Alonso-Turienzo-teodoro- san-agustin
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ISBN 84-85139-50-X Depósito Legal ZA 178-1980
Imprenta Benedictinas, Carretera Fuentesaúco, Km. 2 - Zamora
Biblioteca de «El Buen Consejo» Vida de Santos, núm. 4
San Agustín
POR EL
P. TEODORO ALONSO TURIENZO. OSA
Segunda edición
REAL MONASTERIO DE EL ESCORIAL 1980
F:S PROPIEDAD
CON LAS LICENCIAS NECESARIAS
|TOMA Y LEE!
No es mi fin desarrollar un tema de investigación, ni tampoco escribir la mejor biografía de San Agustín.
Se trata de hacer un resumen sencillo de su vida con el interés y entusiasmo que merece.
Un resumen que pueda titularse: Vida popular de S. Agustín, de modo especial dedicada a los jóvenes.
Una vida que responda a la realidad. Que sea sincera y emocionante como sus Confesiones. Atractiva como él.
La vida de Agustín personifica como ninguna la lucha siempre antigua y siempre nueva de los corazones:
Ansias de felicidad, luchas, triunfos, derrotas, remordimientos, atracciones de amores opuestos, inquietud..., todo eso experimentó Agustín en la primera mitad de su vida. Todo eso y nada más es la historia de la mayor parte de los hombres, durante su vida entera.
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¡Vla figura del Santo que triunfó después de la lucha/
...Siempre humano, generoso, comprensivo... Aprendió a utilizar como nadie las energías del corazón: por eso es el intérprete del primer mandamiento de Jesús.
San Agustín no es tan popular como otros santos que mientras vivieron tenían menos popularidad que él.
Ése es nuestro intento: reparar esta injuria. Publicar más que la obra del sabio, la del santo. LLamar la atención para que el mundo de hoy escuche a San Agustín que sigue repitiendo lo de aquella vez...: «Si os gusta llamarme maestro, dadme la recompensa de serlo: sed buenos».
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SU FAMILIA
La familia de Agustín estaba formada por un matrimonio: Patricio y Mónica; tres hijos: Agustín, Navigio y Perpetua; y dos sirvientas.
Agustín es hijo de Patricio y Mónica en cuanto a la carne. Mónica sobresale tanto como madre de Agustín que ha eclipsado casi totalmente la figura de Patricio.
Mónica será siempre la madre de Agustín. Agustín el hijo inseparable: se engrandecen mutuamente.
Son dos vidas que no se distinguen. Mónica vivió la vida de su hijo. No podía vivir sin Agustín. No podía morir sin verle convertido. Por eso, sus lágrimas.
Agustín lo mismo. Tiene el espíritu de Mónica. Es verdad que en un principio no comprendió bien la grandeza de su madre. Más tarde se dio cuenta. Por eso lloró tanto aquel día de su muerte. Veinte
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años después no podía recordarla sin lágrimas. «¡Tú sabes, Señor, qué madre he perdido!».
Nació el año 332. Pertenecía a una familia cristiana.
Demostró desde niña una piedad sobresaliente. Unas veces desaparecía del juego, se escapaba
a la iglesia, se escondía en un rincón y... rezaba lo que sabía.
Otras, cuando comía, disimuladamente, ocultaba algo y salía en busca de algún pobre...
«Así —dice el hijo— la iba preparando el Señor desde el principio...».
De algunos defectos tuvo que corregirse, no era impecable.
«Encargada —dice Agustín— de subir diariamente el vino necesario para la mesa, solía beber algún sorbo todos los días.
Se fue acostumbrando... y concluyó por beberse una copa casi llena.
Lo sabía una de las sirvientas. Un día, discutiendo con la niña, la llamó borrachuela...»
Fue lo suficiente para avergonzarla; se corrigió radicalmente. Hizo el propósito de en adelante no beber más que agua.
Mónica crecía en años y progresaba en virtud. Pasaron los momentos emocionantes del
Bautismo y primera Comunión. Pasó la infancia y también la niñez, pero... Mó
nica es admirable por su dulzura, constancia, paz
o
inagotable y modestia: es verdaderamente una joven de carácter.
Pasó la adolescencia. Demuestra poseer excelentes dotes maternales.
Y, al entrar en la juventud, fue solicitada para contraer matrimonio.
No conocemos exactamente el modo de pensar de Mónica, razón por la cual es imposible exponer sus inclinaciones y preferencias respecto a la elección de estado.
Probablemente Mónica hubiera preferido seguir los consejos evangélicos.
Sea cual fuere la razón, forzada o providencialmente, Mónica contrajo matrimonio con Patricio.
No se comprende fácilmente esta decisión; es un enlace matrimonial misterioso.
Patricio: pagano, soberbio, indiferente, de carácter violento, de vida corrompida y escandalosa...
Mónica —ya lo dijimos— todo lo contrario. Mónica de 22 años, Patricio de más de cuarenta.
A pesar de todo, los dos se unen para formar un hogar.
Mónica va a ser eternamente esposa ejemplar y madre modelo. Tiene que serlo allí, en el hogar precisamente.
Esposa ejemplar: para salvar a Patricio. Para figurar siempre unida a un convertido y
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convertido por ella: por el-apostolado de su silencio, amor, sufrimiento, abnegación y trabajo.
Patricio vio en Mónica. aquello mismo que el buen ladrón, desde la Cruz, admiró en Jesús.
Patricio, no podía ser de otra manera, reaccionó como Dimas: Murió bautizado, arrepentido y cristianamente.
Madre modelo: Modelo por ser Santa Mónica. Modelo por haber conseguido tres hijos santos. Navigio y Perpetua reciben culto en Roma y en
otros muchos lugares dé la cristiandad. Modelo, sobre todo, porque es madre de San
Agustín. Por Agustín, Mónica es inmortal como madre de
las lágrimas. Por Agustín, sufrió Santa Mónica el martirio
terrible del alma. Agustín será siempre un sermón de Santa Móni
ca, un sermón viviente: el sermón más sublime de la verdadera actitud de una madre.
Son dos vidas que se confunden. Mejor: Es la vida de un hijo que tuvo madre; porque en la vida de un hijo tiene que aparecer la madre, si ella cumple con su deber.
Veremos a los dos más detenidamente en los capítulos siguientes.
NIÑEZ DE AGUSTÍN
Reina Constancio II. Es el año tercero del pontificado del Papa Libe-
río. El 13 de noviembre del año 354. En Tagaste, ciudad de Numidia: Nació el futuro Doctor Eximio de la Iglesia,
Aurelio Agustín, hijo primogénito de Patricio y Mónica.
Agustín es, en importancia, el primero de los cuatro doctores de Occidente y ocupa el tercer lugar por orden cronológico.
El mismo año que Agustín vino al mundo (354), Ambrosio celebró el decimoquinto cumpleaños y Jerónimo probablemente se trasladó a Roma para estudiar Gramática, Retórica y Filosofía.
Agustín murió a la edad de setenta y seis años. Después del primer centenario de su muerte apareció Gregorio Magno para completar el número de
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los grandes doctores occidentales: S. Ambrosio, S. Jerónimo, S. Agustín y el Papa Gregorio I.
Agustín tuvo la suerte de nacer de madre santa. Mónica, consciente desde el primer momento
de su deber, consagró toda su vida a 1a educación de Agustín.
Le abrió el corazón para tratarle siempre con amor, mucho amor, amor de madre: es el mejor método pedagógico, hace maravillas en la educación.
Apenas advierte los destellos de la razón en su hijo, llevada de su religiosidad, le inscribe entre los catecúmenos.
No se solía, en aquella época, bautizar a los niños luego de haber nacido; por eso Agustín no recibió el sacramento del Bautismo.
Aprendió de su madre los fundamentos de la religión.
«Me hablaba frecuentemente —dice el mismo Agustín— de la vida feliz del cielo, de la Encarnación, providencia y poder de Dios...
Me decía que ese Dios es mi Padre... Y me aconsejaba que no perdiese de vista la idea
de muerte y juicio divino... A cada paso oía de su boca el nombre de
Jesús». Jesús quedó muy grabado en el corazón de
Agustín: nunca pudo olvidar ese nombre aprendido en el regazo de su madre.
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Mónica consiguió crear un espíritu profundamente religioso en su hijo.
Un rasgo que se ha conservado de la infancia de Agustín, refleja su exquisita formación religiosa y el fruto de las instrucciones de su madre:
«Era yo niño todavía —dice Agustín— cuando repentinamente fui acometido de un fuerte dolor de estómago que me puso en peligro de muerte».
Agustín, moribundo, con menos de ocho años, reaccionó muy cristianamente: acudió por iniciativa propia a Dios para que le protegiese. Pidió con viva fe el Baustismo de Jesucristo.
Este hecho es una prueba de la belleza del alma de Agustín.
Mónica, conmovida por la fe de su hijo y solícita de su salud eterna, procuró a toda prisa se le administrase el saludable sacramento; pero ...el mal cesó repentinamente y el Bautismo se difirió para más adelante.
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COLEGIAL DE TAGASTE
I Qué poco dura para una madre el tiempo que el hijo está junto a sí y que gasta en instruirle!
Llegó el día en que Agustín debía empezar los estudios.
Mónica permitió que se matriculase en la escuela de Tagaste; pero temía por la perseverancia religiosa del hijo.
Empezó el curso. La escuela de Tagaste fue seguramente como
son hoy las escuelas de los pueblos o los institutos de primaria. En Tagaste no podía faltar la música escolar tradicional.
En una escuela tiene que oírse siempre: a,b,c... Uno y uno, dos; dos y dos, cuatro... Cinco por dos, diez..., en voz alta y en el mismo
tono siempre. A esto alude Agustín, cuando dice: «Me moles
taban y odiaba aquellas repeticiones monótonas». En la enseñanza romana se usaron mucho los
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castigos corporales. El santo habla también de los ayunos que los maestros imponían a los discípulos holgazanes.
Probablemente se le aplicaron a él más de una vez esos remedios, y otras muchas burlaría la vigilancia del maestro.
No le gustaban las matemáticas. Es lógico; se trata de una asignatura detestada y odiada por la mayor parte de los estudiantes de todos los tiempos.
En la escuela de Tagaste, Agustín mereció el calificativo de alumno mediano y un tanto revoltoso.
¿Y qué decir de su conducta? Era de esperar que Agustín, después de una for
mación como la suya hubiese sido estudiante ejemplar y la alegría de Mónica, pero no fue así.
Lo primero que se vio en él fue pereza y odio al estudio.
«No estudiaba —dice— sino obligado; no gustaba yo de las letras y odiaba que me obligasen a estudiarlas».
Se acostumbró a obedecer por temor al castigo. Desgraciadamente no fue éste el único defecto
de Agustín. Se aficionó demasiado al juego y a las diver
siones: «Engañaba —dice— a mis padres y maestros
por amor al juego y por el deseo de ver espectáculos frivolos con juguetona inquietud».
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Se iba pareciendo algo más a sus compañeros y algo menos a Santa Mónica. Se fue acostumbrando a decir no y a desobedecer.
A pesar de todas estas miserias, Agustín todavía no era malo con malicia; aún no se había corrompido; poseía algunas cualidades buenas:
Amaba a su madre, era sensible, afectuoso, agradecido... «Pedía con fervor al Señor —dice en sus Confesiones— que no me azotasen los maestros en la escuela».
Otros niños sólo pensarían en quejarse a sus padres, o implorar misericordia de sus maestros.
Agustín recurre a Dios. Se ve que el hijo de Mónica ha empezado la
lucha de todos los jóvenes. ¿De qué lado se inclinará la balanza?
1R
S. GIMIGNAÑO - Iglesia de San Agustín San Agustín en la escuela
A M A D A U R A
Agustín, a pesar de su odio al estudio, no pudo ocultar su genio extraordinario.
Patricio, en vista de los elogios que de él hacen maestros y condiscípulos, se decide a darle una educación conforme a sus talentos.
Como Tagaste carecía de centro de estudios superiores, tuvo que enviarle a Madaura.
Ménica, triste por esta separación repentina, prefirió no oponerse.
{Qué iba a ser de Agustín, solo y lejos de su madre...!
Más difícil fue la cuestión económica; pero Patricio, dispuesto a llevar a cabo la empresa, venció todas las dificultades con sus sacrificios.
Agustín a los 13 años ingresó en la academia de Madaura.
En Madaura cursó la asignatura de Gramática que comprendía el estudio de una verdadera enciclopedia.
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Desapareció radicalmente su odio al estudio; se enamoró de los libros y se entregó en cuerpo y alma a la lectura de los clásicos latinos.
Sentía pasión por la Eneida de Virgilio: «Nadie dice él mismo —hubiera podido arrancármela de las manos; por su pérdida hubiera llorado amargamente».
En Madaura fue estudiante modelo, mimado de sus profesores; se conquistó los mayores aplausos.
I Cuántas ilusiones! Los alumnos de Madaura se ocupaban en ejerci
cios parecidos al que refiere Agustín en sus confesiones:
«Empezaba proponiéndosenos el asunto sobre el que había de tratar la composición.
Esto de por sí excitaba ya el ánimo de los estudiantes, bien por el deseo del premio, bien por temor a los azotes.
Nos obligaban a que dijésemos en prosa algo que se pareciese a lo que el poeta había dicho en verso; era más aplaudido el que mejor repetía e imitaba la idea del maestro».
Un día encargaron a Agustín el desarrollo de un tema patriótico.
Versaba acerca de las palabras con que Juno, protectora de los cartagineses, expresa su dolor al no poder alejar de Italia al rey de los troyanos.
Tan bien lo hizo que entusiasmó al auditorio.
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Fue aplaudido por primera vez. Aquí era donde Agustín triunfaba siempre.
Se excita su amor propio y se goza sobremanera con estos triunfos.
Ya no piensa más que en recibir aplausos, muchos aplausos; en lucirse otra vez, en figurar. Se goza mucho, le suenan bien las aclamaciones.
Desde Madaura escribía a su casa con frecuencia y cartas largas: tenía que contar todas sus hazañas.
Entusiasmaban a Patricio estas noticias. Mónica seguía preocupada: Parece —se decía —
que mi hijo no se acuerda de los consejos que le di.
En Madaura empezó la perversión del espíritu de Agustín.
Él solo, en una ciudad pagana; estudiando por libros profanos y obscenos, y con maestros sin escrúpulos.
Le obligaban a desarrollar eVi clase temas deshonestos: eran los favoritos de aquellos catedráticos sin conciencia.
Agustín pensaba que obraba bien imitándoles; por eso adoptó la conducta de tales maestros como única norma de vida.
Eran enemigos del cristianismo. Esto le hizo creer que tal religión sólo valía para mujeres o espíritus tímidos; no para los fuertes y llenos de ciencia como él creía.
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Pronto empezó a circular el veneno por las venas de Agustín.
«Ardía —escribe el santo— en deseos de hartarme de cosas bajas, y no me avergonzaba de consumir la vida en deleites.
Se marchitó mi hermosura, y me volví podredumbre a tus ojos por agradarme a mí y desear agradar a los hombres».
Tuvo la desgracia de exponerse al peligro. Penetraron en su corazón los malos deseos y le dominaron las pasiones.
Intelectualmente había triunfado. Llegó el verano y terminó Agustín los estudios
de Gramática en Madaura. ¡Vacaciones! Agustín ya tenía 15 años. Volvió a su pueblo, pe
ro no inocente como antes. Con desarrollo, sin duda, completo de su natu
raleza física, siente su corazón invadido por llamas amorosas.
Agustín ha crecido, y en su pecho escucha la voz de la naturaleza que le incita al regalo del amor natural.
La voz clara de Dios podía haberle atajado en la pendiente del amor desordenado.
Pero el espíritu del mundo había penetrado en el corazón de Agustín, y el espíritu del mundo se avergüenza de seguir el espíritu de Dios.
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VACACIONES
Agustín, recordando con satisfacción los triunfos de Madaura, volvía a su hogar. Llegó a casa.
Patricio le abrazó. Le felicitó. ¡Así se hace! ¡Ánimo! Para e| próximo curso irás a Cartago a terminar
los estudios. Mónica también le abrazó, le abrazó más ínti
mamente; pero lloraba... Agustín no era el mismo: no era el Agustín de los cinco años.
Mónica con ojos de madre lo ha visto, ha notado que algo le pasa..
¡Mi hijo no se ríe como antes! Sí ya lo sé, sus primeros pecados le han quitado
la inocencia y la paz. La madre quiere curarle: Le llamaré a solas y se
lo diré. Pero era ya tarde porque Agustín no atendía:
«Creía una deshonra obedecer a mujeres».
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Y... Mónica ora y llora por su hijo. Hoy empezó a ser la madre de las lágrimas. Patricio estaba dispuesto a favorecer los estu
dios de su hijo y decidido a enviarle a Cartago. Surge la dificultad de siempre: no tenía fondos. Había acabado de pagar las facturas de Ma-
daura, y se le agotaron los recursos. Bien sabía que en Cartago la enseñanza era más
costosa, no tenía dinero. Necesitaba tiempo para hacer algunas-economías.
Las vacaciones pasaron rápidamente y como los ahorros de Patricio crecían a cuentagotas, Agustín, tuvo que interrumpir los estudios y esperar un íiño —el décimo sexto de su edad— que pasó en compañía de sus padres.
En este año Ménica y Agustín podían-haber sido felices: no fue así.
El hijo no era inocente; no contaba a la madre sus preocupaciones; se callaba sus problemas.
En este tiempo sintió Agustín más que nunca el influjo de las pasiones.
«Entonces —dice él— los deseos impuros crecían de repente y se levantaban tan poderosos que oscurecían y ofuscaban mi corazón... y yo seguía el ímpetu de mi pasión, la furia de la carne excitada por la desvergüenza humana.
...Acompañado de otros como yo corría y me revolvía en el cieno.
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...Me avergonzaba ante mis compañeros de ser menos desvergonzado que ellos...»
Tal era el triste estado de Agustín a los dieciséis años.
Su padre no estaba lejos de convertirse. Al empezar la cuaresma de este mismo año renunció públicamente al paganismo y fue inscrito en el número de los catecúmenos de la Iglesia Católica.
«Pero él —dice Agustín— no se preocupaba todavía de que yo fuese casto: no le interesaba más que verme erudito».
No se daba cuenta de las luchas de su hijo; no le preocupaba su conducta: parece que se alegraba con la idea de ser abuelo bien pronto.
Mónica sigue lo mismo de preocupada. Vuelve a llamar al hijo. Cuando están los dos solos se lo dice otra vez:
Le habla de Dios, de la tranquilidad de los corazones puros, de la fealdad del pecado...
«Una vez —dice el mismo Agustín— me llamó aparte..., icón qué solicitud (aún me acuerdo de ello) me rogó que fuese casto!»
Agustín no se atenía a razones, seguía lo mismo de frío.
No hacían mella en su alma los consejos de su madre emocionada. Rehuía el encontrarse a solas con ella.
Mónica ya no sabía qué hacer: consejos, lágrimas, oraciones... y Agustín no cambiaba.
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Agustín no cambiaba, para que Mónica tuviese tiempo de sufrir, orar y demostrar lo que puede una madre.
Agustín tiene una madre que es espejo de madres cristianas y por su madre se salvará.
Ni los aplausos de la muchedumbre pagana, ni el copioso caudal de conocimientos filosófi
cos, ni el dominio de la Retórica, ni el aliciente de los altos puestos de la sociedad, ni las voces encantadoras de la carne... Nada de todo esto conseguirá llevar al alma de
Agustín a la luz y el reposo, sino las oraciones de su madre.
La lámpara del corazón de Mónica terminará encaminando a Agustín a la región de la verdadera dicha.
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EN CARTAGO
Patricio, a fuerza de sacrificios, pudo reunir el dinero necesario para que Agustín pudiera continuar los estudios. Y seguirá sacrificándose para que aquel hijo continúe estudiando sin interrupción hasta terminar la carrera.
Ahora estaba satisfecho Patricio: creyó haber triunfado definitivamente.
Agustín partió para Cartago. Para Mónica esta separación fue muy dolorosa:
sintió más que nunca dejarle solo. A pesar de todo no se opuso a los planes de
Patricio. Llegó Agustín a Cartago. ¿Qué iba a ser de él, solo, a más de cien kiló
metros del corazón de su madre, en la edad de las dificultades y dominado por las pasiones...?
(Agustín sin apoyo en Cartago! Los peligros eran mayores que en Madaura: «Por todas partes crepitaba en torno mío un her
videro de amores impuros...»
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El ambiente, el teatro, el arte, las supersticiones del culto pagano... todos, hasta sus mismos compañeros le impedían ser bueno.
Empezó el estudio superior de Gramática y Retórica.
En seguida se granjeó el aprecio de sus maestros y los primeros puestos de las clases.
Al poco tiempo un suceso inesperado puso en peligro los planes anteriores: murió su padre Patricio, bautizado y cristianamente.
Agustín recibió la noticia que le sumió unos días en profunda tristeza.
Mónica había triunfado como esposa después de dieciséis años de lucha.
La única preocupación ahora sería su hijo. No le trajo para casa, porque pensó ser una
desgracia para Agustín la interrupción de los estudios: puede ser —decía para sí— que por la ciencia se acerque al verdadero Dios.
Surgieron otra vez dificultades por la falta de dinero. Romaniano, amigo de Patricio, solucionó el caso para siempre: se comprometió a ponerlo de" su bolsillo.
Debido a la generosidad de su protector pudo Agustín continuar en Cartago.
El hijo de Mónica llegó a Cartago con deseos de triunfar: soñaba con glorías mundanas.
Agustín entró en la capital africana y lo primero que empezó a interesarle fue un corazón:
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También el «amar y ser amado», era lo que le deleitaba en Tagaste; pero en Cartago había más lazos para el amor.
Además, en Tagaste vivía su madre Mónica cuya presencia tenía que infundir respeto; en Cartago no.
Y Agustín se entrega a la vida del amor, que él ansiaba porque le parecía ser una cosa muy dulce. Hasta que llega a ser correspondido por una mujer. Se entrega y empieza la crisis más profunda:
«Caí en las redes... Al fin fui amado». Ambos son felices mientras viven juntos. La joven es pobre en bienes de fortuna; pero
tiene un gran corazón. Un corazón si no tan grande como el de Agustín, sí muy parecido.
A pesar de todo, no rompieron con toda medida de continencia; su amor fue humano más que brutal.
Los dos tenían un corazón hermoso y un alma grande. Los dos serán más tarde enteramente de Jesucristo.
Agustín no pudo ocultar mucho tiempo tales relaciones. El año 372 tuvo un hijo, Adeodato. Él le llamará siempre hijo del pecado.
Esta unión culpable y vergonzosa de Agustín durará no menos de 15 años.
Cuando supo Mónica los desórdenes del hijo no podía consolarse. Lloraba en público y en privado: llegó a temerse por su vida.
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Pero, hay que decirlo, Agustín no podía ser malo de propósito. Comparado con sus compañeros, distaba mucho de ser tan incontrolado como ellos. No aprobaba este proceder.
Agustín tenía corazón, inteligencia..., una madera, sin cepillar es cierto, pero estupenda.
Agustín no pierde el equilibrio mental con los aplausos.
Ni su corazón estaba tranquilo. Amaba y le amaban.
Su cuerpo satisfecho; su alma cada vez menos feliz: celos, temores, sospechas...
Agustín, volcán de amor, no es feliz. Lejos de Dios nadie lo es.
i Agustín convertido en un verdadero calvario! ¿Por qué todo esto? Porque todo amor, si no está bendecido por
Dios, es tormento de sí mismo.
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MANIQUEO
Los maestros de Cartago dejaban tiempo libre a los alumnos para que pudiesen frecuentar teatros, escuelas de declamación, sitios de recreo, bibliotecas...
Agustín se entregó por completo a la lectura; leyendo se pasaba casi todos los ratos libres.
Coge en sus manos el libro de Cicerón titulado Hortensio.
La lectura del magnífico Diálogo le encanta. Se convence: Cicerón es efectivamente uno de
los hombres que mejor han hablado. Además de elocuencia y bien decir, Agustín en
cuentra en el Hortensio una mina de contenido: Filosofar es aprender a morir. Era un principio
establecido por Cicerón que le convenció. «Este libro cambió por completo todos mis afec
tos de tal modo que, desde entonces, fueron otros mis propósitos y deseos...
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Desde entonces, anhelé, Dios mío, la sabiduría..., empecé a levántame para volver a ti».
Agustín lo comprende; bien dice el Hortensio de Cicerón: La felicidad del hombre está en la verdad, en la sabiduría.
Las criaturas no aciertan a dar paz cumplida al alma.
Agustín está conforme con la doctrina del Hortensio; sólo encuentra una falta: no habla de Jesús.
Ese nombre, más dulce que todo nombre, todavía se conserva en el fondo de su alma.
Jesús, piensa Agustín, recordando lo que le decía su madre cuando era muy pequeño, Jesús tiene que ser esa sabiduría infinita.
Agustín vive y seguirá viviendo mucho tiempo como hasta ahora: disfrutando de amar y ser amado.
Pero ese Agustín no puede desentenderse de este otro problema inmenso:
¡Yo no soy feliz! ¿ Dónde está la felicidad? Me dicen que es la Ver
dad. ¿Y la Verdad? El Hortensio elevó a Agustín sobre las miserias
de la tierra. El Hortensio no le mostró la Verdad, pero le
habló de ella.
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El Hortensio no le puso en el verdadero camino, pero le dio a entender que le había.
Deseoso de tener esa sabiduría y persuadido de no poder hallarla sin Jesús, abrió Agustín las Santas Escrituras:
«Se me cayeron de las manos. Me parecieron indignas de parangonarse con la
majestad de los escritos de Cicerón. Mi hinchazón recusaba su estilo y mi mente no penetraba su interior...»
Agustín suspira por la Verdad. Buscando la Verdad busca a Dios.
¿Dónde está la Verdad? Agustín se hallaba perdido en un callejón sin sa
lida. ...desorientado y con ansias de Verdad.
Cansado de buscarla oye que unos hombres proclaman a voces:
«¡Verdad! ¡Verdad! Poseemos el secreto de llevar las almas a Dios por la sola razón».
Pero Agustín necesita algo: Figura en la lista de los catecúmenos de la Iglesia Católica; para borrarse, debe justificar su salida. Y ellos:
«La Iglesia —le dicen— atemoriza a los fieles con creencias supersticiosas, nosotros a nadie forzamos hasta que ha comprendido claramente».
Necesita más: no ha desaparecido de su corazón toda enseñanza cristiana. Cree en la vida eterna, providencia de Dios..., recuerda el nombre Jesús.
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De nada de esto hablaba el Hortensio. B ma-niqueísmo, sí.
Y creyó que le habían resuelto todas las dudas: Dio su nombre y abrazó el maniqueísmo.
Esta decisión de Agustín, más que un pecado, fue un desacierto: se equivocó.
«¿Cómo no me iba a dejar seducir por tales promesas yo, joven, ávido de Verdad, orgulloso, que había despreciado la religión de mis padres, como se desprecian los cuentos de viejas?».
Agustín terminó la carrera. Triunfó como estudiante, pero no religiosamente: Profesa una secta falsa. Y confiesa orgulloso: ¡Soy maniqueo!
Estamos en el año 374.
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MAESTRO EN TAGASTE
Vuelve Agustín a Tagaste. Ménica ya había oído rumores de la pública
adhesión de su hijo al maniqueísmo. Mónica no puede creer que su hijo, el más queri
do, fuese capaz de semejante determinación: pero teme sea verdad. Está para llegar Agustín; su madre le espera, indagará.
Agustín llegó, se abrazaron. Mónica tenía que preguntarle: ¿Es verdad que
tú...I Agustín no espera a que termine la pregunta de
su madre. Sí. I Sí lo soy! | Soy maniqueol Mónica tembló de dolor. I Antes es Dios que Agustínl Con lágrimas en los ojos, dijo imperiosamente a
su hijo: ¡Vete/ ¡Vetel, no quiero verte en mi casa ni bajo mi
techo.
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Agustín no pudo resistir aquella mirada, tuvo que bajar la cabeza y,... salió.
Apenado todavía pidió ser admitido en casa de Romaniano.
Mónica era incapaz de serenarse. Seguramente pensó aquel día en la soledad de
María y en la tarde del Viernes Santo. Cayó de rodillas y rogó con más fervor que nun
ca por aquel fruto de sus entrañas. Mónica no podía soportar mucho tiempo esta
separación. Sabía que Agustín, como hijo, siempre había sido bueno y lo era.
Un día Agustín, de rodillas ante el lecho pedirá perdón a su madre moribunda. No, le dirá ella, tú siempre fuiste buen hijo.
Ahora, fuera de casa, recuerda a su madre con dolor: lleva consigo la pesadilla y la angustia. Probablemente la madre y el hijo se buscaron y se vieron más de una vez.
Mónica no lloraba porque Agustín fuese mal hijo, lloraba porque aquel hijo no era cristiano.
Su dolor hubiese sido insoportable sin alguna esperanza de la salvación de Agustín.
La esperanza llegó. Durante el sueño de una noche, tuvo esta visión.
«Triste y abatida, vio venir hacia ella un joven sonriente, el cual pregunta:
¿Por qué lloras? Lloro, respondió Mónica, la pérdida de un hijo.
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No os inquietéis —dijo el joven—; mirad, vuestro hijo está a vuestro lado y en el misto sitio que vos».
En efecto, miró y vio que allí estaba Agustín. Mónica enseguida comprendió el sentido de la
profecía:
«Mi hijo al fin se convertirá, vendrá donde yo estoy».
Al día siguiente corrió a decírselo a Agustín.
La madre de las lágrimas y el hijo pródigo se encontraron y se abrazaron otra vez.
Mónica le perdonó y le permitió comer a su mesa.
Desde entonces no podían separarse.
Agustín continúa viviendo en casa de Romaniano: había traído consigo aquella mujer y aquel hijo...; quería abrir una cátedra de Retórica... Y no tenía sitio en la casita de su madre.
«Y mi madre —dice él— me amaba tanto que no podía pasar un día sin visitarme».
Agustín no hizo mucho caso de aquel sueño de su madre. Seguía tan maniqueo como antes. Pero la madre y el hijo no podían discutir.
Mónica no sabía razones de Filosofía para poder argüirle; temía herirle inútilmente. No podía hacer más que orar, amar, amar mucho y con amor de madre. No tenía más argumentos.
Un día llegó a Tagaste un Obispo gran siervo de
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Dios. Había sido maniqueo, se convirtió y ahora tenía fama de santo y sabio prelado.
Mónica aprovecha la ocasión. Le ruega con insistencia influya para que su hijo Agustín abandone el maniqueísmo.
—No ha llegado la hora; rogad mucho por él. La madre vuelve a insistir con toda la potencia
de sus lágrimas suplicantes. El santo obispo enternecido, en presencia del
dolor de aquella madre, no pudo por menos de exclamar:
«Vete en paz, mujer, no es posible que perezca un hijo de tantas lágrimas.
Agustín —maestro como era— abrió una cátedra de Elocuencia en Tagaste. Los jóvenes más selectos acudieron a su clase.
La escuela de Agustín se convirtió muy pronto en una reunión de amigos.
Jóvenes unidos a Agustín con estrecha amistad y que, por amor y admiración a éi, aprenden lo que les enseña.
Entonces ocurre un hecho que no podemos pasar por alto. Entre esos amigos hay uno, preferido de Agustín, le llama: amigo queridísimo:
«Adquirí un amigo a quien amé con exceso por ser condiscípulo mío, de mi misma edad y hallarnos ambos en la flor de la juventud.
Le había desviado yo de la verdadera fe, y le había inclinado a aquellas falsedades supersti-
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ciosas y nocivas, que tanto hicieron llorar a mi madre; de modo que, hasta en el error, éramos iguales.
...Mi corazón no podía pasar sin él». Esta relación iba a romperse bruscamente. Apenas había disfrutado Agustín un año de esa
amistad, aquel amigo cayó gravemente enfermo. Agustín no podía separarse de su lado. El enfermo, atacado por la fiebre, quedo mucho
tiempo sin sentido. En este estado se la administró el Bautismo.
Vuelto en sí Agustín pudo hablar con él. «Tenté reírme en su presencia del bautismo, cre
yendo que también él se reiría. Pero él mirándome con horror, me increpó di
ciendo: Si quieres ser mi amigo cesa de decir tales cosas...» Agustín se reprimió por entonces.
Pocos días después, ausente Agustín, le repitieron ias calenturas y murió.
La pena del hijo de Mónica al verse sin su amigo, no tiene límites. No encuentra descanso en parte alguna.
Sin el amigo todas las cosas, hasta la mujer que tanto amaba, le parecían despreciables.
Nada pueden y nada valen los demás amigos sin aquél.
Tagaste empezó a ser para él insoportable. No podía vivir donde su amigo había muerto.
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Los recuerdos le atormentaban y la debilidad le consumía.
Para evitar tales emociones, abandonó Tagaste y se trasladó a Cartago.
Mónica tuvo que resignarse una vez más. Aceptó el martirio de la separación para no quedarse sin el hijo.
Agustín partió. Iba triste y desconsolado. Mónica queda en Tagaste: Reza, llora y espera.
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PROFESOR EN CARTAGO
Agustín partió para Cartago. Le siguieron los amigos de Tagaste, ansiosos de continuar recibiendo sus instrucciones.
Romaniano le proporcionó lo necesario para el viaje.
En Cartago abrió una cátedra. También Romaniano pagó los gastos de la instalación y le ayudó económicamente.
El deseo de tener buenos discípulos movía a Agustín más que el dinero; nada le importaba la ganancia.
Para distraerse y olvidar los recuerdos dolorosos se entregó por completo al estudio.
Un día sé sintió inspirado, cogió la pluma y empezó a escribir.
Publicó un libro sobre la Belleza, que dedicó a Hierio, uno de los grandes oradores de Roma.
Agustín, a solas y con sumo placer, leía y releía páginas admirándose a sí mismo.
Siempre había sido el número uno como estu-
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diante. Ahora, maestro, aspiraba a una distinción parecida.
Quiere para sí la fama y el título de Magister pri-mus, el mejor maestro. Aún pensaba en glorias, felicitaciones y aplausos.
Se anuncia entonces un concurso de poesía. El poeta vencedor será coronado públicamente. Agustín resolvió tomar parte. Escribió un poema
dramático y consiguió la victoria. Fue coronado ante numeroso público por el mis
mo Procónsul. En la ciencia humana, Agustín no conocía difi
cultades,, ni necesitaba maestro:
Oyó una vez ponderar como profunda y admirable, pero muy difícil de entender sin maestro, la obra de Aristóteles titulada Las Diez Categorías.
El la lee a solas y la entiende perfectamente sin necesidad de detenerse.
A pesar de todo, Agustín no halla descanso en la ciencia de los hombres: Lejos de Dios no se puede estar bien.
Era sabio, y quiere más; quiere otra ciencia. ¿Cuál? No lo sabe. Pasaron los primeros fervores maniqueos de
Agustín. Empieza a reflexionar seriamente sobre su posición religiosa.
I Cuántas desilusiones!
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A medida que iba conociendo más y mejor el maniqueísmo, se sentía menos maniqueo.
No le satisfacían los dogmas de la secta. Al principio, se sintió atraído por la aparente virtud de los que se decían elegidos y santos.
A la larga, descubrió que todo aquello era un mito; no tenían nada de perfectos.
Un tal Helpidio, católico, dio conferencias en Cartago y atacó duramente al maniqueísmo.
Agustín le oyó, impresionado se decía: I Parece que tiene razón! Sus lecturas le desilusionaron por completo: Era
sabio y maestro y no podía creer las explicaciones maniqueas.
La ciencia le decía lo contrario. «Si en la ciencia se equivocan los que se dicen
inspirados; ¿qué crédito merecerán en lo demás. .. ?».
No hallaba cosa cierta en tal sistema y, francamente, cada vez se siente más intranquilo en el maniqueísmo. Ahora está lleno de incertidumbre.
Temeroso de que sus dudas pasasen adelante, fue a consultar a los maniqueos, a los doctores, a los más entendidos; pero éstos no saben qué responderle.
Le remiten a Fausto, al famoso Fausto, a su gran Doctor.
Vendrá Fausto —le dicen— y él te solucionaré todas las dudas.
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«Yo esperaba con muy profundo deseo la llegada de aquel tan mencionado Fausto».
I Es la única esperanza que le quedal Llegó Fausto. Conversaron los dos. Agustín ex
pone las dificultades, y Fausto, de quien tanto esperaba Agustín, tampoco da con la solución:
«Tan pronto como llegó, pude experimentar que se trataba de un hombre simpático y de grata conversación. Lo que los demás decían en forma ordinaria, lo expresaba él con gracia singular». No decía nada nuevo.
Fausto, incapaz de resolver las dificultades de Agustín y antes de exponerse a una derrota, optó por confesar su ignorancia.
¿A quién acudirá? Todos valen menos que Fausto; y Fausto, a
quien los suyos ponen sobre las nubes, no supo responder atinadamente. Así terminó, después de muchos años, la crisis maniquea de Agustín; pero Agustín continuará en la secta hasta encontrar otra menos absurda.
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DE ÁFRICA A EUROPA
Agustín, aunque más aplaudido en Cartago, no pudo conseguir en ocho años una cátedra que igualase a la encantadora de Tagaste.
En Tagaste, todos, maestro y discípulos, vivían unidos en estrecha amistad.
En cambio la clase que rige en Cartago le llena de amargura.
Es verdad que tiene muchos y buenos discípulos; pero no faltan los ineducados y alborotadores que no entran por la disciplina.
Agustín ansiaba dejar cuanto antes la clase de Cartago; le aconsejan cambiarla por otra en Roma.
Los amigos de Cartago le animaban ponderando los aplausos que recibiría en la ciudad imperial.
Los amigos de Roma procuraban atraerle con invitaciones frecuentes y elogios de los estudiantes romanos.
Por fin le convencieron y se decidió a partir. «Mi determinación de ir a Roma no fue por ga-
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nar más ni alcanzar mayor gloria, aunque también estas razones pesaban en mí.
El principal motivo que me movió fue el haber oído que los jóvenes de Roma eran más pacíficos y disciplinados que los de Cartago».
Agustín, preocupado del viaje a Roma, se desentendió por entonces del problema que no podía olvidar.
«iY la felicidad...! I Dónde está la verdad...! ¿Para qué nuevas discusiones si nadie me ha de
dar la solución?» Así pensaba, desilusionado, después de la entre
vista con Fausto. Estaba todo preparado. No le faltaba más que
señalar el día, sacar el billete y subir al barco.
Antes, Agustín había comunicado a su madre la resolución. Decía en la última carta:
¡Me voy a Roma! La madre conocía el estado del alma de Agustín, Temía que el hijo huyese donde no pudiera cu
rarle con sus cuidados. Impulsada por el amor que le tenía, partió inme
diatamente y se unió con él en la playa. Agustín está decidido a irse a Roma. Mónica a impedírselo o marchar con él.
Mónica, con todas las razones de una madre, no pudo disuadirle..., incapaz de hacerle retroceder,
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pedía que al menos la aceptase como compañera de viaje.
Agustín se niega rotundamente. La madre no le deja solo: teme que se escape. «[Espera! —dice el hijo: Tengo que despedir a
un amigo». La madre, desconfiada, corre tras él. Están los
dos cerca del barco.
Llega la noche y aún siguen paseando en la playa Agustín, su madre y el amigo.
Vuelve a decir Agustín: «Mientras el tiempo no cambie no hay temor de que el barco salga.
Vete —añade dirigiéndose a su madre—, vete a descansar un poco. Al despertar te convencerás de que seguimos aquí el barco y yo».
Al fin la convenció: «Pude persuadirle a que permaneciese aquella
noche en la Iglesia de S. Cipriano, lugar próximo a la nave».
Mónica accede... «Entre tanto, yo me hice a la vela y la abandoné,
dejándola llorando y orando.
Sopló el viento, hinchó nuestras velas y desapareció la playa de nuestra vista...»
A la mañana siguiente la madre vuelve... y ya no ve la nave en que se fue Agustín.
¡Pobre madre! ¡Cuanto sufres!
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Sola, triste, toda absorta en dolorosos pensamientos y a pasos lentos volvió a Tagaste.
En Tagaste pasa los días y las noches rezando por la salvación de su infeliz hijo.
Allí estuvo hasta que no pudo resistir más. Volvió a Cartago, se llegó a la playa, subió al
barco y emprendió un penoso viaje: ...para unirse con su Agustín en Italia.
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EN LA CÁTEDRA DE ROMA
Agustín llegó a Roma el año 383. Oficialmente era maniqueo. Personalmente ya
no simpatizaba con el maniqueísmo; deseaba desertar cuanto antes.
Sólo externamente y por conveniencia continuaba las relaciones con los maniqueos.
En Roma el maniqueísmo tenía muchos adeptos, que podían ayudarle. No quiso privarse de este apoyo.
Recomendado por los de la secta, fue recibido en Roma por un miembro de la misma, el cual le hospedó en su casa.
Al poco tiempo de llegar cayó enfermo. Doble enfermedad: la calentura y las dudas.
Agustín empieza a temer la muerte. «¿Si me muero que será de mí». i Todo era dudoso para él I «Yo me moría y caminaba a la tumba cargado de
todos los pecados que había cometido contra Dios, contra mí mismo y contra el prójimo».
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Realmente se encuentra grave, más grave quizás que cuando niño pidió el bautismo a su santa madre.
Ahora ni está su madre a la cabecera de la cama, ni él pide ser bautizado; pero se acuerda de ella, aunque no del bautismo.
«Con todo, sigue diciendo Agustín, no permitiste. Señor, que en tai estado muriese yo doblemente.
[Qué hubiera sido de mi madre!
¿Cómo ibas a despreciar Tú las lágrimas con que ella te pedía, no oro, ni plata..., sino la salud del hijo?»
Al f in, sanó. Restablecido, abrió escuela de Retórica en Roma, a la que acudían algunos discípulos, que le siguieron desde Cartago, con otros nuevos.
Su fama se extiende pronto por Roma; los estudiantes le escuchan y aclaman con entusiasmo.
Pero... |ay! el desencanto de Agustín fue enorme cuando vio que pasaba el tiempo de cobrar y los alumnos no le pagaban.
Ciertamente que Agustín no estaba apegado al dinero; sin embargo, no dejaba de sentir su necesidad.
En la última enfermedad, todo habían sido gastos; necesitaba ingresos.
Tenían que vivir del fruto de su trabajo: él, su hi-
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S. OIMIGNANO - Iglesia de San Agustín San Agustín parte de Roma para Milán
(B. GOZZOLI 1465)
jo y su amante que, superando tantas dificultades, partió para unirse con Agustín en Roma.
Agustín, gravemente enfermo, sufrió física y moralmente.
Experimentó las congojas de un hombre que esté para morir, sin esperanzas, con remordimientos, sin preparación... y sin Viático.
Por eso después, convaleciente, se sintió impulsado más que nunca en pos de la verdad.
Vedle solo, luchando por encontrar esa Verdad inmutable.
¿Dónde está la Verdad que nunca engaña? Agustín no murió, pero no puede olvidarse de la
muerte: le preocupa el problema terrible de la eternidad.
Vuelve a examinar al maniquefsmo: le parece menos verdad.
Sigue el tormento de Agustín: «|S¡ muero sin haber hallado la Verdad...I
¿Dónde podré hallarla? En el sistema de Manes veo que es imposible. ¿Dónde/...» ¿En el paganismo? De ningún modo: los mani-
queos se lo describen como un conjunto de inmoralidades y él lo sabía por experiencia.
El cristianismo hubiera podido cautivar su corazón; pero los maniqueos se lo pintan tan mal...; para él no son despreciables tales prejuicios.
Y la Verdad, ¿dónde está?
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I Qué estado el de Agustín! I La muerte)
¿Y la Verdad? ¿Podré hallarla? Desconfía: conoce profundamente las miserias
humanas. En la sociedad no encuentra más que indiferen
cia religiosa. Y duda; dudaba de Dios y empieza a dudar de
los hombres. I Los escépticos tienen razón! Aquí empieza el mayor martirio del corazón de
Agustín. Tiene ansias de Verdad y perdió las esperanzas
de poder hallarla. Agustín escéptico. Por entonces cuando mayor era su tormento,
supo que estaba vacante en Milán la cátedra de Elocuencia.
La solicitó sin demora. Desarrolló brillantemente un tema oratorio en
presencia de Símaco, prefecto de Roma, y la obtuvo.
¡De 61 es la catedral
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ORADOR DE FAMA
Agustín llegó a Milán el año 384. Tomó posesión de la cátedra y la regentó durante dos años.
Tenía treinta años contados. Y anhelaba con violencia creciente fortuna y gloria...
Frecuentaba los círculos ciudadanos, no faltaba nunca a las fiestas, se le veía a menudo en el teatro...
Su fama de brillante orador se había acrecentado y extendido de tal manera que Fiavio Bauto le encargó e) panegírico imperial de aquei año 385.
Cuando iba al lugar de la ceremonia, en una callejuela de Milán, se cruzó casualmente con un vagabundo embriagado.
El orador del día vestido de gala, miró al mendigo, y... suspiró. Pero aquel suspiró no fue de compasión, sino de envidia.
«Ved —exclamó dirigiéndose a sus amigos—, ved cuánto más feliz que nosotros es ese mendigo...»
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Sí, el alma de Agustín hablaba en el fondo consigo misma y..., sufría.
El alma de Agustín se hallaba desconsolada y sumergida en un mar de penas.
En Milán fue a visitar a S. Ambrosio. IY Ambrosio no comprendió a Agustín I Creía haber recibido a uno de tantos retóricos. Le acogió con protocolo, bastante episcopal-
mente; se congratuló de su venida, le auguró un feliz curso escolar y... se despidieron.
Pero Agustín había quedado prendado de Ambrosio: Cuando el obispo predicaba corría a oírle..., cada vez le agradaba más.
Al principio se fijaba más en la forma que en el contenido.
Con todo, los sermones de Ambrosio iban penetrando en el corazón de Agustín.
Un buen día, se dio cuenta de que las ideas del obispo le interesaban y le hacían reflexionar.
Agustín pensaba en su interior: es imposible que un hombre como Ambrosio profese una doctrina falsa.
El catolicismo, a través de las interpretaciones de Ambrosio, le parecía no tener nada de absurdo.
«Ambrosio —dice Agustín— no afirma por afirmar, sino que da las pruebas».
Fue dándose cuenta de que la Biblia era como una tierra de maravillas insospechadas.
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Agustín aún no es católico, pero mira con simpatía el catolicismo.
Se avergüenza de ser maniqueo. ¿Qué hago ya en el maniquelsmo? Comprendió mejor que nunca la falsedad de la
secta. Se convenció de que los maniqueos eran unos
ignorantes, necios e hipócritas. Él no había nacido para hipócrita.
«Así decidí abandonar de una vez para siempre el maniqueísmo.
Fluctuando entre tantas doctrinas y desconfiando de encontrar la verdad.
...determiné permanecer catecúmeno de la Iglesia católica, que me había sido recomendada por mis padres, hasta que vislumbrase algo cierto donde dirigir mis pasos».
Agustín se avergüenza de sí mismo. Piensa: | Ya he pasado la adolescencia y así me
encuentro...! I Tanto tiempo y en la duda I Y... no se decide. Sigue oyendo a Ambrosio. No se cansa de asis
tir a sus sermones.
Le admira el obispo de Milán: |un hombre adorado por todos y tan despegado de los honores...)
Ambrosio parece un hombre feliz; demuestra poseer dominio de sí mismo.
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Agustín envidia a Ambrosio. Agustín quisiera ser Ambrosio.
Agustín continúa visitando al santo obispo. Algún día va decidido a comunicarle sus dudas y
desahogarse con él. Y se llega donde Ambrosio. Mas... «Le veía leer calladamente. ¿Quién era capaz de
molestarle? Y sin atreverme a quitarle el tiempo me
retiraba». Volveré otro día. Y vuelve otro día y sucede igual. Y vuelve más días y lo mismo. Así no puede salir de la duda. Agustín sufre por la Verdad y Agustín no en
cuentra la Verdad. Agustín no está dispuesto para la Verdad que re
quiere despego de las cosas del mundo. Estaba preso de un doble lazo: aquella mujer que
tenia consigo y su entendimiento incapaz de pensar en Dios y en su alma.
No estaba en condiciones de creer ni de recibir la fe del Evangelio.
Agustín no podía comprender la felicidad de Ambrosio.
Agustín es hombre terreno. Ambrosio es hombre de Dios.
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Otra vez Ménica
Mónica tenía que estar junto al hijo, cuya conversión era su única preocupación.
Agustín iba a entrar en una agonía dolorosísima y la madre tenía que prestarle el último y supremo socorro.
Cuando supo la tristeza que embargaba el alma de su hijo, resolvió partir a unirse con él.
Embarcó en Cartago. Llegó a Roma; no estaba allí. Siguió hasta Milán y encontró de nuevo a
Agustín. Se unieron en un largo y estrecho abrazo...
El que conozca la historia del alma de los dos, que no nos pida describamos la escena de aquel encuentro.
Luego que pudieron hablarse, Agustín se apresuró a decir a la madre:
|Ya no soy maniqueo!
Mónica responde: mi aspiración es verte cristiano .
Agustín, con una sonrisa de dolor, vuelve a decir eso es difícil...
Pero Agustín estaba muy ocupado: apenas tenía tiempo para escuchar las piadosas exhortaciones de su santa madre.
Su profesión y sus relaciones le absorbían el día entero.
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Por la mañana daba clase. Por la tarde se dedicaba a las visitas de amista
des y cortesía. Por la noche preparaba la lección del siguiente
día. A pesar de su ocupada y agitada vida no con
seguía tranquilizar su ánimo. Lo poco que ha encontrado más fecundo y
aquistador de su espíritu y corazón le llega a través de Ménica y Ambrosio.
No sabe de modo cierto, pero sí probable, con gran probabilidad que lo que él busca se encuentra en la Iglesia Católica.
Sin embargo, Agustín no se atreve a dar un paso adelante.
Considera qué rectificar una vez más, sería adquirir fama de voluble.
Piensa que no le conviene ir de prisa, sino más bien proceder cauta y paulatinamente.
Agustín triste, pensativo, con el corazón llagado, con el alma agitada por multitud de pensamientos contrarios no descansará, no se dará por vencido, indagará...
Agustín tiene por ciertas algunas cosas para el régimen de su vida en este momento de crisis:
Tiene por cierta la religiosidad de su santa madre, su bondad y su inmenso cariño maternal para con él;
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S. GIM1GNANO - Iglesia de San Agustín San Aaustín lee la carta de san Pahlo-ConversiAn
tiene por cierta la cultura de Ambrosio: mayor que la de otros muchos que se consideran sabios;
tiene por cierta, y por muy dulce, la amistad... Y, sobre todo, tiene por cierta y por muy grande
su propia desgracia, al considerarse tan apartado de la verdad...
Su resolución: todavía no sabe Agustín a qué carta quedarse para ordenar su vida.
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LUZ EN SU INTELIGENCIA
Los l ibros platónicos
Ambrosio había desbaratado las objeciones ma-niqueas contra la Escritura y Agustín iba profundizando su creencia en la Iglesia.
Dos problemas atormentaban ahora a Agustín: la espiritualidad de Dios y el origen del mal.
Un amigo le ayudó a encontrar el camino para resolverlos: le facilitó algunos libros platónicos.
Esta lectura fue para Agustín una verdadera revelación: un segundo Hortensio.
Esos libros despertaron su antiguo entusiasmo por la Verdad y Agustín se siente nuevamente enamorado de la Sabiduría.
Creyó haber encontrado la solución. Concibió a Dios por vez primera, como Espíritu
puro y Bien infinito. «Sí, no se puede dudar... ¡Sí, hay Verdad! La Verdad es Dios...»
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Agustín se encuentra en un mundo todo iluminado y bellísimo. Entonces comprende que él es un extraviado digno de lástima.
Ve la inutilidad de tantos esfuerzos consumidos en buscar la Verdad.
Los neoplatónicos le habían llevado de la mano hasta casi la presencia del verdadero Dios, pero en los neoplatónicos Agustín no encuentra a Jesús. Y Agustín a pesar de todo, buscaba a Jesús.
A Jesús se va por el camino de la humildad; y él camina por la soberbia de la carne y de la sangre.
Las Sagradas Escrituras
En este estado, Agustín cogió avidísimamente las Escrituras y... las entendía.
«Para mí ya no eran contradicción. Hallé en ellas toda la Verdad que yo conocía».
¿No encontró más Agustín leyendo las Santas Escrituras?
Sí: Encontró lo que buscaba y al que buscaba. Encontró el camino de la Verdad, encontró a Je
sús. Con emoción lo reconoce y dice: «Sólo Él —Cristo— es camino segurísimo contra
todos los errores, por ser Dios y hombre: Dios a donde se va y hombre por donde se va». Entre Dios y los hombres no hay otro camino
que Cristo.
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Agustín dejó de las manos el Hortensio de Cicerón, porque allí no estaba Jesús.
Agustín oyó hablar a los maniqueos de Jesús, de un falso Jesús; no buscaba ése.
Agustín leyó a S. Pablo y encontró a Jesús, al Jesús que buscaba.
Encontró la cruz y a Jesús junto a la cruz. Y Agustín, en presencia de ese Jesús y de esa
Verdad, perdió las ansias de fama y dinero. Pero queda sin resolver todavía el problema
afectivo y carnal. Pablo continúa señalando la senda y le repite la
paradoja de Cristo. Para vivir es necesario morir. Agustín sufría amargamente. Había encontrado
la Verdad y la Verdad le curó la inteligencia de to-. dos los errores y dudas.
Ahora le faltaba lo más doloroso: la enmienda del corazón.
Adora a Dios en la idea, pero no en la realidad; porque su corazón no acierta a despegarse de los goces sensibles.
No está todo resuelto. Lo más difícil es sanar el corazón, no por causa
de Dios, sino por rebeldía del corazón mismo. El extravío del corazón es lo terrible. Éste fue el
principal error de Agustín: amaba lo que no debía amar. Amaba las criaturas con preferencia al Creador.
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Ahora comprende que es una aberración; con todo, sigue amando lo que no debe amar, porque el corazón se lo exige y el corazón es el que manda en la vida.
Pero decimos una vez más, y para siempre, que Agustín no fue el pecador que se han figurado muchos, poco enterados.
Fue pecador como suelen serlo los jóvenes que viven apartados de Dios, no más.
Amó los placeres de la carne pero sin ser un desvergonzado, como le han considerado algunos, a fin de hacer resaltar con más fuerza el milagro de la gracia.
Esto es una injusticia, porque es una falsedad. Pero cerremos este paréntesis, para seguir el
proceso del alma de Agustín. Agustín ha encontrado la Verdad: Dios es la Ver
dad. Se da cuenta de que puede y debe mudarse en
la Verdad. Agustín percibe la necesidad urgente de entre
garse a Dios, por lo mismo, no podrá permanecer mucho tiempo en su estado actual.
¿Cuándo se decidirá finalmente a poner en armonía su vida con su inteligencia, su corazón con sus ansias de poseer a Dios?
Antes debe venir la cura del corazón. Y ésta no tardará en realizarse.
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LA CURA DEL CORAZÓN
El primer paso
Intentan sus amigos y sobre todo su madre Ménica casar a Agustín, pero no con la mujer que trata. Esta mujer va a ser sustituida por otra más joven y más digna del profesor de Retórica de Milán.
No es Agustín el que la juzga más digna ni menos digna, sino su madre y los amigos.
Es Ménica principalmente quien pretende otra mujer para su hijo. Todo lo arreglará ella.
Lo primero. Jo que verdaderamente urge, es que la madre de Adeodato se separe de Agustín.
Agustín cedió a los requerimientos de Mónica y los amigos.
Agustín, de un corazón y de un amor inmenso, parece que no podía ceder tan pronto.
Extraña que Agustín ceda. Y Agustín no sabe cómo cede, pero cede. Obedece a la madre y a los amigos, que es lo
mismo que obedecer a la Divina Providencia.
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«Y me dejé arrebatar —exclama— la que participaba de mi vida: y como mi alma estaba íntimamente unida a la de aquella en quien tenía mi corazón, me quedó éste tan lacerado y herido, que la llaga vertía sangre».
Y la madre de Adeodato vuelve al África. Se despide de Agustín, convertida, para encerrarse en un monasterio.
En cambio, Agustín, no convertido aún, pare-ciéndole demasiado esperar dos años, para el matrimonio con la jovencita, y no pudiendo resistir los ardores de la carne, toma otra amiga.
Agustín está llamado a ser y será santo y fundador: pero, para la vida religiosa, se necesita mucha virtud cristiana. Y...
Agustín todavía no es hombre de Cristo, sino del mundo.
Esperemos unos años y veremos a Agustín santo y convertido en la admiración de los siglos.
Santa Mónica asistía inquieta a este lento renacimiento y hubiera querido precipitar el desenlace...
Simpl ic iano
Una mañana salió Agustín antes que de costumbre y fue a ver a Simpliciano.
Éste era un anciano sacerdote y gran siervo de Dios.
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Simpliciano comprendió a Agustín. Le recibió afectuosamente, le acogió con suma
sencillez y le escuchó con toda su alma. Agustín comenzó a narrar su odisea carnal e in
telectual. Simpliciano le escucha paternalmente y se ale
gra de que hubiese leído los libros platónicos.
Discurriendo acerca de ellos, llegó a hablar del que los había traducido al latín, Mario Victorino.
Agustín conocía muy bien a Victorino. Sólo ignoraba una cosa: que estaba convertido. Pero Simpliciano se lo hizo saber.
El más grande maestro y orador de Roma, Victorino, había pasado ya de los cincuenta años, y un día, dijo a Simpliciano:
«Vamos a la iglesia: quiero hacerme cristiano». Y bajo las bóvedas de la basílica resonó segura y
solemne la voz de Victorino. Pronunció el Credo con aquella voz que los romanos habían aplaudido tantas veces.
Fue un acontecimiento de general sorpresa. En Roma no se hablaba de otra cosa.
Agustín se conmovió hasta el fondo del alma. «Yo ardía en deseos de imitarle». I Tantas semejanzas...! Los dos, africanos; los dos, maestros de Retórica; los dos, ávidos de gloria;
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los dos, iniciados en el cristianismo por los libros platónicos.
Faltaba, por parte de Agustín, la plena conversión, y serían iguales en todo.
Después Simpliciano añadió: «No creas que Victorino se arrepintió: Habiendo prohibido Juliano el Apóstata a los cristianos enseñar las letras, Victorino prefirió cerrar la escuela antes que renunciar a Cristo».
El relato había acabado y Agustín se despidió murmurando entre dientes:
«¿Por qué no yo, por qué no yo?». Otra sacudida más y Agustín abrirá los ojos
—aunque sea a través de lágrimas— a la fe de Cristo.
Ponticiano
Un día que estaba solo con Alipio recibió la visita de un compatriota. Era Ponticiano, alto oficial de la Corte y cristiano fervoroso.
Conversaban familiarmente. El visitante cogió un hermoso códice que allí estaba sobre la mesa de Agustín y vio que eran las epístolas de S. Pablo; sonrió y, mirando a su amigo, le felicitó...
Pablo habla llegado a ser la pasión de Agustín. Ponticiano, animado por este hecho, se puso a
hablar de Antonio, el anacoreta egipcio. Al quedar enfermo, a los veinte años, había re-
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partido cuanto poseía y se había retirado a hacer vida de penitencia....
El enemigo le abrasaba la carne... Mas él, meditando en el infierno y en los gusa
nos preparados para los deshonestos, resistía valiente y quedaba vencedor.
Agustín se sentía avergonzado. También en Milán —continúa Ponticiano— ha
bitan muchas almas consagradas a Dios. Los imitadores de Antonio son tan numerosos
que se han fundado colonias de monjes. Oíd esto: «En Tréveris, mientras el Emperador asistía a los
juegos, otros tres camaradas y yo salimos de paseo al campo.
Dos de ellos penetraron por casualidad en una cabana de monjes y en ella se pusieron a leer una Vida de Antonio.
Uno quedó tan transformado por la lectura que decidió hacerse ermitaño y convenció a su compañero a hacer lo mismo.
Nosotros, buscando aquí y allá, los descubrimos a la puesta del sol.
Ellos nos expusieron su resulución y nosotros volvimos al palacio edificados con su ejemplo».
Ponticiano añadió después un detalle que debió aún más asombrar a Agustín:
«Los dos nuevos monjes estaban para casarse, y sus prometidas, al saber la noticia, resolvieron imi-
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tarlos y se encerraron en un monasterio de vírgenes».
Aquí Ponticiano concluyó. De nada de esto tenía noticia Agustín, pero el re
lato le interesó sumamente. Nadie más necesitado de penitencia y soledad
que él. Según habla Ponticiano —piensa Agustín— se
dedican a servir a Dios personas cuyo desorden de vida no consta; y yo, sin embargo, no me dedico a pedir perdón a Dios y amarle con toda mi alma...
Esos monjes de los que habla Ponticiano, le dan lecciones de sabiduría sublime, de la alta ciencia que es Dios y el amor de Dios:
En esto —advierte íntimamente Agustín— se me han adelantado los dos anacoretas, quizá ignorantes de las Artes Liberales que yo domino...
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CONVERSIÓN
Estos hechos trituraron el corazón de Agustín. Aquellos hombres se presentaban obstinada
mente delante de él, censurando sus cobardes vacilaciones.
Agustín se veía «feo, deforme, sucio, lleno de muchas úlceras».
Tuvo asco, tuvo horror de sí mismo. Y no podía huirse, y no se sentía con fuerzas para el cambio.
Las obras —mejor que las palabras— eran indicio de su lucha interior: «L? frente, las mejillas, los ojos, el color, el tono de la voz...»
La batalla que se cernía ahora en el ánimo de Agustín no era entre la verdad y el error, sino entre la castidad y la lujuria, entre el espíritu y la carne.
Y, apenas se marchó Ponticiano, con el rostro y la mente desencajados, Agustín se precipitó sobre Alipio.
«¿Qué es lo que pasa? ¿Has oído?
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i Se levantan de la tierra los ignorantes, apoderándose del cielo, y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos revolcamos en la carne y en la sangrel
¿Es que tenemos a deshonra el carecer de valor para imitarles?».
Alipio estaba allí, mirándole, atónito, apenado y silencioso.
Agustín sn el huerto
Agustín cuando hubo dicho esto se lanza hacia la puerta y se retira a un huerto de la casa que habitaba, porque siente necesidad de estar solo.
Este huerto será su Getsemaní y su Tabor. Alipio, sin embargo no le deja solo, pues le ve
demasiado agitado. El amigo no puede ni debe abandonar al amigo en estas circunstancias críticas.
Allí estará Alipio sin estorbar, como testigo mudo de una tragedia del alma que ha de terminar en vida inmortal.
Todo le amonesta a Agustín, lo interior y lo exterior, a que resuelva definitivamente.
Es cuestión de querer: el entregarse a Dios es cuestión sólo de querer.
Agustín quiere, y sin embargo, no se entrega.. Cree él que quiere; pero en realidad no quiere,
pues no se entrega. Esta lucha interior de Agustín es de lo más extra-
ordinadio y más humano.
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La costumbre antigua y la resolución nueva batallan con armas poderosísimas, haciendo que Agustín se manifieste como si estuviera loco.
Como de un loco son, en efecto, sus acciones: el retorcerse las manos, el golpearse, el arrancarse los cabellos y otros extremos a que lleva la furia del alma contra uno mismo.
Agustín envidia a Victorino, tan docto y ya cristiano, y envidia a los indoctos cristianos; son más doctos que él en la verdadera sabiduría; sólo esta sabiduría, que hace doctos y felices a los hombres, es la verdadera.
Pero Victorino no debe su conversión sólo a sus propias fuerzas: es Dios quien le ha dado la victoria.
Agustín se acerca a Dios
Dios no exige de Agustín más que humildad a las inspiraciones divinas, y Agustín, en vez de humillarse, se erige en juez de sí mismo.
Pero es natural que un hombre de las condiciones de Agustín quiera resolver por sí mismo.
De aquí que ni la conversión de Victorino ni la vida de San Antonio ni las virtudes de los monjes muevan eficazmente su corazón; en el fondo de su alma se cree superior a todos esos hombres.
Falta la decisión, falta la realidad de la conversión que consiste en que Dios se posesione de una vez para siempre del corazón de Agustín.
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Si el corazón no se rinde no se adelanta nada en el camino del bien; es la única fortaleza que debe rendirse para que se establezca la paz en el alma.
La pena que ahora siente Agustín en su corazón, la amargura honda, la confusión de sentimientos, la ruda batalla de lo que es contra lo que debe ser, supera a cuanto pudiéramos decir.
Agustín que nunca ha llorado en estos combates, siente ganas de llorar y de estar completamente solo para desahogarse. Por eso se aleja unos pasos de Alipio.
Mucho ha llorado su santa madre por él; ahora él va a llorar sus miserias y su debilidad con amarguísimo dolor.
Ve con claridad su propia impotencia para resolver en lo que tanto le conviene; tiene delante de los ojos del alma lo que ha pecado contra Dios.
Observa ahora la inclinación de todas sus facultades hacia Dios.
Ve el desmoronamiento de los castillos de sus ambiciones.
Y rompe a llorar amargamente.
No llora por tener que despedirse de su vida pasada, sino por no haberse despedido antes; y por no haberse despedido ya.
Esta echado en tierra y no se oyen otras voces que las de sus gemidos y ahogadora fatiga.
La tierra recibe las lágrimas que brotan de sus
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ojos. Nunca ha sido Agustín más grande que ahora.
Agustín ruega, clama, urge... Hay perfecta contrición en el corazón, humil
dad en el entendimiento, llanto en los ojos, plegaria en los labios.
Agustín llora y entre sollozo y sollozo se le oye decir «Tú, Señor, hasta cuándo?... ¿Hasta cuándo estarás airado?...»
De pronto oye una voz como de niño o niña, que canta y repite muchas veces: «Toma y lee, toma y lee».
No puede comprobarse esa voz en el terreno humano. Parece de niño o niña, pero es muy especial y, sin duda, de un ángel del cielo.
No ha oído él cantar así nunca a los niños, no sabe que haya canción semejante.
Pero lo innegable es que le llega a lo más profundo del alma, le transforma, le anima, le seduce, le orienta y le hace volar.
Se levanta entonces Agustín al punto del sitio empapado en lágrimas.
Marcha rápido donde ha quedado Alipio, porque allí está el libro de las Epístolas de San Pablo, cuya lectura le parece recomendar esa voz, que considera del cielo.
Toma el libro con ansia, le abre al azar y lee para sí:
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«No en banquetes y embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones; sino revestios de Nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo».
No es necesario más; se disipan enteramente todas las tinieblas de sus dudas.
Agustín se rinde como Pablo a la gracia.
Triunfo definitivo
Al fin llega la hermosa y viva claridad: | Agustín es ya todo de Dios, por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo.
Si Dios no hubiese hablado a Agustín, éste no se habría convertido. Tenía que hablarle Dios, como aconteció con Pablo de Tarso.
Si Agustín fuera un hombre como la generalidad de los hombres, bastaba que otro hombre superior a él en conocimientos y honradez le hubiese hablado, para que con la gracia ordinaria de Dios se hubiera convertido.
¿Pero quién había de los que con él trataban o pudiesen tratar, que fuera más ilustrado y de más ingenio que Agustín?
Jamás se habría convertido como fruto de una disputa. Hablamos en el aspecto humano al que de ordinario suele acomodarse la acción de la gracia de Dios.
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A Agustín, maestro de Retórica de Milán, hay que mandarle, hay que imperarle,, no con voz de hombre, sino con voz de Dios.
«Toma y lee», le dice, y repetidas veces, la voz del cielq.
Observa Agustín a ver dónde sale esa voz; le ha traspasado las entrañas y, sin embargo, antes de rendirse, examina el origen de esa voz que manda.
Y cuando se convence de que no es de la tierra, de que no es de niño o niña aunque lo parezca por el timbre de su pureza, de que no es humana sino divina, entonces vuela a ejecutar lo que se le ordena.
Su semblante ya es otro, su alma ya es otra, su corazón ya es otro.
Quien al fin ha triunfado en el corazón de Agustín es la gracia y el nombre de Jesucristo.
Esto nos avisa que en las cuestiones del alma debemos cuanto antes ponernos en los brazos de Dios.
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PAZ DEL CONVERTIDO
Había pasado la tormenta de Agustín. Empezaba a entender cuan dulce es el Señor pa
ra los que bien le aman. Lo entendía a través de la experiencia del corazón:
«Mi alma estaba libre de los cuidados roedores de la codicia, del aguijón de la carne y de los deseos carnales.
Me regocijaba delante de ti, mi luz, mi riqueza, mi salvación, mi Señor y mi Dios».
El Señor habíale libertado de la triple concupiscencia:
de la gloria, del lucro, y de la carne. Las bagatelas que antes le solicitaban y que
temía perder las rechazaba ahora con alegría. El amor divino las había reemplazado en su cora
zón.
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Lo primero que Agustín había pensado hacer era dejar la cátedra de profesor de Elocuencia.
Continuó las lecciones aquellos veinte o poco más días que faltaban para las vacaciones de la vendimia.
Después comunicó a las autoridades de Milán su renuncia a la docencia.
Agustín había determinado dejar la cátedra por motivos de salud: Fue la disculpa que puso para no llamar la atención.
De hecho no se encontraba bien y, a juicio de todos, necesitaba un prolongado reposo.
Más que descanso físico Agustín deseaba y necesitaba recogerse. Dios le iba a conducir a la soledad, para hablarle al corazón.
Agustín contaba entre sus amigos, a un rico profesor de gramática, llamado Verecundo.
Verecundo poseía una hermosa casa de campo en Casiciaco, cerca de Milán.
Lleno de generosidad se la ofreció a Agustín, que la aceptó de buen grado, y un día de fines de septiembre, partió.
Con él iban: Su madre Mónica, Adeodato, su hermano Navigio, sus primos Rústico y Lastidiano, y sus paisanos Alipio, Licencio y Trigecio.
El grupo agustiniano llegó, gozoso, al referido Casiciaco.
En esta casita de campo permanecieron seis meses en espera del bautismo de Agustín.
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Al cabo de dos semanas Agustín se sintió renovado por completo en su salud.
Lee la Biblia y canta los salmos bajo las bóvedas del cielo.
Poco después empezaron las lecciones. Agustín es otro completamente: es el maestro iluminado por el acercamiento a Dios.
Quería ante todo inspirar a sus jóvenes discípulos el amor a la sabiduría.
No era el único en tomar la palabra. Para cuidar su garganta y su pecho, y también
para interesar a sus discípulos daba a sus lecciones la forma de sencillas conversaciones.
Si llovía o hacía viento, se reunían en la sala de baño.
Cuando hacía bueno, la discusión se desarrollaba sobre el césped.
Allí nacieron tres libros, que han llegado hasta nosotros:
Contra académicos De vita beata De ordine Se ve allí una vida alegre y estudiosa, presidida
por la amistad y bajo la amorosa mirada de Mónica.
Una vida de orientación hacia Dios. Agustín comenzó en Casiciaco a vivir profunda
mente el Evangelio.
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Oración, penitencia con amargo lloro de sus culpas, humildad, pureza de corazón..., eso fue Casi-ciaco para el recién convertido.
La mayor parte del día Agustín la consagraba a sus discípulos y al cuidado de la finca.
Llegada la noche, se ponía en presencia de Dios, oraba, dialogaba consigo mismo y conversaba con el Señor.
De estas vigilias solitarias salieron los Soliloquios. Una obra incomparable que recoge los ecos de su vida interior:
«No amo sino a ti solo, Dios mío; no busco sino a ti, dispuesto a seguirte y servirte a ti solo».
Los Soliloquios son meditaciones de San Agustín, extraordinariamente bellas, y tan suaves como una música delicada que conmueve el corazón y hace derramar lágrimas.
El que allí se desahoga y abre el espíritu no es un profesor de Retórica; es un amante apasionado, convertido enteramente a Dios.
I Con qué fervor oraba y recitaba los salmos! Agustín todo se lo pedía a Dios: la pureza, el
perdón de sus culpas, perseverancia... «Atormentado, dice, de un dolor de muelas, y
como arreciase tanto que no me dejase hablar, se me vino a la mente avisar a todos los amigos presentes, que orasen por mí...
Apenas doblamos la rodilla con suplicante afecto, huyó aquel dolor», i Y qué dolorl
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IY cómo huyól Nunca desde mi primera edad había experimen
tado cosa semejante. Creía que no podría regular su cuerpo por los cá
nones de la pureza, mortificación, humildad..., y ve que, con la ayuda de Dios, puede realizarlo.
Antes las cosas despertaban en Agustín pensamientos desordenados, de ambición, de placer...
Ahora en esas mismas cosas ve la imagen de Dios.
Santificado el corazón, se santifican las cosas que usamos.
La naturaleza entera lleva ahora a Agustín a la espiritualidad de Dios y a servir a Dios del modo más espiritual.
La viveza de los sentidos de Agustín es ahora más viva que antes.
Su inteligencia, también más viva, más capaz, más ilustrada, más segura, más racional que la de antes por lo mismo que está cierta de sus caminos.
Su imaginación, más fundada, más creadora, más brillante ahora que cuando era solamente mundana.
El amor de Dios le hace amar todo (o creado dentro del orden debido.
Agustín regula maravillosamente por su alma su cuerpo.
Agustín, embellecido por la gracia, puede exclamar:
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I Cuan bello es el reino del espíritu, y cuan anchuroso y cuan útil y deleitable...!
Agustín sigue orando, preparándose..., anhela otra salud, la salud del alma:
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.S. GIMIGNANO - Iglesia de San Agustín Muerte de Santa Ménica
EL BAUTISMO.
Los solitarios de Casiciaco —al principio de la cuaresma del 387— dejaron la quinta de Verecundo para regresar a Milán. Vuelve Agustín más seguro de sí y de su fe y más fuerte contra las tentaciones y los errores.
Con su hijo Adeodato y el inseparable Alipio se hizo inscribir entre los que habían de recibir el Bautismo en las fiestas de Pascua. Aquel año la Pascua caía el 25 de abril.
Entre los candidatos Aurelio Agustín era sin duda el más notable: era el brillante orador que había pronunciado el elogio del Cónsul Bauto y el panegírico del Emperador.
Un genio que se hace discípulo con alma de niño, es una de las cosas más grandes que puede hacer la fe.
Los catecúmenos eran instruidos durante la cuaresma para hacerse dignos de recibir el triple sacramento: el Bautismo, la Confirmación y la Co-
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munión eran administrados en la misma ceremonia.
Agustín, aunque suficientemente preparado, asistió con atención, piedad y modestia edificantes a todas las instrucciones.
Llegó la Gran Semana y el 22 de abril —Jueves Santo—, recitó en alta voz el Credo delante de los fieles, y el Viernes y el Sábado ayunó.
En la noche del Sábado Agustín se trasladó a la Iglesia con su madre, Adeodato y Alipio.
Llega el obispo Ambrosio, se arrodilla, ora un instante y empieza la Ceremonia.
¡La luz de Cristo! ¡Gracias a Dios! La Vigilia había empezado. Se leían pasajes
bíblicos: empezaban a recitarse los vaticinios de Moisés y las palabras de Pablo celebrando el Bautismo de Cristo.
En medio de estas lecturas resonaban las bóvedas de la basílica con el canto de los salmos.
Y Agustín lloraba copiosamente: «iCuánto lloré al oír aquellos himnos y aquellos
cánticos que se melodiaban en tu Iglesia tan suavemente y cuan profundamente me conmovían aquellas vocesl
Aquellas voces resbalaban dentro de mis oídos y tu verdad derretía mi corazón, con lo cual encendiéndose en mí el afecto de tu piedad, corrían mis lágrimas y yo me encontraba satisfecho».
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Se acerca el gran momento: se dirigen todos al baptisterio...
Llegó el turno de Agustín. Ambrosio pronunció sobre él los exorcismos. Agustín, de rodillas, prometió solemnemente
observar la ley de Cristo. Ambrosio le alentó en el rostro y le santiguó en
la frente, en la boca, en los oídos y en el pecho. ...Ahora Agustín está diciendo: Renuncio a Satanás por toda mi vida. Después fue ungido con el óleo bendito y, por
tres veces, sumergido en la pila bautismal. Al mismo tiempo el obispo pregunta y él responde:
¿Crees tú en Dios Padre Omnipotente? Creo. ¿Crees en Jesús, Hijo de Dios? Creo. ¿Crees en el Espíritu Santo? Creo. A continuación el santo Prelado bautizó a
Agustín en nombre de la Santísima Trinidad. Derramó el agua sobre la cabeza del neófito
arrepentido, diciendo: « Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo». Agustín renacía en aquel momento para Dios y
para la Iglesia, para las almas y para sí mismo. La Confirmación seguía inmediatamente al
Bautismo:
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S. Ambrosio le impuso las manos sobre la cabeza, le hizo la señal de la cruz en la frente y Agustín salió transformado de la capilla bautismal. Terminó la ceremonia.
Después, los bautizados, con la vela encendida y en procesión, volvían del baptisterio a la basílica.
Avanzaban lentamente en medio de la solemne procesión y entre oleadas de cantares. Al paso que se acercaban a la Basílica de los Mártires los cantos fluyen de sus labios más apasionados y más dulces.
Ya en el templo, Ambrosio, camina por el centro, se dirige al altar para continuar el divino sacrificio...
Gloria a Dios en el cielo... La Misa de Pascua —comenzada antes de las
ceremonias del Bautismo— continuaba ahora. Y... llegó la hora anhelada de la comunión.
Agustín se acercó a la mesa junto con su hijo y Ali-pio:
El cuerpo de Cristo. Amén. Recibió la Eucaristía... Ahora Agustín tiene el rostro completamente
bañado en llanto. Corren por sus mejillas lágrimas de amor, lágrimas de dulzura, como las que antes humedecían los ojos de su santa madre Ménica...
Agustín recibió el Bautismo la noche del 24 al 25 de abril del 387.
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DESPEDIDA DOLOROSA
Agustín, antes del Bautismo, había concebido el propósito de retirarse a la soledad con sus amigos, donde, alejado del mundo, pasarían los días ocupados en la investigación y contemplación de la Verdad.
Ahora, bautizado, vuelve sobre el asunto. Explica el proyecto a sus íntimos. ¿Os parece
bien? Asintieron unánimes.
¿Dónde convendrá establecerse la comunidad?
Todos eran africanos. No vacilaron. Por unanimidad decidieron volver al África y situarse en Ta-gaste.
Partieron. Atravesaron los Apeninos, y cuando Dios quiso,
estuvieron en Ostia. Agustín procuraba estar con su madre lo más
posible. El tema de sus conversaciones era siempre el mismo: El triunfo de la gracia.
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Conversaban, asomados a una ventana de la casa de Ostia, y respirando el aroma de las flores que ascendía del jardín.
Aspiraban con los labios del corazón las aguas de esa fuente de vida que es Dios, para beber de ella lo más posible.
«Allá arriba —decía Agustín— nos saciaremos de aquella sabiduría, idéntica a Dios, que afanosamente buscamos en la tierra, y allí participaremos eternamente de toda ella, pues carece de pasado o futuro: Es un dichoso presente sin fin.
Y mientras hablábamos y sentíamos ansias de aquella Sabiduría —prosigue Agustín— la tocamos con lo más sensible de nuestros corazones y dejando allá arriba aquellas primicias de nuestro espíritu, descendimos otra vez hasta el rumor de la boca en que la palabra empieza y acaba».
Sí, se elevaron juntos hacia el Señor siguiendo Agustín a su madre...: ¡Éxtasis de Ostia/
Vueltos de aquel delicioso vuelo a la vida de los sentidos se encontraron otra vez en la ventana...
Aquel instante de celestial felicidad, había causado en Mónica el presentimiento y deseo de su fin.
«Hijo mío —dijo ella— la única cosa que me hacía desear vivir sobre la tierra era verte convertido. Dios me lo concedió con creces. Tú, ahora, sólo a Él sirves».
¿Qué hago, pues, aquí?
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No había hablado por causalidad: cinco o seis días habían transcurrido desde aquel éxtasis y Mónica cayó gravemente enferma.
Tuvo otro arrobamiento. Agustín teme por su vida. Vuelve en sí, después de largo delirio, se le oyó exclamar: Enterraréis aquí a vuestra madre.
«No madre —dijo Navigio creyendo tranquilizarla— tú no morirás lejos de nuestra patria».
Ella, mirando a Agustín, ¿Oyes como halaga? Y enseguida:
«Enterrad mi cuerpo donde queráis; no os preocupéis de ello. Os pido una sola cosa: donde quiera que os halléis acordaos de vuestra madre ante el altar de Dios».
Y calló. Todos recordaban el cuidado con que había pre
parado en Tagaste el lugar de su sepultura. Y he aquí que estando para morir renuncia a este postrer consuelo. Sumisa a la gracia, se había despegado de lo terreno:
«Para Dios nada está lejos y no temo que, al fin del mundo, Él no me reconozca para resucitarme».
De este modo, libre de todo pensamiento que no fuese el de la patria futura, «al noveno día de su enfermedad, a la edad de 56 años y a mis 33 —dice Agustín— esta alma religiosa y pía fue librada de su cuerpo».
Agustín, apenado, cerró los ojos de su madre; pero no derramó una lágrima:
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«Cerraba yo sus ojos, mas una tristeza inmensa afligía mi corazón; cuando iba a resolverse en llanto, mi alma se imponía y ese manantial de lágrimas se secaba antes de subir a los ojos, y en esa lucha yo sufría horriblemente».
En la estancia se sentía el latir de los corazones. Adeodato, el nieto, prorrumpió en sollozos... Su padre le impuso silencio. Y..., en medio de
suspiros mal reprimidos, Evodio abrió el Salterio y entonó el Salmo:
Tus misericordias y tus juicios, cantarán tu gloria ¡Oh Sen orí...
La amargura de Agustín no disminuía, pero a este dolor se mezclaba un consuelo dulcísimo. Algún tiempo antes de morir, Mónica, viendo a su hijo lleno de ternura, le había dado un grato testimonio:
«Amorosamente —dice Agustín— me llamó piadoso; afirmando que jamás había oído salir de mi boca alguna palabra ofensiva para ella»: Tú siempre fuiste buen hijo.
Se celebraron los funerales, y no lloró Agustín. Ni siquiera cuando el cadáver fue arrebatado a su vista para siempre.
Aquel día por la noche logró conciliar el sueño, se despertó a media noche con el corazón menos pesado... pero poco a poco comenzó de nuevo a pensar en su madre.
Recordó todas las lágrimas que la había hecho
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derramar y... una repentina explosión de llanto disolvió la recia pesadumbre.
Dejó correr lágrimas, lloró, lloró copiosamente, lloró a solas, lejos del orgullo de los hombres y
bajo la mirada indulgente de Dios. ¡Qué madre he perdido I
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REGRESO A TAGASTE
Después de la muerte de Ménica, Agustín interrumpió el viaje. Se quedó en Italia, porque el amor le detuvo: le gustaba rezar junto a la tumba que encerraba los preciosos restos de su querida madre.
Se acercaba allí convencido de que una madre lo es aún después de bajar al sepulcro.
Agustín se normalizó poco a poco, continuó el género de vida que comenzara en Casiciaco y, como no tenía prisa de volver al África, regresó a Roma.
Tuvo ocasión de conocer al Papa Siricio y le pareció un magnífico pontífice.
Compuso, tal vez por encargo de Siricio, su tratado acerca de las Costumbres de los maniqueos. Es una pintura de su vida. Le cubrieron de injurias, pero Agustín no se turbó; tomó la pluma y escribió otro libro:
Las costumbres de la Iglesia Católica.
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Y siguiendo con su Filosofía, compuso el De quantitate animae.
En Roma visitaba las iglesias y lugares santos: las catacumbas, donde, conmovido, besaba las reliquias de los santos mártires.
Visitaba, sobre todo, los monasterios. Los visitaba para religiosa edificación de su espíritu, los visitaba para la organización de su futuro cenobio de Tagaste.
En Roma comprendió la grandeza del catolicismo...
A fines de verano del 388 abandonó la capital del Imperio. Reanudó el viaje: Agustín volvía a su África para no dejarla hasta la muerte.
Le acompañaban Alipio, Adeodato y los demás amigos.
¿Qué peregrino ha vuelto a su patria con el espíritu tan transformado?
Antes, triste y envuelto en densas sombras. Ahora, llena su alma de alegría y... de Dios.
La nave arribó a Cartago. En esta ciudad vivía un abogado llamado Ino
cencio, hombre piadoso y ejemplar, que con gusto le ofreció el hospedaje de su casa.
Inocencio estaba enfermo, había sufrido una operación sin resultado favorable. Los médicos dudan: ¿Será necesario repetirla?
Le hacen otro examen. Le recetan una nueva
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medicina. Con este remedio, le dicen, sanarás radicalmente.
La medicina se aplica. Los dfas pasan. La enfermedad continúa. Los médicos piensan en una segunda operación.
Los familiares, en vista de la incertidumbre de los doctores y de que la operación se difiere, temen se trate de una enfermedad incurable.
El enfermo piensa en la muerte; se cree en grave peligro: despide a todos los que se acercan a visitarle.
Al fin, los médicos, sin positiva esperanza, se deciden a operarle por segunda vez.
Agustín, presente a todo, piensa en otra medicina. Se pone de rodillas. Ora acompañado de todos, aun del mismo enfermo.
Llegan los médicos, y, al dar principio a la operación, advierten que está perfectamente curado.
Agustín, por humildad, atribuye el prodigio a las oraciones de todos; pero es de creer que el milagro se ralizase por mediación suya.
Todos querían ver a Agustín: sus amigos de otro tiempo, sus antiguos discípulos...: |Conservaban de él tan grato recuerdo...!
Un día vino Eulogio, ya retórico afamado. Había respondido a las esperanzas de su antiguo profesor.
Agustín le abrazó con amor y Eulogio le contó un sueño que tuvo a propósito de él:
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Había tropezado con cierto pasaje oscuro de Cicerón. Pero he aquí que, una noche, durante el sueño, te me apareciste tú sonriendo con esa amabilidad tuya, y en cuatro palabras me lo aclaraste todo.
En Cartago se detuvo poco Agustín: tenía prisa de llegar a Tagaste. Cartago por otra parte ya no era la misma, porque Agustín no era el mismo.
Al fin del año (388) estaba ya en Tagaste.
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AGUSTÍN, MONJE
Romaniano había anunciado anticipadamente la llegada de Agustín. Todos los de Tagaste esperaban con verdaderas ansias ver de nuevo a Agustín, convertido.
Llegó Agustín. Llegó a su pueblo. Parientes, amigos y paisanos le saludaron.
Agustín tenía entonces 35 años; le brillaban en los ojos el fuego de un alma regenerada.
Agustín venía a cumplir un antiguo propósito, el propósito que había hecho el día de su conversión: entregarse a Dios, ser monje.
Con el corazón ya lo era. Efectivamente, el mismo día de su cambio, después de la escena del huerto, había renunciado no sólo al pecado, sino también a la mujer...:
«Y concebí —dice— el propósito de dejarlo todo y entregarme únicamente a Vos, y a meditar que Vos sois mi Dios y mi Señor».
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Ahora en Tagaste, haciéndose monje, realiza esa entrega total.
Agustín, acordándose de las palabras de Jesús a las almas ansiosas de perfección, vendió sus bienes, dio el precio a los pobres y empezó a vivir en comunidad con sus compañeros según el modo y la regla constituidos por los apóstoles.
Vivían para Dios en ayunos, oraciones y buenas obras, meditando en la ley del Señor.
El monasterio de Tagaste constaba al principio de pocos solitarios.
Vemos allí, en primer lugar, al que nada podía apartar de Agustín, a Alipio. Al lado de este amigo había otros. Uno de ellos, particularmente querido, se llamaba Evodio, otro Severo...
También Navigio entró en comunidad.
Adeodato era el benjamín de la casa. Su padre le quería siempre a su lado para cultivar su alma. Estaba admirado de la precocidad de su ingenio. En su dulce compañía compuso el diálogo titulado El Maestro.
En el cenobio, Agustín se preparaba con la oración y el estudio.
Los ermitaños dedicaban al Señor todo el día, desde las primeras horas de la mañana. A la sombra de los árboles disertaban de elevadas materias.
En la casa de Dios no estaban incomunicados
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con el mundo. No se pasaba día sin que algún amigo traspasase el umbral.
Y cuando no eran amigos eran todos aquellos paisanos suyos que tenían necesidad de Agustín.
El amigo Nebridio, que no había podido unirse a él, le escribía por entonces: «¿Es cierto que tienes la paciencia de preocuparte de los asuntos de tus conciudadanos y no te concedes el descanso que tanto deseas?
¿Quiénes son esos que tanto te molestan a ti que eres tan bueno?
Quisiera poder tenerte en mi finca y darte comodidades para que descanses. Tus conciudadanos dirían entonces que yo te había robado; pero no quiero decidirme a nada. Tú los amas demasiado y ellos también a ti».
Agustín en su retiro se santificaba y santificaba a los suyos. Hacía las veces de padre con todos. Alimentaba sus almas y las robustecía con el pan de las Sagradas Escrituras.
El amor de Agustín es Dios y Dios prueba a los que ama; por eso Agustín tiene que aceptar la cruz que esta vez le ofrece el Señor:
Adeodsto enferma y, al cabo de algunos días, cuando tenía 17 años, murió en la flor de la adolescencia.
Recojamos de labios de Agustín algunas palabras de elogio fúnebre:
«Tú, confieso Señor, le habías hecho bueno...
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S. GIMIGNANO - Iglesia de San Agustín San Agustín entrega la regla a los monjes
(B. GOZZOLI 1465)
...Yo en este niño no tenía otra cosa que el delito. Admiraba en él su ingenio. Mas ¿quién, fuera de ti, podía ser autor de tales maravillas?
Pronto le arrebataste de la tierra. Con toda tranquilidad lo recuerdo ahora, no temiendo absolutamente nada por hombre tal, ni en su niñez, ni en su adolescencia».
Agustín entregó su hijo al cielo y emprendió con nuevos bríos sus tareas.
Está componiendo una de sus primeras obras maestras, el último libro que escribirá en Tagaste, se titula: De vera Religione. Le escribe para convertir al catolicismo a su amigo y protector Roma-niano.
Agustín no quería llamar la atención. Escribía poco aún y no salía del retiro casi nunca.
Evitaba con particular cuidado aparecer en público; porque empezaba a esparcirse su fama, y temía le sucediese lo que a Ambrosio y otros muchos, de quienes el pueblo se había apoderado, obligándoles a aceptar el sacerdocio y aún el obispado.
Pero el Señor le quería y le había escogido para que fuese el gran piloto de la Iglesia africana y no tardará en manifestar su voluntad.
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MINISTRO DEL SEÑOR
Agustín quería servir en silencio al Señor. Pero su fama se extendía cada día más por toda África.
De cuando en cuando tenía que ir a despachar los asuntos que sus paisanos confiaban a su condescendencia.
Otras veces salía para traer nuevos aspirantes al monasterio.
Pero Agustín rehuía aquellas ciudades que estaban sin obispo, temeroso de que le eligieran para esa dignidad.
Un día del año 391 llegaba Agustín a Hipona. No había para él peligro alguno porque aquella ciudad tenía obispo, y era bueno.
Llegó a Hipona sin recelo alguno, ni sospechar lo que iba a suceder.
Hipona, la ciudad predilecta de los antiguos reyes de Numidia, había sido hasta entonces poco célebre.
Aunque había tenido como prelados a dos san-
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tos: San Teógenes y San Leoncio, tampoco sobresalía por su religiosidad.
Poseía una iglesia titulada de los veinte mártires, en donde los católicos honraban la memoria de los valerosos defensores de la religión que habían dejado a su país el ejemplo de una gran fe.
Pero San Agustín era llamado a colocar el nombre de Hipona entre los más ilustres de la tierra.
Agustín, habiendo llegado allí para entrevistarse con un señor al que deseaba ganar para su convento, entró en la Iglesia.
Se celebraba entonces la función del día y la basílica estaba llena de público. Predicaba Valerio, obispo del lugar. Aquel día precisamente el santo obispo dijo, desde la cátedra, que tenía mucha necesidad de ordenar un sacerdote que le ayudase.
Soy ya anciano, les dice, y además como griego de nacimiento, poco elocuente en latín.
La carga del episcopado pesa más de lo que pueden mis fuerzas. Necesito el contrapeso de un sacerdote idóneo.
Sus fieles lo comprenden. Agustín sin querer había caído en el lazo. Los cristianos de Hipona le conocían, le co
nocían bien. Pocos días antes había estado allí: había ido a buscar sitio para levantar otro convento.
Le conocían más que nada, por sus escritos, por su elocuencia y tenor de vida.
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Rodearon al monje de Tagaste y, forzado, le llevaron ante el obispo Valerio, pidiendo todos, con clamor unánime, que le odenara sacerdote.
¡Agustín sacerdote! /Agustín sacerdote/ A Valerio le pareció justo aprobar la elección del
pueblo, y ast el año 391, a la edad de treinta y siete años, Agustín fue ordenado sacerdote de Cristo.
Durante la ceremonia de la ordenación y en medio de la alegría general, sólo Agustín lloraba.
Los fieles, creyendo adivinar el motivo de sus lágrimas, procuraban consolarle: no llores, le decían, no llores...
Mereces más, pero ten paciencia, ya que para los hombres de tu talla, de presbítero'a obispo el paso es breve.
Pronto llegarás a obispo! I Qué distinta era la causa de sus lamentos! Agustín pensaba en la responsabilidad del sacer
dote y a lo que exponía su vida en la dignidad del sacerdocio. Por eso llora: se cree indigno...
Valerio nombró a Agustín su sustituto en el oficio de predicador. Y Agustín pidió este favor: Déjame algún tiempo, deseo unos meses de retiro para prepararme...
El retiro de Agustín no fue de larga duración. Los fieles tenían demasiada prisa por escucharle.
En las Pascuas de aquel mismo año, e! 931, habló desde el pulpito a la asamblea de los fieles.
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Fue el primer sermón de los innumerables de este gran predicador.
Agustín no se contentaba con predicar. También en Hipona existía la mala semilla de los
maniqueos. Los católicos le insistían para que hiciese frente a esos enemigos.
Agustín acepta con mucho gusto. A Fortunato, obispo de la secta maniquea, no le
agradaba medir sus fuerzas con un tal adversario. Al f in, para no hacer mal papel ante sus adeptos, aceptó.
Se reunieron los dos. Discutieron. La discusión tuvo lugar en dos días distintos. Y Agustín, en presencia del pueblo, derrotó a Fortunato. Fortunato huyó de Hipona y no volvió a ella jamás. Estamos en agosto del 392.
Un acontecimiento del año siguiente —393— muestra claramente cuan considerado era Agustín.
Se reunió en Hipona un concilio. Habían acudido casi todos los obispos de África. Agustín —simple sacerdote— fue el encargado de hablar acerca de la fe y del Símbolo.
Agustín disertó con tanta doctrina, orden y calor que asombró a toda la asamblea.
Y ¿qué decir del monacato? ¿Dijo adiós a sus monjes? No.
Su antiguo sueño no se había disipado. Agustín en su corazón seguía tan monje como antes.
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Valerio lo sabía; Agustín le habla dicho: «...acepta mi renuncia al sacerdocio, o permíteme fundar un monasterio donde pueda vivir con mis amigos».
Y Valerio, de feliz memoria, le regaló un huerto. Allí se levantó el segundo convento agustiniano.
Agustín era el centro de la comunidad. Había que verle subir al altar y repartir a los su
yos el Pan de los Ángeles. i Y cuántas veces anduvo Agustín el camino que
lleva del monasterio al pulpito...!
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PADRE Y PASTOR
Agustín es el brazo derecho del anciano Valerio. A medida que la fama de Aurelio Agustín se iba extendiendo, aumentaban las inquietudes del venerable obispo de Hipona.
De todas partes llegan delegaciones para apoderarse de Agustín y llevárselo a viva fuerza. Muchas iglesias le querían hacer su obispo.
Hipona teme que se lo arrebaten. Hasta fue necesario ocultarlo durante algún tiempo.
El vigilante Prelado pensó que un día u otro lograrían quitárselo, y sin Agustín no podía arreglárselas.
Para dar fin de una vez a sus recelos e inquietudes, decidió promoverle al episcopado y hacer de él su auxiliar.
Expuso sus intenciones y deseos al Primado de África, y éste le dio su asentimiento alabando sus planes.
Un día en el que, casualmente, una asamblea de obispos estaba presente en la Iglesia de Hipona,
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Valerio sube el pulpito y anuncia su proyecto (de conferir el episcopado a Agustín), al clero y al pueblo, reunidos en la basílica.
El júbilo de los oyentes se desbordó: unánimes aplausos y aclamaciones resuenan en las bóvedas de la basílica de Hipona.
Esto hace temblar a Agustín.
«¿Cómo voy a ocupar dignamente —decía— el puesto principal de la dirección de la mística nave de Hipona, si, cual inexperto marinero, con dificultad puedo manejar un remo?».
Agustín se opone a recibir tanta dignidad. Dice que tal designación va contra la costumbre africana, que prohibe haya dos obispos en una misma diócesis.
Pero de nada le vale este pretexto: los prelados le adujeron varios ejemplos, no sólo de África, sino también de otras regiones.
Al f in, forzado y para no contradecir la voluntad divina, Agustín dio su consentimiento y a primeros del 396 fue consagrado obispo por Megalio, Primado de Numidia. Su discípulo Posidio, contando tales sucesos, pudo escribir estas líneas triunfales:
«Acaba de ser colocado en el candelero una luz resplandeciente. La Iglesia de África profundamente humillada podrá, al f in, levantar la cabeza».
De nada le sirvió aquella estratagema de no
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acercarse a ninguna de las ciudades que carecían de prelado. El siervo no pudo contradecir al Señor:
«En el festín del Señor yo no escogí un puesto elevado... Plugo al Señor decirme: Sube más arriba.
Vine aquí sin otro bagaje que los vestidos que traía puestos. Me creía seguro, puesto que teníais obispo...».
Agustín ya ocupaba el puesto desde donde, por disposición de la Providencia, iba a iluminar a la Iglesia y al mundo.
Pocos meses después, cargado de años y de buenas obras, murió el anciano Valerio, y Agustín se encontró solo, con todo el peso de la diócesis sobre sus hombros.
Agustín quedaba único pastor de Hipona. Tenía cuarenta y dos años de edad.
En los 34 años que le restan de vida, Agustín disputará públicamente con los enemigos de la fe. Pero la mayor parte la pasará en Hipona.
Hablando al pueblo. Meditando los más profundos problemas de la
Teología. Componiendo con abundancia jamás igualada
sus libros.
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VIDA PRIVADA DE AGUSTÍN
Agustín estaba profundamente compenetrado con la vida cenobítica y por esto transformó su casa episcopal en una comunidad monástica.
La formación del clero fue el primer problema que afrontó el obispo de Hipona.
Quería que sus sacerdotes creciesen a su lado, bajo el techo de la casa episcopal, y los quería doctos y piadosos.
Decretó que cuantos clérigos se ordenasen en su iglesia, todos ellos habían de vivir vida de comunidad:
«El que quiera tener algo propio, y vivir de lo propio, y obrar en contra de estos principios nuestros, no permanecerá en mi compañía, porque ni siquiera será clérigo».
La casa de Agustín era un verdadero seminario. Se veían allí clérigos de todas las clases: acóli
tos, lectores, subdiáconos, diáconos, sacerdotes. Eran las pupilas de sus ojos.
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Hacían vida de comunidad y el Pastor de Hipona era el maestro.
Hizo de la pobreza una obligación para sus clérigos. Nuestro santo hacía poco o ningún aprecio de los bienes terrenos.
Su alimento era frugal. Todo lo superfluo estaba rigurosamente prohibido en su mesa.
Se servía especialmente legumbres, alguna vez carne por los forasteros y delicados, siempre un poco de vino.
A la vez que se alimentaban corporalmente debían oír todos la palabra de Dios, que es el alimento del alma. Recibía con suma amabilidad a los huéspedes que no solían ser escasos.
Una inscripción latina, grabada sobre una de las paredes del comedor, recordaba a los comensales la caridad en las palabras. Venía a decir:
Sepa el que murmure que no es digno de estar en esta mesa.
Jamás permitía a nadie la más mínima libertad al hablar del prójimo.
Su vestido estaba en consonancia con el alimento: ni era tan pulcro que llamase la atención, ni tal vil que le hiciera aparecer despreciable a los ojos de los fieles.
Nada le distingía exteriormente de sus presbíteros y diáconos. Suplicaba a los fieles que no le llevasen regalos personales:
«No me deis nada para mi uso particular; si algo
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queréis darme, sea tal que sirva para el uso de todos los que vivimos juntos, porque visto como todos los demás.
Si me dais algo que sea mejor y más precioso (de lo que usan los que conmigo viven) lo vendo, no sería la primera vez...»
Tan desinteresado con respecto a lo material, exigía mucho en lo espiritual.
No permitía tener mujer alguna en su servicio. Su misma hermana, sus primas, aunque religiosas, estaban exluidas, Si alguna mujer le visitaba, se hacía acompañar de alguno de sus clérigos.
Con los extraviados era de una bondad que conmovía.
Les exhortaba a que volviesen al buen camino, y los abrazaba con la ternura de una madre y llorando como un niño.
A la severidad no recurría sino después de haber agotado todas las medidas amistosas.
Para quien continuaba, tras repetidas amonestaciones, deshonrando su hábito, sabía ser severo e inexorable.
La influencia de Agustín no se limitaba a su Hi-pona y a sus clérigos: Se extendió enseguida a todo el clero de África.
Y el sentimiento que procuraba inspirar al clero africano, exaltado e intransigente, era la mansedumbre y la condescendencia de que estaba lleno su propio corazón.
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En f in, la oración era el descanso de sus trabajos y el alimento de tan penoso cargo.
Al obispo de Hipona le gustaba hablar del amor de Dios. De él hablaba en el pulpito delante del pueblo, a sus amigos en su correspondencia, a los lectores en todos los escritos.
De él hablaba sobre todo a los clérigos, monjes y monjas, y a todas las almas que practicaban el ideal del Evangelio.
Si Agustín habla de este amor con tanto fervor y con tanta elocuencia es que lo posee y experimenta intensamente.
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MARTILLO DE LOS HEREJES
En la Historia de la Iglesia, pocas épocas han sido tan peligrosas como aquella del principio del siglo quinto.
Manes, Donato y Pelagio han sembrado la confusión entre los fieles.
El maniqueísmo ha arrastrado al pueblo ignorante con los fantasmas del bien y del mal.
El donatismo ha roto la unidad de la Iglesia dividiéndola en dos bandos.
El Pelagianismo niega la necesidad de la gracia para conseguir la salvación...
La hora es digna de un magnífico luchador. Agustín se lanza valiente al campo de batalla a luchar por la verdad contra el error.
Sus armas son la palabra y la pluma, apoyadas en una elocuencia prodigiosa y en un dominio absoluto de las Sagradas Escrituras.
Maniqueísmo, donatismo y pelagianismo, son los tres enemigos principales de la Iglesia del si-
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glo V. Agustín, paladín esforzado, sostuvo la lucha contra los tres; tres terribles batallas. Venció y, con la victoria, obtuvo tres trofeos.
Maniqueísmo
Este error que esclavizaba las almas le retuvo a él mismo durante largos años, vacilante e inquieto.
Para Agustín la refutación del maniqueísmo era obligación de conciencia, así pensaba él.
Debía hacerse médico de aquella peste, y comenzó muy pronto —el año 388— con su libro sobre Las costumbres de los maniqueos
Después siguieron otros: Las costumbres de la Iglesia El libre albedrío La verdadera religión Las dos almas Contra Adimato La utilidad de crecer Contra la epístola de los maniqueos Contra Fausto, maniqueo La naturaleza del bien Contra Secundino
Y Agustín derrotó a todos los campeones de la secta.
En 392, como hemos visto ya, obligó a Fortunato a salir de Hipona.
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En 394 refutó a Adimato, el más célebre discípulo de Manes.
Y en diciembre del 404, derrotó al doctor Félix, que adjuraba, durante la sesión, la herejía y abrazaba la doctrina católica.
Donatismo
No menos preparado y dispuesto se revela Agustín contra el movimiento de Donato, al que los varios edictos de unión, de Constantino (a. 316), de Constante (a. 347) y de Teodosio (a. 404), no fueron capaces de destruir.
Desde que era simple presbítero —el año 392— Agustín se había fijado en la gravedad del cisma donatista, y había trabajado para hacerle desaparecer.
En una composición poética del 393, cuenta los orígenes del cisma y suplica a los disidentes que entren en el redil.
Después de cada estrofa seguía un estribillo, que invitaba a todos los amigos de la paz a reconocer la verdad:
Omnes que gaudetis de pace. Modo verum judicate. Hacia la misma época escribió a Máximo, obispo
donatista, para llamar su atención sobre el gran mal y sobre los medios para hacerlo desaparecer.
Apenas consagrado obispo multiplicó sus cartas
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para invitar a los obispos disidentes a tener conferencias que permitiesen acercarse y entenderse.
Pero la orden de Petiliano, donatista, es de «no discutir con el obispo de Hipona».
Y el obispo de Hipona les responde: «La caridad de Cristo, para quien yo quiero ga
nar todas las almas que pueda, no me permite callar...»
Y entonces Agustín escribe. He aquí la serie:
Contra la carta de Donato Contra su partido Contra la epístola de Parmeniano Del único Bautismo, contra Petiliano Contra la pastoral de Petiliano Carta a los católicos Contra Cresonio Y el triunfo agustiniano se decidió en la gran
conferencia celebrada en Cartago a primeros de junio del 411, presidida por el Procónsul de África, Marcelino.
Fue una disputa pública entre el episcopado católico —286 obispos— y el donatista —278 obispos—, en la que Agustín fue el alma, y que terminó con la derrota donatista seguida de la supresión legal del cisma.
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Pelagianismo
El infatigable campeón de Cristo, vencedor del cisma de Donato, volvió las armas de su espíritu contra la tercera herejía: la pejagiana.
Los pelagianos sostenían que la voluntad del hombre lo puede todo. Que se puede llegar a la virtud y a la salvación sin necesidad de la gracia divina.
Eran los enemigos de la gracia. Pero ¿quién mejor que Agustín conocía lo con
trario? Esta vez iba Agustín a luchar no por la pequeña grey de África, sino por la Iglesia universal.
Agustín quisiera encontrarse con el mismo Pela-gio y refutarle personalmente.
Pero el adversario está lejos y no queda otro recurso que empuñar la pluma. Así lo hizo y empezó a escribir:
El espíritu y la letra La Naturaleza y la Gracia La perfección de la justicia humana La gracia de Cristo y el pecado original El matrimonio y la concupiscencia Contra las cartas de los pelagianos
Y la controversia de Agustín terminó solamente con su muerte, que cortó una obra que estaba escribiendo contra Julián de Eclana.
Pero para entonces tanto África como Italia estaban limpias de la herejía.
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Todo esto supone un trabajo enorme. Agustín luchó toda su vida por la verdad y contra el error.
Fue siempre el tema de su apostolado en este punto aquella frase sublime:
Amad al pecador y odiad el pecado...
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TODO PARA TODOS
«Soy hombre y no creo que nada humano me sea ajeno».
Agustín podía aplicarse verdaderamente estas palabras de un escritor pagano. Su gran corazón se abrió plenamente a todos.
Después de S. Pablo, es quien mejor ha realizado aquel dulce precepto: «Hacerse todo para todos a fin de ganarlos a todos».
El corazón de Agustín se abrió plenamente a los católicos, a los herejes y a los mismos paganos.
A los católicos: El corazón de Agustín se entregó plenamente a los católicos y a sus queridos fieles.
Un cristiano de Hipona acude a él para manifestarle que carece de recursos con que pagar a sus acreedores. Agustín se apresura a tomarlo bajo su protección.
Y el santo obispo pidió dinero prestado a un vecino y él mismo se encargó de pagar las deudas.
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Pero Agustín es pastor de las almas más bien que de los cuerpos. Por eso piensa en las almas..., y si un alma corría el peligro de perder la fe, acudía a ponerla en salvo.
Sus benjamines eran los hijos de la miseria y del hambre.
Sus preferidos eran los pobres. Es triste —decía— ver a un feligrés sin vestido,
con la cabeza baja y sin pan. En los pobres —piensa Agustín — , lleno de
hambre y mortificado, está Cristo, que baja por las escaleras del domicilio episcopal.
A la llegada de los inviernos recogía cuantas prendas podía y, en un día convenido, las distribuía amorosamente.
Los necesitados rendían gracias al amor y a la sonrisa de aquel gran amante de Dios y de los pobres.
Cuando no sabía qué dar al que se moría de hambre, vendía los cálices de oro de la Iglesia.
«Se puede consagrar —decía— en un cáliz menos precioso con tal de que no perezcan de frío los cálices de carne, que son los pobres de Cristo».
Agustín no se negaba a nadie..., por eso abusaban de él.
Los obispos y los sacerdotes, los monjes, las matronas devotas, los oficiales celosos, todos..., todos le proponían sus dificultades espirituales.
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Y Agustín respondía a todos de palabra o en cartas.
A los herejes: El corazón de Agustín se abrió plenamente a los herejes: A sus amenazas y atentados respondía con palabras apostólicas:
«Vosotros queréis vivir en el error y perecer; pero yo no quiero que tal suceda ni lo quiere Dios...
Llamaré, pues, sin temor a nadie ni a nada, y buscaré a las ovejas perdidas y a las que han errado la senda de la verdad; y haré todo esto aun contra su voluntad».
A la fuerza no recurría sino después de haber agotado todas las medidas amistosas.
Pero, si recurre a la fuerza, no olvida jamás la mansedumbre y la misericordia. Y pide a los oficiales del Emperador que los castigos no sean demasiado rigurosos, y jamás la pena de muerte:
«Prefjero ser muerto por ellos, a verlos condenados por vuestras órdenes».
A los paganos: El corazón de Agustín se abrió plenamente a los paganos.
A los madaurenses que seguían siendo paganos, a pesar de la luz vivísima que por todas partes proyectaba la religión del crucificado, les dice:
«Despertad, oh hermanos y padres míos de Ma-daura; es Dios quien me proporcionó esta ocasión para escribiros... Os suplico, en nombre de Cristo a quien habéis invocado en vuestra carta, que mis palabras no sean inútiles...
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Que el Dios único y verdadero libre vuestras almas y las convierta, hermanos amadísimos».
Agustín es todo para todos. Todos pueden verle porque su puerta está abierta.
El corazón de Agustín era inmenso..., cabían todos los sentimientos que podían caber en la más excelsa de las almas.
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EL PREDICADOR
Agustín ve con dolor el destrozo que hacen en su patria el cisma y la herejía.
Ya vimos cómo el santo obispo, consciente de su deber, emprendió resueltamente una cruzada defensiva de disputas con los enemigos de la fe.
Pero Agustín no se limitó a sólo eso; emprendió una segunda cruzada: la de ¡luminar e instruir a su grey con la predicación.
«Predicaba con la palabra y con el ejemplo»; Y la potente oratoria de Agustín se impuso a to
dos con absoluta seducción. Predicaba ordinariamente en Hipona, algunas
veces en Cartago, Tuburso, Cesárea, Constantina, Cálama, Subsana, Fussala, Milevi...
El auditorio era gente sencilla, Agustín se hacía entender de todos.
Prefiero ser entendido por el pescador, a ser alabado por el doctor.
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Agustín desterraba de sus predicaciones la retórica y las bellezas del lenguaje. Sabía, no obstante, todos los secretos de impresionar y mover los corazones.
Y le salen homilías encantadoras, homilías iluminadas con la luz de mil imágenes, comparaciones y semejanzas.
Agustín predicador no es más que un padre que habla con sus hijos.
Y todos le aman porque Agustín es el gran amante del pueblo.
Cuando anuncia que tiene que partir para una fiesta, para un concilio, para una disputa..., el pueblo protesta.
De ningún modo: «Su diócesis es Hipona y debe permanecer aquí».
Y si alguno observa: «Es una gloria para vosotros que todos conozcan cuan grande es el obispo de Hipona».
No —replican— Agustín es nuestro obispo y debe quedarse con nosotros.
Pero África quería oírle... Un día fue a Cesárea de Mauritania. En esta
ciudad estaba en moda el juego de la Caterva: No solamente los ciudadanos, sino también los
parientes, los hermanos, los padres y los hijos, divididos en dos bandos, en un determinado día del año, se hacían la guerra a pedradas, y c?tia cual mataba al que podía.
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Agustín alcanzó un éxito que basta por sí para consagrar la fama del más grande orador: predicó al pueblo y fue tal el ímpetu de aquel discurso que el pueblo prometió decididamente no volver a manchar con sangre las calles de la ciudad.
«Y, finalizado mi discurso, excité a todos a que con el corazón y con la boca diesen gracias a Dios.
Desde entonces, que hace ya ocho años, por la misericordia de Jesucristo, no se ha intentado semejante cosa en aquel pueblo».
¿Cómo gozar de tanta fama, conquistarse tantos éxitos y alabanzas, sin sentir el aguijón del orgullo? Así pensaban y eso decían sus enemigos:
«Son muchos los que me acusan de hablaros para ser alabado de vosotros —dijo un día Agustín a sus oyentes—.
Dicen que este es mi fin y mi intención...» Pero he aquí la página del santo:
«¿Por qué he salido a esta cátedra y hablo? ¿Y por qué vivo yo, sino para vivir con Cristo en unión vuestra? Esta es mi ambición, mi pasión, mi gloria, mt alegría y mi patrimonio.
Yo sé bien que si no me canso de predicaros el bien me salvaré aun cuando vosotros no me escuchéis. Pero no quiero salvarme sin vosotros.
Vosotros deseáis mi palabra, yo quiero vuestras obras. No me contristéis con vuestras cos-
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tumbres, porque toda mi alegría en este mundo está en vuestra buena conducta».
I Qué página más hermosa! Y Agustín habla diariamente, algunos días predi
ca dos sermones y hasta tres... Habla y predica porque es ministro del Señor. ...y tenía que vigilar contra los lobos del cisma y
de las herejías, lanzados a devorar las ovejas de Cristo por Donato, por Manes y por Pelagio.
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LAS DELICIAS DE LAS ESCRITURAS
Señor, haz que las Escrituras sean mis caras delicias.
Y el Señor le escuchó. Su alma sedienta de amor y felicidad, había vaci
lado largo tiempo entre los deleites que se disputan el corazón del hombre: el inferior y el superior.
Ahora, ante las dulzuras contenidas en la Escritura, las bellezas humanas eran ya a sus ojos alimentos pintados. Este mundo, dice Agustín, excita el apetito del alma sin poderlo satisfacer.
Agustín era amante como pocos de la soledad y de la vida retirada; para ello fundó los monasterios de monjes. Él no pudo disfrutar largo tiempo de esta vida pacífica que tan ardientemente había deseado. Sacerdote primero y ahora obispo tuvo que consagrarse a la salvación de las almas.
Y, a pesar de todo, Agustín ansiaba de veras los ratos libres... entonces corría a la soledad, a las Sagradas Escrituras; bebía de su doctrina a largos
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tragos..., meditaba y allí aprendía aquello que después predicaba a sus queridos fieles.
Devoraba la Biblia con pasión. Si no es tiempo de recibir a los fieles penitentes,
si no urge escribir un libro, si el pulpito no le llama..., Agustín estudia las Escrituras.
En la Biblia encuentra soluciones para todo: Armas para luchar con los enemigos, doctrina para sus sermones, páginas para sus libros, principios para su vida...
La Biblia influirá tanto en su modo de pensar y de tal modo se reflejará en su vida interior y en sus escritos, que para entender bien a Agustín es preciso mirarle a la luz del libro de Dios.
Mientras leía la Biblia, Agustín hablaba con el Señor. Leyendo las Escrituras en la soledad, penetraba en el profundo sentido del libro divino; el espíritu de Dios le contagiaba. Llegada la hora..., volvía a sus ocupaciones; por eso, en el momento de predicar, subía al pulpito y hablaba con una unción tal que conmovía los corazones. Parecía inspirado por Dios.
...Y Negaba otro rato libre, y Agustín volvía a la soledad de su celda y a las Escrituras.
«La Biblia —decía— tiene por autor principal a Dios que la inspiró; contiene por tanto la verdad íntegra...».
Y Agustín no podía dejar de la mano el libro de Dios.
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Decía: en este libro está la ciencia de la vida. Resuelve el problema de la historia de todos; de
la historia de cada uno y de la historia universal. Lloraba recitando los Salmos... S. Agustín explicó todo el Salterio, los ciento
cincuenta salmos. ¿Quién ha sacado jamás de estas páginas eternas cosas más frescas, más sustanciosas, más poéticas y más vivas que él?
Pero Agustín leía y meditaba sobre el Nuevo Testamento.
Allí estaba y allí encontró a Jesús: «Dijo Cristo: yo soy la Vida. ¿Temes, quizá,
errar? Añadió: y la Verdad. ¿Quién se desvía de la Ver
dad? Se desvía quien se aparta de ella. La Verdad es Cristo: Camina.
¿Temes quizá morir antes de llegar? Yo soy el Camino. Yo soy, dijo, el Camino, la Verdad y la Vida.
Como si dijera: ¿qué temes? Por mí caminas, en mí caminas, en mí descansas».
Bellamente dice el santo: «ningún placer es comparable al que siente el corazón cuando entra en contacto con Cristo».
Y algunas veces en esos ratos de a solas con Jesús, cogía la pluma y escribía así:
«¿Qué es lo que en cualquier hombre produce aun lo malo sino el amor?
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Los crímenes, los adulterios, los delitos, todas las injusticias ¿no es el amor el que las causa?
Purifica, pues, tu amor... ama; pero mira qué amas.
El amor de Dios, el amor del prójimo se llama caridad; el amor del mundo, el amor de este siglo se llama concupiscencia.
Refrénese la concupiscencia, excítese la caridad»;
Le encantaban las Epístolas de S. Pablo, que leía detenidamente, volvía a leer...
Pero el que más le emocionaba era el discípulo amado del Señor, Juan.
Este discípulo es comparado con el águila por la altura a que se elevó al escribir su sagrado Evangelio. Y Agustín era digno de él por el esplendor del genio y por el dulce fuego del alma.
S. Juan escribió un evangelio y Agustín lo explicó. |Gracias, Agustín, por estos comentarios!
La Iglesia casi siempre que introduce en el rezo divino alguna parte del Evangelio de San Juan, sírvese de los tratados de Agustín como sabroso comentario.
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EL ESCRITOR
Agustín fue el gran enamorado del Señor. Por eso, a partir de su conversión, fue apóstol:
Apóstol del buen ejemplo. Apóstol de la palabra. Apóstol de la caridad. Apóstol del deber. Apóstol de*la pluma. Y Agustín, por sus escritos, sigue siendo todavía
apóstol. I Agustín escribió tanto! No escribía como los demás hombres, ciencia
humana para inmortalizarse como literato o sabio de este mundo.
Agustín escribió movido e iluminado por Dios. Sus escritos son oraciones, y su ciencia* sabiduría celestial y divina.
Escribe así: Primero, una oración. Después, un capítulo. A
continuación, otra oración y otro capítulo...; primero un libro, después otro.
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S. GIMIGNANO - Iglesia de San Agustín San Agustín, escritor (B. GOZZOLI 1465)
..'.Hasta 1130. I Mil ciento treinta escritos en cuarenta años! Escribió contra todas las herejías y errores que
podían tener alguna influencia: Contra los maniqueos, académicos, estoicos,
escépticos, novacianos, donatistas, priscilianistas, pelagianos, semipelagianos, primianistas, ...maxi-mianistas, arríanos, jovinianos, catafrigas, asturi-tanos, luciferianos, paternianos, benustianos, sa-belianos, sarabaítas, ...tertulianistas, apolinaristas, abeloístas, judíos, paganos...
Escribió en contra de todos los enemigos de la fe anteriores a él o contemporáneos suyos.
Para decir que no tenía razón Adimancio, Par-meniano, Basílides, Fausto, Celestino, Ceciliano. Crispino, Donato, Eunomio, Feliciano, ...Fotino, Gaudencio, Joviniano, Juliano el Apóstota, Lucila, Lucifer, Maximiniano. Marción, Petiliano, Prisci-liano... y Julián de Eclada.
Se conservan más de quinientos sermones en los que el santo obispo habla:
148 veces sobre Jesús. 79 sobre la resurrección de la carne. 63 acerca de Dios. 57 sobre la fe. 54 sobre la vida verdadera. 53 sobre el pecado. 52 sobre la muerte. 50 sobre la Iglesia.
129
48 sobre la candad. 46 sobre los ricos y las riquezas. 45 sobre la gracia. 43 sobre San Pedro. 41 sobre San Pablo. 37 sobre la justicia. 30 sobre la humildad. 29 sobre los pobres. 23 sobre la encarnación... etc.
Aún tuvo tiempo Agustín para escribir hermosas obras o para explicar las Escrituras o para ¡lustrar a los católicos en las Verdades Eternas.
Es el autor: Del Tratado de la vida feliz. Los libros Del Orden. Contra Académicos. Soliloquios. Tratado de la Inmortalidad del alma. Tratado de la Verdadera Religión. De la Doctrina cristiana. Las confesiones: Historia de su vida de pecador,
escrita por él mismo para humillarse públicamente. Sucedió lo contrario: Este libro le conquistó mayores aplausos.
La Ciudad de Dios: Obra grande y difícil. Consta de 22 libros. Agustín empezó a escribirla a los 59 años de edad y la publicó con 72 cumplidos, después de 13 años de trabajo y cuatro antes de su muerte.
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El tratado De la Trinidad formado por 15 libros, que empezó a esdribir «siendo joven, terminándolo en la vejez».
Las retractaciones. Dos libros en los que Agustín pasa revista a todas sus obras para corregir íos errores...
Suman en total más de 132 obras extensas. ¿Y su correspondencia? La labor epistolar completa ese cuadro de las
ocupaciones ordinarias de Agustín. Actualmente se conservan alrededor de 280 car
tas suyas sobre las más variadas materias: Cartas confidenciales, pastorales, doctrinales y
oficiales. I Verdaderamente la producción de Agustín es
toda una Enciclopedia! Solos sus escritos bastan para formar una
Biblioteca. Para copiar en limpio las obras completas de
San Agustín sería necesario escribir más de cuarenta millones de letras.
I Cuándo meditaba lo que escribía? ¿Cuando escribía lo que meditaba? /Agustín escribió tanto! África cuenta con un número elevado de escrito
res, pero ninguno puede comparársele. Fuera de África, sólo Orígenes puede medirse con él.
Y Agustín se ha volcado en sus libros y allí palpita y respira de tal modo que parece se le siente en
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ellos. Agustín conoce a todo el mundo y todo el mundo le conoce a él.
Agustín responde a las consultas, da consejos, anima, resuelve cuestiones, discute con los herejes, fomenta la amistad...
Agustín mantiene sabia correspondencia con el español Pablo Qrosio, con San Paulino de Ñola en Italia, con San Próspero y San Hilario en Francia, con San Jerónimo en Belén, con los Sumos Pontífices, con los emperadores de Oriente y Occidente, con los hombres más ilustres de su tiempo.
Parece increíble que un solo hombre, con tantas ocupaciones, hubiese podido ni siquiera coger la pluma...
/ Y Agustín escribió tanto! Sin duda poseyó como pocos el arte de utilizar
los escasos momentos del tiempo.
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EL CORAZÓN DE AGUSTÍN
«Mi amor es mi peso». Agustín fue todo corazón: Siempre amó mucho.
Mucho antes de su conversión; y después mucho más.
Amó a Dios. Agustín, no convertido, se equivoca, es verdad. Su amor no tiene dirección fija.
Una vez recibida la gracia el corazón de Agustín se enamora de Dios:
«Señor, no quiero de ti sino a ti mismo». Después de \a conversión todo le invita a amar a
Dios: «El cielo, la tierra y todo cuanto en ellos existe
siempre me dicen que te ame». Y Agustín corresponde a esta invitación. Amó a Jesús. Antes, no convertido, Agustín
no podía olvidar el nombre de Jesús que con tanto cariño le había enseñado su madre, desde niño.
Ahora, convertido, habla con entusiasmo de ese Jesús, cuyo nacimiento le hace poeta: ¿Quién se
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ha emocionado como Agustín ante el Dios del establo?
Si es verdad —como el santo ha escrito— «que el Señor ha querido temblar de frío, para hacer temblar de amor a los hombres», pocos corazones habrán temblado más fuertemente que el suyo.
Amó a la Iglesia. Agustín amó intensamente a la Iglesia:
«Yo no creería el Evangelio si no me moviese la autoridad de la Iglesia...».
Amó a la Virgen. Afirma todas sus prerrogativas, desde la concepción Inmaculada hasta la divina Maternidad.
Ofrece a María las flores de su corazón de tierno hijo.
La llama madre con toda la ternura, con todo el cariño y con todo su corazón de hijo.
Murillo —el gran pintor de Agustín— nos lo representa en un cuadro inmortal en medio de sus dos amores, Jesús y María, indeciso, dudoso, sin saber a cuál de los dos dirigirse primero.
Amó a los hombres- Se le encuentra por las calles, extrertieciéndose de lástima frente a cualquiera que se le presenta vestido de andrajos.
Conversa con los pobres —miembros doloridos del Cuerpo Místico— y los trata con una piedad y una gracia realmente encantadoras. Aquellos campesinos y aquellos pescadores se oyen llamar repe-
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tidamente por sus nombres. El Santo Obispo les llama sus señores y se alegra de poderlos servir.
Y Agustín descendió a la humanidad de todos sus hijos haciéndose como uno de ellos.
Son transformaciones de la fe y deliciosos milagros de la gracia.
La vida de Agustín es la vida del amor y del amor intenso, constante, que no desfallece ante la dificultad.
Agustín empleó más de cuarenta años en la propaganda y defensa de la Verdad y no tuvo un momento de fatiga.
Y Agustín, tenía que ser así, no gastó menos tiempo en la difusión de su amor.
Su anhelo único era que todos amaran a Jesús con amor tan fuerte como el suyo. Centenares de veces repite ese deseo en sus sermones y libros.
Agustín no vino al mundo nada más que para dar testimonio de Dios-Hombre, de Jesús, como Juan y Pablo, y su testimonio es el amor.
En sus comentarios al Evangelio de San Juan hay arrebatos magníficos dignos de estar al lado de las páginas bíblicas.
Agustín ama a Dios. Ama a Jesús, y a la Iglesia. Ama a la Virgen...
Predicó hasta el delirio estos amores. Y Agustín no pudo olvidar el segundo precepto:
la caridad para con el prójimo.
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Toda su vida pastoral la pasó, como San Juan, repitiendo en diversas formas, aquel sublime:
Hijitos míos, amaos los unos a los otros. Amar y solo amar... esa es tu historia, Agustín.
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ALMA DE LA IGLESIA DE ÁFRICA
Sacerdote grande que en sus días levantó los excelsos muros del Templo. Eso fue Agustín.
Era aquella alma buena que menciona el libro de la Sabiduría; creación especial de Dios, cuando son sus adorables designios forma el tipo de una criatura escogida.
El corazón de Agustín era un corazón bondadoso.
Un corazón que en el hogar sólo tiene ternura y bendición para los padres.
Corazón que hace de la amistad el vínculo protector y fuerte de la vida, y como dos mitades de un alma.
Corazón que ama la rectitud y la justicia y que hace del honor casi un ídolo.
Corazón que anhela esparcir como flores todo linaje de dicha entre cuantos padecen y lloran; por eso Agustín se sentía amigo y hermano de todos. I Se hacía tan amable por la ternura de su corazón...!
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Inteligencia que sólo Dios pudo conocer perfectamente. Un genio. Santo y sabio; que ilumina y abrasa.
Y el juicio humano, y el Magisterio de los romanos pontífices, ha colocado a San Agustín al frente de los doctores de la Iglesia.
Por todo eso Agustín fue astro sol, el sol de África.
El sol es luz, es calor, es fuerza misteriosa. Y eso mismo fue Agustín en la sociedad cristiana:
Luz intensa que ilumina la mente. Calor saludable que vivifica el espíritu. Fuerza incontrastable que dirige los pueblos. Sí, Agustín fue: Luz del mundo. Sal de la tierra. El alma de la Iglesia de África. Y fue el alma de la Iglesia africana por todo lo
que queda dicho hasta aquí: Porque fue obispo de todos. Porque no se contentó con atender a su dióce
sis. Porque fue el apóstol de toda África cristiana. Porque, entre Cartago y Cesárea de Mauritania,
tanto le conocían. Porque fue el martillo de los herejes. Porque resonó su voz desde los principales pul
pitos de las diócesis africanas. Por su enorme correspondencia.
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Porque asistió a casi todos los concilios celebrados siendo él obispo, y sus palabras fueron verdaderos cánones.
Porque siempre le tocó hablar y decir la última palabra.
Porque orientó, protegió y defendió el cristianismo de África.
Porque en vida, Agustín fue el todo de la espiritualidad africana.
Y porque, a su patria y a la Iglesia, dejó, en testamento, una biblioteca y un monacato.
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EL RETIRO DE HIPONA
Agustín tiene setenta y dos años. Es el 26 de septiembre del 426, y la basílica de la
Paz rebosa de gentío. Agustín sube al pulpito y dice: «Todos somos mortales y nuestro último día es
incierto. Sin embargo, en la infancia se espera la niñez,
en la niñez la adolescencia, en la adolescencia la juventud, en la juventud la edad madura, en la edad madura la vejez, pero la vejez no tiene nada que esperar.
Por la voluntad de Dios yo vine aquí en el vigor de la vida; era entonces joven y vedme ya viejo.
Vengo a haceros conocer a todos vosotros que es mi voluntad tener por sucesor al presbítero He-raclio».
Sea Heraclio nuestro obispo, respondió el pueblo.
Y Agustín recordó a los fieles de Hipona una súplica que años antes les había hecho: que le dejasen libre algunos días.
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«Ocupado por vuestros asuntos temporales no tengo libertad para orar y estudiar como quisiera. He aquí al joven sacerdote que escogí para suce-derme.
Permitidme descargar sobre él mis cuidados». El pueblo exclamó: {Gracias por tu afortunada
elección! Pero Agustín siente casi un remordimiento; se
apresura a tranquilizar a los importunos: «Podéis acercaros a mí y verme como antes, mi
puerta estará siempre abierta». Y enseguida se levantó para celebrar el santo
sacrificio, no sin antes suplicar al pueblo que pidiese fervorosamente al Señor por la Iglesia de Hipona, por su anciano Obispo y por Heraclio.
El Obispo de Hipona no permanecerá inactivo en su medio retiro.
Siente la necesidad de analizar su pasado: Ha escrito mucho. Puede haberse equivocado, puede haber empleado expresiones impropias.
Es preciso recorrer ese pasado. Y lo hace Agustín en sus dos libros de Las Retractaciones, donde examina, por orcten de tiempo noventa y tres obras.
Agustín era pluma y lengua al servicio de Dios y hasta el final hubo de hablar y escribir.
Nuevos libros salían año tras año de la mansión episcopal de Hipona.
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Como se ve, el pastor de Hipona no se pertenecía; era hombre de sus hermanos y sus hermanos eran todo el mundo.
A ejemplo de San Pablo se habla hecho todo para todos. Llevó a todos sobre sus hombros. Los llevó en su misericordia.
San Agustín despide aún luces y llamas, pero son los últimos resplandores del genio y las últimas ráfagas del santo, que se va.
Sí, quien lo tratara de cerca tenía la impresión de que el fin no podía estar lejos.
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INVASIÓN DE LOS VÁNDALOS
Los bárbaros, que hacía un siglo recorrían las regiones nórdicas, estaban para llegar al suelo africano.
En el año 430, los vándalos, arrojados de España, pasan al África.
Por todas partes siembran la desolación, el pillaje, el asesinato, el incendio y otros mil horrores.
Destruyen iglesias y lo llevan todo a sangre y fuego.
Los obispos abandonan sus diócesis y, lo que es peor, a sus hijos desamparados para huir del enemigo.
Agustín se mantiene firme en la suya y con los suyos. Estaba decidido a no abandonar el puesto, aun a costa de la vida. Propaga a los cuatro vientos estas mismas ideas:
«No está bien que el padre deje solos a sus hijos, ni el pastor a su rebaño...»
«Este hombre de Dios —dice S. Posidio— vio
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el principio y los progresos de este azote divino. Y descubrió males más terribles.
Presentía la muerte de las almas. Pasó los últimos días de su ancianidad en triste
za y amargura incomparables. Siempre tenía presentes las iglesias quemadas y
desprovistas de sus pastores, los mártires... ¡tantos obispos y sacerdotes reducidos a la última miseria...!».
Pensaba: |No se pueden administrar los sacramentos. .. I
I Cuántos cristianos hay que piden el bautismo o la penitencia y mueren sin poderlos recibir...!
El santo obispo lo pensaba día y noche. Han ido cayendo todas las ciudades de África.
Ya sólo quedan Cartago, Cirta e Hipona, donde están refugiados multitud de obispos, sacerdotes y monjes.
Agustín sigue en Hipona. Los vándalos llegan, están a las puertas... Ya cercaron la ciudad. Agustín anima a los suyos:
Hermanos míos —dice— oremos juntos a fin de obtener que cesen estas desgracias o que Dios me retire de este mundo.
Agustín cada vez se siente más débil. ... K tan intenso dolor le iba consumiendo.
Sigue animando a sus hijos:
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Sepulcro de San Agustín Basílica de San .Pedro in ciel d'oro
Pavía
...¡Señor! da a tus siervos fuerzas para soportar el peso de tanta desventura.
Pero no podía, no quería presenciar la desolación de aquellos hijos:
.../Señor/ llévame pronto contigo.
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MUERTE DE AGUSTÍN
Un día Agustín, desde el pulpito y reflejando sinceridad, se dirigió al pueblo pidiendo perdón a todos por si alguna vez les había ofendido:
«Muchas veces —les dice—, en lugares angostos, la gallina pisa a sus polluelos, mas no por eso deja de ser su madre».
Otro día les había dicho: «Tanto deseo vuestra salud que casi me atrevo a
decir: No quiero salvarme sin vosotros». Y uno de los últimos días, también desde el pul
pito dijo así: Hermanos míos: oremos juntos a fin de que el
Señor nos dé fuerzas para sufrir persecución por la justicia...
El Señor escuchó su oración. Agustín, agotado por los trabajos, era milagro
hubiese resistido tanto. Habían pasado unos pocos días, y el santo, ata
cado por la fiebre, tuvo que guardar cama de la que no se volvió a levantar.
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Desde la cama, para recoger los últimos latidos de su corazón y de su amor a Dios, escribió la última carta: Una carta pastoral.
Se dirige a todos los obispos de África. Decía en síntesis:
i Guardad vuestro puesto! No abandonéis la diócesis. No seáis cobardes.
Dad ejemplo de resignación y paciencia. Animad a vuestros hijos. Enseñadles a morir. No os avergon-céis de ser mártires por Dios.
Y Agustín confirmaba sus palabras con su ejemplo. Estaba en Hipona con los suyos y...
Estaba gravemente enfermo. Cuando se supo en la ciudad que Agustín estaba
próximo a morir, fue rodeada la casa por todos los fieles que querían ver a su obispo por última vez.
Las madres se llegan a su lecho y le ofrecen a sus hijos para que los bendiga.
Ahora es un buen hombre el que suplica: De rodillas y con fe pide a su santo obispo moribundo que imponga las manos a un enfermo grave y lo sane.
«Si yo tuviese tal poder, dijo sonriendo Agustín, empezaría por curarme á mí mismo».
Pero al f in, cediendo a los ruegos de aquel suplicante, le puso las manos sobre la cabeza, y quedó curado.
A mediados de agosto del 430 la enfermedad se agrava.
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El santo obispo, comprendiendo que se acercaba su f in, mandó copiar en la pared de su aposento los Salmos Penitenciales.
Los repetía con gran fervor. Pidió que le dejasen solo, para rezar con más
atención. Empleaba las últimas horas en purificar su alma. Y dice S. Posidio: «Por f in, aproximándose la última hora, los obis
pos se reúnen en torno a su lecho, y entre abrazos y suspiros el alma del santo voló al seno de Dios». Era el 28 de agosto del 430.
«Hacía 77 años que Mónica le había dado a luz, 43 que le había convertido con sus lágrimas y 42 que le aguardaba en el cielo».
Alipio, su íntimo amigo, le cerró los ojos. Así dejó de correr aquel río de elocuencia, que
regaba los campos de la Iglesia. Así fue convertida la alegría en dolor. Así desapareció la gloria de los sacerdotes, el
maestro de los doctores, el refugio de los pobres, el abogado de las viudas, el protector de huérfanos, la luz del mundo.
Así dejó de hablar el gran anunciador de la palabra divina.
Así falleció el martillo de los herejes que dio muerte a la bestia de cien cabezas.
Así murió el insigne arquitecto que restauró la casa de Dios.
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Así se eclipsó ese brillante sol de doctrina, se secó ese río de piedad.
Así fue trasportado al cielo la perla de los doctores.
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EL SANTO
Agustín es santo, un santo muy humano: en su vida hubo pecados y errores.
Un santo que fue transformando su vida humana en una vida divina.
Un santo que demostró que todos los hombres empezamos siendo iguales, y que está diciendo e indicándonos ahora, desde el cielo, el verdadero camino.
Este santo nos llama, y... sabe lo que son dificultades.
Agustín se ofrece a enseñarnos su secreto: El secreto es éste: S. Agustín fue y es un cora
zón. Pero no sólo eso: S. Agustín es una inteligencia.
Todavía más: S. Agustín es un hombre. Y quedaba por decir: Agustín es un santo. La inteligencia de Agustín pasó por las crisis del
error, y vio como nadie la Verdad. Su corazón corjoció todos los secretos del amor
en su forma humana y divina.
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Agustín supo mejor que nadie Jo que son esas horas dolorosas y de inquietud...
Comprendió y experimentó el tormento de un hombre sin felicidad y sin Dios... Situación más dura que la muerte.
«Amar y ser amado» era el sueño de su vida. Puso el amor en las criaturas, en cosas vanas y vio desvanecerse su sueño.
¿Y quién como Agustín puede decirnos lo que vale la reconciliación con Dios?
También después de la conversión el «amar y ser amado» era el sueño de su vida. Puso en Dios el amor y se cumplió su sueño.
Uno de sus biógrafos ha dicho, y no hay exageración en sus palabras, que, después de S. Juan, S. Agustín es el ? •óstol de la caridad. La predicó en sus libros y en sus cartas, en su vida y en su muerte.
Agustín ¡qué santo! y sin embargo, se le estudia más que se le reza.
No está bien arrancar la figura de Agustín del templo para ponerla en la biblioteca.
Es muy fácil relacionar a Agustín con la ciencia y olvidarlo como santo.
Conviene entrar en Agustín por la santidad: es la puerta principal.
Y, si se viene haciendo lo contrario, merece la pena de corregir este error.
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Mal podrá entender la ciencia de San Agustín el que no conozca su corazón.
Estudiar sus obras en la biblioteca, sin arrodillarse ante la imagen en el templo, es como si, para mirarle mejor, nos vendásemos los ojos.
No olvidemos que Agustín desde el cielo nos ama, como amaba en su vida terrena.
¡Vuelve, Agustínl La humanidad de hoy vive tu drama y necesita tu experiencia. ¿No lo ves?
Nos hallamos sin metas y sin guías. Los hombres modernos no creen ni siquiera en
la razón. Enséñanos a creer en ella. Ven, ábrenos el pecho y ponnos el dedo en la lla
ga, antes de que el mal se apodere de nosotros. Haz resonar en nuestro mundo el grito que te sa
lió del corazón hace mil quinientos cuarenta y nueve años: «Nos has hecho, |oh Señor!, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
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SUS RELIQUIAS
El cuerpo de San Agustín fue enterrado en la Iglesia de San Esteban de Hipona, donde permaneció hasta finales del siglo Vi l .
Invadido el norte de África por los musulmanes, los cristianos que huyeron llevaron consigo las reliquias del santo de su devoción y las trasladaron a Gagliari (Isla de Cerdeña).
En Cagliari se veneraron probablemente en la Iglesia de San Saturnino.
La seguridad fue momentánea. Los sarracenos pasaron el mar, conquistaron la isla y las reliquias de San Agustín quedaron en su poder.
En vista de la extraordinaria devoción que los cristianos tenían al gran obispo de Hipona, Liut-prando envió una embajada a los moros con el fin de rescatar los preciosos restos.
Y el rey compró el cuerpo de San Agustín por la enorme suma de 70.000 escudos de oro.
Las santas reliquias se recibieron en Genova, y
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fueron trasladadas a Pavía en una inmensa procesión.
En Dertona —según refiere una tradición— hicieron alto y pasaron la noche en vela y oración. Al pretender reanudar la marcha fue imposible mover la urna del santo.
El rey, np sabiendo a qué atribuir el contratiempo, pidió consejo al obispo de Novara. Obtuvo la siguiente respuesta:
«Agustín fue muy amigo de la pobreza; puede ser que no le agrade tanta pompa».
Dócil el rey, se despojó de la púrpura real. Después, ayudado de otros, la levantó felizmente.
Siguió la procesión y llegaron a Pavía. Los sagrados restos fueron colocados en la crip
ta de la basílica real de San Pedro in Coelo Áureo.
Al ser colocados en su lugar —dice la misma tradición— se vio brotar una fuente milagrosa, que devuelve la salud a los enfermos. La traslación tuvo lugar hacia el año 725.
Para que estas reliquias no desapareciesen en tiempo de guerra, fueron escondidas en la cripta.
Se descubrieron casualmente en 1695. En 1743 ya estaba terminado el precioso mausoleo que los Padres Agustinos habían empezado en el siglo XIV. Con gran pompa trasladaron a él los restos de San Agustín.
Hacia 1790, los PP. Agustinos, despojados de la
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Iglesia, llevaron consigo el cuerpo de su Fundador a la Iglesia de Jesús.
Poco tiempo después vino la revolución, la Orden Agustiniana fue abolida y los restos del obispo de Hipona se trasladaron a la Catedral.
En ésta permanecieron algún tiempo un tanto abandonados, hasta que fueron colocados en un precioso relicario y expuestos a la veneración de los fieles.
En 1900 el Papa León XIII devolvió la basílica de Pavía a la Orden Agustiniana e hizo trasladar a ella las reliquias de San Agustín.
La urna fue llevada procesionalmente y en hombros de cuatro Obispos agustinos españoles:
P. Tomás Cámara, Obispo de Salamanca. P. José López Mendoza, Obispo de Pamplona. P. Francisco Valdés, Obispo de Jaca. P. Toribio Minguella, Obispo de Sigüenza.
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EL INMORTAL
Harnack se pregunta si hubo alguien jamás, en el mundo del espíritu, que tuviese dominio más duradero que el de Agustín.
La Regla: Agustín escribió una Regla para sus monjes copiando los sentimientos de su espíritu y de su corazón.
A su muerte se la dejó en testamento como el mejor tesoro. Y como una joya la guardan sus hijos.
Que es un tesoro lo demuestran las muchas comunidades que, esparcidas por el mundo, se alimentan de ella.
Los Agustinos, Dominicos, Jerónimos, Pre-mostratenses. Trinitarios, Servitas... Religiosas contemplativas, misioneras, de enseñanza, de caridad...
Son cerca de trescientas las Congregaciones que profesan la Regla de San Agustín.
Regla llena de vigor espiritual, siempre antigua y
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siempre nueva. Regla de amor y fraternidad que ha encaminado muchas almas hacia la santidad.
Primer hombre moderno: En vida, desde H¡-pona, dominaba Agustín espiritualmente no sólo el África, sino también el mundo del siglo V.
Esto mismo realiza después de su muerte mediante sus escritos y a través de sus monjes.
La Edad Media, hasta el siglo XIII, se desenvuelve bajo su dirección.
En la «Suma» de Santo Tomás sigue vislumbrándose claramente la marca de Agustín.
«Primer hombre moderno», pasa las fronteras del Renacimiento. Es el más estimado y leído de los Padres de la Iglesia.
Lutero, Calvino, Jansenio... se afanan en encontrar en las obras de Agustín argumentos en pro de su doctrina. Pero con sus mentes heréticas lo desfiguran.
Los Padres del Concilio de Trento piden a Agustín las fórmulas para definir la naturaleza y los efectos del pecado original, la gracia, los sacramentos...
Pascal, Descartes, Malebranche... se enriquecen con el pensamiento djel gran Doctor.
Lástima que a veces lo entiendan al revés. Enrique Newman, W. Soloviev..., los grandes
convertidos de la historia siempre han ponderado y agradecido la pauta que les marca Agustín.
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Hoy sigue en todo su vigor el magisterio de Agustín que nunca pasa.
Este mundo nuestro sigue viviendo el drama de Agustín en toda su agudeza, por eso necesita de su experiencia.
Y nosotros seguimos considerando a Agustín como un hombre de nuestros días.
No hay duda: si hoy volviera Agustín podría continuar el mismo método de apostolado y seguir reimprimiendo sus libros.
A todos nos parece Agustín apóstol y escritor de la hora presente.
Agustín fue, lo hemos visto, predilecto de la naturaleza; y fue, además y sobre todo, predilecto de la gracia, porque Dios, mediante ella, le escogió para explicar y defender con palabra eternamente actual la sabiduría divina.
Así, mientras haya hombres en el mundo a quienes preocupen los problemas más altos de la vida, Agustín será maestro y guía seguro.
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ÍNDICE
|Toma y lee! 5 Su familia 7 Niñez de Agustín 11 Colegial de Tagaste 14 A Madaura 17 Vacaciones 21 En Cartago 25 Maniqueo 29 Maestro en Tagaste 33 Profesor en Cartago 39 De África a Europa 43 En la cátedra de Roma 47 Orador de fama 51 Luz en su inteligencia 58 La cura del corazón 62 Conversión 68 Paz del convertido 75 Bautismo 81 Despedida dolorosa 85 Regreso a Tagaste 90
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Agustín monje 94 Ministro del Señor 98 Padre y Pastor 103 Vida privada de Agustín 106 El martillo de los herejes 110 Todo para todos 116 El predicador 120 Las delicias de las Escrituras 124 El escritor 128 El corazón de Agustín 133 Alma de la Iglesia de África 137 El retiro de Hipona 140 Invasión de los vándalos 143 Muerte de Agustín 146 El Santo 151 Sus reliquias 154 El inmortal 157
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