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AMANECER VUDURelatos De Horror y Brujera AfroamericanaSELECCIN DE JESS PALACIOS

VALDEMAR 1993Para Pedro Duque, mi hermano en Regla Ocha, porque l sabe JESUS PALACIOSAmanecer Vud. Valdemar Antologas 3.

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UN PRLOGO QUE ES UNA ADVERTENCIAud! Dos simples slabas que despiertan en nuestra imaginacin el obsesivo sonido de los tambores, las cimbreantes figuras de bailarines posedos por oscuros dioses, dolos de barro atravesados por alfileres asesinos. Viejas pelculas en glamuroso blanco y negro, el lento desgranarse de los blues del pantano, los ojos en blanco de zombis y muertos vivientes, el ritmo frentico de la rumba, sangrientos sacrificios al pie de altares desconocidos... Bueno, bueno. Antes de seguir, una justa advertencia, una necesaria aclaracin: el Vud, como su hermana caribea la Santera, es mucho ms que esa imagen tpicamente de gnero que hemos evocado arriba. Son, de hecho, religiones populares afroamericanas cuya verdadera naturaleza abarca complejos fenmenos sociales, culturales, religiosos e histricos. No en vano los antroplogos optan, a la hora de referirse al Vud, por emplear la grafa francesa propia de Hait, escribindolo Vodoun, para diferenciarlo radicalmente del concepto popularizado por el cine y la literatura fantstica, que lo han convertido prcticamente en sinnimo de brujera y/o magia negra. Los interesados en la verdadera esencia de las religiones afroamericanas pueden, y deben, husmear entre las pginas que Alfred Mtraux, Roger Bastide o Wade Davis han dedicado al Vodoun haitiano, las que Zora Neale Hurston o Robert Tallan dedicaran al Vud y el Hoodoo que en justicia debera escribirse Jud del Sur de los Estados Unidos; las que Fernando Ortiz y Lydia Cabrera, entre otros escribieran sobre la Santera afrocubana, el diario de viaje del director de cine Henri Georges Clouzot a travs del Brasil, del Candombl y de la Macumba, o las ms recientes descripciones de la moderna Santera neoyorquina, escritas por la portorriquea Migene Gonzlez Wippler. Porque lo que ahora tenis entre las manos es un libro de relatos de horror. Todos estn, desde luego, relacionados con su lado ms oscuro y siniestro, con las prcticas mgicas, los hechizos y las maldiciones, las crnicas negras y los asesinatos rituales. Sera absurdo negar el atractivo morboso que ejerce sobre nosotros esa cara oscura del Vud. Ya la simple realidad de la existencia hoy da de religiones basadas en el sacrificio y las prcticas mgicas, no slo en pases tropicales y atrasados, como nos gustara creer, sino en el interior mismo de nuestras grandes ciudades, resulta francamente inquietante para el hombre presuntamente civilizado. Y es que quiz lo ms terrorfico del Vud sea cmo lo real y lo fantstico se entremezclan en l, de forma difcilmente discernible. No estamos ante fenmenos sobrenaturales incomprobables, ante paganismos ancestrales ya desaparecidos, ante criaturas ms bien mticas como vampiros y hombres lobo. Cualquiera que lo desee puede consultar las incontestables pruebas reunidas en torno al caso de Narcille Clovis, el fenmeno zombi ms documentado de Hait. Y, sin llegar a extremos melodramticos, cualquier turista avisado puede asistir a ceremonias y fiestas rituales a lo largo de todo el Caribe y buena parte de Sudamrica, visitar el Museo del Vud en Nueva Orlens, o comprar cualquier accesorio que necesite para sus hechizos santeros en las muchas botnicas del Harlem Hispano de Nueva York o de la Pequea Cuba de Miami. Son estos aspectos nicos, la contemporaneidad de una religin pagana procedente del Africa oscura y su posible poder real, los que han hecho del Vud uno de los temas predilectos de la literatura fantstica y de terror. Desde los tiempos de Weird Tales, en plena era dorada del pulp, el Vud es presencia continua en el cuento de horror y, aunque se eche quiz a faltar al arquetpico Hugh B. Cave, autor que residi largas

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temporadas en el propio Hait, de las pginas amarillentas de los pulps hemos entresacado joyas como Madre de Serpientes de Robert Bloch, Palomos del Infierno del texano Robert E. Howard que aporta aqu el mito de la zuwenbi, verosmil invencin del propio Howard, Pap Benjamn de William Irish es decir, de Cornell Woolrich, y Desde lugares sombros de Richard Matheson. Junto a estos relatos de terror clsicos, encontraremos historias que les fueron narradas a viajeros e investigadores como autnticas y libres de cualquier duda. Attilio Gatti, Vivian Meik, el clebre William Seabrook que con su clsico Magic Island dej bien establecidas las bases de la leyenda negra del Vud haitiano, la periodista Inez Wallace, Lydia Cabrera, Raymond J. Martnez y el Dr. Gordon Leigh Bromley, aportan sus experiencias a veces personales de la realidad del fenmeno zombi, de la existencia de sectas secretas africanas y siniestros rituales necroflicos, del poder de los antiguos dioses de Africa, de las posesiones o montas, y de la terrible eficacia de hechizos y maldiciones. Algunos de los relatos que incluimos son estrictamente (!!!) verdicos, como ocurre con los escritos por el investigador de lo oculto Brad Steiger y su esposa, tanto Los espeluznantes secretos del Rancho Santa Elena, que narra los famosos sucesos de Matamoros que inspiraran tambin a Barry Gifford su novela Perdita Durango, como La pcima de amor comprada con sangre. Y especial atencin, por su realismo de puro y duro informe policial, merece Asesinado al pie de un altar vud!, la crnica de Richard Shrout que nos introduce en las oscuras relaciones que unen la prctica de la Santera con el narcotrfico y el hampa latina de Estados Unidos. Todo un episodio de Miami Vice. La mtica conexin entre el Vud y la msica popular queda ejemplificada tanto en el clsico Pap Benjamn, con su jazzstico y maldito Canto Vud, como en El Boogie del Cementerio de Derek Rutherford, un terrorfico Rockn Roll que hara estremecer de miedo al mismsimo Screamin Jay Hawkins. Y la presencia del cine de terror ms clsico la encontraremos en Yo anduve con un zombi, que diera pie convenientemente mezclada con Jane Eyre a la legendaria produccin de Val Lewton, dirigida por Jacques Torneur, adems de, nuevamente, en el relato de William Irish, llevado a la pequea pantalla por Ted Post en 1961, y vctima de toda una adaptacin inconfesa en el clsico de episodios Doctor Terror, producido por la britnica Amicus Films. Pero, cuidado, no en Zombi Blanco de Vivian Meik, sin relacin alguna con el film del mismo ttulo. Por cierto, he de confesar aqu que el ttulo de esta antologa lo hemos tomado prestado de Voodoo Dawn, la pelcula y novela de John Russo, con la que el coautor de La noche de los muertos vivientes quiso pagar su deuda con el Vud. No quiero dar paso ya a los misterios del Caribe y el Africa profunda sin otra advertencia: a pesar de nuestro criterio, digamos que geogrfico, los relatos no siempre se ajustan estrictamente a su rea territorial, y es que nuestra seleccin no pretende ser ni exhaustiva ni, mucho menos, ortodoxa. Como veris se mezclan en ella los relatos y los hechos reales, la crnica negra y los cuentos de fantasmas, el Vud, la Santera y hasta otros cultos ms terribles y desconocidos. Se trata tan solo de explorar y explotar ese lado ms siniestro, terrorfico y brujeril del Vud. Su leyenda negra muchas veces falsa, otras no, su folklore ms fantstico, su imagen ms pop. Yo, por mi parte, confieso que siento por el verdadero Vud y la Santera el mayor de los respetos y una gran simpata. Puede que vosotros, cuando hayis terminado de leer las pginas que siguen, tambin deseis profundizar ms en las religiones afroamericanas. Ya se sabe, si no puedes vencerles, nete a ellos.

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VOCABULARIOEn todos los relatos seleccionados se han respetado los trminos propios del Vud y la Santera tal y como los transcriben sus autores; ello supone que, a veces, el mismo trmino aparezca escrito de distinta forma, segn el autor y hasta el relato. Para facilitar la comprensin de algunos de los textos se incluye un pequeo vocabulario de trminos religiosos afroamericanos, que recoge exclusivamente aquellos que se nombran en el libro. Este VOCABULARIO ha sido confeccionado por Jess Palacios y Pedro Duque. Al lado de cada trmino, entre parntesis, se dan otras variantes del mismo. ABAKU (Abakw, Abacu): Secta afrocubana, tambin conocida por el nombre de aiguismo o igos, procedente de los pueblos Efik y Ekoi de la Costa Calabar del Oeste de frica. El trmino Abaku se refiere al pueblo y la regin de Akwa, donde floreci esta sociedad en el continente africano. Aunque actualmente se la da por desaparecida, desde mediados del siglo XIX y hasta muy entrado el XX, la Sociedad Abaku ejerci una enorme influencia secreta en la vida poltica y social de Cuba, como puede comprobarse en la novela que le consagr Alejo Carpentier: EcueYambaO. AMARRE: Se llama as en la Santera al acto ejecutado por un brujo o curandero con el fin de retener a la persona amada, mantenindola bajo su voluntad. Se trata, esencialmente, de un hechizo amoroso. BABALAWO (Babalao): Sacerdote santero dedicado al culto adivinatorio de Fa o If. Su nombre significa Padre y dueo del secreto en lengua yoruba, de cuyo Orculo de If africano proviene este culto. Ms generalmente, sacerdote santero. BABALOCHA: Sacerdote santero encargado de las ceremonias de iniciacin de los nuevos santeros. BAJAR EL SANTO (Coger el Santo, subir el Santo, tener el Santo, etc.): Frase que se usa familiarmente en la Santera para denominar la posesin fsica de un creyente por alguno de los santos u Orichas, llamada a su vez monta. BARN SAMEDI: Loa o dios Vud, seor y guardin de los cementerios, algunas veces identificado con Gued, que es representado por una gran cruz colocada sobre la tumba del primer hombre enterrado en el lugar. Junto al Barn la Croix y el Barn Cimitire, forma la trada de los Barones Vud, todos con herramientas de enterradores. CANDOMBL (Candomb): Nombre que designa en Baha (Brasil) ciertos cultos y sus prcticas afroamericanos, muy similares al Vud y, sobre todo, a la Santera. Aunque originalmente era africano y yoruba o nago, rindiendo por tanto culto a los Orixs al igual que la Santera a sus Orichas, posteriormente se han introducido variantes como el Candombl Blanco, con divinidades indias autctonas. Al igual que, a

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veces, las palabras Vud y Santera, Candombl puede designar tanto la religin como sus prcticas, las ceremonias y, al tiempo, el recinto donde se celebran. DAMBALLAH (Damballah Wedo): Loa o dios Vud de la lluvia, los ros y los lagos. Su smbolo es la serpiente, generalmente una boa constrictor rojiza, y al tratarse de uno de los Loas ms poderosos, temidos y adorados, ha contribuido sobremanera a extender el error de que el Vud es un simple culto a la Serpiente. EBB (Eb): Palabra yoruba que designa en Santera la ofrenda de frutas y dulces o el sacrificio de animales cuadrpedos y de aves que se ofrece a los Orichas para obtener su favor. GANGNGME: Sacerdote o brujo perteneciente a la secta Gang de la Santera cubana, de origen congo o bant, y fuertemente animista. En ella se adora a los espritus de los muertos, y est fundamentalmente orientada hacia la magia y los ritos funerarios. GRIS GRIS: Hechizo mgico Vud que puede consistir tanto en un simple sacrificio animal, como en una bolsa llena de objetos mgicos, en un talismn o en un fetiche. Puede usarse tanto para el bien como para el mal, y ejerce su influencia sobre la suerte de aqul a quien se le destina. A veces designa un dibujo mstico en el suelo, similar a los vevs haitianos. Es un trmino propio del Sur de los Estados Unidos, pero procede del africano GriGri, de igual significado. GUED (Ghede): Loa Vud de la muerte y los cementerios. Designa tanto una divinidad como a un conjunto de dioses, relacionados siempre con los cementerios, la muerte, los ritos funerarios y el culto a los antepasados. Procede del pueblo de los Ghedevi, casta africana de enterradores llevada como esclavos a Hait. Paradjicamente, Gued posee tambin connotaciones flicas, siendo tambin Seor de la Vida, muy dado a las obscenidades y a la bebida. IWORO: En lengua yoruba, dcese de los santeros y creyentes que son hijos de Obatal. IYALOCHAS (Yalochas): Sacerdotisas santeras, equivalentes femeninos del Babalocha o Babalao. LENGUA: Nombre que se da en la Santera a los rezos y frases litrgicas que se recitan en lengua yoruba. Asimismo, la Sociedad Abaku denomina lengua al dialecto igo, y en el Vud se llama langage a la lengua usada en los sagrados ritos africanos. LUCUM: Nombre que dieron arbitrariamente los cubanos a todos los negros procedentes de Nigeria, la mayora de ellos yorubas, por lo cual ha quedado tambin como sinnimo de yoruba y de la propia Santera, de predominio nigeriano. MAMALOI: Familiarmente, nombre con el que se designa a las sacerdotisas Vud, sobre todo en el Sur de los Estados Unidos, pero a veces tambin en Hait.

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OBEAH: Nombre que recibe en algunas islas del Caribe Trinidad, Martinica, Jamaica, etc. la magia afroamericana, y que equivale hasta cierto punto al Vud y la Santera. OM (Om Oricha): En yoruba, hijo de Santo. Es decir, aqul que ha sido iniciado por completo en la Santera y elegido ya por su Oricha correspondiente. ORICHAS (Orischas): Nombre genrico de las divinidades yorubas a las que se rinde culto en la Santera, y tambin en el Candombl brasileo con el nombre de Orixs. Son el equivalente de los Loas del Vud, y al ser sincretizados con el Santoral catlico, la palabra Oricha deviene a su vez sinnimo de Santo. ORO: En yoruba, la palabra que designa el cielo, el lugar de residencia de los Santos u Orichas. OUANGAS (Wangas): Maleficios Vud, actos de magia negra contra un enemigo o amuletos mgicos que se emplean con fines egostas o malignos. Tambin mal de ojo. PALO MAYOMBE (Regla de Palo): Secta afrocubana de origen bant, inclinada profundamente hacia la magia y la brujera. Con el nombre de Palo Cruzado se subordina al sistema yoruba de la Santera, al que complementa con prcticas y dioses congoleos, siempre con un enfoque ms prctico y utilitario. Tal es la forma de este culto, que Mayomb es a veces el nombre que se le da al espritu del mal, y el trmino mayombero sirve para designar a todos los brujos en general. PAPALOI: Familiarmente, nombre que se da a los sacerdotes del Vud. PATAK (Patakn): Relato cuyo protagonismo puede correr a cargo de los dioses, de reyes, animales y hasta objetos, de carcter mitolgico y moral. Encabeza, acompaado de un refrn o conseja, cada signo (odu) del Diloggn o Tablero de If, el sistema adivinatorio yoruba usado en Santera. PIEDRA (Otn): Piedra sagrada en la que se supone reside el espritu de un Santo u Oricha; se guarda en una sopera y se le hace el ebb que corresponda a su Oricha. REGLA DE OCHA (Regla Lucum): Nombre que se le da tambin a la Santera. Dos son las Reglas principales afrocubanas: la Regla de Ocha o Santera, y la Regla de Palo o Palo Mayombe. SANTOS: Al llegar a Cuba, los Orichas yorubas fueron asimilados por los esclavos a los Santos de sus amos, para poder adorarlos y celebrar sus fiestas. Lo mismo ocurri en Brasil y en Hait, donde Orixs y Loas tienen sus Santos correspondientes. De este fenmeno sincrtico deriva el trmino Santera, extendido despus a toda Latinoamrica y Estados Unidos. SANTISMO: Aunque a veces se le llama tambin Santera, no debe confundirse con el culto afroamericano originado en Cuba. Se trata de un sincretismo amerindio propio de Mxico y la frontera de Estados Unidos, que utiliza prcticas tanto del catolicismo ms ferviente como de viejos rituales aztecas, mayas e indgenas en general. Est estrechamente relacionado con los artistas imagineros mexicanos y chicanos, muchos de

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los cuales pertenecen a sectas santistas, y sus prcticas, miembros y rea de influencia se guardan en el mximo secreto. SOPERA: Recipiente donde se guarda y protege el otn de un Oricha, as como sus collares y otros objetos sagrados. Al contacto con el espaol se debe que este recipiente, originalmente una vasija de madera o barro, cobrara la forma y la decoracin de una sopera barroca, pintada con los colores de su Santo.Jess Palacios & Pedro Duque 1993 Amanecer Vud. Valdemar Antologas 3

LOS HOMBRES QUE BAILAN CON LOS MUERTOSATTILIO GATTILOS MAYORES ASESINOS os cocodrilos, gorilas, bfalos, leones, leopardos, serpientes y elefantes se cobran todos los das en Africa un tributo de vidas humanas que no es muy inferior al que pagan los hombres en aquel continente a enfermedades tropicales, como la fiebre de la selva y la fiebre amarilla, el sodoku y kalaazar, la lepra y la enfermedad del sueo, por nombrar slo unas pocas. Sin embargo, por lo que se refiere al Africa Central, tengo la firme conviccin de que, entre todas las fieras y todas las epidemias juntas, no causan tantas vctimas en hombres, mujeres y nios de la raza negra como las sociedades secretas con sus odiosos crmenes. Que nadie se llame a engao! Estas antiguas sectas, que tienen su origen en un remoto pasado de crueldad, lujuria y barbarie, siguen siendo hoy mismo, a pesar de todos los esfuerzos de lo que llamamos civilizacin, unas asociaciones de los mayores y ms implacables asesinos. Estas fuerzas malignas operan en todas partes y su poder se acrecienta con su invisibilidad. Se ocultan entre las multitudes negras que hormiguean en los arrabales de las pequeas ciudades y de las explotaciones mineras que estn en plena actividad; se filtran en todas las tribus desparramadas a lo largo de los ros, a orillas de los lagos, en los bosques, llanuras y selvas; se recatan entre los mismos indgenas que los blancos tenemos a nuestro servicio o vemos pasar desde el camin. Para demostrar esto que afirmo voy a relatar un episodio espantoso que nadie, que yo sepa, ha hecho pblico hasta ahora. Se trata de la historia horrible, pero absolutamente autntica y exacta hasta en sus menores detalles, fuera de cambios deliberados de nombres, del poblado de Mohoko. Sin embargo, el lector que quiera explicarse bien cmo es posible que los espeluznantes e implacables asesinatos de las sectas secretas sigan realizndose hoy da en el Congo en una gran escala y con casi absoluta impunidad, debe empezar por conocer las condiciones generales de vida en aquel pas. Concretemos el caso a la regin de los

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Watza, en la que yo resid por espacio de varios meses durante una de mis ltimas expediciones. El poblado del jefe Mohoko se hallaba enclavado en ese territorio, tan extenso como Blgica, y que es la nica poblacin de importancia. Se compone de una docena de chozas, en las que estn instalados comerciantes griegos e indios, y de una docena de malas casas de ladrillo en las que viven funcionarios belgas, entre los que se cuentan un mdico, un veterinario, el empleado de correos, el recaudador de impuestos y unos cuantos representantes ms del Gran Dios Balduque, ninguno de los cuales tiene nada que ver con el gobierno de los indgenas. Completan la poblacin un hospital, una pequea casa misional, algunos edificios en los que est instalada la Administracin, el Tribunal, la crcel y una choza muy amplia para la guarnicin. Pero el Administrador y sus dos ayudantes tienen que gobernar a una masa humana de 30.000 a 40.000 personas. No puedo dar cifras exactas, pero stas que cito son las mismas que o en boca del Administrador Territorial, seor Van Veerte. Coincidiendo con mi estancia en el pas se estaba procediendo a la ocupacin permanente de grandes extensiones de territorio; y, como es natural, no dispona aquel seor ni de tiempo ni de medios para llevar a cabo un censo exacto de la poblacin, que se mostraba muy poco dcil. Van Veerte, lo mismo que sus antecesores, conoca de una manera superficial un par de los diecisiete dialectos hablados entre las tribus que estaban bajo su autoridad. Por eso tena que entenderse siempre con los indgenas por medio de su intrprete Sankuru, natural del pas, que llevaba muchos aos de polica. Todo el mundo hablaba de la lealtad de Sankuru. Siendo joven, combati a las rdenes de Stanley, cuando el gran explorador norteamericano abri la regin del Congo al dominio del rey Leopoldo II. Tanto el rey Alberto como el rey Leopoldo III tuvieron a gala, en sus visitas casuales a la colonia, el prender una nueva medalla a la blusa azul de Sankuru; medallas que ste, a pesar de su anciana edad, ostentaba con dignidad propia de un monarca. Sankuru lo sabe todo y conoce a todos. Y lo que no sabe de primera mano lo averigua por medio de uno u otro de los veinticuatro policas indgenas que eligi, entren y que estn a sus rdenes. Tngase esto en cuenta: los Administradores pasan, pero Sankuru sigue siempre en su puesto. Por eso los Administradores hacen lo que Sankuru susurra en el odo blanco en el momento propicio. No niego que Van Veerte se aconseja mucho y se informa a travs de la Misin catlica, que funciona de muchos aos atrs, y tambin del mdico, aficionado a la etnografa local. Pero lo que el padre Jos conoce, lo sabe a travs de Basiri, un catequista con cabeza de gorila; y la fuente de informacin del doctor Gablewitch es Manuel, su ayudante; y, del mismo modo, la enciclopedia viva de Van Veerte es Sankuru, su intrprete, jefe de su polica... y su gacetillero. Todo marchara como la seda si entre Sankuru, Manuel y Basiri no existiese una vieja enemistad cuyos orgenes nadie ha logrado averiguar, pero que sigue hoy tan viva como el primer da. Los tres se odian profundamente, y cada cual susurra con frecuencia al odo de su propio amo el cuento de las pequeas faltas de que se han hecho culpables sus enemigos de toda la vida. Los tres hombres blancos no fomentan abiertamente estas rivalidades, pero se aprovechan en todo momento de las mismas. No los censuro, ni quiero dar a entender con esto que no son muy buenos amigos. Todo lo contrario. En cuanto alguno de ellos se entera de algo referente al servidor del otro, hace cuestin de honor el poner al corriente al interesado. El padre Jos se acaricia la roja barba, quejndose de la falta de caridad cristiana de aquellos paganos, y excluyendo de esta apreciacin, como es

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natural, a Basiri, cuyas palabras son casi el Evangelio. El doctor Gablewitch, por su parte (el doctor es un polaco de muy buen corazn), se re a carcajadas y asegura que todos los indgenas son unos soberanos embusteros; todos, menos su ayudante. Y el administrador no se toma siquiera la molestia de decir a los otros que Sankuru es hombre que merece absoluta confianza, y se frota las manos de gusto, si no materialmente, por lo menos con el pensamiento. Porque est profundamente convencido de que aquella enemistad entre los tres aliados negros de las autoridades blancas es un hecho que ofrece grandsimas ventajas. .......... Haba yo llegado a desentraar este curioso estado de cosas, cuando organic una corta expedicin de caza que deba tener lugar en Mohoko. Estando ya a punto de emprender mi safari, se me acerc Manuel, el ayudante del doctor Gablewitch, dicindome que su amo le haba mandado que fuese a Mohoko. Haba inconveniente en que se sumase a mi safari? Me asegur que poda serme til, porque conoca muy bien el camino. Agreg que haba estado muchas veces en aquella regin, aunque no en el mismo Mohoko. No me fij de momento en la excesiva insistencia que pona al decirme esto ltimo, pero andando el tiempo hube de recordarlo. Estaba muy atareado arreglndolo todo para salir cuanto antes, y no tena tiempo para perderlo en conversaciones. Me limit a decirle que s y nos pusimos en camino. Llegu a Mohoko y me encontr con una pequea comunidad de unos doscientos indgenas, ariscos, primitivos, pero inofensivos. Aunque el trato que mantena con la tribu era muy superficial, me sorprendi desagradablemente el observar que haba entre ellos un gran nmero de idiotas. Y no me sorprendi menos el que la comunidad los alimentase y cuidase muy bien, porque estaba acostumbrado a ver que en Africa los enfermos incurables quedan relegados a la categora de parias, de los que todo el mundo se desentiende. Haba hecho yo a Van Veerte el ofrecimiento de que, mientras anduviese por all, realizara con mucho gusto un censo preliminar y se lo enviara. Me imagin que sera juego de nios, y lo dej para el ltimo da. Pero cuando empec la tarea vi que era una cosa complicadsima. El jefe me recibi agriamente. Y me dijo, adems, que estaban enfermos. Las mujeres se mostraron mohnas, los hombres se declararon casi abiertamente hostiles, y los chicos recelosos. Y aquellos idiotas, tan gordos y reacios a moverse, lo complicaban todo llevndome la contraria, permaneciendo en su sitio cuando yo les mandaba que se apartasen y metiendo la nariz cuando menos los necesitaba. Sintindome incapaz de desenredar aquel embrollo, acab pidiendo ayuda a Manuel. ste se prest muy solcito y reuni a toda la poblacin, arengndoles con la mayor energa en su dialecto local. Yo no entend una palabra, pero lo que Manuel les dijo surti mucho mayor efecto que mis colricas charlas en kingwana, que es el esperanto de la regin. El jefe pareci despertar, todos formaron en lnea, y, aunque estaba oscureciendo, obtuve en menos de una hora resultados tangibles. Conservo los totales en mi diario: Hombres, 42 casados, 19 solteros; mujeres, 78 casadas, 35 solteras nbiles; nios, 44 de uno y otro sexo. Saqu la impresin de que al menos el cincuenta por ciento de las hembras y el diez por ciento de los varones eran imbciles, o quiz que estaban atacados de alguna enfermedad desconocida para m, aunque se hallaban, siquiera en apariencia, bien alimentados.

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Manuel, con la suficiencia de un mdico, me dijo: Es la enfermedad del sueo. Agreg que por eso no los haba evacuado, porque tema que la vacuna fuese un obstculo para las inyecciones que el Bwana mdico habra de ponerles ms adelante. Aquello era un puro disparate, porque no exista la mosca tsts en aquella parte del pas. Pero era intil discutir sobre estas cosas con un indgena que desempeaba las funciones de algo as como enfermero. Me fij de pronto en la esposa ms joven del jefe, que iba y vena tmidamente a mi alrededor. Tuve la impresin de que quera decirme alguna cosa importante, pero que titubeaba, sin atreverse a dirigir la palabra al hombre blanco. Por fin lo hizo, pero no tuvo tiempo de explicarse, porque apenas habl dos palabras la cogi Manuel del brazo, gritndole que volviese a su choza. Quise intervenir, pero ella se libr de las manos de Manuel y ech a correr, tan asustada y recelosa que no quiso volver ni aun cuando le envi a decir por ste ltimo que viniese. Regresamos a Watza, y al llegar a las primeras casas del poblado presenciamos una escena curiosa. Van Veerte, seguido a cierta distancia por su jefe de polica, se diriga hacia su despacho. Se detuvo para cambiar conmigo algunas palabras. De pronto, como si se acordase de algo, se volvi buscando a Manuel, el cual se encaminaba ya hacia la casa del doctor, dando un rodeo para no encontrarse con Sankuru. Dnde est ese hombre? pregunt Van Veerte. La cara de Manuel adquiri una expresin tan elocuente de sorpresa que bastaba para que el Administrador comprendiese que no adivinaba el sentido de su pregunta. Inesperadamente se abalanz Sankuru hacia Manuel, chillando: Yo te di la orden de que al volver trajeses contigo al llamado LokoLoko. Te dije que el Bwana Administrador quera que compareciese ante el tribunal. Manuel, tan corts y bien mirado de ordinario, sufri una desconcertante transformacin. Fue tan extraordinario el cambio que tanto el Administrador como yo nos quedamos por un momento mudos y atnitos escuchando el torrente de insultos y maldiciones que salieron de su boca, contorsionada por el furor. Tambin Sankuru perdi el dominio de s mismo. Su actitud respetuosa y casi meliflua desapareci. Lo nico que comprendimos fue que los dos viejos rivales se acusaban el uno al otro de ser los ms cochinos embusteros, y no s cuntas cosas ms, de todo el pas. Un grito de Van Veerte impuso silencio y el chasquido de su ltigo oblig a los dos hombres a salir corriendo en direcciones opuestas. El Administrador se rasc la cabeza: No me lo explico. Ese individuo, LokoLoko, tena que comparecer ante el tribunal para responder de una acusacin sin importancia, pero no se present. Al saber que Manuel iba a Mohoko, encargu a Sankuru que le dijese que al volver trajese consigo a LokoLoko. Suponiendo que Sankuru olvidase mi orden, o, lo que es ms probable, que Manuel no quisiese ejecutar el encargo, a santo de qu ha venido esta ria entre ellos? Iban a ocurrir de all en adelante muchas cosas que ni Van Veerte ni nadie poda explicarse. Empezando por los juramentos que hizo Manuel, afirmando que LokoLoko no se encontraba en aquel poblado. Y porque los dos policas que fueron enviados inmediatamente para que procediesen a la detencin de aquel individuo no regresaron, como deban, a los cuatro das.

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Pasados tres das ms, destac el Administrador al mismo Sankuru con rdenes terminantes de traer a LokoLoko, a los dos policas y, para hacer un escarmiento, al jefe mismo de Mohoko. Transcurri una semana. Por fin regres Sankuru. Vena cansado, abatido... y con las manos vacas. Todos los que haba ido a buscar haban desaparecido. Pero esto es un desatino grit enojado Van Veerte. Tambin el jefe ha desaparecido? Se ha ausentado sin permiso mo? Verdemte! Sankuru trag saliva, como si tuviese que hacer un esfuerzo doloroso para continuar su informe. Se quej de que en el poblado de Mohoko no le quisieron ni escuchar. Llegaron hasta amenazarle con matarlo a palos si no se largaba de all enseguida. Y l, que haba luchado a las rdenes de Stanley y haba sido condecorado por dos reyes blancos, tuvo que apelar a la fuga para salvar la vida. Las palabras de aquel hombre, el tono pattico de su voz, la expresin de vergenza que se retrataba en su rostro arrugado, habran estremecido al hombre ms duro. Pero, mientras hablaba, me cruz por la cabeza un recuerdo. El de la ms joven de las esposas del jefe. Qu sera lo que quera decirme? Cre que era mi deber informar a Van Veerte, y en cuanto Sankuru dio fin a su informe y se retir, le cont la extraa actitud del jefe y cmo su joven esposa haba intentado hablar conmigo. Cada palabra ma no haca sino aumentar la inquietud del Administrador. Cuando acab de hablar gru: Aqu ocurre algo grave, muy grave. No tard en poner al corriente de todo al doctor y al padre misionero. Tambin stos se manifestaron intranquilos. El misionero se acarici la barba y dijo: Con lo que he odo hasta ahora, me basta para que desee acompaarle a usted, si es que decide ir a Mohoko. Tambin yo le acompaar dijo el doctor. La tropa que el Administrador tena a sus rdenes ascenda a la cifra de un sargento y cinco soldados. Se los llevara a todos de escolta, dejando la crcel de Watza sin otra guardia que algunos policas. Quiz se viese en la necesidad de hacer frente a una sublevacin y de sofocarla con slo aquellas fuerzas y los dos blancos que le acompaaran con sus leales criados. La cara de Van Veerte era de ordinario inexpresiva, pero yo adivinaba lo que ahora estaba pensando. Por eso no me sorprendi que aceptase la colaboracin de todos los que se ofrecieron a ir con l, e incluso la ma. A los dos das, tomadas las medidas necesarias, salimos todos juntos. En la tarde del segundo acampamos a dos horas de distancia, ms o menos, del poblado de Mohoko. A la maana siguiente avanzamos con toda clase de precauciones. El sargento y los soldados iban delante, por si nos haban tendido alguna emboscada. Los policas formaban la extrema retaguardia de la columna, para impedir que, si nos atacaban con flechas y lanzas envenenadas, los peones de transporte tirasen sus cargas y saliesen huyendo. A medida que avanzbamos se iba haciendo ms siniestro el silencio que nos rodeaba. No se vea an el poblado, aunque lo tenamos tan cerca que hubiramos debido or voces y gritos. Nos hallbamos en la ltima curva de un sendero bastante empinado, cuando lleg hasta nosotros un grito. Era el sargento quien lo haba dado, y vena a todo correr hacia nosotros.

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Echamos a correr tambin a su encuentro..., y vimos a los cinco soldados que andaban de un lado para otro por el espacio abierto que antes ocupaba el poblado. Parecan buscar algo; pero cmo es que no veamos otra cosa que a los cinco soldados? El poblado haba desaparecido. EL CASO DEL PUEBLO DESAPARECIDO arecer descabellado lo que cuento, pero era la pura verdad. Ya no estaba all el poblado. Mis ojos atnitos, que veinte das antes haban visto all una gran choza destinada a las reuniones y el palabreo, unas ochenta chozas grandes, decenas de graneros y gallineros, no descubran ahora ms que un campo desolado en el que se divisaban algunas ruinas carbonizadas. De la poblacin, anda; los 218 habitantes se haban esfumado. Hombres, mujeres y nios. Se haban largado todos. "Adnde? Por qu razn?", nos preguntbamos unos a otros. Prescindiendo del por qu, no encontrbamos indicacin alguna del dnde. Despus de una bsqueda de dos horas, regresaron Sankuru y sus policas muy abatidos, asegurando que aunque ellos tenan ms experiencia que los soldados en estas cosas, tampoco haban podido hallar el rastro. Ni siquiera podan sealar la direccin probable, porque la tribu haba borrado y confundido con mucho cuidado sus huellas. Van Veerte estaba en ascuas. No es posible reproducir en letra impresa los comentarios que hizo, aunque en esencia venan a resumirse en que no era posible que desaparecieran as como as 218 personas. Pero el hecho es que haban desaparecido, tan completa y definitivamente que pareca que nadie sera ya capaz de aclarar semejante misterio, y que slo quedara memoria de l en algn archivo polvoriento y en el epitafio oficial que marcara el fin de la carrera colonial del seor Van Veerte. Por suerte para la majestad de la justicia y para la carrera del Administrador, haba tenido yo un buen da el capricho de ir a cazar cerca del poblado de Mohoko, brindndome al propio tiempo a hacer un pequeo servicio al Administrador. Esto alter por completo el curso de las cosas, aunque no quiero atribuirme por ello ningn mrito. Algunas preguntas que haba hecho a los indgenas y algunos datos que haba recogido; la tentativa que hizo para hablarme la esposa joven del jefe y su fuga; la escena entre Sankuru y Manuel; la extraa desaparicin de LokoLoko y de los dos policas enviados en su busca... Con estos frgiles hilos iniciaron su fatigosa investigacin los dos magistrados que destac, al conocer lo ocurrido, la Administracin de la provincia. Muy poca cosa, en resumidas cuentas. Pues bien: estos hechos insignificantes fueron la clave que condujo al descubrimiento de uno de los ms espeluznantes misterios del Congo, segn pudo verse al final. Tuve la suerte de seguir desde el principio aquella investigacin, que result hasta el ltimo momento llena de emociones. Pronto llegamos todos nosotros a convencernos de que la desaparicin de Mohoko era obra de una sociedad secreta. Pero nadie saba de qu secta se trataba, aunque era evidente que dominaba con mano de hierro a las poblaciones de todos aquellos alrededores. Hasta Sankuru y sus policas, Basiri y Manuel, fuentes habituales de informacin que nunca fallaban, parecan ahora incapaces de dar con una clave, sorprender una palabra indiscreta o proporcionar un dato cualquiera. Nos hallbamos frente a una conspiracin de silencio aterrorizado que ni las promesas ni las amenazas lograban romper.

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El doctor Gablewitch y el padre Jos empezaron a visitar, pueblo por pueblo, todos los de la regin. Iban en apariencia para llevar a los indgenas sus consuelos mdicos y espirituales; pero, en realidad, para llevar a cabo, como pudiesen, un censo de cada tribu y para tomar rpida nota de cualquier seal o coincidencia sospechosa que pudiera llamar su atencin. Nada de particular descubrieron en los seis primeros poblados que visitaron. Pero en el sptimo, mientras el doctor se hallaba entregado a sus tareas mdicas, observ que un indgena intentaba escabullirse de puntillas por detrs de la choza, con la evidente intencin de que no le viese. Despach en el acto un polica en su persecucin, porque el indgena ech a correr al verse descubierto. Aqul lo alcanz y se lo trajo a rastras. El indgena grua y jadeaba. El doctor Gablewitch se fij en los tatuajes circulares que llevaba en el torso; parecan del mismo estilo que los que yo le haba explicado que eran frecuentes en Mohoko. El buen doctor, que gustaba de las bromas pesadas, compuso un rostro terriblemente amenazador y rugi: T escapabas, y eso demuestra que eres culpable. En castigo, te voy a poner ahora una inyeccin que te mate con una agona lenta y espantosa. El indgena dej de forcejear y se qued suspenso; pero en cuanto vio que el mdico cogi en sus manos una jeringa llena de suero, dio un salto atrs, dando alaridos y pugnando a brazo partido por desasirse de los policas. Viendo que no lo consegua, grit: No, Bwana, por favor! Dir lo que s! Estas fueron las ltimas palabras que pudo pronunciar. El doctor sinti el silbido de algo que pasaba junto a su oreja..., y una flecha se clav en el corazn del preso. El veneno en que estaba impregnado caus un efecto instantneo. Se produjo una enorme confusin. Sali para aquel lugar un magistrado, pero tard un da entero en llegar. Los dos blancos, sus criados y los policas no haban conseguido dar en aquellas veinticuatro horas con una clave. Peor an: al pedir el magistrado al mdico sus notas, ste no las encontr. Haban desaparecido las listas de nombres, familias, inyecciones, tatuajes y todas las dems observaciones que haba hecho. El magistrado dio orden a los soldados de que reuniesen a toda la poblacin. Pero Garao era un pueblo que nos reservaba sorpresas. El nmero de los individuos que aparecan con vacunas recientes era bastante superior a la cifra que el doctor recordaba haber vacunado. Triganme al jefe! orden muy escamado el juez. Todos salieron llamando al jefe, pero ste no apareci ni supo nadie decir dnde andaba. El magistrado grit a Sankuru: Treme volando al jefe! Como no est aqu dentro de diez minutos... Pero transcurrieron diez minutos, y veinte, sin que apareciese. Y fue por ltimo el magistrado mismo quien tuvo que ir a verlo... en un pequeo calvero donde lo encontraron Sankuru y sus policas, en medio de un charco de sangre, con la garganta destrozada por horribles zarpazos de un felino. Un akkha murmur Sankuru. Y al mismo tiempo seal unas huellas del feroz leopardo de las montaas de aquella regin, que estaban claramente marcadas aqu y all en el fango, alrededor del cadver todava caliente.

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Un akkha lo ha matado repiti con semblante lvido, y al decirlo se restreg las manos una y otra vez en la blusa azul de su uniforme. Basiri exclam entonces: Ese majadero ha tocado el cadver! El magistrado mir a Sankuru y vio las manchas de sangre. Esto le produjo una repentina turbacin, y volvi la vista hacia otro lado. Pudo as descubrir la causa del sbito silencio que se haba producido a su alrededor. La bulliciosa multitud de indgenas que haba ido en pos de l hasta el lugar en que fue hallado el cadver se haba esfumado. Haba bastado que se pronunciase una sola palabra: Akkha! para que se desbandasen todos sin abrir la boca. A nadie enga aquella muerte del jefe de Garao. Los animales carnvoros no atacaban jams al hombre en pleno da y en los alrededores del poblado. Aquello era cosa de los Hombres Akkha, los feroces asesinos que acostumbraban a emboscarse en espera de sus vctimas para clavarles en el cuello unas garras de hierro que se atan a las manos; los akkhas, que se cubren la cabeza con una piel del autntico leopardo para disfrazar as su personalidad; los akkhas, que una vez cometido el crimen dejan impresas en el lugar unas huellas falsas de felino hechas con un bastn tallado, borrando antes con sumo cuidado las suyas propias. Era un asesinato ms. Desde aquel momento, los crmenes se sucedieron rpidamente unos a otros. Conforme avanzaba la investigacin, se iban amontonando los cadveres. Hasta el nmero de cuarenta y siete! Y sin encontrar jams un rastro, fuera de algunas huellas de akkha, y esto slo en algunos casos. Indicaciones que pudiesen guiar las pesquisas, ninguna. A menos que... S, algo haba. Cuarenta y cinco de los cuarenta y siete asesinados tenan la marca de haber sido vacunados, y dieciocho de los hombres estaban tatuados con crculos. Dos haba que no presentaban seal de haber sido vacunados, pero al examinar sus cadveres observ el doctor un detalle curioso. Ambos tenan el relieve de una cicatriz igual en el estmago, un poco ms arriba del ombligo. Manuel, el ayudante del mdico, brind una explicacin posible de aquel hecho. La vacuna asustaba en un principio a los indgenas, pero luego se dieron a pensar que tal vez fuese una gran operacin de magia de los blancos. Entonces, algunos de los que no haban sido vacunados querran gozar de una proteccin parecida a la que la vacuna proporcionaba, y se dirigan al hechicero, y ste les hara una incisin abdominal, embutiendo en ella algunos de sus sucios medicamentos. Pero, y los tatuajes de los dieciocho restantes? Qu sentido tenan? Y qu se poda deducir del hecho de que ninguna de las vctimas hubiese escapado de la vacunacin de Manuel o a la del hechicero? Se trataba de una simple coincidencia? No nos encontraramos, segn insistan tercamente los magistrados, con alguna pieza del rompecabezas de Mohoko a la que no veamos an el sentido? Entretanto, el magistrado, Van Veerte, el padre y el mdico haban sometido a interrogatorios, unas veces con halagos y otras de una manera rigurosa, a un buen millar de indgenas; pero con todo ello estaban en el mismo punto de partida. Tambin haban encarcelado los magistrados a unos cuantos centenares de indgenas, con la esperanza de que alguno de ellos cediese y hablase. Tampoco este recurso sirvi de nada. Poco a poco tuvieron que ponerlos en libertad a todos. A todos, menos a cierta persona que trajeron en automvil desde un poblado lejano de otra regin, y que qued encarcelada en la capital de la provincia. Nadie saba quin era.

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Los magistrados me haban pedido, mientras se llevaba adelante la investigacin, que les hiciese ampliaciones de todas las fotografas que yo haba hecho en Mohoko. Llev a cabo este encargo, que me cost mucho trabajo. Eran fotografas del jefe de Mohoko y de sus mujeres; de hombres con los torsos tatuados; de un joven cazador al que me encontr cierto da llevando atado a la mueca un burdo emblema flico o ertico; del pueblo mismo, etc. Fue tal la satisfaccin de los magistrados al recibir aquellas fotografas que tuve la seguridad de que haban identificado al preso misterioso como a uno de los individuos que desaparecieron con todo el poblado de Mohoko. Y tantas vueltas le di a este asunto que adquir la casi seguridad de que tambin yo lo haba identificado. Una tarde, estando la mayor parte de los encargados de la investigacin en Watza para tomarse un da de descanso, que se haban ganado muy bien, cog una de mis ampliaciones y llam a Bombo, mi chfer en muchas expediciones. Se la ense y le dije: Fjate bien en lo que voy a decirte, porque hay en ello una buena matabisha para ti. T sabes quin es la persona de este retrato, verdad que s? No, Bwana me contest visiblemente intrigado; pero luego se ilumin su rostro con una expresin curiosa y se corrigi: Es posible que la conozca. Muy bien. Y sabes dnde se encuentra ahora? Baj la cabeza, pero no dijo nada. Se diese o no cuenta, su actitud equivala a decirme: Lo s perfectamente, pero es mejor que no me meta en este asunto. Fjate bien lo que te digo agregu. Esta fotografa te la has encontrado t haciendo la limpieza del campamento y la has cogido sin decirme nada a m. Me entiendes bien? Cuando ests reunido con alguno de tus amigos, scala y hzsela ver. Diles que te ha parecido que es de la misma persona que se llev el magistrado en su automvil. Lo nico que yo quiero que t me digas es si alguno de los circunstantes se interesa especialmente por ella. Si alguien te la pide, dsela. Y dime quin es. Con esto habrs ganado la matabisha..., que ser igual al salario de un mes, estamos? Bombo cogi la foto y se dio por enterado de mi promesa sin muestras de mucho entusiasmo. Lo que ordenes, Bwana dijo sin levantar la vista, y desapareci. Un rato despus o gran vocero, estallidos de risa y pasos de gente que se acercaba a mi tienda. Apareci Sankuru, que traa a rastras a Bombo, el cual pugnaba por desasirse. Venan detrs dos policas y todos mis criados. Sankuru solt al detenido, salud con la mayor gallarda cuadrndose, y dio rienda suelta a su indignacin: Bwana me dijo: este criado al que quieres como a un hijo y en el que has depositado tu confianza, es un ladrn y debes castigarlo con severidad. Cog la fotografa que l me presentaba indignado y le contest que no tena ningn valor, que yo mismo la haba tirado. Sin embargo, lo felicit por su celo, le di unos golpecitos en el hombro y le obsequi con un paquete de cigarrillos. Y le pregunt de sopetn quin era la persona de la fotografa aquella. Sankuru se qued desconcertado un momento, pero se recobr en seguida. Pero yo haba visto lo suficiente para saber que me contestara con una mentira. Con mucha precipitacin, y como queriendo soslayar un asunto demasiado peligroso, contest: No lo s, Bwana y para hacer ms convincente su mentira, agreg: Soy viejo y tengo la vista cansada. No s siquiera quin puede ser esa mujer. Si tan mal ests de la vista le dije, cmo has podido ver que se trata de una mujer?

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Muy bien dicho, Bwana! exclam rindose, como si mi salida le pareciese graciossima. Los dems se echaron tambin a rer. Viendo que no sacara ni una palabra ms de Sankuru, los desped a todos. Arda en deseos de saber si Bombo haba enseado la fotografa a alguien ms, pero antes quera estar seguro de que Sankuru se haba alejado. Me tumb en mi cama de campaa. Pero era tal mi impaciencia que no pude resistir ms, y a los cinco minutos me puse en pie. Bendito sea Dios que tan a tiempo me envi aquel impulso! El crujir de la cama se confundi casi con el ruido que hizo una tela al rasgarse. En la almohada en la que un segundo antes descansaba mi cabeza temblaba todava una flecha, y la mancha que apareci en la funda me deca sin lugar a dudas que la flecha estaba embadurnada de veneno. Todo esto ocurri en menos tiempo que el que cuesta contarlo. Y, tambin en un instante, apagu yo la luz, ech mano al rifle y a una linterna elctrica y espi por la parte posterior de mi tienda la negra muralla de vegetacin que rodeaba al claro del bosque en que estaba instalado el campamento, y que por aquel lado no distaba ms de seis metros. Escuch con gran atencin. No o el menor ruido. Mi linterna tena dispositivo para adaptarla al can del fusil en las caceras nocturnas. Las coloqu, las encend y registr los alrededores con el foco de luz, adelantando el rifle. Hice bien en mantenerme detrs de la tienda, porque pas otra flecha silbando por encima de la luz de la linterna y fue a clavarse en el suelo a dos pies de distancia de m. Apagu inmediatamente la luz y apunt hacia el sitio de donde haba venido el chasquido del arco. Dispar, no porque creyese que iba a dar al hombre, sino para asustarlo y ponerlo en fuga. Volv a encender la linterna, pero esta vez la llevaba en la mano, porque o el ruido que alguien haca abrindose paso por entre arbustos y ramas. Pero la oscuridad no me dej ver nada. Mis criados acudieron corriendo. Les di orden de que se quedasen vigilando y que no permitiesen que nadie se acercase. Entonces pregunt a Bombo cuntas personas haban visto la fotografa antes de mostrrsela a Sankuru, pero le advert que no pronunciase nombres, porque no quera poner en peligro su vida. Esto pareci quitarle un peso de encima y me contest: Una solamente, y me pareci que iba hacia aquella choza que hay por ese lado y seal en la misma direccin de donde haban venido las flechas. No quera saber ms por el momento. Me dirig rpidamente hacia la casa de Van Veerte y le inst a que cogiese su revlver y me acompaase. Estaba seguro de lo que bamos a ver..., si llegbamos a tiempo, mientras nos encaminbamos a toda prisa hacia una choza situada a espaldas de la estrecha faja de selva que haba detrs de mi campamento. Pero en el momento de ocultarnos detrs de un enorme tronco de rbol, ya no estaba tan seguro, y pensaba: Con tal de que no est equivocado ...! Desde el interior de la choza solitaria se filtraban tenues rayos de luz. No se mueva susurr al odo de Van Veerte. Pero fjese bien en los que salen. Cuando los haya visto, lo sabr ya todo. Al cabo de un rato se apag la luz; pero entonces se haba levantado la luna, iluminando el panorama con su plida claridad. Omos abrirse la puerta. Fueron saliendo del interior hombres, de a uno, con grandes intervalos, y se alejaron en silencio, pero nosotros pudimos reconocerlos a todos, sin gnero alguno de duda.

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Al pasar por delante de nosotros el ltimo, me pareci que Van Veerte sufri un escalofro. Quiz el que se escalofri no fue l, sino yo. Aquel hombre llevaba en la mano un arco que, puesto vertical, le igualaba a l en altura. Era un arco que pareca el ms apropiado para disparar flechas como la que se haba clavado profundamente en la almohada de mi cama de campaa. LOS HOMBRES QUE BAILAN CON LOS MUERTOS quel da era domingo. Aunque debamos salir todos al siguiente por la maana para llevar adelante nuestras investigaciones, celebramos aquella noche un largo consejo de guerra, durante el cual adoptamos varias resoluciones. La primera de todas fue la de que nos esforzaramos en mantener una actitud que no hiciese sospechar que sabamos algo. Segundo, que tendramos todos muy buen cuidado de no permanecer nunca aislados. Tercero, que siempre que tuvisemos que referirnos a los cuatro criminales que ya creamos conocer, nos referiramos a ellos con las letras A, B, C y D, aun cuando hablsemos en francs, ingls o flamenco. Cuarto, que el ms joven de los magistrados se retrasara, fingiendo una pequea indisposicin, y no se pondra en camino hasta que nosotros llevsemos ya bastante adelantado nuestro viaje. Fingira entonces una agravacin de su enfermedad y dara orden a su chfer de que lo condujese al hospital provincial, y all ocupara una cama de manera que se enterase la gente. Ms tarde, adoptando las mayores precauciones para no ser visto por ningn indgena, sometera a un duro interrogatorio a la mujer que estaba encerrada en la crcel de la provincia, ponindole delante las confesiones que le haban hecho A y sus otros compaeros. He dicho la mujer porque mi hiptesis haba resultado exacta, y ya los magistrados no podan ocultar la personalidad de la presa. Todo sali a pedir de boca, por aquella vez al menos. Ahora que creamos conocer una buena parte del juego, procurbamos alejar sospechas, hacindonos los tontos cuanto nos era posible. Regresamos a Watza el sbado por la tarde, despus de una semana de safari. El magistrado enfermo estaba ya sano, nos esperaba y tena urgente necesidad de tomar el aire del campo. Como faltaban an tres horas para que oscureciese y para la hora de la cena, subimos todos a mi automvil. Hicimos alto en la cumbre de una colina pelada. Nadie podra acercrsenos en muchos centenares de yardas a la redonda sin que lo visemos. Era el lugar ms adecuado para charlar con toda libertad. El magistrado joven nos confirm lo que ya nos suponamos al verlo restablecido. Despus de acosar a la mujer por espacio de varios das, haba por fin sucumbido y hecho una confesin completa. Aquella conversacin result la ms espeluznante, pero tambin la de mayor emocin e inters que he escuchado en mi vida. Pareca como si entre los seis estuvisemos componiendo una novela de misterio, fuera de que la aportacin de cada uno de nosotros no era un simple fruto de nuestra imaginacin, sino un trozo ms del rompecabezas infernal que bamos poniendo en el lugar que le corresponda. Cuando finalizamos nuestra conversacin el libro estaba completo y el misterio aclarado. Faltaba slo aportar las pruebas concluyentes y el desenlace final. Tenamos la seguridad de que tambin eso lo tendramos, si nos acompaaba la suerte, el mircoles

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por la maana a ms tardar, porque ese da nos encontraramos todos de vuelta en el sitio donde haba estado emplazado un da el pueblo de Mohoko. Era evidente que nuestros criminales tenan su cuartel general en este pueblo. Una de las claves de que disponamos para obtener esta conclusin era la insistencia con que Manuel haba afirmado que jams haba estado all antes del viaje que hizo en mi compaa. Sin duda le asustaba pensar que yo pudiera descubrir casualmente alguna cosa. Otro indicio era el haber venido conmigo, ya que no se lo haba ordenado el mdico, sino que fue l mismo quien se lo sugiri al doctor. Lo confirmaba tambin el caso de LokoLoko. Es probable que no se mostrase completamente sumiso. Cuando fue citado para que compareciese ante el tribunal con objeto de responder de una acusacin leve, tuvieron buen cuidado los asesinos de que no se pusiese fuera del control de su mano de hierro, temerosos de que hablase. Los dos policas que fueron en su busca, y que al ver que aqul haba desaparecido armaron barullo y amenazaron, tuvieron el mismo fin que LokoLoko. Con estas tres muertes el total de los asesinatos ascenda a cincuenta. Todo esto haba sido confirmado por la mujer que estaba presa en la crcel provincial. Era sta, en efecto, la ms joven de las esposas del jefe de Mohoko, la misma que quiso hablar conmigo, pero no para advertirme de lo que ocurra, sino simplemente para pedirme la fotografa que me haba visto hacerle. Pudimos advertir que los miembros de la secta que caan en desgracia no salan mejor librados que los extraos. Bastaba infringir una regla para que el infractor pagase su falta con la muerte, aunque perteneciese a la casta privilegiada cuyo emblema era, en opinin nuestra, el tatuaje de crculos. Esto se demostraba con lo ocurrido al indgena en Garao, que, cuando el doctor le amenaz en broma con una inyeccin mortal, dijo que dira lo que saba, y en el acto, C o B, que estaban al acecho, le infligieron el castigo. Se demostraba tambin con el caso del jefe de Garao. Se saba que era hombre de carcter dbil. Cuando el magistrado manifest su resolucin de someterlo a un duro interrogatorio, temieron tambin C o D que se fuese de la lengua. Entonces un akkha, oportuno y eficaz, entr en accin unos minutos antes de que Sankuru y sus policas llegasen al lugar del crimen. Y el ejemplo ms concluyente era el del jefe de Mohoko, al que designbamos con la letra B. Indudablemente que era el segundo de a bordo, pero con todo eso, muri a los pocos das de marcharme yo del pueblo, y la enfermedad que le aquejaba era ya obra del veneno. Muri asesinado! eso fue lo que la joven esposa manifest al magistrado, y, segn afirm, lo haba matado A, letra con la que seguamos designando al jefe supremo de la secta. Lo peor de todo era el sistema que la sociedad secreta tena de matar. Es lo ms espeluznante que o en mi vida explic el magistrado ms antiguo. Pero me parece que es verdad. El nombre de la secta ya lo indica:Los que bailan con los muertos! As se llaman ellos mismos. Ya me lo estaba imaginando exclam el mdico sin poderse contener. Los muy cochinos y bandidos...! Y entonces nos explic ciertas anormalidades que observ en los cadveres que aparecan con incisiones abdominales.

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Al llegar a este punto me adelantar al curso de los acontecimientos, para completar este primer informe del doctor Gablewitch con los muchos eslabones de la cadena que an faltan y que nos fueron proporcionados por los mismos criminales, especialmente por A, que result ser, segn habamos supuesto nosotros an antes de que l y veintinueve de sus cmplices fuesen declarados culpables y condenados a trabajos forzados a perpetuidad, el jefe supremo de la secta, culpable, segn propia confesin, de varios centenares de asesinatos. La secta segua en todos los casos el mismo demonaco procedimiento. Cuatro o cinco de sus miembros, enmascarados con pieles de leopardo, se introducan a medianoche en la choza del que iba a ser su vctima. Sin necesidad de recurrir a procedimientos de violencia fsica, caa aqulla muerta, es decir, sin voluntad, ya se tratase de un nio, de una mujer o del hombre ms vigoroso. Los indgenas usaban este calificativo de muerta porque no eran capaces de comprender el gran poder hipntico que desarrollaban los asesinos de la secta. Bajo la influencia de esta fuerza hipntica y obedeciendo al mando de sus verdugos, el muerto se levantaba, sala de la choza y caminaba con el cuerpo rgido hacia donde ellos lo llevaban. Y siempre la demonaca procesin se diriga al mismo lugar, a un claro de bosque que haba detrs de la aldea de Mohoko, un ttrico calvero del que nadie se atreva a hablar en voz alta, pero al que todos los habitantes de la regin conocan por el nombre de Plaza del Baile con los Muertos. All estaban reunidos los iniciados, y, al llegar la nueva vctima, empezaba una danza bruja en la que el muerto participaba, sin ofrecer resistencia a cuanto se le ordenaba. Primero bailaban en grupo. Despus, conforme los iba llamando el jefe supremo, bailaban todos los miembros en pareja macabra con el muerto. A continuacin eran conducidas a la plaza aquellas otras vctimas que ya llevaban muertas algn tiempo; eran casi siempre mozas y mujeres jvenes. Acto seguido, y a la luz temblorosa de las antorchas, tenan lugar orgas indescriptibles, hacia el final de las cuales entraban en juego los falos rgidos (como el que yo haba visto en la mueca de un joven). Con las primeras luces del da, cuando el frenes general haba llegado a su punto mximo, se obligaba al nuevo muerto a tumbarse boca arriba en el centro de la enloquecida muchedumbre, y entonces un hechicero le haca una profunda incisin en la piel, por encima del ombligo, y la rellenaba de dawa, es decir, de una medicina secreta. Segn manifestaron los acusados, los hechiceros de la secta haban llegado a la conclusin de que la dawa no surta los mismos efectos afrodisacos en los individuos que haban sido vacunados que en los que no haban recibido la nueva endemoniada invencin del hombre blanco. Por eso tenan los mismos adeptos a la secta tanto inters en vacunarse, como medio defensivo contra la posibilidad de ser elegidos para muertos; y tambin, por la razn contraria, procuraban poner fuera del alcance de la jeringuilla del hombre blanco a los que ya tenan elegidos para vctimas suyas. Acabada la demonaca ceremonia en la Plaza del Baile con los Muertos, la ltima vctima, todava bajo el influjo del sueo hipntico, y las dems muertas de reuniones anteriores, eran distribuidas en varias chozas del poblado de Mohoko, en el que los desgraciados vegetaban hasta que llegaba la noche de la ceremonia definitiva en la que haba de cumplirse su destino. Durante todo este tiempo los muertos, entre los que se contaban muchas ms mujeres que hombres, vivan lo que los de la secta llamaban una segunda vida. No tenan que trabajar y se les alimentaba copiosamente, lo mismo que si fuesen animales

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cebados por encargo de un carnicero exigente. Su idiotez iba en aumento y llegaban a perder el uso de sus facultades humanas, no viviendo ya sino con el ansia de satisfacer los accesos de lujuria que desarrollaba en ellos la sustancia afrodisaca contenida en la dawa. En otros trminos, se preparaba desde todo punto de vista a la vctima para las orgas asquerosas que se celebraban con frecuencia en la siniestra plaza y que terminaban con el Banquete del Akkha. La vctima cuyo sacrificio deba celebrarse quedaba en la plaza y era sometida a un ltimo tormento. Uno de los miembros de la secta, enmascarado y revestido con pieles de akkha, sala al centro y obligaba a la vctima a bailar con l una parodia de la danza de los cazadores, y cuando estaban en ella saltaba a su cuello, lo mataba y lo haca pedazos. Los restantes iniciados se unan entonces al presunto akkha y compartan vidamente aquel banquete, que dejaba empequeecidas las ms aterradoras fiestas canibalescas. Y todo ello bajo la mirada inexpresiva de los dems muertosvivos que un da iban a sufrir la misma suerte.

Cuando se conocieron todos aquellos horrores no fue cosa difcil encontrar la solucin al problema de la desaparicin de los doscientos dieciocho habitantes de Mohoko. Una mitad aproximadamente eran de otras localidades. No se trataba de idiotas bien cuidados, como yo haba supuesto, ni de individuos atacados de la enfermedad del sueo, como pretenda Manuel. Eran pobres desgraciados, raptados por la secta en toda la regin, y que vivan en Mohoko bajo los efectos de la diablica droga para satisfacer los depravados apetitos de sus adeptos. Los dems habitantes del poblado eran miembros o familiares de los miembros de la secta, y tanto mi visita como mis preguntas no pudieron menos que despertar sus recelos. Antes de que empezsemos a investigar hicieron desaparecer a todos aquellos cadveres ambulantes, matndolos y enterrndolos o, lo que es mucho ms probable, devorndolos, en una fantica sucesin de bestiales banquetes. Hecho esto, los dems huyeron en todas direcciones, divididos en pequeos grupos, despus de prender fuego a todo lo que no pudieron llevarse.

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Al da siguiente de nuestra conferencia, es decir, el lunes, volvimos a recorrer la distancia que nos separaba de Mohoko. El martes por la noche acampamos a dos horas de marcha del descampado en que antes se levantaba el poblado. El mircoles por la maana nos pusimos en marcha muy temprano. Cuando llegamos al descampado de Mohoko, omos de pronto un agudo silbido. Nos rodearon por todas partes hombres con uniformes de color kaki. Un oficial belga se adelant y nos salud. Llegaron hasta mis odos algunas frases sueltas de su conversacin con los magistrados: Ayer cavamos durante todo el da... en el otro descampado..., crneos..., huesos humanos... por todas partes..., docenas, centenares...

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Terminada la conversacin se volvi el oficial hacia su tropa de soldados negros y, despus de darles la voz de firmes, les grit enrgicamente: Os recuerdo otra vez las rdenes rigurosas que os tengo dadas. Si alguien, sea blanco o negro, intenta cruzar vuestra lnea para escapar, lo tumbaris de un tiro. Repito, sea quien sea. Examin los rostros de la gente que haba ido con nosotros y vi que estas palabras haban producido una impresin tremenda. Van Veerte no perdi tiempo con muchas palabras. Dirigindose a la caravana, les habl de este modo: Quiero hacer excavaciones en este terreno. El que quiera ganarse un sobrejornal de dos francos, que coja una azada de ese montn. Todos los peones de carga se adelantaron en tropel para echar mano a las herramientas. Van Veerte agreg: Quiero que trabajen tambin los policas, y todos vosotros. Al or esto, Sankuru y sus hombres se adelantaron a coger cada cual una azada. Con gran sorpresa ma, tambin Manuel, Basiri y sus compinches imitaron su ejemplo. Cuando se hizo un poco el silencio, habl otra vez Van Veerte, y ahora de un modo tajante: Quitaos las blusas y las camisas. Todos, sin excepcin. Fue una cosa curiosa el ver que individuos como Sankuru, Manuel y Basiri, a los que se haba tratado hasta entonces con toda clase de miramientos, se sometan humildemente a tal indignidad. Pero algo haba en la voz de Van Veerte que no admita rplica. Los tres enemigos irreconciliables se desvistieron rpidamente y se pusieron a trabajar en lnea con los dems. Van Veerte entabl conversacin con nosotros y con el oficial, desentendindose por completo de los indgenas, que se haban puesto a trabajar con endemoniada energa, pero sin orden alguno, y divididos en varios grupos. Al cabo de un rato, y como si hasta entonces no hubiese advertido lo que estaban haciendo, se volvi hacia ellos y les grit con voz de trueno: Hatajo de estpidos, donde yo os he mandado cavar es en la Plaza. No aqu. En el otro descampado...,en la Plaza del Baile con los Muertos! Todos tiraron las azadas al suelo. Se oy un disparo, seguido de gritos airados. Se arm una espantosa baranda de tiros, gemidos, voces de mando, golpes de las culatas de los rifles contra los cuerpos desnudos, un completo pandemnium! Pero las cosas haban sido calculadas cuidadosamente. La compaa de infantera indgena haba llegado das antes secretamente desde la capital de la provincia y lo tena todo ensayado a la perfeccin. Pronto pas aquella tormenta y se restableci el orden. En el extremo ms lejano del descampado haban detenido los soldados al grupo de peones y policas que, al or aquel temido nombre se desbandaron, posedos de indescriptible pnico. Aquella fuga no tena mayor alcance. Pero otro grupo de soldados traa a rastras a dos individuos, con tatuajes en sus torsos, que forcejeaban y daban alaridos como animales salvajes. Finalmente, un tercer grupo transportaba el cuerpo encogido y sin vida de un anciano y lo dej en la pequea elevacin que haca el terreno donde nos encontrbamos. El ms joven de los magistrados dirigi una mirada fra a aquel rostro lastimoso, acribillado a balazos, y exclam: Aqu tenemos a nuestro D. Sankuru! musit Bombo, sin dar crdito a sus ojos. Otro de los magistrados hizo este comentario:

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Qu bien tramado estaba! Cada uno de ellos ocupaba un cargo de confianza y de influencia decisiva, aparentando enemistad mortal con los otros dos. Van Veerte dijo por centsima vez: La noche que los vi salir de la choza me pareci estar viendo visiones. Era ya superfluo que siguisemos designando a Manuel y a Basiri por las letras A y C. Los dos estaban heridos, acometidos de un arrebato histrico y echando espumarajos por la boca. Cuando vieron el cuerpo inanimado de su compinche, se callaron de repente. Y tambin de repente y simultneamente recobraron la voz, para concentrar sus acusaciones contra Sankuru, esforzndose desesperadamente por acumular todas las responsabilidades sobre el muerto. El doctor no haca ms que gruir: Grandsimos cochinos, ratas inmundas...! Van Veerte y los magistrados observaban cmo Manuel y Basiri eran amordazados, esposados y ligados con cuerdas. El magistrado decano dijo a los soldados: Vosotros me respondis de que lleguen a la crcel vivos y sanos. Andando con ellos!LOS HOMBRES QUE BAILAN CON LOS MUERTOS Attilio Gatti, 1949 Trad. Armando Lzaro RossAmanecer Vud. Valdemar Antologas 3

Zombi BlancoVivian Meikeoffrey Aylett, comisionado en funciones del distrito de Nswadzi, estaba asustado. En sus veinte aos en frica nunca antes haba experimentado la sensacin de encontrarse tan definitivamente desconcertado. Senta como si algo estuviera apretndose contra l, algo que no poda ver ni localizar, y, no obstante, algo que pareca envolverle y que de una manera inexplicable amenazaba con asfixiarlo. ltimamente haba empezado a despertarse de repente durante la noche, esforzndose por respirar y casi abrumado por una sensacin de nusea. Una vez que sta desapareca, an permaneca el extrao rastro de un olor horrible e innominado, un olor que tena fuertes reminiscencias con las consecuencias de las primeras batallas de la campaa de Mesopotamia. Aquellos haban sido das de espantosas enfermedades, cuando el clera y la disentera, las insolaciones, la fiebre tifoidea y la gangrena haban campado incontroladas; donde cientos quedaron en el sitio en que cayeron; cuando, presionados por los enemigos y olvidados por los amigos, los supervivientes se vieron forzados a abandonar incluso el decoro elemental del entierro decente... Record las moscas y la descomposicin, la temperatura de cincuenta grados... Y ahora, dieciocho aos despus, cuando despertaba por las noches pareca flotar a su alrededor como una presencia maligna el mismo olor de la corrupcin ftida. Aylett era, primero y por encima de todo, un hombre racional, acostumbrado a enfrentarse a los hechos. Sus conocimientos del misterio de frica, de sus lugares recnditos y sus selvas, de su espectral atmsfera, eran tan completos como el de cualquier hombre blanco sonri fantasiosamente al recalcarse a s mismo lo pequeos que eran stos y buscara alguna razn concreta que explicara ese vaco de aos

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estrechado con ese horrible hedor. Si fracasaba en conseguir una solucin satisfactoria, se vera obligado a concluir que ya era hora de regresar a casa con un largo permiso. Con cautela, como era propio de un hombre con su experiencia sobre los modos de los dioses oscuros, indag en la profundidad de su alma, pero no pudo encontrar la respuesta que buscaba. En el distrito slo haba una conexin entre l y la Mesopotamia de 1915 un tal John Sinclair, retirado del Ejrcito de la India, pero esa conexin ya era un eslabn roto bastante antes de la primera aparicin de esas asquerosas pesadillas. Sinclair haba sido un camarada oficial en los viejos das, y, siguiendo el consejo de Aylett, se haba instalado en unos miles de acres de tierra virgen en el comparativamente desconocido distrito de Nswadzi apenas terminar la guerra. Pero haba muerto haca ms de un ao, y, lo que era ms importante, lo haba hecho de manera natural. El mismo Aylett haba estado presente en la muerte de su amigo. Siendo al mismo tiempo un mstico como resultado de su conocimiento de frica y un pragmtico como resultado de su educacin occidental, Aylett consider de forma metdica la verdad trivial de que hay ms cosas en el cielo y en la tierra que las que suea nuestra filosofa, y repas en detalle todo el perodo de su asociacin con Sinclair. Al acabar, se vio obligado a reconocer el fracaso, y, en verdad, analizado lgica o msticamente, no exista ninguna razn adecuada para relacionar a Sinclair con sus problemas presentes. Sinclair haba muerto en paz. Incluso record el absoluto contento de su ltimo aliento... como si le hubieran quitado una gran carga de encima. Era verdad que antes de esto, Sinclair y tambin Aylett, durante los dos primeros aos de la Guerra, haba pasado un infierno que slo aquellos que lo haban experimentado podan apreciar. Tambin era verdad que, en una memorable ocasin, Sinclair haba salvado la vida de Aylett con gran riesgo para la suya propia, cuando Aylett, abandonado por muerto, haba estado tendido bajo el sol con graves heridas. Naturalmente, jams lo haba olvidado, pero siendo el tpico caballero ingls, haba hecho poco ms que estrechar la mano de su amigo y musitado algo al efecto de que esperaba que algn da se presentara la oportunidad de pagrselo. Sinclair haba descartado el asunto con una risa, como algo sin importancia... slo una obra hecha en un da de trabajo. All haba concluido el incidente y cada uno prosigui su recto camino. Como colono, Sinclair haba sido todo un xito. Con el tiempo se haba casado con una mujer muy capaz, quien, eso le pareci a Aylett siempre que se haba detenido durante un viaje en su hogar, estaba muy preparada para la dura existencia de la esposa de un plantador. Al principio Sinclair haba dado la impresin de ser muy feliz, pero a medida que pasaban los aos Aylett ya no estuvo tan seguro. En ms de una ocasin haba tenido la oportunidad de notar los cambios sutiles que experimentaba, a peor, su amigo. Estancamiento, diagnostic l, y le recomend unas vacaciones en Inglaterra. Las plantaciones solitarias, lejos de los tuyos, tienden a poner a prueba los nervios. Sin embargo, no siguieron su consejo, y los Sinclair prosiguieron con su vida. Dijeron que haban llegado a amar mucha aquel lugar, aunque l pens que el entusiasmo de Sinclair no era verdadero. En cualquier caso, no haba sido asunto suyo. Eso era todo lo que poda recordar, y se repiti que todo haba terminado haca ms de un ao. Pero los viejos recuerdos permanecen. Se encontr reviviendo otra vez aquel horrible da despus de Ctesifonte, cuando Sinclair, literalmente, le haba devuelto a la vida. Comenz a cuestionarlo... ociosa, fantsticamente. La tarde se torn en crepsculo, la puesta del sol dio paso a la magia de la noche. Aylett todava no hizo movimiento

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alguno para dejar la silla del campamento situada bajo el toldo de su tienda e irse a la cama. Despus de un rato, el ltimo de sus muchachos vino a preguntarle si poda retirarse. Aylett le contest con aire distrado, con los ojos clavados en los leos del fuego del campamento. A medida que pasaban las horas pudo or el sonido de los tambores nocturnos con ms claridad. Desde todos los puntos cardinales los sonidos venan y se iban, el tambor contestando al tambor... el telgrafo de los kilmetros sin senderos que el mundo llama frica. Con indolencia se pregunt qu decan, y con qu exactitud transmitan sus noticias. Extrao, pens, que ningn hombre blanco haya dominado jams el secreto de los tambores. Subconscientemente sigui su palpitante monotona. Poco a poco se percat de que el batir haba cambiado. Ya no se estaban transmitiendo opiniones o noticias sencillas. Hasta ah poda entender. Haba algo ms que se enviaba, algo de importancia. De repente se dio cuenta de que fuera lo que fuere ese algo, en apariencia se lo consideraba de vital urgencia, y que, por lo menos durante una hora, se haba repetido el mismo ritmo breve. Norte, sur, este y oeste, los ecos palpitaban una y otra vez. Los tambores empezaron a enloquecerlo, pero no haba forma de detenerlos. Decidi irse a dormir, pero haba estado escuchando demasiado tiempo, y el ritmo le sigui. Al final cay en un sueo inquieto, durante el cual el implacable y palpitante stacatto no dej de martillearle su mensaje indescifrable al subconsciente. Dio la impresin de que se despert un momento despus. Una niebla paldica se haba levantado de los pantanos de abajo y haba invadido el campamento. Se encontr jadeando en busca de aliento. Intent sentarse, pero la niebla pareca empujarle para que siguiera echado. Ningn sonido sali de sus labios cuando se afan por llamar a sus muchachos. Sinti que le sumergan cada vez ms... abajo, abajo, abajo y todava abajo. Justo antes de perder el sentido se dio cuenta de que estaba siendo asfixiado, no por la densa niebla, sino por una nauseabunda miasma que heda con todo el horror de la descomposicin... Al abrir de nuevo los ojos, Aylett mir a su alrededor azorado. Una cara amable y barbuda estaba sobre l, y oy una voz que pareci provenir de una gran distancia y que le animaba a beber algo. Le palpitaba la cabeza con violencia y respiraba con profundos jadeos. Pero el agua fresca despej un poco el asqueroso olor que daba la impresin de aferrarse a su cerebro. Ah, mon ami, cest bon. Cremos que estaba muerto cuando los muchachos lo trajeron. La cara barbuda exhibi una sonrisa. Pero ahora se pondr bien, hein? Usted es cmo lo dice? duro, hein? Aylett se ri a pesar de s mismo. Vaya, por supuesto, ste era el puesto de la misin de los Padres Blancos, y su viejo amigo, el Padre Vaneken, plcido y digno de confianza, le estaba cuidando. Cerr los ojos feliz. Ahora ya no haba nada que temer, pronto todo estara bien. Entonces, tan sbitamente como haba venido, ese terrible y persistente hedor de muerte y descomposicin le abandon... Pero padre discuti su horrible experiencia despus, qu podra haber ocurrido? Los dos somos hombres de cierta experiencia de frica... El misionero se encogi de hombros. Mon ami, tal como usted dice, esto es frica... y no tengo muchas pruebas de que la maldicin de Cam, el hijo de No, se haya levantado alguna vez. Los oscuros bosques son la fortaleza de aquellos cuyos espritus inconscientes se han rebelado y an no han venido para servir tal como primero se orden.?Quin sabe? Nosotros... yo no indago demasiado aqu. Cuando llegu por primera vez, en mi joven idealismo busqu convertir, pero ahora yo... yo me contento con realizar las curas de las fiebres y heridas,

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y espero que le bon Dieu lo comprenda. Es lo mismo en todas partes donde est la maldicin de No. La civilizacin no cuenta. Piense en Hait pas all doce aos, Sierra Leona, el Congo, aqu. Qu puedo decir sobre el ataque que usted recibi por parte de la niebla? Nada, hein? Usted... usted dele las gracias a Dios por estar vivo, pues aqu, mon ami... aqu se encuentra la cuna de frica, la fortaleza ms antigua de los hijos de Cam... Aylett observ al misionero con intensidad. Padre pregunt de modo deliberado, qu es lo que intenta que comprenda? Los dos hombres, viejos en las maneras de la jungla negra, se miraron con firmeza. Mon ami repuso con calma el sacerdote, usted es un viejo amigo. En cuestin de formas de la religin pensamos de maneras distintas, pero sta no es la Europa convencional, gracias a Dios, y cada uno de nosotros ha hecho lo mejor segn sus creencias. El mismo Dios no puede hacer ms. As que se lo contar. He visto esa niebla antes... por dos veces. Una en Hait y la otra en este distrito. Aqu? El padre asinti. Estaba en el campamento asistiendo a la escuela catecmena que hay junto a las tierras de la seora Sinclair... Prosiga la voz de Aylett son baja. Como usted sabe, la seora Sinclair ha llevado la plantacin desde la muerte de su marido. Se neg a regresar a casa. Al principio usted, yo toda la zona pensamos que estaba loca por quedarse all sola, pero... el misionero se encogi de hombros qu voulezvous? Una mujer es una ley en s misma. En cualquier caso, ha conseguido que sea el mayor xito jams alcanzado, y hemos de callar, hein? Pero la niebla? Iba a eso. Me cogi por el cuello aquella noche. Yo viva en la casa, como lo hacemos todos los que pasamos por all... frica Central no es una catedral cerrada... pero, aparte de no saber nada acerca de lo que pas durante varias horas, no me sucedi nada. Toc el emblema de su fe en el rosario, que era parte de su atuendo. La seora Sinclair dijo que me vi agobiado por el calor, pero a m esa explicacin no me basta... Sin embargo, eso no explica nada. Quiz no... pero la seora Sinclair dijo que no haba notado nada peculiar! Cmo puede ser? El sacerdote hizo un gesto ambiguo. Yo no soy la seora Sinclair dijo con brusquedad, y Aylett supo que el misionero no pronunciara otra palabra sobre ella. Cunteme lo de Hait, padre pidi. El cura contest con voz tranquila. All comprendimos que estaba producida artificialmente por magia negra vud, algo muy real, mon ami, que mi iglesia reconoce, como tal vez sepa usted, y que all llaman el aliento de los muertos. Por qu...? volvi a alzarse de hombros. Aylett gir el rostro y mir con fijeza hacia la distancia. Durante un largo rato clav la vista en la lnea de las lejanas colinas, sumido en sus pensamientos. Record una imagen en las que esas colinas aparecan como fondo: una fotografa tomada por un hombre que casi haba estado ms all del lmite de demarcacin para darle la verdad al mundo. Pero haba fracasado. La fotografa mostraba un grupo de figuras. Eso era todo hasta que uno las estudiaba, y aun entonces nadie creera que se trataba de una fotografa de hombres muertos... a los que no se permita morir.

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Durante horas los dos hombres permanecieron sentados en silencio, cada uno ocupado con sus propios pensamientos. La noche cubri el diminuto puesto de la misin, y desde lejos el sonido de los tambores les lleg transportado por la suave brisa. De repente, Aylett se volvi hacia el misionero. Padre dijo en voz baja, desde aqu la casa de los Sinclair slo est a treinta kilmetros... El sacerdote asinti. Lo entiendo, mon ami repuso. Luego, pasado un momento, aadi: Lo considerara una impertinencia si le pidiera que guardara esto en su bolsillo... hasta que vuelva? Sac un crucifijo pequeo. Aylett alarg la mano. Gracias dijo con sencillez. El sol se haba puesto cuando la machila 1 de Aylett fue depositada en el mirador de la seora Sinclair. Ella sali a recibirle. Me preguntaba si volvera a verle le observ con calma. No ha venido por aqu desde... hace ms de un ao ya. Entonces cambi el tono de su voz. Se ri. Como un oficial de distrito, ha descuidado vergonzosamente sus deberes! Aylett, con una sonrisa, se confes culpable, excusndose en base a que todo haba ido tan bien en esta seccin que haba titubeado en entrometerse en la perfeccin. Ha perdido ahora la perfeccin? replic ella. En absoluto. Esta visita es mera rutina. Hum... Gracias dijo ella con sequedad. De todas formas, pase y pngase cmodo, y maana le mostrar unas tierras perfectas. Aylett estudi a su anfitriona con atencin durante la cena. Se sinti incmodo por lo que vea cada vez que la coga con la guardia baja. Apenas poda creer que esta fuera la misma mujer a la que l haba dado la bienvenida como prometida unos aos atrs. La vida ardua la haba endurecido, pero contaba con ello. Sin embargo, haba algo ms... una especie de dureza amarga, as lo describi a falta de un trmino mejor. Despus del recibimiento formal, la seora Sinclair habl poco. Pareca preocupada por los asuntos de la plantacin. Mis propios territorios en frica dijo. Oh, cunto amo el pas, su magia y su misterio y su vasta grandeza. Le record cmo se haba negado a regresar a casa. Pero maana, coment, cuando l viera su frica la plantacin, lo comprendera. Aylett se retir temprano, claramente desconcertado. La haba visto mirando la cuidada pulcritud de la plantacin antes de darle las buenas noches. De modo inconsciente ella haba alargado las manos hacia la extensin en una especie de adoradora splica y, no obstante, bajo la brillante luz de la luna en esa mensual adoracin, l haba vislumbrado el contraste de las duras lneas de su cara y la amargura de su boca. frica... Extenuado como estaba, durmi bien. No saba si la pequea cruz que le haba dado el padre tuvo algo que ver con ello, pero por la maana se haba despertado ms descansado de lo que haba estado en semanas. Anhel recorrer la plantacin. La seora Sinclair no haba exagerado cuando emple la palabra perfeccin. Los campos haban sido limpiados hasta que ninguna brizna perdida de hierba creca entre las cosechas; los graneros se alzaban en apretadas hileras; los leos estaban apilados entre cuerdas; el huerto y el jardn de la cocina eran exuberantes, y el pasto en el hogar de la granja era el ms verde que l haba visto en los trpicos.1

Machila: parihuela, el medio corriente de transporte en los matorrales.(N. del A.)

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Para qu? su mente subconsciente no dejaba de martillearle. Por qu... y, por encima de todo, cmo? Aylett se haba dado cuenta de algo que slo un experto habra visto. Haba muy poca mano de obra, aunque los trabajadores que andaban por ah parecan muy ocupados. Como si adivinara sus pensamientos, la seora Sinclair los contest. Mis muchachos trabajan dijo con voz monocorde al tiempo que agit el ltigo de piel de hipoptamo que llevaba. Aylett enarc las cejas. Mtodos portugueses? pregunt con calma, mirando el ltigo. La seora Sinclair se volvi hacia l. Por primera vez not el antagonismo deliberado de ella. En absoluto; se debe al conocimiento de cmo sacar lo mejor de un nativo, una facultad que veo que los funcionarios an no han adquirido. El oficial del distrito encaj la estocada sin inmutarse. Touch repuso, pero saba que no se haba equivocado en cuanto a la mano de obra. Es extrao, pens, malditamente extrao... la seora Sinclair no hizo gesto de enterarse de la concesin del punto que le haba hecho. Tena los labios apretados con firmeza y, al continuar, habl con frialdad: Es slo una cuestin de llegar al corazn de frica, ese corazn palpitante que hay debajo de todo esto... A frica no le sirven aquellos que no se entregan con sus propias almas. De repente, ella se dio cuenta de lo que estaba diciendo, pero antes de que pudiera cambiar de tema, Aylett prosigui con la cuestin. Su voz fue como la de ella. Muy interesante... dijo, pero nosotros no animamos a los europeos, en especial a las mujeres europeas, a volverse nativas. No obstante, la ltima palabra la tuvo la mujer. La perspicacia de los crculos oficiales! murmur. Luego mir a Aylett de nuevo a la cara. Sueno como una nativa pregunt con voz spera o parezco una nativa? Aylett apenas la escuchaba. La estaba mirando. Sus ojos contradecan sus palabras, pues si alguna vez vio una expresin tirnica, de maligna perversin en una cara humana, fue entonces. Empez a entender... Se sinti agradecido cuando la inspeccin termin, y aliviado de que ella no le ofreciera la invitacin formal para que permaneciera ms tiempo. A ocho kilmetros de los lindes de su territorio tena una tienda montada detrs de unos matorrales y raciones para dos das bajo la sombra. Envi a su safari a marcha ligera rumbo al puesto de la misin, y lo observ hasta que se perdi de vista. Luego se sent a la espera de la noche. El corazn de frica... repiti para s mismo, pero su voz son lgubre, y sus ojos centellearon con fra clera. No fue hasta que oy los tambores cuando Aylett retrocedi por el sendero mal definido en direccin a la plantacin. En el borde del terreno se fundi entre las sombras de la arboleda y avanz lentamente junto a los eucaliptos. Se arrastr sin hacer ruido hasta el mismo rbol que creca en el jardn que haba delante de la casa. Al poco rato vio a la seora Sinclair salir al mirador. Junto a ella haba un nativo gigante que pareca un diablo obsceno, un mdico brujo, siniestro y grotesco, que se encontraba desnudo a excepcin de un collar de huesos humanos que colgaban y

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traqueteaban sobre su enorme pecho. Manchas de arcilla blanca y ocre rojizo embadurnaban su cara. Slo cubierta en parte por una magnfica piel de leopardo, la mujer blanca descendi al claro y restall el ltigo que tena en la mano. Son como un disparo de revlver. Como si se tratara de una seal, Aylett oy el batir de tambores cercanos. Desde uno de los graneros se inici la procesin ms grotesca que hubiera visto jams. Los tambores palpitaron con malevolencia: el breve stacatto que haba precedido a la ftida niebla que casi le haba asfixiado. Se tornaron ms y ms sonoros. El mensaje recorri las selvas, fue recibido y contestado. No caba duda en cuanto a su significado. Se agazap ms cuando los tambores se aproximaron, con los ojos clavados en la escena macabra que tena ante l. Siguiendo los tambores, con la misma regularidad que una columna en marcha, avanzaban los hombres que trabajaban la perfecta plantacin. Se movan en filas de cuatro, con pies pesados y andar automtico... pero se movan. De vez en cuando el restallido de ese ltigo terrible sonaba como un disparo por encima del batir de los tambores, y entonces Aylett poda ver cmo ese cruel ltigo cortaba la carne desnuda, y cmo una figura caa en silencio, para volver a levantarse y unirse a la columna. En su marcha rodearon el jardn. Al acercarse, Aylett contuvo la respiracin. Tuvo que dominar cada nervio de su cuerpo para evitar lanzar un grito. Casi como si estuviera hipnotizado, observ las caras inexpresivas de los autmatas silenciosos, lentos... caras en las que ni siquiera haba desesperacin. Sencillamente se movan a las rdenes del implacable ltigo en direccin a sus tareas asignadas en el campo. Encorvados y aplastados, pasaron a su lado sin emitir un sonido. La tensin nerviosa casi quebr a Aylett. Entonces lo comprendi... esos desgraciados autmatas estaban muertos, y no se les permita morir... le vinieron a la mente las figuras de la increble fotografa; las palabras del padre; la magia del vud, reconocida como hecho por la ms grande Iglesia Cristiana de la historia. Los muertos... a los que no se permita morir... zombis, los llamaban los nativos en susurros, all adonde iba la maldicin de No... y ella lo llamaba conocer frica. Un terror glido invadi a Aylett. La larga columna llegaba a su final. La seora Sinclair la recorra, el ltigo restallando sin piedad, la cara distorsionada por una lascivia pervertida, y el asqueroso mdico brujo asomndose maliciosamente por encima de su hombro desnudo. Ella se detuvo junto al rbol detrs del que l estaba agazapado. Una nica figura encorvada segua a la columna. Con un jadeo de horror Aylett reconoci a Sinclair. Entonces el ltigo se abati sobre esa cosa desgraciada que una vez haba muerto en sus brazos. Dios mo! musit Aylett con impotencia. No es posible... Pero supo que el vud del mdico brujo le haba arrojado esa imposibilidad a la cara. El ltigo restall de nuevo, lanzando al solitario zombi blanco al suelo. Despacio, se levant sin un sonido, sin expresin y automticamente sigui a la columna. Oy, como en una pesadilla, increbles y espantosas obscenidades de los labios de la mujer, burlas crueles... y el ltigo restall y mordi y desgarr, una y otra vez. En la vanguardia de la columna los tambores seguan palpitando. Por ltimo, el horror pudo con l. Aylett se encontr aferrando con desesperacin la diminuta cruz que el padre le haba dado. Con la otra mano empu el revlver y apunt con fra precisin... Dispar cuatro veces a un punto por encima de la piel de leopardo y dos a la cara embadurnada del mdico brujo... Luego se plant con la cruz levantada delante del que antao haba muerto como Sinclair.

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La figura estaba silenciosa, encorvada e inexpresiva. No hizo seal alguna cuando Aylett se le acerc, pero cuando el crucifijo la toc un temblor recorri su cuerpo. Los prpados cados se alzaron y los labios se movieron. Ya me lo ha pagado susurraron con gratitud. El cuerpo oscil y se desmoron. Polvo al polvo... rez Aylett. A los pocos momentos lo nico que quedaba era un escaso polvo grisceo. Haba pasado un ao tropical, record Aylett con un escalofro... Luego dio media vuelta y, con el crucifijo en la mano, recorri la columna...WHITE ZOMBIE Vivian Meik Trad. Elas Sarhan Amanecer Vud. Valdemar Antologas 3

LA PALIDA ESPOSA DE TOUSSEL.W. B. SEABROOKn anciano y respetado caballero haitiano, cuya esposa era de nacionalidad francesa, tena una hermosa sobrina llamada Camille, una joven mulata de piel clara a quien present y apadrin en la sociedad de PortauPrince, donde se hizo popular, y para quien esperaba arreglar un matrimonio brillante. Sin embargo, su propia familia era pobre; apenas se poda esperar que su to, lo cual entendan, le diera una dote era un hombre prspero, pero no rico, y tena una familia propia, y el sistema francs de la dot es el que prevalece en Hait, de modo que al tiempo que los jvenes apuestos de la lite se apiaban para llenar sus citas a los bailes, poco a poco se hizo evidente que ninguno de ellos tena intenciones serias. Al acercarse Camille a la edad de veint