Antagonismo social y acción colectiva Vakaloulis

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Antagonismo social y acción colectiva Por Michel Vakaloulis* “Todos juntos unidos en la esperanza” podía leerse en un improvisado cartel durante la manifestación parisina de los estudiantes secundarios del 20 de octubre de 1998. Consigna polisémica si las hay, que expresa a la vez un sentimiento de alegría generado por compartir situaciones sociales de esta índole; la voluntad de producir un cambio en la relación de fuerzas y conquistar objetivos comunes y una exaltación de la acción colectiva como instrumento adecuado para “desfatalizar” la realidad social. Consigna alentadora que contrasta con el sentimiento de impotencia que sienten los individuos frente a la fatalidad cotidiana que se les escurre como agua entre las manos. En un espacio social donde predomina la precarización de la vida cotidiana, la degradación de las situaciones de trabajo y la pérdida de las garantías colectivas, la crisis durable de las relaciones políticas y el debilitamiento de los “grandes relatos” de emancipación social, los individuos ven reducirse cada vez más la capacidad de control de sus propios destinos al mismo tiempo que aumentan sus deseos de intervenir en el curso de la realidad mundial. Atrapada en una contradicción difícil de resolver, la gente sabe que la situación es “grave”, “alarmante”, “que está más allá de lo tolerable”. Mirada lúcida, sin duda, pero también dubitativa, distanciada, desencantada. Entre una sensación de desposeimiento real y la profunda aspiración de ocuparse de los asuntos comunes que a uno le conciernen, existe una gran tentación de refugiarse en la ciudadela del individualismo. Ciertamente existen deseos y esperanzas que se confunden también a menudo con un cierto pasotismo individual. Precisamente durante las movilizaciones colectivas una postura de este tipo resulta insostenible. Los “figurantes” se transforman en actores del evento y coproducen sentido libremente, allí donde sólo existía la violencia padecida del orden establecido. Pero estas ocasiones son más bien raras, momentos excepcionales. La desunión de los individuos, el desgarramiento mutuo en la lucha competitiva que los opone y los empobrece, son en general la regla. Un encadenamiento “fatal” de obstáculos estructurales les impide pasar de una disposición favorable a la acción colectiva a un compromiso y participación real en la misma. Son permanentemente divididos, ordenados, atomizados por los designios y los dispositivos del capital. Sus existencias están ritmadas por lo incierto, por el temor a la desconexión social, por el espectro de la despersonalización. “Las ontologizaciones espontáneas del pensamiento social cristalizadas fundamentalmente en las categorías económicas” (Vincent, 1998) impregnan sus representaciones, limitan su horizonte ideológico, someten su imaginario colectivo al fetichismo de la forma valor.

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Antagonismo social y acción colectiva Por Michel Vakaloulis*  “Todos juntos unidos en la esperanza” podía leerse en un improvisado cartel durante la manifestación parisina de los estudiantes secundarios del 20 de octubre de 1998. Consigna polisémica si las hay, que expresa a la vez un sentimiento de alegría generado por compartir situaciones sociales de esta índole; la voluntad de producir un cambio en la relación de fuerzas y conquistar objetivos comunes y una exaltación de la acción colectiva como instrumento adecuado para “desfatalizar” la realidad social. Consigna alentadora que contrasta con el sentimiento de impotencia que sienten los individuos frente a la fatalidad cotidiana que se les escurre como agua entre las manos. En un espacio social donde predomina la precarización de la vida cotidiana, la degradación de las situaciones de trabajo y la pérdida de las garantías colectivas, la crisis durable de las relaciones políticas y el debilitamiento de los “grandes relatos” de emancipación social, los individuos ven reducirse cada vez más la capacidad de control de sus propios destinos al mismo tiempo que aumentan sus deseos de intervenir en el curso de la realidad mundial. Atrapada en una contradicción difícil de resolver, la gente sabe que la situación es “grave”, “alarmante”, “que está más allá de lo tolerable”. Mirada lúcida, sin duda, pero también dubitativa, distanciada, desencantada. Entre una sensación de desposeimiento real y la profunda aspiración de ocuparse de los asuntos comunes que a uno le conciernen, existe una gran tentación de refugiarse en la ciudadela del individualismo. Ciertamente existen deseos y esperanzas que se confunden también a menudo con un cierto pasotismo individual. Precisamente durante las movilizaciones colectivas una postura de este tipo resulta insostenible. Los “figurantes” se transforman en actores del evento y coproducen sentido libremente, allí donde sólo existía la violencia padecida del orden establecido. Pero estas ocasiones son más bien raras, momentos excepcionales. La desunión de los individuos, el desgarramiento mutuo en la lucha competitiva que los opone y los empobrece, son en general la regla. Un encadenamiento “fatal” de obstáculos estructurales les impide pasar de una disposición favorable a la acción colectiva a un compromiso y participación real en la misma. Son permanentemente divididos, ordenados, atomizados por los designios y los dispositivos del capital. Sus existencias están ritmadas por lo incierto, por el temor a la desconexión social, por el espectro de la despersonalización. “Las ontologizaciones espontáneas del pensamiento social cristalizadas fundamentalmente en las categorías económicas” (Vincent, 1998) impregnan sus representaciones, limitan su horizonte ideológico, someten su imaginario colectivo al fetichismo de la forma valor. La dinámica de la acción colectiva sólo puede tener un impacto acotado si tenemos en cuenta los límites externos que dificultan el “trabajo de protesta”. Los efectos desestabilizadores de la desocupación de masas, la exacerbación de la competencia entre los trabajadores, la influencia de las “nuevas” tecnologías de captación de la inteligencia colectiva por parte de las direcciones manageriales dificultan la movilización de las fuerzas del trabajo. A esto hay que agregar una segunda serie de dificultades que son inmanentes a la acción y a la reflexión de los grupos movilizados. Las movilizaciones contemporáneas, casi sin excepciones, tienen dificultad para inscribirse en una temporalidad más prolongada que la de la conflictividad inmediata. El riesgo evidente consiste en padecer las evoluciones en lugar de poder anticiparlas. La puesta en forma de las perspectivas sociales de la protesta, cuando existe, es muy insuficiente. El gran desafío es entonces poder llevar el “rechazo de lo intolerable” a su “extremo”, cuestionando concretamente el “programa único” de las estrategias y de las reformas liberales. En lo que hace al trabajo de unificación de las experiencias y de los diferentes intereses de los asalariados, éste permanece a menudo prisionero de una categorización limitativa de las relaciones sociales de poder y de dominación que, por un lado, desconoce la nueva realidad social que resulta de la desagregación del fordismo histórico, y por el otro, subestima la gran complejización del espacio de la protesta. Nuestro estudio apunta a aportar elementos de reflexión sociológica sobre la cuestión del antagonismo social en sus configuraciones contemporáneas. Nuestros argumentos se exponen en tres puntos. En un primer momento examinamos de qué forma el paradigma de “la exclusión social” hoy en boga conduce a los analistas que parten de ópticas diferentes, y aún divergentes, a coincidir en las interpretaciones de las formas actuales de movilización colectiva de los asalariados; devaluándolas e invocando los errores del “movimiento social” para descalificarlo y caracterizarlo como un “movimiento errado”. La temática de

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los “excluidos/incluidos” sobre la cual reposa un gran número de interpretaciones de las huelgas del otoño de 1995 nos servirá de ejemplo. La segunda parte de nuestro análisis tiene un alcance teórico y comparativo. Por un lado explicitamos los desplazamientos conceptuales que implica el análisis de la problemática de la movilización colectiva en términos de “exclusión social” en relación al paradigma marxiano del “antagonismo de clase”. Por otro lado proponemos una deconstrucción de esta problemática partiendo de la necesidad de articular determinantes estructurales y dimensiones fenomenológicas que definen la acción colectiva moderna.  La tercera parte de la reflexión se centra en la dinámica propia del conflicto social. Sindicalismo asalariado, movimientos sociales, micro-resistencias difusas, líneas de fuga individuales: ¿qué tipo de relaciones? ¿Cuál es el sentido y cuáles son los límites de la politización inherente a la movilización de los dominados? Las tesis presentadas en la última parte del estudio no pretenden aportar respuestas definitivas a estas cuestiones. Simplemente subrayan la necesidad de clarificar los términos del debate.   “La huelga a ultranza”: líneas de fractura y líneas de resistencia En su dimensión de acontecimiento, sorprendiendo en su carga contestataria e invasora, el movimiento huelguístico y las manifestaciones de otoño de 1995 dieron lugar a una intensa lucha discursiva. Una vez cuestionadas las explicaciones “evidentes”, la controversia sobre las razones y las significaciones de dicho acontecimiento se instala de manera duradera entre los comentadores, quienes se dividen más allá de su pertenencia al campo intelectual stricto sensu, de donde surge un conflicto de sentido sobre el sentido del conflicto. ¿Este movimiento constituye un “cambio profundo” en el enfrentamiento social o un simple paréntesis de la historia en Francia? ¿Se trata de una acción colectiva que expresa la “desfatalización” de las orientaciones dominantes del sistema socio-económico o de una protesta “regresiva” de las categorías “privilegiadas”? ¿Estamos frente a una lucha “radical” que se opone a la lógica de la rentabilidad financiera de corto plazo que se impone a la lógica de los oficios o de una movilización “categorial” que no puede tener sentido más que a través de un modo defensivo? Dicho acontecimiento huelguístico desconcierta. Por una parte, el mismo da cuenta de la falla repetida en la que incurre el poder político en su incapacidad por aprehender la complejidad de lo real y en la consideración de las preocupaciones de los ciudadanos. Al mismo tiempo, explicita las disposiciones democráticas de la gran mayoría y su voluntad de sustraerse de las indexaciones jerárquicas de una política “legítima” cada vez más marcada por el economicismo. Estos rasgos hacen que la emergencia del movimiento social aumente la indeterminación del juego de la representación política, dado que una gran parte de la sociedad, cotidianamente excluida del campo de la política, rechaza toda forma de participación en tanto “espectadora” (Vincent, 1998). Por otra parte, el lenguaje identitario del movimiento social rompe con la simbólica de la “modernización única” que consiste en seleccionar y en imponer orientaciones a las prácticas sociales sin debate público previo ni preocupación alguna por responder a las necesidades reales de la multitud. Lo que se presenta como “ineluctable” deviene en desafío de fuerzas que se oponen. Nuevos clivajes afloran a la luz del día. Ciertamente, el fundamentalismo obrero o fundamentalismo de clase no caracterizó al movimiento multisectorial de otoño de 1995. Los grupos movilizados no tenían la impresión de estar viviendo su respectiva situación ni como una excepción ni a fortiori como algo exterior al resto de la sociedad. Por el contrario, la acción colectiva permitió reconstruir representaciones de pertenencia a un espacio social más vasto: espacio a la vez laboral (relación al trabajo asalariado), popular (relación a la jerarquías sociales), y dominado (relación al poder económico y político). Sin embargo, en torno a esta constatación se anuda una confrontación ideológica y política mayor: ¿cuál es el carácter de la oposición social que subyace al movimiento contestatario más potente que tuvo lugar en Francia después de mayo del ‘68? Si las movilizaciones colectivas de otoño del ‘95 expresan otra cosa que un simple “malentendido” entre las elites y los dirigidos, ¿cuál es la textura del bloque social de diciembre y cuál es su potencial subversivo? ¿Cuál es la significación de estos comportamientos contestatarios que instalan vivamente la “cuestión social” en el centro de la actualidad política? Un rodeo de orden interpretativo nos permitirá aprehender mejor el campo teórico del problema. En el origen de varias “lecturas” que desvalorizan el contenido y el alcance del movimiento huelguístico, existe de hecho una temática común: aquella que traza una línea de demarcación, supuestamente decisiva, entre

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dos categorías de individuos, los “favorecidos” y los “nuevos condenados de la tierra”, los “incluidos” y los “excluidos”, o para retomar la formulación de Touraine, los in y los out. Más allá de la cuestión de saber si los funcionarios u otros agentes de los servicios públicos son “privilegiados”, o si los asalariados que disponen de un empleo son los (nuevos) “desfavorecidos” de los tiempos de crisis, el fondo de la argumentación se entiende y parece imponerse al inicio mismo del juego: frente a los fenómenos de exclusión social, los “protegidos” del momento deben disminuir sus “exigencias”, deben aceptar la “adaptación necesaria” a la modernidad económica” de un capitalismo en adelante mundializado, y en fin, deben consentir las orientaciones de las reformas que tienen por objeto llenar el vacío que se produjo entre los “excluidos” y los “incluidos” en el corazón mismo de los países desarrollados. Se pueden considerar tres ejemplos. Sin duda, ellos no nos reenvían ni al mismo espacio simbólico y político ni a la misma sensibilidad vis-à-vis de la huelga. Además, sus respectivas posturas de enunciación difieren según se trate del intelectual “todólogo” mediatizado a ultranza, los dos co-directores de una revista prestigiosa de la “segunda izquierda” y el sociólogo del movimiento anti-utilitarista (MAUSS), sensible a la “cuestión social”. Sin embargo, el tema de la “exclusión” adquiere en estos tres casos una significación estratégica para la calificación del movimiento social. Para comenzar, he aquí el propósito, incendiario, de Bernard-Henri Lévy: “Pero en fin, ¿cómo no pensar que los problemas más candentes de la sociedad francesa contemporánea, sus injusticias más marcadas, sus angustias sin portavoces y quizás sin reivindicación, no se encuentran allí donde se expresa el clamor del momento? ¿Cómo no ver que la línea de fractura –quizás sea necesario decirlo un día: la línea de frente o de confrontación mayor– no pasa más por el viejo eje histórico de las manifestaciones callejeras de Plaza de la Concorde-Plaza Bastille-Plaza République tal como lo señalan, desde hace un siglo, los sindicatos tradicionales? Un día, en Francia, habrá una nueva noche del 4 de agosto. Y habrá también, entre los privilegiados de esa noche, una fracción de aquellos que representa, hoy, M. Blondel” (Levy, 1995[a]). Más aún: “Estos admirables defensores de los humildes que son los Señores Blondel (Sec. Gral. FO) y Viannet (Sec. Gral. CGT) no tuvieron, hasta hoy día, una sola palabra de solidaridad para estos verdaderos desheredados que son, no sólo los sin-derechos, SDF [sin domicilio fijo] y otros excluidos de los cuales hablé la semana pasada, sino los tres millones de desempleados que son también, las víctimas del sistema. El Sr. Blondel tiene todo el derecho a desinteresarse de estos tres millones de personas, pero ¿es necesario que la izquierda política, todavía, le de una mano? ¿Qué vale, a los ojos de esta izquierda, un movimiento de protesta que deja a la vera del camino al pueblo de los sans-culottes?” (Levy, 1995[b]). En este primer caso, la evocación del “pueblo de los sans-culottes” sirve para caucionar el plan Juppé. El respaldo a la reforma gubernamental es tanto o más imperioso como el principio que la respalda, considerado como una causa de lo más noble: la defensa de los “verdaderos desheredados”, de las víctimas del sistema”, de los abandonados “a la vera del camino”, sin socorro ni recurso. Para estar en aparente compatibilidad con los verdaderos “humildes”, el discurso del autor no es menos anti-sindical. El “egoísmo” de las fuerzas sindicales que forman parte del movimiento sindical, personificados por los secretarios generales de la CGT y FO [Fuerza Obrera], es señalado con el dedo, caricaturizado, estigmatizado. En el origen del “clamor del momento”, el sindicalismo en lucha se ve incriminado por delitos de des-solidaridad hacia aquellos que se encuentran del lado negativo de la fractura social y por su indiferencia vis-à-vis “de los problemas más candentes de la sociedad contemporánea.”  “¿Cómo la gente que dispone de un empleo se permite hacer una huelga?”, he aquí la sustancia del argumento. Es como decir que las luchas salariales por la defensa de los derechos sociales y el combate contra la “exclusión” se contradicen abiertamente, según una lógica que ubica la línea de confrontación mayor en el seno del asalariado dominado, oponiendo de manera falaz los trabajadores ocupados a los sin empleo, a las capas sociales desestabilizadas, o dicho más claramente, a los empobrecidos por la crisis, aún los nuevos pobres. De esto resulta un triple posicionamiento: apología de la reforma gubernamental sobre la seguridad social, postura anti-movimientista, uso polémico de la exclusión social que dirige la movilización colectiva de los huelguistas contra la inacción de los “sin (porta)-voces”.  El segundo ejemplo se sostiene con un análisis más elaborado de la estructura social. El punto de partida del propósito de Olivier Mongin y de Joël Roman es la preocupación de organizar “la salida de la sociedad salarial” tomando en cuenta al mismo tiempo “la lucha contra la exclusión”.

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“¿La reforma de la Seguridad Social era o no una reforma de justicia social? Y, más allá de esto, ¿es necesario pensar la manera en la que los principios de base de la justicia social fueron comprendidos en nuestra sociedad? Está claro que entre aquellos que, cualquiera sea su análisis, consideran que la cuestión de la exclusión, de la dualización social, del quiebre de la sociedad salarial nos plantea un desafío inédito […] y aquellos que piensan que el conflicto es de hecho entre el pueblo y las elites, hay claramente una línea de fractura” (Mongin y Roman, 1995). El apoyo a la reforma de la Seguridad Social se expresa en términos de “justicia social”. La justificación no tiene nada de original: el mismo primer ministro Alain Juppé, durante su intervención en la Asamblea Nacional el 15 de noviembre de 1995, ubicó la defensa de su plan bajo el signo de tres ideas: “una exigencia: la justicia; un principio: la responsabilidad; una restricción: la urgencia”. Tal lectura favorable al plan Juppé no es unánime, ni siquiera entre ciertas conocidas figuras de la “izquierda modernista”. Jacques Delors (1995), para no citar más que un solo ejemplo, piensa que la reforma propuesta es un proyecto vago, que comporta un serio riesgo de estatización y no logra crear para nada un clima propicio de responsabilización de los profesionales de la salud y de los usuarios.  Pero el argumento significativo, según el punto de vista de nuestro estudio, se sitúa en otra parte. Se trata de una designación clara de dos aproximaciones del movimiento social que hacen referencia a análisis distintos de la estructura social misma. Por una parte, a la de la descomposición de la sociedad salarial, a la “dualización”, a la “exclusión”. Por otra parte, a la de la oposición entre el “pueblo y las elites”. La primera hace de la cuestión de la “exclusión” el operador conceptual que renueva la reflexión sobre las metamorfosis de lo “social”. La segunda supone el populismo, y por consiguiente, en “validar la simbólica del Frente Nacional” (Esprit, 1996). Es sobre esta base que se organiza la depreciación del movimiento huelguístico: ¿cuál es el valor de una movilización que oblitera los problemas de los “jóvenes de los monoblocks de la periferia, de los desempleados y de los excluidos”, que olvida a “aquellos que no hace mucho tiempo atrás estaban en la tapa de los diarios”? (Esprit, 1996). Aquí, una vez más, la referencia a los “inútiles del mundo” funciona como vector de deslegitimación de la acción colectiva de los asalariados. En lugar de insistir en las razones de la diferenciación interna del espacio contestatario de los oprimidos y en las capacidades asimétricas de su puesta en movimiento, se contentan en oponer formalmente el “inmovilismo” desesperante de los más desfavorecidos a la movilización estructurada de los pequeños asalariados. El clivaje del espacio contestatario aparece en estas condiciones como consecuencia directa de la fractura entre “excluidos” e “incluidos”. Queda por saber cómo la movilización de aquellos que pueden aún defenderse contra la modernización del liberalismo podría favorecer la puesta en movimiento de aquellos que no tienen nada que perder.  Aunque esta designación es clara, no deja de ser tramposa. Es seguramente reduccionista hacer de la oposición “pueblo-elites” el resumen oficial del “pensamiento” del movimiento social. Si se admite que lo que se expresa en noviembre-diciembre de 1995 es una indignación de clase que reagrupa a los pequeños asalariados, a los empleados tanto como a los obreros, es sociológicamente inapropiado adjudicar el contendido social de este antagonismo a una oposición prácticamente desencarnada entre el “abajo” (la masa) y “el arriba” (las elites). Uno podría preguntarse, por lo tanto, si el movimiento social se obstinó en su conjunto “a leer la realidad social en categorías”. La respuesta está lejos de ser evidente. Ciertamente, es verdad que la denuncia sumaria de las “elites” puede alimentar el populismo de derecha así como puede crear un cierto espacio, más bien pequeño, sin duda, para el desarrollo de un populismo de izquierda. Ahora bien, sería erróneo considerar, en su conjunto, la expresión de la desconfianza de los ciudadanos hacia las elites dirigentes (actitud que todas las encuestas de opinión confirman) como un recurso discursivo irremediablemente “extremista”, destinado a servir como un arma simbólica al Frente Nacional. En primer lugar, “la crítica política del rol de las elites, y de la relación entre dirigentes y ciudadanos, participa de un proyecto de izquierda” (Fassin, 1996). El rasgo actual de los expertos sociales sobre los procesos decisionales, económicos y políticos, constituye un obstáculo mayor a la participación democrática de los ciudadanos en los asuntos de la ciudad. En segundo lugar, el “clivaje” que uno puede observar entre la “gente de abajo” y la “gente de arriba”, aunque sea impreciso su contenido de clase, sugiere al menos que la verdadera línea de demarcación no pasa entre  los “excluidos” y los “otros” sino que opera “en otra parte” y más “arriba”. Este argumento funciona como el revelador pero también, en parte, como la fuente de la incapacidad del liberalismo de transformar su supremacía ideológica en sólida hegemonía política. Este es el indicio de su prolongada crisis de legitimidad política.  Antes de haberse constituido en uno de los temas de predilección del Frente Nacional, el “descrédito de las elites” señala la falla política del proyecto modernizador en Francia, el divorcio entre la “lógica de la opinión” y la “lógica de los mercados financieros” (Rozès, 1999). En suma, enarbolar el peligro del

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Frente Nacional para descalificar de antemano todo discurso crítico hacia las elites dirigentes equivale a hacer uso de la “exclusión” como un recurso inhibidor de toda acción reivindicativa de los asalariados. Desde este punto de vista, las declaraciones anti-huelgas de Le Pen son significativas: “una semana de huelga, es criminal, quince días, es mortal” (Liberation, 1995). En realidad, el movimiento social de noviembre-diciembre de 1995 contribuyó a desactivar el discurso del Frente Nacional. ¿Es necesario recordar que los asalariados del sector público en lucha –que por otra parte son los más refractarios a la ideología y al voto del Frente Nacional– colocaron en dificultad, quizás por primera vez de forma tan clara y contundente, a Le Pen? (Simon, 1996). El tercer ejemplo nos facilita un análisis más detallado de la acción colectiva. Alain Caillé asume la “positividad” de la huelga pero al mismo tiempo hace referencia a la incapacidad total de esta “en hablar en nombre del pueblo entero”.  “Nadie podría reprochar a los huelguistas que por algún milagro deberían haber podido de repente inventar palabras o consignas que nadie pudo imaginar antes que ellos. Pero no es menos significativo que a pesar del ardor y del sentido comunitario reencontrado, y de algunos impulsos de generosidad verdaderos que se expresaron en aquellos días, las manifestaciones de diciembre permanecieron políticamente, éticamente e ideológicamente estériles porque todo se desarrolló sobre la base de un no dicho colosal. Ni el gobierno, ni los manifestantes supieron hablar desde el punto de vista de la tercera Francia que está profundizando la fosa de las dos primeras, la de la Francia de las elites y la Francia de los trabajadores” (Caillé, 1996). En oposición a los ejemplos precedentes, la postura sociológica es la más propicia al movimiento social. “Ardor”, “impulso de generosidad”, “sentido reencontrado de la comunidad” son valores que impregnan las significaciones sociales de la acción huelguística y manifestante. Sin embargo, el esquema tripartito (las “elites”, los “trabajadores”, la “tercera Francia”) relativiza el alcance político de las movilizaciones y restringe su potencial contestatario. Los límites del movimiento social vienen de su carácter limitado: la acción de la “fracción de los asalariados más o menos protegidos” no llegan a transmitir “un mensaje de solidaridad y de esperanza a los que se encuentran excluidos de la condición salarial” (Caillé, 1996). A fuerza de no ser un movimiento total, no llega a unificar en su verbo y en su acto, todos los segmentos de la sociedad salarial nacional en plena descomposición. La defensa del “salariado universal” desconoce la implosión del modelo de integración nacional. El punto de vista de los “excluidos” del orden salarial deviene así indecible, invisible, irrepresentable. De ahí la “esterilidad” del movimiento social, a la vez política (ausencia de un “nuevo pacto social”), ética (falta de lazos de solidaridad con la “tercera Francia”), ideológica (ninguna representación de una vía alternativa entre “reformismo liberal tecnocrático” y “estatismo corporativista anticuado”). Entre un pragmatismo reformador que busca rellenar las fracturas de la cohesión social evitando las trampas de la “dualización” y un utopismo anti-utilitarista que quiere superar el horizonte limitado del asalariado nacional, el esquema de Alain Caillé tiene como objetivo realizar una síntesis inédita. La descalificación del movimiento huelguístico no fue posible. Pero al mismo tiempo, la dicción “laboral” de la confrontación social condena este movimiento a la impotencia. Lo no dicho de la exclusión funciona ahora como una matriz de desradicalización y empobrecimiento proyectual. Los tres ejemplos que analizamos, a pesar de sus diferencias, tienen un punto fundamental en común: el recurso al paradigma de la exclusión substituye al análisis de la relación de clases tal como quedó de manifiesto con la existencia del movimiento social de otoño de 1995 en sus diversos componentes, movilizaciones de desocupados y de precarios. A continuación se examina precisamente el pasaje de una problemática a la otra. No se trata de debatir sobre “detalles” que no interesan más que a los especialistas de la investigación sociológica, sino de contribuir a la “clarificación” conceptual de las figuras modernas del antagonismo social.  Figuras del desplazamiento: ¿“excluidos” o desposeídos? “Exclusión social” o evacuación de la dominación de clase: así podría resumirse la tesis que queremos desarrollar. Se trata de analizar la estructura conceptual del paradigma de la “exclusión social” en relación con el paradigma marxiano del antagonismo social. Esta comparación teórica permitirá establecer el carácter ideológico de la noción de exclusión en sus variados usos, así como nos permitirá dar cuenta de los efectos de sustitución importantes que ella produce en relación a la representación antagónica de la

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estructura social. Decir que esta es una noción ideológica va más lejos que develar su falsedad o su poder de ocultación analítico. La caracterización no es forzosamente despreciativa y no implica un simple “déficit” de rigor conceptual. Lo que importa es su capacidad de impregnar las representaciones cotidianas de los agentes que intervienen (actuando o reflexionando) y producen identificables efectos de creencia sobre la evolución de lo real independientemente del estatus de verdad de las mismas. Por consiguiente, la noción de exclusión nos interesa desde el punto de vista de su propia eficacia en tanto relación social de representación del mundo. Los efectos de desplazamiento que ella induce son apreciables en función de su rol eminentemente activo, tal como ya lo hemos visto a propósito de la “calificación” del movimiento huelguístico.  Proponemos que se distingan tres órdenes de desplazamiento que conciernen, respectivamente, el posicionamiento de los individuos en el espacio social (el orden estructural), las lógicas de construcción de la relación al mundo (orden de las representaciones) y, por último, las relaciones con la acción concertada de los individuos (orden de las prácticas colectivas). El corte es ciertamente imperfecto y, en parte, arbitrario. Hay una imbricación efectiva de los tres órdenes. La separación analítica de los mismos no nos debe hacer olvidar su complementariedad en tanto que aspectos constitutivos de la misma relación social. El cuadro de aquí abajo permite configurar en diez características el espacio conceptual comparativo definido por el movimiento de estos órdenes. 

Exclusión y antagonismo social:Espacio teórico comparativo de los diez paradigmas

 

Características específicas Paradigma de la exclusiónParadigma del antagonismo

socialRegistro de referencia Temática del empleo Temática del trabajo asalariado

Figura social de diferenciación Incluído/excluídoExplotador/explotadoDominador/dominado

Tipo de clivajeHorizontal

Adentro/afueraVertical

Alto/bajo

Expresión del conflictoProtesta moral

IndignaciónConflictividad de clase estructurada

de forma desigual

Objetivos del conflictoIntegración

Regulación de la sociedad“post-salarial”

Conquistas socialesEmancipación colectiva de los

asalariados

Lógica situacionalAuto-culpabilización

Atomización asistencialista de los individuos

DesprivatizaciónAgudización de la polarización de

clase

Simbología predominante Desorden a controlarConflicto estructurante con

dimensión política

Relaciones con la movilización colectiva

DesmovilizaciónGestión estatal de la desagregación

social

Puesta en movimientoActores sociales en vía de

constitución

Relaciones con la políticaDespolitización de lo social

HumanitarismoPolitización tendencial de la

conflictividad social

Proyecto históricoRetroceso de la dualización de la

sociedad salarialDimensión anticapitalista

   I.Sobre el plano estructural (los tres primeras características del cuadro), el paradigma de la exclusión tiende a privilegiar una representación “polarizada” de la sociedad que preserva la ilusión de una inmensa clase media.  Dicho paradigma puede considerarse como una transmutación de las teorías de la clase media de la sociedad. La principal línea de demarcación pasa entre categorías “protegidas” y poblaciones marginalizadas. El decaimiento del “proletariado industrial”, a la vez numérico, productivo y sindical, el “declive” de la cultura obrera y del conflicto de clase tradicional son elementos que participan de una transformación societal de envergadura, cuya resultante es la formación de un nuevo sistema social donde el factor “clase” pierde su poder estructurante. Otros principios de diferenciación social, de orden

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“cultural” y ya no más de orden “infra-estructural”, ven acrecentar su rol en desmedro del clivaje típico de la “sociedad industrial” entre propietarios no trabajadores y trabajadores desposeídos. En esta sociedad “post-” algo (post-industrial, post-moderna, post-salarial, post-histórica…) donde la preocupación por el cuidado de sí mismo se impone sobre el compromiso colectivo, el conflicto social no es más lo que era antes. Continúa, seguramente, regulando en parte los intercambios sociales, pero su naturaleza cambia profundamente. Ya no es más “central”, o más aún frontal, sino más bien difuso y desagregado. Su topología se verticaliza a medida que la “explotación capitalista” ya no es considerada como un rasgo de la época. Los orígenes y los motivos de la confrontación social dejan de remitirnos a la oposición marcada entre poseedores y simples propietarios de su fuerza de trabajo. Las tensiones de lo “social” se hacen más bien transversales y se distancian progresivamente de las relaciones entre trabajo y salariado.  Sin ninguna duda la relación con la exclusión social no tiene sentido por sí misma. Lo que la define como tal no es la posición que los agentes sociales “ocupan” en las relaciones de producción capitalistas sino la relación del individuo respecto al mercado de trabajo. Esta es una relación cara a cara, donde el individuo se asume y se auto-valoriza en tanto que asalariado contratante (es decir, en tanto que libre propietario de capacidades creadoras de trabajo que trata de vender), o por el contrario, que fracasa en su devenir. De ahí su fracaso efectivo o diferido que lo tira hacia “afuera” de la sociedad. Este desplazamiento connota el aumento de las inseguridades y la difusión de un sentimiento de frustración generalizada. Segundo desplazamiento. El paradigma de la exclusión reemplaza el análisis en términos de trabajo asalariado por un análisis en términos del estatus del empleo. Este desplazamiento puede parecer menor, pero sin embargo tiene consecuencias considerables. Cuando se coloca la temática del empleo en el centro se tiende a oponer a quien lo detenta respecto a quien no lo tiene (Zarifian, 1997). Una diferenciación real en el seno del mundo asalariado (cuyas plazas no están definidas en forma permanente, sino que varían en función de los movimientos fluctuantes de la acumulación) se transforma en el clivaje societal por excelencia. Ahora bien, si la desigualdad estatutaria del empleo ocupado, y al fin de cuentas la desocupación misma, dan lugar a demarcaciones operatorias en la división social del trabajo, estas no hacen más que atravesar muy parcialmente las realidades de la estructuración de clase. Esto es así porque el trabajo asalariado remite a otras determinaciones fundamentales. En tanto que modo de incorporación de la fuerza de trabajo en el capital, en tanto que “variable” de este, representa una forma histórica de captación de las actividades humanas en la producción, forma condicionada por el capital social mismo y constantemente readaptada a los imperativos de su valorización (Vincent, 1999).  Veamos ahora lo que intenta explicar concretamente este tipo de análisis. Según el paradigma del antagonismo social, las situaciones de exclusión que uno observa hoy no tienen sentido sino en la medida en que sean contextualizadas en la evolución global del capitalismo contemporáneo. La subversión de la relación salarial fordista por las estrategias de las fuerzas del capital condujo a la masificación del desempleo, la precarización del empleo, la flexibilidad del trabajo. Con los argumentos de que es necesario hacer frente a la incertidumbre del mercado y de la competencia a través de una mejor “adaptabilidad”, “movilidad” y “disponibilidad”, las direcciones patronales y gerenciales lograron re-estructurar el espacio productivo en detrimento del trabajo. La puesta en tensión del asalariado no solamente “distendió” los lazos de solidaridad entre los trabajadores sino que efectivamente reforzó la crisis de los actores sociales del trabajo. En estas condiciones, la generalización del riesgo de “prescindencia laboral” provocó un doble movimiento: por una parte, un sentimiento de proletarización relativa, intensamente experimentado más allá del mundo obrero tradicional, y por otro lado, un miedo difuso –que atraviesa, en grados desiguales, a todas las categorías de la población– a que un día serán expulsados e incluso “excluidos” de la sociedad.  Desempleo de masas, precarización generalizada y pluriactividad productiva son, por consiguiente, los tres elementos que definen la condición salarial en su configuración actual. El mundo del trabajo asalariado aparece fragmentado, hoy más que nunca. Su unidad parece incluso estar desprovista de fundamento objetivo. Ahora bien, luego de una década de exaltación de la “libre empresa”, de la “nueva cultura gerencial” y de la república del “centro”, la “cuestión social” ocupa, nuevamente, el centro de la escena. En esto no hay nada que pueda asombrarnos dado el crecimiento de la pobreza de masas en una sociedad globalmente cada vez más rica, la reproducción restringida de las conquistas sociales ligadas a la civilización del welfare, la caída de los integradores sociales como el movimiento obrero, el cristianismo social y la educación popular. El re-encantamiento del capitalismo se choca con las realidades sociales de

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la crisis: agravación de la condición de las clases populares, desestabilización de las capas medias asalariadas, ausencia de perspectivas y de visión de futuro de la joven generación. La “modernización” de la relación salarial capitalista, objetivo central de la ofensiva neo-liberal en curso en los últimos veinte años, trajo aparejada no sólo la exacerbación de la polarización social sino también una “interferencia” en las relaciones de clase. Sin embargo, esta ofensiva no se reduce a una aplicación ideológica de algunos principios abstractos tal como la regulación jurídico-mercantil de la vida económica y social. Es, ante todo, la expresión de la lucha de clases capitalista. Esta ofensiva, se aplica notablemente sobre el asalariado a través de la puesta en flexibilidad del proceso de conjunto de la producción de valor, haciendo pesar la resolución parcial de la crisis de la relación social de producción. Es un dispositivo de guerra que, más allá de la diversidad de las estrategias y de las lógicas del capital como “potencia social concentrada”, se dirige a neutralizar todo aquello que obstaculice su puesta en movimiento perpetuo.  Más concretamente, se trata de deconstruir y de reconstruir la vieja constitución de la sociedad basada en el “compromiso productivo” de la era fordista. Este “compromiso”, obtenido por la lucha obrera, atenuaba la brutalidad de los ajustes del mercado del empleo y cristalizaba una expropiación parcial de la potencia social patronal. Asistimos actualmente a una desreglamentación generalizada de las relaciones de producción y de circulación y una financiarización acelerada de la economía. En una lógica de atomización de la relación salarial, las nuevas políticas gerenciales favorecen la transferencia de las negociaciones de la rama productiva a la empresa. La individualización de la relación al trabajo y de la remuneración se afirma con potencia, incluso en la función pública, desestabilizando los colectivos de trabajo y fragilizando la posición de los sindicatos en el seno de la empresa.  Desde entonces, la noción de exclusión se vuelve problemática cuando se trata de analizar los fenómenos reales de la marginalización de masas tanto como ésta participa en el trabajo simbólico de “interferencia de las clases” que mencionamos anteriormente. La “exclusión” funciona de hecho como una adversidad sin nombre: es el anonimato de un enemigo inaprensible, el Innombrable destructor. Esta atrae ciertamente la mirada sobre los “olvidados del crecimiento”, y por eso contribuye a alivianar la euforia de las sociedades post-modernas de consumo y especulación. Pero la evocación emocional de los “mal-amados” del capitalismo post-welfare –postura que se impone muy a menudo sobre la mirada política– desconoce tres aspectos esenciales del problema.  En primer lugar, es necesario recordar que en una sociedad capitalista no puede haber “excluidos”, dado que el capitalismo es sin duda el primer modo de producción en la historia que no conoce “exterior” (Balibar, 1992). A menos que se confundan “los márgenes” de este tipo de sociedad, ubicados siempre “al interior”, con una nunca inubicable “exterioridad” que pierde de vista “la unidad íntima que liga los procesos que afectan en un mismo movimiento al ‘centro’ y los ‘márgenes’ del sistema social” (Bouffartigue, 1993). ¿Por qué la sociedad de clases no admitiría sus desclasados, sus sin-trabajo, in fine, el espectáculo embarazoso de su propia pobreza? La exclusión es por consiguiente el “afuera” de una sociedad cuyo afuera no existe más que en sus intersticios más “extremos”, en los márgenes de sus propias formas de inclusión social. En segundo lugar, los “excluidos del trabajo” están en su mayor parte presentes en el mercado de la fuerza de trabajo donde ellos pesan terriblemente bajo la forma del ejército salarial de reserva. Los análisis marxianos de la “sobrepoblación relativa” conservan, desde este punto de vista, una total actualidad (Marx, 1993). La producción masiva de una población supernumeraria, excesiva en relación a las simples exigencias funcionales de la acumulación, es una tendencia pesada del capitalismo. En particular, la disminución relativa del capital variable no cesa de alimentar la “supernumerarización” de una parte fluctuante de la población activa. De esto resulta una intensificación de la competencia entre los trabajadores y arrastra la condición salarial hacia “abajo”. Al mismo tiempo, a una fracción de estos últimos se le destruye irremediablemente su estatus de “capacidad de trabajo” y así se suma a las filas del pauperismo. El potencial de disciplinarización suscitado por el desempleo de masas y la experiencia de la proximidad (social y/o espacial) con la pobreza son factores que debilitan globalmente el nivel de conflictividad abierta en la empresa, particularmente en el sector privado.  En tercer lugar, la exclusión pretende englobar situaciones concretas de una gran variedad. Si el movimiento de capital tiende a crear la “holgazanería forzada” de la población asalariada “supernumeraria”, de la cual una parte deviene constantemente disponible a las necesidades de la acumulación y a las condiciones más favorables a esta, los “excluidos”, sin embargo, no constituyen para

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nada una “clase unificada” sino más bien una masa: estadística, psicológica, sociológica (Balibar, 1992). Esta masa, profundamente diferenciada, no está definida por y en la relación antagónica que le sería constitutiva, sino en función de una privación vis-à-vis de un empleo, de un ingreso, de una vivienda. Ahora bien, esta privación no se presenta siempre como tal. Basta pensar, por ejemplo, en las formas intermedias entre trabajo y no-trabajo que no cesan de aumentar a medida que se multiplican los espacios sociales que se considera que facilitan la “re-inserción profesional”. Estas formas atenúan quizás la línea de demarcación entre los “ocupados” y los “sin-empleo” sin que, por lo tanto, hagan recular la línea de pobreza. Como recientemente lo revelaron los desempleados en movimiento, ciertas formas degradadas de empleo no implican para nada la salida de la pobreza, y en consecuencia, empleo y “exclusión” no son términos forzosamente alternativos. II.Desde el punto de vista de las representaciones (las cuatro características del cuadro), el paradigma de la exclusión encara los fenómenos de polarización social bajo un modo normativo. La exclusión es un desorden a combatir, y este combate se llama “integración”. Esta constituye a la vez el objetivo supremo y el método de tratamiento de una situación que se define por sus rasgos negativos, es decir, por su “estado patológico”. Diagnóstico y terapia se encuentran en perfecta inherencia. La “sociedad salarial” se desmorona bajo el impulso de la “mundialización”, de la “revolución tecnológica”, de la “innovación cultural”. Tenemos ahí una evolución cuasi-natural inscripta en el “orden del tiempo”.  En efecto, el discurso de la exclusión tiene dificultades para funcionar como tema de reflexión política, lo que implicaría, desnaturalizar el curso del mundo, estudiar las estrategias de los diferentes actores sociales y la manera que estos construyen y defienden sus intereses, analizar rigurosamente las relaciones de fuerza entre ellos, establecer responsabilidades en la conducta de los asuntos comunes en los niveles regional, nacional o transnacional. El movimiento de liberalización de la esfera financiera, por ejemplo, es considerado como un movimiento fatal, “ineluctable”, y no como una construcción política querida y puesta en práctica por las grandes potencias capitalistas. El desempleo es encarado en sus aspectos “patógenos”, en tanto que “cataclismo”, y no como un áspero mecanismo de re-estructuración de clase.     En cuanto a la proliferación de los “nuevos pobres”que contrasta singularmente con la opulencia del consumismo post-convencional, la dicción del “problema” ya no constituye una cuestión que percute, tanto como no logra sobrepasar la protesta moral o la indignación de principio. Esto favorece una lógica de la atomización de los “problemas sociales” y predispone al tratamiento asistencial de los grupos socialmente fragilizados. Entonces, se pone en práctica una inmensa maquinaria de control bio-político de las poblaciones dominadas, lo que acentúa el “cuadrillado” diferenciado y diferenciador de los individuos por parte de los aparatos estatales. El funcionamiento real de la “exclusión” en el seno de las prácticas discursivas dominantes, y ante todo estatales, se impone de hecho sobre la cuestión de la pertinencia analítica de esta noción. El llamado a la “solidaridad” y a los buenos sentimientos de todos hacia los “excluidos” es secundario en relación a la estatización de los temas clásicos de la moral cristiana y de los principios de los movimientos caritativos. La movilización de las “fuerzas vivas de la sociedad” contra la “exclusión” contribuye a formar una nueva comunidad, la de los “incluidos”. ¡Comunitarismo a minima de una comunidad sociológicamente imaginaria! La culpabilización moral de los “incluidos” se conjuga con la invisibilización de los responsables de la “exclusión” y la dilución de los mecanismos reales que producen la marginalidad como una naturalidad de las restricciones económicas.  En suma, el pensamiento de la exclusión no es el de la emancipación social sino más bien el de la normalización estatal. Su lenguaje no es el del actor dominado sino el de la víctima arrinconada en el silencio. La exclusión, escribe Alain Bertho (1997), “es la pobreza, la desigualdad y la segregación social vista por el lado de la institución del Estado, del orden, de una norma de vida social supuestamente intangible. La exclusión, es la dominación social y la desigualdad en sus formas más desesperantes leídas como una patología, como un desorden a reducir. Para este tipo de lógica, es el enfermo al que en principio se debe curar y someter a las normas, y no la sociedad la que debe rever sus normas”. Para el paradigma antagónico, la lucha contra la “exclusión”, en su principio mismo, es inseparable del combate por la auto-emancipación del mundo asalariado. De hecho, si “el cielo cayó sobre la cabeza” de los individuos que (sobre)viven en situaciones de exclusión, los “excluidos” mismos no caen del cielo. Estos nacen socialmente y crecen numéricamente en el terreno de la modernización neo-liberal de la relación social. Estos no son la “negación” sistemática del asalariado, como lo piensan ciertos teóricos del

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“fin del trabajo”, sino su realización capitalista tendencial. Para retomar las palabras de Yves Clot (1997), el “excluido es la figura acabada del asalariado, la forma pura y loca de este último. El asalariado sin salario. La fuerza de trabajo en tanto que fuente de riqueza subjetiva separada de toda posibilidad de realización”.  Si todos los “excluidos” no son asalariados desclasados, debe entonces quedar en claro que la lucha por mejorar globalmente su suerte pasa por una modificación profunda de las reglas de juego socio-políticas en vigencia. Pensar el problema en términos ofensivos implica romper con una visión escindida del conflicto social según el cual las luchas de las fracciones “protegidas” del asalariado recaen, desde el punto de vista reivindicativo, en el corporatismo y, desde el punto de vista político, en el “pasotismo”, profundizando así las distancias con aquellos que no pueden defenderse más. Desde una perspectiva contraria a la idea de que a fuerza de luchar para defenderse “los más protegidos contribuyen a acrecentar la inadaptación de la sociedad francesa”, el paradigma antagónico pretende inscribir la defensa de los más disminuidos en una política de solidaridad activa que se expresa a favor del empleo, de los derechos colectivos, de la dignidad humana (Touraine, 1996).  Por una parte, el gran número de luchas que se desarrollan en el seno de las empresas, lejos de derivar, como algunos temen, hacia la “defensa corporativa” de aquellos y de aquellas que disponen de un empleo, son portadoras a su manera de la exigencia de hacer del empleo el eje central de desarrollo de la sociedad. ¿“Podemos imaginar”, se pregunta un sindicalista, “la amplitud que tomaría este fenómeno [de la exclusión] si los asalariados cesaran de luchar por su empleo, por sus salarios y sus condiciones de trabajo?” (Rozet, 1998).  Por otra parte, las luchas que se sitúan fuera de la empresa, tales como el movimiento de los desempleados o los conflictos en torno a la vivienda, los derechos sociales o la regularización de los inmigrantes ilegales, por ser menos claramente identificables en términos de conflicto de clase en el sentido tradicional del término, no son menos radicales ni menos antagónicos. Estos demuestran que la subordinación salarial desborda los límites de la empresa, que la subsunción del mundo social a la relación capitalista no es una cuestión exclusiva de los trabajadores explotados.  Estos dos aspectos complementarios están desigualmente estructurados y su articulación funciona mal en el seno de un espacio contestatario cuanto menos asimétrico. La elaboración de un pliego de reivindicaciones donde la cuestión del “derecho al trabajo” y la exigencia de “cambiar el trabajo” dejarían de aparecer disociadas, la desprivatización de las resistencias de los individuos sobre la base de una clarificación de la desposesión opresiva de la gran mayoría, la puesta en forma de las dimensiones políticas de la polarización social son objetivos que siguen aún ampliamente en vigencia. Sin embargo, estos están a la orden del día. Una de la tareas teóricas de la crítica social es la de precisamente alertar sobre la urgencia de una dinámica unificante así como una mirada informada de sus aspectos de avanzada, sus limites, sus potencialidades.  III.Queda por examinar el orden de las prácticas colectivas (las tres últimas características del cuadro). Según el paradigma de la exclusión, los “desafiliados” nos remiten al reverso de la sociedad “integrada”, “normalizada”, “consensual”. Aquellos representan a la vez su factor desestabilizador y su alivio compasivo. Su pesadilla y su buena conciencia. La encarnación de las nuevas clases peligrosas y la volatilización de la conflictividad de clase. Los agua-fiestas de la “sociedad post-salarial” y la celebración de su “humanismo”. Se podría hablar pertinentemente de la no relación con la acción colectiva. Movilizarse no puede tener para el “excluido” más que un sentido negativo: auto-denegarse en tanto que simbolización individual de la “descomposición colectiva”, en tanto que devaluación viviente de los valores que fundan la vida en común. Para nosotros se trata más bien de una puesta en tensión del individuo que de una puesta en movimiento. El Estado juega un rol preponderante en este proceso: organiza la gestión de la “desagregación social”, controla y castiga los comportamientos “desviados”, suscita y remunera las conductas de “integración”. Las políticas públicas se esfuerzan por “corregir” las aberraciones de las situaciones humanas donde la privación es la regla, dándose la acción pública como misión el “desencajar” lo social de lo económico. Ahora bien, esta sobrepolitización aparente de la acción estatal tiene como contrapartida la despolitización efectiva de la relación social a la exclusión. No solo la “dualización” de la “sociedad

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salarial” es aprehendida en términos de “catástrofe natural”, sino que su naturalización misma alimenta el motivo de una renta moral interminable, la de la “lucha contra la fractura social”. Un desplazamiento gramatical del término genérico “exclusión” participa de esta pseudo-reconciliación moral del espacio social, tal como lo explica con justeza Danièle Sallenave:“Exclusión, en efecto, designa menos la acción de excluir que el hecho de ser excluido. Este pasaje a lo pasivo es reciente, y significativo. Substituyendo la consideración de la investigación de las causas por la de los efectos, se marca un neto desplazamiento de lo político hacia la moral y de la responsabilidad hacia la culpabilidad. Ya no hay más actores o usufructuarios de un sistema que permite, promueve, y secreta la exclusión, sino solamente espectadores, testigos, que la exclusión “interpela” (palabra con connotación intensamente cristiana), y a quienes se reclama solamente que salgan de su indiferencia. […] Mantenida en su viejo sentido, activo, la exclusión podía llevar otro nombre: segregación, servilismo, explotación. En tanto participio pasado pasivo, esta noción protege toda investigación sobre la realidad de las relaciones de poder y de producción. La “exclusión” social no es más, desde entonces, un tema de reflexión política, sino de seminarios católicos o psicoanalíticos. “Exclusión”; “fractura social”: una línea zigzagueante recorre el sistema social como la quiebra natural de un seísmo” (Sallenave, 1995). El tema de la exclusión deviene así el objeto y el dilema de una politización paradójica de la cuestión social. La población de los “excluidos”, cuya “minúscula” vida es desde todos los tiempos un buscarse la vida por tiempo indeterminado, está habitualmente sometida a los controles y fichajes de toda suerte (Deythre, 1999). Su existencia sufre día a día la violencia de las instituciones cuya vocación primera es la de luchar contra la “miseria” y para nada contra los “miserables”. Su devenir social esta incesantemente sometido a control por los dispositivos disciplinarios del bio-poder de Estado. Sus tiempos sociales están mutilados, recortados, suspendidos. La “temporalización” de la vida a ultranza. En esta regulación estatal de la “fragmentación” social donde se trata de hacer retroceder los fenómenos de la “dualización”, y con ello, desacreditar una gestión pacificadora de las contradicciones sociales, se hace difícil discernir la “luchas contra la exclusión” del combate dirigido contra los excluidos mismos. A esta politización capilar de la condición social de los “desafiliados”, terriblemente eficaz en sus consecuencias pero obstinadamente denegada en tanto que matriz funcional de discriminaciones (recordemos que el objetivo explícito de las políticas públicas en la materia es la “cohesión social”), se le suma una despolitización macro-social de las franjas más oprimidas de la población, es decir, de una des-radicalización política de su potencial subversivo.  Para el paradigma antagónico, la puesta en movimiento de los desposeídos no es ni un “absurdo político” ni un “milagro social”. Esta se inscribe en la politización tendencial inmanente a la relación social capitalista y contribuye a la activación de su antagonismo constitutivo. La irrupción de los “socialmente invisibles” en los asuntos políticos en tanto que fuerza organizada, forzosamente minoritaria, connota el pasaje de un estatus a otro: de lo caritativo a lo político, de lo privado a lo público. Desde este punto de vista, la lucha de los dominados por el mantenimiento y la extensión de los derechos colectivos (tal como la argumentación del ingreso básico reivindicado por el movimiento de desocupados) no es un avatar de la ideología humanitaria sino una interpelación directa de lo político a partir de situaciones y de problemas específicos.  Esta relación con la acción colectiva impone una relación con lo político que el paradigma de la exclusión tiende a rechazar: para invertir la caída de la “exclusión”, se hace necesario que hayan otras apuestas colectivas. La lucha misma para obtener resultados inmediatos frente a la urgencia social, se encuentra impregnada por la convicción, difusa, pero masiva, que no se obtendrá ningún avance significativo en el frente social si uno se esfuerza por cambiar de política y por cambiar la política en tanto que manera de determinar el destino colectivo. He aquí un objetivo que, sin ser “anti-capitalista” según la acepción doctrinaria del término, participa de un proyecto histórico donde la libre cooperación entre individualidades actuantes prima sobre la maquinaria social de la valorización/desvalorización. Esto no tiene nada que ver con una cierta promesa de happy-end histórico sino que constituye un llamado a la acción y reflexión colectiva, para desnaturalizar el orden social y abrir brechas en la “racionalidad implacable de los sistemas sociales.”              Conflicto, movimiento y horizonte de emancipación 

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“Hay que convencerse que es precisamente porque hay luchas que hablamos de movimiento social”. Esta constatación, expresada con convicción por una militante sindical implicada en el movimiento de desocupados, pone de manifiesto una cuestión relevante: la de la relación entre las conductas de protesta y el conflicto de sentido. Mejor dicho entre las luchas sociales y la posibilidad de designar en su carácter fenomenológico el hecho de luchar en forma conjunta. Es verdad que la realidad nacional se presta sin dificultad a tales constataciones. Desde las huelgas del otoño de 1995 las formas de la acción colectiva en la Francia contemporánea no dejaron de ritmar la actualidad política. Sin augurar o inaugurar una nueva era del antagonismo social, en la medida en que es cierto que la dinámica de la movilización colectiva no obedece necesariamente a una lógica de ascenso, las actuales luchas por el empleo, la defensa de los derechos sociales o de la protección social producen efectos importantes, tangibles o invisibles, directos o diferidos. En su heterogeneidad constitutiva y su dispersión identitaria, estas formas de protesta son, a menudo, entronizadas a un principio de coherencia, sino superior, al menos englobante: el movimiento social que se opone a la modernización liberal de las relaciones de explotación y dominación. La noción de movimiento social indica la persistencia de una interacción antagónica prolongada que va más allá del momento crítico de conflictos puntuales. Hace referencia pues a efectos de expansión y contagio, de repercusión intra e intersectorial, de desplazamiento de escala, de difusión desordenada de las disposiciones de protesta.  El término presenta ambivalencias. Su propia conceptualización plantea el riesgo de vacilar entre dos extremos, positivista y esencialista, aparentemente irreconciliables pero sustancialmente complementarios. El primer abordaje tiende a yuxtaponer las protestas engendradas por la evolución del sistema social. Hace énfasis en el carácter fortuito, irracional, minimiza su aporte a la acción y a la reflexión política, hace desaparecer la producción simbólica “globalizante” de la cual es su objeto. La diversidad de las motivaciones personales y la singularidad de los modos de compromiso de los individuos en la acción colectiva son consideradas “no universalizables”. Así éstas son irreductibles a un denominador común susceptible de funcionar en el plano conceptual como un operador de intelegibilidad como, por ejemplo, el conflicto capital/trabajo, el rechazo al liberalismo o la lucha contra el desempleo.  En su acepción “globalizante” el propio concepto de movimiento social se hace impensable: es el resultado de una esquematización determinada por el deseo de eliminar la complejidad de los registros de protesta. Sin duda siempre es posible realizar reordenamientos sociológicos a mediana escala, establecer criterios de clasificación que organicen las formas de acción colectiva según las similitudes de orden reivindicativo, simbólico u organizacional. Se puede, por ejemplo, tematizar las movilizaciones “corporativas” de los empleados públicos que no toman en cuenta los fenómenos de “exclusión”, las manifestaciones “morales” en defensa del “derecho a la diferencia”, los movimientos huelguistas conducidos por “coordinadoras” de trabajadores “en búsqueda de reconocimiento social”. Sin embargo el abordaje “positivista” de la acción colectiva rechaza cualquier concepto unificado de movimiento social como una totalización abusiva de las lógicas y prácticas de la protesta. El concepto movimiento social no es capaz de designar aquello que es llamado a representar porque su verdad teórica trasciende la singularidad empírica de las formas de movilización observadas. Paradojalmente un abordaje “no pasional” de los movimientos sociales en el sentido amplio del término presupone la negación del “movimiento social” como tal. La segunda aproximación a la cuestión consiste en personificar el “movimiento social” para transformarlo en una existencia autónoma, una suerte de entidad antropológica de gran formato que dispone de una voluntad y objetividad propias, independientemente de las relaciones móviles, complejas y contradictorias que debería sintetizar. “El” movimiento social aparece como un actor social a parte entera, junto a otros actores cuya estructuración socio-política los diferencia de forma visible y los predispone a la acción de manera relativamente previsible. Actor sui generis que perturba el juego de la simbología política, que desplaza los temas del debate público y modifica el trabajo de la representación democrática. Actor que no necesita para existir de una política creíble, dado que él mismo produce una “plusvalía política” apropiada en parte por el sistema partidario y la maquinaria política legítima. Actor que se sitúa sobre todo por fuera del campo de la política y busca penetrarlo “por efracción”; no para instalarse en este campo sino para hacer visibles sus huellas y sus objetivos. Es portador del “mensaje” de la multitud en dirección al poder, no como mediador sino como un “inoportuno” que se cuela en el festín de las elites dirigentes enceguecidas por el propio espectáculo de magnificencia. La tentación de reificar el movimiento social es real. Este último representa el aspecto noble de una política cada vez más degradada e inadecuada. La política auténtica contra la degradación política. La

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libre rehabilitación de lo político contra las políticas de la restauración liberal. La radicalización de esta lógica lleva a una actitud anarco-sindicalista que, según Stéphane Rozès, parece caracterizar desde 1982 a los propios movimientos de opinión: el movimiento social se apropia de lo político directamente, de manera discontinua o episódica, sin mediaciones que correrían el riesgo de afectar la amplitud de las aspiraciones y de las reivindicaciones expresadas, presentando la política legítima como un teatro de sombras. El movimiento social refiere a fin de cuentas a la aparición de una conflictividad esencialmente post-política. El precio a pagar por este desplazamiento conceptual significativo es el siguiente: situar del lado del movimiento toda la política instituyente y desvalorizar la importancia del análisis de las políticas de “puesta en movimiento”. En estas condiciones es difícil no representarse al movimiento como una sustancia cristalizada, compacta y homogénea que evoluciona en la ingravidez de un espacio político espectral.  Existe una tercera posición, que no es intermedia. El movimiento social no es ni un fenómeno carente de control que arbitrariamente daría forma a mecanismos de protesta dispares y no totalizables, ni un actor homogéneo unificado a través de una conciencia común en función de la cual interviene en el campo de la política. El concepto de movimiento social hace más bien referencia a un conjunto cambiante de relaciones sociales de protesta que emergen en el seno del capitalismo contemporáneo. Estas relaciones se desarrollan de forma desigual en sus ritmos, su existencia reivindicativa, su constancia y su proyección en el futuro y, finalmente, en su importancia política e ideológica. Su origen común, si existe uno, reside en el hecho de que ciertos grupos sociales dominados entran en conflicto, de forma directa o indirecta, con la materialidad de las relaciones de poder y de dominación pero también con el imaginario social marcado por la dinámica de la valorización/desvalorización. Sin embargo el “proyecto” que estas movilizaciones encarnan no siempre es explícito. Su formalización es incompleta, su madurez insuficiente y su potencia simbólica débil.  La actividad del movimiento social no constituye un proceso lineal que, según una visión “objetivista” de la lucha de clases, expresaría el carácter “inexorable” de las resistencias a los procesos de explotación y de dominación capitalista. Si las contra-tendencias a estos últimos fenómenos son inmanentes a la naturaleza antagónica de la relación social capitalista, lo cual permite reforzar la tesis de una determinación estructural de la conflictividad en la social en su conjunto, no es menos cierto que las movilizaciones colectivas ponen de manifiesto el carácter en parte fortuito de la dialéctica histórica. Esta refiere a lo fenomenológico (los hechos), a la iniciativa de los actores sociales pero también a sus dificultades de controlar los múltiples desafíos que los afectan y que sobre ellos pesan. La dialéctica histórica está marcada tanto por el modo de acción soberano de los actores como por su dificultad para actuar y reflexionar librándose de la fuerza de las costumbres. La dialéctica de la acción colectiva combina pues la posibilidad construida por los actores movilizados de influir sobre lo político de manera autónoma, forzándolo a ofrecer respuestas, y su reducida capacidad de cuestionar la simbología de lo que es temporariamente señalado como un horizonte infranqueable.  También debemos descartar dos visiones reductoras del conflicto social. El “objetivismo” y el “subjetivismo” tienen como punto en común el hecho de desconocer las polivalencias de la movilización colectiva. La primera interpretación sobrevaloriza el papel de la determinación estructural en las conductas protestatarias. Encarnación de un “principio universal”, esta determinación es a menudo formulada a través de la metáfora de los “campos” o de los “sujetos colectivos” antagónicos. La diversidad de oportunidades políticas de la “puesta en movimiento”, la heterogeneidad social de los actores movilizados, la diferenciación de sus representaciones, su indigencia o profusión en “recursos simbólicos”, la disponibilidad o la deficiencia de las mediaciones organizacionales son subestimadas en la reflexión propia a esta visión. La “objetivación” implacable de los fundamentos de la conflictividad conduce a la desvalorización de sus aspectos “situacionales”. Es decir, producir un movimiento sin crear o hacer un hecho. La segunda interpretación sobrevaloriza las dimensiones fácticas de la acción colectiva. La “subjetivación” hiperbólica de esta última confina el hecho de protesta a sus aspectos fenomenológicos. Mera “construcción social” de sus propios actores, el acto de protesta aparece desprovisto de fundamento objetivo, de “causa primera”, de dimensión histórica. El análisis del movimiento se diluye en la inmediatez de sus manifestaciones prácticas. Las determinaciones estructurales que pesan en el juego social constituyen el punto débil de esta interpretación. El contenido social de la protesta se asemeja a una mecánica competitiva en la cual se intercambian “golpes” y “contragolpes”. Es decir, producir un hecho sin crear o hacer un movimiento. 

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Es necesario precisar nuestros argumentos. A lo largo de los últimos años los movimientos sociales ocurridos en Francia presentaron una multiplicidad de formas. Ciertos terrenos de confrontación social fueron objeto de protestas: desde las grandes huelgas contra el plan Juppé en otoño de 1995 hasta la revuelta de los desocupados del invierno de 1997-1998 pasando por una gran cantidad de pequeños conflictos en defensa del empleo, del salario y de la reducción del trabajo, en rechazo a la “exclusión”, por la preservación de los derechos colectivos ligados a la condición salarial, sin olvidar las luchas de las mujeres, las movilizaciones antiracistas y antifascistas, los movimientos por el derecho a la vivienda o contra el sida y la discriminación sexual. La lista es muy larga. Una simple enumeración de esta diversa, sino dispersa, conflictividad alcanza para convencerse de que el conflicto social contemporáneo desborda ampliamente la esfera del trabajo stricto sensu abarcando el conjunto de las realidades transformadas por las políticas de inspiración liberal y, en consecuencia, produce polarizaciones que trascienden la esfera laboral. Si admitimos que la tendencia dominante del capital en la era posmoderna es la de la acumulación flexible, podemos decir esquemáticamente que el conjunto del espacio social de acumulación, que trasciende los límites de la cooperación productiva circunscripta a los límites de la empresa, se transforma, efectiva o virtualmente, en terreno de enfrentamiento estratégico.  Sin embargo el conflicto laboral “tradicional”, centrado en torno al trabajo asalariado (salarios, empleo, tiempo de trabajo, etc.) está lejos de haber desaparecido. Constituye un polo de conflictividad fuerte en torno al cual se establece una trama de confrontaciones recurrentes, a veces nacionales pero fundamentalmente locales, pequeñas “guerras” de posición, estrategias de demostración de fuerzas e intimidación, guerrillas incesantes que oponen las fuerzas sindicales y las direcciones manageriales. Esta micro-conflictividad ininterrumpida no siempre traspasa el nivel de visibilidad más allá de los actores implicados en el conflicto y en la resolución del mismo. A menudo no deja rastros estadísticos, lo que no es sorprendente si tenemos en cuenta los métodos utilizados por el INSEE1 para medir el “clima social” en la empresa. A pesar de la crisis por la que atraviesa desde hace dos décadas, el movimiento obrero no es una fuerza histórica en extinción. Sin duda perdió la centralidad sociológica y simbólica característica de la época fordista. Su “brillo”, ligado al imaginario heroico del proletariado industrial, ha desaparecido. No es ni el único actor del conflicto social ni la vanguardia de la lucha por la auto-emancipación de los dominados. En todo caso la cuestión de la “hegemonía obrera” no se plantea más en esos términos. Este actor mantiene no solamente una capacidad de perturbación anticapitalista sino también la capacidad de reivindicación y de positivación de sus propios objetivos, como lo manifiesta la relativa renovación sindical en curso a la largo del último período. Sabiendo que estamos lejos de asistir al agotamiento de los grandes movimientos reivindicativos del trabajo, conviene pues examinar atentamente las condiciones de posibilidad de su realización. Las movilizaciones colectivas suscitadas por las políticas públicas constituyen un segundo eje de la conflictividad contemporánea. Conciernen, entre otras cuestiones, a la modernización del Estado, de la escuela, de la salud, la gestión de los flujos migratorios, la producción y la aplicación de las disposiciones de seguridad. Estas movilizaciones se producen principalmente porque la confrontación y el debate públicos, cuando existen, no tienen incidencia mayor sobre las políticas públicas. En general el poder político se limita a tratar los problemas sociales de forma limitada, separada y parcial. La interiorización por parte del personal político que se encuentra en el gobierno de los límites “infranqueables” de la economía transforma la política en gestión, al margen de los efectos desestabilizadores del liberalismo. De esta forma se privilegian el corto plazo y las reformas contables sin una visión societal de conjunto. En vez de comprometerse, por ejemplo, a promover un verdadero debate público sobre la cuestión de la salud o de la apropiación democrática de los servicios públicos, la discusión se limita al “saneamiento de las cuentas de la Seguridad Social” o a la “necesidad de las privatizaciones en el marco de una economía competitiva”. No es para nada asombroso constatar que, en estas condiciones, se produzcan decisiones autoritarias, retrógradas, que no contemplan las aspiraciones y exigencias de las grandes mayorías. Estos dos polos de protesta que podemos distinguir analíticamente están en realidad estrechamente ligados. Las movilizaciones laborales tienden a ligarse con los grandes temas de la sociedad en función de una doble evolución. Por un lado, y como sostiene Yves Clot, la actividad productiva significa para el trabajador poder obtener en ésta sus móviles vitales, los valores y capacidades subjetivas que obtiene de todos los ámbitos de la vida donde está implicada su existencia. Por otra parte la esfera del trabajo se

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extiende más allá de las fronteras de la empresa en el sentido estricto del término. La irrupción societal en el trabajo asalariado (proceso de individualización, balance de las competencias, exigencia de calidad, etc.) y la impregnación fuera del trabajo por el proceso de valorización del capital constituyen dos aspectos complementarios de una “centralidad” del trabajo al menos paradojal. Las luchas por la defensa del empleo, por ejemplo, cuestionan abiertamente la tendencia actual a la precarización de la sociedad, aún si el vínculo entre asalariados activos y desocupados es débil. Por otro lado el movimiento de desocupados no se limita a reivindicar derechos colectivos y medidas inmediatas suseptibles de contrarrestar en parte las situaciones de privación que padecen cotidianamente los sectores más fragilizados de la población. Este movimiento cuestiona también la cristalización de un modelo asalariado caracterizado por la precarización y la flexibilización. El rechazo a las políticas públicas que se limitan a gestionar los fenómenos de “exclusión social”, a riesgo de entronizarlos o de agravarlos, encuentra su continuidad lógica en la lucha contra los efectos perversos de la flexibilización laboral. Esta lucha permite plantear la cuestión de los “mínimos sociales” no como una reivindicación de “baja categoría” reducida a su materialidad financiera, sino como un objetivo político suceptible de subvertir la configuración contemporánea del orden laboral; objetivo que se inscribe en un proyecto de transformación social más global. Sin necesariamente constituir una realidad totalmente nueva en su manifestación histórica, algunos rasgos de los movimientos sociales de los últimos años se afirman con una fuerza inédita. Primera característica: la fragmentación de las formas de protesta, si bien no constituye un dato ontológico inmodificable, indica la dificultad para imaginar un “Todos juntos”2 en el cual cada uno/a tendría su propio lugar. Señala que la construcción de nuevas perspectivas de emancipación social aún es muy tenue. El aspecto positivo de esta fragmentación es que ésta marca el fin de un cierto vanguardismo de clase que caracterizó históricamente al movimiento obrero. Su aspecto negativo refiere a los obstáculos que impiden discernir los lineamientos de un movimiento de conjunto en el seno de la conflictividad contemporánea.  Segunda característica de la situación presente: la contradicción entre las fuertes aspiraciones de cambio social y un horizonte histórico limitado que parece no tener salida. Luego del desastre histórico del “socialismo real”, las aspiraciones por construir un orden social más justo e igualitario no han desaparecido. Los deseos de construcción de un mundo mejor guardan actualidad. La formulación de lo que podría representar un proyecto histórico de transformación no es sin embargo una tarea simple. La fuerza del economicismo, que se reproduce como una ideología espontánea y que aparece como un límite insuperable del imaginario social; la percepción casi mitológica del poder absoluto de los mercados; el atraso existente en el análisis y comprensión de los fenómenos de la globalización influyen en la posibilidad de que el conflicto social sirva a la formulación de un proyecto. Este desfasaje limita el impacto político del movimiento social e inscribe su empirismo reivindicativo en una temporalidad corta. La última característica de la acción colectiva refiere a la cuestión de la articulación entre lo individual y lo colectivo. Si bien los individuos participan en movilizaciones y protestas en función de objetivos compartidos, no es menos cierto que las personas manifiestan preocupaciones personales de autonomía y de participación directa. No son muy proclives a ponerse al servicio de algo que trasciende sus posibilidades de control, pero también es cierto que participan en una causa que permite expresar su descontento y hace valer sus legítimas aspiraciones. Esto explica, sobre todo entre las jóvenes generaciones, los compromisos militantes intermitentes o discontinuos. Este tipo de conducta refleja la resistencia a un compromiso de tipo “cheque en blanco” que es reemplazado por una participación política o sindical “a la carta”. Este cuidado de sí mismo no es contradictorio con una fuerte percepción de necesidad de comunidad y de solidaridad. Traduce, por el contrario, el deseo de relaciones sociales simétricas y reversibles establecidas entre mujeres y hombres libres. En suma, el individualismo en el seno de los movimientos sociales (incluido el movimiento sindical) lejos de ser “posesivo”, es más bien un individualismo igualibertario. Si su objetivo continúa siendo el libre uso de la voluntad individual, debe expresarse en la realización de la libertad de todos y de cada uno. Esta es una tendencia fundamental de la acción colectiva contemporánea. Esto explica la profunda animadversión respecto a los comportamientos de “vedettismo”, el rechazo al encuadramiento partidario, la sospecha respecto a los “voceros”, la voluntad de preservar hasta el final la dinámica colectiva de la lucha. Estas tres características son componentes de la cambiante morfología de la acción colectiva. Lo que está en juego frente a la modernización neoliberal de la relación capitalista es el proyecto de conjunto de las

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luchas sociales. Respecto a este asunto existen cuatro orientaciones centrales. Su puesta en marcha requiere sinergias y convergencias más allá del Estado-nación, que deben inscribirse prácticamente en esta “mundialización de las resistencias y de las luchas” de las cuales habla Christophe Aguiton. La primera orientación implica la lucha por la homogeneización de las condiciones de acceso al empleo, del uso de la fuerza de trabajo, de la “reproducción” de los trabajadores en tanto productores de la riqueza social. La segunda hace referencia al desarrollo de las solidaridades salariales en el seno de la empresa que trasciendan los clivajes de la división capitalista del trabajo; solidaridades que es conveniente desplegar también en dirección de los movimientos de protesta que se manifiestan por fuera del espacio del trabajo.  La tercera característica refiere al trabajo de la modelización reivindicativa de las aspiraciones y exigencias de los asalariados, de los desocupados, de los grupos sociales dominados. Sin una elaboración programática colectiva de lo que los individuos “de abajo” quieren y reclaman, las conquistas populares deseadas se verán comprometidas. La cuarta orientación se aplica al posicionamiento político del movimiento social. Ser autónomo en relación al sistema partidario y a los gobiernos no significa transformarse en una especie de recambio anti-institucional del descontento social. Significa sobre todo cuestionar una concepción antidemocrática de la gobernabilidad que transforma todo en una cuestión técnica, prácticamente fuera de control, en perjuicio de los principales interesados… “A pesar de lo que pueda suceder el mundo de mañana nos pertenece”, podía leerse en una de las pancartas de las manifestaciones de secundarios ya mencionadas. A decir verdad el mundo de mañana pertenece a aquellas y aquellos que lo construyen desde hoy cuestionando las fatalidades del orden dominante. Esta iniciativa histórica es la que constituye el fundamento de la libertad humana.  Bibliografía Balibar, Etienne 1992 “Exclusión ou lutte de classes”, en Les frontières de la démocratie (París: La Découverte). Bertho, Alain 1997 Banlieue, banlieue, banlieue (París: La Dispute). Bouffartigue, Paul 1993 “Métamorphoses de l’ “armée industrielle”, en Politis. La revue (París) Nº 4, Juillet-septembre. Caillé, Alain 1996 “¿Vers un nouveau contrat social?”, en Caillé, Alain y Le Goff, Jean-Pierre Le tournant de décembre (París: La Découverte).  Clot, Yves 1997 “Les hommes en plus”, en Bouffartigue, Paul y Eckert, Henri Le travail à l`épreuve du salariat. A propos de la fin du travail (París: L’Harmattan).   Delors, Jacques 1995 “Mes trois raisons de dire non á Juppé”, en Nouvel Observateur (París) Nº 1621, 30 novembre-6 décembre. Dethyre, Richard 1999 “Chômeurs en mouvement et statut des problèmes sociaux”, en Travail salarié et conflit social, Actuel Marx Confrontation (Paris: PUF). Fassin, Eric 1996 “Le réalisme et l’utopie: les deux gauches face aux mouvements sociaux”, en Esprit (París) Nº 218, janvier-février. Lévy, Bernard-Henri 1995[a] “Bloc-notes”, en Le Point (París) Nº 1211, 2 a 8 de diciembre. Lévy, Bernard-Henri 1995[b] “Bloc-notes”, en Le Point (París) Nº 1212, 9 a 15 de diciembre.Liberation 1995, 15 de diciembre. 

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Marx, Karl 1993 Le Capital (París: PUF) pp. 705-727 [traducción bajo la responsabilidad de Jean-Pierre Lefebvre]. Mongin, Olivier y Roman, Joël 1996 “L’électrochoc de novembre-décembre 1995: premiers diagnostics”, en Esprit (París) Nº 222, Junio, p. 190. Redacción 1996 “Autour d’un appel”, en Esprit (París) N 218, janvier-février. Rozès, Stéphane 1999 “La ‘gréve par procuration’ de l’opinion à l’égard des mouvements sociaux révèle un nouveau cycle idéologique”, en Travail salarié et conflit social, Actuel Marx Confrontation (Paris: PUF). Rozet, Pierre-Jean et al. 1998 “Débat autour du mouvement social”, en Analyses et Documents Economiques. Cahiers du centre confédéral d`études économiques et sociales de la CGT (París) Nº 76/77, Septembre. Sallenave, Danièle 1995 “L’alibi de la compasión”, en Le Monde Diplomatique (París) Juillet.Simon, Michel 1996 “Deux visions de la modernité”, en Société française (París) Nº 4/54, janvier-mars. Touraine, Alain 1996 “L’ombre d’un mouvement”, en Touraine, Alain et al. Le grand refus. Reflexions sur la grève de 1995 (París: Fayard). Vincent, Jean-Marie 1998 Max Weber ou la démocratie inachevée (Paris: Editions du Félin) 170. Vincent, Jean-Marie 1999 “Sortir du travail”, en Travail salarié et conflit social, Actuel Marx Confrontation (Paris: PUF). Zarifian, Phillipe 1997 “Le travail menacé d’exclusion”, en Bouffartigue, Paul y Eckert, Henri Le travail à l`épreuve du salariat. A propos de la fin du travail (París: L’Harmattan).  Notas 1 N. del T.: Institut national de la statistique et des études économiques (INSEE).

2 N. del T.: Traducción de “Tous ensemble”. Esta fue la consigna central del movimiento huelguístico en el sector público francés en otoño de 1995. La legitimidad del “movimiento social” de empleados públicos y la simpatía despertada por este, entre otras categorías sociales que no participaron en el movimiento huelguístico en forma directa residió, en gran parte, en la capacidad de generalizar el sentido de la protesta y la defensa de los derechos sociales, que implicaba al conjunto de los asalariados. La consigna “Tous ensemble” funcionó como catalizador y síntesis de un descontento social generalizado producido por una serie de medidas que atacaban a todos. “Todo el mundo” estaba implicado por el proyecto de reforma de la Seguridad Social impulsado por el gobierno de Alain Juppé (derecha), y en su inicio sostenido por el Partido Socialista en la Asamblea Nacional. Aún si no todas las medidas del Plan Juppé implicaban al conjunto de la población, la amenaza implicaba a la mayoría de ella. Frente a una situación en que los trabajadores del sector privado eran reticentes a parar en solidaridad con el sector público (por temor a los despidos en masa) la consigna “Tous ensemble” permitió a los trabajadores del privado sentirse identificados y representados en una demanda cuyos principios compartían mayoritariamente. Esta actitud de solidaridad se manifestó a lo largo de todo el conflicto a través de encuestas de opinión y de actos de solidaridad concretos como por ejemplo la predisposición de un gran sector de la población a llevar en auto a otros trabajadores, para que no prosperaran los intentos gubernamentales de romper la huelga de transportes, enfrentando a trabajadores y usuarios. Este movimiento de solidaridad de los trabajadores del sector privado con los del sector público fue designado como “huelga por procuración”. Frente a las dificultades de hacer paro en el sector privado los trabajadores de este sector depositaron la tarea de reivindicación de sus propios derechos ciudadanos en los trabajadores del sector público. Esto explica, en parte, la persistencia del movimiento huelguístico que se extendió durante un mes paralizando la casi totalidad del transporte público francés. Para una mayor comprensión de este fenómeno ver Rozès (1999: 121-134) y Beroud, Sophie y Mouriaux, René (coordinadores) 1997 Le souffle de décembre. Le mouvement de décembre 1995: continuités, singularités, portée (París: Editions Syllepse).

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* Doctor en Filosofía e Investigador en Sociología Política, enseña en el Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Paris VIII. Sus investigaciones abordan actualmente cuestiones de sociología de los movimientos sociales y del sindicalismo asalariado.

 

Traducción realizada por Emilio H. Taddei y Miguel Angel Djanikian.

 

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