Antologia 3 f1

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Esc. Sec. Gral: Ricardo Flores Magón Antología Cuentos de Terror Autores: Mónica Milagros Adame Muñoz Diego Osvaldo Aguilera Morales Alyn Abdo Arellano Jaret Alejandro Alvares Barrientos Alejandro Valenzuela Zavala Emily García Linares Ariadna García Vidaña Sergio García Ramírez Cd. Lerdo DGO. 21 de Noviembre de 2017

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Esc. Sec. Gral: Ricardo Flores Magón

Antología Cuentos de Terror

Autores: Mónica Milagros Adame Muñoz

Diego Osvaldo Aguilera Morales

Alyn Abdo Arellano

Jaret Alejandro Alvares Barrientos

Alejandro Valenzuela Zavala

Emily García Linares

Ariadna García Vidaña

Sergio García Ramírez

Cd. Lerdo DGO. 21 de Noviembre de 2017

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Dedicatoria: Esta antología se la dedicamos a todos nuestros

compañeros y maestros para que se conviertan en

personas sabias, y se adientren en el mundo del

saber.

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Indice: 1-Prologo

2-La imagen de la muerte

3- Jonathan y las brujas

4-La cosa en el fondo del pozo

5-Coco

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Prologo: En esta antología conoceras distintos cuentos de terror

muy buenos, realizados por Stephen King, esta

antología se basa en este autor ya que es uno de los

autores que está

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La Imagen de la muerte

Lo trasladamos el año pasado, y fue de lo más complicado —explicó Carlin mientras subían la escalera—. Además tuvimos que hacerlo a mano. No había otra forma. Lo aseguramos de accidentes en Lloyd’s antes incluso de sacarlo de su caja, en el salón. Fue la única compañía que quiso asegurarlo por la cantidad que habíamos previsto.

Spangler no dijo nada. El hombre era un imbécil. Jonson Spangler hacía tiempo que había aprendido que la única forma de tratar con un imbécil era ignorarle.

—Lo aseguramos por un cuarto de millón de dólares —terminó Carlin cuando llegaban al rellano del segundo piso—. Y nos costó un buen pico. —Era un hombrecillo regordete, con gafas sin montura y una calva morena que brillaba como una pelota de voleo barnizada. Una armadura, que guardaba la oscuridad de caoba del corredor del segundo piso, les contempló impasible.

Era un corredor largo, y Spangler miró las paredes, y lo que estaba colgado en ellas, con frío ojo profesional. Samuel Glaggert había comprado mucho, pero no había comprado bien. Como muchos de los grandes industriales, que se habían hecho a sí mismos en el pasado 1800, había resultado poco más que un amo de casa de empeños disfrazado de coleccionista, un experto en pinturas monstruosas, novelas y colecciones de poesías sin valor encuadernadas en cuero valioso, y atroces esculturas, todo ello considerado por él como arte.

En aquel piso las paredes estaban recubiertas, mejor dicho festoneadas, de tapices marroquíes de imitación, innumerables (y sin duda anónimas) maddonas sosteniendo innumerables niños nimbados, mientras innumerables ángeles revoloteaban de un lado a otro en el fondo, grotescos candelabros repletos de volutas, y una lámpara monstruosa, cursimente ornamentada y rematada por una ninfa sonriente y salaz.

Naturalmente, el viejo pirata había conseguido algunas piezas interesantes; la ley de las probabilidades lo requiere así. Y si el Museo Particular en Memoria de Samuel Claggert (<<visitas acompañadas cada hora, 1 dólar los adultos, 50 centavos los niños>>... ridículo) contenía un

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98 por ciento de flagrante basura, el 2 por ciento restante, cosas como el rifle Coombs colgado sobre la chimenea de la cocina, la curiosa y pequeña cámara oscura en el salón, y por supuesto el...

—El espejo Delver fue retirado de la planta baja después de un desgraciado... incidente —informó bruscamente Carlin, motivado aparentemente por un horrendo retrato colgado en el rellano del siguiente tramo de escaleras—. Hubo otros... (palabras agresivas, declaraciones ofensivas), pero ése fue un intento deliberado de destruir realmente el espejo. La mujer, una tal Sandra Bates, llegó con una piedra en el bolsillo. Afortunadamente tenía mala puntería y sólo estropeó una esquina del marco. El espejo no sufrió daños. Esa Bates tenía un hermano...

—No necesito que me recite el recorrido de a dólar —le cortó Spangler—. Conozco bien la historia del espejo Delver.

—Fascinante, ¿no le parece? —Carlin le dirigió una extraña mirada de soslayo—. Tenemos a la duquesa inglesa de 1709, y el comerciante de alfombras de Pensilvania en 1746, por no hablar de...

—Conozco la historia —repitió Spangler sin inmutarse—. Lo que a mí me interesa es el trabajo. Y luego, naturalmente, la autenticidad...

—¡Autenticidad! —exclamó Carlin con una seca risita que sonó como si se hubieran sacudido huesos en la alacena—. Todo ha sido examinado por expertos, señor Spangler.

—Claro, también lo fue el Stradivarius de Lemlier.

—Cierto —suspiró Carlin—. Pero ningún Stradivarius tuvo jamás la... jamás causó tantos incidentes como el espejo Delver.

—En efecto —dijo Spangler con su dulce voz despectiva. Comprendía que no había forma de cerrarle el pico a Carlin; tenía una mente perfectamente acorde con su edad—. En efecto.

Subieron al tercer y cuarto piso. Al acercarse a la parte alta de la vieja estructura, notaron un calor agobiante en las oscuras galerías superiores. Con el calor, se notó un olor que Spangler conocía bien porque había pasado toda su vida de adulto envuelto en él... un olor a moscas muertas en oscuros rincones, humedad, y carcoma detrás del yeso. El olor a

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vejez. Era un olor común en museos y mausoleos. Imaginó que ese mismo olor podía salir de la tumba de una joven virginal que llevara cuarenta años muerta.

Allí arriba, las reliquias estaban amontonadas de cualquier modo, con la profusión típica de las almonedas. Carlin lo condujo por un laberinto de estatuas, retratos con marcos partidos, pajareras doradas y pomposas, piezas de una antigua bicicleta-tándem. Le guió hasta el fondo, a una pared a la que se había adosado una escalera debajo de una trampilla en el techo. De la escotilla pendía un viejo candado polvoriento.

A la izquierda, una imitación de Adonis les contemplaba con sus ojos sin pupilas. Uno de sus brazos se tendía y de la muñeca colgaba un letrero donde se leía: ABSOLUTAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA.

Carlin sacó un llavero de su chaqueta, eligió una llave y subió por la escalera de mano. Se detuvo en el tercer peldaño con la calva brillando levemente en la sombra:

—No me gusta el espejo —dijo—. Nunca me gustó. Me da miedo mirarlo. Temo mirar algún día y ver... lo que los demás vieron.

—No vieron otra cosa que su imagen —aclaró Spangler.

Carlin masculló algo, movió la cabeza y tanteó en el techo, torciendo el cuello para meter la llave en el candado.

—Habría que cambiarlo —dijo—. Es... ¡Maldición!

El candado se abrió de pronto y se soltó de las anillas. Carlin hizo un gesto brusco para recuperarlo y casi cayó de la escalera. Spangler lo sujetó oportunamente y miró hacia arriba. Carlin se agachaba tembloroso al último peldaño, pálido en la oscura penumbra.

—Está nervioso, ¿verdad? —preguntó Spangler.

Carlin no contestó. Parecía paralizado.

—Baje, por favor —dijo Spangler—. Baje, antes de que se caiga.

Carlin lo hizo despacio, agarrándose a cada peldaño como un hombre suspendido sobre un abismo. Cuando sus pies tocaron el suelo empezó a temblar, como si el suelo transmitiera alguna clase de corriente.

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—Un cuarto de millón —repitió—. Un cuarto de millón de dólares de seguro para sacar... esa cosa de la planta baja y subirla aquí. Esa maldita cosa. Tuvieron que montar una polea especial para subirla al desván. Y yo tenía la esperanza, casi recé, de que las manos de alguien estuvieran resbaladizas, que el cable no sería lo bastante resistente, que esa cosa se caería y se rompería en mil pedazos...

—Hechos —dijo Sprangler—. Hechos, Carlin. Déjese de historias truculentas o películas de miedo serie B. Hechos. Primero: John Delver era un artesano inglés de ascendencia normanda que fabricó espejos durante el período isabelino en Inglaterra. Vivió y murió normalmente. Nada de palabras mágicas en el suelo que tuviera que limpiar el ama de llaves, nada de documentos con olor a azufre, o manchas de sangre junto a la firma.

Segundo: sus espejos son joyas de coleccionista debido principalmente a su trabajo perfecto y a que empleó un tipo de cristal de aumento levemente distorsionante, algo que los distinguía de los demás. Tercero: por lo que sabemos sólo existen cinco espejos Delver; dos de ellos en América. No tienen precio. Cuarto: este Delver, y el que fue destruido durante el bombardeo de Londres, se han ganado cierta reputación dudosa debida sobre todo a exageraciones y coincidencias...

—Quinto —añadió Carlin—: es usted un cabrón, ¿verdad?

Spangler contemplo con una mueca al ciego Adonis.

—Yo acompañaba al grupo del que formaba parte el hermano de Sandra Bates —prosiguió Carlin—. Tenía unos quince años y formaba parte de un grupo de estudiantes de instituto. Yo estaba contándoles la historia del espejo y había llegado a la parte que usted apreciaría (la hermosa factura, la perfección del cristal), cuando el muchacho levantó la mano. ¿<<Y qué me dice de esa mancha negra que hay en el ángulo superior izquierdo?>>, preguntó.

<<Parece una tara.>> Y uno de sus amigos le preguntó a qué se refería, así que el chico Bates empezó a explicárselo pero calló de pronto. Miró el espejo fijamente, acercándose al cordón de terciopelo rojo que lo protegía, luego miró hacia atrás, como si lo que había visto fuera el reflejo de alguien..., de alguien vestido de negro, de pie detrás de él. <<Parecía un hombre>> dijo. <<Pero no le pude ver la cara. Ya no está.>> Y no dijo más.

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—Siga —pidió Spangler—. Se relame por decirme que era la Muerte... creo que esto es lo que se dice, ¿verdad? Que algunas personas ven la imagen de la muerte en el espejo. Venga, suéltelo de una vez. ¡Al National Enquirer le encantará la historia! Cuénteme las horrorosas consecuencias y desafíeme a que pueda explicarlo. ¿Qué pasó, le atropelló un coche? ¿Se tiró por una ventana? ¿O qué?

Carlin rió con tristeza.

—Debería saberlo mejor, Spangler. ¿No me ha dicho por dos veces que usted es... que está perfectamente al corriente de la historia del espejo Delver? No hubo consecuencias horribles. No las ha habido nunca. Por esa razón el espejo Delver no figura en las ediciones domingueras como el diamante Koh-i-noor o la maldición de Tutankhamón. Es manso comparado a esos dos. Cree que soy un imbécil, ¿verdad?

—Sí. ¿Podemos subir ahora?

—Muy bien —dijo Carlin.

Subió por la escalera de mano y empujó la trampilla. Se oyó un chirrido quejumbroso al levantar el peso en la oscuridad y Carlin se perdió en las sombras. Spangler le siguió. El Adonis ciego se quedó mirándolos mudamente.

El desván estaba caliente, iluminado sólo por una ventana llena de telarañas, e un ángulo, que filtraba la luz exterior con un resplandor lechoso y sucio. El espejo estaba apoyado contra una esquina, de cara a la luz, reflejándola como una mancha blanquecina en la pared opuesta. Había sido atornillado para mayor seguridad a un armazón de madera.

Carlin no lo miró. Se esforzó todo lo que pudo por no mirar.

—Ni siquiera lo ha cubierto con un trapo —protestó Spangler, repentinamente indignado.

—Yo lo veo como un ojo —dijo Carlin; su voz sonaba vacía—. Si se le deja abierto, siempre abierto, a lo mejor se queda ciego.

Spangler no le prestó atención. Se quitó la chaqueta, la dobló cuidadosamente con los botones hacia dentro, y con infinita ternura

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limpió el polvo de la superficie convexa del espejo. Luego dio un paso atrás y lo contempló.

Era genuino. No cabía la menor duda. Era un ejemplo perfecto del genio de Delver. La habitación llena de trastos, detrás de él, su imagen reflejada, la silueta medio vuelta de Carlin... todo estaba claro, bien definido, casi tridimensional. El leve aumento del cristal daba a todas las cosas un efecto ligeramente curvo que añadía una distorsión inquietante. Era...

La idea se le fue y de pronto sintió otro arranque de ira:

—Carlin.

Carlin no dijo nada.

—¡Carlin, maldito sea, pensé que me había dicho que la muchacha no había dañado el espejo!

No obtuvo respuesta.

Spangler lo miró fríamente por el espejo.

—Hay un trozo de esparadrapo en la parte de arriba, en el ángulo izquierdo. ¿Llegó a partirlo? ¡Por el amor de Dios, diga algo!

—Está viendo a la Muerte —contestó Carlin inexpresivamente—. No hay esparadrapo en el espejo. ¡Pase la mano por encima!

Spangler se envolvió la mano con la manga de su chaqueta, y la apoyó blandamente sobre el espejo.

—¿Lo ve? No hay nada de sobrenatural. Se ha ido. Mi mano lo cubre.

—¿Lo cubre? ¿Nota el esparadrapo? ¿Por qué no lo arranca?

Spangler apartó su mano y miró el espejo. Todo en él parecía algo más distorsionado; las esquinas del desván más inclinadas, como si fueran a resbalar hacia una ignota eternidad. No había la menor mancha oscura en el espejo. Estaba impecable. Sintió despertar en su interior un terror inexplicable.

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—Parecía él, ¿no cree? —preguntó Carlin. Su rostro estaba muy pálido y sus ojos miraban al suelo. En su cuello palpitaba un músculo—. Admítalo, Spangler. Parecía una figura embozada, de pie detrás de usted, ¿verdad?

—Parecía una cinta adhesiva cubriendo una pequeña rotura —repuso Spangler con firmeza—. Ni más ni menos...

—El joven Bates era muy fuerte —dijo Carlin. Sus palabras parecían resquebrajar la atmósfera agobiante y quieta—. Era como un jugador de fútbol. Llevaba una camiseta con una gran letra y pantalones verde oscuro. Nos encontrábamos a mitad de camino de la exposición de arriba cuando...

—El calor me está mareando —dijo Spangler. Había sacado un pañuelo y se secaba el cuello. Sus ojos recorrieron la superficie convexa del espejo.

—... cuando dijo que necesitaba ir a beber agua. Un vaso de agua, ¡por el amor de Dios!

Carlin se volvió a mirar a Spangler, con expresión de poseso, y prosiguió.

—¿Cómo iba a saberlo yo? ¿Cómo podía saberlo?

—¿Hay un lavabo por aquí? Creo que voy a...

—Su camiseta... vi fugazmente su camiseta mientras iba bajando la escalera... Después...

—... vomitar.

Carlin sacudió la cabeza y volvió a mirar al suelo.

—Naturalmente. Segundo piso, tercera puerta a la izquierda, en dirección a la escalera. —Levantó la cabeza, suplicante—. ¿Cómo iba a saberlo?

Pero Spangler ya estaba bajando por la escalera de mano. Se movió bajo su peso y por un momento Carlin pensó —deseó— que se cayera. No ocurrió así. Por el recuadro abierto en el suelo, Carlin le vio bajar tapándose la boca con la mano.

—¿Spangler?

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Pero ya se había ido.

Carlin escuchó sus pasos, el eco de sus pasos, y luego nada. Cuando ya se hubieron apagado, se estremeció. Trató de llevar sus pies hacia la trampilla, pero los tenía helados. Sólo aquella última mirada, fugaz, a la camiseta del muchacho...

¡Dios...!

Era como si unas enormes manos invisibles tiraran de su cabeza, obligándole a levantarla. Aunque no quería mirar, Carlin fijó la vista en la brillante profundidad del espejo Delver.

No había nada.

La habitación se reflejaba con toda fidelidad, sus polvorientos confines transformados en brillante infinitud. Unas líneas de un poema de Tensión, casi olvidado, acudieron a su mente de pronto y recitó en voz alta: <<Estoy medio mareada por las sombras, dijo la Dama de Shalott...>>

Y seguía sin poder apartar la mirada, y la quietud palpitante le retenía. Junto a una esquina del espejo, una cabeza de búfalo, comida por las polillas le miró con sus ojos de obsidiana, planos.

El muchacho había querido beber agua y la fuente estaba en el vestíbulo del primer piso. Había bajado y...

Y nunca más había vuelto.

Jamás.

A ninguna parte.

Lo mismo que la duquesa inglesa que se había detenido a admirarse en su espejo, antes de una soirée, y decidió volver al gabinete en busca de sus perlas. Como el vendedor de alfombras que había salido a pasear en coche y había dejado tras él sólo un coche vacío y dos caballos mudos.

Y el espejo Delver había estado en Nueva York desde 1897 hasta 1920, precisamente cuando el juez Crater...

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Carlin miró como hipnotizado a lo más profundo del espejo. Abajo, el Adonis ciego vigilaba.

Estuvo esperando a Spangler, casi como la familia Bates debió de haber estado esperando a su hijo, como el marido de la duquesa esperaría a que su esposa volviera del gabinete. Miró al espejo y esperó.

Y esperó.

Y esperó.

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JOHNATHAN Y LAS BRUJAS

STEPHEN KING

Había una vez un muchacho llamado Johnathan. Era inteligente, atractivo y muy valiente. Pero Johnathan era el hijo del zapatero.

Un día, su padre le dijo, "Johnathan, debes irte a buscar tu destino. Ya eres lo suficientemente mayor."

Siendo un muchacho inteligente, Johnatan sabía que lo mejor sería pedirle un trabajo al rey.

Así que partió.

En el camino, conoció a un conejo que era un hada disfrazada. La asustada criatura estaba siendo perseguida por cazadores y saltó a los brazos de Johnathan. Cuando los cazadores llegaron hasta Johnathan, él señaló en una dirección y gritó excitadamente, "¡Por allá! ¡Por allá!"

Cuando los cazadores se fueron, el conejo se convirtió en hada y dijo, "me has ayudado. Te concederé tres deseos. ¿Cuáles son tus deseos?"

Pero a Johnathan no se le ocurría nada, así que el hada acordó a concedérselos cuando los necesitara.

Así, Johnathan siguió caminando hasta que llegó al reino sin incidentes.

Entonces fue hasta el rey y solicitó trabajo.

Pero, para su suerte, el rey estaba de muy mal humor aquel día. Así que decidió ventilar su ánimo en Johnathan.

"Sí, hay algo que puedes hacer. En la Montaña contigua hay tres brujas. Si puedes matarlas, te daré 5,000 coronas. Si no puedes hacerlo, te haré decapitar! Tienes 20 días." Y con estas palabras, despachó a Johnathan.

"¿Ahora qué voy a hacer?" Pensó Johnathan. Bien, debo intentarlo.

Entonces, se acordó de los tres deseos que le habían concedido y se dirigió a la montaña.

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***

Ahora Johnathan estaba en la montaña y estaba a punto de desear tener un cuchillo para matar a la bruja, cuando escuchó una voz en su oído, "La primer bruja no puede ser apuñalada."

La segunda bruja no puede ser apuñalada o asfixiada.

La tercera no puede ser apuñalada, ni asfixiada y es invisible.

Con este conocimiento, Johnathan miró en derredor sin ver a nadie. Entonces recordó al hada, y sonrió.

Se fue en la búsqueda de la primer bruja.

Finalmente, la encontró. Estaba en una cueva cerca de la falda de la montaña, y era una vieja de aspecto maléfico.

Él recordó las palabras del hada, y antes que la bruja pudiese hacer otra cosa que echarle una fea mirada, él deseó que pudiera ser asfixiada. Y ¡Helo ahí! Estuvo hecho.

Después subió en busca de la segunda bruja. Había una segunda cueva en lo alto. Ahí encontró a la segunda bruja. Estaba a punto de desear que pudiera ser asfixiada, cuando recordó que no podía ser asfixiada. Y antes que la bruja pudiese hacer otra cosa que echarle una fea mirada, deseó que fuera aplastada. Y ¡Helo ahí! Estuvo hecho.

Ahora solo tenía que matar a la tercer bruja y podría obtener las 5,000 coronas. Pero mientras subía la montaña, se preguntaba en la forma de hacerlo.

Entonces se le ocurrió un plan maravilloso.

Después, vio la última cueva. Esperó fuera de la entrada hasta escuchar los pasos de la bruja. Entonces recogió un par de rocas grandes y deseó.

Deseó que la bruja fuera una mujer normal. Y ¡Helo ahí! Se volvió visible y entonces Johnathan la golpeó con las piedras que llevaba.

Johnathan cobró sus 5,000 coronas y él y su padre vivieron felices para siempre.

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HAY QUE AGUANTAR A LOS NIÑOS

STEPHEN KING

Su nombre era señorita Sydley, de profesión maestra.

Era una mujer menuda que tenía que ergirse para poder escribir en el punto más alto de la pizarra, como hacía en aquel preciso instante. Tras ella ninguno de los niños reía ni susurraba, ni picaba a escondida ningún dulce que sostuviera en la mano. Conocían demasiado bien los instintos asesinos de la señorita Sydley. La señorita Sydley siempre sabía quién estaba mascando chicle en la parte trasera de la clase, quién guardaba una tirachinas en el bolsillo, quién quería ir al lavabo para intercambiar cromos de béisbol en lugar de hacer sus necesidades. Al igual que Dios, siempre parecía saberlo todo al mismo tiempo.

Su cabello se estaba tornando gris, y el aparato que llevaba para enderezar se maltrecha espalda se dibujaba con toda claridad bajo el vestido estampado. Una mujer menuda, atenazada por constantes sufrimientos; una mujer con ojos de pedernal. Pero la temían. Su

afilada lengua era una leyenda en el patio de la escuela. Al clavarse en un alumno que reía o susurraba, sus ojos podían convertir las rodillas más robustas en pura gelatina.

En aquel momento, mientras apuntaba en la pizarra la lista de palabras que tocaba deletrear, la maestra se dijo que el éxito de su larga carrera docente podía resumirse y confirmarse mediante aquel gesto tan cotidiano. Podía volver la espalda a sus alumnos con toda tranquilidad.

-Vacaciones- anunció mientras escribía la palabra en la pizarra con su letra firme y prosaica-. Edward, haz una frase con la palabra vacaciones, por favor.

- Fui de vacaciones a Nueva York - recitó Edward.

A continuación, repitió la palabra con todo cuidado, tal como les había enseñado la señorita Sydley.

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Muy bien Edward- aprobó la maestra mientras escribía la siguiente palabra.

Tenía sus pequeños trucos, por supuesto. Estaba del todo convencida de que el éxito dependía tanto de los pequeños detalles como de las grandes acciones. Aplicaba aquel principio en todo momento, y lo cierto era que nunca fallaba.

Uno de sus pequeños trucos consistía en el modo en que utilizaba las gafas. Toda la clase quedaba reflejada en sus gruesos cristales, y siempre tenía una leve punzada de regocijo al ver sus rostros culpables y asustados cuando los sorprendía en alguna de sus malvados

jueguecitos. En aquel momento, distinguió a través de sus gafas la imagen distorsionada y fantasmal de Robert. El chico estaba arrugando la nariz. La señorita Sydley no habló. Todavía no. Robert se ahorcaría por sí solo si le daban un poco más de cuerda.

-Mañana- articuló con toda claridad-. Robert, haz una frase con la palabra mañana, por favor.

Robert frunció el ceño mientras se concentraba. La clase estaba silenciosa y adormilada aquél caluroso día de finales de septiembre. El reloj eléctrico que pendía de la puerta indicaba que todavía quedaba media hora para que sonara el timbre de las tres, y lo único que impedía que las jóvenes cabezas cayeran sobre sus libros de ortografía era la silenciosa y terrible amenaza que representaba la espalda de la señorita Sydley.

-Estoy esperando, Robert.

-Mañana pasará algo malo- repuso Robert.

Las palabras eran inofensivas, pero a la señorita Sydley, que había desarrollado el séptimo sentido propio de todos los docentes estrictos, no le gustaron ni pizca.

-Ma-ña-na- terminó Robert, tal como le habían enseñado. Mantenía las manos unidas sobre el pupitre y en aquel momento volvió a arrugar la nariz. Al mismo tiempo, esbozó una pequeña sonrisa torva. De pronto, la señorita Sydley tuvo la certeza de que Robert

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conocía el pequeño truco de las gafas.

Muy bien, de acuerdo.

Empezó a escribir la siguiente palabra en la pizarra sin regañar a Robert, dejando que su cuerpo erguido transmitiera su propio mensaje. Mientras escribía, observaba atentamente a Robert con un ojo. El chiquillo no tardaría en sacarle la lengua o hacer aquel asqueroso gesto con el dedo que todos los niños e incluso las niñas conocían, a fin de comprobar si la maestra sabía lo que estaba haciendo. Y entonces sería castigado.

El reflejo de Robert era pequeño, fantasmal, distorsionado. La señorita Sydley apenas prestaba atención a la palabra que estaba escribiendo en la pizarra.

De pronto, Robert se transformó.

La señorita Sydley apenas entrevió el cambio, tan sólo distinguió durante una fracción de segundos el rostro de Robert mientras se transformaba en algo... diferente.

Se volvió con brusquedad, con el rostro pálido, ignorando la punzada de dolor que le acometió en la espalda.

Robert la miraba con expresión inocente y perpleja. Sus manos seguían unidas sobre la mesa. En su cogote se apreciaban los primeros indicios de un remolino. No parecía asustado.

«Ha sido fruto de mi imaginación -se dijo la maestra-. Estaba buscando algo, y mi mente me ha jugado una mala pasada. Parece absolutamente inocente... sin embargo...»

-¿Robert?

Pretendía que su voz sonara autoritaria, que tuviera un timbre que impulsara a Robert a confesar. Pero no lo logró.

-¿Si señorita Sydley?

Sus ojos eran de color castaño oscuro, como el lodo que yace en el fondo de un río de cauce lento.

-Nada.

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Se volvió de nuevo hacia la pizarra. Un murmullo apenas audible recorrió el aula.

-¡Silencio!- ordenó al tiempo que se daba la vuelta-. Otro sonido y nos quedaremos todos después de la clase.

Se había dirigido a toda la clase, pero, de hecho, su mirada permanecía clavada en Robert, quién se la devolvió con infantil inocencia. «Quién ¿yo? yo no, señorita Sydley.»

La maestra se volvió a la pizarra y empezó a escribir sin espiar a través de sus gafas. La última media hora se le antojó interminable, y tuvo la sensación de que Robert le lanzaba una mirada extraña al salir de la clase. Una mirada que parecía decir: «Tenemos un secreto

¿eh?.»

No podía apartar de sí aquella mirada. Permanecía clavada en su mente, como un trocito de ternera que se le hubiera quedado entre dos muelas, un grano de arena que parecía una montaña.

Cuando se dispuso a tomar su solitaria cena, consistente en huevos escalfados y tostadas, todavía la atenazaba aquella imagen. Sabía que estaba envejeciendo, y lo aceptaba con serenidad. No sería una de aquellas maestras solteronas que patalean y gritan cuando las sacan a rastras de sus clases al llegar el momento de la jubilación. Le recordaban a los jugadores incapaces de apartarse de la mesa del juego cuando van perdiendo. Pero ella no iba perdiendo. Siempre había sido una ganadora.

Bajó la vista hacia los huevos escalfados.

¿Verdad?

Pensó en los limpios rostros de sus alumnos de tercero, y decidió que el de Robert sobresalía sobre los demás.

Se levanto y encendió otra luz.

Más tarde, justo antes de dormirse, el rostro de Robert apareció ante ella, esbozando una desagradable sonrisa en la oscuridad que se extendía tras sus párpados cerrados. El rostro empezó a transformarse...

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Pero antes de que pudiera distinguir en qué se estaba convirtiendo aquel rostro, se sumió en las tinieblas del sueño.

La señorita Sydley pasó una noche inquieta, por lo que al día siguiente se mostró brusca y malhumorada. Estaba a la expectativa, casi esperando que alguien susurrara, riera o tal vez pasara una nota al compañero. Pero la clase permaneció en silencio... en un profundo

silencio. Todos los alumnos la miraban sin expresión, y la maestra casi sentía el peso de sus miradas sobre ella, como si se tratara de hormigas ciegas que se pasaran por su cuerpo.

«¡Basta! -se dijo con severidad-. Te estas comportando como una chiquilla asustadiza que acaba de salir de la escuela de maestros.»

Una vez más, el día se le antojó eterno, y creyó sentirse más aliviada qué sus alumnos cuando el timbre anunció el final de las clases. Los niños se alinearon en filas junto a la puerta, niños y niñas ordenados por estatura y cogidos de la mano.

-Podéis retiraos- dijo y se quedó escuchando con amargura los gritos de los niños que corrían por el pasillo y salían a disfrutar del brillante sol.

«¿Qué era lo que vi cuando se transformó? Algo bulboso. Algo que relucía. Algo que me miraba fijamente, si, me miraba fijamente y sonreía y no era un niño, desde luego que no. Era viejo y malvado y... »

-¿Señorita Sydley?

La maestra alzó la cabeza con brusquedad y de sus labios escapó una pequeña exclamación involuntaria.

Era el señor Hanning.

-No pretendía asustarla- dijo el hombre con una sonrisa de disculpa.

-No se preocupe- Repuso la maestra en un tono más hosco del que pretendía dar a sus palabras.

¿En que estaría pensando? ¿Qué era lo que pasaba?

-¿Le importaría comprobar si hay toallas de papel en el lavabo de chicas?

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-Ahora mismo voy.

La maestra se incorporó mientras se llevaba las manos a la parte baja de la espalda. El señor Hanning la contempló con expresión compasiva. «No se esfuerce-pensó la señorita Sydley-. A la solterona no le divierte esto en lo absoluto. Ni siquiera le interesa.»

Pasó junto al señor Hanning y se dirigió al lavabo de chicas. Las risas de unos chicos que llevaban maltrechos accesorios de béisbol se apagaron al acercarse ella. Los chicos salieron con expresión culpable antes de reanudar sus carcajadas y gritos en el patio.

La señorita Sydley frunció el ceño mientras pensaba que los niños habían sido distintos en sus tiempos. No más corteses, pues los niños nunca habían sido corteses, y no precisamente más respetuosos con los adultos; pero se apreciaba una suerte de hipocresía que nunca había existido. Un sonriente silencio en presencia de los adultos que nunca había existido. Una suerte de desprecio silencioso que resultaba molesto e inquietante. Como si...

«¿Se ocultaran detrás de las máscaras? ¿Es eso?»

Apartó de sí aquel pensamiento y entró en el baño. Se trataba de una estancia pequeña en forma de L. Los retretes estaban alineados a lo largo del brazo mas largo, mientras que los lavabos se extendían a lo largo de la parte más corta de la habitación.

Mientras inspeccionaba los recipientes de la toalla de papel, divisó su imagen reflejada en uno de los espejos, y quedó petrificada al contemplarse con mayor detalle. No le gustó nada lo que vio... ni pizca. Percibió una mirada que no había tenido dos días antes, una mirada temerosa, vigilante. Con un sobresalto, se dio cuenta de que el reflejo borroso del rostro pálido y respetuoso de Robert se había adueñado de ella.

La puerta del baño se abrió y entraron dos niñas riendo y susurrando. Cuando estaba a punto de doblar la esquina y pasar junto a ellas, oyó que pronunciaban su nombre. Regresó a los lavabos y volvió a inspeccionar los recipientes de toallas.

-Y entonces...

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Risitas ahogadas.

-Ella lo sabe pero...

Más risitas, suaves y pegajosas como jabón fundido.

-La señorita Sydley está...

Se acercó un poco para ver sus sombras, difusas y borrosas a causa de la luz que se filtraba a través de las ventanas de cristales lechosos, unidas en su infantil excitación.

Otro pensamiento cruzó su mente.

«Ellas sabían que estaba ahí.»

Sí. Sí, lo sabían. Esas pequeñas zorras lo sabían.

La zarandería. Las sacudiría hasta que les castañearan los dientes y sus risas se convirtieran en aullidos; les golpearía la cabeza contra la pared de azulejos hasta que confesaran que lo sabían.

En aquel momento, las sombras empezaron a transformarse. Parecieron alargarse, fluir como sebo mientras cobraban extrañas formas jorobadas que impulsaron a la señorita Sydley a retroceder hacia los lavados de porcelana, con el corazón desbocado.

Pero las niñas siguieron riendo.

Las voces se transformaron; dejaron de ser infantiles y se convirtieron en sonidos asexuados, desalmados y muy, muy malvados. Un sonido lento y turgente de humor salvaje que doblaba la esquina hacia ella como si del contenido de desagüe se tratara.

Clavó la mirada en aquellas sombras jorobadas y de pronto, empezó a gritar. El grito siguió y siguió, hinchándose en su mente hasta adquirir proporciones dementes. Y en aquel instante, perdió el conocimiento. Las risitas, como carcajadas del diablo, las siguieron hasta las tinieblas.

Por supuesto no podía contarles la verdad.

La señorita Sydley lo supo desde el momento en que abrió los ojos y distinguió los rostros ansiosos del señor Hanning y la señora Crossen.

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Esta última sostenía bajo su nariz el frasco de sales procedente del botiquín del gimnasio. El señor Hanning se volvió y pidió a las dos niñas que observaban a la señora Sydley con curiosidad que se fueran a casa.

Las dos niñas le dedicaron una sonrisa... una sonrisa lenta, que indicaba que compartían un secreto con ella, y salieron de la escuela.

Muy bien, guardaría el secreto. Durante un tiempo. No permitiría que la gente creyera que se había vuelto loca, o que los primeros tentáculos de la senilidad se habían apoderado de ella antes de tiempo. Jugaría con sus reglas hasta que estuviera en posición de desenmascararlos y arrancar el problema de raíz.

-Creo que he resbalado -Explicó en tono sereno mientras se incorporaba, haciendo caso omiso del terrible dolor de la espalda que la atormentaba-. Algún charco de agua.

El señor Hanning le dirigió una mirada de gratitud.

La maestra se puso en pie entre tremendas punzadas de dolor.

Al día siguiente, la señorita Sydley obligó a Robert a quedarse en la escuela después de clase. El muchacho no había hecho nada malo, por lo que se limitó a acusarlo de una falta imaginaria. No sintió remordimientos por ello. Era un monstruo, no un niño. Tenía que

obligarlo a confesarlo.

La espalda la estaba martirizando. Se dio cuenta de que Robert lo sabía y que esperaba que eso le favorecería. Pero se equivocaba. Esa era otra de sus pequeñas ventajas. La espalda le había dolido de un modo constante durante los últimos doce años, y en muchas ocasiones el dolor había sido tan intenso como en aquel momento... bueno, casi.

Cerró la puerta para que ambos quedaran aislados del exterior.

Durante un momento permaneció inmóvil con la mirada clavada en Robert. Esperó a que el niño bajara los ojos, pero fue en vano. Robert siguió mirándola con fijeza y de pronto, una pequeña sonrisa empezó a dibujarse en las comisuras de sus labios.

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Los sonidos de los demás niños en el patio parecían muy lejanos, como pertenecientes a un sueño. Solo el zumbido hipnótico del reloj de la pared era real.

-Somos bastantes -anunció Robert de pronto, como si hablara del tiempo.

Ahora le tocó el turno a la señorita Sydley de permanecer en silencio.

-Once en esta escuela.

«Malvado -se dijo la maestra muy asombrada-. Muy malvado, increíblemente malvado.»

-Los niños que dicen mentiras van al infierno - replicó con toda claridad-. Sé que muchos padres ya no se lo explican a su... prole..., pero te aseguro que es cierto, Robert. Los niños que dicen mentiras van al infierno. y Las niñas también.

La sonrisa de Robert se hizo más amplia y malvada.

-¿Quiere ver cómo me transformo, señorita Sydley? ¿Quiere verlo bien?

Un hormigueo recorrió la espalda de la señorita Sydley.

-Márchate- ordenó con brusquedad-. Y trae a tu madre o a tu padre a la escuela mañana. Entonces arreglaremos todo este asunto.

Eso es. Ya volvía a pisar tierra firme. Esperó que el rostro del niño se contrajera; esperó la aparición de las lágrimas.

En lugar de ello, la sonrisa de Robert se ensanchó aún más, se amplió hasta mostrar sus dientes.

-Será como traemos algo a clase para explicar qué es, ¿verdad señorita Sydley? A Robert... al otro Robert... le gustaba ese juego.

-Todavía está escondido en el fondo de mi cabeza-. la sonrisa se curvó en las comisuras de los labios como si de papel quemado se tratara-. A veces se pone a correr por ahí... me pica quiere que le deje salir.

-Márchate- repitió la señorita Sydley en tono impávido.

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El zumbido del reloj se le antojaba cada vez más cercano.

Robert empezó a transformarse.

De pronto, su rostro se difuminó como cera fundida. Los ojos se aplanaron y ensancharon como yema que alguien hubiese pinchado con un cuchillo, la nariz se amplió con un bostezo, la boca desapareció. La cabeza se alargó, y el cabello dejó de ser cabello para concertarse en una maraña desordenada y crispada.

Robert soltó una risita ahogada.

El sonido lento y cavernoso procedía de lo que había sido su nariz, pero la nariz había devorado la parte baja de su rostro; las fosas nasales se habían fundido en un solo agujero que se asemejaba a una enorme boca abierta de par en par.

Robert se levantó sin dejar de reír, y tras él, la señorita Sydley distinguió los últimos vestigios del otro Robert, el chiquillo del que aquel engendro se había apoderado y que aullaba aterrorizado, rogando que lo dejaran salir de allí.

La maestra echó a correr.

Huyó gritando por el pasillo, y los pocos alumnos que quedaban en la escuela se volvieron para mirarla con ojos inocentes y abiertos de par en par. El señor Hanning abrió su puerta de golpe en el momento en que la maestra cruzaba la amplias puertas acristaladas de la entrada, un espantapájaros loco y gesticulante dibujado contra el brillante sol de Septiembre.

El hombre la siguió a la carrera, con la nuez bailándole en la garganta.

La señorita Sydley no veía ni oía nada en absoluto. Bajó a trompicones los escalones de entrada, atravesó la acera y se abalanzó sobre la calle, dejando tras de sí una intensa estela de chillidos. De pronto, se escuchó el atronador y profundo sonido de un claxon, y una fracción de segundos más tarde , el autobús se precipitó sobre ella. A través del parabrisas, el rostro del conductor aparecía contraído en una máscara de temor. Los frenos chirriaron como dragones enojados.

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La señorita Sydley cayó al suelo, y las enormes ruedas del vehículo se detuvieron humeantes a pocos centímetros de su cuerpo frágil y enclaustrado en la prótesis. Permaneció tendida en el suelo, temblando mientras el gentío se agolpaba a su alrededor.

Al volverse, comprobó que los niños la miraban con fijeza. Estaban colocados en un apretado círculo, como los asistentes a un entierro en torno a una tumba abierta. A la cabecera de la tumba se hallaba Robert, un pequeño sepulturero preparado para verter la primera palada de tierra sobre su rostro.

La señorita Sydley clavó la mirada en los niños. Sus sombras la cubrían por entero. Sus rostros permanecían impasibles. Algunos de ellos esbozaban pequeñas sonrisas enigmáticas, y la señorita Sydley supo que no tardaría en ponerse a gritar de nuevo.

En consecuencia, la señorita Sydley regresó a finales de Septiembre, dispuesta una vez más a reanudar el juego y conocedora ya de las reglas.

En una ocasión, durante una vigilancia de patio, Robert se acercó a ella con una pelota de goma y una sonrisa pintada en el rostro.

-Somos tantos que no lo creería-dijo-, ni usted ni nadie -añadió con una malvado guiño que la dejó petrificada-. Quiero decir, si intentara explicárselo a alguien...

Una niña que jugaba en los columpios del otro lado del patio la miró con fijeza y estalló en carcajadas.

La señorita Sydley dedicó a Robert una sonrisa llena de serenidad.

-Pero Robert, ¿de qué estás hablando?

Pero Robert siguió sonriendo mientras regresaba para incorporarse al juego.

La señorita Sydley llevó la pistola a la escuela en el bolso. El arma había pertenecido a su hermano, quien se la había arrebatado a un soldado alemán muerto poco después de la batalla de Bulge. Jim llevaba diez años muerto. No había abierto la caja que contenía el arma desde hacía al menos cinco, pero cuando la abrió la vio brillar con destellos

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apagados. Los cartuchos de munición seguían ahí, así que se dedicó a cargar el arma tal como le había enseñado Jim.

Dedicó una agradable sonrisa a sus alumnos, en especial a Robert. Robert le devolvió la sonrisa, y la maestra distinguió el engendro que flotaba justo debajo de su piel, aquel ser fangoso, lleno de inmundicia.

No tenía idea de qué era lo que anidaba debajo de la piel de Robert, y tampoco le importaba; sólo esperaba que el autentico Robert hubiera desaparecido por completo. No quería convertirse en una asesina. Decidió que el verdadero Robert debía de haber muerto o enloquecido por vivir dentro de aquella cosa sucia y serpenteante que había soltado una risita ahogada en la clase y la había obligado a lanzarse gritando a la calle. Así que, aun en caso de que estuviera vivo, liberarlo de aquel tormento constituiría un acto de misericordia.

-Hoy haremos un examen -anunció la señorita Sydley.

Los alumnos no gruñeron ni se removieron inquietos de sus sillas, sino que se limitaron a mirarla con fijeza. La maestra sentía el peso de sus ojos. Pesados, sofocantes.

-Será un examen muy especial. Los iré llamando uno en uno al aula de mimeografía, y ahí pasaréis el examen. Después les daré un caramelo y podrán irse a casa. ¿no les parece estupendo?

-Robert, tu serás el primero.

Robert se levantó con su sonrisita habitual y arrugó la nariz de un modo bastante ostensible.

-Sí, señorita Sydley.

La maestra tomó su bolso y ambos recorrieron el amplio pasillo, pasando juntos al apagado sonido de los alumnos que recitaban la lección tras las puertas cerradas. La sala de mimeografía se hallaba al final del pasillo, junto a los lavados. La habían insonorizado dos

años antes; la vieja máquina era muy antigua y ruidosa.

La señorita Sydley cerró la puerta con llave una vez estuvieron dentro.

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-Nadie puede oírte -dijo con toda tranquilidad mientras sacaba el revolver del bolso-. Ni a tí ni a esto.

-Pero somos muchos -terció Robert con una sonrisa inocente-. Muchos más de los que hay aquí en la escuela.

Posó una de sus pequeñas y limpias manos sobre la bandeja de papel del mimeógrafo.

-¿Le gustaría volver a ver como me transformo?

Antes de que la señorita Sydley pudiera replicar, el rostro de Robert comenzó a relucir y convertirse en la máscara grotesca que ya conocía. La maestra le disparó. Una sola vez. En la cabeza. El niño cayó hacia atrás, sobre los estantes de papel, y a continuación se

deslizó hasta el suelo, un niño muerto, con un pequeño orificio negro justo por encima del ojo derecho.

Tenía un aspecto patético.

Regresó a la clase y los llevó a la sala uno a uno. Mató a doce alumnos, y los hubiera matado a todos si la señora Crossen no hubiera llegado a la sala en busca de un paquete de papel rayado.

La señora Crossen abrió la boca de par en par y se llevó una mano a los labios. Empezó a gritar, y todavía chillaba cuando la señorita Sydley le alcanzó y le colocó una mano en el hombro.

-Tenía que hacerse, Margaret -le explicó-. Es terrible pero tenía que hacerse. Son todos unos monstruos.

La señora Crossen clavó la mirada en los cuerpos enfundados en alegres ropas que yacían esparcidos junto al mimeógrafo, y siguió gritando. La chiquita cuya mano sostenía la señorita Sydley empezó a llorar de un modo constante y monótono. Uaaaaahhh... Uaaaaahhh....

-Transfórmate -ordenó la señorita Sydley-. Enséñaselo a la señora Crossen. Demuéstrale que tenía que hacerse.

-¡Maldita sea, transfórmate! -gritó la señorita Sydley- ¡Maldita zorra, maldita zorra sucia, repugnante y asquerosa! que dios te maldiga, ¡transfórmate!

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La maestra alzó el arma. La pequeña se encogió, y en un abrir y cerrar de ojos, la señora Crossen se abalanzo sobre ella como un gato. De pronto, la espalda de la señorita Sydley cedió.

No hubo juicio.

Se sometió a un exhaustivo análisis, se le administraron los medicamentos más avanzados y más tarde empezó a asistir a sesiones de terapia ocupacional. Al cabo de un año, bajo estricta vigilancia, se le permitió participar en una sesión de encuentro experimental.

Su nombre era Buddy Jenkins, de profesión Psiquiatra.

Estaba sentado tras un espejo falso, con una carpeta en las manos, mientras observaba una habitación equipada como guardería. En la pared más alejada, una vaca saltaba sobre la luna y un ratón trepaba por un reloj. La señorita Sydley estaba en una silla de ruedas, con un libro de cuentos sobre las rodillas, rodeada de un grupo de confiados niños retrasados que sonreían y babeaban. Los niños le sonreían, babeaban y la tocaban con sus pequeños dedos mojados, siempre bajo la vigilancia de los asistentes, que permanecían atentos ante cualquier indicio de agresividad por parte de la mujer.

Durante un rato, Buddy creyó que la señorita Sydley reaccionaba bien. Leía en voz alta, acarició la cabeza de una niña y consoló a un chiquillo que había tropezado con un bloque de madera. De pronto, el médico tuvo la impresión de que la maestra había visto algo inquietante, pues frunció el ceño y apartó la vista de los niños.

-Sáquenme de aquí, por favor -rogó en voz baja y monótona, sin dirigirse a nadie en particular.

La sacaron de allí. Buddy Jenkins observó a los niños mientras la seguían con ojos abierto y vacuos, pero, al mismo tiempo, profundos.Uno de ellos esbozó una sonrisa, mientras que otro se introdujo unos dedos en la boca de ademán malicioso.

Aquella noche, la señorita Sydley se rebano el cuello con un trozo de espejo roto, y a partir de aquel momento, Buddy Jenkins empezó a observar a los niños con creciente atención. Al final, apenas si podía apartar la mirada de ellos.

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La cosa en el fondo del pozo Oglethorpe Crater era un niño horrible y miserable. Adoraba

atormentar a perros y gatos, arrancarles las alas a las moscas, y

observar cómo se retorcían los gusanos mientras los estiraba

lentamente. (Esto dejó de ser divertido cuando se enteró de que

los gusanos no sienten dolor.)

Pero su madre, que era tonta como ella sola, no advertía ni sus

rarezas ni sus demostraciones de sadismo. Un buen día, cuando

3cocinera abrió de un portazo, presa de un ataque de nervios.

— ¡Ese niño espantoso atravesó una soga en los escalones del

sótano, así que cuando bajé a buscar patatas me caí y casi me

mato! —gritó.

— ¡No le creas! ¡No le creas! ¡Ella me odia! —lloró Oglethorpe

con las lágrimas saltándole de los ojos. Y el pobrecito Oglethorpe

comenzó a sollozar como si le hubieran roto su pequeño

corazón.

Mamá despidió a la cocinera y Oglethorpe, el pequeño y adorado

Oglethorpe, subió a su cuarto a clavarle alfileres a Spotty, su

perro. Cuando mamá preguntó por qué Spotty estaba llorando,

Oglethorpe le respondió que se había clavado un vidrio en una

pata. Dijo que se lo arrancaría. La mamá pensó: «mi pequeñín

Oglethorpe es un buen samaritano».

Entonces, un día, mientras se encontraba en el campo buscando

más cosas a las que poder torturar, Oglethorpe descubrió un

pozo profundo y oscuro. Gritó, creyendo que escucharía un eco.

— ¡Hola!

Pero una suave voz le respondió:

— Hola, Oglethorpe.

Oglethorpe miró hacia abajo pero no pudo ver nada.

— ¿Quién eres? —preguntó Oglethorpe.

— Ven, baja —le dijo la voz—, y nos divertiremos mucho.

De modo que Oglethorpe bajó.

El día transcurrió y Oglethorpe no regresó. Su mamá llamó a la

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policía y se organizó una batida de rescate. Durante algo más de

un mes buscaron al pequeño y adorado Oglethorpe. Justo cuando

estaban a punto de rendirse encontraron a Oglethorpe en un

pozo, y bien muerto.

¡Y vaya manera de morir!

Tenía los brazos arrancados, de la forma en que lo hacen las

personas cuando les arrancan las alas a las moscas. Le habían

clavado alfileres en los ojos y mostraba otras torturas demasiado

horribles de describir.

Cuando envolvieron su cuerpo (o lo que quedaba de él) y se

marcharon, realmente les pareció escuchar una risa proveniente

del fondo del pozo.

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Coco Recurro a usted porque quiero contarle mi historia –dijo el hombre

acostado sobre el diván del doctor Harper. El hombre era Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha

de la enfermera Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una

empresa industrial de Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres

hijos. Todos muertos.

–No puedo recurrir a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a

un abogado porque no he hecho nada que deba consultar con él. Lo único

que hice fue matar a mis hijos. De uno en uno. Los maté a todos.

El doctor Harper puso en marcha el magnetófono.

Billings estaba duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de

sí. Sus pies sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un

hombre que se sometía a una humillación necesaria. Tenía las manos

cruzadas sobre el pecho, como un cadáver. Sus facciones se mantenían

escrupulosamente compuestas. Miraba el simple cielo raso, blanco, de

paneles, como si por su superficie desfilaran escenas e imágenes.

–Quiere decir que los mató realmente, o…

–No. –Un movimiento impaciente de la mano–. Pero fui el responsable.

Denny en 1967. Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero contárselo.

El doctor Harper no dio nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto

demacrado y envejecido. Su cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus

ojos encerraban todos los secretos miserables del whisky.

–Fueron asesinados, ¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo

se arreglaría.

–¿Por qué?

–Porque…

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Billings se interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando

hacia el otro extremo de la habitación.

–¿Qué es eso? –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a

dos tajos oscuros.

–¿Qué es qué?

–Esa puerta.

–El armario empotrado –respondió el doctor Harper–. Donde cuelgo mi

abrigo y dejo mis chanclos.

–Ábralo. Quiero ver lo que hay dentro.

El doctor Harper se levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la

puerta. Dentro, una gabardina marrón colgaba de una de las cuatro o

cinco perchas. Abajo había un par de chanclos relucientes. Dentro de uno

de ellos había un ejemplar cuidadosamente doblado del New York Times.

Eso era todo.

–¿Conforme? –preguntó el doctor Harper.

–Sí. –Billings dejó de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición

anterior.

–Decía –manifestó el doctor Harper mientras volvía a su silla– que si se

pudiera probar el asesinato de sus tres hijos, todos sus problemas se

solucionarían. ¿Por qué?

–Me mandarían a la cárcel –explicó Billings inmediatamente–. Para toda

la vida. Y en una cárcel uno puede ver lo que hay dentro de todas las

habitaciones. Todas las habitaciones. –Sonrió a la nada.

–¿Cómo fueron asesinados sus hijos?

–¡No trate de arrancármelo por la fuerza!

Billings se volvió y miró a Harper con expresión aviesa.

–Se lo diré, no se preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean

por el mundo y pretenden ser Napoleón o que justifican haberse

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aficionado a la heroína porque la madre no los quería. Sé que no me

creerá. No me interesa. No importa. Me bastará con contárselo.

–Muy bien. –El doctor Harper extrajo su pipa.

–Me casé con Rita en 1965… Yo tenía veintiún años y ella dieciocho.

Estaba embarazada. Ese hijo fue Denny. –Sus labios se contorsionaron

para formar una sonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y

cerrar de ojos–. Tuve que dejar la Universidad y buscar empleo, pero no

me importó. Los amaba a los dos. Éramos muy felices. Rita volvió a

quedarse embarazada poco después del nacimiento de Denny, y Shirl

vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de 1969,

cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Eso dijo Rita.

Aseguró que a veces los anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más

que un accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso les gusta a

las mujeres, sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas.

¿No le parece?

Harper emitió un gruñido neutro.

–Pero no importa. A pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi

vengativo, como si hubiera amado a los niños para castigar a su esposa.

–¿Quién mató a los niños? –preguntó Harper.

–El coco –respondió inmediatamente Lester Billings–. El coco los mató a

todos. Sencillamente, salió del armario y los mató. –Se volvió y sonrió–.

Claro, usted cree que estoy loco. Lo leo en su cara. Pero no me importa.

Lo único que deseo es desahogarme e irme.

–Le escucho –dijo Harper.

–Todo comenzó cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un

bebé. Denny empezó a llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá,

teníamos un apartamento de dos dormitorios. Shirl dormía en una cuna,

en nuestra habitación. Al principio pensé que Denny lloraba porque ya

no podía llevarse el biberón a la cama. Rita dijo que no nos

obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le diéramos el biberón y

que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se echan a perder.

Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen sufrir. Se

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dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas.

¿Se imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que su

chico, su hijo varón, es marica?

»Sin embargo, después de un tiempo, cuando vimos que no se

acostumbraba, empecé a acostarle yo mismo. Y si no dejaba de llorar le

daba una palmada. Entonces Rita dijo que repetía a cada rato “luz, luz”.

Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que dicen los niños tan pequeños? Sólo

las madres lo saben.

»Rita quiso instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que

se adosan a la pared con la figura del Ratón Mikey o de Huckleberry

Hound o de lo que sea. No se lo permití. Si un niño no le pierde el miedo

a la oscuridad cuando es pequeño, nunca se acostumbrará a ella.

»De todos modos, murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa

noche lo metí en la cama y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí

lo que decía. Señaló directamente el armario cuando lo dijo. “El coco –

gritó–. El coco, papá.”

»Apagué la luz y salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le

había enseñado esa palabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de

bofetadas, pero me contuve. Juró que nunca se la había enseñado. La

acusé de ser una condenada embustera.

»Verá, ése fue un mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan

para cargar camiones de Pepsi–Cola en un almacén, y estaba siempre

cansado. Shirl se despertaba y lloraba todas las noches y Rita la tomaba

en brazos y gimoteaba. Le aseguro que a veces tenía ganas de arrojarlas a

las dos por la ventana. Jesús, a veces los mocosos te hacen perder la

chaveta. Podrías matarlos.

»Bien, el niño me despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al

baño, medio dormido, sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a

Denny. Le contesté que lo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi

dormido cuando Rita empezó a gritar.

»Me levanté y entré en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba,

muerto. Blanco como la harina excepto donde la sangre se había…, se

había acumulado, por efecto de la gravedad. La parte posterior de las

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piernas, la cabeza, las… eh… las nalgas. Tenía los ojos abiertos. Eso era

lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos, como los de las cabezas de alce

que algunos tipos cuelgan sobre la repisa. Como en las fotos de esos

chinitos de Vietnam. Pero un crío norteamericano no debería tener esa

expresión. Muerto boca arriba. Con pañales y pantaloncitos de goma

porque durante las últimas dos semanas había vuelto a orinarse encima.

Qué espanto. Yo amaba a ese niño.

Billings meneó la cabeza lentamente y después volvió a ostentar la

misma sonrisa gomosa, grotesca.

–Rita chillaba hasta desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero

no se lo permití. A la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo

sé…

–¿Supo entonces que había sido el coco? –preguntó Harper

apaciblemente.

–Oh, no. Entonces no. Pero vi algo. En ese momento no le di

importancia, pero mi mente lo archivó.

–¿Qué fue?

–La puerta del armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija.

Pero verá, yo sabía que la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de

plástico. Un crío se pone a jugar con una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo

sabía?

–Sí. ¿Qué sucedió después?

Billings se encogió de hombros.

–Lo enterramos. –Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado

tierra sobre tres pequeños ataúdes.

–¿Hubo una investigación?

–Claro que sí. –Los ojos de Billings centellearon con un brillo

sardónico–. Vino un jodido matasanos con un estetoscopio y un maletín

negro lleno de chicles y una zamarra robada de alguna escuela

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veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue el diagnóstico! ¿Ha oído alguna vez

semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!

–El colapso en la cuna es muy común durante el primer año de vida –

explicó Harper puntillosamente–, pero el diagnóstico ha aparecido en los

certificados de defunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro

mejor…

–¡Mierda! –espetó Billings violentamente.

Harper volvió a encender su pipa.

–Un mes después del funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación

de Denny. Rita se resistió con uñas y dientes, pero yo dije la última

palabra. Me dolió, por supuesto. Jesús, me encantaba tener a la mocosa

con nosotros. Pero no hay que sobreproteger a los niños, pues en tal caso

se convierten en lisiados. Cuando yo era niño mi madre me llevaba a la

playa y después se ponía ronca gritando: «¡No te internes tanto! ¡No te

metas allí! ¡Hay corrientes submarinas! ¡Has comido hace una hora! ¡No

te zambullas de cabeza!». Le juro por Dios que incluso me decía que me

cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado? Que ahora ni siquiera

soy capaz de acercarme al agua. Es verdad. Si me arrimo a una playa me

atacan los calambres. Cuando Denny vivía, Rita consiguió que la llevase

una vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo

sé, ¿entiende? No hay que sobreproteger a los niños. Y uno tampoco

debe ser complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó

directamente a la cuna de Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a

la basura. No quería que mi pequeña se llenara de microbios.

Así transcurrió un año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su

cuna, empieza a aullar y chillar y llorar. “¡El coco, papá, el coco!”

»Eso me sobresaltó. Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la

puerta del armario, apenas entreabierta cuando lo encontramos. Quise

llevarla por esa noche a nuestra habitación.

–¿Y la llevó?

–No. –Billings se miró las manos y las facciones se convulsionaron–.

¿Cómo podía confesarle a Rita que me había equivocado? Tenía que ser

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fuerte. Ella había sido siempre una marioneta…, recuerde con cuánta

facilidad se acostó conmigo cuando aún no estábamos casados.

–Por otro lado –dijo Harper–, recuerde con cuánta facilidad usted se

acostó con ella.

Billings, que estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido

y volvió lentamente la cabeza para mirar a Harper.

–¿Pretende tomarme el pelo?

–Claro que no –respondió Harper.

–Entonces deje que lo cuente a mi manera –espetó Billings–. Estoy aquí

para desahogarme. Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual,

si eso es lo que usted espera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual

muy normal, sin perversiones. Sé que a algunas personas les excita

hablar de eso, pero no soy una de ellas.

–De acuerdo –asintió Harper.

–De acuerdo –repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber

perdido el hilo de sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos,

hacia la puerta del armario, que estaba herméticamente cerrada.

–¿Prefiere que la abra? –preguntó Harper.

–¡No! –se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa–. ¿Qué

interés podría tener en ver sus chanclos?

Y después de una pausa, dijo:

–El coco la mató también a ella. –Se frotó la frente, como si fuera

ordenando sus recuerdos–. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo

más. Una noche oí un ruido ahí dentro. Y después Shirl gritó. Abrí muy

rápidamente la puerta… la luz del pasillo estaba encendida… y… ella

estaba sentada en la cuna, llorando, y… algo se movió. En las sombras,

junto al armario. Algo se deslizó.

–¿La puerta del armario estaba abierta?

–Un poco. Sólo una rendija. –Billings se humedeció los labios–. Shirl

hablaba a gritos del coco. Y dijo algo más que sonó como «garras». Sólo

que ella dijo «galas», sabe. A los niños les resulta difícil pronunciar la

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«erre». Rita vino corriendo y preguntó qué sucedía. Le contesté que la

habían asustado las sombras de las ramas que se movían en el techo.

–¿Galochas? –preguntó Harper.

–¿Eh?

–Galas… galochas. Son una especie de chanclos. Quizás había visto las

galochas en el armario y se refería a eso.

–Quizá –murmuró Billings–. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo.

Me pareció que decía «garras. –Sus ojos empezaron a buscar otra vez la

puerta del armario–. Garras, largas garras –su voz se había reducido a un

susurro.

–¿Miró dentro del armario?

–S-sí. –Las manos de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su

pecho, tan fuertemente que se veía una luna blanca en cada nudillo.

–¿Había algo dentro? ¿Vio al…?

–¡No vi nada! –chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaron

atropelladamente, como si hubieran arrancado un corcho negro del fondo

de su alma–. Cuando murió la encontré yo, verá. Y estaba negra.

Completamente negra. Se había tragado la lengua y estaba negra como

una negra de un espectáculo de negros, y me miraba fijamente. Sus ojos

parecían los de un animal embalsamado: muy brillantes y espantosos,

como canicas vivas, como si estuvieran diciendo: «me pilló, papá, tú

dejaste que me pillara, tú me mataste, tú le ayudaste a matarme».

Su voz se apagó gradualmente. Un solo lagrimón silencioso se deslizó

por su mejilla.

–Fue una convulsión cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una

mala señal del cerebro. Le practicaron la autopsia en Hartford y nos

dijeron que se había asfixiado al tragarse la lengua durante una

convulsión. Y yo tuve que volver solo a casa porque Rita se quedó allí,

bajo el efecto de los sedantes. Estaba fuera de sí. Tuve que volver solo a

casa, y sé que a un crío no le atacan las convulsiones por una alteración

cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un susto. Y yo tuve

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que volver solo a la casa donde estaba eso. Dormí en el sofá –susurró–.

Con la luz encendida.

–¿Sucedió algo?

–Tuve un sueño –contestó Billings–. Estaba en una habitación oscura y

había algo que yo no podía…, no podía ver bien. Estaba en el armario.

Hacía un ruido…, un ruido viscoso. Me recordaba un comic que había

leído en mi infancia. Cuentos de la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús! Había un

personaje llamado Graham Ingles, capaz de invocar a los monstruos más

abominables del mundo… y a algunos de otros mundos. De todos

modos, en este relato una mujer ahogaba a su marido, ¿entiende? Le

ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a una cantera

inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y de color negro

verdoso y los peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en

el pelo. Volvía y la mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche,

pensé que lo encontraría inclinándose sobre mí. Con garras… largas

garras…

El doctor Harper consultó su reloj digital embutido en su mesa. Lester

Billings estaba hablando desde hacía casi media hora.

–Cuando su esposa volvió a casa –dijo–, ¿cuál fue su actitud respecto a

usted?

–Aún me amaba –respondió Billings orgullosamente–. Seguía siendo una

mujer sumisa. Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación

femenina sólo sirve para aumentar el número de chalados. Lo más

importante es que cada cual sepa ocupar su lugar… Su… su… eh…

–¿Su sitio en la vida?

–¡Eso es! –Billings hizo chasquear los dedos–. Y la mujer debe seguir al

marido. Oh, durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la

desgracia estuvo bastante mustia…, arrastraba los pies por la casa, no

cantaba, no veía la TV, no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando

los niños son tan pequeños, uno no llega a encariñarse tanto. Después de

un tiempo hay que mirar su foto para recordar cómo eran, exactamente.

»Quería otro bebé –agregó, con tono lúgubre–. Le dije que era una mala

idea. Oh, no de forma definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora

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de que nos conformáramos y empezáramos a disfrutar el uno del otro.

Antes nunca habíamos tenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir

al cine, teníamos que buscar una babysitter. No podíamos ir a la ciudad a

ver un partido de fútbol si los padres de ella no aceptaban cuidar a los

críos, porque mi madre no quería tener tratos con nosotros. Denny había

nacido demasiado poco tiempo después de que nos casamos, ¿entiende?

Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar trotacalles. ¿Qué le

parece? Una vez me hizo sentar y me recitó la lista de las enfermedades

que podía pescarme si me acostaba con una tro… con una prostituta. Me

explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver… en el pene, y al día

siguiente se estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.

Billings tamborileó con los dedos sobre su pecho.

–El ginecólogo de Rita le vendió un chisme llamado DIU… dispositivo

intrauterino. Absolutamente seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en

el…, en el aparato femenino, y listo. Si hay algo allí, el óvulo no se

fecunda. Ni siquiera se nota. –Ni siquiera sabes que está allí. Y al año

siguiente volvió a quedar embarazada. Vaya seguridad absoluta.

–Ningún método anticonceptivo es perfecto –explicó Harper–. La píldora

sólo lo es en el noventa y ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser

expulsado por contracciones musculares, por un fuerte flujo menstrual y,

en casos excepcionales, durante la evacuación.

–Sí. O la mujer se lo puede quitar.

–Es posible.

–¿Y entonces qué? Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha,

y come encurtidos como una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que

debe ser la voluntad de Dios. Mierda.

–¿El bebé nació al finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?

–Exactamente. Un varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise

tener nada que ver con él, por lo menos al principio. Decidí que puesto

que ella había armado el jaleo, tenía que apañárselas sola. Sé que esto

puede parecer brutal, pero no olvide cuánto había sufrido yo.

»Sin embargo terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el

único de la camada que se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su

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madre, y Shirley no se había parecido a nadie, excepto tal vez a la abuela

Ann. Pero Andy era idéntico a mí.

»Cuando volvía de trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y

sonreía y gorgoteaba. A las nueve semanas ya sonreía como su papá.

¿Cree lo que le estoy contando?

»Y una noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para

colgar sobre la cuna del crío. ¡Yo! Yo siempre he pensado que los críos

no valoran los regalos hasta que tienen edad suficiente para dar las

gracias. Pero ahí estaba yo, comprándole un chisme ridículo, y de pronto

me di cuenta de que lo quería más que a nadie. Ya había conseguido un

nuevo empleo, muy bueno: vendía taladros de la firma Cluett and Sons.

Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un año nos mudamos a

Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos.

»Y demasiados armarios.

»El año siguiente fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la

mano derecha por poder vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en

Vietnam, y los hippies seguían paseándose desnudos, y los negros

vociferaban mucho, pero nada de eso nos afectaba. Vivíamos en una

calle tranquila, con buenos vecinos. Éramos felices –resumió

sencillamente–. Un día le pregunté a Rita si no estaba preocupada. Usted

sabe, dicen que no hay dos sin tres. Contestó que eso no se aplicaba a

nosotros. Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un

círculo mágico.

Billings miró el techo con expresión morbosa.

–El año pasado no fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a

dejar los chanclos en el vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta

del armario. Pensaba constantemente: ¿Y qué harás si está ahí dentro,

agazapado y listo para abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a

imaginar que oía ruidos extraños, como si algo negro y verde y húmedo

se estuviera moviendo apenas, ahí dentro.

»Rita me preguntaba si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla

como antes. Me revolvía el estómago dejarlos solos para ir a trabajar,

pero al mismo tiempo me alegraba salir. Que Dios me ayude, me

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alegraba salir. Verá, empecé a pensar que nos había perdido durante un

tiempo cuando nos mudamos. Había tenido que buscarnos, deslizándose

por las calles durante la noche y quizá reptando por las alcantarillas.

Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos encontró. Ha vuelto,

me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a sospechar que

quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe, termina por

corporizarse. Quizá todos los monstruos con los que nos asustaban

cuando éramos niños, Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia,

existían realmente. Existían en la medida suficiente para matar a los

niños que aparentemente habían caído en un abismo o se habían ahogado

en un lago o tan sólo habían desaparecido. Quizá…

–¿Se está evadiendo de algo, señor Billings?

Billings permaneció un largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos

minutos. Por fin dijo bruscamente:

–Andy murió en febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una

llamada de su padre. Su madre había sufrido un accidente de coche un

día después de Año Nuevo y creían que no se salvaría. Esa misma noche

Rita cogió el autobús.

»Su madre no murió, pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de

pacientes graves. Yo tenía una niñera excelente que estaba con Andy

durante el día. Pero por la noche nos quedábamos solos. Y las puertas de

los armarios porfiaban en abrirse.

Billings se humedeció los labios.

–El niño dormía en la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una

vez, cuando cumplió dos años, Rita me preguntó si quería instalarlo en

otro dormitorio. Spock u otro de esos charlatanes sostiene que es malo

que los niños duerman con los padres, ¿entiende? Se supone que eso les

produce traumas sexuales o algo parecido. Pero nosotros sólo lo

hacíamos cuando el crío dormía. Y no quería mudarlo. Tenía miedo,

despue´s de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.

–¿Pero lo mudó, verdad? –preguntó el doctor Harper.

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–Sí –respondió Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza

y amarilla–. Lo mudé.

Otra pausa. Billings hizo un esfuerzo por proseguir. –¡Tuve que hacerlo!

–espetó por fin–. ¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bien mientras

Rita estaba en la casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a

envalentonarse. Empezó a… –Giró los ojos hacia Harper y mostró los

dientes con una sonrisa feroz–. Oh, no me creerá. Sé qué es lo que

piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé. Pero usted no

estaba allí, maldito fisgón.

»Una noche todas las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una

mañana, al levantarme, encontré un rastro de cieno e inmundicia en el

vestíbulo, entre el armario de los abrigos y la puerta principal. ¿Eso

salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro ante Dios que no lo sé! Los discos

aparecían totalmente rayados y cubiertos de limo, los espejos se

rompían… y los ruidos… los ruidos…

Se pasó la mano por el cabello.

–Me despertaba a las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al

principio me decía: «Es sólo el reloj.» Pero por debajo del tic-tac oía que

algo se movía sigilosamente. Pero no con demasiado sigilo, porque

quería que yo lo oyera. Era un deslizamiento pegajoso, como el de algo

salido del fregadero de la cocina. O un chasquido seco, como el de garras

que se arrastraran suavemente sobre la baranda de la escalera. Y cerraba

los ojos, pensando que si oírlo era espantoso, verlo sería…

»Y siempre temía que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que

luego estallara una risa sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a

coles rancias. Y que unas manos se cerraran sobre mi cuello.

Billings estaba pálido y tembloroso.

–De modo que lo mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él.

Porque era más débil. Y así fue. La primera vez chilló en mitad de la

noche y finalmente, cuando reuní los cojones suficientes para entrar, lo

encontré de pie en la cama y gritando: «El coco, papá… el coco…,

quiero ir con papá, quiero ir con papá.»

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La voz de Billings sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos

parecían llenar toda su cara. Casi dio la impresión de haberse encogido

en el diván.

–Pero no pude. –El tono atiplado infantil perduró–. No pude. Y una hora

más tarde oí un alarido. Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di

cuenta de que le amaba mucho porque entré corriendo, sin siquiera

encender la luz. Corrí, corrí, corrí, oh, Jesús María y José, le había

atrapado. Le sacudía, le sacudía como un perro sacude un trapo y vi algo

con unos repulsivos hombros encorvados y una cabeza de espantapájaros

y sentí un olor parecido al que despide un ratón muerto en una botella de

gaseosa y oí… –Su voz se apagó y después recobró el timbre de adulto–.

Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings sonó fría y

muerta–. Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebra cuando uno

patina sobre un estanque en invierno.

–¿Qué sucedió después?

Oh, eché a correr –respondió Billings con la misma voz fría, muerta–.

Fui a una cafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le

parece esto, como prueba de cobardía? Me metí en una cafetería y bebí

seis tazas de café. Después volví a casa. Ya amanecía. Llamé a la policía

aun antes de subir al primer piso. Estaba tumbado en el suelo

mirándome. Acusándome. Había perdido un poco de sangre por una

oreja. Pero sólo una rendija.

Se calló. Harper miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.

–Pídale una hora a la enfermera –dijo–. ¿Los martes y jueves?

–Sólo he venido a contarle mi historia –respondió Billings–. Para

desahogarme. Le mentí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el

crío había tratado de bajar de la cuna por la noche y…, se lo tragaron.

Claro que sí. Eso era lo que parecía. Un accidente, como los otros. Pero

Rita comprendió la verdad. Rita… comprendió… finalmente.

–Señor Billings, tenemos que conversar mucho –manifestó el doctor

Harper después de una pausa–. Creo que podremos eliminar parte de sus

sentimientos de culpa, pero antes tendrá que desear realmente librarse de

ellos.

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–¿Acaso piensa que no lo deseo? –exclamó Billings, apartando el

antebrazo de sus ojos. Estaban rojos, irritados, doloridos.

–Aún no –prosiguió Harper afablemente–. ¿Los martes y jueves?

–Maldito curandero –masculló Billings después de un largo silencio–.

Está bien. Está bien.

–Pídale hora a la enfermera, señor Billings. Adiós.

Billings soltó una risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar

atrás.

La silla de la enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había

un cartelito que decía «Vuelvo enseguida».

Billings se volvió y entró nuevamente en la consulta.

–Doctor, su enfermera ha…

Pero la puerta del armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.

–Qué lindo –dijo la voz desde el interior del armario–. Qué lindo.

Las palabras sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca

llena de algas descompuestas.

Billings se quedó paralizado donde estaba mientras la puerta del armario

se abría. Tuvo una vaga sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se

orinó encima.

–Qué lindo –dijo el coco mientras salía arrastrando los pies.

Aún sostenía su máscara del doctor Harper en una mano podrida, de

garras espatuladas.

Del libro “El umbral de la noche” (Night Shift)

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