Antes de Perder Cuentos Aletto

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Aletto, Carlos DanielAntes de perder. - 1a ed. - Mar del Plata : La Cuerva Blanca, 2010. 130 p. ; 22x14 cm.

ISBN 978-987-23002-1-0

1. Narrativa Argentina. I. Título CDD A863

Diseño de tapa: Daniel SánchezFoto de tapa: Niños en la trinchera (1940) John

Topham© Carlos Daniel Aletto

© Cuerva BlancaLos Naranjos 3537, Mar del Plata, Argentina

Primera edición: junio de 2010Impresión: Editorial Martin

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Teléfono y Fax: +54 223 475-2173 Catamarca 3002 –

7600 - Mar del Plata [email protected] hecho el depósito que previene la ley

11.723ISBN: 978-987-23002-1-0

IMPRESO EN ARGENTINA / PRINTED IN AR-GENTINA

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ÍNDICE

Prólogo................................................................11

Atalaya................................................................17

Entre el hacha y el tajo.......................................31

La sangre perdida...............................................45

Antes de perder..................................................73

Alicia detrás de los ojos......................................85

Los sueños de Liniers........................................103

¡Despertad!.......................................................119

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PRÓLOGO

Cada vez que usamos la palabra “realismo” deberíamos circunscribir es-trictamente lo que queremos decir: tal es la vastedad de sentidos que el término puede adquirir. En rigor, esta amplitud es lógicamente esperable pues está determi-nada por el hecho de haberse tramado inextricablemente con el devenir histórico de la cultura occidental; desde Cervantes, puede decirse que la observación del mun-do social está vinculada con la narración misma. Dado que el relato existe en toda cultura por cuanto el intercambio social es, en gran medida, una circulación de re-latos, los géneros característicamente na-rrativos, como la novela y el cuento, se-rían una determinada manera, dominante en la cultura de occidente, de concebir el relato y ponerlo en escritura. Por ello, lla-mar “realistas” a estos géneros narrativos sería una redundancia, por cuanto siendo

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relatos que acompañan y en cierto sentido resignifican, la hegemo- nía de la bur-guesía, cuya historia y forma culminan en el siglo XIX, son intrínsecamente realistas.

Hay grandes nombres que, más allá de la ortodoxia realista a lo Zola o, entre nosotros, Manuel Gálvez, se inscriben en esta tradición pero modificándola sustan-cialmente, es el caso de Proust, Joyce, Ka-fka o Musil, nombres que esgrimen, así el blasón de la modernidad. En nuestra serie literaria, las variables narrativas de cómo se concibe ese registro del mundo —es de-cir, las modulaciones del realismo— tra-zan una sinuosa línea en la historia del re-lato: desde el precursor Echeverría de “El matadero”, pasando por los cuadros de costumbres, el particular naturalismo de Cambaceres, que contradice la ideología del movimiento francés al que imita, el sentimentalismo boedista y, en el otro ex-tremo, la fuerte denegación macedoniana de la posibilidad de representar, cuya teo-ría se escenifica en el programático anti-rrealismo de Borges, modulaciones que,

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aún situándose en las antípodas del realis-mo, lo presuponen al denegarlo.

La literatura argentina ha sido pródi-ga en cuentistas excelentes; uno de los motivos de esa calidad se funda en la ca-pacidad de observar el mundo circundan-te, sea cual fuere el estatuto que adquiera en la narración; así, el contexto, la atmós-fera, en una palabra: lo que rodea a los personajes y los avatares que atraviesan en el devenir de la historia, deja de ser subsidiario de la misma para tornarse fun-damental: instancia de sentido que conno-ta un derrotero convocante del lector, me-diante el cual, al imaginar, éste se sitúa en múltiples lugares posibles, sean ellos lo social, lo político, lo histórico o lo subjeti-vo y sus conflictos.

Este volumen de Carlos Aletto se po-siciona en la estela de esa cuentística con comodidad y con plena conciencia de las operaciones que requiere la verosimilitud buscada para el personaje. Si al comienzo de estas líneas hablé de realismo, es por-que la lectura de estos textos produce el efecto de lo genuinamente vivido; una de

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las razones para ello es la localización en el personaje, en sus experiencias concre-tas, aunque contadas con extrema sobrie-dad y una deliberada escasez en el lengua-je de procedimientos formalmente densos o complejos. Esta voluntaria “pobreza” responde, en varios de los cuentos aquí reunidos, a una voz narrativa situada en una primera persona que, lejos de expli-carnos y explicarse su registro del mundo mediante una interiorización perceptible, lo hace “desde fuera”, promoviendo una subjetividad opaca aún para quien narra. Esta opacidad que detiene el acceso fácil a las profundas motivaciones del persona-je o que, en otra ladera, permite asomarse a su ambivalencia, contrasta con la senci-llez de exposición propia de la etapa de la vida en que se encuentran varios de los protagonistas de estos cuentos, pues se trata de niños en el borde del abandono de la infancia, en una pubertad que aún no se asoma a la plena adolescencia.

Como sabemos por experiencia, no es fácil recordar cómo piensa y siente un chico, el país de la infancia está lejos y la

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memoria lo envuelve en las brumas de la nostalgia, la melancolía o la idealización. Si algo hace memorable a “Después del al-muerzo”, uno de los más fascinantes cuen-tos de Cortázar, es la índole de su prota-gonista: así, sabemos perfectamente que es un niño, suponemos aproximadamente su edad, pero nada se nos describe sobre él, su aspecto, modo de vida, la relación con sus padres, u otras circunstancias fun-damentales; no hace falta, todo eso lo “ve-mos” gracias a la maestría en el manejo del lenguaje que produce el efecto de que el niño nos está hablando. El ejemplo evo-cado no es arbitrario; Aletto parece haber aprendido esa fundamental lección del maestro: el sencillo recurso de no dar nombres, de no individualizar sus diálo-gos, es de una contundente eficacia. El lenguaje puede, con su parquedad, situar al lector en el mismo mundo, tanto ex-terno como interno, donde vive el perso-naje; el registro de habla no elige el ca-mino fácil de los localismos, pero si hay remedo de oralidad en el uso de cierta jer-ga —como es el caso del vocabulario de la

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droga— fluye con naturalidad y sin esfuer-zo. Aletto se muestra capaz de dominar la escritura “blanca”, de tal forma, el estilo martillea con sus frases cortas, trayendo ecos minimalistas, propios de los realistas norteamericanos. Otro de los sutiles méri-tos de esta escritura es que si bien las cir-cunstancias vividas por los niños suelen ser muy duras, no hay patetismo, ni predo-mina el tono dramático: por el contrario, como sucede con los niños, en general convive lo terrible con lo inocente o feliz.

Unas frases aparte deben dedicarse a dos de los cuentos de este volumen, por-que exhiben condiciones particulares. Uno de ellos se deja describir con las mismas características de estilo que vengo comen-tando, hay también, un registro situado en el punto de vista del personaje protagóni-co, sólo que ahora no se trata de un niño, sino de un adulto que sin dramatismo, es-tridencia ni culpa perceptible nos permite seguir paso a paso los avatares del proce-so de su entrega al dominio de una oscura y mortal perversión. Por su parte, el relato dedicado a la derrota, prisión y ajusticia-

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miento del ex virrey Liniers muestra cómo el autor puede transitar una vertiente di-ferente de las anteriores. En efecto, la na-rración, que se apoya en un episodio y un personaje históricos permite reconocer al-gunas de las condiciones de la modalidad adoptada por la así llamada “nueva novela histórica”, que fuera objeto de gran aten-ción crítica durante las dos últimas déca-das del siglo XX, precisamente porque los nuevos rostros de un subgénero tradicio-nal mostraron la ductilidad y nuevas posi-bilidades que éste ofrecía para exponer la complejidad de situaciones, acontecimien-tos o protagonistas del escenario público. Lo dicho no puede sorprender puesto que el relato constituye un homenaje al Andrés Rivera de La revolución es un sueño eterno, una de las novelas que justamente muestra el acercamiento de la distancia histórica al enfocar a un personaje —el Castelli de la Revolución de Mayo— desde una interioridad compleja y contradicto-ria. El estilo, repetitivo, machacante, es de modo evidente tributario del menciona-do autor. Pero no deberíamos creer que el

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texto pretende duplicar el de Rivera, por el contrario, se trata de un homenaje contradictorio porque haciendo foco en un aspecto apenas desarrollado o marginal en la trayectoria de Castelli, cual es la condena de Liniers por contrarrevolucio-nario, propone una visión antagónica y contrapuesta del que otrora fuera héroe en la resistencia a las invasiones inglesas, no sin dejar filtrar por lo detalles, las se-ñales que revelan, en datos diseminados por la escritura, una tarea de investiga-ción minuciosa.

En síntesis: un libro para celebrar por la emergencia de un narrador con to-das las condiciones requeridas para poder capturar al lector.

Elisa Calabrese

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ATALAYA

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Los soldados anotan en un cuaderno lo que va ocurriendo, me contó mi papá que estuvo en la guerra. Escriben para no tener que hablar nunca más de eso. Al ge-neral le pareció interesante que llevára-mos anotaciones de nuestra guerra. Deci-dió que fuera yo el encargado. El general Durante siempre decide todo, incluso él resolvió ser general; nadie se opuso. Él es dos años más grande que nosotros.

Eso sí, todos nos pusimos de acuerdo en hacerle la guerra al Ruso; fue cuando descubrimos que robó a Tanga de atrás del arco. El nombre Tanga también lo de-cidió el general; él dice que todo tiene que tener nombre. La bautizó antes de darle la primera patada. Tanga también se llamó su tortuga que se le murió cuando le pintó los gajos blancos y negros. Él todavía no sabía que las tortugas respiran por el ca-parazón.

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El Ruso tiene como doce años, aunque le crecieron bigotes, tiene voz de tonto y juega con los chicos.

Esta tarde Cristian Arati, el hijo del fumigador, trajo como mascota a la Chis-pa, una perrita juguetona color arena. El general dijo que no hacía falta tener mas-cotas; Cristian aclaró que si la Chispa no se quedaba, él tampoco. Su hermano Fa-bián es teniente con tres cintas, igual que el general Durante que además tiene la escarapela. Los dos discutieron por la pe-rrita. Al final todos hicimos una cucha con dos cajones y una chapa.

Nos encontramos temprano para aprovechar la mañana y cavar las trinche-ras. Me duelen los brazos y tengo las ma-nos ampolladas por las palas. El general dijo que si era necesario íbamos a usar la granada que tiene mi papá en casa. Maña-na vamos a ir a Tierras de Oro a hablar con el Ruso, para que nos dé a Tanga por las buenas. Allá las casas dan miedo, son

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todas de maderas torcidas. El padre del Ruso es policía, pero ya no nos asusta más con eso. El general decidió que iremos él y yo.

Al Ruso lo encontramos en la calle a la siesta. Le dije que nos devolviera a Tan-ga. Se rió como un caballo, con el ruido de asma de mi abuela. Me dijo que lo acom-pañara hasta la casa que me la iba dar. El general se quedó en la esquina. Tanga es-taba en una mesa del galpón del fondo. Cuando me acerqué para agarrarla, el Ru-so me empezó a pegar patadas y a tirarme golpes; me gritaba que ésa era su casa y que nadie entraba. Me sentí mareado; vi la luz cuadrada de la puerta y salí por ahí. La calle estaba embarrada; patiné. El Ru-so se reía. El general escapó corriendo. Yo corrí detrás de él. Tengo el honor de ser el primer herido en combate. El general me juró que no escapó, sino que iba a buscar refuerzos.

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Nos enteramos de que el Ruso está preparando un ejército para atacarnos. Estuvimos buscando piedras y cortamos ramas para hacer espadas. Hicimos una trinchera circular, más honda. La Oya, le puso el general. Escribo esto esperando que llegue el Ruso; está oscureciendo. Mi mamá me llama a comer.

Ayer a la noche nos taparon las trin-cheras. Tuvimos que arreglarlas. Acomo-damos las piedras y sacamos la tierra de adentro. Después nos entrenamos. Cris-tian fue a Tierras de Oro como espía. La Chispa lo siguió, es una sanguijuela, no se separa de su dueño; aunque pensándolo bien, la Chispa ya es de todos. El Ruso hi-zo una choza a orilla del lago y prepara su ejército. Son como veinte.

Tuvimos el primer enfrentamiento desde que estamos en vacaciones. Manda-ron a un soldado para decirnos que nos iban a atacar. Esperamos casi una hora.

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Cuando los vimos venir, el general desde la Oya nos dio la orden de ocupar nuestros puestos. El enemigo se paró a una cuadra. Nos empezaron a tirar con hondas. Tres soldados nuestros escaparon; al Gordo Ruíz le pegaron con una piedra en la es-palda. Se nos vinieron encima; daban mie-do. El general dio la orden de apuntar. Desde atrás apareció el Ruso con otros soldados. No lo esperábamos. Pudimos es-capar. Nos incendiaron el terreno. Los hi-nojos crujían; un humo negro subía hasta el cielo. El general dijo que perder una ba-talla no era perder la guerra.

Agregamos a nuestras armas las hon-das. Cristian es nuestro espía oficial. Cru-za el campo de Bignolo, luego el hipódro-mo abandonado donde cabalga el fantas-ma del jinete desnucado, y llega por entre los matorrales a metros de la choza del Ruso. No están preparados para recibir un ataque: se distraen jugando al fútbol, se bañan en el lago y con la misma agua que se bañan preparan mate. Los pibes que

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juegan al fútbol en la plaza se unieron a nuestro ejército; los convenció el general. No pudo convencer a sus primos porque son Testigos de Jehová. Me gusta que sea-mos más soldados porque el teniente Fa-bián hoy nos puso a su hermano y a mí la primera cinta. Cada uno tiene a cargo cin-co soldados.

Lo descubrieron a Cristian entre los matorrales y le empezaron a tirar cascota-zos. Cuando quiso escapar, los hermanos Fava, que tienen al padre preso por matar a la atorranta de la madre, le dieron una paliza bárbara. Cristian llegó llorando co-mo una nena. Tenía la ropa sucia y el pan-talón roto. El teniente Fabián se puso fu-rioso cuando su hermano con vergüenza le contó lo que uno de los Fava le hizo, mien-tras otros cuatro lo sostenían boca abajo. Le pidió permiso al general para ir a enve-nenar el lago. El teniente también lloraba.

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El teniente y Cristian fueron anoche a envenenar el lago. Robaron a su papá un bidón lleno de un veneno fuerte. Tiene el color de la leche; para fumigar hay que di-luirlo con mucha agua y usar guantes. Echaron el veneno puro, todo el bidón, en el lago cerca de la choza. Por orden del general hoy vamos a ocupar el hipódromo que tiene murallas y hasta un mirador. Va a ser nuestro fuerte. Vamos a estar más cerca del territorio enemigo. Los fantas-mas no existen, dijo el general.

Aparecieron muertos varios perros en el barrio. La pobrecita de la Chispa se re-torcía toda. No sé cuándo habrá tomado agua del lago. Esperamos que el Ruso y los otros enemigos también se retuerzan como la Chispa. Enterramos a la perrita que estaba con los ojos abiertos, parecía un pajarito embalsamado. Cuando le tira-mos tierra se me cerró la garganta como con miga de pan. A Cristian lo ascendie-ron para que deje de llorar. Cuando el ge-

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neral le ponía la otra cinta todavía tenía la cara mojada.

Tomamos el hipódromo abandonado. El general bautizó al fuerte con el nombre de Atalaya por una revista de los Testigos de Jehová que tiene en la tapa un dibujo parecido a la torre del mirador. Para mí que ahí adentro está el fantasma del jinete desnucado. Entusiasmados por el nuevo refugio se sumaron los chicos del Bosque Grande y los del curso de catequesis de Santa Rita. Me pusieron la segunda cinta.

Cuando íbamos a salir del fuerte vi-mos que los enemigos nos rodeaban por los cuatro lados. Por el frente un grupo de veinte, al mando del Ruso, intentó entrar. Desde el fuerte le tiramos con hondas. Si salíamos del fuerte íbamos a ser derrota-dos. En la entrada apareció uno de los Fa-va con una bandera blanca. El general Du-rante y el teniente Fabián fueron a nego-ciar. El hermano sacó de la ropa un aire

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comprimido y disparó contra Fabián. La bala le rasguñó el brazo. El General y el Teniente corrieron a ocultarse dentro del fuerte. A cada rato escuchábamos caer, sobre las paredes y los techos de chapas, ráfagas de piedras. En las esquinas ilumi-nadas veíamos pasar por el polvo de luz amarilla a algunos soldados enemigos. Co-rrimos hacia la oscuridad. El escape fue un éxito, aunque mi papá me puso en pe-nitencia por llegar tarde a casa.

Vino a visitarme el general para saber por qué había desertado. Le expliqué lo que pasaba. Me contó que muchos no ha-bían vuelto porque estaban asustados. Di-jo que ya era hora de usar la granada; a cambio me ofreció una tercera tira. Le pe-dí que me diera la tercera tira y la escara-pela. Me explicó que no puede haber dos generales juntos. Le dije que yo pasaba a ser jefe y él teniente. Me contestó que los oficiales no pueden descender de cargo. El general me propuso tres tiras y media escarapela, un nuevo cargo que me deja

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por encima de Fabián, algo así como un teniente general. Acepté. Mañana le voy a llevar la granada.

Aparecí en la Atalaya como teniente general. Anoche corté una escarapela de plástico por la mitad y le agregué una tira más a mi remera. Al teniente Fabián no le gustó nada, pero hizo de tripas corazón. Estuvimos estudiando la granada. Es ne-gra y grande, adentro no le late nada. Tie-ne un fierrito que no hay que sacárselo, si no sale fuego y ruidos, como el genio de la lámpara. Todavía no sabemos cómo la va-mos a usar. Sólo el general y yo conoce-mos el escondite. Algunos de los deserto-res empezaron a aparecer; los de cateque-sis no volvieron más.

Uno de los primos del general se unió a nuestro ejército. Los Testigos de Jehová ni siquiera pueden jugar, pero vino a es-condidas de sus padres y su hermano. Es muy feo y tiene voz de chicharra: le dicen Mascarita. Estuvimos entrenándonos para atacar la choza y negociar que nos devuel-

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van a Tanga. Por voto general la gran ma-yoría decidió el ataque. Eso es democra-cia, dijo el general.

Mañana vamos a atacar la choza. Pre-paramos todo el arsenal: hondas, bolsas llenas de piedras, palos. Mi escuadrón va a encabezar el ataque. El plan es entrar en grupos, descargar y rápidamente reti-rarnos. Tenemos que organizarnos para entrar y salir sin chocarnos. Hoy estuvi-mos todo el día ensayando.

El ataque a la choza tuvo un éxito to-tal. Los atacamos con facilidad. Entré con mi escuadrón, tuve dos heridos. Ensegui-da atacó el grupo del teniente Fabián. En el cuerpo a cuerpo no tuvimos ni un solo soldado lastimado. Destruimos la choza. Varios enemigos sangraban y lloraban. Cristian y su grupo capturaron a uno de los Fava. Lo trajo como rehén. Tenía san-gre en la cabeza y se hacía el dormido. Cristian le dio tres puntinazos al soldado

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desmayado. Los soldados nos pedían por favor que dejáramos de pegarles. El Ruso y los demás se rindieron. Prometieron que mañana nos iban llevar a Tanga al fuerte.

El Ruso no apareció en todo el día. Nos enteramos de que está preparando de nuevo el ejército para vengarse. Con el ge-neral planeamos un ataque secreto para mañana.

Vamos a tener que quemar el cua-derno, si no vamos a ir al reformatorio, me dijo el general. Por ahora lo voy a escon-der. Mascarita igual no iba a hacer el ser-vicio militar, porque no puede usar armas aunque fue él quien tiró la granada. Yo tampoco quiero hacer el servicio; te dan una vacuna grandísima en la espalda que te deja dos o tres días en cama. A cada ra-to mi papá me pregunta si sé qué le pasó a Mascarita. Yo sé lo que pasó, soy el que más sabe, pero sin la orden del general no le puedo contar nada a nadie. Hasta la po-

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licía vino a casa. Hoy a la mañana fuimos con el Mascarita a la casa del Ruso. El ge-neral se quedó en la esquina para hacer de campana. La pared de atrás del galpón donde estaba Tanga da a un gallinero. Desatamos el alambrado para poder en-trar y salir rápido. Nos pusimos dentro de una cuneta por donde pasaba el agua con jabón podrido de las casas vecinas. Masca-rita tiró la granada contra la pared del galpón y se tapó los oídos. Fue un golpe seco contra la pared. Nos quedamos du-ros; una vez que sacás el fierrito no te po-dés volver atrás. Me imaginaba ver volan-do plumas de gallina, desplomarse la pa-red, el genio de fuego elevándose. Ni hu-mo salía de la granada. Mascarita pregun-tó cuánto tardaba en explotar. Le dije que en las películas contaban hasta diez. Con-tamos varias veces hasta diez. Mascarita era más valiente de lo que imaginaba. Lo cargábamos porque la religión no lo deja-ba festejar los cumpleaños, ni jugar a la guerra; pero fue él, sin mi orden, quien decidió entrar a buscar a Tanga. Bordeó contra la madera el galpón. Tuve miedo de

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que explotara la granada. En un momento desapareció de mi vista. Cuando lo vi de nuevo venía con Tanga sonriente. El Ruso salió gritando que a su casa no entraba nadie. Mascarita empezó a correr. El Ruso nos corría con un revolver grande como los de verdad. El general nos vio venir con Tanga, y sonrió. Cuando vio aparecer al Ruso con el arma en la mano, empezó a correr con nosotros. Mascarita se cayó dos veces pero no soltaba a Tanga. Yo mi-raba el piso para no tropezar con los ba-ches. Parecía el suelo de la luna. Iba pi-sando mi sombra redonda y embarrada. Se escuchó el primer tiro; el zumbido de una avispa pasó cerca de mi oreja. El se-gundo disparó fue una avispa que se frenó en el camino. Todo nos sucedía lento, co-mo a los astronautas, como si una tormen-ta de viento y tierra nos frenara. Mascari-ta tardó en desplomarse, iba cayendo muertito; Tanga se le escapó de las ma-nos, flotó en el aire y rebotó sobre la calle tres o cuatro veces. No entendí cómo los soldados volvían a ayudar a sus compañe-ros heridos. El general y yo abandonamos

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a Mascarita, sin siquiera dar vuelta la ca-beza para volver a mirarlo. La risa del Ru-so me alcanzó, parecía reírse con todo el asma del mundo. Corrí a esconderme en la torre de la Atalaya; mi sombra llegó unos segundos más tarde. El jinete desnucado con la mirada de la perrita muerta bajaba la escalera. Iba silbando una canción vie-ja. Me quedé quietito como una estatua. Salió y dejó la puerta abierta. No me vio.

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Desde que tengo uso de razón y hasta la tragicómica muerte de mi padre odié (como también en vida lo odió mi madre) a este pueblo. No es más que un caserío oculto al costado de una ruta de tierra, un camino agazapado como una serpiente al acecho de viajeros distraídos. Recién baja-dos de los barcos, nuestros abuelos llega-ron hasta Tierras de Oro y se encontraron con una estación de trenes en medio de un desierto polvoriento cruzado por las vías. Al lugar lo fueron poblando lentamente con casas humildes. Al mismo tiempo, los fundadores construyeron en el centro del pueblo la única plaza donde erigieron un monumento con un gaucho de bronce dán-dole rebencazos al caballo y corcoveando en cueros el metal enmohecido. En la pla-za, como en el resto del pueblo, los árbo-les y el césped siempre estuvieron cubier-tos por el polvo. El caserón del delegado municipal siempre fue la envidia —y hasta el orgullo— de todo el pueblo. Está ubica-

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do frente a la plaza (junto a la iglesia). La mansión parece sacada de una ciudad rica y pegada como los collages que hacíamos para el colegio. El parque tiene olor a tie-rra siempre húmeda y el césped es verde, entre sus pinos se formaban pequeños ar-co iris y los rosales están recubiertos por gotas de agua cruzadas por rayos de luz. En diagonal, cruzando la plaza, está la de-legación municipal. El escudo del pueblo encima de la puerta es lo más atractivo que tiene: brilla como un espejo en una montaña. Parece mentira: en una esquina de la plaza se veía el único verde del pue-blo y en la otra el único resplandor y los pájaros, empapándose en el parque, vola-ban una y otra vez gritando indecisos en-tre la vida del verde y la atracción del bri-llo. El resto no teníamos ni verde ni brillo ni pájaros.

Mi casa está detrás del pueblo, en un camino angosto que no llega a ninguna parte, o mejor dicho al único lado que lle-ga es a mi casa. Es pequeña con techo de chapa. El suelo de tierra mientras vivía mi madre brillaba y no hubo día en que no lo

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hubiera regado y barrido. El cuadro con una foto de la abuela es lo más caro que hay en casa. El marco es dorado con una orla de gamuza roja y un vidrio esférico. El vestido negro en el cuadro funcionó du-rante mucho tiempo como espejo: mi pa-dre se afeitaba frente a él y mi madre se peinaba cuando salía de compras. Yo siempre sentí un rechazo inexplicable por esa foto.

Cuando enviudó, mi padre decidió dormir en mi cama, enroscado como un perro y roncaba tan fuerte que yo siempre pensé que era él quien despertaba al gallo antes de la hora de amanecer; y entre los ronquidos de mi padre y el canto del gallo aquellas noches, a pesar de acostarme a mis anchas en la cama grande, comenza-ron a parecerse a una pesadilla. La casa ya no estaba tan limpia como cuando vivía mi madre y el hambre que a veces le había tocado a ella comenzó a tocarme a mí. Esa fue toda su herencia.

En definitiva, con mi madre muerta y sin mi novia Alcira y sin mi hijo ya se los habían llevado vaya uno a saber a dónde),

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compartir la casa con mi padre, las galli-nas y con Furia se hacía insoportable. Él cada día más borracho, las gallinas cada vez más sucias y el perro más flaco y sar-noso. En casa todo comenzaba a oler a viejo.

Mi padre se llamaba Lorenzo, era hijo de italianos, robusto y tenía una panza de cincuenta años como un barril de roble. Su piel era como el suelo de casa, quizá más resquebrajada y sucia. Se bañaba ca-da muerte de obispo y olía a distintas transpiraciones y a vino rancio, a ese vino que regresa del estómago mezclado con la comida. Mi madre más de una vez intentó convencerlo de ir a vivir a la ciudad: casi una súplica. Pero él nunca cedió a su pedi-do, ni siquiera cuando los trenes dejaron de parar en la estación y se quedó sin tra-bajo. Hasta la muerte de mi madre había-mos hablado muy poco con él, y, por lo ge-neral, siempre que tenía algo que decir me lo comunicaba a través de ella. Ya sin intermediario, empezó a darme órdenes; lo hacía con desgano como cuando le ha-

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blaba (segundo antes de molerlo a golpes) al perro.

—Tenéme la yegua. ¿No ves que yo no llego con el brazo?

Yo era en todos los aspectos opuesto a él. El pueblo entero sabía la verdad de por qué yo era tan diferente a mi padre y co-mo siempre sucede fui el último en ente-rarme. Por supuesto, que no había necesi-tado preguntar nada, porque una tarde cuando mi madre me había mandado al al-macén, Don Samuel, el abuelo de mi novia Alcira, mientras acomodaba paquetes de fi-deos en un estante me contó todo. Se reía con maldad al contármelo. “Mirá, tu mamá que parece tan santita”, me dijo. ¿Con qué necesidad?

A Don Samuel le gustaba jugar a las barajas y era más fácil encontrarlo en el bar del Club Satélite que en el almacén. Cuando yo aún era un niño, mi madre can-sada de recalentar la cena me mandaba al bar a buscar a mi padre, yo sabía lo que sucedería si estaba Don Samuel. Siempre la misma historia: el viejo que jugaba a los naipes parece que se divertía ofendiendo

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a mi padre con frases hirientes por encima de las cabezas y las risas de los compañe-ros de barajas. Después mi padre se para-ba a unos pocos metros de la mesa y lo in-vitaba a salir para pelear. El viejo para ofenderlo decía que los tanos son chupaci-rios maricones y que mi padre era el más maricón de todos, y éste, al oírlo empeza-ba a ponerse colorado de rabia. Gritaba como si estuviera loco: lo llamaba judío de mierda y amarrete y terminaba siempre diciendo que si él hubiera estado en Ale-mania durante la Guerra no existiría ni un solo judío sobre la faz de la tierra y que to-dos serían jabones. Era el paso previo a los golpes. El viejo lo llamaba tano afemi-nado, le decía come cebolla y huevo seco. Mi padre (como también lo hacía con mi madre) parecía que esperara oír “huevo seco” para pegarle, encaraba para la me-sa, le pateaba la pata de la silla, el judío se levantaba y tiraba al aire algún puñetazo y otro mi padre, uno daba en el hombro del viejo y a veces terminaban en el piso agi-tando los brazos y las piernas como dos cascarudos boca arriba. Una vergüenza.

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Así durante años. La enemistad continuó incluso muchos años después de la muerte de mi madre.

Todas las peleas terminaron el buen día en que a mi padre le pagaron un traba-jo con una yegua. Desde un principio aceptó el trueque de la mano de obra por el animal, porque había planeado criar mulas para venderlas. El burro de Don Senra (con el que quería cruzar a la ye-gua) fue uno de los tantos animales que por la sequía de esa época plagaron de osamentas los campos. Entonces se propu-so conseguir que el almacenero le presta-ra uno de los burros. Mi padre comenzó a ser más amable con Don Samuel y a tomar sus agresiones como travesuras y nada más (“el viejo es como un niño”, decía), hasta que un día le prestó un burro. No sólo eso sino que él y su mujer empezaron a fiarle en el almacén. Incluso sería el al-macenero quien armaría el velorio cuando mi padre murió.

Sucedió que Vaco, el burro que le prestó Don Samuel, era tan gordo y pe-queño que no alcanzaba a la yegua por

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más que esta se agachara. Lo que parecía una actitud amigable del viejo yo la creí, desde un primer momento, un gesto lleno de malicia. Vaco era uno de los burros más pequeños que he visto en mi vida y salvo por lo pequeño era todo lo contrario al Platero que nos hicieron leer en el cole-gio. A pesar de esto mi padre se las inge-nió y a unos metros del escusado le cavó un pozo a la yegua y construyó una tarima con dos tablones al burro. Una tarde cer-cana a fin de año, cuando yo estaba prepa-rando la caña para ir a pescar al único arroyo que quedaba con agua en los cam-pos del delegado, me ordenó que sostuvie-ra a la yegua mientras él empujaba al bu-rro. Hacía fuerza y el animal estaba esta-queado en el piso, entonces tomó mi caña de pescar y le pegó en las ancas. El burro tiró una patada como un látigo y le dio en la mitad del rostro. Lo tiró dos metros pa-ra atrás, pero cayó parado. Se tapó la cara con las dos manos, dio unos pasos hacia un costado y se derrumbó, boca arriba. Me acerqué y vi que respiraba y que se tragaba la sangre que le salía por un tajo

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que iba desde un ojo a la boca. Mi padre se sacudía como un pescado fuera del agua. Recordé que cuando era chico mi madre siempre me corregía: me enseñaba que se llamaba pescado al muerto y pez al vivo. Yo no sé si es verdad lo que decía mi madre —aunque lo mismo decía la maes-tra—; pero en ese momento se me dio por pensar que un pez fuera del agua que se-guía vivo era un pescado, o mejor pensado tendría que tener otro nombre porque no era ni pez ni pescado, era algo intermedio, todo dependía de la mano del pescador: si lo devolvía al agua seguía siendo pez o si lo dejaba en el suelo sería pronto pescado. No era tan sencillo como lo planteaba, y eso que mi madre siempre hacía todo sen-cillo. Es más: fue ella quien ayudó a mi no-via Alcira a construir, entre el escusado y la bomba de agua, el gallinero (estaba ahí mismo, donde mi padre se sacudía como un pescado). Pusieron cuatro troncos en cada esquina y un alambrado con un tejido con los agujeros como panal de abejas. También fue mi madre quien ayudó a dar-les de comer y a criar los pollitos dentro

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de un cajón con viruta. Alcira había que-dado embarazada y la preocupación de mi madre (como la mía) era que el niño tenía que crecer bien alimentado. Sin embargo, el padre de Alcira, que era el hijo mayor de Don Samuel, decía que yo era la perdi-ción de la niña, que a los trece años nadie podía ser madre. Mi padre le daba la ra-zón, moviendo la cabeza, sin atinar a de-fenderme y la miraba a mi madre para que no interviniera. Una mañana Alcira no le había dado de comer a las gallinas. La busqué en la casa, en el escusado. Corrí desesperado hasta su casa; y Don Samuel me dijo que el hijo, la nuera y la nieta se habían ido a vivir a otro pueblo. Pensé en mi hijo; no creí que Alcira lo alejara así porque sí de mí, del hombre al que decía amar tanto. Mi madre por muchos días no le habló a mi padre.

Sin querer seguir recordando (que era lo que mejor me salía) tomé la caña que había quedado a un costado de donde aho-ra mi padre se sacudía más pausadamente y me alejé para buscar la carnada. Cuando volví me senté, con la caña entre las pier-

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nas, sobre los tablones que se zarandea-ban porque Vaco se le había echado a la yegua y esperé que mi padre dejara de dar el último espectáculo ridículo de su vida. Por suerte esta vez sin espectadores: el burro y la yegua no cuentan. Cuando se quedó quieto tardó casi cinco minutos en dejar de respirar.

Así fue que Don Samuel y la mujer le armaron un velorio en el Club Satélite con un cajón digno, en cuyos fondos pusieron una tela blanca bordada, y allí lo tuvieron, en medio del salón de billares, envuelto en tules y tan lleno de velas que muchas ve-ces me preocupaba pensando que mi pa-dre acabaría por parecer ante los ojos de Dios un santo. No sé por qué, hasta enton-ces, se me había ocurrido imaginar a los muertos pálidos como la cal, pero de lo que sí me acuerdo es de la mala impresión que me dio cuando lo vi amarillo como el paisaje del pueblo; tenía la cara cocida con hilo de chorizo, como las costuras de los matambres o de los fondos de las bol-sas de semillas y las manos en el pecho entrelazadas y tan quietas que me daban

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bronca verlas. Cuando a las cinco o seis horas de velorio sacaron los tules para acomodarlo mejor dentro del cajón, pude ver bien que tenía una camisa clara y esta-ba limpio como nunca lo había visto en vi-da; casi puedo decir que parecía un hom-bre respetable: olía a perfume, la camisa estaba planchada —prendidos los botones, cada uno en su ojal— y ya el rostro me da-ba la impresión de una paz que él jamás me había transmitido. Lo santiguó con agua bendita el cura que me miró con el rencor clavado en los ojos como dos len-guas de fuego y se fue sin saludarme. Vino el delegado quien, para que yo no tuviera que “sufrir con los azares de la tierra”, me prometió que me daría un trabajo para mantener la plaza José Hernández: poner granza en los caminos, arreglar los juegos, cortar y regar el pasto y hasta restaurar el monumento al gaucho. Don Samuel pare-cía llorar frente al cajón con una mueca más parecida a la burla que al dolor. La esposa se sentaba cerca de mi padre, y mirando para el cajón se le pasaban las horas, con una cara de tristeza que a mí

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no me quedaban dudas de que ya sabía desde el vamos que nadie podría pagar el fiado ni el velorio de mi padre. Después se levantaba, se iba a dar una vuelta por el patio del club, y cuando menos lo pensa-ba, a la hora que todos dormían allí la te-níamos, otra vez al lado del cajón con la boca abierta y la mirada tan entristecida que daba en pensar en cualquier cosa.

Al entierro no fue casi nadie —poca era la gente que esa mañana no trabajaba—. Un cielo negro (nunca visto) hacía más lúgubre el cementerio; los primeros puños de tierra que me exigieron arrojar fueron tan innecesarios y forzados que estuve a punto de desmayarme. Volví a mi casa muy cansado: no le di de comer a ningu-nos de los animales, saqué la foto del cua-dro de la abuela y la guardé en un cajón entre unos almanaques viejos; en su lugar acomodé una foto coloreada de mi madre que está sonriendo apoyada con las dos manos en una silla de mimbre levantando una pierna. Me acosté, cuando recién em-pezaba a llover torrencialmente. Con esta música sobre las chapas dormí tan tran-

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quilo que caí en la cuenta de que en todas las noches de mi vida había deseado estar solo. Dormí casi todo un día. Tuve varios sueños, en uno de ellos descubría que mi madre en la foto del cuadro tenía un more-tón en el pómulo. El gallo cantó a la hora precisa del amanecer. Me levanté, lo pri-mero que hice fue confirmar que mi ma-dre seguía sonriendo con la cara ilesa en el retrato. Desde la ventana se veía que la lluvia había lavado el polvo de las plantas. Le di de comer a las gallinas, a Furia y a la yegua. Recogí los huevos en la canasta, corté la leña más seca para la cocina. Aga-rré al azar una de las gallinas, le puse el cogote sobre un tronco, cuando levanté el hacha el olor a plumas mojadas me provo-có un revoltijo en el estómago. Pensé que sería mejor cocinar un plato de fideos con dos huevos fritos. Solté a la gallina que co-rrió a los tumbos por el barro seguida por un grupo de pollitos hasta perderse entre las otras. Dejé el hacha en el galpón y aga-rré la caña.

En el camino que va desde mi casa al borde de totoras del arroyo todo el verde

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del pueblo empezó a resplandecer y aún cantan enloquecidos en los árboles los pá-jaros. Lamenté mucho que mi madre no pudiera vivir este encantamiento.

Esa mañana pesqué dos bagres, uno tardó en ser pescado el doble que mi pa-dre.

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No es verdad lo que decís: a Martín Escobar no le gusta su trabajo. Al flaco lo conozco desde que empezó a estudiar me-dicina. Y no veo ahora en su cara ese pla-cer que tenía cuando describía el cuchillo entrando en la carne y la sangre que em-pezaba a salir lentamente o cuando sepa-raba con trabajo el corazón o el hígado. Yo no lo veo. Ni en broma es lo mismo. Ahora mientras me cuenta lo que hace en su tra-bajo yo noto tristeza y además está agresi-vo. Lo que nunca. Esto es lo de menos, yo sé que se le va a pasar; estoy seguro, por-que a pesar de todas las diferencias, y aunque él no lo reconoce, estamos hechos con el mismo molde.

Cuando recién llegó a la ciudad, alqui-ló una pieza al lado de la mía. La pensión era una casa antigua de dos plantas, y to-dos los cuartos estaban en el primer piso. La dueña prefería tener estudiantes, aun-que de vez en cuando hacía excepciones y alquilaba la pieza a otros tipos como a Ra-

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miro, el Cordobés, que era percusionista de un grupo cuartetero, o a mí, que nunca fui nada. Al principio sólo me cruzaba con Martín por las noches cuando uno espera-ba el turno de entrar al baño y el otro ya estaba adentro. El que estaba afuera hacía que tosía y el otro hacía lo mismo como respuesta. Lo único que sabía de él era su nombre y de donde era. La dueña un par de veces había gritado: “Martín, tenés una llamada de Tierras de Oro, apuráte.” Y se sentían los pasos ligeros en el piso de ma-dera, luego la puerta de la pieza y el galo-pe en la escalera. Cuando sonaba el telé-fono todos nos quedábamos en silencio, bajábamos la tele o la radio para escuchar a quien llamaban; pocas veces era para mí, pero siempre tenía una esperanza chi-quitita de que se acordaran de que yo existía; a Martín, al principio lo llamaban seguido, después cada vez menos. Lo de siempre.

Nuestra relación era respetuosa, así como la que tengo con vos. A mí se me puede criticar cualquier cosa, pero nunca fui maleducado. Y él, ni hablar. Era un

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verdadero señor. Elegante todo el día. La camisa joya, con la raya de la manga ca-yéndole recta hasta el puño. Nos saludá-bamos en la puerta del baño y cada cual seguía su camino, uno a la pieza y el otro entraba a bañarse o a cepillarse los dien-tes. Pero debo confesar que a primera vis-ta había algo sospechoso en él, algo que con el tiempo se le perdió. No sé como ex-plicarlo, pero me daba la sensación de que él podía ser un genio o un asesino, o las dos cosas juntas, esos asesinos de las pe-lículas que planean los crímenes a la per-fección y dejan mensajes difíciles para que un policía viejo o algún preso medio loco puedan descifrarlos; y lo raro era que yo nunca me equivocaba con las personas. Pero con Martín me equivoqué. Era un buen tipo.

Recuerdo una noche, en la que escu-ché por primera vez a través de las pare-des su voz que decía: “Verte tirada inde-fensa, mamarte el cuello y la espátula”. Nuestras habitaciones se separaban por una puerta, alta y verde, sin picaporte y siempre cerrada; me acerqué y volví a es-

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cuchar la frase. Me pareció de lo más ra-ra. No creí que fuese un poema, y si eso era poesía, la verdad que no me gustaba para nada, aunque he llegado a escuchar en la plaza a un tipo recitar versos sobre una nariz ganadora en un concurso de za-nahorias y qué sé yo. Yo culto, muy culto no soy, así como sos vos; tampoco tan bes-tia como el Cordobés o la Enano (de ésta mina ya te voy a hablar un rato largo, creo que con ella te podrías escribir una nove-la), pero culto o no, el poema de la narigo-na no llegaba a entenderlo, y a la gente le parecía bárbaro, lo aplaudían y todo. Pen-sé que Martín estudiaba teatro, porque más tarde arrancó con: “¡Oh!, ¡oh!, ma-dre, por ti me fui a España. No esperes. Hijo”. Y esa frase tenía un poco más de sentido; pero la repetía una y otra vez y, de yapa, de fondo: música clásica, como en los manicomios (en realidad te dije “co-mo en los manicomios” y no sé si ahí se escucha música clásica; pero siempre me imaginé a los locos escuchando música clásica). Al día siguiente lo crucé en la puerta del baño y no pude con mi genio:

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—Che, disculpáme; pero... ¿vos sos poeta o estudiás teatro? —le pregunté.

—¿Eh...? Ninguna de las dos cosas. ¿Por? —me contestó.

—Es que anoche escuché que del otro lado repe-tías algo de tirar una mina y chuparle el cuello. —le dije.

Entonces Martín se rió y me explicó que los estudiantes de medicina memori-zan esas frases que sólo quieren decir otras más complicadas, es decir que “ver-te tirada indefensa, mamarte el cuello y la escápula” (escápula y no espátula como yo había entendido), no era un ensayo para una película de vampiros, sino unas arte-rias cerca del cuello o algo así: “verte” era vertebral, si mal no recuerdo, “tirada” era tiroidea (una cosa de la garganta) y así ca-da palabra de la frase era otra más difícil. Así es más fácil llegar a ser cirujano, como él quería. Así es más fácil, eso parece.

Aunque ya nos habíamos visto mil ve-ces, ahí nos presentamos formalmente; nos dimos la mano y cada cual dio su nom-bre. Entonces me dijo:

—Cualquier cosa, si necesitás algo o

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te molesta mi voz o la música, golpea la puerta...

—No, no... Yo no escucho música clá-sica pero no me molesta, suena tranqui. —le contesté.

Yo no era tan clásico como Martín o vos, pero tampoco tan cabeza como el Cordobés o la Enano, que se la pasaban todo el día escuchando cumbia. Por eso yo puedo tratar a uno o al otro sin ningún problema, y por eso ellos se conocieron, si no fuera por mí... ¿cómo se podrían haber conocido, eh? Fue gracias a mí. Bueno, gracias o desgracia, qué sé yo; es una for-ma de decir.

Al día siguiente le golpeé la puerta a Martín. No necesitaba nada, pero quería hacer buenas migas con él; era el tipo de persona que me caía bien y el que cual-quier madre quiere como amigo de su hi-jo: callado, inteligente y limpio; Martín siempre olía a perfume. Cuando alquilé la pieza encontré dentro de la mesa de luz un libro de un tal Smith, seguro que vos lo conocés, vos te leíste todo; yo estaba in-tentando leerlo y no podía pasar de la hoja

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diez. El libro estaba lleno de negros y ani-males, entonces con el yeite de prestarle el libro, ya que él era tan culto, lo llamé. Ahora, con el tiempo, no me da vergüenza decir la verdad: ese día golpeé la puerta porque estaba más aburrido que un do-mingo sin Boca, y el libro no me divertía para nada; nunca voy a entender como ha-ce la gente para divertirse con un libro lleno de negros en el África. Pero cuando se lo di para que lo leyera me dijo que en ese momento no podía leer otra cosa que no fuera medicina; y me prestó otro libro que según él era mucho mejor y más en-tretenido (la verdad: me resultó más pesa-do que el otro; el escritor era un yanqui que en un capítulo te estaba contando al-go y en el otro nada que ver, se iba de te-ma; y para colmo me había dicho que esta-ba traducido por Borges, ¡para qué! ese viejo vendepatria que nunca me cayó bien). Cuando me trajo el libro de la pieza y leí el título: Palmeras Salvajes, se me ocurrió decirle:

—Agacháte que vienen las palmeras.Ahí, recién ahí, Martín se rió de ver-

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dad por primera vez, y en esa carcajada supe que Martín nunca podría ser un ase-sino. En esa risa me di cuenta de que era un buen tipo; los asesinos nunca podrían reírse así.

Esa misma noche me prestó música clásica: un cassette que decía “Los Impre-sionistas”; yo lo usé varias noches para dormirme. Había uno que se llamaba De-bussy que era extraordinario, lo ponías y a los cinco minutos ya estabas roncando. Me vi en la obligación de prestarle uno de los Redondos. Se lo di por compromiso, pensé que nunca lo iba a escuchar, pero a la tarde siguiente me sorprendió cuando escuché a full:

Muy mucha merca, poco bongo y el mal gusto encalló en un manantial frío dije (frío de bisturí)

“Este tipo hasta las canciones que eli-ge para escuchar hablan de medicina”, pensé.

Ese mismo día pasó algo raro. Más tarde, a la nochecita, fui a comprarle a los pibes del barrio un papel y supe que Mar-tín también curtía. Nunca me había dado

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cuenta. Yo nunca lo hice muy seguido, siempre compré, sobre todo, cuando voy a ir a una fiesta en la que te pensás bajar hasta el agua de los floreros, entonces ahí sí, compro un poco de merca; para no es-tar borracho, nada más. Pero esa noche había pintado darme un par de pases, de aburrido no más, y el Eléctrico, el punte-ro, me contó que uno de los pibes de la pensión también curtía:

—Ese careta que estudia medicina, vi-ve en la misma pensión que vos, Rengo— me dijo.

Por lo general le compraba nada más que pasta, para estar despierto y se cola-ba un par de ruedas cuando tenía que es-tudiar y también me dijo que un par de ve-ces hasta pegó merca. Al principio no se nos dio de curtir juntos. Durante todo el invierno y la primavera, Martín se la pasó encerrado en su pieza, estudiando. Una noche, casi a mediado de noviembre, me contó en el pasillo que había dado bien el final de Anatomía y había pasado a segun-do año, decidimos ahí nomás tomar unas birras en su pieza, el Cordobés andaba

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por ahí y también vino. Esa noche, por pri-mera vez, terminamos los tres curtiendo juntos. “Las noches se dan así”, como de-cía el Negro Olmedo.

En el verano, Martín y yo nos queda-mos en la ciudad. Una noche salí de la pensión con el Cordobés para ir a una bai-lanta. Íbamos a Fantástico, donde antes había un cine que no ocuparon los evange-listas. En el camino le compramos al Eléc-trico dos papeles y cuando dimos la vuelta por la avenida nos encontramos con Mar-tín que se iba a dormir. Venía del teatro. Le dijimos si se quería prender y el loco vino. Los tres jurábamos necesitar una mujer y el Cordobés aseguraba que de esa bailanta arrancábamos cada uno una “chi-chí”, como él las llamaba. El loco había to-mado cerveza desde temprano y recuerdo que le preguntó tres o cuatro veces a Mar-tín, durante el camino, si él, que iba a ser doctor, sabía por qué las mujeres tenían las cloacas junto al parque de diversiones. Martín se hacía el serio y el Cordobés vol-vía a preguntar creyendo que no había en-tendido el chiste. Las calles cada vez eran

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más oscuras. A mitad de una de esas cua-dras unos negros tomaban unos tetras y otros, sentados en el cordón de la vereda, comían pizza de la caja, parecían cucara-chas amontonadas en la basura. Se nos acercó uno de los que siempre andan por ahí, un negro de pelos duros, de unos veinte años que era famoso porque en una pelea le arrancaron una oreja, y nos dijo:

—¿Tenés una moneda, vieja?, pa’ la birra. Rescatate, vieja.

El Cordobés con los pulgares se abría los bolsillos y le decía:

—No tengo ni un mango, manija; pedí-le al Rengo —le dijo el guacho señalándo-me a mí.

A Martín no sé por qué le causó gra-cia que lo llamaran “manija” al negro. “Es como un pocillo le falta una oreja”, me di-jo riéndose. Lo que me quiso decir no lo sé, ni se lo pregunté. Lo importante es que yo había pensado que él se iba a asustar pero se reía, parecía cómodo, viste. Yo es-taba acostumbrado a esos tipos que nunca entran, de los que se quedan toda la no-che rondando la bailanta, esos negros de

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mierda que al principio da trabajo saber cuáles son pibes y cuáles pibas; yo a éstos los tenía calados y el Cordobés, ni hablar, era casi uno de ellos. Me preocupaba Mar-tín. Pensé que en cinco minutos, con cual-quier excusa, se iría a la pensión. Lo ima-ginaba de una familia si no bien del todo, clase media, de padres médicos, pero no... Esa noche, mientras hicimos la cola para entrar, le pregunté por sus viejos.

—Mi viejo está enfermo del corazón, pero tiene una carnicería que ahora la atiende mi tío, toda su vida fueron carni-ceros. Mi abuelo ya era carnicero.

—¿Carnicero?—Y sí... si no no iba a estar viviendo

en la pensión. En mi familia son todos muy laburadores; para ellos yo soy el mar-ciano.

El Cordobés le hacía señas desde que habíamos llegado, a un patovica de la en-trada para que lo viera y lo hiciera pasar. El otro, cuando lo vio, le dijo con la mano que esperara.

—¿Marciano?

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—Sí, yo soy el marciano. Cuando era más pibe lo ayudaba en el negocio; des-pués quise otra cosa. Mi viejo mientras es-tá en la carnicería escucha todo el día tan-go y mi vieja temas de Leonardo Favio “quiero aprender de memoria con mi boca tu cuerpo, muchacha de abril”; y yo soy el raro, el que se encierra a escuchar música clásica, a leer, el que compra libros de pintura. Y como siempre me gustó la me-dicina, ellos, antes de que estudie cual-quier otra cosa, prefirieron pagarme la ca-rrera, ¿me entendés?

No pudimos seguir hablando del tema porque sacamos la entrada y pasamos rá-pido a la bailanta. Adentro era imposible hablar algo serio, sonaba al mango cum-bia. El Cordobés entró moviendo la cintu-ra y las palmas de las manos para arriba y para abajo; yo lo seguía, nuestro primer destino era el baño: un saque y a la pista. Ahora que me acuerdo, Martín no quiso curtir esa noche, se sentía bien, dijo. Si hubiera tomado, aunque sea una raya —uno nunca sabe como reacciona la gente

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—, capaz que no hubiera conocido, al me-nos esa noche, a la Enano.

La Enano era una petisa no muy linda, pero tenía un cuerpo todo terminadito; con cada cosa en su lugar; de yapa tenía ojos verdes y la sonrisa turra. Estaba en un grupo de minitas en el que una gorda había puesto los ojos encima de Martín. Y a éste no se le ocurrió otra que sacarla a bailar. Pero la tuve clara para darme cuenta de que la gorda no era para Mar-tín, ni siquiera para una noche. Me acer-qué y le dije:

—Loco, sacáte ese camión atmosféri-co de encima, por el amor de Dios.

Entonces Martín dijo que iba al baño y por fin dejó de bailar con la gorda. Los baños estaban en el primer piso. Lo acom-pañamos y el Cordobés se pegó un nari-guetazo que no podía ni hablar. No tarda-mos mucho en salir. Ni bien bajábamos la escalera de cemento, vimos que la gorda, acompañada de la Enano revoleaba la ca-beza para todos lados buscándolo. Lo vio y sonrió mientras se alisaba con la mano la grasa por todo el cuerpo. Nosotros nos

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prendimos a Martín, el Cordobés estaba duro y nos quedamos haciéndole el aguan-te. Nos paramos en la barra y pedimos una birra cada uno. En un momento lo co-deé a Martín: la gorda estaba subiendo so-la al baño. La Enano se había quedado pa-rada cerca de la pista; Martín, sin decir-nos nada, dejó la lata en la barra, se acer-có a la petisa y empezó a hablarle. Yo vi que al rato la gorda bajaba la escalera y los miraba de lejos como un pirata desde lo más alto del barco, pero la gorda era un pirata y un loro a la vez, las dos cosas jun-tas; miraba a Martín y a la Enano, parada sobre uno de los últimos escalones, con una cara de odio que te la regalo. Para colmo la petisa se reía: seguro que le gus-taba lo que Martín decía; nunca lo imagi-né tan desenvuelto. Después, cuando ella se fue, me acerqué:

—¿Qué le dijiste, a la minita, que se reía tanto?

—Le di quince minutos para que me dé un beso; que lo piense, le dije. ¿A qué no sabés de qué labura?

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—Qué sé yo... No soy adivino ¿De qué?

—Es cajera en una carnicería.—¿Es carnicera como tu viejo?—Bueno, carnicera, carnicera no, es

cajera de una carnicería, son dos cosas distintas...

A los diez minutos, la Enano (que no era para nada lenta) volvió, y a escondi-das, en un rincón, casi debajo de la escale-ra de los baños, los vi besarse, fue uno de esos besos entre el cariño y la rabia; cinco minutos por los menos estuvieron así, pa-recía que no respiraban. Si la gorda los llegaba a ver en ese momento se armaba la podrida. Por eso supongo que la petisa se fue de nuevo con los amigos. Martín se acercó a la barra y yo fui con él. El Cordo-bés estaba pasadísimo de merca, apoyado contra una columna y a cada uno que pa-saba le pedía un cigarro.

En la pista los negros se movían para todos lados. Cada vez que arrancaba algu-na cumbia se producía una efervescencia, como si la bailanta fuera un vaso de agua en el que echaban un uvasal. La Enano es-

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taba con el grupo bailando, haciendo un trencito fuera de la pista, entre las mesas. Cuando nos fuimos (no era muy tarde) Martín no se quiso despedir. Salimos a la calle cuando aparecía el sol. La vereda es-taba llena de botellas, carteles de políticos arrancados de la pared, latas de birras por todas partes. “Parece Afganistán”, dijo Martín. El Cordobés no podía ni hablar; parecía que llevábamos una momia. Le pregunté a Martín:

—¿Cómo se llama, la minita?—No sé, creo que Graciela... Pero to-

dos la llaman la Enano...Era verdad, si uno se fijaba detenida-

mente, detrás de su cara de mina, tenía la de los enanos, sobre todo en la forma de la nariz y el hueso de la frente. Ni el resto del camino ni durante toda esa semana se habló de nuevo de ella. Cada cual siguió en la suya. Martín ya no recitaba frases ri-dículas, pero escuchaba el cassette y can-taba al palo los temas de los Redondos. Yo conseguí un trabajo a comisión para ven-der relojes: era lo único que había en los clasificados.

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Una noche de esa misma semana, creo que fue el jueves, nos juntamos con Martín en mi pieza y con algunas manio-bras logramos abrir la puerta del medio, de esa forma ya no teníamos que dar toda la vuelta por el patio para pasar de lado a lado. También esa noche, más tarde, cayó el Cordobés que había ido a comprar yu-yo; nos fumamos un caño venenoso que nos hizo llorar de la risa. A Martín se le dio por quedarse dos horas (dos horas me parecieron a mí, andá a saber, capaz que fueron diez minutos) mirando un libro de un pintor que él solo lo conocía. Verlo con-centrado en el cuadro me parecía de lo más divertido —ahora si lo pienso bien y contándolo no era tan graciosos, pero yo en ese momento me reía mucho—. Martín trataba de explicarme un cuadro de un ejército que estaba matando a diez mil cristianos en bolas, y yo me reía, me retor-cía de la risa. Después, cuando me empe-zó a bajar la bobera, esa misma noche, me enteré de todo lo que él sabía, sabe de pintura, todavía lo sabe, así como vos sa-bés de literatura, él sabe de pintura. Hoy

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en día sus compañeros dicen que Escobar puede contestar a la perfección en qué museo está cada cuadro, cuál es el pintor, de qué país es; y ellos insisten para que se anote en el programa de la tele; él no quiere saber nada de ir, seguro que tiene vergüenza. Aunque él dice que llega tan cansado del laburo, que no le quedan ga-nas para nada, capaz que es verdad, no debe ser fácil estar todo el día achurando, rodeado de sangre, debe ser duro el traba-jo; eso ahora no importa tanto, lo que sí importa para lo que quiero contar es que esa noche nos reímos mucho los tres y quedamos en ir a bailar el fin de semana.

El sábado fuimos. Ni bien entramos y de sopetón, ante el asombro del Cordobés, el de la gorda que estaba ahí y el mío, la Enano se acercó a Martín y lo besó como si fueran novios de toda la vida. A la gorda se le cayó la mandíbula como a los dibujos animados. El Cordobés me guiñó un ojo y me dijo con su tonada:

—Che, Rengo, este pibe es un cam-pión.

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Martín la abrazó y se quedaron como las palomas esas que dibujan enamoradas en los hoteles alojamientos, en los alber-gues transitorios, bah... en los telos, vos sabrás que nombre ponerle. Estuvieron to-da la noche juntos; y esa misma madruga-da Martín metió a la Enano en la pensión. Yo tuve que soportar los gritos de la petisa y el zarandeo de la cama sobre el piso de madera, tres, cuatro horas, parecían que no terminaban más, cuando todo estaba más tranquilo volvían los gritos de la Enano; menos mal que la dueña dormía como un tronco y, además, al “futuro ciru-jano” lo trataba como a un invitado de lu-jo, no como a los otros inquilinos. Martín siempre fue todo un caballero; salvo del otro lado de la pared, con la Enano abajo o arriba, vaya uno a saber.

Yo no apostaba un peso por esa rela-ción. Pero escuchaba, tarde por medio, a la dueña que gritaba desde abajo: “Mar-tín, Graciela está en el teléfono...”

Y yo sabía que esa noche otra vez ten-dría que escuchar los gritos y los zaran-deos de la cama. Prefería salir a caminar y

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hasta soportar el olor a mugre que había en la pieza del Cordobés, con tal de no torturarme escuchándolo del otro lado; y yo ahí, como un tarado, tratando de mirar el techo o de concentrarme para leer Las Palmeras.

Una noche, Martín, antes de que em-pezara segundo año, nos invitó a cenar. La madre le había mandado una encomienda con comida. Durante la cena, entre tema y tema, el Cordobés sacó la conversación de la carnicera. Martín le dijo:

—No pasa nada... Ella me llama, vie-ne; la tengo ahí...

—Estás enamorado, negro —le dijo el Cordobés.

—Enamorado, no. Me gusta, cojemos. Somos muy diferentes. Nada que ver uno con el otro...

Ahora, tanto tiempo después, pienso que ese Cordobés de mierda era más inte-ligente de lo que yo pensaba; por supuesto que no por lo culto como Martín y vos, sino inteligente en la vida; porque tenía razón: Martín estaba enamorado. Esa era la verdad. Y el único idiota que no se ha-

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bía dado cuenta era yo; hasta la Enano pa-rece que lo supo. Como será que la muy guacha un día llamó y le dejó dicho a la dueña que ella no podía volver a llamarlo, que si quería la llamara él. Así capaz que te suena estúpido, pero fue una jugada maestra de la Enano. Una genia, como to-das las minitas, la petisa la tenía clara. Cuando Martín, después de dar mil vuel-tas, discó por primera vez el número de la carnicería, la Enano ya lo tenía de espalda y en la lona; porque a partir de ahí fue él quien empezó a llamarla, eso es ser una mujer astuta. Lo había dado vuelta con una sola llamada y Martín estaba jugado y sin fichas.

Una tarde me crucé en el patio con Martín. Él ya había empezado segundo año; estaba lavando ropa en la pileta. Al pobre se lo veía destruido. Pensé que le había pasado algo al viejo; yo sabía que lo habían llevado al hospital de Mar del Pla-ta; una de esas tardes Martín había trata-do de explicarme, con unos dibujos, lo que le iban a hacer para sacarle una especie

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de sarro que se juntan en las venas, de co-mer porquería; entonces le pregunté:

—Che, Martín... ¿Te pasa algo?—No, no, nada. No importa...Yo no necesitaba tener la calle del

Cordobés para darme cuenta: al tipo le pa-saba algo...

—¿Por qué no tomamos unos mates en la pieza?

—Tengo que estudiar, tengo un exa-men el viernes.

Calenté el agua en la cocina que tenía la puerta ahí no más, a un costado de la pileta, y cuando salí con la pava al patio, Martín me dijo:

—Tomo unos mates y después me pongo a estudiar.

Mientras nos tomábamos unos verdes contó lo que le pasaba. Me dijo la verdad, lo que el Cordobés y yo sabíamos, lo que todos sabían: estaba enamorado. Martín sabía que eran diferentes: ella en la carni-cería escuchaba todo el día cumbia, músi-ca cuartetera, y le gustaba; era una negri-ta cacuija y además sólo tenía cuarto gra-do, que lo había hecho dos veces; pero ha-

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bía algo en ella que lo destruía, eso me di-jo; no me dijo algo que me enamora.

—Graciela tiene algo que me destru-ye. La otra noche en la cama ella empeza-ba a quedarse dormida. Yo no tenía sueño y le pregunté: “¿Ya que vos y yo tenemos una relación libre, sin compromisos, tenés alguna historia con otro tipo?”. Me contes-tó que no, pero que el viernes pasado a la noche, fue a bailar y se encontró con un ex novio y estuvieron transando, dándose unos besos nada más...

—¿Y...?—No sabés cómo me sentí; me sentí

para la mierda, aunque ella me aclaró que no quiso curtir con el tipo porque siente algo por mí; pero igual, me destruyó.

Yo quise darle ánimo, por eso le dije:—Pero... eso no es malo, la Enano..., a

su manera te está diciendo que te quiere, ¿o no?

—No sé... somos tan diferentes; ya te dije...

—La gente cambia, Martín.—Lo pensé. No sé, ella podría estu-

diar en el nocturno, yo la haría leer un po-

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co más, aprender, escuchar otra música; yo hablé con ella y parece que le intere-sa...

—Eso es bueno.—Le di El Fantasma de Canterville.—¿La canción?—No, un cuento... Después que ella le devolvió el libro

yo también leí el cuento y juro que nunca me reí tanto con un escritor serio; porque es un escritor serio, ¿no?, eso me dijo Martín; para que le haya gustado a la Enano tenía que ser divertido.

Poco a poco Martín la quería cambiar. Le ponía al Debussy, con el que yo me dor-mía, Mozart y ella pare-cía que escuchaba. Le mostraba libros de pintores también impresionantes. El plan aparentemente funcionaba. Yo era el confidente de Martín y me enteraba, tarde a tarde, de los pun-tos ganados y de los perdidos con la Enano; porque como dicen los redondos “la vida sólo cuesta vida” y es como el rap que se canta pero se sufre y tiene dos la-dos como la droga, uno para subir y el otro para bajar, y todo eso que se pueda

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decir sobre la vida. En definitiva y sin filo-sofía barata y zapatos de goma, en esta puta vida se gana y se pierde.

Martín la llevaba bastante bien: la Enano no era tan dura o él era un buen profesor. Hasta yo aprendí bastantes co-sas con él, por ejemplo, aunque me costa-ba, yo ya no decía “media bruta”, decía “es medio bruta”; se dice así, ¿cierto? Aunque sea mina y suene raro se dice así: “medio bruta”. Entre los puntos perdidos de Martín estaban las muchas horas que no estudiaba por estar con ella. Ya no leía tanto como antes y a mitad de año rindió mal un examen que, según él, era el más importante. Para colmo en agosto se le terminó muriendo el viejo.

Graciela lo acompañó a Tierras de Oro. Cuando regresaron del velorio me contó, cansado, todas sus tristezas; fue un viaje que había cambiado su vida, como hubiera cambiado la vida de cualquiera, había muerto su viejo, no era para menos. Además, entre tantas penas, no había po-dido estudiar para Bioquímica y no se pre-sentó al examen.

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Dos meses después, Martín tuvo una alegría cuando la Enano se dejó convencer y le dijo que se iba a anotar en el nocturno para terminar la primaria. Era todo un triunfo; aunque él se torturaba porque ella seguía yendo a bailar con la amiga. Martín me contaba que la Gorda le llenaba la ca-beza con otros tipos. Y la Enano le conta-ba a Martín la maldad de la amiga. Le de-cía que la Gorda también le metía en la ca-beza al hermano de ella, aunque el herma-no de la Gorda tenía cuatro o cinco años menos que la Enano. Ésta venía y se lo contaba a Martín, que sufría como un hijo de puta. Esos eran los triunfos y las derro-tas. Pero no pasó mucho tiempo cuando sucedió el primer ful de atrás. Era para sacarle roja de una: Martín y la Enano no se cuidaban; para decirlo claramente, nunca usaban forro —eso tampoco me lo había contado—, parece que la loca estaba medio colifa, incluso ella le ponía nombre a cada cojida: “Ésta se llama Hernán”, “hoy Martín, como vos”, “ésta Jorge” has-ta que todas las cojidas pasaron a llamar-se “Lucas” y en ningún momento se cuida-

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ban, ni en los días más peligrosos. ¿Y qué iba a pasar? Lo normal. Ella, como cual-quier mamífero, quedó embarazada.

La Enano se lo dijo cuando entró a la bailanta; Martín la miró y le sonrió:

—Lucas —se emocionó a punto de abrazarla.

Ella lo cortó con cara de asco, con bronca.

—Lucas las pelotas.Fueron a un café. Ahí conversaron

una bocha. Ella le dijo que no lo amaba —tampoco nunca se lo había dicho antes, en eso era leal—, que en realidad lo quería mucho y que estaba bien con él; y no que-ría cortarla, pero tampoco tener un hijo en ese momento.

Esos días para Martín fueron un in-fierno; además tenía que rendir de nuevo fisiología, y, creo, aprendí más yo que él. Me pasaba las horas acompañándolo, ce-bándole mate, le hice el aguante, me porte como un verdadero amigo, yo médico nun-ca podría llegar a ser, pero casi me recibo de madre Teresa de Calcuta. Martín, por lo que dejaba entender, pensaba que la

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Enano se iba a arrepentir; pero el loco se esperanzó al pedo. Llegado el momento él le dio toda la plata que recibía de Tierras de Oro, que no era mucho y la acompañó al médico. Me dijo al día siguiente que sin-tió que ese aborto era casi como la muerte de su padre. Esa tarde la Enano estuvo to-do el día dopada en la cama. Dice que ella nunca lo había amado tanto como aquella vez, lo abrazaba, se lo agradecía. Parecía que la anestesia le había adobado el alma.

Una tarde llamó a un amigo de Tie-rras de Oro que estudiaba psicología, y quedaron de encontrarse en un café, char-laron mucho y según me contó Martín éste le dijo que esa mujer odiaba a su padre en todos los padres y por eso le había matado al hijo. Cuando me lo contó yo no dije na-da, me quedé chito, pero para mí estaba claro: en ese momento la Enano no lo amaba y punto, pero los psicólogos creen encontrar una respuesta diferente para to-do. Y, además, ese papero era estudiante, ni siquiera recibido.

Martín quedó para atrás con la plata y empezó a pegarse un par de pases más se-

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guidos. Y detrás de la merca, más chupi, por supuesto. Yo que soy un seco de mier-da varias veces le tuve que prestar para el bondi. Empezó a deber un mes de pen-sión, después otro y el amigo de Tierras de Oro lo invitó a mudarse a su casa. Se fue una noche como un prófugo, yo lo ayu-dé a llevarse las cosas.

A partir de ahí nos empezamos a ver cada vez menos. Al principio iba a visitarlo seguido; pero nunca me cayó muy bien el psicólogo. Le conté a Martín lo que dijo la dueña cuando se encontró con la pieza va-cía: “Mirálo, vos, al cirujano, tan decente que parecía y se fue sin pagar”. El loco a pesar de que se reía en el fondo parecía dolerle la imagen que había dejado.

Martín necesitaba plata urgente y em-pezó a trabajar en una librería, estuvo un mes, yo lo fui a ver. Después la Enano le consiguió un puesto en la sucursal de la carnicería en que ella trabajaba. El loco tenía experiencia por la carnicería del vie-jo y le pagaban casi el doble que vendien-do libros. Ni pensarlo.

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De lo que sucedió más tarde me ente-ré ayer, cuando después de tanto tiempo fui a visitarlo al laburo. Está un poquito más tranquilo, Martín. Pero hoy, 29 de ju-nio de 1994 (23 horas 18 minutos) te ase-guro y pongo la firma que algún revire tie-ne.

Lo primero que me contó fue que a los tres meses la Enano volvió a quedar emba-razada. Parece cosa de no creer, de nuevo la misma historia. No sé muy bien como sucedió, pero por lo poco que me pudo contar, pasaron cosas parecidas al primer aborto. Pero esta vez para poder pagarlo terminó vendiendo los tres tomos de Ana-tomía y pidió un adelanto en el trabajo que todavía se lo están descontando. Des-pués me contó que él le dijo a la Enano de cortarla porque estaba sufriendo como un condenado y no soportaba más; pero a las dos días cuando se arrepintió y Martín vol-vió la colifa le dijo que ya no quería saber nada con él.

Ahora se lo ve ocupado con el laburo, meta pasar tiras de asado por la sierras, desgrasándole el vacío a las viejas... así se

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distrae un poco y se olvida de la Enano; aunque me contó que el sábado la vio en la bailanta a la turra muy de la manito con el hermano de la Gorda, “la vi media ena-morada”, me dijo, “medio enamorada” se corrigió de inmediato con una sonrisa. “A ella no le gusta andar de la mano, Rengo”, me mandó. Cuando me lo estaba contando se le entrecortaba la voz; pero enseguida empecé a hablarle del Cordobés, de lo pa-sado de rosca que estaba la noche de la bailanta y empezó a reírse de nuevo, a reírse de prepo.

Mientras golpeaba el piso con la pun-ta de la bota al ritmo de una cumbia que sonaba en la radio, Martín me contó que sus compañeros y algunos clientes, cuan-do se enteraron de que quiere ser médico y lo ven cortando el hígado o los churras-cos, con el delantal lleno de sangre, le to-man el pelo: le dicen que quieren un ma-tambre que se le caigan los hilos solos, ri-ñones que no sean trasplantados, mila-nesas cortadas con bisturí, boludeces que a mí me causaron gracia pero que a Mar-tín no le caen nada bien. Pero me dijo:

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“que digan lo que quieran, Rengo, no ten-go ganas de enojarme, los tipos se ríen pa-ra no llorarse.” Por un momento, te juro, sentí que lo decía por mí; capaz que no, pero lo que más me dolió —y me dolió mu-cho— es que Martín me llamara dos veces “Rengo”, que lo digan los otros no impor-ta, pero Martín sabe más que nadie que el pedazo que más nos falta es el que duele, por donde uno se desangra. Por eso, antes de que siguiera hablando y metiendo la pata, embarrando nuestra amistad, le dije que lo llamaba para encontrarnos, que me tenía que ir; que me alegraba de que esté bien. Quedamos en encontrarnos un día de estos para ver el Mundial y tomarnos unos vinos, pero después de lo que pasó hoy con Maradona, no sé: debe estar tan hecho pelota como nosotros. Me dijo que me iba a contar bien la historia de la Enano —yo después te la repito por si también la querés agregar en el cuento— y que iba a conseguir un poco de merca, de buena merca, me dijo. Martín sabe bien como calmar el dolor del lugar por dónde uno pierde su sangre, y no es justo por la

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nariz, como piensan todos. Él sabe bien mi secreto, lo que no cuento, porqué aunque yo nunca tuve estudio, ni una petisa que se achurara los embarazos, ni siquiera un viejo para llorarlo cuando se me muriera, nuestras almas —la de Martín y la mía— están rajadas con la misma tijera y las arrastramos como un trapo de piso por la mugre de toda la ciudad.

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Dos días después del crimen, recosta-do en el asiento del taxi, Daniel mira la mancha oscura —una mancha ya sin bri-llos— sobre las baldosas de la vereda. Si no fuese que él, con sus propias manos, presionó la herida intentando detener la sangre que de todas maneras se le termi-naba filtrando entre los dedos, podría pen-sar que es una mancha cualquiera, una de las tantas manchas de aceite que salpican las calles de la ciudad. “Somos tan poca cosa —piensa Daniel— que dos días des-pués un charco de sangre o de aceite pa-san a ser una misma mancha”. Esta hubie-ra sido una buena frase para haberla in-tercalado ayer en el velorio, aunque el único que hubiera celebrado la idea era el que tenía una mueca inmóvil, iluminada por velas, dentro del cajón. El flaco Piaz-za, en las interrumpidas charlas con los otros taxistas, solía repetir: “Tengo nafta en las venas”. No explicaba nada más: en la parada todos sabían que el Flaco, desde

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muy joven, había deseado correr en Turis-mo Carretera.

—Pero en este pueblo todos somos otra cosa de lo que queremos ser… —con-cluyó una tarde mientras subía al auto pa-ra llevar unas pocas cuadras a un cliente de la parada.

Este era uno de esos pocos temas que cada vez que se trataba no se transforma-ba en largas e inconducentes discusiones. Por el contrario, con unas leves modifica-ciones todos pensaban igual. Daniel que-ría ser médico y como todos, desde hacía años, estaba a punto de hacer su último viaje manejando un taxi. Perder definitiva-mente la esperanza hubiese sido lo más trágico si el desangelado muchacho que lavaba los autos en la parada —al que por las camisas que usaba lo llamaban “el Gi-tano”— no hubiera dicho que de niño que-ría ser atleta. Así empezó la broma, cuan-do los taxistas lo habían hecho correr du-rante dos meses, todas las mañanas, la cuadra que va desde la parada a la aveni-da, diciéndole que lo estaban entrenando para los Juegos Olímpicos.

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—En dos meses mejoraste un ochenta por ciento —le decía el flaco Piazza miran-do el reloj pulsera que sostenía en la pal-ma de la mano. El Gitano corría con unos mocasines viejos. El flaco Piazza decía que corría como un pájaro, con esa velocidad torpe que suelen tomar algunas aves cuando carretean antes de tomas vuelo.

—Acá llegó “El Avestruz de Tierras de Oro”— dijo Piazza, cuando se acercaba el Gitano.

—El Ñandú. Acá no hay avestruces— aclaró Daniel.

—No le vamos a andar contando los dedos de la pata, lo llamamos “El Avestruz de Tierras de Oro”, que es un nombre más internacional. Tenemos que juntar la guita para que viajes a Atenas. ¿O no, Gitano?

El Gitano entusiasmado se sacaba un mocasín y le mostraba orgulloso el aguje-ro de la suela que lo comunicaba con la cara del flaco y le decía:

—Si yo tuviera unas buenas zapatillas, ¿quién me gana? Ni el tiro de largada me haría falta.

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En una charla previa, un par de días atrás, Piazza con otros taxistas habían convencido al Gitano, sin mucho esfuerzo, de que el disparo de la largada no sólo in-dicaba a los corredores el momento de la salida, sino que además provocaba una adrenalina especial que lograba mejorar en centésimas (incluso, en algunos casos especiales, segundos) el tiempo de sus marcas. Éste era un secreto muy guarda-do por los más importantes velocistas. Pia-zza le decía al Gitano que con el disparo él iba a ser el más veloz e, incluso, iba a su-perar plusmarcas.

Se tocaba el bulto del teléfono celular en el bolsillo interno de la campera y le decía:

—Tengo el revólver acá; ¿ves? No lo saco porque si se llega a enterar el policía de la esquina, vamos todos presos.

Otro de los taxistas alentaba al Gi-tano:

—Por ahora tenés que correr con los mocasines agujereados, así el día que sue-na el disparo más las zapatillas nuevas vas a ser un avión.

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El Gitano los escuchaba con el balde en la mano esperando que le dieran traba-jo.

Piazza se hacía lavar el auto día por medio.

Daniel, ahora, con la mirada puesta en la mancha oscura, se imagina que en eso se podría haber transformado su san-gre. La idea lo incomoda hasta darle una puntada en la boca del estómago. De nin-guna forma acepta imaginarse estar en el lugar del Flaco Piazza, y menos ayer que lo vio dentro del cajón, rodeado por la es-posa y los tres pibes que parecían dopa-dos y lo miraban sin llorar, como cuando miran absortos esos nuevos dibujos ani-mados, violentos, sin sentido. En el asien-to del acompañante el diario está abierto en los avisos fúnebres; en la página ante-rior —que recién acaba de leer— la nota hacía énfasis en que el malviviente, por buen comportamiento, hacía un mes que había salido de la cárcel de Batán e indica-ba que después del crimen, luego de una persecución, lo habían atrapado en la ro-tonda del puente.

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Daniel recordó el día en que el Flaco Piazza volvió más jocoso que por lo gene-ral luego de un viaje de ida y vuelta a Puerto Corvo. No era para menos, eran ra-ros esos viajes, un aborto de la naturaleza; hacía años que la pesca estaba muerta, el mismo Gitano había estado tres años tra-bajando en un frigorífico de ese pueblo ve-cino. “¿Se le habría congelado el cerebro ahí?”, piensa. ¿A quién le podía echar la culpa de lo que estaba pasando? De última todos se la echaban al pueblo que no era más que un pedazo de tierra en el sur, ese mismo pedazo de tierra que cubría al ami-go que pagó cara la broma de entrenar al Gitano para los Juegos Olímpicos. Daniel recuerda patente el día en que el Flaco volvió de Puerto Corvo y seguía alentándo-lo:

—Trece segundos con quince, en un mes tenés que bajar cuatro segundos y su-perás la marca mundial. ¿Qué son cuatro segundos en un mes? Sacá la cuenta, ¿cuántos segundos tiene un mes? Nunca hay que perder la esperanza, Gitano.

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El Gitano miraba a los otros taxistas buscando un cómplice:

—Che, díganle a éste que saque el re-vólver y van a ver si bato o no bato el ré-cord. ¿Somos o no somos un equipo?

Y otra vez el flaco se tocaba el bulto del celular, amenazando sacar el revólver y el Gitano iba al trotecito hasta la esqui-na, descansaba unos segundos, se ponía en cuatro patas y largaba.

—Trece con cinco; bajáste diez centé-simas; no te digo: en un mes llegás...

El Gitano seguía corriendo todas las mañanas hasta que los taxistas se abu-rrían o no quedaba nadie en la parada.

“No quedaba nadie en la parada,” me-dita Daniel, recostado en la butaca y re-cuerda que ellos creían que pasaban por el peor de los momentos; “siempre en este pueblo hay un momento peor”, reflexiona-ba sin sacar las manos de la nuca y lleván-dose los codos para atrás para acomodar la columna y la falta de descanso. Cuantos pibes del pueblo por falta de trabajo se ha-bían ido a la ciudad: mil, mil quinientos; no recuerda la cifra exacta. Está muy can-

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sado; los velorios no son para él. Para na-die. El pueblo entero es un gran velorio, piensa. “Al menos antes el campo trabaja-ba con la papa, Porto Corvo con la merlu-za, los viajeros paraban en el restaurant de la ruta; compraban artesanías y pro-ductos regionales”; pero ahora todo se ha-bía terminado. Quizá por eso Piazza justifi-caba a los más jóvenes que se iban del Pueblo y a los muchachos que se droga-ban en el asentamiento al costado de la ruta, antes de llegar a la Ciudad. Cuántas veces había traspirado hasta los calzonci-llos cuando uno de los morochos a las on-ce de la noche subía y decía: “al paraje Los Cuernos”, sabía que el tipo iba a bus-car droga y que eran capaces de cualquier cosa; la pasaba fea. Pero todos los taxistas sabían que no necesitaban ir al asenta-miento para que te asalten; en el mismo pueblo podías perder.

Daniel recuerda —dos días después— que el lunes del crimen a las nueve el Fla-co Piazza no podía ir a jugar al papi futbol porque el compañero lo podía reemplazar recién después de las once. El lunes ante-

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rior él lo había llevado hasta la canchita; si ese día hubiera ido a jugar quizá su ami-go se hubiera salvado. Pero como dice la canción: “si naciste pa’ martillo del cielo te caen los clavos”. El policía estaba mi-rando en la vidriera del diario, a la vuelta, el último partido de la fecha. La gente ya estaría encerrada en sus casas viendo la tele, pero siempre hay esperanzas, un via-je de cinco o seis pesos. Los únicos espe-ranzados esa noche eran ellos; los dos es-taban sentados en el auto de Daniel; un poco más atrás el Gitano le estaba lavando el 504 a Piazza. Un pibe que venía corrien-do se acercó al Gitano con un revolver agi-tándolo en la mano y apuntándole a los pies.

—Dáme el auto; no hagás nada o te quemo, dáme el auto.

El Gitano abrió los brazos y retrocedió sin decir nada. El pibe desde la ventanilla del conductor vio que la llave estaba pues-ta. Piazza, al ver que alguien estaba junto a la puerta de su auto, pensó que el com-pañero se había adelantado para que pu-diera ir a jugar al futbol. Bajó del auto de

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Daniel y vio primero la cara de espanto del Gitano y después que el muchacho que estaba entrando al auto no era su compa-ñero. Instintivamente quiso llamar a la po-licía. Metió la mano para sacar del bolsillo el celular. El Gitano vio hacer el gesto y le gritó:

—Pará, Flaco, no dispares... dejá...Piazza se detuvo un par de segundos

en el gesto, dubitativo, con medio antebra-zo dentro del escote de la campera; como si realmente tuviera el revólver para el disparo de los cien metros. El pibe estaba con un pie dentro del auto; alertado por el grito del Gitano levantó la cabeza y lo vio venir con la mano saliendo del cierre de la campera, como torciendo el hombro para acomodar el ángulo del disparo. El pibe apoyando el codo en el techo le disparó con su arma y sacudió a Piazza como un espantapájaros al viento. Y le dobló las piernas. El pibe se terminó de meter en el 504 y mientras cerraba la puerta arrancó con los limpiaparabrisas hacia adelante. El Gitano estaba con la franela en la mano y un chorro de saliva le caía elástica por

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debajo del mentón. Daniel bajó corriendo del coche. El 504 pasó a su lado y casi le arranca la puerta. Corrió hasta donde es-taba tirado el flaco Piazza, la sangre en el pecho era oscura, negra, y extrañamente le enrojecía la campera y el pullover. Da-niel se arrodillo y usando de respaldar su pecho lo sentó al Flaco. El piso estaba he-lado. Con sus manos trataba de parar la sangre como si la herida estuviera en su mismo pecho. El Flaco lo miró antes de morir, trató de decir algo pero no alcanzó a decirlo. No había soltado el teléfono. En el piso empezaba a formarse un charco de sangre, en el mismo lugar donde el “Aves-truz de Tierras de Oro” esta mañana se la pasó preguntando: “¿Somos o no somos un equipo?”, esperando en vano que al-guno de los taxistas lo incitara a correr; justo ahí donde Daniel a través del para-brisas de su taxi sigue mirando la mancha que ahora pisan unos zapatos redondos; los zapatos de una mujer vestida de negro, demacrada, que se acerca con una urna en una mano y con la otra abre la puerta de atrás, se sube y dice: “Al espigón de

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Puerto Corvo”. En la radio suena una can-ción que siempre creyó tonta y, ahora, por primera vez lo emociona.

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Cuando empecé a darme cuenta de que Alicia usaba sus encantos de niña grande y que además me provocaba como lo hiciera su madre conmigo cuando aún vivía con su marido, ya hacía algunos años que yo había llegado al pueblo siguiendo un mapa de estaciones y sierras, pensando en conseguir trabajo en un lugar donde nadie me conociera, para comenzar una nueva vida. Pero es muy cierto aquello de que la vida es una, y difícil (muy difícil) torcer lo que ya está escrito: aunque si yo nunca hubiese aceptado —como sí acepté— vivir junto a la madre y a la niña, de alguna forma el que está arriba se la hubiese ingeniado para colocarme algún otro señuelo.

Alicia tenía el mismo cuerpo que cuando conocí a Nora, pero en miniatura y llevaba su mismo apellido. Me hacía doler el estómago con sus juegos, siempre de manos y como cariñosos, con su sonrisa pícara y siempre encendida, con la voz

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más aniñada que sólo usaba para hablarme, en secreto y tan cálida como todo su cuerpo. A Nora, aunque renegaba porque la niña era cargosa, le gustaba que jugase conmigo (cosas de mujeres que nunca voy a entender), y tanto le gustaba que un día que hablábamos en la cama, me planteó que si yo quería hacer los trámites en el Registro Civil para que la niña llevara mi apellido. Muchas vueltas me dio en la cabeza la idea de cambiarle el apellido a la niña; incluso (con cierta inocencia) yo pensaba que el de la madre o el del padre eran menos sonoros que el mío. Nora siempre insistió en que Alicia era mi hija y no la de su anterior marido, ya que ellos —Nora y él— hacía un largo tiempo que no tenían sexo y la niña, además, tenía mi color de pelo y el de mis ojos y hasta el mismo hoyo en el mentón, incluso mi lunar sobre el labio.

Yo no hubiera tenido problema en darle mi apellido, era el apellido de mi padre adoptivo, un hombre muy pobre, pero bueno y educado, y quizá por él seguí el camino de la docencia, un apellido que

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yo llevaba con orgullo. El que nunca hubiera querido darle a la niña, ni a nadie, era el apellido de mi sangre, el del hombre que me contagió el secreto de sus actos; yo quería tachar en mi sangre, en el apellido de mi sangre, la atracción que me hiciera nacer de una niña, mi madre, condenada a entregarme como un monstruo, o, mejor dicho, como el fruto de una monstruosidad, digno de ser escondido, abandonado, olvidado, para no ser visto nunca más.

Lo cierto es que hay momentos en los que más vale no mirar, ocultar del todo la cabeza como tragada por la tierra, arrancarse los ojos que no hacen más que llenarnos de imágenes molestas. Son momentos que no se alcanzan, pero que de conseguirse nos transformarían en buenas personas, y evitarían que siguiéramos mirando a la niña en el espejo con su carne rosa y tensa antes de ser vientre, esa imagen grabada en nuestra cabezas como las fotos que le he sacado a la niña vestida con trapos y los pies desnudos; esa imagen, si antes de la

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tragedia nos hubiéramos arrancado los ojos, no habría quedado grabada en nosotros como en el fondo del papel, no volveríamos a acordarnos para nada, de no ser que continuamente alguien se encargara de contarle a nuestra ceguera sobre su cara, sobre su pelo húmedo y su flequillo, alguien que se preocupara de soplar las brasas que quedaron encendidas detrás de los ojos arrancados.

Nora, poco después de que su marido se fuera a trabajar a la Patagonia y antes de que naciera Alicia, me miraba diferente, y digo me miraba solamente porque, en realidad, aunque más de una vez ayudándola a llevar los baldes con agua nos habíamos rozado y ella se había quedado de piedra temblando por dentro como volcán, yo nunca me había atrevido a acariciarle un centímetro de su piel; me daba cierto miedo que me rechazara, y por más que ella me seguía rozando con los cabellos o los hombros desnudos, siempre podía más en mí la imagen de su marido trabajando que me hacía dar vueltas y más vueltas al asunto, que iba

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alargándose ya más de lo debido.En esos mismos días la hija de unos

vecinos, una niña de nueve años había desaparecido, hecho que hasta ese momento jamás había sucedido en el pueblo. Sobre su desaparición, por más que conozco muchos pormenores del hecho, no deseo detenerme. A lo que sí voy a referirme es a la búsqueda de la niña la cual fue un verdadero fracaso; todos los vecinos la buscaban de casa en casa y bordeaban los límites del arroyo hasta la laguna. Yo los acompañaba: poco me había acostumbrado al ritmo más campechano que tenían allí, ejemplo de esto fue lo ridícula e improvisada que fue la búsqueda. Algunos se trepaban a los árboles para ver detrás de la colina; a Nora, al subir a un pino, se le veían las nalgas firmes y apenas un retaso de tela perdida en su zona íntima. No siento ni el menor arrepentimiento de lo que voy a decir, y puede ser usado en mi contra para quien desee hacerlo: en aquel momento me sentí feliz de la desaparición de la niña... Las nalgas de Nora estaban quietas

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y encandiladas como una liebre a punto de ser cazada, la sangre hervía en el estómago y el corazón parecía querer huir de su trampa.

No vi irse al sargento ni a los vecinos. Estaba como enceguecido, cuando empecé a descubrir el contorno del arroyo, las arboledas y el monte, sentado sobre una piedra con los pies en el barro. Por qué aparecí ahí sentado como un pescador y el tiempo que pasó, son dos cosas que no pregunté jamás. Ahora me viene a la memoria que seguía calentándoseme el estómago, que el corazón seguía queriéndose escapar. La línea del horizonte se iba poniendo naranja; su último color se mezclaba en la capellada del arroyo, mi único espejo. Hacía calor; unos escalofríos me recorrieron todo el cuerpo; no podía moverme, estaba estaqueado como por el mirar de un indio.

De pie, a mi lado, apareció reflejada en el agua Nora, su escote aumentaba y disminuía al respirar...

Sin levantarme le sujeté una pierna.La mirada de Nora era hueca como el

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mirar de las escopetas. Me hablaba con una voz disparada sobre ramas secas, quebrándose, entrecortada como la de los moribundos.

Sin hacer fuerza, con el solo movimiento de mi mano que sostenía su pierna, cayó sentada en el barro. No la dejé mover. Con mis brazos la pialé y le fui subiendo el vestido; las piernas aparecían más arriba cada vez más blancas. Quería fingir que se defendía con unos golpes débiles sobre mi espalda. Los límites del escote se extendían y dejaban ver cada vez más el corpiño y la carne de sus pechos. Sentí mis pies dentro del agua y vi por sobre su cabeza una marca en el barro donde antes había estado su cuerpo. Yo la agarré de los pelos y la tenía bien sujeta contra mi cuerpo. Ella respiraba más deprisa como si recién hubiera sacado la cabeza del agua.

La sujeté de los brazos con fuerza y con todo mi cuerpo encima, hasta que estuvo entregada y sumisa como una mula vieja. Medio cuerpo dentro del arroyo, medio cuerpo en el barro...

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Nora me abrazaba como a un hijo. Después me acariciaba sin ternura la barba crecida. Sin palabras. Nos arrastramos hasta quedar fuera del agua. Parte de mi semen se deslizaba por el blanco de su pierna como una babosa hasta mezclarse y perderse en el barro.

Nora no quiso volver con su marido, y usó la excusa de una amante que él tenía desde hacía tiempo en Santa Cruz, para pedir su divorcio. Casi un año después nació la niña.

Desde bebé, Alicia, poco a poco, empezó a parecerse cada día más a Nora. La niña era muy inteligente y, además, era como una muñeca de porcelana, más cuando la madre le ponía el vestido celeste que hice sacar el primer día que lo pusieron en la vidriera del almacén. En los primeros años de su vida a mí me fue dado a conocer que la niña había nacido despierta: en menos de un año logró caminar y cuando lo hizo, era tan rápida y escurridiza que teníamos que buscarla por todo el pueblo. En esos días, y vaya uno a saber si porque ella creía que yo era su

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padre, le dio por esperarme despierta y no quería que nadie que no fuera yo le diera de comer o la bañara; yo estaba feliz de pasarle jabón por todo el cuerpo, y luego ponerle talco en las nalgas rosadas; cuando tenía que colocarle los pañales ella no quería, me miraba y me tomaba las manos con tanta ternura que la dejaba desnudita, recostada sobre mi pecho con sus ojos tan encendidos que hubieran hecho entibiar la sangre al más frío de los hombres. Algunos años después en tiempos de cierta tranquilidad, Alicia se pasaba las siestas jugando con el agua del fuentón, que era lo que más la entretenía, o retando a las gallinas como si fueran sus hijas, comportándose una veces mejor y otras peor, pero ya no tan escurridiza, hasta que una tarde de verano —teniendo la niña cinco años— se paseaba desnuda sobre las ramas secas, haciendo equilibro, y se cayó con las piernas abiertas con tanta mala suerte que antes de ser señorita ya había dejado de ser virgen. El farmacéutico le recetó una pomada amarilla —que la niña únicamente dejó

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que yo le pusiera—, y tanto desconcierto me daba ver su carita con los ojos cerrados y apretando los dientes mientras yo le aplicaba el remedio, era tan parecida a la madre, que por momentos creía estar reviviendo la primera entrega de aquella otra mujer. Con el transcurrir de los días la herida fue cicatrizando pero, mientras le aplicaba la pomada, su cara de dolor seguía descendiendo por todo su cuerpo entre suspiros y jadeos, me ponía tan tenso y me hacía traspirar tanto, que más de una vez debí salir a mojarme la nuca con el agua de la bomba. Una de las tantas noches en que Nora había salido, la niña que ya estaba curada, me pidió que le pusiera de nuevo la pomada porque sentía un ardor sobre la cicatriz; sin resistirme busqué la lata del remedio y cuando la encontré, Alicia ya estaba con una piernita levantada y abierta; para mostrar mejor la llaga estiraba la piel con su mano; su herida me miraba, rosada, llena de vida como una rata recién nacida. Temblaba, yo la miraba quieto; ella me sonreía tan dulcemente que me hacía

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estremecer; al final me arrodillé; titubeante, puse mis dedos humedecidos con la pomada sobre la llaga; sus muslitos desnudos acariciaban mis brazos, su carnecita sobre el labio se encendía, luego todo el rostro y me pedía que le pusiera un poco más, y mis dedos buscaban la zona cálida y ella suspiraba como después de un gran llanto, hasta quedarse dormida; esa noche yo no pude pegar un solo ojo. Una semana después, cuando la lata se vació, yo sentí que aquel juego ya había terminado; cuando le dije que no quedaba más crema la niña se enfureció, le dio por patear la puerta como una loca, gritaba con más fuerza que de costumbre, luego se angustió hasta el borde de las lágrimas y se le encendió un fuego en los ojos que pienso que todo su cuerpo ardería por dentro.

Como venganza, la niña le dijo a su madre que yo le había hecho cosas con ella, cosas que no sé de dónde las inventaba. Cuánta imaginación tenía aquella niña. Le decía a su madre que yo le tocaba sus partes íntimas y la obligaba

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a ella a tocar las mías. Nora al principio tenía dudas, pero ella le decía que yo me disfrazaba de madre y que ella se iba en un autobús. Esos inventos de la niña y el cariño con el que me esperaba todos los días dio por terminada la desconfianza de mi mujer.

Unos meses después todo recomenzó. Alicia sentía placer en alimentar los deseos, en los que el calor iba subiendo como las llamas del hogar al poner las leñas. No quería alejarme de ella; las siestas pasaban iguales unas a las otras, con el mismo sabor espeso detenido en la garganta, con las mismas ganas de tener mi piel de peluche como la piel de su conejo que abrazaba dormida en mi cama.

La siesta anterior, en la que tomé la decisión, estaba tan ensordecido y tan torpe, tan seguro de que era el momento deseado por los dos, que no dudé ni un segundo en que iba a demostrarle mi amor a Alicia al día siguiente, cuando Nora, como ese día y como todos los días, fuese a hacer las compras.

Estaba decidido, sólo necesitaba que

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Nora no me precisara, que no se llevara a la niña; me pasé toda la noche, la inmensa noche pensando en lo mismo para no acobardarme, para tener fuerzas. Lavé mi cuerpo y me perfumé. Solamente faltaba que llegara la hora; y después no dudar, no volverme atrás, llegar hasta el final y no como otras veces quedarme en las caricias y los besos, en su cuerpo latiendo de pies a cabeza encima del mío, transpirado y tembloroso; junto a su conejo que en la muñeca tiene un reloj de juguete marcando una hora imprecisa, una hora detenida, como la detenida hora de la mañana esperando la siesta, esa mañana en que la vi del otro lado del espejo arreglarse el cabello con gestos de mujer adulta. No estaba haciendo nada malo, porque si no era yo el que lo hacía, un día iba a ser ella quien dejara de besarme en las esquinas de la boca para hacerme sentir la lengua; ella quien no me tocara más las piernas y el vientre endurecido para tocarme la dureza entre ellos; y yo no iba a esperar la humillación de que fuese una niña la que hiciera el

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trabajo que yo debí haber hecho antes; los dos queríamos lo mismo. Pero lo peor hubiera sido que ni ella ni yo nos animáramos y fuese algún otro hombre con el que lo hiciera por primera vez; y esa idea era insoportable.

La mañana estaba limpia como suele suceder en enero; el pampero dejaba apenas mover las ramas de los eucaliptos y nos traía hasta nuestra casa su aroma; es lo que más recuerdo de esa mañana. Sospeché en algún momento que aquel aroma tenía que ver con la felicidad, esa felicidad que empezaba a aparecer debajo del vestido suelto de la niña sacando agua de la bomba y sonriéndome con el cabello caído todo hacia un costado. No se podía volver atrás, todo indicaba que ésa era la siesta: Nora esa mañana me abrió el camino.

—Tomás, ¿querés acompañarme a la tienda de Darregueira?

—¿Hay que traer algo pesado, Nora?—No...—Entonces no... Vos sabe bien que no

quiero dejar la casa sola...

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—Está bien, te preguntaba por las dudas...

—Tengo que trabajar en la quinta...—¿Llevo a Alicia o te la dejo...?—Dejála... de paso me ayuda a

trasplantar los almácigos... Acompañé a Nora hasta la ruta, la

despedí con la mano alzada; fue la despedida final. Ninguno de los dos lo sabíamos. Si lo hubiéramos sabido acaso otras hubieran sido las formas del adiós.

Me seguía saludando con el colectivo en marcha, por el vidrio de atrás; su saludo me dejó pensativo; parecía que sospechara lo que iba a suceder, como si mis ojos me hubieran delatado. Pero no, yo sabía bien adentro que no podía saberlo.

La niña se había embarrado las manos acomodando los plantines dentro de una caja; para almorzar se las lavé, yo detrás de ella, cada mano suya en mis manos; con mi corazón al galope; el potro salvaje tirando del carro y el sobón queriendo detenerse a tiempo; le daba rienda suelta al caballo sin domar, el otro iba a la

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rastra.Luego de almorzar ella misma dejó el

vestido sobre una banqueta y se acostó en mi cama de soltero, abrazada al conejo del reloj de juguete; mis horas también se habían detenido. El corazón retumbaba, como una gota cayendo en la pileta del patio. La siesta es corta y en la siesta tenía que pasar todo y antes de la merienda los dos tendríamos que mirarnos diferente, ser cómplices.

Estuve parado un largo rato. Ya había empezado a respirar más profundo; revisé por las dudas, la otra pieza y el baño para asegurarme que estábamos solos; por la ventana no se veía a nadie. Fui a la pieza; me saqué los zapatos; el piso era rugoso y frío. Luego me quité la camisa, el pantalón y quedé desnudo.

Ella estaba ahí, dormida bajo la sábana bordada, vieja pero siempre blanca y limpia. Dormía con un hilo de baba mojándole el mentón. No tenía más que meterme entre las sábanas y acariciarla. No se resistiría, me daría los besos de siempre, y todo sería natural...

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Eso hice, la corrí con ternura y me acosté a su lado; y sucedió lo planeado: ella me abrazó, y me dio un beso en la mejilla; la acaricié delicadamente y ella acercó todo su cuerpo. Quería decidirme de inmediato, pero no lo lograba hacer; hubo un momento en que ya tenía la mano sobre el costado de su bombacha, dispuesto a corrérsela y la volví a sacar para acariciarle el vientre y la cintura.

Pensé cerrar los ojos y entrar. No podía ser; entrar sin ver es como no entrar, es de hombres degenerados, de violadores... había que entrar con los ojos bien abiertos, con todos los sentidos despiertos como un hombre respetable. Tenía que conservar la serenidad que había planeado durante toda la noche y la mañana y que a esa hora comenzaba a perder. No me animaba; después de todo no tenía ni once años, era la niña que se había criado a mi lado, y a quien solamente por eso debía evitar... No; no podía evitarla sólo porque se hubiera criado a mi lado. Que hubiera crecido junto a uno no quiere decir que no le

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pertenece, por el contrario, es cuando más carne se hace... No podía esperar más tiempo. Hubo otro segundo en el que me encontré como dormido con la mano sobre su ombligo, como la imagen de la ternura... Trataba de vencerme, de encontrarme con mi decisión, de volver al estado de mis horas previas. Temblaba en deseos de que sucediera pronto, de encontrarme en el final, en la sonrisa de la merienda. Estaba consumiéndome; llevaba cuarenta minutos largos acostado a su lado como protegiéndola, como su ángel de la guarda. Y mis deseos eran otros: hacerla mujer.

Pasaron otros veinte o veinticinco minutos. No; en realidad, no podía; era algo más fuerte que mi voluntad, algo que me tiraba para atrás; el caballo sobón resistiendo con su vida. Pensé sacar la mano tan cerca de su entrepierna, y levantarme. A lo mejor al sacar mi mano ella se sentiría defraudada y ya no querría nunca más estar conmigo. No, sacar la mano tampoco podía; iba en camino a soportar mi cuerpo descuartizándose por

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las fuerzas de las dos bestias tirando en sentido contrario... No había más solución que rendirse a una de ellas, dejarse arrastrar para no terminar despedazado...

Me era imposible guiar la mano. Me empecé a alejar. La cama hizo un ruido, Alicia me agarró entre sus brazos.

—Quedáte conmigo, Tomás; no te levantes.

Ese era el momento; ya no había remedio. La abracé con todo el ímpetu. Me abrazó con fuerza... En un momento la besaba por la cara y el cuello. Me daba besos sonoros por las mejillas. Nos enredamos entre las sábanas. Jugábamos como gatos, la saliva nos mojaba el cuerpo... En una de las vueltas vi su cara enrojecida como el vestido de una puta. Seguíamos enroscados; llegué a estar con todo el cuerpo descubierto. Me miró con fiereza cuando la desnudé de un tirón; yo le sonreí y la sujeté con mis dos manos; ella no alcanzó a dudar entre reírse como una niña o en disfrutar como una mujer; las dudas parecían haber quedado atrás, entonces se entregó a gozar. Cuando la

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empecé a hacer mujer, cuando se hizo mujer, comenzó a actuar como ellas: con la mueca de la traición en su rostro, como cualquier otra mujer y no como una niña; empezaba a actuar como las mujeres y cuando le solté una mano, me clavó las uñas cerca de un ojo, y trató de morderme el hombro, el pecho, el cuello.

Fue en ese instante que sin salirme de ella le di el primer golpe; quiso gritar y se tragó un “mamá” con lágrimas, le tapé la boca con fuerza, con dolor, hasta que em-pezó a ceder, a no querer respirar; ella de-jó caer su cabeza, simulando estar derro-tada, una derrota para herirme, sólo para herirme, y medio minuto más tarde yo ter-miné. Ella respiraba con ahogos, con fingi-dos ahogos. Sentí que todos esos años Ali-cia me había engañado. Que había actua-do, y que el animal salvaje cayó en la trampa de los juegos de la niña. Me vestí con desesperación y con angustia; recorrí con mi mente un mapa de estaciones y sie-rras para escapar, pensando en conseguir trabajo en un pueblo donde nadie me co-nozca, para alejarme de la bestia que ven-

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ce al animal manso. Desaparecer yo para que en el pueblo no tenga que desapare-cer otra niña. Pero tarde o temprano, lo sé, quizá en el solitario pasillo de un cole-gio o en algún lugar volveré a encontrar a una niña que aún tenga dormida a la mu-jer que lleva adentro.

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LOS SUEÑOS DE LINIERS

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Oyen a Liniers, que no llora, no gime, no suplica, que exige, de pie en la mañana helada como el infierno, a los hombres furiosos y callados y exhaustos, que le apunten al pecho, que no le ven-den los ojos.

Andrés Rivera, La Revolu-ción es un sueño eterno

RECONQUISTALiniers —con las manos atadas y la

mirada triste como la que suelen tener los últimos de la especie— sueña que no es verdad que lo han capturado. Aún sigue huyendo entre matorrales hacia el inagotable norte y se consuela pensando que los hombres nunca somos definitivamente derrotados. Salvo con la muerte. El joven que le ató las manos hasta el rojo de la carne y dice llamarse con orgullo Urien ya lo considera vencido y le ha vendido todas las pertenencias para pagar sus vicios a la indiada. ¿Este joven no sabe que el hombre sentado en el suelo con las manos moradas y

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doloridas, no es como aquel virrey que huyó hacia Córdoba —siempre evitando el sur— sin conocer el color del uniforme del enemigo? Sí que lo sabe: este joven (como todo el Pueblo) conoce al Conde de Buenos Aires, conoce al ex virrey, conoce al reconquistador de Buenos Aires. Sin embargo, Liniers no recuerda al joven que dice llamarse Urien, que lo insulta y que ya lo considera, apresuradamente, derrotado.

No le sobran motivos para tener esperanza, pero tampoco le faltan: Liniers, humillado por su custodio, confía en la frase popular: “El pueblo quiere al amo viejo o a ninguno” y se encomienda en una letanía a Nuestra Señora del Rosario. Y como ni el pueblo ni Nuestra Señora del Rosario lo dejarán abandonado en ese páramo cordobés, aún tiene fuerzas para recordarse con el uniforme de un impecable azul y rojo recamado en oro y la Cruz de Malta en el pecho, saliendo de Montevideo, con la seguridad de una victoria en Buenos Aires. El estaba al frente de las milicias que creó, a las que insufló con su aire, esas mismas que ahora —por esas injusticias de la mala memoria— obedecen y respetan a los revolucionarios. ¡Calumnias! El pueblo quiere a España, quiere al virrey y a Su Majestad y

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espera de nuevo que derroten a los invasores. Sólo que esta vez los invasores son de adentro.

La conducta de los de Buenos Aires con la Madre Patria, usurpada por el atroz Bonaparte, es igual a la de un hijo que viendo a su padre levemente enfermo, lo asesina en la cama para heredarlo. Ante esta traición Liniers resiste de nuevo. Él es el mayor experto en la defensa y la resistencia. Unos pocos días atrás, creó un nuevo ejército de miles de hombres para resistir y ahora es uno de los últimos seis que resisten: sobre traidores y desertores no ha leído nada en los libros de guerra.

Liniers se sobresalta porque escucha el grito de un pájaro que cruza el monte y entre confusas imágenes de días de gloria militar recuerda un camino; un camino terroso que cicatriza entre el verde del campo y sombras de pájaros cruzando la tierra del camino; Liniers sabe que es un sueño recortado sobre esta pesadilla, Liniers sabe que fue un niño con sueños de pájaros.

Liniers se queda escuchando el grito del pájaro que se desvanece en el horizonte, pero no quiere escuchar las humillaciones constantes, insistentes, de ese joven que dice llamarse Urien y por el camino terroso con

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sombras de pájaros sale aquella mañana de los Mataderos Miserere hacia el Retiro, esquivando o atravesando con sus tropas baches y pantanos. “Los ingleses han traído hasta su niebla”, sueña pensar. Y sabe que el general inglés, ese honorable y respetado militar, trae una columna de cuatrocientos hombres por la Calle del Correo; y que tiene que retirarse hasta la Plaza Mayor por su ataque. Y hay que descansar; tantos años sin encontrar la vigilia cansa. Y llegan refuerzos de jóvenes Patricios, de Arribeños y gente del pueblo.

¿Este joven finge o no sabe, que ese otro hombre de los seis que resisten y a quien quizá los revolucionarios ya han atrapado, el capitán de fragata Concha, avanzó al mando de una de las tres columnas, por la del centro, hacia la plaza de Mayo por la calle Catedral? ¿Este joven finge o no sabe que el capitán de fragata Concha vio al general inglés dirigir, desde el arco de la Recova, a sus tropas? ¿Dónde estaría este joven cuando el vecindario arrastraba los cañones sin caballos, y eliminaban a los ingleses en la Plaza Mayor; y los edecanes del general inglés y el de Liniers caían heridos de muerte en el mismo instante? El general inglés ordena, con esa misma mirada triste de los

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últimos hombres de la especie, la retirada. Y este joven que dice llamarse Urien, ¿finge o no sabe que ese otro hombre que persiguen o han capturado, el capitán de fragata Concha, condujo al derrotado general inglés hasta ubicarlo en presencia de Liniers? Este joven que dice llamarse Urien, no recuerda o finge no recordar que un teniente de navío gritaba, desde el puente levadizo, a grandes voces: “Pena de la vida al que insulte al general inglés”. Este joven no conoce el honor. No conoce o finge no conocer ese gesto caballeresco de Liniers al devolver la espada que quiso entregar el general inglés, mientras sentía el placer de ver flamear en lo alto, de nuevo, la bandera del color de un atardecer que anuncia viento.

LA DEFENSA “Tantas tristezas y tantas alegrías

pueden erosionar nuestro cuerpo”, piensa Liniers mientras se sacude tirado en el piso de un carro en esa caravana dirigida por el payaso que dice llamarse Urien. Ese joven que desconoce o finge desconocer que tiene el mismo apellido y quizá la misma sangre de uno de los comandantes de la Legión de

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Patricios que ha participado en la Defensa organizada por Liniers.

La Defensa, aquellos fueron días de victorias que cambiaron los nombres de las plazas y las calles de Buenos Aires. Esta vez los ingleses no lograran apoderarse de la ciudad. La Defensa, ya su suegro no caminaría por una calle llamada vulgarmente de la Merced, o de San Francisco, o de Santo Domingo, sino por la del apellido de sus nietos.

Calle Liniers, el nombre de ese militar aristócrata que ya une su destino de derrotado, su destino de prófugo alcanzado, que une su único destino —ese destino privado de los que resisten— al del gobernador de Córdoba: el capitán de fragata Concha, al de un viejo coronel, al de un tesorero, al de un asesor legal y al de un obispo, cumpliendo la ley de que todo el que sube debe volver al sur. A este joven que se llama Urien, ahora apenas lo recuerda (si es que es el mismo joven) como subteniente de bandera, en los días de la Defensa. ¿De dónde ha sacado tanto odio? ¿No comprende o finge no comprender el respeto que merecen los prisioneros de guerra? ¿No ha visto o fingió ceguera cuando sus antiguos jefes Concha y Liniers respetaron a los ingleses? ¿O acaso él

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no es el mismo joven Don José María Urien, subteniente de bandera de la Defensa?

Los recuerdos son confusos, y se mueven por el borde que separa los sueños de la vigilia. Recuerdos de recién despierto. La mano del joven Urien es una mano pequeña, sucia, una mano con piedras, una mano que al remontar el brazo llega a su propia cara de niño. Liniers se ve a sí mismo en una mañana a pedradas, tirando a botellas, a chimeneas, a pájaros, errando como lo había hecho siempre, errando. Se sueña soñar; el sueño dentro de un sueño y un túnel por donde un niño puede pasar y llegar junto a sus compañeros de penurias: son seis víctimas en busca de un verdugo. “El amor y la muerte necesitan del cómplice”, sueña pensar Liniers; “en ese lugar común que se llama vida”, así deberían haber dicho los últimos versos de un clásico español.

Ahora la caravana se detiene, mientras Liniers sigue, por inercia, soñando marchar. Los últimos días han sido menos duros; el pueblo ha vuelto a sentirse cómplice del ex virrey, el pueblo ha vuelto a sentirse cómplice del hombre que resiste, el pueblo ha vuelto a sentirse cómplice del contrarrevolucionario: una mujer con niebla en los ojos le alcanza seis pañuelos de algodón; el sobrino de uno

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de los prisioneros, quien algún día llegará a ser un hombre importante —un hombre al frente de todo un pueblo— le trae ropa y corre, impresionado, con su caballo, con ojos de espanto al ver el estado de los seis hombres; un humilde soldado le devuelve los efectos que el joven Urien le mandó a vender y otros soldados le proponen la huída: ya que el joven Urien se encuentra borracho y fuera, un baquiano lo guiaría hacía los viciosos indios. Si insiste también podrían escapar los otros cinco prisioneros y llevarse los doscientos caballos para que no los pudieran seguir. Pero Liniers piensa que la historia sigue su curso y espera que al llegar a Buenos Aires el pueblo ponga las cosas en su sitio o quizás, en lo más íntimo, sueñe pensar que él es una especie de Judas Iscariote, y crea en la santa misión de los que traicionan.

Traicionar y desertar son verbos que no figuran en las páginas de las más antiguas estrategias militares. Además, para qué huir si las cosas mejoran, siempre mejoran. Cómo no añorarlo si a aquella noche triste de 1807, Miserere, al error táctico más condenado en su alma —meses preparando sus ejércitos para errar la estrategia— le siguieron los días de gloria. Esa noche triste, llena de lluvia y desconcierto, sin poder dormir, dando

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vueltas, enredando en los delgados dedos el cabello blanco, como si pudiera encontrar alguna idea escapada de la frágil corteza de su cráneo. Fue de nuevo el pueblo con el que se daban alegrías, el que lo salvara, los que se salvaran.

Miserere, piensa con la incertidumbre de estar despierto Liniers. La misma angustia que en aquella batalla de su juventud a bordo de la Talla Piedra, en la que once veces el teniente de navío Santiago Liniers vio flamear las llamas de la embarcación, esas llamas que aún estaban vivas en sus ojos ante el piquete de fusilamiento. El Príncipe y Liniers se salvaron cuando la nave, después de diecisiete horas, se entregó al fuego. Su sonrisa, su mirada llevaban impreso ese momento, como el de Miserere, “la noche más amarga que jamás he sufrido” escribió Liniers con otra letra, tosca y despareja.

Aún escucha como si fuese la voz de otro, la arenga, bajo los chubascos fríos de aquella noche, antes de cometer el error más condenado en su alma para su ejército. Ejército dónde se encontraban los viejos jefes de sus filas que ahora lo han “pillado” junto a sus cinco compañeros de penurias, cumpliendo la orden de otros antiguos subalternos. Y Liniers piensa o sueña que le

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han cambiado al joven Urien por un amable capitán. Todo cambia y se vuelve del aroma de las flores que crecen por los brazos del acicalado Gobernador de Montevideo, el perfume de felicidad que ignora su destino.

Por las ramas donde crecen las flores, Liniers distingue alzar el vuelo a un pájaro, un pájaro oscuro como la noche que sobrevuela el mediodía, un pájaro que sólo ha visto un minuto, un minuto de niñez y que aparece mezclándose por los campos verdes de la memoria. Recuerdos que hacen olvidar el cansancio, la soga en las muñecas y la fiebre de uno de los prisioneros que emprenden otra vez su camino en un carro, bajo un cielo sucio, donde todo duele, todo se zarandea.

Se sacude la mirada cansada de Concha, se agitan los sueños de Liniers y los viejos huesos del coronel, se evapora la transpiración fría del afiebrado y se fusionan los rezos del obispo con los frustrados negocios del socio de Liniers. Los seis capturados, los seis últimos contrarrevolucionarios se sacuden, se mezclan, se chocan, se apagan dentro del carro que los conduce; y por más que se sacudan, se mezclen y se choquen, siguen

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siendo por equivocación seis víctimas en busca de un verdugo.

Durante la Defensa, el pueblo salió a la calle para corregir el error de Liniers atascado en Miserere, disparó desde los balcones, sabiendo que el ejército de Liniers se recuperaría y regresaría para sacar las banderas que los ingleses, más tarde, lograrían colocar en tres puntos de la ciudad. El orgullo clavado en el pecho de Liniers como los perdigones en la torre de la iglesia de Santo Domingo, donde los británicos se habían atrincherado. “He logrado —soñaba pensar Liniers— hacer guerrero a un pueblo de negociantes, labradores y ricos propietarios, donde la abundancia, la suavidad del clima y la riqueza debilitan el alma y le quitan la energía que tiene; donde todos eran iguales y no existía la subordinación”.

Aquellos días de victoria, luego de errar en su estrategia, desde las ventanas y las azoteas los ingleses vieron caer odio, y vieron junto a ellos caer a sus compañeros de piratería. Y los fusiles disparados a juntar rabia contra los soldados de un nuevo general inglés, hiriendo sus ganas de seguir, de perdurar en esas tierras distantes. “Habrá tiempo para volver, todo el tiempo de la

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Historia”, se consuela el nuevo general inglés. Y al mediodía Liniers cruzaba el Retiro, junto a unos centenares de hombres que había logrado reunir, “astillas de un ejército roto en Miserere”, escucha Liniers decir a su propia voz.

Las catorce columnas de ingleses detenidas por el odio caído desde las ventanas y las azoteas; las catorce columnas vieron, luego, las batallas de esos hombres cubiertos de harapos, armados con mosquetes largos y con espadas, sin orden ni uniformidad. Los hombres cubiertos de harapos vieron pasar a los ingleses rendidos con los ojos llenos de lágrimas, por la impotencia de ver esas pieles morenas, esa chusma gritándoles seguramente barbaridades; recordarían siempre los ingleses (los que lograron regresar) esas bocas que se abrían y se cerraban a su paso, ese silencio de las horas que cuando atravesaban la ciudad, sólo se rompía al cruzar las bocacalles por algunos tiros perdidos. Es dolorosa la derrota, pero más cuando los triunfadores son la chusma de una tierra sin historia. Los ingleses recordarían para siempre a ese general francés a la orden de España que los expulsaba por segunda vez: su mirada de niño, su sonrisa triste, su

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apacible amabilidad; lo recordarían para siempre iluminado, al caer la tarde, por esas lámparas que habían permanecido agónicas durante todo el día y amenazaban no apagarse nunca.

EL FUSILAMIENTOEn la duermevela que envuelve a Liniers

se escuchan los gritos aún inapelables aunque ya han cruzado ríos, desiertos y montañas: “Se han cagado en las estrechísimas órdenes de la Junta, deben arcabucear a Liniers y a sus cómplices”. Los primeros hombres que cabalgaron hasta Córdoba portando el fatal dictamen no se animaron a arcabucear a su antiguo jefe y ahora los gritos cabalgan hacia Córdoba en las mentes del orador Castelli y del piquete de cincuenta soldados ingleses, prisioneros de las invasiones. “¿Los revolucionarios tienen tanta autoridad para mantener cautivos a los señores de la Defensa y la Reconquista?”, se pregunta Liniers.

Liniers sigue sin poder encontrar la vigilia pero tampoco el sueño; y no quiere escuchar las súplicas de su padre político, ni la de sus amigos, ni la de su familia, ni las recomendaciones de los enemigos.

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“En este camino en el que nos han desviado del trayecto a Buenos Aires —sueña pensar Liniers— es justamente el lugar donde, como dijo uno de mis compañeros, hoy compareceremos ante el tribunal de Dios”. Y un amigo, un ex oficial de su ejército triunfal, que no le dice lo que no quiere escuchar: “¿Qué es esto, amigo?”, y le contesta “No lo sé, Liniers, otro es el que manda”. Y él sabe, como todos saben, que un desvío es parte de la muerte. Que la vida es como esas burbujas de jabón que cuando niño soplaba a través de una pluma y se desvanecían en el aire; las vi-das son burbujas sopladas por Dios, rodando por la tierra. Liniers agradece a Dios que no se encuentra cerca ese joven llamado Urien para insultarlo; ese joven que finge o no sabe quién es Liniers y lo llamó “pícaro sarraceno”, a él, a quien Dios tentó mil veces como a Job y huyó, como buen cristiano, de todas sus tenta-ciones. Y pone sus manos como un rezo: “Hoy nos prometieron misa, pero no, qué palabra se puede creer de estas malas bestias que nos conducen a la muerte”, murmura dormitando Liniers. Espera equivocarse, pero las miradas esquivas de sus viejos capitanes lo condenan. Le han vuelto a quitar sus pertenencias, que le había entregado el generoso capitán que sabe y no finge quién es Liniers; ¡pobre capi-

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tán!, si hasta él está triste. Todos están tris-tes. Pobres sus capitanes, sus coroneles y sus soldados engañados. Están tan apenados... Esos hombres que lo rodean, que temen el mismo destino que él: su amigo Concha, su socio, el viejo coronel y ese hombre afiebrado y enfermo, que delira ver ángeles a su alrede-dor, quizá el cuerpo se le haya adelantado al alma. Y ese hombre de civil que va hacia ellos es Castelli, y un soldado le vuelve a atar las manos: “Átame con esta soga; —y le entrega la soga con la que ya estuvo atado— es co-mienzo de mi ignominia; quiero que sea el fin”. El soldado lo mira sin comprender y lo ata. Ahora Castelli despliega una hoja y les lee la sentencia. Mientras lee todos miran a Liniers. Desea con alma y vida que se pudra la lengua de quien le llama “Conspirador”; en nombre de qué Rey y de qué Patria lo senten-cian. “Para qué preguntárselo —piensa Li-niers—, si ya no tengo ganas de hablar”. Y el Obispo, el Obispo que los revolucionarios per-donan en respeto de su investidura, el Obispo que sostenido por una hilacha de su sotana queda atado a la vida, le presta su rosario y reza, y se confiesa. Y Liniers todavía lo ve pa-rado a Castelli leyendo esa infame condena, como un fantasma; para él todos son fantas-mas. Le faltan cuatro horas para morir y las

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horas son tan rápidas, tan atropelladas como sus pensamientos; las horas son tan lentas co-mo rápidas; ya han querido vendarle los ojos “Quita, nunca he temido a la muerte” y el sol-dado sonríe nervioso, como sonríen los enve-nenados al morir, “Ya estoy listo compañeros” y se arrodilla junto a ellos. El amigo, el ex ofi-cial de su ejército que no dijo lo que Liniers no quiso escuchar y lo que ahora es innecesa-rio decir, el ex oficial de su ejército triunfante levanta su sable y lo baja y del piquete de in-gleses ve una humareda que le hiere el cuer-po, y duele, y desgarra, y quema como el pri-mer trago de aguardiente; y nadie escucha lo que Liniers dice con las últimas ganas de ha-blar que tiene, con las últimas fuerzas para pensar, “terminen de una vez, por Dios” y to-do su cuerpo que ya no siente. Ya no hay fuer-zas y escucha algunos quejidos de los que no terminan de morir. Ve el aire quieto, donde recién había viento; todos mueven sus brazos, unos para taparse las bocas, otros los ojos y otros los oídos; “terminen de una vez, por Dios” y nadie lo escucha. Y gira para acomo-dar la parte derecha del cuerpo que es la que duele y la que quema y ve unos ojos conoci-dos, son los de un hombre llamado French que le apunta entre sus ojos.

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Liniers sabe que son sus últimos respi-ros; un pájaro o la sombra perdida de un pája-ro sobrevuela el camino y hace un alto sobre un árbol. La sombra lo ha detenido y ha des-aparecido entre la sombras del árbol. Él es un niño y tiene una piedra en su mano pequeña, distante e inocente y apunta como siempre sin apuntar. Como en un sueño de fiebre, arroja la piedra y junto a la pedrada, al trazo que marca la piedra en el aire, cuando toda-vía no le ha llegado al pájaro, éste cae lento, como queriéndolo herir, dando un par de gi-ros sin vida, hasta juntarse con su sombra. Li-niers, el niño Liniers, el niño Santiago corre queriendo escapar del universo campo abier-to, sus manos son dos globos que empiezan a rodar hasta convertirse en una sola esfera que flota (transparente y frágil) y rebota dos o tres veces contra el piso y luego rueda y duele y abre los ojos que vislumbran a French al fi-nal del brazo que sostiene el arma.

El tiro de gracia reanima el aire. El hom-bre llamado French ve en los ojos, en las pu-pilas de la víctima, cómo se apagan dos lla-mas. Y él, Don Santiago de Liniers y Bremond desde siempre supo que hay que resistir, por-que en los interminables pasillos de los sue-ños nunca muere nadie; y sabe que en este avatar de la vida tendrá la fortuna de los per-

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sonajes creados mientras se duerme, y des-pertará.

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¡DESPERTAD!

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Desearía que estuvieras ahí, Nancy, delante de esta hoja o por qué no espiando sobre mi hombro lo que escribo, como cuando hacíamos los deberes del colegio. Hoy, después de tantos años, he decidido confesarte por qué fui tan desleal y grosero con el último capítulo de Las Verdaderas Aventuras del Falso Capitán Guiño. Ojalá aún conserves viva la sonrisa de cuando éramos niños, la picardía empozada a cada lado de tus labios, las manos blancas y el flequillo hacia un costado que te cubría un ojo, igual que al pirata de mis aventuras. Espero que no seas vos la Nancy Juárez que se repite entre los avisos fúnebres del diario y puedas perdonarme aquella traición: lo peor de nuestra historia.

Lo mejor que nos pasó es que tuvimos una historia. Todo comenzó cuando se me ocurrió escribir Las Verdaderas Aventuras del Falso Capitán Guiño. Lo hice para transformar en verdad una mentira. Ese

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año habías ganado el premio de pintura del colegio Sarmiento. Entonces pensé que para una pintora no había nada mejor que un escritor. Entre ambos tenía que nacer indudablemente algo más que una buena amistad. Entonces te dije que yo escribía. Lo cierto es que hasta ahí era una mentira inofensiva. Salvo algunas redacciones para el colegio, no había escrito nada. Las complicaciones comenzaron cuando vos insististe en querer leer mis cuentos. Para no pasar por mentiroso me encerré en mi habitación para inventar una historia. Del encierro den-tro de esas paredes, en las que aún resistía —aunque descolorido— el empapelado con dibujos de Hanna-Barbera, y de la mezcla de los libros ilustrados de Salgari y del Barón de Munchausen, nació el Capitán Guiño.

Hasta el día de la fiesta en la casa de Marcelo Fernández, la historia no parecía que pudiera provocar daño alguno. Todo lo contrario. A vos te divertía mucho que mi pirata tuviera el ojo cerrado debajo del parche para aparentar ser malo. Además,

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el capitán Guiño llevaba en el hombro un loro embalsamado que en el pecho tenía colgado un cartelito con su nombre: Sale. Esto también te hacía reír porque creías que Sale significaba “oferta”, palabra en inglés que nos había enseñado la señorita Elsa. Si a vos te divertía ya había logrado mi objetivo: para vos escribía las aventuras, para nadie más. Aunque vos se las leías a tu mamá mientras hacías los deberes. En un rato libre que tuvimos porque la maestra debió ir en mitad de la clase a hablar con la directora, vos le pediste a mi compañero de banco que te dejara sentar conmigo. Mientras le sacabas punta a mis lápices de colores, me contaste que a tu madre también le gustaban las aventuras. No sé si lo habías planeado, pero con que no me miraras mientras me hablabas y te pusieras a armar mariposas con la viruta de los lápices lograste que no me sintiera incómodo. Sabías muy bien lo vergonzoso que yo era y siempre tuviste en cuenta esos detalles. Tu mamá había descubierto que el Capitán Guiño (sin lugar a dudas)

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era yo. El descubrimiento me pareció digno de un detective de novela. Hasta que me lo dijiste, nunca había pensado en el parecido que yo tenía con mi personaje. Recuerdo que a partir de ese día me ilusioné con que el Capitán Guiño terminaría siendo como el títere que enamoraba a una huérfana en una película que había visto en la televisión. Con el correr de los años y sin la necesidad de saber que Flaubert solía decir: “Madame Bovary c’est moi”, uno advierte que todos los personajes son un poco su autor. Esto no le resta mérito al hallazgo de tu madre. Menos aún porque fue ella quien descubrió el juego de nombres en mis aventuras. Ella se había dado cuenta de que la cubierta del barco pirata “Tomas Neri” era el patio del colegio (con el mástil y la bandera) y los camarotes eran las aulas. Te dijo que el nombre del loro no quería decir oferta si no que seguro se lo había puesto por la nariz de la señorita Elsa. Descubrió que la Isla “Goldlands” era nuestro barrio y que el nombre de la princesa Cynna era tu anagrama, Nancy.

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Con sólo recordarlo me vuelvo a sentir un poco niño. Era tan sencillo: sólo cambiaba de orden las letras de los nombres o los traducía al inglés y mágicamente le daba otra forma a la realidad. Quizá por eso, desde aquel tiempo, nunca he dejado de escribir.

A partir de ahí descubriste lo importante que vos eras para mí: cuando el Capitán Guiño se alejaba demasiado de la princesa Cynna se le debilitaban los latidos. Por eso empezaste a defenderme. En el patio, debajo del charco de sombra que dejaba la bandera, donde nos juntábamos a hablar, me acuerdo de que te peleaste con un grupo de compañeros que te habían sacado las hojas con las historias del Capitán Guiño. Ellos se reían porque los mapas del tesoro estaban tallados en hormas de queso y porque el enmascarado Linhamé había traído a la isla ratones para que se comieran los mapas. Los piratas tenían los dientes recubiertos con el papel dorado de los chocolatines y eran los encargados de proteger los mapas. Pero siempre por

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alguna singular torpeza los ratones terminaban comiéndoselos. No sólo porque se reían de estas historias te peleabas con ellos. También me defendías cuando ellos se burlaban porque yo no festejaba mis cumpleaños o porque salía a predicar con mi padre por el barrio. Y yo ni siquiera atinaba a decirte gracias. Por dentro me daba vergüenza de que me defendieras como si tocaran algo tuyo. Pero entre el calor de la vergüenza se colaba un aire fresco. Esos días regresaba a los saltos (como si caminara por el aire o en un sueño) hasta mi casa. Era un niño feliz.

A vos te enojaba mucho que Yarussi se burlara de mí diciendo que yo todavía era un niño. Así dividía Yarussi a los compañeros. Por un lado estaban los que ya eran hombres y podían tener novias y, por otro, los que aún éramos niños y no podíamos tenerlas. Los que aún éramos niños sufríamos todo tipo de humillaciones. Pero, con cierta resignación, todos aceptábamos estar en la lista que Yarussi nos ponía.

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Yo no sabía cómo los niños nos hacíamos hombres y, menos aún, por qué recién ahí podíamos tener novia. Y como mi timidez era más fuerte que la duda nunca me animé a preguntar nada. Por lo que escuchaba en los recreos podía deducir que había un momento preciso en el que dejábamos la infancia. Ese momento tenía un día y una hora, y no dependía de una serie infinita de sucesos. A veces pienso que seguí siendo el niño durante varios años que quiso encontrar una excusa para volver a golpear las manos en tu casa y que vos lo atendieras sin rencor. Ese mismo niño que había hecho más de una vez los deberes con vos, sin poder concentrarse en los comentarios sobre el problema de la regla de tres simple: tantas naranjas a tantos pesos. Tu madre traía a la mesa la leche con tostadas, mientras practicaba cruzando palabras en el tablero del Scrabble y decía:

—Cada vez me enganchó más con Las Verdaderas Aventuras del Falso Capitán Guiño. Viste que te descubrí quiénes eran

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cada uno de los personajes. Al que todavía no puedo sacar es al enmascarado Linhamé… No sé quién es. Pero no me cuentes nada, ya te lo voy a sacar.

Vos te parecías mucho a tu madre: eras cordial y cortés. Será porque siempre fuiste más adulta. Llevabas un aire de preocupación que no tenían las otras niñas. Tenías 12 años como casi todos los compañeros, pero te paseabas igual que una maestra en el recreo. Ibas y venías seria, con las manos enlazadas justamente debajo de la cola que formaba tu pelo castaño y lacio. Tu mirada estaba puesta más allá de los límites del patio. Yo no acostumbraba a hablar con las chicas. Mis compañeros decían que era por mi religión, pero no era así. Yo no hablaba con ellas porque cada vez que intentaba conversar con una de mis compañeras sentía una especie de encantamiento. Era un amor repentino que se renovaba en el comienzo de cada charla y se desvanecía al callarnos. Y ser descubierto me avergonzaba. Yo creía (o quizá quería creer) que ellas se daban cuenta. Pero con

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vos era distinto. Hablábamos todos los días, porque sabías manejar esa situación y siempre me hacías sentir cómodo, como tu mamá. Sin la maldad de los niños.

Aquel mediodía —que ya no podré sacarme de la memoria— seguimos hablando a la salida del colegio y me acompañaste unas cuadras. Al pasar por el puente, Yarussi te gritó con su vozarrón:

— ¿Llevás a pasear al nenito? ¡Que se tome toda la leche!

Yo agaché la cabeza. Vos te acercaste tanto para gritarle en la cara que lograste que él se fuera con una sonrisa nerviosa. Mientras se iba, Yarussi me miraba con bronca sin mirarte. Fue la primera y la única vez que lo vi derrotado. Nosotros quedamos hablando, apoyados en el puente, como soldados victoriosos luego del combate. No recuerdo de qué manera se fue desarrollando la charla pero en un momento me contaste tu secreto. Era ese secreto que tenemos todos y sólo contamos a una persona.

—Así se hace más liviano —me dijiste.

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Fui el único en saberlo, además de tu tío Víctor. Empezamos a caminar y me tomaste de la mano. Me sentí más niño que nunca. Tan niño como me siento ahora al escribirte esto. Caminamos un rato así. Primero diste a entender lo que pasaba con tu tío. Yo no terminaba de darme cuenta, pero sabía que era algo sucio. Vos me tocabas el hombro y tus manos eran manos de madre, por tus dedos largos y el aroma que solían tener a lavandina y a jabón blanco. Me dijiste (es increíble que en tantos años no haya olvidado una sola palabra):

—En lo demás, mi tío es un hombre muy bueno.

Luego hiciste un silencio de casi media cuadra. Te frenaste y me pusiste con tus manos en mis hombros frente a vos, como si manejaras un muñeco. Y ahí fue donde me preguntaste:

—¿Querés ser mi novio?Hasta ese momento nunca había

sentido la ausencia de uno mismo. Dormirse sin sueños, de pie. Recuerdo que cuando desperté iba corriendo por la orilla

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del arroyo hacia mi casa.Cuando llegué me encerré en mi

habitación sin almorzar. No lograba entender qué me había sucedido. En lo que más había pensado en esos días era en ser tu novio. Tenía que darle la razón a Yarussi: yo aún no era un hombre.

Vos te habías dado cuenta —una mañana me lo habías dicho— de que había muchas cosas que yo sabía y que me hacía el tonto para que se rieran de mi inocencia. Era una forma de divertirlos. Pero te aseguro que lo de hacerse hombre (lo que los chicos llamaban hacerse hombre) era algo que realmente ignoraba y no me animaba a preguntar.

Y al fin fue él —el más hombre de todos los compañeros— quien en la baranda del puente, me lo contó. No tuve que preguntarle nada. Yarussi empezó a decirme lo emocionante que fue el primer día que se hizo hombre, y además cómo las chicas perciben el cambio y se enamoran:

—Es el instinto de ellas— me dijo.Para mí, hacerse hombre era de lo más

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raro. En aquel mundo casto de mis padres, las palabras que usaba Yarussi llevaban mi imaginación. Primero, a la idea de una familia de campesinos, luego, a los alimentos de los caballos de los piratas y, de ahí, a ese cosmos de Salgari con barcos incendiados clavados como estacas en el mar. Me sentía en inferioridad. Ahora que lo pienso —tanto tiempo después— no puedo dejar de sentir ternura por Yarussi, porque él y mis compañeros eran tan ingenuos como yo: pensar que con ese acto nos hacíamos hombres era una muestra de que aún éramos inocentes. Debo confesarte (es algo muy íntimo, pero en este punto es necesario que te lo cuente) que ese mismo día intenté ser hombre. Pero mi cuerpo aún estaba dormido y no lo pude despertar a la fuerza.

Mañana a mañana iban pasando los recreos y veía cómo con cada uno de ellos se iba agotando la esperanza de acercarme y decirte: “sí, quiero ser tu novio”. Pero tenía miedo de que estuvieras ofendida y me rechazaras.

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En aquellos días, seguí con la exigencia de hacerme hombre. Violentaba al niño que resistía con su inocencia. Buscaba en casa alguna revista con mujeres con poca ropa como las que estaban colgadas en los kioscos. Terminaba siempre encontrando las publicaciones de los testigos. Pensaba que era una señal para retomar el camino correcto. Para colmo, parecía que si Jehová quisiera decirme que no estaba haciendo las cosas bien, leí por casualidad en una de las revistas que “la corrupción muchas veces empieza con el tocar partes del cuerpo”. Pero me confundía porque la nota citaba Proverbio 5, donde dice: “bebe el agua de tu mismo manantial, que no sea para extraños”. Y era contradictorio. En aquel tiempo no le temía ni a la censura ni a la expulsión de la congregación. Es más, si no fuera por el disgusto que le daría a mi madre me hubiera desasociado. Era ridículo, pero prefería cualquier cosa antes que esa tortura. Yo quería ser hombre por prepotencia, ser hombre para vos, aunque sea un condenado. Hoy sé que Jehová mira distinto a los niños.

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Una tarde, luego de tanta insistencia, y mirando en un diccionario la lámina a color de “El rapto de las hijas de Leucipo” (dos rubias desnudas sostenidas por Cástor y Pólux) me hice hombre. Al principio me asusté. No era exactamente lo que esperaba que sucediera, pero al rato sentí felicidad. Algo había cambiado en mí, aunque seguía siendo yo, el mismo. Ya no iba a ser necesaria la espera de escribir el capítulo final del Capitán Guiño para acercarme a vos. Hasta ese momento te había regalado cinco partes. Ya tenía pensada la sexta y última aventura: Guiño luego de derrotar en arduas batallas a Linhamé, le declaraba a la princesa Cynna el amor que sentía. Se abrazaban en la parte más al alta de la isla, con un mar tormentoso de fondo. Ella perdonaba en silencio que él hubiese sido tan cruel en otra época. Las sirenas se acercaban a la orilla de Goldlands (donde también habitaban grifos y unicornios) para regalarles a los enamorados su irresistible canto. Quería entregarte la última parte antes de las vacaciones de invierno. Vos

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ibas a entender lo que te quería decir. El mensaje de amor era muy sencillo. Aunque algunas cosas habían cambiado. Yo te iba a proponer que fueras mi novia aprovechando la fiesta que se haría en la casa de Marcelo Fernández. Creí que ese era el momento justo. No necesitaba que el capitán Guiño te lo dijera por mí.

Sin embargo, la misma mañana antes de la fiesta, mi madre, sin darme muchas explicaciones, me dijo que no me dejaban a ir a lo de Marcelo Fernández. Sentí una angustia enorme que traté de no ocultar para conmover a mi madre. No era una tristeza fingida, era tan auténtica que en algún lugar de mi cuerpo aún persiste, porque mientras lo escribo algo se remueve en el pecho y todavía duele. A la tarde pensé en hablar con mi madre, pero ella se anticipó.

—Cuando vuelva papá del trabajo te va a traer una sorpresa que te va a poner feliz.

Yo sabía que sería inútil: nada ese día (salvo ir a la fiesta, por supuesto) podría devolverme la alegría. Recuerdo que llegó

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mi padre con dos ovillos de piolín y unas cañas para hacer un barrilete con papel de diario y retazos de trapo. Hacía más de una semana yo se lo había pedido, pero era lo último que hubiera deseado hacer aquel día. Fue una tarde larga a pesar de que anocheció temprano. Había visto desaparecer las horas previas a la fiesta en el reloj de la cocina. Más tarde, ya resignado, compartí con mi madre las horas en las que mis compañeros ya estarían en lo de Marcelo Fernández. Ayudé a mi mamá a cortar en tiras unas sábanas viejas para hacer la cola del barrilete. Mi papá rebanó las cañas y luego las unió con hilo en el centro. Ya nada podía revertir la historia. Mis padres terminaron tan tristes como yo. No haber podido disimular mi tristeza aquella noche sería una de las pocas cosas que tendría para reprocharme, algunos años después, frente al cajón de mi padre. Aquella noche, mientras miraba sin ningún sentimiento el barrilete colgado en la pared —todavía húmedo por el engrudo— pensé que realmente había sido expulsado

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para siempre del Paraíso. Pero aún no había pasado lo peor. Al

día siguiente del baile lo tengo grabado como el más triste de mi niñez. Era la fiesta de la Independencia de 1979. Recuerdo que todos los años vos habías sido la abanderada. En ese acto fuiste la primera escolta. En un momento —cuando te estaba buscando por si me animaba a hablarte— se acercó Yarussi y me dijo con picardía: “perdonáme”. Se fue sin decir nada más. Al principio no entendí de qué se trataba. Unos cinco minutos después, alguien (uno de los compañeros) me dijo que Yarussi les estaba contando a los chicos que él se había hecho más hombre aun con vos aprovechando la oscuridad del patio.

Por esto quiero que no seas vos la que aparece en el diario y que sea otra Nancy Juárez. Otra Nancy Juárez cuya madre también se llame Luisa, que la tendrá siempre en su corazón. Una Nancy Juárez que haya nacido en 1967 y a quien los socios del Club Satélite despiden como una gran amiga. Y que todo sea una gran

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coincidencia, porque quiero que puedas leer lo que voy a contarte ahora.

El nombre que tanto preocupaba a tu mamá era el anagrama de la ciudad del flautista de Hamelin. Te acordás que Linhamé había secuestrado a los niños de Goldlands para vengarse de la Reina Silua. Él estaba enfurecido porque la Reina no había cumplido con la promesa de pagarle en oro los ratones que había traído a la isla. La Reina quería evitar que el Capitán Guiño siguiera la ruta del tesoro tallada en los mapas de queso. Sin búsqueda de tesoro, el Capitán Guiño no tendría motivos de irse y se quedaría a vivir en la isla junto a la princesa Cynna. El día que Yarussi contó lo que hizo con vos yo cambié toda la historia, porque ignoraba que la princesa Cynna estaba casada. Cuando lo descubre, el capitán Guiño atraviesa con un arpón a su marido, el príncipe Sir Ayus. Lo deja agonizando sobre el puente y limpia la sangre del arpón en su chaqueta. Por eso la princesa Cynna se suicida en una pira con la espada de Sir Ayus. El capitán Guiño se

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saca su parche y abre el ojo para verla morir. Y le dice a Sale, mientras lo acaricia como si nada hubiera sucedido:

—Dónde se ha visto que los piratas somos buenos.

Antes de cambiar la historia, el pirata Guiño no ha-cía el ritual de tocarse en la proa del barco para ser más hombre, más hombre aún, con toda la desnudez al aire, tocándose para desafiar a Dios en el viento.

Sé que fui demasiado grosero con mi último capítulo. Tampoco debí en el recreo poner las hojas arrugadas dentro de tu mochila a escondidas. Jamás pensé que tu madre las vería antes que vos. Mil veces me arrepentí de haber cambiado la historia de Linhamé, aunque luego todos me dijeran que fue lo mejor que hice por vos. Era evidente que tu madre iba a descubrir sin dificultad que Tor Vic, el hermano de la reina Silua, era tu tío. Pero no creí que tu mamá entendiera lo que significaba que Tor Vic había contratado a Linhamé, para que secuestrara a la princesa Cynna y, de esa forma, obligarla

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a ser mujer. Pero te juro que yo no inventé esa parte de la aventura con la intención de revelar tu secreto. Después ya no tenía sentido ir a tu casa a explicarte que tu madre y la mía me habían interrogado cientos de veces acerca de lo que sabía de tu tío. Tú mamá me acusaba de cómplice, entonces, acorralado, les tuve que confesar tu secreto. De todas formas, no hubieras entendido lo que yo quería decirte. Tampoco comprenderías que Levítico 5 me obligaba a decir la verdad. Yo sé que para vos nunca tendría que haberlo contado. Lo que nunca supe es que si con el tiempo entendiste que tu tío Víctor, tarde o temprano, tenía que pagarlo. Estaba claro que si él hacía eso a su sobrina no podía ser tan bueno en el resto de las cosas. En aquel momento te dolió: recuerdo tu beso en mi mejilla a fin de año, el último día de clase. Fue un beso más como al resto de los compañeros. Después nunca más te vi.

Una tarde de ese primer verano hablé con Marcelo Fernández. Él me aseguró que durante toda la fiesta Yarussi no se

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CARLOS DANIEL ALETTO

animó a acercarse a vos. Y también me contó que tus padres te fueron a buscar antes de que oscureciera. Por todo esto, deseo que no seas vos la Nancy Juárez que hoy se repite en los avisos fúnebres y quiero —además— que sepas que al Capitán Guiño se le apagaron los latidos del corazón al alejarse de la isla, con la cara mojada por la bruma y con su barco haciéndose cada vez más chico en el atardecer del mar tranquilo.

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