Los demás hombresde la oficina se volvieron a mirar.

—Eso te preguntaba… —Slayton seechó a reír.

—Sí, sí, claro —tartamudeó Lovell.—Bien. Encantado de tenerte a

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bordo —le dijo Slayton.—Encantado de subir a bordo.

¿Puedes decirme quién más ha entrado?¿Han aceptado a Pete?

—Ya te enterarás. Ahora lo quenecesitamos es que todos los nuevosastronautas vengan a Houston pasadomañana para anunciárselo a la prensa.Queremos mantenerlo todo en secretohasta entonces, así que mañana tú tevienes para acá en avión y luego tomasun taxi directo hasta el Rice Hotel.¿Entendido?

—Rice Hotel —repitió Lovellcogiendo un papelito y anotándolo deforma ilegible.

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—Y cuando llegues allí, dices quetienes una reserva a nombre de MaxPeck.

—Pregunto por Max Peck —dijoLovell.

—No. No preguntas por Max Peck.Les dices que eres Max Peck.

—¿Que yo soy Max Peck?—Exacto.—Deke…—¿Sí…?—¿Quién es Max Peck?—Ya lo averiguarás.Slayton colgó. Lovell se quedó con

el receptor en la mano, pulsó la teclapara cortar la comunicación y llamó

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precipitadamente a Marilyn.—Nos vamos —le dijo en cuanto

ella descolgó.—¿A dónde? —le preguntó Marilyn.—A Houston.Se produjo una pausa. Lovell habría

jurado que su mujer sonreíaaudiblemente.

—Vente a casa. Tendrías quedecírselo tú a los niños —le dijo ella.

Cuando, al día siguiente, Lovellllegó al aeropuerto William Hobby deHouston, su recibimiento fue pococlamoroso, en realidad no lo hubo.

Por lo visto, Slayton quería mantenera rajatabla el secreto. Cuando Lovell se

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bajó del avión, le recibió una racha deaire cálido y húmedo, e hizo lo que lepidieron: cruzó la terminal y tomó untaxi.

Durante el trayecto hasta el hotel,Lovell se empeñó en prestar atención;pensó que si iba a mudarse allí con sufamilia, tendría que empezar a conocerla ciudad. Mientras el taxi recorría GulfFreeway, Lovell distinguió un grancartel en lo alto de un edificio: «Alójeseen el Rice Hotel. ¡Su anfitrión enHouston!». Y debajo, en caracteres máspequeños: «Director: Max Peck».

Confuso, Lovell intentó volverlo aleer antes de que el taxi lo dejará atrás a

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toda velocidad, pero no le dio tiempo.Al llegar al hotel pagó al taxista, entróen el vestíbulo y miró a su alrededor.No había ni rastro de Deke o Conrad, nide nadie con aspecto ni remotamenterelacionado con la NASA.

Sintiéndose bastante perdido, Lovellse dirigió al mostrador con tantadesenvoltura como pudo y saludó con lacabeza a la recepcionista.

—Tengo reservada una habitaciónsencilla —dijo—. Soy Max Peck.

La recepcionista era una chica muyjoven.

—Perdóneme… ¿Quién dice que es?—El señor Max… Quiero decir, el

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señor Peck. Max Peck.—Emm… creo que no —contestó la

joven.—No, de verdad —dijo Lovell con

poca convicción.De repente apareció otro empleado

del hotel por detrás de la recepcionista,un hombre alto, de aspecto jovial, conun distintivo que le identificaba comoWes Hooper.

—Yo me ocuparé de esto, Sheila —le dijo a la chica; después se dirigió aLovell—. Me alegro de verle, señorPeck. Le estábamos esperando. Ésta essu llave, y por favor, llame si necesitaalgo.

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Un poco aturdido, Lovell dio lasgracias al señor Hooper y se alejó pordonde le habían indicado. Qué tontería,pensó. Una cosa era el secreto paraeludir a la prensa, pero aquel jueguecitodel gato y el ratón era ridículo. Lovellllegó a su habitación, dejó su bolsa en lacama y se echó. Casi inmediatamentesonó el teléfono.

—¿Diga? —dijo con cansancio aldescolgar.

No obtuvo respuesta.—¿Diga? —repitió, más despierto.—¿Con quién hablo? —le preguntó

una voz.—¿Quién llama? —le preguntó

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Lovell.—Soy Max Peck.—¿Quién? —gritó Lovell.—Max Peck.—¿Trabaja usted en el hotel?—Pues no —repuso la voz—. Sólo

soy un huésped. Y creo que usted estáocupando mi habitación.

—Creo que no —le dijo Lovell.—Pues yo sí.—Mire —replicó Lovell—, no sé

cuántos Max Peck hay aquí esta noche,pero de momento puede considerarmeuno de ellos. Ésta es mi habitación, lareserva se hizo a mi nombre y piensoquedarme aquí. Si tiene usted algún

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problema, le sugiero que hable con eldirector. ¡Se llama Max Peck!

Lovell colgó.Tal vez Slayton tuviera alguna razón

para llevar adelante aquella estupidez,pero él era incapaz de imaginársela.Aunque sí estaba seguro de una cosa: nopensaba quedarse encerrado en suhabitación a esperar que alguienaclarara las cosas. Eran más de las seisde la tarde y Lovell pensaba darse unaducha, cambiarse y bajar a cenar. Sitomarse una copa y cenar en elrestaurante del hotel le descubría, puesque le descubrieran.

En cuanto llegó al vestíbulo, Lovell

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vio que si él no estaba demasiadopreocupado por disimular su identidad,a los demás hombres que había mandadola NASA les traía sin cuidado. Sentadocómodamente en medio del vestíbulo delhotel, Pete Conrad se tomaba una copa,fumando su pipa. A su lado, con otracopa y mi puro enorme y apestoso,estaba el piloto de la Armada JohnYoung. Lovell se habría puesto a darsaltos: ¡Conrad y Young, ambos alumnosde Pax River! Los conocía y losrespetaba a los dos, y le encantaríaorbitar el planeta en no importaba quénave, en cualquier misión, concualquiera de los dos. Cruzó

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apresuradamente la estancia, procurandoque Young y Conrad no le vieran, secoló entre sus compañeros y les dio unapalmada en la espalda.

—Así que hemos aterrizado —lesdijo.

—¡Jim! —exclamó Conrad,volviéndose y atisbando a través de lanube de humo que le envolvía la cabeza.

—¿Cómo habéis venido a pararaquí? —les preguntó Lovell,estrechándoles la mano y abrazándolos.

—Supongo que nos habremos coladopor la misma tronera —comentó Conrad.

—Pues deberían vigilarla —dijoLovell—. De momento, parece que

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somos todos de la Armada.—No del todo —observó Young

dirigiendo los ojos hacia un sillón nomuy alejado de donde se hallaban.

Lovell siguió su mirada y advirtió aun hombre de aspectoinconfundiblemente militar que estabatomándose una copa y leyendo elperiódico.

—Ed… —le dijo Young. El hombrese volvió y sonrió—. Te presento a JimLovell. Jim, Ed White, de las FuerzasAéreas.

El hombre se levantó, dio un pasohacia Lovell y le tendió la mano. Lovellle estudió la cara un instante. Le

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resultaba vagamente familiar.—Encantado —dijo Lovell,

tendiéndole la mano.—En realidad, ya nos conocíamos

—le dijo White.—«Lo sabía…» —pensó Lovell,

mientras le asaltaban viejos recuerdos.—Pero sólo por teléfono —añadió

White.—¿Ah, sí?—Sí. Yo era el Max Peck que ha

llamado a tu habitación.—¿Eras tú? ¿Es que todos somos

Max Peck hoy? —preguntó Lovell.Conrad y Young asintieron—. Vaya,estoy impaciente por conocer a todos los

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demás…Ninguno de los cuatro sabía a quién

más habría mandado la NASA esa nocheal Rice Hotel, pero si la Agencia noacudía a recibir a los recién llegados,ellos se encargarían de ello. Lovell,Conrad, Young y White se acomodaronen el vestíbulo, pidieron otra copa ydespués se dirigieron al restaurante acenar.

No perdieron de vista el vestíbulodurante toda la velada y al correr eltiempo fueron apareciendo otros cincohombres, todos ellos con la mismaexpresión ligeramente aturdida quemostraba Lovell cuando entró en el

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hotel.Eran Frank Borman, Jim McDivitt y

Tom Stafford, los tres de las FuerzasAéreas. También Elliot Sce, un pilotocivil de pruebas de General Electric. Ypor último, llegó Neil Armstrong, otrocivil que había realizado la mayor partede sus tareas de prueba para la propiaNASA. Con aquel pedigrí en la Agencia,lo raro hubiera sido que no le eligieran.Los que se fueron reuniendo llamaron alos recién llegados, se presentaron unosa otros y les invitaron a tomarse unacopa con ellos.

Al final eran nueve. Se quedarontodos mirándose unos a otros, bastante

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asombrados.De los centenares de pilotos de

pruebas que habían mandado su nombrea la NASA ese año, sólo ellos nuevehabían sido elegidos. Todos ellos, conexcepción de Armstrong y See, habíanido ascendiendo por el escalafón militara lo largo de su carrera, y todos ellos lahabían dejado atrás brusca, y, podríadecirse, temerariamente. No estaba muyclaro cuándo viajarían al espacio, cómose las arreglarían una vez allí, o sillegarían a hacerlo, como el pobre Deke.Pero tenían una cosa muy clara, mientrasse tomaban su copa en la cálidailuminación del salón del hotel,

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envueltos en humo: en ese momento noles parecía que la carrera que estabanabandonando fuera preferible a la queiban a iniciar, desde luego.

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M

Capítulo 8

Martes, 14 de abril de 1970,07:00 hora del Este

arilyn Lovell pensó en CharlieBassett y Elliot See cuando se

despertó a la mañana siguiente delaccidente del Apolo 13. Hacía muchotiempo que Marilyn no pensaba enBassett y See; como muchas personasrelacionadas con la NASA, preferíaolvidarse de esas cosas. Pero la mañanadel martes 14 de abril, aquello eraimposible.

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En realidad, Marilyn no se despertóel día 14, porque esa noche no habíadormido. El martes, Marilyn se puso enmarcha a las siete y abandonó sudormitorio tras una inquieta duermevelade poco más de una hora. A las seis,Betty Benware y Elsa Johnson la habíanechado de delante del televisor, dondeMarilyn había pasado la noche, lahabían acompañado a la escalera y lahabían obligado a acostarse. Marilynprotestó e insistió en que no estabacansada, pero Betty y Elsa le recordaronque sus hijos no tardarían en levantarsey que al menos les debía a ellos, si no así misma, un breve descanso. Marilyn

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accedió de mala gana, se tumbó en lacama y al cabo de una hora se levantó yregresó al cuarto de estar, sin dejar depensar en Bassett y See.

Charlie Bassett y Elliot Seemurieron el 28 de febrero de 1966. Esedía Marilyn estaba en casa cuidando aJeffrey, su cuarto y último hijo, según sehabía prometido, de sólo siete semanas.El invierno que terminaba había sidofrenético, con el primer viaje espacialde su marido, una misión de dossemanas en el Gemini 7, durante suoctavo mes de embarazo y el acoso delos periodistas a la esposa estoica enestado de buena esperanza. Jim regresó

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poco antes de Navidad, poco despuésnació Jeffrey, y Marilyn se prometiópasar en la mayor tranquilidad posiblelas semanas que faltaban para laprimavera. Ella no podía decidir por sumarido astronauta, pero estaba decididaa ocupar todo el tiempo que fueranecesario en cuidar a su recién nacido.Sólo recurriría ocasionalmente a unaniñera si la fiebre de la cabaña deTimber Cove se agudizaba.

El 28 de febrero estaba la niñera yMarilyn disfrutaba de un ratito detranquilidad mientras Jeffrey echaba unsueñecito a última hora de la mañana.Entonces sonó el teléfono.

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—Marilyn —le dijo una voz serena—, soy John Young. Te llamo desde elCentro.

Marilyn habría reconocido la voz deYoung aunque él no se hubieraidentificado. Se había incorporado a laNASA al mismo tiempo que su marido,hacía cuatro años, y fue el primero delgrupo nuevo que salió al espacio: enmarzo del año anterior voló en elGemini 3 con Gus Grissom.

—¡Hola, John! ¿Cómo estás? —preguntó Marilyn, contenta de que lallamara.

—No muy bien. Se ha producido unaccidente. No ha afectado a Jim —se

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apresuró a añadir—. Jim estáperfectamente. Son Charlie Bassett yElliot See.

Cuando intentaban aterrizar su T-38en la niebla, en St. Louis, se han pasadola pista de largo y se han estrellado en elaparcamiento de la fábrica McDonnell.Han muerto instantáneamente.

Marilyn se sentó lentamente.Conocía bastante bien a los Bassett.Charlie y su esposa vivían al otro ladodel lago Taylor, en la cercanacomunidad de El Lago, pero comoCharlie pertenecía al tercer grupo deastronautas que ingresó en el programa,el siguiente al de Jim, Marilyn sólo

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había tenido ocasión de charlar con lapareja en los actos de la NASA. Sinembargo, los See eran vecinos deTimber Cove y vivían muy cerca de losLovelL Elliot y Jim pertenecían a lasegunda promoción de astronautas yMarilyn Lovell y Marilyn See se habíanhecho buenas amigas y bromeabanacerca de sus coincidencias: nombre,dirección y matrimonio con unastronauta. Las visitas de Marilyn See acasa de Marilyn Lovell después de dar aluz habían sido muy bien recibidas.

—¿Ha hablado alguien ya conMarilyn? —le preguntó a Young.

—No —respondió él—. Por eso te

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llamo.—¿Quieres que le diga yo que Elliot

se ha matado? —le preguntó Marilynalzando la voz.

—No —le dijo Young—. Quieroque hagas algo más difícil… Nodecírselo. Tendría que haber alguien conella ahora mismo, pero no se le puededecir nada hasta que vaya yo y se locomunique oficialmente. No queremosque se presente algún periodistaimpaciente en la puerta.

¿Recuerdas lo que pasó cuando semató Ted Freeman?

—Sí, John —contestó Marilyn,recordando el horror que sintieron las

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esposas de la NASA hacía unos meses,cuando empezó a correr el rumor de queun periodista había llamado a la puertade los Freeman, en busca de unadeclaración de la familia antes de queésta se enterara de que había algo quecomentar.

—Bien. Gracias por tu ayuda —ledijo Young.

Marilyn colgó, subió a buscar a laniñera y le dijo que salía un momento atomarse una taza de café con una amiga.Después se puso el abrigo y bajólentamente por la calle. Manlyn Seeestaba en la cocina cuando llegóMarilyn Lovell y al ver que su amiga se

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dirigía hacia su casa, se le alegró elsemblante y la saludó con la mano.

—Precisamente estaba a punto de ira verte. Así no habrías de salir a lacalle…

—No pasa nada. Así aprovecho eldescanso. Además Jeffrey tardarátodavía una hora en despertarse —ledijo la señora Lovell.

—¿Ha ido la niñera hoy?—No —respondió Marilyn, ausente

—. Quiero decir que sí. Sí, sí.Marilyn See la miró extrañada.—¿Estás bien? Pareces distraída.—No, no, estoy perfectamente.Las dos amigas pasaron unos veinte

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minutos charlando y tomando café.Después oyeron un chirrido deneumáticos fuera y se volvieron a mirarpor la ventana. Un coche oscuro sedetuvo frente a la casa. Dentro iban JohnYoung y otro hombre desconocido. Elpersonal de la NASA no visitaba a losfamiliares de los astronautas sin avisar amenos que hubiera algún motivo. Y engeneral, el motivo era malo. Las dosmujeres se miraron a los ojos. MarilynLovell bajó los ojos sólo un segundo, eltiempo suficiente para que Marilyn Seeadivinara lo ocurrido.

Sin decir palabra, Marilyn Lovell selevantó, abrió la puerta, acompañó a los

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visitantes a la cocina de Marilyn See ypermaneció a su lado mientras le dabanla noticia. Después acompañó a loshombres a la puerta, se sentó con suamiga, la abrazó y finalmente hizo loúnico que podía hacer una amiga y laesposa de un piloto en una situaciónsemejante: telefonear a otras amigas y aotras esposas de aviadores paraexplicarles lo sucedido.

A los pocos minutos empezaron allegar las amigas y Marilyn Lovellregresó corriendo a su casa, subió a sucoche y se dirigió a la escuela primariaa buscar a los hijos de los See parallevarlos a su casa antes de que se

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enteraran de la noticia por otros canales.Cuando regresó, la casa estaba, comoella suponía, llena de mujeres, con susmaridos astronautas, muy incómodos,que rodeaban a Marilyn See e intentabanconsolarla. Marilyn Lovell se quedóatrás un momento, observando la escenay sin poder remediarlo se preguntó quéestaría viendo y oyendo su amiga en esemomento y si se daría cuenta de quiénesestaban allí. Marilyn Lovell, como todaslas demás mujeres de la NASA, sabíaque sólo había un modo de saberexactamente lo que estabaexperimentando su amiga, pero siemprese había obligado a no pensar en esa

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posibilidad.

Cuatro años más tarde, el cuarto díade la misión del Apolo 13, Marilynaveriguó las respuestas a aquellaspreguntas y deseó de todo corazón nosaberlas. La víspera había sido unalocura desde el momento en que losBorman, los Benware, los Conrad, losMcCullough y otros colegas de la NASAllegaron a casa de los Lovell, aparcandosus coches en cualquier hueco de lacalle, la acera o el césped. Marilyn nopodía calcular cuántas personas habíanido a su casa, pero al ver el número deceniceros llenos y de tazas de café

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medio vacías diseminados por todo elcuarto de estar esa mañana, sin contar ladocena de personas que seguía aúnvagando por la casa o hablando en vozbaja ante el televisor, se hubieraatrevido a apuntar la cifra de sesenta.

Pese a todos los amigos, vecinos yfuncionarios de la NASA que poblabanla casa de Marilyn, quienes másnecesitaban su atención, aunque no se lahabían pedido, eran sus hijos. Jeffrey fueel primero de los Lovell que resultófrancamente afectado por el tumulto delcuarto de estar, pero al parecer AdelineHammack había satisfecho su curiosidadsin preocuparlo. Las dos niñas todavía

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no habían pedido explicaciones yMarilyn se lo agradecía muchísimo.Barbara Lovell, evidentemente, habíadeducido el peligro que corría su padrey, a juzgar por la oscuridad de su cuarto,la Biblia que asía y su decisión deampararse en el sueño, manejaba elasunto a su manera y conautosuficiencia. Marilyn era reacia amolestarla con las palabras de alientoque la niña todavía no había buscado.Tampoco quería molestar a su hermanamenor, Susan, quien, admirablemente,seguía dormida a pesar del revuelo quehabía en la casa. Susan no tardaría endespertarse, y se enteraría de lo que

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sabían los vecinos, los periodistas ycasi todo el resto del mundo, pero hastaese momento Marilyn no creía quehubiera motivos para privar a su hija delque seguramente sería el mejor sueñoque disfrutaría en varios días.

Sin embargo, el caso de Jay, decatorce años, era muy distinto. Marilynhabía telefoneado a la Academia Militarde St. John a las tres de la madrugada,había despertado a uno de los miembrosdel cuerpo docente del dormitorio deJay, le había explicado la situación conla mayor brevedad posible y le habíapedido que le diera la noticia a Jayinmediatamente, antes de que algún

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cadete madrugador la oyera por la radioy se lo comunicara. Marilyn habríapreferido hablar personalmente con suhijo, pero sabía que aquello se lo habríahecho más difícil. Los varonesadolescentes son propensos a lanzar másbravatas de las estrictamente necesarias,y los adolescentes que además soncadetes, aún más. Si Jay se enteraba dela noticia por su madre, seguramente sesentiría inclinado a hacer gala de másentereza de la que le convenía. Eramejor que se lo dijera un tercero y quedespués llamara a su casa para pedirinformación una vez hubiera digerido lanoticia. El interlocutor de Marilyn lo

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comprendió y le aseguró que ibaenseguida al cuarto de Jay; desdeentonces, Marilyn había intentadomantener una línea libre para recibir sullamada.

La otra persona de la familia quepreocupaba a Marilyn esa mañana eraBlanch Lovell, la madre de Jim, desetenta y cinco años. Blanch, que habíasido lo bastante fuerte e independientepara criar a su único hijo sola, habíasufrido una apoplejía recientemente y sehallaba en la residencia de ancianosFriendswood. Que Marilyn supiera,Blanch entendía que su hijo iba arealizar un viaje espacial esa semana y

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también parecía que entendía que iba ala Luna, pero no estaba claro si sabíaque iba a alunizar o pensaba que sóloiba a efectuar unas órbitas, y Marilynpensó que era mejor así. Una vezcancelado el alunizaje, cabía laposibilidad de que, cuando Blanchpusiera la televisión, ni siquiera se dieracuenta de que no decía nada deexcursiones lunares. Sin embargo, sí seenteraría de las noticias acerca de losinfortunios de la nave. Así que paralibrarla de las preocupaciones queatenazarían al resto de los Lovell,Marilyn telefoneó a Friendswood einstruyó al personal de la residencia

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para que retiraran, hasta nueva orden, elaparato de televisión de la habitación deBlanch y les indicó que, si Blanch hacíaalguna pregunta sobre el vuelo, lerespondieran sólo con una sonrisa yalzando el pulgar confiadamente.

Mientras el Sol empezaba aascender, Marilyn Lovell se fue a lacocina a tomarse una taza de café, queno le apetecía especialmente, y percibióque su casa empezaba a despertarse otravez. Se asomó a la ventana y vio quetambién se despertaba la calle. La acera,la calzada y el césped estaban invadidosde hombres con blocs de notas,micrófonos y cámaras de televisión.

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Había varias unidades móviles detelevisión, aparcadas en todos losrincones libres. Marilyn contempló laescena con cierta incredulidad puestoque esa misma gente no había aparecidopara nada los dos últimos días… Eranlos mismos que no habían transmitido laemisión de su marido la víspera, quehabían enterrado la noticia del alunizajeinminente en la página de informaciónmeteorológica y quienes habíandedicado más tiempo a los chistes deDick Cavett que a los noticiarios deJules Bergman.

El teléfono directo que le habíaninstalado en el estudio y que conectaba

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directamente con el Centro Espacialempezó a sonar y Marilyn oyó quecontestaba un funcionario de protocolo.Hubo un minuto de conversación en vozbaja y luego el hombre, a quien norecordaba de la víspera, la fue a buscara la cocina.

—Señora Lovell —le dijo elhombre, indeciso—, llaman de la oficinade Relaciones Públicas. Las cadenas detelevisión nos han llamado parapreguntar si usted accedería a queinstalen una torre de emisión en el jardínpara realizar las transmisiones quequieren hacer.

—¿Una antena emisora? ¿En mi

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jardín?—Em… sí. Siguen al teléfono

esperando su respuesta.Marilyn reflexionó un momento.—Ni hablar.—Señora Lovell, tengo que

contestarles algo.—No, usted no tiene que decirles

nada, pero yo pienso decirles un montónde cosas.

Marilyn se dirigió al estudio y elhombre la siguió pegado a sus talones.

—Soy Marilyn LovelL Por lo vistolos de la televisión quieren montar unaantena en mi jardín. ¿Es así?

—Pues sí —le contestó la voz de

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Relaciones Públicas—. ¿Está deacuerdo?

—¿No podían haberla montado ayero anteayer?

—Pues… sí. Pero ahora es distinto.—¿Ah, sí?—Bueno, el vuelo transcurría sin

incidentes. Pero ahora… ya sabe, es másnoticia.

—Si un alunizaje no era suficientenoticia para ellos, no veo por qué va aserlo un no alunizaje —respondióMarilyn—. Diga a las emisoras que nopongan ni una pieza de su equipo en mipropiedad hasta que esto termine. Y sialguien tiene algún problema, dígale que

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hable con mi marido. Lo estoyesperando para el viernes.

Marilyn Lovell colgó, salió delestudio y regresó a la cocina a acabarseel café. No habría más discusionessobre antenas durante el resto del día.

En el edificio de RelacionesPúblicas del Centro Espacial deOperaciones Tripuladas esperaban a losperiodistas de mejor talante, pero hastael momento la mayor parte de la prensano había aceptado la invitación. Eldepartamento de Relaciones Públicasocupaba en realidad dos edificios. A unlado de un patio de grava se alzaba el

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gran edificio de administración, condespachos para los empleados, sótanosy bibliotecas para los miles dedocumentos, en papel y en rollos depelícula, de los archivos de la NASA, yuna pequeña sala de conferencias paralos comunicados o las ruedas de prensaimprovisados. Al otro lado del patiohabía otro edificio, más bajo y alargado,que albergaba un auditorio con un aforocon capacidad para varios cientos deplazas, donde la NASA celebraba lasruedas de prensa que anunciabanacontecimientos excepcionales, como ladecisión de mandar el Apolo 8 a laLuna, la selección de la primera

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dotación que pisaría el satélite, y lasfechas previstas, los astronautasseleccionados y los lugares de alunizajede las misiones subsiguientes. Era allídonde Chris Kraft, Jim McDivitt y SigSjoberg acudían a dar sus conferenciasde prensa a medianoche cuando seproducía algún desastre en una de esasmisiones.

Durante los meses de inactividadentre misión y misión, en que el edificiodel auditorio no se utilizaba, elvestíbulo se transformaba en un centrode visitantes que exhibía las cápsulasMercury y Gemini ya utilizadas yvitrinas llenas de uniformes, cascos y

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otros artefactos. Durante las misiones,se retiraban los recuerdos, que sesustituían por mesas y máquinas deescribir portátiles para los periodistasque cubrían los vuelos.

En julio de 1969, durante la misióndel Apolo 11, los 693 periodistasacreditados compitieron furiosamentepor el limitado espacio que podíaofrecerles la Agencia. Para la misióndel Apolo 12, en noviembre, lacompetencia se había reducidonotablemente, con sólo 363 periodistas,que encontraron sitio de sobra dondeinstalarse. Para el seguimiento delApolo 13, la cifra bajó a 250, y hasta

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sobraron mesas para el grupo deperiodistas.

Las cosas habían cambiado en lasúltimas diez horas. Con las primerasnoticias del accidente, docenas deprofesionales de la televisión, la radio yla prensa escrita que habían estadotrabajando en el tema a partir de lasinformaciones de los teletipos,empezaron a presentarse en la puerta delCentro Espacial, pidiendo acreditacióny credenciales y acceso a cualquiercomunicado que la NASA pensaraanunciar. Los funcionarios de relacionespúblicas recibieron con los brazosabiertos a los hijos pródigos, les

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repartieron distintivos y materiales y lesabrieron el auditorio, donde pudieronelegir sitio en las mesas que se ibanocupando rápidamente.

En Control de Misión, a unos cientosde metros del edificio del auditorio,Brían Duff se enteró de la afluencia deperiodistas y se alegró. Duff era eldirector de Relaciones Públicas delCentro Espacial y en los diez meses quellevaba en el puesto había dirigido sudepartamento según una regla infalible:cuando las cosas van bien, decir a laprensa todo lo que quiera saber; cuandovan mal, decirles más, si cabe. Esamañana, estaba intentando ceñirse a la

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segunda parte del código.Duff había llegado a respetar el arte

de las relaciones públicas por el caminomás difícil. En 1967, mientras éltrabajaba en el departamento deRelaciones Públicas de la Agencia, enWashington, la NASA llevaba a cabo lainvestigación de la muerte de GusGrissom, Ed White y Roger Chaffee. Enopinión de los más fervorosospartidarios de la NASA, el tratamientodel incendio del Apolo 1 había sido unadebacle para la Agencia. Nadie sequejaba de la investigación científica: sehizo la autopsia de la nave y sedescubrieron las causas del incendio en

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un tiempo récord para un problema deingeniería tan espinoso. Casi todo elmundo coincidió en que la Agenciacometió una pifia en la cuestión de lasrelaciones públicas.

Antes de que se hubiera enfriado lanave Apolo, la noche del 27 de enero,Cabo Cañaveral y el Centro Espacial deOperaciones Tripuladas fueron cerradosa cal y canto y se comunicó a losperiodistas que no se les daríarespuestas sustanciales ni informacióndetallada hasta que una comisióninvestigadora tuviera la oportunidad deestudiar el accidente y determinar sucausa. La NASA reunió rápidamente

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dicha comisión, aunque a nadie se lepasó por alto que era la propia NASA laque la nombraba. Aquélla era una crisisde la Agencia, cuyos funcionarioshabían cometido errores graves, siendoa su vez los propios hombres de laAgencia los responsables deinvestigarlos.

Los medios de comunicación noreaccionaron bien a la constitución deesa policía interna. En cuestión de días,Bill Hinnes, el periodista especializadoen cuestiones del espacio delWashington Star, a quien la NASAconsideraba una especie de veleta deltalante mayoritario del público, preguntó

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con mordacidad en una de sus columnaspor qué los zorros de la Agenciavigilaban su propio gallinero. Unsubcomité del Congreso recogió lapelota de Hinnes y anunció que lainvestigación que realizaba la NASAacerca de sus propios errores no seríasuficiente para enterrar el problema yque la Cámara de Representantesiniciaría pronto consultas propias. ElSenado llegó aún más lejos y organizóotra investigación que, según el senadorpor Minnesota, Walter Mondale,despejara la posibilidad de «negligenciacriminal» de la agencia espacial de lanación.

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Finalmente no se descubrió nada niremotamente criminal, pero el episodiose cobró su precio. Cuando la naveApolo estuvo reparada y una nuevatripulación se disponía a emprender unnuevo vuelo, la Agencia descubrió quehabía despilfarrado todo el capital derelaciones públicas que habíaacumulado durante una década. JulianScheer, el director de RelacionesPúblicas que había ayudado a levantarla Agencia al nivel de popularidad quegozaba antes del incendio y tuvo quepresenciar cómo los administradoresque dirigían la investigación destruíanbuena parte de sus logros, dimitió en

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1969 y Brian Duff fue nombrado para elcargo.

Duff se apresuró a arreglarlo todo.Ante la eventualidad de otrasemergencias, el nuevo director propuso,y los jefes de la Agencia aceptaron, quelas puertas de la NASA permanecieranabiertas y que la prensa recibierarespuestas sin dilación. A las pocashoras de un accidente se celebraría unarueda de prensa para anunciar todocuanto sabía la Agencia y cuándoconsideraba que podría saber más. Otramedida espectacular fue la instalaciónde dos consolas de control de vuelo enControl de Misión, en la galería

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acristalada para las personalidades delfondo de la sala. Las consolas estaríandisponibles las veinticuatro horas deldía para los periodistas que eligieranlos propios medios informativos, quefueran capaces de manejar esos datos,los canales auxiliares y lasconversaciones del director de vuelo asícomo los controladores de servicio paraque luego pudieran comunicar todosesos detalles al mundo exterior.

Duff estaba contento con loscambios, pero hasta la noche anterior,de hecho hasta las primeras horas de esamañana, no había tenido la oportunidadde ver cómo funcionaba. De momento

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estaba satisfecho. La rueda de prensa deKraft, McDivitt y Sjoberg había sidoconvocada a las 12:20 horas, deHouston, menos de tres horas después deque Jack Swigert informara delproblema en el módulo de mando. Losdemás enviados de los medios decomunicación habían empezado a llegarpoco después, y se les informóenseguida de la hora y la fecha de losfuturos comunicados. Glynn Lunney yase estaba preparando para el siguientepaso, una sesión informativa acerca delcambio de turno de rutina, cuando suEquipo Negro dejara las consolas sobrelas ocho de la mañana.

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Al apuntar el día en Houston,estaban preparando el auditorio deRelaciones Públicas para Lunney, y elpropio Duff se encontraba en Control deMisión. Los funcionarios de relacionespúblicas tenían una consola propiadesde donde controlar el vuelo, asícomo los periodistas recién admitidosen la galería de personalidades. Sólohabía dos diferencias: la consola deRelaciones Públicas estaba abajo, en lasala de control, en el extremo izquierdode la cuarta y última fila, y susfuncionarios podían usar su consola paraalgo más que recoger datos y escucharlas comunicaciones.

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El funcionario de servicio teníaacceso al canal tierra-aire durante todala misión y hacía comentarios de lasdiscusiones, traduciendo la jerga técnicaen susurros como si se tratara de unreportero deportivo que transmite unpartido de golf. Estas explicaciones delcomentarista de relaciones públicas,superpuestas a las voces del Capcom yde los astronautas, eran las que seenviaban a las cadenas de televisión yse transmitían a toda la nación. Losfuncionarios de relaciones públicasrealizaban ese cometido desde bastanteantes de la llegada de Duff, en realidaddesde 1961, con el nombre de Control

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Mercury, Control Gemini y finalmenteControl Apolo. En aquella situación, lavoz tranquilizadora del relacionespúblicas era más importante que nunca yDuff estaba junto a su consola paraasegurarse de que todo iba bien.

—Aquí Control Apolo, a las sesentay siete horas veintitrés minutos —decíaTerry White, el funcionario de servicio—. El director de vuelo Glynn Lunneysigue en Control de Misión, y notenemos noción exacta de cuándo podráescaparse para atender la sesióninformativa. De momento, seguimosdecididos a hacer un encendido PC+2 alas setenta y nueve horas veintisiete

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minutos de la misión, es decir sobre lasocho horas y cuarenta de esta tarde.Quedan unas nueve horas hasta lapérdida de señal, cuando la navedesaparezca detrás de la Luna, pero demomento el Apolo 13 sigue estabilizado.Les mantendremos informados de loscambios que se produzcan y también lescomunicaremos el momento en que eldirector de vuelo esté dispuesto.

Terry White cortó y lascomunicaciones tierra-aire llenaron denuevo el circuito.

—Aquarius, aquí Houston —se oyóa Jack Lousma—. Los últimos datos detrayectoria indican que el futuro

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pericintio deberá realizarse a unosdoscientos cincuenta kilómetros, o seaque vuestro rumbo es bueno. Corto.

El mensaje de Lousma era claro ycomprensible, pero las voces quellegaban del Apolo no tanto. Cuando JimLovell, o tal vez Fred Haise o JackSwigert, era imposible determinarlo,respondió a Lousma, fue como si su vozse desintegrara en fuertes crujidos por elespacio.

—Hola, Houston, aquí Aquarius —dijo uno de los astronautas—, repite porfavor.

—He dicho que estáis a doscientoscincuenta kilómetros.

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—Jack, hay muchas interferencias —dijo la voz desde el Aquarius—. ¿Nosoís?

—Jim, os oímos a pesar de losruidos, pero apenas —respondióLousma—. El Inco está comprobandoqué se puede hacer desde aquí.

—Recibido —dijo la voz quepertenecía evidentemente a Lovell—esperamos.

Se produjo una pausa crepitante devarios segundos y después volvió asonar la voz de Lousma:

—Aquarius, aquí Houston. ¿Se oyemejor ahora? —preguntó el Capcom.

—Aquí Aquarius —dijo Lovell

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entre interferencias—, negativo.Varios pitidos invadieron la línea

mientras el Inco, en la segunda fila,consultaba con su equipo de apoyo.Fuera cual fuese el problema, erairritante, pero no estrictamente vital. Noobstante, Duff estaba incómodo ante laconsola de relaciones públicas. Muchosespectadores de todo el país estaríanponiendo la televisión por primera vezdesde la noticia del accidente la nocheanterior, y el deterioro de lascomunicaciones por la falta de energíade la nave era alarmante. Dejó quetranscurriera un minuto de ruidos ydespués tocó a White en el hombro.

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—Entra —le dijo—. Di algo.Repítete si es necesario. Pero no tecalles. El silencio suena como si noshubiéramos muerto todos.

—Aquí Control Apolo —empezóWhite—. Esperamos que lascomunicaciones mejoren un poco cuandola tercera fase del Saturn V se estrelleen la superficie lunar. La frecuencia deradio que transmite la fase estáproduciendo interferencias, perodespués del impacto deberíandesaparecer.

Duff sonrió, momentáneamentealiviado. Daba igual qué explicacióndiera White, siempre y cuando diera

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alguna. No era mucho, pero al menosevitaría que el país y, lo que era másimportante, los medios informativos,creyeran que se les tenía a oscuras. Laprensa cuando estaba a oscuras se poníade muy mal talante, y una prensa de maltalante podía ponerle a uno de vuelta ymedia. Duff sabía que ese díanecesitaría la amistad de la prensa másque nunca en su vida.

En la cabina del Aquarius, lejana yal pairo, Jim Lovell estaba casi tanpreocupado como Brian Duff por lascomunicaciones tierra-aire, aunque pormotivos distintos. Las mejores

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intenciones de Terry White portranquilizar al público hacían quecontara sólo parte de lo que acontecía.

Era verdad que la tercera fase vacíadel propulsor Satum 5, que se dirigía aestrellarse contra la Luna, dondeestremecería el sismómetro que dejó elApolo 12, estaba interfiriendo lastransmisiones de radio del Aquarius. ElSaturn, denominado S-4B por la NASA,y el LEM transmitían en la mismafrecuencia, pero como no estabaprevisto que el módulo lunar se pusieraen marcha y volara por su cuenta hastaque el propulsor se estrellara en la Luna,nunca se llegó a considerar la

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interferencia de radio entre los dosvehículos. En ese momento, todacomunicación tierra-aire se hacía desdeel Aquarius, mientras el S-4B ocupabaruidosamente la misma banda, así quelas conversaciones entre los astronautasy Houston eran mutiladasperiódicamente.

Para empeorar las cosas, lossistemas auxiliares de comunicaciones,que de ordinario eliminaban parte de losruidos, no estaban funcionando comodebían. En cuanto se paró el motor dedescenso tras el encendido de regresolibre, la NASA ordenó a la tripulaciónque desconectara parte del equipo no

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imprescindible para ahorrar energíahasta el encendido PC+2 del motor dedescenso del Aquarius, que tendría lugarla noche siguiente. Fueron sacrificados,entre otros, la mayor parte de las antenasdel LEM y los sistemas secundarios decomunicaciones, y con la desconexiónde cada nuevo aparato, lascomunicaciones tierra-aire sedeterioraban cada vez más. Cuandoterminaron de apagar aparatos, Lovellsólo podía utilizar una sola antena cadavez, cambiando constantemente de una aotra para intentar captar la mejor señal yorientando la nave hacia todos los ladosposibles para transmitir lo más

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claramente posible a la Tierra.—Houston, aquí Aquarius —gritó

Lovell a través de las interferencias desus auriculares poco después de laúltima intervención de White—. Lacomunicación hace un ruido espantoso.¿Me oís?

—Aquarius, aquí Houston —lecontestó Lousma a gritos también—. Teoímos. Aquí también hay mucho ruido.Esperad mientras pensamos quéhacemos.

—Houston, aquí Aquarius —gritóLovell, manejando los propulsores yescorando un poco la nave a babor—.No puedo oír vuestras transmisiones.

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—Jim, aquí Houston —le contestóLousma—. Nosotros tampoco te oímosapenas. Esperad.

Lovell se ajustó los auriculares ycerró los ojos.

—¿Vosotros habéis entendido algode lo que ha dicho? —preguntó a suscompañeros, volviéndose a consultar aHaise.

—Apenas —le dijo Haise—. Creoque ha dicho que no te oía.

—Vaya, hombre… No me digas —dijo Lovell.

—Aquarius, aquí Houston —resonóLousma de repente en los auriculares delos astronautas, sobresaltándolos a los

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tres.—Adelante, Houston —contestó

Lovell.—Parece que ahora hemos mejorado

ligeramente. ¿Cómo me oyes?—Aquí sigue habiendo mucho ruido.—Bien. Tenemos una sugerencia —

le dijo Lousma—. Conecta el interruptordel amplificador de potencia del paneldieciséis. Corto.

Lovell hizo una indicación con lacabeza a Haise, que conmutó la clavija.No notó nada en los auriculares.

—Houston, aquí Aquarius. El ruidocontinúa.

—Bueno —contestó Lousma—.

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Vamos a intentar mejorar lacomunicación y la telemetría, perotenemos que cortar y luego volver aabrir.

Perderemos el contacto unos minutosy oiréis ruidos por los auriculares.

—Más ruido que ahora es imposible—le dijo Lovell.

Lousma desconectó y un zumbidoconstante sustituyó a las interferenciasintermitentes. Lovell se apartó losauriculares unos centímetros de losoídos. La pausa le concedió unosinstantes para pensar y pensó en dormir.El Sol que estaba saliendo en la horacentral sólo iluminaba débilmente las

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naves acopladas Apolo 13. Con lacampana del motor del LEM orientadahacia la Tierra, la luz del Sol se colabapor la ventanilla del comandante ybañaba a los astronautas. Pero cuandolos giros excéntricos de la posición dela nave la movían unos grados,quedaban sumidos en la oscuridad.

Esos cambios bruscos de la noche aldía no solían molestar a Lovell. Duranteel viaje a la Luna, el control térmicorotacional que mantenía a la naveuniformemente caliente hacía que el Solentrara y saliera a ratos por lasventanillas del LEM y el módulo de

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mando. Después de veinticuatro horasde deriva translunar, los astronautas seacostumbraban a ese parpadeo continuoy vivían entre sueño y vigilia, según sushorarios de trabajo y descanso, como siel Sol saliera y se pusiera en el espacioigual que en su casa de Houston. Losmédicos de la NASA habían descubiertoque mientras la tripulación se atuviera aesos horarios, sus ciclos circadianos nose perturbarían.

A las siete de la mañana del martes,sin embargo, dichos ciclos andabanpatas arriba. Según las previsionesoriginales para la misión, el último ciclode sueño de los astronautas debía de

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haber empezado a las diez de la nochede la víspera y concluido a las seis de lamañana. Nadie esperaba que losastronautas durmieran ocho horasseguidas, ni siquiera en un vuelo derutina. La carencia casi total deejercicio físico y las constantesdescargas de adrenalina producidas porlos avatares de un vuelo espacialrecortaban como máximo a cinco o seishoras los descansos deseados por losmédicos, pero esas cinco o seis horaseran absolutamente indispensables paraque los astronautas llevaran a cabo unamisión sin cometer algún error grave oquizá desastroso. Y en una misión tan

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accidentada, el descanso era mucho másnecesario.

Cuando terminó la maniobra deregreso libre, los médicos aeronáuticosya tenían preparado un horario detrabajo y descanso que la tripulacióndebía seguir inmediatamente. Primerodebía dormir Haise, retirándose almódulo de mando desde las 63 horas, olas 4, hasta las 69, o las 10. La Odysseyno tenía oxígeno ni para sustentar a unhombre durmiendo, pero con la escotillade comunicación entre las dos navesabierta, pasaría aire más que de sobradesde el módulo lunar. Mientras Haisedormía, Lovell y Swigert permanecerían

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en sus puestos, ocupándose de recortarla energía del sistema auxiliar decomunicaciones y los demás aparatosque la NASA quería desconectar.Cuando Haise se despertara,desayunaría, cambiaría impresiones consus compañeros acerca de losproblemas surgidos mientras dormía yse pondría los cascos mientras Lovell ySwigert se retiraban al módulo demando, de las 70 a las 76 horas. Y a las5 de la tarde, la tripulación completa sepondría a trabajar, con tiempo más quesuficiente para preparar el encendidoPC+2 previsto para las 20 horas y 40minutos.

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En cuanto Lousma radió lasinstrucciones médicas, los astronautascomprendieron que no sería tan sencilloajustarse al horario de sueño y vigiliarecomendado por los doctores. CuandoHaise se metió flotando por el túnelhasta la Odyssey, se quedó asombradocon lo que encontró.

La nave desierta estaba a 14 gradoscentígrados cuando la habíanabandonado, pero en las escasas horastranscurridas, la temperatura habíadescendido muchísimo. Al meter lacabeza por el vértice del cono delmódulo de mando, vio claramente cómose le condensaba el aliento.

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Los trajes espaciales de materialBeta de dos piezas estaban diseñadospara soportar una temperatura constantede 22 grados, la que supuestamentedebía mantener el módulo de mando, asíque Haise se cruzó prietamente debrazos y se dirigió a su asiento, donde leesperaba su saco de dormir. Pero lossacos de los astronautas eran muy finos,y prácticamente sólo estaban pensadospara mantenerles inmóviles por lanoche, para que no levantaran un brazo ouna pierna ingrávidos y tocaran algúnmando sin querer. Haise abrió su saco,se metió dentro y se acurrucó en suasiento. Pero a pesar de la fina capa de

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tela que le envolvía, se echó a temblar,incapaz de dormir, con el cuerpo pegadoal frío mamparo metálico de la nave.

Tan molesto como la gélidatemperatura de la Odyssey era el ruido.La escotilla abierta entre las dos navesno sólo dejaba pasar el aire del módulolunar hasta el módulo de mando, sinotambién el sonido ambiente. Como si elborboteo de los sistemas derefrigeración y el zumbido de lospropulsores del LEM no fueran yabastante para impedir el sueño, se oíantambién los gritos de Lovell y Swigertpara comunicarse con tierra por loscanales invadidos de interferencias.

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Haise, que tenía fama en el cuerpo deastronautas por su capacidad paradormirse en cualquier situación, intentóluchar contra todo aquel alboroto, peroal final, a las 4 de la mañana, menos dedos horas después de su ciclo de sueñode seis horas, abandonó, salió de susaco y regresó flotando al LEM.

—¿Ya está? —le preguntó Lovellconsultando el reloj cuando Haiseapareció entre Swigert y él, flotandocabeza abajo desde el techo delAquarius.

—Demasiado frío y demasiadoruido. Podéis intentarlo, pero yo noconfiaría en descansar demasiado.

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A las 7 horas, en el momentáneosilencio de las comunicaciones, Lovellcerró los ojos y sintió que le embargabael cansancio. Sabía que en tierra elEquipo Dorado de Gerald Griffin estaríasustituyendo al Equipo Negro de GlynnLunney, y los controladores de refrescose encargarían de las consolas de suscolegas, agotados de trabajar toda lanoche. En la consola del Capcom, JackLousma, que había realizado dos turnosdesde la tarde anterior, cedería por finsu puesto al astronauta Joe Kerwin.

Lovell se alegraba de la llegada delnuevo grupo, pero por más frescos queestuvieran los hombres de Griffin esa

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mañana, tendrían que trabajar con tresastronautas somnolientos, y sin duda,más irritables que ninguna de lastripulaciones anteriores. Lovell se dijoque intentaría aplacar los ánimos todo loposible, pero Houston habría dehacerles algunas concesiones.

—Aquarius, aquí Houston —chisporroteó de repente la voz deLousma en sus oídos—. ¿Qué tal nos oísahora? —Lovell se sobresaltó y abriólos ojos.

—Todavía hay muchasinterferencias —dijo cansadamente—.El ruido parece indicar…

—No he oído la última observación,

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Jim.—Digo… que… todavía… hay…

muchas… interferencias —repitióLovell en voz alta y lentamente.

—Sí, aquí también.—¿Quieres que permanezcamos en

esta frecuencia, entonces? —le preguntóLovell.

—Espera un par de minutos, Jim —respondió Lousma—. Ahora loevaluaremos.

En ese momento el frío, lasinterferencias y el consejo incierto delCapcom fueron demasiado para elpropio Lovell que, con gran sorpresa, seoyó exclamar:

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—Te voy a decir lo que necesitamos—estalló Lovell—. Necesitamos quearregléis esto ahora mismo. Intentadarnos instrucciones válidas antes deque nos liemos todos.

La bronca fue muy leve, pero en elcontexto atonal y neutro de lascomunicaciones tierra-aire, era lo másagresivo que Houston había oído en suhistoria. Lovell miró a sus colegas, quemenearon la cabeza solidariamente;Lousma miró a su vecino de mesa, quele respondió del mismo modo. Tanto élcomo Lovell sabían que lo que elCapcom había intentado hacer eraprecisamente mandar a la nave

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instrucciones válidas. Y uno y otrosabían que el comandante se loagradecía. Sencillamente, Lovell, igualque su nave la noche anterior, estabasoltando presión, para lo cual teníamotivos de sobra desde las diez últimashoras, y ambos sabían que debía haberlohecho ya. Lousma miró por encima delhombro a Kerwin, que estaba de pie a suespalda, esperando para relevarle, ypensó que aquél era tan buen momentocomo cualquier otro para ceder elmicrófono.

Se encogió de hombros, se levantó,se quitó los auriculares y apartó su sillapara dejársela a Kerwin, que conectó

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sus auriculares a la consola, se sentó ysalió al aire con el mejor ánimo quepudo.

—Jim… ¿qué tal ahora?—Bueno —gruñó Lovell,

reconociendo el cambio de voz ysuavizando su tono—, siguen los ruidosde fondo.

—De acuerdo, seguimos en ello —leprometió Kerwin—, pero nosotros osoímos perfectamente.

—Recibido —respondió Lovellrotundamente. Volvió a cerrar los ojos.

El comandante no dijo nada más enrespuesta al aliento de Kerwin. Si elcanal de comunicaciones estaba limpio

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de momento, estupendo.Pero el apaño, como todos los

demás apaños que había logrado tierrahasta entonces, probablemente seríapasajero. Lovell creía que a no tardar,las comunicaciones se estropearían denuevo quién sabe con qué otro sistema.

Abrió los ojos y miró por laventanilla: la Luna blancuzca estaba amenos de 74.000 kilómetros y llenabacasi completamente el ojo de bueytriangular. Según los planes originales,aquél era el día en que Fred Haise y éldebían posar su vehículo lunar sobre lacara del gigante. Y evidentemente

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aquello ya no sucedería. Probablemente,al menos para Jim Lovell, no sucederíanunca. Había estado dos veces en aquelentorno celeste y sabía que tenía escasasprobabilidades de volver. Si Swigert,Haise y él no regresaban a casa, dudabade que nadie volviera a viajar poraquellos andurriales.

—Freddo —dijo Lovell,volviéndose hacia Haise—, me temoque ésta será la última misión lunar enmucho tiempo.

Los micrófonos del Aquariusestaban en posición de automático, y lamelancólica observación delcomandante recorrió los 370.000

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kilómetros hasta Control de Misión y deallí se propagó al mundo entero.

Glynn Lunney seguía de serviciocomo director de vuelo pero apenasprestaba atención cuando Lovell soltó supredicción acerca del futuro de laexploración lunar. Era raro que elhombre que dirigía la misión no tuvieraun oído pegado permanentemente a lasconversaciones entre los astronautas ysu Capcom. Pero con las interferenciasde la línea tierra-aire y el atasco decomunicaciones del circuito del directorde vuelo, Lunney tenía que dejar enmanos de Kerwin los mensajes base-espacio. La mayoría de los

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controladores de las otras consolastenían más libertad para escuchar lascomunicaciones de Kerwin, incluidoTerry White, que estaba a punto determinar el turno en la estación derelaciones públicas e irse a su casa.

White, como todas las demáspersonas de Control de Misión y lanación entera, oyó el comentario deLovell y se sobresaltó, como toda laNASA. Para una institución que vivía delas donaciones, que a su vez dependíande una buena gestión de relacionespúblicas, aquello era peor que un«joder» accidental o una «puñeta» en undescuido. Era una afirmación de duda,

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expresada con calma y frialdad, duda dela misión, del programa, de la mismaAgencia. Para la NASA era unaprofanación del más alto nivel.

Kerwin, que por otra parte era unCapcom con buenos instintos, reaccionóante el comentario de Lovell, públicoaunque no a propósito, de la peormanera posible: callándose. Para nollamar la atención sobre el comentario,lo dejó pasar como quien no lo ha oído.Pero se quedó flotando pesadamente enel aire, adquiriendo más significado concada segundo que transcurría. Whitedejó que el silencio se prolongaradurante varios segundos interminables y

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después empezó a transmitir.—Aquí Control Apolo, a las sesenta

y ocho horas trece minutos —dijo—. Eldirector de vuelo Glynn Lunney y cuatrode sus controladores de vuelo notardarán en dirigirse al edificio derelaciones públicas para iniciar la ruedade prensa. A Lunney le acompañaránTom Weichel, oficial deRetropropulsión; Clint Burton, Eecom;Hal Loden, Control, y Merlin Merritt,Telmu. También participará el generalde división David O. Jones, de lasFuerzas Aéreas estadounidenses, quienestá al mando de las fuerzas de rescatedel Departamento de Defensa.

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White tenía buenos reflejos. Laspalabras que eligió no eran sóloparloteo de relleno para distraer a losoyentes. Estaban destinadas más bien asuplicar a los medios informativos:ayudadnos a soportarlo, trabajad connosotros, decían. Hemos oído lo mismoque vosotros y nos encantará hablar deello con vosotros, pero dadnos laoportunidad de discutirlo juntos antes dellevarlo a la imprenta.

No estaba muy claro si los mediosde comunicación entendieron el mensajede White, y así seguiría la cosa hastaque Lunney y su equipo se enfrentaran a

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la asamblea de periodistas. Demomento, sin embargo, Lunney seguíadistraído y probablemente así seguiríaen lo sucesivo. Desde que terminó elencendido de regreso libre de esa noche,los hombres de la sala de control habíanconcentrado toda su energía en elencendido PC+2, previsto paradiecisiete horas más tarde. Con Lunneyante su consola y Kranz encerrado consu Equipo Tigre, el director de vuelo delEquipo Dorado Gerald Griffin y MiltWindler, del Marrón, habíansupervisado el esfuerzo y habíanlogrado muchas cosas en un tiempoincreíblemente breve, se mirara como se

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mirase.Los dos directores de vuelo fuera de

servicio se habían pasado las últimascuatro horas patrullando por la sala decontrol como un solo hombre,deteniéndose en cada consola,interrogando a todo el que encontrabanallí, y recogiendo ideas sobre elencendido, largo y complicado, delmotor del módulo lunar, con suexcrecencia de 29.000 kilos del módulode mando-servicio. En casi todas lasconsolas, el controlador del EquipoNegro de servicio no estaba solo, sinoapoyado por los miembros de losequipos Dorado y Marrón de dicha

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estación, que habían ido llegando a lolargo de la noche. Cuando sepresentaron Griffin y Windler, semovieron en direcciones distintas:Griffin hacia el controlador Dorado,cuyas ideas y talentos conocía mejor, yWindler hacia el Marrón. En ocasiones,el controlador del Equipo Negro, a cuyaespalda se desarrollaban lasconversaciones, supuestamente fuera delalcance de su oído, oía un retazo de laconversación, tapaba su micrófono y segiraba en la silla para corregir lo quedecían los otros o añadir una sugerenciatécnica de su cosecha. Las conferenciasimprovisadas se sucedieron desde las

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tres a las siete de la mañana, y cuandolos controladores del martes por lamañana estaban a punto de relevar alequipo de la noche, Griffin y Windlerhabían esbozado tres guiones para elPC+2. Aunque sabían que ninguno de lostres era perfecto, pensaban que los trespodían llevar a la tripulación a casa máspronto que con la trayectoria que hastaentonces estaban siguiendo.

Mientras Brian Duff planeaba larueda de prensa de esa mañana, GlynnLunney acababa su última hora en suconsola y Fred Haise se levantaba de suturno de sueño insomne, Griffin yWindler se sentaron cansadamente en el

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pasillo, junto a la consola del directorde vuelo, con los codos apoyados en lasrodillas y la cabeza entre las manos,deseando sugerir, aunque sólo fuera porla postura adoptada, que no queríantomar parte en el ajetreo de la saladurante unos minutos. Chris Kraft se lesacercó y les puso una mano en elhombro. Los dos hombres se volvieron.

—¿Qué hemos conseguido? —preguntó Kraft.

Griffin y Windler le miraron uninstante sin comprender.

—¿Qué clase de encendido se os haocurrido? —especificó Kraft—.¿Sabemos ya cómo vamos a proceder?

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—Tenemos varias ideas bastantebuenas —le dijo Griffin—. Demomento, tenemos tres opciones y lastres pueden ser factibles.

—¿Podrían llevarse a cabo en docehoras? —preguntó Kraft.

—Deberían —respondió Griffin.—¿Estaréis listos para hablar de

ellas dentro de una hora?—¿Qué quieres decir? —le preguntó

Windler.—Nos vamos a reunir unos cuantos

para discutirlo en la sala de observacióny tenemos que ser capaces deexplicarles las cosas lo mejor posible.

—¿A quiénes, Chris? —le preguntó

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Griffin.—Gilruth, Low, McDivitt, Paine…

el personal de ese nivel. Más vosotrosdos, Deke, Gene y quienquiera que seosocurra. Probablemente un par dedocenas de personas en total.

Griffin se quedó muy sorprendido.Gilruth, por supuesto, era Bob Gilruth,director del Centro Espacial deOperaciones Tripuladas; Low eraGeorge Low, director de MisionesEspaciales y de Vuelo; Paine eraThomas Paine, administrador de laNASA. Reunir a hombres como Deke,Kraft, McDivitt, Kranz y el resto dedirectores de vuelo en Control de

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Misión era una cosa; durante una misión,los titulares de los cargos de ese nivelse reunían constantemente en la sala decontrol o en sus aledaños para discutirproblemas y procedimientos. PeroGilruth, Low, Paine y los altos cargosrara vez asistían a las conferencias.Ellos eran los personajes influyentes,que confiaban a Kranz y Kraft y losdemás la dirección de las misionesindividuales mientras ellos dirigían elprograma en su conjunto. Llevarlos aControl de Misión para celebrar unaconferencia de altura en la galería depersonalidades, acristalada einsonorizada, la sala más privada y

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menos privada del edificio, no teníaprecedentes. Era una reunión delconsejo de dirección de la Agencia,como una sesión plenaria del Congreso,y se celebraría ante los ojos de unpúblico de controladores que nuncahabían visto a tantos jerarcas de laNASA juntos.

—¿Dentro de una hora? —preguntóGriffin.

—Menos de una hora —respondióKraft—. Y primero quiero reunirme contodos los directores de vuelo paraasegurarme de que está todo bien atado.Tráete a Glynn y busquemos un sitiopara hablar.

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—Kranz está en el sótano con suEquipo Tigre —dijo Windler—.¿Quieres que lo llamemos también?

—Sí —respondió Kraft, pero luegolo reconsideró—: No, no. No quieromolestarle hasta que sea necesario.Dejémosle seguir trabajando hasta lahora de la reunión. Después ya lellamaremos.

Griffin y Windler dieron un codazo aLunney, le dijeron que Kraft lenecesitaba y el director de vuelo delEquipo Negro cedió su consola a suayudante y siguió a los tres hombres a lasala de mantenimiento de personal.Entraron, Kraft cerró la puerta, se sentó

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e inclinó la cabeza sin decir palabra,invitando a sus controladores a que lecontaran lo que sabían. Lunney sabíapoco más que el propio Kraft, así quecedió la palabra a Griffin que empezó aexplicar los tres encendidos queacababan de planear. Kraft nonecesitaba que le explicaran losfundamentos científicos; conocía la jergade los Fido, los Guido y los directoresde vuelo que les supervisaban. Lo quedeseaba saber realmente eran lasconsecuencias de cada maniobra: cuáleseran los riesgos, cuáles las ventajas,cómo afectaría cada una de ellas lasprobabilidades de recuperar vivos a los

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astronautas.Griffin se expresó con sinceridad y

parquedad y Kraft le escuchó, asintiendode vez en cuando, pero sin decir nada.Cuando el director de vuelo terminó,Kraft tomó la palabra y empezó a hacerpreguntas, planteó objeciones, hurgó enlas concepciones de Griffin, desafió suscálculos y, en conjunto, intentóanticiparse al futuro interrogatorio de lasala de personalidades. Griffin yWíndler respondieron a laspreocupaciones de Kraft lo mejorposible y Lunney, para quien casi todoaquello era completamente nuevo,asintió expresando su aprobación.

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Finalmente, en menos de una hora, Kraftpareció satisfecho, abrió la puerta einició la marcha del grupo hacia lagalería de observación. Pero antes dellegar allí, Griffin le detuvo.

—Oye, Chris —le dijo—, yo mesentiría mucho más cómodo si noacudiéramos solos.

—¿A quién más necesitas? —lepreguntó Kraft.

—Bueno, todos estos datos me loshan dado mi Fido y mi Retro.

—¿Quiénes son?—Chuck Deiterich y Dave Reed —

repuso Griffin—. Si tuviera elección, noiría a ninguna parte sin ellos.

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—Pues ve a buscarles. Y a Genetambién —le dijo Kraft.

Kraft esperó a que Griffin fuera abuscar a Deiterich, Reed y Gene Kranz,y cuando llegaron se dirigieron todoshacia la sala de personalidades. Alentrar, el cuadro que les estabaesperando era imponente. Habíanobligado a salir a los periodistas quetrabajaban en las consolas de la derechade la galería, y en la zona de laizquierda, unas dos docenas de hombresestaban esperando en silencio. Algunosocupaban los asientos de la sala, pero lamayoría estaba de pie en los pasillos,apoyados en los respaldos de las

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butacas o en la pared. Por la cristaleradel frente de la galería se veía toda lasala de control y, de vez en cuando, uncontrolador de vuelo levantaba lacabeza y echaba una mirada furtiva alconsejo mudo que estaba encerradodetrás del cristal. Kraft no perdió eltiempo en preámbulos.

—En unas doce horas tendremos querealizar un encendido PC+2. Nuestroobjetivo será hacer volver a latripulación a casa tan rápido como seaposible y reducir al máximo el consumode consumibles. Los directores de vuelohan preparado varias opciones deencendido y el equipo de Gerry, que ha

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hecho la mayor parte de los cálculos,será quien os los explique.

Griffin se adelantó, carraspeó yempezó a describir, lenta yordenadamente, los procedimientos queya había presentado a Kraft másrápidamente. Explicó, y estaba segurode que los presentes lo entendíanperfectamente, que el elementoconsumible más valioso para el Apolo13 no era el oxígeno, ni la energía nitampoco el hidróxido de litio, sino eltiempo. Si regresaban a la Tierraenseguida, no habría problemas con elresto de las reservas vitales. Así pues,la solución evidente era encender el

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motor de descenso del LEM a plenapotencia durante todo el tiempo quepermitieran las reservas de combustible,aumentando la velocidad de la nave almáximo.

Pero la solución más evidente notenía por qué ser la mejor. Si manteníanel motor en marcha hasta vaciar losdepósitos, se quedarían sin combustiblepara futuras correcciones de mediocurso, que podían ser necesarias: lanave tenía que recorrer más de 460.000kilómetros, y por lo tanto el más leveerror en la trayectoria inicial semultiplicaría por un número muy alto. Lafase de ascenso del módulo lunar tenía

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su propio motor, que siempre podríausarse en una emergencia, pero para eso,los astronautas habrían de deshacerseprimero de la fase de descenso… y lafase de descenso albergaba la mayorparte de las baterías y los tanques deoxígeno del módulo.

La duración y la potencia delencendido, prosiguió Griffin,condicionaría no sólo las reservas decombustible del Apolo y el tiempo deregreso a la Tierra, sino la localizaciónde la zona de amerizaje. Sólo algunos delos océanos terrestres eran accesiblesdesde el espacio y sólo en uno de ellos,el Pacífico, navegaban los buques de

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rescate convenientemente equipados, asíque las opciones eran limitadas. Las tresmaniobras planeadas por Griffin yWindler enfocaban esos problemasdesde perspectivas distintas.

La primera consistía en realizar unencendido prolongado. Lovell habría deencender el motor de descenso, llevarloa la máxima potencia y mantenerlo enesa posición durante más de seisminutos antes de pararlo. Con dichamaniobra, que Griffin denominóencendido superrápido por simplificar,los astronautas amerizarían en el océanoAtlántico el jueves por la mañana, justo36 horas después del encendido PC+2

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previsto para esa misma noche.Partiendo de los cálculos aun máspesimistas sobre la esperanza de vidadel LEM, les daba un margen de tiempomuy holgado, razón que hacía muyatractiva esa opción. Pero el encendidosuperrápido tenía un precio muy alto: nosólo consumiría una cantidad enorme decombustible y mandaría a losastronautas a un océano donde laArmada no tenía siquiera un barco depesca en ese momento, sino querequeriría que hicieran todo el caminode vuelta sin una parte esencial de sunave.

Para que la masa de las naves

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acopladas fuera lo bastante reducida deforma que la maniobra de jugarse eltodo por el todo resultara efectiva,Lovell tendría que desprenderse delmódulo de servicio inservible.Francamente, explicó Griffin, losdirectores de vuelo no albergabanesperanzas de que esa parte de la nave,reventada, pudiera volver a funcionar,pero aun así, eran reacios aabandonarla. El módulo de servicio,como bien sabían los administradores dela sala, ajustaba perfectamente en labase del módulo de mando, protegiendoel escudo térmico, que a su vezprotegería a la tripulación durante la

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brutal reentrada en la atmósfera. Nuncase habían realizado experimentos paraaveriguar qué podía ocurrirle a unescudo térmico después de pasar un díay medio expuesto a los fríos del espacio,y aquél no era el mejor momento parallevar a cabo dicho experimento. Paracomplicar las cosas, aunque un escudotérmico ordinario pudiera sobrevivir aesas extremadas temperaturas, cabía laposibilidad de que el del Apolo 13 nofuera ordinario. Si el accidente quehabía destruido los tanques de oxígenohabía causado la más mínima fisura enel grueso recubrimiento de resinaepoxídica del escudo, las temperaturas

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glaciales del espacio sin Sol podíanrajarlo de arriba abajo. Sin embargo, elregreso superrápido podía ser unaopción si la cuestión de las reservasvitales se tornaba insuperable.

La siguiente maniobra era unencendido algo más lento que elsuperrápido, que permitía conservar unpoco de combustible sin prolongar másque unas horas el tiempo de regreso. Lamayor ventaja de ese procedimiento eraque esas horas de más permitirían que laTierra diera un cuarto de vuelta yofreciera un hemisferio distinto para elamerizaje de la nave: el Pacífico, dondela presencia de buques de la Armada era

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numerosa. La peor desventaja era que, aligual que en la maniobra anterior, éstarequeriría el abandono del módulo deservicio inservible.

La última opción de encendido erala más lenta y la menos espectacular. Sintocar el módulo de servicio de laOdyssey, Lovell encendería el motor dedescenso del Aquarius únicamentedurante cuatro minutos y medio, y sóloparte del tiempo a plena potencia. Comoel encendido intermedio, esta maniobramás modesta dirigiría al Apolo 13 alPacífico, pero con una diferencia: elamerizaje no se produciría a mediodíadel jueves, sino a mediodía del viernes,

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al cabo de más de tres días, o sólo diezhoras antes que si no procedieran arealizar ningún encendido PC+2.

Si únicamente hubieran de tener encuenta el escudo térmico y lalocalización del rescate, concluyóGriffin, esta opción sería la máscómoda. Pero si se introducían en laecuación las reservas consumibles, eltema se complicaba.

Griffin terminó su exposición yretrocedió para que sus superiores de laAgencia tomaran su decisión. Variasmanos se alzaron de inmediato. ¿Quéprobabilidades había de que el escudotérmico estuviera deteriorado? La

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probabilidad era baja, repuso Griffin,pero si se producía una grieta perderíana la tripulación con total seguridad.¿Hasta dónde se podían estirar lasreservas? Griffin admitió que erademasiado pronto para saberlo; Kranz, asu lado, coincidió en lo mismo. ¿Cuáleseran exactamente las horas de encendidode las tres maniobras y las Delta V?Deiterich y Reed se adelantaron ypasaron sus notas manuscritas,explicando el significado de cada dígito.

Los jefes pasaron casi una horadiscutiendo las opciones mientras Krafty su equipo de directores de vueloesperaban. Deke Slayton, como jefe de

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astronautas y por tanto abogadoprincipal de todos ellos, proponíainsistentemente el encendido más rápidoy otras voces no tardaron en sumársele.Pero fueron más numerosas, y prontoarrolladoras, las que optaban por el máslento. De acuerdo, las reservas eran unproblema, pero ¿no estaban trabajandoen ello Kranz, el Equipo Tigre y ellegendario John Aaron? Sí, sería difícilexplicar a los medios informativos y a laopinión pública por qué retenían en elespacio a los astronautas una hora o undía más de lo estrictamente necesario.Pero ¿no sería mucho más difícilexplicar por qué traían a esa tripulación

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a tierra sin combustible, la dirigíanhacia la atmósfera con el escudo térmicoroto y la obligaban a amerizar en unocéano donde no tenían barcos?

Kraft y los directores de vuelo lesdejaron discutir y vieron, satisfechos,que los directivos optaban por laalternativa más lenta. Era la opción quepreferían los propios directores devuelo, y deseaban que también fuera laelegida por los administradores de laNASA. Cuando las discusionesempezaron a cuajar en consenso, ChrisKraft convirtió el consenso en decisión.

—Entonces, de acuerdo —resumió—. A las setenta y nueve horas y

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veintisiete minutos haremos unencendido de 280 metros por segundodurante cuatro minutos y medio, paraamerizar en el Pacífico a las cientocuarenta y dos horas. Si todo sale bien,el Apolo 13 estará en casa el viernespor la tarde.

Los presentes asintieron y, casisimultáneamente, se levantaron yempezaron a dirigirse hacia las puertas.Mientras los controladores de vuelo queestaban de servicio en las consolaslevantaban la cabeza para ver cómo sedispersaban los gerifaltes, GeraldGriffin se volvió hacia Giynn Lunney:

—¿Qué te parece si nos dejamos de

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tanta palabrería y empezamos atrabajar?

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C

Capítulo 9

Martes, 14 de abril, 14:00hora del Este

uando Gene Kranz entró en la salade personalidades horas después de

haberse celebrado la reunión sobre elencendido PC+2, a los dos periodistasde las consolas ni se les ocurrió siquierahablar con él. Un periodista novato lohubiera hecho; es más, un periodistanovato tendría que estar loco para nohacerlo. Cuando el hombre que está enel ojo de un huracán como el del Apolo

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13 aparece, solo, entre la niebla, sinprácticamente periodistas rivales porlos alrededores, uno hace lo que ledictan sus instintos reporteriles: intentarsacarle una predicción, una impresión oal menos una cita textual de relleno.Pero los enviados especiales de lasconsolas eran ya gatos viejos. CuandoKranz aparecía en la galería depersonalidades en mitad de una misión,no iba allí a hablar, sino a dormir.

Desde el inicio del ProgramaGemini, cuando la NASA empezó adirigir misiones que duraban cuatro,ocho o catorce días, los médicos de laAgencia habían solicitado, y se les había

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concedido, que se facilitara un lugarpara dormir a los controladores devuelo que tenían que estar de guardia lasveinticuatro horas. La acomodación erapoca cosa, tan sólo una habitaciónpequeña, sin ventanas, en el edificio deControl de Misión, con una ducha, unlavabo y dos catres militares, pero paralos controladores, que estabanacostumbrados a colarse en la sala deconferencias vacía cuando necesitabandar una cabezada entre dos turnos,aquello era un lujo inimaginable.

El modesto dormitorio fue bautizadoa bombo y platillo, y en cuanto despególa siguiente misión los controladores

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reclamaron a voces su derecho adescansar allí, aunque los primeros quelo intentaron se arrepintieronrápidamente. La habitación daba a unpasillo muy concurrido. El ruido de lospasos y las conversaciones incesantes secolaba por los tabiques de cartón-yeso ysi no, cuando se abría la puerta, quetenía un muelle hidráulico que por lovisto nunca había ajustadoconvenientemente. Cuando alguienentraba o salía, la puerta chirriaba demala manera y luego se cerraba de unportazo, y hasta las cañerías de la duchagorgoteaban y retumbaban ruidosamente.

A pesar de ello, en casi todos los

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vuelos había alrededor de media docenade celosos controladores, incluido GeneKranz, que insistían en quedarse en elCentro permanentemente, así que lalucha por las dos camas solía ser reñida.Sin embargo, cuando las misiones a laLuna se tornaron casi rutinarias y ya muypocas personas trabajaban en turnosconsecutivos, Kranz juró que renunciabapara siempre al ruidoso dormitorio delos controladores. Decidió que sinecesitaba dormir se retiraría a lagalería de personalidades, elegiría unabutaca de uno de los rincones másoscuros y se echaría una siestecitadurante el tiempo que se lo permitieran

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los horarios. El martes por la tardeKranz llevaba trabajando más deveinticuatro horas seguidas y decidiódarse un respiro. Dedicó una inclinaciónde cabeza a los periodistas de lasconsolas y se acomodó en una butaca.Ya sabía que la siesta sería muy corta.

Desde el momento en que habíacedido su consola a Glynn Lunney, aúltima hora de la noche, Kranz se habíaencerrado en la sala 210 con el EquipoTigre a estudiar los gráficos y losperfiles de las reservas. Aunque segúnlos datos la situación era bastantelamentable, la parte del cuadro que se

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refería al LEM era al menos algo másprometedora. Tras realizar sus rápidoscálculos sobre el aprovechamiento delas reservas después de la puesta enmarcha del Aquarius, Bob Heselmeyer,Telmu del Equipo Blanco, repasó lascifras con Kranz y después fue enviadode nuevo a las consolas, a diferencia delos demás miembros del Equipo Blanco.

Heselmeyer era un buen Telmu,aunque también era el más joven detodos los que intervenían en la misiónApolo 13. Para trabajar en las reservasdel LEM, Kranz prefería a Bill Peters,el Telmu del Equipo Dorado de GerryGriffin, que había colaborado en todos

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los vuelos desde el Gemini 3 de GusGrissom y John Young, en 1965. Laconfianza que depositó el director delEquipo Tigre en Peters resultó serjustificada.

Después de pasarse media mañanacon Kranz, y de discutir con Tom Kelly,de Grumman, la otra media, Bill Petershizo grandes progresos para laresolución de la crisis de reservasvitales del Aquarius.

Abordó primero los problemas delagua y la energía, los dos recursos másescasos, y logró un ahorro mucho mayorde lo que Kelly y Heselmeyer creíanposible. Según las tablas que

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determinaron Peters y sus especialistaseléctricos, parecía posible haceroperativo el LEM, que normalmentenecesitaba unos 55 amperios parafuncionar, con una ración reducida a 12amperios. Un módulo a plenorendimiento podía jugar con unos 1.800amperios, divididos entre las cuatrobaterías de la fase de descenso y las dosde la de ascenso. Doce amperios no eragran cosa en comparación con esascifras, pero al dividir esas exigencias deenergía por el tiempo que tardaría elLEM en llegar a la Tierra, más unapequeña reserva para posiblesemergencias, Peters comprendió que no

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podría usar mucha más. Cuanta másenergía ahorrara el Telmu, más aguaahorraría, y el estricto régimen debaterías ideado por Peters tambiénconservaba muchos litros de ese escasobien.

No obstante, la frugalidad queproponía tenía un precio. El recorteparcial de sistemas ordenado por losingenieros del LEM entre el encendidode regreso libre y el PC+2 era unanadería comparado con los planes quePeters había ideado para el largocamino de regreso. En cuanto terminaranla maniobra de aceleración a las 20:40horas de esa noche, ordenaría la

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desconexión de casi todos loscomponentes eléctricos del módulolunar, excepto tres: el sistema decomunicaciones y una de las antenas; elventilador de la cabina, que hacíacircular el oxígeno disponible; y lasbombas de refrigeración de agua-glicolpara que no se recalentaran los otros dossistemas. Se desconectarían elordenador; el sistema de guiado, lacalefacción de la cabina, el radar deacoplamiento, el radar de alunizaje, lasluces del panel de instrumentos y cientosde elementos del equipo informático.Todo el equipo sacrificado podríaconectarse de nuevo si hiciera falta para

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realizar encendidos posteriores u otrasmaniobras, pero hasta donde fueraposible, permanecería desconectadodurante todo el viaje de regreso.

Desde luego, el plan draconiano dePeters tenía sus fallos. En primer lugar,las incomodidades del LEM, ya bastanteserias, prometían agravarse con laoscuridad de los instrumentos y lacabina y el consiguiente enfriamiento delambiente. Y en segundo lugar, todavíano se había resuelto el problema de ladepuración del dióxido de carbono delaire sin los cartuchos de hidróxido delitio necesarios para absorber el gasnocivo. Otra cuestión muy preocupante

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era que el LEM no sólo tenía quesuministrar energía a sus propiossistemas. Antes de que Lovell, Swigert yHaise abandonaran la Odyssey, elmódulo de mando agonizante habíaempezado a canibalizar una de sus tresbaterías de reentrada, bebiendoautomáticamente de ella cuando los tresvasos de acumulador se agotaron. Comohabía que utilizar de nuevo la nave parala reentrada, tendrían que recargar labatería, y la única fuente disponible erael sistema eléctrico del Aquarius, ya depor sí esquilmado. Mientras Petersseguía intentando averiguar cómomantener la vida en su nave durante la

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media semana que necesitaban, JohnAaron tuvo que pedirle prestados unoscuantos amperios para la otra.

—Bill —le dijo Aaron con su acentode Oklahoma más seductor, acorralandoa Peters en un rincón de la sala 210—,ya sabes que el módulo de mando nopuede funcionar sólo con dos baterías ymedia…

—Ya lo sé, John —le dijo Peters.—Y sabes que te las voy a tener que

pedir a ti.—Sí, también lo sabía.—¿Cuánto puedes darme?—¿Cuánto necesitas? —le preguntó

Peters con voz cansada—. Las baterías

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del LEM son enanas. No necesitarásmucho, ¿verdad?

—Hay que cargar la que se hadescargado a cincuenta amperios —leexplicó Aaron—, y cuando abandonaronel módulo estaba a dieciseis. Así que tevoy a pedir unos trenta y cuatro.

Peters reflexionó un momento.—Treinta y cuatro… Treinta y

cuatro podría ser, pero en realidad meestás pidiendo mucho más. Miscargadores y mis umbilicales sólofuncionan al treinta o al cuarenta porciento. Mandarte treinta y cuatroamperios a la Odyssey me va a costarunos cien.

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—Ya lo sé, Bill —dijo Aaron confranca simpatía—. Pero ¿aun así puedeshacerlo?

Peters pensó en sus mil ochocientosamperios disponibles y realizó unosbreves cálculos mentalmente.

—Sí —dijo cautelosamente—, creoque podré.

Para los técnicos que estaban acargo del módulo de mando, las cosaseran aún más complicadas y lacapacidad de negociación yengatusamiento de Aaron habría de seresencial. Lo más laborioso para elEecom no era cómo recargar susbaterías, sino cómo poner la Odyssey en

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marcha, con los amperios extra dePeters o sin ellos. Ordinariamente, elproceso de poner en marcha el módulode mando de un Apolo eraextraordinariamente costoso, entérminos de potencia y de tiempo. Antesdel lanzamiento, los técnicos de laplataforma necesitaban generalmente undía entero para lograr esa hazaña,empleando miles de amperiossuministrados por tierra para dar vida alos sistemas y comprobar sus signosvitales antes de dar su visto bueno paravolar. El proceso era muy delicado,pero sin limitación de amperios ni detiempo, los ingenieros de la NASA

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preferían ser extremadamentecuidadosos.

Aaron no gozaría de esos lujos conel Apolo 13. Kranz y él hicieron algunasproyecciones preliminares de energíacuyos resultados fueron inquietantes.Suponiendo que la tercera batería de laOdyssey se recargara con éxito, Aaronsólo dispondría de dos horas deelectricidad para trabajar cuando llegarael momento de reactivar la nave. Para uningeniero de la escuela de la NASA,hiperprudente después del Apolo 1,aquello parecía una temeridad de primerorden, pero Aaron creía que podríanlograrlo.

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Lo que más le preocupaba era cómoexplicárselo a los controladores devuelo encargados de los sistemas de lanave. En teoría, todos los presentes en lasala 210 comprendían que habría querealizar muchos recortes de ingenieríapara que el módulo de mando regresaraintacto a la Tierra. Pero en la práctica,nadie quería aceptar que recortaran suparcela… Y a Aaron no le hacía ningunagracia participarles la noticia. ConKranz a su lado, reunió a loscontroladores del módulo de mando entorno a la mesa de juntas y empezó ahablar con su modestia sureña, mitadinnata y mitad estrategia de ventas

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calculada.—Chicos, ya sé que no tengo por

qué conocer todos vuestros sistemas, asíque paciencia y corregidme cuando meequivoque, pero creo que tengo variasideas para poner en marcha la navecuando llegue el momento. Bien, en miopinión, dispondremos de dos horas deelectricidad para reactivar totalmente lanave desde cero.

—John, en tan poco tiempo esimposible —le dijo Bill Strable, eloficial de dirección y navegación.

—Ya, Bill, eso era precisamente loque creía yo —dijo Aaron, riéndose desu propia tozudez—. Pero creo que con

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algunos recortes, seremos capaces deconseguirlo.

—Claro que puedes conseguirlo —dijo Strable—, pero ¿puedesconseguirlo sin peligro?

—Creo que tal vez sí —respondióAaron—. Se me han ocurrido unascuantas ideas. Es sólo un esbozo, nadadefinitivo. Pero si las discutimos entretodos, tal vez podamos desbrozarlas unpoco.

Casi como disculpándose, Aaronsacó una ristra de gráficos todagarabateada a lápiz. Sus anotacionescubrían hoja tras hoja, con docenas deproyecciones, predicciones y cómputos,

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que Aaron había realizado con ayuda deJim Kelly, su especialista en sistemaseléctricos. Saltaba a la vista que aquellono era «un esbozo», ni «unas cuantasideas». Era un análisis exhaustivo ybrutalmente realista de las magnitudesexactas de energía y de tiempo con lasque habría de trabajar la nave, lesgustara o no a los controladores. Aaronsabía que las cifras eran correctas ysospechaba que los controladorestambién lo sabían.

Pasó sus papeles a la concurrencia,dejó que los controladores los digirierany así empezó lo que prometía ser unasesión de horas y horas de

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negociaciones, regateos y tratos. Loscontroladores tenían objeciones e ideas,pero lo que no tenían era mucho tiempo.Según la trayectoria que seguía en esemomento el Apolo 13, la nave llegaría ala atmósfera terrestre en menos desetenta y dos horas. Suponiendo que elencendido PC+2 se llevara a cabo esanoche según los planes previstos, lacifra podría recortarse a sesenta y dos.Si Aaron no tenía una lista dereactivación preparada en cuarenta yocho horas como máximo, el hombremisil de ojos de acero corría el peligrode perder a su primera tripulación.

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El Equipo Dorado de Gerald Griffinno pensaba en las reservas consumibles.Griffin sabía que lo acabarían haciendo;al Equipo Dorado, como a todos losdemás, le quedaban varios días deorganización de recursos. Pero en esemomento no tenían esa preocupación.

Griffin ya llevaba más de cincohoras a cargo del vuelo y hasta elmomento todo había funcionado conrelativa tranquilidad. El accidente de laexplosión del tanque del Apolo 13 sehabía producido durante el turno deKranz y el Equipo Blanco, el recorte deenergía y el encendido de regreso libre

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se habían efectuado durante el de Lunneyy el Equipo Negro, y el encendido PC+2se intentaría durante el turno de Windlery el Equipo Marrón. Se rumoreaba queel Equipo Tigre de Kranz, ex EquipoBlanco, saldría de su aislamiento un ratopara dirigir la maniobra del encendidoPC+2 esa noche y después cedería lasconsolas a Windler. Y si eso era lo queKranz quería, nadie se lo iba a impedir.Pero fuera cual fuese el equipo quesustituyera al de Griffin, la tarea del jefedel Equipo Dorado estaba clarísima:mantener la nave en funcionamiento,evitar en todo lo posible cualquier otracrisis técnica y tenerla a punto para el

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encendido PC+2. Hasta el momentoGriffitt estaba realizando bien todas susfunciones con excepción de la última.

Los primeros intentos del EquipoNegro de Lunney por ajustar conprecisión la plataforma del Aquarius apesar de la nube de residuos querodeaba la nave habían fracasado, ycuando Lunney decidió intentar elencendido de regreso libre basándosesólo en la alineación transmitida desdeel módulo de mando, los hombres de lasala de control se encogieron dehombros y se encomendaron a la suerte.Sabía que el encendido sería breve yque los errores de alineación de la

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plataforma no se magnificarían mucho,pero con el encendido PC+2 eradiferente. El encendido planeado nosería sólo sostenido, más de nueveveces más largo que el leve suspiro quehabía situado a la nave en el rumbo deregreso, sino que además se llevaría acabo unas dieciocho horas más tarde.Las plataformas de dirección tendían adesviarse con el tiempo, y aunque lascoordenadas transmitidas por Lovelldesde la Odyssey a las 22 horas de lavíspera siguieran siendo las mismas alas 2:43 de la mañana, a las ocho y diezde esa tarde seguramente habríanvariado.

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Griffin y el Equipo Dorado habíanpasado las últimas horas en contactoconstante con los técnicos de la sala desimulación, que se hallaba al otroextremo del campus del CentroEspacial, donde Charlie Duke y JohnYoung estaban intentando dar con algunanueva solución de alineación.

Hasta el momento, los resultados noeran alentadores. Con mapas estelaresproyectados por las ventanillas delsimulador, y una fuente de luz adicionalque representaba el Sol, los dos pilotoshabían tripulado su LEM ficticio entodas las orientaciones que se lesocurrieron, intentando situar las

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ventanillas del Aquarius en la oscuridadpara cubrir la nube de gases y permitirque aparecieran las estrellas de verdad.Pero hicieran lo que hiciesen, el solartificial seguía bañando el LEM, hacíabrillar las partículas e imposibilitabatoda observación de las estrellas.Pasado el mediodía, cuando les llegó elúltimo informe negativo del edificio desimulaciones, Chuck Deiterich, DaveReed y Ken Russell, Retro, Fido yGuido de Griffin, respectivamente,estaban hundidos ante sus consolas de laprimera fila de Control de Misión,totalmente apabullados.

—¿Qué estrategia vamos a seguir?

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—preguntó Reed a sus dos colegas,apartándose de su consola central ymirando a Deiterich a la izquierda y aRussell a la derecha—. ¿Qué meproponéis que intentemos ahora?

—Dave, se aceptan sugerencias —ledijo Deiterich.

—Supongo que abandonaremos laidea de la alineación respecto a lasestrellas —dijo Russell.

—Si no las vemos, no podemosguiarnos por ellas —dijo Deiterich.

—Supongo que siempre podríamosesperar hasta pasar por el otro lado dela Luna. Cuando estén a oscuras, losresiduos no brillarán tanto —opinó

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Russell.—Ya, pero eso nos recorta

muchísimo el tiempo —repuso Reed—.Sólo tendrán media hora de oscuridad ydespués sólo otras dos horas hasta elencendido. Si sale algo mal, no les darátiempo para corregirlo.

—Bien —dijo Russell—, habrá queaceptarlo. Lo único que se ve ahí fueraes la causa principal de todos losproblemas, el Sol.

—¡Bingo! —exclamó Deiterich—. Yya que lo tenemos ahí, ¿por qué no loaprovechamos? Es una estrella, ¿no? Elordenador lo reconoce, ¿no? Por másespesa que sea la nube de residuos, si

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buscamos el Sol, no vamos aconfundirlo con nada.

Miró a Reed y Russell, que ledevolvieron una mirada escéptica. Deordinario, la alineación de unaplataforma de dirección era unamedición extremadamente delicada yprecisa. Con la bóveda celestialampliada a 360 grados en tresdimensiones en torno a la nave, unaestrella solitaria era lo más parecido alideal platónico de un punto geométricopuro: infinitamente pequeño,extremadamente preciso y con unnúmero ilimitado de ellos para trazar unsolo grado de arco. Con la visualización

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de unos cuantos de esos brillantespuntitos cósmicos se podía orientar laplataforma con una precisión tal queeliminaba virtualmente cualquier margende error de navegación.

Pero hacerlo a partir del Sol en vezde utilizar las estrellas era algocompletamente distinto. En primer lugar,el astro era muy grande. Con 1.390.038kilómetros de diámetro y situado a149.600.000 kilómetros de distancia dela Tierra, una nadería según losparámetros cósmicos, la estrella reinaen el cielo local como una enorme bolablanca, ocupando medio grado de cielo.Dentro de ese disco cabrían docenas de

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estrellas.Reed y Russell comprendieron

enseguida que lo que Deiterich estabaproponiendo no era utilizar ese blancoenorme para alinear de nuevo laplataforma, sino simplemente paracomprobar la alineación que tenían. Silos astronautas ordenaban a laplataforma de dirección que se orientarahacia el Sol y ésta orientaba la nave y,específicamente, su telescopio dealineación, hacia la situación real delastro, con un grado de margen,pongamos, ellos podrían saber si elAquarius estaba funcionando bien y sipodrían confiar en la plataforma cuando

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llegara el momento del encendido. Peroen cuanto propuso ese plan, Deiterichempezó a cavilar.

—Desde luego, se trata de unobjetivo muy ambicioso, ¿verdad? —comentó.

—Muy ambicioso —corroboróRussell.

—¿Y los aparatos ópticos? —preguntó Deiterich—. Si enfocamoshacia el Sol una lente pensada paraobservar una estrella, se nos va aderretir.

—Para eso están los filtros —comentó Russell—. Aunque todavía nome entusiasma demasiado la idea. Esto

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es una chaladura, tíos. Está bien en unsimulador, pero ¿os fiaríais en un vueloreal?

—No mucho —contestó Deiterich—. Pero ¿qué otra opción nos queda?

Russell y Reed se miraron.—Ninguna —dijo Russell.Dos filas atrás, desde la consola del

director de vuelo, Griffin no perdía devista a sus hombres de la primera fila yadvirtió que tres de ellos estabansumidos en una conversación muy seria.Deseó ardientemente que fuera acercade algún plan de alineación. Como todoslos directores de vuelo, Griffin llevabaun diario, donde anotaba las entradas

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referidas a los pasos clave de la misión.Hasta el momento, él espacio reservadopara las anotaciones sobre la alineaciónseguía en blanco y él estaba empezandoa impacientarse. Faltaban siete horaspara el encendido PC+2, y sólo cuatropara la pérdida de señal, cuando la navedesaparecería por detrás de la Luna.

Los oficiales de guiado tendrían quepensar por lo menos una buena solución,y además cuanto antes. Deiterich, Reed yRussell pasaron unos minutos másconferenciando en secreto en la primerafila y luego, de pronto, se levantaron yse encaminaron hacia la consola deGriffin.

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—Gerry —le dijo Russell cuando sele acercaron—, tendremos que usar elSol para comprobar la alineación actual.

Griffin se los quedó mirando ensilencio.

—¿Eso es lo mejor que se os haocurrido? —les preguntó después.

—Lo mejor que hemos podido —contestó Russell—. Cuando estemosdetrás de la Luna, tal vez aparezcaalguna estrella y entonces podremoshacer otra comprobación muy breve.Pero ésa es una opción de emergencia.

—¿Qué fiabilidad hay sólo con elSol? —preguntó Griffin.

—Bastante buena —respondió

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Russell, algo inseguro.—¿Bastante buena?—Sí —dijo Deiterich—. No

podemos aspirar a mucho más.Griffin estudió la cara de sus

oficiales de guiado y después alzó laspalmas de las manos al cielo.

—Llamad a Charlie Duke y JohnYoung y decidles que empiecen aintentarlo en el simulador.

En la cabina del Aquarius, JimLovell, Jack Swigert y Fred Haise nopensaban en el Sol sino que estabanpendientes de un cuerpo celestecuatrocientas veces más pequeño,aunque parecía infinitamente mayor,

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miles de veces más próximo y cuyotamaño crecía por minutos. MientrasJohn Young y Charlie Duke hacían suspruebas en el LEM de tierra, latripulación de la nave real se hallabaapenas a 22.000 kilómetros de la Luna, yavanzaba hacia ella a una velocidad de5.550 kilómetros por hora. Cuanto másse aproximaban, más rato pasaban losastronautas, aun a su pesar, mirandofurtivamente por las ventanillas. Alprincipio no cedían mucho a susimpulsos, y de hecho no se lo podíanpermitir demasiado.

El sistema de comunicaciones seguíarequiriendo una atención constante, las

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naves necesitaban efectuar regularmentesu rotación térmica, los preparativospara el encendido PC+2 eran inminentesy tenían que seguir vigilando la nube deresiduos por si aparecía algún claro ydistinguían las estrellas. Pero por másdensa que fuera la nube, no habíaresiduos capaces de ocultar la inmensaesfera plateada suspendida ante ellos.

La Luna que admiraban estabagibosa, iluminada en un setenta porciento, con un grueso gajo oscuro por ellado occidental. A esa distancia, lagigantesca mole lunar ya no cabía en lasventanillas triangulares del LEM y losastronautas tenían que inclinarse hacia

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delante y estirar el cuello para verlaentera. Esa proximidad empezó ainquietar a Lovell. En ese momento, lasnaves acopladas se hallaban a unadistancia de las cumbres lunaressemejante a la de un avión quedespegara desde Lisboa rumbo a,digamos, Sidney. Pero la Odyssey y elAquarius viajaban a una velocidad seisveces mayor que la de un reactor. Elcomandante se apartó de su ventanilla yse volvió, incómodo, hacia el piloto delLEM.

—¿Cómo crees que andarán con eltema de la alineación allá abajo,Freddo? —le preguntó.

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—Pues no muy bien, o ya noshabrían dicho algo —respondió Haise.

—Bueno, nuestro margen de error seestá desvaneciendo muy deprisa.

—A 1.452 metros por segundo —dijo Haise tras consultar el velocímetrode su ordenador.

—¿Qué te parece si abrimos la radioa ver si les metemos prisa…? —propuso Lovell.

Pero antes de que Haise pudieratransmitir el mensaje, Houston abrió lacomunicación.

—Aquarius, aquí Houston —llamóel Capcom. Por el sonido de la voz,parecía que Vanee Brandt, otro

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astronauta novel, hubiera sustituido aJoe Kerwin en la consola del Capcom.

—Adelante, Houston —respondióHaise.

—Bien. Estamos preparando unprocedimiento para la alineación. Setrata de una comprobación con el Sol,que intentaréis a las setenta y cuatrohoras aproximadamente. Os mandaremoslos datos enseguida y creemos que siestáis a un grado del objetivo, laplataforma estará bien y no hará faltaotra alineación. Si la verificación con elSol es correcta, después os daremos unaestrella para que realicéis unacomprobación suplementaria cuando

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estéis detrás de la Luna. Corto.Haise repitió las instrucciones para

asegurarse de haberlas entendido bien ydespués desconectó y se volvió haciaLovell y Swigert con expresióninterrogante. De los tres astronautas,Haise no era precisamente el máscualificado para determinar la sensatezdel plan. Swigert, navegante de esamisión, y Lovell primer navegante decualquier misión semejante, estabanmucho más versados en la ciencia de lanavegación espacial.

—¿Qué os parece? —preguntóHaise.

Lovell soltó un silbidito.

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—Bueno, eso tendría que confirmarnuestra alineación… —Se dirigió aSwigert—: ¿Tú qué crees?

—Pues es un método un pocoimpreciso, ¿no te parece? —dijoSwigert.

—Muy impreciso —coincidióLovell—. ¿Qué margen de error dicenque van a darnos?

—Un grado.—Que son dos soles. Es como

apuntar al bulto.—La cuestión es: ¿se os ocurre algo

mejor? —dijo Swigert, haciéndose eco,sin saberlo, de las palabras de Reed enHouston.

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Lovell hizo una pausa.—No, nada. ¿Y a ti…?—Tampoco.—Llama a tierra —ordenó Lovell a

Haise—. Y empecemos.Haise llamó a Brand y el Capcom

empezó a leer al piloto del LEM lastécnicas para la alineación con el Sol.Según lo que habían concebidoDeiterich, Russell y Reed, y lo quehabían probado Duke y Young, elprocedimiento sería bastante sencillo.En primer lugar, Lovell comunicaría alordenador que quería mirar por eltelescopio de alineación hacia el Sol.Debería especificar, para mayor

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precisión, qué cuadrante del Sol, o, en lajerga de los oficiales de guiado, qué«limbo»; en aquel caso, Reed, Russell yDeiterich habían elegido el limbonordeste. El sistema de dirección noestaba acostumbrado a considerar el Solun objetivo de alineación, pero sabíadónde encontrarlo. Cuando el ordenadorhubiera procesado la orden, Lovellpulsaría la tecla de «proceder» y losdieciséis reactores del módulo lunar seencenderían automáticamente, haciendogirar la nave hacia la posición del Solcalculada por el ordenador. Si el limbosuperior derecho del astro giganteflotaba a un grado de la cruz del

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telescopio de Lovell, que iba provistode potentes filtros, sería que sualineación era satisfactoria. Si no,estarían en apuros.

Lovell escuchó las instrucciones deBrand, permitió que Haise se lasrepitiera y después empezó a acosar aHouston con preguntas.

¿Habían realizado Duke y Young lassimulaciones en el LEM de tierra enconfiguración de acoplamiento? Sí, elCapcom le aseguró que sí.

¿Habían descubierto algún problemaen el sistema de guiado al maniobrar lanave con todo aquel peso añadido? No.¿Obstruiría el radar de acoplamiento,

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que sobresalía por la parte superior delmódulo lunar, el funcionamiento deltelescopio de alineación? No si loretraían antes de la maniobra. Elinterrogatorio duró casi una hora,durante la cual Swigert y Haiseintervinieron cuando pudieron y losastronautas Duke, Young, NeilArmstrong, Buzz Aldrin y David Scottrespondieron desde Control de Misión atodo lo que el Capcom y los oficiales deguiado no sabían.

Finalmente, a las 14:30, o las 73horas y 31 minutos de tiempo totaltranscurrido, Lovell se quedó tranquilo.

—De acuerdo, Houston —dijo

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animadamente a Brand—, ¿a qué hora vaa realizarse la pequeña comprobacióncon el Sol?

—A las setenta y cuatro horasveintinueve minutos —respondió Brand.

Lovell consultó su reloj.—¿Y qué pasa si la hacemos ahora?

¿Por qué no?—Muy bien —dijo Brand—. Podéis

empezar cuando queráis.Con la autorización, los astronautas

tomaron sus posiciones y por primeravez desde que apagaron el OdysseySwigert tuvo algo que hacer.

Decidieron que Lovell se situaría enel centro del panel de instrumentos y se

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encargaría del ordenador de guiado,tecleando los datos necesarios parainiciar la comprobación con el Sol yvigilando los indicadores de posiciónpara ver si la nave se movía en ladirección correcta. Swigert miraría porla ventanilla de la derecha de Haise,buscando el Sol y avisando a Lovellcuando apareciera. Y Haise se dirigiríaal lado de Lovell a observar por eltelescopio de alineación y ver si la cruzse posaba en el Sol.

La tripulación de tierra tambiéntomó posiciones. Griffin, como Lunneyla noche anterior, pidió silencio por elcircuito cerrado y solicitó a los hombres

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de detrás de las consolas que dejarantranquilos a los que estaban de serviciopara que pudieran concentrarse en loque estaban haciendo. Cogió su diariode vuelo, anotó: «73.32» en la columna«Tiempo transcurrido en tierra», y en lacolumna «Observaciones» escribió:«Empezamos la comprobación con elSol». En la nave, Fred Haise hizo unajuste final al equipo informático decomunicaciones y, adrede o porcasualidad, conmutó el sistema amodalidad de micrófono automático otravez. Instantáneamente, las vocesfracturadas de los astronautas, quehablaban entre ellos, llegaron a Houston.

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—Yo no me fío un pelo de esto —decía Lovell sotto voce.

—Lo conseguiremos —augurabaHaise.

—No estés tan seguro. Podríahaberme equivocado con los númerosanoche…

Instalado entre su puesto y el delpiloto del LEM, Lovell introdujo en elordenador del Aquarius la informaciónque les había dado Brand. El ordenadoraceptó los datos, los procesó lentamentey después, paciente como siempre,esperó a que el comandante pulsara«Proceder».

Después de mirar a Haise y a

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Swigert, Lovell pulsó la tecla.Durante un segundo no ocurrió nada

y luego, de repente, apareció por lasventanillas una leve bruma de gashipergólico del encendido de losreactores del módulo. En su interior, losastronautas sintieron cómo la naveempezaba a rotar perezosamente. En elcentro de la cabina, Lovell no quitabaojo a las agujas de posición.

—Rotación horizontal —exclamó—.Ahora desviación lateral… horizontal…inclinación longitudinal… lateral otravez. ¿Houston, lo veis?

—Negativo, Jim —repuso Brand—.No tenemos suficiente velocidad de

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transmisión de bits desde el ordenador.—Recibido —respondió Lovell;

después se volvió a su derecha—: ¿Vesalgo, Jack?

—Nada —contestó Swigert.—¿Y por ese lado? —preguntó a

Haise.—Nada de nada.En la primera fila de Control de

Misión, Russell, Reed y Deiterichescuchaban a los astronautas sin decirnada. En la emisora del Capcom, Brandse mordió la lengua hasta que volvierona llamarle. En el puesto del director devuelo, Griffin cogió su diario de vuelo yanotó: «Se inicia la comprobación con

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el Sol». Las conversacionesentrecortadas de la tripulación seguíanfluyendo por el circuito tierra-aire.

—Guiñada a la derecha —se oyó aHaise—. Indicador de rumbo de vuelodel comandante.

—Opción de banda muerta… —lerespondió Lovell.

—Tenemos +190, +08526 —dijoHaise.

—Dame dieciseis…—Tengo paraláctico horizontal en el

indicador de rumbo…—Dos diámetros fuera, no más…—Cero, cero, cero…—Dame el AOT, dame el AOT…

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Los murmullos de los astronautasduraron casi ocho minutos, mientras elAquarius se mecía y cabeceaba y loscontroladores les escuchaban ensilencio. Después Swigert creyó veralgo por la derecha de la nave: un levedestello, luego nada y después otrobreve destello. Y de repente, sin ningúngénero de dudas, un estrecho arco dedisco solar apareció por el extremo desu ventanilla. Clavó la vista a laderecha, luego se volvió a la izquierdapara avisar a Lovell, pero antes de quele diera tiempo a decir nada, un rayo deSol iluminó el panel de instrumentos y elcomandante, que vigilaba sus

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marcadores, levantó la cabezasobresaltado.

—¡Lo tienes, Jack! ¿Qué ves? —exclamó.

—Tenemos un Sol —dijo Swigert.—Un Sol muy gordo —añadió

Lovell sonriendo—. ¿Ves algo, Freddo?—No —contestó Haise

escudriñando por el telescopio. Despuésse le llenó la lente de luz—. Sí, como untercio del diámetro.

—Está entrando —dijo Lovellmirando por la ventanilla y apartándoseun poco, deslumbrado—. Creo que estáentrando.

—Justo ahí —dijo Haise.

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—Lo tenemos —exclamó Lovell—.Creo que lo tenemos.

—Sí, sí, justo ahí —dijo Haise,viendo cómo el disco solar llegaba a lacruceta del telescopio y se deslizabahacia abajo.

—¿Lo tienes? —le preguntó Lovell.—Justo ahí —repitió Haise.El Sol se deslizó otra fracción de

grado por el telescopio, y luego unafracción de fracción. Los propulsoressoltaron hipergólico durante un segundomás y por fin se detuvieron.

—¿Qué tienes? ¿Qué tienes? —preguntó Lovell.

Haise no le contestó, se apartó

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lentamente del telescopio y después sevolvió hacia sus compañeros con unasonrisa radiante.

—Cuadrante derecho superior delSol —anunció.

—¡Lo hemos conseguido! —gritóLovell, lanzando un puñetazo al aire.

—¡Diana! —exclamó Haise.—Houston, aquí Aquarius —llamó

Lovell.—Adelante, Aquarius —respondió

Brand.—Señores, parece que la

comprobación con el Sol da positivo —dijo Lovell.

—Recibido. Nos alegramos

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muchísimo de oírlo —dijo Brand.En Control de Misión, donde

momentos antes Griffin había pedidosilencio absoluto, se elevaron lasexclamaciones de los controladores deRetro, Fido y Guido, en la primera fila.Les corearon el Inco, el Telmu y elmédico de la segunda fila y no tardó enextenderse por toda la sala una ovacióndescontrolada, completamente sinprecedentes en el ámbito de la NASA.

—Houston, aquí Aquarius. ¿Lohabéis recibido? —llamó Lovell através del clamor.

—Recibido —respondió Brand conuna sonrisa de oreja a oreja.

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—No está perfectamente centrado —comunicó el comandante—. Hay algomenos de un radio por un lado.

—Perfecto, perfecto.Brand, sonriente, se volvió a mirar a

Griffin, que le devolvió la sonrisa ydejó que prosiguiera el tumulto. Eldesorden era inaceptable en Control deMisión, pero Griffin pensaba permitirlodurante unos segundos más, por lomenos. Cogió el diario de vuelo yescribió en el espacio en blanco debajode la columna «Tiempo transcurrido entierra»: «73.47». En la columna«Comentarios» anotó: «Realizadacomprobación con el Sol». Al bajar la

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vista, el director de vuelo descubrió quele temblaban las manos. Y al releer lapágina, descubrió también que susúltimas tres anotaciones eran ilegibles.

Según quienes la rodeaban, MarilynLovell, sorprendentemente, parecióemocionarse muy poco por el éxito de lacomprobación con el Sol realizada porel Aquarius. Los amigos, reunidos frenteal televisor en el cuarto de estar de losLovell, eran todos gente de la NASA,con conocimientos sobre los viajesespaciales y conscientes de laimportancia de ese acontecimiento. Ypara quienes no lo eran, los locutores de

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televisión lo dejaron sobradamenteclaro. Las probabilidades de regreso delos astronautas dependían ampliamentede los resultados del encendido y éstosdependían casi absolutamente de losresultados de la alineación con el SolAsí pues, cuando Jim transmitió el éxitode la maniobra, las reacciones en sucasa fueron muy similares a las deControl de Misión: vivas, abrazos yefusivos apretones de manos. Noobstante, Marilyn se limitó a asentir conla cabeza y a cerrar los ojos.

Aunque muchos de los presentescontemplaron la reacción de Marilyncon preocupación, tanto Susan Borman,

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que estaba sentada a su izquierda, comoJane Conrad, a su derecha, laentendieron. Ellas, como Marilyn ytodas las mujeres que habían vividovigilias parecidas desde los primerosdías de los Mercury, habían aprendidoque una de las cosas más importantesque debía recordar la esposa de unastronauta durante los viajes espacialesera racionar sus reacciones. Aunque lascadenas de televisión podían permitirsedramatizar cada suspiro de un propulsoro cada momento de torsión de unaplataforma ante la audiencia, laspersonas cuyo padre, marido o hijoestaba en la nave no tenían esa libertad.

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Para ellas, el vuelo no era una noticianacional sino doméstica, en su sentidomás literal. No era el futuro de la naciónlo que se jugaba allí, sino el de lafamilia. Frente a una apuesta tan alta, laesposa, por lo menos, no podíapermitirse el lujo de mostrar unarespuesta tan emocional en cadamomento crítico. Como máximo, podíalanzar exclamaciones o llorar durante ellanzamiento; llorar o reír en elamerizaje; aplaudir con los niños elascenso desde la Luna. Pero aparte deesas ocasiones, sólo cabía asentir con lacabeza y esperar.

La única concesión que se permitió

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Marilyn en cuanto a expresiones deemoción menos estoicas fueron algunoslapsos de reminiscencias, casiensoñaciones, de las primeras y menostelevisivas épocas de la carrera de sumarido. Dos o tres veces, la cara deMarilyn había adquirido una expresiónlejana y serena y, con un gesto parecidoa una sonrisa, se había vuelto haciaquien tenía más cerca, recordando losdías felices y menos peligrosos de hacíaaños.

—¿Sabías que a Jim le encantabanlos cohetes cuando era pequeño? —lepreguntó a Pete Conrad esa mañana en elestudio de Lovell, delante de otros

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amigos.—Sí, ya me lo había dicho —

respondió Conrad—. Cuando estaba enel instituto construyó un cohete queexplotó o algo así.

—Y el trabajo de fin de carreratambién lo hizo sobre cohetes… —Marilyn cogió su cuaderno de notas deAnnapolis—. Lee el último párrafo —ledijo, abriendo un fajo de hojasamarillentas, cosidas con una grapa poruna esquina.

—Marilyn… —le dijo Conrad,dudando de que aquella fantasía pudieraser conveniente en ese preciso instante.

—Por favor, léelo.

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Conrad cogió los papeles y leyó:—El gran día de los cohetes, el día

en que la ciencia haya avanzado hasta elpunto en que viajar al espacio sea unarealidad y no un sueño, aún está porvenir. Ese día, las ventajas de lapropulsión de cohetes, simplicidad, altapotencia y la posibilidad de operar en elvacío, se sabrán aprovechar.

—No está mal para ser de 1951,¿eh? —dijo Marilyn.

—Nada mal.—Aunque, si la NASA llega a

salirse con la suya la primera vez queJim se presentó, nunca hubiera llegado avolar en un cohete.

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—Ni Jim ni yo —dijo Conrad.—Sabes, siete años después de ser

rechazado por los médicos, el doctorresponsable fue a visitar el CentroEspacial. Por aquel entonces, Jim yahabía realizado das vuelos en el Geminiy tenía sus certificados en la pared.Cuando entró el doctor, Jim se losenseñó y le dijo: «Ustedes sabrán muchode medir la bilirrubina, pero nunca seles ha ocurrido medir la persistencia yla motivación».

Conrad sonrió.—Le encanta contar esa historia,

Pete —dijo Marilyn. Se le quebró la vozy desvió la mirada bruscamente.

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—Marilyn —sentenció Conradreuniendo toda la convicción que pudo—, volverá a casa.

Nadie sabía si era buena o mala ideaque Marilyn se permitiera rumiaraquellos recuerdos, pero esa tarde,cuando su marido terminó sucomprobación de emergencia, ella porlo visto no los necesitaba. En cambio,mientras sus amigos se abrazaban y sealegraban, ella se levantó, se disculpó yse dirigió a la cocina.

Unas horas antes, el padre DonaldRaish, un pastor episcopaliano queconocía a la familia Lovell desde hacíaaños, había telefoneado ofreciéndose a

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pasar por allí a impartir una comuniónimprovisada. A Marilyn le gustaba lacompañía del padre Raish, agradecía suvisita, puesto que por lo menos duranteuna hora habría otro pilar espiritual ensu cuarto de estar, y quería ofrecerlealgo mejor que el café recalentado quellevaban bebiendo todo el día. Peroantes de que Marilyn llegara a la cocinasonó el timbre de la puerta y DotThompson salió a abrir.

El padre Raish entró, saludóafectuosamente a Marilyn y luego sesumó a la concurrencia que atestaba elcuarto de estar. Con su llegada cambióde forma espectacular la atmósfera de la

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sala. Bajaron el volumen del televisor yel de las voces y la casa recuperó, almenos por un momento, parte de lanormalidad que prevalecía antes de lasnueve y media de la noche anterior.

Cuando Marilyn y sus amigos sereunían alrededor de la mesa de cafédonde se celebraría el serviciereligioso, Betty se le acercó y le susurróal oído:

—Marilyn, ¿has avisado a los niñosde que iba a venir el padre Raish?

—Pues claro —repuso Marilyn—.Bueno, creo que sí. ¿Por qué?

—Bueno, si se lo has dicho a Susan,se le habrá olvidado. Acaba de bajar, ha

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visto a todo el mundo hablando con unpastor y se ha puesto histérica. Cree quelo dais todo por perdido y que Jim novolverá.

Marilyn se disculpó, subió corriendoal cuarto de Susan y se la encontróllorando desconsolada. Marilyn sacófuerzas de flaqueza y le aseguró que no,que nadie había perdido la esperanza,que el Centro Espacial lo tenía todocontrolado y que el pastor sólo habíaido a ocuparse de las cosas que estabanmás allá de todo lo humano y del CentroEspacial.

Como su hija no parecía quedarsetranquila, Marilyn la cogió de la mano y

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se la llevó al piso de abajo donde leindicó a Betty que volverían las dos enpocos minutos. Salieron por la puerta dela cocina, bajaron hasta el lago Taylor yse sentaron en la hierba a la sombra deun árbol.

—Y ahora dime qué es exactamentelo que te preocupa —le dijo Marilyn.

—¿Qué quieres decir? —le preguntóSusan, confundida—. Me preocupa quepapá no vuelva.

—¿Eso? —le preguntó Marilynasombrada—. ¿Es eso lo que tepreocupa?

—Pues claro.—¿No sabes que mala hierba nunca

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muere? —le dijo Marilyn sonriente.—Papá no es una mala hierba —

protestó Susan.—No, desde luego. Pero es muy

terco, ¿no? —Susan asintió—. Y es muylisto, ¿no? —Susan volvió a asentir—.Y es el mejor astronauta que conozco.

—Sí, y yo también —afirmó Susan.—¿Y tú crees que el mejor

astronauta que conocemos las dos no vaa ser capaz de hacer algo tan sencillocomo dar la vuelta a la nave y volver acasa?

—No —repuso Susan, riéndose convacilación.

—No, ni yo tampoco —le dijo

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Marilyn—. Me preocupan más quienesno lo han pensado aún. ¿No crees quedeberíamos regresar allí y decírselo,sencillamente?

Susan estuvo de acuerdo y entoncesvolvieron las dos despacio a la casa.Cuando llegaron, parecía que el serviciohabía concluido y la primera voz queoyó Marilyn no fue la del padre Raish,sino la de Jim, casi con total seguridad.Marilyn y Susan se quedarondesorientadas un momento en el umbralhasta que se dieron cuenta de que la vozprocedía del televisor. Todo el mundose había reunido alrededor del aparatodel cuarto de estar, en cuya pantalla

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aparecía Lovell, muy guapo con unblázer azul y encorbatado, sentadocómodamente en el estudio de la ABC yhablando con Jules Bergman. Marilynrecordó que el mes anterior su maridohabía grabado una entrevista que, segúnel propio Jim, había consistidoprincipalmente en las reiteradaspreguntas de Bergman sobre si habíapasado más miedo en su carrera comopiloto de pruebas o haciendo deastronauta. Marilyn le había elegidoaquella corbata, pensando que quedaríabien en la televisión. Y en ese momento,a pesar de todo, no pudo evitar pensarque así era.

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—Sabes, Jules —decía Jim—, creoque todos los pilotos han pasado miedoalguna vez. Creo que quienes lo nieganse están engañando a sí mismos. Peroconfiamos en el equipo que llevamos yeso supera todos los miedos que nospuedan acosar al usarlo.

—¿Hay algún ejemplo concretosobre una emergencia de aviación querecuerdes? —le preguntó Bergman.

—Oh, en una ocasión el motor de unavión empezó a echar llamasintermitentemente y yo tenía curiosidadpor saber si se iba a incendiardefinitivamente… Cosas de ésas. Peroparece que se resuelven.

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—¿Piensas que el cálculo deprobabilidades tendrá efecto sobre tidespués de tantos años? ¿Te preocupaestrellarte contra la Luna, por ejemplo?

—No, más bien pienso que cada vezque emprendemos un viaje contamos condos factores. Primero, nos entrenamos afondo para resolver las emergencias.Eso es como guardar el dinero en elbanco. Y segundo, hemos de recordarque cada vuelo es como tirar los dadosde nuevo.

No es una cosa acumulativa, dondesiempre acaba saliendo un siete antes odespués. Cada vez se vuelve a empezar.

—¿Entonces no te preocupa que el

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motor de ascenso no se ponga enmarcha, o cosas así?

—No —respondió Lovell meneandola cabeza—. Si me preocuparan, no iría.

—Digámoslo de otra manera —insistió Bergman—. ¿Cómo son losriesgos que tú corres en comparacióncon los de un piloto de guerra,digamos… los de un piloto de un F4 enVíetnam?

Lovell respiró hondo y reflexionó unmomento.

—Desde luego, corremos riesgos —contestó al fin—. Ir a la Luna y usar lossistemas que usamos es arriesgado. Peroempleamos la mejor tecnología para

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reducir los riesgos al mínimo. Cuandouno entra en combate, el otro bando estáusando la mejor tecnología que tienepara lograr que tu riesgo sea el máximo.Evidentemente, creo que es un asuntomuy peligroso.

—Entonces, ¿crees que tienes lamejor parte del pastel en este caso? —inquirió Bergman.

—Creo —respondió Lovell,notablemente cansado del cariz de laentrevista— que la posición de un pilotode combate en Vietnam es muypeligrosa.

La entrevista concluyó y las cámarosregresaron al directo de los estudios de

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la ABC en Nueva York, con Bergman yFrank Reynolds. Marilyn miró a Susan yle sonrió.

—¿Ves? Papá está mucho másseguro que los pilotos que van a laguerra y éstos suelen regresar con vida.

Susan pareció aliviada y saliócorriendo al jardín. Marilyn también sesintió un poco mejor. Ciertamente, milesde mujeres estadounidenses vivían todoslos días con la certeza de que su maridoiba a entrar en combate en el otroextremo del mundo, y la incertidumbrede saber si volvería.

Y esas mujeres no tenían a JulesBergman para ponerlas al día de cómo

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iban las cosas, ni a los buques de laArmada movilizados para sacarlos delagua, ni a docenas de hombres en unagigantesca sala de control vigilándoleshasta la respiración. Aunque tampocosus maridos estaban a 462.000kilómetros de la Tierra, rodeados por elvacío absoluto, volando en una naveestropeada, en peligro no sólo de novolver a la base aérea o a su carrera,sino enfrentados a la posibilidad de novolver nunca al planeta donde iniciaronsu viaje. Marilyn se sentó en el sofá ysintió que se le caía el alma a los pies.Pensándolo bien, ya no estaba segura deltodo de dónde prefería que estuviera su

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marido.

El Sol empezó a ponerse sobre lacasa de Marilyn Lovell en Houston casial mismo tiempo que se ponía sobre lanave de Jim Lovell, a 444.000kilómetros de allí. Había sido unapresencia constante, con excepción delas dos veces que el Apolo 13 habíapasado por detrás de la Tierra durantesus órbitas de estacionamiento. Nosiempre era visible directamente, peroestaba allí: calentaba la nave durante susrotaciones térmicas, iluminaba los restosde la explosión del módulo de servicio ybrillaba en el panel de instrumentos

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durante la comprobación de alineación.A las seis y media de la tarde losvisitantes de Marilyn se congregabanjunto al televisor, el Apolo 13 seaproximaba a unos 2.775 kilómetros dela Luna, una distancia menor que elpropio diámetro lunar, y la nave y el Solempezaron a alejarse.

Como todas las demás naveslunares, la Odyssey y el Aquarius seestaban acercando a la Luna por eloeste; en la Luna de esa noche,significaba el lado oscuro. Cuanto máscerca estaba la nave, más se sumía en laoscuridad, y aunque parte del resplandorsolar bañaba aún la nave, todo lo que se

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reflejaba desde la superficie lunar hastalas ventanillas de la cabina era un débilclaro de tierra, la luz que reflejaba elplaneta, que a su vez reflejaba la luz delSol. La creciente penumbra significabatambién que las partículas en suspensiónde la nube que seguía envolviendo lanave iban perdiendo brillo.

Hacía una hora que Lovell, Haise ySwigert habían regresado a sus puestos,la izquierda, la derecha y detrás,respectivamente, y mientras Haiserepasaba sus listas de comprobación delencendido y Swigert echaba una manoen lo que podía, Lovell volvió a mirarpor la ventanilla.

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—¡He visto Escorpio! —anunció elcomandante.

—¿Ah, sí? —preguntó Haise,dejando lo que estaba haciendo ymirando por la ventanilla.

—Sí, y Antares.—Están saliendo todas —confirmó

Swigert, estirándose para asomarse a laventanilla de Lovell.

—Exactamente. Allí está Nunki, yallí Antares —dijo Lovell—. Con esotenemos bastante para corroborar lacomprobación.

—Probablemente más que de sobra—coincidió Swigert.

—¿Se lo decimos? —preguntó

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Haise.—Sí —repuso Lovell. Luego llamó

—: Houston, aquí Aquarius.—Adelante, Jim.—Os comunico que vemos Antares y

Nunki por la ventanilla. Quería saber siqueréis que hagamos la comprobaciónde alineación.

—Recibido —respondió Brand—.Anoto las estrellas que estáis viendo.Espera a recibir conformidad para lacomprobación.

En Control de Misión, Brandconmutó al circuito cerrado del directorde vuelo para hablar con el Guido.Conforme a los rumores que habían

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corrido por la sala durante casi todo eldía, el grupo de Kranz había regresado asus consolas hacía unas dos horas con laintención de quedarse unas cuantas más.El Equipo Marrón de Milt Windler sehabía pasado casi toda la tardedesperdigado por las esquinas delauditorio de Control de Misión comojugadores de fútbol en el banquillo,dispuestos a relevar al grupo de Griffincuando terminara su turno poco despuésdel atardecer. Pero Kranz comunicó atoda la sala y a su amigo Windler enparticular que, a riesgo de herirsentimientos, pensaba poner a sushombres a controlar el encendido PC+2

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y después ceder el sitio al equipo deWindler. A las 16:30 horas, el EquipoTigre salió de la sala 210 casi al trote,se desperdigó por la sala de control y,con todos los perdones, se instalaronfrente a las consolas que habíanabandonado a las 22:30 horas de lanoche anterior. Los controladoresDorados de Griffin, que de todos modosestaban a punto de ser relevados,cedieron su puesto y se retiraron a lospasillos a acompañar a los hombresMarrones de Windler.

Entonces, mientras Brand repasabalos planes de alineación con BillFenner, el Guido del Equipo Blanco, y

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éste los repasaba con Kranz, emergieronlas primeras divergencias deorganización entre los equipos Blanco yDorado. Kranz comunicó por el circuitocerrado que la comprobación con lasestrellas que podía confirmar laprecisión de la plataforma se cancelaba.La alineación que había transmitidoLovell desde la Odyssey la nocheanterior había demostrado que era lacorrecta durante el encendido de regresolibre y después se había comprobadocon el Sol. Kranz creía que insistir enello serviría para crear más problemas ypara malgastar combustible y tiempo.Transmitió su decisión a Fenner, que se

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la pasó a Brand, que llamó a latripulación.

—Aquarius —anunció el Capcom—,estamos más que contentos con vuestraalineación actual. No queremosdesperdiciar combustible en máscomprobaciones, así que dejémoslo tal ycomo está.

—De acuerdo, entendido —repusoLovell, que se apartó el micrófono y sevolvió hacia Haise poniendo los ojos enblanco—. La primera vez en todo elvuelo que logramos ver las estrellas, yahora no quieren que las usemos.

—Están nerviosos con losproblemas del encendido —dijo Haise,

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intentando ser diplomático.—Pues yo estoy nervioso por los

problemas previos al encendido.

La cuestión de la comprobación conlas estrellas se estaba quedandoobsoleta, puesto que el tiempo necesariopara llevarla a cabo se estaba agotando.La proximidad de la nave con la Lunasignificaba que les quedaba menos deuna hora y media antes de pasar pordetrás del satélite y perder el contactopor radio. La pérdida de señal sería másbreve que en el anterior viaje de Lovell:los astronautas del Apolo 8, trasdesaparecer por detrás de la esfera lunar

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tenían que aplicar un frenadohipergólico para ponerse en órbita; encambio, esta vez, no tendrían que hacernada en absoluto. Pasarían por elextremo occidental de la Luna a las 75horas 8 minutos, y 25 minutos despuéssaldrían zumbando por el otro lado, acausa del aumento gravitacional develocidad mientras permanecían sincontacto con la Tierra. Y dos horasdespués, habrían de prepararse paraponer en marcha el motor.

—Aquarius, aquí Houston —lesllamó Brand—. Si estáis dispuestos aanotarlos, os paso los datos de lamaniobra de PC+2. Luego preparaos

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para la pérdida de señal.—De acuerdo —contestó Haise,

armado de lápiz y papel—, estoy listopara copiar.

Brand les leyó todos los datos, convectores, ángulos de inclinación, futurospuntos de amerizaje, y Haise los anotó yse los repitió.

Lovell captó cierta preocupación enla voz del Capcom, pero descubriósatisfecho que él se sentía relativamentetranquilo ante la proximidad de lapérdida de señal y el encendido. Eseencendido, a diferencia del de regresolibre, sería largo y potente: 5 segundos amínima potencia, 21 segundos al

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cuarenta por ciento de potencia yfinalmente 4 minutos a plena potencia.Pero, al igual que el encendido deregreso libre, sería iniciado y terminadopor el ordenador; y Lovell sólomanejaría el mando que controlaba lapotencia. Si el motor no se ponía enmarcha precisamente a las 79.27.40,07,él tendría que hacerse cargo también deesa función, utilizando dos botonesgrandes rojos y brillantes, rotulados«Arranque» y «Fin», situados en la zonadel puesto del comandante. Los botonesconectaban directamente el motor dedescenso y las baterías y, al pulsarlos,eludían el ordenador y ponían el motor

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en marcha directamente.Aunque Lovell sólo necesitaría usar

el botón «Arranque» si se producía unretraso en el encendido, eran muchas lassituaciones que podían exigirle quepulsara «Fin». Según las reglas de lamisión, se pediría al comandante quepusiera fin a la maniobra de encendidosi la presión del propulsor o delcombustible descendían excesivamente,si la del oxidante subía demasiado, si laposición de la nave se desviaba 10grados o más, o si se encendían lasalarmas de la batería, del ordenador ode la suspensión del motor en el panelde instrumentos.

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Lovell sabía que lo peor que podíapasar era que aumentara la presión delos tanques de helio del sistema dealimentación de combustible.

En lugar de usar bombas,susceptibles de averiarse, para inyectarel combustible hasta el motor dedescenso del LEM, los ingenieros de laNASA habían ideado un sistema dealimentación mediante heliocomprimido, que se hallaba en tanquesde alta presión. El gas inerte introducidoen los conductos de combustible noreaccionaba con el fluido hipergólicoexplosivo, sino que lo empujaba hasta lacámara de combustión.

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El sistema era casi infalible, con unasola excepción: el helio es el elementocon el punto más bajo de ebullición, asíque el más pequeño cambio detemperatura puede hacerlo evaporarse yexpandirse. La compresión de un gasque requiere tanto espacio en un tanquemuy reducido puede ser una recetadesastrosa, y para prevenir lasexplosiones de presión, la NASAinstalaba en el conducto de salida deltanque un «disco de explosión» dediafragma. De producirse un súbitoincremento de presión, el diafragmareventaría, liberando el gas antes de quela presión se elevara demasiado.

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Si la nave se quedaba sin helio no sepodría encender el motor, pero en unvuelo lunar normal eso no era problema.El sistema de helio sólo estaba pensadopara usarse justo cuando hubiera queponer en marcha el motor de descenso,que llevaba el LEM desde la órbitalunar al punto de alunizaje. Después,cualquier ruptura del disco de explosiónse produciría en la superficie lunar,cuando el motor ya estuviera apagadodefinitivamente y el gas pudierapropagarse de modo inofensivo por elvacío circundante. Pero lo que nadiehabía considerado y el comandante delApolo 13 se planteaba en ese momento

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era qué sucedería en una situación en lacual hubiera que encender y apagar esemotor y después volver a encenderlo yapagarlo de nuevo. En tal caso, sireventaba el disco de explosión de losconductos de combustiblesobrecargados, el sistema de propulsiónde descenso quedaría inutilizadodefinitivamente. A pesar de todo ello,Lovell se sorprendió de la ecuanimidadque sentía ante la inminencia delencendido y, mientras Haise seguíatomando al dictado los datos de Brand,el comandante se permitió mirar unmomento por la ventanilla. Y resultó queeligió el momento oportuno. A las 76

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horas, 42 minutos y 7 segundos de lamisión, el Sol se ocultó detrás de laLuna y el Apolo 13 se quedócompletamente a oscuras. Por findesaparecieron las chispas de residuosque envolvían la nave y de pronto todoel cielo apareció cuajado de estrellasblancas que cubrían todos los ángulos yejes de la nave.

—Houston —dijo Lovell—, se hapuesto el Sol y… anda… mira… todaslas estrellas.

—¿Ésa es Nunki? —preguntó Haise,que se había vuelto hacia la ventanilla,señalando la estrella que Lovell apenasdistinguía momentos antes y que

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entonces resplandecía como un faro.—Sí. Y Antares se ve mucho mejor

—respondió Lovell.—¿Y aquella nube, qué es? —

preguntó Swigert, inclinándose porencima del hombro de Lovell.

—La Vía Láctea —contestó Lovellmirando la nebulosa blanca que partía elcielo en dos.

—No, la que está iluminada no, laoscura —dijo Swigert—. Bueno, enrealidad son dos, como dos estelas.

Lovell siguió la mirada de Swigert yvio un par de columnas oscuras yfantasmales que ocultaban algunas de lasestrellas que acababan de encenderse.

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—No tengo ni idea de qué puede sereso. Deben de ser restos arrojados alespacio.

—¿De nuestras maniobras? —preguntó Haise.

—No, de la explosión —respondióLovell.

Los tres astronautas contemplaronlas nubes en silencio. Habían pasadocerca de veinticuatro horas desde lasacudida y la explosión de la otra nochey su memoria sensorial de la experienciahabía empezado a desvanecerse. Peroaquellas lenguas negras y sobrenaturalesque se extendían desde la nave por elespacio la espolearon. Todavía no

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estaba claro qué había ocurrido en lacola de la nave, pero para que no loolvidaran, su vehículo supuestamenteindestructible había dejado un rastrohumeante.

—Aquarius, aquí Houston —la vozde Brand hendió el silencio.

—Adelante, Houston.—Bien, Jim, nos quedan poco más

de dos minutos para la pérdida de señaly por ahora todo pinta bien.

—Recibido —dijo Lovell—.Entiendo que no queréis que activemosningún sistema ni hagamos máspreparativos hasta que se reanude laseñal.

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—Exacto —dijo Brand.—De acuerdo, pues. Nos

cruzaremos de brazos. Hasta luego.La tripulación del Apolo 13

enmudeció y 120 segundos más tarde laseñal de Houston desapareció.

La nave dejó el claro de la Tierra,se sumió en la oscuridad y el silencioabsolutos del otro lado de la Luna y latripulación se contuvo. En la cara ocultadel satélite sólo estaba iluminada, endiagonal, una estrecha franjacorrespondiente a la parte oscura de sucara visible. Por lo tanto, durante eltránsito del Apolo 13 no veían más queoscuridad a sus pies. Lo único que

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revelaba que había un cuerpo allá abajoera la absoluta ausencia de estrellas, queempezaba donde debía de estar el sueloy terminaba a lo lejos, donde debía deempezar el horizonte.

Los astronautas navegaron cerca deveinte minutos por esa nada nocturnahasta que, cinco minutos antes de lareanudación de la señal, apareció en ladistancia una hoz blancuzca de céspedmoteado. Haise, situado a la derecha, lavio primero y cogió su cámara. Lovell, ala izquierda, fue el siguiente y asintió,menos por entusiasmo que porreconocimiento. Swigert, que no habíavisto nada igual en su vida, cogió su

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cámara y se deslizó hacia el puesto deLovell. El comandante retrocedió parapermitir que su compañero contemplaralo que se desplegaba a sus pies. Pordebajo de la nave pasaba, como lo hizopor debajo del Apolo 8 hacía casidieciséis meses, la misma franja desuelo desolado nunca vista por el serhumano hasta 1968, y que en esemomento habían visto ya más de unadocena.

Swigert y Haise, como Borman,Lovell y Anders antes que ellos, sequedaron de piedra. Observaron losmares y los cráteres, las grietas y losmontes, el gran barrido de terreno lunar,

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en respetuoso silencio. A diferencia delas naves de las misiones anteriores, lasuya no volaba a 110 kilómetros sino a257, y si los tripulantes de los Apoloanteriores habían alunizado, ellos no loharían. En cuanto alcanzaran la parteoriental, empezarían a alejarse. Lovellse dirigió a la parte trasera de la cabinapara dejar que sus pilotos más jóvenesse saciaran a gusto. Cinco minutos mástarde, a la hora prevista para reanudar laseñal, conmutó su micrófono y llamó ala Tierra en un susurro considerado.

—Buenos días, Houston, ¿me oís?—Te oímos estupendamente —

respondió Brand.

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—Muy bien. Nosotros también teoímos estupendamente. —Lovell mirópor encima del hombro de Swigert ycontempló la formación que se deslizabaa sus pies—. Y para vuestrainformación, estamos pasando porencima del Mar Smythii y parece quenos estamos elevando.

—Nos estamos alejandovertiginosamente —añadió Swigert, concierto pesar.

—Oh, sí —respondió Lovell tanto asu compañero como a tierra—. Ya noestamos a 257 kilómetros. Nos vamos.

—Lo anoto, Aquarius —dijo Brand.—Todavía no me has dado la hora

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del encendido —reclamó Lovell.—Bien. Un momento.Brand cortó la comunicación y

mientras Haise y Swigert seguían en lasventanillas con sus cámaras, Lovellempezó a moverse por la cabina,toqueteando interruptores para prepararel encendido. Mientras pasaba de unasección a otra del panel de instrumentos,tenía que alargar el brazo por encima deHaise y Swigert e iba murmurando:

—Perdona, Freddo… —o—,disculpa, Jack.

Los pilotos del LEM y del módulode mando contestaban a su comandantecon un leve asentimiento de cabeza,

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apartándose distraídamente para dejarque Lovell llegara a donde quería ydespués regresaban a su puesto flotando.A los dos o tres minutos, Lovell terminó,se subió a la tapa del motor de ascenso,que hasta ese momento consideraba elpuesto de Swigert, y se cruzó de brazos.

—¡Señores! —exclamó en vozdeliberadamente alta para el tamaño dela cabina—. ¿Qué intenciones tenéis?

Haise y Swigert se volvieron,sobresaltados.

—¿Intenciones? —repitió Swigert.—Sí —dijo Lovell—. Tenemos que

realizar una maniobra de PC+2.¿Pensáis participar en ella?

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—Jim —dijo Haise con pocaconvicción—, ésta es nuestra últimaoportunidad para hacer esas fotos. Yaque hemos llegado hasta aquí, querránque les llevemos alguna foto, ¿no crees?

—Si no volvemos a la Tierra, no laspodréis revelar —dijo Lovell—. Bueno,atended. A guardar las cámaras, que hayque prepararse para el encendido. Nofastidiemos, el amerizaje es a las cientocincuenta y dos horas.

Haise y Swigert guardaron lascámaras y regresaron a sus puestos unpoco avergonzados, y se pusieron lostres a trabajar en serio durante una horamás o menos. Mientras Brand dictaba

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las instrucciones del encendido y latripulación accionaba los interruptoresadecuados, los sistemas del Aquariusfueron recobrando vida.

Lo mismo que en el encendido deinserción en la órbita lunar del Apolo 8,los astronautas del Apolo 13 esperaronen silencio que transcurrieran losúltimos minutos que faltaban para lamaniobra. Esa vez los pilotos no habríande usar sus cinturones ni sujetarse a susasientos.

Se limitarían a permanecer de pie,agarrarse a los mamparos, absorber laarrancada y sentir la leve presión de lagravedad en sus cuerpos aclimatados

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cómodamente a la ausencia de gravedad.Lovell miró a Haise y levantó el pulgary después se volvió hacia atrás e hizo lomismo con Swigert.

—Por cierto, Aquarius —anuncióBrand, rompiendo el silencio— tenemoslos datos del sismómetro del Apolo 12.Parece que vuestra tercera fase acaba deestrellarse en la Luna y la ha sacudidoun poco.

—Bueno, al menos está funcionandoalgo en este viaje —dijo Lovell—.Menos mal que no se han producidoexplosiones en el LEM también.

Lovell miró la Luna a sus pies comosi pudiera ver la nube de polvo y el

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pequeño cráter creados por el últimoproyectil caído a la vieja superficie.Pero lo que vio, en cambio, fue unamontañita perfectamente triangularencajada entre los cráteres y las colinasque rodeaban el Mar de la Tranquilidad.Era Monte Marilyn, que le saludabadesde lejos, mientras él se alejaba haciaarriba, presumiblemente para siempre.

—Diez minutos para el encendido—anunció Haise.

—Ocho minutos para el encendido—dijo poco después.

—Seis minutos para el encendido.—Cuatro…Finalmente Brand reanudó la

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llamada desde el puesto de Capcom.—Jim, listos para el encendido.

Adelante.—Recibido —respondió Lovell—.

Procedemos al encendido.—Dos minutos cuarenta segundos en

mi cronómetro —dijo Brand—. Marca.Lovell consultó el cronómetro

general de la misión, marcó el tiempoque quedaba, inspiró y contuvo larespiración. Tuvo el macabropensamiento de que era todo como elvuelo nocturno sobre el Mar del Japón.Con la cabina a oscuras y la proa de sunave apuntando a la rodaja brillante dealgas azules de la Tierra, observó cómo

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el reloj bajaba a cero y después sintió latrepidación del LEM bajo sus pies.

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E

Capítulo 10

Martes, 14 de abril, 15:40hora del Pacífico

ra poco probable que Mel Richmondse mareara en el Pacífico Sur. En

primer lugar, el portahelicópteros Iwo-Jima en el que navegaba era demasiadogrande para que pudiera balancearsemucho ni siquiera en aguas muymovidas. Además, Richmond ya habíasalido muchas otras veces al mar, yhabía colaborado, literalmente, en laredacción del libro sobre el rescate de

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naves espaciales en el mar.Los días previos al lanzamiento de

un Mercury, un Gemini o un Apolo, laNASA enviaba a un equipo de técnicosen rescate naval a los buques destinadosa la zona prevista de amerizaje para quedirigiera el rescate de la nave y latripulación. No siempre se producía unacuerdo absolutamente amistoso. Losmarines, acostumbrados a trabajar sólocon otros marines, se sentían irritadosfrente al escuadrón de ingenieros civilesque les invadía y encima gobernaba subarco. Los ingenieros, a su vez, parecíanno darse cuenta del resentimiento quedespertaban mientras trastornaban

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alegremente la rutina normal del buquepara llevar a cabo su extraordinariorescate.

Richmond, el segundo responsabledel equipo visitante de la NASA, estabamás sumido en su trabajo que lamayoría. Mucho antes de que el cohetetripulado saliera de la plataforma, elantiguo piloto de las Fuerzas Aéreas yactual especialista en trayectoria seencerraba con los planes de vuelo de lamisión, cartas de los potenciales puntosde reentrada y previsionesmeteorológicas del mundo entero. Apartir únicamente de sus datos, trazabauna lista con todos los puntos de

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amerizaje concebibles a los que pudierallegar la nave y con todas las técnicas derescate que hubieran de usarse parasacar el vehículo y a la tripulación delagua. Su informe se convertía en elLibro, el libro mayor de rescate, de esamisión, y a medida que se avecinaba lareentrada y el punto probable deamerizaje se definía, era ese manual deinstrucciones el que dictaba cada pasoque había que dar para llevar a cabo elcomplicado rescate.

Mel Richmond no era la únicapersona que hacía esa esmerada tarea.Sucesivos equipos de rescate seocupaban de los siguientes viajes

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espaciales, uno de cuyos componentesescribía el manual de esa misión enconcreto. Pero Richmond lo había hechomás veces que la mayoría, participandoen el rescate de las naves Gemini 6 yGemini 7, Apolo 9 y Apolo 11, y sabíaque esa investigación no podía hacerlacualquiera. El equipo de la NASA quese embarcó para esas dos semanas deservicio en el mar no vivía mejor que elresto de la dotación: compartían lasreducidas cabinas para cuatro hombres,comían el rancho de los oficiales yperdían todo contacto con los suyos,aparte de las breves conferenciastelefónicas con Control de Misión que

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realizaban dos veces al día.La rutina diaria de esas dos semanas

alternaba entre momentos deaburrimiento aplastante y de actividadfrenética, según los ejercicios previstos.El trabajo más duro eran los simulacrosde rescate, que efectuaban en díasalternos: echaban una nave ficticia porla borda, se alejaban unos cientos demetros y toda la dotación de rescate,hombres rana, pilotos de helicópteros,marines y vigías, hacían las prácticas derescate.

Los ejercicios de rescate previstospara el Apolo 13 fueron desarrollándosedurante varios días, ajustándose lo más

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posible a las directrices del libro derescate de Richmond. Pero al cuarto díade viaje, los procedimientoscuidadosamente planeados y losejercicios prescritos en el libro sehabían trastocado por completo.

Según el plan de vuelo original, elmódulo de mando Odyssey tenía queamerizar a 207 millas al sur de la islaChristmas el martes 21 de abril a las15:37 horas, cuatro días después dedespegar del pie de Fra Mauro en laLuna. Pero los planes iniciales habíancambiado y según la gente de Houston elApolo 13 llegaría a la Tierra el 17 deabril por la tarde, o tal vez por la noche,

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o incluso a primeras horas del día 18, ypodía amerizar en el Pacífico Sur; elocéano Índico o el Atlántico. El lugar yla hora exactos dependían del éxito delencendido de aceleración PC+2 quehabían calculado los expertos en guiado.Si el encendido salía según lo previsto,el equipo principal de rescate de MelRichmond pescaría la nave el viernes 17de abril en el Pacífico, sobre la una dela tarde. Si las cosas se torcían, laNASA tendría que apañarse con quiénsabe qué barcos para rescatar a laOdyssey en un océano a determinar auna hora desconocida en ese momento.A Richmond no le gustaba trabajar así.

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El módulo lunar Aquariusencendería su motor de descenso durantecuatro minutos y medio a las 20:40horas de Houston, o sea después delanochecer, pero en la isla Chrístmas, alsur de Oahu, eran sólo las 15:40 horasde una tarde soleada. Aunque el mundoentero podía oír las comunicacionestierra-aire del Apolo 13, gracias a laeficacia de la oficina de relacionespúblicas de la NASA, el equipo derescate no podía oírlas. Uno de losoficiales de radio del Iwo-Jima podíacaptar las conversaciones entre elCapcom y los astronautas a través de unsatélite de comunicaciones, pero la

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conexión era mala y no se podíaretransmitir al resto del barco. Así queel oficial de transmisiones era la únicapersona a bordo capaz de espiar elencendido. En otra parte del barco, otrooficial de comunicaciones estaba encontacto con Control de Misión a travésde otra radio. Era ese oficial quien seencargaba de las conferenciastelefónicas regulares entre el Iwo-Jima yHouston y él sería el primero enenterarse de si el PC+2 se habíarealizado con éxito… o no. Pocodespués de las 15:30 horas, MelRichmond y un puñado de hombres delequipo de rescate se dirigieron a esa

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segunda emisora a esperar noticias. Alotro extremo del barco, el otro oficialescuchaba en solitario por la emisoradel satélite las conversaciones tierra-aire que el resto del barco no podía oír.

—Dos minutos y cuarenta segundosen mi cronómetro —oyó decir a VaneeBrand desde Houston cuando elencendido era inminente.

—Recibido —respondió Jim Lovella través de los refritos de lasinterferencias.

Se produjo un prolongado silencio.—Un minuto —anunció Brand.—Recibido —respondió Lovell. Y

sesenta segundos más de silencio.

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—Estamos funcionando al cuarentapor ciento —se oyó explicar a Lovell.

—Lo copio —dijo Houston, Pasaronquince segundos.

—Al ciento por ciento —dijoLovell.

—Recibido. —Las interferenciascrepitaban en la línea—. Aquarius, aquíHouston. Todo va bien.

—Recibido —crepitó la voz deLovell en respuesta. Transcurrieronotros sesenta segundos.

—Aquarius, todo sigue bien a losdos minutos.

—Recibido. —Más refritos. Mássilencio.

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—Aquarius, estáis llegando a lostres minutos.

—Recibido.—Aquarius, diez segundos más.—Recibido —repuso Lovell.—Siete, seis, cinco, cuatro, tres,

dos, uno —contó Brand.—¡Fuera! —exclamó Lovell.—Recibido. Fuera. Buen encendido,

Aquarius.—Repítemelo —gritó Lovell entre

los crujidos de la radio.—Digo… que… buen… encendido

—repitió Brand elevando la voz.—Recibido. Y ahora tenemos que

reducir el consumo cuanto antes.

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En la sala de transmisiones delportahelicópteros, el oficial se recostóen su silla y se quitó los cascos. Sabía,aunque no lo supiera nadie más en todoel Iwo-Jima, que el Apolo 13 estaba enel camino de regreso. En la otra cabinade radio del barco, Mel Richmond y elresto del equipo de rescate formabancorro en torno al mudo receptor. Por fin,medio minuto después de que concluyerael encendido, la llamada de Houstonchisporroteó en el pequeño altavoz de laradio.

—Iwo-Jima, aquí Houston, a lassetenta y nueve horas treinta y dosminutos de vuelo —dijo la voz—. Se ha

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completado el encendido de pericintiomás dos.

Amerizaje previsto a seiscientasmillas al sur de la Samoa americana, alas ciento cuarenta y dos horas ycincuenta y cuatro minutos de tiempotranscurrido en tierra.

—Recibido —contestó el oficial deradio por el micrófono—. Concluido elencendido.

Los técnicos en rescate se miraronunos a otros sonriendo.

—Bueno —dijo Richmond al oficialque estaba a su lado—, parece que elviernes tendremos mucho que hacer…

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En cuanto terminó el encendidoPC+2, Gene Kranz, sentado a la consoladel director de vuelo, se quitó losauriculares, se levantó y echó un vistazoa la sala. Igual que el Equipo Dorado deGerald Griffin hacía unas horas, elEquipo Blanco de Kranz respondió aléxito de la maniobra con una espontáneaalgarabía y palmadas a la espalda que,para los baremos de Control de Misión,sonaba a pandemónium. E igual queGerald Griffin varias horas atrás, GeneKranz estuvo dispuesto a dejar que eljolgorio siguiera su curso; pensó que elequipo se merecía su momento de

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congratulación. Además, no tardaría entener entre las manos otras cosas.Conociendo al personal de la sala,Kranz estaba seguro de que treshombres, al menos de momento, sedirigirían a su puesto. Y como podíapredecir lo que le dirían, se imaginabaque la discusión sería borrascosa.

Miró la fila de delante, a suizquierda, y vio que Deke Slayton se leacercaba desde la consola del Capcomdonde estaba momentos antes. Se volvióhacia la cuarta fila, a su espalda, y vio aChris Kraft en el puesto de operacionesde vuelo, quitándose los auriculares ybajando al nivel inferior. Detrás de

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Kraft, en la galería acristalada, vio aMax Faget, el jefe del departamento deIngeniería y Desarrollo del CentroEspacial, uno de los primeros hombresque nombró Bob Gilruth para el grupoespecial de misiones espaciales quehabía formado el núcleo de la NASAhacía doce años. Faget se abría caminoentre el gentío que atestaba la sala depersonalidades, en dirección a la salaprincipal. Kranz suspiró y apagó lacolilla del cigarrillo que habíaencendido al principio del PC+2, que leestaba abrasando la punta de los dedos.Slayton, que era el que estaba máscerca, llegó primero.

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—Bien, ¿cuál es el paso siguiente,Gene?

—Bueno, Deke —respondió Kranz,sopesando sus palabras—, en esoestamos.

—No estoy seguro de cuánto quedapor hacer —dijo Slayton—. ¿Mandamosa los astronautas a la cama?

—Desde luego, más tarde.—Más tarde no, Gene. Su último

período de sueño fue hace más deveinticuatro horas. Necesitan descansar.

—Ya lo sé, Deke… —empezóKranz, pero no pudo terminar porqueotra voz sonó a su espalda.

—¿Cómo están los planes de recorte

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de consumo, Gene? —Era Kraft.—Estamos en ello, Chris —le

contestó Kranz con voz pausada.—¿Estamos listos para ejecutarlo?—Estamos listos, pero es un proceso

largo y Deke cree que deberíamos dejardormir un poco a la tripulación.

—¿Dormir? —exclamó Kraft—.¡Son seis horas! Si dejas a losastronautas fuera de combate todo esetiempo antes de reducir el consumo,estarás perdiendo seis horas de energía,que no nos podemos permitir. Además,Lovell está de acuerdo. ¿No lo has oídopor la radio?

—Pero si los mantenemos en vela y

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soñolientos para efectuar un complicadoproceso de reducción de consumo,alguien puede cometer una pifia —intervino Slayton—. Yo preferiría gastarahora un poco de energía de más paraprevenir un desastre más tarde.

A la espalda de Slayton, Faget, queya había alcanzado al grupo, saludó aKranz con la cabeza.

—Max —le dijo Kranz—, Deke yChris me estaban dando su opiniónsobre nuestro siguiente paso.

—Control térmico pasivo, ¿no?—¿PTC? —preguntó Slayton,

alarmado.—Desde luego. La nave lleva horas

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ofreciendo el mismo costado al Sol. Sino damos pronto la vuelta a la tortilla, lamitad del equipo se va a congelar y laotra mitad se va a freír.

—¿Tienes idea de la presión quevan a sufrir los astronautas si lespedimos que ejecuten una rotación PTCahora? —le preguntó Slayton.

—¿Y en la presión que va a sufrir laenergía disponible? —añadió Kraft—.No estoy seguro de que nos podamospermitir una cosa así por el momento.

—Y yo no estoy seguro de si nospodemos permitir aplazarla —arguyóFaget.

La discusión se prolongó durante

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varios minutos ante el puesto deldirector de vuelo; mientras Kraft,Slayton y Faget defendían su posturaferozmente, los controladores máspróximos, en la consola del Capcom ydel Inco, volvían ocasionalmente lacabeza para mirarlos de refilón. Alfinal, Kranz, que había permanecidoinusualmente callado durante toda ladiscusión, levantó una mano y los otrostres, todos ellos técnicamente superioresde Kranz, dejaron de hablar.

—Caballeros, gracias por vuestracolaboración. La próxima tarea de latripulación va a ser efectuar una rotaciónde control térmico pasivo. —Se volvió

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hacia Faget, dedicándole una inclinaciónde cabeza, que éste le devolvió—. Ydespués —prosiguió Kranz mirando aSlayton como pidiéndole disculpas—,les dejaremos dormir un poco. Unhombre cansado puede superar suagotamiento, pero si la nave sufremayores daños, nunca lograremossalvarlos.

Kranz se volvió hacia su consola yFaget y Slayton se dieron media vueltapara alejarse. Sin embargo, Kraftpermaneció en su sitio. Detrás delpuesto que había ocupado de 1961 a1966, el hombre que había enseñado aGene Kranz el oficio que estaba

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desempeñando no se mostraba deacuerdo con la decisión que habíatomado su antiguo pupilo. Pero antes dedecir palabra, cambió de opinión y sealejó. Cualquiera que fuera el caminoelegido por el director de vuelo «almargen de las reglas de la misión», supalabra era ley. Era el propio Kraftquien había escrito esa regla once añosatrás y tendría que atenerse a ella.

Los cansados astronautas pasaronlas dos horas siguientes realizando lastareas que les ordenaban desde tierra ydespués, cuando se lo autorizaron,durmieron. Aun así, los períodos desueño estaban muy divididos: primero

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Haise disfrutó de tres horas dedescanso, mientras Lovell y Swigertpermanecían de guardia en el Aquarius.

Pasada la medianoche, cuando elturno de sueño de Haise estaba casiagotándose, los dos hombres queseguían al timón del módulo de mandoempezaron a dar cabezadas. Resultabadifícil aunque no imposible dormir en lafría y ruidosa cabina del Aquarius. Eltruco consistía en decirse que enrealidad uno no estaba intentandodormirse, sino que sólo quería cerrar losojos unos minutos y que, aun cuando unoflotara ante el panel de instrumentos, conla mente en blanco e invadido por un

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leve sopor, lo cierto era que uno seguíadespierto, en guardia y listo pararesponder a cualquier emergencia.

—Aquarius aquí Houston —sonó derepente la voz de Jack Lousma, elCapcom del tumo de noche, en los oídosde Lovell.

—¿Eh? Sí… —murmuró Lovelldespabilándose—. Aquí Aquarius.

—Es hora de que os vayáis a lacama y Fred se levante —le dijoLousma.

—Recibido. Lo estamos deseando—contestó Lovell.

—Tenéis tres horas. Volved a lasochenta y cinco horas veinticinco

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minutos.—Recibido.El comandante se frotó los ojos, dio

dos pasos hacia el túnel y brincó haciala Odyssey. Se acercó al asiento deHaise y lo zarandeó para despertarlo.Lovell calculó que la temperaturaambiente del módulo de mando estaríarondando los 4 o 5 grados centígrados.Sin embargo, una delgada capa de airetibio rodeaba a Haise. La ausencia degravedad provocaba la falta deconvección, y el aire caliente no era másligero que el aire frío circundante y porlo tanto no ascendía ni se dispersaba.

Al ayudar a Haise a levantarse,

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Lovell dispersó la manta atmosféricaque su piloto había creado durante lasúltimas tres horas. Después le mandó alLEM. El comandante se instaló en suasiento, se ciñó los brazos al cuerpo yse hizo un ovillo para protegerse del fríoque su calor animal todavía no habíamitigado.

Un momento más tarde, Swigert flotóhasta su asiento e hizo lo mismo.

Desde su puesto en la Odyssey,Lovell oía los ruidos que hacía Haise enel LEM, todavía medio dormido, alponerse los cascos y abrir lacomunicación con Houston. AunqueHaise hablaba en voz baja por no

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molestar a sus compañeros, en elreducido espacio de las naves se oíanhasta los susurros, y mientras intentabaconciliar el sueño, Lovell no dejaba deoír el monólogo del otro extremo deltúnel.

—Acabo de bajar al LEM hace unminuto, Jack —le decía Haise a Lousma—. Por lo que se ve por la ventanilla, laLuna está disminuyendo claramente detamaño.

Se hizo el silencio en el LEM.Lovell supuso que Lousma estaríafelicitando a Haise por su trabajo yasegurándole que la Luna seguiríaencogiendo durante las horas siguientes.

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—Te lo digo yo —dijo Haise enrespuesta a las palabras de Lousma—,este Aquarius ha sido una auténtica joya.

Silencio otra vez. Lousma le estaríadiciendo a Haise que la auténtica joyaera la tripulación.

—Por las noticias que nos llegan delo que estáis trabajando ahí abajo —protestó Haise con modestia—, estevuelo ha sido una prueba mucho másardua para la gente de tierra que paranosotros.

Probablemente Lousma se lo negara,diciendo que sólo estaban haciendo loque les habían enseñado, y que el pesolo llevaban los hombres de la nave.

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—Bueno, solamente intentamos estara la altura de la situación. Queremosestar preparados para la reentrada elviernes —repuso Haise.

En su puesto del módulo de mando,Lovell cerró con más fuerza los ojos yse volvió hacia el mamparo,dispersando la bolsa de aire tibio quehabía empezado a formarse. Si el pilotodel LEM y el Capcom querían animarsemutuamente charlando de la reentrada,estupendo. Pero Lovell por lo menos, noquería saber nada. Los últimos datosenviados por Houston indicaban que lanave estaba apenas a 28.000 kilómetrosde la Luna y avanzaba sólo a 1.580

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metros por segundo, a menos de 5.550kilómetros por hora. Sabía que suvelocidad disminuiría regularmentehasta que recorriera unos 45.000kilómetros y después aumentaría cuandola gravedad terrestre venciera a lagravedad lunar, atrayéndoles. Hasta queocurriera eso, Lovell no se sentiría muycómodo. Una nave a 28.000 kilómetrosde distancia de la Luna estaba todavía amás de 400.000 kilómetros de la Tierra,demasiado lejos para echar lascampanas al vuelo. Mientras le ibavenciendo el sueño, Lovell pensó quedesde el lunes por la noche había tenidomotivos sobrados para sentir muchas

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emociones, pero éstas no incluían eloptimismo infundado.

Ed Smylie penetró en el ascensor deledificio número 30 del Centro Espacial,dio media vuelta y se quedó mirandocómo se cerraban las puertas metálicascon un susurro. Llevaba una pesada cajametálica bajo el brazo. Se volvió a laderecha, tendió la mano hacia losbotones y pulsó sin la menor ceremoniael número 3, el piso de Control deMisión.

Como jefe de la División deSistemas Vitales, Smylie no tenía porqué sentir modestia por el trabajo que

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realizaba. Tal vez fueran Sy Liebergot,John Aaron y Bob Heselmeyer quienesse sentaran ante las consagradasconsolas de Control de Misión ymantuvieran los equipos ambientales delLEM y el módulo de mando enfuncionamiento, pero Ed Smylie y suequipo eran quienes elaboraban yprobaban los sistemas vitales en primerlugar. Era una tarea importante perotambién anónima. Mientras todos losLiebergot, Aaron y Heselmeyer sepasaban los días en el espaciosoauditorio del edificio 30, ante lascámaras de televisión, Smylie y sushombres trabajaban en la colmena de

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laboratorios de los edificios 74 y 45.Pero aquel día era distinto. Aquel

día, los hombres de la sala de controlestaban deseando ver a Smylie, o másconcretamente, el objeto cuadrado queportaba. Desde el lunes por la noche,con la explosión, el escape y los girosdel Apolo 13, los técnicos del CentroEspacial y sobre todo los ingenieros desistemas vitales no habían dejado derumiar la cuestión del hidróxido de litio.El problema de encajar los cartuchoscuadrados del depurador de aire delmódulo de mando en los receptáculosredondos del LEM era una cuestiónnimia, tecnológicamente hablando, en

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una misión con tantas disfuncionesgraves, pero no por ello menosacuciante. Con tres hombres respirandoen el Aquarius, el primero de loscartuchos del módulo lunar se saturaríade CO2 sobre la hora 85 de la misión, locual imponía su sustitución por elsegundo y último de los cartuchos. Ymucho antes de que la nave llegara a laTierra, ese segundo cartucho tambiénestaría saturado y los astronautas notardarían en morir asfixiados por suspropios gases.

El primer gesto de Smylie el lunespor la noche, al poner la televisión yenterarse del accidente del Apolo 13,

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fue descolgar el teléfono y llamar a laoficina de Sistemas Vitales.

—¿Qué sabes del Trece? —preguntócuando le contestaron.

—No mucho. Se han quedado sinoxígeno y se van a instalar en el LEM —respondió su interlocutor.

—Pues van a tener un problema conel CO2.

—Y gordo.—Voy para allá —dijo Smylie.El laboratorio de Sistemas Vitales

del edificio 7 no era moco de pavo. Lasinstalaciones multimillonarias incluíanuna cámara de vacío inmensa que seutilizaba para comprobar los sistemas

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de control ambiental de la nave, lasmochilas que usaban los astronautaspara evolucionar por la Luna y lospropios trajes espaciales. La presión delaire de la cámara podía reducirse desdela del nivel del mar hasta los 0,385kilogramos por centímetro cuadradorequeridos en la nave, o incluso sepodía emular el vacío casi absoluto dela Luna. Esa cámara disponía de unsistema de purificación de aire mediantehidróxido de litio idéntico a los delmódulo de mando y el módulo lunar.

Mientras Smylie se dirigía a todaprisa al edificio 7, al cabo de una horaescasa de enterarse de la alerta del

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Apolo 13, empezó a pergeñar unasolución maravillosa y tosca para elproblema del dióxido de carbono delAquarius. Los aparatos de hidróxido delitio del LEM y del módulo de mandofuncionaban con ayuda de un ventiladorde cabina que empujaba el aire delmódulo hacia unos respiraderos quedaban a los cartuchos de purificacióndel aire, y lo hacía salir por el otro lado,a la cabina de nuevo, liberado de suCO2 nocivo. En el mismo mamparo de lacabina había dos juegos de tubosflexibles que suministraban directamenteaire puro vital al traje espacial delcomandante y el piloto del LEM en caso

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de que la nave sufriera un escape.Para que los cartuchos grandes del

módulo de mando pudieranaprovecharse en el LEM, a Smylie se lehabía ocurrido encajar la parteposterior, la de salida, de la caja dehidróxido de litio en una bolsa deplástico y luego sujetarla con cintaaislante. Con un pedazo de cartóncombado pegado al interior de la bolsa,se mantendría rígida e impediría que sela llevara la corriente de aire. Después,había que hacer un agujero en la bolsa einsertar por él el extremo de uno de lostubos alimentadores de los trajesespaciales, sujetando la conexión con

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más cinta aislante. Con el sistema depurificación de aire del LEM en marcha,la atmósfera sería aspirada por la partefrontal de la lata cuadrada, expulsadapor la parte posterior hasta la bolsa yluego saldría por el tubo. De ahí pasaríaa los tubos de purificación del LEM yvolvería a la cabina de la nave.

En esencia, el equipo depurificación de aire del LEMfuncionaría exactamente tal y comoestaba diseñado, salvo que el apañoprovisional con la caja del módulo demando conectado al tubo de admisiónsustituiría al aparato gastado del LEMen el recorrido de salida. Cuando la lata

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nueva se agotara a su vez, podríanpreparar otra e instalarla en su lugar.

Smylie llegó el lunes por la noche aledificio 7, en cuyo vestíbulo le estabaesperando su ayudante Jim Correale.Los dos se dirigieron apresuradamenteal laboratorio, pusieron en marcha lacámara ambiental, empezaron a trabajarcon una caja de hidróxido de litiosimulada, que no contenía cristales dedepuración, y construyeron el ingenioque Smylie había ideado. Cuando losdos ingenieros conectaron el artilugio alsistema ambiental simulado y pusieronen marcha el ventilador, descubrieronque su humilde invento parecía

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funcionar. Pero necesitaban cartuchosauténticos para probar el sistemadefinitivamente.

El problema era que no los había enHouston. A las tres de la madrugada delmartes, Smylie habló por teléfono conCabo Cañaveral para ver si alguiendisponía de cartuchos activos. A lascuatro Cabo Cañaveral había logradoreunir unos cuantos, que estabandestinados al Apolo 14 o 15, y losmandaba inmediatamente al CentroEspacial en un avión especial. Smylie yCorreale se pasaron la mayor parte deldía siguiente encerrados en ellaboratorio: llenaron la cámara del LEM

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de dióxido de carbono y despuésobservaron cómo los cartuchos reciénllegados, con sus modificaciones y suschapuzas, filtraban el gas tóxico ydejaban pasar sólo oxígeno respirable.

A primeras horas de la mañana delmiércoles, el ascensor del edificio 30 sedetuvo bruscamente en la tercera planta.Smylie se apeó, cargado con su extrañoy pesado artilugio. Recorrió un pasilloblanco y sin ventanas hasta llegar anteun par de pesadas puertas metálicascuyo rótulo decía «Sala de Control deOperaciones». Abrió una de las hojas,entró y luego, incómodo, escrutó toda lasala. Allí no había humildes ingenieros

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ni técnicos anónimos de SistemasVitales, sino los famosos Eecom, Telmu,Fido y directores de vuelo. Smylie salióal pasillo en busca de Deke Slayton,Chris Kraft o Gene Kranz. Pensó que,con cada minuto que pasaba, los tresastronautas encerrados en la naveestaban más cerca de morir asfixiadospor su propio dióxido de carbono.Smylie se daba cuenta de que la sencillacaja que había inventado probablementeles salvaría la vida. Y no tuvo necesidadde recordarse que aquello nunca sepodría lograr con unos auriculares, unaconsola o un título de Telmu.

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Fred Haise casi prefería estar soloen su LEM. Le gustaba su silencioinhabitual, el espacio libre del quepodía disfrutar y más que nada, legustaba esa breve oportunidad de estaral mando de su nave. A diferencia delcomandante de la tripulación lunar, quegozaba de una autoridad casi absolutasobre los vehículos y los hombres queestaban bajo su mando, y encontraposición al piloto del módulo démando, que se hacía cargo de la navenodriza mientras sus dos compañeros seiban a alunizar, el piloto del módulolunar nunca estaba al timón de las naves

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en las que viajaba. Para los hombres queantes de entrar en la NASA se ganabanla vida probando aviones, aquello podíaser un poco doloroso. Sin embargo, a lastres de la madrugada del miércoles,mientras Jim Lovell y Jack Swigert ibanpor su segunda hora de sueño en laOdyssey, Fred Haise, el tercero en elescalafón de una tripulación de treshombres, estaba navegando solo en suquerido Aquarius.

—Houston, aquí Aquarius —radióHaise en voz baja a Jack Lousma,mientras flotaba hacia el puesto vacantede Lovell.

—Adelante, Fred —le contestó

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Lousma.—Estoy viendo el extremo izquierdo

de la Luna y apenas se distinguen lasestribaciones de Fra Mauro. Nologramos verlas cuando estábamos máscerca.

—Claro —repuso Lousma—, ya noestáis tan cerca… Veo en mi monitor;Fred, que estáis a 29.995 kilómetros dela Luna, y vuestra velocidad es de 1.485metros por segundo.

—Cuando este viaje termine —dijoHaise meneando la cabeza— sabremosde qué es capaz un LEM. Si tuvierapantalla térmica, yo os pediría que lorecuperarais.

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—Bueno, por lo menos mandasteisal público un buen documento delinterior del vehículo en la últimatransmisión, el lunes por la noche —dijoLousma—. Lograsteis un programafantástico.

—Pues diez minutos más tardehabría sido mucho mejor.

—Sí —le respondió el Capcom—.Después de aquello las cosas secomplicaron en un abrir y cerrar deojos.

Haise se alejó de la ventanilla yflotó hacia el puesto de Swigert, sobrela tapa del motor de ascenso. Abrió uncofre y revolvió entre los paquetes de

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comida que Swigert se había traído dela Odyssey el día anterior.

—Y sólo para tu información —radió Haise—, me voy a entretener conun poco de buey en salsa y otrasexquisiteces.

—Supongo que lo harás con permisode tu comandante —le dijo Lousma.

—¿Dónde crees tú que está elcomandante en este preciso momento?

—Me da igual. Yo de él te haríafirmar todo lo que te comes para llevarla cuenta —bromeó Lousma.

—Recibido.—Y Fred… Cuando no estés tan

ocupado masticando, ¿por qué no nos

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lees los datos de CO2?La tranquilidad de Lousma ocultaba

la urgencia de su pregunta. La visita deEd Smylie a la sala de control habíadado una alegría al ingeniero y a loscontroladores. El improvisadodepurador de aire había intrigado aSlayton, Kranz, Kraft y a todos losoficiales de sistemas ambientales delLEM que se apiñaban en torno a la mesadel Capcom. El informe sobre el éxitode la prueba en la cámara de vacío deledificio 7 les había convencido de queaquel destartalado artilugio podríafuncionar, efectivamente. Smylie ya sehabía marchado, pero había dejado

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sobre la consola de Lousma suprototipo, que atraía a los controladoresque pasaban por allí y se detenían acuriosean El hecho de que la caja deSmylie pudiera ensamblarse fácilmenteen su laboratorio no garantizaba que esofuera una tarea sencilla en el espacio yse les estaba echando el tiempo encimapara intentarlo. La concentración dedióxido de carbono de los dos módulosla reflejaba un instrumento que noconsumía electricidad, parecido a untermómetro, y que medía la presión delgas tóxico en la atmósfera general. Enuna situación normal la aguja no debíamarcar más de 2 o 3 milímetros, de

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mercurio. Cuando subía a 7, losastronautas debían cambiar loscartuchos de hidróxido de litio. Sialcanzaba los 15 significaba que loscartuchos ya se habían agotado y notardarían en aparecer los primerossignos de envenenamiento por CO2,mareos, vértigo y náuseas. Fred Haisecerró su paquete de carne asada, lo dejóflotando en la cabina y se dirigió alindicador de dióxido de carbono. Lo quevio le dejó de piedra.

—Oye —dijo Haise con voz suave— el indicador marca trece. —Fijó bienla vista para cerciorarse—. Sí… trece.

—Bueno —dijo Lousma—, es lo

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mismo que tenemos aquí, así que vamosa empezar a armar la caja de emergenciaque hemos ideado.

—¿Quieres que vaya a la Odyssey yempiece a reunir materiales?

—No —contestó Lousma—. Noqueremos que molestes al patróntodavía. Le dejaremos dormir unosminutos más.

Mientras Lousma le decía eso, Haiseoyó un ruidito en el túnel. Levantó lavista y vio a Lovell, con los ojosenrojecidos por el sueño, saliendocabeza abajo de la Odyssey. Elcomandante bajó hasta la tapa del motorde ascenso, dio una voltereta y se sentó.

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La carne de Haise se le quedó a la alturade los ojos; la miró con curiosidad, lacogió y se la lanzó a su piloto desde elotro lado de la cabina. Haise agarró elpaquete y lo metió apresuradamente enuna bolsa de basura.

—Has vuelto demasiado pronto —dijo Haise.

Lovell bostezó.—Hace demasiado frío ahí arriba,

Freddo.—Tienes que quedarte muy quieto.—He intentado quedarme muy

quieto, pero es inútil. Me extrañaría quehiciera más de uno o dos grados ahídentro. —Lovell se puso los auriculares

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y llamó a Lousma—: Hola, Houston,aquí Aquarius. Soy Lovell, de serviciootra vez.

—Recibido, Jim. ¿Está Jackcontigo?

—No, sigue durmiendo.—Bueno —dijo Lousma—. En

cuanto se despierte, os sugiero queempecéis a fabricar un par de cajas dehidróxido de litio. Creo que os haránfalta los tres pares de manos.

—De acuerdo —respondió Lovell,sacudiendo la cabeza para despejarse ydirigiéndose a su puesto—. Entonces, elplan siguiente es solucionar lo de lascajas.

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A Swigert todavía le quedaba unahora de descanso, y aunque, a diferenciade Lovell, había conseguido quedarseprofundamente dormido en la nevera dela Odyssey, la conversación y los ruidosprocedentes del LEM no tardaron endespertarle. A los pocos minutos deaparecer Lovell por el túnel bajótambién Swigert. En tierra, Joe Kerwin,que tenía que empezar el cuarto turno deCapcom como todos los días, entró deservicio y ocupó el puesto de Lousmaante su consola.

—Bueno —llamó Lovell al hombrede refresco—, Jack ya se ha levantado yestá aquí. Así que, en cuanto se ponga

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los cascos, estaremos listos para tomarnota.

—Recibido, Jim —respondióKerwin, limitándose a darse porenterado para saludarles—. Cuandoqueráis…

Durante la hora siguiente, las tareasrealizadas a bordo del Apolo 13 nofueron más ordenadas ni más elegantesque las de registrar un vertedero.Kerwin iba leyéndoles la lista demateriales que le había dado Smylie,mientras Kraft, Slayton, Lousma y otroscontroladores, de pie a su espalda,consultaban listas similares. Losastronautas recorrían las dos naves

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reuniendo cosas que nunca habían tenidoel propósito que les iban a dar.

Swigert subió a la Odyssey yrecogió unas tijeras, dos de las grandescajas de hidróxido de litio del módulode mando y un rollo de cinta adhesivagris prevista para sujetar las bolsas debasura al mamparo de la nave durantelos últimos días de la misión. Haisesacó su carpeta de instrucciones delLEM, buscó las páginas rígidas con losprocedimientos de despegue de la Luna,que eran absolutamente inútiles, y lassacó de las anillas. Lovell abrió el cofrede popa del LEM y extrajo la ropainterior térmica envuelta en plástico que

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Haise y él hubieran tenido que ponersedebajo del traje espacial para salir a laLuna. No eran calzoncillos vulgares,sino unos monos recorridos por metrosde conductos finísimos entretejidos en latela, por donde circulaba agua, paramantener frescos a los astronautasmientras trabajaran bajo lasachicharrantes temperaturas diurnas dela Luna. Lovell cortó el envoltorio deplástico, guardó los trajes térmicosinservibles en el cofre y se llevó elvalioso plástico.

Cuando hubieron reunido losmateriales, Kerwin les leyó lasinstrucciones de montaje de Smylie. La

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tarea, en el mejor de los casos, eralaboriosa y lenta.

—Dale la vuelta a la caja para quequede hacia arriba la parte delrespiradero —dijo Kerwin.

—¿Qué respiradero?—El de la rejilla. La llamaremos

parte superior y a la otra, parte inferior.—¿Cuánta cinta vamos a necesitar

ahora? —preguntó Lovell.—Aproximadamente un metro —le

respondió Kerwin.—Un metro… —calculó Lovell en

voz alta.—Como la longitud del brazo.—¿Cómo quieres la cinta, con el

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pegamento hacia abajo? —preguntóLovell.

—Sí, se me había olvidado. Elpegamento hacia abajo —dijo Kerwin.

—¿Meto la bolsa de plástico por loslados del arco del respiradero? —preguntó Swigert.

—Depende de lo que entiendas por«lados» —dijo Kerwin.

—Muy agudo —dijo Swigert—. Laspartes abiertas.

—Exacto.El trajín duró una hora, hasta que por

fin estuvo lista la primera caja. Losastronautas, cuyas hazañas técnicas paraesa semana consistían nada menos que

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en realizar un alunizaje suave en lasestribaciones de Fra Mauro,retrocedieron, se cruzaron de brazos ymiraron muy contentos el extravaganteobjeto de plástico y cinta adhesivaenganchado al conducto de oxígeno deltraje espacial.

—Bueno —proclamó Swigert porradio, más orgulloso de lo que pretendía—, nuestra caja casera de hidróxido delitio está lista.

—Recibido. Mirad si pasa aire porella —dijo Kerwin.

Mientras Lovell y Haise se loquedaban mirando, Swigert aplicó eloído a la parte abierta de la caja. Suave,

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pero inconfundiblemente, oyó pasar elaire a través de la rejilla y,presumiblemente, a través de losprístinos cristales de hidróxido de litio.En Houston, los controladores seapiñaban alrededor de la pantalla de laconsola del Telmu, que mostraba losdatos sobre el dióxido de carbono. En elApolo, Lovell, Swigert y Haise sevolvieron hacia su panel de instrumentose hicieron lo mismo. Lenta, casiimperceptiblemente al principio, laaguja del nivel de CO2 empezó a bajar,primero a 12, luego a 11,5 y después a11. Los técnicos de Control de Misiónse miraron unos a otros, sonrientes, al

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igual que los astronautas de la cabinadel Aquarius.

—Creo que ya puedo acabarme esaración de carne —dijo Haise.

—Me parece que te voy aacompañar —añadió el comandante.

Cuando el amanecer del miércolesdio paso a la mañana, y la mañana a latarde, no reinaba tanto optimismo en lasconsolas de la sala de Control como enla nave que se alejaba de la Luna.

Ciertamente, alguna causa deoptimismo había en Control de Misión.En la pantalla del Telmu que registrabalos signos ambientales vitales del LEM,los datos sobre la concentración de

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dióxido de carbono a bordo delAquarius habían estado bajandoregularmente a lo largo del día.

Menos de seis horas después deponer en marcha el ingenioso depuradorde Smylie, el CO2 de la cabina habíacaído al 0,2 % del volumen de aireglobal: un mero rastro gaseoso queapenas podían detectar los sensores ymucho menos causar daño alguno a losastronautas. En la consola del Inco, lascosas también parecían estar bajocontrol. La rotación PTC en la que tantohabía insistido Max Faget se habíarealizado con éxito poco después del

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encendido PC+2, y había permitido alLEM apuntar su antena de alta gananciadirectamente hacia la Tierra, con lo cuallos astronautas podían comunicarseconstantemente con Houston sin tenerque pasarse el tiempo orientandofrenéticamente las antenas, como el díaanterior. Sin embargo, en los demáspuestos de Control de Misión, las cifrasde las pantallas no eran tanprometedoras como las del Inco y elTelmu Los datos más agobiantesaparecían en la primera fila, en lasconsolas de Fido, Guido y Retro.

Cuando el Aquarius encendió elmotor de descenso para el PC+2, la

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maniobra no sólo tenía la función deincrementar la velocidad de la nave,sino de corregir su trayectoria. Para quela reentrada en la atmósfera terrestre notuviera peligro, el Apolo 13 tenía queacercarse con una inclinación de entre5,3 y 7,7 grados. Si llegaba a 5,2 gradoso menos, el módulo de mando, orientadoen ángulo demasiado obtuso, rebotaríacontra la atmósfera y saldría repelido alespacio, iniciando una órbitapermanente alrededor del Sol. Sillegaba a 7,8 grados o más, la naveentraría en la atmósfera, pero en unángulo tan agudo y con tanta fuerza degravedad que probablemente los

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astronautas reventarían antes de llegar almar. En cualquier caso, el felizamerizaje que estaban esperando lasfuerzas de rescate en el Pacífico Sur nose produciría.

El encendido PC+2 estaba calculadopara prevenir esas dos catástrofes,colocando al Apolo 13 en el centro delestrecho corredor de reentrada, en unángulo de aproximación de 6,5 grados.Los datos de trayectoria que aparecíanen las pantallas de dinámica de vuelojusto después del encendido indicabanque se había logrado dicho ángulo. Sinembargo, dieciocho horas después delencendido, las cifras revelaron que la

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trayectoria se había desviado muylevemente, cayendo a 6,3 grados omenos. Fue Chuck Deiterich, en laconsola de Retro, quien advirtió elproblema en primer lugar.

—¿Estás siguiendo los números detrayectoria? —preguntó a Dave Reed, eloficial de dinámica de vuelo,volviéndose a su derecha y apartando elmicrófono del circuito cerrado.

—Eso estoy haciendo —respondióReed.

—¿Y qué te parece?—No tengo ni puñetera idea —

contestó Reed.—Se ha estrechado, está clarísimo.

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—Definitivamente.—¿Crees que hicimos bien el

encendido? —le preguntó Deiterichdubitativo.

—Oye, Chuck, el encendido tuvoque estar bien. Las cifras eranconsistentes. Lo único que se me ocurrees que estén mal los datos detrayectoria. A la distancia que está lanave todavía, es posible que nocontrolemos bien todos los arcos detrayectoria.

—Los números llevan un ratobajando, Dave. Los datos están bien —afirmó Deiterich obstinadamente.

Si Deiterich y Reed tenían razón y

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los números y el encendido eransatisfactorios, no quedaban muchasexplicaciones válidas para la desviaciónde la trayectoria. La respuesta evidente,la única, en realidad, era que en algunaparte de la Odyssey o el Aquarius habíaun escape que producía una leve fuerzapropulsiva que estaba desviando lasnaves acopladas.

Pero no sabían de dónde procedíaese escape. El módulo de servicio sehabía vaciado del todo desde hacíamucho tiempo, y todos los dispositivosque podían dar pie a un escape, comolos tanques de hidrógeno o los reactoresde control de propulsión, estaban

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cerrados. El módulo de mando cónicono poseía equipos de vapor, conexcepción de los pequeños propulsoresde posición, y éstos estaban cerradoscomo el resto de los aparatos de la nave.Y las probabilidades de que el LEMsufriera un escape inexplicable de gaseran tan pequeñas como las que regíanpara el módulo de mando. Prácticamentetodos sus sistemas estabandesconectados desde el encendidoPC+2, y los que seguían en marcha erancontrolados atentamente por losoficiales de Telmu y Control. Si sehubiera producido algún escape de gasanómalo de algún tanque o alguna

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conducción, ya lo habrían detectado.Tenían pocas opciones para corregir

el error de trayectoria. Si descubríanefectivamente algún escape, y silograban localizar el orificio, seríaposible hacer girar la nave para que elescape la desviara en sentido contrario.Ello aumentaría presumiblemente elángulo del Apolo 13 y colocándolo en elotro extremo del corredor. No obstante,no era fácil que descubrieran la fuentedel escape y si la misteriosa desviaciónno cesaba bruscamente, la únicaalternativa para los Fido, Guido y Retro,que, absolutamente desbordados detrabajo, no querían ni considerar

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siquiera, era volver a reactivar el LEM,realinear su rebelde plataforma deguiado y poner de nuevo en marcha elmotor de descenso.

—Si el ángulo de reentrada no seestabiliza solo, tendremos que provocarotro encendido —dijo Deiterich.

—Pues esperemos que se estabilice—contestó Reed.

Pero para que los Guido, Fido yRetro encendieran el motor de descensodel Aquarius, los números de la pantalladel oficial de Control, el encargado devigilar los sistemas no ambientales delLEM, habrían de cooperar. Y demomento no estaban cooperando. Como

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se temía Milt Windler antes delencendido PC+2, la presión del tanquede helio supercrítico, utilizado paraintroducir el combustible del motor porsu conducción, estaba empezando aaumentar.

El gas, a 233 grados bajo cero, seguardaba generalmente a una presión de5,62 kilogramos por centímetrocuadrado, pero el helio se expande muydeprisa, así que los tanques podíansoportar fuerzas mucho mayores. Sólocuando el contenido del tanque hirvieraa más de 126,54 kg/cm2, sus tabiques dedoble casco empezarían a gemir bajo latensión. En tal circunstancia, la válvula

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de aliviadero instalada en los conductosde gas reventaría y liberaría el gas alespacio.

Aunque ello aliviaría el incrementode presión, la nave se quedaría sinmedios para introducir el combustibleen la cámara de combustión, y por lotanto, sin la posibilidad de volver aencender el motor si había que usar esamaniobra. Y entonces, la únicaposibilidad de poner en marcha el motorde descenso dependería de que hubieraquedado suficiente combustible en losconductos después del encendidoanterior para soportar otro encendido.Pero nunca existía una absoluta

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seguridad sobre cuánto combustiblequedaría en los tubos de alivio depresión, y contar con él para futurosencendidos era muy aventurado.Mientras Deiterich y Reed discutíanconcienzudamente la posibilidad deponer el motor en marcha para realizarotro ajuste de medio curso, DickThorson, el oficial de Control, advirtióque el indicador del helio empezaba asubir.

—Control —le llamó GlennWatkins, el oficial de propulsión de lasala de apoyo.

—Adelante, Glenn —respondióThorson.

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—No sé si estás siguiendo los datos,pero el helio supercrítico estásubiendo…

—Sí, los estoy siguiendo —repusoThorson—. ¿Cuáles son tus cálculossobre la presión máxima?

—Aún no los tengo del todo, losestamos estudiando. Pero ahora mismoyo apuntaría 132 kilos.

—¿Y cuándo los alcanzaremos?—Tampoco estoy muy seguro…

Pero creemos que sería alrededor de lahora ciento cinco.

Thorson consultó el cronómetro detiempo transcurrido: estaban en la hora96 de la misión.

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—Apurad los esquemas paraaveriguar qué está pasando. Quierosaber cómo y cuándo se va a disparar laválvula de aliviadero y cómo va asuceder exactamente. No quierosorpresas.

Los astronautas, en la nave mediodesactivada y con el panel deinstrumentos funcionando bajo mínimos,no podían detectar la subida de presióndel tanque de helio que estaba a suspies, ni la desviación de la trayectoria,que les acercaba cada vez más alextremo del corredor de reentrada. A launa de la tarde del miércoles, Houston

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era bastante reacio a darles las malasnoticias.

No habían parado en las diez horasposteriores a la instalación de la caja dehidróxido de litio: vigilar la rotación decontrol térmico pasivo, discutir losprocedimientos de reactivación quehabrían de efectuar en la Odyssey dosdías más tarde y consultar con tierravarios métodos para recargar la bateríaagotada del módulo de mando con lascuatro baterías sanas del LEM. AunqueHaise había conseguido hilvanar variashoras seguidas de sueño antes del largoturno de trabajo, que había durado desdeantes del amanecer hasta pasado el

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mediodía, Lovell y Swigert no lo habíanhecho y, alrededor del mediodía, DekeSlayton y el médico espacial WillardHawkins habían ordenado que elcomandante y el piloto del módulo demando subieran a la Odyssey a probarsuerte. A primeras horas de la tarde delmiércoles, como en las primeras horasde esa mañana, los dos oficiales demayor graduación estaban durmiendo, yel Aquarius estaba de nuevo a cargo deFred Haise.

—Aquarius, aquí Houston —llamóVanee Brand, que acababa de relevar aJoe Kerwin del puesto de Capcom.

—Adelante, Houston.

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—Sólo quería deciros que en estemomento estáis navegando por el centrodel pasillo, a unos 6,5 grados —lecomunicó Brand animadamente. Luegohizo una pausa—. Pero hemos detectadouna leve desviación y si no lacorregimos, os vais a arrimar mucho alextremo.

—De acuerdo —repuso elcomandante en funciones—. ¿Y quévamos a hacer al respecto?

—Estamos pensando en realizar unencendido de medio curso a la horaciento cuatro. Muy breve, sólo a 2,31metros por segundo —dijo el Capcom.

—Bien, me parece correcto —dijo

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Haise.—La única complicación —añadió

Brand— es que también estamosvigilando la presión del tanque de heliosupercrítico, y esperamos que se dispareel aliviadero. No sabemos cuándoocurrirá exactamente… tal vez sobre lahora ciento cinco. Pero aunque seproduzca antes, hemos calculado quehay combustible de sobra en losconductos, así que tranquilos.

—Bueno, eso también me parecebien —contestó Haise.

El tono desapasionado de Haise porla radio no indicaba si estaba conformeo no. Un cambio en la trayectoria que

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requiriera poner el motor en marcha noera en absoluto «una leve desviación».Además, la idea de que hubiera otroescape incontrolado en uno de lostanques de gas del Apolo 13 desde lafase de descenso del querido módulolunar de Haise no podía sentarle nadabien al piloto del LEM.

Pero si Haise, en funciones de pilotoauxiliar, se preocupó por la situación,no estaba dispuesto a revelarlo. No lohubieran hecho Lovell, Conrad niArmstrong, ni ninguno de los astronautasque habían tripulado sus naves hastaallá, y él tampoco estaba dispuesto ahacerlo. Ellos asumían las situaciones

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que se les presentaban y se ponían atrabajar.

Haise flotó hasta el asientoizquierdo del LEM, cortó lacomunicación con tierra y después sedesplazó hasta el cofre del fondo de lacabina.

Entre los escasos efectos personalesque se habían llevado a bordo, había unradiocasete pequeño y unas cuantascintas elegidas por los astronautas.Nadie había pensado que les quedaríamucho tiempo para escuchar música decamino a la Luna, pero teman previstodisfrutarla a la vuelta, una vez hubierancargado sus rocas de Fra Mauro en la

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nave y hubieran desprendido el LEM. Enese momento, desde luego, el Aquariusseguía acoplado a la Odyssey y el cofrereservado para las rocas lunares estabavacío, pero el Apolo 13 se dirigíaindiscutiblemente a la Tierra y Haise ibaa escuchar música.

Mientras Vanee Brand seguía a laescucha en su puesto de Capcom, lo querompió el silencio desde el otro extremodel canal tierra-aire no fue una preguntaangustiada del comandante en funciones,sino los primeros acordes de The Age ofAquarius, una de las canciones quehabían solicitado los astronautas cuandoredactaron su lista. Todos los

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controladores de la sala que estaban a laescucha se miraron unos a otrossonriendo. Por lo visto Fred Haise no seponía nervioso así como así.

—Fred, ¿quieres una chica o algo?—le preguntó Brand.

—Huy, no sé cómo me las arreglaría—le contestó Haise riéndose.

—Bueno, pues ya que estás de tanbuen humor, déjame que eche un poco deleña al fuego —le dijo Brand—. Meacaban de pasar el último informe deconsumo y parece que sólo estáis usandoentre 11 y 12 amperios por hora. Sonalrededor de dos menos de lo quehabían calculado los Telmu, así que va

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todo sobre ruedas.—Recibido —contestó Haise

coreado por la música.—Y además, según nuestro

marcador de posición, estáis ahora a81.400 kilómetros de la Luna. El Fidome dice que ya habéis penetrado en elárea de influencia de la Tierra y vais aempezar a acelerar.

—Yo también pensaba que ya ibasiendo hora… —dijo Haise.

—Recibido.—Así que estamos de vuelta.—Sí —dijo el Capcom.Haise bajó un poco el volumen de la

cinta, dejó flotar el aparato a su espalda

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y se dirigió hacia su ventanilla. Si habíacruzado efectivamente la invisible líneagravitatoria entre la Tierra y la Luna,quería echar un último vistazo a susanchas. Con la popa del LEM apuntandoa la Luna y las ventanillas orientadas enla misma dirección, podría verla aplacer. Y con sus compañeros dormidos,el silencio de la cabina y la suavemúsica de fondo, habría un ambienteestupendo para despedirse delespectáculo. Pero de pronto el ambientecambió.

Justo cuando Haise se estabaacercando a la ventanilla de la derecha,

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se produjo un escalofriante estallido y lanave se sacudió. Haise tendió una mano,se agarró al mamparo y se quedó helado.El sonido fue esencialmente idéntico alde la explosión del lunes, aunqueindudablemente más suave; la sensacióntambién fue idéntica a la de aquel día,aunque indudablemente menos violenta.Sin embargo, su localización eracompletamente distinta. A menos queHaise se equivocara, y sabía que no, elproblema no procedía del módulo deservicio, al otro extremo del bloqueAquarius-Odyssey, sino de la fase dedescenso del LEM, a sus pies.

Haise tragó saliva. Debía de ser la

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válvula de alivio del helio; los de tierrale habían dicho que habría un escape yun momento más tarde oyó una explosióny la nave se estremeció, así que lo másprobable era que ambas cosas guardaranrelación.

Pero Haise, el hombre que entendíael LEM mejor que nadie, de algunamanera sabía que eso no era cierto. Losdiscos de explosión no hacían ese ruido,ni producían esas sacudidas; ascendióflotando hasta el ojo de buey y al mirarpor él se dio cuenta de que tampoco sevaciaban así. Como le había sucedido aJim Lovell hacía más de cuarenta horas,el piloto del LEM vio alarmado un

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escape de gas muy parecido pasando porsu ventanilla. Una nube blanca y espesade copos helados que no tenía nada quever con una fina emisión de helio salíadel motor de descenso del Aquarius.

—Vanee —dijo Haise por la radio—, acabo de oír una leve explosión, queha sonado como si procediera del motorde descenso y he visto otra lluvia decopos blancos procedente de esa zona.Me pregunto —añadió esperanzado—cómo está ahora la presión del heliosupercrítico.

Brand se quedó helado.—Recibido. Entiendo que has

notado un golpe y ves como un pequeño

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escape. Ahora mismo lo comprobamos.Su conversación tuvo efectos

electrizantes en Control de Misión.—¿Has oído eso? —preguntó Dick

Thorson desde la consola de Control aGlenn Watkins, su oficial de propulsiónde la sala de apoyo.

—Sí.—¿Cómo está el supercrítico?—Sin cambios, Dick —contestó

Watkins.—¿Ninguno? —insistió Thorson.—Ninguno. Sigue subiendo. De ahí

no ha sido.—Control, aquí Vuelo —llamó

Gerry Griffin desde el puesto de

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director de vuelo.—Adelante, Vuelo —repuso

Thorson.—¿Qué explicación tiene la

explosión?—No hay nada todavía, Vuelo.—Vuelo, aquí Capcom —llamó

Brand.—Adelante, Capcom —repuso

Griffin.—¿Alguien sabe de dónde procede

la explosión?—Todavía no —respondió Griffin.—¿Entonces no le puedo decir nada?

—preguntó Brand.—Dile que no ha sido el helio.

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Mientras Brand reanudaba lacomunicación tierra-aire y Griffinempezaba a sondear a sus controladorespor el circuito cerrado del director devuelo, Bob Heselmeyer, en el puesto deTelmu, empezó a repasar su pantalla.Datos del nivel de oxígeno, del nivel dehidróxido de litio, del de CO2 y deH2O… y entonces descubrió que losniveles de las baterías, las cuatrofuentes de energía de la fase dedescenso del Aquarius, apenassuministraban energía suficiente para lanave sobrecargada, que se agotaba.Gradualmente, el nivel de la bateríanúmero dos, igual que el fatídico tanque

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de oxígeno dos de la Odyssey, habíasobrepasado los límites mínimos yseguía cayendo.

Si los datos eran ciertos, había unpuente o un déficit en la batería delmódulo lunar, lo mismo que sucedió enel tanque del módulo de servicio ellunes por la noche. Y si se habíaproducido un déficit, la batería notardaría en agotarse, así como el tanque,restando una cuarta parte del suministroeléctrico que Houston y Grummanestaban racionando hasta la últimafracción de amperio. Era muyprecipitado sacar conclusiones de lascifras de la pantalla, incluso para que

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Heselmeyer se las pasara a Griffin. Y siHeselmeyer no se las daba a Griffin,éste no se las daría a Brand y éste, a suvez, no podría pasárselas a Haise.

De momento, ya estaba bien así.Mirando por la ventanilla la nube decopos que envolvía la base del LEM,Fred Haise tenía más que sobradasresponsabilidades de mando.

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D

Capítulo 11

Miércoles, 15 de abril, 13:30hora del Este

on Arabian estaba en el edificio 45cuando estalló la batería dos del

Aquarius. Aunque el despacho deArabian estaba a unos 400 metros deControl de Misión, metido en una deesas naves estilo blocao dondetrabajaba gente como Ed Smylie, elpropio Arabian no dejaba de estar en elmeollo de los acontecimientos. Él y sugrupo disponían de las mismas pantallas

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que los hombres de la sala de control,estaban conectados a los circuitostierra-aire, y recibían los mismos datosde la nave espacial. La única diferenciaera que mientras los controladores delas consolas de la sala de controlseguían sólo su pequeña parte delmódulo de mando o el LEM, Arabiandebía atender a todo, y cuando la bateríados del Aquarius se vació, sabía que notardaría en sonar su teléfono.

El personal del Centro Espacialllamaba a la zona del edificio 45 dondetrabajaba Don Arabian, Sala deEvaluación de Misión, o MER. Y alpropio Arabian le habían bautizado Don

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el Loco. Para los hombres quetrabajaban en la MER, el mote le veníacomo anillo al dedo. En una comunidadde científicos donde imperaba el acentotejano, con un ritmo arrastrado y laspreguntas se contestaban con unasentimiento de cabeza tanto como depalabra, Arabian era un tornado verbal.Y le encantaba hablar de sus sistemas.

Para Arabian y los cincuenta osesenta hombres que trabajaban en laSala de Evaluación de Misión, cadatuerca, bujía o pieza del equipoinformático de la nave podía definirseen términos de sistema. Un depósito decombustible era un sistema de energía;

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el LEM era un sistema de alunizaje; lamás mínima lucecita, con su filamento,su base y su bombillita de cristal, era unsistema de iluminación. Hasta losastronautas, cuya tarea era apretar losbotones que ponían en marcha el restodel equipo informático eran a su manera,sistemas.

En total, había 5,6 millones desistemas en el módulo de mando y en elLEM varios millones más. Cuando algose estropeaba, era Don Arabian quientenía que descubrir el motivo. Encualquier accidente, se había abusado dealguna pieza del equipo informático másallá de lo previsto y mientras los

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hombres de Control de Misióntrabajaban para arreglar el problema,Arabian tenía que descubrir el origendel mismo.

Cuando Fred Haise comunicó laexplosión de la fase de descenso y losdatos del LEM en la Sala de Evaluaciónde Misión registraron el fallo de labatería dos, Arabian se puso en marcha.Pocos minutos después sonó el teléfonode su consola.

—Evaluación de Misión —respondió Arabian.

—¿Don? Soy Jim McDivitt. —Arabian esperaba la llamada deMcDivitt.

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El comandante del Gemmi 4 y delApolo 9, actual director del ProgramaApolo debía estar siguiendo el vuelodesde la última fila de consolas deControl de Misión. Si pasaba algo en elAquarius o en la Odyssey, McDivitt erael primero que acosaba a Arabian apreguntas.

—Veo que tenéis problemas —ledijo Arabian.

—¿Estás controlando la batería dos?—le preguntó McDivitt.

—Estoy rastreando.—¿Qué opinas?—Creo que tenemos un problema.

—Se produjo un silencio de

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preocupación al otro extremo del hilo—.Jim… —le preguntó Arabian de broma—, ¿has almorzado ya?

—¿Yo…? Pues no.—Bueno, pues ¿por qué no vienes y

comemos juntos? Encargaré una pizza ylo rumiaremos.

La indiferencia de Arabian no eratanto fruto de la arrogancia como de suseguridad. En el escaso tiempo quellevaba investigando el problema delAquarius, estaba razonablemente segurode que había descubierto su origen.

Cada una de las cuatro baterías delLEM consistía en una serie de placas deplata-cinc sumergidas en una solución

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electrolítica. Las placas reaccionaban enel fluido produciendo electricidad, perotambién liberaban hidrógeno y oxígeno.Generalmente, los dos gases segeneraban en cantidades tan pequeñasque apenas podían detectarse, pero enocasiones, una batería producía unexceso de vapores, que se concentrabanen un recoveco de la tapa de la batería.

Arabian siempre había sido un pocoquisquilloso con ese recoveco: eloxígeno y el hidrógeno combinados enun espacio tan reducido acaban haciendoaumentar la presión; y cuando la presiónaumenta basta una chispa para provocaruna pequeña explosión. El interior de

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una batería, por supuesto, es un sitioestupendo para que se produzcanchispas, y cuando Haise informó de suestallido y sus copos, Arabian pensó quela pequeña bomba al acecho, situada entodas las baterías de todos los LEM quehabían volado, había estallado por fin.

No obstante, el diagnóstico no eraabsolutamente negativo. Después decomentarlo con un representante de laempresa Eagle-Picher, fabricante de lasbaterías, Arabian concluyó que losdaños del LEM no eran irreparables. Laexplosión había sido pequeña,evidentemente, puesto que la batería dosseguía funcionando. Y más importante

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que el hecho de que la batería estuvierarealmente dañada era que el resto delsistema eléctrico parecía estarcompensándolo.

La red eléctrica del LEM estabaconcebida de modo que, si una de lascuatro baterías de la nave no podíarealizar su función a pleno rendimiento,las otras tres se harían cargo de unaparte. Cuando Arabian y el técnico de lacompañía estudiaron los números,vieron que las baterías uno, tres y cuatroya habían incrementado su produccióneléctrica, permitiendo que la bateríanúmero dos se estabilizara.

Arabian sabía que habría que

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rediseñar el sistema en vuelosposteriores puesto que no se podíapermitir que los futuros LEM volarancon granadas en miniatura en su seno.Aunque de momento, las baterías delApolo 13 parecían estables. Arabian, eltécnico de Eagle-Picher y un ingenieroeléctrico de la MER se dirigieron a lasala de juntas del edificio 45. A lospocos minutos llegó Jim McDivitt,acompañado por dos representantes deGrumman, el fabricante del LEM. Y lapizza de Arabian no tardó en aparecertambién.

—Amigos —dijo el director de laMER cogiendo una porción de pizza y

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empujando la caja por encima de lamesa hacia McDivitt—, hemos estadorepasando los números y os comunicoque la cuestión no es grave. —Se volvióhacia el ingeniero de Eagle-Picher—:¿estás de acuerdo?

—Sí.—¿Entonces la batería aguantará? —

preguntó McDivitt.—Debería hacerlo —respondió

Arabian.—¿Y podrán terminar el viaje con la

energía que tienen?—Deberían hacerlo —repitió

Arabian—. Estábamos gastando menosamperios de lo que pensábamos, así que

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seguiremos dentro del margen de error.—¿Entonces no ha habido una

explosión? —preguntó el hombre deGrumman.

—Oh, sí —dijo Arabian.—Pero en realidad… no ha

estallado nada —rectificó el hombre deGrumman.

—Claro que sí —dijo Arabian conla boca llena—. Ha estallado la batería.

—Pero ¿tenemos que emplear esetérmino si la batería sigue funcionando?La gente se pone frenética cuando lesdices que algo ha estallado.

—¿Y qué término sugieres tú?El hombre de Grumman guardó

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silencio.—Mira —dijo Arabian tras una

pausa—, tú y yo sabemos que esto no esproblema. Pero si la batería revienta, yopienso decirlo. Y si un tanque revienta,pienso decirlo. Y si la tripulaciónrevienta, pienso decirlo. Amigos,estamos hablando de sistemas y si nosomos honestos con nosotros mismoscuando las cosas salen mal nuncaseremos capaces de arreglar nada.

Arabian se terminó su porción depizza, cogió otra y miró su relojostentosamente. Había otros siete u ochomillones de sistemas en el Apolo 13pendientes de su atención y él no podía

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permitirse perder mucho tiempo más enun almuerzo de trabajo.

Jim Lovell se quedó muysorprendido al ver lo que le habíapasado a su LEM mientras dormía. Eranpoco más de las diez de la mañana delmiércoles cuando se metió flotando porel túnel de la Odyssey para iniciar suturno de sueño y hasta cerca de las tresde la tarde no volvió a aparecer. Esascuatro horas y media de sueño eran conmucho el descanso más largo que habíatenido desde el accidente, y a sólocuarenta y ocho horas del amerizaje, nopodía haber elegido mejor momento

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para dormir.Como en las demás ocasiones de esa

misión, Lovell se despertó mucho antesde la hora prevista. Se levantó de suhelado asiento del gélido módulo demando, echó un vistazo a su alrededorcon los ojos enrojecidos y se coló por lazona de almacenamiento hacia el túnel.Pero antes de bajar al LEM se detuvo areflexionar un momento. De vez encuando, Lovell había estado acariciandola idea de romper una de las reglas deoro de toda misión espacial, y en esemomento, de forma casi impulsiva,decidió hacerlo. Se desabrochó los doso tres primeros botones de su traje

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espacial, metió la mano por dentro delmono térmico hasta alcanzar lossensores biomédicos que llevabapegados al pecho desde el sábado, antesdel lanzamiento, y se los fue arrancando.

Lovell tenía muchas razones paraquitarse los electrodos. En primer lugar,le picaban. El adhesivo que usaban erasupuestamente hipoalérgico, pero alcabo de cuatro días, incluso pegamentostan suaves como aquél se volvíanmolestos. Además, así ahorraría energía.El sistema de control médico queenviaba los signos vitales de losastronautas a tierra se alimentaba de lasmismas cuatro baterías que mantenían

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todos los aparatos del LEM, y aunquelos electrodos consumían muy poco,requerían unos cuantos amperios.

Finalmente, estaba la cuestión de laintimidad. Como todo piloto de pruebas,Jim Lovell siempre se había jactado desu habilidad para ocultar sus emocionesal hablar, ya estuviera sobrevolando elMar del Japón en un Banshee a oscuraso dando la vuelta por la cara oculta dela Luna en un LEM. Pero mientras elsistema nervioso voluntario responde alos dictados de la voluntad, el sistemainvoluntario no, y nadie puede controlarla aceleración de la respiración y loslatidos del corazón que hasta el piloto

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más imperturbable experimenta en unaemergencia. Lovell no sabía cuánto se lehabía acelerado el pulso después de laexplosión que abortó su misión el lunespor la noche, pero le molestaba muchoque lo supieran todos, desde el médicoespacial, pasando por el Fido, hasta losenviados especiales de los medios decomunicación. Ante la eventualidad desufrir otra crisis en los próximos dosdías, no veía razón alguna para que suritmo cardíaco fuera publicado al mundoentero, así que acabó de quitarse loselectrodos, se los metió en el bolsillo yse dirigió al LEM.

—Buenos días —le saludó Haise

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cuando Lovell sacó la cabeza por eltúnel—. Parece que al final hasconseguido dormir un poco…

Lovell consultó su reloj.—Caray, eso parece…—¿Viene ya Jack? —le preguntó

Haise.—No. —Lovell bajó flotando a la

cabina—. Sigue como un tronco. ¿Cómovan las cosas por aquí?

—Bien. Han decidido hacer unencendido de medio curso esta noche,probablemente alrededor de la horaciento cinco. Nos estábamos desviandodemasiado.

—Ajá… —contestó Lovell.

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—Y será antes de que se dispare laválvula de helio —añadió Haise.

—Sí… tiene sentido.—Además… parece que ha pasado

algo en la fase de descenso.—¿Algo…?—Un estallido. Y un escape. El

comandante miró al piloto del LEM unmomento, cogió sus auriculares y pulsóel botón del micrófono.

—Houston, aquí Aquarius —llamóLovell.

—Recibido, Jim —respondió VanceBrand—. Buenos días.

—Oye, Vanee, ¿qué es ese escape dela fase de descenso? ¿Ya se ha parado?

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Brand, que todavía no tenía elinforme de Arabian y McDivitt, sesobresaltó.

—Fred nos lo comunicó. ¿Todavíalo veis? Lovell se volvió hacia Haisecon mirada inquisitiva. Haise meneó lacabeza.

—No. Fred no ha visto nada más —repuso Lovell.

—De acuerdo —dijo Brand sin más.Lovell esperó a que el Capcom añadieraalgo, pero Brand no dijo nada. Lovellsabía que ese silencio estaba preñado designificado para el código abreviado delas comunicaciones tierra-aire. Brandtodavía no sabía a qué se debía la

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explosión y seguramente prefería que elcomandante no insistiera. Una cosa eraque la omnipresente prensa oyera alCapcom explicar un problema a latripulación y otra muy distinta que elcomandante pidiera una explicación y elCapcom no la tuviera. Lovell esperó unmomento y después pasó a otros temas.

—Tengo entendido que la válvula dealivio del helio puede dispararse entorno a la hora ciento cinco.

—Entre la ciento seis y la cientosiete —respondió Brand.

—Y antes habrá que hacer unacorrección de medio curso, ¿no es eso?

—Eso es —contestó Brand—. Con

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eso no sólo garantizaremos la presióndel combustible, sino que lospropulsores estarán alimentados por elencendido cuando se alivie el helio. Deese modo, si el escape os desvía unpoco, podréis recobrar el control.

—Recibido. Recobrar el control —repitió Lovell.

Cortó la comunicación, se pellizcólos labios y decidió que no le gustaba nipizca lo que estaba oyendo. Tal vez esosnuevos problemas hubieran surgidodurante el turno de Haise, pero habríande resolverse en el de Lovell. Sintió queapretaba las mandíbulas en uninesperado reflejo de tensión. De

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repente le llegó la voz de Brand.—Y sólo una cosa más por el

momento, Jim… ¿Quieres darle alinterruptor de tu equipo médico? Nosllega señal pero sin datos.

Lovell guardó silencio. Brandtambién. Transcurrieron tres segundos;el hombre de tierra, sentadoimpasiblemente a su consola, esperó larespuesta del hombre del espacio.

—Sabes, Houston —dijo elcomandante al fin—, no lo llevo puesto.

Lovell se quedó a la escucha,preparándose para la probablereprimenda, sin embargo, sólo oyósilencio durante unos segundos.

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Finalmente Brand, que también eraastronauta, había echado los dientesprobando aviones de combate y que,también como Lovell, podríaencontrarse un día en el espacio en unanave averiada, abrió la comunicación.

—De acuerdo —respondió elCapcom escuetamente.

Lovell sonrió. Cuando acabaraaquello, tenía que invitar a Brand a unacerveza.

—¡Marilyn! —gritó Betty Benwaredesde el dormitorio principal de losLovell, en la casa de Timber Cove. Noobtuvo respuesta—. ¡Marilyn! —repitió.

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Y siguió sin obtener respuesta.Que Betty supiera, Marilyn estaba en

el cuarto de estar, sólo a unos metros deldormitorio, donde se hallaba Betty conel teléfono en la mano.

Era una llamada urgente, estabasegura, pero si su amiga la había oído,no dio muestras de ello.

Betty consultó su reloj y comprendióinmediatamente el motivo. Eran pocomás de las seis y media y a esa horaempezaba el telediario de la tarde.Como siempre que Jim estaba en elespacio, Marilyn veneraba ese momento.Durante esa media hora se sentaba frenteal televisor, sintonizaba la CBS y se

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sumía en las informaciones de WalterCronkite sobre los progresos de sumarido en la misión.

Para las esposas de los astronautasque querían estar informadas de lasituación de la nave y de los astronautasque la dirigían, el hombre clave solíaser Jules Bergman. El periodista de laABC acostumbraba ofrecer a suaudiencia la verdad más cruda y menosedulcorada, les gustara o no. No siempreresultaba fácil aceptar lo que Bergmantenía que decir, pero la ventaja era quedespués de oír sus comentarios, unosabía que había oído lo peor. Si él noestaba preocupado por la situación de la

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misión en un momento dado, eltelespectador podía estar completamenteseguro de que no había motivos depreocupación. El inconveniente era queun poco de Jules Bergman erademasiado. Tras seguir sus reportajesfrancamente brutales un día o dos, losfamiliares de los astronautas acababandeprimidos. Cuando sucedía eso, era elmomento de pasarse a Walter Cronkite.

Las informaciones de Cronkite noeran menos fiables que las de Bergman,ni menos honestas; pero, en conjunto,eran más fáciles de digerir.

Las noticias que daba WalterCronkite parecían encajarse mejor. Así

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que, al término de la jornada, MarilynLovell y la mayoría de las esposas deastronautas se creían en la obligación deconectar con el paternalista presentador.Y esa noche no era diferente: mientrasBetty Benware esperaba en eldormitorio con el teléfono en la mano,preguntándose si se atrevería a decirle asu interlocutor que esperara, Marilynestaba sentada en el borde del sofá,inclinada hacia delante, desconectadadel resto del mundo.

«Buenas noches —empezó Cronkite,sentado a su mesa, delante de una fotode la tierra y la Luna—. La nave Apolo13 se ha desviado un poco de su

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trayectoria hacia la Tierra. En estemomento ha recorrido una cuarta partede la distancia total, pero su rumboactual no es el adecuado. De seguir así,no lograría reentrar en la atmósfera y losastronautas perecerían. Por eso se haprevisto un encendido crítico paracorregir la trayectoria a las veintitrés ycuarenta y tres, hora del Este, de estanoche.

»Esta tarde, el jefe de prensa de laCasa Blanca, Ron Ziegler, ha dicho queno necesitará la ayuda de otras nacionespara el rescate de la tripulación delApolo 13, aunque apreciamos losofrecimientos, ha dicho. Sin embargo, la

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Unión Soviética ha enviado seis buquesde guerra hacia el lugar del amerizaje enel Pacífico y el Reino Unido otros seishacia la zona alternativa, en el océanoÍndico. Francia, los Países Bajos, Italia,España, Alemania Occidental,Sudáfrica, Brasil y Uruguay han puestosus armadas en estado de alerta. Elpresidente Nixon tenía previsto ofrecerun comunicado a la nación sobre laguerra de Vietnam mañana por la noche,en una especie de contraataque derelaciones públicas a lasmanifestaciones antibélicas que seproducen en todo el país. Pero estamañana el presidente ha pospuesto la

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conferencia hasta la semana próxima,arguyendo que no quiere hacer nada queempañe la preocupación que existe porlos astronautas. Nuestro corresponsal enla Casa Blanca, Dan Rather,complementa esta información».

Marilyn Lovell no llegó a oír lo queDan Rather tuviera que decir porquejusto cuando el periodista apareció en lapantalla de su televisor, Betty Benwareentraba por la puerta del cuarto de estar.

—¡Marilyn! ¿No me has oído…? —le dijo Betty en un susurro apremiante.

—¿Qué…? Pues no, estaba viendoel telediario —dijo Marilyn distraída.

—Pues déjalo. Te llama por teléfono

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el presidente Nixon.—¿Quién?Marilyn se levantó de un brinco y

salió corriendo hacia el dormitorio. Lahalagaba que la llamara el presidente,pero, aun en esas circunstancias, sesorprendió. Aunque en Houston nadieponía en tela de juicio el auténticointerés de Nixon por la suerte de losastronautas del Apolo 13, nadiealbergaba la ilusión de que el viajeespacial fuera una de sus prioridadescotidianas.

Fue John Kennedy, no precisamenteun favorito de Nixon, quien se

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comprometió a llegar a la Luna antes delfinal de la década de los años sesenta, yfue Lyndon Johnson quien llevó adelanteel programa obstinadamente. Aunque elhistórico alunizaje del Apolo 11 en juliodel año anterior se había producidodurante la presidencia de Nixon, eltitular de la Casa Blanca pensaba que elpúblico no le otorgaba el mérito de esahazaña, concediéndoselo en cambio alpresidente saliente Johnson o alsacrificado Kennedy. Y en ese momento,mientras el Apolo 13 regresaba a laTierra, Marilyn Lovell no tenía razonespara creer que el presidente tuvieratiempo ni ganas para preocuparse más

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por esa crisis que por las otras que leacosaban durante su primer año demandato.

De hecho, Nixon estaba sumamentepreocupado. Desde el éxito con el quese desarrolló la misión orbital lunar delApolo 8, justo un mes antes de queentrara en funciones, Nixon había idotomando una creciente fascinación porlos viajes espaciales y una especialadmiración por la tripulación de esaprimera circunvalación lunar. A suregreso de la Luna, Frank Borman, JimLovell y Bill Anders fueron invitados aasistir a la jura del presidente y mástarde a cenar con él en la Casa Blanca,

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pero no en uno de los comedoresoficiales de la planta baja, sino en elcomedor familiar de la planta superior.Marilyn recordaba que se quedóencantada durante la visita a la casa queles ofreció el presidente, cuando éste, envarias ocasiones, abría la puerta de unahabitación cuya existencia desconocía yse quedaba mudo, señalándosela con unasonrisa radiante y encogiéndose dehombros, como invitándoles a adivinarsu función.

Aunque Nixon debía de saber quelos astronautas del Apolo 8 apreciabanmucho las atenciones que se tomó elpresidente, como todos los poderosos,

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sentía que el mejor cumplido que podíahacer a alguien a quien admiraba eraponerlo a trabajar para él. Después delApolo 8, Jim Lovell afirmó que queríaseguir en el programa espacial al menoshasta tener la oportunidad de alunizar yNixon no dudó de su decisión. FrankBorman y Bill Anders, no obstanteabandonaron la agencia espacial pocodespués de regresar de la Luna, y elpresidente no perdió ripio.

Borman, poco aficionado a lapolítica, declinó una oferta para sumarseal personal de la Casa Blanca en unpuesto político mal especificado.

Anders no fue tan puntilloso: aceptó

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el cargo de secretario ejecutivo delConsejo Nacional de Aeronáutica yEspacio, un cuerpo consultivotradicionalmente dirigido por elvicepresidente, en aquel caso, SpiroAgnew.

El sábado anterior, cuando elantiguo compañero de Anders en elApolo 8 se embarcó en el Apolo 13, elsecretario ejecutivo debía acompañar alvicepresidente a Florida para presenciarel lanzamiento. Cuando la tripulación sehallaba en camino hacia la Luna, Agnewse fue a Iowa a atender un acto público,dejando a Anders libre. El lunes todoaquello cambió. Cuando el Apolo 13

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empezó con sus explosiones y escapes,Agnew y Nixon expresaron su deseo deser informados de los acontecimientos yla responsabilidad recayó en el ConsejoNacional de Aeronáutica y Espacio.

Pero no fue Anders quien fueenviado a Washington inmediatamente,sino su ayudante Chuck Friedlander,quien recibió instrucciones para dejarFlorida rápidamente y suministrar partescada media hora en las habitacionesprivadas de la Casa Blanca. Friedlanderllegó al aeropuerto a primera hora de lamañana, pero no encontró un solo taxi.Así que se montó en un autobús urbanode la terminal, mostró al conductor sus

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credenciales, le explicó brevementepara qué estaba allí y le preguntó si elautobús pasaría cerca del 1600 de laavenida Pennsylvania. El chóferrespondió mejor de lo que Friedlanderesperaba: abandonó su ruta y llevó a supasajero, y a todos los demás,directamente hasta la puerta de la CasaBlanca. A los pocos minutos,Friedlander estaba dentro dando suprimer comunicado. Al día siguientellegó Anders, que fue convocado, conFriedlander; al despacho oval, paraconversar personalmente con elpresidente. Cuando los dos hombres sepresentaron, Nixon sólo tenía una

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pregunta:—Bill, quiero saber cuáles son las

probabilidades de regreso de latripulación.

—¿Las probabilidades, señorpresidente? —repitió Anders.

—Sí, la probabilidad estadística.—Bien, señor, si tuviera que dar una

cifra, yo diría que sesenta contracuarenta.

El presidente soltó un resoplidodesaprobador.

—He hablado con Frank Borman yél dice que sesenta y cinco contra treintay cinco.

Anders y Friedlander se miraron.

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—Bien, señor presidente, supongoque Frank estará mejor enterado —dijoAnders, acomodaticio.

Los dos se pasaron la mayor partedel martes y el miércoles en undespacho pequeño contiguo al de Nixon,viendo las emisiones televisivas sobrela misión con el veterano del Apolo 11,Mike Collins, redactando comunicadoscon uno de los redactores de losdiscursos presidenciales y preparándosepara ofrecer al presidente nuevoscálculos de probabilidades si se lospedía. A últimas horas del miércoles,Nixon parecía satisfecho con losporcentajes, que favorecían a los

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astronautas del Apolo 13. Así quedecidió que había llegado el momentode llamar por teléfono a sus respectivasfamilias para ofrecerles unas palabrasde consuelo. Empezó por la esposa delcomandante, cuyas hazañas tantorespetaba desde 1968.

—¿Señora Lovell? —preguntó lavoz del telefonista de la Casa Blanca.

—Sí… —Marilyn estaba casi sinaliento por su rápida carrera hasta eldormitorio principal.

—No se retire por favor, le paso alpresidente.

Marilyn esperó unos segundos yluego el chasquido del teléfono al

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descolgar rompió el silencio.—¿Marilyn? —dijo una voz familiar

y grave—. Soy el presidente.—Hola, señor presidente, ¿cómo

está usted?—Yo muy bien, Marilyn, pero lo

principal es cómo está usted.—Bien, señor presidente…

aguantando lo mejor posible.—¿Y cómo están… Barbara, Jay,

Susan y Jeffrey?—Pues todo lo bien que cabría

esperar, señor presidente. No estoy muysegura de que Jeffrey entienda lo queestá pasando, pero los otros tres lo estánsiguiendo todo por televisión.

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—Bueno, sólo quería decirle,Marilyn, que su presidente y la naciónentera están muy preocupados y siguenatentamente la situación de su marido.Se está haciendo todo lo posible paraque vuelvan a casa. Bill Anders, unviejo amigo suyo, me tiene al corrientede todo.

—Ah, me alegro, señor presidente.Por favor, dele recuerdos de mi parte.

—Desde luego, Marilyn. Y miesposa me ha pedido que le diga quereza por usted. Aguante firme un par dedías más y tal vez tengamos ocasión decenar juntos otra vez en la Casa Blanca.

—Lo celebraría mucho, señor

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presidente —le contestó Marilyn.—Bien, entonces hasta pronto —se

despidió el presidente, dando porconcluida la llamada.

Marilyn colgó, algo aturdida, sonrióa Betty y regresó al cuarto de estar.Agradecía la llamada, pero estabadeseando volver a la televisión.

Tal vez Richard Nixon tuvierabuenos deseos, pero Walter Cronkitetenía noticias terribles. Cuando recobrósu sitio ante el televisor, la CBS seguíatratando el tema del Apolo 13, con unanueva cara en pantalla: el corresponsalen Houston, David Schumacher.

«A 330.000 kilómetros de la Tierra,

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durante la última hora el Apolo 13 no hatenido el menor problema. Ahoramismo, los astronautas estándescansando, antes de la corrección derumbo que deberán realizar parapermanecer en el corredor de reentrada.El encendido se hará esta noche, a las23 horas y cuarenta y tres minutos. Enrealidad, dispondrían de todo el día demañana para ello, pero será muchomejor que se acuesten esta nochesabiendo que están siguiendo latrayectoria adecuada. Y sólo pormotivos históricos, quería señalar quesegún los planes originales, el Aquariusdebería de haber alunizado, con Lovell y

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Haise a bordo, hace nueve minutos. Contantas emociones, también se nos habíaolvidado que hoy era el día en que debíade habérsele declarado la rubéola a KenMattingly, pero no ha sido así».

Marilyn se inclinó, bajó el volumeny desvió la vista de la pantalla. Trashaber visto docenas de informativoscomo aquél, durante los cuatro viajesespaciales de su marido, nunca habíatenido demasiado claro de dóndesacaban las emisoras las informacionesque iban a retransmitir.

Pero con la llamada telefónica delpresidente y las de las televisiones a supuerta, el estado de salud de Ken

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Mattingly y los planes originales devuelo del Apolo 13 le parecieronintrascendentes.

Los astronautas no tenían tiempopara recibir llamadas de cortesía delpresidente. Cuando terminó el telediariode la tarde y cayó la noche en Houston,Lovell, Swigert y Haise tenían en mentemuchas otras cosas además de lainminente corrección de medio curso.Control de Misión acababa de decidirque debían reactivar el módulo demando que estaba inerte desde el lunespor la noche.

Desde que los astronautas

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abandonaron la nave y se instalaron enel Aquarius, hacía cuarenta y ochohoras, la Odyssey se hallaba en unascondiciones de frío y humedadconstantes. Por muy malo que fueraaquello para la tripulación,relativamente aislada en la cabina, eramucho peor para los aparatoselectrónicos, que estaban instalados casijusto por debajo del cascarón de lanave. Con unas temperaturas exterioresde unos 138 grados bajo cero, ni lamejor rotación de control térmicopasivo era suficiente para mantener enbuen estado las entrañas eléctricas de lanave. Para no depender únicamente de la

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rotación PTC, el equipo informático mássensible también estaba dotado determorreguladores que se encendíancuando la nave rotaba, dejándolos en lasombra, y se apagaban cuando volvía adar el sol por ese lado. Pero con laOdyssey desactivada, lostermorreguladores no podían funcionar,y por lo tanto su protección no seactivaba.

De los millones de sistemas queconfiguraban el módulo de mando, habíamuy pocos que fueran más sensibles alfrío, ni más imprescindibles para lareentrada que los reactores de control deposición y La plataforma de guiado. Los

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reactores del módulo de mando, asícomo los del LEM, funcionaban con uncombustible líquido que se evaporaba alentrar en contacto con el aire. Y comotodo líquido expuesto al frío durantetanto tiempo, aquél podía congelarse oespesarse demasiado, haciendoimposible su paso por los conductos dealimentación de los propulsores.

La plataforma de guiado era tansensible al frío, si no más. Si latemperatura del mecanismo descendíademasiado, el lubricante de sus tresgiroscopios se tornaría viscoso,trabando la plataforma, que perderíaprecisión. Al mismo tiempo, los

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componentes de berilio finamentetorneado empezarían a contraerse,desequilibrando todavía más elinstrumento cuidadosamente calibrado.El miércoles por la noche, cuandotodavía le quedaban al módulo demando cuarenta horas de viaje por elvacío helado del espacio, Gary Coen, eloficial de dirección, navegación ycontrol, o GNC del Equipo Dorado,decidió averiguar cuánto frío podríansoportar sus sistemas. La primerapersona con la que habló fue el técnicoenviado por el fabricante de laplataforma de guiado.

—Necesito que me haga un favor —

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dijo Coen al ingeniero cuando loencontró en la sala de apoyo del GNC,por donde campaban todos losrepresentantes de la compañía—.Quiero que consulte sus datos defabricación y averigüe qué experienciatienen sobre la puesta en marcha de unaunidad inerte completamente fría paraque esté plenamente operativa.

—¿Completamente fría? —preguntóel técnico.

—Completamente. Sintermorregulación —respondió Coen.

—Es muy sencillo. No tenemosninguna experiencia al respecto.

—¿Ninguna?

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—Ninguna. ¿Para qué? Si sepresupone que la unidad se mantiene auna temperatura adecuada… Sabemosperfectamente que sin termorregulación,el sistema no funcionará.

—¿Entonces no tiene datos sobreeste particular? —le preguntó Coen.

—Bueno… —prosiguió el ingenierodespués de una pausa—. Uno de lostécnicos de Boston se llevó unaplataforma de guiado a su casa una tardey se la dejó accidentalmente toda lanoche en la furgoneta. La temperaturadescendió hasta un grado bajo cero, máso menos, pero al día siguiente la puso enmarcha sin el menor problema.

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Coen se lo quedó mirando.—¿Eso es todo?—Pues sí… lo siento —le contestó

el otro encogiéndose de hombros.Con semejante escasez de datos,

todos los GNC, Fido, Guido y Eecomsabían que sólo había una respuesta.Cierto tiempo antes de la reentrada,habría que encender los sensorescaloríficos y la telemetría del módulo demando durante un rato para que loscontroladores comprobaran el estado delos aparatos. Si descubrían que lossistemas estaban demasiado fríos,tendrían que pensar en cómo utilizar lostermorreguladores.

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El mero hecho de reactivar elmódulo de mando, aunque sólo fuera eltiempo suficiente para tomarle latemperatura a la nave, consumiría unaenergía valiosísima para las baterías dereentrada, pero como disponían delLEM para recargarlas, podíanpermitirse gastar un amperio o dos. Alas siete de la tarde del miércolescomunicaron a Jack Swigert que debíaresucitar momentáneamente la Odyssey.

—Aquarius aquí Houston —llamóVanee Brand desde su consola deCapcom.

—Adelante, Houston —respondióLovell.

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—Mientras nos preparamos para elencendido de medio curso, queremosque copiéis el procedimiento parareactivar el módulo de mando y poner enmarcha los instrumentos, pues hay quecomprobar la telemetría.

—¿Dices que hay que reactivar elmódulo de mando?

—Afirmativo —repuso Brand.Lovell cortó la comunicación con

tierra y miró por encima del hombro aSwigert, que estaba revolviendo entrelos paquetes de comida y haciendoinventario de las provisiones, y quelevantó la cabeza, sorprendido.

—¿Te has enterado? —le preguntó

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el comandante.—Claro —le contestó Swigert—.

Pero me imagino que es un error.—No me lo explico —le dijo

Lovell. Después reanudó lacomunicación—: De acuerdo, Houston.Jack va a coger papel y lápiz para anotartodos esos procedimientos.

Swigert cogió un cuaderno de planesde vuelo, se sacó el bolígrafo delbolsillo del mono y se puso almicrófono.

—Vanee, soy el tercer oficial delLEM, listo para copiar.

—Bien, Jack, es un procedimientolargo. Probablemente necesitarás dos o

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tres páginas.Swigert usó el dorso en blanco de

las páginas del cuaderno de planes devuelo. Mientras Vanee le iba dictando,Swigert anotaba furiosamente, y los dosadvirtieron que evidentemente, tardaríanun buen rato en acabar. Había que poneren marcha baterías, conectar enlaces,accionar interruptores, activar sensores,mover antenas, encender aparatos detelemetría… Y además, a diferencia decualquier otro proceso de reactivaciónque hubiera acometido Swigertanteriormente, aquél era completamenteimprovisado y parcial, y Swigert nuncalo hubiera soñado ni siquiera intentarlo.

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No obstante, media hora después deempezar a escribir, Swigert terminó, sequitó los auriculares y se coló por eltúnel hacia la Odyssey para poner enpráctica lo que Brand le había dictado.

En el Aquarius Lovell y Haise notenían noción de lo que iba haciendoSwigert, aparte de oír de vez en cuandolos chasquidos de los interruptores. Peroen tierra era otra cosa. A las siete de latarde del miércoles estaba de servicio elEquipo Dorado, con Buck Willoughbyen la consola del GNC, Chuck Deiterichen la del Retro, Dave Reed en la delFido y Sy Liebergot, que habíacambiado de equipo puesto que John

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Aaron estaba en el Equipo Tigre, en ladel Eecom. La pantalla de Liebergot,que llevaba las últimas cuarenta y ochohoras mostrando ceros, inició un bailede píxeles. A los pocos segundos elparpadeo se convirtió en números y losnúmeros en datos claros y coherentes.

—¿Estás recibiendo datos? —preguntó Liebergot a Dick Brown, de lasala de apoyo del Eecom.

—Afirmativo.—Tienen buena pinta —dijo

Liebergot.—Muy buena —coincidió Brown.En las demás pantallas de la sala

fueron apareciendo lecturas similares

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relativas a los propulsores, losconductos de combustible y el equipoinformático de guiado. Loscontroladores, que ya se habíanacostumbrado a dar por supuesta laausencia de la Odyssey de la misión, sequedaron tan hipnotizados como elEecom. Por su parte, Swigert, que eraquien había llevado a la práctica lamagia de la resurrección de la nave,terminó su tarea, se coló por el túnelhasta el LEM y se puso los auriculares.

—Muy bien, Vanee —llamó porradio—, he concluido el procedimiento.¿Cómo van las lecturas?

—Bien. Nos llegan todos los datos,

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Jack —le contestó Brand.—¿Cómo va la telemetría en la vieja

Odyssey?Brand repasó las lecturas de su

pantalla y escuchó los comunicados delos demás controladores a través elcircuito cerrado del director de vuelo.

—Pues no tiene mala cara —lecontestó al cabo de un momento—. Todolo contrario. Habéis subido de 29 a 6grados bajo cero, según el ángulo delSol, así que no hay exudación.

—Recibido. Gracias —dijoSwigert.

—Ahora debes volver allá, repetirel procedimiento en sentido inverso y

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apagarla otra vez.—Recibido —contestó Swigert—,

voy para allá —y se quitó losauriculares.

Mientras Jack Swigert desaparecíaotra vez por el túnel, Jim Lovellretrocedió flotando hasta el mamparo yse apoyó en él. Era un alivio, aunqueleve, enterarse de cómo estaba sumódulo de mando… Los datos sobre lamoderación de la temperatura de la naveeran muy alentadores, indiscutiblemente,pero 6 grados bajo cero seguían siendo6 grados por debajo de la temperaturade congelación, y aquello distaba muchode ser óptimo para un equipo tan

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sensible a las bajas temperaturas.Además, aunque el módulo de mandoestuviera temporalmente sano, el LEMevidentemente, no lo estaba.

Poco después de empezar lareactivación de la Odyssey, Brand leshabía comunicado por fin que lapequeña explosión y los cristales de lafase de descenso procedían de la bateríanúmero dos, pero por más que elCapcom se apresurara a pasarles eldiagnóstico de Don Arabian sobre laescasa importancia del problema, elcomandante se sentía inquieto. Labatería enferma seguía disparando una

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luz de alarma en el panel deinstrumentos, y el hecho de que losingenieros no hubieran logrado predecirla explosión de la batería hacíasospechar de su pronóstico sobre sufuturo funcionamiento. Pero todavía lepreocupaba más el inminente encendidode medio curso. Aunque la batería delLEM lograra seguir produciendoenergía, y el módulo de mandoconservara la temperatura mínima parafuncionar cuando llegara el momento,todo aquello sería inútil si la nave novolvía al centro del corredor dereentrada cuanto antes. Lovell pulsó elmando del micrófono para preguntarle a

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Brand la hora exacta en que los técnicosde Houston habían calculado iniciar lospreparativos para el encendido. Peroantes de que Lovell abriera lacomunicación, le llamó Brand. ElCapcom por lo visto tenía lo mismo enmente.

—Oye, Jim, busca la páginaveinticuatro del cuaderno de sistemas yprepárate para el encendido a la horaciento cinco.

—Bien, Vanee —respondió Lovell,agradecido, cogiendo el cuaderno—.Medio curso a las ciento cinco. Páginaveinticuatro…

—La situación actual —prosiguió

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Brand— es que estáis un poco bajos. Unencendido de catorce segundos al diezpor ciento de la potencia os llevará alcentro del corredor.

—Recibido. Entendido. —Lovell sesacó el bolígrafo del bolsillo de lamanga y lo anotó.

—No queremos que reiniciéis lanave del todo, o sea que no vais a poderusar el ordenador ni el cronómetro demisión. Haremos un encendido manual ytú controlarás el motor con los mandosde «Encendido» y «Apagado».

—Recibido —respondió Lovell sindejar de escribir.

—En cuanto a la posición, tendrás

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que orientar la nave hasta tener la Tierraen el centro de tu ventanilla. Coloca lalínea horizontal de la cruceta de la lenteparalela al terminador de la Tierra. Ymantenla ahí a lo largo de todo elencendido, así tendrás la nave en laposición correcta. ¿Recibido?

—Creo que si.Lovell se puso a escribir las

instrucciones, pero al tomar concienciade lo que había oído, se interrumpióbruscamente. Cuando recortaron elconsumo del LEM después delencendido PC+2, también desactivaronel sistema de guiado. Con eso, laalineación que Lovell había transmitido

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con tanto esmero desde el módulo demando el lunes por la noche, ycomprobado con tantas dificultadesrespecto al Sol el martes, se habíaborrado. Eso hubiera sido catastróficoantes del encendido de regreso libre odel PC+2, aún más prolongado, pero nopresentaba mayores problemas para elbreve encendido de 14 segundos quetenía que realizar seguidamente. Paraemprender una maniobra tan corta, sólohacía falta una alineación aproximativacon un margen de error de hasta 5grados.

Casualmente, Lovell sabía cómoefectuar exactamente dicha maniobra.

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Dieciséis meses atrás, durante laspruebas del Apolo 8, los técnicos Fido yGuido de Houston se habían preguntadoqué ocurriría si una nave perdíarepentinamente su plataforma de guiadoal regresar de la Luna y ya no pudieraalinearse respecto a las estrellas. ¿Seríaposible apuntar el objetivo óptico haciala Tierra, alinear la línea horizontal dela lente con el terminador del planeta, lalínea divisoria entre el hemisferioiluminado por el Sol y el hemisferiooscuro, y poner el motor en marcha conla precisión necesaria para regresar a laTierra?

La tripulación, con Jim Lovell de

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navegante, llevó a cabo algunas pruebas,demostrando con bastante certeza que lanavegación por referencia visual podíafuncionar en el cosmos, por lo menosdurante un encendido corto. Elprocedimiento, decididamentedesesperado, se anotó en los archivos delos planes de vuelo contingentes y cayórápidamente en el más absoluto olvido.Mientras Lovell copiaba lasinstrucciones de Brand, comprendió queel procedimiento que había improvisadopersonalmente la primera vez que salióal espacio podía ayudarle a salvarse enesa segunda oportunidad.

—Oye, parece lo mismo que

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inventamos en el Apolo 8.—Sí, todos nos preguntábamos si te

acordarías, y veo que sí, caray —le dijoBrand—. Otra cosa, Fred: cuando Jimtenga la Tierra centrada en su ventanilla,tendrías que ver el Sol por el telescopiode alineación. Tendría que aparecer porel extremo superior del campo visual,rozando apenas el cursor. Eso osconfirmará la posición.

—Entendido, Vanee —le dijo Haise.—Freddo —preguntó Lovell,

volviéndose hacia su segundo—, ¿qué teparece si detenemos la rotación PTC eintentamos buscar la Tierra?

—Cuando quieras.

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Lovell tardó unos minutos en repasarla lista de conexiones de la página 24 ypuso en marcha todos los instrumentosque necesitaría para emprender elencendido, incluidos los interruptores delos propulsores. Cuando terminó, asió elmando de control de posición, lo movióligeramente hacia la derecha y soltó unapequeña descarga propulsora por lastoberas en dirección contraria a larotación de la nave. El Aquariusobedeció con sorprendente agilidad y sedetuvo. Swigert sintió el traqueteo desdela Odyssey, conjeturó lo que estabanhaciendo sus compañeros, dejó depulsar los interruptores que

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desconectaban el módulo de mando,bajó hasta el LEM y ocupó su puestosobre la tapa del motor. Mientras Lovellhacía cabecear la nave en busca delplaneta Tierra, Haise escudriñaba por suventanilla triangular.

—¡Uah! —exclamó—. ¡Ya la tengo!—¡Yo también! —añadió Lovell.—Jim, acabarás aprendiendo a

navegar…Lovell culebreó para captar la

Tierra por sus instrumentos ópticos yHaise miró por el telescopio. Como leshabía prometido Houston, el Sol mordíael cursor y no soltaba presa.

—Houston —llamó—, Jim tiene la

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Tierra alineada y teníais razón: el Solestá en el AOT.

—Recibido. Os felicito, Trece —respondió el Capcom.

Haise advirtió que ya no era la vozde Brand, sino la de Jack Lousma.

—Si os parece que la posición estábien, supongo que podéis decidirvosotros mismos cuándo hacer elencendido.

Lovell consultó el reloj. Todavíafaltaba bastante para la hora delencendido.

—Estamos en la cuenta atrás,¿verdad? —preguntó—. ¿O queréis queempecemos en cualquier momento?

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—Tú mismo —respondió Lousma.—Pues vaya ayuda…—No es una hora crítica, Jim.—Entiendo. —Lovell se dirigió a

sus dos tripulantes—: ¿Estáis listos parala maniobra?

Haise y Swigert asintieron.—De acuerdo. Jack, puesto que no

tenemos cronómetro de cuenta atrás, túcontrolarás el tiempo en tu reloj. Elencendido es de catorce segundos aldiez por ciento. Freddo, como notenemos piloto automático, coge elmando de posición y mantén el rumbo lomás estable posible.

—Yo me ocuparé del cabeceo y la

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escora y también del encendido y elapagado. ¿Entendido?

Haise y Swigert asintieron otra vez.—Espero que la gente de la sala de

apoyo que lo ha calculado todo supieralo que estaba haciendo —murmuroLovell—. Houston —llamó después—,encenderemos dentro de dos minutos.

—Dos minutos. Recibido.Lovell, en su puesto de mando,

programó el propulsor a un diez porciento y colocó una mano sobre losbotones de «Encender» y «Apagar» y laotra en el mando de control de posición.A su derecha, Haise centró la Tierra ensu ventanilla y llevó la mano derecha a

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su mando de posición.A su espalda, Swigert se concentró

en su reloj de pulsera.—Dos minutos en mi señal —dijo

—. Preparados.Transcurrieron sesenta segundos de

silencio.—Un minuto —anunció Swigert.—Un minuto —repitió Haise por la

radio.—Recibido —repuso Houston.—Cuarenta y cinco segundos —dijo

Swigert.—Treinta segundos. —Y luego—:

Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco,cuatro, tres, dos, uno, ¡cero!

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Lovell pulsó suavemente el granbotón rojo del motor montado en elpanel y sintió una vez más la vibraciónbajo sus pies.

—¡Fuego! —anunció el comandante.Swigert seguía con los ojos el

segundero de su reloj.—Dos segundos, tres…Haise miraba la Tierra por la

ventanilla. El planeta empezó adesviarse hacia la izquierda y el pilotodel LEM encendió sus propulsores paraajustar el rumbo.

—Corregida la guiñada —murmuró.—Cinco segundos, seis… —

prosiguió Swigert.

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—Cabeceo y escora bien —dijoLovell mientras la Tierra temblaba en suvisor.

—Ocho, nueve… —seguía Swigert.—¡Eh, cuidado! —exclamó Lovell.La Tierra dio un brinco, pero el

comandante levantó el morro y loestabilizó.

—Yo voy aguantando —dijo Haise.—Diez, once… —contaba Swigert.—Fred, ya casi estamos —dijo

Lovell, llevando el dedo índice al botónde «Apagado».

—Doce, trece…El planeta se estremeció.—¡Catorce!

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Lovell apretó el botón con másfuerza de lo que pretendía.

—¡Fuera! —lanzó.—¡Fuera! —coreó Haise.El módulo lunar enmudeció al

instante y su vibración cesó. Lamedialuna iluminada de la Tierra sedetuvo en el visor, justo en la líneahorizontal de la cruceta.

—Houston, encendido concluido —anunció Lovell.

—Muy bien, chicos. Muy buentrabajo —les dijo Lousma.

Lovell echó un último vistazo por elretículo, después al panel deinstrumentos apagado y finalmente a la

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Tierra otra vez, encogida en el visor.—Bueno, esperemos que así sea —

respondió a Lousma.

—Quiero que todos los presentesterminen lo que estén haciendo y sevayan a casa.

De pie, al frente de la sala 210,Gene Kranz se expresó en un tono lobastante alto para interrumpir elparloteo de las dos docenas decontroladores que se inclinaban sobrelos gráficos y los perfiles. Pero se diocuenta de que nadie le había oído.

—Quiero que todos terminéis lo queestáis haciendo y os vayáis a casa —

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repitió, más fuerte. Pero no huborespuesta.

—¡Eh! —gritó el viejo piloto.Esta vez los controladores se

interrumpieron y se volvieron hacia él.—El Equipo Tigre echa el cierre.

Quiero que os vayáis todos a descansarseis horas y no quiero veros por aquíhasta mañana por la mañana.

Un breve silencio recorrió la sala ydespués algunos controladores iniciaronun gesto de protesta. Pero al mirar aKranz cambiaron de opinión. El directorjefe de vuelo estaba sumido en susgráficos dejando bien claro que nopensaba escuchar a ningún disidente.

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Era poco más de medianoche, lasprimeras horas de la madrugada deljueves, faltaban treinta y seis horas parael amerizaje, y excepto algunas brevesescapadas de una hora o dos, el EquipoTigre no había abandonado la sala 210desde la noche del lunes. Su misiónhabía consistido, y consistía aún, enidear la forma de reactivar y operar elmódulo de mando con las dos horas deenergía que podrían suministrarle sustres baterías de reentrada. Con ladiferencia de que esa noche parecíanhaber solucionado el problema.

Por supuesto, la tarea de racionar la

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electricidad de la Odyssey habíarecaído en John Aaron. La mayoría delos controladores de la sala, que notenían dificultad en imaginar lossistemas ajenos funcionando a mediogas, no querían ni soñar en que lesocurriera a los suyos y no creían queAaron consiguiera la hazaña de estirarde aquel modo la energía, pero al cabode las horas, los gráficos garabateadospor el primer Eecom sugerían que asíera.

Sin embargo, la labor de Aaronsignificaba sólo la mitad del trabajorealizado en la sala 210. Tan importantecomo determinar cuánta energía

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consumiría cada aparato del módulo demando cuando lo reactivaran eradeterminar el orden en que seprocedería a tal reactivación.

En una misión normal, la puesta enmarcha del módulo de mando seguía unasecuencia establecida por una razón muysencilla. Por ejemplo, los técnicos detierra difícilmente podían poner enmarcha el sistema de guiado de la navesin encender los termorreguladores quelo precalentaban, y tampoco podíanactivar la barra colectiva antes deconectar las baterías que la alimentaban.Pero el Apolo 13 llevaba ya muchashoras en situación anómala, y con tantos

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sistemas sacrificados y eliminados detoda reactivación habrían de determinaruna nueva lista de comprobaciones. Ydicha tarea recayó en Arnie Aldrich.

Aldrich era uno de los ingenierospunteros del módulo de mando dentrodel Centro Espacial, y lo mismo queJohn Aaron en lo relativo a laslimitaciones eléctricas de la Odyssey,Aldrich comprendía las limitaciones dela lista de comprobaciones. En cuantoAaron diseñaba un presupuestoenergético para algún sistema osubsistema concretos, se lo pasaba aAldrich, que ideaba una secuencia deconexiones acorde con sus limitaciones.

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A su vez, Aldrich pasaba su plan alInco, al Eecom o al GNC que estuviera acargo de esa sección de la nave y que,casi siempre, reaccionaban en primerlugar expresando su desconfianza ante elproyecto, insistían en que aquellareactivación a medias sería inoperante,y finalmente, tras estudiarlo condetenimiento, reconocían que tal vezfuncionara. Después, el responsable delInco, Eecom o GNC pasaba elprocedimiento a Kranz, que lo repasaba,daba su conformidad y lo mandaba pormensajero al edificio de entrenamientode astronautas, donde Ken Mattingly,cuyo temido caso de rubéola no se había

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declarado aún, lo probaba en elsimulador de vuelo del módulo demando. Mattingly ponía en práctica lasinstrucciones y después avisaba porradio a la sala 210 si el método creadopor Aldrich y Aaron había funcionado ono. Por fin, poco después de lacorrección de medio curso y treinta yseis horas antes del amerizaje, la listade comprobaciones estaba casi acabada,con decenas de páginas y cientos depasos, y Kranz quería mandar a dormir asu equipo.

Pero poco antes de que lo anunciarahubo que atender otro asunto que, segúnAaron y Aldrich, era capaz de

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desencadenar una tormenta.Según los datos de los ordenadores,

creían que dispondrían justo de laenergía suficiente para reactivar y hacerfuncionar el módulo de mando, acondición de dejar apagado uno de lossistemas, el de telemetría, que erabásico para que tanto los astronautascomo los controladores supieran si loestaban haciendo correctamente.

La puesta en marcha de una nave sinpoder controlar las lecturas detemperatura, presión, potencia yposición que permitían comprobar subuen funcionamiento venía a ser lomismo que pintar un retrato en un cuarto

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oscuro. Por más talento artístico quetuvieran, era muy probable que alencender la luz se quedarandecepcionados con los resultados. Y lomalo era que la telemetría de la nave,como las lámparas en el estudio de unartista, consumía electricidad, y elApolo 13 no se lo podía permitir.Mientras acababan de reunir las últimaspáginas de la lista de comprobaciones,Aaron y Aldrich convocaron a losdemás miembros del Equipo Tigre paraexplicarles ese acertijo.

—Señores —dijo Aaron desde lacabecera de la mesa de juntas de la sala—, Arnie, Gene y yo hemos estado

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rumiando los números desde todos losángulos y aunque la lista nos parece muyacertada, nos queda todavía algo queresolver. —Hizo una pausa—. Según loscálculos de amperaje de quedisponemos, creo que tendremos querealizar la activación a ciegas.

—¿Qué quieres decir? —preguntóalguien.

—Sin telemetría —repuso Aaronescuetamente.

Los gritos de protesta que surgieronde todas partes sobresaltaron a Aaron,aunque los esperaba.

—John, esto significa buscarsemuchos problemas —objetó alguien.

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—Pues hacer cualquier otra cosa nosbuscará muchos más —arguyó Aaron.

—Pero esto no se ha intentadonunca. Ni siquiera se le ha ocurrido anadie probarlo.

—Bueno, no sería la primerairregularidad de este vuelo —dijoAaron.

—Esto no es sólo una irregularidad,John, es francamente peligroso.Imagínate que algún aparato serecalienta o estalla. No loaveriguaremos hasta que sea demasiadotarde.

—¿Y qué me dices en cambio, sigastamos toda la energía en controlar los

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sistemas y luego no nos llega paratraerlos? —contraatacó Aaron—.¿Dónde estaremos entonces?

Los murmullos prosiguieronalrededor de la mesa Aaron comprendióque no había logrado su propósito.Desdobló sus gráficos, los repasólentamente, y de repente descubrió algo.Se le distendieron un poco los rasgos, enparte por inspiración, y en parte porrendición.

—Un momento —dijo, enarbolandouna sonrisa radiante, como de «¿cómo seme ha podido pasar por alto?»—. ¿Quéos parece esto?

Reservamos unos pocos amperios y

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cuando esté todo en marcha, conectamosun instante la telemetría sólo hastacomprobarlo todo. Admito que no es lomismo que controlarlo de cabo a rabo,pero al menos tendremos la oportunidadde descubrir si hay algún problema antesde que cause algún daño. ¿Qué tal?

Los técnicos miraron a Aaron yluego se miraron unos a otros. No sabíansi había sido un rasgo de inspiración deAaron o si tenía planeada esa concesióndesde el principio. Pero no se le podíanegar que era una concesión ygradualmente los miembros del EquipoTigre fueron asintiendo y aceptando. SiJohn Aaron, el hombre misil de ojo

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acerado, creía ser capaz de poner enmarcha un módulo de mando estropeadosin la ayuda de un solo dato detelemetría, ¿quiénes eran ellos, pobrescontroladores del montón, paradiscrepar? Además, en pocos minutosGene Kranz les dejaría irse a dormir yhacía dos días que ninguno de elloshabía tenido ocasión de descansar.

Fred Haise notó que le subía lafiebre alrededor de las tres de lamadrugada. Empezó como empiezan casitodas; con sofoco, la piel cenicienta yhormigueos en las extremidades. Aunquela sensación no era desagradable, no le

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pilló por sorpresa. La primera señal deque debía de estar a punto de caerenfermo se había producido el díaanterior, al intentar orinar por lamañana, una de las pocas veces que lohabía hecho en los últimos días, yadvertir que ese acto tan ordinario lecausaba un dolor agudísimo.

En realidad, ninguno de losastronautas había orinado muchoúltimamente, por una razón muy sencilla:tampoco habían bebido demasiado.

Desde los momentos más inmediatosa la primera crisis, los Telmu habíanavisado a la tripulación del Apolo 13que el agua era uno de los productos

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vitales más valioso. Como la provisiónde la Odyssey no tardaría en congelarse,sólo podrían utilizar las reservas delAquarius. Pero el agua potable y ladestinada a la refrigeración de losaparatos procedían del mismo depósito,así que los astronautas debían tenercuidado y beber con mucha moderación.Si bebían con excesiva liberalidad de laprovisión central, podían acabarsaciando su sed a expensas de la naveque les mantenía con vida. Pero aunquehubieran tenido agua de sobra a bordo,había otras razones para no abusar deella. El módulo lunar, así como el demando, estaba equipado con un sistema

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de eliminación de orina y aguasresiduales al espacio.

El problema estaba en que laexpulsión de esos líquidos, comocualquier otro líquido o gas, creaba unalevísima fuerza de propulsión que podíamodificar la trayectoria de la nave. Conlos problemas que habían tenido paracontrolar la posición de la Odyssey y elAquarius, y con el trabajo que les habíacostado volver al centro del corredor dereentrada, parecía peligroso y ridículojugárselo todo por orinar una vez más.Así que los astronautas habíanalmacenado toda la orina que habíanproducido en las últimas cuarenta y ocho

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horas en bolsas de plástico procedentesde diversas zonas de la nave, como lesindicaron.

En dos días, tres hombres nerviosos,incluso con restricciones de agua,pueden producir muchísima orina, y elinterior de la nave estaba atestado debolsas. En lugar de seguir almacenandomás recuerdos fisiológicos, habíandecidido por su cuenta dejar casicompletamente de beber, reduciendo elconsumo de agua a unos 180 cm menosde una sexta parte de la ración diaria deun adulto. La tripulación sabíaperfectamente que esa privación podíatener consecuencias muy serias.

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Repetidas veces durante elentrenamiento, los médicos de la NASAhabían advertido a los astronautas que sino consumían y eliminaban aguasuficiente en el espacio, no excretaríantoxinas. Y si no excretaban toxinas, seles acumularían en los riñonessustancias nocivas que podían provocaruna infección, que se declararía alprincipio por un escozor al orinar ydespués por una fiebre muy alta. Haisehabía experimentado el primer síntoma alas diez de la mañana del miércoles, yacababa de advertir el segundo a las tresde la madrugada del jueves, justo treintay tres horas antes de intervenir en la

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reentrada en la atmósfera acaso máspeligrosa de la historia de los viajesespaciales.

Jim Lovell miró a su compañero,que estaba muy pálido.

—Eh, Freddo…, ¿te encuentrasbien?

—Sí, estoy bien —murmuró Haise—. ¿Por qué?

—Pues porque no tienes buenaspecto.

—Estoy bien, tranquilo.—¿Quieres que te traiga el

termómetro, Fred? —propuso Swigert—. Está ahí arriba, en el botiquín.

—No, no, no te molestes.

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—¿Seguro? —insistió Swigert.—Seguro.—Si no me cuesta nada…—Te aseguro que estoy bien —

repitió el piloto del LEM con firmeza.—Bueno… Bueno —dijo Swigert

cruzando una mirada con Lovell.

El comandante miró a sus doscompañeros y se puso a pensar en lo quedebía hacer, pero fue interrumpido antesde llegar a conclusión alguna. Séprodujo un golpe por debajo del suelodel LEM, después un silbido y luegootro golpe sordo y una vibración querecorrió toda la cabina. Lovell dio un

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brinco hacia su ventanilla. Por debajodel grupo de propulsores del extremoizquierdo de su campo visual, distinguióuna familiar nubecilla de cristaleshelados que ascendía flotando. Lovell sequedó sorprendido un instante, peroenseguida recordó de dónde procedíanel sonido y la vibración.

—Eso era el final de nuestroproblema con el helio —dijo a suscompañeros.

—Muy puntual —observó Haiseconsultando su reloj.

—Casi se me había olvidado —admitió Swigert.

—Aquarius, aquí Houston —llamó

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Jack Lousma—, ¿habéis advertido algoen los dos últimos segundos?

—Sí, Jack —respondió Lovell—,ahora mismo iba a llamarte. He vistosalir una nube por debajo del cuadrantecuatro. Supongo que es el helio.

—Recibido. Nuestras lecturasindican que la presión había subido aciento treinta y cinco kilos. Ahora habajado a cuarenta y dos y sigue endescenso.

—Me alegro de oírlo —dijo Lovell—, aunque probablemente signifique quehabremos de ocuparnos de restablecer larotación térmica.

Cuando el comandante volvió a

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mirar por la ventanilla la nube de helioque se extendía, advirtió que la Tierra yla Luna, que habían estado pasandoaproximadamente por el centro de suventanilla durante las rotaciones PTCestablecidas a partir del últimoencendido, se habían movidonotablemente, y que la Tierra pasabamucho más arriba, y la Luna mucho másabajo, amenazando ambas con salirsecompletamente de su campo visual.

—Es como si el escape hubieracontrarrestado totalmente la desviaciónlateral y producido un leve cabeceo. ¿Aesto lo llaman escape no propulsivo?

—Exacto —contestó Lousma—.

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Imagínate cómo será un escapepropulsivo…

—No quiero ni pensarlo.—Bueno, la presión ha descendido

ya a 3,5 kilos… Deberías ver menoscristales, Lovell miró por la ventanilla.

—Sí, muchos menos.—Bien. Entonces, de momento

limítate a controlar la posición de lanave, comprueba las inclinacioneslongitudinal y lateral y tennosinformados. Ya te indicaremos despuéssi debes restablecer o no la PTC.

—Recibido. Sigo atento.Lovell se recostó ante la ventanilla,

cruzó los brazos para protegerse del frío

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de la nave y empezó a vigilar latrayectoria de la Tierra y la Luna.

A esas horas de la madrugada deljueves, el movimiento del planeta y susatélite era casi hipnótico y Lovellexperimentó una extraña serenidad.

Sabía que en las próximas dos horashabría de encender los reactores decontrol de posición y pasar otra vez porla tediosa rutina de restablecer larotación PTC, pero en ese momento nole preocupaba. Mientras el comandanteobservaba el panorama estelar por laventanilla, sus dos tripulantes sesintieron aparentemente embargados porla misma serenidad y decidieron bajar a

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la Odyssey a echar un sueñecito noprogramado.

Haise, febril, quiso evitar losrigores helados del módulo de mando yregresó al LEM, apoyó la cabeza en latapa del motor de ascenso y se quedódormido al momento. Swigert buscó elpuesto de pilotaje del LEM que Haisehabía abandonado, se hizo un ovillo enel suelo del costado de estribor y se atóuna correa al brazo para no moverse.Lovell les estuvo observando unmomento y al cabo de un rato llamó atierra.

—Houston… —llamó en voz baja.—Aquí Houston —respondió

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Lousma, imitando inconscientemente eltono de Lovell—, ¿qué tal, Jim?

—No está mal, nada mal…—¿Estás ahí solo o están Jack y

Fred contigo?—Jack y Fred están durmiendo —

contestó Lovell. Después vio que laTierra y la Luna parecían estabilizadas—. De momento parece que no hayningún problema con la PTC…

—Estupendo. Por aquí todo pintabien. Seguiremos vigilando y ya tediremos si hay que hacer algo más.

—Recibido —contestó Lovell.—En realidad —añadió Lousma—,

sí que hay una cosa de que hablar, si

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tienes tiempo. Los oficiales de guiadome acaban de pasar unas notas para quelas vayas pensando —el Capcom hizouna pausa—. ¿Te gustaría quecomentáramos unos puntos acerca de lareentrada y el amerizaje?

Lovell no le respondióinmediatamente. Dejó vagar la miradapor la cabina. Primero miró el panel deinstrumentos apagado, después a sutripulación inconsciente, la Tierra y laLuna que iban pasando descentradas porla ventanilla del LEM y, finalmente, los,restos de copos de nieve que sedispersaban por el espacio desde sumotor de descenso averiado.

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Y decidió que le encantaríacomentar el amerizaje.

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A

Capítulo 12

Jueves, 16 de abril, 08:00 horadel Este

penas iniciado su turno de lamañana, Jerry Bostick, el oficial de

dinámica de vuelo del Equipo Marrónya tenía un día fatal. Y sospechaba queno tardaría en empeorar.

—Maldita sea —murmuró Bostickpor lo bajo y asqueado, de pie ante suconsola de la primera fila, mirando lapantalla.

Se inclinó por encima del hombro de

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Dave Reed, el Fido de servicio y echóotro vistazo a los númerosfosforescentes.

—¡Maldita sea! —repitió, lobastante alto esa vez para que Reed sevolviera.

—¿Qué pasa, Jerry? —le preguntóReed.

—Más vale que no te enteres —respondió Bostick.

—A ver…Bostick alargó la mano hasta la

pantalla de Reed, pasó el índice por unacolumna de cifras y lo detuvo sobre unode los datos. Reed se inclinó haciadelante y entornó los ojos. La columna

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que señalaba Bostick era la de«Trayectoria». Y el número queseñalaba «6,15».

—¡Oh no! —gimió Reed, ocultandola cara entre las manos.

Desde las diez de la noche anterior,después de ejecutar la corrección demedio curso del Apolo 13, aquella cifrahabía sido uno de los más alentadoresdatos de telemetría que procedían de lanave. Antes del encendido de la fase dedescenso, la trayectoria de las navesacopladas se había desviado a 5,9grados, justo a poco más de medio gradodel extremo inferior del corredor dereentrada, el extremo donde la nave

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podía rebotar hacia el espacio en lugarde reentrar en la atmósfera. Después dela corrección de medio curso, lasituación había mejoradoespectacularmente: el Apolo 13 habíarecuperado los cómodos 6,24, cercanosa los 6,5 del mismo centro del corredor.Pero a las ocho de la mañana del juevesparecía que el rumbo había vuelto adeteriorarse.

—¿Qué demonios pasa con esto,Jerry? —preguntó Reed, apartándose unpoco para que Bostick se acercara más ala pantalla.

—No tengo ni idea.—Así que no era la emisión de

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helio…—No, es imposible que tuviera estas

consecuencias.—Tal vez estén mal los arcos de

seguimiento.—Los arcos están bien, Dave.—O tal vez haya interferencias en

los datos.Bostick miró la cifra de 6,15,

impertérrita en la pantalla.—¿A ti te parece que es un baile de

datos?Si el problema no residía en el helio

ni en un baile de cifras, y era cierto quela nave estaba descendiendo al extremodel corredor; tendrían que volver a

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poner en marcha el motor de descensodel LEM para rectificar el rumbo. Perosin el helio que daba presión a losdepósitos de combustible, era muyimprobable que pudieran encender elmotor. Antes de que Bostick tuvieratiempo de rumiar la nueva situación sele acercó Glynn Lunney, el director devuelo del Equipo Negro.

—Jerry —le dijo Lunney—, necesitohablar contigo. Tenemos un problema.

—Yo también tengo un problemaaquí, Glynn —le dijo Bostick—. Seestán desviando otra vez al extremoinferior.

—¿Están bien los arcos de

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seguimiento? —le preguntó Lunney.—Parece que sí.—¿Hay algún escape?—No vemos ninguno —respondió

Bostick.—Bueno, dale prioridad, pero

empieza a trabajar con esto: me acabande llamar de la Comisión de EnergíaAtómica; están preocupados por el LEM—le dijo Lunney.

Bostick se lo estaba temiendo.Durante la breve estancia del Aquariusen la superficie lunar, Jim Lovell y FredHaise no sólo debían recoger muestrasde suelo, sino dejar allí variosinstrumentos científicos automáticos,

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como un sismógrafo, un colector deviento solar y un reflector láser.

Puesto que los experimentosprevistos debían desarrollarse durantemás de un año y no podían funcionardurante tanto tiempo alimentados porcombustible o baterías, se les habíadotado de un reactor nuclear enminiatura, alimentado por uranioprocesado, procedente de una centralnuclear. El pequeño generador norepresentaba ningún peligro en la Luna,pero algunos se preguntaron, cuando sepropuso ese sistema, qué ocurriría si lapequeña barra de uranio no llegaba a laLuna. ¿Y si el cohete Satum 5 estallaba

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antes de que la nave entrara en la órbitaterrestre, arrojando el uranio por ahí?Para prevenir esa contaminaciónambiental, los diseñadores del LEMaceptaron aislar el material nuclear enun pesado casco de cerámica resistenteal calor y a cualquier explosión, a lareentrada en la atmósfera e incluso a unacolisión violenta contra la superficie dela Tierra, sin peligro de escapes ni deradiación. Cuando el LEM dejara laórbita en dirección a la Luna, el cascoprotector se tornaría superfluo y nadie leprestaría mayor atención. Pero en esemomento, el módulo lunar del Apolo 13volvía a la Tierra y debía soportar la

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terrible reentrada en la atmósfera quetemían los agoreros y Jerry Bostick yase estaba temiendo que la Comisión deEnergía Atómica no tardaría enpresentarse a protestar por la presenciade la barra de uranio y su protección decerámica.

—¿Cuándo te han llamado, Glynn?—le preguntó Bostick.

—Hace un momento. Están muynerviosos con la barra de uranio.

—¿Les has dicho que habíamosprobado el casco un montón de veces?

—Sí.—¿Y no les has dicho que no hay

razón alguna para suponer que no

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soportará la reentrada?—Sí.—¿Y no se lo han creído?—Oh, sí, pero quieren que les

demos más seguridades. Quieren quecuando el LEM americe, no lo dejemoshundirse en cualquier parte, sino en lasaguas más profundas que encontremos.¿Quieres ocuparte de eso, por favor?

Bostick perdió los estribos, dentrode los haremos contenidos de Control deMisión.

—¡Mierda, Glynn, esto es ridículo!Construimos ese maldito casco decerámica para no tener quepreocuparnos por esa clase de cosas.

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Mientras logremos que el LEMameríce en alguna parte sin chafarle lacabeza a alguien, no vamos a perjudicara nadie.

Era muy posible que Glynn Lunneyestuviera de acuerdo con Jerry Bostick,y probablemente lo estaba, pero sereservó su opinión. La AEC era unaorganización gubernativa, el gobiernopagaba las facturas de la NASA y si lagente que controlaba las arcas de laAgencia quería que un director de vueloresolviera ese problema, el director devuelo no tenía más remedio queobedecer. Lunney esperócompasivamente unos minutos a que su

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Fido se desfogara, se encogió dehombros con él pensando en losburócratas de Washington y después lesugirió que acaso, tan sólo acaso, laAEC tuviera parte de razón. Porsupuesto, lo principal era enderezar elrumbo del Apolo 13 por el corredor,pero cuando aquello estuvierasolucionado, ¿no sería bastante sencillotranquilizar a la AEC, buscar un puntodel océano especialmente profundo ydirigir al LEM hacia allá?

—Nos encargaremos de eso, Glynn—dijo Bostick al fin—. No tepreocupes. Creo que hay un sitio porNueva Zelanda que podría valer.

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Lunney asintió, agradecido, y sealejó a atender otras cosas, mientrasBostick reanudaba sus tareas. Alvolverse hacia su consola, advirtió queReed, con aspecto mucho máspreocupado que antes, se hallabaconsultando con el Fido del EquipoNegro. Bostick se inclinó por encima deellos, consultó la pantalla y vio que latrayectoria de vuelo, que ya sufría unadesviación hacía unos minutos, se estabaderrumbando: la cifra de la columna demarras estaba sólo una fracción porencima del 6,0 y no dejaba de bajar Sudía fatal estaba empeorando a ojosvistas.

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Cuando Joe Kerwin le llamó paracomunicarle lo de la trayectoria, JimLovell se estaba comiendo un frankfurt.Bueno, en realidad estaba intentandocomérselo, pero con escasa fortuna. Lajornada laboral de ese jueves acababade empezar, al mismo tiempo que la delEquipo Marrón en tierra, y aunqueLovell no podía opinar sobre elpersonal de Houston, el de su naveparecía descansado, por lo menos hastacierto punto. Cuando Fred Haise y JackSwigert se fueron a dormir a las tres ymedia de la madrugada, en su turnoimprovisado de sueño, Lovell pensó queera mejor no molestarles y su decisión

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se reveló acertada.Swigert, que la noche anterior

parecía casi surrealísticamente alegrepor poder disfrutar de su oportunidad detrabajar en su módulo de mando, estabamucho más animado esa mañana. YHaise, que el día anterior tenía la carade un gris enfermizo, parecía gozar dealgo de color.

Lovell no estaba seguro de si loscolores del piloto del LEM eran signode salud o de rubor febril en lasmejillas. Pero Haise ya les habíademostrado que no estaba dispuesto aser interrogado sobre el particular yLovell se obligó a respetar sus deseos.

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Durante las primeras dos horas losastronautas se entregaron a sus tareas,trajinaron por la cabina y atendieron asus cometidos sin decir palabra, comotres pescadores medio despiertospreparándose para su día de pesca, aorillas de un lago. A las ocho y media,mientras Jerry Bostick, Glynn Lunney yDave Reed discutían sobre ladesviación de la trayectoria y elmaterial radiactivo, Lovell creyóoportuno dar de comer a sus hombres.

—Oye, Jack… ¿Cómo andamos deprovisiones por ahí atrás? —preguntó elcomandante.

Swigert estaba encima de la tapa del

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motor, como siempre, hojeando un librode sistemas.

—A ver… —le contestó.Soltó el libro, lo dejó flotando a su

lado y abrió el cofre donde habíaalmacenado los paquetes de comida.

—Pues nada maravilloso, Jim —dijo, revolviendo las bolsas de plásticotransparentes—. Sopa fría, más sopa fríay… esto parecen dulces.

—¿Y si vuelves al dormitorio y tetraes más raciones?

—De acuerdo.—¿Quieres algo en especial,

Freddo? —le preguntó Lovell.—Sí. Aquellos bocadillos de

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frankfurt…Swigert se metió en el helado

módulo de mando, flotó hasta el cofre delas provisiones y revolvió entre losúltimos paquetes. Los bocadillos defrankfurt estaban al fondo, en bolsasselladas, envueltos de uno en uno, cadacual con su tira de velcro distintiva,roja, blanca o azul, y absolutamentecongelados, según descubrió Swigert,asombrado. Sacó un bocadillo del cofre,lo observó con curiosidad y despuéscogió los otros dos y regresó por eltúnel, riéndose.

—Bien, señores —anunció alreaparecer—, os traigo lo que me habéis

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pedido, pero no estoy muy seguro de silo vais a querer.

Lovell tendió el brazo, cogió elpaquete cubierto de escarcha que leofrecía Swigert y después se echó a reíry lo golpeó contra el mamparo: resonócon estruendo metálico.

—Suena de maravilla —dijo Lovell.—Tiene una pinta estupenda —

bromeó Haise.—Que aproveche —añadió Swigert.Pero antes de que Lovell abandonara

el bocadillo congelado sonó la voz deJoe Kerwin en sus auriculares.

—Aquarius, aquí Houston.—Adelante, Houston —respondió

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Swigert.—Escuchad, chicos, sólo quería

deciros que según el marcador, estáis a240.000 kilómetros, es decir vamos aver… 18.500 más cerca que cuandohablamos hace dos horas. Y vuestroFido sonriente me dice que vais a 6.340kilómetros por hora en una zona de5.550.

—Fantástico —dijo Swigert.—Queda una cosa más —prosiguió

Kerwin—. El Fido, bueno…, nos estádando una ligera desviación detrayectoria y digamos que… estáacariciando la idea de preparar otramaniobra de corrección unas cinco

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horas antes de la reentrada. Si lahacemos, no será a más de 0,66 metrospor segundo.

Lovell, Swigert y Haise se miraroncon recelo.

—Vaya mañanita tiene el Fido… —dijo Swigert exasperado.

—Sí, está muy inspirado —respondió Kerwin antes de cortar lacomunicación.

A Lovell aquello no le gustó enabsoluto. Si el motor estaba fuera decombate después de la erupción delhelio, los reactores de control deposición valdrían probablemente para lafaena, pero mientras un encendido a 0,66

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metros por segundo sólo hubierarequerido dos segundos a poca potenciadel motor de descenso, los reactorespequeños tardarían en lograrloalrededor de medio minuto trabajando amáxima potencia, lo cual los dejaríacasi exangües.

—No me hace ni pizca de gracia —dijo Lovell a Haise, apartando subocadillo.

—Ni a mí —coincidió Haise.El comandante se levantó de su

asiento, dispuesto a subir por el túnel enbusca de un desayuno más apetitoso,pero Kerwin le interrumpió:

—Jim, el siguiente paso que debéis

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hacer Jack y tú es transferir un poco decorriente del LEM al módulo de mandopara recargar la batería de reentrada.

—De acuerdo, te dejo con Jack —lerespondió Lovell.

Swigert tomó el relevo y Lovell sequitó los auriculares para meterse en eltúnel con libertad de movimientos, peroen cuanto Kerwin empezó a explicar losprocedimientos a Swigert y éste empezóa musitar «ajá» y «hmmmm», Lovellempezó a preocuparse.

—¿Están seguros de querer hacemosgastar las pilas ahora? —preguntó aSwigert, asomando la cabeza por eltúnel—. El LEM tiene que navegar

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durante veinticuatro horas más…Swigert transmitió la pregunta a

Houston:—Una pregunta: si transferimos

energía ahora, ¿no nos quedaremoscortos luego para la reentrada?

—Negativo, Jack. Según los últimosdatos, tenemos amperaje hasta la horadoscientos tres, y el amerizaje será a lasciento cuarenta y dos.

—Jim, no hay problema. Tenemosenergía hasta la hora doscientos tres —le repitió Swigert a Lovell.

—¿Lo han probado ya o vamos aquedarnos con las baterías secasintentando transferir electricidad al

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módulo de mando? —insistió Lovell.—Oye, Houston —dijo Swigert—,

Jim quiere saber si habéis probado elprocedimiento y qué tal ha ido. No habrápeligro de que nos quedemos sinbaterías o algo, ¿eh?

—Mira, Jack, no hemos probado elprocedimiento, pero con el consumo decorriente que tenemos, no pasa nada sise agota una batería. Y recordad que larazón que nos obliga a hacer todo estoes que a vuestra batería de reentrada lefaltan veinte amperios/hora y no tenemosmás remedio que recargarla parahaceros llegar hasta aquí.

Swigert se dirigió a Lovell: No han

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probado el procedimiento. No creen quehaya problema. Y nos recuerdan que sino lo hacemos no llegaremos a la Tierra.

Lovell soltó un gruñido deasentimiento. Swigert reanudó lacomunicación y se pasó gran parte de lamañana copiando el procedimiento dealimentación, yendo y viniendo de unanave a la otra, pulsando los interruptoresnecesarios y controlando latransferencia de electricidad entre una yla otra nave. Mientras se ocupaba deesas tareas, el Capcom, Vanee Brand denuevo, les llamó para encargarles mástrabajo a Lovell y Haise.

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Los oficiales de guiado y navegaciónnecesitaban saber cuánto lastre llevabala Odyssey antes de alinear laplataforma y tomar el rumbo apropiadopara la reentrada, lo mismo que los Fidotenían que conocer el peso exacto de lacarga más la tripulación del Aquariusantes de encender el motor de descenso.Los ordenadores de una nave Apoloestaban programados para que elmódulo lunar despegara de la Luna concincuenta kilos más que antes dealunizar, cincuenta kilos de muestras desuelo y rocas recogidos por losastronautas. Pero el LEM volvía sin

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muestras, y antes de su reentrada en laatmósfera los astronautas habrían detransferir parte del equipo del LEM almódulo de mando, estibarlo en las zonasde almacenamiento dispuestas parallevar los valiosos tesoros que debíanhaber traído de la Luna y esperar que elpeso estuviera bien y el ordenador se locreyera.

—Bien, Jim —radió Brand mientrasSwigert seguía trabajando—, cuandotengas un momento, empieza a copiar,tengo la lista de estibaje de entrada, queespecifica qué parte del equipo tendréisque trasladar antes de amerizar.

—Ya estoy listo —contestó Lovell,

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sacándose el bolígrafo del bolsillo de lamanga y haciendo una seña a Haise paraque le pasara una hoja de los planes devuelo.

—De acuerdo. Tenéis que llevaroslas dos cámaras Hasselblad de setentamilímetros, la cámara de televisión enblanco y negro, todos los rollos depelícula usados de dieciséis y setentamilímetros, el registrador de datos delLEM, los tubos y las máscaras deoxígeno sobrantes, la manga del aparatode eliminación de desperdicios y elfichero de los datos de vuelo del LEM.¿Lo tienes todo?

—Sí.

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Lovell mostró la lista a Haise yambos se pusieron a recoger la cargaenumerada por el Capcom. Haise abrióun cofre, sacó las dos cámaras de fotos ylas dejó en el aire a su espalda; frente aotro cofre, Lovell extrajo los tubos deoxígeno y los dejó suspendidos comoserpientes voladoras. Ante el cofresiguiente, Haise distinguió algo curiosoy se detuvo un momento. Apilados unosobre otro estaban los paquetes deefectos personales, o PPK, unas bolsasde tela Beta donde los astronautasllevaban objetos o recuerdos que notenían ninguna función técnica, pero síun significado especial para los tres

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hombres. Algunos astronautas llevabanun recuerdo sentimental; otros unamoneda o una banderita; Lovell se habíallevado un pequeño broche de oro con elnúmero 13 incrustado en brillantitos,que había encargado antes de la misión ypensaba regalárselo a Marilyn a suregreso.

Mientras Fred Haise contemplaba suPPK, advirtió que tenía un sobre cerradopegado encima, con las palabras: «ParaFred». La caligrafía le resultó familiar.Echó un vistazo para comprobar si elcomandante le estaba mirando, cogió elsobre y lo abrió. Enseguida salieronvolando varias fotografías. La primera

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era de su mujer, Mary; la segunda de suhijo mayor, Fred; la tercera era de susotros dos hijos, Stephen y Margaret.

Haise pescó las fotos al vuelo ymiró dentro del sobre. Había una hojacon la misma caligrafía que la del sobre.

Querido Fred: Cuando leasesto ya habrás alunizado yespero que estarás volviendo ala Tierra. Sólo queremos decirtecuánto te queremos, loorgullosos que estamos de ti y lomucho que te echamos de menos.¡Vuelve pronto! Besos, Mary.

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Haise leyó la carta rápidamente, lavolvió a meter en el sobre con las fotosy se lo metió en el bolsillo.

—¿Era de Mary? —le preguntóLovell en voz baja a su espalda.

Haise se sobresaltó.—Sí… debió de dársela al

encargado de los paquetes la semanapasada.

—Qué detalle… —le dijo Lovellcon una sonrisa de complicidad.

Él también había encontrado unacarta de Marilyn en su paquete.

—Sí…En un acuerdo tácito y mutuo, los

dos hombres no dijeron nada más sobre

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las cartas y terminaron de reunir elequipo en silencio. Aunque no sabía quéestaría pensando Haise, Lovellsospechaba que sentiría lo mismo queél. De repente se exasperó, pensandoque aquella misión le estaba hartando.Ya no podía más con los recuerdosconmovedores de aquel alunizaje quenunca llegaría a realizar: las últimasmiradas a Fra Mauro mientras sealejaban, las ojeadas de deseo lanzadashacia su traje espacial sin estrenar, lasmiradas tristes a sus inútilesinstrucciones de alunizaje. Bien estabaque no se llevara a cabo el alunizaje quetanto entrenamiento les había costado a

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Haise y a él; pero ya era hora de estibarla carga, cambiar de marcha y acabar deuna vez por todas con aquel malditoviaje.

—Freddo, vamos a estibar todo esto,llamaremos a tierra y veremos cómoestán las instrucciones para esa malditareentrada.

«Aquí Control Apolo, a las cientodiecinueve horas y diecisiete minutos detiempo transcurrido en tierra —dijoTerry White por el micrófono de laconsola de relaciones públicas justodespués de la hora del almuerzo—. Lanave está a 207.615 kilómetros de la

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Tierra. Su velocidad es de 6.891kilómetros por hora y sigue aumentando.Está prevista su reentrada en laatmósfera a las ciento cuarenta y doshoras, cuarenta minutos y cuarenta y dossegundos, es decir dentro de veintitréshoras y veintidós minutos. Unas cincohoras antes de la reentradaprobablemente habrá que efectuar unacorrección de medio curso, a algomenos de 0,66 metros por segundo.

»Hoy, en el auditorio de Control deMisión, Neil Armstrong, el comandantedel Apolo 11, dará una conferencia deprensa a las quince horas, para discutiralgunas cuestiones técnicas del Apolo

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13. Además, la Cámara de Comercio deChicago ha enviado el siguiente mensajea Control de Misión: “La Cámara deComercio de Chicago ha interrumpidosus gestiones a las once horas de estamañana, en solidaridad y tributo al valory la gallardía de los astronautasamericanos, para rezar una oración porsu regreso a salvo a la Tierra”. Esto hasido todo desde Control Apolo».

Chuck Deiterich estaba ante lapizarra de la sala de apoyo decontroladores contigua a Control deMisión. Oficiales de Fido, Retro oGuido le rodeaban por todas partes.Estaban Jerry Bostiek, Bobby Spencer,

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Dave Reed y otros muchos, todos ellosexpertos en el difícil arte de conduciruna nave espacial a 460.000 kilómetrosde distancia de la Tierra y hacerlaregresar a casa. Si hubiera entrado unEecom, un Inco o un Telmu en la sala,apenas habría entendido la jerga quehablaban allí, pero para los Retro, Fidoy Guido era perfectamente inteligible.

Deiterich había tenido mucha suerteen su trabajo con aquel consejo denavegantes durante las últimasveinticuatro horas, y esperaba seguirteniéndola esa tarde. Mientras Bostiek,Reed y Bill Peters se encargaban deaveriguar por qué seguía desviándose la

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trayectoria del Apolo 13 y si era posiblehacer amerizar su módulo lunar en algúnocéano aceptable para la Comisión deEnergía Atómica, Deiterich se habíaocupado de otros problemas.

La cuestión más importante quehabía abordado era cómo desprender sinproblemas el módulo de servicioinactivo y el LEM cuando llegara elmomento de situar el módulo de mandopara su reentrada en la atmósfera. Si lamisión Apolo 13 se hubieradesarrollado según lo previsto, lospropulsores del módulo de serviciohabrían realizado gran parte de esatarea, alejando a la Odyssey a una

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distancia prudente del Aquarius cuandoéste fuera abandonado en la órbita lunary alejando también el módulo deservicio del de mando cuando llegara elmomento de usar la pantalla térmica einiciar la reentrada. Pero la misión no sedesenvolvía según los planes y hacíamucho tiempo que los propulsores quedebían de efectuar dichas maniobrashabían dejado de funcionar.

Deiterich y sus colegas habíanideado varias soluciones elegantes.Pensaron que cuando llegara el momentode desprender el módulo de servicio,Jim Lovell y Fred Haise permaneceríanen el LEM, mientras Jack Swigert

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subiría al módulo de mando. Un instanteantes de la separación, Lovell pondríaen marcha los propulsores del LEM paradar un empujón hacia delante al bloquede las naves acopladas. EntoncesSwigert pulsaría el botón que encendíalos encajes pirotécnicos del módulo deservicio, soltando esa parte inserviblede la nave. Inmediatamente después,Lovell volvería a poner en marcha suspropulsores, esa vez en direccióncontraria, haciendo retroceder el LEM yel módulo de mando acoplados, conSwigert a bordo, para alejarse delmódulo de servicio a la deriva.

No menos elegante, aunque más

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fácil, era la maniobra para desprender elLEM. En una misión normal, antes desoltar el módulo lunar, los astronautascerraban la escotilla del módulo lunar ydel de mando, aislando el túnel decomunicación entre las cabinas de losdos módulos.

Después, el comandante abría unorificio en el túnel, liberando suatmósfera al espacio y reduciendo supresión casi al vacío. Eso servía paraque los vehículos se separaran sin que lairrupción de aire les hiciera salirdespedidos incontroladamente.

Durante la misión del Apolo 10 dela primavera anterior, los controladores

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habían experimentado con la idea dedejar el túnel parcialmente presurizado,para que cuando abrieran los enganchesque mantenían sujetas las dos naves, elLEM se alejara de la nave nodriza, perocon un movimiento más lento ycontrolado que si el túnel decomunicación entre los dos vehículostuviera la presión habitual. Según losingenieros, ese método sería muy útil siel módulo de servicio se quedaba sinpropulsión. Y así era: un año más tarde,el módulo de servicio estaba sinpropulsión y los oficiales de dinámicade vuelo se alegraban de que loscuadernos de planes de vuelo para

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contingencia contemplaran esamaniobra.

Habían explicado el procedimientoel día anterior a Jack Lousma, que ya selo había relatado, muy orgulloso, aLovell.

—Cuando desprendamos el LEM, loharemos como en el Apolo 10: confirmeza y cuidado.

—Vale —había respondido Lovell,mucho más escéptico.

A media tarde del jueves, Deiterichtenía que dilucidar otro procedimientocon todos sus Fido, Guido y Retro. Setrataba de los sistemas de guiado delApolo 13. Antes de la reentrada en la

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atmósfera del módulo de mando, habríande reactivar su sistema de guiado ydespués, realinearlo, basándose en laobservación por telescopio de la Luna yel Sol. Sería una tarea delicadísima,probablemente agravada por lacondensación que se había formado enlos instrumentos ópticos de la nave.Pero Deiterich y los demás oficiales dedinámica de vuelo confiaban en que latripulación la llevara a cabo sindemasiada dificultad.

Y para asegurarse deberían decomprobar la alineación una vezestablecida. El método habitual pararealizar dicha comprobación consistía

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en que el piloto del módulo de mandoobservara el horizonte de la Tierra porla ventanilla. SÍ la alineación de la naveera correcta, el arco del planeta debíapasar por unas marcas del marco de laventanilla, previstas específicamentepara ese propósito. Si el planeta ibapasando según lo planeado, elordenador podría controlar la reentrada.Si no, los astronautas sabrían que laplataforma de guiado no funcionaba bieny el comandante debería hacerse cargode la reentrada, guiando manualmente lanave hasta el amerizaje. Pero elproblema del Apolo 13 era que notendría horizonte alguno como punto de

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referencia justo antes de la reentrada.Según el rumbo apresurado que

seguía la nave en su regreso, la Odysseyse acercaría a la Tierra por su zonaoscura, lo cual significaba que lo únicoque verían los astronautas en losmomentos críticos previos a la reentradasería una masa oscura.

Sin embargo, Chuck Deiterich, Retrodel Equipo Dorado, tuvo una idea.

—Chicos —dijo a los demáshombres de dinámica de vuelo de la salade apoyo—, mañana a mediodía vamosa tener un problema: en concreto, habríaque intentar comprobar la posiciónrespecto a un horizonte inexistente.

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Se volvió hacia la pizarra y trazó ungran arco descendente que representabael borde de la Tierra.

—Aunque la Tierra sea invisible,las estrellas no —dijo pintando unospuntitos en la parte superior de lapizarra—, pero con la velocidad quellevará la nave, no dará tiempo adeterminar cuáles son… —Y borró susestrellitas de una pasada.

—Por supuesto, también tendremosla Luna —añadió, pintando el satélite ensu cielo de pizarra—. Mientras la navese vaya acercando cada vez más a laatmósfera, la Luna se irá poniendo. —Deiterich fue pintando otras lunas por

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debajo de la primera, hasta que la últimadesapareció parcialmente por detrás delhorizonte terrestre—. En un momentodado, la Luna se pondrá por detrás de laTierra y desaparecerá. Pero lo hará a lahora indicada, ya sea de noche o de día,independientemente de que se vea elhorizonte o no.

—Si conocemos el segundo exactoen que debe desaparecer la Luna y si elpiloto del módulo de mando nos diceque, efectivamente, desaparece,entonces, señores, se confirmará quenuestra posición para la reentrada escorrecta.

Deiterich dejó la tiza y el borrador

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en la repisa de la pizarra, se volvió amirar a su público y esperó suspreguntas. No las hubo. El Retro delEquipo Dorado no era presuntuoso, perosabía reconocer una buena idea cuandola oía, y supuso que los presentes en lasala también.

Los astronautas del Apolo 13llevaban más de veinticuatro horas conbuena visibilidad en el módulo demando, aunque desde el lunes, no sepodía decir lo mismo del módulo lunar,en parte por la respiración de losastronautas, que iba acumulandohumedad en el ambiente, y en parte por

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la baja temperatura de la nave, queproducía una condensación sobre lasdos ventanillas triangulares queteóricamente debían ofrecer una claravisión del panorama espacial, Perodurante la mayor parte del tiempo, elmódulo de mando no había sufrido eseproblema, sobre todo porque losastronautas habían vivido y respirado enel Aquarius.

Esa noche, la última del Apolo 13 enel espacio, la temperatura del módulo demando había descendido todavía más yla humedad del ambiente, aún másintensa, acabó por hacerse visible. Latripulación advirtió con alarma que

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todas las ventanillas, los mamparos ylos paneles de instrumentos de lahúmeda cabina estaban cubiertos degotitas de agua. En la ingravidez total,las gotitas estaban suspendidas en elaire, pero cuando recuperaran lagravedad, o si la Odyssey hubieraestado posada en tierra, no hubieratardado en adquirir el ambientefantasmal de un sótano de piedra.

Para Jim Lovell, aquello presagiabaproblemas. Si las ventanillas, losmamparos y el exterior del panel deinstrumentos estaban tan empapados,seguramente el interior del panel deinstrumentos que albergaba los cables,

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las lámparas y las soldaduras también loestaría. Los ingenieros de NorthAmerican Rockwell habían tenido sumocuidado en impermeabilizar cada una delos millones de conexiones eléctricasque forraban la nave, pero la protecciónsólo estaba prevista para combatir lahumedad habitual del aire de la cabina.Nadie había pensado que fueranecesario defender los instrumentoselectrónicos de un auténtico goteo deagua. Cuando reactivaran la nave al díasiguiente y empezara a pasar la corrientepor los circuitos, existían enormesposibilidades de que un solo cablepelado o un poro en un aislamiento

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provocaran un cortocircuito general.A la hora de la cena en el LEM,

parcialmente tibio, Lovell sorbió sinmiramientos una sopa fría y después sedirigió al módulo de mando paracomprobar el estado de la nave.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntóHaise con aspecto y voz aún másfebriles que el día anterior.

—Voy arriba a ver cómo va lacondensación —le contestó Lovell.

—Te acompaño —se ofreció Haise.—No, quédate; Tienes mala cara,

Freddo, y ahí arriba hace un frío quepela.

—Estoy bien —protestó Haise.

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Lovell dio un salto hacia el túnel,seguido por Haise. Flotaron los doshacia la ventanilla del comandante, a laizquierda, por donde Lovell había vistoel escape hacía setenta y dos horas. Enese momento, a través del cristalmojado, no se veía nada en absoluto.Cuando Lovell le pasó un dedo porencima, liberó unas gotitas que sequedaron flotando en el aire.

—Vaya desastre —dijo Lovell,meneando la cabeza.

—Sí, un desastre —repitió Haise.—Bueno, no podemos predecir nada

hasta que no lo pongamos todo enmarcha.

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—Y no lo pondremos en marchahasta que ellos nos lean la lista deinstrucciones.

Desde que Haise y él terminaron detrasladar la carga del Aquarius a laOdyssey, Lovell no había dejado depinchar a Houston para que le pusieranal corriente de la lista que habíanconfeccionado John Aaron y ArnieAldrich. Sabían que la tarea duraríavarias horas, en las que Swigert habríade anotar a mano cada paso y despuésleérselo de nuevo para asegurarse deque lo había entendido bien. Y esosuponiendo que no aparecieran gazaposen la lista. Si surgía algún problema y

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Aaron y Aldrich tenían que regresar a lasala 210, quién sabe cuánto tiempo másles haría falta… La primera vez que elcomandante preguntó a Joe Kerwin, elCapcom de servicio en ese momento,cuándo tendrían la lista, éste le habíacontestado evasivamente.

—Está hecha —le dijo Kerwin.—¿Hecha…? —le había repetido

Lovell a Haise, aunque a tierra radió—:Muy bien.

La última vez que lo habíapreguntado, recordando al CapcomVanee Brand que ya estaban a jueves,que al día siguiente era viernes y que elamerizaje sería precisamente el viernes

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a mediodía, Brand había intentadobromear para quitarle hierro al asunto.

—Oh, ya estamos casi listos… Latendremos para el sábado o el domingoa más tardar.

Pero al comandante no le hizoninguna gracia.

A las seis y media de la tarde deljueves, dieciocho horas antes delamerizaje, Lovell se hartó. Regresó porel túnel, con Haise en los talones, yllamó a Swigert.

—¡Eh, Jack! ¿Estás listo paratrabajar aquí?

—¿Te parezco muy atareado? —lecontestó Swigert.

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—Pues vamos a darles un telefonazopara que nos digan de una vez lo quetenemos que hacer. Estoy hasta lasnarices de esperar. —Lovell pulsó elbotón de su micro—: Houston, aquíAquarius.

—Adelante, Jim —respondió Brand.—Sólo recordarte una vez más que

estamos esperando los procedimientosde reactivación que estáis preparando,porque quiero repasarlos con mishombres y asegurarme de que lo tenemostodo bien.

—Jim, te aseguro que os losmandamos enseguida —dijo Brand.

—De acuerdo… —la voz de Lovell

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delataba fastidio.—Están a punto de dármelas.—Bueno…—Las tendré… en menos de una

hora.—Aquí seguimos esperando —dijo

Lovell antes de cortar bruscamente.Aunque no se creía la promesa de

Brand, y probablemente el propio Brandtampoco, resultó que el Capcom le habíadicho la verdad inconscientemente. Casien el mismo momento en que Lovellcortó la comunicación, se abrieron laspuertas del fondo de la sala de control yaparecieron Aaron, Aldrich y GeneKranz. Exceptuando la hora anterior y la

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posterior al encendido PC+2 del martespor la noche, ninguno de los tres habíaaparecido por Control de Misión desdeel accidente del lunes, y cuandoentraron, los controladores de lasconsolas no pudieron evitar volversepara dedicarles una furtiva mirada derespeto.

Vieron que Aaron llevaba un gruesofajo de papeles, y por el modo en que lollevaba protegido contra el pecho y laescolta que le proporcionaban Aldrich yKranz, era evidente que el Eecom enjefe transportaba la lista deinstrucciones para la reactivación. Lostres hombres pasaron dos filas de

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consolas, se detuvieron en la delCapcom y cambiaron dos palabras conBrand. Aaron tendió a Brand lo queparecía una copia de su lista, se volvióhacia Kranz y le dio otra y después sevolvió hacia Aldrich y le tendió latercera. La cuarta y última se la quedóél. Brand se volvió muy contento haciasu consola y los demás controladoresdel circuito tierra-aire le oyeron llamara la nave.

—Aquarius, aquí Houston.—Adelante, Houston —repuso

Lovell.—Bien, estamos listos para leeros

las instrucciones.

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—Estupendo, Vanee. Espera unmomento que te paso a Jack.

Lovell indicó a Swigert que sepusiera los auriculares, cogió dos o tresplanes de vuelo obsoletos y se los pasó,con su bolígrafo, al piloto del módulo demando.

—Jack, a la radio. Necesitarás esto.Swigert cogió los papeles y el lápiz,

se ajustó los auriculares y el micrófonoy se preparó para la transmisión.

Mientras Brand esperaba su señalempezó a afluir más gente al puesto delCapcom. Llegaron Gerry Griffin y GlynnLunney de los equipos Dorado y Negro,desde la consola del director de vuelo.

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Y de la del Eecom llegó Sy Liebergot.—De acuerdo, Vanee —llamó

Swigert—, estoy listo para copiar.—Bien, Jack, pero tengo que pedirte

que esperes un minuto más. Hay quepasar una copia de la lista deinstrucciones a los directores de vuelo yotra al Eecom, pero será sólo unmomento.

—Recibido, Houston —contestóSwigert, con leve contrariedad, igualque Lovell momentos antes.

Aaron descolgó el teléfono delCapcom para pedir unas cuantas copiasmás. Transcurrieron otros dos minutosde silencio mientras los hombres de

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tierra daban zancadas por el pasillo, losastronautas esperaban en la nave y todoslos controladores miraban de vez encuando la puerta del fondo, por dondellegarían las copias. Kranz, conexpresión impaciente, indicó a Brandque siguiera hablando.

—Oye, Jack, ¿cómo estáis de aguaen el módulo de mando? —preguntó elCapcom a Swigert—. ¿Os queda agua enlas bolsas?

—Negativo. Yo he subido a intentarrepresurizar el depósito de agua potable,pero no ha salido ni gota.

—Ah. Pensábamos que ya noquedaba nada en el depósito de agua

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potable, pero nos preguntábamos siquedaba en las bolsas.

—No.—De acuerdo.Mientras Brand intentaba inventarse

otro tema de conversación se abrió degolpe la puerta de Control de Misión.Los hombres que rodeaban al Capcom,que esperaban ver entrar a un ingenierocon un fajo de planes de vuelo, gruñeronal descubrir a media docena decontroladores, todos ellos del EquipoBlanco-Tigre, dirigiéndose al puesto decomunicaciones. Como Kranz, Aaron yAldrich, todos aquellos hombres queríanestar presentes cuando leyeran su obra

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maestra a los astronautas y además,todos queman tener delante su propioejemplar de las hojas multicopiadas.

—Jack, es probable que tengamosque esperar otros cinco minutos. Estánllegando más técnicos a la sala decontrol. Ha hecho falta mucha gente paradiseñar este procedimiento, y algunos yahan sido probados, así que es mejor queestén aquí mientras te los dicto.

Brand esperó una respuesta, perosólo obtuvo cinco segundos de heladomutismo. De repente, una voz invadió elcircuito tierra-aire. Era Deke Slayton yBrand se lo agradeció. Como astronautaque era, aun sin haberse estrenado

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todavía, Brand reconoció el tono derebeldía que procedía de la nave y sabíaque no tenía tanta autoridad sobre sutripulación. Sin embargo, Slayton, jefede los astronautas, que tampoco se habíaestrenado, sí tendría mucha másautoridad sobre ellos.

—¿Cómo está la temperatura ahíarriba, Jack? —le preguntó Slayton entono informal—. ¿Estáis cortando leñapara entrar en calor?

El cambio en el tono de Swigert fueinmediato.

—Deke, ahora mismo en el LEMtendremos unos doce grados, pero en elmódulo de mando mucho menos —

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respondió con más animación.—Un precioso día de otoño, ¿eh?—Absolutamente. Y por cierto,

hemos cargado el módulo de mandosegún vuestras instrucciones, conexcepción de las cámaras Hasselblad,que emplearemos para fotografiar elmódulo de servicio cuando lodesprendamos.

—Recibido, Jack.—Y también está todo bien estibado

en el LEM, salvo unas cuantas cosillasque faltan.

—Recibido.La intervención de Slayton por radio

produjo el efecto esperado en el talante

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de Swigert. Pero éste no era más que elsegundo de a bordo en el Apolo 13 y erasu primer viaje. El primer comandanteera Lovell, un veterano con tres viajesespaciales en su haber, que no se dejóaplacar tan fácilmente por la voz deDeke Slayton.

—Oye, Vanee —intervino elcomandante eludiendo a Slayton yhablando, como dictaba el protocolo,con el oficial de comunicaciones—,tendréis que comprender que tenemosque establecer un ciclo de trabajo ydescanso aquí arriba. No podemospasarnos el día esperando a que nosleáis los procedimientos. Queremos

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recibirlos, repasarlos y, además,tenemos que dormir por turnos. Así quetenedlo en cuenta y mandadnos de unavez esa lista.

Pasaron casi cuatro minutos y mediocasi sin hablar entre Houston y el Apolo.Luego se abrió de golpe la puerta delfondo de la sala de Control y llegó uningeniero sin resuello, con un gruesofajo de listas de instrucciones. Desde las19.30, hora de Houston, hasta despuésde las 21:15 horas, el Capcom estuvoleyendo la lista interminable a Swigert,que la copió. Finalmente, quince horasantes del amerizaje y sólo doce antes delinicio de la reactivación, Swigert anotó

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el último dato, se guardó el bolígrafo ycerró el libro.

—Muy bien, Jack. Es asombroso,pero parece que ya hemos terminado —le dijo el Capcom.

—De acuerdo —respondió Swigert—. Si tenemos alguna pregunta, os lapasaremos.

—Recibido. Hemos realizadosimulaciones de todo, así que creo queno se presentarán sorpresitas.

—Eso espero, porque el examen esmañana —dijo Swigert.

Las risas empezaron en un rincón dela sala de Control del módulo lunar, en

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la planta Grumman de Bethpage, y sefueron extendiendo. Tom Kelly, queestaba soldado a su consola del otroextremo de la sala desde que HowardWright y él habían llegado de Boston aprimera hora de la mañana del martes,no había presenciado demasiadasalegrías en los tres días que llevaba allí,y no tenía idea de dónde procedía elestallido.

Varias consolas más allá, advirtióque los controladores se iban pasandouna hojita amarilla, la leían y luegosoltaban una carcajada.

Kelly esperó a que le llegara elmensaje. Lo leyó entre sorprendido y

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divertido, y reconoció inmediatamentelo que era.

El papel amarillo era una hoja defactura, como las que mandabaGrumman a otras compañías a las quehabía suministrado material o unservicio, e iba dirigida a NorthAmerican Rockwell, la empresa quehabía fabricado el módulo de mandoOdyssey, En la primera línea, debajo dela columna «Descripción de losservicios prestados», alguien habíaescrito: «Remolcar, 4 dólares la primeramilla y 1 dólar las siguientes. Total:400.001 dólares». En la segunda, decía:«Cargar batería, llamada en carretera.

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Cables de conexión con el cliente.Total: 4,05 dólares». La tercera línea:«Oxígeno a 10 dólares la libra. Total:500 dólares». La cuarta línea proseguía:«Alojamiento para dos personas, sintelevisión, aire acondicionado y radio.Plan Americano Modificado, con vistas.Pago por adelantado. (Huéspedadicional, 8 dólares por noche)».

Las demás entradas incluían cargosadicionales por el agua, el traslado deequipaje y propinas, que sumaban, trasdeducir un 20 % de descuentogubernamental, 312.421,24 dólares.

Kelly miró al controlador que lehabía pasado la nota, volvió a mirar la

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hoja y sonrió, aun a pesar suyo. Elpersonal de Grumman estaría encantadode mandar esa factura y el de Rockwellla recibiría con gran disgusto. Por esarazón, tan buena como cualquiera, Kellysupuso que alguien acabaría metiendo lafactura en un sobre y mandándosela aDowney, California.

Pensó que no había nada malo enaprovechar la oportunidad de chinchar alos chicos de Rockwell, siempre ycuando fuera bastante tiempo despuésdel amerizaje, naturalmente. La facturaque tanto divertía a toda la sala deGrumman parecía, en efecto, muydivertida, pero no lo sería tanto si a

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partir de entonces ocurría algo malo enla Qdyssey de Rockwell o el Aquariusde Grumman. Antes de pasar el papel,Kelly le echó un último vistazo, yadvirtió una línea al final del papel queantes había pasado por alto: «Hay queabandonar el módulo lunar antes delviernes a mediodía. No se garantizanreservas a partir de esa hora».

Kelly, en realidad, se quedó un pocosorprendido de que el «alojamiento»extraterrestre de la tripulación hubieradurado tanto.

Jack Swigert no conseguía quitarsela imagen de la cabeza, y le estaba

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volviendo loco. En el escenario depesadilla que no dejaba de imaginarse,él estaba en la Odyssey manipulandointerruptores y armando su pirotecniapara preparar el lanzamiento del módulode servicio, tal como habría de hacer alcabo de unas horas, mientras Lovell yHaise se quedaban en el Aquariusmirando por la ventanilla, esperando vercómo se desprendía y se alejabaflotando el extremo cilíndrico de laOdyssey, como se suponía que sucederíaexactamente al cabo de unas horas.

Swigert se veía en su asiento delcentro, haciendo la cuenta atrás, ymoviendo la mano muy lentamente, con

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una gracia de ensoñación, hacia el botón«SM JETT» (expulsión módulo deservicio). Pero en el último segundo,justo cuando rozaba el mando con lapunta de los dedos, se le nublaba lavista o se distraía y se le desviaba lamano ligeramente hacia la izquierda,hacia otro botón, el de expulsión delLEM.

En su siniestra fantasía, Swigert oíael sordo chasquido de los doceenganches del Aquarius al abrirse,sentía una leve sacudida y notaba lasucción producida por la salida de los0,38 kilos de presión atmosférica delmódulo de mando hacia el túnel y el

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espacio. Al mirar abajo por el agujerorecién abierto, Swigert veía a través deltecho del LEM, supuestamente su navesalvavidas, a la deriva, cómo le mirabanLovell y Haise, horrorizados y confusos.Lo último que alcanzaba a ver Swigert,antes de que las últimas moléculas deoxígeno de la Odyssey y del Aquarius seperdieran en el espacio, era el módulolunar, que rápidamente se encogía y semecía en la distancia, con su envoltoriode papel de plata lanzando destellos deluz solar al piloto moribundo delmódulo de mando.

La terrible fantasía le había invadidoel jueves por la noche, acaso atizada por

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una bromita que le había hecho elCapcom esa misma tarde, mientrasrepasaban los procedimientos paracerrar y soltar el LEM.

—No te olvides de transferirprimero al comandante al módulo demando —le había dicho riéndose eloficial.

—Recibido —le contestó elastronauta muy serio.

Y a primera hora de la mañana delviernes, Swigert ya no podía aguantarlomás. Se bajó de la tapa del motor deascenso, se dirigió al módulo de mandoy estuvo revolviendo hasta encontrar unpedazo de papel y un poco de cinta

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adhesiva. Se sacó el bolígrafo delbolsillo, se apoyó en el mamparo yescribió un gran «NO» en letrasmayúsculas. Después lo pegó sobre elconmutador de «LEM JETT», Luegolevantó el papel para cerciorarse de queera el botón de lanzamiento del LEM yno el del módulo de servicio. Despuéslo comprobó otra vez. A continuaciónllamó a Haise, que ascendió por el túnely, a requerimiento de Swigert, miró lanota. Un poco desconcertado, Haise leconfirmó que el papel estaba pegado enel sitio adecuado.

De vuelta en el módulo lunar,Swigert logró al fin un poco de paz

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mental. Pero con todas aquellasfantasías no había logrado dormir. Sinembargo, no era el único. A pesar de losciclos de sueño que les habíaorganizado Houston, en realidad ningunode los tres estaba durmiendo demasiado.Cada vez que uno de los astronautas seponía en la radio después de sus tres ocuatro horas de descanso, el Capcom lepreguntaba de pasada cuánto habíadormido. Y casi cada vez, la respuestaera la misma: una hora, tal vez algo más;muchas veces bastante menos.

En la segunda fila de consolas deControl de Misión, el médico de vuelohabía ido anotando sus respuestas, y los

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totales estaban empezando a alarmarle.Desde el lunes por la noche, losastronautas habían dormido un promediode tres horas diarias. Eran las dos ymedia del viernes, faltaban diez horaspara el amerizaje, y Swigert no habíamejorado la media; ni parecía queLovell y Haise fueran a hacerlotampoco, por las vueltas que daban.

—Fred, ¿estás dormido? —llamóJack Lousma al astronauta que debíaestar despierto.

—Adelante —gruñó Haise abriendolos ojos y recolocándose losauriculares.

—Tengo algo de trabajo para

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vosotros, chicos. Unos cuantos cambiosen la configuración de interruptores dela lista.

—De acuerdo, voy a llamar a Jack—le dijo Haise.

Swigert, que lo oyó, abrió lacomunicación.

—Houston, aquí Aquarius —dijocansadamente.

—¿Cuánto has dormido, Jack? —lepreguntó Lousma.

—Oh, unas dos o tres horas, creo —mintió Swigert—. Hacía un fríoespantoso y no he dormido bien.

—Recibido. Tal como van las cosas,creo que podríais descansar un par de

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horas más antes de empezar con lospreparativos del encendido final demedio curso.

—Bueno —contestó Swigert—, lointentaremos pero es que hacemuchísimo frío.

Swigert zarandeó a Lovell, que enrealidad no necesitaba que lodespertasen.

—Tenemos trabajo.—Fenomenal —dijo Lovell.Los tres astronautas se levantaron y

se dirigieron perezosamente a suspuestos. Los controladores de tierraintercambiaron miradas depreocupación. Desde la consola de

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Operaciones Tripuladas, Deke Slaytonabrió la comunicación.

—Oye, Jim, ahora que estáisdespiertos y todo está en calma, quierocomentarte un par de cosas para que laspienses, concretamente una.

Sé que no habéis pegado ojo ningunode los tres y tal vez os convenga ir albotiquín y tomaros un par de tabletas deDexedrine cada uno.

—Bueno…, no lo hemos traído —respondió Lovell—. Pero… en fin…, lotendré en cuenta.

—De acuerdo. —Slayton hizo unapausa—. Me gustaría poder mandarosuna taza de café caliente. Supongo que

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os sentaría estupendamente, ¿verdad?—Desde luego. No tienes ni idea del

frío que hace, sobre todo cuando larotación térmica disminuye develocidad. En este momento, el sol da enla campana del motor del módulo deservicio, que nos lo tapa completamente.

—Aguantad, ya no falta mucho —ledijo Slayton con escasa convicción.

«No mucho», como Slayton sabíamuy bien, era un término relativo. Conuna corrección final de medio cursoprevista para cuatro horas más tarde, elmódulo lunar no se activaría, ni secalentaría, en otras tres horas, por lomenos. Tres horas no eran mucho tiempo

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para los treinta hombres que hacían elturno de noche en el ambiente templadode Control de Misión, pero para losastronautas de la nevera del Apolo 13,suponían una eternidad.

Slayton había estado controlando elconsumo de energía del Aquarius desdeel lunes, como todos los demáscontroladores de la sala, y cada vezestaba más tranquilo por ese lado. Lanave sólo gastaba 12 amperios de susbaterías, con lo cual se había creado unsuperávit de electricidad, aunque fuerapequeño. Slayton pasó al circuitocerrado de los controladores y llamó al

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director de vuelo para preguntarle sisería posible utilizar parte de la energíaahorrada para reactivar el LEM un pocoantes.

Milt Windler llamó al Telmu JackKnight, que a su vez se puso en contactocon su sala de apoyo. Los ayudantes deKnight le pidieron que esperara,realizaron unos cuantos cálculos ycontestaron que sí: la tripulación podíaactivar su nave.

—Jack, pueden activarla —dijeronal Telmu desde la sala de apoyo.

—Vuelo, si quieren, se puedeactivar.

Windler pasó el recado a Lousma:

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—Capcom, diles que enciendan.—Aquarius, aquí Houston —llamó

Lousma.—Adelante, Houston —repuso

Lovell.—Bien, comandante. Hemos

inventado algo para que entréis en calor.Vamos a reactivar el LEM ahora mismo.Pero sólo el LEM, ¿eh? El módulo demando no. Así que coge la lista deinstrucciones del LEM y empieza laactivación de treinta minutos.¿Recibido?

—Eh…, recibido —dijo Lovell—.¿Estáis seguros de que tenemoselectricidad suficiente para hacerlo?

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—Jim, tenéis un margen del cientopor ciento de ahora en adelante.

—Eso suena alentador.El comandante se volvió hacia sus

compañeros, levantó el pulgar y, conayuda de Haise, inició un frenético bailede conexiones, concluyendo lareactivación de treinta minutos enveintiuno. En cuanto empezaron afuncionar los sistemas del Aquarius, losastronautas sintieron cómo aumentaba latemperatura de la helada cabina. Y encuanto ésta empezó a subir, Lovell quisoasegurarse de que subía aún más. Cogióel mando del controlador de posición,que estaba activado, e hizo dar un salto

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mortal a sus naves: el sol, que dabainútilmente en la popa del módulo deservicio, cayó en plena cara del LEM.Casi inmediatamente, un rayo amarillopenetró en la nave. Lovell levantó lacara, cerró los ojos y sonrió.

—Houston, el sol es maravilloso.Está entrando por las ventanillas ycaldeándonos. Muchas gracias.

—Y ya se sabe que más vale pájaroen mano que ciento volando —contestóel Capcom.

—Exacto. —Lovell abrió los ojos—. Y cuando miro por la ventana, Jack,la Tierra se acerca pitando como un trende alta velocidad. No creo que muchos

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LEM hayan visto la Tierra desde estaperspectiva. Yo todavía ando buscandoFra Mauro.

—Pues bien, chico, lo estásbuscando por donde no es —le dijoLousma.

Cuando amaneció el viernes, la calledonde vivían los Lovell empezó allenarse de nuevo de periodistas ycámaras, y el cuarto de estar de la casapronto se quedaría pequeño para acogera tantos amigos y familiares. Uno de losprimeros que llegaron, gracias a unchófer de la Residencia de AncianosFriendswood, fue Blanch Lovell, la

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madre del comandante del Apolo 13,muy arreglada y animada, esperando elregreso de su hijo de la Luna con elmismo optimismo que en sus otrosviajes espaciales.

Marilyn todavía no había notificadoa su suegra que había motivos paraenfrentarse a ese regreso con otro talantey tuvo que pasarse el resto de la mañanahaciendo todo lo posible por mantenerla ficción. Para no empeorar las cosas,Marilyn decidió que Blanch no viera elamerizaje y el rescate en el televisor delcuarto de estar, donde estaría reunidocasi todo el mundo, sino en el estudio, asalvo de los comentarios de las docenas

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de personas que invadirían la casa. Y encuanto a los comentarios problemáticosde los periodistas de televisión, Marilynpensó en dejar a alguien con su suegrapara distraerla o darle algunaexplicación matizada si las opiniones delos locutores complicaban la situación.Antes de la llegada de Blanch, todavíano había nadie asignado a tal tarea, perocuando la entraron por la puertaprincipal, Neil Armstrong y Buzz Aldrinse ofrecieron. Mientras los dosastronautas se instalaban ante eltelevisor del estudio con Blanch Lovell,pensaron que no les esperaba una tareafácil.

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«El Apolo 13 se halla a 68.500kilómetros de la Tierra y navega a13.000 kilómetros por hora —empezó elcorresponsal Bill Ryan del programaToday— y su rumbo está fijado para queamerice en el Pacífico dentro de seishoras. El portahelicópteros Iwo-Jima lesestá esperando y el tiempo, que haestado muy variable durante los últimosdías, vuelve a ser bueno.

»Todavía deben efectuarse algunasde las maniobras más críticas. A lasocho y veintitrés, hora del Este, losastronautas deben desprender el módulode servicio ya las once y cincuenta y trestendrán que abandonar el compartimento

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del vehículo lunar que ha sido su botesalvavidas desde que falló el sistemaeléctrico de la nave principal.

»Como ha comentado un astronautadel Apolo 12, Alan Bean, una vezsuelten el módulo lunar una hora antesdel amerizaje, la reentrada será más omenos la misma que la de cualquier otramisión y se habrá superado laemergencia».

Sentados ante el televisor,Armstrong y Aldrin se estremecieron unpoco al oír las palabras «botesalvavidas» y «emergencia» y miraroncon inquietud a la mujer que estaba entreellos. Pero si Blanch Lovell oyó algo

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inoportuno, no lo demostró. Se volvióhacia los apuestos jóvenes que laflanqueaban, ambos astronautas como suhijo, pero sin duda astronautasordinarios, porque si no estarían en elespacio en ese momento y él estaríasiguiendo la noticia por la tele, y lessonrió. Armstrong y Aldrin ledevolvieron la sonrisa.

En el cuarto de estar, Marilyn vio elmismo noticiario pero respondió demodo diferente. Alan Bean, que habíaido a la Luna en noviembre pasado, yapodía decir que la inminente reentradasería como cualquier otra; Marilyn sabíacon absoluta seguridad que Bean estaba

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al cabo de la calle: ningún módulo demando había recibido una paliza comoaquél y ninguna tripulación había tenidoque improvisar de aquella manera contan poco descanso. Los otrosespectadores del programa Today setranquilizarían con las palabras de Bean,pero Marilyn no.

De repente Marilyn oyó una pequeñaconmoción en el jardín delantero, algoque sonaba como un aplauso. Seprecipitó a la ventana, a tiempo para vera algunos vecinos atravesando la masade periodistas y cargando con lo queparecían cajas de champán. Marilynsonrió débilmente para sí misma.

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Apreció su gesto y naturalmente, lesdaría la bienvenida a su casa. Pero elchampán se quedaría en hielo, al menosde momento.

En Control de Misión nadie seentusiasmó demasiado cuando JimLovell encendió sus reactores de controlde posición durante el breve, y esperabaque último, ajuste necesario para llevarla nave al centro del corredor dereentrada. Un breve encendido de lospropulsores que llevaban los últimoscinco días sin parar no era nadaespectacular para los controladores,aunque dicho encendido fuera esencial

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para que los astronautas sobrevivieran ala reentrada. Prácticamente todo lo quetenían que hacer esa mañana loshombres de las consolas eraabsolutamente esencial para que latripulación sobreviviera a la reentrada.Poco antes de las siete de la mañana deHouston, mientras el programa Todayiniciaba su segunda hora y Lovell poníaen marcha sus reactor de maniobra,Control de Misión era un hervidero deactividad. Tres horas antes, según elplan de Gene Kranz de esa semana, elEquipo Marrón de Milt Windler habíaabandonado las consolas y, por primeravez desde el encendido PC+2 del martes

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por la noche, los controladores de Kranzhabían reasumido sus funciones comoEquipo Blanco, tras abandonar sudesignación de Equipo Tigre. El EquipoMarrón cedió el puesto ordenadamente,pero ni un solo miembro del grupo deWindler salió de la sala; todospermanecieron remoloneando detrás desus consolas o apoyados contra lasparedes tomando café. Les rodeabangran parte de los miembros de losequipos Dorado y Negro. Todos queríandejar su puesto al recién reconstituidoEquipo Blanco, pero ninguno queríasalir del auditorio. Los controladoresrecién incorporados conectaron sus

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auriculares, se enfrentaron a susmonitores y empezaron a trabajar con laprimera, y tal vez más traicionera,maniobra del día: soltar el módulo deservicio.

—Aquarius, aquí Houston —llamóJoe Kerwin desde su puesto de Capcom.

—Adelante, Joe —respondió FredHaise.

—Tengo la posición y los ángulosde separación del módulo de servicio siqueréis anotarlos. No os hace falta unbloc, bastará con una hoja en blanco.

Lovell, Swigert y Haise ocupaban supuesto habitual en el LEM, despiertos yrazonablemente alerta. Finalmente

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Lovell había rechazado la sugerencia deSlayton acerca de tomar pastillas deDexedrine, consciente de que el efectode los estimulantes sólo sería pasajero yque el bajón subsiguiente les dejaríamucho peor de lo que estaban antes. Elcomandante decidió que, de momento,los astronautas funcionarían sólo con supropia adrenalina. Haise, con lasmejillas arreboladas de fiebre,necesitaba la descarga de adrenalinamás que sus dos compañeros, peroparecía que ya le había dado.

—Adelante, Houston —dijo,arrancando una hoja de un cuaderno deplanes de vuelo y sacando el bolígrafo.

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—Bien, el procedimiento es elsiguiente: Primero, maniobrar el LEM ala posición siguiente: rotaciónhorizontal, cero grados; inclinaciónlongitudinal, 91,3 grados; desviaciónlateral, cero grados.

Haise lo garabateó todorápidamente, pero no respondió deinmediato.

—¿Quieres que te repita los datos,Fred?

—Negativo, Joe.—El paso siguiente es que Jim o tú

efectuéis un acelerón de 0,16 metros porsegundo con cuatro reactores del LEM, yque Jack realice la separación. Después

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dad un acelerón de otros 0,16 metrospor segundo en dirección inversa.¿Entendido?

—Entendido. ¿Cuándo queréis quelo hagamos?

—Dentro de unos trece minutos.Pero la hora no es crítica.

Lovell intervino en la comunicación.—¿Podemos hacerlo en cualquier

momento?—Afirmativo. Podéis soltarlo

cuando estéis listos.Con permiso de tierra para

proceder, Swigert subió por el túnelhasta la Odyssey y se instaló en supuesto, frente a los mandos de

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lanzamiento del centro del panel deinstrumentos. Lovell y Haise sedirigieron a sus ventanillas respectivas.Los tres habían dejado una cámaraflotando cerca de su puesto, con laesperanza de fotografiar el exterior delmódulo de servicio, presumiblementedeteriorado. Swigert ya había tomado laprecaución de limpiar el vaho de lascinco ventanillas de la Odyssey parapoder observar el exterior sin dificultad.

—Houston, aquí Aquarius —llamóLovell—, Jack está en el módulo demando.

—Muy bien, muy bien —dijoKerwin—, empezad cuando queráis.

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—¡Jack! —gritó el comandante porel túnel—. ¿Estás listo?

—Todo dispuesto. Cuando tú digas—respondió.

—De acuerdo. Empiezo en el cincoy cuando llegue al cero encenderé lospropulsores. Cuando notes elmovimiento, lo sueltas.

—Recibido —gritó Swigert.Extendió la mano izquierda para

coger la gran cámara Hasselblad ydespués colocó el dedo índice de lamano derecha sobre el conmutador «SMJETT». Su nota con el «NO» aleteó a suizquierda. Lovell, en el LEM, cogió sucámara con la mano izquierda y el

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control de propulsores con la derecha.Haise también cogió su cámara.

—Cinco —gritó Lovell por el túnel—, cuatro tres, dos, uno, ¡cero!

El comandante empujó el mandohacia delante y activó los reactores, quepusieron en movimiento el bloque de lasdos naves. En el módulo de mando,Swigert respondió inmediatamente,pulsando el botón de lanzamiento delmódulo de servicio.

—¡Lanzamiento! —cantó.Los tres astronautas oyeron un

chasquido y sintieron una sacudida.Entonces Lovell tiró del mando,activando una serie inversa de toberas e

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invirtiendo el curso.—Maniobra concluida —anunció.Lovell, Swigert y Haise, cada uno en

su ventanilla, se asomaron ansiosamente,alzaron su cámara y escudriñaron suporción de cielo. Swigert había elegidoel gran ojo de buey del centro de lanave, pero al apretar la nariz contra él…no vio nada. Dio un brinco hacia laizquierda para mirar por la ventanilla deLovell pero tampoco vio nada, y gateóhasta el otro extremo de la nave, atisbopor el ojo de buey de Haise todo cuantole permitió su estrecho marco, perotambién fue inútil.

—¡Nada, maldita sea! —chilló por

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el túnel—. ¡Nada!Lovell meneó la cabeza de lado a

lado de su ventanilla triangular, tampocovio nada y después miró a Haise, quebuscaba tan frenéticamente como losotros dos, sin resultados positivos.Maldiciendo por lo bajo, Lovell sevolvió hacia su ventanilla y de repentelo vio: brillando en el rincón superiorizquierdo del cristal, una gran masaplateada, tan grande como un barco deguerra, navegaba suave ysilenciosamente.

Abrió la boca para decir algo, perono articuló palabra. El módulo deservicio se acercó a su ventanilla y la

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llenó completamente; después se alejóun poco y empezó a rotar, mostrando unode los paneles remachados que cerrabansu flanco curvo. Tras alejarse un pocomás, giró y reveló otro de sus paneles.Un segundo más tarde, Lovell vio algoque le hizo abrir mucho los ojos. Justocuando el gigantesco cilindro de platarecibía un brillante reflejo del Sol, rotóunos grados más y enseñó el puntodonde estaba, mejor dicho, donde debíaestar el cuarto panel.

En su lugar había un agujero de partea parte del módulo de servicio. El panelcuatro, que cubría aproximadamente lasexta parte del casco de la nave,

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operaba como una puerta, que podíaabrirse para que los técnicos accedierana sus entrañas mecánicas, y se cerrabacuando estaba todo dispuesto para ellanzamiento. Al parecer, toda lacompuerta había desaparecido, como sila hubieran arrancado del vehículoespacial. Por los bordes del orificioasomaban brillantes barbas del aislantemylar, cabos de cables desgarrados ysueltos, y filamentos del relleno degoma. En el interior de la herida estabanlos elementos vitales de la nave: losdepósitos de combustible, los tanques dehidrógeno y la red arterial deconducciones que los conectaban. Y en

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el segundo piso del compartimento,donde debía de hallarse el depósito dosde oxígeno, Lovell sólo vio, asombrado,una gran zona achicharrada, nada más.

El comandante agarró a Haise por elbrazo, lo zarandeó y se lo señaló. Haisemiró hacia donde le indicaba Lovell, violo que había visto su comandante y sequedó boquiabierto. A su espalda,Swigert bajó frenéticamente por el túnel,con la cámara Hasselblad.

—¡Falta todo un pedazo del módulo!—radió Lovell a Houston.

—¡No me digas! —contestó Kerwin.—Justo al lado de… Mira, mira…

Justo al lado de la antena de alta

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ganancia. Ha saltado el panel entero casidesde la base hasta el motor.

—Recibido —dijo Kerwin.—Parece que también se ha llevado

la campana del motor —dijo Haise,zarandeando a Lovell por el brazo yseñalando el gran embudo quesobresalía por la parte posterior delmódulo.

Lovell vio una marca alargada,chamuscada y marrón, sobre la toberacónica de escape.

—Creo que se ha tragado lacampana, ¿eh? —dijo Kerwin.

—Eso parece. Es un verdaderodesastre.

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—Bueno, Jim, procurad haceralgunas fotos, pero no queremos quedesperdiciéis combustible. Así que nohagas maniobras innecesarias.

Al escucharle, Lovell se despabiló,comprendiendo que la fotografía era, alfin y al cabo, parte del propósito deaquel ejercicio y hasta el momento nohabían tomado ninguna. Y la zonadañada del casco estaba empezando adesviarse. Lovell se apartó hacia laizquierda, cogió a Swigert del brazo ytiró de él hacia la ventanilla. El pilotodel módulo de mando empezó a sacarinstantáneas con su teleobjetivo. Lovelltambién se puso a fotografiar

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frenéticamente por el hueco que ledejaba, y Haise por la ventanilladerecha. Los astronautas prosiguieron sutarea hasta que el módulo no fue más queun puntito rodando a cientos de metrosde la nave. Unos veinte minutos despuésde que Swigert pulsara el botón de «SMJETT», los tres astronautas abandonaronlas ventanillas.

—Vaya, es increíble —musitóHaise.

—Bueno, James —les llamó Kerwin— si no eres capaz de cuidar mejor unanave, más vale que no te confiemos otra.

«Esto es Control Apolo, en Houston,

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en la hora ciento treinta y ocho y quinceminutos de tiempo transcurrido. ElApolo 13 está a 63.550 kilómetros de laTierra, navegando a una velocidad de13.342 kilómetros por hora. Entre tanto,se ha ido reuniendo gente en la sala deobservación de Control de Misión.

»Están aquí el doctor Thomas Paine,administrador de la NASA; el señorGeorge Low, administrador adjunto dela NASA y los representantes porCalifornia, George Miller, director delcomité espacial de la Cámara, OlinTeague, de Tejas, y Jerry Pettis, deCalifornia. Entre los astronautaspresentes en la sala de observación se

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hallan Dave Scott y Rusty Schweickartdel Apolo 9. También está Lew Evans,presidente de Grumman.

»Sería inútil señalar que todosnuestros distinguidos visitantes hanescuchado con patente interés el informedel Apolo 13 sobre el estado delmódulo de servicio después de lanzarlo.Desde Control Apolo, Houston».

Había un nutrido grupo reunidoalrededor del puesto del Eecom cuandollegó la hora de reactivar la Odyssey.John Aaron, por supuesto, estaba allídesde las cuatro, cuando el EquipoTigre salió de la sala 210 y cada cualreclamó su consola. Pero mientras fue

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transcurriendo la mañana y seavecinaban ya las diez, a menos de treshoras para el amerizaje, el número depersonas reunidas junto a la consola delEecom, en la segunda fila, fueaumentando. En primer lugar aparecióSy Liebergot, que cogió una silla y sesentó a la izquierda de Aaron. A suespalda, de pie, se situó Clint Burton, elEecom del Equipo Negro, y tambiénllegó Charlie Dumis, del EquipoMarrón, que se quedó detrás deLiebergot. En la mayor parte de lasconsolas restantes había otroscontroladores con los del EquipoBlanco, que estaba de servicio, pero

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sólo en la del Eecom se habíacongregado todo el elenco deingenieros.

—Vuelo, aquí Eecom —llamóAaron por el circuito cerrado, mirando ala troika de controladores que lerodeaban.

—Adelante, Eecom —respondióKranz.

—En cuanto esté lista la tripulaciónpodemos proceder a la reactivación.

—Recibido, Eecom… Capcom, aquíVuelo —dijo Kranz.

—Adelante, Vuelo —contestóKerwin.

—El Eecom dice que podemos

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reactivar el módulo de mando encualquier momento.

—Recibido, Vuelo —dijo Kerwin—. Aquarius, aquí Houston.

—Adelante, Houston —respondióLovell.

—Ya podéis empezar a reactivar laOdyssey.

En la cabina del Aquarius, Lovellmiró a Swigert y le señaló el túnel. Adiferencia de la anotación de la lista deinstrucciones que habían realizado hacíacatorce horas, su puesta en prácticasería una tarea sencilla, que el piloto delmódulo de mando podía realizar enmenos de media hora de trabajo.

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Lovell, al oír accionar el primerinterruptor que mandaría electricidadpor los cables fríos, temió sentir elchasquido y el siseo que revelarían quela condensación que anegaba el panel deinstrumentos había encontradoefectivamente una conexión malprotegida, produciendo un cortocircuitoe inutilizando la nave. Había oído esesonido por primera vez en el mar delJapón y no tenía ganas de volver a oírlo.Pero mientras Swigert fue manipulandolos conmutadores de la cabina, uno trasotro, para poner la nave en plenofuncionamiento, lo único que oyó elcomandante fueron los tranquilizadores

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zumbidos y borboteos que revelaban quela nave estaba reviviendo sinproblemas. Si se producía alguna otracatástrofe durante este ejercicio, noocurriría en la nave sino en el puesto deAaron. Según los cálculos de esteúltimo, la nave no podía gastar más de43 amperios si querían que siguierafuncionando durante las dos horas queduraría la reentrada. Pero, tras ganar ladiscusión sobre cuándo pondrían enmarcha la telemetría en la sala 210, nopodría saber si permanecía dentro de loslímites de consumo hasta que el módulode mando estuviera totalmentereactivado y empezaran a afluir los

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datos desde la nave. Si resultaba que laOdyssey consumía más de 43 amperios,incluso durante un lapso de tiempo muybreve, había muchas posibilidades deque las baterías se agotaran mucho antesde llegar al mar.

Cuando Lovell mandó a Swigert a laOdyssey, Aaron, Liebergot, Dumis yBurton se inclinaron expectantes sobrela consola del Eecom.

Durante los primeros veinte minutoscasi no les llegó comunicación algunadesde la nave, pero finalmente, Lovelltransmitió a tierra que ya estaba todoconectado, incluida la telemetría.Lentamente, la pantalla del Eecom fue

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cobrando vida, y cuando se encendió lalectura de amperaje, los cuatro Eecomretrocedieron como si se hubieranquemado: apareció el número 45.

—Mierda —escupió Aaron—. ¿Quédemonios hacen ahí esos dos amperios?

—No tengo ni idea —respondióLiebergot.

—Yo tampoco lo sé, maldita sea miestampa —añadió Burton.

—Bueno, estoy segurísimo de que notendrían que estar ahí. ¡Nos estamoscomiendo la mitad del margen! —advirtió Aaron a su sala de apoyo—.Electrónica, aquí Eecom.

—Adelante, Eecom —respondió la

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voz.—Estamos gastando dos amperios

de más.—Ya lo veo, Eecom.—Repasa la lista a ver qué se nos ha

pasado.—Recibido.Aaron cortó la comunicación y se

inclinó a la derecha, hacia la consola deguiado y navegación.

—¿Tenéis ahí algo encendido que nodebiera estar?

—Que yo sepa, no, John.—Pues verifícalo. Hay dos amperios

de más.Mientras Aaron hablaba con su

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GNC, Liebergot, Dumis y Burton sedesperdigaron por las tres primeras filaspara ver si algún otro controlador habíadejado en marcha algún instrumento queestuviera gastando más amperios de lacuenta. Pero antes de que ningunocontestara, la sala de apoyo de Aaronabrió la comunicación.

—Eecom, aquí ECS…—Adelante.—Ya lo tengo. Son los B-MAG, los

giroscopios auxiliares. Di al GNC quepida a los astronautas que los apaguen.

Aaron se inclinó rápidamente haciasu izquierda.

—GNC, comprueba los B-MAG.

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¿Están encendidos?El oficial de guiado y navegación

consultó su pantalla y se derrumbó.—Ay, demonios —gruñó.—Vuelo, aquí Eecom —llamó

enseguida el Eecom—. Dile al Capcomque ordene a la tripulación que apaguelos giroscopios auxiliares.

Joe Kerwin pasó el mensaje deAaron a la Odyssey. Swigert pulsó elinterruptor adecuado, y la lectura delamperaje de la pantalla del Eecom bajóa 43. Pero, como había previsto Aaron,habían perdido unos cuantos amperiosvaliosísimos para la Odyssey.

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Con la reactivación terminada,aunque fuera de forma imperfecta, yapodían prescindir del módulo lunarAquarius. A las 140 horas y 52 minutosde tiempo transcurrido, a menos de doshoras del amerizaje, el Apolo 13 sehallaba sobrevolando las nubes a 29.600kilómetros de distancia y se acercaba auna velocidad de más de 18.500kilómetros por hora. La Tierra habíadejado de ser un círculo discreto ydistante rodeado de estrellas y espaciopara convertirse en una gran masaazulada que se les venía encima,rebasando los marcos de las tres

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ventanillas triangulares del LEM.—Freddo, ya es hora de abandonar

esta nave —dijo Lovell contemplando elpanorama por su ojo de buey.

Haise no le contestó.—¿Freddo…?Lovell se volvió hacia su

compañero, que estaba a su espalda, yse quedó de piedra. Apoyado en elmamparo, Haise estaba pálido ymacilento, con los ojos cerrados y losbrazos cruzados sobre el pecho,temblando violentamente de frío.

—¡Fred! —exclamó Lovell,reflejando más alarma de la quepretendía—. Tienes muy mal aspecto.

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—Olvídalo —dijo Haise con unademán poco convincente—. Olvídalo.Estoy bien.

—Sí —contestó Lovellacercándosele—, fantástico. ¿Podrásaguantar un par de horas más?

—Podré aguantar todo lo que hagafalta.

—Dos horas, sólo dos horas.Después estaremos flotando en elPacífico, abriremos la escotilla y fuerahará veintiséis grados.

—Veintiséis grados —repitió Haisecomo en sueños, sin dejar de temblar.

—Pero hombre —murmuró Lovell—, si estás hecho un desastre…

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El comandante se acercó a Haise yle abrazó para darle calor. Al principiosu gesto no pareció servir para nada,pero poco a poco Haise dejó de temblar.

—Fred, ¿por qué no subes a ayudara Jack…? —le dijo Lovell—. Yaterminaré yo aquí.

Haise asintió y se dispuso a meterseen el túnel. Pero se detuvo un momento amirar la cabina del Aquarius.Impulsivamente, regresó a su puesto.Colgada del mamparo había una granmalla que impedía que flotaranpequeños objetos por detrás del panelde instrumentos. Haise agarró la malla yle dio un fuerte tirón, hasta que la

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desgarró.—De recuerdo —dijo, encogiéndose

de hombros.Hizo una bola y se la metió en el

bolsillo antes de desaparecer por eltúnel.

Solo en el módulo lunar, Lovelltambién echó un vistazo a su alrededor.Los restos de sus cuatro días desupervivencia estaban diseminados porla cabina revuelta, y el Aquarius ya noparecía la intrépida nave lunar de lanoche del lunes sino más bien unaespecie de vertedero galáctico.

Lovell pasó por encima de lospapeles y los desperdicios y regresó

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junto a su ventanilla. Antes deabandonar la nave tenía que rematar otratarea: colocar las naves acopladas en laposición que Jerry Bostick habíaespecificado para que el LEM cayera alas aguas profundas de Nueva Zelanda.

Lovell asió el mando de control deposición por última vez y lo movió paraun lado. La nave dio una suave guiñaday algunos de los papeles que estabansueltos se deslizaron hacia un lado. Sinla masa inerte del módulo de servicioque sesgaba tanto el centro de gravedad,el Aquarius era mucho más manejable, yobedecía mansamente, casi como lossimuladores de Houston y Florida donde

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se había entrenado Lovell para esamisión. Con unos cuantos ajustesexpertos, situó el módulo en la posiciónadecuada y después llamó a tierra.

—De acuerdo, Houston, aquíAquarius. Tengo la posición para laexpulsión del LEM y estoy a punto deirme.

—No se me ocurre nada mejor, Jim—le contestó Kerwin.

Lovell terminó de configurar losconmutadores y los sistemas del LEM ydespués decidió, como Haise, quequería quedarse algún recuerdo.

Tendió el brazo hasta la partesuperior de su ventanilla, cogió el visor

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y lo hizo girar. Lo desenroscó sindificultad y luego se lo metió en elbolsillo.

Al mirar el fondo de la cabina, haciala zona de almacenamiento, Lovell viola escafandra que hubiera llevado parasalir a la Luna, la cogió y se la metióbajo el brazo. Finalmente, se dirigió aotro de los cofres y sacó la placa queHaise y él habrían enganchado en la patadelantera del LEM al emerger aexplorar. Los metalúrgicos de la NASA,artífices de la placa no esperaban volvera verla, y Lovell pensó que cada vez quepasaran por su despacho o su estudiopodrían entrar a echarle un vistazo.

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Asiendo su botín, penetró en el túnelhasta llegar a la zona de almacenamientode la Odyssey, metió sus recuerdos enuno de los cofres y se dirigió a la zonade mando. Se encaminó instintivamenteal puesto de la izquierda, sin embargo,al asomar la cabeza, descubrió queHaise ocupaba su asiento habitual de laderecha, pero Swigert se habíaapoderado del puesto de Lovell, a laizquierda. En las fases de descenso y dereentrada de las misiones lunares, eratradicional que el comandante cediera supuesto habitual al piloto del módulo demando; en un vuelo cuyos momentos máscríticos habían pertenecido al

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comandante y al piloto del LEM, elhombre del centro se había quedadorelegado con harta frecuencia, pero lareentrada, una vez abandonado el LEMque había llevado a los astronautas a laLuna, era esencialmente responsabilidaddel piloto del módulo de mando. Así queen un gesto de respeto hacia lacompetencia del piloto y debido altrabajo poco agradecido que habíarealizado hasta el momento, elcomandante, que se dirigía a su asiento,cambió de rumbo y se encaminó al otro,cediéndole a Swigert el mando de lanave hasta el amerizaje.

—Piloto, permiso para subir a bordo

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—dijo Lovell a Swigert.—Concedido —le respondió

Swigert un poco cohibido.Lovell se puso los auriculares y

asintió, y Swigert abrió la comunicacióncon tierra.

—Houston, estamos listos paracerrar la escotilla.

—Bien, Jack. ¿Habéis cogido todala película del Aquarius?

Lovell miró a Swigert y asintió.—Sí, afirmativo —contestó Swigert

—. A Jim también lo hemos traído.—Estupendo, Jack. Ahora quiero

que cerréis la escotilla y vaciéis el túnelhasta bajar a 0,21 kilogramos por

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centímetro cuadrado. Si la escotillaaguanta alrededor de un minuto, es quetodo va bien y ya podéis lanzar elAquarius.

—De acuerdo —dijo Swigert—.Recibido.

Lovell indicó a Swigert que sequedara donde estaba, se levantó de suasiento y se deslizó hacia la zona dealmacenamiento. Nadó túnel abajo,cerró de golpe la escotilla del LEM yaccionó la palanca de seguridad.Después regresó a la Odyssey,desenganchó la escotilla de su atadurade aquel aciago lunes por la noche y lacerró.

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Si la escotilla era tan reacia acerrarse como cuatro días atrás, nopodrían lanzar el LEM ni efectuar lareentrada en la atmósfera según losplanes. Y aunque cerrara bien, lossensores de presión de la nave tardaríanunos minutos en confirmar que habíaencajado perfectamente y que la nave noperdía aire. Naturalmente, sin esacomprobación la reentrada seríaimposible. Lovell miró la escotilla condesconfianza y luego accionó lacerradura. Los pasadores se cerraroncon un chasquido tranquilizador.Después pulsó el botón de evacuacióndel túnel y dejó escapar el aire al

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espacio hasta alcanzar 0,19 kilogramospor centímetro cuadrado de presión.Soltó el botón de evacuación y regresóflotando a su asiento.

—¿Cerrada? —le preguntó Swigert.—Eso espero —respondió Lovell.Con esa tranquilidad poco

prometedora, el piloto del módulo demando pulsó varios interruptores delpanel de instrumentos y puso en marchala alimentación de oxígeno, que empezóa afluir a la cabina. Después se quedómirando muy tenso el indicador de pasodurante varios segundos.

—Oh, no —gimió Swigert.—¿Qué pasa? —preguntaron Lovell

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y Haise prácticamente al unísono.—El paso es muy elevado. Parece

que hay una fuga.En tierra, John Aaron se encorvó

sobre la pantalla de Eecom y descubrióel nivel del caudal de oxígeno al mismotiempo que Swigert.

—Oh, no —gimió.—¿Qué pasa? —le preguntaron

Liebergot, Burton y Dumis,prácticamente al unísono.

—El paso es muy elevado. Pareceque hay una fuga.

Por el circuito tierra-aire se oyó lavoz de Swigert:

—Oye, Houston, el paso de O2 es

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muy alto.—Recibido, Jack —le respondió

Kerwin—. Vamos a comprobarlo.Mientras Swigert no quitaba ojo a

sus instrumentos, Aaron llamó a su salade apoyo y habló con sus ingenierossobre el origen de la fuga potencial,mientras los otros tres Eecom de lasegunda fila lo discutan entre ellos.

En pocos minutos, Aaron creyó quehabía solventado el problema. El LEMfuncionaba con una presión algo menorque la del módulo de mando, y en eltranscurso de los cuatro días anteriores,con la Odyssey desactivada y lasescotillas abiertas, la presión de las dos

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naves quedó determinada por elAquarius. Al reactivar el módulo demando y cerrar la escotilla, sus sensoresde presión detectaron esa diferencia eintentaron inmediatamente aumentar lapresión a su tasa habitual. Aaron pensóque en cuanto entrara el aire suficienteen la cabina, aquel paso anormal sedetendría.

—Esperemos un minuto —dijo aquienes le rodeaban—. Creo que searreglará solo.

En efecto, a los 40 segundos lascifras de las pantallas empezaron aestabilizarse, tanto en la nave como enHouston.

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—Bueno —dijo Swigert con unalivio audible—, ya está bajando, Joe.

—Recibido —contestó Kerwin—.En ese caso, en cuanto estéis listospodéis efectuar la maniobra delanzamiento del LEM.

Lovell y Swigert consultaron elcronómetro de tiempo global del panelde instrumentos. Llevaban 141 horas y26 minutos de misión.

—¿Lo hacemos dentro de cuatrominutos? —propuso Swigert.

—Parece una cifra muy redonda —repuso Lovell.

—Bien, Houston, lo haremos a lasciento cuarenta y uno y treinta —anunció

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Swigert.Los astronautas podían ver muy poca

cosa del Aquarius por los cinco ojos debuey de la cabina, aparte de laspantallas reflectantes plateadas deltecho, que estaba a escasa distancia delos cristales de las ventanillas. Pasarontres minutos y medio.

—Treinta segundos para desprenderel LEM —anunció Swigert.

—Diez segundos…—Cinco…Swigert tendió la mano hacia el

panel de instrumentos, arrancó supapelito con el «NO» y lo estrujó.

—Cuatro, tres, dos, uno, ¡cero!

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El piloto del módulo de mandoapretó la palanca y los tres astronautasoyeron un ruido sordo, casi cómico. Laspantallas plateadas del vehículo lunarempezaron a retroceder. Al momentoaparecieron por las ventanillas el túnelde comunicación y la antena de altaganancia que precedió al bosque de lasantenas restantes, que sobresalían de sucúspide como ramas metálicas ylentamente, el Aquarius inició una grácilpirueta.

Lovell miró el frente de la nave, susventanillas y sus escuadras de control deposición, que apareció girando en sucampo visual. Vio la escotilla delantera

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por la que habrían emergido Haise y élal polvo lunar de Fra Mauro, la repisadonde se habría detenido a abrir el cofredel equipamiento antes de descender ala superficie del satélite y la escalera denueve peldaños, brillando y casiprovocante, por la que habrían bajado.El LEM giró un poco más y se pusoboca abajo, con sus cuatro patasextendidas apuntando a las estrellas y elcasco dorado y ondulado de su motor dedescenso enviando destellos a laOdyssey.

—Houston, lanzamiento del LEMconcluido —anunció Swigert.

—Recibido —respondió Kerwin en

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voz baja—. Adiós, Aquarius, graciaspor todo.

Tras desprenderse del vehículolunar, el Apolo 13 quedó reducido a sumínima expresión. La nave despojadadel cohete Saturn V de 36 pisos que lahabía elevado de la torre, del motor detercera fase de 16 metros que la habíalanzado hacia la Luna, del módulo deservicio de 9 metros que tenía quesuministrarle el aire y la energía, y,finalmente, del LEM de 7,5 metros quetenía que haber conducido a Lovell yHaise a la posteridad, ya no era más queun cascarón sin alas de 4 metros de

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altura que se dirigía inexorablemente encaída libre a través de la cada vez máscercana atmósfera, hacia la colisión conel océano. Pero la tripulación todavíatenía otra cosa que hacer antes de todoaquello.

—¿Cómo está la comprobación conla Luna poniente? —preguntó Haise aLovell desde su puesto.

—¿Estás listo? —preguntó Lovell aSwigert desde el centro de la nave.

—En cuanto alcancemos elanochecer —respondió Swigert.

Faltaban todavía unos minutos parael anochecer terrestre, pero Lovell,Swigert y Haise no podían ver el

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planeta, aunque estaba plenamenteiluminado. Así como el Apolo 8 habíaalunizado hacía dieciséis meses porpopa, el Apolo 13 se aproximaba a laTierra siguiendo los mismos parámetros.Para que la nave superara la reentradaen la atmósfera, debía acometerla con lapantalla térmica por delante, para que suextremo ablativo absorbiera toda lafricción de la abrasadora zambullida enel aire. Durante esas horas finales de lamisión, los astronautas navegaban deespaldas al planeta, a ciegas, confiandosólo en sus instrumentos para saber quese acercaban cada vez más al océanoque les esperaba. La nave siguió en esa

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dirección durante varios minutos hastaque poco a poco empezó a trazar un arcosobre el globo, sobrevolando elcrepúsculo de Europa y ÁfricaOccidentales, y después se sumió en lanoche de Oriente Medio. Cuando elApolo 13 descendió lo suficiente, laoscura masa terrestre empezó aextenderse ante él. Por fin, losastronautas pudieron contemplar por losojos de buey la gran sombra curva, sudestino, su tierra. Y suspendido sobreella, como una pastilla, brillaba el globoblanco de la Luna.

—Houston —llamó Swigert—,vamos a proceder a la comprobación

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con la Luna.El piloto del módulo de mando

consultó el indicador para confirmar laposición de la Odyssey y después mirópor la ventanilla cómo iba descendiendola Luna lentamente hacia el horizonte. Ymientras la nave fue cayendo y cayendoy el horizonte subiendo y subiendo, laLuna empezó a descender.

—Joe, está bajando —dijo Swigertpor la radio—. Estamos a unos cuarentay cinco grados y la Luna está bajando.

—Recibido.—Estamos a treinta y ocho grados

ya.—Bien, Jack. Todo pinta muy bien.

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En sus respectivos asientos, Lovell yHaise miraban el cronómetro del panelde instrumentos mientras Swigert seguíamirando por la ventanilla. La Lunadescendió de 38 a 35 grados y luego amenos de 20. Los segundos que faltabanpara la hora de la puesta de la Luna quehabía calculado Jerry Bostick fuerontranscurriendo hasta que sólo quedaronquince.

—¿Tienes algo, Jack? —le preguntóLovell.

—Todavía no.—¿Y ahora?—Negativo.—¡Sólo faltan tres segundos,…!

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—Todavía no —respondió Swigert.Y entonces, en el instante exacto

predicho por el Fido de Houston, laLuna descendió una fracción más degrado y apareció una minúsculamanchita en su borde inferior. Swigertse volvió hacia Lovell con una sonrisainmensa.

—Puesta de la Luna —dijo abriendola comunicación—. Houston, posicióncomprobada y correcta.

—Fantástico —respondió JoeKerwin.

Lovell miró sonriente a derecha eizquierda a sus dos tripulantes.

—Caballeros —les dijo—, estamos

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a punto de entrar en la atmósfera. Ossugiero que os preparéis para laexcursión.

El comandante se tocó de formainconsciente los arneses de los hombrosy la cintura y se los apretó. Swigert yHaise le imitaron, también de formainconsciente.

—Joe, ¿a qué distancia estamos? —preguntó Swigert al Capcom.

—Navegáis a 46.250 kilómetros porhora y estáis tan cerca de la Tierra quecasi no se ve la nave en nuestraspantallas de posición.

—Todos nosotros queremos daroslas gracias por el espléndido trabajo que

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habéis hecho —le dijo Swigert.—Afirmativo, Joe —añadió LovelL.—Te diré que lo hemos pasado en

grande —contestó Kerwin.

El silencio invadió la nave y la salade control de Houston. A los cuatrominutos, la base del módulo de mandomordería el borde superior de laatmósfera y a medida que la naveacelerada fuera atravesando la capa deaire cada vez más denso, aumentaría lafricción, generando temperaturas de3.000 grados en la superficie del escudotérmico. Si la energía generada por esedescenso infernal se convirtiera en

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electricidad equivaldría a 86.000kilowatios/hora, lo suficiente parailuminar la ciudad de Los Ángelesdurante minuto y medio. Si setransformara en energía cinética, podríalevantar a unos 25 centímetros del sueloa toda la población de Estados Unidos.Pero a bordo de la nave, el calor sóloproduciría un efecto: al subir latemperatura, una densa ionizaciónenvolvería la nave, reduciendo lascomunicaciones a un refrito deinterferencias de unos cuatro minutos deduración. Si se restablecía el contactopor radio después de ese tiempo, loscontroladores de tierra sabrían que la

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pantalla térmica estaba intacta y que, portanto, la nave había sobrevivido; en casocontrario, la tripulación habría sidoconsumida por el fuego. En su puesto dedirector de vuelo, Gene Kranz selevantó, encendió un cigarrillo y abrió elcircuito de comunicación de tierra.

—Vamos a hacer un último repasogeneral antes de la reentrada —anunció—. ¿Listo, Eecom?

—Listo, Vuelo —respondió Aaron.—¿Retro?—Listo.—¿Guiado?—Listo.—¿GNC?

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—Listo, Vuelo.—¿Capcom?—Listo.—¿Inco?—Listo.—¿FAO?—Estamos listos, Vuelo.—Capcom, puedes decir a la

tripulación que todos están listos para lareentrada.

—Recibido, Vuelo —contestóKerwin—. Odyssey, aquí Houston.Acabamos de hacer un último repasopor toda la sala, y todos dicen que elApolo funciona perfectamente.Perderemos la señal dentro de un minuto

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aproximadamente, Bienvenidos a casa.—Gracias —dijo Swigert.Durante los sesenta segundos

siguientes, Swigert se quedó mirandofijamente por la ventanilla izquierda dela nave, Haise por la derecha y JimLovell por la del centro. En el exterior,se hizo visible una levísima coloraciónrosada y al mismo tiempo Lovell sintióuna levísima fuerza de gravedad. El tonorosado se convirtió en naranja y la sutilpresión gravitatoria dio paso a unagravedad total. El tono anaranjado fuecediendo gradualmente a un rojo llenode rabiosas chispas del escudo térmico,y la gravedad subió a dos, tres, cinco y

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culminó brevemente en un sofocanteseis. Los auriculares de Lovellchisporroteaban llenos de interferencias.

En Control de Misión, el mismosilbido electrónico zumbaba en losoídos de los controladores. Entonces seinterrumpieron las conversaciones en elcircuito cerrado que conectaba aldirector de vuelo, las salas de apoyo yel auditorio. El reloj digital del frente dela sala marcaba las 142 horas, 38minutos. Cuando marcara 142 horas y 42minutos, Joe Kerwin llamaría a la nave.Mientras transcurrieron los dosprimeros minutos, casi no hubomovimiento en la sala principal ni en la

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galería de observación. Cuandotranscurrió el tercero, varioscontroladores empezaron a removerseinquietos en sus asientos. Y al pasar elcuarto, muchos de ellos estiraron elcuello, mirando a Kranz.

—Bien, Capcom —dijo el directorde vuelo, apagando el cigarrillo quehabía encendido hacía cuatro minutos—.Llama a la tripulación.

—Odyssey, aquí Houston. Cambio—dijo Kerwin.

Sólo les llegaron interferenciasdesde la nave. Transcurrieron quincesegundos más.

—Inténtalo otra vez —dijo Kranz.

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—Odyssey, aquí Houston. Cambio.Otros quince segundos más.—Odyssey, aquí Houston.

Responde.Treinta segundos más.Los hombres de las consolas

miraban fijamente su pantalla, y losinvitados de la galería de observaciónse miraban unos a otros.

—Vuelve a intentarlo, Capcom.Pasaron lentamente otros tres

segundos y entonces los controladorespercibieron un leve cambio en lafrecuencia de los zumbidos de susauriculares; era poco más que unsusurro, pero claramente audible.

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Inmediatamente después sonó una vozinconfundible.

—Te escucho, Joe —llamó JackSwigert.

Joe Kerwin cerró los ojos y soltó unprofundo suspiro, Gene Kranz levantó elpuño y las personalidades del auditoriose abrazaron y aplaudieron.

—Sí —respondió Kerwin sinceremonias—, te recibo, Jack.

En la nave que había recobrado lacomunicación, los astronautasdisfrutaban de un vuelo tranquilo. Aldisiparse la tormenta de iones queenvolvía la nave, las capas más densasde la atmósfera fueron frenando su

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zambullida de 46.000 kilómetros porhora hasta alcanzar una caída librecomparativamente suave, a 555kilómetros por hora. Por las ventanillas,el rojo furioso había dejado paso a unanaranjado más pálido, después a unrosa pastel y finalmente al azul másfamiliar. Durante los largos minutos deincomunicación, la nave había cruzadola zona en sombra de la Tierra y habíaasomado a la luz. Lovell consultó elindicador de gravedad: marcaba 1,0.Después miró el altímetro: 11.665metros.

—Preparaos para lanzar losparacaídas cónicos —dijo Lovell a sus

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compañeros—, y esperemos que lossistemas pirotécnicos funcionen.

El altímetro bajó de 9.240 a 8.580metros. Cuando alcanzaron los 7.920,los astronautas oyeron un golpe sordo.Al mirar por la ventanilla vieron dosfranjas de tela brillante, y después, lasmangas se hincharon.

—Se han abierto bien dosparacaídas —gritó Swigert a tierra.

—Recibido —contestó Kerwin.El panel de instrumentos de Lovell

ya no podía registrar la velocidad detortuga que llevaba su nave ni suinsignificante altitud, pero elcomandante sabía, por el perfil del plan

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de vuelo, que en ese momento debían deestar apenas a 6.600 metros sobre elnivel del mar y cayendo a no más de 325kilómetros por hora. Menos de unminuto más tarde, los dos paracaídascónicos se soltaron solos y aparecieronotras tres mangas, seguidas de los tresparacaídas principales. Las manguerasse agitaron un momento en el aire yluego se abrieron, propinando una buenasacudida a los astronautas, en susasientos. Lovell miró instintivamente elsalpicadero, pero el velocímetro nomarcaba nada. Aunque él sabía que semovían a unos 40 kilómetros por hora.

En el puente del USS Iwo-Jima, Mel

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Richmond escudriñaba el cielo blancoazulado sin ver más que azul y blanco. Asu izquierda tenía a otro hombre deobservación, que murmuró unaimprecación en voz baja, protestandoporque tampoco veía nada, lo mismoque el hombre de su derecha. Losmarines, que se arracimaban en cubiertao en las pasarelas, a su espalda, mirabanen todas direcciones.

De repente, alguien gritó desdeatrás:

—¡Ahí está!Richmond se volvió. Un diminuto

cascarón negro colgando de tres nubesgigantescas de tela caía hacia el mar a

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escasos cientos de metros de allí.Richmond gritó, y los dos hombres quele flanqueaban así como los marines queestaban en las pasarelas y los puentes,gritaron también.

A su lado, los cámaras de televisiónsiguieron la mirada de los espectadoresy enfocaron sus objetivos. En Control deMisión, la pantalla gigante del extremode la sala se encendió, mostrando laimagen del Apolo 13 en su descenso.Todos los presentes lanzaron vítores dealegría.

—Odyssey, aquí Houston. Ostenemos en pantalla —exclamó JoeKerwin, tapándose el oído libre con la

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mano—. ¡Es fantástico!Kerwin esperó una respuesta, pero

el ruido de la sala no le dejó oír nada.—¡Estáis saliendo en la tele, chicos!

—repitió.En el interior de la nave a la cual

estaban aplaudiendo los controladoresde Houston y los embarcados en el Iwo-Jima, Jack Swigert radió un «recibido»pero sin prestar demasiada atención a lavoz que sonaba en sus auriculares, sinoal hombre que estaba a su derecha. En elasiento central, Jim Lovell, la únicapersona del módulo que ya había vividoesa experiencia, echó un último vistazoal altímetro y después se agarró a los

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brazos de su butaca. Swigert y Haisehicieron lo mismo.

—Agarraos… Si sucede como en elApolo 8, será violento —les dijo elcomandante.

Treinta segundos más tarde, y adiferencia de lo que le ocurrió al Apolo8, los astronautas sintieron una súbitapero indolora deceleración cuando lanave amerizó suavemente. Al instante,los astronautas vieron a través de losojos de buey cómo el agua lamía lascinco ventanillas.

—Chicos —dijo Lovell—, estamosen casa.

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Marilyn Lovell soltó una carcajadamientras Jeffrey gritaba y empezaba aretorcerse. Había sostenido a su hijopequeño sobre su regazo durante todo eldescenso y, sin querer, le había estadoapretando cada vez más fuerte a medidaque caía la nave. Con los ojosempañados de lágrimas y rodeada porun enjambre de gente, vio en la pantalladel televisor de su cuarto de estar cómola Odyssey caía al mar y los tresparacaídas que la habían sustentado seposaban en la superficie del agua. Y enel momento del amerizaje, Jeffreyprotestó con un grito.

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—Lo siento —le dijo Marilyn,riendo y llorando y besándole en lacoronilla—. Lo siento.

Después volvió a abrazarlo y lo dejóen el suelo. Entonces, como de la nada,apareció Betty Benware y la abrazó muyfuerte. Después, Marilyn vio a AdelineHammack y a Susan Borman. En unrincón del cuarto, Pete Conrad abrió laprimera botella de champán, seguido porBuzz Aldrin, Neil Armstrong y quiénsabe cuántos más. Marilyn se levantó,encontró a sus otros hijos y, esquivandola rociada de espuma, les abrazó.

Alguien le puso una copa en lamano. Se tomó un largo y chispeante

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trago y se le llenaron los ojos delágrimas, esta vez por las burbujas.Marilyn oyó a lo lejos el teléfono de sudormitorio. Sonó de nuevo, Betty sedirigió a cogerlo y reapareció unmomento más tarde.

—Marilyn, es de la Casa Blancaotra vez.

Marilyn le pasó su copa a quientenía más cerca, corrió hasta sudormitorio y cogió el teléfono.

—¿Señora Lovell? —le dijo una vozfemenina—, un momento, le paso alpresidente.

Transcurrieron unos segundos ydespués Marilyn volvió a oír aquella

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voz grave y familiar.—Marilyn, soy el presidente. Quería

preguntarle si le gustaría acompañarmea Hawai a recoger a su marido.

Marilyn guardó silencio, ausente,sonriendo y recordando la nave espacialque acababa de amerizar en las aguasdel Pacífico Sur. La línea telefónicacrujió levemente.

—Señor presidente…, me encantaría—le contestó al fin.

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S

Epílogo

Navidad de 1993i Jim Lovell hubiera entrado solo unsegundo más tarde, su nieta hubiera

roto la pantalla térmica de la Odyssey.Bueno, en realidad no era toda lapantalla térmica de la Odyssey lo quehabría estropeado Allie Lovell, de diezmeses, cuando se encaramó a la repisadel estudio de su abuelo, sino sólo unpedacito, encerrado en un pisapapelesde plexiglás.

Lovell le tenía cariño a su modestotrofeo, y cuando la NASA, varios meses

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después del amerizaje del Apolo 13,encargó una docena de esos recuerdos,él quiso uno. Las pequeñas reliquias noeran para los astronautas, sino para losjefes de Estado a quienes visitarían losastronautas en su gira por cinco nacionesque había sido organizadaapresuradamente tras su regreso delespacio.

Pero cuando concluyeron su viaje,sobraba uno de los pisapapeles, y elhombre que había capitaneado la navede donde habían sacado el recuerdo selo guardó y se lo llevó a su casa.

—¡Eh! ¡No toques eso! —exclamóLovell al ver a Allie tanteando en la

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repisa y amenazando con tirar al suelo elobjeto, que llevaba allí veintitrés años.

Lovell cruzó la habitación en doszancadas, levantó a la niña del suelo, labesó en la frente y se la echó al hombrocomo un saco de patatas.

—Más vale que vayamos a buscar apapá —le dijo.

Apenas estaba empezando el día yLovell tenía la impresión de que sería unfrenético día, plagado de sustos comoaquél. No sólo estaría allí Jeffrey, consu retoño, sino todos sus hijos, reunidospara la cena de Navidad. En total, lasegunda generación de los Lovellaportaría siete niños más de la tercera

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generación, desde los diez meses a losdieciséis años, y eso suponía que otrosmuchos recuerdos de su estudio corríanpeligro.

Había filas de placas, una paredllena de proclamaciones, y cartasenmarcadas de presidentes yvicepresidentes, gobernadores ysenadores, que le habían enviado a raízde sus misiones en el Gemini 7, elGemini 12 y el Apolo 8. Tambiénconservaba enmarcadas las banderitas ylas insignias de los uniformes queLovell había usado en ellas. Destacabael Emmy que le dieron, absolutamente enserio, por la retransmisión de la órbita

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lunar que realizó junto con FrankBorman y Bill Anders, en las Navidadesde veinticinco años atrás. Además,flanqueaban el Emmy los trofeos Colliery Harmon, las medallas Hubbard yDeLavaux, y broches conmemorativosde sus tres misiones espaciales.Valoraba mucho las reliquias de losvehículos de dichas misiones: libros desistemas, planes de vuelo, lápices,utensilios, hasta los cepillos de dientesque habían flotado en la gravedad cero yla atmósfera a 0,35 kilogramos porcentímetro cuadrado de las naves.Aunque en ese momento estabaninmóviles en sus estanterías, clavados

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por la gravedad y aplastados por elkilogramo por centímetro cuadrado de lapresión al nivel del mar.

Lo que faltaba en aquella silenciosahabitación, su baúl de los recuerdos,eran los recuerdos de su cuarto y últimoviaje, la misión truncada.

Las misiones que no cumplían susobjetivos no merecían trofeos Harmon,ni las naves que estallaban antes dealcanzar su objetivo ganaban premiosCollier. Aparte del pisapapeles con elpedacito de pantalla térmica, lo únicoque conmemoraba el vuelo del Apolo 13era la carta de felicitación de CharlesLindberg, que enmarcada, permanecía

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sobre el alféizar de la ventana, así comolos últimos objetos recogidos en elmódulo lunar Aquarius antes de quedarachicharrado: el visor óptico y la placaconmemorativa destinada a su patadelantera.

Lovell abandonó sus recuerdos y sellevó a Allie a la cocina de su cómodacasa de Horseshoe Bay, Tejas, dondeencontró a su mujer, Marilyn, charlandocon Jeffrey y su esposa, Annie.

—Creo que esto es vuestro —le dijoLovell a Jeffrey tendiéndole a su nieta.

—¿Ha tocado algo? —le preguntóJeffrey.

—Estaba a punto.

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—Pues ya puedes prepararte, vienenotros seis más —le advirtió Marilyn.

Lovell sonrió, aunque no hacía faltaque le avisaran. Durante los dieciséisaños que Marilyn y él habían vivido ensu casita de Timber Cove, con suscuatro hijos, ya se habían acostumbradoa las vacaciones tumultuosas. Desdeluego, los tiempos de Timber Covehacía tiempo que se habían quedadoatrás y se estaban convirtiendo en unrecuerdo cada vez más lejano, comocasi todo lo contemporáneo a los díasdel Apolo.

A mediados de los años setenta, las

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familias que vivían en los alrededoresdel Centro Espacial de OperacionesTripuladas empezaron a hacer lasmaletas, levantaron el campamento y sedesperdigaron. La emigración fue lentaal principio: Neil Armstrong anuncióque regresaba a Ohio para ejercer deprofesor universitario y consultor deempresas, Michael Collins se fue aWashington a trabajar en elDepartamento de Estado, Frank Bormanaceptó un puesto en Eastern Airlines…Todo ello fue inevitable. Cuando elApolo 11 alunizó en 1969, los altoscargos de la NASA pensaban enviar almenos nueve LEM más a otros tantos

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puntos distintos de la superficie lunar aprincipios de los setenta. Según susdoradas previsiones, a la siguientedécada empezarían a mandar a la Lunalos primeros elementos de la primerabase lunar permanente, que se ubicaríaen alguno de los puntos explorados porlas tripulaciones.

Pero eso, por supuesto, no llegó asuceder. Cuando se lanzó el Apolo 13,el Apolo 20 ya había sido cancelado,víctima de una administraciónparsimoniosa y de la opinión pública,que empezó a preguntar por qué teníanque mandar más hombres a la Luna, si yahabían demostrado que podían hacerlo.

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Después del Apolo 13, que estuvo apunto de causar la muerte a tresastronautas por un ejercicio deredundancia cósmica, también secancelaron las misiones Apolo 19 y 18.Washington accedió a que los Apolo 13a 17, prácticamente pagados y a punto,se llevaran adelante según los planes, ydurante los dos años y medio siguientes,las cuatro últimas misiones volaron a laLuna, con sus doce afortunadosastronautas.

En diciembre de 1972, cuandoamerizó la última tripulación en elocéano Pacífico, unos cuantos miembrosde la comunidad de pilotos de pruebas

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que habían madurado en torno alPrograma Apolo decidieron quedarse. AFred Haise, que debido a lascircunstancias, la mala suerte y unmódulo de servicio defectuoso no habíalogrado pisar la Luna, se le prometió elmando del Apolo 19. Cuando esa misióntambién fue eliminada, el antiguo pilotodel LEM echó una mano en las pruebasdel prototipo de la lanzadera espacial,hasta que abandonó y se fue a trabajar aGrumman a fines de los setenta. KenMattingly, a quien las circunstancias, labuena suerte y la ausencia deanticuerpos de rubéola le habían negadoun puesto en el calamitoso vuelo del

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Apolo 13, salió por fin triunfalmente alespacio a bordo del Apolo 16, y tambiénse ofreció voluntario como piloto parael futuro programa espacial de lalanzadera. Deke Slayton, a quien habíanprometido una misión espacial en 1959,vio sus expectativas frustradas en 1961,cuando le diagnosticaron una fibrilacióncardíaca, aunque permaneció tercamenteen el cuerpo de astronautas hasta 1975,en que por fin fue elegido para volar enuna nave Apolo que fue desempolvadapara realizar una misión políticamentevaliosísima, aunque científicamenteinútil: el encuentro en la órbita terrestrecon la nave Soyuz soviética.

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—Quiero advertirte —había dichoChris Kraft a su superior en la NASA,George Low, cuando presentó la lista dela tripulación para esa misión— que voya recomendar a Deke para este vuelo. Sieso te plantea algún problema, más valeque me lo digas, porque es lo que piensohacer.

—¿Por qué Deke, Chris? —lepreguntó Low, que ya había tenido lamisma discusión con Kraft otras veces—. ¿Es que no se puede enviar a nadiemás?

—¿Por qué? —repitió Kraft—.Porque ya le hemos jodido bastante,George. Por eso. Y es razón más que

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suficiente.Ese mismo verano, Slayton, con Tom

Stafford y Vanee Brand, se montó en lacabina del último Apolo de la NASA ypudo por fin salir al espacio, tras más deun decenio de espera.

Exceptuando a esos pilotos y unospocos más, la mayor parte de loshombres que se alistaron en la NASAdurante los primeros tiempos delprograma espacial se retiraron cuando laAgencia centró sus esfuerzos en otrosobjetivos. Jim Lovell dejó el cuerpo deastronautas en 1973, y trabajó en unacompañía de Infantería de Marina ydespués en telecomunicaciones.

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Harrison Schmitt, el piloto del LEM delApolo 17, regresó a Nuevo México y sepresentó a las elecciones para elSenado, en las que salió elegido. JackSwigert, que se distinguió tan bien en unviaje espacial tan desgraciado, sin dudapodría haber iniciado cualquier carreradentro de la Agencia, pero decidió noforzar su suerte y regresó a Colorado,donde se dedicó también a la política.

Swigert se presentó primero comocandidato al Senado, pero a diferenciade Schmitt, no salió elegido. En 1982, elex astronauta volvió a presentarse, enesa ocasión para la Cámara deRepresentantes, y ganó. Sin embargo, un

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mes antes de ser elegido, en noviembre,le diagnosticaron un caso muy agresivode linfoma. En enero, tres días antes detomar posesión, murió. Lovell pensabacon frecuencia: pobre Jack, su carrerahabía empezado de modo brillante…pero enseguida se había oscurecido.

Por supuesto, en la primavera de1970, cuando Swigert, Lovell y Haiseregresaron sanos y salvos de la Luna, susuerte parecía magnífica. A las 23:07,hora de Houston, del 17 de abril, elmódulo de mando Odyssey amerizó en elPacífico: el suspiro de alivio nacionalque produjo la noticia de su amerizaje

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fue el más fuerte y el más largo desdehacía ocho años, cuando John Glennregresó de la primera misión orbitalamericana. «Los astronautas amerizansuavemente en el punto previsto, ilesostras sus cuatro días de sufrimiento.Aplausos, puros y brindis con champáncelebran el amerizaje de la cápsula»,proclamaba el New York Times.

Poco después de que la naveamerizara, Lovell, Swigert y Haiseembarcaron en una balsa salvavidas,primero el piloto del LEM, después elpiloto del módulo de mando y finalmenteel comandante, y enseguida les izó unhelicóptero suspendido en el aire.

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Cuando el aparato aterrizó en el puentedel lwo-Jima y los tres astronautas seapearon de él, les recibieron los marinescoreando vítores y haciendo grandesademanes, pero rápidamente se losllevaron abajo, donde les hicieron unexamen físico que no reveló sorpresas, apesar de que no se hallabanespecialmente en forma. Además de lainfección y la fiebre de Haise, los tressufrían deshidratación, mostrabanpesadez mental y la desorientacióncaracterísticas del cansancio y todosellos habían perdido mucho peso.Lovell, que pesaba 77 kilos antes deembarcar, era quien más había

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adelgazado: seis kilos en seis días.Después del examen médico, Lovell

y Swigert se instalaron en los camarotesde los visitantes y Haise en laenfermería. Esa noche, los dosastronautas sanos cenaron con laoficialidad del lwo-Jima cóctel degambas, langosta, chuletas de primera ychampán sin alcohol, y su menú,multicopiado apresuradamente, tambiénincluía un postre exquisito: «HeladoMelba con Frutas Lunares y GalletasApolo». En conjunto, el festín, aunquepoco memorable para los baremos delmundo civilizado, fue absolutamentedivino para los dos hombres que

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llevaban casi una semana enterasorbiendo raciones frías de bolsas deplástico.

Al día siguiente, los tres astronautas,ataviados con sus uniformes azulesrecién planchados cuya insignia delApolo 13 lucían en la parte izquierda dela pechera, se desplazaron enhelicóptero a la Samoa americana,donde embarcaron en un transporte C-141 que les llevaría a Hawai. Allí lesestaría esperando el Air Force One.

El presidente Nixon cumplió supalabra y voló el día anterior a Houston,donde recogió a Marilyn Lovell, MaryHaise y a los padres de Jack, el doctor

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Leonard Swigert y señora, parallevarles a Honolulú a dar la bienvenidaa la tripulación. Según el protocolo delas ceremonias de recepción, elpresidente y su séquito debían aterrizaren primer lugar, para que el jefe delejecutivo recibiera a los homenajeadospersonalmente.

Pero cuando el C-141 se aproximabaa Hawai, el Air Forcé One todavía nohabía aparecido, y los hombres quevolvían de orbitar la Luna durante casiuna semana tuvieron que pasarse partedel domingo sobrevolando Honolulú encírculos, esperando a que se presentarael presidente. Hasta que el avión de

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Nixon no tomó tierra y los miembros desu séquito se colocaron en la pista nopudo aterrizar el C-141. Y cuandoaterrizó, Nixon se saltó inesperadamentetodo el protocolo.

—¿Por qué no van ustedes primero?—les dijo el presidente a los familiaresde los astronautas—. Me gustaría quefuera una bienvenida privada.

Marilyn Lovell, Mary Haise y losseñores Swigert echaron a correr por lapista, ante el desconcierto de latripulación.

Aparte de la pequeña concesión deNixon a los sentimientos, poco huboaquel día o los siguientes que pareciera

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ni lo más remotamente privado. Durantelas cuarenta y ocho horas en que lostripulantes del Apolo 13 permanecieronen el Pacífico Sur, los medios decomunicación les siguieron a todaspartes, mandando al mundo entero losreportajes de su recibimiento. Losartículos y las fotografías fueronuniformemente positivos, de hecho casiserviles. Y hasta que los astronautas noregresaron a Houston la prensa noempezó a expresarse con ciertamordacidad.

A las seis y media de la tarde dellunes, justo una semana después delaccidente, la NASA organizó una

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conferencia de prensa donde losastronautas se encararían con los mediosinformativos por primera vez desde ellanzamiento. Inmediatamente después dela introducción del funcionario derelaciones públicas, un periodistaformuló la pregunta que Lovell, y laNASA, deseaban eludir a toda costa.

—Capitán Lovell, ¿qué tenía usteden mente cuando hizo la observación:«Creo que éste será el último viaje a laLuna durante mucho tiempo»? —leespetó desde la concurrencia.

Lovell se demoró un momento. En suvuelo desde Hawai había intentadoprepararse una respuesta adecuada para

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aquella pregunta inevitable, y larespuesta requería ciertos preparativos.La más directa hubiera sido que eso eraexactamente lo que pensaba. Dirigirse ala cara oculta de la Luna en una naveespacial con poco aire, casi sin energíay escasas probabilidades de regresarsano y salvo a la Tierra no inspirabamucha confianza para las perspectivasde los siguientes astronautas quesalieran al espacio, y cuando Lovell sepreguntó si llegaría a intentarlo alguienmás, sus dudas eran hondas y sinceras.Pero aquélla era una respuesta para lafamilia, los amigos o los compañeros deviaje, y no para una sala llena de

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periodistas. Esa clase de respuestaexigía mucha reflexión y Lovell empezóa contestar a trompicones.

—Buena pregunta —dijo elastronauta, halagando al periodista—.En primer lugar, tiene usted quecomprender nuestra situación en aquelmomento, íbamos a rodear la Luna, nosabíamos qué le había ocurrido a lanave y estábamos mirando por lasventanillas, intentando tomar el mayornúmero de fotografías posible antes desalir disparados por el otro extremo, decamino a casa. En aquel momento, talvez pensé que debíamos hacer tantasfotos porque pudiera ser que la nuestra

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fuera la última misión a la Luna enmucho tiempo… Pero ahora, desde aquí,después de ver la forma en que harespondido la NASA para traernos a laTierra, ya no pienso lo mismo. Creo queahora se trata de analizar cuáles hansido los problemas y yo diría quepodremos superar este incidente y seguiradelante. A mí no me daría miedo ser elsiguiente.

Lovell se calló y miró a lospresentes. No fue una respuesta perfecta;no volvería a responder así si dispusierade un poco más de tiempo para pensarlo,pero comprendió que era esencialmentecierta. Sólo deseaba que alguien hiciera

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una nueva pregunta enseguida para pasara otra cosa.

Entonces intervino otro periodista.—Jim, siguiendo con ese tema, el de

volver a salir al espacio… Usted dijoque éste sería su último vuelo, pero quedeseaba pisar la Luna antes de retirarse.¿Cómo se siente ahora? ¿Le gustaríaembarcarse en el Apolo 14 y 15 o 16, oacaso Marilyn…?

El periodista no terminó la frase ydejó la palabra «Marilyn» en suspenso.Entonces la sala se estremeció de risitasahogadas. Lovell se rió con los demás yesperó a que se callaran para contestar.

—Bueno… estoy muy decepcionado,

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lo mismo que Fred y que Jack, por nohaber llevado a buen término la misión.Teníamos muchas ganas de alunizar,desde luego, y creíamos que Fra Maurotenía mucho que ofrecer. Pero éste hasido mi cuarto viaje espacial y haymuchas otras personas en la instituciónque todavía no lo han hecho, y debentener su oportunidad, porque poseentodas las aptitudes para ello. Se merecenuna misión. Si la NASA opina quenuestro equipo debe regresar a FraMauro, yo aceptaré encantado. Si no,creo que deben de hacerlo otros.

Esa respuesta, a diferencia de laanterior, Lovell no la meditó demasiado.

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Pero mientras iba pronunciando laspalabras, se dio cuenta de que las decíacompletamente convencido. Cuatroviajes eran suficientes; había otrosveinte pilotos más esperando; y, comohabía sugerido el periodista, estaba lacuestión de Marilyn. Después de PaxRiver y Oceana, el Gemini 7, el Gemini12, el Apolo 8 y el Apolo 13, la esposadel astronauta con más horas de vuelode toda América tenía derecho a esperarque no añadieran más horas a aquel lote.Aunque Jim Lovell era un piloto depruebas por naturaleza, por formación ypor su larga experiencia, estabadispuesto a respetar aquella expectativa.

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Sin embargo, si el comandante delApolo 13 había llegado al fin de suexploración personal de la Luna, laNASA no. En las factorías Grumman yNorth American Rockwell y en losedificios de ensamblaje del CentroEspacial, había todavía muchomovimiento de cohetes Saturn V y unaflota entera de vehículos Apolodispuestos para el lanzamiento. Antes deque los planificadores de vuelo de laAgencia pudieran empezar siquiera ahablar de emprender otro viaje espacial,habría que determinar la causa delaccidente que por poco acabó con lavida de sus tres astronautas.

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Hasta el momento habíandescubierto pocas pistas. Tras examinarlas fotos del Apolo 13 tomadas por latripulación, la NASA concluyó que nohabía sido un meteorito ni otro proyectildescontrolado lo que había dañado lanave. El orificio de la Odyssey eralimpio y no encajaba con la hipótesis deque un choque lateral con una rocaerrante hubiera destruido un tanque deoxígeno. Se decantaron más bien poralgún tipo de explosión del propiodepósito, que desencadenó una oleadade energía en el interior del módulo ydespués rajó su casco. El 17 de abril,pocas horas después de que el módulo

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de mando amerizara, Thomas Paine, eladministrador de la NASA, nombró unacomisión para que determinara loocurrido.

El grupo que designó Paine estabaencabezado por Edgar Cortright,director del Centro de InvestigaciónLangley de la Agencia en Virginia.

Lo componían otras catorcepersonas, entre ellas el todavía famosoNeil Armstrong, una docena deingenieros y administradores de laNASA y, significativamente, unobservador independiente que nopertenecía a la Agencia. La NASA sabíaque el Congreso, irritado aún por la

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investigación interna entre colegasrealizada a raíz del incendio del Apolo1, querría que hubiera un observadorexterno al habitual en todos los procesosde investigación del grupo; y la NASA,que seguía escarmentada por las vocesque había levantado en Washington suinvestigación privada, decidió cooperar.

La Comisión Cortright se pusorápidamente manos a la obra. Aunqueninguno de sus miembros podía adivinarqué acabarían descubriendo cuandoempezaron a investigar la causa de laexplosión del Apolo 13, sí que sabíanperfectamente lo que no iban a descubriruna sola causa distinta y evidente. Como

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bien saben los aviadores y los pilotos depruebas desde los días de los biplanosde madera y tela, los accidentescatastróficos de cualquier clase deaparato no suceden nunca a causa de unsolo fallo mecánico, al contrario, son elresultado inevitable de una serie defallos pequeños y aislados, ninguno delos cuales sería tan grave por sí solo,pero que, juntos, pueden derrotar hastaal piloto más experimentado. Losinvestigadores del grupo se imaginabanque el Apolo 13 había sido víctima, casicon total seguridad, de una serie deaverías casi inocuas.

La primera medida de revisión que

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tomó la Comisión Cortright fue examinarla fabricación del tanque dos deoxígeno. Cada uno de los componentesprincipales de una nave Apolo, de losgiroscopios a las radios, de losordenadores a los tanques decriogénicos, era revisado rutinariamentepor los inspectores de control decalidad, desde que se dibujaban losprimeros planos hasta el momento dellanzamiento, en la torre. Cualquieranomalía de fabricación puesta derelieve en las pruebas se anotaba y searchivaba. En general, cuanto másvoluminosa era la ficha que con eltiempo había ido acumulando cada

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elemento, más dolores de cabeza habíacausado. Y resultó que había unexpediente enorme del tanque dos deoxígeno.

Los problemas del tanque empezaronen 1965, cuando Jim Lovell y FrankBorman llevaban ya bastante tiempoentrenándose para el vuelo del Gemini 7y la North American estabaconstruyendo el módulo de del Apoloque más tarde sustituiría a la nave dedos plazas.

Como cualquier contratista queemprendiera una tarea de ingeniería taningente, North American no intentórealizar todo el trabajo de diseño y de

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ingeniería por sí sola, sino quesubcontrató ciertas partes del proyecto aotras empresas. Una de las tareas másdelicadas que delegaron fue laconstrucción de los tanques decriogénico de la nave, que se encargó aBeech Aircraft, en Boulder Colorado.

Beech y North American sabían quelos tanques que necesitaba la nueva navehabrían de ser algo más que merasbombonas aisladas. Para contenersustancias tan inestables como eloxígeno y el hidrógeno líquidos, lasvasijas esféricas exigirían laincorporación de toda clase dedispositivos de seguridad, como

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ventiladores, termómetros, sensores depresión y termorreguladores, quetendrían que sumergirse directamente enlas sustancias semicongeladas quecontendrían los tanques, y que ademástodos ellos habrían de accionarseeléctricamente.

El sistema eléctrico del Apolofuncionaba con una corriente de 28voltios: la energía suministrada por lostres vasos acumuladores de energíaeléctrica del módulo de servicio. Detodos los dispositivos instalados en elinterior de los tanques de criogénicosalimentados por ese sistema eléctricorelativamente modesto, el que requería

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un control más riguroso era el determorregulación. Habitualmente, elhidrógeno y el oxígeno criogénicos semantenían a una temperatura constantede -171 grados. Era lo bastante frío paramantener los gases en un estado líquidosemisólido y no gaseoso, pero todavíaera demasiado cálido para permitir lavaporización del líquido y sucanalización por los conductos quealimentaban los depósitos decombustible y el sistema ambiental de lacabina. Pero en algunas ocasiones, lapresión de los tanques descendíademasiado, impidiendo que el gaspasara por los conductos de

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alimentación y poniendo en peligro losdepósitos de combustible y a latripulación. Como precaución, se poníanen marcha los termorreguladores quehacían bullir parte del líquido yaumentar la presión interna hasta élnivel apropiado.

Por supuesto, la inmersión de unelemento calefactor en un tanque deoxígeno presurizado era una situación deriesgo, así que, para minimizar elpeligro de fuego o explosión, lostermorreguladores llevaban untermostato que cortaría la corriente enlas bobinas si la temperatura del tanqueaumentaba demasiado. Para los baremos

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normales, el límite máximo detemperatura no era muy alto: 27 gradosera lo máximo que los ingenieros podíanpermitirle a sus tanques superfríos. Peroen recipientes aislados cuya temperaturapredominante solía ser 215 grados másbaja, aquello era ya mucho calor.Cuando los termorreguladores estabanconectados y funcionando normalmente,los interruptores del termostatopermanecían abiertos, o conectados,completando el circuito eléctrico delsistema de termorregulación. Si latemperatura del tanque subía a más de27 grados, dos minúsculos contactos deltermostato se separaban, interrumpían el

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circuito y cerraban el sistema.Cuando North American firmó el

contrato con Beech Aircraft, le advirtióque los interruptores del termostato,como la mayor parte de todos los demásinterruptores y sistemas de la nave,tendrían que ser compatibles con la redeléctrica de 28 voltios de la nave. YBeech se ajustó a esas normas. Sinembargo, ese voltaje no era el único conel que funcionaría el vehículo. Durantelas semanas previas al lanzamiento y losmeses subsiguientes la nave pasabamucho tiempo conectada a losgeneradores de la plataforma delanzamiento de Cabo Cañaveral, para

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llevar a cabo las pruebas de los equiposde vuelo. Los generadores del Caboeran dínamos comparados con losinsignificantes vasos acumuladores deenergía eléctrica del módulo deservicio, que producían normalmente 65voltios de corriente.

North American acabópreocupándose porque esa diferencia decorriente relativamente tremendaderritiera el delicado sistematermorregulador de los tanques decriogénicos incluso antes de que la naveabandonara la plataforma delanzamiento, y decidió cambiar suscomponentes. También advirtió a Beech

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que pensaba anular los planos determorregulación originales ysustituirlos por otros que pudieransoportar las elevadas cargas de laplataforma de lanzamiento. Beech tomónota de los cambios y modificódebidamente todo el sistema determorregulación, o casi todo.Inexplicablemente, los ingenierospasaron por alto el cambio de losinterruptores y dejaron los antiguos de28 voltios con el nuevo sistema de 65.Los técnicos de Beech, de NorthAmerican y de la NASA revisaron eltrabajo de Beech, pero nadie descubrióla discrepancia.

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Aunque la presencia de interruptoresde 28 voltios en un tanque de 65 no teníapor qué ser causa suficiente paradeteriorar un tanque, al menos no más delo que, por ejemplo una mala instalacióneléctrica en una casa tendríanecesariamente que causar un incendiola primera vez que se acciona uninterruptor, el error, sin embargo, eraconsiderable. Las causas necesariaspara convertirlo en una catástrofe fueronotros descuidos, también humanos, y elComité Cortright no tardó endescubrirlos.

Los tanques del Apolo 13 fueronenviados el 11 de marzo de 1968, con

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sus interruptores de 28 voltios, a laplanta de North American Rockwell deDowney. Allí se ensamblaron a unmarco metálico, o estante, y fueroninstalados en el módulo de servicio 106.Éste fue diseñado para la misión Apolo10, en 1969, en la cual Tom Stanford,John Young y Gene Cernan llevarían acabo la primera prueba de un módulolunar en órbita alrededor de la Luna.Pero durante los meses siguientes, serealizaron pequeños progresos técnicosen el diseño de los tanques de oxígeno ylos ingenieros decidieron quitar los queya llevaba el módulo de servicio delApolo 10 y sustituirlos por otros más

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modernos. Los antiguos se remozarían yse destinarían a otro módulo de servicio,para un viaje posterior.

Quitar los tanques de criogénicos deuna nave Apolo era una tarea delicada.Como era casi imposible aislar untanque de la maraña de conductos ycables que salían de él, había que quitartodo el armazón, con todo sucorrespondiente equipo informático.Para ello, los ingenieros engancharíanuna grúa al borde del armazón, quitaríanlos cuatro anclajes que lo sujetaban ysacarían el bloque. El 21 de octubre de1968, el día en que Wally Schirra, DonEisele y Walt Cunningham amerizaron

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después de once días de viaje en elApolo 7, los ingenieros de Rockwelldesengancharon el armazón del tanquedel módulo 106 y lo alzaroncuidadosamente de la nave.

Sin que los operadores de la grúa losupieran, el cuarto anclaje no se habíasoltado, y al activar el motor del chigre,el armazón se elevó sólo cincocentímetros, se quedó bloqueado por elanclaje fijo, la grúa patinó y el armazónvolvió a caer. La sacudida producidapor la caída no fue muy grande, pero elmodo de tratar el incidente estaba muyclaro. Cualquier accidente en la factoría,por más nimio que fuera, requería que se

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inspeccionaran todos los componentesde la nave para comprobar que nohabían sufrido ningún daño. Seexaminaron los tanques del armazón quecayó y se descubrió que estabanintactos. Poco después se desarmaron,se remodelaron y se instalaron en elmódulo 109, que formaría parte delfuturo Apolo 13. A principios de 1970,el cohete Saturn V, con el Apolo 13encaramado a su proa, salió a laplataforma de lanzamiento para prepararel próximo lanzamiento, en el mes deabril. Y según descubrió la ComisiónCortright, allí fue donde encajó la últimapieza del rompecabezas del desastre.

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Uno de los hitos más importantes delas semanas previas al lanzamiento deun Apolo era el ejercicio conocidocomo prueba de demostración de lacuenta atrás. Durante el ejercicio, queduraba varias horas, la tripulación de lanave y el personal de tierra ensayabantodas las etapas conducentes a laignición real del cohete el día dellanzamiento. Para que ese ensayogeneral fuera lo más veraz posible, lostanques de criogénicos se presurizabancompletamente, los astronautas sevestían al uso y la cabina se llenaba conaire circulante a la misma presión queen el momento del despegue.

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Durante la prueba de demostraciónde la cuenta atrás del Apolo 13, con JimLovell, Ken Mattingly y Fred Haise, nose presentaron problemas significativos,Pero al final del largo ensayo general latripulación de tierra advirtió unapequeña anomalía: el sistemacriogénico, cuyos líquidossuperrefrigerados debían trasvasarseantes de cerrar la nave, se estabarebelando. El procedimiento de vaciadode los tanques de criogénicos no solíaser complicado; los ingenieros sólotenían que bombear oxígeno gaseoso enel tanque por uno de los conductos, paraque los líquidos salieran por el otro. Los

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dos tanques de hidrógeno, así como eltanque uno de oxígeno, se vaciaron sindificultad. Pero el tanque de oxígeno dosparecía estar atascado y sólo soltó un 8por ciento de sus 145 kilos de líquidosuperfrío, pero no más.

Al estudiar el diseño del tanque y suproceso de fabricación, los ingenierosde Cabo Cañaveral y de Beech Aircraftcreyeron descubrir dónde estaba elproblema. Sospecharon que, al levantarel armazón hacía ocho meses, el tanquehabía sufrido más daños de lo quesupusieron en un principio los técnicosde la fábrica, y uno de los tubos dedesagüe del cuello del recipiente se

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había desplazado. Eso hacía que eloxígeno gaseoso bombeado al interiordel tanque volviera a salir directamentepor el desagüe, sin afectar al oxígenolíquido que debía desaguar.

En un proyecto donde la toleranciade errores de los ingenieros seaproximaba a cero, una disfunciónsemejante debería de haber provocadola voz de alarma, pero en aquel caso nofue así. El proceso de vaciado de lostanques sólo se llevaba a cabo durantelas pruebas de la plataforma. Durante elviaje propiamente dicho, el oxígenolíquido de los tanques no saldría por eltubo de desagüe sino por una red de

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conductos completamente distinta, queconducía a los depósitos de combustibleo al sistema de ambientación quesuministraba aire respirable presurizadoa la cabina. Si ese día conseguían vaciarel tanque de alguna manera, losingenieros podrían volver a llenarlo eldía del lanzamiento sin tener quepreocuparse más por los conductos dellenado ni por el desagüe. Y se lesocurrió una técnica simple y elegante.

Con la temperatura y la presiónbajísimas, el contenido semilíquido deltanque no se movía. Pero uno de lostécnicos se preguntó qué ocurriría siutilizaban los termorreguladores. ¿Por

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qué no ponían en marcha el dispositivode calentamiento, que haría evaporarseel O2 haciendo que éste emanara sindificultad por el conducto de salida?

—¿Es ésta la mejor solución? —preguntó Jim Lovell a los técnicos de laplataforma.

Le habían convocado a una reuniónen el edificio de operaciones de CaboCañaveral, donde le explicaron elprocedimiento.

—Es la mejor que se nos haocurrido.

—¿Y ha funcionado bien el tanqueen todo lo demás? —insistió Lovell.

—Sí.

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—¿No habéis descubierto ningunaotra pega?

—No.—Y el tubo de desagüe no tiene

ninguna función durante el vuelo…—Ninguna.Lovell reflexionó un momento.—¿Cuánto se tardaría en cambiar el

tanque entero por otro nuevo?—Sólo cuarenta y cinco horas, pero

luego tendríamos que hacerle laspruebas de comprobación. Si se nospasa la ventana de lanzamiento, habríaque retrasar toda la operación un mes.

—Bueno —dijo Lovell tras otrapausa para meditarlo—, si estáis todos

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conformes con eso, yo también.Meses más tarde, durante la

investigación Cortright en CaboCañaveral, Lovell mantuvo su decisión.

—Acepté esa solución. Sifuncionaba, el lanzamiento se haría en sumomento. Si no, probablemente habríaque cambiar el tanque y eso retrasaríamucho la misión. El personal de pruebasde la plataforma no sabía que eltermostato del tanque no era eladecuado, ni pensó en lo que podríasuceder si los termorreguladoresfuncionaban durante demasiado tiempo.

Pero el termostato del tanquecontenía un interruptor inadecuado, el de

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28 voltios, y luego resultó que el sistemade calentamiento estuvo en marchademasiado tiempo. La noche del 27 demarzo, quince días antes del despeguedel Apolo 13, pusieron en marcha lasbobinas de calentamiento del segundotanque de oxígeno del módulo 109, Dadala gran carga de O2 que contenía, losingenieros calcularon que tardarían unasocho horas en vaciar el tanquecompletamente. Ocho horas eran másque suficientes para que la temperaturadel tanque superara el límite de 27grados, pero los técnicos sabían quepodían confiar en la actuación deltermostato para prevenir cualquier

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problema. Pero cuando aquel termostatoalcanzó la temperatura crítica e intentóconectar, la comente de 65 voltios querecibió lo fundió inmediatamente.

Los técnicos de la plataforma deCabo Cañaveral no podían saber que elpequeño componente que debía protegerel tanque de oxígeno se había soldado ypermanecía cerrado. Sólo se quedó uningeniero a cargo del proceso devaciado del tanque, pero todos susinstrumentos revelaron que los contactosdel termostato seguían cerrados, comodebía ser, indicando que el tanque no sehabía recalentado demasiado. La únicaposibilidad para saber si el sistema no

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estaba funcionando debidamente eraconsultar un indicador del panel deinstrumentos de la plataforma delanzamiento, que controlabapermanentemente la temperatura delinterior de los tanques de oxígeno. Si elmarcador subía a más de 27 grados, eltécnico sabría que el termostato habíafallado y apagaría el dispositivo decalentamiento. Desgraciadamente, elmarcador del panel de instrumentos nopodía subir a más de 27 grados. Con tanpocas posibilidades de que latemperatura interior del tanque alcanzaraese extremo, y puesto que ése era ellímite mínimo de la zona de peligro, los

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diseñadores del panel de instrumentosno consideraron que hubiera razónalguna para que el indicador marcaramás allá de esa cifra máxima. Pero loque no sabía, ni podía saber, elingeniero de servicio esa noche era que,con el termostato fundido y apagado, latemperatura interior de ese tanque subióde hecho a 538 grados, igual que unverdadero horno. Durante buena parte dela noche, el dispositivo de calentamientoestuvo en marcha, sin que la aguja delindicador pasara de los 27 grados,temperatura algo alta pero nopreocupante. Tras las ocho horas, elúltimo oxígeno líquido había hervido y

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se había evaporado, como pensaron losingenieros, pero también se habíafundido el aislamiento de teflón queprotegía los cables interiores del tanque.Dentro del tanque vacío corría una redde hilos de cobre desnudos, propensos aprovocar chispas, que no tardaría en sersumergida en un líquido sumamenteinflamable: oxígeno puro.

Diecisiete días después, y a casi370.000 kilómetros de distancia, JackSwigert, respondiendo a una petición derutina de tierra, puso en marcha lasaspas del tanque de criogénicos pararemover el oxígeno. Las dos primerasveces que Swigert había cumplido esa

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orden, las aspas habían funcionadonormalmente. Pero fue entonces cuandouno de los cables soltó una chispa, queprendió en los restos del teflón. Lasúbita elevación de temperatura ypresión del ambiente de oxígeno purohizo reventar el cuello del depósito, laparte más endeble del recipiente. Los136 kilos de oxígeno se convirtieronrepentinamente en gas, invadieron lazona de almacenamiento cuatro delmódulo de servicio, reventaron el panelexterior del vehículo y produjeron laexplosión que tanto asustó a losastronautas. Al salir disparado, unpedazo curvo del casco chocó contra la

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antena de alta ganancia de la nave,ocasionando el misterioso cambio decanal que el oficial de comunicacionesde Houston notificó al mismo tiempoque los astronautas informaban de laexplosión y la sacudida.

Aunque el tanque número uno no fuedañado directamente por la explosión,compartía conducciones con el tanquedos; la explosión arrancó parte de esosdelicados tubos y el tanque intacto sevació por ellos, vertiendo su contenidoal espacio. Por si eso no fuera bastantegrave, la explosión que sacudió la navecerró violentamente las válvulas dealimentación de varios de los

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propulsores de control de posición,inutilizándolos totalmente. Cuando lanave empezó a balancearse a causa de lafuga del tanque uno y de la propiaexplosión, el piloto automático puso enmarcha los propulsores para intentarestabilizar la posición de la nave. Perocomo sólo funcionaba parte de loscohetes, era imposible que el Apolorecobrara el equilibrio. Cuando Lovellse hizo cargo del control manual del casiinútil sistema de posición, no corriómejor suerte. La nave se pasó dos horasmuerta y a la deriva.

Ésas fueron las teorías propuestaspor la Comisión Cortright, que más tarde

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fueron confirmadas, cuando secomprobaron sus corazonadas técnicas.En las cámaras de vacío del CentroEspacial de Houston, los técnicospusieron en marcha el dispositivo decalentamiento de un tanque exactamenteigual al del Apolo 13 y descubrieronque, efectivamente, el termostato sefundió y se quedó bloqueado; despuésdejaron funcionar el sistema decalentamiento, igual que sucedió a bordodel Apolo 13, y comprobaron que elteflón de los cables se derretía; yfinalmente, removieron los gasescriogénicos igual que en el Apolo 13 yvieron que uno de los cables soltaba una

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chispa, que hacía estallar el tanque porel cuello y que después reventaba elpanel lateral del módulo de servicio deprueba.

El otro misterio que quedaba porresolver era la causa de la desviaciónde la trayectoria de la nave mientrasregresaba a la Tierra, y dicha tarea seconfió a los Telmu. Los controladoresde vuelo concluyeron que el Aquarius sehabía desviado no por una fuga sindetectar de un tanque o un conductodeteriorado, sino por el vapor queemanaba de sus sistemas derefrigeración. Los chorritos de vaporque emitía el sublimador de agua al

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echar al espacio el exceso de calornunca habían afectado la trayectoria delLEM, pero sólo porque el módulo lunarno se ponía nunca en marcha hasta queestaba a punto de iniciar la órbita lunar,justo antes de separarse de la navenodriza y dirigirse a la superficie de laLuna. Para un viaje tan breve, lainvisible pluma de vapor no era lobastante consistente para desviar elrumbo del LEM. Pero en un recorridolento en vuelo libre de 444.000kilómetros, esa emanación casiinsignificante fue más que suficientepara alterar la trayectoria de vuelo de lanave, impulsándola hacia el borde del

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corredor de reentrada.A finales de la primavera, la

Comisión Cortright publicó susdescubrimientos, reconociendoimplícitamente que no tenía por quéhaber ocurrido ninguno de esosproblemas, pero destacando que éstoshabían sido meramente técnicos, y que almenos la NASA había evitado elterrible espectro de ver a tresastronautas muertos en órbita perpetuaalrededor de la Tierra en una nave sinvida.

La mayor parte de la comunidadespacial de Houston saltó sobre elinforme cuando se publicó, pero Jim

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Lovell, Jack Swigert y Fred Haise no.En ese momento, los hombres cuya vidahabía sido afectada más directamentepor el termostato fundido, el termómetromal calculado, la explosión del tanque yel vapor del sistema de refrigeración,estaban en el extranjero, realizando unade las últimas tareas de su misión: lagira por cinco naciones que la Agenciahabía organizado para ellos.

Ocho meses después de que lostripulantes del Apolo 13 regresaran desu viaje de buena voluntad, el Apolo 14,equipado con interruptores de termostatode mayor voltaje, cables reforzados y untercer tanque de oxígeno instalado en un

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armazón aparte del módulo de servicio,despegó con destino a Fra Mauro. JimLovell se pasó gran parte del viaje enControl de Misión, contemplando conexpresión impasible cómo Al Shepard yEd Mitchell dejaban las huellas de suspies en las colinas que Fred Haise y élnunca hollarían. Poco tiempo después,Lovell, apartado de la rotación de losvuelos lunares, dejó el Programa Apolopara pasarse al Programa de laLanzadera, que acababa de estrenarse.Allí trabajó con los fabricantes quepresentaban sus proyectos para diseñarel inmenso panel de instrumentos de lanave.

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Una tarde, en la planta McDonnellAircraft de St. Louis, donde Lovellestaba estudiando unos planos sobre lacolocación de interruptores yexaminando muestras de salpicaderos,levantó la vista y echó una mirada a sualrededor. De repente recordó quequince años atrás había trabajado en lamisma sala de aquella factoría, cuandoera tan sólo un joven oficial de laArmada, procedente de Pax River, quecolaboraba en el diseño del panel deinstrumentos del nuevo Phantom F4H.Después de casi veinticinco años devuelo, que incluían dos viajes de órbitaterrestre y otros dos a la de la Luna,

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comprendió que había cerrado elcírculo. Esa noche, y para siempre, JimLovell se montó en su T-38 y volvió a sucasa, en Timber Cove, junto a sufamilia.

El resto de la familia apareció encasa de Jim y Marilyn Lovell, enHorseshoe Bay, poco antes del mediodíade la víspera de Navidad. Como todaslas anteriores desde que habían nacidosus quinto, sexto y séptimo nietos,aquélla fue una llegada muy ruidosa. Losprimeros fueron Lauren, de dieciséisaños, Scott, de catorce y Caroline, denueve. A continuación, en un torbellino

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aún más bullicioso, aparecieronThomas, de doce, Jimmy, de ocho, yJohn, de cuatro. Y detrás entraron suspadres, agotados. Allie, que acababa detranquilizarse después de su intensaexploración de los objetos frágiles de lacasa, se repuso inmediatamente al vertantas caras nuevas y se dirigió a gatas areunirse con el grupo.

Se cruzaron saludos y se dejaron lospaquetes. Después, como podía haberpredicho Lovell, uno de sus nietos, John,salió corriendo hacia su estudio. QueLovell recordara, no había habido ni unasola visita en la que John no se hubieradirigido hacia la habitación forrada de

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madera llena de trofeos; tampoco Lovellno había dejado de preguntarse si sunieto consideraba todos aquellosrecuerdos algo más que juguetes.

Ese día, Lovell permitió que Johnjugara a solas unos minutos y luego lesiguió. Como tantas otras veces, Johnestaba parado frente al globo lunar de unrincón del estudio. Era un globo grande,de un metro de diámetro, con todos losdetalles de la moteada superficie de laLuna. Por toda la superficie de la esferahabía quince flechitas de papel queindicaban los lugares de alunizaje de losvehículos, tripulados o no, que habíantenido lugar a lo largo de los años.

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Estaban señalados los de las sondasRanger americana y Luna soviética, losSurveyor americanos y los Lunokhodsoviéticos. Y por supuesto, los Apoloamericanos.

Pero en ese momento no se veían lasflechitas ni los demás detalles de lasuperficie. John, como solía hacersiempre, había hecho girar la gran bola yla estaba mirando atentamente, dándolemás impulso con la mano derechacuando amenazaba con detenerse. Lovellse quedó un poco atrás, observando loscráteres y los mares, las colinas y lasdepresiones, rodando en una granmancha monocroma, y después se situó a

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espaldas de su nieto. Tendió el brazo,frenó la rotación del globo con la palmade la mano y con la otra apartó al niñohacia el alféizar de la ventana, dondeestaba el visor óptico del Aquarius.

—John, quiero enseñarte algo que tegustará —le dijo el comandante.

A espaldas de Lovell, el globo lunarse detuvo chirriando, con una de susflechitas apuntando perpetuamente a FraMauro.

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Cronología de lamisión Apolo 13

Tiempo de misión yacontecimientos significativos

00:00:00Despegue.

02:35:46Inyección translunar.

30:40:50Encendido de corrección de mediocurso para entrar en la trayectoria de

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regreso libre.

55:54:53Estalla el tanque de oxígeno dos.

57:37:00La tripulación abandona la Odyssey.

61:29:43Encendido del motor del Aquariuspara volver a la trayectoria deregreso libre.

77:02:39La nave desaparece por detrás de laLuna.

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79:27:39Encendido PC+2 del motor delAquarius para ganar aceleración.

86:24:00La tripulación empieza la adaptaciónde los cartuchos de hidróxido de litio.

97:10:05Estalla la batería dos del Aquarius.

105:18:28Encendido del motor del Aquariuspara corregir la trayectoria.

108:46:00

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Revienta el disco de helio delAquarius.

197:39:52Encendido de los reactores deposición de vuelo del Aquarius paracorregir la trayectoria de la nave.

138:01:48Lanzamiento del módulo de servicio.

141:30:00Lanzamiento del Aquarius.

142:40:46Empieza la reentrada.

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142:54:41Amerizaje.

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Protagonistas de lamisión Apolo 13

John AaronOficial de mando eléctrico yambiental (EECOM), Equipo Marrón.

Arnie AldrichJefe de sistemas, dirección deoperaciones de vuelo.

Don ArabianDirector de la sala de evaluación demisión.

Stephen Bales

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Oficial de guiado (GUIDO), EquipoMarrón.

Jules BergmanCorresponsal de ciencia, ABC News.

George BlissIngeniero de la sala de apoyo delEECOM, Equipo Blanco.

Bill BooneOficial de dinámica de vuelo (FIDO),Equipo Negro.

Jerry BostickFIDO, Equipo Marrón.

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Vance BrandComunicaciones con la cápsula(CAPCOM) y astronauta, EquipoDorado.

Dick BrownIngeniero de la sala de apoyo delEECOM, Equipo Blanco.

Clint BurtonEECOM, Equipo Negro.

Gary CoenOficial de guiado, navegación ycontrol (GNC), Equipo Marrón.

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Edgar CortrightDirector del Centro de InvestigaciónLangley de la NASA.

Chuck DeiterichOficial de retropropulsión (RETRO),Equipo Dorado.

Brian DuffDirector de relaciones públicas delCentro Espacial de OperacionesTripuladas, Houston.

Charle DukePiloto suplente del LEM del Apolo13, primer piloto del LEM del Apolo

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16.

Charlie DumisEECOM, Equipo Blanco.

Max FagetDirector de la rama de ingeniería ydesarrollo del Centro Espacial deOperaciones Tripuladas.

Bill FennerGUIDO, Equipo Blanco.

Bob GilruthDirector del Centro Espacial deOperaciones Tripuladas.

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Alan GlinesOficial de instrumentación ycomunicaciones (INCO), EquipoBlanco.

Jay GreeneFIDO, Equipo Marrón.

Gerald GriffinDirector de vuelo, Equipo Dorado.

Fred HaisePiloto del módulo lunar del Apolo 13.

Jerry HammackJefe del equipo de rescate de naves

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espaciales.

Willard HawkinsMédico aeronáutico, Equipo Blanco.

Bob HeselmeyerOficial de la Unidad de telemetría,electricidad y movilidad deactividades exteriores al vehículo(EVA) del módulo lunar (TELMU),Equipo Blanco.

Tom KellyDirector de ingeniería del módulolunar de Grumman Aerospace.

Joe Kerwin

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CAPCOM y astronauta, EquipoMarrón.

Jack KnightTELMU, Equipo Marrón.

Chris KraftDirector adjunto del Centro Espacialde Operaciones Tripuladas.

Gene KranzPrimer director de vuelo, EquipoBlanco.

Sy LiebergotEECOM, Equipo Blanco.

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Hal LodenOficial de control de vuelo delmódulo lunar (CONTROL), EquipoNegro.

Jack LousmaCAPCOM y astronauta, EquipoBlanco.

Jim LovellComandante del Apolo 13.

George LowDirector de Misiones y VuelosEspaciales.

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Glynn LunneyDirector de vuelo, Equipo Negro.

Ken MattinglyPrimer piloto del módulo de mandodel Apolo 13, piloto suplente delmódulo de mando del Apolo 16.

Jim McDivittComandante del Gemini 4 y delApolo 9.

Bob McMurreyFuncionario de protocolo de laNASA.

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Merlin MerrittTELMU, Equipo Negro.

Thomas PaineAdministrador de la NASA.

Bill PetersTELMU, Equipo Dorado.

Dave ReedFIDO, Equipo Dorado.

Gary RenickGUIDO, Equipo Negro.

Mel RichmondOficial de rescate.

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Ken RussellGUIDO, Equipo Dorado.

Phil SchafferFIDO, Equipo Dorado.

Larry SheaksIngeniero de la sala de apoyo delEECOM, Equipo Blanco.

Sig SjobergDirector de operaciones de vuelo.

Deke SlaytonDirector de operaciones de vuelotripuladas, astronauta.

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Ed SmylieJefe de la división de sistemas de latripulación, inventor del adaptador dehidróxido de litio.

Bobby SpencerRETRO, Equipo Blanco.

Bill StovalFIDO, Equipo Blanco.

Bill StrableGNC, Equipo Blanco.

Larry StrimpleCONTROL, Equipo Blanco.

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Jack SwigertPiloto del módulo de mando delApolo 13.

Ray TeagueGUIDO, Equipo Blanco.

Dick ThorsonCONTROL, Equipo Dorado.

Glenn WatkinsOficial de propulsión, sala de apoyodel TELMU.

John WegenerCONTROL, Equipo Marrón.

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Tom WeichelRETRO, Equipo Negro.

Terry WhiteFuncionario de relaciones públicas dela NASA.

Buck WilloughbyGNC, Equipo Dorado.

Milt WindlerDirector de vuelo, Equipo Marrón.

John YoungComandante de reserva del Apolo13,primer comandante del Apolo 16.

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Misiones Apolotripuladas

APOLO 7Tripulación: Wally Schirra, DonnEisele, Walt Cunningham.Lanzamiento: 11 de octubre de 1968.Amerizaje: 21 de octubre de 1968.Misión: Primera prueba de órbitaterrestre del módulo de mando-servicio, sin módulo lunar.

APOLO 8Tripulación: Frank Borman, Jim

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Lovell, Bill Anders.Lanzamiento: 21 de diciembre de1968.Amerizaje: 27 de diciembre de 1968.Misión: Primera órbita tripulada de laLuna, sólo módulo de mando-servicio.

APOLO 9Tripulación: James A. McDivitt,Dave Scott, Rusty Schweickart.Lanzamiento: 3 de marzo de 1969.Amerizaje: 13 de marzo de 1969.Misión: Primera prueba en la órbitade la Tierra del módulo de mando-servicio y el módulo lunar juntos.

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APOLO 10Tripulación: Tom Stafford, JohnYoung, Gene Cernan.Lanzamiento: 18 de mayo de 1969.Amerizaje: 26 de mayo de 1969.Misión: Primera prueba del módulode mando y el módulo lunaracoplados en órbita alrededor de laLuna. Stafford y Cernan vuelan en elLEM hasta una distancia de 16.500metros de la superficie lunar.

APOLO 11Tripulación: Neil Armstrong, MichaelCollins, Buzz Aldrin.Lanzamiento: 16 de julio de 1969.

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Amerizaje: 24 de julio de 1969.Misión: Primer alunizaje. Armstrongy Aldrin alunizan en el Mar de laTranquilidad y se pasean durante 2horas y 31 minutos por la Luna.Collins les espera orbitando la Lunaen el módulo de mando.

APOLO 12Tripulación: Pete Conrad DickGordón, Alan Bean.Lanzamiento: 14 de noviembre de1969.Amerizaje: 24 de noviembre de 1969.Misión: Segundo alunizaje. Conrad yBean alunizan en el Océano de las

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Tempestades, recogen rocas yrecuperan piezas de la nave Surveyorno tripulada, que alunizó cerca de allíen abril de 1967.

APOLO 13Tripulación: Jim Lovell, JackSwigert, Fred Haise.Lanzamiento: 11 de abril de 1970.Amerizaje: 17 de abril de 1970.Misión: Tercer intento de alunizaje. Alas 55 horas, 54 minutos y 53segundos de tiempo transcurridoestalla un tanque de criogénicos,ocasionando la pérdida de oxígenorespirable y de energía en el módulo

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de mando-servicio. La tripulaciónabandona la cabina de mando ysobrevive en el LEM hasta pocashoras antes del amerizaje, en queregresa al módulo de mando, suelta elLEM y entra en la atmósfera.

APOLO 14Tripulación: Alan Shepard, StuartRoosa, Ed Mitchell.Lanzamiento: 31 de enero de 1971.Amerizaje: 9 de febrero de 1971.Misión: Tercer alunizaje. Shepard yMitchell alunizan en las colinas deFra Mauro el destino previsto para elApolo 13.

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APOLO 15Tripulación: Dave Scott, Al Worden,Jim Irwin.Lanzamiento: 26 de julio de 1971.Amerizaje: 7 de agosto de 1971.Misión: Cuarto alunizaje. Scott eIrwin alunizan en el Arroyo Hadleyde los Montes Apeninos. Primeraprueba del vehículo lunar de tracciónen las cuatro ruedas.

APOLO 16Tripulación: John Young, KenMattingly, Charlie Duke.Lanzamiento: 16 de abril de 1972.Amerizaje: 27 de abril de 1972.

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Misión: Quinto alunizaje. Young yDuke alunizan en las colinas Cayley-Descartes, recorren 27 kilómetros enel vehículo lunar y recogen 100 kilosde muestras lunares.

APOLO 17Tripulación: Gene Cernan, RonEvans, Harrison Schmitt.Lanzamiento: 7 de diciembre de 1972.Amerizaje: 19 de diciembre de 1972.Misión: Sexto y último alunizaje.Cernan y Schmitt alunizan en LasMontañas Taurus, junto al cráterLittrow, recogen 125 kilos demuestras y despegan de la Luna tras

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75 horas y tres paseos lunares.

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Notas de los autores

Una de las ironías del periodismohistórico es que narrar la historia de unsuceso digno de figurar en portada suelerequerir más tiempo del que ocupa elacontecimiento mismo. La tripulacióndel Apolo 13 tardó alrededor de dosaños en entrenarse para su futura misióna la Luna y después la llevó a cabo enapenas seis días. La investigación y laescritura de Lost Moon (Apolo 13)superó por poco margen ese total, unosdos años y medio desde el comienzo dela obra hasta su conclusión, pero de

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hecho lo superó.Como muchos libros documento de

este tipo, uno de los autores también fueprotagonista de la historia relatada, peroa diferencia de otros muchos, la obraestá escrita en tercera persona. Si losacontecimientos clave de la misión delApolo 13 se hubieran producidoexclusivamente en la nave, un relato enprimera persona, el de la vozsingularmente bien informada delcomandante de dicha misión, habríatenido un sentido literario indudable.Pero, como indicaron los hombres ymujeres implicados en el vuelo espacial,la historia del Apolo 13 se desarrolló en

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distintos lugares.Por esa razón hemos intentado llevar

al lector al máximo número deescenarios posible: salas de redacción,salas de conferencias, hogares, hoteles,fábricas, buques de guerra, despachos,vestuarios laboratorios y, por supuesto,la sala de Control de Misión y la navepropiamente dichas. Y la única forma deconseguir esta especie de barridoomnisciente parecía ser la utilización dela tercera persona.

Por fortuna, aun veintitrés añosdespués del desenlace de la misión delApolo 13, existía un rico legado dedocumentos escritos y grabaciones sobre

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el vuelo. Miles de páginas dedocumentos y cientos de horas de cintas,relativas al vuelo en sí y a lainvestigación subsiguiente, seguían enpoder de la NASA, guardadas en susarchivos, a los cuales tuvimos un accesode favor. Las grabaciones y lastranscripciones de las conversacionesque se realizaron durante el vuelo, porel circuito cerrado del director de vuelo,el circuito aire-tierra y los diversoscanales que comunicaban Control deMisión y las salas de apoyo, nosresultaron muy útiles. Con frecuencia,escuchamos y leímos esascomunicaciones con intensa fruición.

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Pero con la misma frecuenciadegeneraban necesariamente en unajerga técnica incomprensible. Por lotanto, aunque las conversaciones delvuelo incluidas en el texto se tomarondirectamente de las cintas y lastranscripciones, en muchos casostuvimos que «editarlas», comprimirlas oparafrasearlas, en beneficio de lacomprensión y el ritmo. Pero nocambiamos en ningún caso el significadoo la esencia de su contenido. Losdiálogos incluidos en el libro de los queno quedaba constancia en cintas o papelfueron reconstruidos a través deentrevistas con alguno, y generalmente

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más de uno, de los implicados. Lainformación sobre los pensamientos y elestado de ánimo de Jack Swigert serecogieron de sus escritos, de losrecuerdos de sus compañeros de viaje, ode una entrevista que se grabó pocoantes de su muerte, y que el guionista ydirector de cine Al Reinert nos cedióamablemente.

No hace falta decir, aunque sena unanegligencia por nuestra parte el nomencionarlo, que igual que losastronautas del Apolo 13 tienen unaincalculable deuda de gratitud con elmodesto ejército de personas que lesayudaron a volver sanos y salvos,

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nosotros también nos sentimos obligadosa dar las gracias a un grupo, un pocomás reducido, por habernos dedicado sutiempo para que Apolo 13 se hicierarealidad. Muchas de esas personasfueron las mismas que tuvieron eseheroico comportamiento durante aquellasemana angustiosa de mediados de1970. Otras sólo recordaban la misióndel Apolo 13 como un acontecimientohistórico, pero tuvieron la sabiduría dereconocer sus méritos para ser contada.

Queremos reconocer nuestragratitud, entre los componentes delprimer grupo, a Gene Kranz, ChrisKraft, Sy Liebergot, Gerald Griffin,

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Glynn Lunney, Milt Windler, JohnAaron, Fred Haise, Chuck Deiterich yJerry Bostick. Por su inestimable ayuda,también queremos citar a Don Arabian,Sam Beddingfield, Collins Bird, ClintBurton, Gary Coen, Brian Duff, BillFenner, Don Frenk, Chuck Friedlander,Bob Heselmeyer, John Hoover, WaltKapryan, Tom Kelly, Howard Knight,Russ Larsen, Hal Loden, Owen Morris,George Paige, Bill Peters, Ernie Reyer,Mel Richmond, Ken Russell, AndySaulieris, Ed Smylie, Dick Snyder,Wayne Stallard, John Strakosch, JimThompson, Dick Thorson, Doug Ward,Guenter Wendt y Terry Williams.

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También hubo un pequeño grupo deélite, de hombres que podían entender,quizá mejor que nadie las experienciasde la tripulación del Apolo 13 durantesu misión, y que nos dieron su particularperspectiva, concediéndonosamablemente su tiempo paraparticiparnos sus pensamientos. Estegrupo selecto estaba compuesto porBuzz Aldrin, Bill Anders, NeilArmstrong, Frank Borman, ScottCarpenter, Pete Conrad, GordonCooper, Charlie Duke, Jack Lousma, JimMcDivitt, Wally Schirra y Deke Slayton.

También queremos dar las gracias,por abrirnos las puertas y los archivos

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de la NASA, a Brian Welch, de laoficina de relaciones públicas delCentro Espacial Johnson; a Hugh Harrisy Ed Harrisson, de la oficina derelaciones públicas del Centro EspacialKennedy; a Peter Nubile, deldepartamento de audio de la NASA; yespecialmente a Lee Saegesser, de laoficina de historia de la NASA enWashington D.C.

Aparte de los miembros de lacomunidad espacial que nos prestaronayuda, muchos representantes de losmedios informativos y editorialescontribuyeron a esta tarea dedicándoletiempo y energía. Apolo 13 no habría

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sido posible sin el notable talento y elilimitado entusiasmo de Joy Harris, dela agencia literaria Lantz-Harris, y MelBerger, de la agencia William Morris. Ysin el ojo crítico y el consejo editorialde John Sterling, de Houghton MifflinGompany, nuestra obra inicial nuncahabría mejorado ni tomado la formadefinitiva de Apolo 13.

Aunque casi todo nuestroagradecimiento es conjunto, cada uno denosotros quiere dar las graciasindividualmente a algunas personas. JimLovell nunca habría superado susmisiones en el Gemini 7, Gemini 12,Apolo 8 y sobre todo, Apolo 13, sin el

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cariño y el apoyo de Marilyn, Barbara,Jay, Susan y Jeffrey, ni habríaemprendido la tarea de contar la historiade esos vuelos sin su afecto y su apoyo.Su agradecimiento especial a Marilyn,que fue leyendo el manuscrito página apágina a medida que él lo escribía, aDarice Lovell, por su paciencia y suhabilidad para incluir las revisiones, y aMary Weeks, por su extraordinariaasistencia como secretaria.

Jeffrey Kluger a su vez, quiere hacerextensivo su agradecimiento a Splash,Steve, Garry y Bruce Kluger, y AleneHokenstad por su apoyo incondicional ypor escuchar, con expresión bastante

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cercana al interés, las descripcionesinterminables sobre la ciencia de loscardanes y la física de los propulsoresde descenso. Una enorme gratitudtambién al personal de la revistaDiscover y Disney Publishing, enespecial a Marc Zabludoff y RobKunzig, por leer y, en ocasionescuidadosamente elegidas, por suconsejo; a Dave Harmon y DeniseEccleston, por cederme un lugarmaravilloso donde trabajar y jugar; ysobre todo a Lori (T.C.) Oliwenstein,sin cuyo ánimo, muy oportuno yexpresado sucintamente, probablementeApolo 13 nunca se hubiera escrito. Mi

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aprecio y mi admiración también paraTaj Jackson, así como para NancyFinton, Josie Glausiusz y Theres Lutchi,del Programa de Periodismo Científicoy Medioambiental de la Universidad deNueva York, por transcribir horas yhoras de entrevistas sin dudaincomprensibles. Finalmente, quisieradar las gracias también a EvelynWindhager, por su generoso ojo crítico;a Marnie Cooper, por su granentusiasmo; y a David Paul Jalowsky,por sus antiguos buenos consejos.

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Tripulación del Apolo 1. Virgil «Gus»Grissom, veterano del Mercury 4 yGemini 3; Ed White, Gemini 4 (primeracaminata espacial) y Roger Chaffee,novato.

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Estado en el que quedó la cápsula Apolo1 tras el incendio durante una prueba decuenta atrás.

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La tripulación del Apolo 8, FrankBorman, James Lovell y Bill Anders. Elobjetivo inicial de la misión era laprueba en órbita baja del módulo lunar,pero al no estar este listo, se modificópara realizar el primer vuelo a la Luna.

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El retraso en la construcción del módulolunar provocó que el primer vuelo a laLuna se realizara con un sólo motor.

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El hombre, con el Apolo 8, por primeravez puede ver su propio planeta desde laLuna.

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Emblema de la misión Apolo 13.

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La tripulación del Apolo 13, Fred HaiseJr., John Swigert Jr. y James Lovell Jr.

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Jim Lovell, Comandante.

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Jack Swigert, Piloto del módulo demando.

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Fred Haise, Piloto del módulo lunar.

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Gene Kranz, director de vuelo delEquipo Blanco. Responsable dellanzamiento y de los momentos máscríticos de la misión. Se encontraba deservicio en el momento del accidente yarticuló las soluciones precisas para larecuperación a salvo de los astronautas.

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Prueba de la cámara de altitud.

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Los astronautas Lovell y Haise llevan acabo una simulación de una travesíalunar en Kilauea, Hawai.

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Haise en una practica sobre unasuperficie que simula la lunar en elCentro de naves espaciales tripuladas.

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Jim Lovell probando el traje EVA(actividad extravehicular).

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Fred Haise durante un entrenamientoEVA.

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Lovell y Haise durante un entrenamientoEVA en KSC (Kennedy Space Center).

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Fred Haise en el simulador del LEM

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(Módulo Lunar).

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Práctica de salida del agua en el Golfode México.

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Práctica de salida del agua en el Golfode México.

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Vehículo utilizado en las prácticas dealunizaje.

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Módulos de mando y servicio durante

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las pruebas posteriores al ensamblaje enel VAB (Edificio de ensamblaje devehículos).

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Módulos de mando y servicio durante la

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integración en la nave de lanzamientoSaturno V.

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Integración del módulo lunar.

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El Saturno V durante la fase final deensamblaje.

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Salida del Saturno V del edificio deensamblaje de vehículos.

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Traslado del Saturno V al lugar delanzamiento.

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Desayuno de los astronautas de lamisión Apolo 13 el día del lanzamiento.

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Traslado en camioneta hasta la torre delanzamiento.

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Los astronautas entrando en el ascensor

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que los conducirá al módulo de mando,a 105 metros de altura.

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Lanzamiento del Apolo 13, a las 13:13horas del sábado 11 de abril de 1970.

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El Saturno V supera la velocidad delsonido.

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Sala de control de las misiones Apolo.

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Gene Kranz mirando la transmisión detelevisión del Apolo 13 minutos antes deque comiencen los problemas.

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Vista del interior del módulo de mando.

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El Cento de control de la mision duranteel incidente con los tanques de oxigeno.

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Conferencia improvisada en el Centrode control 24 horas antes del regreso delos astronautas.

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Construcción del dispositivo ideado porEd Smylie para la purificación del airedel LEM.

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Vista de la Luna desde el módulo lunaren el momento de su máximoacercamiento.

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El módulo de servicio fotografiado porlos astronautas durante la separaciónantes del amerizaje, mostrando los

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daños padecidos durante la explosión.

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El módulo lunar, bote salvavidas de losastronautas, fotografiado en el momentode la separación del módulo de mando,poco antes de la reentrada.

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Descenso sobre el Pacífico, con losparacaídas principales desplegados.

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El portaaviones Iwo-Jima junto almódulo de mando.

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Salida de los astronautas del módulo demando Apolo 13.

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Llegada de la tripulación del Apolo 13al portaaviones Iwo-Jima.

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Gene Kranz contempla la llegada deLovell al portaaviones.

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Los astronautas a bordo delportaaviones Iwo-Jima.

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El Centro de control celebra la llegada asalvo de los astronautas.

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Rescate de la cápsula Apolo 13.

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Placa de la misión Apolo 13 que debió

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quedar en la Luna fijada a una de laspatas del módulo lunar.

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JIM LOVELL. James Arthur Lovell Jr. (25de marzo de 1928), es un ex-astronautanorteamericano de la NASA y capitánretirado de la Armada de los EstadosUnidos, conocido por haber sido elcomandante que trajo de vuelta a salvo ala averiada nave Apolo 13.

Lovell nació en Cleveland, Ohio, luego

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su familia se mudó a Milwaukee,Wisconsin, donde se graduó de bachilleren la Escuela Juneau. Más tarde estudióen la Universidad de Wisconsin durantedos años. Continuó en la AcademiaNaval de los Estados Unidos enAnnapolis, donde se graduó en 1952.Sirvió en la guerra de Corea. Tras serpiloto naval de pruebas, Lovell fueconsiderado para el proyecto Mercury,pero fue rechazado por una eventualidadmédica que luego fue valorada comoinofensiva. Fue seleccionado en 1962para el segundo grupo de astronautas dela NASA.

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Su primer vuelo fue, como piloto delGemini 7, en diciembre de 1965. Susegunda misión fue a bordo del Gemini12, convirtiendose en el hombre con máshoras de vuelo en el espacio. Luego fueseleccionado para formar parte de latripulación del Apolo 8, primera misióntripulada que se enviaría a la Luna, conel objetivo de realizar varias órbitas ypreparar las futuras misiones queaterrizarían en ella (Apolo 11 a 17). Fueel comandante de la misión Apolo 13,junto con Fred Haise y Jack Swigert, enlo que se denominó como un «gloriosofracaso».

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JEFFREY KLUGER (1954) es redactor dela revista Time y autor de varios librossobre temas científicos, comoSimplexity (2008); Solution Splendid:Jonas Salk y la Conquista de lapoliomielitis (2005); Viaje más allá deSelene (1999); y La Luna perdida: elpeligroso viaje del Apolo 13 (1994).