Altamirano, Ignacio Manuel - Selección de obras del lic. Ignacio M. Altamirano

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!~C SE PRESTA

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SELECCION DE OBRAS DEL LIC.

IGNACIO M. AL T AMIRANO

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-- -ó~ 5S

SECRETARIA DE EDUCACION-PUBLICA

,

DEPARTAMENTO DE ENSEÑANZA

PRIMARIA Y NORMAL

SELECCION DE OBRAS DEL LIC. , •

IGNACIO M. ALTAMIRANO

-

• • •

FORMADA CON MOTIVO DEL PRIMER

CENTENARIO DE SU NACIMIENTO

TALLERES GRAFICOS DE LA NACION

MEXICO.- 1934

l

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LA N A VID A 'D

(EN LAS MONTAÑAS)

1

El sol se ocultaba ya: las llieblas ascendían del , pl'ofundo ,seno de , ,

los valles: detenían se un moment"o entre los obscuros bosques y las negras gargantas de la cordillera, ,como un rebaño gigantesco, después avan­)!;aban con rapidez hacia las cumbres; se desl?rendían majestuosas de las

, >

ilgudas copas de los abetes e iban, por último, a envolver la soberbia frente de las rocas, titánicos guardianes de la montaña que habían desa­fiado alli , durante millares de siglos, las tempestades del cielo y las il¡,dtaciones de la tiena, ,

~ -Los últimos ra.y\?s del sol poniente fJ'anjaban de 01'0 y de púrpura

I'stos enormes turbantes formados por la. niebla, parecían incendiar las Hl1hes agrupadas en el horizonte, rielaball débiles en 'las aguas tranqui­las del remoto lago. temblaban al retiral'se de las llanuras invadidas -ya po!' la sombra. Y' desapa.recían después de iluminar con S\1 última ca rieia la obsclll;a cresta de aquella oleada de pórfido\ ~. "

Los postreros l'\1mores del día anunciaban por dondequiera la proxi­midad del silencio, A lo lejos, eli los valles, en las faldas de las coli­nas. a las orillas de los arroyos, veíanse reposando quietas y silenciosas

-la!> "acadas; los ciervos cruzaban como sombras entre los árboles, en •

hu!>ca de sus ocultas guaridas; las aves haMan entonado ya sus himnos (le la tarde, y deRcansaban en sus lechos de ramas; en las rozas se en­i:endía la alegre hoguera de pino. y el viento glacial del invierno comen­zaba a agitarse entre las hojas.

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II

La noche se acercaba tranquila y hermosa: era el 24 de diciembre, es decir, qt~e pronto la noche de Navidad cubriría nuestro hemisferio con su sombra sagl'ada y animada a los pueblos cristianos con sus alegrías

\

intimas. Quién que ha nacido cristiano y que ha oído renovar cada año, en su infancia, la poética leyenda del Nacimiento de Jesús, no siente en semejante noche avivarse los más tiernos recuerdos de los primeros

• • días de la vida.

Yo i ay de mí! al pensar que me hallaba, en este día solemne, en me­dio del silencio de aquellos bosques majestuosos, aun en presencia del magnífico espectáculo que se presentaba a mi vista absorbiendt> mis sentidos embargados poco ha por la admiración que causa la sublimidad de la naturaleza, no pude menos que interrumpir mi dolorosa medita­ción, y encerrándome en un religioso recogimiento, evoqu~ todas las dul­ces y tiernas memorias de mis años juveniles. Ellas se despertaron ale­gres como un enjambre de bulliciosas abejas y me trasportaron a otros tiempos, a otros lugares; ora al seno de mi familia humilde y piadosa . ora al centro de populosas ciudades, donde el amor, la amistad y el pla­cer en delicioso concierto, habían hecho siempre grata para mi corazólJ esa noche bendita.

Recordaba mi pueblo, mi pueblo querido, cuyos alegre.s habitantes celebraban a porfia con baIles, cantos y modestos banquetes de la No · chebuena. Parecíame ver aquellas pobres casas adornadas con sus Na ­cimientos y animadas por la alegría de la familia: recordaba la. peque· ña iglesia iluminada; dejando ver desde el pórtico el precioso Belén; cu­riosamente levantado en el altar mayor: parecíame oír los armoniosos repiques que resonaban en el campanario, medio derruIdo, convocando a los fiele~ a la misa de gallo, y aun escuchaba con el corazón palpitante, la' dulce voz de mi pobre y virtuoso padre, excitándonos a mis hermanos y a mí a arreglarnos pronto para dirigirnos a la iglesia, a fin de Ilegal' a tiempo; y aun sentía la mano de mi buena y santa madre tomar la mía para conducirme al oficio. Después me parecía llegar, penetrar por entre el gentío que se precipitaba ~n la humilde nave, avanzar hasta el pie del presbiterio, y allí arrodillarme, admirando la hermosura de las ..imágenes, el portal resplandeciente con la escarcha, el semblante ri­sueño de los pastores, el lujo deslumbrador de los Reyes .Magos, y la iluminación espléndida del altar. Aspiraba con delicia el fresco y sa­broso aroma de las ramas de pino, y del heno que se enredaba en ellas,

, . que cubría el barandal del presbiterio y que ocultaba el pie de los blan- -dones. Veía después aparecer al sacerdote revestido con su alba bordada.

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con su casulla de brocado, y seguido de los acólitos, vestidos de rojo con sobl'epellices blanquísimas. Y luego, a la voz gel celebrante, que se elevaba sonora entre los devotos murmullos del é(mcurso, cuando co-

, ,

menzaban a ascender las primeras columnas de inCienso, de aquel in-cienso recogido en los hermosos árboles de mis bosqúes nativos, y que

. ,

me traía con su perfume algo como el perfume de la infancia, resona -ban todavía en mis oidos los alegrísimos sones populares con qué los tañedores de arpas, de bandolinas y de flautas, saludaban el nacimiento del Salvador. El Gloria in excelsis, ese canto que la religión cristiana -. . . . poéticamente supone entonado por ángeles y por niños, acompañado p:or alegres repiques, por el ruido de los petardos y por la fresca voz ,'de los. muchachos de coro, parecia trasportarme con una ilusión encantadora al lado de mi madre, que lloraba de emoción, de mis hermanitos que reían, y de mi padre, cuyo semblante severo y triste, parecía iluminado por la piedad religiosa.

III

y Jespués de un momento en que consagraba mi alma al culto ab­soluto de mis recuerdos de niño, por ulla transición lenta y penosa. me trasladaba a México, al lugar depositario de mis impresiones de joven.

Aquel era un cuadro diverso. Ya no era la familia; estaba entre extraños; pero extraños que eran mis amigos, la bella joven por quien sentí la vez primera palpitarllJi cOl'az(m enamorado, la familia dulce y buena que procuró con su cariño atenuar la ausencia de la mia.

Erán las posadas con sus inocente¡;¡ placeres y con su devoción mun· dana y bulliciosa; era la cena de Navidad con sus manjares tl'adiciona-. -les y ,con sus sabrosas golosinas; era ~féxico, en fin, con su gente can· tadora y entusiasmada, que hormiguea esa noche en las calles corrien­do gallo; con su Plaza de Armas llena de puestos de dulces; con sus portales resplandecientes; con sus dulcerias francesas, que muestran en los aparadores iluminados con gas, un mundo de juguetes y de con­fituras preciosas; eran los suntuosos palacios derramando por sus ventanas torrentes de luz y de armonía. Era una fiesta que 311n me causaba vértigo. .

IV

Pero volviendo de aquel encantado mundo de los l'ecuerdos a la l'ealidad que me rodeaba por todas partes, un sentimiento ele tristeza se apoderó de m!. .

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j Ay! había l'eJlasado en mi mente al}uello~ hel'lllOSOS cUHuros de la infancia y de la juyentnd; pero ésta se al('jaha lle lIIí a paso::; rápide!'., y el tiempo que pasó al darme su pOl'tico adiós hacía mús amarga mi situación actual. '

,

/:En dónde estaba yo'! ¿qué l']'a pntOlll'PS'! ¡.ac!úlllll> iha? Y uu :';\lS-

piro de ¡U1~ustia respondía a tada una de est.as pr'eguntas que me ha­cía, sOltHllllo las riendas a mi caballo, <)uecontinuaba Sil eHmillo leuta­mente.

:\lc hnllabn jlcrlliuo elltolll'es en medio de alluel Qcéauo de mont.aiias solitarias y sHlnljes ; enl yo uu pl'Ostl'ito. una víctima de las pasiones po­

-líticas. e ibn tal vez en pos de la muel'te, que los partidarios en la gue­na cidl tan fácilmente del'I'etan contra sus enemigos.

Ese ella truzaba un sendero estrecho y escabroso, flanqueado por enormes auismOs y, por bosques colosales, cuya sombra intercepÜlba ya la débil luz crepuscular. Se me habia dicho que terminaria mi jornada en un pueblecillo de montañeses hospitalarios y pobres, que vivían del produeto de la agricultura , y que disfrutaban de nn hiene:,;tar l'ehtti\-o, merced a Sil alejamiento de los grandes centros populosos, y a la bon­dad de sus costumbres patriarcales.

Ya se me figuraba hallal'lne cerca del lugar tan deseado, delilpués de uu día de marcha fatigosa: el sendero iba haciéndose más practi­cable. y parecía el scender suavemente al fondo de una de las gargan­tas <le la sierra, ne presentaba el aspecto de un valle risuefio, a juz­gar por los sitios' que comenzaba a distinguÍ!': por los riachuelos CJue atravesaba ; por las cabañas de pastol'es y de vaqueros que se levantaban a cada pnso al costado del camino ; y én fin , por ese aspecto siilgulal' (¡ue todo' \-iajero sabe apreciar aun al t!'avps de las sombr'as <le la no­che.

Algo me .anunciaba que pronto estaría dulcemente ab1'Ígado bajo el techo de una choza hospitalaria, calentando mis miembros ateridos por el aire de la montaña; al amor de una lumbre bienhechora, y aga­sajado por aquella gente ruda, pero sencilla y buena, a cuya virtud de-bía yo desde hacia tiempo inolvidables servicios. •

Mi criado, soldado viejo, y por lo tanto acostumbrado a las largas marchas y al fastidio de las soledades,_ habla procúrado distraerse du­rante el día, ora cazando al paso, ora cantando, y 110 pocas veces hablando a solas, como si hubiese e"ocíHlo los fantasmas de sus cama­radas del regimiento.

Entonces se había adelantado a alguna distancia para explorar el terreno. y sohre todo. para abHudonal'lIIf' ('ou toila libertad a mis tristes l'ef] exi o n es. ,

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• -:

Repentinamente lo yí voher, a galope, como 'ltOI·tado-r-11e IIna Boti· •

cia extmordimuia. ,--l. Qué hay, Qonzález '1, le pregunté. ' -Nada,mi capitán, sino que habiendo visto , a ullas pel'sou~s que

ihall a caballo delante de nosotros, me avancé a reconocerlas y a tomar informes, y me encontré con que eran el cura del ,-Pueblo adonde nlmos, - . y ¡;;u mozo, que vienen de una confesión y van aL p~leblo a telebrm' la Nochebuena. Cuando les dije que mi capitán venia a retnguanlia , el seiior t11l::1 llIe mandó que yiniera a. ofrecerle de su pat'te el alojamiento ~. allí hizo, alto para esperar·nos.

-¿, y le (liste las gmcias? -Es claro, mi capitán, y aun le dije que bien necesitábamos de too

dos sus auxilios, porque venimos cansados y no hemos encontl'a,lo en Í(){lo el (lía un triste rancho donde comer y descansar.

-l. y qué tal? ¿parece buen sujeto el cura? -Es espaiiol, mi capitán, y creo que es todo nn hombre, j Espnfíol! me dije yo; eso sí me alarma; yo no he conoeido ch~·

I'igos espafíoles más que jesuítas o carlistas, y todos·malos. En fill. , ,

eOH no pl'lmlOver disputas políticas, me evitaré cualquier disgusto y pa-¡;;;tl'é una n 0('] 1{' agradable. Vamos, González, a reunirnos al cura.

Diciendo esto, puse mi caballo a galope, y un minuto deRpués lle· gamos admllle nos aguardaban ' el eclesiástico y su mozo,

Adelautúse el primero con exquisita finura, y quitán(lose su sonl­bl'l'l'o Ile paja roe saludó cortésmente.

-SeñO\' capitán , me dijo, en todo tiempo tengo el mayor placer en ofl'e('er mi humilde hospitalidad a los peregrinos que una rara casua­lidad suele tl'ae)' a esta¡;; montañas; pero en esta noche, es doble mi re­goeijo, porque es una noche sagrada para los corazones cristianos, y en la ('uaL el deber ha de cumplirse con entusiasmo: ' es la Nochebuena,

, -seIIOl·.

Dí las graeias al buen ,sa('erdote por su afectuosidad, y acepté c]1'¡¡¡. (]I' luego oferta tan lisonjera.

-Teng'O una casa cura! Illuy modesta, añadió, como que es la ('<11'.<1, .le UII cura de aldea , y de aldea pobrisima. ' Mis feligreses viven con el p)'()dudo de un trabajo ímprobo y no siempre 'fecundo. Son labra· (Im'es ~r gan¡}deros, y a veces ~u eosedta y sus ganados apenas les sir· "en para sU!-ltentarse, .Así es que mantener a su pastor es ulla caqra d(' · masiado pesada para ello~; y aunque yo procuro aligerarla lo má~ 'lile me es posible, no alcanzan a darme todo lo que quisieran, aunque por mi parte teng-o todo lo que necesito y ann me sobra. Sin embar~(). me es predso antjcipHI' a usted e~to. señor capitán, para que disimn]1'

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mi escasez, que, con todo, no será tanta que no pueda yo ofrecer a usted una buena lumbre, una blanda cama y una cena hoy muy apetitosa, gra· cias a la fiesta.

-Yo soy soldado, señor cura, y encontraré demasiado bueno cuan· to usted me ofrezca, acostumbrado como estoy a 'la intemperie y a las privaciones. Ya sabe usted lo que es esta dura profesión de las al" mas y por eso omito un discurso que ya antes hizo Don Quijote en un estilo que me sería imposible imitar. . .

Sonrió el cura al escuchar aquella alusión al libro in~ortal que siempre será C3l'O a los españoles y a sus descendientes, y así en buen amor y compañía continuamos nuestro camino, platicando sabrosa· . . mente.

Cuando 11 nestra conversación se había hecho más confidencial, di· jele que tendl'Ía gusto en saber, si no había inconveniente en decírmelo, cómo había "enido a México, y por qué él, español y que parecía edu· cado esmeradamente, se había resignado a vivir en medio de aquellae soledades, trabajando con tal rudeza y no teniendo por premio sino una situación que l'uyaba en miseria.

Contestóme que con mucho placer satisfaría mi curiosidad, pues no había nada en su vida que debiera ocultarse; y que por el contrario. justamente para deshacer en mi ánimo la prevención desfavorable qu~' pudiera haberme producido el saber que era español y cura, pues cono da bastantemente ntlestras preocupaciones, a ese respecto, muy justa;.; algunas veces, se alegraba de poder referirme en los primeros instan tes de nuestro conocimiento algo de su vida, mientras llegábamos al pueblecillo, que ya estaba próximo.

v

-Vine al vais de usted, me dijo, muy joven y destinado al come/' cio, como muchos de mis compatriotas. Tenía yo un tio en !féxico ba!' tante acomodado, el cual me colocó en una tienda de ropas; pero notan · do algunos meses después de mi llegada que aquella ocupación me re· pugnaba sobremanera, y que me consagraba con más gusto a la lectu"ra. sacrificando a esta inclina<;ión aun las horas de reposo, preguntó me un dia si no me sentia yl) con más vocación para los estudios. Le respon ·

- . dí que, en efecto? la carrera de las letras me agradaba más; que desde pequeño soñaba yo con ser sacerdote, y que si no hubiese tenido la desgracia de quedar huérfano de padre y madre en España; habría q 11 i· zás logrado los medios de alcanzar allá la realización de mis deseos. Debo decir a usted que soy oriundo de la provincia de Altíva. nnFl . de

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las tres vascongadas, y mis padl'<;S fueron honradísimos labradol'es,que murieron teniendo yo muy pocos años, razón por la cual lllla tía a cuyo cargó quedé, se apresuró a enviarme a México, donde sabía que mi su­sodicho tío' había reunido, merced a su trabajo, una regular fortuna_ Este generoso tío escuchó con sensatez mi manifestación, y se apresuró . . a colocarme con arreglo a mis inclinaciones. Entré en un colegio, donde, a sus expensas, hice mis primeros estudios con algún provecho. Des­pués, teniendo una alta idea de la vida monacal, que hasta alli sólo conocía por los elogios interesados que de ella sé hacían y por la poé­tica descripción que veía en los libros religiosos, que eran mis predilec­tos, me puse a pensar seriamente en la elección que iba a hacer de la Orden regular en que debía consagrarme a las tareas apostólicas, sueño acariciado de mi juventud; y después de un det~nido examen me decidí a entrar en la religión de los Carmelitas descalzos. Comuniqué mi pro­yecto a mi tío, quien lo aprobó y me ayudó a dar los pasos necesarios para arreglar mi aceptación en la citada Orden. A los pocos meses era , yo fraile; y previo el noviciado de rigor, profesé y l'ecibí las ól'denel" . .

sacerdotales, tomando el nombre de Fray José de San Gregorio; nom-bre que hice estimar, señor capitán, de mis prelados y de mis hermanos todos, durante los años que permanecí en mi Orden, que fueron pocos.

Residí en varios conventos, y con gran placer ·recuerdo los hermo-,

sos días de soledad que pasé en el pintoresco Desierto de TenanCÍngo, en donde sólo me inquietaba la amarga pena de ver que perdía en el ocio una vida inútil , el vigor . juvenil que siempre había deseado consagrar a los trabajos de la propaganda evangélica.

Conocí entonces, como usted supondrá, lo que verdaderamente va­lian las órdenes religiosas en México; comprendí, con dolor, que ha­bían acabado ya los bellos tiempos en que el convento era el plantel de heroicos misioneros que a riesgo de su vida se lanzaban a regiones remotas a llevar con la palabra cristiana la luz -de la civilización, y en que el fraile era, no el sacel'elote ocioso que veía transcurrir alegremente sus días en las comodidades (le una vida sedentaria y regalada, sino el apóstol laborioso que iba a la misión lejana a ceñirse la corona de las victorias evangélicas, reduciendo al cristianismo a los pueblos salvajes, () la del martiJ:io, en cumplimiento de los preceptos de Jesús.

Varias veces rogué a mis superiores que me permitieran consagrar­me a esta santa empresa, y en tantas obtuve contestaciones negativas y aun extrañamientos, porque se suponían opuestos a la regla de obe­diencia mis entusiastas propósitos. Cansado de inútiles súplicas, y acon­sejadQ por piadosos amigos, acudí a Roma pidiendo mi exclaustración,

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J al cabo de algún tiempo el Papa me la cOlleelliú en 1111 Bl'eve, '}l1e ten-. , .

,h'é el placer de enseñar a usted.

Por fin, iba a realizar la constante idea de mi jm'entud; por fin , iba a ser misionero y mártir de la civilización cristiana, Pero ¡ay! el Breve pontificio llegó a un tiempo en que atacado de una enfermedad qne me impedia hacer largos viajes, sólo me dejaba la esperanza de diferir mi empresa para cuando hubiese consegllido la salud. -

Esto hace tres años. Los médicos opinaron que en este tiempo po­,lía yo, sin peligro inmediato, consagrarme a las misiones lejanas, yen­tretanto, me aconsejaron que dediCándome a trabajos menos fatigosos, l'omo los de la cura de almas en un pueblo pequeño y en uu clima frío, procUl'ase conjurar el riesgo de una muerte próxima.

Por eso mi nuevo prelado secular me envió a esta alde<l, tlonde he procurado trabajar cuanto me ha sido posible, . consolándome de no realizar aún mis proyectos, con la idea de que en estas montañHs tam­bién soy misionero, pues sus habitantes \"Ívian, antes de que Y9 viniese. en un estado muy semejante a· la idolatría y a la barba rie. Yo soy aquí cura y maes-tro de esenela, y médico y consejero municipal. Dedicadas estas pobres gentes a la agricultura y a la ganadería, sólo' conocÍau los principios que una rutina ignorante les había trasmitido, y que no era bastante para sacarlos de la indigencia en que neéesariamente de­bían vivir, porque el terreno por su clima es ingrato, y por su situa­c:ión lejos de los grandes mercados, no les produce lo que era de desear. Yo les he dado nlj.evas ideas, que se han puelilto en práctica con gran provecho, y el pueblo va saliendo poco a poco de su antigua postración. l,as costumbres, ya de suyo inocentes, se han mejorado: hemos fundado escuelas, qne no había, para niños y para adultos; se han introducido el cultivo de algunas artes mecánicas, y puedo asegurar a usted, que sin la guerra que ha. asolado a toda la comarca, y que aún la amenaza por algún tiempo, si el cielo no se apiada de nosotros, mi humilde pue­hlecito llegará a disfruta.r de un bienestar que antes se creía imposible .

En cuanto a mí, señor, . vivo feliz, cuanto puede serlo un hombre, en medio de gentes que me aman como a un llermano; me creo muy re-. -compensado de mis pobres trabajos con su cariño, y tengo la conciencia ,le no serIes gravoso, porque vivo de mi trabajo, no como cura, sino co­mo cultivador y artesano; tengo poquísimas necesidaJes y Dios proveé a ellas con lo que me producen mis a.fanes. Sin embargo, seria ingrato f:i no reconociese el favor que me hacen mis feligreses en auxiliar mi

_ pobreza con donativos de semillas y de otros efectos que, sin embargo, procuro que ni sean frecuentes ni costosos, para no causarles con ello!';

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1111 ,granll1H'1I qlle jn:stamcllte he querido eYÍhll', :sul'l'Ímienuo las olwell' dones paITOllllinle~, usadcls generalmente,

-¿De manerH, selior cura, le pl'egunté, qlle IIste(] 110 recibe dinero por bautizo!>, r;lsamientos, misas y entierros?

-No, señor, no recibo nada, como va usted a saberlo de hoca ue los mislllos ha bitalltes. Yo tengo mis ideas, que ciertamente no son las generales; pe]'o practico religiosamente, Yo tengo pa1'a mí que hay al-, go de simonía en estas exigencias pecuniarias, y si conozco que un sa-cerdote que se consagra a la cura de almas, debe vivir de algo, consi­dero también que puede vivir sin exigir nada, y contentándose con esperar que la gener'osidad dt! los fieles venga en auxilio de sus nece­sidades. Así creo que lo quiso Jesucristo, y así vivió él; ¿ por qué, pues, sus apóstoles no habían de contentarse con imitar a su Maestro, dán­dose por muy felices ue poder decir que son tan ricos como él?

Y no pude. contenerme al oír esto; y deteniendo mi caballo, qui· HU1l1ome el sombrero, y no ocultando mi emoción., que llegaba hasta las IflgI'Ímas, alargué una mano al buen cura, y le dije:

-\' euga esa mano, ::;ei'iOI', usted no es un fraile, sino un apóstol de .J esÍ!¡.;, , ,. }f e ha ensancha-do nsted el corazón; me ha hecho usted llo­rar. No (']'eía yo qu~ existiera un ·solo sacerdote así en México; jamás he oÍllo hablal' H un homhre de sotana o de háhito, como usted acaba de hacerlo, Señor, le diré a usted francamente y con mi rudeza milita l' y republieana. yo he detestado desde mi jnventud a los frailes y a los dt-rigos; les he hecho la guelTa; la estoy haciendo todavía en favor de la Reforma, porque he creído que eran una peste; pero si todos ellos fuesen como usted, sei'ior, ¿ quién sería el insensato que se atrevie­se, 110 digo a esgrimir su espada contra ellos, pero ni aun a dejar de <1do],¡lI'los? j Oh, señor! yo soy lo que el elero llama · un hereje, un impío, un sausculote; pel'o yo aquí digo a usted, en presencia de Dios, que ]'pspeto las verdaderas virtudes cristianas, como jamás las ha respe­tado fanático o sayón reaccionario alguno. Así; venero la religión de .J e8l1cri8to, como, usted la practica, es decir, como él la enseñó, y no ('omo la practican en todas partes. i Bendita Navidad esta que me re­servaba la mayor dicha de mi vida, y es el haber encontrado a un dis­dplllo rIel sublime Misionero, cuya venida. al mundo se celebra hoy! ¡Y yo venía triste, recordando las Navidades p<1sadas en mi infancia y en mi juventud, y sintiéndome desgra.ciado por verme en estas montañas 8úlo ('011 mis recuerdos! i. Qué valen aquellas fiestas de mi niñez, sólo g-nltas pOI' la alegría tradicional y por la presencia de la familia? ¿ Qué valen los profanos regocijos de la gran ciudad, que no dejan en el e8píritn sino una pasajera impresión de placer? ¿ Qué vale todo eso en

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comparación de la inmensa dicha de encontrar la virtud cristiana, la buena, la santa, la modesta, la práctica, la fecunda en beneficios? Se ñor cura, permitame nsted apearmé y darle Un abrazo y pl'otestarle que amo al cristianismo cuando lo encuentro tan puro como en los prime­ros y hermosos días del Evangelio. ~

, El cura se bajó también de su pobre caballejo, y me abrazó llo­rando y sorprendido de mi arranque de sip.cera franqueza. No podía hablar por su emoción, y apenas pudo murmurar, al estrecharme con­tra, su corazón:

-Pero, señor capitán ... yo no merezco ... yo creo que cumplo ... esto es muy natural; yo no soy nada .. _ i qué he ele ser yo! ¡Jesucristo! ¡Dios! i El pueblo!

,

VI ,

Después de este abrazo volvimos a montar a caballo, y continua­mos nuestro camino en silencio, porque la emoción nos embargaba la voz.

La obscuridad se había hecho más densa; pero yo veía en el cura, . cuyo semblante aún no conocia, algo ' luminoso; tab cierto es que la

simpatía y la admiración se complacen en revestir a la persona simpá-tica y admirada con los atractivos de la Divinidad.

Iba yo repasando en mi memoria los hermosos tipos ideales del buen sacerdote moderno, que conocía sólo en las leyendas, y a los cua­les se parecia mi compañero de camino, y no recordaba más que a dos con los cuales tuviera , una extraña semejanza. El uno era el virtuoso Vicario de Aldea, de Enrique Zschokke, cuyo diario había leído siem­pre con lágrimas; porque el ilustre escritor suizo ha sabido depositar

. en él raudales de inmensa ternura y de dulcísima resignación. El otro era el P.~Gabriel, de Eugenio Süe, que este fecundo novelis­

ta ha sabido hacer popular en el mundo entero con su famoso Judío Errante. En aqnella época aún no había publicado Víctor Rugo sus Miserables, y por consiguiente no había yo admirado ' la hermosa perso­nificación de Monseñor Myriel, que tantas lágrimas de cariño ha hecho derramar después. Verdad es que conocía la historia de varios céle­bres misioneros cuyas virtudes honraban al cristianismo; pero siempre encontraba en su carácter un lunar que me hacía perder en parte mi entusiasta veneración hacia ellos. Sólo había podido, pues, admirar en toda su plenitud a los personajes ideales que he mencionado. Así es que el haber encontrado en medio de aquellas montañas al hombre que realizaba el sueño de los poetas cristianos y al verdadero imitador de

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Jesús, me parecía una agl'adabilísima pero fugaz ilusión, hija de mi imaginación solitaria y entristecida por los recuerdos. Y sin embargo, -no era así; el sacerdote exisUa, me había hablado, caminaba junto a mi, y pronto iba a confirmar con mis propias observaciones la idea que aca­baba de darme de su carácter asombroso, en pocas ' palabras dichas con una sencillez y una sinceridad tanto más incuestionables, cuanto que ningún interés podía tener en aparecer de tal modo a los ojQS de un viajero pobre, militar subalterno e insignificante_O Cansado estaba yo, al contrario, de encontrarme por ahí en los diversos pueblos que ha­bía recorrido con las tropas o solo, con párrocos alegres y vividores, ' de esos que se llaman a sí mismos campechanos, que habían creído hala­garme, en mi calidad de soldado y de hombre de mundo, haciéndome participar de las dulzuras y placeres de una vida profana, alegre y libertina. Nada, pues, tenía de común el carácter de este buen sacer·

dote con los que yo había conocido por dondequiera. Todas estas razo-nes produjeron en mi ánimo la estupefacción que es de suponerse y que me hacía caminar al lado del cura con una alegría mezclada de incre­dulidad; si alguien hubiese venido a cont.arme que existía en un rin­cón de la República, a la sazón agitada por las pasiones del clero, un sa: cerdote como el que yo me había e1lcontrado, francamente, lo habría creído ~on suma dificultad.

VII

De repente, y al desembocar de un pequeño cañón que formaban dos colinas, el pueblecillo se apareció a nuestra vista, como una faja de rojas estrellas en medio de la oscuridad, y el viento de invierno pareció suavizarse para traernos en sus alas el vago aroma de los huertos, el rumor de las gentes y el simpático ladrido de los perros, la-

• drido que siempre escucha el. caminante durante la noche con intensa alegría. , .

-Ahí tiene usted mi pueblo, señor capitán, me dijo el cura. -Me parece muy pintoresco, le contesté, a juzgar por la posición

de las luces, y poI' el aire balsámico que nos llega y que revela que am hay pequeños jardines.

-Sí, señor; lo!,! hay muy" bonitos. Como el clima es muy frío y el terreno bastante ingrato, los habitantes se limitaban, antes de que yo llegara aquí, a cultivar algunos pobres árboles que no les servían más que para darles sombra; unas cuantas y tristes flores nadan' enfermi· zas en los cercados, y en vano se hubiera buscado en -las. casas la más común hortaliza para una ensalada o para lin puchero. Los alimentos

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rse redudau a tOl'tillas de maíz, frijol, cal'ue J quei:!o; lo bastante para no morirse de hambre, y aun para vivir con salud; pero uo pUI'a hace!" más agradable la vida con algunas comodidades tan útiles como ino· centes.

Yo les .iu!!inué algunas mejoras en el cultivo; hice traer semillas ~.

plantas propias para el clima, J como los vecinos son la bOI'iosísimos. ellos hiciel'OIl lo rlemás, Jamás un homb¡'e fué mejor COml)l'endiclo que lo fuÍ yo: J e¡'a de ve¡',;e, el primer mio, como 1lOmbres, mujeres, ancianos y niños, a porfía , (,aIl.lbiaban el aspecto de sus casas, ello sanchal)ull s-us cOl'l'ales, plantaban ád>oles en sus huertos, y ap¡'o\'echa· ban Jwsta los más humiltlps rincones de tierra \'egetal para l'elllhl'¡)¡' allí las mús hel'IllOSaS f10l'PS y 1m; lIJás raras hortaliz¡ls,

Un alio tIespués, el pueblecito, antes fu'illo y triste, pl'ellelltaba uu aspecto I'isueuo, Hubiérase dicho que se tenia a la "ista unll de esa~ alegres aldeaR de la Sahoya o de mis quel'idos Pirineos, con sus calJa· ilas de paja o ('on sus techos ¡'ojos de teja , con velltanas azules y l5m;

paredes atIm'nadas ton cOl-tillas de trepadoras, sus patios llenos de . -

árboles f¡'uta les, sus calleciütS sinuosas, pero aseadas, sus granjas, sus . queseras y Sil gracioso molino. Sil iglesita pohre y lin<la , si bien está es· tasa de adornos de piednl .r tle a Itivos pórticos, tiene en camhio en su pequeño atr'io, esbeltos y coposos árboles; las más bellas pa l'ieÍ<lI'iaR enguirnald.an en su hllmilrlé campanario con sus flores azule,; y blan · cas; su techo ·de paja presenta con su color obscuro, salpicado por el

- musgo, una vista agl'adable; la cerca del atrio es un rústico enverjado formado poI' los vecinos COH troncos <le encina, en los que se ostentan familias enteras de orquídeas, que hubieran regocijado al buen ba1'6n de-

- . Humboldt y al modesto sabio Bompla.nd; y el suelo ostenta una rica nI· fombra de caléndulas silvestres, que fueron a bUSCarse entre las má" preciosas rle la montaña. En fin, seiior, la vegeta.ción, esa incompar'¡lhle arquitectura de Dios, se 1m encargado de embellecer esa ca!>.'l de ol'a· ción, en la que el alUla debe encontrar por todas partes motivos de Hg¡'a· decimiento y de admiración hacia el Cl'eHdol',

De este modo el trabajo ha cambiado todo en el pueblo; y sin la guerra, que ha hecho sentir hasta estos desiertos su devastadora in· fluencia, ya lUis pobres feligreses, menos escasos de recursos, habrían mejorado completamente ele situación ; sus cosechas les habrían pl'odu·

-cido más, sus ganados, notahlemente snpel'Íores a los demits del rumbo. habrían tenido más valor en los mel'cados, y la recompensa habría he· ,

cho nacer el estimulo en toda la comarca, todavía demasiado pobre, Pel'o ¡,qué quiere usted? Los trigos que comienzan a eultivarse en

nuestro pequeño "ane, necesitan un mercado pr{¡ximo pal'a progresar,

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pues hasta ah.Ora la c.Osecha que se ha levantad.O, sólo ha senid.O para el aliment.O de l.Os vecinos.

Y.O est.Oy c.Ontento, sin embargo, con este pr.Ogres.O, y la primera vez que c.Omí un pan de trig.O y maíz, 'como en mi tierra natal, ll.Oré ele placer, n.O sól.O p.Orque es.O me traía a la memoria l.Os tiern.Os recuer­d.Os de la Patria, sin.O p.Orque comprendí que con este pan, más san.O que la tortilla, la c.OndiCión física de est.Os pueblos iba a mej.Orar también; l. n.O opina usted 1.0 mism.O?

-Seguramente; yo cre.O, c.Om.O todo el que tiene buen selltid.O. que la. buena y sana H limelltaciún es ya un elemento de pr.Ogres.O.

-Pue:. bien , c.Ontinuó el cura; yo, con el objeto de establecer aquí esa imp.Ortantísima mej.Ora , he IH'oc:urado que hubiese un pequeñ.O m.O­lin.O, suficiente, por 1.0 pront.O, pura las necesidades del pueblo, Dn.O de l.Os vecin.Os más acom.Odad.Os t.Omó p.Or su cuenta realizar mi idea. El m.Olin.O se hizo, y mis feligresel"o c.Omen hoy pan de trig.O y rle maíz. De esta manera he l.Ograd.O ab.Olir para siempre esa h.Orrible t.Ortura que se imp.Oníall las p.Obl'es mujeres, m.Oliendo el maíz en la piedra que se llama metate; t.Ortura que las fatiga durante la mny.Or parte del rlía, l'obálld.Oles muchas h.Oras que p.Odían consagrar a .Otr.Os trabaj.Os, y .Ocasi.Onándoles muchas veces enfermedades d.Ol.Or.Osas, aparte de la in­t.Om.Odirlarl que sufren cuando se hallan encinta o aun criand.O a sus '-nlllOS.

Al principi.O he encontI-ado resistencias, provenidas de la costum­hre inveterada, y aun del amor pr.Opio de las mujeres, que n.O querían nparecer c.Omo perez.Osas, pues aquí, c.Omo en t.Od.Os l.Os pueblos p.Obres de :\Iéxic.O, y par·ticularmente los indígenas, una de las gl'nndes ree.O­mendariones de una doncella que va a casarse, es la de que ~epa m.O-11'1'. y ésta será tant.O may.Or, cuanta may.Or sea la cantidad de maiz . que la infeliz reclllzca a tortillas. Así se dice: Fulana es IIIuy mujercita, pues mll!'l!' UI1 H lmud o dos ahnndes. sin le\';lntaJ'se. Ya nsted sup.On­drá que las pobres júvenes, pOI' obtener semejante elogi.O, se esfuerzan en tamaña tarea , qne llevan a cabo sin duda alguna, merced al vig.Or de 811 edad. per.O que no ha.y organizaciún que resista a semejante tl'a­bajo, y s.Obre tod.O, a la pen.Osa p.Osidón en que se ejecuta. La. cabeza, el pulmón, el estómag.O, se resienten de es.-'i, inclinación constante de la molendera, el cuerpo s!' def.Orma y hay otras mil c.Onsecuencias que el meli.Os perspicaz conoce_ Así es que mi ' molino ha sido el redentor de ('stas infeIlees vecinas, y ellas lo bendicen cada día, al "el'se hoy libl'e~ de S11 antigu.O sacrificio, cuy.Os funestos resultados c.Omprenden hasta ah.Ora', al .ObservIlI' el estado de Sil salud, y al apl'o\'echar el tiempo !'Il olI'Oi'l trabajos.

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Como el cultivo del trigo, se ha introducido el de otros cereales no lllenos útiles, y con .igual prontitud. :ae traído también pacholes de al­

.gunas leguminosas que he encontrado en la montaña, y con las cuales . . . .

la benéfica naturaleza nos habia favorecido, sin que estos habitantes hu-. . biesen pensado en aprovecharlas.

. En cuanto a árboles frutales, ya los verá usted maiíana. Tenemos

manzanas, perales, cerezos, albaricoques, castaños,. nogales y almeno dros, yeso en casi todas las casas; algunos vednos hall plantado pe~

queiíos viñedos, y yo estoy ensayando ahora una plantación de moreras y de madroños, para saber si podrá establecerse el cnltivo de los gusa· nos .de seda. En fin, se ha hecho lo posible; y no contento yo con rea· lizar mis propias ideas, pregunto a las personas .sensatas, y escucho sus opiniones con gusto y respeto. Usted se servirá dal'lue la suya des· . . pués de visitar mi pueblo.

-Con mucho gusto, señor, a pesar de mi ignorancia suma. Mi bnen sentÍdo y mi experiencia por mis viajes son lo único que puede pero mitirme hacer a usted algunas indicaciones. ¿ Y en cuanto a ganados?

-Estos montañeses los poseían en pequeña cantidad, y en su ma · yor parte vacuno. Ahora se consagran con más empeño al ganado me· nor. Se han traído algunos merinos; se han propagado fácilmente, "Y

ya existen rebaños bastante numerosos, que se aumentan cnc1a día en razón de que no se consumen para el alimento diario.

-¿No gusta aquí esa carne? .

-Poco; diré a usted francamente, soy yo quien no gusta de co· mer carne; y como mis pobres feligreses se han acostumbrado por sim · patía a amoldarse a mis gustos, ellos también van quitándose la coso tumbre, sin que pOJ,' eso les diga yo sobre ello una sola pala1)l'a. Por eso verá usted también en el pueblo, relativamente, pocas a"es de corral. Pongo yo poco empeño en la propagación de esas desgraciadas Yíctil1la~ del apetito humano. En general, yo prefiero la agricultura , y sólo cuido

, . 'con esmero a los animales que ayudan al hombre en los rudos y santof' trabajos del campo. Así, los bueyes que hay en ~l pueblo son quizás los 'lllás robustos y los mejores del rumbo, porque' son también los mejor' cuidados. Los mulos y los caballos son ligeros y ' robustos, como convie· pe a un país montañoso; aunque, a decir verdad, hay más de los pri· meros que de los segundos, porque sirven aquéllos para cargar las

' mieses que se conducen por nuestros escabroso~ caminos; pero éstos no son útiles más que para algunos enfermos como yo, o para las muje, .. res, pues los habitantes prefieren' andar a pie, en lo cual hac,en muy bien.

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-Señor cura, le dije, estoy muy contento de oÍ!' a usted, y me parece admirable la rapidez con que usted ha cambiado la faz de es­tos pobres lugares.

-La religión, señor capitán, la religión me ha sel'vido de mucho pa­('a hacer todo esto. Sin mi carácter religioso quizás no habría yo sid~ escuchado ni comprendido. Verdad es que yo no he pl'opuesto todas esas reformas en nombre de Dios, ni fingiéndome i!lS~}ir2d", i." ~'I El: mi fUgnidad se opone a esta supercheriá; pero eYidentememe mi carácter de sacerdote y de cura, daba una autoridau a mis pala-ko"" que los montañeses 110 habrian encontrado en la boca de una persona de otra clase. 'f

Además, ellos han tenido ocasión todos los días de conocer la sin­eel'idad de mis consejos, y es~o me ha servido muchísimo para lograr

' mi principal objeto, que es el de formar su carácter moral; ' porque yo no pierdo de vista que soy, ante todo, el misionero evangélico_ Sólo que yo comprendo así mi cristiana misión: debo procurar el bien de mis semejantes por todos los medios honrados; a ese fin debo invocar la religión de Jesús como causa, para tener la civilización y la virtud como resultado preciso; el Evangelio no sólo es la Buena-Nueva bajo el sentido de la conciencia religiosa y moral, sino también bajo el punto de vista de bienestar social. La bella y santa idea de la F¡'aternidad humana en todas sus aplicaciones, debe encontrar en el misionero evan­gélico su más entusiasta propagandista; y así es como este apóstol lo' grará llevar a los altares de un Dios de paz a un pueblo dócil, regenerado

,

por el trabajo y por la virtud, al campo y al taller, a un pueblo ins-pirado por la idea religiosa que le ha impuesto, como una ley santa. la ley del trabajo y de la hermandad.

-Señor cura, volví a decir entusiasmado, uste(1 el; un demócrata \'erdadero !

El cura me miró sonriendo a la luz de la primera fogata que los alegres vecinos habían encendido a la entrada del pueblo y que atizaban a la sazón los chicuelos.

-¿ Demócrata o discípulo de Jesús, no es acaso la misma cosa?­me contestó.

-i Oh! tiene usted razón, tiene usted ['aZÓll; pero no es así como se piensa ya en otras partes. i Dios mío! i qué bendita Navidad ésta que me ha hecho encontrar lo que me había parecido un sueño de mi juventud entusiasta!

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Pero los chitos, luego que vieron al cura, úlIiel'OIl a saludarlo ale­gremente, y luego corriel'on al centro del pueJJlecillo gritando:

-j El hermano cura! i el hermano cura! - .

-j El hermano cura! repetí yo con extl'aiieza; ¡ qué raro! ¿ Es así •

como llamal'l aquí a su párroco? -N'Q, señor, lile respondió el sacerdote, antes le llamaban aquÍ,

como en toda~ partes, el señor cura; pero a mi me desagrada, esa fór­mula demasiado altisonante, y he rogado a todos que me llamen el hermano cura; esto me da mayor placer.

- .Es usted completo. j Y yo que he venido llamando a usted pI señor cura!

-Pues bien ; está usted perdoilado, con tal de que siga llamándo­me Sil amigo nada más.

Yo ap,'eté la mano de aquel hombre honrado y humilde, y me apar­té 1111 poco para dejar a la gente que había acudido a su encuentro, sa­ludarlo a todo su sabor, De paso noté que esta gente no mostraba en su ,'espeto hatía el cura esa bajeza servil , que una costumbre idólatra ha esUibleC'ido en casi todos los pueblos- Los andallOS le abraútban (pues se había bajado del caballo) con ternura patel'llal , y él era quien los sa­¡udaba COIl \-eneración; los hombres le hablaban como a un hermano, y los chicos como a un maestro, En todos se notaba una afectuosa y sineer'a cordialidad_

Al Ilegal' a su casita, que estaba, como es costumbre, junto a la pequeña iglesia parroquial, y en lo que podía llamarse placita, el cura , enseiiálldomr una bella casa grande, la mfls bella quizás del pueJJlo, me dijo:

-j Ahí tiene usted nuestra escuela! y como yo me .rnolrtrara un poco admirado de veda tan bonita "!,

aseadn , ¡'evelando luego que era el edificio predilecto de los vecinos, ob­servé en éstos, al felicitarlos, un sentimiento de justisimo orgullo, El más viejo de los que estaban cerca, me dijo:

-SeDOI", es él quien merece la enhorabuena ; por él la tenemos y por él saben leer nuestros hijos. Cuando nosotros la levantamos acon­sejados por él, y la concluimos, al verla tan nueva y tan linda, le pro­pusimos que se fuera a vivir en ella, porque le debemos muchos bene­ficios, y que nos dejara el curato para la escuela, pero se enfadó con nosotros y nos preguntó que si necesitaba ocupar tantas piezas él solo, Nos avel'gonzamos y conocimos nuestro disparate, Es muy bueno el hermano cura, ¿ no le parece a usted?

22 -

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Yo fui a abra~al' al cura en silencio y más COllfilOddo (Iue nunca. Entramos por fin en la casa del etll'ato, que era pequeña y mo­

{lesta; pero muy aseada y embellecida ton un jardincillo, provista de una cuadra y de un corral. La gente se detuvo en la puerta. Dentro aguarda han al cura, el alc~¡)de ('011 algullos ancianos y algunas mn.iere~ de edad. El cura se quitó el sOlllbl'ero <lrlante del al calde, dando así un

,

ejemplo del constante respeto que debe tellel'se a la 'autol'idad, emanada del pueblo; saltHlú cnI'iíimmmente H las dejas vecinas, y entró conmigo J' los hombres a su saloncito, que no era más grande que un cuarto co­mún. Pero antes de entrar, una de las viejas, robusta y venerable vecina,

,

<¡ue revelabH en S\1 semblante bondadoso l1na grande pena, detuvo al <: UI'<1. y le preguntó en voz baja:

-Hermano cura, ¿ lo ha visto usted por fin? ¡. Está más aliviado? ¡. Yendrá esta noche'!

-; Ah! sÍ, Gertrudis, !'espondió (>1 cura; se me olvidaba... lo vi, hablé con él , está triste, muy triste; pero vendrá, me lo ha prometido.

-Pues yoy a avisárselo a Carmen para que se alegre, replicó la anciana ... ¡ Si viel'a usted cóino ha llora(lo, hermano cura, temiendo que 110 viniera!¡ Pobre muchacha!

-Que no tengn cuidado, Gertrndis, qne no tenga cni(laclo. -Aquí hay alg-u (le amo!', amigo lWO, m(~ atreví a decir' al cm·a. -iS1, me dijo éste, con air'e tranqnilo: ya lo sabrá usted esta no-

{:he; es una pequeña novela de aldea, un idilio inocente cómo una fIór de la montaña ; pero en el qne se mezcla el sufl' jmiento que está atormen­tan(lo- dos corazones. l ' sted me aV\HlaI'á H ll evar a buen término el desen-.' laee (le esa historin esta misma noche.

-¡ Oh! con mucho gusto; nada podr'ía halagar , tanto mi corazón; también yo he amado y he sufrido, dije acordándome súbitamente de lo , que había olvidado durante tanta s horas, merced a los recuerdos de Na-vidad y a. la conversación del cura. Yo también llevo en el alma un mun­do de recuerdos y -de penas. ¡Yo también he amado! , repetí.

-.Es natural ... dijo también suspirando el cura, e inclinando con melancolía su frente pensadora, surcada por arrugas precoces.

Aquello me puso silencioso, y así tomé asiento junto a un buen fue­go que :ll'día en In humilde chimenea del saloncito.

IX

Hasta entonces pude examinar completamente la persona del cura. Parecía tener como treinta y seis años; pero quizás sus enfermedades, sus fatigas y sus pena.s eran causa de que en su semblante, franco y

23 . •

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notable por su belleza varonil, se advirtiese un 110 sé. Qué de triste, qu~ no alcanzaban a disipar ni la dulzura de su sonrisa. ni la tranquilidad de su acento, hecho para conmover y para convencer.

(~l1iiás yo me engaño en esto y mi preocupación haya sido la que puso paI'a mis ojos, en la frente y en la mirada del cura, esa nube de melancolía. <.le que acabo de hablar.

Es que yo no phedo figurarme jamás a un pensador, sin suponerlo desgraciado en el fondo. Para mí el talento elevado, siempre es presa de dolores íntimos, por más que ellos se oculten en los recónditos plie·

. gues de un carácter sereno. La. energía moral, por victoriosa que salga de sus luchas con los obstáculos de la suerte y con las pasiones de los hombres, siempre queda herida <.le e8U enfermedad incurable que se llama la tristeza; enfe¡'medad que no siempre conocemos, porque no nos es dallo contemplar a veces a los grandes caracteres en sus momentos de soledad, cuando dejan descubierta el alma en la sombra del misterio.

El cura era inlludablemente-uno de esos personajes raros en el mun· do, y por eso yo no le creía feliz. Hubiera sido imposible para mi, des­pués de haberlo escuchado, considerarlo como una de esas medianías que encuentran motivos de dicha en todas partes .

• -Continuando mi examen, ví que era robusto, más bien por el ejer-

cicio que por la alimentación. Sus miembros eran musculosos, y su cuer­po en general, conservaba la ligereza de la juventud. Sobre todo, lo que llamaba mi atención de una manera particular, era su frente elevada y pensativa, como la frente de un profeta, y que aun estaba coronada por espesos cabellos de un rubio pálido; era la 'mirada tranquila y dulce de sus ojos azules, que parecían estar contemplando siempre el mun· do de lo ideal; era su nariz, ligeramente aguileña, y que revelaba una gran firmeza de carácter. Todo este conjunto de facciones acentuadas y de un aspecto extraordinario, estaba corregido por una frecuente son·

o

risa, que apareciendo en unos labios bermejos y ligeramente sombreados por la barba, y de unos dientes blanquísimos, daba al semblante de aquel hombre un aire profundamente simpático, pero netamente hu­mano.

Su traje era modestísimo, casi pobre, y se limitaba a chaqueta, cha­leco y pantalón negros, de paño ordinario, sobre todo lp cual vestía, quizás a causa de la estación, un redingote de paño más grueso y del mismo color.

Cuando acabó de hablar con el alcalde, se levantó y haciéndome una seña me presentó a aquel honrado personaje, a quien no solamente sao ludé, sino que en cumplimiento de mis deberes militares me presenté ofi·

24 o

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cialmente; habiéndome excusado él con suma bondad de la fórmula de presentación en la casa municipal esa noche, aunque oÍl'e('Í poner en SltS

manos mi pasaporte al día siguiente. Después, el cura me presentó a un sujeto que había estado hablan­

do con él, juntamente con el alcahle, y cuya iüteligente fisolJomía me había llamado ya la atención.

-.El señor, me' dijo el cura, es el pl'eceptor del pueblo, de quien yo soy ayudante; pero todavía más, amigo íntimo, hermano.

-'-' Es mi maestro, señor capitálJ, se alJI"esuró a aíiadir el preceptor. Yo le debo lo poco que sé; y le debo más, la vida.

---"Chis ... replicó el cura; usted es bueno y exagera los oficios de mi amistad. Pero usted está fatigado, capitán, y preciso será tomar un refrigerio, sea que quie!'a usted dO!'ll1ir, o bien acompañarnos en ' la' cena de Navidad. Yo no lo acompaI1aré a usted porque tengo que decir la misa de gallo; ya sabe usted, costumbl'es "jejas, y que no encuentro in· conveniente en conservar, puesto que no son dañosas. Aquí no hay desór­denes a propósito de la gran fiesta cristiana y de la misa. Nos alegra· mos como verdaderos cristianos.

Guióme entonces el cura a un pequefio comedo!', en el que también había un agradable fuego, y allí nos acompaI1ó al preceptor y a mí mien· tras que tomábamos una mel'Íenda frugal, pues no quise privarme del placer de hacer los honores a la tradicional cena de N;lvidad.

Después, dejándome reposa r un rato, salió con el preceptor a pre· parar en la iglesia todo lo necesario para el oficio.

Cuando volvió, me im'jtó a dar una vuelta por la placita, en que se había reunido alguna gente en derredor de los tocadores de arpa, y al amor de las hermosas hogueras de pino que se habian encendido de trecho en trecho.

La plazoleta lH'esentaha un aspecto de animación y de alegría que producian una impresión grata. Los artistas tocaban sus sonatas popu· lares y los mancebos bailaban con las muchachas del pueblo. Las vende-

--doras de buñuelos y de bollos con miel y cnstañas confitadas, atraían a los compradores con sus gritos frecuentes, mientras que los muchachos de la escuela formaban grandes corros para cantar villancicos, acompa· ñándose de panderetas y pitos, delante de los pastores de las cercanías y demás montañeses que habían acudido al pueblo para pasar la fiesta.

Nos acercamos al más grande -de estos corros, y a la luz de la ho· guera pude ver rostros y personajes verdaderamente dignos de Belén, y que me recordaron el hermoso cuadro del "Nacimiento de Jesús," de nuestroCahrera, que decora la sacristía de Taxco. En efecto, esas cabe-

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za:yrlltla:;, morenas y enérgicamente acentuallas, COil sus flotantes cabe· •

,l.l.éras b'l:ises y sus largas barbas; esas sonrisas bonachonas yesos bra-lzos nernvlos apoyándose en el cayado, parecen ser el modelo que sirvió a iluestro famoso pintor para su ¡'Adoración de los Pastores." Y junto a ellos, y haciendo contraste, las muchachas del pueblo con su fisonomía <111lce, S11S mejilla!; sonrosadas y su traje pintoresco; y los niftos con su 8emblante alegre, sus carrillos hinchados para tOCal' los. pitos, o sus hracitos agitados tocando los pandel'os ; todo aquello me pareció un slIe­DO de Navidad.

El cllra notó lUi cnriosidad y me dijo: I

-Esos hombres son en efeeto pastores [le las cercanías, y pasto-I'es ,'erdalleros, como los que aparecen en los idilios de Teócr'ito y en las Eglogas de Virgilio y de Garcilaso. Hacen Ulla Yida enteramente huc6-liea, y no vienen al poblado sino en las gl'andes fiestas como la pl'e-

. . sente. A )locas leguas de aquí están apacentándose hoy sus numerosos I'ebaños. en los tenenos que les arriendan los pueblos cercanos. Estos re­baños S{' llaman "Haciendas flotantes; " pertenecen a ricos propietarios <le las einda(les, y lIIuchas veces a un rico pastor que eu persona \"Íene a cuidar 811 l!:anado. Estos hombres son dependientes de esas haciendas y viven tomúnmente en las majada.s que establecen en las gargantas de la sierra. Hoy han venidQ en mayor número, porque, como usted su ­pondrá, la Nochel.mena es su fiesta de familia. Ellos traen también sus arpas de una cuerda, sus zampoñas y sus tamboriles, y cantan con bue· na y robusta \'oz de sus villancicos en la iglesia. aquí en la plaza yen ita ~ena- que es costumbre que dé el alcalde en sn casa esta noche ; j'ustn­mente \"1m H cantar', oígaJos usted.

En efecto, los pastores se ponían de acuerdo C011 los muchachos pa­ra cantal' sus villancicos, y preludiaban en sus instrumentos_ Uno de 108

chicuelos cantaba un verso, y después los. pastores y los demás mucha­~hos lo repetían acompañados de la zampoña, ele la ~l1itarr'a monta­ñesa y de los panderos.

He aquí los recuerdos, y que' son conocidísimos y se han trasmitido de padres a hijos durante cien generaciones:

,

Pastores, venid, venid, Veréis lo que no habéis visto, En el portal de Belén, El nacimiento de Cristo.

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Los pastores (luhall saltolS y bailaban de tonteuto, Al par que los angelitos Totaban los instrumentolS.

Los pastores y zagalas. Caminan hacia el poo'Ütl , Llevando llenos de frutas •

El cesto y el delantal.

Los pastores de Beléll Todos juntos van por leila , Para 'calentar al Niiío Que nació en la Nochebuena.

La Virgen iba a Belén; Le dió el parto en el camino, y entre la mula y el buey Nadó el Cordero divino.

A las doce de una nothe. Qué más feliz no sería . . Nació en una Ave María Sin romper el alba. el So!.

l'll pastol·. comiellll0 sopas, En el aire didsú rn i'tngel que le decía: Ya Ita nacido el Redentor.

Todos le llevan al NiDo; Yo no tengo que llerarle: Las alas del corazón Que le sirvan ele pañales.

Todos le llevan al Niño, Yo tarnhién le llevaré 1.7na torta de manteca y un jal'l'o de blanca miel.

Una pandereta suena, T o no lié por dónde va. Camina para Belén Hasta llegar al pOl·tal.

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, Al ruido que lleyaba,

El Santo José salió; No me despertéis al Niño Que ahora poco se durmió.

Pero los siguientes, por su carácter melancólico, me agradaron mu -

cho: .

-

Una gitana se acerca Al pie de la Virgen pura, Hincó la rodilla en tierra y le dijo la ventura.

"Madre del A.mor hermoso, Así le dice a María, A Egipto irás con el Niño y José en tu compañia.

Saldrás a la media noche, Ocultando al Sol divino; Pasaréis muchos trabajos Durante todo el camino.

Os irá bien con mi gente, Os tratarán con cariño' , Los ídolos, cuando entréis, Caerán al suelo rendidos.

Mirando al Niño divino Le decía enternecida: Cuánto tienes que pasar, Lucerito de mi vida!

La cabeza de este Niño, Tan hermosa y agraciada, I~uego la hemos de ver Con espinas traspasada.

Las manitas de este Niño, Tan blancas y torneadas, Luego las hemos de ver En una cruz enclavadas.

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,

,

- -Los piececitos del Niño

.' Tan ChICOS y sonrosados, Luego los hemos de ver Con un clavo taladrados.

Andatás de monte en monte Haciendo mil maravillas, En uno sudarás sangre, En otro darás la vida.

La más cruel de tus penas Te la predigo con llanto, Será que en tus redimidos, Señor, hallarás ingratos."

No parece sino que el poeta popular y desconocÍllo que compuso este villancico de la gitanilla, quiso, a propósito del Niño Jesús, ence­rrar en una triste predicción, la que ante la cuna de todos los niños pue­de hacerse de los sufrimientos que los esperan en la ,·ida.

y después de versos tan melancólicos, los cantares concluyeron con és-te que lo el'a más aún:

"La Nochebuena se \'Íene. La. Nochebuena se va, y 110sotros nos iremos y 110 Yoh-eJ'emofl -más."

-•

-Todos estos villancicos antiguos son ue origen espaílol, dijo el cura, y yo advierto que la tradición los conserva aquÍ constantemente

-

como en mi país , Respeta bIes por su antigüedad y por ser lJijos de la ter-nura cristiana, tal,:vez de una. madre, poetisa desconocida del pueblo; tal vez de un niílo, tal vez ele infelices ciegos, pero de seguro, de esos tro­"adores oscuros que se pierden en el torbellino de los desgrac~&elos, yo los oigo siempre con cariño, porque me recuerdan mi iilfancia. Pero desearía de buena gana que los sustituyeran con otros más filosóficos, más ade­cuados a nuestras i<leas religiosas actuales, más propios para inspirar en las masas, en esta noche. sentimientos no de una alegría o de una térnuni. inútiles, sino de nua caridad y una esperanza siempre fecundas en la conciencia de los pueblos, Pero no hay quien se consagre a esta hermosa poesia popular, tan sencilla como bella, y además, seria preci­so que el pueblo la aceptase gustoso, para que se pudiera generalizar y ~ .. . perpetúar.

29

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-Pero h~~ ahí las once y medin , dijo el cura al oÍl' el alegre repIque que anullciaba la misa de gallo. Si usted gusta , nos dirigiremos a la igle­sia, que no tarda¡'á en llenarse de gente.

Así lo hicimos: el cura se separó de mí para ir a la sanistía a · ponel'se sus "estidos sacel'dotales. Yo penetré en he, pequeña na ve por la puerta principal , y IDe acomodé, en un rincón , desde dOIH1e puJe exa­minarlo todo. El templo, en efecto, era pequeño como me lo hallía allll11 ciado 1;'1 cura: era una "erdadera capilla rÍlstica, per'o IlH' agradó sohre-' manera. El techo era de paja, pero las delgadas yigas que lo sostenían, colocadas simétl'icamente, y el tejido de blancos juncos que ¡tdhería a (·llas la paja, estaba hecho con tal maestría por los monta ñeses, tIlle presenta ha un aspecto yerdaderamente artístico. Las paredc!'! eran hlan­('as y lisas, y en las laterales, además de dos puer't.as de entrada, ha hín ulla hilera de gl'andelS ventanas, todo lo cual proporciona ha la I1c('eflH ría ventilación. Yo me sorprendí mucho de no encontrar en estn igle~ia .1(> puelllo, lo que no había "isto en todas las demálS de su especie y aun en las de las ciudades populosas y ('llItas, a saber: esa ag-]omel';!(:ióll . de nltares de malísimo gusto sobrecargados de ídolos, (,H~i siemlwe d(>fOl'­Ihes, que" una piedad ignorante adora con el nombre de santos, y cuyo <'uIto no es, en ' verdad, el menor de 108 obstáculo" . para In pl'áctica (lel yerdadero cristianismo.

En casi todos los pueblos que há.b~a yo recoITido IUlfita entonces, había tenido el disgusto de encontrar de tal manera ~irraigat1a psta

• idolatda , que había aca hado por desaléntarme, pelllsando que la reJi-l.!Íón de .JesÚs no era más ·que la cubierta falaz de este culto, C'uyo . ,

mantenimiento consume los mejores productos del trabajo de las clases pollres, que impide la llegada de la civilización y que requier'e t.odos los esfuerzos de un gobierno ilustrado, para ser destruído prontamente. La

~

Reforma, me deCÍa yo, debe comenzar también pOl: aquí, y lo!'! hombres pensadores que la proclaman y defienden , no rleben descansar hasta. no

, ap,licarla a un objeto tan interesa.lIte, porque creer que las teorías se des-ar!'ollarán solas en un pueblo que tiene costumbres inveteradas, es no conoC('l' el espíritu humano, y no compl'ellder la historia, Se ha promul­g-ado ya la ley de Libertad de cultos, es verdad, y desde luego se anto­riza con ella la adoración de tales santos; pero si el legislador descen­diera hasta examinar atentamente lo que pasa en los pueblo!'! con motivo rle este cuIto idólatra, vería que la simple sanci(m de la libertad de eOllciencia no hasta para destel'l'ar los abusos, }lHl'a ilustrar a las masas y pal'a. hacer realiza.ble la idea filosófica de los hombres modernos, que

')0 .)

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('s la de fundar, si es posible, sobre los principios religiosos libres, el edificio de la prosperidad pública.

Se neceHita. puelS, en Méx!eo, una dispo8kión I'selH:ialnll'nte )ll":H:tÍ<:a ,

que sin estar en pugna con la libel'tad _religiosa otorgada por' la ley, facilite, al contrario, su ejecución, depure las costumbres pa~an¡¡s cren· (las por el fanatismo unas veces, y otras por la necesidad de ('omplac.:e¡· a los pueblos idólatras recién conquistados; y por último, que favorezc.:a .Y gal'antice la libertad de todos en la profesión de la fe religiosa,

De otro mo(lo la libertad de conciencia podrá vonerse en prácti('¡¡ l'l1 los grandes centl"08 populosos y cultos; pero difícilmente, casi nunca, ('n las pequeib\8 poblaciones poco civilizadas que constituyen el mayor IIÍlme¡'o de nuestr'o país. Y me deeía, yo esto, porque haI.Jía "isto en cen­tenares tle pueI.Jlos pequeños y particularmente en los de indígenas. establecido este culto, que malamente se llama cristiano, de una manera (Iue ('aus.uía profundo dolor al mismo Fundadol' del cristianismo,

PneI.Jlos hay en los que las doctrinas evangélicas son absolutamente desconocidas, porque allí no se adora más que a San Nieolá::;, San An­j'OllÍO, San Pedro o San Bartolomé, y estos santos eclipsan COl! 8\1 divi­nidad aun a la misma persoualidad de Jesús. El dogma de esos pueblos infelie('s ('olü'¡ste en la narración fabulosa de los milagros de su ídolo mismo, sin intel'Yeución de divinidades superiores. Y por eso, nada es más común que ver esas larguisimas caravanas de peregrinos indigenas \]ue, con todo y familia, se dirigen a pueblos lejanos, abandonando lo~ habajos agl"Ícolas, en busca del santo famoso a quien van a ' dejar el . pl'od\1cto de S\l.S .miserables tI'abajos de un año, •

Abolir estas prácticas, fundar la religión sobre principios más sa­nos y más útiles, es obra de la instrucción popular; pero j a~'~, esta ohra tiene que ser muy lenta; si el Estado ha de realizaI"la sólo por medio de esos avóstoles no siempre ilustrados que se llaman maestros de es­cuela; pvrque éstos muchas "eces, por no pugnar COl! el espiritu ' del pueI.Jlo que los sostiene y con los ' intereses de los curas, se plegan a la~ fostumbres viciosas, y son, por desgracia, sus eficaces propagadores en la niñez, que será mañana el pueblo heredero de las tl'adieiones.

, Pero en la iglesia de aquel pueblecillo afortunado, y en presencia

(le aquel c:ura \'Íl'tuosO y esclarecido, comprendí de súbito que 10 que yo había creído difídl, lm'go y peligroso, no era sino fácil y breve y segu­ro. siempre que un clero ilustrado y que comprendiese los veJ'daderos in­ter'eses cristianos, viniese en ayuda del gobernaute.

He ahi a un sacerdote que había realizado en tres afios lo que la autoridad civil sola no podrá realizar en medio siglo pacificamente. Allí no hay santos; alli no veta yo más que una casa de oraei{m y 110 1111

81 •

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templo de idólatras; alli el espíritu, inspirado por la piedad, podía ele· varse, sin distracciones ni encomendándose a medianeros horrorosos, hacia el Criador para darle gracias y para tributarle un homenaje de adoración .

En efecto, la pequeña iglesia no contenía más altares que el que estaba en el fondo, y que se hallaba a la sazón adornado con un Belén; concesión que tal vez había hecho el cura a la tierl).a imaginación de sus feligreses, aún no enteramente liul'e de sus antiguas aficiones.

. Las paredes, por todas partes, estaban lisas, y, entonces, los vecinos las habían decorado profusamente con grandes ramas de pino y de encina, con guirnaldas de flores ~. con hellas cortinaR de heno salpica· das de escarcha. .

Roté, además, que, contra el uso común de las iglesias mexicanas, •

en ésta había bancas para los asiRtentes, bancas que entonces se habían duplicado púa que cupiese toda la concurrencia, de modo que ninguno de los fieles se veía obligado a sentarse en el :melo sobre el frío pavi· mento de ladrillo. Un órgano pequeño estaba colocado a la puerta de entrada de la nave, y pulsado por un vecino, iba a acompañar los coros de niños y de mancebos que allí se hallaban ya, esperando que comen· zara el oficio.

El altar mayor era sencillo y bello. Un poco más eleyado que el pavimento; lo dividía de éste un barandal de cantería pintado de blanco. Seguía el altar, en el que ardían cuatro hermosos cirios sobre candeleros de mad~a, y en el fondo estaba el Nacimiento, es decir, un portalito rústico, con las imágenes bastante bt>llas, oe San José, oe la Virgen y del Niño Jesús, con sus incliRpensables mula y toro, y pequeños corde· ros; tollo rodeado de piedras llenas de musgo, de ramas de pino, de encina, de parásitas muy vistosas, de heno y de escarclul, que es, como se sabe, el adorno obJigado de todo altar de Nochebuena.

Tanto este altar, como la iglesia toda, estaban bien iluminados con candelabros, repartidos de trecho en trecho, y con dos lámparas rústicas pendientes de la techumbre.

A las doce, y al sonoro repique a vuelo de las campanas, y a lo~

acentos melodiosos del órgano, el oficio se comenzó. El cura, revestido con una alba muy bella y una casulla modesta, y acompañado de dos acólitos vestidos de blanco, comenzó la misa. El incienso, que era como puesto de gomas olorosísimas que se recogían en los bosques de la tierra caliente, comenzó a envol"t>r con sus nubes el hermoso cuadro del altar; la voz del sa,eerdote se elevó suave y dulce en medio del concurso, y el

.

órgano comenzó a acompañar las graves y melancólicas notas del cantó •

llan'o, con su acento sonoro y conmovedor .

. 32

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Yo no habia asistido a una misa desde mi juventud, y había perdido con la costumbre de mi niñez, la unción que inspiran los sentimientos de la infancia, el ejemplo de piedad de los padres y la fe sencilla de Íos primeros años.

Así es que había desdeñado después asistir a estas funciones, pro­fesando ya otras ideas y no 'hallando en mi alma la disposición que me hacia amarlas en otro tiempo. .

Pero entonces, allí, en presencia de un cuadro que me recordaba toda mi niñez, viendo en el altar a un sacerdote digno y virtuoso, aspi­rando el perfume de una religión pura y buena, juzgué digno aquel lugar, de la Divinidad: el recuerdo de la infancia volvió a mi memoria con su dulcisimo prestigio, y con su cortejo de sentimientos inocentes; mi

,

espiritu desplegó sus alas en las regiones místicas de la oración, y oré, como cuando era niño.

Parecía que me habia rejuvenecido; y es que cuando uno se figura que vuelven aquellos Serenos dias de la niñez, siente algo que hace revivir las ilusiones perdidas, como sienten nueva vida las flores mar·

' chitas al recibÍr, de nuevo el rocío de la mañana.

eomo dijo el Tasso.

,

Tal rabbellisce le smarrite foglie. Ai ' mattutine geli arido flore.

La misa, por lo demás, nada tuvo de particular para mí. Los pasto­res cantaron nuevos villancicos, alternando con los coros de niños que

, I

acompañaba el órgano. El cura, una vez concluido el oficio, vino a hacer en lengua vulgar,

delante del concurso, la narración sencilla del Evangelio sobre el naci­miento de Jesús. Supo acompañarla de algunas reflexiones consoladoras , y elocuentes" sirviéndole siempre de tema la fraternidad humana y la l'aridad, y se alejó del presbiterio, dejando conmovidos a sus oyentes.

El pueblo salió de la iglesia, y un gran número de personas se diri­gió a la casa del alcalde. Yo me dirigí también allá con el cura.

XI

La casa del alcalde era amplia, hermosa e indicaba el bienestar de !iU dueño. En el patio, rodeado de rústicos corredores y plantado de castaños y nogales, se haMan extendido numerosas esteras. Para los ancianos y ,enfermos se había reservado el lugar que estaba al abrigo

,

del frio, y para los demás se habia destinado la parte despejada del patio, en el centro del cual ardía una hermosa hoguera. All1 la gente

33 3

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robusta de la montaña podía cenar alegremente, teniendo por toldo el bellisimo cielo de invierno, que ostentaba a la sazón, en su fondo obscuro y sereno, su ejército infinito. de estrellas.

La casa estaba coquetamente decorada con el adorno propio del día. El heno colgaba de los árboleil, entonces 'despojados de hojas, se enre­daba en las columnas de madera de los corredores, formaba cortinas en las puertas, se tendía como alfombra en el patio, y cubría casi ente­ramente las rústicas mesas. Este adorno es el favorito en estás fiestas del invierno en todas partes. Parece que la poética imaginación ¡popular lo escoge de preferencia en semejantes días para representar con él las

• •

últimas pompas de la vegetación. El heno representa la vejez del año, como las rosas representan su juventud.

El alcalde, honrado y buen anciano, padre de una numerosa familia, labrador acomodado del pueblo, presidía la cena, como un patriarca de los antiguos tiempos. Junto a él nos sentábamos nosotros, es decir, el cura, el maestro de escuela y yo.

La cena fué abundante y sana. Algunos pescados, algunos pavos, la tradicional ensalada de frutas, a las que da color el rojo betabel, algu­nos dulces, un puding hecho con harina de trigo, de maíz y pasas, y todo acompañado con el famoso y blanco pan del pueblo, he ahí lo que cons­tituyó ese banquete, tan variado en otras partes. Se repartió algún vino;

. los pastores tomaron una copa de aguardiente a la salud del alcalde y del cura, y a mí me obsequiaron con una botella de Jerez seco, muy regular para aquellos rumbos.

Concluida que fué la cena, el maestro de escuela llamó por su nom­bre a uno de los niños, sus alumnos, y le indicó que recitara el romance de Navidad que había aprendido ese año. El niño fué a tomar lugar en

medio de la concurrencia, y con gran despejo y buena declamación, recitó ]0 siguiente:

\

Repastaban sus ganados A la~ espaldas de un m,onte De la torre de Belén, Los . soñolientos pastores,

Alrededor de los troncos De unos encendidos robles, Que restallando a los aires Daban claridad al bosque; En los nudosos rediles Las ovejuelas se encogen,

34 .

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La escareha en la yerba helada Beben, pensando que comen.

No lejos, los lobos fieros Con sus aullidos feroces Desafían los mastines, Que adonde suenan responden, Cuando las obscuras nubes De sol coronado rompe Un capitán celestial _ ,

De sus ejércitos nobles.

Atónitos se derriban •

De si mismos los pas~ores, . ': y por la lumbre las manos Sobre los ojos se ponen.

Los perros alzan las frentes, y las ovejuelas corren, Unas por otras turbadas Con balidos desconformes, Cuando el nuncio soberano Las plumas de oro descoge, y enamorando los aires Les dice tales razones: "Gloria a Dios en las alturas, Paz en la tierra a los hombres; Dios ha nacido ' en Belén En esta dichosa noche.

Nació de· una pura Virgen: Buscadle, pues sabéis donde, Que en sus brazos le hallaréis Envuelto en mantillas pobres."

Dijo, y las celestes aves En' un aplauso conformes, Acompañando su vuelo Dieron al aire colores.

Los pastores convocando Con dulces y alegres sones Toda la tierra, derriban Palmas y laureles nobles.

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Ramos en las manos llevan, y coronados de flores, Por la nieve forman sendas Cantando alegres canciones.

Llegan al portal dichoso; y aunque juntos le coronen

• Racimos de serafines, Quieren que laurel le adorne.

La pura y hermosa Virgen Hallan diciéndole amores Al niño recién nacido Que Hombre y Dios tiene por nomblt!.

El santo viejo los lleva Adonde los pies le adoren, Que por las cortas mantillas Los mostraba el Niño entonces.

Todos lloran de placer; •

Pero que mucho que lloren Lágrimas de gloria y pena, ¿ Si llora el Sol por dos sol.;s? El Santo Niño los mira, y para que se enamoren \ Se ríe en medio del llanto, y ellos' le ofrecen sus dones.

,

Alma, ofrecedle los vuestros j y porque el Niño los tome, Sabed que se envuelve bien En telas de corazones."

'fodos aplaudieron al Niño; el cura me preguntó: . _.¿ Conoce usted ese romance, capitán?

-F,rancamente, no; pero me agrada por su ' fluidez, por su corree· ci6n, y por sus imágenes risueñas y deliciosas.

-Es del famoso Lope de Vega, capitán. Yo, desde hace tres años, he hecho que uno de los chicos de la escuela recite, después del ban· quete , de esta noche, una de estas buenas composiciones poéticas espa­ñolas, en lugar ds los malisimos versos que habia costumbre de recitar

, y que se tomaban de los cuadernitos que imprimen en México y que

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vienen a vender por aqui los mercaderes ambulantes. Esos versillos sollan ser, además de muy malos, obscenos, asi como los misterios o . pastorélas que se representaban, más bien para poner en ridículo la . . escena evangélica, que para honrarla en la fiesta que la recuerda. De

. este modo, los niño~van enriqueciendo su memoria con buenas pieza8, que se hacen 4espués populares y se ejercitan en la declamación, dil'i-

gidos por mi amigo y su maestro, que es muy hábil en ella. -Señor, respondió el maestro de escuela, dirigiéndose a mí; ya he

dicho a Ud: que todo lo que sé, se lo debo al hermano cura; y ahora añadiré, porque es para mí muy grato· recordarlo esta noche, que hoy hace justamente tres años .... PermitameUd., hermano, que yo lo refiera; se lo ruego a Ud., añadió contestando al cura que le pedia

,

se callase; ho.y hace tres años que iba yo a ser victima del fanatismo l'eligio.so. Era yo un infeliz precepto.r de un pueblo cercano, que ha­biendo. recibido una educación imperfecta, me dediqué, sin embargo, po.r necesidad, a la enseñanza primaria, recibiendo en cambio una mezquina retribución de doce pesos. Servía yo, además, de notario al cura y de secretario al alcalde, y trabajaba mucho. Pero. en las horas de descanso procuraba yo ilustral:' mi pobre espíritu con Útiles lectu­ras que me proporcionaba encargando. libros o adquiriéndolos de los viajero.s q~e so.lfan pasar, y que, mirando mí afición, me regalaban algunos que traían por casualidltd. De este modo pasé catorce años; y como. es natural, a fuerza de perseveranCia, llegué a reunir algunos conocimientos, que por imperfectos que fuesen, me hicieron superior, a los vecinos del lugar, que me escuchaban siempre con atención y a veces con simpatía y participando de mis opiniones. Entonces acertó a llegar de cura a este pueblo, sustituyendo al antiguo que había muer­to, un clérigo codicioso y de ·carácter terrible. Comenzó a resucitar coso tumbres que iban olvidándose, y a imponer gabelas que no existían; todo, por supuesto, invocando la religión. Trató desde luego de ponerme bajo su inspección; desaprobó mi método de enseñanza; me ordenó suspender las clases de lectura, escritura, geografía y gramática que había establecido, reduciéndome a enseñar sólo la doctrina, y acab6 por querer también asesorar a la autoridad municipal en todos sus asuntos, pero en su propio interés, y tanto, que con motivo. de las nue­vas leyes dadas por el gobierno liberal, predic6 la desobediencia y aun se puso de acuerdo con las partidas de rebeldes que por ese rumbo aparecieron luchando contra la Constitución. Yo entonces creí conve­niente advertir a la autoridad el peligro que habia en escuchar las sugestiones del cura, y me manifesté opuesto a sujetarme a sus órdenes en cuanto a la enseñanza de mis niños. Por otra parte, como él inven-

, 37

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• •

faba fiestecitas y sacaba a luz nuevos sl¡.ntos con el objeto de apro-.echarse de los donativos, que por diversos motivos adquiría además, pues no admJnistraba los sacramentos sin recibir en cambio reses, semi­llas o dinero; yo, inspirado de un sentimiento de rectitud, me manifesté disgustado y hablé sobre ello a los vecinos; pero ~ cura había trabajado

con habilidad en la conciencia de esos infelices, y haciendo mérito de varias opiniones mías opuestll.s al fanatismo y a la idolatría que reina­ban de antemano allí, me presentó como un hereje abominable_ Yo nada pude hacer para contrarrestar aquella hostilidad; las autoridades no me sostenían, subyugadas por el cura como lo estaban, y me resigné a los peligros que me traía mi independencia de carácter. No aguardé mucho tiempo. Al ll("gar la Nochebuena de hace tres años, el pueblo, embriagado y excitado por un sermón del cura, se dirigió a mi casa, me sacó de ella y me llevó a una barrauca cercana a esta población para

matarme. i Figúrese Ud. la aflicción de mi mujer y de mis hijos! Pero el más grandecito de ellos, iluminado por una idea feliz, corrió a este pueblo, donde hacía poco había llegado el her)Dano cura aquí presente .Y que me habia dado muestras de amistad las diversas veces que había ido a ver mi escuela. Mi hijo le avisó del peligro que yo corda, y no

. l"e necesitó más; vino a salvarme. En manos de aquellos furiosos cami­naba yo maniatado, .y ya había llegado a la barranca, con el corazón presa de una angustia espantosa, por mi familia; ya aquellos hombres ebrios y engañados se precipitaban a darme la muerte por hereje y maldito, cuando se detuvieron llenos , de un terror y de un respeto sólo comparables a su ferocidad. Iba a amanecer, y la indecisa luz de la madrugada alumbraba aquel cuadro de muerte, cuando de súbito se apareció en lo alto de una pequeña colina cercana un sacerdote, vestido de negro, que hacía señas y que se acercaba al grupo apresuradamente. Seguíanle este mismo señor alcalde, que entonces lo era también, y un grau grupo de yecjnos. El hermano cura llegó, se encaró con mis ver· dugos y les preguntó por qué iban a matarme.

-Por hereje, señor cura, le respondieron: este hombre no cree en Dios, ni es cristiano. ni va a misa, ni respeta a nuestros santos, y es enemigo del padrecito de nuestro pueblo, y éste nos ha . dicho que era

• • bueno ~ue lo matáramos, para ,quitarnos este diablo de la población que se está salando con Sil presencia.

Ya supondrá Ud., capitán, lo que el hermano cura les diría. Su ,'oz indignada, pero tranquila, resonaba en aquel momento como una voz del cielo. Les echó en cara su crimen; los humilló; los hizo temblar; los convenció, y los obligó a ponerse de rodillas para pedir perdón por Sil delito. Yo creo que temían que un rayo los redujera a cenizas . . Se

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apresuraron a desatarme; me entregaron libre al cura, quien me abrazó . ,

llorando de emoción; vinieron a suplicarme que los perdonara y en ese momento apareció mi infeliz mujer jadeando de fatiga, gritando y mos­trando en sus brazos a mi hijo más pequeño, implorando piedad para mi. Al verme libre, al ver a un cura, a quien reconoció desde luego, lo comprendió todo: corrió a mis brazos, y no pudiendo más, perdió el sen­tido. Aquella gente estaba atónita; el hermano cura que habia recibido en sus brazos a mi pequeña criatura, lloraba en silencio, y todo el mun­do se habia arrodillado. En ese momento salió el sol, y pareéía que Dios fijaba en nosotros su mirada inmensa.

j Ah, señor capitán! i Cómo olvidar semejante noche! La tengo gra­bada en el alma de una manera constante; y si alguna vez he creído ver la sublime imagen de Jesucristo sobre la tierra, ha sido esa, en que el hermano cura me salvó a mí de la muerte, a toda una familia infeliz de la orfandad, y a aquellos desgraciados fanáticos, del infierno de los remordimientos.

-y nosotros, dijo el alcalde, llorando con una voz conmovida pero resuelta, y dirigiéndose-al concurso que escuchaba enternecido, nosotros alli mismo hemos jurado no permitir jamás, aun a costa de nuestras vidas, que se mate a nadie: no digo a un inocente, pero ni a un cri­minal, ni a un salteador, ni a un asesino. El hermano cura nos convenció para si~mpre de que los hombres no tenemos derecho de privar de la vida a ninguno de nuestros semejantes; de manera qlie si la ley manda ajusticiar a alguno por sus delitos, que ella lo haga, pero fuera 'de nues­tro puebld: aquí hemos de procúrar que llunc_3 se haga tal cosa, porque el pueblo se mancharía; y para no vernos en esa vergüenza y en ese conflicto, lo que tenemos que hacer es ser honrados siempre.

-Siempre, siempre!, ' resonó por todas partes, pronunciad'o hasta por la voz de los niños.

El cura me apretaba la mano fuertemente, y yo besé la suya, que l'egué con unas lágrimas que hacía años no había podido derramar.

Cuando hubo pasado aquel momento de profunda emoción,- el cura se apresuró a presentarme a dos personas respetabilísimas, sentadas -cerca de nosotros y que no habían sido las que menos se conmovieran con el relato del maestro de escuela. Estas dos personas-eran un anciano vestido pobremente y de estatura pequeña, pero en cuyo semblante, en que podían descubrirse todos los signos de la raza indígena pura, había un no sé qué que inspiraba profundo respeto. La mirada era humilde y serena; estaba casi ciego, y la melancolía del indio parecía de tal ma· nera característica a ese rostro, que se hubiera dicho que jamás Ulla

. sonrisa había podido iluminarlo.

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Los cabellos del anciano eran negros, largos y lustrosos, a pesar de la edad; la frente elevada y pensativa; la nariz aguileña; la barba po­quísima y la boca severa. El tipo, en fin, era del habitante antiguo de aquellos lugares, no mezclado para nada con la raza conquistadora. Llamábanle el tío Francisco. Era el modelo de los esposos y de los

. padres de familia. Había sido acomodado en su juventud; y aunque ciego después y combatido por la más grande miseria, había opuesto a

\ . . estas dos calamidades tal resignación, tal fuerza de espíritu y tal cons-tancia en el trabajo, que se había hecho notable entre los montañeses, quienes-le señalaban cOmo el modelo del varón fuerte. La rectitud de su conciencia, y su instrucción no vulgar entre aquellas gentes, así como su piedad acrisolada, le habían hecho el consultor nato del pueblo, y a tal punto se llevaba el respeto por sus decisiones, que se tenía Por in­apelable el fallo que pronunciaba el tío Francisco en las cuestiones sorne- . tidas a su arbitraje patriarcal. No pocas veces las autoridades acudían a él en las graves dificultades que se les ofrecían; y su pobre cabaña en la que se abrigaba su numerosa familia, sujeta casi siempre a grandes privaciones, estaba enriquecida por la virtud y santi!icada por el respeto popular. El anciano indígena era el único, antes de la llegada del cura,

-que dirimía las controversias sobre tierras, a quien se llevaban las que-jas de las familias, las consultas sobre matrimonios y sobre asuntos de . .' conciencia, y jamás un vecino tuvb que lamentarse de su decisión, siem-pre basada en un riguroso principio de justicia. Después de la llegada del cura, éste había hallado en el tío Francisco su más eficaz auxiliar en las mejoras introducidas en el pueblo, así como su más decidido y virtuoso amigo. En cambio, el patriarca montañés profesaba al cura . . mi cariño y una admiración extraordinarios; gustaba mucho de oírle hablar sobre religión, y se consolaba en las penas que le ocasionaban su ceguera y .su pobreza, escuchando las dulces y santas palabras del

I ,

joven sacerdote . .

La otra persona era la mujer del tío Francisco, una virtuosísima anciana, indígena también y tan resignada, tan llena de piedad como su marido, a cuyas virtudes añadía las de un corazón tan lieno de bono '

-

dad, de una laboriosidad tan extremada, de una ternura maternal tan . .

ejemplar y de una caridad tan ardiente, que hacían de aquella singular matrona una santa, un ángel. El pueblo entero la reputaba como su _ joya más preciada, y el tiempo hacía que su nombre se pronuncÍllra en aquellos lugares como el nombre de un genio benéfico. Se llamaba la tía Juana, y tenía siete hijos. -

El cura, que me daba todos estos informes, me decía:

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-No conocí a mi virtuosa madre; pero tengo la ilusión de que oebió parecerse a esta señora en el carácter, y de que si hubiera vivido ' habría tenido la misma serena y santa vejez que me hace ver en der1'<;' dor de esa cabeza venerable una especie de aureola. Note Ud. qué lIul-

,

zura de mirada, qué corazón tan puro revela esa sonrisa, qué alegría y resignación en medio de la miseria y de las espantosas privacion~s que parecen perseguir a estos dos ancianos. Y esta pobre mujer, enve­jecida más por los trabajos y las enfermedades que por la edad; flaca y pálida ahora, fué una joven dotada de esa gracia. sencilla y humilde de las montañesas de este rumbo, y que ellas conservan, como Ud. ha podido ver, cuando no la destruyen los trabajos, las penas y las lágrimas.

Siri embargo, el cielo, que ha querido afligir a estos desventurados y virtuosos viejos con tantas pruebas, les !eserva una esperanza. Su hijo mayor está estudiando en un colegio, hace tiempo; y como el mu­chacho se halla dotado de una energía de voluntad verdaderamente ex­traordinaria, a pesar de los obstáculos de la miseria y del desamparo en que comenzó sus estudios, pronto podrá ver el resultado de sus afanes y traer al seno de su familia la ventura, tan largo tiempo espe­rada por sus padres. Tan dulce . confianza alegra los días de esa familia infeliz, digna de mejor suerte. .

Al acabar de decirme esto el cura, se acercó a él la misma señora de edad que lo habia llamado aparte y hablándole cuando llegamos al pueblo. Iba seguida de una joven hermosísima, la más hermosa tal vez de la aldea. La examiné con tanta atención, cuanto que la suponía, como era cierto, la heroína de la ,historia de amor que iba a deseulazarse esa noche, según me anunció el cura.

• Tenia como veinte años, y era alta, l}la,nca, gallarda y esbelta como

un junco de sus montañas. Vestía una finísima camisa adornada con encajes, según el estilo del país, enaguas de seda color oscuro; llevaba una pañoleta de seda encarnada sobre el pecho, ' Y se envolvía en un rebozo fino, de seda también, con larguísimos flecos morados. Llevaba, además, pendientes de oro; adornaba su cuello con una sarta de corales y calzaba zapatos de seda muy bonitos. Revelaba, en fin, a la joven labradora, hija de padres acomodados. Este traje gracioso de la virgen montañesa, la 'hizo más bella a mis ojos, y me la representó por un instante como la Ruth del idilio bíblico, o como la esposa del Cantar de los Cantares.

La joven bajaba a la sazón los ojos, e inclinaba el semblante llena de rubor; pero cuando lo alzó para saludarnos, pude admirar sus ojos negros, aterciopelados y que velaban largas pestañas, así como sus me·

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,

jillas color de rosa, su nariz fiua y sus labios rojos, frescos y sensua-les. i Era muy linda!

¿ Qué p.enas podría tener aquella encantadora montañesa? Pronto iba a saberlo, y a fe que estaba lleno de curiosidad. -

La señora mayor se acercó al cura y le dijo.: -Hermano, Ud. nos ha prometido que Pablo vendría. . .. ¡ Y no ha ,

venido! La señora concluyó esta frase con la más grande aflicción. -Si: ¡ no ha venido!, repitió la joven, y dos gruesas lágrimas ro­

daron por sus mejillas. Pero el cura se apresuró a responderles. . ' -Hijas mías, yo he hecho lo posible, y tenía su palabra; pero acaso

¿.no está entre los muchachos? •

-No, señor, no está, replicó la joven; ya lo he buscado con los . ojos Y no lo veo.

-.Pero, Carmen, hija, añadió el alcalde, no te apesadumbres, si el . .

hermano cura te responde, tú hablarás con Pablo. -Sí, tío; pero me había dicho que sería hoy, y lo deseaba yo, por­

que Ud. recuerda que hoy hace tres años que se lo llevaron, y como me cree culpable, deseaba yo en este día pedirle perdón... ¡ Harto ha

padecido el pobrecito! --.Amigo mío, dije yo al cura, ¿ podría Ud. decirme qué pena aflige

a esta hermosa niña y por qué desea ver a esa persona? Ud. me había prometido contarme esto, y mi curiosidad está impaciente.

-¡ Oh!, es muy fácil, contestó el sacerdote; y no creo que . ellas •

se incomoden. Se trata de una historia muy sencilla, y que referiré a U? en dos palabras, porc:¡ue la sé por esta muchacha y ·por el mancebo fn cuestión. Siéntense Uds., hijas mías, mientras refiero estas cosas , . . al señor capitán, añadió el cura, dirigiéndose a la señora y a Carmen, quienes tomaron asiento junto al alcalde.

-·Pablo era un -joven huérfano de este pueblo, y desde su niñez ha­hía quedado al encargo de una tía muy anciana, que murió hace cuatro años. El muchacho era tr3,bajador, valiente, audaz y simpático, y por eso lo querían los muchachos del pueblo; pero él se enamoró perdida· mente de esta niña Carmen, que es la sobrina del señor alcalde, y una de las jóvenes más virtuosas de toda la comarca.

Carmen no correspondió al afecto de Pablo, sea porque su educa­ción, extremadamente recatada, la hiciese muy tímida todavía para los asuntos amorosos, sea, lo que yo creo más probable, que la asustaba la ligereza de carácter del joven, muy dado a galanteos, y que ha.bía ya tenido varias novias a quienes había dejado por los más ligeros moth·os. - .

• 42

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Pero la esquivez de Carmen no hizo más que avivar el amor de Pablo, ya bastante profundo, y que él ni podia ni trataba de dominar.-

Seguia a la muchacha por todas partes, aunque sin asediarla con importunas manifestaciones. Recogía las más exquisitas y bellas flores de la montaña, y venía a colocarlas todas las mañanas en la puerta de la casa de Carmen, quien se encontraba al levantarse con estos her­mosos ramilletes, adivinando por supuesto qué mano los había colocado allí. Pero todo era en vano: Carmen permanecía esquiva y aun aparen­taba nQ.. comprender que 'ella era el objeto de la pasión del joven. Este al cabo de algún tiempo de inútil afán, se apesadumbró, y quizás para olvidar, tomó un mal camino, muy mal camino.

Abandonó el trabajo, contentóse con ganar lo suficiente para ali­mentarse y se entregó a la bebida y al desorden. Desde entonces, aquel muchacho tan juicioso antes, tan laborioso, y a quien no se le podía echar en cara más que ser algo ligero, se conYÍrtió en un perdido. Perezoso,

afecto a la embriaguez, irascible, camorrista y valiente como era, comen· zó a turbar con frecuencia la paz de este pueblo, tan tranquilo siempre, y no pocas veces, con sus escándalos y pendencias, puso en alarma a los habitantes y dió que hacer a sus autoridades. En fin, era insufrible, y naturalmente se atrajo la malevolencia de los vecinos, y con ella la frialdad, mayor todavía de Carmen, que si compadecía su suerte, no daba muestras ningunas de interesarse por oambiarla, otorgándole su - . '-earIno. •

Por aquellos días justamente llegué al pueblo, y como es, de supo­nerse, procuré conocer a los vec.inos todos. El señor alcalde presente, que lo era entonces también, me dió los más verídicos informes, y desde luego me alegré mucho de no encontrarme sino con buenas gentes, entre quienes, por su buenas costumbres, no tendría trabajo en realizar mis pensamientos. Pero el alcalde, aunque con el mayor pesar, me dijo que no tenía más que un mal informe que añadir a los buenos que me había comunicado, y era sobre un muchacho huérfano, antes trabajador y jui--cioso, pero entonces muy perdido, y que además estaba causando al pue-blo el grave mal de arrastrar a otros muchachos de su edad por el camino del vicio. Respondí al alcalde que ese pobre joven corría de mi cuenta, y que procuraría traerlo a la razón.

En efecto, lo hice llamar, lo traté con amistad, le dí excelentes consejos; él se conmovió de verse-tratado así; pero me contestó que su mal no tenía remedio, y que había resuelto mejor desterrarse para no l'1eguir siendo el blanco de los odios del pueblo; pero que era difícil para él cambiar de conducta:

. .

43

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,

La obstinación de Pablo, cuyo ' origen comprendía yo, me causó pena, porque me reveló un carácter apasionado y enérgico, en , el que la contrariedad, lejos de estimularle, le causaba desaliento, J en el ,que el desaliento producia la desesperación. Fueron, pues, vanos mis es­fuerzos.

Yo sabia muy bien lo que Pablo necesitaba para volver a ser lo que había sido. La esperanza en ~u amor había hecho lo que no podía hacer la exhortación más elocuente; pero esta esperanza no se le con· cedía, ni era fúcil que se le concediese, pues cada día que pasaba, Caro men se mostraba más severa con él, a lo que se agregaba que la señora madre de ella y el alcalde su tio no cesaban de abominar' la conducta del muchacho, y decían frecuentemente que primero , querían ver muerta a su hija y sobrina) que saber que ella le profesaba el menor cariño.

Además, como los mancebos más acomodados del pueblo deseaban casarse con Carmen, y sólo los con tenia para hacer sus propuestas el miedo que tenían a Pablo, cuyo valor era con'ocido y cuya .desespera­ción le hacia capaz de cualquiera locura, sc hacia urgente tomar una providencia para desl'mbarazarse de un sujeto tHn pernicioso.,

,

Pronto se presentó una oportunidad para realizar este deseo de los deudos de Carmen. Habia estallado la guerra ch ':1, y el gobierno ,

, habia pedido a los distritos de este Estado un cierto núm<.¡'o de reclu· tar para forma nuevos patallones, Los prcfectos los pidieron a su vez a los pueblos, y como éste es pequefio, su gente muy honra(1a y laboriosa, la autoridad sólo exigió al alcalde que le mandase a lo>; ,agos y vicio­SOl'¡. Ya 'conoce Ud. la costumbre de tener el ser-vicio dc las armas como una pena, y de condenar a él a la ge'nte perdida. Es una desgracia.

,

-y muy grande respondi: semejante costumbre es nociva, y yo deseo que c6ncluya cuanto antes esta guerra, para que el legislador ('scogite una manera de formar nuestro ejército sobre bases más con­formes con nuestra dignidad y con nuestro sistema republicano,

, '

-Pues bien, continuó el cura. Por aquellos dias, la antevíspera de la Nochebuena, se presentó aqui un oficial con u·na partida de tropa, con el objeto de llevarse asns reclutas. El pueblo se conmovió, temiendo que fueran a diezmarse l~s familias, los jóvenes se ocultaron y las muje­res lloraban. Pero el alcalde tranquilizó a todos diciendo que el prefec­to le habia facultado para no entregar más que uno, que era Pablo, ese seria condenado al servicio de las armas. E inmediatamente mandó apre­henderlo y entregarle al oficial. '

Dióme tristeza la disposición del alcalde cuando la supe, pero no era posible evitarla ya, y además la aprehensión de Pablo, era el para-rrayos que salvaba a los demás jóvenes del pueblo.

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Algu:p.as gentes compadecieron al pobre muchacho" pero ninguno se atrevió a abogar por su libertad, y el oficial lo recibió preso.

Parece que Pablo, en la noche del dia 23, burlando la vigilf-ncia de sus custodios, y merced a su conocimiento del lugar y a su agilidad montañesa, pudo escaparse de su prisión, que era la casa municipal, donde la tropa se habia acuartelado, y corrió a la casa de Carmen: llamó a ésta y a la madre, que asustadas, acudierpn a la puerta a sa­ber qué queria. Pablo dijo a la joven, que asi como había venido a hablarla, podia muy bien huir a las montañas; pero que deseaba saber, ya en esos momentos muy graves para él, si no podria abrigar espe­ranza ninguna de ser correspondido, pues en este caso se resignaría

.a su suerte, e iria a bm¡car la muerte en la guerra; y si sintiendo por él algún cariño Carmen, se lo decia, se escaparía inmediatamente, pro­curaria cambiar de conducta y se haria digno de ella .

Carmen reflexionó un momento, habló con la madre y respondió, aunque con pesar, al joven, que no podía engañarle, que no debia tener ninguna esperanza de ser correspondido; que SU!¡l parientes lo aborre­cian, y que ella no había de qnerer darles una pesadumbre, reteniéndolo, particularmente cuando no tenía confianza en sus promesas de ref01'­marse, porque ya era tarde para pensar en ello. Asi es que sentia mucho su suerte, pero que no estaba en su mano evitarla.

Oyendo esto, Pablo se quedó abatido, dijo adiós a Carmen, y se alejó lentamente para volver a su prisión.

-j Ay! Asi fué, dijo Carmen sollozando; yo tuve la culpa. _ .. de . .

todo lo que ha padecido .... -Pero, hija, replicó la señora; si entonces era tan malo .... -Al dia siguiente, continuó el cura, a las- ocho de la mañana, el

. oficial salió con su partida de tropa, batiendo marcha y llevando entre filas y atado al pobre muchacho, que inclinaba la frente entristecido, al ver que las gentes salían a mirarlo.

-¡ Adiós, Pablo!... repetían las mujeres y los niños asomándose a la puerta de sus cabañas; pero él no oyó la voz querida ni vió el semblante de Carmen entre aquellos curiosos. -,

En ]a noche de"ese dia 24 se hizo la función de Nochebuena, y lile dispuso la cena en este mismo lugar; pero habiendo comenzado muy alegre, se concluyó tristemente, porque al llegar la hora de la alegría, del baile y del bullicio, todo el mundo echó de men!:>s al alegre muchacho, que aunque vicioso, era el alma, por su humor ligero, de las fiestl\~

del pueblo. .

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-j Ay!, j pobrecito de Pablo! ¿ En dónde estará a estas horas? -preguntó alguien.

, . i En dónde ha de estar!, respondió otro. . . . en la cárcel del pue­blo , cercano; ó bien desvelado por el frío, y bien amarrado, en el ' monte donde hizo jornada la tropá.

N o bien hubo oído Carmen estas palabras, cuando no pudo más y rompió a llorar. Se había estado conteniendo con mucha pena, y enton­ces no pudo dominarse. Esto causó mucha sorpresa, porque era sabido que no quería a Pablo, de modo -que aquel llanto hizo pensar a todos, que aunque la muchacha le mostraba aversión por sus desórdenes, en el fondo lo quería algo.

El señor alcalde se enfadó, lo mismo que la señora, y se retiraron, concluyéndose en seguida la cena de una manera tan triste.

Han pasado ya tres años. No volvimos a tener noticias de Pablo, hasta hace cinco meses, en que volvió a aparecer en el pueblo; se pre­l>entó al alcalde enseñando su pasaporte y su licencia absoluta y pidien­do permiso para vivir y trabajar en un lugar de la montaña, a seis leguas de aqui. · ,

• En dos años se había operado un gran cambio en el carácter, y aun

en el físico de Pablo. Había servido de soldado, se llabía distinguido entre sus compañeros por su valor, su honradez y su instrucción mili­tar, de modo que había llegado hasta ser oficial en tan poco tiempo. Pero habiendo recibido muchas heridas en sus campañas, heridas de las que todavía sufre, pidió su licencia para retirarse a descansar de 10B

trabajos de la guerra, y sus jefes se la concedieron con muchas reco-mendaciones. -

Pablo no tardó más que algunas horas en el pueblo, cambió su traje militar por el del labrador montañés, compró algunas provisiones (' instrumentos de labranza, y partió a su montaña sin ver a nadie, ni a Carmen, ni a mi. Retirado a aquel lugar, comenzó a llevar una vida de Robinson. Escogió la parte más agreste de las montañas; construyó una choza, desmontó el terreno, y haciendo algunas excursiones a las aldeas cercanas, se proporcionó semillas y cuanto se necesitaba para SUB

proyectos. Sus viajes de soldado, por el centro de la República, le 'han sido

• muy útiles. Ha aprovechado algunas ideas sobre la agricultura y horti-cultura, y las ha puesto en práctica aquí con tal éxito que .da gusto ver su roza, como él la llama humildemente. No, no es una simple roza

, '

aquella, sino una hermosa plantación de mucho porvenir. Está muy na-ciente aún, pero ya promete bastante. Sus árboles frutales son exquisi" tos, su pequeña siembra de maíz, de trigo, de chícharo y de lenteja, le

,46

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, ha producido de luego a luego una cosecha regular. Merced a él, hemos . podido gustar fresas, como las más sabrosas del centro, pa,es las cuitiva en abundancia, y no parece extraño a .la afición por las flores, pues él ha sembrado por todas partes violetas, como las de México (y no inodoras como las de aquí), perv-incas, mosquetas, malva-rosas, además de todas las flores aromáticas y raras de nuestra siena. Ha plantado un pequeño viñedo, y a él he encargado precisamente de cuidar mis moreras nacientes y que están colocadas en otro lugar más a propósito por su temperatura. En suma, es infatigable en sus tareas, parece po­seído por una especie de fiebre de trabajo. Se diría que desea demostrar " . al pueblo que lo arrojó de su seno por su conducta, que no merecía aquella ignominia, y que en su mano estaba volver al buen camino, si la persona a quien habia hecho tal promesa, hubiera dado crédito a sus palabras. .

• Los pastores de los numerosos rebaños que pastan en estas cerca-

nias, como he dicho a usted, lo adoran, porque apenas se ha sentido la presencia de una fiera en tal o cual lugar, por los daños que hace, cuando Pablo se pone voluntariamente en su persecución y no descansa hasta no traerla muerta a la majada misma que sirve de centro al. rebaño perjudicado. Y Pablo no acepta jamás la gratificación que es costumbre dar a los otros cazadores de fieras dañinas, sino que des­pués de haber traido muertos al tigre, al lobo o al leopardo, o de haber

avisado a los pastores en qué lugar queda tendido, se, retira sin hablar más. Esta singularidad de carácter, ' junto a su rara generosidad y a su valor temerario, han acabado por granjearle el cariño de todo el mundo; sólo que nadie puede expresárselo como quisiera, porque Pablo huye

• • de las gentes, pasa los días en una taciturnidad sombría; y a pesar de que padece mucho todavía a causa de sus heridas, a nadie acude para curarse limitándose a pedir a los labradores montañeses o a los aldea­nos que pasan, algunas provisiones a cambio del p¡'oducto de su plan­tación. Cerca de ésta tietle su pequeña cabaña, rodeada de rocas que él ha cubierto con musgo y flores: alli vive como un eremita o como un salvaje, trabajando durante el dia, leyendo algunos libros en algunos

. ratos, de noche, y siempre combatido por una tristeza tenaz.

Conmovido yo por semejante situación, he ido a verlo algunas veces. El me espera, me obsequia, me escucha, pero se resiste siempre a venir

. . al pueblo. Un dia, en que supe . que estaba postrado y sufriendo a conse-cuencia de sus heridas y de la entrada del invierno, quise llevar con­migo a la señora madre de Carmen para que esto le sirviese de con­suelo; 'pero él apenas nos divisó a lo lejos, huyó a lo más escabroso y escondido de la sierra, y no pudimos hacer otra cosa que dejarle algu-

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nas IhedicinJl~proyisiones, retirándonos Henos de sentimiento por no haberle vis"if. . .

f--"-' . Peró . e~ muchacho, interrumpí, va a acabar por volverse loco, lle, ando semejante vida, parecida a la que hacía Amadís; es preciso sacarlo de ella. .

--Indudablemente, contestó el cura; eso mismo he pensado yo y Jte

-puesto los medios para que termine. Usted habrá comprendido cuál debía ser el único eficaz, porque a mí. no se me oculta que Pablo ' ha seguido amando a esta muchacha, con más, fuerza cada ' día; sólo que, altivo por carácter, y resentido en lo profundo de su alma por lo que había pasado, no puede ya pensar en el objeto de su cariño sin que la negra sombra de sus recuerdos venga luego a renovar la herida y a en­gendral,"le esa desesperación que se ha convertido en una peligrosa me­lancolía.

-Pero en fin.... esta niña .... • pregunté yo con una rudeza en que había mucho . de curiosidad. Carmen no respondió; se cubría el rostro con las manos y sollozaba.

. --j Ah!, entiendo, señor cura, continué; entiendo: y ya era tiempo,

porque la suerte de ese infeliz amante me iba afligiendo de una ma-nera .... •

-Como usted me concederá también, repuso el cura, yo no podía hacer otra cosa, aun conociendo la verdadera pena de Pablo, que aguar­dar a mi vez, porque por nada de este mundo hubiera querido hablar a Carmen de los sufrimientos del joven; temía ser la causa de que esta sensible y buena mucha~ha se resolviera a hacer UD sacrificio par como pasión hacia Pablo, o bien le llegase a tener un poc() de cariño origi­nado por la misma compasión. Usted, capitán en su calidad de hombre de mundo, estimará desde luego el valor que podría tener un· amor de éompasión. Nada hay más frágil que esto, y nada que acarree más des-

gracias a los co.razones que aman.' . ... Yo deseaba saber si Carmen había amado . a . Pablo antes, y a pesar

de sus defectos, aunque lo hubiera ocultado aun a si misma por recato . .

y por respeto a la opinión de sus parientes. Si no hubiera sido así, yo Ileseaba al menos que hoy lo amara, convencida de sus virtudes y esti· 11lando en lo' que vale su noble carácter un poco fiero, es verdad, pero digno y apasionado siempre .

. Mientras yo no supiera esto, me parecía peligrosa toda gestión que

hiciera para favorecer a mi protegido; y ni a éste dije jamás una sola palabra de ello, como él tampoco me dejó conocer nunca, ni en la menor

expresión, el verdadero motivo de sus padecimientos y de su soledad.

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Hice bien en esperar: el amor, el verdadero amor, el que por más obstáculos que encuentre llega por fin a estallar, vino pronto en mi auxilio.

Un día, hace a.penas tres, el señor alcalde vino a 'verme a mi casa, ,

me llamó aparte y me dijo: -Hermano cura, necesitamos mi ' familia y yo de la bondad de

usted, perque tenemos un asunto grave, y en el que se juega tal vez la \'ida de una persona que queremos _muchísimo .

. Pues ¿qué hay, señor alcalde?, le pregunté asustado. -Ray, hermano cura, que la pobre Carmen, mi sobrina, está ena­

morada., muy euamorada, y ya no puede disimularlo ni tener tranquili­dad: está enferma, no tiene apetito, no duerme, no quiere ni hablar.

-¿Es posible?, pregunté yo alarmadísimo, porque temí una reve' lación enteramente contraria a mis esperanzas. Y de quién está ena-morada Carmen, ¿ puede decirse? '

-Sí, señor, puede decirse, y a eso vengo precisamente. Ha de saber usted, que cuando Pablo, ya sabe usted, Pablo, el soldado, la pretendía hace algunos a.ños, mi hermana y yo, que no quedamos al muchacho por desordenado y ocioso, procuramos sin embargo averiguar si ella le tenía algún car~ño, y nos convencimos de que no le tenía ninguno, y de que 1(' repugnaba lo mismo que a nosotros. Por eso yo me resolví a entregarle a la tropa., pues ' de ese modo quitábamos del pueblo a un ~ujeto nocivo y libraba yo a mi sobrina de un impertinente. Pero usterl se acordará de aquella 1pisJlla Nochebuena en que, al hablar de Pablo en mi casa, cuando estábamos cenandQ, Carmen se echó a llorar. Pues bien: desde entonces su madre se puso a observarla día a día; y aun­que de pronto no le sigu}ó conociendo nada extraordinario, después se persuadió de que su hija quería al mancebo. Y se persuadió, porque Carmen no quiso nunca oír hablar de casamiento, ni dió oidos a las propuestas que le hacian varios muchachos honrados y acomodados de! pueblo. Cuando s~ hablaba de Pablo, Carmen se ponía descolorida, tris­te, y se retiraba a su cuarto; y en fin, no hablaba de él jamás, pero parece que no lo olvidó nunca.

,

Así ha pasado todo este tiempo; pero desde que volvió Pablo, -mi sobrina ha perdido enteramente su tranquilidad: el día en que supo que estaba aquí, todos advertimos su turbación aunque no sabíamos bien si era la alegría, o el susto, o la sorpresa lo que la habia puesto así. Después, cuando ha sabido la clase de vida que hace Pablo en la mon­taña, suspiraba, y a veces lloraba, hasta que por fin mi hermana se ha resuelto ahora a preguntarle con franqueza lo que tiene y si quiere n ese mancebo. Carmen le ha respondido que sí lo quiere; que lo ha que-

- 49 4

- •

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rido siempre, y que por eso se halla triste; pero que cree que Pablo la ha de aborrecer ya, porque la ha de considerar como la causa de todos sus padecimientos, yeso lo indica el no querer venir al pueblo, ni verla para nada. Que ella desearía hablarle, sólo para pedirle perdón, si lo ha ofendido, y para quitarle del corazón esa espina, pues no estará con­tenta mientras él le tenga rencor. Esto es lo qu~ pasa, hermano; y ahora vengo a rogar a usted que yaya a ver a Pablo y ló obligue a v~nir, con . . . el pretexto de la cena de pasado maíiana, para que Carmen le hable, y se arregle alguna otra cosa , si es posible, y si el muchacho todayia la quiere, porque yo tengo miedo de que . mi sobrina pierda la ·salud si

, no es aSI.

Ya usted comprenderá, capitán, mi alegría: ni preparado por mi hubiera salido mejor esto. Aproyeché una salida del pueblo para una confesión; corrí a la montaíia; Yi a Pablo; le insté porqp.e viniera, y me lo ofreció. . .. extraño mucho que no haya cumplido.

Al decir esto el cura, un pastor atravesó el patio y vino a decir al cura y al alcalde que Pablo estaba descansando en la puerta del patio, porque habiendo estado muy enfermo y habiendo hecho el camino muy poco a poco, se había cansado mucho.

Un grito de alegría resonó por todas partes: el alcalde . y el cura se levantaron para ir al encuentro del joven; la madre de Carmen se ,

mostró muy inquieta, y ésta se puso a temblar, cubriéndose su rostro de una palidez mortal ....

. -Vamos, niña, le dije, tranquilícese usted; debe tener el corazón

como una roca ese muchacho si no se muere de amor delante de usted. . .

Carmen movió la cabeza con desconfianza, y en este instante el alcalde y el cura entraron trayendo del brazo a un joven alto, morem>, -de barba y cabellos negros, que realzaba entonces una gran palidez, y en cuya mirada, llena de tristeza, podía adivinarse la firmeza de UD

carácter altivo.

Era Pablo. - Venía vestido como los montaíieses, y se apoyaba en un bastón

largo y nudoso. -j Viva Pablo!, gritaron los muchachos arrojando al aire sus som­

breros; las mujeres lloraban, los hombres vinieron a saludarle. El al­caIde lo condujo adonde se hallaban su hermana y sobrina, diciéndole:

-Ven, por acá, picaruelo, aquí te necesitan: si tienes buen corazón, nos has de perdonar a todos.

Pablo, al ver a Carmen, pa.reció vacilar de emoción, y se aumentó su palidez; pero reponiéndose, dijo todo turbado.

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-j Perdonar, señor!, y ¿. de qué he de perdonar? Al contrario, yo I;;oy quien tiene que pedir perdón de tanto como he ofendido al pueblo .... !

Entonces se levantó Carmen, y trémula y sonrojada, se adelantó hacia el joven, e inclinando los ojos, le dijo:

-Sí, Pablo, te pedimos perdón; yo te pido perdón por lo de hace tres años. . .. yo soy la causa de tus padecimientos. . .. y por eso, bien sabe Dios lo que .he llorado. Te ruego que no me guardes rencor.

La joven no pudo decir más, y tuvo que sentarse para ocultar su emoción y sus lágrimas.

Pablo se quedó atónito. Evidentemente en su alma pasaba algo e:l(- ' traordinario, porque se volvía de un lado y de otro para cerciorarse , . de que· no estaba soñando. Pero un instante después, y oyendo que la madre de Carmen, con las manos juntas en actitud li!uplicante, decía:

-j Pablo, perdón ala !, dejó escapar de sus ojos dos gruesas lágrimas, e hizo un esfuerzo para hablar.

-Pero, señora, respondió; pero, Carmen; ¿ quién ha dicho a ustedes que yo tenía rencor? Y ¿por qué habia de tenerlo? Era yo vicioso, señor alcalde, y por eso me entregó usted a la tropa. Bien hecho .: de esa ma­nera me corregí y volví a ser hombre de bien. Era yo un ocioso y un perdido, Carmen: tú eres una niña virtuosa y buena, · y por eso cuand<> te hablé de amor me dijiste que no me querías. Muy bien hecho; y ¿ qué obligación tenías tú de quererme? Bastante hacías ya con avergonzarte de oír mis palabras. Yo soy quien te pido pel'dón, por haber sido atre­vido contigo, y por haber estorbado quizás en aquel tiempo que tú qui­sieras al que te dictaba tu corazón. Cuando yo considero esto, me da mucha pena.

-j Oh! no, eso no, Pablo, se apresuró a replicar la joven; eso 11<> debe :ffligirte, porque yo no quería a nadie entonces. ... ni" he querido después. _. a·ñadió avergonzada; y si no, pregúntalo en el pueblo ... te lo juro, yo no he querido .a nadie ....

-Más que a usted, amigo Pablo, me atreví yo a decir con resolu­ción e impaciente por acercar de una vez aquellos dos COI'azones ena­morados. Vamos, añadí, aquí se necesita un poco de carácter militar para arreglar este asunto. Usted que lo ha sido, ayúdeme por su lado. Lo ,sé todo; sé que usted adora a esta niña, :y da usted en ello prueba de que vale mucho. Ella lo ama a usted también, y si no . que lo digan esas lágrimas que derrama, yesos padecimientos que ha tenido desde que usted se fué a servir a la Patria. Sean ustedes felices j qué diantre', ya era tiempo, porque los dos se estaban muriendo -por no · quei.'er con-

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,

, fesado. Acérquese usted, Pablo, a su amada, y dígale que es usted el hombre más feliz de la tierFa: aparte uste¡l esas manos, hermosa Car­men,y <;leje a este muchacho que lea en esos lindos ojos todo el amor que usted le tiene; y que el juez y el señor cura se den prisa por con­cluir este asunto. "

Los dos amantes se estrecharon la mano sonriendo de felicidad, y yo recibí uua ovación por mi pequeña arenga, y por, mi manera franca de arreglar matrimonios. Los pa~tores cantaron y tocaron alegrísimas sonatas en suS guitarras, zampoñas y panderos; los muchachos quema­i'on petardos, y los repiques a vuelo con que en ese día se anuncia el toque del alba, invitando a los fieles a orar en las primeras horas del gran día cristiano, vinieron a mezclarse oportunamente al. bullicioso , concierto.

• Al escuchar entonces el grave tañido de la campana que sonaba lento y acompasado, indicando la oración, tQdos los ruidos cesaron; todos aquellos corazones en que rebosaban la felicidad y la ternura, se elevaron a Dios con un voto unánime de gratitud por los beneficios que se había dignado otorgar a aquel pueblo tan inocente como humilde.

Todos oraban en silencio: el cu.ra preferia esto por ser más con-. , .

forme con el espíritu de sinceridad que debe caracterizar el verdadero culto, y dejaba que cada cual dirigiese al cielo la plegaria que su fe y sus sentimientos le dictasen, aunque sus labios no repitiesen ese guiri­gay, muchas veces incomprensible, que los devocionarios enseñan; como si la oración, es ' decir, la sublime comunicación del espíritu humano con el Creador del universo, pudiese sujetarse a fórmulas .

. 'Asj , pues, todos, ancianos, mancebos, niños y mujeres, ' oraban con

el mayor recogimiento. El cura parecía absorto, derramaba lágrimas, y en su semblante, honrado y dulce, había desaparecido toda sombra de melancolia, iluminándose con una dicha inefable. El maestro de escuela había ido a arrodillarse junto a su mujer e hijos, que lo abrazaban con enternecimiento, recordando su peligro de hacia tres años; el alcálde, cÓmo un patriarca bíblico, ponía las manos sobre la cabeza de sus hijos, agrupados en su derredor; el tío Francisco y la tia Juana también,

• • en medio de sus hijos, murmnraban, llorando, su oración; la buena

Gertl'ndis abrazaba a su hermosa hija, quien inclinaba la frente como agobiada por la felicidad, y Pablo sollozaba, quizás por la primera ~ez, teniendo aún entre sus manos la blanca y delicada de su adorada Car-

o

roen, que acababa de abrir para él las puertas del paraíso. Yo mismo olvidaba todas mis penas y me sentía feliz, contemplando aquel cuadro (le sencilla virtud y de verdadera y de modesta dicha, que en vano ha-

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bia buscado en medio de las ciudades opulentas y en una sociedad agi­tada por terribles pasiones.

Cuando concluyó la oración del alba, la reunión se disolvió, nos despedimos del digno alcalde y de los futuros esposos, quienes se que--daron con él a concluir la velada, así como otros muchos vecinos; y nos fuimos a descansar, andando apresuradamente, porque a esa hora, como era regular en aquellas alturas, durante el invierno, la nieve comenzaba a caer con fuerza, y sus copos doblegaban ya las ramas de los árboles, cubrían los techos pajizos de las caballas y alfombrab;.tn el suelo por todas partes.

Al dia siguiente aun permanecí en el pueblo, que abandoné el 26, no sin estrechar contra mi corazón aquel virtuosísimo cura a quien la fortuna me había hecho encontrar, y cuya amistad fué para mí de

gran valía desde . entonces. Nunca, y usted lo habrá conocido por mi narración, he podido ol­

vidar aquella hermosa Navidad, pasada en las montañas." Todo esto me fué referido la noche dé Navidad de 1871, por un per­

sonaje; hoy muy conocido en México, y que durante la guerra de Refor­ma sirvió en las filas liberales: yo no he hecho más que trasladar al papel sus palabras.

ña

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LA SALIDA DEL SOL

Ya brotan del sol naciente Los primeros resplandores,

, Dorando las altas cimas De los encumbrados montes. -Las neblinas de los valles Hacia las alturas corren, y de las rocas se cuelgan, O en las cañadas se esconden. "En ascuas de oro convierten Del astro-rey 108 fulgores, Del mar, que duerme tranquilo Las inansas hondas salobres. Sus hilos tiende el rocío, De diamantes tenibladores, En la alfombra de los prados y en el manto de los bosques. Sobre la verde ladera

" " . Que esmaltan gallardas flores, Elevan su frente altiva,

"Los enhiestos girasoles, y las caléndulas rojas Vierten al pie sus olores. Las amarillas retamas

"

Visten las colinas, donde Se ocu ltan pardas y alegres Las chozas de los pastores. Purpúrea e.l agua del río, Lame de esmeralda el borde, Que con sus hojas encubren J~os plátanos eimbradores;

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Mientras que allá en la montaña, Flotando en la peña enorme, La cascada se reviste Del iris · con los colores. El ganado en las llanuras

-Trisca alegre, salta y corre; Cantan las aves y zumban Mil insectos bullidores Que el rayo del sol animIJ" Que pronto mata la noche. En tanto el sol se levanta Sobre el lejano horizonte, Bajo la bó';eda limpia , De un cielo sereno ... Entonces

Sus fatigosas tareas Suspenden los labradores, y un santo respeto embarga Sus sencillos corazones. En el valle, en la floresta, En el mar, en todo el orbe Se escuchan himnos sagrados, Misteriosas . oraciones; Porque el mundo en esta hora Es altar inmenso, en donde La gratitud de los seres Su tierno holocausto pone; y Dios, que todos los días Ofrenda tan santa acoge, La enciende del sol que nace Con los puros resplandores.

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.

LQS NARANJOS

Perdiéndose las neblinas En los picos de la sierra, Yel sol derrama en la tierra Su torrente abrasador. ,Y se derriten las 'perlas Del argentado rocío, En las adelfas del río y en los naranjos en flor.

,

Del mamey el duro tronco Picotea el carpintero, · y en el frondoso manguero Canta ,su amor el turpial; y buscan miel las abejas En las piñas olorosas, y pueblan las mariposas, El florido cafetal.

Deja el . baño, amada mía, Sol de la onda bullidora; Desde que alumbró la aurora ,Tugueteas loca allí. ¿Acaso el genio que habita De ese río en los cristales, Te brinda delicias tales Que lo prefieres a mí?

j Ingrata! ¿por qué riendo . , '

Te apartas de ]a ribera? Ven pronto, que ya te espera Palpitando el corazón.

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-

¿No ves que todo se a.gita, Todo despierta y florece? ¿No ves que todo enardece mi deseo y mi pasión?

En los verdes tamárindos Se requiebran las palomas, y en el nardo los aromas A beber las brisas van. ¿ Tu corazón, por ventura, Esa sed de amor no .siente, Que así se muestra inclemente A mi dulce y tierno afán?

j Ah, no! perdona, bien mío ; Cedes al fin a mi ruego, y de la pasión f:I fuegé Miro en tus ojos lucir. Ven, que tu ámor, virgen bella, Néct,ar es para mi alma ; Sin él, que mi pena calma ¿ Cómo pudiera vivir?

Ven y estréchame, no apartes Ya tus brazos de mi cuello, No ocultes el rostro bello, Tímida huyendo de mi. Oprímanse nuestros labios En un beso eterno, ardiente, Y trascurran dulcemente Lentas las horas así. • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • •

En los verdes tamarindos Enmudecen las palomas; En los nardos no "hay aromas Para los ambientes ya. Tú "languideces; tus ojos Ha cerrado la fatiga, y tu seno, dulce amiga, Estremeciéndose está.

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"

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En la ribera del río Todo se agosta y desmaya; Las adelfas de la playa Se lidormecen de calor, Voy el reposo" a brindarte De trébol en esta alfombra, A la perfumada sombra De los nar"anjos en flor.

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LAS :AMAPOLAS

El sol en medio del cielo Derramando fuego está; -Las praderas de la costa Se comienzan a abrasar, y se respira en las ramblaS El aliento de un volcán.

Los arrayahes . se inclinan, y en el sombrío manglar Las tórtolas, fatigadas, Han enmudecido ya; Ni la más ligera brisa Viene en el bosque a jugar

'l'odo reposa ('n la tierra, Todo callándose va, y sólo de cuando en cuando, Ronco, imponente y fugaz, Se oye el lejano bramido De los tumbos ele la mar.

A las orillas del río, Entre el verde carrizal, Asoma una bella joven De linda y morena faz; Siguiéndola va un mancebo Que con delirante afán Ciñe su ligero talle,

. . .

y así le comienza a hablar:

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Uror - Tíbttlo.

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, -'(Ten piedad, hermosa mía,

Del ardor que me devora, y que está avivando impía, Con su llama abrasadora, Esta luz de mediodía.

Todo suspira sediento, 'l'odo lánguido desmaya, Todo gime soñoliento: El río, el ave y el viento, Sobre la desierta playa.

Duermen las tiernas mimosa¡;, En los' bordes del torrente; Mustias se tuercen las rosas, Inclinandó pere7,Qsas . Su rojo cáliz turgente .

Piden sombra a los mangu(lros Los floripondios tostados; Tibios están los senderos En los bosques perfumados De mirtos y limoneros.

y las blancas amapolas De calor desvanecidas, Humedecen sus {'orolas

, En las cristalinas olas De las aguas adormidas.

Todo invitarnos parece, Yo me abraso de deseos; .Mi corazón se estremece,

y ese sol de· junio acrece Mis febriles devaneos.

Arde la tierra, bien mío; En busca de sombra vamos · Al fondo del bosque umbrío, y un paraíso finjamos En los bordes de ese

, r1O.

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Aquí en retiro encantado, Al pie de los platanares Por el remanso bañado, Un lecho te he preparado, De eneldos y de azahares.

Suelta ya la trenza oscura Sobre la espalda morena; Muestra la esbelta cintura, y que forme la onda pura Nuestra amorosa cadena.

Late el coraZÓn sediento ; Confundamos nuestras almas En un beso, en un aliento ... Mientras se juntan las palmas A las caricias del viento.

Mientras que las amapolas, De calor desvanecidas, Humedecen sus corolas

Eu las cristalinas olas •

Dr las aguas adol'mirlas"-.

Asi dice amante el joven, y con lánguido mirar Responde la bella niña, Sonriendo. .. y nada más.

Entre las palmas se pierden; y del día al declinar, Salen del espeso bosque, A tiempo que empiezan ya Las aves a despertarse y en los mangles a cantar.

Todo en la trauqui1a tarde Tornando a la dda va; y entre los alegres ruidoR, , Del Süd al soplo fugaz , Se oye la voz armoniosa De ]os tumbos de la: mar.

Gl

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EL ATOYAC

Abrase el sol de julio las playas arenosas Que azota con sus tumbos embra\'ecido el mar, y opongán en su lucha, las aguas orgullosas, Al encendido rayo, su ronco rebramar. ,

. 'rú eones blandamente, bajo la fresca sombra

Que el mangle con sus ramas espesas te formó; y duermen t~ remansos en la mullida alfombra

Que dulce Primavera de flores matizó.

Tú juegas en las grutas que forman tus riberas • •

De ceibas y parotas el bosque colosal; y plácido murmuras al pie de las palmeras, Que esbeltas se retratan en tu onda de cristal.

En este Edén divino, que esconde aquí la costa, El sol ya no penetra con rayo abrasador;

. .

Su luz, cayendo tibia, los árl.lOles no agosta, y en tu enramada espesa, se tiñe de verdor.

AquÍ sólo se escuchan murmullos mil suaves, El blando son que forma.n tus linfas ~l correr,

-La planta cuando crece, y el eanto de. las aves, Yel aura que suspira, las ramas al mecer.

Osténtanse las flores que cuelgan de tu techo . En mil y mil guirnaldas p.ara dornar tu sien;

y el gigantesco loto, que brota de tu lecho, Con frescos ramilletes inclín ase también .

Se dobla en tus orillas, cimbrándose, el papayo; El mango, con sus pompas de oro y de carmín;

y. en los ilamos saltan, gozoso el papagayo, El ronco carpintero y el dulce colorín.

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A veces tus cristales se apartan bullicioso~ De tus morenas ninfas, jugando en derredor; y amante las prodigas abrazos misteriosos, y lánguido recibes sus ósculos. de amor.

y cuando el sol se oculta detrás de los palmares, y en su salvaje templo comienza a oscurecer, Del ave te saludan los últimos cantares Que lleva de los vientos el vuelo postrimer.

,

La noche viene tibia; se cuelga ya brillando La blanca luna, en medio de un cielo de zafir, y todo allá en los bosques se encoge y va callando, y todo en tllS riberas empieza ~' a a dOl"lIlir.

Entonces en tu lecho de arena, aletargado, Cubriéndote las palmas con lúgubre capuz, También te vas durmiendo, apenas alumbrado Del astro de la noche por la argentada luz:

y así resbalas muelle; ni turban tu reposo Del l'emo de las barcas el tímido rumor, Ni el repentino brinco del pez que hllye medroso, En busca de las peñas que esquiva el pescador.

Ni el silbo de los grillos que se alza en los Ni el ronco que a los aires los · ("aracoles dan, Ni el huaco vigilante que en gritos lastimeros Inquieta entre los juncos el sueño del caimán.

,

En tanto los cocuyos en pol\"o . refulgente Salpican los umbrosos yerbajes del huamil, y las oscuras malvas del algodón naciente Que crece de las cañas de maíz, entre el carril.

esteros ,

y en · tanto en la cabaña, la joyen que se mece En la ligera hanraca y en lánguido vaivén, Arrúllase cantando la zambá que entristece, Mezclando con las trovas el ~llspirar también .

Mas de repente, al' aire resuenan los bordones Del arpa de la costa con incitante son, y agitanse y preludian la flor de las canciones, La dulce malagueña que alegra el corazón.

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Entonces, de los barrios la turba placentera En pos del arpa el bosque comienza a recorrer, y todo en breve es fiestas y danza en tu ribera, y toda amor y cantos y risas y placer.

Así trascurren breves y sin sentir las horas ; y de tus blandos sueños en medio del sopor, Escuchas a tus hijas, morenas seductoras, Que entonan a la luna, sus cántigas de amor.

Las aves en sus nidos, de . dicha se estremecen , J~os floripondios se abren su esencia a derramar, · Los céfiros despiertan y suspirar parecen; Tus aguas en el álveo se sienten palpitar.

¡Ay! ¿Quién, en estas horas en que él insomnio ardiente Aviva los recuerdos del eclipsado bien, No busca ('1 blando seno de la querida ausente, Para posar los labios. y reclinar la sien?

• • Las palmas se entrelazan, la luz en sus Destierra de tu lecho la triste oscuridad;

carICIas

Las flores a las auras inundan de delicia" ... i Y sólo <,1 alma siente S11 triste soledad!

Adiós callado río ; tus verdes y risueñas Orillas no entristezcan las quejas del pesar: Que oírlas sólo deben las solitarias peñas Que azota, con sus tumbos, embravecido el mar.

Tú queda reflejando la luna en tus cristales. Que pasan en tus bordes tup.idos a mecer Los verdes ahnejotes y azules carrizales, Que al sueño, ya rendidos, volviéronse a caer. -

Tú corre blandamente bajo la fresca sombra Que el mangle con sus ramas espesas te formó; y duerman tus remansos en la mullida alfomhra Que alegre Primavera de flores matiz(,.

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.

AL SALIR DE ACAPULCO

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. . . Aún diviso tu ~olllbra en la ribera , Salpieada de luces cintilantes, y aún escucho a la hU'ba vocinglera

DI' a legl'es y despiertos habitantes, Cuyo acento lejano hasta mi oído Viene el ten'al trayendo, por instantes.

Den tl'o de poeo, i ay Dios!, . te habré pel'd ido, Ultima que pisara cariñoso, Tierra encantada de mi Sur querido.

Me arroja mi destino tempestuoso, ¿Adónde? no lo sé; pero yo siento De S11 mano el empuje poderoso .

¿ Vol veré? tal vez no .; y el pensamiento Ni una esperanza descubrir podria En esta hora de huracán sangriento.

Tal vez te miro el postrimero día , y el alma, que devora los pesares, Su arliós eterno desde aquí te envia .

• , . Quédate, pues, ciudad de los palmares,

En tus noches tranquilas, arrullada Por el acento de los roncos mares,

y a orillas de tu puerto recostada, Como una ninfa en el verano ardiente, Al borde de un estanque desmayada.

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-

-De la sierra el dosel cubre tu frente,

y las ondas del mar siempre serenas Acarician tus plantas dulcemente.

_ i Oh suerte infausta: Me dejaste apenas De una ligera dicha los sabores,

-y a desventura larga me condenas.

Dejarte i oh Sur! acrece mis dolores, Hoy que en tus bosques quédase escondidR La hermosa y tierna flor de mis amores .

i Guárdala, j oh Sur!, y su existencia cuida, y con ella alimenta mi esperanza, Porque es su aroma el néctar de mi vida!

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Mas va te miro huir en lontana117Al, • •

Oigo alegre el adiós de extraña gente, y el buque, lento en su partida avanza.

Todo ríe en la cubierta indiferente; Sólo yo, con el pecho palpitando, Te digo adiós, con labio balbuciente.

LR niebla de la mal' te nt ocultRndo; Faro, remoto ya: tu luz semeja; Ruge el vapor; y el Leviatbau bramando,

Las anchas sombras de los montes deja. Presuroso atraviesa fa bahía, Salva la entrada y a la mar se aleja;

y en la llanura lóbrega y sombría, Abre COII su carrera acelerada, Un surco de brillante argentería.

. La luna entonces, hasta. aquí velada,

Súbita, brota en el zafir, desnuda, Brillando en alta mar. Mi alma agitada, Pemmndo en Dios, i la inmensidad saluda!

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,

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M A R 1 A

( F'mgrnent o ) ..

Allí en el valle fértil y 1'isueiio, Do nace el Lerma y, débil todavía, Juega, desnudo de la regia pompa Que lo acompaña hasta la mar bravía; Allí donde se eleva El viejo Xinantécatl, cuyo aliento, Por millares de siglos inflamado, Al soplo de los tiempos se ha apagado, Pero que altivo y majestuoso eleva

Su frente, que corona eterno hielo, Hasta esconderla en el azul del cielo.

Alli donde el favonio murmurante .

~fece los frutos de oro del manzano . y los rojos racimos del cerezo, y recoge en sus alas vagarosas La esencia de los nardos v las rosas . •

Allí, por vez primera, U n extraño temblor desconocido, De repente, agitado y sorprendido Mi adolescente corazón sintiel'a.

Turbada fué de la niñez la calma , Ni supe qué pensar en ese instante, Del ardor de mi pecho palpitante, Ni de la tierna languidez del alma.

. .

Era el amor: más tímido, inocente, Ráfaga pura del albor na riente, Apenas devaneo

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Vel pe'ns<lmiento virginal del niño; No la voraz ' hoguera del deseo, \ Sino el risueño lampo del caritlo .

. 1"(1) la miré una vez, virgen queridn.

Despertaba cual yo, del sueño blando •

De las primeras horas de la vida; Pura azucena que arrojó el destino De mi exü;tencia en el primer' cnmÍJIO, Hecibían sus pétalos temblando Los ósculos del aura bullidora; ,

y el tierno cáliz encerraba apenas El blanco aliento de la tibia aUl'or'a,

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LA PLEGARIA DE LOS NIÑOS

-"En la campana del púerto : 'rocan, hijos, la oración! .. ~ , ;. De rodillas!. " y roguemos · .-\. la madre del Señor, Por vuestro padre infelice, Que ha tanto tiempo partió, y quizás esté luchando, De la mar con el furor. Tal vez a una tabla asido, j Xo lo permita el buen Díos{ Náufrago, triste -yhamhrieUTo, la al sucumbir sin valor, Los ojos al cielo alzando, Con lágrimas de aflicción;

_ Di¡'ija el .adiós postrero A los hijos de su amor. j Orad, orad, hijos míos! La virgen siempre escuchó La plegaria de los niños

y los aves del dolor." " . .

.En una humilde cabañal Con piadosa devoción, Puesta de hinojos y triste ,

A sus hijos así habló La muje¡' dI' un marinero, A 1 oír la santa voz De la campana del puerto, Ql1e tocaha la oración.

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Rezaron los pobres niños y la madre, con fervor; ~rodo quedóse en silencio, y después sólo se oyó, Entre apagados Etollozos De las olas el rumor.

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De repente, en la bocana Truena lejano el caiíón, i Entra buque! allá en la playa La gent-e ansiosa gritó.

Los niños se levantaron, Mas la esposa, en su dolor, -No es- ,'uestro padre, les dijo,

Tantas veces me engañó IJa esperanza, que hoy no puede Alegral~'1e el corazón.

Pero después de una pausa, Ligero un hombre subió Por el a:ngosto !!éndero, IIlurmurando Ulla candón .

• i Era un marino. .. era el padl'c!

La mujer palideció Al oírle, y de rodillas, Palpitando de emoción, Dijo: ¿Lo veis, hijos mios? La virgen siem¡:,re escuchó La plegaria de los niñoll y los aves del dolor, •

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DISCfjRSO PARLAMENTARIO CONTRA

LA AMNISTIA

El Presidente: {,Qntl'a.

,

(J ulio, Ul61.)

-El C. Diputado Altamirallo tiene la palabra en

El Diputado Altamirano:

Señor:

Con toda la conciencia de un hombre puro, con todo el corazón de un liberal, con la energía justiciera del representante de una nación ultrajada, levanto aquí mi voz para pedir a la Cámara, que repruebe el dictamen en que se propone el decreto de amnistía para el partido reac-

, , ,

(,1Onar1O. y pido así., porque yo juzgo que este decreto seria hoy demasiado

inoportuno y altamente impoUtico. Comenzaré diciendo: que respeto como nadie las virtudes de los

señores diputadof,l que han suscrito el dictamen, que reconozco en ellos un excelente corazón lleno de sensibilidad y de clemencia ; pero entiendo que ellos se han equivocado al creel' que debía la nación perdonar a sus enemigos, con la misma facilidad con que estos señores, por su carácter generoso, perdonan a los suyos. Es decir, han confundido a . su propio individuo ('on ' la nación entera, y en eso está el error, en mi concepto. '

Cumplido este deber ql}e me imponia mi franqueza , voy a abordar luego la cuestión.

He ' dicho que el Mc'reto seria inoportuno e impolítico. He aquí mis razones:

Sería ' inoportuno, porque la clemencia, (:omo todas las v-irtudes, tie­ne SI1 hora. Fuera de ella no produce ningún buen resultado, o hablando (,flll toda verdad. pl'od\lee ('1 eonírario del que se deseaba.

1i

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La amnistía, señor, es el complemento, de la victoria, pero debe se­guir inmediatamente a ésta. La historía de , todas las naciones nos lo dice, y está en la naturaleza de las mismas cosas. ,

Un vencedor que acaba de derrotar a sus enellfigos, que ~~ún ton-,

serva en sus manos la espada sangrienta, de la batalla, a ,quien se supone sañudo y aun sediento de venganza, y a quien se ve repentinamente de­poner la expresión terrible del semblante, arrojú esa espada amena-. ' zadora .y abrir los brazos para estrecharcontr~ sn seno el su~ ~nemigos ,

' ." . . . . .., , humilladós y , trémulos de espanto, a este hombre, digo, se ' le admira y se le ama.

La grandeza de alma seduce, porque el corazón humano admira por instinto todo lo que es grande y sublime. Cayo César se conquistó más simpatías con su generosidad en Roma; que Con su espada en Farsalia, y los romanos, ebrios de entusiasmo y de gratitud, 'dedicaron en su ho­nOl' el templo de la Clemenda.

Enrique IV, el Hugonote, se hizo amaI' de sus antiguos enemIgos con su perdón general.

Pero César y Enrique IV fuerón oportunos.

Porque en efecto, señor, la amnistía es el olvido total de lo pasndo. . . . . '.

es lin perdón absoluto; la amnistía debe concederse como un don de , .

la misericordia, como una concesión ' que hace la fuerza a la debilidad: es la cólera que aosuelvé al arrepentimiento. Pero nosotros, ¿nos halla­mos en ocasión de perdonar? He aquí la cuestión. Y pnede responderse con igual exactitud.

,

"'Ya no es tiempo o todavía no es tiempo."

Si después del triunfo de Calpulalpan, el gobiel,'no hubiese soltado , '

una palabra de amnistía, si hubiese abierto los brazos a los enemigos de la pa~ pública, esto habría sido jnmoral, pero quizá habría tenido éxito, porque tengo por cierto, que al gobierno liberal le quedaban en- . tonces dos caminos que tomar, el de la amnistía absoluta, franca. o el terrorismo, es decir, la energía justiciera.

El gobierno no tomó ninguno de estos dos senderos, .sino que, va­cilante en su pasos, incierto en sus determinaciones, rutinero en SU!!

medidas, fué generoso a. medias, y justiciero a medias, resultando de aquí, que descontentó a todos y se hizo censurar por tirios y tcoyanos.

Y no se diga que calumnio: la nación \0 sabe; México lo ' ha vis­to; cuando se esperaba justicia seca y dura, el gobierno desterró a los obispos, en vez de ahoroarlos, como lo . merecían esos apóstoles de ini- ' quidad; echó a 'imos empleados y a otros no, de los que habían sel;vido

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a la reacción; perdonó a Díaz, cuyo cráneo debía estar ya blanco en la picota; fusiló a Trejo, porque aunque era culpable pertE'necia 'a la ('aualla; y perdonó al asesino Casanova,porque era decente y tuvo quien !'le empeñase por él; absolvió a Chacón; consintió a Caamai1o, fué el juguete de :Montaño, iba a emplear a Ismael Piña 'y, en fin, él tiene la culpa de que muchos de esos bandidos se hayan ido con Márquez; y ha mostrado suficientemente que no tiene ni el don de Ja oportunidad, ni .el valor de la justicia.

El resultado ya lo estáis viendo, legisladores; nada os diré acerca de él. Pues bien. lo, que no se ' hizo después de dalpuhilpan, es ya impo­

. sible ahara. ,

El gobierno, con sus desaciertos, hizo que la revolución no termi-lllise .entonús definitivamente; hizo que se perdiese más en' seis me­ses,' de 1.0 que se perdió en tres años; porque la nave constitucÜ:mal; que tan serena ha caminado en tiempo de tormentas, está próxima a zozo­

, hrar al tocar el puerto; ,sí, señor; hoy pese a los optimistas, nos hallamos ell plena revolución; hemos sufrido serios descalabros '; la reacción es imponente; 110 vencerá, pero se bate con una fiereza terrible; la gran

, .

victoria no está muy cercana, los reaccionarios que, no están en cam-• paña suministran toda clase de recursos a los que están; esos infelices

(lue gimE'll en los escondites, como dice el señOr :Montes, conspiran desde alli de mil maneras; las esperanzas de esta facción maldita renacen;

, , '

laR partidas de Márquez acaban de visitar las calles de la Capital y ... ;.eR ahora cuando vamos a ofrecer la amnistia?

j Hermosa ocasión por cierto! La amnistía ahora no ¡;;ería la pa labra de perdón, 110 sel"Ía la caricia

de la fuerza vencedora a la debilidad vencida; seria ... una capitulación \'ergollzosa,: un para'caidas, Ulla cohardía miserable.

No; la ~epresentación Nacional no abdicará de ese modo su dig­nidad; no irá de rodillas a poner su ley en manos de los bandidos; no )"(~ Jldiní 'esos parias al Moloch del clero. • . • 1

Si tal hiciese, maldeciría yo la hora en que el pueblo me ha IlOIll-

In'ado su repl'esentante. ' ,

ReflexiOnad, legisladores: si hoy decretásemos la amnistia,el par-tido reaccionario diría .. v con razón: "Nos tienen miedo y nos halagan." "El Congreso fija la vista, con terror, en el sombrío Monte de las Cru­ees y en el cadalso de Ocampo, y teme por si mismo." Y no, j vive Dios! El Congreso no tem<>, porque el Congreso es la n.ación,· y la nación que ha luchado por tanto tiempo contra las grandes huestes de estos fora­Jidos, no vendría Ahora a temblar delante de nno solo.

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Ya veis; pues, que la ocasión no es propia, y por lo mismo el decreto sería inoportuno.

He dicho que seria, además, impolítico, porque es impolítico·· todo aquello que no conduce a la felicidad pública, todo aquello' que no tien­de al bueB gobierno de los pueblos.

Hasta aquí, señor, se ha creído en México que la política consiste en la vergonzosa contemporización con todas las traiciones, Con todos los crímenes; hasta aquí ha sido la divisa de la lÍl!lyor parte de nuestros gobiernos, el hoy por ti y mañana por mí. Pues bien, señor, eso es infame, t~sa será una polHica, pero una: politica engañosa e indigna.

Nosotros pertenecemos al partido liberal, que es el partido de la . nadón, y no dehemos aquí imitar al viejo dios marino, tOlI)ando düe­)·entes formas y disfraces; aquí debemos tomar nuestro color propio y ~eguir rectos nuestro programa. Basta de Prote·os políticos influencian· fio en la opinión.

O somos liberales, o somos liberticidas; o somos législadores, o sO-1Il0S rebeldes; o jueces o defensores.

• • La nación no nos ha enviado a predicar la fusión con los crimina-

les, sino a castigarlos. ' Lo contrario sería hundirla en un abismo de desdichas .Y de bo-

n'ores. Perdonar al partido conservador en México, jamás ha prodúcido

lmenos resultados; sería: impolítico, pues, perdo~arlo más. .

La clemencia en teoría es belUsima, lo confieso; pero en la prác­tica nos ha sido siempre fatal. Nos bastará echar una ojeada retrospec­tiva a nuestros últimos años. Os referiré hechos individuales, y los re­feriré porque los hechos personales , caracterizan al individuo colectivo; porque ellos son el resultado del progmma de una facción. .

Desptiés de la revolución de Ayutla, el ilustre general Alvarez de­terminó perdonar a todos los santunnistas, que no pudiendo vencerlo, lle­\'aron el incendio y el asesinato a los pobres pueblos del Sur. Jamás había sido llevada la clemencia a un grado tal de abnega~ión. Estando en Cuernavaca, .llamó a don Severo del Castillo, y este caballero de la todad media, este tipo de delicadeza militar, acudió al lllimamiento, al cabo de mil instancias y órdenes. El general Alvarez le recordó el hecho infame de haber incendiado su modesta finca rural. Castillo se disculpó temblando; entonces el general le dijo: que en pago de aquella accíón, le confiaba el inando de su antiguo batallón de Zapadores. CastiI1o, con­movido, o fingiendo conmoverse por esta hermosa acción, iba a postrar­se a los pies del anciano caudillo, cuando éste lo contuvo, diciéndole:

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Que no le agradaban esos actos, que degradan al hombre y envilecen al soldado.

Castillo, agradecido, juró eterna fidelidad al golJierno de Ayutla; y ¿.qué sucedió? Ya lo sabéis: a pocos días, con la brigada que le había' confiado CGmonfort, se pronunció contra el gobierno.

i. y osono, perdonado y mimado vergonzosamente por Comonfort? • ¿ y Miramón, perdonado tambiél)? l. Y Gutiérrez? y tantos otros, cuya

lista es fargnísima, ¿ qué han hecho? Creer la clemencia debilidad, y morder la mano que se les alargaba. He citado hace poco a Chacón, a Caamaño, a Montaño y a otros que están con Márquez, y debo añadir todavía: ;,qué lticicI'on los prisioneros que González Ortega salvó en Silao? ¿No los volvió, acaso, R encontrar en Calpulalpan? Sefior: al partido reaccionario lo caracteriza ]a ingratitud, y ser generoso COIl in­gratos es sembrar sobre rocas, aqui J en todos los pueblos.

Dije que César y Enrique IV habían sido oportunos, y a pesar de esto, la. ingratitud, no el amor patrio, al'mó los brazos de Bruto J Casio contra su bienhe~hor, que los habia perdonado y agraciado con la pre­tura; y el fanatismo puso el puñal en manos de Ravaillac. Pues bien,

. aquí nos encontramos precisamente con la ingratitud y el fanatismo. -;. y nosotros vamos aún, sin escarmentar, a ofrecer a los enemigos

de la nación oportunidad de hacernos mal?

Sobre todo, señor, ¿se trata de perdonar delitos políticos leves? No; se trata de perdonar un crimen, el más grande de todos, el de lesa nación.

La República mexicana se había constituí do ; ella había elegido po-l /

pular y espontáneamente su gobierno y se habia dado una ley funda-mental. Pues bien, estos hombes han atentado conh'3 ese gobierno y con­h!a esa ley, y han atentado, llenando de luto, de desolación y de sangre n la nación entera, No hay lugar en la República que no esté señalado ton la huella salvaje de esa facción rebelde, No hay crimen que no haya cometido. ¿ Se necesitará recordar los asesinatos de Tacubaya, de Coculít ,'" de la Esperanza; se necesitará evocar las sangrientas imágenes de La­dos, de Ocampo, de Degollado y de Valle? ¿.Será preciso que ,'eáis las pro­piedades destru'idas, los campos talados, los pueblos pereciendo de misel'ia, la bancarrota en el erario y nuestro suelo todo, manchado aún con la sangre le nuestros hermanos? "~

y mirad que en todo esto no sólo tiene la cnlpa el jefe que manda. . .

si'no también el subalterno que obedece, porque todos son ruedaR y . partE's (le esa máquina horrible de destrucción.

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i.1 valllos a . perdonar a esos hOlllbl~¡';? ¿ Es que no ad rel'tiltltl'" la i 11_

dignación nacional?

¿ Es que no conocemos lo que es justicia?

No; seamos ' una vez dignos; seamos tina justicieros. Ya hasta de ,

transacciones y de generosidad estéril. i JustiCia y no clemencia! Vergüenza da, señor: se esH¡ absolviendo en nuestra presencia a

• ·muchos criminales, y 110 alzamos la voz; aún viven Isidro Díaz, Casa-nova, y mnchos de esos acusados; su causa lleva trazas de no' acabarse nunca; la justicia nacional reclama su castigo; el verdugo debía haber ' dado cuenta de ellos hace tiempo, y es de creerse que lejos de sufrir la . .

pena merecida, dentro de poco vayan a dar un ' paseo por Parí!', ' !'i es que no los encontráis un día por esas calles.

Esto repugna; por fin , ¿la majestad nacional ha de segui¡' siendo el ' l'ry de blH'las de todos los bribones? ¿No hay aquí respeto a la \'Ílitllrl

y odio al crimen? ¡.Se castiga al asesino' de 11n hOlJlbre. al la(ll'(ni rle HU

caballo, y no hay pena para el que incendia pueblos enterOl>. para el (Iue roba los caudales públicos, para rl que derte n. tOl']'PJÜt'" la sangTe mexicana?

En vez de leyes orgánicas, en yez de castigos prontos. eu '·ezde · ahal' Ila guillotina para los traidor'es, se nos 'pone' delantl' 1lIH! tímida ley de amnistía.

¿ Y esto en momentos de ver los cadáve¡'es de 1IUe8tros hombres ilus­tres, con los cráneos deshechos, con la horrible equimosis 'IU(' pnHlujo

,

la cuerda con que los colgaron? i 0)1 manes de lluestr'os amigos sacrificados... pedid Y(~Hganza a

Dios! ... ;Nosoüos pensamos perdonar. a yuestros verdngos.r n los ami­gos de vuestros verdugos!

Yo bien sé que disgusto a ciertas gentes; expresándome así. tOH 'eRta energía franca y ardorosa; y,o sé que no son estos los Sf'ntimieHtos de esos políticos de biombo, que se estuvieron impasibles durant.e la lucha, sin apiadarse de. la aflicción de la patria y complaciéndose en lo!; hOITO­

res que pasaron fuera de la capital. . Pero yo no quiero transacciones; . yo soy hijo de la.!' llIol1taiía!; ' del . -' .

Sur, y desciendo de aquellos hombres de. hierro, que han preferido siem-pre romer' raices y vivir entre las fieras a inclinar su frente ante los ti­rano!; y a dar un abrazo a los traidores.

Sí; yo pertenezco a esa falal1ge'"'de partidarios que pueden lhlma ]'!;(' : "Los Bayardos del liberaUsmo," sin miedo y sin tacha.

Desde que salí de las costas para venir a este puesto, me ' he re-•

~igllndo ('!;toÍramente a perder la cabeza, y mientras yo no la tenga mny

• 76 •

,

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segl1ra ;;obre mis hombros, no he de otorgar ' Ull solo pel'dóll a los ve['­uugos de mis hermanos. Yo no he venido a lIacer compromisos con nin­gún reaccionario, ni a enervarme con la molicie de la capital, y entiendo (IlIe mientras todos los diputados que se sientan en estos bancos no se Llecidan a jugar la dda en defensa de la majestad nacional, nada bueno hemos de hacer.

Pero yo creo que el Congreso sabrá mostrar a la nación, que se halla a la anura de sus deberes', y que comprende su misión santa. Yo creo que el legislativo dirá con frecuencia al ejecutivo, en presencia de cada malvado, lo que Mario a C:inna, en presencia de cada enemigo: "Es preciso que muera."

Nosotros debemos tener un principio en lugar de corazón. Yo tengo .muchos conocidos reaccionarios; con algunos he cultivado, en otro tiem­po, relaciones amistosas, pero protesto que el día en que cayeran en mis manos, les haría cortar la cabeza, porque antes que la amistad estú la Patria; antes que el sentimiento está la idea; antes que la compasión

t I, 1 . t" es ,\ a JUS lCla. ¿. y que, el señorOcampo, un solo hombre, tendría la grandeza

de alma necesaria para decir: "yo me quieoro, pero 110 me doblo:" y el Congreso, es decir, la IHj,ción entera, iría a decir ahora: "Yo sí me quiebro, y me doblo, y me arrHstr-o'?

Es un insulto a la Representación nacional suponerlo. Yo os ruego, legisladores, que pongáis la mano en vuestro corazón,

,Y que me digáis: ¿podrá haber' amistad sólida entre el partido liberal y el I'eaccionario '? ;, Se unirán los hombres del siglo XV con los del siglo X IX? (. Los hombres y las fieras?

No; ellos o nj)illotros; no hay medio. Si pensáis que ese partido está débil, os equivocáis; carece de fuerza

moral, es cierto; pero tiene la fisica. Se han quitado al clero las rique­zas, pero no pueden qilitársele sus esperanzas; y sobre todo, esos ban­didos que capitanea Márquez, acabando de rumiar el último pan del

• elero, se lnnzan ya sobre la propiedad de los ciudadanos, y ved quP porvenir se espera a :México todavia por algunos años, s'i la mano terri­ble de un -gobierno enérgico y poderoso no viene a salvar la situación.

No ; reprobad ese dictamen; perdonar sería hacerse cómplice. Jesu­cristo perdonaba en su cadalso a SllS verdugos, pero se trataba de ofen­sas . personales y no de las de una nación infeliz .. - N o imitéis a ese már­tir generoso, porque no estáis en su caso, y perderíais con vuestro e\"an­gelismo exagerado a la República. Levantaos justos, severos, terribles, y decid a los rebeldes lo que Dios, por boca del profeta: Empleasteis la espada ... y la espada caerá sobre vosotros!

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DISCURSO CIVICO EN LA ALAMEDA DE MEXICO

(16 de septiembre de 1862)

Ciudadanos: •

Si el orgulloso déspota que hoy impera en la nación más poderosa del mundo hubiese sido capaz de comprender los prodigios gigantescos de nuestra insurrección; si Jmbiese sido capaz de admiral' nuestra epo· peya de once años, nunca habria creído como cree, cegado por su sober­bia, en la reconquista de la patria de Hidalgo.

Si el pueblo mexicano, a semejanza de un pequeño grupo de cobardes que abrigamos en nuestro seno, y contemplando los aprestos amenaza­dores de la Francia, hubiese, por un solo instante, perdido la fe en la victoria, hoy, en este gran día, no habría podido soportar los rayos de ese divino sol de septiembre, y habría tenido que ocultar contra el suelo su frente avergonzada.

. Porque ese sol cuya luz inunda nuestro hermoso cielo, alumbra hoy en toda su plenitud, las páginas gloriosas de nuestra historia, y a vi. va en nuestro corazón el fuego de la libertad.

\

Pero no ;el pueblo mexicano l10y es más digno que nunca de mirar de hito en hito el astro que le recuerda su antigua grandeza; hoyes más digno que nunca de llevar el estandarte de Dolores; hoyes más digno que nunca de recordar al padre de su independencia.

j Oh Hidalgo! tú puedes ver aún desde el cielo, lleno de orgullo, a tus hijos, porqm' ellos son tus dignos herederos; porque ellos sabrán morir antes que dejarse arrebatar el sagl\aclo depósito que les legaste.

Jamás, conciudadanos, desde los heroicos tiempos de nuestra inde­pendencia, había pesado sobre nosotros una amenaza más terrible, ni se nos había presentado un enemigo más poderoso ni haMamos abor­dado una contienda más vital. Después de nuestra emancipación, nues­tras luchas intestinas tenían por, objeto el predominio de un sistema

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o el ellg¡'i1lldeeillliento efímero de una persolla; pero l'ol1sen'ábamos nues­tra autonomía; la expedición de Barradas se anunció niuy grande, pero se disipó cuando apenas llegaba a la costa de Tampico; la otra guerra

con la Francia, era cuestión de dinero, y la concluimo..'1 dándolo de 80-

bra; la contienda con la patria de Wáshington nos amenazó con la ab­sorción, pero si no salvamos el todo, al menos conservamoS la ·naciona-, , lidad y el carácter americano; las últimas conmociones politicas ensan-grentaron al país por ocho años; pero se conquistaron los dos grandes principios de la reforma y de la legalidad , qnf' hah,an sido pn otro!'; tip!U­pos una ütopía y una palabra vana.

Mas ahora la guerra de invasión es una guerra en que se juega 1I0

sólo la ,-ida de México, sino tal vez la libertad del continente latino­americano. I.os titanes que antes imponían a la Europa de, este lado de los mares; los centinelas avanzados de la democracia americana, hoy se en('n~ntran debilitados y absortos en su guerra civil. La Europa l{) ha visto, y FranC'ia, que no tuvo valor para luchar con el terrible cus­tocHo, como el semi-dios de la antigüedad, ha esperado que se debilite para penetrar en las Hespérides, que miraba con avidez hacia tanto

tiempo, y helo aqui: a ese imperio francés que tanto pregona su orgullo,' hélo aquí, repito, que se apresura a tomar por asalto a México, porque . siendo menos fuerte, creyó más fácil vencerlo. El gobierno francés bien sabía que México estaba debilitado por una lucha desastrosa; que care­cía de ejército, que carecia de marina, que carecía de hacienda, que se hallaba postrado después de una crisis tan terrible; el gobierno francés esperó ese momento, se aseguró por todas partes de que no teníamos aliados, se excitó su codicia, y ebrio de deseos, sonriendo al pensar en el triunfo y saboreando la futura posesión de ]a América Española, se lanzó sobre su presa. _

j Qué triste gloria para el gladiador que espera la postración de su contrario débil , para hundirle su espada en el corazón!

Pero alza la frente, pueblo de Hidalgo; álzala orgullosa y satis­fecha; tú eres el comba.tiente débil y desfallecido ; tú eres aquel que, sin pensar en alevosías, restablecía sus fuerzas descuidado. De repente un enemigo colosal cayó sobre ti , creyó matarte ; pero tu orgullo te di{1

fuerza, luchaste y tu infame enemigo cayó de rodillas, sangrando :.' a tus pies.

La luz de un sol de mayo iluminó este grupo que hoy contempla el orbe con admiración.

Alza tu frente, pueblo de Hidalgo; álzala orgullosa y satisfecha; los que luchan así no mueren nunca.

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,

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México, compatriotas, y no debemos temer decirlo, ha merecido en este primer combate, bien de los pueblos americanos y de la humanidad. ¿Por qué los déspotas coronados han de arrebatar a los pueblos sus de­l.echos sacrosantos? ¿Por qué la fuerza brutal, no contenta con enea· denar la libertad en Europa, ha de pretender aprisionarla en América 2 ¿Por qué esa propaganda del absolutismo, por medio del sable y de la metralla? Pues qué, ¿ha dado el Dios de las naciones derecho a un mons­truo pal"a sojuzgar. pOl" más poderoso que sea, a los pueblo!;l libres? ¿No eonsel'van acaso los fastos del mundo las pruebas de lo contrario?

¿No ha castigado el cielo siempre el desmedido orgullo de alguna criatura soberbia, que ha pretendido usurpar los derechos del Sér Su­premo? ¿No se ha visto un ejemplo contemporáneo y tremendo en ese hombre soberbio y asombroso, a quien encadenaron a una roca la ira del (jelo y el odio de las naciones, y que murió devorado por el buitre de su humillación?

Pues qué, ¿!;le arrehata impunemente el don precioso Ile la libertad, el don más rico que Dios sacara de su eternal tesoro para enriquecer con él a sus hijos?

¡, Y acaso quiere otra cosa el tirano de Francia, que con menos glo­ria que su tio, no tiembla al divisar su fin, que le nublan el incienso de sus miseros palaciegos y el humo de la sangre humana? Yo lo repito, y conmigo el grito de la América toda: Napoleón III no pretende, no inten· ta otra cosa que nattu'alizar en nuestro continente su despotismo aborre· cible. El piensa flue UIla \'ez dominada nne¡;tra República. podrá atentar fácilmente a la soberanía de los pequeños Estados de la AméJjca Cen­tral, y una vez dueño de los dos mares. nhogar como pntl'e dos brazos de hierro a los generosos pueblos sudamericanos.

Es pre.ciso contemplar desde muy alto esta cuestión. es preciso ele­nunos, para buscar sus causas, de ese fango que se llama negocios ..Tecker, de esa miseria que se llama deuda francesa , de esas calumnias despreciables de que 11a h'echo un conjunto el trfstemente célebre MI'. Billault, y con él la prensa servil del imperio francés; de esa repugnan­te figura. política que se llama MI'. de Saligny, de esas iniquidades que no tienen nombre, y por las cuales se rompieron los trata.dos de' la So' ledad, y de esas piraterias cometidas por los soldados franceses en nues­tro suelo. Todo eso constituye el pretexto pero no es la causa.

Napoleón III, como el lobo de la antigua fábula, no ha hecho más que urdir pretextos sobre pretextos injustos, miserables, estúpidos, pára

devorarnos. Su ambición es la verdadera causa, su ensueño de poseer-nos, 811 objeto. Para lograr esto, no hay ley sacrosanta que no haya trans-

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greqido, no hay prin~ipio universal que no h~ya cpnculcado, no hay inconsecuencia monstruosa que no 11~ya det~rminal)o come~r. ,

El mismo fué el alma <J~ esa politica que sancionó p~ra siempre, en los últimos tiell).PQs, el principio de la no interveI).ción, conquista gran­diosa de la civilización actJlal, garantia de conservación plj,ra las nacio-

,

nes débiles y para el equilibri9 europeo. ' Pues bien, España que recQrdara con ílmal'gura cuán doloroso e~

el sistema contrario, y que se alegra de su abolición, ha sido conse­cuente con ese principio salvador; y representada en México p,or el no-

, . ble general Prim, no ha querido hacerse cómplice de una villania, y

, '

h!l ,preferido retirarse. Con razón. ¡Cómo habia de consentir el valiente -capitán español en que se manchara ese pabellón, que no hace muc~o, Ilabia- ondeado en sus manos tan brillante y tan limpio en los cam­pos marroquies!

No; él ha llevado a su soberana puro y respetable el honor español que ~e le confiara, y le ha llevado 10 que ningún ministro anterior habia podido llevar de México: las ardientes simpatias de. este pueblo, los votos más sinceros de sus hijos, la reconciliación verdadera y eterna de esta que fué antigua colonia de España, y que hoy, como nación, es su mejor amiga_ En cuanto a Inglaterra, decidida desde el principio a no inter~­venir en nuestros asuntos interiores, simpática y buena amiga desde los primeros años de nuestra existencia politica, habiendo empeñado honro­samente su palabra en la convención de Londres, halló un órgano fiel de sus pensamientos en el noble y honi'ado Sr. 'Wyke; y el pabellón bri­tánico se retiró también de nuestros mares, limpio de toda mancha.

Si por cuestión de dinero se hubiese empeñado la guerra de inva­sión, Inglaterra y España ' son nuestros más grandes acreedores; pero generosos estos pueblos, han comprendido nuestra situación y nuestra \'oluntad" y han subordinado el interés a la santidad del honor y de los principios. '

Pero Prancia, Francia que se ha envanecido de su influencia ell la agregación de una h~y justa al Código Internacional europeo; Fran­cia, a quien debemos alg~mos pobres maravedises; Francia, a quien pa­gamos en la otra vez tan de sobra, que ' existen aún en poder de su go­bierno' cantidades cuyo adeudo no pudieron justificar algunos acreedo­res; Francia, cuyo gobierno no puede disimular su rubor al declarar Sl1 patrocinio al negocio Jecker; Francia, a cuyos hijos hemos acogido aqui con tanto afecto y a quienes hemos tratado como hermanos; Fran­cia, repito, ha declarado que ella sí quería intervenir en nuestros nego­cios interiores; Francia viola aquí Hquello mismo rtue proclama en Euro­pa, y no se avergüenza. de e~je contrasentido_

~"l ' --

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y luego, Fr;lllcia, que lucha pOI' el principio d~ la libertad italiana y que manda a sus soldados a compatir contra 19s tiran~s del .¡\.ustrj.a. viene aquí a matar las lipert~des q.e Á'!"lér~ca.

y luego, Francia, que va a castigar a la Siria a los ¡¡.sesinos J a lo!'; incendiar~os, viene ~quí a prot~gerlos bajo sus bandera!! y á Í.Hcrustarlo~ en sus legjones, que no abrigaban, según decí;¡, sinQ ~abaJleros y va­lientes, . - ,

y luego, Fr:mcia, el pueblo de la ilustración y d~l culto cristiano puro, viene aquí a proteger a lo~ partidarios de la i~q)lisición, del oscu-, rantismo y de la relajación ~onástica.

'-- y luego, Francia, para quien el amor a la patria es una idolatría. viene aquí a hacer el apoteosis de los traidores a la patria. ,

j Oh! no hay ya mancha que el pabellón francés nQ se haya echado en México, no h~y miseria a la que no haya desce~did<? Y aq)li lo sen-

,

timos porque amábamos a la Francia y la admirábamos, y sólo nos con-suela el pensar que de estas infamias no es responsable el pueblo fran­cés, sino el aventurero que traicionó a la' revolucjón malograda de cuarenta y ocho. '

Si en ese Senado francés, compuesto en su mayoría de esclavos pa­gados por el déspota, hubiesen estado los virtuosos Senadores de los pri­meros tiempos de Roma, al escu~har a Bil]ault, al panegiril'lta de la piratería, no habría quedado una ,cábeza descubierta, porque los padres de la p~tria la habrían ocultado entre los pliegues de sus togas, como a 1 escuchar una noticia vergonzosl}. y aciaga.

Pero no; ese Senado, con excepción de los ~avr~, Jubinal y de unos , pocos valientes republicanos, se compone de frmp,entarios del imperio, que no van a ese grave recinto sino a aplaudir a los Seyanos de ese César, como el senado ya envilecido de Roma n.o QflcÍa más que aplau-dir al 'Sey;mo de Tiberio. '

. La voz elocuente de la verdad y de la justicia se apaga entre el espeso hicienso de la adulación rastrera,

Pero, por fortuna, se conoce ~'a la exactitud de esta aseveración. -Na.poleón III no busca más que colorar con prete~t~s absurdos suam· bidón y su injusticia, y las valientes palabras de Favre, el noble defenf;lpr de todas las cansas generosas del mundo, las de Rivero y de Montagu se han hecho oír en los parlamentos franceses, españoles e ingleses, para honra de la justicia y de la. humanidad.

La América toda las ha- escuchado conmovida , y el mundo sem;ato y honrado las guarda en su corazón.

He aquí, pues, la cuestión en su verdadero punto de vista.

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. . El despotismo francés combatiendo con la democracia americana.

El viejo continei1te pugnando por última,-ez, por dominar en el nuevo. La monarquía ... el p~H;ado, las tinIeblas, luchando ('on },a Repúblie¡t, con el porvenir, con la luz!

Porque si, la ,América es el país del porvenir, es el país de la gran'­deza futura; por esa ley fatal que ha determinado hasta ahora la tJ~as­

' migración sucesiva de la dictadura del mundo, en todos los continentes. ,

A América sólo le falta su turno. Con su predominio se impolllhú al mundo la . libertad, y de esto tiembla la monárquica Europa. Pero ello sucederá, y no están lejanos los tie.mpos en que los ejércitos ame- ~

ricanos lleven trfunfadol'a sn lJa.nderH. sobre las decaoclltes monflr-t¡nÍas. El dejo mundo se asomura oe la lncha gigantesca del puelJlo de Wáslt· ington, hecho que jamás han registrado sus anales. El viejo mundo de­ue a quedarse espantado delante de su marina; el viejo mundo llegará a arrodilla.i'se ddante de nuestras úgnilas alguna vez. i Oh! ~ 1\0 hay qlH'

sonreir! ... también los bárbaros fueron al fin a derribar con sus masas las estatuas de los Césares y a pisoteadas en las vías mOllnmeutctles

• •

de Roma. También, los cosacos fueron al fin a gozar de S~lS orgías sal-rajes, sobre el cadáver caliente aúl). del imperio francés.

I

y por eso es grande tu empeño. .. i Oh! i pa tria mía! tú cstás eu los dinteles de la Amél'ica, tú, eres su gl1a!'dián y tú (lehes ('omlJatil' po!' 1'0(10

• \lU mundo que te contempla lleno de ans-iedad.

Tú triunfarús sin duda. •

_ 'L'iencs enfreilte a un monarca, qne a fuerza oe vanidad, cree poder . eonmover el mundo, con un movimiento de cejas, como Júpiter, según

la expresión del poeta.

Tú le mostraste que se equivoca , en el 5 de Mayo. E'l, irritado por su hl1millación , hace gl'andes aprestos y ell\'Ía

nuevas legiones a nuestro país; pero tú eres geande y fuerte, grande por . . -

1'11 valor, f.uerte por tu derecho. . , 'L'Íl puedes mucho, y no tielles para. probado más que mostrar la his­

toria grandiosa de tu independeu <:ia. i. Qué era la Esi)aña antes de 1810? U n poder fuerte con raíces de trescientos años, con el prestigio de la COll ­

quista, con los elementos de la dqueza pública, con las armas, que ella sola poseía, COll el esplendor de sus inmortales haza.ñas, con numerosos

• ejél'citos, con los rayos terribles del ílnatema religioso, con el auxiliar del fanatismo.

¿ Quién era Hidalg'o ? Un pobre sacerdóte sin más elelllentos q,ue su valor y su abnegación, sin más compañeros que los infelices indios de su curato, sin más armas que el sentimiento (le la libertarlo

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I

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;. y qué sucedió? Al grito santo de "independencia" se conmovió la Nueva España y

- tembló ue entusiasmo; las chusmas invadieron los llanos y las ciudadrs, los antiguos sienos que no tenían cañones, se lanzaban contra la boca de los de sus tiranos para cerrarla con sus pechos; lagos de sangre inundaban los coBados y los caminos; d trueno de la libertad había des-

- , pel'tado los ecos dormidos por trescientos años en todos los ángulos de la colonia; al escucharlo, todos los que sentian latir un crazón, se pu­sieron en pie y marcharon contra sus opreso.res,

Estos outuvieron victo das sangrientas, Hiualgo y Allende murieron en el cadalso en el Norte; pero entonces Morelos iluminó el Sur con ~m palabra y con su genio. El cuchillo de labranza de los esclavos de la costa rué terrible en manos de aquellos Espartacos valerosos. Morelos, vence­dor en cuarenta batallas, sucumbió también en el cadalso. Mina y Gue­l'l'ero vinieron después de él. Con ellos otros mil; las legiones del pueblo insurrecto alfombraron los campos de nuestro país, la, sangre corrió a torrentes, y los tiranos pensaron ahogar en ella a la libertad que nada.

, Los soldados españoles victoriosos recorrían ya el país sometido por

todas partes; pero la banuera de la nueva patria se refugió en las sierras del Sur, y alli, defendida con desesperación por un puñado de héroes aún fné el símbolo de nuestra autonomía en las rouustas manos de Guerrero, de I'edro Asencio y de Montes de Oca, que más grandes que Catón de Ftica, creyeron que mientras hubiese aliento, alÍn habría algo que hacer por la libertad de su país.

y así perseguidos, pero constantes, 'al fin vencieron, al fin aql~ella lH'avura y aquella constancia, nos dieron esta patria que se quiere escla­"izar de nuevo.

l'orque los pueblos que defienden su libertad, triunfan al fin,pol'f1ne el fuego de la independencia no puede apagarse nunca . .

¿ y con esta leccion · del pasado, podríamos d ndar de lluestra victo-•

ria? ¿ El invasor francés será acaso más poderoso que ~l conquistador •

español? ¿ Quién será capaz de desalentarse en la defensa de la patria? ; Vergüenza eterna a los cobardes! ¡Atrás, miserables!. j No es por vos-. . otros por quienes derramaron su sangre nuestros abuelos! Arrastraos

. .

por el lodo; que sobre vosotros pasarán los batallones del pueblo que : :

-marchan con el estandarte de Dolores a defender la obra del sublime . • ancJano. , .

. y tú, oh Pueblo, que ayer lamentabas la temprana muerte de aquel que te guió a la victoria en los campos de Puebla, enjuta tus lág:rimar.;, y que luzcan serenos los ojos del soldado enfrente del enenligo. El mejor

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modo de honrar a los muertos ilustres es imit~rlos; la llluerte de un gran \'a.rón debe ser un estímulo, lejos de ser un motivo de desconsuelo. '

El ' alma del ínclito Zaragoza se ha unido ya a la de sus padres Hi· dalgo, Morelos y Guerrero, que desde el cielo nos contemplan con orgullo pOl'que saben que podemos conservar intacto el depósito que nos legaron,

, ,

Zaragoza tiene dignos conciudadanos, y su muerte no ha hecho más que centuplicar nuestros esfuerzos, y como Zaragoza moril'ún otros mil. pero la idea quedará en pie, porque es la idea de la Independencia y de la Democ~'acia que ha nacido vigorosa y terrible en América, que espanta . a la Europa, y que ésta desea destrtlÍr desde la cuna, enviándole c,omo ,Tunó a Hércules las serpientes de sus ejércitos, pero que fuerte co· mo Hércules sabl'ú ahogar a sus adversarios entre sus brazos robustos.

,

Por fortuna, la obra de la unif.icación del país ha sido de un mo-mento, y este es el medio seguro de la salvación y de la fuerza. A la sim­ple Ílegada de los invasores, el pueblo todo se ha presentado compacto y en t01:no del Gobierno constitucional. Las vi,siones del partido nacional, no existen. Aquí no hay más que mexicanos; no aspiran más que a de­fender su patria; no obedecen sino al Gobierno que emanó del pueblo y

• morirán a su pie, porque es el símbolo de la soberanía mexicana. ¡Mengua eterna a los que en estos momentos no acallen sus aspiracions personales y sientan alguna otra cosa que el amor a la patria! IJa muerte de los traidores será su porvenir.

y a vosotros, ciudadanos que lleváis ahora la enseña del poder, os digo, en nombre del pueblo que me mandó subir a la tribuna, en este día solemne, que él confía absolutamente en vosotros y que "e con sa tisfac-

• •

<:ión que tenéis fe en la defensa de la patria, y que trabajáis por hacerla -fructuosa.

Esto es ya mucho; pero el pueblo aguarda que no creáis que es lo bastante. La fe sola no conduce sino al martirio; la fe y la acción unidas son las que dan la victoria. Los apóstoles del culto de la patdo, al con-• • tI'ario de los apóstoles de la religión, deben morir combatiendo.

lIay mucho que hacer y que hacer con enel'gia. Tenemos un puñado de egoístas traidores que si no conspiran, al menos no se apresuran a

,

traer a las aras de la patria su debida ofrenda, El plieblo los conoce y los ,'e con ira; el pueblo va a derrama r Sil sangre a los campos de bata-_ Ha; el pueblo trabaja, el pueblo se sacrificará y estOs próceres ¿ por qué no marchan al lado del pueblo? ¿ por qué no se sacrifican también?

' . En estos moméntos el Gobierno no debe tener útilS coiudderación que la salud de iá República y la conservación de su dignidad; por ella no debe cejar mi ápice ante ningún respeto humano, rl.htc ningún obs-

su ,

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,

túculo por amenazador que sea.4)igllülau y siempre dignidad; con ella se hace ver a las naciones europeas que tenemos la conciencia de nuestra soberanía. Quizá por las nimias consideráciones con que han sido trata· dos hasta aquí algunos ministros extranjeros, nos precipitaron a esta situación.

Energía y siempre energía. Con ella única;mente se logra la unión en el interior y se garantiza la defensa.

Mirad que sois los que tenéis en vuestras manos nuestra libertad y la de nuestros hijos; mirad que sois las vestales de ese fuego sagrado que encendió el héroe del afio 10 en el püeblo de Dolores.

Cuando el pueblo ve que el Gobierno está resuelto a defender el te· rritorio, bendice a los hombres a quienes ha elegido y no teme, porque sabe que su representante preferirá caer como el último de los Paleólogos en Constantinopla, bajo los escombros de la capital a huir llorando, co· mo el mísero Boabdil, de una ciudad que no supo defender. Sí, pueblo de Hidalgo, en este día grandioso, comprende tu poder y fia en tus alientos. Tus hijQs son hombres libres, y el imperio francés no ha triunfado hasta ahora mús que sobre esclayos. En Crimea ha podido ceñirse el déspota' los laureles de Inkermann y de Sebastopol, pero combatía con los autó· matas del Czar; en Italia los de Magenta y Solferino, pero luchaba con los verdugos del pueblo de Junio Bruto; en China forzó las vie~as puertas guardadas, durante millall'es de años por siervos envilecidos, pero en ,

• México hallará cien 1.'ermópilas en donde sucumbirán tus ciudadanos, pero defendiendo las santas leyes de la patria y haciendo morder antes el polvo a los soldados del nuevo J erjes.

8i la suerte nos fuese adversa por lo pronto: "que el enemigo en-o

cuentre nuestras llanuras desiertas, las calles de las ciudades sin otros habitantes que los muertos, las sierras con sus guerrillas más salvajes aún y tales como los buitres prontos a precipitarse sobre su presa," como decia fieramente lord Byron.

Si la suerte nos fuese adversa, por lo pronto haremos de cada ciudad una nueva Zaragoza o encender~mos la tea de Rostopchine que espantó al otro Bonaparte, o evocaremos el sangriento recuerdo de las vísperas sicilianas para repetirlas.

No; la libertad de México no puede morir; no perderíamos en un año lo que conquistaron nuestros padres en once de sangre y de marti­rio. Que vengan las legiones del imperio francés. Nos encontrarán en gnardia. i Pueblo de México! ¡en nombre de HidalgQ, en el a.niversario de la independencia, jura antes morir que dejarte arrebatar la liber­tad de la Patria!

87

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,

DISCURSO CIVICO EN LA CIUDAD DE ACAPULCO

(5 de may.o de 18()i))

Conciudadan.os: • ,

H.oy, v.os.otros que sois leales hijos .de la República, p.odéis llevar alta la frente y .orgull.osa la mirada porque 1.0 que estáis viend.o encumbrar la ('sfera, n.o es el astr.o melancólic.o de nuestr.os mal.os días, nublad.o por las sombras de un recuerdo funesto, sino el herm.os.o, el grande, el divino s.ol de mayo, el sol de la victoria, el Dios de.la América libre que cruza el azul de nuestro cielo con sus pompas de triunf.o y c.on sus ray.os de gl.oria.

Saludadl.o, mexicaij.os, saludadlo, y que vuestro grit.o vaya a oprimir el soberbio corazón del désp.ota del Sena y le haga c.omprender que este pueblo que celebra el tercer aniversari.o de la ·derrota de sus legi.ones francesas, n.o 1m <le llevar, por más que él lo diga, y por más que él lo

,

quiera, ni las cadenas de la Francia, ni las cadenas de su procónsul aus­triac.o.

y mientras que la crédula Europa, engañada p.or los ól'ganolS ) JOlla­partistas, juzgará a la República Mexicana n.o sól.o ag.onizante, SU1.o sofocada bajo el sudari.o de la impotencia, mientras que allá se i¡nagina a t.od.os l.os pueblos de México subyugados por el val.or francés y a todos los hombres convertid.os en traid.ores, nos.otr.oS n.os reuuim.os aquí, n.o temblando baj.o las miradas de las t.ortes marciales, c.om.o l.os tristes libe-' 1'ales del centr.o; no para dep.ositar una c.or.ona votiva en la tumba de Za­I'agoza, a guisa de ladrones n.octurn.os, sino libres, indómit.os, soberbios,

,

al pie denuestr.os estandartes republican.os, en medio de una tierra fatal siempre al desp.otismo, en el seno de una naturaleza en que se respira libertad, cubiertos bajo la ancha sombra de nuestras altivas palmas, siu ­tiendo el hál ¡to poderoso de ese vient.o qil<' agita las olas de nuestros

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mares y pisando la orla de esas montañas que elevan hasta las nubes sus frentes de pórfido, como otros tantos baluartes de la patria invencitile.

Ni somos los únicos que se mu~stran así en México, porque a esta misma hora se une a nuestra voz la voz de nuestros hermanos invictos todavía en las saballas del Norte, la de nuestros hermanos venct>dores 'Y terribles en . Occidente, la. de nuestros hermanos <¡ue .acaban de hace¡' pasar bajo el yugo a los belgas de la -guardia imperial en las gargantas de Michoacán, la de nuestros hermanos de Oriente para quienes la pér· dida de Oaxaca es un estímulo y en el centro del mismo país los rifles de nuestros guerrilleros saludan al gran día, en los oídos mismos de ('se orgulloso ejército francés que se ve obligado a devorar hoy el amargo recuerdo de su humillación; que se ve obligado a enlutar sus águilas por un doble motivo de pesar y de ignominia.

I'orque la derrota que sufrió en Puebla es una ignominia, tanto más grande, cuanto que hay guerras, como la que trajo a nuestra patria, en que aun la víctol'ia es una ignominia. '

Cua.ndo se defiende la patria, la libertad, la justicia, no hay escar­nio en sucumbir por más que se haya opuesto temerariamente la debili· dad al poder, la ignorancia a la ciencia militar, porque siempre se ~n-­

cuentra en el fondo el sublime móvil del patriotismo y del deber.

Así cuando los pueblos que han luchado desde los primeros tiempos contra esfa vieja hidra de la fuerza brutal, cuyos pasos seculares están marcados en la tierra por un camino de desolación y de muerte, ora aparezca llamándose Cambises, ora J erjes, ora Alejandro; o ya se diga civilizadora con Roma, religiosa con Turquía, libertadora con la Francia imperial o déspota sin disfraz con Rusia; cuando los pueblos, digo, en su santa resistencia han sucumbido, es verdad que la adulación ha ce­lebrado su desdicha; pero la justicia ha apartado con repugnancia su u1irada del venCedor y ha velado su frente; pero los hombres, los pue­blos y la severa historia que no confunden al ídolo del éxito con el dios

,

de: la virtud, han llorado sobre los campos de sangre, han deificado a ios vencidos y han consagrado su infortunio con el sello de la grandeza y de la sublimidad.

Mas cuando, por el contrario, se combate por la. tiranía, cuando se •

hace ostentación cínica de la violencia, cuando se pretende conquistar a un pueblo y matar sus libertades eiltonces el menor obstáculo, el tn·e~

tlOr revés, son una grande vergüenza, una humillación que toman pro­porciones colosales, como esos castigos míticos impuestos por los dioses a la soberbia y a la impiedad.

no

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1'or e::;o la l'ersia gemhl al recuerdo de Maratón, POl' eso la altiva Homa se llenaba de rabia al ver sus águilas perdidas por Varus en los bosques (le la G\'!rmania, por eso Turquía nunca perdonará a Polonia haber producido a Sobieski, por eso Francia nunca amará a España, l'l'cordando a Bailén, por f'SO el Brasil odiará siempre a los hombres li­bres de las pampas argentinas, recordando a Itusaingó_ Por esa también el déspota de Francia llevará hasta el sepulcro, a cuyo borde parece acercarse, la llaga abierta por el G de mayo, sangrando siempre.

y es que en semejante caso, la victoria es tan grandiosa para el -

vencedor, por ser la dctoria ';¡el derecho sobre el crimen, como la derrota mortificante para el vencido por ser la g¡mnflexión de la nlUidad ante la Justicia, el tenor de la fuerza ante la debilidad. He aqui por qué la humanidad contempla con una sonrisa de desdén la caída de los Goliath del despotismo y con una mirada de simpatía el triunfo de los Da\'id ele la liberta(l.

Ahora bien; que la derrota del 5 de mayo sea una humillacióu para ",1 imperio francés; que los mexicanos tengamos razón en llenarnos de

. orgullo al celebrarlo; que el mundo lo enumere entre los castigos más infamantes que hayan flordelisado la espalda de los déspotas, nada más justo y basta narrar los hechos para comprenderlo. Escuchadme y seré breve, pintiindoos a grandes rasgos áquella situación.

En 1861 el Congreso mexicano, a proposición del Ministerio, decre­tó la suspensión de pagos <le la deuda extranjera, por moth'os de polí­tica interior. Entonces tres grandes potencias firmarou el convenio de Londres para intervenir en México .

• Inglaterra y España estaban irritadas porque eran acreedoras por

deudas de millones. Francia se fingió irritada también, pero casi no era •

acreedora. Los miserables noventa mil pesos de la convención Pena ud estaban a su disposición en el instante; las reclamaciones de súbditos franceses eran un absurdo ridículo, y el cobro de Jecker era un robo infame que todavía no estaba cubierto con el pabellón francés.

Con todo, el Imperio francés fué el que tuvo más empeño en esta alianza.

Las fuerzas de las tres naciones llegaron a México. Sus delegados intimaron a nuestro gobierno sus pretensiones. México- no tenía incon' veniente en defeI"Ír a su pedido; salvaguardando el honor nacional, ofre­ció hacer el pago y la alianza tripartita desarrugó el ceño y alargó la lDano en la Soledad.

D1

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Entre naciones, como entre individuos, se' estipulan y dh;cuten las condiciones de un pago. Una convención diplomáticaclelJía seguir a los preliminares y entretanto no había guerra, no podía haber guerra.

España y Francia tenían ejércitos que diezmaban las fiebres de la costa. Pidieron cuarteles salubres, en el interior del Estado, pactando la retirada a sus an,tiguos puestos caso de no realizarse ajuste ninguno pacifico. El gobierno mexicano ofreció la bella Orizaba que abrió hos­pitalaria sus puertas a los extranjeros.

Todo parecía pres<lgiar la paz, y ella habría llegado por fin, si las tres naciones, o mejor dicho, si los tres gobiei'nos hubieran sido igualmen­te honrados, igualmente leales. Pero el fl'aricés, cuyo puiíado de marave­dises podía pagarse en un minuto,. no había venido por esa sola causa, y de repente y sin motivo alguno, rompió los preliminares, y todavía más, en lugar de vol ver a sus antiguos cuarteles para penetrar después a fuerza de valor, creyó más honroso no dejar a Orizaba, mm cuando cu· briese de infamia su nombre; y digo no dejar a Orizaba, porque no salió de ella, sino para volver a entrar en seguida con ridículos pretextos .

Mirando semejante conducta, el genel'Oso general Prim, represen­tante de España, prefirió conservar puro el honor <le su patria y se re­tiró con sus tropas indignándose, en nombre de la hidalguía española, de la perfidia de sus aliados.

El digno Lenox· 'Vyke también conservó sin mancha la honradez británica y se retiró, indignado, en nombre de la altiva Albión.

¿ Pero por qué obraba así el gobierno francés? ¡. Por qué se respetaba tan poco en presencia del mundo civilizado y au n en presencia de la barbarie, puesto que el jefe salvaje que promete una vez no traspasar liua línea, no la traspasa? ¿ En Francia son otras las nociones del honor y del deber?

No; no son otras; pero los preceptos del honor y del deber no S011

t l'adicionales en la, familia Bonaparte, ¿ Se quiere una prueba? Pregún­tese a España cómo se apoderó Napoleón I de las plazas militares de su frontera.

Ahora bien, ¡.y qué quería, pues, ese enemigo que echaba mano hastH •

de la traición para internarse en nuestro pais? Ya estáis viendo lo que quería. No era el pago de la miseria convencionada con el almirante Penaud.

Era qu~ Napoleón III habia fijado una mirada de codicia . sobre México, desde que mUl'm'uraron a sus oídos algunas palabras ciertos hombres, ciertos prodigios de depravación y de cinismo que no aparecen, sino ele tarde en tarue, como la afrenta espantosa de los pueblos; que

92

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llevall en su alma el jugo etSprimiuo ue la maldad humana y Ulla Íllgl'a­

titud que puede servir de prueba contra los escépticos de que el mito bí­hUco de la ingratitud de los demonios, no sólo es posible, sillo que existe en el mundo_

. Conocéis bien a estos monstruos_ Sus nombres llegan a oídos de los buenos mexicanos con cierto sonido que oprime el corazón_ El uno con­servador deRpechado corre a buscar a su soñado príncipe, lo retrata, lo <'xhibe, lo adula, lo aclama, le besa los pies en Miramar 'y le sirve como un lacayo, en su palacio de Roma; pero ahora devora su rabia, mirándolo

en inesperado consorcio con sus antiguos enemigos los moderados, y se desahoga en imprecaciones_

El otro es el infeliz ambicioso a quien el dedo del menosprecio po­pular ha apartado tantas veces del sillón de la presidenCia,· junto al cual rogaba, enclavijadas las manos, deshonrando la memoria de su he­roico padre, cuyo llombre no lleva por fortuna y de quien no heredó más que la- materia. Este, de esfuerzo en esfuerzo, llegó hasta convertirse en palaciego de Bonaparte, que lo ha vestido con túnicas div:ersas, y por último, después de haber sido jefe supremo en Orizaba, regente y tenien-te general en México, se ve convertido en mayordomo de palacio, empleo

. que no es más que el de un criado de gran librea con Bazaine, Maximi­liano, Ramírez y Bscudero.

Los otros son obispos. Estos llliserables que han hecho del Divino C.l'ucificado un ídolo sangriento, un vampiro, no diferente de aquel a ell­

yos pies el teopixque ofrecía el humeante corazón de víctimas humanas, han vuelto a su patria trayendo en su mano el estandarte de la iglesia con un signo mús negro todavía que el de la tiara que significa OSCUl'au-. -tismo, mÍls odioso todavía que la cruz verde del santo oficio que signifi-caba intolerancia .. , es el puñal de la traición que significa parricidio. ~acrilegio y algo más que el vocahulal'io del crimen no expresa y que la lengua no atinHrÍa a repetir. Pero ahora estos sacerdotes murmuran palabras de maldición, ocultos en las anchas sombras de las catedrales aún -desnudas, hoy derraman lágrimas de rabia al mirar sm: dejos nidos

• derribados por la zapa de }a Reforma o· transformados por la mano de la }<}conOln!.a, hoy se cubren de ceniza los cabellos al encontrarse todavía frente a frente de la institución elevada en México por la mano del partido puro: la libertad de cultos.

. Todos expían dolorosamellte su inaudito crimen, todos elevan al cielo sus ojos y lo encuentran cubi~rto de luto; pero no es eso todo, y Sil

- prnperador no tiene más misión que la de empezar su proceso. Ya vendrá , el pueblo, el buen pueblo, el pueblo que obra justiciero, no el mentirlo

93

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, pueblo qu~ canta hOSal~:¡la¡;; a todos los recién llegados, que P1'9tege a los traidor~s y b~s~ la mano de los frail~, no; el pueblo digno, el que lucha

,

constante para tener el derecllo de juzg¡tr severo.

Pero volvamos al ejército francés:

Era, pues, un ejército conquistador, y nuevo Hernán Cortés, Lol'cu­cez iba a satisfacer los deseos que encendiera en el corazón de su amo,

, '

la superchería de aquellos criminales. Una yez en Odzaba, no había más que un paso a Puebla y otro a México. En esos pasos el regocijo del pue­blo mexicano iba a colocar arcos triunfales, iba a convertir la carretera ('n una vía sacra. Esto decían los traidores.

,

Entretanto el gobierno mexicano había prepal'ado un ejército, no llamando soldados de campamento militar ninguno porque en esta Re­pública ser soldado es un derecho, pero no una profesión; el gobierno rom-ocó al pueblo y la guardia nacional se presentó compuesta de valien­tes que aún no se despojan de la hlusa 'del menestral o no euhrían la semidesnudez del agricultor_

A la cabeza de este ejército colocó a uno de los militares más ins· truídos; pero al mismo tiempo uno de los hOJIIln-es de más }loca fe que .

, haya producido nuestra escuela de re\'lICItas y de defecciones: el general Urap. .

Al' ver este pobre ejército, el general se Cl'UZÚ de bnlzos afligido: ¿ Cómo combatir a soldados aguen'idos, con hombres así? Debieron h~­ber ,parecido, en efecto, muy poco marciales a ojos europeos, puesto (lue . . . .

el general Prim dijo: que no habría gloria en triunfal' de estos soldados.

Pues bien, Uraga es organizador; pero no como el gran Morelos, ni como Bolívar, ni como Gl!.l'ibaldi a fuerza de genio y de prestigio; Uraga es organizador con dinero. Caminó de ex.igencia en e~igencia y el gobierno con su erario exh;lUsto no pod¡~ satisfacerlas. Urag~ enton-

,

ces desconfi6del éxito con soldados que no tenian prest, qne no tenían vestuario, que no tenían el porte m~rcial que lian el uniforme y la larga "i!la de los campamentos, que aun no sabían c,-olucionar. que apenas

-conocían el manejo del arma.

i Cómo! ¿ Se iba a combatir con estos l)ombi'es contra los soldados que venían triunfantes de Marruecos, contra los que descansaban en los" ejercicios de Chalons, de las grandes epopeyas de Italia, -y de las terri­,bIes m:miobr.as de Inkermann y de Alma?

• , • Era demasiado pecHr. Para esto era preciso tener 1.111 pa tl"Íotismo de

h~J'oe y una decisión de ll1á.l'ti¡' y TTl'aga ha probado hien qlle no j' ic ~ lIe

más que táctica. '

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• •

,

l'¿ua C&to era preciso tener denvó del alma un rayo de esa sublime " grandeza de la Francia revolucionaria, como lo tenia Kellerman, cuan-

do marchó con sus masas de recJutas con 10:8 pies ensapgrentados y con los cuerpos enfla!}uecidos por el hambre para batir al soberbio ejército prUSi¡lDO en Valmy.

PerQ Uraga no era un Kellel'man y el gobierno ' acabó por quitarle el mando.

Su~edióle Zaragoza. Zarago~a no era general, en el sentido militar de esta P!llabra. Era general como Morelos, como Galeana, como Guerre­ro, como Matamoros, es decir: tenia un ojo perspicaz, un arrojo de león, un prestigio que hacia adorarlo por sus soldados y todo COl;¡ un fondo de patriotismo inmenso. Su escuela militar databa de tres años, en la gue­rra de Reforma. Zaragoza sufriala inteplperie y estaba acostumbrado a la vida activa, como sus paisanos, los hombres de la frontera; por TIl­timo, descollaba entre ese grupo de jóvenes desconocidos a quienes im-. . provis6 militares el odio al clero y que acabaron por dominar el infor-tunio y por humillar a los tácticos de la reacción, con la cadena de vic­torias que les flbriú las puertas de la capital. Asi, Zaragoza ha tenido por colegas a Coro:Qado, a l)atoni, a González Ortega, a Rosales, a Co­rona, a Régules y ' a otros muchos que hoy ilustran todavia su n~mbre combatiendo por la patria . . '

Bstas ft:eron las rudas lecciones de Zaragoza. Por lo demás no había tiempo entonces para estudiar los preceptos del gran Federico, ni lo habia tampocQ para le~ a los sabios analistas militares del grande im-, perio.Apr.nas habia tiempo para aleccionar un batallón que se perdi~

,

a poco; pero con todo, Zaragoza pudo, unido a Qrtega, ganar la batalla ,

de Silao, mandar el sitio de Gnadalajara y concluir con la reacción en Calpulalp~n.

Después h!lbia sido Ministro de la Guerra, y así coadyuvÓ a la lnJ­talla / de Jalatlaco y dispuso la de Pachuca, en que Tapia derrotó a Márquez.

Zaragoza baj6 del Ministerio a. la sazón que se organizaba el ejérci­to de Oriente, y se le dió el mando de una di.visión. Cuando Uraga dejó el ejército, Zaragoza se puso a su cabeza .

Uraga había dudado; él no dudó. Zaragoza si tenía el alma que se necesita para esos prodigios de patriotismo.

Lorencez, después de la pérfida ruptura de los preliminares inspi· rada por Saligny y después de la cobarde ocupación de Ot'izaba, atrave­só las Cumbres de Acultzingo. Zaragoza se limitó a hostilizarlo, en el honroso encuentro en que Arteaga recihiú la herida de qnl' snf,'p tod;n-j:l.

U5

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Lorencez se dirigió a Púeula con ese movimiento en que la rapidez está combinada con la regularidad y la potencia, y que constituye un rasgo del carácter militar francés. Zaragoza se decidió a esperar a pie firme en Puebla. Lorericez traía una división de cinco mil franceses, com-

,

puesta de cuerpos escogidos y famosos. Zaragoza no superaba en núme-ro, por más que cuenten los franceses despechados,porque si el ejército en tiempo de Uraga constaba de un poco más, habíase disuelto u.na gran part~ de él a consecuencia de los preliminares de paz. Además, 'Zarago­za antes del combate de cinco de mayo mandó desprender una gruesa columna para batir en Atlixco a los traidores. Así pues, lejos de ser igual el número, era inferior por parte de los mexicanos.

Los viejos tácticós de México, todos esos restos inútiles de los ejér­citos de Iturbide, de BustaI?ante, de Santa Anna, de Paredes, todos esos hombres en cuya hoja de servicios puede estudiarse la historia de nuestra corrupción y de nuestra guerra civil, porque han con(¡nistado nn empleo en cada defecciún; todos (~sos , hombres de los cua les unos atacan al gobierno liberal y otros vivían retirados, pero que en su mayor parte ¡;;'e habían habituado a correr en la campaña con los Estados Unidos, todos estos sonriel'on de desdén al ver a Zaragoza frente a frente del ejército 'francés, y mn~'muraron: todo está perdido. Voces de terror se di­fundieron entonces, y las espel':wzas traidoras se apresuraron a asoma!' J a consolar al infaD?e partido_

.

Zarago:m nada dijo: consultó sU corazón y aguardó_ J uÍlrez nada dijo; consultó sn deber y aguardó también,.y jUnto a es.os dos hombres, excusad.o es decir que se agrupaban en Puebla, en México y ,en la nación entera, todos los hombref; de fe y de patriotismo que ni dudar.on enton­ces, ni dudan hoy. ni dudarán nunca del triunfo de la patria. ,

, En la noche oel cuatr.o de mayo, aún no se concluía la fortificación -pasajera del Cerro de Guadalupe, junto a cuya capilla, que después se arrasó, se lel'antal'on ü'incheras de sac.os de tierra. La nocllP fnp. de vigi­lia. Negrete y algunos oficiales apresuraban l.os trabajos.

Es justo hablar ya de Negrete. Valentisimo .oficial, querido en el ~r('ito, COn una figura de esas que interesan al soldado' en el instante,

con un lenguaje que comprende el pueblo porque se dirige al corazón, este Negrete fué quien mandó en persona el Cerro de Guadalnpe y quien . ,

g-uió en persona las columnas mexicanas. I N.o bacü,l mu('ho tiempo que militaba en las filas de la reacción, en

las que era distinguido. Cuando la intervención europea se anunció, ,

cuando vió que el extranjero iba a invadir la patria, Negrete. en cnya alma generosa se sobrepuso el patriotismo a las pasiones de] amor pr.o-

96 -

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pio, abandonó las filas ya infames de sus antiguos correligionarios y corrió a ofrecer su espada en los altares patrios. El gobierno le dió un mando en el Ejército de Oriente y le ~onfió el honor de Mé,xieo.

Negrete ha probado que mereció esta confianza y deslie entonces hasta hoy, su lealtad no ha sido desmentida un momento. Hoyes el Mi­nistro de la Guerra al lado del Presiliente de la República, y en estos instantes celebra el aniver~ario de su gloria, cayendo tal vez sobre los franceses en Durango.

Volvamos a Puebla. La noche de horrible espectativaacabó. Vino es~ aurOra que prece­

diendo a un tremendo combate toma para el solda~o un color vago y triste, como si iluminase el último panorama de la vida, como si fuese la postrera sonrisa del cielo y el tierno adiós a todo lo que ama el co­razón sobre la tierra.

Pero este instante de amargura pasó pronto. La diana de los cam­pamentos excita el sentimiento de orgullo y recuerda el deber. El tañido marcial de los clarines y el redoble de losj tambores se escucha en la plaza de puebla, en cuyas trincheras improvisadas se mira de pie a la ,ialiente plebe, armada hasta esos momentos; se escucha en los Reme­dios y en San Francisco, donde las reservas descansan sobre sus armas, y en el c~rro famoso en que la linea mexicana espera en sus dos extre­mos, en Loreto y Guadalupe, y contemplando al ejército francés prepa­rándose frente a frente en Romentería.

Brilla el sol, izanse los pabellones mexicanos, un grito inmenso vibra en el espacio, y los dos ejércitos, como dos gladiadores que se reconocen en el circo, se miran de hito en hito.

El combate se prepara, dijo el telégrafo, palpitando como la gran arteria que conmovía el corazón de la patria. i Oh Dios! i Oh gran Dios de los pueblos! He ahí por fin llegado ese duelo terrible del despotis­mo contra la libertad, del pirata poderoso contra el hombre de bien que defiende su hogar, del veterano desdeñoso y fiero contra el bisofio re­publicano que 110 tiene más técnica que su instinto de defensa.

l~asaron algunas horas y Zaragoza ordenó su linea.

A Negrete estaba confiado el honor de Guadalupe. En unión de Ne­g-rete iba]l a combatir jefes pundonorosos como Berriozábal. Negrete mandó sus soldados echarse pecho a tierra. El quedó con la mirada fija en Romenteria. Zaragoza asumió entonces la actitud históriea del hom­bre de fe que espera tranquilo la victoria o la muerte.

Entonces el sol ascendía ya, fulgurante, rojo, imponente. El valle estaba silencioso con ese silencio grave de las horas fatídicas. ¡La desdi-

97 • 7

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,chada México parecía aguardar en una actitud de do.lo.ro.sa espectación entre sus majestuo.sos vo.lcanes y se sentia d~fundirse en derredo.r de los co.mbatientes algo. podero.so. y terrifico. co.mo. el aliento. de D~s!

Po.r fin la co.lumna francesa , atravesó lenta y sUencio.sa el ' espacio. de Romenteria al cerro., se perdió en o.ndulacio.nes, entre las sinuo.sida­des que están al pie, desapareció, y de repente la cabeza de lós tirado.res zuavo.s Co.n la ro.ja calo.tte co.ro.nando. la tostada frente, co.n la mirada chispeante, aso.mó po.r entre las arrugas de la co.lina; so.naron lo.s prime­ro.s tiro.s, y a po.co., la columna entera apareció rigida, co.mpacta, atrevi­da, trepando. a paso. gimnástico. ... cuando. se detuvo. y di6 un paso. atrás estremecida, en medio. de una nube de humo. y de fuego.. ¡Eran lo.s zaca­po.axtlas que se levantaban a su vez, lanzando. un grito. salvaje y preci­pitándo.se al encuentro. de aquello.s leo.nes, leo.nes también ello.s!

Negrete habia dado. o.rden a Zacapo.axtla de atraer al enemigo a la linea y fué necesario. repetirsela para hacerlo. replegars-e. Repleg6se; la" Co.lumna se adelantó impetuo.sa, y ento.nces Negrete, sacande del alma palabras que no. se preparan y del pecho. una vo.z que sólo. viene en lo.s co.mbates, grit6: "Aho.ra, en no.mbre de Dio.s, arriba no.so.tro.s." Si; Ne­grete invo.c6 el no.mbre de Dio.s e hizo. bien. Era invo.car la justicia co.n­tra el crimen que se apo.ya en la superio.ridad. La linea mexicana se levantó también terrible, y a un frago.r uniso.no. y a un relámpago. , que envo.lvió la cumbre, sucedió un chasquido. estridente. Eran las bayo.netas que se cruzaban. Entonces el co.mbate era general. Rugia el cañón de Guadalupe y apenas se divisaba entre la negra humareda la aguja de la to.rrecilla y el pabellón trico.lo.r flameando., mecido. po.r el aliento. de la muerte y de la glo.ria!

La gritería era co.nfusa. Al ro.nco. acento. del francés, se mezclaba la aguda gama del zacapo.axtla y el grito. burlón de nuestro. so.ldado. del

. pueblo., apenas distinguido.s entre' lo.s tiro.s y lo.s to.ques de muerte. Lo.s franceses vacilaro.n y retro.cediero.n en deso.rden. Nuestra linea avanzó. ¡Un silbido. hizo. callar al enemigo. y en medio.

de su silencio. ' reso.n6 una Vo.Z seca e imperio.sa. La linea francesa se or­ganizó de nuevo. y cargó co.n furo.r. Negrete mand6 replegar a sus So.l­dado.s a sus antiguo.s puesto.s, y una vez a pie firme, Vo.lvió a recibir al

, enemigo. co.n un fuego. terrible. Ento.nces éste huyó, huy6 pro.nta, deso.rde-nada y miserablemente, despedazado. po.r nuestro.s valientes mexicano.s.

En Guadalupe lo.s franceses eran muerto.s hasta en lo.s fo.so.s a que_ lo.s co.ndujo. su bravura, y el cañón lo.s despedazaba, ~ sus co.lumna-s ba-

o 'jaban del cerro. desesperadas y nuestro.s , clarines anunciaban el triunfo.. El co.mbate estaba decidido.. Nuestro.s po.co.s drago.nes perseguían' a lo.s

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fugitivos de Guadalupe, mientras que Díaz y Lamadrid dispersaban otra. columna de mil hombres por la llanura de la derecha en que está el ca­mino de Vera cruz y la hacían replegarse corriendo hasta la ' Hacienda de San José, a la que llegaban también los rechazados del cerro, llenos de

-pavor. ¡Dios habia protegido la causa del pueblo! El telégrafo anunciaba

en dos palabras este sureRO a México que palpitaba de ansiedad. y como si la naturaleza hubiese querido tomar parte en la grande

epopeya, una nube negra y preñada de lluvia se cernió sobre el campo !le acción, y abrió sus senos lavando con sus torrentes la púrpura que tiñera

, el flanco de la colina. Aún se aguardaba un nuevo esfuerzo; pero Lorencez estaba aterra­

do y no pensó ya más que en contramarchar a toda prisa hacia Orizaba. i Ah, si Zaragoza ha tenido más de cuatro mil hombres y caballe-

• rías! El francés no habría repasado las cumbres de Acultzingo. Pero lo repito, a pesar de lo que digan los cronistas franceses, que siempre han tenido la costumbre de abultar la fuerza que los vence, no fué sino un puñado de bisoños y de indígenas el que derrotó a esos batallones que tanta fama tienen en el mundo. ,

Tal es el combate del cinco de mayo, en cuyo relato tal vez he sid~ demasiado prolijo porque el corazón mexicano goza en recordarlo. Yo he tenido el honor de escuchar sus detalles de los labios mismos de Za--ragoza yde los de Negrete. Fué un relato sencillo y modesto, como el de los verdaderos valientes, pero cuya reproducción fatiga mi espíritu por­que es superior a mi capacidad y a mi sentimiento.

¿ Para qué repetir lo que importaba esta victoria, lo que significaba el quedar tendidos a los pies de nuestros hombres del pueblo, aquellos que habían visto los suyos al soberbio ruso y al terrible austriaco? Esas - ,

reflexiones hacedlas, y perdonad a mi cansancio y a mi conmoción. Pero si os diré para concluir de una vez, que esta victoria no sólo '

es grandiosa como tal, sino como lección a México y a los tiranos. ¿ En qué consiste, pues, que ese soldado que allí se humil1'6, se paseé

triunfallte , por la República?, j Ah! no es el valor del soldado francés su­perior al del soldado mexicano. Si lo dudáis, preguntadlo a esos valien­tes que ostentan aquí en medio de vosotros esas medallas que veneramos, a esos otros que han cruzado sus espadas con las espadas francesas du­rante el sitio de Puebla, y que han visto al humilde indígena del ejérci1;p cruzar su bayoneta con la del zuavo, que lo han visto superior en San .Javier, superior en Santa Inés, superior en todas partes.

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¿ Queréis saber si sufre, si se queja, si se desespera? Preg.uni:adlo a esos dignos soldllcdos del Sur que han vivaqueado a campo raso, en me­dio de las lluvias y los rayos del sol, sin recursos, sin salud, y, .sin em­bargo, ansiando por entrar en combate; preguntadlo a esos anciano~ jefes que sufriendo en el -6.ltimo tercio de su vida la existencia penosa del campamento, se han consolado al menos pensando que sus soldados eran t;uD,bi.én mártires del deber.

Lo que ha causado la desgracia de la patria, es la cobardía de los generales vendidos, de los generales 'traidores,que, acostumbrados a vender su espada al mejor postor, como los pretorianos del BajjJ Impe­rio, ulcerados por ese viejo cáncer de nuestras discordias: la deslealtad, . han abandonado las filas del pueblo porque ya no había en ellas más que miseria y peli,gro.

La causa de nuestra desventura es la cobardía tan rastrera, como la otra, de esa masa indiferente que atenta a su egoísmo y su bienestar, prefiere las cadenas y el látigo del extranjero a normal' su capital o a padecer lo que se padece, luchando. '

Pero la principal -es la falta de fe de los que debían tenerla, y para' ~stos el 5 de mayo es una lección terrible. Siempre que el patriotismo se ,

subordina al cálculo o a la táctica, el patriotismo muere. Cuando el ~álculo y la táctiea se someten al patriotismo, éste hace prodigios.

o , •

Si el grande Hidalgo se hubiera puesto a calcular y a discutir con los preceptos del arte, y a medir el poder español, no habría dado el Grito de Dolores. ' .

Si Morelos hubiese contado a sus -enemigos, no habría vencido a los ~jércitosespañoles.

Si Guerrero hubiese sucumbido al cansancio, no seríamos libres. Si Garibaldi se hubiese detenido a p3.Ipar las raíces que aún tenía en las :Sicilias el trono de los BOl'bones, ciertamente la Italia no pasara to-

• davía de las fronteras del Piamonte.

Si Zaragoza, como Uraga, hubiese consultado tan s610 a la táctica, México habría sido tomado, no por treinta. mil franceses -maltratados,

. ' -siDO por cinco mil frescos e ilesos. .

Yo no digo que se desprecie la táctica y que no se atienda al cálculo, lejos de eso, creo que se necesitan; pero subordinemos 'sus leyes a las inspiraciones del patriotismo, y afrontemos la derrota y la muerte antes que apelar a ia fuga vergonzosa, antes que llegar a la sumisión que man-cha el alma. '

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y de este-modo la lucha seguirá, pero acabaremos por triunfar. Se sucederán los I'~veses a los reveses; pero la primera caricia del destino ha sido para México y este augurio no será vano.

El Imperio Francés sufrirá hasta su muerte con esta memoria; sufre ya, y por eso ha desplegado en México un sistema de venganza que toca en la locura y que indica toda la ebriedad del despecho. No importa; México padece, pero no se avergüenza y estará siempre orgulloso de su triunfo. Y bien puede Napoleón hacer pasear sus falanges de soldados sañudos y coléricos por el centro de nuestro país, llevando el sable des­nudo en una mano y la tea del incendio en la otra. Y bien puede en su rabia, levantar un trono, pretendiendo esclavizar a la República atrevida que pudo producir a los soldados de Guadalupe. Y bien puede pagar la embustera pluma de sus escritores a fin de que desmientan el desastre, a fin de que disminuyan la victoria y desnaturalicen la realidad. 'fodo

-es inútil, _ y para hacerlo olvidar fuera preciso poner un pur'éntesis (le -sombra en el tiempo que llas6; pero esto es imposible para la misma Di-vinidad, y el 5 de mayo se presentará implacable siempre, y la historia lo señalará con su dedo luminoso al través de los siglos y de las geue-

• raCIOnes. , Conciudadanos: i Cuando se nos oprima el corazón pOI' la c1es~ra­

cia, por el cansancio, por la fascinación de la potencia francesa, volva­mos al sol de mayo para pedirle un rayo dé esperanza; volvamos hacia aquel combate sublime para pedir a las veneradas figuras de aquellos valientes, lo que es preciso para combatir, lo que es preciso para morir con gusto, lo que abre el templo de la victoria, así como abre las puer-tas del ciclo: la fe! '

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EN LOS FUNERALES DEL ILUSTRE PATRIOTA •

IGNACIO RAMIREZ

(18 de Julio de 1879)

Seiiol'es:

A labios más dignos y a un espiritu más sereno, pudo la Suprema. Corte de .Justicia confiar el difícil encargo de relatar los grandes, los inmensos servicios que prestó a la Humanidad, a la libertad yala cien­cia, el grande hombre cuya muerte lamenta hoy la patria; Pero lo con­fió a los mios, juzgando quizá que yo desempeJ1ariaeste deber con la re­ligiosa satisfacción con que el creyente del primer siglo de nuestra era relataba, en el silencio d.e las catacumbas y en las horas solemnes de la reunión dl' familia, los triunfos del confesor y del mártir de la antigua fe.

El alto Cuerpo al que tengo el honor de pertenecer se anticipó a mis deseos y yo acepté agradecido, conociendo, sin embargo, que a la huma­nidad de mis facultades 'debia agregarse el terrible abstáculo de mi pesar. Señores: el dolor no es elocuente y yo estoy sintiendo uno de los más

. grandes dolores que han nublado mi- espiritu, desde el instante en que he visto exhalar el último aliento al Maestro sublime a quien amaba co­mo a un padre, desde mi niñez.

Pero el esfuerzo del patriota dominará la debilidad del hombre y diré en alta voz 10 que ya os habéis dicho en el secreto de vU(lstra con-. . .

ciencia, lo que el pueblo repite en sus tristes conversaciones, lo que la Historia recoge ya de los labios de los hombres honrados de México.

La pérdida que hoy sufre la República es irreparable; el hombre que acaba de morir no puede substituirse ni en las filas del gran partido na-. . cional, ni en el campo de la ciencia, ni en el rol de los grandes patricios.

este pais sólo es licito al extranjero, al niño, o al ignorante pre­guntar de buena fe quién fué Ignacio Ramirez y cuáles fueron sus ser­vicios a la patria. Al insensato blasfemo que aparentase ignorarlo, por

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odio o por despecho, habría que volverle la espalda con desdén o que bus­carle en su frente la marca de condenación impresa por el juicio severo del grande hombre o por la victoria de los principios que defendió, acau­dillando al pueblo_

A los primeros, hay que relatarles cuarenta años de nuestra vida pública, de nuestra marcha cientifica, de nuestra evolución moral.

i Cuarenta anos! Toda la historia moderna de México, una lucha de titanes, el tI'astornode diez cataclismos.

I .. a vida de Ignacio Ramírez se parece . a nuestros voleanes; . hunde su base en los abismos de la humillación popular y alza su cumbre hasta las alturas luminosas del triunfo.

Cuando Ramírez nació; cuando comenzó a pensar, cuanuo fué joven, el país aún estaba envuelto en las sombras de la vida colonial. La na­ción, después qe haber ensayado un remedo de monarquía que comenzó en un motín y concluyó en un cadalso, había creído hacer .un esfuerzo de sabiduría política adoptando aquella triste Constitución de 24, en la que un clero eorrompido y una nobleza de mercaderes y desoldados rea-- . listas disfrazados con los arreos de la República, se ha-Man reservado la mejor parte del poder; aquella Constitución que conservaba los fueros, que conservaba el monopolio . comercial, que conservaba la superioridad de razas, que conservaba escrita, según la expresión brillante de Rami­rez, con un tizón mal apagado de las hogueras inquisitoriales, la intole­rancia de cultos, que conservaba, en fin, todos los vicios del fanatismo y todas las tnonstruosidades del atraco moral.

, Aun así" esas clases privilegiadali tuvieron miedo del sistema y se

esforzaron en abolirlo, substituyéndolo con todos los absurdos del cen-tralismo politico). bajo diversas formas. .

El joven estudiante, iniciado ya en los misterios de la ciencia y en las revelaciones de la Historia, pudo medir con su mirada precozmente profunda, todas las tendencias de esas clases dominadoras, fuertes, vicia­das y audaces llasta la insolencia; pudo comprender los peligros del

desgraciado pueblo y las dificultades inmensas con las que tenía que luchar el espíritu liberal en un país que para prosperar necesitaba salir del .estancamiento de la servidumbre.

Entonces, animado de esa fe que allana las montañas, fued-e con una conciericia de atleta, inspirado ya por la: grandeza del genio, ese joven obscuro y pobre, en presencia de los enormes obstáculos que iban a ce­rrarle el camino y que habrían espantado a un luchador vulgar, se deci· dió a ser el apóstol de una era nueva, se álistó en silencio en el pequeño grupo de soldados de esa peligrosa cruzada de la Libertad y consagró

lO-! •

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todo lo que tenía de talento, de fuerzas físicas, de intereses materiales, de porvenir y de existencia al triunfo de tan generosa causa,

y de allí comienza la vida gloriosísima, de labor, de perseverencia, de abnegación heroica, de sacrificios sin cuento que hacen de Ignacio

• Ramir,ez el gran campeón, y el sublime mártir de la Democracia me-

, Xlcana,

El periodismo, la sociedad secreta, la tribuna del club, fueron los primeros campos en que combatió contra las tiranías seculares que pe­saban sobre la nación, . .

Este hombr~ extraordinario, dotado de todas las cualidades del es­píritu, las ponía todas al servicio de su ideal: la Democracia,

Conocedor como Aristóteles, como Galileo, y como Humboldt, de to­das las ciencias, en que había nutrido su espíritu en largo's años de un estudio asombroso y capaz de consumir diez cerebros, él ponía a cOl)tri­buci6n todos sus conocimientos, todas las mar'avillas de una erudición sin igual en México, para ilustrar al pueblo. , . ¿, Se sen tía poeta, hervía su inspiración con el fuego sagrado de los dioses y adivinaba que podría arrancar a su lira los acentos que arrobaban a la antigua Grecia? Pues no entonaba lánguidas endechas amatorias, ni pesados himnos religiosos, y arrojando la afeminada lira de Alceo, de Teócrito y de Tíbulo, él em­puñaba la lira de robustas bordonas con que Tirteo animaba al combate a los hombres libres, y la lira sagrada con que Lucrecio cantaba a los sublimes misterios de la Naturaleza,

¿ Se sentía sabio, médico, o perspicaz jurisconsulto? ¿ Podía con su gran talento aprovecharse de sus estudios para procurarse una rica clien­tela, o para adquirir en nuestro Foro una fortuna patrocinando al capi· talista y al usurero? j Oh! j Ese noble carácter tenía demasiada virtud y demasiada altivez para traficar con el talento! El desempeñaba ese bienestar en pos del cual se atropellan otros,; él abandonaba el título de médico y con él las vaguedades de la hipótesis para no aprovecharse sino de las conquistas de la observación; y no fué jurisconsulto sino para defender al desvalido y para inscribir como legislador los grandes prin-, cipios del Derecho Moderno, los gr'andes principios de la Libertad Hu-mana, y para aplicarlos e interpretarlos como magistrado en la 8upre-

maCorte, durante doce años de una judicatura luminosa, integérrima, glorio sí sima, como lo reconoce la República y como lo asienta la Historia.

¿ Se sentía con un corazón varonil, templado para las grandes luchas en las que se tropieza a veces con el destierro, con el cadalso o con las cadenas de la prisión? Pues no vacilaba en aceptar esas luchas en favor de la Libertad y de la I[umanidad y su vida j ay! su vida entera es

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una. serie no interrumpida de persecuciones, de confinamientos, de mi-,

serias, de prisiones. Nadie como él, en México, tiene la gloria de los gran-des sufrimientos; nadie como él, en esta patria en que los triunfadores de hoy son los proscritos de mañana; nadie, repito, cuenta con los tim­bres de una persecuciól! tan obstinada; nadie como él puede dal' cuenta de todos los 'tormentos, desde los grillos que le impuso el dictador ' Santa Anna, hasta la agonia en que lo mantuvo al pie del patibulo el faccioso clerical Tomás Mejia; desde la incomunicación rigurosa en que lo puso ..,. la Reacción de 1858 hasta la fiebre amarilla a que lo condenó el Imperio, confinándolo en las mazmorras de Dlúa y al clima de Yucatán y de la que salvó 'por un favor de la suerte, y desde la detención arbitraria con que lo aseguró Comonfort, al dar su golpe de Estado, hasta la bartolina en que lo encerró, a pesar de su carácter de magistrado, al miedo de Ler-do de Tejada' en 1876. '

¿Y por qué?, preguntaréis, ¿por qué esa persecución tan encarnizada y tan constante? Conocéis la Historia. J~os enemigos de la Libertad mar­tirizaban al apóstol del pueblo. Los falsos amigos del pueblo martiriza­ban al apóstol de la verdad.

Habia en él nó el instinto de una posesión sistemática, como dicen sus enemigos; había en él la fuerza del atleta para los adversarios de su causa, y el austero carácter de la virtud republicana para sus correligio· narios. No es ~ulpa suya el que los gobernantes liberales se hayan sepa- , rado del camino recto que él seguía, y la opinión pública. vino a hacerle justicia siempre y a sancionar sus fallos. La nación destronó al dictador que había querido aclimatar en México ' el despotismo del Asia, arrojó a Paredes, el monarquista descarado, castigó al traidor presidente que a pocos dias de haber jurado la Constitución pretendió desgarrarla, la jus­ticia popular ha pronunciado su fallo sobre el hombre eminente que man­chó los últimos días de su vida con su ambición de poder que trajo una guerra civil que sólo pudo apagar la tumba. El pueblo también negó su simpatía al gobernante que pudiendo practicar sinceramente las leyes, empleó todo su genio en desacreditarlas.

Así Ramírez ha sido el Daniel que a cada paso se ha aparecido al final de las orgias gubernativas para mostrar a los malos gobernantes el anuncio misterioso de su caída, anuncio que siempre se ha reali2iado. Profeta del destino, él ha podido asegurar estos grandes sucesos histó~ ricos porque llevaba en su espíritu profundo y austero la sibila sublime de la Libertad y del Derecho.

-Tales fueron las fuerzas y tales los sacrificios que empleó este llom-

bre excelso en su vida misteriosa de lucha laboriosa.

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,: En qué consisten sus oUl'as duraderas? Sus obras duraderas son 8US escritos, sus escritos que no son libros compaginados, que son algo má!:l, que 80n la semilla difundida, instante por instante y' fecunda siem· pre, en el escrito de nuestro pueblo. Sirviér.onle de vehículo el periódico, el folleto, el manuscrito. No pu~en mencionarse los periódicos que redac­tó, porque son muchos, tanto e~-esta ciudad como en los Estados que han visto aparecer el propagandista errante como un nuevo Dr. Cos, con su peqlleña imprenta y con su admirable periódico, ora predicando la Reforma, ora levantando a los pueblos lejanos de Sonora para defender la Independencia nacional.

Los que piden de un pensador, a toda costa, un libro compaginado, no reflexionan ante una propaganda diaria y sostenida, es más eficaz que un libro; no reflexionan en que los fundadores de una época nueva, los grandes apóstoles de una idea, no escriben jamás libros, no tienen libros, se ven obligados a mezclar la acción a la palabra. Pitágoras no escribió libros, Sócrates no escribió libros, Jesús no escribió libros tampoco. Si Voltaire y los enciélopedistas pudieron formar un monumento con sus numerosas obras, fué porque estaban protegidos por el elemento oficial y no por la opinión preparada. Si Descartes, si Bacon, si Kant, han podido legamos sus sistemas en libros metódicos ha sido porque alcanzaron tiempos de paz o las convulsiones de la revolución no los arrastraron en su corriente vertiginosa; si Victor Rugo ha podido escribir los suyos, débelo a la hospitalidad protectora de Inglaterra y a la situación ven· tajosa de su país. Pero Ignacio Ramírez en México, persegtlido cuando joven, conspirando o huyendo, iniciando sus grandes ideas en la tribuna, o realizándolas en los ministerios de Estado, no ha tenido tiempo ni fa-. . cilidades para preparar obras metódicas; ha sido .como los revoluciona-

rios franceses de 1789, periodista, legislador y tribuno, hombre de acción y combatiente.

Sus obras 4uraderas son además, sus hechos. La apertura de ' un Instituto Literario para los jóvenes de raza indígena en Toluca, pensa:.. miento que realizó con Olaguibel en 1848; la exclaustración de los frai­les y de las monjas, que llevó a cabo como ejecutor de la Ley de Refor­ma de Veracruz y como autor de su complementaria en 1872 siendo di­putado; el sistema de enseñanza sobre una base moderna, sistema que está vigente; las bases de la Constitución del ferrocarril de Veracruz; la abolición del internado en las escuelas; la iniciativa de todos los grandes pensamientos de mejoramiento que se han realizado en México, su en­señanza filosófica y su critica literaria siempre elevada y fecunda. Su paso por el Ministerio de Justicia y de Fomento, aunque de pocos días,

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ha sido señalado por instituciones prácticas y durables. Su trabajo en la guerra de Reforma ha sido un trabajo de preparación; su pensa.miento se realizó por otros, pero la iniciativa siempre es suya. El fué uno de los cíclopes que forjaban los rayos que después lanzó a la vieja sociedad el Gobierno de la República .

Sus obras duraderas son sus virtudes sociales y sus virtudes priva-•

das. Las virtudes son también una obra. Hay vicios, hay males que no puede curar más que el ejemplo, dice el famoso canciller L'Hospital. Ahora bien, la honradez de Ramírez es proverbial. Mientras que otros menos ameritados que él, improvisaban grandes fortunas a la sombra de los puestos públicos, Ramírez, por cuyas manos, como por las manos de Prieto, hahíal1 pasado los millones de los bienes nacionalizados, bajó pobrísimo del Ministerio en 61, y ha muerto en la miseria.

Estas son sus obras. Yo pregunto, ¿hay alguno de esos libros vul­gares de que se envanecen nulidades orgullosas, que pueda: compararse a la obra compleja y admirable que dejó RamÍrez como contingente en la civilización de su país'! ¿No es verdad que es absurdo pedir mi libro

o •

al que trató magistralmente todas las cuestiones poUticas y cientificas, y ejecutó tantas grandes cosas? Ramirez habló de los habitantes primi­tivos de América, antes que Even 'Nilson publicase su obra sobre los ha­bitantes primitivos de la Escandinavia, en que viene a dar razón a las teorias que habia publicado el antropologista mexicano; impulsó los es­tudios sobre la Geología, la Geografía y la Lingüística de México, enseñó el primero los métodos de la Filosofía aléma,na, hizo conocer a Hegel, a ?ífolleschot y a Spencel', abrió nuevos caminos a la Literatura y no des­can'líó hasta no conseguir que las conquistas de la civilización se redu­jesen a preceptos de nuestro Código politico.

Son éstos, trabajos de Hérclllce que sólo pueden desconocer la ma­lignidad; la ignorancia o 'una pasión miserable y vil: la envidia, la envi­dia que fiel a su carácter silbó siempre a los pies de este coloso del pen­samiento .

. Porque este titán vencedor amontonó para combatir a los viejos dio­ses y arrancarlos del trono todas las montañas de la Filosofía, de la elocuencia de la poeeia, de la sátira, del sarcasmo, de la burla, de la Re­volución, y sintió, naturalmente, estrellarse sobre su cabeza invulnera­ble los rayos que esgrimieran las coléricas Potestades amenazadas.

Ya se sabe: no se combate. ni menos se vence a esta hidra del fana-o •

tiemo religioso y a esta hidra de la tirania política impunemente en ning(¡n país. El clero tiene sus fuerzas, sus elem.'entos de lucha, todos SU8

monstruos q1,1e él se complace en encerrar en su infierno legendario, tal vez como un arsenal del que se sirve en los casos de guerra: la difama-

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C'ión, la calumnia, la injuria grosera , la insinuación pérfida, la alevosía, el asesinato. El fanatismo tiene calumniadores de oficio, tiene acusado­res revestidos cún los falsos arreos de la virtud; sus asesinos hieren sa­cando el puñal de la manga del hábito como Jacobo Clemente. Y éstos en­cuentran apologistas como Marianó, como Busenbaun, como Malagrida.

El odio político tiene también su üa.ílla de canes rabiosos, su cazo de víboras que lanza sobre los defensores de la verdad. ¿ Lo creel"éis, se­ñores? El o.dio político es tan vil a veces, es tan miserable, que no per­dona ni la tumba. Hoy mismo, insepulto aún el cadáver de este hombre virtuoso, se atreve a insultarlo; el insecto inmundo comienza a roer el cadáver; la 'nulidad del maldic1ente de la gacetilla pretende manchar la alta reputación del hombre de Estado; aquel a quien nada debe el pueblo, ultraja a su apóstol ~uando yace tendido en el féretro, e interrumpe con su chillido despreciable el lamento, funeral. Ya lo. esperaba yo y en ver- . dad sólo esto faltaba para la gloria de Ignacio Ramirez. En la carrera triunfal de lús vencedúres romanos mostrábase detrás del carro glo.rioso e interrumpido con su grito venal las aclamaciones generales al insulta­dor público pagado por los magistrados. Esta vez se ha levantado junto

al túmulo que bendice y respeta el pueblo ho.nrado de México, el insul-. tador impotente a quien arroja tal vez una mo.neda, un partido vencido

y despechado. i Vergüenza debía tener ese partido de haber sido sus je­fes los últimos verdugos de un hombre de la Reforma!

Quiero todavía creer que no. ha sido más que un grupo insignifican­te de ese partido el que inspiró y cúnsintió una vileza semejante come­tida contra un húmbre que antes que todo fué liberal.

Pero así está mejor. Así se desencadenan en derretlol' de Ramirez muerto, como se desencadenaron cuando vivo, todos 'los cataclismos de la fama: El odio con su color _de lava; la envidia con el vapor de las sol­fataras, la cólera, las excomuniones, la calumnia con su hábito infecto .

En cambio la a-dmiración coloca a sus plantas la nube del apoteosis y la República entera tiende sobre su sepulcro el arco-iris de la simpatía popular. _

Ignado Ramirez, hombre inmortal, tú más .grande que aquel mito de Prometeo a quien Esquilo nos presenta, al hundirse bajo el Cáucasú, in­vocando aterrado. a la Naturaleza,. has descendido a ella sin temores, ni esperanza, como un homlJre de bien y como un sabio.

Tu tarea de obrero está cúncluida, tn tarea de pensador continúa llevada a cabo por tus compatriotas, por tus correligiúnarios. Duerme tranquilo el sueño de la gloria bajo el cielo de esta patria a la que con­sagraste tu vida, protegido por el pueblo que ha escrito tu nombre en su gran cúrazón.

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LA SEMANA SANTA EN MI PUEBLO

1 -

La religión es la hada buena de la infancia, es el crepúsculo matinal •

de la vida. Ella encanta el cerebro y el corazón de los niños y puebla de

dulces y tiernos recuerdos el espacio azul de los primeros días. Cuando

la luz meridiana de la ciencia y' de la realidad hacen desvanecer en el

espiritu los bellos fantasmas de la juventud soñadora, aquellos recuerdos

persisten sin embargo, aquellas impresiones se fijan en la . imaginación

como en una negativa imborrable, y es que la hada de la niñez no se

ahuyenta, como la amada de las ilusiones juveniles, sino que permanece

despierta, graciosa y risueña en el dintel que el cariño levanta en el san-•

1 uario de la memoria.

Fenómeno del cerebro o misterio de la idealidad, el hecho es qu~ las

impresiones de la niñez resisten al tiempo, a los dolores y a las convul­

siones de la vida. En el espíritu del anciano. se sumergen en la sombra . . . los recuerdos de la juventud, y aun los sucesos de la edad viril, pero se

alzan siempre claros y limpidos los recuerdos de la infancia, alum,brados

pOr la luz de una aurora rosada y dulce, la aurora de los primeros años.

Expliquen, el fisiólogo o el espiritualista, el quid ignotum que pro.duce éste, cQmo otros muchos hechos de nuestra misteriosa existencia intelec­

tual. Yo hago constar lo que es cierto para todos, y basta de prefacio para mi humilde articulo. Limitome a decir, que si esos recuerdos viven

todavia en la edad senil, con más razón deben vivir en una edad como

la mia, en que se halla en plena florescencia la facultad de la memoria, que un IUltiguo llamaba la Custodia de. todo. .

.. .

111

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II

TIXTLA

Mi pueblo es Tixtla, ciudad del Sur de México, que se enol'gullece de haber visto nacer en su seno a aquel egregio insurgente y gran padre de la Patria, que se llamó Vicente Guerrero.

También se enorgullece de haber sido una de las poquísimas ciuda­des militar.es dp la República que ja.más pisaron ni lo.s franceses, ni los imperiales, ni los reaccionarios; de modo que no han profanado sus mu­ros, ni las águilas de Napoleón III, ni el águila de Maximiliano, ni los

pendones de Márquez y de Miramón. Mi pobrecilla ciudad no ha sentido, pues, ni sombra de humillación

y debe, por eso, tener algún orgullo, bien legítimo, según me parece_ Este doble orgullo en otros países daría motivo para un bello bla­

són. En nuestra República, al menos, debía gratificarse con una mención honorífica.

y con tndo, esa ciudad suriana, a pesar de tener una población nu­merosa y una situación pintoresca, es pobrísima, obscura y desconocida_ En las estadísticas a penas si se la enumera; el viejo Diccionario de Alcedo ]e consagra sólo un parrafilln, y el cosmógrafo Villaseñor, cuando escri­llió su teatro americano a mediados del Siglo XVIII, le dedicó media columna de dos ho.jas en que habla de ella y de Acapulco.

Los congreso.s nacio.nales sen los que la han distinguido más, dán­dole el no.mbre de Ciudad Guerrero, en_ honnr del grande hombre que nació allí.

III ,

LA RAZA. LA LENGUA. IJA DANZA HIERATICA

Fundada, según la tradición, por una co.lo.nia azteca llevada allí po.r M:o.ctecuzoma llhuicamina, en su guerra de co.nquista del Sur, se com­puso en JIIl principio de familias sacerdotales que tenían 'la misión de difundir la religión del Imperio entre las tribus autócto.nas que pobla­ban aquel país. Tixtla, Chilapa y Ohilpantzinco., fuero.n lo.s tres centro.s de acción en que se apoyaron los señores de México para dominar aque­lla montañosa y guerrera co.marca, donde opinan unos ~ue los antj,guos habitantes habían llevado. una vida enteramente salvaje y en que cre.en o.tros que se habían refugiado alguno.s restos de la gran famnia to.lteca.

112

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Después de la conquista, algunos españoles se avecindaron en la po­blación, los misioneros convirtieron a los habitantes al cristianismo: le­,-antáronse iglesias pequeñas o ermitas en los lugares que habían servido de adoratorios a los indios, particularmente dos bosques de ahuehuetes hermosísimos en los que se construyerouel santuario de una virgen (la vir­gen de Natividad) yel altar de una cruz (la cruz de la alberca), y las cos­tumbres cristianas se mezclaron confusamente con las costumbres idó­latras de la antigua religión azteca.

,

Sin embargo, estas últimas resistieron más que en otra parte, y era natural. Los indios en Tixtla eran descendientes de los pontífices de México y ellos mismos habían sido y seguían siendo teopixcatin, es decir, los conservadores de los misterios antiguos; continuaron disfrutando de la veneración que les tributaban los pueblos comarcanos y ostentando toda la autoridad que les daba su carácter sagrado. Quizás en nuestro tiempo mismo g~ardan toda vía con el riguroso secreto de las religiones proscritas algo de sus tradiciones hieráticas, en él fondo de sus prác­ticas cristianas que todavia no comprenden bien. Testigo de ello es la danza sagrada que aparece periódicamente durante , ciertas fiestas cató­licas, la cual no se conserva en ninguna parte de la República, y en que aparecen los teopixcatin aztecas con el tipo, los colores, los paramentos y las largas cabelleras de los viejos sacerdotes del templo mayor de Mé­xico, bai~ando acompasadamente al son de un magnifico teponaxtle y entonando una especie de salmodia, cuyas palabras misteriosas y canto ronco y lúgubre acusan 'un origen anterior a la conquista.

Los indios contemplan esta danza ' con un respeto religioso que no se cuidan de disimular y admirar la destreza singular con que uno de los juglares que acompañan a los sacerdotes juega con los pies y tendido boca arriba sobre una manta. un trozo de madera de forma cilíndrica, lleno de jeroglíficos y que se llama qU311tatlaxqui.

Después de las fiestas, sacerdotes, juglares, teponaxtle y vestidos , •

desaparecen sin que nadie pueda averiguar quiénes formaron la danza, pues los danzantes se pintan de negro y se cubren con una máscara antigua. '

Ni los curas, ni las autoridades españolas, ni el tiempo ni las Leyes de Reforma, han sido bastantes para hacer olvidar esta danza tradicio­nal que parece ser- el hilo que perpetúa los recuerdos sacerdotales de la vieja colonia mexicana. '

Hay que advertir que en Tixtla. la población de indios domina por su mayoría, por sus riquezas, por su altivez y por su inteligencia en todo género de agricultura. E'Ste , dominio es tal, que la lengua misma de los

113 8

. ',

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españoles fué influída al grado de que no puede llamarse castellana allí, pues sobre cien palabras que un habitante de origen español pronuncia, cincuenta son aztecas y cincuenta españolas. En los verbos, particular­mente, domina la lengua -de los indios, así como en las expresiones ad­verbiales. Por lo demás, aquella raza pura y sacerdotal de México habla el náhuatl más castizo y más elegante que se habló jamás en el imperio de los :Moctecuzomas y conserva los usos y costumbres pr0badas de la gran 'l.'enochtitlán, de manera que el arqueólogo que quisiera reconstruir una escena de la vida mexicana antes de la conquista, no tendría más . ,

que ir a Tixtla para tener de visu los datos necesarios. ,

IV

PAISAJE

El caudillo azteca que fundó a 'rixtla, supo escoger bien el sitio pa­l'a levantar la nueva población. Un valle amGno y fertilísimo abrigado por un anfiteatro de hermosas sierras cubiertas de una vegetación loza­na, y de cuyas vertientes descienden cuatro arroyos . de aguas ci'istalinas, bastantes para la irrigación de los terrenos y que van a formar nI Orien­te de la población actual un lago pequeño, pero bellísimo. Ten;tperatura fría en las alturas, tibia en el llano y caliente en los bajíos; vegetación gigantesca en las selvas que revisten las montañas, y sombria tropical en los huertos que cultivan los indios con es~ro; llanuras cubiertas de maizales en el estío y de grama y de flores en la primavera, pequeñas colinas engalanadas con eterna verdura, los dos bosques sagrados de ahuehuetes seculares a cuyo pie brotan las' fuentes de aguas "i\'as; una atmósfera embalsamada y un cielo en que la luz solar se suaviza al tra­vés de una gasa de brumas: he aquí el cuadro que presenta Tixtla, al que desciende a ella por la cuesta Occidental en que serpentea el camino de Chilpancingo, la tierra de los Bravos.

Con un suelo tan privilegiado cemo éste, lo natural es que la agri­cultura prospere, y en efecto, los habitantes son en su mayor parte la­bradores. I"a caña de azúcar se ha cultivado en otro tiempo con más éxito del que hacía esperar el clima templado; los indios mantiene!l her­mosas y extensas huertas en que cultivan todas las hortalizas de México y surten con ellas ál Sur entero; sus jardines rivaliz·an por la riqueza y variedad de sus flores, con los 'jardines famosos de este valle. Deben. aña­dirse a los productos de esa flora fecunda todos los árboles frutales de

,

la zona templada y no pocos de la zona tórrida, como los naranjos, los

114

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limoneros, ·ios bananos, los chirimoyos, todas las sapotáceas y los man­gueros importados del archipiélago de Manila, por la primera vez en el Sur y aclimatados ya en Tixtla.

El lago deja anualmente en su decrecimiento de invierno una gran parte de terreno húmedo, y allí los indios industriosos establecen vastí­simos sembrados de melones y sandías que son verdaderamente la mara­villa y el encanto del tiempo de cuaresma en mi pueblo.

Así, pues, en aquella tierra las flores se suceden a las flores, y las -alas del , céfiro se agitan fatigadas en los jardines de Gul, como dijera el

cantor de la Novia de Abydos. .

v •

LAS FIESTAS CRIS'l'IANAS

A pesar del apego que los indios de Tixtla manifestaron al princi­pio a las tradiciones de la religión antigua, y a pesar de que han. conser­vado hasta hoy las costumbres íntimas de la raza azteca, una vez ·con' vertidos al cristianismo, han abrazado sus principios y aceptado sus dog­mas con el ardor febril de las organizaciones sacerdotales. Al revés· ele lo que sucede en otros pueblos, en 'fixtla, ellos son los iniciadores y los mantenedores de la fiesta religiosa y aun se consideran dueüos de las iglesias, de las imágep.es y de los curas. Sirven y acompaüan a éstos, IÍ1~s bien que coil, la sumisión servil de los neófitos y de los fieles, con la ce~

. . . losa vigilancia del señor, guardián del patrimonio. El cura aprende de ellos las costumbres y las prácticas, y por Jo demás, nunca ha tenido

necesidad de Q11ejarse de las obvenciones. La obvención para el indio tixteco no es el tributo del siervo, sino el honorario que paga el dueño de la heredad, al trabajador que la cultiva.

. Los habitantes de raza mezclada que son los más pocos y que hablan esa jerga de que he hecho mención, que pretende ser lengua española, se confunden con la mayoría indígena en las fiestas religiosas y comparte eon ella los trabajos y los goces.

Las fiestas del año son "arias, son muchas; pero aqui no· se trata sino de la Semana Santa, de la que celebra los misterios fundamentales de ]a religión.

i Cómo vuelven a la memoria del hombre, los recuerdos plácidos de las impresiones del niño!

]'15

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VI ,

LAS PAL~fAS

Estamos en los años anteriores a 1848 y toda vía soy un niño. Han pasado los días de la cuaresma y las procesiones de los viernes; la Se­mana de Pasión con su altar de Dolores y sus ramos yaguas frescas. Hemos llegado a la Semana Santa.

El sábado de Ramos se nota en el pueblo y especialmente en los ba­rrios de indios, en Tlaltelolco, en Texaltzingo, en el Santuario, ' una ex­traña y alegre agitación. Los muchachos indios se dirigen a los montes, a las cafiadas, a las orillas rocallosas de las vertientes, en busca de palmas . de las bellas palmas del Sur, que forman los bosques en aquellas sierras frescas y salvajes.

Alli, al lado de los bambúes grandes y pequefios que mecen sus es­heltos tallos al soplo del viento que muge en la floresta, a orilla de los encinares que obscurecen el cielo con sus troncos robustos y con sus es­pesas copas junto al calÍlhual que se levauta del suelo sobre su abierto maguey, como un mástil de navio, y que mece orgulloso sus tirsos de flores amarillentas; alli entre las masas verdes y brillantes de la yerba de las mariposas (papaloquelitl), se levantan gallardos, graciosos y ale­gres, cien, mil, millones de palmeros de numerosas variedadés, ora aba­tiendo hasta el suelo sus anchos y lucientes abanicos, ora formando con ellos el dosel de un gigante; ya dejando colgar sus raéimos de menudos dátiles silvestres, verdes como la m;tlaquita, ya presentando un laberinto de acerados ramajes dentellados como una sierra. Unas veces extendién­dose en densa bóveda por las obscuras ondulaciones de la barranca, otras tapizando el flanco de las colinas y muchas agarrándose ligeros de las anfractuosidades de la roca, o trepando hasta la altura para dar sombra al nido de las águilas o para colocar en la punta calva y rojiza de UD

pefión de pórfido su penacho flotante, que lo hace aparecer como UD gue­rrero petrificado.

, El palmero de la zona templada es la cabra vegetal. En la tempe­ratura. que le conviene, sube por donde quiere y se mantiene . con un poco de saviá y con un poco de aire}, co~o la orquídea.

En el Sur. las variedades y las especies son numerosas. Hoenke, Humboldt, Bompland, Schiede, Deppe, Andrieux, G'aleotti,Funck, Lin­den, Karwinski y Liemann, que han estudiado cuidadosamente la flora

_ pálmica intropical de México, no han conocido_'sin embargo loa palme­ros de la zona templada que se extiende desde el valle del Balsas, hasta

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la cadena de la Sierra :Madre que atraviesa el Estado .de Guerrero de Sudeste a Noroeste, y que es la región de los palm,eros de la tierra tem­plada, así como la costa del Pacífico es la región de los palmeros de la zona tórrida.

Si este artículo lo permitiera, demostraria yo que no conocieron to­das las variedades de palmeros que hay en el Sur y que Martius mis1p.o, el gran palmígr-afo, no las ha podido clasificar, puesto que no tenía noti­ría de ellas. Osténtase, por ejemplo, en los hermosos montes de mi país, ca­si todas las especies conocidas del bello género Sabal, como la llamada me­xicana y la hermosísima que Martius denomina uID¡braculífera, que se ha llevado a Europa de las Antillas . y que es más conocida con el nombre de blackburniana. Este palmero es bello por su tamaño, que alcanza mu­chos metros de altura y por sus abanicos de tres metros y de un color verde metálico. Pero las especies más abundantes y de las que sacan ma­yor provecho los indígenas tixtecos, pues de ellas toman el material pa­ra techar sus casas, que todas son de palmero, son las llamadas Pritchar­dia pacifica, la más airosa de todas, y cuyos abanicos de uno y dos me­tros de longitud, de un verde obscuro, se cubren de una película suave

y parda, la Thyrnax barbadensis, de largos tallos terriblemente espino-sos y la brahea dulcis que Martius dedicó al eminente astrónomo Tycho Brahe, que se desarrolla a una temperatura muy baja y de cuyas hoja! delgadas y finas, se hacen esteras, blandas. y frescas_

Pero también la kentia (Rophalostylis) sapida, la kentia forsteria-. na, la canterbllriana y la Grisebachia belmoriana, que los botánicos in­

gleses han encontrado en la Nueva Zelandia; en Nueva Caledonia, y en las islas de Lord Howe, se alzan gallardas en los bajíos, meciendo al aire tibio de las florestas sus largos y lucientes bordones y sus penachos so-

nantes y curvos, semejantes a largas plumas.

Por 'lltimo, la Chamoedorea elegans es una de las más esbeltas y lindas palmas, de color casi azul y de tallos finos y suaves como raso. Ella sale a lucir generalmente en la procesión del domingo.

Pero aun ]lay · otras variedades curiosas particularmente del género Sabal, abundantisimo en aquellas serranías. Yo creo que en materia de palmeros, se encuentran en el Sur todos los que hay en las diversas re­giones de la Australia, y un Martius mexicano podria hacer una colec­eión asombrosa con sólo asistir a una procesión de Ramos en Tixtla .

.

Pero, me refugio de la jerga latina de los botánicos en mis recuer-dos de infancia. Ya ~s tiempo de volver a ser niño.

117

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VII •

EL DO~UNGO DE RAMOS

J.Jas campanas de la parroquia y del santuario tocan el alba. Los niños despiertan alborozados, saltan de su lecho y corren a abrir las pliertas de la casa, no sin .molestia de los padres de familia. En la pri­mavera no hace frío en el Sur, ni en la madrugada. La primera luz del crepúsculo madrigal comienza a aclarar el cielo, y el céfiro que aroma­tiza las plantas de los huertos trae a mis oídos el susurro de la población

. . . que se mueve como el enjambre de una gran colmena.

¿ Por qué despiertan así todos los niños y todos los jóvenes? Es la hora de adornar las palmas con las flores recién abiertas. Mientras que

, los bocones esperan el primer rayo del sol para abrir a sus caricias los pétalos de brillantes colores y los cálices cargados de aromas, hay que preparar las palmas, pequeñas para los niños, grandes para los jóvenes, gigantescas para los padres, ligeras y esbeltas para las niñas; también ~llas quieren tomar part~ en la Procesión de Ramos. Este trabajo pre­paratorio no es leve; se hace preciso quitar las espinas de los tallos, ri­zar las hojas delgadaa, ensamblar las ramas para que no se desgajen, atarlas a un bambú si son delgadas, labrar el tronco si son gruesas.

Pero elr,ato se pasa alegremente en este trabajo de familia. Entre­tanto se oye tocar la diana a los pUanos y a los tambores de la tropa (en <,s te tiempo aún se usan los pífanos en las tropas del Sur) y se escucha el coro de las mil aves canoras que pueblan los árboles del huerto. Aún llay más: se espera con delicia la bebida propia del desayuno de ese día. j El atole de ciruelas! Es una costumbre tixteca la de tomar el Domin­go de Ramos el atole dulce perfumado con ciruelas, con las sabrosas ci­I'uelas amarillas, primer regalo de la primavera en los bosques. del Sur.

Nótase el tráfago de la cocina, se preparan las suaves tortillas de manteca que acompañan el atole, y éste coID¡ienza a exhalar su apetitosa fragancia. El fogón balla con sus reflejos rojizos los arbustos del patio apenas visibles con la luz aperlada del crepúsculo, y la sombra de una mujer los intercepta a veces en sus movimientos. Esa mujer es la madre, . ¿quién: hn de ser la que prepara, en una casa pobre, el humilde desayuno de la familia sino la madre? -

. Pero la hora avanza, de repente el sol surge en el horizonte, anegan­do a la naturaleza en un océano dé luz. Las montañas, los grandes árbo­les, los tejados de las casas, las torres de la iglesia, la atmósfera, todo ap-iü:ece 'súbitamente abrasado por el incendio del sol. En los paises tro­picales las maravillas de la luz son indescriptibies.

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,

Fn g-rito saluda a la primera ráfaga luminosa y los muchachos se precipitan sobre los huertos y los toman por asalto. Los mirtos, las adel· fas, los lirios, los' rosales, los floripondios, los limoneros, los jazmines, I.'on despojados de sus primicias, los más audaces trepan en los árboles <le cacalatzóchitl desnudos de hojas, pero cubiertos de flores bellísimas, aromáticas, blancas, rosadas y amarillas y las arrojan al suelo como una cascada. Otros cargan con un gran gr1lPo de orquídeas prendidas en los troncos de los lIogales y los fresnos; aquéllos arrancan de las cercas una familia de trepadoras, éstos enguirnaldan su cabeza infantil con una corona de ca~panuláceas, y los menos afortunados cortan a orillas de los estanques grandes ramos de amapolas y espesos haces de eneldos. Y corren a. revestir sus palmas con estos bellos despojos de los jardines. Allí es de ver el afán de los niños, sus disputas que decide el padre, sus enojos que calma la madre, y sus combinaciones en el adorno, que dirige el instinto del 'hijo de los campos. '

Las palmas quedan adornadas; colocándose con cuidado en un rin· cón, y los niños, acudiendo al llamado de la madre y del padre, se sientan en derredor de una esfera a tomar el sabroso desayuno indígena.

, .

Son las nueve; se ha llamado ya a la misa rezada; pero después un repique a vuelo convoca a los fieles a las pompas de la misa mayor. j La misa de las palmas!

Los niños vuelan a la iglesia y encuentran la nave y el atrio llenos de una multitud inmensa y de un océano de palmas que se ~gitan en olead~s de verdura y de flores, j millones de flores! Los huertos han que· dado(lesnudos, los campos han enviado todas sus caléndulas, los bosques todas sus orquídeas y sus yoloxóchiles, los prados todo su trébol y su artemisa para alfombrar el camino del profeta de Nazareth.

La iglesia es grande y amplia, pero la gente no cabe y se derrama en el atrio, en las calles adyacentes y en la plaza. Suena la música, las cam·

• • panas redoblan sus alegres repiques; una nube de incienso, del rico in· denso del Sur, se desprende de la puerta principal de la igles\a, la gente se empuja, los acólitos salen con sus ciriales de plata y luego aparece la dulce imagen de .JesÚs montado en su asna con su asnmo, llevado en andas pOI' un grupo de indios vestidos de gran lujo con camisas bordadas .Y calzones cortos dE terciopelo azul. Cuatro niños vestidos de túnicas 1'0--jas y de"sobrepelliz, queman en incensarios de plata el xochicopalli y el quacomec, las gomas más delicadas de los bosques sllrianos; Detrás vie· , ne el sacerdote bajo el palio, acompañado de los dignatarios indios llevando sus varas con puños de plata.

119

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.

La procesión recorre el cuadro de la plaza, cuyas casas están ador-nadas de cortinas y de arcos de flores. En cada ángulo de la plaza se

levanta un tablado que ed un cerro de verdura; sobre ése tablado veinte niños indígenas, de siete a ocho años, provistos de sendos pañuelos llenos de flores deshojadas, arrojan sobre el Señor, a su paso, puñados de esas hojas, cantando con voz argentina y bien acordada: "j Hossanna! j Be­nedi<:tus qui venit in nomine Domini!"

Este espectáculo es conmovedor y tierno. El Señor de Ramos, ~an Ramos, como le llama el pueblo, sigue su marcha triunfal sobre una es­pesa alfombra de flores, y acompañado de la multitud palmífera, hasta regresar a la iglesia, que se cierra a su llegada. Después de los cantos místicos que hacen abrir el templo, la procesión entra, el sacerdote ben­dice las palmas y la misa se celebra con solemnidad, al son de la m,úsica sagrada y en medio de una nube de incienso y de aromas embriagadores.

Tal es el Domingo de Ramos.

• VIII ,

EL JUEVES SANTO. EL LAVATORIO. LOS CRISTOS

. El lunes y el martes Santo han pasado en el recogimiento y el ayuno. El miércoles Santo en la tarde, ha salido ya la última procesión del Cris­to de los indios, un Cristo pálido, con los ojos abiertos y largas potencias de plata, que no recorre sino los alrededores del atrio de la iglesia pa­rroquial y en cuya comitiva no van más que indígenas llev-ando grandes faroles de papel con figuras pintadas, que un arqueólogo podría tomar por estampas del tonalamatl.¡ Cómo me acuerdo de esas bellas pinturas de jeroglificos de plantas, de árboles y de fieras! j Eran mi encanto!

Al obscurecer, ha sonado ya en el cerro del Calvario el clarín de la cuaresma, un largo clarín del tiempo de la conquista, c·uyo .tóque lamen­table y tristísjmo, enseñado por los españoles, ha sido conservado reli­giosamente por más de trescientos años. Ese día se escucha por última vez en el año. Parece un largo gemido nasal y lúgubre. Realmente pro­duce una profunda melancolía, aun en los niños.

Las tinieblas han traído a la iglesia a una muchedumbre recogidá y silenciosa, que reza en voz baja o escucha absorta las lamentaciones de

Jeremías, sin entenderlas, por supuesto. Los indios, como en todos los oficios de la Semanl;l. Santa lo hacen

todo, ellos cantan los salmos y los tren,os, ellos apagan las velas del tene­brario, ellos suenan la gran matraca y ellos cierran la gran puerta de la

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iglesia, cuando ha quedado ya desierta a las diez de la noche. El cura no se aparece nunca por allí, ni es necesario; los indios se saben de memo­ria el latín de los oficios, y conocen al dedillo las ceremonias complica­das del culto.

Amanece el jueves Santo, el gran día de la comunión, y el pueblo todo se prepara a celebrarlo. Allá, como aquí, es el día de los estrenos y de las galas, del lucimiento y de la exhibición en masa.

. Las campanas, después de repicar a vuelo, llaman al oficio por largo rato, dando tiempo al adorno y compostura de las ' mujeres, a pesar de la sencillez, verdaderamente primitiva, del tocador de aldea.

Las damas de la raza mestiza se ponen las ropas que no salen a lu­cir sino ese día, de Corpus, el 8 de septiembre, o el día de San Martín, patrón del pueblo. Una que otra mantilla del año de 24, parecida más bien a una telaraña, sale del viejo armario para adornar a una sesentona que bailó el campestre en sus mocedades con el general Bravo o con don Ma­nuel Primo Tapia, el secretario del general Guerrero. Las señoras de los particulares (estos particulares son los comerciantes), se arreglan sus vestidos nuevos traídos de México por sus maridos y que están de moda. La esposa del Juez de Letras es la liona del lugar, como arribeña que es, y descuella entre todas por su peinado, por la tela de sus vestidos, por sus guantes y por su sombrilla.

En cuanto a las muchachas mestizas pobres y las inditas, no tenien­do espejo, se compo.nen mirándose en el remanso de los riachuelos, en el cristal de las fuentes o en el agua limpia de las grandes tinajas. Pero no por eso quedan menos graciosas, con su peinado aldeano que divide en dos crenchas sus cabellos obscuros que ellas atan o trenzan con exquisita coquetería, adornándolos- con cintas de colores o con flores del campo.

. Han dejado ya, es decir, han hecho las campanas el llamamiento . final. La igleSIa se va llenando de gente y el cura espera en la puerta con sus acólitos que tienen el acetre, para recibir a las autoridades y ofrecerles el agua bendita. No hay que olvidar que estamos en los años anteriores a 48.

Estas autoridades llegan por fin. Las preside el subprefecto, el res­petable subprefecto que se ha endosado una levita de paño verde botella y un sombrero de felpa colosal. Síguenlo los alcaldes y regidores grave­dosos, con camisas de randa s, corbatas que los molestan, chalecos de an­chas solapas y levitas que hau permanecido escuálidas mientras ellos han engordado y crecido, zapatos de gamuza amarilla y sombreros forrados de h'Qle. Todos llevan sus bastones de puños de oro o de plata, signo de la autoridad concejal. Estas autoridades civiles toman asiento en una

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banca lateral; en la otra se sientan los fuúcionarios militares vestidos , .

con un chupín azul, antiguo, al que dan aire de lujo las charreteras lu-rientes o las simples presillas.

Esos son los valientes y pobres oficiales surianos de quienes se ríen , €-tI México, cuando vienen aquí, pero de quienes tiemblan los mexicanos cnando ellos van allá, como en tiempo de Armijo y de Santa-Anna. 'Una ,rez henchida de gente la iglesia, comienza el oficio. Concluido, sigue la comunión general y se acercan a la mesa eucarística los niños y los jó­venes, los mestizos y los indígenas, los ricos y los pobres, en esa fra­ternal confusión con que la iglesia de los campos acoge a todos sus hijos.

Cuando el sacerdote distribuye el sagrado pan a los numerosos fie­les que lo han esperado desde la madrugada, las luces del gran monu­mento que se ha levantado en la plataforma del presbítero, se encienden, y comienzan a trasparentarse al través del enorme velo blanco que lo ("ubre y delante del cual se han colocado los altares para el oficio. El mo­numento debe ser una sorpresa.

Concluida la comunión, el sacerdote toma el Sacramento en sus ma-,

nos, las autoridades nevan el palio para cubrirlo, los particulares los cirios o los faroles de cristal, la música acompaña con sus acentos la procesión que no recorre sino el interior del templo, y cuando regresa, la gente que ha seguido su marcha para no dar la espalda al Sacramen· to, mira de frente al altar mayor; el velo se ha ' descorrido y el monumen­to aparece en toda su belleza con sus columnatas y cornisas iluminadas, con sus vistosos cortinajes, con sus profetas y apóstoles de cartón, y en­vuelto en una gasa de blanco íncienso, que forma una bóveda de nubes en el techo de madera de la pobre iglesia.

La gente sale, se dispersa y va a reparar sus fuerzas con la sabrosa comida de vigilia del Sur, que embellécen las frutas riquísimas del tró­pico, aun en las casas más humildes.

A las tres de la tarde, la gran matraca deja oír su sonido hueco y ronco desde lo alto de la igle¡;¡ia. Anuncia la procesión de los cristos.

Si hay algo típico en la S(lmami Santa de Tixtla, es esta procesión de los cristos, antigua, venerada y muy difícil de abolir. Ella responde a una necesidad de la organización de los indígenas tixtecos, fuertemen­te fetiquista" quizá por su origen sacerdotal. Esta procesión ha hecho mantener siempre en el pueblo una larga famHia de escultores indígenas que viven de fabricar imágenes j pobrecitos!, sin tener la más leve idea del dibujo, ni del color, ni de la proporción, ni del sentimiento. Para ellos, todavía la escultura es el mismo arte rudimentario y puramente ideológico que existía antes de la conquista. Por eso con el tronco de. un

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bambú, con el corazón de un calehnal, o de otro árbol fofo cualquiera, improvisan un cuerpo que parece de hombre, le dan una mano de agua­cola y yeso y lo pintan despues con colores vivisimos, bañándolo en san­gre literalmente. Ya se sabe: A mal cristo, mucha sangre ; tal es el pro­verbio que mis compatriotas artistas realizan de un modo admirable. Después barnizan la imagen cQn una capa de aceite de abeto, 131 hacen bendecir por el cura, y la adoran después en el teocalli doméstico, en cuyo altar se coloca entre los demás penates de la misma hechura.

El único dia en que tales cristos salen a la expectación pública es el jueves Santo, y en verdad que pocas fiestas de familia asumen más íntimo carácter que la fiesta particular con que cada familia indigena celebra la salida de su Cristo. Eligese para él un padrino que lo saca, es

._. decir: que lo lleva en la procesión en audas, si es grande, y en la mano si es pequeño. Pero cada Cristo tiene su acompañamiento, que lleva. las velas y el incienso.

Con tal cortejo, lps cristos se reunen en el atrio, esperando al sacer­dote y al Cristo que preside la procesión, que es el que hemos llamado el Cristo de los indios. Cuando éstos salen de la iglesia, la procesión se organiza: la cruz y los ciriales van delante y luego desfilan lentamente "Y con el mayor orden como unos ochocientos o mil cristos con sus comi­tivas. Tixtla tiene unos ocho mil habitantes, de suerte que hay un Cris­to por cada ocho cabezas. Esto es para desmayar a un iconoclasta.

La procesión recorre las calles más grandes de la población en me­dio de la muchedumbre agolpada en esquinas, puertas, ventanas y pla­zas. i Qué variedad de imágenes! Es de advertir que no todas represen­tan un crucifijo, hay también cristos con la cruz a cuestas, simplemente en pie, Ecce-homos en la columna, pero éstos son pocos; los crucifijos superan en número. En lo único que se igualan todos, es en la franca ejecución escultural. Hay algunos que tienen los muslos a una pulgada de las costillas, otros que tienen el pescuezo del tamaño de las piernas; algunos son el vivo retrato de Gwinplaine o de Quasimodo; rien lúgu­bremente o guiñan los ojos medio cerrados con un gesto para producir epilepsia. Todos tienen cabellera natural, la cabellera de los indios, cabe­llera desordenada, agitándose frenéticamente al impulso del viento y enredándose como un manojo de serpientes en torno del cuerpo sangrien­to del Cristo.

En cuanto al tamaño, allí desfilan desde el colosal Altepecristo, que ios indios esconden en las grllta~ , que es casi un ídolo de la antigua Mi­tología, hasta el Cristito microscópico que llevan en el pulgar y el indi-

ce los indezuelos de nueve años, alumbrado con velillas delgadas como

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cigarros. TodaS las estaturas, todos los colores, todas las flacuras, to­das las llagas, todas las defol'lnidades, todas las jorobas, todas las dislo­caciones, todos los disparates que se pueden cometer en la escultura; pa­san represeritados en la procesión. Cuando a la luz de las antorchas (porque la procesión concluye ya de noche), se ve moverse esta inmen­sa' hilera de cuerpos colgados, cabelludo!;; y sangrientos, se cree ser pre­sa de una espantosa pesadilla o estar atravesando un bosque de la Edad Media, en que hubiera sido colgada una tribu de gitanos desnudos.

Callot no vió jamás en su enferma imaginación una procesi&n más fantástica ni más original.

j y sin embargo, ese espectáculo fué el alborozo de mis días ' de nmo! Luego, lús Cristos se retiran con sus padrinos y comitiva a la casa de

que salieron, en donde la familia prepara un obsequio sabroso. El atole de harina de maíz llamado champol y los totopos dulces y suaves. , '

j Ah, general Riva Palacio, jamás en tus días de campaña de Michoa-cán has tenido un banquete más opíparo que el que has saboreado en

• la tierra de tus mayores, una tarde de Cristos y de champol!

Con esta procesión, con la iluminación del monumento, y con el Aposentillo, concluye el jueves Santo. .

VIERNES /

SANTO; SABADO DE GLORIA.-DOMINGO DE RESURRECCION

El viernes Santo, los oficios no tienen cosa particuar. Las gentes recorren desde la madrugada la carrera del via-crucis, arrodillándose en cada ermita de las muchas que conducen desde la iglesia hasta el calva­rio. Este calvario es un cerro empinado y de rampa muy pendiente, que se halla frente a frente de la parroquia y a poca distancia. Un barrio en­tero de la población está construído am y presenta una vista pintoresca con sus casas de tejado y sus huertos sombrios y bellos. En la cumbre

hay una capilla humilde, cerrada durante todo el año, pero concu-rrida en estos días de la Semana Mayor. Esa capilla tiene importan­tes recuerdos históricos; sirvió de baluarte al gran Morelos en 1810 cuando combatió con Fuentes y lo derrotó. Entonces resonó alli el cañón de la Independencia y la fusilería de los heroicos soldados del más ilus­tre de nuestros capitanes. Ahora sólo se oyen junto a sus muros humil­des la voz apagada del rezador y los golpes de pecho de los devotQs. Al medio día hay una procesión, pero sin sayones; en Tirlla hace mucho tiempo que se suprimieron estas farsas que desdicen de la gravedad del cuUo. . .

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En la tarde, después de las tres horas y del sermón del desc.endimien­to, hay la gran procesión del Santo Entierro y de la Soledad, a la que concurren todavia las autoridades llevando la campanilla de las indul­gencias y los estandartes Que preceden a los ángeles enlutados. Luego sigue el Santo Entierro, un bello Cristo de Cora que se saca para la cro­cüixión, y detrás, la Virgen de la Soledad, también de Cora y admira­ble por su expresión. Esta larga comitiva, que lleva cirios encendidos, no entra en la iglesio sino ya muy tarde, a las nueve, hora en que se predi­ca el sermón del Pésame, después de lo cual se descansa.

El sábado de Gloria no tiene un carácter original: las alegria s no Son tumultuosas, ni hay judas que se quemen; la gente descansa en sus casas de anchos tejado", o de camerines de palma, y al rumor de los árboles y de las fuentes que hacen de cada mansión tixteca una mansión morisca.

El domingo de Resurrección, hay la última procesión de la Semana. Los indígenas sacan otro Cristo todavia, adecuado a la fiesta; un Cristo -alegre, radiante, de semblante risueño y de ojos vivaces y negros; un Cristo resucitado, envuelto en una clámide roja y llevando un gran bácu­lo de plata. La procesión es doble: una conduce a la Virgen, a Maria Mag­dalena y a San Juan, y la otra, precedida de angelotes vestidos de fiesta, conduce al Señor. Las dos se encuentran en el centro de la plaza, al es­tallido de los petardos, al son de la música de viento, al repique frenéti­co de las campanas. y sobre todo, al tañido de los atabales y de las chi­rimias, música también antigua y alli conservada.

El templo oPl'rubierto y brillante, colgado de flores y de flámulas, recibe a la alegre muchedumbre que oye misa con un júbilo que envi­diarían )os fenicios en la!; fiestas de Adonis resucitado.

x

EL BSPIRITU

Se ha desvanecido ya en mi memoria este IDiraje de mi vida de ni-•

ño. Para otros niños acaba de ser una realidad en la Semana que pasó. . Estoy fatigado, es muy tarde j y puesto de codos en mi mesa contem-

. plo mi lámpara. ~- vienen a mis labios las palabras del doctor Fausto:

-"Mi lámpara se extingue." Acabo de escribir, y he sentido en el silencio nocturno algo como el

BOplo embalsamado de mis campos nativoS', algo como una alegria de la infancia, algo como un aliento maternal y suave que bañaba mi frente mientras que escribía.

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EL SEÑOR DEL SACRO~MONTE

Abandonemos en estos días santos y por un momento, las calles · de México, llenas de ruido y mostrando en la muchedumbre que las invade, todos los caprichos del lujo y todos los aspectos de la miseria.

Dejemos sus fiestas monótonas y ya harto conocidas. En el kaleidos· copio de las diversiones y de los espectáculos de la gran ciudad ya no hay combinación posible, ni agradable. Todo está visto, todo está descrito, todo está saboreado.

.

Salgamos: busquemos otros cuadros de la vida mexicana, la emo-<:ión de lo desconocido; y dejándonos llevar blandamente por la nube­cilla voladora de la imaginación, escojamos' un rumbo, el sud-este por ejemplo, para atravesar los campos y las· cordilleras, para visitar los pueblos y las aldeas y mezclarnos en la vida intima de las gentes sen­cillas que conservan algo de las viejas costumbres y la pureza típica , de la antigua provincia, apenas modificada por las necesidades modero nas.

Respiremos el aire oxigenado de las montañas que purifican el pul­món, y el placer de las alegrías campestres que purifica el espíritu. La primavera nos empuja de la dudad, insoportable con sus casas con· vertidas en hor:nos hasta los cuales ;no llegan los vientos que jugue­tean en los prados, sino cabalgando furiosos en hipógrifos gigantescos de polvo y de miasmas deletéreos .

. ¡ El Campo! ¡ la montaña verde! ¡ los arroyos murmurante s ! los sembrados que revisten las colinas y las primeras flores que enguirnal· dan las praderas y las veras de los caminos; eso es lo que busca la "ista fatigada en los calientes {lias de miarzo, cuando se vive en la ciu­dad, como en una enorme cripta de piedra encendida al fuego blanco.

Salgamos: toda la gente corre a refugiarse entre los bellos jardi­nes de San Cosme o de Tacubaya, o en el majestuoso bosque de Cha.­pultepec, a cuyo pie brotan los frescos manantiales que convidan al re­frigerio.

• 127 •

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Nosotros seguimos un rumbo opuesto, y dejando esta verdura oc­cidental pequeña, como los oasis del desierto árabe,vamos en busca de hosques más dilatados, de horizontes nuevos y de aspectos originales. j El Oriente y el Sur!

Un poco de paciencia para pasar el triste velabrio de San Lázaro en donde parece que se han dado cita todos los despojos urbanos, to­das las miserias de un proletarismo abundante y todas las fealdades de la vida antigua. ' Es el infierno en que se agitan el trapero, el mendi­go y el perro desamparado; es el . dominio de la malaria de México y el antiguo refugio de los desdichados, cuya vida ha pintado tan dolorosa y elocuentemente Xavier de Maistre.

Hoy el viejo edificio fundado .por el buen· doctor Pedro López en 1575 para asil!) de leprosos y la iglesia adyacente, están convertidos en fábrica, y. a pesar de eso, recuerdan con su aspecto ruinoso y triste una acción noble de los tiempos pasados~ Hoy parecen enfermos en el abandono.

.

Sigamos: Una cosa moderna se leva~ta alli; la civilización ha ve-nido a plantar su estandarte también en medio de ese rincón inculto y salvaje que parece la llaga de la gran metrópoli.

Es el ferrocarril.

Las estaciones se levantan airosas y risueñas, haciendo descansar la vista de tanta miseria y de tanto horror. La locomotora agita su pe­nacho de humo y lanza su grito agudo y simpático que va a despertar al perro que duerme el sueño del hambre en el basurero y al mendigo que yace postrado en su lecho III;aldito como Job. Los wagones comien­zan a mostrar alli sus brillantes colores . y sus' lujosos adornos y se mueven y se pavonean, fecundos en promesas de bienestar, como ha· rlas benévolas, apareciéndose en la cabaña de una familia de pordiose­ros.

Había sido ineficaz todo -proyecto de dar vida a este barrio de San Lázaro; se moría, o más bien dicho, había muerto.

El ferrocarril hará el milagro de resucitarlo, y San Lázaro saldrá de su sepulcro y se adornará con los arreos de la vida de la circulación. j Mayores prodigios ha realizado la taumaturgia del · progreso moderno! Después de San Lázaro, hay que atravesar llanuras estériles 'y tristes,

siguiendo la dirección de la vía férrea; hay que flanquear el dorm!i-do y cenagoso lago de Texcoco, dejándolo pronto a la izquierda; hay que mecerse sobre una serie de pequeñas y achatadas colinas de forma vol­cánica, entre las que descuella el Peñón que muestra sus canteras ro­jizas, de las que ha salido uno de los más fuertes y bellos materiales 'd'e

,

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construcción de que se ha hecho uso en México, y que se corona con sus fuentes termales que dan salud a los enfermos. Luego, siguiendo todavía. al Sudeste, hay que atravesar llanuras que comienza.n a bOI:dearse -de pueblecillos y de sembrados, de haciendas y de grupos de árboles, a cuya sombra descansan las vacadas.

Ayotla se levanta en el camino con su pequeño y polvoroso tase· río; allí se ofrecia a los antiguos viajeros que atravesaban en la dili· gencia para dirigirse a Puebla, sendos canastillos con los mejores higos de la comarca y enorm,es jarros de rica leche.

La magnifica cordillera oriental, de la -que se destacan majestuo· sos y gigantescos el Popocatépetl y el Iztaccihuatl, comienza a smgir imponente, limitando las extensas llanuras. '

Tenango del Aire nos detiene un momento. Hasta alli llega toda· vía el ferrocarril de Morelos, que avanza con una rapidez sin ejemplo en la República. Dentro de breves días, habrá salvado la zona de la tierra · fria y penetrado en la tierra caliente, su punto objetivo.

Desde Tenango del Aire, el camino serpentea entre arenales y. sem­brados de trigo hasta Ayapango, pueblecillo que dispersa sus casas hu­mildes en los bordes de un riachuelo y que puede decirse que es un bao . . rrio de Ameca. Algunos pasos más, y este último pueblo se . presenta a la vista.

.

Pero el espectáculo, entonces, ha cambiado enteramente. Desapa-recieron ya los llanos polvorosos y las colinas amarillentas, los sem· brados simétricos y las haciendas y . ranchos de aspecto triste. La tempe· ratura desciende; un aire fresco; impregnado con los leves aromas de la vegetación alpestre, baña nuestros semp1antes; es el aire de lasmon­tañas, el aire puro y sano que agita la cabellera de los pinos, que jue­ga en los ventisqueros y que va a levantar después, en las llanuras de Tenango, torbellinos de arena. Llegamos a las primeras ondulaciones de la montaña gigantesca. El Iztaccíhuatl primero, y elPopocatépetl más al Oriente, levantan hasta el cielo sus picos en que se quiebran y. disper­san los rayos del sol. Después, la masa entera de las dos montáñas apa­rece grandiosa y admirable, entoldando todo el horizonte en medio de una atmósfera transparente y limpia .

Ameca, o más bien Amecameca, es una población antigua y que •

disfrutó de cierta importancia antes de la conquista, puesto ·que tenía lin cacique y gran número de habitantes. Hoyes un villorrio alegre y modesto. Pertenece al Estado de Mé:dco y es cabecera de Municipio. En el tiempo colonial hubo alli un convento de frailes dominicos, . como en Tlalmanalco, pueblo muy cercano, hubo otro de frailes franciscanos,

129 •

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,

cuyas ruinas son notabilísimas y cuya antigüedad data del tiempo de la 'Conquista.

Junto a Amecameca, frente por frente de los volcanes y pegado a •

la población, se levanta un bellísimo cerro todo revestido de vegetación, y en la cumbre del cual hay un templo cuya cúpula se divisa entre las copas de los árboles.

Es el SACRO-MONTE, y en ese templo se adora una de las anti­guas imágenes cristianas de México. 'Un cristo conocido con ' el nombre del SEÑO~ DEL SACRO-MONTE o el SEÑOR DE AME CA MECA, y al cual, 'los pueblos de toda la comarca profesan una especial veneración.

Este Cristo tiene su leyenda y su historia, que se relaciona con la importante Historia de la predicación del Cristianismo en México.

La leyenda popular cl~enta que el SEÑOR DE'L SACBQ-MONTE se , .

!lpareció en ese lugar; que algunos arrieros, conduciendo imágenes 'que llevaban a los pueblos del Sur, perdieron una mula que éargaba preci­samente la caja que contenía al Cristo, y que esta mula con su caja se encontró en la gruta que convirtieron en santuario los habitantes, bien convencidos de que el cielo les daba úna señalada muestra de su voluntad de que el Señor permaneciera aHi.

Estas y otras versiones corren de boca en boca, y han ido de padres a hijos por espacio de trescientos cincuenta años en aquellos lugares y entre aquellos pueblos religiosos y sencillos.

La leyenda es respetable, aunque sea infundada; ella forma la his­toria primitiva de los sucesos y sirve de vínculo moral a' los hombres en

• los tiempos que preceden a la civilización.

Pero no existe fundamento· escrito de semejante tradición, ni en los archivos antiguos del pueblo, ni entre los vecinos; y así lo asegura mi excelente amigo y antiguo colega el padre Vera, cura actual de Ám~ca· meca y hombre entendido y erudito en materia de antigüedades, asi co­mo amante de la instrucción popular que él protege en su feligresia. -

T.Ja historia del SEÑOR DEL SACRO-MONTE es más humana y fundada, y puede reconstruirse con los datos que nos presenten los es­('ritores del -siglo XVI.

,Ella se roza enteramente con la vida de aquel misionero,apostóli­, (!o y santo que vino a la Nueva España, como el jefe de los doce francis-

eanos, no los primeros que habian venido que fueron los PP. Juan ae Tecto, Juán de Aora y Pedro de Gante, pero si de los que fundaron la Provincia del Santo Evangelio, tan fructuosa en buenos l'esult!1dos pa­l'a eleristianismo en estas regiones. Quiero hablar del P. Fray Martín

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de Valencia, gran amigo y protector de los indios, como todos sus com-pañeros, y modelo de virtudes. •

El P. Fray Gerónimo de Mendieta, uno de los historiadores más au­torizados del siglo XVI, al iniciarnos en los misterios de la vida de 108

misioneros franciscanos, nos su~inistra los datos bastantes para ave­riguar el origen de aquella antigua y venerada imagen de Cristo.

Prefiero trasladar aquí las palabras del historiador. Ganarán en ello los lectores, porque el estilo suave, pintoresco y dulce del P. Mendieta, encanta verdaderamente.

Describe el cerro que se llama hoy el Sacro-monte_

"Tiene Amecameca, dice, al cabo de su población, entre el poniente y mediodía, un cerro cuasi la forma piramidal del volcán, bien prolon­gado en altura, gracioso y acompañado de alguna arboleda, de cuya cum­bre se señorea y goza toda aquella comarca, que es un valle muy fres-

• • •

eo, situado (como dicho es) al pie del volcán y entre sus montañas y en lo alto, a un lado del cerro, habiendo subido por él como cuarenta o cin­cuenta estados, poco más o menos, está una cueva forma.da de natura­leza en la viva peña de hasta quince pies de ancho y algo más de largo, y menos de alto, a manera de ermita, aparejada todo lo del mundo para eonvidar a su morada a los que tienen espíritu de vida solitaria. Y así e~te lugar era singular recreación al espiritual siervo de Dios Fray Mar­tin de Valencia y todo cuanto pudo lo frecuentó; tanto que por gozar tIe él, holgaba de morar en Tlalmanalco más que en otro convento, y muy a menudo se iba allí, así por visitar y doctrinar a los indios de aquel pueblo que estaban a su cargo, como por recogerse y darse . todo a Djos en aquella cueva, sin ruido de gentes y sin bullicio de negocios.

Allí pasaba él con mucho rigor sus ayunos y cuarentenas; alli ejer­citaba deveras sus acostumbradas penitencias; alli se le pasaban días J noches en continua oración y meditación de la pasión de Cristo crucifi­eado, mortificando su carne con diversos géneros de aflicción y castigo. Alli se cuenta qué salia de la cueva a orar por las mañanas a una arbo­leda, y se ponía debajo de un árbol grande que alli estaba, y en ponién­d.ose alli se henclúa el árbol de aves que le hacían graciosa armonía, que parecia que le venían a ayudar a loar a su Creador. Y como él se partia de allí las aves también se iban, y después de su muerte nunca más fue­ron alli vistas. También se cuenta en su historia, que en aquel ermitorio le a;parecieron al varón de Dios el padre San Francisco y San Antonio, y dejándolo en extremo consolado, le certificaron de parte de Dios que era hijo de salvación. Los indios, que bien sabían en lo que el santo se ocupaba, estaban admirados de su austeridad, y recibían grandísima

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edificación, y confirmaban en sus corazones la opinión que de su santi-dad tenían concebida por las demás virtudes que en él conocían y doc­trina que les enseñaba, viendo que sus obras conformaban con las pa­labras de su ' .predicación evangélica ID/Ily a la letra, y no dudando ser santo y escogido de Dios_"

. -j Qué belÍa descripción y qué dulce cuadro ~ qué gracia infantil e

inocente tienen sirviendo de fondo al retrato de un hombre tan bueno, tan manso y tan benéfico como Martín de Valencia, esos galanos árbo­les del monte, esos coros de aves del cielo yesos grupos de indios deján­dose subyugar dócilmente por la influencia de la virtud y de la palabra

. .

evangélica. j Cómo no querer a esos frailes de los primeros tiempos de la conquista que se interponían entre la saña del conquistador y la acti­tud inerme del vencido! j Cómo no amar a esos hombres animados ver­daderamente del espíritu cristiano de los primeros tiempos, que venían resueltos a hacer del indio su amigo y atraerlo al sendero de la civili­zaci6n con los tiernos lazos de la fraternidad y de la virtud!

,

Estos frailes si no son santos para nosotros, sí son los primeros ,ami­gos de los indios~ los mensajeros de la ilustración, los héroes verdaderos de la civilización latino-americana. Hay que honrarlos y venerarlos; ellos forman el primer grupo de nuestros hombres grandes de América. Ellos aprendían en primer lugar la lengua que era una teología que de todo punto ignoró San Agustín CO'DlO deCÍa con gracia el P. Juan de Tecto, y ya con el vehículo poderoso del verbo que tanto habían utilizado los conquistadores, se iniciaban en la vida de los indios y completaban la obra de la conquista, pero 'sin sangre, sin fiereza, sin crímenes.

, , Probablemente el Señor de .<\meca fué traído a ese lugar por el P.

Martín de Valencia, aunque la relación del P. Mendieta no lo dice y s610 mienciona las apariciones de San Francisco y San Antonio en la gruta que hoy está convertida en santuario. También es probable que los frailes dominicos que fundaron un convento en aquel pueblo, hayan si­do los 'Q,nicos que colocaron alli la imagen. Pero lo que se desprende del texto de nuestro sincero historiador es: que no se acudió al recurso de forjar una aparición, porque Mendieta lo hubiera mencionado expresa­mente, y no lo hace, sino que se limita a 'decir, a propósito de unas reli­quias del virtuoso fraile que los indios de Ameca guardaban con ve­neración, y que les recogió el P. Fray Juan Páez, primer prior del con­vento de dominicos de allí, pocos años después del fallecimiento de aquél que las guardó adornando para ella ll,t cueva del cerro. / . . ,

"Puso, añade, en un lado de ella un 'altar donde se dijesefuisa y a otro lado, una gran caja tumbada que se cierra y sirve de sepulcro de ,

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un Cristo de bulto devotísimo, que yace en ella tendido, y a los pies del Cristo se guardan en una cajuela con una redecilla de hierro la túnica y cilicio (del P. Valencia), de sUEorte que se pueden ver y no sacar afuera."

Por esto se ve, que a pocos añós de muerto el gran misionero fran· ciscano, ya el Señor era venerado en la cueva. No es posible asignar una fecha precisa a su aparición en aquel lugar, y por eso es preciso limitar­se a presentar probabilidades que tal vez se relacionen con la leyenda po­pular.

Lo cierto es: que desde aquel tiempo . se mezclaba en el respeto con que los fieles concurrian al Santuario del Sacro-Monte, la veneración al Cristo del Sepulcro y la tierna memoria del que habia evangelizado en aquella comarca.

.

El P. Mendieta, sigue diciendo: "que la cueva tiene sus puertas y buena llave con que se cierra, hay de continuo indios que por guardas en otra covezuela cerca de ella.

"Estos tañen a sus horas una campana que tienen en lo alto del ce-1'1'0, cuando abajo tañen en el monasterio. Todos los viernes sube un sa­cerdote a celebrar en la ermita en memoria de la pasión del Señor, ve­nerada por el santo Fray Martin, en aquel devoto lugar con sus oracio­nes y lágrimas y ásperas penitencias. Es muy frecuente el concurso de los indios en todo tiempo, especial en aquel dia y no menos de los comar­canos españoles y pasajeros, porque es camino real y muy cursado de los que van de la ciudad de ~éxico a la de los Angeles y de la de los Angeles a México. Cuando se muestran las reliquias, es con mucha solemnidad. Sube el vicario con la compañia que se ofrece, tocan las campanas y jun­ta su gente; encienden algunos cirios, además de una lámpara de plata que cuelga de la peña en medio de la ermita, aunque de dia hay harta luz del cielo que entra por la puerta, y van cantando los cantores un canto de órgano, algún motete lamentable de tiempo de pasión. Llega el vicario vestido con sobrepelliz y estola, abre la caja, echa oraciones ante el se­pulcro del Señor, inciensa al Cristo y después a las reliquias y múestra­las a los circunstantes. Hace esto con tanta devoción, que juntamente con la oportunidad del lugar y la aspereza de aquellos vestidos y la memo­ria del santo y de la penitencia que allí hizo, ablanda los duros corazones; de suerte que apenas entra hombre en aquella cueva, que no salga com­pungido y lleno de lágrimas!'

Después de ese tiempo el Arte de la Arquitectura embelleció la her­ro lila gruta natural que un capricho de la convulsión dejó como la cresta de l oleaje de piedra en la cumbre del cerro_ La vieja ermita del buen frail\ se convirtió en un templo cuya belleza original es indisputable.

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En la roca misma se ensanchó el santuario, se nivelaron sl.ls paredes late­rales, se c()locó el altar enmedio de las dos puertas de la gruta, ce­rrándola así como con una pared medianera, pero decorándola con gusto, de la' cual se contiene el sepulcro del Cristo de modo que se transparente la luz de la otra puerta y de que pueda ser venerada también por ese lado; se cubrió la parte principal de la ermita con una hermosa cúpula exago­nal, y se entapizó el suelo con madera del bosque. Levantáronse algunos edificios que sirven de sacristía y habitación para los eclesiásticos y guardas de la ermita y todo este conjunto de construcciones de carácter antiguo y especial, corona completamente el Sacromonte.

Pero han transcur:rido los años, han pasado 108 siglos, la imagilla­,dón piadosa de los habitantes de aquella comarca ha creado nuevas le. yendas, tradiciones más recientes; los milagros del Señor han formado

. , como una nueva capa en los recuerdos populares, la belleza de la feria y los cuidados del comercio, las irruJ>ciones de la revolución y las inquie­tudes de la política, han venido a turbar el dulce silencio, a cuyo amparo vivia la santa memoria del apostólico y humanitario Martín de Valencia y hoy __ . nadie lo recuerda allí, si no es mi erudito c()lega el cura, en cuyo

- esp-íritu se conservan puros todos los recuerdos de los primeros tiempos cristianos de la Nrueva España.

A veces suelen pasar por allí hombres como yo, que profesan el cul­to de las buenas cosas de México y al contemplar aquel monumento que trae a la memoria el drama de la conquista y el.cataclismo en que se hun­dió un vasto imperio y los días en que la fe cristiana, animando a aque­llos espíritus singulares de los españoles del siglo XVI, hizo revivir el en­tusiasmo de los discípulos de Jesús, no pueden menos que inclinarse y . meditar en las empresas humanas y en los prodigios de la fe . •

La imagen del grande y anciano jefe. de los apóstoles franciscanos, evocada por la fantasía, se levanta allí, en aquel cerro, como en un pedes­tal augusto, pasea su mirada dulce e inteligente en torno suyo para ad­mirar la sorprendente y maravillosa perspectiva que fué el encanto .de sus horas de contemplación, al Norte y al Oriente, las majestuosas mon­tañas del Iztaccíhuatl y del Popocatépetl coronadas de nieves eternas y cubiertas con las vestiduras de una vegetación que desafía a los siglos; al Sur, una oleada de colinas y de cordilleras, de las que alzan una especie

,

de vapor vago y amarillento; arriba el silencio solemne de la Naturaleza, y el cielo azul y diáfano de México como un pabellón infinito, y abajo, junto a' él, los cedros del Líbano, aquellos cedros magníficos; frescos, rumorosos a cuya sombra se sentaba a escuchar el canto de las aves y a

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solazar su cOIlazón, satisfecho, aunque fatigado, ' de sus nobles trabajos sobre la tierra.

Tras de la devoción y los recuerdos piadosos vino el interés comercial y estableció la feria. Yo no lo censuro, al contrario, lo alabo. Los pueblos necesitan un motivo para reunirse, para celebrar transacciones, para culo . '

tivar relaciones sociales, para hacer progresar su industria, un mercado, en fin, donde cambiar sus productos agrícolas o manufactureros. La devo; ción era un buen motivo, y esta y el comercio se auxiliaban recíprocamen­te con ventaja de los pueblos. ¿ Qué importa que el sacerdote saque de ello Sl] pequeño provecho? Es muy justo, y es preciso dejárselo porque él tam­bién contribuye al movimiento. Desde la antigüedad muy reIV-ota el tem­plo y el pontífice han hecho levantar junto al altar del Numen, la tienda del mercader y han reunido debajo de ella a los pueblos congregados por la piedad. La Grecia del archipiélago, la Grecia del Asia y la G'recia itáli­ca, se reunían en DeUos para oír el oráculo y para dar nuevos bríos a su vida comercial y culta. N,unca se vió la Siria más floreciente que cuando el templo de Biblios se cargaba con las ofrendas de las flotas fenicias, con los tapetes de Persia y con el oro de Ofir.

La humilde ermita de Ameca no es un templo de Biblios, ni de Delfos, pero ve a sus puertas arrodillados a los mercaderes y devotos de Puebla, de México, de Querétaro, de Guanajuato, de Toluca, de Veracruz y del Sur.

Poco antes del miércoles de ceniza comienzan a entrar por las calle­citas de la modesta ,población los carros cargados de mercancias del cen­tro, las mulas del Sur de Puebla, de Guerrero yde Morelos y los indígenas del Valle de Toluca y de las cercanías del Valle de México para concurrir a la feria. Esta comienza el miércoles susodicho. Entonces se hace la gran procesión que sube por la rampa empinada que conduce del pueblo al san­tuario. El cura con sus vicarios y acólitos, con su cruz alta y ciriales, va a traer a la iglesia parroquial al SEÑOR DEL SACRO MONTE, que no debe volver a su gruta sino el viernes santo. La procesión suele descender del cerro ya entrada la noche y entonces se encienden los cirios y aquella muchedumbre, como una serpiente (uminosa, baja en zig-zag, presentan­do un aspecto de lo más pintoresco.

,

El Señor baja cargado en los hombros de los devotos, acompañado por los sacerdotes que entonan los himnos de la Iglesia y envuelto en una nube que forman en derredor suyo los más ~quisitos perfumes del Sur, que es la arabia de México, para ese producto. .

y comienza la fiesta: el templo se enciende día y noche, suena el ór­gano en los maitines y en las misas, se adornan los altares con las prime­ras flores de la primavera y con los ramos frescos de la montaña y la mu- .

, 135

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chedumbre piadosa murmura sus oraciones o entona sus cánticos a todas ,

horas.

to, en la plaza se levantan las tiendas y puestos de los co­merciantes, de los jugadores, de los fondistas y neveros, de los vendedores ,

de reliquias y de flores y la algazara y el bullicio de la fiesta no tiene •

tregUa ni medida. La gente se engalana, reza, compra, vende, juega, se o

divierte y recibe entre aquella barahunda un rayo más del progreso cada año; la inclustria y la agricultura ganan con ello y los pueblos man-

o tienen así sus relaciones de familia, quebrantados a veces por la revolu­ción.

Si dejando ese ruido que dura siempre hasta el primer viernes de cuaresma y aún mas allá, algún curioso se propusiese visitar el Sacro Monte, observaría con extrañeza que la bella vegetación que lo reviste tie­ne un doble carácter. El cerro en su parte oriental está cubierto de so­berbios cedros del Líbano, y en su parte occidental de encinas majestuo­sas, sin que se dé el caso de que se mezclen. ¿Por qué este fenómeno? Se cree generalmente que los aires de la cordillera en que se alzan el Popoca­tépetl y el Iztaccíhuatl, favorecen el desarrollo de los cedros, que perte­necen a una zona vegetal más fría, y que los tibios vientos del Sur pre­paran por esa parte y por el occidente, la tierra para hacer más fácil la conservacjpn de la encina.

,

Sea de ello lo que fuere, la vegetación es biforme y toda bellísima y admirable.

A pesar deja altura y del temperamento a veces riguroso de, Ameca, e1!\peeialmente en la estación invernal, en las casas se cultivan hermosísi­mas flores, como en México, en las últimas ondulaciones de la cordillera de los volcanes que vienen a perderse, a orillas de la poblaci6n, se esmaltan en la primavera y en el estío, con todos los encantos de una flor rica y !-'ahraje. Hay entonces como una coquetería en la orla de la majestuosa y sombría "estidura con que se adornan ese rey y esa reina de los Andes Mexicanos.

Ameca puede estar orgullosa con su bello monte sagrado, con sus re­cuerdos antiguos y venerables, así como con haber abrigado en sus humil­(lES y ,"iejas casa8. la cuna de esa mujer célebre y singular a quien la ad­mil'adón llamó la Décima l1usa y a quien ('1 mundo conoce con el nombre de ROl' .T ua na 1 né~ de la Cr1'lz.

-

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INDICE Pág.

-LA NAVIDAD. (En las Montañas.)........ .. .. .... ................... 7

La salida del

Los naranjos.

so l. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . o....................................................

54

56

Las amapolas ..... , ..... ................ : . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

Al Atoyac. . . .. ~ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 62 •

Al salir de Acapulco ....... ',.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65

María. (Fragmento.). . . ............................................. 67

La plegaria de los niños . .................................... : . . . . . . . . . 69

DISCURSO PARLAMENTARIO CONTRA LA AMNISTIA (julio 1861).. 71

DISCURSO CIVICO EN LA ALAMEDA DE MEXICO (16 de septiembre

de 1862). . . ................ .... ............................... 79

DISCURSO CIVICO EN LA CIUDAD DE" ACAPULCO (5 de mayo de

1865) .. , ...................... . ... ..... .... ..................... 89 '

EN LOS FUNERALES DEL ILUSTRE PATRIOTA IGNACIO RAMIREZ

(18 de julio de 1879)......... .. ......... .... ................... 103 •

La Semana Santa en mi Pueblo ......... , . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 111 " .

El -Sfñor del Sacro-Monte ...................... ..................... o' 127

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SE HIZO ESTE LIBRO POR AOUER­

DO DEL C. SECRETARIO DE EDU­

CACION PUBLICA, AL CUIDADO DE

LA OFICINA DE PUBLICACIONES Y

PRENSA, EN LOS TALLERES GRAFI­

COS DE LA NACION, y CONSTA' DE

15,000 EJEMPLARES. SE COMENZO

EL 5 DE NOVIEMBRE DE 1934, Y FUE

CONCLUIDO EL 9 DEL MISM@ MES.

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