Antonio Mitre_ El Dilema Del Centauro

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ANTONIO MITRE El dilema del Centauro Ensayos de teoría de la historia y pensamiento latinoamericano Universidad Mayor de San Andrés La Paz, Bolivia i ffl CENTRO DE INVESTIGACIONES DIEGO BARROS ARANA

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ANTONIO MITRE

El dilema del Centauro Ensayos de teoría de la historia y pensamiento latinoamericano

Universidad Mayor de San Andrés La Paz, Bolivia

iffl CENTRO DE INVESTIGACIONES DIEGO BARROS ARANA

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© ANTONIO MITRÉ

"El dilema del Centauro" Primera Edición, julio de 2002

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A Kerime, mi palestina

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PREFACIO

Los textos aquí reunidos:dispares bajo múltiples aspectos, comparten rasgos que le con-fieren al libro una unidad no prevista originalmente. Por un lado, son todos ensayos, con las carac-terísticas propias a ese género de producción circunstancial que, sin trivializar los temas tratados, tampoco aspira al rigor sesudo del pensamiento sistemático. Equilibrándose entre la intuición poética y la reflexión filosófica, el ensayo, de larga tradición en la cultura occidental, repasa tra-yectorias, insinúa caminos pero no llega a recorrerlos plenamente y, así, fiel a su vocación medianera, acaba por tender, en las palabras de Picón-Salas, «un puente entre el mundo de las imágenes y el de los conceptos»'.

Respecto a su contenido, la presente compilación, no obstante la diversidad de asuntos de que trata, exhibe un orden. Una parte de los trabajos considera, desde un ángulo teórico, los dile-mas del Centauro —vale decir de la historia irremediablemente escindida entre su ancestral mitad ideográfica y su flanco moderno, fertilizado por el ímpetu nomológico del Ochocientos. En esa línea, se discurre sobre los peligros del positivismo y del empirismo radicales y se abordan los desafíos que debe encarar una historia crítica que, en lugar de hacer del pasado un expediente para ilustrar conceptos, se sirva de éstos para conocerlo.

Un número igual de textos está dedicado a la historia de las ideas latinoamericanas —un árbol que, otrora de frondosa y acogedora copa, se fue agostando en la degradada tierra del pensa-miento pre-científico. De hecho, el proceso de institucionalización de las ciencias sociales desata-do en los últimos cincuenta arios, lejos de incorporar la obra de los «pensadores» en la construc-ción de nuevos planos teóricos, la descalificó o menoscabó en bloque, reforzando así una tenden-cia hace tiempo visible en nuestro continente donde la empresa intelectual parece debatirse en el dilema de fundar el mundo ab ovo o seguir la moda ad aras.

Exento de tales incumbencias, analizo aquí la producción más significativa de cuatro pen-sadores —Domingo Faustino Sarmiento, José Enrique Rodó, Alcides Arguedas y Edmundo O'Gorman— que, además de su notable impacto, representan corrientes importantes del pensa-miento latinoamericano: el romanticismo, el arielismo, el indigenismo y el historicismo, respecti-

John Skirius (Compilador), El Ensayo Hispanoamericano del siglo u. México: FCE, 1981, p. I I.

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vamente. Un tema atraviesa la reflexión de todos ellos: la identidad cultural vista sobre el trasfon-do del conflicto entre tradición y modernidad.

En vez de separar los ensayos en dos grandes categorías, he preferido intercalarlos en aquellos casos en que la lectura previa de un texto teórico contribuye a esclarecer el punto de vista desde el cual se interpretan y analizan las ideas de un determinado pensador: Los artículos, la mayoría desparramados en revistas brasileñas y bolivianas a lo largo de los años, han podido juntarse en esta publicación gracias al solidario empeño de Carmen Gloria Bravo. Reeditarlos representa una oportunidad para enmendar errores y agradecer, al mismo tiempo, a Eduardo Mitre y a Tania Quintaneiro que, con paciencia y discernimiento, me los señalaron, contribuyendo a que el resultado fuese menos imperfecto. '

El título del libro es significativo por partida doble ya que:expresa también'la condición profesional del autor, dividido entre los deberes de la docencia en él Departamento de Ciencia Política de la UniverSidad Federal de Minas Gerais y el oficio de historiador: nada que un buen Centauro, híbrido por naturaleza, no pueda administrar a su favor.

I. HISTORIA: MEMORIA Y OLVIDO

Encuentros como el de hoy incitan a suspender el quehacer historiográfico habitual para discurrir sobre sus fundamentos'. Tentación bienvenida, siempre que prevalezcan la mesura y el buen juicio. Imagínense ustedes si cada vez que comenzamos a escribir una historia tuviésemos que elucidar, previamente, todos los dilemas teóricos o epistemológicos implícitos en su trama. Seguramente, no conseguiríamos salir de la primera línea, paralizados por el vértigo que provocan las cuestiones abismales cuyo trato exige una gimnasia mental que es más propia de la reflexión filosófica que de la práctica historiográfica. Pero a nadie habrá de causar espanto que, según cargan los años y mengua la vista, una quijotada nos impela a salir en pos de los fingidos molinos de viento. Clío agradecerá la audacia, y el lector el gesto.

Recelo que el tema de mi exposición provoque en este auditorio la misma sorpresa que ocasionaría una plática sobre las virtudes del pecado en una congregación de anacoretas. Y es que me propongo argumentar que en la historiografía, lo mismo que en la vida,_es tan in~ Olvido como la Memoria. Que la evolución del conocimiento depende no sólo de la capacidad de llenar vacíos sino también de la habilidad para crearlos. Y que la reconstrucción del pasado, al mismo tiempo que se apoya sobre viejos y nuevos descubrimientos, reclama disposición y método para olvidarlos. Internémonos en el bosque de las paradojas.

Es lugar común afirmar que la historia es la memoria colectiva de una sociedad; que un pueblo que olvida o ignora su pasado tiende a repetirlo, sobre torio en los errores, revelando, así, una frustrante ineptitud para aprender de la experiencia. En la misma línea de raciocinio, la pro-pensión de la sociedad humana a reincidir en el equívoco sería mayor que la del toro a embestir contra el rojo vano de la capa, y sólo conmensurable con su vocación para la muerte. Lenguaje metafórico aparte, tales formulaciones encubren más de una falacia y varias ambigüedades. Los sujetos colectivos —la "sociedad", el "pueblo" ola "nación"— no existen del mismo modo que el matador, que consigue imaginarse a sí mismo más allá de las contingencias del ruedo, aunque al hacerlo corra el riesgo de quedarse ensartado en las astas de la tautología. La sociedad carece de

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Conferencia proferida por el autor en el acto de ingreso a la Sociedad Boliviana de Historia el 30 de enero de 2001.

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semejante capacidad de desdoblamiento o, mejor, de introspección y no puede, por lo tanto, olvi-dar o recordar. En suma, ella es, fundamentalmente, un concepto. Y, sin embargo, su realidad no es menos contundente que la del toro como lo prueba la multitud de los encornudados por pensar que se trataba de una inofensiva ficción. Pasemos a desatar el primer nudo del dilema.

METÁFORAS DE LA MEMORIA

La memoria individuaLdiscurre entre dos instantes que le están inexorablemente vedados: el nacimiento y la muerte -acontecimientos definitivos cuyos registros sólo pueden ser externos al sujeto—. Para decirlo con Neruda: "Nunca recordaremos haber muerto... ni de nacer tampoco guardamos la memoria", así de sencillo. Lo que nos sucede en el tránsito de una punta a la otra es pasible de inventario personal, siempre que la imagen de lo vivido, latente en los laberintos del alma o patente en los surcos del cuerpo, comparezca a la luz de la conciencia. Veamos en qué consiste esta facultad específicamente humana que llamamos "recordar". En primer térmirio,-ella permite la representación de las experiencias, poniendo, como afirma Elías, lado a lado eventos que no sucedieron simultáneamente'. Parecería ser que, en el complaciente vano de la memoria, el tiempo se dis_olviese_en un único plano sincrónico—Pero el mismo acto de imaginación que junta los echos, paradójicamente, los separa y los diferencia,_secuencialmeute„en un "antes'p_ un "después", introduciendo i.,_por la_p_uerta-del-fondo;-la-dimensión-diacthnica. Y lo que es más curioso, todos los pasados de esa serie imaginada afloran en el presente sin confundirse con él. De esa manera, la'memoria-contribuye a organizar el torbellino de nuestras pewciones actualizán-dolas y fijándolas dentro de un ozdenr_e_co_nocibk_y, al hacerlo, nos ayuda a proyectar_d_futuro. Más importante aun, a huyes de operaciones tan complejas como espontáneas, la memoria funda-menta la identidad individual —aquella sensación de que "nosotros los de entonces", a pesar del verso y lo vivido, aún somos los mismos—. Suspendiendo el "mundo de la acción práctica", ella, la memoria, nos permite recorrer "toda nuestra existencia en su originaria e ininterrumpida singu-laridad'''. Así, por el recuerdo nos hacemos de un pasado ue se liega y se desdobla a la m dedos retablos, descortinando imágeneide nuestra infancikkogros y deinagdalenas, las deseo-ii lactojáys las recién salidas del horno con sus formas de lanzadera.

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Norbert Elias, Sobre el tiempo. México: FCE, 1989, 186. Ramón Ramos, "Maurice Halbwachs y la memoria" en: Revista de Occidente, septiembre, 1989, n.100, p. 66.

En suma, lainemórizes~~alyzoLnuldáskpuente que asegura el vínculo entre el sujeto y sus experiencias. Sujeto y experiencia: dos conceptos qu-é, unidos s or una con un-elóice-opulativa, vienen generando, hace siglos, una sucesión de dudas sobre sus Qu'Ag. ¿Acaso el sujeto y sus experiencias no son una y la misma cosa? ¿O es que las funciones de conservación y de orientación que la memoria desempeña se sustentan en la existencia de un ego subyacente tras cada percepción y substantivamente distinto de todas, ellas? La cuestión nos remite sin tardanza al escabroso problema de la conciencia y a las formas de entender el tiempo, el pasado, en fin, la historia.

Simplificando, es posible discernir dos concepciones arquetípicas sobre el tema. Una co-rriente, originada en Descartes, hace de la conciencia una_realidadiutónomie irreductible aja e) Otra, por el contrario, afirma que el yo no es otra cosa la corrkpit. ereepeiae de - nesryquepostu~ lar su _iasomulgoilistinte-a-dicha sucesión es una inferencia gratuita. La priperacostura radicaliza lá autonomía del cogitoy _tiende &considerar la realidad una_extensibn deaquéroeri—su defecto lo absolutamente distinto. La vertiente emoirista, en su versión más extrema, reduce la conciencia a la serie de sus cambiantes contenidos. Me detendré en la crítica a esta última que es la que más interesa a los propósitos de este ensayo.

La historia de Funes el memorioso, contada por Jorge Luis Borges, es el más perfecto ejemplo de una vasta memoria replicante que, convertida en espejo, pierde su capacidad de abs-tracción y,..en una suerte de amnesia al revés,pulyeliza la noción de sujeto.e_i_mposibilita la com-prensión del pásado5._ Aproximémonos al antihéroe borgeano para aprender de su experiencia. Ireneo se llamaba pero, como sucede a menudo, Más significativo era su mote: le decían "el crono-métrico", si bien que, antes de convertirse en una máquina registradora, Funes era un individuo distraído que "miraba sin ver, oía sin oír y se olvidaba todo, o casi todo". Hasta que un golpe accidental en la cabeza lo transfigura en su antípoda: una mente que ve aun cuando no mira, graba todo lo que escucha y no olvida casi nada. La nueva vida del protagonista comienza con un episo-dio especular, reflexivo, como conviene al tema del enredo las vicisitudes de una conciencia incapaz de olvidar. Lo primero que Funes memoriza son, justamente, las hazañas de los memoriosos registradas en la Naturalis historia y, más precisamente, la materia del primer párrafo del vigési-mo cuarto capítulo donde, a través de cuatro figuras clásicas, reconocemos las funciones de esa facultad humana y, por extensión, las tareas del historiador: así, la acción-de Mitriades Eupator, que administraba la justicia en los veintidós:idiomas de su imperio , apunta hacia el orden universal subyacente tras la multiplicidad de los fenómenos; en la proeza de Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos, identificamos la preocupación

Jorge Luis Borges, "Funes el memorioso", Artificios, en: Obras Completas, 1923-1974. Buenos Aires: Emecé

Editores, 1974, p. 415-490.

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por lo singular e irrepetible; Simónidesjnyen»rdeilmnemotecnia,..contribuye con su ciencia a recordarcolyilevarlos echos4IVIetrudormllepaid_or, asegura, con su arte, la fidelidad de la r rsesenta.ciOL_i. En comparación a ellos, Funes acusa hipertrofia dé las tres últimas funciones en detrimento de la primera —la capacidad de abstracción. Por este motivo, su experiencia puede ser aleccionadora, particularmente para nosotros, historiadores.

La mayor virtud de la mente de nuestro personaje consiste en grabar, con precisión y sin tregua, todas las impresiones que aportan a su ribera y el peor defecto, no poder expulsarlas ni saber qué hacer con ellas. Las imágenes se instalan con tal entereza en la conciencia del Memorio-so que no sólo incluyen elementos visuales sino también cualidades asociadas al olor y al sabor de las cosas percibidas. De todo ello resultan reproducciones tan fieles y pormenorizadas que, si se trata de rememorar lo sucedido en un día, Funes lleva un día para Iiacerló, instaurando, así, una suerte de zesente,Nrpetuo. El detalle insulso y el rasgo esencial se agolpan indiscriminadamente, reclamando la misma atención ea el momento del inventario. Ahí radica, precisamente, el proble-ma: sumergida por el peso de infinitos particulares, la mente del protagonista no avista el horizon-te -del concepto. Sin Capacidad de abstracción_pi discernimiento, lo valioso y lo inservible, la esencia y el pormerádole—riiiina por mezclarse en la cabeza del pobre Funes, como la vida en la vitrina de los cambalaches. Empachado de informaciones, el Memorioso resulta incapaz de contar una simple historia, lo cual exifflidaieconocer algún tipo de estructura, sentido o dirección en lósheekos, un desafio insopOrtable para semejante prodigio. Al rayar el alba, cuando la visita se preiar—a p ara irse,e1 propio Ireneo resume sin tapujos la consecuencia de su deplorable estado: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras".

Y, de hecho, lo es porque su mente, sin condiciones de abstraerse de la experiencia inme-diata, no consigue suspender, siquiera poí un instante, el torrente de imágenes que la arrastra. En la historia de Funes, el sujetó se disuelve en la corriente de sus percepciones o naufraga en ella, y su fekomenatipeffloriAllmina_pot destruir,,paradájicamenteja,propia identidad._Puede enten-derse el drama de una conciencia que, de tan porosa y cara al mundo, llega a fusionarse con él. Disuelta en sus percepciones, ella se narcotiza, aplacando el dolor insufrible de la vigilia: la pesa-dumbre de la vida consciente. Vida consciente qué es, sobre todo, un proceso de constante retrai-miento —descentramiento dirían los psicólogos—, en todo caso, un ir guardando distancias: pri-mero, respecto al mundo físico durante la infancia y, más tarde, frente a las propias percepciones, hasta llegar a verse uno mismo alejándose de espaldas. La condición del memorioso, impedida de acceder a ese punto de vista, recuerda la pesadilla tautológica de la Idea hegeliana. Bajo semejante destino, cerrar lospjosóim soñarequivalon.dejar quela-realidackse exlinsay,con ellaAILijeto que la contiene. Por eso el insomnio y su labor nocturna son para Funes tan esenciales, en el afán de no perderse, cómo para la Idea sus incesantes ardides. ¿Y qué tiene que ver todo esto con nuestros desvelos? Mucho, sin duda.

FUNES HISTORIADOR

La trayectoria del Memorioso puede ser entendida como una admonición, si bien extrema, sobre los peligros del historismo y del empirismo radicales o, más concretamente, segúnYerushalmi, sobre los "excesos de la historiografia moderna"6. Identifiquemos algunos de esos abusos, así sea de forma caricaturesca, justamente para demarcar sus principales rasgos y problemas.

No cabe duda que Ireneo lleva ventaja en aquello que ha sido, desde siempre, la ambición de todo historiador: la fijación y el registro exhaustiyo.del.aconteci~lingdar; Abandonar la especie, el género, la clase hasta alcanzar la cosa en sí ynnabrarlale_tal iLioslo_que-ent~r la palabra no haya ninguna ambigüedad. En suma, la parábola de la resurrecciónLcourensión del pasado en un único acto. Pero semejante designio, vale advertirlo a quienes aún insisten en alcanzarlo, redunda inexorablemente en el silencio; la única visión total e instantánea es la que precede a la muerte, el rayo que fulmina antes de que se pueda contar el enredo.

El propio Borges nos recuerda que Funes, como Locke, había desistido de ese propósito porque le pareciera un juego imposible: ¿cómo evitar la ambigüedad cuando una mente prodigiosa recuerda "no sólo cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado"?7. Dado que ninguna percepción o representación es idéntica a otra y que todas se registran y conservan en la memoria, entonces, ¿de qué modo diferenciarlas sin recurrir a la generalidad del concepto? Resulta obvio que cada acto de conciencia será otra percepción car-gada de incontables nuevos detalles esperando por un número igual de inéditos nombres propios. De modo que, como bien dice Nuño, ese furor denotativo terminaría "por no poder nombrar nada a fuerza de querer nombrarlo todo"8. La pesadilla especular no tendría fin ni sentido, como tampo-co los tendría un relato historiográfico que tuviese que identificar no sólo todas sus fuentes y referencias bibliográficas sino también las que éstas contienen, y así-indefinidamente hasta con-vertirse él mismo en un sistema de citas. La parábola nos remite a lugares conocidos.

La figura de Funes alude a la_dépristoriadorAue, reacio a la abstracción, alimenta la quimera de replicar el pasado, restituyéndolo á través dannselato_vacío deconceptosy.gthidó hechos. Con frecuencia, la historia escrita bajo ese impulso deviene, como la cabeza de Ireneo,

Yosef Hayim Yerushalmi, "Reflexiones sobre el olvido", en: Y. H. Yerushalmi; N. Loraux; H. Mommsen; J.C. Milner, G. Vattimo, Usos del olvido. Comunicaciones al coloquio de Royaumont. Buenos Aires: Nueva Visión, 1989, p. 25. J.L. Borges, "Fumes el memorioso", op. cit., p. 489. . Juan Nuflo, La filosofía de Borges. México: FCE, 1986, p.101.

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sentina de escombros, vaciadero de cachivaches. La caza al documento en toda temporada y el apetito insaciable por los datos de que hace gala gran parte de la producción actual se originan, con frecuencia, en la misma falacia que se advierte en la estrategia narrativa de Funes, según la cual sxplicar un acontecimiento equivale a reproducirlo en todos sus pormenores y, por lo tanto, cuanto mayor el número de informaciones a la mano más cerca se estaría de atraparlo. El resultado de esta clase de proezas es, por lo general, un puchero de perlas y desechos en el cual resulta casi imposi-ble reconocer los rasgos de una trama o el cuerpo de una simple historia. Sin estructura que lo modere y encauce, el texto tiende a engordar desmesuradamente hasta asemejarse al mapa del cuento que, proyectado para ser completo y fidedigno en todos los detalles, creció tanto que alcan-zó el tamaño exacto del territorio que debía representar. Imagínense ustedes la utilidad de seme-jante portento para el viajero que busca el rumbo en los caminos de la vida o de la historia. No hay duda que todo esfuerzo por replicar la realidad acaba reproduciendo su opacidad y desconcierto. Los espíritus envueltos en tal faena viven en un estado de perpetua angustia; nunca admiten que tienen materiales y pistas suficientes para estructurar un relato, y continúan peregrinando indefi-nidamente en pos de nuevas fuentes: el archivo virgen, la última referencia, el dato esquivo, real o imaginario, tal vez suponiendo, como Funes, que la guerra de los Cien Años exige cien años para ser contada. El pasado así concebido deviene un espectáculo aturdidor y aterrador de curiosidades, muy parecido al mundo de otro famoso mnemotécnico descrito por Luria, su médico, como "un laberinto de interminables digresiones".

Otro vicio de la memoria replicante se advierte entre los historiadores que, renuentes a desempeñar cualquier papel activo, se entregan solícitamente a sus documentos en la expectativa ingenua de que, dejándolos hablar, ellos lo dirán todo por sí mismos. Este tipo de historiador, convencido de su función mediúmnica, considera deber de oficio el reproducir fielmente las voces del pasado que,sólo él escucha y con tan magnífica excusa, limita su intervención al tedioso acto de abrir y cerrar comillas. Y, de esa forma, mientras va hilvanando citas, piensa, deportivamente, que las cosas así nomás se explican. Huelga decir que si, por un lado, no es tarea de historiadores reprender o corregir a los muertos, tampoco lo es creerles todo lo que nos dicen, por lo menos como explicación suficiente. Y no porque los muertos tengan la intención de engañarnos o de ocultarnos algo —que a veces también la tienen— sino porque ellos mismos podrían haberse engañado o no llegado a percibir tanto como nosotros que les sobrevivimos y que, supuestamente, tenemos más luces y elementos para interpretar lo sucedido.

9 A. R. Luria, A mente e a memória. Um pequeno livro sobre urna vasta memória. Sao Paulo: Martins Fontes, 1999 p. 136.

El presentismo que acusa la memoria secante de Funes también encarna en un tipo de historiografia que asegura su futuro, como Sherezade en las Mily una noches, costurando enredos sinfín sobre todo cuanto pueda ser imaginado, y en los que el relato, desprovisto de cualquier faro teleológico o conceptual, da la impresión de estar siempre comenzando, como la moda, y de que nunca terminará de contarse, como en un eterno taquipayanacul. De esa manera, trajeando casa-cas postmodernas, una legión de historiadores ha descubierto una clave eficiente para no perder la cabeza y todavía ganar el aplauso de un cierto público que consume al paso. Pero por más que esas historias, vistas desde arriba o desde abajo, o entretenidas en la comisura de los labios, se propon-gan democratizar la memoria colectiva, lo cierto es que, de tanto huirle a las ideas generales, "terminan esclavas de los registros sensoriales inmediatos"" .

En suma, un positivismo ingenuo, bajo distintos ropajes, continúa vivísimo en corrientes para las cuales el pasado es un cuerpo desperdigado en documentos, y la labor del historiador la de juntar sus pedazos. Los que comulgan- con esa idea participan en contienda tan desigual como la propuesta por Zenón en su famosa aporía y con idéntico resultado: la tortuga, léase el concepto, llevará siempre la delantera por más que Aquiles, el empírico, sea impulsado, cada instante, por una nueva andanada de datos recién destapados. La razón es simple: la historia no conoce otro idioma que el de los conceptos, y el acontecimiento sólo se hace inteligible cuando se lo sitúa, como diría Paul Veyne, dentro de su especie, en el marco de su generalidad'. Una vez más, lo estrictamente individual es innombrable; la sacrificada tarea de reconstituirlo desenterrando todo tipo de vestigios es una empresa que sólo puede desembocar en la tautología o en el silencio. Aunque es más frecuente que alguna noción de totalidad, mimetizada bajo distintos nombres —justicia, racionalidad, naturaleza, o progreso— se filtre solapadamente en el intento, provocan-do estragos aun mayores por la falta de un control crítico sobre su carga ideológica. Esto no signi-fica que debamos levitar en planos metafísicos, descuidando el objetivo precipuo de la historia —el registro y la explicación de los hechos—, sino simplemente que sepamos asumir, en serio, el esfuerzo estructurante y selectivo sin el cual el relato deviene un caos de impresiones, tal vez seductor y entretenido, pero escasamente iluminador. Tampoco se trata de estrechar o de jerarquizar el vasto horizonte del quehacer historiográfico. Estoy convencido de que en todas las ciencias so-ciales habrá siempre algunos espíritus apasionados por los meandros de la ideografía y otros por los

Taquipayanacu: una suerte de desafio musical entre cantores, que puede prolongarse por mucho tiempo, depen-

diendo de la habilidad de los contendientes. 11 Juan Nuño, op. cit., p. 99. u Paul Veyne, Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia. Madrid: Alianza Editorial, 1971,

p.17-18.

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desafios teóricos. Y es bueno que así sea, puesto que ambas tareas se reclaman y complementan. También puede ser que Yerushalmi tenga razón cuando dice que para los historiadores "Dios mora

xen el detalle". Pero, aun en este caso, no habría otra forma de reconocerlo que no sea apuntando hacia el concepto, la idea de totalidad que, al fin de cuentas, es la que dignifica() simplemente da sentido al detalle, habitando en él.

LA MEMORIA Y SUS ENEMIGOS

Desde sus orígenes la historia es un combate contra dos de sus peores enemigos: el olvido y su gran aliado, el tiempo, cuyo paso incesante va borrando "el pez y su latido", es decir, el pasado y su recuerdo. Es antigua la idea de que ser es perseverar en el tiempo y que la memoria es el recurso'felino con el que contamos para tal empresa. Pero la faena es de suyo paradójica porque el tiempo es la substancia de los hechos y, reflexivamente, del recuerdo. Aniquilando el tiempo, se elimina el acontecimiento, justamente lo que se pretende preservar en la memoria. Entonces, ¿cómo vencerlo sin que la historia se extinga con él? La respuesta dominante entre los griegos hizo de la Memoria una facultad orientada a la reminiscencia de esencias intemporales en detrimento del devenir, de tal forma que, como señala Ramos, para ellos recordar ya no era más "explorar y reconstruir el propio tiempo de la experiencia, sino por el contrario, huir, emanciparse del tiempo para instalarse en un pasado primordial que contiene el ser de las cosas"13. Es decir, todo lo que la historia no pretende ni quiere set Esa visión esencialista desemboca, con frecuencia, en una con-cepción circular del tiempo que, en sus múltiples versiones, hace del pasado, en sentido pleno, un presente perpetua y del conocimiento, una teoría de la anamnesis.

Pero no todas las concepciones cíclicas abogan por la repetición idéntica de los aconteci-mientos. A cada vuelta, una pzquefía variación, un detalle, pueden dar la apariencia de cambio —hasta recordar lo que sucedió alguna vez ya sería una forma de acrecentarle novedad al presente, un antídoto contra la pesadilla de especular—. En 1616 Lucilio Vanini escribió: "De nuevo Aquiles irá a Troya; renacerán las ceremonias y religiones; la historia humana se repite; nada hay ahora que no fue; lo que ha sido, será; pero todo ello en general, no (como determina Platón) en particular"". He ahí una formulación precoz de la tensión entre nomología e ideografia. Del mismo modo argu-mentará Paul Veyne que si Juan Sin Tierra volviera a pasar por segunda vez por aquí, "el historia-

13 Ramos, op. cit., 66. 14 J. L. Borges, "El tiempo circular", en: Historia de la eternidad. Obras Completas, p. 393.

dor narraría ambos sucesos y no se sentiría por ello menos historiador". Y no importa si cada vuelta fuese exactamente igual a la otra, continuaría siendo dos y, así, "jamás se repetirá la histo-ria, aunque llegara a decir dos veces la misma cosa"15. Pero basta mover uno de los espejos para que surja la mueca de la duda: tal vez no sólo la Historia se repite sino también el historiador que así la imagina y cuenta, en cada vuelta, con las mismas palabras. ¿Y entonces?

Entonces, tal vez sea mejor cambiar de perspectiva y pensar que el pasado es irreversible, que nada ni nadie puede alterarlo, ni siquiera el olvido. Y mucho menos el historiador que lo recuerda. La felicidad del amante que se trastrueca en pena al darse cuenta que era engañado en nada modifica la felicidad vivida o sentida antes del penoso descubrimiento. Esa afirmación borgeana se sustenta en una concepción intransitiva del tiempo. Éste es, en definitiva, el estado de conciencia del sujeto en cada momento y cada estado de conciencia es absoluto, como es autóno-mo el instante en que transcurre. Desde ese punto de vista "no hay historia (del universo) como no hay la vida de un hombre, ni siquiera una de sus noches; cada momento que vivimos existe, (pero) no su imaginario conjunto"16. La idea de simultaneidad, que supondría la noción de un tiempo homogéneo' y objetivo, resulta imposible en ese mundo fluido. Lo que se tiene en cualquier instan-te son estados de conciencia perfectamente paralelos e incomunicados. Y, entonces, dado que el tiempo es un proceso mental enraizado en la subjetividad, ¿cómo pueden compartirlo millares de hombres o aun dos hombres distintos? Bajo el prisma de la concienciaindividual, no hay respuesta posible a la pregunta formulada por Borges, el tiempo terminará siendo un adversario imbatible porque encarna en nosotros mismos, nos constituye y destruye a la vez:

Nuestro destino (...) es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la subs-tancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges".

Frente a tamaño descubrimiento, la memoria semeja un caballo de Troya que, en el mo-mento de burlar los muros de la ciudadela enemiga, devora más bien a los guerreros que lleva consigo. Sin embargo, la batalla no está perdida, el historiador conseguirá hacer de la debilidad su fortaleza, cabalgando sobre el lomo del adversario. Halbawchs propone esa estrategia cuando afirma que la ventaja de la memoria sobre el tiempo es que ella siempre sabe cómo acabó lo que

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Paul Veyne, op. cit, p. 47-49. 16

J.L. Borges, "Nueva refutación del tiempo", Otras Inquisiciones, Obras Completas, op. cit., p. 762. 17

lbid., p. 771.

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fue una vez. Es decir, puede mirar hacia atrás y unir los cabos de la experiencia; la flecha del tiempo no consigue realizar ese prodigio". Pero, aquí, la idea de tiempo con la cual trabaja el sociólogo trasciende el campo de la subjetividad para postularse como una construcción social, en la línea de Durkheim y de Elías. Desde esa óptica, el tiempo es de una vez histórico y natural, una noción abstracta y una herramienta muy concreta, una realidad colectiva y subjetiva, en fin, una institución social que se instala en la conciencia de los individuos hasta convertirse en "una pauta de autocoacción" a lo largo de sus vidas". A partir de tales presupuestos, será posible postular la simultaneidad de los acontecimientos —el engaño y la felicidad bajo un mismo techo temporal—y vincularlos causalmente. Todo lo indispensable para que el historiador pueda fungir de detective. Esa perspectiva, aun admitiendo que el muerto no resucitará ni el arrepentimiento hará desapare-cer los vestigios del crimen, está lejos de coincidir con la idea de un "pasado inmutable, indepen-diente de la experiencia presente". Por el contrario, considera que el presente es el que suministra siempre "los principios de selección y descripción" para la reconstrucción del pasado". No obstante sus logros, el historicismo implícito en dicha proposición no parece resolver satisfactoriamente el dilema de la memoria. Lo que se verifica es un mero desplazamiento del fenómeno especular que antes se situaba en el campo de la conciencia individual y que ahora se transfiere al de la "memoria histórica". Ésta, imaginada como una sucesión potencialmente infinita de exégesis, continúa repro-duciendo la pesadilla autorreflexiva presente en el principio de la subjetividad. ¿Qué hacer?

Tal vez aliarse con el enemigo, aprendiendo a olvidar. A la ancestral creencia de que ser significa perdurar en la memoria, debiera acompañarla otra que afirme, con igual convicción, que para perdurar en el tiempo también. es necesario olvidar. No hay nada de extraordinario en tal propuesta. Aun desde la óptica individual, lo recordado es muy poco con relación al inconmensu-rable alcance del olvido en nuestras vidas. Esa es la prueba más contundente de que el "yo" es algo más que la conciencia de su pasado. La idea del ser que se trasmuta sin tregua y que es otro a cada instante, "cambiando labios, piel, circulaciones", redunda, paradójicamente, en la abolición del recuerdo o en la adopción, inadvertida, de un punto de vista metahistórico. Pues, como bien dice Nietzsche, un hombre incapaz de olvidar lo vería todo "deshaciéndose en puntos móviles y per-diéndose en el río del devenir"21. Hay que buscarle un cauce a ese río sin veredas: el olvido metó-dico. Antes de elaborar esa idea, reflexionemos sobre las tendencias que contribuyeron a que la memoria historiográfica experimentase, en la época moderna, una suerte de amnesia del sentido.

18 R. Ramos, op. cit., p. 68. 19 N. Ellas, op. cit., 21. 20 R. Ramos, op. cit., p. 67. 21 Friedrich Nietzsche, "Da utilidade e desvantagem da história para a vida", en: Considerac5es Extemporáneas,

Os Pensadores, Sao Paulo: Abril Cultural, 1983, p. 58.

MEMORIA COLECTIVA Y MEMORIA HISTORIOGRÁFICA

Desde tiempos remotos Historia y Memoria han sido considerados términos, cuando no sinónimos, unidos en una relación simbiótica, aunque a veces conflictiva. Tanto es así que la no-ción de memoria y su valoración se han sujetado a las concepciones vigentes, en distintas eras, sobre lo que es o debe ser la historia. Sirviéndonos del análisis de Le Goff, consideremos, esque-máticamente, algunos aspectos relativos a tales vínculos y su transformación en el tiempon. Uno de ellos se refiere a la tensión entre memoria oral y memoria escrita que surge en la antigüedad clásica y perdura hasta hoy, envolviendo una cuestión crucial: la instrumentalización de la memo-ria histórica por el poder.

Inicialmente, la Memoria se articula positivamente a la tradición oral y el criterio de vero-similitud no se distancia de sus dominios, como puede observarse en Herodoto. Con la invención y difusión de la escritura, la tierra entera se transforma en una superficie donde se inscribe el recuerdo, provocando, entre otras cosas, cambios en la jerarquía de los sentidos: la vista sube de rango, asociándose a la idea de verdad, y el oído pasa a filiarse al engañoso canto de las sirenas. Muy luego surgirá el interrogante en torno a la eficacia de la palabra alada para preservar el recuerdo de los hechos. Para Tucídides la memoria oral, transmitida de boca en boca, se aleja del logos y, propensa al relato deslumbrante pero caótico, distorsiona el pasado, mientras que "la inmutabilidad de lo escrito es una garantía de fidelidad"". La polémica alcanza un punto alto en el Fedro de Platón, donde el dios Thot, inventor de las letras y de los dados, libra un duelo de argu-mentos con Tamuz, el rey solar. El primero considera su nueva invención, la escritura, un remedio —diríamos un calmante— para las aflicciones de la memoria, mientras que el segundo afirma que, por el contrario, la escritura hará aumentar el olvido de los hombres que pondrán su confiara en signos exteriores en vez de dirigirse a la verdadera fuente de todo conocimiento: el interior del alma donde "se inscribe el discurso que es capaz de defenderse solo"". Sócrates, arquetipo de oralidad, teme que la palabra escrita contribuya al debilitamiento de la memoria y que el texto, sin compromiso con la verdad, se transforme en un tablero donde las palabras rueden como los dados en el juego. Un claro prenuncio del culto a la superficie que se verifica en las modas literarias e historiográficas hace ya algún tiempo.

Aunque ya es posible, entonces, entrever el pleito entre la memoria colectiva y la memoria historiográfica, llevará siglos hasta que el mismo redunde en divorcio. Hasta muy entrada la mo-

22 Jacques Le Goff, El orden de la memoria. El tiempo como imaginario. Buenos Aires: Paidos, 1991. 23 Jean Marie Gagnebin, Sete aulas sobre linguagem, memória e historia. Rio de Janeiro: Imago, 1997, p. 30. 24 Platón, "Fedro, o de la belleza". Obras Completas, Madrid: Ediciones Aguilar, 1977, p. 881-882.

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dernidad, la transmisión oral y la comunicación escrita se entrelazan y apoyan mutuamente, del mismo modo que lo hacen la historiografia y la memoria colectiva. El gran cambio ocurrirá, sin duda, con la imprenta, que significará "la trivialización hasta la perversión de la actividad de recordar". Si, por un lado, la expansión de la obra impresa amplió dramáticamente el horizonte de la memoria colectiva; por otro, contribuyó a que el control de la misma se transfiriese gradualmen-te a instancias institucionalizadas por el Estado, reforzando el proceso de centralización y expro-piación de la comunidad que se observa, a lo largo del período moderno, en todo orden de cosas. La memoria colectiva, entendida como la rememoración de una experiencia común, se fragmenta y encoge bajo el impacto de la modernización que socava las redes de la tradición oral. Vivir en sociedad será, cada vez menos, "sinónimo de recordar juntos". La conciencia común, que Durkheim definiera como un sistema de cierta forma autónomo y con vida propia, va ocupando un espacio cada vez menor ante el desarrollo de la identidad y la conciencia individuales.

No menos importante es el hecho de que la memoria histórica y la memoria colectiva se separan. Lo que se verifica en realidad es casi una ruptura entre ambas dimensiones. Al igual que otras esferas de la vida social, la historia, como campo de conocimiento, se especializa, al tiempo que el historiador, convertido en un profesional de la memoria, se desgaja de la "vida orgánica de su pueblo"u. El pasado que brota de su pluma, como bien señala Halbwachs, ahora difiere del que late en la memoria colectiva "tanto en contenido como en su manera de reconstruirlo y hacerlo significativo" y, con frecuencia, se sitúa en franca oposición a aquél". Por su parte, la memoria colectiva muy poco sabrá de la reconstrucción especializada del pasado que albergan archivos y bibliotecas. Las razones para los mentados lapsos de la memoria colectiva, desde entonces un tópico con aires de lamento, habrán de buscarse en la fragmentación o interrupción de las redes sociales a través de las cuales se verifica la transmisión de la experiencia colectiva antes que en el desinterés de los individuos en frecuentar la farragosa producción de los historiadores.

La historiógrafia, en el esfuerzo de constituir su identidad como disciplina, saldrá en bus-ca de su propia memoria y, aspirando los valores cientificistas de la época, renunciará al papel de guardiana del fuego sagrado. El conocimiento histórico, escindido de la vida práctica, dejará de ser un faro que orienta la acción presente para convertirse en un conocimiento perfectamente inútil. O como prefiere Paul Veyne, "uno de los productos más inofensivos que haya elaborado nunca la química mental" —con las consecuencias benéficas y problemáticas que esto implica—. Desde esa atalaya desarmada, una legión de Funes se propondrá la tarea de restituir todo el pasado

a la conciencia del presenten. La proeza redundará en el fetichismo del documento y en la pérdida del sentido histórico, embotado por el peso de un caudal de informaciones donde lo valioso y lo desechable reclaman igual derecho de exhibición.

LAS ESTRATAGEMAS DEL OLVIDO

Es justamente en ese momento de rápida y acelerada expansión de la conciencia histórica que afloran las primeral preocupaciones sobre la necesidad del olvido como contrapeso a "la cantidad descomunal de indigestas piedras de saber que aún roncan, ocasionalmente, en la barriga del hombre moderno"". Nietzsche fue quien abogó de forma más incisiva por esa estrategia al realizar la crítica al historicismo de su tiempo. En la Segunda consideración inteinpestiva, especie de inventario sobre lo útil y lo dañoso de la historia para la vida, concluye que el exceso de cono-cimiento, "el saber ingerido sin hambre", había hecho del hombre de su tiempo un ser de cultura epidérmica e inservible para la vida:

Se trata de saber olvidar adrede, así como sabe uno acordarse adrede; es preciso que un instinto vigoroso nos advierta cuándo es necesario ver las cosas no históricamente y cuándo es necesario verlas históricamente. Y he aquí el principio sobre el que el lector está invita-do a reflexionar: el sentido no histórico y el sentido histórico son igualmente necesarios para la salud de un individuo, de una nación, de una civilización».

Desde entonces, la posibilidad de una ciencia del olvido o, al menos de un Ars Oblivionalis, se ha convertido en un tema recurrente en la literatura y en el ensayo social, aunque- no ha hecho mella entre los historiadores. Lo que aquí se propone de cara al futuro es algo menos heroico y más práctico. Primero, tomar conciencia de las formas solapadas y -Metódicas a través de las cuáles el trabajo historiográfico recurre al olvido para construir sus discursos. Valdría la pena entretener la hipótesis que, del mismo modo como todo individuo desaloja, incesante e inadvertidamente, el turbión de imágenes, sentimientos y percepciones que es la existencia cotidiana —y lo hace justa-mente para pasar de un presente a otro, para poder perdurar—, así también la labor del historiador

25 R. Ramos, op. cit., p. 80. 26 Y. Yerushalmi, op. cit., p. 23. 27 R. Ramos, op. cit. p. 79.

28 Y. Yerushalmi, op. cit., p. 23. 29 F. Nietzsche, op. cit., p. 62. 3o Citado por Yerushalmi, op. cit., p. 15-16.

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y sus progresos se fundamentan, premeditadamente o no, tanto en la memoria como en el olvido. El punto de partida podría ser la constatación de que el conocimiento historiográfico, exegético en esencia, es sobre todo una renovación del sentido. Desde ese punto de vista, la respuesta al dilema gue toda mnemotecnia del olvido supone es radical: escribir otra historia. Necesitamos reconocer, más allá de los resortes ideológicos, las razones epistemológicas que promueven rutinariamente la abolición de una parte de la memoria historiográfica, e identificar los modos en que ésta se realiza. Claro que la noción de olvido con la cual habrá de trabajarse no será la de "ausencia irremediable" sino, como en la hipótesis freudiana, "presencia meramente ausentada", como dice Nicole Loraux31. Es decir, memoria latente, despertada y adormecida intermitentemente. Umberto Eco, explorando las posibilidades de una semiótica del olvido, sugiere que, si bien resulta un contrasentido preten-der una técnica para olvidar, al menos se podría pensar en una estrategia para confundir a los recuerdos". Considero que es esa, precisamente, la vía historiográfica más trillada: interpretacio-nes superpuestas y recontadas de tal modo que no se sabe, ni se pretende saber, cuál es la correcta. El relativismo historiográfico practica el olvido, como le gustaría a Eco, "multiplicando las pre-sencias". La revisión de pasadas interpretaciones, obligatoria en los textos historiográficos, per-mite, al mismo tiempo, la continuidad y la afirmación del principio de la diferencia o, en otras palabras, crea la sensación de que conseguimos burlar la tautología.

Pero el camino más eficaz para olvidar con método, evitando que el documento se trans-forme en fetiche ;y la historia en periodismo, es fortalecer la dimensión conceptual o teórica de nuestra labor como refugio contra la pesadilla reflexiva de la conciencia postmoderna, la cual tiene, entre sus puntos programáticos, la trivialización del pasado. Es ella que mejor puede guiar-nos en la faena de reconocer lo importante y evitar que el aluvión de informaciones y de voces conviertan el discurso historiográfico en un ruido intolerable. Olvidar con método significa, en este caso, aprender a echar, "en la cisterna de lo que ya no tiene voz ni fuego", aquello que no es relevante a la explicación, asumiendo el papel estructurante que nos cabe al relatar una historia.

En La extraña vida de Ivan Osokin se cuenta el episodio de un joven que pide a un mago le conceda el deseo de volver a vivir los últimos doce años de su existencia, de modo que pudiese

evitar o, mejor, borrar para siempre todos los errores que había cometido en el pasado. El mago acepta estipulando una sencilla condición: el joven recordará todo, mientras no quiera olvidat34. Pero como lo que desea Iván es precisamente olvidar, terminará por equivocarse nuevamente. Del mismo modo, la sociedad, por más que los historiadores le recuerden su pasado, volverá a equivo-carse porque lo que necesita, como Iván, es olvidar. Si ella ha perdido algo no es la memoria, y sí, la noción de valor. Que quede claro, entonces, que lo que se propuso, durante esta charla, no fue la amnistía ni la amnesia, sino aprender a olvidar para recordar el sentido.

31 Nicole Loraux, "De la amnistía y su contrario", en: Y. Yerushalmi et al. op. cit., p. 27. 32 Umberto Eco, "Sobre la dificultad de construir un Ars Oblivionalis", en: Revista de Occidente, septiembre,

1989, n.I00, p. 25. 33 Ibid., p. 27.

J. B. Priestley, Man and Time. New York: Crescent Books,I989, p. 128.

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II. LA NOCIÓN DE IDENTIDAD EN LA TRADICIÓN RACIONALISTA

Y EL TEMA DE LA MODERNIDAD

La metáfora, como se sabe, es uno de los tropos literarios al cual recurrimos, con sospe-chosa familiaridad, para explicar los fenómenos que no conseguimos traducir al código de las ciencias. El espejo, por su calidad reflexiva, ha sido utilizado con frecuencia como un recurso analógico en el esfuerzo de elucidar el proceso de constitución de identidades colectivas". Los pueblos —se dice— tienen la costumbre de mirarse en otras culturas, y es frente a ese horizonte que acaban aprehendiendo su propia idiosincrasia. Sin embargo, bien vistas las cosas, el espejo no parece ser la metáfora adecuada para captar el sentido de esa experiencia. En el proceso de autodefinición cultural, las sociedades reconocen en sus vecinas lo que ellas mismas no son, mien-tras que el espejo hace todo lo contrario al reflejar positivamente los objetos que inciden sobre su superficie, ofreciéndonos, como señala Eco, una duplicación perfecta, si bien que invertida, del "campo estimulante"". Es cierto que la percepción que una determinada sociedad tiene de otra, a menudo no es más que un fenómeno proyectivo, un acto de exorcismo por el cual procura ahuyen-tar sus propios fantasmas, y habla más de ella que sobre la cultura aludida. De todas maneras, subsiste el hecho de que tal percepción, por más deformada que pueda reputarse, tiene un origen externo respecto del observador, cosa que no sucede en el caso de la imagen especular que es siempre "causalmente producida" por el referente. En suma, mientras que la representación cultu-ral pone de relieve las diferencias, la imagen especular es tautológica en relación al objeto: las imágenes culturales nos remiten siempre a la idea de "lo otro", el espejo nos devuelve siempre "lo

mismo". Pues bien, si nos detenemos por un momento en la noción de identidad, veremos que, sea

cual fuere el campo disciplinar o el punto de vista bajo el cual se la considere, ella presupone un

horizonte sui generis, capaz de reflejar la imagen inequívoca del objeto sin que, al mismo tiempo, ésta sea la duplicación simétrica del mismo. En síntesis, debe construirse a partir de un fundamen-to que haga posible el reconocimiento de la unidad en la diferencia. Ni refracción absoluta del

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Publicado en portugués en Revista &mese -- Nova Fase, Belo Horizonte, 1990, n. 49, p. 85-93. 36 Embuto Eco, Sobr,,os espelhos e outros ensaios. Rio de Janeiro.. Nova Fronteira, 1989, p. 19.

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espejo, ni opacidad de una trascendencia inabordable por el concepto, la noción de identidad, lejos de acceder a los términos de una definición, se presenta, más bien, como una paradoja. Los inten-tos de dar solución racional a este dilema se han debatido entre dos extremos: abolir la totalidad

xara salvar las especificidades, o renunciar a éstas en nombre de la primera. En el pensamiento filosófico moderno, sobre el cual pasaremos a concentrarnos, el tema

de la identidad aparece en el meollo de los esfuerzos realizados para fundar la trascendencia, enraizándola en el principio de la subjetividad. Desde entonces, la pregunta sobre la identidad asume, de una forma u otra, carácter biográfico y se explicita en un discurso tendente a superar la estructura reflexiva de la autoconciencia. Esta tarea supone que la razón se reconozca a sí misma no sólo como sujeto y objeto, sino que se sitúe más allá de ese acto reflexivo, esto es, fuera de sí. Es sobre el filo del contrasentido que entraña el propósito de recuperar la razón, enajenándola, que aflora, como veremos, el tema de la modernidad. Por ahora pasemos a considerar dos momentos importantes de esa historia.

EL DESPERTAR DE LA AUTOCONCIÉNCIA

Descartes fue el primero que tropezó con la paradoja que desde entonces viene desafiando al pensamiento occidental, empeñado en encontrar una salida de lo que parece ser un laberinto de imágenes especulares. El filósofo francés siente su vida y su tiempo como un estreno. Y un co-mienzo así es a todas luces significativo. Como se sabe, en el Discurso del Método, Descartes inicia la busca de un cimiento seguro para el conocimiento filosófico y, suspendiendo el juicio frente a las verdades adquiridas por vía de la religión, la ciencia ola costumbre, proyecta el espíritu de la duda sobre todos los campos del saber humano. Revocadas, provisionalmente, las garantías imputadas a Dios, la naturaleza o la historia, la razón queda enclaustrada en el umbral de sus propias percepciones y con ellas tendrá que habérselas para continuar el discurso que le permita salir del estado insufrible de la duda. En el umbral de la conciencia, ninguno de sus contenidos se muestra confiable, pues siempre es posible pensar que las ideas, sensaciones e imágenes que al-berga carecen de realidad y que no son sino apariencias, autoengaños o tal vez el pasatiempo tramado por un duende malcriado.

El vía crucis acaba súbitamente cuando el filósofo encuentra una verdad impermeable a los efectos corrosivos de la duda: puedo imaginar —dice Descartes—que no tengo cuerpo, que no hay mundo, que no ocupo ningún lugar, pero no puedo imaginar que yo no existo, ya que en el instante mismo de hacerlo afirmo mi existencia —cogito ergo sum"—. Esta verdad parece cristal de

roca por su transparencia y solidez. Veamos lo que se puede hacer con ella. En primero lugar, se observa que el cogito llegó a la autoconciencia vacío; hasta el último acto, ninguna de las percep-ciones que lo acompañaron llega a constituirlo substantivamente o a conformar su identidad. En otras palabras, la conciencia se revela como una realidad autónoma e irreductible a la experiencia. Al arribara este punto, el sujeto nada puede afirmar sobre la naturaleza real o ficticia de sus percepciones, y menos aún sobre la existencia o no de los objetos que parecen provocarlas. Toda pregunta lanzada en esta dirección acabará siendo aspirada por el remolino de la única afirmación posible hasta ese momento: "pienso, luego existo". La verdad de tal aseveración es evidente para la conciencia subjetiva que la reconoce como tal. La estructura de la autoconciencia se afirma, así, como un acto reflexivo puro: autosuficiente, pero intransitivo. Autosuficiencia e intransitividad, las dos cualidades paradójicas del principio de la subjetividad descubierto por Descartes y, ade-más, el punto de partida desde el cual habrá de buscarse la trascendencia. El desafio puede expre-sarse en los siguientes términos: ¿cómo realizar el camino de vuelta de la subjetividad al mundo, restituyéndole a éste el mismo grado de certeza racional que se manifiesta en el fenómeno reflexi-vo de la autoconciencia? En otras palabras: ¿dónde encontrar un fundamento que le permita a la razón subjetiva salir de sí misma para aprehender el mundo a su imagen y semejanza sin que le asalte la duda de que, en verdad, no hace otra cosa que contemplarse en el espejo?

Descartes cree salir del atolladero volviendo a la proposición inicial —pienso, luego exis-to— y, después de analizarla, concluye que tal afirmación se muestra como una verdad indudable porque se presenta a la conciencia como clara y distinta. De ahí extrae una regla general: «las cosas que concebimos clara y distintamente serán siempre verdaderas»". Munido de ese criterio de verdad, Descartes procurará asegurar el horizonte de la trascendencia comprobando racional-mente la existencia de Dios y del mundo físico (res extensa). Pero, al hacerlo, escamotea el proble-ma y termina por burlar el rigor de su propio método. De hecho, el carácter reflexivo de la propo-sición "pienso, luego existo" hace imposible la aplicación de las categorías de claridad y distinción a cualquier otro fenómeno que no sea el acto por el cual la razón subjetiva toma conciencia de sí. La verdad de su existencia se le revela al sujeto como clara y distinta tan solamente en el instante en que éste se piensa, y únicamente en virtud de ese acto de pensarse y no de cualquier otro. Convertir el criterio de claridad y distinción en regla autónoma y universal para comprobar la existencia de realidades ulteriores pone en riesgo el propio fundamento de la subjetividad, puesto que ya no sabríamos decir si éste es verdadero porque se ajusta a las normas de claridad y distin-ción o viceversa. En resumen, del cogito cartesiano no se puede derivar nada que no sea la reitera-ción incesante de sí mismo.

37 René Descartes, Discours de la methode. Paris: Vrin, 1962, p. 32. 38

Ibid., p. 33.

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La estructura intransitiva de la proposición cartesiana se asemeja a la matriz del mito ya que, como éste, toma autoevidente su verdad en el momento de actualizarse, y no en virtud de cualquier otro vínculo causal. Llevada a sus últimas consecuencias lógicas, la visión centrada en el principio de la subjetividad necesita, de hecho, recomenzar el mundo a cada instante o, lo que es lo mismo, perpetuarlo en el presente intransitivo de la conciencia para que no desaparezca de una vez. Este es uno de los sentidos que adquiere la idea de contrato en el pensamiento político moder-no. El desafio de vivir en sociedad implica la renovación incesante de una lógica que no nos devue. lva a la «libertad de la cárcel», que es la conciencia individual en el estado de naturaleza. El mito debe ser, como el fuego sagrado, reavivado periódicamente. Los aztecas, poseídos por una angustia cósmica semejante, realizaban, a su modo, este esfuerzo de sustentación del mundo, ofreciendo cotidianamente sacrificios humanos al dios Huitzilopochtli para garantizar el retomo ordenado de los días y las cosas. Lamentablemente, el mito moderno del contrato viene acompa-ñado de la leve sospecha —la conciencia— de que la razón subjetiva no asegura por sí sola la adhesión al pacto. Sucede, sin embargo, que el hombre no tiene vocación para la divinidad y no aguanta por mucho tiempo la idea de contemplarse eternamente en el espejo. Así, él romperá el cerco, invocando la existencia de nuevos o viejos ídolos —leyes naturales, fuerzas estructurales, tendencias providenciales o metahistóricas— que otra vez harán posible la ilusión de la trascen-dencia. Este tránsito supone un rosario de actos de fe que son otras tantas formas que encuentra la razón para perdonarse cada día. De todas maneras, la herida abierta por Descartes ya no podrá cerrarse fácilmente. La paradoja planteada por el carácter reflexivo del principio de la subjetividad dará origen, dentro de los límites establecidos por la filosofía cartesiana, al desarrollo de dos tendencias: por un lado, la subjetivación de la realidad y, por otro, la alienación o naturalización de la conciencia. Hegel fue el filósofo que vio con mayor lucidez el punto muerto a que había llegado la tradición racionalista iniciada por Descartes. Si con éste emerge por primera vez el desafio de fundar la noción de identidad partiendo de una sustentación eminentemente reflexiva como es la autoconciencia, con el idealismo se juega la carta decisiva para superar el dilema. Por eso, la filosofía de Hegel lleva, por un lado, basta sus últimas consecuencias la impronta del racionalismo clásico, al mismo tiempo que agota cualquier posibilidad de encontrar otra salida —que no sea la hegeliana— dentro de los límites de dicha tradición.

EL NARCISISMO DE LA-RAZÓN

Adorno ha insistido en la afirmación de que la filosofia hegeliana no puede derivarse «de ninguna sentencia, de ningún principio general» ya que ella sólo admite ser captada como totali-dad a través de la recapitulación completa de «todos sus momentos»". Si bien a primera vista esto pueda parecer una gran virtud, por otro lado envuelve un serio problema al sugerir que estamos delante de un sistema de ideas que se autoexplica, desembuchando desde dentro de sí mismo los criterios de normatividad por los cuales deberá ser juzgado. Una filosofía así copa todos los espa-cios, de tal forma que no deja margen al surgimiento de un punto de vista exógeno que permita reconocerla precisamente como aquello que pretende ser: una totalidad abierta e inconclusa. En su interior, el sistema hegeliano se nos presenta como una alucinante estructura de espejos donde no es posible reconocer las fuentes de las figuras que vemos proyectadas, una verdadera pesadilla especular. Sin tomar muy en serio la advertencia de Adorno, nos permitiremos resaltar las ideas que se relacionan con la perspectiva de este trabajo.

Debe reconocerse, primero, la enorme voluntad de síntesis que significa la filosofia de Hegel, empeñada en unir lo que hasta entonces había estado irremediablemente dividido en el pensamiento filosófico occidental: individuo-sociedad, concreto-abstracto, todo-parte, infinito-finito, sujeto-objeto. Entre avances y retrocesos, los intentos realizados en los siglos XVII y XVIII terminaron por privilegiar uno de los términos, sea reconociendo el carácter irreductible de tales oposiciones o, finalmente, postulando otros caminos, algunos infranqueables a la razón.. Hegel comprendió muy bien las consecuencias de las explicaciones que hacían depender el curso de la Historia de actos meramente volitivos o de fuerzas de carácter supra-histórico. En suma, conclu-siones de ese tipo amenazaban la continuidad del pensamiento filosófico que desde sus orígenes quiso ser una aventura racional. Si la travesía de la razón filosófica no fue un equívoco, sería necesario, entonces, buscar dentro de su propia historia la fuerza para salir del atascadero en que se encontraba.

Para superar el fenómeno reflexivo de la autoconciencia centrada en la subjetividad, Hegel propone estadios sucesivos de trascendencia que, como veremos, lejos de solucionar el problema, tan sólo lo postergan. La condición finita e intransitiva de la conciencia subjetiva queda, en un primer momento, superada en la esfera de la vida social o colectiva, es decir, en el conjunto de las instituciones humanas que configuran la historia de los pueblos y que Hegel denomina Espíritu Objetivo. A esta altura, la razón llega a alcanzar las dimensiones de la Historia Universal y consi-

39 Theodor Adorno, Tres estudios sobre Hegel, trad. Víctor S. de Zavala. Madrid: Taurus, 1981, p. 16.

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gue, de esta manera, transponer los límites de la subjetividad, pero al costo de perder la conciencia de sí de que gozaba inicialmente. Por eso será necesario postular un nuevo fundamento que propi-cie la reunión de las virtudes inherentes a los estadios anteriores, pero sin cargar con sus desventa-jas. Este nuevo horizonte lo constituye el Espíritu Absoluto, capaz de «conservar la infinitud y la totalidad del Espíritu Objetivo» y, al mismo tiempo, la «conciencia de sí «impresa en la subjetivi-dad°

No obstante, a través de semejante estrategia, constatamos que Hegel no hizo otra cosa que ampliar la reflexividad de la autoconciencia hasta hacerla coextensiva con el concepto de razón, de manera que ahora el problema radica en saber si ese movimiento hacia lo «otro» se ha reducido a lo «mismo»". La Razón Absoluta de Hegel acaba reproduciendo las mismas cualida-des de autosuficiencia e intransitividad que habíamos observado en el acto reflexivo por el cual la razón subjetiva toma conciencia de sí misma, sólo que, esta vez, en una escala infinitamente ma-yor. Al analizar el principio de la subjetividad en Descartes, vimos que del mismo no era posible derivar ninguna otra realidad ulterior: la verdad del cogito se agota en el horizonte de la autoconciencia. A la Razón Absoluta de Hegel le sucede algo muy parecido: de ella no se puede decir sino que es, a cada instante, conciencia de la síntesis total de su propia Historia. La razón se explica a sí misma al tomar conciencia de su movimiento y la Historia no tiene mas remedio que acompañarle -él paso, pues ella misma no es otra cosa que razón en movimiento. La temporalidad ya no podrá ser concebida como el horizonte de la trascendencia, puesto que se diluye en la intransitividad del acto reflexivo que significa el autocercioramiento de la Razón Absoluta. Por otra parte, la Historia, al ser emanación de aquella, se vuelve soberanamente irresponsable, dado que siempre Se podrán justificar los hechos como la consumación de una lógica inexorable. La razón, constituida en juez y parte, se dará mañas para disculparse de sus fechorías. El carácter abierto y fluido `del sistema hegeliano no permite fijar ningún criterio exógeno a partir del cual sea posible relativizado, es decir, identificarlo como un momento de una historia que lo trasciende; pero tal vez ésta sea la clave de su renovada actualidad. La enorme capacidad de digestión que exhibe lo vuelve complaciente a cualquier crítica pues siempre habrá una forma de absorberla como otro de los momentos necesarios por el cual despunta sonriente la cabeza de la Razón. Al final, no se sabe decir si la subjetividad se infló hasta el punto de confundirse con la Razón Abso-luta o si ésta se comprimió de tal modo que ya no cabe sino en la filosofia hegeliana:

I. Belaval (org), Historia de la filosofa. Lafilosofta alemana de Leibniz a Hegel. México: Siglo XXI, 1977, v.7, p. 281.

41 V. Descombes, Lo mismo y lo otro. Cuarenta y cinco años defilosoftafrancesa (1933-1978), trad. Elena Benarroch. Madrid: Ed. Cátedra, 1982, p. 31.

Pero, al elevarse al saber absoluto, la Razón acaba adoptando una forma tan avasalladora que no solamente resuelve el problema inicial de un autocercioramiento de la modernidad sino que lo resuelve demasiado bien: la pregunta por la genuina autocomprensión de la modernidad se desvanece en una irónica carcajada de la Razón".

LA CRISIS DE IA NOCIÓN DE IDENTIDAD

A partir de entonces, la conciencia respecto al callejón sin salida en que había desemboca-do la tradición racionalista, provocará las más variadas respuestas. En una dirección, la filosofia de Hegel será considerada como el límite del discurso racionalista cuyoi embarazós sólo podrían ser despejados emprendienáo la búsqueda de otras formas de trascendencia más o menos distantes de la senda trillada hasta ese momento. Los que permanecen fieles al linaje hegeliano prolongarán las coordenadas de su pensamiento hasta inventarle un final que unos-creen extraerlo en estado latente de su propia filosofia y que otros lo postulan como el comienzo de una nueva trayectoria. En ambos casos; la idea de Revolución —entendida sobre el trasfondo de la experiencia francesa—será la piedra de toque que permitirá mantener viva la llama de la fe, el horizonte de la trascenden-cia, sin abjurar de la Razón ni de la Historia.

Sin embargo, poco duraría la esperanza. Paulatinamente la Revolución fue perdiendo la gracia. Entonces, ya sin un final previsto o previsible, la Razón tendrá que hacer gala de todo su ingenio para continuar su travesía. Pero, ¿cómo hilvanar el relato de un viaje sin destino? Natural-mente, haciendo de la paradoja que representa una Historia sin fin el tema de la historia que se habrá de contar. Una historia así, que tiene como argumento la imposibilidad de su propio fin, tropezó con la fuente de la eterna juventud, encontró el «tema de la modernidad». En poder de este insólito descubrimiento, ya no será tan dificil imaginarle un principio: Habermas lo encontrará en Hegel que, a su vez, lo había situado alrededor de 1500; otros lo verán más atrás o más adelante. No interesa: lo importante es no dejar de contarla. El revisionismo es, despúés de todo, una forma eficiente de evitar el suicidio intelectual43.

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Jürgen Habermas, El discurso de la modernidad, trad. Manuel J. Redondo. Madrid: Taurus, 1989, p. 59. 43

Los títulos de muchos libros expresan a su modo la condición especular de la conciencia post moderna, sea destacando la reflexividad tautológica, como en el caso: Lo mismo y lo otro, sea recurriendo a los dos puntos para la proyección simétrica de la imagen invertida, por ejemplo, La historia de la modernidad: o La moderni-dad de la historia.

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En suma, la exacerbada conciencia del tiempo intrasitivo lleva, como obligado contrape-so, a una autofagia voraz que se expresa en la notable tendencia de las ciencias sociales a autoconsumirse, vale decir, a vivir de la lectura de sus propias vísceras. Y como de contar se trata, todas inclinan la cabeza ante el poder hipnótico de la palabra, y aquella que se dedica a revelar sus misterios —la lingüística bajo distintos paramentos— pasa a ocupar el lugar del mito. Así, las ciencias sociales acaban congregándose en torno de esa dimensión sagrada, al mismo tiempo que la historia vuelve a declarar, ufana, su antigua pasión narrativa.

LA PARÁBOLA DEL ESPEJO: IDENIIDAD Y MODERNIDAD EN EL

FACUNDO DE DOMINGO F. SARMIENTO

¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado pol-vo que cubre tus cenizas te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones inter-nas que desgarran las entrañas de un noble pueblo!«

Bajo el influjo de esa vocación mediúmnica inicia Sarmiento sus indaguiones sobre la cultura argentina. Comienzo aparatoso, teatral, dictado por el estilo romántico de la época —_por lo menos a primera vista. Pero fijándose bien, se insinúa, con inconfundible aire de pampa, un gesto esencial, compulsivo y, junto con él, el riesgo de perder la compostura. Amenazada por ese tigre agazapado desde la primera línea transcurrirá la obra, como la historia argentina, propensa a caer, a cualquier instante, en el vacío. País de soberbios desaflos literarios: la economía verbal de Borges y el Verbo pródigo de Giiiraldes, campaneando sobre la cuerda floja... el tango". Ante todo, el Facundo es expresión de ese temperamento afecto al equilibrismo, y una reflexión en torno a sus peligros.

Desde su publicación, en 1845, y hasta los días de hoy, el ensayo de Sarmiento se ha constituido en una referencia ineludible en el debate sobre la identidad cultural de los hispa- noamericanos. El retorno al Facundo ha sido emprendido tanto por quienes lo consideran un mar-co en el proceso de constitución de la idea nacional como por los que lo apuntan como uno de sus principales desvíos. Esa disputa plasma en las versiones iluminista y nacionalista, cada cual rei-vindicando para sí filiación exclusiva al curso legítimo de la historia e imputando:a la otra toda suerte de bastardías". No es mi propósito reseñar dicha polémica ni recaer en ella, sino poner en evidencia el sentido que aflora de las páginas del Facundo una vez que la modernidad que le servía

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Domingo E Sarmiento, Facundo: Civilización y Barbarie (edición preparada por Luis Ortega Galindo). Madrid Editora Nacional, 1975, p. 45. Esta edición incluye la introducción y los dos últimos capítulos sobre Rosas que el autor suprimiera en la segunda publicación del libro en 1851. Nuestras consideraciones sobre la obra se basan en la edición de Ortega y Galindo.

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"Campaneando", en lunfardo, significa vigilar, observar disimuladamente; alude al rastreamiento pendular que hacen los ojos, semejante al movimiento de la campana.

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Sobre esa discusión, ven José Luis Romero, A History ofArgentine PoliticalThought. Stanford Stanford University Press, 1968; 1 L. Romero & Fermín Chávez, Historicismo e Iluminismo en la Cultura Argentina. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1982; José Carlos Chiaramonte, Ensayos sobre la Ilustración Argentina. Entre Ríos: Universidad Nacional, 1962.

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de, inspiración y meta se convierte en el "tema" de una historia que discurre, paradójicamente, sobre la imposibilidad de su propio fin. Esa es la idea que pasaré a considerar.

EL PUNTO DE VISTA DE LA LECTURA

Aun antes de la crisis de la doctrina positivista, el pensamiento cultural latinoamericano acusa, en su conjunto, un cambio de dirección. Mientras el Ochocientos se abre sin reservas a la modernidad occidental y promueve activamente la homogeneización de la cultura, aplastando en el camino las realidades autóctonas que se resisten a la nivelación, el siglo XX mostrará, como tendencia dominante, la revancha de los particularismos, el renacimiento- de las idiosincrasias locales. Desde entonces, sea bajo el rótulo de indigenismo, historicismo, marxismo, populismo o dependencia, la afirmación y valorización de las especificidades será la piedra de toque para la organización de un nuevo tipo de discurso. Los cambios de vocabulario son significativos. Los términos "civilización", "ciencia", "progreso", que hasta ese momento gozaban de prestigio, pa-san a ser sospechosos y ceden gradualmente el sitial a otros como "autenticidad", "humanismo", "autonomía", "originalidad", los cuales, a su modo, señalan el notable distanciamiento que se iba produciendo respecto a la orientación racionalista de la fase anterior.

Pues bien, es bajo ése clima proclive a la inmanencia y profundamente impregnado de prejuicios antirracionalisfaS que serán examinados los pensadores del XIX, concluyéndose en la reprobación de la mayoría de ellos con el argumento de que sus ideas, lejos de revelar el "auténtico ser de la cultura", contribuyen más bien a ocultarlo. El relativismo histórico en el que supuesta-mente se inspiran los nuevos enfoques se esfuma una vez que se muestran incapaces de percibir el horizonte de una época, más allá del cual resulta anacrónico cualquier juicio. Es cierto que toda historia se escribe o se interpreta partiendo de los afanes del presente, lo que prueba que el pasado nunca es tan distinto. Justamente de. eso se trata, de establecer las semejanzas y las diferencias, apoyándose en algún principio de trascendencia que permita el autoconocimiento sin que éste se resuelva en una formulación tautológica. En suma, se trata del problema de la identidad que es, como veremos, el tema del Facundo.

Sin duda, la situación ha cambiado, y hoy nos cuesta creer, no sin motivo, en cualquier forma de alteridad. Pero, ¿qué culpa tienen los antepasados de que hayamos perdido la inocencia? Acostumbrados a vivir nuestro tiempo como un presente intransitivo, trasladamos con excesiva facilidad este estado de ánimo a otras épocas, cuando los hombres todavía pensaban que la tras-cendencia histórica no sólo era posible, sino un destino inexorable. Las interpretaciones sobre el libro del escritor argentino han sido, por lo general, poco sensibles al insistir en una lectura dema-

siado "actualizada" de su pensamiento, sin reparar que el autor se sitúa bajo un arco cronológico menos vulnerable a los fenómenos autorreflexivos en los que se debate la conciencia de nuestra época. De hecho, cuando Sarmiento escribía su obra, la civilización europea, con su repertorio de ideas y creencias, era la flecha que le señalaba la dirección del futuro.

Y, sin embargo, es innegable que ahora, una vez instalada la modernidad y rota la ilusión de la trascendencia, el Facundo, en vez de agotarse, se muestra cada día más rejuvenecido y, a pesar de haber mermado la fe en el progreso, continúa pleno de sentido, lo cual nos hace sospechar que, tal vez, no era aquél su principal sustento. Entonces, ¿por qué poner reparos a los que inter-pretan el libro de Sarmiento sin la mesura que la conciencia de sus años aconseja? Por dos moti-vos. Primero, porque al descuidar la dimensión temporal no se han preocupado en determinar el lugar que ocupa el horizonte de la modernidad europea en la trama general del Facundo, llegando a confundirlo con el tema de la obra cuando, en verdad, no es sino el trasfondo sobre el cual se produce el reconocimiento de una realidad mucho más próxima. Segundo —y esto puede parecer un contrasentido— por no haber sido consecuentes con el punto de vista "post-moderno" desde-et cual realizan sus observaciones. Me explico. Una vez que, con el paso del tiempo, la línea de visión se va acercando hasta el punto en que la "otra" realidad se vuelve "lo mismo", la obra pone de manifiesto el carácter autobiográfico y reflexivo de su contenido y, consecuentemente, las paradojas en que desagua la búsqueda de la identidad cultural en el mundo moderno. La crítica, lejos de aprovechar esta dimensión, visible desde la atalaya histórica en que nos encontramos, ha optado por sustituir el principio de alteridad explícito del Facundo —la modernidad europea y sus valores— por otro esquivo, subterráneo, que se reputa inmune a los espejismos y capaz de consti-tuirse, en el momento oportuno, en el criterio que distingue lo que es real de lo que es ficticio. A partir de ahí, los dos conceptos básicos en torno de los cuales se organiza la obra —Civilización y Barbarie— pasan a nombrar realidades culturales definidas y contrapuestas —Europa y América, respectivamente— y asumen contornos idiosincrásicos que no condicen con la tradición raciona-lista de la que, en parte, proviene el Facundo, ni mucho menos con la situación que aflora después de su crisis.

En el presente trabajo la interpretación del tema principal de la obra —la indagación sobre la identidad— se realiza partiendo de dos niveles o registros de lectura. Primero, se considera el pensamiento del autor dentro del contexto racionalista en que se sitúa, para luego retomarlo a partir de los dilemas que plantea a la conciencia moderna el agotamiento de las coordenadas básicas de dicha corriente. Creo que así será posible desentrañar el significado universal que hace del Facundo un libro clásico.

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EL AUTOR EN SU OBRA

Conviene advertir que una buena parte de la bibliografía dedicada a estudiar al Facundo se ha planteado como tarea la solución de un dilema: determinar si el punto de vista subjetivo y europeizante del autor deforma o no el cuadro que nos presenta de la realidad argentina de su tiempo. En efecto, la presencia igualmente poderosa de lo autobiográfico (sicología) y de lo social (historia) y la forma como estos dos niveles se entrelazan en el ensayo del escritor argentino han dado origen a una larga polémica. Nadie dejó de percibir la fuerza con que irrumpe la subjetividad en las páginas del Facundo. La inclinación de Sarmiento por las memorias y las biografías —Recuerdos de Provincia, Facundo, Aldao, El Chacho—refuerza esta dimensión innumerables veces apuntada por sus comentadores. Para algunos ese aspecto seria el responsable por las virtu-des así como por los defectos de la obra:

Quiero fijar aqui debidamente esta singularidad extraordinaria de la intuición de Sar-miento que se manifiesta por su predilección por la biografia y que consagra en la índole de todas sus obras escritas y realizadas, el sesgo más refutable y el másfirme por igual".

Otros, eh cambio, basándose en el mismo principio, han reducido la trama y los personajes del Facundo a la condición de espectros que emanan de la personalidad del escritor. De tal forma que, cuando Sarmiento traza el perfil de Facundo Quiroga, no estaría sino revelando los rasgos de su propia fisonomía interior. Asimismo, la narración de las guerras civiles en la Argentina, por exhibir sin tapujos la marca de sus preferencias, carecería de cualquier valor objetivo. Llevada a sus extremos, esa postura exegética acaba percibiendo el enredo del Facundo como una danza especular de personajes, todos reflejando ad infinitum la imagen del autor.

Por otro lado, es un hecho reconocido que el énfasis que Sarmiento confiere a la biografía tiene por finalidad desentrañar los rasgos esenciales de la cultura y las claves del proceso histórico que encamarían, de manera ejemplar, en las personalidades representativas de una época. Sin embargo, el problema de la identidad se ha manifestado también en torno a esta dimensión colec-tiva, y el &bate se ha polarizado entre aquellos que defienden el contenido profundamente ameri-cano de la obra y los que, por el contrario, la consideran un retrato deformado de la realidad. Resulta fácil encontrar en el Facundo evidencias y argumentos suficientes para sustentar cada una

" Ezequiel Martínez Estrada, Sarmiento. Buenos Aires: Ed. Argos, 1956, pág. 135. Esta es, ami juicio, la interpre- tación más interesante y creativa sobre las ideas de Sarmiento.

de esas interpretaciones. De hecho, en la obra conviven tendencias antagónicas: el declarado orgu-llo por la argentinidad junto a la admiración, a veces incondicional, por la cultura europea; la apología de los valores de la ciudad acompañada del canto a las virtudes poéticas del campo, la crítica contundente del caudillismo al lado del reconocimiento de su carácter providencial; en suma: el elogio a la modernidad y el deslumbramiento por los destellos carismáticos de la tradi-ción —para citar algunos ejemplos.

Pienso que para desentrañar las dos grandes paradojas que plantea la constitución híbrida del Facundo —subjetividad/historia; americanismo/europeísmo— habría que formular otro tipo de indagación. Respecto al primer problema, la tarea podría comenzar con la siguiente pregunta: ¿Por qué. Sarmiento, hablando siempre de sí mismo, consigue decirnos tanto sobre la Argentina de su tiempo? Al terminar la lectura del Facundo nos queda la viva impresión de que la búsqueda de los componentes de la identidad cultural argentina se ha llevado a cabo, en gran parte, a través de un proceso verdaderamente introspectivo, en el cual la conciencia se propone a sí misma como campo privilegiado donde habrán de buscarse las claves para la explicación del fenómeno social. En la obra asistimos, creo yo que por primera vez en la historia del pensamiento latinoamericano, a la gestación de una especie de fenomenología de la cultura, o de la conciencia colectiva, fundada en la naturaleza reflexiva del principio de la subjetividad. De ahí el sentido-autobiográfico del ensayo de Sarmiento y su sorprendente actualidad.

Bajo el poder hipnótico de ideas abstractas, los ilustrados de la primera hora, o por lo menos los más exaltados, percibían la herencia colonial como una substancia átenla, casi fisica, dócil o rebelde a sus designios, pero siempre pasible de ser eliminada por la fuerza de las armas o por una descarga de decretos. De esa manera, pensaban que la organización de la República debe-ría fundarse cartesianamente, vale decir, more geometrico, sobre bases absolutamente nuevas. En el Facundo la historia aparece dotada de cualidades menos visibles que, por eso mismo, la vuelven más resistente; es un fenómeno interior que tiene la ubicuidad de la conciencia y desde ella se reproduce en las creencias, hábitos e instituciones de la cultura. En suma, se trata de una mentali-dad. No cabe duda que, por aquella época o aun antes, intelectuales de otras regiones discurrieron sobre el impacto de la herencia colonial en las estructuras de los nuevos Estados. No obstante, la reflexión en tales casos privilegió los fundamentos jurídico-institucionales del sistema, es decir, su forma. En cambio, Sarmiento captó, mejor que ninguno, su espíritu, entregándonos una imagen esencial desde "las entrañas del monstruo", y lo consiguió justamente articulando su discurso sobre la trama de la conciencia subjetiva. Sorprende que hasta hoy Argentina, país joven, sufra con tanta intensidad la carga del pasado, tal vez porque lo lleva reflexivamente en la conciencia como un presente intransitivo. A veces, la memoria histórica, en lugar de una virtud, puede ser una maldición.

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En las páginas del Facundo transcurre tanto el drama de las guerras civiles como el de una poderosa subjetividad en lucha contra la misma substancia histórica que la constituye. Por eso, el pasado colonial se reviste en la obra de una condición trágica: por un lado, es el contenido de la conciencia subjetiva y, por otro, el fundamento que debe ser negado para tener pleno acceso al mundo de la razón civilizada. De este modo, la pregunta sobre la identidad cultural en el Facundo entraña una paradoja moderna, no sólo porque involucra desde un comienzo la subjetividad sino también porque cualquier forma de trascendencia histórica deberá recuperarla, de alguna manera, en el punto de llegada.

La conciencia desprendida del entorno en que se hallaba mimetizada se encuentra consigo misma y con su pasado gracias a que la idea de Civilización —el futuro inmediato y su arca de promesas— se sitúa, en la obra de Sarmiento, a una distancia propicia: ni tan lejos al punto de perder cualquier capacidad reflexiva, ni tan cerca que ofusque el reconocimiento de la realidad interna. La condición bifronte de la Argentina de aquella época, con su litoral "bloqueado" por la civilización y su interior de hondas raíces coloniales, posibilitó, sin duda, ese punto de vista singu-

- lar. Vale la pena recordar, al respecto, que Sarmiento era del interior (San Juan). La convergencia de dichos factores explica, en parte, por qué el análisis más complejo y sugestivo y la critica más contundente de la mentalidad colonial hayan surgido precisamente en laArgentina, y no en el Perú o México, regiones de mayor densidad histórica.

Contrariamente a lo que se ha sustentado con frecuencia, el conflicto central del Facundo no, lo constituye el enfrentamiento entre la modernidad europea y la barbarie americana. Sobre la primera el autor nos dice muy poco y cuando se detiene a comentarla recurre a fórmulas conven-cionales o a signos exteriores. Diferente de Alberdi (que posee clara conciencia respecto a los principios institucionales que en el orden económico, político y jurídico deberán orientar la orga-nización nacional), Sarmiento, menos dispuesto por temperamento a tales mediaciones, prefiere concentrarse en. los obstáculos que_impiden el acceso a la tierra prometida. En tal empeño la idea de civilización europea representa el contraste, el punto de referencia explícito que, lejos de "de-forma?' o confundirse con la realidad de que trata el Facundo, ayuda a resaltarla. Una vez cumpli-do ese papel, ella se desplaza al fondo del escenario para dejar en primer plano a la única historia que allí interesa: la constitución de la modernidad americana. El libro puede leerse, entonces, como una crónica —la de la formación de la nacionalidad argentina-- donde es posible reconocer in vitro, esto es, en el instante mismo de su gestación, el equilibrio precario que implica el acceso a la condición moderna. Y también como un testimonio del precio que se paga para gozar de sus beneficios. Bajo esta perspectiva, las nociones de Civilización y Barbarie, en vez de aludir a espa-cios geográficos o históricos definidos, representan más bien los ingredientes elementales que, en proporción variada, constituyen la substancia híbrida de toda modernidad. En este sentido, el Fa-cundo muestra el caso aleccionador de una realidad que ha perdido la inocencia de la barbarie pero

que aún no ha sido domesticada por la civilización. Es en el momento de revelar ese estado de tensión, adormecido en las culturas ancladas en cualquiera de los dos extremos, que la obra alcan-za significado universal. El drama sobre el cual discurre Sarmiento no se desenvuelve sobre el trasfondo de la modernización económica, que en esos años recién comenzaba a despuntar en la Argentina y, sí, primordialmente, en el plano de la cultura.

EL HORIZONTE DE LA MODERNIDAD EN EL FACUNDO: RAZÓN Y REVOLUCIÓN

La falta de un horizonte físico y espiritual expresa, de cierta forma, la condición de nues-tro tiempo, saturado de gente, de imágenes y ruido. A fuerza de parecernos tanto, hemos roto la ilusión especular. No hace mucho que Europa todavía se miraba en la "otra" América y la "nues-tra" creía ver su futuro reflejado en el viejo continente. Hoy, ¿qué sociedad "civilizada" podría proponerse, sin ironía, como ejemplo? O ¿qué "barbarie" conseguiría inspirar, inocentemente, un nuevo comienzo?

Cuando Sarmiento escribía el Facundo, el mundo era otro y su país una llanura fértil despoblada de hombres y libros. Si hoy la falta de espacio nos ahoga, en ese entonces, el vacío de "la pampa con su lisa y avelludada frente infinita y sin límites", era la propia figura del mal". A fo lejos Sarmiento podía percibir la imagen de otra realidad frente a la cual se proyectaban hombres y pueblos para reconocerse como tales. Lo que hoy reputamos un espejismo era, en lá época &1 escritor argentino —y muy particularmente para él—, el punto de fuga de una sociedad arraiga& en el inmovilismo. Su tiempo, distante de nuestros complejos de originalidad, comprende un arce histórico aún dominado por el racionalismo y el hechizo de la Revolución. Bajo ese cuadrante, Sarmiento buscará el curso de su pueblo introduciéndolo, in continenti, en los designios de la Historia Universal, vale decir, de la Razón. En sus propias palabras: "de eso se trata, de ser o no ser salvaje". Al final de cuentas, la génesis de la República Argentina, tal vez mucho más que la de cualquier otro país hispanoamericano, se afiliaba a esa historia mayor cristalizada en los ideales del iluminismo. Así podrá decir Sarmiento, sin ambages, que el espíritu del 89, hostilizado en la propia Europa, había emigrado a las playas del Plata para encontrar en Buenos Aires a los hombres capaces de continuar su obra. En 1810, aquella ciudad le parecía al autor del Facundo la imagen misma de la Revolución institucionalizada; allí no podía decirse "el general tal libertó al país sino

48 Sarmiento, op. cit., p. 69-71. 49 Ibid., p. 51.

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la Junta, el Directorio, el Congreso, el Gobierno de tal o tal época, mandó al general tal que hiciese tal cosa"". Para Sarmiento no hay duda de que lo que sucede en la Argentina, a partir de entonces, es parte de un drama cuyo escenario rebasa las fronteras nacionales y que la lucha contra Rosas lo es a favor de la Razón Universal. Desde ese punto de vista cosmopolita, será más bien motivo de orgullo declarar que "los que cometieron aquel delito de lesoamericanismo, los que se echaron en brazos de Francia para salvar la civilización europea, sus instituciones, hábitos e ideas en las orillas del Plata, fueron los jóvenes, en una palabra: ¡fuimos nosotros!"" Y se lamentará que los propios europeos, al pactar con el tirano, no lo entendiesen así, pensando que en las guerras civiles del Plata se decidían intereses de campanario que en nada afectaban los destinos de la humani-dad". Los ideales ilustrados no tienen patria, y la razón civilizada, aprovechándose hasta de senti-mientos parroquiales, encuentra caminos para realizarse, aunque esto no le impide darle una mano, en passant, al proyecto de construcción nacional:

¿Y qué cosa había de suceder en un pueblo que sólo en catorce años había escarmentado a la Inglaterra, correteado la mitad del continente, equipado diez ejércitos, dado cien batallas campales, vencido en todas partes, mezclándose en todos los acontecimientos, violado todas las tradiciones, ensayado todas las teorías, aventurándolo todo, y salido bien en todo; que vivía, se enriquecía, se civilizaba?53

Es a partir de ese obstinado empeño de incluir a su país —Argentina-- en el meollo de la historia universal que emerge, en las páginas del Facundo, con igual ímpetu, el tema de la identi-dad, impregnado de resonancias nítidamente modernas.

CIMIZACIÓN Y BARBARIE: LA MODERNIDAD AMERICANA

En la mayoría de las interpretaciones sobre el Facundo, el significado de la clásica dicoto-mía Civilización/Barbarie ha sido reducido al enfrentamiento que libran el espíritu de la moderni-dad europea, acogido por la ciudad de Buenos Aires, y la tradición hispánica, sedimentada, sobre

todo, en las provincias del interior. Así, los conceptos, en forma aislada, designan universos fisica, cultural e históricamente diferenciados y, situados frente a frente, expresan una dualidad irreductible. Partiendo de esa matriz, resulta fácil derivar una serie de estructuras binarias al sabor del debate ideológico de cada época: Europa versus América, imperialismo versus nacionalismo y otras.

Me propongo mostrar que en el Facundo los vínculos existentes entre las categorías de Civilización y Barbarie no son de naturaleza antitética ni excluyente y que el recurso fácil de considerarlas como la representación cristalizada de culturas contrapuestas, atribuyéndoles, ade-más, connotaciones de orden moral, escamotea los problemas de fondo sobre los cuales procura llamar la atención el autor. A lo largo de la obra, dichos conceptos, como luego veremos, no acusan un contenido invariable sino que asimilan nuevos sentidos a medida que Sarmiento describe el curso de las guerras civiles, desde la crisis del orden colonial hasta la época de Rosas. Las ideas de Civilización y Barbarie, que inicialmente se muestran antagónicas, acaban encontrándose en una relación simbiótica a través de la cual el autor exhibe los dos costados de una realidad contradicto-ria e indivisible: el proceso de constitución de la modernidad argentina, o americana y, para el lector de nuestros días, de la condición moderna a secas. A esta altura, tales categorías ya no designan espacios geográficos o sociales ni tampoco períodos históricos definidos sino principios que enraízan en el fuero interior de la conciencia individual y colectiva y que, bajo el impacto desestructurante de la modernidad, se articulan en una relación conflictiva. Sarmiento comprendió que ese era el cimiento incorpóreo sobre el cual se asentaba la nueva historia y que, por tanto, su futuro dependería de un frágil equilibrio. Por eso quiso que los hombres cambiasen interiormente por la educación antes que por las leyes. Pasemos, ahora, a considerar las transformaciones que experimenta la fórmula Civilización/Barbarie, acompañando de cerca el desarrollo de la obra.

En un primer momento, la dicotomía Civilización/Barbarie se confunde con la oposición ciudad/campo. Sarmiento asimila, así, una vieja tradición que, por lo menos desde la Grecia anti-gua, identifica ciudad con civilización y el campo como el reducto de la barbarie primitiva. El término "civilización" alude entonces a los espacios que el hombre le ha ganado a la naturaleza en la lucha milenaria por la domesticación y el control del suelo:

La ciudad es el centro de la civilización argentina, española, europea. Allí están los talle-res de las artes, las tiendas de comercio, las escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos".

so 'bid., p. 178. 51 Ibid., p. 336. 52 Ibid., p. 337. 53 Ibid., p. 178-9.

54 Ibid., p. 80.

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_ No hay nada todavía que nos permita asociar la categoría "civilización" a los contenidos de la modernidad ni tampoco disociarla de la tradición hispánica. En efecto, a lo largo del libro, Sarmiento insiste en que Buenos Aires —de estirpe ilustrada—, tanto como las capitales de pro-

. vincia y otras ciudades menores, a pesar de sus diferencias de origen y constitución, tienen mucho en común. La ciudad ha sido, desde los tiempos coloniales, una prolongación de los hábitos y costumbres europeos y el recinto del gobierno civil y de las leyes; alberga una sociedad que lleva "la vida civilizada tal como la conocemos en todas partes"". Con mayor o menor éxito, las ciuda-de; consiguieron durante ese período domesticar su hinterland o, por lo menos, sobrevivir como "oasis de civilización enclavados en un llano inculto de centenares de millas cuadradas"". Hasta 1810, todas ellas tienen motivo de orgullo y pueden "reivindicar glorias, civilización y notabilida-des pasadas"". Contra ese trasfondo de unidad histórica y cultural, las fronteras con la Barbarie se demarcan en relación a un horizonte indefinido, sin rostro, que simboliza más bien el vacío. Cabe resaltar que a este nivel no aflora un problema de identidad cultural en sentido estricto y que la oposición Civilización/Barbarie corresponde a la clásica dicotomía Naturaleza e Historia.

Esta situación se modifica a partir del cataclismo que significa la Revolución de 1810 cuyo origen, como en el resto de América española, arranca del "movimiento de las ideas euro-peas". A partir de entonces, ya nada continuará siendo igual, el espíritu de la Revolución ha penetrado por todos los poros de la realidad argentina y la obligará a redefinirse en su conjunto. En palabras de Sarmiento, "nuestro drama comienza".

Las fracturas que la Revolución provoca se reflejan en los nuevos contenidos que la dico-tomía Civilización/Barbarie asimila. En la fase inicial, la Revolución que había comenzado en Buenos Aires, lejos de chocarse con la tradición hispánica de origen citadino, recibe la adhesión de los grupos ilustrados "de todas las ciudades del interior (que) respondieron con decisión al llama-miento". Y no_podía ser de otra manera, puesto que la misma era "sólo interesante e inteligible para;las ciudades argentinas y extraña y sin prestigio para las campañas"". El ideario de la Revo-lución, a pesar del foso infranqueable que ha abierto respecto a la condición colonial del país ya los valores culturales heredados de España, no se muestra incompatible con el principio civiliza-dor de la tradición hispánica sino que lo prolonga. Entre patriotas y realistas, existe un fundamento común que los une más allá de cualquier circunstancia histórica; además de su origen urbano

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Id. 'bid., 56

Id. Iba, 57

!bid., p. 131. 58

!bid., p. 117. 59

!bid., p. 118. W

!bid., p. 117.

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ambos consideran que "la consagración de la autoridad" yel "gobierno regular" constituyen la base de toda organización social civilizada". El enfrentamiento entre los elementos cultos de las ciudades asume, entonces, el cariz de una querella entre primos que se oponen por la forma distin-ta en que conciben el futuro y sienten el pasado. Se trata, en fin, de dos proyectos que, a pesar de sus profundas diferencias, emanan de un mismo fondo civilizador:

Córdoba, española por educación literaria y religiosa, estacionaria y hostil a las innovaciones revolucionarias; y Buenos Aires, todo novedad, todo revolución y movimiento, son las dos fases prominentes de los partidos que dividían las ciudades todas; en cada una de las cuales estaban luchando estos dos elementos diversos que hay en todos los pueblos cultos. No sé si en•Arnérica se presenta unfenómeno igual a éste; es decir, los dos partidos, retrógrado y revolucionario, conservador y progresista representados altamente cada uno por una ciudad civilizada por diverso modo, alimentándose cada una de las ideas extraídas defrentes distintas: ,Córdoba, de la España, los concilios, los comentadores, el Digesto; Buenos Aires, de Bentham, Rousseau, Montesquieu y la literatura francesa entera".

Hasta aquí parecería que la-fórmula Civilización/Barbarie, o su equivalente Ciudad/Cam-po, continúa impregnada por los mismos contenidos ya mencionados anteriormente. Sin embargo, en la interpretación que Sarmiento hace del primer acto de la Revolución de Independencia se establece una variante de la mayor importancia. La campaña, el límite de la Civilización, ha dejado de ser el espacio indeterminado que acoge una entidad casi física para tornarse-una categoría social que designa los elementos de una cultura. Sucede que en las orillas del régimen colonial, mimetizada en la inmensidad de la pampa y adormecida en el abandono de los siglos, se encontra-ba una realidad —mitad razón, mitad instinto— que ahora despierta sacudida por el nuevo espíritu que se introduce con las guerras de independencia. En rigor, esta forma de vida social ha sido convocada por la Revolución: "la vida pública que hasta entonces había faltado a esa asociación árabe-romana entró todas las ventas... y las campañas pastoras se agitaron y adhirieron al impul-so"". El gauchaje ha salido desde la pulpería o de la nada del desierto para encontrar el horizonte de su humanidad y, al mismo tiempo, la Civilización de las ciudades ha descubierto, al fin, su propio engendro. El autor del Facundo percibe con lucidez el significado de este proceso y el papel que la Revolución cumple, interpelando a una cultura que hasta entonces se hallaba mimetizada

61 'bid., p.118-20. 62 'bid., p. 184. 63 'bid., p. 116.

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en el paisaje de la pampa, y se pregunta sobre la identidad de la misma. Es urgente saber de quién se trata, ya que su incontenible fuerza amenaza no dejar piedra sobre piedra. Pero antes de consi-derar este punto, veamos brevemente los contenidos que la dicotomía Barbarie/Civilización ad-quiere en este preciso instante.

Resulta claro que la oposición Campo/Ciudad no puede entenderse como el enfrentamien-to entre la tradición hispánica y aquélla que prolonga las luces europeas puesto que, como ya vimos, las ciudades coloniales del interior continúan siendo el hogar de la vida civilizada. En segundo término, la sociedad inculta de la campaña se ha desprendido del paisaje para integrarse al curso de la historia, constituyéndose en un actor de primera importancia. El corte radical entre Historia y Naturaleza que se mostraba suficiente para explicar él-Viejo orden ya no lo es para dar cuenta de la nueva situación desatada por la ola revolucionaria. ---.

La Barbarie ha penetrado en la historia, y es en ésta donde habrá de buscarse lo que ella tiene de específico y, además, lo que comparte con las formas civilizadas de las ciudades. El término Barbarie accede, entonces, a una relación simbiótica con la categoría Civilización y, aban-donando el ropaje naturalista bajo el cual se presentaba como una realidad inmutable, pasa a ser comprendido en función de un proceso histórico dinámico por excelencia. La introducción de esta tercera fuerza hará mudar el rumbo de los acontecimientos, rebasando de este modo el cauce en que originalmente se había desenvuelto la lucha por la Independencia.

La montonera convocada para ayudar indistintamente la causa de patriotas y realistas, una vez que estos últimos son derrotados, prolonga la guerra volcando su odio contra las ciudades y lo que ellas representan:

De este instrumento se sirvieron los partidos diversos de las ciudades cultas y principal-mente el menos revolucionario, hasta que andando el tiempo, los mismos que lo llamaron en su auxilio sucumbieron, y con ellos la ciudad, sus ideas, su literatura, sus colegios, sus tribunales, su civilización".

Tal la intensidad de la destrucción causada por esta suerte de revancha histórica que "toda forma civil, aun en el estado en que la usaban los españoles" fue desapareciendo en poco más de dos décadas". El tamaño de la catástrofe se mide por la decadencia de las ciudades. Los ejemplos son dramáticos: La Rioja, aniquilada, y San Juan en camino de serlo. El proceso es de una veloci-dad fulminante y parece arrancar de cuajo la memoria del pasado inmediato:

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!bid., p. 120. 65

!bid., p. 123.

¿Se creerá que tanta mediocridad es natural a una ciudad del interior? ¡No! Ahí está la tradición para probar lo contrario. Veinte años atrás San Juan era uno de los pueblos más cultos del interior, y ¿cuál no debe ser la decadencia y postración de una ciudad america-na para ir a buscar sus épocas brillantes veinte años atrás del momento presente?"

Los dominios de la Barbarie se han extendido "hasta las calles de Buenos Aires" y, durante el transcurso de la guerra, en un movimiento centrífugo profundamente revelador, "las provincias que encerraban en sus ciudades tanta civilización fueron demasiado bárbaras, empero, para des-truir con su impulso la obra colosal de la Revolución de la Independencia"". Tan sólo Buenos Aires ha conseguido salvarse de la destrucción y, aunque ocupada por las fuerzas de Rosas, con-serva la semilla de la Civilización plantada por los ilustrados de la primera hora. Delante de este cuadro dantesco, federales y unitarios por convicción pueden, ahora, desengañarse al comprobar que la lucha por ideales políticos se ha transformado en una guerra social que amenaza eliminar a ambos grupos. Facundo Quiroga es "el enemigo de todos los que llevan frac, es el elemento bárba-ro que se presenta en toda su desnudez, y es preciso hacerlo sentir a los ilusos que se cuentan aún entre sus partidarios"". El escenario argentino muestra, entonces, frente a frente, dos protagonis-tas aparentemente irreconciliables: la barbarie americana y la civilización de raíz iluminista sitia-da en Buenos Aires. Pero, ¿es esto realmente lo que nos revela el Facundo? Detengámonos un instante para descubrir las mutaciones que han sufrido las categorías Civilización y Barbarie en su peregrinaje hasta este punto, reconociendo los nuevos significados con que las fue llenando Sar- miento en el camino. -

Enseguida percibimos que, por fuerza de los hechos, la idea de Civilización en sus dos vertientes —hispánica e ilustrada— se ha reducido al mínimo, si es que no ha quedado totalmente vacía de contenido. En el primer caso, el vocablo Civilización nombra un espacio geográfico restricto y socialmente ambiguo —la ciudad de Buenos Aires— y, además, la conciencia de los intelectuales perseguidos que, como Sarmiento, escriben en el exilio. De hecho, la Civilización Ilustrada, con la cual se identifica personalmente el autor del Facundo, designa una realidad etérea que no ha tenido tiempo de hacerse historia y que se ha retirado del escenario argentino... pero no tan lejos que no pueda ser percibida como la imagen del futuro. Por otro lado, la civilización de origen hispano, ya lo vimos, ha sido destruida en sus bases junto con las ciudades coloniales, arrasadas por la furia del gauchaje. Sin embargo, aquí ha sucedido un fenómeno digno de men-ción. La tradición colonial que albergaban las ciudades, que hasta este momento se incluía en la

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!bid., p. 128. 67

lbid., p. 131. 68

!bid., p. 253.

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- categoría de Civilización, lejos de esfumarse con la desaparición de aquéllas, ha sido asimilada, vulgarizada, hasta tornarse in totum el contenido mismo de la Barbarie:

La revolución de las ciudades sólo iba a servir de causa, de móvil para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo se pusiesen en presencia una dé la otra, se acome-tiesen, y después de largos años de lucha la una absorbiese a la otra".

De modo que la dicotomía élite/pueblo hacia la cual parecía apuntar el análisis de Sar-miento, se diluye a medida que la noción de Barbarie se va ensanchando hasta abarcar el reposito-rio de toda la experiencia colonial, y acaba por convertirse, así, en el fondo común que configura el temperamento cultural de moros y cristianos, el manantial de la identidad colectiva. Pero aten-ción: a esta altura del proceso la Barbarie ya no es más la antítesis de la Civilización sino que, fusionada con ésta, designa la consistencia híbrida de una realidad sui generis y plenamente ame-ricana que no se acomoda en ninguno de los dos extremos. La disolución gradual de las capas más epidérmicas de la tradición hispánica culta ha puesto de manifiesto,- en el último nivel de la estratigrafia de la sociedad colonial, la existencia de una cultura que, aunque eminentemente bár-bara, ya se encuentra "modificada por la civilización de un modo extraño". Si bien ella delata en sus rasgos exteriores su origen europeo, es, en esencia, una síntesis singular, "algo parecido a la feudalidad de la Edad Media en que los barones residían en el campo y desde allí hostilizaban las ciudades y asolaban las campañas, pero aquí faltan el barón y el castillo feudar'''.

La decadencia de las ciudades de raigambre española y el distanciamiento progresivo de la Civilización Ilustrada dejan el panorama argentino a merced de dos figuras: Facundo y Rosas. A través de esos caudillos y del relato de los sucesos históricos en que participan, Sarmiento nos muestra, simultáneamente, las dos caras del proceso de constitución de la modernidad americana y, por extensión, algunas de las paradojas inherentes a la condición moderna tout court. En la primera historia que podríamos intitularla de "barbarización de la vida civilizada", Sarmiento nos muestra la situación, muy próxima al-estado de naturaleza, al que ha llegado la sociedad argentina debido a la involución meteórica de las instituciones civiles de origen colonial catalizada por la insurgencia de la campaña. Facundo Quiroga, "la figura más americana que la revolución presen-ta", refleja, de manera ejemplar, los dos flancos de la sociedad primitiva que este proceso ha dejado al descubierto y que se caracterizan por el predominio del individualismo exacerbado, la acción espontánea y el arbitrio. Al considerar la cultura y el medio fisico del cual surge el caudillo,

69 lbid. , p. 115-6. 70 Ibid., p. 81-2. 71 lbid., p. 83.

el autor nos remite a una temática contractual clásica que se expresa en el dualismo individuo/ sociedad. La pampa es la metáfora que traduce las distintas dimensiones del problema. Ella es la imagen de la conciencia solitaria, el cuarto en el exilio, y la llanura inconmensurable donde vaga el gaucho sin destino. En todo caso, la sed de comunidad y al mismo tiempo la fascinación por el vacío. El aislamiento aumenta la necesidad de crear una asociación ficticia. El gaucho encuentra un palco de sociabilidad mínima en la pulpería donde mide sus fuerzas, intercambia informacio-nes, escucha y cuenta historias y, sobre todo, bebe y juega para luego retornar al olvido. Sarmiento, el intelectual, lo recupera soñando un escenario mayor del tamaño del Estado moderno.

Sobre la piel de la pampa se inscribe también la paradoja de la libertad. Allí, el hombre, sin amarras institucionales y pocas obligaciones que cumplir, ora corre al ritmo de sus instintos, ora se confunde en la paz inmóvil del paisaje fisico, hasta que, de pronto, sombras de nítida proyección hobbesiana le acechan: "esta inseguridad de la vida que es habitual y permanente en la campaña, imprime, a mi parecer, en el carácter argentino, cierta resignación estoica por la muerte violen-ta". La ausencia de leyes y de un gobierno regular hacen del más fuerte o del más audaz un juez inapelable, "su autoridad, su juicio sin formas, su sentencia, un `yo lo mando' y sus castigos inven-tados por él mismo' 73. Muy cerca del estado de naturaleza, el hombre de la pampa vive una condi-ción pre-moral y lo que para el civilizado es un crimen, para él tan sólo un rito que prolonga el hábito, adquirido desde la infancia, de matar las reses indiferente a "los gemidos dé las víctimas".

El realismo con el que Sarmiento describe el lado brutal de la barbarie no le impide reco-nocer "sus atractivos" y admirar los valores que entraña—vitalidad, individualismo, imaginación intuitiva, bravura— los cuales pueden ser convocados en el momento oportuno para reforzar la identidad nacional:

Este hábito de triunfar de las resistencias, de mostrarse siempre superior a la naturaleza, de desafiarla y vencerla, desenvuelve prodigiosamente el sentimiento de la importancia individual y de la superioridad. Los argentinos, de cualquier clase que sean, civilizados o ignorantes, tienen una alta conciencia de su valer como nación; todos los demás pueblos americanos les echan en cara esta vanidad, y se muestran ofendidos de su presunción y arrogancia'''.

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Ibid. , p. 70. 73

lbid. , p.113. 74

I bid., p. 87.

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Paralelamente a este viaje en dirección a la barbarie, Sarmiento describe un movimiento en sentido contrario que revela la otra cara de la modernidad americana: la barbarie civilizada. Rosas es la figura que mejor la representa. A la barbarie ingenua, instintiva y "profundamente

.americana" de Facundo Quiroga se superpone 'otra a la altura de los tiempos. A Facundo "provin-ciano, bárbaro, valiente", le sucede Rosas, "hijo de la cultura de Buenos Aires, sin serlo él (...) Rosas, falso corazón helado, espíritu calculador que hace el mal sin pasión y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo' 75. El uso de la fuerza, que en Facundo era un acto instintivo de sobrevivencia, se convierte en razón de Estado, en técnica de exterminio durante la prolongada dictadura de Rosas, quien, al fin de cuentas, trabaja, sin saberlo, para cum-plir los designios de la Civilización. Y es que Rosas es, a su mogo, un agente criollo del espíritu fáustico, un constructor que impone a sangre y fuego el nuevo orden económico:

Rosas se distingue desde temprano en la campaña por las vastas empresas de leguas de siembras de trigo que acomete y lleva con suceso, y sobre todo por la administración severa, por la disciplina de hierro que introduce en sus estancias".

Rosas realiza la aspiración del más empedernido de los apologistas de la civilización, nivelando la sociedad, haciéndola dócil a una sola voluntad, centralizando el poder, en fin, reali-zando la unidad nacional por la fuerza:

Pero no se vaya a creer que Rosas no ha conseguido hacer progresar la República que despedaza, no; es un grande y poderoso instrumento de la Providencia, que realiza todo lo que al porvenir de la Patria interesa 11

El carisma de la tradición, la invocación de símbolos cargados de significado para la con-ciencia colectiva, el boato de los rituales religiosos y hasta el hecho fortuito, todo, en fin, es aprovechable para reforzar el culto aja autoridad del líder. En este campo, el caudillo americano demuestra tal dominio de la gramática del poder que ha llegado a superar a sus mentores:

75 Ibid., p. 46. 76 !bid., p. 310.

Ibid., p. 344-5.

¿Qué político ha producido la Europa que haya tenido alcance para comprender el medio de crear la idea de la personalidad del jefe del gobierno, ni la tenacidad prolija de incu-barla quince años, ni que haya tocado medios más variados ni más conducentes al obje-to?"

Rosas representa la unidad lograda a base de una incesante actividad de domesticación que no descuida ni dispensa ningún espacio de la vida social y que no descansa hasta alojarse en la conciencia de los individuos. Es un sistema. En una frase que parece referirse a nuestra época, Sarmiento dice:

La cinta colorada es una materialización del terror, que os acompaña a todas partes, en la calle, en el seno de la familia: es preciso pensar en ella al vestirse; al desnudarse, y las ideas se nos graban siempre por asociación".

El terror concreto de la barbarie primitiva se torna incorpóreo, es un aire cotidiano que invade los poros de la realidad social y subjetiva en el tránsito hacia la barbarie civilizada; en verdad, es el fundamento último de ésta: -

El terror suple a la falta de actividad y de trabajo para administrar, suple al entusiasmo, suple a la estrategia, suple a todo; y no hay que alucinarse: el terror es un medio de gobierno que produce mayores resultados que el patriotismo y la espontaneidad".

El nuevo tiempo se anuncia también en las formas modernas con las que se reviste el viejo ejercicio de la violencia, multiplicando la eficacia de prácticas bárbaras:

Otra creación de aquella época fue el censo de las opiniones (...) estos registros reunidos después en la oficina del gobierno han servido para suministrar gargantas a la cuchilla infatigable de la Mazorca durante siete añal .

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'bid., p. 308. 79

Ibid., p. 306. 89

Ibid., p. 224. 81

Ibid., p. 309.

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La civilización bárbara de Rosas carece de la espontaneidad del instinto que, de alguna forma, hace menos cruel la barbarie primitiva de Facundo, pero, al mismo tiempo, compensa esta su deficiencia por la enorme tarea histórica que cumple socavando fundamentos del orden colo-

„ nial y forzando el rumbo del país en la dirección del futuro. En fin, a través de los personajes centrales de la obra y de los procesos históricos que

sintetizan, Sarmiento consiguió presentar, en tonos épicos, los elementos esenciales que configu-ran el drama de la modernidad americana. En la vida de Facundo Quiroga se exhibe, en todo su esplendor, el fondo de barbarie común a todos los hombres. Sarmiento lo dice citando las palabras de otro autor:

Es el hombre de la naturaleza que no ha aprendido aún a contener o a disfrazar sus pasiones; que las muestra en toda su energía, entregándose a toda su impetuosidad. Este es el carácter original de todo el género humano, y así se muestra en las campañas pasto-ras de la República Argentina”.

A pesar de sus fuentes románticas, la barbarie con que se ha tropezado el escritor argenti-no es la antípoda del mito del Buen Salvaje, no es la utopía del reino perdido ni el canto de cisne de una época y mucho menos la encarnación del mal. Es el lenguaje ancestral de la conciencia sacu-dida por un nuevo tiempo. La fuerza terrible y fascinante que Europa ha enterrado en sus ciudades populosas pero que, transfigurada o escondida, anida en toda aventura civilizadora. Facundo Quiroga es la representación viva de ese espíritu. y Rosas de la civilización construida con los mismos materiales: la barbarie y su imagen invertida.

En la Argentina de su época, como en un laboratorio privilegiado, el autor cree discernir el significado del drama moderno, pues allí se enfrentan, mostrándose sin tapujos, "los últimos pro-gresos del espíritu humano y los rudimentos de la vida salvaje". En tales circunstancias, se entien-de mejor lo que se pierde y se gana en esa lucha incansable entre razón e instinto, inteligencia y materia. En suma, el costo que se paga cuando una de las voces se acalla, y el precio de su resurrec-ción. Par tiendo de esta constatación, el libro es un desafio para procurar el equilibrio.

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LITERATURA, HISTORIA Y HIÓGRAIA

Desde su publicación' en 1845, la obra del escritor argentino ha llamado-la atención por la l'Orina como los niveles literario, biográficoC historiográfico se entrelazan a lo largo de su trama. De hecho, como señala Ortega Galindo, el Facundo participa de todos esos géneros, aunque su identidad no cristaliza excluSivamente en ninguno. A continuación, procuraré articular esas tres dimensiones del libro alrededor de cuestiones audibles para nuestra época.

De un tiempo a esta parte, el tema "historia y ficción" se hapuesto de moda". Historiado-res y literatol, por distintos motivos, se han propuestb disminuir la distancia qué los separa, desta-cando, con argumentos nada púeriles, las características comunes a ambos discursos. Los prime-ros, cansados de justificar sillabor ante las otras ciencias, prefirieron reconsiderar la conveniencia del ostensible alejamiento promovido, por lo menos desde la segunda mitad del siglo XIX, en relación a la literatura, y concluyeron que el camino de la salvación implica el retomo contrito al cauce narrativo del cual nunca debían haber salido. El acercamiento estimulado desde el gremio de los literatos obedeció, sin duda, a otros factores. Tal vez tenga algo que ver el hecho de que, tanto poetas como novelistas, además de acudir a la historia como fuente de inspiración aún conti-núan hablando en su nombre. Menos inhibido.poicódigos académicos o lealtades institucionales, el artista todavía dispone de espacio aufieiente para desempeñar el papel de conciencia Moral de la sociedad —encargo ese al que el historiador dice haber renunciado hace algún tiempo—. Sea como fuere, la relación entre historia y literatura involucra distintos niveles, y el debate en tomo a esta cuestión ha alcanzado tal grado de refinamiento qiie, en los límites de este trabajo; ni siquiera sería posible esbozarlo adecuadamente. Nos contentaremos con examinar algunos aspectos suge-ridos por la lectura del Facundo. El tema aparece en la obra ligado a la búsqueda de la identidad cultural. El propio Sarmiento así lo introduce:

Si un destello de literatura nacional puede brillar momentáneamente en las nuevas socie-dades americanas, es el que resultará de la descripción de las grandiosas escenas natura-les, y sobré todo de la lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia; lucha imponente en América, y que da lugar a escenas tan

Sobre el tema ver Hayden White, Tropics of Discourse. Essays on Cultural Criticism. Baltimore and London: The Johns Hopkins University Press, 1978; y Jorge Lozano, El discurso histórico. Madrid: Alianza Editorial, 1987. En el transcurso de esta parte utilicé algunas ideas de estos autores.

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peculiares, .tan características y tan fuera del círculo de ideas en que se ha educado el espíritu europeo, porque los resortes dramáticos se vuelven desconocidos fuera del país donde se toman, los usos sorprendentes y originales los caracteres".

Mientras la lucha que traban los dos principios no se resuelve, el intelectual deberá recu-rrir a los "resortes dramáticos" propios del arte narrativo en el empeño de aprehender la originali-dad de los procesos que viven los países de la región. Sarmiento no duda que con el triunfo de la civilización la realidad americana se nivelará, tornándose complaciente con el vocabulario de las ciencias, pero hasta que llegue ese día, el costado literario del historiador deberá ser el instrumento plástico que permita dar cuenta de la transición.

El registro de los hechos históricos es insuficiente y, aunque aquéllos sean verdaderos en sí mismos, crean representaciones falsas cuando no arraigan en la semántica de la cultura que les confiere verosimilitud. Es lo que ha sucedido con las historias escritas sobre Bolívar. En ellas, dice Sarmiento, "he visto al, general europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal, pero no he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de masas; veo el remedo de la Europa y nada que me revele la América""., Para que la historia de este continente no sea un ".cuento forjado,sobre datos ciertos", es necesario que el esfuerzo por alcanzar la estructura gene-ral de los fenómenos no diluya la fisonomía impar de los mismos. Y para descubrirla es menester, según Sarmiento, explorar las posibilidades del verbo americano, creando una literatura nacional que no sea la reproducción de modelos europeos y que discurra sobre sus.circunstanciasu.

De lo dicho hasta aquí, nos interesa resaltar que el conocimiento factual y la representa-ción literaria deben converger en el propósito de producir credibilidad, pretensión común al texto historiográfico y a la ficción. El bagaje documental, a pesar de acusar la fuerza de lo realmente acaecido, resulta insuficiente, ya que en el empeño de convencer, como bien dice Aristóteles, lleva ventaja "lo imposible que es verosímil sobre lo posible que resulta increíble"". Bajo el mismo

Sarmiento, op. cit., p. 89. 25 lbid., p. 56.

Son conocidas las polémicas que sobre el idioma mantuvo Sarmiento con Andrés Bello y Rafael Minvielle, atacando el academicismo, defendiendo la idiosincrasia del lenguaje y la simplificación ortográfica. Por eso, su juicio a la experiencia colonial comenzará con una crítica del lenguaje que es al mismo tiempo una afirmación de la subjetividad y de la identidad colectiva. No se podría imaginar un fundamento más primario que el lengua-je, tanto para realizar la crítica de la conciencia colonial como para establecer un principio de diferenciación cultural. Sin embargo, por partir de esta dimensión, su reacción contra el pasado no puede redundar, como comúnmente se ha afirmado, en un acto de pura negación y sí, más bien, de continuidad y superación, esto es, de autocrítica.

27 Aristóteles, "Poética", en: Obras Completas, Madrid: Aguilar, 1977, p. 102.

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punto de vista, la estrategia narrativa del Facundo no debe concebirse tan sólo como un recurso formal sino también como la matriz explicativa de los fenómenos estudiados. En otras palabras, el principio de coherencia que torna plausible la explicación de un determinado hecho en el Facun-do, no obedece exclusivamente a la normatividad científica sino también a las reglas que rigen el plano narrativo sensu stricto. De manera que la "verdad" que contiene la obra es, sRbre todo, "un efecto de sentido" que se concibe insertando los hechos dentro de una trama cuyos rágos genera-les vienen determinados por el encuadramiento narrativo en que se inscribe.

El conflicto que alimenta la acción dramática en el Facundo nace de la tensión que expe-rimenta la conciencia subjetiva cuya afirmación exige la ruptura con su pasado —el legado de la barbarie—. Inserta en ese cuadro, la historia se desenvuelve siguiendo las cadencias y los artifi-cios propios de la tragedia. Es significativo, a este respecto, que Sarmiento haya aceptado la suge-rencia de Alsina para suprimir, en la edición de 1851, los dos últimos capítulos sobre Rosas, de manera que la obra concluyese con la muerte de Facundo. En verdad, el enredo, por razones estric-tamente literarias, debería acabar en aquel momento ya que, si bien importantísimo en términos políticos e ideológicos, el otro epílogo, basado en la figura de Rosas, le restaría carga dramática.

Una especie de fatalidad cósmica gobierna sobre los personajes del Facundo. El hombre llevado por sus pasiones construye, sin saberlo, el escenario de su propio fin y, de esta manera, contribuye a realizar los propósitos de la historia. Cada actor cumple con la precisión de un ritual lo que está determinado de antemano por una voluntad enigmática. Así, Rosas, que tenía total interés en eliminar a Paz, "no se atreve a matarlo, como si un ángel tutelar velara sobre la conser-vación de sus días". Del mismo modo, Facundo, que sabía de los peligros que le acechaban al-retomar el camino de Córdoba, y cuando toda la ciudad estaba "instruida de los más mínimos detalles" sobre la emboscada que, por orden superior, le preparaba Santos Pérez, se dirige con "extraña obstinación" al encuentro de esa muerte anunciada. Ni los "buenos" se salvan de la-ciega causalidad que hilvana el enredo montado a base de los elementos típicos de la tragedia:

Acaso también la muerte de Dorrego fue uno de esos hechos fatales, predestinados, que forman el nudo del drama histórico y que, eliminados, lo dejan incompléto,frío, absurdo°.

Con la desaparición de Dorrego, la pieza ya puede correr suelta siguiendo un curso ascen-dente hasta culminar en el crimen de Barranca Yaco. La historia enhebra las acciones humanas en un sentido diametralmente opuesto a la intención de los sujetos. De tal suerte, Rosas, que se decía

22

Ibid., p. 217. 29

Ibid., p. 212.

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federal, realizará la centralización del país en torno a Buenos Aires, y el propio Facundo, espíritu eminentemente provinciano, llevará la guerra fuera de las fronteras de la patria chica, consumando así la integración de las provincias internas. Y los mismos móviles que lo encumbraron, "el orgullo j el terrorismo, lo llevan maniatado a la sangrienta catástrofe que debe terminar su vida"". Al fmal, la actividad desarrollada por el caudillo ingenuo y espontáneo termina pór servir a los obje-tivos del caudillo frío y calculador; el instinto trabaja para la razón y el ardid de ésta contribuye para la realización de un fin ulterior: sentar las bases de la unidad nacional.

El determinismo que acabamos de apuntar no desmerece en nada la interpretación que Sarmiento hace de la realidad argentina de su tiempo. Todo relato histórico está, de una forma u otra, infiltrado por esa especie de virus teleológico que es, en parte, consecuencia —como susten-ta Octavio Paz—,del lenguaje metafórico al cual recurren inevitablemente los historiadores para organizar los hechos en una estructura que les confiera sentido. De este modo, el Facundo se sitúa en el centro de una problemática actual y se proyecta como un clásico del pensamiento social latinoamericano, precisamente por la forma creativa en que historia y literatura convergen en la sustentación del enredo.

LA METODOLOGÍA DE SARMIENTO

Pasemos a analizar, ahora, la otra cara del texto, esto es, la estructura historiográfica en que se apoya la narración de las guerras civiles que precedieron el parto de la nación argentina. Sarmiento, hablando de las fuentes consultadas para la elaboración de su ensayo, advierte sobre las lagunas de información y el precario fundamento empírico de su ensayo. En realidad, el Facun-do se construye, en gran parte, "sin el auxilio de documentos a la mano"; la memoria del autor fue su verdadero archivo y su poderosa imaginación la tabla que lo salvó de ser absorbido por el vacío. Cabe recordar, al respecto, que Sarmiento no conoce la pampa sino algún tiempo después de

-haberla retratado, de forma inigualable, en la primera parte de la obra. Con tan pocos elementos fácticos, ¿cómo consigue superar la falta de informaciones, atar

los hilos sueltos para tejer, más que una descripción, una interpretación coherente y plausible de los sucesos de su época? Sin duda, valiéndose de los mismos resortes lógicos e intuitivos sobre los cuales se fundamenta el llamado "método indiciario" que hasta hoy continúa siendo la base de la labor historiográfica. Veamos como plasma, en la estrategia de cada uno de los cuatro tipos de

Ibid., p. 291.

gaucho descritos por Sarmiento —el rastreador, el baqueano, el gaucho malo y el cantor— lo esencial de las distintas modalidades de dicho procedimiento. En conjunto, tales personajes cons-tituyen una metáfora de los trabajos del historiador y, en sentido más amplio, de la condición del intelectual.

El "rastreador": las virtudes de la inducción

Un robo se ha ejecutado durante la noche... se llama en seguida al rastreada; que ve el rastro y lo sigue sin mirar sino de tarde en tarde el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada que para otros es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa, y señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: ¡este es! El delito está probado".

El "rastreado?' considera la realidad tal cual se le presenta a los sentidos. Tiene el olfato y la vista aguzados para descubrir el detalle, el hecho "microscópico" que para otros pasa desaperci-bido. El conocimiento es el resultado de una interpretación construida a base de evidencias o de señales aparentemente secundarias. Procede inductivamente y no emite ningún juicio hasta exami-nar todos los elementos posibles; entonces, sí, señala al delincuente. Esta especie de "superperro", cómo lo llama Ortega Galindo, recuerda el comportamiento, por demás frecuente, del historiador que no sólo se concentra obsesivamente en los hechos sino que también cree, como el rastreador, que su deber es señalar al culpable y, así, equipara su función a la del detective, concibiendo la historia como el lugar del crimen.

El "baqueano": las ventajas de la deducción

Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña... Clava la vista en un punto y se echa a galopar con la rectitud de una flecha hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él sabe, y galo-pando día y noche, llega al lugar designado... si los cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un campamento recién aban-donado, o un simple animal muerto".

Ibid., p. 97. Ibid., p. 99-102.

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El "baqueano" procede de manera inversa al "rastreador". Si el primero asciende de los hechos a la prueba, éste deriva sus conclusiones a partir de una idea preformada respecto del conjunto de la realidad y de lo que considera ser su comportamiento normal. Partiendo de un

apunto omega, invisible para la mayoría de los mortales, elige y organiza los datos que considera más significativos. Sabe de antemano adónde debe llegar; a través de referencias estables detecta lo que está fuera de sitio; esto es, las evidencias que le anuncian la necesidad de cortar camino y, entonces, con una intuición certera, comparable únicamente a la de su caballo, dispara al encuen-tro de su objetivo, de la misma manera que el historiador, imbuido de ambición nomológica, pes-ca, deshecha y articula los acontecimientos desde una atalaya metahistórica que le sirve de faro en su labor selectiva.

El "gaucho malo": los milagros del proceder abductivo

Es un outlaw, un squatter, un misántropo particular... Este hombre divorciado por la so-ciedad, proscrito por las leyes... una vez viene el real de una tropa del interior; el patrón propone comprarle un caballo de tal pelo extraordinario, de tal figura, de tales prendas, con una estrella blanca en la paleta. El gaucho se recoge, medita un momento, y después de un rato de silencio contesta: "No hay actualmente caballo así". ¿Qué ha estado pen-sando el gaucho? En aquel momento ha recorrido en su mente mil estancias de la pampa, ha visto y examinado todos los caballos que hay en la provincia, con sus marcas, colon señales particulares, y convenciose de que no hay ninguno que tenga una estrella en la paleta"..:

El gaucho malo es el solitario y el marginal por excelencia. En su desajuste crónico, se ,expresa la condición del intelectual, el drama de la existencia vivida en la frontera de la soledad y de la sociedad. Exhibe una memoria prodigiosa pero, al mismo tiempo, no trabaja directamente con los hechos sino con la representación mental de los mismos. De ese modo, saca sus conclusio-nes a través de una serie de inferencias lógicas, las cuales tienen un fundamento nítidamente con-jetural. Mientras que el ojo, es el órgano privilegiado del rastreador, la imaginación es la cualidad suprema del gaucho malo. Así asoman por un lado, los peligros que cercan al historiador que hace de su disciplina un depósito de conocimientos y de su labor un esfuerzo de memoria y, por el otro, la grandeza de quien, sabiendo que sólo trabaja con vestigios de realidades ya extintas, se contenta con formular enunciados plausibles.

93 !bid., p. 102-4.

El "cantor": la voz del historiador en el desierto

El cantor está haciendo candorosamente el mismo trabajo de crónica, costumbres, histo-ria, biografia que el bardo de la Edad Media, y sus versos serian recogidos más tarde como los documentos y datos en que habría de apoyarse el historiador futuro, si a sü lado no estuviese otra sociedad culta, con superior inteligencia de los acontecimientos que /a que el infeliz despliega en sus rapsodias ingenuas".

El cantor es el testigo de una época escindida por la modernidad, y su voz, suspendida, "entre la vida que va y la vida que viene", el canto de cisne de la historia oral. En el oficio de este personaje, historia y literatura, realidad y ficción, se funden naturalmente. El cantor compone sus relatos sirviéndose de "imágenes tomadas de la vida campestre, del caballo y de las escenas del desierto que la hacen metafórica". Haciendo del oído su principal punto de apoyo y de la boca su cómplice, interviene en la trama al mezclar "entre sus cantos heroicos, la relación de sus propias hazañas". ¿No es ésta, acaso, una caracterización adecuada de lo que hace Sarmiento en el Facundo?

En los cuatro ejemplos el proceso cognitivo se basa en la consideración substantiva de señales, huellas o signos a partir de los cuales, por distintos caminos lógicos, se infieren conclu-siones. Del mismo modo, la fidelidad al método se alía a una intuición certera, responsable por las más agudas revelaciones del Facundo. Más que el culto a los hechos, se destaca la lección de que ellos sólo existen para el buen observador. Sin embargo, toda la paciencia y el talento que el "rastreador", el "baqueano" y "el gaucho malo" demuestran, detectando señales e infiriendo co-nexiones causales, no son suficientes para el buen resultado de la empresa historiográfica. Falta la voz del cantor, el espíritu del poeta, capaz de revestir las entrelazadas conjeturas con la piel de una adecuada estructura narrativa que infunda credibilidad a los sucesos y vida a los personajes que afloran entre la pluma y el papel. Retomando la senda abierta por el Facundo, es posible encontrar un punto de equilibrio entre los deberes de la ciencia y los placeres de la narración y, del mismo modo, como los novelistas latinoamericanos supieron incorporar la historia en la obra de ficción, bien podrían los historiadores aprender con aquellos sobre los enredos del lenguaje.

9' !bid., p. 104-7.

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COROLARIO

Desde que se terminó de escribir el Facundo, las aguas del tiempo han derribado innume-. rabies puentes. Lejos estaba Sarmiento de suponer que las ciudades —y en especial una, Buenos

Aires, a la que tanto valor había atribuido en la marcha hacia la libertad— serían sentidas, menos de un siglo después, por otro intelectual argentino, como "una inmensa cárcel"". Tampoco podía adivinar que el crecimiento vertiginoso de la población por el cual luchara sin tregua, vendría a generar, al finalizar el siglo XIX, un cuadro de graves patologías sociales. Y mucho menos imagi-nar que la barbarie civilizada continuaría asomando la cabeza, con inusitada ferocidad, en el país más europeo de Hispanoamérica.

Al autor del Facundo se le pueden reclamar muchas cosas; pero, al mismo tiempo, es justo reconocer que fue uno de los primeros en señalar, con suma precisión, encrucijadas en las que hasta hoy nos encontramos. No era un imitador compulsivo y, sí, más bien, un incansable explora-dor de sus circunstancias. A la distancia, parece decirnos: "No pretendáis ser tan universales al punto de convertiros en copia de otros, ni tan singulares que no se os pueda nombrar sino apuntan-

. do a vuestra imagen en el espejo". Es preciso invocar a la sombra de Sarmiento para que nos revele -el secreto que espanta la tautología.

IV. BASES ONTOLÓGICAS DE LA HISTORIOGRAFÍA CIENTÍFICA:

ENCUENTROS Y DESENCUENTROS ENTRE LA HISTORIA Y LA FILOSOFÍA

INTRODUCCIÓN

Este ensayo" discurre sobre algunas ideas motivadas por la lectura de la obra de Edmundo O'Gorman, Crisis y Porvenir de la Ciencia Histórica, pero no trata específicamente de ella". En particular, se alude a la crítica que el autor, apoyándose en nociones elaboradas por Heidegger en Ser y Tiempo, hace de los presupuestos ontológicos implícitos en la historiografía positivista o científica que arraigó en América Latina desde fines del siglo XIX". Sobre el telón de fondo de esa problemática, se interpretan algunos de los sentidos en que- es posible entender, a lo largo del tiempo, los procesos de creciente «historicidad» de la filosofía, por un lado, y de «naturalización» de la historia, por otro, así como las complejas =y ne siempre cordiales— relacioiís--entre ambas disciplinas.

Cabe señalar,- desde ya, que O'Gorman no fue el primeni ni sería el último en presentar combate a la historiografía científica. La cruzada en el continente la desatan los propios pósitivistas insatisfechos con las limitaciones de su doctrina y la continúan, más tarde, intelectualei vincula-dos a distintas corrientes filosóficas, entre las cuales descuellan, por la magnitud de su influencia, el intuicionismo de Bérgson, el vitalisino de Dilthey, las concepciones Metálicas de Heidegger y, sobre todo, el perspectivismo de Ortega y Gasset. Esas escuelas de pensamiento, no obstante sus enormes diferencias, comparten una manifiesta preocupación por la historia y la pretensión de

9s Ezequiel Martínez Estrada, La cabeza de Goliat. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1968, p. 40.

96 Publicado en portugués en Revista Síntese, Belo Horizonte, X, n.129, 1983, p. 49-72. Edmundo O'Gorman nació en México en 1906. Se graduó en Derecho en 1928 y ejerció la profesión durante diez años. En 1948 se graduó en Filosofía, y tres años después obtuvo el título de doctor en historia Trabajó en el Archivo de la Nación de 1938 a 1952 y fue profesor de historia en la Universidad Autónoma de México desde 1940. Entre sus obras más importantes: Fundamentos de la historia de América (1942), Crisis y porvenir de la ciencia histórica (1947), Dos concepciones dela tarea histórica (1955), y La supervivencia política novohispánica (1969). Fuente: J. L. Abellán. La idea de América, Madrid: ISTMO, 1972, p. 22.

98 O'Gorman usa indistintamente los términos historiografía científica, naturalista o tradicional para referirse a la tradición historiográfica iniciada por Leopold von Ranke (1795-1886).

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cimentar las ciencias sociales sobre nuevas bases ontológicas. El último episodio del rosario de acometidas contra el positivismo, redivivo en distintas traducciones, tuvo lugar a lo largo de los años sesenta. Sin embargo, gran parte de la historiografia que entonces se lanzó a la carga lo hizo desconociendo el legado anterior. Memoria tan corta, respecto a un pasado reciente, denota la poca disposición que acusa el pensamiento latinoamericano para dialogar con su tradición. Y es así que ciertos debates retornan periódicamente, sorprendiendo menos por su longevidad que por su falta de seguimiento.

Comparando los cuestionamientos dirigidos al positivismo en épocas pasadas con los que ahora circulan en el mundo académico, se perciben contrastes que vale la pena subrayar. En las primeras vertientes, la crítica al positivismo historiográfico, si bien buscó diferenciar, por el obje-to y el método, las ciencias sociales de las ciencias naturales, no promovió una ruptura epistemológica entre ellas. Al contrario, se daba por supuesto que la labor cognitiva, en ambos casos, no aspira a reproducir o emular la realidad, sino a construir un saber simbólico capaz de ordenar y representar racionalmente el comportamiento de los fenómenos que caen dentro del radio de observación de cada disciplina. En otras palabras, se establecía claramente que el conocimiento es fruto de una acción estructurante. Por lo tanto, ni las ciencias fisicas hablan por la Naturaleza, ni los estudiosos de la sociedad lo hacen en nombre de la Historia. El recado para las ciencias sociales era, entonces, que ellas se aproIimasen a las primeras en la forma de concebir la labor cognitiva La crítica posterior, en cambio, las pensó como dos zonas ontológicamente distintas y, reiterando.prejuicios o concepciones erróneas sobre la índole del conocimiento científico, alentó, por esa vía, una vo-luntad separatistay un escepticismo radical respecto a las posibilidades de alcanzar algún grado de objetividad en el estudio de los fenómenos humanos. Es intención de este ensayo desvelar, a la luz de las consideraciOnes elaboradas por O'Gorman, los presupuestos subyacentes tras ese tipo de perspectiva episteinológica que, tratando de huir del positivismo, cayó en su trama impalpable. Pero, antes, consideremos el clima intelectual de la época en que escribió el pensador mexicano y las influencias filosóficas más importantes que convergieron en su teoría de la historia.

MEXICANOS Y ESPAÑOLES

Cuando Edmundo O'Gorman publicó su crítica a la historiografia científica, hacía tiempo que el positivismo latinoamericano venía perdiendo la vitalidad que había alcanzado en el siglo XIX, especialmente en países como Argentina, Brasil, Chile y México. Fue también en esas áreas donde el repudio a dicha doctrina fue mayor, si bien que el sentido varió según las circunstancias nacionales. En Brasil, por ejemplo, donde el intuicionismo de Bergson arraigó en sectores impor-tantes de la intelectualidad, la crítica al positivismo sé revistió de rasgos Conservadores". Fue distinto en México donde el anti-positivismo, audible en los discursos gestados por distintas fuer-zas sociales que desataron el aluvión de 1910, se abrió camino hasta formar parte del legado ideológico de la Revolución que desalojó al régimen de Porfirio Díaz y sus-científicos. La ofensi-va, iniciada en el plano intelectual por Antonio Caso, sobre la base del intuicionismo de Berlson y del vitalismo de Dilthey, muy luego cedería lugar a las influencias de Husserl y de Heideggerm. Uno de los hechos que contribuyó para la afirmación de esa trayectoria fue el sentimiento nihilista que, a raíz de la Primera Guerra Mundial, cundió por toda Europa, sembrando dudas sobre el futuro de su antiguo papel civilizador. El desgaste de la cultura del viejo continente, dé que hablara Osvald Spengler (1880-1936) en La decadencia de Occidente, venía a confirmar a los ojos de la intelectualidad mexicana aquello que Vasconcelos había afirmado un añó antes de que la obra del historiador alemán fuera traducida al español en 1926: el Significado universal que América Lati-na llegaría a asumir en los nuevos tiempos, o más precisamente, en «la quinta era del mundo, la era de la universalidad y el sentimiento cósmico»m. En suma, proliferaban en aquellos tiempos doc-trinas y filosofias de cuño antiintelectualista que, en conjunto, eran portadoras de un marcado escepticismo respecto a las posibilidades de que la razón y el conocimiento científico instituyesen una «comunidad moral», como pretendiera Comte en el siglo del progreso.

En medio de ese clima intelectual, el positivismo será interpretado como una manifesta-ción decrépita del racionalismo incubado en la modernidad europea, y su crítica vendrá acompa-ñada de la búsqueda del perfil cultural del hombre latinoamericano que, distanciándose de los excesos de aquella herencia, no se resolviese en rasgos exóticoS o de campanario. Estaba prepara-do el campo para el arraigo de filosofias que permitieran pensar, desde un punto de vista universal,

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Luís Washington Vita, «El bergsonismo en la filosofía latino-americanau en: Revista Brasiliense, n. 25,1959,p. 143.

100

Samuel Ramos, Historia de la Filosofía en México. México: Imprenta Universitaria, 1943, p. 141. 101

José Vasconcelos, La raza cósmica. México: Espasa-Calpe, 1986, p. 47.

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la realidad nacional con referencia a su propio pasado. Se trataba, una vez más, de atar los caminos de la razón a los de la historia. Y el pensamiento de José Ortega y Gasset se decía capaz de realizar la hazaña:

Entre tanto la filosofía parecía no caber dentro de este cuadro idear del nacionalismo, porque ella ha pretendido siempre colocarse en un punto de vista universal, humano, rebelde a las determinaciones concretas del espacio y el tiempo, es decir, a la historia. Ortega y Gasset vino también a resolver el problema mostrando la historicidad de la filosofía en El Tema de Nuestro Tiempow.

Desde entonces, la influencia del filósofo español fue en tal grado considerable que, para algunos, hasta hoy «el pensamiento latinoamericano no ha terminado de liberarse del sistema de Ortega en su conjunto»'''. Bajo el lema «europeizar. España», Ortega realizó un extraordinario trabajo de difusión de ideas, y los ecos de ese programa llegaron a América Latina, entre otros medios, a través de la Revista de Occidente fundada por él mismo en 1922 y, sobre todo, de sus libros —Meditaciones del Quijote (1914) y El tema de nuestro tiempo (1923)104. Pero fueron los intelectuales republicanos que salieron de España a causa de la guerra civil quienes se constituye-ron en los mejores transmisores de las corrientes filosóficas que, desde distintas trincheras, soca-vaban los fundamentos de la metafísica tradicional. La contribución de los transterrados constitu-ye un capítulo aparte de la historia intelectual del continente. La producción de los exiliados espa-ñoles, entre libros, artículos, reseñas y monografiás, alcanzó, solamente en México, la respetable cantidad de 65.000 títulost". Y fue precisamente a ese país que llegó, en 1939, José Gaos, uno de los discípulos más importantes de Ortega. Allí formó una generación de intelectuales entre los cuales se destacan Leopoldo Zea, Manuel Cabrera, Justino Fernandes y el propio Edmundo O'Gorman'''. Cuando aún era estudiante de Ortega,y de Zubiri, en Madrid, Gaos conoció el pen-

102 Samuel Ramos, citado por Jean Franco, La cultura moderna 'enAmérica Latina. México: Joaquín Mortiz, 1971, p. 215-216.

103 Inna Terterian, «La cultura extranjera del siglo XX y el pensamiento latinoamericano», en: Anuario de Estudios Latinoamericanos, n.I2, México: UNAM, p. 114.

104 Sobre la influencia de Ortega, ver. Tzvi Medin, Ortega y Gasset en la cultura hispanoamericana. México, FCE, 1994.

105 Carlos Rama, «Los latinoamericanos españoles del exilio», en: Anuario, op. cit., p, 265. También: Marielena Zelaya Kolker, Testimonios americanos de los escritores españoles transterrados de 1939. Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1985.

106 José Gaos, Confesiones pmfesionales. México: Tezontle, 1958, pp.75-77. -

samiento de Heidegger y,.en 1933, comenzó la traducción al español deSer y Tiempo; que muy pronto sería, interrumpida. En 1941, ya en México, retomó la tarea «para el fin inmediato de ir leyendo la obra y, a través de la lectura, explicarla frase por frase y hasta palabra por palabra en una de las aulas semanales de los cursos de la Facultad de Filosofia y Letras de la Universidad Autóno-ma de México»'" . Esta actividad continuó hasta 1947, año en que O'Gorman —que había fre-cuentado esos seminarios— publica su ensayo de crítica a la historiografia científica, apoyándose en una interpretación existencialista, y por tanto polémica, de la teoría heideggeriana'". Debe señalarse, sin embargo, que el ataque de O'Gorman a la historiografia científica, aunque suscitado por las concepciones de Leopold von Ranke, tuvo por blanco a los seguidores del historiador alemán que habían extremado;la tendencia empirista presente en su metodología'" . Diseñado el cuadro, pasemos a considerar aspectos formales de la controversia.

. LA QUERELIA DE FILÓSOFOS E HISTORIADORES

O'Gorman, a lo largo dé su obra, ironiza con frecuencia el trábafodeltilstOriador, peMito duda nunca de la importancia de la ciencia histórica. Al Contrario, lo que le preocupaes la distan- cia vez mayor que se abre entre las exigencias del conocimiento histórico y lá rústica menta- lidad de los historiadores que no parece estar tallada a la altura de la misión que deberían. cumplir. De esa manera, el pensador mexicano destilaba prejuicios y animosidadei que, por lo menos desde Hegel, venían perturbando la convivencia intelectual dé filósofos e historiadores...

En verdad, las reclamaciones partían de ambos lados y fueron adquirie-ndo un tono viráT lento en las décadas que siguieron a la consolidación de la escuela científica, llegando a convertir-se en un tópico del escenario intelectual de la época TodaVía en 1913, Ortega GaSSet decía sospechar «dél tipo de hom. bre que fabrica esos eruditos producíos; sé cree,riio sé si con justició, que ellos (los historiadores) tienen almas atrasadas, almas de cronistas, que son burócratas adscri-

107 José Gaos, «Introducción», en: Martin Heidegger. El ser y el tiempo. México: Fondo de Cultura Económica, 1951,p. 11.

'" No consideraremos aquí el debate relativo a la continuidad o ruptura que acusaría la obra de Heidegger después de la publicación de Ser y Tiempo. Para una discusión sobre este tema puede consultarse la introducción escrita por Fernando Montero al libro de Karl Lówith, Heidegger, Pensador de un Tiempo Indigente. Madrid: Rialp, 1956.

109 Sérgio Buarque de Holanda (org.), Ranke. Sao Paulo: Ática, 1979, p. 22.

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tos a experimentar el pasado. En suma, mandarines» 110. Una de las quejas más constantes de los filósofos se refería a la poca disposición que demostraban los historiadores para cuestionar el universo apriorístico implícito en la formulación de sus métodos yfines. Mucho antes, Hegel ya

.les había llamado la atención por el mismo motivo, manifestando —no sin cierto sarcasmo— que hasta el historiador «mediocre confiado en que no hace otra cosa que rendirse ante la evidencia de los hechos, no es pasivo, sino que lleva consigo sus categorías y observa los datos a través de las mismas»"'. En realidad, tamaño estrechamiento del quehacer historiográfico contradecía el pro-pio ideario de la filosofía positiva del siglo XIX, que ambicionaba pasar de la simple verificación de los hechos al descubrimientos de leyes socialesm. Sólo que para alcanzarlas, decían algunos, había que esperar a que concluyesen los trabajos de una legión de investigadores dedicada a recu-perar y compulsar la consistencia de las piezas con las cuales se tendería el puente. En otras pala-bras, era menester establecer la idoneidad de los hechos antes de comenzar la reconstrucción del proceso y la búsqueda de los principios que rigen su movimiento. Así, depositando toda su fe en la crítica de las fuentes, los discípulos de la «escuela científica», fundada por Momsen, Niebuhr y von Ranke, iban haciendo de la historia un inmenso repositorio de «hechos incuestionables», y del histo-riador un laborioso obrero dispuesto a sacrificar hasta la propia subjetividad, aun cuando esto le valiera el funesto título de ratón de biblioteca. Tamaña servidumbre era posible porque hacía ya algún tiempo que, en los dominios de la historia, reinaba soberana la dictadura del documento:

Perdido el contacto con la Historia, instaurado el reino de las intrigas y habladurías, embo-tada la capacidad de interesarse por otra cosa que no sea «el que se dice» sobre el pasado, las «fuentes», los «materiales», los documentos, las monografías eruditas, los ficheros, los catálogos, se imponen con esa brutalidad con que las cosas tiranizan el espíritu'".

Hacién&Se eco a Nietzsche, O'Gorman consideraba que el faro empírico de los historia-dores crecía en proporción directa al embotamiento del sentido histórico y que el innegable avance que experimentaban las técnicas de recopilación, análisis y clasificación de los materiales contras-taba con la discutible calidad del producto ofrecido'''. La fantástica acumulación de información, lejos de estimular procesos de generalización y síntesis, originó el efecto contrario: la parálisis de

José Ortega y Gasset, La Filosofia de la Historia de Hegel y la historiología, Obras Completas, tomo tv, Ma-drid: Revista de Occidente, 1946, p. 524. G. W. Hegel, Reason and History. The Liberal Arts Pres, p. 13.

112 R. G. Collingwood, Ideas de la Historia. México: Fondo de Cultura Económica, p. 130. 113 Edmundo O'Gorman, Crisis y porvenir de la ciencia histórica. México: Imprenta Universitaria, 1947, p. 17. 114 Ibid.

la imaginación creadora y de la-capacidad de abstracción.- Un sentimiento de impotencia y des-orientación crecientes habría contagiado a tal punto la empresa historiográfica que «ya no se sabe lo que se ignora y se ignora lo que ya se sabe»'". Pero esa situación no parecía alarmar a los historiadores, quienes, para desesperación de los filósofos, continuaban desempeñando el papel de «cazadores de hechos», seguros de que así contribuían a montar el vasto panel de la historia. Sus críticos, en cambio, aducían que detrás de la práctica burocrática y del vocabulario cientificista canonizado por el gremio —«crítica interna de las fuentes», «método filológico», «des-subjetivación de los documentos»—, la historiografia de la época escondía su falta de ideas y una notoria impre-cisión conceptual, y, sobre todo, revelaba hasta qué punto la labor del historiador se había distan-ciado del sentimiento de urgencia inherente a los «auténticos problemas». Así, mientras los histo-riadores conseguían la proeza de aburrir al público lector con el tema más fascinante de todos —la vida humana— las reflexiones más significativas sobre la historia, según Ortega y Gasset, continuaban aflorando en el ámbito de la filosofia"6.

En el momento de responder los ataques, los historiadores hacían uso del mismo arsenal de invectivas. Para una parte de ellos, la idea de alcanzar un saber totalizador por la vía del pensa-miento abstracto no sólo contrariaba los objetivos de la ciencia histórica sino que era aspiración de necios. Con fina ironía, Burckhardt se disculpaba públicamente por permanecer callado ante las graves cuestiones con que lidiaba la filosofía ya que, en su carrera de historiador, no fue iniciado en los «propósitos de la sabiduría eterna»'''. Más audaz, Renan afirmaba que los sistemas filosó-ficos, siendo todos igualmente falsos o verdaderos, debían ser considerados como obras de arte cuya contemplación haría menos tediosa la espera por la auténtica «Ciencia del Todo» —status que la historia, recónditamente, pretendía alcanzar'". De hecho, no eran pocos los persuadidos por la idea de que estaba próximo el día en que sería posible concluir la reconstrueción total del pasado. Alrededor de 1896, Acton se atrevía a afirmar que, si bien su generación no llegaría a escribir la historia definitiva, ya era posible entreverla gracias a los grandes progresos alcanzados hasta entoncesm. Algunos años antes, el mismo fundamento fiduciario hizo que Renan comenza-ra a preocuparse por las consecuencias de semejante hazaña que, según él, ocasionaría, entre otras cosas, la desaparición de las propias ciencias históricas, una vez que «dentro de un siglo la huma-nidad sabrá todo lo que se puede saber sobre su pasado»m. Consumado el harakiri, los historiado-

115

lbid., p. 19. 116

J. Ortega y Gasset, op. cit., p. 524-529. 117

Y. H. Carr, ¿Que é história? Rio de Janeiro: Paz y Terra, 1976, p. 21. 118

José Van Den Beselaar, As intepretacues da Historia através dos séculos. Sao Paulo: Herder, 1957, v. I, p. 205. 119

Carr, op. cit., p. 11. 120

Valentín Vázquez de Prada (org.), El Método histórico, p. 108.

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res ingresarían en la nueva era «sin ningún fragmento de filosofia que los cubra, desnudos y libres de toda vergüenza ante el dios de la Historia», en la deliciosa frase de Carrm. - Pasemos a considerar el significado subyacente tras esa polémica en apariencia fútil, inda- gando por qué, desde el siglo XIX, la historiografia trató de fundar su nueva identidad no sólo al margen sino en oposición al saber filosófico, y por qué la filosofia, al contraria, fue revelando un interés creciente por la historia y lo histórico. ¿Acaso ella no había pretendido levantar su tienda de sabiduría más allá de las cosas de este mundo?

En el contexto de este ensayo, tiene sentido que tales cuestiones sean tratadas con referen-cia a un tópico de la filosofia heideggeriana: los orígenes de la filosofía y de la historia. Partimos de la constatación de un fenómeno plenamente significativo: el nacimiento de la historiografia en la Grecia antigua ocurrió fuera de los dominios de la filosofia. Desde entonces, su saber se erigiría al margen de lo que se reputaba verdadero conocimiento. En tal condición, la disciplina desempe-ñará, durante mucho tiempo, papeles ancilares hasta que, finalmente, el motivo por el cual había sido rebajada se tornará su mejor arma en la hora de la revancha que fue para ella el Ochocientos —pero el desenlace será una victoria pírrica—. Antes de recorrer ese itinerario, consideremos el origen y la naturaleza de la crisis entre razón e historia que derivó en el divorcio de la filosofia y la historiografia.

. FUNDAMENTOS DE LA ONTOLOGÍA CLÁSICA

La idea subyacente tras las próximas secciones de este trabajo puede formularse de la siguiente manera: la filosofia moderna acusa una trayectoria de creciente conciencia histórica que culmina, en el siglo XX, con una crítica generalizada a los fundamentos ontológicos heredados de la antigüedad clásica. Inversamente, el pensamiento histórico, que desde sus orígenes surge ex-cluido del ámbito de la racionalidad filosófica, termina por naturalizarse cuando la historiografía científica del siglo XIX asimila los presupuestos de la ontología tradicional. El lastre de historicidad que va fijando la filosofía en su seno se manifiesta, de hecho, en la tendencia a transformar la razón autosuficiente de los griegos en razón constituida, esto es, en razón históricamente consti-tuida. A su vez, la naturalización de la historia despunta en la inclinación a considerar el pasado como un objeto inmutable y desprendido de la existencia presente. En el transcurso de esos proce-sos, la filosofía recuperará su pasado, incorporándolo substantivamente al reconocer que todas las

12' Can; op. cit., p. 21.

filosofias son la Filosofia, o mejor, que la filosofía es su propia historia. Con la historiografia ocurrirá exactamente lo contrario: la naturalización del pasado, provocada por la escuela positivis-ta, hará imposible su asithilación substantiva. La comprensión de ambos fenómenos requiere que nos situemos en el punto en que se produce. la ruptura entre razón e historia.

- Para Heidegger, la crisis se desata, de hecho, cuando se pasa del pensamiento presocrático (Parménides y Heráclito principalmente) a la filosofía clásica. En la obra del pensador alemán, ese tránsito asume el carácter de una «caída ontológica» una vez que habría desviado la reflexión filosófica de su auténtico camino, convirtiéndola en un conocimiento a-histórico. El sentido del cambio trasparece en el modo como se formula la pregunta sobre el ser, y culmina, según Heidegger, en la construcción de los primeros grandes sistemas esencialistas (Platón y Aristóteles) que impi-den la comprensión de lo histórico al naturalizar las nociones de ser y tiempo. El pensamiento filosófico abocado hasta entonces a la consideración del ser, ahora lo pulveriza en infinitos entes, cada cual reproduciendo, como en los pedazos de un espejo trizado, las mismas cualidades ontológicas que Parménides atribuyera al Ser-Uno: inmutabilidad, indivisibilidad, autosuficien-cia. La identidad original entre ser y razón, inherente al »punto de vista metafísico del filósofo presocrático, se desintegra. La razón formal pasa entonces a determinar la estructura de la realidad de modo que los criterios lógicos de falso y verdadero se identifican con los conceptos ontológicos de no-ser y de ser, de tal modo que esencia y verdad se corresponden, mientras que el «error», despojado de contenido óntico, se reduce a una deficiencia de raciocinio lógico'n.

Bajo esa óptica, la razón no podrá ser entendida como proceso, aunque el Conocimiento aparente serlo, como sugiere el mito de la caverna de Platón. Pero, aun en este caso, saber será fundamentalmente recordar lo que está inscrito en el alma ab aeterno. El acto de- descubrir no afectará en nada la identidad de la cosa descubierta. En suma, la verdad no es instituida, sino desvendada (alethéia), y el papel de la filosofia, descorrer cortinas. Fiel a ese encargo, ella tendrá que negar su pasado, su propia historia. Se podría pensar que tal afirmación es una hipérbole, sobre todo si toma en cuenta que, por lo menos desde Aristóteles, la filosofia dialogó con su tradición, haciendo referencia explícita a filósofos, a ideas y debates anteriores. Sin embargo, tal evidencia no invalida el sentido de lo dicho, si se considera que el propio fundamento desde el cual se realizaba la vuelta al pasado impedía recuperarlo como constitutivo de la propia esencia de la filosofia, ya que lo que se buscaba retrospectivamente eran los encuentros o desencuentros de la razón con el mundo de verdades preconstituidas, universales y necesarias. Sobre esa base, la filo-sofia no podrá, ni pretenderá, asimilar substantivamente su historia. Por tanto, en el marco del pensamiento clásico, no hay lugar para filosofias, sólo existe la Filosofía.

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La moral intelectualista de Sócrates ya muestra esta tendencia y denota lo mucho que se había distanciado la especulación filosófica del camino trazado por Parménides.

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La razón escindida del ser irá cerrándose sobre sí misma, estructurando la realidad a ima-gen y semejanza de las formas del raciocinio lógico, y la indagación sobre lo que son las cosas se resolverá enla búsqueda de estructuras invariables y universales que las constituyan en cuanto tales. En ese proceso, se irán configurando dos esferas con distintos grados de realidad. En un extremo, el mundo fugaz y contradictorio del devenir sobre el cual no cabe conocimiento efectivo, sino solamente opiniones (doxa); en el otro, el universo esencial donde la mente encuentra sus verdaderos objetos. De esta dimensión participa la naturaleza del hombre, rescatada de la corrien-te incesante de sensaciones por la actividad ordenadora de la razón. Sin embargo, hay una realidad híbrida que naufraga o se desborda en el trance. Es sobre ese humus residual que la historiografía habrá de construir modestamente su futuro, sin aspirar al status -de teoría, vale decir, de conoci-miento genuino. Confinado a ese piso, el historiador se ocupará de los acontecimientos, de las pasiones efímeras, en suma, de todo aquello que, vivido por el hombre, paradójicamente no lo constituye esencialmente porque «el agente de donde proceden, puesto que es una substancia, es eterno e inmutable y, por tanto, se sitúa fuera de la historia»'23. Los hechos, inasibles por el discur-so,lógico-, tendrán que fijarse bajo, la forma de relatos, de mythos que expresan, «a lo sumo una opinión probable»i". De aquí se sigue una consideración importante: lo primariamente a-históri-co en el pensailento griego clásico es la razón, y sólo derivativa y secundariamente el hombre y la naturaleza. Pasemos a considerar las nociones de movimiento, teleología y tiempo que emanan de la ontología tradicional tal cual la entendieron algunos de sus críticos. Este paso es importante tanto para determinar el punto de vista a-histórico que la caracteriza como para evaluar su impacto posterior, particularmente en la historiografia científica del siglo XIX.

La concepción de Aristóteles sobre el movimiento es, sin duda, la de mayor influencia en la filosofia clásica. Para explicarlo, el filósofo distingue dos principios en la estructura de los entes: potencia y acto. Ab initio, el ser contiene virtualmente todas las posibilidades de su ulterior desarrollo. Deskjese punto de vista, el movimiento se revela un rito de pasaje a través del cual capacidades latentes en la constitución seminal de los entes cristalizan en acto. Hechas las cuentas, el ser permanece unívoco e idéntico .a sí mismo y nada le añade el tránsito hacia su próximo estado. En rigor, él ya es, en cualquier instante, su futuro. Así, pues, la noción de movimiento, lógicamente entendida, no representa una transformación en la estructura del ser y el fenómeno se disuelve en la ilusión de los sentidos.

123 R. G. Collingwood, op. cit., p. 50: 124 F. M. Cornford, Escudos de Filosofia Antiga. Atlántida, s/d, p. 53.

Asociada a esa concepción naturalista del movimiento despunta una visión teleológica de la realidad según la cual los entes se orientan hacia el cumplimiento de una finalidad (telos) que los trasciende y determina. Es esa fuerza exógena que les confiere sentido, vale decir razón de ser, en el orden universal y necesario. La noción de telos que deriva de la ontología clásica contrasta con aquella vigente, según Heidegger, en el pensamiento pre-socrático donde el límite (peras) no es algo que le sucede a la esencia desde fuera; ni tampoco una deficiencia en sentido de una restricción dañina. Al contrario, llegar a ser significa alcanzar un límite por sí mismo, limitarse. Por tantó, la «característica fundamental de los entes es su telos, que no significa propósito u objetivo, sino fin, no en el sentido negativo de ruptura, sino de realización (Vollendung)»'25.

La noción de tiempo de la ontología clásica está entrelazada con la de movimiento y, en cuanto medida de éste, se disipa por el mismo motivo: mientras el movimiento se paraliza ante la idea de un espacio infinitamente divisible, el tiempo gira sobre sí mismo en un eterno presente. Dado que lo esencial de los entes ya se encuentra constituido de antemano, el tiempo acaba siendo, de hecho, un dato externo al sujeto, un horizonte de la experiencia sensible que es necesario tras-cender.... para ser verdaderamente. Bajo esa perspectiva, el tiempo atraviesa el ser sin tocarlo, esto es, no llega a constituirlo. Algo de esa externalidad se deja entrever en los versos del poeta que dice:

Con suficiencia fútil e insensata, hay que matar el tiempo nos decimos pero es el tiempo el que nos mata (Gregorio Reynolds)

Por otro lado, si interpretamos en los dos últimos versos de Reynolds, la «muerte» como el límite radical y endógeno a la temporalidad que somos, nos aproximamos a la tierra dondé hinca sus raíces el historicismo contemporáneo. Al contrario de la noción objetivada de la Ontología clásica, las corrientes filosóficas del siglo XX construirán la idea de «historicidad» partiendo de una comprensión del «tiempo» como categoría subjetiva. Recorriendo esa senda, se llegará .a la afirmación de que lo priinariamente histórico es la existencia temporal del liontre (Das ein); y el pasado su dimensión esencial. Éste, ya no más un lugar, sólo podrá ser encontrado en el presente

1" Martin Heidegger, 4n Introduction to Metaphysics. New York: Achor Books, 1961, p. 49-50.

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de la existencia. pe lo expuesto, se puede concluir que la noción naturalista del tiempo deriva del determinismo ontológico de la filosofia clásica, de la misma manera que la idea de temporalidad, entendida como dimensión constitutiva de la existencia humana, supone la noción de «ser intrínse-

„camente indeterminado» del historicismo contemporáneo.

HISTORICIDAD DE LA FILOSOFÍA

Sería posible caracterizar la trayectoria de la filosofia moderna como un proceso —no siempre lineal ni unívoco— a través del cual la razón, anclada en la conciencia subjetiva, se im-pregna de creciente historicidad y, abandonando los fundamentos de la ontología clásica, va per-diendo autonomía substantiva. Aquí esbozaremos la primera parte de ese itinerario que concluye en Hegel.

El comienzo lo constituye el sistema cartesiano que escinde la estructura monolítica de la razón en dos universos autónomos entre sí: la res cogitans y la res extensa, cuya correspondencia quedará asegurada por la idea de Dios. Me interesa destacar, primero, que la existencia del cogito es irreductible a cualquier otro fenómeno que no sea el acto puro de pensarse, y, segundo, que la razón, aprisionada en la conciencia individual, se funde con ella en el momento absolutamente reflexivo que representa la autopercepción del sujeto. La operación cartesiana que hace del cogito una substancia donde convergen las características estructurales y fundadoras que, en el pensa-miento griego, se fijaban en la Razón, representa un paso decisivo para que ésta pueda ser conce-bida, más tarde, como razón históricamente constituida. Pero, por otra parte, la separación radical que Descartes establece entre ego y mundo también demarca el límite de historicidad que pueden alcanzar la razón y, por ende, la realidad. La filosofia moderna, en la vana tentativa de sustraerse de la dicotomía creada por Descartes, dará lugar a sistemas que ora derivan la realidad de la con-ciencia (idealismo), ora de la cosa (sensualismo). La filosofia de Kant representa un momento importante en el proceso que estamos describiendo. Desde ya resulta significativo que el filósofo alemán se haya propuesto estudiar los límites de la razón pura y las condiciones bajo las cuales es posible el conocimiento objetivo y científico. Fue necesario recorrer un largo camino desde la época en que la razón era considerada la estructura primaria de la realidad hasta que el pensamien-to moderno llegase a anclarla en la conciencia individual para someterla, desde allí, a un cerco implacable que irá reduciendo cada vez más su margen de autonomía. La razón-sujeto de la filoso-fía cartesiana se convertirá, ante la mirada indiscreta de Kant, en objeto de conocimiento cuyos contornos es imperativo sentir. En ese empeño, se descubre, no sin sorpresa, que a la razón poco le resta de su antigua pureza. De hecho, el campo virgen, vale decir, el núcleo estructural preformado

y fundamento de toda experiencia sensible cabe en unas cuantas (aunque decisivas) categorías y formas a priori'''. Por otro lado, en Kant la voluntad de fundar una ética de alcance universal, que al mismo tiempo preserveindeterminada la noción de libertad humana, exigirá que.el ejercicio de la razón en el individuo no sea «guiado por el instinto, ni nutrido o dictaminado por el conocimien-to innato», sino un acto de efectiva institución de mundo. Todo cuanto el hombre hace desde «el descubrimiento de sus medios de alimentación y abrigo, seguridad externa y defensa... todo placer que puede volver la vida agradable, incluidas su inteligencia e ingeniosidad y hasta la buena índole de su voluntad, serían obra enteramente suya»'”. Este párrafo muestra hasta qué punto la razón y la historia.habían llegado a aproximarse en el proyecto iluminista del Setecientos. Pero, ¿cómo pasar de la inmanencia o autonomía de la acción individual hacia el reconocimiento de un orden, de un progreso a largo plazo?.¿Dónde encontrar un principio de unidad que trascendiendo la intención subjetiva de los actores asegure el sentido del proceso? En suma, ¿cómo pensar la histo-ria como hechura de los hombres sin que ella se reduzca a una sucesión caótica de hechos? Kant consideró con lucidez el problema, pero la solución que finalmente ofrece continúa presa en los límites de la ontología tradicional. Para conciliar determinismo y libertad, el filósofo se ve obliga-do a postular la existencia de una Historia Universal impregnada de sentido, pero cuyos designios estarían vedados a los hombres de todas las épocas. La fuerza providencial, que Kant llama Natu-raleza, actúa independientemente de los individuos, aunque sin inhibir su libertad.-De la fe en ese fundamento misterioso depende, en definitiva, que el heroísmo de la acción moral no sea un salto en el vacío y encuentre su lugar —su sentido trascendente— en la marcha hacia;el progreso. El hombre puede equivocarse pero no la humanidad; el individuo puede caminar a tientas pero no la especie:

De otro modo sus disposiciones naturales tendrían que considerarse, en gran parte, como vanas y sin finalidad, lo que anularía todos los principios de orden práctico y haría re-caer sobre la naturaleza la sospecha de que estuvo jugando infantilmente sólo con el hombre, ella, cuya sabiduría debe servir de principio fundamental para la apreciación de todas las otras cosas128.

126 Kant, al intemalizar las nociones de tiempo y espacio permitirá que estos conceptos sean concebidos como categorías subjetivas y no como categorías fisicas o naturales, como ocurría anteriormente. De esta manera, Kant planta la semilla del historicismo que alcanzará pleno desarrollo en el siglo XX.

127

ImmanueI Kant, «Idéia de urna História Universal de úm ponto de vista cosmopolita», en: Patrick Gardiner. Teoría da História, Lisboa: Fundacío Calouste Gulbenkian, 1974, p. 31.

128 'bid., p. 30.

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Otro límite para que la razón pudiese entenderse corno históricamente constituida lo trazó el presupuesto kantiano de que existida un nivel de realidad impenetrable al conocimiento: la cosa en sí (Ding an sich), que deja extensos flancos excluidos de todo argumento humano.

En el afán de superar los obstáculos erguidos por la ontología clásica en relación al terna en cuestión, Hegel dará una respuesta contundente a los dilemas del kantismcr. Su contribución seminal se expresa en la famosa afirmación: lo que es real es racional, lo que es racional es real. Sobre esa base, el filósofo fimdamentará lo que sería tan sólo un supuesto historiográfico: «que la razón rige el mundo y que, por tanto, también la historia universal ha transcurrido racionalmen-te»'". Razón e historia son una y la misma substancia; dicho de otra manera, la historia es la razón en camino a la autoconciencia. El contraste con la idea griega no podría ser mayor. Mientras ésta concebía razón como estructura trascendente e invariable, Hegel lapiensa inmanente y en per-petuo movimiento. Las consecuencias que derivan de semejante viraje son importantes y proble-máticas. Cabe destacar aquí que la visión hegeliana pretende recuperar ontológicamente el pasado partiendo_de un criterio endógeno al proceso y no metahistórico como la perspectiva tradicional obligaba a hacerlo. Desde esa óptica; será posible pensar la contradicción como la propia forma en que la realidad se despliega, sin subsumirla bajo la especie «error lógico». En la perspectiva dialé-ctica del sistema hegeliano, a historia de un pueblo resume, a cada momento, lo esencial de la experiencia ya viyidá y esa experiencia lo constituye en el mismo sentido en que nuestra infancia configura nuestra vida adulta, lo cual es mucho más que decir que ella «ocupa» un lugar o que ella «hace parte» denuesta personalidad" 0:

Por otra Parte, estando la Razón.inmersa en-la Historia, Hegel podrá considerar las filoso-fías del pasado, ya no más con referencia a un sistema de verdades, universal y permanente, sino como manifestaciones, en el tiempo, de la idea absoluta y, por tanto, como «momentos-necesa-rios» del ser en construcción. Así, será posible concebir la verdad como totalidad indivisible y

129

G. W. E Hegel, Lecciones sobre la filosofia de la historia universal, Madrid: Alianza, 1982, p. 43. 130 Aunque se sustente en un supuesto historicista, el psicoanálisis continúa, desde un punto de vista terapéu-

tico, considerando el pasado como un «lugar», un substrato diferenciado que habría que iluminar para provocar la cura.

temporal a un mismo tiempo, .y la historia de la filosofia como la cristalización de su propia esencia. En este punto se encuentra la contribución más importante del filósofo alemán al historicismo contemporáneo'''.

Desde Hegel y durante todo el siglo XIX, la tendencia que llevará al reconocimiento de la historicidad de la filosofia —y de la razón— se intensifica a medida que aumentan las críticas a los fundamentos de la ontología tradicional —cuya influencia, sin embargo, continuará siendo significativa—. La filosofia volverá sobre sus pasos, ya no más para leer en ellos un destino prefi-gurado (los designios de Dios, de la Razón o de la Naturaleza) sino para descubrir que ese pasado es todo lo que tiene entre las manos. La historia pasará a ser, entonces, el tema de la filosofia, o, como diría Ortega, el tema de nuestro tiempo. Pero este es un capítulo que no cabe en los límites de este ensayo. Preguntémonos qué pasaba con la historia mientras tanto.

A lo largo del período moderno, ella continuó reivindicando algún reconocimiento a partir de su valor práctico como educadora espiritual de los hombres, y ofreciendo sus servicios al pen-samiento filosófico, del cual extraía, a veces, inspiración para lanzarse a interpretaciones universalizantes sobre el sentido del drama humano. Hasta que, finálmente, en el siglo XIX, co-. mienza a exigir derechos de mayoridad y, en un gesto de auto-afirmación, se esfuerza por consti-tuir su identidad como ciencia, distante de los muros de la filosofia, a los cuales por tanto tiempo se había arrimado. Al dar ese paso, no hacía más que seguir el ejemplo de otras disciplinas que ya se habían independizado. Sin embargo, sucedió con la historia algo paradójico: en el afán de desvincularse de la filosofia cayó en la trama de la ontología clásica justo en el momento en que tanto aquella cuanto las ciencias de la naturaleza salían de su órbita de influencia. A este hecho —y no a la asimilación de los métodos y principios de las ciencias de la nattiraleza— se debe el naturalismo de la «historiografía científica» que campeó en el siglo XIX y que aún permanece en nuestros días'".

131 Sin embargo, a pesar del notable esfuerzo de síntesis, la teoría hegeliana no resuelve satisfactoriamente la dico- tomía razón / historia. He considerado, en otro lugar, algunos de los motivos de dicha frustración (ver, en este libro, el ensayo «La noción de identidad en la tradición racionalista y el tema de la modernidad»). Suficiente añadir aquí que el corte radical entre historia y naturaleza lleva a identificar la historia con la historia del pensamiento y que la ambigüedad existente, en la concepción hegeliana, entre la «historia como proceso» (reno,: gestarum) y la «historia como ciencia» (res gestas) induce a colocar todo el peso de las concatenaciones factuales (empíricas) en la actividad desarrollada por el pensamiento lógico, con consecuencias deletéreas para la tentati-va de superar el dilema.

132 Naturalizarse no dehota, en este contexto, asimilación de fundamentos evolucionistas.

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NATURALIZACIÓN DE LA HISTORIA

A partir de lo expuesto hasta aquí, estamos en condiciones de apreciar mejor la manera tomo la historiografia científica rezuma los presupuestos de la ontología tradicional. O'Gorman comienza su estudio desmenuzando el sentido de la frase que, en época posterior a Ranke, se volvió el lema de los seguidores de esa corriente: la historia es el estudio de lo que verdaderamente ocurrió en el pasado. Examinados los presupuestos subyacentes a esa inocente convocatoria, des-cubre que los «famas»'" que allí se esconden son los mismos de la concepción eleática, y que, como los tres mosqueteros, son realmente cuatro: esencialismo, organicismo, evolucionismo y teleologismo.

Para que el encuentro entre el historiador y la verdad ocurra, la escuela científica concibe el pasado como un objeto perfectaniente autónomo y separado del presente: una cosa como las otras cosas que están en el mundo. Producida por los hombres, la historia deja, en determinado momento, de pertenecerles y su verdad aflora en el mismo gradó en que los hechos se distancian del presente; de modo que, según von Ranke, el estudio objetivo del pasado sólo es posible en la Medida en que este ya no afecte nuestras fibras sensibles. Por tanto, sobre el pasado inmediato es mejor callar. Fiel a esa orientación, la escuela científica pasará a cultivar la categoría «perspectiva histórica» en el supuesto de que nuestra percepción de lo que realmente ocurrió mejora progresi-vamente según se trate de un pasado próximo, distante o definitivamente muerto. Dado que el pasado es uno y siempre el mismo no resta otro expediente que pensar la contradicción bajo la forma de «error lógico», negándole existencia substantiva'".

Aprisionada en la trama de la óntología tradicional, le resulta dificil ala escuela positivista la comprensión de la historia, no tanto como hechura de los hombres, sino como obra substantivamente humana. Ya que lo vivido no nos pertenece, en sentido pleno, entonces la historia es una sala de espera donde, con mucha o poca ceremonia, se anuncian dramas consumados a puertas cerradas. O, como diría Ortega y Gasset, el hombre hace cosas, ama, lucha, trabaja, inven-ta, sueña o descansa, pero nada de lo que hace modifica o afecta su naturaleza, la cual se mantiene invariable e idéntica a sí misma a lo largo de las vicisitudes por las cuales atraviesa. En rigor, su historia no lo constituye, no le es consubstancial; al contrario, se trata de una realidad epidérmica que fácilmente se le desprende para convertirse en un cuerpo extraño, vale decir, un objeto. La noción de «paSado» con que trabajaCI positivismo tiene, según O'Gorman, esa condición cosificada y descansa sobre una concepción naturalista del hombre y del mundo.

133 «Famas», nombre inventado por Julio Cortázar en Historia de cronopios y de famas, para aludir al comporta- miento sistemático, previsible, tedioso y poco creativo de algunas figuras. Lo opuesto de los «cronopios».

134 O'Gorman, op. cit., p. 68.

Tradicionalmente, la «cosificación» del pasado implícita en ese tipo de historiografia ha sido vista como el resultado inevitable de la adopción que las ciencias sociales, bajo el impacto del positivismo, hicieron de los principios y métodos de las ciencias de la naturaleza. En consecuen-cia, ellas habrían pasado a estudiar los fenómenos sociales como si se tratasen de objetos fisicos, naturalizando, en el transcurso, su propia identidad. Pienso que esa manera de ver las cosas esca-motea el problema, ocasionando graves perjuicios hasta hoy. A pesar de carecer de elementos suficientes para construir con mayor riqueza y consistencia el argumento, propongo pensar la cuestión de otra manera. La interpretación que sigue acompaña en parte el camino trazado por O'Gorman y en puntos substantivos se distancia de él.

Primero, es correcta-Ia afirmación de que las ciencias sociales emularon los métodos de las ciencias biológicas en la construcción de sus objetos de conocimiento'". Pero ese acto, por sí solo, no redunda en "naturalismo" de cualquier especie. Para que eso ocurriera, fue necesaria una operación adicional: considerar los objetos así construidos como copias, más o menos fieles, de objetos reales y, al hacer esto, se distanciaban patentemente del modelo que se proponían imitar. La correspondencia simétrica entre esos dos niveles (teórico y factual) se produce en el momento en que se presupone que las características abstraídas por las formas lógicas de la razón son efec-tivamente predicados o atributos de los entes. El pasado se reviste, entonces, de las mismas cuali-dades que la ontología tradicional imputaba a la realidad esencial: inmutabilidad, necesidad, auto-suficiencia. Es a través de esa maniobra que el positivismo "cosifica" el método que toma presta-do de las ciencias de la naturaleza, convirtiéndolo no sólo en criterio de verdad sino también en paradigma de lo real. La historiografia escrita bajo ese designio presentará su versión del pasado como el discurso de la verdadera historia, exteriorizando, de ese modo, su función eminentemente instrumental y pragmática'".

Importa destacar, por otra parte, que la "superposición" de los planos teórico y fenoménico no ocurre en las ciencias de la naturaleza. Reconocer el carácter estructurante —y no replicante-del pensamiento científico fue la hipótesis de trabajo más elemental en el ámbito de estas discipli-nas. Más aún, las ciencias naturales progresaron en la medida en que abandonaron el campo ontológico que propiciaba tal confusión; de modo que la categoría "naturalismo" resulta poco apropiada para describir el fundamento epistemológico sobre el cual ellas trabajan, desde mucho antes del siglo XIX. En suma, se puede afirmar que, paradójicamente, la historiografia positivista se naturalizó por no haberse acercado lo suficiente a las ciencias fisicas y biológicas para percibir la función que en ellas desempeña la teoría.

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!bid., p. 156. 136

!bid., p.138.

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V. EDMUNDO OIGORMAN: LA INVENCIÓN DE UNA IDEA

Para concluir; diré que la critica de O'Gonnari es, en general, instructiva:. Ella nos enseña a desconfiar de los sistemas e ideas de fuerte cargateleológica, es deCir, de aquellos conceptos que poseeñ una inusitada capacidad de sücción, atrayendo para dentro de sí las más heterogéneas y contradictorias` realidades, sin qué semejante ingestión amenace, algUna vez, detonarlós o, al me-nos,.les abulte el vientre. Además, nos advierte que el historiador, absOrto en la contemplación de un punto omega desde el cual pretende ordenarlo todo, muchas veces hace la vista gorda-a los acontecimientos que nó parecen caminar en la direcCión prevista o, attn justifica las mayores ores atrocidades en aras de Uta Coherencia a todas luces patológica:

Y sin embargo cabe constatar que la critica al esencialismo, á la teleología;a1 evolucionis-mo y al naturalisnio há sido el caballo de batalla de prácticamente todos los paradigmas teóricos que se imputan mutuamente esos PecadóS capitales —marxistas acusando a los positiviltas, neo-ftmcionalistas calando piedras a lol marxistas y entre éstos tirándose de lok cabellos por la misma causa-- : Esto se debe, como muchos"ya lo han dicho, a que tales categorías son algo así como los a priori de tipo kantianó, vale decir, presupuestos necesarios para el establecimiento de nexos cáusales y sin cuya presencia silenciosa sería imposible establecer concatenaciones entre los he-Chos. O en el peor de lol casos, como señala Octavio Ni, metáforas a las cuales recurre inevitable-Mente el historiádor para organizar los acontecimientos en una espede de explicación cuando no consigue describir de otro modo sus objetos;

En sunia,, el historiador, sabiendo que las "brujas" existen, debe aprender a convivir con ellas, tomando algunos cuidados para no sucumbir a sus hechizos. Y para lograrlo ayudan los antídotos suministrados por la lectura de pensadores que, como Edmundo O'Gorman, nos dejaron uña reflexiónteórica a todas luces valiosa.

Hoy difícilmente dejaríamos pasar sin crítica términos como América Hispánica, Indo-América, América Latina o simplemente América"'. Tampoco estamos seguros á hubo o no des-cubrimiento y, mucho menos, si debemos celebrar, olvidar o lamentarnos. Si antes se tenía por cierta la existencia de realidades substantivas bajo esos nombres, ahora, detrás de tedos ellos, intuimos una trampa que es preciso desarmar para retirar la carga ideológica o tal vez los restos de utopía que puedan haber quedado. Frente a tantas dudas y prevenciones, no debe sorprender que, abrumados por la conciencia reflexiva de nuestro tiempo, parezca un mero espejismo el problema de la iden- tidad cultural que hasta ayer nomásafligía a nuestros antepasados.

Desde las doctrínas de inspiración iluminista al advenimiento de los nacionalismos de este siglo, la pregunta sobre el ser de las sociedades que surgieron del antiguo sistema colonial motivó buena parte de la producción intelectual del continente americano. A través de las épocas, el prin-cipio de alteridad fue rastreado, por algunos, bajo el arco de la modernidad europea, por otros, en el subsuelo de una América esencial e inmune a las contaminaciones de la otra historia. En La Invención de América (1958), objeto del presente análisis, Edmundo O'Gorman vuelve al tema de la identidad, dispuesto a no recaer en el naturalismo de las comentes que le precedieron, ni en el eurocentrismo o provincianismo de sus respectivos puntos de vista. Contundente como crítica a los fundamentos de la ontología tradicional, el pensamiento del intelectual mexicano muestra su indigencia en el momento de apuntar caminos alternativos.

LAS TRANSMUTACIONES DE LA IDEA DEL DESCUBRIMIENTO'

En la obra citada, O'Gorman se propone elucidar la génesis y evolución de la idea de América en el seno de la cultura occidental —una cuestión que, según nos dice, «involucra, ni más

137 Texto presentado en el Congreso América 92 Raízes e Trajetórias realizado en Río de Janeiro; 23- 27 de agosto de 1992. Publicado originalmente en: Antonio Mitre (org.), Ensaios de Teoría e Filos ofia Política em Homenagen ao Professor Carlos Eduardo Baesse de Souza. Belo Horizonte: OMEIO, 1994, p. 103-116.

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1A EXÉGESIS IIISTORICISTA

ni,menos, la manera en que se conciba el ser de América y el sentido que ha de concederse a su historia»138 . La tarea se inicia con una constatación factual aparentemente inocua: se sabe, en primer lugar, que Colón no llegó a reconocer la novedad de su hallazgo y que, por lo contrario, murió convencido de que las tierras con las que se había topado eran parte del continente asiático. Dado que el acto de descubrir presupone intencionalidad —vale decir, que el agente tenga una idea previa de la naturaleza de aquello que busca— entonces, ¿qué significa la afirmación, tantas veces repetida, de que América fue descubierta? Así formulada la pregunta, resulta obvio que lo que reclama explicación no es el descubrimiento de América —que no hubo— y, sí, la historia de la idea del descubrimiento. La cuestión pasa a ser, por lo tanto, determinar las estructuras cognitivas a partir de las cuales fue posible, lógicamente, aceptar el objetivo asiático de la empresa colombina y atribuirle, al mismo tiempo, el sentido de un descubrimiento. .

La investigación historiográfica revela que, en un primer momento, la intencionalidad del acto fue asegurada postulando una suerte de alter ego del Almirante —personificado en la leyenda poPular del «piloto anónimo»— que le habría confidenciado la existencia de tierras desconocidas. Sin embargo, la solución, en este caso, obligaba a escamotear el objetivo asiátiCo del viaje, transmutándolo en un simple ardid utilizado para despistar a posibles rivales. Descartada rápida mente esa versión al iniciarse el siglo XVI, los futuros intentos de resolver la paradoja dan lugar a tres grandes interpretaciones que son otras tantas formas bajo las cuales reencarna la ontología tradiciónal hasta el siglo XX: teológica, iluminista y positivista. La primera cristaliza ejemplar-. mente en la obra de Bartolomé de Las Casas, donde la convicción de Colón de haber llegado al Asia se hace compatible con la intencionalidad del descubrimiento de América, atribuyéndole al viaje un sentido providencial e independiente de la humana voluntad de los agentes: abrir nuevos caminos pira divulgar la palabra de Cristo. Así, la empresa colombina acaba actualizando un fin proyectado por una mente superior, de la cual Colón, descubridor malgré lui, sería un mero instru-mento. La segunda traulfiguración de la idea 'esencialista ocurre en el Setecientos, cuando la intencionalidad trascendente de la fase anterior se vuelve inmanente a la Historia con mayúscula. Entonces, lo que fuera un tropezón en la-vida del Almirante resulta ahora, en la exégesis iluminista, un paso decisivo hacia el Progreso inexorable de la humanidad, al que Colón sirve sin saberlo. Pero su ignorancia no incomoda, ya que siempre será «posible responsabilizar a un hombre de un acto cuya significación trasciende el sentido que tiene en virtud de las intenciones con que lo ejecutó», bastando para ello que las mismas, «independientemente de su contenido particularista, estén de acuerdo con los designios de la Historia»'". La última etapa de este periplo tautológico —y donde, según O'Gorman, aún permanece anclada la idea del descubrimiento— la cumple la interpretación

' B Edmundo 0"Gorman, La invención de América. México: Fondo de Cultura Económica, 1977, p. 15. 1" Ibid., p. 37.

positivista. Esta escuela, que pretende limitarse a la simple narración de lo que «realmente sucedió en el pasado», baraja una infinidad de documentos para demostrar la falsedad de la afirmación, reiterada durante siglos, de que Colón descubrió América intencionalmente. Pero, a pesar del extraordinario esfuerzo desplegado para restablecer la «verdad de los hechos», deja sin explica-ción el hecho monumental que merece ser elucidado ante todo: la terca persistencia del equívo-co. Y es que esto no le interesa a la historiografia científica para la cual el «error» «carece de realidad substantiva y, por tanto, cabe más corregirlo antes que tratar de entenderlo histórica-mente140. Pues bien, una vez demostrado el gigantesco fraude en que estaría implicada toda la cultura de Occidente, la historiografía científica extrae la sorprendente conclusión de que el Almirante «descubrió América enteramente por accidente, por casualidad»''. De esa forma, la intencionalidad atribuida primero al sujeto en la leyenda del piloto anónimo, y que más tarde pasa a la esfera del acto —sustentado por Dios o por la Historia—acaba alojándose solapadamente en la cosa. En otras palabras, América habría revelado su «ser predeterminado e inalterable» tan sólo por contacto fisico e independientemente de cualquier intención humana o divina142. Extra= ña suerte la de este continente que, aún antes de nacer, encuentra su naturaleza íntegramente formada y lista para exhibirse «al primero que, como en un cuento de hadas, viniera a tocar-lo»'". Es el significado de ese «estupro metafisico» que O'Gorman sl_propone elucidar, desvendando los presupuestos ontológicos con los cuales fue inventada la idea de América y el, sentido que se le atribuyó en la nueva concepción de mundo que el surgimiento del continente contribuyó a forjar.

La clave para salir del enredo consiste en aceptar «plenamente el sentido histórico de la empresa de Colón, tal como se deduce de sus intenciones personales»l". Bajo ese impulso, la «técnica del altruismo intelectual», puesta en marcha por O'Gorman, trabaja con el criterio de que los hechos asumen un sentido que les es dado «desde una comprensión de mundo, estructurada y

140 0"Gorman, Crisis y Porvenir de la Ciencia Histórica. México: Imprenta Universitaria, 1947, p. 14. 141 0"Gorman, La Invención, op. cit., p. 42. 142 ¡bid., p. 50. 143 lbid., p. 52. 144 lbid., p. 54.

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orgánica, que funciona como a priori histórico de toda interpretación posible0. Es ese repertorio de ideas elementales que debe explicitarse de modo de tornar inteligible la lógica de la acción realizada por los individuos. Así, mientras la historiografia tradicional comienza su análisis dando ppr descontada.la existencia de América, la estrategia historicista parte de la «situación mental y cognoscitiva de los hombres de aquel tiempo que, por supuesto, no tenían ni la menor idea» al respecto146. Y, para penetrar en su mundo, es tan significativo saber lo que Colón o Vespucio hicieron, como lo que la historiografia hizo con ellos'". Tomando como base la lectura de los dos registros, O'Gorman reata las cadenas de raciocinios que llevaron al Almirante a asimilar las rea-lidades que encontraba al mundo conocido, y a sus coetáneos a la duda. Con perspicacia, sigue las oscilaciones y vacilaciones que la mente del navegante acusó a lo largo de los viajes hasta anclar finalmente en su convicción primera de haber llegado al Asia Del mismo modo, analiza el proceso intelectivo a través del cual Vespucio llegó a reconocer la autonomía geográfica del continente y el momento en que éste recibió, por fm, una naturaleza histórica precisa al ser concebido como la cuarta parte del orbis terrarum, esencialmente igual a las otras pero, por lo mismo, sujeta a las consecuencias del orden jerárquico implícito en la antigua cosmovisión. O'Gorman constata que, a partir de entonces, el descubrimiento pasó a cumplir un papel ambivalente que se refiere tanto al pasado de Europa como al futuro de América.

El surgimiento del continente en el seno de la cultura europea alteró los esquemas cientí-ficos e ideológicos de la época, actuando «como disolvente de la vieja estructura» y suscitando, al mismo tiempo, «una nueva y dinámica concepción de mundo, más amplia y generosa»m. La noción tradicional de un, espacio cerrado, suerte de «cárcel cósmica», entró en crisis y fue substi-tuida paulatinamente por la idea de un universo con fronteras elásticas, susceptible de acomodar «toda la realidad capaz de ser apropiada por el hombre». Éste pasa a tomar conciencia de que el mundo es su propia obra y a concebirse como un ser en construcción y dueño de su destino.

Sin embargó, el despuntar de la modernidad europea, a que tanto contribuyó la emergen-cia de América, contempló, por otro lado, la naturalización de este- continente, cuyo ser, en el cuadrante de la nueva cosmovisión, aparece a medio camino entre la inercia del mundo fisico y la inmanencia reflexiva de una historia crecientemente secularizada. De hecho, el ser atribuido a las nuevas tierras fue la «posibilidad de llegar a ser la otra Europa»149. Consecuentemente, América sólo alcanzaría su fin en la medida en que recorriese los caminos ya trillados por su genitor y

145 Estela Fernández de Amicarelli," José Gaos y la ampliación metodológica en historia de las ideas", en: Cuader- nos Americanos, [marzo-abril, 19901 IV, n. 20, v. 2, p. 22.

146 José Luis Abellán, La idea de América, origen y evolución. Madrid: Ediciones Istmo, 1972, p. 23. 147 O'Gorman, Crisis y porvenir de la ciencia, op. cit., p. 14.

148 ' O'Gorman, La invención, op. cit., p. 12.

1" Ibid., p. 151.

modelo. En verdad,-ella se encuentra en compás de espera, suspendida entre un pasado que no la constituye substantivamente y un futuro que, por estar prefigurado en la experiencia histórica de Europa, es un presente perpetuo. Como en la aporía del filósofo de Elea, el joven Aquiles nunca alcanzará a la centenaria tortuga porque el movimiento no existe. Bajo esa concepción naturalista y teleológica, América aparece, en sentido estricto, como un continente eternamente de paso hacia la historia.

De esa forma, América hizo que Europa inventase la alteridad posible. Fue ella que llevó a Hegel a vislumbrar la superación del tedio tautológico en que redundara el matrimonio entre Razón e Historia en su propio sistema:

América es, pues, el país del porvenir... país de sueño para todos aquellos quk fatiga el depósito de armas de la vieja Europa. La América debe separarse del terreno sobre el cual ha transcurrido hasta ahora la historia universal. Lo que ha sucedido allí hasta ahora es tan sólo el eco del viejo mundo y la expresión de una vida extrañara

Pero, como ya vimos, el mundo aún sin estrenar resultaba siendo esencialmente el mismo que aquél que se encontraba al borde de la inmanencia.. sólo que uno lo era «en potencia y, en ese sentido, nuevo, y el otro en acto y, en ese sentido, viejo»'". Para trascender el horizonte de su propia historia, el pensamiento europeo proyectaba en la idea de América toda la carga riattiralista de la doctrina tradicional.

El cerco se cierra una vez que la cultura criolla interioriza esa concepción :y la prolonga a través de toda la historia del pensamiento hispanoamericano, sin distinción de ideologías, de tal forma que, hasta hoy, «nosotros, los hispanoamericanos, tenemos aún en la epidermis al conquis-tador y al conquistado, al colonial, al liberal romántico y a todo eso que fue nuestro pasado. Es más, a pesar de que pretendemos haber sido todo eso, aún seguimos sin serlo plenamente»'". La América anglosajona, en cambio, habría conseguido zafarse de la trama de las repeticiones, al imprimir, en todo orden de cosas, su marca de originalidad e inconformismo poniendo, así, <<en crisis el viejo concepto de mundo histórico como privativo del devenir europeo»1". Para acceder á ese plano, no basta, según O'Gorman, la independencia política, económica y tecnológica, sino

150 Citado en Arturo Andrés Roig, Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. México: Fondo de Cultura Económica, 1981, p.125. O'Gorman, La invención, op. cit., p. 152.

1" Leopoldo Zea, Dos etapas del pensamiento hispano-americano: del romanticismo al positivismo. México: El Colegio de México, 1949, p. 17.

1" O'Gorman, La invención, op. cit., p. 158-159.

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que sería menester conquistar la independencia ontológica, vale decir, la capacidad- de autodeterminarse, inventando otros caminos para el desarrollo humano.

COROLARIO

No obstante el_ enorme valor que, sin duda, representa su crítica a las concepciones esencialistas de la historia americana, O'Gorman no consigue superar las deficiencias que detecta en aquellas interpretaciones. El problema fundamental deriva de la perspectiva adoptada, la cual asimila la realidad histórica al desarrollo de las ideas filosóficas, mientras los fenómenos de orden social y económico no ingresan, siquiera a título de contexto, en el radio de sus consideraciones. Como en Hegel, la historia acaba siendo un fenómeno de conciencia y, por eso mismo, incapaz de librarse de la reflexión tautológica a que está sometida por los fundamentos del sistema idealista. Dada la ausencia de cualquier criterio normativo que permita diferenciar el «hecho» de su «inter-pretación», «pasado» y «presente», el punto de vista de O'Gorman termina por borrar las fronteras entre la historia como proceso y la historia como cienciam . Al anularse la distancia existente entre tales dimensiones, el discurso historiográfico resulta un alucinante desfile de exégesis, todas de igual valor por el solo hecho de ser «congruentes con el a priori histórico desde el cual han sido enunciadas»m. De esa forma, el sentido del acontecer humano estaría determinado por las ideas que definen el horizonte cultural de una época, y los individuos no serían sino meros portadores de aquellas —exceptuando, tal vez, los hombres excepcionales o, más precisamente, los filósofos, únicos capaces de acción genuinamente histórica.

En relación al tema aquí tratado —la noción de identidad— el historicismo de O'Gorman no consigue superar el dilema que el pensamiento filosófico venía enfrentando desde que Descar-tes trató de fundar la alteridad partiendo de un principio eminentemente reflexivo como el de la autoconciencia. El expediente de hacer-que el concepto de Razón sea coextensivo con el de Histo-ria simplemente reproduce, en escala mayor, la condición tautológica de que adolecía el racionalismo clásico. En la práctica, esa perspectiva lleva a interpretar la historia universal bajo la luz derramada por la filosofía de Occidente, la fuente de donde emana el sentido.

154 Arturo Andrés Roig, Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. México: Fondo de Cultura Económica, 1981, p. 151.

155 lbid., p. 151.

,A).5 ll, UNIVERSIDAD ACADEMIA DE DE l UMAr iyiO CRISTIANO

l'Rt‘ P I IciFCA

Ese es el corolario del análisis que O'Gorman realiza del descubrimiento de América. Mientras el pensador mexicano revela, con perspicacia, la corriente de eventos intelectivos que configuraron el surgimiento de la idea de América en el seno de la conciencia europea y su impac-to en la antigua concepción del mundo, no se pregunta siquiera cómo las culturas de este lado habrán percibido el encuentro a partir de su universo cognitivo ni, mucho menos, considera que esa otra visión hizo parte de la experiencia encubierta bajo el título Descubrimiento de América. O' Gorman se olvida de que la profecía también cumplió su papel por estas tierras. Y si las Hespé-rides o las Islas Afortunadas sirvieron para incorporar las novedades dentro del campo de signifi-cación conocido por los europeos, la vuelta de Quetzacoatl o de Wiracocha, inscrita en la mitolo-gía de los aztecas y de los incas, respectivamente, hizo de la historia vivida por los aborígenes la consumación de un antiguo_presagio. Pues es cierto, como afirma Miguel León Portilla, que:

Frente al innegable estupor o interés del mundo antiguo por las cosas y los hombres de este continente, rara vez se piensa en la admiración o interés recíproco que debió desper-tar en los indios la llegada de quienes venían de un mundo igualmente desconocidom.

El esfuerzo de O'Gorman por sustraer la reflexión de los problemas americanos del clima ideológico, exótico y provinciano en que se encontraba es, a todas luces, elogiable. Sin embargo, su universalismo más parece el eco de un monólogo. La propia idea de concebir el descubrimiento como invención revela el carácter unilateral de su perspectiva, incapaz de reconocer en el conti-nente otra cosa que no sea un gran vacío a la espera del sentido que llegarían a darle los euro-peos'". El punto de vista adoptado no sería tan problemático, si no fuese la tendencia a absolutizarlo, atribuyéndole el mismo carácter teleológico y substancialista que él mismo había condenado al exponer las bases de la historiografia científica, Al terminar la obra, la crítica al eurocentrismo se trasmuta en una velada admiración por el nuevo hogar de la razón itinerante: los Estados Unidos. Pasados más de treinta años de la publicación del libro, la propagación en escala universal del way of life norteamericano ha puesto en cueros el fenómeno que hoy, con pudor filosófico, llamamos de post modernidad: el cierre del horizonte histórico sobre un mundo donde los civilizados perdie-ron la gracia, y los bárbaros la inocencia.

156 Miguel León Portilla, citado por César Fernández, ¿Qué es América Latina?, Cuadernos Americanos [mayo- junio 1982], n.3, año XLI, p. 130.

157 Enrique Dussel, "Otra visión del descubrimiento. El camino hacia un desagravio histórico", Cuadernos Ameri- canos. Nueva Época; [mayo-junio 1988], n.9, (año II), v. 3, p. 35.

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VI. FENÓMENOS DE MASA EN LA SOCIEDAD OLIGÁRQUICA: EL DESPUNTAR

DE LA MODERNIDAD EN EL ARIEL DE RODÓ

EL OCASO DE UN MITO

Desde su publicación en 1900 y durante varias generaciones, el Ariel de José Enrique Rodó (1871-1917) fue leído y debatido por un amplio público, convirtiéndose, en poco tiempo, en una de las mayores influencias en la historia intelectual del continente latinoamericanom. Len-guaje familiar a una época en que la pluma y el tintero arrancaban prodigios y estragos del pulso incierto de los estudiantes de primaria, hoy la obra de Rodó apenas despierta curiosidad académica en un número reducido de personas ocupadas con las cosas del pasado. A casi un siglo de la publicación de Ariel, la distancia histórica que nos separa del universo rodoniano se muestra inconmensurablemente mayor que la aludida por la simple dimensión cronológica. Parecería ser que eI arielismo, fenómeno que en gran parte se alimentó de ideas extraídas de aquella obra, después de haber catapultado a su autor a la fama, acabó por relegarlo al olvido cuando el mito de una América Latina espiritual y humanista entró en crisis en el transcurso de las últimas décadas. Tal vez por eso mismo, ahora sea posible sorprender el pensamiento de Rodó en proceso de gesta-. ción, vale decir, ligado umbilicalmente a su tiempo, del cual fue expresión madura. No es otro el propósito de este trabajo que, articulando pensamiento y época, procura descubrir en las páginas del libro sentidos diferentes de aquellos destacados por la tradición arielista.

Los estudios más representativos giraron en torno a la naturaleza antiimperialista de las ideas de Rodó y al tema de la identidad cultural, cuestión ésta que se encontraba en la agenda de un variado espectro de doctrinas y programas partidarios. En esa línea, el Ariel fue leído como una especie de manifiesto político destinado a despertar la conciencia de la intelectualidad joven res-pecto al peligro que la creciente influencia norteamericana representaba para los valores de la tradición humanista del continente. Así definida la causa de la obra, la mayor parte de los estudio-sos se dedicó a la tarea de revelar el «verdadero» propósito del autor, la naturaleza de las «tesis antiimperialistas» de Ariel y, por último, la fidelidad o el falseamiento del perfil espiritual que allí se traza de la cultura latinoamericana.

158 Este artículo fue publicado en portugués en Cadernos DCP, Belo Horizonte, UFMG, n. 7, 1985, p. 137-154.

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° Distante de esa controversia, el presente ensayo sostiene que la matriz que organiza el discurso de Ariel, confiriéndole un sentido particular a los tópicos de que trata —la crítica al utilitarismo y a la deformación democrática, la vulgarización de la cultura, la apología del ocio, el cosmopolitismo y otros—, es el conflicto entre tradición y cambio. Asimismo pretendo mostrar que la reflexión sobre esos temas no es simple eco de la moda impuesta por el pensamiento euro-peo sino que aflora de las propias circunstancias que atraviesan los países del Río de la Plata en el último cuarto del siglo XIX.

EN BUSCA DE NUEVOS SENTIDOS

Las ideas que serán discutidas a lo largo del texto pueden resumirse en las siguientes formulaciones: primero, ya en el período oligárquico despunta, en algunos países de América Latina, una literatura abocada a la consideración de fenómenos que típicamente se asocian con el surgimiento de sociedades de masas. Segundo, considerando el tipo de temas que, se discuten así como el diagnóstico realizado sobre la naturaleza del conflicto que experimentan las sociedades en transición a la modernidad, la obra de los autores latinoamericanos que, como Rodó, se sitúan en esta línea de reflexión, puede ser, en parte, asimilada a la tradición europea caracterizada por Kornhauser como vertiente aristocrática de crítica a la sociedad de masas. Tercero, en los países de la región del Plata, la inusitada preocupación con esta problemática fue debida más al impacto provocado por el "aluvión inmigratorio" en las instituciones y mentalidad tradicionales que al relativo grado de modernización económica alcanzado por dichas sociedades en las últimas déca-dasdel siglo XIX. Cuarto, el conflicto entre tradición y cambio, catalizado por la ola migratoria, trasparece en el contenido de las ideologías que se enfrentan en esta fase: unas, de espíritu nacio-nalista, se orientarán a reforzar las instituciones y los valores orgánicos de la vieja sociedad rural; otras, echan& mano de concepcione§ individualistas o socialízantes, promoverán discursos de cariz más cosmopolita. Frente a esa polarización, los esfuerzos de Rodó se dirigirán a la promo-ción de un ideal medianero que permita la introducción de cambios en el sistema social y político de manera de ajustarlo a las nuevas circunstancias, conservando, al mismo tiempo, la herencia del pasado como matriz de la identidad colectiva. En ese contexto, la apología del sistema democráti-co y la crítica a sus deformaciones, por un lado, y el ataqbe al utilitarismo norteamericano, por el otro, asumen intención y sentido muy concretos en la obra: evitar que la disputa ideológica derive en el fortalecimiento de las posiciones reaccionarias de sectores de la oligarquía reacios a cual-quier tipo de transformación, o en la victoria del discurso modernizante que se estructura en franca oposición a la autoridad de la tradición. Es precisamente en la búsqueda de un justo medio que las

ideas de Rodó se distancian del pensamiento aristocrático europeo, específicamente de Renan y de Nietszche.

Varias de las aseveraciones hechas hasta aquí no fluyen inmediatamente de la lectura de Ariel; ellas se revisten de significado y plausibilidad en la medida en que se establecen los nexos existentes entre el texto y la realidad histórica a la cual aluden e interpelan. En suma, tales ideas son fruto de un trabajo de interpretación, tarea que justifica, de cierta forma, la elaboración de este ensayo'".

EN LA SENDA DE ARIEL

Comencemos comentando el título del libro para internarnos, a través de ese expediente, en su contenido. Como se sabe, el nombre Ariel, de origen hebraico, alcanzó fama en las letras occidentales después de que Shakespeare en La Tempestad se lo pusiera al siervo de Próspero que, liberado del cautiverio, continúa fiel a los designios de su maestro. La antítesis de Ariel encarna en la figura del esclavo Calibán, criatura elemental que cultiva un sentimiento de venganza contra su amo, a quien considera usurpador de la isla de sus antepasados. Para la imaginación dispuesta a jugar con la plasticidad de las palabras, Calibán sería, de hecho, un anagrama ingeniosamente construido por el dramaturgo inglés transponiendo dos letras del vocablo "caníbar". Término este que, a su vez, resultaría de la deformación del nombre Caribe, utilizado por Colón en su Diaria de Navegación para designar una tribu particularmente feroz que, según se decía, deambulaba por las islas descubiertas en aquel entonces. Establecidas tan intrincadas como polémicas filimio-nes, ya nada cuesta dejarse llevar por el impulso hasta concluir que en la Tempestad, Shakespeare, a través de los personajes centrales, Próspero, Ariel y Calibán, quiso aludir a las relaciones conflic-tivas de dominación y violencia, de encantamiento y odio, que el encuentro entre Europa y Amé-rica habría provocado'''. Sin detenerse en el mérito de semejante interpretación, lo cierto es que los trazos densos y multifacéticos con que Ariel y Calibán se presentan en la obra de Shakespeare

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Para una relación bastante exhaustiva de estudios sobre la obra de Rodó, puede consultarse: Jorge Horacio Becco, Contribución para una Bibliografía de las Ideas Latinoamericanas: París: UNESCO, 1981. Cabe desta-car los ensayos de Arturo Ardao, "El americanismo de Rodó" y "Del Calibán de Renan al Calibán de Rodó" que se encuentran en el libro del mismo autor. Estudios latinoamericanos de historia de las ideas. Caracas: Monte Avila Editores, 1978.

1" Roberto Fernández Retamar, Calibán, Apuntes sobre la Cultura de Nuestra América. Buenos Aires: La Pléyade, 1973, p. 19-21.

161 Fernández Retamar,ly. cit., p. 28.

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fueron simplificándose, a lo largo del tiempo, hasta llegar a constituirse en la expresión simbólica de dos fuerzas —razón e instinto, disciplina y espontaneidad, orden y caos— en pugna permanen-te a lo largo del "proceso civilizador". No interesa a los propósitos de este trabajo acompañar las sucesivas transformaciones que experimentaron Ariel y Calibán en la literatura, en las artes y en el pensamiento "social; baste mencionar que la dualidad que representan asume sentidos y alude a conflictos propios de cada época y que el drama Calibán, publicado en 1878 por el escritor francés Ernest Reno, constituye un antecedente intelectual mucho más próximo y significativo de la obra que nos ocupa.

Los TEMAS DE LA SOCIEDAD DE MASAS

- En Calibán, Renan lanza un ataque contra al fenómeno que considera el más nefasto de su tiempo: el ingreso de las masas populares al primer plano de la actividad social y política. Las ideas del filósofo francés al respecto se sitúan, como se sabe, dentro de la tradición de pensamien-to crítico de l&sociedad de masas que William Kornhauser calificó de vertiente aristocrática. Además de Renan, conformarían esa línea conservadora Kierkegaard, Nietszche, Le Bon, Ortega y Gasset y otros, que, desde las más variadas posiciones ideológicas y filosóficas, reaccionaron contra diversos aspectos de la experiencia -revolucionaria que vivió Europa en el largo siglo XIX No obstante las diferencias en las soluciones que proponen, todos concuerdan en la identificación del problema cuya naturaleza examinaremos posteriormente. Agrupadas por ese denominador común, sus ideas llegarán a constituirse en una de las fuentes intelectuales con las que, moderna-mente, se configura la llamada teoría de la sociedad de masas'". En relación a este punto; es importante destacar que en la producción europea y norteamericana, tanto la tradición crítica de origen aristocrático de la primera fase (1850-1914) como la de inspiración democrática del perío-do siguiente (1914-1950) aparecen como momentos importantes del proceso de constitución de la moderna teoría sobre el tema. En otras palabras, aun cuando rechazadas parcial o totalmente por las nuevas formulaciones, las vertientes mencionadas no dejan de tener su status intelectual reco-nocido, convirtiéndose en referencia obligatoria para cualquier intento de reconstruir la genealo-gía de las explicaciones sociológicas más recientes. Veamos si la trayectoria de los estudios sobre la sociedad de masas en América Latina acusa la misma disposición.

162 William Kornhauser, Aspectos Políticos de la Sociedad de Masas. Buenos Aires: Amorrortu, 1969, p. 20-21.

Como cabría esperar, la producción respecto al tema se ha concentrado en la interpreta-ción del fenómeno populista (1930-1960), caracterizado precisamente por la penetración de las masas en el escenario político de la región. Ahora bien, revisando las obras teóricas que abordan el período, sea con los fundamentos conceptuales de la llamada escuela argentina (Giro Germani y Torcuato di Tella). o con otros distintos, se constata que las explicaciones sociológicas surgen desprendidas de cualquier vínculo intelectual con el período oligárquico (1870-1930). A primera vista ésto no debería sorprendernos, ya que sería poco atinado buscar un pensamiento precursor de la teoría de la sociedad de masas en una época en que la aparición del propio fenómeno parece estar lejos de materializarse. Sin embargo, es un hecho que en el complejo universo cultural de aquella fase surgió una reflexión que trató de los mismos tópicos y problemas que fueron plantea-dos en Europa por la crítica aristocrática a la sociedad de masas. Es el caso de Ariel, expresión notable de ese tipo de preocupación intelectual.

Señalemos algunos aspectos del ensayo de Rodó que permiten identificarlo con la tradi-ción mencionada. En primer lugar, la preocupación por asuntos tales como la deformación demo-crática, la vulgarización de la cultura, el avance de la filosofía utilitaria y la deshumanización del arte, entre otros. A un nivel más sustantivo, el parentesco se manifiesta en el diagnóstico que Rodó hace de su tiempo y que desemboca en una conclusión semejante a la de los pensadores europeos de la vertiente aristocrática: la crisis de la sociedad moderna se debe a la pérdida de autoridad por parte de las élites tradicionales que ya no ostentan la exclusividad en la creación de valores ni desempeñan el papel de conciencia moral de la sociedad. Además, el pensador uruguayo comparte la convicción de que el tradicional aislamiento de esa clase y sus espacios reservados se han-vuelto vulnerables ala presión de las masas interesadas en penetrar y participar en todos los niveles de la vida social. Más adelante apuntaré los momentos en los que el pensamiento de Rodó se aleja de la vertiente aristocrática. Por ahora veamos la relación existente entre este tipo de reflexión, que característicamente se asocia al surgimiento de fenómenos de masa, y el proceso histórico que viven las sociedades rioplatenses al concluir el siglo XIX.

Para empezar esa tarea, nada mejor que seguir las pistas que el propio Rodó nos va dejan-do a lo largo de su obra. Sea al advertir, por boca de Próspero, a los jóvenes de América Latina sobre las amenazas que se ciernen en torno a las democracias liberales, sea en el momento de criticar el utilitarismo vigente en los Estados Unidos o, finalmente, cuando comenta el papel de las metrópolis en la civilización moderna, Rodó nos remite, con frecuencia, a la dificil situación qué atraviesan los países de la región del Plata. Ésta sería resultado de la conjunción de dos fenóme-nos: por un lado, la incesante agregación de una enorme "multitud cosmopolita" a la población de esos países y, por otro, la débil constitución de las élites locales que no se muestran capaces de

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"encauzar el torrente humano con los medios que ofrecen la solidez secular de la estructura social, el orden político seguro y los elementos de una cultura que haya arraigado íntimamente"'". Sin una respuesta a la altura del desafio, el proceso amenaza con ahogar, "bajo la fuerza ciega del Albero, toda noción de calidad... todo justo sentimiento de orden"'m. "Afluencia migratoria": he ahí el hecho fundamental que rompe el equilibrio, provocando la eclosión de tensiones entre el viejo orden y la nueva dinámica suscitada por el arribo de los extranjeros. Partiendo de esa "idea-elemento", para usar la conocida expresión de Lovejoy, se estructurará el discurso sobre los diver-sos temas tratados en Ariel. Para entender mejor la naturaleza de la crisis a que constantemente alude la obra, consideremos brevemente la magnitud de la ola migratoria que sacudió los cimien-tos de la sociedad rioplatense entre 1860 y 1900. Fue, precisamente, sobre la base de la experien-cia argentina y uruguaya que Rodó realizó el diagnóstico de su tiempo y sacó las conclusiones que luego proyectaría,para bien o mal, sobre el resto de América Latina.

EL DESAFÍO A LA TRADICIÓN

_ Entre el nacimiento de Rodó (1871) y la publicación de Ariel (1900), la nación argentina duplicó su población, y la causa fundamental del extraordinario aumento fue el aluvión de inmigrantes italianos, españoles, franceses y alemanes que, en ese orden de importancia, desembarcaron en la región del Plata. Para tener una idea aproximada de la magnitud del transplante demográfico, basta recordar que, en la Argentina de 1900, de cada cien habitantes cerca de cuarenta y siete eran extranjeros. En números exactos, la contribución de la corriente migratoria durante el período fue de 2.464.200 personas, representando el 88,7% del crecimiento demográfico global'". Si nos atenemos . a la ciudad de Buenos Aires, la situación se revela más dramática: al iniciarse el siglo XX, de cada diez habitantes de la capital sólo la mitad había nacido en suelo argentino. El ingreso de inmigrantes al Uruguay, aunque menor en número, fue proporcionalmente igual al de la repú-blica vecina. De hecho, entre 1850 y 1990, la tasa de crecimiento anual fue del 3,9% frente al 3% en laArgenfina, y el factor responsable del inusitado índice fue, una vez más, el ingreso masivo de europeos'". A lo largo del período, "la población uruguaya se multiplicó por cuatro y la de Mon-

163 José Enrique Rodé, ArieL México: Porrúa, 1979, p. 25. 164 !bid. 165 Datos extraídos de Vicente Vásquez-Presedo, Estadísticas Históricas Argentinas (comparadas). Primera Parte

1875-1914. Buenos Aires: Macchi, 1971, p. 15-6, " Ciro Flamarion Cardoso y Héctor Pérez Brignoli, Historia Económica de América Latina. Rio de Janeiro: Graal,

1983, p. 315.

tevideo por cuatro y medicP7.'Tal era el pesó de los forasteros en Montevideo que, a partir de la década del 80, los términos "inmigrante" y "capitalino" se volvieron sinónimos'". No analizare-mos aquí los motivos por los cuales la ola migratoria refluyó sobre las ciudades —hecho que, en parte, fue consecuencia de la estructura agraria entonces dominante que limitaba la absorción de mano de obra y su asentamiento en las áreas rurales—. Cabe resaltar tan sólo que, como resultado de ese proceso, el mundo urbano asumió contornos más nítidos y se convirtió en el escenario privilegiado donde se enfrentarían la mentalidad criolla de raíces 'agrarias y lo que podríamos designar como una conciencia cosmopolita emergente.

NACIÓN Y METRÓPOLI

Durante el período en cuestión, resulta significativo el surgimiento, en los grandes centros urbanos, de una variada gama de mitologías generadoras de símbolos culturales destinados a ac-tuar como focos de identidad colectiva. Unas se caracterizan por reivindicar los valores de la tradición y de la historia, y otras por promover la quimera de un nuevo comienzo. Entre las prime-ras descuella el nacionalismo oligárquico forjado por la clase dominante que, amenazada por la= corriente migratoria, buscará controlarla y socializarla bajo el signo de sus propios valores. Con tal propósito, apelará a sus raíces agrarias para extraer de allí los elementos con los cuales cons-truir la imagen del "ser nacional". El recurso a la historia cumplirá, entonces; una important& función legitimadora. Es el momento en que se inventa un árbol genealógico; el largo tronco qué brota con las guerras de independencia y asciende hasta la conclusión de las luchas civiles recibe, • entonces, el nombre de "tiempo heroico" que cifra una travesía predestinada a exteriorizar la "esencia de la nacionalidad", cuya floración, previsiblemente, coincide con el establecimiento del orden oligárquico en el último cuarto del siglo XIX. El pasado experimenta así desconcertantes mutacio-nes: los enemigos de otrora, difuntos ya socialmente hablando, son exhumados y propuestos como modelos de virtudes patrióticas. Fue lo que sucedió, por ejemplo, con la figura del gaucho que, cazado en las guerras civiles que siguieron a la independencia, reapareció a la luz de los nuevos tiempos encarnando los más puros ideales de la nación. El personaje ignorante y feroz, invocado

167 Enrique Méndez Vives, El Uruguay de la Modernización 1876-1904. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 1977,p.107.

168 José P. Barran & Benjamín Nahum, El Uruguay del Novecientos. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 1979, p. 94.

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en el Facundo por Sarmiento, se transfigura en la pluma de Hernández en el nostálgico y acomo-dado Martín Fierro, memoria viva de la tradición, expresión del sentimiento poético y de la sabi-duría populares. En suma, el nacionalismo oligárquico de esta fase, resultado de la fricción que se Rroduce en los grandes centros urbanos entre la mentalidad criolla y los elementos agregados a la cultura rioplatense, representará paradójicamente un intento de universalización de valores asocia-dos al pasado agrario del país.

En el extremo opuesto están las mitologías que, generadas en el mismo espacio, trasuntan el delarraigo de los recién llegados. Por su carácter representativo, nos referiremos al surgimiento, en este período, del culto a la metrópoli, el cual, a partir de las imágenes de la propia ciudad cosmopolita, estructura un discurso que, lejos de reivindicar víncidos con una historia concreta, aspira a diluirla, echando mano a símbolos eminentemente supranacionales, capaces de ser signi-ficativos para las más diversas tradiciones. Para que pueda ser apropiada por todos los grupos, la ciudad no deberá identificarse con el pasado de ninguno. Lugar sagrado y universal hacia donde convergen todas las historias, ella misma no.tiene origen, es eterna e incesante epifanía. Más tarde, la misma voluntad de borrar las fronteras del tiempo encontrará en la sensibilidad poética de Jorge Luis Borges su más bella expresión:

Y fue por este río de sueñera y de barro que las proas vinieron a fundarme la patria? Irían a los tumbos los barquitos pintados entre los camalotes de la corriente zaina.

Una cigarrería sahumó como una rosa el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres, los hombres compartieron un pasado ilusorio. Sólo le faltó una cosa: la vereda de enfrente.'

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: La juzgo tan eterna como el agua y el aire'".

Volvamos a las páginas de Ariel, pues en ellas también la metrópoli es el escenario que exhibe el conflicto entre el orden tradicional y las nuevas formas culturales introducidas desde el

19 Jorge Luis Borges, "Fundación Mítica de Buenos Aires", en: Obras Completas: Buenos Aires, Emecé Editores, 1974, p. 81.

otro lado del Atlántico. La intención de Rodó será encontrar una salida equilibrada que, al mismo tiempo que contemple la asimilación efectiva de las nuevas fuerzas sociales, preserve la inviolabi-lidad de la alta cultura. La situación, el escritor lo percibe con lucidez, es potencialmente explosi va: si antes la empresa civilizadora se condensaba en el lema "gobernar es poblar", ahora la pre-sencia de una masa anómica y disponible én los grandes centros urbanos amenaza barbarizar a la sociedad en su conjunto. En una inversión de la tesis de Sarmiento, la clase dominante situará el elan civilizador en las fuerzas de la tradición, y, parapetada en sus valOres, buscará cerrar el siste-ma político. Rodó, siempre comedido, reconocerá, por tina parte, la influencia positiva que una población "numerosa y densa" puede ejercer eri las sociedades modernas, permitiendo la "forma-ción de fuertes elementos dirigentes"10 ; y por otra, la necesidad de contrapesar el cosmopolitismo fortaleciendo el "sentimiento de fidelidad al pasado" de tal manera que su legado consiga impo-nerse "en la refundición de los elementol que constituirán d'americano definitivo del futuro""'. Para alcanzar ese ideal medianero propone la reforma política del orden tradicional de manera de hacerlo más poroso y flexible. La estrategia contempla la implantación de medidas efectivas de participación, la extensión del voto, por ejemplo, así como de mecanismos institucionales de se-lección —el sistema educacional es el más importante de todos— que eviten qué "la fuerza ciega del número" haga "triunfar las más injustificadas e innobles de las supremacías"'". La considera-ción de este tema nos lleva directamente a las ideas de Rodó sobre la demociatia y el utilitarismo norteamericano, cuestiones estas íntimamente vinculadas entre si.

LAS RAZONES DE LA DEMOCRACIA

Si bien al analizar los desvíos a que está sujeto el régimen déniócrátiCo en las sociedades modernas, Rodó identifica los mismos problemas destacados por la crítica -conserva' dora a la só-ciedad de masas, no es menos cierto que, en el momento de apuntar soludones y Sorizintés nor-mativos, sus ideas se alejan de esa corriente. En síntesis, lo que pretende mostrares que existe una compatibilidad esencial entre los valores de la tradición latinoamericana y el sistema deinociáticó. Con tal propósito,. sustenta dos argunientol: primero, que el alientóigualitario de lá democrada es un principio teleológico no sólo compatible sino genéticaniente ligado a la herencia cristiana y; eti

170 Rodó, op. cit., p. 26 171 Ibid., p. 37. 172 Ibid., p. 26.

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seguido lugar, que, la democracia es un fenómeno consubstancial a la existenciarepublicana de los países latinoamericanos. A partir de tales premisas, la conclusión es inevitable: cualquier doctrina que pretenda negar la democracia terminará por rechazar_necesariamente, los dos fundamentos responsables por el propio origen histórico de esos pueblos. Una vez resguardado el ideal demo-crático de los ataques que le dirigían los sectores más conservadores de la oligarquía, Rodó se propondrá enseguida contener los excesos de la comente contraria, encamada, según él, en la doctrina utilitaria norteamericana. Veamos como se realiza ese itinerario.

Las críticas de Rodó a la "degeneración democrática" revelan el mismo espíritu aristocratizante que encontramos en las concepciones de Renan y de Nietszche. En todos trasluce la convicción de que las élites se hallan en situación particularmente vulnerable bajo los regímenes democráticos ya que estos carecen, "más que ningún otro, de eficaces barreras para asegurar, dentro de un ambiente adecuado, la inviolabilidad de la alta cultura". En el plano político, el peligro se expresa en el cuestionamiento insistente de todo y cualquier principio de autoridad moral, y en la voluntad de abolir las "jerarquías naturales" e instaurar la "tiranía de las multitu-des". En algunos países latinoamericanos las condiciones se muestran aún más críticas debido , a que la "multitud cosmopolita" que crece incesantemente no encuentra en estas tierras las institu-ciones capaces de asimilarla, dotándole de identidad.

Las semejanzas con los ideólogos conservadores cesan en este punto. Mientras aquéllos acaban rechazando la democracia y no sólo sus deformaciones, Rodó considera, en la misma línea de Tocqueville, que el avance de la democracia es un telos inexorable, impreso en la evolución de la civilización occidentaP74. Más aún, percibe que el ataque a la democracia interesa a la reacción conservadora, dispuesta a anular los ideales promovidos y las transformaciones alcanzadas por el espíritu revolucionario desatado en 1789. Por eso mismo, según Rodó, la defensa de la democracia debería ser para los países hispanoamericanos una cuestión de sobrevivencia, dado que fue bajo el impulso de los principios igualitarios legados por la tradición iluminista que ellos conquistaron su soberanía. Por tanto oponerse a la democracia sería lo mismo que negar el propio origen de esos Estados, cuya emergencia fue concomitante al rechazo de las, instituciones monárquicas y a la adopción de formas republicanas de convivencia política. Así, democracia y república aparecen simultáneamente en Ariel como manifestaciones de un único acto volitivo: el querer ser indepen-diente. No hay duda, pues, que lo que debería interesar a los pueblos latinoamericanos, preocupa-dos con la preservación de su soberanía, es, precisamente, la expansión del sistema democrático y su fortalecimiento, evitando, eso sí, los "excesos" que podrían producirse en consecuencia del rápido crecimiento de las masas urbanas y de la frágil constitución de las élites criollas.

1" Ibid., p. 25. '" Ibid., p. 30.

En el contexto de la sociedad rioplatense de la época, las observaciones de Rodó sobre este punto tienen un blanco cierto: la oligarquía dominante que tendrá que hacer conciencia de la necesidad de asimilar rápidamente la masa de inmigrantes extranjeros y sus descendientes, refor-mando el sistema político antes que la situación se vuelva incontrolable. Para alcanzar ese objeti-vo, es preciso que el régimen democrático, legitimado por el voto popular, incorpore en su seno un contrapeso de signo contrario, vale decir, jerárquico; concretamente un "sentimiento de idealidad" capaz de consagrar la autoridad de los espíritus superiores en el orden moral. En otras palabras, la democracia deberá contener "siempre un elemento aristocrático que consiste en el establecimiento de la superioridad de los mejores, asegurándola sobre el consentimiento libre de los asociados"'". Bajo ese designio, el papel del Bstado será "predisponer los medios propios para provocar, unifor-memente, la revelación de las superioridades humanas, donde quiera que existan"". En suma, se trata de instituir —según la fórmula de Rodó— una "aristocracia consentida". Nada muy distinto de lo que hoy tenemos: una oligarquía representativa y, para colmo, bárbaramente educada.

En verdad, la noción de democracia de Rodó descansa en una concepción social diame-tralmente opuesta a aquella definida por Oakeshott como "nomocrática". El pensamiento de Rodó, de raíces neoplatónicas y cristianas, defiende, por el contrario, la existencia de un orden teleocrático, orgánico y jerárquico en el cual la "cadena del ser" y la pirámide de los valores se corresponden gracias a un principio metahistórico capaz de salvar "la obra de los pequeños, la acción del colabo-rador anónimo", revelando su dignidad y carácter insubstituible "en cualquier manifestación del, desarrollo universal". Bajo esa perspectiva, la tarea consiste en armonizar "dos impulsos histó-ricos que han comunicado a nuestra civilización sus caracteres esenciales": la tradición cristiana y el pensamiento clásicom. De la primera habrá que recuperar el espíritu igualitario que la anima, purificándolo "de su ascético menosprecio de la selección espiritual y la cultura", :y del segundo, las nociones referentes a la existencia de un orden jerárquico, sin caer, no obstante, en su "aris-tocrático desdén de los humildes y los débiles".

Al traducir esa problemática a la realidad política rioplatense de la época, Rodó ataca con _ igual firmeza el conservadurismo de raíces cristianas que considera el principio igualitario de la democracia una afrenta al orden inmutable establecido por un dios que, en palabras de Renan, "no quiso que todos viviesen en el mismo grado la vida del espíritu", así como el carácter reaccionario de las doctrinas evolucionistas o voluntaristas que, criticando el ideal cristiano de la igualdad,

175

Ibid., p. 32. 176

Ibid, p. 31. 177

Ibid., p. 33. 178

Ibid., p. 34. 179

Ibid.

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terminaban por implantar "en el corazón del superhombre un menosprecio satánico para los des--héredados y los débiles"'". El autor teme que el recurso a la tradición, fuertemente imbricada en las instituciones y valores católicos, acabe por cerrar aún más el sistema político, marginando a considerables sectores de la población. Por los mismos motivos, se rebela contra el discurso —sea o no de inspiración positivista— que, proponiéndose como la quintaesencia dela modernidad o como la encarnación del "espíritu de los tiempos", excluye a las mayorías de la "ley universal de la vida", sancionando los privilegios de casta y, por fin, afirmando que "la sociedad no existe sino para Sus elegidos"151. En suma, Rodó percibe claramente que las ideologías dominantes en su medio, amparándose sea en la tradición o en las banderas del progreso, persiguen el mismo obje-tivo: preservar el orden estamental. Para evitar ese desenlace, la ciencia y la democracia —"los dos pilares insubstituibles de nuestra civilización"— tendrán que cumplir sus sendos deberes: la cien-cia conciliando el principio igualitario con "una fuerte garantía social de selección" y la democra-cia revelando el valor único de cada ser en la conservación y evolución de la vida, y el orden jerárquico como condición del progreso'".

LOS MOTIVOS. DEL DISCURSO ANTIUTILITARISTA

Como se sabe, la crítica al utilitarismo y al materialismo norteamericanos es un tema frecuente en la obra de yarios intelectuales latinoamericanos de la época como, entre otros, José Martí, Manuel Ugarte, Blanco Fombona y Joaquim de Souza Andrade183. Sin duda, hechos como la anexión de Puerto Rico y de las Filipinas y la ocupación de. Cuba por- parte de los Estados Unidos contribuyeron a avivar no sólo el sentimiento anti-norteamericano, sino también la con-ciencia de la intelectualidad respecto a la influencia, cada vez mayor, de ese país en los asuntos de la región. Para algunos la caída de las últimas posiciones españolas en América representaba, más que el fin de un imperio, la decadencia del dominio europeo hasta entonces determinante en la mayor parte del continente y el surgimiento de una nueva fuerza hegemónica. Si bien es cierto que el Ariel de Rodó participa de ese clima intelectual, el ataque al utilitarismo norteamericano, visto a la luz de la problemática medular de la obra —vale decir el conflicto entre tradición y modemi-

180 ¡bid., p. 33. 181 'bid. 182 'bid., p. 34. 183 Jean Franco, La Cultura Moderna en América Latina. México: Joaquim Mortiz, p. 48-79.

dad—, asume un sentido bastante diferente del que le atribuyen las interpretaciones que se con-. centran en el contenido antiimperialista de su discurso.

Digamos desde ya que los Estados Unidos representan en Ariel el paradigma que mejor resume las virtudes y defectos de una experiencia histórica fundada en el "síndrome de la nove-dad". Conformado precisamente por la confluencia de masas de inmigrantes de distinta proceden-cia, el pueblo norteamericano se caracteriza por un deliberado desapego de los valores de la tradi-ción y se jacta de su originalidad que, según cree, nada le debe al pasado. Para Rodó, ese país era el espejo donde la sociedad rioplatense, constituida igualmente por multitud de extranjeros, podía ver reflejado su futuro. Pasemos a considerar bajo esa óptica el significado de sus críticas.

Puede ser que, como afirma Ardao, tanto en el Ariel como en otros escritos, Rodó "haya intuido la naturaleza esencialmente económica" del imperialismo norteamericano"184. No es mi propósito buscar las partes de su obra que podrían apoyar ese punto de vista. Me parece más útil concentrarse en los rasgos dominantes con que Rodó caracteriza, en el Ariel, la influencia de.los Estados Unidos, al concebirla fundamentalmente como una fuerza niveladora, un way oflif e, fun-dado en el mito de un nuevo comienzo. Así, por ejemplo, cuando se rebela ante la pretensión de este país que, ignorando la obra civilizadora de Europa, aspira al primado de la cultura occidental, aunque tenga que "revisar el propio Génesis para ocupar esta página'. Convencido de su supe-rioridad sobre el viejo continente, los Estados Unidos desconocen su deuda con aquella historia que consideran "demasiado reaccionaria, demasiado europea, demasiado tradicionalista", y se presentan, al contrario, como perpetuo futuro'". El instrumento con que cuentan para realizar semejante hazaña es la doctrina utilitarista, la cual, libre de todo resabio de idealidad, enaltece el culto a la transformación y al engrandecimiento materiales. Rodó dirigirá insistentemente su plu-ma contra esa actitud de menosprecio al pasado y de correspondiente fascinación por lo nuevo. La preocupación que demuestra en relación al weltanschauung utilitario en las sociedades latinoame-ricanas, lejos de ser extemporánea o anacrónica, surge de la observación de la realidad que viven los países de la región del Plata. Es allí donde el conflicto entre tradición y cambio se muestra particularmente intenso debido tanto a la inflexibilidad de las élites dominantes Interesadas en mantener privilegios de casta como al trabajo de los que, partiendo "de la visión de una América deslatinizada", ignoran la especificidad histórica y la idiosincrasia de estos pueblos y pretenden recrearlos a "imagen y semejanza del arquetipo del Norte"'". Por eso, una vez refrenado el espíri-

184 A. Ardao, El americanismo de Rodó, op. cit., p. 135. 185 Rodó, op. cit., p. 48. 186 'bid., p. 47. 187 'bid., p. 35.

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tu reaccionario de los primeros a través de la apología del sistema democrático, el autor tenderá a contrapesar la"nordomanía" implícita en el discurso modernizante de los segundos. Vale la pena apuntar, en tal sentido, que la amenaza norteamericana no aparece en la obra como una fuerza externa que necesite de la "extorsión de la conquista" para consolidarse en el continente, sino como un impulso endógeno "que flota ya sobre los sueños de muchos sinceramente interesados en nuestro futuro"'". Se trata, pues, de una nueva forma de hegemonía de múltiples usos e innegables atractivos. -

Si la intención de Rodó hubiese sido atacar el imperialismo, entendido de manera genérica como un fenómeno de dominación económica o política de un país sobre otro, es obvio que su atención se habría detenido en países de Europa (Inglaterra y Francia especialmente) que por aquella época tenían una influencia enorme si la comparamos con la pálida presencia norteameri-cana en la región del Plata. Pero lo que se observa en Ariel es precisamente lo contrario. Europa, lejos de ser considerada el centro del poder imperial que entonces ostentaba, aparece, de hecho, como la mayor víctima de la acción niveladora del espíritu norteamericano, el cual, en la preten-sión de crear un mundo inédito, sin vínculos orgánicos con el pasado, aspira a instaurar un orden mesocrático donde no hay lugar para la sabiduría y cultura superiores'". Resulta claro que, en el contexto de la obra, Europa se constituye en la antípoda del síndrome de la novedad simbolizado por los Estados Unidos: ella es la cuna de la tradición, el espacio de mayor densidad histórica. Tanto es así que cuando Rodó discute el utilitarismo norteamericano muy pronto se ve obligado a diferenciarlo de su antecedente inglés:

.> Diríase que el positivismo genial de la Metrópoli ha sufrido, al transferirse a sus emanci-pados hijos de América, una destilación que le priva de todos los elementos de idealidad que le templaban... El espíritu inglés, bajo la áspera corteza de utilitarismo, bajo la indi-ferencia mercantil, bajo la severidad puritana, esconde, a no dudarlo, una virtualidad poética escogida... el pueblo inglés tiene en la institución de su aristocracia... un alto e inexpugnable baluarte..."°.

Resumiendo, Inglaterra tiene una tradición cultural capaz de hacerle frente al inmediatismo de los norteamericanos que, obnubilados por el ritmo de sus conquistas materiales, piensan que la realidad se agota en la "fórmula Washington más Edison"191. En todo caso, la crítica de esa visión

'" Id. 'bid. I" 'bid, p. 44. 190 'bid, p. 42-43. 191 'bid, p. 48.

del mundo, según el autor, deberá reconocer los valores positivos de la doctrina utilitaria —culto al trabajo y a la libertad— antes de moderar sus excesos. Tocado por el ideal ético de la medianía, Rodó espera que el conflicto entre tradición y cambio en América Latina se resuelva en una posi-ción equidistante tanto del idealismo reaccionario de Europa cuanto del materialismo utilitarista de los Estados Unidos, de modo tal que la modernización inevitable cuaje en los moldes de la tradición cultural del continente.

CONSIDERACIONES FINALES

Dijimos al comenzar este ensayo que la literatura científica sobre la sociedad de masas en América Latina —particularmente la elaborada por la escuela sociológica argentina— surgió di-sociada de cualquier parentesco teórico con las ideas del período oligárquico. No obstante, se constata por el libro de Rodó que, mucho antes de la experiencia populista, hubo una reflexión elaborada en torno de una serie de problemas que característicamente se asocian con períodos de transición a la llamada sociedad de masas. De hecho, la preocupación por fenómenos tales como la atomización de la vida social, la vulgarización de la cultura, el surgimiento del hombre mediocre, y otros vinculados a contextos de masificación, no fue obra de mentes predispuestas- a imitar las modas intelectuales sino que despuntó como respuesta a los desafíos que el aluvión migratorio proponía a la sociedad en su conjunto, obligándola a repensarse. Tales experiencias fueron vivenciadas en esa época sobre todo a nivel cultural —lato sensu—, en el clima cosmopolita de las grandes ciudades. Se puede decir, de cierto modo, qué ya era entonces visible un desfase —o asincronía en el lenguaje de la sociología científica— entre los grados de modernización de la cultura urbana' y de la vida material, sin desmerecer los significativos progresas de la última. El estudio de fenómenos de esa naturaleza, aunque limitados al ámbito citadino, ayudaría a evaluar con más precisión el impacto de las ideas y de la cultura en general sobre los procesos de moder-nización de las sociedades latinoamericanas. La escuela científica, al ignorar o disminuir la impor-tancia de la producción anterior respecto al tema, desaprovechó contribuciones que sin duda ha-brían aumentado la densidad y riqueza de su universo teórico.

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VII. ALCIDES ARGUEDAS Y LA CONCIENCIA NACIONAL Este país tan solo en su agonía, tan desnudo en su altura tan sufrido en su sueño doliéndole el pasado en cada herida.

(Gonzalo Vásquez)

LECTURAS IMPERFECTAMENTE PARALELAS

El 1° de noviembre de 1979, un golpe de estado puso en la presidencia de Bolivia al Coronel Al-berto Natusch, cuyo desastroso gobierno duró tan sólo quince días. Algunos meses después, el general Luis García Meza se hizo del poder, in-augurando una de las más bárbaras dictaduras de que se tenga memoria en el país.

Diez gobiernos con doce presidentes, cuatro gol-pes de estado, dos elecciones frustradas... ca-racterizan la crucial década del setenta en Bo-livia (Los Tiempos, 6.1.80).

El golpe militar número 187 en la historia re-publicana de Bolivia carece totalmente de mo-tivos y justificaciones racionales. (Semana, 23.11.1979).

En su desesperada angurria por llegar a los puestos públicos y temiendo que algún otro jefe militar se les "adelantara", Natusch y Bedregal resolvieron que el golpe debía estallar la mis-ma noche en que Bolivia entera festejaba, sana e inocentemente, el triunfo diplomático obteni-do sobre Chile. (Última Hora, 23.11.1979).

El 16 de julio de 1879 nace, en La Paz, Alcides Arguedas, autor de Pueblo Enfermo (1909), Raza de Bronce (1919), libro pionero del indigenismo en la literatura continental, y de Historia General de Bolivia (1920-29), un diag-nóstico pesimista de la conturbada trayectoria política del país y una interpretación polémica sobre sus causas.

La historia entre nosotros, se repite abrumadoramente hasta en sus frases de un rea-lismo desolador y brutal (Historia de Bolivia, p. 17).

En todas o casi todas las revueltas denomina-das "gloriosas" está ausente una doctrina ó un principio. (Pueblo Enfermo, p. 298).

Y se produjo la guerra (con Chile) yBolivin fite a ella empobrecida por el pasado de revuelta y escándalos..., enferma y con sus llagas vivas del caudillismo militar insolente e ignorante... (Raza de Bronce, p. 272).

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El poderya no se conquista, se lo asalta con la misma voracidad con que un ave de rapiña se lanza sobre su presa. Todo lo domina la falacia, el „cinismo, la mentira. Nuestras crisis política, económica, institucional, no son crisis distin-tas, todas ellas tienen un mismo origen: se nu-tren en el pozo negro de la inmoralidad. (Aquí, 22.12.79).

El ejército no tiene frente a sí oponentes arma-dos. Las tropas ejecutan la Ley Marcial. En al-gunos casos ametrallan a jóvenes y obreros que se afanan en levantar barricadas. El fuego se hace cada vez más intenso y prosigue al día si-guiente con intervención de la aviación que efec-túa vuelos de ametrallamiento sobre la pobla-ción civil. Igual tarea cumple un helicóptero que ametralla insistentemente varias zonas de la ciudad (Última Hora, 23.11.1979).

Buscamos una solución política que compatibilice los altos intereses de la patria, el respeto a las instituciones y la participación efectiva de las mayorías nacionales en los ac-tos de gobierno para orientar la verdadera de-mocracia en Bolivia. (Mensaje de Natusch, 16.11.1979).

La mayoría de los victimados lo fueron en la puerta o en el interior de sus domicilios; fueron. baleados por el Ejército desde tanques y heli-cópteros, o por agentes policiales vestidos de civiles, en momentos que los ciudadanos tran-sitaban por las calles rumbo a sus trabajos por-que la radio oficial aseguraba que les pagaría

De manera, pues, que subir y triunfar en pue-blos de formación tan defectuosa, no es, ni sig-nifica nada. Y, es este resorte ético, el que pre-cisamente anda enmohecido a estas horas en Bolivia, horas de veras trágicas y de excepcio-nal gravedad (Pueblo Enfermo, pp. 289 y 311).

Las tropas ensayaban su destreza en el manejo de las armas descargándolas sobre los indios y gustaban de las caídas que daban y de las mue-. cas que el dolor de perder la vida dejaba impre-sas en sus rostros ennegrecidos, y todo esto no por maldad, sino por instinto de imitación, pues cuentan antiguas crónicas que nuestros buenos padres los chapetones tenían especial cuidado en ensayar el temple de sus toledanos estoques introduciéndolos en el cuerpo de los gentiles e irracionales... (Pueblo Enfermo, p. 45).

Su verbo se desborda asolada; terrible. Allí hay ausencia de todo. La razón es vana fórmula, no aparece por ningún lado, la onotnatomanía en grado agudo, el furor de alinear palabras y fra-ses sin sentido (Pueblo Enfermo, p. 128).

Masacraban a escondidas, de cerca y sobre el montón, cosa que jamás se permite un verdade-ro cazador, porque a las aves ha de tirarse al vuelo... con elegancia, y hasta con cierta noble-za, ya que resulta estúpidamente bárbaro el

sus sueldos, otros en procura de alimentos (Úl-tima Hora, 4.1.1980).

El círculo de silencio tendido por el pueblo, impasible a las amenazas, confina al caudillo a la soledad de los amplios salones del Palacio Quemado: triunfa la resistencia popular. (De Frente, 12/12/1979)

Mientras esta gente humilde, en su gran mayo-ría, llora su tragedia, los responsables de la matanza se pasean libremente por las calles de nuestras ciudades, atienden sus negocios o sus oficinas y, más aun, se permiten el lujo de lan-zar próximas campañas políticas (De Frente, 12.12.1979).

Especial énfasis merece la lucha de los campe-sinos sobre los cuales se descarga la mayor parte del peso de la crisis (Genaro Flores, en-trevista, diciembre 1979).

Nosotros los campesinos, por más de cuatro-cientos años, hemos sido prácticamente atro-pellados por todos los gobiernos. Los que han hablado de enfrentamientos entre campesinos y trabajadores de las ciudades y de las minas, son precisamente los enemigos de la patria..., que quieren tratarnos de racistas; nosotros somos enemigos del racismo, los que propician el ra-cismo son la gente de la clase pudiente (Genaro Flores, diciembre 1979).

hecho de atraerlas fuera de su propio elemento (Raza de Bronce, p. 133).

Y así cayó derramando sangre el iletrado de las hazañas estupendas, después de manchar con sus crímenes y sus excesos esa época pobre, es-túpida y caótica... (Raza de Bronce, p. 272).

La lógica hacía suponer... que todos las que con-tribuyeron a desencadenar la crisis serían juz-gados, condenados y castigados...Aquí ha ocu-rrido justamente lo contrario, siguen actuando como personas de marca, de relieve... y los do-mingos dan vueltas por el Prado en sus suntuo-sos automóviles... (Pueblo Enfermo, pp. 334-335).

Y fue el pobre indio, el paria, el explotado, el que nunca pidió nada, quien soportó, hasta el último, casi todo el peso de la campaña (Pue-blo Enfermo, pp. 64-65).

Porque el blanco, desde hace más de cuatro-cientos años, no ha hecho otra cosa que vivir del indio, explotándolo, robándole, agotando en su servicio su sangre y su sudor. Y si el indio le odia, siente desconfianza hacia él y hace todo lo humanamente posible para causarle males, es que con la leche sabe que el blanco es su enemigo natural... (Raza de Bronce, p. 235).

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Y es que ahora en este libro, Pueblo Enfermo, En la actualidad Pueblo Enfermo ha perdido su encontrarán los bolivianos la explicación de vigencia, convirtiéndose en un documento his-nuestra actual desgracia y hallarán lecciones tórico de la época, que cumplió su misión, pues de energía los jóvenes, aquellos que han hecho tanto el material documentarlo, igualmente que la guerra mostrando cara de alegría al Dolor y sus orientaciones científicas han periclitado a la Muerte (AlcidesArguedas). (Gustavo Adolfo Otero).

EL PROPÓSITO

En la historia del pensamiento boliviano no existe un escritoímás polémico que Alcides Arguedas. Su obra ha merecido, casi siempre, juicios radicales de las más distintas tiendas partida-rias: reaccionarios y revolucionarios, fascistas y comunistas, nacionalistas e imperialistas, todos, en fin, encontraron motivos suficientes para considerarla, la mayoría de las veces, malsana, otras reconfortante e, invariablemente, útil. Juan Albarracín Millán en su excelente estudio Alcides Arguedas: la conciencia crítica de una época, censurando las críticas tendenciosas de que han sido objeto los textos arguedianos, apunta la necesidad de una exégesis equilibrada que sepa dis-tinguir los elementos:progresistas que se encuentran en un "escritor inevitablemente contradicto-rio"'". Esto es, en_cierta forma, lo que me propongo realizar a lo largo de este ensayo: volver a Arguedas, no para tomar partido en el debate entre sus defensores y críticos, sino para explicar el hecho sorprendente de que ambos bandos se olvidaron del tema central sobre el que discurre su pensamiento. Pretendo específicamente discutir las razones de semejante lapso y sus implicaciones en la conformación del nacionalismo boliviano.

No interesá aquí situar la obra en el marco de las transformaciones socioeconómicas que experimentó Boliviá a lo largo del siglo XX, ni considerar el complejo tema relativo a la interacción entre las ideas y la vida material. De hecho, los términos de las antinomias clásicas —estructura/ superestructura, realidad/ideología— se reflejan, en este ensayo, como las apariencias que el espe-jo de la Biblioteca de Babel duplica, sin ningún criterio que las deslinde cartesianamente. Asu-miendo esa ambigüedad, pretendo realizar una lectura poco ortodoxa de la obra de Arguedasm.

Los TEMAS

Al contrario de lo que sucedió en México y en Brasil, países en los que el discurso oficial legitimó el carácter fundamentalmente mestizo de sus pueblosm , en Bolivia, las ideologías nacio-nalistas del siglo XX se cuidaron de no asociar el hibridismo a la identidad colectiva del país. Tampoco la doctina declaradamente anti-oligárquica del Movimiento Nacionalista Revoluciona-rio, partido que asumió el poder tras la Revolución de 1952, contempló modificar ese estado de cosas. De hecho la imagen del mestizo, o mejor, de su prototipo, el cholo, continuó cargando los estigmas que la acompañaron desde la época colonial, sin que hasta hoy se perciba cualquier esfuerzo tendiente a incorporarla a la idea de Nación. No sucedió lo mismo con la figura del indio que a partir de la Revolución pasó a ser promovida a la condición de símbolo de la nacionalidad por los nuevos dueños del poden La obra de Arguedas tiene que ver con esa historia.

En 1904 Alcides Arguedas publicó Wata-Wara, obra pionera del indigenismo en las letras latinoamericanas. En esta novela —que contiene en ciernes el tema de Raza de Broncel- se narra la rebelión victoriosa de los indios de una hacienda del altiplano boliviano contra sus patrones. La obra salió a la luz cuando todavía estaba fresco, en la memoria de la oligarquía terrateniente, el recuerdo de los grandes levantamientos indígenas de fines del siglo XIX y proseguía aún la "guerra de razas", manchando el país de sangre y escándalo. La Revolución. Federal había terminado: los liberales ahora en el gobierno, dándose la mano con sus enemigos de ayer, los conservadores, se dedicaban a la sangrienta tarea de reprimir las rebeliones de indios que ambos consideraban la verdadera amenaza. Cuando todo hacía presumir que la publicación de la novela en tales circunstancias provocaría una explosión en la sociedad de aquella época, no tuvo más eco que el silencio. Pero no duró mucho, pues lentamente Wata-Wara y más tarde Raza de Bronce desatarían su potencial crítico obligando al debate público sobre la condición del indio en la estructura social boliviana.

Estas novelas han sido objeto de múltiples y divergentes interpretaciones. Según unos, Wata-Wara y Raza de Bronce fueron la voz de alarma que un escritor de la oligarquía daba a los de su clase, mostrándoles lo que podría suceder en caso de que no se hiciese nada para acabar con la política de violencia en el campo. Arguedas habría pretendido, entonces, defender la estructura señorial vigente en aquella época limando los puntos de fricción más inflamables y, sobre todo, promoviendo la tutela bondadosa del indio'". Otros manifiestan, en cambió, que la narrativa de

J.Albarracín Millán, AlcidesArguedas, la conciencia crítica de una época. Ed. Réplica, La Paz, 1979, p. 201. Vale, en este contexto, la pregunta planteada por Octavio Paz: "Pero... ¿para qué buscar en la Historia una respuesta que sólo nosotros la podemos dar?"

194 A. Coutinho, "A literatura brasileira e a ideia nacional", Revista brasiliense, 1958, n. 17, pi 10. 195 T. Marof, AlcidesArguedas y su tiempo, en: Mariano Baptista Gumucio (org.), AlcidesArguedas; juicios bolivia-

nos sobre el autor de "Pueblo enfermo". Los Amigos del Libro, La Paz-Cochabamba, 1979, pp. 149-73.

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Arguedas representó un ataque declarado al poder de los hacendados y una denuncia de los críme-nes cometidos contra aquella raza'". Por último, hay quienes sostienen que en Wata-Wara y Raza de Bronce, Arguedas se limitó a reflejar fielmente la sociedad rural de su época, de tal forma que lo.que debería apreciarse en aquellas obras no son los proyectos —que no existen— y sí el gesto valeroso del autor'. Todas estas interpretaciones son plausibles y, de hecho, se apoyan en textos de Arguedas.

Estudios recientes han señalado la importancia de la narrativa arguediana en la formación de la conciencia indigenista por haber conseguido mostrar, abiertamente, la distancia existente entre el discurso liberal de la élite latifundista y el despotismo oscurantista de su praxis social. Explicitando la absoluta falta de concordancia entre las palabras y los hechos emanados de la casta gobernante, las novelas de Arguedas habrían contribuido a socavar el fundamento ideológico del poder oligárquico y, por lo tanto, a debilitar su control sobre la masa indígena del campom. Sin embargo, pienso que lo que sorprende en la sociedad descrita por Arguedas es, más bien, la total ausencia de palabras y de expedientes ideológicos con que se procesa el fenómeno de la domina-ción social. De hecho, toda esa parafernalia es dispensada, y el control de los de abajo tiene lugar exclusivamente a través del empleo masivo de la violencia física: mandar, allí, significa castigar, "extremar el rigor de los músculos... hasta que reluzcan los huesos", flagelar hasta dejar a los indios "atontados, embrutecidos por el terror y el espanto". Por otro lado, en la sumisión de los indios no se observa el menor gesto que pueda sugerir algún grado de identificación con el mundo de sus señores. Los viejos agentes de la hegemonía, el cura, el escribano y el soldado han perdido la sotana, la pluma y la color y ahora tan sólo muestran los dientes. La desconfianza entre explo-tadores y explotados es absoluta. Los discursos paralelos... la imposibilidad de la ideología:

El patrón: El día en que al indio le pongamos maestros de escuela y mentores, ya pueden tus herederos estar eligiendo otra nacionalidad y hacerse chi-nos o suecos, porque entonces la vida"no les será posible en estas alturas. El indio nos aho-ga con su mayoría. De dos millones y medio de habitantes que cuenta Bolivia, dos millones por lo menos son indios, y ¡ay! del día que esos dos

196- P. Díaz Machicao, "Alcides Arguedas", en Alcides Arguedas, juicios, op. cit., p. 135. 197 Albarracin Millán, Alcides Arguedas, la conciencia, op. cit., pp. 37 y SS._ 198 Ibid., p. 27.

millones sepan leen hojear códigos y redactar placablemente, porque alegarían que se defien-periódicos! Ese día invocarán esos tus princi- den y que es lucha de razas que justifica sus pios de justicia e igualdad, y en su nombre aca- medidas de sangre y de odio. También he pen-barán con la propiedad rústica y serán los sado que sería bueno aprender a leer..., pero amos...'" algún veneno horrible han de tener las letras

porque cuantos las conocen de nuestra casta se tornan otros y llegan a servirse de su saber para explotarnos también...219

Entre patrones y siervos no existe, pues, nada que pueda aproximarlos. Ninguna brecha por donde huir del dilema del prisionero. Por debajo de la actitud sumisa del indio fluye el odio antiguo de la raza pronto a quebrar el tenue caparazón del orden social. La conclusión implícita en las reflexiones de Choquehuanka es que no queda otra cosa que matar. Para el hacendado Pantoja tampoco existe otra salida:

Yo, te digo sinceramente, los odio de muerte y ellos me odian a morir. Tiran ellos por su lado y yo del mío, y la lucha no acabará sino cuando una de las partes se dé por vencida. Ellos me roban, me mienten y me engañan; yo les doy de palos, les persigo..,.: Hasta que "te coman", como tú dices. Sí, hasta que me coman o ellos revienten.,,201

La clase dominante es ciega, tan ciega como los cerdos a los que Troche les saca los ojos para que, inmovilizados, engorden. Frente a ese cuadro, la sorpresa de Suárez acaba siendo la convocatoria del libro: "Yo no me explico todavía por qué los propietarios no intentan algo para mejorar la suerte del indio, para hacer de él un aliado y no un siervo""'. Hacer del indio un aliado, esa es, en resumen, la propuesta medular de Raza de Bronce.

Nadie en su época había conseguido mostrar con tan meridiana claridad el peligro de disolución que amenazaba a la sociedad boliviana debido a la mentalidad petrificada que la oligar-quía revelaba en su trato con el indio. Con maestría, Raza de Bronce describe el grado de brutali-dad a que había llegado el poder despótico de la casta dominante, incapaz de obtener obediencia por otro medio que no fuese la fuerza. La conclusión que se cae de madura se refiere a la necesidad

199 A. Arguedas, Raza de Bronce. Ediciones Puerta del Sol, La Paz, 1977, p. 236. 200 Ibid., pp. 296-97. 201 'bid., pp. 238-39. 202 'bid., p. 237.

El indio: Alguna vez en mis soledades, he pensado que, siendo como somos, los más, y estando metidos de esclavos en su vida, bien podríamos poner-nos de acuerdo y prender fuego a sus casas en las ciudades, en los pueblos y en las haciendas, caerles en su aturdimiento y exterminarlos: pero luego he visto que siempre quedarían soldados, armas y jueces para perseguirnos con rigor, im-

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de forjar una idea superior a la de Raza que aglutine al conjunto de la sociedad. Romper con el estrecho círculo de la castapara construirun nuevo concepto de nación que integre a la mayoría: el indio. Haciendo, correctamente, del problema étnico la piedra angular de la sociedad descrita en Raza de Bronce, Arguedas destaca la imposibilidad de fundar la Nación sobre la vieja convicción de la superioridad racial. Ésta me parece una de las contribuciones más sustantivas-de su obra a la formación de la conciencia nacional. Así, el autor termina sacudiendo el pilar fundamental sobre el cual se asienta el régimen oligárquico, y lo hace, paradójicamente, apoyándose en el acariciado mito de la raza. Veamos cómo se resuelve este contrasentido.

Para algunos, el término raza aparece en la obra de Arguedas con el sentido que le atribuye Le Bon, vale decir, como el campo invariable y determinado por las.11yes de la herencia, las cuales ejercen un poder tal sobre los pueblos que "sus creencias, sus instituciones y, en una palabra, todos los elementos no son más que expresión exterior de su, alma"203. Otros piensan, en cambio, que se refiere a la idiosincrasia de un grupo social, entendida como la síntesis de su experiencia histórica. De tal forma que en la obra el término acaba adquiriendo "un contenido muy próximo al de carác-ter nacional, haciendo intervenir de manera variable, según el grupo considerado, la herencia bio-lógica, el medio físico y la historia"204. Ambas interpretaciones son posibles. Sin embargo, me parece más importante el hecho de que, en los textos arguedianos, el discurso sobre las razas se organiza siempre en función de la crítica que se hace a los grupos dominantes. La aparición simul-tánea y recurrente de,estos temas plasma una articulación significativa entre la división racial y la estructura de poder y, como veremos luego, hace que la relación entre los dos órdenes de cosas pierda el carácter de necesidad e inmutabilidad que frecuentemente acompaña a las concepciones esencialistas. Por esta vía el discurso arguediano termina por romper el estsecho marco del determinismo biológico, unavez que los elementos invariables (hereditarios) y los específicamente históricos no guardan la misma relación de dependencia que se observa en la caracterización de Le Bon, esto es, los segdndos no son únicamente la consecuencia fatal de ciertas leyes naturales. Una lectura menos interesada en demostrar el "racismo" de Arguedas descubriría la trayectoria opues-ta: es la sedimentación lenta y secular de determinadas prácticas sociales la que va forjando el temperamento aparentemente inmutable de los grupos. De ahí la importancia que tiene, en los textos del autor, el incesante retorno al pasado, ya que sólo la conciencia de la historia es capaz de romper la cadena de las experiencias circulares205. Veamos con más detalle cómo se da concreta-mente este proceso.

203

G. Le Bon, Psicología de las multitudes. Editorial Albatros, Buenos Aires, 1942, p. 125. 204

S. Romero Pittari, "Alcides Arguedas entre el pesimismo y la esperanza", Presencia Literaria, 14.X.79. 205

A. Arguedas, Historia general de Bolivia. Gisbert & Cia., La Paz 1975, p. 17.

Pese a la gran muralla que separa a indios y patrones, descubrimos que subterráneamente corre un río vital que los hermana: el de la sangre. En Raza de Bronce hacendados y siervos son todos descendientes de la raza indígena, aunque los primeros "no lo quieran creer" y saquera relucir "rancios y oscuros abolengos, cual si el pasar por descendientes de indios les trajese imbo-rrable estigma..."2" Más aún, el mestizaje ha llegado a tal punto que ya no es posible, tampoco, hablar de una raza blanca. Ésta, físicamente, ha desaparecido y "salvo detalles de orden moral puede ser perfectamente incorporada a la mestiza"201. Sin embargo, en esa sociedad biológicamente democrática, la raza constituye uno de los fundamentos del poder social, dando lugar aun fenóme-no curioso. Si bien la "raza blanca" ha dejado de existir, el mito la sobrevive, y continúa siendo la base de la ascendencia social que tienen los patrones sobre los indios. El grupo que controla el poder se considera "superior en sangre, no porque la calidad de esta sea superior a la otra injertada, sino por la dominación"208. Por eso mismo, para ingresar en ese círculo cerrado de "gente decente" ser cholo no representa una barrera insalvable; ¡cómo podría serlo! Y, sin embargo, cuando el cholo consigue franquearla, una vez dentro, estigmatiza su origen y llama despectivamente "cho-los" a los de abajo. El sistema es perfecto y autorregulado; especialmente si se tiene en cuenta que el único que queda fuera de juego es el indio "que jamás pasa por semejante metaMorfosis". ¿Imaginar un indio ministro, diputado o presidente? ¡Imposible! Antes "habría de verse invertir todas las leyes de la mecánica celeste"209. Para la conciencia dominante de la época ese era el curso normal de las cosas, al indio "le habían visto desde el regazo materno, miserable, humilde, solapado, pequeño, y creían que era su estado natural, que de él no podía emanciparse sin trastor-nar el orden de los factores..."210 Que algún día esta situación mudase les parecía una idea absurda, inimaginable.

Retomemos los puntos más importantes que se desprenden de lo dicho. En primer lugar, el mito de la raza, esgrimido por la casta dominante, es retomado por el discurso arguediano y pro-yectado, cual un boomerang, contra ella misma. El resultado es ambivalente. Por una parte, se refuerza la convicción de la superioridad de la raza blanca que en la obra de Arguedas continúa actuando como un paradigma ideológico; por la otra, se muestra claramente la relación existente entre el sistema de poder y la cuestión racial. Entonces resulta claro que la "raza" ya no explica las diferencias sociales que se observan entre patronos e indios ni la miseria de los últimos. Por lo tanto, las razones sólo pueden extraerse de la historia. Y así lo hace el autor, una y otra vez a lo

206 Id., Raza de Bronce, op. cit., pp. 193-94. 207 A. Arguedas, Pueblo enfermo. La Paz; Puerta del Sol, 1977, p. 34. "g ¡bid, p. 32. 209 Id., Raza de Bronce, op. cit., p. 193. 210 ¡bid, p. 192.

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largo de su obra, concluyendo que la pasividad, la desconfianza y la miseria del indio no son rasgos "innatos de la raza", sino, más bien, el producto de siglos de explotación'". No debe, pues, sorprendemos que el "racista" Arguedas haya contribuido a socavar uno de los fundamentos más inconmovibles de ese tipo de mentalidad: el esencialismo ontológico que la anima. Esta es otra de las contribuciones del pensamiento de Arguedas a la formación de la conciencia nacional y al indigenismo que la caracteriza.

Pasemos a considerar de cerca los juicios sobre el cholo. En primer término, observamos que la crítica al mestizaje se confunde con las acusaciones que se levantan contra la esterilidad de la clase dominante. El militarismo, el caciquismo y la empleomanía —"vicios nacionales" que infectan la vida política del país— son el resultado del temperamento mestizo de sus gobernantes. La historia de Bolivia es para Arguedas obra "del cholo en sus diferentes encarnaciones, sea como gobernante, legislador, magistrado, industrial y hombre de empresa"212. Esta clase dueña del po-der no aspira a otra cosa que a ser autoridad, a mandar y ser obedecida. En la sociedad forjada por dicha casta está ausente la idea del derecho: allí los hombres no exigen nada, sólo piden, imploran. La idiosincrasia de los cholos ha contaminado a la sociedad en su conjunto. El resultado es deso-lador: la difusión de un "espíritu corderil" que terminó conformando un rebaño humano en lugar de una comunidad de hombres libres. Responsable de este estado de cosas ha sido la casta gober-nante, transfigurada por la magia verbal de sus doctores, o, más a menudo, encarnada en la figura salvaje del caudillo militar. Según Arguedas, el proceso de mestizaje que se inicia con la conquista culmina, en su época, con la irrupción de un grupo de gentes que "enriquecidas de cualquier modo tienen el poder del dinero, fuerza y palanca que, si mueve muchas cosas, no lo suple todo como es creencia en cierta clase de ricos"'''. Los resultados son, de todos modos, los mismos, esto es, desastrosos:

Y nada hay que hacer de pronto para remediarlo porque es la sangre mestiza la que ha . concluido por desalojar a la otra y ahora se rebela en todas esas manifestaciones bajas y

egoístas, que son el signo patente de la triste actualidad boliviana, y de este pueblo enfer-mo, más enfermo que nunca...2"

¿Lamento de una rancia oligarquía que siente que pierde el poder ante el empuje de otra más ágil e imbricada en la dinámica capitalista de la época? Tal vez, pero no sólo eso. El prejuicio

211 Id., Pueblo enfermo, op. cit., p. 59. 212 Ibid., p. 73. 213 Ibid., p. 194. 214 Ibid., p. 291.

contra el cholo ciertamente no es una creación original de Arguedas. Los antecedentes inmediatos los encontramos ya en los trabajos de Gabriel René Moreno, y aun sería posible, retrocediendo en el tiempo, detectarlos en el mudo de cabeza abajo retratado por Huaman Poma de Ayala en la Crónica y buen gobierno, escrita a fines del siglo XVI. La imagen negativa del cholo, como un ser tomadizo e inmoral, tiene viejas raíces en la conciencia política y cultural del país. En la obra de Arguedas, sin embargo, se vuelca contra sus creadores y acaba siendo el espejo en el cual se ven reflejados los grupos que detentan el poder. Aquí radica, tal vez, la novedad que introduce el pensamiento de Arguedas en esta historia de discriminwiones contra el mestizo. Con mucha agu-deza observa Albarracín Millán que "con esta atribucióri del carácter cholo de los nuevos ricos y su tesis de la nefasta influencia india en el injerto español, Arguedas quería sacar a flote la ideología oficial mantenidabajo cuerda'-72''. Na interesa aquí saber si esta fue o no la intención de Arguedas, lo cierto es que su obra acabó actuando sutilmente en esa dirección, lo cual explica de cierta forma el rechazo generalizado de que fue objeto.

Sea como fuere, el nacionalismo contemporáneo no reivindicó la figura del cholo. Si acep-tamos que la oligarquía sobrevivió mimetizada la Revolución de 1952, se entiende, entonces, por qué la imagen mestiza del país —doblemente incómoda para ciertos grupos en el poder— no fue redimida por las doctrinas que se atribuían, la representación del ser nacional. Aunque, claro, el estigma contra el "cholo" disminuyó a medida que se fue debilitando el control señorial sobre el - indio porque ambos fenómenos estuvieron siempre relacionados, constituyendo una de las piezas claves del sistema de poder en Bolivia. Arguedas fue el primero en percibirlo y en mostrar, de" manera incisiva, la mecánica de su funcionamiento. Aquella pieza aún continúa en movimiento::

EL IMPACTO

Las ideas esbozadas en Pueblo Enfermo fueron más tarde desarrolladas por Arguedas en los varios tomos de su Historia de Bolivia, la cual durante mucho tiempo fue la única historia general del país. De esa manera, sus ideas difundiéronse a tal punto que, para algunos, el sentimiento de frustra-ción y el pesimismo, que supuestamente caracterizan al boliviano, serían el resultado del impacto que tuvo la "leyenda negra" construida por el autor sobre la conciencia colectiva.

Las reacciones suscitadas por los libros de Arguedas comenzaron temprano. La crítica se originó tanto en las corrientes de pensamiento progresista como en los baluartes del conservadu-

2" Albarracín Millán, Alcides Arguedas, la conciencia, op. cit., p.111.

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rismo. La intelectualidad nacionalista se rebeló contra lo que calificaba de "la herencia pernicio-sa" transmitida por los hombres del Novecientos, especialmente por el autor de Pueblo Enfermo. Para los jóvenes integrantes de aquella corriente, Arguedas, con su pluma, había "contaminado a más de una generación contribuyendo a paralizar las energías nacionales y a destruir su débil fe en un futuro mejor'''''. Sobre el influjo de las ideas de Ortega y Gasset, asumieron, entonces, la responsabilidad de "enjuiciar a la generación anterior y disipar la leyenda.tejida en torno a Bolivia por los arguedianos"n7. El blanco de la crítica fue el supuesto extranjerismo de esa cofradía. En las palabras de uno de los más notables exponentes del nacionalismo revolucionario, se trataba de "luchar contra el espíritu extranjerizante de la casta antinacional que cobró personería intelectual en la obra del escritor de la oligarquía"218. Pueblo Enfermo fue considerado, entonces, un libro escrito "con material europeo, prestado o robado... un albañal de infamias" contra el país'''. Y así, bajo el peso de tamaña indignación, se iba pulverizando el objetivo primario de las críticas lanza-das por Arguedas. Curiosamente el lenguaje y los argumentos de los "nacionalistas" eran muy parecidos a los que usaba la oligarquía para atacar la obra de Arguedas, considerada "un libelo infamatorio dirigido, no contra unos cuantos, ... sino contra Bolivia" y, de paso, para presentarse como defensora de los "sagrados intereses de la patria'''. Con igual descaro, el anti-arguedismo de la oligarquía iría a contribuir, con su granito de arena, a la formación del nacionalismo ideoló-gico de nuestra época, demostrando, una vez más, su gran instinto de conservación.

En suma, la obra de 'Arguedas, reputada por los críticos de izquierda como expresión genuina del pensamiento extranjerizante de la oligarquía y por los de la derecha como un insulto al país, sirvió para alimentar el antiimperialismo de las ideologías tanto nacional revolucionarias como nacional fascistas. Y ambas —por increíble que parezca— lo hacían también con "material europeo, prestado o robado...", escamoteando en el proceso justamente la dimensión medular re-velada por Arguedas: la estrecha relación existente entre la naturaleza profundamente autoritaria de la sociedad boliviana y la condición del indio. El problema étnico y la estructura del poder despótico que aparecen umbilicalmente unidos en una lectura cuidadosa de su obra pasan á ser tratados separadamente por el nuevo discurso ideológico. Por una extraña ironía, el espíritu oligárquico —vivo en el nacionalismo de la derecha y de la izquierda— después de una larga

ausencia que se inicia en 1952, reaparece políticamente recompuesto. El proyecto de forjar la unidad de la Nación por encima de la categoría racial, ciertamente hasta hoy no se hizo historia, y esa última noción, grávida de reminiscencias lebonianas, perdura en la palabra y en la mente de dominados y dominadores. El pensamiento de Arguedas continúa siendo actual para todos los bolivianos.

216 E Diez de Medina, "Insurgencia de la Juventud", en AlcidesArguedas, juicios, op. cit., p. 36.

217 ¡bid. 21 A. Céspedes, "Doctrina de la Anticultura", en Alcides Arguedas, juicios, op. cit., p. 196. 219 C. Beltrán Morales, "Alcides Arguedas", en AlcidesArguedas, juicios, op. cit. p. 116. no Citado en Albarracin Millán, AlcidesArguedas, la conciencia, op. cit., p. 191.

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VIII. ECONOMÍA Y POLÍTICA EN LA HISTORIOGRAFÍA LATINOAMERICANA

LA CÁBALA DEL WILLENIO

De un tiempo a esta parte, el tránsito inminente no sólo de un siglo a otro, sino también hacía un nuevo milenio, ha venido suscitando, en la rutina de los distintos campos de la actividad intelectual, pausas destinadas a la introspección o simplemente a exacerbar la euforia conmemora-tiva de que hace alarde nuestro tiempo. He sido convidado con el primer propósito, más concreta-mente para considerar, a vuelo de pájaro, la trayectoria de la historia económica latinoamericana en las últimas décadas y, sobre esa base, propiciar algunas reflexiones con miras al año 20001'. Antes de todo, quiero dejar claro que el horizonte cronológico propuesto como acicate para esta empresa no tiene para mí un significado historiológico particular, que no sea su obvio cariz simbó-lico. Y que, aun en este caso, su alcance dista de ser universal. Basta señalar que, cuando aquí se alcen copas para conmemorar anticipadamente el milenio, el Islam estará a medio camino del año 1378 de la hégira. Por tanto, es menester prevenirse, una vez más, contra la ceguera etnocéntrica.

Queda en pie, sin embargo, el hecho de que ritos y convenciones, aniversarios y recordatorios, existen en todas las culturas, sea como formas de neutralizar el vértigo del tiempo o para fines menos existenciales. Ancla y catapulta a la vez, el calendario anuda el círculo de la vida y la espiral de la historia. La cábala del milenio hinca sus raíces en ambas dimensiones, nutriéndo-se tanto de mitos cósmicos como de realidades sociológicas. Nos limitaremos a comentar algunos de sus vínculos con estas últimas.

Al seguir los rastros de laldad Media, se verifica que el año mil —presagiado como la Noche del Mundo— conmovió mucho menos a los argonautas que lo atravesaron que a sus antepa-sados, o a sus nietos que continuaron esperando el fatídico desenlace. De hecho, el primer aniver-sario de ese porte en la era cristiana pasó tan desapercibido que las principales crónicas de la época

221

Conferencia preparada para el "Segundo Encuentro Internacional de Historia, El Siglo XX: Bolivia y América Latina, Visiones de Fin de Siglo", realizado en la ciudad de Cochabamba de 27 a 31 de julio de 1998. El texto fue publicado en Decursos. Revista de Ciencias Sociales. Ario III, n. 6, agosto 1998, p.56-91.

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ni siquiera lo registraron. El mentado terror del año mil es, en gran parte, una leyenda, y para colmo, imaginada en el siglo XV, justamente bajo el sol del Renacimiento. ¿Qué nos sugiere esa inusitada constatación?

En primer lugar, que el elan milenarista no depende de fechas y puede brotar a cualquier momento; en general, prospera en épocas fáusticas de grandes creaciones y portentosos desmoronamientos, cuando se intensifican los contactos económicos y culturales, y sectores pos-tergados o empobrecidos de la vieja sociedad piensan que las cosas están cabeza abajo o las perci-ben al revés. La marca de su temperamento es el pesimismo, su santo y seña la rebelión moral que, ante los desbarajustes del cambio, no consigue vislumbrar otra purificación que la propiciada por el fuego y acaba sentenciando perentoriamente que "el mundo fue y será una porquería en el quinientos seis yen el dos mil también". Así, en Cambalache, tangj'escrito en 1935 y especie de manifiesto contra la llamada década infame en la Argentina, Enrique Santos Discépolo condensa lo que le parece verdad indiscutible para toda época y lugar la historia es el reino progresivo de la ignominia, donde invariablemente triunfan los vivos sobre los giles. Encaramado a la escalera del tiempo, el homo corrupto trepa hacia cimas, cada vez más altas, de ruindad y alevosía. El devenir es anaciclosis, perpetua descomposición. Y el hombre un ser-vil por naturaleza. Si alguien frunció el serio por la referencia tanguera, no mejorará de ánimo al escuchar la misma predica, sólo que con el refinamiento parisino de otra conciencia afectada por la curda milenarista: "Lo cierto es que el hombre está podrido hasta su raíz". y todos lo estamos. Avanzamos en masa hacia una confusión sin par, nos levantarnos unos contra otros como micos convulsivos... pues ya que todo se ha vuelto imposible e irrespirable para todos, nadie querrá vivir si no es para liquidarse y liquidar" —pala bras de Cioran2n.

El vértigo frente a las transformaciones que se juzgan incontrolables, la sensación de irre-mediable caos, la idea de que el mundo es un festival de antropofagia, así como el tono apocalíp-tico y moralizante con que se anuncia y denuncia todo aquello, son los condimentos del repertorio milenarista, recurrente en la era moderna. Y bien que podríamos con eordar que el diagnóstico realizado a través de esa lente retrata lo esencial de nuestra condición y de su probable porvenir y terminar aquí mismo hundiéndonos en un enigmático y definitivo silencio a la Rimbaud.

Pero al historiador no le cae bien el gesto heroico del poeta y hace el ridículo cuando funge de prestidigitador. De su pluma esperamos que se abra, no a la profecía sino a la consideración perspicaz de algunas posibilidades futuras y que, sin maldecir el presente ni mistificar el pasado, nos muestre fa razón de cómo ciertas cosas llegaron a ser lo que son y de por qué otras tantas no

222 E.M. Cioran, "El fin de la historia", Contra la historia (Inducción de Esther Seligson). Barcelona: Tusquets Editores, 1983, 135-136.

son lo que parecen. Podrá fracasar en la primera diligencia, pero tendrá que persistir en la última ya que es deber de oficio librar permanente combate contra el sentido común. Porque, ¿acaso no es éste una suerte de sombrero de copa dentro del cual se realiza, como por un pase de magia, la naturalización de la realidad social? ¿Y no es, por ventura, faena de historiadores revelar precisa-mente la fibra temporal y cambiante de las instituciones y estructuras de la sociedad? Naturaleza e Historia, dos conceptos que se repelen y se atraen sin cesar y sobre los cuales volveremos en otra ocasión. Que lo dicho hasta aquí sirva de preámbulo a las consideraciones que pasaré a realizar sobre la situación de la historia económica en el cuadro historiográfico más amplio.

CONSIDERACIONES EXTEMPORÁNEAS

Los dilemas de fondo de la historia económica son los mismos que ocupan la atención de quienes, a partir de otros campos, investigan la dinámica social. Ellos se originan en los objetivos que se han propuesto, por lo menos desde el siglo XIX, las disciplinas que aspiran al status de ciencia: el descubrimiento de regularidades y la formulación de leyes con las cuales sería posible no sólo explicar el comportamiento humano en el pasado sino también anticiparlo en el futuro. En síntesis, conocimiento nomológico o, lo que es lo mismo, capacidad de establecer, a partir de hechos singulares y fortuitos, vínculos causales generalizables a otros casos. El clamor por una ciencia positiva y nomotética se escuchó primero allí donde era más fácil la conversión al nuevo paradigma: la historia económica. Desde entonces y hasta.la new economic history de los años 50, - el gusto por el dato cifrado y la construcción apasionada de series estadísticas, como un medio a través del cual sería posible comprobar la existencia de relaciones estables entre los fenómenos analizados, fueron configurando la propia identidad de esa disciplina.

Pero la búsqueda de explicaciones causales y la formulación de leyes que se proponían los estudiosos de la sociedad contemplaban un riesgo inminente: caer en alguna forma de determinismo que hiciese del devenir humano un juego de cartas marcadas. Para evitar el desliz sería preciso un fundamento gnoseológico capaz de acomodar la necesidad sin desalojar el libre arbitrio, dando cabida, así, a la idea de que la historia es hechura de hombres, no de dioses o de entelequias metafísicas y, al mismo tiempo, un proceso sujeto a pautas recurrentes y, por tanto, previsible en algún sentido. Las soluciones teóricas dadas a esta paradoja están en la raíz de los "Limos "con los cuales se comenzó a identificar y dividir a las tribus en conflicto: historicistas versus estructunzlistas, individualismo versus colectivismo metodológico, según se ponga el acento en las decisiones e intencionalidad de actores individuales o, al contrario, en las restricciones y coacciones a que estos últimos están sometidot por fuerzas superiores o contextos macrosociales.

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El objetivo de construir un sistema teórico capaz de articular dialécticamente esos dos niveles se ha mostrado, hasta el momento, huidizo como el santo grial. Tal vez por eso, muchos historiadores han preferido abandonar del todo la pretensión de hacer ciencia y, de vuelta al cauce narrativo, ahora buscan inspiración en la literatura y fruición en el estilo. En la peregrinación hacia lo que se dio en llamar, no sin cierto eufemismo, historia cualitativa, participaron-miembros de la propia congregación que otrora fuera baluarte de la historiografía estructural: la escuela francesa de Annales. Así fue que figuras eminentes como Emmanuel Le Roy Ladurie y Francois Furet, cansados de los espejismos que crean las estadísticas, se rindieron a la seducción de una "nueva vieja historia": el placer de narrar"3.

Paulatinamente, la bandera original por una historia nomológica, conceptualizante y cau-sal fue arriada por vientos favorables a la ideografía, al detalle y a la fragmentación. Indicio de tal tendencia es el incesante brote de estudios dedicados a desmenuzar los aspectos psicológicos e ideológicos de la existencia humana urdiendo enredos sobre la risa, el miedo, los gustos, olores y sabores de otras épocas. No se trata de descalificar ese tipo de producción, por lo demás, muy desigual en sus méritos. Quisiera tan solamente dejar constancia de que su proliferación es un síntoma de la crisis que hace algún tiempo vienen experimentando las concepciones sistémicas y

totalizadoras. Es innegable que el historicismo en boga ha ampliado de manera extraordinaria el espectro temático de la investigación, pero lo ha hecho, a menudo, en desmedro del rigor concep-tual y de la síntesis teórica. El panorama historiográfico actual se muestra, pues, abarrotado de noticias y relatos, y algo carente de explicaciones. Pero no todo es fruto de su evolución interna. Las tendencias a la atomización y a la ideografia se deben, en gran parte, al impacto devastador que.los recientes cambios en el clima ideológico tuvieron sobre los paradigmas, temas y debates que atravesaron y eslabonaron, durante más de medio siglo, el conjunto de las ciencias sociales.

La main stream de la historia económica latinoamericana fue afectada por esos procesos en varios sentidos. En primer término, el desuso en que cayeron tópicos muy familiares a su mane-jo —como subdesarrollo, dependencia e imperialismo— mermaron no sólo el prestigio de que gozaba en otros campos del saber sino también su capacidad articuladora. Por otro lado, el replie gue de las Corrientes estructuralistas, a las que estuvo asociada desde su origen, y el correspon-diente avance del historicismo acabaron por desplazarla del lugar central que ocupaba en el cuadro de la producción historiográfica general. Como compensación a su pérdida de prestigio, la disci-plina se fue parapetando iras el blasón de la econometría con lo cual sus análisis se han vuelto formal y técnicamente más sofisticados, aunque sus resultados, insensibles a la complejidad del

223 Sobre el tema, véase Fernando J. Devoto, Entre Taine y Bnaudel Itinerarios de la historiografía contemporánea. Buenos Aires: Editorial Biblios, 1992.

hecho humano, sean cada vei menos substanciosos. Finalmente, cobró importancia la sociología histórica, la cual continuó empeñada en la articulaCión de los niveles micro y macro de la realidad social, pero ya sin grandes pretensiones nomológicas. Pasemos a examinar algunas estaciones de ese itinerario.

PRIMEROS PASOS

La producción relativa h la historia económica latinoamericana es copiosa y diversificada y, cuando se comparan Paísés, desigual. Los principales focos de elaboración o difusión de teorías se encuentran, justamente, en las regiones de mayor desarrollo material. Tomando como criterio el paradigma dominante en cada época, se reconocen dos grandes ciclos. En el primero, que se extiende de la postguerra hasta los años setenta, prevalece el estructuralismo en sus distintas ver-siones funcionalistas y marxistas. En la fase siguiente, que comprende las tres últimas décadas, el individualismo metodológico gana ascendencia y se consolida como perspectiva hegemónic,a. Se-ria una imprudencia intentar, aquí, un registro pormenorizado de especialidades, obras o autores. Conviene que nos limitemos a identificar los principales temas y debates,átableciendo, en el curso de la exposición, filiaciones intelectuales, continuidades y rupturas;

La exposición tendrá como hilo conductor las relaziones entre Ethrióbila y Política o-en un lenguaje cargado de circunstancia, entre Mercado y Estado. El asunto en cuestión se refiere-a las formas de interacción y al grado de autonomía que acusan esas esferas. No sería excesivo afirmar que gran parte de la producción teórica de los dos últimos siglos ha girado en torno ala naturaleza de tales vínculos, ni que lal distintas concepciones propuestas hastaluestros días sol versiones, más o menos emperifolladas o "descangalladas", de las ideas elaboradas poi el libera-lismo y el marxismo decinionónicos.

En el pensamiento latinoamericano el problema de las relaciones entre Política y Econo-mía se encuentra, desde un principio, incorporado a la discusión de tres grandes tópicos: la natura-leza del imperialismo, las causas del subdesarrollo y las estrategias para alcanzar la industrializa-ción —otrora sinónimo de soberanía—. Las ideas sobre tales asuntos se gestaron inicialmente al calor de las luchas sociales y cristalizaron, en el periodo de entreguerras, bajo la forma de ensayoi cargados de intención práctica. Los más originales y de impacto duradero se deben a la pluma de José Carlos Mariátegui y de Víctor Raúl Haya de la Torre. Las tesis y diagnósticos que aparecen en Siete ensayos sobre la realidad peruana (1928) y en El antiimperialismo y el Apra (1936), respec-tivamente, contienen lo esencial de las posiciones ideológicas que serían condensadas en la famo-sa disyuntiva de los años sesenta: Reforma o Revolución. El mérito de esos intelectuales fue, por

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un lado, haber dejado claro que la historia económica y social de América Latina sólo resulta inteligible cuando se la encaja en la evolución del capitalismo mundial y, por otro, haber utilizado creativamente la teoría, en este caso de inspiración marxista, con el fin de conocer la realidad social y no para hacer de esta última un estanque donde se pescan "casos'' para ilustrar conceptos. Las mayores limitaciones derivan del carácter acentuadamente prescriptivo de sus obras y de la ausencia de una taxonomía que permita diferenciar la variedad de experiencias que se esconden bajo el nombre América Latina.

COMERCIO Y SUBDESARROLLO

Después de la Segunda Guerra Mundial la discusión, sin dejar de ser política, se vuelve más técnica y, bajo los auspicios de la Comisión Económica Para América Latina (CEPAL), gana lastre empírico, precisión analítica y perfil institucional. Los estudios de esta fase son obra de economistas de formación, entre los que se destaca la figura de Raúl Prebisch. En la producción cepalina, el análisis del imperialismo y del subdesarrollo se distancia de la versión leninista y se asimila principalmente a la teoría del intercambio desigual. Su punto de partida es la crítica a una idea profundamente enraizada en la economía política clásica, tanto, liberal como marxista: el supuesto de que la tendencia ascendente y expansionista deI capitalismo-iría a homogeneizar. el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas en todas las regiones del mundo. Semejante pronós-tico, lejos de correlponder a la realidad, prolongaba un prejuicio:heredado del iluminismo —la creencia en el progreso inexorable de la humanidad--. En la teoría del comercio internacional, ese desideratum tomó la forma de un principio general que, inadvertidamente o no, legitimaba una situación de hecho: la diferenciación entre economías productoras de artículos industriales y eco-nomías exportadoras de bienes primarios"'. Me refiero a la ley de las ventajas comparativas for-mulada por Ricardo, según la cual el comercio internacional no sólo tiende a hacer que cada país se especialice en la exportación de aquello que produce a costos menores sino que se las arregla para que el canje realizado sobre esa base favorezca a todos por igual. Partiendo de ese punto, economistas como Bertil Ohlin y, principalmente, Paul Samuelson llegarían a sustentar, más tarde, que en condiciones de mercado libre, el aumento de la productividad en los países más desarrollados

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Una excelente síntesis de las teorías neoclásicas sobre el comercio internacional, y de los debates posteriores en tomo al tema, tanto en el campo liberal como marxista, se encuentra en: Fernando H. Cardoso, As idéias e seu lugar. Ensaios sobre as teorías do desenvolvimento. Petrópolis: Editora Vozes, 1980.

estimularía la caída relativa de los precios de los productos industriales, lo cual, a su vez, provoca-ría un cierto "nivelamiento en lo que respecta a la distribución de los ingresos generados por el sistema", permitiendo, así, que las economías exportadoras se beneficien indirectamente de los frutos del progreso tecnológico"'. De ese modo, el comercio internacional pasaba a ser, en la concepción neoclásica, palanca y aplanadora a la vez, por su capacidad de elevar el nivel produc-tivo a escala planetaria e instaurar el reino de la igualdad y la justicia entre las naciones. Ni siquie-ra Adam Smith fue tan optimista como esos señores, ya que el autor de La Riqueza de las Nacio-nes, si bien pensaba que el comercio llegaría a ser en el futuro una garantía para la paz universal, tuvo la perspicacia suficiente para reconocer que, por lo menos hasta su tiempo, la fuerza y el pillaje venían cumpliendo importante papel en la formación del mercado mundial.

En suma, fue contra esa división internacional del trabajo que convertía a unos cuantos países en productores y vendedores de manufacturas y a la mayoría en exportadores de alimentos y de materias primas que la CEPAL concentró su poder de fuego (Estudio Económico de América Latina, 1949). Las críticas de Prebisch son por demás conocidas y se pueden sintetizar en los siguientes puntos. La expectativa de que el aumento del índice de productividad provoque la caída de los precios de las manufacturas, favoreciendo, así, a los países compradores, no llega a cumplir-se históricamente. Al contrario, la observación de las tendencias a largo plazo revela que los pre-cios internacionales de las manufacturas se mantienen relativamente estables, mientras que los de las materias primas propenden, comparativamente, a la baja. Ello se debe a que las fuerzas del mercado no son las únicas que determinan los precios; oligopolios y sindicatos en los países cen-trales alteran las reglas del juego; evitando que las ganancias de la productividad se difundan .por igual entre todos los-participantes. El resultado del deterioro de- lostérminos de intercambio es; pues, la transferencia o fuga de recursos de la periferia hacia el centro y, consecuentemente, el -- aumento de las desigualdades.

De acuerdo con el ideario de la Cepal, la superación de ese estado de cosas exigiría la industrialización de los países dependientes a través de múltiples políticas destinadas ora a la defensa de los precios de los productos de exportación, ora a la ampliación del mercado interno por la vía de transformaciones estructurales —reforma agraria, por ejemplo— o a la protección de las manufacturas nacionales y al planeamiento adecuado de las inversiones. El agente capaz de catalizar esos procesos y, por tanto, de promover la superación del subdesarrollo, sería el Estado. Paradójicamente, el talón de Aquiles del pensamiento cepalino lo constituye la falta de una teoría

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Adolfo Gurrieri, La economía política de Raúl Prebisch, en: A. Gurrieri (org.), La obra de Prebisch en la CEPAL. México Folio de Cultura, 1987, v. 1, p. 18-20.

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general que, más allá de los enunciados normativos, conceptualice la naturaleza y el funciona-miento de la dimensión política de ámbito nacional apuntando las articulaciones y contradicciones que puedan existir entre esa esfera y la evolución del capitalismo como sistema mundial. Sea como fuere, el pensamiento de la Cepal tuvo un impacto profundo tanto en el ámbito práctico como teórico. Destacando el papel estratégico del sector exportador para los países en vías de desarrollo, estimuló la investigación empírica y el análisis comparativo de las economías latinoamericanas, lo cual redundó en la acumulación de un bagaje considerable de conocimientos respecto de su diná-mica. Tal vez esa haya sido su herencia más duradera para la historia económica del continente.

LA TEORÍA DEL INTERCAMBIO DESIGUAL Y SUS CRÍTICOS

La teoría del intercambio desigual fue retomada y refortnulada, poco tiempo después, por economistas e historiadores de inspiración marxista Ya hemos dicho que también en este campo dominaba la creencia —transmitida de Marx a Rosa Luxemburgo— de que la expansión del capi-talismo acabaría por desarrollar el conjunto del sistema. En los años sesenta, Samir Amin, Charles Bethelheim, Christian Palloix y, sobre todo, Arghiri Emmanuel (El intercambio desigual, 1969) sustentaron la proposición contraria, vale decir, que el avance del capitalismo provoca el subdesa-rrollo y que cuanto más se expande aquél, mayor es la brecha entre la periferia y las sociedades opulentas. Los países pobres, lejos de industrializarse, agudizan su dependencia del sector prima-rio exportador a medida que alimentan el crecimiento del capitalismo metropolitano. El estudio de los factores que conducen a ese corolario generó interminables polémicas centradas en una cues-tión clave: las formas de extracción y transferencia de excedentes. Al repasar las explicaciones marxistas sobre ese tema, se observa que ellas describen un arco de medio punto: en un extremo están las tesis que afirman que la inserción de las economías exportadoras de materias primas al mercado mundial trajo aparejada una succión constante y ampliada de plusvalía de la periferia hacia el centro y, en el polo opuesto, aquellas que argumentan que la transferencia de excedentes se dio, originalmente, en sentido inverso, es decir, del centro hacia la periferia. Pasemos a conside-rar los pasos que configuran esa inusitada trayectoria en la producción latinoamericana.

Las ideas de Rui Mauro Marini expuestas en Dialéctica de la dependencia (1972) son las que mejor representan la primera postura. La explicación dada por este autor sobre los mecanis-mos de transferencia de plusvalía contempla tanto el nivel de la circulación comercial entre países como el de las relaciones de producción vigentes en el interior de los mismos. El argumento se entreteje con los siguientes razonamientos. En las economías dependientes no todos los factores productivos pasan por el mercado; la supervivencia de modos de producción no capitalistas hace

que los valores de ciertos insumos y, principalmente, de la fuerza de trabajo no tengan traducción monetaria y que, por tanto, no figuren en el cálculo de los costos finales. Como resultado de esa situación, las exportaciones de la periferia contendrían un alto valor real en términos de horas de trabajo y un valor nominal menor en precios de mercado. Veamos, ahora, qué significa todo esto en el momento del intercambio. Considerando que una parte apreciable de los bienes exportados se dirige al consumo de las masas laborales de las metrópolis capitalistas, se concluye que la oferta de artículos baratos proveniente de la periferia contribuye, por un lado, a mantener bajos los costos de reproducción de la fuerza de trabajo en los países centrales y, por otro, a aumentar la cuota de plusvalía relativa de la cual se apropian sus clases capitalistas. La desigualdad en el intercambio se consuma una vez que la periferia recibe, como retomo, artículos manufacturados con precios que expresan una equivalencia bastante próxima entre valor real y precio. Al prolongarse en el tiempo, esa situación refuerza la división internacional del trabajo e inhibe el crecimiento del mercado interno y, por ende, de la industria en los países dependientes. En suma, lo que se afirma es que la sobreexplotación de los trabajadores de las regiones subdesarrolladas permite sustentar los salarios en las sociedades industriales y, al mismo tiempo, incrementar la tasa de ganancia del capitalismo central. Pobreza y estancamiento aquí, riqueza y progreso al otro lado. Tales plantea-mientos, referidos inicialmente al periodo denominado del crecimiento hacia fuera (1880-1920), fueron expandidos por algunos autores hasta abarcar el conjunto de la historia latinoamericana, desde el periodo colonial hasta el presente.

Las críticas dirigidas por Fernando Henrique Cardoso y José Serra a las tesis de Rui Manto Marini tuvieron un efecto particularmente devastador porque revelaron las incongruencias entrela - teoría y la realidad histórica. Estos autores observan que los grandes exportadores de alimentora los mercados centrales fueron precisamente las economías más modernas de la llamada periferia - —Canadá, Australia, Nueva Zelandia, Argentina y Uruguay—, donde las formas precapitalistas de producción tuvieron un peso mucho menor y el trabajo asalariado se hallaba ampliamente difundi-do"'. Por tanto, carecería de sentido afirmar, en relación a esos países, que la fase de crecimiento hacia afuera redundó en la transferencia de valores no remunerados de la periferia al centro a través del comercio. En un sugestivo ensayo, Ernesto Laclau ("Modos de producción, sistemas económicos y población excedente. Aproximación histórica a los casos argentino y chileno", 1969), va más lejos e invierte los términos del debate argumentando que, en los casos argentino y chileno, el intercambio comercial propició la transferencia, hacia aquellas regiones, de excedentes econó-micos producidos en los países industriales. La explicación del portento se basa en la aplicación del concepto de renta diferencial —es decir el valor derivado, no del trabajo ni del capital, sino de

226 E H. Cardoso, op. cit., p. 77-81.

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condiciones naturales o de situaciones extraordinarias como la concentración de ciertos productos en pocas regiones, la fertilidad del suelo, o la existencia de monopolios estatales que bloquean el funcionamiento del mercado. Países exportadores que, como Argentina y Chile, gozaron de algu-nas de esas ventajas en determinados periodos de su historia, consiguieron captar recursos en proporción mayor a la que cabría esperar del esfuerzo productivo entonces realiiado. La renta extraordinaria percibida de semejante manera no sería otra cosa, según Laclau, que "la plusvalía producida por el trabajador extranjero e introducida en el país por la amplitud de la demanda de materias primas del mercado mundial". Con dicha afirmación se completaba un giro de ciento ochenta grados. Algo más tarde, Bernardo Sorj (Modos de producción e imperialismo: modelos alternativos,1985), partiendo del mismo concepto y ampliando el análisis a otros casos, incluyen-do aquellos países del continente en los que el sector exportador estaba el-manos del Estado, llegó a la misma conclusión —la integración de las economías latinoamericanas al mercado mundial en la época imperialista tuvo como punto de partida la existencia de rentas diferenciales favorables a la periferia. O; dicho de otra manera, el intercambio fue, de hecho, desigual pero, inicialmente, funcionó contra los intereses metropolitanos.

Vale la pena resaltar que todos esos autores reconocen que el beneficio para la periferia no fue constante ni duró indefinidamente. Los países consumidores de esas materias primas consi-, guieron resarcirse de las pérdidas iniciales, con creces y a la brevedad posible, a través de mecanis-mos varios como él cobro de royalties e intereses o el control de la infraestructura de transportesy del sector financiero. Por otra parte, el capitalismo central se-las ingenió para neutralizar nar el desequilibrio provócido en el comercio por la acción de la renta diferencial, sea promovien-do substitutos a losproductos, vía tecnología o por el camino; más expedito, de la piratería.-Esto

-explicaría, en parte; por qué regiones catapultadas al noticiario internacional por los altos.precios de la quina, el henequén, la goma, el guano o el salitre, se sumieron de un día a otro sepultadas por el derrumbe de lastetizaciones.

Sea como fuere, el gran mérito de la crítica anterior fue haber sacudido el hábito arraigado de concebir el imperialismo exclusivamente como una fuerza exógena sin raíces en la estructura de clases de los países dependientes. El reconocimiento de la existencia de procesos de acumula-ción durante largos períodos de la historia latinoamericana suscitó nuevas cuestiones, reorientó la investigación y redimensionó la discusión respecto de las razones del atraso. Bajo esa óptica, ya no sería posible colocar todo el peso de la explicación sobre la expoliación promovida por los centros del capitalismo mundial sin tomar en cuenta, al mismo tiempo, el uso que de esos recursos hicie-ron las oligarquías locales y el propio Estado en los períodos de auge. En síntesis esta perspectiva contribuyó a mostrar que la dinámica de las economías periféricas no se agota con la descripción de los ciclos del capitalismo internacional.

MODERNIZACIÓN Y REGÍMENES POLÍTICOS'

Paralelamente a las corrientes apuntadas, otra escuela de pensamiento procuró abordar el estudio de los efectos que produjo la integración de los países latinoamericanos al mercado mun-dial, ampliando el campo de observación de modo de incorporar en el análisis factores de orden social y político. Se trata de la teoría de la modernización cuyos exponentes más representativos en América Latina fueron Gino Germani (Política y sociedad en una época de transición, 1962), José Medina Echevarría (Consideraciones sociológicas sobre el desarrollo económico en América La-tina, 1963), y Torcuato di Tella (Reformismo y Populismo, 1965). Referencia importante fueron los trabajos de la sociología política de origen norteamericano que entonces buscaba explicar el co-lapso de las democracias y la instalación de los regímenes autoritarios o totalitarios en Europa en el periodo de entreguerras. Una vertiente explicativa detectaba las causas del desastre en las trans-formaciones socioeconómicas provocadas por la rápida y tardía industrialización que experimen-taron algunos países del viejo continente. La modernización, definida como un proceso de racionalización y secularización de todas las esferas de la vida social, contemplaría, por un lado, cambios en la estructura normativa, de modo que favorezca la acción deliberada y libre de los individuos, y, por otro, la especialización, diferenciación e institucionalización de las funciones políticas. Subyace en tal análisis un presupuesto de profundas consecuencias: diferenciar la única experiencia de capitalismo nítidamente endógeno —Inglaterra--,- de las otras situaciones en las que se trató de un fenómeno inducido. El primer caso, elevado a la condición de modelo, revelaba que, allí, el proceso- de desestructuración de la sociedad tradicional ..y de formación de un nuevo:` orden fue gradual, demoró siglos. Esa circunstancia habría:facilitado la aparición de un elevado grado de sincronía entre los ritmos de cambio de las esferas económica, demográfica, política y cultural, de tal manera que las presiones desatadas por el proceso de modernización pUdieron ser absorbidas, sin grandes traumas, a través de la expansión gradual de instituciones ya existentes o la creación de otras. En suma, hubo condiciones favorables para que se produjese una estrecha correspondencia entre el grado de movilización social y la capacidad integradora de las organiza-ciones, con resultados positivos para la disminución de las desigualdades entre las clases. Bajo esa óptica, la democracia aparece como corolario de ese estado de equilibrio. En los demás casos, sin embargo, la modernización capitalista debió convertirse necesariamente en una carrera, más o menos intensa, para abreviar el atraso, provocando en su transcurso efectos distintos en la esfera política.

El paradigma se revelaba prometedor para entender la experiencia latinoamericana pesque ofrecía una clave y un parámetro de comparación: la velocidad y el contexto del cambio. Por tanto, el análisis debía tomar en cuenta el hecho de que, aquí, la transición hacia el nuevo ,orden se

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procesó en un tiempo relativamente corto y cuando el desarrollo del capitalismo ya se hallaba en su fase industrial. De ahí se extraían algunas inierencias. La inserción en la órbita de la moderni-dad, bajo esas circunstancias, habría propiciado el brote de hiatos o asincronías que proliferaron rápidamente: niveles de fecundidad típicos de comunidades agrarias conviviendo con índices de mortalidad cada vez más próximos a los de las sociedades modernas; elevadas tasas de urbaniza-ción al lado de bajísimos registros de industrialización; ideologías positivistas o socialistas bre-gando en contextos rurales y de baja proletarización; modernas prácticas de consumo tropezando en caminos de herradura. Sometidas a tantas presiones, las compuertas de la sociedad tradicional comenzarían a hacer aguas expulsando grandes contingentes de población hacia las ciudades. Allí, las demandas de consumo y de participación crecerán a un ritmo mayor al de la capacidad produc-tiva y-organizativa vigentes. En consecuencia, la intensa movilización social al chocarse con bajos índices de integración, dejará a grandes parcelas de la población anómicas y disponibles. El déficit lo saldará el Estado vía asimilación de los sectores populares, a través de mecanismos corporati-vos, y de la promoción de la industria nacional. El corolario político es conocido: por un lado, el fortalecimiento y la ampliación de la tutela estatal sobre el conjunto de la sociedad y, por otro, la configuración de regímenes populistas, más o menos autoritarios aunque, al mismo tiempo, modernizantes. Mientras que en la trayectoria del capitalismo central se observa un largo proceso de acumulación y sedimentación gradual de los derechos —civiles én el siglo XVIII, políticos en el XIX y sociales en el XX, según la secuencia clásica apuntada por T.H. Marshall—, en los países latinoamericanos, la sanción de los mismos ocurrirá simultáneamente, provocando una demanda muy superior a la capacidad de respuesta del aparato político-institucional y de la estructura eco-nóniica, con los consecuentes efectos perversos que se verifican en su implementación. La supera-ción de semejante estado de cosas y el establecimiento de la democracia plena, según esta pers-pectiva, Ilegaríanparipassu a la decadencia de la sociedad tradicional y a la generalización de las relaciones de producción capitalista. Y, .por tanto, cristalizaría antes en los países más desarrolla-dos de la región.

No cabe reiterar aquí las numerosas críticas —justificadas unas, otras menos— que han sido lanzadas intermitentemente contra esta teoría. Me limitaré a realizar dos observaciones. Pri-mero, la hipótesis según la cual los términos modernización, capitalismo y democracia son fenó-menos que se implican causalmente agota sus pruebas en el recurso a la mera descripción de algunas experiencias históricas en que aparecen juntos. Se siente la falta de una discusión más refinada sobre la cuestión central: la naturaleza de los vínculos entre esas tres galaxias conceptua-les, las cuales, sin control ni sentido precisos, se prestan a la formulación de inferencias espurias. Otra cuestión se relaciona con el carácter evolucionista de la interpretación. No me refiero a la frívola acusación de teleologismo que, a fuer de verdad, puede ser endilgada a casi toda la teoría social moderna, sino a las distorsiones que provoca una de sus premisas básicas: la presunción de

que el desarrollo de la sociedad se identifica con la tendencia hacia la especialización de funciones y con el tránsito irreversible de formas institucionales simples a otras cada vez más complejas.

La observación empírica de las llamadas sociedades avanzadas revela que, junto a Jos procesos de diferenciación, despuntan otros de signo contrario; es decir, fenómenos que acentúan la uniformidad u homogeneización. Ese es el caso, por ejemplo, de las estructuras familiares crecientemente simplificadas o de la desaparición gradual de las diferencias entre los papeles femeninos y masculinos"'. En suma, interpretaciones lineales y esencialistas son poco sensibles a la dinámica contradictoria de los procesos sociales y acaban cercenando la realidad para salvar la pose. Sin embargo, creo que vale la pena insistir en que, pese a tales deficiencias, el bagaje con-ceptual de esa corriente dé pensamiento sigue siendo útil para el análisis de los procesos de cam-bio. La advertencia es pertinente, sobre todo ahora que levitamos entre textos post-modernos sin haber entendido aún la modernidad de lá que, queramos o no, hacemos parte.

En la práctica, los pronósticos de que la democracia plena cristalizaría primero en los países más avanzados de América Latina no se materializaron. Fue precisamente en Argentina, Uruguay, Brasil y Chile que, en los años sesenta y setenta, surgieron los gobiernos más violentos y autoritarios del continente, mostrando sin tapujos la indigencia de la teoría. Las corrientes inme-diataménte posteriores, pese a sus diferencias, continuaron trabajando con el presupuesto básico de la sociología de la modernización, esto es, con la idea de que la configuración del régimen político deriva de la naturaleza y ritmos del cambio económico. En esa linea exegética se sitúase esfuerzo de Guillermo O'Donnell (Modernization and Bureaucratic-Authoritarianism, 1973) quieni a través de conceptos tales como "Estado burocrático autoritario" y "profundización de la indus-.. trialización", procuró discernir la dirección de los cambios que se procesaron y conanlidaron,bru-talmente durante las dictaduras militares de aquella época.

Después de permanecer en la penumbra por un par de décadas, la teoría de la modernizar_ ción ha vuelto a la luz sobre la huella de los procesos de la redemocratización en curso. La reflexión sobre las relaciones entre cambio económico y sistema político reaparece ahora centrada en los vínculos entre Mercado, Estado y Democracia. Los estudios en esta línea combinan la tradición clásica de la sociología de la modernización con perspectivas asociadas al individualis- mo metodológico y a las teorías de la acción colectiva en boga. La producción bibliográfica sobre esos temas es abundante en América Latina y por razones de espacio no será posible abordarla en esta oportunidad [Lourdes Sola (org.), Estado, Mercado y Democracia, 1993].

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Una buena discusión sobre el tema se encuentra en: Mauricio Domingues, "Evolueao, Historia e Subjetividade Colativa", Anpocs. Revista Brasileira de Infonnacuo Bibliográfica. Rio deÍaneiro: Relume Dumará, n.42, 1996, p. 7-40.

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LA SOCIOLOGÍA HISTÓRICA Y LAS VÍAS DE TRANSICIÓN

La sociología histórica que cobró impulso con la obra de Barrington Moore (Bases socia-

les de la dictadura y de la democracia, 1966) abrió nuevos caminos para entender el problema relativo a las conexiones existentes entre modernización socio-económica y configuración de re-gímenel políticos. El análisis realizado por Moore atribuye importancia central a la estructura de clases y, dentro de ella, a la actuación de los sectores agrarios en los procesos de transición. La sobrevivencia de los grupos tradicionales —aristocracia y campesinado— redunda en burguesías débiles y, concomitantemente, refuerza el papel del Estado como agente de la modernización y pivote del control social. Al contrario, la destrucción o conversión de las viejas clases agrarias a la economía de mercado abre el camino hacia una modernización sin el lastre de fuerzas conservado- , ras o reaccionarias y reduce las funciones represivas e interventoras del Estado. Uno de los méritos de Moore es haber cuestionado la idea de una forma única de transición y, por ende, el teleologismo implícito en dicho modelo. De hecho, a partir del estudio comparativo y pormenorizado de siete casos, el autor reconoce la existencia de tres vías de pasaje a la modernidad —la revolución libe-ral-burg-uesarla vía prusiana y la revolución comunista— que culminan en regímenes políticos distintos =1a democracia, el autoritarismo y el totalitarismo, respectivamente—. La vía prusiana o junker fué adoptada como paradigma para el análisis de la modernización latinoamericana por muchos estudiosos, entre ellos: Roger Bartra, El poder despótico burgués, Estructura agraria y

clases sociales en México (1974) y Otávio Guilherme Velho, Capitalismo e_ agricultura no Brasil

(1976). Las deficiencias de la obra de Moore son, una vez más, la falta de precisión conceptual en

el uso de térmirios claves —modernización, capitalismo, dictadura, democracia—, y la precaria

formalizaéión de las vías propuestas como paradigmáticas, lo cual amenaza con pulverizar el modelo una vez que la tendencia es a la multiplicación del .número de formas de transición a medida que se estudian nuevos casos. En las últimas décadas, la sociología histórica ha cobrado nuevo aliento a partir de esfuerzos metodológicos que buscan integrar el análisis estructural y los modelos de interacción basados en teorías de cuño individualista (Charles Tilly, Big Structures,

Large Processes, Huge Comparisons, 1984).

DEPENDENCIA SECTOR EXPORTADOR E 1NDUSTRIAUZACIÓN

Al final de la década del sesenta recrudeció el debate sobre la naturaleza de los intercam-bios entre centro y periferia. El agotamiento del proceso de substitución de importaciones parecía dar la razón a qüienes sustentaban la imposibilidad estructural de que la industrialización se pro-fundice en la periferia del sistema capitalista. Fue en ese contexto de crisis que apareció el libro, pionero en muchos sentidos, de Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto (Dependencia y desarrollo en América Latina, 1967) afirmando, desde el título, que dependencia y desarrollo son fenómenos compatibles y que, de hecho, el sorprendente impulso de la industrialización en países como Bra-sil y México, sustentado por la expansión de sus mercados internos y por el traslado de parte de la base productiva de empresas transnacionales, era una prueba palmaria de la viabilidad de esa articulación.

El objetivo principal de los autores era la elaboración de un modelo analítico que permitie-se identificar e integrar las dimensiones estructural y diacrónica de la evolución latinoamericana o, en otras palabras, los mecanismos de reproducción de la dependencia a largo plazo y su trans-formación. La tarea, en consecuencia, exigía la construcción de conceptos a través de los cuales fuese posible diferenciar y condensar, al mismo tieMpo, la variedad de experiencias nacionales en conjuntos o tipos significativos. Dos categorías destinadas a la caracterización del sector exportador se mostraron particularmente útiles por su valor heurístico, me refiero a los conceptos economía de control nacional y economía de enclave, cuya diferenciación se establece a partir del origen de las inversiones, del control, interno o externo, del sector exportador-y. de los efectos de éste en el_ espacio económico circundante.

Las categorías elaboradas por Cardoso y Faletto fueron enriquecidas por esfuerzos que hacía tiempo venían desarrollándose en otras latitudes. Las teorías del bien primario de Harold Innis y de los efectos en cadena de Albert Hirschniann (Estrategias del desanallo económico, 1958) representaron una contribución importante en esa dirección. Para estos autores las variables relativas al capital no son suficientes para explicar el crecimiento económico o su ausencia; sería necesario considerar también otros factores relativos al producto, capaces de catalizar o inhibir el desarrollo. En otras palabras, no es lo mismo producir estaño que café, dado que cada uno de esos bienes acusa una capacidad distinta para promover demandas de insumos destinados a su produc-ción y de abrir posibilidades para la creación o expansión de otras actividades económicas que lo utilizan, sea como materia prima o para otras finalidades. Se trata de los enlaces retrospectivos y prospectivos, de naturaleza fisica o fiscal, que pueden constituir focos de atracción para las inver-siones y estimular, con mayor o menor intensidad, el desarrollo. Del mismo modo, se observa que las características del producto, asociadas a otras variables como el control nacional o extranjero

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del sector exportador, pueden repercutir ampliamente en la esfera política estimulando o inhibiendo la intervención del Estado en la economía de los países en desarrollo.

En resumen, la fertilización provocada por el encuentro de la teoría de la dependencia con las elaboraciones relativas al impacto del bien primario y a los efectos en cadena permitió la formación de un repertorio conceptual de notable eficacia para el análisis comparativo de las economías exportadoras.

FEUDALISMO, CAPITALISMO Y EL TEMA DE LA DEMOCRACIA

Las ideas de Cardoso y Faletto generaron:nuevos debates o reanimaron viejas polémicas, entre estas últimas vale la pena recordar la que giró en torno a la naturaleza feudal o capitalista de las sociedades latinoamericanas. Al volver sobre ese asunto, se tiene la impresión de estar practi-cando arqueología —tal la velocidad de los cambios y de nuestra memoria para olvidarlos—. Pasaré a considerar algunos aspectos implícitos en aquel debate. No me anima la intención de desenterrar fósiles, sino que pienso que la imprecisión conceptual que entonces campeaba conti-núa hasta hoy alimentando equívocos en los estudios sobre transiciones, tema de gran resonancia en la investigación académica reciente.

La idea de que las sociedades latinoameriCanas fueron en esencia capitalistas desde sus orígenes coloniales aparece en estado latente en la obra pionera de Sergio Bagú, Economía de la sociedad colonial, publicada en 1949. Para el historiador argentino, determinar la naturaleza de la economía colonial era mucho más que un tema estrictamente técnico por cuanto involucraba, de hecho, lápropia comprensión del presente. La estructura que establece la conexión entre esos dos tiempos lo constituye precisamente el sistema capitalista, cuya evolución se confunde con la histo-ria substantiva. El mismo principio anima la caracterización de los ciclos exportadores que hace Cato Prado Junior, en su estudio sobre la Historia económica do Brasil (1959) y las tesis expuestas por Luis Vitale contra las ortodoxias del comunismo de su época («América Latina: feudal o capitalista», 1966). Esa tendencia exegética alcanza su punto culminante con las polémicas afir-maciones de André Gunder Frank en Capitalismo y subdesarrollo en Amélica Latino (1969) y El desarrollo del subdesarrollo (1971). Como se sabe, este autor llega a asimilar el conjunto de la historia latinoamericana a la dinámica del capitalismo que habría penetrado, con la conquista, por cada uno de los poros de la realidad socioeconómica del continente, eslabonando desde las más remotas actividades de subsistencia hasta aquellas directamente vinculadas al sector exportador. Así, una única razón, madrugadora e implacable, recoge y ata todas las puntas del enredo a lo largo del tiempo.

Al margen de los prejuicios doctrinarios, evidentes en ciertos autores, la producción historiográfica inspirada en esa perspectiva dejó saldos positivos. Si es verdad que, en algunos casos, desencadenó una búsqueda esquizofrénica de indicios que pudieran dar testimonio del ca-rácter capitalista del sistema colonial —existencia de relaciones salariales, por ejemplo--, no lo es menos que, con frecuencia, alentó el estudio de los ciclos productivos en la minería yen la agricul-tura, revelando sus nexos y la dinámica de su funcionamiento en distintas épocas. Las formas de remuneración de la mano de obra, los circuitos mercantiles, las relaciones campo-ciudad fueron otros tantos temas sobre los cuales se volcó la atención y aumentó considerablemente nuestro conocimiento. -

En sus peores expresiones, esta vertiente de la teoría de la dependencia acusó graves de-fectos, entre los cuales: el énfasis unilateral en las continuidades, la incapacidad de percibir con-trastes entre países y regiones y el menosprecio por los cambios cualitativos que la formación de los Estados independientes introdujo, de hecho, en la condición de dependencia. Al contrario de lo que sucede en la obra de Cardoso y Faletto, donde la soberanía estatal y los sistemas de poder interno se constituyen en instancias mediadoras de la dominación foránea, en la mayoría de los estudios que se asimilan a la corriente dependentista la dimensión política sólo aparece, en acto, como el ejercicio de la violencia pura y, en potencia, como el reino de la pura libertad."

Cabe destacar que los intelectuales involucrados en la polémica relativa al`carácter capita- - lista o feudal de las sociedades latinoamericanas estructuraban sus argumentos partiendo de dos:-' presupuestos que aún corren sueltos. El primero se refiere al hecho de que los términos en cues-tión son concebidos fundamentalmente como sistemas económicos. El segundo se expresa bajo la forma de un silogismo cuya premisa mayor reza que la democracia liberal es el correlato político del sistema capitalista de mercado; la menor, que capitalismo y feudalismo son conceptos antitéticos, y la conclusión, que feudalismo y democracia moderna se excluyen mutuamente. No es dificil concebir la cantidad de juegos para armar que los ideólogos, situados a la diestra o siniestra del espectro político, han engendrado, hasta hoy, combinando tales formulaciones. Doy un ejemplo de cómo se consiguió ensamblar un mismo artefacto bajo distintas etiquetas. Una, con el rótulo de la derecha, afirmaba que la democracia sólo era posible bajo el sistema capitalista de mercado; la otra, con la marca de la izquierda, decía que la democracia liberal no interesa justamente porque incluye el paquete capitalista. Feudalismo, Mercado, democracia y capitalismo...son muchas pa-labras juntas que, si no se las rellena de algunas ideas, hacen mal cuando se las mezcla. Es, pues, de buena culinaria intelectual comenzar aderezando o, mejor, enderezando los conceptos. Veamos lo que se puede hacer con el de feudalismo.

Las definiciones que lo han reducido a referencias fundamentalmente económicas no tie-nen asidero en la realidad histórica. Perry Anderson (Transición de la antigüedad al eudalismo, 1974 y Linajes del Estádo Absolutista, 1979), partiendo de Marx, ha argumentado convincente-

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mente que todos los modos de producción anteriores al capitalismo operaron a través de sanciones extra-económicas, de manera que los vínculos de parentesco, las costumbres, las normas jurídicas y las creencias religiosas constituían, junto con las formas de la vida material, un todo orgánico e indisociable. Desde ese punto de vista el feudalismo aparece, sobre todo, como una estructura de relaciones contractuales recíprocas y jerárquicas que patentizan el fenómeno esencial: Ia parcela-ción, de la soberanía o la división del poder, si bien que entre pocos. Tras la huella de esa consta-tación el establecimiento de vínculos entre feudalismo y la democracia moderna se hace posible. Puesto que si, por un lado, ésta implica extensión de la participación política a través de la univer-salización del voto, por otro, es también poliarguía, en la acepción que Robert Dahl le confiere a esta palabra, es decir, poder distribuido. Al contrario de la idea monocrática que, como señalan Noiberto Bol bio y Giovanni Sartori, engendra la tiranía o el totalitarlsino al estimular la concen-tración

del poder, sea en manos de una persona o de una asamblea popular, el ideal democrático de

los tiempos modernos apunta hacia la descentralización de la soberanía —si la promesa fue cum-plida o si lo será algún día es otra cuestión--. En todo caso, el feudalismo, bajo esa nueva luz, puede no ser la madre del cordero pero es plausible que haya contribuido genéticamente a la configuración de algunas de sus más importantes características. Al menos así lo creen muchos autores que, como _Claudio Veliz (La tradición centralista de América Latina, 1980), consideran que el autoritarismo vigente en la cultura y las instituciones de América Latina se explica por la falta de una fase feUdal en su historia puntuada de ausencias ,-,ética protestante, tolerancia religio-sa, revolución industrial y científica, son„otros tantos- lapsos,que, supuestamente,. fortalecieron 1.7. tradición centralista, jerárquica y corporativa, del continente.

Pero, cuidado, aquí se esconde una trampa.:E1 hecho de-que la bicicleta haya sido_inventa- -da en Europa no impide que se desplace bien en las calles de Cochabamba..Una cosa-es preguntar :::

se por las causas de un fenómeno enclógeno y otra, muy distinta, indagar sobre las condiciones que inhiben o favoreceii-su difusión en otros contextos sociales. Nada impide que elementos que se revelaron funcionales al parto de un proceso —Ia ética protestante en relación al capitalismo, por ejemplo— llegue% más tarde, a constituirse en obstáculos para su avance o se vuelvan inocuos y, viceversa, elementos que anteriormente representaron un óbice a la asimilación de una idea o experiencia —la tradición organicista en relación a la democracia, por ejemplo—contribuyan, en otro momento, a su arraigo y desarrollo. Es la vieja lección del evolucionismo: el factor que en un determinado contexto se muestra negativo, puede resultar siendo una ventaja comparativa en otra coyuntura. Esa posibilidad nos exhorta a considerar la idea, sugerida por la teoría del caos, de que

hechos fortuitos "detalles" pueden, en ciertas condiciones, producir portentosos e imprevisibles cambios en un sistema dado"K. Así, quién sabe, conseguiríamos evitar determinismos ingenuos y también elaborar hipótesis más creativas y plausibles en el proceso de explicar los fenómenos históricos.

Paso a examinar, ahora, la afirmación, de curso corriente en nuestros días, de que capita-lismo y economía de mercado son términos intercambiables. Veremos que tales conceptos, aunque se relacionan y entrelazan, no se confunden entre sí y que todo esto tiene consecuencias inmedia-tas sobre el tema de la democracia.

EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO: MERCADO Y DEMOCRACIA

Actualmente, el debate relativo a las filiaciones entre capitalismo y economía de mer-cado se halla dominado por la ciencia política y por la economía y su efervescencia coincide, en el ámbito teórico, con la hegemonía del individualismobetodológico, adoptado por auto-res vinculados sea al marxismo analítico o a lá tradición liberal y, en el plano histórico, con el - impacto de la llamada tercera onda que ha colocado el problema de la transición a lá demo-cracia en el centro de las reflexiones. Economistas y poIitólogos; noobstante-el rigor concep, tual que deinuestran en sus elucubraciones sobre el tema; 'han prestado poca-atención- a los resultados de las investigaciones que historiadores y. sociólogos vienen realizando-hace-algún - tiempo. El problema consiste en que los descubrimientos derestos últimos-no siempre caben en las forniuIaciones abstractas de los primeros. Es sobre ese diálogo de sordos y sus efectos perversos que discurre lo que sigue.

¿Qué se entiende por economía de mercado y por capitalismo El concepto moderno de mercado surge con Adam Smith y se eleva a la condición de modeló formalizado durante los siglos XIX y XX gracias a la labor desarrollada, entre otros, por Leo Walras, Vilfredo Pareto, Kenneth Arrow y Georges Debreu. Su estructura es sencilla: los individuos saben que tienen necesidades y recursos y, sobre esa base, producen e intercambian libremente bienes y servicios. Al hacerlo, las decisiones que se toman aisladamente redundan en una asignación y utilización óptima de los

u' Una reflexión creativa e interesante sobre ese tema en: Bernardo Sorj, "Evolucao, Natureza Humana e Teoria Social", Série Estudos Ciéncias Sociais. UFRJ, n.2, 1994.

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recursos; mucho más racional que la que se alcanzaría a través de cualquier mecanismo de deci-sión centralizadam . Y es precisamente en la distribución espontánea y eficaz de los factores macroeconómicos que estriba el prodigio del mercado: el reparto de la renta, las pautas de inver-sión y el crecimiento se realizan, "naturalmente", como subproductos de las acciones realizadas por personas que sólo aspiran a alcanzar sus fines particulares. Así, cada cual siguiendo su propio faro e interés trabaja, sin proponérselo, para el bienestar colectivo: es la mano oculta de Smith organizando la cooperación universal. Curiosamente, el mismo punto de partida había llevado a Hobbes, en el siglo XVII, a una conclusión diametralmente opuesta: esto es, a la guerra de todos contra todos. Individuos egocéntricos y racionales que pretenden realizar sus intereses entran en conflicto con otros que desean lo mismo, dando origen a la violencia característica del estado de naturaleza. Sólo un acto político, el contrato social que genera el poder común, consigue instaurar la paz.

Los presupuestos hobbeseanos se han constituido más o menos recientemente en el funda-mento de teorías que, al contrario de las explicaciones estructuralistas de otros tiempos, conside-ran que todo y cualquier fenómeno social debe ser concebido y analizado como el resultado de la agregación de acciones individuales. Aquí me interesa señalar que tal perspectiva, pese al indivi-dualismo que la informa, no se aviene con la idea de mercado anteriormente expuesta. En otras palabras, el fundamento lógico de Hobbes es incompatible con la noción de mercado auto-regula-do de Smith. La razón es simple: los intercambios que los individuos llevan a cabo en el mercado sólo son posibles por la existencia previa de una autoridad —el poder político— que garantiza la lisura de lai transacciones y castiga a los transgresores. Además, la cadena de intercambios no es un hecho natural sino que necesita sustentarse en redes sociales y valores culturales, vale decir, en todo aquello que Durkheim ha llamado «elementos no-contractuales del contrato»"°. Tales ele-mentos le confieren al mercado resonancias milenarias audibles hasta en las modernas catedrales de hoy, los shopping centers.

Pasemos a considerar, brevemente, los principales argumentos de la crítica dirigida a la idea de mercado auto-regulado puesta en boga por las corrientes neo-utilitaristas. La dinámica del mercado no siempre asegura el aprovechamiento óptimo de los recursos, sino que puede conducir a situaciones de patente irracionalidad como, por ejemplo, que se eche al mar el café excedente o se lo queme para frenar los derrumbes de su cotización. Se sabe, por otra parte, que tras el biombo de los precios, que deberían funcionar como semáforos idóneos señalando donde están las mejores

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Una síntesis instructiva, se encuentra en: Adam Przeworski, "A falacia neoliberal", Lua Nova, (1993), p. 209-225. 230 Sobre esta cuestión, puede consultarse: Peter Evans, "The State as Problem and Solution: Predation, Embedded

Autonomy and Structural Change", In: Sigilan Haggard &Peter Robert Kaufman (orgs.), The Politics of Economic Adjustment. Princeton, 1992, p. 139-181.

oportunidades, conspiran, de hecho, los monopolios cuyo poder sólo puede ser atenuado o desba-ratado por la autoridad política. Tampoco es novedad el hecho, mil veces testimoniado, de que el Estado carga el fardo de las crisis cada vez que los mercados sufren colapsos de mayor gravedad. Por último, la competición qúe éste promueve será siempre una contienda injusta y de resultados previsibles ya que la propiedad y los recursos se encuentran distribuidos desigualmente entre los participantes mucho antes de que comience el juego."' Por tanto, sin la intervención estatal que corrija tales distorsiones, la dinámica del mercado no hará otra cosa que reproducir y ampliar la brecha entre pobres y ricos.

Con tales credenciales; resulta dificil atribuirle al mercado el papel de heraldo de la demo-- cracia —sobre todo si se considera que ésta abriga el ideal de la igualdad como una de sus más caras promesas—. Amigué, P'Or otro lado, tampoco está claro que todas las consecuencias apunta-das sean necesariamente provocadas por su funcionamiento. Es probable que, como veremos lue-go, algunos fenómenos deriven de la dinámica general del capitalismo y no de la economía de mercado stricto sensu. Además, no deja de ser convincente el argumento de que, en la medida en que valoriza las preferencias individuales y la elección libre y 'socava los privilegios basados en características adscritas o en el status, el mercado favorece a la afirmación individual y fortalece, al mismo tiempo, el principio igualitario.'"

Resumiendo, si bien los vínculos causales aún exigen demostración,las formulaciones realizadas sirven al menos para curarnos de la inclinación a considerar EStadó- y Mercado corrió realidades autosuficientes o, peor aun, a estigmatizar uno de los términoipara ensalzar las virta-des de su opuesto. Resulta clara también la necesidad de diferenciar los conceptos economía de -- mercado y capitalismo. La tarea es urgente puesto que los atributos o defectoS de uno pueden fácilmente ser imputados a la dinámica del otro y, a partir de ahí, servir para distintos usos según-se quiera defender o atacar un determinado proyecto ideológico. Los interesados en lo primero dirán que el capitalismo, por ser consubstancial a la economía de mercado, está en la base de los regímenes democrático-s. LoS otros 'afirmarán que la «verdadera democracia» es antagónica al capitalismo expoliador y, por ende, a la economía de mercado que lo sustenta. Ambos consideran la economía de mercado como sinónimo de capitalismo. Y es aquí, precisamente, donde historia-dores y sociólogos pueden contribuir a despejar algunos equívocos.

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Véase, por ejemplo, A. Przeworski, A falácia neoliberal, op.cit., y Robert Dahl, "Porque mercados livres Lío bastam", Lua Nova, (1993), n. 28-29, p. 227-235.

232 Véase, por ejemplo, el excelente ensayo de Fábio Wanderley Reis, Cidadania, mercado e sociedade civil, en: Antonio Mitre (org.), Ensaios de Teoria efilosofia política em homenagem ao Professor Carlos Eduardo Baesse. Belo Horizonte: OM.E10, 1994, p. 117-139.

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EL ARDID DEL CAPITAL: ESTADO, MERCADO Y MONOPOLIOS

En La dinámica del capitalismo, libro publicado en 1977, es decir doce años antes de la caída del muro de Berlín y a catorce del colapso de la Unión Soviética, Braudel se lamentaba por la poca disposición que demostraban los hombres de su tiempo para distinguir entre capitalismo y economía de mercado. La queja de quien había dedicado gran parte de su vida a desenmarañar los hilos .de esos dos fenómenos y la constatación de que, hasta hoy, continuamos confundiéndolos, son una prueba de lo poco que ha repercutido la voz del historiador en los claustros y en las calles. No hay duda que capitalismo y economía de mercado vienen marchando juntos desde el ocaso de la Edad Media y que es, precisamente, esa simultaneidad o sincronismo que ha llevado a asociados. El problema surge cuando se los considera fenómenos coexistentes que se mueven armoniosa-mente en la misma dirección y bajo la voz de mando de los mismos intereses. Veamos lo que descubrieron Braudel y Arrighi al seguirles los pasos.

Bajo el espectro de la larga duración, el capitalismo se revela como una de las tres capas que configuran, con grados de extensión y densidad variables, el moderno sistema mundial. El primer estrato, de existencia milenaria, estaría ocupado por la economía de subsistencia que, a partir del siglo XVI-, va perdiendo espacio, aunque sin nunca dejar de ser significativo. La faja intermedia, que avanza sobre el primer nivel hasta generalizarse en el siglo XIX, sería constituida por los intercambios mercantiles periódicos que se sujetan al principio de la competencia .y a la fiscalización por parte de la autoridad política —tal el ámbito de la economía de mercado propia- mente dicha—. El tercer piso, es el reino de los monopolios que operan lejos`del escrutinio público y de las vicisitudes de la competencia. En realidad, se trata de'un contra-mercado, suerte de penthouse o parque de los dinosaurios donde habitan las grandes fortunas levantadas a partir de la-explota-ción de los niveles inferiores. Es esa dinámica de acumulación predatoria, desarrollada a espaldas del mercado, que loiautores denominan capitalismo. Su reproducciónha contado invariablemente con los favores del Estado a quien le atan afinidades electivas y amargos rencores, como sucede en todas las relaciones que duran demasiado. Entre las causas de las desavenencias cabe destacar el hecho de que el Estado moderno arraiga y despliega su soberanía necesariamente sobre un territo-rio delimitado, mientras que el gran capital ostenta amplia movilidad y libertad de maniobra —el quid de sus repetidas conquistas.

Las alianzas de las grandes fortunas con los núcleos del poder político internacional duran lo que duran las fases de acumulación: siglos. A cada ciclo sistémico la hegemonía pasa hacia un nuevo Estado. Immanuel Wallerstein ha reconocido algunas constantes en esa carrera de postas del moderno sistema mundial. En las transiciones despuntan dos candidatos que aspiran a ser poten-cia, uno tiene mayor fuerza en los mares y el otro en tierra. El detentador del poder marítimo vence

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invariablemente a su contendor con la ayuda del imperio moribundo que se desplaza al fondo del ( escenario. Aparentemente, así fue desde el ascenso de Holanda en el siglo XVI hasta el de los Estados Unidos en el XX.

Los esfuerzos teóricos que han identificado el capitalismo con una de sus recurrentes E encamaciones —considerándolo ora un sistema de circulación; ora una estructura industrial o ( financiera— han fracasado estrepitosamente. Su lógica instrumental no permite aprisionarlo en esferas de actividad o formas de acumulación exclusivas; en su largo recorrido ha ostentado, en palabras de Braudel, gran «flexibilidad» y «eclecticismo», tanto para saltar, según lo aconsejen las ( circunstancias, de la producción al comercio o a la banca, como para extraer recursos de formas asalariadas, esclavistas o serviles en cualquier tiempo y lugar. El Fausto de Goethe es la mejor traducción de su espíritu.

Mal se dieron también las explicaciones que sustentaron algún tipo de afinidad estructural ( entre capitalismo y régimen político. La longevidad del sistema muestra que el último piso se benefició de autoritarismos, democracias y otras formas de gobierno y que allí todo clima le supo a eterna primavera. Tampoco acertaron las exégesis que, extremando la orientación teleológica, percibieron la marcha del capitalismo como una escalada de colapsos en que cada crisis sería un peldaño menos en el camino hacia su autodestrucción. En verdad, del análisis de su trayectoria histórica se pueden inferir pocas regularidades en su marcha. La más notable se refiere a la expansión ( financiera que precede el ingreso a un nuevo ciclo de acumulación. El fenómeno ocurre, según:.( Arrighi (The Long Twentieth Centur y, 1994), cuando ni el comercio ni la industria atienden el r objetivo de incrementar el flujo monetario al que están acostumbrados los grandes capitalistas. \- Entonces, los dueños del dinero que poco antes imploraban a los gobiernos del tercer mundo para E que tomasen prestado el capital circulante disponible en el mercado internacional, ahora lo reclaman, ( incrementado por las altas tasas de interés, Mientras los F,stadds de la periferia compiten'entre sí por las sobras, y la recesión se abate sobre sus economías eternamente en vías de desarrollo.

LA ACTUALIDAD DEL TEMA (

Para concluir, me referiré a algunos códigos que pueden extraerse de las obras de Braudel y Arrighi para interpretar nuestro tiempo. Primero, no hay ninguna razón para afirmar, como muchos pregonan, que estamos presenciando la hegemonía del mercado. Al contrario, hoy como ayer, el capitalismo continúa funcionando a base del artificio que siempre fue su razón de ser. la obtención y el control de monopolios con la ayuda del Estado, que parece decirles a los de abajo: «¡para mis amigos, los grandes conglomerados, la garantía de la exclusividad en los negocios,

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para los demás... la competencia y las incertidumbres del mercado!». Por tanto, yerra el blanco quien, deseando acertar al capitalismo, descarga toda su artillería contra la economía de mercado. En realidad, el ensanchamiento de ésta puede facilitar el crecimiento de las megacorporaciones, aumentando sus alternativas para superar las crisis de acumulación, ora a través de la globalización y socialización de las pérdidas, ora concentrando y privatizando los lucros.

Del mismo modo, las afinidades de la economía de mercado con la democracia —nexo polémico pero en todo caso argumentable— no pueden ser transferidas por extensión al capitalis-mo. Que la democracia conviva hoy sin mayores traumas con este sistema es síntoma de que su contenido se ha ido reduciendo, cada vez más, a la dimensión político-electoral en detrimento de otros rasgos que fueron esenciales en su moderna concepción. Por otro lado, mercado y capitalis-mo y las realidades que articulan, aunque importantes, no responden siquiera por el conjunto de la vida económica. Por ello, no debemos atribuirles la razón de ser de todo cuanto existe y sufre bajo el sol.

Los diagnósticos que consideran que el proceso de globalización de la economía promue-ve el debilitamiento inexorable de los Estados son discutibles. Las tensiones entre la tendencia internacionalista del capital y la gravitación territorial de los Estados han sido una constante a lo largo de la era moderna. En otras palabras, no se trata de una contradicción insuperable y, menos aún, de una novedad. Desde su nacimiento el Estado moderno fue instrumental en la evolución del capitalismo, formando y organizando los mercados nacionales, eliminando barreras a la circula-ción de las mercaderías e integrando las regiones, disciplinando la fuerza de trabajo, protegiendo el comercio interno y propiciando condiciones favorables para la inversión. Es verdad que ciertos elementos que configuraron, hasta hace poco, la identidad de los Estados —poder mayestático, industrialización, nacionalismo— están perdiendo aliento frente a los procesos de globalización en marcha. Pero esto no quiere decir que la autoridad política haya dejado de cumplir sus viejas tareas, entre las cuales, viabilizar el futuro de las grandes fortunas y, de esa manera, el suyo propio. ¿Cómo negar hoy el fortalecimiento de la capacidad gestora de los Estados en todo lo que concier-ne a la apertura de nuevos espacios mercantiles y de inversión y, simultáneamente, el debilitamien-to de su función integradora en casi todo lo que atañe a la esfera social? Y, sin embargo, no se debe perder de vista que el Estado y el gran capital, si bien se interpenetran y colaboran, no persiguen los mismos fines ni se organizan por la misma lógica y que, por tanto, continuarán siendo en el futuro los principales protagonistas de desavenencias y reconciliaciones más o menos escandalo-sas. O dicho de otro modo, el Estado seguirá siendo el factor estratégico tanto para la preservación del capitalismo como para su eventual transformación. En todo caso, permanece en pie el hecho de que el sistema mundial es un sistema de Estados donde prevalece el poder económico aliado a la fuerza militar y que fronteras, jerarquías y desequilibrios no sólo subsisten sino que se ahondan

bajo el discurso de la globalización selectiva. Así, pues, en el plano de las relaciones internaciona-les vivimos todavía sin contrato social, expuestos a las vicisitudes del estado de naturaleza.

Por último, la crisis o eventual decadencia del centro hegemónico del sistema mundial no representa el final del capitalismo. Los estudios que han pronosticado su ocaso inminente por algún cambio en el equilibrio de fuerzas o por el despuntar de un nuevo tigre económico no han demorado en cubrir de vergüenza a sus autores. En realidad, la capacidad predictiva se ha revelado esquiva en todos los campos de las ciencias sociales donde las explicaciones convincentes son siemprepost factum.Y como después del hecho huelga el consejo, el historiador avisado no arries-ga profecías. Para tales menesteres, mejor recurrir a Nostradamus.

EPÍLOGO

Si tuviera que apuntar una limitación común a las corrientes historiográficas latinoameri-canas consideradas anteriormente, ésta sería la ausencia de una perspectiva capaz de integrar en el análisis la dinámica de largo plazo del capitalismo como sistema mundial. Evidencias parciales referidas unas veces a las circunstancias de su nacimiento, otras al comercio o a la producción o, finalmente, a los ciclos y características de la inversión extranjera se elevan, injustificadamente,. a la categoría de elementos esenciales de su definición y se alternan como mecanismos decisivolde su funcionamiento. Los autores que convirtieron uno de esos aspectos en la matriz de sus explica ciones han simplificado una realidad compleja, ora subestimando la versatilidad del sistema :ora exagerando el papel de los países dependientes en los procesos de acumulación. Otra deficiencia se refiere a la poca sensibilidad demostrada en relación a la dimensión política. Esto se debió, en - parte, al peso apabullante del estructuralismo que, en algunas de sus expresiones, derivó en una visión empobrecida de la política, reputada como el reino de la anarquía o en la subordinación a la lógica de la explicación económica. De hecho, la crítica realizada por la escuela de Annales a la llamada historia événementielle alentó una profunda desconfianza por la historia política, donde típicamente se materializaba aquella orientación. En vez de promover su reforma, se acabó por estigmatizarla, creando un vacío muy sentido hasta nuestros días. Actualmente, contamos con buenos estudios de historia económica, mientras que los trabajos de buena historia política son realmente pocos.

No hay duda que el viejo cuadro de referencias conceptuales ha quedado, en muchos sentidos, obsoleto, así como debería estarlo también la cáfila de antiguos prejuicios, pero el reper-torio de problemas subsiste. Cambiaron las consignas y se canjearon algunas palabras; a los térmi-

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nos imperialismo, dependencia o desarrollo se han sobrepuesto otras voces como globalización, integración y libre comercio. Sin embargo, más allá de esos cambios de piel, que en verdad ocu-rren periódicamente, seguimos tratando de entender la marcha del capitalismo y del sistema de Estados y, de forma general, las relaciones entre política y economía en el mundo moderno. Pero lamentablemente, nuestros conceptos, anclados en los paradigmas del siglo XIX; se han quedado cortos para dicha tarea. Por eso, la renovación teórica representa el mayor desafio que la historiografía deberá enfrentar en el futuro. Vale la pena recordarlo, pues no vaya a ser que, con tanta prisa por seguir la moda, pase uno la vergüenza de ponerse las medias sin haberse quitado antes los zapatos.

INDICE

PREFACIO 7

1. HISTORIA: MEMORIA Y OLVIDO 9

II. LA NOCIÓN DE IDENTIDAD EN LA TRADICIÓN RACIONALISTA

Y EL TEMA DE LA MODERNIDAD 25

III. LA PARÁBOLA DEL ESPEJO: IDEN I IDAD Y MODERNIDAD EN a FACUNDO

DE DOMINGO F. SARMIENTO 33

IV. BASES ONTOLÓGICAS DE LA HISTORIOGRAFÍA CIENTÍFICA:

ENCUENTROS Y DESENCUENTROS ENTRE LA HISTORIA Y LA FILOSOFÍA 59 (

V. EDMUNDO O'GORMAN: LA INVENCIÓN DE UNA IDEA 77 (

VI. FENÓMENOS DE MASA EN LA SOCIEDAD OLIGÁRQUICA: El. DESPUNTAR

DE LA MODERNIDAD EN EL ARIEL DE RODÓ 85

VII. ALCIDES ARGUEDAS Y LA CONCIENCIA NACIONAL 10

VIII. ECONOMÍA Y POLÍTICA EN LA HISTORIOGRAFÍA LATINOAMERICANA

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