Angelopolis - Danielle Trussoni

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Fantasia

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Título original: AngelopolisDanielle Trussoni, 2013Traducción: Mireia Carol Gres

Editor digital: niorockePub base r1.2

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Para Angela

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La angelología, una de las ramasoriginales de la teología,cristaliza en la persona delangelólogo, cuyas atribucionesincluyen tanto el estudio teóricodel sistema angélico como suejecución profética a través de lahistoria de la humanidad.

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Con angélica voz, muy dulce y llana,así empezó a decirme su querella

DANTE, infierno

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Campo de Marte 33, VII distrito,París1983

El científico examinaba a la niña presionándole lapiel con los dedos. La pequeña sentía sus manosoprimirle los omóplatos, las vértebras, losriñones… Sus movimientos eran pausados,clínicos, como si el hombre esperara encontraralguna aberración en su cuerpo que no debieraestar ahí: una costilla de más o una segundacolumna que discurriera como una senda de hierroa lo largo de la original. Su madre le había dichoque obedeciera las indicaciones del científico, demanera que la chiquilla soportaba la palpación ensilencio: cuando le ciñó una liga elásticaalrededor del brazo, no se resistió; cuandoresiguió la trayectoria sinuosa de una vena con la

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punta de una aguja, se mantuvo inmóvil; cuando laaguja penetró bajo su piel y un chorro desangre seprecipitó al interior de la jeringa, apretó los labioshasta dejar de sentirlos. La niña contempló la luzdel sol que entraba por las ventanas llenando lasala aséptica de tibieza y de color y percibió unapresencia que velaba por ella, como si un espírituhubiera bajado a la tierra para protegerla.

Mientras el científico llenaba tres tubos con susangre, ella cerró los ojos y pensó en la voz de sumadre. Solía contarle historias de reinosencantados, bellas durmientes y valerososcaballeros dispuestos a combatir por el bien; lehablaba de dioses que se transformaban en cisnes,de guapos niños que se convertían en flores y demujeres que se tornaban árboles; le susurraba quelos ángeles existían tanto en la tierra como en elcielo, y que había algunas personas que, comoellos, podían volar. Ella escuchaba siempre susrelatos sin estar nunca del todo convencida de quefueran ciertos. Pero había una cosa que sí sabía: en

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cada uno de ellos, al final, la princesa siempredespertaba, el cisne volvía o convertirse en Zeus,y el caballero vencía sobre el mal. En ciertomomento, con un toque de varita mágica o unconjuro, la pesadilla terminaba y comenzaba unanueva era.

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EL PRIMER CÍRCULO

Limbo

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Paseo de los Refuzniks, torre Eiffel,VII distrito, París

2010

V. A. Verlaine se abrió paso a través de la barrerade gendarmes y se aproximó a la criatura. Era casimedianoche, el vecindario estaba desierto y, sinembargo, los coches de la policía habíanbloqueado todo el perímetro del Campo de Marte,desde el muelle Branly a la avenida GustaveEiffel, y las luces rojas y azules llameaban en laoscuridad. Habían colocado un reflector en unaesquina de la escena del crimen, de modo que lacruda luz revelaba un cuerpo mutilado tendidosobre un charco de sangre azul eléctrico. Losrasgos de la víctima eran irreconocibles, tenía elcuerpo destrozado y cubierto de sangre, con losbrazos y las piernas dispuestos en posiciones poco

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naturales, como ramas desgajadas de un árbol; laexpresión «hecho jirones» cruzó por su mente.

Verlaine había estudiado con detenimiento a lacriatura mientras agonizaba, observando cómo sedesplegaban sus alas sobre su cuerpo. La habíavisto estremecerse de dolor y había escuchado susgruñidos, agudos y semejantes a los de un animal,apagándose hasta convertirse en un débil lamento.Las heridas eran graves —un corte profundo en lacabeza y otro en el pecho— y, no obstante, parecíaque no fuera a dejar nunca de resistirse a lamuerte, que su empeño por sobrevivir fuerainfinito, que fuera a luchar eternamente mientras susangre se vertía por el suelo como un denso jarabeoscuro. Por último, un velo lechoso se habíaderramado sobre sus ojos confiriéndole unamirada ausente, y entonces Verlaine supo que elángel había muerto por fin.

Al mirar a sus espaldas, apretó la mandíbula.Más allá del cordón policial había criaturas detodo tipo, un catálogo viviente de seres que lo

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liquidarían en el acto si supieran que él podía versu verdadero aspecto. Hizo una pausa, adoptandola actitud fría y evaluadora de un estudioso altiempo que las iba catalogando mentalmente: habíacongregaciones de ángeles mala, bellas y malditasprostitutas cuyas dotes constituían una tentaciónirresistible para los humanos; ángeles gusianos,que podían adivinar el pasado y el futuro, yángeles rahab, seres decadentes considerados losintocables del mundo angélico. Detectó los rasgosdistintivos de los anakim: uñas afiladas, frenteamplia, estructura ósea ligeramente irregular. Lovio todo con una claridad despiadada que persistióincluso cuando volvió a considerar la violenciaque rodeaba el asesinato. La sangre de la víctimahabía empezado a rebasar los márgenes de la zonailuminada por el reflector y ya se perdía en lassombras. Trató de concentrarse en la estructurametálica de la torre Eiffel con el fin detranquilizarse, pero las criaturas acaparaban suatención. Era inútil, no podía apartar los ojos de

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sus alas, que se agitaban contra el cielo nocturno,negro como la tinta.

Verlaine había descubierto su capacidad de vera las criaturas diez años antes, una habilidad queen realidad era un don, pues había muy poca genteque pudiera ver las alas de los ángeles sin unapreparación exhaustiva. Daba la casualidad de quesu mala visión —llevaba gafas desde quinto gradoy, sin ellas, apenas sí podía ver un objeto situado atreinta centímetros de distancia— permitía laentrada de luz en el ojo justo en la proporciónnecesaria para distinguir todo el espectro de lasalas de los ángeles. Obviamente, había nacidopara ser cazador de ángeles.

Ahora, por tanto, no le era posible ignorar laluz de colores que brotaba en torno a las criaturasangélicas, los campos de energía que separaban aestos seres de los espacios apagados ydesprovistos de color que ocupaban los humanos.Se sorprendía a sí mismo siguiéndolos con lamirada mientras recorrían el Campo de Marte,

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fijándose en sus movimientos incluso cuandodeseaba aislarse de su atracción hipnótica. Aveces tenía la convicción de estar perdiendo eljuicio, de que las criaturas eran sus demoniospersonales y de que vivía en un círculo delinfierno hecho a su medida donde una variedadinfinita de demonios desfilaba ante él, como si sehubieran reunido con el único propósito demofarse de él y torturarlo.

Sin embargo, esa era la clase de ideas quepodía llevarlo a dar con sus huesos en unmanicomio, por lo que debía procurar mantener elequilibrio, recordar que veía cosas a unafrecuencia más elevada que la gente normal, y quesu don era algo que debía cultivar y proteger apesar de que le perjudicara. Bruno, su amigo ymentor, el hombre que lo había llevado hasta allídesde Nueva York y que lo había preparado paraser cazador de ángeles, le había dado unaspastillas para calmar los nervios, y aunqueVerlaine trataba de tomar las menos posibles, se

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sorprendió a sí mismo buscando el pastilleroesmaltado en su bolsillo y sacando de él doscomprimidos blancos.

Notó que una mano se posaba sobre su hombroy se giró. Bruno se hallaba a sus espaldas conexpresión severa.

—Los cortes son indicativos de un ataqueemim —señaló en voz baja.

—La piel chamuscada lo confirma —asintióVerlaine. Desabotonó su cazadora amarilla depoliéster, una prenda de los años setenta dedudoso gusto, y se aproximó al cadáver—. ¿Llevaalgún tipo de identificación?

Su mentor extrajo una pálida billetera de antemanchada de sangre y comenzó a inspeccionar sucontenido. De pronto, su expresión cambió. Lemostró una tarjeta de plástico.

Verlaine sostuvo la tarjeta: era un permiso deconducir del Estado de Nueva York con la foto deuna mujer de cabellos negros y ojos verdes. Elcorazón empezó a golpearle con fuerza en el pecho

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al darse cuenta de que pertenecía a EvangelineCacciatore. Respiró profundamente antes degirarse hacia Bruno.

—¿Crees de verdad que podría ser ella? —inquirió por fin al tiempo que observabaatentamente la expresión de su jefe. Sabía que todo— su relación con Bruno, su conexión con laSociedad Angelológica, el curso de su vida apartir de entonces —dependería de cómo sedesenvolviera en los próximos diez minutos.

—Evangeline es una mujer; esta es una hembranefil de sangre azul —replicó Bruno, señalandocon la cabeza el cuerpo ensangrentado tendido enel suelo entre ambos—. Pero tú dirás.

Verlaine deslizó los dedos entre los botones dela gabardina de la víctima con las manos tantemblorosas que tuvo que hacer un esfuerzo pararelajarse y distinguir la forma de los hombros. Losrasgos de la mujer eran absolutamenteirreconocibles.

Recordó la primera vez que había visto a

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Evangeline. Ella se había mostrado encantadora ysombría a la vez, mirándolo con sus grandes ojosverdes como si fuera un ladrón que se hubierapropuesto robar sus textos sagrados. Habíadesconfiado de sus motivos y se había mostradoimplacable en su determinación de impedirlepasar, pero entonces él la había hecho reír, y suduro exterior se había desmoronado. Esa escenasucedida entre ambos había quedada grabada afuego en su recuerdo y, por mucho que lo habíaintentado, nunca había sido capaz de olvidarla.Había pasado casi una década desde queestuvieron juntos en la biblioteca del convento deSaint Rose, frente a los libros abiertos, ignorantesde la verdadera naturaleza del mundo «En aqueltiempo había gigantes sobre la tierra, y tambiéndespués»… Estas palabras, así como la mujer quese había mostrado, habían cambiado su vida.

No le había contado a nadie la verdad sobreEvangeline. De hecho, nadie sabía que era una delas criaturas. Para Verlaine, guardar el secreto de

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Evangeline había sido una promesa tácita: podíasaber la verdad, pero jamás la revelaría. Y ahorase daba cuenta de que ese era el único modo depermanecer fiel a la mujer que amaba.

Verlaine metió el permiso de conducir en subolsillo y se alejo del lugar.

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Avenida de los Campos Elíseos, Idistrito, París

París estaba lleno de angelólogos y, porconsiguiente, era uno de los lugares máspeligrosos del mundo para un emim como Eno,que, sin embargo, tendía a ser bastante temeraria.Como el resto de los de su especie, era alta yesbelta, con los pómulos prominentes, los labioscarnosos y la piel gris. Llevaba los ojosmaquillados de negro, lápiz labial rojo y ropa decuero negro, y solía mostrar abiertamente sus alasoscuras, sin temor, retando a los angelólogos a quelas vieran. Ciertamente, era todo un acto deprovocación, pero Eno no tenía ninguna intenciónde esconderse: este mundo pronto sería suyo, asíse lo habían prometido los Grigori.

Aun así, en París había angelólogos acechandopor todas partes, estudiosos que parecían no haber

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salido del archivo de la Academia Angelológicaen cincuenta años, iniciados con exceso de celoque sacaban fotografías de cuantas criaturaspodían encontrar, biólogos angelológicos quebuscaban muestras de sangre angélica y, lo peor detodo al parecer de Eno, equipos de cazadoresempeñados en capturar a todas las criaturasangélicas. Aquellos idiotas solían confundir a losgolobium con los emim, y a los emim con criaturasmás puras como los Grigori. En los últimostiempos parecía haber cazadores al acecho entodas las esquinas, observando y esperando, listospara atrapar a su presa. Para aquellos que podíandetectarlos, la vida en París era tan soloincómoda; para los que no, cada desplazamientopor la ciudad era un juego mortal.

Por supuesto, Eno seguía unas reglas deenfrentamiento estrictas, la primera y la másimportante de las cuales era dejar a otros el riesgode ser capturado. Después de matar a Evangeline,se había alejado del lugar con rapidez y había

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estado paseando por los Campos Elíseos, donde anadie se le habría ocurrido buscarla. A suentender, a veces era mejor ocultarse a la vista detodos.

Rodeo la taza de plástico con las manosmientras contemplaba el movimiento incesante delos Campos Elíseos. Ahora que su trabajo en Paríshabía terminado, regresaría con sus amos lo antesposible. Le habían encomendado encontrar yeliminar a una joven hembra nefil. Eno habíaseguido a la criatura durante semanas,observándola, averiguando sus pautas decomportamiento, y había llegado a sentircuriosidad por su objetivo. Evangeline eradiferente de todos los nefil que había visto antes.Según sus amos, pertenecía a la estirpe de losGrigori, pero no presentaba ninguna de lascaracterísticas distintivas de su linaje. Habíacrecido entre seres humanos, abandonada por suespecie, y, a juzgar por lo que Eno habíaobservado, simpatizaba peligrosamente con las

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maneras de los humanos. Los Grigori la queríanmuerta. Y Eno nunca defraudaba a sus amos.

Ellos tampoco la defraudarían, estaba segura.Los Grigori la llevarían a su casa, a Rusia, dondese mezclaría con las masas de ángeles emim. EnParís llamaba demasiado la atención. Ahora quehabía concluido su tarea, quería marcharse deaquella ciudad repugnante y peligrosa.

Había aprendido por las malas lo peligrosos queeran los angelólogos parisinos. Hacía muchosaños, cuando era joven e ignorante del modo dehacer de los humanos, había estado a punto demorir a manos de un angelólogo. Había sido en elverano de 1889, durante la Exposición Universalde París, cuando la Ciudad estaba atestada degente llegada para ver la recién construida torreEiffel. Había estado paseando por la feria ydespués se había aventurado entre la multitud queabarrotaba los campos circundantes. A diferencia

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de muchos emim, adoraba pasear entre loshumildes seres que poblaban París, le encantabatomar café en sus establecimientos y pasear porsus jardines. Le gustaba dejarse engullir en elajetreo de la sociedad humana, en la exuberanteenergía de su fútil existencia.

Mientras paseaba, se fijó en un guapo inglésque la miraba desde el otro lado del Campo deMarte. Hablaron durante unos minutos sobre laferia y luego él la sujetó del brazo y la condujomás allá de la multitud de soldados, prostitutas ygente que rebuscaba en la basura, al otro lado delos carruajes y los caballos. Por su voz suave y susmodales caballerosos, asumió que era másdistinguido que la mayoría de los seres humanos.Él tomó su mano con delicadeza, casi como si ellafuera demasiado frágil para tocarla, mientras laexaminaba con la atención de un joyero que tasa undiamante. El deseo de los seres humanos era algoque la fascinaba: su intensidad, el modo en que elamor controlaba y determinaba sus vidas. Aquel

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hombre la deseaba, y Eno lo encontraba divertido.Todavía recordaba su cabello, sus ojos oscuros, suelegante figura con traje y sombrero.

Trató de determinar si él se había dado cuentade que no era humana. Él la condujo lejos de lamultitud y, una vez solos detrás de un seto, la miróa los ojos. Entonces, un cambio tuvo lugar en él: siantes se había mostrado dulce y apasionado, ahorasu actitud estaba impregnada de violencia. Eno seasombro de su transformación, de la naturalezacambiante del deseo humano, del modo en queaquel hombre podía amarla y detestarla a la vez.De pronto, el joven sacó su puñal y se abalanzósobre ella. «Alimaña», le dijo entre dientes, con lavoz teñida por el odio, mientras arremetía contraella con su arma. Eno reaccionó con rapidez,haciéndose a un lado de un salto, y la daga erró elblanco: en lugar de clavársele en el corazón, lecausó un profundo corte en el hombro,atravesándole el vestido y clavándose en sucuerpo, haciendo que la carne se desprendiera del

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hueso como un pedazo de encaje. Ella contraatacócon fuerza, aplastándole los huesos del cuelloentre los dedos hasta que sus ojos se volvieroninexpresivos como piedras pálidas. Lo arrastródetrás de los árboles y destruyó todo rastro decuanto había encontrado bello en él: sus preciososojos, su piel, la delicada curva carnosa de suoreja, los dedos que solo unos minutos antes lehabían dado placer. Tomó el gabán de él y se loechó sobre los hombros para ocultar su herida. Loque no podía disimular era su humillación.

El corte se había curado, pero le habíaquedado una cicatriz en forma de media luna. Devez en cuando se ponía frente a un espejo yexaminaba aquella fina línea para recordarse a símisma la traición de que eran capaces loshumanos. Tras leer un informe en el periódico,cayó en la cuenta de que el joven era unangelólogo, uno de los muchos agentes inglesesinfiltrados en Francia en el siglo XIX. La habíaatraído a una trampa. La había engañado.

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Aquel hombre llevaba largo tiempo muerto,pero aún podía oír su voz en su cabeza, sentir elcalor de su aliento mientras la llamaba alimaña.Tenía la palabra «alimaña» grabada en la mente,como una semilla que crecía en su interior y laliberaba de todo freno. Desde aquel momento, sutrabajo como mercenaria empezó a gustarle más ymás con cada nueva víctima. Estudió elcomportamiento de los angelólogos, suscostumbres, sus técnicas para cazar y matar seresangélicos hasta conocer su trabajo a la perfección.Podía oler a un cazador, sentirlo, percibir su deseode capturarla y masacrarla. A veces incluso dejabaque la atraparan. A veces incluso les permitíahacer realidad sus fantasías con ella. Dejaba quese la llevaran a la cama, la ataran, jugaran conella, le hicieran daño. Terminada la diversión, losliquidaba. Era un juego peligroso, pero ella lodominaba.

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Eno se puso un par de enormes lentes de sol decristales negros y protuberantes. Rara vez salía sinellas: disimulaban sus grandes ojos amarillos y suspómulos inusualmente altos —los rasgos másdistintivos de los emim—, de modo que parecíauna hembra humana. Reclinándose contra elrespaldo de la silla, estiró sus largas piernas ycerró los ojos, recordando el terror en el rostro deEvangeline, la resistencia de la carne mientrashundía las uñas bajo su caja torácica y la abría encanal, el escalofrío de sorpresa que había sentidoal ver el primer chorro de sangre azul derramarseen el suelo. Era la primera vez que mataba a unacriatura superior, y esta experiencia era contraria atodo aquello para lo que la habían preparado.Esperaba que presentara la resistencia digna de unnefil, pero Evangeline había muerto con la patéticafacilidad de una mujer humana.

El teléfono vibró en su bolsillo y, tras sacarlo,

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inspeccionó a la gente que circulaba por el lugar,tanto humanos como ángeles. Ese número no loutilizaba más que una persona, y Eno tenía queestar segura de poder hablar en privado. Los emimtenían un vínculo de servidumbre hereditario conlos nefilim, así que durante años Eno se habíalimitado a cumplir con su obligación, trabajandopara los Grigori por gratitud y por miedo.Pertenecía a una casta de guerreros y habíaaceptado su destino. No había mucho más quedeseara hacer aparte de experimentar la lentaextinción de una vida, la última boqueada en buscade aire de sus víctimas.

Con dedos temblorosos contestó a la llamada.De inmediato oyó la voz áspera y susurrante de suamo, una voz seductora que Eno asociaba al poder,al dolor, a la muerte. No pronunció muchaspalabras, pero por su tono envenenado supo deinmediato que algo había salido mal.

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Muelle Branly, VII distrito, París

Antes de hallar muerta a Evangeline bajo la torreEiffel, Verlaine había tenido una premonición. Ellase le aparecía en sueños como una criaturainquietante hecha de luz. Le hablaba con una vozque resonaba en los meandros de su mente,dirigiéndole palabras al principio inaudibles, quesin embargo se volvían cada vez más clarascuando se esforzaba por oírlas. «Ven a mí», ledecía mientras se cernía sobre él, con el aspectode una criatura hermosa y horrible cuya pielbrillaba radiante y cuyas alas abrazaban sushombros como un etéreo chal de gasa. Verlainecomprendía que estaba soñando, que se trataba deun producto de su imaginación, de algo que élhabía conjurado desde su subconsciente, unaespecie de demonio destinado a hechizarlo. Y noobstante, era presa del pánico cuando ella se leacercaba y lo tocaba. Poniéndole los finos dedos

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sobre el tórax, Evangeline parecía buscar el latidode su corazón. Un chorro de calor brotaba de susmanos y se introducía en el cuerpo de él, manandode sus dedos y penetrándole en el pecho,abrasándolo de parte a parte. Verlaine sabíaentonces con espeluznante certeza que Evangelinelo iba a matar.

Se despertaba siempre al llegar a este puntodel sueño, incapaz de respirar, abrumado al mismotiempo por el miedo, el amor, el deseo, ladesesperanza y la humillación. Recuperaba laconsciencia sabiendo que un ángel de la oscuridadhabía estado con él. Si no hubiera sido por laintervención de Bruno, podría seguir aún atrapadoen un círculo infinito de terror y de deseo.

Todavía conmocionado, se dispuso a salir a lacalle mientras intentaba conciliar a la mujer de susueño con el cadáver desmembrado. Sumotocicleta de los años sesenta estaba estacionadaen la calle de Monttessuy. El simple hecho deverla, con el guardabarros de cromo pulido y el

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asiento de cuero abullonado, contribuyó adevolverlo al presente. La había comprado durantesu primer mes en París y la había restaurado,eliminando el óxido con papel de lija y volviendoa pintarla de rojo. Seguía siendo una de susposesiones más queridas, y le proporcionaba unagran sensación de libertad cada vez que subía enella. Mientras retiraba el caballete, se fijó en unarañazo en la pintura. Pronunció una maldición envoz baja y frotó el arañazo con la mano para ver siera muy profundo, aunque, en verdad, ese no eramás que uno de los muchos desperfectos que lamoto había sufrido en los últimos años.Irónicamente, Verlaine asociaba cada abolladura ycada arañazo a las experiencias que él mismohabía vivido a lo largo de la pasada década. Lohabían herido más veces de las que podía contar y,a diferencia de la motocicleta restaurada, a élestaban empezando a pesarle los años.Vislumbrando su reflejo frente al escaparate deuna tienda, observó que la motocicleta se

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conservaba mejor que él.Cuando llegó al muelle, algo más llamó su

atención. Más tarde, cuando analizara el momentoen que había visto a Evangeline, se diría a símismo que había sentido su presencia antes deverla, que se había producido un cambio en lapresión atmosférica, el tipo de desequilibrio quese produce cuando una ráfaga de aire frío se cuelaen una habitación caliente. Pero entonces no pensóen nada de todo eso. Simplemente se volvió y allíestaba ella, de pie, cerca del Sena. Verlainereconoció sus hombros angulosos y la brillantenegrura de sus cabellos. Reconoció sus altospómulos, los mismos ojos verdes que acababan dedevolverle la mirada desde el permiso deconducir. Solo quería contemplarla, asegurarse deque era realmente ella, un ser de carne y hueso yno una invención de su mente. Ella lo miró por uninstante y en ese momento notó un lento cambio ensu percepción, como si una cerradura oxidada sehubiera abierto con un clic. Contuvo el aliento.

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Una fría sensación le atenazó la columna vertebraly recorrió su cuerpo. La mujer mutilada de debajode la torre Eiffel era una extraña. Levantó lamotocicleta sobre el caballete y fue al encuentrode su Evangeline.

Mientras Verlaine se acercaba, ella cruzó lacalle y, sin pensarlo dos veces, él echó a andartras ella, siguiéndola como habría hecho concualquier otro objetivo. Se preguntó si Evangelinepercibiría su presencia a sus espaldas, si sentiríasus ojos fijos en ella. Sabía que Verlaine estabaallí y lo conducía deliberadamente hacia adelante,sin alejarse nunca del todo pero sin permitirleacercarse demasiado. Pronto Verlaine se halló lobastante cerca como para ver el reflejo deEvangeline aparecer y desaparecer en el cristal deuna camioneta estacionada, con su imagenplateada, ondulante, fluida como un espejismo.Cuando la imagen se estabilizó, vio que ahorallevaba el pelo corto y desordenado, y que parecíalucir un maquillaje oscuro. Podría haber sido una

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de las miles de mujeres jóvenes que deambulabanpor París, pero su disfraz no lo engañaba: conocíaa la auténtica Evangeline.

Cuando ella apretó el paso, él se esforzó pormantener el ritmo. Las calles estaban atestadas degente. Evangeline podía desaparecer con facilidad,en un instante, desvaneciéndose en el torbellino dela multitud. En todas las persecuciones en las queVerlaine había participado, había realizado sutrabajo de forma impecable. Seguía, capturaba yencarcelaba a las criaturas sin discusión. Pero enesa ocasión todo era distinto. Quería atraparlapero, si lo hacía, no podría seguir el protocolohabitual. Lo más preocupante de todo era que solodeseaba hablar con ella, comprender lo que habíasucedido en Nueva York. Quería una explicación.Pensaba que era lo mínimo que merecía.

Verlaine sentía cómo resbalaba a cada paso lasuela de sus zapatos favoritos, un par de estiloinglés, con agujetas y de cuero marrón, que llevabadesde hacía años. Un escalofrío de miedo recorrió

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su cuerpo y se compactó en una sólida bola en laboca de su estómago ante la idea de volver aperderla. Sabía que, si ella quería, podía dejarloatrás sin problema. De hecho, podía desplegar lasalas y salir volando. Ya lo había hecho antes. Laúltima vez que la había visto, Evangeline habíaalzado el vuelo para huir de él, ascendiendo a granaltura en la bóveda del cielo con las alasluminiscentes bajo la luna, un hermoso monstruoentre las estrellas.

Verlaine no le había hablado de ello a nadie, nia los angelólogos que habían participado en lamisión de Nueva York, ni a los hombres y mujeresque lo habían evaluado mientras superaba un cursotras otro en la academia. La verdadera identidadde Evangeline había seguido siendo un secreto, ysu silencio lo había convertido en cómplice de suengaño. De hecho, ese silencio era el único regaloque podía hacerle pero, al mismo tiempo, lo hacíasentirse como un traidor. Le había mentido a todoel mundo. Hacía un rato, en la escena del crimen,

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ni siquiera había sido capaz de mirar a Bruno a losojos.

Odiaba esa sensación. Había dedicadodemasiados años a dar caza a las criaturas, habíatrabajado demasiado tiempo y demasiado duro conel fin de capturarlas como para estar tan alterado.Independientemente de lo que hubiera sucedidoentre ellos, los años habían pasado. Ahora era unhombre distinto. Si alcanzaba a Evangeline,tendría que apresarla. No debía olvidar qué eracapaz de hacerle ni su verdadera naturaleza. Si laalcanzaba, tendría que capturarla. Si ella loatacaba, lucharía. Tenía que actuar con rapidez,dejar a un lado sus sentimientos. Debíaconvencerse a sí mismo de que solo se trataba deotro ángel más, y de que aquella era otrapersecución de rutina.

A lo lejos, las luces de la torre Eiffel brillabancontra el cielo nocturno como una constelacióncaída a la tierra. Verlaine echó a correr, mientrassu mano temblaba al disponerse a sacar la pistola.

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Desenfundó el arma y la encendió. Con susdoscientos voltios de potencia eléctrica, la pistolaera eficaz sin llegar a ser letal. Si se apuntaba a lafúrcula de un ángel y se dirigía el disparo al plexosolar, la criatura quedaba aturdida durante horas.No quería hacer uso de la fuerza, pero tampocoestaba dispuesto a permitir que Evangeline seescabullera de nuevo.

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En una limusina, Puente del Almásobre el Sena, París

Axicore Grigori miró a través del cristalpolarizado de la ventanilla de la limusina. Era unaclara noche de primavera y las calles estabanabarrotadas de gente, lo que hacía muy improbableque abandonara el recinto oscuro del coche.Odiaba a los humanos, y la idea de zambullirse enaquella sopa de humanidad hacía que seestremeciera. Cuando tenía que aventurarse a salirentre la gente mantenía las distancias: no caminabaentre ellos, no comía en sus restaurantes, viajabaen un jet privado. Ni siquiera había tocado jamásla mano de un ser humano sin sentirse profunda yesencialmente violado. La mismísima idea de quesus antepasados se hubieran sentido atraídos porseres tan repugnantes lo llenaba de estupor. «¿Quédemonios tenían los guardianes en la cabeza?», se

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preguntó mientras observaba a la gente pasar. Y¿cómo era posible que su hermano Armigushubiera logrado quedarse en Rusia cuando él sehallaba en un asqueroso puente de París como ungibborim cualquiera?

Su tía abuela, Sneja Grigori, creía que una deaquellas repulsivas criaturas, una joven llamadaEvangeline, era la nieta de su difunto hijoPercival. A Axicore todo aquello le parecíasumamente inverosímil, y más aún después de queel ángel mercenario en el que más confianza teníahubiera estado observando al sujeto en cuestióndurante semanas. Eno había informado a Axicorede todo. Así, él se había enterado de queEvangeline era baja, delgada, de cabello oscuro yde apariencia totalmente humana. Vivía consencillez, ocultaba sus alas, no tenía contacto conlos nefilim y pasaba la mayor parte de su tiempomoviéndose entre los seres humanos normales. Nopresentaba ninguna de las características típicas delos nefilim, y, mucho menos, los rasgos familiares

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de los Grigori.La diferencia entre ambos podía establecerse

mediante una simple comparación con su propiapresencia, un ejemplar perfecto de Grigori.Axicore era una cabeza más alto que los sereshumanos, tenía la piel fina y clara y los ojos azulpálido. Vestía de manera impecable, al igual queArmigus: a menudo llevaban prendas a juego y nose ponían nunca dos veces el mismo traje. El envíode esa mañana procedía del sastre favorito de suabuelo Arthur en Savile Row, y el terciopelocepillado era suave y negro como el pelaje de unjaguar. Con sus elegantes ropas y el abundantecabello rubio que les caía sobre los hombros enuna cascada de rizos, los gemelos eranimpresionantes, de una belleza clásica, lo bastantellamativos como para que las mujeres más bellasse pararan a mirarlos, en particular en lasocasiones extremadamente infrecuentes en que losgemelos salían juntos al mundo humano. En eso separecían a todos los hombres Grigori y, en

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particular, al difunto Percival Grigori. Losgemelos eran príncipes entre campesinos, solíadecir su madre, criaturas reales obligadas acaminar por la tierra, arrastrados al plano materialcuando deberían estar en el aire, entre los seresetéreos.

Por supuesto, con la disolución de su razadurante el último milenio, tales rasgos físicos eransolo superficiales. Las verdaderas marcas de losnefilim eran más sutiles y complicadas que la tez,el color de los ojos y la complexión. De hecho, siEvangeline era carne y sangre de Sneja, concluyóAxicore, era el Grigori más feo jamás venido almundo.

Mientras tamborileaba con un dedo largo yblanco contra el cristal de la ventana, trató deignorar su repulsión y concentrarse en la tarea quetenía entre manos. Había recogido a Eno en unestablecimiento de los Campos Elíseos, y aunquese hallaba sentada junto a él en la limusina era tansilenciosa, tan espectral, que apenas sí notaba su

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presencia. La admiraba sobremanera, laconsideraba uno de los emim más temibles quehabía visto nunca y, aunque nunca lo admitiría confranqueza, la encontraba mucho más atractiva quela mayoría de las criaturas angélicas inferiores. Dehecho, Eno era una bella máquina de matar, unamáquina que él admiraba y temía secretamente,pero no el ángel más listo de las esferascelestiales. Sus explosiones de rabia podían serviolentas. Tenía que manejarla con cuidado. Demodo que Axicore reanudó la explicación quehabía comenzado al teléfono con cierta delicadeza.Eno había cometido un grave error: Evangelineestaba viva.

—¿Estás seguro? —preguntó Eno con el fuegoamarillo de sus ojos perforando las lentes de susgafas de sol—. Porque yo nunca cometo errores.

Estaba enfadada, y Axicore quería emplear suferocidad en su beneficio.

—Absolutamente —respondió—. Y no soy elúnico. Un angelólogo está dándole caza en este

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preciso momento. Un cazador de ángeles.Eno se quitó los lentes de sol y la luz de sus

ojos perforó la oscuridad.—¿Lo has identificado?—Uno del equipo de siempre —contestó él,

sintiéndose incómodo al pensar en lo que Eno leharía a aquel cazador de ángeles si lo atrapaba.Axicore había visto a las víctimas de Eno, y unaviolencia tan espantosa casi le suscitabacompasión.

—Nos ocuparemos de eso ahora —declaróella volviendo a colocarse los lentes de sol sobrelos ojos—. Y luego nos iremos a casa. Quierosalir de esta horrible ciudad.

Axicore se reclinó en el asiento, recordando suinfancia en Rusia. Por aquel entonces,abandonaban sus apartamentos de la ciudad ypasaban meses en Crimea, donde se hallaba lafinca familiar, a orillas del mar. El clan de losGrigori solía reunirse para tomar el té, y entoncesél y su hermano extendían las alas —unas alas

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grandes y doradas que brillaban como hojas demetal batido—, se elevaban en el aire y ejecutabantrucos para sus entusiasmados conocidos. Dabanvueltas y giraban, y hacían acrobacias que lesmerecían la aprobación de la generación anterior,unos nefilim de cuatrocientos años que habíanrenunciado a tales maniobras atléticas muchotiempo antes. Sus padres, completamente vestidosde blanco, miraban al cielo con orgullo. Eran losniños bonitos de una antigua familia. Eran jóvenes,hermosos, y tenían toda la creación a sus pies. Noparecía haber nada en absoluto que pudierahacerlos bajar a la tierra.

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Pasaje de la Virgen, VII distrito,París

Verlaine percibió una presencia fría oculta en lassombras del callejón y supo que Evangeline estabaallí, de pie en la oscuridad tan cerca que podíasentir el frío gélido de su aliento contra sugarganta.

Dio un paso atrás tratando de verla con mayorclaridad, pero no parecía más que una extensión delas sombras. Había muchas cosas que queríadecirle, muchas preguntas que había ensayado,pero ahora le resultaba imposible formularlas. Sussentimientos contradictorios hacia Evangeline —elafecto que sentía por ella, la ira— lo llenaban defuria y lo confundían. Su formación no lo habíapreparado para eso. Deseaba tomarla del brazo yobligarla a hablar con él. Necesitaba saber que noestaba imaginándose lo que había sucedido entre

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ambos.Al final, se metió la mano en el bolsillo y sacó

el permiso de conducir.—Creo que has perdido algo —dijo,

mostrándoselo.Ella lo miró a los ojos y, despacio, tomó el

documento que él le tendía.—Pensaste que quien estaba allí era yo,

¿verdad?—Todas las pruebas apuntaban en esa

dirección —respondió Verlaine sintiendo náuseasal pensar en el sangriento espectáculo de la torreEiffel.

—No había otra opción. —Su voz no era másque un susurro—. Iban a matarme.

—¿Quién iba a matarte?—Pero cometieron un error —dijo ella con los

ojos muy abiertos—. Los llevé en la direcciónequivocada y dejé que mataran a otra persona.

Verlaine sintió la extraña sensación de quererproteger a Evangeline de quienquiera que hubiera

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intentado matarla y, al mismo tiempo, de quererapresarla él mismo. Su primer impulso fue llamara Bruno y llevarla a la prisión de La Forestière.

—Tendrás que darme más detalles —respondió, sin embargo.

Evangeline deslizó la mano en el bolsillo de suchaqueta, sacó un objeto grande y redondo y lodejó caer en la palma de Verlaine. Era una especiede huevo. Él examinó el duro lustre del esmalte,las joyas incrustadas en la superficie comopedazos de roca de sal. Se quitó las gafas laslimpió en la camisa y volvió a ponérselas: lasfiligranas del huevo se volvieron nítidas. Actoseguido, lo hizo girar entre los dedos, haciendocentellear las piedras bajo la tenue luz.

—¿Por qué iban a querer lastimarte? —preguntó mirando a Evangeline a los ojos. Inclusoel verde de su iris le pareció peligroso ehipnótico. Y entonces lo asaltó una fuerte punzadade nostalgia por la persona que había sido en elpasado: confiado, optimista, joven, con todo el

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futuro por delante—. Eres una de ellos.Evangeline se acercó a él, aproximando los

labios a su oído mientras musitaba:—Debes creerme cuando te digo que nunca fui

una de ellos. He estado vagando de un lugar a otro,tratando de comprender en qué me he convertido.Han transcurrido diez años y aún no lo entiendo.Pero de una cosa estoy segura: yo no soy como losGrigori.

Verlaine se apartó. Sentía como si loestuvieran partiendo en dos. Deseaba creerle, y sinembargo sabía lo que los nefilim eran capaces dehacer. Ella podría estar mintiéndole.

—Entonces, dime —replicó—. ¿Qué te hahecho volver ahora? —Lanzó el huevo incrustadode piedras medusas al aire y lo atrapó con la mano—. ¿El conejito de Pascua?

—Xenia Ivanova.—¿La hija de Vladimir? —inquirió Verlaine

con seriedad. La muerte de Vladimir Ivanov habíasido solo una de las muchas fatalidades de su

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fracasada misión en Nueva York y el primer rocede Verlaine con la traición homicida de susenemigos.

—Vladimir fue una de las pocas personas queconocí fuera del convento —señaló Evangeline—.Estaba muy unido a mi padre. Su hija Xenia sehizo cargo del café cuando murió, y tuvo laamabilidad de dejarme trabajar y vivir en unpequeño cuarto en la trastienda, descontándome larenta del sueldo. Así pasaron varios años. Lleguéa estar muy próxima a Xenia, aunque nunca supecon certeza si comprendía del todo el tipo detrabajo que su padre había realizado ni la relaciónde mi familia con él.

—Estoy seguro de que tampoco te esforzastemucho en aclarárselo —replicó Verlaine.

Evangeline lo miró fijamente unos instantes,decidió ignorar su comentario y prosiguió.

—De modo que me llevé una sorpresa cuando,un día del mes pasado, Xenia me dijo que queríacomentarme una cosa. Me llevó arriba, a la

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habitación de su padre, una estancia aúncompletamente llena de sus pertenencias, como sisimplemente acabara de salir. Me mostró el huevoque tienes ahora en las manos y me dijo que sehabía sorprendido al encontrarlo entre los efectospersonales de Vladimir después de su muerte.

—No es para nada del estilo de Vladimir —observó él.

Vladimir Ivanov era conocido por suinmisericorde ascética. Su café de Little Italy leservía como pretexto para llevar una vida deextrema austeridad.

—Creo que solo estaba guardándole estehuevo a alguien —explicó Evangeline—. Era elúnico objeto de este tipo entre sus pertenencias.Xenia lo encontró envuelto en una tela en el fondode una de sus maletas. Pensaba que lo habíallevado a Nueva York desde París cuando semarchó en los ochenta. No sabía qué hacer con él,así que simplemente lo conservó. Pero másadelante, hace unos meses, lo llevó a una casa de

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subastas para que lo tasaran y, poco después,empezaron a suceder cosas extrañas. Los nefilimcomenzaron a seguirla. Registraron su apartamentoy el café. Cuando por fin me habló del huevo,estaba aterrorizada. Una noche, dos gibborimirrumpieron en su apartamento e intentaronrobarlo. Yo maté a uno de ellos, pero el otro logróescapar. Después de eso, supe que tenía quedecirle la verdad. Se lo conté todo: el trabajo desu padre, los nefilim, incluso mi propia situacióny, para mi sorpresa, resultó que sabía más deltrabajo de Vladimir de lo que yo inicialmentehabía creído. Al final, accedió a cerrar elestablecimiento y desaparecer. Yo me quedé con elhuevo. Y ese es el motivo por el que vine aquí:tenía que encontrar a alguien que me ayudara aaveriguar lo que significa.

—¿Y Xenia?—Si yo no hubiera intervenido, ella estaría

muerta.—¿El de la torre Eiffel era su cuerpo?

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—No. —Evangeline sacudió la cabeza conexpresión sería—. Era solo un nefil elegido al azarque se me parecía un poco. Metí mi identificaciónen uno de sus bolsillos e hice que el emim creyeraque se trataba de mí.

Verlaine consideró este último hecho,percatándose de lo lejos que había llegadoEvangeline en su esfuerzo por sobrevivir.

—Así que piensan que estás muerta —dijo porfin.

Evangeline suspiró, con una expresión dealivio en el rostro.

—Eso espero. Me dará tiempo suficiente paraesconderme.

Mientras contemplaba a Evangeline, los ojosde Verlaine se posaron en su cuello, donde uncordón de oro brillante relucía sobre su piel. Aúnllevaba su colgante, el mismo que el día en que seconocieron. Se decía que el desacreditado doctorRaphael Valko había fabricado tres amuletos conun metal raro y precioso llamado valkina: él

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llevaba uno de los colgantes, otro se lo habíaregalado a su hija Angela, y el tercero lo llevabasu esposa, Gabriella. Evangeline había heredadoel colgante de su madre a su muerte. Verlainellevaba el colgante de Gabriella, que se habíaquedado a su vez tras su fallecimiento. Se llevólos dedos al cuello sacó el colgante y se lo mostró.

Evangeline hizo una pausa y lo miró fijamentepor unos instantes.

—Entonces, yo tenía razón —dijo, extendiendoel brazo para tomar el huevo que él sostenía en lamano. El roce del dedo de ella sobre su palma leprodujo tal sobresalto que Verlaine estuvo a puntode dejar caer el huevo.

—Tu destino es tenerlo —añadió ella—.Gabriella lo habría querido así. Protégelo —agregó, cerrando su mano alrededor de la de élcomo si abrazara el huevo con los dedos.

—Esto es lo que quieren —intervino Verlainemientras contemplaba el huevo que tenía en lamano—. Pero ¿qué demonios es?

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—No lo sé —respondió Evangeline,mirándolo a los ojos—. Es por eso por lo que tenecesito.

—¿A mí? —preguntó él, incapaz de imaginarninguna manera de serle útil.

—Eres angelólogo, ¿no? —inquirió ella en untono desafiante—. Si alguien puede ayudarme aentender esto, ese eres tú.

—Y ¿por qué no acudes a los demás?Evangeline se apartó de él y el aire que la

rodeaba pareció doblarse, como si su ropairradiara calor y la lisa superficie del aire securvara a causa de la electricidad. Su aspectohumano se disolvió en una fluctuación de espaciopandeado, carne que se ondulaba y se retorcíacomo si solo estuviera hecha de humo de colores.A continuación, una turbulencia de luz estalló a sualrededor al tiempo que desplegaba las alas.

Verlaine parpadeó, reteniendo en su retina,durante un extraño y confuso momento, sus yosduales, la ilusión superficial de una mujer y la

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realidad subyacente de la criatura alada. Lasimágenes del ángel y del ser humano eran comohologramas que, con un cambio de la luz, sesuperponían el uno al otro. Evangeline abrió lasalas, extendiendo primero una y luego la otrahaciéndolas rotar hasta que rozaron los muros delcallejón. Eran inmensas y luminosas: las plumascolor violeta dispuestas en capas estaban veteadasde plata y, sin embargo eran transparentes efímerastan ligeras que Verlaine podía ver la textura de lapared que había detrás. Las vio vibrar llenas deenergía. Palpitaban con el ritmo lento de surespiración, rozándole los hombros y haciendotemblar su cabello.

Verlaine se apoyo contra uno de los muros,afianzándose. Durante años había tratado deimaginar las alas de Evangeline, de reconstruirlas.La primera vez que las había visto, hacía diezaños, había sido desde lejos, y con los ojosinexpertos de un hombre que no sabía distinguirentre los distintos tipos de ángeles. Ahora podía

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descifrar todas las pequeñas distinciones que lacaracterizaban, sutiles como las inclusiones delcuarzo. Veía la iridiscencia de su piel en lapenumbra, el halo de extraño color que brotaba entorno a su cabeza. Dio unos pasos a su alrededor,estudiándola como si fuera una estatua alada delLouvre, y se preguntó cómo debía de ser vivirajeno al tiempo. Evangeline no envejecería comolos seres humanos, y viviría cientos de años.Cuando Verlaine fuera un viejo, ella sería idénticaa como él la veía ahora, tan joven y hermosa comouna figura esculpida en mármol. Él moriría y ellarecordaría su existencia como algo breve einsignificante. Y en ese mismo instante comprendióque ella era más especial de lo que nunca hubieraimaginado. Casi no podía respirar. Evangeline eraun ser maravilloso, un milagro que tenía lugar antesus ojos.

—¿Entiendes ahora por qué no puedo recurrira ellos? —susurró la chica.

—Ven aquí —dijo Verlaine y, para su sorpresa,

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Evangeline se acercó a él. Podía sentir elmovimiento del aire que se arremolinabaalrededor de sus alas, oler la dulce fragancia de supiel. Cuando sujetó su muñeca para tomarle elpulso, estaba fría como el hielo y el plasmacaracterístico de los nefilim le daba un aspectoresbaladizo. De repente quiso tocar su piel con loslabios. En vez de eso, Verlaine le presionó la venacon el dedo: tenía el pulso lento y superficial, casiinexistente.

—¿Cómo es tu sangre?—Azul.—¿La vista?—Más que perfecta.—¿Temperatura?—Alrededor de cero grados, a veces menos.—Es extraño —observó él—. Tienes

características tanto humanas como nefil. Tu latidocardíaco es extraordinariamente lento, menos dedos palpitaciones por minuto, mucho más lento queel ritmo medio de los nefil. —Le pellizcó el brazo

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—. Y estás prácticamente helada pero tienes lapiel sonrosada. Pareces tan humana como yo.

Evangeline tomó aliento, como si quisierareunir fuerzas para responder.

—¿Has matado a muchas criaturas como yo?—Nunca en la vida he encontrado a una

criatura como tú, Evangeline.—Tal como lo dices —replicó ella,

sosteniéndole la mirada—, parece como sicomprendieras en qué me he convertido.

—Todo lo que he hecho, todas esaspersecuciones, ha sido para poder comprenderte.

—Entonces, dime —preguntó ella con voztemblorosa—. ¿Qué soy?

Verlaine la miró, consciente de que sumesurada precaución estaba cediendo ante lafuerza de sus sentimientos. Finalmente dijo:

—Por tus alas, su color, su tamaño y su fuerza,está claro que perteneces a la élite de los ángeles.Eres una Grigori, una descendiente del granSemyaza, nieta de Percival, bisnieta de Sneja.

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Pero también eres humana. Eres increíble, unaespecie de milagro.

Se apartó ligeramente y examinó una vez máslas alas de Evangeline, tocando la piel erizadabajo las plumas.

—Siempre he querido saber algo —añadió—.¿Qué se siente al volar?

—Ojalá pudiera explicarlo —contestó ella—.La sensación de ingravidez, la ligereza, lacapacidad de flotar, la impresión de que podríaevaporarme en una corriente de aire. Cuando erahumana, no podría haber imaginado lo que sesiente al saltar al vacío, caer velozmente yascender de pronto con el viento. A veces tengo lasensación de que mi sitio está más en el cielo queen la tierra, de que tengo que volver a calibrartodos mis movimientos para seguir anclada alsuelo. Solía volar sobre el Atlántico, donde nadiepodía verme, y recorría kilómetros y kilómetrossin cansarme. A veces amanecía y veía mi reflejoen el agua y pensaba que tenía que seguir volando.

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Debía obligarme a regresar.—Volar forma parte de tu naturaleza —replicó

Verlaine—. Pero ¿y los demás rasgos de losnefilim? ¿Los posees también?

La expresión de ella cambió, y Verlaine se diocuenta enseguida de que sus capacidades le dabanmiedo.

—Mis sentidos están levemente alterados, todoes más fuerte y más intenso. No necesito comida niagua como las necesitaba antes, pero no tengoninguno de los deseos que se atribuyen a losnefilim. Soy físicamente distinta, pero mi vidainterior es la misma de siempre. Mi espíritu no hacambiado. Puede que haya heredado el cuerpo deun demonio —agregó en voz baja—, pero nuncaestaré dispuesta a convertirme en uno.

Verlaine acarició el dije que descansaba sobresu piel. Estaba tan frío que una fina capa deescarcha recubría el metal. Su dedo derritió unahuella acuosa en la superficie.

—Estás congelada.

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—¿Esperabas que mi piel fuera como la tuya?—inquirió ella.

—He estado entre montones de nefilim. Hehablado con ellos en estrecha proximidad. Puedessentir el hielo correr por sus venas. Están fríospero es una frialdad diferente, como si fueranmuertos que caminan entre nosotros. No tienenalma. Se alimentan de las almas de los sereshumanos. Incluso un angelólogo mediocre puedeidentificarlos fácilmente. Pero tú eres distinta. Sino supiera la verdad, creería que eres humana.Podrías pasar por uno de nosotros.

—¿Te doy miedo?Verlaine negó con la cabeza.—Tengo que fiarme de mis instintos.—¿Y eso qué significa?—Que tal vez te parezcas a ellos, pero no eres

una de ellos. Que eres diferente. Que eres mejor.La piel de Evangeline refulgía a la tenue luz de

la luna. De pronto quiso abrazarla, darle calor ensus brazos. Tal vez pudiera ayudarla. Tuvo la

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impresión de que lo único que importaba era esemomento con Evangeline. Le acarició la mejillacon el dedo y deslizó un brazo en torno a ella,sintiendo la superficie polvorienta de las plumasrozarle la mano al atraerla hacia sí. Solo por unmomento, deseó sentirse como si el mundo quehabía más allá de ellos no fuera más que un sueñodistante, una fantasía. Los angelólogos y losnefilim, los cazadores y los cazados, nada de esotenía importancia. En toda la existencia, soloestaban ellos dos. Verlaine quiso que la ilusióndurara eternamente.

Pero abrazarla fue como intentar abrazar unasombra. Se escabulló, atraída por algo que había asus espaldas. Por el rabillo del ojo, Verlaine captóun movimiento. De improvisto, un coche embocóel callejón, perforando las tinieblas con los faros.La puerta se abrió y un ángel emim saltó delvehículo. Antes de que Verlaine pudiera moverse,Evangeline cruzó corriendo el callejón y, con unavelocidad y una gracia que él reconoció como

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propias de las criaturas más hábiles, se elevó porlos aires y aterrizó en el tejado superior. El ángelemim abrió las alas a su vez, unas grandes alasnegras, inmensas y poderosas, y voló tras ella.

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En un automóvil de 1973 calleBosquet, VII distrito, París

Bruno recorría las calles sin saber dónde buscar aVerlaine. Había descubierto su motocicletaabandonada cerca del Sena y al instante supo queesa extraña noche iba a volverse más extraña aún.A Verlaine le pasaba algo, era obvio. Amaba sumoto y rara vez iba sin ella. Dejarla en la acera,especialmente a esas horas de la noche, cuando losrestaurantes y los cafés estaban cerrados y el VIIdistrito era poco más que un bosque calcificado deventanas con los postigos echados, eraabsolutamente impropio de él.

Bruno se metió la mano en el bolsillo, sacó unacantimplora llena de whisky y tomó un largo trago.Todo el maldito vecindario estaba lleno denefilim. Después de la temporada que habíapasado en Nueva York, creía haber visto lo peor.

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Pero la zona alrededor de la torre Eiffel habíaresultado tener la mayor concentración de antiguasfamilias nefil del mundo.

En el tiempo que llevaba trabajando comocazador de ángeles —treinta años de servicio enJerusalén, París y Nueva York—, Bruno habíavisto a los nefilim volverse cada vez másimprudentes. Antes, las criaturas temían exponersey desarrollaban elaborados métodos para mantenersu existencia en secreto. Durante cientos de años,las criaturas habían sobrevivido mezclándose conla población de humanos que las rodeaba. Ahora,en cambio, parecía haber una despreocupacióntotal por esas maquinaciones. Entre las nuevasgeneraciones de ángeles había una cierta tendenciaal exhibicionismo. Había informes, confesiones,fotografías y videos por todas partes. Cuando talestestimonios fueron relegados a las revistassensacionalistas, sus reivindicaciones sepublicaron junto a los avistamientos de yetis yovnis. Bruno había estado observando con interés

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ese fenómeno que, en los últimos años, lointranquilizaba cada vez más. No cabía duda deque dicho exhibicionismo era pura arrogancia: lascriaturas creían ser lo bastante fuertes como paradejar de esconderse. Y sin embargo, por extrañoque pudiera parecer, Bruno había descubierto quecuantos más detalles revelaban los ángeles acercade sus vidas secretas, menos rechazo provocabanen la población humana. No había unapreocupación generalizada en relación con ellos,ningún temor, no se estaba llevando a cabo ningunainvestigación seria sobre la naturaleza de losnefilim. Los seres humanos estaban tan saturadosde lo sobrenatural que se habían vueltoinsensibles. Bruno debía admitir que todo elasunto estaba revestido de una cierta brillantez: lascriaturas habían elegido el momento de la historiaperfecto para abandonar su existencia en lasombra. Después de vivir aislados durante milesde años, habían abrazado la era de la celebridad.

Bruno creía que Verlaine era el mejor dotado

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de todos sus agentes para abordar el cambio decomportamiento de las criaturas. Esa misma nochehabía estado estudiándolo en la escena del crimencon tanta atención como Verlaine había estudiadoel cadáver y, como siempre, lo que había visto lehabía gustado: un joven con potencial paraconvertirse en un gran líder. Por supuesto, aúnestaba esforzándose por encontrar su sitio en laorganización; tenía aptitudes, pero era una personapoco corriente, sin el historial familiar ordinario,sin la educación habitual, y con un talento paralocalizar y capturar ángeles que daba miedo.Obedeciendo tan solo a su instinto, Bruno habíasacado a Verlaine de su vida normal de académicoen Nueva York, se lo había llevado a París y lohabía preparado con un rigor que reservabaúnicamente a los reclutas más fuertes y brillantes.

Había visto en él algo único, un raro equilibrioentre inteligencia e intuición. Como era de esperar,una vez iniciada su preparación, Verlaine reuníatodos los elementos para ser un cazador de

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ángeles: un sexto sentido para las criaturas unido ala fortaleza física necesaria para capturarlas. Y,por encima de todo, tenía la notable capacidad dedetectar a los ángeles a simple Vista, sin ayuda.

De los distintos departamentos de la sociedad,los cazadores de ángeles eran los más secretos, losmejor financiados y los más selectivos. Comodirector de su agencia en París, Bruno escogíapersonalmente a su equipo y entrenabapersonalmente a cada uno de sus miembros. Era unproceso minucioso, tan delicado y refinado comola educación de un guerrero samurái. Tras habersorteado el camino académico, una larga y difícilcarrera basada en las prácticas tradicionales delestudio de textos y archivos, Verlaine comenzó deinmediato su aprendizaje como cazador.

Ahora era uno de los mejores hombres deBruno. El joven estudioso norteamericano queantes contemplaba su futuro con incertidumbrepodía ahora percibir la presencia de ángeles conextraordinaria precisión. Comprendía la fisiología

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de los nefilim y mostraba una clara capacidad paradistinguir la anatomía de los ángeles de la de losseres humanos. Podía detectar las pequeñascaracterísticas distintivas de los nefilim: lasafiladas uñas opalescentes de los dedos de lasmanos, la frente ancha, el esqueleto ligeramenteirregular, los ojos grandes. Comprendía que elcuerpo de los nefilim estaba hecho para volar, conuna estructura ósea fina y hueca que hacía que susesqueletos fueran tan ligeros y ágiles como los delos pájaros. Notaba la calidad centelleante de supiel, la forma en que resplandecía, como siestuviera cubierta de diminutos cristales. Laestructura de las propias alas —la eficienteretracción, la composición aérea de las plumas,los puntales y tirantes que fortificaban losmúsculos— lo había fascinado desde el principio.Había llegado a dominar todos y cada uno de losmétodos para identificar a los ángeles, apresarlos,atarlos e interrogarlos, destrezas que solo conocíala élite de la sociedad. Bruno creía que se podía

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considerar ya a Verlaine un gran cazador, perosospechaba que su protegido podía llegar aconvertirse en algo más: un cazador de ángelesmítico, de esos de los que solo hay uno en unageneración.

Y, sin embargo, había algo que lo frenaba: unadebilidad persistente que Bruno percibía bajo lasuperficie, pero que no lograba identificar. Habíahecho de ayudarlo a superar este talón de Aquilessu responsabilidad personal.

De pronto, algo llamó su atención a lo lejos, yle pareció que había un alboroto al otro extremode la calle. Se acercó, apagó el motor y salió delcoche, tratando de ver con mayor claridad.Entonces divisó un ángel emim con las negras alasextendidas. La luz de la luna proyectaba unresplandor grisáceo sobre sus plumas,confiriéndoles el aspecto cambiante del humo.Aunque no podía distinguir lo que había al otrolado de la criatura, por su actitud beligerante y lasalas extendidas, Bruno estaba seguro de que se

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disponía a atacar. Estaba convencido de que elataque de la torre Eiffel era obra de un emim y,dada la proximidad del callejón a la escena delcrimen, las probabilidades de que hubieraencontrado al culpable eran altas.

Sacó su Smartphone, tomó varias fotografíasdel ángel y, tras conectarse a la red codificada dela sociedad, envió las imágenes para suidentificación. Una serie de perfiles de emimaparecieron en la pantalla, pero solo había uno quele interesaba.

Nombre: EnoEspecie: EmimAltura: Dos metrosColor de pelo: NegroColor de ojos: NegroDominio: Desconocido. Tres avistamientos sin confirmaren San Petersburgo, Rusia (véanse informes de llamada).Rasgos distintivos: Clásicos rasgos de ángel emim; alasnegras de unos tres metros y medio de ancho poraproximadamente un metro veinte de alto. Por lo general,trabaja exclusivamente con miembros del género nefilim.

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Historial de vigilancia: primer encuentro angelológico en1889, durante la Exposición Universal de París, con elresultado de la muerte de un agente. Posterioresencuentros incluyen prolongada vigilancia durante lasegunda guerra mundial (véanse notas del agente en eldossier), muestra de ADN obtenida a partir de unoscabellos y una serie de instantáneas tomadas por diversosagentes en varios lugares de París (véanse fotografías másabajo). Eno se caracteriza por sus explosiones de extremaviolencia, especialmente de violencia sexual contra loshumanos de sexo masculino que ha seducido (véanseinformes de autopsia).

A pesar de que el informe de vigilancia de Enosugería que se encontraba en San Petersburgo,Bruno estaba convencido de que se trataba delángel que ahora se hallaba al final de la calle y deque era culpable del asesinato de la torre Eiffel.Reconocía la firma de Eno en la brutalidad de lamasacre, la gran habilidad y la fuerza del asesino,la forma peculiar en que habían mutilado elcuerpo. Respiró profundamente y volvió a meterseel teléfono en el bolsillo. No había cambiado

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nada: Eno seguía siendo tan sádica como siempre.A los veintitantos años, Bruno había caído

bajo su embrujo durante una persecución. Enotenía una habilidad increíble para eludir a susmejores agentes, era una emim sanguinaria enbusca y captura desde hacía más de cien años, yBruno estaba resuelto a atraparla. Sabía que eramortífera. Uno de los agentes asesinados que semencionaba en el perfil de Eno habría sufridoquemaduras de tercer grado en el pecho, indicativode shock inducido por descarga eléctrica, y sucuerpo presentaba marcas de cuerdas en el cuello,las muñecas y los tobillos, lo que apuntaba a quelo habían atado y torturado. Las laceraciones quepresentaba en la cara, el torso, las nalgas y laespalda lo confirmaban. Lo habían castrado yarrojado al Sena.

Bruno era consciente del tipo de criatura alque se enfrentaba, pero cuando estuvo cerca deella fue como si hubiera entrado en un campoelectromagnético que le impedía todo pensamiento

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racional. Por supuesto, la atracción original entreguardianes y humanos era puramente física, unafascinación sexual oscura y persistente, unfenómeno de pura lujuria que no se desvanecía conel tiempo. De modo que no habría sido extraño quehubiera caído en un patrón peligroso y obsesivocon la idea de darle caza. El hecho de perder suposición en la academia, de acabar desacreditadoo incluso muerto, eran posibilidades que habíanperdido fuerza mientras la perseguía. Eno erahermosa, pero no era eso lo que le interesaba deella. Su sola existencia tenía un algo hipnótico, unalgo peligroso y emocionante que tenía que vercon el hecho de saber lo que intentaría hacerle sila atrapaba. Eno lo hacía sentirse vivo inclusomientras planeaba matarlo.

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Pasaje de la Virgen, VII distrito,París

Verlaine se subió al antepecho de una ventana, seagarró a la barandilla de hierro y, balanceando laspiernas para tomar impulso, se izó hacia el balcónsituado más arriba, mientras las suelas de suszapatos ingleses de agujetas resbalaban al trepar.Tomó aliento y continuó. Tenía por encima otroscuatro balcones, todos fuera de su alcance, todosunos pasos más cerca de Evangeline. Podía verlaallí arriba, sobre su cabeza, posada en el tejadocomo si fuera una gárgola.

Cuando por fin escaló la barandilla del últimobalcón, le ardía todo el cuerpo. Tenía una granresistencia. Era de complexión delgada, susmúsculos eran tónicos y largos, y su fortaleza,elevada. Cumpliría cuarenta y tres años en menosde una semana, y nunca jamás había estado en

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mejores condiciones físicas. Era capaz de correrkilómetros sin sudar siquiera. Lanzó una piernapor encima de la barandilla de hierro forjado yaterrizó sobre las tejas de pizarra.

Entonces, el ángel emim pasó velozmente juntoa él, rozándole la espalda con las alas al elevarseen el cielo. Verlaine notó temblar el aire contra supiel, sintió la fuerza del cuerpo de la criaturacuando esta se deslizó a su lado. Si la agarraba delas alas, lo arrastraría consigo por el aire. La viogirar hacia arriba, contra el telón de fondo de lasluces y los tejados de París. Al tiempo que elángel descendía hacia el tejado, Evangelineascendía. Pronto ambas criaturas se hallaban enmedio de la azotea, la una frente a la otra, batiendosimultáneamente las alas.

A Verlaine no le cabía ninguna duda de que setrataba de un ángel excepcionalmente fuerte. Supiel era de una transparencia espectral pococomún, y en su porte había una cierta distinciónque indicaba su pertenencia al orden superior de

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los guerreros. Mientras examinaba la estructuraósea de la criatura y sus rasgos faciales se fijó enque todo —sus ojos eran grandes y extraños y sucuerpo, sinuoso— se fusionaba para dar lugar auna belleza insólita no humana. Era raro tropezarsecon un emim tan hermoso. Respiró profundamentey se preguntó qué dios habría creado a un sermaligno tan fascinante.

De pronto oyó un ruido a sus espaldas, sevolvió y vio a Bruno surgir de un balcón situadojusto debajo. Y entonces cayó en la cuenta de quedebería haberle pedido ayuda enseguida, de queseguir a Evangeline sin apoyo iba contra todoaquello para lo que se había preparado, pero locierto era que ni siquiera se le había pasado por lacabeza avisar a su superior.

—Veo que quieres morir —le dijo Bruno.—Creí que era uno de los requisitos

indispensables para desempeñar este trabajo.—Enfrentarse solo a una criatura como Eno es

un suicidio —replicó Bruno, respirando con

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dificultad mientras se izaba por encima delantepecho—. Créeme, he pasado por ello.

Verlaine percibió el titubeo en losmovimientos de su jefe y el embarazo en su formade hablar, y se esforzó por imaginar qué tipo derelación con Eno podía provocar en él esareacción. Acto seguido, se giró hacia los dosángeles que se enfrentaban en medio del tejado.

—Creo que aquí está pasando algo más.Verlaine se quedó mirando un momento a

Evangeline y Eno, como si considerara susacciones desde el punto de vista de unantropólogo. Eno estaba trazando un círculoalrededor de Evangeline, marcando su territorio,mientras desplegaba lentamente sus enormes alasnegras. Eran magnificas, con amplias hileras deplumas pequeñas que se superponían y caían engrandes y opacas cascadas. Las plumas parecíanempolvadas, densas y sólidas, aunque Bruno sabíaque, si las tocaba, su mano las atravesaría como sise tratara de una proyección de luz. La mayoría de

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los emim eran repulsivos, pero este era atractivo,con todos los defectos de su raza alterados paradar lugar a una belleza oscura e inquietante.Verlaine estaba fascinado. Quería recordar cadaminuto de lo que estaba viendo, almacenarlo en sumente para poder examinar de nuevo a la criaturaen el futuro.

Como para demostrar el poder y la agilidad desus alas, Eno rodeó su propio cuerpo con ellas y,con un mínimo esfuerzo, las ahuecó hacia afuera,de modo que se ensancharon como el capuchón deuna cobra. A pesar de que habían sido objeto deinvestigación intensiva durante años, el misterio,la inexplicable magia de las alas de los ángeles nodejaban nunca de maravillar a Verlaine. La fuerza,la cuna y la jerarquía en la esfera celestial sematerializaban con el centelleo de un ala.

Cuando Evangeline vio que su oponente sepreparaba para atacar, respondió abriendo a su vezlas alas, de modo que un manto de luz Violetaenvolvió su cuerpo como una nube

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resplandeciente. Unas vetas plateadas brillaron através de sus plumas, rápidas y eléctricas, como siestuvieran cargadas de corriente. Se volvió e hizogirar el cuerpo, mientras la luz de la lunaresbalaba sobre ella, un alarde destinado ainfundir miedo e impresionar.

—Presta mucha atención susurró Bruno, —excitado—. Tal vez no vuelvas a ver jamás unritual de identificación como este. —Se inclinópara acercarse a Verlaine y bajó aún más la voz—.Primero exhiben las alas para establecer lajerarquía. Cuando hay una gran diferencia defuerzas, el ángel más débil se rinde de inmediato,pero es obvio que este enfrentamiento no va a serasí. Tenemos dos hembras, ambas con unas alasextraordinarias, una cuyo pedigrí debería situarlaentre los ángeles de élite, la otra con la fuerza deuna mercenaria. No está claro cuál de las dos es lacriatura dominante. Si no logran establecer unrango, se batirán en duelo.

Verlaine observaba con el miedo atenazándole

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el estómago. El duelo era un antiguo ritualangélico que los nefilim más modernosconsideraban anticuado. Aun así, la costumbre sehabía mantenido enquistada durante siglos enRusia, donde viven los nefilim más poderosos,aquellos que descienden de las familias angélicasmás antiguas.

En abstracto, el ritual le parecía hermoso, unaespecie de acción-reacción entre criaturaspertenecientes a especies fuertes pero muydistintas. Había visto muchas veces imágenes dearchivo de rituales de identificación entre nefilim,pero la actitud agresiva de Eno y la reaccióndefensiva de Evangeline no se parecían a nada delo que describían los estudios casuísticos quehabía consultado. Un duelo entre ángeles era, enteoría, un enfrentamiento a muerte. Solo uno deellos lograría sobrevivir. Y aunque Evangelinepertenecía a una especie superior, Verlaine nopodía evitar tener la impresión de que Eno sealzaría con la victoria.

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Evangeline miraba fijamente a la criatura, yVerlaine se apercibió que estaba luchando con suspensamientos, de que no se esperaba eseenfrentamiento y no quería luchar. Recordó lo queella le había comentado acerca de su decisión deno ser como los nefilim, de que había nacido conlas características de aquellas bestias pero senegaba a aceptar su destino. Su instinto laempujaba a matar a Eno y, sin embargo, Verlainetenía la seguridad de que no cedería a ese impulso.

De pronto, el emim saltó por los aires,propulsándose nuevamente con las alas sobre eltejado. Evangeline extendió las alas a su vez ylevantó el vuelo. Eno se quedó suspendida en elaire esperando a su rival, observándola, preparadapara atacar. Con un movimiento rotatorio, dioinicio el combate. Desde lejos parecían libélulasgirando a la luz de la luna.

Mientras estudiaba sus movimientos, Verlainese dio cuenta de que Evangeline no era taninexperta como había pensado en un primer

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momento. Eno se lanzó en picado y atacó acosandoa Evangeline, precipitándose contra ella,rodeándola, provocándola. Y Evangelinerespondió abalanzándose sobre el emim con todala fuerza de que fue capaz. Eno cayó de espaldasgirando por los aires, se recuperó y plegó lasrodillas contra su pecho, manteniéndolas pegadasal cuerpo mientras se propulsaba hacia adelantedando una voltereta, rotando una, dos, tres veces,tomando impulso con cada rotación hastatransformarse en una bola de fuego. Se lanzócontra Evangeline y la golpeó con tal fuerza que laderribó sobre el tejado en medio de un estrépito detejas de arcilla. La joven quedó inmóvil, aturdidapor el impacto de su caída.

Entonces, con un elegante y rápido movimientode alas, Eno descendió y se aproximó aEvangeline. Temblaba por el esfuerzo, con el largocabello negro desparramado sobre los hombros yla respiración jadeante. La miró y recogió las alas,y ya se disponía a asestarle el golpe definitivo

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cuando Evangeline arremetió contra ella,empujándola con una fuerza sobrehumana yencajándole un golpe en el plexo solar.

—Bien hecho —susurró Bruno, y Verlaine nopudo sino estar de acuerdo: el plexo solar era elpunto más débil de todas las criaturas angélicas.Un golpe fuerte en ese lugar podía poner puntofinal al duelo en un instante.

—La emim no lleva protector —señalóVerlaine con sorpresa. A menudo, los ángelesmercenarios se protegían el pecho.

—Le gusta el reto —dijo Bruno—. Y en casode que la golpeen, le gusta el dolor.

Eno se dobló sobre sí misma, levantando lasmanos para protegerse. Evangeline volvió a atacarcon el pie, golpeándola con una fuerzadescomunal, con movimientos precisos,absolutamente intencionados, despiadados. Encuestión de segundos, logró dominar a suoponente, sujetándola contra el suelo, pisando conla bota la elegante curva de su cuello, como si

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fuera a pulverizarle la garganta. Evangeline era lamás fuerte de las dos. Tenía el poder y la destrezanecesaria para vencer a Eno si así lo decidía, paramatarla sin esfuerzo, con tanta facilidad como siestuviera aplastando el cuerpo de un insecto bajosu zapato. Verlaine se sentía orgulloso de ella a supesar. Siguió observando, esperando a queasestara el golpe de gracia.

Sin embargo, Evangeline puso una rodilla entierra y recogió las alas en señal de sumisión.Verlaine se quedó mirando, pasmado, mientras Enorecuperaba la compostura y, sin perder un instante,procedía a atarle las manos a la espalda. Los ojosde Evangeline encontraron los suyos, y Verlainesupo, con una mirada, que ese acto de rendiciónera un mensaje para él: aquella criatura tenía todoslos poderes de los nefilim, pero había elegido noser una de ellos. Era obvio que todos sus sueños,cada uno de los ángeles que había perseguido, lohabían conducido hasta Evangeline. Y ahora estabaa punto de volver a perderla.

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Bruno debió de pensar lo mismo porque sedispuso a ir tras ella, pistola en mano. Verlaineconocía el procedimiento estándar: disparar alángel con un dispositivo de aturdimiento eléctricohasta que sus alas quedaban inmovilizadas. Unavez paralizada, la criatura perdía el control y caíaal suelo, donde el cazador de ángeles la esposaba.Verlaine sintió una oleada de pánico al pensar enhacerle daño a Evangeline. Aunque la táctica teníapor objeto inmovilizar tan solo la fúrcula, laintensidad de la descarga podía causar un enormedolor.

—No dispares —musitó, al tiempo que elpánico lo hacía sentirse inestable mientrasavanzaba hacia Bruno sobre las tejas de pizarra.

—No es a Evangeline a quien quiero —respondió Bruno en voz baja.

Eno tiró violentamente de Evangeline parahacer que se pusiera en pie, la arrastró hasta elborde del tejado rodeando su cintura con un brazoe, impulsándose con las alas, se internó volando en

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la noche. Los dos hombres permanecieron ensilencio mientras la veían elevarse. Verlaine teníala impresión de que una parte de él se hallabaentre las manos de Eno y de que, a medida que elángel se alejaba por el cielo, también élcomenzaba a desvanecerse. Bruno le puso unamano en el hombro, y Verlaine quiso creer que sumentor comprendía su ira ardiente, su rabia, surápida e implacable necesidad de venganza.

—Vayamos tras ellas —sugirió.—Es inútil tratar de seguirle la pista a Eno en

París —objetó Bruno mientras se acercaba ya alborde del tejado y empezaba a descolgarse hastael balcón—. Si queremos capturarla, tendremosque cazarla en su propio territorio.

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EL SEGUNDO CÍRCULO

Lujuria

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Palacio de Invierno, Museo delHermitage, San Petersburgo

Si a Vera Varvara le hubieran permitido hacer suvoluntad, habría abandonado su oficina, con susdesportilladas paredes de escayola y sus papelesen desorden, y habría recorrido los vastoscorredores barrocos del Palacio de Invierno.Habría avanzado por los viejos pasillos, con susespejos dorados y lámparas de araña de cristaltallado, libre como una niña en un palacio deazúcar candi. Habría cruzado la inmensa plaza delPalacio, habría pasado bajo los arcos de lafachada sur y paseando hasta el museo, donde undestello de su tarjeta de identificación le abríatodas las puertas. Allí se sentía tan libre como unaprincesa, entre los cuadros, los tapices, lasporcelanas y las estatuas, todos los hermososobjetos reunidos por los Romanov durante su

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reinado de trescientos años en Rusia.En cambio, se retorció el largo y rubio cabello

para hacerse un moño, se aproximó a la ventana yla abrió de golpe. Abajo había criaturas angélicas.Podía percibirlas merodeando, su presencia eracomo un sonido de alta frecuencia que vibraba ensu oído. Las ignoró y dejó que la fresca brisa de lanoche recorriera su cuerpo. Toda una vida bajo elhúmedo clima de San Petersburgo la había dotadode una constitución de las que resisten todo tipo deenfermedades y que le permitía aguantar inviernosmuy rigurosos sin demasiadas molestias. No era nialta ni baja, ni delgada ni gorda, ni guapa ni fea.De hecho, se consideraba a sí misma un perfectoejemplo de mediocridad física, y esa convicción lacapacitaba para vivir recluida en su mente,exigiéndose al máximo desde un punto de vistaintelectual y olvidando las frívolas vidas quellevaban tantas de las mujeres que conocía —vidas llenas de compras, maridos e hijos— ydistinguirse en su trabajo. En ese sentido, le

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costaba descender al nivel de la gente queencontraba en la calle. Sus éxitos y sus fracasoscotidianos simplemente no le interesaban. Unantiguo novio se había quejado una vez de que sumente era como una trampa de metal: la hallabasabierta, invitándote a establecer una relación, yluego arremetía contra todo aquel que se atrevieraa entrar. Nunca había mantenido una relación conun hombre que durara más de uno o dos meses, eincluso ese breve tiempo la saturaba.

Se inclinó hacia adelante y asomó la cabeza alexterior, absorbiendo la belleza del mármol verdey blanco del Palacio de Invierno, con la cúpulabulbosa alzándose a lo lejos. El río Neva, lleno detémpanos de hielo que flotaban y se hundían, fluíatumultuoso. Todo lo que encontraba feo de SanPetersburgo —los bloques de pisos comunistas,los vulgares lujos de los nuevos ricos, quecoexistían con la manifiesta pobreza, la falta delibertad política del gobierno de Putin— parecíamuy lejano cuando se hallaba cómodamente

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instalada en su rinconcito del Palacio de Invierno.Su trabajo como joven investigadora girabaalrededor del estudio de los nefilim rusos, suinfiltración en la familia real y en la aristocracia,sus reliquias, sus genealogías y sus destinosdurante la Revolución de 1917. Vera había crecidoen el San Petersburgo postsoviético, entre lossuntuosos edificios de inspiración italiana de losRomanov, lo que, junto con su formación enangelología, había tenido una profunda influenciaen sus gustos. Como tantísimos jóvenes rusos, noanhelaba vivir la opulencia del pasado, acariciarlos lujos y los excesos de otra era y, sin embargo,tampoco percibía esa decadencia como unaespecie de enfermedad, como la habíanconsiderado los comunistas. Era capaz de aceptarlos estratos de la acreción histórica del mismomodo que uno acepta los de una excavaciónarqueológica: los efectos de los nefilim sobre latierra podían encontrarse bajo las estructurassociales, económicas y políticas que los seres

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humanos experimentaban todos los días. Verasabía que antaño las criaturas habían infectado laesencia de su país y que, con el aumento de lapoblación angélica, volverían a hacerlo.

Con tan solo dos años de experiencia, ademásde su período de formación, Vera ocupaba el nivelinferior del escalafón y se encargaba, porconsiguiente, de la clasificación y la catalogaciónde objetos antiguos. Solo una fracción de lascolecciones del Hermitage se exhibía de manerapermanente. El resto de los tres millones detesoros se conservaban en enormes salas dealmacenamiento debajo del palacio, ocultas a lavista del público. Entre ellas se contabaninnumerables restos de los tesoros de losRomanov: libros antiguos hechos trizas; obras deRembrandt con números rojos pintados en la telapara indicar su lugar en el inventario soviético;muebles echados a perder por el agua y el fuego.Muchos de los objetos habían formado parte de lacolección privada de Catalina la Grande, pero la

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zarina Alejandra Feodorovna había incrementadoconsiderablemente su número antes de suderrocamiento en 1917. Recoger los pedazos quela historia había esparcido y volver a juntarlos,reencuadernando los libros, recomponiendoesmaltes rotos y eliminando la pintura roja quearruinaba las obras era un trabajo que le gustaba.Tales oportunidades no abundaban, y las quepermitían acceder a una colección como la delHermitage eran casi inexistentes. Los antiguosconservadores habían tenido las reliquiasencerradas bajo llave durante casi cien años, sinsaber qué hacer con unos tesoros tan inusuales.Siempre que entraba en las salas dealmacenamiento, Vera se sentía como si hubieraestado vagando por una cápsula del tiempo, unacápsula tan sobrecogedora como una tumbaegipcia, llena de secretos demasiado extraños paracompartirlos con el mundo. Ciertos segmentos dela colección se le antojaban una acumulaciónsumamente desconcertante, casi espantosa, de

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curiosidades estrambóticas. Por ejemplo, habíauna habitación de almacenamiento llena de lienzosque representaban ángeles, cisnes y mujeresjóvenes, seguramente Vírgenes. Y eso le hacíaplantearse los motivos de coleccionar talesobjetos. ¿Habían participado los Romanov en laselección de esas piezas o habían idoproporcionándoselas al azar? Por algún motivo,para ella, el gusto del coleccionista eraimportante.

Ese año, mientras rebuscaba en esa extrañacolección de cisnes y vírgenes, se había tropezadocon un fajo de grabados. Había encontrado muchascosas curiosas, pero los grabados la atraían comoun imán, tal vez porque eran poco corrientes. Cadauno de ellos contenía el retrato de un ángel. Lascriaturas parecían absolutamente únicas, condetalles que las hacían diferentes, pero estabaclaro que eran seres muy puros, quizá arcángeles.Al comprobar la firma, Vera se dio cuenta de queeran obra de Alberto Durero, un artista,

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matemático y angelólogo del siglo XV a quien ellaadmiraba profundamente. Su serie del Apocalipsisse estudiaba con gran detalle en los cursos deangelología, como una idea de lo que podríasuceder si los guardianes llegaban a ser liberadosde su prisión subterránea.

Pero estos grabados parecían un punto departida para Durero. Curiosamente, le recordabana las fotografías que Seraphina Valko habíatomado en 1943 durante la segunda expediciónangelológica. El famoso doctor Valko y su equipohabían localizado el cuerpo muerto de un guardián,habían medido, fotografiado e identificado a lacriatura como uno de los ángeles que habían sidodesterrados del cielo por haberse enamorado demujeres humanas.

Vera había visto las fotos de primera mano elaño anterior, durante una conferencia celebrada enParís. A pesar de que eran en blanco y negro y deque las habían tomado en condiciones que distabanmucho de ser ideales, el cadáver del ángel muerto

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se distinguía con claridad. Los largos miembros, elpecho sin vello, el pelo rizado que le caía sobrelos hombros, los labios llenos. La criatura parecíasana y llena de vida, como si tan solo hubieracerrado un momento los ojos. Únicamente un alarota que se abría en abanico desde el torso, con lasplumas dobladas de manera poco natural, revelabala verdad: el ángel llevaba miles de años muerto,sepultado en las profundidades de una cueva. Lacriatura era de sexo masculino, con todos losórganos identificables de la anatomía humana, unaverdad que las fotografías exponían con gráficaprecisión. Las fotografías de Seraphina Valkodemostraron que los guardianes eran seres físicos,más parecidos a los seres humanos de lo quetradicionalmente se había creído. Los ángeles noeran seres asexuados, sino criaturas físicas cuyoscuerpos eran simplemente una expresión másperfecta del cuerpo humano. Y lo más importantede todo: las fotos habían demostrado que losángeles estaban capacitados para procrear. Todas

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las ideas de Vera acerca de ellos y todo el trabajoque había realizado para apoyar sus teoríasdependían de esta conclusión.

Se apartó de la ventana y se apoyó en suescritorio, una pieza de la era Brezhnev con laspatas de metal oxidado. Abrió un cajón y sacó elsobre que había escondido bajo un montón derevistas. La carpeta era demasiado abultada paratenerla encima de la mesa, donde cualquiera quese hubiera parado a charlar podría haberla visto.Dado que el horario de acceso al Hermitage eramuy limitado y que subir objetos de las salas dealmacenamiento estaba estrictamente prohibido, nohabía tenido más elección que sacar los grabadosde su tumba a escondidas. Era su única esperanzade hacer progresos en su propia investigación. Sialgo sabía acerca de su campo profesional eraesto: nadie iba a ayudarla a avanzar salvo ellamisma.

Desatando con cuidado el cordoncillo delcierre, extendió los bocetos sobre la mesa,

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maravillándose ante la complejidad de las figuras,el tono plomizo de las líneas, la absolutagenialidad de la composición de Durero. En unprincipio fue su fascinación ante la maestría delartista lo que la impulsó a desear los grabados.Pero, ahora, en la intimidad de su despacho, losdibujos parecían llenarse de movimiento y energía.Solo un autor de tanto talento como él podía hacerque un espectador comprendiera de maneravisceral, cómo podía un guardián seducir a unavirgen, al igual que Zeus. Mientras contemplabalos grabados, imaginó el encuentro: un ángel seaparece ante una joven en medio de un torbellinode aire. Despliega las alas, deslumbrándola con sufulgor. Ella parpadea, trata de comprender quién oqué tiene ante sí, pero está demasiado asustadapara hablar. El ángel intenta tranquilizar a laatemorizada mujer rodeándola con sus alas. Hayun momento de terror, empatía y atracción. Veradeseaba sentir eso mismo: la amalgama de plumasy carne, el calor del abrazo, la mezcla de dolor,

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placer, miedo y deseo.

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En un Ilyushin IL-SM 300, Claseeconómica, a 35 000 pies sobre el

continente europeo

Habían apagado las luces de la cabina y lamayoría de los pasajeros estaban encogidos en susasientos tratando de dormir. Bruno bajó la mesitade plástico y dispuso en ella su cena, que habíacomprado en Roissy antes de embarcar: unabaguette con jamón y una botella de vino tinto deBorgoña. Si comprendía algo de la actual situaciónera que no podía pensar con el estómago vacío.

Encontró dos vasos de plástico y sirvió elvino. Verlaine aceptó uno de ellos, saco unpastillero de su bolsillo y trago dos píldoras juntocon el vino Estaba demasiado nervioso para comeralgo. Era como si el hecho de haber visto aEvangeline hubiera abierto una puerta a otra vida,una vida que el ya había olvidado. Bruno supo en

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ese momento que sus sospechas en relación conVerlaine eran correctas: ahora le resultaba clarocuál era su talón de Aquiles, la debilidad secretaque él había detectado.

Él esperaba que nadie se hubiera dado cuenta,pero también estaba luchando con sus propiosdemonios: no podía olvidar a Eno, su forma demoverse, su fuerza, su belleza. Volviendo al perfilque había descargado en su teléfono, se desplazópor los documentos suplementarios, echando unvistazo al informe sobre el ADN antes de pararsea examinar —a admirar, para ser sincero consigomismo— las fotografías de sus rasgosexquisitamente fríos. Era inútil que tratara denegarse se a si mismo que sus penetrantes ojosnegros habían quedado grabados a fuego en sucorazón.

—¿Que miras? —le preguntó Verlaine,entornando los ojos detrás de sus gafas.

Bruno le pasó el teléfono.—Eno —respondió, optando por decirle la

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verdad—. Esta criatura inspira obsesión entrenuestros agentes —manifestó—. Tiene algo quehace que el reto de capturada sea casi irresistible.Nuestra actitud oficial ha sido disuadir a nuestrosagentes de implicarse demasiado en la caza de unacriatura concreta. Pero a menudo no siguen esteconsejo.

Mientras miraba el perfil en el teléfono, ungesto de horror se extendió por el rostro deVerlaine: «La víctima había sufrido quemaduras enel cuello, las muñecas y los tobillos; laceracionesen la cara, el torso, las nalgas y la espalda. Elcuerpo presentaba una mutilación consistente en loque, por las autopsias que documentan víctimasanteriores, parece ser una castración ritual. No sehallaron los órganos en la escena del crimen, demodo que se supone que se los llevaron comotrofeo».

—No es alguien a quien quisieras llevarte acasa para pasar una noche romántica —prosiguióBruno—. Por mucho que a uno le guste pensar que

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el cazador es él, es Eno quien caza. Es joven, paralos estándares de los ángeles emim, y estáhambrienta.

—Pero ¿qué es lo que quiere de Evangeline?—inquirió Verlaine.

Para Bruno era una cuestión interesante. Laúltima vez que había visto a Evangeline, la jovenera el centro de una operación que había terminadoen catástrofe: habían perdido su puesto deavanzada en Milton, Nueva York, por nomencionar a numerosos agentes, y un artefacto devalor incalculable para su causa. La propia abuelade Evangeline, Gabriella, gran amiga de Bruno,había sido hallada muerta en un andén del metro. Yella había desaparecido sin dejar rastro. Durantelos últimos diez años, Bruno la había consideradouna desertora en el mejor de los casos, y en elpeor, una traidora culpable de crímenes contra lasociedad.

No es que él estuviera plenamente de acuerdocon las reglas de la sociedad. Tomó un largo sorbo

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de vino, tratando de considerar las consecuenciasde ir tras Eno y Evangeline. Volar a Rusiarespondiendo a un impulso estaba totalmenteprohibido. Por supuesto, Bruno tenía carta blancapara ir tras criaturas peligrosas y no pedía permisopara cada persecución, pero esa situación se salíade lo normal. Él mismo había comprado losbilletes para que el vuelo fuera confidencial, ysabía que tendría que trabajar sin el habitualapoyo. Era un acto de insubordinación digno deEvangeline, pero más aún de la madre de esta,Angela Valko, una de las angelólogas más osadasde los últimos tiempos.

Cuando Bruno llegó a la academia de París,Angela Valko era ya legendaria. Ya entonces laconsideraban como la más brillante de suscientíficos. No obstante, su reputación fueempañada por su marido, un cazador de ángeles demala fama llamado Luca Cacciatore. El pedigrí deAngela era la envidia de todos y cada uno de losestudiantes de la escuela. Como hija de Gabriella

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y del doctor Raphael Valko, sus padres lainstruyeron personalmente, de modo que Angelaera su heredera tanto en el espíritu como en elapellido. Resultó ser el caso poco frecuente de lachiquilla bien relacionada que supera las gloriasdel pasado: el trabajo de Angela era tan avanzadoque quiénes fueran sus padres o qué hubieranhecho para ayudarla no tenía la menor importancia.Su labor cambió la dirección de la batalla contralos ángeles y los angelólogos comenzaron aconcentrarse en la posibilidad de destruir a losnefilim en masa.

Como sucede con cualquier pareja famosa, lamayor parte de lo que Bruno había oído eranhabladurías, pero en lo que se decía debía dehaber por lo menos un poco de verdad. Siempreque una tradición anticuada o la burocracia de lasociedad le ponían trabas, Angela hacía campañapara cambiar las cosas. Si no podía cambiar elsistema, creaba otro nuevo, empezando por sumatrimonio con Luca, a quien había conocido

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cuando era invitado de la academia de Roma.Cuando los miembros del consejo, angelólogosviejos y conservadores a quienes gustaba proveera la escuela de personal de su misma clase,denegaron la solicitud por parte de Luca de unpuesto en París, Angela lo ayudó a crear la unidadde cazadores de ángeles. Juntos reclutaron alprimer equipo, y el resto era historia.

A la larga, su trabajo acabó fatal. Angela fueasesinada, Luca murió solo y olvidado en EstadosUnidos, y su hija fue educada por las monjas delconvento de Saint Rose, unas extrañas en realidad,que, al final, no lograron protegerla. El hecho deque Evangeline fuera una criatura angélicacompletamente formada supuso el golpe definitivopara el antaño inviolable legado de los Valko. Enopinión de Bruno, la verdad sobre Evangelinehabía sido un verdadero shock para el sistema.Verla posada en el tejado, con las alas recogidas ala espalda, le había producido una reacciónquímica, pura y simple, y había reprimido un

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deseo instintivo de destruirla.—Descubrir lo que Eno quiere de Evangeline

podría requerir hurgar un poco —señaló,contestando finalmente a la pregunta de Verlaine—. Los motivos de Eno nunca están claros.Desconcierta a los mejores de nosotros.

—Me interesa más encontrar a Evangeline queteorizar sobre su secuestradora —replicó Verlaine.

Bruno se preguntó de pronto si su obsesión porEno impregnaba cuanto decía y hacía.

—Trabaja exclusivamente para los Grigori. Siquiere a Evangeline, es que pasa algo importante.

—Esto podría tener algo que ver con ello —señaló Verlaine, rebuscando en su mochila.

Bruno lo observó desenvolver un llamativohuevo incrustado de piedras preciosas. Estabaclaro que era muy valioso, pero para Bruno era unobjeto kitsch que, en circunstancias normales, nohabría mirado dos veces.

—¿Cómo te las has arreglado para pasar por elarco de seguridad con eso?

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Verlaine sostuvo el huevo ante los ojos deBruno y dijo:

—Mira esto.Pulsó un botoncito y el huevo se dividió en

dos, abriéndose al tiempo que giraba sobre unabisagra invisible y revelaba otro huevo ocultodentro de su núcleo. Este segundo huevo se dividióa su vez y dejó al descubierto dos pequeñasminiaturas: un carruaje de oro de complejaconstrucción y un querubín cuyo cuerporesplandecía con los esmaltes y las gemas, como siestuviera decorado con pintura al óleo y barniz. Loque antes era compacto como una piedra se habíaexpandido como por arte de magia en un fascinantediorama.

—Evangeline me lo dio a escondidas —explicó Verlaine—. Esperaba que tú supieras porqué.

Bruno le echó un vistazo sin saber muy bienqué pensar y luego cerró el artilugio, sintiendoencajar el frío metal con un clic mientras cada

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mecanismo se replegaba.—No sé qué decirte. Pero si hay una conexión,

nos estamos dirigiendo al lugar oportuno paraaveriguarlo.

Cuando el avión descendió para iniciar lamaniobra de aterrizaje, Bruno sintió que se leencogía el estómago. Subió el parasol de laventanilla y miró a través de la lente combada deun grueso plástico acrílico. A lo lejos, tras unabruma oscura, centelleaban las luces de SanPetersburgo. Se esforzó por distinguir el cursosinuoso del Neva y la cúpula de la catedral de SanIsaac, pero no logró ver más que una débilgradación de grises suspendida al borde de lasluces, como manchas en un cuadro abstracto.Cuando las ruedas entraron en contacto con elasfalto y el avión rebotó por la fuerza del impacto,Bruno casi pudo sentir la densidad de la poblaciónangélica, como si su presencia originara otra capaen la atmósfera. Eno se encontraba allí, entreaquellas criaturas. Al volverse hacia Verlaine se

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dio cuenta de que su mejor cazador comprendíaaquello a lo que se enfrentaban. Arriesgaría lavida, lo arriesgaría todo, para encontrar aEvangeline.

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Mansión Grigori, calleMillionnaya, San Petersburgo

Contra su buen criterio, Armigus dejó gritar a lacriatura humana. Sabía que sería mucho menosproblemático poner fin a su vida enseguida yterminar así de una vez. Tenía una daga —unapieza de hueso afilado que los hombres de lafamilia Grigori se habían ido pasando unos a otrosdurante generaciones—, había maniatado a suvíctima y había preparado los plásticos pararecoger la sangre, pero alguien estaba llamando ala puerta del primer piso y el timbre resonaba porel vasto interior de escayola y mármol. CuandoArmigus salía de la habitación, el humano lo miróimplorándole, desesperado. Quería morir deprisa,Armigus se daba cuenta de ello, pero no tenía másremedio que interrumpir momentáneamente aquellapequeña diversión. A fin de cuentas, podía ser su

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hermano, recién llegado de París. Y, si lo hacíaesperar, Axicore se pondría furioso.

Armigus recorrió el largo tramo de pasillo quecomunicaba un extremo de la casa con el otro,pasando frente a una serie de muebles modernosde acero y cristal, una estantería llena de cuencostibetanos de cobre y una colección de estatuillasde Shiva vaciadas en bronce. Una rama menor dela familia imperial había ocupado el apartamentoantes de la revolución, un período quedesagradaba a los gemelos, y por ello, comodesafío a las convencionales molduras del siglo XIX y los elaborados suelos de mármol,Axicore y Armigus llenaban el espacio de mueblesmodernos, colchonetas de tatami, manga japonés,biombos de seda…, cualquier cosa que hicieradisiparse el aire rancio del pasado.

Tenían los mismos gustos en todo. Durante unaconversación, uno de los gemelos terminaba lasfrases del otro. De niños intercambiaban suidentidad con el fin de confundir a sus profesores y

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amigos. Ya de mayores, se llevaban a la cama eluno a la chica del otro, compartiendo amantes sindescubrirles la verdad a sus compañeras. Dehecho, Axicore y Armigus Grigori eran idénticosen todos los sentidos salvo en uno: el ojo derechode Axicore era verde y el izquierdo azul, mientrasque el ojo izquierdo de Armigus era verde y elderecho azul. Si se ponían el uno delante del otro,los gemelos parecían reflejarse en un espejo.Cuando estaban el uno al lado del otro, el color desus ojos hacía posible distinguirlos. Armigus habíasentido a menudo curiosidad por esa anomalía,algo que no se había presentado jamás en ningúnGrigori ni antes ni después de su nacimiento. Talvez ellos fueran distintos, más únicos, y de algunamanera mejores que los demás.

Armigus abrió la puerta con un suspiro defastidio. En circunstancias normales, su sirvienteanakim lo habría hecho por él, pero siempre lesdaba el día libre a los anakim cuando retenía aseres humanos en casa. Los gritos y el llanto

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asustaban a los anakim, que eran muy inferiores enla jerarquía de los seres angélicos, y simplementeno toleraban las preferencias y las costumbres delos nefilim.

Percibió la energía caliente y sensual de unángel emim incluso antes de haber visto a Eno enel umbral. Ella se colocó las gafas de sol en loalto de la cabeza y dijo:

—Tu hermano me ha pedido que viniera abuscarte.

Armigus se apartó para dejarla entrar. Era tanalta como él, fuerte y peligrosa.

—¿Quiere que lo ayude a capturar a la nefil deSneja?

—Ya la he capturado yo —replicó Eno,lanzándole una mirada altiva que reflejabaperfectamente sus sentimientos hacia Armigus.Prefería a Axicore, a quien consideraba unauténtico nefil, y siempre se sometía a suautoridad. Armigus no era, más que un amosecundario, el que tenía debilidad por los seres

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humanos—. Axicore se dispone a trasladarla aRusia, pero necesita tu ayuda. Quiere que hablescon Sneja, que le digas que tiene a Evangeline, yque te reúnas con él en Siberia para terminar eltrabajo.

—¿Y qué, pasa con Godwin?Eno parpadeó, claramente sorprendida de que

le hablara de ese asunto. Las relaciones de losGrigori con Godwin eran confidenciales, no eranun tema para hablarlo con un ángel mercenario,pero Armigus quería ganarse su confianza. Queríagustarle. Sin embargo, ella lo consideraba débil.Podía verlo en sus ojos.

—Eso tendrás que hablarlo con tu hermano —respondió con frialdad.

Caminó hasta el centro de la habitación y sedetuvo bajo una escultura de vidrio que colgabadel techo, mientras los cristales captaban la luz yla reflejaban sobre su piel oscura, su cabellonegro, el fantasmal resplandor amarillo querodeaba sus ojos. Un grito resonó entonces en la

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habitación.—¿Tienes compañía? —inquirió Eno alzando

una ceja, Su larga lengua negra asomo en lacomisura de la boca, gruesa y húmeda como unaanguila.

—Estoy en mitad de algo —contestó Armigus.Eno lo miró a los ojos y sonrió, al tiempo que

una expresión sádica se extendía por su rostro.—Armigus… ¿tienes a un humano aquí?Él apartó la mirada, resistiéndose a contestar.

Axicore no aprobaba su apetito de hombreshumanos, pero Eno comprendía de sobra suspreferencias.

—¿Sabes, Armigus?, tu hermano te necesitaahora. No tienes tiempo para entregarte ajueguecitos. Yo estaría encantada de ocuparme detu criatura por ti —dijo avanzando hacia él—. Másque encantada.

Armigus sacó la llave de su dormitorio delbolsillo y la dejó en la mano de Eno. Le estabahaciendo un favor: detestaba acabar con ellos,

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detestaba el olor de la sangre la carne humana, y,sin embargo, no podía evitar tener la sensación deque lo había engañado.

—Déjalo todo en orden —susurró.—Ya me conoces —respondió Eno, sonriendo.Armigus se armó de valor, agarró su chaqueta

y salió por la puerta. Luego la cerró a toda prisaantes de oír el ruido que producían las actividadesde Eno.

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Centro de InvestigacionesAngelológicas, Museo del

Hermitage, San Petersburgo

A esa hora, con el sol luciendo al borde de laciudad y el cielo cubierto por una neblina diáfana,no había un solo estudioso sentado a las mesas deroble. Verlaine siempre encontraba reconfortantesesa clase de lugares, un recordatorio de la personaque había sido en el pasado, cuando se pasaba losdías investigando, preparando clases yorganizando notas para su próxima conferencia. Dehecho, en el mismísimo momento en que Bruno y élhabían puesto los pies en el centro deinvestigaciones y había oído el ruido de suszapatos en el suelo encerado, había sentidorelajarse todo su cuerpo, como si, después dehaber estado vagando por un territorio inhóspito,hubiera llegado por fin a un lugar seguro.

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Un alboroto en el pasillo atrajo su atención enel mismo momento en que Vera Varvara entrabarápidamente en la sala con aire de absolutaeficiencia. Verlaine se inclinó hacia ella y la besódos veces, al estilo parisino, fijándose en que susojos azules no se posaban en los suyos sino quemiraban a través de él, como si no se conocieran.Noto que le ardían las mejillas y empezó a dudarde que llamarla hubiera sido una buena idea.

Aunque era la agente perfecta a quien consultar—su amplio conocimiento de San Petersburgo y elhecho de que tuviera acceso a la colecciónangelológica del Hermitage eran inestimables—,no estaba seguro de que se alegrara de volver averlo. Se habían conocido el año anterior, en uncongreso celebrado en París, y habían pasado lanoche juntos después de tomar unas copas en unbar del XIV distrito, cerca de la academia. A lamañana siguiente, ambos admitieron que habíasido un error y que simplemente iban a fingir queaquello no había sucedido. Desde entonces no

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habían hablado gran cosa. A pesar de quesospechaba que algún día su experienciaprofesional le sería de utilidad, jamás habíaimaginado que acudiría a Vera para hablarle deEvangeline.

Verlaine se quedó mirando a la joven,observándola moverse. Era tan hermosa y tanelegante como recordaba, pero advirtió consorpresa que no lograba acordarse de si le habíagustado estar con ella en la cama ni de lo quehabía sentido cuando su cuerpo yacía junto al suyo.Solo podía evocar la sensación de abrazar aEvangeline, su presencia como un vórtice de nieveblanco-azulada que se arremolinaba y bailoteaba asu alrededor mientras intentaba atraparla.

Vera, en cambio, no había olvidado ni un solodetalle. Se volvió de pronto hacia Verlaine,lanzándole una intensa mirada que transmitíacuriosidad y complicidad al mismo tiempo, y actoseguido miró a Bruno. Tomando nota de que noestaban solos, adoptó la expresión de una

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compañera de profesión desinteresada.—Gracias por acceder a vernos habiéndote

avisado con tan poca antelación —dijo Bruno.—Me sorprendió mucho recibir su llamada. —

Vera le estrechó a Bruno la mano y les indicó conun gesto que se sentaran a una de las mesas—. Porfavor, díganme en qué puedo ayudarlos.

—No estoy del todo seguro de que puedasayudarnos —manifestó Bruno.

—En realidad —lo interrumpió Verlaine—,esperábamos que pudieras proporcionamos ciertainformación.

—Con mucho gusto.Vera dio un repaso a Verlaine con la mirada

hasta que él sintió náuseas. Algunos detalles de lanoche que habían pasado juntos comenzaron aregresar a su mente.

Sin tratar de dar explicaciones, sacó el huevoenjoyado de su bolsillo y lo hizo girar entre losdedos como si se tratara de un cubo de Rubik. Concada giro de muñeca luchaba por olvidar que solo

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unas horas antes aquel huevo había estado enmanos de Evangeline, y que los nefilimprobablemente la habían secuestrado con laesperanza de conseguirlo.

Vera tomó el huevo de manos de Verlaine y losostuvo en alto, como si pudiera estallarle en lasmanos.

—Dios mío. ¿Dónde lo consiguieron?—¿Lo reconoces? —inquirió Bruno,

claramente sorprendido por la intensidad de sureacción.

—Sí. —La expresión de la joven se suavizó altiempo que se volvía reflexiva—. Es el Huevo conquerubín y carruaje de Fabergé, creado en 1888para la emperatriz María Feodorovna.

Vera acarició el esmalte con los dedos y, conmovimientos expertos, abrió el huevo, separandolas bisagras de modo que el mecanismo de oroemitió un chirrido. Mientras ella sacaba elcarruaje con la figurita del querubín, Verlaine sesituó a su espalda y lo examinó por encima de su

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hombro. La factura era exquisita: los ojos dezafiro, el cabello dorado…, todos los detalles delquerubín habían sido plasmados a la perfección.

—¿Qué pone en la banda? —preguntó Bruno.—Grigoriev —respondió ella, leyendo las

letras pintadas en caracteres cirílicos. Hizo unapausa, considerando la palabra—. Es elpatronímico de Grigori, que significa hijo deGrigori.

Verlaine no pudo evitar pensar en la relaciónde Evangeline con los Grigori: como nieta dePercival Grigori, era descendiente de una de lasfamilias nefilim más sanguinarias que se conocían.

—¿Es posible que el huevo pudiera pertenecera la familia Grigori?

Vera le dirigió una mirada de hastío.—Grigori es un nombre extremadamente

común en Rusia. Bruno alzó los ojos al cielo.—Tan solo es una muestra de la decadencia

zarista, una baratija muy bien hecha. Nada más.—No coincido con tu sensibilidad estética —

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objetó Vera—. Los huevos de Fabergé son objetosexquisitos, casi perfectos en su falta de utilidad,cuyo único propósito era deleitar y sorprender aquien lo recibía. Su exterior aparentementeimpermeable se abre para descubrir otro huevo, yluego, en el centro de este segundo huevo, unobjeto precioso, la sorpresa. Los huevos son laexpresión más pura del arte por el arte: la bellezaque se revela solo a sí misma.

A Verlaine le gustaba la pose que Vera habíaadoptado mientras hablaba, como la de unabailarina clásica en mitad de un paso, moviendo unbrazo al ritmo de su voz, como si les hubierapuesto coreografía a sus ideas para ajustarlas alcompás de su cuerpo. Quizá advirtiendo laintensidad de su mirada, Vera cambió de posición.

—Continúa la instó Bruno.—Carl Fabergé realizó el primer huevo de

Pascua imperial para el zar ruso en 1885, ycautivó a la emperatriz María Feodorovna, quehabía visto creaciones similares en la corte danesa

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cuando era pequeña. Fabergé recibió el encargo decrear un huevo nuevo y original todos los años. Sele concedió licencia artística para diseñar loshuevos conforme a su imaginación, y, como puedensuponer, con el tiempo, estos se fueron volviendocada vez más elaborados y más caros. Los únicosrequisitos eran entregar un huevo nuevo en cadaPascua y que cada uno de ellos contuviera unasorpresa.

Vera tomó el carruaje con el querubín y locolocó sobre una de las mesas de lectura. AVerlaine se le antojó un precioso juguete de cuerdaque, con un giro de llave, podía ponerse enmovimiento.

—Algunas de las sorpresas eran miniaturas,como esta —prosiguió Vera—. Otras, broches conpiedras preciosas o retratos del zar y su familiapintados sobre marfil. Después de que el zar Alejandro III murió en 1894, su hijo Nicolás IIretomó la tradición, encargando dos huevos todoslos años, uno para su madre y otro para su esposa,

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la emperatriz Alejandra. En total, Fabergé diseñópara los Romanov cincuenta y cuatro huevos,muchos de los cuales fueron confiscados tras laRevolución de 1917. Los que no desaparecieron,los sacaron clandestinamente de Rusia y losvendieron a coleccionistas, o pasaron a losparientes aún vivos de los Romanov. Desdeentonces se han convertido en piezas de museo ytesoros para ricos. Hay unos cuantos aquí, en elHermitage, y el Palacio de Buckingham albergatambién docenas de ellos. La familia Forbes loscoleccionó durante años, y a Grace Kelly leregalaron uno, el Huevo imperial azul conserpiente, con ocasión de su boda con el príncipeRainiero. Los huevos son valiosísimos, inusuales,y, como consecuencia, se han convertido encodiciadas muestras de gusto y riqueza, enespecial después de la subasta de los Forbes. Delos cincuenta y cuatro huevos imperialesoriginales, hay ocho cuyo paradero se desconoce.Los coleccionistas creen que se perdieron, los

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destruyeron los revolucionarios, fueron robados oestán ocultos en cajas fuertes privadas. Este huevo,y su exquisita sorpresa del carruaje con elquerubín, es uno de los ocho desaparecidos.

Bruno le lanzó al huevo una mirada desdeñosa.—No ha desaparecido realmente si lo tenemos

nosotros —señaló.—Para el mundo en general, y para los

coleccionistas en particular, ha desaparecido —insistió Vera. Tomó el carruaje de oro de encimade la mesa y le dio la vuelta. Entornando los ojos,examinó el chasis y lo presionó con la uña. Depronto, una plaquita de oro se levantó—. Ah —dijo sonriendo triunfante, mientras le mostraba aVerlaine una serie de caracteres cirílicos impresosen la placa.

Verlaine no pudo descifrarlo ni remotamente.—¿Qué dice?—Hermitage —contestó Vera. Sostuvo la placa

levantada para que Verlaine pudiera verla mejor.Él se fijó en una hilera de números grabados a lo

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largo de la lámina de oro, tan débiles que tuvo queentornar los ojos para verlos—. Después de larevolución, se creó un comité para catalogar lostesoros de los Romanov. Pusieron números amuchos de los objetos, pintándolos a veces inclusosobre las telas de los Rembrandt, para identificarel lugar que ocupaban en el área dealmacenamiento del archivo. A menudo losnúmeros se borraban, o se perdían las etiquetasque los identificaban, lo que ocasionaba un líotremendo de objetos mal catalogados y olvidadosen el archivo.

Verlaine introdujo el huevo en su bolsillo ydijo:

—Pareces saber mucho sobre esto.—Por desgracia, pasé los primeros años que

trabajé aquí haciendo una tarea muy esclava.Encontré las cosas más extrañas metidas en lascámaras acorazadas del archivo. —Suspiró yvolvió a fijar la mirada en el huevo—. Sinembargo, lo interesante de este asunto es que,

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aunque la mayor parte de los tesoros de losRomanov fueron catalogados, los huevos deFabergé no.

—Pero ¿la placa que has encontrado…? —Comenzó Bruno.

—Está claro que el número lo puso en elhuevo otra persona —respondió Vera.

—Pero ¿por qué? —quiso saber Verlaine.La joven sonrió levemente, y Verlaine se

percató de que lo que les estaba contando enrealidad tenía más implicaciones de las que habíaimaginado.

—Vengan conmigo. Solo hay un modo desaberlo con seguridad.

Abandonaron la sala de lectura y avanzaron por uncorredor que partía de la entrada principal delcentro de investigaciones, dejando atrás una puertatras otra, cada una idéntica a la anterior, hasta queVera se detuvo ante un teclado electrónico.

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Presionó contra él el dedo pulgar y una puertaadyacente se abrió con un clic.

Sus altos tacones repiqueteaban sobre elmármol pulido mientras conducía a los doshombres a un inmenso espacio dorado de estilorococó. Los techos resplandecían: con lámparas dearaña y las paredes estaban cubiertas de vitrinasque contenían objetos donados por angelólogosanteriores: un tratado sobre los serafines escritopor Duns Escoto; una piedra de adivinación quehabía pertenecido John Dee; un modelo en oro dela lira de Orfeo: un mechón de pelo del ángelmuerto de la Garganta del Diablo. Miles demanuscritos rusos, bizantinos y ortodoxosorientales reunidos a lo largo de generaciones, lamayoría trasladados al Hermitage durante laguerra fría, revestían los muros superiores. Si nohubiera sido por Evangeline y la urgencia quetenía de encontrarla, podría haberse pasado toda lavida explorando aquella sala.

Los recibió un hombre de baja estatura con un

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traje de lana marrón.—Vera Petrovna Varvara —saludó con una voz

atiplada llena de cansancio. Después de hacer elturno de noche en los archivos, era evidente que sealegraba de tener contacto humano.

Al tiempo que le entregaba la plaquita dorada,Vera le dijo:

—De la colección permanente, por favor.—¿Tiene autorización para esto?, el hombre,

examinando primero la placa de oro y mirandodespués a Vera. Vera se subió la manga del vestidoy le mostró el antebrazo. El hombre se sacó unbolígrafo del bolsillo, lo encendió y, con un rápidogesto, escaneo el chip que la joven teníaimplantado en el brazo. Un pitido confirmó suidentidad.

—Muy bien, pues —intervino el hombre ydando media vuelta, desapareció tras el escritorioy entró en una habitación que estaba a oscuras.Tardó casi diez minutos en volver, haciendoimaginar a Verlaine que se había perdido entre la

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multitud de estanterías, todas ellas conectadasentre sí como el fuelle de un acordeón. Estabaperdiendo la paciencia. Quizá la idea de ir alHermitage había sido un error desde el principio,y Evangeline podía ser alimento para los buitresantes de que el archivista regresara. Por fin elhombre volvió con un gran sobre de papel manilaen las manos.

—Esto lo depositaron aquí en 1984 —explicó,lacónico, mientras le entregaba el sobre a Vera.

Ella deslizó el dedo bajo el sello y lo abrió.Un rollo de película de ocho milímetros cayósobre la mesa.

—No había visto uno de estos desde que eraun niño —observó Verlaine—. E, inclusoentonces, las películas de ocho milímetros eranobsoletas.

—En el ochenta y cuatro —repitió Bruno,tomando el sobre y buscando una etiqueta que loexplicara. Su voz sonaba hueca, y Verlaine supoque algo relacionado con el año estaba empezando

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a abrirse paso en su memoria, inmenso y sólidocomo un monumento de piedra a una masacre—.Ese fue el año en que asesinaron a la madre deEvangeline.

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Instalaciones para elalmacenamiento de residuos

biológicos, Laboratorios Grigori,Ekaterimburgo, Rusia

Evangeline arqueó la espalda hasta que las gruesascorreas de cuero se tensaron sobre su pecho. Tratóde mover las piernas, pero también las tenía atadascon correas. Ni siquiera podía volver la cabezamás que unos pocos centímetros. Un martilleosordo detrás de las sienes hacía que se le nublarala vista. Cerró los ojos y los volvió a abrir,intentando volver a ver con nitidez, deseandofervientemente comprender dónde se encontraba ycómo había acabado allí, sujeta como unamariposa a una tabla. Su memoria contenía siluetasque no lograba descifrar, sensaciones queexperimentaba pero que no podía identificar con lasuficiente claridad como para ponerles un nombre:

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el chirrido de un motor, el pinchazo de una aguja,la presión de unas hebillas contra su piel. Viendola estéril capa de pintura blanca que cubría elcemento, supuso que se hallaba en un hospital, otal vez en una prisión. El extraño sonidomartilleante adquirió el tono y el tempo de una vozautoritaria antes de disolverse en una lluvia deruido blanco. Tal vez quien fuera que estuvierahablando se encontrara cerca, pero ella había oídola voz como si se hallara al otro extremo de untúnel, distante y con eco.

El ruido cesó de pronto y, como si se hubieraabierto una puerta en su mente, los recuerdos seprecipitaron a su conciencia. Recordó el tejado, elángel de alas negras, el duelo. Recordó la efímeralibertad, ese breve pero estimulante optimismo quehabía sentido antes de rendirse. Recordó aVerlaine, allí cerca, impotente. Recordó lo quehabía sentido cuando él la tocó. Recordó el calorde su piel contra la suya mientras recorría sumejilla con el dedo y el escalofrío que había

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atravesado su cuerpo cuando le acarició ladelicada piel que unía sus alas a su espalda.

Y entonces sus pensamientos retrocedieronmás aún, hasta el único momento de su vida en quehabía sentido tanto miedo como ahora. Fue en1999, en la víspera de Año Nuevo, en la ciudad deNueva York. Mientras el resto del mundocelebraba la llegada del nuevo milenio,Evangeline estaba atrapada en su propioApocalipsis. Encontró un banco en Central Park yse sentó, demasiado aturdida para moverse,mientras veía a las multitudes pasar. Las criaturasangélicas se habían mezclado con la población contal habilidad que, a pesar de la fantasmagórica luzde color que las rodeaba, tenían una aparienciacompletamente humana. Algunos de los nefilim sedetuvieron, percatándose de su presencia,reconociéndola como una de los suyos, yEvangeline sintió que todo su ser se retraía. Eraimposible que fuera una de ellos. Sin embargo, yano era humana. Observó los cambios que su

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cuerpo había experimentado como si pertenecierana otra persona. Su latido cardíaco era lento ysuperficial, apenas perceptible. El ritmo de surespiración había caído a niveles tan bajos que tansolo aspiraba aire una o dos veces por minuto. Alinspirar, la sensación era intensa y placentera,como si el aire le proporcionara alimento. Sabíaque los nefilim vivían quinientos años, ocho vecesla vida media de un ser humano, e intentó imaginartodo el tiempo que tenía por delante, los días y lasnoches de prisión implacable en un cuerpo quenecesitaba poco sueño. Era un monstruo, justo lacriatura que sus padres se habían esforzado pordestruir.

Evangeline volvió a forcejear con las correas,pero estaban bien sujetas. Tenía las alas abiertas,aplastadas contra la mesa. Las sentía pegadas a supiel, suaves como sábanas de seda. Sabía que, sipudiera moverlas, las correas se aflojarían,dándole espacio suficiente para liberarse. Pero, alretorcerse, un intenso dolor la hizo detenerse en

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seco: la habían clavado a la mesa. Los clavosrasgaban la piel de sus alas.

Una figura entró entonces en su campo visual.Evangeline pudo volver la cabeza justo losuficiente para ver a una mujer con una bata blancade laboratorio.

—Es una criatura muy poco común —dijo lamujer.

—Creí que eso era lo que el doctor Godwinandaba buscando —respondió una segunda voz.

La piel de Evangeline aumentó de temperatura;sus manos temblaron contra los grilletes.Reconoció el nombre de Godwin. Lo conocía desu niñez. Si Godwin se hallaba detrás de eseasunto, sabía que corría un enorme peligro. Mejordesgarrarse las alas que estar sometida a suvoluntad.

Presionó la frente contra la correa de cuero,buscando su frescor, pero el zumbido de loselectrodos le mandó una oleada de calor que sedifundió a todas y cada una de las partes de su

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cuerpo. El dolor hizo que los ojos se le llenaran delágrimas; parpadeó para librarse de ellas, y estasse deslizaron por sus sienes. Una luz brillantesurgió de pronto sobre su cabeza, cegándola.Cuando sus ojos se adaptaron a la claridad, viouna jeringa preparada en una mano. La enfermerale clavó la aguja en la vena y Evangeline respiróprofundamente, luchando por permanecerconsciente. No había nada que deseara más quesumergirse en el sueño, pero no podíaabandonarse. Si lo hacía, tal vez no volviera adespertar.

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Centro de InvestigacionesAngelológicas, Museo del

Hermitage, San Petersburgo

Mientras bajaban por la estrecha escalera dehierro y se internaban en las entrañas delHermitage, Verlaine se vio engullido por un airedenso y falto de oxígeno, salpicado por unlevísimo toque de pólvora.

—Permanezcan juntos y procuren no tropezar—les advirtió Vera. Se adelantó para pulsar uninterruptor y un foco desnudo iluminó el espacio.Habían descendido a un largo pasillo de viejapiedra caliza. Vera agarró una linterna de unaestantería, la encendió y siguió avanzando por unpasadizo estrecho y oscuro.

—Este corredor conduce a las cámaras dondeantaño los zares guardaban la artillería paramantener a raya a los agitadores políticos —

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explicó. A continuación dieron vuelta en unaesquina. A Verlaine le pareció que el pasadizo eratan estrecho que los muros rozaban las mangas desu cazadora, dejando una capa de polvo—. Huelena pólvora, ¿verdad? —Continuó Vera—. Siempreque huelo a pólvora recuerdo a los miles depersonas concentradas en el exterior del palacio ylos crímenes contra los rusos cometidos por supropio ejército.

Abrió una puerta y los hizo pasar a una sala.—Hoy en día, estas salas pertenecen a la

sociedad, y se han venido utilizando durantedécadas como almacén temporal para más de tresmillones de obras de arte sin registrar. Cuandocomencé a trabajar aquí, pasé los primeros mesescatalogando objetos para mi supervisor. —Sedetuvo frente a una puerta de madera encajada enla piedra, sacó un juego de llaves del bolsillo y laabrió—. Este es su espacio privado. Si supieraque los he traído aquí, me pondría de patitas en lacalle. —Con un único movimiento, Vera abrió la

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puerta y los invitó a pasar. Verlaine entró en lasala, impresionado por el caos de objetosacumulados allí.

—Después de la muerte de Angela Valko, supadre, el doctor Raphael Valko, donó los informesde su investigación a la academia.

—Llevo años sin saber nada de Raphael —intervino Bruno—. Abandonó la academiainesperadamente en los ochenta para desarrollar supropia investigación. Era muy mayor cuando loconocí. Imagino que debe de haber fallecido ya.

—Raphael Valko está vivito y coleando —loinformó Vera.

Se agachó por debajo de una estantería y,estirándose, sacó a rastras una maleta con adornosde cuero. Al abrirla, nubes de polvo se levantaronpor el aire, girando frente al haz de la linterna.Iluminando el contenido de la maleta con la débilluz, Vera sacó un marco de fotografía con el cristalcubierto de una gruesa capa de polvo y se loentregó a Verlaine. Tras limpiar la suciedad, este

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descubrió una imagen de Evangeline. Se hallabade pie entre sus padres, dándoles la mano a ambos.No debía de tener más de cinco o seis años.Llevaba el pelo largo y recogido en una trenza y lefaltaba un diente, que dejaba un hueco en susonrisa. Evangeline había sido una niña normal.De repente, Verlaine no pudo evitar la sensaciónde haberlo hecho todo al revés: deberían habercapturado a Evangeline y a Eno cuando se presentóla ocasión. Levantó la vista y vio que Brunosostenía una carpeta.

Bruno abrió la carpeta, que contenía una seriede hojas sueltas. En la página superior habíagarabateadas unas líneas.

—«Esta historia atañe a todo el que buscaconducir su espíritu hasta el último día, porqueaquel que vence debería volver su mirada hacia lacueva del Tártaro —leyó Bruno—. Cualquiera quesea la excelencia que lleve consigo, la perderácuando mire hacia abajo».

—El consuelo de la filosofía de Boecio —

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dijo Verlaine.Ese pasaje era un auténtico mantra para los

angelólogos, pues hacía referencia a una formacióngeológica llamada la cueva de la Garganta delDiablo, la cueva montañosa donde estabanencarcelados los guardianes y donde, según creíanlos angelólogos, seguían esperando su liberación.Se acercó un poco más para ver mejor lainscripción y observó que, junto a esas líneas,alguien había escrito «Traducción de papá».

—¿Alguna idea? —le preguntó a Vera.—Es un primer borrador de la traducción que

hizo el doctor Raphael Valko del cuaderno delvenerable Clematis, escrito durante la primeraexpedición angelológica. La referencia más claradel pasaje es la que hace al mito de Orfeo yEurídice: Orfeo rescató a su amada pero, cuandoabandonaba el Hades, o el Tártaro, se volvió amirar atrás y la perdió para siempre. Sin embargo,Angela Valko creía que este fragmento se referíano solo al mito de Orfeo y a su lira, que fue

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recuperada en la cueva de la Garganta del Diablo,como bien saben, sino a un viaje espiritual: elsurgimiento de la mente individual de la oscuridaddel yo para buscar un objetivo más elevado.

—Haces que Angela parezca una especie demística sufí. —Señaló Bruno.

—Cierto, era un poco especial —dijo Vera—.Aunque era una científica conservadora,consideraba que una fracción importante de sutrabajo era parte de un viaje espiritual, creía queel mundo material era la expresión delsubconsciente y que esa subconsciencia colectivaera Dios. La palabra de Dios creó el mundo, ytodos los seres humanos tienen acceso a estelenguaje original a través del subconsciente. Meimagino que podríamos decir que era junguiana,pero este tipo de misticismo tenía una historiamucho antes de Carl Jung. En cualquier caso, aAngela le interesaba este fragmento por suverticalidad, la trayectoria ascendente desde elabismo al firmamento, desde la oscuridad a la luz,

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desde el infierno a los cielos. Cada paso sacaba albuscador del caos y lo llevaba a un lugar lleno deorden y belleza.

—Como la escalera de Jacob —apuntóVerlaine.

—O como un coleccionista apasionado —dijoVera, al tiempo que dirigía la luz de su linterna alinterior de una habitación.

Verlaine apenas podía dar crédito a sus ojos.Allí, expuesta en vitrinas de cristal, había unacolección increíble de huevos, miles devariedades de huevos de pájaro: huevos lisos conveladuras de pintura; huevos de dodo partidos yetiquetados; huevos de petirrojo conservados enformaldehido, con el pollito aún enroscado contrala cáscara, delicado como una habichuela en suvaina. Había huevos de cristal, huevos con gemasincrustadas, huevos de las cortes de Dinamarca yFrancia. El muestrario era singular y obsesivo,cualidades que despertaron la curiosidad deVerlaine por el coleccionista.

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—El huevo que me enseñaste en el centro deinvestigaciones encajaría aquí a las milmaravillas, ¿no crees? —preguntó Vera.

—Estoy totalmente de acuerdo —intervinoBruno en voz baja—. ¿De dónde provienen?

—No le he dicho ni una palabra sobre esto anadie —declaró Vera—, pero he venido aquíabajo solo para admirar los huevos. Creo que elhecho de que Angela Valko tuviera en su poder unode los huevos de Fabergé y que se las ingeniarapara catalogarlo en nuestros archivos es más queuna mera coincidencia.

—No es posible que pienses realmente que hayuna relación entre uno de nuestros mejorescientíficos y esta colección —se asombró Bruno.

—Desde luego que sí —replicó la joven conenergía—. No los aburriré con mis investigacionesmás de lo necesario, pero uno de mis proyectosfavoritos en estos momentos tiene que ver con lareproducción de los nefilim. Resulta que, antaño,los nacimientos a partir de huevos eran corrientes

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entre las razas más puras, y que las crías nacidasde huevos eran superiores en fuerza, belleza,agilidad e inteligencia.

Los ojos de Verlaine fueron a posarse sobreuna ilustración del famoso manual De la medida,de Alberto Durero, que se hallaba apoyado entrelos huevos. Había oído hablar de la teoría de la«línea en huevo» del autor y de su obsesión por laforma perfectamente euclidiana de los huevos,como los contenedores de los que nacían losángeles. Verlaine había descartado la idea. Leparecía que cuando los angelólogos no podíandemostrar sus trabajos con la dura realidad seponían a inventar teorías imaginarias. Y no estabaseguro de que el hecho de que Vera apoyarasemejante idea le otorgara credibilidad odemostrara que no estaba en sus cabales.

—Muchas de las familias reales europeasanhelaban un heredero que hubiera nacido de unhuevo —prosiguió ella—, por lo que se uníanteniéndolo en mente y concertaban matrimonios

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con otras familias reales basándose en susperspectivas reproductivas. Sin embargo, con elpaso del tiempo, los huevos de nefilim fueronescaseando cada vez más.

—Y aquí entra en escena Carl Fabergé —observó Verlaine.

—Exacto —dijo Vera—, obviamente, losRomanov no eran inmunes al ostentoso interés porlos huevos, y Fabergé interpretó esa obsesión. Sushuevos eran objetos preciosos y complicados que,al abrirse, revelaban una sorpresa que hablaba delos deseos secretos de los reyes, y la sorpresa máspreciosa de todas habría sido un heredero nacidode un huevo. La tradición de regalar huevosesmaltados por Pascua tenía su origen en el deseode la familia imperial de otro nacimiento de esetipo. De hecho, todos los nefilim de Rusia queríanun heredero que hubiera nacido de un huevo. Unacontecimiento así les daría prestigio y lesgarantizaría un ascenso inmediato.

—Si esto era así, ¿por qué no se ven huevos en

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la actualidad? —inquirió Bruno.—No hay una respuesta concreta a esa

pregunta, pero parece que los nefilim perdieron sucapacidad para poner huevos. Que yo sepa, no hahabido nacimientos de huevos posteriores al siglo XVII, pero eso no acabó con la esperanza. Enla corte de Luis XIV, la preocupación por laproducción de un huevo era tal que el confiteroreal creaba elaborados huevos de chocolate yobsequiaba con ellos al rey y a la reina porPascua. La sorpresa oculta en el interior de losmismos era algo así como una broma privada, unabroma que las familias reales comprendían a laperfección. De pronto, había huevos por todaspartes, y la moda se extendió a las masas. Lasfamilias humanas normales y corrientes empezarona pintar de colores los huevos de gallina, y lasfábricas producían millones de huevos dechocolate, algunos de los cuales conteníanpequeños juguetes, una referencia directa a lasorpresa de los huevos enjoyados, que, por

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supuesto, hacía alusión al deseado niño angélico.Los seres humanos han copiado las costumbres delos nefilim sin darse cuenta de que estabanfestejando la rotura del cascarón por parte de susopresores. Resulta irónico que hoy en día loshuevos de chocolate sean tan comunes en Pascua.Cuando uno come un huevo de chocolate, no se dacuenta de que está siguiendo esa tradición sincomprender ni su origen ni la broma.

—Para los cristianos, los huevos simbolizan laresurrección de Cristo —señaló Bruno—. No haynada nefilístico en ello.

—A primera vista parece compatible con lacelebración cristiana de la Pascua —replicó Vera—. Pero, si profundizas, verás que el símbolo delhuevo tiene poco que ver con la Iglesia. Ladecoración de huevos, la práctica de los ortodoxosde romper huevos la mañana de Pascua, labúsqueda de huevos escondidos… son todascostumbres populares cuyo verdadero origen noestá claro. Por supuesto, tenemos a la diosa

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germánica Ostara, cuya festividad pagana secelebraba en primavera, pero pregúntale alhombre de la calle por qué pinta huevos porPascua: no tiene ni idea.

—¿No podría haber huevos de Navidad enlugar de huevos de Pascua? —preguntó Verlaine.

—La Navidad es la celebración del nacimientohumano de Jesús —contestó Vera—. La Pascua, lade su segundo nacimiento, espiritual, inmortal. Unnacimiento dentro del otro. Un huevo dentro deotro huevo. —Vera dejó la linterna sobre una mesa—. Lo que nos lleva de vuelta al motivo por el quehemos venido a esta sala. Alguien, muyprobablemente Angela Valko, añadió la placa demetal a la sorpresa del interior del Huevo conquerubín y carruaje de Fabergé. Quería quequienquiera que descubriera el huevo viera lapelícula conservada en los archivos.

Vera se acercó a una caja de plástico grissituada al otro extremo de la habitación, la tomó yla llevó hasta la mesa. A continuación hizo girar

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una serie de cierres metálicos y descubrió un viejoproyector. Desenrolló un cordón eléctrico y loenchufó en una clavija improvisada que colgabadel muro, con los cables peligrosamente a la vista.Luego, tras pulsar un interruptor del proyector, unaintensa luz blanca resplandeció en la pared,dibujando un cuadrado perfecto.

—Voilà. Dame el rollo de película.Al poner la película en la mano de Vera,

Verlaine sintió otra punzada de ansiedad. Tal vezsolo mostrara equipo de laboratorio o, peor aún,quizá la película estuviera dañada y no contuvieramás que una serie de imágenes distorsionadas eindescifrables.

Vera insertó el rollo en su sitio y trasteó conlas palancas hasta que estuvieron en la posicióncorrecta. Después de colocar la bobina vacía en elbrazo correspondiente y hacer girar la rueda paraque la película se enrollara, pulsó un botón y elproyector se puso en marcha. Una sucesiónintermitente de fotogramas de color sepia se

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reflejó sobre la pared de piedra caliza y después,como por un truco de magia mucho más poderosoque cualquier hechizo de los que enseñaban en laAcademia Angelológica, Angela Valko aparecióante ellos.

Al ver a la madre de Evangeline, a Verlaine sele tensaron los músculos, como si la electricidadque alimentaba el proyector hubiera atravesado sucolumna vertebral. Angela tenía el gesto serio,llevaba el pelo rubio peinado hacia atrás yrecogido en una cola de caballo, sus grandes ojosazules miraban a la cámara y a los ojos de la genteque se había reunido para tratar de comprender elmensaje que les había dejado.

Verlaine sintió el impulso irracional dehablarle a la mujer de la pared, de alargar el brazoy tocar la luz insustancial que parpadeaba en elaire polvoriento para acercarse a la ilusión. Erahermosa y una réplica muy próxima de su padrenefilim, aunque Verlaine solo podía compararlosahora, tras haber visto personalmente a Percival

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Grigori. Llevaba una bata blanca desabrochadaque dejaba a la vista un suéter negro de cuelloalto. El laboratorio presentaba un aspectoaséptico, ordenado, y tenía grandes ventanas y unsuelo de cemento pulido. Goteros, pinzas, tubos ydemás equipo que, de buenas a primeras, no pudoidentificar estaban dispuestos en una estantería asus espaldas. Una serie de matraces, unos llenosde líquido, otros de polvos, habían sido colocadosal alcance de la mano. Algo centelleaba alrededordel cuello de Angela. Verlaine miró con mayoratención hasta que logró distinguir en su cuello unagargantilla, el dije con la lira que había tocadoapenas unas horas antes.

De pronto apareció en la imagen el padre deEvangeline. Muy atractivo con camiseta y jeans,Luca era completamente distinto de como lo habíaimaginado. En la película era un hombre joven yvibrante, lleno de energía y decisión. Tenía unlargo cabello negro que le caía sobre la frente, lapiel morena y los ojos oscuros. Había un aura de

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preocupación en sus movimientos —se internóalgo más en el fotograma y se detuvo paraasegurarse de que todo estaba en su sitio—, peroirradiaba un optimismo que no parecía encajar conlos comentarios que Verlaine había oído acerca deél. Se decía que el fundador de la unidad decazadores de ángeles era un hombre lacónico ymisterioso, un guerrero cuya mente estratégica lepermitía atrapar y matar ángeles con una facilidadque la mayoría de los angelólogos juzgabainquietante.

La pareja intercambió una mirada decomplicidad, como si hubiera planeado cadadetalle de la película, y Luca se inclinó haciaAngela y la besó en la mejilla, un gesto rápido quetal vez ejecutara sin pensar muchas veces todos losdías, pero en aquel beso saltaba a la vista el amortan profundo que había sentido por ella.

Un extraño ruido gutural —mitad gemido,mitad gruñido— hizo que Angela se girara.Siguiendo su mirada, la cámara sobrevoló el

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laboratorio y se posó sobre una criatura. El nefilpendía de un gancho de metal, con los piessuspendidos por encima del suelo. A pesar de serun macho, su largo cabello rubio platino, susestrechos hombros y su cintura fina y elegante leconferían una delicada belleza. Unas brillantesalas cobrizas caían rodeando su cuerpo como lasplumas de un ave muerta. Lo habían desnudado,quizá golpeado y muy probablemente sedado, puesparecía hallarse en un estado de confusión.

Como presa de la imagen titilante, Verlaineestaba horrorizado y fascinado a la vez. Lacriatura era hermosa y grotesca, como un hadaatrapada en una telaraña, mientras su piel luminosaemitía un levísimo resplandor a través del cristal.Reconoció el líquido de aspecto meloso quesegregaba su piel y se deslizaba despacio sobre supecho y sus piernas, goteando de sus piescolgantes y formando un charco en el suelo decristal. Era la misma secreción que recubría lapiel de Evangeline cuando la había tocado. Por un

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perturbador momento se imaginó cómoreaccionaría ella al hecho de estar atada desemejante manera. ¿Forcejearía si las cuerdas leabrasaran las muñecas? ¿Recogería las alasalrededor de su cuerpo como un chal mientras lainterrogaban? Luca debía de haberle dado unapaliza a la criatura, no había más explicación parael estado en que se hallaba. Y estaba por ver sirecurriría a métodos más violentos incluso. Loinvadió una oleada de náusea y, de repente, deseósalir de la habitación y respirar el aire frío de lasuperficie.

Angela Valko comenzó a hablar:—A quienes cuestionan nuestros métodos para

obtener información les digo que no podemosseguir sometiéndonos al código moral que nuestrospadres fundadores crearon hace dos mil años.Esos códigos nos han exigido luchar con métodosaceptados. Hemos actuado con dignidad,mostrando control y sensatez en nuestra lucha.Como consecuencia, nuestros enemigos se han

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vuelto más despiadados que nunca. Sus métodospara hacernos daño evolucionan. También nuestrosmétodos de defensa tienen que evolucionar. Losangelólogos que han trabajado conmigo, tanto en laacademia como aquí, en mi laboratorio, saben queno soy una reaccionaria. Mi trabajo ha sido unaacumulación constante de hechos recopilados pocoa poco a través de la observación y laexperimentación. Soy una científica, y preferiríaque me dejaran continuar en paz con mi tarea. Sigoconvencida de que solo se puede aniquilar a losnefilim trabajando duramente a lo largo demúltiples vidas humanas. Pero es obvio que elpoder de las criaturas ha aumentado y quedebemos responder. Las formas de vida angélicasse multiplican exponencialmente todos los años entodo el mundo. La victoria de las criaturas sobre lahumanidad es inminente, y parece que tengamosque quedarnos de brazos cruzados contemplandosu supremacía. Hemos luchado durante demasiadotiempo y con demasiado empeño como para perder

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la guerra contra los nefilim. No permitiré que esosuceda. Grabo esta comunicación precisamentecon ese fin. No se trata de una disculpa por lo queLuca y yo tenemos intención de hacer, sino de unintento de demostrar nuestros motivos y, en casode que muramos, cosa que tanto Luca como yoaceptamos como altamente probable, de ayudar aotros angelólogos a entender las estructurassecretas que los nefilim están construyendo.

Otro hombre apareció entonces en la imagen yVerlaine observó con sorpresa que se trataba de unjoven Vladimir Ivanov. Calculó que habíaconocido a Vladimir en Nueva York casi veinteaños después de que se hizo esa filmación. En1999, la actitud de Vladimir era en todo la de unhombre agotado por la vida; en la película de 1984era un hombre al que su trabajo llenaba de vigor.Junto a Vladimir había una mujer que Verlaine noreconoció. Llevaba una bata blanca de laboratoriosobre un vestido marrón. Estaba tan inmóvil, tanparecida a una estatua en su porte, que apenas

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había reparado en su presencia.—Esa es Nadia —susurró Bruno—, la mujer

de Vladimir, una técnica de laboratorio queayudaba a Angela en su trabajo. Después de queAngela fue asesinada, dejó de trabajar en laacademia. Cuando Vladimir se marchó a NuevaYork, no lo acompañó.

Verlaine volvió a concentrarse en la películajusto cuando Vladimir rodeaba el pecho del ángelcon los brazos y lo descolgaba del gancho. Lacriatura era grande y pesada: al menos debía demedir medio metro más que los hombres que seencontraban en la sala con ella. Debatiéndose,soltó un bufido al tiempo que contraía su cuerpo yse retorcía mientras Vladimir lo ataba a la silla ylas cuerdas se tensaban a cada movimiento. Susalas colgaban fuera de las sogas y caían laciascomo alas de murciélago hasta que, desesperado,el ángel las abrió de pronto, golpeando a Angelaen la cara y arrojándola violentamente contra lapared. Verlaine sintió con mayor intensidad que

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antes la imperiosa necesidad de proteger a Angela,de apartarla de la criatura, un sentimiento que Lucareflejó como un espejo: la cámara dio un bandazoy osciló, estabilizándose después cuando Luca ladejó sobre la mesa e irrumpió en el fotograma.Agarró al ángel, le cerró las alas con brusquedady, sujetándolo, ayudó a Vladimir a atárselas.

—Continuemos con esto —dijo Angela, ahoracon un tono de voz más duro. Presentaba unarañazo en el lado izquierdo de la cara. Acercóuna silla al ángel amarrado, colocó un cuaderno enequilibrio sobre sus rodillas y tamborileó con unbolígrafo sobre el papel. El clic metálico delmuelle producía un repiqueteo regular mientrasella hablaba—: Interrogatorio de macho nefil,1984, Montparnasse, París.

Le dirigió una mirada a Luca como paraverificar que estaba filmando la conversación yvolvió a centrar su atención en el ángel.

—La criatura fue capturada en la calle deRivoli aproximadamente a la una y media de la

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madrugada, y se le administró una inyección dequetamina de camino a nuestras instalaciones deMontparnasse. Las observaciones preliminaressugieren que tiene entre doscientos y trescientosaños, y presenta las características de todos losnefilim. Las tentativas iniciales de entrevistar alindividuo fueron infructuosas. Sigue sin responder.

Angela miró al ángel y Luca siguió su miradacon la cámara. La criatura observaba a suinterrogadora a través de sus ojos entornados.Tenía el rostro encarnado de ira y, ya fuera por laopresión de las cuerdas, ya por la tensión de sufuria, respiraba entrecortadamente y con dificultad.Sus venas sobresalían sinuosas a través de su pielcomo si fueran a estallarle con la presión de lasangre.

Angela lo miró con actitud fría y clínica y lepreguntó:

—¿Estás dispuesto a empezar?Las aletas de la nariz del ángel se dilataron.

Mostraba un nivel de beligerancia propio de los

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nefilim de su rango y ascendencia. Verlainereconoció la rabia indiferente del ángel caído.Aunque hacía años que no leía a Milton, no podíaevitar pensar en Lucifer, la estrella más brillantedel cielo, precipitándose a las profundidades delinfierno, arruinado por la belleza y el orgullo.

—Habla, bestia —lo apremió Vladimir,colocándose detrás de él y apretándole lascuerdas.

La criatura cerró entonces los ojos.—Si las palabras fueran escudos, mi voz

acudiría en mi defensa —declaró. Sus palabrasparecían flotar por encima de su voz suave yligera, con un tono que pertenecía a los registrosmás puros de los ángeles.

—Los acertijos no te llevarán a ninguna parte—le dijo Vladimir.

—En tal caso, por ahora seguiré callado.Vladimir consideró al ángel y, con un

movimiento rápido, lo abofeteó. Un chorro desangre azul resbaló por sus labios y su barbilla y

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goteó sobre su pecho. El ángel esbozó una sonrisamaliciosa, pícara, llena de arrogancia.

—¿De verdad crees que el dolor es un métodoefectivo? He sobrevivido a cosas que no podríasimaginar ni remotamente.

Angela se levantó, dejó el cuaderno y elbolígrafo sobre la silla, se cruzó de brazos y sedirigió a Luca.

—Tal vez estaría más dispuesto a cooperar siyo misma hablara con él —dijo.

La cámara se movió abruptamente y Luca, trasdejar el aparato sobre una mesa, con el objetivoenfocado hacia Angela y el ángel, apareció enpantalla.

—No voy a dejarte sola con este monstruo nien sueños —objetó.

Angela le puso la mano sobre el brazo, comopara aplacar su preocupación.

—No puede hacerme gran cosa en laspresentes circunstancias. Sé que tiene informaciónque puede sernos de utilidad, si logramos hacer

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que hable. Si oyes algo alarmante, vuelve a entrar.Angela miró a la criatura, que había cerrado

los ojos como esperando a que acabara elsuplicio. Una expresión resuelta recorrió susfacciones y Verlaine supo que se estaba midiendocontra el ángel, evaluando su fuerza y suinteligencia frente a ella, apostando por sucapacidad de vencerlo. Reconoció la sensación:eso era exactamente lo que lo hacía seguircazando.

—Vete, Luca —dijo Angela al tiempo queabría la puerta—. Te avisaré si hay algúnproblema.

La pantalla se puso negra y, acto seguido, conun chisporroteo de luz y movimiento, la película sereanudó. Alguien había atenuado la intensidad delbrillante foco industrial del techo y una únicalámpara de sobremesa lucía en una esquina,arrojando sobre la criatura una sombra azul.Angela Valko se hallaba sentada en una silla demetal frente al ángel. Estaban solos.

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—Identifícate, por favor —le pidió.—Percival Grigori III —dijo la criatura—.

Hijo de Sneja y de Percival Grigori II.Verlaine miró a la criatura con mayor

detenimiento, tratando de comprender cómo eraposible que fuera la misma persona que habíaconocido en Nueva York. El Percival Grigori queél había conocido estaba enfermo y contrahecho,con la piel transparente, los ojos acuosos, de unpálido color azul. El ángel de la filmación erahermoso, tenía la piel reluciente de salud, eldorado cabello brillante, y tenía una expresión desuperioridad y desafío. De hecho, el parecidoentre la angelóloga y el ángel era asombroso. Paracualquiera que los viera juntos, era obvio quehabía entre ellos una relación de consanguinidad.Y, sin embargo, Ángel a no había sabido nunca laverdadera identidad de su padre. Ninguno de losdos podía adivinar lo que acabaría sucediendo conel tiempo. Congelados en 1984, estabansuspendidos para siempre en su inocencia.

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—Percival —dijo Angela con una actitud másafectuosa, como si estuviera representando unnuevo papel, el de la mujer que cautiva a uncompañero bravucón—. ¿Quieres tomar algo?

—Qué amable… —repuso él—. Vodka. Solo.Angela se puso en pie y desapareció de la

imagen. Verlaine oyó un tintineo de cristal. Ellaregresó enseguida con un vaso de vidrio tallado.

Percival miró alternativamente al vaso y a susmanos, que estaban atadas con una cuerda.

—Si no le importa…Mientras la mujer titubeaba y luego soltaba las

ataduras, a Verlaine le entraron ganas de saltar alinterior de la película y detenerla, de advertirlesobre Percival, de sacarla de allí. Sintió que elcorazón le daba un vuelco ante lo que estaba porvenir: Angela Valko estaba cayendo en una trampa.

Cuando las manos de Percival quedaron libres,ella le dio el vaso de vodka y regresó a su asiento.

—Ha llegado la hora de contestar a mispreguntas.

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Percival tomó un sorbo y replicó:—Tal vez. Pero, primero, también yo tengo una

pregunta: ¿cómo es que una joven tan encantadorapasa tanto tiempo en esta mazmorra delaboratorio? No creo que ofrezca muchos placeres.

—Mi trabajo tiene sus propias recompensas,una de las cuales es capturar y estudiar criaturascomo tú —respondió Angela—. Serías unespécimen estupendo para mis estudiantes.

Percival sonrió con expresión cruel.—Es una gran suerte que yo no sea tan brutal

como mi abuelo. Él no habría tardado ni cincominutos en matarla después de conocerla. Lahabría despedazado y la habría dejadodesangrarse. A mí no se me ocurriría matarla deuna manera tan sucia.

—Eso me tranquiliza —intervino Angela, altiempo que una de sus manos desaparecía entre lospliegues de su bata blanca. Sacó una pistola yapuntó con ella al pecho de Percival—. Porque yono tengo esos escrúpulos.

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Percival se bebió el vodka, hizo girar el vasoen su mano como considerando qué hacer y, luego,con un movimiento explosivo, se lo arrojó aAngela. El vaso fue a estrellarse contra una paredy el cristal se hizo añicos fuera de la pantalla,produciendo unos acordes disonantes.

—Desáteme —le ordenó.Angela apoyó la espalda en la silla con una

sonrisa en la cara.—Vamos, no puedo dejarte marchar. Acabo de

conseguir que hables. —Levantó la pistoladespacio, como sopesándola, y disparó. Erró eltiro, pero Percival dejó escapar un grito desorpresa—. Te he traído aquí por un motivo. Notengo intención de dejarte marchar hasta obtenerrespuestas.

—¿Sobre qué?—Merlin Godwin.—No tengo ni idea de quién está usted

hablando.—Tengo pruebas de que ha estado en contacto

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contigo —declaró Angela—. Lo que tienes quehacer ahora es darme los detalles.

—Se equivoca si piensa que usted puedesuponer una amenaza para nosotros. De hecho, sutrabajo nos ha ayudado enormemente.

—¿Qué les ha dado Godwin? —InquirióAngela en un tono cuidadosamente calibrado—.Quiero saberlo todo: los experimentos, losindividuos, la finalidad. Estoy especialmenteinteresada en cómo ha conseguido Merlin Godwinacceder a mi trabajo.

Percival respiró profundamente, comoconsiderando sus opciones.

—El proyecto no está más que en su faseinicial.

A pesar de que Angela mantenía un equilibriodigno de un profesional de la medicina, Verlainese percató de que Percival la había tomadodesprevenida, de que ella no esperaba en absolutoque cediera. El ángel iba a cooperar. Obtener loque quería la había hecho perder los papeles.

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—Técnicamente, estamos avanzando muy deprisa. —El color de la tez de Percival cambiómientras hablaba, y su piel blanca se tornó aúnmás pálida, como si hubiera perdido de vista aAngela y se hubiera sumergido en una polémicaque llevaba debatiendo largo tiempo en su mente.

—Merlin Godwin ha cruzado varias veces elTelón de Acero en los últimos meses —señalóAngela—. ¿Tienen esos viajes algo que ver con suproyecto?

—Construir en el viejo mundo no era miopción favorita, pero no debemos olvidar a losguardianes.

—¿Están explotando yacimientos de valkina?—Yo no lo describiría como «explotar» —

contestó Percival—. Es más bien como extraerpolvo de un huracán. Las cantidades sonminúsculas y las condiciones espantosas. Sinembargo, necesitamos el material. Es el únicocamino.

—¿El único camino hacia qué?

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—Hacia la perfección —respondió Percival,categórico. Sus ojos azules parecieron volversemás penetrantes mientras hablaba.

—La perfección es un concepto; no es algo queuno pueda construir —señaló Angela.

—«Pureza» quizá sea la palabra másadecuada. Estamos recobrando la pureza queperdimos hace cuatro mil años. Recuperaremos loque se destruyó en el Diluvio, la pureza de nuestraraza que quedó comprometida por habernoscruzado con la humanidad durante generaciones, yrecrearemos la raza nefilim original.

—Quieren recrear el paraíso —exclamóAngela, atónita. Percival sonrió y negó con lacabeza.

—El Jardín del Edén fue creado para los sereshumanos —declaró—. Angelopolis es para losángeles, criaturas puras como no se han vistosobre la faz de la tierra desde la Creación.

—Pero eso es imposible —objetó Angela—.Los nefilim nunca fueron puros. Nacieron de

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ángeles y mujeres. Fueron mestizos desde elprincipio.

—Míreme con atención —dijo él—: mi pieltransparente, mis alas… y dígame lo que es y loque no es posible. Mi familia es la última de losnefilim excepcionalmente puros. Si mi existenciaes posible, todo es posible. Pero lo que podemoshacer en el futuro es más increíble aún.

Angela se levantó y empezó a dar vueltas porla habitación mientras su sombra se proyectabasobre la criatura.

—Están creando un mundo alternativo paraustedes, un mundo construido solo para losnefilim.

—Sería más correcto decir que hemospreparado una placa de Petri y que a partir de estepequeño cultivo biológico obtendremos un mundonuevo que sustituirá a lo que ustedes llamancivilización humana.

Mientras Angela Valko reflexionaba sobre estoúltimo, Verlaine imaginó las preguntas obvias que

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estaban cobrando forma en su mente: ¿por qué ibana hacer eso los nefilim precisamente ahora,después de miles de años de coexistencia con losseres humanos? ¿Cuál era su motivación? ¿Cómoharían para lograr algo tan drástico? ¿Y qué lesharían a los seres humanos?

—No se trata de un empeño nuevo —observóPercival, leyéndole el pensamiento—. Llevamosmuchos, muchísimos años buscando la manera. El siglo XX nos ha proporcionado muchas piezas delrompecabezas: la guerra nos dio la posibilidad deprobar nuestras fórmulas en individuos de razahumana; la ciencia nos ha permitido investigar losmecanismos de nuestra creación; la tecnología nosha aportado los medios para recopilar y comparardatos. —Percival descansó las manos en su regazo—. Y hemos encontrado un aliado.

—El doctor Merlin Godwin —intervinoAngela—. Han encontrado a un angelólogo queespía y roba para ustedes.

—Hemos encontrado a un hombre que entiende

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el dilema de nuestra raza —la corrigió él.—La reducción de la población nefilística…

—dijo Angela—. La fertilidad de los nefilim hadisminuido, su inmunidad a las enfermedadeshumanas ha mermado, y la envergadura de sus alasse ha reducido, al igual que su esperanza de vida.Soy plenamente consciente de ese fenómeno, porsupuesto. He estado estudiando sus posiblescausas durante los últimos años.

—Su teoría acerca de la genética de lascriaturas angélicas nos ha sido extremadamenteútil —señaló Percival—. De hecho, podremosreconstruir nuestra raza precisamente gracias a sutrabajo, doctora Valko.

—Mi trabajo no tiene nada que ver con laingeniería genética.

Percival sonrió una vez más, y la terroríficacorazonada que Verlaine había sentido antes, quela criatura podía manipular a Angela comoquisiera, regresó.

—Conozco muy bien sus teorías, doctora

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Valko. Se ha pasado su carrera descifrando elADN de los nefilim. Ha especulado sobre el papelde la valkina en la producción de las proteínas delos ángeles. Ha explorado los misterios de loshíbridos angélicos y humanos. Incluso me haencontrado y me ha capturado a mí, una auténticaproeza. Sus investigaciones han descubierto loscódigos, los secretos de producción, todas lasrespuestas a las preguntas que se formulaba. Ysigue usted sin comprender.

Un temblor en el labio de Angela era lo únicoque traicionaba su creciente irritación.

—Me parece que nuestra competencia podríasorprenderte —manifestó, al tiempo que unlevísimo indicio de inseguridad recorría susfacciones. Se puso en pie, se acercó a un armario ysacó un objeto ovalado—. Creo que esto podríaresultarte familiar.

Verlaine lo reconoció al instante: era un huevoesmaltado con minuciosas incrustaciones degemas. Aunque se parecía al que tenía en el

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bolsillo, su diseño era claramente distinto. Elexterior estaba salpicado de brillantes zafirosazules.

—Es otro de los huevos desaparecidos —observó Vera con los ojos fijos en él.

Mientras Verlaine seguía los movimientos deAngela, notó que tenía el cuerpo rígido.

Angela se sentó de nuevo, haciendo girar elhuevo en sus manos mientras las piedras refulgían.Para gran sorpresa de Verlaine, incluso Percival lomiraba fascinado.

—Creí que tal vez lo reconocerías —dijoAngela, y abrió el huevo. En su interior había unagallina dorada con los ojos de diamantes de tallarosa. Presionó el pico de la gallina y el ave seabrió a su vez, descubriendo una serie de tubos decristal.

Aunque la expresión de Percival Grigori pasóde sorpresa a perplejidad y después a rabia, suvoz permaneció tranquila.

—¿Cómo…?

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Angela sonrió, triunfante.—Del mismo modo que ustedes nos han estado

observando, nosotros los hemos estadoobservando a ustedes. Sabemos que Godwin haestado recogiendo muestras de sangre. —Angelalevantó los viales uno tras otro y leyó las etiquetas—: «ALEXIS, LUCIEN, EVANGELINE».

Si no hubiera sido por el trasfondo de angustiade la voz de la doctora al pronunciar el nombre desu hija, Verlaine habría puesto en duda lo queacababa de escuchar. Si los nefilim habían tenido aEvangeline en el punto de mira desde su infancia,¿qué harían con ella ahora que la tenían en supoder?

Angela volvió a introducir los viales en elhuevo y lo cerró.

—Lo que quiero comprender es por qué,exactamente, recogen estas muestras.

—Si quiere comprenderlo, deberá unirse anosotros —replicó Percival—. Hay sitio para sutrabajo en Angelopolis.

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—No creo que eso sea posible —respondióella sacando una pequeña jeringa de su bolsillo—.Yo tengo mis propias ideas acerca de lapurificación.

Percival entornó los ojos mientras examinabala aguja que ella sostenía en la mano.

—¿Qué es eso?—Una suspensión que contiene un virus.

Afecta a las criaturas aladas. Los pájaros y losnefilim son particularmente vulnerables a ella. Lahe creado en mi laboratorio utilizando mutacionesde cepas virales conocidas. Es un virus sencillo,algo parecido a la gripe. A los seres humanos lescausaría fiebre y dolor de cabeza, pero nada demayor gravedad. Sin embargo, si se libera entre lapoblación nefilim, provocará una extinción enmasa solo comparable a la provocada por elDiluvio. —Angela sostuvo la jeringa contra la luz,mostrando un líquido verde. A continuación laagitó ligeramente, como si estuviera haciendo girarel vino en una copa—. Podríamos decir que es un

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arma biológica. Pero yo lo considero una manerade allanar el terreno.

Un matiz de crueldad relució en los ojos deAngela, y Verlaine comprendió que había logradodarle la vuelta a la entrevista. Percival Grigorivolvía a estar en sus manos.

Angela titubeó un instante y, a continuación,empuñando la jeringa, se aproximó a él. Verlainesintió con creciente alarma que no debería estarahí, que no debería estar presenciando la últimainteracción de Angela Valko con su padre. En lasdécadas posteriores a la filmación de la película,el virus de su jeringa había infectado al sesentapor ciento de los nefilim, y había matado eimpedido a las criaturas con feroz eficacia. Laenfermedad había supuesto una fuerza tan poderosaque muchos en la sociedad habían hecho circularel chiste de que se trataba de una plaga enviadapor el cielo para ayudarlos con su trabajo.

Sin embargo, Verlaine estaba en posesión deuna terrible verdad que Angela no conocía: su

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apuesta personal estaba condenada al fracaso. Elángel le contaría sus secretos, pero habríaconsecuencias. Pocos días después de rodar lapelícula, Angela Valko perdería la vida.

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EL TERCER CÍRCULO

Gula

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Angelopolis, Chelíabinsk, Rusia

El doctor Merlin Godwin observó la respiracióndificultosa de Evangeline, el trabajoso movimientode sus ojos, la expresión de desesperación quecruzaba su rostro cada vez que recuperababrevemente la consciencia. La última vez que lahabía visto era una chiquilla, y Evangeline lomiraba con intransigente curiosidad. Había pasadoveinticinco años buscándola, sin perder laesperanza de tenerla exactamente como la teníaahora, tan débil como una libélula desecada por elsol.

—Vamos, vamos, toma un poco de agua —ledijo cuando ella volvió a abrir los ojos.Sonriendo, le echó un poco de agua sobre loslabios, dejando que le goteara sobre la barbilla.Las drogas eran efectivas. Aunque las correasestuvieran sueltas, no tendría fuerza suficiente paralevantar la cabeza—. ¿Te acuerdas de mí? —

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susurró acariciándole un brazo con el dedo.Cuando le resultó evidente que Evangeline no teníala más mínima idea de su identidad, añadió en untono que era poco más que un murmullo—: Fuehace mucho tiempo, pero estoy convencido de querecuerdas haber ido a verme con tu madre.

A petición de Angela Valko, Godwin se habíaocupado él mismo de la programación, requiriendotan solo que el laboratorio estuviera vacío cuandovisitara a Evangeline. Como consecuencia, sehabían visto a menudo a primera hora de lamañana o a última de la tarde, cuando los demásya habían abandonado el edificio. Habíaexaminado personalmente a la niña, tomándole elpulso y escuchando su respiración. Godwin nopodía evitar conmoverse al ver a la imperturbableAngela Valko, famosa por su sangre fría en lassituaciones más inquietantes, abrazar a su hija,inmovilizando el cuerpo tembloroso de la niñamientras la aguja se deslizaba en el vaso sanguíneoy la sangre de color rojo brillante se precipitaba

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veloz al cilindro de la jeringa. El carácter clínicodel procedimiento parecía tranquilizar a Angela,pero no a Evangeline. Esta sentía un temorinstintivo que a Godwin le parecía más propio deun animal salvaje cautivo en una jaula que de unaniña pequeña.

Durante las visitas, Angela se quedabamirando con extasiado interés, y Godwin no habíasabido nunca si experimentaba angustia ocuriosidad, si esperaba secretamente descubriralgo insólito en la sangre. Pero los resultados norevelaron nunca ninguna anomalía al llegar dellaboratorio. No obstante, Godwin habíaconservado una muestra de cada toma de sangre,había etiquetado los viales y los había guardadobajo llave en su maletín de médico.

—Tu madre insistió en que efectuara laspruebas —susurró Godwin al tiempo que lesecaba una gota de agua de la barbilla aEvangeline—. Y aunque mostraba unapreocupación razonable por tu bienestar, es difícil

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comprender los motivos por los que una madrehumana sometería a su propia hija a un examen taninvasivo. A menos que ella no fueracompletamente humana, claro.

Evangeline trató de hablar. Le habíaninyectado una fuerte dosis de droga. Aunque su vozera débil y no podía ver con claridad, Godwin leentendió cuando dijo:

—Pero mi madre era humana.—Sí, bueno, en un ser humano pueden aparecer

rasgos nefilísticos, que se manifiestan como uncáncer —repuso él aproximándose a una mesa deinstrumental médico. Una serie de bisturíes conhojas de diversa acuidad estaban dispuestosformando una hilera, como esperándolo. Eligióuno de ellos, no el más afilado pero tampoco elmenos cortante, y regresó junto a Evangeline—.Tanto tú como tu madre parecían humanas, pero lascualidad angélicas podrían haber… ¿cómodecirlo?…, brotado en ti como una flor negra ydañina. Nadie sabe con seguridad por qué sucede,

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y es bastante poco corriente que una criaturanacida humana se transforme, pero ya ocurrió en elpasado.

—¿Y si se hubiera producido un cambio? —inquirió ella.

—Me habría encantado presenciarlo —respondió Godwin mientras hacía girar el bisturíentre sus dedos. Antaño había sido el estudiantemás apreciado de Angela, el primero al que se lehabía concedido su propio laboratorio en años y elúnico que había merecido su confianza. Lo queella no había tenido en cuenta, y él no le habíapermitido ver era el alcance de su ambición—.Por desgracia, ninguna de las dos dieron señalesde ser nada más que humanas. Tenían la sangreroja, por ejemplo, y habían nacido con ombligo.Pero si hubieran cambiado, o hubieran dadomuestras de estar cambiando, y los angelólogos lohubieran descubierto, las habrían tratado de lamanera habitual.

—¿Es decir?

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—Hubieran sido objeto de estudio.—Se refiere a que nos habrían matado.—Tú no conociste bien a tu madre —le dijo

Godwin con suavidad—. Por encima de todo, erauna científica. Angela habría aplaudido el estudioempírico riguroso de cualquiera de las criaturas.Consintió que te hiciera pruebas. De hecho,insistió en que te estudiara.

—¿Y si yo fuera una de ellas? —InquirióEvangeline—. ¿Me habría sacrificado?

A Godwin le entraron ganas de sonreír. Sinembargo, se mordió el labio y se concentró en elfrío metal del bisturí.

—Lo que ella habría querido no tieneimportancia. Si hubiera habido alguna señal desemejanza genética con los nefilim y la sociedadestuviera al corriente, te habrían apartado de lacustodia de tu madre.

Evangeline forcejeó con las correas de cuero.—Mi madre se habría resistido.—En aquellos tiempos, nadie sabía que fuera

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una Grigori. Se ocultó su ascendencia, a ellamisma, a los demás agentes, por necesidad. Tuabuela Gabriella comprendió que, de llegar asaberse que tu madre era un ángel, la deshonra lashundiría a las dos. La amenaza no residía en lo queera, sino en aquello en lo que iba a convertirse. O,mejor dicho —añadió Godwin, mirando aEvangeline a los ojos—, el peligro residía en supotencial genético, en el que su cuerpo podíaoriginar.

—La amenaza era yo.—Yo no diría que tú supongas una gran

amenaza, Evangeline —replicó Godwin,colocándole el bisturí en el cuello y presionándolocontra su piel.

El hombre dejó que la afilada hoja penetrarabajo la blanca piel de la joven hasta hacer brotaruna gotita de sangre azul que creció hastaconvertirse en un globo. Godwin lo observóaumentar de tamaño y caer sobre su clavícula,formando un pequeño charco que se extendió por

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el arco de su cuello. A continuación tomó unaampollita de cristal de encima de la mesa y,mirándola a contraluz, sintió una oleada de júbilo.

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Puente del Hermitage, Canal deinvierno, San Petersburgo

Los pensamientos de Verlaine eran un auténticocaos mientras caminaba con Vera y Bruno por eldique del palacio al tiempo que las oscuras aguasdel canal fluían más abajo, centelleando como siestuvieran recubiertas de una capa de petróleo.Dos grandes edificios de estilo italiano,profusamente ornamentados, se erguían a amboslados del camino de piedra y, por un instante,Verlaine se sintió como si estuviera paseando poruna película de temática renacentista y unos noblescon capas de terciopelo fueran a surgir de entre lassombras. El contraste entre el ambiente quefísicamente lo rodeaba y las imágenes que sereproducían en su mente —las de Angela, Percivaly la jeringa con el virus— lo tenían desorientado.

De soslayo vio que Vera señalaba a uno y otro

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edificio.—El viejo Hermitage y el teatro del

Hermitage.Verlaine se adelantó mientras volvía a ver la

película en su cabeza. De todo cuanto había vistoen el Hermitage, la imagen de Percival Grigori eralo que más lo atormentaba. Sus alas doradas, sulargo cuerpo que relucía con la secreciónambarina, las cuerdas que le ceñían las muñecas ylos tobillos… Percival había sido una criaturasublime, una criatura que le inspiraba mucha másadmiración que temor. Por supuesto, Verlainehabía visto ángeles como él con anterioridad.Había interrogado a muchos de ellos de forma muyparecida a como lo había hecho Angela. Peroahora, algo había cambiado en su interior. Ahoraque había visto a Evangeline de cerca, que habíatocado sus alas y había percibido la frialdad de sucuerpo, le resultaba imposible pensar que losnefilim eran tan solo el enemigo, nada más queunos horribles parásitos que se habían adherido a

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la humanidad, unos demonios marcados para suexterminación. Curiosamente, aunque los objetivosy los métodos de la sociedad lo repelían, al mismotiempo, estaba desesperado porque lo ayudaran aencontrar a Evangeline.

Se volvió hacia Vera, quien le había dadoalcance y caminaba a su lado, con las manosembutidas en los bolsillos de la chaqueta.

—No hay mención alguna de esa estructura, deesa Angelopolis, por ningún lado —dijo, como sihubieran estado todo el tiempo hablando del tema—. Ni un solo angelólogo ha estado en semejantelugar, ni tampoco ningún equipo expedicionario hatratado de localizarlo.

—Eso es porque nadie en su sano juicioconsideraría la posibilidad de que los nefilimtuvieran la previsión de construirlo —intervinoBruno, que caminaba detrás de ellos.

Verlaine se volvió a mirarlo.—Sin embargo —observó, molesto por el tono

desdeñoso de su jefe—, Percival Grigori hablaba

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de él como si estuviera en marcha.—El video se filmó hace casi treinta años —

repuso Bruno—. Si hubieran construido algo así,se sabría.

—Grigori podría haber estado mintiendo —sugirió Vera—. Angelopolis es una utopía decriaturas angélicas, algo de lo que todos hemosoído hablar en la universidad pero que nadie creedel todo que sea real. Puede que los nefilim hayanquerido construirla, pero eso no significa que fuerafísicamente posible hacerlo. Es más que nada, unconcepto, una idea que los ángeles han barajadodesde la gran masacre del Diluvio.

—Las historias acerca de un paraíso mítico delos ángeles llamado Angelopolis son algoparecido al País de Nunca Jamás de Peter Pan —replicó Bruno.

—Pero la película apunta al hecho de que losnefilim por lo menos Percival Grigori, estabantrabajando en su construcción —objetó Verlaine—. Mencionó la valkina. Tenían una muestra de la

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sangre de Evangeline. A mí me parece claro que loque fuera que quisieran de Evangeline en 1984sigue siendo el motivo por el que la quierentambién ahora.

Vera se detuvo en seco y se volvió hacia él.—Nadie ha visto a Evangeline Cacciatore

desde 1999.Verlaine miró al otro lado del agua que fluía

por el Canal de Invierno y posó la mirada en elamplio tramo de dique.

—Un ángel emim secuestró a Evangelineanoche en París —le informó Bruno—. Verlainetuvo el honor de hablar antes con ella. El huevodel querubín y el carruaje estaba en su poder. Asíes como llegó a nuestras manos.

—Y es por eso por lo que ustedes han acudidoa mí —añadió ella.

—Eres la única que puede ayudarnos acomprender lo que sucede —declaró Verlaine,luchando por controlar su sensación de apremio—.Todo esto no puede ser una coincidencia. Los

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nefilim fueron tras Evangeline por algún motivo.Angela, el huevo, la filmación, ese cuento de hadassobre Angelopolis… Esto tiene que ser algo másque una búsqueda inútil.

—Claro que sí —corroboró Bruno—. Pero lafunción de Angelopolis, el motivo de suconstrucción, su localización exacta… PercivalGrigori no reveló ningún detalle.

—Cierto —afirmó Vera—. Tenemos queaveriguar qué se dijo una vez terminada lagrabación.

—Pero están todos muertos —murmuróVerlaine—. Vladimir, Angela, Luca… inclusoPercival Grigori.

—En realidad, no todos los que participaronen esa entrevista han fallecido —dijo Bruno,adelantándose a ellos y recorriendo la calle con lamirada en busca de un taxi.

Un viento gélido se abatía sobre el canal, porlo que Verlaine se envolvió mejor en su cazadora.Bajo el arco de piedra había un montón de ángeles

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mara, y la fachada de granito reflejaba elresplandor de su piel amarillenta. Rara vez sedejaban ver a la luz del día. Sus ojos hundidoshablaban de cientos de años de vida en lassombras. Tenían las alas salpicadas de motasverdes y anaranjadas, con venas azules, taniridiscentes como las plumas de un pavo real a laluz azul del amanecer. Había algo desconcertanteen el hecho de ver a las criaturas frente al bonitoarco del puente, una especie de dislocación querequería cierto tiempo para adaptarse. Si esahubiera sido una mañana normal y hubieran estadoen París, Bruno habría insistido en que losencerraran a todos.

Tras lo que les pareció una eternidad, unautomóvil destartalado se aproximó traqueteandoal arcén y se detuvo en seco. Bruno le dio alconductor una dirección y los tres subieron alcoche. Cuando arrancaban, Verlaine observó surgirdetrás de ellos un elegante automóvil negro. Elvehículo los siguió, ajustando su velocidad a la

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del taxi.—¿Se han dado cuenta? —preguntó Vera.—No lo pierdo de vista —asintió Bruno.Verlaine se apoyó contra la puerta y observó el

coche, buscando la mirada de Vera. Ella esbozóuna leve sonrisa y le rozó la mano con la suya. Fueun gesto ambiguo, y Verlaine estaba seguro de queella quería que así fuera.

El taxi pasó raudo frente a la Academia de ArteDramático de la calle Mokhovaya y, tras cruzarPestel, se internó en una estrecha avenidabordeada de árboles. Las ventanas de los bares yde los cafés estaban iluminadas, mientras que lastiendas estaban aún cerradas y tenían las persianasechadas y el cristal de los escaparates protegidocon barrotes.

—Pare aquí —dijo Bruno, indicándole alconductor que se detuviera cerca de un bar llenode gente. Bajaron del taxi y anduvieron varias

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manzanas. Bruno no cesaba de mirar atrás, hastaque se detuvo frente a una tienda con el estuco dela fachada tan deteriorado que se caía a pedazos.Sobre la puerta, un letrero rezaba: «LA VIEILLERUSSIE».

Levantó una aldaba de hierro y la dejó caercontra una placa metálica. Verlaine oyó el sonidode unos pasos que llegaban desde algún lugar de lacasa. De pronto, alguien abrió una mirilla enmedio de la puerta y un gran ojo echó un vistazo alexterior. La puerta se abrió entonces hacia adentroy la mujer de la película, la esposa de Vladimir,que había sido ayudante de Angela Valko, aparecióante ellos. Nadia —más pequeña, más gris, yligeramente encorvada— llevaba un vestido deterciopelo negro con un broche de rubíes en elescote. Verlaine miró su reloj: eran casi las sietede la mañana.

—¿No es un poco temprano para ir a la ópera?—le preguntó Bruno al tiempo que hacía una leveinclinación.

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—Bruno —dijo ella, echándose una revueltamata de cabello gris sobre el hombro.

Él se encorvó para besarla, rozándole ambasmejillas con los labios.

—Nos esperabas, ¿no es cierto?—Los angelólogos parisinos ya no llaman

tanto la atención como solían —dijo ella,indicándoles con un gesto un oscuro corredor—.Sin embargo, tengo amigos en la rama rusa de lasociedad que identificaron su presencia en elcentro de investigaciones y me llamaron. Pasen,pasen. Deberían tener cuidado. Tal vez no sea yola única que sabe que están en San Petersburgo.

El interior de la vivienda era claramentefrancés. Recorrieron un pasillo y entraron en unasala de estar con las paredes forradas de maderaoscura y terciopelo rojo, con un papel estilosegundo Imperio lleno de flores que trepaban hastalo alto del muro. Una gran lámpara de arañacolgaba del techo, sus cristales tenían un aspectomortecino a media luz. Nadia los condujo hasta

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una habitación más pequeña con las paredessembradas de iconos rusos ortodoxos. Las pinturaseran de todas las formas y los tamaños, y estabandispuestas tan cerca las unas de las otras —elborde de un marco estaba pegado al siguiente—que los muros parecían cubiertos de una brillantecoraza dorada.

—A mi padre le encantaban los iconosortodoxos, y les abría la trastienda de su negociode antigüedades de París a algunos artistas rusoscuando necesitaban ayuda. Aceptaba sus obras acambio de pintura y pinceles —dijo Nadia aldarse cuenta de que Verlaine examinaba laspinturas—. En aquel tiempo, era un intercambiomás o menos equilibrado. Hoy en día, como sepodrán imaginar, estas imágenes tienen un ciertovalor histórico además de sentimental. Son eltestimonio de una era que ya no existe. Cuando lasveo, recuerdo lo que supuso estar en el exilio, laslargas comidas en el jardín con mis padres y susamigos, el sordo murmullo de la lengua rusa, con

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sibilancia elegante y sin embargo aguda en misoídos. Estos iconos son un museo de mi juventud.

Como si recordara que no estaba sola, Nadiase giró y les abrió camino, guiándolos a través deuna sucesión de estrechas salas llenas de jaulas depájaro y bustos de mármol. Contra la pared habíauna vitrina llena de mariposas que contenía cientosde especímenes de brillantes colores clavados entablas con una plaquita de cobre que indicaba quela colección pertenecía al gran duque DemetrioRomanov. Cuando Verlaine se acercó paraexaminarlas, aquellas hileras de alas polvorientasle produjeron una sensación siniestra, una especiede ilusión de la perspectiva. De pronto se percatóde que los especímenes eran en realidad plumas dealas de ángeles. Vio las alas amarillo brillante delos ángeles avésticos, esas bonitas pero tóxicascriaturas cuyas alas goteaban veneno; lasiridiscentes alas verdes de los farzuf, los dandisdel mundo angélico, cuyas plumas, bajo una ciertaluz, adquirían tonos azules y morados como las

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escamas de un pez en un acuario; las alas lavanday naranja de los ángeles carroñeros andras; lasalas de un blanco nacarado de las seductorasángeles faskein, cuyas voces provocabanensoñaciones y apatía; las pálidas alas verdes delos parásitos ángeles mapa, que invadían las almaslos seres humanos y se alimentaban del calor delos vivos. El propio Verlaine tenía un catálogolinneano de muchas de esas variedadesalmacenado en su mente, solo que nunca habíatenido la osadía de conservarlas, La idea de matary catalogar a las criaturas lo fascinaba y repugnabaal mismo tiempo.

—El gran duque Demetrio Romanov era unhombre muy especial —señaló Nadia al observarel interés de Verlaine—. Con la ayuda de unquímico ruso, creó un conservador que podíaenvolver una pluma de ángel y fijarla, una proezamaravillosa, algo parecido a ser capaz deencapsular el contorno de un aroma o de unailusión. Demetrio les regalo estas muestras de

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plumas a mis padres, que lo conocieron durante suexilio. De hecho, fue el mismo periodo en queDemetrio ayudó a Coco Chanel en la creación desus famosos perfumes. Algunas personas dicen queél le dio la idea de usar un ingrediente secreto:fibras del ala de un ángel faskein. La señoritaChanel estaba en contacto con muchos nefilim, asíque no resulta una información sorprendente. Elhecho de que haya conseguido mantener laproducción de sus perfumes durante tanto tiempo yque el ingrediente secreto siga usándose en lasediciones limitadas de sus perfumes es másinteresante. Son las fragancias favoritas de losnefilim en todas partes. No fue una coincidenciaque Chanel estuviera mezclada en intrigas durantela ocupación nazi. Coco tenía vínculos con losnefilim que se remontaban a la Revolución rusa.

Verlaine no supo cómo interpretar esainformación. La ascendencia nefilística de lafamilia imperial era bien conocida —la sociedadhabía celebrado su caída como una gran victoria

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—, pero nunca había imaginado que pudieramanifestarse entre sus descendientes. Si DemetrioRomanov era nefil, ¿qué demonios hacíacoleccionando especímenes de plumas de otrascriaturas angélicas? ¿Qué clase de personas eranlos padres de Nadia, que se habían relacionadocon él? Y ¿qué papel tenía la vinculación deDemetrio con Chanel y los nazis en la historia desu familia? Deseaba presionar a la mujer para queles contara más detalles, pero una mirada de Brunole indicó que debía dejarlo pasar, de modo que lasiguió en silencio hasta el extremo de lahabitación.

Tras abrir una puerta cerrada con llave, Nadialos hizo pasar a un espacio más amplio, Verlainetardó unos instantes en orientarse, pero pronto sedio cuenta de que acababan de cruzar la puertatrasera de una tienda de antigüedades. Una enormecaja registradora de latón descansaba sobre unamesa de roble pulida, mientras sus teclasrelucientes se reflejaban en una gran ventana de

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cristal cilíndrico que daba a la calle. Un intensoolor a tabaco flotaba en el aire como si el residuode décadas de humo de cigarro se hubiera quedadoadherido a las paredes.

Deambuló por la sala. Estaba llena decuriosidades hasta casi desbordar: un barómetro,un maniquí que exhibía un voluminoso tocadomoscovita y unas sillas barrocas tapizadas enseda. Una de las paredes estaba recubierta deespejos con el marco revestido de pan de oro.También había figuritas de porcelana, pinturas alóleo de soldados rusos un grabado de Pedro elGrande y un par de charreteras doradas. Verlaineconsideró la ironía de que una rusa nacidafrancesa vendiera antigüedades rusasprerevolucionarias a rusos postsoviéticos en elSan Petersburgo del siglo XXI. Pintadas en elcristal del escaparate con las letras invertidasfiguraban las palabras: LA VIEILLE RUSSIE,ANTICUARIO.

—Disculpen el desorden —dijo Nadia—.

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Después de la muerte de mis padres, me hice cargode La Vieille Russie. Ahora, todas las existenciasde la tienda de antigüedades están almacenadasaquí.

Otra mujer entró entonces en la estancia,removió las brasas casi extintas de la chimenea ycomenzó a echar leña hasta que la luz y el calor seextendieron por toda la habitación. Verlaine sepercató de que la tienda de antigüedadesfuncionaba además como habitación de invitados:había un sofá cama y un aparador con cajas de té ytarros de miel. Una serie de sillas desaparejadas,banquetas de piano taburetes y baúles estabadesperdigada por la tienda. Nadia les indicó conun gesto que se sentaran.

Vera le dio a Verlaine un codazo en el brazo,hizo un gesto con la cabeza en dirección a una delas paredes y susurro:

—Mira, otro de los huevos perdidos.Verlaine posó la mirada en un cuadro al óleo

enmarcado situado a espaldas de Nadia. Era el

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retrato de una niña pintado, en tonos crema,marrones y dorados. La gruesa aplicación depintura le confería a la carne una textura brillante.La chiquilla debía de tener cinco o seis año deedad y llevaba un blusón blanco con adornos deencaje. La mirada de Verlaine se detuvo unossegundos en los grandes ojos azules, el abundantecabello castaño y rizado y la tonalidad rosada desus manitas, que, para su asombro, sostenían unpálido huevo de Fabergé.

—La niña del retrato soy yo —les informóNadia—. Lo pintó en París un amigo de mi padre.El huevo era el amado Huevo malva de Alejandra,que su esposo le había regalado en 1897, elperíodo más feliz de su matrimonio.

Verlaine miró alternativamente a la anciana yal cuadro. Aunque había un cierto parecido en losojos, poco más la asociaba a la pintura. La Nadiapintada mostraba una inocencia infantil que sereflejaba en la joya que sostenía en sus manos.Plasmado con rápidas pinceladas impresionistas,

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los detalles del huevo eran difíciles de distinguir.Verlaine observó que el Huevo malva presentabaen su superficie lo que parecían unos retratosconfusos. Apartando los ojos del huevo yvolviendo a mirar a Nadia, descubrió que no eracapaz de calibrar el significado de ese huevo, eltercero de una serie de ocho tesoros que llevabandesaparecidos casi un siglo. Se sintió tandesesperado y tan pueril como Hansel siguiendoun rastro de piedrecitas brillantes.

—Primero comerán algo y después hablaremos—afirmó Nadia.

—No sé si tenemos tiempo para eso —objetóVerlaine.

—Recuerdo lo mucho que trabajaba Vladimir—replicó ella en voz baja—. Solía pasar fueravarios días seguidos, cumpliendo una misión, sincomer como es debido. Volvía a casa exhausto.Coman, y luego pueden contarme por qué hanvenido.

Como si sus palabras lo hubieran devuelto a su

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cuerpo, Verlaine sintió una aguda punzada dehambre, y se dio cuenta de que apenas sí habíapensado en comer desde antes de su encuentro conEvangeline. «Qué extraño ser como Evangeline,una criatura ajena a las necesidades físicas de losseres humanos», pensó. Incluso unas horas despuésde haberla visto sentía una profunda necesidad deestar a su lado. Tenía que encontrarla y, cuando lahubiera encontrado, tenía que entenderla. ¿Dóndedebía de encontrarse ahora? ¿Adónde la habíallevado Eno? Evocó a Evangeline en su mente, supiel pálida y su cabello oscuro, la forma en que lohabía mirado en lo alto del tejado en París. Laquebradiza coraza que había desarrollado en sutrabajo se agrietaba un poquito más cada vez quepensaba en ella. Tenía que poner todo su empeñosi quería tener alguna esperanza de encontrarla.

Nadia retiró un juego de enciclopedias deencima de una mesa con el tablero de pizarra,abrió un baúl y sacó un montón de platos deporcelana y un puñado de cucharas de plata que

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fue limpiando con un paño mientras iba poniendola mesa. La mujer que había encendido el fuegoregresó al cabo de unos minutos con una olla llenade kasha y después con una fuente de salmóncurado. Echó el agua en un samovar dispuestojunto al aparador, lo encendió y abandonó laestancia.

Con el simple olor de la comida, a Verlaine leentró un hambre feroz. Mientras comían, volviendoa llenar sus platos de sopa hasta que vaciaron laolla, sintió que su cuerpo entraba en calor y querecuperaba las fuerzas y la energía. Nadia sacó deun armario una botella de vino de Burdeos llena depolvo, la descorchó y les llenó el vaso de un vinodel color de las moras machacadas. Verlaine tomóun sorbo, saboreando la fruta y sintiendo laaspereza de los taninos en la lengua.

Notó que Nadia los estaba observando,estudiando sus gestos, evaluando su lenguajecorporal. Era una persona que comprendía eltrabajo de los angelólogos, que había visto a los

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mejores en acción. Sin duda estaba decidiendo sipodía confiar en ellos.

—Entiendo que estuvieron ustedes conVladimir durante su última misión.

—Bruno y yo estuvimos con él en Nueva York—respondió Verlaine.

—¿Podrían decirme si lo enterraron? —Hablaba en un tono de voz tan tenue que Verlainetuvo que hacer un esfuerzo para oírla—. He estadointentando obtener información en la academia,pero no quieren confirmarme nada.

—Lo incineraron —respondió Bruno—. Suscenizas se conservan en Nueva York.

Nadia se mordió el labio, considerando suspalabras, y dijo:

—Quisiera pedirles un favor. ¿Podríanayudarme a hacer que las trasladen a Rusia? Megustaría tenerlas aquí conmigo.

Bruno asintió y, en la austeridad de su gesto,Verlaine casi pudo palpar su dolor por lo que lehabía sucedido a Vladimir.

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Nadia se puso en pie, salió de la habitación yregresó con una tarta de peras que cortó enporciones y sirvió en platos de postre dorados,dejando en el aire un aroma a clavo y azúcarcaramelizado. Luego sirvió el té del samovar,vertiéndolo en unas tazas en forma de tulipán.

—Nadia, hemos venido a verte por un motivoconcreto —señaló Bruno.

—Supuse que tenían algo en mente. —Seretrepó en su silla cuando Bruno le entregó elHuevo con querubín y carruaje envuelto en unpedazo de tela.

Luego se colocó unos lentes de leer sobre lanariz y, tras retirar el paño, examinó el huevo conmanos temblorosas. Su rostro se sonrojó y los ojosse le llenaron de lágrimas. Verlaine se dio cuentade que estaba luchando por contener susemociones.

—¿De dónde lo han sacado? —les preguntópor fin con la voz llena de emoción.

—Su hija lo encontró entre las pertenencias de

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Vladimir y, por una serie de sucesos inesperadosacaecidos en las últimas veinticuatro horas, llegó anuestro poder —le explicó Verlaine, mirando aBruno para saber cuánta información podíadivulgar.

—Creemos que Angela Valko se lo dio aVladimir —declaró Bruno.

—Tal vez con la intención de que lo guardarapara Evangeline —añadió Verlaine.

—Ellos me lo trajeron a mí, al Hermitage, ylos ayudé a identificarlo como uno de los huevosde Fabergé desaparecidos —intervino Vera.

—Ahora entiendo por qué han venido —afirmóNadia, sopesando el huevo en la palma de sumano.

—¿Lo reconoces? —quiso saber Bruno.—Por supuesto. Estuvo en manos de mis

padres durante muchos años. Era el compañero delhuevo que ven en el retrato.

—Entonces, ¿comprende usted su significado?—Inquirió Verlaine. Aunque sabía que no debía

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esperar un milagro, no podía evitar desear queNadia los condujera directamente a Evangeline.

—Tal vez —respondió la anciana en voz baja.Se puso en pie y se dirigió hacia una estanteríaabarrotada de libros polvorientos y sacó un álbumencuadernado en cuero—. Pero el huevo por sísolo no es importante. Es un mero recipiente, unaespecie de cápsula del tiempo, algo que encierraun significado en su interior y lo conserva para elfuturo.

Abrió el álbum aplanando las hojas sobre lamesa con cuidado, de modo que pudieran verlascon claridad. Estaban llenas de flores secas, todasellas fijadas con un cuadradito de papel enceradotransparente. Algunas páginas contenían tres ocuatro ejemplares de la misma variedad de flor,mientras que otras no presentaban más que unúnico pétalo. Movió las hojas bajo una lámpara ylos colores aumentaron de intensidad, Las hilerasde flores daban una impresión de pulcritud ymeticulosidad, como si la posición de cada

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elemento hubiera sido consideradacuidadosamente antes de asignarle un lugar. Habíamuestras de iris, muguete, capullos de rosasenteros, tan apretados como un puño cerrado, yvarios pétalos de orquídea moteados que securvaban como lenguas. También había flores queVerlaine no reconoció, a pesar de las etiquetaspegadas debajo con su nombre científico en latín.Algunos pétalos eran tan delicados y transparentescomo las alas de una polilla, sus tejidos en formade abanico, pálidos y salpicados de polvo.Deseaba tocarlos, pero eran tan bonitos yefímeros, tan delicados, que parecía que fueran aconvertirse en polvo al menor contacto de su dedo.

Las flores constituían el contenido original delálbum. Sin embargo, encima de este primer estrato,surgía un segundo, más moderno, menos pintorescoy más caótico que el primero. Él mismo presentabanotas escritas directamente en las páginas, entrelas filas de flores prensadas, desordenadosapuntes que se desplegaban adoptando extrañas

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direcciones con una caligrafía inclinada. Habíaecuaciones matemáticas garabateadas en losmárgenes; símbolos químicos y fórmulas escritosde cualquier manera, como si hubieran hecho usodel cuaderno durante unas sesiones deexperimentación en laboratorio. Las notasguardaban escaso orden, o ninguno que Verlainepudiera distinguir, y, a menudo, secuencias denúmeros corrían por una página y acababan en lasiguiente, haciendo caso omiso de los bordes.

Nadia hojeó el libro hasta encontrar una páginaamarillenta suelta con unas frases garabateadas enfrancés.

—Lea esto —dijo pasándole el álbum aVerlaine.

Y comunicamos a Noé los remedios de lasenfermedades, juntamente con sus engaños, paraque curara con las plantas de la tierra. Noé escribiótodo como se lo enseñamos en un libro, con todaslas clases de medicina, y los malos espíritusquedaron sin acceso a los hijos de Noé.

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Permanecieron sentados juntos, en silencio,considerando esas crípticas palabras. Verlainesintió que sus mentes cambiaban de dirección ytomaban un nuevo camino, como si el álbum fueraun claro en un bosque de zarzas, un claro que lespermitía avanzar.

De improviso, Nadia cerró el libro, haciendo,que una nube de polvo se elevara en el aire.

—Yo soy hija de personas corrientes —manifestó entornando los ojos, como desafiándolosa contradecirla—. Personas cuya vida se vioenvuelta en sucesos extraordinarios. Enconsecuencia, mi vida ha sido vehículo de fuerzasmucho más poderosas, que Vladimir solía llamarlas fuerzas de la historia y yo llamo simpleestupidez humana. El mío no fue más que un papelpequeño, y mis pérdidas no han tenido muchaimportancia en el esquema de las cosas. Sinembargo, las siento profundamente. Lo he perdidotodo a causa de los nefilim. Los detesto con elodio puro y bien meditado de una mujer que ha

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perdido todo lo que ama.Nadia terminó el té y dejó la taza sobre la

mesa.—Cuéntanos —la instó Bruno, tomándola de la

mano. Su gesto rebosaba ternura y paciencia.—Si no hubiera sido por Angela, que me

convirtió en su ayudante, quizá mi vida habríadado un giro completamente distinto. Sin AngelaValko, yo no habría conocido a Vladimir, elhombre cuyo amor cambió mi vida, y nunca habríasabido lo vital que la colaboración de mis padreshabía sido para la causa de la angelología.

La imagen de la colección de alas de DemetrioRomanov se abrió paso en la mente de Verlaine.

—¿Estuvieron relacionados con la familiaRomanov? —inquirió.

—Antes de la revolución, mi padre y mi madretrabajaban en el hogar del último zar de Rusia. Nicolás II, y su esposa, la zarina Alejandra. Mimadre era una de las muchas institutrices de lashijas del zar. Olga, Tatiana. María y Anastasia.

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Había llegado a Rusia desde Francia a losdieciocho años y poco después había conocido ami padre, un mozo de cuadra que cuidaba de loscaballos del regimiento militar del zar, loscoraceros amarillos. Mis padres se enamoraron yse casaron. Vivían y trabajaban en Tsárskoye Seló,donde Nicolás y Alejandra se refugiaban de lavida más festiva de la corte real de SanPetersburgo. La familia imperial prefería vivir unaexistencia casera y tranquila, aunque llena de lujosque la gente normal apenas si era capaz deimaginar.

»Mi madre, que había nacido y se había criadoen París, enseñaba francés a las grandes duquesas.Una vez me contó que recordaba haber ayudado alas niñas con motivo de su presentación a los hijosde un diplomático francés de alto rango. Se tratabade un encuentro inusual, pues los hijos de los reyesrara vez conocen a los hijos de los diplomáticos,pero fuera cual fuera el motivo de la presentación,llamaron a mi madre al comedor y le pidieron que

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permaneciera junto a las grandes duquesas paraevaluar sus habilidades lingüísticas y observar susmodales. Mi madre se quedó con las princesas,escuchándolas hablar, y quedó impresionada conlas habilidades sociales de las niñas, pero más aúncon los tesoros que se exhibían en la habitación.Particularmente interesantes eran los huevos dePascua con incrustaciones de piedras preciosasque el zar le regalaba todos los años a su esposa.Dispuestos en lugares destacados, relucían a la luzdel sol, todos únicos, pero poseedores de unaopulencia uniforme. Por aquel entonces, mi madreno podía saber que al cabo de unos años Nicolásabdicaría y que su vida en Tsárskoye Seló tocaríaa su fin. Ni en el más descabellado de sus sueñoshabría pensado que varios de aquellos huevosquedarían a su cuidado.

Verlaine le lanzó a Vera una mirada,preguntándose cómo la afectaría todo aquello.Parecía que la colección de la zarina podía apoyarsus dudosas teorías sobre huevos de Pascua y

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herederos reales que nacían de huevos. Pero suexpresión era tan impasible ahora como lo habíasido desde que Bruno y él llegaron al Hermitageunas horas antes: guardaba sus sentimientos tras sufría pose de experta erudita.

Nadia no parecía darse cuenta en absoluto desus reacciones. Seguía hablando con la mirada fijaen la distancia.

—La Revolución de 1917 y el asesinato de lafamilia real en el pueblo de Ekaterimburgo el 17de julio de 1918 pusieron el mundo de mis padresde cabeza. En la breve ventana temporal entre laabdicación del zar en 1917 y la revolución deoctubre y noviembre del mismo año, la zarina,consciente de que estaban en peligro, procuróesconder algunos de sus más preciados tesoros.Las joyas permanecieron con la familia hasta elfin. De hecho, cuando los acribillaron a tiros, lasbalas se alojaron entre los diamantes y las perlas.Pero los tesoros de mayor tamaño los dejaronatrás. Mis padres eran gente sencilla, trabajadora y

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leal a los Romanov, cualidades que Alejandraadmiraba muchísimo. De modo que la zarina lesconfió el escondite de los tesoros ocultos.

—Pero el palacio de Tsárskoye Seló fuesaqueado —intervino Vera, interrumpiendo lanarración de Nadia—. Los revolucionariosconfiscaron los tesoros reales y los guardaron enalmacenes, donde los fotografiaron, catalogaron ya menudo desarmaron antes de venderlos fuera deRusia en una tentativa de conseguir dinero.

—Desafortunadamente, tiene usted razón —respondió Nadia—. Mis padres no fueron capacesde proteger las pertenencias del zar, así quetomaron lo que podían llevar consigo y huyerondel país rumbo a Finlandia, donde estuvieron alservicio de un exiliado ruso hasta el fin de laprimera guerra mundial. Poco después seinstalaron en París, donde algunos años más tardeabrieron una tienda de antigüedades llamada LaRusia de Antaño.

—¿Se llevaron consigo todo esto? —preguntó

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Verlaine al tiempo que señalaba el desorden quelos rodeaba.

—Por supuesto que no. Estos objetos fueronadquiridos durante toda una vida decoleccionismo. Pero mis padres pasaronclandestinamente varios tesoros. Se arriesgaronmucho al hacerlo.

Verlaine sostuvo en alto el huevo enjoyado quelos había llevado hasta Nadia.

—Este huevo financió la vida de sus padres enFrancia —sugirió.

—Sí —replicó la anciana—. El huevoenjoyado que tiene usted en la mano y el Huevomalva esmaltado grabado con fresas y rosas delretrato son solo dos de los ocho huevos que mispadres sacaron de Rusia en 1917. El otro objetoera menos llamativo pero no menos valioso. —Nadia les indicó el álbum con un gesto y, actoseguido, lo tomó entre sus nudosas manos—. Alprincipio, mis padres creían que se trataba de unálbum de recuerdos. Este tipo de álbumes era

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bastante común a finales del siglo XIX y principiosdel XX. Las mujeres jóvenes solían prensar floresque recibían en ocasiones especiales,fundamentalmente flores de pretendientes(ramilletes, rosas de San Valentín, y cosas por elestilo) como recuerdo. Estaban de moda entre lasmuchachas de las clases superiores. Puede que lascuatro grandes duquesas recogieran ellas mismastodas estas flores. Es un libro curioso, y mispadres nunca lo acabaron de comprender. Lo quesí comprendían era que la zarina lo estimaba. Poreste motivo se aferraron a él, negándose aabandonarlo. A lo largo de su vida, compraron yvendieron muchos tesoros imperiales. Fue asícomo nació su negocio y como se labraron unareputación. Pero mi madre nunca vendió loshuevos, y tampoco vendió nunca el álbum. Antesde morir, me lo regaló.

—Sus padres tal vez no comprendieran elsignificado de este libro —dijo Vera en un tonoacerado, con los ojos brillantes de interés—. Pero

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sin duda usted debe de tener sus propias teoríasacerca de las flores.

Hubo un momento de vacilación, como siNadia estuviera evaluando el peligro de revelar loque sabía.

—Nadia —dijo Bruno, con amabilidad, comosi estuviera hablándole a la niña del retrato enlugar de a la anciana—. Fue Evangeline quien ledio a Verlaine el Huevo con querubín y carruaje.Ha sido la hija de Angela Valko quien nos hatraído hasta aquí.

—Lo suponía —dijo Nadia con un matiz dedesafío en la voz—. Y ese es el único motivo porel que los ayudaré a descubrir el significado de loshuevos.

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Angelopolis, Chelíabinsk, Rusia

Evangeline parpadeo intentando identificar lasextrañas imágenes que se le aparecían, pero solopodía distinguir tenues graduaciones de luz: elparpadeo de colores que se movían en lo alto; eldestello blanco junto a ella; la oscuridad más allá.Trago saliva y un dolor agudo le mordió el cuello,devolviéndola así a la realidad. Recordó el cortedel bisturí. Recordó a Godwin y su expresión detriunfo mientras llenaba un tubo con su sangre.

Recorriendo el techo con la mirada, sus ojospersiguieron un torbellino de color en movimiento.Una proyección brotaba de una máquina —parecíauna especie de microscopio— situada al otroextremo de la sala. Godwin se hallaba bajoaquella confusión caleidoscópica, mientras supálida piel absorbía el rojo, luego el violeta ydespués el azul. Una línea de texto apareció al piede la proyección. Evangeline entorno los ojos para

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leerla: «ADN mitocondrial, 2009: EvangelineCacciatore. Edad: 33. Linaje materno: AngelaValko / Gabriella Lévi-Franche».

—Hace años examiné unas muestras de ADNde tu madre —dijo Godwin, siguiendo su mirada—. Examiné también tu ADN mitocondrial, aunqueno era del todo necesario: la línea femenina seconserva intacta en el ADN mitocondrial, lo quesignifica que tú, tu madre, tu abuela y tu bisabuelay todas las mujeres de tu familia tienen un códigogenético mitocondrial idéntico. Es un conceptomuy bonito, toda mujer tiene las mismassecuencias que su pariente femenino más antiguo.Su cuerpo es un recipiente que transmite esecódigo a la generación sucesiva.

Evangeline quiso responder, pero le costabahablar. El efecto de la droga iba diluyéndose pocoa poco; podía mover los dedos y sentía el dolor dela incisión pero los residuos hacían de cadapalabra un reto.

—No te esfuerces tanto —le advirtió Godwin

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acercándose hasta hallarse directamente sobre ella—. Es inútil que hables. Nada de lo que puedasdecir me interesa lo más mínimo. Esto es lo quemás me gusta de mi trabajo: el cuerpo lo expresatodo.

Evangeline apretó los labios y, forzando suentumecida lengua a formar palabras, dijo:

—Mi madre le permitió sacarme sangre ¿porqué?

—Ah, sientes curiosidad por los motivos. Paramí, el componente psicológico del trabajo quehago contigo (las razones para sacarte sangre, lossentimientos de tu madre mientras te sometía a ti,su única hija a semejantes pruebas…) no tieneningún interés. Mi trabajo es una navaja quesecciona el relleno innecesario de la existenciahumana. Aquí, en mi laboratorio, los sentimientos,los vínculos emocionales y el amor materno nosignifican nada en absoluto. Pero, si te interesanlos porqués, deja que te muestre algo que quizá tefascine.

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Godwin se aproximó al microscopio y, tras untintineo de placas de vidrio —estaba colocandootras diapositivas bajo la lente—, una nuevaimagen apareció en el techo.

—Estas son imágenes muy poco sofisticadasque obtuve de tu sangre y de la sangre de tu madrehace treinta años. Es asombroso que pudiera llegara trabajar con ellas, pues son muy imprecisas. Latecnología lo ha cambiado todo, por supuesto. —Anduvo hasta la mesa y se situó junto a Evangeline—. Tú no puedes apreciar los detalles, pero simiraras con detenimiento observarías la enormediferencia entre la sangre de tu madre y la tuya.Ella no era una criatura angélica: era hija dePercival Grigori y de una mujer humana. En sucaso, los genes angélicos eran recesivos, por loque siempre dio la impresión de ser humana. Separecía a su padre, pero su aspecto físico no eramás que una concha para un organismocompletamente humano. Se puede ver en lasecuencia genética. —Godwin se hizo a un lado

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para situarse bajo la segunda imagen—. Encambio, tuve claro desde un principio, y tu madretambién, que tu sangre era algo muy distinto, algoespecial. No tiene nada que ver con la sangremezclada de tu madre. Ni tampoco es como lasangre humana de tu abuela Gabriella.

—Pero antes ha dicho que mi ADN eraidéntico al suyo —terció Evangeline, entornandolos ojos para ver la imagen.

—Tu ADN mitocondrial lo es —replicóGodwin—. Pero no es tu ADN mitocondrial lo queme interesa. No, lo que ha hecho de ti lo que ereses la herencia genética que recibiste de tu padre.

Evangeline cerró los ojos, tratando decomprenden lo que Godwin quería decir. Podíaver a Luca caminando a su lado, lleno de inquietaenergía. Había hecho cuanto estaba en su manopara alejarla de los nefilim, para protegerla, y porello lo había considerado siempre un hombre depoderes extraordinarios. Pero, en realidad, supadre era un hombre normal, con características

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humanas normales. Godwin debía de estarequivocado, pues lo que ella había heredado deLuca no podía medirse en su sangre.

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La Vieille Russie, anticuario, SanPetersburgo

En cuanto Bruno la había visto en la película, consu proceder tranquilo, atento, ensombrecido por lapersonalidad más alegre y brillante de AngelaValko, había sospechado que ella tenía todas lascualidades del testigo perfecto, de alguien queobservaba y escuchaba con gran atención, tomandonota de las experiencias. Como esposa deVladimir, estaba al mismo tiempo dentro y fuera dela acción, lo que le permitía dar testimonio desdela línea de banda. La clave estaba en abordar lasituación de la forma adecuada. Verlaine apenas sípodía contener su impaciencia en esascircunstancias, mientras que Vera se manteníadistante, fingiendo que Nadia era un personajemenor. Bruno comprendía la actitud de Verlaine,que aún no sabía si podía confiar en Vera, de modo

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que controlaba cuidadosamente sus reacciones.Los mejores agentes eran a menudo los agentesdobles.

Nadia señaló la cara interior de la portada delálbum. Tenía una placa de cobre grabada enrelieve con una inscripción en medio; las palabrasserpenteaban en la superficie con sinuosasflorituras: “Para Nuestro Amigo, con cariño,OTMA, Tsárskoye Seló”.

—¿Ven esto? —Preguntó la anciana—. OTMAera el nombre colectivo de las cuatro grandesduquesas Romanov: Olga, Tatiana, María yAnastasia, que fueron brutalmente asesinadas juntocon el zar y la zarina en 1917. Al parecer, lasniñas solían firmar tarjetas y cartas con su nombrecolectivo, y cuando su hermano Alexis era jovense refería al paquete de sus hermanas comoOTMA. —Hojeó el álbum y extrajo una fotografíaen blanco y negro.

Las cuatro muchachas dejaron a Brunodeslumbrado por su extraordinaria belleza, con sus

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ojos grandes y expresivos y sus vestidos blancosde lino, su tez pálida y su cabello ondulado. Quécrimen haber asesinado a unas criaturas tanhermosas.

—Cualquiera que conozca justo lo básico de lafamilia Romanov podría decirles el significado deOTMA —prosiguió Nadia recorriendo la placa decobre con el dedo—. Pero comprender elsobrenombre de «Nuestro Amigo» es un poco máscomplicado.

—¿Qué es lo que lo hace complicado? —quisosaber Verlaine, lleno de impaciencia.

Bruno le lanzó una mirada de advertencia.—Tranquilízate y deja hablar a la mujer —

antes de volverse de nuevo hacia Nadia.—¿Tienes alguna idea de quién era «Nuestro

Amigo»? —Le preguntó con suavidad.Nadia los miro con cautela y luego se volvió

hacía Vera, que estaba estudiando atentamente elálbum.

—No era una sola persona. La zarina

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Alejandra utilizaba ese apodo como un nombre enclave para referirse a sus consejeros espirituales.Cuando escribía a su marido, nunca confiaba alpapel el nombre de su gurú, sino que intentabacamuflarlo con el fin de evitar el escándalo.Alejandro empleó por primera vez la expresión«Nuestro Amigo» para referirse a un hombrellamado monsieur Philippe, que entró en las vidasde los zares en 1897. Era un místico y charlatánfrancés que cautivó a la emperatriz (Alejandra erauna mujer propensa a encantamientos místicos ycreencias esotéricas), y se convirtió en unaespecie de sacerdote de la corte.

—Como John Dee para la reina Isabel —intervino Vera.

Bruno la miró fijamente a los ojos por unosinstantes, impresionado. John Dee había sido unoscuro angelólogo que había realizado algunas delas primeras convocatorias de ángeles de que setenía noticia. Vera estaba empezando a gustarle.

—John Dee no fue tanto un consejero espiritual

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como un cortesano renacentista —señaló Nadia—.Pero, dicho esto, la analogía no podría ser másacertada, especialmente si tenemos en cuenta quehabía muchos lazos de parentesco entre la familiareal rusa y la británica.

—La zarina era nieta de Victoria y Alberto deInglaterra —precisó Vera—. El propio zar Nicolásera sobrino del rey Jorge V de Inglaterra por partede madre. Y el padre de Nicolás era Alejandro III,un Romanov.

—Justo —corroboró Nadia—. Los nefilim sehabían infiltrado en gran número en todas esasramas de la familia imperial, y todos losdescendientes de esas familias, a excepción deunos pocos que por una casualidad genéticapresentaban características humanas, como porejemplo el gran duque Miguel II, eran nefilim pornacimiento, Los angelólogos europeos observabansu reproducción con gran interés, mientras loshijos de esas familias marcaban el curso denuestro trabajo y por supuesto, el de la historia. El

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hecho de que Alejandra y Nicolás intentarandesesperadamente engendrar un hijo varón y unheredero al trono constituye una anécdota comúnque se puede encontrar en cualquier libro dehistoria. Tuvieron una hija tras otra, todas ellasguapas e inteligentes, pero irrelevantes en loreferente a la sucesión: las hijas Romanov nopodían ser regentes.

»Como institutriz de las hijas de Alejandra, mimadre disponía de una ventana abierta a unadimensión menos visible de su Familia. Laemperatriz era una criatura formidable que dominóa Nicolás desde el principio de su matrimonio.Mientras que Nicolás era débil (tenía unaspequeñas alas blancas que se asemejaban al vulgarplumaje de los gansos), Alejandra era de razaespecialmente pura al igual que su abuela. Sus alascolor malta eran fuertes y densas, de unos tresmetros de envergadura. Tenía los ojos hundidos yde un azul acerado. Su voluntad era indómita. Alix,como su marido la llamaba, estaba

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extremadamente orgullosa de su ascendencia y sushabilidades. Se pasaba horas y horas acicalándoselas grandes alas rosadas. Empleaba su tiempolibre en enseñar a sus hijas a volar en el jardínprivado de su finca campestre de Crimea. Contodo esto quiero decir que era una mujer muydecidida. Alejandra no se habría detenido antenada para tener heredero.

—¿Y «Nuestro Amigo» estaba implicado entodo eso? —inquirió Bruno.

—En una palabra, sí —respondió Nadia—.Pero no del modo que estás imaginando. Lo quemás atraía a la emperatriz de monsieur Philippeeran las predicciones acera de su futuro heredero.El místico utilizó la oración y una especie dehipnosis para ganarse su confianza, y cuandoquedó embarazada le dijo que el bebé sería varón.Alejandra anunció su embarazo y despidió a losmédicos de la corte. Toda Rusia esperaba. Alfinal, no hubo descendiente. La familia guardósilencio, pero los sirvientes y los médicos

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murmuraron que la zarina había tenido unembarazo fantasma: había creído tan firmemente amonsieur Philippe que su cuerpo le habíaprovocado todos los síntomas de una gestaciónnormal.

»Pero la mayor decepción llegó años mástarde. Otro charlatán, un vidente y místico comomonsieur Philippe (con sus conocimientos demedicinas, tinturas y pociones), irrumpió en lavida de Alejandra. Ese hombre llegó a ser elconsejero más próximo de los zares, el médicopersonal, sacerdote y confidente de la emperatriz.También a él se hizo alusión en muchas cartascomo a «Nuestro Amigo». Al final, este personajese hizo famoso como el campesino que arruinó a lagran dinastía de los Romanov y cambió el cursodel siglo XX.

—Grigori Rasputín —musitó Vera, con losojos brillantes, comprendiendo.

Nadia dio la vuelta a la primera página delálbum, donde había dos palabras en cirílico

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garabateadas con tinta.—¿Puede leerlas? —le pidió Verlaine.—Claro —contestó la anciana—. Su colega

tiene razón: aquí dice «Grigori Rasputín».Bruno levanto el álbum y lo examinó con

mayor detenimiento.—¿Este álbum perteneció a Rasputín?Nadia esbozó una débil sonrisa, y Bruno tuvo

la sensación de que esa era la prueba de que suscaminos individuales no se habían cruzado porcasualidad.

—Rasputín fue uno de los hombres másintrigantes y, en mi opinión, más incomprendidosde Rusia. El padre Grigori era el centro de lo quehoy llamaríamos una secta. Creó un círculo deseguidores mayormente de género femenino y declase alta que le proporcionaba dinero, sexo,estatus social y poder político a cambio de su guíaespiritual. Rasputín llegó a San Petersburgo en1909 y alrededor de 1911 tenía acceso total a laemperatriz Alejandra y, a través de ella, a Nicolás

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y a los niños. Dicen las habladurías que sedujo ala zarina, que ejecutaba juegos sexuales con lasgrandes duquesas, que gastaba enormes sumas dedinero de las arcas del Estado para su propioplacer, y que en realidad era él quien gobernabaRusia en el crucial periodo de la primera guerramundial, cuando el zar se marchó para ponerse almando del ejército. Todas esas acusaciones eranfalsas, a excepción de su influencia en la políticagubernamental. Alejandra creía que Rasputín eraun enviado de Dios. Y, como tal, le permitió elegira los ministros del Estado de entre sus amigos. Élllenó legalmente el gobierno de incompetentes yaduladores, asegurando así la caída de losRomanov. Para el pueblo ruso, el acceso deRasputín al poder era un misterio. Decían que eraun mago, un hipnotizador, un demonio. Quizá fueralas tres cosas, pero la auténtica razón de su podertenía poco que ver con la magia o con elhipnotismo. Lo que los chismosos de Moscú y SanPetersburgo no sabían del padre Grigori era que se

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trataba del único hombre que podía evitar que suheredero, Alexis, muriera de hemofilia.

—¿Los Romanov consideraban a Rasputín unmédico competente? —quiso saber Bruno.

—No era médico de formación. Ha habidomucha especulación acerca de en qué estabaespecializado exactamente.

»Ciertamente, su poder sobre Alexis teníamucho que ver con un una especie de tratamientomédico, A principios del siglo XX, la hemofiliaera una afección fatal. Afectaba a los vasossanguíneos, que, cuando se rompían, no podíancicatrizar y, por tanto, el más pequeño cardenalpodía dar lugar a una muerte hemofílica. Alejandraera portadora de la «enfermedad hemorrágica»,como se le llamaba, que había heredado de suabuela, la reina Victoria. Las mujeres eranportadoras genéricas, pero la dolencia solo semanifestaba en los hombres. Los hijos y los nietosde Victoria se marchitaron y murieron como florescortadas a causa de su herencia. La zarina se sentía

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terriblemente culpable por haberle transmitido a suhijo la enfermedad. Sabía que era mortal, querequería atención médica y, sin embargo, confió enRasputín, que no tenía estudios médicos, para quecurara a su hijo.

—¿Por qué? —preguntó Bruno.—Ese es el tema central de este álbum —

respondió Nadia—. Tenía métodos que iban másallá del ámbito de la medicina. Por supuesto, granparte de su poder residía en la fuerza de supersonalidad —comentó la anciana—. Era unmístico, un hombre santo, un arribista astuto ymanipulador, pero la base de todo era un dominioincreíble de la naturaleza humana. No hacía nadaal azar. Más adelante, una vez hubo trabadoamistad con la zarina y comprendido que, silograba curar a su hijo, su poder sobre ella seríaabsoluto, las cosas cambiaron. Necesitaba unamedicina efectiva para la hemofilia e intentódesesperadamente encontrar una. Yo creo quesalvó a Alexis con sus fórmulas.

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Bruno echó una ojeada al álbum y vio queNadia lo había abierto por una página llena denúmeros.

—Tengo acceso a todos los registros de lostesoros imperiales —indicó Vera—. Y nunca hevisto nada acerca de este álbum.

—No es que sea precisamente del dominiopúblico —dijo Nadia—. Después de laRevolución de 1917, se creó un comité encargadode realizar una investigación oficial sobre la vidade Rasputín, su influencia sobre el zar y suasesinato.

»Entrevistaron a personas que lo habíanconocido y recogieron relatos de primera mano desus seguidores, protectores, amigos y enemigos. Seabrió un expediente sobre Rasputín quedesapareció durante la era comunista. La mayoríade la gente creía que lo habían quemado junto conotros muchos documentos de la época zarista.

—Tengo colegas que consideran la quema delos papeles imperiales un crimen contra la

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humanidad, tan atroz como las purgas de Stalin —intervino Vera.

Bruno le lanzó a Vera una mirada, esperandoque no se contara entre los estudiosos queconsideraban la memoria histórica más importanteque los seres humanos de carne y hueso. Esas eranla clase de cosas que repelían a Bruno de la parteacadémica de la angelología.

—Entonces, tal vez a sus colegas lostranquilizaría saber que el expediente de Rasputínse salvó —declaró Nadia con voz tensa. Era obvioque no estaba conforme con la idea de que lospapeles fueran más valiosos que las vidas humanas—. Estaba trabajando en los archivos soviéticosen los ochenta cuando lo descubrí, sepultado enuna sala llena de informes de vigilancia. Fue pocodespués de la muerte de Angela Valko. Vladimir sehabía mudado a Nueva York y yo aquí, a SanPetersburgo, Leningrado por aquel entonces, dondelas fuertes restricciones que pesaban sobre miexistencia eran como un bálsamo para las heridas

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que había sufrido mientras trabajaba en París. Demodo que tomé el expediente y, después decopiarlo de cabo a rabo, se lo di a un amigo que lointrodujo subrepticiamente en Francia. Lo sacarona subasta en París en 1996, y un historiador ruso locompró. El expediente original está ahora enmanos de ese hombre, que ha hecho público sucontenido, e incluso han llegado a rodar una serietelevisiva de investigación sobre la vida deRasputín.

—¿No se te ocurrió que podía ser interesantepara nuestro trabajo? —inquirió Bruno,preguntándose cuán leal era Nadia a la sociedad.

—En aquel momento había roto con laangelología —respondió Nadia—. Debencomprenderme. No quería tener nada que ver conaquel místico ruso muerto. No era la única, porsupuesto. Después de que Stalin subió al poder,era casi imposible encontrar a alguien en Moscú oen Leningrado que estuviera dispuesto a hablar deRasputín y del zar. Pero mis motivos eran mucho

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más personales que el regusto amargo de lahistoria. Lo que había puesto a Angela Valko enpeligro había sido Rasputín y su álbum. El poderde ese hombre y su influencia después de muertoeran demasiado fuertes. Incluso ahora temo lo quepueda suceder a causa de este álbum.

—¿Cree usted que Rasputín es responsable dela muerte de Angela Valko? —le preguntóVerlaine, incrédulo.

—Cuando mi madre murió y me legó loshuevos y el álbum, le mostré a Vladimir laspáginas con las flores, haciéndole notar el nombrede Rasputín. Él cayó en cuenta de que era una cosaextraordinaria, así que, juntos, se lo llevamos aAngela. Ella creía que el álbum era un eslabónabsolutamente asombroso entre los antiguosmétodos para combatir a los nefilim y los métodosmodernos que se descubrirían en el siglo XX. Enmi presencia (de hecho, sirviéndose de mí paratraducir los escritos de Rasputín) identificó estevolumen como una especie de recetario medico.

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En su opinión, contenía el más precioso y máspeligroso de los compuestos químicos, unafórmula del mundo antiguo. Según como se mirara,podía tratarse de un veneno o de una medicina.

—¿Fue Angela quien introdujo el pasaje sobreNoé en las hojas del libro? —quiso saber Vera,entornando lo ojos al tiempo que sacaba el papel.

—Exacto —respondió Nadia. Tomó la hoja demanos de Vera y leyó—: «Noé escribió todo comose lo enseñamos en un libro, con todas las clasesde medicina, y los malos espíritus quedaron sinacceso a los hijos de Noé».

Bruno no podía creer lo que estaba oyendo.¿Era posible que Angela Valko hubierainterpretado realmente un libro lleno de floresprensadas en ese sentido? El famoso fragmento delLibro de los Jubileos era considerado como unode los grandes enigmas textuales en torno a Noé yal Diluvio. Sugería que existía una medicina capazde erradicar a los nefilim y que Noé la habíapreparado y empleado, pero todo estudiante de

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angelología de primer año sabía que los nefilimhabían sobrevivido al Diluvio. De hecho, seguíanmedrando en el mundo postdiluviano.

—¿Acaso Angela creía que Rasputín estabatratando de matar a los nefilim?

—Angela, Vladimir y yo especulamos acercade sus motivos, pero nadie sabe con seguridad porqué lo hacía. Vladimir creía que Rasputínpertenecía a una familia nefil, y que esa era larazón por la que gozaba de la confianza deAlejandra. Grigori es un nombre muy común quesuele abreviarse como Grisha, un apelativopopular entre los rusos. Pero hay pruebas quedemuestran que la madre de Rasputín tenía un levetoque de sangre nefilística y que le puso a su hijoGrigori en homenaje a la gran familia Grigori,conocida en toda Europa en el siglo XIX. Todoesto, junto con la fuerza física de Rasputín, elpoder hipnótico de sus ojos azules y su famosodominio sexual sobre sus seguidoras son rasgosque darían pie a creerlo, aunque esta teoría es

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difícil de probar, pues su ascendencia es puraestirpe campesina. Incluso su apellido tenía enruso una connotación vulgar. Al zar le desagradabatanto que le cambió oficialmente el apellido al,padre Grigori por el de Novy, es decir, «elnuevo».

—Pero aunque Rasputín tratara de prepararesa medicina, entre comillas, falló —señaló Bruno—. Los nefilim viven todavía.

—Estás en lo cierto —replicó Nadia—.Fueran cuales fueran sus intenciones y susaptitudes, no lo logró. Ni Angela tampoco. Peroustedes con ese álbum, quizá lo consigan.

Vera se puso en pie y, tras tomar el libro dijo:—Durante mis primeros años en la sociedad

intenté trabajar con angelólogos rusos. Noobstante, me resulto sencillamente imposible. Sonun grupo territorial, que recela de las nuevas ideasy desprecia las líneas de investigación que noencajan con la suya. Así recurrí a la única personaque sabía que podía ayudarme, un viejo amigo de

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la familia llamado Hristo Azov, un angelólogo quetrabaja en la costa búlgara del mar Negro. Cuandoyo era pequeña, los soviéticos estaban autorizadosa viajar al mar Negro, y mi familia pasaba allí lasvacaciones. El doctor Azov apoyó mis primerostrabajos. Es un hombre brillante, y su investigaciónes bastante sorprendente.

—¿Crees que Azov estaría interesado enecharle un vistazo a esto? —inquirió Bruno,percatándose mientras hablaba de que Vera lellevaba ventaja.

—Desde luego —respondió ella—. A pesar dela distancia, Azov ha estado a mi lado durante losúltimos años. Me ha aconsejado en todos y cadauno de los aspectos de mi investigación. Estoysegura de que podría organizarlo para verloenseguida. —Miró su reloj—. Es casi la hora decomer. Si me voy ahora es muy probable quepueda estar allí esta misma noche.

—Infórmame en cuanto te enteres de algo quepueda ser de utilidad —le pidió Bruno.

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—Por supuesto —respondió Vera,despidiéndose de todos ellos con un beso. Salió dela situación con tanta gracia que Bruno tuvo queadmirarla: ojalá él pudiera salir de allí con tantahabilidad.

La chica tomó entonces el álbum y miró aNadia.

—Estoy segura de que no quiere perder esto devista, pero Azov no puede ayudarnos a menos quelo vea.

—En tal caso, debe llevárselo —replicó laanciana, vacilando—. Pero ha de tener extremocuidado. Este álbum ha estado oculto durantemuchos años. Si los Grigori se enteran de que lotiene, lo querrán. Y creo que es usted conscientede lo que harán para conseguir lo que desean.

Vera adoptó por un momento una expresiónpreocupada, tras lo cual, al ver una bolsa en unrincón, deslizó el álbum en su interior y volvió ainternarse en el laberinto de la casa de Nadia. Alcabo de unos segundos, Bruno la divisó a través

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del cristal cubierto de polvo, caminando a todaprisa por la calle, con el rubio cabello refulgente ala luz del mediodía.

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Esquina de la calle Mokhovaya, SanPetersburgo

El golpe alcanzó a Verlaine antes de ponersiquiera los dos pies en la calle. El mundo pareciótemblar e inclinarse, y se desplomó pesadamentesobre los adoquines. Rodó sobre sí mismo,mientras la rígida suela de un zapato cortaba sumano. Una sustancia tibia y húmeda goteó sobre sufrente y se le metió en el ojo. Parpadeó tratando dever con mayor claridad, pero lo cegaba la sangre.

En los segundos que estuvo tendido sobre losadoquines hizo encajar todas las piezas de laemboscada: el coche que habían visto junto alNeva debía de haberlos seguido. Las criaturashabían permanecido a la espera en el exterior de latienda de antigüedades, preparándose para atacaren el momento en que Bruno y él salieran por lapuerta de Nadia. Habían calculado y ejecutado su

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plan a la perfección.Secándose los ojos con la manga de la

chaqueta, Vio que no había uno, sino dos nefilim.Al desplazar la mirada del uno al otro se percatóde que eran absolutamente idénticos, desde susfrondosos rizos rubios a sus zapatos de cueroitalianos. Los gemelos le resultabaninquietantemente familiares. Reconocía sucomplexión, sus rasgos, incluso su forma de vestir.Y, sin embargo, era imposible que los hubieravisto en París. Los nefilim rara vez hacían supropio trabajo sucio.

Se levantó de un salto y le asestó una patada algemelo que tenía más cerca, con la intención dedarle en el plexo solar. Notó que su zapatoalcanzaba el punto previsto, pero el golpe nosurtió ningún efecto. Su objetivo —cayó en lacuenta de que debía de ser un Grigori, pues nohabía ninguna otra familia que se les pareciera nide lejos— simplemente sonrió, como si Verlaineno supusiera mayor amenaza que un insecto. Por su

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parte, Bruno luchaba enfrentándose al segundonefil, pero este lo inmovilizó contra el suelo.Verlaine palpó entonces su chaqueta en busca delhuevo: por el momento, estaba a salvo.

A continuación, rápida como un parpadeo deluz, vio a Eno por el rabillo del ojo. El emim brotóde las sombras; su piel tenía un aspecto traslúcidoa la luz del atardecer. Ocultaba las alas bajo unacapa de malta cibelina, pero Verlaine sabía que silas desplegaba abarcarían todo el ancho de lacalle.

El tiempo pareció detenerse mientras Eno seacercaba a él con sangre fría y le asestaba unpuntapié en el estómago. Verlaine trató delevantarse, pero la criatura volvió a derribarlo alsuelo de un empujón y, tras revisar sus bolsillos, learrebató la pistola, la miró con desdén y la tiró alsuelo. Hizo una pausa y se puso a palpar suchaqueta por segunda vez. Verlaine supo que elángel había encontrado el huevo antes incluso deque lo sacara del bolsillo. Forcejeó para

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quitárselo de las manos, pero las otras doscriaturas lo sujetaban. Bruno se puso velozmenteen pie, pistola en mano, y disparó contra Eno,quien dio media vuelta y echó a correr. Losgemelos, por su parte, volvieron a subirse al cochey se esfumaron con tanta rapidez como habíanaparecido.

—Vamos —lo exhortó Bruno al tiempo que sesacudía la ropa—. Los seguiremos.

—Sería mejor que nos separáramos manifestóVerlaine, divisando a Eno a lo lejos.

Su jefe lo miró, dubitativo.—¿Crees que podrás con ella?—Pronto lo sabremos. —Verlaine se vio

momentáneamente invadido por la duda.Bruno le había advertido apenas el día anterior

de que enfrentarse a Eno a solas era un suicidio.Sin embargo, era el tipo de criatura que todoangelólogo soñaba con cazar.

Una de dos: o sería la captura más importantede su vida o acabaría con él.

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—De acuerdo, adelante —respondió Bruno—.Ve tras ella. Sabrá que la estás siguiendo, pero noimporta: lo esencial es presionar. Yo seguiré alcoche. No cabe duda de que se reunirán con Enoen algún momento.

Verlaine recogió su pistola, se la metió en elbolsillo y salió corriendo, sabiendo que tenía queatraparla, arrinconarla, aturdirla y dominarla,habilidades que Bruno le había ido inculcando añotras año. Lo había hecho ya en múltiplesocasiones, primero con ejemplares de golobium,pasando a los gibborim y por fin, más adelante, alos nefilim. Había aprendido a ajustar su paso alde la criatura, elegir el momento preciso pararevelar su presencia y, luego, después demanipularla hasta tenerla en la posición oportuna,capturarla. Sin embargo, nunca había probado ladulzura de un emim como Eno.

El ángel dobló la esquina y tomó laperspectiva Nevski, una avenida flanqueada deboutiques y galerías de arte, y se escabulló en el

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interior de una tienda cuyo reluciente escaparaterebosaba maletas de cuero, chales y bolsas demano. Verlaine se detuvo frente a la puerta y sepreguntó si debía entrar e ir tras ella o esperar,pero ninguna de las dos posibilidades le parecíauna buena opción. Eno sabía que la estabasiguiendo. Si entraba, saldría corriendo. Sipermanecía fuera, encontraría el modo de escaparpor otra salida. Se apoyó contra el cristal yentornó los ojos. La tienda estaba llena de mujereshermosas y bien vestidas. Eno se hallaba junto auna vitrina que exhibía carteras y accesorios.Marcó un numero en su teléfono y se llevó elaparato al oído, sin dejar de mirar atentamente,mientras llamaba, el diseño de una bufanda deseda, un pañuelo blanco con flecos negros que, alcolocárselo alrededor del cuello, hacía juego consu boina blanca y su capa negra, Al cabo deescasos minutos, cerró el teléfono, lo metió en subolsa, pagó la bufanda y volvió a salir a la calle.Verlaine se ocultó y la observó alejarse.

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Si Eno se había percatado de su presencia, noalteró en lo más mínimo su comportamiento.Abandono la perspectiva Nevski y se dirigió haciael Neva apretando el paso. Verlaine aumento lavelocidad, al tiempo que su determinación crecíapor segundos Los tacones de aguja de ella lahacían parecer enorme ente los seres humanos quela rodeaban. Verlaine camino cada vez másdeprisa hasta que al final, echo a correr, mientrasel frío viento se filtraba entre sus cabellos. Lacuestión no era si podría capturarla o no, puesestaba decidido a atraparla a toda costa. El temaera más bien hasta donde llegaría ella para huir deél. Por lo que sabía de los emim, Eno no sedetendría.

Mientras la seguía, algo en él se retrajo. Se vioa sí mismo a distancia, como si estuviera fuera dela escena, observando sus movimientos desde unagran altura por encima de la ciudad: un hombrecon un saco amarillo manchado de sangre queavanzaba por el puente sobre el río entre la

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multitud, evitando el trafico mientras cruzaba lacalle al llegar al Hermitage.

Lanzó una mirada al gran bloque del Palaciode invierno, que volvía a erguirse ante él. A la luzde la tarde, los edificios parecían aún más macizosque antes del amanecer, cuando habían llegado.Parecía haber transcurrido toda una vida desdeque había besado a Vera en las mejillas y le habíamostrado el huevo, cuando ignoraba por completoque era mucho más que una ridícula baratijadecorativa.

Cuando Eno dio vuelta en una calle flanqueadade árboles, Verlaine vio su oportunidad. A pesarde que el laberíntico barrio antiguo que seextendía por detrás del Palacio de Invierno noestaba tan protegido como le habría gustado —nohabía ningún callejón oscuro, ni un patio cercado,ni un túnel desierto en una estación de metro—,tendría que arreglárselas. No tenía mucho tiempopara actuar. Si quería atraparla, tenía que serahora.

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Como presintiendo su intención, Eno apresuróaún más la marcha. Él se adaptó a su pasoacercándose a la criatura desde atrás, con sucuerpo tembloroso por la expectación. Después detantos años rastreando ángeles, todavía encontrabala caza excitante y aterradora. El efecto que Enoejercía sobre él, la mezcla de miedo eincredulidad que lo que tenían agitado y ansioso,se parecían a lo que había sentido la primera vezque había cazado un ángel, hacia años. Fueaproximándose cada vez más hasta encontrarsepeligrosa y temerariamente cerca de ella, tanto quepercibía su fuerte olor, una fragancia almizcladacaracterística de su especie. Decían que se tratabade un aroma seductor —así rezaban algunas de lasprimeras descripciones de las criaturas de que setenía constancia—, pero para Verlaine era unhedor putrefacto, como de animal endescomposición, un hedor que distinguía a lasrazas menores del aroma más refinado de losnefilim. Sintió enfriarse el aire que los separaba y

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se puso tenso, abrumado por la proximidad. Lapiel pálida de Eno resplandecía. Sus faccioneseran afiladas, aguileñas. Cuando giro ligeramentela cabeza para mirar por encima del hombro,Verlaine observo que tenía los ojos de colorámbar, de un dorado sumamente intenso, sinequivalente en el mundo natural. Tenía impresos enel rostro los mismos rasgos que los pintoreshabían empleado para representar a los ángelesdesde el Renacimiento: los grandes ojossimétricos, la frente ancha y Ion pómulos altos, lascaracterísticas que se habían convertido en elparadigma de belleza angélica. No era de extrañarque los cazadores de ángeles siguieranpersiguiéndola: Eno era deslumbrante. Al doblaruna esquina, la criatura se detuvo y se volvió paraenfrentarse a Verlaine. Sus ojos dorados seposaron en los suyos, desafiándolo a acercarse.Una delicada membrana blanca había caído sobresus ojos creando una envoltura lechosa, como si setratara de los ojos de un reptil. Parpadeó, la

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película se retrajo y, por un aterrador instante,Verlaine tuvo la impresión de que Eno iba abesarlo. Un temblor eléctrico lo recorrió entoncesdesde los pies a la cabeza, una especie de toma deconsciencia que no quería admitir, pero cuyaevidencia lo golpeó de lleno en el pecho: aquellaera una de las criaturas más terroríficas yseductoras que había visto jamás. Debía golpearlacon la fuerza necesaria para aturdirla y así poderponerle un collar alrededor del cuello. Palpó subolsillo trasero, asegurándose de que el collarestaba donde lo llevaba siempre —era fino yflexible, y lo había enrollado hasta reducirlo altamaño de una moneda—, y agarró a Eno delbrazo. Acto seguido, tiró violentamente de ellahacia atrás y la hizo caer con una patada en laespinilla. La criatura aterrizó en la acera y segolpeó contra el suelo. Su bolsa cayó a su lado;Verlaine la agarró, la arrojó lejos de su alcance yle clavó la rodilla en el tórax, sujetándola contrael pavimento. La había dejado sin aliento, oía

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cómo jadeaba mientas luchaba por respirar. Así, lesería casi imposible desplegar las alas y atacarlo.Le sujeto ambas muñecas a la vez con una mano ysacó el collar de su bolsillo trasero con la otra.Pero cuando apretaba el metal contra su cuello,ella lo apartó de un empujón con destreza.Retorciéndose, Eno se escurrió de debajo de sucuerpo y se levantó de un salto, al tiempo que unasonrisa confería a sus gélidas facciones la radiantebelleza de un Botticelli.

—Tendrás que esforzarte más —dijo.Verlaine volvió a arremeter contra ella

asestándole un puñetazo en el estómago, pero lacriatura contraatacó, arañándole la cara con lasuñas y derribándolo después de un golpe en laspiernas que le hizo perder el contacto con el suelo.Verlaine se desplomó sobre la acera en un confusotorbellino de movimiento y oyó el fuerte taconeode las botas de Eno contra los adoquines mientrasse daba a la fuga.

Se incorporó a toda prisa y salió corriendo

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tras ella. Era rápida, pero él se ajustó a su ritmohasta que ella desplegó las alas, que refulgían yvibraban enérgicamente alrededor de su cuerpo.Luego Eno se elevó y voló por las calles, ganandovelocidad a cada segundo.

Verlaine echó un vistazo a su alrededor,buscando algo que pudiera ayudarlo a darlealcance. Había una oxidada motocicletaestacionada allí cerca, con los cables sueltoscolgando. El motor era muy distinto del de la suya,pero en un abrir y cerrar de ojos le había hecho unpuente, había pasado una pierna por encima delasiento de cuero e iba tras Eno a toda velocidad.Agarró con fuerza el manillar mientras derrapabapor las calles y volvía sobre sus pasos por elamplio bulevar. Trató de orientarse, y supuso quese estaba dirigiendo hacia el oeste, en dirección alNeva. Un minarete se erguía contra el cielopúrpura.

Un dolor sordo, vibrante, se filtraba a travésde su cráneo; el corte había comenzado a

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endurecerse con la sangre coagulada. Al volver lacabeza, sin embargo, sintió que la herida se leabría y que un nuevo hilo de sangre manaba,caliente, sobre su piel.

De pronto divisó a Bruno en el asiento traserode un taxi justo delante de él. Estaba siguiendo elsedán en el que viajaban los gemelos, tomandovelocidad por momentos. Verlaine comprendió queestaba lo suficientemente cerca para prestarleayuda y, manteniendo el equilibrio adecuado entrevelocidad y control, cortó el paso a los gemelos.Miró hacia arriba y vio a Eno con sus alas negrasabiertas contra el cielo. Estaba escoltando a losgemelos desde lo alto. Si Verlaine iba tras el taxi,ella descendería y podrían enfrentarse.

Un estruendo atrajo entonces su atención. Segiró y descubrió un grupo de motocicletas negras asus espaldas que avanzaba en formación. Bruno seasomó a la ventana del taxi, agitó rápidamente lamano y las motocicletas se arremolinaron comoavispas alrededor del coche de los gemelos, con

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sus motores zumbando mientras hacían bruscosvirajes.

Cuando el sedán derrapó abruptamente y sedetuvo con un chirrido, el taxi en el que viajabaBruno paró también de manera brusca. Verlaine seacercó a la cuneta y soltó la motocicleta.

—Buena coordinación —dijo Brunoexaminando a Verlaine y lanzando un leve silbido.

Su aspecto debía ser muy malo, encorrespondencia con el dolor que sentía. Seguroque estaba lleno de moretones, con la cabezapateada como una pelota de fútbol. Mientras sedirigía hacia Bruno, se dio cuenta de que el golpeque había recibido en la cabeza lo hacíatambalearse sobre sus pies.

El grupo de angelólogos rusos descendió delas motos y se reunió con Bruno y Verlaine. Esteúltimo no conocía a sus colegas de Rusia, perohabía oído hablar de ellos, casi siempre en tonoburlón y en relación con el uso que hacían delequipo pesado, llevaban guantes de cuero con

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nudillos de acero incrustados y cascos negros deacero con alas de ángel pintadas en plata en loslaterales. Había nueve cazadores de ángeles rusos,con lo que sumaban un total de once angelólogos.En circunstancias normales, habrían sido más quesuficientes, pero después de su encuentro con Enoera evidente que esta no era una caza como lasdemás, y que ella y los gemelos eran objetivosfuera de lo común.

Justo cuando comenzaba a confiar en quepodrían manejar la situación, una nueva criaturaemergió de improviso del sedán de los gemelos.Era un raifim, una orden angélica autóctona deRusia. Verlaine sabía por su diccionario deángeles que los raifim eran unos monstruossimilares al fénix, que renacían de la muerte una yotra vez. Se les conocía como «los muertos» acausa de sus ojos rosa pálido y su capacidad deregresar a sus cuerpos. Nunca había visto uno decerca, pero aun así le provocaba repulsión por lapalidez propia de la carne carente de sangre.

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Verlaine parpadeó mientras la puerta delacompañante se abría y aparecía otro raifim. Unode los cazadores rusos se abalanzó hacia laprimera criatura, apuntó y le asestó un puntapiédirigido al pecho. Un segundo cazador lo golpeópor detrás y la bestia se derrumbó en el suelo,boqueando en busca de aire. Un tercer cazador deángeles se precipitó entonces sobre la criaturaderribada y de inmediato le colocó un collar entomo al cuello.

—Hacerlo despacio y bien —advirtió Bruno—. Si los matáis, vuelven más fuertes y cruelesaún.

De reojo, Verlaine vio que los rusos habíanacorralado al segundo raifim. Uno de loscazadores se lanzó hacia adelante y aferró una desus gruesas alas. La criatura forcejeó, batiendo elaire cada vez más aprisa y, en la contienda, leabrió una herida a su captor en la porción de pielque asomaba por debajo del casco de motociclista.El cazador dejó escapar un grito y cayó al suelo,

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apretándose la herida con una mano enguantada.De inmediato, la criatura trató de tomar el controlintuyendo su debilidad, pero, justo cuando estaba apunto de inclinarse sobre el herido, Verlaine seintrodujo entre ambos con intención de evitarlo. Elmonstruo lo atacó y le provocó una nueva herida,llenándole la boca de sangre fresca. Verlaine lanzóun escupitajo para librarse del sabor. El ángel sedisponía a agredido por segunda vez cuando unode los cazadores rusos, con un movimiento rápidoy preciso, le puso un collar alrededor del cuello.Y. como si alguien hubiera pulsado un interruptor,la criatura se desplomó sobre el asfalto mientrassus alas se replegaban bajo su cuerpo.

Los gemelos se hallaban en medio de la calle,observando la lucha con fría indiferencia. Eran elvivo retrato de Percival Grigori; no del Percivaldecrépito que Verlaine había conocido en NuevaYork diez años antes, sino del Percival joven ysano de la película de Angela Valko. Los observóatentamente, perplejo, preguntándose quiénes eran

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y cómo podía ser que no constaran en ningunaparte. Según Bruno, y en opinión del resto de loscazadores que confiaban en la evaluación porperfiles, si una criatura no figuraba en su base dedatos, no existía en absoluto.

Fueran quienes fueran esos nefilim, Eno estabaa su servicio. La criatura dio un paso al frente,protegiéndolos con las alas extendidas. Losgemelos permitieron que los escudaramanteniéndose a distancia, observando a loscazadores de ángeles con creciente alarma.

—Están buscando algo —declaró Bruno,explorando la multitud.

Verlaine inspeccionó el lugar esperandoencontrar un equipo de angelólogos de apoyolistos para luchar. Se hallaban en el mismísimocentro de San Petersburgo, al otro lado delHermitage, una ubicación que complicaba lascosas. La policía llegaría en cualquier momento, yVerlaine no estaba seguro de que fueran amostrarse amables. Con el crepúsculo, el cielo,

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nublado y sombrío, se teñía de un resplandorrosado. Las farolas que rodeaban la plaza estabancomenzando a encenderse, arrojando una claridadpálida e inquietante sobre el Palacio de invierno,cuya piedra parecía tan cremosa como el chocolateblanco.

Bruno estaba en lo cierto: Eno estaba buscandoalgo. Mientras se limpiaba la sangre que resbalabahasta sus Ojos, Verlaine trato de prever lo que elángel haría a continuación, Si estuviera esperandoa otros emim, sería prácticamente imposible lucharcontra ellos. Si querían encontrar a Evangeline,tendrían que someter a Eno con cuidado, sinmatarla. Se acercaron a ella simultáneamente, unopor cada lado, mientras Verlaine centraba suatención en ella.

—Si logras hacerte con el huevo —le susurroBruno—, súbete a la moto y sal de aquí deinmediato. No te quedes a ayudarnos y tampocomires atrás.

Indicándoles por señas a los cazadores que lo

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siguieran, Verlaine se acercó. La criatura no semovió y él trató de arrebatarle el huevo,aventurándose a suponer que se encontraba en unbolsillo de su capa, y dio en el blanco. Lo agarró,sintiendo su frío peso en su mano, y corrió hacia lamotocicleta. Mientras subía en ella, sintió que unagélida sombra se le echaba encima, una sensaciónde frío glacial que le atravesaba la ropa y lodejaba helado hasta los huesos. De pronto, rápidacomo una víbora que se abate sobre su presa, Enolo arrojó al suelo. Verlaine gruñó, sacó la pistoladel cinturón y le apuntó al pecho, y, aunque ella semovía y no estaba seguro de acertar, disparó. Unestallido de electricidad le hizo saltar la pistola delas manos, acabando con toda esperanza de unsegundo tiro pero, por la fuerza de la descarga,supo que no iba a necesitarlo.

La había aturdido. Eno se rodeó el pecho conlos brazos mientras gemía de dolor. Una cazadorade ángeles —por la habilidad con la quereaccionó, dedujo que debía de ser una de la élite

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— le lanzó un collar. Verlaine lo abrió y seapresuró a colocárselo al emim en el cuello. Lohabían adiestrado para actuar con rapidez,desarmar a la criatura mientras estaba aturdida yponerle el collar con un gesto firme. Una vezcolocado, el ángel se sumía en un estado desomnolienta sumisión, lo que permitía alangelólogo capturarlo con comodidad. Verlaineejecutó el procedimiento a la perfección. Sinembargo, cuando iba a asegurar el collar, lacriatura contraatacó. Él cayó, quedándose sinaliento, el collar se le resbaló de las manos y rodóvelozmente por el suelo, No podía respirar: estabaparalizado.

Con un violento golpe, Eno lo aplastó contra elasfalto y le clavó el tacón de la bota en la curvadel cuello, como si fuera a atravesarle la garganta.Luego se puso de rodillas sobre él y le apoyó lasmanos sobre el pecho, con las muñecas juntasencima de su corazón. Una descarga eléctricarecorrió a Verlaine de pies a cabeza, y un ruido

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grave y áspero invadió sus oídos. Era un sonidoque no lograba reconocer, y no supo si se tratabade algo generado por su propia mente —elrepiqueteo mental del terror que sonaba en susoídos— o si era Eno quien hacía que esa extrañamúsica resonara en su interior. Aunque habíaestudiado que los nefilim hacían uso de lavibración para aturdir a sus víctimas humanas —era una de sus muchas tácticas para alterar lossentidos antes de matar—, nunca había oído hablarde ningún ángel emim que tuviera el poder parahacerlo.

Verlaine se debatió, arrojándose contra Eno,notando que sus alas lo envolvían mientras ellaaumentaba la presión de las manos sobre su pecho,y sintió un pálpito vibrante que pulsaba por encimadel latido de su corazón. Había visto a sereshumanos que habían sido víctimas de ataqueseléctricos de ángeles. Sus cuerpos quedabancarbonizados, reducidos a negros cilindros. Unaoleada de pánico se apoderó entonces de él: Eno

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iba a matarlo.El calor reptaba por su piel como si hubiera

caído en un pozo de aceite hirviendo. Tal vezgritara, pues oyó su propia voz en sus oídos, perono tenía la impresión de haberlo hecho. En algúnlugar distante percibió pasos, disparos, la voz deBruno a lo lejos. Un resplandor lo engulló y, enmedio de un estallido de calor cuya intensidadarrolló su cuerpo y su mente, perdió elconocimiento.

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EL CUARTO CÍRCULO

Avaricia

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Burgas, costa del mar Negro,Bulgaria

Vera contemplaba el cielo mientras el avióniniciaba la maniobra de aterrizaje. El vuelo desdeSan Petersburgo había consistido en cuatro horasde incesantes turbulencias durante las cuales elaparato se había visto zarandeado en medio defuertes corrientes de aire. No obstante, se habíaquedado dormida en el preciso momento en que elavión despegaba, y las subidas y bajadas delmismo habían quedado diluidas en la liquidez desu sueño. No recordaba qué había soñado perosentía cierta ingravidez en lo más profundo de sumente, distante y, sin embargo, vívida.

El aeropuerto era una pequeña terminalregional con un único reactor estacionado en lapista. Vera contempló el edificio de concreto, lasfranjas de parcelas enlodadas alrededor del campo

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de aviación, el alambre de púas que formabaespirales en lo alto de la cerca de malla metálica.No había estado nunca antes en el puesto deavanzada de Azov en el mar Negro, y habíatomado al vuelo esa oportunidad para ver por símisma cómo debían de haber sido las grandesexpediciones a Bulgaria, la primera en el siglo XIIy la segunda durante la segunda guerra mundial. Lepareció que el aeropuerto tenía un aspectocansado, decrépito, como si se estuvierarecuperando de un invierno largo yextremadamente riguroso. Sin embargo, una intensaluz primaveral inundaba el cielo. Vera se puso loslentes de sol y siguió a los demás pasajeros.

Al final de la pista, un par de guardias deseguridad fueron a su encuentro y, tras cruzar unapuerta enrejada, la acompañaron a la salida, dondela esperaba un automóvil negro todoterreno,anónimo y ostentoso a la vez. No le habían pedidoel pasaporte: su presencia en Bulgaria no quedaríaregistrada. Oficialmente, nunca había entrado en el

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país.Una mujer con el cabello negro y la piel muy

bronceada la saludó desde el asiento delconductor. Se presentó a sí misma como Sveti, y ledijo que Bruno había llamado horas antes paraadvertirles de su llegada y de sus necesidadesdurante su estancia en Bulgaria.

—Si tiene hambre, sírvase usted misma —ledijo.

Vera abrió una canasta de mimbre que conteníabocadillos de pepino y tomate, un pastel dehojaldre de huevo y queso feta que Sveti llamóbanitsa, hojas de parra rellenas, unas botellas decerveza y agua mineral. No la apetecía muchocomer después de la mañana transcurrida conNadia pero, a pesar de todo extendió una servilletade tela sobre su regazo y tomó un bocadillo.

—Ahora mismo nos encontramos fuera deBurgas —le informó Sveti al tiempo queabandonaban el aeropuerto y los neumáticoslanzaban una lluvia de grava cuando el vehículo

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tomó una carretera asfaltada—. A unos veinticincominutos de Sozopol. Cuando lleguemos, la llevaréal centro de buceo de la Sociedad Angelológica deBulgaria, donde nos encontraremos con el doctorAzov. Nuestro destacamento ha estado allí duranteaños, pero por algún motivo hemos conseguidopermanecer en el anonimato. Azov ha estadotrabajando en cosas cuya existencia nadie podríasoñar; Y sin embargo, hasta ahora nadie habíamanifestado ningún interés. Usted es la primeraangelóloga extranjera que nos visita en siglos.

Vera miró por la ventanilla mientrasatravesaban la ciudad de Burgas, dejando atrásvarias gasolineras y un restaurante de comidarápida. Pasaron frente a unos tristes bloques deapartamentos de concreto, una estación de servicioy un número indeterminado de puestosimprovisados de frutas y verduras. El tráfico eraescaso, y Sveti aprovechó que la carretera estabalibre de vehículos para conducir cada vez más deprisa. Mientras se dirigían hacia el sur, la

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autopista de dos carriles describió una curva hastaalcanzar la orilla del agua, bordeando la recortadacosta. Pasaron frente a un astillero lleno debarcazas industriales y varios grupos de casas queparecían a punto de caer al agua. El mar Negrocentelleaba a la luz del sol; parecía una enormepiscina verde azulado, tranquila y apacible comouna lamina de cristal. La peculiaridad del color, lainformó Sveti, se debía a una cierta variedad dealgas que florecía en primavera. Normalmente, elagua era del gris del acero, un poco más oscuro,para hacer honor a su nombre.

—Ya casi hemos llegado —señaló la mujer altiempo que abandonaba la autopista y tomaba unasinuosa carretera desde la que se divisaba el agua.

De pronto, un pueblo surgió ante ellas en loalto de un promontorio.

—Antiguamente, Sozopol se llamaba Apolonia—explico Sveti—. Los griegos comerciaban desdeel puerto, de manera que la ciudad se convirtió enun importante puesto de avanzada en el mar Negro.

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Obviamente, desde entonces han cambiado muchascosas: vinieron los romanos, y después losotomanos, y tras ellos los rusos. He pasadotemporadas en este lugar desde que era pequeña,cuando Sozopol era un pueblecito de pescadoresdonde las familias pasaban las vacaciones todoslos veranos. —La mujer redujo la velocidad en laserpenteante carretera—. En aquella época, elpueblo en sí ocupaba tan solo el brazo de tierraque se adentra en el mar Negro. Desde entonces seha producido un desarrollo masivo. Han surgidohoteles y clubes en cada pedazo libre de tierra.Una sección moderna de la ciudad se ha adueñadodel lado opuesto de la bahía. Antes era unaespecie de paraíso. Ahora, bueno… ahora es comotodo lo demás: se trata de hacer negocio. Por lomenos en primavera está tranquilo.

Atravesaron un puerto, dejando atrás veleros ybarcos de pesca con montones de redes colgandode sus costados. Finalmente Sveti detuvo el coche,apagó el motor y saltó afuera, indicándole con un

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gesto a Vera que la siguiera. La joven sedesperezó, sintiendo el sol poniente sobre la piel.De improviso, las frías ráfagas de viento del Nevaparecían cosa de otro mundo.

Echó un vistazo al pueblo, que se levantabadetrás del puerto y mostraba un laberinto decallejuelas estrechas. Observó con atención unacasa en equilibrio en la cima de la colina. Eledificio parecía ser antiguo: los primeros pisosestaban hechos enteramente de piedra, sinventanas, como para resistir las violentasarremetidas del agua, con un segundo piso demadera que sobresalía por encima de la base.Tenía una pequeña terraza llena de ristras depimientos puestos a secar, ramilletes de hierbas yropa mojada tendida. Una anciana los miró desdearriba, con una pipa colgando de los labios y lasmanos cruzadas sobre el pecho, indiferente a loque sucedía en la calle.

Pocos minutos después de llegar, una lancha demotor arribó a la orilla. Vera y Sveti subieron a

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bordo, se acomodaron y se sujetaron con fuerza ala barandilla de metal del borde de laembarcación. El conductor hizo girar el volante yla lancha torció, alejándose de Sozopol con rumboa las tranquilas aguas del mar Negro.

—El centro de investigación se encuentra en laisla de San Iván —le informó Sveti señalándoleuna masa de tierra en medio de la bahía, en cuyopunto más alto se erguía un faro—. La isla estuvohabitada por los tracios entre los siglos IV y VIIa. C., pero el faro (o una versión anterior delmismo) no se construyó hasta la llegada de losromanos en el siglo I a. C. La isla se considerabasagrada, y ha sido siempre venerada como un lugarde descubrimiento místico. Se cree que losromanos encontraron templos y cámarasmonásticas construidas por los tracios. En su favorhay que decir que preservaron la naturaleza de laisla. Construyeron un templo dedicado a Apolo, demodo que San Iván ha sido siempre un lugar demeditación, rituales, cultos y secretos —explicó

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—. Atracaremos dentro de pocos minutos, pero estiempo suficiente para ponerla al día. Según tengoentendido, conoce usted bien al doctor Azov y sutrabajo, pero quizá sea mejor que empecemos porel principio.

—No es necesario —repuso Vera—. Sé queAzov ha estado ocupando las instalaciones de laisla de San Iván desde hace más de tres décadas,desde antes de que yo naciera. El centro se habíacreado a principios de los ochenta, cuando ungrupo de investigación señaló la presencia deobjetos bien conservados bajo el mar Negro.Antes, los angelólogos emplazados en Bulgariatrabajaban cerca de la Garganta del Diablo, en lacadena montañosa de las Ródope, para supervisarel aumento de la población de nefilim y, claro está,para actuar como barrera en caso de que losguardianes escaparan. Pero cuando salió a la luz laimportancia del mar Negro para Noé y para sushijos en particular, Azov solicitó también unpuesto aquí.

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—Es evidente que ha seguido usted su trabajo—manifestó Sveti—. Sin embargo, me pregunto sisus compañeros de profesión son conscientes deque, en estos momentos, estamos trabajando en elproyecto de recuperación más fascinante de ladécada.

—Me imagino que casi cualquier cosa quecuente con el apoyo de Azov podría definirse así—replicó Vera.

Sveti sonrió, como si le agradara haberencontrado a otra admiradora del doctor.

—En tal caso, no es preciso que le diga que élestá haciendo algo que nadie en la historia denuestro campo ha hecho con anterioridad. Estecentro se fundó para que pudiéramos llevar a caboexploraciones in situ en relación con objetospertenecientes a Noé y relacionados con elDiluvio.

Vera contempló la isla, situada a espaldas dela mujer. Podía distinguir los detalles del faro, supiedra lisa que ascendía en espiral hasta alcanzar

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una serie de ventanas en lo alto. Al volver a mirarhacia la orilla divisó el pueblo levantándose a lolejos, como si surgiera del agua.

—Así que aquí es donde los nefilim volvierona empezar —observó Vera.

—A lo largo del tiempo se han hecho muchasconjeturas acerca de lo que podría haber bajo lasaguas (una de ellas, defendía que se trataba de lacivilización perdida de la Atlántida), pero lateoría más interesante, y la más popular desde el siglo IV, es que el arca de Noé se posó sobre elmonte Ararat, en lo que antes era la costa deTurquía.

—Pero eso se encuentra a mil seiscientoskilómetros de aquí —objetó Vera.

—Cierto. Y ni siquiera está cerca del límitedel mar Negro. Los estudiosos han creído siempreque la recuperación de objetos del arca eraimposible por ese motivo. Sin embargo, hace algomás de una década, unos académicos de laUniversidad de Columbia, William Ryan y Walter

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Pitman, publicaron un libro que cambió el carácterde las investigaciones sobre del Diluvio. Elloscreen que el mito del Diluvio, que forma parte decasi todos los grandes sistemas mitológicos, deGrecia a Irlanda, se originó a partir de uncataclismo que tuvo lugar hace aproximadamentesiete mil seiscientos años. Sugieren que, a medidaque los glaciares Se iban deshaciendo, el aguaprocedente del Mediterráneo quebró el lecho delBósforo y una avalancha de agua inundóviolentamente la tierra, borrando del mapa a lascivilizaciones antiguas y dando lugar a lo que eshoy el mar Negro.

Vera recordaba la publicación del libro. Azovle había hecho llegar artículos en relación con esapolémica.

—Importantes estudiosos de la regiónconcordaron en que el Bósforo se había agrietado—prosiguió Sveti—, pero consideraron unabsoluto disparate la escala propuesta por Ryan yPitman. Si no recuerdo mal, atacaron sus teorías

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diciendo que no estaban fundamentadas.»Y, en efecto, así era en aquella época. Pero,

después, Robert Ballard, el oceanógrafo yexplorador náutico norteamericano que se habíahecho famoso al descubrir el Titanic, empezó aexplorar el mar Negro con submarinos y equiposavanzados. Incluso los escépticos tuvieron queplantearse si no habrían descubierto algo. Lo queel mundo en general no sabía era que, en realidad,Ballard trabajaba bajo el asesoramiento del doctorAzov. Y resulta que hay algo mucho, pero quemucho mejor que el arca debajo del mar Negro —terminó la mujer al tiempo que le tendía un mapatopográfico a Vera.

—Así que la teoría del Diluvio de Ryan yPitman era correcta —terció la joven—. Antaño,la tierra situada bajo del mar Negro estuvohabitada.

—Exacto. Después de años de investigación,hemos dejado de creer que el Diluvio consistió enuna terrible y catastrófica inundación, como dice

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la mitología, desde la Biblia hasta el Gilgamesh.Por el contrario, el nivel del agua fue creciendo alo largo de un amplio período de tiempo. ElBósforo se fue rompiendo poco a poco y las aguasestuvieron vertiéndose en la cuenca durantedécadas, sumergiendo a los pueblos a medida quesubía el nivel.

—Cuarenta días y cuarenta noches fueron másbien como cuarenta años —señaló Vera.

—O incluso más —sugirió Sveti—. Ennuestras exploraciones hemos descubierto que laprimera oleada provocó una migración masiva deaquí hasta aquí. —Sveti desplazó el dedo a lolargo del mapa que Vera tenía en la mano—. Laactual orilla del mar Negro aparece representadacon una línea roja continua. La línea discontinuaque ve usted unos cinco centímetros más adentro y,luego, la siguiente línea de puntos que ve a cincocentímetros de la primera, y la tercera a sietecentímetros y medio de esta son orillas antiguas.—Señaló la línea discontinua más interior, y

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después la intermedia—. La segunda oleada delDiluvio provocó una nueva migración y laconstrucción de nuevos pueblos, y, así, el patróncontinuó durante muchas décadas. Muchos de lospueblos más antiguos de la costa del mar Negro,como Sozopol y Nessebar, al norte, fueronconstruidos generaciones después del asentamientoerigido en la orilla actual. Los pueblos situadosbajo el mar son, obviamente, antiguos. Miles deaños más antiguos que todo lo que podemosencontrar en la superficie.

—Entiendo la importancia académica de esedescubrimiento —declaró Vera—, pero ¿qué tieneque ver con Noé y sus hijos?

Sveti sonrió, como si hubiera estado esperandoprecisamente esa pregunta.

—Tiene todo que ver con ellos. —Tomó elmapa que Vera sujetaba y lo dobló—. Como tendráocasión de ver enseguida.

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Mientras la embarcación giraba y se dirigía atierra, Vera trepó a la proa, sintiendo el vientoazotar su cuerpo mientras trataba de conseguir unavista mejor. La isla estaba cubierta de altashierbas silvestres que se estremecían con la brisa;Las gaviotas se lanzaban en picada y volabanalrededor de la isla, como si estuvieran rastreandola maleza en busca de ratones. Desde tan escasadistancia, el faro parecía inclinarse respecto delsuelo, un efecto engañoso de la perspectiva que lepermitió distinguir a un hombre, de pie junto a unapequeña puerta roja, que miraba la lancha mientrasesta se iba acercando. El conductor apagó elmotor, la embarcación redujo la velocidad y sedeslizó junto a un largo muelle de madera.

Vera saltó de la embarcación y siguió a Svetihasta el final del muelle y luego cuesta arriba porun terreno irregular. El faro se levantaba anteellas, con su fachada de piedra ajada por el

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tiempo, desgastada y corroída por el agua salada yel viento. En lo alto de la torre había un granbatiente de hierro que protegía la enorme lámparade las gaviotas. En un círculo pintado sobre elasfalto había posado un helicóptero, en cuyobulboso parabrisas se reflejaban los rayos del sol.El hombre que Vera había visto antes habíadesaparecido, pero la puerta roja que daba accesoa la torre estaba abierta de par en par.

—Venga, sígame —le indicó Sveti—. Azovnos espera dentro. —Se volvió y la guió por unatosca y sinuosa escalera de caracol, siguiendo laespiral hasta el piso más alto.

Vera oyó voces en el interior, al tiempo queSveti abría por completo la puerta, que hizo unfuerte ruido al rozar contra el suelo de piedra, yentraban en una sala de observación circular muyiluminada que ofrecía una vista panorámica delmar. La luz de la tarde era cálida y brillante, y learrancaba destellos al agua verde esmeralda. Undespliegue de barcos de pesca flotaba en

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lontananza. El faro estaba aislado del mundo, eraun remanso de paz, y Vera trató de imaginar cómosería despertar todas las mañanas en aquellahabitación, levantarse y contemplar el marmientras salía el sol.

Azov se hallaba sentado a la cabecera de unamesa abarrotada de conchas de molusco antiguas,tablas de madera y un tarro de cristal lleno decuentas de formas raras. Tenía unos cincuenta ytantos años, el cabello negro salpicado de gris y labarba a juego. Cuando Vera entró en la habitación,la miró con afecto. Se puso en pie, apagó el radioy le hizo una seña para que se sentara.

—He de admitir que me sorprendió que mellamaran para advertirme de que venías en asuntooficial —le dijo con una sonrisa—. Tus colegas nohan hecho más que ignoramos. La sociedad deBerlín nos ha brindado algo de apoyo, pero apartede eso, nada.

—Los estudiosos rusos están siempreinteresados en hacer progresos en la lucha contra

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los nefilim —replicó Vera, luchando entre lalealtad que sentía hacia sus superiores delHermitage y el profundo respeto que le profesabaa su mentor—. Trabajamos por un mismo fin.

—Una respuesta prudente, querida —dijoAzov, claramente orgulloso de su diplomacia—.Ven, dame un beso. Estoy encantado de que hayasvenido por fin a visitarme aquí, donde estoy en miambiente.

Vera se levantó y fue hasta él. Mientras le dabaun beso en la mejilla, experimentó ansiedad porparecer la experta angelóloga en que se habíaconvertido. Se volvió hacia los objetos antiguosamontonados sobre la mesa.

—Estos deben de ser sus hallazgos del fondodel mar Negro.

—Así es —repuso Azov, aproximándose más ala mesa y levantando una pieza de cobre batido—.Estos objetos proceden de un asentamiento que seempezó a construir durante los primeroscuatrocientos años del período postdiluviano, en

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la época en que vivió Noé.—Pero cuatrocientos años son como unas

cuantas vidas —protestó Vera.—Noé vivió hasta los novecientos cincuenta

años —intervino Sveti—. Hacia el final de eseperiodo, sería un hombre de mediana edad.

—Localizamos el poblado hace algo más deveinte años —prosiguió Azov—. Y hemos estadohaciendo excavaciones submarinas desdeentonces. No ha sido fácil, pues no solemos tenerla clase de equipo ni los recursos de que disponenlos buzos exploradores de alto perfil, pero nos lasarreglamos para sacar a la superficie variosobjetos interesantes para apoyar nuestras hipótesismás recientes.

—¿Es decir? —inquirió Vera.—Que Noé no solo estaba encargado de

proteger a las diversas especies de animales,como cree la tradición bíblica, sino que tambiénprotegía la vida vegetal del planeta. Su colecciónde semillas era amplísima. Cuando dejó de llover,

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cultivó y conservó aquellas plantas para futurasgeneraciones, garantizando así la transmisión de lapreciosa energía celular de la antigüedad —explicó Azov.

Vera jugueteó con la correa de su bolsa,preguntándose si debía esperar para entregarle aAzov el álbum de Rasputín. Era plenamenteconsciente de que las plantas prensadas en suinterior representaban un tipo de energía similar, yque el doctor las encontraría fascinantes.

Sveti se acercó a un armario, lo abrió y sacóun grueso cuaderno de espiral con las páginasarrugadas, como si hubieran estado sumergidas enagua y se hubieran secado al sol.

—Hay muchas historias acerca de lo que lesucedió a Noé después de que bajó el nivel de lasaguas —declaró—. Según algunos relatos, plantóvides y produjo vino. Según otros, se convirtió enel granjero más importante de la historia, puesplantó personalmente todas las semillas. Otroscreen que repartió las semillas entre sus hijos y

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que estos las trasladaron a los distintoscontinentes, donde las plantaron y cuidaron deellas.

—La regeneración de la flora y la faunamundial habría llevado miles de años —intervinoVera—. Creía que la idea de que lo hubiera hechoél solo no era más que un mito.

—Desde luego —dijo Azov—. Pero en unmito suele haber una semilla de realidad.

Se puso en pie y, tras tomar a Vera de la mano,la condujo hasta una enorme vitrina colocadacontra la pared. Estaba vacía, a excepción de unospedazos de madera de distintos tamañosarrastrados por las aguas que se hallabandispuestos en las estanterías.

—Estas son las tablillas que creemos quepertenecieron a Noé —explicó el doctor—. Elequipo de Ballard las descubrió en una crestamontañosa submarina situada frente a la costa delmar Negro, en lo que fue la orilla de un antiguolago de agua dulce que existió antes de que el

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Bósforo se rompiera. El asentamiento que allíhabía fue engullido posteriormente por unasegunda inundación, tal vez tan importante como laprimera, y quedó destruido. Nosotros sugerimosque Noé abandonó el asentamiento con demasiadaprecipitación como para llevarse las tablas. Esposible que las perdiera durante la segundainundación, o tal vez las dejara a propósito, no haymodo de saberlo con certeza. Viajó hasta lafrontera de las actuales Turquía y Bulgaria y allíplantó las semillas y crió los animales que habíatransportado en el arca. Fue aquí, en nuestrascostas, donde empezó el nuevo mundo.

—O donde se dispersó —añadió Vera.—Exacto —convino Azov—. Los hijos de

Noé, Sem, Jafet y Cam, emigraron a distintasregiones del mundo y fundaron las tribus de Asia,Europa y África, como todos sabemos por nuestrasprimeras clases de angelología. También sabemosque a Jafet lo mataron los nefilim, y que su lugaren el barco fue ocupado por uno de ellos,

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garantizando así que las criaturas seguiríanexistiendo después del Diluvio.

—Lo que no se sabía —le interrumpió Sveti—es que Noé guardaba constancia de todo: lainundación, su viaje en el arca, las mujeres e hijosde sus hijos, e incluso hizo anotaciones sobre lareproducción de los animales que cuidaba. Habíavisto morir un mundo y nacer otro. Dios lo habíaelegido para vivir mientras el resto de lahumanidad perecía. Es lógico que escribieraacerca de lo que había experimentado. —Abrió elcuaderno que había sacado del armario y prosiguió—: Antes de empezar este proyecto, mi trabajoversaba sobre las lenguas antiguas, así que me hacorrespondido a mí ayudar al doctor Azov en suintento de comprender el contenido de las tablasde Noé. Esta página —dijo indicando un texto quea Vera le pareció inexplicablemente familiar— esuna copia de las palabras halladas en esa tabla deahí. —Señaló un fragmento de madera que sehallaba en el interior de la vitrina—. Es una

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relación de las semillas que Noé subió al arca.—¿Estas son las memorias de Noé? —inquirió

Vera.Azov se puso un par de guantes de látex antes

de introducir la mano en la vitrina y sacar la tabla.—Este pedazo de madera —dijo— es una de

las más de quinientas tablas que hemos recuperadode un pueblo sumergido bajo el agua a trescientoscincuenta metros bajo la superficie del mar Negro.Estaban empaquetadas juntas y guardadas en uncofre. La datación mediante carbono 14 muestraque tienen casi cinco mil años de antigüedad.

—Lo siento, pero es muy difícil de creer —declaró Vera, colocándose el par de guantes queSveti le ofrecía antes de tomar el pedazo demadera de manos de Azov—. Cualquier materialorgánico se desintegraría rápidamente bajo elagua.

—Al contrario —objetó Azov—. Lacomposición del mar Negro originó lascondiciones ideales para su conservación. Se trata

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esencialmente de un mar muerto. A pesar de queantaño fue un lago de agua dulce, en él se vertióagua salada del Mediterráneo, lo que dio lugar aun ambiente casi privado de oxígeno. No hayorganismos que coman madera u otros materialesdegradables. Los objetos que habríandesaparecido en un milenio permanecen intactos,como congelados en el tiempo. Es el sueño de unarqueólogo.

Vera recorrió las grietas de la tabla con lapunta del dedo enguantado. Era ligera, hecha deuna madera dura y resistente, con extrañossímbolos grabados en ella. Tras mirar el cuadernode Sveti, cayó en la cuenta de que los símbolos separecían de manera asombrosa a los garabatos delálbum de Rasputín. Y necesitó todo su autocontrolpara no lanzarse a confirmar de inmediato que eraniguales.

—¿Está diciéndome que cree que estas tablasno solo pertenecen a ese período de la vida deNoé, sino que están grabadas de su puño y letra?

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—preguntó.—Estas tablas fueron descubiertas entre los

objetos del asentamiento, y estamos seguros de quedicho asentamiento fue el hogar de Noé despuésdel Diluvio —manifestó Azov.

—Y ¿qué prueba tiene de que eso es así?—La datación por carbono 14, la ubicación

del asentamiento, la presencia de efectospersonales identificables. Y, lo más importante detodo, las propias tablas.

Vera le dio la vuelta a la tabla de madera, queparecía sacada de una tumba egipcia.

—Si es tan antigua como usted afirma, resultasimplemente increíble que exista siquiera —dijoVera. Grabados en las vetas de la madera habíamás símbolos, muchos de ellos parcialmenteborrados—. ¿Qué alfabeto es? —quiso saber,tratando de disimular la creciente emoción quetraslucía su voz.

—Es un idioma llamado enoquiano —respondió Sveti—. Dios se lo dio a Enoch, y este

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lo empleó para escribir la historia original de losguardianes y los nefilim. Es una creenciageneralizada que existió una lengua anterior a lainundación, un lenguaje universal que contenía elpoder original de la Creación. Hay quien cree quefue el lenguaje que Dios utilizó para crear eluniverso y que fue el lenguaje que hablaban losángeles y Adán y Eva. Si Noé fue el último serhumano portador de las tradiciones antediluvianasal nuevo mundo, tiene sentido que estuvieraversado en la lengua de Enoch.

—Noé era descendiente directo de Enoch —añadió Azov—, lo que podría explicar cómo setransmitió.

—El texto en enoquiano fue revelado a unangelólogo llamado John Dee en 1582, y recibió elnombre de Sigillum Dei Aemelh —prosiguió Sveti—. Su ayudante, Edward Kelly, lo transcribió porindicación de un ángel, y llenó varios volúmenescon él. La mayoría de los angelólogos loconsideraban una lengua revelada, auténtica, pero

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cuyo origen era imposible de rastrearhistóricamente. En el siglo XVI, el texto enenoquiano parecía provenir literalmente deninguna parte. Por supuesto, algunos creen queJohn Dee simplemente se lo inventó.Posteriormente fue analizado por diversoslingüistas que llegaron a la conclusión de que notenía nada particularmente extraordinario. Pero siestas tablas eran auténticas, no solo corroboraríanque el texto de Dee estaba escrito en la lenguautilizada por los descendientes de Enoch, sino querespaldarían asimismo su afirmación de que esteidioma no fue creado, sino revelado por Dios. Lamagnitud de semejante descubrimiento seríaformidable.

Sveti se detuvo de pronto, como si hubieradetectado alguna objeción en el rostro de Vera,aunque, en realidad, la joven estaba fascinada porlo que acababa de oír. Había estudiadoampliamente el papel histórico de John Dee en laangelología, desde sus conversaciones con los

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ángeles a su extensa biblioteca clásica y bíblica, ysabía que se trataba del único ser humanoconocido después de la Virgen María que hubierasobrevivido al acto de convocar a un arcángel.Pero, como todo el mundo, Vera había creídosiempre que el texto en enoquiano de Dee era unengaño.

—Esta lista de las semillas que Noé llevó enel arca es, con toda probabilidad, un fragmento deuna relación mayor —prosiguió Sveti—. Elregistro completo debió de ser enorme, se cifraríaen cientos de miles.

Vera pensó en las páginas de flores del álbum,miles de pétalos prensados entre papel.

—¿Por qué ese interés por las plantas de Noéen particular? —inquirió—. ¿Ha establecido unarelación entre las semillas de esta lista y la floraque existe hoy en día?

Azov pareció circunspecto, como si estuvierasopesando si debía revelar un secreto largo tiempoguardado.

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—Como sabes, Vera, he consagrado mi vida alos misterios de Noé y sus hijos. El motivofundamental es una obsesión que soy reacio aadmitir, mi propio El Dorado, por así decirlo. —Lanzó una mirada a Sveti, como buscando suapoyo, y siguió hablando—: He estado tratando dereplicar la medicina de Noé, la que se cita en elapócrifo Libro de los Jubileos.

Vera esperaba que el doctor le ofreciera algunaidea sobre los caprichos de la geografíaantediluviana, que pudiera arrojar alguna luzacerca de las flores del álbum de Rasputín. Perojamás podría haber imaginado lo trascendental queesa visita sería para su carrera, para la propiaangelología y, posiblemente, para toda lahumanidad.

—«Y los malos espíritus quedaron sin accesoa los hijos de Noé» —citó Vera al tiempo que seacercaba a su bolsa para buscar el álbum deRasputín.

—Es el texto más críptico y, en consecuencia,

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también el más ridiculizado del canon antiguo —afirmó Azov—. Por supuesto, el proyecto ha sidoun reto desde el principio, pues en Los Jubileos nose describe la fórmula, y no hay más que unaspocas referencias a la medicina en la literaturaantigua, pero creo en él.

—Tal vez no sea usted el único —declaró Veramientras sacaba el álbum lleno de flores.

Azov examinó atentamente las páginas del álbum,deteniéndose para considerar las ecuacionesescritas en los márgenes, mientras su rostro pasabade traslucir confusión a expresar admiración.Entorno los ojos.

—¿Dónde encontraste esto?—Me lo dio una angelóloga retirada llamada

Nadia Ivanova —respondió Vera.La joven podía ver cómo aumentaba el

entusiasmo de su mentor mientras le hablaba delhuevo incrustado de gemas que los había

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conducido hasta la película de ocho milímetrosprotagonizada por Angela Valko y que, a su vez,los había llevado hasta Nadia y el álbum de floresde Rasputín.

Azov meneó la cabeza con incredulidad.—Estaba empezando a pensar que era un

lunático por haberme pasado los últimos treintaaños trabajando en esto, y entonces sucede algo,distingo un destello de razón en lo que estoyhaciendo y sé que voy bien encaminado. ¿Sabesque Vladimir, el marido de Nadia, era amigo mío?

—Aparecía en la película de Angela Valko. Notenía ni idea de que ustedes dos se conocieran.

El hombre sonrió.—Los angelólogos del otro lado del telón de

Acero se apoyaban en amistades muy antiguas,algunas anteriores a la revolución. Mi red secompone de los hijos y los nietos de agenteszaristas. Vladimir era un buen amigo. Consiguiótransmitirme mensajes incluso antes de la caídadel Muro de Berlín a través de una red de viejos

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contactos. Pero lo que más poderosamente mellama la atención de lo que acabas de contarme eslo siguiente: durante un breve tiempo trabajé alservicio de Angela Valko. Conozco bien suinvestigación y, de hecho, contribuí en cierto modoa sus hallazgos.

Vera permaneció en silencio, abrumada por elasombro que le producía dicha información.

—Por desgracia —prosiguió Azov—, a laUnión Soviética no se me permitía viajar, así queno llegué a conocerla personalmente. Sin embargo,a principios de los ochenta estuvimos un par deaños en continuo contacto. Era extremadamenteparticular por lo que respecta a lo que deseaba, ysus instrucciones me parecían, cuando menos,extrañas. Cuando la asesinaron en 1984, temí quela hubieran matado a causa de mis aportaciones asu trabajo. Su padre, Raphael, me aseguró quetodos los miembros de la sociedad se debatían conla misma culpa. El alcance de su influencia y desus colaboraciones era vastísimo.

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—¿También conocía usted a Raphael Valko?—inquirió Vera.

—Aún nos tratamos —contestó Azov.Vera deseaba comprender cómo era posible

que se le hubieran escapado las relaciones deAzov con la sociedad durante todos esos años.Siempre había pensado en él como un genio en elexilio y, en cambio, parecía estar en el meollo detodo cuanto tenía relevancia en angelología.

—Lo más probable es que, cuando se puso encontacto con usted, Angela Valko estuvieratrabajando para decodificar el contenido de esteálbum —apuntó.

Azov abrió el álbum y pasó las páginas,posando sus ojos en las flores.

—Sabía que estaba creando un compuestoquímico —afirmó—. No me reveló su naturaleza,solo que requería ingredientes antiguos. Por aquelentonces, yo era muy joven, y mi trabajo en estecampo acababa de empezar. Echando la vistaatrás, supongo que el hecho de que estuviera

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dispuesto a participar en sus poco usualesexperimentos hizo que le resultara útil.

—Ahora que conoce toda la historia de porqué se puso en contacto con usted, ¿qué le parece?—preguntó Vera.

Azov retiró el pedazo doblado de papel en elque Angela Valko había garabateado el famosofragmento de Los Jubileos.

—Este pasaje se ha desestimado tan a menudoque a Angela le costaba creer en su importancia.Fui yo quien se lo hizo tomar en serio. Pero elLibro de los Jubileos es uno de los que componenla Biblia que los padres fundadores consideraroncomo el canon de los estudios angelológicos. Aligual que el Libro de Enoch, no estaba incluido enla Biblia, aunque manuscritos del mismocircularon entre los teólogos e influyeron en lostextos que al final se convirtieron en la Biblia. Eldescubrimiento de los manuscritos del mar Muertoen Qumrán reveló que el Libro de los Jubileos seleía y se veneraba justo después de Cristo. Se trata

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esencialmente de una lista de fiestas yconmemoraciones religiosas, pero el textopresenta un elemento muy importante, de enormerelevancia para mi trabajo, y un pasaje enparticular en relación con la batalla entre loshumanos y los nefilim.

Sveti lo recitó como obedeciendo a una señal:—«Noé escribió todo como se lo enseñamos

en un libro, con todas las clases de medicina, y losmalos espíritus quedaron sin acceso a los hijos deNoé».

—Se refiere al Libro de las Medicinas —dijoAzov—. Al menos, ese es uno de sus nombresmodernos, inventado por los angelólogos. Pero esuna descripción exacta de los escritos que semencionan en Los Jubileos. Estos contenían lasobservaciones de Noé y sus reflexiones acerca dela destrucción de la civilización humana durante elDiluvio. Como has visto, Noé escribió sobre sumisión de preservar la fauna y la flora de la tierra.Registró los detalles técnicos sobre la protección

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y el apareamiento de los animales, el proceso desembrar y cosechar las semillas. Sveti y yo hemosencontrado también alusiones a una medicina, oelixir, que desarma a los nefilim. Esa es la razónpor la que el pasaje de Los Jubileos es algo quenos tomamos muy en serio.

—¿Los desarma? —Inquirió Vera—. ¿Cómo selos desarma exactamente?

—Mi suposición es que las medicinasmencionadas en Los Jubileos producirían en losnefilim un efecto de vulnerabilidad humana: losharía perder sus poderes angélicos, tendríanpropensión a sufrir enfermedades humanas ymorirían como mueren los seres humanos.

—Parece más un veneno que una medicina —observó Vera.

—La fórmula entregada a Noé era de origendivino —señaló Sveti—. Nosotros no podríamosreconocer la lógica de la cuestión.

—¿Y han hecho ustedes de este texto la basede la investigación de toda una vida? —preguntó

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Vera, incapaz de disimular su incredulidad.—Es cierto que la información contenida en

los Jubileos es poco clara, en el mejor de loscasos —admitió Azov con una leve sonrisa—. ElLibro de las Medicinas es, a todos los efectos, unSanto Grial angelológico.

—Son muchos los angelólogos queabandonaron trabajos importantes por esto —señaló Sveti—. Si uno no controla sus propiosmotivos, buscar los escritos de Noé (el Libro delas Medicinas que se menciona en Los Jubileos)puede acabar siendo una auténtica locura. En estesentido, tratar de encontrar la fórmula de Noépodría ser tan peligroso como nuestro enemigo.Esta es la razón por la que la academia desalientaoficialmente la búsqueda.

—¿Así que la verdad se ocultódeliberadamente para mantener a los estudiososalejados de Los Jubileos? —quiso saber Vera.

—En una palabra, sí —contestó Azov—. En elpasado, la academia mandaba investigadores a las

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grandes bibliotecas en busca de los escritos deNoé. Ofrecían recompensas a cambio deinformación, lo que bastó para garantizarles unaoleada de impostores muy convincentes. RaphaelValko me contó una vez que había visto docenas deellos pasar por la academia en sus tiempos deestudiante. Este ciclo tiene una larga tradición. Enla Edad Media, de los conventos y los monasteriossalían muchas copias y, al final, muchasfalsificaciones. Así que el consejo puso fin a lapráctica de buscarlo y el Libro de los Jubileospermaneció ignorado durante siglos. Más tarde, enel siglo XVI, el ocultista John Dee afirmó tener unacopia. Dee siempre había creído que el enoquianosería el vehículo para el Libro de las Medicinas, ysostuvo, oportunamente, que la lengua le habíasido dictada por los ángeles. El hecho de quedescubriera realmente el Libro de las Medicinas olo falsificara está abierto a debate. El consenso hatendido a decantarse por esto último, aunque eldebate es irrelevante porque no han aparecido

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copias procedentes de la biblioteca de Dee, nifalsas ni auténticas.

—La búsqueda se retomó a finales del siglo XIX, después de que se redescubrió el Librode Enoch —añadió Sveti—. Los estudiosos creíanque, si se había podido rehabilitar a Enoch, cabíala posibilidad de que pudiéramos recrear el Librode las Medicinas, ya fuera volviendo a estudiar elLibro de los Jubileos, ya desenterrando una copiade la propia obra.

—Hay una cosa en la que pueden coincidirtodos los que ven el Libro de los Jubileos —tercióAzov—. Que el fragmento de texto que AngelaValko deslizó en el interior del álbum es uno delos más sugerentes de todas nuestras fuentesantiguas sobre los nefilim. Mientras que los sereshumanos eran vulnerables a males y dolencias ymorían antes de cumplir los cien años, los nefilimno eran propensos a padecer enfermedades. Lasmujeres humanas morían de parto, mientras que losnefilim se reproducían sin dolor y vivían

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quinientos años. Las ventajas de los ángeles sobrelos seres humanos eran innumerables. El Libro delas Medicinas los pondría a todos al mismo nivel.

—Y, ahora, yo les he traído el que AngelaValko consideraba el libro auténtico —señaló Vera—. Dígame, ¿me equivoco al deducir que lossímbolos que Rasputín escribió en estas páginasestán en el mismo alfabeto que las inscripcionesde las tablas de Noé?

—Está usted en lo cierto —dijo Svetisonriendo—. Cómo pudo un charlatán borracho einculto como Rasputín llegar a descubrir elenoquiano es un misterio cuya solución no meimagino ni remotamente, pero creo que vale lapena considerar este volumen como una posiblereproducción del Libro de las Medicinas de Noé.

—Entonces, ¿creen ustedes que es auténtico?—preguntó Vera, sintiendo su ambición crecer porsegundos.

—Acompáñame —le dijo Azov al tiempo quele indicaba con un gesto que lo siguiera—.

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Responderemos a esa pregunta juntos.

Bajaron del faro por la serpenteante escalera de latorre. Una vez al pie de la misma, tomaron uncamino rocoso que discurría por la pendiente de laisla hacia abajo, entre dos colinas. A la izquierdase encontraba la estructura de piedra mediodesmoronada, tal vez perteneciente al temploromano que Sveti había mencionado antes. Veramiró hacia el muelle por encima de una cresta depiedra y vio que la lancha se había marchado.Recorrió rápidamente la bahía con los ojos,contemplando una panorámica del agua azuloscuro buscando la embarcación, pero no se veíapor ningún sitio. En caso de que quisieraabandonar la isla, estaría a merced de susanfitriones.

Sveti les franqueó la entrada del único pisoque quedaba de lo que antaño había sido unedificio mucho mayor. La habitación tenía un techo

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bajo, con rendijas en las paredes que permitían elacceso de débiles rayos de luz. Había un númeroimpresionante de tanques de oxígeno, trajes debuceo, lámparas y aletas apilados a lo largo deuno de los muros. Vera distinguió un colchón en elsuelo, con una manta de lana púlcramente dobladaencima, una parrilla y un refrigerador en miniaturaen las proximidades, que atestiguaban la presenciade Azov en el lugar día y noche. Las derruidasparedes habían arrojado una fina capa de polvosobre el suelo que lo hacía resbaladizo. Toda laestructura tenía una apariencia ruinosa y losdispositivos de iluminación eran rudimentarios,como si hubieran instalado la electricidad en eledificio solo para proveer los servicios másbásicos.

—Nuestro gran centro de buceo se encuentramás al sur —manifestó Azov, señalando lostanques de oxígeno—. Este material es para mí usopersonal. Cuando quiero sumergirme, tomo lalancha y mi equipo de buceo y paso un tiempo con

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el mundo perdido. No puedo visitar el antiguoasentamiento a menudo, tienen que dejarnos enbarco a un kilómetro frente a las costas de Faki,pero el simple hecho de estar bajo la superficiedel agua es increíblemente relajante. —Suspiró—.No es que tenga mucho tiempo para estas cosas.Ven, te enseñaré mi colección.

Azov condujo a ambas mujeres por un estrechopasillo que desembocaba en una habitación frescay sin ventanas. Sveti encendió una cerilla y loaproximó a una serie de velas cuyos candelabrosde latón surgían de una mesa de maderarectangular cubierta de cuchillos y frascos decristal. Pronto una cálida luz alumbró la estancia.Desde el suelo hasta el techo, un elaboradoarmario de metal con miles de diminutos cajonesrecubría la pared.

—Mi sistema de archivo —señaló Azov.—¿Para qué? —inquirió Vera, preguntándose

qué podía caber en unos cajones tan pequeños.—Para nuestra colección de semillas. Hemos

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recuperado casi dos mil variedades. —Azov fuehasta el armario, abrió uno de los cajoncitos ysacó un pequeño saco de tela cuyo contenidovertió con suavidad sobre la mesa. Las semillaseran pequeñas y blancas como perlas—. Estas sonde una variedad antigua de hortaliza. Y estas —dijo sacando otro saquito del cajón—, sonpeonías, aunque distintas de las que se ven en elmundo moderno. Planté una hace quince años: laflor era tan grande como mi cabeza, malva conpinceladas amarillas en los pétalos, absolutamentepreciosa.

—Sin duda alguna, de haberse encontradoentre los objetos del asentamiento, estas semillasse habrían destruido —terció Vera—. Incluso elagua anóxica las habría estropeado. No es posibleque las haya encontrado cerca de las tablas.

—Las semillas no proceden del asentamiento—repuso él—. Las encontramos en tierra firme,almacenadas en un lugar subterráneo fresco y seco,un lugar que Noé podría haber construido como

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depósito central para las semillas pero queposteriormente los tracios utilizaron como túmulo.Encontramos un mapa de los espacios destinados aalmacenaje entre las tablas. Una vez que subieronlas aguas y Noé se vio obligado a abandonar elprimer asentamiento, viajó hasta lo que ahora es elnorte de Grecia pero antaño era Tracia. Por aquelentonces, sus hijos habían iniciado susmigraciones y fundado las nuevas civilizacionesdel mundo, y Noé era un anciano cansado a puntode cumplir mil años de edad. El viaje de Noé alinterior, entretanto, había hecho de la tierra quehabía recorrido territorio sacro. Sacerdotes,monjes y hombres santos harían ese mismo caminodurante siglos después de su muerte para rezar ypurificarse. Esta isla se utilizó como punto departida de esas peregrinaciones. Los cuerpos devarios santos han sido transportados y enterradosaquí. De hecho, san Juan Bautista fue sepultado enla isla. Su cuerpo decapitado yace en el santuariodel monasterio.

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—Pero mantener las semillas a salvo ha sidonuestro objetivo primordial —dijo Sveti. Indicócon un gesto el sistema de archivo—. El doctorAzov puede realizar sus estudios sin amenaza deintrusión, y todavía tiene muchísimo trabajo pordelante: muchas de estas semillas siguen sin seridentificadas.

—¿Las ha cultivado todas? —preguntó Vera,tratando de disimular su deseo casi infantil de verun jardín tan exótico.

—Algunas, sí; otras, no —respondió él—. Lassemillas son limitadas. Yo me ocupo de suconservación. Me aseguro de que no se veanexpuestas a la luz ni al agua; mantengo alejados apotenciales ladrones. Y eso es todo. Muchos denosotros trabajamos como guardianes de uno yotro tipo. Nuestro trabajo está relegado apermanecer junto a la puerta, impidiéndoles laentrada a los nefilim, y a otros que deseanperjudicarnos. No podría soportar la idea dedestruir involuntariamente las semillas o, peor

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aún, de perderlas a manos del enemigo porincompetencia. Recuperarlas y protegerlas es unacosa; cultivarlas es otra.

—Obviamente ustedes han logrado crear unsistema de trabajo para clasificarlas —exclamóVera—. Pero ¿es realmente posible que lassemillas fueran viables después de más de cincomil años?

—En números geológicos, no es tanto tiempo—replicó Azov—. No han pasado más que sietemil años desde que se desbordó el mar Negro.Cualquier historia básica de la botánica explicaque la vida vegetal prehistórica floreció cientos demillones de años antes que la actual, y esassemillas eran excepcionalmente resistentes. Laatmósfera que respiramos se desarrolló gracias aloxígeno que liberaban masas ingentes de hojas.Muchas especies de dinosaurios subsistíanalimentándose únicamente de plantas, de modo quetenemos que deducir que la mayor parte delplaneta estaba cubierto de vegetación.

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Probablemente, la provisión de semillas quehemos recuperado es tan solo una fraccióndiminuta de la flora antediluviana real, la mayorparte de la cual murió. Es un milagro que estassemillas se salvaran pero, cuando uno piensa en lacantidad de plantas que se extinguieron, se dacuenta de que son la excepción. Las semillas quecontinuaron siendo viables eran las más fuertes,las más resistentes a los elementos.

Vera siguió al doctor y a Sveti a otrahabitación abarrotada de cosas. El laboratorio deAzov era una mezcla de equipamiento moderno yde centro de investigaciones angelológicasdesfasado: sobre una mesa con tablero de cristal,entre unas plantas, había una computadoraanticuada que arrojaba una especie de tenueresplandor sobre un juego de balanzas de bronce.Había una estatua de Mercurio y una serie decontenedores de cristal, un diván de terciopeloatestado de papeles y una estantería que cubríatoda una pared. A primera vista, Vera pudo ver

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enciclopedias de hierbas, libros de química,diccionarios de francés, alemán, griego, latín yárabe, y las obras completas de Dioscórides. Lacorazonada que había tenido al entrar en lahabitación estaba confirmada: ese era el hogar deun adicto al trabajo de primera categoría.

—Vera, el álbum. Sveti, ¿has traído la lista desemillas? —dijo Azov, como si le hubieranrecordado la tarea que tenían entre manos.

La joven le entregó el álbum a Sveti mientrasobservaba atentamente su reacción, como si algoen la expresión de la lingüista pudiera revelarle elsignificado de los símbolos enoquianos escritos enel borde de la página.

—¿Lo entiende? —inquirió Vera.—Sí, en su mayor parte —respondió Sveti—.

Alrededor de estos especímenes de flores hayescritos ingredientes y proporciones que varían ennúmero y volumen. —Se detuvo al llegar a algoque Vera había pasado por alto, una páginaprácticamente en blanco con lo que parecía un

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corazón dibujado en el centro.—¿Qué es ese símbolo? —preguntó Vera,

intrigada.Azov tomó un bolígrafo de su escritorio y

dibujó un corazón similar en un pedazo de papel.—Esta forma deriva de la cáscara de la

semilla del silfio, que tenía una forma afilada porun lado y presentaba una hendidura en el otro.Acabó conociéndose como símbolo del amor, uncorazón, uno de nuestros símbolos modernos máspoderosos. De hecho, podría decirse que laasociación del corazón con el amor románticotiene su origen en el uso del silfio comoafrodisíaco en la antigua Cirene. —Azov le echóuna mirada al álbum, como para verificar elsímbolo, y prosiguió: En la época en que estuve encontacto con Angela Valko, ella buscaba una plantaen especial, pero no llegó a nombrarla. Mepregunto si este símbolo del corazón era elelemento que estaba intentando descifrar.

—Sin lugar a dudas, debía de saber que el

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símbolo del corazón tenía su origen en el silfio —intervino Sveti.

—Angela era escéptica —replicó Azov—. Elsilfio es una de las plantas más fascinantes delmundo antiguo. Muchos botánicos modernos seniegan a reconocerlo, y afirman que ni siquiera haypruebas de su existencia.

—Tengo la sensación de que usted discrepa —manifestó Vera.

—La planta lleva extinta más de mil años, perotienes razón, Vera. No me cabe la menor duda deque el silfio existió. Si era un curalotodo comocreían las antiguas culturas mediterráneas, no losé. Indigestión, asma, cáncer: el silfio se utilizabasupuestamente para tratar todas esasenfermedades. Y lo que tal vez fuera másimportante, se creía que la planta era uncontraceptivo y que, como he mencionado ya,actuaba también como afrodisíaco. Se leconsideraba tan preciosa que constituía una parteimportante del comercio entre Cirene, la actual

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Libia, y otros países costeros, tanto que se crearonglifos y monedas con su imagen.

Sveti volvió a mirar el álbum y examinó denuevo la página.

—Resulta interesante en este contexto porqueel silfio parece ser el único ingrediente no floralde la fórmula y el único extinto. —Hojeó laspáginas de pétalos de rosa—. Por ejemplo, en ellibro hay más de un centenar de variedades derosa. Está claro que la fórmula requería unadestilación de aceite de rosas.

—Pero el aceite de rosas es muy corriente —intervino Vera—. Las rosas se encuentran en todaspartes.

—Ahora, sí —declaró Azov—. Pero despuésdel Diluvio no debieron de quedar más que unaspocas semillas que salvaron la planta de laextinción total. A lo largo de milenios, lahumanidad ha cultivado y recuperado la rosa. Deno haber sido así, viviríamos en un mundo sinrosas. Lo mismo puede decirse de todas las flores

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que constan en el catálogo de semillas de Noé. Silas flores siguen con nosotros es debido a lapreferencia de los seres humanos por ellas. Esasombroso que el silfio, que en el pasado fue tanimportante, casi desapareciera.

—¿Casi? —Dijo Vera—. Pero ¿no estabaextinto?

Azov sonrió.—Está extinto —respondió—. Salvo por una o

dos semillas.Vera se quedó mirando a su mentor mientras

asimilaba el significado de lo que había dicho. Sitenían esa planta, sería posible crear la fórmula,fuera la que fuera.

—¿Forma parte el silfio de su colección desemillas? —inquirió.

—Está aquí —contestó Azov. Abrió uncajoncito y retiró de su interior una caja de metal.Abrió el cierre y sacó una bolsita de seda. Erainquietantemente liviana, como si no hubiera nadadentro. Azov trabucó la bolsa y una única se milla,

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de un marrón amarillento con manchitas verdes,rodó sobre la mesa—. Yo solo tengo una —explicó—. La otra se la di al doctor Raphael Valkoen 1985.

—¿Cree usted que él sabía de la existencia deeste álbum y de esta fórmula en particular? —quiso saber Sveti.

—Es de decir —murmuró Azov mientrashojeaba el libro—. El objetivo del trabajo deAngela no era ningún secreto para él, y ciertamentesabía que ella y yo manteníamos un estrechocontacto antes de su muerte. Pero cuando leentregué la semilla, Raphael no mencionó paranada a Angela.

—No consigo entender qué tiene que verRaphael Valko con todo esto —dijo Vera—.Aunque debo confesar que me muero porconocerlo. En especial si tiene alguna relación conese elixir.

—La auténtica pregunta es si podemospreparar esa poción —declaró Sveti.

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—Y si la misma surte algún efecto en losnefilim —añadió Azov, volviendo a centrar sumirada en el álbum—. Si sacamos los pétalos deflor de detrás del papel encerado y los molemos ymezclamos en las proporciones correctas y en elorden indicado en las ecuaciones de Rasputín,tendremos la base para una reacción química. Deeste modo, queda la cuestión del silfio, que quizápodríamos cultivar, aunque en cantidades mínimas.

—Más difícil es el último ingrediente —subrayó Sveti, señalando una página del álbum—.Esto requiere un metal cuya existencia ni siquieraestaba comprobada en vida de Rasputín.

—Ya sé lo que va a decir —la interrumpióVera—. Se trata de un metal que se utilizaba engrandes cantidades antes del Diluvio pero queprácticamente desapareció tras morir Noé. Enoch,Noé y otros del mundo antiguo que tuvieroncontacto con él lo llaman de maneras distintas.Raphael Valko lo redescubrió, lo clasificó y lollamó valkina. —Se quedó pensativa por unos

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instantes y luego añadió—: No se ha visto unpedazo de valkina en más de sesenta años.

—Si excluye la lira de valkina recuperada enNueva York en 1999, tiene razón. La últimapersona que tuvo en su poder una cantidad, aunquepequeñísima, de valkina fue el propio RaphaelValko. Se tropezó con cantidades importantes deesa sustancia a principios del siglo XX, cuandoentró en posesión de uno de los instrumentoscelestiales, una hermosa lira que se creía era elmismísimo instrumento que tocaba Orfeo. Antes deque encontrara la lira, se había especulado con elmaterial de que estaban hechos los instrumentos.Algunos angelólogos creían que eran de oro, otrosde cobre. Nadie lo sabía a ciencia cierta. Así queValko usó una lima para raspar unas virutas de labase de la lira, analizó el metal y comprendió quese trataba de un material absolutamente único, unmetal que nadie había estudiado ni clasificadonunca. Lo llamó valkina. Aunque la lira laempaquetaron y la mandaron a Estados Unidos

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para su custodia durante la guerra, las limadurasquedaron en su poder. Las guardó durante variosaños y, después, dicen, las fundió e hizo trescolgantes en forma de lira.

—El doctor Raphael Valko fabricó loscolgantes. Debe de tener algo más de metal,aunque no sea más que una cantidad ínfima —observó Vera.

Azov se levantó y se puso una cazadora decuero marrón.

—Solo hay un modo de averiguarlo —declaró,poniéndole a Vera una mano en el hombro yguiándola fuera de la habitación.

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EL QUINTO CÍRCULO

Ira

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Expreso Transiberiano

Un zumbido áspero y continuo resonaba en losoídos de Verlaine. Abrió los ojos y distinguió unespacio confuso, neblinoso e impreciso cuyosmuros grises convergían en un techo gris, lo que ledio la impresión de haber despertado en unacueva. Todo su cuerpo estaba consumido de calor,tanto que incluso las frescas sábanas de algodón enlas que reposaban sus hombros le quemaban lapiel. No tenía ni idea de dónde se encontraba, decómo había acabado en aquel colchón tan duro, depor qué su cuerpo entero vibraba de dolor. Yentonces recordó lo sucedido: San Petersburgo, elángel de alas negras, la electricidad que sacudíatodo su organismo.

La silueta de una mujer apareció junto a él, unapresencia borrosa que parecía reconfortante yamenazadora a la vez. Parpadeó, intentandodistinguir sus rasgos. Por un segundo volvió a

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experimentar su sueño recurrente con Evangeline.Sintió la frialdad glacial de su beso, la excitanteatracción al tocarla, la fuerza de sus alas mientrasrodeaban su cuerpo. Se sintió desorientado por supresencia, sin saber si realmente la había Visto ono, temeroso de descubrir, al despertar porcompleto, que había vuelto a perderla. Pero teníalos ojos abiertos y ella se encontraba a su lado. Lahermosa criatura que tanto había deseado habíavuelto a él.

Volvió a parpadear, tratando ver con claridadcuanto lo rodeaba.

—Quizá quiera esto —dijo una voz, y Verlainesintió el metal de la fina montura de sus lentescontra su piel. Al instante, el mundo se perfiló connitidez y distinguió a la cazadora de ángeles rusaque había visto justo antes de perder el sentido.Sin el casco parecía menos dura de lo querecordaba, menos una máquina de matarprofesional y más una persona corriente. Tenía elcabello largo y rubio y un gesto de preocupación

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en la cara. Bruno estaba allí cerca, con un aspectocasi tan malo como el de Verlaine. Tenía el cabelloenredado y una mejilla en carne viva. Ver laslesiones de Bruno le recordó sus propias heridas.Le dolía cada vez que respiraba. Le vino a lamente la persecución por las calles de SanPetersburgo, recordó a Eno y a los despreciablesgemelos nefilim. Tragó saliva con fuerza,aliviando así el dolor.

Quería decir algo, pero no podía hablar.—Bienvenido a casa —le dijo Bruno,

acercándose a él y estrujándole el hombro.Aunque se había dado cuenta de que se hallaba

en un centro médico de algún tipo, no tenía ni ideade si se encontraba en Rusia o en Francia.

—¿Dónde estoy?—En algún sitio entre Moscú y Yaroslavl,

diría yo —respondió Bruno, mirando su reloj.Su rostro estaba lleno de sangre seca y su ropa

manchada de tierra. Verlaine le dirigió una miradainterrogativa, tratando de comprender lo que

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sucedía.—Vamos de camino a Siberia —lo informó su

jefe—, en tren.—¿Qué te ha pasado? —inquirió Verlaine,

esforzándose por incorporarse en la cama ysintiendo una punzada de dolor.

—Riña con los nefilim rusos —contestóBruno.

—Parece un buen título para tus memorias —dijo la mujer rubia.

—Esta es Yana —la presentó Bruno—. Es unacazadora de ángeles rusa que, casualmente, haestado siguiéndole la pista a Eno de forma nooficial durante casi tanto tiempo como yo. Tambiénha cedido uno de sus vagones de transporte para turecuperación.

Yana llevaba unos pantalones ajustados y unraído suéter rosa de cuello alto, una estética muydistinta del cuero y el acero de su uniforme decaza. Su expresión al alejarse de la cama eracautelosa y cansada. Se apoyó contra la pared y se

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cruzó de brazos, como si estuviera ansiosa porvolver al trabajo.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó aVerlaine en inglés, con un fuerte acento.

—De maravilla. —Parecía que fuera aestallarle la cabeza—. Me siento increíble.

—Francamente, tienes suerte de sentir algo —observó Yana mientras lo examinaba con un airede interés profesional, como si estuvieracomparando las heridas de él con las que habíavisto en el pasado.

Verlaine intentó sentarse y el dolor se ubicó enforma de una aguda y abrasadora quemazón en supecho.

—¿Qué demonios ha pasado?—¿No te acuerdas? —inquirió Bruno.—Hasta un cierto punto, me acuerdo de todo

—respondió Verlaine—. Debí de perder laconsciencia.

—Debiste de perder el juicio para ir de esemodo tras Eno —lo amonestó Yana—. Un minuto

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más y te habrías quedado completamentecarbonizado.

Verlaine recordó la sensación de laelectricidad al extenderse por su cuerpo y seestremeció.

—Trató de matarme —dijo.—Y casi lo consiguió —puntualizó Bruno.—Por suerte para ti, logramos detenerla antes

de que lo lograra —añadió Yana—. Tienesquemaduras, pero están localizadas.

—¿Estás segura? —Verlaine se sentía como sile hubieran asado todo el cuerpo a fuego lentosobre una hoguera.

—Si recuerdas los cuerpos del convento deSaint Rose, me parece que te contarás entre losafortunados —señaló Bruno.

El ataque contra Saint Rose había dejado unaprofunda impresión en la mente de Verlaine.Docenas de mujeres muertas carbonizadas, con loscuerpos tan desfigurados que era imposiblereconocerlas. Sabía exactamente lo que las

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criaturas eran capaces de hacerle a una persona.—La corriente eléctrica te provocó un paro

cardíaco durante unos buenos tres minutos —leexplicó Bruno—, Yana te practicó una reanimacióncardiopulmonar. Logró mantenerte con vidamientras sus colegas iban por un desfibriladorportátil.

—Resucitaste de entre los muertos —intervinoYana—. Literalmente.

—Supongo que tengo una cosa en común conlos raifim —replicó Verlaine.

—Aunque eso no explica por qué sobrevivisteal ataque —dijo ella—. Perdóname la expresión,pero deberías estar completamente achicharrado.

—Una imagen preciosa —bromeó Verlaine,incorporándose un poco más en la cama. La pieldel pecho le hormigueaba de dolor, pero trató deignorarlo y persistir en su esfuerzo, moviéndosedespacio. Recordaba la fuerza de Eno, el calor desu contacto.

—Esto podría tener algo que ver con ello —

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observó Bruno, sacando un collar de su bolsillo ydejándolo colgar por encima de Verlaine.

Este tomó el amuleto y lo examinó. El ataquede Eno no le había afectado en lo más mínimo. Elmetal seguía brillando como si estuviera aleadocon luz solar. Sabía que Bruno estaba uniendotodas las piezas y que probablemente habíaentendido cómo había conseguido aquel amuleto.Gabriella había sido una gran amiga de Bruno, yaunque su mentor no iba a hablar del amuletodelante de Yana, estaba claro que no le gustabaque Verlaine se lo hubiera ocultado durante todosesos años.

Verlaine se inclinó hacia adelante paracolocarse el collar alrededor del cuello e hizo unamueca. Más por impaciencia que por nadaparecido a la compasión, Yana lo tomó de entresus dedos y cerró bien el broche.

—Ya está —dijo dándole una palmadita en elhombro y provocándole una nueva oleada de dolorpor todo el cuerpo—. Ya estás a salvo de

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cualquier peligro.Se abrió la puerta y entró una doctora, una

mujer pequeña con gruesas lentes y el cabelloperfectamente peinado. Se inclinó sobre la cama y,tirando de las sábanas, descubrió el cuerpo deVerlaine hasta la cintura. Tenía un vendaje de gasa,grueso y blanco, adherido al pecho. La doctoraintrodujo las uñas bajo los bordes para levantar latela adhesiva y retirarlo con suavidad.

—Ten —le dijo Yana a Verlaine, dándole unespejito que sacó de su bolsa.

Él se miró en el espejo y vio a un hombremaltrecho, con una fila de puntos recién hechossobre un ojo y un montón de moretones que lemanchaban la piel. La imagen le resultaba tan pocofamiliar, tan extraña, que enderezó la columna yechó los hombros hacia atrás. La piel quemada leescoció y sintió un imperioso deseo de volver aquedarse dormido, pero se negaba a ser la personadel reflejo. Sostuvo el espejo a la altura de supecho y se fijó en que estaba todo ennegrecido,

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con áreas rojas y rosadas que supuraban un líquidotransparente. Tenía una impresión de las manos deEno marcada a fuego en la piel.

—Ahora llevas la marca delatora de un ataquenefilístico —comentó Bruno.

Yana examinó el contorno de los dedosgrabado en el pecho de Verlaine.

—La forma de la quemadura es muy particular.Es algo que me interesa desde hace mucho tiempo.Una criatura tiene que colocar las manos de unamanera concreta para lanzar la descarga eléctrica,con los pulgares en contacto y las palmasinclinadas hacia afuera. ¿Reconocen la forma?

—Por supuesto —respondió Verlaine,sintiendo náuseas al verlo—. Son alas.

Estaba acostumbrado a las heridas —lo habíanherido infinidad de veces a lo largo de los últimosdiez años—, pero un ataque como ese no era unaagresión que uno pudiera olvidar. La criatura lohabía marcado para siempre.

La doctora se aparto de la cama y regresó con

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una bandeja con ungüento, tijeras, vendas ehisopos de algodón. Verlaine respiróprofundamente, introduciendo despacio el aire ensus pulmones mientras la doctora le limpiaba elpecho con algodón.

—Donde la carne está negra, los nervios estánmuertos. El dolor que siente se debe a lasquemaduras menos severas que rodean los bordesde la herida. —La doctora hizo una pausa,estudiando la forma de la quemadura—. Hacíatiempo que no veía una de estas —dijo untándolela piel con ungüento y colocando encima una nuevavenda—. Esta pomada le aliviará muchísimo eldolor. En los viejos tiempos habría tardadosemanas o quizá meses en recuperarse porcompleto de esto.

Verlaine notó que un frescor le bañaba la piel.El efecto fue intenso e inmediato.

—Asombroso —observó—. El dolor estádisminuyendo.

—Su piel se está regenerando rápidamente —

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le explicó la doctora al tiempo que se inclinabasobre él—. El ungüento es una nanoemulsión queimpide que las bacterias proliferen, a la vez quecrea las condiciones para que la piel produzcacélulas con rapidez. Una capa de piel nueva seforma de inmediato sobre la quemadura,contribuyendo a impedir la entrada del aire y areducir el dolor. Es un producto que no seencuentra: no tenemos más que unas pocas dosis.La desarrollaron angelólogos para angelólogos. Esincreíblemente efectiva. —Recorrió la superficiede la herida con la mano, como para demostrar loque estaba diciendo.

—Efectiva o no, necesitamos a este hombre —intervino Yana, incapaz de ocultar su impaciencia—. ¿Durante cuánto tiempo va a tener que estar enreposo?

La doctora le sujetó la muñeca a su paciente yle tomó el pulso.

—Su latido cardíaco es normal —indicó—.¿Cómo se siente?

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Verlaine meneó los dedos de los pies y moviólos tobillos. El zumbido de sus oídos y el intensodolor del pecho habían desaparecido.

—En plena forma —respondió.—En tal caso debería poder abandonar el tren

en la parada prevista —afirmó la doctora mientrasrecogía la bandeja y se dirigía hacia la puerta—.Tiumén está a unas treinta y cinco horas de aquí.Yo le sugeriría que hasta entonces se lo tomara concalma. —Y echándole una mirada a Verlaine,añadió—. Lo que significa: no más citas con eldemonio. Aunque dudo que acepte el consejo. Losagentes como usted nunca lo hacen.

Verlaine lanzó las piernas por encima delborde de la cama. Se estabilizó y se puso en pie.Estaba de acuerdo con Yana en una cosa: deninguna manera iba a quedarse en una cama dehospital en un lugar lejano y solitario.

—También hay algunas buenas noticias en esteasunto —dijo Bruno cuando la doctora huboabandonado la habitación—. Conseguimos

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recuperar el huevo. Y lo que es más importante:capturamos a Eno.

—¿Dónde está? —inquirió Verlaine.—En un lugar seguro —contestó Yana al

tiempo que lo atravesaba con la mirada, comodesafiándolo a seguir preguntando.

Entonces, Bruno le guiño un ojo a Verlaine y leexplicó:

—Yana insistió en que la llevaremos a unaprisión especializada para nefilim en Siberia.

—Muy propio de los rusos, tener un gulag paraángeles —replicó Verlaine.

—La llevamos allí para someterla aobservación —espetó Yana—. Tienes suerte deque accediera a permitirles que me acompañen.

—¿Y crees que allí van a ser capaces desacarle información? —inquirió Verlaine.

—No hay más opción —concluyó Yana—. Unavez esté presa en Siberia, la forzarán a hablar.

—¿Has presenciado alguno de esosinterrogatorios? —le preguntó él.

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—Los especialistas de la prisión tienenmétodos muy particulares para sacarlesinformación a sus prisioneros —respondió Yanacon voz suave.

Verlaine recorrió mentalmente una lista de loque había sucedido en las últimas veinticuatrohoras, tratando de quitarse de encima la sensaciónde que había aterrizado en un universo alternativo,en una especie de extraño y vívido juego real eirreal al mismo tiempo. Viajaba en un tren a travésde la vasta y helada tundra siberiana buscando auna criatura mitad humana, mitad ángel que, ahora,tras diez años de dudas, estaba seguro de amar.Después de todo lo que había visto, creía que nadalo sorprendería ya. Pero se equivocaba. Las cosasno hacían más que volverse cada vez más extrañas.

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Isla de San Iván, mar Negro,Bulgaria

El helicóptero de Azov encamaba justo esa mezclade referencias culturales que, para los estudiososcomo Vera, suponía la inspiración que los hacía ira trabajar todos los días. Según Sveti, se tratabade un aparato de la era de la guerra de Vietnamque Estados Unidos había perdido después de quelo abandonó su tripulación tras un aterrizaje deemergencia en Camboya; había acabado en poderde Azov tras una serie de trueques y apretones demanos que habían tenido lugar a lo largo de lasúltimas tres décadas. El autogiro había sidoconfiscado por los comunistas, reparado en laURSS y enviado a sus aliados búlgaros en lossetenta. Cuando llegó a manos de Azov, la guerrafría había terminado y Bulgaria había pasado aformar parte de la OTAN. Ahora, viendo a Sveti

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empuñar la palanca del cíclico entre sus rodillas,Vera se preguntó en qué tipo de mundoreorganizado vivirían de mayores los niños quenacían en aquellos tiempos.

A un gesto de Azov, Sveti pulsó losinterruptores y verificó los controles del tableroantes de despegar. De inmediato se elevaron sobreel suelo, arremetiendo contra el viento. Veraobservó cómo la tierra se iba haciendo pequeña amedida que tomaban altura, cómo la silueta delfaro perdía verticalidad y el mar adquiría unaspecto uniforme hasta que el agua, allá abajo, noparecía más que una lámina diamantina contra ladelgada orilla. El sol se estaba sumiendo al mundoen una luz morada cada vez más oscura. La jovense esforzó por ver los pueblecitos de pescadoresacurrucados en la costa, las chaparras chozasgrises semejantes a rocas bañadas en la luzenrarecida. Las playas estaban desiertas, no habíasombrillas brotando de la arena, ni una solaembarcación flotando en la bahía, solo extensiones

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infinitas de costa rocosa. Vera trato de imaginarlos asentamientos sepultados bajo toneladascubicas de aguas oscuras, los restos de antiguascivilizaciones congeladas en el frescor sofocantede un mundo submarino sin luz.

El helicóptero se ladeo al tiempo que Sveti lasconducía por encima de una franja de costa y luegotorcía hacia el interior, mientras las hélicesgolpeaban el aire sobre sus cabezas con unacadencia lenta y regular. Se elevaron velozmentesobrevolando tejados de arcilla, estrechascarreteras y campos vacíos, dejando el mar Negroatrás.

De pronto. Por el rabillo del ojo, Vera divisóotra cosa que volaba a lo lejos. Por unos instantescreyó que era tan solo la silueta de un ala deltasuspendida en el aire, una pincelada de rojo contrael horizonte púrpura. Después apareció unasegunda figura, y luego una tercera, hasta que unenjambre rodeo el helicóptero, batiendo el airecon sus alas rojas y con los ojos fijos mientras

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volaban en círculos cada vez más cerrados.—No mencionó usted que los gibborim

vigilaran la isla de San Iván —dijo Vera,lanzándole a Azov una mirada.

—No la vigilan, deben de haber seguido aljeep desde Sozopol —replicó Sveti, dirigiendo elhelicóptero hacia el interior mientras una de lascriaturas se lanzaba contra el parabrisas y su alaroja dejaba un rastro oleoso.

—No podemos enfrentarnos a ellos aquí arriba—musitó Azov—. Tendremos que ser más rápidos.En tierra nos prestarán ayuda, si es queconseguimos llegar al aeropuerto.

—Sujétense —les advirtió Sveti mientrasmanipulaba la palanca de mandos y hacía girarbruscamente el aparato.

El helicóptero se bamboleó y dio variassacudidas, como un barco zambulléndose en aguasagitadas pero no logrando librarse de las criaturas.De pronto, se tambaleó y se inclinó de golpe,lanzando a Vera hacia adelante contra las correas

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que la sujetaban por los hombros. Miró por laventana y vio que dos gibborim se habían agarradoa los patines. Con las alas abiertas, arrastraban elaparato hacia la costa rocosa.

Sveti se mordió el labio y accionó loscontroles. Hasta que se aproximaron a los cableseléctricos y la mujer maniobró, orientando lospatines hacia un grupo de torres de transmisiones.Vera no se percató de que su piloto quería librarsede las criaturas rozando los bajos del aparato.Sveti giró a la derecha, luego a la izquierda y, acontinuación, hizo descender el helicóptero. Losgibborim chocaron con los cables y las alas se lesquedaron enganchadas, mientras el helicópterovolvía a ascender y escapaba a toda velocidadsobrevolando nuevamente la bahía.

Al cabo de unos minutos avistaron el astillerode Burgas. Enormes pirámides de sal salpicaban lacosta, blancas y escarpadas. Sveti viró otra vezhacia tierna firme para dirigirse al aeropuerto,situado a pocos kilómetros del agua. La pista se

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extendía a lo lejos, y un avión estaba allíestacionado, como un insecto metálico listo paraemprender el vuelo.

Mientras Sveti aterrizaba suavemente sobre elasfalto, se les acercó un grupo de hombresuniformados que parecían casi aburridos mientrasescoltaban al trío al bajar del helicóptero y loconducían a la salida del aeropuerto evitando elcontrol de pasaportes. Al volver a salir a la fríanoche. Vera descubrió que el cielo había adquiridoun color azul oscuro: más allá de la cerca dealambre, la pista estaba envuelta en sombras.Escudriñó el campo de aviación en busca de másgibborim.

Un hombre en jeans y camiseta negra pasó porsu lado y Vera notó que le ponía en la mano unobjeto frío y metálico: un juego de llavesensartado en una tira de cuero. El agente —Verasabía que solo podía haberlo enviado Bruno— lehizo un gesto en dirección a un vehículotodoterreno y, sin abrir la boca, siguió andando.

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Azov le dirigió a Vera una mirada de sorpresa.Obviamente, no estaba acostumbrado a quepersonal y equipo aparecieran sin una palabra.Tampoco Vera había contado nunca con ese tipo deayuda —era la primera vez que trabajaba sobre elterreno—, pero sabía que Bruno cuidaría de ellos.Agarró la llave, decidiendo que iba a sacar elmayor provecho de todo cuanto le dieran, queutilizaría cada recurso y cada ápice de talento parallegar hasta el doctor Valko.

Se acomodó en el asiento del conductor sindecir nada. Azov se sentó a su lado, dejando queSveti se subiera en el asiento de atrás. El jeep eraun modelo nuevo de cambio manual, con tracción alas cuatro ruedas y menos de mil kilómetrosregistrados en el indicador. El volante de cueroestaba frío por el aire nocturno. Encima deltablero había un sobre de papel manila. Vera se lolanzó a Azov, puso el coche en marcha y abandonórápidamente el aeropuerto.

Azov abrió el cierre de su mochila y sacó un

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montón de vasos de plástico y una botella de licor.—Rakia —dijo mientras alzaba la botella,

ofreciéndosela a Vera.Ella aceptó y tomó un largo trago. No era tan

potente como el vodka y no entraba ni muchomenos tan bien, pero disfrutó de la sensación quele produjo en el cuerpo, una lenta distensión de losmúsculos, un relajamiento gradual de la mente,mientras le pasaba la botella a Sveti.

Azov volvió a meter la mano en la mochila ysacó un mapa que mostraba la ruta desde el marNegro hasta las montañas, ahora sumidas en lapenumbra del anochecer.

—El doctor Valko vive en Smolyan, que seencuentra aproximadamente a cinco horas de viajede aquí, cerca del pueblo de Trigrad. Estascarreteras distan mucho de ser ideales, pero por lomenos no vamos a topamos con ningún gibborimpor el camino.

Azov tenía razón en lo de los gibborim —soloatacaban en pleno vuelo, arremetiendo contra sus

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víctimas en el aire—, pero Vera también sabía quesi Bulgaria estaba infestada de criaturas de esetipo, probablemente encontrarían más.

Mientras tomaba la autopista siguiendo lasindicaciones de AZOV, trató de calcular cuándollegarían a su destino. Según el reloj del tablero,eran justo pasadas las nueve de la noche. Silograban llegar a Smolyan dentro de las cincohoras siguientes, se presentarían en casa de unanciano a altas horas de la noche.

—Aunque siga usted manteniendo una buenarelación con él, no le va a hacer ninguna graciavernos llegar en plena noche.

—Es cierto que tenemos que abordar aRaphael con delicadeza —convino Azov—. Esenormemente protector por lo que respecta a suprivacidad y a su trabajo. Después de la muerte deAngela, prácticamente cortó todo contacto con elmundo exterior. Tendremos que convencerlo paraque hable con nosotros. Pero el esfuerzo vale lapena.

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—En realidad, no tenemos mucha más opciónque probar —intervino Sveti tras tomar un sorbode Rakia.

Mientras Vera ascendía por las montañas alvolante del vehículo, era consciente de que suactitud hacia el doctor Raphael Valko era la mismaque la de cualquier otro joven angelólogo: lasimple mención de su nombre la deslumbraba. Eldoctor Valko era una leyenda. Jamás había soñadoque llegaría a conocerlo personalmente.

Tal vez intuyendo que deseaba saber máscosas, Azov le informó:

—Valko no vive tan cerca de la Garganta delDiablo por casualidad.

—¿Acaso está extrayendo valkina? —quisosaber Vera.

—Eso sería ciertamente útil para nuestrospropósitos —intervino Sveti.

—Cada uno tiene sus propias ideas acerca delo que está haciendo allá arriba —replicó Azov—.Solo dispone de los servicios más esenciales. No

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tiene línea telefónica ni electricidad. Calienta lacasa con madera y extrae el agua de un pozo.Llegar hasta él es casi imposible. Yo vivo en elmismo país que él y he estado en su fortaleza (es laúnica manera de describir lo que ha construido enSmolyan) solo unas pocas veces, siempre paraintercambiar semillas y hablar de ellas. Tiene famade ser un explorador y un hombre de ciencia, peroen persona es más bien como un pastor búlgaro,difícil de alterar y terrible en su venganza contraquienes cree que interferirán en sus planes. Esduro como una roca, a pesar de tener cien años.

Vera miró a Azov, asombrada.—¿Tiene cien años?—Ciento diez, para ser exactos —respondió él

—. Cuando lo conocí, en 1985, aparentabafielmente los setenta y seis que tenía. Másadelante, después de que empezamos a compartirlas semillas antediluvianas, no parecía mayor decincuenta. Ahora vive con una mujer de cuarenta ycinco. Quedo embarazada y tuvieron una hija hace

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diez años.—¿Tiene cien años más que su hija? —Sveti

se sorprendió—. Es absolutamente imposible.—No, si ha estado utilizando las semillas para

sus propios fines —replicó Azov.—En los noventa corría el rumor de que Valko

le suministraba a su segunda mujer, Gabriella,unos viales de un líquido destilado de unas plantasde su jardín —dijo Vera—. Con bastante más deochenta años, Gabriella luchaba activamentecontra los nefilim, saliendo de misión ysoportando privaciones que agentes a los queduplicaba la edad apenas sí podían resistir. Murióen acto de servicio, Nadie comprendía cómo teníafuerzas para participar siquiera; parecía desafiar asu cuerpo. Las semillas que usted le dio a RaphaelValko son la única explicación, Debe de estarcultivando su propio jardín antediluviano alláarriba.

—No hay modo de decir si se dedica amezclar los aceites obtenidos a partir de las

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semillas o a cultivar las plantas. Debes recordarque las semillas que Valko ha sembrado son lasmismas que plantó Noé antes del Diluvio, y Noé,como bien sabes, vivió hasta casi los mil años. Esimposible saber qué sustancias nutritivas conteníanlas plantas o qué efectos producían, pero es obvioque Valko los ha utilizado en su beneficio.

—¿Se le ha ocurrido que quizá hayaencontrado la fórmula para la medicina de Noé?—le preguntó Vera.

Azov suspiro, como si ya hubiera consideradola cuestión multitud de veces.

—La verdad es que en los laboratorios deRaphael Valko podrían estar pasando muchascosas. Fue él quien descubrió el emplazamiento dela prisión de los guardianes en 1939. También fueél quien organizo y sostuvo la resistencia de lasociedad durante la segunda guerra mundial. Eldoctor Raphael Valko no es una persona que dejenada al azar. Estoy seguro de que, sea lo que sea loque está haciendo en las Ródope, lo está

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abordando con la misma férrea determinación quesiempre le ha permitido triunfar allí donde muchosotros han fracasado.

—¿No teme subir allá arriba un día de estos yencontrarlo muerto? —inquirió la joven.

—En absoluto. Pero, en cambio, sí mepreocupa que no quiera hablar con nosotroscuando lleguemos allí. No tenemos ningunagarantía de que vaya a ayudarnos en lo másmínimo a preparar este mejunje. Aunque estévinculado a la sociedad a través de varios canalesno oficiales, yo incluido, hace décadas queabandonó la angelología. Es más que probable queno acceda a proporcionamos el elemento que falta,la valkina, ni por algo tan atractivo como laescurridiza medicina de Noé.

Vera siguió conduciendo, internándose en lasladeras de las montañas Ródope. Aunque su deseoera llegar al pueblo de Smolyan lo másrápidamente posible, el terreno no ayudaba. Amedida que ascendían, las carreteras atravesaban

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pasos cada vez más escarpados, forjando unempinado canal que caía abruptamente por un ladoy sobre el que descollaba un saliente rocoso por elotro. Se obligó a mirar la sima, pues el barrancose abría sobre una oscuridad insondable que, deabordar mal una curva, los haría precipitarse alvacío. Incluso a la luz del día, pudiendo prever loscerradísimos meandros, el camino habría resultadointimidatorio. Mantuvo una marcha corta y pisó elacelerador del vehículo, avanzando a velocidadlenta y constante.

Al coronar la cresta de una montaña, el jeep sevio inmerso de pronto en la claridad de una lunallena cuya luz bañaba un bosque de robles, pinos yabedules que se perdían más allá, ladera abajo. Lacarretera se zambullía en desfiladeros cortadospor los rayos de luna y ascendía hasta lospueblecitos de las cumbres para volver a bajarcruzando otros pasos angostos, de modo que Veratenía la impresión de estar atravesando uncomplejo laberinto topiario que tal vez no llevara

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a ninguna parte. Tras horas de viaje. Alcanzaron lacima de lo que debía de ser el pico más elevadode la región: sobre sus cabezas. Vela solodistinguía un vasto dosel de estrellas. El pueblo deSmolyan se encontraba agazapado en un pedazo detierra, oculto en la oscuridad.

Azov le indicó que tomara una oscura carreterade grava que bajaba por la falda de la montañatorciendo y girando hasta que divisaron unapequeña iglesia ortodoxa. Junto a ella se erguíauna torre cuyo reloj de forja dominaba el pueblo.Eran casi las tres de la mañana. Siguiendo lasinstrucciones de Azov, Vera prosiguió carreteraabajo, dejando atrás las antiguas murallas yllegando a una plaza bordeada de árboles de hojaperenne. Apagó el motor. Nadie dijo una palabra,pero había nacido una nueva sensación deesperanza. Era como si todos creyeran que habíauna solución, que una vez lograran entrevistarsecon Valko superarían los obstáculos aparentementeinsalvables.

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—Hemos llegado —señaló Azov—. Solo nosqueda esperar que Raphael acceda a vernos.

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Expreso Transiberiano, entre Kírov yPerm

Bruno se apoyó en el blando almohadón de suasiento y contempló por la ventana la luz de lasestrellas, que jugueteaba sobre la nieve. Eltraqueteo de las ruedas del tren puntuaba suspensamientos con un ritmo intenso, corto y seco.Intentó imaginar los miles y miles de kilómetros deespacio abierto que se extendían hasta el Pacífico,el permahielo y los viejos bosques, las turberas,las montañas desnudas e inmaculadas. El trenrecorría nueve mil kilómetros entre Moscú yPekín. El paisaje parecía tan ajeno, tan aislado dela Rusia moderna que acababan de abandonar, quecasi podía imaginarse la lejana era de losRomanov, con sus bailes palaciegos, sus trineos,sus partidas de caza y sus regimientos de elegantessoldados a caballo. Los secretos podían

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permanecer enterrados para siempre en unaextensión tan vasta e inhóspita, y tal vez el propioRasputín hubiera sepultado algunos allí.

Se volvió y le echó una mirada furtiva aVerlaine. Tenía la piel pálida, los rizos del cabelloenmarañados y los hombros ligeramenteencorvados. Aunque la cura milagrosa de ladoctora había contribuido a restaurar su saludfísica, las consecuencias psicológicas de ladescarga eléctrica de Eno habían tenido en él unefecto terrible e indeleble. Bruno no podía evitarsentirse afectado. En las últimas horas, sussentimientos habían pasado del enojo por supropia bravuconada al haber alentado a Verlaine aperseguir a Eno solo hasta el alivio porque el másprometedor de sus cazadores siguiera con vida.Estaba tan agradecido que no podía enfadarse porel dije.

Un carrito cruzó el compartimento con café yté. Bruno trató de mantener estable su taza deporcelana, pero el plato osciló y el líquido

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caliente se derramó sobre sus pantalones. Una vezque llenó la taza, aspiró el intenso aroma del ténegro e intentó relajar su mente recordando todo loque Nadia les había contado antes de que lascriaturas los atacaran. Mientras daba vueltas a losdetalles en su cabeza, le pareció que no había unaforma clara de actuar. Nadia no había exploradonunca del todo la información que contenía elálbum de Rasputín. De hecho, al parecer, se habíacontentado con dejar que sus páginas siguieransiendo una curiosidad del pasado. Lescorrespondía a ellos averiguar qué pretendíaRasputín con su álbum de flores.

De pronto sintió la mano de Yana en elhombro.

—Vamos —le dijo ella.Atravesaron una caravana aparentemente

infinita de vagones de tren mientras Yana, a lacabeza, avanzaba con paso tranquilo, indicándoleel camino. Bruno se fijó en su pistola,discretamente guardada en una funda bajo su

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chaqueta. Con una punzada de admiración, recordócon cuánta habilidad había reducido a Eno en SanPetersburgo, manejando a la emim con increíbledestreza, de un modo estudiado, casi clínico. Sepreguntó qué había entorpecido su propiacapacidad de enfrentarse a la criatura. Tal vezhubiera subvertido inconscientemente sus propiosesfuerzos. Tal vez algo en su interior quisiera queEno fuera libre. Tal vez las cazadoras no tuvieranesos problemas.

Yana se detuvo ante una puerta de acerosituada al fondo del último vagón de pasajeros y,tras revolver entre un manojo de llaves, insertouna de ellas en la cerradura. Acto seguido, sevolvió hacia Bruno y dijo:

—Los últimos diez vagones son nuestrascabinas de almacenamiento y transporte,reservadas a los prisioneros que van de camino aSiberia. Además de la enfermería, hay vagonesequipados para alojar a las distintas especies deángeles, cada uno de ellos designado para

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neutralizar el poder especifico de las criaturas. Alos nefilim los encerramos en un vagón dotado deuna corriente eléctrica de alta frecuencia que losdeja inconscientes. Eno se encuentra en un vagóncongelador, un espacio reservado para los ángelesmás violentos, ángeles guerreros como losgibborim y los raifim, así como para los emimcomo ella. Como bien sabes, las bajastemperaturas aminoran el ritmo cardíaco, reducenel poder de las alas y disminuyen el nivel deviolencia al mínimo. —Yana sonrió y abrió lapuerta—. Está en mala forma. Quizá ni siquiera lareconozcas.

Entraron en un pasadizo estrecho y oscuro quedaba a los vagones prisión. Mientras avanzaban,Bruno se iba deteniendo en cada uno de ellos paraexaminar a las criaturas. En una celda había tresángeles atados juntos, un leogan, un nestig y unpequeño mendax rojo, tres criaturas en cuyaspalabras nunca había que confiar. Estaban tanocupados murmurando entre sí que no se dieron

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cuenta de su presencia. Al final del tren, en laparte delantera del último vagón, había una puertade vidrio cilindrado cubierta de hielo.

—Estos son mis deportados de la semana —dijo Yana con un matiz de orgullo en la voz.

—Impresionante —dijo Bruno, procurando norevelar hasta qué punto se sentía admirado.

—Eno es una captura extraordinaria, unacaptura que llevaba años esperando. Dudo quehubiera podido lograrlo sola, de modo que tengoque darte las gracias. —La angelóloga se detuvofrente a la puerta congelada—. Pasa y échale unvistazo a nuestro ángel.

Abrió la puerta con la llave y Bruno entró en elcompartimento, con la piel erizada a causa delfrío, la respiración agitada, que quedabasuspendida en el aire en forma de vaho, y loszapatos que resbalaban en el suelo cubierto deescarcha. Sus ojos tardaron unos instantes enadaptarse. Distinguió la pierna desnuda de Eno, supiel gris azulada era semejante a un jirón de

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niebla; vio su rostro, sumido en el sueño, sus ojoscerrados, sus labios color violeta. Le habíanafeitado la cabeza y unas gruesas venasserpenteaban por su cráneo, pulsantes y azules,vivas. Ahora que la habían despojado de subelleza, Bruno se daba cuenta, con visceralconmoción, de que no tenía nada de humanaMientras se arrodillaba a su lado, oyó cómo larespiración se le atoraba en el pecho, como si elaire helado se le hubiera quedado adherido a lospulmones. Le acaricio una mejilla con el dedo,sintiendo hacia ella la antigua excitante atracción.El tren dio una brusca sacudida y la criatura abriólos ojos. Los revestimientos reptilianos de susglobos oculares se retrajeron. Cuando posó sumirada sobre él, Bruno se percató de que loreconocía, de que quería hablarle, pero no lequedaban fuerzas.

Eno abrió la boca y su larga lengua negra cayóde sus labios, con su extremo bífido como el deuna serpiente. Bruno sintió un impulso irracional

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de abrazarla, de sentir su aliento contra su cuello,de notarla debatirse bajo su cuerpo. Por el modoen que lo miraba, podía sentir su rabia. Su juegohabía terminado. Él había vencido.

—¿Tienes idea de lo dura que es esta emim?—le preguntó Yana finalmente.

Bruno siguió mirándola durante unos instantes.Se había pasado media vida dándole caza. Yana nopodía figurarse lo bien que comprendía lo dura ypeligrosa que podía llegar a ser.

—Por desgracia, lo sé —respondió,siguiéndola de regreso al pasillo del tren.

—¿Crees que hablará?—Quizá —contestó Bruno—. Ahora que está

aislada de los Grigori, tenemos más posibilidades.Yana sacó un cigarro de una cajetilla y le

ofreció otro a Bruno. En circunstancias normales,él no fumaba, pero los últimos días no habíantenido nada de normales. Agarró uno de loscigarros, lo encendió y aspiro, sintiendo que se leaclaraba la mente.

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—He de reconocer que es la primera vez queun cazador de ángeles extranjero me ayuda en unapersecución —declaró ella, echando el humo de sucigarro lejos de Bruno.

—Tu equipo no es muy numeroso, ¿verdad? —inquirió él.

—Se ha vuelto más activo en los últimos cincoaños, pero solo porque las compañías petrolerashan devuelto mucha actividad a esta parte delmundo. Las viejas familias nefilim, queabandonaron Rusia después de la revolución, estánconstruyendo mansiones y estableciendo empresasaquí. Los nuevos oligarcas han trabajado encolaboración con la familia Grigori para crearenormes riquezas. Antes de este aporte de sangrenueva, solo estábamos yo, el ocasional ángelanakim perdido, y los desolados inviernosSiberianos. —Yana arrojó el cigarro al suelometálico del vagón y sus brasas derritieron unanebulosa en la escarcha—. Con esto quiero decirque, si estás buscando nefilim en la Siberia

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occidental, yo sé cómo encontrarlos. Tengo undossier sobre todas y cada una de las criaturas quehan pasado por aquí en los últimos cincuenta años.

—Tienes un campo enorme que cubrir —observó Bruno, admirado de su capacidad paradirigir una operación de semejante envergadura.

—He oído hablar de los métodos que tienen enParís. No tienen nada que ver con la forma en quehacemos las cosas aquí. Eno era especial. Nopuedo permitirme invertir tanto esfuerzo en todaslas criaturas. La mayor parte del tiempo, lo que mepreocupa es hacer que acaben en prisión. Una vezallí, desaparezco del mapa. No puedo niimaginarme pasar tiempo en el panóptico.

—¿El panóptico?—La prisión está construida a imagen y

semejanza del panóptico de Jeremy Bentham —leexplicó Yana—. Tiene la clásica estructuracircular del original, lo que permite a los guardiasvigilar a todas y cada una de las criaturasangélicas. Dicho esto, por necesidad, el edificio se

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adaptó con el fin de que satisficiera nuestrasparticulares necesidades.

Bruno intentó imaginarse semejante lugar, suobjetivo y su tamaño. Experimento un sentimientode celos profesionales al pensar en el número deángeles que se custodiaban allí.

—Y ¿yo podría entrar?—Desde luego no podemos presentarnos allí

por las buenas —replicó Yana—. Esa prisión es elárea carcelaria angelológica más grande y mejorvigilada jamás construida. Además, está ubicadaen Chelíabinsk, una zona de alta concentración dedesechos nucleares que se caracteriza por ser elpedazo de tierra más contaminado del planeta. Hayangelólogos y militares rusos en cada centímetrode tierra. Aunque yo estoy en nómina y tengoacceso limitado a la prisión, mi autorización notiene validez desde el principio de la perestroika.Para acceder a los círculos internos de la prisióntienes que conseguir la ayuda de otra persona.

Bruno la miró atentamente, tratando de

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dilucidar si su ignorancia era genuina.—¿Se encuentra Merlin Godwin en esa

prisión? —le preguntó.Sabía que era una apuesta arriesgada, pero

como Godwin era la única persona de la películade Angela de la que no se sabía nada, tenía queintentarlo.

—Claro —respondió Yana—. Ha sido directordel Proyecto Siberia durante más de veinte años.

Bruno consideró sus opciones: podía manteneren secreto todo lo que había visto en la filmaciónde Angela Valko y todo lo que había averiguado enel Hermitage. No podía confiar en Yana y pedirleayuda.

—¿Has oído hablar de algo llamadoAngelopolis?

El rostro de Yana adoptó una expresión deasombro y palideció.

—¿Dónde has oído esa palabra?—Ya veo que es algo más que una mera

leyenda —replicó Bruno al tiempo que aumentaba

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su curiosidad.—Es bastante más que eso —afirmó ella, y a

continuación respiró profundamente con el fin detranquilizarse antes de hablar—. Angelopolis es unmisterio para todos aquellos de nosotros a los queno se nos ha concedido autorización para accedera los reinos internos de la prisión. Es objeto demuchos rumores: que en la prisión se está llevandoa cabo un experimento masivo, que es una especiede laboratorio genético de ciencia ficción, queGodwin está clonando formas de vida angélicainferiores para utilizarlas como siervos de losnefilim… No hay manera de saber con seguridadlo que está pasando allí dentro. Como te he dichoya, la seguridad en torno al perímetro es tremenda,y eso es decir poco. Llevo dos décadas trabajandoallí, y nunca he pasado siquiera del primer puestode control. —Yana encendió otro cigarro mientrasconsideraba sus pensamientos—. ¿Qué sabes deAngelopolis?

—No gran cosa —admitió Bruno—. Sé que el

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doctor Merlin Godwin estuvo trabajando con losGrigori en algún momento, y que tal vez aún loesté haciendo, pero eso es todo.

—¿Has consultado su perfil?—No, desafortunadamente no.Yana puso los ojos en blanco, insinuando que

era inútil seguir adelante sin hacer lo que, comocualquier angelólogo sabía, constituía el primerpaso.

—Sinceramente —dijo Bruno, dolido—, no hetenido ocasión.

Ella sacó entonces un ordenador portátil de sumochila y le abrió en el suelo del pasillo.

—La tecnología de nuestra red no es tanavanzada como la suya, estoy segura, pero tengoacceso a ella. Si hay algo sobre Godwin, losabremos.

Bruno observó a Yana conectarse a la red de lasociedad rusa y empezar a buscar en una base dedatos angelológica que parecía escupir de todo,desde perfiles de enemigos a temas de seguridad y

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al personal de la sociedad.Yana estuvo buscando durante unos minutos.

Después, tras teclear frenéticamente, el perfil deMerlin Branwell Godwin apareció en la pantalla,tan claro y conciso como el perfil de Eno en susmartphone.

—Veamos.—¿Has encontrado algo?—Léelo tú mismo —contestó ella, pasándole

el ordenador—. Puedes escoger entre leerlo enfrancés, inglés o ruso, elige lo que quieras.

Bruno hizo clic en el perfil y leyó el informeen inglés. Nacido en Newcastle en 1950, Godwinse había licenciado en Química por la Universidadde Cambridge y en 1982 había entrado en laacademia, donde ese mismo año trabajó en variosproyectos secretos. Había recibido prestigiosospremios y distinciones. Pero los hilos deinformación biográfica no llamaron tanto laatención de Bruno como la foto que aparecía juntoal texto. Godwin era un hombre delgado con un

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llamativo cabello rojo, una larga nariz afilada yunos penetrantes ojos negros.

—No es gran cosa —dijo al final.—Nunca hay nada jugoso en los ficheros

generales —replicó Yana, dirigiéndole una miradaastuta—. Casi todo el mundo puede acceder a estetipo de información.

Volvió a teclear hasta que varias ventanascomenzaron a iluminarse en una sucesión tanrápida que Bruno apenas sí pudo seguir el ritmomientras aparecían y desaparecían en la pantalla.De pronto, Yana se detuvo.

—Qué raro. Hay otra entrada sobre MerlinGodwin, un dossier clasificado creado en 1984,pero lo han eliminado.

—¿Cómo es posible?—Una persona autorizada entró y lo borró.—Borrar un archivo clasificado no es lo que

se dice fácil de hacer.—Es obvio que alguien se tomó muchas

molestias.

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—¿Y no podría haber otro modo de acceder aél?

—Nada se pierde del todo en esta red —contestó Yana—. Probablemente ese documento sealmacenó en el archivo clasificado, y lo másseguro es que estuviera codificado, lo quesignifica que tiene que haber un rastro en algunaparte. —La chica se giró de nuevo hacia elordenador. Veamos qué puedo hacer.

Con un clic, el montón de caracteres cirílicosdio paso a legiones de números binarios quecubrían la pantalla de un extremo a otro. Aparecióun informe; Bruno pudo descifrar el nombre deAngela Valko escrito en la parte superior. Al verque Yana empezaba a leer, supo que habíaencontrado algo de interés. Solo cabía esperar quefuera extraordinario.

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Smolyan, montañas Ródope,Bulgaria

A Azov le parecía que habían ascendido muy porencima del mundo habitado, hasta un lugar remotoy oculto donde, con dar un paso, desaparecería enun desfiladero y no habría noticias suyas nuncamás. Mirara hacia donde mirara, solo hallabasilencio. Se giró, observando la calle con recelosaatención. Había estado vigilando la carretera yestaba seguro de que nadie los había seguido entodo el viaje. Sin embargo, no podía evitar tener lasensación de que los estaban vigilando, de que elpeligro los acechaba en todo momento.

La luna brillaba sobre los desnudos caminosde piedra. Las tiendas y los cafés, cuyas cortinasestaban cerradas, se hallaban sumidos en laoscuridad, con los toldos bajados. Viejos edificiosbrotaban de salientes de piedra cortada. Mientras

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guiaba a Vera y a Sveti lejos de la plaza. Azovtenía la impresión de que la totalidad de loscimientos del pueblo estaba literalmente excavadaen la roca, y que cada edificio recordaba las vetasde los minerales en el mármol. Contemplando elpueblo, distinguió una sucesión menguante degargantas y valles; cada nueva hondonada eracomo una sábana de lino empapada en laoscuridad de la noche.

Recorrieron un dédalo de calles, todas ellasempinadas y sinuosas. Al llegar a un callejón sinsalida, Azov se detuvo, mirando atrás, y volviósobre sus pasos. Había estado en la casa conanterioridad, pero a la luz del día, y la estructuralaberíntica de las estrechas calles lo habíaconfundido momentáneamente. No obstante, trasdar unos pasos, encontró el camino.

—Aquí está —dijo deteniéndose de golpefrente a una puerta muy alta y estrecha enmarcadapor una resquebrajada fachada de estuco. Laconstrucción formaba parte de una hilera de casas

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de pueblo, constaba de tres pisos, y sus persianasazul pálido estaban cerradas a la calle. Azovlevantó una aldaba de latón y golpeó con ella unaplaca de metal.

—Identifíquese.La voz, a pesar de serle tan familiar, lo alarmó.

Levantó la vista y vio a un hombre con lentes ylargo cabello blanco ataviado con lo que, desde lacalle en penumbra, parecía un abrigo militar.Empuñaba una pistola.

—Dígame exactamente qué demonios estánhaciendo ustedes en la puerta de mi casa a las tresde la mañana —espetó el hombre.

—Doctor Valko —dijo Azov con voz tranquila—. Soy Hristo Azov, del puesto de avanzadaangelológico de la isla de San Iván. Perdone quenos presentemos así, sin avisar, pero tenemos quehablar con usted. Es urgente.

Raphael Valko entornó los ojos, intentandodistinguir las caras de todos los miembros delgrupo. Cuando vio a Azov se detuvo, y su

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expresión se suavizó al reconocer a su colega.—Azov —dijo—. Amigo mío, ¿qué haces

aquí?—Creo que será mejor que hablemos dentro —

replicó él mirando a sus espaldas, mientras un gatosalía corriendo de la oscuridad.

—Esperaba que volvieras —declaró Valko—.Pero supuse que me advertirías, que mandarías unacarta tal vez, o un mensajero. No es prudentepresentarse a la vista de todos. Están arriesgandosus vidas, pero también la mía. —Bajó la pistola yañadió—: Vengan conmigo. Es mejor no dejarsever en la calle. Podría haber alguien, o algo,vigilando.

Siguieron a Valko por un estrecho empedrado.El anciano se detuvo, abrió una puerta de hierro ylos hizo pasar a un inmenso patio florido. Susdimensiones eran exactamente opuestas a las delangosto callejón: era un cuadrado enorme lleno defarolillos y flanqueado por altos muros de piedraque le proporcionaban un velo de privacidad. Si

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Azov no hubiera estado antes en casa de Valko,nunca podría haber adivinado que albergara unjardín privado tan extraordinario en su interior. Nohabía un centímetro libre de vegetación. Árbolesfrutales con las ramas cargadas de fruta crecían alo largo del muro; flores de todas las variedades ycolores lucían en macetas de cerámica; las parrastrepaban por las rejas mientras sus zarcillos seenroscaban a la pálida luz de la luna. La fraganciade gardenias, rosas y lavanda impregnaba el aire.Una fuente de piedra gorgojeaba en el centro elpatio y, mientras se internaban en aquel paraíso dearomas y colores, Azov se sentía absolutamente agusto. Allí, en ese jardín secreto, en medio de unafecundidad antinatural, se encontraban entreamigos.

Incluso desde lejos, Azov distinguió unasplantas en lo que parecía ser un invernadero alotro extremo del jardín. Un marco de carpinteríametálica sostenía unas hojas de cristal que,conforme la estructura iba ganando altura y

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volumen, daban lugar a una elaborada cúpulavictoriana. La estructura se erguía en paneles biendelineados, nítidos y cristalinos contra el cielonocturno. Azov observó con sorpresa que, detrásdel invernadero, habían instalado un grupo deplacas solares orientadas hacia el sur. Las lucesinteriores eran difusas, como si estuvieranlanzando agua nebulizada al aire húmedo. Mientrasse acercaban, distinguió hojas apretujadas contrael cristal y pensó en los miles de semillas quehabía coleccionado y conservado. La isla de SanIván y el trabajo que realizaba allí parecían estar aun millón de kilómetros de distancia.

Valko abrió la puerta del invernadero yentraron en el interior. El fresco aire de montañase transformó en un manto de humedad impregnadode un aroma floral. Unas lámparas de luzultravioleta lucían sobre sus cabezas. Ungenerador de energía solar emitía un zumbidosordo.

Las mesas estaban llenas de plantas de todo

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tipo. Un bosque de árboles frutales crecía engrandes macetas de cerámica. Azov se detuvo aexaminar un árbol y vio un fruto que tenía la formade una pera y el color morado intenso de unracimo de uvas. Se inclinó hacia ella e inspiró,oliéndola como si se tratara del cáliz de un lirio.La fragancia era aromática e intensa, más parecidaal olor de una infusión de canela y cardamomo queal de una fruta.

—Huele esto —dijo llamando a Vera.Mientras aspiraba el aroma, la mirada de ella

recayó en un árbol de aspecto extraño.—¿Esto qué es? —inquirió.Valko sonrió, evidentemente complacido por

haber atraído su atención.—Todo lo que ven en este invernadero son

plantas que no han existido durante miles de años.Las flores de esa mesa, las hortalizas que crecen alotro extremo del invernadero, el fruto que acabande oler… ninguna de estas cosas habían florecidodesde los tiempos del Diluvio. En mis planes

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originales, solo el invernadero tenía que serenorme, con más de dos mil variedades desemillas antediluvianas.

Al mirar con mayor atención, Azov se percatóde que las plantas eran a la vez familiares yextrañas, pues retenían las características básicasde la flora que uno veía todos los días y, sinembargo, al tocar las hojas, se daba cuenta de queaquellas variedades no las había visto nunca. Elfollaje de la más brillante, la fruta más aromática.Las manzanas colgaban de las ramas, todasperfectamente redondas, con una piel lustrosa deun intenso color rosa. Valko arrancó una manzanadel árbol y se la ofreció a Azov.

—Pruébala —le dijo.Azov hizo girar la manzana entre los dedos. De

cerca era de un rosa sólido, perfecto y brillantecomo una pelota de goma. El tallo era azuliridiscente.

—No te preocupes —bromeó Valko—. Esdemasiado tarde para que te echen del Edén.

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Azov le dio un mordisco. El sabor erasorprendente y extraño. Esperaba un estallido dedulzor, algo parecido a las muchas variedades demanzana que había comido en el pasado. Encambio, un sabor extraño y desagradable invadiósu boca, un amargor medicinal, como de hierbas,que le recordó el licor con especias. Estuvo apunto de tirar la manzana, pero entonces se fijó enel color de la carne: era del mismo azul vivo deltallo, fosforescente, como si irradiara luz desdedentro.

Valko tomó la manzana que Azov tenía en lamano y la dejó sobre la mesa. Sacó una navajasuiza del bolsillo y partió la fruta por la mitad,manchando la hoja de jugo. Luego hizo pedazosmás pequeños y dio un cuarto a Vera y otro a Sveti.Azov observó cómo los demás la probaban,constatando la misma reacción que él había tenidounos segundos antes, una inequívoca repulsión.

—Este podría muy bien ser el fruto queprovocó el exilio de Adán y Eva. Aunque lo cierto

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es que… —dijo Valko, pasando junto al manzano ydeteniéndose frente a un bonito árbol de cítricosde hojas frondosas y brillantes. Entre el follajecrecían racimos de diminutos frutos amarillobrillante que parecían limones en miniatura— siyo tuviera que cambiar el paraíso por un fruto,tendría que ser este. —Desprendió uno de losracimos y se lo ofreció a sus invitados. Veraarrancó un limón y lo contempló a la luz de uno delos focos. No era mayor que la uña de su dedopulgar, la piel era elástica y flexible al tacto—. Noes preciso pelarlo —les informó Valko mientrasella se metía uno en la boca.

Azov siguió su ejemplo. Cuando Vera mordióel fruto, un sabor dulce invadió su lengua, un gustosofisticado que parecía guardar una remotarelación con los cítricos, pero aderezado con fresay cereza, y con otros sabores más densos, mássutiles, como el higo y la ciruela. Azov miró elárbol, deseando tomar unos limones.

—¿Cómo ha conseguido hacer germinar tantas

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semillas? —inquirió Sveti.—Desarrollé una solución de fertilizante y

hormonas vegetales en las que sumergí lassemillas hasta que empezaron a brotar. En laprotección del invernadero, la mayoría de ellasprosperaron. He registrado por escrito cadacapullo de cada árbol y cada fruto que hamadurado. —El orgullo de Valko saltaba la vistamientras señalaba su obra con la mano—. Cuandocierro la puerta de este invernadero y me recluyodentro con estas viejas formas de vida, casi puedoimaginarme cómo era el mundo antes del Diluvio.

Azov miró atentamente a Raphael. Tenía la pielpálida y surcada de arrugas, llevaba el blancocabello recogido en una cola de caballo, y unabonita barba blanca y rizada le llegaba hasta elestómago. Lo que Azov había tomado por unabrigo resultó ser, bajo la luz, una bata azul quecaía hasta los tobillos y confería al viejo científicoel aire de un mago.

Azov solo quería vagar por el jardín,

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examinando las plantas.—Estas nuevas variedades son incluso más

extrañas y maravillosas de lo que había imaginado—declaró por fin—. ¿Se ha malogrado algunasemilla?

—Unas pocas —respondió Valko—. Pero notantas como imaginé al principio. Ahora que tengolos paneles de energía solar, he logrado quegerminen casi todas sin grandes dificultades, y hehecho enormes progresos con mis distintasmedicinas.

—¿Medicinas para quién? —preguntó Veracon voz temblorosa. Azov halló su entusiasmoencantador… Su pasión lo había deleitado desdeque era una niña.

—Fundamentalmente para mi propio consumo—contestó Valko.

—¿Es eso prudente? —preguntó Azov.Aunque no se lo había mencionado a Vera y a

Sveti, también él había sentido la tentación deiniciarse en las artes medicinales, pero al final

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había desistido. Los peligros potenciales demezclar tales medicinas no compensaban losposibles beneficios.

—En su mayoría son tinturas de ingredientesabsolutamente seguros si se ingieren en pequeñascantidades —explicó Valko—. Solo he tenido uncaso de toxicidad grave, y fue debido a que molílas semillas de un racimo de uvas prehistóricas ypreparé con ellas una infusión. Supongo quedebería haberme comido el fruto, pero queríasaber si las semillas tenían propiedades asociadasa la longevidad, cantidades concentradas depolifenoles sin diluir que se encuentran disueltasen las semillas de las frutas modernas. Resultó quelas semillas eran más potentes de lo que yo podíaimaginar. Y, de hecho, a pesar de que enfermé unao dos veces, también obtuve inmensos beneficios.Soy un Viejo y, sin embargo, este jardín me haproporcionado una segunda juventud. Me siento yparezco cada vez más joven con cada año quepasa.

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Azov examinó atentamente a Raphael. A losciento diez años de edad, su vitalidad eraabsolutamente asombrosa.

—Cuando noté los efectos de las semillas, lasmezclé con extracto de cicuta. Es un brebajeextremadamente potente.

—Es un brebaje letal, Raphael —objetó Azov.—En realidad, no —replicó Valko—. En la

dosis correcta, es un ejemplo clásico dephármakon.

—Es griego —dijo Sveti, lanzándole a Verauna mirada para asegurarse de que comprendía—.Se refiere a una sustancia que es un remedio y unveneno a la vez.

—Bien dicho, querida —intervino Valko—.Las semillas tienen el poder de matarme, perotambién tienen el poder de prolongarme la vida.En eso se basa la homeopatía: en una dosisconcreta, una sustancia puede hacerte mucho bien,En otra dosis distinta, te mata. Por supuesto, lamayoría de las medicinas y de las vacunas

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funcionan según ese principio. Ha sido la estrellapolar de mi trabajo. Pero dejemos de hablar de míy de mis fuentes de juventud. Entren y díganme quélos ha traído hasta aquí.

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EL SEXTO CÍRCULO

Herejía

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Informe de vigilancia presentadopor Angela Valko

9 de junio de 1984

Este es el primer informe de estas característicasque presento en todos mis años de experienciacomo angelóloga, y lo hago con cierta inquietud.No obstante, la horrible naturaleza de missospechas y el alcance de la implicación deldoctor Merlin Godwin en actividades que van endetrimento de nuestra seguridad exigen queinforme de lo que he visto. Presento estedocumento con la esperanza de que misobservaciones puedan ser de utilidad para laprotección de nuestro trabajo.

Mi preocupación en relación con Godwincomenzó la noche del 13 de abril de 1984, cuandome tropecé con él en la calle. Mi marido, Luca, y

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yo nos dirigíamos a cenar a un restaurante de lacalle de Rivoli cuando reconocimos a Godwin.Caminaba por delante de nosotros, solo. Llevabaun traje de tres piezas y arrastraba una maleta.Decidimos alcanzarlo, saludarlo e invitarlo atomar una copa de vino pero, antes de quepudiéramos alcanzarlo, se le unió una criatura alta,de sexo femenino, con los rasgos angélicoshabituales.

Mi marido, que estaba tan intrigado como yopor esta pareja, y cuyo instinto como cazador deángeles lo empujaba a indagar adónde se dirigían,decidió que lo mejor sería seguirlos. Eso hicimos,manteniéndonos a cierta distancia detrás deGodwin hasta que se detuvo en la calle delTemplo, donde la criatura y él entraron en unrestaurante. Se sentaron a una mesa, casi al fondodel local, lejos de los seres humanos. No nosatrevimos a seguirlos al interior. El doctorGodwin sabe bien quién soy, pues comenzó sucarrera como residente mío y me habría

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reconocido al instante.Luca llamó entonces a un compañero, Vladimir

Ivanov, un hombre al que el doctor Godwin nohabría reconocido, y lo mandó al interior delrestaurante para que los vigilaran de cerca.Vladimir entró en el local y se sentó a la barra,observándolos, y, al cabo de una hora, Godwin ysu compañera se marcharon de allí. Vladimir sereunió con nosotros poco después y nos refirió lasiguiente y sorprendente información: Godwinhabía estado conversando durante una hora con lamujer, que Vladimir confirmó que era un ángelemim. En su opinión, Godwin estaba trabajandocon ella. Había hablado largo y tendido de sutrabajo y, lo que era más sorprendente, al final dela cita, Godwin le había entregado la maleta.

Luca y yo hablamos largamente de ello,especulando acerca de lo que la maleta podíacontener, y al final decidimos que debíamos seguirvigilando a Godwin antes de redactar un informeoficial. Reunirse con el enemigo es un delito

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grave, pero pensamos que su asociación con lacriatura podía tener una explicación. Decidimossimplemente vigilar y esperar.

No fue difícil. A Godwin acababan deasignarle un laboratorio cerca del mío, así quetuve la oportunidad de observarlo tranquilamente alo largo de muchas semanas. No descubrí nadafuera de lo común. Trabaja siete días a la Semana,es una persona solitaria, mantiene una rutinaestricta. Cuando le pregunté por su trabajo durantenuestras citas semanales, no hallé ningunaanomalía en sus experimentos.

Mientras tanto, Luca comenzó a revisar losperfiles de criaturas cazadas y capturadas conanterioridad. Identificó a la compañera de Godwincomo una emim llamada Eno. No profundizaréaquí acerca de la importancia de ese nombre, perobaste decir que su identidad nos impresionó a Lucay a mí y nos hizo recelar aún más delcomportamiento de Godwin.

La noche del 30 de mayo, a las once en punto,

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lo vi salir de su laboratorio y cruzar corriendo elpasillo. Volvía a llevar un traje y arrastraba denuevo la maleta. Lo seguí al interior del ascensor yél sujetó la puerta. Se mostró deferente,inclinándose como lo haría un caballero. Ahoraestoy convencida de que Godwin debía de sabermás acerca de mi de lo que yo sospechaba.Durante muchos años, había dado por sentado quesu comportamiento torpe conmigo se debía a unaincapacidad para hablar con mujeres, y que erademasiado inexperto e ingenuo para hacerse valerante una colega atractiva. Creía que esacaracterística constituía una señal de inocencia,pero pronto me daría cuenta de lo mucho que meequivocaba en esa estimación.

Mientras bajábamos juntos en el ascensor,observé que se metía una llave electrónica decobre en el bolsillo de la cazadora de tal modoque un ángulo del metal quedaba a la vista. Tal vezfuera la influencia de Luca, pero me descubrípensando en cómo podía apoderarme de ella, qué

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maniobra de distracción podía poner en prácticapara robársela, y qué haría una vez la tuviera. SiGodwin tenía algo que ocultar, si iba a entregarlesnuestros secretos a los nefilim, como yosospechaba, tal vez hubiera alguna prueba en sulaboratorio.

Pasamos juntos el control de seguridad ysalimos del edificio. Él llamó a un taxi y, sinmirarme nunca a los ojos, me preguntó si queríacompartirlo. Aprovechando la oportunidad, mesubí con él al coche. Hablamos de nuestra políticade oficina, de las nuevas normas que estabanentrando en vigor para los científicos y de otrostemas inocuos, pero yo no dejé de mirar en todomomento la esquina de metal que asomaba de subolsillo.

Le dije al taxista que se detuviera y, mientrasme bajaba del coche, fingí tropezar y caípesadamente en brazos de Godwin mientras él mesostenía la puerta abierta. Esta treta lo tomódesprevenido y, en medio de la confusión, saqué la

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llave de su bolsillo y la deslicé en mi manga.Mientras yo me disculpaba por mi torpeza,Godwin subió al taxi y desapareció en la noche.

Regresé de inmediato a los laboratorios y entréen la oficina de Godwin sin problema usando sullave. La distribución era idéntica a la mía, soloque en lugar del equipo para el trabajoexperimental que había estado presentándomedurante nuestras entrevistas, hallé montones dedossiers apilados en todas las superficies planasdel laboratorio. Empecé a examinarlos tratando deencontrar algo que me ayudara a comprender laasociación de Godwin con Eno.

Y lo que descubrí me dejó de piedra. Losexpedientes estaban llenos de fotografías decriaturas angélicas en posturas eróticas, fotospornográficas de nefilim de sexo femenino ymasculino, acoplamientos sadomasoquistas entrehumanos y ángeles, todo tipo de perversión sexualimaginable. Mientras iba examinando los diversosmontones, las fotografías se iban volviendo cada

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vez más violentas, y pronto encontré imágenes degente torturada, violada y asesinada por nefilim. Elplacer que el sufrimiento humano provocaba a lascriaturas era evidente en aquellas fotografías, eincluso ahora, con algunas de esas imágenesdelante, no puedo creer que existan. Más increíbleaún, sin embargo, era un grueso libro que mostrabaimágenes de las víctimas una vez utilizadas para elplacer y desechadas: los cuerpos estaban llenos demoretones, ensangrentados, desmembrados, y loshabían fotografiado como si se tratara de trofeos.La naturaleza gráfica de aquellas imágenes no separecía a nada que yo hubiera visto antes, ycomprendí lo inconsciente que había sido hastaentonces del comportamiento diario de los nefilim,de los horrores que eran capaces de perpetrar.

Como científica, me gustaría darle a Godwinel beneficio de creer, si es posible, que esasimágenes son parte de su trabajo. Si estuvieraexplorando la naturaleza de la sexualidad de losángeles, podría alegar una reserva académica en

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relación con su participación en los bajos fondosdel sexo y la violencia de los ángeles, unaindiferencia hacia los hechos que habíafotografiado. Sin embargo, estoy convencida deque no es ese el caso, por razones que prontoresultarán evidentes.

Aquella noche pasé muchas horas en ellaboratorio del doctor Godwin. Junto a su tesorode horrores, encontré una serie de objetos que medespertaron un inmenso interés, tanto desde unpunto de vista personal como profesional. Elprimero era un documento redactado por mimadre, Gabriella Lévi-Franche, que parece ser unarecopilación de las notas de campo que escribióentre 1939 y 1943, los años en que trabajó comoagente encubierto mientras estudiaba en laacademia. Estaba encuadernado en cuero rojo, alestilo oficial, lo que suponía que el informe habíasido producido y publicado con la aprobación delconsejo. Hasta aquella noche, ese periodo de lavida de Gabriella había sido un misterio para mí,

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pues nunca me había contado los detalles deltrabajo que había realizado durante la guerra,nunca le había hablado de ello a nadie, que yosepa, y, por tanto, abrí el libro rojo y miré en suinterior con curiosidad y turbación. Cómo habíallegado ese libro a manos de Godwin y qué interéstenía él en las experiencias de mi madre sonpreguntas para las que no tengo fuerzas paracontestar en este informe. Aquí solo puedo dejarconstancia de que las revelaciones del libro deGabriella me impresionaron profundamente y deque tienen repercusiones que influirán en todos ycada uno de los aspectos de mi vida.

En cuanto al segundo descubrimiento, metranquiliza poder decir que tuvo una importanciaprofesional que casi ensombreció el dolor que mecausó primero. En la estantería, expuesto entre losdedos de un soporte de plata, había un huevo.

Lo reconocí enseguida como uno de los huevosque Fabergé creó para los Romanov. Pasé muchastardes de mi niñez hojeando libros sobre los

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Romanov, pues esa familia era de inmenso interéspara los angelólogos, y mi madre tenía una ampliacolección de libros sobre el zar. El huevo dellaboratorio de Godwin era uno de los ocho huevosdesaparecidos. Al instante acudieron a mi menteimágenes de esos huevos procedentes de librosilustrados, nítidas y brillantes, con vivos coloreslitográficos: el Huevo con querubín y carruaje; elHuevo imperial de nefrita; el Huevo de gallinacon pendiente de zafiro; el Huevo imperial; elHuevo del neceser; el Huevo malva; el Huevo deljubileo danés, y el Huevo conmemorativo de Alejandro III. En la estantería estaba el Huevo degallina, con su superficie de esmalte azul brillantede zafiros. Lo tomé y, haciéndolo girar en mismanos, encontré el mecanismo y lo presione.

El huevo se abrió. En su interior había unagallina sorpresa y, dentro de esa preciosaminiatura, envueltos en un pedazo de muselina,habría tres viales llenos de líquido, cada uno delos cuales llevaba una etiqueta con la apretada

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escritura de Godwin. Aproximando una lupa alletrero, logré distinguir los nombres «ALEXIS» y«LUCIEN», pero la tercera etiqueta estaba tan malescrita que me negué a aceptar la palabra quedescifraban mis ojos: «EVANGELINE». Retiré eldiminuto tapón de ese tercer frasco y me lo llevé ala nariz. Tenía el olor inconfundible de la sangre,dulce y metálico a la vez, pero seguía sin podercreer que Godwin hubiera conservado un vial consangre de mi hija.

Tras regresar a mi propio laboratorio con unascuantas de las fotografías más ilustrativas, ademásdel libro rojo de Gabriella y el Huevo de gallina,telefoneé a Vladimir Ivanov, que, aparte detrabajar en estrecha colaboración con Luca, me haayudado en numerosos proyectos relacionados conlos nefilim rusos. Le pedí que viniera con su mujerNadia, mi ayudante, de quien sabía que era unaexperta en antigüedades zaristas, huevos deFabergé incluidos. Vladimir y Nadia se reunieronconmigo enseguida. Mientras yo empezaba a hacer

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pruebas con las gotas de sangre. Nadia me explicóque el huevo en poder de Godwin, con el avedorada brotando de su interior, simbolizaba labúsqueda del salvador, la nueva criatura que habíade venir a liberar nuestro planeta. Examinando elmontón de fotografías, me explicó que la violenciade las imágenes no era en absoluto inusual: losnefilim se reproducían a través de ese tipo deprácticas extremas, pero nunca lo había vistodocumentado de un modo tan meticuloso. Laescuché mientras analizaba la sangre, tratando decomprender como encajaban los elementos quetenía frente a mí.

Los viales constituían un trío especialmentefascinante. La muestra más antigua de las tres era,con diferencia, la de Alexis, pues gran parte de lasangre se había secado y había formado una costranegra contra el cristal, pero era también la másclara: nefilística al ciento por ciento. Por su parte,el contenido del vial cuyo cartel decía «LUCIEN»desafiaba toda clasificación. El color era de un

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azul más profundo que el azul cerúleo de losnefilim, más parecido al índigo que lucía la élitede Roma, y no presentaba ninguna de lascaracterísticas típicas de la fisonomía humana. Sino hubiera estado tan intranquila por la muestraextraída a mi hija, me habría puesto a practicarpruebas más complejas con ella. Pero era el tercery último frasco, el vial que llevaba la etiqueta«EVANGELINE», el que atraía toda mi atención.

Estaba claro que la sangre de color carmesíera humana y, sin embargo, presentaba al mismotiempo anomalías atípicas de contaminaciónnefilística: el nivel de hierro eraextraordinariamente alto, y no había en ella rastroalguno de potasio, lo cual habría sido extraño encualquier circunstancia, pues ningún ser humanopuede vivir sin potasio en la sangre. Yo mismahabía autorizado a Merlin Godwin para queanalizara la sangre de Evangeline —la habíamosestado controlando durante años—, pero nunca mehabía señalado esas anomalías tan obvias. De

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hecho, siempre había afirmado que su sangre erahumana, sin el más leve rastro de característicasnefilísticas. La conclusión que me veo obligada asacar de esta revelación me horrorizaparticularmente: Godwin ha estado sacándolesangre en secreto a mi hija y la ha estadoutilizando para sus propios propósitos perversos.

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Residencia del doctor RaphaelValko, Smolyan, Bulgaria

Vera siguió al doctor Valko al interior de unedificio bajo de piedra situado en el extremooccidental del patio; detrás de ellos, iban Azov ySveti. Dentro, iluminada con lámparas de gas,descubrió una amplia sala llena de cuerdas, botasy cinturones con piquetas. Había un montón deanoraks y mochilas encima de un sofá, y un granmapa de las Ródope colgado en la pared, con lasuperficie cubierta de chinchetas de colores. Porel desorden reinante, estaba claro que allí losvisitantes eran un fenómeno poco frecuente.Mientras observaba la confusión, Vera se diocuenta de que estaba exhausta. Las pocas horas quehabía dormido en el avión no bastaban parasostenerla en pie. Estaba empezando a acusar elcansancio de la misión.

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—Mis exploraciones me han llevado a casitodos los rincones de estas montañas —explicóValko, observando que Vera estaba interesada enel mapa—. Abandoné la academia de París tras lamuerte de Angela porque, francamente, no podíasoportar que me la recordaran. Pero con el tiempome he dado cuenta de que había otra razón: teníaque volver al origen de mi trabajo, la inspiraciónde todos mis esfuerzos.

Recorriendo el mapa con el dedo, se detuvo enla cueva de la Garganta del Diablo.

—Mis descubrimientos más importantes se hanproducido siempre cuando he regresado a loslugares originales en que se ubicaron y fueronavistados los nefilim: los Alpes, los Pirineos, elHimalaya…

—O las Ródope —añadió Azov.—Eso es. Los lugares más importantes para las

criaturas están siempre ubicados en las regionesmás remotas de la tierra, lejos de ojos humanos.

Se abrió una puerta y una niña entró en la

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habitación. Parecía tener entre diez y doce años deedad y llevaba jeans, tenis y un suéter amarillopálido que hacía juego con su corto cabello rubio.Tenía los ojos azules y los rasgos marcadamentearistocráticos del doctor Raphael Valko. Verasupuso que se trataba de la hija que Azov habíamencionado. Al observarla con mayor atención,detectó una cicatriz que le surcaba la mejilla dearriba abajo, una ancha y pálida fila de puntos yacicatrizados que discurría a lo largo de la línea desu mandíbula, pasando junto al oído y perdiéndosebajo el nacimiento del cabello. La niña dejó unataza de infusión sobre la mesa de su padre y miró alos demás, como si sintiera curiosidad al ver atantos visitantes.

—Gracias, Pandora —le dijo Raphael.Vera se preguntó si aquella sería la infusión

hecha con las plantas que el doctor había cultivadosembrando las semillas del mar Negro de Azov.Valko no parecía ser de los que reconocen lacontribución de los demás. Los había invitado a

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entrar para conocer el motivo que los habíallevado a Smolyan, pero ni siquiera Azov habíapodido decir algo.

Percibiendo un hueco en el monólogo deValko, Vera se aclaró la garganta y dijo:

—Hay una cosa en la que espero que ustedpueda ayudarme, doctor.

—Eso suponía —replicó él levantando la tazay tomando un sorbo—. Han recorrido un largocamino para hablar conmigo. Espero poder ser deutilidad.

—Vera ha encontrado unos documentos quetienen que ver con las medicinas de Noé —intervino Azov.

Valko parecía extrañamente tranquilo, como siestuviera en trance.

—Si siguiera con vida, mi hija habría estadomuy interesada en hablar de este asunto conustedes.

—Entonces, ¿Angela realmente tenía interés enesa preparación? —inquirió Vera levantándose y

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acercándose a la puerta, desde donde echó unaojeada al jardín.

Las primeras luces del amanecer inundaban elcielo por encima del patio. La joven metió la manoen su bolso para sacar el álbum de flores, quedurante la noche había llegado a parecerle mássuyo que de Rasputín o de los Romanov y volvió aentrar en la estancia.

—¿Interés? —Dijo Valko con una leve sonrisamientras miraba el libro—. Debo decir que eramás que eso, la vinculación de mi hija con estetema no era teórica. Su implicación la llevó aprofundizar en los secretos de la naturaleza de lavida angélica en el planeta. Al final logróenterarse de cosas que pusieron en riesgo su vida.

—¿Cree usted que esta información la condujoa la muerte? —preguntó Azov.

—Es lo más probable —contestó Valko con unaire de tristeza—. Al principio, sin embargo, setrataba de una cruzada estimulante, aunque muyincierta. El diario de Rasputín llegó a manos de

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Angela casi como caído del cielo.—Nadia dijo que Vladimir se lo llevó un buen

día —terció Vera.Por supuesto, la facilidad con que el diario

llegó a su vida la hizo sospechar: podría habersido una falsificación o alguien podría haberlocreado para engañarla; pero al final se convencióde que la obra de Rasputín era auténtica, de queera un mago más de los muchos que buscaban lafórmula tan crípticamente citada en el Libro de losJubileos. Noé, Nicolás Flamel, Newton, JohnDee… La cadena de buscadores es larga.

—Así que acabó creyendo en la cruzada —intervino Sveti.

—Tal vez sea más pertinente la cuestión de porqué Rasputín iba a tratar de crear una poción quetodo el mundo creía dañina para los nefilim parala propia familia a la que servía —manifestóAzov.

—Ah, ha dado usted en el mismísimo origendel escepticismo de Angela —replicó Valko—.

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Pero sus dudas pronto se aplacaron al consultar elárbol genealógico de los nefilim.

—El Libro de las Generaciones —dijo Vera.Había visto la copia de la mal reputada

recopilación de genealogías solo una vez, durantela misma conferencia de París en la que tanto lahabían impresionado las poderosas fotografías delguardián muerto de Seraphina Valko, precisamentela misma conferencia en la que había conocido aVerlaine. Las genealogías de los nefilim seconsideraban un recurso raro y precioso.

Valko vació su taza de té, la dejó sobre la mesay dijo:

—Miren, la hemofilia de Alexis Romanovprovenía de la familia de Alejandra. El zarévichheredó la enfermedad de la sangre de la reinaVictoria. Ella fue una de los regentes nefilim másvitales y efectivas de la historia de Inglaterra,mientras que su esposo, Alberto, era en realidadparcialmente golobium, aunque este hechoconstituía un secreto de familia muy bien

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guardado. La hemofilia se transmitió a través de lalínea nefil. De ello se deduce que esta enfermedadera una de las que habría curado la medicina deNoé.

—Seguramente lo habría matado —intervinoAzov, expresando en voz alta los pensamientos deVera.

—Tal vez —admitió Valko—. Pero Rasputíntenía poco que perder en el juego. Habíaprometido no solo aliviar los episodioshemorrágicos de Alexis, sino curarlo porcompleto. Si la medicina de Noé volvía humano alzarévich, habría cumplido su promesa. Si matabaal chico, siempre podía echársele la culpa a lahemofilia.

—Rasputín habría sido condenado al exilio,incluso a ser ejecutado, si Alexis hubiera muertomientras estaba bajo su supervisión —declaróVera.

—Tiene que recordar el poder que teníaRasputín sobre la madre de Alexis —replicó

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Valko—. Se creía que le había echado a Alejandraun hechizo. Lo acusaban de todos los tipos deprácticas malignas imaginables: de celebrar misasnegras en el palacio, de invocar a los demoniospara hacer daño a los enemigos de Alejandra, delas prácticas sexuales asociadas a la secta de losKhlysty. Tal vez los rumores tuvieran una base deverdad, pero si no hubiera conseguido una cura,habría perdido todo poder sobre la familiaimperial. —Valko miró afuera, como si la estrelladel alba lo atrajera hacia algún recuerdo distante—. Yo era un chiquillo de nueve años cuando elzarévich fue ejecutado junto con toda su familia. Apesar de su ascendencia nefil, a pesar de todo lomalo que sabía de la Rusia imperial, recuerdohaber sentido un profundo horror ante la idea de suasesinato, horror ante el dolor que debía de haberpadecido mientras los conducían a él y a su familiaal frío y al paredón. Horror, por último, por locruel que era la humanidad. No sé decir por qué,pero sentí una extraña afinidad, algo similar a la

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hermandad, hacia ese niño asesinado. Cuando sucuerpo desapareció y proliferaron los rumores deque seguía con vida, me pregunté si tal vez estaríaescondiéndose en algún sitio, esperando paravolver.

Azov intercambio una mirada con Vera y dijo:—Justo el mes pasado, unas pruebas genéticas

identificaron los restos de Alexis Romanov. Losencontraron en una fosa común en Ekaterimburgo.

—Y, por tanto, el éxito o el fracaso deRasputín no tuvieron ninguna importancia —afirmóValko—. La revolución habría sofocado cualquierprogreso que hubiera hecho con Alexis.

—Lo que no entiendo es por qué Angela semetió en todo esto —manifestó Azov—. ¿Quéesperaba conseguir de la fórmula?

—Recuerda que fue Rasputín, y no Angela,quien, de hecho, trató de preparar la medicina deNoé —repuso Valko—. Los esfuerzos de mi hijatal vez tuvieran la apariencia de ir en esadirección, pero su trabajo era de una naturaleza

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completamente distinta.—¿Como qué? —inquirió Vera.—Celebrar una boda —respondió Valko y, al

ver la sorpresa de la joven, añadió—. Una bodaquímica. Este concepto se invoca como símbolo deuna unión química: un elemento femenino y unelemento masculino unidos en un vínculoinquebrantable y eterno. Este matrimonio deelementos dispares produce un nuevo elemento,que a menudo se denomina «hijo alquímico». —Valko se volvió hacia Vera y posó una mano en eldiario de Rasputín, rozándole el brazo—. ¿Puedo?—preguntó.

Vera sintió una reacción instantánea al contactode Raphael Valko: algo en él la hizo tomarprofunda conciencia de sí misma. Se miró la ropasudada y llena de arrugas, la misma ropa que sehabía puesto para ir a trabajar el día que Verlainey Bruno se presentaron en el Hermitage, y sepreguntó si le habría parecido atractiva a unhombre como el doctor.

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Valko hojeó el diario de Rasputín y acabódeteniéndose en una página que presentaba unasfrases garabateadas a toda prisa.

—Leí esta página con Angela hace treinta ydos años. Ella comprendía el valor de la medicinade Noé y estaba decidida a reproducirla. —Ledirigió un gesto con la cabeza a Azov—. Así fuecomo llegamos a conocernos, Hristo. Pero no fuesolo la receta de Rasputín lo que llamó la atenciónde mi hija. —Recorrió la hoja con un dedo hastaposarlo sobre el dibujo de un huevo pintado conacuarela en oro y escarlata.

Vera reconoció otro huevo, distinto de losdemás, el cuarto huevo desaparecido que habíavisto en dos días.

—Esta acuarela, pintada por una de lasgrandes duquesas, probablemente la talentosaTatiana, tenía un gran interés para Angela. Ellacreía que había sido copiada bajo las indicacionesdel predecesor de Rasputín, monsieur Philippe, elconsejero espiritual que se comprometió a darles

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al zar y a la zarina un heredero. ¿Ven? Es el Huevodel neceser, uno de los más prácticos de todos,que contiene todos los utensilios de aseoesenciales que una emperatriz podría necesitar.Contrariamente a lo que los historiadores creen,fue increíblemente caro de confeccionar, pues elhuevo está incrustado de rubíes y diamantes decolor y los artículos de aseo están hechos de oro.

—Parece como si bajo el huevo hubieradibujada una serpiente que se muerde la cola —señaló Vera, aproximándose.

—Buena observación —exclamó Valko—. Esees precisamente un detalle del huevo que intrigabaa Angela.

—Se trata de un símbolo muy conocido —lesinformó Sveti—. El uróboros, el alfa y el omega,es un signo de muerte y renacimiento, regeneracióny vida nueva. El pasaje escrito debajo contiene laspalabras de Jesús: «Yo soy el Alfa y el Omega, elprimero y el último, el principio y el fin»,Apocalipsis 22, 13.

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—Sí, claro —replicó Valko—. En ese aspecto,el Huevo del neceser es un eco del Huevoimperial azul con serpiente, que Grace Kellyrecibió como regalo el día de su boda, y uno delos más elaborados y bellos de Fabergé, una obramaestra hecha con la técnica quatre couleurs enoro, diamantes y esmaltes azul real y blancoopalescente. Más interesante es la serpienteincrustada de diamantes enroscada alrededor de labase, cuya cabeza y cuya cola señalan la hora en laesfera del reloj: el uróboros, el símbolo de larenovación eterna y la inmortalidad.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con una bodaquímica? —quiso saber Vera—. En especial,teniendo en cuenta el hecho de que el único legadode monsieur Philippe fue el embarazo fantasma deAlejandra.

Valko sonrió.—Tenga paciencia —dijo—. Antiguamente, la

misión del alquimista consistía en la búsqueda dela piedra filosofal, que supuestamente tenía el

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poder de convertir los metales comunes en oro.Ello ha sido refutado una y otra vez como un sueñoimposible de los locos y los avariciosos. Pero lapiedra filosofal simbolizaba también otro deseohumano, un afán tan universal, tan persistente en lacultura y la mitología como para ser consideradoparte integrante de la psique humana: se creía quela piedra filosofal era una panacea conpropiedades que podían garantizar la vida eterna.

—El elixir de la vida —terció Azov.—Se le han dado muchos nombres a lo largo

de la historia —prosiguió Valko—: Aab-Haiwan,Maha Ras, Chasma-i-Kausar, Amrita, Mansarovar,Soma Ras… La primera referencia escrita asemejante fenómeno aparece en China, y mencionauna sustancia hecha de oro líquido. En Europa, esasustancia asumió a menudo las propiedades delagua, y muchas bebidas bien conocidas queconfortaban el cuerpo recibieron el nombre de«agua de la vida», en francés eau de vie, engaélico whiskey. Hay también un precedente

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bíblico de esto en Juan 4,14: «… mas el quebebiere del agua que yo le daré no tendrá sedjamás, sino que el agua que yo le daré será en éluna fuente de agua que brote para la vida eterna».

—¿Es eso lo que está cultivando usted aquí ensu jardín, Raphael? —Preguntó Azov—. Mientrasel resto de nosotros trabajamos para combatir alos nefilim, ¿usted está preocupado por su propiasupervivencia?

—No es extraño que explote los recursos quetengo a mi alcance para seguir vivo —contestóValko con voz tranquilizadora—. Pero, amigo mío,me temo que no entiendes cuando dices que esto notiene interés para nuestra lucha. En cuanto Verasacó de la bolsa el libro de Rasputín, supe lo quehabían venido a hacer aquí.

Valko abrió el libro, sujetándolo paramantenerlo abierto, y Vera vio sus largos dedosenmarcar el símbolo del corazón que los habíaempujado en un principio a viajar hasta Smolyan.

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—Me imagino perfectamente la secuencia —dijo Valko—. Descifraron ustedes correctamenteeste símbolo del silfio de Rasputín Y, luego,volvieron unas cuantas páginas y dedujeron que lavalkina era cuanto necesitaban para recrear lamedicina de Noé. Voilà, aquí están ustedes en micasa, esperando hacer encajar todas las piezas.Pero quisiera que dieran un paso atrás yconsideraran el lenguaje de este volumen en suconjunto, incluida la ilustración de Tatiana delhuevo y el uróboros. «Nuestro Amigo» (tantomonsieur Philippe como Grigori Rasputín) estabaprofundamente inmerso en las propiedadessexuales y místicas de la tradición alquímica. SuLibro de las Flores es mucho más que un libro derecetas para elaborar la medicina de Noé. Enlenguaje, símbolos y estética es un panegírico a laboda alquímica, la apoteosis de la alquimia, la

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cumbre de las aspiraciones espirituales humanas.Para comprender el interés de Angela por estareliquia rusa, deben considerar sus símbolos y sujerga enoquiana en un plano metafórico, un planomoral, analógico incluso.

Algo hizo clic en la mente de Vera. Tan soloveinticuatro horas antes ella misma les había dadouna charla a Verlaine y a Bruno sobre la actitudjunguiana de Angela ante los textos más veneradosde la sociedad.

—Este Libro de las Flores era su escalera deJacob —observó, alargando el brazo para coger elálbum.

—Yo mismo no podría haber elegido unaanalogía más adecuada —observó Valko, dejandoel libro en sus manos y acercándose a un armariode roble del que sacó una gruesa colección decarpetas—. Esta extraordinaria recopilación derelatos de primera mano sobre la vida de Rasputínfue sacada clandestinamente de la URSS. Fue mihija quien descubrió los dossiers más de veinte

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años antes de que yo los comprara, mientrasbuscaba documentación sobre Rasputín. Los leyó ydespués, cuando hubo terminado, los enterró en uncementerio de papel soviético. Angela esperabahallar alguna mención del Libro de las Flores. Nohabía nada en absoluto, pero sí encontró alusionesa la amistad de Rasputín con un herborista. Estehombre practicaba la medicina, la medicinatibetana en particular. Badmaieff, como sellamaba, tuvo el honor de preparar tinturas para elzar, en su mayoría infusiones mezcladas con hachíspara restablecerle la calma, pues durante laprimera guerra mundial el zar se encontraba muymal psicológicamente. A Angela esta circunstanciano le pareció nada fuera de lo común: lasmedicinas a base de hierbas eran muy popularesentre los campesinos rusos, que las consideraban«curas de Dios». Rasputín era, por encima detodo, un campesino de Pokróvskoye, y hacerletomar al zar infusiones no tenía para él nada departicular. Badmaieff quizá no fuera más que otro

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curandero.—O tal vez poseyera información que Angela

necesitaba —señaló Vera, henchida de satisfacciónpor la dirección en que los estaba llevando Valko.

—Exacto. Fue en ese momento cuando mi hijaacudió a mí en busca de ayuda. A través de loscontactos de su amigo y colega Vladimir, supe quela hija de Badmaieff, Katya, estaba viva y residíaen Leningrado. Esto sucedió hace más de treintaaños, cuando aún vivía gente que se acordaba deRasputín. Katya accedió a hablar conmigo y meinvitó a su apartamento, cerca del PalacioAnichkov.

—Debió de ser un asunto arriesgado —dijoVera en voz baja.

—Resulta que Katya se alegró de que lahubiera encontrado. Hacía mucho que queríacontarle a alguien la historia de su padre, pero noconocía a nadie en quien pudiera confiar. El pesode semejante historia le había pasado una gravefactura. Estaba demacrada y contrahecha, con los

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huesos débiles a causa de la osteoporosis. Escuchésu historia, que incluso yo, que creía haberlo oídotodo, encontré absolutamente increíble, y luego selo hice poner todo por escrito y firmarlo parapoder entregarle directamente su relato a Angelaen París.

—Apuesto a que era un testamentosorprendente —intervino Sveti, lanzando un suavesilbido.

—Mucho —respondió Valko, sacando delmontón de papeles un fino libro encuadernado encuero rojo.

Vera reconoció el logotipo de la sociedad en ellomo y supo que debían de ser las notas de campode un angelólogo. Extendió el brazo para tomar elportafolio.

—¿Esto lo escribió Angela? —quiso saber.—Su madre —contestó el doctor con voz triste

—. Este libro contiene cosas que mi hija nuncadebería haber leído. Oficialmente, son losinformes de su madre, Gabriella Lévi-Franche,

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acerca de la labor de resistencia que llevó a caboen París durante la ocupación nazi. Pero, entrelíneas, está la verdad de la paternidad de Angela.

—Perdone, Raphael —dijo Azov con un dejede disculpa en su tono—, pero la relación deAngela con Percival Grigori es conocida portodos.

—Quizá ahora sí —replicó Valko—. Perodurante la vida de Angela fue una informacióncelosamente guardada. Después de que laasesinaron, tanto Gabriella como yo nos quedamosdesolados al encontrar este libro rojo entre suspertenencias. No solo murió sabiendo que yo noera su padre biológico, sino que murió sabiendoque su madre y yo la habíamos engañadodeliberadamente. Debió de haberle dolidomuchísimo enterarse de que descendía de nuestroenemigo.

Valko dejó escapar un profundo suspiro y Verasintió una punzada de culpabilidad por estarobligándolo a recordar unos hechos tan dolorosos.

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—Encontrar la declaración de Katya en elinterior del libro rojo fue como recibir unabofetada en la cara —prosiguió Valko—.Obviamente Angela quería mandarnos un mensajea su madre y a mí. Quería que supiéramos quehabía sabido la verdad.

Vera trasladó los ojos del libro rojo al dossier,sabiendo que los cientos de horas que habíapasado entre los efectos personales de Angela enel Hermitage no habían sido más que el primerpaso de un gran descubrimiento. Su obsesión porlos huevos, la críptica hilera de pistas que la mujerparecía dejar tras ella allí donde iba… Vera habíacreído que no tenían ninguna relevancia. Encuestión de horas, Valko lo había cambiado todo.Presa de un impulso casi irrefrenable de conseguirel testimonio de Katya, dijo:

—Imagino que en estas páginas debe de haberbastantes sorpresas.

Valko sacó un fajo de hojas del libro rojo y selas tendió.

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—Sí, en efecto —dijo en voz baja—. Pero lesugiero que lo vea por sí misma.

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Expreso transiberiano

Verlaine entró en un estrecho cuarto de baño,encendió una lámpara y se miró al espejo. Unoscuro moretón se había formado alrededor de lospuntos que le surcaban la frente e iba ganandopoco a poco terreno por debajo de su ojoizquierdo. Después de orinar, abrió el grifo y seremojó la cara, haciendo una mueca cuando elagua bañó la herida. Estaba muy estropeado. Laquemadura del pecho aún le dolía, seguía notandoun zumbido en la cabeza y estaba tan cansado queapenas si podía moverse. Lo único que sabía eraque tenía que encontrar las fuerzas necesarias parallegar hasta Evangeline, dondequiera queestuviera.

Mientras volvía a su compartimento,arrastrándose a través del tren, oyó a alguienhablar en ruso. Sonaba extrañamente sibilante, sinlas asperezas del inglés, y sus ritmos le parecieron

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reconfortantes. Tomó un ejemplar de un periódicode Moscú e intentó descifrar los caracterescirílicos, pero el alfabeto no tenía ningún sentidopara él. El hecho de poder estar dándoles vueltastoda la mañana a aquellos símbolos angulosos, siquería, y que no significaran nada en absoluto leresultaba curiosamente placentero.

Un hombre pasó junto a él rozándolo yVerlaine se volvió, sintiendo que se le erizaba elpelo de la nuca. Reconoció la electricidad en elaire, la sensación de estar en suspenso, como sitodo se congelara y luego se hiciera pedazos. Alobservar con mayor atención, vio que la piel delhombre segregaba plasma, que la estructura de sushombros y de su espalda correspondía a unas alasnefil, que dejaba tras de sí el inconfundible olor delos nefilim. Reconoció el traje de terciopelo y laelegancia de su porte: uno de los gemelos de SanPetersburgo estaba en el tren.

Procedió a seguir a la criatura, y volvió sobresus pasos en dirección al baño atravesando los

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coches cama de segunda clase, con sus raídascortinillas de encaje, un vagón para fumadores y elvagón comedor, que olía a té negro. Se estabanacercando al final del tren. La criatura se detuvofrente a una puerta con una placa dorada que decía«SALÓN PRIVADO». Pulsó el botón de unintercomunicador y una voz contestó en ruso. Laspalabras eran incomprensibles y de pronto, elagradable distanciamiento que Verlaine habíasentido tan solo unos momentos antes se volvióirritante. Era indispensable que comprendieracuanto sucedía a su alrededor.

Poco después, un hombre corpulento ymusculoso abrió la puerta, le murmuró unascuantas palabras a la criatura —Verlainereconoció la voz del intercomunicador— y leindicó por señas que entrara. Verlaine entró tras él.Se aseguró de que el escolta era un ser humano y,acto seguido, le deslizó un fajo de euros que élguardó en sus pantalones mientras lo dejaba pasar.El ruido sordo de la música resonaba por el

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estrecho y destartalado compartimento. Un olor aalcohol y humo de cigarro impregnaba el aire.Había luces de neón, camareras con vulgarescorsés de encaje y tacones de aguja, así comosofás de cuero donde estaban apoltronados variosnefilim mientras consumían unas bebidas. Lacriatura nefil le hizo un gesto con la cabeza albarman, quien, tras hablar con alguien al teléfono,apuntó con la mano al fondo de la sala.

Verlaine recordó lo que había dicho la doctora,que debía mantenerse alejado de todo tipo depeligro, y se preguntó si sería sensato habersemetido en semejante situación. Todo el mundohabía oído historias de agentes brutalmenteasesinados al haber sido descubiertos mientrasespiaban. Era un suceso bastante común,especialmente en los puestos de avanzada deprovincias. Los nefilim podían matarlo y nadie enParís sabría lo que había pasado. Yana quizáenviaría la noticia a Francia, aunque no estabaclaro que se pudiera confiar en ella.

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Instintivamente, Bruno y él habían aceptado suidentidad sin ninguna duda, confundiendo supericia como cazadora con una prueba deautenticidad. Mientras se internaba en el salón,comenzó a sentir el hormigueo del miedo. Si teníaque escapar, no habría forma de salir de allí.

Aunque nunca había visto a Sneja Grigori,supo enseguida que se trataba de ella. La matriarcade la familia estaba tumbada en un diván de cuero,con el cuerpo extendido de un extremo al otro. Dosángeles anakim, uno que le ofrecía porciones debaklava otro que sostenía una bandeja con unacopa de champán, se inclinaban sobre ella. Era tanenorme que Verlaine se preguntó cómo habíalogrado subirse al tren y cómo bajaría cuando estellegara a su destino. Llevaba lo que parecía unacortina de seda enrollada en torno al cuerpo, y lehabían recogido el cabello en un turbante. CuandoVerlaine se aproximó al diván, Sneja levantó susgrandes ojos de sapo.

—Bienvenido a Siberia —le dijo,

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examinándolo con una penetrante mirada. Teníauna voz cavernosa, desagradable y ronca—. Missobrinos pronosticaron que vendrías, aunque notenían la más mínima idea de que viajarías comomi invitado personal.

—¿Sus sobrinos? —preguntó Verlaine. Miródetrás de Sneja y observó que al primer gemelo sele había unido su hermano. Estaban el uno junto alotro, bellos como querubines, con sus rubios rizoscayendo en cascada sobre sus hombros y susgrandes ojos fijos en él.

—Los conociste en San Petersburgo —leindicó Sneja, tomando un trocito de baklava ycolocándoselo con delicadeza sobre la lengua—.Con nuestra ángel mercenaria favorita, Eno, queme parece que, con la ayuda de mis sobrinos,quedará libre de un momento a otro.

Sneja les hizo un gesto con la cabeza a losgemelos, quienes dieron media vuelta y empezarona andar hacia la salida.

—Bueno —dijo Sneja, agarrando su copa de

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champán y tomando un largo sorbo—. Dime quésabes de mi nieta.

Verlaine entorno los ojos, tratando deinterpretar la expresión de Sneja a través de ladensa humareda. Le pareció una criatura marinasurgida de las tinieblas de un oscuro mar.

—No sé a qué se refiere —respondió por fin.—Teniendo en cuenta los miles de posibles

modos en que podría matarte, despacio y condolor, de prisa y de manera sangrienta, odivirtiéndome contigo hasta el final, será mejorque procures comprender enseguida. Evangeline esla única descendiente de una familia noble eilustre, la única hija de mi hijo Percival.

—¿Acaso no está ya en su poder?Sneja gruñó algo en alemán y le lanzó una

mirada desdeñosa.—No juegues conmigo.Verlaine intentó comprender de qué le estaba

hablando. Eno se había llevado a Evangelinecuando estaban en París. Si no se la había

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entregado a los Grigori, ¿qué había hecho conella?

—Es imposible que Percival sea su padre —replicó, decidiendo fingir ignorancia—. Nisiquiera se parece a él.

De pronto, el humor de Sneja cambió.—¿Tú conociste a mi hijo?—Trabajé para él —contestó Verlaine—. Lo vi

muerto en Nueva York. Estaba destrozado y en unestado lamentable, como un pájaro con las alascortadas.

Ella dejó la copa de champán en la bandeja deplata, señalando a Verlaine con el dedo, ordenó:

—Llévenselo.Moviéndose con la gracia natural de un agente

cualificado, Verlaine sacó la pistola de la chaquetay apuntó a Sneja. Antes de que pudiera acercarsiquiera el dedo al gatillo, multitud de criaturasangélicas surgieron de todos lados y se situarondelante de Sneja, rodeándolo. Un ala se deslizó asu alrededor y le hizo saltar la pistola de la mano.

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—Átenlo fuera —ordenó ella—. Quisieramatarlo aquí y ahora, pero no puedo soportarensuciarlo todo.

Una de las criaturas agarro a Verlaine de losbrazos, se los ató el uno contra el otro y actoseguido lo empujó hacia el otro extremo del salón.Abrió una puerta de un puntapié, lo arrastró hastauna estrecha plataforma y lo ató a la barandilla demetal. Tenía la cabeza aplastada contra la gélidabarra, de modo que veía el destello de loscamiones que pasaban veloces, franjas marronessobre la nieve blanca. Verlaine forcejeó con lacuerda mientras su aliento cálido se elevaba en elaire glacial. El viento helado arremetía contra sucuerpo, aguijoneándole la piel. Al levantar la vistadistinguió un inmenso retablo de tenues estrellasque lucían aún en el cielo del amanecer. Más alládivisó el infinito blanco cristalino de la llanurasiberiana. El tren avanzaba lenta eimplacablemente hacia el este, donde el solempezaba a asomar por el horizonte. Sintió que se

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le estaba formando hielo en los pliegues de lospárpados y supo que, al cabo de una hora. Moriríacongelado.

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Declaración de Katya BadmaiovaSan Petersburgo, 1976

Yo era una chiquilla de diez años cuando mi padretrajo a Rasputín a casa. Sabía de quién se trataba—incluso yo había oído las historias que corríanacerca de él—, pero me quedé asombrada aldescubrir que no era tan guapo como habíaimaginado. No podía comprender cómo la zarinapodía haber caído bajo el embrujo de un individuocon una barba negra y enmarañada tan fea, la pielrojiza y unos ojos extraños. La primera impresiónque me causó fue la de un hombre zafio y pocoagraciado con ropa de campesino. Pero mipercepción pronto cambió. A lo largo de los mesessiguientes, durante los cuales nos visitó a menudo,acabé formándome una idea distinta de Rasputín.No tenía unos modales elegantes, ni siquieratrataba de halagar a los demás, pero había algo en

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su forma de ser que me fue ablandando hasta quefui susceptible a su atracción. Hacia la tercera o lacuarta visita, su actitud había modificado laopinión que tenía de él. Pasé de considerarlo elmás vil de los hombres a encontrarlo muy sutil,casi encantador. Creo que ese era el secreto de supoder de seducción: se trataba de un hombre feoque tenía la habilidad de hacer que la gente locreyera atractivo. A mí, como a tantas otraspersonas, me tenía embelesada.

Cada vez que Rasputín visitaba nuestra casa,un pequeño apartamento cerca del PalacioAnichkov, en San Petersburgo, él y mi padre semetían en su estudio y yo seguía con mis clases depiano, de francés, de bordado o lo que tuvieraentre manos ese día, fuera lo que fuese. No éramosricos, pero teníamos varios tutores que memantenían ocupada mientras mi padre trabajaba.La mayor parte del tiempo no tenía más contactodirecto con Rasputín que el momento en que loveía caminar de la puerta principal al despacho de

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mi padre. Al cabo de más o menos un año, dejópoco a poco de visitar a mi padre y yo comencé aolvidarlo. Después de su asesinato y de larevolución, ya no había motivo para volver apensar en él.

O eso creía yo. En los cincuenta, mi padreenfermo de cáncer. Durante los últimos días de suvida, cuando la enfermedad lo había vueltoinsensible al mundo, me narró una historia que medejó asombrada. Cuando me contó aquellas cosas,estaba delirando, así que no sé con seguridad sieran las palabras incoherentes de un moribundo osi había algo de verdad en aquel extraño relato,pero mi madre se hallaba conmigo y me aseguróque había oído correctamente el contenido de lahistoria. Lo escribo tan fielmente como lorecuerdo, dejando a quienes lo lean la libertad dejuzgar.

Mi padre confesó que Grigori Rasputín habíaacudido a él en noviembre de 1916 para pedirleayuda. Mi progenitor se había ganado el favor del

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zar Nicolás preparándole una infusión, una mezclasencilla de hachís y acónito, que había surtido eldeseado efecto de relajarlo. Más adelante, un buendía, Rasputín le dijo que los zares, como a vecesllamaba a Nicolás y a Alejandra, querían pedirleotra cosa más: deseaban que les preparara unamedicina. Rasputín afirmó que la mezcla ayudaríaal zarévich, Alexis Nikolayevich Romanov, arecuperarse de una terrible dolencia. Mi padre,que estaba al corriente de la afección que loaquejaba, pues se había enterado de que elchiquillo era hemofílico cuando este había estadoa punto de fallecer durante las Navidades de 1911,le contestó que no se conocía ninguna cura contrala hemofilia. Rasputín se negó a aceptar esarespuesta. Para preparar la medicina, afirmó, senecesitaban mil pétalos de mil variedades distintasde flores. Muchas de las flores, dijo mi padre, nocrecían en Rusia y había sido imposibleencontrarlas, especialmente durante la guerra.Corría el año 1916, y hacía un frío terrible. No

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había más que nieve, hielo y sufrimiento.Rasputín rebatió su objeción y le mostró un

libro lleno de flores. La propia emperatriz habíaestado coleccionándolas durante muchos años.Ella y las grandes duquesas habían ido juntas abuscarlas a muchos países de Europa y las habíanpresentado en un diario que compartían. Mi padresolo tendría que confirmar que estabancorrectamente etiquetadas y mezclarlas parapreparar el elixir. Rasputín dijo que la emperatrizhabía prometido una fuerte suma de dinero y unaelevada posición en la universidad del zar enMoscú a quien pudiera preparar el remedio. Leentregó a mi padre el álbum con las flores y semarchó.

Un mes más tarde regresó para ver si habíaterminado. Mi padre había estado verificandotodas las flores del álbum y había confirmado quelas mil flores de la fórmula eran las mil flores dellibro, todo encajaba a la perfección. Sin embargo,había tenido dudas acerca de la autenticidad de las

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promesas de Rasputín. No sabía si podía confiaren que el campesino le diera la suma prometida.De modo que le entregó a Rasputín el elixir perose quedó el diario con las flores como garantía.

Cuando Rasputín volvió con el dinero, estababorracho. Recuerdo bien aquella noche porque,durante la visita, me encontraba en el salón. Estuveescuchando mientras Rasputín alardeaba ante mipadre de la devoción que le profesaba laemperatriz, llamándola «Mamá», un nombre que lapropia Alejandra lo había alentado a utilizar.Afirmaba que conocía todos los secretos deMamá, que ella no le ocultaba nada. Como pruebade la confianza que tenía en él, le dijo a mi padreque fuera a Pokróvskoye, su pueblo natal. Allí, alcuidado de su esposa, encontraría un tesoro que nopodía compararse a nada que hubiera visto antes,un tesoro cuyo valor era superior a lo que nadie enMoscú o en San Petersburgo pudiera imaginar. Ledijo que mandaría un telegrama a su mujer, que aúnvivía en Pokróvskoye, diciéndole que le

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permitiera a mi padre examinar el tesoropersonalmente. La historia era tan ridícula, yRasputín estaba tan borracho, que mi padre tomóel dinero, le devolvió el álbum de flores y lo echó.Unos días después. Félix Yusupov y DemetrioPavlovich asesinaron a Grigori Rasputín yarrojaron su cuerpo al Neva.

Mi padre nunca viajó a Pokróvskoye para verel tesoro. Creo que se le olvidó por completo,pues en aquellos años nuestras vidas estabanllenas de preocupaciones auténticas. Sin embargo,tras la muerte de Rasputín, llegó un criado deTsárskoye Seló con una bolsa de dinero para él, unregalo de agradecimiento de la propia zarina, y laadvertencia de que nunca debía hablar de lo quehabía sucedido entre ellos.

Una vez fallecido mi padre, en el verano de1951, mi madre y yo empezamos a hacernospreguntas sobre aquellos extrañosacontecimientos. Tomamos un tren hasta el pueblonatal de Rasputín para ver si su viuda aún vivía. El

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viaje de Petrogrado al óblast de Tiumén era muylargo, y hacer aquella travesía era un pocoabsurdo, pero éramos terriblemente pobres yextremadamente curiosas, así que decidimos queteníamos que confirmar la historia de Rasputínpara quedarnos tranquilas.

Encontramos a la viuda sin muchasdificultades. Residía en la misma vivienda quehabía compartido con Rasputín décadas antes. Erauna mujer agradable, y nos invitó a entrar en sucasa de dos pisos, nos hizo acomodar y nos sirvióel té. Mi madre se presentó y mencionó el nombrede mi padre. La señora Rasputín se quedópensando en el nombre unos instantes y, actoseguido, se acercó a una caja de madera y sacó deella un telegrama: era la comunicación queRasputín le había mandado treinta y cinco añosantes indicándole que le mostrara a mi padre eltesoro de la zarina. La viuda de Rasputín regresócon un cofre de metal con el águila de losRomanov grabada en la tapa. Sin duda, la pobre

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mujer no tenía ni idea de lo que había dentro ni depor qué debía protegerlo; solo sabía que unhombre, el doctor que se mencionaba en eltelegrama iría a buscarlo.

Parecía ansiosa en deshacerse de él, y nos dijoque no hacía más que ocupar espacio y acumularpolvo.

Nosotras esperábamos que se tratara de joyaso de oro, de algo de valor que pudiéramos vender.Y por el aspecto del cofre, con sus elaboradashebillas y su bonito cuero labrado, parecía quenuestros esfuerzos iban a verse prontorecompensados. Sin embargo, al abrirlo, nosencontramos con algo completamente distinto.Alojado en un lecho de terciopelo rojo había unhuevo enorme, un huevo dorado con manchas colorescarlata en la cáscara. Lo levanté y lo acaricie.Debo aclarar que no se trataba de un objetosimilar a los famosos huevos de esmaltes que, enlos tiempos anteriores a la revolución, se podíancomprar en la tienda de Fabergé. Se trataba de un

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huevo vivo, grande como un huevo de avestruz,pesado y caliente al tacto. Nunca había visto nadaparecido y quise devolverlo enseguida, pero laseñora Rasputín insistió en que nos lo lleváramos.Así que volvimos a meter el huevo en el cofre conel escudo de los Romanov y nos lo llevamos aPetrogrado.

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Residencia del doctor RaphaelValko, Smolyan, Bulgaria

Vera le dio la vuelta al papel, esperando que lanarración continuara.

—¿Eso es todo?—El relato termina aquí —respondió Valko,

recogiendo las hojas y volviendo a colocarlasdentro del libro rojo—. Después de lo que Katyame contó sobre ese huevo gigantesco, empecé ainvestigar un poco el pasado de la familiaimperial, buscando algo que pudiera explicarcómo aquel huevo podía haber llegado a existir. —Un gesto de frustración cruzó por su rostro, comosi estuviera recordando las dificultades de labúsqueda—. Pero el último monarca ruso nacidode un huevo fue Pedro el Grande. El suyo tambiénera un huevo dorado con manchas escarlata, comolos colores de la cimera de los Romanov, pero no

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había documentación acerca de cómo habíallegado a producirse ese nacimiento. Los Romanovdeseaban otra época dorada en su reino, unmonarca con poderes superiores que uniera alpueblo en torno a la dinastía, y ¿qué mejor manerade hacerlo que esa? Pero la época dorada nuncallegó. Así que esperaron. Casi trescientos añosdespués, un huevo llegó por fin. Y Katya lo teníaen su poder.

—Pero usted debe de saber lo que sucediódespués de que Katya abandonó Siberia —intervino Vera.

—Katya se negó a escribir los hechos quetuvieron lugar con posterioridad a su encuentrocon la señora Rasputín. Era demasiado peligroso,y no podía arriesgarse a que alguien leyera lo quehabía escrito. Pero sí me dijo que se llevó consigoel cofre de los Romanov a Leningrado, donde lotuvo escondido en su apartamento. Si los sóvietsse hubieran enterado de la existencia del cofre, sinlugar a dudas habrían mandado a alguien a

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investigar.Vera intentó imaginar la existencia de un objeto

tan extraño y maravilloso, un objeto por cuyaocultación Katya lo había arriesgado todo.

—¿Y no lo descubrieron nunca?—No —respondió Valko—. Katya tuvo mucho

cuidado. Pero en la primavera de 1959, cincuentay siete años después, el huevo se abrió. Entre lospedazos de cáscara había un niño, un niño de pieldorada, con unos ardientes ojos rojos y unas alasque le envolvían los hombros. Katya quedófascinada por la criatura y la conservó, criándolacomo si fuera su propio hijo. Llamó al ángelLucien.

Vera se quedó muy sorprendida. Miró a Valko,esperando a que continuara su relato. Al final,logró articular una frase:

—¿Sobrevivió?—Desde luego. No solo sobrevivió, sino que

la criatura salió adelante sana y vigorosa. Con eltiempo fue creciendo, pasando por las fases

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habituales del desarrollo, como cualquierchiquillo. Katya procuraba tratarlo como si fuerahumano. Por supuesto, nunca fue a la escuela y notuvo más contactos humanos que ella, peroaprendió a leer, a escribir, a hablar, a comer y avestirse como un ser humano normal. Cuando yollegué a Leningrado, ya era adulto. Nunca vicriatura tan espléndida.

—¿Era un nefil con cualidades antediluvianas?—Inquirió Azov.

—Una rápida mirada a Lucien me bastó parasaber que no era un nefil. Me pareció queencarnaba las antiguas descripciones de lashuestes celestiales, de los pasajes que unoencuentra en la literatura bíblica, con la piel comooro batido, cabellos de seda, ojos de fuego.Telegrafié a Angela y, tras muchas dificultades,viajó a Rusia para reunirse con nosotros. Eran losaños setenta, cuando los occidentales no eranprecisamente bienvenidos al otro lado del Telónde Acero.

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—Ni los arcángeles tampoco, supongo —bromeó Sveti.

—Sin lugar a dudas —replicó Valko—. Locual tal vez constituya la razón por la que a Luciensolo se le permitió salir del apartamento unaspocas veces en su vida. Yo me encontraba allí conAngela el día en que conoció a Lucien. Este nosmiró alternativamente a Angela y a mí, con losojos abiertos de par en par por la curiosidad.Había tal pureza en su mirada, tal paz, que tuve laimpresión de hallarme en presencia de unadivinidad. En un instante comprendí la metáfora dela boda química: esa sinergia, esa renovación dela existencia que surge de un encuentro perfecto.

—¿También Angela tuvo esa sensación? —Inquirió Vera, pues le costaba imaginar a lainteligente Angela Valko presa de un galimatíasmístico.

—Creo que sí. En cualquier caso, convenció aKatya para que le permitiera sacar a Lucien alexterior. La criatura estaba entusiasmada con el

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aire, la frialdad de la nieve, el cielo azul, losespacios abiertos. No había visto nunca el Neva,no había tocado el hielo, no había ido nunca alteatro a escuchar música. Angela le mostró elmundo humano y él, a su vez, comenzó a enseñarlelo que suponía ser etéreo. No sabría decir siAngela había decidido seducirlo desde elprincipio, pero en cuanto lo vio, para ella nopareció haber más opción. Se enamoraron ante misojos. Enseguida tuvieron una aventura. Y, en 1978,tras regresar a París, Angela dio a luz a la hija deLucien.

Vera estaba demasiado estupefacta para hablar.—El padre de Evangeline era Luca

Cacciatore…—Biológicamente, Luca no tuvo nada que ver

con la existencia de Evangeline. El padrebiológico de la niña era, en realidad, Lucien.

—¿Luca lo sabía? —preguntó Azov.Valko suspiró.—No tengo ni idea. Mi hija dejó de hacerme

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confidencias después de que Evangeline nació.—¿Hay información sobre ese ángel registrada

en alguna parte? —preguntó Vera, haciendo unesfuerzo. La existencia de semejante criaturareflejaba su trabajo de manera tan fiel, ydemostraría sus teorías de forma tan definitiva quecasi le daba miedo seguir adelante—.¿Fotografías? ¿Algún video? ¿Algo que pruebe suexistencia?

—No hay necesidad de fotos ni videos. —Contesto cruzándose de brazos y mirando a Vera alos ojos—. Lucien está con nosotros.

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Expreso Transiberiano

Los pensamientos de Bruno estaban tan llenos delinforme de Angela Valko, los detalles de lo quehabía hallado en el laboratorio de Godwin y lasrepercusiones de lo que había descubierto que nooyó cómo se abría la puerta de metal. Cuando notólo que estaba pasando, ya era demasiado tarde: losgemelos Grigori se encontraban en el interior delvagón, rodeados por un ejército de ángelesgibborim. Mientras Yana sacaba la pistola y elestallido de las balas hacía tintinear el vagón,Bruno entró rápidamente en acción lanzándose alsuelo, buscando su arma y prestando apoyo a Yana.La angelóloga daba en el blanco pero, comoambos sabían, las balas normales apenas síafectaban o lastimaban a los gibborim: lesproducían el mismo efecto que a Bruno la picadurade un insecto.

Desde un punto de vista puramente teórico, los

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gemelos eran un espectáculo increíble.Inmensamente altos, delgados, pálidos como laleche, con sus grandes ojos que miraban ausentesal vacío, aquellos nefilim eran los especímenes deestudio ideales. Que estuvieran por duplicado yque su pedigrí fuera tan puro los hacía aún másdeseables. Bruno trató de distinguirlos entre lasmasas de gibborim, pero estaban tan bienprotegidos que ni siquiera estaba seguro de quesiguieran en el vagón. Lo asaltó una oleada de ira:deberían haber capturado a aquellos bastardos enSan Petersburgo.

Se levantó y se abrió camino a empujonesentre una fila de gibborim, gritándole a Yana quelo cubriera. Pero los gibborim lo rodearon deinmediato, rasgándole la ropa con las garras.Sintió un escozor en los brazos y en la espalda,como si estuviera corriendo desnudo a través deun bucle de alambre de púas. Enfrentarse a ellos losituó en un espacio de puro movimiento, un lugardonde se aisló de toda reflexión y no experimentó

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más que el apremio de sus puños, el poder de suspiernas, el aire que entraba y salía de suspulmones. Una ráfaga de aire frío llenó el espacio:alguien debía de haber abierto la puerta de lacelda de Eno. Cuando logró liberarse de losgibborim, los gemelos ya habían sacado a Eno desu prisión y recorrían el tren en su compañía.

Yana le gritó algo desde lejos —no pudodistinguir sus palabras— y a continuación sintió ungolpe en la cabeza;. Cayó al suelo, cerró los ojos,y se forzó a seguir consciente. Cuando abrió losojos, había gibborim esparcidos por toda lahabitación; sus cuerpos negros estaban tendidos enel vagón como moscas electrocutadas. Yana sehallaba a su lado mirándolo, con su bonito rostrolleno de preocupación.

—Bruno —murmuró—. ¿Estás bien?Él tomó su mano y se sentó. Al observar con

mayor atención, se percató de que Yana habíadiezmado a toda la población de gibborim de unasola vez. Arqueó una ceja, seguro de parecer un

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sumiso estudiante.—¿Cómo lo haces?—Con un hechizo gibborístico —le contestó

Yana, sonriendo mientras lo ayudaba a ponerse enpie—. Uno de los muchos trucos que tengo en lamanga.

—Estoy impaciente por ver el próximo —respondió él, mirando los vagones vacíos a travésde la puerta. Los Grigori habían desaparecidohacía un buen rato—. Han liberado a todos tusprisioneros.

—Vamos. Tenemos que volver a capturarlos.Bruno siguió de cerca a Yana mientras esta

atravesaba el tren a la carrera. Los vagonesestaban tranquilos en general, los pasajerosignoraban que estuviera sucediendo nada fuera delo común. Era asombroso. Con tanto ruido y elmovimiento, cualquiera habría pensado quealguien haría preguntas, o al menos se quejaría.Pero el deseo humano de normalidad pesaba másque cualquier otra cosa.

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Después de registrar uno tras otro todos losvagones del tren, llegaron a una puerta con uncartel que rezaba «SALÓN PRIVADO». Yanamarcó un código de acceso en un tecladoelectrónico. La puerta siguió cerrada.

—Qué raro —se extrañó, intentándolo porsegunda vez—. No reconozco este vagón. Debende haberlo enganchado en Moscú.

Bruno comprendió la línea de pensamiento deYana: si las criaturas se hallaban en algún lugardel tren, tenía que ser allí.

—Si no podemos entrar de este modo —dijoindicando la puerta con un gesto—, tendremos quesalir afuera.

Yana se detuvo a considerar esa posibilidad y,acto seguido, dio media vuelta y condujo a Brunode regreso a los coches cama. Abrió la puertacorrediza de uno de los compartimentos, asustandoa sus ocupantes, un hombre y una mujer quedormían en lechos situados el uno frente al otro. Elhombre saltó de su litera y comenzó a gritar en

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ruso, ordenándoles por gestos que se marcharan y,si Bruno interpretaba correctamente susintenciones, amenazándolos con llamar al revisor.Yana le puso una mano en el hombro y, hablándolecon voz suave, trató de tranquilizarlo. Pronto suesposa se levantó también y empezó a hablar congran animación. Poco después, abrieron la ventanadel compartimento. Yana le indicó a Bruno con ungesto que la siguiera mientras se izaba y salía alexterior. Bruno vio sus botas negras de cueroafianzarse en el alféizar. Con un impulso, la jovenplantó los pies en el techo del tren.

Bruno saludó a la pareja rusa con un gesto dela cabeza y salió a su vez por la ventana,exponiéndose al gélido viento. El frío era brutal,nunca había sentido nada semejante. Cerró los ojosy volvió a abrirlos para librarse de las lágrimas,sintiendo que se le pegaban a los párpados alcongelarse y luego se derretían de nuevo. Yana sehallaba al borde del tren, manteniendo elequilibrio como si estuviera en la cuerda floja,

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mientras el resplandor del sol naciente haciallamear sus cabellos.

—¿Qué les has dicho? —le preguntó Bruno alreunirse con ella en el techo del vagón. Con elchirrido metálico del tren y el aullido del vientotuvo que gritar para que lo oyera.

—Que mi tío se había emborrachado y habíasalido del tren —respondió Yana—. Les he dichoque no tenía más opción que encontrarlo y hacerlovolver a entrar.

—¿Y te han creído?—Esto es Rusia —le contestó Yana,

lanzándole una mirada fulminante—. Todo elmundo tiene un tío que se emborracha y sale de untren por la ventana por lo menos una vez en suvida. Por lo general, la policía encuentra a esostipos congelados en un ventisquero en algún sitio,botella de vodka en mano.

—Fascinante —replicó Bruno.—Si la esperanza de vida de los hombres

rusos es de sesenta y tres años es por algo —

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declaró ella, alzando la voz por encima del ruido—. Ahora tenemos que llegar hasta allí, hasta esevagón de ahí delante. Debemos andamos concuidado: si hacemos demasiado ruido tendremosproblemas con el revisor. ¿Crees que puedeshacerlo?

Bruno notó que herían su orgullo. Que hubieratenido problemas con los gibborim no quería decirque no estuviera a la altura de Yana.

—Claro que sí —respondió—. Me reuniré allícontigo.

Contra el viento, avanzó sobre el techo demetal. Una capa de nieve revestía el vagón,cubriéndole los zapatos. Primero le ardían los piesy luego, al cabo de unos minutos, los teníainsensibles. Salvó de un salto el hueco entre losvagones sin dificultad pero, al final del tercercoche, aterrizó con fuerza sobre una placa dehielo, perdió el equilibrio y cayó. Vio alejarse elpaisaje despacio, como si estuviera precipitándosea una nube sin fondo desde el borde de un elevado

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peñasco.Se golpeó violentamente contra el techo, al

tiempo que su cuerpo se hundía en la nieve enpolvo. Se hallaba sumido en esa sensación, un fríoseco que le congelaba el cerebro, cuando oyó unavoz débil que llegaba de abajo. Se arrastró hastael extremo del vagón y descubrió a Verlaine, atadoa las barras de metal de una barandilla, con sucuerpo tendido sobre una estrecha repisa. Llamópor señas a Yana y juntos se descolgaron desde eltejado y bajaron hasta la plataforma donde yacíasu amigo, terriblemente quieto.

A pesar de sus esfuerzos por hablar, parecíaestar medio muerto. Tenía la piel gris, los labiosazules, la fina montura metálica de las gafasrecubierta de hielo. Con la ayuda de Yana, Brunolo desató y, tras ayudarlo a levantarse, abrió unapuerta corrediza y lo introdujo en un vagón, dondela angelóloga procedió a frotarle las manos y losbrazos, tratando de hacer que la sangre volviera acircular por sus extremidades. Bruno corrió al

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vagón restaurante, pidió té negro y regresó dondese hallaba Verlaine con la tetera y la taza. Cuandollegó, Yana lo había ayudado ya a sentarse con laespalda contra la pared. Le había quitado loszapatos, tenía sus pies entre las manos y le estabafrotando la piel. Bruno le sirvió el té y observócon gran alivio que se bebía la taza entera. Se lallenó por segunda vez y, con un escalofrío, se fijóen que tenía pedazos de hielo incrustados en elpelo.

—Se suponía que no debías meterte enproblemas —le dijo.

—Puedo llevarte hasta los gemelos Grigori —respondió Verlaine, sorbiendo el té caliente másdespacio.

—No es una buena idea —intervino Yana—.Han estado a punto de matarte dos veces. Yo notentaría al destino.

Bruno miró a Yana.—Si los Grigori están ahí, Eno estará con

ellos.

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—Sneja está ahí dentro —señaló Verlaine, ymiró a Bruno buscando su respaldo—. Es ellaquien lleva la voz cantante.

—Eso era evidente por el modo en queintentaba matarte —terció Yana.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Bruno,haciendo un esfuerzo para no discutir con Yana.Acababa de salvarle la vida; le debía el beneficiode la duda. Sin embargo, llevaban décadasintentando acorralar a Sneja Grigori. Y ahora, allíestaba, en el tren, esperando a que la capturaran.

—A Sneja le gusta dejar que sus víctimas secongelen casi hasta morir antes de ejecutarlas —les informó Yana—. De ese modo, el asesinato ensí es menos sucio.

—Que bien —replicó Verlaine, palideciendo.—Así que, ahora que los Grigori te han

quemado y congelado —bromeó Yana—, siquieres cubrir todos los elementos, solo queda quete ahoguen y que te entierren vivo, Créeme, ya hasabusado bastante de tu suerte, y también de la mía.

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A veces, estos viajes de transporte fracasan, ycuando eso sucede es mejor tirar la toalla. Por otraparte, Bruno tiene puesta su atención en objetivosmucho más ambiciosos que un puñado de nefilim.

Verlaine le dirigió a su jefe una miradainterrogativa.

—Vamos a buscar a Godwin —le explicó él.Aunque Bruno comprendía el enorme riesgo

que estaba asumiendo, sabía que no iba a dejarpasar esa oportunidad única de entrar en elpanóptico. Se apoyó contra la pared mientras susojos se posaban en el paisaje helado. Pasaríanmuchas horas antes de que cruzaran los montesUrales y entraran en Asia, descendiendo haciaChelíabinsk y su famosa cárcel para ángeles.

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Residencia del doctor RaphaelValko, Smolyan, montañas Ródope,

Bulgaria

Vera miró atentamente a Azov, midiendo cada unode sus gestos. Lo conocía suficientemente biencomo para saber que estaba luchando por contenersus emociones. Estaba furioso, lo cual no era algoque Vera hubiera visto a menudo.

—Usted lo sabía —afirmó él con una voz queera poco más que un susurro—. Y ha guardadosilencio durante todos estos años.

—Ah, pero ha sido porque nada salió comoesperábamos —se defendió Valko.

—¿Qué salió mal? —inquirió Sveti.—Evangeline era humana —contestó Valko—.

O al menos eso creía su madre. Año tras año, ibaalbergando cada vez menos esperanzas de que laherencia angélica de su hija se manifestara. Con

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cada extracción de sangre, la decepción de Angelaaumentaba.

Vera pensó en la película que había visto en elalmacén del Hermitage la mañana anterior, en losviales de sangre etiquetados con varios nombres.Ahora comprendía por qué habían conservado lasangre de Alexis y de Lucien.

—¿Angela le sacaba sangre a su propia hija?—preguntó.

—Supervisaba la extracción y las pruebas, sí—dijo Valko.

—¿Y no temía poner a Evangeline en peligro?—Quiso Saber Vera.

—Parece como si en la sangre de Evangelineno hubieran encontrado nada que fuera motivo dealarma —sugirió Sveti.

—Por desgracia, tiene usted razón —replicóValko—. Por aquel entonces, las pruebasapuntaban a que la sangre de Evangeline erahumana. Y Angela, aceptando que su hija era unaniña corriente, se dedicó a otros proyectos. Uno en

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particular se convirtió en una especie de obsesiónpara ella.

—Se refiere usted al virus —aventuró Vera.—Sí —corroboró él.—Fue un logro increíble —declaró ella.—No estoy seguro de que Angela estuviera

satisfecha por el virus en sí. Sus planes eran másambiciosos que el simple desencadenamiento deuna epidemia. Un virus se puede curar. Lascriaturas pueden protegerse de la infección.Angela pensaba que el virus que había creado nobastaba: quería aniquilar por completo a la ramanefilim. Para ello necesitaba un arma máspoderosa, más segura.

—Por eso la mataron los nefilim —señalóAzov con voz dubitativa, como si siguierasorprendiéndole que Angela estuviera muerta.

—No exactamente —desmintió Valko—.Recuerden, por favor, el huevo del Libro de lasFlores que pintó Tatiana. Les pedí queinterpretaran la acuarela como la puerta hacia un

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fin superior, hacia algo más elevado que unrecetario para preparar la medicina de Noé.

—Sí, claro —recordó Sveti—. La escalera deJacob de Angela. Aunque sigo sin entender cómoesa interpretación pudo conducir efectivamente aun resultado. A mi no me parece que tenga ningúnsignificado evidente.

—Angela obedecía a la corazonada de que eldibujo era algo más que una simple muestra de loque hacían las grandes duquesas en sus clases depintura. Me pidió que la ayudara y, después decuriosear un poco, descubrí que tenía razón: eldibujo tenía un significado mucho más directo delo que nadie podría haber imaginado.

—Pero ¿cuál? —preguntó Sveti.—Creo que ya lo entiendo —anunció Vera,

tomando el Libro de las Flores que Sveti tenía enlas manos y volviendo las páginas hasta elprincipio, donde se hallaba la placa de cobre conla dedicatoria OTMA a «Nuestro Amigo»—.Cuando Nadia me dio ayer este libro, me explicó

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que el primer «Nuestro Amigo», un tal monsieurPhilippe, había augurado un heredero para el zaren 1902, tras lo cual la zarina tuvo su tristementefamoso embarazo fantasma.

—Yo investigue su embarazo mientras tratabade averiguar cómo había venido al mundo Lucien—indicó Valko—. No encontré nada acerca delnacimiento, salvo que había sido una granvergüenza para el zar y la zarina, por supuesto.Después despidieron a todo su ejército demédicos, enfermeras y comadronas. A monsieurPhilippe lo mandaron de suelta a Francia. Unpanorama deprimente cuando menos.

—Pero ¿y si el embarazo de Alejandra nohubiera sido en realidad un embarazo fantasma? —aventuró Vera.

—¿Quiere decir si Alejandra dio a luz a unbebé? —preguntó Azov.

—No —respondió Vera, enroscándose elcabello y recogiéndoselo en una rápida ydespeinada cola de caballo—. ¿Y si Alejandra dio

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realmente a luz pero no había ningún niño que lodemostrara? ¿Y si dio a luz el huevo que tantoansiaban los Romanov y luego, para ocultar laverdad, se deshizo de todo posible testigo?

Valko se detuvo unos instantes a considerar esaposibilidad y comenzó a sonreír.

—Es absolutamente posible, supongo —dijo—. Pero eso no explica cómo o por qué el huevollegó a nacer. ¿Por qué, tras cientos de años deespera, sucedió en ese preciso momento?

Vera hizo una pausa, reflexionando sobre elmejor modo de presentar la teoría por la que habíaapostado su carrera.

—Yo propongo —dijo con tanta autoridadcomo fue capaz de mostrar— que monsieurPhilippe predijo que Alejandra concibiera un hijovarón porque, al igual que John Dee antes que él yque Rasputín después de él, había aprendido acomunicarse con los ángeles.

Los demás se quedaron mirándola, insegurosde cómo interpretar semejante teoría.

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—Eso explicaría las notas en enoquianoescritas en todas las páginas del diario —intervinoSveti en tono indeciso—. Pero ¿qué tiene eso quever con el embarazo fantasma de Alejandra, con osin huevo? No veo la relación.

—Si monsieur Philippe fue capaz de convocaral arcángel Gabriel, tiene todo que ver —contestóVera—. Consideren lo siguiente: los guardianes nofueron los únicos ángeles que se unieron a mujereshumanas. Yo creo que la Anunciación de Gabrieldebería llamarse de manera más exacta laConsumación de Gabriel, creo que la famosaunión de María con Gabriel no constituye ni elprimero ni el último caso de cópula humana con unmiembro de las huestes celestiales.

—No puede estar hablando en serio —dijoSveti.

—Habla en serio —susurró Azov—.Escúchala hasta el final.

—Durante los últimos años, he estadodocumentando representaciones históricas de

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angelología y del nacimiento virginal, y del relatode la Anunciación de San Lucas en particular; porejemplo, para descubrir si hay algo de verdad enlas teorías de que Jesús podría haber sido fruto deun encuentro sexual entre la Virgen y el arcángelGabriel. Eso sí, no se trata de una idea totalmentenueva. Antiguamente, la controversia en torno a laAnunciación fue un debate que ocupó a losangelólogos teóricos durante siglos. Unos creíanque Lucas describía el nacimiento de Jesús confidelidad: el Espíritu Santo descendió sobre Maríay esta concibió al hijo de Dios, situación quecolocaba a Gabriel en la posición de mensajero, elpapel tradicional de los ángeles en las Escrituras.Otros sostenían que María había sido seducida porGabriel, que también había seducido a su primaIsabel antes que a ella, y que los hijos que ambasmujeres concibieron, san Juan Bautista y Jesús,fueron los primeros de una estirpe que se habríaconvertido en una raza de criaturas superiores:ángeles virtuosos y divinos, cuya presencia habría

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sido un bálsamo para el mal de los nefilim. Porsupuesto, ni san Juan Bautista ni Jesús tuvierondescendencia. Su estirpe murió con ellos.

—¿Así que sugieres que san Juan Bautista,Jesucristo y Lucien Romanov comparten el mismopadre? —preguntó Azov.

—Eso es exactamente lo que sugiero —asintióVera.

—Hay gente que nos quemaría en la hoguerapor hacer semejantes afirmaciones —terció Sveti.

—En tal caso, no quiero ni imaginarme lo queharían al oír la conclusión a la que debemos llegara continuación —dijo Vera—. Con un padrearcangélico, Gabriel, y una madre nefilística,Alejandra. Lucien desciende de los glorificados yde los malditos.

—Un maniqueo auténtico —observó Sveti.—Si añadimos a la mezcla a Percival Grigori,

el otro abuelo de Evangeline, tenemos un cóctelverdaderamente endiablado —prosiguió Vera.

—Basta ya —prorrumpió Valko con voz dura

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—. Están hablando ustedes del trabajo de mi hija,de todo aquello por lo que vivió y murió. No voy adejar que se tome su legado a la ligera.

—¿Evangeline era su trabajo? —preguntóVera, incrédula al oír a Valko hablar de Evangelinecon tanta frialdad, como si no fuera más que unexperimento mental.

—La concepción de Evangeline fue el riesgomás brillante y peligroso de la carrera de Angela—declaró Valko—. Ella sabía lo que estabahaciendo y lo hizo a propósito. —Cruzó los brazossobre el pecho y los miró, al tiempo que susfacciones se endurecían—. La niña no fue uncapricho insensato. Mi hija puso en juego supropio cuerpo, así como su seguridad, paraengendrarla.

—Pero antes usted ha dicho que Angela yLucien estaban enamorados —objetó Azov.

—Eso fue una consecuencia inesperada.—¿Qué esperaba ella que sucediera? —

inquirió Vera, percatándose, con horror, de que

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Angela era más calculadora de lo que podría haberimaginado jamás—. ¿Qué quiere usted decir conque Angela era plenamente consciente de lo queestaba haciendo? ¿En qué esperaba que seconvirtiera Evangeline?

—En el arma definitiva —contestó Valko—.Un arma derivada de la jerarquía natural de losseres angélicos. Están las esferas de criaturascelestiales, los arcángeles, los serafines y losquerubines, y, luego, las esferas de los diablos,ángeles caídos, las criaturas repudiadas por elcielo, los demonios. Angela conocía esasdistinciones a la perfección. Sabía que el poder deun ángel debía medirse frente al poder de otroángel. Sabía que una creación falsa (la produccióngenética de autómatas, gólems, clones o decualquier ser animado por el estilo medianteingeniería) no iba a funcionar, pues iba en contrade la jerarquía divina de los seres. También sabíaque para vencer a una criatura de origen angélico yhumano, un monstruo del orden celestial, debía

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crear otra criatura más poderosa. Así que trató decrear una nueva especia de ángel, una que fueramás poderosa que los nefilim.

La voz de Azov sonó tensa al decir:—Hace usted que Angela parezca una especie

de Frankenstein que estaba fabricando unmonstruo.

—Mi hija hizo algo aún más audaz —respondió Valko, y Vera no pudo adivinar si estabaorgulloso del trabajo de su hija o avergonzado.

—¿Está diciendo en serio que Angela tuvo unhijo para usarlo como arma? —dijo Azov.

—La palabra «arma» tal vez no sea la másidónea para definir a la niña. Fíjate en su nombre.Contiene las semillas de su destino. Le pusieronEvangeline: Eva Ángel. La chiquilla tenía que serla nueva Eva, una criatura original nacida parareconstruir un mundo nuevo.

—Semántica aparte, me cuesta creer queAngela utilizara a su propia hija como una especiede experimento genético —tercio Azov, dubitativo.

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—Al final, no tuvo importancia —replicóValko—. El experimento fracasó.

—¿Porque Evangeline resultó ser humana? —preguntó Vera.

—Una hembra humana con la piel opaca ysonrosada, sangre roja, tendencia a padecerenfermedades, un ombligo y un parecidosorprendente con su abuela materna, Gabriella. —Valko aparto la mirada y bajó la voz al añadir—:De modo que Angela volvió a intentarlo.

—¿Qué? —exclamó Vera y, al darse cuenta deque estaba casi gritando, cambio el tono de voz—.No lo entiendo. Pasó mucho tiempo antes de queAngela supiera que Evangeline no era la criaturaque ella quería crear. ¿Cómo demonios es quevolvió a intentarlo?

—Angela regresó a San Petersburgo en 1983 yrenovó su amistad con el ángel con quien habíaengendrado a Evangeline. Nunca le mencionó quetuviera una hija ni le reveló sus razones pararetomar su aventura amorosa. No creo que Angela

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fuera en modo alguno consciente de estar siendocruel o irresponsable siquiera. Lo hizo todocreyendo que su segundo hijo sería varón y seconvertiría en el ángel guerrero que había estadoesperando. Con el nacimiento de su hijo, su trabajocontra los nefilim habría terminado.

—¿Y lo logró? —inquirió Vera.—Cuando la mataron, mi hija estaba

embarazada. Al practicarle la autopsiadescubrieron que se había formado un huevo en suútero. El niño era varón. Vi su cadáver: tenía lapiel dorada y las alas blancas de un arcángel. Elsegundo hijo de Angela habría sido un guerrero.Habría traído la paz y la tranquilidad a nuestromundo. Pero ese niño salvador murió con ella.

—¿Qué fue del arcángel? —quiso saber Vera.—Tras la muerte de Angela, supe que tenía que

encontrarlo —declaró Valko—. Y, después debuscarlo durante muchos meses, descubrí queestaba encarcelado en Siberia.

—Debieron de llevarlo al panóptico —supuso

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Vera.Los rumores acerca de la existencia de una

gran cárcel siberiana circulaban entre losangelólogos rusos desde siempre. Se trataba justodel tipo de centro de detención que uno esperaríaencontrar en medio de la nada: anticuado,estéticamente complejo, perfectamente concebidoe impenetrable. Pero nadie había verificado si elpanóptico existía o no realmente.

—Exacto —replicó Valko—. El mismo día queasesinaron a Angela, los cazadores rusosapresaron a Luden y lo transportaron en tren aSiberia.

—¿Querían estudiarlo? —preguntó Vera.—Obviamente. Con una criatura tan magnífica,

había muchas cosas que examinar y explorar. Elestudio biológico del hijo de un arcángel podíatener ocupados a los investigadores durante años.

—Pero la sociedad se fundó para luchar contralos nefilim —intervino Sveti—. ¿Cómo pudoalguien encarcelar como si nada a una criatura que

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está demostrado que procede de una formaangélica completamente distinta, verdaderamentedivina?

—No estoy seguro de que los guardiasconocieran la diferencia —contestó Valko—.Además, esa prisión funciona fuera de los límitesde nuestras convenciones.

Como movido por un impulso repentino, eldoctor les indicó con un gesto que lo siguieran devuelta al jardín, donde habían dispuesto una mesacon un desayuno a base de la fruta antediluviana deValko: fresas de color naranja, manzanas azules ynaranjas verdes. Cuando se acercaba a la mesa,Vera se estremeció al sentir el fresco aire demontaña en los brazos.

—Siéntense un momento —les indicó Valko,retirando una silla y ofreciéndosela a Vera—.Comeremos algo mientras terminamos nuestraconversación.

La joven tomó asiento junto a los demás,observándolos mientras elegían fruta de una fuente.

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Eligió una fresa, levantó su cuchillo y su tenedor yla partió por la mitad. Un jugo denso de colornaranja goteó del centro. Valko abrió un termo yles sirvió café en las tazas.

A continuación retomó su relato allí donde lohabía dejado:

—La financiación de la cárcel del panópticoes superior a cuanto ustedes puedan soñar. Comoconsecuencia está extremadamente bien equipada ycuenta con las más perfeccionadas medidas deseguridad. Los científicos utilizan criaturasangélicas cautivas para sus experimentos. Lesextraen muestras de sangre y de ADN, les hacenbiopsias, les toman muestras de huesos y lespractican resonancias magnéticas, incluso lasoperan… Son muy poderosos y, como sueledecirse del poder absoluto[1], bueno… —Valkohizo una pausa para cortar una fruta que parecía uncruce entre un kiwi y una pera—. Dicho aforismoes la perfecta descripción del técnico principal dela cárcel, un científico británico llamada Merlin

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Godwin.—Merlin Godwin es un traidor.—Ese hombre ha estado al servicio de los

Grigori desde el principio —Admitió Valko.—Entonces, ¿por qué se le ha permitido

continuar con su trabajo? —preguntó Azov—.Sveti y yo estamos batallando para mantenernuestros proyectos en marcha y ese criminal estáperfectamente instalado, con fondos yequipamiento ilimitados.

—La academia cree que el trabajo queGodwin lleva a cabo la beneficia. Mantenerlo enSiberia es una forma de contención: es un inquilinopermanente del panóptico. No tiene absolutamenteningún contacto con el mundo exterior.

—Él es también un prisionero —terció Vera.—Como director y científico principal de las

instalaciones, yo no lo consideraría un prisionero—objetó Valko—. Tiene el control absoluto delcentro. Pero su poder solo es efectivo dentro delos muros de la prisión. Su trabajo con los Grigori

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es algo que aparentemente ha logrado mantener,aunque no tengo ni idea de cómo.

—Ni de por qué —añadió Sveti—. ¿Cómo esposible que le permitieran continuar con sutrabajo? No puedo imaginarme a los Grirgoriutilizando a su propia gente como conejillos deIndias.

—Yo tengo mis propias teorías al respecto —declaró Valko, dirigiéndole a Vera un sonrisa—.Sospecho que están tratando de desarrollar unnuevo fondo genético para renovarse a sí mismos.De lo que tal vez no se hayan dado cuenta es deque sin una criatura que pueda proporcionarles lainformación biológica que necesitan sus esfuerzosson inútiles.

—Es decir, Lucien —añadió Azov.—Yo me ocupé de Lucien —dijo Valko, y Vera

percibió el orgullo de un hombre que se ha pasadotoda la vida burlando a las criaturas—. Lo saquéde Siberia antes de que lo lastimaran de verdad.

—¿Se encuentra aquí —preguntó la joven.

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—Cada cosa a su debido tiempo, querida —respondió Vako—. Han venido aquí en busca derespuestas e intentaré darles algunas. —Se recostóen la silla, con el café humeante en la mano—.Como saben, fue m i hija quien fundó el campo dela genética angélica. Lo que tal vez no sepan esque sus enemigos controlaban muy de cerca sutrabajo. Esperaban utilizar la ingeniería genéticapara crear ángeles.

—Pero ¿no dijo usted que Angela no creía quela genética fuera a funcionar? —inquirió Azov.

—No creía que fuera viable. Y surazonamiento derivaba de los aspectos másbásicos de la herencia genética: la naturaleza delADN mitocondrial y del ADN nuclear.

—Yo les explico que lo que actúa como unacápsula del tiempo es el ADN de los miembrosfemeninos de una familia: el ADN mitocondrial deuna niña es una réplica del de su madre, del de suabuela, del de su bisabuela, y así sucesivamente.Así que sean Juan Bautista, al ser un hombre (y

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ahora añadiría, un hombre que tal vez desciendadel arcángel Gabriel), no les iba a proporcionarlos resultados que esperaban.

—Angela descubrió que con las hembrasnefilim sucedía lo mismo —explicó Valko—. Encada hembra que nace hay una réplica exacta de lalínea materna, lo que da lugar a enormesposibilidades de examinar estructuras de ADNantiguas de criaturas de sexo femenino.

—Pero los nefilim descienden de ángeles ymujeres —observó Vera—. El ADN mitocondrialnos conduciría, por tanto, a la humanidad, no a losángeles.

—Exacto —repuso Valko—. Ese es el motivopor el que, al final, Godwin llegó a la conclusiónde que Lucien no le era de utilidad. Descendía deun ángel, como era de esperar, y era purísimo.Pero con un padre angélico y una madre nefilísticamuy pura, Godwin no tenía manera de aislar lasecuencia genética de Lucien con la tecnología deque se disponía en los ochenta. Su ADN

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mitocondrial coincidía exactamente con el deAlejandra Romanov. Su ADN nuclear era unamezcla de los genes combinados de susprogenitores: humanos, nefil y una parteinidentificable que Godwin no logró ubicar y que,por consiguiente, consideró inútil para él y para suproyecto.

—¿Y Lucien? —volvió a preguntar Vera. Nopodía evitar pensar en lo fascinante que seríapoder ver a la criatura, tocarla, sentir el calor desu piel.

—Cuando por fin lo encontré en 1986, Godwinlo tenía en su prisión de Siberia. Las terriblescondiciones no parecían afectarle. Es un sertrascendental, en un sentido bastante exacto, y lasrealidades del mundo material no pueden tocarlo.Aun así, supe que tenía que sacarlo de allí, demanera que convencí a Godwin de que tenía en mipoder la única cosa de la tierra más preciosa queLucien: un ingrediente de la elusiva medicina deNoé.

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—Silfio —aventuró Azov.—En la caja que me entregaste en 1985 había

dos semillas —dijo Valko—. Le di una de ellas aGodwin a cambio de Lucien.

—Pero ¿por qué? —saltó Azov, levantando lavoz—. ¿Cómo pudiste hacer algo tanirresponsable?

—En primer lugar, si Lucien se hubieraquedado en Siberia, Godwin y, por extensión, losGrigori habrían acabado utilizándolo de unamanera u otra. Con toda seguridad. Y, en segundolugar, y más importante aún, yo sabía que no teníanni idea de la fórmula. No constaba más que en unsitio.

—El Libro de las Flores de Rasputín —declaró Vera—, que se hallaba enterrado en latienda de antigüedades de una anciana, justodelante de las narices de los Grigori.

—Hasta ahora, evidentemente —replicó Valko,lanzándole una mirada al bolso de Vera, como paraverificar que lo llevaba consigo—. Pero, en

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realidad, aunque Godwin tuviera la buena fortunade lograr hacer germinar la semilla de silfio, nopodría utilizarla.

—Así que trajo usted a Lucien de Rusia —terció Azov.

—Me vine aquí, a estas montañas, con Lucien.Esperaba estudiarlo, escucharlo, comprender sunaturaleza. Es un privilegio tener a tu disposiciónal descendiente de un serafín. Nuestra disciplinaconsiste en la clasificación de los sistemasangélicos. Lucien procede del orden más alto.

—¿Está aquí, en estas montañas? —quisosaber Vera mirando fijamente a Valko, observandola firmeza con que hablaba de Lucien, la ambiciónque ardía en sus ojos. No habían transcurrido másque unos días desde que había vuelto a pensar enlas fotografías del guardián que había tomadoSeraphina Valko. La posibilidad de poder ver encarne y hueso a semejante criatura, tocarla y hablarcon ella era difícil de creer.

Valko asintió, con un aire de orgullo en su

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actitud.—Le di una habitación aquí, en mi casa, pero

nunca fue capaz de quedarse. Se iba a vagar porlas Ródope, y se pasaba días y semanas en loscañones. Primero, lo encontraba en la cima de unamontaña, luminiscente como un rayo de sol,cantando alabanzas al cielo, y después en lascuevas, en estado de introspección. Así que lollevé a la Garganta del Diablo, donde hapermanecido durante muchos años. Tal vez sea porla proximidad de sus semejantes, pero allí seencuentra a gusto, cerca de los guardianes. Hayalgo en su alma que encuentra la paz en ese círculodel infierno.

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EL SÉPTIMO CÍRCULO

Violencia

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Smolyan, montañas Ródope,Bulgaria

Valko se calzó las botas de montaña, se agachó yse ató las agujetas. En primavera hacía frío en lasmontañas, e iban a necesitar cazadoras gruesas yguantes para mantenerse calientes. Entró en elinvernadero y tomó varias cazadoras. Luego seacercó a un armario metálico, abrió las puertascerradas con llave y comenzó a sacar pequeñascajas lacadas, cucharas fabricadas con distintostipos de metal, un mortero con su mano y unoscuantos frascos de cristal, y se los metió concuidado en la mochila. Envolvió una parrillaportátil de gas en un paño y lo añadió a su equipo.Había que llevar a la cueva todo lo necesario.

Mientras se subía el cierre de la cazadora, sevolvió hacia los demás y los examinó. Distribuyólas cazadoras y dio a cada uno un gorro y un par de

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guantes. Tanto Sveti como Vera eranpotencialmente preocupantes. A pesar de estardelgada y bronceada por su trabajo en el marNegro, Sveti era una lingüista cuya actividad físicamás intensa consistía en trasladar libros de unaestantería a otra y, si no se equivocaba a la hora dejuzgar a las personas, Vera era más o menos igual.Ni la una ni la otra tenían ni el entrenamiento ni lafuerza necesarios para emprender una verdaderaexpedición.

Trató de recordar que también él había sidoinexperto, y que había tenido que ser paciente consus colegas más jóvenes. Sus primerasexpediciones habían tenido lugar en los Pirineos,donde él y su primera mujer, Seraphina, se habíanenamorado. En los años posteriores a sumatrimonio continuaron buscando restos de losnefilim en parajes montañosos. Su trabajo en lasRódope lo había cambiado todo para ambos. Eldescubrimiento de la valkina, el contacto con losguardianes, la serie de fotografías que Seraphina

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había tomado del ángel muerto y, su mayor logro,el hallazgo de la lira… Nadie había realizadojamás progresos semejantes y, aunque habíanpasado casi setenta años desde entonces, nuncahabía vuelto a lograr éxitos de tal envergadura. Sehabía vuelto a casar en dos ocasiones, pero nuncahabía olvidado a su brillante Seraphina. Tal vezfuera nostalgia del tiempo que habían pasadojuntos, pero en las montañas se sentía más cerca deella que en ningún otro lugar.

Partieron hacia las cumbres que dominabanSmolyan atravesando el denso bosque. Evitaríanlos caminos que discurrían cerca de Trigrad ybajarían en dirección a la Garganta del Diablodesde atrás. Lo había hecho muchas veces en losúltimos años, con una cámara de video en lamochila, para poder registrar sus observacionesacerca del lugar. En esa ocasión, sin embargo, nometió en la mochila ni los cuadernos ni la cámara.Sabía que ese sería su último viaje a la cueva.

La nieve se había derretido en marzo, así que

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caminaban sobre un lecho de agujas de pino yroca, seguros bajo la protección de enormesárboles de hoja perenne. Un retazo de luz solarapareció sobre sus cabezas, filtrándose entre lasramas desnudas de un tilo y arrojando unresplandor dorado sobre el suelo del bosque.Durante el ascenso, Raphael miró a sus espaldas,fijándose en el humo que brotaba de la chimeneade su casa de piedra. El humo se fue haciendocada vez más tenue, hasta disolverse por completo.

Cuando llegaron a la Garganta del Diablo, elsol se hallaba ya alto en el cielo. La superficierocosa de la montaña parecía de plata bajo labrillante luz. Valko los guió, trepando por laempinada ladera de la montaña y atravesando undenso núcleo boscosa. La cueva, grande y oscura,se abría al otro lado de las exuberantes zarzas. Enel pasado, hacía muchos años, esa había sido unaentrada muy venerada a la Garganta del Diablo.Allí, los tracios habían creado templos; en torno aella habían surgido mitos y leyendas. La gente del

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lugar creía que Orfeo bajaba por la cueva alinframundo, y que los demonios vivían en lasprofundas y laberínticas estructuras que habíadebajo. Todo el que entraba en ella quedabamaldito y atrapado para siempre en la oscuridad,sin poder regresar jamás a la superficie.

Al aproximarse a la entrada, Valko recordó laprimera vez que la había visto. Le había parecidouna simple abertura en la ladera de la montaña,como tantas otras cuevas que había conocido ensus viajes, pero, por supuesto, era mucho más.Nunca olvidaría la sonrisa de triunfo de su esposacuando esta regresó a París después de la segundaexpedición angelológica. Seraphina habíadescubierto la entrada al inframundo y se habíallevado consigo su más precioso tesoro. Porsupuesto, después de su muerte, todo habíacambiado. Él se había quedado en París, habíavuelto a casarse, había criado a una hija, se habíadivorciado, había enterrado a una hija. Soloentonces, después de la muerte de Angela, cuando

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la última cosa que lo vinculaba a París habíadesaparecido, viajó a la Garganta del Diablo.Durante Veinticinco años, Valko ascendió la paredvertical de roca, con el ruido de la cascadaresonando en los oídos, y espió a los guardianes,esperando el día en que regresaría. Durante años,su vida había estado en aquel recóndito valle. Sehabía disfrazado tan bien que nadie sabía quién erani qué estaba haciendo. Se casó con una mujerbúlgara, hablaba búlgaro como un nativo, semezclaba con los hombres del lugar en los baresdel pueblo, e hizo todo lo posible por encajar. Silos nefilim hubieran descubierto su identidad,estaría muerto. Pero no la descubrieron.

Apoyándose contra la boca de la caverna,ignoro a sus jóvenes compañeros y miró a travésde la maraña de abedules que había más allá,dejando que su mente vagara hacía las horassiguientes. Lanzó una escala de cuerda por encimadel saliente rocoso. Vera avanzó hacia ella, agarróel primer peldaño y comenzó a bajar. El descenso

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sería difícil y peligroso. El familiar sonido delagua retumbaba en la garganta, reverberando,llenando el espacio de un estruendo atronador yRaphael Valko se preguntó por qué Vera y Azov nole habían pedido información más específica sobrede la distribución de la Garganta del Diablo, porqué no habían puesto en duda lo que los habíacontado de Lucien, por qué no habían comprobadosu relato. Los agentes no solían confiar en nadie.

Él conocía el mito que rodeaba la caverna,pero también conocía la cueva como formacióngeológica. Conocía su profundidad y susperímetros generales con tanta precisión como laslíneas de un mapa topográfico; reconocía el sonidodel agua que procedía del río y el que provenía dela cascada. Bajó con rapidez, dejando que lagravedad lo atrajera hacia abajo. Contó cada pasocolocando los pies con cuidado, delicadamente, enlos peldaños de madera, sumándolos. Miró porencima de su hombro esforzándose por ver en laenvolvente e infinita oscuridad. Sabía que el ruido

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aumentaría a medida que descendiera. No veíamás allá del blanco de sus nudillos doblados sobrelos peldaños de la escalerilla y, sin embargo,sabía que pronto llegaría al fondo.

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Cueva de la Garganta del Diablo,Smolyan, Bulgaria

Mientras seguía a Valko entre las tinieblas, Veradistinguió una figura esquelética extendida sobrela roca, con los pálidos brazos cruzados sobre elpecho. Las fotografías del guardián muertotomadas por Seraphina Valko habían dejado a Verasin respiración cuando las había visto por primeravez en París un año antes y, ahora, allí estaba elángel de verdad, en persona, con una piel quecausaba una falsa impresión de vida y el cabellodorado cayendo en bucles hasta sus hombros.Mientras contemplaban su cuerpo, asimilando susobrenatural belleza, Vera tuvo la sensación deestar recorriendo un camino trazado mucho antesde que ella naciera.

—Parece vivo —observó, asiendo el blancovestido metálico y acariciando el tejido entre los

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dedos.—Yo no lo tocaría —le advirtió Valko—. Los

cuerpos de los ángeles no estaban destinados a sertocados. El nivel de radiactividad podría ser aúnmuy alto.

Azov se inclinó sobre el cadáver.—Pero yo creía que no podían morir.—La inmortalidad es un don que puede

perderse con la misma facilidad con que se recibe—declaró Valko.

Clematis creía que el Señor había abatido alángel como venganza. Puede que los ángeles vivandel mismo modo que los seres humanos, a lasombra de su Creador, completamentedependientes de los caprichos de la divinidad.

Valko, que obviamente ya habla visto alguardián muerto muchas veces, se adentro en lacueva. Vera siguió el resplandor tembloroso de sulinterna al interior de aquel lugar frío y húmedo. Élse detuvo ante un declive del muro que, alexaminarlo de cerca, resultó ser un pasillo

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cincelado que conducía a un espacio de grandesdimensiones. En sus profundidades, lejos delrugido del agua, había luz y movimiento, el suaveroce de una pluma sobre el papel. Una figura selevantó y avanzó hacia ellos; su delgado cuerpoapenas era perceptible.

—¿Lucien? —dijo Valko con una voz que erapoco más que un susurro.

—¿Qué pasa? —dijo una voz suave.—Lucien, hay aquí unas personas que me

gustaría que conocieras. ¿Podemos pasar?El ángel vaciló y, acto seguido, como dándose

cuenta de que no podía negarse, se hizo a un lado ylos dejó entrar en su guarida.

Una vela ardía encima de una mesa, en unaesquina, proyectando una luz tenue y parpadeantesobre un tintero y unas hojas de papel sueltas. Enla caverna prácticamente no había mobiliario —una estantería llena de libros, una alfombra raída,una mesa pequeña y una silla de madera a juego—,por lo que Vera tuvo la impresión de estar

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entrando en el reducto sobrio, severo y apartadode un ermitaño. Vera sabía que los ángeles podíanvivir sin las comodidades del mundo material,pues sus cuerpos estaban hechos de fuego y deaire. Lucien tenía un aura de tranquilidad, el portede un ser que existía fuera del tiempo. Vera sintiómiedo, asombro y veneración al mismo tiempo. Leentraron ganas de ponerse de rodillas y contemplarsu belleza.

Despacio, el ángel abrió las alas y, en lo queparecía ser un gesto de protección, como si fuerademasiado frágil para que lo vieran ojos humanos,se envolvió el cuerpo con ellas. Vera trató de vermejor a la criatura, pero su piel tenía laconsistencia fluida de la luz de las velas. Mientrasposaba la vista en él, parecía disiparse; sus brazosse desvanecían en sus alas, sus alas desaparecíanen la oscuridad. Estaba segura de que, si le poníauna mano en el hombro, sus dedos lo atravesarían.

Miró de reojo a Azov y a Sveti. Estaba claroque ninguno de los dos había visto antes a una

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criatura tan majestuosa. A pesar de lo mucho quehabían investigado y de lo amplio de su formación,se hallaban fuera de Su elemento.

—¿Me has traído más tinta? —preguntóLucien.

—Claro que sí —le contestó Valko, sacando unfrasco de su bolsillo y dejándolo sobre la mesa demadera—. ¿Tienes suficiente papel?

—Por ahora, sí —respondió Lucien.Valko se giró hacia Azov.—Lucien es en parte serafín, así que es propio

de su naturaleza cantar alabanzas al Señor.Aprendió notación musical con Katya, y desdeentonces ha estado escribiendo salmos.

—No has venido a oír mis cánticos —replicóLucien, mirando fijamente a Vera, Sveti y Azov.

—Hoy no —dijo Valko—. He venido porquenecesito el alambique.

Vera advirtió una complicidad entre ellos,como si estuvieran poniendo en práctica un planque habían concebido mucho tiempo antes.

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Lucien se acercó a la cama y sacó de debajouna deteriorada maleta. Tras desabrochar lashebillas, levantó la tapa y sacó una caja demadera. En su interior había un huevo de Fabergé,un huevo dorado con incrustaciones de diamantes yrubíes, y rematado con un gran diamante cabujón.Lucien se lo entregó a Valko, quien, examinándolo,hizo un gesto de aprobación. Vera lo observóintroducir una uña bajó el cabujón y presionar paraabrirlo. Un mecanismo se puso entonces en marchay liberó la parte superior, descubriendo variosutensilios de aseo de oro. Raphael extrajo esosobjetos y retiró el recubrimiento interior de lacubierta. El recipiente estaba hecho de cristal deroca suave y transparente.

—Es el Huevo del neceser —dijo Vera, casipara sí—. El auténtico, el que Tatiana debió decopiar en su acuarela.

—Enhorabuena —exclamó Valko, tomando dosde los útiles de aseo y sosteniéndolos en alto paraque ella los viera. Eran unos tubos largos y finos,

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salpicados de brillantes. A continuación losintrodujo en unos orificios diminutos del huevo ydel recipiente de cristal y los atornilló en su sitio—. Parece ser poco más que un adorno inútil pero,en realidad, el huevo actúa como un alambique, elrecipiente en el que se mezclan las sustanciasquímicas. El recubrimiento de cuarzo del mismo esel material perfecto para preparar el elixir. Lostubos de oro trasladan el líquido del primercontenedor al segundo, como si fuera undestilador. Y el huevo de oro encierraherméticamente la poción en su interior y laprotege. Mi hija le entregó el alambique a Lucien,que lo estuvo guardando. Lo escondió antes de quelo encarcelaran, y después de que yo lo liberéfuimos a buscarlo.

Vera observó el alambique con ojos admiradosante su absurda genialidad. Solo podía imaginarsela previsión, la meticulosa planificación de AngelaValko al confiarle el huevo a Lucien. Debía dehaberlo tenido todo planeado, desde encontrar los

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ingredientes y ensamblar las piezas hastaasegurarse de que Lucien permanecía cerca. Pensóque aquel huevo lo había tocado la mismísimaemperatriz. Había sido el centro de todos losesquemas de monsieur Philippe y, más tarde, delos de Rasputín.

Acarició el recipiente de cristal, recorriendosu suave superficie con el dedo.

—Resulta difícil creer que este objeto hayadado lugar a tanta investigación.

—No tiene usted idea —repuso Valko en vozbaja—. La progresión desde Noé a esta cueva escasi increíble de imaginar. Ustedes tienen lafórmula original, transmitida de generación engeneración por magos, alquimistas, científicos ymísticos cuyos esfuerzos fracasaron porquecarecían de los ingredientes esenciales.

—El silfio —sugirió Azov.—Y la valkina —añadió Sveti.—Sí, por supuesto —admitió el doctor—.

Pero, lo más importante de todo, una criatura como

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Lucien, nacida de un huevo, descendiente de unarcángel. La presencia de una criatura de estascaracterísticas es absolutamente esencial. EstandoLucien aquí, todo encajará.

—¿Cree usted que es realmente posible? —inquirió Azov, y Vera percibió la curiosidad en suforma de preguntar, fruto del deseo puro de uncientífico.

—Pronto lo sabremos con seguridad —contestó Valko—. Primero necesitamos fuego. —Sacó la pequeña parrilla portátil de su mochila y,tras buscar unas cerillas en el bolsillo de sucazadora, lo encendió. El siseante fuego azul seelevó en el aire y se convirtió enseguida en unallama suave y estable—. Y, ahora, necesito lafórmula —dijo.

Vera sacó de su bolso el libro de Rasputín y selo dio a Valko. Él extrajo las flores de detrás de lacapa protectora de papel encerado y las echódentro del recipiente. El proceso no duró más queunos pocos minutos. Pronto las flores se habían

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disuelto, dando lugar a un líquido blanco yresinoso.

Valko tomó el tubo y lo hizo girar lentamentehasta que su contenido empezó a burbujear y afundirse, formando un caldo pegajoso en el fondo.Pronto, una mezcla marrón, espesa como elcaramelo, se adhirió al cristal de roca,solidificándose y licuándose contra la curvaturadel recipiente. Insertando una larga varilla decobre y removiendo la mezcla con ella, dijo:

—Casi ha llegado el momento de añadir lavalkina y el silfio.

Valko se sacó del bolsillo un tubo de cristal.Vera distinguió lo que parecían unos tallos de flor,no mayores que la pata de una mosca,amontonados en el fondo.

—Esta pequeñísima cantidad de silfio escuanto he sido capaz de cosechar, incluso despuésde cultivarlo durante años —explicó—. Solopuedo esperar que sea suficiente. —Tras quitar eltapón de corcho del tubo, diluyó los estambres de

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silfio en la mezcla—. Tengo que añadirlos muydespacio —indico Valko sin levantar la vista—.Solo unos pocos pedacitos de resina a la vez.

Al echar los primeros trocitos, la densa mezclaemitió un silbido y comenzó a perder consistencia.Al añadir un poquito más, adquirió el color ámbarde la resina misma, un amarillo intenso idéntico enviveza al huevo de Fabergé. Valko incorporóentonces a la mezcla los últimos fragmentos deresina y observó cómo desaparecían en la poción.Mientras se alejaba de la mesa, Vera pensó enquienes habían dedicado años y años aexperimentar sin tregua, buscando ingredientes queno existían, desarrollando recetas inútiles,siguiendo metáforas circulares y echando a perdersus vidas al final, persiguiendo un sueñoinalcanzable. No podía evitar preguntarse si noestarían recorriendo también ellos el mismocamino imposible.

—Vera, querida —la llamó Valko. Voy anecesitar su ayuda—. Sus ojos parecieron

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inflamarse. —La gargantilla.Vera se colocó detrás de Valko y le desabrochó

el dije del cuello. El metal retenía el calor de supiel.

—¿Se disolverá? —inquirió Sveti.—La valkina es extremadamente blanda y

debería fundirse con facilidad —contestó Valko,removiendo la mezcla. Vera hizo resbalar elmedallón a lo largo de la cadena y lo dejó caer enel alambique—. Ahora la sangre —añadió él.

—¿Sangre? —inquirió la joven, asombradapor la incorporación de ese nuevo ingrediente.Miró ora a Azov, ora a Valko, tratando decomprender—. No ha mencionado usted la sangreen ningún momento.

—¿Para qué cree que necesitamos a Lucien?—espetó el doctor—. Para completar la mezcla senecesita sangre de ángel, un tipo concreto desangre de ángel. La sangre de un ángel nacido deun huevo es muy distinta de la de los sereshumanos, o incluso de la sangre de nefilim.

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—Eso explica por qué Godwin quiere aEvangeline —cayó Vera en la cuenta.

—No exactamente —dijo Valko, pensativo—.Es obvio que la sangre de Evangeline les interesa,aunque ella no es más que una mezcla rara, no unser nacido de un huevo, ni el fruto de un caso deangelofanía. De todos modos, ellos no tienenposibilidad de producir lo que nosotros estamos apunto de crear aquí.

Mirando a Lucien. Valko le indicó por señasque se aproximara a la mesa. La criatura seacercó, proyectando una columna de luz, sobre elalambique. Valko tomo unas tijeras para las uñasdel neceser y le practico al ángel un corte en eldedo. Las gotas de sangre cayeron en la mezcla.

—Ayúdeme —dijo Valko, dándole a Vera unvial de plástico que había sacado de su mochila.

Ella lo sujeto entre los dedos con manosfirmes, mientras Raphael vertía en el unas gotas dela espesa poción. Vera lo cerró con un corcho y losostuvo en alto para observarlo a contraluz. El

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alambique, que solo unos minutos antes estabarecubierto de una densa resina, estaba ahoracompletamente limpio, con sus diáfanas curvas tantransparentes como el cristal.

Azov miró el frasco con atención.—No hay gran cosa.—La concentración es extremadamente

elevada —replicó Valko, tomando el vial demanos de Vera. Lo envolvió en un pedazo de tela,lo colocó dentro del huevo, y cerró este último degolpe—. Unas cuantas gotas en el suministro deagua de cualquier gran ciudad bastarían paraafectar a toda la población de nefilim.

—Si hace usted eso —terció Vera—, ¿qué lepasará a Lucien?

Valko suspiró. Era evidente que habíaconsiderado esa cuestión en innumerablesocasiones y que enfrentarse al juicio de suscompañeros angelólogos lo hacía sentirseintranquilo y ponerse a la defensiva.

Creo que solo afectará a los tipos más básicos

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de criaturas angélicas —respondió finalmente—.Aunque no tengo la seguridad de que eso sea así.Es un sacrificio que Lucien debe estar dispuesto ahacer. Nos esperan, en efecto, muchossufrimientos. Debemos ser implacables, golpearcon todas las armas de que disponemos. Lamedicina de Noé es una parte de nuestra ofensiva.Ahora tenemos que ocupamos de los guardianes,que son la raíz de toda la historia del mal.

—No puede estar hablando en serio —objetóAzov, cada vez más enojado a medida que seacercaba a Valko, mirándolo directamente a losojos—. Es usted plenamente consciente de lasconsecuencias potenciales de liberar a losguardianes. Podrían enfrentarse a los nefilim, sí,pero también podrían volverse contra lahumanidad. Va a ponemos a todos en peligro.

Valko cruzó las manos sobre la mesa y cerrólos ojos. Vera creyó por unos instantes que estabarezando, como si estuviera pidiéndole a Dios quelo guiara en lo que se disponía a hacer. Al final,

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abrió los ojos y dijo:—Ese fue el caso de nuestros antepasados, los

nobles hombres que vinieron hasta aquí en laprimera expedición angelológica, y sigue siendonuestra labor. El peligro es algo que aceptamos ennuestro trabajo, Hristo. La muerte es algo queaceptamos. Ahora no podemos volvemos atrás. —Se metió el frasquito en el bolsillo—. Es hora demarchamos, Lucien. Vámonos.

Mientras subían a una bamboleante barca deremos, las aguas negras del tortuoso río fluían agran velocidad, perdiéndose más allá en lastinieblas. Sentada en la proa junto a Sveti, Veradistinguió en la cabecera del río una cascada quelanzaba al aire una espesa rociada de aguapulverizada frente al vacío infinito de la caverna.Comprendió por qué la leyenda denominaba al ríoEstigia, el río de los muertos: mientras cruzaban alotro lado, sintió un peso abatirse sobre ella, unavaciedad profunda, tan completa que se sintiócomo si le hubieran arrebatado la vida. Los vivos

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no podían entrar en la tierra de los muertos.Con la ayuda de Valko y de Azov, Sveti y Vera

remaron hacia la orilla opuesta, mientras laembarcación se elevaba y se hundía a causa de lacorriente. Lucien se hallaba al otro lado,esperando. Se había adelantado para abrirla puertade la prisión de los guardianes. En la oscuridadtotal de la caverna, su cuerpo parecía aún másrefulgente que en su estancia. Sus alas blancasemitían destellos con un brillo extraño, como sicada una de sus plumas estuviera incrustada decristales. Vera lo observó con detenimiento,notando que era la primera vez que se medía a símisma, su cuerpo, su mente, su fuerza, suvelocidad, con una criatura angélica. Alcompararse con Lucien, todas sus limitaciones,todas sus debilidades humanas saltaban a la vista.

Al principio, el margen opuesto del río lepareció desierto pero, tras una inspección másdetallada, distinguió a un nutrido grupo de seresesplendentes que llegaban a la orilla y se

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disponían detrás de Lucien formando un granabanico mientras su piel irradiaba una luztemplada y diáfana. Había entre cincuenta y cienángeles, a cual más hermoso. Sus alas parecían depan de oro, y unos anillos de luz flotaban sobre susabundantes rizos rubios. Pero ni siquiera en supura belleza angélica los guardianes podíanrivalizar con Lucien.

Maravillada por el espectáculo, Vera sehallaba dividida entre el horror por habersemetido en esa situación y un deseo apremiante deexaminar a las criaturas. Era evidente que un gruporeducido de guardianes lideraba a todos losdemás. Caminaban entre sus hermanosindicándoles que formaran filas, organizando suslegiones como si se estuvieran preparando para labatalla. Una vez estuvieron dispuestos enformaciones perfectas, desplegados a lo largo dela orilla trazando bandas luminosas, los líderes seapostaron junto a Lucien como si fueran guardiasreales.

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Con un estrépito de alas, los ángeles adoptaronla posición de firmes, al tiempo que sus cuerposresplandecientes se recortaban como brillanteslenguas de fuego contra la oscuridad. Luegoecharon a andar hacia el agua, aproximándose a labarca, avanzando a un ritmo regular. El asombro yel terror de Vera aumentaron al ver acercarse a lascriaturas. A medida que los ángeles se movían, elfuego hacía centellear la superficie del río,salpicando el negro de oro.

Con una ráfaga de viento y alas que parecíallegar de ninguna parte, Lucien alzó el vuelo yaterrizó entre los angelólogos y los guardianes.Era su superior en todos los sentidos. Losguardianes se detuvieron frente al hijo del arcángely, con un amplio movimiento se arrodillaron anteél.

—Hermanos —declaro Lucien—, en el cielosoy de una casta superior. Pero aquí, en el páramodel exilio, somos iguales.

Los guardianes se pusieron en pie bajo la luz

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que ondeaba sobre las escarpadas paredes de lagarganta. Vera detectó curiosidad, miedo y duda enel silencio de las criaturas.

—Vuestra historia es famosa en el cielo y en latierra prosiguió Lucien. —Dios os encarcelo.Esperabais que Él os perdonara, que volviera aadmitiros a su lado. Y ahora sois libres.Acompañadme a L superficie. Lo celebraremosjuntos, Juntos cantaremos alabanzas al cielo.Juntos lucharemos contra el enemigo y le daremosmuerte.

Un ángel del grupo de los guardianes dio unpaso al frente. Vestía una túnica plateada y teníalas alas —unas majestuosas alas blancassemejantes a las de Lucien— plegadas alrededorde los hombros.

—Hermano, estamos preparados paracombatir.

—No hay ningún conflicto entre nosotros —ledijo Lucien.

—No contra ti, sino contra ellos —le aclaró el

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guardián, haciendo un gesto en dirección a Vera ySveti—. Ellos son el motivo por el que caímos endesgracia.

—No —replicó Lucien—. La guerra es entrelos nefilim y los seres humanos. A nosotros,criaturas puras, hechas de luz al principio de lostiempos, sus luchas pueriles no nos interesan.

Otro guardián dio un paso al frente.—Pero los nefilim son nuestros descendientes.—Son la consecuencia de su gran pecado

contra el cielo —declaró Lucien—. Aceptarlos esnegar su culpa.

—Tiene razón —manifestó otro guardián—.Debemos rechazarlos, negar a los nefilim.Redimirnos.

—Vamos —dijo Lucien, avanzando hacia elgrupo de ángeles caídos—. Estamos hechos delmismo material etéreo, no hay en vosotros ningunamácula de razón humana. Uniros a mí. Juntos osrehabilitareis. Pronto brillareis como los ángelessuperiores. Los seres del cielo lucharán hombro

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con hombro con los seres del infierno. Lascriaturas del sol se juntaron con las criaturas delas sombras.

—Ángeles, ¡preparaos! La guerra es inminente.Una luz cegadora invadió entonces la cueva.

Vera sintió que la engullía una oleada de calor,densa y pegajosa, como si hubiera caído en breaderretida. Oyó a Azov gritar de dolor y, actoseguido, el sonido escalofriante del batir de lasalas. Valko había desembarcado y estaba vadeandoel río en dirección a la orilla cuando le alcanzo unsegundo estallido de calor abrasador, esta vez másintensamente doloroso que el primero, como si lehubieran arrancado la piel de un solo y limpiotirón. Agazapándose en el suelo, se encogió ante eldolor que le hendía el cuerpo. Antes, la idea demorir le provocaba un miedo inmenso. Habíaintentado imaginar cómo lucharía si se, enfrentaraa una de las criaturas. Había creído queencontraría el valor, que presentaría batalla, peroahora su impresión era otra muy distinta. Solo

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existía la simple verdad de su vida y de su muerte,la realidad básica de pasar de una condición aotra.

En el mismo momento en que despertó, Vera sesintió como si hubiera muerto y hubiera aparecidoal otro lado de la existencia, como si Caronte lahubiera transportado realmente a través del ríoEstigia hasta las orillas del infierno. Cuandoemergió más plenamente del sueño, la asaltó unaintensa sensación de dolor. Tenía el cuerpo rígidoy caliente, como si la hubieran bañado en cera.Una linterna encendida se cernía sobre ella. Notóque alguien le palpaba el brazo, una presión suavey sin embargo insistente sobre su cuerpo, ydescubrió dos cosas: en primer lugar, que aún noestaba muerta y, en segundo, que los ángeleshabían escapado.

Trato de sentarse. El bote se mecía en el aguatranquila. Una oleada de náusea se apoderó de ellay vomito por encima de la borda.

—Espera un segundo —le dijo Azov,

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rodeándola con un brazo—. Tómatelo con calma.Vera supo que había sucedido algo terrible.

Miró por detrás de Azov y vio al doctor RaphaelValko, hecho un ovillo en el suelo de roca, tanquemado que estaba irreconocible. Azov se acercóal cadáver y, con cuidado, como si temieramolestar a un niño dormido, le quitó de las manosel frasco con la medicina de Noé y lo metió en subolsillo.

Está muerto —señaló con una voz que erapoco más que un murmullo—. Recibió toda lafuerza de la luz.

—¿Dónde está Sveti? —preguntó Vera,mirando dentro del bote y fuera de él, al interiorde la cueva, ahora inmersa en un terrible silencio.

Por primera vez en su vida, vio que Azov sequedaba sin palabras. El angelólogo apuntó al otrolado del agua, indicando con la mano los oscuros ysilenciosos rincones de la Garganta del Diablo.Tenía los ojos inundados de lágrimas. Vera quisodecir algo, pero no le salió la voz. Esperó que

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Azov entendiera su silencio como una especie devigilia.

Azov se aclaró la garganta.—Ahora mismo tenemos que concentrarnos en

salir de aquí. Estás herida. Necesitas atenciónmédica.

Le tocó el brazo y Vera dio un respingo. Undolor ardiente y agudo surcó su cuerpo. Despacio,y con mucho cuidado, Azov la ayudó a ponerse enpie. Mientras se apoyaba en él, la joven se percatóde que tenía la cara quemada.

—Estás en mal estado, Vera —le dijo Azov—.No sé cómo voy a hacerte cruzar el río sin causartemás dolor.

Un rayo de luz blanca cayó sobre las rocas.Conmocionada por el terror que sintió al verla,Vera volvió a vomitar mientras Lucien aterrizaba.El ángel la examinó y, levantándola muylentamente, la tomó en sus brazos y sobrevoló elrío hasta la otra orilla. Ella se abrazó a su cuello,acurrucándose en el mullido calor de sus alas

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mientras recorrían el camino de vuelta a la escalade cuerda. La escalerilla ascendía retorciéndoseen la oscuridad y desaparecía en un recodo de laroca.

—Sujétate —le indicó Lucien, colocando lasmanos de Vera alrededor de sus hombros yrodeándole la cintura con el brazo—. Te llevaré ala superficie.

—No —exclamó Vera—. Sube primero aAzov.

Lucien consideró la idea unos instantes antesde dejar a Vera en el suelo y regresar volando porAzov.

Vera se desplomó contra la pared de lacaverna con el penetrante estruendo de la cascadaresonando en sus oídos. Sin la luz del cuerpo deLucien, la cueva quedó sumida en una oscuridadinsondable. Se esforzó por distinguir el espacio.Trató de ponerse en pie, pero las piernas leflaquearon bajo el peso de su cuerpo. Cayó alsuelo, con la sensación de que iba a perder el

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sentido, y cerró los ojos por un tiempo que lepareció insignificante. Cuando los volvió a abrir,un débil resplandor brillaba a lo lejos. Lucienregresaba. Debía prepararse para el intenso dolorque le provocaba el movimiento. Cambiando depostura con cuidado, observó acercarse la luz.Percibió un brillo de alas blancas, el centelleo deuna túnica de plata, y supo que no se trataba deLucien, sino de uno de los guardianes. La criaturase detuvo frente a ella examinándola concuriosidad.

—¿Eres humana? —le preguntó finalmente.Vera asintió sin dejar de mirarlo. Había algo

suave en sus facciones, algo divino, y ella entendiórealmente por primera vez lo injusto que era queunos seres tan bellos hubieran recibido tan severocastigo. Deseó comprender cómo un acto de amor—porque los guardianes habían desobedecido aDios por amor— había podido acarrearle almundo tanta traición. El ángel había pasado milesde años en aquel inframundo de piedra y agua.

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Había perdido el paraíso y ahora había perdido asus compañeros.

Tras presentarse a sí mismo como Semyaza, lepuso a Vera una mano en el hombro. Una leveexplosión de calor se propagó a través de susmúsculos aliviándole el dolor, como si le hubieranpuesto una inyección de morfina. La mejoría fuetan profunda que la joven se sintió con fuerzaspara ponerse en pie.

—Los demás están ahí arriba —le dijoseñalando la repisa de piedra de la que, muyarriba, colgaba la escala de cuerda—. ¿No quieresunirte a tus hermanos?

—Yo he decidido quedarme aquí —respondióSemyaza.

—Pero ¿por qué? —No lo entendía. Le estabanofreciendo ser libre y el ángel había decididoquedarse en la cueva a oscuras y en soledad.

—En presencia de otros seres como tú, unopuede sufrir muchísimo. Durante miles de años hesido una criatura del infierno. No sé si puedo

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adaptarme a la luz. —Semyaza sonrió—. Además,la tierra pertenece a la humanidad. En ella no haylugar para mí. Estoy condenado, no a estar presoen esta cueva, sino a vivir eternamente como ángelcaído. Solo por un minuto, me gustaría comprenderqué se siente siendo humano. Mis recuerdos delamor son muy intensos. Nunca he experimentadonada igual. Sentir la sangre caliente en las venas,abrazar otro cuerpo, comer, temer a la muerte. Poresas cosas, volvería a la tierra.

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EL OCTAVO CÍRCULO

Fraude

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I

El doctor Merlin Godwin presionó el pulgarcontra la pantalla y las gruesas puertas de hierro seabrieron. Se internó en un sombrío tubo decemento, avanzando bajo la, luz de unos focos deneón. Todas las mañanas accedía al túnel por laentrada sur y recorría los cuatrocientos metros queseparaban el exterior de la cámara interna con lacartera en una mano y una taza de café en la otra.Era un trayecto oscuro y solitario y, aunque noduraba ni diez minutos, caminar por aquel pasillole proporcionaba unos breves momentos de paz yaislamiento, lo que le permitía abandonar elmundo normal, donde la gente vivía sin tener lamás mínima idea de la verdad, y entrar en unrecinto que incluso después de veinticinco años leparecía un lugar de pesadilla.

En realidad, solo recorría cuarenta metros bajotierra hasta llegar a un espacio excavado en la

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blanda roca que se extendía bajo el permahielosiberiano. Era como un milagro que aquel centroexistiera siquiera. A pesar de que la sociedad teníaun largo y bien documentado historial deobservación y estudio de especímenes vivos —suprimer contacto con un ángel había tenido lugar enel siglo XII, cuando el venerable Clematis habíadescubierto la prisión de los guardianes—, eldepósito de ángeles de la Siberia occidental era elmayor proyecto penitenciario de la historia de laangelología. Contenía celdas de detención, salasde reconocimiento, laboratorios, una clínicacompleta y cámaras de aislamiento para formas devida angélica y, cuando era necesario, para losseres humanos que obstaculizaban su trabajo.Había instalaciones para la admisión de nuevosreclusos e instalaciones para la eliminación decriaturas muertas. Había un crematorio. Comocientífico responsable de esa colosal operación,tenía a su disposición todos los mediostecnológicos posibles para la contención del

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enemigo.La prisión había estado en distintas fases de

planificación desde los años cincuenta, cuando laSociedad Angelológica rusa había empezado abuscar un lugar que pudiera acomodar la enormecantidad de criaturas que habían capturado. Trasdos décadas de búsqueda infructuosa, la sociedadhizo un trato con el Kremlin para ocupar elespacio situado directamente bajo la mayor de lascentrales nucleares rusas, en Chelíabinsk. El pactosuscitó mucha controversia entre los angelólogos,en particular entre los angelólogos occidentales,que se oponían a toda alianza con el gobierno ruso,que había bloqueado sus esfuerzos en la Europadel Este, pero tras negociar se llegó a un acuerdo:bajo los campos helados, aprovechando loscimientos de concreto del reactor nuclear deplutonio, se construiría un inmenso observatoriosecreto y un centro penitenciario.

Aunque ya existían observatorios parecidos enotros lugares. —Godwin había visitado

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personalmente una estructura en el estadonorteamericano de Indiana y otra en China—, nohabía nada comparable a la magnitud delpanóptico siberiano. La cabida del centro eraenorme, con miles de celdas subterráneas. Laprisión podía albergar hasta veinte mil seresangélicos, desde las formas de vida angélicas másbajas a las más altas. En esos momentos, estaba almáximo de su capacidad.

Solo tenían acceso al panóptico quienesdisponían de autorización, y únicamente a travésde túneles especializados. Godwin utilizabasiempre el túnel sur, pero había pasadizos queatravesaban cada cuadrante, todos equidistantes dela cavidad central, donde las celdas de detenciónde vidrio y acero se sucedían en una curvaaparentemente infinita, cada una con su luz de neóny, cuando la cárcel estaba llena, con un serangélico en su interior. La prisión tenía tresniveles. En la planta baja se hallaban las formasde vida angélica inferiores. En el siguiente anillo

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de celdas, las razas más peligrosas: raifim,gibborim y emim. El primer nivel acogía a losnefilim, por lo que requería el mayor grado deseguridad. Los tres niveles formaban una elegantee intrincada estructura ovoide que, cuando uno laveía por primera vez, parecía una colmena decristal con una avispa enojada agitándose en cadacelda.

Justo en medio de los anillos de celdas,separada de las criaturas por un vasto espaciobañado de luz azul, había una torre deobservación, una gran cápsula de cristal quebrotaba del suelo de concreto como una naveespacial. La torre estaba enteramente construidacon paneles de cristal polarizado que permanecíansiempre en tinieblas, de modo que las brillantesceldas parecían anillos de fuego alrededor de unnúcleo oscuro. En el interior de la cápsula, loscientíficos trabajaban día y noche controlando alas criaturas.

Se trataba de una estructura ingeniosa,

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edificada según el modelo de una prisiónpanóptica clásica del tipo de las desarrolladas porJeremy Bentham en el siglo XIX. Un equipo deingenieros había adaptado ese original concepto,reinventándolo de modo que satisficiera losparticulares objetivos de la angelología. Elpropósito inicial del panóptico había sido ejercerun control psicológico sobre los prisioneros. Latorre central estaba equipada con pantallas deplexiglás para que los prisioneros no pudieransaber con seguridad si los guardias de la prisiónlos estaban observando. Cuando las pantallasestaban cerradas, los prisioneros se comportabancomo si los estuvieran vigilando. Los angelólogosesperaban emplear ese mismo principio. Unobservador situado en el interior de la torre teníael poder de vigilar todas y cada una de las celdas.Cuando cambiaban la opacidad del plexiglás, losángeles ya no podían ver a los científicos quehabía detrás. Las criaturas no sabían cuándo lasestaban observando y cuándo no, y el efecto era

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una ilusión de vigilancia continua. Los ángelesrecibían un severo castigo por cualquier infracciónde las reglas y, con el tiempo, se volvían dóciles yobedientes.

No tenían donde esconderse. Las celdasmedian tres metros por tres y eran frías y grises,como si el áspero clima siberiano se hubieratrasladado a los reinos interiores del complejo. Nohabía mantas, ni camas, ni aseos, nada más que loabsolutamente necesario para sustentar a lascriaturas. Algunos de los ángeles encarceladosllevaban décadas sometidos a esas condiciones, yseguirían viviendo sus vidas bajo la observaciónde los angelólogos. Esas criaturas eran apáticas yresignadas. Las criaturas recientementecapturadas, con la esperanza de la liberación aunardiendo en los ojos, se levantaban cada vez queGodwin aparecía ante su vista. Su gesto era taninútil, tan patético, que Godwin tenía que reprimirel impulso de echarse a reír.

De camino hacia la torre, atravesó una rociada

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azul granuloso que se derramaba sobre el suelo deconcreto, sobre los peldaños metálicos queconducían a los anillos de celdas, sobre el gruesocristal de las propias celdas, confiriéndole alespacio la textura de un acuario lleno de pecesexóticos. Cada vez que las criaturas se acercabanal cristal y apoyaban en él sus manosincandescentes, a Godwin le parecía como similes de peces blancos flotaran en un mar de aguasturbias. A tantos metros por debajo de la tierra, nohabía luz natural. Las criaturas se hallabansuspendidas en un perpetuo baño de neón. Laausencia de los ritmos del día y la nocheresultaban útiles: los ángeles cautivos vivían enuna zona sin tiempo, flotando en un estado desuspensión en el que, imaginaba el doctor Godwin,una criatura tenía que medir el paso del tiemposegún los latidos lentos y superficiales de sucorazón no humano.

Sus prisioneros eran, en su mayoría, criaturasinservibles, indeseables que los angelólogos rusos

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habían elegido y capturado. Muchos eran nefilimafectados por el virus que Angela Valko habíaintroducido décadas antes en la población deángeles. Otros tenían marcadas característicashumanas, tanto físicas como de comportamiento,que los alejaban del nefilim ideal. Otros habíantraicionado a sus clanes casándose con un serhumano.

A Godwin no se le escapaba lo irónico de susituación. Trabajaba para el enemigo, así desimple. Había agentes rusos que se habían vendidoa los nefilim, él no era el único, ni mucho menos,pero el alcance de su traición no tenía precedentes.Él echaba la culpa a los elementos más bajos de lanaturaleza humana, por supuesto. Era codicioso,presuntuoso y estaba sediento de poder. Habíacontribuido a crear un programa de contenciónmuy superior a cualquier cosa que los angelólogoshubieran podido hacer por sí solos, y le habíaofrecido al enemigo utilizarlo. Cuando examinabasus motivos, se preguntaba si no estaría

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rebelándose contra sus padres, unos entregadosangelólogos británicos que habían insistido en queél siguiera su misma vocación. En el pasado, habíaintentado complacerlos. Había sido un jovenangelólogo entusiasta cuyo trabajo se habíautilizado como arma contra los nefilim. Habíaayudado a Angela Valko a explorar los códigosgenéticos de las criaturas para que los angelólogospudieran destruirlas. Y, ahora, años después, sehabía basado en esas investigaciones para ayudara la familia Grigori, realizando los experimentoscon los que Angela solo había fantaseado. Susconclusiones lo habían hecho rico y poderoso. Silograba desarrollar la densidad de población quenecesitaban, sería el ser humano más poderoso delnuevo mundo.

Incluso después de tantos años, se maravillabaante la ironía de haberse formado junto a AngelaValko. Ella había sido el soldado más devoto de lasociedad en el esfuerzo para derrotar a los nefilim.Y casi lo había conseguido. Desarrollar una gripe

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aviar que les atacara las alas había sido obra deuna científica reflexiva; liberar el virus entre lapoblación de ángeles a través de la familia Grigorihabía sido obra de un genio. Percival Grigoritransmitió el virus a todas las grandes familiasnefilim, garantizando así la muerte de gran parte dela élite. Durante décadas, Godwin había admiradoy maldecido a Angela por ello. El virus eludiótodas las curas que él trató de desarrollar Y, hastael momento, solo había encontrado una manera dedetener su progreso, de aliviar los síntomas yfrenarlo.

Después de que lo reclutaron, cuando los rusoslo llevaron a Siberia para inspeccionar el lugar,Godwin se apostó al borde de un campo enorme,frente a una extensión infinita de hielo, y entendióel increíble potencial de la cárcel que había bajosus pies. Pero el objetivo verdadero y secreto desu trabajo era mucho más ambicioso ytrascendental que recrear la fuerza de los nefilimoriginales, elevar su raza, como a Arthur Grigori

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le gustaba decir, con las cualidades angélicas quehabían ido perdiendo a lo largo de los milenios.Durante varios años había cabalgado sobre lapromesa de su primer y único triunfo: los gemeloseran una impresionante proeza de la reproducción,la manipulación genética y la suerte. Haberclonado con éxito, por partida doble, al difuntoPercival Grigori utilizando células que habían sidorecogidas y congeladas cuando Percival se hallabaen la plenitud de la vida, le había merecido cartablanca con el dinero de los Grigori. Lo habíandejado en paz, de modo que había trabajado sininterferencias.

Godwin levantó la vista, contemplando en todasu altura la torre de observación, un edificiolimitado por paneles de cristal impenetrables. Ensu interior, en cada uno de los pisos circulares,había angelólogos de guardia, algunos trabajandoen las computadoras, otros en puestos deobservación, vigilando, tomando notas,actualizando los expedientes de los reclusos.

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El turno de noche se iría a casa y llegaría elturno de día, una rutina que garantizaba que lamaquinaria del panóptico estuviera en perpetuomovimiento.

Godwin había experimentado siempre unasensación extraña y fantasmagórica al cruzar elfoso de concreto que rodeaba la torre. Miles deojos seguían sus movimientos, y no podía evitarsentir el inquietante poder de su mirada A veces ledaba la impresión de que sus posiciones estaban yde que él se había convertido en un preso, en unespectáculo montado para complacer a los nefilim.A diario tenía que recordarse a sí mismo que eljefe era él y que ellos, aquellas hermosas bestiascuyos cuerpos eran más fuertes que el suyo, eransus prisioneros.

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II

En circunstancias normales, Yana no se habríaacercado a la entrada del panóptico ni por todo eldinero del mundo. Habían transcurrido más de dosdécadas desde que había puesto por última vez lospies en el centro de procesamiento de residuosnucleares conocido como Chelíabinsk-40 y, sinembargo, aquella estructura aún conseguía ponerlelos pelos de punta. Aunque los miembros de sufamilia habían sido siempre angelólogos y susprimeros esfuerzos se remontaban a los tiempos deCatalina la Grande, en los años cincuenta, un tíosuyo había estado encarcelado en el panópticoacusado de espionaje. Despojado de sus derechos,lo habían encerrado en una celda de aislamiento yhabía estado trabajando tanto en el reactor comolimpiando las filtraciones de residuos nuclearesdel centro. Los lagos y los bosques estabansaturados de radiactividad, aunque nunca se

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informó de ello a los habitantes de los pueblosvecinos. El tío de Yana había muerto de cáncer yhabía recibido sepultura en el lugar. Ahora, lamayor parte de los árboles que rodeaban lasinstalaciones habían muerto, dejando atrás unpáramo con el suelo cubierto de ceniza. Elgobierno ruso, que había negado durante décadasque el reactor existiera siquiera, no había admitidola contaminación nuclear hasta no hacía mucho, yunos postes recién colocados advertían de laradiactividad. Yana no era propensa a hipótesisapocalípticas, pero tenía la sensación de que, si elmundo tuviera que acabarse, el desastre sedesencadenaría en ese lugar de Chelíabinskdesolado y abandonado.

Se detuvo abruptamente delante de una cercarodeada de alambre de púas. Entró en un edificioanexo de acero corrugado, una casuchaherrumbrosa que hacía las veces de entrada altúnel este, sacó su billetera y buscó su tarjeta deidentificación de la Sociedad Angelológica rusa.

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Al menos podía identificarse, cosa que no podíadecir de los demás, cuyas tarjetas de identificaciónfrancesas no significarían nada para aquellosimbéciles de seguridad. Lograr que entraran nosería fácil, por lo que iba a tener que hacer algunaque otra llamada pidiendo un favor.

Los recibieron un par de guardias fornidos yde aspecto estúpido, esbirros militares rusoscontratados por la sociedad en Moscú.

—Tengo una cita con Dimitri Melachev —dijoYana en tono autoritario, desafiándolos a nodejarla entrar.

Un guardia con los ojos inyectados en sangre yel aliento que le apestaba a vodka le echó unaojeada, hizo una mueca y le espetó:

—Eres un poco mayor para Dimitri, cariño.—Sus chicas usan siempre la entrada oeste —

señaló el otro.—Dígale que Yana Demidova está aquí.La joven se cruzó de brazos y esperó a que el

guardia llamara a la oficina de Dimitri. El guardia

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le mencionó el nombre de la angelóloga a otrofuncionario situado al otro lado de la líneatelefónica y, acto seguido, les señaló unas sillas deplástico dispuestas junto al ascensor.

—Esperen aquí. Va a mandar a alguien abuscarlos.

Yana cerró los ojos y respiró profundamente,rogando porque Dimitri no se pusiera pesado.Antes de que la destinaran a la caza de ángeles enSiberia, Dimitri y ella habían sido novios desdeniños en Moscú. Habían estado locamenteenamorados, ciega y tontamente, como solo losadolescentes pueden estarlo, y habían estadocomprometidos hasta que Yana rompió la relación.Ella lo había ayudado a conseguir su primertrabajo como guardaespaldas de uno de losangelólogos de alto nivel. A partir de ahí, sucarrera había despegado. Ahora era jefe deseguridad del panóptico, un hombre con podersobre todo aquel y todo aquello que se interpusieraen su camino, así que, si tenía que jugársela un

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poco para conseguir hacerlos entrar, estabadispuesta a correr el riesgo. Además, Dimitriestaba en deuda con ella.

Después de quince minutos de espera, laspuertas del ascensor se abrieron y apareció elpropio Dimitri. Yana llevaba veinte años sin verlo,pero no había cambiado mucho. Era bajo ymusculoso, con unos penetrantes ojos azules y elcabello veteado de gris. La joven se dio cuenta deque lo había sorprendido.

—Llévanos a tu oficina, Dimitri, y te loexplicaré todo —le dijo Yana, mirándolodirectamente a los ojos con la esperanza de quesiguiera siendo su amigo después de tantos años.

Dimitri hizo un gesto con la cabeza y losguardias de seguridad se pusieron a trabajar.Registraron la ropa y las bolsas de losangelólogos, examinaron sus armas y después lespermitieron entrar en el ascensor. Dimitri pulsó elbotón 31 y el gran elevador comenzó a bajar,adentrándose despacio, cada vez más

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profundamente, en las entrañas de la tierra. Yanano sabía si eran imaginaciones suyas, pero sesintió como si la presión de la tierra la aplastara,como si tuviera que hacer un esfuerzo pararespirar.

Al final, las puertas se abrieron y salieron altúnel este. En la galería soplaba una corriente deaire glacial que la hizo estremecerse de frío.Había olvidado las descripciones que habíaescuchado sobre la prisión: que era gélida, queestaba desprovista de luz, que uno tenía lasensación de ir a morirse en su estéril oscuridad.Caminarían unos minutos a través de un estrechotúnel, con los focos de neón luciendo sobre suscabezas, y emergerían al otro lado. Era un trechobreve, pero Yana tenía la impresión de estarhaciendo un Viaje a otro universo. Siempre lehabía parecido inquietante que, en la superficie, lagente no supiera nada de ese lugar. Podíadesplomarse, matando a miles de seres vivos, ynadie notaría la diferencia.

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Al llegar al centro del panóptico, lainmensidad del espacio retuvo su mirada y,después, mientras sus ojos se adaptaban a laescala y a la grandiosidad de la estructura, reparoen las filas y filas de criaturas encerradas en susceldas de vidrio y metal, todas iluminadas desdeatrás con una intensa luz de neón.

Miró de reojo a Bruno y después a Verlaine,preguntándose qué estarían pensando del estado desu prisión subterránea. A diferencia de otroscentros que ella había visitado, donde el ambienteera pulcro y limpio, ordenado y aséptico como elde un hospital, el panóptico era una mazmorra dela típica variedad medieval. El suelo era deconcreto y estaba manchado de sangre. Unas lucestenues brillaban en lo alto, creando parches de luztenebrosa. En algún lugar, entre la masa de celdas,había un laboratorio donde innumerables hombresy mujeres trabajaban con muestras biológicas decriaturas angélicas. Todo ser vivo podía serabierto, estudiado y clasificado. Había una

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pretensión de investigación y progreso científico,por supuesto, pero en el fondo, estaban allí paraexplotar a los prisioneros en su propio beneficio.Cada criatura, Yana lo sabía por experienciapropia, pertenecía a su captor.

—Las oficinas de seguridad están por aquí —les indicó Dimitri, dirigiéndose hacia unaestructura anexa al panóptico.

Yana aminoró el paso para adaptarse al ritmode Verlaine y, en voz baja, para que los demás nopudieran oírla le dijo:

—Si tu Evangeline está aquí, se encuentra enuna de estas celdas.

Verlaine le dirigió una mirada agradecida. Ellale oprimió el brazo y le indicó con un gesto que seacercara antes de sacarse un pedazo de telaenrollado de debajo del suéter y ponérseloprecipitadamente en las manos. Él lo miro,sorprendido, y después esbozó una sonrisa: era lachaqueta del guardia de seguridad borracho. Yanala había cogido de su silla mientras cruzaban las

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puertas del ascensor con Dimitri.

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III

—Este es uno de los únicos lugares del centro queno tiene cámaras de seguridad —les explicóDimitri, haciéndolos entrar en una oficina ycerrando la puerta con llave—. Hablar aquí es másseguro.

Verlaine recorrió la habitación a grandespasos.

—No hay mucho que hablar —dijo—. Solonecesitamos saber dónde tiene Godwin retenida aEvangeline.

Bruno no sabía si debía admirar la obsesivabúsqueda de Verlaine o si debía decirle quedesistiera y dejara que Dimitri los guiara.Formaba parte del carácter de Verlaine presionarcada vez más a medida que se iba acercando a suobjetivo: siempre quería entrar a tiros, por muyarriesgado que fuera. Era una cualidad admirablecuando se hallaban en territorio conocido, con un

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montón de refuerzos y armas a su disposición.Estando a un millón de kilómetros por debajo deun cementerio nuclear siberiano, en una sala deseguridad atiborrada de pantallas de plasma quemostraban a cientos de angelólogos rusos y milesde criaturas en los receptáculos de sus celdas…era otra historia. Yana les había asegurado queDimitri era de fiar, pero no podía evitar recelar deun hombre que había vivido la mayor parte de sucarrera en la tundra helada.

Buscó a Godwin en los monitores de Video,pero lo único que pudo distinguir fueron losdiversos espacios de trabajo llenos de gente conbatas de laboratorio.

—¿Se puede ver alguna vez a Godwin en unacosa de estas?

—He estado vigilándolo durante quince años—respondió Dimitri, haciendo un gesto desdeñosocon la mano hacia las pantallas de plasma—.Créanme, atraparlo sería un placer. Pero les puedoasegurar que Godwin y su equipo no serían nunca

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lo bastante estúpidos como para dejarme ver nadademasiado importante. —Dimitri se apoyó en suescritorio y se cruzó de brazos—. Mi control eslimitado.

Bruno trató de imaginarse a Dimitri espiando aGodwin, escuchando subrepticiamente llamadastelefónicas, controlando su correo electrónico.Estaba empezando a comprender lo frustrante quedebía ser.

—Escuchemos primero qué sabes de él —dijo.—Debería empezar por dejar una cosa bien

clara respondió Dimitri. —Yo no me dejoimpresionar fácilmente por el comportamientocriminal. Rusia está llena de ladrones. La mayoríade ellos quieren dinero, poder y prestigio.Godwin, no. Él persigue algo completamentedistinto.

—¿Cómo qué? —inquirió Verlaine.—Ese tipo ha estado trabajando con la familia

Grigori para eliminar a los nefilim débiles de lapoblación general, haciéndoles pruebas para

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buscar ciertas cualidades genéticas ydeshaciéndose de ellos o encarcelándolos despuéssi los exámenes no arrojaban los resultadosdeseados.

—Parece que el muy bastardo ha estadohaciéndonos un favor —intervino Yana.

—Podría haber sido útil si simplementehubiera continuado por esa línea genocida —observó Dimitri—. Desafortunadamente, suobjetivo fundamental parece ser repoblar el mundocon criaturas superiores a los Grigori, una razasuperior de ángeles, por así decirlo. Para ello,necesita un espécimen de ángel superior.

—Tenemos motivos para creer que hacapturado una criatura que ha estado buscandodurante más de veinticinco años —le informóBruno.

Dimitri miró a Verlaine.—¿Se trata de la Evangeline que han

mencionado antes?—Sí, precisamente ella —contestó él en tono

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comedido.Volvió a considerar el panel de pantallas de

plasma, ¿podría estar aquí?—En teoría, en el panóptico no hay nadie de

quien yo no tenga conocimiento —contestó Dimitri—. Seguridad controla a todos los prisionerosantes de su admisión.

—Y… ¿en la práctica? —preguntó Yana.—En la práctica, Godwin puede hacer lo que

quiera —admitió Dimitri—. Tiene maneras deevadir las normas. Podría tener aquí a Evangeliney yo no tendría ni idea.

—En tal caso, la cuestión es dónde —tercióVerlaine, escudriñando las pantallas.

—¿Qué me dices de la central nuclear? —intervino Yana.

—Las medidas de seguridad en la central sonextremas —declaró Dimitri.

—Godwin podría evitarlas —afirmó ella—.Podría acceder al panóptico a través del propioreactor nuclear.

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—Eso constituiría una misión en extremosuicida, incluso para un psicópata como Godwin,pero está dentro del ámbito de lo posible. —Dimitri se acercó a una pantalla y, tras liberar unpasador, la empujó hacia arriba, descubriendo unavasta cámara interior repleta de largos bloquesblancos de explosivo plástico con cables azules yrojos enrollados—. Esto pertenecía a Godwin.

—PVV5A —exclamó Yana, estupefacta.—Intercepté un envío en enero —explicó

Dimitri.—Ahí hay suficiente de esa cosa como para

hacer saltar toda la prisión por los aires —sesorprendió Bruno.

—Teniendo en cuenta que nos encontramosbajo un reactor nuclear, eso es lo que no queremosque suceda —declaró Dimitri, tomando uno de losbloques blancos y poniéndolo sobre la mesa—.Además, Godwin ha sembrado con esto cadahueco y cada rendija de la prisión. Tras interceptarel PVV5A, imaginé que estaba tramando algo, así

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que utilicé perros para encontrar el resto de losexplosivos. Lo que ven es una colección de lo queencontramos en el propio panóptico. No puedogarantizar que no haya colocado explosivos en sucentro de investigación privado o en el reactornuclear, y no puedo jurar que no haya instaladodispositivos de otro tipo.

Bruno se sorprendió al ver que el rostro deDimitri goteaba sudor. La voz se le quebraba alhablar.

—Así que le gusta jugar con fuegos artificiales—dijo—. Pero ¿con qué fin?

—Godwin sabe que, si se producenexplosiones en las celdas, el sistema de seguridaddel panóptico se pondrá en marcha —observóDimitri—. El panóptico cuenta con una serie demecanismos que, una vez activados, provocan unaautodetonación a gran escala. La estructura siguedestruyéndose a sí misma durante varias horas,túnel a túnel, nivel a nivel, hasta que toda laprisión queda reducida a cenizas.

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—¿Arrasada hasta qué punto? —preguntóYana.

—Hasta el punto de que todos y todo,incluidos los ángeles presos, los laboratorios ytodos los datos recopilados en las últimas cuatrodécadas, queden destruidos. Se trata de unmecanismo de protección, como cuando seincendian campos y pueblos para privar alenemigo de alimento. La torre caerá primero.Después, los laboratorios. Cuando las diversaspartes del centro hayan sido destruidas, Seliberará un gas en el panóptico y todo ser vivienteque haya quedado dentro, ya sea humano omonstruo, morirá envenenado. El sistema fueideado para ocultar todo rastro de nuestrapresencia en este lugar. El panóptico se construyóbajo tierra por esa precisa razón: si tienen quedestruirlo, las ruinas quedarán sepultadas bajotierra, como una tumba con miles de ángeles en suinterior.

—Es lógico que se haya establecido medidas

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de seguridad —terció Bruno—. Pero ¿por quéhabría de querer activarla Godwin?

—No puedo responder a eso —respondióDimitri en voz baja—. Pero supongo que no tieneintención de dejar inacabado su trabajo. Si se veamenazado, hará que todo salte por los aires.

—Entonces tenemos que encontrar aEvangeline antes de que Godwin tenga ocasión deautodestruirse —saltó Verlaine.

Hay cientos, sino miles, de guardiaspatrullando este complejo —apuntó Dimitri,mientras introducía un brazo en el interior de laentreplanta de instalaciones y sacaba de la cámaratres bombonas de gas, unas mascarillas, dos armassemiautomáticas con munición, dos pistolasparalizantes y tres chalecos antibalas—. Godwines como un reloj. Llegó aquí esta mañana, entrópor el túnel sur y se dirigió a su laboratorio. Seausentará durante una hora para comer. Calculoque tendrán media hora para entrar, echar unvistazo, sacar a Evangeline, si la encuentran, y

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regresar. Por supuesto, todo ello depende de suhabilidad para entrar en su laboratorio sin que losdetecten, Yo puedo ocuparme de las cámaras deseguridad del panóptico, pero no más. Cuando estohaya terminado, pueden marcharse de Rusia. Yotengo que continuar mi carrera aquí.

Mientras se colocaba un chaleco antibalas,Bruno no pudo evitar preguntarse si lo que estabanhaciendo merecía arriesgarse tanto. Gabriellahabría querido que él fuera tras Evangeline a todacosta, estaba profundamente convencido, perosabía también que lo que estaba en juego era másque el rescate de una traidora medio humanamedio ángel que podía o no volverse contra ellos.Sin embargo, Evangeline lo había conmovido.Casi podía verla de pequeña corriendo por elpatio exterior de la academia, una chiquillarevoltosa y feliz. Pero por aquel entonces no podíaimaginarse que, un día, tal vez no sería capaz desalvarla.

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IV

Verlaine ya había esperado bastante. No podíaseguir escuchando todo aquel parloteo. Bruno teníasus métodos: reuniría información, asignaría acada uno una tarea en la búsqueda y se pondría enmovimiento con un plan de ataque bien trazado.Pero en esa ocasión no podía seguirlo. Evangelineestaba allí, en alguna parte, y nada en el mundo leimpedida encontrarla. No iba pegarse a Brunocomo una lapa. La época en que simplementeacataba órdenes había pasado. Iría a buscarla solo.

Se puso a toda prisa la chaqueta del guardia deseguridad y echó a andar por el camino quediscurría a lo largo de las celdas buscando aEvangeline. Los niveles de la torre estaban llenosa rebosar de criaturas agotadas, demacradas.Nunca antes había estado tan cerca de tantasvariedades de seres angélicos. Era como sihubiera entrado en un museo completamente lleno

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de especímenes.Se detuvo y se agarró a la barandilla metálica

mientras contemplaba la vasta prisión, con la torrede observación en medio. De repente, la opacidaddel plexiglás cambió y unas franjas de luz fueron arecortarse en los muros del panóptico. Verlaine sefijó en las enormes dimensiones del espacio, enlas salas que se extendían hasta perderse de vista.Se volvió una vez más hacia la colmena de celdas,cada una con un ángel en su interior, muchos deellos con las alas desplegadas. Las celdas eranprofundas pero estrechas, por lo que las criaturas,al no disponer de espacio suficiente para extenderpor completo las alas, las habían empujado contrael vidrio hasta quedar enrolladas por la presión,de modo que los detalles de las plumas estabanimpresos en los paneles. Tras el cristal de la torrede observación, los angelólogos estudiaban losmovimientos de las criaturas con actitud clínica.De pronto, las pantallas se volvieron opacas,ocultando a los observadores tras un escudo de

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cristal ahumado. Pensar que tras el cristal habíagente que lo observaba hizo que se le pusieran lospelos de punta. No quería ser parte de suexperimento.

Tomando un tramo de escalones metálicos,ascendió al nivel más alto. Si tenían presa aEvangeline, probablemente se encontrara allí,entre los nefilim. Las luces eran tenues, de modoque acentuaban el efecto de los focos de neón enlos habitáculos de las criaturas. Mientras pasabajunto a las celdas, echó una ojeada al interior. Lospresos eran nefilim grandes y poderosos quefruncieron el ceño y silbaron al verlo pasar,agitando las alas, escupiéndole e insultándole. Unode ellos arañó el cristal, dejando un rastro desangre azul. Las condiciones de vida eranhorrendas y debían de garantizar que un númeroconstante de criaturas murieran todos los años, talvez dejando sitio para otras nuevas. Con los años,había perdido toda capacidad de sentir empatíahacia los nefilim y, sin embargo, al contemplar el

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desolador estado de los prisioneros, Verlaine sepreguntaba si los angelólogos rusos no estaríanempleando métodos demasiado crueles.

El sonido de unos pasos interrumpió suspensamientos. Miró hacia el cristal reflectante dela ventana y vio que un guardia de seguridad sedirigía hacia él. Echó un vistazo por encima de suhombro y vio a otro guardia, en el lado opuesto delpanóptico, que lo estaba observando. Se subió elcuello de la chaqueta y se alejó, dándose cuenta deque la curva del complejo no ofrecía ningunaposibilidad de huida. Estaba claro que, si loatrapaban, no iba a poder engañar a nadie conaquel disfraz. No hablaba ruso, su rostro nocoincidía con el de la foto de la tarjeta deseguridad prendida en el bolsillo, y llevabazapatos de calle y pantalones de mezclilla. Era unangelólogo, y podía demostrar su identidad, perolo detendrían para interrogarlo hasta que alguiende París acudiera en su rescate. No obstante, nadieen París sabía que se encontraba allí. Si aquellos

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guardias lo detenían, sería el fin.El guardia situado a sus espaldas le gritó algo

en ruso. Verlaine apretó el paso escudriñando lasceldas, como si las puertas de cristal pudieranabrirse por arte de magia y descubrir una vía deescape. El guardia comenzó a correr —Verlaineoyó el fuerte repiqueteo de sus zapatos sobre elcemento— y el otro empleado de seguridad,siguiendo su ejemplo, se aproximó a Verlainedesde la otra dirección. Mirando delante y detrásde sí, vio que no había adónde ir si no eralanzándose por encima del pasamanos. Seprecipitó hacia él, saltó sobre la barra y se agarrócon fuerza mientras se balanceaba y se dejaba caerdespués al segundo piso. Aterrizó con un fuertegolpe junto a una celda atestada de ángeles mara.

Echó a correr, esforzándose por ir más aprisa,con el corazón golpeando con fuerza su pechomientras pasaba junto a las celdas, cada una deellas ocupada por criaturas en distinto grado deagitación. Aumento la velocidad, mientras las

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suelas de sus zapatos golpeaban el concreto aritmo acelerado. Por fin llegó a una puerta demetal ubicada al otro extremo del segundo nivel.Al oír a otros guardias gritar a sus espaldas, probóa empujar el picaporte.

La puerta estaba cerrada con llave.Maldiciendo en voz baja, forcejeó con lacerradura, empujándola, como si su peso pudieraobligar al mecanismo a abrirse de golpe. Lasvoces de los guardias resonaron por el panóptico.Bruno y los demás estarían preguntándose quédemonios había pasado.

Verlaine sacó la pistola y disparó a lacerradura. La detonación produjo un ruidotremendo. Ahora los guardias iban a poderlocalizarlo siguiendo el sonido, pero había unaposibilidad de poder escapar a través de la puerta,y eso era cuanto necesitaba. La abrió de unpuntapié y miró al interior, sin saber qué esperar.Parecía un armario vacío, justo lo bastante grandecomo para esconderse. Fuera lo que fuese, no tenía

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más opción que refugiarse allí. Se metió dentro,cerró la puerta de golpe y encendió una luz.

El armario estaba lleno de tubos de ventilaciónmetálicos, enormes tubos de aluminio queconducían el aire a partes distantes de la prisión.Oyendo a los guardias a lo lejos, Verlaine retiró lareja del tubo más próximo y se arrastró al interior.Luego avanzó centímetro a centímetrodistribuyendo su peso. Si se movía demasiado deprisa, la fina lámina de metal empezaba a cederbajo su cuerpo. A1 cabo de unos diez metros, unenrejado metálico se abría más abajo, de modoque pudo ver que estaba atravesando la parte másalta de la estructura, gateando muy arriba sobre elsuelo de concreto. Se le encogió el estómago. Sesentía como si se hubiera descubierto a sí mismocaminando sobre un cable a gran altura por encimadel mundo, mirando hacia abajo a un abismoinsondable. A1 echar una ojeada a lasprofundidades, no pudo evitar imaginar que seprecipitaba contra el suelo. En su mente, caía en

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picada al espacio, atraído por la fuerza de lagravedad mientras iba dejando atrás en su caída alos ángeles enjaulados.

Tragó saliva y siguió reptando hacia adelante,escuchando los gritos de los guardias más abajo.Iba encontrando rejas metálicas a intervalosregulares, de modo que podía ver lo que sucedíaen el panóptico. Divisó el concreto gris de lascolumnas, los muros de metal, la torre central,percibiendo las distintas partes de la estructura apedazos sueltos que hacía encajar en su cabeza.Distinguió el caos de guardias de seguridad quecorrían junto a las celdas; vio a las criaturasencerradas tras el cristal. Siguió avanzandodurante diez minutos, siguiendo la curva del tubodel aire hasta que, de improviso, la galería seinclinó y se vio empujado de pronto hacia abajo.Agarrándose lo mejor que pudo, luchó contra lagravedad hasta que, incapaz de resistir, se soltó.

Verlaine aterrizó pesadamente al final del tubo,tras atravesar una rejilla de metal y rodar por el

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duro piso de concreto. Permaneció aturdido en elsuelo unos instantes, esforzándose por respirar,tratando de averiguar si tenía algún hueso roto. Enlas últimas cuarenta y ocho horas, le habíanpegado una paliza, lo habían quemado ycongelado. Le dolían los músculos y estabamagullado y maltrecho. Era un milagro que aúnsiguiera con vida y, como reacción a lo absurdo desu situación, se echó a reír. Tamborileó con losdedos los primeros compases de Sympathy for thedevil de los Rolling Stones sobre el pavimento.Meneó los dedos de los pies, sintiendo flexionarsesus músculos, y experimentó un sentimiento dealegría absolutamente fuera de lo común cuando sucuerpo reaccionó a su voluntad. Uno de esos díasse le acabaría la suerte. Pero, por el momento, lohabía conseguido.

Se levantó y se puso a examinar su nuevoentorno. Era obvio que había caído en uncuadrante totalmente distinto del resto de laprisión. A primera vista parecía que había

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aterrizado en algún tipo de pasillo exterior, tal vezuna ruta de acceso que rodeaba el complejo. Habíapuertas a ambos lados del corredor. Trató de abriruna, la encontró cerrada, y siguió andando hastaque oyó voces a través de una pared. Mirando asus espaldas para asegurarse de que estaba solo,acercó el oído cuanto pudo, esforzándose porcomprender las palabras amortiguadas.

Yo he hecho mi parte —decía una vozfemenina—. No puedes pretender que espere.

Verlaine reconoció la voz como la del ángelemim que había perseguido por San Petersburgo.Notó que todo su cuerpo estaba concentrado en unúnico foco de atención. Si Eno se encontraba allí,Evangeline no podía estar lejos.

—Y tú no puedes pretender que yo puedatrabajar en su actual estado —replicó un hombre.Verlaine supuso que se trataba de Godwin—. Aúntiene la sangre llena de sedantes. —Su voz sesuavizó al añadir—: Mira, hemos esperado estodurante mucho tiempo. Podemos esperar unas

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cuantas horas más.Verlaine oyó pasos cuando Godwin se acercó a

la pared.—Mientras tanto, te explicaré el

procedimiento. Supone un pequeño cambio detrayectoria.

Verlaine oyó a Eno refunfuñar su aprobación, yla voz de Godwin sonó aún más alta: se habíaacercado más a la pared.

—Esta máquina extraerá la sangre del ángel yla filtrará —dijo Godwin—. Como sabes, nosinteresan las células azules, y esta máquina de aquíseparará las células sanguíneas azules de las rojasy de las blancas. Evangeline es interesante paranosotros, al igual que su padre lo fue para losRomanov hace cien años, a causa de la raracalidad de su sangre. La suya es sangre roja, noazul, pero contiene en abundancia células azules,que, por decirlo en términos técnicos, contienencélulas madre de una variedad extremadamenteadaptable y creativa, de poder generativo muy

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superior a las células madre humanas. La precisiónde este equipo nos da una gran ventaja sobre lasangre utilizada en el pasado. Rasputín, porejemplo, utilizó la sangre procedente de un ángel,pero no pudo filtrarla. Era un conglomeradoinseparable de células blancas, rojas y azules.Debió de administrársela entera al zarévich, con locual el chiquillo probablemente se puso fatal antesde comenzar a mejorar. Nosotros no. Nosotrosutilizaremos justo las células que necesitamos. Ycon esas células continuaremos el proyecto quecomencé con tus amos. Pronto veremos losresultados de nuestros esfuerzos.

—Esto debería ser diez veces más entretenidoque lo que hiciste para mis amos —repuso Eno—.Si puedes sacarlo adelante.

—Ningún creador desde Dios ha tenido tantoéxito en fabricar un ser vivo como yo —declaróGodwin.

—Ahí quizá lleves razón. ¿Puedes volver ahacerlo o vas a defraudar a mis amos?

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—El panóptico no puede defraudamos —replicó Godwin.

No estés tan seguro —lo rebatió Eno—. Lacapacidad de sentirse defraudados de los Grigories muy alta. Me tienen aquí para que me asegurede que no lo hechas a perder.

De repente, la puerta se abrió y Verlaine seencontró cara a cara con un hombre cuyo rostro depalidez extrema coronaba una mata de pelo colorzanahoria. Sorprendido, dio un paso atrás e intentósacar la pistola, pero Godwin la agarró de lachaqueta y le metió en la sala de un violento tirón.Eno lo fulminó con la mirada, entornando los ojos,con la actitud propia de un depredador: Verlainese maldecía por haber sido tan estúpido. Godwinhabía intuido que se hallaba detrás de la puerta,había esperado el momento oportuno y habíaintervenido. Antes de que Verlaine pudieracontraatacar, Godwin lo arrojó al interior de unajaula de confinamiento y cerró la puerta de golpe.

En sus diez años como cazador de ángeles,

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Verlaine había estado expuesto a casi todo lo quepodía imaginar. Había visto todas las variedadesde criaturas, comprendía las condiciones físicas enque vivían los ángeles, y aceptaba el nivel deviolencia necesario para capturar a los nefilim.Pero en todo el tiempo que llevaba al servicio dela angelología, nunca había presenciado nadacomo la escena que tenía ante sus ojos. Tardóvarios segundos en procesar del todo lo que estabaviendo.

En el centro de la sala, atados con correas asendas mesas de reconocimiento cercanas aGodwin y a Eno, estaban los gemelos Grigori.Verlaine no acertó a decir si estaban vivos omuertos: los habían desnudado y dispuesto como sifueran cadáveres. Sus alas doradas envolvían sucuerpo, cubriéndolos desde el pecho hasta lostobillos de un plumaje resplandeciente. Tenían lapiel de un color gris azulado, como la ceniza.«Parecen muertos», pensó, pero entonces sepercató de que uno de ellos parpadeaba y supo

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que, de algún modo, formaban parte delexperimento de Eno y Godwin.

Oyó una voz a sus espaldas.—Sabía que vendrías —dijo Evangeline.Se volvió y la descubrió sentada con las

piernas cruzadas al otro extremo de la jaula, conlas alas recogidas a su alrededor y el cuerpovelado por las sombras.

—Te percibí al otro lado de la puerta. Quiseadvertirte, pero Godwin te capturó antes.

—No puedo creer que seas tú —declaróVerlaine finalmente, sin palabras para describir sualivio y su alegría por haberla encontrado.

—Es difícil de creer, lo sé —replicóEvangeline con una leve sonrisa.

Mientras ella le hablaba, Verlaine se sintiócomo si el orden del universo estuviera cambiandode forma. Por algún motivo, cuando estaba a sulado, lo entendía todo a la perfección. Sabía porqué había pensado en ella tan a menudo,comprendía por qué la había seguido por medio

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mundo. El corazón le latía a toda velocidad, elsudor se deslizaba por su frente y le goteaba cuelloabajo. Aquella mujer lo había cambiado todo. Nopodía seguir adelante sin ella.

—Tenemos que salir de aquí —susurrótomándola de la mano y apretándosela consuavidad. Miró alternativamente a uno y otro ladodel laboratorio, tratando de encontrar una salida,pero las perspectivas no parecían buenas. Empujóla pared. El plexiglás era impenetrable—. Vamos atener que imitar a Houdini para salir de esta.

Apenas habían transcurrido unos minutoscuando Verlaine escuchó una fuerte explosión en lapuerta y Bruno y Yana irrumpieron en ellaboratorio. Se esforzó por ver lo que estabapasando, pero su visión se bloqueó cuandoGodwin desdobló una sábana blanca y la pusosobre los gemelos Grigori, como si quisieraprotegerlos. Bruno fue tras Godwin y Yana agarróun juego de llaves y corrió hacia la jaula. Mientrasla abría, Verlaine sujeto a Evangeline y la sacó de

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allí, dejando que fueran los demás los quelucharan. Estaban en un pasillo cuando una granexplosión sacudió el aire. En cuestión desegundos, el humo y la ceniza salían dellaboratorio formando nubes. Empezó a sonar unaalarma; sonaba por todo el panóptico, haciendoeco y distorsionándose. El tóxico hedor a plásticoquemado, mezclado con el empalagoso aroma acarne chamuscada, daba lugar a un nocivo ynauseabundo olor. Verlaine trató de moverse en lahumareda, desesperado por encontrar una salida.Cuando se produjo una segunda serie deexplosiones a lo lejos, con un estruendo más fuertey aparatoso, Verlaine supo que estaban en peligro.

De repente, divisó a Godwin frente a él,corriendo hacia el fuego. Trató de seguirlo, peronotó que Evangeline oponía resistencia.

—Por aquí no vamos bien —observó, tirandode él.

—¿Cómo lo sabes?—Porque ya no siento la presencia de criaturas

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angélicas. No sé por qué, pero es como si tuvierauna predisposición a percibirlas. Por aquí esevidente que no hay ningún nefilim. El panópticotiene que estar en la otra dirección.

Dieron media vuelta y echaron a correr ensentido contrario. Pronto el suelo comenzó avibrar cada pocos segundos, como si algoestuviera haciendo explosión no muy lejos.Cuando el ruido de las detonaciones empezó asonar más fuerte, Verlaine se dio cuenta de queestaban acercándose al centro mismo de todaaquella destrucción. El corredor desembocaba enel panóptico y, mientras atravesaban a toda prisael amplio arco de las celdas del primer nivel,Verlaine no observó más que cámaras desiertas,muchas de ellas llenas de plasma secocarbonizado, cuya tonalidad dorada se habíatomado gris. Vio criaturas por todo el panóptico,corriendo hacia los túneles, intentando escapar.Los prisioneros estaban desorientados y aturdidos,y consideraban su entorno con recelo, como si

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sospecharan que habían sido presas de una pruebacruel. En la torre, un grupo de raifim estabacausando disturbios. Gritaban y arrojaban contrala torre cuanto tenían a mano, sillas plegables demetal y barras arrancadas de los camastros de susceldas. Un par de gibborim saltaron desde labarandilla y se abatieron sobre los humanos que sedispersaban abajo; los levantaron violentamentedel suelo y los dejaron caer al vacío. Hombres ymujeres yacían ensangrentados en la superficie deconcreto del foso, algunos gritando de dolor, otrosinconscientes o muertos.

Avanzando entre el humo, Verlaine yEvangeline descubrieron una escalera metálica quelos condujo más allá del segundo y del tercernivel. A medida que bajaban, el humo se volvíamás denso. El caos que Verlaine había presenciadodesde arriba se reveló cada vez más difícil deatravesar conforme iban adentrándose en él. Sentíala mano de Evangeline fría y pequeña en la suya.La sujetó con fuerza, como si ella pudiera

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desaparecer entre el humo.Juntos se precipitaron hacia la salida del túnel

pisoteando a las criaturas que habían sucumbido;sus cuerpos estaban aplastados y rotos. Verlainenotó que Evangeline titubeaba. Había unoshombres de uniforme caídos en el suelo deconcreto, algunos con la pistola todavía en lamano. Los habían matado mientras luchaban porimpedir que las criaturas escaparan. La gran puertade seguridad de hierro comenzó a cerrarse.

—Están intentando contener a los ángeles —señaló Evangeline.

Verlaine se cubrió la boca y la nariz con lamano, pero era imposible respirar sin inhalar losgases químicos. Una nueva explosión hizo saltarpor el aire miles de fragmentos de cristal. En uninstante, el panóptico quedó sumido en laoscuridad.

—Adiós luces —dijo Verlaine. Aunque nohabía modo de saberlo con certeza, tenía laterrible intuición de que los reactores nucleares

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estaban conectados a la fuente de alimentacióneléctrica del panóptico.

La mano de Evangeline se liberó de la suya, yél se abalanzó hacia adelante tratando dealcanzarla.

—¡Evangeline! —gritó, pero el ruido queproducían miles de criaturas en estampida eraensordecedor.

—Estoy aquí, encima de ti —dijo ella, yVerlaine distinguió entonces un foco de luzbrillante suspendido en la oscuridad.

Parpadeó, forzando a sus ojos a mirarlamientras ella flotaba sobre su cabeza como uncolibrí. Una cálida y extraña luz inundaba lacúpula del panóptico. Le pareció como si elresplandor del sol hubiera sido captado yconcentrado en un único punto. Evangeline nopodía ser un nefil, ni descender de un ordeninferior de ángeles, ni tampoco podía ser ningunade las criaturas corrientes que servían a losnefilim. No pertenecía a los anakim, a los mara, a

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los golobium o a los gibborim. Era una verdad tansimple que no entendía cómo no lo habíacomprendido antes: ningún angelólogo podíaapreciar hasta qué punto los nefilim habían caídoen desgracia hasta que contemplaba la belleza deun ángel puro.

—Tenemos que encontrar un túnel de salidaque no haya sido bloqueado —le gritó aEvangeline—. Si el reactor nuclear está afectado,esto va a ser una trampa mortal. Si no encontramosun túnel abierto, moriremos aquí.

—Tal vez haya otra manera de salir —dijoella.

Verlaine miró hacia arriba, tratando deimaginar su perspectiva. Evangeline se hallaba enlo alto de la estructura.

—¿Ves algo desde allá arriba? —bramó.Se le acercó volando y Verlaine se agarró a

ella sin pensarlo un instante. Evangeline cruzó elpanóptico, veloz y temeraria, elevándose yvolviendo a bajar, como si estuviera flotando en el

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mar en medio de una tormenta. Él se aferró a sucuerpo, embriagado con la adrenalina pura dehaber perdido el contacto con el suelo. Laimpresión de su ascenso le dio Vértigo. Deseabaabrazarse con más fuerza a Evangeline, moversecomo se movía su cuerpo, volar más y más altocon ella. Estaba convencido de que todos lospensamientos y los deseos que había sentido en lavida se habían reunido en su corazón en esemomento. No le importaba lo que pudiera suceder,siempre y cuando estuviera con ella.

Una nueva explosión sacudió el panóptico,lanzando una cascada de fuego en su camino.Evangeline bajó en picada y volvió a elevarse, yVerlaine se quedó sin aliento al soltarse de sucuerpo. Se precipitó al vacío, extendiendo losbrazos en busca de algo sólido a lo que agarrarse,agitando las manos en el aire. Antes de quepudiera recordar su nombre, apareció Evangeline,con sus ojos verdes penetrantes, su cuerpo tanbrillante como el sol mientras descendía hasta

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situarse debajo de él y lo atrapaba en pleno vuelo.Deseaba estar siempre con ella.

La miró maravillado. Sus rasgos mostrabanuna profunda serenidad, a pesar de que era muchomás fuerte que él y de que acababa de salvarle lavida, una dulzura que Verlaine admiraba.

—Gracias —le susurró al oído—. Te debouna.

—Yo no te dejaría caer —respondióEvangeline—. Nunca.

Bajaron al suelo; Verlaine se alejó de ella y lacontempló entre las ruinas del panóptico. Enmedio del humo, con las alas encogidas, parecíacasi humana.

—¿Ves algo? —Inquirió haciendo un gesto endirección a un túnel—. ¿Podemos salir por aquí?

Evangeline asintió.Está abierto —declaró—. Aunque

probablemente sea el único.Verlaine la agarró de la mano fría como el

hielo y tiró de ella en dirección al túnel. Un humo

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denso y tóxico obstaculizó su visión.—Tenemos que irnos ahora, antes de que se

cierre.Frente a ellos, al final del pasaje, surgió una

luz dorada. A medida que se iban acercando, la luzse fue haciendo más intensa hasta que, con unestallido de claridad, engulló por entero lapenumbra. Verlaine se vio entonces envuelto en unresplandor rabioso. Los muros del panóptico, detitanio pulido, con unos tornillos del tamaño de sucabeza, emitían un ondulante reflejo. La luzparecía girar en el aire, dando lugar a un cono tansumamente intenso que le era imposible distinguirlo que tenía delante. Se quitó los lentes, y la fuenteluminosa se volvió nítida. Descubrió a una criaturade una belleza tal que no le cupo la menor duda deque había llegado directamente del cielo. Cayó alsuelo, cubriéndose los ojos con un brazo,parpadeando para protegerse de la luz, y quedóinmerso en una dolorosa ceguera.

Cuando recobró la vista, el ángel se hallaba

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junto a Evangeline. A pesar de sus enormes alasblancas, tenía un aire sencillo, casi infantil.

Vio que Evangeline miraba al arcángel con losojos entornados, el cuerpo tenso.

—¿Qué eres? —le preguntó ella por fin.—Sabes muy bien lo que soy —respondió él al

tiempo que abría sus inmensas alas blancas—. Yyo también percibo lo que eres tú. Sin embargo,me ceñiré a las convenciones y te diré mi nombre.Me llamo Lucien. Y aunque sea una puraformalidad y ya sepa quién eres tú, te pediré que teidentifiques.

Evangeline sorteo al ángel, esquivándolo.Después, con un elegante gesto, abrió las alas degolpe, exhibiéndolas a la brillante luz del cuerpode Lucien. Sus plumas de color plata y púrpuraparecían eléctricas frente a las alas blancas de lacriatura. Verlaine sintió palpitar su corazón en supecho al darse cuenta de que la belleza deEvangeline, su luminosidad y su magnificenciaeran comparables a las de la criatura que tenía

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delante. Juntos, eran los ángeles más puros yextraordinarios que había visto jamás.

—Eres preciosa —le dijo Lucien con unaligera sonrisa—. Y también inusual. —Dio un pasoal frente y se inclinó ante ella—. He esperadomuchos años para volver a verte.

Evangeline le dirigió una mirada algo máslarga de lo necesario y Verlaine supo que algohabía pasado entre ambos ángeles, algo que nuncapodría comprender del todo.

—¿Nos hemos visto antes? —Una vez, cuandono eras más que un bebé, te tuve en mis brazos. Tumadre te trajo a verme—. ¿Tú conociste a mimadre? —le preguntó ella—. Entonces eras muyfrágil, tan pequeña, tan humana, que solo pudesoportar sostenerte en brazos un instante. Temíalastimarte. Nunca podría haber imaginado en quéibas a convertirte.

—Pero ¿por qué? —Inquirió Evangeline—.¿Por qué me llevó mi madre a verte?

—Llevo muchos años esperando este momento

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—declaró Lucien.Verlaine se adelantó.—Evangeline —la llamó, tendiéndole la mano

—. Tenemos que salir de aquí.—He venido para contártelo todo —prosiguió

Lucien— pero, en el fondo, ya sabes que yo soy tupadre. Evangeline permaneció largo rato ensilencio. Después miró alternativamente a Lucien ya Verlaine y, antes de que este último pudierareaccionar, lo besó, apretando su cuerpo contra elsuyo con pasión y ternura.

—Vete le dijo apartándolo de un suaveempujón —sal de aquí. Tienes que salir a lasuperficie antes de que sea demasiado tarde.

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EL NOVENO CÍRCULO

Traición

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Chelíabinsk, Rusia

Cuando abrió los ojos, Verlaine comprendió quese hallaba tendido en un campo cubierto de nieveque se extendía hasta donde le alcanzaba la vista.No sabía cuánto tiempo había dormido. A sualrededor, la nieve estaba teñida de sangre, y sedio cuenta de que se trataba de la suya. Tenía unaherida en la pierna. La herida que tenía en lacabeza se le había vuelto a abrir. Mientrasexaminaba el problema de su pierna, recordóhaber salido del panóptico arrastrándose, rodeadode llamas, con el ruido de las explosionesresonando en sus oídos. Mirando atrás endirección a la prisión, observó que lo único quequedaba de ella era una columna de humo que seelevaba en la distancia. Todo el complejo se habíavenido abajo.

Sus oídos captaron un rumor, un sonido tanchirriante y agudo como el de un insecto. Era un

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camión que se acercaba a través de la nieve.Mientras se aproximaba, distinguió a Dimitri alvolante de un auto todoterreno. Yana saltó delasiento de atrás, dejando a Bruno, que, comoobservó Verlaine, se hallaba malherido, encorvadocontra la puerta. Un hombre que Verlaine noreconoció siguió a Yana y a Dimitri. Lo saludó y leofreció la mano, presentándose como Azov yexplicándole que se hallaba allí a petición deVera.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? —le preguntóVerlaine a Dimitri mientras se sacudía la nieve dela ropa.

—Exactamente lo que Godwin esperaba quesucediera —respondió Dimitri. Tenía la caramanchada de negro y a ropa chamuscada.

—¿Él está dentro? —quiso saber Verlaine.—No hay modo de saberlo con seguridad.Verlaine sintió que el corazón le daba un

vuelco. Godwin podía estar dentro o podía haberescapado. Podía estar en cualquier parte.

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—¿Y qué pasa con la central nuclear? —inquirió.

—Debería ser capaz de resistir a este tipo deincidentes —respondió Dimitri, echándole unamirada a la columna de humo por encima delhombro—. Pero no creo que debamos correrriesgos. Tenemos que alejarnos de aquí tanto comopodamos. Ahora.

—No podemos marchamos —objetó Verlaine—. Aún no.

—Si nos quedamos, nos enfrentamos a eso —los advirtió Dimitri mientras señalaba al otroextremo del campo.

Los prisioneros evadidos —ángeles de todasclases— llenaban el paisaje. Verlaine escudriñóaquel hervidero de movimiento buscando aEvangeline, viéndola en todas partes y en ningunaa la vez, hasta que la localizó, en medio de todoaquello. Caminaba de la mano de Lucien por elborde del panóptico. A medida que se acercaban,Verlaine observó la imagen del padre en la hija. La

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delicada forma de su rostro, los grandes ojos, laluminosidad que la rodeaba… Era obvio queEvangeline y Lucien estaban hechos de la mismasustancia etérea.

—Evangeline tiene que venir con nosotros —declaró, sintiendo que su impotencia crecía porsegundos.

—No sé si Lucien se lo permitirá —replicóAzov con aire circunspecto—. Hemos viajadojuntos miles de kilómetros. Sé lo fuerte que es,pero también sé que se trata de una criatura dulce yamable, con buenas intenciones. Si he de creer loque me han contado de ella, Evangeline nunca seenfrentará a él, ni consentirá que nadie le hagadaño. Si quiere llevársela con usted, solo hay unamanera segura.

Azov se sacó un frasquito del bolsillo y se lomostró a Verlaine. Este recordó la confianza deVera en que Azov pudiera ayudarla a comprenderel diario de Rasputín. De algún modo, habíanlogrado preparar la fórmula.

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Verlaine hizo ademán de tornar el vial, peroAzov lo detuvo. En lugar de entregárselo, echó aandar hacia los ángeles, llamándolos por sunombre, con la voz impregnada de una esperanzaapremiante que Verlaine comprendía: sentía esamisma violenta necesidad de hacer que Evangelinevolviera, de convencerla para que abandonara aLucien. Con gran asombro, observó que Azovhabía atraído la atención de Evangeline, que seacercó a ellos junto a Lucien a través del camponevado.

—¿Quién es usted? —le preguntó—. ¿Y quéquiere de nosotros?

Lucien se fijó en el frasco que Azov tenía en lamano. Fuera lo que fuera lo que Azov estuvierahaciendo, Lucien lo comprendió de inmediato.

—No se acerque —le advirtió abriendo lasalas y rodeando con ellas los hombros de su hijaen gesto protector.

Azov se sacó entonces una ampollita deplástico del bolsillo y se la tendió a Evangeline.

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—Esto es para ti —le dijo—. Los traerá devuelta a ti y a las demás criaturas.

—¿De vuelta, adónde? —le preguntóEvangeline.

—Puedes elegir —contestó Azov.—No tienes que seguir siendo una de ellos —

intervino Verlaine, aproximándose a ella.—Si no soy una de ellos —repuso Evangeline,

posando en él su mirada—, ¿qué seré?—Humana —le respondió Verlaine—. Serás

como nosotros.—No sé si sabría ya ser como tú —declaró

ella, con sus ojos fijos en los de él.—Yo puedo enseñarte —replicó Verlaine—.

Te ayudaré a volver a ser lo que eras.Evangeline se liberó de las alas de Lucien y,

aplastando la nieve con los pies, se acercó a Azovy tomó la medicina de Noé. Verlaine casi pudoleer sus pensamientos mientras surcaban su mente.Su rostro pasó de expresar consternación atraslucir curiosidad y, después, resolución.

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Acarició el corcho del vial con una uña e inclinóel frasco adelante y atrás, haciendo deslizarse ellíquido de un extremo del tubo al otro. Luego, conun gesto rápido y decidido, metió la poción en subolsillo. Se dio media vuelta y corrió a reunirsecon Lucien.

Verlaine se precipitó tras ella, pero Dimitri yAzov lo retuvieron, arrastrándolo a través delcampo en dirección al Neva.

—Vamos —les gritó Yana desde el asiento delconductor—. Tenemos que irnos.

Mientras forcejeaba, empleando todas susfuerzas para alcanzar a Evangeline, Verlaineobservó que la densa nube de humo negro que sedesprendía del reactor se había vuelto más espesa.Luego un ruido llenó el aire. Comenzó como unavibración, un repiqueteo tan penetrante como elcanto de una cigarra. La luz del sol fue perdiendointensidad hasta volverse rosa y pálida, al tiempoque una serie de destellos hacía estremecerse latierra. En cuestión de segundos, el aire se llenó de

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cenizas. Entonces comenzó el éxodo. Desde lo másprofundo de la humareda, un enjambre de alasbrotó del cráter, ascendiendo, dando lugar a unamasa de criaturas tan compacta que el cielo seoscureció. A la sombra de los ángeles huidos, elreactor ardía.

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Autopista M5, estepa siberiana,Rusia

Bruno se aferró a la puerta. Yana conducía deprisa y de forma errática, mientras los neumáticosresbalaban al acelerar a través de la tundra. Cadasacudida era una tortura. Mirando por laventanilla, observó que el mundo había comenzadoa cambiar. El cielo se tomó ceniciento, y despuésrojo sangre. Pasaron junto a algunos aldeanos quemiraban al cielo. Dejaron atrás rebaños de cabrasfulminados; sus cuerpos estaban tendidos en lanieve. Pasaban junto a arroyos de agua teñidos desangre, junto a los troncos diezmados ycarbonizados de árboles quemados… Aumentandola velocidad, Yana voló por la carretera,acercándose de forma cada vez más arriesgada alescarpado borde de hielo. Una bandada deguardianes surgió de la corteza terrestre y se elevó

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en el aire como si fueran pájaros enloquecidos.Los relámpagos atravesaban el cielo, restallandoen la atmósfera ionizada, yendo a caer en laabrupta cima de la montaña que tenían delante. Latierra parecía inclinarse sobre su eje, y un grupode estrellas se precipitó sobre sus cabezas,resplandeciendo con una intensidad extraña yradiante. Surgió la luna, grande y morada. Lasgotas de lluvia caían siseando sobre ellos,manchando la nieve de negro. Los ángeles caídosse estaban rebelando. La batalla había comenzado.

Yana detuvo el vehículo. En el arcén. Verlainese llenó las manos de nieve y regresó junto a sujefe. La nieve formó unos apósitos duros yhúmedos. Bruno sintió la deliciosa sensación delfrío en su cuerpo quemado mientras Verlaine leaplicaba en la piel el hielo goteante,comprimiéndolo delicadamente contra su mejilla.El frío le proporcionó cierto alivio. Se dio cuentade que estaba temblando, ya fuera por el frío, yapor el dolor, ya por el miedo espantoso que crecía

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en su interior; no lo sabía.En algún lugar de aquel humeante agujero de

Chelíabinsk yacía el hombre que lo habíadesencadenado todo. Bruno cerró los ojosintentando olvidar lo que había visto. De todos loshorrores de aquel día —los nefilim que escapabande sus jaulas, los guardianes que se abatían sobreellos desde el cielo, las explosiones queretumbaban a través de la prisión subterránea—,nada podía compararse con el terrible fin queMerlin Godwin había sufrido a manos de Eno. Lohabía presenciado todo desde lejos: cómo Eno sehabía alzado como una cobra por detrás deGodwin y había rodeado su cuerpo con sus alasnegras hasta que lo único que Bruno pudo ver fueun río de sangre que se derramaba por el suelo.Cuando hubo terminado, el emim abandonó losrestos mutilados del científico entre las ruinas dellaboratorio. Lo que más intranquilizó a Bruno fueel hecho de que los informes de vigilanciaestuvieran equivocados: Eno no se quedaba con

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los trofeos de sus matanzas. Cuando Eno huboterminado con Godwin, se giró hacia Bruno conlos labios llenos de sangre, y este comprendió elauténtico horror de lo que la criatura les hacía asus víctimas masculinas. Sabía que el destino deGodwin podría haber sido el suyo.

Mientras continuaban el viaje, Bruno trató deseparar el dolor que le abrasaba todo el cuerpo dela trayectoria clara y directa de sus pensamientos.A pesar del sufrimiento, tenía que permaneceralerta. Debía mantenerla mente concentrada en elfuturo. La verdadera batalla estaba por venir. Siconseguían salir vivos de Siberia, y, con Yana alvolante, tenían grandes posibilidades, la luchaestaría en sus comienzos. Las mayores dificultadesllegarían más adelante. Pronto no habría dondeesconderse.

—¿Vas a devolvemos enteros a SanPetersburgo? —le preguntó a Yana casi en unsusurro.

Ella mantuvo los ojos fijos en la carretera.

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—Y si lo hago —contestó—, ¿qué vamos ahacer después?

Bruno sintió el hielo derretirse contra sumejilla. El frío líquido se deslizó por la curva desu mano y a lo largo de su cuello. Antes de que sujefe pudiera responder, Verlaine espetó:

—Nos enfrentaremos a ellos. Juntos,lucharemos contra ellos y venceremos.

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Academia Angelológica, XIV distrito,París

Domingo de Pascua

Verlaine se hallaba sentado a la larga mesa deroble, escuchando las campanas de las iglesias quesonaban a lo lejos. El consejo estaba a punto dellegar y quería estar preparado. Había estadopracticando el discurso durante dos días. Sabíaque, a pesar de la tendencia de sus miembros atomar decisiones conservadoras, no sería difícilconvencerlos. Los daños, por sí solos, bastabanpara garantizar el despliegue total e inmediato detodos sus agentes. La fusión nuclear habíaenvenenado una tercera parte del planeta. Losguardianes estaban en libertad. Los seres humanosestaban aterrorizados y habían empezado a formarejércitos. Los angelólogos no tenían más opción

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que luchar.Se abrió una puerta y, con un fuerte rumor de

pasos, los miembros del consejo entraron en elateneo. Verlaine, Yana, Dimitri, Azov y Bruno sepusieron en pie, esperando mientras tomabanasiento alrededor de la mesa. Bruno miró aVerlaine a los ojos y le sonrió con expresióncansada. Aunque obtuvieran todo cuanto querían,no habría nada que celebrar. Todos sabían quetendrían que luchar hasta que la última criaturahubiera sido eliminada.

Un miembro del consejo, una mujer de cabellogris con unos grandes lentes, les hizo un gesto conla cabeza a Verlaine y a sus compañeros.

—Compañeros angelólogos, los hemos hechovenir para pedirles ayuda.

La mujer se aclaró la garganta y miró aVerlaine a los ojos. Este sintió un escalofrío deadmiración. Había algo en su actitud que lecausaba una impresión de valor.

—Nuestro consejo ha debatido ampliamente la

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actual situación. Somos plenamente conscientes deque estamos luchando por la existencia misma denuestro mundo. —Respiró profundamente yprosiguió—: De modo que, después de muchodeliberar, hemos decidido disolvernos. Es obvioque estamos entrando en una nueva era, una era degran destrucción, de inmenso peligro y tristeza. Almismo tiempo, somos conscientes de las profecíasque se han hecho, del apocalipsis inminente, y dela posibilidad de que este momento de dolor sehaya presentado para que podamos renacer en unmundo nuevo y mejor. Para ello, necesitamos unlíder, un líder que tenga fuerzas para librar estabatalla. Y esperamos que ese líder sea elegidoentre nuestros cazadores de élite.

Verlaine sintió que los miembros del consejolo atravesaban con la mirada al tiempo que caía,de pronto, en la cuenta de que esperaban que seofreciera como voluntario. Bruno le propinó unsuave golpe con el codo, como empujándolo haciaadelante. En esos momentos, con todos los

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miembros del consejo mirándolo, Bruno a su ladoy el cuerpo bullendo de miedo y de ira, supo loque debía hacer. Se pondría en pie y lideraría labatalla. Eliminaría a los nefilim, destruiría a losguardianes y llevaría a los seres humanos a lavictoria. Por encima de todo, encontraría aEvangeline. Y, cuando la encontrara, la miraría alos pálidos ojos verdes y la mataría.

FIN

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Notas

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[1] La autora hace referencia aquí al aforismo«Power tends to corrupt; absolute power corruptsabsolutely», literalmetne, «El poder tiende acorromper, el poder absoluto corrompeasolutamente (N. de la t.) <<