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ALFONSO PÉREZ DE LABORDA (ed.)

SOBRE EL ALMA

El Escorial 2004

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© 2005PUBLICACIONES DE LA FACULTAD DE TEOLOGÍA “SAN DÁMASO”JERTE, 10E - 28005 MADRIDISBN: 84-96318-16-8DEPÓSITO LEGAL:

En cubierta: escena de cazade ciervo. Gruta de Porto Badisco.Otranto (Puglia)

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SOBRE EL ALMA

El Escorial 2004

ALFONSO PÉREZ DE LABORDA (ed.)

MCOLLECTANEA MATRITENSIA 1

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ÍNDICE

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ÍNDICE

Prólogo….........................................................................

Lunes, 26 de julio: Pero ¿hay alma?

1) JAVIER PRADES, La identidad dual alma-cuerpo en el

debate cultural de nuestra sociedad……..................2) PABLO DOMÍNGUEZ, Incidencia de los teoremas de la

incompletud en la cuestión del alma….....................Mesa redonda 1ª: RAÚL BERZOSA, Pero ¿hay cuerpo?

Almas de substitución.............................................

Martes, 27 de julio: Pensar el alma desde las ciencias

3) FRANCISCO J. RUBIA, El cerebro como lugar de la

conexión divina………...............................................4) NATALIA LÓPEZ MORATALLA, Indeterminación bioló-

gica y alma humana………..…………………………….Mesa redonda 2ª: CÉSAR REDONDO, El problema

consciencia-cerebro según Pedro Laín Entralgo......

Miércoles, 28 de julio:

El destino del hombre y del resto de la creación 5) VÍCTOR TIRADO, ¿Es el hombre superior a los

animales?: subjetividad animal y vida moral...........

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ÍNDICE

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6) MANUEL ARÓZTEGUI, La vida después de la muerte….

Mesa redonda 3ª: ÁNGEL CASTAÑO, ¿Qué sucede con nosotros después de la muerte?: desaparición, reencarnación, resurrección de la carne…….……….

Jueves, 29 de julio:

La reflexión teológica sobre el hombre, algunas etapas

7) PATRICIO DE NAVASCUÉS, La carne plasmada a

imagen de Dios y su relación con el alma….............

8) GERARDO DEL DEL POZO, Tomás de Aquino y la tradición eclesial sobre el alma.................................

Mesa redonda 4ª: JUAN JOSÉ PÉREZ-SOBA, La problemática relación con el cuerpo en el occidentecristiano y postcristiano............................................

Viernes, 30 de julio: Reflexiones finales

9) ALFONSO PÉREZ DE LABORDA, El alma en una filosofía

del cuerpo..................................................................

Conferencia de clausura: ANTONIO MARÍA ROUCO VARELA, La salvación del alma..................................

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PRÓLOGO

Este libro es el tercero de una serie, la de los cursos de teología organizados estos años en el seno de los Cursos de Verano de la Universidad Complutense en El Escorial. El primero fue sobre Dios1. El segundo, sobre la existencia en libertad2. El tercero, sobre el alma, se desarrolló en el mismo bellísimo cuadro de El Escorial entre los días 26 y 30 de julio de 2004, siguiendo el programa que se ha convertido en índice de este libro.

Con temor y temblor me ciño esta vez a publicarlo en el orden y la manera en que aconteció el curso. Tiene sus inconvenientes, muy claros, pues no es sencillo pasar de algo vivo en la palabra, en los gestos, en los silencios, en los afectos, y sin que se recoja un largo e ininterrumpido diálogo siempre vivísimo a lo largo de los cinco días que duró –muy especial-mente en las cuatro mesas redondas de las tardes, en las que también participaban los dos conferenciantes de la mañana, remecidas todas ellas por el parlamento general de tantos–, a otra cosa que no es sino lo que se presenta como texto escrito, con calidades y cualidades tan distintas a las de la cercanía de la palabra y de la presencia carnal, aunque esto escrito, es verdad, tiene como tal una vida más larga, pero una vida diferente. Habría otras maneras de hacer la ordenación de los textos, como la utilizada en el libro sobre Dios, dividido en tres partes sin nombre, o como la del libro sobre la existencia en libertad, dividido en dos partes, páginas ‘teóricas’ y páginas ‘prácticas’. El tercero de la serie como se ve tiene, sin embargo, otra disposición de la que tenían los dos anteriores.

1 ALFONSO PÉREZ DE LABORDA (ed.), Dios para pensar. El Escorial 2002, Publicaciones de la Facultad de Teología ‘San Dámaso’, Madrid, 2003, 237 p.

2 ALFONSO PÉREZ DE LABORDA (ed.), Existencia en libertad. El Escorial 2003, Publicaciones de la Facultad de Teología ‘San Dámaso’, Madrid, 2004, 318 p.

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El decano que, con gran sorpresa de mi parte, y no poco susto, llamó como profesor de filosofía al editor solía decir que deberíamos organizar lo que él llamaba la sociedad de los bombos mutuos, como hacen todos los demás que no son nosotros, y así les va de bien. Siempre me pareció una feliz idea; aunque no alcanzo a saber si él mismo la llegó a poner en práctica.

Uf, mas no siempre entre nosotros ha existido esa sociedad tan rumbosa (como no sea sólo entre cofrades y colegas del corro de las patatas de los meros “míos”).

Un recensor iracundo del segundo libro de la serie, nos dijo que la labor del editor es un puro espurrimiento, mucho peor de lo común, dentro de lo malos, añade, que suelen ser los editores de libros en colaboración. Se refiere el recensor airado más, quizá, a órdenes externos que a los manifiestos pensa-mientos internos: puede que no tenga en cuenta las sabias entendederas de lectores y lectoras, siempre avezados, de aguda comprensión y afilado pensar. Nuestro largo recensor ceñudo menciona sólo un nombre, el de quien no pertenece ni de lejos ni de cerca a la institución en la que se publicó nuestro libro. De los demás, ni siquiera de todos, claro está, el agitado recensor dice lo que dicen, pero no quién lo dice. ¡Faltaría más! Proclámese el silencio cuidadoso. Parece que algo es decisivo en el airadamiento del recensor justiciero, él no lo señala, de todo hay que guardar silencio, no sea que se sepa. Lo interpreto así: el artículo que sigue al del tan obtuso editor cerrando la parte primera del libro, debería estar en la segunda. No dice quién es ese autor; yo tampoco. Alguna vez afirmé del editor que es ‘montarazmente libre’; veo que con los años no se le ha pasado ese tirar al monte a manera de cabra vieja. Ocurre que a ese autor el editor lo conoce con buen conocimiento hace treinta años y le plació ponerlo cabe sí, a su propia vera, como junto a sí, siguiéndole, había tenido su conferencia. ¿Vale?

Ay, a veces lo que sí funciona entre nosotros, y muy bien, es la sociedad fanfarriosamente desafinada de los denues-tos bombosos.

¿Será posible, Dios mío, que entre nosotros –ellos más

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PRÓLOGO

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bien–, los epulonarios, todo venga a quedarse en hueras divisiones quebradoras y en insubstanciales particularismos oclusivos, y que eso sea toda la amplitud grandiosa de su horizonte?

Pero, en fin, lo importante es que, para quien quiera leer estas páginas, espero que con ojos más benévolos, le ofrecemos aquí el resultado escrito del curso sobre el alma. Un curso esencialmente hablado, como he dicho antes. Quienes asis-tieron a él y lo escucharon con tanto gozo notarán la diferencia, tan esencial. Pero, insisto, lo escrito tiene su vida propia, diferente a lo hablado, es verdad, pero lleno también de inmensas riquezas, riquezas de composibles y de realidades, las cuales, si cabe, llegan más lejos en el espaciotiempo.

Aquí, en el texto escrito que ahora podremos leer, cada uno de los autores ha tenido libertad para escribir lo que le parece, claro es, y para ello ha contado con las páginas que ha creído oportunas. Unos presentaron allá, tal cual, lo que ahora nos ofrecen escrito. Otros tuvieron una exposición oral en su puridad y ahora encontramos su relación escrita, más larga, como un río con suaves y alargados meandros.

Mas, con todo, se preguntará quien lea estas líneas: muy bien con lo que dices, pero del alma, ¿qué? Vayamos a ello.

Unas pocas líneas precedían al programa del curso. En ellas se perfilaba la problemática de la que se quería tratar. Decían así:

Para los platónicos todo parecía fácil: tenemos un alma inmortal que ha sido arrojada en un malvado cuerpo del que costosamente debe liberarse.

Para los modernos todo parece fácil: nada de un inexistente alma, todo lo nuestro es cuestión de materia o, al menos, lo que fuere que seamos debe poderse naturalizar, o por la reducción de todo a cosa material o por la emergencia evolutiva de esa novedad que llaman espiritual.

Pero ¿son tan fáciles las cosas? Es muy posible que no. Demasiado es lo que apunta a que no. ¿Queda un camino racional para, refiriéndose a eso que somos, a la realidad

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A. PÉREZ DE LABORDA

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de lo que somos, poder de nuevo hablar del alma? Parecería que sí, y nos falta mucho por recorrer en ese camino de racionalidad.

Con estas palabras se diseñaba la pregunta o la intuición que nos reunía a un grupo de profesores y de alumnos en El Escorial unos preciosos días a finales de julio de 2004.

Una de las sorpresas mayores del curso, para muchos tan estrambótico y fuera de los modos habituales, tan estrafalario en su título, inusual por demás –¿cómo, en estos felices tiempos de piripipingo un curso de teología y, para colmo, sobre el alma?–, fue comentario unánime y lleno de pasmo de todos los asistentes: ¡de manera casi general se ha hablado sobre todo de la carne! Carne de promesa y de ansia de resurrección.

Parece mentira cómo un tema que podía estimarse reliquia de un pasado liquidado, de una manera de hablar y de plantearse las cosas que ya nada tiene que ver con nosotros y con lo que sabemos que somos, se hizo realidad tan acuciante para nosotros los asistentes al curso. Comprendimos que una manera reduccionista de ver quiénes somos no responde a eso que de verdad somos. Y lo que llamaba la atención era que todos, o casi todos, parecíamos convenir en ello a la una. Hablar del alma era para todos nosotros una necesidad para decirnos lo que somos en realidad. Ni de lejos hablábamos de un alma platónica salida de un dualismo que espera con ansia la muerte para liberarse, por fin, de este cuerpo fastidioso por demás. Ninguno de los asistentes esperábamos ese momento de falsa liberación. Comprendíamos que las cosas se planteaban de manera bien distinta. Y por eso hablábamos tan insisten-temente de carne, de encarnación y de resurrección de la carne. Ahí, en ese contexto, es cuando nos atrevíamos a platicar sobre el alma, ¡y de qué manera! Descubrimos, además, que hubo en la antigüedad de los viejos Padres toda una corriente que nos ha enseñado a hablar así, porque no se vendió en este punto al genio platónico. Descubrimos también que si no hablamos del alma estamos olvidando lo más fundamental de esto que

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PRÓLOGO

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somos; descubrimos también que hasta los materialistas más adelantados deben hoy considerar la «asombrosa hipótesis» del alma y de qué guisa podríamos hablar de su realidad desde los modos de hacer ciencia, pues quien dice, sin más, “no hay alma”, está cercenando partes esenciales de eso que somos; la cuestión está en el tratamiento racional que se dé a esa asombrosa hipótesis científica y a su consideración de realidad.

Descubrimos, en una palabra, que el tema del alma es de una acuciante actualidad, y no los aviejados restos de pensamientos pasados de rosca, sin posibilidad ninguna de futuro. Que, antes al contrario, quien no quiere entrar en la consideración del alma, en realidad, no sabe lo que nos traemos entre manos cuando hablamos de lo que somos. Que no sabe, o se niega a saber, quienes de verdad somos.

De ahí un cierto espíritu de jugosa novedad que se respiraba entre nosotros los asistentes al curso, felices así de haber encontrado que el hablar y reflexionar sobre el alma no es un pasatiempo para quienes no saben cómo divertirse en la vida o desconfían en la manera de pasar sus días de vacaciones o son meros historiadores de pensamientos pasados y bien sobrepasados, sino algo filosófica y teológicamente vivo para nosotros y para nuestros contemporáneos.

Así pues, como fruto del curso sobre el alma3, ofrecemos en estas paginas elementos de reflexión sobre lo que somos, con la convicción de que los nuestros son rumies de actualidad incisiva y preñadas de fuerza de futuro.

Alfonso Pérez de Laborda www.apl.name

Madrid, 31 de octubre de 2004

3 En italiano existe algo parecido a lo nuestro: L’anima, Mondadori,

Milán, 2004, 351 p. Está compuesto por trece artículos –divididos en tres partes: ‘Mente-cuerpo’, ‘Inmortalidad y resurrección’, ‘Ciencia del alma’–, escritos por distintos autores, científicos, filósofos y teólogos.

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Lunes, 26 de julio:

Pero ¿hay alma?

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LA “UNIDAD DUAL” ALMA-CUERPO EN LA SITUACIÓN CULTURAL DE NUESTROS DÍAS

JAVIER PRADES FACULTAD DE TEOLOGÍA “SAN DÁMASO”

MADRID

I. INTRODUCCIÓN: LA SITUACIÓN CULTURAL DE NUESTROS DÍAS4

A primera vista, el contexto cultural idóneo para hablar

sobre la compleja “unidad dual” de alma y cuerpo sería el del examen de las formas actuales de espiritualismo (New Age, eso-terismo, etc.) y de culto al cuerpo (fitness y moda, con las manifestaciones patológicas de anorexia y bulimia) como variantes culturales reductivas de esta relación misteriosa. Pero cabría referirse también a las discusiones en torno a la gené-tica, los embriones, la clonación, la eutanasia o el aborto… donde se refleja igualmente qué concepción del hombre y de sus dimensiones fundamentales, espiritual y corporal, tienen los distintos participantes en el debate. Desde luego el resto de las ponencias examinarán a fondo muchos aspectos esen-ciales de estos problemas, que cada vez afectan más a nuestra vida cotidiana.

Sin embargo, vamos a privilegiar como contexto cultural otro rasgo típico de nuestros días respecto a la comprensión del hombre como “unidad dual” de alma y cuerpo, o como persona

4 Agradezco la colaboración de Carmen Giussani, Marta Hernández

y Carmina Negredo para la preparación de esta ponencia.

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encarnada, es decir como una irreductible unidad en la diferen-cia entre dimensión espiritual y dimensión corporal-material. Podrá parecer que nos alejamos algo de nuestro problema específico, pero a veces sólo se entienden las consecuencias cuando se logra remontar hasta el origen de la dificultad. ¿Cuál es ese rasgo dominante?

El agotamiento de Occidente Juan Pablo II habla de una mentalidad que hoy parece

obvia, que todos tienden a aceptar, de manera que quien no la comparte es el que tiene que explicarse5. Y dice que esa mentalidad tiene raíces profundas en un relativismo creciente y un nihilismo que dejan la impresión de una apostasía silen-ciosa, por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera6.

A partir de esta alusión al relativismo y al nihilismo quiero comenzar. Lógicamente no se trata de volver a examinar las posturas nihilistas decimonónicas, que se encuentran en los libros de historia de la filosofía. Se trata del nihilismo tal y como lo podemos identificar de hecho, cada vez más extendido en nuestras sociedades7. Voy a indicar dos de sus expresiones, que creo que reconoceremos inmediatamente. Éste es el contex-to cultural en el que me parece que tiene hoy más sentido preguntarse por la misteriosa condición espiritual-corporal de todo ser humano.

La expresión más violenta es el terrorismo, como denunciaba A. Glucksmann tras el 11-M: «lo ocurrido en los atentados de Madrid es el 11-S de Europa. Y verifica lo que escribí tras el horrible atentado de Nueva York. La nueva violencia nihilista (…) no tiene fronteras ni ideológicas ni polí-

5 Ecclesia in Europa n. 7 6 Ecclesia in Europa n. 9. Véase también n. 47ss. 7 Remito a los análisis de M. BORGHESI, “La nueva evangelización de

la cultura” en: Desafíos globales: la Doctrina Social de la Iglesia hoy. Actas del IV Congreso Católicos y Vida Pública, Madrid, 2003, II, 1059-1079.

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ticas». Es un terrorismo nihilista –continúa el ensayista francés– «que ya fue magistralmente retratado por Dostoyevski en Los demonios y cuyo núcleo era la voluntad y el placer de la destrucción. Este nihilismo es lo contrario al amor de Dios, y se caracteriza porque no considera que haya nada malo en hacer el mal, piensa que todo lo que hace está bien (...) Lo que defino como nihilismo es la capacidad de destruir, de generar terror por el simple placer de destruir, de crear miedo»8.

Sin llegar a este extremo de autosuficiencia radicalmente mortal de los terroristas, cabe reconocer una segunda expre-sión casi igual de destructiva aunque más sutil del nihilismo de hoy. Me refiero al sorprendente fenómeno de la censura férrea del nivel último de las preguntas existenciales del hombre, como se puso de manifiesto en el periodo posterior a los atentados del 11-M, donde el grito humano ante el dolor y la muerte fue frecuentemente reconducido a la reivindicación de medidas políticas, policiales o psicológicas, y donde no era fácil encontrar hombres que gritasen su dolor y su angustia, poniéndolo ante Dios, o, ni siquiera, contra Dios9. Como es obvio no se trata de negar la utilidad de esas medidas en sus ámbitos respectivos, sino de hacer notar que ni la policía, ni la política ni la psicología pueden dar respuesta a la pregunta

8 Véase A. GLUCKSMANN, “El nihilismo terrorista y la crisis occidental”, en Huellas 6 (2004) 48-53; Occidente contra occidente, Madrid, 2004, pp. 155-189. Quizá la prensa italiana sea más sensible que la española ante este diagnóstico. Sirva como ejemplo el artículo de G. FERRARA, “La stanchezza di occidente”, en Il Foglio, 16 marzo 2004, p. 4. Sobre el carácter nihilista del terrorismo etarra y sus efectos devastadores en nuestra sociedad véase la Instrucción de la Conferencia Episcopal Española de noviembre de 2002.

9 Si se exceptúan los momentos vinculados al rito religioso (funerales en varios ámbitos por las víctimas), no ha sido fácil ver en las declaraciones públicas, tanto de políticos de uno u otro signo, como de los representantes de la cultura dominante alguna referencia a Dios –o, repito, a su ausencia– como un factor real de la experiencia vivida. Ya el poeta anticipaba proféticamente esta fractura: «Vosotros, ¿habéis edificado bien, habéis olvidado la piedra angular? Hablando de relaciones justas de hombres, pero no de relaciones de hombres con Dios», T. S. ELIOT, Los Coros de La Piedra, II, Madrid, 1986, p. 174.

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humana por el sentido de la vida y de la muerte. En esos días pudimos tener la sensación de que se favorecía el que nadie se saliera de ese horizonte penúltimo y se evitaran las pregun-tas últimas.

Si se suma al fenómeno de la violencia terrorista este silencio tan inhumano se puede entrever cuál es el punto real de debilidad de nuestras sociedades. Uno y otro fenómeno son la expresión de un cansancio de occidente, un “des-ánimo”, una pérdida del alma en las personas y la sociedad, que de-tectan, además del Papa, otros observadores desde puntos de vista diferentes y no precisamente católicos. Octavio Paz sostiene que «lo único que une a Europa es su pasividad ante el destino. Después de la II Guerra Mundial las naciones del Viejo Mundo se replegaron en sí mismas y han consagrado sus inmensas energías en crear una prosperidad sin grandeza y a cultivar un hedonismo sin pasión y sin riesgos. De ahí la fascinación que ejerce sobre sus multitudes el pacifismo, no como una doctrina revolucionaria, sino como una ideología negativa»10. Y un diagnóstico semejante ofrece George Steiner: «El problema es la irremediable decadencia de Europa, decadencia debida a la fatiga, a una fatiga enorme»11.

Este es nuestro punto de partida. Ya que nuestro curso se titula De Anima no será descaminado arrancar desde la inquietante comprobación de que nuestra sociedad europea está perdiendo su ánimo, su alma, para después intentar –en lo

10 O. PAZ, Tiempo nublado, Barcelona, 1983. 11 G. STEINER, “Herencias y presencia del espíritu europeo”

(entrevista de I. Albaret y O. Mongin), Revista de Occidente, 278-279 (2004) 5-24; la cita en p. 7. El diagnóstico lo encontramos también en H. ARENDT: «la Época Moderna –que comenzó con una explosión de actividad humana tan prometedora y sin precedente– acaba en la pasividad más mortal y estéril de todas las conocidas por la historia», La condición humana, Barcelona, 31998, p. 346. El tema de la “decadencia de Occi-dente” es clásico desde O. Spengler a nuestros días, pasando por J. Huizinga (La crisis de la civilización), M. Horkheimer (El eclipse de la razón) o R. Guardini (El final de la época moderna). Más recientemente se pueden leer G. Lipovetsky (La era del vacío) o A. Finkielkraut (La derrota del pensamiento).

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que nos sea dado– recuperarla en bien de todos.

El debilitamiento del yo Esta enorme fatiga o pasividad de Europa es la

manifestación cultural de una extraña debilidad de cada persona para afirmar su relación con la realidad, en sus expre-siones cotidianas. «Lo que está en crisis –escribe M. Zambrano– es este misterioso nexo que une nuestro ser con la realidad, algo tan profundo y fundamental, que es nuestro íntimo sustento»12. Las palabras de la discípula de Ortega y Gasset nos llevan al núcleo de la reflexión que queremos desarrollar. El hombre es un ser espiritual sui generis porque está constituido de tal manera que no se sustenta cerradamente sobre sí mismo sino que descansa y se renueva en el contacto con la realidad, en su reconocimiento racional y amoroso. Cuando ese contacto racional y amoroso entra en crisis se tambalea la vida personal y, como consecuencia, la vida social. Tenemos aquí, en efecto, el diagnóstico sobre la fatiga y la decadencia de Occidente. El hombre es un ser de tal índole que su intimidad más propia, que es espiritual, necesita de la realidad externa a él, aquello que más fácilmente describiríamos como material. Si se desva-nece la realidad (nihilismo) ya sea por la violencia física del terror o por la violencia espiritual que es la censura, aplicada como un corte entre la provocación de lo real y el sujeto, éste se paraliza no sólo en el conocimiento y dominio de la realidad material, sino en el conocimiento de sí mismo, y la sociedad lo acusa en un agotamiento que la lleva a su decadencia13.

El debilitamiento al que nos referimos no debe ser descrito en primer lugar en términos morales o psicológicos,

12 M. ZAMBRANO, Hacia un saber del alma, Madrid, 2001, p. 104. 13 «Mientras la vida se llenaba de instrumentos técnicos, de mara-

villas mecánicas, de cachivaches de todas clases, el alma y el corazón quedan vacíos, y las horas, al ser liberadas del trabajo opresor, transcu-rren más oprimidas todavía, porque están sujetas a la terrible opresión de la vaciedad de un tiempo muerto», ZAMBRANO, Hacia un saber, pp. 74-75.

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aunque también los implique. Es decir, no nos referimos en primer lugar a la dificultad que el hombre experimenta para comportarse de un modo adecuado a las leyes morales, o a la fragilidad de la personalidad o la estructura psicológica del sujeto. No excluimos esos factores, pero se trata ahora, más radicalmente, de examinar la dificultad para reconocer y acoger la realidad tal y como nos aparece –es decir, manifestando su fundamento misterioso– sin plegarla a lo que uno ya cree saber de antemano.

Esta dificultad se reconoce en dos consecuencias típicas de la sociedad occidental. Por una parte se pierde la capacidad de asombro por el misterio de la realidad y de adhesión cordial a ella, reducida a pura apariencia y convertida en mero objeto de dominio, sea para obtener mayor poder, mediante el uso ideológico de la ciencia y la técnica –lo que se ha dado en llamar “universalismo cientificista”– o para obtener mayor satisfacción de las tendencias instintivas, reduciendo a las personas a objeto de intercambio para el placer. En efecto, hoy estamos expuestos a reducir la realidad del mundo y de los hombres a objetos de nuestro dominio y, con ello, a quedarnos en la superficie de la vida. Porque la vida no es sólo una primera apariencia sino que las cosas despiertan originalmente en el hombre un asombro, una atracción única, en cuanto su-gieren un fundamento misterioso, un más allá infinito, por así decir, que aparece desde dentro de la realidad misma, y corresponde a las exigencias infinitas de verdad, bondad y belleza que constituyen su corazón14. El hombre se llena de

14 Ciriaco Morón reivindica este carácter propio del hombre cuando estudia las humanidades en la era tecnológica: «Nosotros acariciamos el mayor respeto y agradecimiento a la técnica y la ciencia. Son labores del hombre, han alargado y facilitado nuestra vida, y son productos de inmensa belleza. Pero las humanidades son más importantes. El ingeniero trabaja ocho horas para facilitarnos la telefonía móvil; el Máster en empresariales trabaja diez horas mercadeando el último programa de ordenador, y el economista elabora prometedores modelos para mejorar las exportaciones. Pero el ingeniero, el empresario y el economista son hombres y mujeres y todos los días necesitan veinticuatro horas para vivir en claro sobre su identidad personal y colectiva, la comunicación con los

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asombro y de preguntas en su relación inmediata con la realidad15.

En segundo lugar, el sujeto así separado de la realidad y su significado no se hace más seguro y poderoso sino que, al contrario, se vuelve más vulnerable, más frágil, más inseguro16. En la vida cotidiana el hombre común vive frecuentemente separado de su propia experiencia a la hora de reconocer el significado eterno de su trabajo, el valor definitivo de sus relaciones afectivas, o la urgencia de construir una sociedad más justa, por citar algunos aspectos de la vida. Cada vez está más a merced de las campañas mediáticas de opinión o de la publicidad de masas, en una sociedad que no por casualidad enfatiza el ocio, la “di-versión” como evasión de la realidad, pero sobre todo, evasión de sí mismo. Esta evasión “di-vertida” es uno de los síntomas de la fatiga que estamos describiendo17.

H. Arendt trazaba la parábola de la modernidad occidental como una progresiva pérdida de confianza en la realidad, que reniega del agradecimiento original –propio de la experiencia elemental del hombre– en aras de una postura hoy seres íntimos y con la sociedad, su creatividad y su sentido de la vida (...) El amor, el miedo en el trabajo, la relación con hijos y amigos, la pregunta sobre nuestra vida en el mundo reclaman constante atención», C. MORÓN ARROYO, Las humanidades en la era tecnológica, Oviedo, 1998, pp. 288-289. Subrayados míos.

15 «Al caer, el torrente no se asombra. / Y los bosques bajan silenciosamente al ritmo del torrente / pero, ¡el hombre se asombra! / El umbral en que el mundo lo traspasa / es el umbral del asombro. / (Antaño a este asombro lo llamaron «Adán»)», JUAN PABLO II, Tríptico Romano, Murcia, 2003, pp. 19-21. Y la descripción de la experiencia origi-nal de lo real en L. GIUSSANI, El sentido religioso, Madrid, 61998, capítulo 10; La autoconciencia del cosmos, Madrid, 2003.

16 Cf. C. S. LEWIS, L’abolizione dell’uomo, Milán, 1979, pp. 78-79. 17 Pero la “diversión” muestra su rostro más sombrío cuando se

teoriza y se divulga socialmente el suicidio como el único acto del sujeto realmente digno de sí mismo. Un ejemplo es el tremendo relato a favor de la eutanasia de los ancianos escrito por K. ASLIDSEN, Últimas notas de Thomas F. para la humanidad, Madrid, 2003. Qué distinta es la percepción del límite y la miseria humana que retrata con agudeza y ternura J. ROTH en La leyenda del Santo Bebedor, Barcelona, 72001.

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muy difusa prácticamente y que ella denomina “resentimiento” ante la realidad18. En efecto, al desvincularse de cualquier realidad dada, razón y libertad se hacen cada vez más “ab-solutas” porque se separan de las cosas y al final de sí mismas. Lo que sucede entonces es que soportan cada vez peor la permanencia de cualquier elemento objetivo que pueda ser un límite al intento de ejercer un poder y un querer carente de toda remisión a una instancia no ya superior sino simplemente exterior al yo. No se sienten en deuda de razón y amor con nadie, pareciéndoles que de ese modo se liberan de todo vínculo y garantizan su poder19.

Sin embargo, el yo “moderno” no se ha podido autofun-damentar, como pretendía, sino que ha visto cómo se convertía en un yo “posmoderno”, debilitado e inseguro, encerrado en un criticismo puramente “deconstructivo”, que rechaza con resen-timiento cualquier aspecto de la realidad que no confirme su pretensión de ser arbitrariamente ilimitado. Ni el asombro, ni tan siquiera la insatisfacción o el dolor ante la realidad, logran reabrir la pregunta humana por el destino de la vida y por su felicidad, y en este obstinado oscurecimiento de la experiencia humana se encuentra la raíz de la debilidad del yo y de la fatiga de la sociedad20. Al final de tanta afirmación de sí mismo y de tanto criticismo, el problema de la vida se acaba encomendando a la suerte, en el colmo de un azar que linda con la arbitra-

18 Cf. H. ARENDT, The Burden of our Time, Londres, 1951; A. FINKIELKRAUT, La humanidad perdida, Barcelona, 1998, pp. 153-154. También Zambrano retoma, desde Scheler, la tesis del resentimiento, y, desde Ortega, la de la rebelión de las masas, cf. Hacia un saber, p. 75.

19 Es lo mismo que identifica Steiner en ciertas corrientes actuales de pensamiento francés: “Herencias y presencia del espíritu europeo”, p. 14.

20 Se pueden encontrar excepciones, que sugieren un punto posible de encuentro con hombres de nuestro tiempo, muy distintos entre sí y en su mayoría alejados de la Iglesia, de Cristo y aun de Dios, pero que no censuran sus preguntas irresueltas. Es el caso de algunos filósofos o escritores como M. HORKHEIMER, A la búsqueda del sentido, Salamanca, 1989, p. 106; F. ROSENZWEIG, La estrella de la redención, Salamanca, 1997, p. 43; E. SÁBATO, La resistencia, Barcelona, 2000, p. 33.

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riedad y nos deja totalmente desamparados: «Ser feliz es tener suerte, y nada más. Suerte de tener salud, de amar y de ser amado, de no sufrir privaciones»21.

Consecuencias sociales y políticas

El debilitamiento del sujeto, que se ha absolutizado para

luego negarse a sí mismo, tiene consecuencias evidentes no sólo para la vida personal, que queda en manos de la suerte, sino para la vida social y política. Quizá no sea una casualidad que las épocas históricas que más se caracterizan por construir y hacer progresar a la sociedad sean aquellas en las que la afirmación del sujeto iba unida a una relación más intensa con la realidad, mientras que las épocas de decadencia son las que se desligan de la realidad, en sueños más o menos quiméricos, y acaban por temerla al no poder dominarla.

Por poner sólo un ejemplo de las consecuencias sociales de esas teorías que “descomponen” al sujeto humano redu-ciendo su carácter de persona libre y responsable, podemos recordar que, a principio de los años 70, G. Vattimo sostenía que hablar de “sujeto”, y por tanto de un posible testimonio individual, era un anacronismo. A su juicio, los dos pensadores que «están en la raíz de la actual corriente impersonalista de la filosofía y de la cultura [son] Nietzsche y Heidegger»22. Nietzsche porque habría demostrado que el hombre no es dueño de sí mismo y que la supremacía de la conciencia no es tal al haber sido minada por las pasiones y disuelta en estratos inferiores. Y Heidegger porque habría preconizado la superación de la sub-jetividad como constitutiva del hombre, cediendo a estructuras suprapersonales más poderosas que él: el destino histórico, el ser. De este modo, el sujeto individual (que él identifica como burgués-cristiano) se disuelve en el superpoder tecnocrático (ser impersonal). Ahora bien, si el sujeto individual se ha di-

21 J., El País Semanal, 4 de julio de 2004, p. 82. 22 Cf. G. VATTIMO, “Tramonto del soggetto e problema della testimo-

nianza”, en E. CASTELLI (ed.), La testimonianza, Roma, 1972, pp. 125-139 y 126.

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suelto en sus estratos inferiores y en la superestructura técnica, la consecuencia no era difícil de sacar, en aquellos años de hegemonía cultural del marxismo: el único actor del cambio social es la clase y no el individuo, mediante la posibilidad de una praxis revolucionaria23.

Si pensamos en que por aquellos mismos años ETA empezaba a asesinar en España hasta alcanzar al cabo de los años la cifra de mil muertos, y que Italia vivía los “años de plomo”, bajo el peso de atentados que culminaron en el asesinato de Aldo Moro, vemos a dónde podía conducir la praxis de los iluminados que querían imponer a toda costa el cambio social, incluso por la fuerza revolucionaria24.

Los dos elementos enunciados por Vattimo: la negación del yo como sujeto personal y espiritual, y por tanto capaz de “testimonio”, y la asunción de la praxis revolucionaria (ya fuera de matriz marxista en los años setenta o de matriz islámica hoy) nos ofrecen las dos caras de la misma fatiga enorme de la cultura y la sociedad, y, en consecuencia, de su progresivo sometimiento a las distintas formas de ejercicio del poder (militar, político, económico, informativo, educativo) que no respetan la dignidad de la persona25.

* * *

23 “Tramonto del soggetto”, pp. 137-139. 24 Como es obvio no queremos atribuir a Vattimo el fomento directo

de la violencia, ni tampoco estamos ofreciendo una valoración completa de su pensamiento de entonces ni de su evolución hasta hoy. Tomamos un botón de muestra significativo para entender cuáles eran las líneas del pensamiento dominante en aquellos años.

25 Resulta verdaderamente lúcido el diagnóstico de C. S. Lewis, ya en 1943, sobre lo que suponía la pretensión del Hombre de dominar la Naturaleza: a su juicio lo que en realidad sucedería era el dominio de una minoría de hombres (los que controlan la ciencia y la técnica) sobre todos los demás. La conclusión que sacaba es que esa minoría de “condicio-nadores” de los demás estaría a su vez sometida a la ciega naturaleza que habían querido someter. La conquista del hombre era la abolición del hombre. Cf. LEWIS, L’abolizione, pp. 57ss.

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En estas páginas queremos seguir indagando sobre las características propias de la subjetividad humana, cuestión típicamente moderna, sin desconocer cuál ha sido la parábola histórica de una concepción de subjetividad que quería ser plenamente autosuficiente. Cuando reivindiquemos en estas páginas que el hombre consiste en una misteriosa “unidad dual” de alma y cuerpo no queremos tan sólo privilegiar una antropología entre varias posibles académicamente26. Quere-mos defender la vida cotidiana de cada hombre y el bienestar de los pueblos, que no puede durar largo tiempo si se niega el carácter espiritual del ser humano, o su corporalidad consti-tutiva, según la misteriosa unidad en la diferencia entre ambos aspectos.

No le falta razón a J. Marías cuando nos recuerda el vín-culo inmediato que hay entre el carácter espiritual del hombre, cuya cifra es “el alma” y su libertad frente al poder27. Decir que el hombre es uno en cuerpo y alma es el modo de defender su dignidad personal e intransferible, y, a la vez, su pertenencia común a la historia humana, a la fraternidad con todos los hombres. Veremos cómo la experiencia cristiana del hombre no sólo no rechaza esta concepción por así decir “filosófica” sino que la sostiene y la hace existencialmente posible, favoreciendo con ello la libertad de cada uno y la convivencia social.

Si éste es el contexto cultural desde el que abordar la cuestión de la unidad dual alma-cuerpo, la finalidad de esta intervención no será tanto la de repetir las afirmaciones

26 La expresión “unidad dual” nos permitirá desde el principio no reducir el misterio del hombre, al recoger eficazmente la misteriosa constitución del ser humano. Véase H. U. VON BALTHASAR, Teológica vol. I, Madrid, 1997. Se puede ver también Mulieris Dignitatem nº 7.

27 Después de citar los famosos versos calderonianos sobre el honor como patrimonio del alma, continúa: «el alma, es decir, la persona, solo es de Dios y no puede ceder ante ningún poder distinto. Para Dios el hombre es persona única, inconfundible, insustituible, llamada a un destino rigurosamente personal. Y el hombre que se siente y mira en esa perspectiva no puede renunciar a la condición personal ni negarla a ningún otro, a quien vive como hermano, hijo del mismo Padre, sean cualesquiera las diferencias», J. MARÍAS, Persona, Madrid, 1996, p. 163.

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doctrinales y antropológicas correctas, aunque las tendremos presentes, sino, por así decir, la de ejercitar el alma en su unidad con el cuerpo, en esa singularísima modalidad de expe-riencia espiritual-corporal que somos cada uno de nosotros, en su relación con la realidad, hasta llegar al Infinito, ese Infinito que se ha hecho carne, el Emmanuel. Creo que éste es el fondo que subyace en los otros problemas, que conservan un carácter penúltimo frente a esta cuestión última. Si se piensa bien, la forma más frecuente de negar u olvidar el alma no es la de refutarla teóricamente, sino la de negarla de hecho; ahora bien, sensu contrario se afirma el alma como realidad vivida, cuando se ejerce la propia responsabilidad personal en la situación histórica dada a cada uno.

A lo largo de esta semana, trataremos de muchas dimensiones especializadas de esta cuestión apasionante en sí misma y que hoy es existencialmente urgente, en particular desde el punto de vista de la educación de la persona y de los sujetos sociales capaces de vertebrar un pueblo28. Lo que necesitamos no son tan sólo expertos sino adultos, que sepan describir su propia experiencia a partir de sí misma, en todos sus factores29. Y nada mejor que intentar ahora un “ejercicio de autoconciencia históricamente situado”, tal y como le es posible al hombre en cuanto espíritu encarnado, y en cuanto cristiano. Nos conviene descubrir y amar la realidad porque sólo así se puede vivir, aceptando el sacrificio que conlleva la resistencia de una realidad que no se pliega a nuestros sueños o preten-siones, por mucho que nos afanemos en “deconstruirla”. El gusto de la vida personal y social no viene cuando se destruye sino cuando se construye y para eso es imprescindible poder conocer y amar la realidad en sus términos concretos.

28 Cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Educación y educadores, Madrid,

2004. 29 «Y la pregunta renace siempre, ¿es posible ser hombre?; ¿y cómo?

(…) La única manera de responder afirmativamente no es diciendo sí en abstracto, sino ofreciendo una forma de vida, una figura de la realidad dentro de la cual el hombre tiene un determinado quehacer y toda su existencia un sentido», ZAMBRANO, Hacia un saber, p. 102.

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II. CARÁCTER SINGULAR DEL HOMBRE COMO SER ESPIRITUAL

Después de situarnos en un contexto cultural amplio

será más fácil percibir ahora los elementos esenciales de la polaridad dual alma-cuerpo en cuanto respuesta adecuada al desafío que implica el agotamiento de Occidente30.

Condición singular y paradójica del hombre: su “desproporción estructural”

Hemos dicho que uno de los motivos más graves del

agotamiento se encuentra en el debilitamiento de la experiencia que cada hombre tiene de sí mismo como ser espiritual, es decir consciente de sí mismo y libre. Cuidamos muchas facetas de la vida, pero vivimos con un alarmante descuido de nuestra condición de seres espirituales. Para atender a esta preocu-pación, conviene recordar enseguida que la índole del hombre, en cuanto ser espiritual, es «singular y paradójica»31.

30 Recordamos que la intención de esta ponencia es meramente introductiva a problemas que por su complejidad y extensión no pueden ser más que apuntados, y que serán retomados y profundizados en las siguientes intervenciones. Para una presentación completa remito a: A. SCOLA, G. MARENGO, J. PRADES, Antropología Teológica, Valencia, 2003. A. SCOLA, Cuestiones de Antropología Teológica (Madrid 2000); D. VON HILDEBRAND, Zeitliches im Lichte des Ewigen (Regensburg 1932); J. MOUROUX, Sens chrétien de l’homme, París, 81958; J. RATZINGER, Intro-ducción al cristianismo, Salamanca, 1968; K. WOJTYLA, Persona y Acción, Madrid, 1982; J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Las nuevas antropologías. Un reto a la teología, Santander, 1983; A. LOBATO (ed.), L’anima nell’antropologia di S. Tommaso d’Aquino, Milán, 1987; J. DE SAHAGÚN LUCAS (ed.), Nuevas antro-pologías del siglo XX, Salamanca, 1994; C. VALVERDE, Antropología filosó-fica, Valencia, 1994; R. SPAEMANN, Personen, Stuttgart, 1998; J. M. BURGOS, Antropología: una guía para la existencia, Madrid, 2003), P. FERNÁNDEZ BEITES, “Sobre la creación del alma”, en A. PÉREZ DE LABORDA (ed.), Jornada sobre Filosofía Cristiana, Madrid, 2004, pp. 29-42.

31 Sigo la presentación del problema de H. DE LUBAC, El misterio de lo sobrenatural, Barcelona, 1970, pp. 149ss. Véase también MOUROUX, Sens

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A diferencia de los espíritus puros como Dios o los ángeles, el hombre es un espíritu que debe llegar a ser él mismo mediante actos de su conocimiento y su libertad que tienden más allá de la condición propia de su “naturaleza”. En cierto sentido debe sobrepasarse a sí mismo para llegar a su plenitud ya que no está encerrado completamente en las notas que definen su forma natural. De Lubac ha recorrido la historia de la tradición filosófica y teológica occidental para mostrar que hay una diferencia esencial entre el hombre y todas las demás criaturas de la tierra, porque sólo él está abierto inmedia-tamente a lo universal y a lo infinito, lo abarca todo y está abierto a todo. El hombre se sobrepasa a sí mismo y al mundo y, por así decir, lo contiene, sin quedar encerrado en el círculo estrecho de sus imperfecciones. Hasta el más pequeño de los actos humanos va más allá del límite que impondría la circunstancia espacio-temporal y tiende a un más allá que la trasciende32. En esa apertura y capacidad de abarcar todo, el hombre tiende a algo que supera sus propias fuerzas inte-lectivas y volitivas.

Esta capacidad dinámica de trascenderse y de abrirse a lo infinito para llegar a ser él mismo afecta, por así decir, trans-versalmente a las notas propias de la condición espiritual del hombre: su capacidad de actos intelectuales independientes de la materia33, su capacidad de volver sobre sí y estar presente a sí mismo de manera refleja en cuanto autoconciencia (reditio completa in seipsum), y su libertad. En todas estas dimensiones típicas del espíritu humano alienta siempre una apertura hacia

chrétien, pp. 105ss. Se leerá con también utilidad la reflexión sobre este problema, a partir de la distinción real esse-essentia, en G. DE SCHRIJVER, Le merveilleux accord de l’homme et de Dieu. Étude de l’analogie de l’être chez Hans Urs von Balthasar, Lovaina, 1983, pp. 47-72.

32 Cf. K. RAHNER, Oyente de la Palabra, Barcelona, 1967. 33 Valverde pone como ejemplos de su actividad intelectual la

percepción del espacio-tiempo en cuanto conceptos, la elaboración de conceptos universales, la función simbolizadora, el lenguaje significativo, la ciencia, la poesía, el arte, la ética, el derecho, la religión, etc., cf. Antropología Filosófica, 210.

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un misterioso “punto de fuga”, que remite más allá de todo objeto concreto de conocimiento, de toda decisión concreta de la libertad y de todo acto de autoposesión o autodeterminación consciente. Para la tradición occidental esta enigmática condición es el signo más alto del hombre, que tiende a una verdad, a un bien, a una belleza que sobrepasan las fuerzas, por otra parte admirables, de su inteligencia y su voluntad. Es necesario tener en cuenta desde el inicio esta «desproporción estructural»34, esta “paradoja” del hombre en la expresión delubaciana, para no estrechar fatalmente el problema que nos ocupa. Y el motivo que nos impele a ello es que esta caracte-rística es decisiva para comprender por qué sólo el hombre es capaz de la felicidad35.

En efecto, lo primero que nos conviene para sacudir la conciencia del hombre occidental y poderlo rescatar de su cansancio, es devolverle la experiencia de la singularísima constitución de su espíritu, que sólo descansa en algo que no se puede dar a sí mismo. Todos los esfuerzos de los últimos siglos para redefinir al hombre como alguien dotado de una capacidad de saber y de querer plenamente correspondiente con sus objetos posibles han llevado a ese vaciamiento interior del yo y de la cultura, en el que nos encontramos36. Por lo tanto, en la situación actual no es suficiente con reivindicar la racionalidad del hombre, o su autoconciencia, o su libertad; hace falta presentarlas inmediatamente según su paradoja original: su grandeza consiste precisamente en su pequeñez ante aquello para lo que han sido creadas, como nos recuerda el famoso pensamiento pascaliano: el hombre supera infini-tamente al hombre37. Y de ello dan testimonio hombres tan

34 Tomo la expresión de GIUSSANI, El sentido religioso. 35 Como supo advertir mejor que nadie san Agustín. Cf. DE LUBAC,

El misterio, p. 154. 36 Henri de Lubac hacía notar finamente que la paradoja del

hombre había sido ignorada por los gentiles, antes de Cristo, pero también negada por “el buen sentido”, en el que incluía las corrientes dominantes de la teología católica durante siglos, cf. El misterio, pp. 193ss.

37 PASCAL, Pensamientos, 434.

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representativos de nuestra tradición cultural, y a la vez tan diferentes entre sí como Agustín, Cervantes, Leopardi, Newman, Montale o Dámaso Alonso, entre tantos ejemplos posibles.

Naturaleza “dramática” del ser humano: puesto en la exis-tencia y en relación con la realidad

Para no favorecer una presentación equívoca que

identifique al hombre reductivamente con una concepción espiritualista de “alma”, debemos indicar a continuación dos factores de su experiencia elemental, tal y como se dan inmediatamente a su conciencia, que sirvan para una primera descripción de la unidad dual original. La relación con el Infinito, según la constitutiva desproporción estructural que hemos visto, acontece siempre dentro del espacio y del tiempo. Esto significa que el hombre se descubre a sí mismo por un lado ya puesto en la realidad, y, por otro, en relación con ella.

Veamos brevemente cada una de estas dos carac-terísticas, mediante las acertadas formulaciones de J. Marías.

a) Respecto a la primera de ellas, el filósofo español afirma que «no es cierto que “el yo se pone”, ni tampoco podría-mos decir “yo me pongo”. Yo me encuentro viviendo, no soy en modo alguno autor de mi realidad; podríamos decir más bien “soy puesto”, me descubro como alguien irreductible, de quien no puedo inmediatamente dar razón»38. La experiencia elemen-tal del hombre es en efecto la de descubrirse “puesto” en la realidad, ya siendo, viviendo según unas condiciones que él no ha diseñado. Este dato es incontrovertible y todos lo aceptan, como se ve por las diferencias en su interpretación: para unos es signo de la creaturalidad que apunta al Creador, y para otros es la expresión de un límite intolerable a la autoposición absoluta del hombre39.

38 MARÍAS, Persona, p. 140. 39 Véase la reflexión de Schmitz sobre el rechazo de la creación

precisamente como resentimiento ante un límite insuperable para el propio hombre: K. L. SCHMITZ, The gift: creation, Milwaukee, 1982, pp.

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b) Por lo que respecta a la segunda, Marías añade: «no es cierto que yo pongo el “no-yo”, sino que me encuentro radicalmente con las cosas, sin subordinación de estas a mí; en modo alguno soy autor de ellas, ni son resultado de mi acción; lo que hallo es un diálogo dinámico entre mí y lo que no soy yo, y que desde Ortega se llama circunstancia, lo que me rodea o está en torno mío»40. Este segundo elemento es igualmente decisivo porque nos muestra que en la experiencia el camino de la autoconciencia se desarrolla siempre a través de la realidad y no a pesar de ella. El hombre no se pone a sí mismo y tampoco pone la realidad, en sentido absoluto. Es más bien la realidad la que se le da, se le entrega a su imprescindible interpretación. De ahí que la razón y la libertad humanas no se den nunca en la pura autonomía sino que requieren siempre un diálogo dinámico con las cosas, y que nos recuerda la clásica necesidad de la conversio ad phantasma41.

Reuniendo las dos características citadas: la de estar ya puesto en la realidad y la de estar abierto a ella, podemos definir la condición del hombre como «dramática» en expresión de H. U. von Balthasar. Con esta fórmula el teólogo suizo quiere subrayar que el hombre sólo puede reflexionar desde dentro de 63ss. Steiner recoge una anécdota de S. Beckett en la que se refleja esa autoafirmación teñida de resentimiento: «Yo creo que no se puede afirmar ni negar la fenomenología del Otro, de la potencia otra (…) Beckett –y para esto hay que ser un escritor de una fuerza tremenda– escribió una frase que depende de una coma: “Il n’existe pas, le salaud” (No existe, el muy cerdo)», “Herencias y presencia”, p. 20.

40 MARÍAS, Persona, p. 140. 41 Valverde remite en este punto a la conocida tesis rahneriana del

hombre como “espíritu en el mundo”, en la doble coordenada de espacio y de tiempo, Antropología filosófica, p. 214. Véase la reflexión ya clásica de R. Guardini, sobre el carácter de totalidad y apertura que el mundo tiene para el Dasein, Welt und Person, Würzburg, 1939, pp. 74-117. Se empieza a entrever aquí la importancia de la corporalidad como nexo con la temporalidad y la espacialidad, y por tanto la objetiva insuficiencia de las doctrinas que se remiten más o menos indirectamente al platonismo para ofrecer una explicación dualista de la unidad alma-cuerpo siempre en detrimento de este último. Se podría también llegar a ver la inadecuación de posturas radicalmente idealistas.

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su existencia histórica concreta. Cuando reflexiona sobre sí mismo, sobre el mundo y sobre Dios, el hombre está ya en acción en el escenario del mundo. Es más, precisamente su “estar-en-el-mundo” origina la reflexión. No puede pensar primero la argumentación y después empezar a ser, sino que elabora su reflexión estando ya en acción, desde dentro de la red de relaciones que lo preceden y lo ligan al mundo. Este hecho tiene una importancia radical no sólo para la pregunta del hombre sobre sí mismo sino también para la pregunta sobre el ser y sobre Dios42. Esta naturaleza dramática de la experien-cia antropológica se traduce en un principio metodológico fundamental para nuestros fines: toda cuestión esencial para la vida del hombre se debe plantear en su totalidad y siempre desde la posición concreta de ese hombre que plantea la cuestión. El itinerario toma como punto de partida la con-ciencia de la persona abierta a la realidad, que se pregunta cada vez más intensamente por la verdad de sí mismo y del mundo que le rodea43.

Obviamente no es éste el lugar para ofrecer el funda-mento teórico de afirmaciones tan exigentes. Es más oportuno prestar atención a sus implicaciones, por así decir, prácticas. Sólo el hombre que se reconoce puesto en la realidad y en diálogo con las cosas, en lo que hemos llamado una condición dramática, puede tener una percepción colmada de asombro ante la realidad de las cosas y de sí mismo, y, por tanto, sólo ese hombre expresará su posición en la realidad como grati-tud44. La otra alternativa, como veíamos al principio desemboca en el resentimiento, no sólo contra Cristo o contra Dios, sino contra la realidad misma. El hombre abierto a la universalidad

42 H. U. VON BALTHASAR, Teodramática, 2, Madrid, 1992, pp. 311ss. 43 Cf. Fides et Ratio nº 1. 44 Steiner atribuye al pueblo judío la tarea histórica de «enseñar a

los hombres y a las mujeres a ser invitados unos de otros», porque es un pueblo en «el que nos consideramos los invitados de la vida, en el que debemos ser los invitados de la Tierra; y los invitados tratan siempre de dejar la casa un poco más limpia, más interesante y más rica de lo que la encontramos», “Herencias y presencia”, p. 22.

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infinita se expresa mediante las preguntas, que son la gran condición favorable para el crecimiento y la maduración del conocimiento; mediante el deseo que impulsa al infinito; y, también mediante la espera humilde que no exige, sino que aguarda con confianza porque lo que ya ha recibido, lo que ya ha visto, lo que ya ha encontrado en la realidad es el anticipo de un bien mayor, dicho bíblicamente es la Promesa.

Nosotros occidentales damos hoy la impresión de estar como enflaquecidos por dentro, sin nervio o sin energía para construir una sociedad distinta. Estamos cansados porque hemos perdido esta experiencia cotidiana de una tensión ideal, que no es tanto un conjunto de valores a los que deberíamos adecuarnos sino la verdad de lo real. Y la realidad concreta de cada uno de nosotros, del hombre y la mujer que son el ingeniero o el informático o el economista, como decía Morón Arroyo, está hecha de afecto, de familia, de trabajo y de descanso, de compromiso social. Si se huye cotidianamente de esta realidad, porque se cede a la evasión, es decir, a la ausencia de compromiso con la circunstancia, entonces la rea-lidad va dejando de mostrarnos esa profundidad infinita, que es la que suscita nuestro asombro y nuestro deseo, la que nos revitaliza. La consecuencia es que nos vamos anquilosando bajo capa, quizá, de una vitalidad despreocupada. Que esa apa-riencia es falaz se reconoce en que vivimos mecánicamente lo cotidiano, sin empeñar las fuerzas de la razón y la libertad en cada cosa, más bien esperando del fin de semana o del verano la liberación para nuestro malestar. Así terminamos sumidos en una confusión aun más profunda sobre lo que verdade-ramente somos.

La descripción de la condición humana como “dramá-tica” intenta precisamente favorecer una provocación recíproca para que podamos descubrir y amar la circunstancia cotidiana en la que hemos sido puestos como la condición necesaria para que sepamos quiénes somos y por qué vivimos. Sin este empe-ño de la razón y de la libertad, que conlleva un riesgo perma-nente, nadie crece, nadie se convierte cabalmente en el hombre que está llamado a ser. Todas las circunstancias cotidianas se

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nos dan como promesa, en cuanto que nos llaman a “exponer-nos” en la verdad del afecto, en la dedicación al trabajo, en la toma de postura para la construcción social –ante los demás y ante nosotros mismos. No le faltaba razón a Octavio Paz cuando denunciaba la pasividad de los europeos, entretenidos en «cultivar un hedonismo sin pasión y sin riesgos» y por eso debe-mos ayudarnos unos a otros a arriesgar.

Ningún poder político, económico o mediático puede quitarnos la capacidad de exponernos que arraiga en el corazón de nuestra libertad. Ni los peores totalitarismos han podido hacerlo y ahí veía V. Grossmann un motivo de esperanza después del tremendo siglo XX que vivió Rusia45. Lo que suele suceder es que el poder se abre camino más fácilmente cuando no encuentra delante a nadie que se expone, que se arriesga en lo que piensa y en lo que ama. Por otra parte, afortuna-damente, el poder no puede fabricar hombres libres, es decir, no puede dar a nadie esta capacidad que nace sólo del yo en su relación con el Misterio infinito a través de lo real. Será decisivo verificar que la tradición cristiana educa en esta capacidad de exponerse libremente, que designamos con la palabra clásica de testimonio.

Hacia un destino eterno: perdurar aquí y ahora Esta experiencia de una desproporción estructural del

hombre, que siempre aspira a algo más de lo que conoce o ama y que anhela todo, a través de la realidad concreta, tiene una exigencia de definitividad sin la cual no sería plenamente humana.

La cultura relativista que nos lleva al agotamiento se caracteriza por renegar, eso sí con toda determinación, del aspecto más bello y satisfactorio de la vida: la percepción de que un afecto, una tarea en la vida, una iniciativa de trabajo es definitiva, es para siempre. Estas palabras son las más nobles de la vida pero están acabando por suscitar en unos el temor,

45 V. GROSSMANN, Vida y Destino, Barcelona, 1985.

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como si la experiencia de lo definitivo equivaliera a una cadena perpetua, y en otros el escepticismo más o menos cínico, al estilo de la zorra de la fábula.

Sin embargo, estas palabras dan nombre a la experien-cia de reconocer que algo sencillamente es verdad, o a la expe-riencia de la amistad y del amor, o a la sobreabundancia de una belleza natural (pienso en los Picos de Europa desafiantes y esplendorosos que he podido recorrer recientemente) o de una creación literaria o musical. Y nos sucede sobre todo cuando tenemos la experiencia inconfundible de una relación gratuita, inexplicable en su origen, capaz de perdón, es decir, capaz de algo que nos pacifica excediendo las fuerzas humanas: la misericordia que reconstruye las casas derruidas, como dice Isaías46, que libera al hombre de la pesadilla de ser esclavo de su pasado, de sus errores, de su mal47.

A través de todas estas experiencias podemos barruntar lo que es la exigencia de definitividad, de inmortalidad y de eternidad que la tradición occidental ha atribuido siempre al alma humana48. No es sólo que no queremos morirnos nosotros o que no se mueran los que amamos; es que un observador atento reconoce en todos esos episodios el misterioso destino eterno al que somos llamados. La eternidad no es sólo el “más

46 Is 58,11-12: “Yahvé te pastoreará siempre, en las sequías saciará tu alma y dará vigor a tus huesos. Serás como un huerto de riego, como un manantial de aguas, cuyas aguas nunca se agotan. Y los tuyos edificarán las ruinas antiguas; los cimientos de generación y generación levantarás, y serás llamado ‘reparador de portillos’, ‘restaurador de vivien-das en ruinas’ ”.

47 Habermas y Wittgenstein acusan el desamparo de un mundo donde no hay redención del mal ya cometido en el pasado, un mundo donde no hay resurrección. Cf. J. HABERMAS, “Glauben und Wissen”: www.habermasonline.org.; L. WITTGENSTEIN, Denkbewegungen. Tagebücher 1930-1932/1936-1937, Frankfurt, 22000, pp. 75 y 101.

48 Véase por ejemplo cómo el Concilio de Vienne identifica los rasgos constitutivos del alma (DH 901). Es oportuno especificar que el hombre no tiene experiencia del alma como tal, pero ésta es la condición previa, el fundamento interno de todo nuestro ser de hombres, al modo de una condición metafísica de la experiencia personal. Cf. VALVERDE, Antropología filosófica, p. 212.

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allá”, en esa caricatura que fácilmente se desprecia cuando uno imagina una especie de sucesión indefinida de instantes, vacía de cualquier contenido que suscite el interés. La imagen sim-plista de un cielo aburrido, en compañía de un anciano barbu-do, no sólo no hace justicia al cielo, que ha sabido describir Dante en la sublime Divina Comedia49; es que no hace justicia tampoco al “más acá”, a la totalidad de factores de una expe-riencia humana integral, tal y como se le permite reconocer a todo ser humano50. De ahí la singular vivencia humana del tiempo en la tensión presente-pasado-futuro y el carácter ine-vitablemente proyectivo del vivir humano51.

Este presentimiento de lo eterno, de lo totalizador, en toda experiencia es lo que indica su valor último, según L. Giussani: «siempre hay algo que hace que la vida sea a nues-tros ojos digna de ser vivida, sin lo cual, aunque no llegáramos a desearnos la muerte, todo resultaría insípido y decepcionante. A ese “algo”, sea lo que sea, sin necesidad de que esté teorizado o expresado en un sistema mental –pues puede estar implícito en una banalísima práctica de la vida–, le dedica el hombre toda su devoción. Nadie puede evitar alguna implicación final: cualquiera que ésta sea (...) [Hay] un nivel de invocación o de adhesión última que no puede extirparse de ningún instante de la vida, ya que la profundidad de esa demanda de significado se refleja en cada una de nuestras pasiones, iniciativas y gestos»52. Quizá sea esta experiencia, aun vivida implícitamente, la que lleva a hombres también muy alejados de la Iglesia o de Cristo

49 Canto XXXIII del Paraíso en La Divina Comedia, Madrid, 1994,

pp. 533-534. 50 Algunos no creyentes nos recriminan precisamente esta falta de

sensibilidad por el mundo cotidiano y su enigma: «Cuando me hablan los creyentes de glorias metafísicas, de milagros ultraterrenales y de los arcanos insondables del más allá, siempre me asombra su falta de percepción de la realidad. Porque el enigma reside en nuestras vidas cotidianas. El verdadero misterio está en el más acá», R. MONTERO, “El más acá, 18-7-93”, en La vida desnuda, Madrid, 1994.

51 Cf. MARÍAS, Persona, p. 137. 52 L. GIUSSANI, Por qué la Iglesia, Madrid, 22003, p. 15.

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a formularse la pregunta por la salvación efectiva de sus vidas53.

Carácter misterioso del hombre De lo dicho hasta ahora se desprende que el hombre

tiene una condición especial que le pone en contacto inmediato con el Infinito (tanto por lo que respecta a su origen como a su destino). Y hemos visto cómo ese dinamismo se despierta y madura a través de la relación con la realidad concreta, no al margen o a pesar de ella. Las pocas pinceladas que hemos ofrecido no tienen otra finalidad que la de esbozar este miste-rioso ser. Pero no conviene terminar este epígrafe sin remarcar que el hombre es verdaderamente un ser enigmático, que no puede descifrarse a sí mismo por sus solas fuerzas. Valde profundus est ipse homo. Lo sabían los paganos y lo sabemos con mayor claridad los cristianos54. Precisamente porque el hombre es imagen de Dios se le atribuyen cualidades como la libertad, la inteligencia, la inmortalidad, el dominio de la natu-raleza. Pero el rasgo que mejor le identifica como imagen de Dios –según de Lubac– es precisamente la incomprensibilidad última del fondo de su ser. Padres de la Iglesia como Gregorio de Nisa, Efrén o Máximo el Confesor lo han proclamado con toda lucidez, y lo mismo sucede entre los grandes medievales como Scoto o Tomás y en renacentistas como Domingo de Soto o Francisco Toledo, hasta llegar a la época moderna y a nuestros días55.

Nuestro afán de enaltecer al hombre nos ha podido

53 Sobre las cuestiones que la unidad dual alma-cuerpo plantea

respecto a la escatología, cf. VALVERDE, Antropología, pp. 227-231; MARÍAS, Persona, pp. 168-170; COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, “Algunas cuestiones actuales de escatología”, en Documentos (1969-1996), Madrid, 1998.

54 Cf. Gaudium et Spes 21 (DH 4321). 55 Sigo de nuevo a DE LUBAC, El misterio, pp. 271ss, en donde se

encontrarán las citas.

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llevar a veces a buscar definiciones exhaustivas de sus notas esenciales, pensando que si se alcanzaba la máxima claridad en la definición –por ejemplo, la clásica de animal racional– se ponía de manifiesto insuperablemente la singular condición humana56. No seremos nosotros los que neguemos la nobleza de este esfuerzo de precisar la condición del hombre, siempre y cuando no incurra, con la mejor de las intenciones, en el resul-tado contrario, es decir, en privar al hombre de aquel rasgo que más lo diferencia del resto de las criaturas y lo acerca a su Creador, el carácter inaferrable propio del Misterio. El hombre es misterioso no como una condición negativa o transitoria, a la espera de que alcancemos a desentrañar todos sus factores y hagamos por fin luz sobre su condición propia. Esta mentalidad se encuentra en el “universalismo cientificista” cuando propone reducir al hombre a un objeto cuyo conocimiento exhaustivo se alcanzará sumando los resultados presentes y futuros de las distintas ciencias, desde la química y la física a la psicología, pasando por la biología y la neurología57. Pero podría ser tam-

56 Véanse las reflexiones sobre la definición de la naturaleza

humana de J. M. BURGOS, Antropología, pp. 52-59. 57 M. Merleau-Ponty rechaza netamente la reducción del hombre a

los resultados de las ciencias: «Yo no soy el resultado o encrucijada de las múltiples causalidades que determinan mi cuerpo o mi “psiquismo”; no puedo pensarme como una parte del mundo, como simple objeto de la biología, de la psicología y la sociología, ni encerrarme en el universo de la ciencia. Todo cuanto sé del mundo, incluso lo sabido por la ciencia, lo sé a partir de una visión más o de una experiencia del mundo sin la cual nada significarían los símbolos de la ciencia. Todo el universo de la ciencia está construido sobre el universo vivido y, si queremos pensar riguro-samente la ciencia, apreciar exactamente su sentido y alcance, tendremos primero que despertar esta experiencia del mundo del que ésta es expresión segunda. La ciencia, no tiene, no tendrá nunca, el mismo sentido de ser que el mundo percibido, por la razón de que sólo es una determinación explícita del mismo», en el prólogo de Fenomenología de la percepción, Barcelona, 1985, p. 9. Habermas denuncia que el cientificismo que pretende disolver la autoconciencia en el objetivismo de la ciencia tan sólo es mala filosofía: «Der szientistische Glaube an eine Wissenschaft, die eines Tages das personale Selbstverständnis durch eine objektivierende Selbstbeschreibung nicht nur ergänzt, sondern ablöst, ist nicht

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bién un riesgo no querido en el ámbito filosófico si se elige como vía de acercamiento al hombre otra que no sea, desde el inicio mismo, la percepción llena de asombro de su carácter misterio-so, enigmático, como dice Gaudium et Spes. No es ningún me-noscabo para la dignidad humana reconocer con Agustín: nec ego ipse capio totum quod sum58, porque este desconocimiento testimonia una diferencia entre lo que somos y lo que nos es dado conocer de nosotros mismos que es una permanente fuente de curiosidad y deseo para que nuestra razón y nuestra libertad se adentren en el misterio del hombre y de Dios.

III. CORPORE ET ANIMA UNUS Si el cansancio de Occidente se debe a una reducción de

la experiencia humana, que pierde el nexo con lo real según toda su profundidad, hay que reivindicar la unidad dual “alma-cuerpo” como condición sine qua non para que la razón y la libertad humanas se puedan ejercer en contacto con la realidad y de tal modo el corazón del hombre se satisfaga y sea feliz (bonum est in rebus). La condición singular y paradójica del hombre como ser espiritual sólo se sostiene si se hace justicia a la corporeidad, en su tensión polar con el espíritu59. No podremos comprender en última instancia las características del espíritu humano si lo desgajamos de la unidad dual alma-cuerpo. Dicho de otra manera, para que el hombre como ser

Wissenschaft, sondern schlechte Philosophie», “Glauben und Wissen”. Véase también la reflexión sobre el humanismo en la filosofía del s. XX de M. SERRETTI, “Le categorie umanistiche in teologia. Postilla sul linguaggio teologico: a proposito della nozione di ‘generatio’ ”, en Il mistero della eterna generazione del Figlio, Roma, 1998, pp. 287-340.

58 Confesiones X, 8, 15. 59 Véase H. U. VON BALTHASAR, Teodramática, 2, Madrid, 1992, pp.

330-339, sobre “espíritu y cuerpo”, donde se muestra bien el alcance de la polaridad. También su significado teológico, en Epílogo, Madrid, 1998, pp. 97-100; Das Ganze im Fragment, Friburgo, 21990; A. SCOLA, La “cues-tión decisiva” del amor: hombre-mujer, Madrid, 2003, pp. 26-24.

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espiritual alcance su felicidad es imprescindible no hablar de él como “pura alma”, sino desde la polaridad del espíritu en-carnado. De ahí que la verdadera imago Dei no se pueda alcanzar cuando se reduce al hombre a pura alma o a mero cuerpo; es necesario respetar ambas dimensiones en su unidad dual. Lo recordaba provocativamente M. de Unamuno cuando decía: «Estos hombres tan razonables no suelen tener sino razón; piensan con la cabeza tan sólo, cuando se debe pensar con todo el cuerpo y con toda el alma»60. Para ser razonables, en efecto, debemos pensar con todo el cuerpo y el alma, es decir, haciendo cuentas con nuestra singular condición de espíritu encarnado en la integridad de la experiencia.

El Concilio Vaticano II ha acuñado una expresión que por una parte sintetiza la tradición anterior y por otra se convierte en la clave del misterio del hombre al identificarlo como corpore et anima unus (GS 14). El interés de la Asamblea Conciliar no era el de profundizar en la antropología como disciplina académica, sino el de «salvar a la persona humana y renovar la sociedad humana. Por consiguiente, el hombre, pero el hombre en su unidad y totalidad, con cuerpo, alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, será el eje de toda nuestra exposición» (GS 3). A partir de esta convicción se despliega la riquísima doctrina sobre el hombre del primer capítulo de la I Parte de Gaudium et Spes61.

Conservando siempre el tono introductivo de esta ponencia, que deja a instancias más competentes la elucidación completa de los problemas, vamos ahora a indicar dos elementos que permitan comprender la importancia cultural de esta unidad dual, por la que pasa la salvación de cada hombre y la renovación de la sociedad. En primer lugar aludiremos a la

60 M. DE UNAMUNO, Vida de Don Quijote y Sancho, Madrid, 21992, p. 321.

61 Los estudios sobre la antropología de la Gaudium et Spes son numerosos. Remito a una primera valoración, con bibliografía, en A. SCOLA, “Gaudium et Spes: Dialogo e discernimento nella testimonianza della verità”, en R. FISICHELLA (ed.), Il Concilio Vaticano II. Recezione e attualità alla luce del Giubileo, Milán, 2000, pp. 82-114.

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corporeidad como expresión del yo humano, en segundo lugar identificaremos esta polaridad como un signo antropológico de la misteriosa tensión de identidad y diferencia en que se atestigua la contingencia creatural. Veamos cada uno de estos pasos.

La corporeidad como expresión del hombre J. Marías describe con eficacia la condición corporal al

tratar de las dimensiones de la persona, entre las que enumera su carácter único (unicidad e irreductibilidad), su dominio de la palabra y la razón, su condición sexuada y su temporalidad personal, y concluye afirmando que «lo más interesante es la conexión de la temporalidad con la corporeidad»62. El hombre no se limita a estar en el mundo porque “tiene” un cuerpo, con el que se encuentra, como se encuentra con el resto de las cosas reales. Se trata más bien de que «yo soy corpóreo; si se prefiere alguien corporal. Alguien, en modo alguno algo. La persona vive, se proyecta, imagina, duda, interroga, teme, desde su cuerpo inseparable, y por supuesto en el mundo, que es donde está, precisamente por su corporeidad»63. Uno de los modos en que más se fomenta el debilitamiento del yo y, con ello, el cansancio de la sociedad, es precisamente el de desvirtuar esta constitutiva corporeidad, que está revestida de una dignidad única. Toda persona es inseparable de su cuerpo, y se manifiesta en su dimensión corporal, según una doble condición por la que, de una parte, la desaparición final de la otra persona es una peripecia que afecta ante todo a su corporeidad y, de otra, durante la vida es evidente que al refe-rirse a ese otro no se refiere sólo a un cuerpo sino a un quién, a

62 MARÍAS, Persona, p. 130. Véase la presentación sintética y clara

de todas las cuestiones implicadas en la reflexión sobre el cuerpo en MOUROUX, Sens chrétien, pp. 48-102; BURGOS, Antropología, pp. 67-84. También A. SCOLA, G. MARENGO, J. PRADES, Antropología Teológica, Valencia, 2003.

63 MARÍAS, Persona, p. 135.

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un tú inconfundible con su corporeidad64. Aflora aquí esta misteriosa unidad dual que nos reclama mantener ambos facto-res de la experiencia: si el cuerpo desaparece no es posible la relación con el tú personal del otro, pero la presencia del cuerpo no agota la originalidad irreductible de ese tú.

K. Wojtyla ha reflexionado sobre el significado de esta sorprendente unidad dual cuyas manifestaciones estamos describiendo, y propone la tesis de que el cuerpo humano es el medio de expresión de la persona65. A su juicio, hoy es acep-tado que el cuerpo humano en su dinamismo visible es el medio a través del cual se expresa la persona, y añade que, en rigor, la estructura personal de autogobierno y autoposesión (que son notas típicas del espíritu humano, como hemos visto) atraviesan el cuerpo y se expresan por medio del cuerpo, en la acción. De ahí obtiene una conclusión que nos interesa por su objetiva coincidencia con lo que venimos diciendo: «la trascen-dencia dinámica de la persona –espiritual por naturaleza– encuentra en el cuerpo humano el terreno y los medios de expresión. Esto se confirma una y otra vez en las acciones, manifestaciones visibles o al menos perceptibles de la autode-terminación en el cuerpo y por el cuerpo. En este sentido, el cuerpo es el lugar y, en cierta forma, el medio de ejecución de la acción, y, por consiguiente, de la realización de la persona»66. Para comprender el alcance de esta afirmación hay que recordar que en la antropología y en la filosofía moral de Wojtyla la perfección del hombre se encuentra no sólo en la autoconciencia sino en el autodominio a través de la acción67.

64 Cf. MARÍAS, Persona, p. 135. 65 K. WOJTYLA, Persona y acción, Madrid, 1982, pp. 236ss. En el

prólogo remite a la fenomenología y a Max Scheler como inspiradores de su proyecto antropológico y ético.

66 WOJTYLA, Persona y acción, p. 238. Subrayado mío. Mouroux ya había hablado del cuerpo como medio de acción, medio de expresión, medio de unión y comunicación y como medio de la plenitud en la comunión con Dios, cf. Sens chrétien, pp. 44-57.

67 «El “yo” no es reducible a la sola conciencia, aunque se constituye a través de ella: la conciencia, sobre todo la autoconciencia, constituye la

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Si aquí afirma que el cuerpo es el medio de ejecución de la acción, se comprende sin dificultad que la realización del hombre como ser espiritual depende literalmente de su acción, que se ejecuta y expresa corporalmente. Lo dice con gran belleza E. Mounier: «No puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo; yo estoy expuesto por él a mí mismo, al mundo, a los otros; por él escapo a la soledad de un pensamiento que no sería más que pensamiento de mi pensamiento. Al impedirme ser totalmente transparente a mí mismo, me arroja sin cesar fuera de mí en la problemática del mundo y las luchas del hombre. Por la solicitación de los sentidos me lanza al espacio, por su envejecimiento me enseña la duración, por su muerte me enfrenta a la eternidad. Hace sentir el peso de la esclavitud, pero al mismo tiempo está en la raíz de toda conciencia y de toda vida espiritual. Es el mediador omnipresente de la vida del espíritu»68.

La tesis de que el cuerpo es el medio de expresión de la persona se confirma si examinamos la belleza, en cuanto trascendental del ser que constituye el primer nivel de la expresión69. Lo hacemos de la mano de unas reflexiones de A. Ruiz Retegui. Cuando estudia a la persona, desglosa varios aspectos de su belleza propia70. No es casual que comience indicando que su aspecto más elemental es la hermosura de la

condición irrenunciable del constituirse del “yo” humano. En cambio, el constituirse real de este “yo” sobre el fundamento del suppositum humano se debe fundamentalmente a los actos de autodeterminación. En ellos es donde se manifiesta la estructura peculiar del hombre y el perfil de la autoposesión y el autodominio», K. WOJTYLA, El hombre y su destino, Madrid, 1998, p. 62. Véase igualmente la descripción del “yo en acción” que propone GIUSSANI, El sentido religioso, pp. 58ss.

68 E. MOUNIER, El personalismo, Madrid, 1997, p. 22. Citado por BURGOS, Antropología, p. 69.

69 Es indudable que también los trascendentales de la verdad y del bien se relacionan con la categoría de expresión, pero quizá se puede conceder que la experiencia estética sea la puerta de acceso más inmediata al misterio del ser en cuanto que aparece.

70 A. RUIZ RETEGUI, Pulchrum. Reflexiones sobre la Belleza desde la Antropología cristiana, Madrid, 1998, pp. 34ss.

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corporalidad. La persona brilla primeramente en su cuerpo, cuando está en plenitud, en la salud y el vigor de la pujanza de la vida. Cualquiera detecta esta belleza. Pero, prosigue Retegui, el cuerpo es un cuerpo espiritual –cuya forma sustancial es un alma espiritual– y por tanto está «transido de relación»71. De ahí que el cuerpo presente otro tipo de hermosura que no es meramente biológica sino que radica en la dimensión relacional que el alma inscribe en el cuerpo: la mirada, el rostro, las manos permiten advertir una hermosura que va más allá de lo estrictamente material72. Ambas formas de belleza se basan en la naturaleza común a todos los seres humanos y son accesibles a todos los individuos. Cabe especificar aun más la belleza en virtud de lo que él denomina la «teleología de la naturaleza individual», es decir, aquellas realidades que podrían en general ser atractivas para cualquiera pero que suscitan una resonancia particular por las inclinaciones más propias de la naturaleza de cada individuo: afición a las montañas, o al mar, o a los caballos... Y todavía más especí-ficamente, la persona puede despertar en el otro la percepción de una singular belleza en virtud de la “teleología personal”, es decir, de aquella singularísima relación que se entabla por ejemplo en la amistad o en el amor entre dos personas. Cuando se conoce a una persona hasta llegar a la amistad, o se da una relación amorosa entre un hombre y una mujer se puede reconocer una belleza que es, por así decir, el reflejo expresivo de la intensidad y verdad de la relación. El refrán popular de que “el amor es ciego” o la quijotesca pretensión de ensalzar a Dulcinea como la dama más bella del mundo, indican con algo de chanza una verdad indiscutible: la sorprendente interre-lación del alma y del cuerpo según la cual la belleza interior, del “alma”, configura al “cuerpo” de tal manera que realmente el

71 RUIZ RETEGUI, Pulchrum, p. 34. 72 Aquí Retegui desarrolla la forma de belleza particular que es la

vinculada al placer que causa contemplar el cuerpo humano sexuado, como uno de los elementos del amor sexuado (pp. 35ss). La polaridad alma-cuerpo está en íntima conexión con la polaridad hombre-mujer. Volveremos más adelante sobre este punto.

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otro es y se manifiesta en toda su hermosura para quien de verdad le ama. Las atinadas explicaciones de Ruiz Retegui ayudan sin duda a confirmar la tesis de la corporeidad como expresión del yo, desde el punto de vista particular de la belleza de la persona.

Sólo si asumimos a fondo este carácter corporal del espíritu humano, con el que se conectan estrechamente su temporalidad-espacialidad, y su irrepetibilidad singular es posi-ble comprender lo que dijimos anteriormente sobre la despro-porción estructural del hombre y sobre su posición dramática en la existencia. El ejercicio de la razón y de la libertad implican la adhesión a la realidad dada en la circunstancia, según un dinamismo que conlleva necesariamente la acción del hombre, expresada inevitablemente por medio del cuerpo. Si esto es así, acoger las circunstancias cotidianas (afecto, trabajo, tiempo libre, sociedad civil) y comprometerse con ellas implica concebir al hombre como unidad dual alma-cuerpo donde el polo corpo-ral no puede en modo alguno ser menospreciado o reducido a puro instrumento separado de un espíritu superior. La tesis fundamental de la antropología cristiana es, en frase sintética, la del hombre corpore et anima unus.

Se ha repetido hasta la saciedad que el cristianismo no estima el cuerpo y aboca a la huída del mundo. Será posible en otro momento retomar la pregunta sobre los motivos que llevaron a una amplia tradición teológica a identificar la imago Dei con el alma espiritual, descuidando el significado del cuerpo plasmado por las manos de Dios73. No se puede negar que esa corriente teológica ha llegado a ser dominante y ha podido favo-recer un influjo platonizante en la espiritualidad cristiana, y que en ciertos periodos posteriores se ha cultivado una ascesis basada en la fuga mundi. Por ello es decisivo recuperar todos los elementos bíblicos, patrísticos y teológicos que permiten mostrar cómo la visión completa del hombre en la tradición

73 Sobre el significado antropológico y cristológico de la sarx se

puede ver H. U. VON BALTHASAR, Teológica, 2, Madrid, 1997, p. 292, con remisión a Grillmeier.

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cristiana es la que desemboca en el Vaticano II74. No será inútil releer sus afirmaciones equilibradas y llenas de aprecio por la realidad integral del hombre: «Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, estos alcanzan su cima y elevan su voz para la libre alabanza del Creador. Por consiguiente no es lícito al hombre despreciar la vida corporal, sino que por el contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y que ha de resucitar el último día» (GS 14).

No obstante, no podemos terminar esta reflexión sobre el cuerpo como expresión de la persona sin recordar, y así lo señala el mismo pasaje de GS, que la unidad dual alma-cuerpo ha sido herida por el pecado, y que el hombre experimenta por ello “las rebeliones del cuerpo” de las que también tenemos dolorosa constatación en la experiencia. Pero ni una rebelión, ni la suma de todas puede llevarnos a alterar la concepción de la unidad dual que venimos presentando. Abusus non tollit usum, y, por eso, los efectos del pecado sobre el delicado equilibrio de la unidad dual alma-cuerpo no nos pueden llevar a desconfiar de esa polaridad tal y como salió de las manos del Creador. Si acaso, el situar este dato con realismo dentro de la presentación que venimos haciendo permite adquirir una visión más completa sobre el hombre y su condición existencial, y nos ayudará a comprender todo el interés que tiene la forma cristiana de la salvación como redención. Nada es irrecuperable para el poder regenerador de Cristo.

La unidad dual alma-cuerpo es signo de la misteriosa tensión de identidad y diferencia en el ser humano

La unidad dual alma-cuerpo, cuya compleja tensión sólo

hemos entrevisto, tiene el carácter de signo de la misteriosa unidad de identidad y diferencia propia del ser humano75.

74 Cf. SCOLA, MARENGO, PRADES, Antropología Teológica, pp. 149-223. 75 Véase más ampliamente SCOLA, MARENGO, PRADES, Antropología

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Parece claro que el hombre es uno (este hombre concreto que reflexiona sobre sí mismo ya puesto en acción), y a la vez que su unidad está atravesada por la misteriosa diferencia entre lo espiritual y lo corporal. Esta tensión no se puede resolver en favor de uno de los polos, ni el espiritual ni el corporal, y cada uno de ellos, como hemos visto, expresa una dimensión irre-nunciable del único yo. Gracias al cuerpo el hombre se inserta en el cosmos y participa de las leyes de la naturaleza, y mediante su espíritu trasciende el cosmos y participa de la inteligencia y la voluntad. Esta tensión hace que ya creatu-ralmente –y sin duda también por el influjo del pecado– la experiencia de unidad que vive el hombre no sea pacífica.

A lo largo de la historia del pensamiento se manifiesta esta tensión en todos los intentos de solución al enigma humano que ceden al peligro de romper su equilibrio. A veces se ha buscado superar la unidad dual mediante una salida des-preciativa del cuerpo para elevarse hacia el espíritu y otras se ha intentado rebajar al hombre al nivel intracósmico. Las distintas formas de espiritualismo y materialismo se suceden en la historia con la pretensión de ofrecer una respuesta más razonable que la de la unidad dual; sus soluciones insatisfac-torias confirman que sólo cuando se respetan simultáneamente todos los elementos en la tensión irresoluble de la unidad dual se hace justicia al hombre.

Esta unidad dual “alma-cuerpo”, que es originaria, se despliega, por así decir, en otras dos polaridades constitutivas de la antropología dramática: la unidad dual “hombre-mujer” y la unidad dual “individuo-comunidad”. Sólo tras el examen detallado de cada una de ellas tendríamos la imagen completa de la antropología. Ahora nos limitamos a mencionarlas para caer en la cuenta de su íntima conexión recíproca. Vimos que, para explicar la belleza de la persona, Retegui situaba el culmen de la interpenetración de alma y cuerpo en el caso que el denominaba «teleología personal» y así incorporaba a la dua-lidad alma-cuerpo la dualidad hombre-mujer. Pues bien, ese

Teológica, pp. 62-185 y 61-62.

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nexo no es accidental sino estructural. Al igual que hemos visto que no hay más ser humano que el constituido en la identidad y diferencia de alma y cuerpo, igualmente debemos reconocer que el ser humano sólo existe como varón o como mujer, y que ninguna de estas formas diferentes agotan la totalidad de lo humano, porque cada uno –siendo plenamente un individuo de la especie– tendrá siempre ante sí el otro modo dado en una diferencia irreductible. Y una estructura semejante se nos manifiesta en la última polaridad de individuo-comunidad que nos permitiría adentrarnos en la tensión entre la singularidad irreductible del sujeto individual y su relacionalidad y socialidad originarias, igualmente irresolubles en uno de los dos polos del individualismo (liberalismo) o del colectivismo.

Esta unidad de identidad y diferencia atraviesa las tres polaridades en las que se ve la condición del hombre como criatura. Este misterio no se puede resolver por las propias fuerzas humanas ya que no podemos atravesar la diferencia en la que experimentamos su unidad en cada uno de los tres casos. Es lo que podemos denominar el “principio de la diferen-cia” en antropología: el hombre es un ser que por un lado se posee a sí mismo en sentido absoluto pero a la vez no tiene en su mano la totalidad de factores que lo constituyen y por tanto no puede aferrar exhaustivamente su propio misterio. Para ser él mismo, el hombre está orientado más allá de su propia natu-raleza, hacia un fin que lo trasciende, para el que es estructu-ralmente desproporcionado y que, sin embargo, le garantiza el ser-sí-mismo, su satisfacción plena. Ahora vemos que ese ca-rácter singular y paradójico de la naturaleza espiritual del hom-bre, con su dramaticidad, adquiere la modalidad de la diferen-cia en la unidad, tal y como concretamente el hombre lo experi-menta: alma-cuerpo, hombre-mujer, individuo-comunidad.

Estas tres polaridades antropológicas expresan la ten-sión irresoluble de identidad y diferencia porque remiten a un fundamento ontológico que se caracteriza igualmente por su carácter insuperable, a saber, la diferencia ontológica entre ser

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y ente76. Nuestra concepción de la antropología reposa sobre una concepción ontológica que permite reconocer la contingen-cia del hombre, su creaturalidad, y sólo en ella la particular modalidad de la grandeza humana que es la de ser un origen participado, un absoluto relativo. La constitución del hombre en unidad dual de alma y cuerpo es reflejo de su dependencia antropológica y, más radicalmente de la consiguiente depen-dencia ontológica77. No debemos extrañarnos de que el can-sancio de Occidente tenga como una de sus raíces la alteración de este delicado equilibrio entre lo espiritual y lo corporal, porque con ella se altera irremisiblemente su relación singular con el Misterio Infinito que le hace ser. Si se descompone la relación con el Misterio no nos puede quedar más que la agitación permanentemente insatisfecha en la que nos encontramos.

IV. LA “FORMA” DE LA SALVACIÓN: UN ENCUENTRO EN EL TIEMPO Y EN EL ESPACIO

Al inicio de nuestro recorrido hemos sostenido que la

causa del agotamiento de Occidente está en el debilitamiento del yo en su relación con la realidad, entendiendo con esta expresión el oscurecimiento de la experiencia del hombre como ser puesto en la existencia, abierto a la realidad, según una estructural desproporción con su destino último que es el Misterio. Sólo cuando el hombre vive de modo que se relaciona con el Misterio a través de la realidad, se renueva continua-

76 Remito a la bibliografía especializada que se recoge en J. PRADES,

“Eius dulcis Praesentia”, Revista Española de Teología, 62 (2002) 5-44. 77 Agustín afirmaba rotundo: «¿Qué hay menos tuyo que tú, si es de

otro el que seas?». Tratados sobre el evangelio de San Juan XXIX, 3, en Obras completas, III, Madrid, 1955, p. 712. Y Tomás lo ratifica: «La criatura no tiene el ser sino de otro, y abandonada a sí misma, consi-derada en cuanto tal, no es nada, de donde más le conviene según su naturaleza la nada que el ser», De aeternitate mundi. Opera Omnia, vol. XLIII, Opuscula, vol. IV, Roma, 1976, p. 88.

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mente, y es capaz de construir una sociedad humana. Y hemos visto que estas características del hombre se deben a su sin-gularísima constitución como unidad dual de alma y cuerpo.

Llegados al término de ese recorrido nuestra conclusión consiste en anticipar algunas observaciones sobre la profunda correspondencia que se da entre este carácter espiritual-corporal del hombre y la forma cristiana de la salvación.

Sólo por la revelación gratuita de Dios se conoce el hombre a sí mismo

La primera afirmación de la soteriología cristiana es la

necesidad de una revelación del Misterio mismo de Dios para que el hombre pueda conocerse a sí mismo y su destino último. Precisamente porque es indescifrable para sus propias fuerzas, dado su carácter creatural y dada la confusión ulterior como consecuencia del pecado, sólo a la luz de la revelación se aclara el hombre sobre la naturaleza de su deseo y de su destino78. No faltan en la historia doctrinas que conciben la salvación como un proceso de iluminación o purificación del sujeto mediante el uso lo más perfecto posible de las propias fuerzas espirituales. Para ello se ejercitan en técnicas de autodominio o de profun-dización en saberes iniciáticos, como las gnosis antiguas y modernas y las múltiples formas de meditación o autocontrol. El cristianismo, por su parte, ha sido consciente desde el principio de que el fundamento de la salvación es la iniciativa gratuita e indeducible del Misterio mismo (gracia) y no presupone en el hombre ninguna condición intelectual o moral, como no sea la sencillez evangélica, es decir la elemental lealtad con todos los factores de la realidad que emergen en la experiencia humana. La expresión vivida de esa sencillez es el predominio sincero de un asombro, de una curiosidad y un deseo ante el anuncio cristiano, movido por la conciencia de que la necesidad de la salvación no puede ser satisfecha por

78 Véanse Concilio Vaticano I (DH 3005) y Concilio Vaticano II (DH 4312-4313). También DE LUBAC, El Misterio, p. 276.

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uno mismo. Quien reconoce limpiamente su estructural desproporción no se hace ilusiones sobre su capacidad de autosotería, que, a pesar de todo, se sigue insinuando siempre en nuestros corazones como la tentación más sutil y dañina. El hombre que respeta su desproporción se caracteriza por ser siempre un buscador, un mendigo que busca y pide lo que necesita. Mientras permanezca en esa postura no será víctima de la fatiga enorme que paraliza al individuo y a la sociedad occidentales. La experiencia nos muestra, por otro lado, que sólo quien empieza a acoger ya el anuncio de Cristo sigue siendo toda la vida un buscador, sin detenerse en la idolatría, que es la antesala de la fatiga, con sus inhumanas consecuencias.

La salvación tiene la modalidad de un encuentro, en el tiempo y el espacio

La segunda característica de la salvación cristiana es su

carácter histórico. En efecto, el cristianismo no es simplemente una doctrina intemporal o un conjunto de valores éticos que se reconocen y se aplican; es más radicalmente la experiencia de un encuentro, dado en el tiempo y en el espacio, con una perso-na que es en sí misma la salvación eterna, como dice el evan-gelista: Cristo es camino, verdad y vida79. La primera impresión de los que se encontraban con Jesús era la sorpresa por la novedad inaudita de su persona, tal como se plasmaba en sus obras y palabras llenas de autoridad, por la fuerza del Espíritu Santo.

Para entendernos mejor existencialmente, podemos iluminar esta afirmación teologal a partir de una experiencia humana de amor, cantada por Juan Ramón Jiménez:

«Hablaba de otro modo que nosotros todos, de otras cosas, de aquí, más nunca dichas

79 Cf. Novo Millennio Inneunte 19-24; L. GIUSSANI, S. ALBERTO, J.

PRADES, Crear huellas en la historia del mundo, Madrid, 22000, pp. 15-46.

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antes que las dijera ella. Lo era todo: Naturaleza, amor y libro.

Como la aurora, siempre, comenzaba de un modo no previsto, ¡tan distante de todo lo soñado!

Siempre, como las doce, llegaba a su cenit, de una manera no sospechada, ¡tan distante de todo lo cantado!

Como el ocaso, siempre, se callaba de un modo inesperable, ¡tan distante de todo lo pensado! ¡Qué lejos, y qué cerca de mí su cuerpo! Su alma, ¡qué lejos y qué cerca de mí!»80.

Sit venia verbi, el encuentro de los discípulos con Jesús hace pensar en que ellos también tenían delante a Uno que hablaba «de otro modo que nosotros, de otras cosas, de aquí, mas nunca dichas...”. El poeta acierta con limpia hondura a describir la correspondencia que lo verdadero suscita en el hombre, cuya expresión insuperable es Aquel que encarna la verdad personalmente. Dos grandes literatos cristianos han sido especialmente sensibles para cantar esta unidad indi-soluble entre lo visible y lo invisible, entre lo temporal y lo eterno, que identifica al Hecho cristiano. T. S. Eliot reclama en sus Coros de La Piedra la manifestación de lo invisible a través de lo visible81, mientras que C. Péguy hace resonar magis-tralmente la vibración de lo eterno en las palabras pronun-ciadas por Jesús y la Iglesia dentro del tiempo82. Sólo de este

80 J. R. JIMÉNEZ, La realidad invisible, Madrid, 1999, p. 83. 81 «Pues el hombre es espíritu y cuerpo unidos, y por tanto debe

servir como espíritu y cuerpo, visible e invisible, dos mundos se reúnen en el hombre; visible e invisible deben reunirse en Su Templo; no debéis negar el cuerpo. / Ahora veréis el Templo completado; al cabo de mucho esforzarse, de muchos obstáculos (...) El recordatorio visible de la Luz Invisible», “Los Coros de la Piedra” IX.

82 «Les Paroles charnelles / Les Paroles éternelles, temporellement,

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modo el cristianismo muestra su sorprendente aptitud para ofrecer la salvación al ser humano en su constitutiva unidad dual de alma y cuerpo: el ejercicio salvífico de la razón y la libertad (fe movida por la gracia) sucede del modo que le es propio al hombre, mediante la apertura y la adhesión a la realidad, dada históricamente en la relación con Jesús.

Una de las mayores contribuciones de von Balthasar a la renovación de la teología católica reside precisamente en haber sabido mostrar la «forma» (Gestalt) histórica de la revelación: el acceso al Padre trascendente es sólo posible por medio de la presencia visible y circunscrita al tiempo y al espacio de Jesús de Nazaret, y del don del Espíritu83. Quien no ve al Padre en Jesús y pretende superar esa diferencia, no lo verá de otro modo.

Si el Hecho cristiano implica una relación personal a partir de un encuentro, la modalidad histórica de participación en la salvación será la del “seguimiento”, tal y como les sucedió a los apóstoles y sucede hoy en la tradición viva de la Iglesia. Frente a la tentación de buscar la salvación autónomamente, en una visión reductiva de la revelación (espiritualismo) o la tentación de reducir la propuesta de salvación a la organización de la vida de los demás sin implicar la propia vida (clerica-lismo), puede ser saludable escuchar la exigencia de ese acompañamiento personal hacia la verdad que resonaba en Kafka. El escritor checo intuía la necesidad de que la vida sea sostenida con el compromiso de otra vida, y no meramente con consejos o indicaciones de quien se mantiene al margen; así escribía en una de sus cartas a Milena: «...ella que no obstante sabe por su constante experiencia propia que uno sólo puede salvar a los demás por el hecho de existir, y de ningún otro

charnellement prononcées / Miracle des miracles, mon enfant, mystère des mystères. / Parce que Jésus-Christ est devenu notre frère charnel / Parce qu’il a prononcé temporellement et charnellement les paroles éternelles», C. PEGUY, “Le porche du mystère de la deuxième vertu”, Oeuvres poétiques complètes, París, 1975, p. 589.

83 H. U. VON BALTHASAR, Gloria, 1, Madrid, 1985, pp. 141ss.; Teológica, 1, Madrid, 1997, pp. 153 ss.; RETEGUI, Pulchrum, pp. 73-81.

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modo. Y ella, que ya me ha salvado mediante su existencia, intenta salvarme adicionalmente empleando otros medios infinitamente mezquinos en comparación. Cuando uno salva a un ahogado es, naturalmente, una gran acción; pero cuando a continuación le manda al salvado un abono para la escuela de natación, ¿a qué viene eso? ¿Por qué quiere el salvador facilitar tanto su tarea, por qué no quiere seguir salvando al otro por su propia existencia, su propia existencia siempre a mano, por qué quiere delegar su obligación en el maestro de natación?»84. El encuentro con Cristo ha sido posible para cada uno de nosotros porque alguien nos ha salvado de ahogarnos, en algún momen-to de nuestra vida, y después no nos ha confiado a “la escuela de natación” sino que ha seguido salvándonos mediante su existencia, es decir, mediante la fidelidad de su compañía hu-mana y cristiana, bajo la forma de un seguimiento histórico. Ésta es la experiencia que el poder nuncá podrá controlar, pero tampoco podrá producir. Es el privilegio de los hombres libres y aquí reside la fuerza del Hecho cristiano, ya que “para ser libres nos liberó Cristo” (Ga 5,1), sean cuales sean las condiciones sociales, culturales o políticas de cada época de la historia.

La necesidad de una educación de la persona en su unidad dual de alma y cuerpo

La última anotación es de carácter educativo. El

encuentro con Cristo y el seguimiento en la Iglesia requieren un ejercicio permanente de educación. Se trata en primer lugar de comprender que cada uno de nosotros debe ser ayudado y acompañado siempre para ir descifrando el misterio de su propia humanidad; es una educación para uno mismo. Sólo de este modo será posible también contribuir a la educación de los demás: erunt omnes docibiles Dei (cf. Jn 6,45). El camino educa-tivo requiere un estímulo recíproco para revitalizar el vínculo que cada uno tiene personalmente con la realidad, tal y como nos es dada en las circunstancias cotidianas por el Misterio del

84 F. KAFKA, Cartas a Milena, Madrid, 2004, p. 125.

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Padre85. Las condiciones diarias del trabajo y el descanso, de las relaciones, del compromiso social y público nos son dadas por el Señor –de ahí su carácter vocacional– para que podamos verificar también diariamente cómo la victoria de Cristo se experimenta en una maduración de la inteligencia, en una profundidad del afecto que nos lanza ulteriormente al descu-brimiento de lo real, según todo el horizonte de su profundidad infinita. Esta educación es personal e intransferible, como lo es el misterio de la propia vida; pero no podemos adentrarnos en ella sin una compañía, sin una comunidad que nos sostiene y nos corrige todas las veces que sea necesario en ese camino.

Un Occidente cansado hasta la pasividad, que se va adormeciendo en un nihilismo entretenido, como denunciaban al principio Juan Pablo II, o Steiner, Paz y Glucksmann, tiene más necesidad que nunca de hombres vivos dentro de las circunstancias normales de la vida, que sepan transmitir a otros este contenido educativo.

Precisamente porque somos una unidad dual de alma y cuerpo, el método que vigoriza nuestro espíritu –inteligencia, voluntad, eternidad– es el reconocimiento asombrado y la adhesión cordial a la realidad, tal y como de hecho nos alcanza, mediante la “forma” de cada cosa, y, singularmente por gracia, mediante la “forma” sacramental de la Presencia de Dios en la Iglesia.

Los testigos más eficaces del anuncio cristiano hoy son aquellos que permiten percibir con claridad la extrema conveniencia de esta propuesta para que todos los dinamismos humanos se cumplan, el hombre pueda descubrir quién es, y así encontrar su felicidad86. De acuerdo con los términos vistos, el camino de nuestra educación en la fe pasará por una conti-nua educación de la persona para que alcance una realización de sí en el tiempo y el espacio, según una expresión inevita-blemente corporal. El gusto por el anuncio de Cristo es tanto

85 Lewis reclamaba con toda razón que la educación fuera transmisión desde la humanidad propia a la de los otros hombres, frente a una educación reducida a mero adoctrinamiento, L’abolizione, p. 28.

86 Cf. Redemptoris Missio nº 42.

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más sólido cuanto más se alimenta de la experiencia de un amor a las circunstancias cotidianas vividas como el gran signo real para que florezcan nuestra inteligencia y nuestra libertad, sin sometimientos a los poderosos. La unidad dual de alma y cuerpo alcanza así su máxima profundidad y transparenta mejor el misterio de la creaturalidad87. Sólo este hombre que se reconoce como criatura preferida y amada por Dios en su vida concreta será una efectiva alternativa al agotamiento de Occidente.

87 O. Clément ha ofrecido unas bellísimas consideraciones, desde la

teología oriental, sobre el carácter integral del hombre dotado de alma y cuerpo, llamado a colaborar con Cristo en la transfiguración de la realidad material, como verdadero sacerdote, profeta y rey, por el bautismo. Sobre el hombre, Madrid, 1983, pp. 93ss.

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INCIDENCIA DE LOS TEOREMAS DE LA INCOMPLETUD EN LA CUESTIÓN DEL ALMA

PABLO DOMÍNGUEZ PRIETO FACULTAD DE TEOLOGÍA “SAN DÁMASO”

MADRID

INTRODUCCIÓN Permítaseme, antes de comenzar, un preámbulo que

juzgo muy conveniente. Dentro de la más genuina tradición helénica –la del Estagirita, que tanto se preocupó de la correc-ción del método lógico de la ciencia–, y para no dar más razones a la sinrazón del neopositivismo lógico, que sostenía que la mayoría de los problemas filosóficos no son sino problemas lingüísticos, es preciso, antes de nada, fijar algunas caracte-rísticas que definan el objeto de nuestra discusión.

Cuando hablo aquí de la cuestión del alma me quiero referir, por un lado, a un supuesto ámbito de realidad antro-pológica irreducible al material (al menos análogo a él, nunca unívoco; aunque cupiera hablar de alma vegetativa o animal, no es el objeto de mi discusión aquí); por otro, me refiero a la causa de aquellas secuelas humanas que sin dicho concurso quedarían inexplicadas por inexplicables. Por último, se trata de una realidad cognoscible por la razón natural del hombre.

Con mi pre-definición me separo radicalmente, por tanto, de los ámbitos acientíficos propios del esoterismo, del lenguaje mítico y de los así llamados por el reísmo de Kotarbinski juegos de palabras abreviatorias propios88. Al final,

88 Cf. PABLO DOMÍNGUEZ PRIETO, Indeterminación y Verdad, Nossa y Jara, Madrid, 1995, pp. 135ss.

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si unimos todos estos datos que he establecido en mi precomprensión del tema, se ha de llegar a una especie de propio –de idion–: el de la libertad. Hablar de alma humana y hablar de libertad nos sitúa en un mismo contexto antropológico.

Dicho todo esto, he de comenzar con una serie de preguntas. Estas están en el trasfondo –a veces en la superficie– de muchas de las discusiones actuales sobre el hombre. El alma, ¿qué es?: ¿realidad o ficción?, ¿en verdad dato científico, u ocultación pseudo científica de lo mítico? Su afirmación, ¿es lógica, alógica o ilógica? Su conocimiento ¿subjetivo u objetivo? El alma, ¿cuestión de fysis o de meta-fysis? ¿Se puede hablar de alma –en los términos de mi pre-definición– sin hablar de creación?

Las grandes cuestiones filosóficas nunca existen aisladas. Son “parte” de una cosmovisión. Esto sucede de modo muy claro con la cuestión del “alma”. Tratar “el alma” aisla-damente y “destruirla” filosóficamente es todo uno. La textura intelectual de la sociedad actual vive de “fragmentaciones”. Es en el fondo un modo de evitar afrontar la verdad en su auténtico ser.

En una cosmovisión filosófica no puede estar ajena la realidad física, ni la metafísica. El aislamiento de ambos niveles conlleva, a mi juicio, perniciosas consecuencias metalógicas. Así trataré de mostrarlo. No me cabe la duda, insisto, de que los problemas físicos son inseparables de los filosóficos. Hasta cabría decir que todo genuino sistema metafísico tiene en su base una cierta precomprensión física. Véase si no lo ocurrido con Aristóteles, para quien la Física da paso a su Metafísica; o por la filosofía árabe, en la que la cosmología da explicación cumplida de alguno de sus planteamientos filosóficos; o por la dialéctica hegeliana, interpretada a veces como precursora de planteamientos físicos post-clásicos, etc.

Ante esta constatación, me resulta “curioso” –acaso sospechoso–, sin embargo, que algunos planteamientos físicos sean presentados como “incompatibles” con la dimensión meta-física. ¿Es esto epistemológicamente posible?

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Por eso, en vez de tratar la cuestión del alma in recto, pienso que se impone describir las diversas cosmovisiones desde las que cabe analizar la cuestión. Esto nos conducirá a ver in obliquo las distintas comprensiones o “lugares” que puede tener eso que venimos en llamar alma. Un modo muy apropiado de describir las cosmovisiones consiste en analizar el binomio “física-metafísica” en dos paradigmas contrapuestos que –bajo mi punto de vista– realizan una división completa: por un lado, el que cabría adjetivar de materialista ateo y, por otro, el creacionista. Nociones como “libertad” o “alma” toman un cariz radicalmente distinto según se analicen desde uno u otro paradigma. Cualquier otra postura que no sea “fragmentaria” estará, bajo mi punto de vista, subsumida de alguna manera en alguna de estas dos cosmovisiones.

Quede claro, tanto uno como el otro paradigma son auténticas tomas de postura. El primero “niega” que la realidades espirituales –como la del alma– sean datos científicos. El segundo, en contraposición, reclama la existencia científica de dicha realidad. ¿Es más científica alguna de las dos posturas? ¿Son igualmente coherentes metalógicamente hablando? Ante este dilema –¿existe o no el alma?– la primera de las posturas la niega, la segunda la reclama.

Se ha de acometer la cuestión con un doble rigor: histórico y metalógico. Por cierto, para aquellos que consideran que la inclusión de la cuestión del alma en un discurso lo conduce a la acientificidad, se les ha de recordar una noción básica de lógica elemental: tanto la afirmación como la negación son dos operaciones lógicas realizadas sobre juicios o, si se quiere, sobre pre-juicios filosóficos. Ambas posturas pertenecen al mismo ámbito semántico.

DE LA MECÁNICA CLÁSICA A LA MECÁNICA CUÁNTICA

Antes de adentrarnos en la “doble perspectiva” con la

que acometer esta cuestión, conviene –y mucho– emular de

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alguna manera algo que para los no acostumbrados al tema –o para los más ajenos al status questionis de la ciencia actual–: el decisivo cambio de mentalidad que se ha producido en el ámbito científico-epistemológico desde comienzos del siglo XX, el que nos ha llevado de la mecánica clásica a la mecánica cuántica. Este paso no podemos obviarlo, pues cometeríamos un grave error: tratar esta cuestión en un contexto de inge-nuidad científica que ya no es compartido por el universo científico. El salto ha tenido –no me cabe ninguna duda– una seria repercusión “subjetiva”; la que ha ido de la seguridad dogmatista hasta el escepticismo epistemológico. Aunque pa-rezca que, en un principio, nos desviamos del tema que nos ocupa, esta descripción va a resultar fundamental para nuestro cometido. Comencemos.

No podemos arremeter contra la mecánica clásica. Y es que la mecánica de Newton representó un enorme paso adelante para la ciencia de su tiempo. Por primera vez, las leyes de Newton posibilitaron predicciones cuantitativas precisas, que se podían comprobar en relación a fenómenos observados. Sin embargo, justamente esta precisión fue la que condujo a nuevos problemas cuando Laplace, y otros, intentaron apli-carlas al universo en su conjunto. Laplace estaba convencido de que las leyes de Newton eran absolutas y universalmente válidas. El determinismo de Laplace suponía que, una vez que se conociesen las posiciones y velocidades en cualquier mo-mento en el tiempo, se podría determinar para siempre el comportamiento futuro de todo el universo. Según esta teoría, toda la rica diversidad de cosas se puede reducir a un conjunto absoluto de leyes cuantitativas, basadas en unas pocas variables. A esto, sólo cabía añadir una “variable” metafísica: la voluntad de Dios, la influencia de lo espiritual sobre lo material. Pero, por conocimiento teológico, se sabía de la armonía entre lo natural y lo sobrenatural. Sólo hay dos causas: la física –perfectamente estudiable y predecible–, y la espiritual –dependiente de Dios o de la libertad humana–. La parte física, por ende, gozaba de una “objetividad” fuera de toda duda. Esta capacidad de la razón humana sobre lo físico era,

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en cierto modo, traspasada al conocimiento de lo metafísico. La confianza casi ilimitada en la razón no estaba puesta en duda. Materia y espíritu, cuerpos y almas, hombres y Dios, gozaban de “armonía epistemológica”.

La mecánica clásica, expresada en las leyes de Newton, trata con causas y efectos simples, por ejemplo la acción de un cuerpo aislado sobre otro. Sin embargo –aquí comienza la dificultad– esto es imposible, en la medida en que ningún sistema mecánico está nunca completamente aislado. Las influencias externas impiden la creación de “binomios” físicos considerados a se. Incluso si cupiera la posibilidad de aislar un sistema, seguiría habiendo interferencias, provenientes del nivel molecular, y otras interferencias al nivel todavía más profundo de la mecánica cuántica.

Pero comenzó la crisis. En la segunda mitad del siglo XIX, especialmente con la teoría de la evolución de Darwin y el trabajo del físico austriaco Ludwig Boltzmann sobre la interpretación estadística de los procesos termodinámicos, los planteamientos newtonianos comenzaron a resquebrajarse. Los métodos estadísticos eran la nueva arma de los físicos que se esforzaron en describir sistemas compuestos por muchas partículas, como gases y fluidos. Sin embargo, la estadística no era más que un sustitutivo en situaciones en las que era imposible, por razones prácticas, recoger información detallada sobre todas las propiedades del sistema, por ejemplo, las posiciones y velocidades de las partículas de un gas en un momento determinado.

Sin embargo, con el desarrollo de la estadística salió a la luz una aparente contradicción física: la presencia a simultaneo de casualidades y determinaciones. Por ejemplo –y resulta sumamente atractiva esta cuestión– en la teoría de los gases se puede observar tanto casualidad como determinación en el movimiento de las moléculas. Aunque las moléculas indivi-duales parecen moverse de manera totalmente casual, sin embargo, gran número de moléculas que componen un gas, se comportan de tal manera que obedecen leyes dinámicas precisas. ¿Cómo dar cuenta de esta aparente contradicción?

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Parece lógico que si el movimiento de cada partícula es impredecible, lo mismo ha de suceder con el conjunto de los gases. Una supuesta ley que nos parece obvia: “la suma de muchas realidades impredecibles da como resultado un con-junto impredecible” es manifiestamente rechazada por la inves-tigación física.

Esta cuestión ha de ser abordada. Su respuesta, además, nos introduce ya en aires metafísicos. Pero serán los dos diferentes paradigmas los que ofrezcan dos diversas com-prensiones.

Sería injusto no reconocer que la mecánica clásica funcionó bastante bien durante mucho tiempo, posibilitando importantes avances tecnológicos. Incluso hoy en día tiene una amplio campo de aplicación. Sin embargo, llegó un momento en que se descubrieron que con aquellos métodos, ciertas reali-dades macro o microfísicas quedan inespugnadas. La todopo-derosa mecánica clásica había encontrado un serio límite. Algo análogo a lo sucedido con la matemática precantoriana y la imposibilidad de las operaciones con números transfinitos. El mundo físico de la mecánica clásica ordenado con aparente lógica precisión describe –sí– parte de la naturaleza, pero sólo una parte o, por mejor decir, sólo un nivel de ella.

Einstein, Schrödinger, Heisenberg, y otros científicos que concurrieron en el amanecer de la mecánica cuántica a principios del siglo XX, representan la más seria crítica a la mecánica clásica. El comportamiento de las partículas elemen-tales no cabía ya dentro de esta concepción clásica. Se imponía la elaboración de una nueva estructura físico-racional.

El primer momento decisivo de esta crisis revisionista podríamos situarlo en la Teoría especial de la relatividad (1905) de Einstein. Éste revela que el espacio y el tiempo absolutos de Newton son una mera ilusión.

El segundo momento de este terremoto intelectual lo podemos situar en el desarrollo de la mecánica cuántica. La ecuación de Schrödinger tiene como solución una función de ondas que da solamente distribuciones probabilísticas. Fue en 1927 cuando Werner Heisenberg planteó su famoso principio de

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indeterminación, según el cual resulta imposible determinar simultáneamente, con la precisión deseada, la posición y la velocidad de una partícula. Cuanto más cierta es la posición de una partícula, más incierto es su momento, y viceversa (esto también se aplica a otros pares de propiedades específicas)89.

Para conocer la posición de un electrón hay que observarlo. Pero si utilizamos un microscopio potente, quiere decir que lo bombardearemos con una partícula de luz, un fotón. Debido a que la luz se comporta como una partícula, eso inevitablemente interferirá en el momento de la partícula observada. Por lo tanto la cambiamos en el mismo acto de la observación. La interferencia será impredecible e incontrolable, ya que (por lo menos en la actual teoría cuántica) no hay manera de conocer o controlar de antemano el ángulo preciso con el que el quantum de luz se dispersará en las lentes. Debido a que una medición precisa de la posición requiere la utilización de luz de onda corta, se transfiere un momento importante pero impredecible e incontrolable al electrón. Por otra parte, una determinación precisa del momento requiere la utilización de quanta de luz de momento muy bajo (y por tanto de onda larga), lo que significa que habrá un amplio ángulo de difracción, y por lo tanto una pobre definición de la posición. Cuanto más precisamente definamos la posición, menos preciso será el momento, y viceversa.

Según la teoría de Heisenberg esta dificultad no podrá ser subsanada ni con más modernos instrumentos. En la medida en que toda la energía se agrupa en quanta, y toda la materia tiene la propiedad de actuar tanto como onda como partícula, cualquier tipo de aparato que utilicemos estará dominado por este principio de indeterminación (o incertidum-bre). De hecho el término incertidumbre es inexacto, porque lo que aquí se está afirmando, no es sólo que no podemos tener

89 La dificultad a la hora de establecer precisamente la posición y la

velocidad de una partícula que se mueve a 5.000 millas por segundo en diferentes direcciones es obvia. Pero de ahí a sacar la conclusión que causa y efecto (causalidad) en general no existen, excede el rigor lógico.

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certeza por problemas de medición. La teoría plantea que to- das las formas de materia son indeterminadas por su propio carácter.

El cambio operado era significativo: de las viejas certezas se había pasado a la incertidumbre. Los movimientos aparen-temente casuales de las partículas subatómicas, con sus velo-cidades inimaginables, ya no se podían expresar en los tér-minos de la mecánica clásica. No todo parece “determinado”, sino que la “indeterminación” se abre paso.

En lugar de verlo como un aspecto concreto de la teoría cuántica, en un estadio concreto de su desarrollo, Heisenberg planteó la indeterminación como una ley fundamental y universal de la naturaleza, y asumió que todas las demás leyes de la naturaleza debían estar acorde con ésta. Este es un punto de vista totalmente diferente al que adoptaba la ciencia en el pasado al enfrentarse a problemas relacionados con fluctua-ciones irregulares y movimiento casual. Nadie se imagina que sea posible predecir el movimiento exacto de una molécula en un gas, o predecir todos los detalles de un accidente de coche en concreto. Pero nunca antes se ha hecho un intento serio de deducir de estos hechos la no existencia de la cau-salidad en general.

Y ésta es precisamente la conclusión que se nos invita a sacar del principio de indeterminación. Científicos y filóso- fos idealistas vienen a plantear que la causalidad en general no existe. Es decir, que no existen causa y efecto. Por lo tanto la naturaleza es algo casual. El universo en su conjunto es impredecible.

Esta posición representa la negación completa no sólo de toda la ciencia en el sentido clásico, sino del pensamiento racional en general. Si no hay causa ni efecto, no sólo no es posible predecir nada; es imposible explicar nada. Tenemos que limitarnos a describir lo que es. De hecho ni siquiera eso, ya que ni siquiera podemos estar seguros de que exista algo fuera de nosotros y nuestros sentidos. Esto nos conduce, por un lado, al subjetivismo idealista; por otra a la “racionalidad dialéctica”. Dinamitada la noción de causa, no sólo la metafí-

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sica queda eliminada, sino la misma física con genuino saber racional.

No se puede dudar de la importante contribución de Heisenberg a la física. Acaso, lo que cabe cuestionar son las conclusiones filosóficas que sacó de la mecánica cuántica. El hecho de que no podamos determinar exactamente la posición y el momento de un electrón no quiere decir en lo más mínimo que exista una falta de objetividad de la realidad misma. El método de pensamiento subjetivo empapa la llamada escuela de Copenhague de la mecánica cuántica. Cabe sospechar de los prejuicios epistemológicos de Heisenberg, como explícitamente condenan los marxistas tan reacios a renunciar a la objetividad de la materia. Sirva este texto como ejemplo del trasfondo idealista subjetivo de Heisenberg: «Las leyes de la naturaleza que nosotros formulamos matemáticamente en la teoría cuántica ya no tienen que ver con las partículas mismas sino con nuestro conocimiento de las partículas elementales»90. La clasificación familiar del mundo en sujeto y objeto, mundo interior y exterior, cuerpo y alma, en cierto modo ya no es válida, y ciertamente tropieza con dificultades. «En la ciencia, además, el objeto de investigación ya no es más la naturaleza en sí sino más bien la naturaleza expuesta a las indagaciones del hombre, y en este sentido el hombre aquí se encuentra consigo mismo»91.

La cuestión es que las leyes de la lógica formal se rompen más allá de cierto límite. Esto se aplica especialmente a los fenómenos del mundo subatómico, donde las leyes de la identidad, contradicción y del medio excluido parece que no pueden ser aplicadas. Heisenberg defiende el punto de vista de la lógica formal y el idealismo, y por lo tanto inevitablemente llega a la conclusión que los fenómenos contradictorios a nivel

90 Physics and philosophy. The revolution in modern science (Gifford

lectures at University of St. Andrews, winter term, 1955-1956), intro-ducción de F. S. C. Northrop, epílogo de Ruth Nanda Anshen, Harper and Row, Nueva York, pp. 99-100.

91 Physics and philosophy, pp. 104-105.

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subatómico no pueden ser comprendidos en absoluto por la mente humana. La contradicción, sin embargo, no está en los fenómenos observados en el nivel subatómico, sino en los es-quemas mentales anticuados e inadecuados de la lógica formal. Las llamadas “paradojas de la mecánica cuántica” son preci-samente esto. Heisenberg no puede aceptar la existencia de contradicciones dialécticas, y por lo tanto prefiere refugiarse en un escepticismo: «no podemos conocer». Las opiniones de la escuela de Copenhague transcurren por semejantes derroteros.

Heisenberg va más allá de la barrera que Kant había descrito entre el mundo de las apariencias y el de la realidad «en sí misma»92. No sólo habla de la “naturaleza en sí misma”, sino que incluso plantea que no podemos conocer la parte de la naturaleza que puede ser observada, ya que en el propio acto de la observación la cambiamos. De esta manera, Heisenberg

92 «Der Begriff eines Noumenon, d.i. eines Dinges, welches gar nicht

als Gegenstand der Sinne, sondern als ein Ding an sich selbst (lediglich durch einen reinen Verstand) gedacht werden soll, ist gar nicht widersprechend; denn man kann von der Sinnlichkeit doch nicht behaupten, daß sie die einzige mögliche Art der Anschauung sei. Ferner ist dieser Begriff notwendig, um die sinnliche Anschauung nicht bis über die Dinge an sich selbst auszudehnen, und also, um die objektive Gültigkeit der sinnlichen Erkenntnis einzuschränken (denn das übrige, worauf jene nicht reicht, heißen eben darum Noumena, damit man dadurch anzeige, jene Erkenntnisse können ihr Gebiet nicht über alles, was der Verstand denkt, erstrecken). Am Ende aber ist doch die Möglichkeit solcher Noumenorum gar nicht einzusehen, und der Umfang außer der Sphäre der Erscheinungen ist (für uns) leer, d.i. wir haben einen Verstand, der sich problematisch weiter erstreckt, als jene, aber keine Anschauung, ja auch nicht einmal den Begriff von einer möglichen Anschauung, wodurch uns außer dem Felde der Sinnlichkeit Gegenstände gegeben, und der Verstand über dieselbe hinaus assertorisch gebraucht werden könne. Der Begriff eines Noumenon ist also bloß ein Grenzbegriff, um die Anmaßung der Sinnlichkeit einzuschränken, und also nur von negativem Gebrauche. Er ist aber gleichwohl nicht willkürlich erdichtet, sondern hängt mit der Einschränkung der Sinnlichkeit zusammen, ohne doch etwas Positives außer dem Umfange derselben setzen zu können», I. KANT, Kritik der reinen Vernunft, en Werke, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1977, vol 3, pp. 279-282.

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intenta abolir el criterio científico de la objetividad de una vez por todas.

Sin embargo, importantes científicos se opusieron a este idealismo que acaba por destruir el método empírico-científico. Cabe citar en esta dirección al mismo Einstein, a Max Plank, Louis de Broglie y Erwin Schrödinger.

Aunque Erwin Schrödinger no negaba la existencia de fenómenos casuales en la naturaleza en general, o en la mecánica cuántica, sin embargo, nunca quiso renunciar a la objetividad del mundo. Schrödinger desairó la afirmación de Heisenberg y Bohr de que, cuando un electrón o un fotón no está siendo observado, “no tiene posición” y sólo se materializa en un momento dado como resultado de la observación.

La interpretación de Copenhague traza una aguda línea divisoria entre el observador y lo observado. Algunos físicos sacan la conclusión, siguiendo la interpretación de Copenha-gue, que la conciencia tiene que existir, pero la idea de la realidad material sin conciencia es impensable. En 1964 el físico irlandés John Bell desarrolló y publicó un teorema matemático que parecía abrir la posibilidad de determinar experimentalmente quién tenía la razón, si los partidarios de la interpretación de Copenhague o Einstein y los partidarios de las variables ocultas. Tras una serie de experimentos, se llegó a la conclusión de que los sistemas microfísicos violan las desigualdades de Bell y que, en consecuencia, el realismo local de Einstein se hacía así insostenible, mientras que la interpretación de Copenhague salía de la prueba mejor parada que antes.

Este es el “contexto epistemológico” de la ciencia empírica actual en lo que a nuestro tema se refiere. Estamos en una posición nada fácil: si aceptamos acríticamente la existencia de lo “espiritual” como “causa” en el ámbito de nuestro mundo material, se nos puede acusar de volver a posturas ingenuas clásicas. Si lo negamos, aceptando los criterios de connivencia entre casualidad y determinación, habremos aceptado planteamientos mucho más acordes con la razón científica que –menuda contradicción– parece acabar con

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la razón metafísica (y con ella la existencia de lo espiritual)93. Ante este momento de la Física, nos vemos obligados a

decantarnos por dos posturas: la materialista, que considera al mundo material un “sistema completo”; o el creacionista, que recela de dicha bondad metalógica en el materialismo. Las consecuencias en lo que a la existencia de una pretendida alma, y en la comprensión misma del hombre se refiere, es manifiesta. Vayamos a ello.

PARADIGMA DE INTERPRETACIÓN MATERIALISTA. LA CAUSALIDAD DE LA CASUALIDAD

La postura materialista dialéctica, bajo mi punto de

vista, es capaz de subsumir todo un gran conjunto de posturas de índole anti-creacionista. Me atrevo a sostener, incluso, que es el paradigma contrapuesto al creacionista, y que entre ambos dos se juega la respuesta a las grandes cuestiones filosóficas.

Un buen ejemplo de este paradigma materialista es la obra de Lenin Materialismo y empirocriticismo. Lenin reconoce –tomando la senda de Poincaré– la crisis de la física clásica. Y se propone resolver los múltiples interrogantes que de ello se deducen.

93 Wittgestein ya había lo había sugerido en el Tractatus: «5.134 De una proposición elemental no se puede inferir ninguna otra. 5.135 De ningún modo es posible inferir de la existencia de un estado de cosas la existencia de otro estado de cosas enteramente diferente de aquél. 5.136 No existe nexo causal que justifique tal inferencia. 5.1361 No podemos inferir los acontecimientos futuros de los presentes. La fe en el nexo causal es la superstición. 5.1362 La libertad de la voluntad consiste en que no podemos conocer ahora las acciones futuras. Sólo podríamos conocerlas si la causalidad fuese una necesidad interna, la necesidad de la conclusión lógica. La conexión entre conocer y conocido es la de la necesidad lógica. (“A conoce que p acaece” no tiene sentido si p es una tautología.) 5.1363 Lo mismo que del hecho de que una proposición nos sea evidente, no se sigue que sea verdadera, del mismo modo la evidencia no justifica nuestra creencia en su verdad».

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De entre las diversas cuestiones que se han de ana- lizar en este paradigma, me voy a centrar en la noción de causalidad. Esta noción es, en efecto, central para enten- der la física94, la metafísica, la antropología... y el alma. En

94 Aunque no entremos en ella, si conviene dejar apuntado lo que acontece con el concepto de materia. El “idealismo” propio de la nueva mecánica es rechazado abiertamente por este paradigma. «Die erkenntnis-theoretischen Folgerungen der Verfassers aus dieser Periode der Zweifel haben wir schon kennengelernt: nicht die Natur zwingt uns die Begriffe von Raum und Zeit auf, sondern wir der Natur, alles, was nicht Gedanke ist, ist das reinste Nichts. Das sin idealistische Schlussfolgerungen», Lenin, Materialismus und Empirokritizismus, Verlag für Fremdsprachige Literatur, Moscú, 1947, p. 268. El materialismo tiene como uno de sus dogmas la existencia de la materia. Al quedar ésta desdibujada tras la nueva mecánica, esta corriente filosófica reabre el debate en el plano suprafísico. El materialismo dialéctico parte de la premisa de la objetividad del univer-so material, que llega a nosotros en forma de percepciones sensoriales. “Interpreto el mundo a través de mis sentidos”. Esto es evidente. Pero el mundo existe independientemente de mis sentidos. Puede confirmarse esta postura en la primera tesis de Marx sobre Feuerbach: «Der Hauptmangel alles bisherigen Materialismus (den Feuerbachschen mit eingerechnet) ist, daß der Gegenstand, die Wirklichkeit, Sinnlichkeit nur unter der Form des Objekts oder der Anschauung gefaßt wird; nicht aber als sinnlich menschliche Tätigkeit, Praxis, nicht subjektiv. Daher die tätige Seite abstrakt im Gegensatz zu dem Materialismus von dem Idealismus -der natürlich die wirkliche, sinnliche Tätigkeit als solche nicht kennt- entwickelt. Feuerbach will sinnliche - von den Gedankenobjekten wirklich unterschiedne Objekte: aber er faßt die menschliche Tätigkeit selbst nicht als gegenständliche Tätigkeit. Er betrachtet daher im Wesen des Christenthums nur das theoretische Verhalten als das echt menschliche, während die Praxis nur in ihrer schmutzig jüdischen Erscheinungsform gefaßt und fixiert wird. Er begreift daher nicht die Bedeutung der »revolutionären«, der »praktisch-kritischen« Tätigkeit», KARL MARX - FRIEDRICH ENGELS, Werke, Dietz, Berlín, 1956ss., vol. 3, p. 5. Sólo la materia es el dato relevante. La materia en sí, tal y como sostuviera Engels; «Da kam Feuerbachs Wesen des Christenthums. Mit einem Schlag zerstäubte es den Widerspruch, indem es den Materialismus ohne Umschweife wieder auf den Thron erhob. Die Natur existiert unabhängig von aller Philosophie; sie ist die Grundlage, auf der wir Menschen, selbst Naturprodukte, erwachsen sind; außer der Natur und den Menschen existiert nichts, und die höhern Wesen, die unsere religiöse Phantasie erschuf, sind nur die phantastische Rückspiegelung unseres eignen

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efecto, la cuestión misma del “alma” no es discernible de la de “causalidad”.

En efecto, uno de los problemas fundamentales de la historia de la filosofía es la relación entre libertad y necesidad95. La necesidad está estrechamente vinculada a la causalidad. En contraste, el accidente se considera como un acontecimiento inesperado, que sucede sin una causa aparente. En metafísica el accidente es una propiedad de una cosa que es meramente un atributo contingente, es decir algo que no forma parte de su naturaleza esencial. Un accidente es algo que no existe por necesidad de una esencia.

Wesens», F. ENGELS, Ludwig Feuerbach und der Ausgang der klassischen deutschen Philosophie, en KARL MARX-FRIEDRICH ENGELS, Dietz, Berlín, 1956 y ss., p. 272.

95 «Notwendigkeit und Kausalität sind also darin verschwunden; sie enthalten beides, die unmittelbare Identität als Zusammenhang und Beziehung und die absolute Substantialität der Unterschiedenen, somit die absolute Zufälligkeit derselben, - die ursprüngliche Einheit substantieller Verschiedenheit, also den absoluten Widerspruch. Die Notwendigkeit ist das Sein, weil es ist, - die Einheit des Seins mit sich selbst, das sich zum Grunde hat; aber umgekehrt, weil es einen Grund hat, ist es nicht Sein, ist es schlechthin nur Schein, Beziehung oder Ver-mittlung. Die Kausalität ist dies gesetzte Übergehen des ursprünglichen Seins, der Ursache, in Schein oder bloßes Gesetztsein, umgekehrt des Gesetztseins in Ursprünglichkeit; aber die Identität selbst des Seins und Scheins ist noch die innere Notwendigkeit. Diese Innerlichkeit oder dies Ansichsein hebt die Bewegung der Kausalität auf; damit verliert sich die Substantialität der im Verhältnisse stehenden Seiten, und die Notwen-digkeit enthüllt sich. Die Notwendigkeit wird nicht dadurch zur Freiheit, daß sie verschwindet, sondern daß nur ihre noch innere Identität manifestiert wird, - eine Manifestation, welche die identische Bewegung des Unterschiedenen in sich selbst, die Reflexion des Scheins als Scheins in sich ist. - Umgekehrt wird zugleich die Zufälligkeit zur Freiheit, indem die Seiten der Notwendigkeit, welche die Gestalt für sich freier, nicht ineinander scheinender Wirklichkeiten haben, nunmehr gesetzt sind als Identität, so daß diese Totalitäten der Reflexion-in-sich in ihrem Unterschiede nun auch als identische scheinen oder gesetzt sind nur als eine und dieselbe Reflexion», G. W. F. HEGEL, Wissenschaft der Logik, en Werke, Suhrkamp, Frankfurt, 1979, vol 6, pp. 239-240.

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La búsqueda de una comprensión racional del mundo en el que vivimos está íntimamente vinculada a la necesidad de descubrir la causalidad. La existencia de la causalidad se demuestra en una inmensa cantidad de observaciones. De hecho, es imposible incluso definir las propiedades de las cosas sin recurrir a la causalidad. Para entender por qué y cómo la causalidad está tan estrechamente ligada con las propiedades esenciales de las cosas, es necesario considerar las cosas tal como son, tal como han sido, y tal como serán necesariamente en el futuro, es decir, analizar las cosas como procesos.

Para la Física del siglo XIX, la necesidad y el accidente eran considerados como opuestos fijos, el uno excluía al otro. Un proceso era accidental o necesario, pero no las dos cosas a la vez. Laplace pensaba que si pudiera encontrar las causas de todas las cosas en el universo, podría abolir de golpe la contin-gencia. Durante bastante tiempo pareció que el funcionamiento de todo el universo se podía reducir a unas pocas ecuaciones relativamente simples. Una de las limitaciones de la teoría me-canicista clásica es que asume que no hay influencias externas en el movimiento de cuerpos en concreto. En realidad, sin embargo, todo cuerpo está influenciado y determinado por todos los demás cuerpos. No hay nada que se pueda tomar de forma aislada.

Tal y como arriba expusimos, a raíz de los descubrimien-tos de la mecánica cuántica y de la noción de indeterminación, la física se ve obligada a conjugar en un mismo campo semán-tico causalidad con casualidad. ¿De qué nuevo modo será esto posible?

Para el materialismo dialéctico, la respuesta al problema se encuentra en la supuesta ley de la transformación de la cantidad en calidad. Del movimiento aparentemente casual de un gran número de moléculas, surge una regularidad y un mo-delo de comportamiento que se puede expresar mediante una ley científica. Del caos, surge el orden. Nos encontramos ante una relación dialéctica entre casualidad y determinación. Por ello, desde este criterio, los materialistas dialécticos acababan por sostener que aquellos filósofos ingenuos que no podían

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llegar a entender la presencia de lo “casual” en la física, habían de “huir” a regiones teológicas. La teología, para los materialis-tas, no es sino un apropiado refugio fideísta para los físicos trasnochados. Realidades como la del “alma” no serían sino la manifestación del fracaso del conocimiento científico y el no reconocimiento de esta dimensión dialéctica de la materia.

Hegel trató de explicar la relación real entre causalidad y casualidad afirmando que la necesidad se expresa a través del accidente. Analizando las características del ser en todas sus manifestaciones, Hegel trata sobre la relación entre potencial y actual, y también entre necesidad y accidente (“contingencia”)96. «Según Hegel –declara Engels– la realidad no es, ni mucho menos, un atributo inherente a una situación social o política dada en todas las circunstancias y en todos los tiempos (...) to-do lo que es real, dentro de los dominios de la historia humana, se convierte con el tiempo en irracional; lo es ya, de consi-guiente, por su destino, lleva en sí de antemano, el germen de

96 «Diese Einheit der Möglichkeit und Wirklichkeit ist die

Zufälligkeit. - Das Zufällige ist ein Wirkliches, das zugleich nur als möglich bestimmt, dessen Anderes oder Gegenteil ebensosehr ist. Diese Wirklichkeit ist daher bloßes Sein oder Existenz, aber in seiner Wahrheit gesetzt, den Wert eines Gesetztseins oder der Möglichkeit zu haben. Umgekehrt ist die Möglichkeit als die Reflexion-in-sich oder das Ansichsein gesetzt als Gesetztsein; was möglich ist, ist ein Wirkliches in diesem Sinne der Wirklichkeit; es hat nur soviel Wert als die zufällige Wirklichkeit; es ist selbst ein Zufälliges. Das Zufällige bietet daher die zwei Seiten dar; erstens insofern es die Möglichkeit unmittelbar an ihm hat oder, was dasselbe ist, insofern sie in ihm aufgehoben ist, ist es nicht Gesetztsein noch vermittelt, sondern unmittelbare Wirklichkeit; es hat keinen Grund. - Weil auch dem Möglichen diese unmittelbare Wirklichkeit zukommt, so ist es sosehr als das Wirkliche bestimmt als zufällig und ebenfalls ein Grundloses. Das Zufällige ist aber zweitens das Wirkliche als ein nur Mögliches oder als ein Gesetztsein, so auch das Mögliche ist als formelles Ansichsein nur Gesetztsein, Somit ist beides nicht an und für sich selbst, sondern hat seine wahrhafte Reflexion-in-sich in einem Anderen, oder es hat einen Grund. Das Zufällige hat also darum keinen Grund, weil es zufällig ist; und ebensowohl hat es einen Grund, darum weil es zufällig ist», G. W. F. HEGEL, Wissenschaft der Logik, en Werke, Frankfurt, Suhrkamp, 1979, vol. 6, pp. 205-206.

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lo irracional; y todo lo que es racional en la cabeza del hombre se halla destinado a ser un día real, por mucho que hoy choque todavía con la aparente realidad existente. La tesis de que todo lo real es racional, se resuelve, siguiendo todas las reglas del método discursivo hegeliano en esta otra: todo lo que existe merece perecer»97. Curiosa referencia a la irracionalidad. No la perdamos de vista.

Posibilidad y realidad denotan el desarrollo dialéctico del mundo real y de las diferentes etapas en el surgimiento y desarrollo de los objetos. Una cosa que existe potencialmente contiene en sí la tendencia objetiva al desarrollo, o por lo menos la ausencia de condiciones que imposibilitarían que existiese. Sin embargo, hay una diferencia entre la posibilidad abstracta y el potencial real, y frecuentemente se confunden las dos

97 «Nun ist aber die Wirklichkeit nach Hegel keineswegs ein Attribut, das einer gegebnen gesellschaftlichen oder politischen Sachlage unter allen Umständen und zu allen Zeiten zukommt. Im Gegenteil. Die römische Republik war wirklich, aber das sie verdrängende römische Kaiserreich auch. Die französische Monarchie war 1789 so unwirklich geworden, d.h. so aller Notwendigkeit beraubt, so unvernünftig, daß sie vernichtet werden mußte durch die große Revolution, von der Hegel stets mit der höchsten Begeisterung spricht. Hier war also die Monarchie das Unwirkliche, die Revolution das Wirkliche. Und so wird im Lauf der Entwicklung alles früher Wirkliche unwirklich, verliert seine Notwen-digkeit, sein Existenzrecht, seine Vernünftigkeit; an die Stelle des absterbenden Wirklichen tritt eine neue, lebensfähige Wirklichkeit - friedlich, wenn das Alte verständig genug ist, ohne Sträuben mit Tode abzugehn, gewaltsam, wenn es sich gegen diese Notwendigkeit sperrt. Und so dreht sich der Hegelsche Satz durch die Hegelsche Dialektik selbst um in sein Gegenteil: Alles, was im Bereich der Menschengeschichte wirklich ist, wird mit der Zeit unvernünftig, ist also schon seiner Bestimmung nach unvernünftig, ist von vornherein mit Unvernünftigkeit behaftet; und alles, was in den Köpfen der Menschen vernünftig ist, ist bestimmt, wirklich zu werden, mag es auch noch so sehr der bestehenden scheinbaren Wirklichkeit widersprechen. Der Satz von der Vernünftigkeit alles Wirklichen löst sich nach allen Regeln der Hegelschen Denkmethode auf in den andern: Alles was besteht, ist wert, daß es zugrunde geht», F. ENGELS, Ludwig Feuerbach und der Ausgang der klassischen deutschen Philosophie, en KARL MARX-FRIEDRICH ENGELS, Werke, Dietz, Berlín, 1956 y ss., vol. 21, pp. 266-267.

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cosas. La posibilidad abstracta o formal simplemente expresa la ausencia de condiciones que podrían excluir ese fenómeno en concreto, pero no asume la presencia de condiciones que harían inevitable su aparición.

Por medio de las leyes de la probabilidad se buscaba elaborar una cierta teoría causal de lo casual. Lo que se conoce como “acontecimientos casuales a gran escala” se puede aplicar a un amplio espectro de fenómenos físicos, químicos, sociales y biológicos, desde el sexo de los niños a la frecuencia de defectos de fabricación en una línea de producción. Las leyes de la probabilidad tienen una larga historia, y han sido utilizadas en el pasado en diferentes esferas: la teoría de los errores (Gauss), la teoría de la precisión en el tiro (Poisson, Laplace), y sobretodo en la estadística. Por ejemplo la “ley de los grandes números” establece el principio general que el efecto combinado de un gran número de factores accidentales produce, en una gama muy amplia de este tipo de factores, resultados que son casi independientes del azar. Esta idea la expresó ya en 1713 Bernoulli, cuya teoría fue generalizada por Poisson en 1837, y Chebyshev le dio su forma final en 1867. Todo lo que hizo Heisenberg fue aplicar matemáticas ya conocidas a los aconte-cimientos casuales a gran escala de los movimientos de las par-tículas subatómicas, dónde, como era de esperar, el elemento de casualidad se superó rápidamente.

Hay tendencias regulares que se pueden calcular y predecir precisamente por lo que se llaman leyes estadísticas. No podemos predecir un accidente individual, pero podemos predecir con bastante precisión el número de accidentes que se producirán en una ciudad en un determinado período de tiempo. No sólo eso, sino que podemos introducir leyes y regulaciones que tengan un impacto definido en el número de accidentes. Hay leyes que gobiernan la casualidad, que son tan necesarias como las propias leyes de la causalidad.

Hegel explica que no existe la causalidad en el sentido de causa y efecto aislados. Cada efecto tiene su contra-efecto, y cada acción tiene su contra-acción. Aislar una causa individual es, para Hegel, una abstracción heredada de la física newtonia-

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na. Una vez más, Hegel se adelantó su época. En lugar de la acción-reacción de la mecánica, él avanzó la noción de reciprocidad, de una interacción universal. Cada cosa influye todas las demás cosas, y a su vez es influenciada y determi-nada por las demás. De esta manera, Hegel reintrodujo el concepto de accidente, que había sido eliminado de la ciencia por parte del mecanicismo de Newton y Laplace.

En este contexto se sitúa el paradigma materialista dialéctico, donde la necesidad y la accidentalidad –aparen-temente conceptos incompatibles– caminan inseparables. Tiene las siguientes características: 1) En contraposición a la metafí-sica, la dialéctica considera la naturaleza no como una acumu-lación de cosas y fenómenos, sino como una interdependencia de estas en una única totalidad. Sólo existe la Totalidad. 2) En contraposición a la metafísica, la dialéctica considera a la naturaleza no como una situación estática, sino en continuo movimiento. No tiene sentido lo que una cosa es en sí, sino lo que la realidad en si va manifestando. 3) En contraposición a la metafísica, considera la dialéctica que el desarrollo de la naturaleza es un proceso donde los cambios cuantitativos conllevan saltos cualitativos.

A partir de ahora, la racionalidad ya no se puede buscar en “las partes” del sistema, sino en el todo. Si –en la concepción clásica– la imposibilidad de explicar ciertas aparentes “casua-lidades” obligaba a hablar de la realidad espiritual como su causa; ahora todo es distinto. La “casualidad” es la expresión misma de la causalidad.

A primera vista, parecemos perdidos en un gran número de accidentes. Pero esta confusión es sólo aparente. Para Hegel98, el orden surge de entre el caos. Los fenómenos acci-dentales que constantemente aparecen y desaparecen, como las olas en la superficie del océano, expresan un proceso más

98 Hegel estaba escribiendo a principios del siglo XIX, cuando la ciencia estaba dominada por la física mecánica clásica, y medio siglo antes de que Darwin desarrollase la idea de la selección natural a través de mutaciones accidentales. El no tenía ninguna evidencia científica para respaldar su teoría que la necesidad se expresa a través del accidente.

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profundo, que no es accidental sino necesario. En un punto decisivo esta necesidad se revela a través del accidente. Esta idea de la unidad dialéctica de necesidad y accidente puede parecer extraña, pero, según los materialistas dialécticos, queda totalmente confirmada por toda una serie de observa-ciones de los campos más diferentes de la ciencia y la sociedad como, por ejemplo, el mecanismo de la selección natural en la teoría de la evolución.

El materialismo dialéctico considera haber demostrado que procesos naturales que antes se consideraban azarosos o caóticos, tienen unas leyes internas en el sentido científico, implicando una base en causas determinísticas. Esta tendencia se ha plasmado en estudios científicos acerca del caos99.

Esta reflexión dialéctica reinterpreta desde su funda-mento la noción misma de libertad –y, por ende, de la dimen-sión espiritual del hombre–. Lo que antes de la aparición de la dialéctica era llamada actuación libre del hombre, propia del alma espiritual humana –sin causa distinta que la voluntad humana que se autodetermina–, después es considerado como un accidente caótico que encierra un “orden” si es visto desde la totalidad de la vida de la sociedad y de la naturaleza en general. Ya no cabe libertad, ya no es necesario el espíritu. Por consiguiente, el alma carece ya de sentido filosófico.

El punto de vista materialista dialéctico del marxismo plantea que todo el universo, toda la realidad, se basa en

99 Por ejemplo, se han desarrollado las reglas matemáticas que describen la “geometría fractal” de una hoja de helecho de asplenio negro. Introduciendo toda la información en un ordenador que también tiene un generador casual de números, éste “crea” un dibujo utilizando puntos ca-sualmente colocados en la pantalla. A medida que progresa el experimento es imposible anticipar donde aparecerá cada punto. Pero infaliblemente aparece la imagen de la hoja de helecho. De la misma manera que el orde-nador estaba basando su selección aparentemente casual de puntos (y para un observador desde “fuera” del ordenador, a todos los efectos prác-ticos es casual) en reglas matemáticas bien definidas, también sugeriría que el comportamiento de los fotones (y por extensión todos los aconteci-mientos cuánticos) están sujetos a reglas matemáticas subyacentes que, sin embargo están más allá de la comprensión humana en este momento.

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fuerzas y procesos materiales, y sólo materiales. Si no fuera así, habría que reconocer una fuerza “espiritual” irreductible a lo material. Pero como se puede apreciar, y deseo subrayarlo con fuerza, esta perspectiva dialéctica parte de ese prejuicio acrítico: todo es material. Para ellos, la conciencia humana es en última instancia sólo un reflejo del mundo real que existe fuera de ella, un reflejo basado en la interacción física entre el cuerpo humano y el mundo material. En el mundo material, para el materialismo dialéctico, no hay discontinuidad, no hay interrupción en la interconexión física de acontecimientos y procesos. No queda ningún espacio, en otras palabras, para la intervención de fuerzas metafísicas o espirituales. El materia-lismo dialéctico, dijo Engels, es la “ciencia de la interconexión universal”. Es más, la interconexión del mundo físico se basa sobre el principio de causalidad, en el sentido en que los procesos y acontecimientos están determinados por sus condiciones y las leyes de sus interconexiones.

Un buen ejemplo de cómo el marxismo entiende la relación dialéctica entre necesidad y accidente se puede ver en el proceso de selección natural. La cantidad de mutaciones casuales en los organismos es infinitamente grande. Sin embargo, en un entorno particular, una de estas mutaciones puede ser útil al organismo y retenida, mientras que las otras perecen. La necesidad, una y otra vez se manifiesta a través de la agencia del accidente. En cierto sentido, la aparición de la vida sobre la tierra puede ser vista como un “accidente”. No estaba predeterminado que la tierra estuviese situada exacta-mente a la distancia correcta del sol, con el tipo de gravedad y atmósfera correctas, para que sucediese. Pero, dada esta concatenación de circunstancias después de un período de tiempo, de entre un enorme número de reacciones químicas, surge la vida inevitablemente. Sin embargo, una vez que ha surgido la vida, lo accidental se desarrolla de acuerdo a sus propias leyes inherentes.

La propia conciencia no surge –para esta concepción materialista– de un plan divino, sino que, en cierto sentido también surge del “accidente” del bipedalismo (posición

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erguida), que libera las manos, y por lo tanto posibilitó a los humanos primitivos evolucionar hacia animales fabricadores de herramientas. Es probable que este salto evolutivo fuese el resultado de un cambio climático en África Occidental, que destruyó parcialmente el hábitat forestal de nuestros antece-sores simiescos. Esto fue un accidente. Como Engels explica en El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, esta fue la base sobre la que se desarrolló la conciencia humana. Pero en un sentido amplio, el surgimiento de la conciencia –de la materia consciente de sí misma– no se puede considerar como un accidente, sino como el producto necesario de la evolución de la materia, que pasa de las formas más simples a las más complejas, y que, cuando existen las condiciones, inevitablemente dará paso a la vida inteligente, y formas superiores de conciencia, sociedades complejas, y lo que conocemos como civilización. Para el materialismo dialéctico, vivimos en un mundo determinado por el determinismo dialéctico.

Es en efecto, la condena de la libertad, la última de las características de este paradigma explicativo. La relación dialéctica entre libertad y necesidad ha resurgido en la teoría del caos. Téngase en cuenta, no obstante, que el determinismo dialéctico no tiene nada que ver con el punto de vista mecánico, y todavía menos con el fatalismo. De la misma manera que existen leyes que gobiernan la materia orgánica e inorgánica, existen leyes que gobiernan la evolución de la sociedad humana. Los modelos de comportamiento que podemos observar a través de la historia no son fortuitos. Marx y Engels explicaron que la transición de un sistema social a otro está determinada por el desarrollo de las fuerzas productivas, en última instancia. Cuando un sistema socioeconómico dado ya no es capaz de desarrollar las fuerzas productivas, entra en crisis, preparando el terreno para un derrocamiento revolucionario.

Aunque este planteamiento no quiere negar el papel del individuo en la historia, sin embargo, consideran los marxistas que sería ingenuo pensar que los seres humanos son "seres

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libres” que se labran el futuro sobre la base de su propia voluntad. Tienen que basarse en condiciones que han sido creadas independientemente de su voluntad –económicas, sociales, políticas, religiosas y culturales–. En este sentido, la idea de la libre voluntad carece de sentido. Este paradigma dialéctico considera, por tanto, una mera ilusión eso del “libre albedrío”100: si una acción “libre” es la que no está causada ni determinada , consideran los marxistas que una acción de este tipo nunca ha existido, y nunca existirá.

Para tranquilizar, no obstante, esa pretendida ansia de libertad, Hegel explicó, sin embargo, que ésta es en verdad el reconocimiento de la necesidad. En la medida en que hombres y mujeres entiendan las leyes que gobiernan la naturaleza y la sociedad, entonces estarán en posición de adueñarse de estas leyes y utilizarlas en su propio beneficio.

Conclusión: si la libertad ya no tiene lugar en una antropología, tampoco lo tiene el alma. Y ahora nos surge la pregunta: ¿es este sistema metalógicamente aceptable?

LOS LÍMITES DEL PARADIGMA MATERIALISTA El esquema que hemos analizado tiene, a mi entender,

dos posibles hermenéuticas epistemológicas dentro del mate-rialismo: la primera es la que caería en un univocismo ontoló-gico. La segunda es la que incurriría en un irracionalismo.

En primer lugar, la univocidad de todo lo que es –una univocidad bajo el concepto de materia– elimina la posibi- lidad de la metafísica. Dicho de otro modo, se eliminan los “niveles de realidad” que implica la metafísica101. La cuestión que ahora se nos plantea es si dicha “univocidad” es aceptable metalógicamente. A esta pregunta atenderemos próximamente.

100 Algunos apoyan sus tesis con doctrinas como la freudiana. Era un principio fundamental de Freud el que nada en el comportamiento humano es accidental.

101 Cf. PABLO DOMÍNGUEZ PRIETO, Teoría del Contorno Lógico, Nossa y Jara, Madrid, 1999.

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En segundo lugar, la “circularidad” de la dialéctica eli-mina el concepto de “fin”, por lo que la “razón” de todo proceso no es sino él mismo. Pero de aquí a decir que la realidad no posee razón alguna no hay que hacer paso alguno. El irracio-nalismo y, consiguientemente, el nihilismo está servido. ¿De un esquema así entendido, qué nos puede decir la metalógica?

Una vez vistos estas dos consecuencias aplicaremos la agudeza de la metalógica. La metalógica nos ilumina acerca de las condiciones de posibilidad de un sistema racional. A raíz de los extraordinarios descubrimientos de Gödel, de Church y de Löwenhein-Skolem sabemos algo más acerca de estos. Aquí me voy a limitar a enunciar algunas vías de investigación en la aplicación de las consecuencias de estos teoremas.

Si nos mantuviéramos en la primera de las opciones que ofrece el materialismo dialéctico, habría que decir que, obvia-mente estaríamos satisfaciendo las exigencias de decidibilidad. Sin embargo, no así con la completud. Si, en la segunda de las opciones estuviéramos en la hipótesis de la circularidad, la condición que no se cumpliría sería la de la consistencia. En el primero de los casos nos encontraríamos ante un sistema incapaz de resolver ciertas cuestiones. En el segundo se habría renunciado a la racionalidad.

PARADIGMA DE INTERPRETACIÓN CREACIONISTA La dialéctica marxista, a la hora de interpretar lo

“accidental” en la física, ha partido de un pre-juicio axiomático: toda interacción es material, y por tanto reductible a leyes deterministas. Sin embargo cabe otro distinto punto de partida: el que considera que la realidad está creada, por tanto tiene un fin, y que en esa realidad existe lo espiritual como cualitativa-mente distinto a lo material.

Este paradigma filosófico se puede contraponer al del materialismo dialéctico: 1) En contraposición a la dialéctica, el paradigma creacionista considera la naturaleza, en efecto, como una interdependencia de realidades, pero en una totalidad no

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unívoca, donde se pueden distinguir modos diversos de ser. Este esquema excluye el univocismo metafísico. 2) En contrapo-sición a la dialéctica, el paradigma creacionista considera a la naturaleza, por supuesto, no como una situación estática, pero en un continuo movimiento finalizado, y no meramente circu-lar. La causa eficiente de la realidad creada es también su causa final. 3) En contraposición a la dialéctica, el paradigma creacionista considera que la evolución de la naturaleza posee unas causas materiales, sin excluir la interacción espiritual. Dentro de este tercer principio, se entiende la libertad humana y la libertad divina como agentes reales en la evolución de la realidad.

El esquema creacionista, compatible con la teoría de tipos lógicos, e inseparable de la analogía del ser, permite sumar a la decidibilidad la consistencia y la completud. En este esquema, la realidad espiritual –en en la que se sitúa el alma– no sólo no es aceptable, sino exigida. O se admite la creación, o no cabe un genuino concepto de libertad.

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ÍNDICE

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ALMAS DE SUBSTITUCIÓN

RAÚL BERZOSA MARTÍNEZ FACULTAD DE TEOLOGÍA

BURGOS

¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE ALMA? Cuando Alfonso Pérez de Laborda, generosamente, me

propuso intervenir en esta Mesa Redonda, la pregunta lógica que le hice era sobre el contenido de mis palabras. Gentilmente me envió un e-mail en el que me venía a decir más o menos que, quienes estamos sentados en la mesa del rico Epulón (Europa), y mientras no cuestionemos lo políticamente correcto, sobre este tema del alma se nos permite todo menos hablar del espesor de la memoria o de la canalización de futuros. ¿Pero ocurre esto mismo, lejos de la vieja y cansada Europa, como por ejemplo en Brasil o USA? Y, el director, con la agudeza que le caracteriza, concluía señalando un título posible a mis pala-bras: Epulonidad-almas de substitución. Trataré de ser fiel a estas directrices aun cuando puedan resultar tal vez en un primer momento algo crípticas y focalizadas en el contexto de nuestras Iglesias europeas.

I. ENTRE EPULÓN Y GHOST; ENTRE LO FÍSICO Y LO VIRTUAL

No voy a entrar en lo que significa y es el alma en clave cristiana. Baste señalar que encierra dos sentidos: en un pri-mer momento, densidad ontológica y axiológica (gracias a ella la

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persona humana es centro y fin de lo creado) y, a la vez, funcio-nalidad tutelar (trata de salvaguardar a esa misma persona hu-mana de monismos y dualismos antropológicos, del signo que fueren: materialistas o espiritualistas). Asentado lo anterior, dejamos constancia de que es imposible, en el genuino sentido cristiano, separar el término alma de otros dos: Dios y eternidad. En la medida en que una de las tres realidades se olvide, se separe o se desvirtúe, se comprende erróneamente el término alma. Si echamos una ojeada al resumen que hace Denzinger-Hünermann102, se dirá que la naturaleza humana es al mismo tiempo e indisolublemente espíritu o alma racional y cuerpo. Dicho alma es el principio vital del ser humano, es creada inmediatamente por Dios y pervive al momento de la muerte. Por su parte el Catecismo de la Iglesia Católica, 362-367, volverá a repetir las mismas tesis del Magisterio, subrayando que la persona humana, creada a imagen de Dios, es a la vez un ser corporal y espiritual. El alma designa lo que hay en la persona humana de más íntimo y de más valor. El cuerpo, a su vez, participa de la dignidad de ser imagen de Dios porque está animado por el alma espiritual. Y toda la persona humana está destinada a ser Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu. Alma y cuerpo están tan profundamente unidos que se debe considerar al alma como “la forma” del cuerpo, es decir, gracias al alma espiritual la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente, una única naturaleza. Cada alma es creada directamente por Dios y no perece con la muerte: se separa para volverse a unir definitivamente en la resurrección final. Desde las pinceladas anteriores se entiende mucho me-jor por qué hemos insistido en que van unidas tres realidades: Dios-alma-eternidad. En nuestros días, el alma no cobra sentido o se diluye, precisamente porque el concepto de Dios cristiano está sufrien-do una verdadera “metamorfosis”, porque la fe en el más allá está olvidándose o transformándose y, como consecuencia, el

102 Herder, Barcelona 1999, 38 edición, 1425-1426.

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concepto mismo de persona humana está sufriendo un cambio cultural. Sufrimos “déficit antropológico” porque sufrimos “déficit teísta y de fe en el más allá”. Aunque no nos corresponde analizar en profundidad las afirmaciones anteriores, se hace necesario, al menos, detener-nos unos momentos en algunos de los rasgos de nuestra cul-tura que desembocan en “almas de substitución”. Hablamos del “caldo de cultivo cultural” que provocan dichas substituciones.

Recientemente J. M. Mardones103 nos ha vuelto a recor-dar que estamos situados, religiosamente, en una época donde, por momentos, surge algo nuevo. El escritor se pregunta: «¿Qué viene tras el crepúsculo de Dios y de la religión? ¿Entramos en la era de la incredulidad y de la mayoría de edad de la humanidad o nos encontramos ante una sociedad enferma? ¿O a la ausencia de religión no le seguirá la aurora de la magia y de la superstición?»104.

Porque, y esto es decisivo en el tema que nos ocupa, según la nueva filosofía de las búsquedas religiosas: importan más los caminos que las respuestas; importa más el creer que lo que se cree; importa descubrir por sí mismo; importa la experiencia que hay que vivir; la mística es lo que une en lo nuevo y a la vez separa de lo viejo; estamos ante el fin del cristianismo de época de cristiandad: tenemos que convivir en mestizaje y transición con formas ambiguas de religiosidad y espiritualidad105.

Curiosamente, se aprecia algo así como un flujo y un reflujo en lo religioso, un eclipse y un clarear. Los llamados “alejados” son el paradigma de lo que venimos afirmando. Esta cuestión de por qué se marchan y por qué vuelven los “aleja-dos”, no es sencilla, como ha subrayado J. A. Pagola106. Las ti-pologías de alejados suelen tener las siguientes características: progresivo distanciamiento del contacto de la Iglesia como

103 J. M. MARDONES, La indiferencia religiosa en España. ¿Qué futuro tiene el cristianismo?, HOAC, Madrid, 2003.

104 MARDONES, p.10. 105 Cf. MARDONES, pp. 123-162. 106 En Sal Terrae, 1062 (2002), 903-915.

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comunidad de referencia; crisis de fe; búsqueda de otros referentes “religiosos o espirituales”. Si deseamos sistematizarlo de forma más racionalista, llegaremos a las siguientes conclu-siones: los alejados lo son debido a un deslizamiento, a veces, inconsciente hacia la indiferencia; por un distanciamiento de la practica religiosa; por un conflicto abierto con la Iglesia; por una crisis ideológica; o por descuido de la propia fe. En resumen, algunos han ido olvidando lo que es creer; otros tie-nen la sensación de que no podían creer; y, finalmente, otros no han querido creer. ¿Cómo se siente este alejamiento? Para algunos, como algo normal; para otros, como ruptura trau-mática; y, algunos, con cierta nostalgia. Si tratamos de realizar una tipología por generaciones, nos encontramos con lo siguiente: Los mayores de sesenta años, que vivieron un cristianismo social, se han ido alejando poco a poco, al hilo de un “desenganche” de la tutela eclesial y de una evolución personal-existencial. La generación entre treinta y sesenta años, conoció ya una sociedad más plural y donde la religión era discutida y cuestionada. Se veía la opción religiosa como una más entre otras. La matriz social no era cristiana. Los menores de treinta años proceden de un ambien-te donde lo religioso apenas cuenta y donde el cristianismo prácticamente no se siente como algo necesario para vivir. ¿Se puede afirmar que estamos situados en una nueva Babilonia?107. ¿Cuáles serían los rasgos de esa Babilonia que nos envuelve?: Babilonia de la confusión (después del 11-9-2001 y del 11-3-2004); Babilonia de los sentidos; Babilonia de las ilusiones y sueños; Babilonia de las vanidades; Babilonia de los miedos; Babilonia de los límites; Babilonia de la sangre y de la violencia; Babilonia de la negatividad; Babilonia del hambre y la desnutrición; Babilonia de las prisas.

Una Babilonia, en cualquier caso, alimentada por la sociedad del espectáculo108, con los siguientes rasgos: la televi-

107 Cf. A. GARCÍA RUBIO, “Evangelizadores en medio de Babilonia”, Sal Terrae, 1055 (2002) 297-309.

108 A. GARCÍA-MINA FREIRE, “El ser humano como tele-espectador de vidas ajenas”, Sal Terrae, 1068 (2003) 461-470.

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sión como el gran mirador: es la gran cristalera a través de la cual la inmensa mayoría ciudadana mira el mundo; es el principal agente de socialización; es la fiel compañera; es el nuevo fuego del hogar; es espectáculo y escape.

¿Qué precio pagamos?: el precio de la fragmentación y del desapego; el precio de la atrofia de nuestro ser-social: no favorece la individualidad creativa sino el ser ciudadano de la “Telépolis”, anónimo consumidor pasivo; El precio del tele-existir: vivimos para ver; fotografiamos antes que arriesgar a sentir las emociones; el precio de ser meros tele-espectadores de vidas ajenas (vouyerismo); y, añadimos, el precio de olvidar “el alma”.

Todo lo anterior lo sienten con especial incidencia los jóvenes109. En este sentido, tres valores fundamentales en la juventud de hoy, en los que por cierto no entra el concepto alma como prioritarios, serían: Be free (ser libre); Puenting (coleccionismo de experiencias); Connecting people (estar conectado).

Asentado lo anterior, y volviendo al tema que nos ocupa, sin encasillarnos en escuelas fenomenológicas concretas, sí que es necesario esquematizar, y desarrollar las tendencias substi-tutorias del alma en nuestra cansada y vieja cultura occidental. Los extremos de un imaginario arco cultural van desde el materialismo (Epulón) hasta el nuevo animismo reencarna-cionista (New Age-Ghost). Sin olvidar un refrán: “Dime cómo es tu concepto de alma y te diré qué es para ti el hombre”. Y, se me apura, cómo es tu concepto de Dios y de eternidad.

Nuestra clasificación, siempre provisional, se puede subdividir en seis grandes corrientes, tendencias o substitu-ciones-substitutivos: tendencia materialista (cientifismo y bio-logicismo); tendencia cibernética; tendencia social (memoria colectivista); tendencia consumista (el cuerpo es el alma del cuerpo); tendencia animista (reencarnacionista) y tendencia esotérica.

109 Cf. D. IZUZQUIZA, “El piercing y la Eucaristía. Desafíos juveniles

para la Iglesia”, Sal Terrae, 1056 (2002) 407-420.

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Gráficamente, dichas substituciones se pueden reagru-par en tres tendencias. No hay alma: a) cienticismo-biologicismo materialista; b) pérdida en la memoria colectiva (colectivismo). Sólo hay alma: a) animismo reencarnacionista; b) esoterismo energético. El alma “es otra cosa”: a) cibercultura (el “hipo-cuerpo”); b) el alma es cuerpo consumista-marketing (“el hiper-cuerpo”).

Trataremos de acercarnos a cada una de dichas seis tendencias antes señaladas. Antes digamos que, en línea gené-rica, desde Platón a Kant ininterrumpidamente se ha hablado de un dualismo-dualidad en el hombre. A partir del filósofo alemán, quien sitúa el alma en la dimensión irracional de la razón práctica, el tema del alma o bien se ha distorsionado o bien se ha negado sencillamente. Pasando por quienes tratan de evitar dicho término como ya hico Lucrecio en el siglo I, quien habla de “mente” en lugar de alma110. Hoy se recurre a términos como cerebro emergente, mente superior, mente universal, espíritu cualificado, etc.

II. UN INTERMEDIO: EN EL MERCADO PLURAL DE LAS SECTAS

Y DE LAS GRANDES RELIGIONES

1. En las sectas actuales Antes de desarrollar lo preanunciado en el apartado I,

con sus cinco grandes tendencias, nos detenemos, en un primer momento, en algunas interesantes anotaciones del prof. M. Guerra, quien hablando del tema del alma en las últimas sectas y nuevos movimientos, reagrupa de esta forma las ten-dencias111: negación del alma (Amigos del Hombre, Asamblea de Yahweh); negación del alma por negar a Dios mismo (Movi-

110 De Rerum Natura I, 94, 134. 111 Cf. Diccionario Enciclopédico de las Sectas, BAC, Madrid 1998,

51-53,

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miento Raeliano, Comunidad); el alma es el único elemento verdaderamente humano: el hombre es su alma, el alma racio-nal (Ciencia Cristiana, Gnosticismo, Vida Universal); sólo se admite el alma como algo subsistente después de la muerte (Espiritismo, Iglesia de la Cienciología, Rosacrucismo, Socieda-des Teosóficas); preexistencia del alma antes de su unión con el cuerpo (Metafísica Cristiana, Mormones, Iglesia del Palmar); el alma es elemento de reencarnación (Sectas orientales y New Age); la esencia del alma sería el cuerpo magnético, el cuerpo astral-sutil-etéreo-energético (tendencias orientales y de New Age); el alma, siguiendo el gnosticismo clásico, se concibe como una “chispa” desprendida de la hoguera pleromática, divina, que quedó prisionera en el cuerpo; el alma es la continuidad de lo divino en nosotros: no existe diferencia entre Creador y criatura (Sectas Holistas y de New Age)112.

2. En las grandes religiones Igualmente creemos necesario en este asunto señalar

unas breves pinceladas en relación al tema del alma en las grandes religiones. Digamos que en el judeo-cristianismo, más que dualidad (alma-cuerpo) se habla de la persona humana en sus diversas perspectivas o dimensiones: en relación a Dios (ruah-pneuma), a sí mismo y a los demás vivientes (nefesh-psijé) y en relación al mundo finito (basar-sarx).

En el budismo no existe propiamente el alma, pero sí algo parecido a una “naturaleza búdica” que iría al Nirvana después de las diversas reencarnaciones.

En el hinduismo el alma (atma) es un concepto central. De ella se derivan las prácticas corrientes de yoga que implican el control de la respiración (prana).

En la visión islámica existen dos palabras diferentes: nafs que equivale a la palabra judeo cristiana de psijé y ruh, como equivalente a ruah. Para los místicos sufíes, el alma es el

112 Cf. Para este tema: J. BOSCH, Para conocer las sectas, Verbo Divino, Estella, 1993.

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centro del ser dentro de cada ser humano y está en continuidad con el Ser de Dios.

Finalmente, para las religiones animistas, el alma, que sufre diversas reencarnaciones, puede referirse al espíritu pro-piamente humano, así como también al alma de animales y cosas. En cualquier caso es decisivo el espíritu de los antepa-sados113.

III. UNA BREVE DESCRIPCIÓN DE LAS SEIS PRINCIPALES SUBSTITUCIONES DEL ALMA

A) No hay alma

1. Substitución materialista

Juan Luis Ruiz de la Peña, en su momento, y un servidor más recientemente, hemos salido al paso del cienti-fismo o biologicismo reinante. Se aboga sencillamente por una visión materialista de la realidad en la que no existe más que una dimensión esencial: lo físico. Aunque se pretenda camuflar dicho materialismo bajo el epígrafe de emergentismo114.

La versión más reciente de esta visión materialista es la que ofrecen los actuales codirectores de los yacimientos prehistóricos de Atapuerca. El hombre no es otra cosa que un animal evolucionado al azar; ni sabe de dónde viene ni a dónde va. Es muy curiosa y sospechosa la saña, particularmente de E. Carbonell, con la que se desprecia tanto el término alma como Aquel que da sentido al mismo: Dios. Dios sería una invención de la especie homo sapiens sapiens (“es el hombre quien ha creado a Dios”) y en la persona humana no hay nada “especial” axiológicamente hablando: “los hombres se han especializado en pensar como las aves en volar”115.

113 Cf. Diccionario de las Religiones, Espasa, Madrid 1998, pp. 8-9. 114 Cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Teología de la Creación, Sal Terrae,

Santander, 1986; Imagen de Dios, Sal Terrae, Santander, 1988. 115 Cf. R. BERZOSA, Otra lectura de Atapuerca, Burgos, 2003.

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2. Substitución social

Esta substitución no requiere grandes explicaciones. Es la herencia decimonónica de la izquierda hegeliana: desde totalitarismos marxistas hasta ideologías nacional-socialistas. El alma, personal y eterna, se ahoga en colectivismos y comuni-tarismos. La pregunta nace inevitable: ¿pueden la memoria social o el homenaje colectivo silenciar la pérdida de un solo ser querido, de un sólo militante?116.

Baste recordar una máxima popular, sin mayores pre-tensiones científicas: “todos somos como todos, como algunos, y como nadie”. Ese ser como nadie es lo que aporta precisa-mente, y trata de salvarse, con el término alma. No es extraño que P. Berger, rompiendo moldes estrechos, tuviera que hablar de “rumor de ángeles” o redescubrimiento (¡qué curioso!) de dos realidades complemenetarias: Dios y el alma117.

B) Sólo hay alma

3. Substitución reencarnacionista

Entra en escena el cuerpo astral, alimentado por los chakras. El ancestral miedo a la muerte se mitiga –que no se anula– con el mito “en positivo” de la reencarnación. No se viven varias vidas para purgar sino para crecer en energía positiva y en conciencia transcendental. Incluso nuestros ante-pasados (en forma angelical) vendrían a recogernos en el mismo momento de la muerte con sus cuerpos astrales. Morir es pasar del túnel a la luz para vivir otras vidas. La New Age, con toda su fuerza y su crudeza, alimenta este substituto anímico, robándole al cristianismo, y al resto de religiones, desde dentro, el tradicional –y aparentemente– asentado concepto del alma118.

116 Cf. J. BERIAIN-J. L. ITURRATE, Para comprender la teoría sociológica, Verbo Divino, Estella, 1998.

117 Cf. P. BERGER, Rumor de ángeles. La sociedad moderna y el descubrimiento de lo sobrenatural, Herder, Barcelona, 1975.

118 Cf. R. BERZOSA, Nueva Era y cristianismo. Entre el diálogo y la ruptura, BAC, Madrid, 1998.

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4. Substitución esotérica

En sus múltiples versiones de energía interior (potencial psíquico, paranormal y energético), de aura (huevo etéreo), de poder de la mente, de energía interior, de lo astrológico y nume-rológico, o sencillamente del animus-anima: “alma-mundo” (impulso de todo movimiento en la Naturaleza, que en los panteístas se identifica con Dios) y de “alma exterior” (el alma una vez separada del cuerpo de forma parcial o definitiva)119.

Todo ello sin olvidar las nuevas técnicas esotéricas propiciadas por la denominada New Age: los viajes astrales, el rebirthing o grito inicial y regresiones, el Living Relations Training o fuerza de las personas amadas, el training autógeno y Tai-Chi o equilibrio somático-mental, etc120.

Pero no nos engañemos. En ningún momento es el alma protagonista de nada. Sus substitutos –en una especie de panteísmo espiritualista y de nuevo mercado espiritual– lo llenan todo.

C) El alma es “otra cosa”

5. Substitución Cibernética (“el hipo-cuerpo”)

El alma viene a sustituirse por la máquina “pensante y supuestamente sentiente” (cibercultura). El icono Internet es mucho más que una red de comunicación; es símbolo de una nueva antropología: ha desaparecido el espacio-tiempo-límite de la corporalidad y entramos en la era de un “hipo-cuerpo” atra-vesado por la ausencia de fronteras y límites. Estamos hablando de cuerpos-máquinas donde han desaparecido prácti-camente todos los sentidos menos la vista. Por cierto, la mirada de un “voyeur” (mira sin que le vean; domina la pantalla hasta donde quiera ser visto). La comunicación ya no es cara a cara,

119 Cf. C. SCOTT, Diccionario Esotérico, Edimat, Madrid, 2000; véase

también toda la colección “Enigmas de las Ciencias Ocultas” de la misma editorial, Madrid, 2000-2002.

120 Cf. M. GUERRA, 100 Preguntas-clave sobre la New Age, Monte Carmelo, Burgos 2004.

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sino mediática; no es interpersonal, sino de interacción mediática (e-mail, teléfono móvil, etc). La salvación vendrá por las nuevas tecnologías: nos harán inmortales; nos transcen-deremos por la memoria e ingeniería tecno-genética (“seremos ciborgs”, mitad humanos-mitad máquinas)121.

Pero hay que decirlo con nitidez: el ordenador no posee alma. Está construido y diseñado para una existencia funcional y esclava. Cuando se coloca todo el acento en el valor de la cibercultura y se hace de ella un fin, entonces se da un vertigi-noso y peligroso paso: a su creador, quien queda reducido a “cosa” (algo) perdiendo su originalidad única (ser alguien)122. Así me atrevía a expresarlo en cierta ocasión esta substitución con acento poético: «la he mirado de frente-de lado. La he contemplado entusiasmado, sin miedo. Un éxtasis técnico-místico ha empapado súbitamente mi cuerpo y mi mente. Ahora sé por qué la máquina no habla de sí, ni de Ti, mi Señor: le falta un corazón de carne para poder decir su nombre y, sobre todo, Tu nombre»123.

6. Substitución consumista (“el hiper-cuerpo”)

O del “cuerpo Danone, cuerpo 10”. Donde se ha dado un doble y correlativo viraje o transmutación: En primera instancia, no es Dios quien crea el alma, sino principalmente y sobre todo el cuerpo. Y, además, no es el alma el alma del cuerpo, sino el cuerpo el cuerpo del alma. La búsqueda impulsiva y obsesiva por la calidad de vida, por el culto al body, por el bienestar a cualquier precio, hacen del cuerpo –sin alma– un fin apetecible a toda costa y a cualquier precio. Particular-mente este fenómeno se aprecia entre los más jóvenes124.

121 Cf. AA.VV., “Las autopistas de la información. En torno a Internet”, Sal Terrae, 1080 (2004) 545-608.

122 Cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Las nuevas antopologías, Sal Terrae, Santander, 1993.

123 Cf. R. BERZOSA, Dios desde la postmodernidad. Analogías de un renacer, Burgos, 1990, p. 36.

124 Cf. AA.VV., Jóvenes 2000 y Religión, Fundación Santa María, Madrid, 2004.

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Como anécdota, hasta en la popular revista Mujer hoy existe una sección titulada “Cuerpo y alma”. Cuando uno se asoma a sus contenidos nos encontramos con temas como “el último anticonceptivo en el brazo”, “Ya puedes bañarte con tu escayola”, “Cómo librarse de la bulimia”, “¿Arde tu piel? Puede ser alergia”125.

Los cuerpos-diseño, son también el efecto de la globali-zación y del pensamiento único en tres mitos: belleza, juventud, salud. Cuerpos, suplantando sin más la totalidad de la per-sona, y remodelados según las exigencias del mercado. Cuerpos ostentosos y de “atracción fatal” que acaban modelando nuestro pensamiento y nuestras conductas prometiéndonos felicidad, bienestar e inmortalidad. Cuerpos-marketing, en fin, que en-cierran una sospecha: la tiranía de lo social (que marca uniformidad de modelos) imponiéndose a la originalidad de las personas. Una vez más, al desplazarse y ser substituido el genuino concepto de alma, prima lo exterior-presente sobre la interioridad-eternidad. La realidad, lejos de abrirse, se cierra en los límites de la hiper-corporalidad.

IV. HABLANDO EN CRISTIANO DEL ALMA Como hemos dicho más arriba, no podemos separar

alma-Dios, alma-eternidad y alma-cuerpo. El concepto cristiano del hombre quiere salvar

monismos y dualismos. Se nos habla de cuerpo y alma. El hombre no es ni sólo cuerpo, ni sólo alma. Ni la suma de uno y otro. Es, al mismo tiempo, lo uno y lo otro. El hombre no es ni un ángel venido a menos ni un mono que ha tenido éxito; ni un espíritu degradado ni un animal optimizado.

Con el término alma, se quiere expresar la absoluta originalidad y singularidad del ser humano y su constitutiva apertura a Dios. J. L. Ruiz de la Peña hablaba de un momento óptico-transmaterial (irreductible a lo físico-químico-biológico),

125 Cf. nº 273 (3-9 de Julio de 2004) 36-48.

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y que funda objetivamente el valor de la persona humana y de su capacidad transcendental126.

Y, aunque el concepto alma, es asumido por el cristianismo de la filosofía pagana, J. A. Sayés ha recordado los graves inconvenientes de olvidar su verdadero sentido, y que tiene que ver con los substitutos más arriba aludidos: fideísmo en relación al más allá; docetismo o desprecio del cuerpo; falta de base para una verdadera ética y antropología; y, finalmente, no se entendería el misterio de Cristo127.

Concluyendo, el sentido católico del alma: rompe dualismos platónicos y gnósticos; rompe monismos materia-listas y espiritualistas; se denuncia el concepto de “muerte total” (Thanetopsiquismo de Taciano o de los místicos árabes, y Ganztod de los protestantes contemporáneos); sale al paso de toda clase de substitutos culturales y de modas antropológicas; afianza un lenguaje netamente católico: cementerio (dormito-rio); dormición (tránsito de María); deposición (derecho de Cristo a recuperar el cuerpo del cristiano), etc128.

Finalizamos con unas palabras del cardenal J. Ratzin-ger: «El concepto alma no tiene nada que ver con la filosofía griega; se ha convertido en un concepto estrictamente cristiano, en el que lo dialógico (lo funcional) prima sobre el “en sí” de lo ontológico, aunque no puede darse sin él»129.

126 Cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Teología de la creación, Sal Terrae,

Santander, 1986. 127 Cf. J. A. SAYÉS, El tema del alma en el Catecismo de la Iglesia

Católica, Fundación Gratis Date, Pamplona, 1994, pp. 19-21. 128 Cf. R. BERZOSA, Para comprender la creación en clave cristiana,

Verbo Divino, Estella, 2001. 129 Cf. J. RATZINGER, Eschatologie. Tod und ewiges Leben,

Regensburg, 1977, p. 116

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Martes, 27 de julio:

Pensar el alma

desde las ciencias

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BASES NEUROBIOLÓGICAS DE LA EXPERIENCIA DE TRASCENDENCIA

FRANCISCO J. RUBIA FACULTAD DE MEDICINA

UNIVERSIDAD COMPLUTENSE MADRID

Quisiera agradecer en primer lugar al Prof. Pérez de

Laborda la amable invitación que mi hizo llegar para parti- cipar en este curso. Supongo que lo hizo para que explicase desde el punto de vista científico lo que hoy se conoce sobre la experiencia de trascendencia o experiencia mística que ha estado tan a menudo en el origen de las religiones y que fue el tema de mi último libro La conexión divina. No voy, pues, a hablar ni de religión ni de teología, temas en los que no soy ningún experto.

Las neurociencias se han adentrado, finalmente, en temas que no hace mucho le estaban vedados, como la cons-ciencia, el yo y muchos otros. La separación dualista en cuerpo y espíritu o cuerpo y alma, realizada hace ya casi cuatro siglos por René Descartes, ha contribuido, sin duda, a impedir que temas como las facultades mentales, también llamadas aní-micas, no fuesen un campo en el que las neurociencias debían entrar. Pues bien, todo esto se ha modificado profundamente. Como ejemplo tenemos el libro de Francis Crick, premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1962, que se titula en inglés The Astonishing Hypothesis, la hipótesis asombrosa, pero que lleva el subtítulo “La búsqueda científica del alma”.

Aunque trabajé con Sir John Eccles en su último pe-ríodo activo de laboratorio en Buffalo, en el Estado de Nueva York, no coincido con él en su apreciación dualista cartesiana del funcionamiento del cerebro. Los dualistas han tenido pro-

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blemas insalvables cuando querían explicar cómo la mente, concebida como de naturaleza no física, y, por tanto, inde-pendiente del cerebro, tenía que relacionarse con éste. John Eccles, premio Nobel de Medicina y Fisiología del año 1963, planteó la hipótesis de las dendronas y las psiconas, hipótesis que no ha sido aceptada, que yo sepa, por ningún neuro-científico; es más, ha sido motivo de duras críticas. El dualis-mo no ha dado un solo paso en la dirección que permita expli-car la base científica de su postura, sino que viola las leyes de la termodinámica.

Discípulos de Descartes, como Malebranche, llegaron incluso, para explicar cómo el espíritu se relacionaba con la materia, a postular el ocasionalismo, que planteaba la interven-ción divina en cada ocasión, es decir, en cada movimiento o función cerebral.

A los que plantean que el cerebro es el fundamento de las funciones mentales se les suele llamar “materialistas”, es decir, dualistas cojos, que quiere decir que, partiendo de la di-visión materia-espíritu, se quedan sólo con la materia. Ni si-quiera aquí nos libramos de la visión dualista, y es que, a mi entender, esta visión responde a una determinada función ce-rebral, que nos hace ver el mundo en antinomias o en términos antitéticos. No es ahora el momento de entrar en detalles sobre este apasionante tema, pero quede constancia que es mi opi-nión que la visión dualista del mundo no es sólo un problema cartesiano, sino que se viene dando desde que el hombre está sobre la tierra.

Pero precisamente mi conferencia de hoy pretende mos-trar que existe otra forma de ver el mundo que no es dualista, o sea, que para mí responde a la actividad de otra estructura cerebral cuyo producto no es dualista. La experiencia mística, o de trascendencia (para darle el nombre que comúnmente se le ha dado) responde muy probablemente a una estructura cere-bral diferente a la que normalmente utilizamos con nuestra ra-zón, con nuestro yo o con nuestra estructura lógico-analítica, que es dualista por naturaleza.

También quiero dejar claro que los avances que se han

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producido en las neurociencias no significan que estemos cerca de aclarar las bases neurobiológicas de nuestras facultades mentales, pero, al menos, hemos superado las barreras concep-tuales que hasta ahora lo impedían.

Como neurocientífico tengo que constatar que, para mí, como para la inmensa mayoría de mis colegas, la mente no es otra cosa que el producto de la actividad cerebral. Soy, pues, en este sentido, seguidor de Hipócrates de Cos, quien ya en el siglo V a. C. había dicho: «Los hombres deberían saber que del cerebro, y nada más que del cerebro, vienen las alegrías, el placer, la risa y el ocio, las penas, el dolor, el abatimiento y las lamentaciones». William James, filósofo y psicólogo nortea-mericano, fue más lejos al decir que las teorías científicas esta-ban tan condicionadas orgánicamente como los sentimientos religiosos.

Creo que es importante comenzar diciendo que esta experiencia ha sido común en todas las culturas y épocas de la humanidad por lo que ya desde el inicio me gustaría decir que este hecho hace suponer la existencia de alguna estructura cerebral que la sustente. Para la neurofisiología el ser humano no puede tener una experiencia que no tenga una base cere-bral. Hoy la constatación de William James nos parece gratuita por lo obvia. No poseemos sensores infrarrojos como las ser-pientes y por ello no podemos detectar el calor de las presas como ellas; tampoco podemos percibir las altas frecuencias que emiten con sus chillidos los murciélagos para orientarse en la oscuridad de su ceguera mediante el eco de esos chillidos; ni sensores ultravioletas como algunos peces en las profundida-des del océano. En resumen: sin las estructuras adecuadas, cualquier percepción, sentimiento o creencia son simplemente imposibles.

También fue precisamente William James quien citó las características comunes a esta experiencia de trascendencia en un libro clásico, que está considerado como el comienzo de la psicología de la religión, titulado Las variedades de las experien-cias religiosas. Él fue el primer profesor de psicología de la Uni-versidad de Harvard y en 1901 viajó a Escocia a impartir las cé-

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lebres Gifford Lectures en la Universidad de Edimburgo. El libro que he mencionado antes es la publicación de estas con-ferencias.

Posteriormente, estas características han sido descritas por varios autores, entre ellos Margharita Laski, que recogió muchas experiencias en su conocido libro titulado Éxtasis. Pe-ro también fueron mencionadas esas características por el filósofo inglés Walter Terence Stace en su libro Misticismo y filo-sofía y por el psiquiatra americano Walter Pahnke, quien mo-dificó la lista de Stace. El psiquiatra Walter Pahnke es conocido por su experimento realizado en Estados Unidos y que se de-nominó “el milagro de Marsh Chapel”. Pahnke seleccionó veinte estudiantes de teología que nunca habían usado ningún tipo de droga. Los estudiantes se dividieron en cinco grupos de cuatro y a cada grupo se le asignaron dos guías que tenían experien-cias con drogas psicodélicas. Dos estudiantes de cada grupo re-cibieron treinta miligramos de psilocibina. Los otros recibieron un placebo que contenía ácido nicotínico, que produce una sen-sación de comezón, pero que no tenía ningún efecto alucinó-geno. Ni los guías ni los estudiantes sabían quién había re-cibido la droga y quién el placebo. Nueve sujetos que habían recibido la droga alucinógena informaron haber tenido lo que ellos consideraban una experiencia religiosa. Sólo uno de los que recibieron placebo hizo esta afirmación.

Yo me he permitido hacer un resumen de todas ellas y en mi libro La conexión divina he mencionado 14 que son las siguientes:

1. Sensación de unidad de todo lo existente. 2. Pérdida del sentido del yo y del mundo, es decir, del

sujeto y el objeto. 3. Pérdida del sentido del tiempo y el espacio. 4. Pérdida del sentido de la causalidad. 5. Sensaciones de alegría, bienaventuranza y paz, de vi-

talidad y bienestar, tanto física como mentalmente. 6. Sensación de estar en contacto con lo sagrado. 7. Sensación de objetividad y realidad. 8. Superación del dualismo y aceptación de la paradoja.

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9. Inefabilidad de la experiencia. 10. Transitoriedad de la experiencia. 11. Cambios positivos persistentes en la actitud y con-

ducta del sujeto. 12. Cualidad noética. 13. Sensaciones de elevación y de flotar en el aire. 14. Referencias a la luz intensa.

No todas estas características tienen que darse conjun-tamente. En muchos casos suelen darse sólo algunas depen-diendo probablemente de la región cerebral excitada.

Pues bien, una vez definida esta experiencia por estas características quisiera hacer hincapié en algunas de ellas que son, a mi entender, importantes. La primera es que esa sen-sación suele ser placentera. Bien es verdad que no siempre, porque, de nuevo, las estructuras excitadas pueden ser otras que las que conocemos como sistema de recompensa del cere-bro. Este sistema que, sin duda, ha sido tan importante para nuestra supervivencia y la de los otros animales que nos han precedido en la evolución, suele excitarse en situaciones de estrés y tiene un componente analgésico, por lo que impide el dolor en ejercicios físicos extenuantes, pero que puede crear adicción, ya que es el mismo sistema al que se dirigen las drogas que el ser humano ha utilizado desde que existe sobre la tierra. Drogas que se encuentran en la naturaleza y que han sido utilizadas y se utilizan no sólo por él, sino también por muchos otros animales.

Por tanto, ese componente placentero que genera la sensación de felicidad, de paz, de bienaventuranza, ha sido con alta probabilidad el responsable de que el ser humano, una vez experimentada esa sensación, la haya buscado una y otra vez.

Algunos antropólogos consideran a los chamanes los sacerdotes más antiguos, los que ejercían como tales, pero tam-bién como curanderos y adivinos, en las sociedades más pri-mitivas, las sociedades de cazadores y recolectores de las que provenimos. Mircea Eliade, historiador rumano de las religio-nes, los considera los especialistas del éxtasis, porque buscan precisamente esa experiencia con determinadas técnicas para

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acceder, según ellos, al contacto con los antepasados, los dioses o los espíritus, adivinar el futuro o curar enfermedades.

La figura que les muestro a continuación representa, según se ha interpretado por los especialistas, un chamán identificado con los animales que le eran comunes. Esta figura terioantrópica procede de la cueva de Ariège en el Sur de Francia llamada “Les Trois Frères” y fue descubierta por el abad Henri Breuil. Se supone que tiene más de 15.000 años de antigüedad y representa a un ser mitad animal y mitad hom-bre. Con los ojos de búho, las orejas de lobo, los cuernos de antílope, la barba de rebeco, las extremidades anteriores de oso, la cola de caballo, los genitales y parte del cuerpo de felino y las extremidades posteriores de hombre.

¿Cómo consigue el chamán entrar en ese estado alterado de consciencia, como así se ha llamado a la experiencia mística o de trascendencia? Pues utilizando determinadas técnicas que pueden dividirse en técnicas activas y pasivas. Entre las téc-nicas activas se encuentra la danza, que ha podido mostrarse experimentalmente que es capaz de provocar esa experiencia. Piensen, por ejemplo, en los jóvenes semi-míticos, llamados curetes, en Grecia, en las ménadas que seguían a Dióniso o en los derviches giróvagos en Konya, en Turquía. O también en las danzas de tantas tribus de pueblos llamados primitivos de América, África o Asia.

El sonido rítmico de instrumentos musicales, como pí-fanos, tambores, flautas, címbalos, etc., han sido utilizados fre-cuentemente para este fin y se ha mostrado que es capaz de modificar la actividad eléctrica cerebral, tal y como lo hace la estimulación visual repetida.

Entre las técnicas pasivas se encuentra en primer lugar el aislamiento o privación sensorial que tantos fundadores de religiones y místicos han conseguido emigrando al desierto. La privación de alimentos y bebidas, así como del sueño, también han sido utilizadas por diversas personas. También aquí se ha podido experimentar, siempre con gran cautela, por miedo a provocar estados irreversibles en la mente humana. Sujetos sometidos a este tipo de privaciones han entrado en estados

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alterados de consciencia, con alucinaciones, fenómenos de des-personalización, trastornos de la imagen corporal y encuentros con seres espirituales. Estos fenómenos han ocurrido también de forma espontánea en marineros que tuvieron que estar mu-cho tiempo en alta mar, o prisioneros con fuerte aislamiento. Una técnica pasiva por excelencia ha sido, sobre todo en las re-ligiones orientales, la meditación, la quietud, la relajación y todo aquello que sea capaz de interrumpir los propios pensa-mientos.

Cuando todas estas técnicas no conseguían el efecto deseado se recurría, y se recurre hoy también por los chamanes actuales, a la ingesta de drogas alucinógenas. Antes he mencio-nado que el uso de drogas que se encuentran como sustancias activas de muchas plantas, hongos, lianas, etc., es un uso an-cestral que sobrepasa la propia existencia del ser humano. Se conoce que muchos animales, como las abejas, las mariposas, las cabras, los elefantes o los monos se drogan buscando en su entorno aquellas plantas o vegetales que poseen sustancias alucinógenas.

Se ha planteado que el soma que se menciona en los Vedas era un producto del conocido hongo Amanita muscaria, conocido vulgarmente como hongo matamoscas, porque narco-tiza a las moscas que se posan en él. Tiene propiedades alu-cinógenas y parece que los chamanes siberianos, que lo ingie-ren, lo copiaron de los renos. Es posible que el haoma que se menciona en el Avesta, en la religión persa, también fuera una droga alucinógena, como el kykeon en los misterios de Eleusis dedicados como se sabe a Deméter y Perséfone. Plutarco nos dice en su libro Isis y Osiris que en los ritos en honor del dios Mitra se machacaba en un mortero una hierba llamada ómoni, que es el haoma que antes mencioné. Por desgracia no sabemos de qué hierba se trataba.

En los misterios de la época greco-romana, como los de Isis y Osiris, Mitra, Adonis, Cibeles, Dumuzi, Tammuz, Dióniso, etc., de los que apenas tenemos noticias de sus rituales ya que estaba terminantemente prohibido revelarlos, se considera que los iniciados ingerían bebidas que contenían sustancias aluci-

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nógenas para entrar en contacto con el dios correspondiente. El kykeon en los misterios de Eleusis probablemente estaba com-puesto por varios tipos de grano. Deméter era la diosa de la agricultura, y en sus ritos es probable que se encontrase el cornezuelo de centeno, con propiedades alucinógenas o enteó-genas, como también se las ha llamado y que etimológicamente significa generadoras de la divinidad.

No puedo, por falta de tiempo, referirme a tantos y tantos místicos que tanto en Occidente como en Oriente ha habido. Pero sí decir que entre los místicos cristianos la escala de la perfección se componía de tres estados principales: la vida purgativa, la vida iluminativa y la vida unitiva, en la que se entraba en contacto con la divinidad, con la consiguiente ani-quilación del yo, disolución de los contrarios y todas las otras características ya definidas.

Mucho menos conocida que la mística occidental es la mística oriental, especialmente la islámica, quizás no sólo por nuestro eurocentrismo, sino también porque es una mística más intelectualizada y filosófica que la occidental que se carac-teriza como decía Georg Wunderle de Letonia, teólogo y psicó-logo de la religión, por ser más sentimental, más conmovedora.

La mística íslámica es, a veces, de una gran belleza. Hussayn ibn Mansur al-Hallâj, que vivió entre el siglo IX y X de nuestra era, fue considerado el Cristo del Islam por haber entregado su vida, tras crueles martirios, por su fe. La unión con la divinidad la expresó de la siguiente manera:

«Yo soy Él, el que deseo, Aquél al que deseo soy yo; somos dos espíritus que moran en un solo cuerpo. Si me miras, también le habrás visto a Él, Y si le miras, nos habrás visto a los dos». Esta identificación con la divinidad le llevó a decir frases

como “Yo soy la Verdad Divina”, por lo que no es de extrañar que fuese perseguido por su iglesia, martirizado de la manera más cruel, crucificado y decapitado y su cabeza expuesta en la punta de una pica en un puente sobre el Tigris en Bagdad.

La belleza de la expresión de muchos místicos del Cer-

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cano Oriente es irrepetible y, lógicamente, se asemeja a la de nuestros místicos. Por cierto que los nuestros también fueron perseguidos por la Iglesia, como fue el caso de Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola y muchos otros. Esta persecución de los místicos por las iglesias respectivas, por el establishment, como diríamos hoy, tiene una explicación bien sencilla. La principal: que el contacto directo con Dios que estos místicos decían establecer hacía superflua la jerarquía ecle-siástica como mediadora, pero también, como en el caso de Francisco de Asís, que al compartir la vida de los pobres ponía en entredicho la riqueza y pompa que acompañaba a esa je-rarquía. Esta vida con los pobres, los intentos de volver a un cristianismo primitivo, suponía una crítica de las costum-bres de la clase sacerdotal y siempre fue perseguida cuando los intentos de que volvieran al redil de la iglesia no daban resultado.

Ahora bien, la mística es un denominador común de todas las religiones. Y ahora que parece establecerse una con-frontación entre el cristianismo y el Islam habría que con-siderar si no sería conveniente un diálogo más que un enfren-tamiento. Bien es verdad que en algunos círculos cristianos y culturales de Occidente se habla de un diálogo con otras reli-giones, pero también me parece seguro que un diálogo impo-sitivo y exclusivista está condenado al fracaso. En este diálogo, si realmente lo pretendemos, los denominadores comunes son un factor importante para el entendimiento y la mística es, sin duda, uno de ellos.

Pasemos ahora a explicar lo que hoy podemos decir sobre este tipo de experiencias. Ya dijimos al principio que esta experiencia de éxtasis o de trascendencia tenía que tener una base cerebral, porque sin ella no sería posible.

En este sentido, considero el pensamiento dualista co-mo el resultado de la actividad de una estructura cerebral no bien conocida, pero que probablemente se encuentre en la re-gión inferior del lóbulo parietal izquierdo en la mayoría de las personas. Neuropsicólogos han estudiado pacientes con lesio-nes en esta región que habían perdido la comprensión de las

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antinomias, como la diferenciación de términos antitéticos, a saber, arriba-abajo, antes-después, delante-detrás, etcétera.

Pero la experiencia mística nos demuestra que existe otra forma de ver el mundo, distinta al pensamiento racional, lógico-analítico, por lo que éste no es la única manera de verlo. Se ha dicho que el pensamiento racional pretende entender el mundo, mientras que el pensamiento holístico, místico, lo que pretende es vivirlo emocionalmente. Por cierto, un pensamiento más característico de otras fases anteriores de la historia de la humanidad, en la que los sujetos tenían, como decía el antro-pólogo Lévy-Bruhl, una participation mystique con la naturaleza. Por tanto, al menos el cerebro tiene dos formas de enfrentarse al mundo, una dividiéndolo en términos antitéticos, es decir utilizando un pensamiento dualista, que es también el pensa-miento de la ciencia, aunque la física cuántica parece haberlo superado. La otra es tratando de vivirlo emocionalmente, de aprehenderlo global u holísticamente, unirse místicamente con él. Y por los datos que tenemos parece que el pensamiento dualista inhibe, en condiciones normales, la visión holística, mística, del mundo. Esta sería la razón por la cual en las filo-sofías orientales se pretende con la meditación anular el “yo” racional para que pueda desinhibirse la visión holística y se produzca la experiencia mística.

Veamos, pues, ahora, lo que podemos decir de las bases neurobiológicas de esta experiencia mística o de trascendencia. Para empezar, las técnicas que se han utilizado tradicional-mente, sean activas o pasivas, y que antes he descrito nos están diciendo a gritos que cambios metabólicos corporales son capaces de producir esta experiencia y que, por consiguiente, esta experiencia puede generarse y modificarse mediante fun-ciones corporales.

De forma inversa, los estados místicos tienen como consecuencia cambios fisiológicos importantes en el organismo, sobre todo sobre funciones del sistema nervioso vegetativo, pero también sobre el sistema nervioso somático.

Hoy sabemos que algo tan simple como la flexión de un dedo activa numerosas áreas cerebrales. Por tanto, una expe-

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riencia tan compleja como la experiencia mística no puede ni debe localizarse en un lugar determinado, aunque existan en el cerebro regiones que puedan provocarla. Las fuertes conno-taciones emocionales de esta experiencia ya nos están indi-cando que el sistema límbico, conjunto de estructuras cere-brales que son la base de los afectos y las emociones, tiene que estar implicado. También por simple observación sabemos que el sistema nervioso vegetativo se implica como consecuencia de la activación de estas estructuras.

Con respecto a este sistema vegetativo, hay que decir que se compone de dos subdivisiones principales: el sistema nervioso simpático y el sistema nervioso parasimpático. El primero se encarga de los mecanismos que aportan energía y facilitan su utilización; se suele decir que prepara al organismo para la lucha o la huída. El segundo todo lo contrario, contri-buye al almacenamiento y preservación de la energía y está activo durante el sueño, la digestión, etcétera.

Los esfuerzos y las modificaciones de la situación de reposo del organismo van acompañados necesariamente de cambios en estos sistemas, que por otra parte suelen mantener un cierto equilibrio en situación de normalidad. Ni que decir tiene que los estudios que se han hecho en personas con este tipo de experiencias han detectado numerosos cambios vegeta-tivos, como era de esperar.

El sistema límbico abarca varios núcleos de células ner-viosas en la profundidad de los surcos cerebrales y, como he-mos dicho, está en relación con las emociones y los afectos. Sabemos que la estimulación de algunas estructuras límbicas es capaz de producir fenómenos considerados paranormales, como son las alucinaciones, las sensaciones de estar fuera del cuerpo, los fenómenos de déjà vu, la sensación de flotar en el aire, las luces intensas y muchos otros síntomas que también son comunes a las experiencias místicas.

Sabemos también que un tipo de epilepsia, la epilepsia del lóbulo temporal, que puede no ir acompañada de pérdida de consciencia, es capaz de producir esos síntomas; y existe un síndrome, conocido como el síndrome de Gastaut-Geschwind,

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llamado también “personalidad del lóbulo temporal”, que se manifiesta por conversiones religiosas súbitas, hiperreligio-sidad, hipermoralismo, hiposexualidad, preocupaciones fi-losóficas exageradas, hipergrafia y circunstancialidad en el pensamiento (que se mueve constantemente de un pensamien-to a otro), así como cambios en el humor, de la alegría a la tristeza.

En algunos casos, como el de Dostoievski, el aura que precede al ataque epiléptico desemboca en una experiencia mística clásica.

Por todos estos datos, el psicólogo Michael Persinger de la Universidad Laurentiana en Ontario, Canada, se ha dedicado a estimular electromagnéticamente, a través del cráneo, a mu-chos de sus estudiantes que voluntariamente se prestaban a ello. La estimulación del hipocampo y la amígdala en las pro-fundidades del lóbulo temporal producían este tipo de experien-cias, así como la sensación de la presencia de algún ser espiri-tual que, dependiendo de la cultura del sujeto, podía ser la Vir-gen, Buda, Mahoma o el Espíritu del Cielo. También se pro-ducían alucinaciones auditivas de seres espirituales que daban consejos, sensaciones de estar fuera del cuerpo, alteraciones de la percepción, como luces brillantes y sensaciones de paz, bienaventuranza y felicidad.

La labilidad de estas estructuras varía naturalmente de unas personas a otras. Y, por tanto, unas personas eran más proclives a tener estas experiencias que otras, lo cual es obvio; también hay personas más musicales que otras.

Algunas de estas experiencias no son placenteras, y, al parecer, si la estimulación de la amígdala prevalecía se produ-cían experiencias desagradables y terribles, con presencia de demonios y otros seres malvados.

Otros autores han planteado también el origen en el lóbulo temporal de estas experiencias. Para Arnold Mandell, por ejemplo, ciertas drogas psicoactivas actuarían bloqueando el efecto inhibitorio de la serotonina sobre estas estructuras que son, por cierto, muy ricas en dopamina.

Desgraciadamente no estamos aún en condiciones de

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decir mucho más sobre este tema. Pero quisiera, al menos, co-municarles algunas de las hipótesis que se manejan en relación con estos fenómenos.

Dos investigadores de Penssylvania en Estados Unidos, uno ya fallecido, Eugene D’Aquili y el segundo que ha traba-jado con técnicas modernas de imagen cerebral, Andrew Newberg, propusieron cuatro categorías de estados alterados de consciencia:

1. Un estado de hiper-tranquilidad, de relajación que puede alcanzarse con la meditación y que, en casos extremos, puede percibirse la sensación oceánica de tranquilidad y bienaventuranza en donde los pensamientos desaparecen así como las sensaciones corporales. En psicología budista se denomina este estado Upacara samadhi.

2. Un estado de hiper-alerta, con excitación máxima, que puede ocurrir con las danzas y otras técnicas activas que antes mencioné; también ha ocurrido en corredores de largas distancias o en la natación. Se caracteriza por una atención y concentración extremas.

3. Un estado de hiper-tranquilidad con irrupción del sistema de alerta. Se supone que la tranquilidad es máxima y llega un momento en el que se desborda activando el sistema de alerta, como cuando una persona está profundamente meditando y de pronto entra en ese estado oceánico que se acompaña de una concentración intensa en el objeto de la meditación, e, incluso, una fusión con él. En psicología budista se denomina Apacana samadhi.

4. Un estado de hiper-alerta, con irrupción del sistema de tranquilidad, es decir, lo contrario que el anterior. Por ejemplo, lo que suele ocurrir en los derviches giróvagos de Turquía, en las carreras de maratón y, a veces, tras el orgasmo sexual.

De estos estados podemos deducir que en unos, los estados de hiper-alerta, el sistema nervioso vegetativo sim-pático es activado hasta un extremo que puede producirse un desbordamiento y se active también el sistema vegetativo parasimpático. Esto explica por qué desde una meditación se

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puede pasar a un estado de máxima alerta, o por qué desde un estado de excitación máxima a un estado de tranquilidad absoluta.

El esquema que les muestro a continuación de un psi-cólogo americano, Roland Fischer, indica que de un estado de normalidad se puede aumentar en intensidad la estimulación del sistema simpático hasta llegar a la estimulación de ambos y viceversa. Al llegar a la experiencia mística aparece Dios, el vacío, el nirvana, la energía cósmica o cualquier otro concepto, dependiendo del trasfondo cultural del sujeto.

Esta explicación que considero provisional como todas las cosas en ciencia, es, al menos, plausible y habrá que experi-mentar mucho más para conseguir hipótesis más sólidas y refrendadas por más experimentos que los que hasta ahora tenemos.

Los investigadores antes mencionados, D’Aquili y Newberg, explican también que en el caso de las técnicas pasivas, mediante la meditación, es decir, con la voluntad del individuo, se intenta limpiar la mente de pensamientos, evitan-do también las aferencias sensoriales que irían a parar en condiciones normales a áreas de asociación del lóbulo parietal del hemisferio derecho, áreas que están dedicadas a la orien-tación del individuo. Al faltarle estos estímulos periféricos, se generaría la sensación subjetiva del espacio puro, es decir, se perdería la sensación espacial normal lo que generaría esa sensación de flotación característica de la experiencia mística. El área correspondiente en el hemisferio izquierdo, más ana-lítico, lógico y racional, también quedaría desaferentada, lo que produciría la sensación de disolución del “yo” como contra-puesto al mundo exterior, de ahí la fusión con el entorno. La estimulación de la amígdala en la profundidad del lóbulo temporal produciría la sensación de que lo percibido tiene un sentido profundo, de forma que los místicos han referido siempre que esa realidad es mucho más real que la realidad cotidiana.

También se conoce que cuando faltan aferencias al sistema límbico se producen alucinaciones. Las sensaciones de

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felicidad y bienaventuranza son el resultado de la producción de endorfinas, sustancias parecidas a la morfina que produce el propio cerebro y que se activan con cualquier tipo de estrés.

Es curioso que muchas de las características que hemos mencionado de la experiencia mística se produzcan también en las llamadas experiencias cercanas a la muerte. No tenemos hoy una explicación exhaustiva de estos fenómenos, pero es de suponer que la anoxia que se produce en esas circunstancias afecte primero a las llamadas interneuronas inhibitorias, produciendo una activación de las mismas estructuras que producen la experiencia mística, cuya consecuencia serían las sensaciones de paz y tranquilidad, las luces cegadoras, el encuentro con personajes religiosos o espirituales o con perso-nas fallecidas, la sensación de estar fuera del cuerpo, las dis-torsiones en el espacio y en el tiempo, etcétera.

Al igual que en la experiencia mística, las experiencias cercanas a la muerte pueden variar dependiendo de la cultura de los sujetos que las experimentan. Y de la misma manera que en la experiencia mística o de trascendencia, dependiendo de las áreas, estas experiencias pueden ser agradables o desa-gradables.

Estamos aún lejos de tener una imagen nítida de lo que ocurre con esta experiencia mística en el cerebro, pero quisiera dejar algunos puntos bien claros:

El primero es que existen estructuras en el cerebro cuya activación, sea en condiciones normales o patológicas, produ-cen experiencias que llamamos místicas o de trascendencia. Este hecho hace posible que la estimulación artificial, ex-perimental, de estas estructuras provoque estas experien- cias y pienso que tiene una importancia que considero fun-damental. Supone que experiencias subjetivas espirituales tienen una base cerebral, como no podía ser de otro modo. Los resultados que hoy tenemos, y los que probablemente van a generarse en un futuro próximo en este campo, van a cambiar profundamente la visión que tenemos de nosotros mismos. Esta característica será un denominador común en neurocien- cias, pues estoy convencido de que estamos en algunos temas

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relativos al hombre completamente equivocados. A partir de ahora, lo Numinoso estará estrechamente ligado a nuestro cerebro.

¿Significa esto que estamos interfiriendo con las creen-cias religiosas? Yo no lo creo así. Una cosa son los hechos y otra distinta sus interpretaciones. El creyente tiene que saber que sin cerebro no hay experiencias de ningún tipo, como también debe saber que la superación del dualismo cerebro-mente en neurociencias es lo que está permitiendo que avancen estos conocimientos sobre la mente que hasta ahora no eran tarea de la neurofisiología, quedando en el campo de la espe-culación psicológica cuando no teológica. Como explico en mi libro La conexión divina, el creyente puede pensar que estas estructuras están ahí para que sea posible la conexión con la divinidad. Y, por otro lado, el no creyente puede interpretar que esta es la explicación de la existencia no sólo de las religiones sino de todos los dioses que han sido. El científico se limita a constatar que lo que hoy es cierto puede ser falso mañana y que los conocimientos científicos no tienen color religioso alguno.

En otro lugar he dicho que me daría por satisfecho si he podido contribuir por un lado a que se entienda que la espiri-tualidad en el hombre debe ser algo inherente a su naturaleza y que cualquier intento de erradicarlo está llamado a fracasar; y, por otro, a entender que el dualismo, a pesar de ser tam- bién producto de la actividad cerebral, no es la única forma de ver el mundo y que durante demasiado tiempo ha impedido el estudio de las funciones mentales que, en otros tiempos, se han llamado también funciones anímicas.

Quisiera terminar mencionando la frase que el psicó-logo suizo Carl Gustav Jung había grabado en la puerta de su casa y que era la respuesta dada por el Oráculo de Delfos a los lacedemonios que buscaban consejo en relación con su guerra contra Atenas, y que dice así: “Vocatus atque non vocatus, deus adherit”, que significa: “Se le invoque o no, Dios estará ahí”. Al igual que otras religiones, el cristianismo lo ha expre-sado de forma mística en boca de Jesús que en el evangelio de

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Lucas (17,31) a una pregunta de sus discípulos contestó: “El Reino de Dios está dentro de vosotros mismos”. Pienso que esta frase habría que tomarla al pie de la letra.

Muchas gracias por su atención.

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ÍNDICE

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INDETERMINACIÓN BIOLÓGICA Y ALMA HUMANA

NATALIA LÓPEZ MORATALLA FACULTAD DE BIOLOGÍA

UNIVERSIDAD DE NAVARRA

I. EN BUSCA DEL ALMA HUMANA: UN FOCO DE ATENCIÓN, UN ENFOQUE Y UNA

PERSPECTIVA

El foco de atención: el misterio de lo real El camino que he seguido para intentar comprender el

alma humana pasa por rastrear el significado de la vida, del hecho biológico, y más en concreto del cuerpo humano. La fuerza de la realidad inerte y de la realidad viva, la coherencia de la unidad del Universo, la lógica de cada viviente y la novedad impredecible de cada ser humano que viene al mundo, es el punto de partida. El foco de atención es el intento de comprender cómo se constituye esa unidad de elementos materiales que permiten al más simple ser vivo tener un proyecto intrínseco: vivir y transmitir la vida. Foco que se centra en cómo se constituye un ser humano capaz de proyectar su vida y decidirse a sí mismo; cómo se genera un ser provocador de problemas y que puede ser precisamente un ser solucionador de problemas130. Es la fuerza cautivante de las eternas preguntas acerca del hecho real; no ya de que podamos conocer sino de que tengamos esa capacidad y resulte que concuerda con la realidad ¿En qué consiste esa coherencia?

130 Definición usada con frecuencia por L. Polo.

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Es posible que salvar lo real131 exija rastrear su cohe-rencia. A Einstein le admiraba que el mundo fuera inteligible, que nos pongamos a pensar, no simplemente a observar la rea-lidad, y que resulte que realmente sean “así” las cosas. ¿Porqué se da esa consonancia de nuestro conocimiento y la realidad? No vale la respuesta de que todo sea materia; es más, de la pura homogeneidad no salta la chispa del conocimiento. Tampoco vale que todo eso sea un accidente feliz, como decía Monod, aunque solo fuera por ser demasiado feliz para que se repita con cada hombre que irrumpe en el mundo.

La coherencia sobrecogedora de lo real hace posible vivir las ciencias positivas –aprender y descubrir cómo funciona lo inerte o lo vivo–, planteando como problema lo que se resuelve observando la realidad y experimentando con y en ella, y siempre al mismo tiempo dejándose poseer por el misterio que encierra, sin huir del misterio ni impedir que en todos los problemas aflore su mayor o menor misterio. Sin embargo, las ciencias positivas están empapadas del dualismo cartesiano y es muy frecuente que los que las cultivan se empeñen en reducir el misterio a mero problema. De hecho, la modernidad, de la que no terminamos de salir, se caracterizó –especialmente con y a partir de Descartes– por su búsqueda de claridad y distinción; y por esto, de la amplia gama de realidades entre el espíritu y la materia, afirmó exclusivamente los extremos: todo es o res extensa o res cogitans. En esta exclusividad el hombre quedó sumido en el dualismo, y el resto de las criaturas del mundo quedaron reducidas a la materialidad opaca y deter-minista de la res extensa.

La palabra espíritu evoca un significado de algo que tiene logos, sentido, libertad, etc. Algo alcanzable sólo que a través del sentido, es decir, de la palabra que es el modo de gobernar la libertad. La materia, por el contrario, sugiere necesidad, determinismo, opacidad, mudez. La materia se domina con la

131 ¿Salvar lo real? (entre signos de interrogación) es el titulo de un

libro de A. Pérez de Laborda que aporta material esencial para la filosofía de la ciencia, Encuentro, Madrid, 1983.

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manipulación y no pocas veces esa manipulación está transida de violencia: arrancándole su propio significado para imponerle otro. El espíritu y la materia son como los dos extremos del ser, de modo que este mundo se mueve entre el espíritu y la materia. Es decir, lo real participa de esos dos extremos, de modo que son materia pero no es puro determinismo, ni pura falta de sentido, ni pura cantidad sin significado, sino que es una materia impregnada de sentido. Un significado necesa-riamente en referencia al hombre, porque sólo las personas son de suyo espirituales y materiales.

Ciertamente, los seres humanos son espirituales pero no son espíritus puros, no son libertad incondicionada, ni significado plenamente transparente. En esta situación tem-poral la existencia humana transcurre entre el espíritu y la materia. Por esto la existencia humana se presenta como en camino a la plenitud de coherencia, y mientras tanto defec-tuosa de sentido y reclamando un cumplimiento. Las frecuen-tes expresiones de petición de “ser yo mismo” de “realizarme” y de forma plena en la experiencia moral, apuntan a esta si-tuación de tener la vida como tarea. La expresión lenguaje del cuerpo de Juan Pablo II muestra sin dualismo posible que el cuerpo humano (que estudian las ciencias biológicas y médicas) es materia transida de espíritu y también de relación. En efecto el cuerpo humano es significativo en cuando humano pre-cisamente en sus aspectos relacionales (mirada, sonrisa, ges-tos corporales) y no en su mera materialidad. Por tanto los significados personales del cuerpo humano son el foco de atención.

El enfoque: rastrear la coherencia de lo real con la mirada en el término

La historia del Universo transcurre de lo simple a lo

complejo, de lo no vivo a la vida. En su globalidad el Universo es un sistema aislado; no recibe ni materia ni energía y por tanto tiende a su degradación y desorden. Sin embargo, en el

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intramundo y sobre todo en el planeta tierra se dan sistemas abiertos, inestables y alejados de la situación de equilibrio, de cuyo desorden emergen configuraciones nuevas y ordenaciones complejas. En la trayectoria del continuo intercambio de materia y energía del intrauniverso hacia la muerte térmica, se dan ondas ascendentes, que han hecho posible la aparición de los vivientes en la tierra. Los procesos ocurridos en el Universo a lo largo del tiempo son irreversibles, pero el cosmos no tiene propiamente historia. O al menos no puede decirse de él que tenga historia porque no acumula los procesos en unidad.

La historia de la vida en el cosmos transcurre de lo más simple a lo más complejo, desde un orden y diferenciación menores a mayor orden y diferenciación orgánica, hacia más individualidad, más intensa unidad y mayor riqueza, comple-jidad y capacidad de recibir-emitir información. La historia de la vida es evolutiva hacia arriba, hacia más intensidad de vida, hacia más interior y sí mismo propio de los seres vivos y menos según lo externo, que es lo propio de lo realidad inerte. Es la teleología de la naturaleza: en su conjunto hacia “abajo” y en lo vivo hacia “arriba”, a costa de la energía disipada cuesta abajo y tomada para la cuesta arriba. En este sentido, puede afir-marse que en el mundo vivo hay una dirección real de los pro-cesos temporales.

El transcurrir del tiempo en la existencia de cada in-dividuo tiene una dirección neta de lo más simple a lo complejo según la dinámica propia de los sistemas biológicos que toman energía que consumen y materia que convierten en suyo pro-pio. Es decir, realizan trabajo; son sistemas activos que se mantienen gracias a una distancia entre el potencial (o potencia en su doble sentido de posibilidad y capacidad) del punto de partida y del término de llegada. Son seres vivos porque la vida es síntesis de exterioridad e interioridad: un constituir y desplegar la interioridad (o el en sí mismo) a costa de la exte-rioridad en un continuo actualizarse consumiendo ese poten-cial. La vida es automovimiento en expresión clásica.

La vida individual se agota, dura un tiempo en el cual acumula el pasado. La existencia transcurre entre un inicio (su

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constitución en individuo a partir de la vida incipiente trans-mitida por los progenitores) y un final (su muerte), más nítidos y definidos ambos cuanto más intensidad de vida les co-rresponde. Hay un ciclo temporal cerrado en sí mismo que es el ciclo vital de cada ser vivo no humano: nacen viven se re-producen y mueren. Cumplen con su fin de vivir y transmitir la vida. Pero la intensidad del vivir es muy diversa (piénsese en distancia entre una ameba, un árbol, una hormiga, o un chim-pancé). A la actividad vital básica, vegetativa en cuanto a mantener las funciones necesarias para desarrollarse, crecer, alimentarse, etc., ha seguido el sentir, reconocer lo que con-viene o no, ir y venir por su nicho ecológico, y enviar señales a sus congéneres. Es un modo biológico de apertura al exterior que se cierra de nuevo sobre el propio individuo (encerrado en el mero fin de vivir), que no se enriquece sino madura, envejece y muere.

La intensidad vital ha crecido en el tiempo de la historia de la vida, los logros de cada paso se han ido acumulando creciendo en riqueza vital como crecen las ramas de un árbol. El árbol de la vida ha sido como el camino ontológico para la aparición de los hombres; o dicho de otra forma, cada persona humana es el término al que se dirige el universo creado y la vida en él surgida. Pero la vida humana no es simplemente más intensidad de la vida biológica recibida de los progenitores. Además de las potencialidades de esa vida biológica cada ser humano manifiesta una vida añadida a la recibida, que la potencia y eleva precisamente liberándole del automatismo del ciclo vital cerrado en sí mismo que es propio de la dinámica de la vida meramente biológica. La vida añadida, el plus humano abre brechas o espacios en el vivir haciendo de la vida tarea de cumplirse, y por ello empresa moral. Como trataré de mostrar aquí, la vida añadida, o alma humana, es un vivir más. Y por-que hay ese más, ese plus, no hay un transcurrir pasivo del tiempo de la vida: el tiempo le pertenece a cada hombre que es así espacio para desarrollar su tarea proyectando su biografía.

En este intento de comprender la unidad vida humana y persona, trato de rastrear la coherencia de la vida recibida y la

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añadida por el carácter personal del ser del hombre. Y pienso que para la comprensión del significado personal del cuerpo humano hay que partir, aunque parezca desde demasiado lejos, por la coherencia de los seres reales cósmicos que hace posible que tengan sentido, no por sí mismos sino en tanto han sido el camino ontológico de la existencia de un ser intra-cósmico y extra-cósmico. Mientras que la vida añadida es supra-cósmica, crece o aumenta por los hábitos y las virtudes, la vida biológica es intra-cósmica132. La vida del hombre está en cierto modo ordenada al universo, atendiendo a la vida biológica, y en cierto modo no lo está, atendiendo a la actuación humana. De tal forma que el rasgo distintivo de la esencia, o vida humana, respecto de la esencia física o cósmica es precisamente la toma de decisiones. En el hombre no hay doble vida; la vida humana es precisamente vida supra-cósmica. Para poder tomar deci-siones concretas sobre la propia vida, el hombre necesita diferenciarse del cosmos con hábitos y virtudes: la vida añadida potencia la vida recibida intra-cósmica.

Justamente el desarrollo actual de las ciencias bioló-gicas y las neurociencias muestra que el dinamismo de los seres vivos y del funcionamiento del cerebro es capaz de com-portamientos indeterminados e incluso impredecibles. Una vía de acercamiento a lo único, lo irreductible, y típicamente perso-nal de cada ser humano es tratar de rastrear esos puntos de indeterminación. En cierta medida podemos decir que la vida añadida transita por los espacios abiertos, ventanas o brechas de la vida humana recibida como dinamismo liberador y ca-pacidad de libre compromiso que permite a cada ser humano ser capaz de Dios. Y, avanzando un paso más, podríamos decir que la vida de la Gracia potencia y refuerza aún más esa vida

132 «El hombre no está abarcado por el universo, sino que puede enfrentarse con él; no está unilateralmente sujeto a sus leyes, sino que puede influir y actuar sobre la realidad creada. De este modo se constituye la idea de que el hombre no sólo tiene algo que hacer en el universo, sino también con el universo (el hombre es actor, y no partícula, en orden al universo)», L. POLO, Sobre la existencia, EUNSA, Pamplona, 1996, pp. 263-264.

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añadida que ya posee el dinamismo personal liberador de los condicionamientos propios del dinamismo de la vida recibida. Un aún más que es participación en la Vida de Dios.

Pues bien, tal acercamiento no puede hacerse obvia-mente por la vía que se sigue generalmente desde las ciencias positivas. Desde la ciencia cerrada en sí misma se intenta salir de las dicotomias cerebro-mente, materia-espíritu, o, cuerpo-alma reduciendo toda la realidad a materia organizada de for-ma compleja. Obviamente no se solucionan las dicotomias destruyendo el misterio y con ello reduciendo la realidad a problemas empíricos. Ni el intelecto o la libertad se reducen a estados mentales, ni tampoco los estados mentales son sin más el mero funcionamiento de las neuronas.

Tampoco es buen camino que la aproximación a la persona se realice desde los diversos enfoques dualistas que resaltan las dicotomías para luego tratar de encontrar las junturas del cuerpo y el alma. Pienso que no se pueden encontrar porque no hay junturas: no se juntan. Los abordajes dualistas acaban planteando el problema del uno en forma de un tercer elemento que haría de puente o mediación entre los extremos.

Tanto la metafísica como la antropología han abordado la composición, la dualidad, y al mismo tiempo unidad del ser humano133. Podríamos decir que la metafísica ha buscado la

133 El radical más profundo del hombre se encuentra en la persona.

El “cada quien” es lo específico del ser humano, hasta el punto de haberse desarrollado toda una filosofía específica del ser humano denominándolo “persona”. La recuperación de la persona humana tiene algunos pre-cedentes fenomenológicos (Hildebrand, Stein. Scheller), en la filosofía del dialogo (Ebner, Buber, Levinas) y en el personalismo (Mounier): se intenta destacar la irreductibilidad de la persona humana a los materialismos y colectivismos. También la renovación de la Teología de Guardini y von Balthasar tratan de poner de nuevo en el candelero la dignidad de la persona humana. Julian Marias con una antropología metafísica, Millán Puelles que con lo que llama “estructura de la subjetividad” defiende que se puede concebir el hombre como sustancia. Spaemann desde la ética apunta a una antropología de la persona no reductiva a su naturaleza.

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respuesta “más allá” del objeto134, pero al ser personal (un ser que se posee a sí mismo y que es dueño de sus actos, un ser dotado de intimidad, y que en virtud de su espiritualidad puede entregarse sin alejarse de sí) se le encuentra “más acá” del sujeto. Dos autores contemporáneos, Javier Zubiri y Leonardo Polo, han abierto esa vía de ampliación de la metafísica ne-cesaria para alcanzar el “sitio ontológico” propio de la noción de persona y que permite la comprensión del ser personal, desde una interdisciplinariedad que acoge el conocimiento científico actual acerca de la dinámica de la vida. Pienso que esta opción filosófica (sistematismo en Zubiri135 y antropología transcen-dental en Polo136) permite –más fácilmente que el exclusi-vamente metafísico– un modo de acercamiento en el que las ciencias de la vida puedan ser ampliadas con la dimensión de sabiduría que es, de suyo, el pensamiento filosófico.

En resumen, la unidad o coherencia de la vida perso- nal con su dinamismo biológico (con su materialidad y sus de-terminismos, incapaz de agotar la realidad personal) y el di-namismo de la biográfia de cada quien (proyectado por cada

134 La operatividad propia de cada hombre pone de manifiesto la posesión de un acto de ser de otro orden que el resto de las criaturas. Por eso, un gran paso dentro de la historia de la filosofía se dio en el momento en el que se ubicó al ser personal dentro de la línea del esse y no de la esencia. La célebre definición de Boecio (persona es individua substantia racionalis naturae) y que ha permanecido como paradigmática hasta recientemente, asimila substancia (es decir, la unión de una materia y una forma) y subsistencia (propiedad derivada de la posesión de acto de ser). Tomás de Aquino, recupera de nuevo el plano de la subsistencia al entender la persona como «subsistente espiritual».

135 X. ZUBIRI, Sobre el hombre, Alianza, Madrid, 1986, cap. VIII, “Génesis de la realidad humana”; Estructura dinámica de la realidad, Alianza, Madrid, 1989; “La dimensión histórica del ser humano”, Realitas I, Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1974; El hombre y Dios, Alianza, Madrid, 1984, p. 68; El hombre y la verdad, Fundación Xavier Zubiri/Alianza, Madrid, 1999; El problema teologal del hombre: Cristianis-mo, Alianza, Madrid, 1997.

136 L. POLO, Antropología transcendental, tomo I: La persona humana, EUNSA, Pamplona, 1999.

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uno más allá del mero vivir en ansia de infinito) aparece como ámbito apropiado para un análisis interdisplinar que comience rastreando la coherencia del dinamismo de la vida para continuar dando razón de qué añade el carácter personal a la vida biológica recibida de los padres y por tanto humana; o dicho de otra forma, dar razón del alma humana.

La luz de la perspectiva de la fe La pregunta sobre la textura del alma humana no puede

ser respondida por el científico que no se abra al saber filosó-fico. Tampoco por el hombre que no sea capaz de respirar con los dos pulmones, la razón y la fe. Comprender la coherencia de la realidad humana exige conocer el origen de la vida añadida al hombre, del alma humana. Corresponde al saber teológico mostrar que la estructura personal es reflejo de la vida Trini-taria. Y mostrar que la aparición de cada persona sigue a esa misteriosa alianza de la procreación: el querer de Dios que dona el ser −y con ello la vida añadida− y el querer de los padres que transmiten la vida recibida; una concurrencia que siempre se da pues no hay viviente humano perteneciente a la especie Homo sapiens cuyo acto de ser no posea la intensidad propia de la persona, por muchas que fueran sus limitaciones corporales.

Se ha afirmado que la filosofía clásica culmina con el hallazgo de Santo Tomás acerca de que en las criaturas se distingue la esencia y el acto de ser. Polo137, entre otros, realiza una nueva exposición de la distinción real de essentia y esse entre las criaturas no humanas y el hombre. La palabra de Dios el ¡Hágase! que revela el Génesis, como modo de crear en el caso del cosmos, es hacer el ser (facere extra nihilum). Pero cada persona es creada dándole el ser. ¡Hagamos al hombre a nues-tra imagen y semejanza! No es lo mismo hacer el ser de la nada que dar el ser de la nada. Lo donal de la creación es más que lo artesanal. El Creador otorga el ser, al llamar a cada hombre a

137 L. POLO, Sobre la existencia, EUNSA, Pamplona, 1996, p. 179.

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existir con Él y participar de su Vida, y hace que cada hombre que aparece sea creado a su imagen y semejanza138. De esta forma, cada ser humano es a la vez engendrado por sus padres y creado por Dios.

Desde una visión dualista se ha tratado de resolver el problema diciendo sin más que Dios crea el alma mientras que los padres engendran el cuerpo, y puesto que ni el alma ni el cuerpo son sustancias completas se juntan para constituir el compuesto humano. Pero no es así; la fuerza generativa del hombre es procreación, a diferencia de los seres intramun-danos que reproducen íntegramente su naturaleza en nuevos ejemplares de su especie. El hombre no se reproduce sino con-crea en el sentido de que el mismo sujeto que es engendrado, es creado directamente por parte de Dios. El termino del engen-drar de los padres y de la donación del ser por Dios es la per-sona del hijo. La naturaleza humana −abierta al crecimiento según hábitos y virtudes como corresponde al añadir vida ex-tracósmica a la vida recibida− no se transmite en el simple engendrar de los padres sino en el generar de la procreación.

La respuesta al misterio de la humanidad del hombre no se encuentra tanto en el camino de su semejanza al animal (como individuo de la especie) sino de semejanza a Dios (su ser personal), ser único que responde a un gesto creador, es decir, a una llamada singular por parte de Dios139. Esta verdad no puede ser conocida desde las ciencias experimentales pero está reflejada en la humanidad del hombre, en el misterio del hom-bre. Así, sólo si el intelecto humano es a imagen de Dios se puede explicar que el hombre conozca lo real en cuanto que

138 El Papa Juan Pablo II ha realizado el empeño de engarzar las manifestaciones éticas de la persona humana en tanto en cuanto apuntan al núcleo personal, y a la desvelación del ser humano por Cristo.

139 Para Leonardo Polo, la diferencia radical entre las cosas y las personas se halla en el orden del ser; el mismo esse humano es ra-dicalmente diferente del esse de las cosas del cosmos, diferencia que pueden entenderse en cuanto intensidad; la diferencia no está sólo o principalmente en la esencia sino en el orden transcendental; la diferencia esencial es correlativa a la del esse y no primigenia.

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real y no sólo en referencia directa a su necesidad biológica; así, las decisiones humanas no están de suyo dictadas por la biología y el hombre se proyecta más allá del mero vivir.

Más aún, ni la reproducción de la naturaleza de los progenitores puede dar cuenta de la persona. Como es bien conocido, persona humana significa estar abierto de suyo hacia las demás criaturas y hacia Dios, y no cabe interpretar la persona humana al margen de dichas aperturas. El acto de ser humano, existir como persona, equivale a existir como apertura. Por ello el hombre busca ser reconocido y aceptado como persona. Ahora bien, la apertura de la persona tiene modos, que obviamente depende de la realidad a la que se abra. No es igual la apertura hacia sí mismo, hacia fuera (universo físico y las demás personas humanas) o hacia Dios.

Por ello, cada hombre se encuentra a sí mismo en esas aperturas de un modo muy diferente. No se trata ahora de analizarlo sino de tener presente que por ser un don la vi- da recibida y la añadida, el suelo que pisa, el hogar propio de la vida humana es doblemente filial. La filiación no es algo accidental al ser humano, sino radical a cada uno de los miembros de la especie humana140. Ahora bien, los padres no pueden dar razón de modo íntegro de la existencia singular de sus hijos; ningún padre o madre puede explicarle a su hijo por qué fue él el elegido de entre los millones de hijos que podrían haber tenido. La singularidad de cada persona humana no depende de los padres humanos; no está en ellos la explicación última de la existencia de ese hijo como persona singular. No pueden dar razón del quién singular, ni de por qué existe precisamente ese y no otro. Dios es el único que puede dar razón del quién y de la existencia singular de cada hombre porque a cada uno ha querido y a cada uno reconoce. Esto sig-nifica que el acto de ser humano no está terminado o acabado en el momento de su creación, sino que ha de cumplirse: es creado en apertura.

140 L. POLO, «El hombre como hijo», en J. CRUZ (ed.), Metafísica de la familia, EUNSA, Pamplona, 1995, pp. 317-325.

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El hombre es de suyo hijo de Dios (creado en el Hijo, nos dice la fe): busca de suyo ser reconocido y aceptado por Dios. No cabe que una persona humana sea creada radicalmente huérfana. Y si Padre es aquél que en primera instancia re-conoce y acepta al hijo, con plenitud de sentido, Dios es nues-tro Padre, pues Él es el único que puede reconocer y aceptar a la persona humana de manera radical141; el Padre de quien procede toda paternidad.

Esa doble filiación permite que el alma, nunca visible, sea pensable desde lo biológico, que es lo originario y que predispone para la primera interrelación en la génesis de cada hombre, el encuentro materno-filial142. Permite una aproxima-

141 El fundamento de la vida espiritual de los fieles del Opus Dei, fundado por San Josemaría Escrivá de Balaguer, es el sentido de su filiación divina en Cristo. El primer modo de filiación divina es la llamada inicial desde toda la eternidad, por la que cada persona humana busca el reconocimiento y la aceptación divina; dicha llamada inicial se dirige hacia un encuentro con Aquél que me puede reconocer y aceptar íntegramente como persona. Ese encuentro futuro, que es enteramente gratuito para la persona humana, ya puede darse en cierto modo en esta vida con la elevación sobrenatural. (Estas distinciones como las recoge en la antropo-logía transcendental L. Polo, están tratadas en S. PIÁ, El hombre como ser dual, EUNSA, Pamplona, 2002, pp. 367-435 y en “La libertad transcen-dental como dependencia”, Studia Poliana, 1 (1999) 101-115.

142 J. ROF CARBALLO, El hombre como encuentro, Alfaguara, Madrid, 1973, p. 35: «El hombre resulta, como todo ser biológico, de la puesta en marcha de un proceso que llamamos “información genética” o herencia. Esta ofrece, como peculiaridad, la de preparar al ser vivo para un último terminado (“urdimbre”) que le permite asimilarse, incorporar unas estruc-turas formales del ambiente a las estructuras organizadas por la herencia, le dotan de una máxima capacidad de adaptación dentro de su mundo peculiar. La llamada “necesidad de objeto” deriva pues, en el fondo, de un proceso genético, se confunde en cierto modo con la “herencia socio-genética” y es, por decirlo así, su manifestación visible en el mundo de la observación accesible al psicologo y al psicoterapeuta. Pero tiene otras maneras de manifestarse, por ejemplo, en el “encuentro con el lenguaje” o con las “categorías lógico-matemáticas” en el “proceso de aprendizaje” (Piaget) o en el encuentro con los ritmos biológicos. Y en un plano más biológico aún, en el establecimiento de la autoinmunidad y de los enzimas adaptativos. Todos ellos fenómenos profundamente correlacionados y

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ción a la relación del carácter relacional de la persona humana con los procesos biológicos desde el inicio de su genesis. Recorreremos, por tanto, un esquema ascendente desde la información genética que sin “multiplicar las almas”, o princi-pios, pueda dar cuenta de lo especifico de la vida del ser humano con sus notas personales características.

II. VIDA E INFORMACIÓN GENÉTICA143 La diferencia principal que distingue la realidad inerte y

la viva es la manera en que se corresponde la configuración o organización estructural con los materiales de partida en la constitución de esa realidad: montaña, río, planta o animal. Los seres inertes, naturales o artificiales, no poseen información propia para constituirse y, por ello, según las condiciones externas un determinado tipo de materia adquiere una forma de organización superior. Son mezclas, ordenaciones espacia-les, o combinaciones en que los componentes de partida dan lugar a realidades diversas según las condiciones. Y porque no tienen un sí mismo intrínseco, sino un según las condiciones externas no se reproducen: no se puede transmitir lo que no se posee.

Por el contrario, hasta el ser vivo más simple tiene un en sí mismo, porque los elementos de partida con los que se constituyen poseen como propiedad elemental una caracte-rística que les define: se constituyen desde un material, el DNA o patrimonio genético, que heredan de sus progenitores y transmiten a sus descendientes, que es un material informativo. Por ello, el origen de los primeros seres vivos desde la materia inerte, la vida, presupone la presencia, en el medio acotado de una estructura celular, de moléculas informativas, RNA, con que nacen de una misma situación biológica primordial».

143 Este apartado está desarrollado en N. LÓPEZ MORATALLA y M. IRABURU, Los quince primeros días de una vida humana, EUNSA, Pamplona, 2004, especialmente en el capítulo primero.

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capacidad de autoreplicarse, y así transmitir la información o mensaje contenido en la secuencia de los ribonucleótidos. Moléculas informativas y por ello capaces ellas mismas de organizarse en configuraciones espaciales que le doten de ac-tividad funcional unitaria y de autosíntesis y autocrecimiento, que permite ampliar esa información simple de los mensajes iniciales hacia los complejos mensajes elaborados a lo largo del proceso evolutivo.

El DNA un material que es informativo: contiene un mensaje inmaterial

Cada secuencia de los sillares del gran polímero DNA

establece la localización en posiciones concretas de grupos funcionales que son donadores o aceptores para formar puentes (puentes de hidrógeno) que establecen las fuerzas de atracción entre lo complementario. Así, cada secuencia de los cuatro sillares pauta la conformación espacial que adquiere el tramo de las dos hebras del DNA con esa secuencia. En las largas hebras del DNA que constituyen cada uno de los cromo-somas existen regiones, los genes, que son informativas en cuanto codifican la secuencia de aminoácidos de proteínas o la de ribonucleótidos de los RNA. Esas regiones “dicen”. Las zo-nas informativas están separadas entre sí por secuencias no informativas, DNA silencioso, como son los espaciadores y es-tán interrumpidas por secuencias no informativas, denomi-nadas intrones.

Es muy llamativo que el orden de colocación de los nucleótidos en los cromosomas no sea aleatorio. Algunos di-seños son inexplicablemente más repetitivos de lo que deberían ser si el orden fuera aleatorio, mientras otros no. Una se-cuencia es informativa o silenciosa según tenga un diseño or-denado o desordenado; es decir el diseño ordenado tiene una capacidad de “decir” de la que carece el no ordenado. Cada tres letras de la región del DNA con diseño ordenado componen una sílaba, un sillar o aminoácido, cuando es traducido al lenguaje

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de las proteínas. Así, la secuencia informativa del DNA “dice una frase” que en términos moleculares de la proteína es una orden funcional. La secuencia de nucleóticos de un gen que se traduce a secuencia de aminoácidos de proteína le permite plegarse en el espacio, con coherencia o armonía, y sólo en esa conformación “nativa” es funcional. Una falta de armonía en la información genética (una mutación de un nucleótido por otro que cambie un aminoácido por otro) rompe de tal forma la conformación, el orden espacial, de la proteína que ésta llega a perder su función; se desarmoniza.

La cadencia de la información genética y de su traducción a proteína es rítmica. La secuencia de nucleótidos y la de los aminoácidos en una proteína tiene el mismo lenguaje que la composición musical: el ritmo armónico. Y por ello, cuando se ha traducido las secuencias genéticas en notas musicales se ha conseguido una representación sonora del genoma; una creación musical de diversos temas, que pasando por diferentes estilos, transmiten sentimientos. Y tomados los nucleótidos de tres en tres –esto es, traducido el lenguaje del genoma al lenguaje de las proteínas–, se tiene la melodía de fondo que está determinada por la secuencia de los aminoá-cidos: una segunda melodía que va sobre la primera. Por el contrario, el DNA silencioso carece de ritmo y no “dice” nada.

La información genética se traduce pues a información funcional de la cadena polipeptídica. Este es un factor clave de la lógica molecular de la vida de la que carece el mundo inerte, y sin la cual no puede comprenderse la vida. La racionalidad de ese lenguaje es la atracción ajustada y perfecta y por ello selectiva de la complementariedad: las moléculas se reconocen entre sí y los polímeros de la vida (los ácidos nucleicos y las proteínas) reconocen sus propias regiones complementarias y se pliegan para unirse. Más aún, se reconocen unas a otras y se asocian en conformaciones espaciales mas complejas, adqui-riendo el conjunto propiedades y funciones nuevas.

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La “lógica” de la dinámica de lo simple a lo complejo permite capacidad de indeterminación

En el Universo tanto en el mundo de lo inerte como en el

de la vida, se dan sistemas que se denominan abiertos porque son capaces de intercambiar materia y energía con el medio; los elementos del sistema pueden adquirir así una mayor ordenación, al disipar o disminuir la entropía a costa de un aumento de la del entorno. Si además el sistema se mantiene alejado del equilibrio, y con posibilidad de que aparezcan inestabilidades, puntos de bifurcación y, por tanto, ruptura de simetría, el sistema evoluciona de modo irreversible en el tiempo hacia ordenación más compleja144. La materia inerte es capaz de esta dinámica que produce espontáneamente una amplia variedad de formas o ordenación de elementos. Es, en expresión de Prigogine145 «la inestabilidad y las fluctuaciones como fuente de orden».

En los procesos irreversibles de cambio temporal coope-ran el azar y la determinación. Las fluctuaciones −que son el componente de azar− arrastran el sistema de un estado a otro. Mientras que la necesidad viene impuesta por la propia estruc-tura interna del sistema y le conduce, en un cierto margen, hacia una nueva ordenación con la consiguiente obtención de nuevas propiedades funcionales.

Pues bien, la dinámica de la vida sigue la lógica de los procesos irreversibles para ir de lo simple a lo complejo tanto a lo largo del tiempo evolutivo como de la vida de cada individuo concreto. Los sistemas biológicos son siempre abiertos y el orden biológico es siempre dinámico, hasta el punto de que para un ser vivo alcanzar el equilibrio termodinámico supone la muerte. Existir, vivir, supone poseer mecanismos generadores de inestabilidad, que le permiten mantenerse a sí mismos

144 Cf. para mayor información: F. MONTERO y F. MORÁN, Biofísica. Procesos de autoorganización en Biología, EUDEMA, 1990.

145 G. NICOLIS e I. PRIGOGINE, Self- organization in non-equilibrium system, Wiley, 1977.

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alejados del equilibrio. Ese orden hace que el sistema –el metabolismo, una célula, un órgano, el organismo completo– funcione como un todo, a la vez que son activos cada uno de los niveles de complejidad organizativa y funcional de ese todo.

La dinámica de cambio temporal de las realidades “abiertas”, inestables y activas, no tiene ni el determinismo mecanicista ni es puro azar atomista. Tienen una dirección –una flecha en el tiempo– y fluctuaciones que les sitúa en puntos de bifurcación. El grado de azar o de necesidad en cada sistema depende del tiempo que dura el proceso. De esta forma el proceso evolutivo a lo largo de millones de años admite influencias azarosas más intensas que el proceso de construc-ción del organismo de un individuo que se mide en días o semanas y está necesariamente más condicionado. Más aún, puesto que ambos procesos temporales se asientan en la información genética del patrimonio de la especie y del individuo el proceso evolutivo tiene etapas de ensayo y error del cambio del genoma mientras que el proceso de desarrollo embrionario y maduración de cada organismo discurre por los grandes hitos de aciertos –de coherencia de la información genética– de las especies precursoras.

En el centro de los fenómenos vitales está, por tanto, la transmisión de una información, de un lenguaje, de un orden que, a su vez, crea estructuras ordenadas en forma progresi-vamente más complejas tanto en la evolución de las especies, como en el desarrollo individual. Al engendrar los progenitores transmiten la vida aportando material propio que es el soporte material, el genoma, con el que se constituirá un nuevo mensaje con cuya emisión discurre la existencia del hijo. Por el contrario evolucionar es dar paso, al transmitir la vida, a la construcción del soporte material de un programa, de un mensaje, que difiere del propio de los progenitores no sólo en las características que le definen como individuo, sino en las características de la especie a que pertenece. Es transformar, cambiar la información propia de esa especie, y con ello producir un aislamiento reproductor entre los individuos de la antigua y la nueva forma.

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La información genética aporta autorreferencia y permite la identidad biológica

La secuencia de nucleotidos del DNA es una información

–el primer nivel informativo– para el todo orgánico; el patrimonio genético de cada individuo de cada especie es el soporte ma-terial de la información genética propia de cada ser vivo que le permite autoconstituirse como individuo y autoconstruirse o desarrollarse, recibiendo materia, energía y nueva información del medio. La información contenida en los genes permite la síntesis de los propios componentes que se integran en una unidad funcional en el proceso de autoconstitución; la in-formación genética a este primer nivel es igual en todas las cé-lulas de un organismo. Y esta secuencia, el genoma, es igual para todos los individuos de una especie, con ligeras varia-ciones individuales –que se hacen mayores cuanto mayor es la complejidad del viviente– que permiten las diferencias entre congéneres.

Ahora bien, la información misma no es estática. Si lo fuera no se podría construir un organismo con células di-ferentes que formen los diferentes tejidos y órganos. Se requiere que haya la misma información en todas las “partes” mante-niendo la identidad al todo, y al mismo tiempo se requiere que la información esté regulada espacial y temporalmente de manera que se determine precisamente diferenciando o espe-cializando las células en las diferentes líneas o tipos celulares. Esto supone, como veremos después, una información de se-gundo nivel que armonice la expresión diferencial de la infor-mación genética de primer nivel.

La información genética se amplifica y retroalimenta (es activa) al recibir información del medio

El dinamismo de la vida es así; las realidades vivas se

caracterizan por estar determinadas no sólo por sus elemen- tos constituyentes, la información del genoma, sino por las

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informaciones y propiedades nuevas que aparecen como consecuencia de la interacción de los elementos de partida entre sí y con los elementos del medio. Si no se entiende que la dotación genética no basta para constituir una realidad biológica (que aporta la identidad), aunque sea condición ne-cesaria, no se puede entender la existencia de un viviente que manteniendo su identidad está en continuo cambio. Cambio que resulta de la emisión del mensaje genético contenido en el genoma heredado de los progenitores: actualizando las po-tencialidades en cada momento en continuo dialogo con el medio celular, el medio extracelular y el medio exterior del viviente.

Cada ciclo vital –la existencia de cada viviente– es un proceso dinámico de emisión del mensaje genético. Esto es, cada individuo posee una determinación debida a la informa-ción genética del genoma heredado con que se constituye, pero por ser un sistema abierto y alejado del equilibrio, cambia a lo largo del tiempo de lo simple a lo complejo desarrollándose y viviendo con una continua actualización de todas las potencia-lidades de su identidad en cada etapa de su vida. Esto es, en las etapas de embrión, feto, nacido, etc., está en acto todo el individuo, ese individuo concreto, con las potencialidades pro-pias de la edad que corresponde al paso de “su” tiempo. Esto es posible porque, como vemos a continuación, la información genética se amplifica y retroalimenta con el proceso vital mismo.

El primer “hito” en la vida de un organismo es su cons-titución como individuo por la actualización de la informa- ción genética recibida por los progenitores (en la unidad celu-lar cigoto en el caso de organismos complejos). Los compo-nentes del citoplasma del cigoto, activados con la fusión de los gametos de los progenitores, ponen en marcha, en acto, la in-formación potencial de los pronúcleos de los gametos, e inician la emisión del programa precisamente modificando la orga-nización del genoma heredado. Con esta primera actualización del mensaje genético comienza la existencia del viviente. A diferencia de lo que sucede en la construcción de un ser inerte

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o un artefacto, que sigue una actividad y un plan externo a él mismo, el ser viviente se autoorganiza determinando su propia información, disponiendo los elementos materiales para que el proceso vital continúe.

Por ello, aun cuando un accidente interrumpa el pro-ceso, incluso en una fase inicial, el viviente ha cumplido la finalidad intrínseca: vivir. Esa interrupción significa que se ha acortado la duración natural de su vida. Es decir, el viviente ha muerto de forma prematura. Si se interrumpe la emisión del mensaje, la autoconstrucción, sólo se le quitará a ese viviente la posibilidad de alcanzar ulteriores perfecciones. Por el con-trario, si se interrumpe, por ejemplo, la construcción de un edificio en los cimientos, o en la organización de los muros maestros, etc., no se cumple el fin de la actividad constructora de organización de los materiales que es edificar; es decir, no se construye, puesto que el resultado no llega a ser edificio.

A la ampliación de la información genética ligada al desarrollo mismo del organismo se ha denominado amplifica-ción epigenética de la información146.

Existen diversos mecanismos que aumentan la informa-ción genética heredada con el proceso mismo de autocons-trucción. Esto explica que el mayor o menor contenido informa-tivo del mensaje genético del viviente no consiste sólo, ni prin-cipalmente, en la cantidad de material genético, ni tampoco en el mayor o menor número de genes. Y de nuevo nos encon-tramos con la misma coherencia: los mecanismos moleculares de la epigénesis radican en la propia estructura de la molécula de DNA, capaz de sufrir cambios, tanto químicos como estruc-turales, que suponen un aumento de la información.

146 El paradigma epigenético encierra en sí y reúne dos conceptos

clave. Por un lado, este concepto de emergencia de propiedades: cada nueva organización que aparece en el desarrollo del ser vivo presenta unas capacidades que no están contenidas en los materiales constituyentes, de modo que cada nivel de organización es siempre más que la simple suma o mezcla de los materiales de partida. Y por otro, la noción de la necesidad de la interacción con el medio para el despliegue de la nueva ordenación de los materiales y la emergencia de las nuevas propiedades.

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La dinámica vital es una retroalimentación. En efecto, hay genes que codifican proteínas cuya estructura determina su función específica en los procesos vitales, y hay genes reguladores, con información sobre el control de la expresión de los otros genes, que dan lugar al fenotipo propio de cada individuo de cada especie, de cada una de sus diferentes unidades celulares que constituyen los órganos. Y hay morfo-genes que controlan la estructura corporal. Y se retroalimenta en cuanto hay diversos tipos de unidades de información, genes, que se expresan ordenadamente y en cuanto reciben “información adicional” de la marcha del proceso en forma de modificación química y estructural del soporte material de la información genética, en el DNA147.

La amplificación y retroalimentación de la información hace que el proceso de diferenciación celular y desarrollo de los organismos complejos sea intrínsecamente irreversible y avance con el tiempo vivido hasta alcanzar una plenitud y comenzar el declive. Y de nuevo los cambios de la estructura del genoma marcan el paso del tiempo haciendo que la vida de cada individuo dure un tiempo preciso. Las células guardan memoria de lo que ha ido sucediendo, y del tiempo que ha transcurrido en la vida del organismo del que forman parte. El estado del soporte material del mensaje, y con él las instrucciones que emite, son diferentes en una célula embrionaria, en una célula que está diferenciándose para construir el hígado o el pulmón, o en esa mismo tipo de célula si está presente en un organismo envejecido.

En resumen, en cada etapa el soporte material de la información genética queda modificado por interacción con el medio, de manera que mantiene la información acerca de la propia historia (autorreferencia o identidad) al tiempo que cambia su fenotipo.

147 La idea de la relación de la información genética y epigenética y

su base molecular en la modificación química por metilación de las citosinas en el DNA ha sido ampliamente tratado en una serie de artículos publicados en el volumen 293 de agosto de 2001, de la revista Science.

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La información epigenética es un programa que permite el crecimiento unitario del individuo como un todo orgánico

Los cambios de la información genética, regulados por el

medio y en función del tiempo, constituyen la doble fuente del orden por fluctuación de los sistemas biológicos. Un dinamis-mo anclado en la coherencia del hecho de que el material de partida sea una estructura informativa, activa y amplificable. La información epigenética es un programa (una sucesión ordenada de mensajes) que supone un segundo nivel de infor-mación en tanto que las señales del medio van apareciendo de modo secuencial y dependientes del espacio.

Por ello todo organismo tiene un patrón estructural: un sitio fijo para la cabeza, los pulmones, etc. Las células que constituyen un riñón no sólo son diferentes de las que forman un dedo sino que a su vez esas estructuras concretas se cons-truyen en posiciones fijas durante el desarrollo. Hay una infor-mación posicional. Y puesto que las células guardan memoria del sitio que ocuparon esa información posicional permite a tipos similares de células formar patrones diferentes; regula y controla las divisiones celulares y se fija, de esta forma, el ta-maño que alcanza cada órgano. El diseño morfológico emerge también de la información epigenética en orden al todo. En un organismo todas las células, tejidos y órganos, mantienen una unidad dentro del conjunto, que hace que viva ese organismo, ese individuo concreto, de modo que el conjunto individualizado es más que la suma de las partes.

El crecimiento orgánico, la autoconstrucción, es distinto y superior a la mera multiplicación celular. Y la superioridad consiste en que el crecimiento orgánico añade algo al mero crecimiento celular: ser una multiplicación en un sólo indivi-duo. Es decir, sin romper su unidad: añade a la simple multi-plicación celular la diferenciación. En este sentido diferen-ciarse es acabar el crecimiento como organismo. Y el enveje-cimiento no es más que el agotamiento del crecimiento orgá-nico. El límite del crecimiento orgánico está marcado por la unidad: a un individuo de una especie concreta sólo le corres-

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ponde diferenciar determinados órganos y sistemas. El segundo nivel de información es un programa (una

sucesión ordenada de mensajes) que mantiene la unidad del viviente porque permite la diferenciación armónica y sincro-nizada de las diversas líneas celulares. En efecto, un simple conjunto de células diferenciadas no es un viviente y por ello, sólo con el aprovechamiento coordinado de la información en cada célula se logra la constitución unitaria del organismo. Esta información de segundo nivel es un programa, no un simple boceto. No preexiste, ni existe, separadamente de los elementos informativos o genes, pero tampoco se identifica con ellos. La diferenciación armónica de las partes de la información genética que se requieren para construir las partes del orga-nismo, equivale a una información que es emergente.

La función específica del segundo nivel de información es precisamente el crecimiento unitario; un principio vital de cada viviente, que la biología clásica denomina alma, al menos en su significado más elemental de alma vegetativa o principio vital. Ahora bien, lo que se transmite de padres a hijos no es el prin-cipio vital o el alma sino la información genética de primer nivel contenida en los gametos. En cada célula del organismo la información de primer nivel se amplía con la de segundo nivel, o epigenética, excepto en las células sexuales. Estas células son sólo relativas a la función reproductora y por tanto ajenas al crecimiento unitario por el que se constituye un organismo. Por eso las células que se especializan como células germinales para la transmisión de la vida, tienen un rejuvenecimiento, que no es otra cosa que una desespecialización, un volver a liberar al mensaje genético de lo que ha estado haciendo al construir el organismo a lo largo de la existencia. Es por tanto recobrar la información al primer nivel: la información de la secuencia de nucleótidos propia del genoma de la especie y lo hacen con la impronta (estado del material genético) propio de gameto materno o paterno.

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La emisión de la información genética permite la emergencia de operaciones “desde” el órgano

En la medida en que los vivientes complejos procesan

(amplifican y retroalimentan) la información genética la in-formación que emerge de la autoorganización supone una mayor emergencia de propiedades sistémicas148. La construc-ción de un órgano o tejido determinado confiere al sujeto vivo una actividad nueva que ninguno de los elementos por se-parado le confiere. Es otro nivel de emergencia. En efecto, es precisamente el dinamismo de la emisión del mensaje genético lo que hace posible que las propiedades sean emergentes y, por tanto, siempre más que la suma de las de los componentes, en tanto que va produciendo mayores niveles de organización y complejidad, a lo largo del tiempo.

Las operaciones o facultades del individuo de nivel más complejo se deben a que emerge nueva información. La estructura de un determinado órgano aporta la función o la operación propia del mismo, aquello a lo que el órgano está ordenado: el riñón a filtrar, el corazón a bombear la sangre, etc. Por tanto la operación emerge del órgano; no está al principio en el primer nivel de información. Si en el patrimonio de la especie no hay información de primer nivel para construir un determinado órgano, el individuo de esa especie no posee tal operatividad149. De ahí que la operación aparezca como una

148 Propiedades sistémicas, en la terminología de Zubiri, son las no “contenidas en” sino “posibilitadas por” y por tanto suponen novedad.

149 La realización de esas primeras operaciones permite que se vaya configurando el organismo y le conduce así hacia la configuración de nuevos centros operativos. En los animales estos centros operativos suelen denominarse facultades y a la disposición material, que permite su operatividad, se denomina órgano. Una facultad o potencia es una capa-cidad de obrar; por ello el viviente tiene mayor o menor complejidad de-pendiendo del número de potencias o facultades que posean y del tipo de las mismas. El lenguaje, por ejemplo, no es meramente biológico, sino una función añadida por el carácter personal del ser humano, a la opera-tividad propia de los diversos órganos que intervienen: pulmones, traquea, laringe, cuerdas vocales. El uso de estos órganos para emitir la voz es una

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propiedad sistemática. Y puesto que la unidad vital combina el progresivo

cambio del fenotipo con la autorreferencia (la información genética del genoma de ese individuo en fase inicial) es el viviente el beneficiario de todas las operaciones. De ahí que puesto que la construcción y maduración de los órganos tienen su orden temporal en el desarrollo y vida, el viviente pasa por diferentes fenotipos, o etapas, con diferente realidad (o sustan-tividad en terminología de Zubiri). Obviamente la realidad del viviente feto no es la misma que puede tener en la fase de vida adulta, ya que no es capaz de las mismas operaciones. Espe-cialmente en el caso de las operaciones “superiores”, como las sensitivas que emergen de órganos que tienen un “terminado” posterior: el cerebro en los animales más complejos mantiene una cierta plasticidad tras el nacimiento. Tales operaciones emergentes del sistema nervioso aparecen de forma paralela en el tiempo a la constitución y desarrollo y maduración de dicho sistema nervioso.

Ciertamente, la “lógica” de la dinámica autoorganizativa conlleva que las partes que funcionan en orden al mismo vivir, común a todo viviente, se organizan primero. Mientras que lo más especifico, lo que permite no sólo vivir sino alcanzar la plenitud de vida que le corresponde al individuo por ser indi-viduo de esa especie concreta, aparece después; y lo que se desarrolla con el vivir mismo madura después del nacimiento. La construcción de cada órgano o sistema hace referencia espacial y temporal a la unidad del organismos del que tal órgano o sistema son partes.

Por ejemplo en el caso de la operación ver, las partes del ojo, como órgano de la vista, tales como la retina, la córnea, etc., no tienen capacidad de ver, aunque sean imprescindibles, en la unidad ojo, para la operatividad. La capacidad, facultad, está en la configuración y la operatividad exige un nivel de maduración orgánica muy precisa. Más aún, el órgano no

facultad añadida a la función natural y por ello los timbres de voz, las entonaciones son altamente significativas de la persona.

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madura sin la operación: su funcionamiento es plástico y con ello la capacidad visual no depende sólo del órgano sino además de su uso o desuso por parte del viviente a que pertenece. La facultad visión del animal no es imprescindible para vivir, pero sí para desarrollar el comportamiento o modo de vida propio de la plenitud zoológica de los individuos de su especie. El viviente maduro puede vivir aunque sea ciego (por defecto de órgano o por falta de haberlo usado durante el periodo de tiempo de plasticidad). Ahora bien, del embrión no podemos decir que es ciego sino que “todavía” no ve. Por el contrario, de una planta, de la que tampoco se puede decir que sea ciega, tampoco se puede afirmar un “todavía no ve”. No tiene la facultad de visión y por tanto, tampoco posibilidad de ver. Y no la tiene porque el genoma de su especie no tiene la información genética que le permita los órganos de la visión ni la información genética y epigenética que le permiten reservar las células precursoras de las neuronas en el sitio adecuado para su posterior diferenciación y configuración epigenética en órgano de la vista.

Sin embargo, los latidos rítmicos del corazón que bombean la sangre y permiten su circulación, función estrecha-mente ligada al mantenimiento de la vida, aparecen ya en las células diferenciadas y en fase de organizarse en la estructura corazón. El órgano armoniza, sincroniza, regula, en una unidad estructural y con ello funcional, la capacidad de contracción rítmica de las células que lo componen. En el sentido que venimos hablando podemos decir que la capacidad de latir coordinadamente y enviar sangre a todas las partes del orga-nismo se necesita para vivir en la medida en que hay partes funcionales separadas espacialmente. La configuración del órgano requiere un cierto tiempo para su plena constitución como tal órgano que se adelanta en el tiempo a la organogé-nesis del resto de las partes. No se puede vivir sin corazón, o sin que algo le sustituya en bombear la sangre, en un organis-mo con partes diferenciadas y separadas por limites precisos. El embrión precoz no tiene “aún” necesidad de ejercer esa función en la medida en que está constituido en capas celu-

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lares más o menos estructuradas; pero si necesita el corazón capaz de operar para que se constituya en feto.

Es también el programa (segundo nivel de información) el que armoniza la autoorganización como un todo. De esta forma, aunque la vida animal tiene una operatividad de la que carecen los vegetales (que emerge de la organización del sis-tema nervioso propio del viviente animal), cada individuo tiene un único principio originante (una única operación vital uni-taria) que ni es separable en segmentos ni tiene un despliegue sucesivo con limites nítidos en la duración entre la aparición de las facultades vegetativas y sensitivas del viviente animal. El alma animal es una (la que en terminología clásica se denominó sensitiva). No es la suma de una unidad vital vegetativa que ordena los materiales y otra sensitiva que aparece posterior-mente y permite operaciones. No es un viviente animal que “pasa” por una fase de vida vegetativa.

Según lo expuesto, la construcción de un ser vivo es un proceso dinámico de autoconstrucción, que no tiene un deter-minismo fijista o preformista. En efecto, la información no está predeterminada en la secuencia de nucleótidos del genoma heredado de sus progenitores, al modo como está fijada de antemano, por ejemplo, en los planos de la construcción de un edificio. Las configuraciones de los materiales no son estables, ni estáticas sino activas porque contienen información genética, ésta se amplifica, se retroalimenta y se regula. Y la actividad, el dinamismo, que tiene un inicio concreto, se actualiza paso a paso. La vida es paso de un estado de equilibrio a otro, no es de ninguna manera fijismo. No se trata de un principio fijo o pre-determinado, al modo como se entiende a veces la expresión “todo está ya en los genes al establecerse un nuevo genoma por la fusión de los gametos de los progenitores”. La aparición de nueva información con el proceso mismo, implica el refuerzo incesante de la información del inicio: una información emer-gente no contenida en el genoma en la situación de partida, sino en su proceso de constitución y desarrollo.

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III. LOS ANIMALES SUPERIORES POSEEN UNA OPERATIVIDAD MAYOR PARALELA AL DESARROLLO

DEL SISTEMA NERVIOSO Los animales poseen facultades como moverse, un

mundo tendencial, capacidad de aprendizaje, memoria, emo-ciones, conocimiento no objetivo. Estas facultades permiten poder hablar, en sentido limitado pero propio, de una “mente animal” inmaterial –como inmaterial es el mensaje genético y el programa epigenético– en que las facultades surgen o depen-den de la integración y procesamiento de información de cir-cuitos neuronales. Facultades o “mente”, que obviamente pues-to que emerge o descansa en esa organización o configuración de la materia, descompuesta ésta con la muerte o con el de-terioro, desaparecen.

El viviente animal al poseer un sistema nervioso proce-sa información que le llega de los sentidos y que le permite hacer suyo el medio externo sin modificarlo ni agredirlo: sin interacción material directa. Por ejemplo, un perro se mueve en busca de un hueso porque lo ve y lo reconoce como tal, y lo desea porque siente hambre; es evidente que este proceso no puede ser producido sólo por interacciones mecánicas directas entre moléculas y células. La respuesta del animal es posible porque su sistema nervioso procesa información de fuera.

Obviamente, sin información genética para configurar una neurona no puede existir un sistema nervioso y por tanto no habría viviente animal. Pero esto no es todo: se precisa además una capacidad de reformatear la información que recibe cada neurona para que se establezcan los circuitos neuronales y con ello se complete y madure el cerebro, y aparezcan las operaciones propias. Para ello debe haberse desplegado sufi-cientemente la información genética que codifica la construc-ción del cerebro y su maduración, y por este motivo estas capacidades aparecen en el desarrollo del individuo más tarde que las vegetativas; por este motivo las manifestaciones vitales superiores, la mente, son epigenéticas y paralelas a la madu-ración del órgano cerebro.

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La información genética de los animales superiores (tanto la inicial como su ampliación epigenética) supone una cierta predisposición a un modo de comportarse, y de aprender a comportarse, que les capacita a un conocimiento y una respuesta instintivas: automatismos dirigidos desde dentro que aseguran su supervivencia en el entorno propio de los individuos de esa especie.

Podría decirse, por tanto, que los animales superiores están preprogramados o predispuestos, por el contenido de su mensaje genético, para aprender determinadas cosas y apren-derlas generalmente de una determinada manera. La expresión regulada de los genes específicos de las especies animales, dirige tanto la diferenciación celular como la instalación de las células nerviosas y musculares en redes interconectadas, y co-difican así mismo elementos de control de conexiones preexis-tentes. Así constituyen una organización cerebral de la que emerge una pauta de comportamiento concreta o estereotipada.

Además, en la medida en que las redes que conectan células en diferente estado de diferenciación se van estable-ciendo a lo largo del proceso de desarrollo del animal, aparecen diferentes circuitos en cada etapa de su ciclo vital. Es decir, las pautas de comportamiento evolucionan con la evolución del fenotipo del sujeto y ambos procesos son paralelos a lo largo de la existencia de ese individuo; según la edad existirá un tipo u otro de respuestas que serán además iguales para todos los miembros de la especie. De nuevo, una operación emerge de la conformación de un órgano; y en este caso, además, la ope-ración emerge reforzada por la maduración del órgano causada precisamente por la repetición de la función. Esta emergencia también es paralela en el tiempo al cambio de la estructura cerebral con el “uso”.

Ciertos animales tienen, además, un conocimiento curioso, que les permite un comportamiento más indetermi-nado, no tan estereotipado como el instintivo. Es decir, pueden responder a los estímulos sin el pleno automatismo de los instintos. Esa capacidad curiosa, que en cierta medida explora el entorno, emerge también de la dinámica funcional de los

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circuitos cerebrales. En efecto, la posesión y la expresión regulada de genes que codifican proteínas para la síntesis de neurotransmisores inhibidores, permite a estos animales una capacidad de regulación adicional de los circuitos neuronales que limita las respuestas automáticas y deja margen a una diversidad de comportamientos.

El automatismo en la respuesta propia de los compor-tamientos instintivos descansa en las conexiones excitadoras y por ello la inhibición resta automatismo; y obviamente sólo lo resta en los circuitos estímulo-respuesta que le están permi-tidos específicamente a un individuo por ser individuo de una especie. Los diversos comportamientos que los estímulos pro-vocan en los animales dependen de la significación que estos tienen para el organismo. Según la especie a la que per-tenezcan, –que determina a su vez su peculiar forma de, por ejemplo, obtener alimento–, responderán a determinados es-tímulos que hacen relación a su subsistencia, mientras que le serán indiferentes otros. Un estímulo adecuado, por tanto, no es una mera realidad física sino una realidad integrada en el contexto biológico de ese organismo. Lo que provoca necesaria-mente una cierta respuesta no es una causa físico-química, sino una excitación fisiológica (la resultante de la reacción), que solo tiene significado en el individuo en cuanto tal, y de la que el agente físico-químico es la ocasión más que la causa.

Es la información inicial del genoma de la especie la que permite la existencia de genes cuya expresión regulada epige-néticamente proporciona a un ciclo neuronal una dinámica de funcionamiento que no está plenamente fijada, pero que es en cierta medida “calculable”. Ahora bien, ese cálculo responde a un “si–entonces”. Esto es, en estas circunstancias concretas, conviene tal cosa. Y esta estimación siempre se realiza con relación a su conveniencia biológica. El animal no tropieza dos veces en la misma piedra y si casualmente “inventa” algo que imitan sus congéneres, y aprenden así una “técnica nueva”, siempre es en función de su alimento.

Ningún animal se proyecta jamas de acuerdo con un fin que no sea meramente la satisfacción de sus necesidades bio-

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lógicas. Si se puede hablar de una mente animal hay que añadir que es una mente cerrada al espacio vital de su nicho ecológico. La especialización que se manifiesta en el ajuste entre estímulos, receptores, y efectores permite un conocer y un comportarse en orden a la supervivencia en el entorno a que su especie se ha adaptado; procesa información según un “pro-grama” cerrado a los limites propios de cada individuo de la especie. No cambia de perspectivas porque el animal no tiene puntos de vista singulares; tiene tendencias biológicas y espe-cíficas de especie y sólo permiten al individuo “darse cuenta”, pero no “caer en la cuenta” y hacerse cargo de la realidad. El animal no sabe que sabe.

IV. EL SER HUMANO POSEE UN PLUS DE

COMPLEJIDAD: ABIERTO, DESPROGRAMADO Y PROYECTADO SIN PARALELISMOS

Los recientes avances en el Proyecto Genoma Humano150

han permitido conocer las peculiaridades genéticas de los in-dividuos de la especie Homo sapiens. Es llamativo que no po-seen muchos más genes que sus antecesores, si bien ese mayor número de unidades de información sirven fundamentalmente para un desarrollo mucho más complejo del órgano del ce-rebro151. La comparación del genoma humano con el de los chimpancés permite conocer las innovaciones informativas y reestructuraciones cromosómicas en los eventos evolutivos que separan al hombre de los primates hominoideos152 y que han

150 “Initial sequiencing and analysis of the human genome”, Nature, 409, 860-921.

151 E. WOLFGANG et al., “Intra- and Interspecific variation in Primate gene expression patterns”, Science, 296 (2002) 340-343.

152 R. V. SAMONTE y E. E. EICHLER, “Segmental duplications and the evolution of the primate genoma”, Nat. Rev. Genet, 3 (2002) 65-72; J. A. BAILEY et al., “Human-specific duplication and mosaic transcripts: the recent paralogous structure of chromosome 22”, Am. J. Hum. Genet, 70 (2002) 93-100.

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hecho posible la aparición de las características morfológicas y fisiológicas propias del cuerpo del hombre.

Como para todo viviente, la vida es el principio unitario del que dimanan todas las facultades o potencias. Ahora bien, el hombre, cada hombre, posee un cuerpo abierto a más posi-bilidades. Cada uno de los hombres está más indeterminado o desespecializado que los individuos de cualquier otra especie de primate. Por ello, si bien la dinámica autoorganizativa de la génesis de un mamífero es aplicable a la génesis de cada ser humano, no es suficiente para dar cuenta de la génesis de cada “quien”, de la persona humana. En los hombres nos encon-tramos con un a priori radicalmente distinto153, ya que, si bien, como hemos indicado, el genoma que hereda cada viviente de la especie humana es bastante similar al de primates superiores (tanto en lo que se refiere a cantidad de información de primer nivel, como a los sistemas de ampliación y regulación de la información), sin embargo, el viviente humano es capaz de novedad radical. Posee una realidad especifica y distinta de la de los animales y ese plus es de cada hombre.

Siguiendo la línea ascendente desde la mera información genética trasmitida por los progenitores podemos decir que no existe para cada ser humano un paralelismo entre el dinamismo de la vida recibida y ese plus que crece por hábitos, virtudes, decisiones libres, y requiere estrictamente de las relaciones interpersonales. Cada hombre manifiesta que posee otro tipo de autoinformación que es suya, personal y de intensidad no igual que la información genética y epigenética. Por ello su comportamiento es radicalmente distinto. Es un ser cultural. Es creativo.

En primer lugar, lo específico del cuerpo humano y de la vida de cada ser humano, respecto a otros primates, es su ines-

153 N. LÓPEZ MORATALLA y C. MARTÍNEZ-PRIEGO, “Genoma, vida humana y persona: la realidad embrión humano”, en J. BALLESTEROS (ed.), La humanidad in vitro. Crítica y razón de una ideología, Comares, 2002; N. LÓPEZ MORATALLA, “La indeterminación de los fenómenos mentales: una hipótesis acerca de la relación pensamiento y cerebro humano”, en III Simposio Internacional La vida humana, EUNSA, 2002.

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pecialización biológica a diferencia de la especialización animal. Cada uno de los vivientes humanos está indeterminado, no plenamente programado por su biología, y cada uno se ha de determinar personalmente; tiene la vida como tarea a realizar, o lo que es lo mismo, la vida no le viene resuelta por la biología. No tiene un conjunto fijo de estímulos, sino que puede inte-resarse por cosas que no le sirven para nada, e incluso que no existen. Y, a su vez, una vez captado el estímulo, puede reac-cionar a él de formas diversas, no determinadas biológica-mente, a veces culturales y a veces “contra-culturales”, e inclu-so no reaccionar en absoluto a un estimulo aun teniendo “necesidad”. Se suele decir para expresar este modo de compor-tamiento que el hombre tiene pobreza de instintos. Y una de las manifestaciones de la falta de “ajuste” o especialización biológi-ca es la diferencia de significado en el acto que conlleva la reproducción animal; la aparición de un nuevo individuo está estrictamente determinado en cuanto que la hembra sólo es fértil en la época de celo. Por el contrario el gesto humano natural de un hombre y una mujer que posibilita engendrar es consciente y libre –no ligado a época concreta–, tanto en cuanto expresa donación personal, como en tanto conocen el nexo con las potenciales posibilidades de fertilidad. No se pone automá-ticamente en marcha, cuando se dan acontecimientos biológi-camente significativos; o, si se pone, puede liberarse de ese automatismo.

En segundo lugar, cada ser humano está abierto más allá de su nicho; propiamente no tiene nicho sino mundo en cuanto se relaciona con el mundo y con los demás haciéndose cargo y no en mera función de su biología. Más aún sus “in-teracciones” con el medio (de modo inconsciente, pero irre-versible al principio de su vida, y de modo consciente, res-ponsable y en relación interpersonal después) dejan huella en el sujeto, tanto en el nivel genético como en el de la confi-guración orgánica. De esta forma, cada hombre se diferencia notablemente, no sólo de los demás individuos de otras espe-cies, sino que los individuos humanos manifiestan diferencias “personales” entre ellos. Una manifestación que evidencia esta

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apertura o falta de paralelismo con lo biológico, en tanto la propia biología queda modificada por lo personal es la madura-ción del cerebro. La estructuración del cerebro, la maduración de las neuronas y su integración en circuitos, no ocurre con el mero desarrollo y construcción del organismo, sino con la propia vida. El cerebro de cada hombre es tabula rasa al nacer y su plasticidad no se cierra: es plástico a lo largo de toda la vida. Por ello, las relaciones interpersonales, y la misma con-ducta, determinan la construcción y la maduración del cerebro de cada sujeto. Podríamos afirmar, en este sentido, que guarda memoria genética de las relaciones interpersonales y de su propia conducta; la biografía deja huellas biológicas que son a su vez instrucciones de la emisión del programa en cuanto madura personalmente el órgano del cerebro (como analiza-remos en otra sesión) permitiendo la emergencia de una opera-tividad “impregnada de humanidad”. No termina su crecer; o no es un crecer en paralelo a la curva natural de la vida en tanto que está abierto a incorporar a la emisión del programa la información que procede de su capacidad de relación.

Y, en tercer lugar, los hombres no están nunca termina-dos. Las facultades como el lenguaje o habla, el conocimiento intelectual, la voluntad y la capacidad de amar, no crecen de forma paralela a la maduración del órgano sino que están abiertas a desarrollarse mediante hábitos. A diferencia de lo que sucede con la “mente o psique animal” y con su compor-tamiento, que emerge y es paralelo al desarrollo del órgano y del organismo, estas facultades no emergen; son facultades no ligadas directamente a órgano. El viviente humano está más desprogramado que el animal, y por ello no está estrictamente sometido a las condiciones materiales. Es capaz de operaciones no determinadas absoluta y totalmente por las condiciones previas: posee una operatividad creativa que sobrepasa todo aquello que los más sofisticados procesamientos de información neuronal podrían hacer emerger.

En resumen, se distinguen por tanto en el hombre dos dinamismos constituyentes distintos: el propio de su naturaleza biológica, que se rige por las leyes de la biología, y el propio de

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su libertad personal. Este último dinamismo es el que hace de la vida una tarea abierta y por tanto una empresa moral154. En su libertad radical cada uno de los hombres es capaz de resolver con técnica lo que la “biología” le ha negado: potencia con hábitos la inteligencia, la capacidad creativa, hace cultural su forma de vivir. Y el cuerpo humano abierto, no cerrado en su biología, en su “pobreza” de especialización por indeterminación biológica, es presupuesto biológico para un ser libre. El puesto del hombre en la Naturaleza es “excentrico, fuera y dentro al mismo tiempo”: no encerrado en los ciclos y ritmos biológicos, sino abierto a más posibilidades.

¿Cómo puede la génesis humana, la construcción y desarrollo y maduración del cuerpo humano estar indeterminada como tal proceso biológico?

Como en cada ser vivo en el ser humano coexisten

distintos tipos de propiedades y operaciones y de todas ellas el viviente es su sujeto. Es del sujeto de donde proceden, es el sujeto quien las causa y por tanto en él es necesario ir a buscar el origen de estos fenómenos. Ciertamente los fenómenos mentales emergen como operaciones de un viviente, son opera-ciones vitales, ligadas a órgano. Pero como hemos señalado, el viviente humano está más desprogramado que el animal porque la emisión del programa genético del hombre está indeter-minado, en tanto que está abierto a incorporar a la emisión del programa la información que procede de su relacionabilidad. El entorno de cada uno de los hombres, entendido como sus rela-

154 Como plantea el darwinista FRANCISCO J. AYALA en Ciencia y

Sociedad, Nobel, Oviedo, 1998, pp. 245-264: «La moral es humana: a) nuestra naturaleza biológica puede predisponernos a aceptar ciertos preceptos morales, pero no nos obliga a aceptarlos ni a que nos compor-temos según ellos (…) b) algunas normas morales son consistentes con los comportamientos estimulados por la selección natural pero otros no y c) las normas morales difieren de una cultura a otra (…) no están deter-minadas por los procesos biológicos».

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ciones humanas, sus emociones y sentimientos, su afectividad, sus hábitos y decisiones, etc., contribuye a la constitución del propio cerebro como otro modo de recibir y de procesar informa-ción. Es congruente plantear que puesto que el genoma huma-no configura un viviente con operatividad propia y potenciada a otro nivel especifico, el hombre posee un acto de ser de otro orden: el ser personal. La diferencia radical entre los seres vivos y las personas se halla en el orden del ser; diferencia que pue-den entenderse en cuanto intensidad de ser y no simplemente diferencia en la esencia. Ser persona no es una cualidad, sino el ser “cada quien”.

La génesis de cada hombre tiene, por tanto, un elemento nuevo, que no está presente en los animales: la relacionabilidad o apertura, que es una autoinformación no genética; un plus. O dicho de otro modo la información genética y epigenética está potenciada indeterminando la vida biológica, o lo que es lo mis-mo convirtiéndola en biografía. Por ello los estados mentales del hombre, emergen del órgano, pero de un órgano personalmente humanizado. Más aún, el mensaje genético (y sus amplifi-caciones) en vez de quedarse ordenado a la mera vida corporal, en función de la especie, se ordena hacia el fin propio personal: la vida humana de cada persona puede “liberarse” de las deter-minaciones estrictamente biológicas. Por ello los estados men-tales, las tendencias y predisposiciones pueden de hecho ser cambiadas por el yo personal: el mensaje genético y la infor-mación de su emisión, ha sido en su mismo origen “elevado o reforzado” y así se determina, se decide respecto de sí mismo.

De nuevo aparece aquí la lógica de los seres vivos: la información genética predispone, es presupuesto de la capaci-dad humana de liberación del automatismo de los procesos biológicos. Procesos biológicos con la decaída inexorable propia de todo viviente animal y la vida biográfica con su dinamismo emergente propio de cada hombre y no genérico de la especie humana. Una unidad en la que los dinamismos no son en ab-soluto paralelos: convergen en diversos puntos influyéndose mutuamente de modo general en todos los seres humanos y divergiendo de modo individual en cada hombre.

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No existe una “propiedad biológica” que explique la apertura libre, intelectual y amorosa de los seres humanos a otros seres. La indeterminación respecto a la biología que pone de manifiesto la vida propia de cada hombre y la influencia de la biografía de la persona en la misma construcción de su corporalidad no está contenida directamente en la información genética; aunque al mismo tiempo se requiere recibir una dotación genética humana para que sea completa y coherente la capacidad de operaciones propiamente humanas. Ahora bien el hombre no posee dos vidas. En la única vida temporal el plus de vida humana no es un segundo principio de vida; no es sin más información genética y epigenética, sino que el plus o carácter personal, la vida añadida, indetermina la información genética y epigenética de cada viviente humano. Esto es, el ser personal no emerge con el desarrollo, sino que cada persona se desarrolla como hombre.

El origen del plus humano La respuesta desde el conocimiento de las ciencias

positivas y de las ciencias humanas deja como último y único reducto el psiquismo humano, la vida espiritual, el mundo del espíritu, que escapa de suyo al tipo de explicaciones “por emer-gencia”. La respuesta a la pregunta por el alma es incompleta en tanto en cuanto que la pregunta contiene el origen de ese plus que no sólo no emerge sino que hace a cada uno capaz de ser dueños de sí mismos. No solo tener destino sino que cada uno se lo gana o se lo frustra.

Quienes no aceptan una intervención de Dios que dona el ser personal hablan de “emergencia”: sobreviene algo no contenido directamente en la información genética, pero reque-rido por ella para explicar la coherencia de la operatividad. En ese caso, si ese plus de ser del ser personal debe necesaria-mente emerger de la configuración de los materiales, y la aper-tura personal, que de hecho se da en los seres humanos, tiene difícil explicación. Por ello, desde un emergentismo radical, ma-terialista en tanto propone que no existe ninguna realidad fuera

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de la material, el carácter personal (el espíritu, la libertad, la facultad intelecto) emerge necesariamente de la complejidad arquitectónica y funcional del organismo humano; con lo que resulta inexplicable la complejidad misma de cada ser humano, su apertura.

En el pensamiento de Zubiri el alma humana es psique y por eso se puede hablar de su noción de génesis del ser humano como de un emergentismo por elevación (un brotar de). Tanto para él como para Polo el alma humana no es yuxtapo-sición, ni superposición o sucesión de almas vegetativa, sensi-tiva e intelectual. Las facultades espirituales son dadas al “su-jeto adecuado”; son dadas al sujeto que las exige para com-pletar su modo de ser propio. La diferencia radical entre los seres vivos y las personas se halla en el orden del ser. Lo diferencial se da en cuanto intensidad de ser. El ser del hombre es ser personal.

En el pensamiento de Polo, el alma humana, no es “prin-cipio de vida” al modo como lo es la animal. Es vida añadida, “vida como yo humano”. Vida que procede de persona y la persona la tiene en propiedad y por eso la persona la tiene como quehacer. Posesión significa precisamente la no consecu-ción necesaria de un telos; el fin no está determinado y al poseerlo en propiedad es tarea a alcanzar. El alma no es mera información, sino que indetermina la información genética y epigenética del ser viviente humano. La biología humana (en sus diferencias con la zoología) manifiesta que el ser humano está abierto hacia dentro y en consecuencia, se puede abrir hacia fuera. De este modo, la libertad humana queda situada en lo más alto e íntimo del ser humano, más aún, es la expli-cación última de su intimidad y de su manisfetación155.

Lo añadido, se añade de tal modo que ordena el dina-mismo de la vida recibida a la libertad: indetermina el fin intra-

155 El modo propio y característico en que el ser humano es espíritu

«es la amplitud interior del acto de ser humano» (cf. L. POLO, Antropología trascendental, I, p. 92, nota 94).

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cósmico156. La única alma humana es de cada hombre y posee facultades “abiertas”, capaces de modificar el fin de la opera-ción; indeterminadas respecto a su propio operar. Facultades que no tienen relación directa con órgano porque están abiertas a cualquier operación y se retroalimentan por hábitos que son capacidad de modificación en cuanto al fin. En este sentido se dice “espiritual”. La vida que procede del viviente humano, de la persona, se añade, eleva, refuerza, inspira, insufla libertad, amor a la vida recibida. El “quien” dispone en propiedad de la naturaleza humana común a todos los hombres. Puesto que posee espíritu no ligado inmediatamente a la materia (como lo inmaterial) la apertura del ser personal no está medido por la vida biológica. El hombre es singular dentro del cosmos justa-mente por la apertura originaria, indeterminación. La apertura de sus facultades “abiertas” permiten explicar al hombre, y su génesis, sin reducirlo a la biología.

El ser personal es un ser que se posee a sí mismo y que es dueño de sus actos, un ser dotado de intimidad, abierto a la relación y que en virtud de su espiritualidad puede entregarse sin alejarse de sí. La persona es el ser abierto en primer lugar hacia dentro. A esta co-existencia íntima se llama también liber-tad (libertad transcendental), En el ser humano, ser, persona y libertad son equiparables. Además, y precisamente porque la persona es intimidad, apertura hacia dentro, el hombre se puede abrir hacia otros seres distintos de él, se puede abrir hacia el mundo, hacia las demás personas humanas y, en últi-mo término, se puede abrir hacia Dios; es obvio que solamente cabe abrirse hacia fuera si primero uno está abierto hacia la propia intimidad. La libertad trascendental equivale al modo en que el acto de ser humano está abierto hacia dentro, y por eso,

156 En terminología de Polo lo añadido a lo recibido es relación de lo uno a lo otro, presencia de lo uno en lo otro; otra dimensión implicada en el dinamismo vital, es reforzar una vida, que no viene de ella, y respecto de la cual le corresponde añadir, elevar; insuflar libertad, amor e inti-midad. Y el modo de añadir son hábitos y virtudes. El hábito perfecciona e incrementa la esencia; amplía la libertad y aumenta el fin (cf. L. POLO, Antropología, II, pp. 17-28).

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se puede abrir hacia fuera157. La esencia humana no se identifica con el genoma: la

esencia humana no puede ser entendida como un principio, pues es dual. No es doble vida, sino que tiene dos modos de crecimiento unitario: crecimiento en cuanto vida recibida de los padres y crecimiento como persona, en cuanto “vida como yo humano”. No son dos vidas: la vida que procede del viviente humano, de la persona, se añade. La vida en cuanto persona crece por los hábitos intelectuales, y las virtudes morales, y es así propiamente el modo en que se refuerza y eleva la vida recibida. Desde aquí se descubre el sentido creciente y perfec-tivo de la acción humana, hasta el punto de entender la esencia humana como vida158. De tal manera que el rasgo distintivo de la esencia, o vida, humana respecto de la esencia del resto de los seres vivos, es precisamente la toma de decisiones, puesto que lo peculiar de la vida humana es la acción práctica, en su amplia diversidad de sentidos. La vida añadida se corresponde con la dimensión espiritual de la esencia humana, que procede innatamente de la persona humana. La actividad existencial humana no se corresponde con la vida, sino con el viviente: la persona humana no es la vida, sino el viviente. La vida humana entendida como actividad o acción equivale a la esencia: esto

157 Polo establece así claramente la equivalencia de ser, persona y

libertad en el acto de ser humano (L. POLO, “La coexistencia del hombre”, en El hombre: inmanencia y trascendencia, Actas de las XXV Reuniones Filosóficas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Navarra, 1991, p. 45). De este modo, la libertad humana queda situada en lo más alto e íntimo del ser humano, más aún, es la explicación última de su intimidad y de su manifestación. El modo propio y característico en que el ser humano es espíritu «es la amplitud interior del acto de ser humano» (L. POLO, Antropología trascendental, I, p. 92, nota 94). En rigor, persona significa cada quién, es decir, cada intimidad, cada libertad; por eso, per-sona significa, ante todo, irreductibilidad; y al mismo tiempo es apertura (L. POLO, Antropología trascendental, I, p. 89).

158 Según afirma Polo, la esencia distinta realmente del acto de ser personal incluye la naturaleza humana en tanto que perfeccionada por los hábitos adquiridos.

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significa que la vida añadida o espiritual, la vida como libertad y la vida recibida, asimilable a la vida biológica, forman la esencia de la persona humana.

La persona no posee una naturaleza (aquello de lo que la persona dispone no lo que es) fija sino abierta, es decir, que su capacidad de desarrollo es infinito. Desarrollar la naturaleza significa crecer cognoscitiva y volitivamente. Es por tanto una manifestación de lo espiritual; la libertad se manifiesta en las facultades no ligadas a órgano: inteligencia y voluntad. La libertad no es ninguna de las dos ni la suma de ambas. Se manifiesta en ambas. Tampoco la libertad es principio respecto del pensar y querer pues principio indica fundamento. La libertad no puede ser fundamento porque lo fundado desde ella sería necesario y no manifestación libre. El hombre no es ni principio fundante de sus actos ni principio respecto de los demás sino libre manifestador de sus actos y libre coexistecia con los demás. Somos libertad; si la tenemos en las potencias es porque previamente lo somos. Nuestro núcleo personal es libertad y la inteligencia y la voluntad son las ventanas por donde manifestamos quién somos.

Ser persona no es una cualidad, sino el “cada quien”. El “quien” dispone en propiedad de la naturaleza humana común a todos los hombres. Son las manifestaciones de la persona las que para hacerse explícitas requieren un determinado y gradual nivel de desarrollo y maduración del hombre. El proce-so constituyente a hombre no emerge del proceso constituyente a viviente. No es “otra alma”, sino potenciación del principio de vida transmitido por sus padres que ni emerge de un cierto y suficiente desarrollo y maduración, ni ha de ser fruto de una animación retardada.

V. RESURRECCIÓN DE LA CARNE La cuestión de la fe en la resurrección de la carne es la

cuestión de la inmortalidad de la vida añadida y de cómo la vida eterna recibe la vida temporal vivida por cada persona

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humana con sus obras que le acompañan por siempre. El problema de qué ocurre después de la muerte no se puede contestar desde la filosofía. La respuesta de que después de la muerte está el gozo eterno de Dios o la condena eterna es una afirmación conocida desde la fe. Pero la conciencia de la inmor-talidad que el hombre alcanza desde la vivencia de la muerte es manifestación de que con la muerte biológica el hombre no alcanza ni el término, ni el fin de su vida.

Justamente, la condición de posibilidad de la vivencia y la conciencia de la muerte es la condición dual de la naturaleza humana (vida recibida/vida añadida) y el carácter personal, el yo que posee la naturaleza humana. La muerte se vivencia “desde el espíritu” como escisión peculiar del yo personal (muy diferente de la que se da en los trastornos psicopatológicos) y al tiempo es vivencia de inmortalidad; de la existencia de otra situación u otra vida que sigue después del acontecimiento biológico de la muerte. La muerte en antropología es vista como un rito de tránsito, paso de una situación a otra.

La vida añadida no llega a su fin (entendido como final); no se acaba porque dada la apertura personal no alcanza su plenitud, pero dado la condición de la vida recibida sí muere. Pero la muerte no pertenece intrínsecamente a la añadida; se le pone un término externo desde fuera, desde la vida bioló-gica. La fuerte potencia de la operatividad humana, más libre que la apertura de posibilidades que el genoma le ofrece, obliga a plantearse la inmortalidad. La estructura de la subje-tividad humana (el conjunto de operatividades cognitivas y tendenciales) tiene base orgánica (órgano o materia ordenada con capacidad operativa), pero manifiesta la existencia de po-tencias operativas superiores y en ninguna parte del cuer- po está el órgano que permite llegar a la operación superior. Desde aquí también se vislumbra que la muerte del hombre es propiamente la muerte de su vida recibida, o más exactamen-te, cuando el hombre muere, lo que se muere o destruye en el hombre es su vida biológica. Ni la vida añadida, ni el acto de ser humano se destruyen o mueren con la muerte del hombre.

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El estudio del genoma humano no permite hablar direc-tamente de inmortalidad aunque aporta un dato muy signifi-cativo: porque el mensaje genético es inmaterial, es informa-tivo, es en este sentido palabra, su contenido puede traducir- se a materia organizada y viva –carne–, o, como hemos visto al hablar de la música del genoma, podría traducirse y emitirse a otro tipo de realidad inmaterial como la información de una secuencia. Así, podríamos sugerir que el cuerpo glorioso será otra manera no material de decir el propio mensaje, la propia palabra, intemporalmente. Pero no ya la palabra inicial re-cibida sino la que ha sido dicha en la vida temporal de cada yo humano, con las connotaciones de lo vivido y las obras realizadas. Podemos sugerir que las obras realizadas en esta vida nos acompañaran en la eterna en el sentido ya comentado de que lo vivido, la vida del yo personal, se guarda y dura en tanto deja huella en la vida recibida. Así el cuerpo nuevo lo será por la nueva textura con que se dice esa palabra que es la nuestra, la de cada uno. Se entiende que si la apertura del ser humano, llamado a responder a Dios a la invitación a participar en su Vida tenga en el espacio de respuesta, en la vida temporal, la capacidad de modificabilidad de las condiciones iniciales a partir de sus actos personales, de su exclusiva biografía.

Es la coherencia del ser personal. El hombre tiene una vida temporal y otra eterna porque es persona. Es dual, y dual no es doble, es más: materialidad y no materialidad; con facultades que requieren órgano y desaparecen con la muerte y facultades espirituales no ligadas a órgano. La vida añadida, el alma, se corresponde con la dimensión espiritual e inmortal de la esencia humana. El más es intensivo, comporta perfección intrínseca. Y así, la actividad de la esencia humana –la vida como libertad– es inmortal: la dualidad del ser humano y su esencia es paralelo o equiparable a la dualidad entre persona (el viviente) y su vida.

Se entiende que la espera hasta la resurrección de la carne es situación en espera de una plenitud “merecida” en la que las obras acompañan. Por ello la resurrección de la propia

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carne es francamente esperanzador para un ser con ansia de infinito, al que se la hado ser imagen y semejanza de Dios, hijo de Dios.

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EL PROBLEMA CONSCIENCIA-CEREBRO

SEGÚN PEDRO LAÍN ENTRALGO. VALORACIÓN EPISTEMOLÓGICA Y TEOLÓGICA

CÉSAR REDONDO MARTÍNEZ INSTITUTO TEOLÓGICO ‘SAN ILDEFONSO’

TOLEDO

a mi hermana Laura

Uno de los primeros aspectos a tener en cuenta para

acotar correctamente la exposición del tema que nos ocupa, es por qué aparecen en el título los términos “consciencia-cerebro” y no el habitual o quasinormativo “mente-cerebro”. Tradicio-nalmente es éste último el esquema que viene figurando en la problemática del papel del cerebro en la vida humana tal y como se nos expresa, por ejemplo, respecto al pensamiento, la conciencia o la libertad. Laín Entralgo no se refirió a esta problemática utilizando de un modo explícito los vocablos “consciencia-cerebro”, aunque sí estudió en una ocasión esta cuestión aludiendo a ella como «cerebro y autoconciencia»159.

159 Cf. P. LAÍN ENTRALGO, Cuerpo y alma. Estructura dinámica del cuerpo humano, Madrid, 1991, pp. 12 y 222-226. N. B.: a lo largo de la exposición del tema se emplearán los términos conciencia (o consciencia) y autoconciencia como términos sinónimos, aunque en el glosario de concep-tos psicológicos o neurocientíficos han de ser entendidos de modo diverso; cf., por ejemplo, D. CHALMERS, La mente consciente. En busca de una teoría fundamental, Barcelona,1999, p. 25. El primero hace referencia a la percatación del mundo exterior, y el segundo a la conciencia de sí mismo. Laín hace, efectivamente, tal distinción al diferenciar entre conciencia vigil-conciencia del ser de los entes reales, y conciencia de sí mismo, cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, Barcelona, 19982 (ed. original 1995), pp. 215-225 y 241-242. La razón de que los empleemos como sinónimos es porque

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De un modo u otro, el título quiere destacar ya desde el principio por qué han de emplearse estos términos y no los habituales “mente-cerebro”.

En realidad, como más adelante se subrayará con más detalle, el uso del término “mente” no satisface el planteamien-to que Laín tiene para estudiar la realidad y el papel del cerebro en la vida humana. Veremos que para Laín Entralgo los men-talismos han descuidado un matiz que él mismo tratará de sub-sanar mediante una fundamentación científica y filosófica más rigurosa de la realidad del cerebro. Mucho menos podría con-jugarse la problemática que tenemos entre manos, afirma infi-nidad de veces Laín, considerando que el cerebro es el órgano del alma. Sin duda, las invectivas de Laín irán dirigidas sobre todo hacia estos últimos; es decir, hacia los planteamientos dualistas, ya sean interaccionistas, cartesianos o hilemorfis- tas, tanto en la vertiente más rigurosa como la que respecta a la más moderada. Ahora bien, tampoco son válidas para Laín las coordenadas que los materialismos a ultranza edifican a la hora de analizar la realidad humana, y en particular, la rea-lidad del cerebro en ella.

Pero lo que debe quedar claro desde un principio es que el alma ni existe ni es necesaria para dar razón razonable, dice Laín, de lo que es el hombre160. De manera que la justifica- ción de lo que éste sea debe catalizarse a través del estudio del cerebro humano como subunidad rectora de todo su or-

ambas tendencias intencionales se dan en y por la conciencia. De todos modos, nuestro autor también los concibe sinónimamente: «Si la conciencia humana en tanto que conciencia-de, es percatación de la realidad de uno mismo y del mundo, su condición personal se hace patente en este doble hecho: que la conciencia de sí mismo se refiere simultáneamente a lo que uno es (...) y que la conciencia de las cosas del mundo concierne de modo simultáneo a lo que realmente ante él están siendo (...) y a la ilimitada serie de las cosas que como cosas-sentido pueden ser todas las que en su mundo percibe», Alma, cuerpo, persona, pp. 233-234; cf. 231-233.

160 Cf. LAÍN, Qué es el hombre. Evolución y sentido de la vida, Oviedo, 1999, p. 178.

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ganismo161. Por otro lado, el afán de nuestro autor será pre-sentar una propuesta científica y filosófica válida para cualquier forma de pensar y para cualquier creencia que se plantee de forma rigurosa la realidad en sí misma162. De esta propuesta es de la que nos vamos a ocupar, si bien hay que acentuar que el estudio del cerebro es precisamente desde donde Laín desarrolla y sintetiza sobremanera todos los aspectos que integran su teoría cosmológica y antropológica. Sin temor a equivocarnos, el estudio y la correcta fundamen-tación del cerebro y su papel en el resto del organismo es para Laín el núcleo esencial y el punto de inflexión desde el que cobran significado los demás ejes de sus tesis163. Éstas per-tenecen a un sistema científico y filosófico potenciado y ra-dicalizado por Laín Entralgo, heredado sobre todo de Zubiri164, y cuyas características podríamos sintetizar con el nombre de monismo dinamicista y corpóreo-estructurista165. Por eso, el estudio que aquí se ofrece pertenece a la “segunda época” del pensamiento lainiano, en el cual amplía y precisa las ideas cosmológicas y antropológicas de Zubiri, pero radicalizándolas

161 N. B.: para lo que sigue, cuando nos refiramos en la propuesta lainiana solamente al cerebro debe entenderse su unidad con el todo somático humano.

162 Cf. LAÍN, Idea del hombre, Barcelona, 1996, p. 201; Ser y conducta del hombre, Madrid, 1996, p. 499; “Sobre la persona”, Arbor 613 (1997) 9-24; Qué es el hombre, pp. 219-220.

163 No obstante, otro aspecto de capital importancia para Laín es armonizar su concepción estructurista del cuerpo humano con su teoría escatológica, y viceversa. La afirmación de que «el hombre es su cuerpo», LAÍN, Ser y conducta del hombre, p. 223, debe quedar también a salvo a la hora de mantener una escatología de doble fase sin alma. Para más detalles, cf. C. REDONDO MARTÍNEZ, “Presupuestos, límites y alcance de la antropología dinamicista de Pedro Laín Entralgo”, Revista Española de Teología, 63 (2003) 522; Origen, constitución y destino del hombre según Pedro Laín Entralgo. Presentación y valoración, Toledo, 2004, p. 158.

164 Cf. REDONDO, Origen, constitución y destino del hombre, pp. 101-104. Ahora bien, Zubiri no es el único pensador que influye notablemente en la labor intelectual de Laín (Ser y conducta del hombre, pp. 104-105).

165 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, p. 199; Qué es el hombre, pp. 110-113.

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zubirianamente166. Pero, no obstante, hay que guardar cautela a la hora de calibrar la influencia de Zubiri en Laín. Efecti-vamente, señala Nelson Orringer, Laín no es el epígono de Zubiri, porque, aunque éste ocupe una parte importante en la antropología metafísica y científica lainiana, el propio Laín le interpreta y aplica sus doctrinas con originalidad e independen-cia, y, llegado el caso, disiente con delicadeza. La aportación y superación de la antropología lainiana a la zubiriana, estriba en el enriquecimiento de ésta a través de los datos médicos e históricos, lo que la convierte en un sistema maduro, a la par que se deriva de él su propia profundidad metafísica167.

De este modo se hace necesaria una previa intelección de los elementos principales que configuran las tesis lainianas del sistema filosófico-científico que propone, para así poder comprender correctamente el papel del cerebro que Laín atri-buye en la vida humana. Las herramientas conceptuales del sistema lainiano postulan la realidad de la actividad cerebral como subunidad de la totalidad del cuerpo humano. Por otro lado, sería ocioso exponer con detalle todos esos elementos, por lo que destacaremos única y brevemente las claves que fun-damentan la teoría lainiana sobre el cosmos y el hombre. A renglón seguido –y continuamos siempre dentro de un esquema sintético– se desglosarán las fuentes de las que se ha valido Laín para construir su teoría acerca de la relación unitaria e integradora del cerebro y del organismo entero como relación todo-parte, haciendo mención al mismo tiempo de la metodo-logía y de los presupuestos que ha empleado en sus tesis. El penúltimo paso será la exposición de la cuestión que aquí nos atañe, es decir, el papel que juega el cerebro en la autocons-

166 Cf. LAÍN, Qué es el hombre, p. 185; Idea del hombre, p. 127. Para

la cuestión de la evolución del pensamiento de Laín remitimos más ampliamente a REDONDO, “Presupuestos, límites y alcance”, pp. 500-511; Origen, constitución y destino, pp. 31-60.

167 Cf. N. R. ORRINGER, “Zubiri en la antropología médica de Laín Entralgo”, en Actas del VI Seminario de Historia de la Filosofía española e Iberoamericana, Salamanca, 1990, pp. 474 y 483; La aventura de curar. La antropología médica de Pedro Laín Entralgo, Barcelona, 1997, p. 214.

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ciencia humana. Para finalizar, trataremos de incidir en los límites que la propuesta lainiana presenta, desprendiéndose simultáneamente de ellos un análisis, en perspectiva con otros autores, que intentará descubrir los planteamientos que pueden servir para justificar y afirmar la existencia del alma –sin que esto suponga incurrir en dualismos– para con una teoría que valore la materia corporal y todo lo que a ella concierne.

I. PREMISAS PARA EL ESTUDIO ESTRUCTURAL DEL CEREBRO: CLAVES DE LA ANTROPOLOGÍA

DEL DINAMICISMO CÓSMICO Una de las primeras consideraciones a tener en cuenta

es que el hombre es esencialmente cósmico, y es, por esto, lo que más directamente percibe de su realidad168. El hombre, dirá Laín, es «hijo del cosmos, es materia personal, criatura de Dios sin necesidad de un principio real superior a ella, de ninguna entidad espiritual»169. De este modo, Laín evita la apelación a un ens praeter necessitatem170, con lo cual su propuesta se desliza por la pendiente del estudio meramente somático-estructural del cerebro y su papel en el conjunto de las acciones propias que caracterizan al ser humano. Pero, ¿por qué llega a este convencimiento? Este cosmos ha tenido lugar por un acto gratuito de creación de Dios a partir de la nada, nos dice Laín, cuya creencia es física y metafísicamente compatible con lo que la astrofísica actual afirma acerca de si hubo o no hubo “algo” antes del big-bang171. Sin embargo, su desarrollo es dinámico, el cual consiste en dar de sí por sí o por otro bien lo que está siendo (p. ej., calor, cuando el dinamismo

168 LAÍN, Qué es el hombre. Evolución y sentido de la vida, pp. 184-

185. 169 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, pp. 199-200. 170 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma. Estructura dinámica del cuerpo humano,

pp. 64-66. 171 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, p. 182.

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se manifiesta como energía) o bien propiedades nuevas o es-tructuras nuevas (p. ej., engendrar mutantes que puedan dar lugar a especies vivientes todavía no existentes)172. Es decir, este dinamismo estructurado no es algo que tiene el cosmos, sino que el cosmos es dinamicismo173. Todo lo que ex novo va apareciendo en el curso de su evolución es cualitativamente distinto de lo anterior. Pero las estructuras o sustantividades174 –y Laín rechaza el término y el significado tradicional de sus-tancia (sub-iectum)– son esencialmente dinámicas y, por ende, “estar dando de sí” es la realidad primaria que las constituye. Ésta es la clave de que siempre existe una exigencia de novedad más compleja y hasta más elevada. Lo que se supera, a su vez, está en subtensión dinámica en el nuevo ente que ha resulta-do175. De este modo, el dinamismo es causación176, y con él se designa físicamente y metafísicamente el ser deveniente que en sí mismo es el cosmos177. En el caso, por ejemplo, del cerebro humano, los sistemas vegetativo y sensitivo están en subten-sión dinámica respecto a su estructura total y englobante re-presentada por el cortex o neocortex.

Dinámico es entonces un punto de vista ontológico que contempla al ser como un hacerse, por lo que su opuesto sería lo estático. El cosmos es una deveniente inmanencia desde su creación, y está hecho de materia y energía. La energía da lugar a los movimientos y las transformaciones de los cuerpos mate-riales, y la materia es una de las formas que en su evolución adopta el radical dinamicismo que en esencia es el cosmos178.

172 Cf. LAÍN, Qué es el hombre. Evolución y sentido de la vida, p. 108. 173 LAÍN, Qué es el hombre, p. 105. 174 Como en varias ocasiones reitera Laín, la percepción de la

constitución estructural de un ente no es empírica, ya que se trata de la configuración esencial del dinamicismo cósmico. Sin embargo, a él nos lleva la experiencia de lo real. Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, p. 118.

175 Cf. LAÍN Alma, cuerpo, persona, p. 196; Cuerpo y alma, p. 70 y 109.

176 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, p. 75; Qué es el hombre, p. 114. 177 Cf. LAÍN, Idea del hombre, p. 94. 178 Cf. LAÍN, Qué es el hombre, p. 105.

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Las estructuras cósmicas dependen tanto de la respectividad interna de las notas que la constituyen (son “notas de”, ya que la sustantividad o la estructura es el conjunto unitario, clau-surado y cíclico de las notas que constituyen y caracterizan una cosa), como de la respectividad externa, es decir, de su conexión operativa con las restantes estructuras del cosmos179. Por eso, afirma Laín con Zubiri, las estructuras en las que se codeter-minan esas notas las poseen de suyo180. No obstante, Laín, para evitar una interpretación crasamente materialista de su propuesta, y aunque no vea en la realidad del cosmos sino materia-energía, sustenta una concepción de la materia, toma-da también del «último Zubiri»181, llamada materismo-no-mate-rialista, solamente bien entendido desde la realidad estructural-sistémica del cosmos más arriba descrita182.

De manera que el cosmos sería el Todo, y cada parte una concreción de él. Este Todo del universo es la unidad en res-pectividad que constituyen todas las estructuras del cosmos183. Uno de los puntos de referencia para Laín de la relación todo-parte es el Teeteto platónico. Allí se habla del «todo desde las partes (…) el todo como suma de elementos (…) el todo antes que las partes (…) el todo como básica totalidad»184. De este modo, las estructuras físicas constituyen el múltiple y unitario modo de ser reales tanto el Todo del cosmos como las partes que en él se integran. De hecho, cuando nos ciña-mos a la cuestión de la consciencia y el cerebro –del psiquismo y la conducta humana– no deberemos olvidar tanto este carác- ter indisoluble, unitario e integrador de la relación todo-parte, como lo que concierne a los dos tipos de respectividad (in- terna y externa), sin pasar por alto el concepto ya apuntado

179 LAÍN, Qué es el hombre, pp. 112 y 186; Cuerpo y alma, pp. 62-73. 180 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 42 y 65-69. 181 Cf. X. ZUBIRI, Sobre el hombre, Madrid, 1986, pp. 445-451 y ss. 182 Cf. P. LAÍN, Cuerpo humano. Teoría actual, Madrid, 1989, pp. 318-

320; Cuerpo y alma, p. 118; Qué es el hombre, p. 64. 183 Cf. LAÍN, Qué es el hombre, p. 113. 184 LAÍN, Qué es el hombre, p. 109.

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de subtensión dinámica185. Pero para alcanzar el desarrollo cerebral humano la

materia ha necesitado una evolución en la que opera funda-mentalmente la unidad ternaria de azar, necesidad y teleo-nomía, propiciando la posibilidad, como de hecho se ha efec-tuado, de la aparición de la vida, donde opera “triunitaria-mente” la selección natural-mutación-adaptación al medio, que son formas de realizarse el dar de sí del dinamicismo cósmico en la evolución de las especies vivientes. El dina-micismo continúa siendo innovador, creador, pero desde y a partir de algo186.

Así pues, la creciente complejidad que adquiere la vida en nuestro planeta, como expresión de la capacidad innovadora del dinamicismo cósmico, va generando un hilo filogenético hasta llegar a la aparición del hombre, su particular onto-génesis derivada del desarrollo de los prehomínidos y ho-mínidos187. Desde la conciencia bioquímica de los protozoos y metazoos carentes de sistema nervioso, pasando por la con-ciencia neural de los metazoos que ya lo tienen188 –sin olvidar la

185 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, p. 151. 186 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 91-104; Idea del hombre, pp. 102-108;

Qué es el hombre, pp. 113-116 y 188-189. 187 Cf. LAÍN, Qué es el hombre, pp. 119-122; Cuerpo y alma, pp. 94. 188 Los protozoos sienten las variaciones producidas en ellos

mismos y responden a ellas de modo biofísico y bioquímico. En los me-tazoos no va a ser muy distinto, porque en ellos se desgaja una forma nueva poco diferenciada de la anterior quedando ésta incorporada en subtensión dinámica (por ejemplo, celentéreos, pólipos o medusas). En efecto, la aparición de tejido nervioso necesita el soporte bioquímico del organismo para poder ejercer las funciones que de hecho efectúa. En la vida animal el movimiento es conditio sine qua non para la obtención de alimento y la reproducción (vida quisitiva). Esto mismo lo podemos comprobar desde la vida de la ameba hasta la del hombre. En este nuevo paso evolutivo encontramos un dato que impulsa y potencia el movimiento y la búsqueda hacia lo que se desea hallar: nos referimos al ensayo, el error y su adecuada rectificación. Es importante en este proceso que se de una independencia respecto al medio, y, al mismo tiempo, una comu-nicación y un relativo control sobre él. La membrana celular en los protozoos es la primera forma de independencia respecto al medio. Ya la

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conciencia neural de la propia individualidad de los niveles superiores de la vida animal (por ejemplo, el chimpancé, con la denominada comprensión súbita189)–, el ser humano posee una conciencia transneural190. Los dos primeros modos y niveles de percatación (el bioquímico y el neural) se han incorporado, decíamos ya anteriormente, en subtensión dinámica en la conciencia transneural. De manera que la conciencia humana o transneural ha sido resultado de una creciente telencefalización del sistema nervioso en los vertebrados. Ella se ha constituido desde los niveles precedentes de un modo cualitativamente novedoso, ha brotado desde ellos y se han ido configurando en la materia orgánica del óvulo fecundado convirtiéndose pau-latinamente en un ser personal. Este proceso, afirma Laín, hace innecesaria la afirmación de la intervención morfogenética de un alma espiritual oportunamente creada e infundida en el óvulo fecundado191. Por otro lado, esta conciencia transneural conlleva, entre otras posibilidades, a una conciencia de sí mismo como persona. Por ella sólo el hombre puede decir “yo” refiriéndose reflexivamente a sí mismo192. De modo que con esta creciente telencefalización y plasticidad de la actividad funcional se ha superado la rigidez del instinto y se ha ampliado notablemente el proceso de aprendizaje193.

ameba, mediante pseudópodos, captura alimentos, lo cual indica una “intencionalidad bioquímica” presupuesta por un “saberse” distinta del resto que la rodea. En esta confrontación podemos observar un cierto control del medio, una primera y rudimentaria comunicación con él y un constante empeño en la obtención de propósitos todavía bioquímicos y biofísicos. Cf. LAÍN, Qué es el hombre, pp. 120-124; Cuerpo y alma, pp. 100-103; Redondo, Origen, constitución y destino del hombre, pp. 130-131.

189 Cf. LAÍN, Qué es el hombre, pp. 125-126 y 131-132; Cuerpo y alma, pp. 223-224.

190 Cf. LAÍN, Qué es el hombre, pp. 125-126. 191 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, p. 148. 192 Cf. LAÍN, Qué es el hombre, p. 126; Cuerpo y alma, pp. 223-224;

Alma, cuerpo, persona, p. 213. 193 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, pp. 157 y 224.

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Así pues, en la vida animal va aumentando la capacidad de respuesta ante un estímulo. Esa respuesta va siendo más compleja en la medida en que va desarrollándose la conducta ante la pauta ensayo-error. Esto es proporcional a los niveles de complejidad que adquieren mutacionalmente194. A esta am-plificación del campo perceptivo, y la consiguiente respuesta proporcional a él mediante una actuación sobre el objeto, lo llama Laín formalización. Con esta capacidad “recorta” con precisión el objeto percibido y aislado de su contorno dentro del conjunto sensorial al que pertenece. A media que aumenta la complejidad estructural en la escala animal, la vida sensitiva va ganando (da de sí) en riqueza y en grados de percatación de realidad. Es decir, en modos de autoposesión, ya que, por ejem-plo, las propiedades estructurales que de suyo es la ameba, es mucho menos rico y profundo que las que de suyo es el chim-pancé. Pero esta evolución no cesa con los primates antro-poides, ya que ha proseguido en la especie humana. Queda por ver si al hombre puede ser aplicado lo que queda dicho respecto a las estructuras materiales195.

Ahora bien, no lo olvidemos, para Laín la conciencia humana es también un fenómeno cósmico196. Entendida la materia de un modo adecuado, subraya Laín, en el ser humano la materia puede reflexionar197. No es, lo repite Laín hasta la saciedad, la actividad consciente de un alma espiritual, ni el epifenómeno de la actividad de un sistema biológico-molecular, como enseñan los materialistas al uso, sino la diversa pero unificable expresión del radical dinamismo del Todo del cosmos cuando en su evolución ha llegado al nivel estructural de la vida humana198. De hecho, sostiene Laín, en el pensamiento del hombre se está pensando a sí mismo el Todo del universo, ya

194 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 99-108. 195 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 110-112. Puede consultarse la categoría

de formalización en ZUBIRI, Sobre el hombre, p. 28. 196 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, 229; Qué es el hombre, pp. 203-

206. 197 Cf. LAÍN, Qué es el hombre, p. 64 y 125-126. 198 LAÍN, Qué es el hombre, pp. 178ss.

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que el hombre es en su primaria y profunda realidad una forma peculiar del dinamicismo cósmico199.

Todo este aparato conceptual conlleva la superación de la formalización animal o de la conciencia neural de la propia individualidad. El cerebro humano, como subunidad del todo del cuerpo, hace su aparición en la biosfera con características que implican un novum en el decurso de la evolución terrestre y cósmica en general. La estructura humana, afirma Laín des-pués de hacer acopio de un examen detenido de su génesis, ha aparecido en la biosfera terrestre sin intervención de agentes externos a la causalidad segunda del cosmos en su conjunto (principalmente, por selección natural)200. Por ello, sin interven-ción tampoco de ninguna anima sobrevenida «desde fuera», la estructura cerebral ha llegado a ser lo que es en el estado que Laín denomina hiperformalización, término que nuevamente hereda de Zubiri201, y que hace posible traspasar –sin eliminar la estimulación– todos los grados de formalización animal202. De ese modo, se hace posible la percatación de la realidad en cuanto tal. El hombre responde a estímulos que le manifiestan la realidad de lo que le estimula. Vivir es responder para au-toposeerse, animalmente en el caso del animal, humanamente en el caso del hombre203.

Esta hiperformalización debe identificarse con la con-ciencia transneural de la propia personalidad, no reducible a lo físico sino “rebasada” por la actividad dinamicista que la cons-tituye. A ella se ha llegado, decíamos, asumiendo los niveles precedentes de conciencia, es decir, la ascendencia hacia la conciencia propiamente humana desde los niveles de perca-tación más rudimentarios. Así, la conciencia bioquímica está constituida y se posibilita porque los plexos neuronales están

199 LAÍN, Qué es el hombre, pp. 185-186. 200 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, p. 189. 201 ZUBIRI, Sobre el hombre, p. 562. 202 Cf. LAÍN, El cuerpo humano, p. 300. 203 LAÍN, El cuerpo humano, pp. 153ss.; Alma, cuerpo, persona, 215,

218-219, 239 y 242; Idea del hombre, 157-172.

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unidos entre sí por sinapsis, donde las transmisiones nerviosas son ayudadas por los neurotransmisores. En estas primeras especies los plexos son uniformes, sin ninguna diferenciación. Según la afirmación más común de los zoólogos, a causa de la presión del medio tras millones de años, es en los cnidarios, de dónde proceden por ejemplo las medusas, en donde aparecen las primeras células nerviosas: las “neuronas”. En la conciencia neural, a los plexos neuronales se unirán una masa apeloto-nada de neuronas llamada ganglio, la cual posee alguna pe-culiaridad funcional (por ejemplo, en los moluscos, y perfec-cionada en los anélidos, artrópodos y equinodermos). Los ganglios se unen entre sí formando cerebroides en el extremo oral del organismo. Por fin, en la conciencia transneural, con los cordados, aparecen dos novedades: la notocorda, convertida más adelante en columna vertebral, y el cordón nervioso tubular dorsal ensanchado en forma de cerebro en su parte extrema anterior. De este modo, la creciente encefalización será la adquisición de un Sistema Nervioso Central constituido por el encéfalo y la médula espinal, que con la aparición de los mamíferos llega a la biosfera el máximo desarrollos evolutivo del sistema nervioso. La notas dominantes son la creciente telencefalización y la creciente plasticidad de la actividad funcional, lo que supone que frente a la rigidez del instinto surge el aprendizaje. En el ser humano se dará la conversión, como en todo proceso en subtensión dinámica, de la conciencia neural en conciencia transneural como una función propia de su cerebro204. Al aparecer el sistema nervioso se convierte en un «todo morfológico-funcional» dentro del todo «morfológico-funcional» del organismo animal. Esta conexión garantiza la

204 No nos detenemos aquí en la cuestión de cómo estas carac-

terísticas evolutivas –en el marco de la unidad estructural y dinámica del cosmos y en base a una antropología integradora– se han concretado en la sucesiva evolución desde el Australopithecus hasta los sucesivos estadios del género homo que desembocan en el actual Homo sapiens sapiens. Laín lo trata con detalle en varias de sus obras; véase, por ejemplo, la síntesis que Laín hace al respecto en Qué es el hombre, pp. 95, 136-142 y 166-173.

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unidad funcional entre el «todo neural» y el «todo somático»: gracias al sistema nervioso se centraliza el gobierno de la conducta. Este proceso de centralización imita a la formación nuclear en la célula: en las procarióticas el material nuclear diseminado en el citoplasma se concreta en el núcleo en las eucarióticas; mutatis mutandis, las neuronas diseminadas bajo forma de plexo neuronal se reúnen en el bien diferenciado sistema nervioso de los vertebrados, cuya expresión más aca-bada es el humano205.

Así pues, y es aquí donde ya aparece esbozada la cuestión central que nos ocupa, el acto consciente tiene su ejecutor inmediato en la estructura dinámica (cósmica) del hombre, pero más concretamente en la porción cerebral de esa estructura206. En rigor, en el hombre aparece un grado nuevo y superior de reflexividad207. A pesar y contando con el carácter enigmático que Laín reserva a la cuestión de la realidad total de una realidad natural para la inteligencia humana (en nuestro caso, el cerebro)208, se atreve a afirmar, como él mismo subraya, que con su propuesta se llega más a fondo de lo que como actividad humana y cósmica es la conciencia del hombre. Es más, la antropología hoy dominante entre los teólogos, afirma nuestro autor, no es más convincente que la antropo-logía dinamicista ni está más acorde con las verdades que Dios nos ha querido enseñar. Tampoco, sigue apuntando, son las pseudosoluciones del dualismo hilemórfico, del materialismo o del mentalismo más satisfactorias que la suya propia. Aunque el todo de una realidad o de la realidad en su conjunto es un enigma, para Laín es más concluyente el modo por él propuesto de formularlo que dichas pseudosoluciones. No porque pre-tenda ser una solución definitiva, sino porque quiere ser una incitación hacia una intelección más profunda y razonable de

205 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, pp. 203-225; Idea del hombre, pp. 108-115; Qué es el hombre, pp. 123-127 y 191.

206 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, p. 242. 207 LAÍN, Alma, cuerpo, persona, p. 212. 208 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, p. 204; Alma, cuerpo, persona, 189, 197-

198 y 230-235; Idea del hombre, p. 150.

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su radical enigmaticidad209. Por eso, desde todos los puntos de vista, la propuesta

lainiana –el dinamicismo estructurado– pretende ser un legí-timo tertium quid entre los dualismos y los materialismos; un tertium quid físico y metafísico entre lo que llamamos “materia” y lo que llamamos “espíritu”. De este modo, Laín cree superar el dilema espíritu/materia que desde la cristianización del dua-lismo platónico impera sobre la antropología de Occidente. Esa propuesta no disminuye en modo alguno, piensa Laín, la dig-nidad del hombre en la totalidad del cosmos, sino que más bien la ensalza, sin recurrir a algo distinto de lo que él en sí y por sí mismo es: criatura que surgió en el cosmos y del cosmos. En la afirmación de que «el cerebro humano es el órgano en que se actualiza la potencialidad psíquica de la estructura dinámica del hombre» podemos encontrar los principales fundamentos con los que Laín intenta salvaguardar su concepción acerca del hombre: creatura que innovadoramente asumió en sí todos los modos de ser y actuar existentes hasta entonces, y que por obra de su cerebro la natura naturans pudo conocerse a sí misma. Creado evolutivamente de limo terrae según la inma-nencia de las causas segundas (y es así, subraya Laín, el modo en como ha de entenderse la letra del Génesis), el cerebro es el órgano en el que se nos muestra la autoconciencia del cosmos. Y es aquí donde se expresa su enigmaticidad210. Para entender lo que es el hombre y para que el hombre pueda entender el mundo como realidad se hace innecesaria la reducción mate-rialista del estudio del cerebro o el tradicional concepto de espíritu.

En suma, dinamismo cósmico humanamente estruc-turado es, en lo más hondo y originario de ella, la realidad somatopsíquica y personal del hombre. La evolución cósmica ha pasado por distintos estadios dinámicos hasta producirse la

209 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, 49-50 y 197-198; Ser y conducta del hombre, p. 506; Imagen del hombre, p. 156; Qué es el hombre, pp. 226ss.; Hacia la recta final, Barcelona, 19982 (ed. original 1990), p. 358.

210 Cf. LAÍN, Idea del hombre, pp. 153-154; Alma, cuerpo, persona, pp. 222, 224 y 235.

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génesis del hombre y la complejidad de su cerebro: dinamismo de la concreción, dinamismo de la variación, dinamismo de la estructuración –a partir de particulas elementales complejas in-cipientemente estructuradas–, dinamismo de la alteración, dina-mismo de la mismidad (de las estructuras animales), y, por úl-timo, el dinamismo de la suidad y de la convivencia, donde el hombre posee conciencia de sí mismo y del mundo211. El ce-rebro es, por tanto, protagonista, y al mismo tiempo parte, del todo de la vida humana como realidad unitaria e inseparable, que como síntesis del cosmos actúa en base a la preponde-rancia de momentos orgánicos y de momentos psíquicos212, si bien el sujeto activo de los dos momentos es el mismo213. Esta es la conclusión a la que Laín llega fundamentalmente por Zubiri214. Sin embargo, el carácter monista u holístico que Laín atribuye al cerebro como subsistema o subunidad del soma entero, parte también de un estudio detallado de los principales neurofisiólogos y pensadores o ensayistas (entre los que se en-cuentra de modo eminente Zubiri) que se han ocupado del aná-lisis del mismo. De ellos ha escogido aquellos datos o conceptos que le servirán para asentar sus tesis. Ahora bien, es cierto que algunos de los datos que estos autores proporcionan a Laín son algo antiguos –aunque no faltan los más novedosos, lo que no quiere decir que hayan perdido su vigencia. Por otro lado, Laín no pretende hacer un manual de neurofisiología o neurocien-cia, sino exponer y analizar aquellos hallazgos en el campo de la ciencia que bien pueden subsumirse en el de la reflexión filo-sófica, ora cosmológica, ora antropológicamente215. Contando

211 Cf. LAÍN, Idea del hombre, pp. 97-172. 212 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, pp. 174-175. 213 Cf. LAÍN, Idea del hombre, p. 139. 214 Cf. ZUBIRI, Sobre el hombre, p. 49; LAÍN, Cuerpo humano, p. 179. 215 Veamos textualmente lo que al respecto afirma Laín: «Mi propó-

sito, por otra parte, no es presentar un documentado y minucioso com-pendio de lo mucho que sobre la actividad del cerebro hoy se sabe, sino o-frecer una visión de la realidad del hombre razonablemente superadora de la oposición entre el dualismo alma /cuerpo y el monismo materialista», Cuerpo y alma, p. 235.

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con lo dicho, la teoría lainiana del cerebro y la consciencia humana va a tener en los siguientes autores –de los cuales hacemos una selección– uno de los principales punto de referencia, sin que la enumeración del pensamiento de todos ellos signifique ser simplemente una exposición ociosa o un mero inventario “enciclopédico” de datos.

II. FUENTES Y BASES METODOLÓGICAS LAINIANAS PARA EL ESTUDIO DE LA

CUESTIÓN CONSCIENCIA-CEREBRO Una vez expuestos los elementos principales que para

Laín Entralgo configuran la teoría integradora del estudio del cerebro, únicamente, decíamos, incidiremos en aquellos aspec-tos que nuestro autor ha recogido de varios autores y que ha insertado en sus tesis. Sería desproporcionado hacer aquí un análisis de todos ellos. Por otro lado, generalmente, tampoco atenderemos, como sí lo hace Laín, si estos autores creen o no en la existencia del alma y su relación ontológica con el cerebro. De si son dualistas, mentalistas o materialistas. Además, mu-chos de los científicos que aparecen, a pesar de aceptar la existencia del alma, obran en su proceder científico como si esa aceptación no operase de modo visible en el cerebro216.

Laín ha estudiado la cuestión del cerebro de modo inseparable al estudio de la materia, del cuerpo y de la vida humana. No en vano, por esto mismo, han quedado expuestas en las páginas precedentes las premisas correspondientes para la intelección de la realidad del hombre. Ahora nos proponemos destacar la teoría que Laín realiza de cara a esa intelección. Es decir, el análisis de la realidad constitutiva del hombre, comprendiendo también en él la intimidad, la conciencia y la intelección, donde el cerebro tiene un papel preponderante. La densidad y el contenido para exponer su pensamiento sobre este tema pasan por un elenco variado de obras. Sin duda, la

216 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 153 y 155.

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más exhaustiva al respecto es Cuerpo y alma. Estructura dinámica del cuerpo humano 217 (1991), aunque dos años antes ya abordó el tema en El cuerpo humano. Teoría actual 218. Más adelante, la cuestión del cerebro y su papel en el conjunto de la vida humana estará omnipresente hasta la última de sus publicaciones, La empresa de envejecer 219 (2001), entre las que destacan Alma, cuerpo, persona 220 (1995), Idea del hombre 221 (1996), y ya, de un modo relativamente sucinto, en Qué es el hombre. Evolución y sentido de la vida 222 (1999).

El interés de Laín por el estudio neurofisiológico y anatomoclínico del cerebro, así como por la psicología científica o la psicología general, comienza sobre todo en los científicos o pensadores del s. XIX. Es cierto, como el mismo Laín destaca haciendo uso de sus nada diletantes conocimientos de Historia de la Medicina, que, en el siglo IV d. C., Posidonio y Nemesio de Emesa distinguen diversas funciones psíquicas en distintas partes o ventrículos del cerebro, descritos originalmente por Herófilo223. También en el Renacimiento se avanza en el conoci-miento del S. N., así como, ya en el s. XIX, con la frenología de Gall, aunque, no obstante, este camino todavía se vea inmerso en vías demasiado especulativas y muy poco asentadas en la experimentación fisiológica del cerebro224. Habrá que esperar a la construcción de una citoarquitectónica cerebral, o a los es-tudios de su textura, de la mano, por ejemplo, de Baillarger, Brodmann, Meynert, Wernicke, Broca, Wiesel, Fleischhauer, Felman, Peters, y tantos otros225.

217 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 151-239. 218 Cf. LAÍN, El cuerpo humano, pp. 137-180, et passim. 219 Cf. P. LAÍN, La empresa de envejecer, Barcelona, 2001, pp. 25-31. 220 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, pp. 146-156 y 187-243. 221 Cf. LAÍN, Idea del hombre, pp. 65-81 y 135-156. 222 Cf. LAÍN, Qué es el hombre, pp. 173-183 y 190-200. 223 Cf. LAÍN, La antropología en la obra de Fray Luis de Granada,

Madrid, 19882 (ed. original 1946), pp. 245-246; Cuerpo y alma, pp. 151-152.

224 LAÍN, Cuerpo y alma, p. 152. 225 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 152, 155-156, 160, 164, 167, 171, 207,

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Pero conviene recordar, como ya se apuntó en su mo-mento, que los datos que ahora recaba Laín –datos que funda-mentalmente provienen de la neurofisiología, la etología y la paleontología– le servirán como soporte científico de una inte-lección filosófica del cerebro en el todo del soma humano226. Intelección que realizará contando principalmente con el legado de Zubiri, sin desdeñar otros como es el de Ortega227. De hecho, la base del método que Laín emplea –el mismo, en este caso, que Zubiri– es la circularidad ciencia-filosofía228. De este modo, todas las tesis que elabora se hacen eco de la perspectiva inte-gradora que persigue en el estudio antropológico. Lo que Laín llama filosofía es en realidad metafísica (metafísica intramun-dana) 229, ya que hay que entenderla, nos dice Antonio Pintor Ramos, como el estudio de los mismos objetos “físicos” al tras-pasar su dimensión inmediata y tratar de encontrar la «dimen-sión transcendental de su radicalidad última»230. Esta metafí-sica, o, más bien, este análisis físico y metafísico de la realidad de hombre y del cerebro como subunidad del todo que le constituye231, partirá primero de una consideración científica de su realidad, para después, elevarse a la reflexión metafísica a través de su análisis fenomenológico232. La actividad cerebral, su comprensión, tiene que pasar, piensa Laín, por este tamiz científico y filosófico, pero a partir de una comprensión monista 209, 212-213 y 227. Sirva este apunte como ejemplo de las innumerables veces que estos u otros autores aparecen en la bibliografía selecta de Laín. El lector puede consultar si lo desea el resto de obras de Laín, en las que ciertamente no aparecen de modo tan profuso la relación de dichos autores.

226 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, pp. 154-156. 227 LAÍN, Alma, cuerpo, persona, pp. 152-154. 228 Cf. LAÍN, El cuerpo humano, p. 183; Idea del hombre, p. 7; La

empresa de envejecer, p. 33. 229 Cf. LAÍN, Creer, esperar, amar, Barcelona, 1993, p. 329; Alma,

cuerpo, persona, pp. 50-51, 55ss. y 193; Qué es el hombre, p. 232. 230 Cf. A. PINTOR RAMOS, Zubiri, Madrid, 1996, p. 25. 231 Cf. LAÍN, Idea del hombre, p. 94. 232 D. GRACIA, “El cuerpo humano en la obra de Laín Entralgo”, en

LAÍN, Cuerpo y alma, Madrid, 19922, p. 17.

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y dinamicista, estructural, por tanto, de dicha actividad. Si no, sería imposible traspasar el aspecto cosista o cosificante del estudio meramente empírico del cerebro233. La estructura ce-rebral humana, como cualquier estructura cósmica, debe partir de un estudio holístico o campal de la misma, y no de un sim-ple estudio atomístico o meramente conjuntual de su realidad. Es decir, el todo cerebral –en el todo somático– no puede ser explicado a través de la suma o combinación de las partes, lo cual significa –como veremos con más detalle en páginas sucesivas– que el todo que estructuralmente forma no exige la atribución de un carácter físico a ese todo

234. Por eso, de los hallazgos de Flechsig acerca de las

«esferas cerebrales de asociación o intelección», integrará Laín algunos de sus datos, pero desde el punto de vista de su teoría holística del cerebro. Esos datos son, por ejemplo, las zonas de asociación mudas (tanto más extensas cuanto más elevada es la situación del animal en la escala zoológica, llegando a ocupar dos tercios de la corteza cerebral del hombre), o la actividad de los centros donde proceden o terminan los haces de fibras

235. Desde la misma perspectiva holística, tomará de Ramón y Cajal sus conclusiones acerca de la actividad psicológica del cerebro humano, que es, filogenéticamente y ontogenética-mente, resultado de la sucesiva adaptación funcional en la que van aumentando las conexiones neuronales. En el cerebro exis-ten centros funcionales netamente diferenciables, comunica-dos entre sí, donde, para ello, es necesario el cuerpo calloso. A partir de las tesis de Cajal, ya concluirá Laín que no existen centros intelectuales localizados236. Incluso se servirá de Eccles, al margen de su teoría dualista-interaccionista, para acercarse con la aplicación de la mecánica cuántica a la inte-

233 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 220-221. 234 LAÍN, Cuerpo y alma, p. 57. Sin embargo, dentro del esquema

lainiano no debe confundirse ese carácter a-físico del todo de la estructura con una pura inmaterialidad o un espíritu que entiende y comprende a partir del cuerpo.

235 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 156-158. 236 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 158-161.

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lección fisiológica de las microsedes dendríticas, con el fin de destacar la necesidad del estudio submicroscópico del cerebro en orden a entender científicamente su función237.

Habida cuenta de lo que antecede, los neurólogos que más han descollado desde la clínica en la afirmación del carác-ter holístico del cerebro, y que han sido por esto mismo punto de referencia de las tesis lainianas, son Jackson, von Monakow y Goldstein. El cerebro, afirman, no es una simple conexión morfológica y dinámica de los diversos “centros” de la corteza cerebral y su base (como sostienen las tesis asociacionistas), sino que es un todo funcional relativamente autónomo dentro del todo global que es el organismo238. Es interesante detenerse en cómo Goldstein entiende, al igual que lo hará Laín, el tér-mino “alma”, si bien nuestro autor se resistirá a la reducción que Goldstein hace de la vida humana a organismo. Por ella, afirma éste, no hemos de concebir una realidad inmaterial, sino el nombre de uno de los modos descriptivamente tipificables en la total actividad del organismo humano. Cuerpo, alma y espí-ritu no son tres esferas del ser en relación, sino que es una ca-racterización de tres abstracciones. Cada una representa un momento artificialmente aislado del suceder organísmico total. “Alma” es un peculiar modo de realizarse la vida del organismo sólo metódicamente discernible de lo que en la actividad de éste es notoriamente corporal (movimientos del cuerpo) o notoria-mente espiritual (actos en los que intervienen la libertad y la inteligencia)239. Sin duda, que aquí resuenan las palabras que Laín recoge de Zubiri y que más arriba referíamos: «en la con-

237 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, p. 207. En cualquier caso, hemos de

tener presente que en la mente de Laín es insoslayable entender la relación alma-cuerpo dentro del antiguo problema de la “comunicación de sustancias” iniciado sobre todo por Descartes. Cf. Cuerpo y alma, p. 169; Alma, cuerpo, persona, pp. 59-60.

238 Cf. LAÍN Cuerpo y alma, pp. 170-173. Puede verse en LAÍN, La historia clínica. Historia y teoría del relato patográfico, Barcelona, 19612, el detenido análisis que nuestro autor realiza del pensamiento neurobio-lógico de estos tres estudiosos del cerebro.

239 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 172-173.

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ducta del hombre existe la preponderancia de momentos orgánicos, y la preponderancia de momentos psíquicos». De ma-nera que el “alma” no ha de entenderse como un ente real, constitutivo con el cuerpo, de la realidad humana240.

Con ello, Laín pasa revista a las tesis monistas y filo-genéticas de Chauchard en relación al cerebro. Chauchard cree, como Laín, que el cerebro es protagonista en la génesis del psiquismo. La conciencia, el pensamiento o la libertad están regidos desde la base del cerebro por un «centro regulador», y que, considerando el cerebro en su conjunto, tal actividad consciente es fruto de sucesivos niveles jalonados filogenética-mente. Estos niveles son la bioconciencia (ya existente en las amebas), la zooconciencia (propia de los animales), y la neuro-conciencia (perteneciente al género humano como máxima expresión de ese devenir inmanente y cósmico), que es fruto de la integración de las neuronas del cerebro, convirtiéndose en verdadera fuente de conciencia. Resulta obvio que tal descrip-ción ha sido totalizada, como vimos, en la que Laín hace del desarrollo evolutivo hacia la consciencia241. También tiene Laín en cuenta las afirmaciones de uno de los discípulos “disidentes” de las tesis de Eccles, Rodolfo Llinás, el cual hace girar las suyas en torno al desarrollo y perfeccionamiento de la anticipa-ción proléptica del S.N., constatada ya, por ejemplo, en los espongiarios242. Del mismo modo asume el carácter transma-terial que Rodriguez Delgado atribuye al momento mental como elaboración intracerebral de la información extracerebral243.

Pero Laín toma igualmente las aportaciones que provie-

240 LAÍN, Cuerpo y alma, p. 173. Scheler, Jaspers, Klages y Noltenius

también entienden el alma, mutatis mutandis, como un simple modo de actuar y ser. Pero para Laín es Ortega el autor que más se identifica con tal acepción. Cf. Cuerpo y alma, pp. 173-175; Alma, cuerpo, persona, pp. 115-125.

241 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 176-177. De hecho, él mismo se hace eco de la coincidencia con Chauchard respecto a esta ordenación ascendente de la conciencia. Cf. Alma, cuerpo, persona, p. 205.

242 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 177-178. 243 LAÍN, Cuerpo y alma, p. 176.

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nen de pensadores y ensayistas verdaderamente sensibles a las conquistas de la ciencia, las cuales integra también con las que anteceden. Entrevé en ellas ciertos detalles interesantes, como los que provienen de la mano de Pinillos en el campo de la psicología, o de Koestler en el literario; o, finalmente, los de Ferrater Mora en el de la filosofía. No obstante, por “afinidad” científica y psicológica a las tesis de Laín nos fijaremos úni-camente en el primero. El interaccionismo emergentista que Pinillos propone supone la comprensión de la relación entre lo físico y lo mental sin que haya que entender por ambos dos sustancias heterogéneas. El emergentismo –concepto filosófico introducido por Samuel Alexander o Lloyd Morgan– aboga por una visión evolutiva del cosmos que se ordena en los ya mencionados niveles ascendentes: la materia inanimada, la materia viviente y la conciencia, cada uno de los cuales “emer-ge” del anterior con propiedades específicamente nuevas e irre-ductible a las propiedades del nivel de realidad de que emerge. Tales propiedades son impredecibles por el conocimiento cien-tífico por muy exhaustivo que éste sea. De manera que la mente ha de entenderse como un grado superior de actividad que la materia ejecuta sobre sí misma en su proceso de organización. Esta continuidad de originación hace posible la acción recí-proca de un nivel con otro. Es decir, hay una interacción entre momentos o niveles de una realidad emergente, y existen diferencias cualitativas entre los distintos niveles. Ahora bien, aunque Laín asiente al esquema de explicación de Pinillos matiza ciertos elementos explicativos en orden a evitar dualis-mos y entender de un modo más adecuado la interacción mente-cuerpo. De este modo, al mismo tiempo, hace sobresalir de la crítica que efectúa a las tesis de Pinillos el horizonte en el que van a insertarse sus ideas acerca de la actividad del cerebro y la relación que éste guarda con la vida humana en su conjunto. La actividad humana, dice Laín, debe ser compren-dida teniendo su término de atribución en la estructura material aparecida en la evolución, y dotada ex novo de las propiedades sistemáticas que la caracterizan. Por eso, Laín pre-ferirá al término de emergencia la idea de brotar desde, cons-

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tituir desde o constitucionismo. Hablar de la mente, continúa apuntando Laín, supone plantearse con seriedad el problema de su realidad, ya que de no hacerlo existe el peligro de afirmar actos mentales contradistintos de los actos somáticos, incu-rriendo per accidens en una sustantivación de la mente244.

Pero el rasgo del cerebro como un todo también lo desarrollan, y del mismo modo serán un foco de atención para Laín, Mountcastle y Pribram. Del primero aprovecha sus con-clusiones en torno al concepto evolucionista del S.N. aplicado a la intelección de la estructura microscópica del cerebro desde el doble punto de vista filogenético y ontogenético, o la idea de que la estructura citoarquitectónica del cerebro posee una sig-nificación funcional245. De Pribram, los mecanismos que eje-cutan la actividad psíquica de la estructura cerebral como un todo, o la idea de que aunque la conciencia en sí misma no pertenezca al mecanismo cerebral en sí, la experiencia subjetiva es una resultante de las funciones de éste246. De otro lado, Changeaux le proporcionará lo que él llama «objetos mentales» (los perceptos, la conciencia, las emociones, o el pensamiento) dentro de una concepción del cerebro como un todo, donde la conciencia emerge de ese todo247.

Pues bien, a este conjunto de autores reseñados funda-mentalmente en Cuerpo y alma. Estructura dinámica del cuerpo humano (1991) añade Laín en Alma, cuerpo, persona (1995) –a título meramente informativo, si bien la mayor parte aparecen tratados en esta obra– un inventario bibliográfico de otros –y de los mismos que ya fueron presentados en obras anteriores, aunque actualizados– poniéndolos al alcance del lector248. Sin

244 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 181-184; Alma, cuerpo, persona, p. 152. 245 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 188-189. 246 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 189-192. 247 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 192-193. 248 Consignamos entre estos autores los que a lo largo del texto

precedente no han sido citados: Arhem, Barraquer Bordás, Blakmore y Greenfield, Patricia Smith Churchland, Crick y Koch, Donald, Dou, Edelman, Florey y Breidbach, Gallup, Gazzaniga, González Quirós, Katz, Kosslyn, Luria, Mora, Oakely, Rubia, Searle, Sperry, y, finalmente, Zeki.

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duda que esta adición viene precedida de una lectura atenta y rigurosa de esas obras, como da muestra en las suyas propias resaltando la vigencia de su propuesta a la sazón de los resul-tados neurocientíficos o filosóficos a que hace referencia esa selección bibliográfica249. De este modo, Laín evita que sus tesis adolezcan de quedar obsoletas o derogadas por los nuevos ha-llazgos provenientes, sobre todo, del campo de la ciencia. Laín queda conforme al comprobar que la lectura de las diversas ac-titudes del mundo científico respecto al problema de la expli-cación neurofisiológica del hecho psicológico de la conciencia humana no modifica en nada su personal adhesión a la con-cepción estructurista del cerebro humano250.

Entre tales autores se encuentra Mario Bunge, quien ayuda a Laín a ampliar y delimitar el concepto de emergencia –aunque, como hemos visto, Laín prefiere los conceptos consti-tuir desde o brotar desde– y su aplicación al análisis del cere-bro251. Si bien las conclusiones de Laín se sitúan en una pers-pectiva diversa al materialismo emergentista de Bunge, nos adentraremos de la mano del argentino en la cuestión angular de la parte expositiva de este estudio.

III. EL CEREBRO Y LA AUTOCONCIENCIA

Ya hemos visto que para Laín el cerebro no es el órgano

del alma (dualismos). Tampoco, que su actividad propia de lugar al psiquismo (mentalismos), o que su unidad de acción sea simplemente el resultado de integrarse asociativamente entre sí las funciones de sus diversas partes. Para él, la unidad de acción del cerebro tiene un todo anterior y superior a la acti-vidad propia de cada una de sus partes anatómicas252. No

Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, pp. 236-237.

249 LAÍN, Alma, cuerpo, persona, pp. 15-16. 250 LAÍN, Alma, cuerpo, persona, p. 243. 251 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 195-197. 252 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 198-200; Alma, cuerpo, persona, p. 192.

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olvidemos que junto a este aserto se subsumen las categorías básicas que ya se han apuntado en la antropología dinamicista de Laín Entralgo. De este modo, de cara a una visión ontológica de la realidad cerebral, le resulta más satisfactorio la preferen-cia del estructurismo que las construcciones teoréticas de los autores anteriores, ya sea desde el punto de vista científico como filosófico253.

Laín, como Bunge, entiende que el cerebro es un sistema de subsistemas celulares que por gradual evolución emergente surge de la biosfera y es la culminación del proceso evolutivo en la tierra. El nuevo nivel orgánico es cualitativamente nuevo respecto al o a los anteriores254. De manera que el cerebro es una estructura parcial, una subestructura, dentro de la total estructura del cuerpo humano. Para entender su papel rector es fundamental traer a colación la idea matemática de con-junto255, ya que el conjunto del cuerpo humano es el radical dinamismo enigmático y matematizable en que necesariamente termina el análisis científico de las partículas elementales que lo componen (ordenadas en sus correspondientes estructuras). El conjunto es, pues, la unitaria vinculación de todos sus ele-mentos en la totalidad del conjunto que forman. Y el cerebro, condicionado por su estructura propia, es parte de la actividad del organismo en su totalidad256. Así, la armonía todo-parte del cerebro y del resto del organismo se realiza a través de circuitos neuronales, en los que hay una relación de ida y vuelta entre neuronas de distintas áreas o centros aparentemente distintos entre sí. Todo impulso aferente actúa en una parte determinada

253 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, p. 197. 254 LAÍN, Cuerpo y alma, p. 196. 255 No obstante, aunque la adaptación de la teoría matemática de

conjuntos confiere la posibilidad de ser un instrumento formal para comprender racionalmente la función del cerebro, Laín entiende también que si bien es un método científicamente fecundo es, sin embargo, intelectualmente insuficiente. Esto se debe al carácter enigmático subya-cente a todas las formas de actividad cerebral. Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, p. 235.

256 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 198-202.

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del cerebro de modo inmediato, y en la respuesta interviene la participación funcional de un todo cerebral más o menos am-plio. De este modo, la conversión de un estímulo en símbolo es, para el ser humano, el haber alcanzado –como se señalaba más arriba– lo que Laín llama hiperformalización, que ejecuta el cerebro humano y que consiste en la captación de la realidad del objeto estimulante257. Pero no nos confundamos, la textura del cerebro no es distinta cualitativamente a la de los animales superiores, sino cuantitativa. Ahora bien, existe una diferencia de número en la evolución según «la ley de transformación de la cantidad en cualidad», que es el psiquismo y la conducta del hombre, la autoconciencia personal258.

Como en los demás entes materiales, pero en el cerebro de un modo peculiar, existe una dimensión material y otra que Laín denomina a-material o trasmaterial. La primera es evidente, pero la segunda (la trasmaterial) se realiza en la realidad última de los elementos que lo componen y en la unidad de la estruc-tura a que constitutivamente pertenecen y en que dinámi-camente actúan. Es decir, esa entidad transmaterial, la uni- dad de conjunto, es lo que simultáneamente (realizado como conspiratio una) da unidad a las distintas funciones que ejecuta la dinámica del cerebro259. El conjunto estructural del cerebro en el organismo humano, cuya unidad de acción es enigmática en sí misma, sólo como conjunto matemático puede ser cientí-ficamente entendida, sólo así es posible concebir de un modo a la vez empírico y racional su realidad. A esto, dice Laín, querían dar razón la forma sustancial de los aristotélicos, el élan vital de

257 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 210-212; Alma, cuerpo, persona, pp.

238-239. 258 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, p. 226. 259 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 204, 206 y 220-221. Resulta curioso

que de entre todas las obras de Laín únicamente se refiera en esta al carácter a-material o transmaterial de la realidad última de la unidad estructural-dinámica cerebral. Quizá el motivo haya que encontrarlo en la cautela que siempre tiene Laín de evitar cualquier rasgo descriptivo que lleve incoado, más o menos implícitamente, la confusión errónea de que en su propuesta existe un planteamiento dualista o mentalista.

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Bergson, o la entelechia de Driesch260. Pero la entidad trans-material del cerebro en el cuerpo humano, es decir, el conjunto matematizable de los elementos constituyentes de la estructura (la unidad de conjunto realizada en sus componentes mate-riales) es únicamente aprehensible, decíamos ya antes por boca de Laín, si trascendemos la mentalidad cosificante. Esta enti-dad transmaterial es, del mismo modo, el momento psíquico, por ejemplo, de la intelección. En su brotar desde, el dina-micismo del cerebro como subunidad de la total estructura del cuerpo, puede ejecutar las propiedades sistemáticas, las notas, que como tal estructura posee tanto en respectividad interna como externa, actualizándolas en el todo de su acción.

La unidad de acción del cerebro patentiza esas pro-piedades, y como tal, es anterior ontológicamente y crono-lógicamente respecto a esas propiedades en que se manifiesta. Por eso, solamente a través de las propiedades de una es-tructura podemos colegir la existencia de su unidad funcional, y solamente a la luz de la unidad funcional podemos entender la peculiaridad del conjunto de sus propiedades. Ahora bien, el verdadero nudo del problema es mostrar en qué consiste la unidad estructural del cerebro. De qué o quién son propieda-des las propiedades sistemáticas del cerebro, tales como eje-cutar actos de autoconsciencia y libertad. Es decir, si el “quién” de una persona puede ser atribuido a la actividad del cerebro. Laín afirma que la neurofisiología tiene evidencia experimen- tal de la participación del cerebro en la autoconsciencia y libertad a través de la alteración eléctrica y hemodinámica del cortex cerebral en el acto de decidir la ejecución de un movi-miento voluntario o en el ejercicio de la atención. Sin embar- go, la actividad sinérgica de millones de conexiones sinápticas poseen una complejidad estructural y dinámica tan enorme que no nos permite hallar el modo concreto de su acción261. No obstante, la conciencia humana es conciencia de vida per-sonal, por eso Laín se lanza a darnos una respuesta en base a

260 LAÍN, Cuerpo y alma, p. 204. 261 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 218, 220 y 225-226.

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hallazgos neurofisiológicos relevantes. ¿Cómo? Cuando, por ejemplo, se produce una percepción cual-

quiera se pone en marcha toda o casi toda la actividad cerebral. Inmediatamente se realiza una percepción consciente de esa total actividad del cerebro mediante el acto reflexivo de la es-tructura cerebral sobre sí misma: conscientemente hay un cambio dentro de la total estructura dinámica del cerebro (de la actividad de los sistemas neuronales implicados en la percep-ción de la situación vivida). Las ideas, primero como precon-ceptos, se forman en el cerebro al mismo tiempo que la percep-ción nos proporciona un percepto, ya que se nombra lo que se percibe. El percepto y el preconcepto muestran el carácter global de la actividad cerebral en la percepción y evocación me-morativa de lo ya percibido. El engrama, que es un precepto ya fijado previamente, envía a todo el cerebro el mensaje y éste adquiere significación vital para el sujeto. Tras la conservación más o menos duradera de esa “imagen”, el individuo realiza una interpretación de ella. De este modo, el preconcepto se va convirtiendo en concepto racionalizado. Para entender correc-tamente este proceso dinámico no hemos de considerar que a las propiedades o las notas del cerebro se van sumando, o combinando linealmente, las respuestas individuales de tales propiedades que integran el cerebro. El término de referencia, insiste Laín, debe ser el conjunto mismo en su unidad, el totum de la estructura que opera de suyo

262. Los actos del psiquismo, nos dice Laín parafraseando a Bunge, no son actos comunica-dos al cuerpo, sino el resultado de la actividad holística de varios subsistemas cerebrales en el todo somático263.

Esta es la razón de que Laín Entralgo vea en práctica-mente todas las teorías neurofisiológicas una falta de reflexión temática y metódica acerca del más central de los problemas que plantea la ciencia del cerebro: la consistencia real de aque-llo por lo cual hay unidad funcional en su actividad, sea pro-movida ésta por una estimulación localizable en la morfología

262 LAÍN, Cuerpo y alma, pp. 210, 221-222 y 225-229. 263 LAÍN, Cuerpo y alma, p. 196.

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cerebral, o por la ejecución de los actos que como afirmación del yo, el pensamiento o la libertad, no presuponen, aparente-mente al menos, la existencia previa de tal estimulación264. Por eso, los mentalistas adolecen también de esa falta de reflexión temática y metódica, incurriendo a veces en diseños dualistas. No se deciden, afirma Laín, a plantear cuál es el agente de los actos mentales, es decir, rebasar ante la osadía de la mente los límites de lo incuestionablemente racional hacia lo metafísica-mente razonable265. Por eso, Laín evita el uso del término mente y prefiere hablar de la preponderancia de momentos psíquicos en el todo del soma referidos al mismo sujeto. De este modo cree salvaguardar la unidad funcional de esos momentos psí-quicos, a pesar de que el cerebro es la subunidad ejecutora de ellos. Por tanto, ni mentalista, ni materialista, ni dualista.

No es mentalista por lo que se acaba de apuntar. Tam-poco es materialista porque en su gran mayoría no se han plan-teado con actualidad y rigor lo que realmente es la materia. El dualismo es la posición que sin duda se sitúa más en las antí-podas de la suya propia. Discrepa de ella, ya lo hemos visto, en base al modo en el que entiende el orden psicológico, el filoge-nético y el ontogenético. Laín sigue pensando que el «problema cartesiano de la comunicación de sustancias» es una cuestión insalvable a partir de la petición de principio de la existencia de un alma y el modo en como ha de vincularse al cuerpo, concre-tamente, al cerebro.

“Alma”, tal y como apuntaron ya, mutatis mutandis, Goldstein u Ortega, es para Laín sólo un término que ha de perdurar únicamente como tal en nuestro lenguaje por las con-notaciones y las significaciones que ya lo rodean. Sin embargo, “alma” es, en realidad, el conjunto de manifestaciones de la vi-da humana en que predominan la afectividad y el sentimiento. Denominación de lo que el hemisferio menor y el sistema límbico aportan a la intimidad del hombre y su conducta266.

264 LAÍN, Cuerpo y alma, p. 219. 265 Cf. LAÍN, Qué es el hombre, pp. 177-178 y 183. 266 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, p. 236; Alma, cuerpo, persona, pp. 14-15.

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Esto nos lleva al mismo punto de partida: ¿qué es la consciencia o autoconciencia como momento psíquico de la subunidad estructural del cerebro respecto a la unidad del todo del soma? La conciencia no es una invisible pantalla interior en la que aparece todo lo que en la vida del hombre no es incons-ciente. Es decir, no es, apunta Laín sirviendose de Zubiri267, una entidad consciente. ¿Qué es lo que quieren decir con esto? Que no existe identidad entre lo psíquico y la consciencia, ya que la realidad de aquello es “ajeno” a la de ésta; en otras palabras, no siempre lo psíquico se hace consciente. Pero no es que la conciencia pertenezca a los actos “superiores” y lo psí-quico a lo sensitivo o vegetativo, sino que la conciencia es el carácter de algunos actos sin que por ello suponga que tiene sustantividad propia. De manera que no existe la “conciencia” sino que hay actos conscientes: el acto psicoorgánico es anterior a lo que tiene de consciente, porque la realidad unitaria de lo vegetativo, sensitivo y “superior”, lo psíquico, es anterior a toda conciencia. Así pues la actividad consciente del cerebro es la conciencia misma, sin que haya que entender que la actividad del cerebro es causa instrumental de un alma capaz de auto-conciencia268. En concreto, nos dice Laín, la «conciencia (...) es el fluyente y no bien delimitado conjunto de nuestros actos que por su energía o por su índole se nos hacen interiormente perceptibles»269.

Ahora bien, ¿podemos saber de un modo más o menos preciso cuál es el origen de las operaciones conscientes? La so-lución de la pregunta tiene que ver con los hallazgos neuro-fisiológicos y neurobilógicos de Francis Crick, los cuales revelan a Laín una serie de detalles sumamente interesantes. Las in-vestigaciones de Crick indican que tales operaciones acaecen principalmente, y no exclusivamente, en el neocortex y proba-blemente también en el paleocortex, asociados al tiempo con

267 Cf. ZUBIRI, Sobre el hombre, pp. 47-48. 268 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma,pp. 213ss.; El cuerpo humano, pp. 153-

154; Alma, cuerpo, persona, pp. 213ss., 232 y 242. 269 LAÍN, El cuerpo humano, p. 153.

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otras zonas cerebrales, donde el cuerpo calloso tiene un papel fundamental de cara a la comunicación de los dos hemisferios cerebrales. Esta comunicación es parte esencial en la pro-ducción de estados de conciencia normales, ya que cada hemis-ferio contribuye de modo distinto a la total actividad consciente del cerebro. Para Laín esta descripción corrobora el carácter holístico de la actividad consciente del cerebro. Además, Crick alude a que lesiones en determinadas zonas cerebrales mues-tran desordenes en la conciencia, lo que evidencia a Laín el papel que el todo del cerebro tiene en los actos conscientes. Con ello no niega Laín la complejidad morfológico-funcional del fenómeno de la conciencia270. De hecho, su comprensión última siempre será enigmática, y el conocimiento de ella nunca pasa-rá de ser asintótico. Por eso, nos apunta Laín, el conocimiento del hombre no puede reducirse a neurofisiología, aunque he-mos de referir las distintas conductas o actitudes del hombre al cerebro, ya que es altamente razonable y se encuentra en el nivel actual del pensamiento y de la ciencia. Más, nos sigue diciendo, que el recurso de un alma271. En todo caso, Laín deja bien claro que en relación a las acciones humanas existen zonas cerebrales bien localizadas y otras que no lo están en absoluto: «La acción de ver y la de oír, el movimiento en el espacio, la somatoestesia y el habla, valgan como ejemplos, son acciones regidas por parte del cerebro experimental y clínica-mente localizables; el pensamiento, la autoconciencia, el ejer-cicio de la libertad y la creación artística, en cambio, de ningún modo pueden ser referidas a un centro o un área bien delimi-tados»272. Pero esta distinción, continúa afirmando, lleva con-sigo la intervención de todo el cerebro en una acción determi-nada. De manera que hay dos órdenes de actividades cerebra-les: las inmediatamente localizadas y mediatamente totalizadas, y las inmediatamente totalizadas273.

270 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, pp. 239-242. 271 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, p. 236. 272 LAÍN, Cuerpo y alma, p. 212. 273 Cf. LAÍN, Cuerpo y alma, p. 212.

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Con todo, Laín Entralgo sabe muy bien que los aspectos por él apuntados no resuelven el problema de la conciencia humana. De lo que sí está convencido es que con ellos evita las pseudosoluciones con que engañan el dualismo hilemórfico o cartesiano y el mentalismo. Pero este carácter enigmático, subraya Laín, no merma un ápice la grandeza histórica de nuestra especie, ni conlleva la negación de lo transcendente. Su penetración razonable y asintótica continuará permitiendo en el futuro la compresión de su inabarcable realidad274. No obs-tante, afirma en varias ocasiones, si alguien le mostrara una visión dualista de la realidad del hombre más razonable que la estructurista que propone, «gustoso –dice– me apresuraré a suscribirla»275.

Pues bien, nuestro siguiente propósito es valorar el con-junto de las tesis de Laín consignadas en las páginas preceden-tes, no por ser afirmaciones adocenadas y sin falta de sentido, sino porque irrumpen con la lógica del «espíritu de nuestro tiempo» desdibujando la originalidad y el vigor de la visión cris-tiana del hombre276. Laín intentó no descarrilar ni atentar con-tra la transcendencia a través de un reajuste constante de su propuesta en orden a salvaguardar, a su juicio, las principales verdades cristianas: la creación del mundo por Dios ex nihilo sui et subiecti, y la condición del hombre como imago Dei. Para ello tuvo que dar razón de una visión del hombre situada antagó-nicamente en relación a las fundamentales afirmaciones antro-pológicas y “cosmológicas” de la tradicional teología católica. Dos son, a nuestro modo de ver, los ejes desde los cuales pue-

274 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, p. 242. 275 LAÍN, Cuerpo y alma, p. 236. Cf. Alma, cuerpo, persona, pp. 231

y 235. 276 “Spirituales nostrae huius aetatis conditiones” es un enunciado ya

clásico, acuñado por Pablo VI en el número tres del denominado Credo del Pueblo de Dios o Profesión de fe (1968), con el que se refiere al naciente estado de un nuevo modo de cultura contemporánea que influye notable-mente en la manera de comprender las verdades de la fe. Cf. PABLO VI, El Credo del Pueblo de Dios, Madrid, 1975, p. 13; C. POZO, “Comentario a la Profesión de fe”, en PABLO VI, p. 44.

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den alzarse los resortes necesarios para emprender dicha valo-ración: el epistemológico-científico –comprendiendo también den-tro de él a la gnoseología–, y el teológico, cuyo enfoque se con-centra en los argumentos que pertenecen a la Antropología teológica (o Teología de la creación), y, al mismo tiempo, con una clara apuesta por la aproximación de tales argumentos a otras temáticas nucleares de la Teología en los que directa o indirectamente se autoimplican.

IV. LA VALORACIÓN EPISTEMOLÓGICA Y TEOLÓGICA DEL PARADIGMA ESTRUCTURAL-DINÁMICO

DEL CEREBRO HUMANO Como fácilmente puede colegirse, la propuesta sisté-

mica-estructural de Pedro Laín Entralgo formula una compren-sión del cosmos y del hombre basada en la búsqueda de una teoría del todo. Es decir, una teoría fundamental que abarque lo físico pero sin reducir la dinámica de la materia a una concep-ción meramente materialista. Forzosamente, esa búsqueda debe implicar un método racional que lleve las conclusiones científicas a un horizonte último de comprensión. Tal método es la filosofía por él propuesta. Para ello se ha servido de la idea de estructura, contemplada desde la totalidad de su actividad y en codeterminación intrínseca con todas sus propiedades y con las del resto del cosmos que interactúan con ella de modo inme-diato o mediato. La natura naturans sería el símbolo que repre-senta la teoría fundamental o teoría del todo. A primera vista la forma expositiva de su teoría puede parecer algo abstracta. Sin embargo, Laín no hace otra cosa que interpretar los datos cientí-ficos más actuales y subsumirlos en una compresión filosófica integradora y omniabarcante. Esta interpretación se ciñe de modo eminente al curso evolutivo del cosmos hacia la autocon-ciencia humana, donde el cerebro humano tiene para él un pa-pel de indudable protagonismo. Ahora bien, queda pendiente el análisis de si la metodología científica y filosófica que Laín ha empleado, y si su teoría holística, efectivamente, pueden sosla-

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yar el craso materialismo. Si, en definitiva, la autoconciencia puede de hecho explicarse sin hacer referencia a radice al alma espiritual humana. En todo caso, las implicaciones teológicas que conlleva esta cosmovisión filosófico-científica son, evidente-mente, de suma importancia y de significativo interés.

1. Análisis epistemológico Las razones que concurren para llevar a cabo este aná-

lisis pueden clasificarse en dos niveles diversos pero al mismo tiempo complementarios: las razones de tipo científico (a), y las razones de tipo filosófico (b).

a) Desde la ciencia La cuestión de la dimensión material del cerebro y su

protagonismo en la génesis de la conciencia es sin duda una cuestión problemática. Ningún especialista elude el carácter problemático que conlleva su descripción científica y la com-prensión filosófica que conlleva. No obstante, he aquí donde vemos uno de los límites principales que vician el análisis de su estudio. Prácticamente, muy por lo general, se da por hecho en él –y es un presupuesto metodológico del mismo– que el método circular entre ciencia y filosofía (el círculo hermenéutico) es in-cuestionable para acometer de modo racional la interpretación del conjunto de los datos disponibles. Por un lado, los datos recabados del estudio científico del cerebro son muy parciales y, sobre todo, insuficientes. No sólo Laín, como hemos visto, sino todos los que se ocupan del papel del cerebro en la vida consciente refrendan este escollo277. Sin embargo, lo más sor-

277 Véanse al respecto, por ejemplo, las afirmaciones de P. M. CHURCHLAND, Materia y conciencia. Introducción contemporánea a la filosofía de la mente, Barcelona, 19992, pp. 13-23; D. J. EDELMAN-G. TONINI, El universo de la conciencia, 15; G. M. EDELMAN-G. TONINI, El universo de la conciencia, Barcelona, 2002, pp. 9-11; A. G. CAIRNS-SMITH, La evolución de la mente. Sobre la naturaleza de la conciencia y el origen de la conciencia, Madrid, 2000, p. 9; W. H. CALVIN, Cómo piensan los cerebros, Madrid, 2001, p. 13.

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prendente es que toda la literatura científica y filosófica que se mueve en esta línea obvia en el análisis dicho escollo. Es más, su quehacer heurístico remite a esos datos como si fueran del todo evidentes en el campo científico. A partir de ahí, el optimis-mo se generaliza transformando las conclusiones científicas en interpretaciones filosóficas que rebasan la cientificidad real de tales conclusiones. Es decir, un dato que meramente se recaba en la investigación científica del cerebro como un efecto de la implicación de una o varias zonas del mismo en una acción hu-mana de rango trascendental, automáticamente se da por sen-tado que existe una “causa inmanente” en el nivel estructural y holístico que hace posible esa determinada acción (por ejemplo, el pensamiento abstracto). El efecto, entonces, es simultánea-mente interpretado como resultado de la actividad cerebral, y ésta es interpretada al tiempo como resultado de un sistema cerrado, tanto en lo que respecta a lo material como al proceso mismo del que se deriva la actividad consciente278. La per-cepción científica del efecto lleva a suponer que existe una orde-nación estructural en el cerebro que per se posibilita la auto-conciencia y las demás acciones de índole únicamente humana. Pero, insistimos, esa ordenación estructural es del todo desco-nocida desde el punto de vista descriptivo y explicativo. Por eso, tal método circular comporta una valoración filosófica y, rara-mente, realmente científica. Aunque para Laín la psiché se cons-tituye desde (o brota desde) el todo de la estructura cerebral como subunidad del todo somático, no elude en realidad el dé-ficit metodológico que apuntamos.

El balance global no es, de este modo, tan halagüeño co-mo generalmente se cree. Por supuesto, nadie niega la implica-ción del cerebro en la vida consciente y en sus demás actos. Nadie tampoco suscribe la idea de que únicamente recae la causa de la consciencia y de esos actos en una entidad espiri-

278 Pueden comprobarse tales carencias en CALVIN, Cómo piensan

los cerebros, pp. 159-200; CAIRNS-SMITH, La evolución de la mente, pp. 47-71 y 125-186, et passim; EDELMAN-TONINI, El universo de la conciencia, pp. 51-100.

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tual yuxtapuesta al cerebro. Así pues, la labor de integración filosófico-científica que emplea Laín hace acopio de asertos que franquean los límites del estudio científico del cerebro. Al mis-mo tiempo, hace de los límites científicos realmente infranquea-bles el subsuelo teorético a partir del cual forja una concepción metafísica intramundana. Tal concepción “metafísica” presupo-ne un sistema físico cerrado y excesivamente autónomo, con lo cual el círculo hermenéutico no subsana las carencias que necesariamente han de evitarse para elaborar una teoría razo-nable acerca de la autoconciencia humana. Por otro lado, el ca-rácter enigmático que Laín atribuye al conocimiento científico-filosófico de la consciencia humana es un claro ejemplo de la contradicción a la que más arriba hacíamos referencia. Es enig-mático, sí, y su conocimiento es asintótico, pero no elude la in-suficiencia de datos científicos para erigir una teoría funda-mental y coherente de la génesis de la consciencia, la libertad, o el pensamiento.

Como también hacen otros autores, Laín emplea su pro-pia reflexión personal para dar consistencia al supuesto cientí-fico de que el cerebro humano tiene un papel rector y coori-ginante con el todo de la estructura humana en la génesis de la consciencia. Pero, ciertamente, tal supuesto es irreal. David Chalmers hace referencia a este estado de la cuestión. Aunque ciertamente, como veremos, sus ideas se ubican en un terreno científico muy similar al que ahora cuestiona, Chalmers afirma que «si algún físico o un científico cognitivo sugiere que la con-ciencia puede explicarse en términos físicos, esto es meramente una expresión de deseos que no se basa en la teoría actual, y la cuestión sigue abierta»279. La desproporción de los argumentos filosóficos en relación a los datos evidentemente científicos se debe a que en el fondo –como es el caso de Laín– se piensa que la conciencia es un objeto de investigación científica y no úni-camente un campo de posesión exclusiva de los filósofos280. Es

279 CHALMERS, La mente consciente, p. 18. 280 EDELMAN-TONINI, El universo de la conciencia, 15; CHURCHLAND,

Materia y conciencia, pp. 11-12 y 15-16; M. BUNGE, Crisis y reconstrucción de la filosofía, Barcelona, 2002, pp. 103ss. Al hilo de lo dicho, existen es-

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más, el fundamento normativo de la filosofía es la ciencia, ya que «la mayor parte de estas cuestiones filosóficas en última instancia son de naturaleza empírica, y se irán resolviendo a medida que progresen los distintos programas de investigación científica y vayan logrando relativo éxito»281, aunque luego sea la filosofía la que dé el alcance último y total al sistema. El proyecto filosófico-científico de Laín Entralgo, aunque diverso a cualquier materialismo emergentista, es deudor de esta pre-comprensión en las relaciones que han de efectuarse entre ambas disciplinas. Sin embargo, tanto él como muchos otros no se resignan a comprender la conciencia humana a partir de una reducción genética de la misma a lo meramente físico o biológico, cuyas versiones más radicales son el monismo reduc-tivo o fisicista (Feigl o Armstrong), o el denominado materialismo eliminativo (Churchland)282.

Al fin y al cabo, todas las teorías (incluida la de Laín) que abordan el origen y el sentido de la conciencia humana desde esta óptica no-reduccionista necesitan afirmar un mo-mento (o un estado) que se constituye “más allá” de la mecánica material del cerebro. En este sentido, las teorías que aún des- de la materia se decantan por una explicación de este tipo –como son el emergentismo (Bunge), de algún modo el funcio-nalismo (Putnam, Fodor o Edelman)283, el dualismo naturalista tudios conjuntos donde aparece esta relación dependiente entre ciencia y filosofía en el análisis de la consciencia. Por ejemplo, A. CARRERAS, Tras la consciencia, Zaragoza, 1999, pp. 29-119 (cuyas páginas corresponden a la parte expositiva de la ciencia) y 121-199 (se refieren a la parte filosófica).

281 CHURCHLAND, Materia y conciencia, p. 22. 282 Cf. CHURCHLAND, Materia y conciencia, pp. 50-64 y 75-85; H.

FEIGL, The “mental” and the “physical”, Minneapolis, 19672, pp. 15, 79-81 y 107; D. M. ARMSTRONG, A materialist theory of the mind, Londres, 1968, pp. 37-52. Pueden verse también el conjunto de teorías y sus diversas subescuelas a favor o en contra del alma espritual o del dualismo en M. BUNGE, El problema mente-cerebro. Un enfoque psicobiológico, Madrid, 20022, pp. 23-46.

283 Cf. EDELMAN-TONINI, El universo de la conciencia, p. 10; CHURCHLAND, Materia y conciencia, pp. 64-75; H. PUTNAM, Mind, Language and Reality, Cambridge, 1975, pp. 291-303.

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(Chalmers)284, o el estructuralismo dinamicista y corporalista lainiano– translucen el problema de la imposibilidad de escla-recer la conciencia desde lo meramente físico. Es decir, como simple identidad de lo mental con lo físico-cerebral. Al otro extremo se encuentran las teorías dualistas o interaccionistas. Podríamos señalar, mutatis mutandis, que las teorías no abso-lutamente reductivas cumplen el papel de tertium quid que Laín atribuía a la suya. De todos modos, en ambos extremos (el materialista rígido y el dualista) hay dos hechos que son apro-vechables. Con el primero damos valor a la dimensión material del cerebro y su estudio científico. Con él podemos saber de dónde hay que partir a la hora de elaborar una metafísica de la cuestión, proporcionándonos, al mismo tiempo, un cauce ade-cuado para no excedernos en los argumentos finales. Por otro lado, las tesis dualistas –y nos referimos ahora únicamente a las versiones científicas– nos proporcionan una información de no poco interés. Autores como Eccles se han dado cuenta que la materia cerebral por sí sola es incapaz de ser la responsable de la génesis de la conciencia, del pensamiento o de la libertad. Dicho de otro modo, han visto los límites de una explicación unilateralmente neurofisiológica y filosófica de cara a la con-ciencia humana. La materia y la actividad cerebral, sea cual sea la teoría filosófica donde posteriormente se la circunscriba, no posibilita lo que por conciencia entendemos y experimentamos los seres humanos. Eccles afirmó en una ocasión que el cere-bro no es “nuestra vida”, y aunque siga siendo fundamental in-vestigar sobre la física y la química cerebral, la única realidad que sabe de “nuestra vida” es nuestro “yo”285. Él es inexplica-

284 Este “dualismo” ha de entenderse como dualismo de propiedades constitutivamente circunscritas a la naturaleza, de modo naturalista, ya que en la naturaleza existen características físicas y no físicas (= la conciencia, regida por leyes naturales que no tienen por qué ser físicas). Cf. CHALMERS, La mente consciente, pp. 164-172, et passim. De hecho, Chalmers afirma: «la conciencia es una característica del mundo más allá de sus características físicas», p. 168.

285 Cf. la entrevista que Mariano Artigas realiza a Eccles al final de su libro M. ARTIGAS, Las fronteras del evolucionismo, Pamplona, 2004, p. 168; esta obra es una reedición y actualización de la que Palabra

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ble, como sujeto gestor de “mi vida”, a partir de cualquier para-digma que postule la necesidad única de la materia en la explanación de la génesis de la autoconciencia humana.

De todos modos, con ello no eludimos los límites y la insuficiencia también científica que portan las explicaciones dualistas-interaccionistas. La mayoría de ellas, como muchas otras teorías ya apuntadas, recaen en una explicación reductiva al querer mostrar la unión del alma y del cuerpo en o a través de puntos microfísicos donde prima la exposición de la me-cánica cuántica286. Ahora bien, con la explicación de la mecá-nica cuántica se quiere romper en la mayoría de los casos con el curso determinístico de la materia para hacer posible el libre albedrío (que es un elemento esencial para la conciencia)287. El valor de los estados subjetivos o experiencias (conciencia feno-ménica en el lenguaje de Chalmers288) es que son inobjetivables. Es decir, la conciencia, señala de Duve, no puede registrarse, ya que es una experiencia interior289. La conciencia escapa a la medida empírica, y Laín Entralgo sabía muy bien que este es el carácter que reviste más enigmaticidad al tema de la conciencia humana. El aspecto transmaterial que atribuía a ésta no era una coincidencia casual. Sabía de sobra que debía rebasar lo meramente físico para poder dar un argumento razonable y no-reduccionista. La teoría dinamicista le proporciona el cauce publicó en 1984.

286 Eccles es uno de ellos dentro de las teorías dualistas-interaccionistas; cf. J. C. ECCLES, La evolución del cerebro. Creación de la conciencia, Barcelona, 1992, pp. 179-181. Otros, decíamos, también recu-rren como Eccles a la mecánica cuántica en busca de un modelo o camino alternativo para la explicación futura del origen de la conciencia o incluso de la libertad. Para más detalle, cf. R. PENROSE-S. HAMEROFF, “Orchestrated reduction of quantum coherence in brain microtubules: a model for consciousness?”, en S. HAMEROFF et al. (eds.), Toward a Science of consciousness, Cambridge, 1996, pp. 507-540; CHALMERS, La mente consciente, pp. 162 y 419-448; C. de Duve, La vida en evolución: moléculas, mente y significado, Barcelona, 2004, pp. 309-310.

287 Cf. C. DE DUVE, La vida en evolución, p. 310. 288 Cf. CHALMERS, La mente consciente, pp. 15 y 27-28. 289 Cf. C. DE DUVE, La vida en evolución, p. 303.

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adecuado que evita que la autoconciencia humana sea única-mente entendida como expresión de la materia, y no, como él defiende, una expresión del todo somático humano en respec-tividad con la dinámica del resto de entidades cósmicas. De ahí su empeño en erigir una teoría a medio camino entre el mate-rialismo y el dualismo. En realidad, tanto este carácter trans-material o a-material de la conciencia como expresión del todo estructural-dinámico del ser humano, como la idea (compartida con el funcionalismo o isomorfismo funcional) de que es más importante la estructura que la materia de la que está hecho un ser290, nos lleva a la conclusión de que si logramos mostrar la vigencia del alma espiritual humana habremos cumplido –si bien de un modo enteramente diverso– con todos los requisitos. Es decir, sin descender a concordismos simplistas, el alma espiritual no sólo aporta en unidad ontológica con el cuerpo el momento transmaterial de la conciencia, el conocimiento o la libertad, sino que continúa siendo válida la idea del alma como forma corporis. Esto último se debe a que si en el fondo la idea de estructura da más importancia a la “forma” que a la materia, la realidad del alma corporalizada o del cuerpo animado no es sino un modelo ontológico que legitima al ser humano como tal y en la totalidad de su persona, haciéndole ser lo que es y ha-ciendo lo que hace como actus humanus o expresión del proprio ontológico que le pertenece creaturalmente sin reducirlo a una posibilidad meramente material. Se puede afirmar, con las precisiones que se estimen oportunas, que el hombre es perso-na “sobre todo” por su alma espiritual (= forma corporis). Sin embargo, en una visión integral del ser humano como la cristiana no hay lugar para afirmar una de sus co-dimensiones ontológicas (el alma) e infravalorar la otra (el cuerpo).

Esto nos lleva a concluir este punto con la siguiente intuición: el único modo de que pueda ser aceptada una cos-movisión antropológica donde se afirme la identidad dual del sujeto en alma y materia corporal (como cuerpo propio), es en una cosmovisión científica del mundo que posibilite puentes de

290 Cf. CHURCHLAND, Materia y conciencia, p. 66.

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unión entre la razón científica y la fe (también como principio a quo de la razón cristiana). Y esto es únicamente factible si en el estudio de ambas disciplinas se respetan los propios cánones metodológicos. En el momento en que se dé un desequilibrio en una de ellas, los resultados son más ideológicos que reales. Se daría, como en el fondo de hecho sucede, un estrecho cienti-ficismo que condiciona el planteamiento del problema de la racionalidad291. Artigas insiste en que «un adecuado plantea-miento metafísico defenderá desde el principio el valor del conocimiento científico como verdadero conocimiento de la rea-lidad (...) advirtiendo a la vez el carácter parcial y a la vez provisional de muchas conclusiones o hipótesis científicas de modo que se evite la frecuente tentación de considerar como hechos ciertos lo que solamente son hipótesis de trabajo o como conclusiones definitivas lo que son logros provisionales»292. Quizá el siguiente subapartado pueda trazarnos una vía apropiada para dar debido cumplimiento a este requerimiento de racionalidad elemental, obviado, desgraciadamente, en la mayoría de los casos293.

b) Desde la filosofía Desde un punto de vista filosófico, pueden trazarse dos

líneas fundamentales de indagación para legitimar la visión dual-no-dualista de la identidad ontológica humana. Comenza-remos con el estrato ontológico, para continuar después con el gnoseológico.

Desde la ontología nos interesa subrayar el aspecto de la unión alma-materia corporal, cuya unidad final es la persona. Con ello pretendemos dar razón a uno de los principales obstá-culos que tanto Laín como la mayoría de los autores perciben

291 Cf. M. ARTIGAS, El desafío de la racionalidad, Pamplona, 19992, pp. 183-184.

292 ARTIGAS, El desafío de la racionalidad, pp. 187-188. 293 Para más detalles en relación al análisis del método filosófico y

científico de Laín remitimos a REDONDO, Origen, constitución y destino del hombre, pp. 171-222.

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para poder justificar “la relación” del alma con el cerebro. Casi todos ellos lo entienden como una relación superpuesta o interaccionista. Primero la niegan, y seguidamente, planteán-dose la posibilidad de su existencia, ven imposible que una rea-lidad inmaterial pueda –en todo caso– coactuar con la materia cerebral. Laín, como el resto, veía en esta explicación una revi-talización del problema cartesiano de la “comunicación de sus-tancias”. En efecto, la unión de esas dos realidades son com-prendidas como dos realidades completas o sustanciales. El hilemorfismo cristiano, tal y como Laín lo llama, goza para él de más credibilidad, pero no basta para que sea descatalogado de la lista de los diversos dualismos que se presentan en la histo-ria del pensamiento. Si bien cuenta para Laín como un dua-lismo mitigado294, es insuficiente para que sea considerado filo-sóficamente como un argumento sólido, y científicamente como una afirmación que posea un correlato válido con la dinámica de la materia.

Quizá, para tratar con más rigor este tema, habría que mostrar previamente las razones a favor de la existencia del alma. Sin embargo, no podemos abordar aquí este paso que, ciertamente, es ineludible295. Intentaremos subsanarlo en cierta medida con el siguiente apartado, teniendo en cuenta, además, lo que ya hemos apuntado acerca de la ineficacia y validez de los modelos científico-filosóficos a favor o en contra de la exis-tencia del alma y en relación al papel del cerebro en la génesis de la autoconciencia humana. Mientras tanto, incidiremos en la posibilidad de establecer un discurso ontológico-metafísico in sensu stricto, ya que la metafísica intramundana de Laín Entral-go no hace posible la unión alma-materia corporal. No sólo por lo que hemos apuntado anteriormente, sino porque la categoría de sustantividad o materismo sitúa al cuerpo humano en un sistema material hermético, es decir, donde cualquier otra di-mensión que se dé en él es considerada como una realidad dis-

294 Cf. LAÍN, Alma, cuerpo, persona, pp. 45 y 48. 295 Para el lector interesado en esta cuestión, remitimos a REDONDO,

Origen, constitución y destino del hombre, pp. 211-222.

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tinta y acabada, y por tanto, como decíamos, yuxtapuesta. Por eso, la metafísica intramundana es, a última hora, un sistema antimetafísico.

Para poder hablar de tal unión es imprescindible desu-bicarse de un sistema filosófico tan restrictivo, donde la rea-lidad sea contemplada de un modo incluso más rico y más a-bierto, sin las estrecheces que impone el conocimiento em-pírico. De otro modo no logramos romper las cadenas causales inmediatas a las que nos ciñe tal conocimiento y no podemos elevar el discurso a una dinámica inmanente a la materia pero al mismo tiempo también transcendente a ella. Laín intentaba elevarse o “fracturar” ese ciclo causal a través del dinamicismo y la referencia última de la actividad humana al todo de la estructura dinámicamente constituida. Sin embargo, el dina-micismo del todo somático, también del cerebro, no hace refe-rencia al ser del hombre sino al hombre en su acción. Para en-tender la unión del alma con la materia corporal debemos remitir las tesis a una comprensión de la realidad donde prime el ser, el actus essendi. La respuesta más oportuna estriba en que si el compuesto corpóreo-espiritual es un todo en un único actus essendi, y cuya distinción es de razón pero cum funda-mento in re, la unión operacional anímico-somática se encuen-tra, no en algún lugar espacial o localizado –como se plantea, por ejemplo, en el dualismo interaccionista de Eccles–, sino en el único esse que actualiza el obrar del todo que es la persona, tanto en su dimensión somática como anímica. Al poseer el ser “la facultad” de actualizar todo lo que caiga en su género, y resulta que es todo, el ser es el mismo tanto para la dimensión somática como para la anímica. Esto quiere decir que la unidad o “comunicación” entre ambas realidades tienen un mismo cau-ce: el ser personal, el yo que ejecuta como sujeto toda la vida personal del hombre. La persona, en su esse, es la que obra como un todo a la vez corpóreo-espiritual. La auténtica unidad de todas las partes de la estructura humana es el actus essendi, no la “sustantantividad” per se. Esta unidad no hemos de entenderla, subraya Ruiz de la Peña, como un cuerpo más alma. Más bien, el hombre entero es indistintamente cuerpo

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animado o alma encarnada. Lo espiritual no se dispensa en el hombre en una intangible inmaterialidad, sino que se ofrece corporalizado, razón por la cual el dualismo es inaceptable para la cosmovisión cristiana del hombre296. La teoría lainiana del materismo, por tanto, lejos de allegarse a tales argumentos, se sitúa en el otro extremo del dualismo sin ofrecer tampoco una explicación de la hondura del ser ni la unidad de naturaleza a partir de la categoría de estructura, y, a fortiori, menos aún de la condición personal del hombre.

El alma es físicamente simple, aunque metafísicamente compuesta por su forma y el actus essendi

297. La unidad de naturaleza, de la que tanto insistimos, precisamente para evi-tar incurrir en el dualismo del que nos acusa Laín, está ase-gurada por el actus essendi del alma que lo es también del cuerpo298. Pero el alma no da su ser al cuerpo a modo de causalidad eficiente, sino de causalidad formal –en la medida en que se une a él–, por lo que la unión es natural y no vio-lenta299. Con ello no hacemos sino evitar entender la unidad cuerpo-alma como mera contigüidad de facto (Descartes) o unión dinámica (Popper y Eccles)300. Esta dualidad en la uni-dad –donde resalta la identidad dual que constituye al hombre–, esta información del alma a la materia corporal, hace que el sujeto pueda decir con propiedad “soy alma” o “soy cuerpo” o “soy persona” o “soy yo”, pero nunca, por ejemplo, “tengo alma

296 Cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Creación, gracia y salvación, Santander,

1993, pp. 23 y 57. 297 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 75, a. 5. 298 «Anima habeat esse completum non tamen sequitur quod corpus

ei accidentaliter uniatur; tum quia illud idem esse quod est animae communicat corpori, ut sit unum esse totius compositi», SANTO TOMÁS DE AQUINO, Quaest. disput. de Anima, a. 1, ad 1.

299 «Anima non dat esse corpori nisi secundum quod unitur ei. Sed anima dat esse toti corpori et cuilibet parti eius», SANTO TOMÁS DE AQUINO, Quaest. disput. de Anima, a. 1; cf. J. CRUZ CRUZ, “Alma”, en GER I, Madrid, 1971, p. 709.

300 Cf. RUIZ DE LA PEÑA, Creación, gracia, salvación, p. 58.

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y/o cuerpo”301. De manera que la “compenetración ontológica» de ambas dimensiones en la unidad del sujeto humano nos ayuda a implementar una teoría del conocimiento basada en la actualidad del ser.

Por todo ello, es necesario abordar e insistir en el estu-dio de la esencia del conocimiento y en su apertura ontológica –que es el nudo de la cuestión gnoseológica–, lo cual nos puede proporcionar un cauce adecuado para entender de un modo más idóneo la unidad entre lo espiritual y lo corporal. Cuando inteligimos, el verbum mentis tiene inteligiblemente la misma naturaleza de lo conocido mismo (= connnaturalidad entre el cognoscente y lo conocido). Es decir, que la acción del intellec-tus agens, como potencia espiritual del alma, actúa en unidad de ser con las imágenes que proporcionan los órganos de los sentidos302. De este modo, el ser del obrar intelectual cobra unidad con el ser de lo recibido en el único ser que es la perso-na. De este modo, en la unidad de ser ontológica y gnoseoló-gica no hay lugar para pensar en la superposición de órdenes ónticos o en una interacción dualista de dos partes completas en sí mismas.

Un todo material, o cerebral, no podría “despegarse” de lo material mismo por la ausencia de connaturalidad y “distan-cia” entre el cognoscente y lo cognoscible. No existiría “distancia ontológica” para saberse presente el sujeto cognoscente a la hora de conocer algo distinto de sí. Es decir, la intencionalidad cognoscitiva no escaparía al determinismo de las leyes materia-les ni podría surgir la libertad necesaria para que pueda rea-lizarse el tendere in tan esencial al conocimiento humano. Sin embargo, un principio espiritual que co-actúa con el cuerpo en unidad de naturaleza, o un cuerpo que co-actúa con el alma espiritual en unidad de naturaleza, no sólo se sitúa en un plano analógico-metafísico con lo último de la realidad, sino que es

301 Cf. C. TRESMONTANT, El problema del alma, Barcelona, 1974, pp.

158-159. 302 «Verbum nostri intellectus ex ipsa re intellecta habet ut

intelligibiliter eamdem naturam numero contineat», SG, IV, c. 14.

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capaz de “desmaterializar” la estructura inteligible de los entes, lo “in-sensible” que está en lo sensible formando un todo único entitativo, y así una apertura ontológica hacia todo los entes, ya que: anima esse quodammodo omnia303. La reditio completa subiecti in seipsum es únicamente explicable por la radical dimensión espiritual del conocimiento humano, que le hace ca-paz de permanecer en su identidad propia al tiempo que conoce tanto lo que no es él como quién es él (“esto es...”, o “yo soy”).

De este modo, es posible la autoconciencia humana o el conocimiento de sí mismo. En la teoría lainiana, por el contra-rio, el conocimiento de la identidad propia resulta de hecho im-posible. En ella, el problema está, entonces, en cómo se alcanza el conocimiento de la identidad corpórea si todo el fluir de las acciones son la actividad misma. En cómo puede saberse pre-sente el sujeto a sí mismo si lo que da de sí el todo somático-cerebral es únicamente la acción del todo mismo. Por tanto, la sola materia impide la reflexión. La causa de ella no puede ser el término mismo que se conoce (la materia propia) si no existe una dualidad ontológica que lo hace posible (la unidad cuerpo-alma). Dicho de otro modo, nunca se rebasará lo meramente material a través de la misma materia de la que se está consti-tuido304. En realidad, su propuesta monista genera, de manera imprevisible para lo que su teoría quería alcanzar, un dualismo constitutivo. Algo así como el dualismo naturalista al que ha-cíamos referencia con la teoría de David Chalmers. Tan sólo apuntamos aquí que el momento preponderantemente psíquico y transmaterial del soma humano en su totalidad se constituye al brotar desde el todo somático, y, en realidad, como sujeto ajeno y diverso en su naturaleza a lo que cósmicamente es. Aun

303 SANTO TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 2, a. 2. 304 Cf. REDONDO, Origen, constitución y destino del hombre, pp. 224-

227; «Presupuestos, límites y alcance de la antropología», p. 530. N. B.: Hemos de advertir que muchas de las reflexiones de este punto nacen de las páginas de esta bibliografía. De ella hemos tomado en algunas ocasiones los argumentos que acabamos de presentar, si bien han sido la mayoría de las veces expuestos de un modo sintético y junto a otras reflexiones.

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manteniendo una cierta identidad consigo mismo, desde esta perspectiva el yo no es enteramente su realidad material. Los momentos somáticos, ora corporales, ora psicoorgánicos o psí-quicos, son entonces realidades diversas e incluso relativamen-te contradistintas que se elevan desde la materia. Que sean “productos” del todo no garantiza la continuidad e identidad de un momento a otro.

De modo diverso, a raíz de un planteamiento gnoseo-lógico muy distinto, Tomás de Aquino insiste en que la posesión de la capacidad de volver sobre la propia esencia no es sino porque existe una realidad que subsiste en sí misma, y que, por supuesto, es el alma espiritual305. A través del conocimiento en acto se conoce lo que per se subsiste, ya que nada puede por sí obrar. Menos aún que el principio unilateral de la actividad intelectual y de la autoconciencia sea a radice el cuerpo306. Esta visión ontológica y gnoseológica sí afirma una unidad dual, en la que ambas dimensiones no son momentos somáticos o psí-quicos, sino coprincipios en los que el único actus essendi ga-rantiza la dualidad no-dualista.

Por último, una vez situada la problemática en todas sus perspectivas, “la trama” de la consciencia y el cerebro implica también un análisis teológico. Lógicamente, la teología no trata

305 «Redire ad essentiam suam nihil aliud est quam res subsistere

in seipsa», SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 14, a. 2, 1. 306 «Manifestum est enim quod homo per intellectum cognoscere

potest naturas omnium corporum. Quod autem potest cognoscere aliqua, oportet ut nihil eorum habeat in sua natura, quia illud quod inesset ei naturaliter impediret cognitionem aliorum (...) Si igitur principium intellectuale haberet in se naturam alicuius corporis, non posset omnia corpora cognoscere. Omne autem corpus habet aliquam naturam deter-minatam. Impossibile est igitur quod principium intellectuale sit corpus. Et similiter impossibile est quod intelligat per organum corporeum, quia etiam natura determinata illius organi corporei prohiberet cognitionem omnium corporum; (...) Ipsum igitur intellectuale principium, quod dicitur mens vel intellectus, habet operationem per se, cui non communicat corpus. Nihil autem potest per se operari, nisi quod per se subsistit. Non enim est operari nisi entis in actu, unde eo modo aliquid operatur, quo est», SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 75, a. 2.

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de aportar sus valoraciones en este campo desde su objeto propio –como si fuera posible hacer una especie de “epistemo-teología” o “neuroteología” –, sino desde el horizonte amplio que aporta la Revelación y la reflexión teológica que presupone la fe.

2. Análisis teológico Brevemente, pues no podemos ni queremos pasar por

encima del espacio que precisa aquí este estudio, señalamos un elenco de características que pueden iluminar el contexto tam-bién teológico en el que se mueve la problemática que estamos abordando.

Primero, el paradigma lainiano sobrevalora sus argu-mentos para dar cabida a una visión cristiana del hombre. Es imposible mantener con él la afirmación del hombre como ima-gen de Dios, ya que no se corresponden sus afirmaciones a lo que urge mantener para situar correctamente la constitución de la singularidad del ser humano. Es cierto que Laín parte de la idea de creación de la nada del universo, si bien únicamente ab initio. Pero posteriormente es la contingencia azarosa del cos-mos lo que media para la aparición del hombre. Entre Dios y el hombre no existe, por tanto, un nexo analógico y ontológico que salvaguarde la condición de imagen y semejanza divina. Por el contrario, la creación de la nada del alma humana de forma inmediata ya constituye al hombre como persona y a imagen Suya. No es que esté la imagen de modo único en el alma, sino que el resultado final de la generación es simultáneamente el hombre entero en alma y cuerpo. Por eso, todo el hombre es imagen de Dios: es hombre, persona, porque el alma le asemeja incluso corporalmente a Dios. Sin el alma, no hay persona, no existe materia capaz de inflexionar sobre su propio acto, de conocerse a sí mismo, de ser libre para rebasar el orden de-terminístico de la materia. La libertad humana, es, de hecho, la cualidad autoconsciente en la que se concreta de modo emi-nente la imagen de Dios307.

307 Quedaría pendiente el análisis que Laín hace para explicar el

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Segundo, la autonomía cósmica que en exceso quiere mantener Laín anula por completo la idea de creación del hom-bre como participación del Ser divino. La propuesta lainiana no toma parte en absoluto de lo que Dios es. La creación del hom-bre por Dios de modo inmediato provoca ipso facto la singu-laridad que pertenece al hombre por pura gracia. No vemos cómo una visión monista de este tipo puede garantizar la gratuidad no sólo de la creación sino también de la salvación y de la visión beatífica. La idea de participación significa, además, que Dios amándose a sí mismo crea por pura gracia lo que no es Él mismo (desapareciendo la necesidad de la creación), y de un modo especial a las criaturas racionales. En la propuesta de Laín el amor de Dios al hombre no ha sido ya ab initio directo e inmediato, sino que ha pasado por “el demiurgo” del dinami-cismo cósmico.

Finalmente, de modo ya conclusivo, señalamos unos apuntes de índole cristológica. Al hilo de lo que acabamos de indicar en el parágrafo anterior, cuando el hombre se descu-briera a sí mismo en su autoconciencia no vería en sí, como criatura del cosmos o materia personal, ningún rasgo o vestigio de su Creador. Lo que mediatamente le uniría a Él sería la materia que ha creado ab initio. Por eso, inmediatamente sí es hijo del cosmos, pero no hijo de Dios o hijo en el Hijo. De hecho, la hechura ontológica o imagen humana del Hijo de Dios par-ticipa de modo perfecto del Logos-Espíritu en el que se une originalmente y ontológico-analógicamente por el alma huma-na creada de modo inmediato por sí mismo. Por eso, se pue- de afirmar teológicamente que existe en todos los hombres una singularidad y analogía ontológico-espiritual participada por Dios, porque es el Dios-Espíritu el que crea participa-damente el alma espiritual a su Imagen y como imagen de

origen de la libertad dentro del sistema estructurista-dinamicista a través de lo que él llama neurofisiología de la libertad. No obstante, la explicación es muy similar a la expuesta sobre la autoconciencia. Para el lector interesado véase, por ejemplo, LAÍN, Cuerpo y alma. Estructura dinámica del cuerpo humano, p. 230-233.

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Ella308. De ahí, que cuando el hombre en su autoconciencia y libertad se descubre a sí mismo, halla profundamente en él un misterio, pero nunca, como es el caso de Laín Entralgo, topa con un enigma en el que la creencia sucumbe racionalmente309.

308 Esta idea de que la unión del Logos se realizó por el alma está

recogida en la teología de san Agustín, san Juan Damasceno o santo Tomás de Aquino. Para más detalles cf. REDONDO, Origen, constitución y destino del hombre, pp. 253-254. Igualmente, puede consultarse allí de un modo más amplio la valoración teológica que hacemos al pensamiento de Laín Entralgo; cf. pp. 231-313.

309 Recuérdese esta sentencia de Laín: «para la mente humana, lo cierto es y será siempre penúltimo, y lo último es y será siempre incierto», LAÍN, Qué es el hombre, p. 220; cf. también pp. 219-224.

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Miércoles, 28 de julio:

El destino del hombre

y del resto de la creación

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ÍNDICE

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¿ES EL HOMBRE SUPERIOR AL RESTO DE LOS ANIMALES?

SUBJETIVIDAD ANIMAL Y VIDA MORAL

VÍCTOR MANUEL TIRADO SAN JUAN FACULTAD DE FILOSOFÍA UNIVERSIDAD PONTIFICIA

SALAMANCA ¿Es el hombre superior a los animales? Esta pregunta

que encabeza provocativamente el título de mi exposición es ya en sí misma enormemente sugerente e informativa sobre la humanidad actual que la hace, sobre nosotros mismos: el hombre occidental de comienzos del s. XXI. Y es que, aunque la mayor parte de las personas no lleguen a plantearse verdade-ramente en serio tal cuestión; el hecho mismo de que pueda aparecer como título de una conferencia universitaria, aunque fuere con gran dosis de ironía y finalidad provocativa, pone de manifiesto que, como en otros aspectos de la cultura, se da hoy una transmutación de creencias y valores secularmente vigentes.

Ciertamente, de entre todos los seres que hay en el mun-do, los animales son los que más nos llaman la atención. Y es que la experiencia más inmediata, por apresurada e irreflexiva que sea, nos muestra a los animales como los seres más cercanos. Ya los niños captan esta cercanía y se ven enormemente atraídos por esas criaturas diferentes que, en cambio, se mueven, hacen ges-tos y de algún modo lo interpelan. “Anima, animalis”; aquel ser que está animado: que siente y se automueve. Lo más evidente a la experiencia cotidiana son estas dos facultades comunes al hombre: los animales sienten, es decir, de alguna manera “se enteran” de lo que acontece entorno suyo –ya veremos en qué sentido–, y al mismo tiempo reaccionan a estos acontecimientos

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de su entorno variando su “posición” en el mundo. Según la Paleoantropología la relación del hombre con

los animales estuvo en un principio ligada a la mutua nutri-ción, factor éste también común a ambos: animales que devo-raban hombres y hombres que devoraban animales. En cual-quier caso, en algún momento de la evolución natural estas relaciones se ampliaron, de manera que el hombre incorporó a su vida cotidiana a algunas especies animales, y ello en tres formas: a) bien como fuente alimenticia: animales criados para ser sacrificados o para extraer de ellos algún producto nutri-cional o materia prima; b) bien como útiles dentro de las necesidades prácticas del ser humano (como fuerza bruta para el transporte o para roturar la tierra, o como animales rastrea-dores en la caza, etc.); o, bien, finalmente, c) como animal de compañía. Tres tipos, pues, de relación, cada una de ellas más elevada respecto a la anterior: relación nutricional, pragmática y contemplativa o de algún modo “intersubjetiva” (bien sea pura-mente afectiva, ya estética o ambas cosas a la vez). Esta escala que afecta a las relaciones mismas del hombre con los animales muestra la peculiar complejidad de nuestra relación con ellos. Mientras que con los útiles puramente materiales, únicamente mantenemos una relación pragmática: el martillo es un mero medio para mis fines pragmáticos y en sí mismo, al margen de las posibilidades que me brinda, de muy escaso valor. En cam-bio, Horacio, mi perro mascota es, por cierto, bastante inútil, cuando no pernicioso con su extraña manía de romper cuanto encuentra; y, sin embargo, tiene un cierto valor en sí mismo.

Como quiera que sea, el dominio de los animales por parte del hombre es evidente, y no sólo porque sirvan de alimento nuestro, sino porque, incluso cuando son animales de compañía, son criados, vendidos y comprados, curados o acica-lados según nuestra entera voluntad: no elige el perro o el gato al dueño, sino el dueño a su perro o a su gato... y no impone el animal al hombre las condiciones de su existencia, sino al contrario.

Esta soberanía de los hombres sobre los animales es proclamada por la Biblia, aunque pueda admitir interpretaciones

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¿ES EL HOMBRE SUPERIOR AL RESTO DE LOS ANIMALES?

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diversas, por lo que debe ser también tarea de la filosofía ayudar a alcanzar la interpretación correcta.

En el primer relato del Génesis la labor creadora de Dios va teniendo lugar según los diversos órdenes ontológicos. Primero crea Dios las plantas, después los animales y, finalmente, al hombre, única criatura hecha “a su imagen”310. Pero dentro de los animales parece establecerse también una jerarquía. Primero crea Dios a los animales acuáticos: los peces; después, a los animales del cielo: las aves; en tercer lugar crea a los animales terrestres: “ganados, reptiles, bestias salvajes”311. El Texto Sagrado proclama la soberanía del hombre sobre toda la creación: “poblad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre cuantos animales se mueven sobre la tierra”312. Mas, ¿cómo interpretar este “sometimiento” y este “dominio”? En la cul-tura actual estos términos adquieren connotaciones muy duras. El “sometimiento” despierta en nosotros inmediatamente la idea del esclavo, es decir, de relaciones intrínsecamente injustas (re-fleja, quizás, la enorme impronta de la “dialéctica” hegeliana “del amo y el esclavo”). Algo similar ocurre con el “dominio”. Sin em-bargo, parece que estos términos no tenían el mismo significa- do en la lengua de la antigua realeza, en la que fue escrito el Pentateuco, en la que, más bien, expondrían el deber del rey de cuidar de su pueblo, del que era soberano. No se trataría, pues, de la potestad para disponer a capricho de la tierra y de los seres que la habitan, sino, por el contrario, de la responsabilidad de cuidar de ella313.

Este cuidado de los animales incluiría el respeto absoluto de su vida, pues en un comienzo Dios atribuye al hombre una

310 Gn 1,27 311 Gn 1,24. 312 Gn 1,28. 313 JOHN EATON: El círculo de la creación. Los animales a la luz de la

Biblia, Desclée De Brouwer, Bilbao, 1996, p. 16: «El relato pretende decir que, cuando fueron creados todos los animales, Dios les dio un pastor, un protector supremo, que tenía toda la fuerza necesaria para esta misión desalentadora. Su tarea era representar a Dios haciendo la voluntad de Dios en la tierra».

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dieta vegetariana314. Es la caída, el deterioro que en el mundo in-troduce el pecado original, el que trastoca este orden primigenio del Paraíso; orden que Dios restablece de un modo diferente des-pués del Diluvio. En este momento una nueva norma va a per-mitir sacrificar animales, pero siempre en una disposición de respeto hacia la vida y al significado que ella entraña: es preci-samente el sentido del ritual sagrado del sacrificio y de la pro-hibición de consumir la sangre, que es el símbolo de la vida315.

Pero lo cierto es que la Postmodernidad occidental –probablemente de influjo mundial, debido a la globalización– ha trastocado en amplios sectores de la población, la concepción bíblica. La pérdida de la fe religiosa en muchas personas ha conllevado, sin duda, la puesta en cuestión de la concepción bíblica del mundo. Naturalmente se cuestiona la existencia de Dios o simplemente se vive como si no existiera o fuese un “dios ocioso”. Se cuestiona también, obviamente, la primacía del ser humano, aunque esto se haga más difícil por un mero motivo de egocentrismo. En cierto modo –aunque, como digo, creo que en el fondo tampoco nadie se lo acaba de creer del todo– se vive bajo las resonancias científicas de la inmensidad del universo y de la nimiedad y pequeñez de nuestra tierra, en definitiva, de una cierta caída del humanismo: somos una especie entre otras mu-chas, en un pequeñísimo planeta entre otros muchos, entre incontables sistemas estelares, entre otras muchas galaxias... ¿Por qué iba a ser el hombre algo especial? ¿La especie elegida por Dios? ¿Qué Dios?316. Y entonces, un tremendo escepticismo

314 Génesis 1,28: “Yo os doy toda planta sementífera sobre toda la superficie de la tierra y todo árbol que da fruto conteniendo simiente en sí. Ello será vuestra comida”.

315 Génesis 3,9: “Todos [los animales de la tierra] están en vuestras manos. Todo cuanto se mueve y tiene vida sobre la tierra os servirá de ali-mento. Yo os lo doy como antes os di verduras”.

316 Así, por ejemplo, dice Jesús Mosterín: ¡Vivan los animales!, Temas de Debate, Madrid, 1998, p. 197: «En la antropocéntrica tradición occidental [y antes nos dice, «de pensamiento judeo-cristiano»] la nuraleza era concebida como un mero objeto de explotación por parte de los humanos. Se suponía que nosotros habíamos sido creados a imagen de Dios, y no teníamos nada que ver con el resto de la naturaleza. En cual-

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de fondo invade nuestros espíritus. Se producen así diversidad de actitudes: unos se consagran a la ciencia, otros a la economía, otros a movimientos humanísticos caprichosos fundados no se sabe dónde, etc.

Releyendo a Nietzsche se hace evidente hasta qué punto este hombre ha influido en nosotros, o, al menos, hasta qué pun-o supo profetizar y retratar la nueva mentalidad en ciernes.

quier caso éramos protagonistas del drama cósmico (…) Desde el Rena-cimiento hasta nuestros días, la historia del progresivo descubrimiento del universo ha sido también la historia del sucesivo derrocamiento de la ingenua cosmovisión antropocéntrica que hacía de nosotros, los humanes, el ombligo del mundo». Es curioso cómo sigue prevaleciendo este primer impacto de la ciencia moderna y cómo, en cambio, se ignora por completo en el mundo ordinario de la vida, pero también en algunos ámbitos aca-démicos –como acabamos de ver– la ciencia actual. Leamos si no al Prof. MANUEL CARREIRA: Ciencia y fe, ¿relaciones de complementariedad? Algunas cuestiones cosmológicas, Fundación Universitaria San Pablo-CEU, Madrid, 2003, pp. 39-42: «Parece que está de moda en los medios de comunicación de masas, el decir –una y otra vez– que somos una especie de moho incon-secuente en una pequeña partícula de polvo cósmico que es la Tierra, y que no podemos tener importancia alguna en el Universo. Pero es, curio-samente, desde el punto de vista de la Física y de la Astronomía desde donde se ha estado insistiendo, una y otra vez desde hace cuarenta años, en que nuestra existencia [humana] tiene una relación tan íntima con las propiedades y la evolución del universo en su totalidad, que si uno qui-siera cambiar cualquiera de esas propiedades en un grado, a veces mínimo (…) no podríamos existir (…) [un leve cambio en la masa del universo implicaría] que NO PODRÍAMOS EXISTIR [si el protón hubiera tenido en relación al electrón un poco más de masa] NO ESTARÍAMOS AQUÍ [si la fuerza electromagnética no fuese exactamente 1040 veces superior a la gravitatoria] NO ESTARÍAMOS AQUÍ (…) [y lo mismo con la fuerza nuclear y con el Sol, si hubiese tenido algo más de masa, y con la Luna, si no estuviera donde está, etc.] NO ESTARÍAMOS AQUÍ (…) nos es necesario confesar que estamos aquí, porque todo está ajustado con un cuidado ex-traordinario (…) Muchas veces (…) hay alguien que me dice: “¡Pero el Uni-verso es tan enorme! Puede haber otros sitios donde se hayan dado las mismas circunstancias para que tengan también vida inteligente y que su evolución lleve a un desarrollo comparable o superior al nuestro”. Sí, es posible, las leyes físicas no lo impiden y todo lo que no es absurdo puede ocurrir, [pero es igual de probable que el que yo deje caer un bolígrafo y se quede en equilibrio sobre la punta]».

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Recuerden cómo comienza ese famoso alegato contra la verdad que se titula Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, retra-tando la nimiedad del hombre ante la inmensidad y longevidad del universo. La Tierra, la morada y el hogar del hombre, ha-biendo perdido su centralidad cósmica en este universo inabar-cable y enorme, se convierte en un puntito insignificante habitado por una insignificante especie animal entre otras miles de espe-cies animales, vegetales y, en general, seres vivos. El ser humano “se ha caído del guindo”, toda su vanagloria, su protagonismo ontológico, toda esa soberanía sobre el universo que le atribuía el texto sagrado hasta el punto de considerarlo hecho a imagen y semejanza de Dios –y no de un dios cualquiera, sino del único Dios– parecen haberse desplomado de golpe. El hombre ya no se siente seguro y sospecha, sospecha de Dios, de sus valores y de sí mismo. ¿Qué es lo que verdaderamente vale aquí? ¿Hay algo que sea a ciencia cierta verdad? ¿Podemos realmente hablar de una jerarquía ontológica entre los seres que habitan la tierra? O, ¿ocurrirá más bien aquí como con las teorías filosóficas, que to-das son igualmente verdad, porque todas son igualmente falsas? ¡Viva la pluralidad de las interpretaciones! ¡Viva la orgía herme-néutica! En todo caso y paradójicamente sólo hay una verdad: la libertad ¡Que gran paradoja! En un universo donde impera la predictibilidad científica, y una vez excluido todo lo transfísico, un ser que ahora se pretende igual a los otros, tan natural e intra-mundano como los demás, se apoya, en cambio, en su pretendida absoluta libertad, incondicionada y sin límites, salvo los de respe-tar, pero por puro egoísmo, ¿cómo no?, las otras libertades abso-lutas y absolutamente incondicionadas en todos los sentidos.

En fin, recuerden Uds. que esta transvaloración, que Nietzsche representa de forma eminente en la historia de la cul-tura occidental, supone, de hecho, la inversión de las concep-ciones y los valores de los dos grandes dinamismos espirituales, que han jugado un papel crucial en la configuración de la actual Europa: la escuela socrática griega y el cristianismo317. Ambos

317 No es difícil entender por qué Europa se niega actualmente a reconocer este hecho en la nueva Constitución, porque esta Europa es en gran medida la Europa de la “transvaloración de todos los valores” y así lo

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movimientos –eje y nudo gordiano de la tradición metafísica occi-dental, tan “definitivamente superada” por el actual flamante “pensamiento postmetafísico”–, ni son escépticos, ni son natura-listas (lo que implica que tampoco son en modo alguno positi-vistas o cientificistas, aunque sí amantes de la razón). El prime- ro se opuso ya de manera tajante a aquella primera forma de “nietzscheanismo” que fue la sofística, y no tuvo reparos en admi-tir, por mucho que desconocieran el Pentateuco y los Evangelios, que algo divino habita al hombre (por eso no son naturalistas, porque consideran que en el ser humano hay algo sobre-natural, hyper-keímenon, algo que misteriosamente “está-por-encima-de-sí”: el alma).

La tarea fundamental de Nietzsche consistió en reactivar un cierto paganismo vitalista con cierto fondo biológico, que redu-ce todo lo sobrenatural a la natural fuerza cósmica de la voluntad de poder318. En la unidad de este eterno dinamismo cósmico319, el

siente, por mucho que numerosos ciudadanos no se hayan dado cuenta aun de ello.

318 Aunque el alma teológica y metafísica, que habitaba en Nietzsche, y que nunca lo abandonó, lo traicionó, de manera que a la postre introdujo en sus sistema la tan denostada dualidad de bien y mal, en la forma de la vida auténtica y ascendente y la vida inauténtica o descendente.

319 Tampoco en esto parece estar de acuerdo la ciencia actual con los presupuesto nietzscheanos. Citemos de nuevo al Prof. CARREIRA, Ciencia y fe, pp. 26-27: «Un universo infinito en espacio y tiempo es in-compatible con la ciencia física. Si el universo tuviese una cantidad infi-nita de estrellas, habría una cantidad infinita de masa alrededor de cada punto. Con una cantidad infinita de masa, en cada punto tendremos un potencial gravitatorio infinito; si todo punto tiene potencial gravitatorio infinito y no hay diferencias de potencial, no puede haber fuerzas gravi-tatorias. Con un número infinito de estrellas brillando siempre, el cielo sería tan brillante de noche como la superficie del sol. Y como la ciencia sabe además que cada estrella es un horno con una cantidad finita de combustible, que todas las estrellas terminan consumiendo para apagar-se, un universo eterno ya no contendría estrellas, se habrían apagado todas (...) Y así la ciencia se encuentra, por su propia metodología, ante el problema de la creación: O bien el universo comenzó, y antes no había universo material de ningún tipo, o tiene que haber creación continua de nueva materia».

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hombre no sería más que un eslabón entre otros muchos, y, de hecho, sobre todo en la forma decadente del europeo socrático-cristiano, una forma “enferma y decadente” –algo que oímos todos los días en la tele, y últimamente con más frecuencia–. El hombre es un animal degradado, enfermo, una vía descendente de la vo-luntad de poder, algo “que debe ser superado” –es quizá en este sentido en el que muchos políticos hablan del “progreso infinito de la humanidad”–, en un ámbito de eternidad intramundana sin trascendencia.

Escuchen el siguiente texto, por ejemplo, entre otros mu-chos que podrían citarse320:

«Yo considero –dice Nietzsche– que la mala conciencia es la profunda dolencia a la que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación ocurrida cuando se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz. Lo mismo que tuvo que ocurrirles a los animales marinos cuando se vieron forzados, o bien a con-vertirse en animales terrestres, o bien a perecer (…) De un golpe todos sus instintos quedaron desvalorizados y en sus-penso (…) ya no tenía el hombre sus viejos guías, los ins-tintos reguladores e inconscientemente infalibles, ¡estaban reducidos, estos infelices, a pensar, a razonar (…) a su “conciencia”, a su órgano más miserable y más expuesto a equivocarse! (…) Hubo que buscar entonces apaciguamien-tos nuevos subterráneos. Todos los instintos que no se vuelven hacia fuera se vuelven hacia dentro –esto es lo que yo llamo la interiorización del hombre: únicamente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina su alma– (…) Aquellos terribles bastiones con que la organización es-tatal se protegía contra los viejos instintos de la libertad (…) hicieron que estos instintos (…) del hombre salvaje (…) se volvieran contra el hombre mismo (…) Este animal al que se quiere domesticar y que se golpea furioso contra los ba-rrotes de su jaula (…) fue el inventor de la “mala conciencia” (…) surge entonces un nuevo sufrimiento (…) resultado de su separación violenta de su pasado de animal».

320 F. NIETZSCHE, Genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 1983, pp.

96-97.

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El hombre es, pues, un animal más, y encima enfermo por haber inventado la teología y el espíritu, el alma y el mundo tras-cendente del más allá. ¿Cómo podremos curarlo? Pues, negando la negación. Si el hombre renunció a su animalidad instintiva en aras de la socialidad, ¡que renuncie a la renuncia! Deséchese la moral, trascendamos el bien y el mal, recobremos la inocencia de la agresividad animal... A la pregunta, pues, de cómo invertir todos los valores, responde Federico Nietzsche321: «[Deberemos] hermanar con la mala conciencia [no las inclinaciones naturales, los instintos, sino] las inclinaciones innaturales, todas esas aspi-raciones hacia el más allá, hacia lo contrario a los sentidos, a los instintos, al animal (…) todas los cuales son ideales hostiles a la vida (…) [ y esto sólo lo podrá hacer] un redentor (…) ese anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada –que alguna vez tiene que llegar».

Pues muy bien; en realidad, esta alusión a Nietzsche sirve para entender de dónde vienen algunos de los excesos, que en la actualidad plantean de manera un tanto desequilibrada las rela-ciones del hombre y los animales; o, en todo caso, de dónde viene ese impulso naturalista e inmanentista que considera al hombre una más de las especies que la evolución natural ha engendrado. El problema que abordamos: conocer la esencia de la vida animal y compararla con nuestra esencia humana, es nuclear, sobre todo porque nos involucra a nosotros. Por ello, el modo como se ha entendido el ser de los animales ha ido dependiendo de la antropología que cada pensador o cada movimiento histórico profesara. En nuestra tradición el problema ha pivotado en primer lugar en torno a la cuestión del cuerpo y el alma, porque la tradición platónica, heredera del pitagorismo, y a través de él de religiones orientales como el orfismo, concibió al hombre funda-mentalmente como alma, es decir, como una realidad de orden inmaterial, espiritual y eterna, que sólo por accidente –por una caída ontológica similar a la del pecado original en la tradición judeo-cristiana–, se encuentra accidentalmente unida al cuerpo. Recuerden Uds. las durísimas palabras de Platón en relación al

321 F. NIETZSCHE: Genealogía de la moral, p. 109.

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cuerpo: “¡tumba del alma!”, lo llega a llamar. Después del sincretismo que se produce a lo largo de los

primeros siglos de nuestra era entre filosofía griega y cristianismo, éste asimiló enormemente, sobre todo, el platonismo, y las cues-tiones teológicas fundamentales a las que los Evangelios abren van a plantearse, entonces, muchas veces en categorías plató-nicas; obviamente, por ejemplo, la de la permanencia del alma después de la muerte, etc. –temas sobre los que se centran muchas de las conferencias de este curso–. En cualquier caso, lo que Jesucristo promete es la resurrección; y la resurrección inclu-ye el cuerpo. No voy a entrar yo en esta cuestión, que no es propiamente la mía, pero un difunto no parece poder ser el estado plenario de una persona humana. Por mucho que haya algo de nosotros que subsiste tras la muerte biológica, esto que subsiste, no es nuestra realidad humana plenaria, de aquí la necesidad de la resurrección322. Pero lo importante para nuestro tema, es que nos demos cuenta de que el cristianismo no es platonismo. Para el cristianismo el hombre es un espíritu encarnado; un ser hu-mano no es un ángel, y no porque tenga que ser más malo, sino porque, precisamente a la esencia ser humano pertenece tener un cuerpo; mientras que a la esencia ángel, no tenerlo.

Ciertamente, el problema es saber en qué sentido será cuerpo el cuerpo resucitado y qué tendrá en común con nuestro

322 Por eso santo Tomás considera que el alma de un difunto, aunque

subsiste tras la muerte, es una realidad incompleta, pues le falta el cuerpo, su cuerpo, para el que de algún modo está esencialmente diseñada. Cf. Cuestiones disputadas sobre el alma; Eunsa, Pamplona 1999, art. 1º, p. 12: «El entendimiento del alma humana por naturaleza tiene que adquirir el conocimiento inmaterial a partir del conocimiento de las cosas materiales, el cual se efectúa por el sentido. Así, pues, por el tipo de operación del alma humana es posible reconocer cuál es el modo de ser de ésta. En efecto, en la medida en que su operación trasciende las cosas materiales, su ser se halla por encima del cuerpo e independiente de él; pero en la medida en que por naturaleza debe adquirir un conocimiento inmaterial a partir del conoci-miento material, es evidente que no puede darse el perfeccionamiento de su naturaleza específica sin su unión al cuerpo. En efecto, una cosa no puede ser específicamente completa si no posee todo lo necesario par su propia operación específica». El subrayado es mío.

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actual cuerpo. Pero lo importante para nuestro tema es que para el cristianismo el ser humano es un ente con cuerpo. ¿Significa esto que al menos hay un elemento en común entre personas y animales? Naturalmente, no todos los filósofos lo han creído así, porque el cuerpo puede entenderse de muchas maneras; pero algunos, y no de poca monta en la historia de la Iglesia, en cierto modo sí lo han creído así. Tal es el caso de santo Tomás por lo que se refiere el mundo terreno; pues, contrariamente a lo que va a ocurrir en el dualismo cartesiano, para el santo todo el orden natural constituye una unidad orgánica, que procede de Dios y aspira, en sus diversos órdenes, a Dios mismo. Así, cada tipo de ente, según su naturaleza, tiende a su bien propio. Como el hombre es a la vez ser natural, animal y espiritual, tiende a la vez a bienes materiales, animales (como, por ejemplo, la comida o la procreación) y espirituales (como, por ejemplo, el amor fraterno o la intelección), si bien estos últimos son los soberanos y en orden a los cuales deben organizarse los demás323.

Esta unidad se quiebra en la ontología y en la antropolo-gía dualista de Descartes. Como Uds. saben, para el genial filó-sofo francés, Dios creó dos tipos de sustancias co-existentes en el mundo, pero, sin embargo, esencialmente diferentes: la res cogitans y la res extensa; o, si Uds. quieren, las cosas materiales corpóreas –entre las que el filósofo francés incluía a los animales–, que se comportan de manera determinista según las leyes de la mecánica (es la teoría de los autómatas, como podría ser hoy, por ejemplo, un ordenador o un robot); y los espíritus, almas o sus-tancias pensantes, tales como los seres humanos, para los que el cuerpo, de nuevo como en Platón, resulta heterogéneo y comple-tamente accidental. De esta manera, con esta falla abierta entre el mundo natural y el hombre, se abría igualmente la posibilidad de una explotación y un uso inmisericorde de aquél, de una sobe-ranía técnica al margen del orden moral, porque el orden moral, que es del espíritu, pertenece a “otro mundo”...

El planteamiento de Descartes parece a primera vista ex-

323 Cf. Suma de Teología, Parte I-II, “Tratado de la ley en general”,

cuestión 94, BAC, Madrid, 2001, pp. 730ss.

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cesivo. Parece excesivo este abismo que abre entre toda la natu-raleza y el hombre, pero, sobre todo, entre los animales y noso-tros324. Sin embargo, es necesario, entrar de lleno en la propuesta cartesiana, pues, entre otras razones, pone de relieve algunas cuestiones metodológicas de la máxima relevancia para abordar nuestro tema. Y es que, como decíamos antes, los supuestos on-tológicos y antropológicos, ahora, en concreto, los gnoseológicos, condicionan la respuesta que vayamos a dar a la pregunta por la naturaleza de los animales en comparación a la nuestra.

Si adoptamos la perspectiva de la ciencia, los animales superiores y el hombre se presentan en principio como realidades relativamente similares. Ambos tienen un cuerpo vivo dotado de un sistema nervioso aferente, central y eferente; ambos reaccio-nan a estímulos del medio produciendo determinadas respuestas, etc. comparten, incluso, en muchos casos el sistema de recep-tores: tienen sentidos exteroceptores e interoceptores similares, etc. En definitiva, para la perspectiva de la ciencia, las diferencias

324 Frente a la tradición aristotélica, que reconoce en los animales un

alma sensible, capaz de aprehender mediante sus órganos sensoriales, comunes en muchos casos a los nuestros, el contenido sensible de las cosas, Descartes lo niega. Para el filósofo francés los animales carecen de alma, todo en ellos es corpóreo, es decir, extenso. En las Respuestas a las Quintas objeciones del Sr. Gassendi, en el 4º punto referente a la 1ª Meditación, AT VIII, 356 (en R. DESCARTES, Meditaciones metafísicas, Alfaguara, Madrid, 1977, p. 283), afirma Descartes: «Y así como los primeros autores de los nombres acaso no distinguieron en nosotros ese principio por el que nos nutrimos, crecemos, y realizamos –sin intervención del pensamiento– todas las demás funciones que tenemos en común con los brutos, de ese otro principio por el que pensamos, designaron a ambos con el nombre de alma; y viendo más tarde que el pensamiento era distinto de la nutrición, llamaron espíritu a eso que en nosotros tiene la facultad de pensar, creyendo que era la parte principal del alma. Pero yo, fijándome en que el principio por el que nos nutrimos y aquél por el que pensamos son enteramente distintos, he dicho que el nombre de alma, cuando significa conjuntamente a ambos, es equívoco; y que, a fin de entender por él precisamente ese acto primero, o esa forma principal del hombre, debe decirse sólo del principio por el cual pen-samos; de modo que, para eliminar esa ambigüedad, lo he llamado casi siempre espíritu. Pues yo no considero al espíritu como una parte del alma, sino como el alma entera que piensa».

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entre nosotros y los animales sólo pueden ser fácticas; una determinada estructura del cortex, del encéfalo, etc. La ciencia se apoya en los “hechos” intersubjetivamente percibibles, medibles e intersubjetivamente controlables. Sin embargo, el problema de la ciencia es que parte de muchos presupuestos injustificados o que, al menos, son susceptibles de análisis previos. Así, por ejemplo, toda la física ha ido construyendo su enorme entramado teórico a partir de la experiencia sensible humana, primero de las cosas visibles a simple vista, como las piedras que Galileo tiraba por la torre de Pisa, después de cosas sólo visibles mediante instrumen-tos técnicos como el microscopio, etc. Pero, ¿cómo va a ser posible dar una teoría física suficiente de lo que es una percepción hu-mana, si para construir dicha teoría ya hemos tenido que apo-yarnos y dar por supuestos los rendimientos de la percepción misma? La ciencia, por principio, nunca aborda las cuestiones últimas; el físico o el matemático o el neurocientífico no pueden dar cuenta de sus respectivos métodos con esos mismos métodos. Pero esta fundamentación última determina el modo como com-prendemos la ciencia y sus rendimientos. Por eso necesitamos la filosofía. La ciencia sola no basta.

Este es, precisamente, el problema sobre el que se erige todo el pensamiento de Descartes y que le da sentido. Hay otra actitud u otra perspectiva posible para abordar los problemas. Yo puedo, ciertamente, observar al microscopio el tejido nervioso humano, o puedo observar mediante resonancias magnéticas tridimensionales características del cerebro, o puedo incluso observar con otras nuevas tecnologías a través de la pantalla de un ordenador los cambios que se producen en tiempo real en el cerebro de una persona, cuando experimenta ésta o aquella emoción; o puedo observar la vida social de los orangutanes en libertad o el modo como resuelven determinadas situaciones en que yo artificialmente les sitúo, etc. pero todas estas actividades teóricas se apoyan en una serie de presupuestos previos que es preciso desvelar, si quiero entender verdaderamente su alcance. Puedo, así, “observar” mi propio observar. Esta perspectiva no es ya científica, sino fenomenológica y filosófica. Se diferen- cia notablemente de la científica, pues es reflexiva, y por consi-

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guiente, sólo puede realizarla cada cual en la intimidad de su propia vida consciente.

Al adoptar esta actitud, Descartes se da cuenta de que ella tiene una cierta primacía gnoseológica sobre cualquier otra, pues cualquier hecho al que yo pueda acceder deberá dárseme en alguna vivencia consciente. Luego mi conciencia, mi vida consciente, es lo que se me da con más claridad y primariedad de todo. A veces se olvida que la ciencia es también ella misma una actividad mental. Esta primacía gnoseológica de la con-ciencia es lo que le permite plantear la cuestión del sueño: toda mi vida podría ser un sueño, un enorme sueño en el que van apareciéndoseme las distintas cosas, animales y personas, que yo recuerdo haber visto (soñado, en este caso). Todas estas cosas vividas podrían ser meras cosas virtuales, como en Matrix; pero las vivencias de ensoñación mismas, que conllevan aparejadas las cosas soñadas, son indubitables. Así, la persona que ha sufrido la amputación de un miembro y no lo sabe sigue percibiéndolo con la misma viveza y certeza que cuando lo tenía realmente: se le da con toda claridad, lo siente cenestésica-mente e incluso le pica. Cuando días después descubre que sentía una nada y le picaba una nada, no por ello podemos decir que la vivencia del miembro fantasma fue ella misma también una nada: realmente sentimos el miembro fantasma, de eso no hay duda. Lo que ocurre es que nuevas vivencias me informan ahora de que aquello que percibía no tiene una exis-tencia real al margen de mi vivencia perceptiva, pues la pierna hace ya tiempo que fue separada del cuerpo.

Naturalmente que no quiero discutir aquí el problema cartesiano, lo que quiero mostrarles es que, como decía, la cues-tión de la índole de los animales, alcanzará una u otra solución, según la perspectiva que se adopte. Y me gustaría también que se diesen cuenta de que no todas las perspectivas ostentan el mismo grado de radicalidad y rigor. Esto es de suma importancia en nuestras vidas, pues debemos aspirar a guiarnos en ellas según los planteamientos más exigentes en relación a la verdad.

La perspectiva de Descartes es la seguida por todos los filósofos del paradigma fenomenológico inaugurado más explícita-

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mente por el pensador alemán Edmund Husserl. A ella perte-necen –además, naturalmente, de él mismo– filósofos como Edith Stein, Max Scheler, Martín Heidegger o Xavier Zubiri entre noso-tros. Este paradigma es, quizá, el que enlaza de manera más na-tural con la gran tradición occidental de la filosofía, preocupada desde Sócrates de manera eminente por conocer la esencia misma de la persona humana.

Si lo que se ve del hombre por fuera es similar a lo que se ve de los animales (un cuerpo que se mueve, mira, reacciona ante las circunstancias, etc.), deberemos “vernos por dentro” para describir lo que somos y así conocernos. Una vez que hayamos hecho esto la tarea consistirá en tratar de saber de algún modo si el interior de los animales es similar o distinto al nuestro. Fue de este modo como empezó a brotar de la tradición filosófica toda una amplia gama de preguntas que aun hoy nos acechan: ¿Es reductible el ser del hombre a los acontecimientos bioquímicos que tienen lugar en su cuerpo? Si no, ¿en qué consiste propia-mente el ser del hombre? ¿Es este ser del hombre el alma o espíritu, o el yo o el sujeto? De ser así, ¿representa esa manera de ser un modo ontológico que supera lo que habitualmente conoce-mos por naturaleza? ¿Es pensable que este ser pueda existir al margen de la naturaleza: la realidad física material?, etc. Todas estas preguntas vuelven a planteársenos en relación a los anima-les: ¿tienen los animales vivencias conscientes como las nues-tras? ¿Podemos decir que los animales son subjetividades, es decir, que, de algún modo tienen alma, espíritu o yo? ¿Tiene sentido atribuir vida moral a los animales?

Ya ven Uds. la cantidad y la magnitud de problemas que nuestro tema necesariamente involucra. Abordémoslo, pues.

¿Cuál es la esencia, la índole específica de la persona humana? Ha habido, fundamentalmente tres tipos de respuesta: 1) la idealista; 2) la mixta y 3 ) la materialista. Yo no voy a consi-derar la materialista, que me parece absolutamente descabella-da, pues aunque fuese la verdad que la vida consciente del ser humano sólo fuese posible gracias al cuerpo biológico, me pare- ce insensato postular que lo esencial del hombre no son sus vi-vencias conscientes, sino los procesos bioquímicos que estarían

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a su base. Confunde esta posición lo básico con lo esencial. De acuerdo con esta teoría las personas pasarían a la historia, no por lo que libremente han hecho, sino por su crecimiento celular o el ritmo cardíaco de su corazón o por los flujos de serotonina o endomorfina que algún día se propagaron por su cerebro, o cosas similares.

Me parece evidente que la esencia del hombre, lo que verdaderamente importa en su vida es la vida consciente misma en toda su amplitud, y no la vida biológica. Lo que nos importa y nos caracteriza son las decisiones que adoptamos en nuestra vida, las experiencias, los sentimientos que la llenan, nuestras creencias y afectos, nuestros compromisos o traiciones morales, nuestros conocimientos, etc. Desde luego que también nos inte-resa nuestra biología, pero sólo en la medida en que estamos convencidos de que en este mundo, nuestra vida consciente se apoya sobre ella; y si nos interesa teóricamente, este interés es también una propiedad mental. He aquí una primera tesis, que en parte está de acuerdo con lo postulado por Descartes: la esen-cia del hombre en tanto que tal reside en su vida consciente.

En realidad, salvo los materialistas –que además contradi-cen con su vida continuamente lo que teóricamente defienden–, la mayor parte de los pensadores están en esto de acuerdo. Las dife-rencias vienen, como ya se ha dejado sobrentender, en la peculiar manera como describen y entienden esta “vida consciente”.

La teoría que más vigencia ha tenido en Occidente, a parte de la de Platón, ha sido la de Aristóteles, sobre todo en la forma en que los aristotélicos cristianos, particularmente santo Tomás, la difundieron.

En contraposición a su maestro Platón, Aristóteles da mu-cha más importancia al cuerpo y no alberga ya esa visión negativa respecto de la materia y respecto de la naturaleza en general325.

325 Así, por ejemplo, De Ánima 414a20: «La materia es potencia,

mientras que la forma es entelequia [el ser animado es el compuesto de materia y forma, luego] el cuerpo no constituye la entelequia del alma, sino que, al contrario, ésta constituye la entelequia de un cuerpo. Precisamente por esto están en lo cierto quienes opinan que el alma ni se da en un cuerpo ni es en sí misma un cuerpo. Cuerpo, desde luego, no es, pero sí algo del

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Para Aristóteles la naturaleza se identificaba fundamentalmente con la realidad terrestre o sublunar: abarcaba todos los seres corpóreos: los que hoy llamamos inertes, los seres vivos (plantas y animales) y el hombre; todo aquello que teniendo intrínsecamente en sí physis, el principio de su propio movimiento, surge en algún momento sobre la realidad, y después desaparece. Es, pues, lo opuesto esta naturaleza al orbe de los seres eternos que, como Dios mismo, ni nacen ni perecen.

A pesar de su rechazo de la hipóstasis platónica, Aristó-teles sigue conservando la herencia de su maestro, alberga en sí según él algo divino. Es decir, el hombre no es pura naturaleza, es más bien un ser fronterizo o limítrofe entre lo natural y lo divino: un daimon.

Pero, ¿por qué dice esto Aristóteles? Las descripciones fenomenológicas que el estagirita hace de la vida consciente son ya extraordinarias, en particular las que se encuentran en el tratado Sobre el alma. El hombre concentra en su ser la esencia toda del universo natural: por un lado, componen su cuerpo los elementos materiales básicos; por otro, tiene vida vegetativa como las plantas, y sensitiva como los animales; así como lo que es su peculiaridad y carácter específico: alma intelectiva.

Esta ha sido la tesis crucial que ha atravesado medu-armente nuestra concepción del hombre y de los animales: anthropos zoon logikón. El hombre, animal racional; animal, sí, pero racional. Luego los animales no-humanos carecerían de razón, ¡he aquí la diferencia!

Pero, ¿qué es la razón o el alma intelectiva que nos espe-cifica y que no tendría par en la naturaleza?

En un texto memorable del comienzo de la Metafísica Aristóteles bosqueja la continuidad jerárquica de las facultades en los animales, la cual determina el orden jerárquico que se da entre ellos326. Esta ordenación coincide, desde luego, con la que cuerpo, y de ahí que se dé en un cuerpo, y más precisamente en un deter-minado tipo de cuerpo: no como nuestros predecesores, que la endosaban en un cuerpo sin preocuparse de matizar en absoluto en qué cuerpo y de qué cualidad».

326 Metafísica 980b-981b.

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se ofrece y guía los análisis del peri psiché, y es la siguiente: 1) Sentir. Todos los animales tienen percepción sensible, aunque no todos las mismas percepciones, claro está, en función de sus órganos sensoriales. 2) Imaginación y Recuerdo327. 3) Memoria. Los animales que tienen memoria (Aristóteles la vincula misterio-samente al oído) son los únicos capaces de acumular experiencia y, gracias a ella, una cierta prudencia en su vida. Puesto que Aristóteles considera a la prudencia como un modo de inteli-gencia328, es necesario admitir que atribuye a algunos animales cierta inteligencia. Es importante subrayar ésto, porque quizá un error que cometemos a veces es hacer tabula rasa de todos los animales y, ciertamente, no todas las especies animales están al mismo nivel329. Por fin, 4) Inteligencia. Aristóteles no menciona en este texto la inteligencia, pero se infiere por el contexto. Y es que sólo el hombre de entre la totalidad de los animales, convierte la experiencia en arte. El arte es aquella actividad que pone en juego la facultad de captar las conexiones causales entre los hechos, pero elevándose a la ley universal: «Nace el arte –afirma Aristó-teles– cuando de muchas observaciones experimentales surge una noción universal sobre los casos semejantes»330. Mientras que la sensibilidad y la memoria se mantienen atadas al orbe de lo individual fáctico, la inteligencia humana es capaz de desvin-cularse de lo particular fáctico y elevarse a lo universal contrafác-tico. Esta es la cuestión clave que, heredada del platonismo, induce a estos filósofos, y que después aprovecharán los filósofos cristianos, a pensar que en el hombre hay algo contrafáctico,

327 No todos los animales tienen imaginación y recuerdo: «No parece que así sea en la hormiga, la abeja y el gusano», Sobre el alma 428a10.

328 Sobre el alma 427b10 ó 427b25. 329 Esta es la crítica que, por ejemplo, enarbola Alasdair Macintyre

contra algunos miembros del paradigma fenomenológico, en concreto contra Heidegger: Dependent rational Animals. Why human Beings need the Virtues, Duckworth, Londres, 1999: «[Heidegger sólo utiliza como ejemplos] abejas, mariposas, cangrejos de río, lagartijas, carcomas (…) y cuando aparece una ardilla no es perseguida por un perro sino por un pito real. Lo que no encontramos son lobos, elefante, y lo que es más importante, gorilas, chimpancés o delfines».

330 Metafísica 981a5.

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extratempóreo, sobrenatural, y a hacer pivotar sobre ello toda la escatología en torno a la invulnerabilidad del alma frente a los cambios fácticos naturales, que afectan al cuerpo, pero que no pueden afectarle a ella.

Como decimos, y es sabido, gran parte de la filosofía me-dieval giró, y es de todo punto razonable debido a la envergadura y repercusiones del problema, como de nuevo vuelve a manifes-társenos ahora, sobre el problema de los universales. Un universal es un concepto. Que el hombre tiene intelecto, razón, y los demás animales no, significaría que sólo el hombre es capaz de captar o intuir los conceptos, las formas universales, y por ello sólo el hombre es capaz de elevarse a la ciencia.

Llegados aquí, vamos a afrontar en sí mismo el problema, lo que quiere decir que vamos a introducir en el análisis cuantas cuestiones sean pertinentes, incluyendo todas las aportaciones filosóficas que yo conozco hasta la actualidad.

Cuando Descartes dice que la actividad del espíritu, el pensamiento, es esencialmente distinta de la que tiene lugar en los animales, y vincula a éstos con la materialidad y la extensión no está pensando curiosamente algo muy diferente a lo que acabamos de comentar. «Puesto que el intelecto intelige todas las cosas –dice Aritóteles–, necesariamente ha de ser sin mezcla (...) para que pueda dominar o lo que es lo mismo conocer, ya que lo que exhibe su propia forma obstaculiza e interfiere a la ajena. Luego, no tiene naturaleza alguna propia a parte de su misma potencialidad (…) De ahí que sería igualmente ilógico que estu-viera mezclado con el cuerpo»331. A veces corre por ahí la idea de que en filosofía cada pensador va a su aire e inventa teorías que nada tienen que ver con las demás; pero esto es sólo una afirma-ción producto de la ignorancia de la historia del pensamiento y de una ignorancia filosófica en sí misma. Hay un cuerpo de conoci-miento filosófico que va enriqueciéndose progresivamente a lo lar-go de la historia, si bien de manera muy lenta y, a veces, con e-ventuales retrocesos debido a la dificultad que encierran los pro-blemas que afronta y a las vicisitudes históricas. Si el intelecto es

331 De Anima 429a20.

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sin mezcla, quiere decir que es simple; pero si es simple no puede ser nada material, pues todo lo material tiene partes. Lo que nos está, pues, diciendo Aristóteles no es muy distinto de lo que afirmaba Descartes. Pero, ¿por qué debe ser simple el intelecto? ¿Por qué no puede ser material? Pues, porque todo lo material tiene una forma precisa, y entonces esta forma interfiere la recepción de otras formas. El hierro no permite que en él tome cuerpo la madera; no puede el hierro ser hierro y madera a la vez. Tampoco es posible desde el punto de vista del espacio, pues allí donde hay, pongamos por caso, un trozo de granito, sólo podrá hacerse presente otra materia previo desalojo del primero. Incluso en el plano bioquímico, la moderna biología y neurofisiología nos han enseñado que la naturaleza misma de los receptores deter-mina la índole de la sensación que producen en el cerebro: ellos son materiales y modifican cuanto con ellos interactúa332. El propio Aristóteles señala que la vinculación de los sentidos a la materia se hace patente en los umbrales perceptivos: «El sentido –vuelve a decir Aristóteles– no es capaz de percibir tras haber sido afectado por un objeto –nosotros diríamos estímulo– fuertemente sensible; por ejemplo, no percibe el sonido después de sonidos intensos, ni es capaz de ver u oler tras haber sido afectado por colores u olores fuertes»; por el contrario, ¡curiosa paradoja!, el intelecto, «tras haber inteligido un objeto fuertemente inteligible, no intelige menos, sino más»333.

Toda la teoría husserliana de la intencionalidad abunda en lo mismo de manera tajante. La relación intencional mediante la cual un yo trascendental se refiere conscientemente a un objeto que aparece, nada tiene que ver con ninguna relación espacial. La intencionalidad no ocupa espacio; más bien al contrario, los objetos espaciales son sólo uno de los tipos de objetos que pueden aparecer a la conciencia. La pradera que diviso en el horizonte

332 S. A. BARNETT, La conducta de los animales y del hombre; Alianza, Madrid, 1972, p. 40: «Aunque si prescindimos de la rapidez de la propaga-ción, el impulso nervioso es el mismo en todas las fibras nerviosas, los efectos del impulso (imput) desde los órganos sensoriales dependen justamente del tipo de nervio sensorial que es activado».

333 De Anima 429b.

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(noema) es verde, pero mi vivencia perceptiva de dicha pradera (noesis) no es ella misma verde, del mismo modo que no arde mi vivencia cuando contemplo un fuego, etc. Lo que sí son, en cam-bio, las vivencias, aparte de intencionales, es temporales. La vida mental, la vida del espíritu o la vida consciente fluye inexorable en el tiempo, cada ahora con su respectivo contenido mentado desa-parece o se hunde de continuo en el pasado. Las sensaciones que ahora tengo del color de sus rostros ya no son las mismas, pues el ahora de antes ya no es este ahora, y así en cada ahora... La vivencia puede mantenerse en su peculiaridad intencional o bien dejar paso a otra vivencia diferente; pero siempre en un ahora, que se desvanece al punto. Pero el yo no se desvanece, no pasa con el pasar de las sensaciones, ni con el de las vivencias; sino que, habitando éstas últimas, constituye a aquellas en unidades objetivas. Tampoco yo me identifico con mi cuerpo, por mucho que éste sea para mi carne. Cuando palpo la mesa con mi mano, me doy cuenta de que la mesa es otra que yo en el nivel más lejano de alteridad; mi mano, en cambio, mi cuerpo, la siento por dentro, está como íntimamente ligada a mí. Y, sin embargo, yo no soy estrictamente mi cuerpo, pues si no, no diría “mi mano”, i.e., mano-de-mí, i.e., mano-de-yo: la mano que yo capto de ese pecu-liarísimo modo en que se capta el cuerpo propio. Entre lo captado y aquél que capta, hay siempre una distancia, una cierta inade-cuación y diferencia. Ni siquiera se identifica el yo con sus viven-cias. Cuando digo que al sentir mi mano, no sólo siento mi mano, sino que el sentir mismo es consciente para mí; es decir, que no sólo veo el atardecer, sino que misteriosamente “veo” que veo el atardecer; entonces no me queda más remedio que reconocer, que aquel que a la vez “ve” su ver, su oír su palpar, etc., no puede identificarse con ninguna de estas vivencias en particular. Yo, estoy siempre ahí, “viendo”, pero sin verme nunca del todo cara a cara, ya que quien ve no puede nunca ponerse enteramente delante de sí mismo, ¿pues quien vería entonces el “delante”?

Y si pasamos a Heidegger o a Zubiri el análisis es similar. El Dasein heideggeriano, que no es más que el sujeto tras-cendental husserliano inserto en una filosofía de la facticidad y desustanciado, se caracteriza por su estructural o esencial ser-

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en-el-mundo, por la comprensión (Verstehen), la disposición afectiva (Befindlichkeit) y el habla (Rede). Es decir, que yo, o cual-quier persona, en tanto que ser consciente, estoy siempre men-tando algo en alguna forma; eso que miento es siempre momento del mundo. Como siempre que estoy en vigilia, es decir, que soy Dasein, miento algo, ocurre que, en todo momento, estoy irremi-siblemente en el mundo334. Por eso dice Heidegger –lo que va a ser punto de partida común para todos los existencialismos, y a esto es a lo que íbamos–, que la esencia del Dasein consiste, justamen-te, en no tener esencia, en ser pura existencia, puro ek-tasis, pura apertura a los entes del mundo. Como el Dasein capta, además, no sólo los entes del mundo, la diferencia, sino aquello que está más allá –o más acá– de la diferencia, es decir, el ser común a todos los entes, pues entonces el Dasein tiene que hacer su existencia, elegir libremente cómo va a moverse entre los entes del mundo: el Dasein no tiene naturaleza sino que tiene proyectos, los cuales, al realizarlos, constituyen su historia.

Perdonen Uds. esta catarata de conceptos, pero también va a sernos útil. Recuerden que Aristóteles argüía que el intelecto no puede tener él mismo ninguna forma para, precisamente, po-der aprehender todas las formas. Transcurrieron, ciertamente, muchos siglos entre Aristóteles y Heidegger, pero a mí me parece que sustancialmente, a este respecto en particular, dicen lo mis-mo: el intelecto, el alma propiamente humana no tiene esencia co-mo los demás entes del mundo, tiene, por el contrario, ek-sisten-cia, una pura apertura al ser de los entes: eso es el conocimiento y el dominio –soberanía– del hombre sobre los demás entes.

334 Bueno, en sentido estricto, esto no es así más que en la vida cotidiana (en lo que Heidegger llama la “cotidianidad de grado medio”) o existencia inauténtica, que en parte viene a ser lo mismo que la actitud natural ingenua que Husserl atribuye al hombre prefilosófico, que aun no ha reflexionado sobre sus prejuicios. Pero, entonces, y esto sería signo inequívoco de algo trascendental o trasmundano en el hombre, es posible de algún modo “salirse del mundo” volcándose sobre sí mismo. Este sí mismo es en Husserl el yo trascendental, que está más acá del mundo e incluso del tiempo, pues es él el que constituye el tiempo interno; y para Heidegger es mi puro ser, que no es un ente más del mundo, sino el ek-tasis, la apertura que, justamente, ilumina el ser de los entes del mundo.

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Y con Zubiri ocurre tres cuartos de lo mismo: el hombre es el animal de realidades. ¿Y qué quiere decir esto? Pues que el hombre es el único animal que, gracias a la inteligencia sentiente, no aprehende únicamente los contenidos de las cosas: el que sean de esta o aquella manera: blancos o azules, fríos o calientes, pesados o ligeros, peligrosos o inofensivos...; sino que aprehende su índole de reales, aprehende la realidad de las cosas.

¿Dónde sitúan todos estos pensadores, pues, la línea divi-soria entre personas y animales?

La tradición, ya lo hemos visto, en la exclusiva capa-cidad humana para captar las formas universales, que, de alguna manera, están en los contenidos sensibles, pero que del mismo modo que por mucho que haya luz en el mundo ningún topo podrá captarla, por mucho que las formas estén con-formando efectivamente las realidades sensibles, los animales no humanos carecen de la facultad para verlas. Esa facultad es la que los clásicos llaman razón. Fíjense, no obstante, en que la palabra que utilizan para designar la razón es “logos” (zoon logikón, recuerden); y logos viene de legein, que significa decir, pero también, reunir en griego. Llamo la atención sobre ésto, porque, ciertamente el lenguaje está muy estrechamente unido a la razón, hasta el punto de que incluso todo el paradigma de la filosofía analítica anglosajona, inspirado en gran medida en los trabajos posteriores al Tractatus de Wittgenstein (especialmente en las Investigaciones filosóficas), viene prácticamente a identificar razón y lenguaje, y lengua- je con lenguaje intersubjetivo. Es por ello que los antropó- logos que trabajan afanosamente con los grandes simios (que en su mayoría son americanos) buscando su parentesco con los hombres, han hecho también del lenguaje una de las cuestiones cruciales, si no la crucial: si logramos enseñar a hablar a los chimpancés, los bonobos, o los orangutanes, habremos demostrado, piensan, que el hombre no es el único ser racional sobre la tierra. Pero, ¿qué se entiende por len-guaje?; ¿en qué sentido cabe decir que el lenguaje es la esencia de la razón? ¿Tiene, entonces, alguna relación el logos –el lenguaje– con la intuición intelectual de los universales? Y, por

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último, en qué sentido podemos certificar que estos animales hablan?

A primera vista sí hablan. El lenguaje humano es de una complejidad extraordinaria: lo usamos para describir el mundo, también para expresar nuestros sentimientos, para expresar la belleza, o también para lograr que algún otro ser racional haga algo, como cuando preguntamos, mandamos o pedimos. Pero, sin duda, en todo discurso entran conceptos. Los conceptos son unidades eidéticas de sentido o significaciones. Pongamos por caso que digo: “los animales no-humanos no tienen conceptos”. Esta proposición es lenguaje y consta de: 1) una serie de sonidos articulados, que, evidentemente son una realidad física perceptible por los sentidos; de hecho Uds. la acaban de oír, creo, ahora. En segundo lugar, 2) consta de un sentido o significación; eh aquí la palabra clave. Cuando yo he construido esta proposición, mi espíritu ha mentado cada uno de los sentidos o conceptos que la componen. Que los ha mentado (¡dense cuenta que se trata de una metáfora!: es como el dedo que toca la fruta, pero aquí es la mente la que “toca”, mienta el sentido de cada concepto), quiere decir que los entiende, o lo que es lo mismo, que los in-tiende, que apunta intencional-mente hacia ellos y los hace refulgir y desplegar su ser de sentido del mismo modo que la luminaria esclarece el espacio al que apunta y hace que las cosas que ahí estaban ocultas en la oscuridad, refuljan y manifiesten su ser propio. Aquello con lo que entendemos, con lo que alumbramos el sentido y lo trae-mos a presencia es el entendimiento. Por eso Aristóteles, y des-pués de manera magnífica la tradición fenomenológica: Husserl, Heidegger y Zubiri en particular, denominaba al len-guaje medular o esencial “logos apofantikós”; que viene a ser algo así como el logos que ilumina, que da luz. Yo, y Uds. Con-migo, “entendemos” lo que significa “animal”; lo que significa “no”; “tener”, y, por último, lo que significa “concepto”. Natu-ralmente que estas significaciones no están al mismo nivel. “Animal” es un nombre común, es el universal que recoge en sí lo común a todos los animales; en cambio, “no” es una conec-tiva lógica, niega una afirmación, no se refiere a ninguna cosa

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concreta del mundo, y lo mismo que “concepto”, que recoge la esencia de todos los conceptos, es el universal del producto de una cierta actividad mental: la de negar o la de concebir. Todo esto es muy complejo, pertenece a la metateoría o teoría de la inteligencia, en particular a la filosofía de la lógica –por cierto remarquen que “lógica” también viene de logos–. Los conceptos son muy diversos, pero todos tienen en común que se generan por alguna actividad que la mente humana ejerce sobre los contenidos sensibles o también sobre los contenidos de la pro-pia actividad mental. Es decir, la ideación se produce, bien sobre la percepción externa, como cuando a base de ver múl-tiples cosas blancas, el niño acaba comprendiendo lo que sig-nifica el concepto “blanco”; bien sobre la percepción interna, como cuando el niño, a base de ejercitar el no y ver cómo se usa en su entorno, comprende lo que significa negar, contra-decir un acto de afirmación o de creencia.

¿Tienen, entonces, los animales conceptos? ¿Qué debe ocurrir en la vida mental para que se comprenda un concepto? Esto es decisivo, porque, efectivamente, toda la lógica, y con ella la razón en el sentido del razonamiento, de la mente que se desliza en la luz cristalina de la evidencia de idea en idea arrastrada por la necesidad inexorable de las infalibles leyes aprióricas lógico-matemáticas, proviene de los universales conceptuales. La razón como razonamiento deriva de la razón como intuición categorial. Así, el principio de no-contradicción que rige nuestro pensamiento se funda en el concepto de verdad, etc.

Para elevarse a la universalidad, clausura y diafanidad de un concepto es preciso, en primer lugar, romper la compa-cidad de una percepción sensible. El campo perceptivo sensible está plagado de contenidos, que lindan unos con otros, que se interpenetran de múltiples maneras. Es preciso, pues, en pri-mer lugar, diferenciar contenidos, pero hacerlo consciente-mente. Cabe la posibilidad de que un animal diferencie con-tenidos, pero de un modo puramente estimúlico, como cuando reaccionan de manera automática a determinadas manchas de color desencadenando todo el proceso de apareamiento sexual,

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por ejemplo. Esto es decisivo. Una señal y un concepto o sig-nificación son cosas esencialmente distintas. Hay señales pura-mente biológicas y señales psicológicas. Cuando un contenido mental hace de señal de otro, lo que induce al sujeto perceptor a ir mentalmente de la señal a lo señalado es una mera cone-xión o asociación empírica ciega, fundada únicamente en experiencias fácticas sedimentadas, por ejemplo, a través de la costumbre. Así, si alguno de Uds. viera ahora una fotografía del edificio colindante a su casa, probablemente de manera mecá-nica e inmediata, su mente pensaría en su propia casa. La publicidad subliminal utiliza interesadamente este fenómeno para manipular a los consumidores. Sin embargo, en un silo-gismo correcto, por ejemplo, el que va de las dos premisas: “los seres vivos sin sistema nervioso no pueden tener sensaciones”, y “las algas carecen de sistema nervioso”; a la conclusión: “las algas no pueden tener sensaciones”; en un silogismo así sería absurdo decir que las premisas son una señal de la conclusión, y que la mente va de ellas a la conclusión por una mera asociación empírica fundada en la costumbre. Aquí se trata de pura intelección y de necesidad absoluta; mi ir de las premi- sas a la conclusión es un ir fundado en la evidencia que me facilita la comprensión de las proposiciones y de los conceptos que las integran.

Pues bien, para alcanzar la luz del concepto el sujeto, decimos, debe diferenciar un contenido respecto de los demás. Pero para diferenciar un contenido rompiendo la compacidad de los contenidos, debo ser un yo: yo me doy cuenta de que no soy los contenidos y entonces soy capaz de retraerme en mí mismo dejando en suspenso los contenidos, para así poder deslizar mi mente a través de ellos y entonces posarla sobre un contenido y sobre otro y así compararlos y discernirlos. Por eso tiene todo el sentido que “logos” significase originariamente también reunir: pues sólo se reúne lo que previamente se ha separado. La mente, el logos, primeramente separa los conteni-dos, pero luego los reúne para discernirlos y diferenciarlos, para que en el mutuo contraste cada uno afirme su diferencia y la haga presente a la conciencia. Naturalmente que, además de

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ser un yo, se requiere de la imaginación y la memoria. La mira-da de la mente sólo puede deslizarse de un contenido a otro en el tiempo, en una sucesión de ahoras, necesita, pues, de este modo, para reunir los contenidos, retener en la memoria próxima el que ya no está ocupando la actualidad de mi mira-da; pero como se trata de retener un contenido que no está presente en persona, será un contenido re-presentado, es decir, imaginado. Sin embargo, dense Uds, cuenta, que hay especies toto caelo distintas de imaginación y memoria, pues una sub-jetividad sin yo –que es lo mismo que una subjetividad incapaz de captar el ser en propio de los contenidos: el ser, en el dis-curso de la metafísica clásica y de Heidegger o la realidad en el pensamiento zubiriano– no retiene realidades, sino meros con-tenidos y lo mismo le ocurriría con la imaginación. Por fin, para elevarse a la universalidad del contenido, a la unidad eidética del sentido, hay que prescindir de los momentos individuantes; yo sólo puedo tener la idea de verde, si me elevo por encima de estas concretas sensaciones verdes, que, por el fluir del tiempo al que antes aludíamos, siempre son sensaciones diferentes. La mente tiene aquí como una extraordinaria capacidad para abstraer de lo individual concreto, fugaz y siempre distinto, para referirse al contenido idéntico, siempre el mismo en cada uno de sus aconteceres concretos. Ni que decir tiene que esta capacidad de desconstruir el contenido entre sus momentos individuantes y específicos requiere igualmente de un yo en el sentido descrito.

Por tercera vez repetimos, pues, la pregunta: ¿hay ani-males capaces de hacer esto? Durante toda la historia de nues-tra civilización ha habido una lucha enconada y permanente entre el esencialismo y el nominalismo. Esta lucha se fue agudizando en la modernidad; y el éxito del empirismo y de una ciencia que, pagada de sus propios éxitos, fue desvinculándose de la reflexión filosófica, fueron decantando la victoria del lado del nominalismo. Sin este acontecimiento gran parte de la evolución que en la actualidad ha seguido nuestra civilización sería incomprensible. ¡Con cuanta violencia dialéctica arremetía Nietzsche contra la universalidad del concepto y reclamaba la

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primacía de lo sensible! Después, un Wittgenstein ganado para la cultura anglosajona, volvía a arremeter con gran éxito y talento contra el esencialismo y la filosofía de la conciencia: No hay esencias –nos dice, como Nietzsche y hasta como Hei-degger–, sino, a lo más, “parecidos de familia”. La ciencia de Aristóteles es sustituida por el bricolaje; y el logos deja de ser un logos apofántico para convertirse, también como en Nietzsche, en una especie de gran útil para el acuerdo intersubjetivo en la vida social, pues la intencionalidad de la conciencia y la comprensión intuitiva categorial del concepto son relegadas al status de construcción metafísica infundada: no hay significación eidética que valga, la única significa- ción que existe es el uso practico y concreto, observable des- de fuera, que hacemos de las palabras; el lenguaje privado es imposible, yo sólo reconozco los contenidos mentales cuando me han enseñado a usar la palabra que los designa. Todo se hace social, de nuevo el individuo humano es un producto enteramente social, ¡fin de la persona! No es el caso aquí tampoco de pasar revista a todas estas tesis; pero sí puedo decirles que en mi opinión, y a pesar de las extraordinarias intuiciones que Wittgenstein tiene, no todo lo que dice es verdad y no todo lo que dice hay que tomarlo al pie de la letra. Lo siento por Wittgenstein –persona talentosa y religiosa a la vez–, pero, en mi opinión, las esencias existen. La realidad está esenciada. Si no, ¡apañados íbamos a andar! Otra cosa es que muchas de las esencias complejas nos sean desconocidas y debamos conformarnos con conceptos provisionales sólo defi-nibles mediante racimos de propiedades análogas (parecidos de familia). Por otro lado, es radicalmente falso a mi juicio, que la vida interior de conciencia sea ulterior al lenguaje inter-subjetivo. Esto, que repiten al unísono los filósofos de moda, es en mi opinión radicalmente falso: el niño no empieza a discernir los colores, los sabores, las cosas... sólo cuando le han ense-ñado el uso de las palabras correspondientes; sino que, justa-mente a la inversa, es ese logos apofántico originario y priva- do el que le permite, entre otras cosas discernir a aquellos otros humanos que van a enseñarle el lenguaje social de su

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comunidad. Si no, ¡qué paradoja!, el niño no aprehendería conscientemente a sus padres, porque no sabría usar la pa-labra “padres”; pero, al mismo tiempo no podría aprender jamás el uso de dicha palabra porque son precisamente sus padres los encargados de enseñársela. De este círculo no hay quien salga.

Por cuarta vez, pues: ¿tiene mi perro Horacio conceptos? ¿Tiene inteligencia? ¿Tiene algún primordio de logos?

Ciertamente Descartes exageró al decir que los animales carecen de toda alma atribuyéndoles un mero ser extenso, regido por las leyes físicas. Husserl es mucho más comedido al respecto y reconoce que los animales son seres psíquicos, que tienen algún tipo de vida intencional. Y es que la pura percepción sensible carece de extensión, es pura temporalidad. El problema es saber qué tipo de intencionalidad es la de los animales o en qué sentido cabe hablar de intencionalidad en la vida animal.

Habíamos dicho que la vida consciente es el dato primigenio para cada cual, el suelo primordial a partir del cual accedemos a las demás realidades del mundo. Pero, entonces, si la vida consciente es esencialmente privada –piensen Uds., por ejemplo, en la vivencia de un dolor de muelas–, yo, cada yo, vive inmerso en la inmediatez de su conciencia, en nues- tro ejemplo, vive en su absoluta inmediatez su dolor. Nadie de entre Uds. puede compartir en primera persona mi dolor (ni yo el suyo); mi dolor es intrínsecamente mío, pertenece a mi intransferible corriente de conciencia. Mas Uds. me obser-van por fuera, como me observa el dentista cuando hurga mi boca con su torno. ¿Cómo pueden Uds. –cómo puede el dentista– comprender mi dolor? Sólo a partir de sus propias vivencias, si es que alguna vez le dolió una muela. Es el ex-traordinario fenómeno de la endopatía al que nos estamos refiriendo. La endopatía es la base de las relaciones interhu-manas: los seres humanos nos comprendemos. La compren-sión se produce gracias a las aprehensiones parificadoras335.

335 Usamos aquí los análisis de Husserl de la “Einfühlung” del libro

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Una aprehensión parificadora es una analogía, por la cual una persona interpreta el cuerpo percibido del otro como habitado por un alma como la suya. Naturalmente que la endopatía sólo tiene lugar de este modo, cuando el yo ha alcanzado ya un conocimiento amplio de sí mismo y de su propio cuerpo. Antes, pues, de la endopatía, tiene lugar todo el proceso de discer-nimiento por parte del niño entre su yo, su cuerpo y el mundo (lo radicalmente otro de él y su cuerpo). Y en este proceso, los “otros humanos”, sus padres, juegan un papel decisivo; pues son ellos los que guían la atención de su mirada intencional y los que lo ayudan a discriminar el campo perceptivo según los peculiares “sentidos” de su cultura. En cualquier caso, en el transcurso de este proceso socializador, ese yo humano indi-vidual se ha conocido a sí mismo y ha conocido a los otros; y ha establecido ya la parificación analógica por la que los reconoce como iguales a él: como cuerpos habitados por un yo.

Similar es la situación en que nos encontramos con los animales. Si vemos a nuestro perro mover alegremente el rabo, suponemos endopáticamente que tiene una vivencia de ale-gría... Por ello toda la literatura universal se encuentra repleta de aprehensiones humanizadoras de los animales. Pero, ¿hasta qué punto está esto justificado? Dilucidar este problema exi-giría de nosotros una estrecha convivencia con los animales. Sin embargo, pareciera que la actitud del hombre en esta in-teracción es fundamental. Así, la actitud mercantilista, o al menos distante que mantenemos con los animales de granja, necesaria, por otra parte, para no crear vínculos afectivos con unos animales destinados al sacrificio, impide el desarrollo de la endopatía, cosa que no ocurre, en cambio, sino todo lo contrario, con los animales mascota de compañía. Por esta razón son estos animales los que más se humanizan. Es esta relación endopática la que, a mi juicio, debemos adoptar para sondear el tipo de subjetividad animal. Es lo que, en gran medida han venido haciendo los antropólogos americanos, que

2º de Ideen: “Zur Konstitution der Welt” y de las “Meditaciones carte-sinas”.

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se han consagrado al estudio de los grandes simios a los que ya nos hemos referido, por lo que vamos ahora a reflexionar sobre su trabajo y sus aportaciones.

Hay, en primer lugar, una línea de investigación compa-rativa puramente neurofisiológica, que, además, sigue un criterio evolutivo336. La analogía es aquí científica vía la estructura mor-fológica y biológica, fundamentalmente del sistema nervioso, y se funda en la estrecha relación constatada entre determinadas estructuras (especialmente del lóbulo frontal) y determinados comportamientos o vivencias conscientes: si la base morfo-lógica, biológica y neurológica es similar en algunos animales y el hombre, y conocemos la vinculación entre ellas y deter-minadas vivencias mentales, podremos, por analogía, atribuir las mismas vivencias a dichos animales. Esta analogía es, ¡qué duda cabe!, muy interesante, y, desde luego, puede suminis-trarnos conocimientos muy valiosos para la clínica neurológica. Sin embargo, no hay que exagerar su alcance teórico para el desentrañamiento de la esencia de la subjetividad en general (la humana y la animal). Por dos razones. En primer lugar, porque tenemos aún un enorme desconocimiento del verdade-ro significado de estas estructuras morfológicas y procesos bioquímicos337. En segundo lugar, ya hemos visto que, a pesar

336 DAVID R. BEGUN: “Valores de la familia de los homínidos: datos morfológicos y moleculares en las relaciones entre los grandes simios y los humanos”, en Sue Taylor Parker, ROBERT W. MITCHELL Y H. LYN MILES, The mentalities of gorillas and orangutans, Cambridge University Press, 1999: p. 30 (en adelante cito esta obra con las siglas MGO; las traducciones del inglés son siempre mías).

337 Se comparan aspectos morfológicos tales como: 1) el tamaño de la zona en cuestión (sea el lóbulo frontal dorsal, el mesial o el orbital); 2) el número de neuronas; 3) los campos citoarquitectónicos; 4) los campos mielo-arquitectónicos, y 5) los estratos de estos campos sin embargo, ignoramos casi todo respecto a la importancia de la anatomía en las funciones del alma: «No sabemos en qué medida influye en la vida mental el tamaño del lóbulo central o del cerebro (…) ni siquiera sabemos qué significa tener un lóbulo frontal más pequeño (…) ¿se refiere al cortex, a la materia blanca, a las estructuras subcorticales, que subyacen a la corteza del lóbulo central? (…) Y ¿a qué segmento del cortex, al dorsal, al orbital, al mesial?», Katerina Semendeferi, “El lóbulo frontal de los grandes simios con atención al gorila y

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de su espectacularidad, no es ésta una tesis novedosa en nues-tra civilización. Aristóteles y santo Tomas puntualizan que el cuerpo está íntimamente fusionado con el alma y que ésta sin él se ve impedida para realizar sus funciones; pero eso no significa en modo alguno que el alma sea esas estructuras corporales. Así, por ejemplo, la explicación biológica del sentido del dolor como sistema de aviso para prevenir, o al menos reducir, lesiones en los tejidos (Sherrington 1900), o bien como recuperación y curación (Wall 1979)338, acaso sólo vale para el dolor físico y, ni siquiera para éste alcanza a dar cuenta del sentido ontológico último de esta vivencia. Y es que, ya hemos visto con bastante detalle que la vida anímica es ontológi-camente distinta de lo corporal, por mucho que en este mundo necesite apoyarse sobre ello. Por consiguiente, en segundo lugar, que haya estructuras análogas en el hombre y los animales no nos asegura en modo alguno que su vida mental sea idéntica.

al orangután”, en MGO, pp. 90 y ss. En sentido análogo, la cantidad de estructuras anatómicas, procesos metabólicos y endocrinos, inducidos des-de el sistema nervioso central en los procesos dolorosos es de tal comple-jidad, que es enormemente arriesgado establecer analogías ente personas y animales: «Si la existencia de un dolor animal parece evidente, nada indica que lo que el animal siente sea idéntico a lo que percibiría el hombre en idénticas circunstancias. Hay de hecho numerosos ejemplos (…) de es-tímulos, apriori susceptibles de provocar un dolor fuerte, que no hacen aparentemente sufrir al animal (…) es como si el animal dispusiera de un sistema de nocicepción capaz de informar sobre [los estados de su orga-nismo] (…) lo que le puede provocar dolor, pero no desarrollaría reacciones centrales emocionales, sino que serían más bien somáticas. Así, no se ha descrito en animales el “síndrome del miembro fantasma” [por ejemplo, cuando se cortan las orejas o el rabo al perro] Salvo raras excepciones no existen en los animales domésticos grandes síndromes dolorosos com-parables a los del hombre (…) a excepción de los cólicos en todas las especies y especialmente en el caballo, en los que pueden llevar al “suicidio” (…) o las peritonitis», p. 41.

338 Citado por ALBINO GARCÍA SACRISTÁN, “Dolor y sufrimiento de los animales”, en Los derechos de los animales: dilemas éticos de la medicina actual, Universidad Pontificia de Comillas-Desclée De Brouwer, Madrid, 2002, pp. 38-40.

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La segunda analogía que los antropólogos siguen es la del desarrollo evolutivo ontogenético de la inteligencia (i.e., de un individuo concreto). Se considera, pues, que la diferencia entre la subjetividad animal y la humana, no es de esencia, sino de grado y entonces se compara la mente animal con la de un niño. Así, después de definir ciertas habilidades en el uso de herramientas en los orangutanes, se nos dice, por ejemplo339, que los grandes simios son capaces de desplegar habilidades en el uso de herramientas que corresponderían a las capa-cidades de un niño de 6 ó 7 años. Sin embargo, esta analogía se apoya en la analogía fundamental, que establece un pa-ralelismo inequívoco entre determinados comportamientos observables externamente y ciertas vivencias intencionales o conscientes, que serían como las nuestras. Esta es, sin duda, la cuestión crucial.

Este modo de operar viene, sin duda, avalado por la filosofía empirista y pragmatista, que, como decíamos antes, encontró un nuevo impulso en Wittgenstein. Si lo decisivo no es el acto intencional por el que se comprende el significado –la vivencia interior consciente–, sino el concreto uso prag-mático observable que se hace en relación a un segmento de lenguaje, queda expedito el camino, no ya para una postula-ción de una vida interior análoga a la nuestra, sino para la identificación entre los hombres y los animales, pues lo que se equipara son comportamientos públicamente observables. No obstante, estos investigadores, no evitan la tentación menta-lista de ir del comportamiento externo observable a la pos-tulación de cierta vida mental, lo cual, ciertamente, sería de todo punto innecesario de creerse verdaderamente que el signi-ficado de las palabras es su uso. He aquí las vivencias mentales que los antropólogos atribuyen a orangutanes, gorilas, bonobos y chimpancés340: 1) comprensión y producción de lenguaje; 2) actos endopáticos, es decir, atribución de estados mentales

339 ELIZABETH A. FOX, ARNOLD F. SITOMPUL Y CAREL VAN SCHAIK, “Uso inteligente de herramientas en orangutanes salvajes de Sumatra”, en MGO, pp. 120-121.

340 Tomado de diferentes artículos del libro citado MGO.

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a otros; 3) comprensión de relaciones entre objetos; 4) anti-cipaciones esquemáticas, por ejemplo, de relaciones medios-fin; capacidad de proyectar; 5) capacidad de representación; 6) imi-tación (acto muy complejo que supone actos más elementales de comprensión, como, por ejemplo, la aprehensión del otro como otro, y la de la actividad por el desplegada); 7) auto-conciencia; 8) capacidad para enseñar.

Y los comportamientos externos observables que les sir-ven de base para tal postulación son los siguientes: 1) el uso de hojas para limpiarse los excrementos: 2) el uso de hojas para sostener alguna fruta con pinchos: 3) el uso de una rama con hojas para matar abejas; 4) el uso de un amasijo de ramas con hojas como paraguas; 5) el uso de una vara para rascarse la espalda; 6) el uso de un palo como arma; 7) el uso de un palo para extraer miel de agujeros; 8) el uso de un palo para quitar semillas de frutas con cáscara dura; 9) el uso de un palo o una piedra como martillo para romper un coco.

Aunque personalmente nunca he convivido con ninguno de estos simios, en principio, como Zubiri o Scheler pienso que ninguna de las habilidades relatadas demuestran actos menta- les similares a los nuestros. Ciertamente hurgar en un agujero con un palo o machacar un coco con una piedra, o lo que es más llamativo, usar una rama como paraguas, hace pensar una cierta capacidad cognitiva superior a la de un perro; pero ¿im-plica que estos animales aprehenden la realidad intelecti- vamente en el sentido que hemos descrito antes? También mi perro Horacio saca los piñones de las piñas con la boca, y juega con mis hijos y me obedece a veces. Pero, ¿significa esto que aprehende y discierne la realidad como nosotros?

Justamente por esta razón muchos investigadores han centrado sus trabajos en el lenguaje. Ya hemos dicho que el lenguaje humano es la faceta más intrínsecamente vinculada a la inteligencia; aunque, por mi parte, crea haber dejado ya claro, que el lenguaje tiene muchos niveles y remite, en cual-quier caso, a un lenguaje originario apofántico, verdadera-mente muy vinculado a la entraña de la inteligencia humana y condición de posibilidad del lenguaje social intersubjetivo;

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es decir, un logos que es vida en el sentido del Evangelio de San Juan o de la carne (autoafección de Michel Henry). Como quiera que sea, el lenguaje humano tiene la capacidad mila-grosa de posibilitar la comunicación interhumana, aunque también, por no ser el lenguaje originario brinda la posibili- dad de la manipulación y la mentira. Si esto es así, bastaría lograr enseñar a hablar a los animales para que sean ellos mismos los que nos comuniquen su vida interior. Esta sería la mejor prueba. ¿Se imaginan a un orangután en la tele, mirán-donos a los ojos y diciéndonos: “Soy tan humano como Uds.; déjense ya de hipocresía y de soberbia. ¿Por qué se creen Uds. el ombligo del mundo, los hijos predilectos de Dios? Yo, y fí-jense que digo ‘yo’; pues yo sufro y me alegro como Uds., hago proyectos como Uds.; quiero a mi familia como Uds., a veces me arrepiento de mi maldad como Uds., temo a la muerte co-mo Uds. y me arrodillo ante Dios como Uds.”? Entonces sí que nos quedaríamos estupefactos y se acabaría la polémica cien-tífica. Probablemente nos lanzaríamos en tropel a hacer pre-guntas a nuestro amigo orangután como si E.T. hubiera bajado del cielo.

Quizá con esta idea en la cabeza hace ya mucho que muchas personas se dedicaron y se dedican a enseñar a comu-nicarse a los simios. Algunos empezaron intentado enseñarles literalmente a hablar, es decir, mediante sonidos fonéticos:

1) En 1900 Garner lo intentó con el chimpancé Moses; 2) en 1909 Witmer con el chimpancé Peter; 3) en el 16 Furness enseño a un orangután a decir “papá”; 4) entre 1933 y 1977 los Kellog enseñaron a un chimpancé junto a su bebé... En general, estas personas decían que los animales comprendían el lenguaje, pero eran incapaces de hablar. La incapacidad, se pensó provenía de estructuras anatómicas, por lo que se co-menzó otro intento con el lenguaje de los sordomudos ame-ricanos (AMESLANG): es decir mediante gestos. Lachyginakots; Laidler y los más famosos: Alan y Beatrix Gardner lo inten-taron. El resultado, según los antropólogos, es que: «Se de-mostró que Washoe podía combinar signos para codificar re-laciones significativas y no meras combinaciones de signos.

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Hizo su primer signo a los tres meses y desarrolló un voca-bulario de 132 signos en 51 meses, y 150 en 8 años; amplió su vocabulario y combinó signos para crear nuevas significa-ciones (…) Su lenguaje contenía signos para: comidas, bebidas, objetos, acciones, personas, dar énfasis, lugares, preposicio-nes, animales, colores, atributos, pronombres y tiempo»341.

Se han utilizado otros medios de enseñanza, como la mezcla del AMESLAND y el inglés, o lenguajes simbólicos vi-suales. Se nos relatan, como vemos ciertas habilidades, algu-nos investigadores, con tal entusiasmo, que uno diría que no hay diferencia ninguna entre estos animales y nosotros. Otros se muestran más prudentes. Se nos relatan conversaciones como las siguientes:

«I) [El chimpancé Mitchel (M) –educado por los Gardner en el inglés y el ASL– habla con su cuidador (C)]:

- (C): What this? (muestra la foto de un pájaro) - (M): Cat eat - (C): What did you say about cats? What do cats eat? - (M): Bird. II) [Washoe y la voluntaria] La voluntaria que cuidaba a Whasoe se ausentó porque

tuvo problemas en su embarazo y abortó. Al regresar ya recuperada a su trabajo se produce la siguiente conversación:

- (V): Mi bebé murió - (W): ¿Lloras? Cuando la voluntaria se iba, W. llama su atención y dice: - (W): Por favor, persona, abraza. III) La cuidadora habla con la gorila Koko: - (C): ¿Qué es un insulto? - (K): Pensar malo, sucio - (C): ¿Qué es un hornillo? - (K): Para cocinar - (C): ¿Qué es duro? - (K): Roca, trabajo.

341 H. LYN MILES, “Comunicación simbólica con y entre los grandes

simios”, en MGO, p. 199.

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IV) Michael y su cuidadora, después de despertarse Michael muy nervioso e inquieto:

- (C): ¿Has soñado? ¿Qué has soñado? - (M): Mucho ruido... jaleo, jaleo... cortar cabezas». Ciertamente, narrado así, parece que estos animales

hablan, y que lo hacen como nosotros; parece que tienen un yo humano, que capta la realidad de las cosas como alteridades frente a ellos. Ya he dicho que yo personalmente no he vivido ninguna de estas relaciones pedagógicas, que, en muchos casos, duraron años. Pero, es fácil imaginar que ese largo tiempo de relación origina en los investigadores fuertes vínculos afectivos con los animales, vínculos que les han llevado, o les llevan a reproducir endopáticamente en ellos un alma humana.

Yo personalmente tiendo a creer, como Zubiri e infinidad de otros pensadores y científicos, que lo que estos animales ha-cen no es lenguaje humano –bueno, eso es evidente, porque apenas articulan una sola palabra, carecen del cuerpo adecua- do para tal fin, aspecto éste enormemente significativo–. Me re-fiero a que las vivencias que están detrás de sus gestos, bastante torpes, además, por cierto, pues no logran formalizar bien los movimientos musculares de brazos y manos, no son vivencias intelectivas. Falta la aprehensión de realidad y el correlativo yo trascendental que la aprehende. La subjetividad animal no es un absoluto frente al mundo, con conciencia de la realidad de éste y de la realidad propia; es decir, los contenidos que el chimpancé o el delfín aprehenden no son para ellos realidades, ni se percatan tampoco de la índole real de su propio percibir. No están abier- tos a la realidad trascendental, no son entes trascendentales. No podemos decir que los animales están en la realidad, sino en un medio estimúlico, por muy complejo que éste sea y por muy configuradas y definidas que estén las objetividades esti-múlicas en su percepción. Por eso no tienen verdadera sub-jetividad, pues no son yos, y carecen de libertad. La libertad exige la soltura (estar absuelto) del estímulo, lo cual sólo se logra con la aprehensión de la realidad. Por ello los animales no están abiertos al enigma de la realidad; están enclasados, no son rea-lidades abiertas, extáticas; carecen de interioridad o intimidad.

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Por todo ello, si no acceden a la alteridad real de los objetos, no tienen en modo alguno logos, no pueden retraerse desde su contenido y quedar flotando en la pura formalidad de realidad, para después revertir de nuevo sobre ella comparando y dis-cerniendo realidades. No pueden, pues, naturalmente, elevarse al universal de los contenidos sensibles, al eídos esencial, por- que esos contenidos son para ellos, precisamente eso: meros contenidos estimúlos, de cuya red de relaciones no pueden despegarse. Por lo mismo, los animales tampoco son capaces de forjar la irrealidad: no son animales fantásticos y el hombre sí. Las anticipaciones y proyecciones de los animales son tam-bién estimúlicas: puras asociaciones empíricas como las por Husserl. La vida del animal no es proyecto: el animal no tiene vocación.

Esta ausencia de yo en los animales explica su pasivi- dad vital en comparación con el hombre. Los animales, por muy elevados que estén en la escala evolutiva, se mueven en un medio estimúlico, y toda respuesta estimúlica es una reac- ción más o menos automática a un contenido, por mucho que éste pueda serlo de muy desigual complejidad, pero nunca una respuesta inteligente y libre, nunca una verdadera opción. Los animales carecen de ideales, no elevan nada al absoluto por carecer por completo de absoluto. Por todo esto carecen de dimensión moral. No hay responsabilidad donde no hay yo ni libertad. Tampoco hay vida teórica ni religiosidad. A lo más hay una especie de arte, pero jamás ciencia342.

342 Por eso la diferencia entre el hombre y los animales no está

tanto en la inteligencia práctica, en la técnica: es posible una cierta técnica en el plano de la pura estimulidad. Así lo subraya, por ejemplo, MAX SCHELER, El puesto del hombre en el cosmos, Losada, Buenos Aires, 1974, p. 54, nota 1: «Entre un chimpancé listo y Edison (tomado éste sólo como técnico) no existe más que una diferencia de grado, aunque ésta sea muy grande». En cambio: «Sería un error representar ese quid nuevo, que hace del hombre un hombre, simplemente como otro grado esencial de las funciones y facultades pertenecientes a la esfera vital, otro grado que se superpondría a los grados psíquicos ya recorridos (…) No. El nuevo principio que hace al hombre un hombre, es ajeno a todo lo que podemos llamar vida [psicológica o biológica, se refiere Scheler] (…) es un principio

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Es curioso que en todos estos diálogos que los experi-mentadores nos relatan sea siempre el experimentador el que comienza. Recuerden: “¿Qué es esto?”, o bien, “Mi bebé murió”, o bien, “Qué es un insulto”; o bien “¿Qué has soñado?”; siempre es el investigador humano el que comienza a estimular, sólo después “responde” el animal.

Lo cierto es que, y esto es ya más que una hipótesis, si estos animales fuesen verdaderamente inteligentes como nosotros, si tuviesen un yo y aprehendieran la realidad, serían espontáneos y activos en la interacción con los hombres, no necesitarían de un adiestramiento de años para acceder a una ínfima porción de la “vida humana”. Y una vez socializados e introducidos en el mundo humano, también su actividad in-telectual y comunicativa debería ser mucho más espontánea y creadora, deberían interpelar a los humanos, incorporarse ellos mismos al proyecto gran simio, por ejemplo, y a las mis- mas investigaciones filosóficas y antropológicas sobre su pro- pia situación y la de sus congéneres, deberían adoptar el pa- pel del filósofo liberador de la caverna platónica. Pero lo cierto es que nada de esto pasa, ningún orangután de los adiestra- dos escribe una carta al director de TV para que le permita uti-lizar algún programa y dirigirse al resto de los humanos en los términos que comentábamos más arriba: ¡toda su vida sigue

que, como tal, no puede reducirse a la “evolución natural de la vida”, sino que, si ha de ser reducido a algo, sólo puede serlo al fundamen- to supremo de las cosas, o sea, al mismo fundamento del que también la vida es una manifestación parcial (…) es a lo que los griegos llamaron “ra-zón” (…) nosotros preferimos una palabra más comprensiva (...) que comprende también la intuición de las esencias, y, además, una determina-da clase de actos emocionales y volitivos (...) Esa palabra es Espíritu», pp. 54-55. Y lo mismo piensa ZUBIRI, Estructura dinámica de la reali- dad, Alianza/Fundación Zubiri, Madrid, 1989, p. 214: «Que [el surgimiento del hombre] sea innovación radical es innegable. Es absolutamente, esencialmente irreducible una inteligencia a los sentidos, no por razones de complicación somática, sino por razones intrínsecas y formales. La formalidad realidad no saldrá jamás de una complicación de realida- des―estímulos. Estimulidad no alcanza nunca a realidad. Es una inno-vación».

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estando a expensas de esas otras personas que investigan con ellos y les estimulan!

Por otra parte, si realmente todos estos animales hubie-sen ya accedido a la inteligencia por motivos biológicos y evolu-tivos, deberían haber desarrollado a la vez un cuerpo adecuado a su psíque. Y, en todo caso, ¿por qué no han desarrollado una verdadera cultura? Limpiarse las heces con una hoja o romper un coco para acceder al alimento, o utilizar una rama como para-guas no es cultura humana. Cultura humana es reconocer la realidad que nos rodea y reconocerse a sí mismo dentro de ella; y, entonces, pintarla como el hombre de Altamira. Cultura huma- na es reconocer la realidad de la muerte y asombrase ante este gran misterio de la aparente desaparición de una concien-cia, y así manifestar su anhelo de una vida más allá de ésta, y entonces realizar algún tipo de culto a sus muertos. Cultura humana es aprehender el misterio de la realidad y su funda-mento, y verse así, entonces, religado a él, desarrollando de este modo una vida religiosa.

Por lo demás, ciertamente que los animales carecen de vida moral. La vida moral requiere de la libertad y de la capta- ción de valores supraempíricos: la bondad de la fidelidad o la maldad de la traición; la belleza de la sinceridad o la fealdad de la mentira; la bondad del amor al prójimo o la fealdad de la en-vidia... Pero esto no quiere decir, que el hombre, que sí que es un ser moral, no tenga obligaciones respecto de los animales. Como veíamos en el relato del Génesis, la superioridad ontológica del hombre no implica que el resto de la creación no tenga valor. Muy al contrario, la soberanía del hombre debe ejercerse en la completa responsabilidad moral, para con los otros seres in-feriores, que dependen de él y están a sus expensas. Es el hombre el que se degrada a sí mismo y, además, de forma responsable, cuando no trata adecuadamente a los animales y al entorno en general. “Adecuadamente”, es decir, de acuerdo a su esencia y estatus ontológico.

Los animales sienten dolor y afectos, aunque no los sienten realmente, es decir, no se percatan de su realidad, son dolor y afectos en el plano de la estimulidad. No tienen la índole

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que tienen en el hombre; pero son dolor y afectos. Mi perro chi-lla si le doy un golpe y huye, y baja el rabo y amaga las orejas y la cabeza si lo regaño. Ningún dolor y sufrimiento inútil e innecesario debemos causar a los animales. ¡Claro que tenemos responsabilidad en el trato que les damos! Pero los animales no son personas.

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ÍNDICE

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EL DEBATE SOBRE LA ESPECIFIDAD DEL ALMA HUMANA EN LOS SIGLOS II Y III

MANUEL ARÓZTEGUI FACULTAD DE TEOLOGÍA “SAN DÁMASO”

MADRID 1. En los siglos II y III se produjo un interesante debate

acerca de si el alma del hombre es o no superior al alma de los animales. Leamos un texto de Celso. Celso era un filó- sofo romano del siglo II que escribió una obra titulada `O avlhqh,j lo,goj (El discurso verdadero), en la cual explicaba por qué no se hacía cristiano. El libro de Celso debió de hacer mella entre los cristianos, pues casi un siglo más tarde Orígenes se sintió obligado a escribir una obra titulada Contra Celsum, en la cual intenta refutarlo. El discurso verdadero se ha perdido, pero podemos reconstruirlo en cerca del 90 por ciento, porque Orígenes en su Contra Celsum extracta numerosas citas del libro de Celso. Pues bien, en El discurso verdadero Celso dedica algunas páginas a la cuestión de la especifidad del alma hu-mana. Dice así:

Y si los hombres piensan que aventajan a los irracionales porque construyen ciudades y tienen constitución y autoridades y reyes, nada prueba esto, pues otro tanto hacen las hormigas y las abejas. En efecto, las abejas tienen una reina, con su corte y su servidumbre. [Tienen] también guerras y victorias y ejecución de los vencidos. [Tienen] también ciudades y suburbios. [Organizan] también turnos de trabajo para los obreros y procesos contra los negligentes y los malos: en efecto, a los zánganos los destierran y los castigan343.

343 Eiv dia. touqV oi a;nqrwpoi diafe,rein dokou/si tw/n avlo,gwn( evpei. po,leij

w;|kisan kai. crw/ntai politei,a| kai. avrcai/j kai. h`gemoni,aij( tou/tV ouvden pro.j e;poj

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En este texto Celso sale al paso a algunos autores que consideran al hombre superior a los animales. Despectivamen-te llaman a estos ta. avlo,ga, los irracionales. Según estos autores, muestra de esa preeminencia sería la superior organización social de los hombres. Ahora bien, replica Celso, una inves-tigación más detenida de las hormigas y las abejas muestra que la vida social de estos insectos es tan compleja como la de los hombres.

Otro argumento que esgrimen los que defienden la supe-rioridad humana es que mientras que los animales siempre buscan su provecho, el hombre es capaz de comportamientos desinteresados y compasivos. A esto Celso responde que:

Las hormigas, cuando ven que alguna está cansada, se llevan los fardos las unas a las otras344.

Más aún: A las hormigas que mueren las vivas les reservan un lugar aparte, que es para ellas como un panteón familiar345.

Pero el argumento favorito, dice Celso, de los partidarios de la superioridad humana es el del lenguaje. Los hombres tienen lo,goj, mientras que los animales son avlo,ga. Pues bien, en el mismo número en que Celso habla de los panteones de las hormigas, dice también lo siguiente:

Y cuando [las hormigas] se encuentran, dialogan unas con otras, gracias a lo cual nunca yerran el camino. En efecto, tienen complemento de lo,goj [es decir, el lo,goj de una com-plementa al de otra y así obtienen un lo,goj completo y cabal],

evsti,( kai. ga.r oi mu,rmhkej kai. ai` me,lissai) Meli,ssaij gou/n evstin h``gemw,n( e;sti dV avkolouqi,a te kai. qerapei,a kai. po,lemoi kai. ni/kai kai tw/n h``tthme,nwn avnaire,seij kai. po,leij kai. propo,leij ge kai. e;rgwn diadoch. kai. di,kai kata. tw/n avrgw/n te kai. ponerw/n· tou.j gou/n khfh/naj avpelau,nousi, te kai. kola,zousin: ORÍ-GENES, Contra Celsum IV, 81.

344 @Murmh,kej# a;n avllh,loij tw/n forti,wn( evpeida,n tina ka,mnonta i;dwsin( epilamba,nwntai: ORÍGENES, Contra Celsum IV, 83.

345 Toi/j avpoqnh,|skousin mu,rmhxi, (…) tou.j zw/ntaj i;dio,n ti avpokri,nein cwri,on( kavkei/no auvtoi/j ei=nai pa,tria mnh,mata: ORÍGENES, Contra Celsum IV, 84.

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y nociones comunes de cosas universales y voz y sucesos y símbolos346.

Así pues, según Celso, las hormigas sí que tienen lo,goj, con todo lo que eso supone, a saber, capacidad de conocer los universales y de pensamiento simbólico.

Otro de los argumentos de los partidarios de la supe-rioridad humana es el que afirma que los hombres, a diferencia de los animales, están abiertos a la trascendencia. Es decir, el hombre, a diferencia de los animales, es un ser religioso. A este argumento contesta Celso lo siguiente:

Y si por el hecho de que el hombre posee nociones de lo divino, se piensa que es superior a los restantes animales, sepan los que dicen esto que también muchos de los otros animales reivindican este [título]. Y ciertamente, con razón. ¿Qué podría decirse más divino que la prognosis y predicción del futuro? Pues bien, esto los hombres lo aprenden de otros animales, y sobre todo, de los pájaros: y los que comprenden los signos de tales [animales y pájaros] son los adivinos. Y si los pájaros y estos otros animales adivinos nos enseñan mediante símbolos las cosas que han conocido de antemano de Dios, entonces parece que se encuentran más cerca del trato con Dios y que son más sabios y más amados de Dios. Los hombres discretos dicen que [los animales] tienen también conversaciones, las cuales evidentemente son más santas que las nuestras, y estos [hombres discretos] entien-den más o menos lo que dicen [los animales] y demuestran con hechos que verdaderamente lo entienden: cuando anun-cian que los animales les han dicho que van a ir a tal lugar y que van a hacer esto o lo otro y luego resulta que efecti-vamente van ahí y hacen justo lo anunciado. Por lo que pare-ce, no hay nadie más fiel a sus juramentos que los elefantes, ni más fiel a la divinidad: evidentemente, porque de alguna manera tienen conocimiento de [la divinidad]347.

346 Kai. me.n dh. kai. avpantw/ntej avllh,loij diale,gontai( o[qen ouvde tw/n odw/n

a``marta,nousin· ouvkou/n kai. lo,gou sumplh,rwsi,j evsti parV auvtoi/j kai. koinai. e;nnoiai kaqolikw/n tinwn kai. fwnh. kai. tugca,nonta kai. shmaino,mena)

347 eiv dV o[ti qei,aj evnnoi,aj a;nqrwpoj evpei,lhptai( nomi,zetai upere,cein tw/n loipw/n zw/|wn· i;stwsan oi tou/to fa,skontej o[ti kai. tou,tou polla. tw/n a;llwn zw/|wn avntipoihqh,setai· kai. ma,lV eivko,twj· ti, ga.r a;n fai,h tij qeio,teron tou/ ta

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En este texto Celso llama la atención sobre el hecho de que los adivinos realizan sus pronósticos fijándose en los pájaros y otros animales. Pues bien, si estos hacen de media-dores entre Dios y los adivinos, es porque se encuentran más cerca de la divinidad que nosotros. Por tanto, la religiosidad no es específica del ser humano.

Celso invita al ser humano a que abandone su provin-cianismo. Los hombres nos creemos superiores a los restantes animales. Pensamos que somos el centro del universo y que todo ha sido hecho en función nuestra. Pero muy proba-blemente también las hormigas piensan lo mismo sobre sí mismas. Y lo mismo las abejas. Pero en realidad, dice Celso:

Y si alguno desde el cielo mirara sobre la tierra, ¿en qué le parecería que difieren nuestras [de los hombres] actividades de las de las hormigas y de lo que hacen las abejas?348.

2. Ésta es por tanto la tesis de Celso. No es algo aislado. Es parecida la postura de Porfirio. Dice así en De abstinentia III,1:

Presentemos la doctrina verdadera, la pitagórica: mostremos que toda alma que participa de la sensación y de la memoria está dotada de lo,goj349.

Y a continuación dice:

me,llonta proginw,skein te kai. prodhlou/n* Tou/to toi,nun a;nqrwpoi para. tw/n a;llwn zw/|wn kai. ma,lista parV ovrni,qwn manqa,nousin· kai. o[soi th/j evkei,nwn evndei,xewj evpai<ousin( ou-toi mantikoi,) Eiv dV o;rniqej a;ra kai. o[sa a;lla zw/|a mantika. evk qeou/ proginw,skonta dia. sumbo,lwn h``ma/j dida,skei( tosou/ton e;oiken evggute,rw th/j qei,aj o`mili,aj evkei/na pefuke,nai kai. ei=nai sofw,tera kai. qeofile,stera) Fasi de. tw/n avnqrw,pwn oi` sunetoi. kai. o`mili,aj evkei,noij ei=nai( dhlono,ti tw/n h`mete,rwn i`erwte,raj( kai. auvtoi, pou gnwri,zein ta. lego,mena kai. e;rgw| deiknu,ein o[ti gnwri,zousin( o[tan proeipo,ntej o[ti e;fasan oi o;rniqej wj avpi,asi, poi kai. poih,sousi to,de h] to,de deiknu,wsin avpe,lqontaj evkei/ kai. poiou/ntaj a] dh. proei/pon: ORÍGENES, Contra Celsum IV, 88.

348 Ei; tij avpV ouvranou/ evpi. th.n gh/n evpible,poi( ti, a;n do,xai diafe,rein ta. ufV hmw/n h] ta. upo. murmh,kwn kai. melissw/n drw,mena: ORÍGENES, Contra Celsum IV, 85.

349 th.n avlhqh/ te omou/ kai. Puqago,reion do,xan parasth,swmen( pa/san yuch,n( h-| me,testin aivsqh,sewj kai. mnh,mhj( logikh.n evpideiknu,ntej)

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Dado que, según los estoicos, el lo,goj es doble, a saber, el inmanente y el prolaticio, o también, el recto y el desviado, lo justo es que [quienes niegan que los animales tienen lo,goj] expliquen claramente de cuál de ambos carecen los ani-males. ¿Acaso les falta el recto, pero no el lo,goj sin más? Más bien parece como si acusaran [a los animales] de una absoluta carencia de lo,goj y no tan sólo [de carencia] del recto (...)

Extraviados por la arrogancia, dicen que todos los anima- les son irracionales, y por irracionales quieren dar a enten-der una absoluta carencia de lo,goj. Mas a decir verdad, no sólo se percibe a simple vista el lo,goj en todos los animales, sino que en muchos de ellos [se le ve] aun a punto de llegar a la perfección350. En este texto dice Porfirio que los estoicos distinguen

entre el lo,goj inmanente y el prolaticio. El lo,goj inmanente hace referencia a la capacidad de conceptualizar; el prolaticio, a la de verbalizar el concepto pensado. Según Porfirio, los animales no carecen ni de uno ni de otro. El problema de los hombres es que no entienden el lenguaje de los animales351 y es por eso por lo que les parecen irracionales. Eso, unido a la arrogancia pro-pia del ser humano, lleva a muchos a considerar al hombre superior a los animales.

3. Da la impresión de que Celso y Porfirio se insertan en toda una tradición que afirma la homogeneidad del alma humana y el alma animal. Nemesio fue obispo de Emesa (Siria) a finales del siglo IV. Escribió una obra titulada De natura hominis. En ella elenca y valora diversas concepciones antro-pológicas de la antigüedad. En el capítulo 2 de la misma dice

350 Dittou/ dh. lo,gou kata tou.j avpo. th/j Stoa/j o;ntoj( tou me.n evndiaqe,tou( tou/ de. proforikou/( kai. pa,lin tou/ me.n katwrqwme,nou( tou/ de. h``marthme,nou( pote,rou avposterou/si ta. zw/|a diafqrw/sai prosh/kon) a=ra, ge tou/ ovrqou/ mo,nou( ouvc aplw/j de. tou/ lo,gou* h; pantelw/j panto.j tou/ te e;sw kai. tou/ e;xw proi?o,ntoj* evoi,kasi dh. th.n pantelh/ ste,rhsin auvtw/n kathgorei/n( ouv th.n tou/ katwrqwme,nou mo,non (...) u`po. dh. th/j filauti,aj proago,menoi a;loga, fasi, ta. zw/|a evfexh/j ta. a;lla su,mpanta( th.n pantelh/ ste,rhsin tou/ lo,gou dia. th/j avlogi,aj mhnu,ein evqe,lontej· kai,toi eiv crh. tavlhqe.j eivpei/n( ouv mo,non aplw/j o lo,goj evn pa/si toi/j zw,|oij qewrei/tai( evn polloi/j de. auvtw/n kai. u`pobola.j: PORFIRIO, De abstinentia III, 2.

351 Cfr. PORFIRIO, De abstinentia III, 4.

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lo siguiente: Difieren los griegos [platónicos] (...) sobre las especies de las almas. Porque unos dicen que hay una sola especie, la racional; y que ésta pasa aun a las plantas y a los cuerpos de los irracionales352.

Así pues, según Nemesio, dentro de los platónicos hubo debate acerca de si el alma humana y el alma animal (y vegetal) son homogéneas o heterogéneas. Una corriente defendía la homogeneidad. A ella debieron de pertenecer Celso y Porfirio. Pero quizá el autor más interesante y profundo de esta tra-dición sea Plotino.

4. El capítulo 9 de Enneades IV empieza así:

SOBRE SI TODAS LAS ALMAS SON UNA ¿Es verdad que, igual que decimos que el alma de cada cual es una, porque se halla presente toda entera en cualquier lugar del cuerpo, y es realmente una en el sentido de que no es que tenga una parte en este lugar del cuerpo y otra parte [del alma] en este otro; y en los seres dotados de sen-sación el alma sensitiva, y en las plantas [el alma vege-tativa] se halla presente entera por doquier en cualquier parte; es también así como mi [alma] y la tuya y todas son una? ¿Y es una [el alma] en el Todo en todas sus partes, no en el sentido de que esté dividida por su masa, sino en cuanto que es una y la misma en cualquier lugar? ¿Pues por qué iba a ser la [=el alma] que está en mí una y la que está en el Todo no?353.

352 (Traducción de A. ORBE, “La irracionalidad de los irracionales”,

344): [oi[] [Ellhnej (...) diafe,rontai de. peri. ta. ei;dh tw/n yucw/n) Oi me.n ga.r e]n ei=doj to. logiko.n ei=nai le,gousi) tou/to de. kai. eivj futa. kai. eivj ta. tw/n avlo,gwn sw,mata metabai,nein: PG 40, 581A.

353 PERI TOU EI PASAI AI YUCAI MIA VArV w[sper yuch.n e`ka,stou mi,an fame.n ei=nai( o[ti pantacou/ tou/ sw,matoj

o[lh pa,resti( kai. e;stin o;ntwj to.n tro,pon tou/ton mi,a( ouvk a;llo me,n ti auvth/j w`di,( a;llo de. w`di. tou/ sw,matoj e;cousa( e;n te toi/j aivsqhtikoi/j ou[twj h` aivsqhtikh,( kai. evn toi/j futoi/j de. o[lh pantacou/ evn evka,stw| me,rei( ou[twj kai. h`` evmh. kai. h` sh. mi,a kai. pa/sai mi,a* kai. evpi. tou/ panto.j h` evn pa/si mi,a ouvc w`j o;gkw| memerisme,nh( avlla pantacou/ tauvto,n* dia. ti, ga,r h` evn evmoi. mi,a( h` dV evn tw|/ panti. ouv mi,a*

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EL DEBATE SOBRE LA ESPECIFICIDAD DEL ALMA HUMANA

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En el ser humano el alma es una. No es que una parte de la misma esté en mi mano y otra parte distinta en mi pie. Está toda entera en mi mano y toda entera en mi pie. Lo mismo el alma sensitiva y la fu,sij o alma vegetativa. ¿Cabe decir lo mismo del Universo? ¿Cabe concebirlo como un gigantesco organismo dotado de una sola alma, que estaría toda entera en cada uno de los puntos del mismo?

Fijémonos en que la cuestión que plantea Plotino va más allá de Celso. La unidad de la que habla Celso es específica: las almas de los hombres y las de los animales son homogéneas, es decir, pertenecen todas ellas a una misma especie. En cambio, la unidad que plantea Plotino es numérica: el alma que está en mí, el alma que está en ti, la que está en los animales, la que está en las plantas es una y la misma. Como se lee pocas líneas más adelante, ¿no habría que decir que en realidad no hay muchas almas, sino una sola alma?

Plotino reconoce que la afirmación de la unidad numé-rica de las almas debe hacer frente a una serie de dificultades. Dice así en el mismo número:

Sería absurdo si mi alma y la de algún otro fueran una: tendría que suceder que cuando yo percibo algo, también él lo perciba; y que si yo soy bueno, también él lo sea; y si yo deseo algo, que también él lo desee; y en general debería- mos experimentar lo mismo el uno que el otro e, incluso, que el Todo, de modo que cuando yo experimento algo, también el Todo lo perciba354.

La respuesta que da Plotino en este capítulo es que todas las almas son en realidad una sola alma. Pero en tal caso, ¿qué hay de las dificultades que él mismo ha planteado? Dice así en el número 2:

Pero en un cuerpo una mano no siente lo que padece la otra (...) Hay que tener en cuenta que hay muchas cosas que le pasan desapercibidas al Todo, incluso de las que suceden en

354 a;topon ga,r( eiv mi,a h` evmh. kai. h` o`touou/n a;llou· evcrh/n ga.r evmou/

aivsqanome,nou kai. a;llon aivsqa,nesqai( kai. avgaqou/ o;ntoj avgaqo.n evkei/non ei=nai kai. evpiqumou/ntoj evpiqumei/n( kai. o[lwj omopaqei/n hma/j te pro.j avllh,louj kai. pro.j to. pa/n( w[ste evmou/ paqo,ntoj sunaisqa,nesqai to. pa.n)

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un mismo cuerpo, y eso tanto más, cuanto mayor magnitud tiene el cuerpo, como se dice que sucede con los grandes cetáceos, en los cuales, cuando hay un padecimiento en una parte, ninguna percepción llega al Todo debido a la pequeñez de la moción: por lo tanto no es necesario que, habiendo padecido uno, llegue al Todo una percepción clara y nítida. Pero no es absurdo, ni hay por qué descartarlo, que [el Todo] padece juntamente [con la parte], pero sin que sea necesario que haya una impresión perceptible355.

Es verdad que muchas veces yo percibo algo y otro, en cambio, no lo percibe; yo deseo algo y otro, no. Pero ello no es óbice para que se pueda decir que ambos formamos parte de un único organismo, dotado de una sola alma. También sucede a menudo que de lo que le sucede a una de las manos la otra no se entera, sin que nadie ponga por ello en duda que forman parte de un mismo cuerpo.

En el número 5 del mismo capítulo dice que la relación entre el anima mundi y las almas individuales es análoga a la que existe entre una ciencia y sus teoremas. Aparentemente unos teoremas son distintos de otros. En realidad constituyen una unidad. La ciencia está toda entera en cada uno de ellos. De hecho, a alguien que sea perito en esa disciplina le basta con conocer uno solo de esos teoremas para poder deducir a partir de él todos los demás. Algo parecido sucede con el mun-do. Si lo miramos con ojos ingenuos vemos multitud de seres distintos, independientes los unos de los otros. Pero el sabio descubre que en realidad todos esos seres forman un único or-ganismo dotado de una sola alma.

5. A esta tradición se opone con fuerza Orígenes. Según él, entre el alma humana y el alma de los animales existe un

355 ouvde. ga.r evpi. tou/ e`no.j sw,matoj to. th/j e`te,raj ceiro.j pa,qhma h` e`te,ra

h;|sqeto( avllV h` evn tw/| o[lw (…) evnqumei/sqai de. prosh,kei to. kai. polla. lanqa,nein to. o[lon kai. tw/n evn e`ni. kai. tw/| auvtw/| sw,mati gignome,nwn( kai. tosou,tw|( o[sw a;n

me,geqoj e;ch| to. sw/ma polu,( w[sper evpi. khtw/n le,getai mega,lwn( evfV w-n paqh,mato,j tinoj peri. to. me,roj o;ntoj tw/| o[lw| ai;sqhsij dia, mikro,thta tou/ kinh,matoj ouvdemi,a prose,rcetai· w[ste ouvk avna,gkh dia,dhlon tu,pw| th.n ai;sqhsin tw/| o[lw| kai. panti. eivsafiknei/sqai e`no,j tinoj paqo,ntoj) avlla. sumpa,scein me.n ouvk a;topon ouvde. avpognwste,on( tu,pwsin de. aivshqhtikh.n ouvk avnagkai/on gi,gnesqai)

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EL DEBATE SOBRE LA ESPECIFICIDAD DEL ALMA HUMANA

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hiato. Dice así en Contra Celsum IV, 85: Si se mira la fuente de todas las actividades, se descubre claramente la diferencia y la superioridad del hombre no sólo respecto de las hormigas, sino también respecto de los elefantes. El que mirara desde lo alto del cielo a los irracio-nales, por muy grandes que fueran sus cuerpos, no vería otro principio que, por así decirlo, la ausencia de logos. En cambio, en los racionales [vería] el logos, que es común a los hombres, a los seres divinos, a los seres supracelestiales y quizá también al mismísimo Dios que está por encima de todo, y por eso [el hombre] ha venido a ser llamado ‘según la imagen’ de Dios. Pues su Logos es la ‘imagen’ del Dios que está por encima de todos356.

Así pues, según este texto, hay una diferencia decisi- va entre el alma del hombre y la de los animales, y es que el alma humana ha sido creada katV eivko,na tou/ qeou/, según la ima-gen de Dios. Celso conocía el argumento, pero no le impresiona- ba demasiado. Conocemos su respuesta por el texto siguiente de Orígenes:

Me parece que Celso ha entendido a medias eso de que ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza’ y que por eso hace decir a los gusanos que también ellos, en cuanto que han sido hechos por Dios, le son en todo semejantes357.

Así pues, Celso no tiene problema en admitir que el hombre ha sido hecho según la imagen de Dios. Pero según él

356 Eiv dV a[pax ble,pei th.n pasw/n o``rmw/n phgh,n( dh/lon o[ti kai th.n diafora.n i;doi a;n kai. th.n u``peroch.n tou/ avnqrw,pou ouv mo,non para. tou.j mu,rmhkaj avlla. kai. para. tou.j evle,fantaj) O ga.r ble,pwn avpV ouvranou evn me.n toi/j avlo,goij( ka;n mega,la h=| auvtw/n ta sw,mata( ouvk a;llhn o;yetai avrch.n h' th,n( i[nV ou[twh ovnoma,sw( avlogi,an· evn de. toi/j logikoi/j lo,gon to.n koino.n avnqrw,pwn pro.j ta qei/a kai. evpoura,nia ta,ca de. kai. auvto.n to.n evpi. pa/si qeo,n( dio. kai. “katV eivko,na” gegone,nai wvno,mastai tou/ qeou/· “eivkw.n” ga.r tou/ evpi. pa/si qeou/ o lo,goj evsti.n auvtou/)

357 Dokei/ de, moi parakhkoe,nai o Ke,lsoj kai. tou “Poih,swmen a;nqrwpon katV eivko,na kai. o`moi,wsin h`mete,ran” kai. para. tou/tou pepoihke,nai tou.j skw,lhkaj le,gontaj o[ti u`po. tou/ qeou/ gegono,tej pa,nth| evsme.n auvtw/| o[moioi: ORÍGENES, Contra Celsum IV, 30.

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lo mismo puede decirse de cualquier otra criatura. Incluso de los gusanos. También ellos han sido hechos a imagen de Dios. Plotino era de la misma opinión que Celso. En Enneades V, 5, 9-10 dice que todos los seres llevan un i;cnoj, un vestigio del Uno. Y en Enneades VI, 7, 8 eso lo predica no sólo del hombre, sino también de los caballos y, en general, de todos los animales.

Orígenes estaría de acuerdo con esto. También él cree que todos los seres son i;cnoj, reflejo de Dios. Los textos orige-nianos en este sentido son legión358. Pero al mismo tiempo Orígenes mantiene que existe un hiato entre el alma del hombre y la de los animales. Es verdad que todos los animales y, en general, todos los seres son i;cnoj de Dios. Pero tan sólo del alma del hombre se dice que ha sido hecha katV eivko,na tou/ qeou/, según la imagen de Dios. ¿Cuál es la diferencia entre el i;cnoj y el katV eivko,na?

6. En Orígenes el concepto de eivkw.n tou/ qeou/, de Imagen de Dios tiene sentido trinitario. La Imagen de Dios es el Lo,goj, la segunda persona de la Trinidad. Para Orígenes el texto clave es Col 1,15: “El es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación”. El Alejandrino hace exégesis de este versículo en De Principiis I, 2, 6-7. Dios es a;morfoj, amorfo. Carece de toda forma, delimitación o perigrafh,. Pero carece de perigrafh, no por defecto, sino por exceso: Dios está más allá de toda forma y circunscripción. Consiguientemente se dirá que Dios no es: no porque le falte el ser, sino porque excede todo ser. Asimismo Dios no es sabio: no porque le falte la sabiduría, sino porque excede todo saber. Consiguientemente Dios es abso-lutamente incognoscible e inasequible.

Ahora bien, otro axioma de la filosofía y la teología de aquella época es que la salvación del hombre consiste en conocer a Dios. ¿Cómo se salva esa paradoja? Por un lado Dios es absolutamente incognoscible; por otro lado, la salvación consiste en conocer a Dios. Según Orígenes quien resuelve esta

358 Han sido inventariados por CROUZEL en Origène et la “connai-sance mystique”.

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paradoja es el Verbo. A diferencia del Padre, el Verbo está delimitado, circunscrito; tiene morfh,( perigrafh,359.

Hasta ahora Plotino no tendría incoveniente alguno en suscribir lo dicho. También el dice de la primera u``po,stasij de su Trinidad que carece de morfh,, que no es y que no es sabio. Todo ello no por defecto, sino por exceso. En cambio, la segunda u``po,stasij, que él llama Nou/j, está dotada de perigrafh,. Ahora bien, lo que no admitiría Plotino es lo que afirma Orígenes en Contra Celsum VI, 69. Dice así:

Según nosotros no sólo es grande el Dios y Padre de todo: hizo partícipe de sí mismo y de su grandeza al Unigénito y Primogénito ‘de toda la creación’, para que fuera ‘imagen del Dios invisible’ y conservara la imagen del Padre también en lo referente a la magnitud. Pues no sería imagen adecuada y, por así decirlo, conmensurada ‘al Dios invisible’ si no llevara también la imagen de su grandeza360.

Es decir, el Verbo es su,mmetroj con el Padre inmenso. Es tan grande como él, tiene sus mismas dimensiones. Eso es lo que significa, según Orígenes, el término eivkw,n, imagen. Esto es lo que Plotino nunca hubiera podido admitir. Tampoco lo aceptaba Celso, tal y como constata Orígenes: ¿cómo va a existir un ser que esté delimitado y sea visible y que, al mismo tiempo, sea su,mmetroj con el Padre inmenso, que tenga sus mismas dimensiones? ¿No es casi una contradicción en los términos, un absurdo? Pues para Orígenes esa es la gran paradoja de la segunda persona de la Trinidad.

7. Es desde esta perspectiva desde donde hay que leer Gn 1,26: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. En In Iohannem I, 17, 105 y II, 3, 20 Orígenes contrasta este

359 Cfr. A. ORBE, Introducción a la teología de los siglos II y III, Roma-

Salamanca 1988, 218ss. 360 Ouv mo,noj de. me,gaj kaqV h``ma/j evstin o tw/n o[lwn qeo.j kai. path,r·

mete,dwke ga.r e`autou/ kai. th/j megaleio,thtoj tw/| monogenei/ kai. prwtoto,kw “pa,shj kti,sewj” i[nV “eivkw.n” auvto.j tugca,nwn “tou/ avora,tou qeou/” kai. evn tw/| mege,qei sw,|zh| th.n eivko,na tou/ patro,j) Ouv ga.r oi-o,n tV h=n ei=nai su,,mmetron( i[nV ou[twj ovnoma,sw( kai. kalh.n eivko,na “tou/ avora,tou qeou/”( mh. kai. tou/ mege,qouj parista/san th.n eivko,na)

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versículo con Col 1,15. En el himno de Colosenses se dice que el Verbo es eivkw,n, Imagen de Dios. En cambio, Génesis no dice que el hombre sea eivkw,n, sino katV eivko,na: no es “Imagen”, sino “según la Imagen”.

¿Cuál es la diferencia? Orígenes la explica en exégesis a Rm 8,29: “Pues a quienes conoció de antemano, los predefinió también a ser conformes con la Imagen de su Hijo (summo,rfouj th/j eivko,noj tou/ ui``ou/ auvtou/) para que fuera Él el Primogénito de muchos hermanos”. El versículo lo va a comentar en Ad Romanos l I 3. Dice ahí que el alma humana es katV eivko,na y explica que el kata, debe entenderse en sentido dinámico. Es decir, el alma humana está llamada a ser eivkw,n. Su vocación es la de progresar hasta ser su,mmorfoj del Verbo, hasta adquirir su misma morfh,. Esta morfh, en el Verbo es naturaleza; para el alma humana, en cambio, es tarea.

Ese progreso y ese dinamismo del alma humana lo va a explicar bellamente en su Homilia VIII in Lucas 2. Orígenes está haciendo exégesis de la frase inicial del Magnificat: “Engran-dece mi alma al Señor”. Dice así:

Cabe preguntarse cómo engrandece el alma al Señor. Pues si el Señor no puede ni crecer ni menguar, sino que per-manece en lo que es, ¿cómo es que María dice (Lc 1,46): ‘Engrandece mi alma al Señor’? Si considero que el Señor Salvador es ‘Imagen del Dios invisible’ (Col 1,15) y veo que mi alma ha sido hecha ‘a Imagen del creador’ (Gn 1,26), de modo que es imagen de la Imagen –pues mi alma no es Imagen [inmediata] de Dios, sino que ha sido hecha a se-mejanza de la primera [Imagen]– entonces me daré cuenta de que igual que los que suelen pintar imágenes y que, por ejemplo, habiendo recibido un único rostro del rey a fin de reproducir la imagen del original, ajustan la industria de su arte, así también cada uno de nosotros forma su alma a Imagen de Cristo, y traza una imagen que es o mayor o menor, o desgastada y sucia o clara y luminosa y que res-ponde a la efigie de la Imagen original. Puesto que cuando hago grande la imagen de la Imagen, es decir, mi alma, y la engrandezco de obra, pensamiento, palabra, entonces la Imagen de Dios se hace grande, y el mismo Señor del cual es Imagen, es engrandecido en nuestra alma. Y así como el Señor crece en nuestra imagen, así también, si somos pe-

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EL DEBATE SOBRE LA ESPECIFICIDAD DEL ALMA HUMANA

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cadores, disminuye y mengua361.

Así pues, según Orígenes, cuando mi alma reproduce los pensamientos, las palabras y las obras de Cristo, crece; cuando no lo hace, es decir, cuando peca, mengua y disminuye. Ese crecimiento culmina cuando el alma humana llega a ser su,mmorfoj con el Verbo, es decir, adquiere su misma morfh,. Ya no es tan sólo katV eivko,na, sino eivkw,n. Deviene tan grande como el mismo Verbo y, por tanto, su,mmetroj con el Padre. El alma humana ha llegado a ser como Dios.

De ningún animal puede decirse esto. Tan sólo el alma humana está llamada a tal destino. De ningún otro ser terreno puede decirse que está llamado a ser igual de grande que Dios. Por eso el alma humana ocupa un lugar central en el Cosmos. De hecho, todo el Universo está en función de ella. Dice así Orígenes en Contra Celsum IV, 74:

[Los de la Stoa] no andan descaminados cuando colocan al hombre y, en general, a la naturaleza racional por encima de la irracional y sostienen que la Providencia ha hecho todas las cosas principalmente a favor de esta [naturaleza racional]. Y los seres racionales, que son los principales, tienen razón de niños que nacen; en cambio, los seres irracionales y privados de alma, [tienen razón de] placenta que se crea

361 “Quaeritur quomodo anima magnificet Dominum. Si enim Do-

minus nec augmentum nec detrimentum recipere potest et quod est, est, qua ratione nunc Maria loquitur (Lc 1,46): “Magnificat anima mea Domi-num”? Si considerem Dominum Salvatorem “Imaginem esse invisibilis Dei” (Col 1,15) et videam animam meam factam “ad imaginem conditoris”, ut imago esset imaginis-neque enim anima mea specialiter imago est Dei, sed ad similitudinem imaginis prioris effecta est-tunc videbo quoniam in exemplum eorum, qui solent imagines pingere, et uno, verbi causa, vultu regis accepto ad principalem similitudinem exprimendam artis industriam commodare, unusquisque nostrum, ad imaginem Christi formans animam suam, aut maiorem ei aut minorem ponit imaginem, vel obsoletam vel sordidam, aut claram atque lucentem et respondentem ad effigiem ima-ginis principalis. Quando igitur grandem fecero imaginem imaginis, id est animam meam, et magnificavero illam opere, cogitatione, sermone, tunc imago Dei grandis efficitur, et ipse Dominus, cuius imago est, in nostra anima magnificatur. Et quomodo crescit Dominus in nostra imagine, sic si peccatores fuerimus, minuitur atque decrescit”.

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juntamente con el niño362.

En este texto Orígenes toma prestada una imagen estoica y la adapta a su propósito. Compara al Universo con una gigantesca placenta, en la cual el niño sería el alma humana. Igual que en la placenta todo se ordena al nacimiento del niño, en el Universo todo se ordena a que el alma humana llegue a ser su,mmorfoj con el Verbo. En eso consiste su naci-miento a la verdadera vida.

8. Pero dentro del cristianismo la postura de Orígenes no es la única. Leamos un texto de san Justino, en concreto de Diálogo con Trifón 4, 2-4. Es un fragmento del diálogo inicial de Justino con el anciano a orillas del mar:

[Pregunta el anciano:] –¿Todas las almas pueden extenderse por todos los vivientes o el alma humana es distinta de la del caballo o del asno? -No son diferentes –respondí–, sino que las mismas almas se extienden por todos los vivientes. -¿Verán –dijo- los caballos y los asnos a Dios o lo han visto alguna vez? -No –le dije–, pues ni siquiera todos los hombres lo ven sino aquellos que viven en justicia después de un proceso de purificación por medio de la virtud. -Luego –me dijo– no ve a Dios por el parentesco con la divinidad ni por tener nou/j sino por ser templado y justo. -Sí –le contesté–, y por tener aquello con lo que conoce a Dios. -¿Acaso las cabras y las ovejas obran injustamente? -No –le contesté. -Luego, según tu razonamiento, también estos animales –replicó– verán a Dios. -No, porque su cuerpo, siendo tal cual es, se lo impide363.

362 “[oi` th/j Stoa/j] ouv kakw/j protatto,ntwn to.n a;nqrwpon kai. a``paxaplw/j

th.n logikh.n fu,sin pa,ntwn tw/n avlo,gwn kai. dia. tau,thn lego,ntwn prohgoume,nwj th.n pro,noian pa,nta pepoihke,nai) Kai. lo,gon me.n e;cei ta. logika,( a[per evsti. prohgou,mena( pai,dwn gennwme,nwn· ta. dV a;loga kai. ta. a;yuca cori,ou sugktizome,nou tw/| paidi,w|)”

363 “Pa/sai dV auvto. dia. pa,ntwn ai` yucai. cwrou/si tw/n zw,wn( hvrw,ta( h; a;llh me.n avnqrw,pou( a;llh de. i[ppou kai. o;nou*

Ou;k( avllV ai` auvtai. evn pa/si,n eivsin( avpekrina,mhn) ;Oyontai a;ra( fhsi,( kai. i[ppoi kai. o;noi h; ei=do,n pote to.n qeo.n*

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EL DEBATE SOBRE LA ESPECIFICIDAD DEL ALMA HUMANA

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Este texto resulta sorprendente. Justino no sigue la tesis de Orígenes, sino la de Celso: el alma humana y el alma de los caballos, los asnos, las cabras y las ovejas son homogéneas.

Lo mismo enseñará su discípulo Taciano. En Ad Graecos 15 dice así:

El hombre en efecto no es –según dogmatizan los de la voz corvina– un animal racional capaz de intelecto y de ciencia. Porque, según ellos, se demostrará que aun los irracionales son capaces de intelecto y de ciencia364.

Y da la impresión de que también san Ireneo de Lyon era de esta opinión. En AH II, 6, 2 dice:

Los ángeles superiores a nosotros, o aquél que denominan Fabricador del mundo, ¿no van a conocer al Omnipotente, cuando hasta los mudos animales tiemblan y ceden a su invocación?365.

Es un texto antivalentiniano. Según el gnóstico Valentín, el Demiurgo y sus ángeles ignoraban al Dios Omnipotente. Replica san Ireneo: ¿cómo van a ignorarlo, si hasta los animales mudos lo conocen? Esta respuesta de san Ireneo recuerda a lo que decía Celso en el texto referido en Contra Celsum IV, 88

Ou;( e;fhn· ouvde ga.r oi polloi. tw/n avnqrw,pwn( eiv mh tij evn di,kh| biw,saito( kaqhra,menoj dikaiosu,nh| kai. th/| kai. th/| a;llh| avreth/| pa,sh|) Ou;k a;ra( e;fh( dia. to. suggene.j o`ra/| to.n qeo,n( ouvdV o[ti nou/j evstin( avllV o[ti sw,fron kai. di,kaioj* Nai,( e;fhn( kai. dia. to. e;cein w=| noei/ to.n qeo,n) Ti, ou/n* VAdikou/si, tina ai=gej h; pro,bata* Ouvde.n ouvde,na( h=n dV evgw.) ;Oyontai a;ra( fhsi,( kata. to.n so.n lo,gon kai tau/ta ta. zw/a* Ou;· to. ga.r sw/ma auvtoi/j( toiou/ton o;n( evmpo,dio,n evstin)”

364 (Traducción de A. ORBE, “La racionalidad de los irracionales”, 346): “e;sti ga.r a;nqrwpoj ouvc( w[sper oi korako,fwnoi dogmati,zousi( zw/|on logiko.n nou/ kai. evpisth,mhj dektiko,n· deicqh,setai ga.r katV auvtou.j kai. ta. a;loga nou/ kai. evpisth,mhj dektika,”.

365 (Traducción de A. ORBE, “La racionalidad de los irracionales”, 352): “qui autem super nos erant Angeli uel ille quem mundi Fabricato- rem dicunt non cognoscent Omnipotentem, quando iam et muta animalia tremant et cedant tali inuocationi?”

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acerca de la religiosidad de los animales y su apertura a la trascendencia.

Y poco más adelante, en AH II, 6, 3, encontramos un texto similar:

Pero si no admiten que los ángeles son más irracionales que los animales mudos, caerán en la cuenta de que convenía que [los animales], aunque no hubieran visto a aquél que es Dios por encima de todas las cosas, reconocieran su autoridad y su dominio366.

9. Ahora bien, los autores de esta tradición, a diferencia de Celso, y al igual que Orígenes, piensan que entre el hombre y los animales existe un hiato. Taciano, justo a continuación del texto recién citado dice: “Empero sólo el hombre es imagen y semejanza de Dios”367. El hombre, a diferencia de los ani-males, está hecho a imagen y semejanza de Dios. El modo en que entienden estos autores la categoría “katV eivko.na” guarda puntos de contacto con Orígenes.

También ellos, como el Alejandrino, entienden la categoría de eivkw,n, de “Imagen”, en sentido trinitario. Según Epideixis 22, eivkw,n del Padre es el Lo,goj. A diferencia del Padre, que es a;morfoj y, por tanto, incognoscible, el Hijo tiene perigrafh, y así nos es asequible. En AH IV, 6, 6 dice san Ireneo lo siguiente:

Mediante el propio Verbo hecho visible y palpable mani-festábase el Padre; y aunque no todos creían por igual en él, todos vieron en el Hijo al Padre: pues el Padre es lo invisible del Hijo, como el Hijo es lo visible del Padre368.

366 “Si itaque mutis animalibus irrationabiliores noluerint Angelos esse, invenient quoniam oportebat, licet non vidissent hi eum qui super omnia Deus est, uti cognoscerent potentatum et dominium eius”.

367 (Traducción de A.Orbe, “La racionalidad de los irracionales”, 346): “mo,noj de. o` a;nqrwpoj eivkw.n kai. o`moi,wsij tou/ qeou/”.

368 (Traducción de A. ORBE, Teología de san Ireneo, IV, 49): “Et per ipsum Verbum visibilem et palpabilem factum Pater ostendebatur; etiamsi non omnes similiter credebant ei, sed omnes viderunt in Filio Patrem: invi-sibile etenim Filii Pater, visibile autem Patris Filius”.

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Y en AH IV, 4, 2 dice: El Padre inmenso fue mensurado en el Hijo: pues el Hijo es la medida del Padre, puesto que lo comprehende369.

Es decir, el Hijo tiene las mismas dimensiones que el Padre: “capit eum”. Así pues, también san Ireneo cree que, como decía Orígenes, el Logos es su,,mmetroj con el Padre. Pero recor-demos la objeción de Plotino y Celso: ¿cómo es esto posible?, ¿cómo puede existir un ser que está delimitado pero que, al mismo tiempo, tiene las mismas dimensiones que el Padre? En AH II, 28, 6 san Ireneo reconoce que estamos ante un misterio que sobrepasa nuestro entendimiento y nos deja perplejos. Pero dice también en AH IV, 20,1:

Pues según su grandeza no cabe conocer a Dios: pues es imposible mensurar al Padre; sin embargo, según su amor –pues éste es el que nos conduce a Dios por medio del Verbo–, los que le obedecen aprenden siempre lo grande que es Dios370.

La paradoja de la segunda persona de la Trinidad nos supera. Según san Ireneo, lo único que podemos decir es que el misterio del Verbo es el misterio del inmenso amor del Padre a los hombres.

Orígenes estaría de acuerdo con todo esto. Pero leamos este texto de Tertuliano, que también pertenece a la tradición de san Justino y san Ireneo. Es del De resurrectione mortuorum 5,8-6,5. Dice así:

Recuerda que ‘hombre’ se llama propiamente a la carne, apelativo primero del hombre. Y plasmó Dios al hombre, lodo de la tierra –hombre ya y todavía limo–, e inspiró en su rostro un hálito de vida, y el hombre –es decir, el lodo– se convirtió en viviente; y colocó Dios al hombre que plasmó en el Paraíso

369 “immensum Patrem in Filio mensuratum: mensura enim Patris

Filius, quoniam et capit eum”. 370 “Igitur secundum magnitudinem non est cognoscere Deum:

impossibile est enim mensurari Patrem; secundum autem dilectionem ejus –haec est enim quae nos per Verbum ejus perducit ad Deum– obaudientes ei semper discunt quoniam est tantus Deus”.

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(Gn 2,7-8). El hombre fue, en consecuencia, primero plasma (...)

Imagina a Dios ocupado y absorbido en aquello con su mano, su entendimiento, su actividad, prudencia, sabiduría, pro-videncia y, sobre todo, con su cariño, que era quien dictaba los rasgos. Porque Cristo era el pensamiento de cuanto ex- presaba la arcilla, el cual había de ser hombre, como el limo, y Palabra hecha carne, como entonces la tierra. Pues así habló el Padre al Hijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. E hizo Dios al hombre –a lo que plasmó–, a imagen de Dios lo hizo (Gn 1,26-27), es decir, de Cristo, porque también el Verbo es Dios, quien, constituido en imagen de Dios, no consideró usurpación el ser igual a Dios (Fil 2,6). Así, aquel limo revestido ya entonces de la imagen de Cristo, que había de vivir en carne, no sólo era obra de Dios, sino también garantía371.

En este texto Tertuliano, como Orígenes, estima que la grandeza del hombre radica en que ha sido creado según la Imagen de Dios. Pero hay una diferencia decisiva. Hemos visto cómo para Orígenes, lo que ha sido creado según la Imagen es el alma. En cambio, para Tertuliano, es el cuerpo.

La misma idea aparece en el número 7 del De resurrec-tione, que algunos atribuyen a san Justino:

371 (Traducción de A. ORBE, Antropología de san Ireneo, 97): “Hominem

autem memento carne proprie dici, quae prior vocabulum hominis occupavit: Et finxit deus hominem, limum de terra, –iam homo, quid adhuc limus– et insufflavit in faciem eius flatum vitae, et factus est homo, id est limus, in animam vivam, et posuit deus hominem, quem finxit, in paradiso. Adeo homo figmentum primo (...)

Recogita totum illi deum occupatum et deditum, manu sensu opere consilio sapientia providentia et ipsa inprimis adfectione, quae liniamenta dictabat. Quodcumque enim limus exprimebatur, Christus cogitabatur, homo futurus, quod et limus, et sermo caro, quod et terra tunc. Sic enim praefatio patris ad filium: Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram. Et fecit hominem deus, id utique quod finxit, ad imaginem dei fecit illum, scilicet Christi. Et sermo enim deus, qui in effigie dei constitutus non rapinam existimavit paria[ri] deo.

Ita limus ille iam tunc imaginem induens Christi futuri in carne non tantum dei opus erat sed et pignus”.

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Estos parecen ignorar toda la economía de Dios, la génesis y plasis del hombre desde el principio y la causa por la que fueron hechas todas las cosas que hay en el mundo. ¿Acaso no dijo el Logos: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza? ¿A cuál? Es evidente que habla del hombre carnal, pues el Logos dijo: Y tomó Dios polvo de la tierra y plasmó al hombre. Es evidente que el hombre plasmado a imagen de Dios era el carnal. Luego ¿cómo no va a ser absurdo afirmar que la carne plasmada por Dios a su imagen es despreciable y digna de nada?372.

Así pues, lo mismo que en Tertuliano: es el cuerpo lo que ha sido plasmado según la Imagen de Dios. De ahí su dignidad única. Tanta, que todo el Universo ha sido creado en función del cuerpo humano.

Se entienden así las líneas finales del texto del Diálogo con Trifón que hemos citado más arriba:

-Luego, según tu razonamiento, también estos animales –replicó– verán a Dios. -No, porque su cuerpo, siendo tal cual es, se lo impide373.

Es decir, lo que distingue a los hombres de los animales es la configuración de su cuerpo. En 1 Apología 55 se precisa más este punto. Dice así:

La figura humana en ninguna otra cosa se diferencia de la de los animales irracionales sino por ser recta y poder extender los brazos y por llevar en el rostro a partir de la frente la llamada nariz, prominente, por la cual el ser vivo tiene respiración y ninguna otra cosa manifiesta sino la

372 (Traducción de J. J. AYÁN, Antropología de san Justino, 116):

“VEoi,kasi de. ou-toi th.n o[lhn tou/ qeou/ pragmatei,an avgnoei/n kai. th.n evx avrch/j ge,nesin tou/ avnqrw,pou kai. pla,sin( kai. ta. evn ko,smw| w-n e[neka ge,gonen) ;H ga.r ou; fhsin o lo,goj· Poih,swmen a;nqrwpon katV eivko,na hmete,ran kai. kaqV omoi,wsin* Poi/on* Sarkiko.n dh/lon o[ti le,gei a;nqrwpon) Fhsi. ga.r o lo,goj· Kai. e;laben o qeo.j cou/n avpo. th/j gh/j kai. e;plase to.n a;nqrwpon) Dh/lon ou=n wj katV eivko,na qeou/ plasso,menoj o a;nqrwpoj h=n sarkiko,j) Ei=ta pw/j ou=k a;topon th.n upo qeou/ sa,rka plasqei/san katV eivko,na th.n eautou/ fa,skein a;timon ei/nai kai. ouvdeno.j avxi,an”.

373 “ ;Oyontai a;ra( fhsi,( kata. to.n so.n lo,gon kai. tau/ta ta. zw/a* Ou;· to. ga.r sw/ma auvtoi/j( toiou/ton o;n( evmpo,dio,n evstin”.

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figura de la cruz374.

Expliquemos este curioso texto. Como hemos dicho, el Verbo, a diferencia del Padre, tiene morfh,. Ahora bien, ¿cuál es esa morfh,? Según el capítulo 60 de esta misma Apología y el número 34 de la Epideixis de san Ireneo, la Cruz. Es decir, el Verbo tiene forma de Cruz. Así, en AH V, 19 dice san Ireneo que en toda la vida de Jesús, donde más plenamente se revela el Verbo es en el Calvario. Allí se manifiesta de manera visible, sensible, la forma que tenía el Verbo desde antes de la constitución del mundo.

Pues bien, el texto de san Justino hay que leerlo desde estas claves. El cuerpo humano, al ser crucificado, deviene su,,mmorfon con el Verbo. Es decir, se hace eivkw,n de Dios. De esa manera deviene conmensurado, su,mmetron, con el Padre y, por tanto, capaz de intuirlo. Al ser crucificada, la carne humana se hace capaz de ver al Padre. En eso radica la dignidad del cuerpo humano. En cambio, el cuerpo animal no puede ser crucificado y, por eso, nunca será capaz de intuir a Dios.

10. Esta concepción de san Justino, Taciano, san Ireneo y Tertuliano plantea un problema. En cierto modo, es el inverso del que se les plantea a Valentín y Orígenes. Según la antropología del gnóstico Valentín, en el hombre hay un desequilibrio. Su espíritu es creativo, ágil, sutil, firme. Su cuerpo, en cambio, es craso, torpe, lento, inestable. El espíritu del hombre no puede expresarse adecuadamente a través de su cuerpo. Por eso la vida del espíritu en el cuerpo es, en cierto modo, una muerte.

También Orígenes habla de un desequilibrio similar. El cuerpo humano no es capaz, ni mucho menos, de expresar la inmensa riqueza del alma. El alma trasciende con mucho al cuerpo. Orígenes dirá que en el alma se da un excessus con respecto al cuerpo.

374 (Traducción de J. J. AYÁN, Antropología de san Justino, 113): “To.

de. avnqrw,peion sch/ma ouvdeni. a;llw| tw/n avlo,gwn zw,wn diafe,rei( h' tw/| ovrqo,n te ei=nai kai. e;ktasin ceirw/n e;cein kai. evn tw/| prosw,pw| avpo. tou/ metwpi,ou tetame,non to.n lego,menon muxwth/ra fe,rein( diV ou- h[ te avnaponoh, evsti tw| zw,w|( kai. ouvde.n a;llo dei,knusin h] to. sch/ma tou/ staurou/”.

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En la antropología de san Justino, san Ireneo y Tertuliano el desequilibrio es el inverso. El cuerpo humano es-tá dotado de una dignidad incomparable. Ha sido hecho katV eivko,na tou/ qeou/. Mediante la crucifixión puede llegar a ser conmensurado con el Padre y, por tanto, capaz de intuirlo. En cambio, su alma no aventaja a la de los animales.

El cuerpo humano necesita del alma para realizar sus operaciones. Es por eso por lo que Dios la ha colocado en el cuerpo. Pero, por así decirlo, al alma el cuerpo le viene grande. El alma no está a la altura de las circunstancias.

San Ireneo es consciente del problema. La solución que da es, a mi juicio, muy profunda. Es significativo a este respec-to AH V, 10. Dice así:

Esto dijo no fuéramos a desechar, por complacer a la carne, el injerto del Espíritu. ‘Mas tú’ –dice (Rm 11,17.24)– ‘que eras acebuche, fuiste injertado en buen olivo y asociado a la grosura del olivo’. Así como el acebuche, recibido el injerto, si continúa lo que antes era, acebuche, ‘es cortado y arrojado al fuego’; mas si retiene el injerto y se muda en buen olivo, hácese olivo fértil, dispuesto como para el jardín del rey: así también los hombres, si adelantan por la fe hacia lo mejor y acogen el Espíritu de Dios y producen sus frutos, serán espirituales, plantas dispuestas como para el jardín de Dios. Pero si despiden el Espíritu y continúan lo que antes eran, empeñados en ser más carne que Espíritu, se les aplica con entera razón lo de: ‘Pues la carne y sangre no heredan el reino de Dios’. Como quien dice: Pues el acebuche no es ad-mitido para el jardín de Dios. Admirablemente dio a conocer el Apóstol, según eso, nuestra naturaleza y la economía cabal de Dios, cuando habla de la carne y sangre y del acebuche.

Así como el olivo descuidado, desatendido algún tiempo sin injerto, y a que traiga fruto silvestre, se torna por sí acebuche; y, por el contrario, el acebuche, objeto de cuidados e injertado, vuelve a su prístina fertilidad de naturaleza: así también los hombres, en régimen de abandono, y a que produzcan como plantas silvestres concupiscencias de carne, tórnanse culpablemente estériles en frutos de justicia375.

375 (Traducción de A. ORBE, Teología de san Ireneo, I, 465s.): “Hoc

ideo uti non gratificantes carni respuamus insertionem Spiritus: Tu enim

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En este texto san Ireneo hace exégesis de Rm 11,17.24: “Mas tú que eras acebuche, fuiste injertado en buen olivo y asociado a la grosura del olivo”. En este texto san Pablo comete un pequeño error de jardinería. Parece pensar que el injerto consiste en insertar una rama de acebuche en el buen olivo. En realidad, lo que hacen los jardineros es lo contrario, a saber, insertar una rama de olivo bueno en el acebuche. San Ireneo explica el injerto correctamente, tal cual es en jardinería. Y se pregunta: ¿qué representan en el texto paulino el acebuche, el buen olivo y el injerto?

Cuando san Ireneo redacta AH V, 10 tiene in mente una antropología tricotómica. Según el Obispo de Lyon el hombre está compuesto de cuerpo, alma y de un tercer ele-mento al que denomina pneu/ma. El pneu/ma es algo misterioso y divino que hay en el hombre y que desde dentro le va conduciendo a su plenitud376. No es exactamente lo mismo que el Espíritu Santo, aunque tiene mucho que ver con él : san Ireneo lo llama “partem aliquam a Spiritu” y “pignus Spiritus”,

“oleaster”, ait, “cum esses, insertus es in bonam oliuam et socius pinguedinis oliuae factus es”. Quemadmodum igitur oleaster inserta, si perseveraverit in eo quod ante fuerit, oleaster, “exciditur et in ignem mittitur”, si autem te-nuerit insertionem et transmutetur in bonam olivam, oliva fit fructifera, quasi in paradiso regis plantata: sic et homines, si quidem per fidem profecerint in melius et assumpserint Spiritum Dei et illius fructificationem germinaverint, erunt spiritales, tamquam in paradiso Dei plantati, si autem respuerint Spiri-tum et perseveraverint in eo quod fuerant ante, magis carnis esse volentes quam Spiritus, justissime in ejusmodi dicitur: “Quoniam caro et sanguis regnum Dei non possident”, tamquam si quis dicat quoniam oleaster non assumitur in paradisum Dei. Mirabiliter igitur Apostolus naturam ostendit nostram et universam dispositionem Dei in eo sermone qui est de carne et sanguine et oleastro.

Quemadmodum enim oliva neglecta et tempore quodam in desertum relicta et silvestria fructificans secundum se oleaster fit, vel rursus oleaster diligentiam percipiens et inserta in pristinam naturae recurrit fructifica-tionem, sic et homines in neglegentia constituti et concupiscentias carnis tamquam silvestria fructificantes secundum suam causam infructuosi justitia constituuntur”.

376 Cfr. AH V, 9, 2.

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como si fuera una partecilla o prenda del Espíritu Santo377. El pneu/ma es como un pedagogo asociado al cuerpo y que lo guía. Como hemos comentado, el cuerpo está llamado a un destino sublime. Pero es incapaz de llegar a él por sí mismo. Necesita de alguien que lo conduzca y lo guíe. Esa es la función del pneu/ma. El pneu/ma le inspira al cuerpo las cosas mejores y si el hombre secunda estas inspiraciones, el pneu/ma se une más íntimamente a él y lo llena de paz interior. En cambio, si el cuerpo obra mal, el pneu/ma lo acusa y el hombre siente remor-dimientos. Si el hombre se niega aceptar estos reproches, el pneu/ma abandona al cuerpo378.

Pues bien, como decíamos, es desde esta antropología que en AH V, 10 san Ireneo interpreta Rm 11,17.24. El acebu-che u olivo silvestre es la carne del hombre. El cuerpo está llamado a un destino divino. Pero es incapaz de alcanzarlo por sí mismo. Dejado de sí, el cuerpo, dice san Ireneo, “produ- ce concupiscencias de carne y se torna culpablemente estéril en frutos de justicia”. Para remediar tal mal, hay que hacerle un injerto de buen olivo. El olivo bueno es el pneu/ma y el injerto es la fe.

Esto de caracterizar la fe como injerto tiene relación con la función que san Ireneo atribuye al alma en su antropología. Para san Ireneo el cuerpo y el pneu/ma están juntos, pero no unidos. No hay comunicación entre ellos. Para que pueda haberla, Dios coloca un elemento que haga de mediador, a saber, el alma379. La función de la misma no es otra que la de unir cuerpo y pneu/ma, análogamente a como el injerto une al acebuche y al buen olivo. Ahora bien, esta mediación al alma le viene grande. El cuerpo ha sido creado según la Imagen de Dios; el pneu/ma, a su vez, es algo divino. El alma del hombre, en cambio, en el fondo no es mejor que el alma de los animales. ¿Cómo va a mediar entre dos tan grandiosos? Pues bien, es la

377 Cfr. AH V, 8, 1. 378 Cfr. AH V, 8, 2; ORÍGENES, Ad Romanos II, 9; H. CROUZEL,

Orígenes, 126. 379 Cfr. A. ORBE, Antropología de san Ireneo, 67s.

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fe la que habilita al alma para su función. La fe transforma al alma y la eleva desde el nivel de los animales hasta las alturas de la misión que le ha sido encomendada. Si el alma no está transformada por la fe, no puede realizar su función de injertar, el cuerpo deja de recibir el pneu/ma y “produce concupiscen- cias de carne y se torna culpablemente estéril en frutos de justicia”. En cambio, cuando el alma es transformada por la fe, realiza bien su función de injerto. El pneu/ma entra en comu-nicación con el cuerpo y éste camina hacia su destino de ser su,,mmorfoj con el Verbo. Así pues, para san Ireneo el alma no es lo central. Lo central es el cuerpo. Él es el eje de la Historia de la Salvación. Para ayudarle a alcanzar su destino, Dios ha colocado en su interior al pneu/ma. Y para que pueda haber comunicación entre el pneu/ma y el cuerpo, Dios ha puesto en medio al alma. Así pues, la función del alma es de mediadora. Pero si bien el alma no es lo central, resulta imprescindible. Sin ella, sin su transformación por la fe, el pneu/ma no puede guiar al cuerpo y éste se vuelve incapaz de alcanzar su destino. Sin salus animae no hay salus carnis.

11. En fin, hemos visto tres concepciones bien diversas del alma humana. De ellas se derivan doctrinas distintas sobre la salvación. Orígenes diría: la salvación del hombre consiste en la inmortalidad del alma. San Justino y san Ireneo dirían: la salvación del hombre consiste en la resurrección del cuerpo. No es que estos autores rechacen la inmortalidad del alma. La aceptan, pero en el sentido apenas apuntado. La finalidad de la inmortalidad es que, por así decirlo, el alma esté a la altura de las circunstancias y pueda servir adecuadamente al cuerpo resucitado. Es decir, la inmortalidad está en función de la resurrección. ¿Y en qué consistiría la salvación según Plotino? Mi hipótesis es que para Plotino la salvación consiste en reencarnaciones sucesivas que desembocan en la desaparición del alma individual. Pero esta hipótesis debería ser contrastada. Quizá estas cuestiones afloren en el debate de la tarde. Muchas gracias por su atención.

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¿QUÉ SUCEDE CON NOSOTROS DESPUÉS DE LA MUERTE?:

DESAPARICIÓN, REENCARNACIÓN, RESURRECCIÓN

ÁNGEL CASTAÑO FACULTAD DE TEOLOGÍA “SAN DÁMASO”

MADRID

INTRODUCCIÓN

No pretendo, obviamente, demostrar la verdad de la vida

después de la muerte; desde luego no con una demostración empírica. Es tarea imposible. Sucede también que tampoco me importa que no pueda lograrse, dado que estoy convencido de que las ciencias empíricas sólo pueden ocuparse de aquel sector de la realidad para el que están metodológicamente equipadas, y el destino postmortal del hombre no es una de ellas, de modo que no espero de las ciencias –en este terreno– ni verificación, ni falsación alguna.

Que no sea una cuestión –ésta de la vida después de la muerte– adecuada para las ciencias, no quiere decir, sin em-bargo, que estemos forzados a acceder a ella por caminos exclu-sivamente no racionales. La apelación a la historia de las ideas y de las religiones, la atención a la desproporción estructural que el hombre experimenta en sí mismo, cuando atiende a las preguntas de más hondo calado sobre su propia existencia, hacen de esta cuestión, objeto de estudio por parte de la filo-sofía y por parte de la teología y, sobre todo, lo convierten en uno de los primeros centros de interés de la autoconciencia del hombre, del uso adecuado de la razón para dar respuesta cabal al misterio del hombre.

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A. CASTAÑO

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La propia formulación del título de esta mesa redonda me lleva a plantear el tema de un modo semejante a como lo haría la historia comparada de las religiones, sin dejar de lado, en ningún momento, ni la antropología ni, claro está, la teo-logía. Quiero presentar y valorar las respuestas que encon-tramos en la historia de la de las religiones a la pregunta sobre el destino del hombre. La aniquilación total, la reencarnación o la resurrección son los tres paradigmas que describen –con la diversidad lógica de matices– todas las respuestas posibles. Voy a ceñirme, por razones de espacio, a la resurrección y la reen-carnación. Pretendo presentarlas brevemente y valorarlas del único modo posible: en su capacidad de dar respuesta a las preguntas que inevitablemente nos hacemos, a este “misterio” que es el hombre para sí mismo.

Comenzaré por la resurrección en el Antiguo Testamen-to. Estudiar el origen de la idea de la resurrección es muy revelador, ya que esta se presenta como respuesta, no como deducción, a la pregunta radical sobre el sentido del hombre y de la historia. En segundo lugar, presentaré la doctrina cristia-na de la resurrección en sus elementos más esenciales. La reencarnación será estudiada en tercer lugar. Y cerraré esta intervención con una valoración comparada de la resurrección y de la reencarnación.

La idea de reencarnación surge en un ámbito filosófico y religioso, aunque estaba ya de algún modo presente en el chamanismo, fenómeno ancestral muy complejo, muy exten-dido geográficamente y difícil de delimitar, en el que lo anímico, lo religioso y lo mágico conviven confusamente380; se ha mante-

380 «Los estudios más difundidos sobre el tema identifican las

prácticas shamánicas con una amplia franja de la tundra siberiana, región desde donde algunos viajeros trajeron los primeros datos, que permitieron a los antropólogos y etnólogos entrever la magnitud del fenómeno; sin embargo, con el paso del tiempo se han encontrado indicios y pruebas de prácticas shamánicas en los cinco continentes, desde el Círculo Polar Ártico hasta el Ecuador; en los desiertos africanos y las selvas amazó-nicas; en las tierras bajas y en los picos más altos del planeta», R. ROSASPINI, Shamanismo. Pasado y presente, Buenos Aires, 1998, p. 19.

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nido vigorosamente, en el hinduismo y en el budismo, con ca-racterizaciones propias de las que hablaremos en su momento; a través de la versión occidental del budismo, ha penetrado en Occidente donde alcanza sorprendente difusión. Es también enseñada por muchas de las sectas y movimientos filosófico-religiosos que provienen de Oriente (Cienciología381, Teosofía382, algunas tendencias de la New-Age).

La idea de resurrección, por el contrario, es específi-camente religiosa383. Sólo las tres grandes religiones monoteís-tas la afirman. Surge –como veremos–, en Israel y continúa –en línea de continuidad, pero sustancialmente nueva– en el cristianismo que, desde el principio, puso en ella el centro de su fe y de su esperanza. La encontramos en el Islam, aunque no en la versión cristiana, sino más bien en una de las modalidades en que fue afirmada por el pueblo de Israel en el período intertestamentario, y por ello no me detendré en ella.

Reencarnación y resurrección cuentan con sendas an-tropologías, en las que juega un papel clave la afirmación o negación de la existencia del alma, la concepción de su natura-leza y de la relación con la materia, con el cosmos (y, por ende, con la historia) y, más en concreto, con el cuerpo humano.

El tema de esta intervención es, pues, concreto y a la vez muy abierto de horizontes: se trata del hombre, simplemente, pero considerado en su origen, en su “estructura” y en su destino, problemas en torno a los cuales no han cesado de reflexionar los grandes sistemas filosóficos y las grandes tradi-ciones religiosas. Veremos que más en el fondo, se trata simple-mente de Dios.

381 Fundada en este siglo por L. Ronald Hubbard. 382 La Theosophical Society fue fundada en Nueva York en 1875 por

Helena Petrovna Blavatsky, el coronel H. S. Olcott, William Q. Judge y otros. Su propósito es hacer una síntesis de la religión, la filosofía, la ciencia y la psicología, inspirándose en la obra de Ammonium Saccas.

383 «Las elaboraciones seculares del anhelo de supervivencia han acuñado la categoría “inmortalidad”; no han rozado jamás la categoría “resurrección”», J. L. RUIZ DE LA PEÑA, La pascua de la creación, Madrid, 2000, p. 169.

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I. LA RESURRECCIÓN EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

En los orígenes de Israel, la vida abocada a la muerte

“Expiró, pues, Abrahán y murió en buena ancianidad,

viejo y lleno de días, y fue a juntarse con su pueblo” (Gn 25,8). También Ismael al morir, “fue a juntarse con su pueblo” (Gn 26,3). Isaac, anciano y lleno de días, “fue a reunirse con su pueblo” (Gn 35,29). Es una casi letanía, común a la muerte de todos los patriarcas. Tenemos aquí el eco de una antigua tradición que perdura hasta la muerte de Moisés. De él se nos dice simplemente que murió (“Tenía Moisés ciento veinte años cuando murió: no se había apagado su ojo ni se había perdido su vigor”: Ex 34,7), pero en Ex 32,30, Dios mismo anuncia la muerte del caudillo de Israel con estas palabras: “En el monte al que vas a subir morirás, e irás a reunirte con los tuyos, como tu hermano Aarón murió en el monte Hor y fue a reunirse con los suyos”.

Encontramos, pues, la misma expresión en todos los textos, escritos más tarde, pero herederos de una tradición anterior al siglo XIII a. de C. ¿Cuál es el “lugar” de la reunión, si es que existe? No es, desde luego, una alusión al sepulcro familiar384. Jacob, cuando lamenta la muerte de su hijo José, a quien cree devorado por una fiera en el desierto –y, por tanto, sin sepultura–, exclama dolorido: “En duelo bajaré al Sheol, donde mi hijo” (Gn 37,35). La acción de “reunirse con los suyos” se aplica el momento mismo en que muere Jacob (Gn 49,33) y no al momento de su entierro. El mismo Abrahán, como acabamos de ver, espera reunirse con los suyos tras la muerte, pero sabemos bien que no fue enterrado en el sepulcro de sus padres, que había quedado muy lejos como conse-

384 Así lo han pensado, p. ej., Schwally y Dillmann. Véanse las

referencias a estos autores en O. SCHILLING, Geist und Seele in Pentateuch, Stuttgart, 21967, p. 109.

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cuencia de su larga peregrinación385, sino en la cueva de Makpelá “enfrente de Mamré, el campo que Abrahán había comprado a los hijos de Het” (Gn 25,8 ss).

El “lugar” al que los patriarcas esperaban ir tras la muerte era, pues, distinto del sepulcro. Su nombre: sheol, como acabamos de escuchar de labios de Jacob. Hay, no obstante, una cierta lógica en el intento de identificar el sheol con el sepulcro, dada la descripción que encontramos del primero en los textos veterotestamentarios. No encontramos en ellos definición alguna, sólo imágenes de marcado carácter cosmológico. Se trata de una fosa subterránea, oscura. Quienes la ocupan son llamados rephaim, probablemente de la raíz rafáh386, según la cual habríamos de traducir el término por “seres débiles”, a modo de sombras de lo que el hombre fue. Es especialmente significativo para entender de qué debilidad estamos hablando el hecho de que nunca sean nombrados en singular. El término se utiliza sólo en plural y expresa así un anonimato que es indicativo de la a-personalidad de los habi-tantes del sheol. Ha de ser especialmente señalada la ausencia de retribución: el sheol es la morada indiscriminada de todos los muertos, justos y pecadores, grandes y pequeños387. No queda así otro espacio que el que corre entre el nacimiento y la muerte para la realización de la justicia divina.

La mayoría de los textos que nos hablan de los rephaim no se encuentran en el Pentateuco, sino en los profetas y en los libros sapienciales, en los que encontramos, una vez más, el eco de la antigua concepción. Ellos están “dormidos en el polvo” (Job 17,16), lejanos de Dios: “El Sheol no te alaba, ni la Muerte te glorifica, ni los que bajan al pozo esperan en tu fidelidad” (Is 38,18). Dejemos, por un momento, este paralelismo entre el

385 Exactamente en “Ur de los caldeos” (Gn 11,28) su padre Harán,

y Teraj en Jarán. 386 Cf. POZO, C., Teología del más allá, Madrid, 1992, p. 205. En la

nota 126 se hace eco el autor de las dificultades que presenta la etimo-logía del término y las posibles interpretaciones.

387 R. CRIADO, “La creencia popular del AT en el más allá: el seol”, XV Semana Bíblica Española, Madrid, 1955, pp. 21-56.

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Sheol y la Muerte. Lo importante de este texto de Isaías es que muestra con claridad lo más grave, para un israelita piadoso, del sheol: allí no se alaba a Dios, se ha cortado la relación vital que une al creyente con Dios, de modo que no están vivos, sino muertos. En esta vida disminuida, “nada se sabe, ni hay obra, ni razones, ni ciencia, ni sabiduría” (Ecl 9,5.10). La vida, para un israelita, no se identifica con la existencia, implica la posesión de ciertos bienes: la relación con Dios, la salud, la felicidad, etc. La pérdida de éstos es muerte para el hombre. Cuando los textos del AT hablan de los rephaim los identifican con los muertos (recordemos aquí el paralelismo del texto de Isaías citado previamente)388.

Nos es difícil para nosotros tomar tan radicalmente en serio la distinción entre existencia y vida como hizo el pueblo de Israel. Dicho de otro modo: a pesar de la existencia futura (umbrátil, débil, lánguida, etc., pero, al fin y al cabo, existencia) en el sheol, Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, etc., no tenían ninguna esperanza en el más allá. El horizonte de la vida era exclusivamente intramundano, intrahistórico. Por eso su espe-ranza, en conexión con las promesas de Dios, era también exclusivamente intrahistórica. La promesa de Dios a Abrahán consistió fundamentalmente en la larga descendencia (Gn 15,5). Se alude, cierto, a la “eternidad” de la alianza de Dios con Abrahán, pero se refiere a la perpetua fidelidad que Dios guardará a la descendencia de éste. Si caminamos un poco más adelante en la historia y llegamos al Sinaí, verdadero eje de la historia de Israel, encontramos que el contenido de las pro-mesas es igualmente intrahistórico: la posesión de la tierra, la larga descendencia, la salud y las riquezas esperan al justo que guarde la alianza que Dios establece con su pueblo (Ex 6,7; 23,26; Dt 5,32). Ni que decir tiene que esta es la esperanza del justo, al impío le corresponde una existencia que un israelita

388 «En todo caso, empero, importa subrayar que los muertos sobreviven; la tesis de una muerte total (Ganztod), con la que han especulado hasta fechas recientes algunos teólogos protestantes, es abso-lutamente desconocida para el Antiguo Testamento», RUIZ DE LA PEÑA, La pascua, p. 60.

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no dudaría en calificar de no-vida: fracaso, soledad, miseria, corta vida llena de males.

Este mundo de ideas viene acompañado de una antropo-logía marcadamente unitaria: el hombre es carne (basar), dota-da de vida (nefesh), que significa, más exactamente, “aliento vital”, que procede del hálito de Dios (ruah)389. No estamos aquí ante una afirmación del cuerpo y del alma, muy al contrario. El nefesh, concebido primariamente como vida, desaparece al morir el hombre, no pervive. Esta es la concepción antropo-lógica más primitiva de Israel. La conclusión, pues, se impone: el punto de partida de la antropología del Antiguo Testamento cuenta con la muerte como último horizonte de la vida del hombre, excepción hecha de lo que significa la presencia de los rephaim.

Esto nos exige volver por un momento a ellos. No son “almas” en oposición a los cuerpos, por un lado. Tampoco se identifican con el cuerpo que vivió, que permanece en el sepul-cro. Revisten, pues, el carácter de “sombras” de lo que el hombre fue, su núcleo personal390.

Me interesa destacar, antes de continuar, la similitud existente entre el mundo de ultratumba de Homero y el que acabamos de encontrar en el Antiguo Testamento. En el Hades de Homero, están las almas de los que han muerto. Alma aquí es psyché, término que, según Otto, no se refiere a un alma descorporeizada, sino a un cuerpo que ha perdido la substan-cia, es decir, un cuerpo sin alma391. Da la impresión en cual-

389 «La nephesh est le résultat de la basar animée para la ruach.

Cette dernière vient du dehors. Yahweh seul en possède la plénitude, puisqu’il peut à l’occasion être identifié avec elle», E. JACOB, Théologie de l’Ancient Testament, Neuchâtel, 21968. Cf. también D. LYS, Néphès. Histoire de l’âme dans la révélation d’Israël au sein des religions proche-orientales, Paris,1959; Rûach. Le souffle dans l’Ancien Testament. Enquëte anthropo-logique à travers l’histoire théologique d’Israël, París, 1962; La chair dans l’Ancien Testament. ‘Bâsâr’, París, 1967.

390 O. SCHILLING, Der Jenseitsgedanke im Alten Testament, Mainz, 1951, pp. 19-26.

391 W. F. OTTO, Die Manen oder von den Urformen des Totenglaubens,

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quier caso que estamos ante un mundo de ideas similar, lo que «no tiene nada de extraño, pues la idea de supervivencia después de la muerte puede calificarse como perteneciente al patrimonio religioso común de la humanidad»392 y, más concre-tamente, del mundo mediterráneo393.

Resulta sorprendente esta similitud de ideas en el origen, máxime cuando tenemos en cuenta la diferente evolu-ción de ambas culturas. Será bueno retener este dato para indagar mejor las posibles causas de la divergencia posterior.

La Alianza: un acontecimiento provocativo, causa de una pregunta radical

Creo haber mostrado que el punto de partida de la

trayectoria de Israel es un horizonte antropológico que, pro-piamente hablando, termina en la muerte, porque la existencia de los rephaim en el sheol es muy poco relevante y ni siquiera tiene el carácter propio de la vida.

A este pueblo, que no tiene esperanza más allá de la muerte, se dirige Yahvé por medio de Moisés. La Alianza del Sinaí es, sin duda, momento clave en la historia de Israel. Y lo es en múltiples sentidos. He esbozado brevemente el carácter intrahistórico de los bienes que la Alianza prometía al pueblo en su conjunto y al israelita piadoso considerado indivi-dualmente. “Prometía”. Interesa destacar este verbo, porque muestra la característica más relevante de lo que Israel vivió Darmstadt, 21958, p. 34.

392 POZO, Teología, pp. 203-204. 393 «Aunque sin referirse al tema escatológico, C. H. Gordon ha

subrayado las afinidades de Homero con el mundo cultural del Oriente Próximo, que Gordon encuentra, sobre todo, a través de una comparación con la cultura ugarítica. Quizás, más que de oposición de cultura semítica y de cultura helénica, habría que hablar, al menos para este período (también en períodos posteriores serán frecuentes evoluciones paralelas), de una unidad cultural mediterránea», POZO, Teología, p. 208). La refe-rencia de la obra de Gordon que viene citada es C. H. GORDON, Introduction to Old Testament Times, Ventnor, 1953, pp. 89-99.

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tras ser rescatado de la esclavitud de Egipto y llevado a las faldas del Sinaí: la Alianza en el Sinaí es, sobre todo, una promesa. Es, en primer lugar, una elección. Dios ha elegido a Israel para que sea “su” pueblo entre todos los pueblos de la tierra (Ex 29,43-46; cf. Dt 29,12) y para hacer de él, como estaba prefigurado en Abrahán, instrumento de bendición para todos los pueblos (Gn 12,2-3). La bendición es la misión que se encomienda al pueblo elegido de Dios, y para que la misión sea posible, Dios promete su presencia en medio del pueblo y sus bienes. La pertenencia a Dios (lo más específico de la Alianza) se convierte para Israel en una promesa de futuro: Israel sabe que su estabilidad y prosperidad dependerán de su cumpli-miento fiel de la Alianza y que su desgracia será consecuencia de su pecado (Gn 30,5-20).

Israel queda marcado por esta experiencia y queda lanzado hacia el futuro, un futuro que se espera lleno de bienes. El acontecimiento histórico que supone la Alianza promete frutos más maduros en la historia venidera, de modo que Israel es como un proyecto de Dios, y esta esperanza en el cumplimiento de la promesa determina radicalmente la com-prensión que Israel tiene de sí mismo, de su historia, de Dios y, en última instancia, del mundo. La Alianza es el fundamento de la concepción escatológica más desarrollada del Antiguo Testamento.

Por eso Israel relee la historia anterior en esta clave: desde el primer pecado de la historia, Yahvé ha respondido al pecado del hombre proporcionando un nuevo comienzo con Noé, del cual surgirá tras varias generaciones Abrahán. Desde aquí la historia ha sido una cadena de promesas de Dios, cuyo contenido es siempre el mismo, tierra y descendencia. Ya en la vocación de Abrahán se advierte que el contenido de la promesa supera el destino meramente individual. Se trata de la bendi-ción de todos los linajes de la tierra (Gn 12,2-3). La promesa se repite a Isaac (Gn 26,3), a Jacob (Gn 28,13), etc., así hasta el Sinaí. Con la entrada del pueblo en la tierra prometida, Ca-naán, sucede lo contrario de lo que podría esperarse: la pro-mesa no se agota, se abre misteriosamente a un nuevo futuro:

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“lo veo, aunque no para ahora; lo diviso, pero no de cerca; de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel” (Nm 24,17ss). Así surgirá David... para quien también habrá, como rey de Israel, una nueva promesa (2 Sam 7).

Paralelamente a esta concepción de la historia, el justo espera la bendición de Dios en esta vida, único horizonte de realización de la justicia divina: la retribución es necesaria-mente intrahistórica. Es preciso, para que Dios sea Dios, que el justo experimente bienes y el impío sufra el castigo. Ésta es la condición de posibilidad de la veracidad de las promesas de Dios, de su fidelidad a sí mismo y, por lo mismo, de su fidelidad a la historia. En consecuencia, es también la condición de posibilidad del sentido último de la historia, en cuanto creada por Dios.

De este modo, la esperanza que suscita la Alianza se convierte en criterio para juzgar el presente y con ello nace una inevitable tensión, porque el futuro se encarga de mostrar que lo prometido no llega: ni la posesión de la tierra es tan pacífica como se esperaba; ni el israelita piadoso ve cumplidas sus legítimas expectativas.

En efecto, la experiencia se encarga de mostrar, en primer lugar, el lado oscuro de la muerte, en sí misma consi-derada. Los textos del AT dan testimonio de una sutil evolución. Si en la época de los patriarcas la muerte parecía el fin natural de una vida larga llena de bendiciones, ahora, tras la entrada en la Tierra prometida y el asentamiento de Israel, se percibe la fuerza de negatividad que existe en la muerte: realidad amarga para el hombre que disfruta de la vida (Eclo 41,1), que provoca lágrimas (Eclo 22,11), una trampa que acecha al hombre (Sal 18,5-6), que desenmascara la precariedad y fragilidad de la vida, como soplo y nada (Sal 39,6-7; 905-6. 9), que hace de la vida vanidad e inconsistencia (Ecl 3,20-21). Todo apunta a que la muerte esconde algo opuesto al plan de Dios, porque Dios ha creado todo para la existencia (Sab 1,14) y quiere la vida (Ez 33,11; 18,32).

En segundo lugar, provoca un mayor escándalo aún a la fe israelita la experiencia del sufrimiento del justo y de su

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muerte prematura. Escándalo mayor porque pone en entre-dicho la misma justicia divina. ¿Por qué tienen suerte los malos y son felices los traidores” (Jer 12,1). En Jeremías se escucha el lamento de quien ha sido fiel a Yahvé y sólo experimenta amargura, “un penar perpetuo”. El drama de la existencia, “¿Para qué haber salido del seno a ver pena y aflicción, y a consumirse en la vergüenza mis días?” (Jer 20,18) es, sustan-cialmente, una pregunta sobre Dios.

Con toda radicalidad se percibe este problema en el libro de Job, del que nos interesa particularmente la sección inter-media, en verso, testigo de la insuficiencia de la doctrina tra-dicional, reflejada en la sección en prosa (cc. 1-2 y 42,7-17). Job es un personaje despojado de todo (bienes temporales, familia, salud, honor, etc.), que maldice el día de su nacimiento (c. 3). El problema radica en que él se sabe justo, analiza con detalle su existencia (c. 31) y no entiende el proceder de Dios porque la única conclusión que se impone es que no hay justicia sobre la tierra: “Dios me entrega a injustos, me arroja en manos de los malvados” (16,11); “el llanto enrojece mi rostro, una sombra mortal recubre mis ojos, aunque en mis manos no había violencia y era sincera mi oración” (16,16-17). Sabe que no es un problema sólo suyo, que los malos se di-vierten y multiplican sus bienes (21,1. 13) y que explotan al inocente (24,1-17)

Lo que está en juego es la misma imagen de Dios. Los amigos de Job defienden la tesis tradicional: Dios concede bienes a los buenos, de modo que Job debe confesar que ha pecado y que lo que le ocurre es justo (4,7s; 8,8-20; 15,2-35). Job considera pura palabrería (16,3) la tesis tradicional y llama a Dios para que comparezca ante él y se justifique (9,15. 32-33; 13,3. 22; 21,25-37). Al final, Dios comparece y evoca su gran-deza invitando a Job a aceptar el misterio de la existencia, sin responder, no obstante, a la obstinada pregunta de Job. La solución del libro es que la justicia de Dios se realiza por cami-nos inaccesibles para el hombre (38,1-40; 40,7-26). Job acepta el misterio con una fe más pura: “Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento

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echado en el polvo y la ceniza” (42,5-6). El mismo problema y el mismo horizonte se perciben en

el libro del Eclesiastés. No tiene el libro el tono dramático de Job, pero en todo él late un “escepticismo” radical: la vida entera está penetrada de la vanidad (1,1), es decir, carece de valor, le falta sentido. “Todo es vanidad” equivale a “nada merece la pena” y así, la sabiduría es vanidad (1, 13-18), lo son el placer (2,1-3), las riquezas (2,4-10), el amor (7,26; 9,1); ser honrado y buscar la sabiduría equivale a destruirse (7,16). ¿Cuál es la razón de este desencanto? Una vez más, el horizonte de una existencia abocada a la muerte y la carencia de una justa retribución: “Esto es lo peor de todo cuanto pasa bajo el sol: que haya un destino común para todos” (9,3).

Estamos en el meollo del problema que quiero plantear. Lo que hace especialmente dramática esta situación es que desmiente la fe tradicional en Dios. Está en cuestión la vera-cidad de Dios, reconocido ya como creador. Y con ésta, se ha puesto también en cuestión el sentido mismo de la existencia personal (calificada como vana, como absurda) y el sentido de la historia: “Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará. Nada nuevo hay bajo el sol. Si de algo se dice: Mira, eso sí que es nuevo, aun eso ya sucedía en los siglos que nos precedieron. No hay recuerdo de los antiguos, como tampoco de los venide-ros quedará memoria entre los que después vendrán” (Ecl 1,9-11). No hay espacio, no obstante, para el olvido de Dios. El autor del libro, Qohelet, insiste en que el único camino para el hombre es el temor de Dios (Ecl 4,15;5,6) y en que el hombre está bajo su juicio (11,9).

Dos cosas llaman poderosamente la atención en estos libros del Antiguo Testamento (y en muchos otros pasajes en los que late la misma tensión): la seriedad y radicalidad con que Israel se plantea la cuestión del sentido y la exigencia de encontrar una respuesta verdadera, sin sucumbir cómoda-mente a la explicación tradicional, absolutamente carente de realismo, o a explicaciones mitológicas que trasladan el proble-ma a la divinidad; la segunda es la solidez de su fe en Yahvé, no

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puesta de ninguna manera en entredicho394. La combinación de ambos factores es lo que permite entender el desarrollo pos-terior a esta crisis, que es principalmente sobre Dios y, deriva-damente, sobre el sentido de la historia y la antropología.

Sostengo que lo que hace posible tanto la seriedad de la pregunta como la novedad de la respuesta es la referencia continua a lo sucedido en el Sinaí, al Dios que se ha mani-festado en la historia y que ha otorgado a la historia un futuro lleno de sentido. Dicho de otro modo, el motor de la evolución que vamos a presentar ahora no es una antropología determi-nada, un esquema teórico que se impone a la realidad, es simplemente la palabra de Dios que ha prometido una vida más plena y verdadera.

Sólo la Revelación de Dios responde adecuadamente Dos son los ámbitos –y es un dato especialmente signi-

ficativo– en los que empieza a encontrarse una respuesta: el ámbito de la oración, de la intimidad con Yahvé (Salmos 16,49 y 73), y el ámbito del ministerio de los profetas, que pretende alentar la fidelidad a Yahvé y sustentar su esperanza. En ninguno de estos ámbitos asistimos a una reflexión antropo-lógica o ética; son, más bien, ámbitos privilegiados de la expe-riencia de Dios, ámbitos de “revelación” de su misterio.

Los salmos 16, 49 y 73, llamados habitualmente mís-ticos395, amplifican un tema ya iniciado en tiempos antiguos y del que hemos hablado parcialmente. Se trata del valor de la “vida” que expresa algo más que el mero existir, ya que sugiere siempre un carácter de plenitud. En primer lugar, la vida es don de Dios, el único que la posee en su sentido más pleno. Efectivamente, él es el Dios vivo (Dt 5,23.26; Sal 42,3; Jer 23,36), el eternamente vivo (Dt 32,40) y en él está la fuente de

394 Un desarrollo más amplio de estas ideas en RUIZ DE LA PEÑA, La Pascua, p. 71.

395 H. J. FRANKEN, The mystical Communion with JHWH in the Book of Psalms, Leiden, 1954.

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la vida (Sal 36,10; Jer 2,13). Ya en la creación del hombre, se afirma la vida como don de Dios cuando insufla en las narices del hombre aliento de vida (Gn 2,5). El árbol de la vida, que está en el centro del jardín del Edén, y al que el hombre tiene libre acceso, es signo de que Dios no es –al modo de los dioses de los otros pueblos– celoso de su inmortalidad: en el designio originario de Dios está que el hombre viva y no experimente la muerte (Gn 2,8-9).

Esto explica que para Israel la vida tenga siempre un valor positivo y se identifique con la felicidad. Ahora bien, esta felicidad no es puramente material, alcanza su punto máximo cuando se realiza como comunión con Dios, ámbito que permite vivir incluso en medio de tribulaciones y sufrimientos (Sal 122; 84,11; 119; Prov 8,35).

Los salmos de los que hablamos se inscriben en esta corriente de fondo. Me ciño al salmo 49 que es el más ex-presivo: “Dios rescatara mi vida (nefesh), de las garras del sheol me cobrará” (v. 16). El salmo se ocupa de la cuestión de la retribución, en cuanto desmentida por la experiencia. Alude a la solución tradicional: las riquezas de los impíos son vanas, transitorias y acaban en la tumba. En este contexto, el salmista expresa su esperanza, que carecería de sentido si no consis-tiese en un destino claramente distinto del de los impíos396.

Sustentan esta interpretación dos elementos: por un lado, el verbo laqah (traducido aquí por “me cobrará”). Es el verbo empleado para designar el destino singular de Henoc y Elías, ambos sustraídos a la muerte, asumidos, tomados por

396 Hay, ciertamente, diversidad de interpretaciones. Entre los que se resisten a ver aquí una perspectiva nueva y piensan, por tanto, en que el horizonte sigue siendo intrahistórico, P. CASETTI, Gibt es ein Leben vor dem Tod? Eine Auslegung von Psalm 49, Friburgo, 1982; R. TOURNAY, “L’eschatologie individuelle dans les Psaumes”, RevBibl (1949), 481-506; L. WÄCHTER, Der Tod im Alten Testament, Stuttgart, 1967. Entre los defensores de que en este salmo se abre el horizonte a una perspectiva ultraterrena, H. J. KRAUS, Los Salmos I, Salamanca, 1995, pp. 737-739; R. MARTIN-ACHARD, De la mort à la resurrection d’après l’Ancien Testament, Neuchâtel, 1956, pp. 124-127; A. M. DUBARLE, Les sages d’Israël, París, 1946, pp. 46-53.

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Dios (Gen 5,24 y 2 Re 2,3)397. Parece así que el justo orante espera de Dios ser librado de la muerte.

El segundo dato es muy significativo: la esperanza del orante es expresada en unos términos que evocan una nueva antropología: aquí se trata de “mi nefesh” (nafshî, en singular y con pronombre posesivo de primera persona), como ya sucedía en Sal 16,10. Coppens está convencido de encontrar aquí el primer testimonio bíblico de la subsistencia separada del nefesh más allá de la muerte398. En cualquier caso, este salmo es testigo de una importante evolución antropológica, ya que el nefesh está dotado de individualidad, de mayor sustancialidad y significa por tanto una realidad que puede subsistir fuera del cuerpo después de la muerte399. Pero no ha sido la evolución antropológica la que ha determinado el cambio de horizonte, el camino ha sido distinto: aquí el meollo está en la intimidad de vida con Dios de la que goza el orante y en la certeza que dima-na de ella de que tal intimidad no puede quedar interrumpida por la muerte, porque Dios tiene poder sobre la muerte y sobre el sheol (Am 9,2; Job 38,17; Sal 139,8; 1 Sam 2,6; Sab 16,13) y no cabe esperar de su justicia y de su misericordia que el que ha participado de la sabiduría de Dios en esta vida experimente la muerte de manera irrevocable. El problema es, originaria-mente, teológico; atañe al poder de Dios y a su fidelidad de modo que lo teológico camina por delante de lo antropológico.

El segundo ámbito de respuesta por parte de Dios mira más a la historia de Israel en su conjunto y a la historia de la humanidad. Se trata de textos proféticos que evocan el poder que Dios tiene de sacar adelante sus planes de salvación, con la finalidad de mantener viva la esperanza en el cumplimiento

397 El verbo laqah es utilizado también en el salmo 73. Sobre el

significado de su uso y su importancia en la formación de la doctrina de la resurrección, cf. W. BERG, Die grössere Hoffnung des Christen, en A. Gerhards (ed.), Friburgo, 1990, p. 31.

398 J. COPPENS, “L’Anthropologie biblique”, en VVAA, De Homine. Studia hodiernae Anthropologiae. Acta VII Congressus Thomistici Interna-tionalis, vol. I, Roma, 1970, pp. 7-21.

399 POZO, Teología, p. 217.

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futuro –y, al final, definitivo– de la promesa inicial. Los pasajes a los que me refiero anuncian la “resurrección” del pueblo. En Os 6,1-3 se dice que Dios “hará vivir” y “levantará” al pueblo, utilizando un lenguaje que es claramente el lenguaje de la resurrección. Ez 37,1-14 es todavía más gráfico en su anuncio: un valle lleno de huesos es signo del Israel fracasado. Movido por Yahvé, Ezequiel profetiza y he aquí que el espíritu de Dios reviste los huesos de nervios, carne y piel, después el mismo espíritu hace que sea un ejército de hombres vivientes. En realidad, no se está hablando de la resurrección de los muertos, se trata de una parábola de lo que Dios hará con Israel. El pueblo está en el exilio de Babilonia, en su “sepulcro”, aban-donado por Dios: “Estos huesos son toda la casa de Israel. Ellos andan diciendo: Se han secado nuestros huesos, se ha desva-necido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros. Por eso, profetiza. Les dirás: Así dice el Yahvé. Voy a abrir vuestras tumbas, os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel. Sabréis que yo soy Yahvé cuando abra vuestras tumbas y os haga salir de vuestras tumbas, pueblo mío. Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis: os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, Yahvé, lo digo y lo hago” (vv. 11-14).

Es preciso reparar en que se trata también aquí de la estrecha relación existente entre Dios y “su” pueblo; de la fidelidad de Dios a su palabra y de su poder, está en juego la identidad misma de Dios. Aunque el anuncio del profeta esté referido a la restauración política de Israel, la imagen es la de la resurrección de los muertos y se cuenta ya con la idea de que el poder de Dios incluye la capacidad de dar vida a los que han muerto. Estamos ya en un horizonte que si bien no afirma con claridad deja entrever la resurrección escatológica400. Es lo que hace Is 26,19, aunque no todos los exegetas estén de acuerdo, el primer texto del AT que habla formalmente de la re-

400 De hecho, la tradición judía no dudó en relacionar Ez 37 con la

resurrección escatológica. Cf. H. RIESENFELD, The Resurrection in Ezechiel 37 and in the Dura-Europos Paintings, Upsala, 1948.

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surrección de los muertos: “despertarán y gritarán jubilosos los moradores del polvo (sheol), la tierra dará a luz las sombras”.

No obstante, es opinión común que el primer testimonio categórico de la resurrección escatológica se contiene en Daniel 12,2: “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna; otros para el oprobio, para el horror eterno”. El texto plantea algunos problemas exegéticos que soslayo en este momento401, pero afirma ya con claridad un juicio escatológico y, al menos, una resurrección escatológica para los justos402, que será comienzo de la vida eterna, al final de los días (Dn 12,3.13). En Daniel, la re-surrección está claramente colocada en el eschaton, como es propio de la apocalíptica403.

Lo que sí es claro es que la resurrección se predica ciertamente de los mártires. Es el testimonio que encontramos en 2 Mac 7. Es tiempo de persecución para los israelitas. Antíoco Epífanes pretende hacerse adorar como Dios y estalla la rebelión de los Macabeos, que quieren permanecer fieles a la Alianza. ¿Podrá Dios abandonar a los mártires caídos preci-samente por su fidelidad? El testimonio de los siete hermanos y de su madre es expresión segura de que la fe en la resurrección se ha extendido ya en Israel y goza de gran difusión, aunque no fuese general. El libro de los Macabeos no responde, según opinión general, al cuándo de la resurrección, si en el mo-mento de la muerte, o al final de los tiempos404. Sin embargo, el texto citado es inequívoco respecto a la corporalidad de la

401 Sobre todo dos: la cuestión de la universalidad de la resurrección y, consiguientemente, la doble resurrección, para la vida y para la muerte. ¿Puede hablarse de una resurrección para la muerte? Cf. para este asunto: R. MARTIN-ACHARD, “Résurrection dans l’Ancien Testament et le judaïsme”, Dictionnaire de la Bible (Supplément) X, 437-487; G. GRESHAKE-J. KREMER, Resurrectio mortuorum. Zum theologischen Verständnis der leiblichen Auferstehung, Darmstadt, 1986.

402 Sobre el uso del término “muchos”, cf. J. JEREMIAS, “Polloi”, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, Stuttgart, 1933ss, VI, 536.

403 RUIZ DE LA PEÑA, Teología, p. 82, nota 62. 404 RUIZ DE LA PEÑA, Teología, p. 82, nota 62.

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resurrección. Se trata de recuperar “los miembros” que se entregan al martirio (2 Mac 7,11).

Parece que hemos llegado al final del camino, pero el AT reserva todavía una sorpresa. El libro de la Sabiduría, en el s. II a. C., aborda de nuevo el problema de la retribución, pero con categorías nuevas. La antropología que subyace en el libro es la de sw/ma – yuch, (cuerpo–alma), y la solución escatológica es la de la inmortalidad (avqanasi,a) o incorruptibilidad (avfqarsi,a). Sin embargo, no hay que llamarse a engaño. Es cierto que el libro está escrito originariamente en griego. Es cierto también que su cuna es Alejandría, pero no estamos aquí en un cuadro de ideas propio del mundo griego. Seguimos en un marco judío. Efectivamente, el libro proclama que la justicia de Dios es inmortal (Sab 1,15) y hace inmortales a los que participan de ella. Por eso, la inmortalidad e incorruptibilidad sólo se aplican a los justos (2,23; 4,1.10-11.14). En cambio, aunque el libro conoce la supervivencia de los impíos, jamás en su caso habla de inmortalidad. Por tanto tenemos aquí la continuación del discurso tradicional. La muerte es una realidad ético-religiosa, y en ella entran los impíos por su vida de injusticia (Sab 1,11-12). En ese sentido, no es Dios quien hizo la muerte (1,13), que ha entrado en el mundo por envidia del diablo (2,24).

No se trata aquí de la inmortalidad natural del alma, debido a su carácter espiritual, como podemos encontrar en la filosofía griega405. La inmortalidad es un don que Dios concede a los justos. Seguimos en el marco de la doctrina de la retri-bución que ya conocemos. Enlaza probablemente Sabiduría con las intuiciones que hemos encontrado en los salmos 16, 49 y 73: «Quien vive de y para Dios, quien experimenta durante su existencia temporal la presencia vivificante de Yahvé, ve confor-

405 Para ser exactos, esta es una tesis discutida. Greshake,

Boismard, García Cordero, Vorgrimler y otros son partidarios de una lec-tura “filohelenista” del libro, mientras que Grelot, Taylor, Barth, Vilchez, Pikaza, Ruiz de la Peña, Pozo sostienen que el libro ha de ser interpretado desde las categorías semíticas, es decir que su antropología es funda-mentalmente la misma que en el resto del Antiguo Testamento.

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tada su esperanza con la certidumbre de una vida inmortal»406. Por otro lado, es muy difícil precisar el contenido del esquema alma-cuerpo que el libro emplea. Al hablar de inmortalidad del alma, ¿se refiere al alma separada del cuerpo? Y si es así, ¿es el alma el hombre entero?407.

Aspectos destacables en este proceso Al final de este largo recorrido hay que destacar lo

siguiente: 1) En el Antiguo Testamento, la fe en la resurrección no

es un postulado dependiente de una determinada antropología. Más bien, esta se va adaptando a las exigencias que surgen de la revelación de Dios y de la fe de Israel, cada vez más clara y precisa. Precisando aún más, podríamos decir que la fe en la inmortalidad del alma está como contenida en la inicial afirmación de una difusa supervivencia, en el sheol, que Israel, no obstante, considera como no-vida.

2) En la misma línea, la fe en la resurrección tampoco surge como consecuencia de un fenómeno proyectivo, a partir de la experiencia del límite, del mal y o de la injusticia de este mundo, o del deseo de plenitud. Más bien, viene a responder a éste de un modo totalmente inesperado, e indeducible desde la experiencia.

3) Ciertamente, la experiencia del mal tiene un papel importante, la de ser ocasión de mostrar si Dios es Dios. Ésta es la cuestión en el pensamiento veterotestamentario: si Dios es todopoderoso (es decir, si no encuentra un límite en la muerte); si Dios es digno de crédito (dando la vida a quien la pierde por él); si Dios es fiel (y cumple su promesa de rea-

406 RUIZ DE LA PEÑA, Teología, 85. 407 Para la discusión, cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios,

Santander, 21992; “El esquema alma-cuerpo y la doctrina de la retri-bución. Reflexiones sobre los datos bíblicos del problema”, Revista Española de Teología (1973), 293-338; X. PIKAZA, Antropología bíblica, Salamanca, 1993.

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lizar la justicia)408. 4) La resurrección es, pues, signo del poder y la fidelidad

de Dios. Es auto-justificación de Dios ante el hombre y el mundo. Por eso y como consecuencia, la resurrección tiene dimensión universal y cósmica: tiene que ver con la historia que Yahvé mismo ha originado, como el único modo de realización de la justicia, y el único modo también de afirmar el sentido de la creación y su historia, portadora de la bendición de Dios, desde Abrahán hasta la consumación final.

5) La esperanza de Israel se abre igualmente a la afirmación de la inmortalidad del alma, por un lado, y a la resurrección de la carne, por otro. Es justo decir que la primera tiene menos peso que la segunda; y también que no se puede afirmar con certeza que el mismo Antiguo Testamento haya hecho la síntesis entre ambas afirmaciones. Pero esto significa, en cualquier caso, que se presenta como esperanza para el hombre todo y para todos los hombres.

La fe en la resurrección se presenta, pues, como gene-radora de sentido para la historia y para cada uno de los hombres: la historia de los hombres lleva en sí una promesa y reclama una ardiente esperanza en el futuro. Sin esta espe-ranza no puede haber progreso real y verdadero, sin una meta no hay camino. La resurrección escatológica, al establecer un fin/finalidad para la historia, asegura el sentido de cada uno de sus momentos409. La resurrección abre también la posibilidad de un ámbito de realización de la justicia: si no fuera así, todo estaría amenazado por el sin sentido y la desesperación. El

408 «[L]’israelita arriva ad affermare la risurrezione non in forza del bisogno che egli ha della vita, ma in forza della promessa che Dio ha fatto. La fede nella risurrezione, almeno nella Bibbia, non è, come Marx vuole, una funzione del desiderio di vita, ma una funzione dell’affidarsi alla parola di Dio che non si smentisce», A. RIZZI, La sofferenza ed il male nel mondo: interrogativi e soluzioni, Verona, 1973, p. 29.

409 No en vano, el judaísmo se distinguió de los pueblos de su entorno al afirmar el carácter lineal de la historia, frente a las mitologías que afirmaban un eterno ciclo y, por tanto, un sin sentido. Como afirmaba K. Barth: «Un fin sin fin es atroz. Es la imagen de la perdición humana», Esquisse d’une dogmatique, Neuchâtel, 1968, p. 210.

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Antiguo Testamento, por otra parte, ofrece esperanza al hombre en su integridad: no sólo una dimensión del hombre –la espi-ritual o la corporal– sino todo el hombre está llamado a resucitar y, por tanto, a vivir en plenitud y eternamente. El mismo hombre que ha vivido es el que espera la vida. Subrayo una vez más que este dato antropológico es consecuencia del dato teológico, de la fidelidad y misericordia de Dios. Se unen también así, como consecuencia de la resurrección, la bene-volencia de Dios y el bien del hombre: Dios otorga al hombre la vida misma de la que él es fuente y origen y que sólo él vive en plenitud. El destino del hombre no puede dilucidarse indepen-dientemente de Dios.

Estos son los elementos, a mi juicio, con los que tiene que enfrentarse un sistema filosófico o una tradición religio- sa que pretenda responder a todos los factores: la salvación personal, salvación comunitaria, realización de la justicia, libertad de Dios, distinción Dios-criatura, comunión entre Dios y el mundo. Cabe decir, no obstante, que el Antiguo Testamento ofrece una solución parcial: la salvación anunciada es sólo futura, la resurrección está plantada al final de la historia, de modo que ésta es sólo promesa, de modo que cualquier rea-lización histórica es provisoria, está destinada a ser superada, no es, en definitiva, portadora de salvación, sino un signo de la misma.

II. LA RESURRECCIÓN EN EL CRISTIANISMO

La resurrección de Jesucristo, novedad plantada en la historia

En la predicación de Jesús acerca de la resurrección,

encontramos los mismos contenidos fundamentales que en el Antiguo Testamento: el esquema antropológico cuerpo-alma (Mt 10,28; Mc 9,43-48); la mención de la inmortalidad de ésta (Mt 10,28), la resurrección corporal de todos los hom- bres al final de los tiempos (Mt 22,23-33; Mc 12,18-27; Lc

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20,27-40; Mt 12,41-42; Lc 11,32), y la subsiguiente retribución que realiza definitivamente la justicia (Mt 25,31-46). Estos datos no conocen en los Evangelios Sinópticos un desarrollo mayor que el que encontramos en el Antiguo Testamento.

Lo específico del Nuevo Testamento consiste en la con-centración cristológica de la fe resurreccionista del Antiguo. La novedad radical está en la anticipación de la venida del Mesías, Jesucristo, al momento histórico calificado por Pablo como plenitud de los tiempos (Ga 4,4), inaugurando así una etapa radicalmente nueva: el hoy de la salvación. Con él, pues, la salvación de Dios se hace presente en la historia (Mc 1,15; Mt 12,28; Jn 6,52-58), pero ésta no acaba, sino que continúa preñada de su presencia salvífica, hasta su venida definitiva en gloria y poder para juzgar a vivos y muertos (Mc 14,62).

Al hacerse hombre une consigo en cierto modo a todo hombre410, entra en comunión con todos los hombres y de este modo con el mundo todo, ya que la carne que asume es parte de la creación del Padre. De este modo, él vive en su propia carne la historia, la debilidad, la muerte y la resurrección. Abraza el gemido de la creación, sometida a la vanidad por el pecado del hombre y la restaura (Rom 8,18-23), haciéndola partícipe de su propio triunfo.

Si esto es relevante para el hombre y para el mundo es porque “todo ha sido creado en él, por él y para él y todo tiene en él su consistencia” (Col 1,16-17). La creación estaba desti-nada a hacerle hueco, a acogerlo y a encontrar en él la medida de su propia plenitud. Se completa así el dato veterotes-tamentario del Dios vivo, dador de Vida porque en él, Palabra del Padre, estaba desde el principio la vida de los hombres (Jn 1,3) y la vida era la luz de los hombres. La vida que Dios quería

410 Gaudium et spes 22: AAS 58 (1966) 1042. Cf. el comentario de

Juan Pablo II: «Aquí se trata por tanto del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre “abstracto” sino real, del hombre “concreto”, “histórico”. Se trata de “cada” hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo, para siempre, por medio de este ministerio», Redemptor hominis 13.

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dar a los hombres no era simplemente la vida de los amigos de Dios que participan de su justicia y de su santidad en pers-pectiva simplemente “moral” (como cabía esperar en el Antiguo Testamento), era la vida de los hijos, alcanzada para todos por el Hijo de Dios que se ha hecho carne, ha muerto y ha resu-citado. En esto consiste la salvación: en participar como hijos de la vida misma de Dios (Rom 8,14-17; Ef 1,5).

La salvación fue realizada históricamente por el Hijo de Dios en su propia carne: renunciando a “permanecer en la condición divina” (Flp 2,6), se hizo hombre semejante en todo a nosotros, menos en el pecado (cf. Heb 2,17; 4,15), haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2,8). Asumió nuestra carne (Jn 1,14), por nosotros se sometió a la debilidad (Heb 4,15), al crecimiento, a la ignorancia (Lc 2,52), a la tribu-lación, a la temporalidad, a la corruptibilidad, a la muerte, etc., y por y para nosotros la resucitó, recibiendo del Padre en su propia carne la plena condición de Hijo de Dios en poder (Rom 1,4; Flp 2,9-11), y enviando el Espíritu Santo nos hizo capaces de clamar “Abba, Padre”, habiéndonos hecho “herederos del Padre, coherederos” suyos (Rom 8,15-17).

Esta es la razón por la que su resurrección cobra tanta importancia: no consistió sólo en una recuperación de la vida perdida en la muerte; es, fundamentalmente, la irrupción, en la debilidad de la carne mortal, de la gloria propia de Dios. Dicho de otro modo: su carne411, que era divina desde el principio en cuanto carne del Hijo de Dios hecho hombre, es divinizada por el poder del Espíritu Santo enviado por el Padre. Esta es la medida de la verdadera resurrección: la carne es glorificada.

Los relatos evangélicos ofrecen pistas acerca de la “carnalidad” de la resurrección con la clara intención de afir-mar la identidad del resucitado con el muerto en la cruz. Así presenta en su cuerpo las huellas de su sufrimiento y que es él mismo, y no un fantasma (Lc 24,36-42; Jn 20,24-29). A los datos de las apariciones se suma el hallazgo del sepulcro vacío

411 Por “carne” entiendo aquí la total humanidad de Jesús y no de

otro modo debe entenderse.

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(Jn 20,1-2; Mt 28,1-8; Mc 16,1-8; Lc 24,1-11), que confirma que lo sucedido en él ha afectado de algún modo al cuerpo que había sido enterrado, ya que ha desaparecido, no está donde lo pusieron.

Con todos estos datos san Pablo elabora una completa doctrina de la resurrección de Cristo y de la futura de todos los hombres. Lo primero y más importante: Jesucristo resucita verdaderamente como el primogénito de entre los muertos, es decir, su resurrección es primicia de la nuestra y, a la vez, causa (Rom 8,11; 1 Cor 15,14-20; Col 1,18). De modo que los muertos resucitarán porque Cristo ha resucitado y como Cristo ha resucitado. Eso indica que también en el caso de los hom-bres la resurrección habrá de ser corporal y lo será mediante una transformación. Es imposible saber con certeza cómo serán los cuerpos resucitados, pero san Pablo sabe que serán trans-formados por la fuerza del Espíritu Santo: serán, por tanto, cuerpos pneumáticos, espirituales (1 Cor 15,44-49), que ha-brán pasado de la corrupción a la incorrupción, y de la morta-lidad a la inmortalidad (1 Cor 15,53)412. En realidad, esto sólo se puede decir de los que hayan “muerto en el Señor”, porque estos han participado ya, por la fe y el bautismo, en la re-surrección de Cristo (Col 2,12; Rom 6,3-11). En efecto, la vida cristiana consiste en “morir al pecado y vivir para Dios”; ese es el principio de la regeneración espiritual, morir con Cristo y resucitar con Cristo413. Los que en vida no hayan participado de la resurrección de Cristo, resucitarán, sí, pero no a imagen de Cristo: su cuerpo será el mismo, pero no será transformado por la gloria de Dios.

412 Empleo en el texto el lenguaje de san Pablo pero conviene

advertir que en el vocabulario paulino, “cuerpo” no se refiere a una dimen-sión del hombre opuesta al alma o a lo espiritual. Significa siempre al hombre entero y a su estar puesto en el mundo. Coinciden así estas afirmaciones con la que encontramos en 1 Cor 15,51s.: todos seremos transformados.

413 Se trata de un proceso que comienza en el bautismo y llega a su maduración y plenitud en la resurrección escatológica.

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La resurrección de Cristo ha sido plantada en la historia y es eficaz: la resurrección del hombre es un proceso que se incoa en esta vida y alcanzará su culminación cuando el Hijo del hombre venga sobre las nubes con gran poder y gloria, al fin de los tiempos.

Resurrección de la carne e inmortalidad del alma: una tensión con razones

¿La afirmación de la resurrección hace inútil la hipótesis

del alma? En absoluto414. En labios de Jesús tenemos el esquema cuerpo-alma (Mt 10,28; Mc 9,43-48), aunque no poda-mos precisar el contenido específico de los términos en aquel momento. Alguna sentencia de Jesús parece afirmar que el alma no muere con el cuerpo, pero todavía no estamos en el núcleo del problema. Es un dato más interesante aún que san Pablo se pregunte seriamente qué es lo que más conviene a sus hermanos en la fe: por un lado desea morir para estar con Cristo, por otro lado estima que permanecer en la tierra puede ser mejor para ellos (Flp 1,21-23). El dilema carecería de sen-tido si Pablo pensase que el estar con Cristo –modo de referirse a la sustancia de la salvación y a la vida eterna– comenzase para él en el momento de la resurrección de los muertos, es decir, en el cumplimiento escatológico. Si estima que lo mejor es morir para estar con Cristo, es porque el encuentro con el

414 Ruiz de la Peña hace notar que la enseñanza de Pablo en 1 Cor

15 es «dicha brevemente: o hay resurrección o no hay salvación», RUIZ DE LA PEÑA, La Pascua, 154. En nota alude a diversos autores que sustentan esta afirmación. Trevijano, por ejemplo: «El cristianismo primitivo no quiso saber nada de una tercera alternativa (inmortalidad del alma) entre el rechazo saduceo de la vida futura y la doctrina de la resurrección». Aten-diendo a los textos de Pablo que estamos comentando, esto parece ser cierto. No obstante, cabe la pregunta de si para los primeros cristianos la inmortalidad del alma era ignorada o negada, o si es posible que, siendo afirmada, no se le concediese valor alguno desde el punto de vista de la salvación. A la vista de lo que sigue, me inclino por esta segunda inter-pretación.

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Señor comienza inmediatamente después de la muerte415. Igual fuerza tiene 2 Cor 5,8: “preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor”.

Ya tenemos aquí introducida la espinosa cuestión del estado intermedio: vuelve a ser un dato teológico lo que obliga a plantearse la problemática inmortalidad del alma. El hecho es éste: para el creyente, el estar con Cristo comienza tras la muerte, mientras que la resurrección de los muertos, que es resurrección de la carne, sucede al final de los tiempos. Esto introduce de hecho una cierta “separabilidad” entre al- go que no muere y algo que muere y queda a la espera de la resurrección416.

Sobre estos datos neotestamentarios, la tradición cris-tiana de los primeros siglos, hasta el s. IV, insistió mucho en que lo específico cristiano no era la inmortalidad del alma (afirmada también por los griegos), sino la resurrección de la carne y a veces con expresiones que en tiempos más recientes habrían parecido escandalosas a oídos cristianos: «A los que dicen que no hay resurrección de los muertos, sino que en el momento de morir son sus almas recibidas en el cielo, no los tengáis por cristianos»417. No es que Justino niegue la inmor-talidad del alma418. Lo que hace es, en primer lugar, recordar lo específico de la esperanza cristiana, frente a la idea co- mún en su época de que la salvación del hombre consistía en la salvación de su alma. Pero también es cierto que Justino

415 A no ser que se interprete que está pensando en la resurrección inmediata tras la muerte. Es esta una hipótesis que ha conocido defen-sores entre católicos y protestantes en nuestro tiempo. No quiero entrar en esta cuestión porque excede los límites temáticos de esta ponencia. Baste decir aquí que atribuir a Pablo esa idea es forzar demasiado su pensamiento, pues constantemente conecta la resurrección escatológica con la Parusía de Cristo al final de los tiempos.

416 Y no es sólo el dato neotestamentario el que nos obliga. Tenemos también la praxis de la Iglesia de dar culto a los santos que están ya con el Señor, pero que –a excepción de la Virgen María– esperan también ellos la resurrección final. La lex orandi es también ley para la fe.

417 S. JUSTINO, Diálogo con Trifón 80, 4. 418 Así, por ejemplo, en I Apología, 44,9.

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niega relevancia salvífica a la misma. La segunda carta de Clemente es igualmente explícita: «Si Cristo, el Señor que nos ha salvado, siendo primero espíritu, se hizo carne y así nos salvó, así también nosotros en esta carne recibiremos nuestro galardón»419.

Los grandes defensores de la salvación de la carne fue-ron Ireneo, Tertuliano y Cipriano. En Ireneo la salus carnis es verdaderamente un motivo central de toda su teología. La insistencia en que la salvación es en la carne es tal que Ireneo es de los que piensa que las almas de los que mueren, que no son inmortales por naturaleza sino porque Dios las mantiene en el ser, esperan en un lugar invisible hasta recibir de nuevo su propio cuerpo. Sólo entonces, en la resurrección final, comenzará la visión de Dios420, Es propiamente la visión de Dios la que hace al hombre incorruptible421. Y en cuanto a la “corporalidad” de la resurrección, insiste en la acción del Espíritu Santo sobre la “carne”: «La carne poseída en herencia por el Espíritu, olvidada de sí propia a fin de asumir la cualidad del Espíritu, se hace conforme con el Verbo de Dios»422.

Tertuliano considera también que la confesión de la resurrección de los muertos es el contenido central de la fe cristiana: «La resurrección de los muertos es la esperanza de los cristianos; somos cristianos en la medida en que creemos en ella. Es Dios el que nos descubre esta verdad»423. Tampoco Tertuliano niega la inmortalidad del alma, pero sí que cree que afirmar sólo eso es quedarse a medias; en ese caso la salvación no afectaría al hombre en su totalidad424. Por razones tal vez ligadas a su antropología, pero en cualquier caso por la centra-lidad de la resurrección, afirma que ésta es la reconducción del

419 Homilía 9, 1-5. Aunque atribuida a Clemente se trata de una

homilía anónima. 420 IRENEO DE LYON, Adversus haereses II, 33,5 - 34, 1. 421 IRENEO DE LYON, Adversus haereses IV, 20, 5. 422 IRENEO DE LYON, Adversus haereses V, 9, 3. 423 TERTULIANO, De resurrectione mortuorum 1, 1. 424 TERTULIANO, De resurrectione mortuorum 2, 2.

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alma a la carne425, lo que significa que el peso lo tiene la carne, más que el alma. Y, al igual que Ireneo, considera que la visión de Dios (en definitiva, la sustancia de la salvación) comienza sólo en la resurrección, por tanto el consuelo de las almas en el seno de Abrahán es como mucho una cierta anticipación de la gloria final426. Tertuliano, por otra parte, y este es un dato que tiene interés, considera que los mártires son una excepción a la regla común: son admitidos inmediatamente a la presencia del Señor427.

En la tradición cristiana antigua caben también quienes privilegiaban el alma más que la carne. Así ocurre, por ejemplo, con Clemente de Alejandría y Orígenes. Hablemos sólo de Orígenes: como todos sus contemporáneos, defiende la inmor-talidad del alma tras la muerte (el origen de esta inmortalidad es, ciertamente, su naturaleza en cuanto que ha sido creada a imagen de Dios)428 e inmediatamente comienza para ellas (las almas de los salvados) el paraíso429. A pesar de esto no queda claro en Orígenes si las almas están “separadas” del cuerpo después de la muerte. En unos textos parece que sí, y en otros da la impresión de que habla de personajes difuntos como corpóreos. Orígenes no olvida la resurrección del último día, considerada también por él punto central de la fe cristiana430, y en su caso es la carne la que es conducida al alma: es el alma la que se “reviste” del cuerpo y lo hace participar de su condición inmortal. Es el alma la que convierte al cuerpo en espiritual431.

Con este recorrido por la primera tradición pretendo mostrar, en primer lugar, que, a pesar de las diferentes antro-pologías de unos y otros, la resurrección se ha entendido como

425 TERTULIANO, De anima 27, 2; De resurrectione 28, 6. 426 TERTULIANO, De anima 58. 427 TERTULIANO, De resurrectione, 53. 428 ORÍGENES, De Principiis IV 4, 9-10. 429 ORÍGENES, De Principiis I, Prol., 5. 430 ORÍGENES, De Principiis I, Prol., 5. 431 ORÍGENES, Commentarium in Matthaeum XVII, 30; De Principiis

II, 2. 3.

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realidad que afecta a la carne y que sin ella la salvación no pue-de ser plena. En segundo lugar, que nunca ha sido negada la inmortalidad del alma, aunque pueda haberse pensado como desprovista de significado salvífico.

Esto supone, sin duda, a pesar de los matices que la antropología cristiana nunca se ha confundido con el dualis- mo platónico. Para el platonismo, en cualquiera de sus ver-siones, el cuerpo es, en su género, un bien, pero inferior al alma y una cárcel para ella. El alma está “caída” en el cuerpo como castigo por un pecado. La salvación del hombre consis- te precisamente en liberarse del cuerpo. En el cristianismo, en cambio, la posesión del propio cuerpo es necesaria para po- der “ver” a Dios con plenitud humana y gozar de él verda-deramente.

No cabe duda de que la afirmación simultánea de la inmortalidad del alma y la resurrección de la carne entraña tensiones difíciles de resolver, pero tal vez se puedan ofrecer algunos elementos para no convertir la tensión en radical oposición.

En primer lugar, no cabe pensar una separación radi- cal y absoluta del alma y del cuerpo en el momento de la muerte. Los intentos que han adoptado esta separación como punto de partida son incapaces de explicar suficientemente la identidad entre el cuerpo muerto y el cuerpo resucitado, por-que al afirmar la separación total, en el fondo son incapaces de mantener la continuidad existencial del hombre muerto. Por otra parte, se ven obligados a buscar el principio de identidad del cuerpo muerto con el resucitado o en el alma o en la carne, consideradas aisladamente. Ninguna de las dos posiciones resulta satisfactoria: ponerlo sólo en el alma nos deja, en el fondo, en una posición semejante a la de la reencarnación; ponerlo sólo en la materia es también descabellado, dado que ésta es permanentemente cambiante y ni siquiera a lo largo de la existencia histórica del hombre permanece idéntica a sí misma.

Las posiciones más equilibradas a lo largo de la historia de la teología han establecido siempre que el principio de iden-

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tidad entre el hombre muerto y el resucitado es doble: material y formal (corpóreo y espiritual) a la vez432. Eso significa que no se ha de partir de la dualidad de dimensiones o elementos, sino más bien de la unidad concreta que es el hombre. Hay algo que no muere y comienza a estar con el Señor (la tradición cristiana ha llamado a esto “alma”) y hay algo que muere y espera la resurrección (el “cuerpo”). Incluso en esta separación es el mismo y único hombre el que está, al tiempo, gozando de la visión de Dios y esperando a su vez la resurrección final. Ésta supone un cambio cualitativo, esencial y no accidental, en el bienaventurado. Lo que resucita es el “propio cuerpo” del que ha muerto, así se han expresado siempre las declaracio- nes magisteriales. Pero es preciso comprender que es todo el hombre el que resucita, en la medida en que no se trata sim-plemente de la recuperación del cuerpo biológico, pero tampoco de la unión con un cuerpo espiritual que ha perdido dimensión “carnal”, es decir, su relación con el mundo y con la historia. Se trata más bien del cumplimiento de la propia humani- dad, que supone perfeccionamiento tanto del “alma” como del “cuerpo”433.

Desde esta perspectiva de unidad se entiende mejor la resurrección como cumplimiento de la humanidad del hom- bre: una nueva corporeidad que permite una nueva forma de presencia ante Dios, ante los demás hombres y ante el mun- do. Está claro que esta corporeidad trasciende lo meramente

432 Es el caso, por ejemplo, de santo Tomás de Aquino, para quien

la unión del cuerpo y del alma no es absoluto accidental. Cuando en la muerte, el alma se separa del cuerpo, en la materia permanecen algunas dimensiones del alma, como forma sustancial del cuerpo. La materia que existe con esas dimensiones de la forma sustancial, incluso en el caso de que reciba otra forma, tienen mayor identidad con el cuerpo que cual-quier otra parte de la materia. Así es como Dios podrá reconducir la misma materia para la restauración del cuerpo humano entero en la resurrección, cf. TOMÁS DE AQUINO, Commentarium in Sententias V, d.44, q.1, a.1, sol.1.

433 «Lo que promete la esperanza cristiana no es la recuperación de una parte de mi ser humano, sino un ser hombre para siempre, ser “yo mismo”, y serlo cumplidamente», RUIZ DE LA PEÑA, La pascua, p. 173.

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físico-biológico, pero también ha de guardar alguna relación con la “carne que fue”, porque, de no ser así, no estaríamos hablando del mismo hombre434.

Resurrección y esperanza del mundo Por último, la afirmación cristiana de la resurrección

trae consigo también la restauración del mundo, en nuevos cielos y nueva tierra: el cosmos será transformado en función de la nueva corporalidad de los resucitados. Si difícil es pensar la corporeidad de los resucitados, más difícil resulta pensar la corporeidad del cosmos. Pero el cristianismo incluye la espe-ranza del cosmos y para el cosmos (creación de Dios) en su estructura. El hombre es, en parte, mundano, lo que significa que no puede ser él mismo sin el mundo; a su vez el cosmos es alcanzado y afectado por el destino de la humanidad. «La doctrina de una nueva humanidad entraña la de una nueva creación. Un mundo cristalizado en su figura actual no sería ya el tópos connatural a la humanidad transfigurada; ésta no hallaría en él su Lebensraum, su ámbito vital, lo que sig-nifica que tal humanidad sería, en el más riguroso sentido, utópica»435.

Esto significa que la esperanza cristiana no puede, si pretende ser cristiana, desentenderse del mundo, precisamente

434 «[L]as intenciones de las definiciones dogmáticas deben

interpretarse, no en el sentido de una defensa de la identidad puramente material consistente entre el cuerpo terreno y el del hombre resucitado, sino en el de la defensa de la identidad del mismo hombre resucitado con el hombre que ahora vive, pero considerado no en su mera identidad ontoló-gica, sino en su condición de existencia encarnada. Las fórmulas dogmá-ticas conciernen además a la condenación de los que desprecian la cor-poreidad del hombre. Entonces, es necesario admitir, según estas defi-niciones, que no sólo resucitará el hombre en un cuerpo humano (iden-tidad específica), sino que resucitará en la misma realidad encarnada (identidad numérica)», J. RATZINGER, “Auferstehungsleib”, en Lexikon für theologie und Kirche 1, 1052.

435 RUIZ DE LA PEÑA, Teología, p. 182.

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porque también este mundo está destinado a ser plenificado en Cristo: «Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos exce-lentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entre-gue al Padre el reino eterno y universal: “reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz”. El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección»436.

La Reencarnación Existen, como he dicho anteriormente, muy distintas

versiones de la reencarnación. La forma más clásica y desa-rrollada la encontramos en el hinduismo (dentro del cual tam-bién hay leves diferencias por escuelas). En esta exposición voy a ceñirme a la versión más común entre los distintos “hinduismos”.

La afirmación de la reencarnación está ligada lógica-

mente a una antropología determinada: la palabra que en el hinduismo designa al alma es âtman, que significa el “Yo” (en su acepción más antigua se refiere al “soplo vital”), pero tiene un sentido muy amplio, ya que engloba el conocimiento y las sensaciones que subsisten en ella. En las Upanishads se identifica el âtman con el brahman, la esencia suprema que crea a partir de sí misma, pero no está limitada por su creación, de modo que se proyecta en diversos nombres y formas437. No

436 Gaudium et spes 39, 3. 437 SEN, K. M., L’hindouisme, París, 1961, p. 52. Conviene precisar

que brahman se distingue de Brahma. Brahman, el Absoluto, incluye la idea de trascendencia indefinible y de ella deriva un dios superior a todos los otros dioses. Para este dios, se usa la forma masculina del término: Brahma. Es el dios que preside la trilogía hinduista por definición (Brahma, Visnu y Siva), pero no se le da culto porque se halla a un nivel

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obstante, existen diversos grados en esta identidad según escuelas. En el samkhya (la filosofía hindú más antigua, ante-rior a los arios) el alma recibe otro nombre, purusha, y designa la última y verdadera realidad subsistente del hombre opuesta a la materia438.

En principio no hay una distinción muy marcada entre el alma y el cuerpo, sino una transición continua, sin diferencia de naturaleza, de los procesos materiales a los psíquicos. Se distinguen en cualquier caso tres tipos de almas, según el esta-do en que se encuentren: las almas sujetas al samsara, (atadas al proceso de las sucesivas reencarnaciones), las almas “libe-radas” (ya no sometidas a reencarnación) y las almas eternas (por naturaleza exentas de encarnación)439.

Hay una distinción también en lo referente al cuerpo. Se distingue el cuerpo grosero (material, biológico) cuya vincu-lación con el alma se realiza mediante el “hálito vital” y el cuer-po sutil, invisible (que incluye los sentidos internos y los hálitos que animan las funciones orgánicas). En la muerte, desaparece el primero y este cuerpo sutil acompaña al alma y permanece como soporte de las disposiciones que ha engendrado el karma. En el momento de la muerte, el alma reabsorbe las facultades y abandona el cuerpo, saliendo por una de sus nueve aberturas.

La idea popular, más propensa a la imaginación, piensa que el alma es juzgada por Yama tras la muerte. El resultado del juicio es el paraíso o el infierno, el primero se considera habitualmente eterno y el segundo transitorio, dado que el alma está obligada a reencarnarse, es decir, a tomar otro cuerpo.

En este punto, es preciso hablar del karma para poder entender algo. Es una fuerza “invisible”, “inaudible” que afecta al alma o al cuerpo sutil y la obliga a sufrir un nuevo naci-miento en una condición humana o animal determinada por la cualidad de los actos pasados. Esta fuerza es originada por los

superior al de las divinidades, cf. X. MORENO LARA, Las religiones orientales, Bilbao, 1980, p. 40.

438 MORENO LARA, Las religiones orientales, p. 40. 439 L. RENOU, L’hindouisme, París, 1966, p. 54.

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actos personales440. Estos dejan en la persona un efecto positivo o negativo (samskara) y esto determina cómo será la futura reencarnación. La ley del karma alcanza a todos los hombres vivientes e incluso a los dioses y es universal. Deter-mina radicalmente la existencia actual, de modo que se puede decir que está totalmente causada por el karma personal y que este impone las leyes en que la nueva existencia debe ser vivida para obtener una mejor reencarnación en el futuro. No obstante, este determinismo no anula la libertad del individuo. No obstante, la consideración general del karma es bastante pesimista. El peso de mal que hay en los actos es tal que en algunas escuelas, ha generado una ética de la no-acción, el deseo de renunciar al acto para evitar sus consecuencias441.

La ley del karma es causa de la casi necesaria transmi-gración indefinida de los seres: la vida actual de un individuo es una de las muchas, casi indefinidas, existencias que debe afrontar sometidas al karma, la vida total de una persona es como una “rueda que gira sin cesar”. Ese ciclo interminable es llamado samsara442, la ley que obliga al alma a reencarnarse en otro cuerpo. El alma retorna a la tierra con una “reliquia” de karma que la afecta y determina la condición precisa del nacimiento (casta si es un hombre, especie si es un animal). En las exposiciones sistemáticas de la época más antigua se encuentra el siguiente esquema: el alma retornará al cuerpo de un hombre después de haber renacido previamente 84 laksas (84 x 100.000 veces): veinte laksa como planta, nueve como animal acuático, once como insecto, diez como ave, treinta

440 “Karma” significa también acción o trabajo y es una de las vías

para alcanzar a Dios. El hombre está llamado a actuar: «el hombre vive su propio drama de una manera responsable en cuanto que, como poseedor de una parte inmortal e impasible, atman, debe esforzarse en liberarla del encadenamiento a la ilusión que sufre por su ignorancia. La responsa-bilidad del hombre deriva del hecho de que toda acción (karma) genera una huella (samskara) positiva o negativa», MORENO LARA, Las religiones, p. 31.

441 RENOU, L’hindouisme, p. 56. 442 Este término equivale a metemsomatosis.

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como cabeza de ganado, cuatro como mono; y además deberá renacer dos laksa dentro de las diversas condiciones humanas, de la más baja a la más alta, antes de liberarse del samsara.

Este tipo de sistematizaciones es pintoresco y no está en ellas lo más importante. No obstante, muestran que el ciclo de reencarnaciones es casi interminable. Esto se debe a un cierto pesimismo. Son muchos más los actos que empeoran el karma, que los que lo mejoran, aunque hay elementos que mitigan este rigorismo como, por ejemplo, el que se piense que, a la larga, la multiplicación de renacimientos animales o vegetales termina por producir una curva ascendente que mitiga, en el sentido de abreviar, el samsara443.

La religión tiene por objeto hacer posible la liberación444 del samsara, escapar a la necesidad del renacer. Esto es po-sible sólo cuando se agota el karma. La liberación se puede obtener progresiva o súbitamente. Algunas escuelas enseñan que sólo es posible a través de la muerte, pero la mayoría sostienen que uno puede “liberarse” en vida. Este, el liberado en vida, es un ser privilegiado, una especie de santo a quien sólo le quedan por sufrir los efectos irreprimibles del karma anterior: no experimenta deseo alguno, en el plano de la práctica todo le es superfluo. Una vez muerto, se trata de la última muerte, caben dos posibilidades: en las doctrinas ateas (el Samkya antiguo) el liberado carece de conciencia. En las doctrinas teístas, el liberado o bien permanece pasivo, sin cono-

443 RENOU, L’hindouisme, p. 59. 444 La liberación es llamada Moksha, o Mukti. Es la máxima

aspiración del hombre. Se agota el karma, se consigue la liberación, cuan-do el hombre se deshace de la ilusión. ¿A qué se refiere esto? Se trata de la identidad del Brahman con el Atman. Se trata de una radical entidad absoluta, inmutable y eterna. El hombre no percibe esa realidad, sino que en la base de su comportamiento tiene conciencia de ser mudable, relativo y temporal. Esta es la perspectiva equivocada de la que hay que deshacerse. Cuando se consigue, el hombre se orienta con seguridad, en medio del engaño de sus sentidos, y alcanza un perfecto aislamiento, así consigue percibir la realidad tal como es y no tal como aparece. El cono-cimiento supramental engendrado anula las huellas de las acciones, agota el karma. Cf. MORENO LARA, Las religiones, p. 49.

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cimiento ni voluntad, o bien, más comúnmente, esta unido a Dios por un vinculo que comporta varios grados, desde la con-tigüidad a la fusión. Está por último, la versión del absoluto impersonal (Vedanta sánkariano) que ve en la liberación una unión con el brahman neutro, que es, de hecho, una total des-personalización. La liberación es siempre individual, no hay liberación colectiva.

¿Cómo puede uno liberarse del samsara? La primera vía es la de los actos, las ofrendas rituales,

las peregrinaciones, etc., así era en la antigua enseñanza védica. Con el tiempo, sin embargo, fue considerado un camino inferior. Otro camino, más elevado, es el de las prácticas as-céticas. Y más elevado aún el camino del conocimiento, ense-ñado en las Upanishads: se consigue cuando se constata la identidad esencial entre el alma individual y el absoluto.

Más allá de estas vías hay métodos precisos que en-caminan a la liberación. Son muchos y dispersos en la tradi-ción hindú y han sido recogidos todos ellos bajo el nombre de Yoga, término significa “unión” y “regla”.

El satyam (la renuncia absoluta) es el otro recurso para liberarse del samsara, del continuo ciclo de las reencarna-ciones. El renunciante es el que abandona el cumplimiento de los deberes sagrados de su casta. Lo puede hacer a través de una ceremonia oficial que supone su muerte social (pues es un abandono de todo, el abandono de la casta, supone el abando-no de la familia, de sus bienes, etc.) hasta el punto de que sus hijos toman la herencia en ese momento. No hay vuelta atrás en la renuncia445.

Ligado a la doctrina de la reencarnación y del karma está el sistema de castas. Los estudiosos están de acuerdo en que el sistema de castas fue impuesto por los arios y que, por tanto, no se daba en el hinduismo antiguo. Hay más desacuer-do en afirmar si está unido sustancialmente a la religión o es simplemente una configuración histórica. De hecho, en la ac-tualidad, el sistema de castas tiene una fundamentación re-

445 MORENO LARA, Las religiones, pp. 51-52.

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ligiosa y está sólidamente vinculado al samsara. Hay bási-camente cuatro castas: la de los Brahmanes, que se dedican a las profesiones superiores (sacerdotes, intelectuales, etc.); la de los Kshatriyas, nobles y guerreros; la de los Vaisyas, que agru-pa a comerciantes y agricultores. Estas son las tres principa-les, a las que se reserva la práctica del hinduismo. De hecho, hay una cuarta casta, la de los sudra, que agrupa a sirvientes y artesanos y que tienen prohibido leer los vedas. Y están, por último, los sin casta, los parias o intocables, que viven una situación de verdadera opresión446.

El sistema de casta regula deberes vitales como el matrimonio o la alimentación, diferente según las castas. Están mal vistos los matrimonios entre personas de distinta casta. En el caso de producirse hace a los contrayentes, miembros “impu-ros” de su casta. Se trata de una impureza ritual447.

La aspiración a la liberación del samsara consagra es- ta estructura social, dado que es condición inexcusable pa- ra alcanzar una reencarnación superior en la siguiente vida el cumplir fielmente, sin rebelarse, los deberes de la propia casta448.

Variantes occidentales de la doctrina de la reencarnación En la forma hindú, el sistema de reencarnación en el

fondo es un castigo para el hombre, de modo que la esperanza está en poder liberarse del ciclo del samsara. Es preciso re-conocer, sin embargo, que en Occidente, es considerada sobre todo como un camino de esperanza. «Por eso, mientras que en Asia la vía cristiana de la salvación puede presentarse como vía

446 MORENO LARA, Las Religiones, pp. 42-43. 447 Cf. HAMMER, R., “El desarrollo de la religión hindú”, en AA.VV., El

mundo de las religiones, Madrid, 1985, p. 179. 448 MORENO LARA, Las religiones, pp. 42-43. La obligación de cumplir

el propio deber es llamada svadharma. Según la Babhavadgita (18,17) “es mejor el deber específico de cada uno, aunque hecho de modo imperfecto, que el deber ajeno (el de la otra casta), pero bien realizado”.

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de redención del cerco cerrado y opresivo de los nuevos na-cimientos, aquí, entre nosotros, la doctrina de la reencar-nación se presenta más bien como la vía de la salvación alter-nativa que, en lugar de la esperanza cristiana en una vida eterna dada por gracia, pone los nuevos nacimientos como vía de la autorredención progresiva»449.

Efectivamente uno de los aspectos diferenciales está en que se piensa el ciclo del samsara como un progreso continuo, sin retrocesos. Por lo mismo, se excluye también la idea de una condenación sin fin. El final del proceso es que todos los hombres llegarán a la perfección del puro espíritu. Dado que el progreso es continuo, cada nueva encarnación supone para el alma el nacimiento en un cuerpo menos material. Ese proceso no se interrumpirá ni se detendrá hasta que el alma sea “espíritu bienaventurado”, después de la última encarnación450.

Resurrección y reencarnación ¿igualmente válidas? Al terminar la exposición del origen de la fe en la re-

surrección en Israel, afirmé que hay algunos elementos claves a la hora de discernir sobre la verdad de la salvación que una determinada doctrina propone. Sólo un criterio sirve para este discernimiento: si lo que se presenta como salvación responde plenamente al misterio del hombre, que se expresa necesaria-mente en su búsqueda constante, en sus preguntas más ra-dicales, en su deseo más inextinguible: el deseo de vivir ple-namente, de vivir con sentido, la necesidad de no morir, la necesidad de justificar la historia afirmando la futura realiza-ción de la justicia y la satisfacción de todos los que en ella han sido víctimas a través del tiempo, etc.

Creo que la doctrina de la reencarnación es claramente deficitaria respecto a lo que permite la fe en la resurrección.

449 CH. SCHÖNBORN, Risurrezione e reincarnazione, Casale Monfe-

rrato, 1990, p. 38. 450 C. POZO, La venida del Señor en gloria, Valencia, 2002, pp. 184-

185.

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Hemos visto cómo en la resurrección se ofrece esperanza de salvación al hombre entero. Ya hemos visto el debate sobre la estructura del hombre. La fe en la resurrección subraya fuertemente el carácter personal de la salvación. En primer lugar, porque al insistir en la unidad sustancial entre el cuerpo y el alma, insiste también en que la resurrección afecta in-tegralmente a la persona, en todas sus dimensiones. Al afectar al ser corpóreo-espiritual en su unidad originaria, todo lo hu-mano es redimido y rescatado; la precariedad de la existencia humana es definitivamente valorada y respetada y llevada a la consumación, de modo que en la eternidad de los resucitados se conserva su historia personal, su memoria... la relación vital con el mundo y los demás hombres.

La reencarnación, como consecuencia de ser un sistema fundamentalmente monista (puesto que lo único que existe de verdad es el Absoluto y todo lo demás es ilusión) condena ra-dicalmente lo individual que es, por definición, distinto del Uno, único existente. Lo condena, en primer lugar, al deshacerlo. El “cuerpo”, lo que en el hombre resulta visible y tangible, sus realizaciones desaparecen porque no se consideran precisa-mente uno con el hombre. El hombre es sólo el alma, el espíritu que vaga de un cuerpo a otro, muriendo y renaciendo, en un conjunto de vidas que no son ni renacimiento ni propiamente muerte. ¿Qué muere en el sistema de la reencarnación? Nada, justamente lo que el hombre no es. ¿Qué nace? También nada, también lo que el hombre es. En el cambio de vida a vida, el alma, presente en un nuevo cuerpo, tiene la ilusión de volver a empezar una nueva vida (si no fuera así se provocaría seria-mente un cortocircuito en la conciencia), pero sólo a base del olvido de sus vidas interiores. La vida individual no es, pues, más que apariencia, mentira, olvido. Por otra parte, la salvación es concebida de diversos modos, ya hemos visto cómo. Coinci-den los diversos modos en una afirmación: la despersona-lización, la fusión con el absoluto, la eternidad sin autoconcien-cia. La salvación, de este modo, se convierte en algo parecido a la aniquilación. ¿Es realmente humana esta esperanza? ¿Da razón suficiente del anhelo personal por una existencia mejor y

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más plena? Lo que cuenta aquí es el ser universal y, en su beneficio, se sacrifica el ser singular.

En realidad, esta cuestión está muy ligada a la doctrina de la creación. En la fe resurreccionista, la creación depende de un acto libre de Dios, que hace que el mundo no sea una espe-cie de degradación de su substancia, sino fruto de su amor. Eso hace que el ser de las cosas, del mundo en su conjunto, y el de los individuos, sea bueno, partícipe de la bondad propia de Dios. En cuanto a la creación del hombre, Dios crea para entablar un diálogo con el hombre. Por eso, el “tu” que es para Dios cada ser personal es respetado, por eso la muerte-re-surrección supone sobre todo la definitiva maduración del “tú”. La resurrección lo hace más plenamente idéntico a sí mismo, aún en la comunión más íntima posible con el mismo Dios.

Lo que decimos del individuo, lo decimos también del mundo. En el cristianismo, la resurrección (esto está ligado a la insistencia de la resurrección de la carne) del hombre trae consigo la transformación del cosmos. Tal afirmación supone, sin duda, un reconocimiento de la estructura cósmica del hombre, de su vinculación al mundo del que procede. Esa vinculación no es para el hombre una atadura, una “caída”. La reencarnación condena radicalmente el mundo, la materia y la carne, que son los extremos de la “caída” que supone la in-dividuación a partir del Uno universal. Todo el cosmos, en definitiva, es un error que debe ser reparado, una ilusión de la que hay que despertar.

Siendo así las cosas, no es de extrañar que los sistemas reencarnacionistas generen un cierto desdén por las tareas “mundanas”. La “pasividad” y el “pesimismo” que pueden ob-servarse, al menos en la India son, en parte, fruto de esta afirmación que condena todo como carente de valor, al hacerlo caer bajo la categoría de lo radicalmente transitorio.

Esta transitoriedad se vuelve también contra la seriedad de la vida personal. Puede parecer consolador pensar que se tienen muchas vidas por delante para alcanzar la perfección, pero en realidad eso, a mi modo de ver, quita seriedad en última instancia a la existencia personal, vacía cada una de las

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¿QUÉ SUCEDE CON NOSOTROS DESPUÉS DE LA MUERTE?

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vidas de sentido propio, en el sentido en que las decisiones personales carecen de valor para la definición de la propia identidad.

La falta de sentido viene acusada por la circularidad del proceso. Se puede decir, con razón, que los sistemas reencar-nacionistas son a-históricos por un doble motivo: en primer lugar, porque el centro de su preocupación es la suerte del individuo, su salvación personal, desentendida del mundo451 y desentendida de la historia. En segundo lugar, por la circula-ridad del proceso que es, en el fondo, una carencia de sentido. Justamente cuando se llega a la meta, se pierde la identidad. El mantenimiento de la identidad es posible sólo –y con limita-ciones– en la rueda eterna que no gira.

La resurrección cristiana, en cambio, afirma un término del proceso, una meta para la existencia humana. Sólo la exis-tencia de la meta hace que el camino tenga una lógica interna. Además, se concede todo su peso a las decisiones libres. Es el hombre el que con su libertad, sustentada y hecha posible por la gracia divina, labra su propio destino.

En cuanto a la reivindicación de la justicia universal, también hay diferencias importantes a mi modo de ver. Es cierto que la reencarnación se presenta como un sistema que exige del individuo que se purifique de sus errores y, por tanto, hay un “castigo” para el alma que se verificará en una reen-carnación posterior. De aquí a afirmar que las vidas venideras son una condenación no hay más que un paso452. En la India esta afirmación resulta perversa, generadora de una situación

451 Esto es así, creo, incluso en la figura budista del bodhisattva que, cuando está a punto de alcanzar el nirvana, renuncia a él para ayu-dar a sus hermanos a alcanzarlo. Es admirable, sin duda, esta grandeza de miras, pero no obsta lo que afirmo: es siempre una figura excepcional, signo de una gran verdad que late también en el budismo. Lo ordinario es la afirmación de la salvación a-personal y a-cósmica.

452 La afirmación es distinta en las versiones occidentales de la reencarnación, pero en estas incluso esta responsabilidad moral parece desaparecer, puesto que se afirma que el ciclo de las reencarnaciones es siempre “hacia adelante”, restando aún más seriedad a la decisión de la propia libertad.

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A. CASTAÑO

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de mayor injusticia aún. Las graves desigualdades sociales y económicas han de ser mantenidas y respetadas. Los que nacen en las castas más desfavorecidas, o incluso fuera del sistema de castas, los parias, no tienen más remedio que “aceptar” el castigo impuesto para poder progresar453. Aquí la justicia universal se realizará, pero a costa de provocar una permanente injusticia.

La fe judeo-cristiana en la resurrección no genera, de por sí, semejante pasividad. Al conceder mayor espacio a la responsabilidad personal, al valorar más positivamente el mundo y la historia, fomenta también el trabajo para hacer el mundo más humano y más justo. Aún así, es una lacra de la historia la existencia de la injusticia. Los movimientos revo-lucionarios de Occidente, que han nacido y se han desarrollado al calor del deseo de una justicia para todos, han bebido de esta matriz judeo-cristiana. Pero una revolución secularizada que piensa que la justicia se realizará sólo para las genera-ciones futuras no promete en el fondo más que una injusticia universal: sólo unos pocos disfrutarán de lo que muchos han regado con su sangre, ¿qué clase de justicia es esa?

Una promesa de justicia que no haga realmente justicia a cada víctima de la historia, tampoco es satisfactoria. Como bien dice Horkheimer, si la muerte iguala a todos y todo acaba en la muerte, entonces el verdugo ha prevalecido sobre la víctima. Ruiz de la Peña trae a colación a este propósito la “exigencia racional” de la esperanza en la resurrección de la carne que brota de esta consideración454. Sólo la esperanza en

453 Es cierto que se discute si el sistema de castas es un producto meramente cultural o religioso. También es cierto que grandes personajes del hinduismo, Mahatma Gandhi entre ellos, lucharon contra el sistema de castas. Pero es indudable que el sistema religioso actual es su mejor y más segura justificación.

454 «Allí donde el materialismo es más materialista –escribe Adorno–, su anhelo sería la “resurrección de la carne” de otra forma no se ve cómo se pueda seguir viviendo después de Auschwitz, pues “el hedor del cadáver” ha liquidado toda presunción de cultura. Por eso –concluye– hay que dejar abierta la puerta a ‘la esperanza que se refiere a una resu-rrección corporal’ (ADORNO, Dialéctica negativa, Madrid, 1975, pp. 207,

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¿QUÉ SUCEDE CON NOSOTROS DESPUÉS DE LA MUERTE?

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la resurrección (con su carga de purificación real, expiación y juicio) mantiene la posibilidad de una justicia realmente universal.

Creo, en resumidas cuentas, que la fe en la resurrección es más “razonable” que la de la reencarnación, ya que ofrece una respuesta más plena a los interrogantes y anhelos. Subrayo, no obstante, que en su origen, no nace de estos anhe-los; se presenta como una respuesta no deducible de la expe-riencia (el anhelo del hombre conduce más bien a la idea de in-mortalidad), ya que depende en el fondo de un acontecimiento histórico como es la resurrección de Jesucristo.

La “credibilidad” racional de la resurrección se mantiene en pie frente a las negaciones agnósticas o ateas de una salva-ción sobrenatural que no han sido tratadas aquí. También fren-te a ellas ofrece una respuesta más humana y más universal.

363-366 y 399)»: RUIZ DE LA PEÑA, La Pascua, p. 179.

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ÍNDICE

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Jueves, 29 de julio:

La reflexión teológica sobre el hombre. Algunas etapas

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LA CARNE PLASMADA A IMAGEN DE DIOS Y SU RELACIÓN CON EL ALMA

PATRICIO DE NAVASCUÉS BENLLOCH

FACULTAD DE TEOLOGÍA “SAN DÁMASO” MADRID

De entre la rica gama de reflexiones acerca del hombre que florecieron en la Antigüedad clásica y cristiana, sobresale una, la tradición asiática, que conserva con esmero lo más propio del depósito de la fe católica: definir al hombre sólo y a partir de Jesucristo, encarnado y glorificado. Cualquier dato, proveniente de la religiosidad popular pagana o de la venerable tradición filosófica griega, será solamente asumido, en buena lógica, en la medida en que contribuya a dilucidar mejor el dato de fe. De lo contrario ha de ser marginado. No todas las tradi-ciones cristianas supieron librarse de la tentación de acogerse a postulados ampliamente aceptados por muchos. Los admitieron a costa de devaluar u oscurecer lo más fino de la confesión cristiana. No todos supieron permanecer adheridos al dato de fe en medio de las risas del Areópago.

En esa línea de reflexión todo el interés se vuelca sobre la carne, sorprendida inocente e imperfecta en su nacimiento de las manos de Dios en Adán, unida personalmente al Hijo único de Dios en la virgen María, robustecida en Nazaret y contemplada en el cielo santa y perfecta por la paulatina acción sobre ella de la plenitud del Espíritu Santo, desde el bautismo en el Jordán hasta su ascensión y sesión a la derecha del Padre, el cual, siendo invisible, se deja bondadosamente ver por ella, sosteniéndola con Vida por los siglos de los siglos. Carne plasmada a imagen de Dios. Hombre a imagen de Dios, donde el papel del alma está en función de la carne y no al revés. Es la tradición que se ha dado en llamar asiática, por (1) tener su

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foco de irradiación en toda la provincia romana del Asia menor –la actual Turquía–, campo de predicación de Pablo y de Juan, desde donde se extiende el evangelio de un modo desigual por toda la Iglesia en el s. II, y por (2) encontrar en la figura de Ireneo de Lión, natural de la misma provincia asiática, el expo-nente más completo de ella. En efecto, esta tradición, antes y después de Ireneo (s. II), se presenta en varios autores (Ignacio, Justino, Melitón, Teófilo, Hipólito, Tertuliano, Novaciano, Victo-rino, Efrén, Gregorio de Elvira, Aurelio Prudencio...) de un mo-do interesante, ciertamente, pero también más incipiente o dis-persa que en el obispo de Lión.

No pretendo exponer ni resumir lo que ya ha sido escrito excelentemente455, sino contribuir, en este curso acerca del al-ma, con alguna lucubración nacida al hilo del contacto con esta tradición asiática. Para lo cual, qué mejor que contrastar algu-nas reflexiones acerca del alma y su relación con la carne –que dejo para el final, punto IV– con las propias de otros autores paganos y cristianos, escogidos al propósito (Epicuro -I-, neo-platónicos -II- y algunos autores cristianos medievales -III-). Después de todo, tocará a cada uno decantarse por aquello que mejor declare la experiencia y el anhelo del hombre.

I. EPICURO O LA CARNE DESGRACIADA

La carne necesitada: arranque de la ética epicúrea

Prestemos atención a un filósofo de la era precristiana: SarkoV" fwnhV toV mhV peinh'n, toV mhV diyh'n, toV mhV rJigou'n: tau'ta gaVr e[xwn ti" kaiV ejlpivzwn exein ka]n <DiiV> uJpeVr eujdaimoniva" macevsaito (Sentencias Vaticanas 33) 456. [La voz de la carne: no tener

455 Me refiero, de entre toda la vasta obra del P. ORBE, a su tratado

Antropología de san Ireneo, Madrid, 1969, 19972, donde discurre amplia-mente acerca de las distintas visiones antropológicas sostenidas por eclesiásticos y gnósticos, con central atención a Ireneo.

456 El fragmento proviene de la colección conocida como Gnomolo-

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hambre, no tener sed, no tener frío. En efecto, si alguno tiene estas cosas y espera tenerlas, incluso con Zeus podría com-petir en felicidad.]

Son palabras de Epicuro (342-271)457, que delatan una honradez en el arranque de su pensamiento; una honradez de la que él mismo hacía gala458:

No hace falta fingir que filosofamos, sino filosofar realmente; no tenemos necesidad, ciertamente, de estar bien aparen-temente, sino de estar bien verdaderamente.

No puede ni debe saltar el filósofo por encima de la “voz de la carne” y reconocerla es el punto de partida de la ética epicúrea. Los fenómenos del hambre, la sed y el frío no admiten demora cuando se trata de vivir, de vivir sabiamente. El principio y la raíz de cualquier bien reside precisamente en el placer del vientre (hJ th=" gastroV" hJdonhv)459.

Como es conocido el fin de todo el sistema epicúreo está en el logro del placer; pero a diferencia de los sistemas hedo-nistas contemporáenos, más o menos divulgados, la propuesta epicúrea transcurre por caminos muy distintos. Él distingue, de entre todos los deseos que sobrevienen al hombre, unos deseos naturales y otros vanos460; entre los primeros establece otra

gium Vaticanum Epicureum, reportada en el códice vat. gr. 1950, que con-tiene las llamadas Sentencias Vaticanas, de Epicuro y sus secuaces, cf. Epicuro. Scritti morali, ed. C. DIANO, Milán 1987, pp. 86. 149.

457 Epicuro es uno de los representantes de la llamada filosofía helenística, que tiene simbólicamente como fecha de inicio la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) y como término el fin de la república romana (31 a. C.). Fruto de un momento nuevo, surgen las sectas filosóficas de los estoicos, epicúreos y escépticos. Epicuro está al frente de la escuela epicúrea, que habría de reunirse y plasmarse en el proyecto del Jardín o comunidad de hombres y mujeres que vivían conforme a los principios epicúreos.

458 Cf. fr. 220, cf. Epicurea, ed. H. USENER, Milán 2002, p. 169. 459 Cf. fr. 409, cf. Epicurea, p. 278. 460 Vanos como el deseo de que a uno le erijan una estatua; vanos

por ser falsos y, además, por carecer de significado y conducir al error y a la frustración.

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división en necesarios y naturales (no necesarios)461; y entre los deseos naturales necesarios distingue aún tres tipos: aqué-llos necesarios para alcanzar la felicidad, o lograr la ausencia de una molestia o, en fin, para el mismo vivir462. Epicuro afir-ma así:

Únicamente la visión exacta de éstos sabe, en efecto, con-ducir toda elección y toda huida hacia la salud del cuerpo y hacia la ausencia de turbación en el alma, ya que esto es el fin último del vivir dichosamente. En realidad, todo lo que hacemos lo hacemos sólo por esto: para no sufrir dolor y pa-ra no ser turbados. Al poco que esto se produce en nosotros, se aplaca enteramente la tormenta del alma, no teniendo el ser vivo a dónde moverse como a algo que le falte ni qué buscar para que el bien del alma y del cuerpo sea completo. Nosotros, en efecto, tenemos necesidad del placer cuando, en ausencia de éste, experimentamos dolor; pero, cuando no tenemos dolor, no tenemos necesidad del placer463.

Epicuro no degenera en una mera satisfacción desor-denada de cualquier deseo, ni siquiera en un cálculo utilitarista conducido con los criterios cuantitativos de un placer que debe ser buscado y resultar mayor que la cantidad de dolor, que debe ser evitado. Estamos ante una ética natural, que parte del reconocimiento de lo que compete al hombre en cuanto tal. El arranque se cifra en la satisfacción de lo elemental necesario para vivir y cuya ausencia provocaría la muerte; ésta es la “voz de la carne”. Comida para paliar el hambre; agua para paliar la sed; y cobijo para defenderse del frío; salud que acabe con la enfermedad; reparación de la ofensa que provocó la injuria. No

461 Un deseo natural y necesario puede ser el deseo de beber;

mientras que un deseo natural y no necesario puede ser el deseo de beber una bebida exquisita. J. ANNAS, The morality of happiness, Oxford, 1993 (tengo a mi disposición la tr. italiana de M. ANDOLFO, La morale della feli-cità, Milán, 1997, pp. 263-280), aclara que los deseos naturales necesa-rios son los deseos genéricos, mientras que los deseos naturales no ne-cesarios son los deseos específicos.

462 Cf. Epístola a Meneceo 127. 463 Epístola a Meneceo 128; cf. Epicuro. Scritti morali, ed. C. DIANO,

Milán, 1987, p. 54.

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es lo absoluto; pero sí el comienzo de todo bien. La ausencia de estos bienes provoca la necesidad del placer cinético. La sed provoca la necesidad y el placer de beber; placer cinético, en movimiento. La carne grita de hambre como el alma grita de cólera dando espacio a los correspondientes placeres cinéticos y conduciendo al hombre a la posesión del placer catastemá-tico o estático, que es una especie de condición que el hom- bre descubre, como antes latente y ahora presente gracias a la remoción del dolor o la molestia pasadas, y que consiste en una perfecta imperturbabilidad o ataraxía del alma, en un placer global, absoluto, como eterno, propio del ser y no de lo que tie-ne que llegar a ser. Eso sería, por fin, vivir.

La necesidad del alma, secuela de la necesidad de la carne

Al grito de la carne no ha de extrañar que siga el correspondiente del alma. Lo dice el mismo Epicuro en el fragmento –ampliado– con el que he abierto la exposición464:

No consideres en absoluto no conforme a la naturaleza que, si grita la carne, grite el alma. Y la voz de la carne es no tener hambre, no tener sed, no tener frío. Y que el alma se oponga a estas cosas es difícil; y también es peligroso que el alma, por medio de la autosuficiencia que le es connatural, desobe-dezca a la naturaleza que le da noticia diariamente.

No es de extrañar, porque carne y alma son homogé-neos, ambos participan de la corporeidad y de la finitud465, ambos dan lugar al hombre, y si falta alguno de los dos, falta el hombre epicúreo. Epicuro entendía, en efecto, que466:

464 Fr. 200, cf. Epicurea, p. 161. 465 Se trata de un alma mortal en Epicuro así como ya lo era en la

antropología aristotélica; además, la psicología epicúrea también mani-fiesta dependencia con el pensamiento de Aristóteles; pero conviene res-petar las grandes diferencias que existen también entre ambos. El alma, forma de la materia, que es el cuerpo, no tiene cabida en la filosofía epicú-rea, que ignora la distinción forma-materia.

466 Epístola a Herodoto 63, cf. Epicurea, pp. 19-20.

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El alma es un cuerpo compuesto de sutiles partículas, difundido a lo largo de todo el organismo, parecidísimo a un soplo, pero con una cierta mezcla de calor, similar a veces a uno y, otras, al otro. Pero además hay una parte que tiene, en razón de su composición sutil, mucha diferencia con estos dos elementos, y que simpatiza, a causa de esto principal-mente, con el resto del organismo467. De todo esto dan prue-ba las potencias del alma, las pasiones, las mociones, la fa-cultad de pensar y todo aquello de lo cual, una vez privados, morimos.

El alma es cuerpo, porque sencillamente lo que no es cuerpo no puede ni obrar ni sufrir, y las pasiones del alma y sus mociones, etcétera, con las cuales la carne vive, dan testimonio de la corporeidad, sutilísima ciertamente, pero al fin y al cabo, corporeidad del alma. Lo que no es cuerpo es el vacío. El alma da vida al cuerpo, pero al mismo tiempo necesita al cuerpo –a la carne– para vivir dentro de él. No existe más que el hombre, que es la reunión simultánea de dos cuerpos: la carne y el alma. No existiendo uno se disuelve el otro. La primacía queda, con todo, otorgada al alma como principio vital, algo que Epicuro ilustró con el caso de la amputación.

En esta compenetración de ambos, física y existencial, es evidente que el dolor y el placer de uno de los dos no deje indiferente al otro. El dolor será siempre de los dos, y el placer también. Por eso, los deseos naturales necesarios –como ilustra con nitidez C. Diano468– los clasificaba Epicuro en aquellos que se necesitan para vivir (comer, beber), o para librarse de una molestia del cuerpo (salud), o para lograr la felicidad (satisfacer las ofensas o agravios del alma; librarse de los temores), inclu-

467 En Lucrecio, con mayor claridad aún que en Epicuro, se

distinguen espacialmente dentro del alma un elemento que llama animus, y que debe añadirse al anima compuesta de soplo, calor y aire. Los átomos que componen el animus pertenecen a una cuarta sustancia sin nombre. No se rompe la unidad sustancial del alma, sino que se aclara la función de la misma, situando el animus en el pecho, a modo de cerebro, y el resto de elementos dispersos en los miembros del cuerpo, a modo de nervios, cf. A. A. LONG, La filosofia ellenistica, Bolonia, 1997, pp. 69-71.

468 Cf. Epicuro. Scritti morali, Milán, 1987, p. 147.

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yendo indistintamente bienes directamente concernientes con la carne o con el alma.

El estado de placer catastemático, imperturbable, con palabras de Cicerón, “estable” afecta, por tanto, al hombre entero, calmado en sus necesidades y que sabe distinguir cons-tantemente, a la hora de librarse de un deseo, entre lo nece-sario y lo específico no necesario que acompaña ineludiblemente a toda experiencia. Con otras palabras, el perfecto epicúreo sabrá comer para calmar la voz de la carne, y gozará lo mismo si degusta un pedazo de pan o, en su caso, un manjar exquisito de cordero. De no ser así, correrá el riesgo de desviarse de la sabiduría y conceder el carácter de necesariedad al cordero, cuando sólo correspondía esta nota de necesariedad al hecho de comer algo, pero no forzosamente un cordero. Este discerni-miento es uno de los puntos centrales de la ética epicúrea, donde se juega la felicidad del hombre.

El placer (efímero) del hombre igual al placer (eterno) de los dioses

El placer estable igualará al hombre con los dioses; no

ciertamente, por su duración, sino por el estado de perfecta imperturbabilidad. Porque la diferencia, ¡la única diferencia!, para Epicuro, entre los dioses y el sabio radica en la duración, mientras los dioses son eternos, los hombres sabios son mor-tales. Pero tanto unos como otros son corpóreos y participan del placer estable de la imperturbabilidad o felicidad del cuer-po. Si Epicuro cifraba en la ausencia de dolor y la conciencia de tranquilidad el fin del hombre, con razón debía pensar que los dioses eran eternamente imperturbables, bastante parecidos al motor inmóvil aristotélico469:

Lo beato y lo inmortal ni anda con quehaceres ni los proporciona a otro, de modo que no participa ni de iras ni de favores (ou[te cavrisi); en efecto, tales cosas siempre se dan en lo débil.

469 Cf. Máximas capitales I, en Epicurea, p. 71.

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Esto, por otro lado, debía librar a los hombres del temor a los dioses, pues los hombres no constituían nunca el objeto de la vida de los dioses. Era inútil rogarles o rezarles; no hay providencia (la física epicúrea era mecanicista con raíces en Leucipo y Demócrito)470, no hay gracia (cavri"), pues agraciar no es propio de dioses. Existen como modelo para contemplar e imitar, sabiendo siempre que la vida no es más que esta vida, y el placer lo único absoluto: pues el tiempo infinito y finito, ambos tienen el mismo placer471.

La carne, sin embargo, no está dispuesta de entrada a aceptar la finitud. Se rebela. Así lo reconoce el mismo Epicuro en otro de sus pasajes lleno de audacia472:

La carne acogió los límites del placer como ilimitados; y le gustaría que el tiempo fuese ilimitado. Pero el raciocinio, habiendo comprendido la reflexión acerca del fin y del límite de la carne y después de haber eliminado los temores acerca de lo eterno, preparó la vida perfecta y no tuvo ya necesidad de un tiempo infinito. Pero, de ningún modo, huyó del placer ni tampoco cuando los acontecimientos dispusieron la salida de esta vida, murió como habiendo descuidado algo de una vida más excelente.

Con este texto aprendemos mucho del sistema de Epicuro y con él concluimos nuestra panorámica acerca de este autor. En cierto modo, Epicuro no se libra de la preponderancia que, afianzada en la tradición griega desde Pitágoras, tenía el alma sobre el cuerpo (carne). En un primer momento, Epicuro reconoce el ansia ilimitada de la carne; pero enseguida la describe como necia, falta de raciocinio. Es a la dianoia o facul-tad de discurso del alma a la que corresponde poner puertas al campo y reconducir el deseo contra naturam de la carne, pues la naturaleza humana es perfectamente limitada. Ciertamente, no para privar a la carne del placer, sino para otorgar a todo el hombre el verdadero placer natural, que es, el que se da en el

470 Cf. J. FOLLON, jAkolouqei=n tw =/ qew/= (“Suivre la Divinité”), Lovaina, 1997, pp. 171-175.

471 Cf. Máximas capitales XIX, en Epicurea, p. 75. 472 Cf. Máximas capitales XX, en Epicurea, p. 75.

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tiempo limitado, único espacio posible para el hombre. El deseo de eternidad, que nace en el deseo ilimitado de la carne, debe ser eliminado con el discurso racional. El placer de cien años es igual que el placer de un instante, carpe diem. El epicureísmo popular lo sentenciaba en los epitafios: non fui, fui, non sum, non curo, u otros del mismo género (dum uixi bibi libenter, bibite uos qui uiuitis; sumus mortales, inmortales non sumus)473.

Conclusión: la desgracia de la carne ¿Se podría decir, en fin, que, en Epicuro, la carne ha

sido plasmada a imagen de Dios? Más bien habría que referirse a carne surgida, y respetar así los principios mecanicistas de la física epicúrea. En efecto, la carne ha surgido (pues plasmado implica en cierta medida un agente externo que plasma y, normalmente, una intención al plasmar), fruto de la caída libre de los átomos. Y entonces, surgida a imagen de Dios, pero en-tiéndase del dios o dioses epicúreos; cifrándose, en este caso, la imagen en la experiencia –mortal (en los hombres) o inmortal (en los dioses), ¡qué mas da!– de la perfecta ausencia de dolor o lo que es lo mismo, en la experiencia del placer catastemático. Carne humana estática, tan estática como los dioses epicúreos. ¿Habría tal vez que terminar diciendo que los dioses son proyección ilimitada del hombre epicúreo? ¿Que los dioses han sido proyectados en Epicuro como imagen ilimitada del hombre e invertir los términos de la cuestión?

En cualquier caso, carne humana condenada a conten-tarse, por naturaleza, y mediante el ejercicio del discurso racio-nal del alma, con la experiencia bastante antiintuitiva del pla-cer absoluto o imperturbabilidad. Carne humana condenada a contentarse con lo que le puede aportar la asociación con el alma, dado que nada puede esperar de los dioses. Carne desgraciada, pues su dios no hace favores; carne paradójica-mente ilimitada al comienzo para ser domesticada dentro de los

473 Cf. J. FERGUSSON, Epicureanism under the Roman Empire, en ANRW II 36.4, Berlín, 1990, pp. 2257-2327.

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límites. El alma, asociada a la carne, percibe el deseo ilimitado y desenfrenado de ésta, y no pudiéndolo satisfacer lo tutela rebajándolo.

Del alma, entre epicúreos, cabría discurrir análoga-mente y aplicar a ella lo deducido de la carne. No deja de ser el alma físicamente un cuerpo, por sutil que sea, igual de mor- tal que la carne, y llamada, por lo mismo, a contentarse con el placer absoluto de una imperturbabilidad enmarcada en un tiempo finito.

II. APUNTES NEOPLATÓNICOS: PLOTINO O LA CARNE PRESCINDIBLE

Damos un gran salto474 y nos situamos en los comienzos

del neoplatonismo, segunda mitad del s. III, d. de C. En este si-

474 A los intentos de epicúreos, estoicos y escépticos, siguió la

revitalización de Platón en el s. I a. de C., con lo que llamamos nosotros hoy medioplatonismo, y donde, sin pretender ir más allá de Platón, de hecho se incluían dentro del platonismo elementos pertenecientes a doc-trinas peripatéticas y estoicas, que le confieren un carácter propio a toda esta reflexión. Las sectas helenísticas resistirán el embate; recuérdese la creación por parte de Marco Aurelio, en Atenas, de las cátedras para estoicos, epicúreos, platónicos y aristotélicos. Para el contexto histórico, cf. J. M. CARRIE - A. ROUSSELLE, L’Empire romain en mutation des Sévères à Constantin 192-337 [Nouvelle Histoire de l'Antiquité 10], París, 1999. La reflexión aristotélica experimentará un notable empuje con la obra del Exegeta por excelencia, Alejandro de Afrodisia (s. II d.C.), del que nos interesa, al menos, citar en esta sede su tratado acerca del alma, al igual que el de Aristóteles. Sobre el medioplatonismo, puede consultarse S. LILLA, Introduzione al Medioplatonismo [Istituto Patristico Augustinianum. Sussidi Patristici 6], Roma,1992; sobre el aristotelismo imperial P. DONINI, Tre studi sull’aristotelismo nel II secolo d.C. [Historia politica philosophica 7], Turín, 1974; sobre el tratado de anima del de Afrodisia, P. ACCATINO - P. DONINI, Alessandro di Afrodisia. L’anima [Biblioteca universale Laterza 447], Bari, 1996. Una breve introducción a la filosofía antigua, con refe-rencias, en P. HADOT, Qu’est-ce que la philosophie antique?, París, 1996; o, también, en J. FOLLON, JAkolouqei=n tw=/ qew=/ (“Suivre la Divinité”): Introduction à l’esprit de la philosophie ancienne, Lovaina, 1997.

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glo se experimenta un declive de las sectas surgidas en época helenística, en beneficio de Platón y Aristóteles. En realidad, el resultado final es una preponderancia de la línea platónica que, es capaz de asumir en su ontología fundamental, algunas de las categorías aristotélicas y estoicas, sin renunciar a su visión general. Una de las cuestiones preferiblemente debatidas en el neoplatonismo será justamente el alma, y, más en concreto, la unión del alma con el cuerpo475.

La unión del alma con el cuerpo: típica cuestión neoplatónica El dato tiene su explicación. Cómo se unía el alma con el

cuerpo, en efecto, no suponía gran problema entre epicúreos o estoicos, que no encontrarían mayor dificultad en hablar de un determinado tipo de unión o mezcla, tratándose ambos, cuerpo y alma, de sustancias corpóreas, diferenciadas por su espesor o sutileza. Tampoco constituiría un serio obstáculo entre peripa-téticos con su doctrina hilemórfica, que asociaba de este modo el alma al cuerpo como la forma a la materia. Pero, ¿entre pla-tónicos? ¿Cómo explicar que el alma, que conllevaba siempre, en la línea de Platón, algo de divino, inmortal y preexistente al cuerpo, podía soportar la unión con otra sustancia tan opuesta a ella? Los platónicos recurrían a la distinción entre nous y alma, para terminar otorgando a ésta un papel mediador entre aquél y el cuerpo.

Platónicos, medioplatónicos y, ahora, neoplatónicos concordaban en aspectos fundamentales como definir al hom-bre de aquí a modo de compuesto de alma y cuerpo, o en des-cribir al alma como esencia divina, inmortal, preexistente, divi-dida en partes... Sólo ahora, con Plotino y, sobre todo, Porfirio, se convierte en tema de discusión el modo de unión entre el cuerpo y el alma. La razón radica en la tendencia que los pri-meros neoplatónicos tuvieron en acentuar la trascendencia del

475 Para el ambiente preplotiniano, P. DONINI, Le scuole, l'anima, l'impero: la filosofia antica da Antioco a Plotino, Turín, 1982; para el neoplatonismo, F. ROMANO, Il neoplatonismo, Roma, 1998.

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alma en su totalidad. Ya no acudían –como Platón– a convertirla en mediadora –perdedora– entre el nous y el cuerpo, sin parti-cipar plenamente de ninguno de los dos extremos, sino que subrayaban el carácter unitario del alma y debían salvar su trascendencia e inmortalidad, también en el período de com-posición con el cuerpo humano. Daban salida de este modo a una de las difíciles cuestiones de la tradición platónica acerca de la inmortalidad del alma, que tenía que conjugar distin- tas afirmaciones de Platón, no siempre fácilmente conciliables. En el fondo, ¿era inmortal el alma o sólo la parte del alma supe-rior o racional?

Para salvar sin ambages la inmortalidad del alma ente-ra, ha de quedar amparada su pureza también en el momento de la unión con el cuerpo y, precisamente, por esto, se con-vierte en problema el modo de unión entre ella y el cuerpo. La reflexión neoplatónica de los comienzos se concentrará en este punto, a decir de Porfirio, desde Ammonio Sakkas, pasando por Plotino y, terminando, en él476.

La solución pasa, gracias a Plotino, por advertir una sombra de alma que tiene dos funciones: dejar a salvo la tota-lidad del alma que no se une con el cuerpo y unirse con un cuerpo que, fruto de esa unión, queda como caracterizado. Conjugando el hilemorfismo de Aristóteles con la doctrina pla-tónica sobre el alma, Plotino pone el primer paso de la solución. El alma preexistente es, en realidad, el verdadero hombre, el

476 Imprescindible es el estudio de H. DÖRRIE, Porphyrios' "Symmikta

Zetemata". Ihre Stellung in System und Geschichte des Neuplatonismus nebst einem Kommentar zu den Fragmenten [Zetemata 20], Múnich, 1959; y no menos esclarecedora la lectura de J. IGAL, Aristóteles y la evolución de la antropología de Plotino, en Pensamiento 35 (1979), pp. 315-345. Para una síntesis del pensamiento plotiniano, es de gran provecho de nuevo este autor J. IGAL, cf. Introducción, en Porfirio. Vida de Plotino. Plotino Enéadas I-II [Biblioteca Clásica Gredos 57], Madrid, 1982, pp. 7-117. De esta versión tomo el texto español de las Enéadas; el texto griego de Plo-tino. Enneadi, a cargo de G. FAGGIN, Milán, 2000, que sigue fundamen-talmente la edición de Henry-Schwyzer.

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hombre interior477, el hombre que vino de allí, el hombre preexis-tente, el hombre en el intelecto. Éste genera una sombra de alma llamada a incorporarse en un cuerpo para formar el otro hom-bre, hombre de aquí, hombre compuesto de cuerpo y alma.

El dualismo antropológico plotiniano Con una imagen certera, un excelente conocedor de

Plotino, J. Igal, describe al hombre plotiniano, al yo plotiniano, como al ocupante de un ascensor que puede ascender o des-cender en los múltiples niveles de realidad que se le ofrecen. El nivel más ínfimo es, ciertamente, el del cuerpo; el más alto, el del Uno-Bien, en el que habría de quedar como ensimismado. La ética neoplatónica describirá cómo ha de comportarse el hombre en esta subida del hombre interior o alma, para retornar a sí mismo. Veámoslo en los textos478:

En efecto, él es el que vino de allí y lo que toca a su ser, si deviene como vino, está allí; mas con aquél que, llegando, convive aquí, lo asemejará a sí mismo en tanto en cuanto la potencia de aquél lo permita, de modo que, si es posible, permanezca intocable o, ciertamente, inactivo de aquellas cosas que no parezcan bien a su señor.

La dualidad es patente en este hombre. El hombre doble [cada uno de nosotros, podríamos aclarar] es, en realidad, el que vino de allí. Nuestro ser está allí; nuestra vida aquí no es más que una convivencia del hombre verdadero (espiritual, preexistente y de allí) con otro [sombra del nuestro unida al cuerpo]479. La vida discurrirá bien si este hombre exterior y

477 Cf. C. MARKSCHIES, Innerere Mensch, en Reallexikon für Antike und Christentum 18, ed. E. DASSMANN, Stuttgart, 1998, pp. 266-312.

478 Cf. Enéada I,2,6. 479 En Plotino se alternan dos explicaciones a propósito de la

incorporación de las almas preexistentes en cuerpos, ya sea –con un cariz negativo– aludiendo a una explicación de expiación, castigo, como conse-cuencia de un pecado cometido en la preexistencia al cuerpo, ya sea –en un tono más positivo–, en razón de una función cósmica que las almas deben cumplir integrándose en los cuerpos.

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corpóreo actúa siempre y en la medida de lo posible como agrada al hombre interior. El hombre interior o alma pree-xistente gobierna y domina al hombre corpóreo. Adquirir el ser es, verdaderamente, recuperarlo, recordarlo, si deviene como vino. El progreso es retroceso, en cierto sentido, pues se trata de recuperar el nivel propio que el hombre tenía antes de incorporarse.

Para este proceso Plotino indica varias etapas (primero, por medio de las virtudes cívicas poniendo orden en el com-puesto; después, viene la purificación para ascender a lo sen-sible; finalmente, la conversión a la que sigue la unión o ilu-minación). Refiriéndose a la purificación dice:

Pues bien, el alma puede separarse del cuerpo concen-trándose en sí misma, tal vez incluso junto con lo que llama-ríamos sus “compartimientos”, y manteniéndose además totalmente impasibles y procurándose sólo aquellas sensa-ciones placenteras, medicaciones y liberaciones de trabajos que sean necesarias para evitar molestias...

-¿Y el apetito?

-Que no lo tendrá de nada vil, está claro; de manjares y bebidas, para su solaz, el alma misma no lo tendrá; pero tampoco de placeres venéreos; o, a lo más, de los naturales, creo yo, y que no comporten asentimiento ni siquiera inde-liberado; o, a lo más, tan sólo con la imaginación; y aun ésta, si nos coge por sorpresa.

En suma el alma misma se mantendrá pura de todo eso. Pero además, aspirará a purificar aun la parte irracional de tal modo que ni siquiera reciba impacto; pero si lo reci- be, que no sea violentamene, sino que los impactos en ella sean escasos y se desvanezcan al punto por la vecindad del alma, del mismo modo que uno que fuera vecino de un varón sabio sacaría provecho de la vecindad del sabio o asemejándose a él o respetándole tanto que no se atreviera a cometer ninguno de los actos que reprueba el hombre de bien. Así que no habrá conflicto: basta la presencia de la razón, a la que la parte inferior respetará tanto que ella misma se disgustará, ante una mínima eventual excitación, de no haberse estado quieta en presencia de su amo, y se

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recriminará a sí misma su flaqueza480.

El varón sabio es el hombre interior; el vecino de éste es el hombre compuesto de sombra de alma y cuerpo. La ex-plicación de Plotino evita el peligro gnóstico. El vecino puede participar del sabio; el cuerpo, si bien en un nivel mínimo, pue-de realmente participar de la vida del alma. El cuerpo se con-vierte en templo del alma; y no en tumba del alma481. No queda el alma rebajada, sino el cuerpo positivamente afectado482.

El proceso de subida del alma a Dios. En busca de la seme-janza divina

«Pero la meta de nuestro afán no es quedar libre de

culpa, sino ser dios»483,dirá Plotino. Al hombre le toca aspirar a la unión mística, que le devuelve propiamente a su ser, y esto lo hará, o bien, con la muerte o separación del cuerpo y del alma o bien, mediante el éxtasis intelectual y místico, que –a decir de Porfirio– Plotino habría alcanzado tres veces durante su vida, huyendo de la vida de aquí:

Puesto que los males residen acá y por necesidad andan rondando la región de aquí y puesto que el alma desea huir de los males, hay que huir de aquí.

-Y ¿en qué consiste esta huida?

-En asemejarse a Dios -dice (Platón). Y esto se logra, si nos hacemos justos y piadosos con ayuda de la sabiduría. Se

480 Cf. Enéada I,2,5. 481 Para Plotino, ciertamente, también el cuerpo puede ser tumba

del alma, como ya recogía Platón, el cual, a su vez, lo había recibido de doctrinas órficas; pero una cosa es lo que puede ser negativamente el cuerpo, y otra cómo es descrito en su positividad por Plotino.

482 Cf. J. IGAL, Aristóteles y la evolución de la antropología de Plotino, en Pensamiento 35 (1979), p. 344: «En realidad, no es el alma, ni siquiera la imagen del alma, la que baja o padece, sino el cuerpo que sube y queda afectado por su participación en la vida del alma».

483 Cf. Enéada I,2,6.

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logra, en suma, por la virtud484.

La unión y semejanza con Dios no implica necesaria-mente una separación física del cuerpo, pero sí afectiva, para que el alma pueda ascender hasta el Uno-Bien:

Se ha demostrado lo que es necesario creer, es decir, que lo que es superior al ser es el Uno –como nuestro discurso que-ría demostrar (...)– que después existe el Ser y la Inteligencia; y que, en tercer lugar, está la naturaleza del Alma. Y como existen en la realidad estos tres grados, así es necesario creer que también estén presentes en nosotros. No quiero decir «nosotros» como individuos sensibles –éstos son, en efecto, trascendentes–, sino en “nosotros” entendiendo fuera de lo sensible; y digo “fuera” como se entienden aquellas realida-des “fuera” del universo, y, así, en efecto, a propósito del hombre, al que Platón llama “hombre interior”. Así pues, también nuestra alma es algo divino y de una naturaleza más alta (qei'ovn ti kaiV fuvsew" a[llh"), como la del alma univer-sal; y se hace perfecta cuando tiene la Inteligencia. Pero la Inteligencia se distingue en la que razona, y la que propor-ciona el razonar. La que razona en nuestra alma no tiene necesidad, para razonar, de un órgano corpóreo, sino que obra con absoluta pureza para poder razonar puramente (...) Sólo cuando la Inteligencia esté sola y no posea nada que pertenezca a la naturaleza corpórea, ella es verdaderamente el Ser en sí, trascendente e inmaterial. Por eso, se ha dicho que Dios envolvió el universo con el alma también desde fuera, para aludir a aquella parte del alma que permanece en el mundo inteligible; en cuanto a nosotros, en cambio, Platón dice misteriosamente en el ápice, en la cabeza. También la exhortación a la separación no se entiende en sentido espa-cial –en el alma esta separación se da ya por naturaleza– sino en el sentido que ésta no se incline, ni siquiera con la imaginación, sino que se haga extraña al cuerpo, siempre y cuando consiga elevar la parte restante del alma y conducir hacia lo alto aquella parte del alma que tiene las raíces aquí abajo y es sólo creadora y modeladora del cuerpo y le dedica su actividad (o movnon ejstiV swvmato" dhmiourgoVn kaiV plastikoVn kaiV thvn pragmateivan periV tou'to e[con)485.

484 Cf. Enéada I,1,6. 485 Cf. Enéada V,1,10.

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El hombre interior, así pues, asciende por las tres hipós-tasis divinas dispuestas en él mismo (en su alma trascendente u hombre interior, pero no en su cuerpo u hombre de aquí), de menos a más, del Alma pasa al Ser o Inteligencia. No tiene por qué detenerse ahí, aún puede alcanzar la primera hipóstasis, el Uno-Bien; escuchemos a Plotino en un momentos brillante:

- ¿Y qué huida (fughv) es ésa? ¿Y cómo es?

- Zarparemos como cuenta el poeta (con enigmática expre-sión, creo yo) que lo hizo Ulises abandonando a la maga Circe o a Calipso, disgustado de haberse quedado pese a los placeres de que disfrutaba a través de la vista y a la gran belleza sensible a través de la vista y a la gran belleza sensi-ble con que se unía. Pues bien, la patria nuestra es aquella de la que partimos, y nuestro Padre está allá.

- ¿Y qué viaje es ése? ¿Qué huida es esa?

- No hay que realizarla a pie: los pies nos llevan siempre de una tierra a otra. Tampoco debes aprestarte un carruaje de caballos o una embarcación, sino que debes prescindir de todos esos medios y no poner la mirada en ellos, antes bien, como cerrando los ojos, debes trocar esta vista por otra y despierta la que todos tienen pero pocos usan.

- ¿Y qué es lo que ve aquella vista interior?

- Recién despierta, no puede mirar del todo las cosas brillantes. Hay que acostumbrar, pues, al alma a mirar por sí misma, primero las ocupaciones bellas; después cuántas obras bellas realizan no las artes, sino los llamados varones buenos; a continuación, pon la vista en el alma de los que realizan las obras bellas. ¿Que cómo puedes ver la clase de belleza que posee un alma buena? Retírate a ti mismo y mira. Y si no te ves aún bello, entonces, como el escultor de una estatua que debe salir bella quita aquí, raspa allá, pule esto y limpia lo otro hasta que saca un rostro bello coro-nando la estatua, así tú también quita todo lo superficial, alinea todo lo torcido, limpia y abrillanta todo lo oscuro y no ceses de labrar tu propia estatua hasta que se encienda en ti el divinal esplendor de la virtud, hasta que veas a la morigeración asentada en un santo pedestal.

Si has llegado a ser esto, si has visto esto, si te juntaste lim-pio contigo mismo sin tener nada que te estorbe para llegar a

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ser uno de ese modo y sin tener cosa ajena dentro de ti mez-clada contigo, sino siendo tú mismo todo entero solamente luz verdadera no mensurada por ninguna magnitud, ni cir-cunscrita por una figura que la aminore ni, a la inversa, acrecentada en magnitud por ilimitación, sino absolutamente carente de toda medida como mayor que toda medida y supe-rior a toda cuantidad; si te vieras a ti mismo, transformado en esto, entonces, hecho ya visión, confiando en ti mismo y no teniendo ya necesidad del que te guiaba una vez subido ya aquí arriba, mira de hito en hito y ve. Éste es, en efecto, el único ojo que mira a la gran Belleza; pero si el ojo se acerca a la contemplación legañoso de vicios y no purificado, o bien endeble, no pudiendo por falta de energía mirar las cosas muy brillantes, no ve nada aun cuando otro le muestre pre-sente lo que puede ser visto. Porque el vidente debe aplicarse a la contemplación no sin antes haberse hecho afín y pare-cido al objeto de la visión (toV gaVr oJrw'n proV" toV oJrwvmenon suggeneV" kaiV omoion poihsavmenon dei' ejpibavllein th'/ qeva/). Porque jamás todavía ojo alguno habría visto el sol, si no hubiera nacido parecido al sol. Pues tampoco puede un alma ver la Belleza sin haberse hecho bella. Hágase, pues, primero todo deiforme y todo bello (genevsqw dhV prw'ton qeoeidhV" pa'" kaiV kaloV" pa'") quien se disponga a contemplar a Dios y a la Belleza486.

Y aún más allá de la Belleza está el pedestal del Uno-Bien, hacia donde tiende el alma, hecha toda ella luz verdadera, devenida en sí misma, ensimismada:

Y que el Bien está allá arriba lo prueba además el amor que es congénito al alma (...) El alma, pues, está enamorada por naturaleza de Dios y desea unirse a Él como una virgen ama noblemente a su noble padre; pero si, entrando en el mundo de lo pasajero, se deja seducir por el deseo de los preten-dientes y pasa, por la lejanía del padre, a otro amor terreno, cae en el deshonor; mas, después, despreciando las violen-cias del mundo, se purifica de todo lo terrestre y se dispone a volver a su padre reencuentra su alegría (...) Cualquiera que haya contemplado sabe lo que digo: que el alma, ya sea por-que se ha elevado hasta Él, ya sea porque se le ha per-manecido cercana y partícipe suya, posee una vida nueva; y, por eso, en tal disposición, ya sabe que el dador de vida está

486 Cf. Enéada I,1,6.

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allí presente y que a ella no le ocurre allí nada. Nosotros, en cambio, debemos deponer cualquier otra cosa y quedarnos sólo con Él; debemos, más aún, transformarnos en Él libe-rándonos de todo añadido, hasta el punto que anhelemos salir del mundo y no toleremos más estar aún unidos con lo sensible, pues desearemos abrazar a Dios con todo nuestro ser y no tener ya ningún punto que no esté en contacto con Dios487.

Llegará por fin, fruto del amor de retorno impuesto por la naturaleza a ensimismarse en la soledad con el Solo, con el Uno, con el Bien, disolviéndose por connaturalidad con el mis-mo Dios:

Si uno se ve ya transformado en Él, posee entonces en sí mismo una imagen de Él (oJmoivwma ejkeivnou) y si pasa de sí mismo, que es una copia (eijkwvn), al original, ha tocado final-mente el término (tevlo") de su viaje (...)

Esta es la vida de los dioses y de los hombres divinos y felices (ajnqrwvpwn qeivwn kaiV eujdaimovnwn): separación (ajpallaghV) de las cosas restantes de aquí abajo, vida que no se complace más con las cosas terrenas, huida del solo al Solo (fughV movnou proV" movnon)488.

Caben dos momentos en el último estadio: ser imagen (oJmoivwma, eijkwvn) del Uno, e incluso sobrepasar el nivel de la ima-gen y ser dios, tocando el término (tevlo"), llegando al Solo. Se consigue el fin de la filosofía –atribuido a Pitágoras y dominante en el alma griega– de alcanzar la semejanza con Dios. El alma, imagen de Dios, labró su propia cara, se desembarazó de todo lo circundante e hizo patente lo oculto, su connaturalidad con lo divino, superando el nivel de icono, fundiéndose en el mismo Dios. Imagen y semejanza coinciden y radican en la proximi-dad, más aún, connaturalidad del alma inmortal con el Dios inmortal de la que procede por generación degradante. El alma, para ello, debía mirar hacia arriba, desentenderse, despreciar lo de abajo. La separación con lo corpóreo y de aquí debe ser cier-tamente afectiva, no se requiere su eliminación. Pero el término

487 Cf. Enéada VI,9,9. 488 Cf. Enéada VI,9,11.

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empleado para esta separación –ajpallaghv– es recurrido para hablar de la muerte o separación del alma y el cuerpo. Real-mente, el cuerpo u hombre de aquí no impide la subida del al-ma u hombre interior; pero, su presencia tampoco la favorece489.

El alma debía desentenderse de la carne; como máximo, ésta –la carne– podía aprovechar el “tirón” del alma (de la imagen del alma, exactamente) para vivir caracterizada por ella hasta un cierto punto, hasta donde le es permitido a un com-puesto, a algo sensible. Al fin y al cabo su existencia es efímera; mientras que la del alma es inmortal. Se entiende que el cuer-po como imagen no cuente prácticamente nada. Es prescindi-ble. Para ilustrarlo, nos sirve una escena de la propia vida de Plotino, tal cual la empieza a narrar su discípulo aventajado Porfirio:

Plotino, el filósofo contemporáneo nuestro, tenía el aspec- to de quien se siente avergonzado de estar en el cuerpo (aijscunomevnw/ oti ejn swvmati ei[h). Como resultado de tal ac-titud, no soportaba hablar ni de su raza, ni de sus pro-genitores ni de su patria; y hasta tal punto tenía por in- digno aguantar a un pintor o a un escultor (zwgravfou deV ajnascevsqai h] plavstou) que, pidiéndole Amelio permiso pa- ra que se le hiciera un retrato, le respondió: “¿Es que no basta con sobrellevar la imagen con la que la naturaleza nos tiene envueltos (ouj gaVr ajrkei= fevrein o hJ fuvsi" ei[dwlon hJmi=n peritevqeiken), sino que pretendes que encima yo mismo acceda a legar una más duradera imagen de una imagen

489 Apuremos un detalle: ¿qué ocurre entonces con la sombra de

alma (toV ei[dwlon th=" yuch=") que estaba unida al cuerpo? ¿Se aniquila? En verdad, esta sombra de alma queda como recogida, una vez que termina su función cósmica de regir y gobernar el cuerpo, no es aniquilada, se salva incluso –entre Plotino y Porfirio– la inmortalidad de esta alma en el sentido en que queda absorbida por la otra alma, constitutiva del ver-dadero yo. «La imagen del alma deja de existir no por aniquilamiento, sino por retracción, reabsorbida por el alma real de la que es un destello. Cf. 10, 11-12: una vez que ésta (= el alma real) se haya apartado del todo, también la que es un destello de ella se marcha en su compañía. Cf. IV,4, 29, 50-52 y IV,5,7,55-62», cf. J. IGAL, en Plotino. Enéadas. Introducción, Madrid, 1982, pp. 201-202, n. 50.

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(eijdwvlou ei[dwlon... polucroniwvteron), como si fuera una obra digna de contemplación?”490.

Aparece el cuerpo como imagen de la imagen, utilizando Porfirio indistintamente ei;dwlon como sinónimo de eivkw,n. Hay un cierto matiz peyorativo en la apreciación de “imagen”. Imagen tiene un valor positivo en referencia al original, ciertamente, pero asume también un valor negativo, en tanto en cuanto no es el original, sino una degradación. Pues en la ontología neoplatónica toda degradación tiene una relación de imagen con el nivel superior. Se entiende bien que imagen de la imagen implique cierto tono de desprecio por parte de Plotino, el cual se avergonzaba de vivir en esa imagen degradada. Da la im-presión, por un pasaje del alejandrino Orígenes491 –riguroso contemporáneo de Plotino–, de que en determinados ámbitos o tradiciones (como la alejandrina o la neoplatónica) “imagen” implicaba una imperfección en la copia, dado que no podía reproducir todas las semejanzas del original. Es decir, “imagen” implicaba necesariamente una “degradación”, una incapacidad de estar en el nivel más alto de realidad.

Aún más debió irritar a Plotino el hecho de que fuera una imagen plástica, propia de pintores o escultores. Lo plástico, en efecto, está continuamente asociado en Plotino al mundo sensible492. Las sombras de almas, que habrían de incorporarse, fueron plasmadas por los dioses del cielo (cf. Enéada II,1,5), y estas, a su vez, son las encargadas de plasmar los cuerpos, dándoles forma. A su vez, la Naturaleza (fuvsi") se

490 Cf. PORFIRIO, Vida de Plotino 1; anota J. Igal que Plotino combina

dos temas platónicos: el cuerpo imagen del alma; la pintura, arte de producción de imágenes.

491 «Como a propósito de las imágenes (eijkovnwn) y de las estatuas, las semejanzas (oJmoiovthte") no son enteramente (ejx olwn) semejanzas de los originales», cf. Commentarium in Mattheum X,11, cuando Orígenes comenta la parábola del reino de los cielos semejante a una red echada en el mar (cf. Mt 13,47).

492 Plavssw debía de estar ligado en el alma griega a lo visible y mo-delado manualmente. Se piensa si procede etimológicamente de pala,mh, es decir, palma.

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encarga de modelar los cuerpos sensibles493. Por lo demás, en toda plasmación plotiniana no interviene agente externo, sino que es la propia naturaleza, internamente, desde dentro, la que plasma y dota de belleza y orden a lo sensible. En esto se diferencia de la obra de arte, que supone un agente externo, un artista previo y una idea de Arte previa que volcar.

No es el de Plotino un sistema de rechazo hacia lo sen-sible; no podía serlo en quien escribió contra gnósticos; pero tampoco lo exalta; y, a pesar de ser Plotino un monista, no deja de recordar, en el ámbito antropológico, el dualismo de Platón, teñido sabiamente en más de una ocasión con el hilemorfismo aristotélico. No acusará al cuerpo de ser cuerpo, no acusará a lo bajo de ser bajo, sino al alma de comportarse como el cuerpo. En la misma línea su discípulo Porfirio escribía a Marcela494:

No acusamos a la carne de ser la causa de los grandes ma-les, ni volcamos en las circunstancias nuestras molestias; sino que buscamos, sobre todo, en el alma las causas de estas cosas y, tras habernos separado de todo deseo y espe-ranza vanos acerca de las cosas efímeras, nos damos en todo el ser a nosotros mismos495.

493 Cf. Enéada IV,4,37. 494 Texto griego en Porfirio. Epístola a Marcela 29,8-12, ed. A.R.

Sodano, Milán, 1993, p. 80. 495 Repárese, como nota marginal, que de aquí procede una

explicación del pecado que resulta insatisfactoria. Dada la trascendencia acentuada del alma en Plotino (y en Porfirio), el alma es impecable, o de lo contrario, no podría ser inmortal; de modo que la causa del pecado se traslada a la sombra de alma incorporada, es decir, al hombre compuesto. Pero se hace difícil de conciliar este punto con la atribución insistente y excluyente del libre albedrío al alma racional o superior. De ahí que -como indica J. Igal en comentario a Enéada I,1,12, cf. Plotino. Enéadas I y II. Introducción, Madrid, 1982, pp. 200-201, n. 47- donde hay pecado no hay libertad, y donde hay libertad no hay pecado. Cf. además Enéada III,3,4. Por lo demás, en Porfirio se continúa con la misma solución de Plotino para la unión entre cuerpo y alma, pero además se especifica esta unión en término estoicos como mixis, salvando la peculiaridad que el elemento predominante de la mezcla es incorpóreo. Cf. H. DÖRRIE, Porphyrios' “Symmikta Zetemata”. Ihre Stellung in System und Geschichte des Neuplatonismus nebst einem Kommentar zu den Fragmenten [Zetemata

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LA CARNE PLASMADA A IMAGEN DE DIOS

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Conclusión: la carne prescindible y lejos de Dios Al final y a vueltas con el tema que nos ocupa, ¿es la

carne plasmada a imagen de Dios? Decididamente, no. Para empezar, el Dios neoplatónico –como vimos– no plasma; tan solo genera espiritualmente. Pero conviene precisar. La carne ha sido plasmada a imagen de la imagen de la imagen de Dios. En el nivel de la carne, último nivel de realidad, cabe hablar de plasmación y de obra física, plástica, propia de la naturaleza, llevada a cabo internamente, sin intervención de agentes exter-nos; en el nivel del alma superior, no hay plasmación. La carne a imagen de la forma de alma (subvegetativa); ésta, a su vez, imagen del nivel inferior (vegetativo) del alma superior; la cual, es imagen de Dios, llamada, con todo, por connaturalidad a devenir ella misma y trascenderse, superando su ser imagen y disolviéndose por amor en el Uno-Bien, que es su patria. No cabe, por tanto, plasmación directa a cargo de Dios. Dios sólo genera y siempre en deminoración. El alma resulta ser divina por provenir de Dios. Y la carne resulta absolutamente prescin-dible, a la postre, en el proceso de asimilación del alma con Dios, objetivo y fin último de la vida del hombre.

La tradición neoplatónica no variará en lo substancial, es decir, en considerar el alma como sustancia pura incorpórea, separable enteramente del cuerpo, automóvil, principio incorrup-tible de su propia vida, que participa en esta vida del mundo sen-sible y del inteligible, si bien, su ser está en este último496. 20], Múnich, 1959.

496 Pero, enseguida, el tono excesivamente divino concedido al alma por Plotino y Porfirio suscitó recelos en los hombres de la Academia. Jámblico, viniendo a coincidir en esto con autores cristianos, señalaba críticamente la dificultad de distinguir propiamente entre el alma, por un lado, y los dioses, las ideas, el intelecto, por otro. Por decirlo gráficamente, Jámblico limitó el alcance del ascensor del yo plotiniano, adjudicando al alma un nivel ontológico divino, pero inferior a Dios e intraspasable; y, además, introdujo una clasificación jerárquica entre las propias almas, todas las cuales eran procesiones independientes del alma absoluta, imparticipable. Al mismo tiempo, provocaba la apertura de la filosofía (teología) plotiniana a la teurgia, pues reconocía que el alma, por sí mis-

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Cuando Agustín en sus Soliloquios expresamente afirme que tan sólo desea conocer a Dios y a lo semejante (el alma), y diga: Deum et animam scire cupio497, ¿de quién es más deudor de la tradición cristiana o de la neoplatónica? Ciertamente, el propio Agustín, en sus Retractationes (cf. I,4.5.8), se lamentó de haber concedido demasiado espacio a “filósofos falsos” como Porfirio en estas obras primeras: Soliloquios, La inmortalidad del alma, La grandeza del alma... El mismo Agustín, no obstante, nos invitó a todos los futuros lectores eventuales a no imitarle en sus errores sino en sus progresos.

III. MEDIEVALES ENTRE PLATÓN Y ARISTÓTELES

Carácter neoplatónico de las especulaciones altomedievales Sin embargo, en el ámbito de la reflexión teológica, con

las debidas correcciones (tales como afirmar la resurrección de los cuerpos o la necesidad de la gracia, negar la preexistencia de las almas, y rebajar el carácter excesivamente alto plotiniano del alma...)498, la impronta neoplatónica se impuso en la refle-

ma, no podía ascender a lo divino por sus propias fuerzas intelectuales; debía añadir la realización de rituales apropiados a tal fin. Proclo, Da-mascio y Prisciano continuarán con alguna que otra diferencia la vía emprendida por Jámblico. Para toda la tradición neoplatónica acerca del alma, cf. la monografía de C. G. STEEL, The changing self, Bruselas, 1978.

497 Cf. Soliloquios I,2,7, en San Agustín. Obras completas I, ed. V. Capánaga, Madrid, 1994, p. 442.

498 Tal vez alguno podría objetar que estas “correcciones” son algo más que correcciones, queriendo indicar con ello que, por ejemplo, creer en la resurrección final de los cuerpos o no creer, no es una cuestión baladí. Ciertamente, desde esta óptica, la reflexión cristiana, al mante-nerse dentro de los límites de la regla de fe, difiere en no pocos puntos de la tradición estrictamente neoplatónica. Pero, ahora se trata de valorar la reflexión teológica atendiendo a su capacidad para dar razón de todos los misterios. Y, desde este punto de vista, se podrán hacer todas las correc-ciones que se quieran a los modelos teológicos de inspiración platónica (o

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xión cristiana. La matriz platónica de la reflexión se transmitió por diversas vías: Orígenes, los Padres capadocios –muy influi-dos también por Orígenes–, Ambrosio –formado en la tradición de Orígenes y Basilio–, Agustín, en la estela de Ambrosio y, a su vez, lector de libros platónicos, Jerónimo, primer traductor al latín de Orígenes y fuertemente influido por éste, aunque después lo convirtiera en blanco de sus críticas, etcétera. Asimismo influyeron muchos no cristianos que, ya sea porque más tarde habrían de convertirse al cristianismo (como Mario Victorino), ya sea porque reflexionaron desde dentro de la Aca-demia de Atenas oponiéndose a él (es el caso de los neopla-tónicos citados anteriormente en nota 496), contribuyeron a hacer de esta corriente filosófica el instrumento aparentemente

aristotélica, en su caso), para evitar que éstos se salgan de los límites de la ortodoxia católica, pero no cabe duda de que se origina una tensión y una incoherencia en la articulación de los misterios de la fe cristiana, que queda reflejada en no pocos “callejones sin salida” a los que la teología de hoy se ha visto abocada. Por poner un ejemplo concerniente a nuestro objetivo, con frecuencia los tratados de escatología no logran dar una razón satisfactoria de la necesidad de la resurrección final de los cuerpos, una vez que el alma goza inmediatamente, en su beatitud, de la visión divina. Se argumenta en términos de complemento o de perfección onto-lógica, cayendo en algo aún más difícil de razonar: que el cuerpo –ele-mento físicamente inferior- perfeccione al alma; y sin explicar, además, en qué consiste verdaderamente el hecho de que un alma vea. Se salva, ciertamente, el dato de fe; pero se articula torpemente. La resurrección final no viene sino a dar un plus, a un alma que, en el fondo, ya goza de Dios. Se asume precipitadamente que al hombre le define el alma antes que el cuerpo (a pesar de que se entienda al hombre como compuesto de alma y cuerpo), un axioma rematadamente pagano. ¿Quién lo dijo? Se objeta que el alma es lo más profundo del hombre; y yo respondo: ¿y no pudo definir Dios al hombre en su elemento más debil y epidérmico? ¿Y no pudo reflejar Dios su gloria en el elemento más sensible del hombre? ¿Y no pudo Dios manifestar su poder en la debilidad? ¿No reposa la plenitud del Espíritu Santo sobre un cuerpo -el de Cristo y el de la Iglesia- y no sobre un alma? ¿Cómo habría de gozar con la plenitud de este Espíritu aquélla -el alma- que directamente no es el objetivo de la unción? ¿No tendrá la filosofía griega que dejar paso, a la hora de fundamentar teológicamente, a la revelación que nos vino por Pablo? Mejor será enten-der a Platón y a Aristóteles desde Pablo, que no a Pablo desde ellos.

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indispensable para argumentar acerca de Dios y del hombre499. Aparecen tratados del alma del Pseudo Agustín, Pseudo

Jerónimo, Casiodoro. Otros autores posteriores (ss. VI-VII) como Gregorio Magno, Isidoro de Sevilla, Beda el Venerable no escriben específicamente sobre el alma. En todos ellos se trans-mite a grandes rasgos lo que se conoce como espiritualismo agustiniano, de tinte neoplatónico500. Casiodoro (489-580)501 se puede referir al alma como cárcel o como templo; y por bien que pueda hablar acerca de la carne o del cuerpo, tanto elogio terminará repercutiendo siempre en el alma, pues en vista de ella, de unirse con ella (rationabili animae coniungi), fue creado un cuerpo tan hermoso y dotado por parte de Dios. Beda puede tranquilamente decir non ergo secundum corpus sed secundum intellectum mentis ad imaginem Dei creatus est homo502.

Vendrá después el período carolingio, que se alimentará de la misma corriente (Alcuino, Rábano Mauro, Ratramno, Godescalco); y, aún más adelante, por primera vez, en el año 832, por obra de Ilduino, discípulo de Alcuino, se traducirá la obra del Pseudo Dionisio, que subraya la absoluta trascen-dencia de Dios como único ser incorpóreo... En fin, y a sabien-das de estar simplificando a pasos agigantados, concluyamos añadiendo que al módulo platónico-cristiano, por bautizarlo de alguna manera, presente en estos autores medievales, seguirá, como es sabido, el otro de corte hilemórfico que se impondrá progresivamente desde el s. XII en adelante503.

499 Para una visión de conjunto, con bibliografía, cf. S. LILLA, Platonismo y los padres, en Diccionario Patrístico y de la Antigüedad Cristiana II, Salamanca, 1992, pp. 1786-1810.

500 Para la reflexión sobre el alma en este período postagustiniano, cf. L'Anima dell’uomo. Trattati sull'anima dal V al IX secolo, int. tr. nt. a cargo de I. Tolomio, Milán, 1979.

501 De anima XI, CL 96. 502 In Genesim I,i,26, CL 118A, p. 26. 503 La novedad que supone este período ha quedado recientemente

estudiada por D. N. HASSE, Avicenna’s de anima in the Latin West. The formation of a peripatetic philosophy of the soul 1160-1300, Londres, 2000. Lo nuevo reside tanto en la doctrina como en la aproximación a la psi-cología. En parte, fue provocado por la traducción que, a finales del s. XI,

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Breve panorámica del De ratione animae de Alcuino Detengámonos, en este período postagustiniano y previo

a la asunción por parte de los teólogos de la explicación de cuño aristotélico, en el tratadillo acerca del alma que Alcuino de York escribe a Eulalia, virgen. Se trata de la epístola De ratione animae (de ahora en adelante, DRA)504. Dada la escasa variedad y originalidad que hay entre unos autores y otros, escoger uno de ellos nos ofrece rápidamente una visión de conjunto de los datos más aceptados sobre el alma en aquella época.

Alcuino inicia su exposición con la consabida tapeinosis y añade (DRA I):

¿Qué soy yo sino alma y cuerpo? Y qué sea la carne es sabi-do por todos los que son conscientes de ser hombres, mas conocer plenamente la razón del alma es propio de muy pocos. Y no hay nada más necesario para el hombre que vive en esta condición mortal que conocer a Dios y al alma.

Por un lado, Alcuino recurre a un topos inicial extendido por aquella época, de donde todos suponían conocer sobra-damente la carne, e ignorar, en cambio, aquello que más desea-ban conocer, tratándose del hombre: el alma. Por otro, en este pasaje de Alcuino no dejan de resonar las palabras de Agustín en sus Soliloquios, citadas anteriormente.

Del alma resaltará Alcuino, en primer lugar, su nobleza (DRA II) (sola anima nobilis est), nobleza que le viene por su origen: procede de Dios, por creación, a imagen y semejanza; para ser habitatio Dei, secundum modum, quem qualibet crea-tura in se Creatorem habere possit. Se trata de la pars melior hominis, que debe dedicarse con toda la fuerza a lo más exce-lente (Dios), mientras que debe, a su vez, gobernar y regir lo inferior (carne), evitando hacerse indecente. Continúa Alcuino

hubo de las obras de los physici (médicos, científicos) del árabe (o del grie-go) al latín. Con ellas llega la herencia de Aristóteles y Avicena. Cf. ibid., pp. 10-12.

504 De animae ratione liber ad Eulaliam virginem, en PL 101, cc. 639-647.

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con la tripartición platónica del alma (DRA III) en concupiscible, irascible y racional, compartiendo las dos primeras con las bestias y animales, distinguiéndonos de éstos por la última. Entre mortales ésta es la distinción del hombre: la parte racio-nal de su alma, la cual posee cuatro virtudes, que, mediante la caridad, aproximan aún más el alma a Dios (DRA IV). Alma proxima, dice Alcuino, evitando la connaturalidad no querida ni por cristianos, ni por los neoplatónicos más tardíos, como señalé más arriba. Las virtudes ordenan la vida buena de este alma que, con todo, parece más dotada para ser imagen y semejanza de Dios en su parte más excelente (DRA V), es decir, en la mente (mens). Esta mente, dada su grandeza y dignidad, puede ser imagen clara y pulcra de Dios; pero, dado también que no es summa natura, puede también viciarse, y aunque no pierde totalmente la imagen, la deforma. A ésta le exhorta Alcuino a vivir los cuatro amores: amar lo superior (Dios), lo par (el prójimo), a ella misma y a lo inferior (la carne) para no perder su nobleza. Por ende, esta alma (DRA VI) en sus po-tencias intelligentia, memoria, voluntas es imagen de la Trini-dad. Considera a continuación la velocidad del alma (DRA VII) para admirarse ante la movilidad de Dios (DRA VIII), y de-tenerse después en la inmortalidad del alma (DRA IX), inmorta-lidad que mantiene absolutamente el alma obrando bien; pero que pierde en parte, si obra mal. Análoga a la muerte del cuerpo (faltando el alma), es la del alma, cuando falta Dios. El alma pecaminosa perseverará eternamente (como imagen de Dios), pero desdichada (sin beatitudo) semiviva; mientras que, el alma santa será eterna y feliz. En DRA X ofrece una de-finición donde recoge lo tratado y en DRA XI ofrece varios nombres del alma. En DRA XII subraya su incorporeidad y que nada la define mejor que decir de ella spiritus vitae, con una vida ahora menor que la de los ángeles, y en el futuro de com-portarse bien como la de ellos. De nuevo, y a imitación de la mayoría de sus predecesores no se pronuncia en torno al os-curo origen del alma (DRA XIII) del que debatieron Agustín y Jerónimo, en unas epístolas que Alcuino leyó in patria, pero que ahora no encuentra. Todos convienen, al menos, en que el

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alma tiene su origen en Dios, pero que no es pars Dei naturae, pues, si fuera así, no podría pecar. Tampoco es corpus palpa-bile vel visibile, pues no puede morir. Y debe ser liberada per gratiam del reato del primer pecado, para lo cual nuestro Señor Jesucristo, se encarnó en un hombre entero, carne y alma, pues un hombre entero era el que había pecado. El último punto termina con una exhortación a Eulalia a poner en prác-tica todo lo expuesto.

Alcuino: la carne olvidada, redimida y degradada Sometamos también a Alcuino a la cuestión que nos

urge: la carne, ¿plasmada a imagen de Dios? Está claro que no. Ciertamente, Alcuino se dedica a hablar del alma y no de la carne505; pero atribuye únicamente al alma ser imagen y seme-janza. Las pocas veces que aparece la carne a lo largo del trata-dillo hacen referencia siempre a los movimientos, deseos, debilidades, suciedades que tiene y de las que le ha librado la redención de nuestro Señor Jesucristo. Ser imagen y seme-janza, con todo, compete al alma, primero por creación y, después del pecado, por gracia. La carne no alcanza el grado de imago, que queda adjudicado al alma, imagen por naturaleza, en sus tres potencias, de la comunión trinitaria, y, además, por su santidad, misericordia, caridad, etcétera. Como crece la posesión de estas virtudes, del mismo modo aumentará la imagen y semejanza de Dios.

A lo lejos oigo a Epicuro y a su carne sedienta, ham-brienta y fría, pero para su voz Alcuino no tiene respuesta, o, al menos, no la tiene ahora, cuando se trata de hablar –a juicio del teólogo de Carlomagno– de la pars melior hominis. El ham-bre, la sed, el frío, ¿son movimientos indecentes? ¿Tributos que

505 No vale objetar que se proponía escribir precisamente De ratione

animae y no De ratione carnis, porque simplemente habría que darse un paseo por el De anima tertulianeo para entender que no se puede tratar de ésta (del alma), en una teología cabal, si no se tiene en cuenta la trayec-toria del hombre entero, es decir, cuerpo, alma y espíritu.

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debe pagar el hombre para salvar su alma? ¿Consecuencias de nuestra naturaleza corpórea que nada aportan al problema del alma y de Dios? Confieso que no me entusiasma, en absoluto, el edificio de este tratado alcuiniano, plagado de deudas inne-cesarias con la filosofía, superficialmente bautizadas. En lugar de derribarlo, lo dejaremos en pie, como el de Epicuro y el de Plotino y pondremos un cuarto, a su lado, de modo que el con-traste entre todos afine nuestra opinión.

IV. REFLEXIONES SOBRE LA CARNE Y EL ALMA AL HILO DE ALGUNOS TEXTOS

Confieso asimismo que la frase de santa Joaquina Ve-

druna, que se puede leer en la casita que va del trayecto de este Centro Universitario Mª Cristina hasta el Eurofórum Felipe II, se me ofrece mucho más sugerente para seguir la pista desta-pada por Epicuro. Decía la santa: Quisiera remediar las ne-cesidades de todos los pueblos. He ahí la voz de la carne, re-cordaba al inicio de estas páginas el filósofo Epicuro: No tener hambre, no tener sed, no tener frío. He ahí la respuesta de la santa, muchos siglos después: Quisiera remediar las necesi-dades de todos los pueblos. La caridad de santa Joaquina habla griego clásico. El diálogo se sostiene. Conviene conectar las in-tuiciones universales –de Epicuro– con la revelación del Dios de todos los hombres –en la caridad de los santos–. Algunos textos de Pablo, Juan, Ireneo, Tertuliano... nos servirán de guía.

Filosofía, medicina, revelación en el discurso sobre el alma ¿Cómo empezar a hablar sobre el alma? ¿Qué decir de la

carne y el alma? No somos nosotros los primeros cristianos, es evidente, que estamos ante esta cuestión506:

506 De anima I,6. Cf. Tertulliano. L’anima, ed. M. Menghi, Venecia,

1988, pp. 38. 40. (Del texto latino aquí editado, hago la traducción).

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Si se trata de investigar acerca del alma, [la sabiduría divina] nos dirigirá hacias las reglas de Dios, sabiendo con certeza que ningún otro mejor que el autor del alma para darla a conocer. De Dios aprenda lo que de Dios tiene, y de ningún otro, sino de Dios. Pues, ¿quién revelará lo que Dios cubrió? ¿De dónde habremos de sacar información? De donde tam-bién ignorar es lo más seguro. Es preferible ignorar, gracias a Dios, aquello que no ha revelado, que saber, gracias al hombre, lo que éste presume saber.

Un párrafo con el que arrancan las primeras páginas que Tertuliano dedica a su tratado de anima, y que no está exento de la fuerza retórica y polémica que acompaña continua-mente al africano. Más allá del ropaje retórico, advierto un cristiano sagaz que se abre a la revelación, cuando se trata de conocer el misterio del hombre; un cristiano prudente, que pre-fiere ignorar al lado de Dios que presumir lejos de él. Que antes que saber de Dios y del hombre, prefiere estar con el Dios de los hombres; que acepta, como presupuesto, que el hombre es un misterio para el hombre, que sólo puede ser razonablemente desvelado por alguien fuera del hombre.

No lo hace por ignorancia. Tertuliano, hombre del s. II, que pertenece a uno de los momentos más brillantes del África romana, conocía bien que acerca de este sujeto, el alma, habían corrido ríos de tinta. Él mismo dice, De anima II,6:

Y no ignoro cuán grande sea la cantidad de materia acerca de este tema entre los filósofos, en comparación también con el número de sus comentaristas, ni el gran número de variedad de sus doctrinas, de sus debates, de sus digresio-es, de sus excursus. Pero además examiné la medicina, hermana -como dicen- de la filosofía, que reclama para sí del mismo modo este negocio. Y, ¿por qué no? A ella, que se ocupa del cuerpo, podría parecer que pertenece más el dis-urrir sobre el alma. De donde que, a menudo, las tenga con su hermana, pues conoce más al alma, en razón de tratar, por así decir, como en su casa.

De modo que también nosotros, después de escuchar a la filosofía y a la medicina, podemos dirigir nuestra pregunta a Dios.

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El hombre imperfecto: cuerpo y alma No viene mal recordar que los hombres seguimos siendo

un misterio inacabado, cf. 1Jn 3,1-2: Mirad qué amor nos ha concedido el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios, y lo somos. A causa de esto, el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado qué seremos (ou[pw ejfanerwvqh tiv ejsovmeqa). Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos como es.

¡Con cuánta mayor urgencia nos dirigiremos a Dios, si se traba de hablar de nosotros y aún no somos aquello de lo que hablamos! De otro modo, corremos el riesgo de definirnos incompletamente. La identidad, la mismidad, la encontraba Plotino deviniendo, en su alma, lo que había sido. La mismidad la encuentran algunos científicos por medio de alteraciones que rompen la dualidad estructural de la vigilia, por medio de estados de hiperalerta o hipertranquilidad alcanzan el self. La identidad humana la pretenden descubrir muchos cristianos con la simple y llana definición de hombre como cuerpo y alma. ¿Definición de qué? Definición de hombre imperfecto: cuerpo y alma. Ahí no tendría nada que objetar. Pero la inercia de la filosofía -esta vez, mala inercia y pobre filosofía- pesa sobre Juan y otros. En verdad, la identidad, el centro, la mismidad, lo descubre el creyente –a decir de Juan–, sólo después de la muerte, cuando, envuelto por el amor de Dios, abra los ojos resucitados para ver al Padre, manifestado para darnos la vida, para darnos el self.

El teorema plotiniano sostiene (cf. Enéada II,9,16) que los seres a los que la Naturaleza no les dio la perfección, es difícil que la obtengan; por eso, el kosmos perfecto no podía ser niño. Todo lo contrario en sano pensamiento cristiano. Adán, el hombre, no podía ser por naturaleza perfecto, sopena de no llegar a ser jamás como Dios. Su naturaleza debía estar abierta a la perfección por encima de ella. Como Dios sólo se puede llegar a ser; es decir, como Dios sólo podía llegar a serlo por

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gracia quien, antes, por naturaleza (que no deja de ser gracia) era inferior a Dios. Dando la vuelta al dicho de Plotino, debe-ríamos decir que es difícil que los seres, a los que la Naturaleza hizo perfectos, puedan algún día superar su naturaleza y ¡no romperse en el intento imposible de perfeccionar lo perfecto! No; el hombre, nos lo revela nuestra fe, será semejante a Dios, será hombre perfecto viendo, en carne, a Dios (cf. 1Jn 3,2). Habrá que estudiar el alma desde esta trayectoria hacia el hom-bre perfecto. Filosofía y medicina serán bienvenidas a nuestro discurso, si asumen a un hombre que va siendo hecho progre-sivamente, hasta que seamos lo que somos, cuando veamos con nuestros ojos a Dios tal cual es.

Del cuerpo animal hacia el cuerpo espiritual: camino de perfección

Hay un pasaje de Pablo que ilumina enormemente acer-

ca de nuestra cuestión. Es un largo pasaje in crescendo sobre la resurrección, que culmina con esa potente pregunta sobre el aguijón de la muerte. Poco antes había hablado así Pablo 1Cor 15,42-49:

Así también la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, se resucita en incorrupción; se siembra en des-honra, se resucita en gloria; se siembra en debilidad, se resucita en poder; se siembra un cuerpo animal (sw=ma yucikovn), resucita un cuerpo espiritual (sw=ma pneumatikovn). Si hay cuerpo animal, también hay espiritual. Así está escrito también: Y devino el primer hombre Adán un alma viviente -Gn 2,7- (ejgevneto oJ prw=to" a[nqrwpo" jAdaVm eij" yuchVn zw=san), el último Adán un espíritu vivificador (oJ e[scato" jAdaVm eij" pneu=ma zw/opoiou=n). Pero no en primer lugar (ouj prw=ton) el [cuerpo] espiritual, sino el animal, después el espiritual (e[peita toV pneumatikovn). El primer hombre procedente de la tierra es terreno; el segundo hombre procede del cielo. Como el terreno, tales también los terrenos; y como el celeste, tales también los celestes. Y como hemos llevado la imagen del terreno, llevaremos también la imagen del celeste.

La cita, traída a colación por Pablo, es Gn 2,7:

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kaiV e[plasen oJ qeoV" toVn a[nqrwpon cou=n ajpoV th=" gh=" kaiV ejnefuvsesen eiJ" toV provswpon aujtou= pnohVn zwh=" kaiV ejgevneto oJ a[nqrwpo" eiJ" yuchVn zw=san. [Y plasmó Dios al hombre con barro procedente de la tierra e insufló en su rostro un soplo de vida y devino el hombre alma viviente.]

Es decir, teniendo presente la creación de Adán, primer momento del hombre en el mundo, Pablo nos conduce hasta el primer hombre perfecto en el cielo, Jesucristo. Traza la dis-tancia entre el primer Adán, hecho de tierra y procedente de la tierra, y el nuevo Adán, Jesucristo glorioso en el cielo, hecho de tierra, procedente de la tierra, pero ahora procedente también del cielo507. El primer Adán siembra un cuerpo psíquico, gober-nado por el alma, pero no completamente por el Espíritu. Y resucita el segundo Adán, Jesucristo ascendido al cielo, con un cuerpo espiritual, gobernado –ahora sí– completamente por el Espíritu, invadido de Espíritu. El alma que, en la vida antes de la muerte, comunicaba, mediaba al cuerpo el soplo del Espíritu; deja paso ahora para que sea el Espíritu, en su totalidad, el que abrace y sostenga al cuerpo con una Vida que ya no conoce la muerte. El alma no podía evitar la corrupción, la deshonra, la debilidad. Toca al Espíritu dotar al cuerpo de incorrupción, de gloria, de poder. El alma hacía del cuerpo de Adán, del hombre, un alma viviente; el Espíritu hace del cuerpo de Jesucristo, un espíritu vivificador. El alma, estando viva, no podía vivificar, pues no era la Vida; el Espíritu, no sabe morir, y sólo puede vivificar, pues es la Vida. Sólo el cuerpo espiritual, en definitiva, nos da la medida del hombre perfecto; y sólo en el hombre perfecto, acertaré a descubrir la verdad del alma. Al principio, el hombre es solo terreno (ejk gh=" coúkov"), es decir, tierra (cou=", cf. Gn 2,7) llena de promesa, tierra prometida. Al final, es celeste, del cielo, pues el Espíritu, que unge esa tierra, procede del cielo, tierra desposada.

Es ineludible tomar en serio la perspectiva cronológica, histórica. Primero, el psíquico; después, el espiritual. Un hom-

507 Pueden verse las páginas que el P. Orbe dedica a Ireneo en relación con este pasaje paulino, Teología de San Ireneo I, Madrid, 1985, pp. 323-359.

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bre haciéndose, progresando en la historia de Salvación. Donde lo sustantivo es siempre el cuerpo, afectado de modo dominante al principio por el alma (cuerpo psíquico), con el fin de llegar a ser poseído totalmente por el Espíritu (cuerpo espiritual)508. Lo que va sucediendo desde Adán hasta el último de los hombres en la resurrección final, lo resume por entero la vida del Verbo encarnado, desde el seno de María en la encarnación hasta el seno del Padre en la ascensión. El Hijo de Dios nació en Belén, como Adán en el Paraíso, de tierra virgen; y creció en Nazaret, como los profetas crecieron en espíritu y gracia; y fue ungido en el Jordán, de un modo absolutamente nuevo, es decir, en el Espíritu de siempre que, por primera vez, reposaba en plenitud sobre un cuerpo humano. Son los vagidos del cuerpo espiritual, que comienza poco a poco a acostumbrar al cuerpo a vivir a

508 Lo sustantivo del hombre es el cuerpo. Sin cuerpo, no hay hom-bre. A este respecto, considero muy sugerente el siguiente pasaje que un colega y amigo, Dimitrij Bumazhnov, me ha presentado recientemente. Se trata de un pasaje, conservado hoy solamente en copto, que parece re-montarse a una homilía de Melitón de Sardes. En él Melitón, o quien-quiera que sea el autor, dramatiza líricamente la muerte del hombre, otorgando voz al alma separada del cuerpo. El alma sola se lamenta de este modo:

¿Dónde está mi cuerpo, en el que yo acostumbraba a entonar himnos? ¿Dónde está mi cuerpo, en el que yo acostumbraba a rezar a Dios? ¿Dónde está mi cuerpo bueno, en el que yo era hombre? Pues si yo estoy en mi cuerpo, me puedo llamar ‘hombre’, pero, ahora, no soy un hombre, sino un alma...

Cf. texto copto y traducción alemana, en D. BUMAZHNOV, Das Gebet in De anima et corpore des Ps.-Athanasius, en Coptic studies on the threshold of a new millenium, ed. M. Immerzeel, J. van der Vliet, Proceedings of the 7th International Congress of Coptic Studies, Leiden 27 August - 2 September 2000 [Orientalia Lovaniensia Analecta 133], Leiden 2004, p. 303. Es curioso, mientras para una tradición como la alejandrina (Orígenes y después de él una larga cadena de hijos) el cuerpo supone un obstáculo para la oración del alma; para otros autores, de tradición asiá-tica, no es concebible la oración si el cuerpo no está presente -es igual si se trata de este mundo o el mundo renovado por la venida gloriosa del Señor-.

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impulsos del Espíritu. El Ungido morirá obediente en el árbol de la cruz (para deshacer la desobediencia de Adán), para resu-citar igual de obediente a la Vida, después de haber evan-gelizado y liberado a las almas de los justos del Antiguo Testa-mento (que desde entonces esperan la resurrección final de la carne). Su resurrección no es derecha a la Vida, primero se dejó ver, vencedor de la muerte y del pecado, para después ser ascendido y sentado a la derecha del Padre, donde con los ojos que recibió de María, contempla al Padre y de Él recibe el sello del Espíritu Santo, convirtiéndose en manantial de Vida en Pentecostés para todos los hombres. Todo un largo camino que vivió sólo y exclusivamente en favor de los hombres, en favor de su carne, que somos todos nosotros. Alfa y Omega, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, desde la tierra de María hasta el cielo del Padre. Todo en función del hombre de barro, que había de ser sentado en los cielos.

Debía cumplirse esa distancia, y el alma era incapaz de llevarnos hasta el cielo. No es un fallo. Es lo previsto, para llevar progresivamente al barro, sin destruirlo, hasta las altu-ras del cielo. Propio entonces del alma es dotar al compuesto de una capacidad de progreso, de aceptación y de respuesta, de una conciencia, de una responsabilidad ante la gracia, de una obediencia ante los mandamientos benéficos de Dios. Ha de ser el alma libre y dotar de libertad, pues sólo en libertad, a imagen de Dios, puede el hombre alcanzar la semejanza propia de Dios. La libertad de la que goza el hombre descubre el amor original de Dios, que no puede hacer un Dios inconsciente de ser Dios (hombre “títere” en manos de Dios), ni quiere tampoco un hombre forzado a ser Dios (como el hombre gnóstico). La libertad del alma es crucial; el alma, ciertamente, es libre a imagen de Dios. Pero añádase inmediatamente que revela sólo secundariamente la imagen divina, y, además no de un modo propio y exclusivo del hombre. También los ángeles son libres y, sin embargo, no por ello fueron creados a imagen y seme-janza de Dios. La libertad del alma pone la condición in-dispensable para que el amor originario de Dios repercuta interna y externamente sobre la carne dócil puesta al servicio

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de la obra divina. Escuchemos a Ireneo (Adversus Haereses IV,39,2)509:

¿Cómo va a ser “dios” quien todavía no fue hecho hombre? ¿Cómo perfecto (en lo divino), el recién hecho? Y ¿cómo inmortal (con la athanasía de Dios), quien no obedeció (con mérito) al Hacedor en naturaleza mortal? Pues primero, has de mantenerte en el nivel de hombre, para luego participar en la gloria de Dios; ya que no haces tú a Dios sino Dios te hace a ti. Por tanto, si eres obra de Dios, aguarda la mano de tu Artífice, que todo lo hace según conviene; según te con-viene a ti, que eres hecho. Entrégale tu corazón blando y ma-nejable, y conserva la forma con que te (con)figuró el Artífice, reteniendo en ti el agua (viva), no vayas a perder endurecido las huellas de Sus dedos. Mas si conservas la trabazón (del Espíritu), subirás hasta lo perfecto. El arte de Dios esconderá el limo que hay en ti. Su Mano dará forma en ti a la subs-tancia; te bañará por dentro y por fuera con oro puro y con plata; y de (tal) suerte te adornará que el propio Rey codicie tu hermosura (cf. Sal 44,11). Mas si obdurado rechazas enseguida Su arte, y eres ingrato con El (acusándole) por haber sido hecho hombre (y no “dios”), con tu ingratitud para Dios pierdes a la vez Su arte y vida. Pues propio es de la benignidad de Dios hacer; y propio de la naturaleza del hombre ser hecho. Si pues le ofrendas a Él lo que es tuyo, a saber la fe en Él y la sumisión, recibirás Su arte y serás obra perfecta de Dios.

Pues primero has de mantenerte en el nivel de hombre, para luego participar en la gloria de Dios, es la misma secuencia de Pablo; primero el cuerpo animal, después el espiritual, pri-mero en el nivel de hombre (terreno e imperfecto, se entiende), para luego participar de la gloria de Dios (como hombre celeste y perfecto). No es la obra de la razón ni de la ética ni de las virtudes del alma gobernadas por la caridad; no es el resultado del alma que ama a Dios y al prójimo y a sí misma y a su infe-rior la carne (como en Alcuino); es el resultado de Dios que ama por encima de todo al hombre hecho de carne para que en carne lleve la imagen del hombre celeste. Es la obra de Dios. Es

509 Cf. A. ORBE, Teología de San Ireneo IV, Madrid, 1996, pp. 523-525.

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la obra del Espíritu Santo, que brota del hombre celeste, para configurar nuestro barro, para continuar plasmando, quien plasmó al primer hombre y al último. Carne plasmada, pero no como en Plotino, por demiurgos o por la sombra de alma, in-capaces de plasmar como Dios, sino plasmada por Dios; al principio, por mediación del alma, cuerpo psíquico, al final, por invasión del Espíritu, cuerpo espiritual. Carne plasmada por dentro y por fuera, no como en Plotino, donde la plasmación requería agente interno; aquí, por el contrario, el hombre no puede labrarse a sí mismo, ni siquiera valiéndose de la parte más excelente de su alma. Es inútil. Requiere la intervención de quien, desde fuera, pueda y quiera modelar por dentro y por fuera (es decir, de modo plástico, visible) la imagen y semejanza de Dios sobre la carne: te bañará por dentro y por fuera, con oro puro y con plata. Ireneo se recrea en lo plástico, en las antípodas de Plotino y más lejos aún de los gnósticos. Plotino se avergonzaba de vivir en el cuerpo; Pablo se alegraba de vivir en lo débil.

En suma, obtendríamos de toda esta reflexión una serie de notas que deberían entrar en la definición de alma. A saber: el alma ha de ser libre, pues sólo en un camino de libertad la carne será poseída por el Espíritu Santo; es indispensable en el plan de salvación como mediadora entre el Espíritu y el barro; no es lo sustantivo del hombre, pero, el hombre no llegará ser hombre sin el alma; el alma, a su vez, es incapaz de conducir al hombre hasta el final, pero su papel es imprescindible para poner en marcha a Adán y hacerle sujeto capaz de gracia y de obediencia. El alma, finalmente, no es la Vida, aunque no por eso sea mortal. La inmortalidad del alma está en función de la Vida eterna concedida al cuerpo de Cristo, a la Iglesia, a la carne resucitada. El alma no muere, siendo simple en su esencia, porque así lo quiere Dios que pensó todo en función de que fuéramos, en Jesucristo encarnado y glorificado, santos e irreprochables ante Dios por el amor (cf. Ef 1,4). El plan de salvación aludido por Pablo tiene en mente hombres de carne, no una colección de almas.

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La voz de la carne y la voz de Dios No quiero olvidarme de Epicuro, ni de Porfirio, ni de

Pitágoras. Al parecer, todos identificaron el grito de la carne: no tener hambre, no tener sed, no tener frío. Y lo hicieron con acier-to. Cada uno lo resolvió por caminos distintos, pero no identi-ficaron, con el mismo tino, sin embargo, la respuesta de Dios.

También la Escritura transmitía la experiencia de finitud y de deseo de la carne. Más de una vez, sorprende la Escritura al pueblo sediento, a la mujer sedienta en busca de agua, al mismo Jesús sediento: Tengo sed. Pero al deseo de la carne no responde el juicio limitado del alma, como en Epicuro; o la huida ascendente de ésta, como en Plotino o Porfirio; al deseo de la carne responde el don del Espíritu. El salmista lo intuía (Sal 62,1): “Oh, Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua”. No pensemos figuradamente; sino tal cual. La carne sedienta de Epicuro y Plotino es la misma carne del salmista, de la samaritana, de nosotros, de Jesu-cristo. A ella va dirigida la promesa de Jesús:

En el último día grande de la fiesta Jesús estaba en pie y gritó, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí; beba, el que crea en mí; ríos de agua viva brotarán de su seno. Esto decía refiriéndose al Espíritu que habrían de recibir los creyentes en Él; pero aún no había Espíritu, porque no había sido glorificado (Jn 7,37-39).

La Escritura sorprende también el hambre; el hambre de Elías, deseando morir, solo y cansado; el hambre de la muche-dumbre que seguía a Jesús... De nuevo, la carne queda medida no por su solo deseo, no por la respuesta del alma, sino por la respuesta de Dios:

Jesús les respondió: Yo soy el pan de vida; el que venga a mí no tendrá hambre, el que crea en mí, no tendrá sed jamás (Jn 6,35).

Ahí se sacia el hambre del hombre; no en la satisfacción del genérico comer. El deseo del hombre es específicamente ne-

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cesario, no como en Epicuro. El hombre sólo se sacia comiendo el cordero pascual; ahora en sacramento; después, en realidad. Y se sacia infinitamente; no hay que frenar los deseos de la carne, pues quien satisface es el dueño de las leyes. Dios man-da sobre la ley, no la ley sobre Dios. No pensó Dios las leyes para plasmar después al hombre en un mundo férreo físico; sino que pensó primero al hombre glorioso, para después dotar al hombre de unas leyes que, en su incapacidad de completar al hombre, tuviesen que ser superadas por gracia y recordasen continuamente a éste que toda su existencia es puro don de la liberalidad de Dios.

Se siembra en debilidad, en corrupción, en deshonra; se siembran en tierra muertos que gritan hambre, sed y tienen frío, resucitan en carne poderosa, incorrupta, gloriosa, sin ham-bre, sin sed, sin frío:

Y oí una gran voz del cielo, que decía: “El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron”. El que estaba sen-tado en el trono dijo: “Yo hago nuevas todas las cosas”. Me dijo: “Escribe, porque estas palabras son fieles y verdaderas”. Y me dijo: “Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tiene sed, le daré gratuitamente de la fuente del agua de vida” (Ap 21,3-6).

Quisiera remediar las necesidades de todos los pueblos, era el Espíritu Santo quien hablaba por Joaquina. Es la ines-perada y esperada respuesta de Dios a la voz de la carne. El grito de Epicuro no se resuelve rebajando el deseo infinito de la carne, ni huyendo del mundo, sino acudiendo al cuerpo glorioso de Cristo, presente misteriosamente en el mundo, por el don del Espíritu Santo.

Desde nuestra perspectiva, habría que afirmar que el alma es presupuesto sine qua non para la historia de la salva-ción, que repercutirá, ciertamente, en lo más débil –que no es el alma– para mostrar ahí, en lo más frágil –la carne– la fuerza. Alma, por tanto, si se quiere hablar así, ad usus carnis; y no

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corpus ad usus animae, como insisten repetidamente tantos medievales. Alma para realizar las operaciones del Espíritu en la carne y no cuerpo para realizar las operaciones del alma. Alma libre para responder meritoriamente a la gracia que envuelve toda acción buena del hombre. Alma inmortal para la resurrección de la carne; para reincorporarse y reunirse en el hombre que suspendió la muerte. Alma o almas que, aun “vien-do” (?) inmediatamente y “beatíficamente” a Dios, no gozará(n) nunca de la plenitud del Espíritu Santo si no está(n) unida(s) al cuerpo glorioso y completo de Cristo, que es la Iglesia510.

En definitiva, todo lo que digo de la carne lo puedo afir-mar siempre sobre el hombre; algo que, en cambio, no sucede con el alma. Como botón de muestra, toquemos dos puntos. En Gn 2,7a encontramos al cuerpo inanimado, al hombre inanimado y al alma inexistente. En la muerte común, tenemos al cuerpo (o carne) muerto, al hombre muerto y al alma superviviente. Esta inadecuación de alma y hombre debería bastar para no identifi-carlos más, ni siquiera para otorgar al alma el papel predo-minante en la definición del hombre. Tal vez, todavía hoy creemos, como Alcuino, que la carne es algo evidente, que todos sabemos lo que es, y quedamos deslumbrados ante las definicio-nes de cuño platónico. Me pregunto si estos autores medievales, cuando despachaban tan ligeramente la carne, no se hacían ya ahí mismo incapaces de entender el alma. La revelación cristia-na, en cambio, se empeña en presentarnos el amor de Dios por el hombre, hecho de barro a su imagen y semejanza. No procede presumir acerca de la carne, sin haber atendido antes, libres de prejuicios paganos, a las fuentes de la revelación. Me limito a sugerir, entre muchas otras posibilidades, esta página de Tertu-

510 Una cosa es, ciertamente, “ver” angélicamente (aquí concuerdo

con Alcuino, la vida de almas es vida angélica), otra muy distinta, es ver con la visión propia del Unigénito, que es visión de Hijo, no de ángel, visión que por gracia se derrama sobre el cuerpo glorioso de la Iglesia, no sobre la colección de almas singulares. Ésta es la vida del hombre, no vida de ángeles (como sostenía Alcuino), sino vida de dioses: Seréis dioses, hijos del Altísimo todos. El hombre, poco inferior a los ángeles, coronado por encima de ellos (cf. Hb 2,7-9).

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liano con la que pretendo poner punto final511: Así pues, resumiendo, aquella carne que Dios construyó con sus manos a imagen de Dios; aquélla que animó con su soplo a imagen de su vivacidad; aquella que ha puesto al frente de toda la creación; aquélla que revistió con sus sacramentos y su disciplina, cuya pureza él ama, cuyos sacrificios aprueba, cuyas pasiones estima; dime, ¿acaso no resucitará, algo que ha sido tan a menudo de Dios? ¡Jamás!, ¡jamás que Dios a la obra de sus manos, a la preocupación de su ingenio, al recipiente de su soplo, a la reina de su creación, a la he-redera de su liberalidad, a la sacerdotisa de su religión, a la soldado de su testimonio, a la hermana de su Cristo, degrade con la corrupción eterna! Sabemos que Dios es bueno; aprendemos por Cristo que sólo Él es óptimo. Él, que manda después de amar a Dios, amar al prójimo, él mismo hace también lo que ordena y ama a la carne que, de tantas maneras, es su prójima. Pues aunque esté débil: La fuerza se realiza en la debilidad; aunque enferma, el médico lo necesitan sólo los enfermos; aunque deshonesta, rodeamos de mayor honor a las partes menos honorables; aunque perdida, yo vine –dice– a salvar lo que se había perdido; aunque pecadora, prefiero –dice– la salud del pecador antes que su muerte; aunque dañada, yo heriré –dice– y curaré. ¿Por qué repruebas a la carne, aquellas cosas que aguardan a Dios, que esperan en Dios? Aquello que recibe su ayuda es honrado por Él. Me atrevería a decir que si estas cosas no sucediesen con la carne, la bondad, la gracia, la misericordia y toda fuerza bienhechora de Dios habrían sido en vano (TERTULIANO, De resurrectione carnis IX).

Muchas gracias por su atención.

511 Cf. texto latino, Tertulliano. La resurrezione della carne, ed. P.

Podolak, Brescia, 2004, pp. 56. 58.

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LA SÍNTESIS DE TOMÁS DE AQUINO SOBRE EL ALMA Y LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA

GERARDO DEL POZO ABEJÓN FACULTAD DE TEOLOGÍA “SAN DÁMASO”

MADRID

La Constitución Gaudium et spes del Vaticano II presen-ta al hombre como «ser uno en cuerpo y alma» (corpore et anima unus)

512. Esta fórmula constituye el punto de llegada de un largo proceso de decantación magisterial y teológica de la antropología subyacente a la Biblia, en confrontación, primero, con la filosofía griega y, luego, con diversas teorías modernas. La síntesis de Tomás de Aquino sobre la constitución del hombre como unidad substancial de cuerpo y alma hunde sus raíces en ese proceso: es un fruto madurado y granado en el surco abierto por el discernimiento de la tradición magisterial y teológica precedente. De ella recibe Tomás los elementos esen-ciales, pero él los repropone en una nueva síntesis clara, a la altura de su tiempo y llamada a perdurar. El magisterio de la Iglesia, la teología católica y, en general, la filosofía cristiana posteriores a él se han inspirado frecuentemente en ella o, al menos, la han tenido como punto de referencia.

Tomás desarrolla la doctrina sobre el alma en una serie de escritos de índole filosófica: el comentario al De anima de Aristóteles513, las cuestiones disputadas De mente514, De ratione

512 GS 14 a. 513 In Aristotelis libros De Anima Comentarium, Marietti, Turín, 1959. 514 “De mente”: en SANTO TOMÁS DE AQUINO, Opúsculos y cuestiones

selectas. II Filosofía (II), BAC, Madrid, 2003, 15-127.

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superiori et inferiori515, De anima516, De spiritualibus creaturis517, y el tratado De unitate intellectus518. Estos escritos son filosofía en cuanto ya los filósofos antiguos se ocuparon del alma y él elabora su doctrina argumentando racionalmente y, por tanto, con la esperanza de encontrar asentimiento incluso entre quie-nes no profesan la fe cristiana; pero se trata de una filosofía cristiana, en cuanto tiene en la Revelación interpretada por la Iglesia la regla suprema de verdad con la que verifica los hallaz-gos de la razón, de suerte que excluye, por principio, toda opi-nión filosófica incompatible con ella. Así, por ejemplo, en las cuestiones De anima apela con toda naturalidad al libro De ecclesiasticis Dogmatibus, para excluir las opiniones filosóficas incompatibles con la fe cristiana519.

Pero Tomás es ante todo un maestro en “sacra doctrina” (resp. teología) que lee y se inspira en la “sacra pagina” (resp. la Escritura) en donde se da a conocer sin error la Revelación di-vina. Como tal maestro se propone trasmitir y defender en sín-tesis teológicas (Summa Theologiae y Summa contra Gentes: a partir de ahora ST y ScG respectivamente) todo lo relativo a la religión cristiana y a la verdad católica, si bien en cuanto in-cluye la parte de verdad que los hombres han descubierto por el recto ejercicio de la razón (filosofía). Tomás se sirve minis-terialmente de la filosofía del alma en sus lecturas de la Es-critura y la integra en las mencionadas síntesis teológicas520 con la espontaneidad con la que lo natural se integra en lo so-

515 “De ratione superiori et inferiori”: en SANTO TOMÁS DE AQUINO,

Opúsculos y cuestiones selectas. II Filosofía (II), BAC, Madrid, 2003, 139-190.

516 “De anima”: en SANTO TOMÁS DE AQUINO, Opúsculos y cuestiones selectas. I Filosofía (1), BAC, Madrid, 2001, 401-668.

517 “De spiritualibus creaturis”: en SANTO TOMÁS DE AQUINO, Opús-culos y cuestiones selectas. I Filosofía (1), 677-824.

518 “De unitate intellectus”: en SANTO TOMÁS DE AQUINO, Opúsculos y cuestiones selectas. I Filosofía (1), 113-183.

519 GENNADIUS, De ecclesiasticis Dogmatibus: PL 58, 984: De anima, a. 11 sed contra.

520 ST I, 75-102; ScG II, 56-101.

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LA SÍNTESIS DE TOMÁS DE AQUINO SOBRE EL ALMA

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brenatural y se pone a su servicio, es decir, sin que sea violen-tados –sino más bien potenciados y dinamizados– su estructura y dinamismo internos. No podía ser de otro modo teniendo en cuenta que Dios ha elevado al hombre destinándole al orden sobrenatural de la gracia y amistad con él, y que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios y, por tanto, no pueden contradecirse521. En definitiva, la clave suprema para interpretar la síntesis tomista sobre el alma no es la filosofía, sino la teología, pero no en cuanto ésta se opone a aquella, sino en cuanto se sirve de ella, la incorpora y así la perfecciona y lleva a su plenitud.

I. LA TRADICIÓN ECLESIAL QUE LLEGA A TOMÁS La tradición eclesial que llega a Tomás tiene su fuente y

su regla de verdad, en primer lugar, en la Sagrada Escritura, que trasmite sin error la Revelación divina522; en segundo lugar, en el magisterio de la Iglesia, que interpreta infaliblemente la Escritura523; y, en tercer lugar, en los Santos (Padres) y Docto-res de la Iglesia en cuanto nos trasmiten la tradición eclesial y están subordinados a la autoridad de las Escrituras canóni-cas524 y de la Iglesia525.

Tanto el magisterio como los Santos (Padres) y Doctores de la Iglesia han tenido que expresar y comunicar la Revelación divina en diálogo con la filosofía griega y usando sus mismas categorías. Por eso, el teólogo Tomás de Aquino recurre también a la razón humana y a los filósofos, no para demostrar la fe, lo cual quitaría el mérito a la misma, sino para esclarecer otras cosas que se trasmiten en la tradición eclesial, «pues como la

521 ScG IV, 7. 522 ST I, 1, 8 ad 2. 523 ST II-II, 1, 9; 2, 6 ad 3; 5, 3; Ql 9, q. 8, a. 1. 524 ST I, 1, 8 ad 2. 525 “Quia et ipsa doctrina Catholicorum Doctorum ab Ecclesia auc-

toritatem habet” (ST II-II, 10, 12 resp.).

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gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona, conviene que la razón natural esté al servicio de la fe, lo mismo que la inclinación natural de la voluntad sirve a la caridad. Y por eso dice el Apóstol: “reduciendo a cautividad todo pensamiento en obsequio de Cristo” (II Cor 10, 5); y de aquí viene que la doctri-na sagrada utilice también la autoridad de los filósofos, en lo que por la razón natural alcanzaron de la verdad; y así San Pablo cita esta frase de Arato: “Como dijeron algunos de vues-tros poetas, somos de raza divina” (Hech. 17, 28). Sin embargo, la sagrada doctrina utiliza estas autoridades como argumentos extraños y probables»526.

La Escritura habla con toda propiedad del alma de Cris-to (Mt 26, 38), así como del cuerpo, alma y espíritu del hombre (Tes 5, 23; Hebr 4, 12). Algunos tomaron ocasión de esta dis-tinción entre alma y espíritu para decir que en el hombre hay dos almas: una que anima al cuerpo y está mezclada con san-gre, y otra, que es espiritual y está al servicio de la razón. Pues bien, en este punto Tomás se guía por el libro De Ecclesiasticis Dogmatibus527, según el cual la fe cristiana enseña que no hay dos sino una sola alma, que por su unión con el cuerpo vivifica a éste y por la razón se gobierna a sí misma. Tomás comenta que la Escritura distingue entre alma y espíritu, no como dos almas, sino como dos potencias o tipos de operaciones de una misma alma, según actúe con o sin el cuerpo528.

La Biblia nos da a conocer también algunos datos sobre el origen y destino del hombre y sobre la providencia de Dios con él, que, en su conjunto, llevan implícita la antropología de la unidad dual del hombre (ser uno en cuerpo y alma): que, a la luz de la providencia de Dios en el estado de justicia original, la muerte actual del hombre aparece como pena del pecado (Rm 5, 12); que en la muerte el hombre emigra del cuerpo, e inme-diatamente después se encuentra con Cristo, es juzgado y, en

526 Ibid. 527 SANCTUS THOMAS, In I Tessalonicenses V, 23, lec. II: n. 137; Ad

Hebraeos 4, lect. II: ed. Marietti, n. 222. 528 SANCTUS THOMAS, Ad Hebraeos 4, lect. II: n. 222; In I

Tessalonicenses V, 23, lec. II: ed. Marietti, n. 137.

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consecuencia, premiado con la visión de Dios o castigado según sus obras (Flp 1, 21-24; II Cor 4, 17-18; 5, 1-10; Lc ; 16, 19-31; 23, 42; Jn 14, 1-3; Apo 6, 9-11); y que debe esperar hasta el final de los tiempos para que el cuerpo pase a participar de su suerte definitiva por la resurrección (1 Cor 15)529. Tomás comenta todos estos textos, los contrasta con la filosofía y descubre en ellos la confirmación no sólo de la concepción del hombre como ser uno en cuerpo y alma, sino también de la inmortalidad de ésta y de la participación del cuerpo en la suerte definitiva del hombre a partir de la resurrección final.

El magisterio de la Iglesia, por su parte, también habla del alma de Cristo, del alma racional del hombre, de su unión con el cuerpo, de su creación inmediata por Dios y de la resurrección de los muertos al final de los tiempos. En efecto, ya desde Nicea la Iglesia expresó su fe en Cristo como verda-dero hombre diciendo que asumió la naturaleza humana com-pleta, es decir, el alma racional y el cuerpo530. Por lo que se refiere a la cuestión del alma, Tomás va a prestar atención especial a la herejía de Apolinar de Laodicea. Utilizando la antropología de Platón y aceptando la definición de Nicea, Apolinar creía poder salvar la unidad de la persona divina de Cristo diciendo que el Verbo divino hacía en él las veces del alma racional o intelectual. Encontramos su condena en el Tomus Damasi del a. 382:

Anatematizamos a quienes dicen que el Verbo habitó en el cuerpo humano, haciendo las veces de alma racional e inte-ligente del hombre; puesto que él es el Hijo y el Verbo de Dios, y no habitó en su cuerpo haciendo las veces de alma racional e inteligente, sino que asumió y salvó nuestra alma

529 Sobre estas cuestiones expuestas al hilo del comentario a dichas

citas bíblicas cf. ScG IV, 91. 530 El símbolo de San Epifanio del a. 374 (DH 44); el símbolo mayor

de la Iglesia armenia (DH 48); el símbolo pseudo-atanasiano Quicumque de entre 430 y 500 (DH 76), la carta de San Cirilo a Nestorio del 22 de junio de 431 (DH 250), la carta de León Magno a Flaviano de Constantinopla del 13 de junio de 449 (DH 292), la definición de Calcedonia de octubre-noviembre de 451 (DH 301).

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libre de pecado, es decir, el alma racional e inteligente531.

En la carta Licet per nostros a Julián de Cos (13 de junio de 449), León Magno se sirve de la unión de cuerpo y alma en el hombre para ilustrar la no contradicción y posibilidad real de la Encarnación del Hijo de Dios532. En el canon 4 del Concilio II de Constantinopla (del 5 de mayo al 2 de junio de 553) se condena a los que niegan que la unión de Dios-Verbo con la carne, animada de un alma racional y pensante, se ha realizado según una unión de las partes en la persona533. El canon 2 del Concilio primero de Letrán (octubre del año 649) condena a los que niegan que Cristo, el Verbo-Dios, «vendrá con el esplendor del Padre con la carne asumida por él y su alma intelectual a juzgar a vivos y muertos»534.

Respecto al alma del hombre en general, la primera intervención del magisterio es la del primer concilio de Toledo (hacia del año 400 aproximadamente). Condena la doctrina priscilianista según la cual el alma humana es una parte de Dios o la misma sustancia de Dios y no se da una resurrección de la carne535. El Sínodo de Braga del año 561 condenó con más energía aún esta doctrina priscilianista536.

En la carta Bonum atque iucundum a los obispos de las Galias (23 de agosto del año 498) enseña Atanasio II que el alma no puede ser producida por los padres. Tiene que ser obra de Dios. El hombre ha sido creado a imagen de Dios y esta semejanza sólo puede venir de Dios, que no cesa de actuar. El

531 DH 72. 532 «¿Pero por qué debe parecer inconveniente o imposible que el

Verbo y la carne y el alma sea el único Jesucristo y el único Hijo de Dios y del hombre, si carne y alma, que son de naturaleza desemejante, cons-tituyen una única persona incluso sin considerar la encarnación del Verbo?» (DH 297).

533 DH 424. 534 DH 502. 535 «Si quis (...) crediderit corpora humana non resurrectura (resur-

gere) post mortem, anatema sit. Si quis (...) crediderit, animam humanam Dei portionem vel Dei esse substantiam, anatema sit» (DH 200-201).

536 DH 455-464.

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que ahora infunde las almas es el mismo que llama a la exis-tencia aquello que no es nada (Rm 4, 17)537. Un sínodo de Constantinopla de 543 condena la tesis de Orígenes según la cual las almas «preexisten a los cuerpos de forma que primero fueron inteligencias y potencias santas; pero se hastiaron de la divina contemplación y se volvieron hacia algo inferior; por este motivo se enfriaron en el amor de Dios, y por ello fueron llama-das en griego Y u c a . s, es decir, almas; y para castigarlas fueron arrojadas a los cuerpos; si alguien dice o piensa así, sea ana-tema»538. El primer concilio de Braga condena la concepción origenista de Prisciliano539.

El Concilio IV de Constantinopla (octavo Concilio Ecu-ménico) de 870 defiende la doctrina tradicional, según la cual el hombre tiene una sola alma racional e intelectual. En conse-cuencia, no sólo está condenado el principio maniqueo de las dos almas, una mala de origen sensitivo, y otra buena, origen de la vida intelectual, sino también el principio apolinarista que consideraba realmente distintas el alma intelectual y el alma sensitiva del hombre540. Tomás también remite varias veces al error de los griegos, según los cuales las almas de los santos no se encuentran directamente con Cristo ni son premiadas o cas-tigadas según sus obras inmediatamente después de morir541. Ciertamente nadie puede llegar a la gloria sin haber sido pre-viamente purificado de sus manchas. Ahora bien, como algunos tienen en el momento de morir unas manchas que no les hace merecedores del infierno, han de ser purificados antes de entrar en la gloria542.

La presentación del hombre como unidad de cuerpo y alma aparece también en la última declaración dogmática sobre el tema con la que se encuentra Tomás de Aquino: la del Con-

537 DH 360. 538 DH 403. 539 DH 456. 540 DH 657. 541 SANCTUS THOMAS, De rationibus fidei contra saracenos, graecos et

armenos, c. 9: ed. Marietti, n. 1016. 542 SANCTUS THOMAS, o. c., n. 1017.

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cilio IV de Letrán (del 11 al 30 de noviembre de 1215) contra el dualismo metafísico y antropológico de cátaros y albigenses: «Creemos firmemente que hay un solo Dios verdadero (...) crea-dor de todos los seres, tanto visibles como invisibles, espiri-tuales y corporales (...); y después, la criatura humana que, compuesta de espíritu y cuerpo, las abraza, en cierto modo, a las dos»543.

Tomás encuentra gran parte de las enseñanzas del magisterio de la Iglesia en el libro De ecclesiasticis Dogmatibus. Parece que su autor es Genadio de Marsella, un presbítero semipelagiano del siglo V. Según este libro, la fe católica enseña que en el hombre no hay dos almas (como enseñaron Jacob y otros sirios), una, que es animal, anima al cuerpo y está mez-clada con sangre, y otra, que es espiritual y está al servicio de la razón, sino que hay una sola alma, que por su unión con el cuerpo vivifica a éste y por la razón se gobierna a sí misma544; que el alma humana no es generada por los padres sino creada directamente por Dios545 en el momento de ser infundida al cuerpo546; y que sólo el alma humana, y no la de los animales, es substantiva y puede vivir separada del cuerpo547. Todas enseñanzas que llegan a Tomás a través de este libro como dog-mas eclesiales constituyen para él puntos firmes de su síntesis. Por este libro conoce también la herejía de Apolinar de Laodicea (a. 310-390), que, como he dicho, en principio es cristológica,

543 DH 800. 544 «Neque duas animas esse dicimus in uno homine, sicut Iacobus

et alii Syrorum scribunt, unam animalem, qua animetur corpus, et immixta sit sanguini, et alteram spiritualem, quae rationem ministret; sed dicimus unam esse et eandem animam in homine, quae et corpus sua societate vivificet, et semetipsam sua ratione disponat» (GENNADIUS, De ecclesiasticis Dogmatibus, cap. 15: PL 58, 984: ST I, 76, 3 sed contra; 77, 8 sed contra).

545 GENNADIUS, De ecclesiasticis Dogmatibus, cap. 18: PL 58, 984: ST I, 118, 2 sed contra.

546 GENNADIUS, De ecclesiasticis Dogmatibus, cap. 16: PL 58, 984-985: ST I, 118, 3 sed contra.

547 GENNADIUS, De ecclesiasticis Dogmatibus, cap. 16: PL 58, 984: ST I, 75, 3 sed contra.

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LA SÍNTESIS DE TOMÁS DE AQUINO SOBRE EL ALMA

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pero que conlleva también un error antropológico sobre el alma: supone que en el hombre existen dos almas distintas: una sensitiva y otra intelectual.

II. LA RECEPCIÓN CRÍTICA DE LA TRADICIÓN FILOSÓFICA DE PLATÓN Y ARISTÓTELES

La antropología de la unidad dual del hombre (ser uno

en cuerpo y alma) y la tradición eclesial sobre el alma recibida por Tomás se han ido gestando en el encuentro del cristianismo con la filosofía griega. Este encuentro no supuso la helenización del cristianismo como sostenía A. Harnack y repiten todavía hoy algunos autores. Ciertamente el encuentro obligó al magis-terio y teología cristianos a pensar y proponer el mensaje del Evangelio con las categorías griegas. Pero los Concilios, los Santos Padres y los Doctores medievales no se limitaron a ha-cer este trasvase del contenido de unas categorías a otras, sino que llevaron a cabo una obra de discernimiento entre los ele-mentos comunes y las diferencias de la filosofía con la Reve-lación. Esa labor ayudó a sacar a la luz plena lo que estaba implícito o era meramente propedéutico en los filósofos anti-guos. Pero ayudó también a explicitar los elementos relativos a la constitución ontológica del mundo y del hombre que a veces estaban implícitos en la Biblia, como los que hemos señalado al principio. Ayudó a descubrir con mayor claridad la distinción entre el Creador y las criaturas y la contingencia del mundo; y, más concretamente, ayudó a descubrir que, si el hombre, a diferencia de las demás criaturas visibles, ha sido creado a imagen de Dios, es “capax Dei” y está llamado a comunión con Él (Biblia), es porque Dios mismo le ha infundido un alma espiritual e inmortal.

Durante mucho tiempo, el platonismo (resp. platonismo) fue el instrumento e interlocutor filosófico privilegiado de los autores cristianos. Pero la asunción del platonismo sin sufi-ciente discernimiento crítico por parte de algunos dio origen a diversas crisis teológicas y de fe dentro de la Iglesia: por ejem-

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plo, las crisis que tienen lugar del siglo IV al IX en el ámbito de la cristología. Estas crisis pusieron de relieve la inadecuación de la participación formal platónica, que llevaba a pensar que la forma superior (en este caso, la divinidad del Verbo) reemplaza a la forma inferior (en este caso, la humanidad asumida por el Verbo) como principio de ser, de actuar y de individuación. Tal es el significado de las herejías apolinarista, monofisista, mo-noenergista, monotelita e iconoclasta, según las cuales el Verbo divino reemplaza respectivamente al alma racional e intelectual, a la naturaleza, a la operación, a la voluntad o a la indivi-duación corporal del hombre por él asumido. Esto explica que algunos autores posteriores a Calcedonia comiencen a incor-porar elementos filosóficos aristotélicos a su teología: baste mencionar a san Basilio, el Pseudo-Dionisio, Nemesio de Edesa, Máximo el Confesor, san Teodoro Estaudita y, sobre todo, Boe-cio y san Juan Damasceno548.

Cuando Tomás lleva a cabo la tarea de introducir el aristotelismo como instrumento e interlocutor filosófico privile-giado de su teología, encuentra apoyo en algunos de estos auto-res, principalmente en Boecio y Juan Damasceno. Pero, pese a las correcciones que se le habían hecho por parte de algunos, el modelo antropológico platónico continuaba siendo dominante en su tiempo. La misión histórica de Tomás va a consistir en confrontarse sistemáticamente con la antropología platónica y, más en general, en sustituir el platonismo por el aristotelismo como instrumento e interlocutor filosófico de la teología. Es lo que se observa en su síntesis sobre el alma. Tomás lleva a cabo en ella una cuidadosa decantación del instrumento filosófico hasta convertirlo en piedra clave de su teología. Esa decanta-ción conlleva una crítica sistemática de la antropología plató-nica y de su recepción teológica. El resultado es una pequeña obra maestra no sólo de su teología y su filosofía, sino también de la teología y filosofía cristiana en general.

548 Cf. S. LILLA, “Aristotelisme”, en Dictionnaire encyclopédique du

christianisme ancien, París, 1990, 235-237.

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LA SÍNTESIS DE TOMÁS DE AQUINO SOBRE EL ALMA

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Platón considera que el alma es el principio de la vida549 y que el hombre tiene una triple alma: la racional, la pasional y la concupiscible550. El alma racional es inmaterial551, inmortal y eterna552. Su unión con el cuerpo es violenta, accidental, como la del barquero con la nave o la del caballero con el caballo553. Por eso, Platón no incluye el cuerpo en la definición del hom-bre: “el hombre es su alma”554. Tomás recibe de Platón sobre todo la idea de que el alma humana es, de desde un cierto pun-to de vista, libre del cuerpo y puede realizar determinadas ope-raciones propias y sobrevivir sin él.

La tradición pluriformista platónica es repropuesta por Plotino. Éste enseña que en el hombre hay tres principios diversos y separables: el entendimiento (o espíritu), el alma y el cuerpo555; que el alma vivificante no da al cuerpo el ser cor-póreo556, o lo que es lo mismo, que hay una forma propiamente corpórea; y que la forma de un cuerpo está compuesta de otras formas557. La doctrina neoplatónica del pluralismo de las formas influyó en los intelectuales del siglo XIII a través de la Fons vitae de Avicebrón y era la doctrina común o más exten-dida cuando aparece Tomás de Aquino en la escena intelectual y defienda la unicidad del alma en el hombre558.

Frente a la teoría platónica, Aristóteles intenta aclarar el papel que el alma juega como forma del cuerpo. Ese papel está claro en la estructura y función de los sentidos externos e in-ternos. Pero en la tercera parte de su De anima, indica aspec-tos ontológicos esenciales del proceso cognoscitivo superior que

549 Fedro, 245 d. 550 Timeo, 41 a-73 a. 551 Fedro, 247 c; Fedón, 76 c; 78 c y d. 552 Leyes, 726 a; Rep., 611; Fedón, 70 ss. 553 Fedro, 246 a, 247 c. 554 Alcib. I, 130 a. 555 Enn. VI, 1, 7, c 6: Didot, 479. 556 Enn. IV, 1, 3, c 20-21: Didot, 211-212. 557 Enn. VI, 1, 3, c 8: Didot, 416. 558 Cf. JUAN CRUZ CRUZ, Ontología del alma humana, en TOMÁS DE

AQUINO, Cuestiones disputadas sobre el alma, Eunsa, Pamplona, 1999, XVI.

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no se agotan en el papel que desempeña el alma como forma del cuerpo. Son los que definen la inmaterialidad y la intem-poralidad del conocimiento. Pero esos caracteres no parecen compatibles con el alma como forma del cuerpo, sino que hacen pensar en una inteligencia activa que no se une con ella subs-tancialmente. En efecto, Aristóteles admite que hay en el hom-bre operaciones cognoscitivas que sólo una sustancia intelec-tual puede realizar. Pero una sustancia intelectual es una sustancia separada y, por tanto, incorruptible. Por tanto, las formas naturales, en las que se incluye el alma humana, no son sustancias separadas y, por tanto, desaparecen cuando se desintegra el compuesto de alma y cuerpo. Según esto, Aristó-teles no parece inclinado a atribuir al alma humana la nota de sustancia intelectual individual. La inmortalidad corresponde a la sustancia intelectual separada; y, por tanto, el alma forma del cuerpo es corruptible y perecedera. En todo caso, ése es el camino que va a seguir Averroes cuando defiende, a partir de algunos textos de Aristóteles sobre el entendimiento, que el ser humano posee no sólo cuerpo y alma-forma del cuerpo, sino también un alma independiente del cuerpo en su ejercicio y superior a una simple forma substancial: el intelecto. Ese inte-lecto es una sustancia inmortal que entra en contacto y comu-nicación con nuestra alma, pero no en la composición de nuestra individualidad concreta e inmortal. Sólo este intelecto es inmortal. El alma-forma del cuerpo muere con el cuerpo. Se trata de una doctrina incompatible con la promesa cristiana de una pervivencia individual559. Avicena, por su parte, había in-tentado una síntesis antropológica capaz de salvar al mismo tiempo la inmortalidad platónica del alma y la unidad aristo-télica del compuesto humano. Su tesis puede ser resumida en estos términos: en sí misma considerada, el alma es espiritual e inmortal; en cuanto forma del cuerpo, deja de existir cuando éste se destruye. Estas dos interpretaciones ejercieron gran in-

559 Cf. ALAIN DE LIBERA, Introduction, en THOMAS D´AQUIN, L´unité de

líntellect contre les averroïstes, ed. A. de Libera, GF-Flammarion, París, 1997, 9-73.

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flujo en muchos teólogos de su tiempo. Pero Tomás combate enérgicamente la primera e intenta hacer ver que la segunda está teñida de un eclecticismo superficial, que a la postre no explica metafísicamente la unidad del hombre.

Ante este panorama tan enredado, Tomás siente la nece-sidad de abordar la cuestión del alma desde la base filosófica y reconstruir completamente la solución en ése ámbito. Fue el suyo un esfuerzo filosófico típicamente cristiano: tiene en cuen-ta dimensiones del origen y destino del hombre y de los aconte-cimientos de la historia de salvación de Dios con él, que sólo conocemos por la Revelación divina, pero en la elaboración doctrinal procede con argumentos de razón. El resultado es una verdadera filosofía cristiana, acorde con la Revelación y el dog-ma cristiano y adecuada para poner de relieve su densidad ontológica e implicaciones metafísicas.

La reconstrucción tomista utiliza la terminología y los principios aristotélicos: el principal de todos es que el alma intelectiva es la única forma del cuerpo; pero manteniendo su inmortalidad individual, que hasta entonces venía salvaguar-dada adecuadamente sólo en la filosofía platónica. Lo consigue diciendo que el alma «n’est ni une substance qui jouerait le rôle de forme, ni une forme qui ne saurait être une substance, mais une forme qui possède et confère la substantialité»560. O tam-bién que el alma intelectual del hombre es algo inmaterial, sub-sistente e incorruptible, y, al mismo, tiempo forma del cuerpo. Toda la doctrina tomista sobre el alma humana está marcada por la paradoja de ser al mismo tiempo espíritu finito y forma del cuerpo.

III. EL ALMA HUMANA COMO ESPÍRITU FINITO Cuando Tomás aborda el tema del alma, lo primero que

intenta dejar claro es su índole espiritual y su distinción del

560 Cf. ÉTIENNE GILSON, L’esprit de la philosophie Médiévale, Vrin, París, 1998, 187.

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cuerpo. El alma es un principio subsistente e inmaterial, pero finito y, por tanto, compuesto de acto y potencia.

El alma es algo incorpóreo, concreto y subsistente En principio, y a diferencia de Agustín, cuyo interés por

el alma fue siempre por el alma humana561, Tomás, incluso cuando aborda el tema del alma humana, parte de la conside-ración general de dos tipos de cuerpos: los animados o vivos y los inanimados. Es lo que hace en ST I, 75, 1. Preguntar por el alma en este contexto significa preguntar por el principio de la vida. Ahora bien, la vida se manifiesta en una doble acción: el conocimiento y el movimiento. El principio de esta doble acción no es el cuerpo, sino el principio vital por el que el cuerpo es tal cuerpo. Y el cuerpo es tal cuerpo en acto por la presencia en él de un principio vital que llamamos alma. Por tanto, el alma, primer principio vital, no es el cuerpo, sino el acto del cuerpo562.

El alma humana, es decir, el principio vital de la vida humana, es incorpóreo y subsistente. Lo prueba analizando la acción más propia de una de las facultades, el entendimiento. El hombre puede con su entendimiento conocer la naturaleza de todas las cosas corpóreas. Esto sólo es posible si el enten-dimiento o principio de vida intelectiva no pertenece a ninguna de ellas en particular. Si el principio de esas operación poseyera una naturaleza corporal determinada, no sería más que un cuerpo entre los cuerpos, limitado a su propio modo de ser e incapaz de aprehender las naturalezas diferentes de la suya: como le gusta decir, la lengua biliosa y amarga de un enfermo no puede percibir lo dulce, ya que todo le parece amargo. El principio vital por el que se pueden conocer todos los cuerpos no puede ser un cuerpo563. Tampoco es posible que conozca a

561 Sol. 1, 2, 7. 562 ST I, 75, 1 resp. 563 ST I, 75, 2 resp.: «Quod autem potest cognoscere aliqua, oportet

ut nihil eorum habeat in sua natura; quia illud quod inesset ei naturaliter,

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través de un órgano corporal, porque también la naturaleza de ese órgano le impediría el conocimiento de todo lo corpóreo. El alma del hombre tiene operaciones substanciales indepen-dientes del cuerpo. Luego debe ser algo que subsiste en sí mis-mo, puesto que no obra más que el ser en acto y obra como lo que es564.

Tomás inicia el De anima preguntándose si el alma humana es una realidad concreta (hoc aliquid) y subsistente, y si existe separada del cuerpo. Aclara que las realidades con-cretas se dicen de los individuos pertenecientes al género de las substancias primeras. Pero a las substancias primeras les com-pete no sólo el subsistir por sí, sino también el poseer una naturaleza específica completa. Al alma humana le compete existir por sí independientemente del cuerpo, pero no posee la naturaleza específicamente humana sin el cuerpo565. Luego no es sustancia completa en sentido estricto. El llamado por Aristóteles entendimiento posible y que está abierto a todas las cosas, no depende esencialmente ni de la materia ni de nin-guna forma sensible:

Es necesario que el intelecto posible esté en potencia res-pecto de todas las cosas inteligibles por el hombre, y que sea receptivo de ellas, y por consiguiente, despojado de éstas. Porque todo lo que es receptivo de ciertas cosas y está en potencia respecto de ellas, en tanto que está en potencia respecto de ellas está privado de ellas; como la pupila, que, siendo receptiva de todos los colores, carece de todo color. Mas al hombre le ha sido naturalmente dado entender las formas de todas las cosas sensibles. Por tanto, es necesa- rio que el intelecto posible esté despojado, en cuanto tal, de todas las formas y naturalezas sensibles; y de este modo, es necesario que no tenga órgano corpóreo alguno. Pues si tu-

impediret cognitionem aliorum; sicut videmus quod lingua infirmi quae infecta est cholerico et amaro humore, non potest percipere aliquid dulce, sed omnia videntur ei amara. Si igitur principium intellectuale haberet in se naturam alicuius corporis, non posset omnia corpora cognoscere. Omne autem corpus habet aliquam naturam determinatam. Impossibile est igitur quod principium intellectuale sit corpus».

564 ST I, 75, 2 resp. 565 De anima, q. 1 resp.

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viese algún órgano corpóreo, estaría determinada a las for-mas que recibe el ojo566.

En definitiva, el alma humana tiene una operación pro-pia que no comunica con el cuerpo. Como cada ser obra en cuanto está en acto, es necesario que el alma intelectiva huma-na tenga un ser subsistente independiente del cuerpo.

Incorruptibilidad y simplicidad del alma De la capacidad de abstracción (y de su apertura hacia

Dios) se colige otra propiedad del alma intelectiva: la incorrup-tibilidad. El objeto conveniente del acto de entender es inco-rruptible, puesto que, al no estar vinculado a la materia, no está sometido a la separación de la materia y de la forma y, por tanto, no puede ser destruido567. En virtud de su fuerza de per-cepción que trasciende la realidad material, a nuestro entendi-miento se le muestran las formas de las cosas como “intelligi-biles actu”, es decir, inmateriales y, por tanto, incorruptibles568.

En este contexto se pregunta Tomás si nuestro enten-dimiento podría llegar a este conocimiento abstracto, si él mismo estuviese compuesto de materia y forma, es decir, si no lo vinculara a él mismo un parentesco básico con la inma-terialidad, con la simplicidad ontológica del objeto de su cono-cimiento. Tomás da por hecho que, sólo gracias a su inmate-rialidad, puede el entendimiento del hombre descubrir y com-prender las formas inmateriales en cuanto tales y que, por tanto, él mismo no puede componerse de forma y materia569.

566 De anima, q. 2 resp. 567 De anima, q. 14 resp; ScG II, 79; ST I, 75, 6 resp. 568 «Formae autem rerum recipiuntur in intellectu possibili prout

sunt intelligibiles actu. Sunt autem intelligibiles actu prout sunt imma-teriales, universales, et per se incorruptibiles. Ergo intellectus possibilis est incorruptibilis. Sed (...) intellectus possibilis es aliquid animae huma-nae. Est igitur anima humana incorruptibilis» (ScG II, 79).

569 De anima, q. 14 resp.

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Ninguna cosa se corrompe por lo que constituye su perfección. Ahora bien, la perfección del alma humana consiste precisamente en cierta abstracción del cuerpo. Luego la corrup-ción del alma no puede consistir en su separación del cuerpo. Tampoco se puede decir que la perfección del alma consiste en la separación del cuerpo en cuanto al obrar y la corrupción, en la separación en cuanto al ser. La operación demuestra la sus-tancia y el ser de quien obra, pues cada cosa obra en cuanto que es ser, y su operación sigue a su propia naturaleza. La per-fección propia del hombre en cuanto a su alma es el entender, que versa sobre lo universal e incorruptible. Luego el alma es incorruptible. Además, cada ser desea por naturaleza ser como debe ser. En los seres que pueden conocer, el deseo sigue al conocimiento. El entendimiento del alma intelectiva aprehende el ser absoluto y siempre existente. La consideración de ese ser despierta en el hombre el deseo de ser perpetuo570, pues, sien-do dicho ser deseable en sí, es necesario que el inteligente que lo aprehende absolutamente, y no aquí y ahora, desee natural-mente el ser absoluto y según todo el tiempo571. En definitiva, el que tiene entendimiento desea por naturaleza existir siempre y un deseo de la naturaleza no puede ser vacío572.

Cabe subrayar la importancia que Tomás atribuye a la inteligencia en este contexto: es el individuo que piensa el que tiene la exigencia del ser pleno y eterno. Él es el sujeto de la nostalgia de eternidad. Esto diferencia profundamente al hombre de la vitalidad animal. También en los brutos hay un deseo de perpetuidad, pero el sujeto no es el individuo, sino la especie a la que el bruto pertenece: trasciende la descompo-sición de sus cuerpos mediante la procreación. El bien es lo que

570 «Appetitus ad esse perpetuum» (ScG II, 82). 571 «Videmus autem in hominibus appetitum esse perpetuitatis; et

hoc rationabiliter, quia cum ipsum esse secundum se sit appetibile, oportet quod ab intelligente qui aprehendit esse simpliciter, et non hic et nunc, appetatur naturaliter esse simpliciter et secundum omne tempus. Unde videtur quod iste appetitus non sit inanis, sed quod homo secun-dum animam intellectivam sit incorruptibilis» (De anima, q. 14 resp).

572 ST I, 75, 6 resp.

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todos desean y cada ser desea su propio bien. Pero en los bru-tos no existe deseo alguno de ser perpetuos, salvo el de la perpetuidad de la especie, puesto que se encuentra en el ellos el deseo procreador que perpetúa la especie573. Mientras en el bruto se encuentra un deseo de perpetuidad de la especie, en el hombre hay un deseo individual y personal. Por eso, después de la muerte, las almas se conservan multiplicadas en su ser individual según la multiplicidad de los cuerpos. Cada cosa tiene unidad tal como tiene el ser. Por eso, es idéntico el juicio sobre la multiplicación de algo y sobre la multiplicación de su ser. El alma intelectiva se une como forma al cuerpo según su propio ser. Por eso, destruido el cuerpo, el alma conserva su ser. También la multiplicación de las almas se da según la mul-tiplicación de los cuerpos; y, sin embargo, destruidos los cuer-pos, las almas permanecen multiplicadas en su propio ser574.

En las cuestiones De anima, Tomás vincula la incorrup-tibilidad del alma con el hecho de que el alma intelectiva es una forma serhabiente:

Aquello que sigue necesariamente a algo no puede ser separado de ello (...) Ahora bien, es evidente que el ser por sí sigue a la forma, pues cada uno tiene el ser según la propia forma. Por tanto, el ser no puede separarse de la forma de ningún modo. Se corrompen, pues, los compuestos de mate-ria y forma porque pierden la forma a la que sigue el ser, mas la forma misma no puede corromperse esencialmente. Pero, al destruirse el compuesto que existe por la forma, si la

573 «Bonum enim est quod omnia appetunt, ita tamen quod unum-

quoque proprium bonum. In brutis autem non invenitur aliquis appetitus ad esse perpetuum, nisi ut perpetuentur secundum speciem, in quantum in eis invenitur appetitus generationis, per quam species perpetuatur» (ScG II, 79).

574 «Ad secundum dicendum quod unumquodque hoc modo habet unitatem, quo habet esse; et per consequens idem est iudicium de multiplicatione rei, et de esse ipsius. Manifestum est autem quod anima intellectualis, secundum suum esse, unitur corpori ut forma; et tamen, destructo corpore, remanet anima intellectualis in suo esse. Et eadem ratione multitudo animarum est secundum multitudinem corporum; et tamen, destructis corporibus, remanent animae in suo esse multiplicatae» (ST I, 76, 2 ad 2).

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forma es tal que no es serhabiente, sino que es solamente aquello por lo que existe el compuesto. Por tanto, si hay alguna forma que sea serhabiente, es necesario que aquella forma sea incorruptible, pues el ser no se separa de lo serhabiente, sino porque se separa la forma de él. Por lo cual si lo serhabiente es la forma misma, es imposible que el ser se separe de él. Pero es evidente que el principio por el que el hombre entiende es la forma que tiene el ser, y no solamente es aquello como por lo que algo es575.

Algo similar dice en la ST cuando compara el alma de los animales y la del hombre. La primera no es subsistente. Por eso, se corrompe cuando se corrompe el cuerpo en el que subsiste. El alma humana tiene subsistencia propia. Por tanto, no puede corromperse a no ser que se corrompa substancial-mente. Esto no puede suceder en un ser subsistente que es sólo forma, puesto que lo que le corresponde a alguien subs-tancialmente le es inseparable y el ser corresponde substan-cialmente a la forma, que es acto. La materia, en cambio, recibe el ser en cuanto adquiere la forma y, por tanto, lo pierde cuan-do se separa de la forma. La forma lo perdería sólo separándose de sí misma, cosa imposible576. El alma intelectiva del hombre no tiene materia porque es por esencia forma de algún cuerpo. Ahora bien, o lo es en su totalidad, o lo es en parte. Si es forma del cuerpo en su totalidad, es imposible que una parte suya sea materia, si admitimos que la materia es sólo en potencia y que la forma en cuanto tal es acto. Y si lo es en parte, eso significa que es a esa parte a lo que llamamos alma; y llamaremos primer animado a aquella materia de la que es acto577.

Que no tenga materia y que sea incorruptible sólo quiere decir que como forma simple no puede sufrir el mismo destino del cuerpo, es decir, que no puede descomponerse como él. Pero no significa que sea una causa no divina de sí, ni que ten-

575 De anima, q. 14 resp. Tomo la traducción “serhabiente” de Ezequiel Téllez, en TOMÁS DE AQUINO, Cuestiones disputadas sobre el alma, Eunsa, Pamplona, 1999, 175 nota 12. Dice allí seguir el ejemplo del Prof. Juan Cruz Cruz.

576 ST I, 75, 6 resp. 577 ST I, 75, 5 resp.

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ga una absoluta independencia, sino sólo que su diferencia ontológica con los seres corporales se expresa con la noción de incorruptibilidad. El alma intelectiva tiene un ser por sí, que no puede ser reducido a un momento de un todo corporal. Y el alma separada conserva también este ser propio.

En la cuestión de la ST en la que aborda el tema de la incorruptibilidad tiene que responder a la objeción de que todo lo que ha sido creado puede volver a la nada. El alma ha sido creada. Luego puede volver a la nada y, por tanto, es corrup-tible. Tomás responde lo siguiente. Cuando decimos que algo puede ser creado, no hacemos referencia a una potencia pasiva, sino a la potencia activa del Creador que puede crear algo de la nada. Lo mismo pasa cuando decimos que algo puede volver a la nada. No queremos decir con ello que la potencia para no ser esté en la criatura, sino en Dios Creador, que puede dejar de infundirle el ser a la criatura. En cambio, decir de algo que es corruptible es decir que está en él la potencia para no ser. Lo cual no es el caso del alma578. Ciertamente todo lo que procede de la nada puede volver a la nada, a no ser que se conserve por la mano del que gobierna. Corruptible se dice de lo que tiene en sí algún principio de corrupción. Corruptible e incorruptible son predicados esenciales579.

El alma humana, como espíritu finito, compuesto de acto y potencia, esencia y acto de ser

Hasta ahora hemos visto que Tomás intenta marcar las

diferencias del alma en relación al cuerpo. Al atribuirle la incorruptibilidad (o inmortalidad), puede inducir a pensar que quedan eliminados los límites entre Dios y el alma humana. Pero no es así. Tomás precisa también la diferencia radical entre el ser del alma y el ser de Dios. Ya hemos hablado antes de su condición de criatura y, por tanto, del poder de Dios para informarle el ser o para hacer que vuelva a la nada. Pero es

578 ST I, 75, 6 ad 2. 579 De anima, q. 14 ad 19.

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que, además, hay una diferencia ontológica radical entre el ser de Dios y el ser espiritual del alma.

Como hemos visto, Tomás sostiene que el alma humana no tiene materia. Pero afirma que sí tiene composición de potencia y acto, de esencia (quod est) y acto de ser (esse). Tomás reconduce el planteamiento de Aristóteles del alma como forma a la consideración del acto de ser (esse) del alma. En todo lo que existe, salvo en Dios, hay una composición de algo que es potencia con algo que es acto; pero en esa composición el acto no tiene por qué identificarse con la forma, ni la potencia con la materia. El alma está compuesta de su esencia, que es la de una forma espiritual orientada al cuerpo, y de su acto de ser (esse). El alma humana, aunque es una forma subsistente, es necesario que participe del ser mismo como participa la potencia del acto. Sólo el Ser subsistente, es decir, sólo Dios, que es su mismo ser, es acto puro e infinito. En cambio, en todos los demás seres creados, incluida el alma intelectiva, hay mezcla de acto y de potencia. Las substancias intelectuales están compuestas de acto y potencia, no a partir de la materia y de la forma, sino a partir de la forma y del ser participado. Por eso, algunos dicen que están compuestos a partir de lo que es y aquello por lo que es; pues el mismo ser es por lo que algo es580. Por ser subsistente, el alma humana está compuesta de potencia y acto, pues la sustancia misma del alma no es su ser, sino que se compara a éste como la potencia al acto. Sin embargo, de esto no se sigue que el alma no pueda ser forma del cuerpo, porque también, tratándose de otras formas, lo que es como forma y acto en relación con una cosa, es como po-

580 «Ad quartum dicendum quod omne participatum comparatur ad participans ut actus eius. Quaecumque autem forma creata per se subsistens ponatur, oportet quod participet esse: quia etiam ipsa vita, vel quidquid sic diceretur, participat ipsum esse, ut Dionysius ponit. Esse autem participatum finitur ad capacitatem participantis. Unde solus Deus qui est ipsum esse, est actus purus et infinitus. In substantiis vero intellectualibus est compositio ex actu et potentia: non quidem ex materia et forma, sed ex forma et esse participato. Unde a quibusdam dicuntur componi ex quo est, et quod est, ipsum enim esse est quo aliquid est» (ST I, 75, 5 ad 4).

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tencia en relación con otra; por ejemplo, lo diáfano, que adviene formalmente al aire, está, sin embargo, en potencia con res-pecto a la luz581.

Podemos preguntarnos: ¿no se opone esto a lo que ha dicho antes sobre la unidad y simplicidad del alma? ¿No hay oposición entre el planteamiento epistemológico y el ontológico de Tomás? En el planteamiento epistemológico decía que la simplicidad e independencia de la materia era condición de posibilidad para conocer el ser en general y las formas inma-teriales. En el planteamiento ontológico que ahora hace, para marcar la diferencia entre Dios y el alma, tiene que afirmar que ésta está compuesta de acto y potencia.

Para responder a esta objeción, conviene recordar que Tomás, cuando define lo propio y específico del alma intelectiva del hombre, utiliza diversos términos cuyo diverso significado conviene explicar. Cuando escribe que es por sí o que subsiste (esse per se, subsistentia), Tomás quiere decir que el alma no es accidente de una sustancia corporal; cuando escribe que es simple (esse simplex), sólo quiere decir que no está compuesta de materia y forma como los cuerpos; cuando escribe que es incorruptible (incorruptibilitas), sólo quiere decir que el alma intelectiva no se puede descomponer como los cuerpos com-puestos de materia y forma; y cuando escribe que es inmortal (immortalitas), quiere decir que no puede morir como un cuerpo viviente, aunque muera el hombre compuesto de cuerpo y alma; y cuando escribe que es compuesta de acto y potencia, quiere decir que el alma es una criatura y posee el ser participado582.

581 De anima, q. 1 ad 6: «Ad sextum dicendum quod anima humana,

cum sit subsistens, composita est ex potentia et actu, nam ipsa subs-tantia animae non est suum esse, sed quod comparatur ad ipsum ut potentia ad actum. Nec tamen sequitur quod anima non possit esse forma corporis, quia etiam in aliis formis id quod est ut forma et actus in comparatione ad unum est in comparatione ad aliud ut potentia, sicut diaphanum quod formaliter advenit aëri tamen est in potentia respectu luminis».

582 MARKUS SCHULZE, Leibhaft und unsterblich. Zur Schau der Seele in

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IV. EL ALMA COMO FORMA DEL CUERPO Si en un primer momento Tomás subraya que el alma

humana es un espíritu finito, es decir, incorpórea, subsistente en sí, separada del cuerpo en sus operaciones y compuesta de acto y potencia, en un segundo momento va a subrayar que el hombre no es sólo alma sino un compuesto de alma y cuerpo, y que el alma está substancialmente unido al cuerpo como su forma y necesita de él para conocer las cosas sensibles. Son los aspectos más originales de la doctrina tomista sobre el alma y los que le obliga a enfrentarse a adversarios que ponen en cuestión la unidad sustancial del hombre desde diversos puntos de vista.

El hombre no es sólo alma, sino un compuesto de alma y cuerpo

El primer adversario de esta doctrina es Platón, el cual

sostuvo que en el alma se halla la naturaleza completa de una especie. Por eso, definía al hombre, no como un compuesto de cuerpo y alma, sino sólo como alma que usaba el cuerpo y se relacionaba con él como un piloto con la nave o como el que está vestido con su vestimenta. Tomás enseña que aquello por lo que el cuerpo vive y tiene el ser en acto es el alma. Luego el alma es forma del cuerpo. El alma intelectual no constituye ni tiene en sí la especie humana completa, sino que completa la especie humana en cuanto es forma del cuerpo. En cuanto subsiste en sí misma puede conocer intelectualmente con una operación independiente del cuerpo; pero en cuanto se une al cuerpo como su forma, necesita del cuerpo para conocer inma-terialmente las cosas materiales, pues el conocimiento de las cosas materiales se adquiere por los sentidos. En cuanto se une al cuerpo como forma y, sin embargo, tiene un ser por encima del cuerpo que no depende de él, el alma humana está situada der Anthropologie und Theologie des Hl. Thomas von Aquin, Univer-sitätsverlag, Friburgo (Suiza), 1992, 73.

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en la frontera de las cosas corporales y de las substancias espirituales separadas583.

Tomás se enfrenta no sólo a Platón, sino también a una serie de autores cristianos que han asumido la tesis platónica de la identificación del hombre con el alma. El primero de todos es Orígenes, el cual sostiene que Dios creó las almas de todos los hombres antes que los cuerpos y a la vez que los ángeles, que las almas y los ángeles eran de la misma condición natural, y que la diferencia procede del libre albedrío y de la diversa actitud que adoptaron: los que se orientaron hacia Dios fueron incluidos en los diversos grados de ángeles; los que se alejaron de Dios fueron condenados a vivir en diversos cuerpos según la diversidad de su pecado584. Agustín sostiene esto para el caso del primer hombre585.

Tomás rechaza estas opiniones basándose en el dogma cristiano que afirma que el alma es creada juntamente con el cuerpo586. La hipótesis de Orígenes sólo es posible en el caso de que se admita que el alma posee la naturaleza y especie hu-mana completa y que no se une al cuerpo como forma, sino sólo accidentalmente para regirlo. Pero eso es falso. En primer lugar, porque, si fuese accidental para el alma el unirse al cuerpo, el hombre resultante de esa unión sería accidental, o el alma sola constituiría al hombre, lo cual es falso, como venimos diciendo. También es falso que el hombre sea de la misma naturaleza que los ángeles, pues tienen diverso modo de en-tender587: el hombre entiende a partir de las imágenes sensi-bles que le proporcionan los sentidos588. Por tanto, ha de unirse al cuerpo del que por necesidad tiene que servirse para las

583 De anima, q. 1 resp. 584 Peri Archo, l. 1, cap. 6: PG, 11, 166. 178; l. 2, cap. 9: PG 11, 229.

En ST I, 47, 2 resp; 65, 2 resp.; 90, 4; 118, 3. 585 De Gen. ad litt., l. 7, cap. 24. 586 «Animas hominum non esse ab initio inter ceteras intellectuales

naturas, nec simul creatas, sicut Origines fingit» (GENNADIUS, De Ecclesias-ticis Dogmatibus, cap. 14; también cap. 18).

587 ST I, 55, 2. 588 ST I, 84, 6-7; 85, 1.

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operaciones sensitivas, necesidad que no tiene el ángel. Pero la mencionada opinión es falsa en su misma hipótesis. Si al alma le es natural unirse al cuerpo, estar separada de él le será contranatural. Ahora bien, no parece razonable pensar que Dios da comienzo a sus obras a partir de cosas imperfectas y al margen de la naturaleza. Si Dios no hizo al hombre sin manos o sin pies, que son partes naturales de él, mucho menos debió crear el alma sin el cuerpo589. Otros sostienen lo contrario. En efecto, basándose en el relato yavista que primero afirma que Dios formó al hombre del barro y luego sopló en su rostro el aliento de vida, algunos sostuvieron que Dios habría formado primero el cuerpo y luego habría infundido el alma. Pero el que Dios hubiera formado el cuerpo sin el alma o el alma sin el cuerpo va contra la perfección de la primera institución de las cosas, pues ambos, cuerpo y alma, forman parte de la natu-raleza humana590.

Tomás ve representada la doctrina platónica también en Hugo de San Victor y Pedro Lombardo, los cuales sostenían que la definición boeciana de persona (naturae rationalis individua substantia) se aplica exclusivamente al alma y que, por tanto, el alma separada continúa siendo persona. Tomás, en cambio, sostiene que al alma separada no le corresponde la definición de persona humana, porque no tiene especie completa de hombre sino sólo una parte591. Ciertamente el alma es una sustancia particular, no universal. Pero no toda sustancia particular es hypóstasis o persona, sino sólo la que tiene la naturaleza entera de la especie592.

El alma humana es esencialmente forma del cuerpo Tomás enseña no sólo que el hombre es un compuesto

de alma y cuerpo, sino también que la unidad entre ellos es

589 ST I, 90, 4 resp.; 118, 3 resp. 590 ST I, 91, 4 ad 3. 591 ST I, 75, 2 ad 1; 592 ST I, 29, 1 ad 5; 75, 4 ad 2.

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substancial y que el alma es la forma substancial del cuerpo (resp. materia prima), al que da el ser, el ser corpóreo, el ser animado593.

Ello le lleva a oponerse a Platón y a sus discípulos que enseñaban que el alma se une al cuerpo como su causa efi-ciente, como el motor al móvil, o que está en él como el nave-gador en la nave. Tomás objeta que de ello se seguiría que el hombre no es esencialmente uno y, por tanto, tampoco un ser substancial, sino sólo accidental594. Por ello se opone también a Averroes, que sostenía que el entendimiento pasivo es una sus-tancia espiritual separada del cuerpo y unida a él sólo opera-tivamente a través del alma humana que le presenta las imá-genes595. Aparte de otras razones en contra, Tomás apela a la experiencia que hace todo hombre que entiende: que es él el que entiende596. Por eso defiende que el entendimiento, que es una facultad del alma y principio de la operación intelectual, es forma del cuerpo humano597.

El alma (resp. el entendimiento) se une, pues, al cuerpo como forma que comunica el ser a todo el cuerpo y a cada una

593 De anima, q. 1 resp.; ST I, 76, 3 resp; III, 75, 6 ad 2. 594 ScG II, 57. 595 Tomás sintetiza su postura del siguiente modo: «Unus, Averroes,

ponens huiusmodi principium intelligendi quod dicitur intellectus possibilis, non esse animam nec partem animae, nisi aequivoce, sed po-tius quod sit substantia quaedam separata, dixit quod intelligere illius substantiae separatae est intelligere mei vel illius, in quantum intellectus ille possibilis copulatur mihi vel tibi per phantasmata quae sunt in me et in te. Quod sic fieri dicebat: species enim intelligibilis, quae fit unum cum intellectu possibili, cum sit forma et actus eius, habet duo subiecta: unum ipsa phantasmata, aliud intellectum possibilem. Sic ergo intellectus possibilis continuatur nobiscum per formam suam mediantibus phantas-matibus; et sic, dum intellectus possibilis intelligit, hic homo intelligit», De unitate intellectus contra averroistas, cap. 3: n. 217.

596 In Sent. II, d. 17, q. 2, a. 1; ScG II, 59; ST I, 76, 1; De spiri-tualibus creaturis, a. 9; De unitate intellectus contra averroistas, cap. 5: nn. 62-82.

597 ST I, 76, 1 resp.

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de sus partes598, y también la substancialidad599. El alma hu-mana es forma del cuerpo, no como algo accidental600 y sobreañadido, ni por sus potencias o virtualidades601, sino in-mediatamente y por su propia esencia. A los que no acaban de ver cómo pueden unirse tan íntimamente el alma espiritual con el cuerpo material Tomás les recuerda el hecho misterioso pero real de la Encarnación: «Hay más distancia entre Dios y el alma que entre el alma y el cuerpo. Pero en el misterio de la Encar-nación el Verbo se unió al alma inmediatamente. Luego con mucha más razón el alma puede unirse inmediatamente al cuerpo»602. A la esencia del alma humana le corresponde no sólo ser espíritu finito, sino también ser forma del cuerpo603. Según esto, el alma espiritual del hombre realiza su esencia informando al cuerpo. Más aún, existe una relación esencial no sólo entre el alma y el cuerpo, sino también entre este alma y este cuerpo concreto:

Licet corpus non sit de essentia animae, tamen anima secundum suam essentiam habet habitudinem ad corpus, in quantum hoc est ei essentiale quod sit corporis forma; et ideo in definitione animae ponitur corpus. Sicut igitur de ratione animae est quod sit forma corporis, ita de ratione huius animae, in quantum est haec anima, es quod habeat habitudinem ad hoc corpus604.

598 De anima, q. 1, resp.: «anima non dat esse corpori nisi secundum

quod unitur ei. Sed anima dat esse toti corpori et cuilibet parti eius». 599 ST I, 76, 1 resp. 600 ST I, 89, 1 resp. 601 De unitate intellectus contra averroistas, cap. 1: n. 28: «neque

enim anima est actus corporis mediantibus suis potentiis, sed anima per se ipsam est actus corporis dans corpori esse specificium».

602 De spiritualibus creaturis, a. 3 sed contra 3. 603 De Veritate, q. 16, a. 1 ad 13: «non enim in anima sunt duae

formae sed una tantum quae est eius essentia, quia per essentiam suam spiritus est, et per essentiam suam forma corporis, non per aliquid superadditum». Cf. ST I 76, 3 resp; III, 75, 6 ad 2.

604 De spiritualibus creaturis, q. 1, a. 9 ad 4. También De anima, q. 1 ad 15.

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El alma racional o intelectiva es la única forma del cuerpo humano

Tomás enseña asimismo el alma humana no se une al

cuerpo por algo intermedio, sino que es la única forma del cuerpo, lo cual implica que lo es directamente de la materia prima605. Para oponerse a todos que niegan que el alma es la única forma del cuerpo, Tomás apela a la experiencia. Si deci-mos que el alma es el primer principio por el cual vivimos, sentimos y pensamos, es porque cada uno experimenta en sí mismo que la vida, los sentidos y el pensamiento pertenecen a su propia naturaleza. Es el mismo y único hombre el que percibe que entiende y que siente606. Tanto la función abs-tractiva (adjudicada por los averroistas a un intelecto sepa-rado) como la función cognoscitiva son experimentadas por nosotros en nuestro interior: utramque autem harum operatio-num experimur in nobis”607. El alma es la forma substancial que constituye al hombre en una determinada especie de la sustan-cia. Por tanto, no hay ninguna otra forma sustancial intermedia entre el alma y la materia prima. Si en el hombre hubiese varias formas esencialmente distintas, no sería esencialmente uno, pues nada es esencialmente uno más que en virtud de la forma única que tiene el ser. En el hombre el alma sensitiva, la intelectiva y la nutritiva son numéricamente la misma. O dicho de otra manera: el alma intelectiva contiene virtualmente todo lo que hay en el alma sensitiva de los seres irracionales y lo que hay en el alma vegetativa de las plantas. Sócrates no es hombre en virtud de un alma y animal, en virtud de otra, sino que es ambas cosas por la única y misma alma608.

El hombre se perfecciona por la misma alma racional

605 ST I, 76, 3-7; ScG II, 71; De anima, q. 2. 3. 9. 10; In de anima, 2, lect. 1; In Metaph, 8, lect. 5; Quodl. 1, a. 6; 12, a. 1; Compedium Theologiae, 90-92; Se spiritualibus creaturis, q. 3.

606 «Ipse idem homo est qui percipit se et intelligere et sentire», ST I, 76, 1 resp.

607 De anima, q. 5 resp. 608 ST I, 76, 3 resp.

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según diversos grados de perfección, es decir, para ser, para ser cuerpo, y cuerpo animado, y animal racional. Como la misma forma que da el ser a la materia es también principio de opera-ción, pues cada cosa obra en cuanto está en acto, es necesario que el alma, como también cualquier otra forma, sea asimismo principio de operación. Es lo que enseña en el De anima:

Sic igitur, cum anima sit forma substantialis quia constituit hominem in determinata specie substantiae, non est aliqua alia forma substantialis media inter animam et materiam primam; sed homo ab ipsa anima rationali perficitur se-cundum diversos gradus perfectionum, ut scilicet sit corpus, et animatum corpus, et animal rationae (...) Sed quia eadem forma quae dat esse materiae est etiam operationis princi-pium, eo quod unumquodque agit secundum quod est actu, necesse est quod anima, sicut et quaelibet alia forma, sit etiam operationum principium609.

Según esto, más que de alma y cuerpo, el hombre está compuesto de alma y materia prima. Tomás se plantea la cues-tión de cuál sea el sujeto propio del alma humana que se rela-ciona con ella como la materia con la forma. Algunos afirman que en cada individuo hay muchas formas substanciales, cada una de las cuales está subordinada a la otra; y, por tanto, la materia prima no es sujeto inmediato de la última forma subs-tancial, sino que está informada mediante las formas medias. La materia prima es sujeto próximo de la materia segunda en cuanto está informada por la forma primera, y así sucesiva-mente hasta la última forma. Por tanto, el sujeto próximo del alma racional es el cuerpo perfeccionado por el alma sensitiva, al que se une el alma racional como forma. Tomás, en cambio, sostiene que en cada individuo humano hay sólo una forma substancial, que es la forma humana, es decir, el alma intelec-tual y racional. Por eso, escribe Tomás: «oportet dicere quod per formam substantialem, quae est forma humana, habet hoc individuum non solum quod sit homo, sed quod sit animal, et quod sit vivum, et quod sit corpus, et substantia et ens»610. Y

609 De anima, q. 9 resp. 610 De spiritualibus creaturis, q. 3 resp.

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más claramente aún: «dicimus quod in hoc homine non est alia forma substantialis quam anima rationalis; et quod per eam homo non solum est homo, sed animal et vivum et corpus et substantia et ens»611.

Lo que llamamos cuerpo humano es ya la materia informada por el alma; no preexiste a ella. Por tanto, cuando decimos cuerpo, se incluye también el alma612. El cadáver, cuya materia ya no está informada por el alma, no es cuerpo huma-no. El alma, por su parte, tampoco preexiste como tal al cuer-po. Éste es la condición de posibilidad para llegar a su exis-tencia613. En cambio, el alma es «una forma no dependiente del cuerpo en cuanto a su ser»614, lo que permite afirmar que continúa existiendo tras la corrupción del cuerpo.

Apoyándose en el principio del ser como acto y en su distinción real de la esencia en todo ser participado, Tomás entiende la forma como causa formal del ser de todo ente, y, por tanto, necesariamente única, y distingue sustancia como individuo, como todo, y sustancia como principio, como parte. De este modo, resulta fácil concluir que el alma intelectiva es la única forma del cuerpo. Alma y cuerpo no son dos seres o substancias que existan en acto por separado, sino que ambos forman una sustancia compleja actualmente existente a partir de dos principios de ser615, pero que debe su sustancialidad sólo al alma. «Licet anima et corpus conveniant ad unum esse hominis, tamen illud esse est corpori ab anima; ita quod anima humana esse suum, in quo subsistit, corpori communicat (...) Et ideo, remoto corpore, adhuc remanet anima»616.

611 De spiritualibus creaturis, q. 3 resp. 612 ST I, 76, 4 ad 1: «Aristoteles non dicit animam esse actum

corporis tantum, sed actum corporis physici organici potentia vitam ha-bentis, et quod talis potentia non abiicit animam. Unde manifestum est quod in eo cuius anima dicitur actus, etiam anima includitur».

613 ScG II, 68 in fine. 614 ScG II, 79. 615 ScG II, 69. 616 De anima, q. 14 ad 11.

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La situación antinatural del alma separada Para los platónicos, que consideran que la unión del

alma con el cuerpo es sólo accidental, la situación del alma separada es su estado natural. Sin embargo, Tomás escribe que «el alma, al ser parte de la naturaleza humana, no tiene su perfección natural más que en cuanto unida al cuerpo»617. Por eso, la situación del alma separada es un inconveniente a su verdadera naturaleza618 e incluso algo antinatural a ella: «pues si es natural al alma unirse al cuerpo, estar separada de él le será contranatural, y sin él no podría tener la perfección que exige su naturaleza»619. Que el alma esté sin el cuerpo tras la muerte de éste es algo contra la naturaleza del alma que no puede perpetuarse. El alma separada del cuerpo es en cierto modo imperfecta, como toda parte que no existe con su todo, pues el alma es por naturaleza una parte de la naturaleza humana620. Tomás considera que es más perfecto el estado del alma en el cuerpo que fuera del cuerpo621 y que «el alma unida al cuerpo se asemeja más a Dios que separada de él, porque posee su naturaleza de manera más perfecta»622.

617 ST I, 90, 4 resp. 618 ST I, 89, 1 y 2 ad 1. 619 ST I, 118, 3 resp.: «Si enim animae naturale est corpori uniri,

esse sine corpore est sibi contra naturam, et sine corpore existens non habet suae naturae perfectionem».

620 ScG IV, 79: «Anima corpori naturaliter unitur: est enim secundum suam essentiam corporis forma. Est igitur contra naturam animae absque corpore esse. Nihil autem quod est contra naturam, potest esse perpetuum. Non igitur perpetuo erit anima absque corpore (...) Immortalitas igitur animarum exigere videtur resurrectionem corporum futuram (...) Anima autem a corpore separata est aliquo modo imperfecta, sicut omnis pars extra suum totum existens: anima enim naturaliter est pars humanae naturae».

621 Suppl. q. 75, a. 2. 622 De potentia Dei, q. 5, a. 10 ad 5: «ad quintum dicendum quod

anima corpori unita plus assimilatur Deo quam a corpore separata, quia perfectius habet suam naturam».

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V. EL ALMA EN LA ASUNCIÓN DEL HOMBRE POR EL VERBO DE DIOS

Aunque todo lo dicho hasta ahora se mueve más bien en

el ámbito de la filosofía, el interés de Tomás por el alma es de índole teológica: «al teólogo le corresponde estudiar la natura-leza humana en lo referente al alma»623. La razón es que el hombre es capax Dei por su alma, tanto en el ascenso del hombre hacia Dios por el conocimiento y el amor, como en el descenso de Dios hacia el hombre en la Encarnación para revelársele y salvarle. Como en este trabajo me ocupo de la constitución ontológica del hombre, me limitaré a explicar la función mediadora del alma en la Encarnación, es decir, en la asunción de la humanidad concreta de Jesús por parte del Verbo divino. Pero antes conviene explicar brevemente el pues-to en el universo que la sabiduría divina ha asignado al alma humana.

La sabiduría creadora de Dios ha dispuesto de tal modo el orden del universo que en él siempre se une lo ínfimo del género superior con lo supremo del género inferior, los fines de las cosas superiores con los principios de las inferiores. En este sentido, Dios ha unido el cuerpo humano, lo supremo en el orden de los cuerpos, con el alma humana, que ocupa el grado ínfimo en el grado de las substancias espirituales. Por eso, se dice que el alma humana es como horizonte y confín entre lo corpóreo y lo incorpóreo624.

Pero el alma humana no sólo se sitúa entre lo corporal y

las substancias espirituales creadas, sino también entre lo temporal y lo eterno y, a la postre, entre la criatura y el Creador. El alma humana ha sido creada en el confín de la eternidad y del tiempo: existe casi en el horizonte del tiempo y de la eternidad, apartándose de lo ínfimo y aproximándose a lo

623 ST I, 75 prol.: «Naturam hominis considerare pertinet ad

theologum ex parte animae». 624 ScG II, 68.

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LA SÍNTESIS DE TOMÁS DE AQUINO SOBRE EL ALMA

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supremo625. La acción por la que se une a las cosas inferiores es temporal. La acción con la que se une a las superiores participa de la eternidad. La principal de todas estas acciones es la visión inmediata de Dios. Como dice Juan: “Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti único Dios verdadero (Jn 17, 3)626. Debido a su lugar singular entre el tiempo y la eternidad, el alma humana puede desempeñar, según Tomás, una función mediadora en el descenso de Dios al hombre que tiene lugar en la Encarnación de su Verbo eterno.

De acuerdo con la regla de fe, Tomás enseña que el Hijo de Dios asumió en la unidad de la persona divina la naturaleza humana de la estirpe de Adán627, y de esta manera se hizo hombre628. La naturaleza asumida por Cristo es perfecta, es decir, compuesta de cuerpo y alma intelectual. Basándose en el libro De Ecclesiasticis Dogmatibus, sostiene que el Hijo de Dios asumió un cuerpo no imaginario, sino verdadero, carnal y te-rrestre629. En caso contrario, no habría sufrido una muerte verdadera, y, en consecuencia, no habría salvado verdade-ramente a los hombres630.

Pero Cristo asumió también el alma humana perfecta, es decir, la intelectual y racional. Según Agustín, Arrio y, después de él, Apolinar de Laodicea sostuvieron que el Hijo de Dios asumió sólo la carne, sin el alma, haciendo el Verbo las veces del alma para el cuerpo. De ello se seguiría que en Cristo no

625 ScG II, 81. Cf. JAVIER ARANGUREN, El lugar del hombre en el

universo. “Anima forma corporis” en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona, 1997; ABELARDO LOBATO, Anima quasi horizon et confinium, en AA. VV., L’Anima nella Antropologia di S. Tommaso d’Aquino. Atti del Congresso della SITA (Roma, enero 1986), Massimo, 1987, 53-80; G. VERBEKE, Man as “Frontier” according to Aquinas, en VERBEKE-VERHELST (hrgs.), Aquinas and Problems of His Time, Leuven University Press, Lovaina, 1976, 195-233.

626 ScG III, 61. 627 ST III, 4, 6 resp. 628 ST III, 4, 3-4. 629 GENNADIUS, De Ecclesiasticis Dogmatibus, cap. 2: PL 58, 981. 630 ST III, 5, 1-2.

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habría dos naturaleza, sino una sola, la divina, puesto que la humana se compone de cuerpo y alma631. Los partidarios de ese error se basan, en primer lugar, en Jn 1, 14: “El Verbo se hizo carne”, que interpretan como si el Verbo se hubiera con-vertido en carne632 y hubiera hecho las veces de alma para el cuerpo633; y, en segundo lugar, en la suposición de que ante la presencia del Verbo, que es la vida, el principio de vida que es el alma resultaría superfluo634.

Tomás escribe que esa explicación es insostenible por varias razones. En primer lugar, porque se opone a la Escritura que habla expresamente del alma de Cristo: “Mi alma está triste hasta la muerte” (Mt 26, 38). Parece ser que Apolinar objetaba que en ese y otros textos la palabra “alma” se entiende en sentido metafórico, como sucede cuando se habla del alma en el Antiguo Testamento (Is 1, 14). Pero los Evangelios dicen que Cristo se admiró, se entristeció y tuvo hambre. Lo cual demues-tra que tuvo cuerpo verdadero y alma verdadera. En segundo lugar, dicho error suprime la utilidad de la Encarnación, que es la liberación del hombre entero, cuerpo y alma. Y en tercer lugar, dicho error va contra la verdad misma de la Encarnación, puesto que la carne y demás partes del hombre adquiere natu-raleza específicamente humana por el alma635.

Luego responde a los argumentos en que Apolinar dice basarse. A la primera objeción Tomás responde que

cuando se afirma que El Verbo se hizo carne, la palabra ‘carne’ equivale a todo el hombre, como si dijera: El Verbo se hizo hombre, al modo en que se lee en Is 40, 5: Toda carne verá la salvación de nuestro Dios. La razón de que la carne represente a todo el hombre está en que (...) el Hijo de Dios se hizo visible por medio de la carne, por lo que se añade: Y hemos visto su gloria. O también (...) porque, en toda la uni-

631 De haeresibus, 49 y 39. 632 ScG IV, 31. 633 Tomás se basa en Agustín (De haeresibus, 49 y 55: PL 42, 39

y 40). 634 ST III, 5, 3 ob. 1. 635 ST III, 5, 3 resp.

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dad de la asunción, lo principal es el Verbo, mientras que lo extremo y último es la carne. Así, pues, queriendo el Evan-gelista ponderar el amor de humildad de Dios hacia nosotros, mencionó el Verbo y la carne, omitiendo el alma, inferior al Verbo y superior a la carne. También fue razonable mencio-nar la carne, que parecía menos apta para ser asumida por su mayor distancia del Verbo636.

A lo segundo responde que el Verbo es la fuente de la vida como causa eficiente y primera de la vida, pero el alma es el principio de la vida para el cuerpo en cuanto forma del mismo637.

Parece ser que los apolinaristas, vencidos por los testimonios de la Escritura, acabaron reconociendo que Cristo tuvo alma humana, pero que esa alma carecía de entendi-miento o mente, y que el Verbo divino hacía las veces del mismo638. Se basan en que la luz más intensa oscurece la de menor brillo. La Escritura dice que Verbo de Dios es la luz mayor que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,19) y presenta el propio entendimiento como una lámpara (Prov 20,27). Luego en Cristo, que era el Verbo de Dios, no fue necesario que existiera un entendimiento humano.

Tomás escribe que esta opinión se refuta con los mismos argumentos que la anterior. En primer lugar, va contra los Evangelios que dicen que Jesucristo se admiró (Mt 8, 10). La admiración no podía convenirle a Cristo en cuanto Verbo de Dios porque admiramos lo que no conocemos y el Verbo lo conoce todo; tampoco en cuanto tenía un alma sensitiva, pues la admiración surge del conocimiento de un efecto que busca el conocimiento de la causa y el alma sensitiva no es capaz de ese conocimiento. La admiración es propia de la mente humana639. En segundo lugar, contradice la utilidad de la Encarnación, que es la justificación del hombre en lo que atañe al pecado. Ahora bien, el alma humana no es capaz del pecado ni de la gracia

636 ST III, 5, 3 ad 1. 637 ST III, 5, 3 ad 2. 638 Según Agustín (De haeresibus, 55: PL 42, 40). 639 ST III, 5, 4 resp.; ScG IV, 32.

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santificante más que por la mente o entendimiento. Por eso fue especialmente necesario que el Verbo asumiese la mente hu-mana. Y en tercer lugar, porque es contrario a la verdad de la Encarnación. No es verdadera carne humana la que no tiene alma humana perfecta, es decir, racional. «Por eso, si Cristo hubiera tenido un alma sin entendimiento, no hubiera poseído verdadera carne humana, sino carne animal, porque nuestra alma se distingue de la de los animales sólo por el enten-dimiento»640.

Luego responde a los apolinaristas que la luz mayor elimina la menor proveniente de otro cuerpo luminoso; pero no anula, sino que perfecciona la luz del propio cuerpo luminoso. El entendimiento o mente humana es como una luz que brilla en virtud de la luz del Verbo divino. Por eso, el entendimiento humano no es oscurecido, sino reforzado por la luz del Verbo divino641.

Tomás de Aquino enseña también que hay una cierta conveniencia en la naturaleza humana para ser asumida por el Verbo, que esa conveniencia se relaciona con el alma inte-lectual y que el Verbo asumió la carne por medio del alma. Vayamos por partes.

En la Escritura dice la sabiduría engendrada: “Mis delicias son estar con los hijos de los hombres”642. Parece, pues, que hay una cierta conveniencia para la unión del Hijo de Dios con la naturaleza humana. Esa conveniencia no puede entenderse como una potencia pasiva natural, pues dicha unión rebasa el orden natural. Debe entenderse sobre todo bajo el doble aspecto de la dignidad y de la necesidad. De la dignidad, «porque la naturaleza humana, por ser racional e intelectual, está destinada a contactar de alguna manera con el Verbo (divino) por su operación, es decir, conociéndole y amán-dole»643. Para que el hombre pueda ser asumido por el Verbo eterno de Dios se necesita una semejanza o analogía, seme-

640 ST III, 5, 4 resp. 641 ST III, 5, 4 ad 2. 642 Sb 8, 31. 643 ST III, 4, 1 resp.

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janza o analogía que reside en la naturaleza humana por ser racional e intelectual. Y de la necesidad, porque la naturaleza humana «estaba necesitada de una reparación, al estar do-minada por el pecado original»644.

Tomás sostiene que el Hijo de Dios unió la carne consigo por medio del alma, siguiendo el orden de la dignidad y por razón de la aptitud para la asunción. Por eso, el alma aparece como intermedia entre Dios y la carne. Por eso, puede decirse que «el Hijo de Dios unió la carne consigo por medio del alma»645. En cambio, si se atiende al orden de la causalidad, la propia alma es de alguna manera causa de la unión de la carne con el Hijo de Dios. La razón es que «la carne no es asumible más que por el orden que guarda con el alma racional, que es la que le proporciona el ser carne humana»646. Más aún: «el alma no es apta para la asunción más que en cuanto es capaz de Dios, hecha a su imagen; y esto se logra por la inteligencia, llamada espíritu, de acuerdo con Ef 4, 23: “Renovaos por el espíritu de vuestra mente”. Y por eso, como dice el Damasceno en el libro tercero647, el Verbo se unió a la carne por medio del entendimiento»648. Ahora bien, el alma de Cristo no preexistió al cuerpo, sino que fue creada al mismo tiempo que era infundida y unida al cuerpo649. Tampoco la carne fue asumida antes del alma, pues dicha carne no es humana hasta que se le une el alma racional650.

644 ST III, 4, 1 resp. 645 ST III, 6, 1 resp. 646 ST III, 6, 1. 647 «Se unió el Verbo de Dios a la carne por medio de la mente, para

mediar entre la pureza de Dios y el espesor de la carne», JUAN DAMASCENO, Exposición de la fe, c. 6, trad. Juan Pablo Torrebiarte Aguilar, Ciudad Nueva, Madrid, 2003, 170.

648 ST III, 6, 2. 649 ST III, 6, 3 ad 2. 650 ST III, 6, 4 resp.

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VI. LA SÍNTESIS TOMISTA Y EL MAGISTERIO POSTERIOR DE LA IGLESIA

Hasta ahora hemos visto que la síntesis antropológica de

Tomás de Aquino sobre la constitución del hombre hunde sus raíces en el proceso de discernimiento magisterial y teológico de la antropología de la unidad dual subyacente a la Biblia en diálogo y confrontación con la filosofía griega. Ahora intento mostrar que es la síntesis sobre la constitución ontológica del hombre que más relevancia e influjo ha tenido en la teología a partir de la época en que Tomás vivió. Encuentra también amplio reconocimiento en la teología actual651. En ello ha influido el magisterio posterior de la Iglesia que no sólo ha defendido siempre la mencionada antropología de la unidad dual y ha aprovechado el discernimiento tomista de la misma frente a la filosofía griega, sino que a veces se ha expresado con unos términos muy próximos a los tomistas.

Es lo que sucede en el Concilio de Vienne del año 1312 cuando condena la tesis que «afirma o pone en duda que la sustancia del alma racional o intelectiva no es verdadera e inmediatamente la forma del cuerpo humano»652. El Concilio de Vienne tiene como punto de mira algunas tesis de Pedro Juan Olivi, el cual consideraba un brutal error la tesis tomista sobre el alma como única forma del cuerpo porque haría mortal al alma o inmortal al cuerpo, y sostenía que el cuerpo está infor-mado inmediata y directamente por las formas vegetativa y sensitiva, y, mediante éstas, por la intelectiva653. Si bien se

651 Cf. FRANCIS PETER FIORENZA-JOHANN BAPTIST METZ, “El hombre

como unidad de cuerpo y alma”, en J. FEINER-M. LÖHRER (dir.), Mysterium saluitis. Manual de Teología como Historia de la Salvación, II, Madrid, 1977, 486-529; LEO SCHEFFCZYK, Katholische Dogmatik. III. Schöpfung als Heilseröffnung, MM Verlag, 1997, 254; Cf. JUAN LUIS RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Sal Terrae, Santander, 1988, 105-112.

652 DH 902. 653 Cf. THEODOR SCHNEIDER, Die Einheit des Menschen. Die anthropo-

logische Formel “anima forma corporis” in sogenannten Korrektorienstreit

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mira, Vienne no condena la tesis de la pluralidad de formas, siempre que respete la unidad substancial. Por eso, quizás sea demasiado afirmar, como hacen Fiorenza-Metz, que el Concilio ha asumido «la solución tomista» o se expresa «a base de con-ceptos tomistas»654. En cambio, sí puede decirse al menos que los conceptos con que se expresa tienen gran proximidad a los conceptos utilizados por Tomás y que la intención profunda de Vienne, tutelar la unidad substancial entre el alma y el cuerpo, encuentra mejor expresión en la concepción de Tomás del alma con única forma del cuerpo que en las teorías pluriformistas de Olivi, Escoto u otros655.

En la Constitución Benedictus Deus del año 1336 Benedicto XII define el estado de las almas inmediatamente después de morir y, sobre todo, la visión intuitiva e inmediata de Dios por parte de las almas de los santos antes de la rea-sunción de los cuerpos y del juicio universal: «Definimos con autoridad apostólica que (...) las almas de todos los santos (...) en los que no había nada que purgar al salir de este mundo (...) inmediatamente después de su muerte (...) aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio universal (...) vieron y ven la esencia divina con visión intuitiva y también cara a cara»656. Tomás había defendido esta doctrina contra los griegos657, la había deducido de ciertos textos del Nuevo Testamento (Flp 1, 21-24; II Cor 4, 17-18; 5, 1-10; Lc ; 16, 19-31; 23, 42; Jn 14, 1-3; Apo 6, 9-11; 1 Cor 15) y la había desarrollado sistemáticamente, sobre todo en la ScG658.

Encontramos resonancias de la síntesis tomista sobre el alma en la toma de postura del V concilio de Letrán (a. 1513)

und bei Petrus Johannis Olivi. Ein Beitrag zur Vorgeschichte des Konzils von Vienne, Aschendorff, Münster, 1972, 208-246.

654 FRANCIS PETER FIORENZA-JOHANN BAPTIST METZ, “El hombre como unidad de cuerpo y alma”, en o. c., 512.

655 Cf. JUAN-LUIS RUIZ DE LA PEÑA, Imagen de Dios, 112. 656 DH 1000. 657 SANCTUS THOMAS, De rationibus fidei contra saracenos, graecos et

armenos, c. 9. 658 ScG IV, 91.

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contra el neoaristotelismo de Pedro Pomponazzi (1462-1525). Éste conoce a Aristóteles a través de los comentarios de Ave-rroes. Ello le lleva a afirmar que el espíritu del hombre es universal y a negar la inmortalidad del alma de cada hombre en su singularidad irrepetible. Frente a estos errores el Concilio confirma la doctrina de Vienne de que el alma es por sí misma y esencialmente la forma del cuerpo, y añade que el alma es inmortal y que las almas se multiplican según el número de cuerpos en que se infunden659, tesis todas ellas que habían sido enseñadas y defendidas por Tomás de Aquino, sobre todo en su oposición a los averroístas. Lo mismo cabe decir de la enseñanza de Pío XII cuando declara en la Humani Generis de 1950 que «la fe católica nos enseña a mantener la inmediata creación de las almas por Dios»660.

El Vaticano II repropone en GS 14-15 la tradición eclesial cuando presenta al hombre como ser uno en cuerpo y alma. Explica esa dualidad como exterioridad e interioridad. La condición corporal convierte al hombre en «síntesis del universo material»; no le es lícito despreciar el cuerpo, antes bien debe tenerlo por bueno y honrar su propio cuerpo porque ha sido creado por Dios y está destinado a resucitar el último día. De otro lado, su «interioridad» le confiere una preeminencia sobre el universo entero. Por su inteligencia, «participación de la luz de la mente divina», rebasa «la universalidad de las cosas», dista de ser «una partícula de la naturaleza» o «un elemento anónimo de la ciudad humana». Y concluye con una afirmación nítida y firme de la tradición eclesial sobre el alma cuyo olvido es causa de no pocas confusiones, imprecisiones y afirmaciones erráticas en la teología actual: «Itaque, (homo) animam spiritualem et inmortalem in seipso agnoscens, non fallaci figmento illuditur a physicis tantum et socialibus conditionibus fluente, sed e con-tra ipsam profundam rei veritatem attingit». Es decir, cuando reconoce en sí un “alma espiritual e inmortal”, el hombre no se engaña con un espejismo falaz procedente sólo de las condi-

659 DH 1440. 660 DH 3896.

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ciones físicas y sociales, sino que, por el contrario, toca la ver-dad profunda de su realidad.

Vinculando el alma a la interioridad, el Concilio recupera la noción bíblica de corazón661 para referirse a lo más íntimo, valioso y propio del hombre: «en su interioridad, el hombre es superior al universo entero; retorna a esta profunda inte-rioridad cuando vuelve al corazón, donde Dios, que escruta los corazones, le aguarda, y donde él mismo, bajo los ojos de Dios, decide sobre su propio destino»662. Esta noción bíblica de corazón puede expresar de modo más existencial y próximo a la experiencia humana algunos elementos (superioridad ontológi-ca sobre los demás seres del mundo visible y relación especial con Dios) que la tradición eclesial y la síntesis tomista sobre el alma expresan con categorías metafísicas, categorías a las que, por otra parte, ni el magisterio de la Iglesia ni la teología podrán renunciar nunca.

En Veritatis splendor 46-50 Juan Pablo II se hace eco de la teoría moral actual que, absolutizando la libertad y separán-dola de la naturaleza humana, se niega a ver en las inclinacio-nes naturales del cuerpo indicaciones racionales sobre el orden moral y, por tanto, puntos de referencia a tener en cuenta en toda decisión moral. Según esa teoría, dichas inclinaciones serían sólo presupuestos materialmente necesarios, pero extrínsecos a la persona, al sujeto y al acto humano, bienes meramente físicos o premorales. Pues bien, Juan Pablo II sos-tiene que esta teoría moral degrada el cuerpo y lo reduce a un mero material biológico disponible por la libertad del hombre y al servicio de su poder663 y “no está conforme con la verdad sobre el hombre y su libertad. Contradice las enseñanzas de la Iglesia sobre la unidad del ser humano, cuya alma racional es per se et essentialiter la forma del cuerpo. El alma espiritual e inmortal es el principio de unidad del ser humano, es aquello

661 Jer 31, 33; Dt 6, 5; 29, 3; Is 29, 13; Ez 36, 26; Mt 6, 21; Lc 8,

15; Rom 5, 5. 662 GS 14 b. 663 VS 46 b.

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por lo cual éste existe como un todo –corpore et anima unus– en cuanto persona”664. Aunque no es necesario adoptarla para asumir estas enseñanzas, no cabe duda que la síntesis tomista sobre la constitución ontológica del hombre ayuda a com-prender sin violencia alguna la lógica interna de dichas enseñanzas. También el Catecismo de la Iglesia Católica recoge expresamente y con bastante extensión la tradición eclesial sobre el alma665.

Mención aparte merece la encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II sobre la relaciones entre la fe y la razón, la teología y la filosofía, puesto que, como he repetido, la tradición magisterial y teológica sobre el alma ha surgido en el encuentro del cristia-nismo con la filosofía griega. El concilio Vaticano II propone a Santo Tomás como maestro de teología dogmática666. Ahora bien, Juan Pablo II afirma que la teología dogmática en cuanto reflexión especulativa y sistemática sobre la Palabra de Dios acogida en la fe requiere una mediación filosófica: «la teología necesita de la filosofía como interlocutora para verificar la inteligibilidad y la verdad universal de sus aserciones»667. De hecho, la filosofía y, dentro de ella, la metafísica y la antropolo-gía han influido no sólo en el intellectus fidei, sino incluso en el auditus fidei y en la regula fidei, mediante la precisión progre-siva de conceptos y términos. La teología en cuanto ejercicio de la razón humana iluminada por la fe necesita siempre del horizonte metafísico porque la razón humana es metafísica por naturaleza. Busca connaturalmente el fundamento último y la explicación coherente de la totalidad de la realidad. El horizonte metafísico es necesario tanto en el intellectus fidei como en el auditus fidei y en la professio fidei. Pero el intellectus fidei que se desarrolla como teología –es decir, como profundización espe-culativa y orgánica de la fe acogida y profesada– necesita no sólo del horizonte metafísico connatural a la razón humana,

664 VS 48 c. 665 N. 362-368, 470-478. 666 Optatam totius 16 c. 667 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 77 a.

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sino también de la metafísica como ciencia filosófica que inten-ta comprender –y exponer– coherentemente la totalidad de la realidad, su fundamento y su sentido. Ahora bien, dado el pluralismo filosófico y metafísico actual, la cuestión está en determinar la clase de metafísica que necesita.

Juan Pablo II escribe en la encíclica Fides et ratio que «es necesario que la razón del creyente tenga un conocimiento natural de las cosas creadas, del mundo y del hombre, que son también objeto de la revelación divina; más todavía, debe ser capaz de articular dicho conocimiento de forma conceptual y argumentativa. La teología dogmática especulativa, por tanto, presupone e implica una filosofía del hombre, del mundo y, más radicalmente, del ser, fundada sobre la verdad objetiva»668. Pues bien, la metafísica y la antropología de Tomás de Aquino responden ejemplarmente a estas exigencias, como ha señalado no pocas veces el mismo Juan Pablo II669. Santo Tomás, escribe Juan Pablo II en la mencionada encíclica, «precisamente porque la buscabala sin reservas, supo reconocer en su realismo la objetividad de la verdad. Su filosofía es verdaderamente filosofía del ser y no del simple parecer»670. Por eso, el Magisterio ha propuesto a santo Tomás como maestro de pensamiento y mo-delo del modo correcto de hacer teología671.

¿Cómo hay que entender el magisterio que la Iglesia atribuye a Tomás de Aquino? Juan Pablo II precisa que, al recomendar a santo Tomás, lo que buscaba la Iglesia «no era tomar posiciones sobre cuestiones propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis particulares. La intención del Magisterio era, y continúa siendo, la de mostrar cómo santo Tomás es un auténtico maestro para cuantos buscan la verdad.

668 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 66 b. 669 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 43-45, 57-58. Pero, ya antes de la

FR, Juan Pablo II había tratado de la validez permanente de la metafísica de Santo Tomás. Sobre esto cf. L. CLAVEL, “L’attualità della filosofia dell´essere: l’invitto di Giovanni Paolo II a studiare Tommaso d’Aquino”: Acta Philosophica 5 (1996) 5-20.

670 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 44 c. 671 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 43 c.

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En efecto, en su reflexión la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo defender la radical novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino propio de la razón»672. Por una parte, parece que el magisterio se limita a proponer a Tomás de Aquino como mero maestro o ejemplo en la búsqueda de la verdad; por otra, dice que en su reflexión se encuentra la síntesis más alta entre fe y razón que el pensamiento ha alcanzado, lo cual implica un juicio objetivo sobre el valor de su pensamiento desde la perspectiva del diálogo entre la fe y la razón. Para comprender adecuadamente el alcance y coherencia de ambas afirmaciones, conviene en-marcarlas e interpretarlas a la luz de las intenciones más profundas de Juan Pablo II al escribir dicha encíclica.

Juan Pablo II defiende en la Fides et ratio la dimensión personal y comunitaria de la búsqueda de la verdad y de la verdad misma. Contempla al hombre como el ser que busca la verdad y vive confiando en otro673. Frente al individualismo del modelo moderno de filosofía, que fomenta el espíritu de abstracción, Juan Pablo II subraya la dimensión comunitaria de la búsqueda de la verdad. El lugar de esta búsqueda (y de la respuesta a ella) es la comunión de las personas y el clima que más la favorece es la relación de confianza674. En consonancia con este carácter dialogal del hombre, de la búsqueda humana de la verdad y de la verdad misma (el Verbo de Dios encarnado y dador del Espíritu)675, Juan Pablo II aboga por un diálogo entre teólogos y filósofos a la luz de la Revelación. Según él, la Revelación debe ser «el verdadero punto de referencia y de con-frontación entre el pensamiento filosófico y el teológico en su

672 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 78. 673 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 31. 674 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 32. 675 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 34. Sobre esto puede verse GERARDO

DEL POZO, “Acontecimiento de Cristo y diálogo intercultural e interre-ligioso”, en J. PRADES-J. M. MAGAZ, La razón creyente. Actas del Congreso Internacional sobre la Encíclica Fides et ratio (Madrid, 16-18 de febrero de 2000), Madrid, 2002, [426-452], 430-435.

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recíproca relación. Es deseable pues que los teólogos y filósofos se dejen guiar por la única autoridad de la verdad, de modo que se elabore una filosofía en consonancia con la Palabra de Dios»676. Juan Pablo II alaba asimismo a santo Tomás por el diálogo que estableció con el pensamiento árabe y judío de su tiempo y con la filosofía griega antigua, y por haber subrayado y defendido la armonía de la razón y la fe, salvaguardando la verdad revelada de la contaminación de la filosofía pagana pero no cerrándose a priori a ella677.

Juan Pablo II apunta, pues, en la FR a un diálogo recí-proco de la filosofía con la teología que tenga como referencia y confrontación la Revelación, y pone como modelo de ello a Tomás de Aquino. Eso supone la invitación a elaborar una filosofía en consonancia con la Revelación y la Palabra de Dios. Esa filosofía consonante con la Revelación y postulada por Juan Pablo II no es compatible con cualquier contenido, sino que aparece determinada tanto en el ámbito de la metafísica como en el de la antropología. Es una filosofía del encuentro existencial en la historia. La Revelación de Dios se inserta en el tiempo y en la historia, que es un camino que el Pueblo de Dios tiene que recorrer enteramente678. Es una filosofía realista. La Sagrada Escritura presupone que, más allá de las apariencias, el hombre puede llegar en el mundo y en la historia a un conocimiento de la realidad objetiva, si bien se trata de un conocimiento siempre perfectible679. Es una filosofía de la diferencia ontológica entre el Creador y la criatura contingente: «la verdad revelada, al ofrecer plena luz sobre el ser a partir del esplendor que proviene del Ser subsistente mismo, ilumina el camino de la reflexión filosófica»680; más concretamente, ayuda a comprender la distinción entre Dios como Absoluto y Creador y la criatura como contingente681. Y es una filosofía persona-

676 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 79. 677 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 43. 678 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 11-12. 679 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 82 b. 680 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 79. 681 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 80.

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lista que subraya el carácter personal de Dios y del hombre creado a su imagen y postula llegar hasta el nivel ontológico de la naturaleza espiritual del hombre para fundamentar su sin-gularidad y dignidad.

En efecto, según Juan Pablo II, de la afirmación bíblica de que el hombre ha sido creado a imagen de Dios se des-prenden «indicaciones precisas sobre su ser, su libertad y la inmortalidad de su espíritu»682. La metafísica del Ser subsi-stente antes mencionada está íntimamente unida a esta antro-pología personalista y espiritualista. «La metafísica permite dar un fundamento ontológico al concepto de dignidad de la perso-na por su condición espiritual. La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica»683. La encíclica valora las aporta-ciones modernas de la fenomenología en el ámbito de la antro-pología. Pero advierte que hay que pasar del fenómeno al fundamento y que, para explicar adecuadamente la singula-ridad del hombre, no basta con describir la experiencia interior y espiritual, sino que es necesario llegar hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya:

Un gran reto que tenemos a final de este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando ésta expresa y pone de mani-fiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa llegue hasta la naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya684.

La metafísica de Tomás de Aquino sobre el ser como acto existencial, sobre Dios como el Ser subsistente y sobre la distinción entre acto de ser y esencia en los entes creados, que son caras distintas de un mismo núcleo metafísico, puede ser un punto de partida común en el diálogo entre teólogos y filósofos que preconiza Juan Pablo II, porque sintetiza in nuce

682 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 80. 683 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 83 a. 684 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 83 b.

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las implicaciones metafísicas de la Revelación y está consti-tutivamente abierta a cualquier otra aportación que conduzca a una mejor comprensión de la realidad. En la metafísica tomista de ser como acto existencial, lo más completo e intenso es estar anclado en el esse, puesto que lo abarca todo en su más com-pleta universalidad (ser en cuanto ser) y, al mismo tiempo, penetra profunda e intensamente en cada uno de los entes (ser en cuanto acto)685. «L’essere tomistico esprime la pienezza dell’atto che si possiede per essenza (Dio) o che riposa (quiescit) nel fondo di ogni ente come l’energia primordiale partecipata che lo sostiene sul nulla»686. La noción de ser como acto exis-tencial y la distinción real de acto de ser y esencia en el ente creado trascienden en cierto modo cualquier sistema cerrado o figura histórica de pensamiento, incluida la del tomismo, e incluso la de Tomás mismo en los puntos condicionados por los límites de la cultura de su tiempo687.

En plena consonancia con esta metafísica del ser como acto existencial está la concepción tomista del alma humana como espíritu finito subsistente y simultáneamente como forma del cuerpo al que comunica el ser y la sustancialidad, y, por tanto, como principio de unidad del entero ser humano. La síntesis tomista sobre el alma incluye muchos elementos filo-sóficos, que o bien no están necesariamente relacionados con la Revelación, o bien están condicionados por los límites de la cultura de su tiempo y, por tanto, han sido superados. Pero la afirmación del alma como principio de unidad del hombre y la simultánea afirmación de ambos elementos (cuerpo y alma), que constituye el principio configurador de la síntesis tomista, está en plena consonancia con los datos de la Revelación y el Dogma (creación especialísima del hombre, muerte como cas-

685 «Esse autem est illud quod est magis intimum cuilibet, et quod profundius omnibus inest, cum sit formale respectu omnium quae in re sunt» (ST I, 8, 1 resp). «Ipsum esse est perfectissimum omnium», ST I, 4, 1 ad 3.

686 CORNELIO FABRO, Partecipazione e causalità, Turín, 1960, 40. 687 CORNELIO FABRO, Tomismo e pensiero moderno, Roma, 1969, 16-

17.

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tigo del pecado, pervivencia del hombre después de la muerte, encuentro con Cristo, juicio y recompensa inmediata, e incor-poración del cuerpo a la suerte definitiva del hombre en la resurrección final), explicita las implicaciones ontológicas de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, y está constitutivamente abierta a cualquier otra aportación que con-duzca a una mejor comprensión del ser y destino del hombre. Por tanto, puede ser también un punto de partida común en el diálogo entre teólogos y filósofos que propone Juan Pablo II.

Afortunadamente, hay filósofos cristianos que han inten-tado elaborar una antropología filosófica en consonancia con la Revelación y el Dogma, y han sabido, por una parte, aprovechar los hallazgos centrales de la antropología tomista para explici-tar las implicaciones ontológicas de la creación del hombre a imagen de Dios según la Biblia, y, por otra, enriquecer la sínte-sis tomista con aportaciones de otras corrientes de pensa-miento, principalmente actuales, que han explicado mejor otros aspectos del ser humano. Estoy pensando, por ejemplo, en el proyecto antropológico de Edith Stein, a la que Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio, incluye entre los pensadores re-cientes que han buscado la verdad poniendo en relación la filosofía y la Palabra de Dios688. Se trata de una filósofa que ha sabido aprovechar los mencionados hallazgos esenciales de la síntesis tomista sobre el alma y renovarla y enriquecerla con las aportaciones de la fenomenología689 y la mística690. No se opone

688 JUAN PABLO II, Fides et ratio, 74. 689 El intento de unificar la antropología de santo Tomás y las

aportaciones antropológicas de la fenomenología aparece en EDITH STEIN, Der Aufbau der menschlichen Person. Vorlesung zur philosophischen Anthropologie, ESGA 14, Herder, Freiburg, 2004; Endliches und Ewiges Sein. Versuch eines Aufstiegs zum Sinn des Seins, De Maas & Waler/Herder, Druten-Friburgo, 1986, 328-430.

690 La incorporación de las aportaciones de la mística a la filosofía y teología del alma aparecen en EDITH STEIN, Die Seelenburg (El castillo del alma), que primero fue concebido como uno de los dos apéndices de Endliches und Ewiges Sein y que los editores de su obra han publi- cado aparte: EDITH STEIN, Welt und Person. Beitrag zum christlicen Wahrheitsstreben, ESW VI, Nauwelaerts/Herder, Lovaina-Friburgo, 1987,

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a ello el hecho de que Edith Stein recupere la distinción cuerpo, alma y espíritu691. El significado que da a esta distinción es perfectamente compatible no sólo con la tradición eclesial, sino también con lo nuclear de concepción tomista sobre la cons-titución ontológica del hombre.

39-68; también en ID., Kreuzeswissenschaft. Studie über Johannes vom Kreuz, ESGA 18, Herder, Friburgo, 2003, 126-151 (estas páginas corresponde al apartado titulado Die Seele im Reich des Geistes und der Geister).

691 EDITH STEIN, Endliches und Ewiges Sein, 342-345.

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ÍNDICE

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LA PROBLEMÁTICA RELACIÓN CON EL CUERPO EN EL OCCIDENTE CRISTIANO Y POSTCRISTIANO

JUAN JOSÉ PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL FACULTAD DE TEOLOGÍA “SAN DÁMASO”

MADRID ¿Se puede hablar en la actualidad del alma todavía como

un problema, o es mejor hablar del cuerpo como el problema auténticamente humano? ¿No parece acaso que el alma pertenece a una serie de hipótesis difíciles, sobre la que se puede especular sin fin, pero que en verdad para el hombre es el cuerpo la fuente de muchas cuestiones y dificultades?

Este hecho que nos aparece tan obvio en sí mismo, cuando lo presentamos en el conjunto de la vida humana hace surgir numerosos interrogantes. Lo primero que observamos con cierta claridad es que sorprendentemente no sucede lo mismo con los animales: para ellos el cuerpo no es un pro-blema. Es evidente que sí que representa una fuente de nece-sidades algunas de ellas incluso compleja, como puede ser la reproducción que requiere a veces modos de celo bastante desarrollados. Pero, en el fondo, las distintas necesidades no representan un verdadero problema; para el animal, más bien, es fuente de búsqueda que puede llegar a ser angustiosa, pero no es capaz de despertar en él un interrogante. Esta afirmación no es una falacia, más bien es el modo más claro para darnos cuenta de que, incluso en el caso del hombre, buscar la satis-facción de una necesidad no nos interroga. Un niño llora no porque se dé cuenta de que tenga hambre y sea un problema para él, sino porque se siente mal y quiere satisfacerse. El hombre adulto, en cambio, se pregunta qué ha de comer y cómo ha de hacerlo, distingue muy bien entre el hecho físico que responde a la necesidad y la satisfacción y el acto humano

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con el que lo lleva a cabo. El hombre no sólo se alimenta, sino que come. El lenguaje en torno a esta actividad que en principio podría parecer tan prosaica y natural, por el contrario es muy revelador de la importancia que tiene para el hombre el hecho de comer. El término “comer” proviene del latín “com-edere”, esto es, “alimentarse-con”, se refiere entonces a la intención de compartir la comida, del acto social que acompaña a la realidad física de ingerir alimentos. Todo el arte culinario es inconce-bible desde la mera satisfacción aunque se podría pensar que ha nacido de una exigencia del gusto. En primer lugar responde a la realidad humana de saber esperar, no satisfacer inmedia-tamente la necesidad sino saber hacerlo en el momento ade-cuado, con las personas convenientes y del modo mejor, del modo verdaderamente humano692. Sin todo el marco de referen-cia que lo hace humanum con todo el valor de la palabra, el hecho bruto de nutrirse se percibe como algo impropio del hom-bre, una humillación que se sufre.

Todas estas consideraciones que no brotan directamente del sentir necesidad y que no se pueden deducir de las tenden-cias humanas, constituyen entonces un sistema de referencias complejo que se convierte en el origen primero de los problemas de la vida humana. El cuerpo es para el hombre una fuente de problemas porque le obliga a preguntarse a sí mismo y darse una razón para actuar de determinado modo y no de otro. Muchas de estas preguntas que le surgen en lo más cotidiano no tienen fácil respuesta. No la hemos de buscar directamente sino que buscaremos antes en la dimensión corpórea del hom-bre las claves que nos permitan introducirnos en el significado radical del cuerpo como fuente de problemas humanos.

A mi parecer, la cuestión que acabamos de mostrar se articula en una doble dirección: la primera, la de apertura con la que la corporeidad humana actúa en todo momento. El hombre está dotado de un cuerpo inespecífico, mal preparado para las acciones más primarias como es la defensa o el ataque, la velocidad o la resistencia, ya sea al calor o al frío o a las agre-

692 Cf. J. MARÍAS, Tratado de lo mejor, Alianza, Madrid, 1995.

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LA PROBLEMÁTICA RELACIÓN CON EL CUERPO

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siones externas693. Es un cuerpo débil y vulnerable, más que el de la mayoría de los animales. La apertura es tan radical que el cuerpo humano necesita ser dominado y coordinado, para que llegue a ser un medio de responder a determinados ámbitos vitales muy importantes para el hombre. No le está sometido por naturaleza, requiere una práctica constante y un discer-nimiento prudente de una verdad interior que parece contener. Es un esfuerzo para el hombre responder a esa apertura fas-cinante y no apagarla.

En segundo lugar, hay que mencionar los límites que el cuerpo presenta al hombre y que constantemente parecen frustrar la anterior apertura. Siempre existe la tentación de interpretar estos límites como un mal para el hombre, una im-posibilidad de realizar lo que verdaderamente desea. De aquí la respuesta apresurada de los que ven en la corporeidad un principio del mal en la vida personal694. La auténtica aportación del límite es positiva, indica la concreción de lo real, y la necesidad de una medida humana para orientar su vida695. El primer límite que se experimenta es el tiempo, el hombre no satisface sus deseos inmediatamente requiere una paciente búsqueda y una difícil tarea de elegir. El cuerpo es fundamento de la peculiar temporalidad de la vida humana que no se mide tanto con acontecimientos exteriores cuanto con la propia capacidad de obrar696.

Por eso mismo, he querido presentar la dimensión de apertura antes de la de limitación porque ésta sólo se descubre como un problema en la medida en que la apertura se vive como un horizonte real de posibilidades. Entonces la limitación

693 Cf. J. CHOZA, Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad,

Rialp, Madrid, 1993, pp. 138-144. 694 Como es el “mito del alma exiliada” del que habla P. RICOEUR,

Finitude et culpabilité: II: La symbolique du mal, Aubier, París, 1960, pp. 261-284.

695 Como sirve para demostrarlo la «experience machine» de R. NOZICK, Anarchy, State and Utopia, Blackwell, Oxford, 1968, p. 43.

696 Cf. A. FUMAGALLI, Azione e tempo. Il dinamismo dell’agire morale, Cittadella, Asís, 2002.

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que ha de ver con la relación que el hombre ha de saber vivir en la realidad, la experimenta con una nueva dimensión: se trata de la vulnerabilidad radical del hombre manifestada en su cuerpo. Éste no se mide sólo en un nivel físico, tiene que ver con el modo como el hombre dirige su propia existencia697.

La conjunción específica de la apertura y los límites que el hombre experimenta en primer lugar en sus propias acciones en cuanto condicionadas por un tiempo y un espacio es el lugar donde emerge la auténtica cuestión que hay detrás del modo humano de asumir y vivir la propia corporeidad: la cuestión del sentido698.

Un punto clave de esta dimensión es el modo como el hombre descubre su sexualidad. Es ridículo reducirla a una fuente de satisfacción o a un mero conocimiento biológico, ambas dimensiones no son adecuadas para adentrarse en el fenómeno corporal de la sexualidad que se muestra así como llena de sentido y promesas que no pueden ser descritas como un mero placer o conocimiento corporal. Lo que el hombre en realidad busca mediante su sexualidad es algo mucho más grande y plenificante; por eso mismo pueden ser fuente de profundas frustraciones, porque siempre quiere alcanzar algo más que es mucho más difícil de encontrar.

Tomar en serio esta perspectiva, esto es, afrontar con radicalidad la problemática que representa para nuestra vida la propia corporeidad presenta dos centros fundamentales de atención en los que el cuerpo humano tiene un papel único: el dolor y la muerte699. La originalidad de ambos es que siempre

697 Cf. M.C. NUSSBAUM, The Fragility of Goodness. Luck and Ethics in

Greek Tragedy and Philosophy, Cambridge University Press, Cambridge, 1986, p. 2: «It suggests that part of the peculiar beauty of human excellence just is its vulnerability».

698 Cf. G. ANGELINI, “Il senso orientato al sapere”, en G. COLOMBO (ed.), L’evidenza e la fede, Glossa, Milán, 1988, pp. 387-443.

699 Temas que nuestra sociedad opulenta intenta ocultar, pero que son humanos en su misma raíz. El olvido de estas cuestiones comenzó en la moral: cf. S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona, 1988, pp. 51-55.

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LA PROBLEMÁTICA RELACIÓN CON EL CUERPO

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cuestionan al hombre, su experiencia impide un planteamiento aséptico o fuera de la cuestión del sentido. Por el contrario, ante todo representan una llamada a una implicación del sujeto a encontrar en ellos una puerta que nos permita el acceso a una vida mejor.

En la modernidad La cuestión que se nos propone requiere no perder la

memoria específica del paso que sucede en la modernidad de un Occidente que se denominaba cristiano y que en la actua-lidad tantas veces ha llegado a considerarse postcristiano. Es más, posiblemente el problema del cuerpo sea un camino especialmente fecundo de explicación del por qué ha aparecido el postcristianismo como fenómeno cultural.

De este modo, no presentamos el problema en un mundo de ideas sino dentro de la historia de esas ideas. La perspectiva histórica es fundamental para poder ver el origen real de muchas de las cuestiones discutidas y la viabilidad de determinados propuestas de solución.

Como ocurre en todo itinerario que toma la historia del pensamiento como su objeto, para poderlo presentar con una mínima coherencia, hay que hacer siempre una primera elección cronológica a modo de punto de partida que, por tanto, será discutible. En nuestro caso, en el que se nos ha impuesto por la formulación del tema tratar de la modernidad, me ha parecido bien elegir como origen temporal el fin de la unidad religiosa, el surgir de la Reforma.

La cuestión teológica y la secularización consecuente

El problema más notorio que está en el fondo de la Reforma surge por una valoración especial de la oposición dialéctica “carne”-“espíritu”, con el fondo complejo de la “concu-piscencia” entendida ésta como una especial corrupción en el hombre. Es un planteamiento radical que aparece en un mo-

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mento, el renacentista, en el que el se extendía por todas partes la idea del hombre como medida de todas las cosas mediante su cuerpo. La forma dialéctica con la que en la reforma se pasaba a considerar estas relaciones en el hombre, conduce de forma extremada por vez primera a una interpretación en la cual se separa la persona de la naturaleza como mundos distin-tos. La consideración de la naturaleza –y, con ella, del cuerpo– como corrompida, conduce a que la salvación del hombre se in-terpreta que sucede en lo íntimo y pretendidamente sólo en el centro espiritual de la conciencia. Con ello, comienza una pro-gresiva identificación entre la autoconciencia y la persona que va a estar en el sustrato de todo el pensamiento posterior700.

La tensión interior y espiritual que supone al hombre vivir en una naturaleza que se considera corrompida, con una carga especial en la propia corporeidad, es desgarradora y angustiosa. El único modo práctico de poder sobrellevarlo es desarrollar una doble racionalidad que permita convivir con ella en algunos ámbitos de la vida. La división que Lutero propone entre el Heilethos y el Weltethos se dirige precisamente a es-tablecer esta división701. Las realidades mundanas deben ser comprendidas en un ámbito separado y que será regido por una racionalidad utilitaria precisamente la que se atribuía en el nominalismo a la prudencia a modo de un cálculo de la relación entre medios y fines. Se trata de una concepción ya desa-rrollada y proveniente del nominalismo anterior702. Por encima de ella se situaría el mundo de la fe y el amor divinos con una racionalidad de pura gratuidad de la que el hombre podría participar por medio de la beneficencia con la que sería signo

700 Presenta a Lutero como el gran descubridor del principio de la

autoconciencia con un sentido solipsista J. MARITAIN, Trois réformateurs. Luther-Descartes-Rousseau, en Jacques et Raïssa Maritain. Œuvres Complè-tes, III, Universitaires-Saint-Paul, Friburgo-París, 1984, pp. 429-655.

701 Cf. B. WALD, Genitrix virtutum. Zum Wandel des aristotelischen Begriffs praktischer Vernunft, Münster, 1986.

702 Cf. L. VEREECKE, Da Guglielmo d’Ockham a sant’Alfonso de Liguori. Saggi di storia della teologia morale moderna 1300-1787, Paoline, Milán, 1990.

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LA PROBLEMÁTICA RELACIÓN CON EL CUERPO

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para los demás de ese amor divino703. Este marco inicial de raíz profundamente teológica va a

estar como sustrato de muchos planteamientos modernos los cuales no pueden evitar el dualismo antropológico radical del que parten y que los condiciona. Hay que destacar que la grave carencia de este fundamento erróneo es ante todo una difi-cultad de comprensión del cuerpo. Al tomar como referencia con un espiritualismo de la autoconciencia dirigida sin media-ciones a la divinidad, la corporeidad se interpreta entonces como un horizonte secular y cerrado en sí. El sentido que se percibe en esta esfera es de una fuente de limitación antes que de la apertura de la que hablábamos anteriormente704.

Es importante percatarse de la paradoja que se está produciendo en este cambio y que es fundamental para la apa-rición del postcristianismo. Por una parte, el espíritu rechaza toda mediación y toda vinculación terrena para acabar en una conciencia individual705, se rompe así la relación con toda tradi-ción que pudiera ser fuente de sentido706. Por otra, el mundo es fuente sólo de intereses y de dominio, pero es el único campo que queda para la relación entre los hombres que va compli-carse. La separación de ambas dimensiones las debilita, no en cuanto objeto de conocimiento, pero sí en cuanto origen de una orientación en la vida. Se separan sobre todo de una historia vivida como el verdadero marco de comprensión de la tempora-lidad humana.

703 De este dualismo tan fuerte procede la famosa división entre dos amores propuesta por el pastor luterano A. NYGREN, Érôs et Agapè. La notion chrétienne de l'amour et ses transformations, Aubier Montaigne, 3 vol., París, 1952.

704 Es muy importante su relación con el problema del mal: cf. P. HENRICI, “Los filósofos y el pecado original”, en Revista Católica Interna-cional Communio, 13 (1991) 497-507.

705 Esta visión individualista está muy alejada de la realmente católica como lo demuestra H. DE LUBAC, Catholicisme. Les aspects sociaux du dogme, Cerf, París, 1952.

706 Contra la experiencia humana fundamental como lo recuerda: A. MACINTYRE, Three Rival Versions of Moral Enquiry. Encyclopaedia, Genea-logy, and Tradition, Duckworth, Londres, 1990.

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El conocimiento707 Quizá el primer elemento en el que se experimenta la

fractura anterior que impide una adecuada comprensión de la corporeidad es la teoría del conocimiento moderna. La respues-ta inicial que se quiere dar al misterio de la capacidad de conocimiento que muestra el hombre, es el camino de la auto-conciencia y la certeza única que produce. La elección de éstos se debe en parte a que ambas se consideran como ajenas a los sentidos que serían entonces la fuente de las apariencias y los engaños. Es un modo palmario de considerar el cuerpo como un problema que perjudica la percepción clara del propio “yo” y, en consecuencia, la realización del mismo. El mismo hecho que, en ambas, no se percibiera como una grave dificultad, la separación de los dos ámbitos, nos dice mucho de la confusión con la que se fundaba la determinación de lo que es el conocer humano.

Pero no todo acaba allí, es más, esta posición va a hacer surgir un nuevo problema hasta ahora no conocido. La cuestión se hace urgente y en parte angustiosa: “¿qué hacer con el cuerpo?” Ha dejado de ser fuente de sentido y se le contempla como una realidad sólo secular como un mecanismo bajo el dominio despótico de la voluntad. Los fines que se marca el hombre en sus elecciones espirituales se han de imponer a un cuerpo que cada vez se le aparece como más opaco.

Frente a una teoría del conocimiento que prima las ideas claras y distintas ahora emerge en toda su fuerza la dificultad de conocer el cuerpo en sí mismo. Es una sorpresa máxima para un hombre que se cree identificado con la autoconciencia y al que, en cambio, le es muy difícil conocer su propio cuerpo. Se trata de un asombro falaz, el propio de un modo de cono-cimiento narcisista, que se contempla a sí mismo en un reflejo pero no sabe reconocer que lo que ve es sólo una imagen. Aquí está la clave del drama de Narciso, no en el hecho de maravi-

707 Una visión muy interesante de este paso es la de E. GILSON, The

Unity of Philosophical Experience, Scribner, Nueva York, 1937.

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LA PROBLEMÁTICA RELACIÓN CON EL CUERPO

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llarse de su belleza, sino el de no reconocerse y enamorarse de una imagen en la que no sabe descubrir su propia presencia708. Se comprende ahora que la herencia de todo narcisismo es un nihilismo amenazante por la falta del fundamento en la que sumerge la identidad humana.

Es lo que ocurre en la experiencia fundamental de que el hombre es incapaz de de ver su propio rostro, necesita un reflejo para contemplarse y la primera impresión que tiene de sí mismo es debida a la mirada de los demás. El amigo, como dice Aristóteles, es un espejo para el amigo porque nos permite conocernos a nosotros mismos y sacar lo mejor de nuestro inte-rior709. Ocurre también con un niño que se divierte enorme-mente cuando descubre que tiene pies y juega con ellos hasta llevárselos a la boca. En la experiencia verdaderamente huma-na, la primera opacidad del cuerpo que no nos es transparente se convierte en una llamada a conocer un misterio escondido en el mismo que se nos va manifestando.

Tal asombro va a dar lugar ahora a una verdadera fasci-nación en el conocimiento del cuerpo humano. La anatomía y la medicina van a ser una de las ciencias que encuentra un desarrollo mayor con la diversificación de los saberes científicos que se produce en el s. XVII. Pero, al mismo tiempo, sigue sien-do una cuestión problemática, es un objeto de difícil experi-mentación: representa inevitablemente una dignidad única que es compleja de asumir y respetar y la aplastante cantidad de datos que ofrece corre el peligro de ocultar el misterio encerrado en nuestra propia corporeidad.

Los distintos modos de conocimiento darán lugar a la división que comienza en las universidades alemanas entre las ciencias humanas que quieren conocer el sentido de la libertad, y las ciencias de la naturaleza que se mueven en un marco en-

708 Para este modo de comprender el narcisismo: V. POSSENTI, Filosofia e rivelazione. Un contributo al dibattito su ragione e fede, Città Nuova, Roma, 1999, p. 93.

709 Cf. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, l. 9, c. 9 (1169b33-1170a1). Lo explica P. J. WADELL, Friendship and the Moral Life, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana, 1989, pp. 58s.

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cerrado en el determinismo710. El cuerpo queda en el régimen de la naturaleza y cada vez se le conoce de un modo más objetivo, pero ajeno al movimiento íntimo del hombre en busca de una plenitud que la acumulación de datos es incapaz de sustituir.

Los intentos científicos de acercarse al conocimiento corporal no sirven para explicar satisfactoriamente un paso que salve el hiato entre el autoconocimiento y los sentidos. Fue el dato primero de la teoría del conocimiento moderna, pero el desarrollo de la hipótesis inicial ha hecho que el salto entre ellos sea cada vez más complicado de comprender711. Es una manifestación más del narcisismo inherente al planteamiento de las luces que tiene como correlato más representativo la enci-clopedia con su afán de universalizar el conocimiento sin for-mar a las personas. Es una razón que se contempla a sí misma, y no se reconoce en el rostro de una personalidad que ignora. Tiene así una fractura interior que no sabe reconocer y que le va a explotar poco después.

El evolucionismo El cuerpo, relegado a ser un mero objeto por un

cientificismo miope, va a despertar violentamente y alcanzar un protagonismo insospechado para el conocimiento del hombre que se había cerrado a él. Es el punto principal de la posibi-lidad de un postcristianismo que nace con las ciencias del es-píritu al tomar como norma el optimismo al que alentaba el desarrollo de las ciencias positivas. Los beneficios materiales que éstas habían dado a la humanidad se ponen ahora como la garantía esencial para un ideal de evolución constante del

710 Cf. W. PANNENBERG, Teoría de la ciencia y Teología, Cristiandad,

Madrid, 1981. 711 Va a ser Hutcheson el que manifieste esta limitación: cf. J.

SEOANE PINILLA, “De la benevolencia a la simpatía. Hutcheson, Hume y la difícil búsqueda del ámbito de la reflexión moral”, en Pensamiento, 57 (2001) 95-124.

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conocimiento. En esos momentos parecía evidente que se alcanzaría, al menos por la seguridad de una acumulación en-ciclopédica, y la determinación de un método riguroso. En la perfección de este conocimiento se pone la esperanza de alcan-zar la utopía de una humanidad capaz de resolver cualquier problema. En primer lugar capaz por fin de vivir en paz que es el contenido utópico que parece ahora al alcance de la mano.

En las ciencias históricas esta ley de evolución se in-terpreta como un desarrollo interno de la libertad que en el idealismo alemán se va a centrar en el “espíritu del pueblo” y que alcanza pronto tintes románticos. Se conforma lo que va a constituirse como el planteamiento protestante liberal que tendrá como representantes a Schleiermacher y Harnack. Estos recogen este sentido nacido del sentido dialéctico de la historia y lo aplicarán a lo esencial del cristianismo en un cambio radical del “sentido religioso” humano que sería entonces el que le daría el último contenido al mensaje cristiano y lo integraría en la propia ley de evolución con un peligro próximo de disolución. Este cambio radical de comprensión de lo esencial del cristianismo y que afectó pronto al anglicanismo es la tendencia liberal que tanto alarmó a Newman y le llevó a lide-rar el movimiento tractariano y convertirse posteriormente al catolicismo712.

Esta primera ley que parecía corresponder únicamente al espíritu abierto infinitamente a nuevos horizontes se con-virtió, de pronto, en una ley de la naturaleza que podría ame-nazar la existencia real del mismo espíritu. Esto ocurre con la aparición de la teoría de Darwin sobre la evolución de las especies. En ella, partiendo de una observación geológica, se llega a la primera ley biológica evolucionista713. Es un modo revolucionario de comprender al hombre a partir del cuerpo como expresión de una biología determinada y la introducción de una nueva concepción flexible de la naturaleza de cada

712 Cf. J. H. NEWMAN, Apologia pro vita sua. Historia de mis ideas

religiosas, Encuentro, Madrid, 1996. 713 Cf. E. GILSON, D’Aristote a Darwin et retour, Vrin, París, 1970.

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especie que no sería en sí misma inmutable, sino que sólo se podría comprender en un todo cósmico que sería lo único permanente.

Las consecuencias en el tema que tratamos son enor-mes, con este intento de explicación, no se supera la opacidad del cuerpo, sino que ahora se le aplica una hermenéutica es-pecífica que niega la jerarquía interna de la creación: la que quiere explicar la aparición de lo más elevado desde una emer-gencia de lo más sencillo. De este modo lo complejo de los sen-tidos de la corporeidad humana podría resolverse en unos principios muy sencillos de un igualitarismo cósmico cuyo co-nocimiento sería sólo cuestión de tiempo.

La deficiencia epistemológica de este procedimiento es muy clara: la ignorancia del por qué de algunos saltos, se suple por medio de una secuencia de resultados que permiten hipo-tizar pasos intermedios. Al no conocer en verdad la razón pro-funda se unifican todos los procesos en un principio lo sufi-cientemente amplio para que en él quepa todo, con un criterio último de eficacia, no sabemos por qué se realiza, simplemente que sucede así.

Pretendiendo explicar muchas cosas en el fondo sim-plemente se oculta lo que no se sabe. Los efectos de esta estra-tegia son notorias, se incapacita un conocimiento de lo futuro que está en manos de una evolución en el fondo desconocida; y sobre todo, el hombre pasa a ser una parte de su especie, suje-ta a una ley cósmica que le une con un universo en el que está inmerso. Es la reducción del hombre por medio de una com-prensión cósmica714 que conlleva un juicio moral fundamental: el hombre debería vivir para el bien de la especie y no para su propio destino.

El marxismo que aplaudió con gran gozo la teoría de Darwin como una explicación universal que le permite desarro-llar una explicación absolutamente materialista, trata el cuerpo en cambio como un elemento puramente objetivable como un

714 Para comprender las razones antropológicas de esta reducción: cf. R. FISICHELLA, “Rileggendo Hans Urs von Balthasar”, en Gregorianum, 71 (1990) 511-546.

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recurso más a considerar. La alienación social que considera como un mal a destruir, se convierte en el fondo en una aliena-ción de la persona en la propia clase que funciona a modo de un “cuerpo social” el que realmente tendría para Marx el valor de personalización.

Kierkegaard comprendió con una especial profundidad el germen radicalmente postcristiano contenido en la propuesta liberal protestante que veía triunfar en la iglesia luterana dane-sa y que tenía como referente central la formulación del pro-blema de Lessing: de cómo un hecho histórico concreto como es la muerte de Cristo puede ser una fuente de sentido univer-sal715. Por eso destaca la radical falta de sentido en la que arrojan la existencia personal. Para intentar recuperar la vida auténticamente cristiana señala con cuidado las experiencias personales en las que se revela especialmente al hombre la di-ficultad de encontrar su propia identidad como es la angustia y la desesperación716. Es un grito que avisa con urgencia de una ruptura a la que hay que saber reaccionar, pero todavía inci-piente pues le falta la perspectiva para poder acertar com-pletamente en su solución.

La respuesta personalista

La postura dialéctica que acabamos de ver tiene en su centro la separación entre la corporeidad y la identidad perso-nal el malestar de su superación llegará a ser tan notorio un punto fundamental que motivará un fuerte movimiento de superación de tal planteamiento que tendrá lugar a lo largo del siglo XX.

En este caso, este movimiento cultural se puede compa-

715 La gran controversia contra Lessing está en su obra S.

KIERKEGAARD, Postilla conclusiva non scientifica, en Opere, Sansoni, Firenze 1972, pp. 259-611.

716 Especialmente en sus libros S. KIERKEGAARD, El concepto de la angustia, Revista de Occidente, Madrid, 1930; La malattia mortale, en Opere, Sansoni, Florencia, 1972, pp. 621-692.

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rar a una especie de estallido pues se realiza en modos muy diferentes y lugares distintos, pero en el fondo son coincidentes pues todos nacen del malestar creciente del imperio de la idea y los resultados amargos de muchos procesos revolucionarios que no sólo no llegaron a dar los resultados anunciados, sino que fueron causa de gran sufrimiento para muchos hombres.

Hemos de destacar al menos las corrientes más impor-tantes que reaccionan al craso dualismo anterior para poder valorar de un modo global las posibilidades de reacción a los problemas que la persona plantea a todo un mundo que piensa que puede juzgar la corporeidad humana como un simple objeto de conocimiento.

La corriente reflexiva francesa que tiene como última inspiración a Maine de Biran717 y en Bergson su gran difusor. En ella se insiste en la correlación que existe entre el conoci-miento y lo conocido por la mediación corpórea y espacio-temporal en la que están insertos. De este modo se abre a un conocimiento experiencial que permite integrar la intimidad humana en su emerger.

La fenomenología: no tanto en su inicio con Husserl cuanto en la larga serie de sus continuadores: Edith Stein718 con el sentido de profunda unidad entre el cuerpo, el alma y el espíritu; Max Scheler que aporta el conocimiento de la corre-lación entre el hombre y el mundo en el espíritu humano y los distintos niveles dentro del hombre719. Se abre un cambio muy amplio con frentes tan distintos como pueden ser Merleau-Ponty720 centrado en la sensibilidad del hombre, o el mismo

717 Cf. M. DE BIRAN, Mélanges de psychologie, de morale et de politique,

en Œuvres de Maine de Biran, I, Alcan, París, 1920, pp. 49-181. 718 En especial E. STEIN, Endliches und ewiges Sein. Versuch eines

Aufstiegs zum Sinn des Seins, en Edith Steins Werke, II, Herder, Friburgo, 1986.

719 Cf. M. SCHELER, Die Stellung des Menschen im Kosmos, en Max Scheler Gesammelte Werke IX: Späte Schriften, Franke, Berna, 1976, pp. 7-71.

720 Cf. M. MERLEAU-PONTY, Phénoménologie de la perception, Galli-mard, París, 1945.

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Levinas cuyo punto originario es la responsabilidad ante la mirada del otro721. En todos estos autores el hombre, en su integridad, es un auténtico microcosmos en el que se puede acceder a la profundidad del cosmos real.

Sí quisiera pararme en una corriente específica que supo recoger las principales aportaciones de las corrientes anteriores y les da una nueva unidad. Se trata del personalismo722, que nace en cuanto movimiento intelectual en el período entre gue-rras, pero con un impulso que va más allá de los condicio-nantes coyunturales y del cual se puede afirmar que, en cuanto matriz filosófica, goza de un gran influjo en la actualidad723.

Afronta nuestra cuestión de la relación con el cuerpo de un modo original por medio de una elección de principio: parte de la superación de la idea de que el cuerpo es un problema para señalar, en palabras de Marcel, que es un misterio pues está enmarcado en la comprensión misma de la persona huma-na. Con esta premisa abre una fuente nueva de conocimiento del cuerpo que parte de lo íntimo de la persona y cuyo primer contendido puede expresarse en la siguiente afirmación: el hombre fundamentalmente, no tiene un cuerpo, sino que lo es724. Esto quiere decir que el cuerpo tiene un papel específico en la formación de la identidad de la persona y en su distensión temporal dinámica en busca de una plenitud personal. El cuerpo es para el hombre fuente de significados y un elemento imprescindible de comunicación social. Una de las clarifica-ciones más importantes del personalismo es desenmascarar la identidad idealista entre la persona y la autoconciencia725. Es

721 Cf. E. LEVINAS, Humanisme de l’autre homme, Fata Morgana,

Montpellier, 1978. 722 Para introducirse en él: cf. J. M. BURGOS VELASCO, El persona-

lismo, Palabra, Madrid, 2000. 723 Cf. A. PAVAN y A. MILANO (eds.), Persona e personalismi, Dehoniane,

Nápoles, 1987. Define el personalismo como una “matriz filosófica”, J. LACROIX, Le personnalisme comme anti-idéologie, PUF, París, 1972, p. 149.

724 Cf. G. MARCEL, Être et avoir, Aubier Montaigne, París, 1935, p. 236. 725 Cf. E. MOUNIER, Manifeste au service du personnalisme, en Œuvres,

I, Éditions du Seuil, Paris 1961, 529: «Ma personne n’est pas la conscience

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cierto, la persona humana no es su autoconciencia, ni esta es el origen de todo conocimiento, precisamente porque el hombre es un ser corpóreo. Este hecho lo vincula al mundo y a los otros hombres. En este sentido se expresan autores de la relevancia de Ricoeur por medio de un análisis fenomenológico de la complejidad de la identidad humana726.

No presenta una solución a un problema que no lo es, sino una nueva dirección hacia el conocimiento real de un misterio en el que está envuelto el hombre mismo. De esta importante reacción han quedado las premisas que hemos bosquejado anteriormente y que han sido fermento de formas originales de introducirse en esa realidad personal. No fue una respuesta completa, y muchas veces no supo ser sistemática, pero era necesario ese aviso para comprender que se debía abrir la epistemología a nuevas fuentes de conocimiento. El personalismo, precisamente, al contrario de la ilustración y el racionalismo, no se cerró al concepto de tradición, sino que lo hizo suyo para mostrar que es el marco específico de trans-misión de los conocimientos relativos a la persona727. Por eso mismo, introducirnos en este modo de pensamiento es una for-ma de superar la tentación larvada del poscristianismo sos-tenida por un evolucionismo impersonal y fatídico. Una vez alentados por este rayo de luz, podemos presentar los aspectos positivos que en la actualidad encontramos respecto a nuestro tema.

que j’ai d’elle (…) Mais ma personne comme telle est toujours au–delà de son objectivation actuelle, supraconsciente et supratemporelle, plus vaste que les vues que j’en prends, plus intérieure que les constructions que j’en tente».

726 Especialmente, en su conocido libro P. RICOEUR, Soi-même comme un autre, Seuil, París, 1990.

727 Cf. M. NÉDONCELLE, Conscience et logos. Horizons et méthodes d’une philosophie personnaliste, Épi, París, 1961, p. 31: «Mais la communi-cation des idées morales est, en son fond, une communication des per-sonnes; l’exigence de la raison ne se sépare pas de la réalisation d’une communauté intersubjective».

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Nuevos horizontes Es cierto, hemos podido ver el surgir de una forma

inadecuada de acercarse al misterio personal y que tiene una repercusión muy grande en la forma de dirigir la vida e incluso de relacionarse con la revelación de un Dios hecho carne. El tiempo ha conducido al nacimiento de una insatisfacción creciente respecto a este modo de comprender al hombre. Por eso mismo, podemos constatar algunos aspectos especialmente relevantes en los que se nos abre un camino nuevo todavía por recorrer.

a) El afecto

Hemos de empezar por una de las corrientes más actuales que realza la unidad del cuerpo y el alma en la unicidad de la vocación personal. Se trata de la revalorización actual del afecto, ahora como objeto de conocimiento en su repercusión en el comportamiento humano y en relación a la verdad del hombre en cuanto tal728. Era algo previsible por la dicotomía que apartaba el afecto de la razón, mientras el emotivismo alcanzaba cotas cada vez mayores. La ignorancia sobre estos temas, excluidos de los estudios convencionales y la creciente emergencia de los problemas vitales vinculados a los sentimientos, ha sido el motivo del gran éxito de los primeros escarceos sobre los afectos, en especial en el tema del conocimiento: lo que ha venido a denominarse inteligencia emotiva729.

La importancia del mundo de los afectos está en el hecho de que se sitúa en el eje mismo de la cuestión que tratamos. En verdad el afecto es una manifestación especial del el cuerpo y del alma, en una unidad nueva que tiene que ver con una profunda verdad humana en la cual, la corporeidad tiene un valor específico.

728 Cf. A. MALO, Antropologia dell’affettività, Armando, Roma, 1999. 729 Cf. el libro más famoso al respecto ha sido el de D. GOLEMAN,

Inteligencia emocional, Kairós, Barcelona, 1996.

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En cambio, a pesar de haberse abordado su estudio des-de su relación con el conocimiento no se ha dado el paso de a-frontar el problema epistemológico que supone. La mayor difi-cultad de acercarse a los afectos está en conocer su naturaleza.

No se puede comprender como una mediación de dos mundos distintos, un intento de explicación racional de algo que en sí no lo es730, sino como la emergencia de una experien-cia originaria dentro de un dinamismo de autorrealización del hombre. En ese sentido, hay que evitar reducir la vuelta al afecto por un interés fundamentalmente de autoconocimiento psicológico como ocurre en el plano de la “relación de ayuda”731, hay que verlo en un dinamismo humano más rico que incluye lo más radical del hombre en una doble dimensión: la interper-sonalidad y la libertad.

La interpersonalidad es una dimensión relevante en la afectividad y permite introducirse en el afecto en el camino abierto por la experiencia originaria principal para el hombre, por la que éste despierta a su conciencia como es el amor732. Nuestro amor nace como respuesta a un amor que nos precede y nos solicita. Es así como somos capaces de reconocernos a nosotros mismos e ir descubriendo el camino para ir realizando la propia identidad.

Con esta referencia amorosa se accede a una interpre-tación del afecto vinculado al amor con un valor existencial e interpersonal que incluye a todo lo humano733. De este modo incluso la conciencia moral, que tantas veces se ha interpretado

730 Así ocurre si se entra en el afecto sólo desde los estudios lingüísticos, cf. J. M. MARINA, La selva del lenguaje. Introducción a un diccionario de los sentimientos, Anagrama, Barcelona, 1998.

731 Aunque, dentro de sus limitaciones, no deja de ser provechoso un acercamiento psicológico a la relación entre los afectos y la perso-nalidad, cf. J. POWELL, El enigma del yo. Guía del autoconocimiento, Sal Terrae, Santander, 1998.

732 Cf. el análisis afectivo de A. SCOLA, “El afecto a la luz de algunos artículos del de passionibus de Santo Tomás”, en Hombre-mujer. El misterio nupcial, Encuentro, Madrid, 2001, pp. 395-414.

733 Para el conocimiento de esa relación interpersonal, cf. M. NÉDONCELLE, La reciprocidad de las conciencias, Caparrós, Madrid, 1996.

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de una forma espiritualista, en esta perspectiva se nos presenta como corporal y esencialmente relacionada en un simbolismo esponsal y maternal734.

En la libertad, en la medida en que se reconoce que la verdad de la que parte es, ante todo, la verdad específica del amor que el hombre recibe de un modo en primer lugar afec-tivo735. La misma estructura de la unión afectiva sirve para ver la correlación básica entre deseo y libertad que es la funda-mental para mantener el aliento de la acción libre hacia el fin verdadero736. Se trata entonces de una libertad para amar, que abre al hombre a la posibilidad de una «vocación al amor»737 en la que la dimensión corporal es una parte sustancial de la misma.

Este primer acercamiento a la verdad del afecto nos muestra ya un panorama en el que están interrelacionadas las dimensiones personales fundamentales de la vida del hombre y en ellas se anuncia una dirección que puede servir para la orientación hacia una comunión de personas. No se puede per-der esta profundidad del afecto para llegar a la verdad de la vocación al amor, superando las interpretaciones emotivistas o psicologistas.

b) La teología del cuerpo

La asunción más profunda de la categoría de misterio aplicada a la corporeidad humana ha encontrado en este siglo un desarrollo muy grande en el campo teológico. No podía ser

734 Cf. L. MELINA, “Simbolismo sponsale e materno nella formazione della coscienza morale cristiana”, en Anthropotes 8 (1992) 171-197.

735 Para ello me remito a J. J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, “Libertad y afectividad”, en J. J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL (ed.), “Para ser libres Cristo nos ha liberado” (Ga 5,1), Actas del Congreso de Teología Moral Facul-tad de Teología “San Dámaso” Madrid, 17-18 de mayo de 2002, Publicacio-nes de la Facultad de Teología “San Dámaso”, Madrid, 2003, pp. 137-152.

736 Cf. C. VIGNA, “La verità del desiderio come fondazione della norma morale”, en Problemi di etica: fondazione, norme, orientamenti, Gre-goriana, Pádua, 1990, pp. 69-144.

737 Cf. JUAN PABLO II, Redemptor hominis, n. 10; Familiaris consortio, n. 11.

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menos porque, como hemos procurado analizar, el inicio de la consideración del cuerpo como problema en la modernidad ha surgido de una cuestión teológica. Por ello, sólo en la teología podía hallar su última respuesta. La dificultad mayor en este campo es el extrinsecismo de la gracia, esto es, considerar el don divino como un añadido a un orden creatural absoluta-mente comprensible por sí mismo. De aquí se ha pasado a interpretar toda la realidad de la gracia como una realidad “espiritual” que no tiene que ver con la corporalidad del hombre que pertenecería al simple orden de la creación.

Entre los distintos planteamientos que jalonan el siglo XX, por su originalidad, su desarrollo y su profundidad hay que destacar lo que se ha de denominar una verdadera “teología del cuerpo”. Me refiero directamente a la que ha sido presentada al mundo teológico con la aparición de toda la serie de catequesis de Juan Pablo II sobre el amor humano en el plano divino738.

En esta obra, se propone una metodología específica para un conocimiento más profundo del cuerpo humano en su significado verdaderamente teológico y que ha marcado un hilo conductor de todo el magisterio de este Pontificado739. Se reco-gen allí sus profundas reflexiones acerca de su propia interpre-tación fenomenológica que se ha centrado a lo largo de sus es-tudios filosóficos sobre la correlación existente entre la persona y la acción. En ella, la dimensión corporal de la persona tiene una importancia central740. Pero además, se aborda una nove-dosa antropología teológica sobre el modo como el hombre se interpreta a sí mismo en unas claves que son las constitutivas de su propia vida.

En primer lugar, se propone una antropología dramática en la cual la persona se comprende en la respuesta a su voca-

738 JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plano divino, Cristiandad, Madrid, 2000.

739 Cf. A. SCOLA, L’esperienza elementare. La vena profunda del magistero di Giovanni Paolo II, Marietti, Genova-Milán, 2003.

740 Cf. K. WOJTYLA, Persona y acción, BAC, Madrid, 1982; que se ha complementar con las artículos filosóficos posteriores recogidos en El hombre y su destino, Palabra, Madrid, 1998.

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ción divina entendida como una vocación al amor que no se realiza sino en la medida en que es asumida por la persona. De esta forma se comprende la revelación divina en sí misma como un acto de amor. En esta antropología, Juan Pablo II va a retomar de una forma singular dos de las dimensiones básicas de la Gaudium et spes del Concilio Vaticano II y que son dos pilares para todo su magisterio. Nos referimos a Gaudium et spes, 22 que trata de la plenitud de vocación revelada en Cristo y su amor741, y a que el hombre no puede realizar esta llamada sino dentro del don de sí que es el único modo de encontrase a sí mismo como señala Gaudium et spes, 24742. La centralidad de Cristo y el don de sí como expresión de la vocación al amor tienen una explicación esponsal intrínseca que integra todos los elementos anteriores por medio de la corporeidad propia de la vida humana. Con ello, se establece una correlación entre la experiencia humana y la revelación divina en la cual la di-mensión corpórea del hombre es insuperable743.

La clave de esta construcción tan novedosa es la cate-goría de imagen de Dios centrada en la communio personarum que se establece en la relación hombre y mujer en la cual se relacionan internamente: la libertad, el dominio del mundo y la adoración a Dios744. El concepto de imagen se interpreta diná-micamente en un proceso de divinización a impulso de la gracia centrado en Cristo Imagen perfecta de Dios que revela plena-mente el amor del Padre en la Cruz.

741 Lo que ha realizado desde el principio de su Pontificado: cf. C. IZQUIERDO, “Cristo manifiesta el hombre al mismo hombre (Gaudium et spes 22, en Juan Pablo II)”, en A. ARANDA (ed.), Dios y el hombre, VI Simposio Internacional de Teologia, EUNSA, Pamplona, 1985, pp. 659-674.

742 Cf. P. IDE, “Les occurences de Gaudium et spes, n. 24, §3 chez Jean Paul II”, en Anthropotes 17 (2001) 149-178 y 313-344.

743 Cf. A. RODRÍGUEZ LUÑO, “In misterio Verbi incarnati mysterium hominis vere clarescit (Gaudium et spes, 22). Riflessioni metodologiche sulla grande catechesi del mercoledi di Giovanni Paolo II”, en Anthopotes 8 (1992) 11-25.

744 Para comprender su contenido J. GIL LLORCA, La communio personarum en la “Gratissimam sane” de Juan Pablo II. Elementos para una antropología de la familia, Siquem, Valencia, 2000.

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El tiempo es así una dimensión esencial de tal imagen que se resuelve en los distintos momentos del hombre respecto de la economía divina: el protológico (inocencia-caída, promesa de redención); el histórico de la redención y el escatológico, en los cuales la corporeidad centrada en el corazón del hombre juega un papel central. Estos tiempos conforman el denomi-nado “tríptico” de la “teología del cuerpo”745 que es tan impor-tante para que el hombre sepa situar su propia existencia cor-poral dentro de una historia, con un principio y un final.

Todo ello incluye un estudio del modo específico como el hombre descubre y se manifiesta como persona a través de su cuerpo lo que Juan Pablo II llama el “lenguaje del cuerpo” que es el elemento clave para poder hablar de un ethos sobre el cuerpo humano746. No se trata sólo de un contenido sexual, ante todo se centra en la manifestación de la persona por medio del cuerpo. Además, hablar de “lenguaje” es un modo de indicar que existe una verdad en esa comunicación que ha de guiar la conducta de la persona humana.

En fin, el estudio profundo de las claves antropológicas de esta propuesta747 es un camino fecundo todavía por desa-rrollar y que es una invitación a un diálogo con las ciencias humanas y el hombre de nuestro tiempo. En esta dirección hay que proseguir para que, dentro de la nueva Evangelización y la superación del pretendido postcristianismo, brille de nuevo la verdad del hombre que es «el camino de la Iglesia»748.

745 Explica estas coordenadas: C. CAFFARRA, “Introducción General”,

en JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, cit., 19-48. Sigue este mismo tríp-tico en: JUAN PABLO II, Tríptico Romano, Universidad Católica de Murcia, Murcia, 2003.

746 Cf. J. M. GRANADOS, “La ética esponsal de Juan Pablo II”, en Anthropotes 15 (1999) 181-193.

747 Cf. A. SCOLA, Hombre y mujer. El misterio nupcial, Encuentro, Madrid, 2001.

748 JUAN PABLO II, Redemptor Hominis, n. 14.

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Viernes, 30 de julio:

Reflexiones finales

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ÍNDICE

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UNAS REFLEXIONES SOBRE EL ALMA

ALFONSO PÉREZ DE LABORDA FACULTAD DE TEOLOGÍA “SAN DÁMASO”

MADRID

a José Luis Corral y Paula Arenas, a Ángel Olías y Mari Carmen Soler

I

DE CÓMO LAS PIERNAS FLAQUEABAN ATRAÍDAS POR EL ABISMO DE LO QUE HAY

Il avait assisté une fois à une scène familière aux Ostendais. On amenait un enfant que n’avait jamais vu la mer et, pour que sa première impresion fût plus forte, on lui avait bandé les yeux. Une fois sur la digue, on lui retirait brusquement le bandeau et l’enfant regardait avec angoisse cet horizon trop vaste; ses jambes flageolaient, comme s’il avait perdu pied, comme s’il s’était senti attiré par l’abîme de l’univers. Enfin, dans un élan de panique, il se raccrochait aux jambes de son père, aux jupes de sa mère et éclatait en sanglots, GEORGES SIMENON en Le bourgmestre de Furnes.

El 2 de julio de 2004749 un amigo del Colegio, el jesuita Xabier Zabalo, párroco en Kisangani, República Democrática del Congo, en donde se encuentra desde que entró en el noviciado de la Compañía de Jesús, nos envió como cada mes una carta circular a sus extensos amigos. Siempre suelen ser

749 El último párrafo es de la carta del 4 de julio en la que me agradecía mi pronta reacción a su relato maravilloso.

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A. PÉREZ DE LABORDA

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apasionantes. En esta nos contaba un hecho que deja sobrecogido:

No se trata de nada especial. El día 30 de junio, festejamos la Independencia con mas bien tristeza que alegría, aunque los jóvenes se pasearon mucho con sus mejores prendas. A veces unas gafas de pacotilla y unos zapatos prestados... Pero nosotros celebramos las confirmaciones. Pocos chicos y chicas: 93. Hemos descendido bastante con respecto a años pasados. Las sectas, la miseria y otros fenómenos como la guerra, etc. Pero en una parcela de la Parroquia se celebraba otro acontecimiento. No sé si sabéis, pero el África Negra es muy púdica. Las manifestaciones exteriores son recibidas con vergüenza (…) Hubo un sepelio. Los sepelios son muy ruidosos y se hacen siempre al aire libre. Grandes mani-festaciones exteriores de duelo: lloros, aplicaciones de barro en la frente y también cosas divertidas como chistes y otras cosas para hacer olvidar la tristeza. Pero esta vez los cánones del pudor se rompieron. La que se había muerto era una putilla de un Hotel de la ciudad (muerta de sida y enterrada gracias a los buenos oficios de nuestro jesuita que se ocupa de los sidáticos). Las compañeras que hacen el mismo oficio vinieron a decir su último adiós a la amiga. Y, curiosamente, contra todas las reglas del pudor africano, se pusieron todas en cueros y entonaron cánticos de toda clase, para “llorar” como es debido a la muerta. Imaginaos el follón que se organizó. Los adultos huyeron avergonzados y los mas atre-vidos de los jóvenes e incluso niños se quedaron a ver el espectáculo gratuito que se les ofrecía inesperadamente. No sé si acompañaron al cadáver por todo el camino en tal estado. Lo que sí me han contado es que en el camposanto volvieron a repetir el espectáculo. Hay algo de desgarrador en todo eso. Yo creo que esas pobres chicas saben que todas están condenadas a morir en breve plazo (todas están infectadas por el sida) y ese terrible peso que llevan en sus corazones las convierte en más desvergonzadas de lo que son. Hay como una venganza implícita en este comporta-miento. Una venganza contra la sociedad bienpensante, contra todo el mundo, contra los hombres que les pagan un poco más para que la relación se hagan sin protección, y como están tan necesitadas... (…) Pero a mí lo que más me priva es el grito implícito y desgarrado de esas mujeres que viven esa vida, que están contaminadas y que se sienten explotadas, al mismo tiempo que discriminadas.

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UNAS REFLEXIONES SOBRE EL ALMA

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En el entretanto que esperaba la escritura de estas páginas he tenido la suerte de ver, no voy a decir que en el mismo día, pero casi, seis películas de Claude Chabrol750. Me han enamorado. Me han revuelto por dentro todo lo que soy. De una belleza indescriptible. En la suavidad verde de la hermosa y agradable región del Périgord o en otras lugares de enorme y dulce belleza, aunque sea París o sus alrededores. Gente normal. Gente bien. Los más insustanciales decían que como crítica de la burguesía provinciana francesa decadente, ¡un decir tan poco interesante! Gente normal. Podríamos ser cualquiera de nosotros. Mejor aún, somos todos nosotros. Un continuo marcar el tiempo por las campanadas de la torre de la iglesia –incluso cuando estamos en la periferia de París–, es decir, por la cotidianidad desgranada de nuestra vida. Acom-pañadas de una música punzante –qué importante en el cine son la música y los silencios– la cual nos interpreta lo que vemos, diseccionándolo ante nuestros ojos. Pues bien, ahí, precisamente ahí, en la dulce suavidad de nuestras vidas aparece lo monstruoso, el crimen, la explosiva necesidad de la confesión, el que se sepa por aquellos a los que queremos el acto criminal que hemos cometido, no para conseguir su perdón, sino el conocimiento, para que sepan quiénes somos y no se lleven a engaño ni ellos ni nosotros mismos. No necesito perdonarte, dice uno de los personajes a su amigo de años quien le acaba de confesar en un larguísimo paseo atardecido que se resuelve en una sola toma, en un único aliento –escena genial–, como también lo va a confesar después a su propia mujer, que es él quien ha estrangulado a la esposa del amigo, sojuzgado por ella en un momento de arrolladora pasión provocada, insinuadora de muerte, de ir hasta la provocación última en el juego pasional de la muerte. No necesito perdo-narte, basta con que me lo hayas dicho; te entiendo, me lo explico, te comprendo. Mas, así, el perdón no es necesario;

750 Un paquete que contenía: Le Boucher (1969), Noces Rouges

(1973), Que la Bête Meure (1969), La Femme Infidèle (1969), Juste Avant la Nuit (1971) y La Ligne de Démarcation (1966).

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alcanza con un acto amigable de conocimiento. El perdón, sin embargo, que es lo único que borra la culpa, queda excluido como innecesario. El sojuzgado estrangulador, habiendo confe-sado después a su mujer el monstruoso crimen que ha cometido, arrastrado por pasión provocada que le dominó, pero ni querida ni buscada, quiere entregarse. Necesita hacerlo. No importan las consecuencias para su familia, extremadamente gozosa. No hay solución. No hay perdón. Sólo queda la con-fesión, el autoinculpamiento. La esposa se excede en las gotas para dormir que ofrece a su marido, y el estrangulador sojuz-gado muere; para todos, suicidado. En la última escena en la fría playa normanda vemos a la esposa y a la suegra depar-tiendo amablemente en sus hamacas cerradas, mientras los dos hijos corretean contentos por la arena. ¿Cuál es la verdade-ra verdad?, ¿la de la confesión que ni pide ni quiere ni ofrece el perdón o la de quien perdonando consiguió la tranquilidad para toda la familia, incluido el marido que buscaba la muerte con la que se encontró? Terrible dilema. Mas no, sólo el perdón rompe el dilema, cualquiera que sea por donde se rompa la realidad.

¿Por qué comenzar así unas páginas seguramente inco-nexas sobre el alma? Porque mientras no demos en explicar eso que somos en su profundidad abismal en la que nos flaquean las piernas, no hemos dicho nada definitivo sobre nosotros mismos; nos hemos quedado infinitamente cortos, no hemos llegado al alma de la cuestión. Y lo que acabo de contar, junto a relatos parecidos, es parte esencial de eso que somos. Hasta ahí llega la negrura maravillosa y terrible de eso que somos. La luz suave y bella de eso que somos. Figuras en un dulce paisaje. Figuras en un abismal paisaje. Figuras siempre en un paisaje que buscaría el perdón si fuera capaz, si supiera cómo hacerlo, si tuviera la suerte inmensa de darse cuenta que debe pedirlo y conseguirlo. Figuras demasiadas veces, sin embargo, en un paisaje que rechaza toda búsqueda de perdón y que sólo de-manda entender, la exclusividad del conocimiento, la imposible destreza maestra de sí mismo.

Como se ha de ver en las páginas que siguen la cuestión decisiva que me afano en defender se enuncia así: porque nos

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UNAS REFLEXIONES SOBRE EL ALMA

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conformamos en la belleza podemos decir que tenemos alma. Tal es una de las tesis esenciales que recorren el conjunto en-tero de mi pensar; una de las líneas de fuerza que lo sostienen y lo mueven de más en más. Por otro lado, hay que entender que dicha tesis no va por suelto; esta conformación a la belleza viene provocada y producida en eso que somos siendo en toda nuestra complejidad ‘cuerpo de hombre, en su identidad-dual de cuerpo de hombre y cuerpo de mujer’. En esta confluencia, en mi opinión, es cuando podremos hablar de alma.

II

PRIMEROS PASOS TITUBEANTES A mucha gente de a pie –¡y seguro que a legión innu-

merable de pensadores!– les parece asombrosamente retro de-dicarse a estas alturas de la vida a hablar del alma; de primeras se quedan en el puro pasmo y luego su mirada toma tintes de amplio desprecio. En todo caso, es algo bien sobresa-liente en el estadio de cosas en que vivimos empeñarse en hablar sobre el alma, pues parecería bien claro a casi todos y desde casi todos los puntos de vista que en realidad y de verdad no hay alma. Más filosóficamente, al materialista todo está seguro, pues al ser todo materia, es claro que el alma no existe, ya que ella sería esencialmente no-materia; nada hay que no sea materia. Para otros, ya antiguos, el lenguaje que la utiliza sería sin sentido, pues con ese concepto no podrían hacerse frases bien construidas que a la vez tuvieran una indudable base empírica y que pudieran referirse a experimentos, o al menos a experiencias intersubjetivas; y las frases sobre el alma no cumplen ninguno de estos requisitos. Para muchos, hoy, si queremos hablar de ella, sólo se puede hacer naturalizándola, es decir, tratándola como un objeto de la ciencia: desde ahí podemos hablar del alma, ciertamente, pero entonces será algo que, por naturalizable, terminará por ser perfectamente expli-cada y comprendida desde lo que son los conocimientos de cer-

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teza que nos da la ciencia; en una palabra, ya no sería un alma almable, sino un alma tan mundanal como cualquier otra de las cosas u objetos del mundo, mero y simple producto de la evolución; como todas las demás cosas del mundo. Para otros, se trataría todavía de algo que tiene que ver, por ejemplo, con el super-yo, con lo cual existen procedimientos analíticos para tratarla y desenmascararla. Algunos creen que tiene que ver con los fenómenos místicos que los neurocientíficos están estu-diando ya como productos reales del funcionamiento del cere-bro. Para aquellos que estarían en su bando y hasta les gustaría quedarse con ella, hablar del alma se pone tan difícil, teniendo que caminar por el filo de una navaja, entre el pre-cipicio hondo de los diversos materialismo que la niegan y el abismo obscurísimo del dualismo platónico o cartesiano, que prefieren no mentar la bicha. También es verdad que otros, sólo algunos, creen suficiente con decir que el hombre es un com-puesto substancial unitario de materia y forma, es decir, de cuerpo y alma, o cosa parecida; con esto, creen, todo queda arreglado, sin caer en cuenta, quizá, de que tal afirmación sólo se puede lograr desde una filosofía y desde un conocimiento del mundo de los que no estoy seguro pueda llegar a ser el suyo con facilidad.

Muchas de las páginas del Fedro de Platón son de una belleza resplandeciente; de una manera más precisa, las que se refieren al alma. De ella, como de todas las cosas importantes y decisivas, sólo se puede hablar desde el arrebato, desde la locura del entusiasmo. Alma inmortal, pues se mueve a sí mis-ma y todo lo que se mueve a sí mismo es inmortal. El alma se parece a «una fuerza que, como si hubieran nacido juntos, lleva a una yunta alada y a su auriga»751, que con caballo blanco y caballo negro, uno bueno y hermoso, el otro indócil por demás, recorre el cielo entero. Es el entendimiento, piloto del alma, quien ve «esa esencia cuyo ser es realmente ser»752. Cuando el

751 Fedro 246a. Utilizo la traducción de E. Lledó Iñigo en la

Biblioteca clásica de Gredos, Madrid, 1986. 752 Fedro 247c.

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alma lo ve, «se llena de contento, y en la contemplación de la verdad, encuentra su alimento y bienestar»753. Ay, pero forzada por los caballos, tras tantas penas, no lo ve todo; tiene «que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser», quedándole sólo por alimento la opinión754. Ay, más aún, pierde las alas y cae a tierra. Pero es ahora cuando irrumpe la belleza, «un chorreo de belleza», que sí se deja ver, calentando con un calor que empa-pa la naturaleza del ala y, si el alimento afluye, «se esponja el tallo del ala y echa a nacer desde la raíz misma del alma»755, y así «bullen, escuecen, cosquillean las nacientes alas»756. El auriga, aún arrastrado por caballos tan diversos, uno de ellos sordo y apenas obediente al látigo, viendo el semblante bello se llena «del cosquilleo y de los aguijones del deseo»757, y como puede, entre relinchos y tirones, domina a los caballos.

Sólo faltan dos cosas para tener el cuadro del alma en alada belleza; las encontramos en el Fedro. «¿Cuándo el alma aprehende la verdad?». Si lo hace en compañía del cuerpo es engañada por él. «Al reflexionar» es cuando «se le hace evidente algo de lo real»; entonces es cuando «tiende hacia lo existen-te»758. La reflexión, el entendimiento, la inteligencia, el auriga, el piloto, es lo decisivo en el alma. ¿Qué nos queda? Su concep-ción biológica –y no metafísica– de la muerte como separación del alma –alma inmortal– del cuerpo, pues «estar muerto es esto: que el cuerpo esté sólo en sí mismo, separado del alma, y el alma se quede sola en sí misma, separada del cuerpo»759.

Aunque ciertamente no sea platónico en estas cosas del alma, se ha de ver lo importante que serán aquí sus pensa-mientos.

Nótese en todo caso que inmersos en un realismo filosó-

753 Fedro 247d. 754 Fedro 248b. 755 Fedro 251b. 756 Fedro 251c. 757 Fedro 253e. 758 Fedón 65bc. Utilizo la traducción de C. Gracía Gual en la Biblio-

teca clásica de Gredos, Madrid, 1986. 759 Fedón 64c.

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fico mostrenco habrá algunos que se digan: va, ni creo en la fuerza de las metáforas ni me molan esas falsas cogitaciones de lo tras la muerte, cuando no creo sino en aquello de el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Quien piensa así, aunque sea desde la lejanía y con una mayor compostura filosófica, olvida el ele-mento fundante de la antropología filosófica: los continuos anhelos del mirar más allá deseante, es decir, de esa conjun-ción pasmosa del deseo, de la imaginación y de la razón, en amplio proceso retroductivo, son esenciales para lo que pensa-mos, somos y hacemos en el más acá, tanto individual como societariamente. Quien lo olvida, simplemente se olvida de quiénes somos, lo cual no es cosa banal.

Esas páginas platónicas, tan bellas, han regado el pen-samiento sobre el alma a lo largo y ancho de toda la historia de la especulación filosófica desde entonces, llevándolas muchas veces, sin embargo, tanto por acción como por reacción a lu-gares que no son ajustados a la realidad de lo que somos. Mas las cosas no se quedaron en Platón, al menos aparentemente, y luego el alma se unió al cuerpo formando una sola cosa, una sola substancia. Todos lo sabemos, por eso no voy a insistir. A ello me referiré más adelante.

En los viejos tiempos del materialismo, en contraposi-ción brutal con Platón, el alma no existía, pues decían que todo es material. Hoy sí se vuelve a hablar del alma; incluso entre los materialistas más acérrimos el alma vuelve a ser algo exis-tente, algo que, por supuesto, se debe aceptar y de lo que debemos hablar. Sintomático y decisivo a este respecto fue el libro de Francis Crick. Simplemente, el alma debe ser natura-lizada760.

La música de John Cage expresa, me parece, este factor de naturalización. Todo se convierte en sonido, no sólo el te-clear, también cualquier golpear, acariciar o rascar en el piano. Produce ruido, es decir, música, entendida como puro y mero

760 Sobre cómo se da ese proceso de la naturalización y las con-secuencias que arrastra el hacerlo, véase Filosofía de la ciencia: una introducción, Encuentro, Madrid, 2001; sobre todo la ‘Primera semana’, pp. 13-41.

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sonido. Creación de novedosos sonidos. Sí, vale; está bien, sin duda. ¿Pero no hay nada más en quien escucha esa música? Sí es verdad que se crea en él un mundo nuevo de sonidos. En esto Cage es genial. Mas ¿dónde me hablan? En la pura y bella ruidez del sonido. No es poco. Está muy bien, repito; pero ¿es todo? ¿El arte sólo ha de ser esta apertura creativa a la ruidez insólita y de bellas u ofuscadas sonoridades? Quedándose sólo ahí, ¿no se olvida algo de lo que somos, quizá lo más profundo de lo que somos? ¿No se olvida –se me va a permitir que, con gesto provocativo, lo diga así– que los escuchadores tenemos alma?, ¿y el arte puede hablarnos a otra cosa que precisamente a ella? No todo en nosotros se resuelve en ruido sonoro, sino que esas sonoridades penetran en lo profundo de lo que somos y generan carnalidad. ¿No es esto importante, decisivo? ¿No es esa generación de carnalidad lo que hace del ruido sonoro puro arte? ¿No es lo definitivo en nosotros la creación y recreación de belleza? Pero la belleza es también generadora de nuevas carnalidades en nosotros. No sólo de puras sensaciones, sino de afectos. No hay arte, o el arte entonces no es lo pleno que podría, me parece, si sólo nos quedamos, o se nos quiere que-dar, en la pura sonoridad de los sonidos, de las palabras, de las imágenes, de las texturas, de los espacios. Entiendo que ahí puede darse una especie de comprensión del arte desde lo que me empeño en llamar la “razón pura”, pero esta, ya lo sabemos, es pura razón inexistente, ficticia, ideológica; y no podemos olvidar que la mera ideología puede ser para nosotros un infinitamente atrayente agujero negro. La ‘razón’ es siempre ‘razón húmeda’. Húmeda de afectos, de asombro y emoción, de experiencias y circunstancias, de la mirada de los otros y la mi-rada a los otros, de acompañamientos y decepciones, de amo-res, quizá de odios; de mirar siempre más allá fascinados.

A la vez que las seis películas de Claude Chabrol a las que me referí al comienzo de estas páginas también vi Dillinger ha muerto de Marco Ferreri, realizada en 1968; también ella, como la música de Cage, me va a servir para expresar el factor de naturalización. Es moderna, con la corta modernidad del momento. Vemos a un gran actor, Michel Piccoli, hacer cosas

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en los que ni él ni nosotros creemos, pero somos compinches del espectáculo: a lo más estamos en el saber nosotros que él juega para que nosotros veamos cómo lo hace y nos regoci-jemos en su juego que no es el nuestro ni el suyo fuera del propio jugar para que le veamos cómo juega ante nosotros. Vemos narradas con desenfado cosas raras, incluso epustu-flantes, que regocijan el ojo del buen burguesito sesentaiochero que por entonces comenzaba a tener la edad del sentido común; cosas llenas de infinito desenfado y rompimiento con lo que rodea al cineasta en aquél su mero estar ahí. Visto ahora, ¡a mí qué, a nosotros qué! No es esa nuestra lucha, no se trata de nada nuestro, porque no es nada que nos llega dentro, a las profundidades del corazón; lo miramos con interés entomo-lógico, como cosa naturalizable, por más que, no me cabe duda, haya abierto ese roto desenfado caminos de otras creatividades, seguramente más llenas. Hermosas pompas de jabón.

Pero esas maneras de concebir el alma inmersas en el factor de naturalización no reflejan, a mi parecer, lo que en realidad somos, pues no nos muestra la extraña belleza de la carne. Para desgracia de mi visión de Ferreri, además de Chabrol, acababa de ver días antes una maravillosa película de Michelangelo Antonioni, grande entre los grandes, realizada poco antes, en 1966: Blow up. Entonces a muchos pareció en ella enervante su entera modernidad; modernidad de aquél momento, tan lejano ahora. Se vio en ella el reflejo de una ju-ventud londinense que se iba haciendo con el mundo entero; nuestro mundo occidental europeo, claro. Ya entonces me encandiló. Ahora más. Colores suaves, casi siempre en interio-res o en las calles grises o marrón claro, jardines lujuriosa-mente verdes de Londres. El protagonista, joven y guapo fotógrafo de enorme éxito y dinero, que se pasea en su rolls por el verano de la ciudad, inexorable mandón, gozador de todas las cosas de la vida, trabajador incansable, siempre con su cámara de éxito, capaz de disfrutar del sexo regocijado –todo en él es regocijo– que le adviene aprovechándose de jóvenes modelos que quieren posar con refocile en lo que haga falta. Mas lo que hoy vemos del relato –¡y así lo vimos entonces, porque estaba

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allí, aunque los obscuros no lo vieran! – es la irrupción en los tonos suaves del misterio: misterio de una mujer que se ofrece para conseguir los negativos en los que casualmente aparece el crimen en el que está implicada, misterio de una muerte, miste-rio de un cadáver en el parque. Sin embargo, desaparecen sin dejar rastro; pero hacen aparecer en nosotros, en los levemente azulados tonos de todo lo que acontece, la irrupción lejana del misterio y de sus ecos profundos. Misterio que apenas si llega-do, si tocado, es evanescente, como vibraciones que se hacen opacas y se alejan en el tiempo que va siendo pasado, que ya no tiene existencia de realidad, dejándonos en el anhelante vacío, oyendo los ecos cada vez más apagados del sonido de la nada que se escapan en la lejanía. El de Antonioni es un grito, sí, un grito callado que es también el nuestro; nos llega a lo más profundo de nosotros mismos: al alma. ¿No es eso una me-táfora vivísima de la vida, de la nuestra, de la tuya y de la mía?

La extraña belleza de la carne que he mencionado al comienzo del párrafo anterior es la que contemplamos gozosos en Amarcord de Federico Fellini, realizada en 1973. Todo en ella nos es de una cercanía etérea. Piénsese, por ejemplo, en esa bellísima escena en la que la familia, en un precioso día de verano, va en la calesa alquilada a pasar un día de campo en los lineales horizontes de la tierra riminense. Al ir recogen del manicomio al tío Leo, al que le llevan con ellos a pasar el día de asueto. La contemplación de la línea azul del mar a la que anteriormente le ha hecho mención su sobrino adolescente, la figura protagonista de la película, sin que parezca que Leo lo haya oído, hace que el tío, quien ha descendido con el abuelo, su padre, para evacuar una pequeña necesidad, se olvide de desabotonar el pantalón antes de darse a ella, absorbido en la contemplación de la línea. Llegan a la alquería, ponen la mesa, comen; después se dispersan cada uno a sus menesteres, quedando en la mesa sólo el abuelo y su hijo, el tío Leo. Hasta que, ¡horror!, el niño pequeño llama al padre que se ha alejado con otros para llegarse hasta una fuente cercana, porque el tío se ha subido a un árbol. Y allá está, en lo más alto de ese her-mosísimo árbol, y no hace sino gritar acompasadamente una y

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otra vez: Voglio una donna. Consternación, pasmo; el padre de la familia, hermano de Leo, no consigue de palabra hacerle bajar, y corretea por doquier su extensa decepción por haberle llevado a la excursión anual. Ponen una escalera de mano y van encaramándose para hacerle desistir de esa peregrina idea; pero el tío, cuando suben, les lanza piedras, piedras que llevaba en el bolsillo desde que salió de su manicomio, y que, cuando le preguntan para qué, responde: Porque son bonitas. Y allá que-da en lo alto del árbol, con su quijotesca figura, alargada y con los brazos en alto, gritando con rítmico golpeteo que desazona a todos llevándolos a la llorosa consternación: Voglio una donna. Hasta que, conforme la enternecedora tarde del verano va ca-yendo en su luz dorada, avisados por el cochero, vienen del ma-nicomio a buscar al pobre loco. Varios enfermeros y un doctor, a quienes acompaña una monja, la monja enana, como la reco-nocen, quien subiéndose a la escalera, sin más que decirle: Va-mos, ven conmigo, consigue que el tío Leo descienda y se vaya pacificado con quienes amigablemente han venido a buscarle.

Es Amarcord una película de tanta belleza, belleza carnal, que los ojos quedan pasmados ante ella. Todo en esa vi-da esta entroncado en una estructura profunda. La familia. Siempre en disputa, con un padre que rabia y llama asesinos a sus hijos, a los que quiere y le quieren. Con la cardinal mamma; qué escena más pudorosa cuando el padre y nuestro hijo pro-tagonista van al hospital a visitarla, en la blancura de la habi-tación, en la blancura pertinaz de sus sentimientos plenos de amor. El abuelo. El tío fantoche, pero que liga por demás. La casa. Los niños de escuela con sus capas, como si fueran los de Jean Vigo o los del testamento de Orfeo de Cocteau, que corren, vuelan, como fastuosa bandada de pájaros, bailan sus sueños, cada uno por su lado, pero en conjuntada simbiosis, ante la puerta cochera de la casa grande de la que ven sus bellezas por la rendija; en sus acciones en el coche parado dentro de su cochera que nos hace guiños con sus faros; buscando y admi-rando a la Nevisca, explosiva señorita que se contonea por las calles y cuya boda con un carabinero cierra esta maravillosa película. Cuando nieva en Rimini la nevada de los siglos; cuan-

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do llega el Duce –magistral escena en sus maneras de criticar sonriendo–; cuando pasa por Rimini la carrera de las mil millas; cuando en el cine los espectadores, grandes y pequeños, bailan al son de los tambores de guerra y hacen el círculo de los guerreros danzantes. El abuelo, siempre pensando en los tiem-pos en que él también podía, zas-zas dice una y otra vez con gesto inequívoco, pero que, en una mañana invernal de cerrada niebla sale de casa y se pierde de ella, en una de las escenas más hermosas de un paisaje neblinoso, como si previera gue-rras macabras, y escenarios como el de después de la batalla en el Alexander Nevski de Eisenstein, acompañado de la música de Prokofiev, rememorado también tras el hundimiento del Titanic, en la lóbrega paz de lo inapelable frente a la muerte; también el niño sale, cruzándose con el abuelo a quien un pa-sante le ha dicho que está justo delante de su casa a la que no ve, para corretear a la escuela, pero espantándose al ver la vaca búfala que de pronto encuentra delante de sí. Una verdadera explosión de bellezas diversas que Fellini nos regala para que sepamos cómo somos eso que somos, cuerpo de hombre, cuer-po de mujer, con su componente de carne enmemoriada. Cómo somos en la comunidad. Cómo somos con los demás, y sin ellos nada somos que nos merezca la pena.

Es un color el de Amarcord, una música –de Nino Rota– tan embriagadores, un ir y venir en el pueblo, un corretear de personajes, un mirar el tiempo que a uno le fundó como perso-na en el mundo y, sobre todo, en la realidad, un recordar lo que uno ha sido y sigue siendo con un ser de temporalidad, que asistimos a lo que somos en el desvelamiento de lo que fuimos, en el recuerdo del nacimiento de lo que fuimos, de lo que nos hizo, porque todas aquellas escenas nos configuran en esto que ahora somos en libertad, absoluta libertad que une lo que fuimos con los que somos y con lo que hemos de ser. Evocación de eso que somos en lo que fuimos para llegar a nuestro ser en plenitud.

De manera magistral todo este Fellini, en esta como en otras de sus películas arrebatadoras, nos pone delante de la extraña belleza de la carne: conjunción de carnes –como diré

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también más adelante–, carne enmemoriada, carne marana-tizada, carne hablante. Pero ahora es en la extraña belleza de la carne que fue la nuestra y que, por eso, sigue siendo la nuestra ahora, en la enmemoración de lo que fuimos en esto que ahora somos. No es camino de nostalgia, no, sino puro realismo de lo que fuimos en lo que somos y en lo que seremos. Asentimiento de la extraña belleza de nuestra carne.

El pintor Michelangelo Merisi, el Caravaggio, en sus maneras también apunta desgarradamente a esa extraña be-lleza de la carne, alumbradora de misterios. Recuérdese, por ejemplo, el cuadro de la vocación de Mateo que se encuentra en la capilla Contarelli, en el lado izquierdo, arriba, de la iglesia de San Luis de los Franceses, en Roma. Lo que hay de almal en nosotros se encuentra en las miradas, en la conjunción de pro-porciones y en la luz y su procedencia; en las miradas atónitas a quien viene y nos mira. Hay en esa pintura una iluminación interior que nos habla de nuestras propias interioridades, las cuales se ven alumbradas desde sí mismas por esas miradas, esa conjunción de propiedades y esa luz que nos hace resplan-decer. Luz que, viniendo de lo que parecerían puras externa-lidades, está en nosotros y se hace interna a nosotros mismos, pues sólo era aparente su externalidad, excepto para quien no mira la mirada y la luz que viene de más allá de esa mirada que nos mira, pues ellos sólo consideran y recuentan los dineros que están sobre el telonio, siendo eso todo lo que ven, ciegos a la luz, a la proporción, a las miradas.

Qué lejos están Antonioni, Fellini, el Caravaggio, del factor de naturalización al que se acercan tanto Cage y Marco Ferreri.

La contemplación de la belleza nos calienta con un calor que empapa el muñón de nuestras alas y, ese mirar en un cho-rreo de belleza hace que se esponje el tallo y echen a nacer des-de la raíz misma del alma, con lo que bullen, escuecen, cosqui-llean las nacientes alas. Vamos a ver cómo ese nacimiento reforzado de las alas del alma, producto de la extraña belleza de la carne, nos deja en lugares muy distintos a los de Platón.

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III

DE CÓMO NOS CONFORMAMOS EN LA BELLEZA Quisiera ver en las páginas que siguen de qué manera

en lo que con curiosa e indiscreta impudibundez llamo mi filo-sofía del cuerpo de hombre, es decir, una ‘filosofía de la carne’, debe hablarse del alma. Lo decisivo no es tanto que se nos llene la boca pronunciando esa palabra tomada como algo mágico, aunque fuere desde emperramientos posible o claramente irra-cionales, o tal vez construyendo, por ejemplo, una filosofía ad hoc para ella –filosofía que sólo se ha de usar, quizá, cuando se habla del alma, con lo que el discurso filosófico pierde por completo coherencia con todo el resto–, sino que sea una reali-dad de nuestra existencia desvelada en ese nuestro discurso filosófico que es acción racional de la razón práctica. En mis maneras de pensamiento, el hablar sobre el alma se hace po-sible racionalmente desde esto que vengo llamando la extraña belleza de la carne, mejor, en cómo el cuerpo de hombre que somos se conforma en la belleza. Tras algunas revueltas lo hemos de ver, espero.

Para tener un hilo de Ariadna que nos señale siempre nuestro camino, comenzaré recordado unas palabras ya es-critas que desembocan todo lo que somos en la belleza:

La persona, por tanto, se origina en la creación o recreación de la belleza, en donde se da el resplandor de lo que es su verdad, mejor, en donde se da el resplandor de la verdad. Sólo quien es centro de creación o de recreación de belleza, quien tiene esa capacidad de centramiento y de figuración, quien es actor de ellas, quien es capaz de juzgar bella una acción porque, llevándonos más-allá, crea y/o recrea nuevas realidades, sólo él es persona761.

Me voy a fijar en la cuestión del ‘centramiento’ mencio-nada en ese párrafo, pues ahí estamos hablando del alma.

761 Casi al final del capítulo 4, “Persona”, de Pensar a Dios. Tocar a

Dios, pp. 97-98. Hay en ese texto una nota que no tomo en consideración aquí.

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Como en páginas anteriores a estas he hecho ya un desarrollo de esta cuestión, en catorce puntos creo que coherentemente enlazados, me bastará con una simple enumeración762. Son las maneras en que vemos cómo el cuerpo de hombre, siempre en su complejidad-dual, se pliega en centralidad con elementos esenciales de nuestro ir siendo, conformando de esta manera un centro de y en su sí mismo. Estos son los procesos en cuya confluencia se produce el fenómeno: el cuerpo de hombre como centro producto de una evolución; como centro resultado de una historia; como centro de percepción; como centro construc-tor de lenguaje; como lugar de un continuo mirar más allá; como centro de deseo; como centro de imaginación; como cen-tro de pensamiento; como centro de decisión; como centro de acción; como centro de proyección; como centro constructor de corporalidades; como lugar siempre de descentramiento; y, finalmente, como lugar en el que ir, de verdad, más-allá.

Dándose en nosotros estos procesos de centramiento nos confundiríamos de manera grave si consideráramos que somos sólo un mero cuerpo, cuerpo mineral, cuerpo vegetal, cuerpo biológico, cuerpo animal, y no lo que me empeño en llamar ‘cuerpo de hombre en su identidad-dual’. Precisamente este se constituye como lo que es de verdad dándose en él ese proceso de centramiento múltiple que le configura en centro. No deje de notarse que ese centramiento se produce porque, tal como él es, se le ha dado algo radicalmente novedoso: la imposible-posibilidad763 de plegarse en la calidad y profundidad que es la de su ser centro. La evolución nos ha dejado en puer-tas de, convergiendo una serie sutil de factores no necesarios

762 Véase el desarrollo de los siguientes enunciados en Tiempo e

historia: Una filosofía del cuerpo, Encuentro, Madrid, 2002, pp. 405-413. 763 Para comprender que quiero decir con imposible-posibilidad,

puede verse Sobre quién es el hombre, pp. 17, 23-24, 27, 36-39, 400-402, 406-409, 435, 442 y 451; Filosofía de la ciencia, p. 107; Tiempo e historia, pp. 18, 425, 444, 468, 470, 473, 480-481, 488 y 490; Pensar a Dios. Tocar a Dios, pp. 24, 29, 32, 44, 46, 66, 114-115, 146-147, 153-155, 163, 188-190, 192, 196-197, 199, 208, 212-213, 219-220, 223-224, 226, 228, 230, 266, 304-305 y 312-313.

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con necesidad mundanal, que se dé en nosotros algo nuevo, pura y radical novedad en lo que es mundanalidad, la historia. En los demás animales sólo habría crónica, seguramente muy compleja, de mera instintualidad repetitiva, aunque también ella haya dado crecimiento de novedades –las abejas un día llegaron a construir panales hexagonales, y ahí siguen, se acabó la novedad, quizá porque no necesitaban más de ella–, pero nunca poniendo en el centro de lo que es, como acontece en nosotros, la creatividad, la cual se hace realidad en nosotros como fruto de nuestra capacidad de uso de la inteligencia. Nuestra capacidad de percepción está abierta a todos los horizontes; no viene dada solamente por lo que tiene de ligazón fija con la instintualidad, sino que se hace apertura a nuevos horizontes, siempre crecientes; nuestra capacidad de percep-ción se abre así a nuestra inteligencia, que no es ni instintual ni repetitiva, sino creativa en radicalidad. Nosotros desde la incipiente capacidad de centralidad que nos va constituyendo hemos tenido la capacidad de ser seres hablantes, y la hemos desarrollado infinitamente, no quedándonos en unas cuantas huellas, señales y signos, aun en el caso de que fueran mu-chas, sino que nos hemos constituido en seres esencialmente hablantes, lo cual ha reforzado de manera mucho más que asombrosa esa capacidad incipiente de plegamiento inteligente sobre sí que era la nuestra y nos ha dado la posibilidad real de ser constructores de historia; ningún otro animal ha sido capaz de esto, le faltaba suficiente centralidad sobre sí y capacidad habladora, es decir, de comunicación sutilísima, y memoria de lo que han sido. Ningún animal tiene esa capacidad esencial de mirar más allá de lo que podría ser su territorio instintual; nosotros tenemos esta capacidad de tener abiertos todos los horizontes, precisamente porque estamos centrados en un sí mismo, individual y societario. A partir de entonces ya no miramos con una vista meramente instintual de los ojos, como hacen los animales, sino con la mirada de nuestros ojos, apo-sentados en los horizontes que se nos han abierto desde el más allá de nosotros mismos. Así, nuestro ver de los ojos es mucho más; es la mirada de los ojos. Nuestro ver y nuestro oír con ojos

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y con oídos no configurados por la mera instintualidad sino por la libertad que nos ofrece la imposible-posibilidad que, como hemos dicho, nos constituye en esencial centralidad y que despliega la asombrosa creatividad que es la del cuerpo de hombre, son fundamento de nuestro entender. Siendo seres conformados y configurados por el deseo anhelante que nos saca de lo que serían nuestros nichos vitales aseguradores para llevarnos a todos los horizontes, ese más allá, todo más-allá, retroductivamente estira de nosotros. El juego de los horizontes provoca en nosotros el que busquemos imaginativamente constituir nuestro verdadero lugar en esos mismos horizontes y nunca en el mero acá de la instintualidad; así, la imaginación vence al instinto. Siendo centro plegado sobre sí, nos consti-tuimos en seres de pensamiento, hasta el punto de que podría-mos casi decir que es la inteligencia del pensamiento nuestro centro verdadero. Y desde ahí, desde esa complejidad centrada, tomamos decisiones, actuamos, proyectamos actuaciones, construimos corporalidades. Mas cuidado, ¡ay!, somos nosotros los únicos animales con una capacidad de descentramiento que no viene provocada fuera de la pérdida de lo instintual, de la enfermedad y de la vejez, los únicos que pueden tomar caminos que lleven no sólo a la desaparición de la propia especie, sino a deshacerse individual y societariamente en puro deshilacha-miento de sí, en destrucción fatal, en negación de los horizon-tes, en pérdida del deseo, de la imaginación y de la inteligencia de mirar en proceso retroductivo desde esos horizontes de más allá que eran los nuestros; y ello precisamente porque tenemos la libertad del descentramiento al no ser animales de mera ins-tintualidad. Todo esto nos da la capacidad de ser tocados por el más-allá, de buscarlo, de vivir en él –dejaremos aquí de lado la consideración, tan importante, claro, de si ese más-allá es un lugar de realidades o de puras ilusiones, no importa demasiado en el estadio de las discusiones que llevamos en estas páginas, además ¿cómo olvidaríamos que hay otras páginas?–, de ser configurados por él, de ser desde nuestro mismo aquí y ahora lo que allá, presintiéndolo, contemplábamos.

Con el don de esta compleja configuración se hace posi-

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ble en nosotros algo que desde el puro cuerpo era imposible en dos sentidos: del cuerpo no “emerge” el cuerpo de hombre; el cuerpo de hombre por ninguna maniobra puede ser “reducido” a cuerpo. Pero todavía hay más.

Somos, ya lo sabemos de sobra, un haz muy complejo en lo que nos toca del mundo y en lo que tocamos al mundo; igualmente somos un haz muy complejo como constructores de realidades, cuyo resultado es lo que llamo las corporalidades; pues bien, ese haz, plegándose sobre sí mismo se hace con-vergente hacia un centro764. O, mejor, es lo que es porque se da en él un lugar en donde se produce lo que llamo el centramien-to. No somos un haz de dispersiones, sino de increíble centra-lidad765. Me viene a la imaginación el ejemplo de la rueda: todos sus radios y la estructura entera que la constituye como tal, sin que nada de ella sea menos importante, mira al centro; sin centro nada es rueda. Entiendo que la metáfora tiene un incon-veniente, está demasiado llena de exactitudes geométricas en la convergencia de las líneas; en nosotros nada es tan geomé-

764 El haberme acostado tan largamente al pensamiento de Pierre

Teilhard de Chardin me ha hecho ver la importancia decisiva de ese ir centrándose sobre sí de la carne, hasta llegar a ser lo que es.

765 Así decía el capítulo ‘Destino y libertad’: «Estamos configurados por un complejo haz de solicitaciones internas y externas, pero no que-damos reducidos a ellas, aplastados por ellas. Nos ofrecen posibilidades. Ponen delante de nosotros una capacidad de acción que elige una red de caminos que se bifurcan. No estamos en donde fuimos dejados (...) Su cuerpo es cuerpo de hombre; siendo mineral, vegetal y animal, tiene una vida que va más allá, una vida propia; su cuerpo, por ser un haz de in-finitas posibilidades electivas, se realiza en esa imaginación creadora». Casi al final del libro se lee: «Porque, lo sabemos bien, una cosa son los constreñimientos y otra bien diferente la libertad, y esa labor de empas-tamiento tiene ligazón decisiva con la libertad que se nos ofrece como ‘cuerpos de hombre’ y como constructores de corporalidades; esa labor de empastamiento se construye sobre el haz de constreñimientos que se nos ofrece como basamento, pero no se reduce a él». Todo ello en Sobre quién es el hombre. Una antropología filosófica, Encuentro, Madrid, 2000, pp. 132 y 135, el primer entrecomillado, pp. 358-359, el segundo; cf. también pp. 231 y 431. El mundo como creación, p. 49, en un contexto interesante habla de «haces de sensaciones».

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tricamente fácil, puesto que «somos un haz de complejida-des»766, pero un haz de complejidades con claro y exacto centro. Hay en eso que somos, es decir, en nuestro ser cuerpo de hom-bre, un centramiento en lo que es su sí mismo, y es este quien da existencia consistente a lo que es como tal; de otra manera sería mero cuerpo de animal, por evolucionado que estuviera. No sólo mero cuerpo, pues, no sólo un qué corpóreo, sino, ya lo sabemos, un quién. El centramiento, por lo tanto, es en ese quién –el cual hace, como he dicho alguna vez, que el hijo al llamar por el telefonillo de la calle, cuando su madre pregunta: ¿Quién es?, responda de una manera tan natural como precisa: Soy yo– en donde se da, se me permitirá que use aquí una palabra que utilizo bien poco, la esencia de lo que es como tal ‘cuerpo de hombre’. En ese centramiento sobre sí que consti-tuye un centro en lo que de otra manera sólo sería un haz de mundanalidades, a la vez que de realidades dispersas, en in-creíble y difícil mezcolanza, se nos ofrece el yo, el ser persona, lo que desde siempre se ha llamado alma.

Desde aquello en que estamos en disposición de decir sobre nosotros como cuerpo de hombre, plasmarlo en que por un lado tenemos el cuerpo, cuerpo mineral, cuerpo vegetal, cuerpo biológico, cuerpo animal, y a eso le añadimos el alma espiritual, parece una simplificación de aprendices. Una reduc-ción insufrible de nuestro propio ser. Cuidado, nadie se llame a engaño, aceptamos lo que con aquello buscaba decirse, en su manera de hablar, la afirmación de lo que decían dos principios en nosotros, un principio material y un principio espiritual. Si lo que se dice con ello es que unimos un A, material, con un B, espiritual, obteniendo la unidad de lo que somos, no puedo estar de acuerdo. Si con ello se quiere decir que nuestras ha-bladurías sobre nosotros mismos tienen dos maneras de acer-carse, aparentemente tan contrapuestas, a eso que de verdad somos, eso es otro cantar. De cierto que un discurso médico y biológico sobre el cuerpo de hombre es exacto y un discurso espiritual sobre el hombre también es cierto; son dos maneras

766 Tiempo e historia, p. 420.

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reales de acercarnos a la realidad de lo que somos. Mas no son discursos que agotan lo que somos, que explican por entero nuestra complejidad. El cuerpo de hombre en su ser de indivi-dualidad y en su ser societario no queda exhausto y acabado, comprimido y explicado, por ninguno de los discursos sobre él. Es verdad, sin embargo, que en nosotros se da aquí una identidad-dual, la cual está expresada también en el mismo nombramiento de ‘cuerpo de hombre’. En él se da a la vez otra identidad-dual, la del cuerpo de hombre/cuerpo de mujer; pero diciendo esto, es obvio, no lo hemos dicho todo sobre la rea-lidad individual y societaria de lo que somos, claro es; sin em-bargo, sí hemos dicho algo decisivo, conformador de estructu-ras personales y societarias de lo que vamos siendo. Pues bien, lo mismo acontece con la identidad-dual de esos dos principios de aproximación a lo que somos. Vayamos adelante.

Lo preocupante de una cierta manera de entender la unión substancial entre alma y cuerpo es que podría tratarse de que, en esa unión, el cuerpo es sólo y siempre mero cuerpo, por así decir, y el alma es, a su vez, únicamente mera alma, lo que llevaría, en el hablar platónico, a que en la muerte el cuer-po esté sólo en sí mismo, separado del alma, y el alma se quede sola en sí misma, separada del cuerpo. Esta prueba del nueve de la muerte nos va a ser decisiva, pero nos va a llevar a pensar situados en los mismos límites. El cuerpo sería pura física y biología de animalidad, como quiera que esta sea, y el alma, pura espiritualidad, como quiera que ella sea. Luego, en un preciso momento y con el boleto del desentendimiento definitivo y total en el bolsillo del compuesto substancial en el momento de la muerte, por un tiempo se unirían cuerpo y alma en com-pleja y maravillosa unión, como pueda que ella quiera ser. Mas, si fuera así, en el momento de la muerte, el cuerpo se iría a sus puras materialidades físicas y biológicas en los procesos que le correspondan, y el alma a sus puras espiritualidades, como si nunca se hubieran visto antes, sin ninguna ‘añoranza’ mutua; como si, por fin, todo hubiera vuelto a lo de suyo, a lo natural: el cuerpo a deshacerse en sus compuestos en definitiva físico-químicos y biológicos, el alma –¡si la hay!, ¡si sobrevive!– a ele-

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varse de una vez a los cielos platónicos, por más que se me diga que ahora recibe sus conocimientos no ya de su antigua unión con el cuerpo, sino de modo directo de la luz incandescente de esos platónicos cielos en los que se dan los entendimientos y que ahora puede contemplar sin trabas. Se trataría así, si fuera el caso, de una unión substancial, es verdad, pero transitoria, a plazo fijado, circunstancial, mero fruto en el tiempo; una unión alma-cuerpo episódica, que se daría sólo en un cierto intervalo de tiempo, el de la vida del compuesto, sin ninguna consecuen-cia definitiva. Y, para colmo, una cuestión de meros entendi-mientos, es decir, una cuestión de “razón pura”.

Mas lo que somos nosotros en ninguna manera es de tal modo. Esa descripción de lo que somos no se corresponde a lo que en verdad somos. Lo hemos visto ya antes de ahora. Si ha-bláramos de cuerpo, este, para referirse al nuestro, sería uno con añoranza decisiva y explícita de ser ‘cuerpo de almalidad’; nunca mero cuerpo de animal multievolucionado. Si hablá-ramos del alma, para que se refiera a lo que es cosa nuestra, esta debería ser una con añoranza decisiva y explícita de ser ‘alma de corporeidad’; nunca mera alma de espiritualidad sobreañadida.

Precisamente a esto es a lo que llamo ‘cuerpo de hom-bre, en su identidad-dual de cuerpo de hombre y cuerpo de mujer’. Y esto es lo que en verdad somos. Y desde ahí es desde donde nosotros estamos esencialmente implicados en la tem-poralidad, como veremos; no sólo en el tiempo. Pero vayamos poco a poco.

Es muy interesante, para mí esencial, ver cómo santo Tomás de Aquino se peleó para conseguir hacernos ver de qué manera el alma separada del cuerpo tras la muerte, antes de la resurrección de la carne, tiene una incompletud esencial, po-dríamos decir –utilizando el lenguaje de pocos párrafos más arriba– algo así como que ‘añora’ el su cuerpo, con quien ha si-do en íntima substancialidad un quién, más aún, para quien ha sido creada, y como alma separada algo sigue teniendo de él en sí misma, aunque sea no más que en puro escorzo de for-malidad, como si, utilizando la metáfora platónica, pujaran las

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alas de la corporeidad por crecerle de nuevo. Tras la muerte, ¿qué ocurre con el alma separada?,

¿cómo cumple sus funciones? Esto es lo que nos va a interesar de santo Tomás de Aquino767, sobre todo en STh I 89, que, veremos, está en absoluto contraste con Platón. Las almas de los difuntos no tienen ya «conversación con los vivos» (89, 8c). Así como el alma cuando estaba unida al cuerpo recurría a imágenes para conocer, separada de él «entiende no por conver-sación a las imágenes, sino en lo que es de suyo inteligi-ble» (89, 2c). ¿Habrá sido entonces el cuerpo un impedimento para el conocer del alma del que con la muerte se libera? Cuestión difícil, dice (89, 1c). Mostraremos cómo, en contra de las apariencias, es mejor para el alma humana estar unida al cuerpo. Hay que tener en cuenta que el conocimiento empírico, con todos los inconvenientes mostrados por Platón, es el mejor, y, mientras está unida al cuerpo, el alma no puede conocer de otra manera que recurriendo a las imágenes (89, 1c); ese es su conocimiento natural y propio, pero no esencial. Vimos que, para Platón, la muerte era una pura segregación biológica del alma y del cuerpo: algo que acontece a mi cuerpo, no a mí. Para Tomás no es así, es una muerte metafísica: la muerte es un cambio substancial, el yo, la persona, el ser humano, desapare-ce de la existencia; aunque es cierto que yo volveré a ella, pues la naturaleza milagrosa de la resurrección supone la reasun-ción de la vida que había terminado. Ahora bien, el ser humano es un caso especial, pues con su muerte el alma no ha dejado de existir, y su existencia ininterrumpida es condición necesa-ria, aunque no suficiente, de su resurrección. ¿De qué manera puede decirse del alma separada que es mi alma?, pues si las

767 Hay un libro, interesante por demás, que voy a seguir para

exponer el pensamiento de santo Tomas sobre la cuestión: ROBERT PASNAU, Thomas Aquinas on Human Nature. A Philosophical Study of Summa Theologiae Ia 75-89, Nueva York, Cambridge University Press, 2002; capí-tulo 12, “Life after Death”, pp. 361-393. Sólo haré citas en pura brevedad de la cuestión 89, aunque Pasnau utiliza muchos otros textos; quien quiera verlos con detenimiento deberá ir a su libro. En la traducción de la Summa seguiré libremente la antigua y la nueva versión de la BAC.

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almas separadas en todo son iguales, no pueden ser indivi-duadas, y no será la mía; mientras que si no son iguales, no serán ya almas humanas. Las almas humanas, y todas las for-mas substanciales, sostiene Tomás, están configuradas desde el mismo comienzo en acuerdo a la materia a la que se unen; por eso, en lo que toca a su esencia, el alma humana varía de un individuo a otro. Diferencias en la materia de una cosa pueden producir diferencias en su forma: «la diversidad de for-mas en los individuos viene dada por la diversificación de la materia» (85, 7 ad 3); resulta, pues, que formas substanciales difieren de individuo a individuo de la misma especie por las diferencias en la materia subyacente. Esta manera de ver la extiende Tomás (cf. 85, 7) a la componente inmaterial del alma, al entendimiento mismo, que es afectado por las condiciones del cuerpo. Una posibilidad de que así sea es que Dios haya creado cada alma proporcionada al cuerpo que va a informar. Por eso dos almas separadas no se colapsan en una sola: están individuadas no sólo sincrónica sino también diacrónicamente, el moldeamiento inicial dura lo que dure la misma alma. Por eso su carácter individual permanecerá incluso en la condición no natural de alma separada; por eso podemos decir que mi al-ma permanece, por más que sea con estrecheces y debilidades.

Pero que el alma, mi alma, sobreviva, no es razón sufi-ciente para la supervivencia del ser humano, pues con la muer-te cesa de existir la substancia individual viviente, y no existirá hasta el juicio final. El alma separada, por tanto, no es para To-más una persona, no es el entero ser humano; una persona, como lo es el ser humano, debe ser una substancia completa, y el alma separada no lo es. El alma de Abraham ha perdido una cualidad esencial de Abraham: la humanidad o personalidad. Pero, si no somos nosotros, ¿quién es? El punto crucial está en que la entera función de un alma separada es la de preservar mi existencia; asegurarse de que no habrá interrupción en la existencia substancial del ser humano768. Entonces, ¿cómo la

768 IV Sent 44.1.1.2 ad 1. Pasnau cita numerosas veces el comen-

tario tomasiano a las Sentencias.

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existencia continuada del alma contribuye a mi resurrección? Permanece siendo lo que ha sido siempre: una parte de una persona. Cuando muero, yo ceso de existir, pero una parte de mí continúa existiendo; y, por tanto, parcialmente sigo exis-tiendo. Si ella no hubiera seguido existiendo parcialmente, nunca llegaría yo a existir de nuevo, puesto que la necesaria continuidad se habría roto. El alma de Abraham, perdidas las experiencias sensoriales y las emociones físicas, está medio en vida, una vida meramente intelectual; lo que para los seres humanos no es una vida completa. Uno puede perder sus ojos o sus piernas, pero seguir viviendo una vida completa; mas no puede hacerlo si pierde enteramente su cuerpo. Sin el entendi-miento y sin el cuerpo, no acontecen la mayor parte de las operaciones que nos hacen humanos. Así, mi alma separada no es otra que yo, y en un cierto sentido soy yo mismo, pero no soy yo en un sentido estricto. La supervivencia del alma es una condición necesaria para la identidad personal, pero no es con-dición suficiente. Porque con Tomás de Aquino pedimos una total identidad personal: en la resurrección debemos tener el mismo cuerpo y la misma alma. Por eso, con él, creemos en la completa sobrevivencia en la resurrección de la carne. Mas ¿de qué manera lo será con el mismo cuerpo que tuvimos antes de la muerte? No es cuestión de partículas físico-químicas, eviden-temente. La cuestión está en que Tomás piensa que el alma moldea ella misma su cuerpo, y como ella no puede remol-dearse sin perder su identidad, debe reunirse con su mismo cuerpo. Mi alma ha sido únicamente adaptada para correspon-der con mi cuerpo. No es la materia la que individua la entera substancia, al menos no lo hace directamente, sino la que in-dividua a la forma. Lo que mantiene unida una substancia en el tiempo, individuándola, es su forma individual. La materia subyacente puede cambiar de manera constante y por comple-to, con tal de que permanezca propiamente proporcionada a la forma. Así queda lugar para la resurrección de la carne.

Hasta aquí el interesantísimo, y tan poco platónico, pen-

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samiento de santo Tomás de Aquino769, veremos de cuánto nos pueda servir.

Nótese también ahora, y por segunda vez, que inmersos en aquel realismo filosófico mostrenco habrá muchos que se digan: ¿almas separadas?, ¿cómo se puede hablar a estas altu-ras de la vida de tales cosas, de tan obvias antiguallas? Sí, afirmo por mi parte, tan antiguas como las de Platón. En el caso tomaseano es esencial ver de qué manera el proceso de retroducción filosófica lleva a considerar lo que somos en ver-dad aquí y ahora desde lo que seremos entonces; un cierto modo de adjuntar en lo que somos aquí lo material y lo espi-ritual de manera superficialmente plana queda invalidado por completo, apareciendo también sus consecuencias perniciosas para nuestro aquí, en el darse una unión en verdad unitiva y substancial de lo material y de lo espiritual en eso que en ver-dad somos; y también aquí estas aparentes disquisiciones filosóficas de aquél más-allá son esenciales para lo que pensa-mos, somos y hacemos en el más acá, tanto individual como societariamente.

Con las páginas platónicas citadas más arriba, me he adentrado en un terreno impertinente, el del alma después de la muerte, y ahora hemos visto cómo plantea Tomás esas mismas impertinencias; lo hace de una manera tan esencial-mente poco platónica que me da mucho a pensar. Nos ha puesto en ese terrero espeluznado en el que nosotros hablamos de punto Ω y del ‘ser en completud’, que estiran de nosotros llevándonos a un ‘ser en plenitud’, el cual así, en ese estira-miento, se nos da770. Estamos colgando, pues, de la imposible-posibilidad771. Y es espeluznado ese terreno pues está allá en

769 O al menos el Tomás que me presenta Pasnau, que tanto me ha

interesado. 770 Lo que me obliga a referirme, dándolas por alcanzadas, a las

consideraciones filosóficas que se encuentran, por ejemplo, en los capítulos finales de Sobre quién es el hombre. Allí se comprenderá, espero, lo de punto Ω, ‘ser en plenitud’ y ‘ser en completud’.

771 ¿Hablar de la ‘imposible-posibilidad’ no es otra manera de refe-rirse al ‘exceso’, a lo que se nos da por exceso, por sobresaturación?

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los puros límites; traspasados los mismos bordes. Mas sigamos con lo nuestro.

Creo recordar que sólo una vez he hablado explícita-mente del alma772. Doy por sabido lo que, seguro que de modo difuso, allá se lee; simplemente recordaré algunas afirmaciones: alma es el núcleo más íntimo del cuerpo de hombre; no hay manera, en esta vida mortal, de hablar de alma, si no es ha-blando del cuerpo de hombre y de sus corporalidades; ¿qué hombre, para que tenga apertura hacia Dios, qué Dios, para que esté abierto al hombre, para que ‘quepan’ uno en otro?, conjunción de aperturas con un punto de confluencia, en cuyos entornos cabe y debe hablarse del alma; ahí sí, pero en ningún otro lugar.

‘Pizca’773 y ‘exceso’774; conjunción de carnes775: carne enmemoriada, carne maranatizada y carne hablante, como he señalado unas páginas más arriba. Tales han sido el lugar en donde han quedado las huellas y he mostrado los signos en que, anteriormente, he ido desgranando lo que ahora trato, pues a ese exceso, a esa pizca, a esa conjunción es a lo que lla-mamos alma. Puede pensarse que ‘conjunción’ conlleva dis-persión, multifacialidad, unificación en lo que no sería sino algo así como una montonera sin estructura. Creo que no es el caso.

772 Tiempo e historia, pp. 414ss. 773 Sobre la pizca, puede verse: Sobre quién es el hombre, pp. 10-11;

Pensar a Dios. Tocar a Dios, pp. 33, 146-147, 161, 163, 169, 173, 188, 194, 319

774 Sobre el exceso, puede verse: Sobre quién es el hombre, pp. 185, 339-340 y 362-366; La filosofía de Teilhard de Chardin, p. 408; Tiempo e historia, pp. 406-407, 418 y 433-436; Pensar a Dios. Tocar a Dios, pp. 118, 140-142, 146-147, 161, 163, 169, 188, 194, 205, 219, 224, 228, 240, 243 y 254. Ha de verse también lo que llamo ‘hiato’, hablando del punto Ω, en Tiempo e historia, pp. 333-335.

775 Esta expresión aparece anteriormente sólo dos veces: Pensar a Dios. Tocar a Dios, pp. 174 y 185, pero lo hace en un capítulo especial-mente importante, el titulado “Fundamento”, en donde se puede ver, no la génesis, pero sí la estructuración de las tres carnes que se mencionan justo a continuación. Seguir el rastro de ellas, me parece, es adentrarse en la enteridad de mis pensamientos.

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Por el contrario, significa unificación, facialidad, convergencia en un único centro en el que confluyen una serie de líneas o de haces multicompuestos y extremadamente convergentes en una unidad central; unidad de centramiento. Vistas las cosas de cerca, podría pensarse que nosotros en eso que somos, ‘cuerpo de hombre’, tenemos infinitas caras, fractadas de tantas y tan-tas líneas que nos componen en casi infinita complejidad. Pues bien, no; no es así. Sólo tenemos una cara; quien nos mira re-conoce nuestra cara. Podría pensarse que nos constituyen una infinidad incalculable de miradas, y en un cierto aspecto es verdad: somos un haz incansable de miradas. Pues bien, viendo las cosas desde otro aspecto, no es así; ese incansable haz de miradas es expresión múltiple de una mirada única: somos una mirada, tenemos una única mirada; quien nos mira ve nuestra mirada, y la reconoce. Tenemos un único rostro, en su extre-mada labilidad, y una única mirada, en su capacidad infinita de diversidad. Lo que somos se refleja y construye nuestro rostro y nuestra mirada. Nos reconocen el rostro y la mirada. Los ojos expresan el alma, como dice el dicho popular.

Apenas si una pizca, pero una pizca decisiva, confor-madora en el cuerpo de hombre de unidad; una pizca provo-cadora de esa centralidad unificada que nos define como ese ser que somos. Y, a la vez, somos un exceso que sobrepasa cualquier análisis. Lo nuestro es excedernos siempre. Nunca quedar encerrados en lo que parecía explicarnos por completo y para siempre. Estamos constituidos en definitiva por ese exceso de todo nuestro ser que nos hace ser en verdad, que designa nuestro verdadero ser. Nuestro ser, en definitiva, procede de este exceso; es nuestro mismo exceso. Sobresaturación podría decirse. Ninguna explicación llega a eso que somos, no nos al-canza, no nos vacía; siempre somos en exceso de toda expli-cación, de toda reducción a lo que nos originó, a lo que nos ori-gina. Nos excedemos a la génesis de lo que fuimos. No somos lo que podría esperarse de nosotros, conocida nuestra génesis, conocida la fuerza de la evolución que nos dejó en el umbral del ser lo que somos. Nada del pasado logra explicarnos. Porque vivimos en el exceso, vivimos del exceso; porque somos puro

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exceso. Sólo podríamos ser explicados, quizá, por el futuro, por lo que hemos de ser, por lo que llegaremos a ser. Vivimos del exceso de lo que somos.

Juego de las carnes, conjunción de carnes. Siendo carne enmemoriada, no sólo somos carne de memoria. Desde ella, somos, más bien, carne maranatizada, carne de futuros por desear y por llegar; carne de lo adviniente, carne de horizontes que se van haciendo con nosotros. Y ¿cómo olvidaríamos que somos seres habladores, que todo se lo cuentan, cuya centra-lidad es el hablar de sí, de todo, de los otros, de lo que fueron, de lo que seremos, y de ahí, de lo que somos?

Hablar de estas cosas es estar hablando del alma. Esa centralidad constitutiva del plegamiento es el alma. Nuestro propio yo. Nuestro ser persona. Sin ella, sin la pizca, sin el exceso, sin la conjunción, nada seríamos de lo que en verdad somos, cuerpo de hombre. Pizca, exceso, conjunción de centra-lidad. Prosigamos.

En el desarrollo de mis cavilaciones distingo siempre entre ‘tiempo’ y ‘temporalidad’776. Mas de ese binomio, es pura obviedad, no puedo hablar en serio sino desde la consideración de lo que he recogido como pensamiento de Tomás en oposición al de Platón: un andarse por los bordes, un transgredir los lími-tes, un moverse por un más allá que nos lleva hasta un más-allá de los límites. ¿No les valió a Platón y a Tomás de Aquino el espeluznamiento de pensar el más-allá trasgresor de los límites de la muerte, para decirnos quiénes somos acá, en nuestro bien acá? Puede que todo esto sea pura fantasía e ilusión. Puede. Mas tómese al menos como hipótesis de trabajo en nuestro se-guir pensando en las estelas platónica y tomaseana tan encon-tradas entre sí; aunque sólo fuere –¡lo que no es el caso!, toda la acción racional de la razón práctica que se ha configurado en mis pensares lo señala– porque hablando de lo de allá, enten-demos mejor lo de acá.

Tiempo es para el mundo y para las temporalidades

776 Esta discusión se me ha dado en diálogo espeluznado –la pala-bra es suya– con mi alumno Luis Melchor en las cartas que nos cruzamos de mayo a julio de 2004, por lo que le estoy profundamente agradecido.

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cuando son mundanalizadas. Temporalidad, lo que tiene que ver con el cuerpo de hombre en lo que he llamado ‘el juego de las carnes’. Está, provisionalmente, quizá, en el tiempo; en todo caso tuvo inicio de existencia en el tiempo, es decir, inicio de creación por el Creador de todo lo creado, pero, aunque, al menos por ahora, se da en el tiempo, no es mero tiempo; desde su mismo comienzo es más que tiempo, es algo que, iniciado en el tiempo, mira desde su mismo inicio más allá del tiempo; tiene voluntad de sobrevivencia al tiempo, no es mundanalidad, sino realidad creativa, realidad re-creativa.

Nosotros trascendemos el tiempo ahora y aquí, ya en esta vida, no viviendo sólo en el tiempo, sino sobre todo en la temporalidad, es decir, en nuestra manera encarnativa. Y si alguna vez hay ese más-allá, deberá dársenos en esta carna-lidad nuestra que conlleva cabe sí la temporalidad; si no, será pura platonicidad.

El tiempo es una de las internalidades que el acto crea-dor de Dios da a la dinamicidad del mundo creado, y se termi-nará con él. La temporalidad, en cambio, subsistirá tras la resurrección de la carne. La temporalidad es asunto de la car-nalidad –en el juego de las tres carnes, que tanto da de sí–, y, es verdad, la carne nace en el tiempo: siempre habrá que decir de cada uno de nosotros: “reinaba el emperador Augusto y era gobernador Quirino”. La carnalidad se nos da en el tiempo. La historia se da en el tiempo. Pero no se reduce a tiempo, no se reduce a crónica, no se reduce a mera producción de las cuatro internalidades mundanales. Ahí se da la diferencia esencial entre el qué –lo que tendría que ver con el tiempo– y el quién –el cual da ocasión y origen a la temporalidad–.

Vivo y viviré siempre en la carnalidad, pues de otro mo-do no soy yo y no seré yo. El juego de las carnes nunca se nos podrá quitar, porque se nos quitaría nuestro propio ser. Nunca se nos ha de quitar la memoria, aunque vivamos en una rea-lidad plenificada. Nunca esta realidad plenificada habrá llegado a su final, pues eso significaría que en ese momento, hemos dominado a Dios, lo hemos comprendido, lo hemos hecho nues-tro, lo hemos deglutido. Nuestra carne nunca dejará de ser ma-

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ranatizada, aunque sea carne resucitada. Siempre la completud del ser de Dios estará más allá de nuestro ser en plenitud, por lo cual siempre seguiremos creciendo en una plenitud cada vez mayor.

Al hacerse carne el Hijo, Dios no se ató primariamente a las leyes del tiempo, sino a la temporalidad. También en el tiempo –él tuvo su Augusto y su Quirino–, en el sentido que hubiera podido darse una crónica cuasi-notarial de la vida de Jesús; por gracia nadie la escribió, el Espíritu veló para que nadie cayera en la mortal tentación de redactarla. El tiempo es cosa mundanal, y quien ya no es mundanal no vive en el tiempo, aunque sí en la temporalidad, pues sigue viviendo en la carne resucitada. Vivir en el tiempo por siempre sería ser meramente mundanales para siempre. ¡Qué horror!

De ahí que sea posible tener carnalidad, temporalidad y eternidad simultáneamente; mas lo mismo no valdría en abso-luto poniendo tiempo en lugar de temporalidad. La tempo-ralidad, aunque tiene, como la carne, nacimiento en el tiempo, en la crónica, no deriva de él, sino de la carnalidad. Es el juego de las carnes, sea en el tiempo, sea en el seno mismo de la Tri-nidad que nos recoge en su regazo tras la resurrección de la carne; un regazo de eternidades.

Nosotros los carnalistas no podemos olvidar que, además de todo lo que decimos, hay algo seguro: la distancia, la no posesión, la no aprehensión de Dios por nosotros. La carna-lidad de Cristo resucitado se ha ‘introducido’ en la Trinidad, y de resultas de ello y de todo lo demás –¡deberíamos hablar tam-bién de todo eso ‘demás’! –, nosotros somos templo del Espíritu, es decir, la Trinidad, por el Espíritu, habita en nosotros, divi-nizándonos, divinizando nuestra carne, y, para completarlo, o para explicarlo de otra manera, con otra metáfora, somos cuerpo de Cristo, y de esa manera nosotros, a través de él y con él, nuestra propia carnalidad está ya ‘introducida’ en el seno de la Trinidad. En todo caso no todo puede ser sólo eso que es, cercanía, inhabitación, etc., también está la inaprehensibilidad de Dios, su inabarcabilidad por nosotros, su ser Otro: si no, sería un mero ídolo, uno de nuestros ídolos, el más grande, el

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más peligroso, nuestro ídolo más nuestro. Si nos olvidáramos de esto, moriríamos en el empeño.

¿Cómo, pues, podríamos hablar de una carne sin deseo y sin nostalgia de Dios? Ah, no, Dios, al menos el mío, no es tan pequeño y raquítico que alguna vez lo tenga medido, ni siquiera en el cielo. Habitaremos con Dios, sí, pero sentiremos un deseo creciente de Dios; una nostalgia infinita de ese Dios que será siempre demasiado grande para nuestra carnalidad. Somos porque Dios ha querido encarnarse en carne como la nuestra, en hacerse vida de temporalidad como la nuestra. Y esto es muy serio para él. Se juega él ahí su propio destino. Hubiéra-mos podido ser sus monigotes. Pero no es así. Nos ha hecho y nos ha tomado profundamente en serio, con seriedad de liber-tad y con seriedad de amor.

Una carne que no guarde memoria de sus idas y venidas no será la mía. Que vivirá perdonada, redimida, salvada, y eso para siempre, nuestro siempre de futuridad, pero con todo su espesor, no convertida en una almita de mera inmortalidad. Si se extingue el deseo nos extinguimos tú y yo. Será un deseo siempre colmado, pero nunca terminado. Llamado a poseer la vida eterna, por y con la gracia y la misericordia, claro; pero salvado y redimido, yo mismo, no una especie de tul gaseoso del que me digan infausta y falsamente que soy yo. No, no y no. En esto estoy maravillosamente de acuerdo con santo Tomás de Aquino.

Nótese, para terminar, que también aquí, y por tercera vez en estas páginas, habrá muchos, más aún, que, inmersos en ese su bien probado realismo filosófico mostrenco, se digan: no creo en absoluto, faltaría más, en esas cosas que dices, dio-ses, encarnaciones, cielos, espíritus santos, y el conjunto entero de toda esa parafernalia mandanguera. Bien, vale. Pero, una vez más, lo interesante de ello aquí en estas páginas –ha habido otras páginas antes, es de imaginar que habrá otras páginas después, y ahí están disponibles para todo lector o lectora avisados– es el proceso retroductivo filosófico que lleva a decir lo que somos nosotros, nosotros vivitos y coleando, nosotros de carne y hueso, en el aquí y en el ahora de nuestra

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vida y de nuestra acción. Vuelvo a repetir que también aquí estas aparentes disquisiciones filosóficas de aquél más allá son esenciales para lo que pensamos, somos y hacemos en el más acá, individual y societariamente.

No se olvide. Los pensamientos –¡a más de otras cuali-dades! – tienen siempre sus consecuencias.

De toda probabilidad nada o casi nada ha tenido una influencia tan ancha, tan profunda y tan alargada como la filo-sofía, aunque ella sea pájaro de atardeceres.

IV

ALGUNOS COROLARIOS El que el alma esté unida en unidad-dual con la

materialidad misma del cuerpo –por así decirlo, y tras lo escrito no sé si decirlo del todo bien–, constituyendo lo que llamo ‘cuerpo de hombre/cuerpo de mujer’ –que es en verdad la base de mi decir–, hace que nuestra visión sobre las cosas y sobre nosotros mismos, por ejemplo, no sea angelical. De ahí se deducen al menos tres corolarios, que simplemente dejaré en simple escorzo.

i.- La mirada al arte que hoy ha (des-)ganado a todo ojo

que mira. En las cuestiones que tocan al arte no se puede hablar

de la belleza, está prohibido como pecado nefando hablar de ‘lo que me gusta’; se come el coco a todo al que se acerca al arte, por ejemplo, a los que estudian historia del arte, para que se hagan “profesionales de la objetividad”, de la objetividad del arte, y en ningún momento se les pueda pasar siquiera por los afectos eso de que me gusta o no me gusta, de lo que podría-mos llamar –en paralelismo con la ‘razón húmeda’– es una ‘mirada húmeda’.

En la interpretación, por ejemplo, en la música: se busca la perfección técnica y no una ‘interpretación almal’. Lo que resulta así, todos lo sabemos, una bazofia aburrida que a nadie

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atrae hasta las profundidades del alma777. A lo más todo se convierte en una digna profesión para ganarse la vida, lo cual no es poco.

Como me señalaba otro alumno778, científicos españo-les, dirigidos por Camilo José Cela-Conde, responsable del Laboratorio de Sistemática Humana de la Universidad de las Islas Baleares, han detectado, por primera vez, que el cortex prefrontal dorsolateral izquierdo es la parte del cerebro humano responsable del juicio estético visual. Tras cuatro años de investigación, el hallazgo aparece publicado779 en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences. Hace años que Cela está en el candelero; sabe mucho. Tendrá razón en lo que dice, pero ¿también en el contexto, contexto filosófico? Mas la cosa no es nueva del todo: la belleza la percibimos por y con los ojos, pero ¿eso hace que sean los oculistas quienes nos detec-tan y explican la belleza? Como suelo decir: una entremezcla gloriosa de la ley de gravitación universal de Newton y del funcionamiento de las articulaciones de pies, tobillos, piernas y tronco entero nos hacen posible el andar con todo el donaire con el que lo hacemos, pero ¿explican a dónde vamos? Ahora se afina, y se afina mucho, lo cual es estupendo, pero ¿cambia esencialmente el tenor filosófico de las preguntas? Lo dudo.

Sólo quien tiene el a priori materialista de que al final todo será explicado así, es decir, que será “naturalizado”, puede decir desde ahora que todo es explicado así. Pero eso es una pseudoprofecía a la que no veo visos de cumplimiento. Quizá sí, lo que vemos desde ahora, sin ponerse a profetizar, es que en él hay un salto indebido de plano, que enunciaré de esta manera: del conocimiento del funcionamiento del ojo a la explicación de la belleza.

Una vez leí, creo que en Mircea Eliade, que aborígenes

777 Invito a leer las páginas en las que, sobre la verdad, hablo de música en el capítulo 15, ‘La plenitud del ser, o la búsqueda de la verdad’, en Sobre quién es el hombre, pp. 394-406.

778 Miguel Fernández Tapia-Ruano, amigo. 779 Puede leerse en: www.psiquiatria.com/noticias/neuropsiquiatria/16868

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australianos realizaban el acto sexual con tal promiscuidad y profusión, que no sabían que los niños procedían de esa unión carnal. El saber lo que nosotros sabemos, y que ellos no sabían, ¿explica ya el amor, la abnegación, etc.? Lo dudo también.

ii.- ¿Es el amor cuestión no más que de ternura, compa-

sión y afección, es decir, del mismo modo, algo sólo angelical? ¿No es el amor también asunto de estructuras de com-

portamiento objetivo –extraño que esta palabra aparezca aquí–, que se plasma en corporalidades? Hay estructuración, no mera ternura, compasión y afección desestructuradas. Esto es esen-cial y no sé si siempre he sido capaz de expresarme conve-nientemente, como alguno me lo ha hecho ver780.

iii.- La cuestión debatida no es tanto Dios, como la

Iglesia. ¿Tendré que decir que donde dije digo, digo Diego, visto

que tengo hechas afirmaciones explícitas que pueden llevar a pensar lo contrario de lo que ahora digo781? Veremos que no.

Pero ahora, treinta años después de aquello a lo que se refiere la nota anterior, si se mira con realismo, ya no es cues-tión de mirar las interioridades de la propia Iglesia, cuestión de toma de poder dentro de ella, sino cuestión de supervivencia de la propia Iglesia ante los ataques despiadados de lo que el Evangelio de san Juan llama el mundo. Un mundo que, en nues-tro país, en los ricos países epulonarios que constituimos el núcleo duro de la Unión Europea, ha comido el coco a la opi-nión pública, o al menos a la opinión publicada.

Historias y parábolas fueron una invención genial de Jesús que la primitiva Iglesia hizo suyas dándoles carne de nuevas historias y de nuevas parábolas que llevaron a la crea-tividad de nuevas acciones. No vale que, sin más, repitamos lo que la tradición nos legó. Nosotros haremos lo mismo, siendo

780 Mi viejo amigo, atento y critiquísimo lector, José Luis Corral Ibargaray.

781 Véase lo que explícitamente escribí no hace mucho en Pensar a Dios. Tocar a Dios, p. 325.

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inventores de nuevas historias y de nuevas parábolas que nos lleven a la acción siempre renovada. La repetición nuda no vale aquí, ni vale en lugar alguno.

Una cosa es que nos dediquemos a las internalidades y luchas de poder en la Iglesia782, lo que me parece aborrecible, y otra bien distinta, en la que espero –¡por la salvación de mi alma!– no haber caído, es que dejemos de lado la encarnación y lo que ella conlleva en la ‘cuestión de Dios’.

782 Véase todo el apartado, pp. 325-327.

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LA SALVACIÓN DEL ALMA

ANTONIO M. ROUCO VARELA CARDENAL-ARZOBISPO DE MADRID

Es para mí una alegría hablar en este curso de teología incluido en los Cursos de Verano de la Universidad Complu-tense. Particularmente resulta una gran satisfacción poder hacerlo sobre el tema que me han confiado, que es la salvación del alma. Hasta este momento el curso se ocupó del alma desde distintos puntos de vista, el de la perspectiva de las ciencias empíricas, desde el punto de vista de la filosofía y de la teología, y al final llegamos a una formulación que ha tenido mucho que ver con la vida de la Iglesia y mucho que ver con lo que podría llamarse la dimensión viva y existencial del problema del alma. En definitiva si no se tratase de aspirar a que el hombre alcance a lo que se llama o a lo que significa la palabra salva-ción, probablemente ocurriría que nadie se preocuparía en serio del problema del alma, de examinar el punto de vista onto-lógico, etc. Por lo tanto, el tema para un obispo, y para un obis-po con una vida y un pasado largo de obispo, de sacerdote, de joven seminarista, el tema es muy atractivo, tiene mucho que ver con su historia personal, con la historia de su vocación, con la historia de su vida en la totalidad de los aspectos que la configuran.

Por hacer una presentación del esquema de mi inter-vención que vendrá dada de manera libre, sin leer un texto que no tengo escrito y por tanto es imposible que lo pueda leer, no sé cómo calificarla, si de exposición académica, quizá no; si de reflexión o meditación, quizá sí un poquito; si más bien de reflexión pastoral, seguramente mucho, y contando con la espe-ranza de que les pueda ayudar finalmente a sacar jugo al resto de sesiones y actividades del curso que hoy se clausura.

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El esquema se configura del siguiente modo. En primer lugar voy a hablar de la importancia histórica de la categoría de salvación del alma. En segundo lugar de las críticas y olvidos contemporáneos respecto a esta categoría. En tercer lugar, más brevemente, porque sería incidir en lo que ya se ha expuesto estos días, sobre la renovación en la interpretación teológica de una categoría imprescindible para la vida y la misión de la Iglesia. Al final llegaremos a unas conclusiones últimas de carácter práctico.

Veremos, en primer lugar, la importancia histórica de la categoría de la salvación del alma.

La expresión, su significado, ha llenado y ha afectado profundamente a la forma de exponer la doctrina y la pedagogía de la fe por lo menos durante el segundo milenio del cristia-nismo, y de una forma muy intensa desde antes de la renova-ción de Trento hasta hoy mismo. Ha afectado a la doctrina y la pedagogía de la fe, pero no sólo a ellas sino también a la praxis de la existencia cristiana e, incluso más, a la misma concepción de la vida cristiana y a la ordenación canónica de la constitu-ción y de la acción pastoral de la Iglesia. Es verdad que lo que se significa en esa expresión es una realidad que emerge y aparece en el pensamiento teológico, en la creencia, en la vida y en la praxis de la vida cristiana del segundo milenio del cris-tianismo, y es evidente que es así; algo indiscutible para los que conozcan la historia de la teología y la historia de la Iglesia. Es evidente que, sin embargo, la escolástica medieval la prepara teológicamente, sobre todo santo Tomás de Aquino con su an-tropología teológica y su escatología, de tal modo que la prepara intelectual y conceptualmente para poder ser después llevada a la praxis con una fuerza e intensidad inusitada en el primer mi-lenio. Pero también es evidente que a partir sobre todo y, vuelvo a insistir en ello, de la renovación de Trento y de la espiritua-lidad que nace en torno al renacimiento de la Iglesia apoyada y llevada adelante por el Concilio de Trento es donde se sitúa lo que podría llamarse la importancia histórica de la categoría sal-vación del alma. Basta citar un texto fundamental en la historia de la espiritualidad cristiana y de la experiencia católica de la

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LA SALVACIÓN DEL ALMA

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Iglesia del siglo XVI, el ‘Principio y Fundamento’ del libro de los Ejercicios de san Ignacio de Loyola. Dice así:

El hombre es criado para alabar y hace reverencia y servir a Dios Nuestro Señor y mediante esto salvar el alma. Y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, para que le ayuden en la persecución del fin para el que es criado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas cuanto le ayuden para su fin y tanto ha de quitarse de ellas cuanto para ello le impide. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas en todo lo que es concedida la libertad de nuestro libre albedrío y no está prohibido, de tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que po-breza, honor que deshonor, vida larga que corta y consi-guientemente todo lo demás. Solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin al que somos criados que es alabar hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto salvar la ánima.

Esta fórmula con la que se inicia la primera meditación del libro de los Ejercicios de san Ignacio de la Loyola titulada por él ‘Principio y Fundamento’ ha constituido la médula de la espiritualidad de millones de cristianos desde entonces hasta hoy. Hasta el Concilio Vaticano II. Por supuesto que el Vaticano II conoce la categoría y la usa, aunque no en la antropología teológica desarrollada sobre todo en la primera parte de la constitución Gaudium et spes, donde hará, sin embargo, un examen conceptual articulado y expreso sobre la expresión; pero late detrás de toda la concepción antropológica y escatoló-gica que el Concilio enseña en toda esa primera parte de dicha constitución. De tal manera influye todavía en el posconcilio que, si me permiten venir a mis orígenes personales de cano-nista, el nuevo código, el código del Concilio Vaticano II, a dife-rencia del código del año 1917, en el desarrollo de la ordena-ción canónica de la Iglesia hay un canon referente al derecho administrativo sobre el cambio, remoción y traslación de párro-cos que se formula así: «En las causas de traslado es de apli-cación el canon 1747 guardando la equidad canónica y tenien-do en cuenta la salvación de las almas que debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia». En la tradición canónica ya era co-

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nocida esa fórmula: en el derecho canónico medieval se utili-zaba la fórmula siguiente: salus animarum suprema lex est, la ley suprema de la Iglesia es la salvación de las almas. El código del Vaticano II termina con la misma afirmación canónica y concluye la ordenación canónica de la Iglesia latina –se podría verificar si ocurre lo mismo con el código oriental– diciendo que la salvación de las almas debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia.

Para subrayar o ampliar la reflexión de los datos que avalan la afirmación de que la categoría salvación del alma es una categoría teológica de importancia histórica decisiva en la historia contemporánea y moderna de la Iglesia hay que añadir su valor vocacional, su importancia para la historia de muchas vocaciones para la vida consagrada, para el sacerdocio, creo también que para una vida apostólica o concebida apostóli-camente en el mundo de la vocación seglar, en su grado, en su gran diferencia específica para el matrimonio y la familia. Inclu-so para otras fórmulas de vida similar no encauzadas por el estado del matrimonio o la familia cristiana, fue decisivo estar al servicio o promover el bien y la salvación de las almas; fue decisivo para sustentar en el alma y el corazón de muchos jó-venes una fórmula de vida clara y plenamente consagrada al Señor, plena y claramente decidida a servirle y a servir en la causa del Evangelio, siendo un ideal y un motor espiritual de múltiples y decisivos compromisos activos de apostolado y de muchas opciones sacerdotales y consagradas. No es que aquí, entre los asistentes al curso, haya mucha gente de mi genera-ción, pero algunas sí las hay y si nos preguntaran a nosotros si el querer ser instrumento de la salvación de las almas fue para usted, o para ti, en tu historia personal, un asunto decisivo a la hora de decirle sí al Señor, tendríamos que responder induda-blemente que sí y sin ello no seríamos lo que somos.

Me acuerdo a este respecto de una estrofas del himno de la Acción Católica española de los jóvenes que se cantó tanto –ahora que estamos en año Santo Jacobeo y los jóvenes de España y de Europa están peregrinando a Santiago, me he venido desde la peregrinación de los jóvenes de Madrid que hoy

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llega a Villalba, mientras el segundo brazo de jóvenes llega a la tierra llana, dos a manera de brazos largos de 1200 ó 1300 jóvenes cada uno–, me acuerdo de la famosa peregrinación internacional de los jóvenes de Acción Católica a Santiago de Compostela en el año 48 promovida por Manolo Aparici, presi-dente nacional de los jóvenes de Acción Católica de entonces, quien después se hizo sacerdote y cuya causa de canonización está en marcha y va a estar en Roma pronto. Así decía el himno al que me refiero en una de sus estrofas: «Llevar almas de jóve-nes a Cristo inquietar en sus pechos la fe, es el apóstol mártir, acaso mis banderas me enseñan a ser». Esta estrofa fue canta-da con muchísimo entusiasmo y muchísima identificación con lo que significaba y contenía en la historia de otros fenómenos populares de la pastoral de Iglesia de los siglos XIX y XX, y ese valor jugó un papel también decisivo.

Los dos grandes hechos de la piedad mariana de la edad contemporánea de la Iglesia, la aparición de la Virgen en Lour-des en la primera mitad del siglo XIX y la aparición de la Virgen en Fátima en 1917, los mensajes tanto de Lourdes como de Fá-tima van centrados en la salvación de las almas a través de un paso previo que es la conversión de los pecadores. Y una de las figuras más interesantes y más influyentes espiritualmente, incluso en contextos de pensamiento filosófico-teológico, de vidas intelectuales de primer orden en la primera mitad del siglo XX, fue santa Teresa del Niño Jesús quien escribía: «He venido para salvar las almas y especialmente para orar por los sacerdotes».

La descripción del ambiente pastoral, espiritual y eclesial de la Iglesia de estos siglos en torno a esta categoría po-dría enriquecerse con observaciones y con aspectos de todo or-den que nos llevarían la hora que me han asignado para ha-blarles a ustedes en el final de este curso sobre el alma. Lo sor-prendente es que la categoría misma encontrase, en la segunda mitad del siglo XX, sobre todo, una fuerte crítica y se produjese un fenómeno de olvido implícito de la misma en lo que podrían llamarse las fórmulas magisteriales o más que magisteriales las fórmulas de formación cristiana en todos los aspectos de la

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misma desde la formación teológica hasta la formación prác-tica, ética, etc. Las críticas las conocen ustedes y vendrían, so-bre todo, de la primera mitad del siglo XX.

Hay dos fuentes de la crítica que influyen mucho en la teología católica y en la praxis de la Iglesia, una es el marxismo y otra el existencialismo, por designar las dos grandes corrien-tes filosóficas de la primera mitad del siglo XX que proponen un ideal de vida que ha de realizarse en la historia. Ideal que no sólo es posible, sino que es el único realizable dentro de la his-toria. Más especialmente en el caso del marxismo que rechaza toda posible fórmula trascendente de realización del ideal de vida, incluso como siendo algo nocivo para el hombre y, por lo tanto, por lo que es considerado como un hecho sobre el que no sólo hay que discutir más o menos, sino que hay que superar y erradicar de todo lo que podrían llamarse los valores y los idea-les de vida vigentes para la persona individual y, todavía más, para la sociedad.

Parecido ocurría con el existencialismo, quien no dio el paso hacia la trascendencia. Se puede discutir hasta dónde Heidegger dio ese paso o no lo dio, qué significa su definición de el hombre es un ser para la muerte, pero ciertamente hay una corriente existencialista fuerte, fortísima, que resuelve la reali-zación de la vida en la pura inmanencia, y en una pura inma-nencia muchas veces trágica, dramática, tal como la que descri-be Camus en La Peste. Basta con ello para darse cuenta de hasta dónde la literatura existencialista, la de antes, durante y después de la Segunda Guerra mundial, termina en esas pro-puestas dramáticas de vida que efectivamente no pasan, no conjugan con la categoría de la salvación de las almas como una categoría atrayente, plenificadora y realizadora del hombre.

Luego la teología contemporánea tuvo que responder a las objeciones que estas corrientes de pensamiento formularon; críticas en parte razonables y dignas de ser tenidas en cuenta y de ser sometidas a examen. La objeción de platonismo. Hay dos tipos de objeciones que ustedes conocen y habrán hablado de ellas estos días, las que se refieren al ser del hombre, a la an-tropología teológica: el hombre no se puede partir entre alma y

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cuerpo, eso supone un dualismo que lo rompe, un dualismo que en definitiva justifica después la acusación de alienación y que en definitiva hace imposible hablar de un fin del hombre que lo abarque completa y plenamente y que por lo tanto se pueda hablar de un fin del hombre que lo plenifique y lo salve en su totalidad. El origen de esta postura está en la influencia del platonismo en grandes trazos y tramos de la teología cató-lica, pero también fue recurso dialéctico habitual y tópico en las objeciones. Dándose, como consecuencia de ello, la crítica de que esa categoría, como categoría central de la praxis y doc-trina, había conducido a unas fórmulas individualistas de vivir lo cristiano tocadas de una especie de espiritualismo descar-nado y egoísta: lo que importa es salvarme “yo”, salvar “mi” al-ma. Algo ajeno por demás de una convicción plena de signifi-cado del misterio de la Pascua de Cristo, de su muerte en cruz y su resurrección; algo ajeno a lo que significa la realidad y el valor de la existencia histórica en función de la realización ple-na del hombre en una visión trascendente.

Recuerdo una anécdota de una madre de muchos hijos siendo yo obispo de Santiago. Ella era anciana, estaba en el último tramo de su vida y me decía a mi: Señor obispo, yo sobre todo he tenido una preocupación en mi vida, que mis hijos sal-ven su alma. Era una familia de doce hermanos. Fue su preo-cupación fundamental y a esa preocupación subordinó toda su vida, su trabajo de entrega. Eso se veía desde la crítica por la teología más famosa o, mejor dicho, más famosa en el sentido de la comunicación, no de su valor intrínseco, de la segunda mitad del siglo XX; servía para la crítica de una concepción des-carnada que no se compromete con los problemas del mundo de la historia de la segunda mitad del siglo XX: los problemas de la justicia social, de la ordenación justa de la sociedad, tanto en el nivel interno, nacional, como en el internacional. Fue una preocupación dominante. Fue la gran cuestión práctica en lo político, en lo cultural y en lo social que se dilucidaba y se de-batía entre los grupos y corrientes de pensamiento más o me-nos deudoras del cristianismo y las más o menos deudoras del marxismo. En los años 60 la cuestión ya no era existencialismo

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o cristianismo, ya no se planteaba la situación cultural y espi-ritual de Europa y del mundo occidental en triángulo sino en binomio: o cristianismo o marxismo, o marxismo o cristianismo.

La crítica a la teología, pues, se hizo siguiendo un poco esa pauta. Primero la crítica antropológica: el alma y el cuerpo no son dos realidades que se puedan separar, desunir, no se puede desenraizar el concepto de alma y reducirlo a una cate-goría funcional, práctica. Es algo unido al cuerpo y a la vida que hay, la que uno tiene, la que uno vive en este mundo. Lue-go crítica escatológica: de nuevo hay que ver la salvación no só-lo de una parte del hombre, que sería la parte espiritual del al-ma, sino del hombre entero, y hay que verla además no sólo desde el punto de vista individual, sino también desde el punto de vista global, formando parte de la familia humana y de la historia común que tendrá también un fin, al menos de una forma análoga a cada persona y a cada individuo; un fin de su historia personal.

Desde la crítica nació una especie de situación de interrogantes de la teología y después en la praxis catequética, en la praxis de la existencia de la vida cristiana que ha afectado a toda la vida de la Iglesia. Por comenzar por las traducciones de la Sagrada Escritura, pues allí donde se decía alma, se subs-tituye por vida. Los filósofos lo justifican y es posible que efec-tivamente esa traducción suponga una falsificación del texto, y no es seguro que el alma la suponía. A la hora de la traducción, elegir ese otro sustantivo y significado tenía su hermenéutica evidente intencionada. A mí siempre me llamó la atención el famoso texto de Jesús en los sinópticos, en varios pasajes de los sinópticos, cuando dice al joven: «¿Qué te importa ganar todo el mundo si pierdes tú alma?». Este es el texto que leyó mi generación y todas las generaciones de jóvenes católicos hasta la última traducción de la Biblia en los años 70. Recuerdo tam-bién cómo le pregunta a Francisco Javier san Ignacio de Loyola –del que, por cierto, mañana celebramos su fiesta–, cuando el muchacho Javier estaba en París con aquel joven navarro, él, tan atractivo y tan entusiasta, tan entregado y con una vida de estudiante parisino de entonces, imagino que como todos los

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estudiantes de universidad: «¿Qué te importa, Javier, ganar to-do el mundo si pierdes tu alma?». Ahora, según la nueva tra-ducción, tendría que decirle: «¿Qué te importa. Javier, ganar to-do el mundo si pierdes la vida?». Javier ahora le respondería: «Bueno, qué va a pasar, pues que me va pillar un tren, que me voy ahogar en las aguas del Báltico, o cuando llegue a la India que se va a hundir el barco...». Creo que no es lo mismo, ¿no les parece?

El olvido comienza por lo tanto en las traducciones de la Sagrada Escritura y sigue en la predicación. Les preguntaría a los jóvenes cuántas veces han oído hablar en una homilía de la salvación de las almas en sus parroquias en los últimos diez años; probablemente ni una sola vez. Menos aún en la cateque-sis, porque efectivamente, aunque en los textos en general de la Iglesia católica, pero más de la Conferencia Episcopal Española, se ha conservado más la categoría de salvación del alma, me da la impresión de que no es algo que se haya transmitido; se transmite más que el hombre es una unidad, que se salva todo, pero sin distinciones ni matices.

En la liturgia también se ha notado, en la praxis sacra-mental, donde hay una relación estrecha entre el sacramento de la penitencia y la categoría de la salvación del alma. En la pastoral vocacional a veces uno se dice: ¿para qué se va a entu-siasmar un joven por ser sacerdote o por ser consagrado, sobre todo para ser consagrados en la forma menos utilitaria con referencia al mundo que es la de la vida contemplativa? Porque si un joven o una joven piensa tomar la decisión de consagrar toda su vida a la oración en el silencio, en la práctica del amor cristiano, dentro de una comunidad que se dedica al culto y a la oración por encima de cualquier otra cosa, se le hace muy difícil, pues se plantea a sí mismo cómo tomarla si esa decisión no tiene nada que ver con la salvación de mis hermanos en as-pectos en los que yo voy a llegar real y eficazmente con la ora-ción. ¿Cómo se puede llegar a ayudar a otro orando si la dimen-sión de la salvación del alma se pierde completamente del hori-zonte de la vida? Y lo mismo ocurre con la vocación para el sa-cerdocio y la vida consagrada en general. Si ser sacerdote es un

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servicio a la Iglesia que se sostiene sobre la realización de accio-nes prácticas y útiles desde el punto de vista de la beneficencia, del bien social, del bienestar de este mundo, todo eso está muy bien, pero lo que uno no se explica es por qué uno tiene que hacerse sacerdote para conseguir ese objetivo. O por qué tiene que consagrarse en una vida activa para conseguir ese objetivo. Aún más, se puede preguntar uno por qué se compromete co-mo seglar apostólicamente en las causas de la vida y de la exis-tencia del hombre si el problema de la salvación no importa. Esa consagración, ese compromiso, así, no tienen significado alguno: ¿por qué entonces voy a ser yo un apóstol de Jesu-cristo, un testigo del Evangelio?

Lo mismo ha ocurrido en la teología y en la praxis de la misión ad gentes: ¿por qué vamos a tener que llevar el cristia-nismo y el anuncio el Evangelio más allá de nuestras fronteras si eso no tiene que ver con la salvación del hombre radical, total y trascendentemente como lo más íntimo, hondo y profundo de su ser? Bueno pues así realmente se queda uno sin impulsos decisivos para poder decir: yo quiero ser misionero, quiero ha-cer la misión de la Iglesia donde sea, sobre todo en los sitios donde nadie haya oído hablar nunca del misterio de Cristo, de la persona de Cristo y de la buena Nueva de Cristo. ¿En qué consiste la buena Nueva de Cristo?

Vuelvo a insistir en que se trata de olvidos que tienen una cara antropológica que afecta al conocimiento pleno, ínte-gro, de lo que es el hombre; y olvidos que afectan a lo que po-dría llamarse la escatología, a lo que es el sentido de la vida y el fin del hombre. Claro que esto no ha ocurrido sin consecuen-cias. Podemos hablar de la reducción y de la omisión en la exis-tencia y en la vida diaria del fin pleno del hombre, tanto desde el punto de vista individual como desde el punto de vista de la historia. Si se hace desaparecer en la reflexión teológica y la praxis de la vida cristiana toda alusión al alma como elemento decisivo en la configuración de la persona del hombre y de la salvación del hombre a partir del alma, pues efectivamente la vida se achica, la existencia se acorta y el fin de la historia que-da en una incógnita completa, o si no completa muy decisiva.

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Es decisiva la relativización de la ética, de la ley de Dios, por supuesto, tanto en relación con el bien del hombre, ya en su existencia histórica en el plano diario de la vida personal y social, como desde el punto de vista de la responsabilidad final a la hora del paso de la muerte. En lo personal y en lo histó-rico, ¿por qué tiene tanto valor lo que conocemos como progra-ma de vida marcado por la tradición, lo que llamamos la ley de Dios, si en definitiva el fin del hombre se agota en la satis-facción de lo que podíamos llamar vulgarmente el cuerpo y si el fin del hombre se agota y termina con la historia de la muerte, muerte física y muerte biológica? Si en el hombre no hay nada más que salvar que la salud física y si en el hombre no hay nada más futuro del que preocuparse que alargar el tiempo de la vida física y llegar lo más tarde posible y lo más indolora-mente posible al final de la vida física, qué importa, desde el punto de vista de la historia de la humanidad, sólo importa reducir la violencia mutua todo lo que se pueda, desarrollar un orden mundial de relaciones internacionales donde tratemos de eliminar las causas de las matanzas, de las guerras mutuas en-tre unos y otros.

¿No hay más fin, no hay más horizonte? ¿Se puede conseguir la realización de este fin y de este horizonte sin el otro, sin responsabilidad moral, sin responsabilidad que tras-ciende los límites de la historia inmanente, de la historia de este mundo? Creo que las preguntas no son sólo pertinentes y agudas sino que tienen que ver evidentemente con la perdida de la categoría, la pérdida teórica y práctica del uso de la categoría salvación del alma.

Luego desde el punto de vista interno de la vida de la Iglesia, ocurre efectivamente un perder la conciencia de esa categoría en puros activismos, en puras cuestiones pastorales, en la organización y promoción de lo organizativo, en estar muy atentos y preocupados por el impacto social, sobre todo en los medios de comunicación, de lo que la Iglesia dice. Se termina así, por supuesto, con una cierta trivialización de la existencia y de la experiencia cristiana, vaciándola de todo contenido con-templativo, sin una concepción del amor como ley fundamental

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de la vida y como mandato de la vida objetivo, radical, pleno y total, y por tanto universal.

Se difumina así del mismo modo, pues se había impug-nado también claramente –aunque parece que en las corrientes filosóficas más atractivas no–, el carácter personal y por lo tan-to la capacidad dialogal del hombre en sus relaciones mutuas e interpersonales y en la configuración de la vida social como una realidad con la que hay que conformar y penetrar las relaciones personales mediante fórmulas y votos que incidan en institu-ciones de primer orden de la vida social; se difumina así, digo, esa experiencia directa del respeto personal y vivo, del diálogo diría yo de corazón a corazón.

Es evidente que entre las críticas y los olvidos en sus aspectos negativos pero también en lo que tienen de razón posi-tiva de ser, la Iglesia, sobre todo a partir del Vaticano II, por su cauce, ha tratado de hacer una interpretación teológica reno-vada de la categoría salvación del alma sobre la base de la reno-vación del pensamiento antropológico y también de la escato-logía. Y lo ha hecho y lo está haciendo una gran parte de la teo-logía católica estableciendo una recta relación de la concepción del alma con el corazón y luego con la totalidad de la persona humana y con el cuerpo. Juan Pablo II ya en sus tiempos de profesor de ética en la Universidad de Cracovia y en sus es-critos de obispo auxiliar y de arzobispo de Cracovia abrió un contacto muy íntimo, una relación muy cultivada personal-mente con las corrientes de la filosofía personalista del siglo XX, una visión de esa unidad del hombre donde se guarda sustancial y vitalmente su principio espiritual, el alma, y una unidad estrecha con el cuerpo al concebirlo como instrumento de expresión, de desarrollo y plasmación en el cosmos, en el espacio del tiempo y en la historia, de esa íntima realidad del hombre que trasciende lo puramente físico y lo puramente his-tórico donde el hombre es imagen de Dios, el pastor de la crea-ción, y donde el hombre ha podido romper con Dios y ha podido provocar la tragedia del pecado y desde donde el hombre ha recabado, hay que decirlo en el sentido analógico de la expre-sión, una acción de Dios más allá del orden de la creación para

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poder llamarle hijo haciéndose Dios hombre, haciéndose, en la persona o en la segunda persona del hijo de Dios, hombre.

Esa concepción equilibrada de la unidad y de la distin-ción del alma y del cuerpo, de la unidad de la persona humana como criatura de Dios, como hijo de Dios creo que es el fruto maduro de ese pensamiento teológico que se abre paso a través de la doctrina del Vaticano II y que se está abriendo paso en la catequesis, en la formación doctrinal de la Iglesia, donde se hace explícita referencia a no perder y no olvidar la salvación del alma para no caer en el efecto paralelo, más o menos para-lelo, al que se refería la crítica teológica y pastoral de la primera mitad, en la divisoria del siglo XX cuando se decía que la teolo-gía, la doctrina de la Iglesia, la catequesis estaban privando al hombre, en su realidad concreta, de su corporeidad imprescin-dible, de su responsabilidad ineludible sobre la existencia per-sonal y colectiva del hombre desde el punto de vista de la histo-ria. Vida eterna y existencia temporal no son dos realidades que se excluyen sino que se incluyen, la vida eterna se pide en el tiempo, se madura en el tiempo y se despliega y cuaja definiti-vamente en la eternidad. Y la vida temporal no es un accidente añadido a la historia del hombre que pertenecía al orden del cuerpo sino que pertenece al orden de la realidad total del hom-bre y es el ámbito donde se expresa, se verifica y donde se hace fecunda la acción del alma que camina por el mundo sabién-dose criatura de Dios, llamada a ser hija de Dios.

Sería interesante, creo, buscar también un equilibrio entre las dos categorías de espíritu y alma y de materia y cuer-po en su complementariedad de una y otra; espíritu y alma, cuerpo y materia en su relación mutua en lo personal y en lo colectivo en la visión total del universo. Es imprescindible hacerlo después de la historia. El pensamiento filosófico, sobre todo del siglo XX, que hay que leer, no puede evitar el tener que entrar en esta percepción teológica y hacerla vida para el siglo XXI y para el tercer milenio. La salvación por lo tanto, es de todo el hombre, pero en el hombre es decisivo y es decisiva el alma; si la salvación no parte del alma y llega a todo el hombre no habrá salvación para el hombre; la salvación es importante

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que tenga ya que ver –pues tiene que ver–, cuajar y desarro-llarse, sembrarla en el hombre unido al cuerpo, pero ciertamen-te tiene que realizarse, tiene que alcanzarse más allá de la his-toria y tiene que ser salvación del alma más allá de la historia y tiene que ser salvación del cuerpo.

La famosa cuestión, que habrán tratado aquí, de la eta-pa intermedia entre la muerte personal y el día de la resu-rrección final de la que habla y profesamos en el credo, no ami-nora para nada la necesidad de que la salvación sea del alma y en el tiempo a través del tiempo y en la eternidad. Pero cierta-mente no habrá salvación del hombre más allá de la muerte si no hay salvación del alma, y no habrá salvación del hombre to-talmente si un día la salvación del cuerpo o la resolución del cuerpo no se hace realidad plena, realidad total.

Considerados los problemas de escatología y antropolo-gía encerrados en la categoría de la salvación del alma a la luz del misterio de Cristo, esta ha sido el elemento privilegiado con el cual la doctrina de la Iglesia a partir del Vaticano II y la buena teología católica de estos años han usado para encontrar ese equilibrio, esa concepción de equilibrio y de unidad para presentar la verdad de la fe, la riqueza activa de la fe y para suscitar y estimular la espiritualidad cristiana en estos años. Jesucristo vino a salvar al hombre plena y totalmente en todos sus aspectos; pero vino a salvar al hombre a través del camino de la historia y a través del camino de sus responsabilidades en este mundo. Y lo consumó haciéndose hombre, encarnándose en la realidad de la vida y de la existencia del hombre hasta la muerte. Y haciendo de la vida un camino en el que el cuerpo se le ofrece al final, el instrumento máximo de su oblación al Pa-dre, de su entrega a los hombres y de la demostración de la ver-dad de su muerte. Y de una forma reparadora que supera el fondo de lo que es la raíz de la pérdida del alma y de una forma superadora de lo que es también el peligro de la muerte total, de la muerte eterna, que es su resurrección. Ver el problema de la salvación del alma y considerarlo a la luz del misterio del Hijo de Dios que se hace hombre, que se hace carne, hombre, la totalidad del ser del hombre donde el alma juega un papel deci-

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sivo, es lo que sirve de soporte ontológico, existencial y vivo de la persona del Hijo del Dios, de la Unión del Hijo de Dios con el hombre, la unión personal, el alma de hombre, el espíritu del hombre; el cuerpo de Cristo es instrumento a través del cual, santo Tomás lo dice muchas veces, ese amor de Dios hecho hombre se hace verdad, se verifica, se hace realidad sacerdotal, oblativa en la cruz. El alma y el cuerpo de Cristo en una unidad inseparable y con unos efectos que todos conocemos de salva-ción plena y eterna del hombre.

Estas son por lo tanto las perspectivas a través de las cuales la renovación teológica de la interpretación de la cate-goría del alma sobre la confección del hombre a la luz de la fe cristiana y la confección de la salvación del hombre a la luz de la fe, de la doctrina cristiana. Esa renovación teológica ha trata-do y todos hemos tratado de dar vida y de iluminar el camino en estos años ya largos del post Vaticano II. En ellos la cate-quesis ha vivido períodos largos de búsqueda de nuevas fór-mulas, de fórmulas más atractivas de presentación de la doc-trina de la fe, lógicamente adecuadas, pero también de búsque-da de fidelidad a lo sustancial de la doctrina de la fe y a la bús-queda por lo tanto de nueva unidad de expresión de la fe como es en este caso la categoría de la salvación del alma. Si tuvié-semos que sacar conclusiones sobre esta historia tan apasio-nante y por otro lado tan estimulante a la hora de caminar por el siglo XXI en el ejercicio de la misión de la Iglesia, tendríamos que decir que hay que recuperar en la pastoral, teológica y espiritualmente, la categoría de la salvación del alma en la for-ma en que la teología contemporánea ya lo puede hacer. Hay aquí que recuperar, mejor dicho usar a fondo el magisterio de la Iglesia de estos años, para empezar por no ignorarlo y para continuar aprovechándolo a fondo. El magisterio del Vaticano II es en este casó una línea de renovación a fondo de la antro-pología.

Podemos llamar predecesor a la hora de la renovación de esta antropología católica renovada –concretamente Karol Wojtyla la llamó así porque se llamaba así cuando desarrolla su filosofía y su antropología filosófica y teológica– al papa Juan

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Pablo II, desde el primer momento de su ministerio. Su primera encíclica Redemptor hominis es una prueba y una muestra de cómo conectar con el Vaticano II a la hora de ofrecer a la Igle-sia, y a través de la Iglesia a todo hombre que quiere escu-charla, la visión plena de lo que es el hombre, de lo que es su destino, de lo que significa la vida, de lo que significa la muerte, de lo que significa la gloria, de lo que significa la perdición, de lo que significan la perdición de la existencia, lo que los clásicos llamaban la perdición del alma. Y por supuesto creo que es buenísimo beber de la experiencia de los grandes santos y místicos de estos últimos 500 años, desde el libro los Ejercicios de san Ignacio de Loyola que no son nada descarnados ni nada ahistóricos, sino todo lo contrario, pasando por la larga expe-riencia teresiana de santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, santa Teresa del Niño Jesús, santa Teresa Benedicta de la Cruz –hay que leer su última obra escrita en los umbrales de Auschwitz, La ciencia de la Cruz–, y de otros más que han ido esmaltando la historia de la espiritualidad cristiana de la edad moderna y contemporánea de la Iglesia. Con ellos no hay miedo para equivocarse a la hora de decir que necesitamos recuperar a fondo, doctrinal, pastoral, espiritual, apostólica e histórica-mente la categoría de la salvación del alma, y por supuesto creo que es imprescindible volver a cultivarla en la vida cristiana personal.

Una preocupación viva de la experiencia cristiana es que la raíz primera y básica de nuestro ser se ponga en estado de salud o lo que es lo mismo en estado de la recta relación con Dios y con el Dios que se nos ha revelado en Cristo, pues sin ello no prosperará la vida cristiana y tampoco prosperará la vida humanamente; por eso hay que recuperar esa ocupación o esa preocupación central por la salvación del alma en la vida pastoral, en la vida apostólica de la Iglesia. Si no nos vuelve a causar miedo, o más que miedo dolor o preocupación, el que los hombres de nuestro tiempo, los más cercanos para empezar y los más lejanos, no acierten en ir a la raíz de su ser y de su vi-da, a su alma y a su corazón, para comenzar los procesos de renovación personal y de renovación de la humanidad, la fe-

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cundidad pastoral de la Iglesia será poca, pasajera, desapa-recerá. La Iglesia misma desaparece en cuanto en el ejercicio de su misión, o parte de la Iglesia, de sus grupos, comunidades, personas, etc., se despreocupa de este aspecto fundamental de la salvación del alma; cuando lo hacen así se convierten en su-perfluas e innecesarias, a veces en un estorbo inútil que acaba por ser desechado y arrojado a la vera del camino. Por lo tanto recuperar esa experiencia íntima de la salvación del alma, de la reconciliación del corazón, de la paz interior, de hacer del hom-bre, de todo el hombre, a través del alma y con el cuerpo y en el cuerpo, templo del Espíritu Santo, por usar una expresión pau-lina, es algo muy urgente y una conclusión que yo sacaría de una semana de reflexiones teológicas, de discusiones, de deba-tes, y también de experiencias, de la creación de un curso de teología en una universidad del Estado abierta a toda corriente de pensamiento, a toda fórmula de propuesta de vida y exis-tencia, como es la Universidad Complutense.

Terminaría y terminó haciendo una alusión a un re-cuerdo, mejor dicho, a las palabras del papa el día de la vigilia de oración con los jóvenes de España en Cuatro Vientos, hace muy poco tiempo, un año. El papa usó como contenido central de su alocución a los jóvenes el de la vida interior y el de la con-templación; de ese acento y de esa reflexión central y nuclear de sus palabras extrajo después consecuencias que se referían incluso a la vida y a la realidad concreta de la vida de un cris-tiano, a la paz y la lucha contra el terrorismo, a la defensa del hombre, la formación de la justicia social y de la solidaridad hacia la civilización del amor –expresión que acuña Pablo VI y que usa tanto Juan Pablo II–, el matrimonio, la familia, la pro-puesta del Evangelio como una invitación que se hace en ver-dad, en humildad, con los métodos de la palabra y la exposición de la palabra de la verdad que brilla por sí misma, que no ne-cesita de otros soportes de poder humano para realizar la ver-dad que se propone, no se impone. El corazón de lo que se en-seña y enseña el papa es una vuelta a una experiencia de lo humano en clave cristiana que implica vivir interiormente, te-ner vida interior y que tiene un alimento que es la contempla-

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A. M. ROUCO

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ción de Cristo y de sus misterios de salvación. Él se lo decía a los jóvenes en una vigilia mariana, ya que la mejor escuela para aprender o reemprender ese camino y esa elección de la vida es la de la Virgen, la escuela de María; y a la escuela de María hay que ir para saber cómo se vive con vida interior alimentada de la contemplación de las misterios de la salvación. No puedo hacer otra cosa que subrayar con fuerza esta propuesta prác-tica con la cual concluir mi reflexión y además de expresar tam-bién la alegría de que esa propuesta está calando, es bebida, en este mismo momento está siendo experimentada por miles de jóvenes que caminan hacia Santiago en una experiencia de ejercicio físico fuerte porque hay etapas de 35 km., lo que no es ninguna broma aunque sean al lado del mar Cantábrico, pues es un puro subir y bajar, mas una experiencia que se hace ejercicio espiritual y de contemplación como pedía el papa hace un año.

Muchas gracias.

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PUBLICACIONES DE LA FACULTAD DE TEOLOGÍA

“SAN DÁMASO” ANTONIO Mª ROUCO VARELA, Estado e Iglesia en la España del siglo XVI (Facultad de Teología "San Dámaso"-BAC, Madrid 2001) 354 pp. [21,60 €] ALFONSO PÉREZ DE LABORDA (ed.), Existencia en libertad. El Escorial 2003 (2004) 318 pp. [20 €] ALFONSO PÉREZ DE LABORDA (ed.), Jornada de Filosofía cristiana (2004) 132 pp. [12 €] F. ÁLVAREZ-Mª L. AYUSO, Fuentes conciliares españolas. Inventarios de Quiroga, Morcillo y Conferencia Episcopal Española (2005) 290 pp. [25 €]

STUDIA THEOLOGICA MATRITENSIA

1. JAVIER PRADES-JOSÉ Mª MAGAZ (eds.), La razón creyente. Actas del Congreso Internacional sobre la Encíclica 'Fides et Ratio'. Madrid, 16-18 de febrero de 2000 (2002) XIII + 616 pp. [35 €]

2. ALFONSO CARRASCO-JAVIER PRADES (eds.), In communione Ecclesiae. Miscelánea en honor del Cardenal Antonio Mª Rouco Varela, con ocasión del XXVº aniversario de su consagración episcopal (2003) 728 pp. [40 €]

3. JUAN JOSÉ PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, La pregunta por la persona. La respuesta de la interpersonalidad (2004) 290 pp. [25 €]

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PUBLICACIONES DE LA FACULTAD DE TEOLOGÍA “SAN DÁMASO”

500

4. LUIS SÁNCHEZ NAVARRO, “Venid a mí” (Mt 11,28-30). El discipulado, fundamento de la ética en Mateo (2004) 366 pp. [30 €]

5. JAVIER PRADES, Communicatio Christi. Reflexiones de teología sistemática (2004) 234 pp. [20 €]

6. ROBERTO SERRES LÓPEZ DE GUEREÑU (ed.), Iglesia y Derecho. Actas de las Jornadas de Estudio en el XX aniversario de la promulgación del Código de Derecho Canónico. Facultad de Teología “San Dámaso”, Madrid 20-21 de octubre de 2003 (2005) 288 pp. [25 €]

STUDIA PHILOSOPHICA MATRITENSIA

1. JAN WOLEŃSKI-PABLO DOMÍNGUEZ, Lógica y Filosofía (2005) 274 pp. [25 €]

PRESENCIA Y DIÁLOGO

1. JAVIER PRADES (ed.), El misterio a través de las formas (2002) 198 pp. [9 €]

2. ALFONSO PÉREZ DE LABORDA (ed.), Dios para pensar. El Escorial 2002 (2003) 242 pp. [9 €]

3. JUAN JOSÉ PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, “Para ser libres Cristo nos ha liberado” (Ga 5,1) (2003) 240 pp. [9 €]

4. JAVIER PRADES (ed.), La voz que yace bajo las voces (2003) 242 pp. [9 €]

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PUBLICACIONES DE LA FACULTAD DE TEOLOGÍA “SAN DÁMASO”

501

5. MANUEL DEL CAMPO GUILARTE (ed.), El Catecismo de la Iglesia Católica. En el X aniversario de su promulgación (2004) 210 pp. [9 €]

6. ANDRÉS-GALLEGO, OTERO NOVAS, PÉREZ-SOBA, VIDE, La Nación y el Nacionalismo: contribuciones para un diálogo (2004) 160 pp. [8 €]

7. JAVIER PRADES (ed.), La esperanza en un mundo globa-lizado (2004) 192 pp. [8 €] 8. JOSÉ Mª MAGAZ FERNÁNDEZ, Autocrítica de la moder-nidad. La providencia en la historia según Donoso Cortés (2004) 186 pp. [8 €]

SUBSIDIA

1. JULIÁN CARRÓN PÉREZ, Acontecimiento y razón. Principio hermenéutico paulino y la interpretación moderna de la Escritura (2001) 35 pp. [2 €]

2. JAVIER PRADES LÓPEZ, ‘Eius dulcis praesentia’. Notas sobre el acceso del hombre al Misterio de Dios (2002) 52 pp. [3 €]

3. SERGE-THOMAS BONINO, O.P., El tomismo hoy. Perspec-tivas caballeras (2002) 41 pp. [3 €]

4. JUAN JOSÉ PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, La experiencia moral (2002) 34 pp. [3 €]

5. ANGELO SCOLA, Eclesiología en perspectiva ecuménica: algunas líneas metodológicas (2003) 65 pp. [3,50 €]

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PUBLICACIONES DE LA FACULTAD DE TEOLOGÍA “SAN DÁMASO”

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6. ROBERTO SERRES LÓPEZ DE GUEREÑU, Personalismo y matrimonio canónico (2003) 38 pp. [3,50 €]

7. KLEMENS STOCK, Las bienaventuranzas de Mt 5,3-10 a la luz del comportamiento de Jesús (2004) 28 pp. [2,50 €]

8. JUAN JOSÉ PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, El hecho nacional y el derecho de autodeterminación: una aclaración (2004) 76 pp. [6 €]

9. PIERO CODA, El futuro de las religiones (2004) 116 pp. [8 €]

10. ALFONSO CARRASCO, Ad perficiendum mysterium uni-tatis: el don de la Eucaristía (2004) 40 pp. [3 €]

11. JOSÉ Mª MAGAZ FERNÁNDEZ, La evangelización de Euro-pa (2004) 88 pp. [6 €]

12. ALEJANDRO LLANO CIFUENTES, Después del final de la metafísica (2005) 46 pp. [4 €]

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