Albino luciani

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Albino Luciani S.S. Juan Pablo I TEXTOS Y DISCURSOS 1

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Albino Luciani

S.S. Juan Pablo I

TEXTOS Y DISCURSOS

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BIOGRAFIA

El programa del nuevo PapaPrimer Mensaje a la Iglesia y al mundo

ANGELUS

Angelus - Domingo 27 de agosto de 1978 Angelus - Domingo 3 de septiembre de 1978 Angelus - Domingo 10 de septiembre de 1978 Angelus - Domingo 17 de septiembre de 1978 Angelus - Domingo 24 de septiembre de 1978

AUDIENCIAS GENERALES Audiencias Generales - 6 de septiembre de 1978 Audiencias Generales - 13 de septiembre de 1978 Audiencias Generales - 20 de septiembre de 1978 Audiencias Generales - 27 de septiembre de 1978

HOMILIAS

Misa de inicio como Supremo Pastor de la Iglesia Católica (03/09/1978)

Toma de posesión de la Basílica de San Juan de Letrán (23/09/1978)

DISCURSOS

30/08/1978: A los Cardenales 31/08/1978: Al cuerpo diplomático ante la Santa Sede 01/09/1978: A los periodistas 04/09/1978: A las misiones especiales llegadas a Roma 07/09/1978: Al clero de Roma 21/09/1978: A un grupo de obispos de EE.UU. en visita "ad limina" 23/09/1978: Al alcalde de Roma 28/09/1978: A un grupo de obispos filipinos en visita "ad limina" 30/09/1978: A los Jesuitas (póstumo)

RADIOMENSAJES

Radiomensaje "Urbi et Orbi" - 27 agosto 1978 Radiomensaje a los fieles de Ecuador

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HOMILIAS Y CARTAS DEL CARDENAL LUCIANI

Homilía del cardenal Albino Luciani para la Vigilia pascual, Venecia, (21 de abril de 1973)  Homilía del cardenal Albino Luciani durante la misa de sufragio por Pablo VI celebrada en la Basílica de San Marcos de Venecia el (9 de agosto de 1978)  Una carta de Albino Luciani De la carta al prior de Pietralba sobre el significado de los santuarios marianos Venecia. (15 de agosto de 1977) OTROS TEXTOS

Curso básico de formación catequística

BIOGRAFIA

Antecedentes y ordenación

Albino Luciani fue el primer pontífice nacido en el siglo XX. Hijo de Giovanni Luciani y Bortola Tancon, nació en una pequeña localidad italiana llamada Canale d'Agordo, Belluno (en esa época conocida como Forno di Canale) el 17 de octubre de 1912, en su hogar, fue bautizado por la matrona que ayudo en el parto, ya que se temía que muriera. Su bautismo fue formalizado dos días después por el párroco del pueblo, Achille Ronzon. Fue el mayor de cuatro hermanos del matrimonio Luciani, los otros hermanos son Edoardo, Nina, y Federico que falleció a corta edad. La familia de Luciani, de extracción humilde, pasó penurias durante la Primera Guerra Mundial. Cuando tenía 6 años, recibió el sacramento de la confirmación de manos del Obispo Giosuè Cattarossi. A los diez años, su madre murió y su padre contrajo nuevas nupcias con una mujer de gran devoción; fue entonces cuando nació su vocación sacerdotal, según él declaró, gracias a la predicación de un fraile capuchino.

Primera etapa de su vida sacerdotal

En 1923, ingresó en el seminario menor de la localidad de Feltre, En 1928 se cambió al Seminario Gregoriano de Belluno, donde fue ordenado subdiacono en 1934, diacóno en febrero de 1935, y finalmente presbítero el 7 de julio del mismo año, en la Iglesia de San Pedro en Belluno, dos días después fue nombrado cura párroco de su ciudad natal, meses más tarde fue transferido, ahora como profesor de religión del Instituto Técnico de Mineros de Agordo. En 1937 es nombrado vicerrector del Seminario Gregoriano de Belluno, cargo que ocupó hasta 1947.

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Vida de 1947 a 1958

Cursó estudios teológicos en la Pontificia Universidad Gregoriana donde se graduó como doctor en Sagrada Teología el 27 de febrero de 1947, con la tesis El origen del alma humana de acuerdo con Antonio Rosmini. Ese mismo año fue nombrado canciller de la diócesis de Belluno, por el obispo Girolamo Bortignon. En diciembre de ese año fue nombrado Monseñor y Secretario del Sínodo Local de Belluno. Fue nombrado Pro-vicario General de la diócesis de Belluno, en 1948, y director de la oficina de Catequesis de la Diócesis. En 1949, organizó el Congreso Eucarístico de Belluno y apareció su libro Catequesis en migajas. En el año de 1954 fue nombrado Vicario General de la Diócesis de Belluno y, dos años después, canónigo de la catedral de la misma diócesis.

El 15 de diciembre de 1958 fue nombrado obispo de la diócesis de Vittorio-Veneto, por el Papa Juan XXIII; fue consagrado obispo en la Basílica de San Pedro, por el Papa, el 27 de diciembre del mismo año.

El Obispo Luciani

Tomó posesión de la diócesis de Vittorio-Veneto el 11 de enero de 1959. Durante 11 años ejerció su ministerio en esta diócesis, realizando su primera visita pastoral el 17 de junio de 1959.

" Estoy pensando en estos días que conmigo el Señor actúa un viejo sistema suyo : toma a los pequeños del fango de la calle y los pone en alto; toma a la gente de los campos, de las redes del mar, del lago, y hace de ellos apóstoles. Es su viejo sistema. Ciertas cosas el Señor no quiere escribirlas ni en el bronce, ni en el mármol, sino hasta en el polvo, de modo que, si queda la escritura sin descompaginarse, sin dispersarse por el viento, esté bien claro que todo es obra y todo es mérito solamente del Señor (...). En este polvo, el Señor ha escrito la dignidad episcopal de la ilustre diócesis de Vittorio Veneto ".

(De la homilía pronunciada el 4/1/59)

En 1962 asistió a la apertura del Concilio Vaticano II en Roma; estaría presente en cuatro de las sesiones de dicho Concilio.

El breve Papa de la sonrisa

Fue elegido como el 263º Papa de la Iglesia Católica, el 26 de agosto de 1978. Fue el primer Papa con dos nombres, gesto con el que pretendía honrar a sus dos predecesores: Juan XXIII y Pablo VI.

Su elección se produjo en la tercera votación de un cónclave inusualmente breve, el más corto del siglo XX. Juan Pablo I eligió como lema de su papado la expresión latina Humilitas (humildad), lo que se reflejó en su polémico rechazo de la coronación y de la Tiara papal en la ceremonia de entronización, en contra de lo prescrito por la Constitución Apostólica de Pablo VI.

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Como Papa, Juan Pablo I estableció un ambiente de optimismo y reformas, que nunca llegaría a avanzar más allá de las propuestas. Murió, según las fuentes oficiales de un infarto, 33 días después, el 28 de septiembre de 1978, siendo el cuarto pontificado más breve de la historia.

El programa del nuevo Papa

Primer Mensaje a la Iglesia y al mundo

Venerables hermanos,

queridos hijos e hijas

de todo el orbe católico:

Llamado por la misteriosa y paterna bondad de Dios a la gravísima responsabilidad del Supremo Pontificado, os damos nuestro saludo; e inmediatamente lo extendemos a todos los hombres del mundo, que nos escuchan en este momento, y a los cuáles, según las enseñanzas del Evangelio nos place considerar únicamente como amigos y hermanos. A todos vosotros nuestro saludo, paz, misericordia, amor: «La gracia del Señor Jesucristo y la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sea con todos vosotros» (2 Cor 13,13).

En el timón de la nave de Pedro

Tenemos todavía el ánimo turbado por el pensamiento del tremendo ministerio para el que hemos sido elegido. Como Pedro, nos parece haber puesto los pies sobre el agua movediza y, agitado por el viento impetuoso, hemos gritado con él al Salvador: «Señor, sálvame» (Mt 14, 30). Pero hemos sentido dirigida también a Nos la voz, alentadora y al mismo tiempo amablemente exhortadora de Cristo: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14, 31). Si las fuerzas humanas, por sí solas, no pueden sostener tan gran peso, la ayuda omnipotente de Dios, que guía a su Iglesia a través de los siglos en media de tantas contradicciones y adversidades, no nos faltará ciertamente, tampoco a Nos, humilde y último servus servoum Dei.

Teniendo nuestra mano asida a la de Cristo, apoyándonos en Él, hemos tomado también Nos el timón de esta nave, que es la Iglesia, para gobernarla; ella se mantiene estable y segura, aun en medio de las tempestades, porque en ella está presente el Hijo de

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Dios como fuente y origen de consolación y victoria. Según las palabras de San Agustín, que recoge una imagen frecuente en los Padres de la antigüedad, la nave de la Iglesia no debe temer, porque está guiada por Cristo: «Pues aun cuando la nave se tambalee, sólo ella lleva a los discípulos y recibe a Cristo. Ciertamente peligra en el mar; pero sin ella al momento se sucumbe» (Sermo 75, 3; PL 38, 475). Sólo en ella está la salvación: sino illa peritur!

Apoyados en esta fe, caminaremos. La ayuda de Dios no nos faltará, según la promesa indefectible: «Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt 28, 20). Vuestra adhesión unánime y la colaboración generosa de todos nos hará más ligero el peso del deber cotidiano.

Nos disponemos a asumir esta tremenda misión consciente de que la Iglesia católica es insustituible, de que su inmensa fuerza espiritual es garantía de paz y de orden, como tal está presente en el mundo, y como tal la reconocen los hombres esparcidos por todo el orbe.

El eco que la vida de la Iglesia levanta cada día es testimonio de que ella, a pesar de todo, está viva en el corazón de los hombres, incluso de aquellos que no comporten su doctrina y no aceptan su mensaje. Como dice el Concilio Vaticano II: «La Iglesia, que debe extenderse a todos los pueblos, entra en la historia humana, pero rebasando a la vez los límites del tiempo y del espacio. Y mientras camina a través de peligros y tribulaciones, es confortada por la fuerza de la gracia divina que el Señor le prometió, para que a pesar de la debilidad humana no falte a su fidelidad absoluta, antes bien, se mantenga esposa digna de su Señor y no cese de renovarse a sí misma, bajo la acción del Espíritu Santo, hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso» (Lumen gentium, 9). Según el plan de Dios, que «congregó a quienes miran con fe a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz», la Iglesia ha sido fundada por Él «a fin de que sea para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salvadora» (ib).

Al servicio de la misión universal de la Iglesia

Bajo esta deslumbrante luz, nos ponemos enteramente, con todas nuestras fuerzas físicas y espirituales, al servicio de la misión universal de la Iglesia, lo cual implica la voluntad de servir al mundo entero: en efecto, pretendemos servir a la verdad, a la justicia, a la paz, a la concordia, a la cooperación, tanto en el interior de las naciones, como de los diversos pueblos entre sí.

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Llamamos ante todo a los hijos de la Iglesia a tomar conciencia cada vez mayor de su responsabilidad: «Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,13 s.).

Superando las tensiones internas que se han podido crear aquí y allá, venciendo las tentaciones de acomodarse a los gustos y costumbres del mundo, así como a las seducciones del aplauso fácil, unidos con el único vínculo del amor que debe informar la vida íntima de la Iglesia, como también las formas externas de su disciplina, los fieles deben estar dispuestos a dar testimonio de la propia fe ante el mundo: «Estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1 Pe 3,15).

La Iglesia, en este esfuerzo común de responsabilización y de respuesta a los problemas acuciantes del momento, está llamada a dar al mundo ese «suplemento de alma» que tantos reclaman y que es el único capaz de traer la salvación. Esta espera hay el mundo: él sabe bien que la perfección sublime a la que ha llegado con sus investigaciones y con sus técnicas ha alcanzado una cumbre más allá de la cual aparece ya aterrador el vértigo del abismo; la tentación de sustituirse a Dios con la decisión autónoma que prescinde de las leyes morales, lleva al hombre moderno al riesgo de reducir la tierra a un desierto, la persona a un autómata, y la convivencia fraterna a una colectivización planificada, introduciendo no raramente la muerte allí donde en cambio Dios quiere la vida.

La Iglesia, llena de admiración y simpatía hacia las conquistas del ingenio humana, pretende además salvar al mundo, sediento de vida y de amor, de los peligros que le acechan. El Evangelio llama a todos sus hijos a poner las propias fuerzas, y la misma vida, al servicio de los hermanos, en nombre de la caridad de Cristo: «Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13). En este momento solemne, pretendemos consagrar todo lo que somos y podemos a este fin supremo, hasta el último aliento, consciente del encargo que Cristo mismo nos ha confiado: «Confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32).

Promover el diálogo

--Queremos proseguir con paciencia y firmeza el diálogo sereno y eficaz que el Sumo Pontífice Pablo VI, nunca bastante llorado, fijó como fundamento y estilo de su acción pastoral, dando las líneas maestras de dicho diálogo en la Encíclica Ecclesiam suam, a saber: Es necesario que los hombres, a nivel humano, se conozcan mutuamente, aun cuando se trate de los que no comporten nuestra fe: y es necesario que nosotros estemos

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siempre dispuestos a dar testimonio de la fe que poseemos y del encargo que Cristo nos encomendó, para «que el mundo crea» (Jn 17, 21).

Defender e incrementar la paz

--Queremos, finalmente, secundar todas las iniciativas laudables y buenas encaminadas a tutelar e incrementar la paz en este mundo turbado; con este fin, pediremos la colaboración de todos los hombres buenos, justos, honrados, rectos de corazón, para que, dentro de cada nación, se opongan a la violencia ciega que sólo destruye sembrando ruina y luto; y, en la convivencia internacional, guíen a los hombres a la comprensión mutua, a la unión de los esfuerzos que impulson el progreso social, venzan el hambre corporal y la ignorancia del espíritu, fomenten el desarrollo de los pueblos menos dotados de bienes materiales, pero al mismo tiempo ricos en energías y aspiraciones.

Saludos y orientaciones a todo el Pueblo de Dios

Hermanos e hijos queridísimos:

En esta hora que nos hace temblar, pero en la que al mismo tiempo nos sentimos confortado por las promesas divinas, saludamos a todos nuestros hijos; desearíamos tenerlos aquí a todos para mirarles en los ojos y para abrazarlos infundiéndoles valor y confianza, y pidiéndoles comprensión y oración por nosotros.

A todos nuestro saludo.

A los cardenales, obispos y sacerdotes

--A los cardenales del Sacro Colegio, con los que hemos compartido horas decisivas y en quienes confiamos ahora y confiaremos en el futuro, agradeciéndoles sus sabios consejos y la valiosa colaboración que querrán seguir ofreciéndonos, como prolongación del consenso amplio que por voluntad de Dios nos ha traído a esta cumbre del ministerio apostólico.

--A todos los obispos de la Iglesia de Dios, « que representan cada uno a su Iglesia, y todos ellos juntamente con el Papa a la Iglesia universal en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad » (Lumen gentium, 23), y cuya colegialidad queremos consolidar firmemente solicitando su colaboración en el gobierno de la Iglesia universal, sea mediante el Sínodo, sea a través

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de los dicasterios de la Curia, en los que ellos toman parte según las normas establecidas.

--A todos nuestros queridos colaboradores, a quienes corresponde ejecutar fiel y continuamente nuestra voluntad; ellos tienen el honor de realizar una actividad que les compromete a una vida de santidad, a un espíritu de obediencia, a una dedicación apostólica y a un amor ferviente a la Iglesia que sirva de ejemplo a los demás. Los amamos uno a uno, y pidiéndoles que continúen prestándonos a nosotros, como a nuestros predecesores, su ya probada fidelidad, estamos seguro de poder contar con su trabajo preciosísimo que nos servirá de gran ayuda.

--Saludamos a los sacerdotes y fieles de la diócesis de Roma a ellos nos une la sucesión de Pedro y el ministerio único y singular de esta Cátedra Romana « que presido en la caridad universal » (cf SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Epístola a los romanos, Funk I, 252)

--Saludamos de modo especial a los fieles de nuestra diócesis de Belluno, de la cual procedemos; y a los que en Venecia nos habían sido confiados como hijos afectuosos y queridos, en los que pensamos ahora con nostalgia sincera, recordando sus magníficas obras eclesiales y las energías que hemos dedicado juntos a la buena causa del Evangelio.

--Y abrazamos con amor también a todos los sacerdotes, especialmente a los párrocos y a cuantos se dedican a la cura directa de las almas, en condiciones muchas veces de penuria o de auténtica pobreza, pero sostenidos al mismo tiempo luminosamente por la gracia de la vocación y por el seguimiento heroico de Cristo, «pastor y guardián de vuestras almas» (1 Pe 2, 25).

A los religiosos, a las religiosas y a los laicos

--Saludamos a los religiosos y religiosas de vida contemplativa o activa, que siguen irradiando en el mundo el encanto de su adhesión intacta a los ideales evangélicos; y les rogamos que « sin cesar se esmeren para que por medio de ellos, ante los fieles y los infieles, la Iglesia manifieste de veras cada vez mejor a Cristo » (Lumen gentium, 46).

--Saludamos a toda la Iglesia misionera, animando y aplaudiendo con amor a los hombres y mujeres que ocupan un puesto de vanguardia en la proclamación del Evangelio: sepan que entre todos aquellos a quienes amamos, ellos nos son especialmente queridos; nunca los olvidaremos en nuestras oraciones y en nuestra solicitud, porque tienen un puesto privilegiado en nuestro corazón.

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--A las Asociaciones de Acción Católica, así como a los Movimientos de denominación diversa que contribuyen con energías nuevas a la vivificación de la sociedad y a la consecratio mundi, como levadura en la masa (cf. Mt 13, 33), va todo nuestro aliento y nuestro apoyo, porque estamos convencido de que su actividad, en colaboración con la sagrada jerarquía, es hoy indispensable para la Iglesia.

A la juventud y a las familias

--Saludamos a los adolescentes y a los jóvenes, esperanza de un mañana más limpio, más sano, más constructivo, advirtiéndoles que sepan distinguir entre el bien y el mal, y realicen el bien con las energías frescas que poseen, procurando aportar su vitalidad a la Iglesia y para el mundo del mañana.

--Saludamos a las familias, « santuario doméstico de la Iglesia » (Apostolicam actuositatem, 11), más aún, « verdadera y propia Iglesia doméstica » (Lumen gentium, 11), deseando que en ellas florezcan vocaciones religiosas y decisiones santas, y que preparen el mañana del mundo; les exhortamos a que se opongan a las perniciosas ideologías del llamado hedonismo que corroe la vida, y a que formen espíritus fuertes, dotados de generosidad, equilibrio y dedicación al bien común.

A los que sufren

--Pero queremos enviar un saludo particular a cuantos sufren en el momento presente; a los enfermos, a los prisioneros, a los emigrantes, a los perseguidos, a cuantos no logran tener un trabajo o carecen de lo necesario en la dura lucha por la vida; a cuantos sufren por la coacción a que está reducida su fe católica, que no pueden profesar libremente sino a costa de sus derechos primordiales de hombres libres y de ciudadanos solícitos y leales. Pensamos de modo particular en la atormentada región del Líbano, en la situación de la Tierra de Jesús, en la faja del Sahel, en la India tan probada, y en todos aquellos hijos y hermanos que sufren dolorosas privaciones, sea por las condiciones sociales y políticas, sea a consecuencia de desastres naturales.

A las clases sociales humildes y a los responsables de la marcha del mundo

¡Hombres hermanos de todo el mundo!

Todos estamos empeñados en la tarea de lograr que el mundo alcance una justicia mayor, una paz más estable, una cooperación mas sincera; y por eso invitamos y suplicamos a todos, desde las clases sociales más humildes

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que forman la urdimbre de las naciones, hasta los Jefes responsables de cada uno de los pueblos, a hacerse instrumentos eficaces y « responsables » de un orden nuevo, más justo y más sincero.

Una aurora de esperanza flota sobre el mundo, si bien una capa espesa de tinieblas con siniestros relámpagos de odio, de sangre y de guerra, amenaza a veces con oscurecerla; el humilde Vicario de Cristo que comienza con temblor y confianza su misión, se pone a disposición total de la Iglesia y de la sociedad civil, sin distinción de razas o ideologías, con el deseo de que amanezca para el mundo un día más claro y sereno. Solamente Cristo puede hacer brotar la luz que no se apaga, porque Él es el «sol de justicia» (cf. Mal 4, 2); pero Él pide también el esfuerzo de todos; el nuestro no faltará.

Invocación al Señor, a la Virgen y a los Santos Pedro y Pablo

Pedimos a todos nuestros hijos la ayuda de su oración, porque sólo en ésta esperamos; y nos abandonamos confiados a la ayuda del Señor quien, al igual que nos ha llamado a la tarea de Representante suyo en la tierra, no permitirá que nos falte su gracia omnipotente.

María Santísima, Reina de los Apóstoles, será la fúlgida estrella de nuestro pontificado.

San Pedro, « fundamento de la Iglesia » (SAN AMBROSIO, Exp. Ev. Sec. Lucam, IV, 70; CSEL 32, 4, pág. 175), nos asista con su intercesión y con su ejemplo de fe invicta y de generosidad humana.

San Pablo nos guíe en el impulso apostólico dirigido a todos los pueblos de la tierra; nos asistan nuestros santos Patronos.

Y en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo impartimos al mundo nuestra primera y afectuosísima bendición apostólica.

ANGELUS

Angelus - Domingo 27 de agosto de 1978

Ayer por la mañana, fui a la Sixtina a votar tranquilamente. Nunca habría imaginado lo que iba a suceder. Apenas comenzó el peligro para mí, los dos colegas que tenía al lado me susurraron palabras de ánimo. Uno me dijo: «¡Animo! Si el Señor da un peso, da también las fuerzas para

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llevarlo» Y el otro colega: «No tenga miedo, en el mundo entero hay tanta gente que reza por el nuevo Papa» Al llegar el momento, he aceptado.  Después vino la cuestión del nombre, porque preguntan también qué nombre se quiere tomar, y yo había pensado poco en ello. Hice este razonamiento: el Papa Juan quiso consagrarme él personalmente aquí, en la basílica de San Pedro. Después, aunque indignamente, en Venecia le he sucedido en la cátedra de San Marcos, en esa Venecia que todavía está completamente llena del Papa Juan. Lo recuerdan los gondoleros,   las religiosas, todos. Pero el Papa Pablo, no sólo me ha hecho cardenal, sino que algunos meses antes, sobre la pasarela de la plaza de San Marcos, me hizo poner completamente colorado ante veinte mil personas, porque se quitó la estola y me la puso sobre los hombros. ¡Jamás me he puesto tan rojo! Por otra parte, en quince años de pontificado, este Papa ha demostrado, no sólo a mí, sino a todo el mundo, cómo se ama, cómo se sirve y cómo se trabaja y se sufre por la Iglesia de Cristo. Por estas razones dije: «, Me llamaré Juan Pablo».  Yo no tengo la sapíentia cordis del Papa Juan, ni tampoco la preparación y la cultura del Papa Pablo, pero estoy en su puesto, debo tratar de servir a la Iglesia. Espero que me ayudaréis con vuestras plegarias.

Angelus - Domingo 3 de septiembre de 1978

Allá en el Véneto, oía decir: Todo buen ladrón tiene su devoción. El Papa tiene varias devociones; entre ellas, a San Gregorio Magno, cuya fiesta se celebra hoy.  En Belluno, el seminario se llama «gregoriano» en honor de San Gregorio Magno. Yo he pasado en él siete años de estudiante y veinte de profesor.  Hoy precisamente, 3 de septiembre, él fue elegido Papa y yo comienzo oficialmente mi servicio a la Iglesia universal.  Era romano y llegó a ser primer Magistrado de la ciudad. Después dio todo a los pobres, se hizo monje, y fue designado secretario del Papa.  Al morir el Papa, lo eligieron a él y no quería aceptar. Intervinieron el Emperador y el pueblo. Finalmente aceptó y escribió a su amigo Leandro, obispo de Sevilla: «siento ganas de llorar, más que de hablar».

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 A la hermana del Emperador le dijo: «El Emperador ha querido que un mono se convierta en león» Se ve que ya en aquellos tiempos era difícil ser Papa.  Fue muy bueno para con los pobres. Convirtió a Inglaterra. Y sobre todo escribió libros muy bellos; uno de ellos es la Regula pastoralis: en ella enseña a los obispos su misión, y en la última parte dice: «yo he descrito al buen pastor pero no lo soy; he mostrado la playa de la perfección a la que hay que llegar, pero personalmente me encuentro todavía en las oleadas de mis defectos y de mis faltas; así, pues, por favor --escribe-- para que no naufrague, echadme una tabla de salvación con vuestras oraciones» Yo digo lo mismo; pero no sólo el Papa tiene necesidad de oraciones, también la tiene el mundo.  Uno escritor español ha dicho: «el mundo va mal porque hay más batallas que oraciones»  Procuremos que haya más oraciones y menos batallas.

Angelus - Domingo 10 de septiembre de 1978

En Camp David, América, los Presidentes Carter y Sadat y el Primer Ministro Begin están trabajando por la paz en Oriente Medio.  Todos los hombres tienen hambre y sed de paz; la tienen sobre todo los pobres que son los que más pierden y sufren en los conflictos y las guerras; por esto miran con interés y gran esperanza la reunión de Camp David. También el Papa ha orado, ha exhortado a orar y sigue orando para que el Señor se digne asistir los esfuerzos de estos hombres políticos.  Me ha causado muy buena impresión el hecho de que los tres Presidentes hayan querido manifestar públicamente su esperanza en el Señor a través de la oración. Los hermanos en religión del Presidente Sadat suelen decir: «en una noche negra, hay una piedra negra y sobre la piedra, una hormiga insignificante; pero Dios la ve, no la olvida». Él Presidente Carter, que es cristiano fervoroso, lee en el Evangelio: «Llamad y se os abrirá, pedid y se os dará. Ni un cabello de vuestra cabeza caerá sin la voluntad de vuestro Padre que está en los Cielos» Y el Premier Begin recuerda que el pueblo hebreo pasó en un tiempo momentos difíciles y se dirigió al Señor lamentándose y diciendo: «Nos has abandonado, nos has olvidado». « No»,

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respondió Dios por medio del profeta Isaías: «¿Puede acaso una madre olvidar a su hijo? Pero si sucediera esto, jamás olvidará Dios a su pueblo»  Los que estamos aquí tenemos los mismos sentimientos; somos objeto de un amor sin fin de parte de Dios. Sabemos que tiene los ojos fijos en nosotros siempre, también cuando nos parece que es de noche. Dios es Padre, más aún, es madre. No quiere nuestro mal; sólo quiere hacernos bien, a todos. Y los hijos, si están enfermos, tienen más motivo para que la madre los ame.  Igualmente nosotros, si acaso estamos enfermos de maldad, fuera de camino, tenemos un título más para ser amados por el Señor.  Con estos sentimientos os invito a rezar junto con el Papa por cada uno de nosotros, por Oriente Medio, por Irán, por el mundo entero.

Angelus - Domingo 17 de septiembre de 1978

El martes próximo casi doce millones de niños y jóvenes vuelven a los centros de enseñanza. El Papa confía en que no suplanta al Ministro Pedini con ingerencias indebidas, si envía un saludo muy cordial tanto a los profesores como a los estudiantes.  Los profesores italianos tienen en su historia casos clásicos de ejemplar amor y dedicación a la enseñanza. Giosuè Carducci era profesor universitario en Bolonia. Acudió a Florencia a unos actos conmemorativos. Un día por la tarde, fue a despedirse del ministro de Instrucción Pública. «No, no, dijo el ministro, quédese mañana también» « Excelencia, no me es posible. Mañana tengo clase en la universidad y los chicos me esperan» «Le dispenso yo». «Ud. puede dispensarme, pero yo no me dispenso» El profesor Carducci tenía de verdad un alto concepto tanto de la enseñanza como de los estudiantes. Era de la raza de los que dicen: «Para enseñar latín a John, no es suficiente saber latín es necesario también conocer a John y amarlo». E igualmente «Tanto vale la lección cuanto vale la preparación».  A los alumnos de enseñanza elemental quisiera recordarles a su amigo Pinocho: no el que un día faltó a clase para ir a ver las marionetas, sino el otro, el Pinocho que tomó gusto a la escuela hasta el punto de ser el primero en entrar y el último en salir de clase cada día durante todo el año escolar.  

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Pero mi saludo más afectuoso va a los alumnos de enseñanza media, sobre todo a los de cursos superiores. Estos no tienen sólo los problemas inmediatos del estudio, sino también en lontananza; los que se plantean una vez terminados los estudios. En Italia, a igual que en las otras naciones del mundo, hoy en día, las puertas se abren de par en par para los que quieren entrar en los centros de estudios medios y universitarios; pero una vez que han conseguido el diploma o el doctorado y salen de los centros de enseñanza, hay sólo posibilidades pequeñas, pequeñísimas, no encuentran trabajo y no pueden casarse. Son problemas que la sociedad de hoy debe estudiar seriamente y tratar de resolver.  También el Papa ha sido alumno de estos centros: escuela, liceo y universidad. Pero yo pensaba sólo en la juventud y en la parroquia. Nadie vino a decirme: «Tú llegarás a Papa» ¡Ay si me lo hubieran dicho! Si me lo hubieran dicho, habría estudiado más, me habría preparado. En cambio ahora soy viejo, ya no hay tiempo.  Pero vosotros, jóvenes queridos, que estudiáis, vosotros sois realmente jóvenes, vosotros tenéis tiempo para ello, tenéis la juventud, la salud, la memoria, la inteligencia: afanaos por sacar provecho de todas estas cosas. De vuestros centros de enseñanza saldrán los dirigentes del mañana; muchos de vosotros llegaréis a ser ministros, diputados, senadores, alcaldes, asesores, o bien ingenieros, médicos; ocuparéis puestos en la sociedad. Y hoy el que ocupa un puesto debe tener la competencia necesaria, hay que prepararse. El general Wellington, el que venció a Napoleón, quiso volver a Inglaterra a ver la academia militar donde había estudiado, donde se había preparado; y dijo a los cadetes: «Mirad, aquí se ganó la batalla de Waterloo». Lo mismo os digo a vosotros, queridos jóvenes: se os presentarán batallas en la vida a los 30, 40, 50 años, pero si queréis vencerlas, ahora es cuando hay que comenzar, ahora hay que prepararse y ahora hay que ser constantes en el estudio y en las clases.  Roguemos al Señor que ayude a los profesores, a los estudiantes y también a las familias que miran la enseñanza con el mismo interés e igual preocupación que el Papa

Angelus - Domingo 24 de septiembre de 1978

Ayer tarde he ido a San Juan de Letrán. Gracias a los romanos, a la gentileza del alcalde y de algunas autoridades del Gobierno italiano, ha sido para mí un acontecimiento agradable. No me ha resultado, en cambio,

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agradable, sino muy doloroso haber sabido, hace pocos días, por los periódicos, que un estudiante romano ha sido asesinado fríamente, por un motivo trivial. Uno de tantos casos de violencia que continuamente turban a esta pobre e inquieta sociedad nuestra.  Ha vuelto también estos días a la actualidad el caso de Luca Locci, un niño de siete años secuestrado hace tres meses. La gente, a veces, dice: «estamos en una sociedad totalmente podrida, totalmente deshonesta». Esto no es cierto. Hay todavía mucha gente buena, mucha gente honesta. Más bien habría que preguntarse: ¿Qué hacer para mejorar la sociedad? Yo diría: Que cada uno trate de ser bueno y contagiar a los demás con una bondad enteramente imbuida de la mansedumbre y del amor enseñados por Cristo. La regla de oro de Cristo es: «No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. Haz a los demás lo que quieres que a ti te hagan. Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón» Y Él dio siempre ejemplo de esto. Puesto en la Cruz, no sólo perdonó a los que lo crucificaron, sino que los excusó, diciendo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Esto es cristianismo; estos serían los sentimientos que, puestos en práctica, ayudarían muchísimo a la sociedad.  Este año se conmemora el 30 aniversario de la muerte de Georges Bernanos, gran escritor católico. Una de sus obras más conocidas es «Diálogos de Carmelitas» Se publicó un año después de su muerte. La había preparado trabajando sobre una novela de la escritora alemana Gertrud van le Fort. La había preparado para el teatro. Y ha sido representada. Se le ha puesto también música y luego ha sido proyectada en todas las pantallas cinematográficas del mundo. Es conocidísima. El hecho, sin embargo, era histórico, Pío X, en 1906, precisamente aquí en Roma, había beatificado a las 16 carmelitas de Compiègne, mártires durante la Revolución francesa.  En el proceso, se hizo oír la condena: «a muerte por fanatismo». Y una de las religiosas, con gran sencillez preguntó: «¿Señor juez, por favor, qué quiere decir fanatismo?» Y el juez respondió: «Es vuestra estúpida pertenencia a la religión» Ella, dirigiéndose a las otras monjas, dijo: «¡Hermanas! ¿Habéis oído? Nos condenan por nuestra adhesión a la fe. ¡Qué felicidad morir por Jesucristo!» Las hicieron salir de la prisión de la Consiergerie, las obligaron a subir a la carreta fatal; durante el camino entonaban cánticos religiosos. Al llegar al palco de la guillotina, una tras otra se fueron arrodillando ante la priora y renovaban el voto de obediencia. Después, entonaron el «Veni Creator». Pero el cántico se iba haciendo cada vez más débil, a medida que las cabezas de las pobres religiosas caían, una tras otra bajo la guillotina. Quedó la última la priora, sor Teresa de San

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Agustín. Y sus ultimas palabras fueron éstas: «El amor será siempre victorioso, el amor lo puede todo». He aquí la palabra justa: no es la violencia la que puede todo, sino el amor.  Pidamos al Señor la gracia de que una nueva oleada de amor hacia el prójimo envuelva a este pobre mundo.

AUDIENCIAS GENERALES Audiencias Generales - 6 de septiembre de 1978

ORIENTACIONES PARA SER BUENOS   A mi derecha y a mi izquierda hay cardenales y obispos, hermanos míos en el Episcopado. Yo soy sólo su hermano mayor. Mi saludo afectuoso a ellos y también a sus diócesis.  Recuerdo de Paulo VI  Hace un mes justo, moría en Castelgandolfo Pablo VI, un gran Pontífice, que ha prestado servicios enormes a la Iglesia durante quince años. Los efectos se notan ya ahora en parte, pero creo yo que se verán sobre todo en el futuro. Todos los miércoles venía aquí y hablaba a la gente. En el Sínodo de 1977 muchos obispos dijeron: « los discursos de los miércoles que pronuncia el Papa Pablo son una auténtica catequesis adecuada al mundo moderno”. Trataré de imitarlo, con la esperanza de poder yo también ayudar de alguna manera a la gente a hacerse más buena. Pero para ser buenos es necesario estar en regla con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos.  Los mandamientos de Dios  Ante Dios, la postura justa es la de Abrahán cuando decía: « ¡Soy sólo polvo y ceniza ante ti, Señor! . Tenemos que sentirnos pequeños ante Dios. Cuando digo: « Señor, creo”, no me avergüenzo de sentirme como un niño ante su madre; a la madre se le cree; yo creo al Señor y creo lo que Él me ha revelado. Los mandamientos son un poco más difíciles de cumplir, a veces muy difíciles; pero Dios nos los ha dado no por capricho ni en interés suyo, sino muy al contrario, únicamente en interés nuestro. Una vez, una persona fue a comprar un automóvil. El vendedor le hizo notar algunas cosas: Mire que el coche posee condiciones excelentes.

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Trátelo bien: ¿sabe?. Gasolina súper en el depósito, y para el motor, aceite del fino. El otro le contestó: No; para su gobierno le diré que de la gasolina no soporto ni el olor, ni tampoco del aceite; en el depósito pondré champagne que me gusta tanto, y el motor lo untaré de mermelada. Haga Ud. como le parezca, pero no venga a lamentarse si termina con el coche en un barranco. El Señor ha hecho algo parecido con nosotros: nos ha dado este cuerpo, animado de un alma inteligente, y una bella voluntad. Y ha dicho: esta máquina es buena, pero trátala bien. Estos son los mandamientos. Honra al padre y a la madre, no matarás, no te enfadarás, sé delicado, no digas mentiras, no robes... Si fuéramos capaces de cumplir los mandamientos, andaríamos mejor nosotros y andaría mejor también el mundo.  Amor y obediencia a los padres y a los superiores  Y luego, el prójimo... Pero el prójimo está a tres niveles: unos están por encima de nosotros, otros están a nuestro nivel, y otros debajo. Sobre nosotros están nuestros padres. El catecismo decía: respetarlos, amarlos, obedecerles. El Papa debe inculcar respeto y obediencia de los hijos a los padres. Me dicen que están aquí los monaguillos de Malta. Que venga uno, por favor... los monaguillos de Malta, que han prestado servicio durante un mes en San Pedro. Veamos ¿cómo te llamas? --James.--¡James! . Dime, ¿no has estado enfermo alguna vez?--No.--¿Nunca?--No.--¿Nunca has estado enfermo?--No. -- ¿Ni siquiera fiebre?--No.--¡Qué afortunado! Pero, cuando un niño se pone enfermo, ¿quién le da un poco de caldo, alguna medicina? ¿No es la mamá? Pues bien. Después, tú te haces mayor y tu madre envejece; tú te conviertes en un gran señor y tu pobre mamá estará enferma en la cama. Entonces, ¿quien le dará a la mamá un poco de leche y medicinas? ¿Quién? --Mis hermanos y yo.--¡Estupendo! Sus hermanos y él, ha dicho. Esto me gusta. ¿Has entendido? Pero no sucede así siempre. Yo, de obispo en Venecia, solía ir a veces a visitar asilos de ancianos. Una vez encontré a una enferma, una anciana. “Señora, ¿Cómo está?” . –“Bah, comer, como bien; Calor, bien también, hay calefacción”. –“ Entonces, está contenta ¿verdad?” .—“No”, y casi se echó a llorar. –“Pero, ¿por qué llora?” . –“Es que mi nuera y mi hijo no vienen nunca a visitarme. Yo quisiera ver a los nietitos”. No bastan la calefacción, la comida: hay un corazón; es menester pensar igualmente en el corazón de nuestros ancianos. El Señor ha dicho que los padres deben ser respetados y amados, también cuando son ancianos. Y además de los padres, está el Estado, están los superiores. ¿Puede aconsejar el Papa la obediencia? Bossuet, que era un gran obispo, escribió: “Donde ninguno manda, todos mandan. Donde todos mandan, no manda

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nadie, sino el caos”. Se ve algo parecido a veces también en este mundo. Respetemos, pues, a los que son superiores.  La justicia y la caridad  Luego están nuestros iguales. Y aquí de costumbre hay dos virtudes que practicar: la justicia y la caridad. Pero la caridad es el alma de la justicia. Hay que amar al prójimo, ¡el Señor nos lo ha recomendado tanto! Yo recomiendo siempre no sólo las grandes caridades, sino las caridades menudas. En un libro titulado “El arte de ganar amigos”, escrito por el americano Carnegie, he leído este episodio insignificante: Una señora tenía cuatro hombres en casa: el marido, el hermano y dos hijos ya mayores. Ella se ocupaba de la compra, de lavar y planchar la ropa, de la cocina...  todo ella. Un domingo, llegan a casa. La mesa está preparada, pero en los platos hay sólo un puñado de heno. Protestan y dicen: “¡Oh!, Pero qué, ¿heno?” Y ella dice: “No, todo está preparado. Pero dejadme deciros esto: yo cambio el menú, tengo todo limpio, atiendo todo. Y nunca jamás me habéis dicho ni siquiera una vez: Nos has preparado un lindo almuercito. No soy de piedra. Se trabaja más a gusto cuando se ve agradecimiento”. Estas son las caridades menudas. En casa todos tenemos alguna persona que espera un detalle nuestro. Están además los que son más pequeños que nosotros; están los niños, los enfermos, y hasta los pecadores. Como obispo, he estado muy cerca incluso de los que no creen en Dios. Me he convencido de que muchas veces éstos rechazan no a Dios, sino a la idea errónea que de Dios tienen. ¡Cuánta misericordia hay que tener! Y también los que se equivocan... Es necesario de verdad estar en regla con nosotros mismos.  La mansedumbre y la bondad  Me limito a recomendaros una virtud muy querida del Señor. Ha dicho: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Corro el riesgo de decir un despropósito. Pero lo digo: el Señor ama tanto la humildad que a veces permite pecados graves. ¿Para qué? Para que quienes los han cometido --estos pecados, digo-- después de arrepentirse lleguen a ser humildes. No vienen ganas de creerse medio santos, medio ángeles, cuando se sabe que se han cometido faltas graves. ¡ El Señor ha recomendado tanto ser humildes! Aun si habéis hecho cosas grandes, decid: siervos inútiles somos. En cambio la tendencia de todos nosotros es más bien lo contrario: ponerse en primera fila. Humildes, humildes: es la virtud cristiana que a todos toca.     ___________________

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A los recién casados La presencia de recién casados impresiona más en especial porque la familia es algo grande. Una vez escribí un artículo en el periódico y me permití bromear citando a Montaigne, escritor francés que decía: “El matrimonio es como una jaula: los que están fuera hacen lo imposible por entrar y los que están dentro hacen lo imposible por salir”. No, no, no. Pero después de unos días, me llegó una carta de un anciano delegado provincial de enseñanza que había escrito libros, y me respondía diciéndome: “Excelencia, ha hecho mal con citar a Montaigne; mi mujer y yo estamos unidos desde hace sesenta años y cada día es como el primero”. E incluso me citaba a un poeta francés, en francés pero yo lo digo en italiano: “Te amo cada día más, hoy mucho más que ayer, pero mucho menos que mañana”. Deseo vivamente que a vosotros os suceda lo mismo. Paz para Oriente Medio Si me permitís, ahora quisiera invitaros a que os unáis a mis oraciones por una intención en la que tengo mucho interés. Habréis sabido por la prensa y la televisión que, en Camp David, Estados Unidos, comienza hoy una reunión importante de los gobernantes de Egipto, Israel y Estados Unidos, con el objeto de hallar solución en el conflicto del Medio Oriente. Esta lucha, que dura ya más de treinta años en la tierra de Jesús, ha causado muchas víctimas y muchos sufrimientos, tanto entre los árabes como entre los judíos, y ha contagiado a los países vecinos como una enfermedad maligna. Pensad en el Líbano mártir, deshecho por las repercusiones de esta crisis. Por ello, quisiera pues, que rezáramos juntos por el feliz éxito de la reunión de Camp David; para que estas conversaciones allanen el camino hacia una paz justa y total. Justa, es decir, que satisfaga a todas las partes en lucha. Total, sin dejar por resolver ninguna cuestión: el problema de los palestinos, la seguridad de Israel, la santa Ciudad de Jerusalén. Pidamos al Señor que ilumine a los responsables de todos los pueblos interesados, para que tengan amplitud de miras y sean valientes al tomar decisiones que consigan instaurar la seguridad y la paz en Tierra Santa y en todo el mundo de Oriente. A los participantes al VII Congreso Internacional organizado por la Sociedad Internacional de Transplantes Tenemos la obligación de dirigir un especial saludo a los miembros del VII Congreso Internacional de la Sociedad para los Transplantes de Órganos. Estamos muy conmovidos por vuestra visita que es un regalo para el Papa y, sobre todo, por vuestro deseo de aclarar y de profundizar los graves problemas humanos y morales que están en juego en la investigación y en la técnica quirúrgica que vosotros atendéis. Os animamos, en este sector, a pedir la ayuda de amigos católicos expertos en teología y en moral y bien informados sobre vuestros problemas, y que posean un conocimiento bien seguro de la doctrina católica y una sensibilidad profundamente humana.

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Hoy nos conformamos con felicitaros y expresar nuestra confianza por el inmenso trabajo que estáis cumpliendo al servicio de la vida humana, con el fin de alargarla en las mejores condiciones. Todo el problema radica en el obrar con respeto hacia la persona y hacia sus parientes, sea ya de los donantes o de los beneficiarios, y en no transformar nunca al hombre en un objeto de experimentos. Es necesario respetar su cuerpo y también su espíritu. Nosotros rogamos a Dios, el Autor de la vida, que os inspire, que os asista en estas magníficas y tremendas responsabilidades. Que Él os bendiga, junto a todos aquellos que amáis.

Audiencias Generales - 13 de septiembre de 1978

LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA FE    

 Mi primer saludo va a mis hermanos los obispos que veo aquí presentes en gran número. El Papa Juan, en unas notas que han sido incluso impresas, decía: “Esta vez he hecho el retiro sobre las siete lámparas de la santificación”. Siete virtudes quería decir, que son fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia, fortaleza y templanza. A ver si hoy el Espíritu Santo ayuda al pobre Papa a explicar al menos una de estas lámparas, la primera: la fe. Aquí en Roma ha habido un poeta, Trilussa, que también quiso hablar de la fe. En una de sus poesías ha dicho: “Aquella ancianita ciega que encontré / la noche que me perdí en medio del bosque, / me dijo: Si no conoces el camino, / te muestro yo que lo conozco. / Si tienes el valor de seguirme, / te iré dando voces de vez en cuando hasta el fondo, allí donde hay un ciprés, / hasta la cima donde hay una cruz. Yo contesté: Puede ser... pero encuentro extraño / que me pueda guiar quien no ve... / Entonces la ciega me cogió de la mano / y suspirando me dijo: ¡Camina!... Era la fe”.  Nuestra respuesta generosa al Señor  Como poesía, tiene su gracia. En cuanto teología, es defectuosa. Defectuosa porque cuando se trata de fe, el gran director de escena es Dios; pues Jesús ha dicho: ninguno viene a mí si el Padre mío no lo atrae. San Pablo no tenía la fe; es más, perseguía a los fieles. Dios le espera en el camino de Damasco: “Pablo --le dice-- no pienses en encabritarte y dar coces como un caballo desbocado. Yo soy Jesús a quien tú persigues. Tengo mis planes sobre ti. Es necesario que cambies”. Se rindió Pablo;

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cambió de arriba a abajo la propia vida. Después de algunos años escribirá a los filipenses: “Aquella vez, en el camino de Damasco, Dios me aferró; desde entonces no hago sino correr tras Él para ver si soy capaz de aferrarle yo también, imitándole y amándole cada vez más”. Esto es la fe: rendirse a Dios, pero transformando la propia vida. Cosa no siempre fácil. Agustín ha narrado la trayectoria de su fe; especialmente las últimas semanas fue algo terrible; al leerlo se siente cómo su alma casi se estremece y se retuerce en luchas interiores. De este lado, Dios que lo llama e insiste; y de aquél, las antiguas costumbres, “viejas amigas”'--escribe él -- “que me tiraban suavemente de mi vestido de carne y me decían: 'Agustín, pero ¿cómo?, ¿Tú nos abandonas? Mira que ya no podrás hacer esto, ni podrás hacer aquello y, ¡para siempre!’”. ¡Qué difícil! “Me encontraba --dice-- en la situación de uno que está en la cama por la mañana. Le dicen: '¡Fuera, levántate, Agustín!'. Yo, en cambio, decía: 'Sí, más tarde, un poquito más todavía'. Al fin, el Señor me dio un buen empujón y salí”. Ahí está, no hay que decir: Sí, pero; sí, luego. Hay que decir: ¡Señor, sí! ¡Enseguida! Ésta es la fe. Responder con generosidad al Señor. Pero, ¿quién dice este sí? El que es humilde y se fía enteramente de Dios.  La Iglesia, Madre y Maestra  Mi madre me solía decir cuando empecé a ser mayor: de pequeño estuviste muy enfermo; tuve que llevarte de médico en médico y pasarme en vela noches enteras; ¿me crees? ¿Cómo podía contestarle: Mamá, no te creo? Claro que te creo, creo lo que me dices, y sobre todo te creo a ti. Así es en la fe. No se trata sólo de creer las cosas que Dios ha revelado, sino creerle a Él, que merece nuestra fe, que nos ha amado tanto y ha hecho tanto por amor nuestro. Claro que es difícil también aceptar algunas verdades, porque las verdades de la fe son de dos clases: unas, agradables; otras son duras a nuestro espíritu. Por ejemplo, es agradable oír que Dios tiene mucha ternura con nosotros, más ternura aún que la de una madre con sus hijos, como dice Isaías. Qué agradable es esto y qué acorde con nuestro modo de ser. Un gran obispo francés, Dupanloup, solía decir a los rectores de seminarios: Con los futuros sacerdotes sed padres, sed madres. Esto agrada. En cambio ante otras verdades, sentimos dificultad. Dios debe castigarme si me obstino. Me sigue, me suplica que me convierta, y yo le digo: ¡no! ; y así casi le obligo yo mismo a castigarme. Esto no gusta. Pero es verdad de fe. Hay, además, otra dificultad, la Iglesia. San Pablo preguntó: ¿Quién eres, Señor?--Soy ese Jesús a quien tú persigues. Una luz, un relámpago le pasó por la inteligencia. Yo no persigo a Jesús, ni siquiera lo conozco; persigo a

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los cristianos, eso sí. Se ve que Jesús y los cristianos, Jesús y la Iglesia, son una misma cosa: indivisible, inseparable. Leed a San Pablo: Corpus Christi quad est Ecclesia. Cristo y Iglesia son una sola cosa. Cristo es la Cabeza, nosotros, la Iglesia, somos sus miembros. No es posible tener fe y decir creo en Jesús, acepto a Jesús, pero no acepto la Iglesia. Hay que aceptar la Iglesia, tal como es; y ¿cómo es esta Iglesia? El Papa Juan la ha llamado «Mater et Magistra». Maestra también. San Pablo ha dicho: “Nos acepte cada uno como ayudantes de Cristo, y administradores y dispensadores de sus misterios”.  Las enseñanzas de Juan XXIII y de Pablo VI  Cuando el pobre Papa, cuando los obispos y los sacerdotes presentan la doctrina, no hacen más que ayudar a Cristo. No es una doctrina nuestra, es la de Cristo, sólo tenemos que custodiarla y presentarla. Yo estaba presente cuando el Papa Juan inauguró el Concilio el 11 de octubre de 1962. Entre otras cosas, dijo: “Esperamos que con el Concilio la Iglesia dé un salto hacia delante”. Todos lo esperábamos. Un salto hacia adelante, pero ¿por qué caminos? Lo dijo enseguida: sobre las verdades ciertas e inmutables. Ni siquiera le pasó por la cabeza al Papa Juan que eran las verdades las que tenían que caminar, ir hacia adelante, y después cambiar, poco a poco. Las verdades son esas; nosotros debemos andar por el camino de estas verdades, entendiéndolas cada vez mejor, poniéndonos al día, presentándolas de forma adecuada a los nuevos tiempos. También el Papa Pablo tenía la misma preocupación. Lo primero que hice en cuanto fui Papa, fue entrar en la capilla privada de la Casa Pontificia; en ella, al fondo, el Papa Pablo hizo colocar dos mosaicos, uno de San Pedro y otro de San Pablo: San Pedro muriendo y San Pablo muriendo también. Pero debajo de San Pedro figuran estas palabras de Jesús: “Oraré por ti, Pedro, para que no desfallezca tu fe”. Y debajo de San Pablo, que está recibiendo el golpe de la espada: “He cumplido mi carrera, he conservado la fe”. Ya sabéis que en el último discurso del 29 de junio pasado, Pablo VI dijo: “Después de quince años de pontificado puedo dar gracias al Señor porque he defendido la fe y la he conservado”.  Evangelio, sacramentos y oración  También es madre la Iglesia. Si es continuadora de Cristo y Cristo es bueno, también la Iglesia debe ser buena, buena con todos; pero ¿y si se diera el caso de que alguna vez hubiera gente mala en la Iglesia? Nosotros tenemos mamá. Si la mamá está enferma, si mi mamá se quedase coja, yo la querría todavía más. Lo mismo en la Iglesia: si existen defectos y faltas --y existen-- jamás debe disminuir nuestro amor a la Iglesia.

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Ayer--y con esto termino--me mandaron el número de Città Nuova: he visto que reproducen, grabado, un discurso mío muy breve, con este episodio: Un predicador inglés, Mac Nabb, hablando en Hyde Park, se había referido a la Iglesia. Al terminar, uno pide la palabra y dice: Bonito lo que ha dicho. Pero yo conozco algunos sacerdotes católicos que no han estado con los pobres y se han hecho ricos. Conozco también maridos católicos que han traicionado a su mujer. No me gusta esta Iglesia formada por pecadores. El Padre le dijo: Tiene algo de razón. Pero ¿puedo hacer una objeción? --Veamos.--Perdone, pero si no me equivoco, lleva el cuello de la camisa un poco sucio. --Sí, lo reconozco.--Pero ¿está sucio porque no ha empleado jabón o porque ha utilizado el jabón y no ha servido para nada?--No, no he usado jabón. Pues bien, también la Iglesia católica tiene un jabón extraordinario: Evangelio, sacramentos, oración. El Evangelio leído y vivido; los sacramentos celebrados del modo debido; la oración bien hecha, serían un jabón maravilloso capaz de hacernos santos a todos. No somos todos santos por no haber utilizado bastante este jabón. Procuremos responder a las esperanzas de los Papas que han convocado y aplicado el Concilio, el Papa Juan y el Papa Pablo. Tratemos de mejorar la Iglesia haciéndonos más buenos nosotros. Cada uno de nosotros y toda la Iglesia podría recitar la oración que yo tengo costumbre de decir: “Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis faltas, pero hazme como tú me deseas”.  La imagen de Cristo reflejada en los enfermos  Debo decir también una palabra a nuestros queridos enfermos, que veo aquí. Lo sabéis, Jesús lo ha dicho: me escondo tras ellos; lo que a ellos se hace, a mí se me hace. Por tanto, en sus personas veneramos al Señor mismo, y les deseamos que el Señor esté cerca de ellos, les ayude y los sostenga.  Grandeza del matrimonio cristiano  A la derecha, en cambio, están los recién casados. Han recibido un gran sacramento; deseémosles que el sacramento recibido sea de verdad portador no sólo de bienes materiales, sino más aún de gracias espirituales. El siglo pasado había en Francia un profesor insigne, Federico Ozanam; enseñaba en la Sorbona, era elocuente, estupendo. Tenía un amigo, Lacordaire, que solía decir: “¡Este hombre es tan estupendo y tan bueno que se hará sacerdote y llegará a ser todo un obispo!” Pero no. Encontró a una señorita excelente y se casaron. A Lacordaire no le sentó bien y dijo: « ¡Pobre Ozanam! ¡También él ha caído en la trampa! ». Dos años después,

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Lacordaire vino a Roma y fue recibido por Pío IX; « Venga, venga, padre, --le dijo--yo siempre había oído decir que Jesús instituyó siete sacramentos: ahora viene usted, me revuelve las cartas en la mesa, y me dice que ha instituido seis sacramentos y una trampa. No, padre, el matrimonio no es una trampa, ¡es un gran sacramento! » Con estos deseos, damos la enhorabuena a estos queridos recién casados; ¡que Dios los bendiga!

Audiencias Generales - 20 de septiembre de 1978

LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA ESPERANZA    Para el Papa Juan, la segunda entre las siete “lámparas de la santificación” era la esperanza. Hoy voy a hablaros de esta virtud, que es obligatoria para todo cristiano. Dante, en su Paraíso (cantos 24, 25 y 26) imaginó que se presentaba a un examen de cristianismo. El tribunal era de altos vuelos. «¿Tienes fe?», le pregunta, en primer lugar, San Pedro. « ¿Tienes esperanza? », continúa Santiago. « ¿Tienes caridad? », termina San Juan. « Sí, --responde Dante tengo fe, esperanza y caridad ». Lo demuestra y pasa el examen con la máxima calificación.  El testimonio de Abrahán  He dicho que la esperanza es obligatoria; pero no por ello es fea o dura. Más aún, quien la viva, viaja en un clima de confianza y abandono, pudiendo decir con el salmista: “Señor, tú eres mi roca, mi escudo, mi fortaleza, mi refugio, mi lámpara, mi pastor, mi salvación. Aunque se enfrentara a mí todo un ejército, no temerá mi corazón; y si se levanta contra mí una batalla, aun entonces estaré confiado”. Diréis quizá: ¿No es exageradamente entusiasta este salmista? ¿Es posible que a él le hayan salido siempre bien todas las cosas? No, no le salieron bien siempre. Sabe también, y lo dice, que los malos son muchas veces afortunados y los buenos oprimidos. Incluso se lamentó de ello alguna vez al Señor. Hasta llegó a decir: “¿Por qué duermes, Señor? ¿Por qué callas? Despiértate, escúchame, Señor”. Pero conservó la esperanza, firme e inquebrantable. A él y a todos los que esperan, se puede aplicar lo que de Abrahán dijo San Pablo: «Creyó esperando contra toda esperanza» (Rom.  4, 18.

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Diréis todavía: ¿Cómo puede suceder esto? Sucede, porque nos agarramos a tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de la misericordia, quien enciende en mí la confianza; gracias a Él no me siento solo, ni inútil, ni abandonado, sino comprometido en un destino de salvación, que desembocará un día en el Paraíso.  El ejemplo de los Santos  He aludido a los Salmos. La misma segura confianza vibra en los libros de los Santos. Quisiera que leyerais una homilía predicada por San Agustín un día de Pascua sobre el Aleluya. El verdadero Aleluya --dice más o menos-- lo cantaremos en el Paraíso. Aquél será el Aleluya del amor pleno; éste de acá abajo, es el Aleluya del amor hambriento, esto es, de la esperanza. Alguno quizá diga: Pero, ¿si soy un pobre pecador? Le responderé como respondí, hace muchos años, a una señora desconocida que vino a confesarse conmigo. Estaba desalentada, porque --decía--había tenido una vida moralmente borrascosa. ¿Puedo preguntarle --le dije-- cuántos años tiene? --Treinta y cinco. --¡Treinta y cinco! Pero usted puede vivir todavía otros cuarenta o cincuenta años y hacer un montón de cosas buenas. Entonces, arrepentida como está, en vez de pensar en el pasado, piense en el porvenir y renueve, con la ayuda de Dios, su vida. Cité en aquella ocasión a San Francisco de Sales, que habla de “nuestras queridas imperfecciones”. Y expliqué: Dios detesta las faltas, porque son faltas. Pero, por otra parte, ama, en cierto sentido, las faltas en cuanto le dan ocasión a Él de mostrar su misericordia y a nosotros de permanecer humildes y de comprender también y compadecer las faltas del prójimo.  Las enseñanzas del Concilio  No todos comparten esta simpatía por la esperanza. Nietzsche, por ejemplo, la llama “virtud de los débiles”; haría del cristiano un ser inútil, un segregado, un resignado, un extraño al progreso del mundo. Otros hablan de “alienación”, que mantendría a los cristianos al margen de la lucha por la promoción humana. Pero «el mensaje cristiano --ha dicho el Concilio--, lejos de apartar a los hombres de la tarea de edificar el mundo..., les compromete más bien a ello con una obligación más exigente» (Gaudium et spes núm. 34, cf. núm. 39 y 57, así como el Mensaje al mundo de los Padres Conciliares, del 20 octubre 1962). Han ido también surgiendo de vez en cuando en el transcurso de los siglos afirmaciones y tendencias de cristianos demasiado pesimistas en relación con el hombre. Pero tales afirmaciones han sido desaprobadas por la Iglesia y olvidadas gracias a una pléyade de Santos alegres y activos, al

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humanismo cristiano, a los maestros ascéticos a quienes Saint-Beuve llamó “les doux”, y a una teología comprensiva. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, incluye entre las virtudes la jucunditas, o sea, la capacidad de convertir en una alegre sonrisa --en la medida y modo convenientes-- las cosas oídas y vistas (cf. II-II, q. 168 a. 2). Gracioso, en este sentido --explicaba yo a mis alumnos-- era aquel albañil irlandés, que se cayó del andamio y se rompió las piernas. Conducido al hospital, acudieron el doctor y la religiosa enfermera. «Pobrecito --dijo ésta última-- os habéis hecho daño cayendo». A lo que respondió el herido: «No Madre; no precisamente cayendo, llegando a tierra me he hecho daño» Es una grande virtud aprovecharse de las piernas para sonreír y para hacer sonreír a los demás. Santo Tomás se colocaba en la línea de la «alegre nueva» predicada por Cristo, de la hilaritas recomendada por San Agustín; derrotaba al pesimismo, vestía de gozo la vida cristiana, nos invitaba a animarnos con las alegrías sanas y puras que encontramos en nuestro camino.  La palabra de Jesús  Cuando yo era muchacho, leí algo sobre Andrew Carnegie, un escocés que marchó, con sus padres, a América, donde poco a poco llegó a ser uno de los hombres más ricos del mundo. No era católico, pero me impresionó el hecho de que hablara insistentemente de los gozos sanos y auténticos de su vida. «Nací en la miseria --decía--, pero no cambiaría los recuerdos de mi infancia por los de los hijos de los millonarios. ¿Qué saben ellos de las alegrías familiares, de la dulce figura de la madre que reúne en sí misma las funciones de niñera, lavandera, cocinera, maestro, ángel y santa?» Se había empleado, muy joven, en una hilandería de Pittsburg, con un estipendio de 56 miserables liras mensuales. Una tarde, en vez de pagarle enseguida, el cajero le dijo que esperase. Carnegie temblaba: «Ahora me despiden», pensó. Por el contrario, después de pagar a los demás, el cajero le dijo: «Andrew, he seguido atentamente tu trabajo y he sacado en conclusión que vale más que el de los otros. Te subo la paga a 67 liras» Carnegie volvió corriendo a su casa, donde la madre lloró de contento por la promoción del hijo. «Habláis de millonarios --decía Carnegie muchos años después--; todos mis millones juntos no me han dado jamás la alegría de aquellas once liras de aumento» Ciertamente, estos goces, aun siendo buenos y estimulantes, no deben ser supervalorados. Son algo, no todo; sirven como medio, no son el objetivo supremo, no duran siempre, sino poco tiempo. «Usen de ellos los cristianos --escribía San Pablo-- como si no los usaran, porque pasa la escena de este mundo» (cf. 1 Cor 7, 31). Cristo había dicho ya: « Buscad ante todo el reino de Dios» (Mt 6, 33).  

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La auténtica liberación cristiana  Para terminar, quisiera referirme a una esperanza, que algunos proclaman como cristiana, pero que es sólo cristiana hasta cierto punto. Me explicaré. En el Concilio, también yo voté el «Mensaje al mundo» de los Padres Conciliares. Decíamos allí: la tarea principal de divinizar no exime a la Iglesia de la tarea de humanizar. También voté la Gaudium et Spes; me conmoví luego y me entusiasmé cuando salió la Populorum Progressio. Creo que el Magisterio de la Iglesia jamás insistirá suficientemente en presentar y recomendar las soluciones de los grandes problemas de la libertad, de la justicia, de la paz, del desarrollo. Y los seglares católicos nunca lucharán suficientemente por resolver estos problemas. Es un error, en cambio, afirmar que la liberación política, económica y social coincide con la salvación en Jesucristo; que el Regnum Dei se identifica con el Regnum hominis; que Ubi Lenin, ibi Jerusalem. En Friburgo, durante la 85 reunión del Katholikentag, se ha hablado hace pocos días sobre el tema «el futuro de la esperanza» Se hablaba del «mundo» que había de mejorarse y la palabra «futuro» encajaba bien. Pero si de la esperanza para el «mundo» se pasa a la que afecta a cada una de las almas, entonces hay que hablar también de «eternidad»  En Ostia, a la orilla del mar, en un famoso coloquio, Agustín y su madre Mónica, «olvidados del pasado y mirando hacia el porvenir, se preguntaban lo que sería la vida eterna» (Confess. IX núm. 10) Ésta es esperanza cristiana; a esa esperanza se refería el Papa Juan y a ella nos referimos nosotros cuando, con el catecismo, rezamos: «Dios mío, espero en vuestra bondad... la vida eterna y las gracias necesarias para merecerla con las buenas obras que debo y quiero hacer. Dios mío, que no quede yo confundido por toda la eternidad» ____________________ A los participantes a la reunión del Congreso Europeo Mundial de las Religiones por la Paz Dirigimos un cordial saludo a los miembros del Congreso Europeo Mundial de las Religiones por la Paz, reunido estos días en Roma. Os agradecemos vuestra visita porque Nosotros apreciamos vuestra acción al servicio de la paz del mundo gracias a la oración, a los esfuerzos de educación para la paz, a la reflexión sobre los principios fundamentales que deben determinar las relaciones entre los hombres. Para que la paz, en efecto, se realice, su necesidad debe ser experimentada profundamente por la conciencia, porque ella nace de una concepción fundamentalmente espiritual de la humanidad. Que este aspecto religioso lleve, no solamente

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al perdón y a la reconciliación, sino también al compromiso de favorecer la amistad y la colaboración entre los individuos y los pueblos. ¡ Que Dios Padre, que ama a todos los hombres y que ha querido ser el Padre de todos, os ayude en esta obra!  A una peregrinación nacional de Kenia  Es una alegría especial tener la peregrinación de Kenia, acompañada por los Padres de la Consolata. Mis devotos saludos vuelvan con vosotros a todos los miembros de vuestras familias, a todos vuestros seres queridos. ¡Dios bendiga a Kenia! Por la paz En estos momentos, nos llega un ejemplo desde Camp David. Anteayer, en el Congreso americano, estalló un aplauso que hemos oído también nosotros, cuando Carter citó las palabras de Jesús: “Bienaventurados los que trabajan por la paz”. Yo desearía que aquel aplauso, aquellas palabras, entraran en el corazón de todos los cristianos, especialmente de nosotros los católicos, y nos hagan verdaderamente “fomentadores y constructores de paz”.  A los recién casados   En la Gaudium et Spes, los padres no incluyeron una frase, que también es justa y se encuentra en el código: “el matrimonio es un contrato”. En el n. 48, escribieron, en cambio, “pacto de amor”, un concepto que, en los documentos conciliares, está repetido varias veces. Es un concepto justo, que tiene orígenes en la Biblia. Al pedido de matrimonio, el tío de Raquel consintió pero, dijo Jacob, “primero tendrás que trabajar siete años”. Dice la Biblia que aquello años pasaron como un relámpago, tanto la amaba. Deseo que sea así vuestro amor. El Concilio dice que este amor hay que defenderlo, porque está expuesto a peligros. Defendedlo con gran premura. En las grandes y en las pequeñas cosas. *El Papa contó este episodio: “Hace treinta años que nos hemos casado. Cuando éramos novios o en los primeros años de matrimonio, cada vez que hacía un viaje me traía un regalo, cualquier cosita. Ahora ya, esto ocurre pocas veces”. Convendría que ocurriera, que ocurriera siempre.  A los participantes del Congreso Internacional de Comunidades Terapéuticas No quiero hacer un gran discurso como ha anunciado algún periódico. Expondré simplemente una experiencia mía. Hace dos meses, en Venecia, se me presentó un joven sacerdote salesiano que hace allí, más o menos, lo que en Roma don Picchi, y me expuso sus dificultades. Si mal no recuerdo, deseaba aquel sacerdote que hubiera dos comunidades concéntricas. Decía :

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“Estoy casi solo. Me parece que no me entienden. Haría falta que, en torno a mí y a los que trabajan en esta obra, hubiera toda una cadena de corazones que me entendieran. Se trata de pacientes, no de delincuentes; son pobres jóvenes a quienes las circunstancias de la vida los han marginado. Tienen necesidad de comprensión, lo mismo ellos que quienes de ellos se ocupan. Luego está la otra comunidad más restringida: la comunidad terapéutica”. Aquel sacerdote me explicaba: “Estos jóvenes han llegado a la droga o porque su familia, quizá sin razón, no los han comprendido, o porque no encontraban un centro que les interesara, o porque no tenían amistades serias. Para recuperarlos, basta hacerles sentir que se los quiere. Después podremos restituirlos a la familia, naturalmente con ayuda también de la religión. La droga, muchas veces, depende del hecho de que algunos jóvenes no ven claro el porqué, el objetivo de la vida”. Yo le he dicho: “Querido don Gianni, trataré de ayudarlos”. Luego, no he podido mantener la promesa porque me han hecho Papa. Pero lo que no pude hacer en Venecia, lo hago ahora aquí ante los participantes de este Congreso que abarca un poco a todo el mundo. Hay que sostener, entender estar cerca de esta gente que se sacrifica, sobre todo, por los jóvenes.  

Audiencias Generales - 27 de septiembre de 1978

LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA CARIDAD  

«Dios mío, con todo el corazón y sobre todas las cosas os amo a Vos, bien infinito y felicidad eterna nuestra; por amor Vuestro amo al prójimo como a mí mismo y perdono las ofensas recibidas. Señor, haced que os ame cada vez más» Es una oración muy conocida entretejida con frases bíblicas. Me la enseñó mamá cuando era pequeño. Me la enseñó mamá pero la rezo varias veces al día también ahora; y trataré de explicárosla palabra por palabra como lo haría un catequista de parroquia.  El sublime viaje del amor  Estamos en la «tercera lámpara de la santificación» de que hablaba el Papa Juan: la caridad. Amo. En clase de filosofía, el profesor me decía: ¿Conoces el campanario de San Marcos? ¿Sí? Y entonces, presta atención, quiere decir que el campanario ha hecho casi un viaje hacia ti. Ha dejado dentro de ti casi un retrato mental de sí mismo. En cambio, ¿amas el campanario de San Marcos? La cosa se da vuelta. Eres tú que va hacia, empujado por aquel

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retratito mental. O sea: amar significa ir hacia el objeto amado con la mente, con el corazón. Lo dice también la Imitación de Cristo: el que ama currit, volat, laetatur, corre, vuela, está contento, goza ( l. III, cap. V, 4. Entonces, amar a Dios es, por tanto, ir con el corazón hacia Dios. Un viaje bellísimo. De muchacho, me entusiasmaban los viajes narrados por Julio Verne («Veinte mil leguas de viaje submarino», «De la tierra a la luna», «La vuelta al mundo en 80 días», etc) Pero los viajes del amor a Dios son mucho más interesantes. Están contados en las vidas de los santos. Por ejemplo, San Vicente de Paúl, cuya fiesta celebramos hoy, es un gigante de la caridad: Amó a Dios más de lo que se ama a un padre y a una madre; él mismo fue un padre para prisioneros, enfermos, huérfanos y pobres. San Pedro Claver, consagrándose enteramente a Dios, firmaba “Pedro, esclavo de los negros para siempre”.  El viaje comporta a veces sacrificios, pero éstos no nos deben detener. Jesús está en la cruz: ¿lo quieres besar? No puedes por menos de inclinarte hacia la cruz y dejar que te puncen algunas espinas de la corona, que tiene la cabeza del Señor (cf. SALES, Oeuvares, Annecy, t. XXI, pág. 153) No puedes hacer lo que el bueno de San Pedro que supo muy bien gritar «Viva Jesús» en el monte Tabor, donde había gozo, pero ni siquiera se dejó ver junto a Jesús en el monte Calvario, donde había peligro y dolor (cf. SALES, Oeuvares, t. XV, pág. 140)  Amar a Dios con todo el corazón  El amor a Dios es también viaje misterioso: es decir, uno no lo emprende si Dios no toma la iniciativa primero. “Nadie --ha dicho Jesús-- puede venir a mí si el Padre no le atrae” (Jn 6, 44) Se preguntaba San Agustín: y entonces ¿dónde queda la libertad humana? Pero Dios que ha querido y construido esta libertad, sabe cómo respetarla aun llevando los corazones al punto que Él se propone: parum est voluntate, etiam voluptate traheris, Dios te atrae no sólo de modo que tú mismo llegues a quererlo, sino hasta de manera que gustes de ser atraído (SAN AGUSTÍN, In Io. Evang. Tr. 26, 4)  Con todo el corazón. Subrayo aquí el adjetivo «todo». El totalitarismo en política es malo. En cambio, en religión nuestro totalitarismo respecto a Dios cuadra estupendamente.  Está escrito: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que yo hoy te doy. Incúlcaselos a tus hijos, y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos. Átatelos a tus manos, para que te sirvan de señal; póntelos

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en la frente entre tus ojos; escríbelos en los postes de tu casa y en tus puertas» (Deut.  6, 5-9)  Ese «todo» repetido y aplicado a la práctica con toda insistencia es de verdad la bandera del maximalismo cristiano. Y es justo: demasiado grande es Dios, demasiado merece Él ante nosotros, para que se le puedan echar, como a un pobre Lázaro, apenas unas migajas de nuestro tiempo y de nuestro corazón. Es el bien infinito y será nuestra felicidad eterna: el dinero, los placeres y las venturas de este mundo comparados con Él, apenas son fragmentos de bien y momentos fugaces de felicidad.  Amarlo sobre todas las cosas  No sería prudente dar mucho de nosotros a estas cosas y poco a Jesús.  Sobre todas las cosas. Ahora se aboca a una confrontación directa entre Dios y el hombre, entre Dios y el mundo.  No sería justo decir: «O Dios o el hombre». Se debe amar «a Dios y al hombre»; pero a este último nunca más que a Dios o contra Dios o igual que a Dios. En otras palabras: el amor a Dios es prevaleciente sin duda, pero no exclusivo.  La Biblia llama santo a Jacob (Dan 3, 35) y amado de Dios (Mal 1, 2; Rom 9, 13), nos lo presenta empeñado en siete años de trabajo a fin de conquistarse a Raquel para mujer suya; « y aquellos años le parecieron sólo unos días por el amor que le tenía » (Gén 29,20).  Francisco de Sales hace un comentario breve de estas palabras: «Jacob --escribe--ama a Raquel con todas sus fuerzas, y con todas sus fuerzas ama a Dios; pero no por ello ama a Raquel igual que a Dios, ni a Dios igual que a Raquel. Ama a Dios como a su Dios sobre todas las cosas y más que a sí mismo; ama a Raquel como a mujer suya sobre todas las demás mujeres y más que a sí mismo. Ama a Dios con amor absoluto y soberanamente extremo, y a Raquel con sumo amor conyugal; un amor no es contrario al otro, porque el de Raquel no atropella las prerrogativas del amor de Dios» (Oeuvres t. V, pág. 175)  Amar al prójimo como a sí mismo  Por amor a Vos amo al prójimo. Estamos aquí ante dos amores que son «hermanos gemelos» e inseparables.  

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A algunas personas es fácil amarlas; a otras, difícil; no nos resultan simpáticas, nos han ofendido y hecho daño; sólo si amo a Dios en serio, llego a amarlas, en cuanto son hijos de Dios y porque Dios me lo pide.  Jesús ha señalado también cómo amar al prójimo, o sea, no sólo con el sentimiento, sino también con las obras. Éste es el modo, dijo. Os preguntaré: tenía hambre en la persona de mis hermanos pequeños; ¿me habéis dado de comer cuando estaba hambriento? ¿Me habéis visitado cuando estaba enfermo, prisionero? (cf. Mt 25, 34 ss.)  El catecismo concreta éstas y otras palabras de la Biblia en el doble elenco de las siete obras de misericordia corporales y las siete espirituales.  El elenco no está completo y haría falta ponerlo al día. Por ejemplo, entre los hambrientos hoy no se trata ya sólo de este o aquel individuo; hay pueblos enteros. Todos recordamos las graves palabras del Papa Pablo VI: «Con lastimera voz los pueblos hambrientos interpelan a los que abundan en riquezas. Y la Iglesia, conmovida ante tales gritos de angustia, llama a todos y cada uno de los hombres para que movidos por amor respondan finalmente al clamor de los hermanos» (Populorum progressio, 3) Aquí a la caridad se añade la justicia, porque - sigue diciendo Pablo VI - «la propiedad privada para nadie constituye un derecho incondicional y absoluto. Nadie puede reservarse para uso exclusivo suyo lo que de la propia necesidad le sobra, en tanto que a los demás falta lo necesario» (Populorum progressio, 22) Por consiguiente «toda carrera aniquiladora de armamentos resulta un escándalo intolerable» (Populorum progressio, 53).  A la luz de estas expresiones tan fuertes se ve cuán lejanos estamos todavía - individuos y pueblos - de amar a los demás «como a nosotros mismos», según el mandamiento de Jesús.  Otro mandamiento: perdón de las ofensas recibidas. A este perdón parece casi que el Señor da precedencia sobre el culto: «Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-24)  

Avanzar siempre en el amor    

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Últimas palabras. “Pero, ¿me equivoco o hay un quinto grado aquí? ¿Sí... un niño, puede venir aquí arriba a ayudar al Papa?”   “Uno sólo... uno “  “Estaba diciendo... adelante, adelante “ “¿En qué clase estás?” “Quinto grado” “Bien, entonces presta atención. Tú, ¿quieres quedarte siempre en quinto grado o el próximo año en otra clase? “ “Eh, para mí es igual pero, eh, quisiera quedarme en quinto porque, oh, dejo, porque si no cuando vaya a primer año dejo a mi maestra pero entonces...” “Entonces, ¿te quedas siempre en quinto o quieres también ir a primer año? “ “Quisiera estar siempre en quinto”. “Ohhh... entonces este niño es diferente del Papa porque cuando yo estaba en cuarto decía: ohhh, si estuviera en quinto ¡ Y cuando estaba en quinto decía: quién sabe si iré a primer año, si me promueven. ¿Comprendes? ¿Qué nombre tienes?”  “Daniele”. “Bueno, Daniele. El Señor nos ha puesto dentro un fuerte deseo de progresar, de ir adelante. Quien está en primer año, dice, pero iré a segundo. El que está en segundo, dice, pero iré a tercero. Pero también con los grandes, ¿sabes?  Yo he conocido un capitán que decía: ¿pero, cuándo me harán teniente coronel? Y quería avanzar también él. Todos quieren avanzar y esto... El Señor nos ha dado un fuerte deseo de progresar. Mira : comenzamos a habitar las cavernas, los palafitos, luego alguna cabaña, luego los palacios, ahora hay rascacielos. Cada vez más adelante. Primero iban a pie, luego a caballo, en camello, luego, en carroza, luego en treno, ahora en avión. Cada vez más adelante. Ésta es la ley del progreso. Pero no sólo progreso en viajar. Yo dije antes, no sé si has estado atento, que el amor a Dios es una especie de viaje. También aquí hay que progresar. Señor, haz que te ame cada vez más. Nunca detenerse. El Señor ha dicho a todos los cristianos: “Vosotros sois la luz del mundo. Vosotros sois la sal de la tierra. Sed perfectos como es perfecto mi Padre que está en los Cielos”. Por lo tanto, nunca detenerse. Progresar con la ayuda de Dios, en el amor de Dios. ¿De acuerdo?  Eso, ahora te dejo ir. ¿Habéis visto que me ha  A los enfermos  Tenemos aquí presentes a los enfermos. Les deseamos que puedan curarse. Pero recomendamos tanto a aquellos de la familia y a aquellos que los cuidan, que tengan tanto cuidado. El Papa que os habla ha estado ocho veces en el hospital, con cuatro operaciones. No es la misma cosa tener un enfermero que otro. Hay quien lo hace con gran corazón. No se aprecia sólo el servicio, se aprecia el modo en el cual se es servido, se es acudido. Por lo tanto, recomendamos tanto que sean ayudados con gran caridad, con gran premura.

HOMILIAS

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Misa de inicio como Supremo Pastor de la Iglesia Católica (03/09/1978)

Venerados hermanos e hijos queridísimos:  En esta celebración sagrada, con la que damos comienzo solemne al ministerio de Sumo Pastor, que ha sido puesto sobre nuestros hombros, el primer pensamiento de adoración y súplica se dirige a Dios, infinito y eterno, el cual, con una decisión suya humanamente inexplicable y por su benignísima dignación, nos ha elevado a la Cátedra de San Pedro. Brotan espontáneamente de nuestros labios las palabras de San Pablo: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!» (Rom 11, 33).  Todo el Pueblo de Dios reunido en torno al Papa  Nuestro pensamiento va después, con paterno y afectuoso saludo, a toda la Iglesia de Cristo; a esta asamblea que casi la representa en este lugar --cargada de piedad, de religión y de arte--, que guarda celosamente la tumba del Príncipe de los Apóstoles; y también a la Iglesia que nos está viendo y escuchando en estos momentos a través de los modernos instrumentos de comunicación social.  Saludamos a todos los miembros del Pueblo de Dios: a los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, misioneros, seminaristas, seglares empeñados en el apostolado y en las diversas profesiones; a los hombres de la política, de la cultura, del arte, de la economía; a los padres y madres de familia, a los obreros, a los emigrantes, a los jóvenes de ambos sexos, a los niños, a los enfermos, a los que sufren, a los pobres.  Queremos dirigir asimismo nuestro saludo respetuoso y cordial a todos los hombres del mundo, a quienes consideramos y amamos como hermanos, porque son hijos del mismo Padre celestial y hermanos todos en Cristo Jesús (cf. Mt. 23, 8 ss.)  Hemos querido iniciar esta homilía en latín, porque --como es bien sabido-- es la lengua oficial de la Iglesia, cuya universalidad y unidad expresa de manera patente y eficaz.  

La misión de Pedro en la Iglesia  

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La Palabra de Dios que acabamos de escuchar, nos ha presentado como en un crescendo, ante todo a la Iglesia, prefigurada y entrevista por el profeta Isaías (cf. Is 2, 2-5) como el nuevo Templo, hacia el que confluyen las gentes desde todas las partes del mundo, deseosas de conocer la ley de Dios y observarla dócilmente, mientras las terribles armas de guerra son transformadas en instrumentos de paz. Pero este nuevo Templo misterioso, polo de atracción de la nueva humanidad --nos recuerda San Pedro--, tiene una piedra angular, viva, escogida, preciosa (cf. 1 Pe 2, 4-9), que es Jesucristo, el cual ha fundado su Iglesia sobre los Apóstoles y la ha edificado sobre San Pedro, Cabeza de ellos (Lumen Gentium, 19)  «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia» (Mt 16,18):  son las palabras graves, importantes y solemnes que Jesús dirige a Simón, el hijo de Juan, en Cesárea de Filipo, después de la profesión de fe que no ha sido el producto de la lógica humana del pescador de Betsaida, o la expresión de una particular perspicacia suya, o el efecto de una moción sicológica; sino el fruto misterioso y singular de una auténtica revelación del Padre celestial.  Y Jesús cambia a Simón su nombre, poniéndole el de Pedro, significando con ello la entrega de una misión especial; le promete edificar sobre él su Iglesia, sobre la cual no prevalecerán las fuerzas del mal o de la muerte; le entrega las llaves del Reino de Dios, nombrándolo así máximo responsable de su Iglesia, y le da el poder de interpretar auténticamente la ley divina.  Ante estos privilegios, o mejor dicho, ante estas tareas sobrehumanas confiadas a Pedro, San Agustín nos advierte: «Pedro, por su naturaleza, era simplemente un hombre; por la gracia, un cristiano; por una gracia todavía más abundante, uno y a la vez el primero de los Apóstoles» (SAN AGUSTÍN, In Ioannis Evang. tract., 124, 5; PL 35, 1973).  Con atónita y comprensible emoción, pero también con una confianza inmensa en la gracia omnipotente de Dios y en la oración ferviente de la Iglesia, hemos aceptado ser el Sucesor de Pedro en la sede de Roma, tomando el «yugo» que Cristo ha querido poner sobre nuestros frágiles hombros. Y nos parece escuchar como dirigidas a Nos las palabras que, según San Efrén, Cristo dirige a Pedro: «Simón, mi apóstol, yo te he constituido fundamento de la Santa Iglesia. Yo te he llamado ya desde el principio Pedro porque tú sostendrás todos los edificios; tú eres el superintendente de todos los que edificarán la Iglesia sobre la tierra; ... tú eres el manantial de la fuente, de la que mana mi doctrina; ... tú eres la cabeza de mis apóstoles; ... yo te he dado las llaves de mi Reino» (S.

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EFRÉN, Sermones in hebdomadam sanctam, 4, 1; LAMY T. J., S. Ephraem Syri hymni et sermones, 1, 412).  Roma, centro de la unidad y de la caridad  Desde el primer momento de nuestra elección y en los días siguientes, nos hemos sentido profundamente impresionado y animado por las manifestaciones de afecto de nuestros hijos de Roma y también de aquellos que, de todo el mundo, nos hacen llegar el eco de su incontenible gozo por el hecho de que una vez más Dios ha dado a la Iglesia su Cabeza visible. Resuenan de nuevo espontáneas en nuestro espíritu las conmovedoras palabras que nuestro gran Predecesor, San León Magno, dirigía a los fieles romanos: «No deja de presidir su sede San Pedro, y está vinculado al Sacerdote eterno en una unidad que nunca falla... Y por eso todas las demostraciones de afecto que, por complacencia fraterna o piedad filial, habéis dirigido a Nos, reconoced con mayor devoción y verdad que las habéis dirigido conmigo a aquel cuya sede nos gozamos no tanto en presidir, como en servir» (S. LEÓN MAGNO, Sermo V, 4-5; PL 54, 155-156)  Sí, nuestra presidencia en la caridad es un servicio y, al afirmarlo, pensamos no solamente en nuestros hermanos e hijos católicos, sino asimismo en todos aquellos que quieren también ser discípulos de Jesucristo, honrar a Dios y trabajar por el bien de la humanidad.  En este sentido, dirigimos un saludo afectuoso y agradecido a las Delegaciones de las otras Iglesias y comunidades eclesiales, aquí presentes. Hermanos todavía no en plena comunión, dirijámonos juntos hacia Cristo Salvador, avanzando unos y otros en la santidad que él quiere para nosotros y, juntos en el recíproco amor sin el cual no existe cristianismo, preparando los caminos de la unidad en la fe, en el respeto de su verdad y del ministerio que él ha confiado, para su Iglesia, a sus Apóstoles y a sus Sucesores.  Al servicio de todos los hombres y de todos los pueblos  Debemos dirigir además un saludo particular a los Jefes de Estado y a los miembros de las Misiones extraordinarias. Nos sentimos profundamente conmovido por vuestra presencia, bien sea que estéis al frente de los altos destinos de vuestro país, bien que representéis a vuestros Gobiernos o a Organizaciones Internacionales.  Lo agradecemos vivamente

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 Vemos en tal participación la estima y la confianza que vosotros tenéis en la Santa Sede y en la Iglesia, humilde mensajera del Evangelio en todos los pueblos de la tierra para ayudar a crear un clima de justicia, de fraternidad, de solidaridad y de esperanza, sin el que no se podría vivir en el mundo.  Todos los presentes, grandes y pequeños, estén seguros de nuestra disponibilidad a servirles según el espíritu del Señor.  El Papa comienza su ministerio apostólico invocando a la Virgen y con la atención centrada en Cristo  Rodeado de vuestro amor y sostenido por vuestra oración, comenzamos nuestro servicio apostólico invocando, cual espléndida estrella de nuestro camino, a la Madre de Dios, María, Salus populi romani y Mater Ecclesiae, que la liturgia venera de manera particular en este mes de septiembre.  La Virgen, que ha guiado con delicada ternura nuestra vida de niño, de seminarista, de sacerdote y de obispo, continúe iluminando y dirigiendo nuestros pasos, para que, convertidos en voz de Pedro, con los ojos y la mente fijos en su Hijo, Jesús, proclamemos al mundo con alegre firmeza, nuestra profesión de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Amén.

Toma de posesión de la Basílica de San Juan de Letrán (23/09/1978)

Agradezco de corazón al cardenal Vicario las delicadas palabras con las que --en nombre también del consejo episcopal, del cabildo lateranense, del clero, de los religiosos, de las religiosas y de los fieles --ha querido expresar la devoción y los propósitos de activa colaboración en la diócesis de Roma. Primer testimonio concreto de esta colaboración es la suma ingente recogida entre los fieles de la diócesis y puesta a mi disposición para proveer de templo y de estructuras parroquiales a una barriada periférica de la ciudad, privada todavía de esos esenciales elementos comunitarios de vida cristiana. Doy las gracias, verdaderamente conmovido.  

I. La fisonomía cristiana de la Urbe

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 El maestro de ceremonias ha elegido las tres lecturas bíblicas para esta celebración litúrgica. Las ha juzgado adecuadas y yo voy a tratar de explicároslas.  La Ciudad de Pedro, centro de la Iglesia católica  La primera lectura (Is.  60, 1- 6) puede aplicarse a Roma. Todos sabéis que el Papa adquiere su autoridad sobre toda la Iglesia en cuanto que es Obispo de Roma, es decir, sucesor de Pedro, en esta ciudad. Gracias especialmente a Pedro, la Jerusalén de que hablaba Isaías puede ser considerada una figura, un preanuncio de Roma. También de Roma, como sede de Pedro, lugar de su martirio y centro de la Iglesia Católica se puede decir: «Sobre ti viene la aurora del Señor y en ti se manifiesta su Gloria. Las gentes andarán en tu luz» (Is. 60, 2-3) Recordando las peregrinaciones de los Años Santos y las que continúan efectuándose en los años normales con afluencia constante de fieles, se puede, con el profeta, hablar enfáticamente a Roma así: «Alza en torno tus ojos y mira: ... llegan de lejos tus hijos... pues vendrán a ti los tesoros del mar, llegarán a ti las riquezas de los pueblos» (Is. 60, 4-5) Es esto un honor para el Obispo de Roma y para todos vosotros. Pero es también una responsabilidad.  Ciudad de la Paz  ¿Encontrarán, aquí, los peregrinos un modelo de verdadera comunidad cristiana? ¿Seremos capaces, con la ayuda de Dios, Obispo y fieles, de realizar aquí las palabras escritas por Isaías a continuación de las antes citadas, a saber: «No se hablará ya más de violencia en tu tierra... Tu pueblo será un pueblo de justos» (Is. 60, 18-21)?  Hace unos minutos, el profesor Argan, alcalde de Roma, me ha dirigido unas corteses palabras de saludo y augurio. Algunas de esas palabras me han recordado una de las oraciones que, de niño, rezaba con mi madre. Decía así: «los pecados que gritan venganza a los ojos de Dios son... oprimir a los pobres, no dar la justa paga a los obreros» Por su parte, el párroco me preguntaba en la clase de catecismo: «los pecados que gritan venganza a los ojos de Dios ¿por qué son los más graves y funestos?» Y yo respondía según el catecismo de Pío X: «Porque son directamente contrarios al bien de la humanidad y tan odiosos que provocan, más que los otros, el castigo de Dios» (Catecismo de Pío X, núm. 154).  Comunidad eclesial que preferencia a los pobres

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 Roma será una auténtica comunidad cristiana si Dios es honrado no sólo con la afluencia de los fieles a las iglesias, no sólo con la vida privada vivida morigeradamente, sino también con el amor a los pobres. Estos --decía el diácono romano Lorenzo-- son los verdaderos tesoros de la Iglesia; deben, por tanto, ser ayudados, por quienes pueden, a tener más y a llegar a ser algo más, sin que se los humille y ofenda con ostentaciones de riquezas, con dinero derrochado en cosas superfluas, en lograr ser empleado, siempre que sea posible, en empresas ventajosas para todos.  II. Construir una comunidad cristiana viva y operante  La segunda lectura (Heb. 13, 7-8, 15-17, 20-21) se adapta a los fieles de Roma. La ha elegido, como he dicho, el maestro de ceremonias. Confieso que el que en ella se hable de obediencia me pone un poco en compromiso.  ¡Hoy es muy difícil convencer cuando se enfrentan los derechos de la persona humana con los de la autoridad y de la ley!  Libertad y autoridad  En el libro de Job se describe un caballo de batalla: salta como una potrilla y bufa, escarba la tierra con la pezuña y luego se lanza con ardor; cuando suena la trompeta, relincha de júbilo; olfatea de lejos la lucha, oye los gritos del mando y el clamor de las formaciones (cf. Job 39,15-25) Símbolo de la libertad. La autoridad, en cambio, se asemeja al caballero prudente, que monta el caballo y, unas veces con voz suave, otras utilizando acertadamente las espuelas, las riendas o la frustra, lo estimula, o también modera su carrera impetuosa, lo frena y lo para.  Poner de acuerdo a caballo y caballero, libertad y autoridad, ha llegado a ser un problema social. Y también un problema de Iglesia.  En el Concilio se trató de resolverlo en el cuarto capítulo de la Lumen Gentium.  He aquí las indicaciones conciliares para el «caballero» «Los sacros pastores saben muy bien lo que contribuyen los seglares al bien de toda la Iglesia. Saben que ellos no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión de la salvación que la Iglesia ha recibido en relación con el mundo, sino que su magnífica tarea es la de apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y sus carismas, de modo que todos concordemente cooperen cada cual en su medida, a la obra común» (Lumen Gentium, 30).

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Y continúa: saben también los pastores que «en las batallas decisivas las iniciativas más acertadas parten a veces del frente» (id. 37 nota 7).  He aquí, en cambio, una indicación del Concilio para el «generoso batallador», es decir para los seglares: al obispo «deben adhesión los fieles como la Iglesia a Jesucristo y como Jesucristo al Padre» (id. 27).  Roguemos al Señor para que ayude tanto al Obispo como a los fieles, tanto al caballero como al caballo.  Comunión eclesial  Me han dicho que en la diócesis de Roma son muchas las personas que se prodigan por sus hermanos, numerosos los catequistas; otros muchos esperan sólo una leve señal para intervenir y colaborar. Que el Señor nos ayude a todos a constituir en Roma una comunidad cristiana viva y operante. No en balde he citado el capítulo cuarto de la Lumen Gentium: es el capitulo de la «comunión eclesial» Pero lo que allí se dice afecta especialmente a los seglares.  La obediencia sacerdotal y religiosa  Los sacerdotes, los religiosos y las religiosas tienen una posición particular, ligados como están por el voto o por la promesa de obediencia.  Yo recuerdo como uno de los momentos solemnes de mi existencia aquél en que, puestas mis manos en las del obispo, dije: «Prometo» Desde entonces me he sentido comprometido para toda la vida y jamás he pensado que se tratara de una ceremonia sin importancia.  Espero que los sacerdotes de Roma piensen lo mismo. A ellos y a los religiosos, San Francisco de Sales les recordaría el ejemplo de San Juan Bautista, que vivió en la soledad, lejos del Señor, aun con su gran deseo de estar cercano a Él. ¿Por qué? Por obediencia. «Sabía --escribe el Santo --que encontrar al Señor fuera de la obediencia, es perderlo» (F. DE SALES, Oeuvres, Annecy, 1896 pág. 321)  III. La tarea de evangelizar  La tercera lectura (Mt. 28, 16-20) recuerda al Obispo de Roma sus deberes.  Enseñar con estilo pastoral  

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El primero es «enseñar», proponiendo la palabra del Señor con fidelidad tanto a Dios como a los que escuchan, con humildad, pero con valiente franqueza. Entre mis santos predecesores Obispos de Roma hay dos que son también Doctores de la Iglesia: San León, el vencedor de Atila, y San Gregorio Magno. En los escritos del primero hay una línea teológica altísima y brilla una lengua latina estupendamente construida; no pienso que lo pueda yo imitar, ni siquiera de lejos. El segundo, en sus libros, es «como un padre, que instruye a sus hijos y los hace partícipes de sus solicitudes por su salvación eterna» (I. SCHUSTER, Liber Sacramentorum, vol. I, Turín, 1929, pág. 46) Quisiera tratar de imitar al segundo, que dedica todo el libro tercero de su Regula pastoralis al tema «qualiter doceat », es decir, cómo el pastor debe enseñar. A lo largo de 40 capítulos, Gregorio indica concretamente varias formas de instrucción, según las diversas circunstancias de condición social, edad, salud y temperamento moral de los oyentes. Pobres y ricos, alegres y tristes, superiores y súbditos, doctos e ignorantes, descarados y tímidos, etc... todos están en ese libro, que es como el valle de Josafat. En el Concilio Vaticano se consideró como algo nuevo el que se denominase «pastoral» no ya a lo que se enseñaba a los pastores, sino a lo que los pastores hacían para afrontar las necesidades, las ansias y las esperanzas de los hombres. Gregorio había ya puesto en práctica esa «novedad» muchos siglos antes, tanto en la predicación como en el gobierno de la Iglesia.  Celebrar bien la liturgia  El segundo deber, expresado con la palabra «bautizar», se refiere a los sacramentos y a toda la liturgia. La diócesis de Roma ha seguido el programa de la CEI «Evangelización y Sacramentos»; sabe ya que evangelización, sacramento y vida santa son tres momentos de un camino único: la evangelización prepara al sacramento y el sacramento lleva a vivir cristianamente a quienes lo han recibido. Quisiera que este gran concepto se aplicara cada vez con más amplitud.  Quisiera también que Roma diese el buen ejemplo de una liturgia celebrada piadosamente y sin «creatividades» desentonadas. Algunos abusos en materia litúrgica han podido favorecer, por reacción, actitudes que han llevado a toma de posiciones insostenibles en sí mismas y en contraste con el Evangelio. Al hacer un llamamiento, con afecto y con esperanza, al sentido de responsabilidad de cada uno frente a Dios y a la Iglesia, quisiera

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poder asegurar que cualquier irregularidad litúrgica será diligentemente evitada.  Guiar y gobernar con amor  Y hénos aquí ya en el último deber episcopal: «enseñar a observar». Es la diaconía, el servicio de guiar y gobernar. Confieso que, aunque haya sido yo veinte años obispo, en Vittorio Véneto y en Venecia, todavía no he «aprendido bien el oficio» En Roma, estudiaré en la escuela de San Gregorio Magno, que dice: «Esté cercano (el pastor) a cada uno de sus súbditos con la compasión. Y olvidando su grado, considérese igual a los súbditos buenos, pero no tenga temor en ejercer, contra los malos, el derecho de su autoridad. Recuerde que mientras todos los súbditos dan gracias a Dios por cuanto el pastor ha hecho de bueno, no se atreven a censurar lo que ha hecho mal; cuando reprime los vicios, no deje de reconocerse, humildemente, igual que los hermanos a quienes ha corregido y siéntase ante Dios tanto más deudor cuanto más impunes resulten sus acciones ante los hombres» (Reg. past. porte II, cc. 5 y 6 passim).  Termina aquí la explicación de las tres lecturas. Pero séame permitido añadir una solo cosa: es ley de Dios que no se pueda hacer bien a alguien si antes no se le quiere bien. Por eso San Pío X, al entrar como Patriarca en Venecia, exclamó en San Marcos: «¿Qué sería de mí, venecianos, si no os amase?» Algo parecido digo yo a los romanos: puedo aseguraros que os amo, que solamente deseo serviros y poner a disposición de todos mis pobres fuerzas, todo lo poco que tengo y que soy.    Y aquí el texto del mensaje de saludo dirigido al Santo Padre por el Cardenal Ugo Poletti.  Beatísimo Padre, Íntimamente unido a los Obispos del Consejo Episcopal de Roma y al Capítulo Lateranense, tengo la alegría y la responsabilidad de reasumir los sentimientos de fe, de amor, de devoción, de disponible colaboración que Clero, Religiosos y pueblo de vuestra Diócesis Romana hoy desean manifestaros con claridad y sinceridad absolutas.  Anunciando esta Vuestra visita a la Patriarcal Archibasilica del SS.mo. Salvador de Letrán, custodio de la Cátedra del Obispo de Roma, he osado decir que se trataba de un encuentro todo romano, no ya por falta de delicadeza o de consideración a los Miembros de la Curia de la Santa Sede

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que, además, se llama Romana, o a los ilustres Representantes de tantos pueblos hermanos aquí presentes para haceros honor, sino más bien para recordar a nosotros mismos una particular dimensión de vida eclesial y una consiguiente responsabilidad, que deriva del vínculo nuestro con Vuestra persona.  Somos hijos Vuestros, como todos los miembros de la Iglesia Católica, pero con una peculiaridad que es única: esta santa Iglesia diocesana pertenece sólo a Vos y ningún Hermano en el Episcopado puede compartir con Vos la paternidad.  Somos Vuestra personal porción y heredad, representada por aquella Cátedra de Pedro, de la cual Letrán es espiritualmente custodia, pero con la cual habéis también heredado la paternidad y el Magisterio Universal en la Iglesia Católica.  Tenemos un título personal a recibir de Vos nutrición y sostenimiento con la Palabra de Dios, con el ejercicio de la caridad y paciencia paternas, con la atención y solicitud inmediata, para que nuestra Fe no disminuya y nuestra vida cristiana no languidezca.  Todavía si nos detuviéramos en estas consideraciones solas, seríamos hijos inertes, mezquinos: no seríamos ciertamente Vuestra corona y alegría. Nosotros Os agradecemos por este encuentro, en la toma de posesión de Vuestra Cátedra Episcopal, porque nos dais la alegría de advertir más agudamente y filialmente algunas de nuestras responsabilidades activas, graves y estimulantes.  Nosotros advertimos que, a causa de la íntima comunión del Pueblo de Dios con su Obispo, somos también, de alguna manera, partícipes del grave deber Vuestro de la construcción de la Santa Iglesia en el mundo. No sólo en Roma nosotros debemos dar espacio y cuerpo, visible en todos lados, a Vuestra acción pastoral y a Vuestra caridad; no sólo, como hijos que viven en casa, debemos ayudar al Padre acogiendo a los hermanos que vienen de lejos, sino de Vuestra misma presencia y misión somos ayudados, como ningún otro, a crecer en una dimensión de Fe verdaderamente católica, en un testimonio de caridad hacia los pobres, los humildes, los pequeños, los marginados, que sea evidentemente percibida por las otras Iglesias hermanas.  Son deberes que Vuestra presencia aquí, hoy nos recuerda con una autoridad única.  

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Profundamente conscientes de nuestras debilidades, limitaciones y contradicciones que, en la vida eclesial de la Ciudad, se mezclan a las singulares capacidades suyas de bien y a fuerzas vivas cristianas, operantes en todo nivel cultural, popular, de dirigencia o de comunidad, nosotros advertimos otra responsabilidad de la «comunión eclesial» con Vos, nuestro Obispo y Padre: nosotros constituimos para Vos el espacio de verificación de todo el bien y el dolor que, en expresiones y dimensiones diversas, se mueve y se extiende en el mundo. Para usar un término técnico moderno, la Diócesis de Roma constituye para el Papa la «investigación de muestra» inmediata, viva, alegre o dolorosa, de la vida humana y cristiana difundida en todo el mundo.  Tal vez por esto las tensiones, aspiraciones, posibilidades operativas, compensaciones y desequilibrios sociales, morales, religiosos que existen inevitablemente en cada ciudad, quizá también en proporciones mayores aún en Roma, asumen un eco singular y mundial, que es inmediatamente percibido. Así que, a medida que conozcáis íntimamente a Vuestra Iglesia diocesana, Vos advertiréis misteriosamente el pulso del corazón del mundo.  Reflexionando sobre esta situación, nosotros nos sentimos empeñados a daros una contribución, lo más verdadera, auténtica posible, para facilitar Vuestra misión de Pastor y Padre Universal.  ¿Somos presuntuosos? Compadecednos, Padre Santo, como débiles criaturas; comprendednos como personas voluntariosas; amadnos y sostenednos como hijos sinceros, que quieren ser fieles a Vos.  Al filo de estas consideraciones, la alegría explosiva de Vuestra Iglesia en el encuentro con su Obispo se hace más reflexiva y consciente. La alegría no puede sustituir al deber, pero desde el deber advertido y cumplido, se consolida la alegría portadora de nuevos frutos.  Vos – continuando la obra del venerado Papa Paulo VI, hecha tan humana y sensible en los últimos años – ya nos habéis dado mucho en confianza, en amable paternidad y, todavía más, nos daréis en fortaleza espiritual y en asistencia magisterial y moral.  Nosotros, pequeños, ¿qué podemos ofreceros? Un don que entre en colaboración de Fe y de caridad, en ayuda de los más pobres.  Parroquias, Institutos Religiosos y fieles han respondido generosamente a la invitación, lanzada por mí, de ofreceros la posibilidad de construir una «casa de Dios y de caridad fraterna» en un barrio modesto de Roma: en

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Castelgiubileo en la Salaria, donde la parroquia de los Santos Crisante y Daría está todavía privada de todas las estructuras parroquiales.  Han sido recogidos, hasta ahora, más de cien millones; el primer regalo paterno que el Papa Juan Pablo ofrece a su Diócesis de Roma.  Bendecid, Padre Santo, al Cardenal Vicario y a los Obispos, colaboradores Vuestros, al Venerable Capítulo y Clero Lateranense, al Presbiterio diocesano con los Seminarios e Institutos; pero, sobre todo, a la Ciudad de Roma, con todos sus responsables religiosos y civiles y, especialmente, con sus hijos, en particular los más pobres y los enfermos, con el auspicio de María «Salus Populi Romani».

DISCURSOS

30/08/1978: A los Cardenales

 Palabras del Pontífice, fuera del texto escrito: “Gracias, Eminencia Reverendísima, por las palabras tan buenas que se ha dignado dirigirme, en nombre, además del Sacro Colegio, me pareció ver en nombre de la Iglesia, de sus componentes: los fieles, los sacerdotes, los religiosos.  Antes que nada, yo quisiera pedir de alguna manera disculpas porque, en la prensa, he visto que, casi casi, yo habría reprochado al Sacro Colegio. No es precisamente así. Cuando volví de la bendición y vi a todo el Colegio formado para la foto que luego no se hizo, me vino espontáneamente, de los recuerdos de la escuela, yo debo a la escuela el texto del tudesco ahí, donde habla de San Bernardo, dice también la reacción que tuvo cuando oyó que Eugenio III, uno de los suyos, había sido hecho Papa. Entonces, escribió: "Quid fecistis? Parcat vobis Deus". Pero no era yo que lo decía. ¡No os reprochaba en absoluto! Quería decir, la reacción de San Bernardo. Yo, en cambio, en este momento, debo agradecer la confianza absolutamente inesperada por mí y también inmerecida, que habéis tenido en darme vuestro voto. Esperemos que el Señor no me haga indigno de esta confianza. Ayudadme también vosotros con vuestras oraciones. Aquí veo al cardenal Felici, con su acostumbrada amabilidad, antes de que terminara el escrutinio, vino, porque estaba justo delante de mí, y me dijo: “Mensaje para el nuevo Papa”. ¡Gracias! – dije, pero todavía no había sido hecho. Abrí. ¿Qué era? Un pequeño Via Crucis. Ese es el camino de los Papas. Pero... en el Via Crucis, uno de los personajes es también el cireneo.

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Espero que, mis hermanos cardenales ayudarán a este pobre Cristo, Vicario de Cristo, a llevar la cruz con su colaboración de la que yo siento tanta necesidad (...)  Yo, en un cierto sentido, siento dolor de no poder regresar a la vida del apostolado menudo que me gustaba tanto. He tenido siempre diócesis pequeñas: Vittorio Véneto, diócesis pequeña; la misma Venecia, grande por historia y pequeña, 430.000 habitantes. Por eso, mi trabajo era: chicos, obreros, enfermos, visitas pastorales. No podré hacer más este trabajo. Pero vosotros podéis hacerlo. Pero no debéis solamente pensar en vuestra diócesis. Los obispos deben pensar también en la Iglesia universal. Debemos trabajar juntos. Tened piedad del pobre Papa nuevo que verdaderamente no esperaba subir a este lugar. Tratad de ayudar y tratemos juntos de dar al mundo espectáculo de unidad, aún sacrificando a veces alguna cosa. Pero nosotros tendremos mucho que perder si el mundo no nos ve sólidamente unidos.  Con esto, os doy las más grandes felicitaciones y termino con la bendición apostólica que el cardenal Decano ha pedido... Digo la verdad. Me parece un poco extraño daros la bendición apostólica. Sois todos sucesores de los Apóstoles también vosotros. De todos modos, está escrito aquí: “En nombre de Cristo, imparto con efusión de sentimientos a vosotros, a vuestros colaboradores y a todas las almas confiadas a vuestra cura pastoral, las primicias de mi propiciadora apostólica bendición”. Un poco áulico el lenguaje. ¡Tened paciencia!  Texto escrito :  Venerables hermanos, Con inmensa alegría os vemos reunidos con nosotros en este encuentro, que hemos deseado vivamente y del cual vuestra cortesía nos permite ahora gustar el gozo y el consuelo.  Los cardenales  Sentimos, en efecto, apremiante la necesidad no sólo de renovaros la expresión de nuestra gratitud por el consenso --que no cesa realmente de sorprendernos y confundirnos-- reservado por vosotros a nuestra humilde persona, sino también de testimoniaros la confianza que ponemos en vuestra fraterna y asidua colaboración.  El peso que el Señor, con los inescrutables designios de su Providencia ha querido poner sobre nuestros frágiles hombros, nos resultaría ciertamente

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demasiado gravoso, si no supiéramos que podemos contar con la omnipotente fuerza de su gracia y además con la afectuosa comprensión y operante solidaridad de hermanos tan distinguidos por doctrina y sabiduría, tan experimentados en el gobierno pastoral y tan metidos en las cosas de Dios y en las de los hombres.  La Curia Romana  Aprovechamos, por tanto, esta circunstancia para declarar que contamos ante todo con la ayuda de los señores cardenales que quedarán junto a nosotros, en esta alma Ciudad, al frente de los varios dicasterios, de que se compone la Curia Romana.  Las tareas pastorales, a las que sucesivamente la Providencia divina nos ha llamado en los años pasados, se han desarrollado siempre lejos de estos complejos organismos, que ofrecen al Vicario de Cristo la posibilidad concreta de ejercer el servicio apostólico, del que Él es deudor a toda la Iglesia, y aseguran de tal modo la articulación orgánica de las legítimas autonomías, dentro del respeto indispensable de esa unidad esencial de disciplina, además de la de la fe, por la que Cristo rezó en la inmediata vigilia de su pasión (cf. Jn 17,11. 21-23).  No nos cuesta trabajo reconocer nuestra inexperiencia en un sector tan delicado de la vida eclesial. Nos proponemos, pues, recoger las sugerencias que nos vengan de tan excelentes colaboradores, entrando, por así decir, en la escuela de quienes por los méritos adquiridos en un servicio de tan gran importancia, son muy dignos de nuestra plena confianza y de nuestro agradecido reconocimiento.  El Colegio Episcopal  Nuestro pensamiento se dirige luego, venerados hermanos, a los que os disponéis a regresar a vuestras Sedes episcopales, para continuar el cuidado pastoral de las Iglesias, que el Espíritu os ha confiado (cf. Act. 20, 28), y pregustáis ya en el ánimo el gozo del encuentro con tantos hijos vuestros, ya bien conocidos y tiernamente amados. Es un gozo este, que a nosotros no nos será concedido. El Señor conoce la nostalgia que esta renuncia suscita en nuestro corazón. A pesar de todo Él, en su bondad, sabe atenuar la pena de la separación con la perspectiva de una paternidad más amplia. Él nos conforta, de modo particular, con el don inestimable de vuestra cordial y sincera devoción, en la que nos parece sentir vibrar la devoción de todos los obispos del mundo, unidos a esta Sede Apostólica con los vínculos sólidos de una comunión que cruza los espacios, ignora las

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diversidades de raza, se enriquece de los valores auténticos, presentes en las varias culturas, hace de pueblos distantes entre sí por ubicación geográfica, por lengua y mentalidad, una única gran familia.  ¿Cómo no sentirse invadidos por una ola de serena confianza ante el espectáculo maravilloso, que se ofrece a la absorta contemplación del espíritu, estimulado por vuestra presencia a extenderse en dirección de los cinco continentes, cada uno de los cuales tiene en vosotros tan significativos y dignos representantes?  La Iglesia universal y las Iglesias particulares    Esta vuestra espléndida asamblea pone ante nuestros ojos una imagen elocuente de la Iglesia de Cristo, cuya unidad católica ya conmovía al gran Agustín y lo inducía a poner en guardia las «pequeñas ramas» de cada una de las Iglesias particulares a no separarse ex ipsa magna arbore quae ramorum suorum porrectione tote orle diffunditur (Ep. 185 ad Bonifacium, núm. 8, 32).  Bien sabemos nosotros que hemos sido constituidos signo e instrumento de esta unidad (cf. Const. Dogm. Lumen Gentium, núm. 22, 2; 23, 1); y es nuestro propósito dedicar todas nuestras energías a su defensa y a su incremento, animados para ello por la seguridad de poder contar con la acción iluminada y generosa de cada uno de vosotros.  No pretendemos aquí volver a trazar las grandes líneas de nuestro programa, que os son ya conocidas. Quisiéramos solamente reafirmar en este momento, junto con todos vosotros, el compromiso de una disponibilidad total a las mociones del Espíritu para el bien de la Iglesia, a la que en el día de la elevación a la púrpura cardenalicia cada uno de nosotros prometió servir usque ad sanguinis effusionem (hasta la efusión de la sangre).  La tarea de confirmar a los hermanos  Venerables hermanos: Cuando el sábado pasado nos encontramos ante la peligrosa decisión de un «Sí», que habría de poner sobre nuestros hombros el formidable peso del ministerio apostólico, alguno de vosotros nos susurró al oído palabras que invitaban a tener confianza y ánimo.  Séanos permitido ahora, convertido ya en Vicario de Aquel que dejó a Pedro la consigna de «confirmar a los hermanos» (Lc 22, 32), séanos permitido animaros a vosotros, que os disponéis a reanudar vuestras

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respectivas actividades eclesiales, a confiar, con firmeza viril, incluso en esta hora tan difícil, en la ayuda de Cristo que nunca falta; Él nos repite también a nosotros, hoy, las palabras pronunciadas cuando las tinieblas de la pasión se cernían ya densamente sobre Él y sobre el primer núcleo de los creyentes: «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33)  En el nombre de Cristo y como prenda de nuestra paterna benevolencia, os impartimos con efusión de sentimientos a vosotros, a vuestros colaboradores y a todas las almas confiadas a vuestro cuidado pastoral, las primicias de nuestra propiciatoria bendición apostólica.  

31/08/1978: Al cuerpo diplomático ante la Santa Sede

 Excelencias, señoras, señores, Agradecemos vivamente a vuestro digno intérprete sus palabras llenas de deferencia, más aún, de benevolencia y de confianza. Nuestro primer impulso sería el de confesaros nuestra confusión ante tales expresiones que nos honran y estos sentimientos que nos confortan. Pero sabemos muy bien que este homenaje y este testimonio de adhesión van dirigidos, a través de nuestra persona, a la Santa Sede, a su misión altamente espiritual y humana, a la Iglesia católica, cuyos hijos desean sobre todo edificar, en unión con sus hermanos, un mundo más justo y más armonioso.  La misión universal del Papa  No habíamos tenido aún el honor de conoceros. Nuestro ministerio se había limitado hasta ahora a las diócesis que nos habían sido confiadas y a los deberes pastorales que ello comportaba en Vittorio Véneto y Venecia. Esto era ya, sin embargo, participación en el servicio de la Iglesia universal.  Pero ahora en esta Sede del Apóstol Pedro, nuestra misión se ha hecho ya efectivamente universal y nos pone en relación no sólo con todos nuestros hijos católicos, sino también con todos los pueblos, con sus representantes cualificados y especialmente con los diplomáticos de los países que han querido establecer relaciones de este orden con la Santa Sede. Bajo este título, nos sentimos muy feliz de acogeros aquí, de expresaros nuestra estima y confianza y el aprecio que tenemos de vuestra noble función; feliz también de saludar, a través de vuestras personas, a cada una de las

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naciones que representáis y que miramos con respeto y simpatía, formulando fervientes votos de progreso y de paz. Estas naciones irán adquiriendo para Nos un aspecto aún más concreto a medida que vayamos encontrando, no sólo a los obispos y a los fieles, sino también a los responsables civiles.  Todo el mundo sabe lo que nuestro venerado predecesor ha llevado a cabo en este campo de las relaciones diplomáticas. Bajo su pontificado, las Misiones de las que vosotros sois jefes se han multiplicado.  Nos deseamos también que tales relaciones sean cada vez más cordiales y fructuosas, para el bien de vuestros conciudadanos, para el bien de la Iglesia en vuestros países, para el bien de la concordia universal. Por otra parte, las relaciones que podéis tener entre vosotros mismos, cerca de la Santa Sede, también favorecen asimismo la comprensión y la paz. Os ofrecemos nuestra sincera colaboración, según nuestros medios propios.  Misión espiritual y pastoral  Ciertamente, en la gama amplia de los puestos diplomáticos, vuestra función aquí es sui generis, como lo son la misión y la competencia de la Santa Sede.  La Iglesia quiere crear una civilización nueva impregnada de esperanza  Evidentemente no tenemos ningún bien temporal que intercambiar ni ningún interés económico que discutir, como los tienen vuestros Estados. Nuestras posibilidades de intervención diplomática son limitadas y peculiares. Esta no se inmiscuye en los asuntos puramente temporales, técnicos y políticos, que son competencia de vuestros Gobiernos.  En este sentido, nuestras Representaciones diplomáticas ante las más altas autoridades civiles, bien lejos de ser una supervivencia del pasado, testimonian a la vez nuestro respeto hacia el poder temporal legítimo y el interés muy vivo prestado a las causas humanas que este poder está destinado a promover. De la misma manera vosotros sois aquí los portavoces de vuestros Gobiernos y los testigos atentos de la obra espiritual de la Santa Sede. Por ambas partes hay presencia, respeto, intercambio, colaboración, sin confusión de competencias.  Al servicio de la comunidad internacional  Nuestros servicios, pues, son de dos órdenes.

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Se puede dar, si nosotros somos invitados a ello, una participación de la Santa Sede como tal, a nivel de vuestros Gobiernos o de las instancias internacionales, para la búsqueda de las soluciones mejores de los grandes problemas en los que están en juego la distensión, el desarme, la paz, la justicia, las medidas o las ayudas humanitarias, el desarrollo... Nuestros representantes o delegados intervienen entonces, vosotros lo sabéis, con una palabra libre y desinteresada. Esta es una forma apreciable de asistencia o ayuda mutua que la Santa Sede tiene la posibilidad de aportar, gracias al reconocimiento internacional de que goza y a la representación del conjunto del mundo católico que asegura.  Nos estamos dispuesto a proseguir en este campo la actividad diplomática e internacional ya emprendida, en la medida en que la participación de la Santa Sede pueda resultar deseada, fructuosa y correspondiente a nuestros medios.  En la línea del Concilio y de las enseñanzas de Pablo VI  Pero nuestra acción al servicio de la comunidad internacional se coloca también --y Nos diríamos, sobre todo-- en otro plano, que se podría calificar más específicamente de pastoral y que es propio de la Iglesia.  Se trata de contribuir, a través de los documentos y esfuerzos de la Sede Apostólica y de nuestros colaboradores de toda la Iglesia, a iluminar y formar las conciencias, de los cristianos en primer lugar, pero también de los hombres de buena voluntad --influyendo por medio de ellos en una opinión pública más amplia--, sobre los principios fundamentales que garanticen una civilización auténtica y una fraternidad real entre los pueblos: respeto del prójimo, de su vida, de su dignidad, interés por su desarrollo espiritual y social, paciencia y voluntad de reconciliación en la edificación tan vulnerable de la paz; en una palabra, todos los derechos y deberes de la vida en sociedad y de la vida internacional, tal como los expusieron la Constitución conciliar Gaudium et spes y tantos mensajes del llorado Papa Pablo VI.  Estas actitudes, que los fieles cristianos adoptan o deberían adoptar para su salvación según la lógica del amor evangélico, contribuyen a transformar progresivamente las relaciones humanas, el entramado social y las instituciones; y ayudan a los pueblos y a la comunidad internacional a asegurar mejor las condiciones del bien común y a encontrar el sentido último de su marcha hacia adelante. Tienen un impacto cívico y político.  

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Vuestros países buscan construir una civilización moderna, con unos esfuerzos a menudo geniales y generosos, que cuentan con toda nuestra simpatía y nuestro aliento en cuanto ellos se ajustan a las leyes morales inscritas por el Creador en el corazón humano.  Ahora bien, esta civilización, ¿no tiene necesidad de una energía espiritual nueva, de un amor sin fronteras, de una esperanza firme?  He aquí la contribución que con toda la Iglesia y siguiendo a nuestro predecesor, queremos prestar al mundo.  Cierto, somos muy pequeño y muy débil para ello. Pero tenemos confianza en la ayuda de Dios.  La Santa Sede pondrá en esto todos sus esfuerzos. La cosa merece también todo vuestro interés.  Desde hoy, nuestros votos más cordiales os acompañan en la misión que vais a proseguir ante Nos como lo habéis hecho ante el Papa Pablo VI.  Invocamos sobre cada una de vuestras personas, familias, países que representáis, y sobre todos los pueblos del mundo, abundantes bendiciones del Altísimo.

01/09/1978: A los periodistas

Egregios señores y queridos hijos, Nos alegramos de poder recibir ya en la primera semana de nuestro pontificado una representación tan calificada y numerosa del «mundo» de las comunicaciones sociales, reunida en Roma con ocasión de dos acontecimientos, que han tenido un profundo significado para la Iglesia católica y para el mundo entero: la muerte de nuestro llorado predecesor Pablo VI y el reciente cónclave, en el cual ha sido colocado sobre nuestros humildes y frágiles hombros el peso formidable del servicio eclesial de Sumo Pastor.  Servicio a la opinión pública  Este grato encuentro nos permite agradeceros los sacrificios y fatigas que habéis afrontado durante el mes de agosto para servir a la opinión pública mundial --también el vuestro es un servicio y muy importante--, ofreciendo

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a vuestros lectores, oyentes y telespectadores, con la rapidez y prontitud que requiere vuestra responsable y delicada profesión, la posibilidad de participar en estos históricos acontecimientos, en su dimensión religiosa y en su profunda conexión con los valores humanos y las esperanzas de la sociedad de hoy.  Lo digo con toda sinceridad. Fue el Cardenal Mercier quien, a su vez, decía: “Si viniera San Paolo, sería periodista”. Pierre L’ Hermitte de “La Croix” de París, le respondió: “¡Eh, no Eminencia! Si viniera San Pablo no sería solamente periodista. Sería director de la Reuter”. Pero, yo agrego hoy: no solamente director de la Reuter. Hoy, San Pablo tal vez iría a ver a Paolo Grassi (n. d. a. responsable de la RAI de entonces) a pedirle un poco de espacio en la televisión o a la NBC.   Queremos expresaros en particular nuestra gratitud por el empeño que habéis puesto estos días, para dar a conocer mejor a la opinión pública la figura, las enseñanzas, la obra y el ejemplo de Pablo VI, y por la sensibilidad y esmero con que habéis tratado de captar y dar a conocer en vuestros amplios comentarios, como también en la multitud de imágenes que habéis transmitido desde Roma, la expectación reinante en esta ciudad, en la Iglesia Católica y en todo el mundo, de un nuevo Pastor que asegurase la continuidad de la misión de Pedro.  Promesa de colaboración  La sagrada herencia que nos han dejado el Concilio Vaticano II y nuestros predecesores Juan XXIII y Pablo VI, de querida y santa memoria, nos exige la promesa de una atención especial, de una colaboración franca, honesta y eficaz con los instrumentos de comunicación social, que vosotros representáis aquí dignamente. Es una promesa que os hacemos con mucho gusto, consciente como somos de la función cada vez más importante que los medios de comunicación social han ido asumiendo en la vida del hombre moderno.  No nos pasan inadvertidos los riesgos de masificación y de despersonalización, que dichos medios comportan, con las consiguientes amenazas para la interioridad del individuo, para su capacidad de reflexión personal y para su objetividad de juicio. Pero conocemos también las posibilidades nuevas y felices que los citados medios ofrecen al hombre de hoy, para conocer mejor y acercarse a los propios semejantes, para percibir más de cerca el ansia de justicia, de paz, de fraternidad, para instaurar con ellos vínculos más profundos de participación, de comprensión, de solidaridad en orden a un mundo más justo y humano. En una palabra,

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conocemos la meta ideal hacia la que cada uno de vosotros, a pesar de las dificultades y desilusiones, orienta el propio esfuerzo: la de llegar a través de la «comunicación» a una más auténtica y plena «comunión» Es la meta hacia la que aspira también, como bien podéis comprender, el corazón del Vicario de Aquel, que nos ha enseñado a invocar a Dios como Padre único y amoroso de todo ser humana.  Antes de dar a cada uno de vosotros y a vuestras familias mi bendición especial, que quisiera extender a todos los colaboradores de los órganos de información que representáis, agencias, periódicos, radios y televisiones, quiero aseguraros el aprecio que siento hacia vuestra profesión y el cuidado que tendré de facilitar vuestra noble y difícil misión en el espíritu de las indicaciones del Decreto Conciliar Inter mirifica y la Instrucción Pastoral Communio et progressio.  La Iglesia en los medios de comunicación social  Si puedo agregar un pedido y un verdadero pedido, con ocasión de acontecimientos de mayor relieve o de la publicación de documentos importantes de la Santa Sede, tendréis que presentar frecuentemente a la Iglesia, hablar de la Iglesia, tendréis que comentar, a veces, mi humilde ministerio, espero que lo hagáis con amor a la verdad y con respeto de la dignidad humana, porque tal es la finalidad de toda comunicación social.  Yo he leído un poco divertido en el pre-conclave, los artículos de algún periódico, escritos con recta intención, pero digo, un poco divertido porque... yo sólo he pensado en pedir al Señor que me iluminara para dar el voto a la persona justa. No había corrientes. No había... Os aseguro, no había nada de todo esto. Escritos con buena intención pero con otra visión. Habría que entrar en la visión de la Iglesia cuando se habla de la Iglesia. Me he acordado de un episodio de la historia del periodismo italiano: se trataba de Baldasarre Avanzini, entonces director del “Fanfulla”. Estábamos en los tiempos de la Guerra Franco-Prusiana. Y él, a sus reporteros, daba esta directiva: “¡Al público no le interesa saber lo que Napoleón III le dijo a Guillermo de Prusia! Le interesa saber si tenía los pantalones beige o rojos; si fumaba o no el cigarrillo”.  Yo he tenido... la impresión que, a veces, los periodistas se detengan en cosas del todo secundarias en cosas de la Iglesia. Habría que apuntar al centro. Aquellos que son los verdaderos problemas de la Iglesia. Sería también entonces una función educadora de vuestro público que os lee, os escucha u os mira. Por lo tanto, os pido sinceramente, ¡os ruego, más bien! que tratéis de contribuir también vosotros a salvaguardar en la sociedad de

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hoy, aquella profunda estima de las cosas de Dios y de la misteriosa relación entre Dios y cada uno de nosotros, que constituye la dimensión sagrada de la realidad humana.  Tratad de comprender las razones profundas por las que el Papa, la Iglesia y sus Pastores deben pedir a veces, en el ejercicio de su servicio apostólico, espíritu de sacrificio, de generosidad, de renuncia para edificar un mundo de justicia, de amor y de paz.  Con la seguridad de conservar también en el futuro el lazo espiritual iniciado con este encuentro, os concedemos de todo corazón nuestra bendición apostólica.    Y aquí el texto de homenaje dirigido al Santo Padre por Monseñor Deskur  Beatísimo Padre, En nombre de la Pontificia Comisión para las Comunicaciones Sociales, tengo el honor de presentar a Vuestra Santidad a los aquí presentes, excepcionalmente numerosos y calificados, periodistas y operadores de la información televisiva, radiofónica y fotográfica, provenientes de todos los ángulos de la tierra, los cuales, acogidos y asistidos por la Sala de Prensa de la Santa Sede, por el Servicio Audiovisual de la misma Comisión y por la Radio Vaticana, han tratado de absolver el difícil deber de hacer participar a la opinión pública mundial en los luctuosos eventos de la muerte y los funerales de Vuestro llorado Predecesor Paulo VI, y luego en la ansiosa espera para la elección del nuevo Sucesor de Pedro, en el gozoso anuncio “habemus Papam” y, finalmente, en el solemne inicio de Vuestro Supremo Ministerio.  Gracias a sus corresponsalías desde Roma, las páginas de todos los periódicos, las pantallas de televisión y las voces de las radios de todo el mundo han podido ofrecer la imagen y la figura del nuevo Papa, difundiendo su primer mensaje, sus primeras enseñanzas, el siempre nuevo anuncio del Evangelio de Cristo.  Ellos no querían, ni podían partir de Roma sin haber visto de cerca de Juan Pablo I, sin haber escuchado su primera palabra dirigida justo a ellos, sin haber pedido una de sus primeras bendiciones para su difícil y responsable profesión, para sus colaboradores, para sus familias.

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04/09/1978: A las misiones especiales llegadas a Roma

Excelencias, señoras y señores, En la celebración de ayer, sólo pudimos dirigiros un breve saludo. Hoy queremos manifestaros la alegría, la emoción y el honor que nos ha proporcionado vuestra participación en la inauguración de nuestro Pontificado. Os somos deudores de enorme gratitud, a vosotros personalmente, en primer lugar, y a los países u Organizaciones internacionales que representáis.  Pedro y sus sucesores  Este homenaje de tantas naciones resulta muy hermoso y alentador. No es que nuestra persona lo haya merecido: ayer éramos únicamente un sacerdote y un obispo de una provincia de Italia, entregado con todas sus energías y talentos al apostolado que se le había confiado. Y he aquí que hoy hemos sido llamado a la Sede del Apóstol Pedro. Somos heredero de su gran misión universal, que él recibió por pura gracia de manos de Nuestro Señor Jesucristo, quien es, según la fe cristiana, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Pensamos con frecuencia en esta frase del Apóstol Pablo: «Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra» (2 Cor 4, 7).  Felizmente tampoco nosotros estamos solo: actuamos en comunión con los obispos de la Iglesia católica extendida por todo el mundo.  Así, pues, nos llena de gozo el hecho de que vuestro homenaje va más allá de la benevolencia prestada a nuestra persona, y se convierte ante nuestros ojos en signo del atractivo continuo y fascinante que ejercen en nuestro universo el Evangelio y las cosas de Dios; y manifiesta asimismo la estima y confianza de casi todos los pueblos hacia la Iglesia y la Santa Sede, hacia sus múltiples actividades, tanto en el campo propiamente espiritual como en el servicio a la justicia, al desarrollo y a la paz. Hay que añadir que la acción de los últimos Papas, sobre todo de nuestro venerado Predecesor Pablo VI, ha contribuido enormemente a esta irradiación internacional.  Derechos y libertades de los hijos de Dios  En cuanto a nosotros y según nuestras posibilidades, estamos dispuesto a proseguir esta obra desinteresada y a apoyar a los colaboradores nuestros

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que trabajan en ella. Si bien no conocemos personalmente todos vuestros países, y desgraciadamente no podemos hablaros a cada uno en su lengua materna, nuestro corazón está plenamente abierto a todos los pueblos y a todas las razas, con el deseo de que cada uno encuentre su puesto en el concierto de las naciones y desarrolle los dones que Dios le ha dado, en la paz, gracias a la comprensión y a la solidaridad de los demás. Nada de lo que es verdaderamente humano nos será ajeno. Es verdad que no poseemos soluciones milagrosas para los grandes problemas mundiales. Pero podemos aportar algo muy preciado: un espíritu que ayude a solventar estos problemas y los sitúe en un enfoque que es esencial, el de la caridad universal y el de la apertura a los valores trascendentes, es decir, la apertura a Dios. Procuraremos cumplir este servicio con lenguaje sencillo, claro y confiado.  Queremos contar también con vuestra colaboración benevolente. Deseamos en primer lugar que las comunidades cristianas gocen siempre, en vuestros países, del respeto y de la libertad a que tiene derecho toda conciencia religiosa, y se dé un lugar justo a su colaboración en la prosecución del bien común. Asimismo estamos seguro de que seguiréis acogiendo favorablemente las iniciativas de la Santa Sede, cuando ésta se propone servir a la comunidad internacional, recordar las exigencias de una vida sana en sociedad, defender los derechos y la dignidad de todos los hombres, especialmente de los pequeños y de las minorías.  De nuevo, gracias por vuestra visita. De todo corazón invocamos la ayuda de Dios sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre todos y cada uno de vuestros países y de las Organizaciones mundiales que representáis. Que Dios mantenga lúcidos nuestros espíritus y nuestros corazones en la paz, en el desempeño de nuestras grandes responsabilidades.

07/09/1978: Al clero de Roma

Agradezco vivamente al cardenal Vicario las felicitaciones que me ha dirigido en nombre de todos los presentes. Sé cómo ha ayudado, fiel y eficazmente a mi inolvidable Predecesor; espero que seguirá colaborando también conmigo. Saludo con afecto al arzobispo vice-gerente, a los obispos auxiliares, a cuantos trabajan en los varios centros y oficinas del Vicariato; a cada uno de los sacerdotes con cura de almas en el ámbito de la diócesis y de su distrito: a los párrocos, en primer lugar, a sus colaboradores, a los religiosos y, a través de ellos, a las familias cristianas y a los fieles.

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 Quizá hayáis advertido que ya cuando hablé a los cardenales en la Capilla Sixtina, aludí a la «gran disciplina de la Iglesia» que debía «mantenerse en la vida de los sacerdotes y de los fieles». Sobre este tema habló con frecuencia mi venerado Predecesor, y sobre lo mismo me permito hablaros brevísimamente con confianza de hermano en este primer encuentro.  Fomentar el recogimiento interior  Hay una disciplina «pequeña», que se limita a la observancia puramente externa y formal de normas jurídicas. Pero yo quisiera hablar de la disciplina «grande» Esta existe sólo cuando la observancia externa es fruto de convicciones profundas y proyección libre y gozosa de una vida vivida íntimamente con Dios. Se trata --escribe el abad Chautard-- de la acción de un alma, que reacciona continuamente para dominar sus malas inclinaciones y para ir adquiriendo poco a poco la costumbre de juzgar y de comportarse en todas las circunstancias de la vida, según las máximas del Evangelio y los ejemplos de Jesús. «Dominar las inclinaciones» es disciplina. La frase «poco a poco» indica disciplina, que requiere esfuerzo constante, prolongado, nada fácil. Incluso los ángeles que vio Jacob en sueños no volaban, sino que subían los escalones uno a uno. ¡Figurémonos nosotros, que somos pobres hombres sin alas!  La «gran» disciplina requiere un clima adecuado. Ante todo, el recogimiento. Una vez me ha tocado ver en la estación de Milán a un maletero, el cual, apoyada la cabeza en un saco de carbón junto a una columna, dormía beatamente... los trenes partían silbando y llegaban chirriando con las ruedas; los altavoces daban sin cesar avisos que aturdían; la gente iba y venía con ruido y jaleo, pero el hombre seguía durmiendo y parecía decir: «Haced lo que os plazca, porque yo tengo necesidad de quietud». Algo parecido deberíamos hacer los sacerdotes: a nuestro alrededor hay movimiento incesante y las personas, los periódicos, las radios, las televisiones no paran de hablar. Con mesura y disciplina sacerdotal debemos decir: «Más allá de ciertos límites, para mí, que soy sacerdote del Señor, vosotros no existís; yo tengo que reservarme un poco de silencio para mi alma; me alejo de vosotros para unirme a mi Dios».  Dialogar con Dios y dialogar con los hombres  Comprobar que su sacerdote está habitualmente unido a Dios es hoy el deseo de muchos fieles buenos.  

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Estos razonan como el abogado de Lión, cuando volvía de visitar al Cura de Ars. «¿Qué ha visto usted en Ars?», le preguntaron. Respuesta: «He visto a Dios en un hombre»  Análogos son los razonamientos de San Gregorio Magno. Este desea que el pastor de almas dialogue con Dios sin olvidar a los hombres, y dialogue con los hombres sin olvidar a Dios. Y dice: «Huya el pastor de la tentación de querer ser amado por los fieles en vez de por Dios, o de ser demasiado débil por miedo a perder el afecto de los hombres; no sea que corra el riesgo de que Dios le reprenda así: '¡Ay de los que se colocan almohadones en los codos!' (Ez 13,18) El pastor --termina diciendo-- debe procurar ser amado, claro está, pero a fin de ser escuchado, no buscando este afecto para provecho propio» (cf. Regula pastoralis 1, II, c. VIII).  Ejercer el gobierno pastoral como servicio  Los sacerdotes son todos guías y pastores en un cierto grado; pero ¿tienen todos concepto cabal de lo que supone ser verdaderamente pastor de una Iglesia particular, es decir, obispo?  Jesús, Pastor supremo, dijo de sí mismo por una parte: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18), y por otra, añadió: «He venido a servir» (cf. Mt 20, 28), y lavó los pies a sus Apóstoles. Por tanto, en él iban unidos a la vez poder y servicio. Algo parecido se dice de los Apóstoles y de los obispos: Praesumas --decía Agustín--si prossumus (Miscellanea Augustiniana, Romae 1930, t. I, pág. 565)  Nosotros los obispos gobernamos sólo si servimos: nuestro gobierno es cabal si se concreta en servicio o se ejerce con miras al servicio, con espíritu y estilo de servicio. Sin embargo, este servicio episcopal fallaría si el obispo no quisiera ejercer los poderes recibidos. Sigue diciendo San Agustín: «el obispo que no sirve a la gente (predicando, guiando) es sólo un foeneus custos, un espantapájaros, colocado en los viñedos para que los pájaros no piquen las uvas» (id. 568) Por ello está escrito en la Lumen Gentium: «Los obispos gobiernan... con los consejos, las exhortaciones, los ejemplos, pero también con la autoridad y la sacra potestad» (Lumen Gentium, 27).  Cumplir la voluntad de Dios  Otro elemento de la disciplina sacerdotal es el amor al propio puesto. Lo sé, no es fácil amar el puesto y seguir en él cuando las cosas no van bien, cuando se tiene la impresión de no ser comprendido ni alentado, cuando la

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inevitable confrontación con el puesto asignado a otros nos llevaría a sentirnos tristes y desanimados. Pero ¿es que no trabajamos por el Señor? La ascética nos enseña: no mires a quién obedeces, sino por Quién obedeces. El reflexionar también ayuda. Yo soy obispo desde hace veinte años: muchas veces he sufrido por no poder premiar a alguno, que lo merecía de verdad; pero o no había puesto-premio, o no sabía cómo sustituir a la persona, o sobrevenían circunstancias adversas. Por otra porte, San Francisco de Sales ha escrito: «No hay ninguna vocación que no tenga sus contratiempos, sus amarguras y sus disgustos. A parte de los que están plenamente resignados a la voluntad de Dios, cada uno desearía cambiar la propia condición por la de los otros. Los que son obispos no querrían serlo; los que están casados querrían no estarlo, y los que no lo están desearían casarse. ¿De dónde nace esta inquietud generalizada de los espíritus, sino de una cierta alergia a lo que es obligación y de un espíritu no bueno que nos lleva a suponer que los otros están mejor que nosotros?» (SAN FRANCISCO DE SALES, Oeuvres, edic. Annecy, t. XII, 348-9).  He hablado a la llana y os pido disculpas por ello. Pero os puedo asegurar que desde que he llegado a ser Obispo vuestro os amo mucho. Y con el corazón lleno de amor os imparto la bendición apostólica.

21/09/1978: A un grupo de obispos de EE.UU. en visita "ad limina"

Queridos hermanos en Cristo, Es un verdadero placer para nosotros encontrarnos por primera vez con un grupo de obispos americanos que realizan la visita ad Limina. Os acogemos de todo corazón, queremos que os sintáis en vuestra casa, que experimentéis el gozo de encontrarnos juntos en familia. Nuestro gran deseo en este momento es confirmaros a todos en la fe y en el servicio al Pueblo de Dios; queremos mantener vivo el ministerio de Pedro en la Iglesia.  Las orientaciones de Pablo VI y del Concilio  Desde que soy Papa he ido leyendo con gran atención las sabias enseñanzas que nuestro querido predecesor Pablo VI impartió este mismo año a los obispos de Estados Unidos sobre los temas del ministerio de la reconciliación en la Iglesia, de la protección y defensa de la vida, y del impulso de la devoción a la Eucaristía. Sus enseñanzas las hacemos

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también nuestras y os renovamos el aliento y las directrices que os dio en esos discursos. Aunque somos nuevo en el pontificado --apenas un principiante--, queremos elegir igualmente nosotros temas que afecten en profundidad a la vida de la Iglesia y os sirvan de gran ayuda en vuestro ministerio episcopal. Nos parece que la familia cristiana es buen punto para comenzar. La familia cristiana es tan importante y su papel tan fundamental en la transformación del mundo y en la construcción del Reino de Dios, que el Concilio la llamó «Iglesia doméstica» (Lumen Gentium, 11)  Comunidad de amor  No nos cansemos nunca de proclamar que la familia es comunidad de amor: el amor conyugal une a los esposos y es procreador de vida nueva; es reflejo del amor divino y amor comunicado; según las palabras de la Gaudium et spes, es participación actual en la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia (núm. 48) A todos se nos concedió la gracia de nacer en tal comunidad de amor; nos será fácil, por tanto, defender sus valores. Por ello, debemos estimular a los padres en su papel de educadores de los hijos; ellos son los primeros catequistas y los mejores. ¡Qué gran tarea tienen y qué reto! Enseñar a sus hijos a amar a Dios, a hacer de este amor una realidad de su vida. Y, por gracia de Dios, qué fácilmente aciertan algunas familias a cumplir la misión de ser primum seminarium (Optatam totius, 2); el germen de una vocación al sacerdocio se alimenta a través de la oración de la familia, el ejemplo de su fe y el apoyo de su amor.  Mantenerse fieles a la ley de Dios y de la Iglesia  Qué cosa tan maravillosa es el que las familias caigan en la cuenta del poder que tienen en la santificación de los esposos, y de la influencia mutua entre padres e hijos. Entonces, y por el testimonio de amor de su propia vida, las familias pueden llevar el Evangelio a los demás. La percepción vital de la participación del laicado --y especialmente de la familia-- en la misión salvífica de la Iglesia, es uno de los grandes legados del Concilio Vaticano II. Jamás podremos agradecer bastante a Dios este don.  A nosotros corresponde mantener fuerte esta convicción, sosteniendo y defendiendo a la familia, a cada familia y a todas las familias. ¡Nuestro propio ministerio es tan vital! Predicar la Palabra de Dios y celebrar los sacramentos. De aquí saca nuestro pueblo su fortaleza y su alegría.  También es tarea nuestra animar a las familias a mantenerse fieles a la ley de Dios y de la Iglesia. Jamás tenemos por qué temer anunciar todas las

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exigencias de la Palabra de Dios, pues Cristo está con nosotros y nos dice hoy como antes: «El que a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10, 16).  Sobre todo es importante la indisolubilidad del matrimonio cristiano; aunque sea una parte difícil de nuestro mensaje, la debemos proclamar fielmente como parte de la Palabra de Dios y parte del misterio de la fe. Al mismo tiempo hemos de mantenernos cercanos a nuestro pueblo en sus problemas y dificultades. Tiene que saber siempre que le amamos.  Ofrecer íntegras las enseñanzas del Magisterio sobre la familia  Hoy queremos manifestaros nuestra admiración y alabaros por los esfuerzos que hacéis para salvaguardar y mantener a la familia como Dios la ha hecho y como Dios la quiere. En todo el mundo las familias cristianas procuran responder a su maravilloso llamamiento, y estamos muy cerca de cada una de ellas. Los sacerdotes y religiosos se esmeran en sostenerlas y ayudarlas, y todos estos esfuerzos son dignos de las mayores alabanzas. Nuestro aliento va sobre todo a los que ayudan a los futuros esposos a prepararse al matrimonio cristiano ofreciéndoles las enseñanzas íntegras de la Iglesia y exhortándolos a los ideales más altos de la familia cristiana.  Deseamos añadir una palabra especial de encomio también a quienes, sacerdotes sobre todo, trabajan tan generosa y abnegadamente en los tribunales eclesiásticos y se esfuerzan, con fidelidad a la doctrina de la Iglesia, en salvaguardar el vínculo matrimonial, en dar testimonio de su indisolubilidad de acuerdo con las enseñanzas de Jesús, y en ayudar a las familias que lo necesiten.  Renovación a través de la santidad  La santidad de la familia cristiana es sin duda alguna el medio más apto para llevar a cabo la renovación serena de la Iglesia, que el Concilio deseaba con tanto afán; a través de la oración en familia la ecclesia domestica  se convierte así en realidad efectiva y lleva a la transformación del mundo.  Todos los esfuerzos de los padres por infundir el amor de Dios en sus hijos y sostenerlos con el ejemplo de su fe, constituye uno de los apostolados más excelentes del siglo XX. Los padres que tienen problemas especiales son dignos de una atención pastoral más especial por parte nuestra, y merecedores de todo nuestro amor.  

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Las prioridades del Papa  Queridos hermanos: Queremos que sepáis hacia dónde van nuestras prioridades.  Hagamos cuanto podamos por la familia cristiana a fin de que nuestra gente pueda realizar su gran vocación con alegría cristiana y participar íntima y eficazmente en la misión de salvación de la Iglesia --la misión de Cristo--.  Estad seguros de que contáis con todo nuestro apoyo en el amor del Señor Jesús.  Os damos a todos nuestra bendición apostólica.

23/09/1978: Al alcalde de Roma

Honorable señor Alcalde,  Le estoy vivamente agradecido por esas expresiones deferentes y sinceras que Ud., en representación también de sus colegas de la Administración Pública y de toda la población romana, ha querido dirigirme durante el itinerario que desde la residencia Vaticana me lleva a la Catedral de San Juan de Letrán.  La Urbe civil  Esta parada intermedia, al pie de la colina del Capitolio, tiene para mí un especial significado, no solamente por el cúmulo de recuerdos históricos que aquí se entrecruzan e interesan conjuntamente a la Roma civil y a la Roma cristiana, sino también porque me permite tener un primer contacto directo con los responsables de la vida ciudadana y de su recta ordenación. Se trata, por tanto, de una ocasión propicia para expresarles mi más cordial saludo y mis mejores deseos.  Los problemas de la Urbe, a los que con fundada preocupación ha aludido Ud., me encuentran particularmente atento y sensible a causa de su urgencia, de su gravedad y, sobre todo, de las desazones y de los dramas humanos y familiares, de los cuales no raramente son el signo manifiesto. Como Obispo de la Ciudad que es la sede primigenia del ministerio pastoral que se me ha confiado, me llegan más agudamente al corazón esas sufridas experiencias y me siento estimulado por ellas a la disponibilidad, a

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la colaboración y a la aportación de orden moral y espiritual que corresponde a la específica naturaleza de mi servicio, para poderlas, al menos, aliviar. Y esto lo digo no solamente a título personal, sino también en nombre de los hijos de la Iglesia de Dios aquí en Roma: de mis colaboradores los obispos, de los sacerdotes y de los religiosos, de los miembros de las asociaciones católicas y de cada uno de los fieles, comprometidos de diverso modo en actividades pastorales, educativas, asistenciales y escolares.  La Urbe cristiana  La esperanza, cuyo eco he sentido con agrado en su cortés saludo, es para nosotros los creyentes --como recordé en la audiencia general del pasado miércoles-- una virtud obligatoria y un don precioso de Dios. Que sirva para despertar, en cada uno de nosotros y, confío también, en todos los conciudadanos de buena voluntad energías y propósitos; que sirva para inspirar iniciativas y programas, con el fin de que esos problemas tengan la solución conveniente y Roma permanezca fiel, en los hechos, a aquellos ideales inconfundiblemente cristianos que se llaman hambre y sed de justicia, activa contribución a la paz, dignidad suprema del trabajo humano, respeto y amor para con los hermanos, solidaridad a toda prueba con los más débiles.

28/09/1978: A un grupo de obispos filipinos en visita "ad limina"

Queridos hermanos en Cristo, Al recibiros con profundo afecto, deseamos recordaros un paso del breviario, que nos ha impactado profundamente. Se refiere a Cristo y ha sido citado por Paulo VI en el curso de su visita a Filipinas: “Debo ser testimonio de su Nombre: Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo... Él es el Rey del nuevo mundo; es el secreto de la historia; es la llave de nuestro destino” (XIII domingo durante el año: homilía del 29 de noviembre de 1970).  Por nuestra parte, esperamos daros nuestro apoyo y nuestro aliento en la gran misión del episcopado: anunciar a Jesucristo y evangelizar a su pueblo.  Entre los derechos de los fieles, uno de los más grandes es el de recibir la Palabra de Dios en su integridad y en su pureza, con todas sus exigencias y con su poder. Un gran desafío de nuestros tiempos es la evangelización

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plena de todos los bautizados. En esto, los Obispos tienen una gruesa responsabilidad. Nuestro mensaje debe ser un claro anuncio de la salvación en Jesucristo. Debemos repetir con Pedro, ante el mundo: “Tú tienes palabras de vida eterna”. (Jn. 6, 69).  Para nosotros evangelizar significa difundir el nombre de Jesús, hacer conocer su identidad, sus enseñanzas, su Reino, sus promesas. Y su más alta promesa es la vida eterna. Y verdaderamente las palabras de Jesús nos conducen a la vida eterna.  En una reciente audiencia general, hablamos de la fe en la vida eterna. Estamos convencidos de la necesidad de exaltar este punto, para completar nuestro mensaje, para hacerlo conforme a la enseñanza de Jesús.   A imitación del Señor, que “pasó haciendo el bien” (He. 10, 38), la Iglesia tiene el deber irrevocable de aliviar la necesidad y la miseria física. Pero su caridad pastoral no sería completa si no se dirigiera también a las “más altas necesidades”. En las Filipinas, Paulo VI hizo precisamente esto. En el momento en que decidió hablar de la pobreza, de la justicia y de la paz, de los derechos del hombre, de la liberación económica y social, justo cuando en él la Iglesia obraba contra la miseria, él no permaneció en silencio ante el “más alto bien”, la plenitud de la vida del Reino de los Cielos.  Ahora más que nunca debemos ayudar a nuestro pueblo a comprender cuánta necesidad tiene de Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María. Es el Salvador, la llave de su destino y del destino de toda la humanidad.  Queridos hermanos, estamos estrechamente unidos a vosotros en vuestra obra de evangelización: en formar catequistas, en promover el apostolado bíblico, en asistir y alentar a vuestros sacerdotes en su gran misión al servicio de la Palabra de Dios, en guiar a vuestros fieles a la comprensión y al cumplimiento de los deberes de amor y de justicia cristiana. Los tenemos en grandísima cuenta, junto con todo aquello que hacéis por el Reino de los Cielos, en modo particular, está en nuestro corazón la vocación misionera y esperamos fervientemente que ella florezca entre vuestros jóvenes.   Sabemos que los filipinos son portadores de la luz de Cristo en el Extremo Oriente: aquellos que anuncian su verdad, su amor, su justicia y la salvación mediante la palabra y el ejemplo, principalmente entre sus vecinos, los pueblos de Asia. Sabemos que para esta tarea vosotros empleáis un gran medio de comunicación: Radio Veritas. Es nuestra gran esperanza que, de este gran instrumento y de cualquier otro medio, se

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sirvan los filipinos para afirmar con toda la Iglesia que Jesucristo es el Hijo de Dios y el Salvador del mundo.  Vayan nuestros saludos a toda vuestra comunidad, especialmente a los sacerdotes y a las religiosas. Os alentamos a alcanzar una cada vez más grande santidad de vida, como condición para una sobrenatural eficacia en vuestro apostolado. Amamos y bendecimos a las familias de vuestras diócesis y a todo el laicado. Pedimos a los enfermos y a los discapacitados que comprendan qué parte importante tienen en el plan de Dios y cuánto dependa de ellos la evangelización.  A todos vosotros, hermanos, impartimos nuestra especial bendición apostólica, invocando sobre vosotros alegría y fuerza en Jesucristo.

30/09/1978: A los Jesuitas (póstumo)

Mensaje (póstumo) que el Pontífice debía dirigir durante la audiencia a los representantes de la Compañía de Jesús el 30 de septiembre de 1978.  ¡Queridísimos Padres de la Compañía de Jesús!  A tres años de la conclusión de la XXXII Congregación General, habéis venido de todas las Provincias de la Orden a Roma para reflexionar juntos, para consultaros, para hacer un examen de conciencia, en torno de vuestro Prepósito General, acerca de la vida y del apostolado de la Compañía, según cuanto prescriben las Constituciones.   Deseo manifestaros, sobre todo, mi alegría por este mi primer encuentro con un grupo tan calificado de hijos de San Ignacio y, además, manifestaros a vosotros y, en vosotros, a todos vuestros hermanos esparcidos por el mundo, el reconocimiento de la Iglesia por todo el bien que vuestra Orden, desde su fundación, ha obrado en la Iglesia: un grupo unido y compacto casi una “compañía de ventura”, deseosa de ponerse, no a merced de las ambiciones políticas de los señorones de la tierra, sino “sub crucis vexillo Deo militare, et soli Domino et Ecclesiae Ipsius Sponsae, sub Romano Pontifice, Christi in terris Vicario, servire”. El pequeño grupo inicial, reunido en torno de Ignacio de Loyola, no se dejó desanimar por ninguna dificultad, sino, dilatando sus propios horizontes, se lanzó, “ad maiorem Dei gloriam”, a las formas más variadas de apostolado, como han sido ya descritas en la “Formula Instituti”, aprobada por mi Predecesor Paulo III, en 1540, y confirmada por Julio III, en 1550.

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 La Compañía de Jesús, abierta desde sus orígenes a las complejas problemáticas espirituales emergentes de la cultura renascimental, se presentaba sólidamente compacta y unida con un vínculo especial al Romano Pontífice y a Él obedeciendo “sine ulla tergiversatione aut excusatione illico” a toda disposición que concierne al progreso espiritual de las almas, la propagación de la fe y las misiones.  Los Papas han constantemente y puntualmente querido manifestar su confianza. No puedo, en este momento, no recordar a mi inmediato y venerado Predecesor, el llorado Paulo VI, que ha amado tanto, ha rezado tanto, ha obrado tanto, ha sufrido tanto por la Compañía de Jesús. Cito –entre sus varios documentos, testimonios de su paterna solicitud por vuestra Orden- la Carta del 15 de septiembre de 1973, escrita en vista de la convocación de la XXXII Congregación General; el admirable discurso del 3 de diciembre de 1974, justo al inicio de la misma Congregación General, en el cual, hablando también en su calidad de “Supremo Superior de la Compañía”, daba algunas indicaciones preciosas como expresión de sus esperanzas en los trabajos que estaban por iniciarse; y, en fin, la Carta del 15 de febrero de 1975, en la que, rebatiendo su “respeto profundo y su amor apasionado” hacia la Compañía, reafirmaba que ella tenía “una espiritualidad, una doctrina, una disciplina, una obediencia, un servicio, un ejemplo que custodiar, que testimoniar”. He probado un sereno consuelo en saber que, entre los argumentos que deberéis tratar en vuestras reflexiones en común, estará también lo que se refiere a la aplicación de las observaciones hechas por Paulo VI.  También yo me uno a mis Predecesores al deciros el afecto que siento por vuestra Orden, entre otras cosas, también por la larga costumbre que me ha ligado al padre Felice Cappello, paisano mío y pariente lejano, cuya memoria es bendecida siempre.  Sino porque vosotros, en estos días en el recogimiento y en la oración, debéis proceder a un examen acerca del estado de la Compañía, mediante una evaluación sincera, realista y corajuda de la situación objetiva, analizando si es necesario, las deficiencias, las lagunas, las zonas de sombra, quiero confiar a vuestra responsable meditación, algunos puntos que están particularmente en mi corazón. En vuestro trabajo apostólico tened siempre presente el fin propio de la Compañía “instituida principalmente para la defensa y propagación de la fe y para el provecho de las almas en la vida y doctrina cristiana” (Formula del Instituto). A este fin espiritual y sobrenatural se subordina toda otra actividad, que deberá ser ejercitada de manera adecuada a un Instituto religioso y sacerdotal.

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Vosotros bien conocéis y justamente os preocupáis por los grandes problemas económicos y sociales que hoy afligen a la humanidad y tanta conexión tienen con la vida cristiana. Pero, en la solución de estos problemas, sabed siempre distinguir las tareas de los sacerdotes religiosos de aquellas que son propias de los laicos. Los sacerdotes deben inspirar y animar a los laicos en el cumplimiento de sus deberes, pero no debe sustituirse a ellos, dejando de lado su propia tarea específica en la acción evangelizadora.   Por esta acción evangelizadora, San Ignacio exige a sus hijos una firme doctrina, adquirida mediante una larga y cuidada preparación. Y ha sido una característica de la Compañía el cuidado solícito de presentar en la predicación y en la dirección espiritual, en la enseñanza y en la publicación de libros y revistas, una doctrina sólida y segura, plenamente conforme a la enseñanza de la Iglesia, por la cual la sigla de la Compañía constituía una garantía para el pueblo cristiano y os merecía la confianza particular del Episcopado.  Procurad conservar esta encomiable característica; no permitáis que enseñanzas y publicaciones de jesuitas puedan causar confusión y desorientación en medio de los fieles; recordad que la misión que os ha confiado el Vicario de Cristo es la de anunciar, en manera más bien adaptada a la mentalidad de hoy, pero en su integridad y pureza, el mensaje cristiano, contenido en el depósito de la revelación, de la cual intérprete auténtico es el Magisterio de la Iglesia.   Esto, naturalmente, importa que en los institutos y facultades donde se forman los jóvenes jesuitas se enseñe igualmente una doctrina sólida y segura, en conformidad con las directivas contenidas en los decretos conciliares y en los sucesivos documentos de la Santa Sede que se refieren a la formación doctrinal de los aspirantes al sacerdocio. Y eso es tanto más necesario cuanto vuestras escuelas están abiertas a numerosos seminaristas, religiosos y laicos, que las frecuentan justo por la dureza y seguridad de doctrina que esperan recoger de allí.  Junto con la doctrina, debe estaros particularmente en el corazón la disciplina religiosa, que ha también constituido una característica de la Compañía y ha sido indicada por algunos como el secreto de su fuerza. Adquirida a través de la severa ascética ignaciana, alimentada por una intensa vida espiritual, sostenida por el ejercicio de una madura y viril obediencia, ella naturalmente se manifestaba en la austeridad de la vida y en la ejemplaridad del comportamiento religioso.  

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No dejéis caer estas loables tradiciones; no permitáis que tendencias secularizadoras vayan a penetrar y a turbar a vuestras comunidades, a disipar aquel ambiente de recogimiento y de oración en los que se templa el apóstol, e introduzcan posturas y comportamientos seculares, que no se condicen con religiosos. El debido contacto apostólico con el mundo no significa asimilación al mundo; más bien, exige aquella diferenciación que salvaguarda la identidad del apóstol, en modo tal que verdaderamente sea sal del mundo y levadura capaz de hacer fermentar la masa.  Sed fieles por eso a las sabias normas contenidas en vuestro Instituto; sed igualmente fieles a las prescripciones de la Iglesia que se refieren a la vida religiosa, al ministerio sacerdotal, a las celebraciones litúrgicas, dando el ejemplo de aquella amorosa docilidad a “nuestra Santa Madre Iglesia jerárquica” –como escribe San Ignacio en las “Reglas para el recto sentir con la Iglesia” –porque Ella es la “verdadera Esposa de Cristo, Nuestro Señor” (cf. Exerc. Spirit., n. 353) Esta postura de San Ignacio hacia la Iglesia debe ser típica también de sus hijos; y me gusta, a este propósito, recordar la carta del mismo Santo a San Francisco Borja, del 20 de septiembre de 1548, en la cual recomendaba: “La humildad y la reverencia hacia nuestra Santa Madre Iglesia y a aquellos que tienen la tarea de gobernarla y de amaestrarla” (Epist. et Instruct., 11, 236)  Acoged estas mis paternas recomendaciones con el mismo espíritu de sincera caridad con el cual os las dirijo, únicamente deseoso de que vuestra y mi Compañía aún hoy plenamente corresponda a las intenciones del Fundador y a las esperanzas de la Iglesia y del mundo. Precedan los Superiores con su ejemplo “Forma facti gregis ex animo” (1 Pe. 5, 3) y con su acción paterna, pero firme y concorde, concientes de su responsabilidad delante de Dios y de la Iglesia. Que cooperen todos los Padres y Hermanos, recordando los sagrados deberes que han asumido con su profesión religiosa en esta Orden, unida al Vicario de Cristo con un vínculo especial de amor y de servicio.  Es el Vicario de Cristo que os habla; es el nuevo Papa que tanto se espera y espera de la Compañía, de su múltiple y corajudo apostolado, y repite confiadamente al actual Prepósito General aquel dicho, atribuido –si mal no recuerdo- al Papa Marcelo II y dirigido a San Ignacio: “Tu milites collige et bellatores instrue; nos utemur” (N. Orlandini, Historia Societatis Iesu, p. I, I. XV, n. 3)  La Iglesia tiene hoy también necesidad de apóstoles fieles y generosos que, como tantos hijos de la Compañía, sepan emprender y sostener las más graves y urgentes empresas apostólicas. “Por todas partes en la Iglesia –

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decía mi venerado Predecesor Paulo VI- aún en los campos más difíciles y de punta, en los cruces de las ideologías, en las trincheras sociales, ha estado y está la confrontación entre las exigencias ardientes del hombre y el perenne mensaje del Evangelio, allí estuvieron y están los Jesuitas” (Discurso del 3 de diciembre de 1974)  Pero cuanto más arduas y difíciles son las empresas apostólicas a las que sois llamados, tanto mayor es la necesidad de intensa vida interior y constante unión con Dios, de las cuales San Ignacio os ha dejado un ejemplo tan luminoso. Como simple Obispo, ¡cuántas veces he llevado a San Ignacio como modelo para imitar a mis sacerdotes! “Sea cada uno de vosotros como Ignacio: in contemplatione activus et in actione contemplativus”, decía. Y subrayaba que ya San Agustín había escrito: “Ninguno debe ser tan contemplativo para no pensar en la utilidad del prójimo; ni tan activo para no buscar la contemplación de Dios” (De Civ. Dei, XIX, 19; PL 41, 647).  Para realizar este ideal es necesario vivir íntimamente la propia consagración a Dios, observar en plenitud los votos religiosos, conformarse fielmente a las reglas del propio Instituto, como han hecho los Santos de vuestra Compañía. Justo en el día de su profesión religiosa, el jesuita San Pedro Claver suscribía el acta con las palabras: “Pedro, esclavo de los negros para siempre”, entregándose, por los cuarenta años de vida que le quedaban, a las bodegas de los barcos negreros, al puerto y a las cabañas de Cartagena, hermano verdadero de todos los miserables que, desde África, eran llevados para trabajar como esclavos en América. Pero también él, en esta obra colosal, como San Ignacio, fue “in actione contemplativus”, fidelísimo, en la letra y en el espíritu, a las Reglas de la Compañía.  De este modo, el fervor de las obras, unido a la santidad de la vida auténticamente religiosa, hará eficaz y fecunda vuestra acción apostólica y será un magnífico ejemplo, que tendrá una influencia benéfica, sea en la Iglesia, sea especialmente en muchos institutos religiosos, que miran a la Compañía de Jesús como un constante punto de referencia.  Con estos votos, invoco sobre vuestras labores, amplia efusión de luz del Espíritu Santo e imparto de gran corazón a vosotros y a todos los padres y hermanos de la Compañía esparcidos en todas partes del mundo, mi Paterna Bendición Apostólica.

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RADIOMENSAJES

Radiomensaje "Urbi et Orbi" - 27 agosto 1978

Saludamos a los sacerdotes y fieles de la diócesis de Roma a ellos nos une la sucesión de Pedro y el ministerio único y singular de esta Cátedra Romana «que presido en la caridad universal» (cf SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Epístola a los romanos, Funk I, 252)  Saludamos de modo especial a los fieles de nuestra diócesis de Belluno, de la cual procedemos; y a los que en Venecia nos habían sido confiados como hijos afectuosos y queridos, en los que pensamos ahora con nostalgia sincera, recordando sus magníficas obras eclesiales y las energías que hemos dedicado juntos a la buena causa del Evangelio.  Y abrazamos con amor también a todos los sacerdotes, especialmente a los párrocos y a cuantos se dedican a la cura directa de las almas, en condiciones muchas veces de penuria o de auténtica pobreza, pero sostenidos al mismo tiempo luminosamente por la gracia de la vocación y por el seguimiento heroico de Cristo, «pastor y guardián de vuestras almas» (1 Pe 2, 25).  A los religiosos, a las religiosas y a los laicos  Saludamos a los religiosos y religiosas de vida contemplativa o activa, que siguen irradiando en el mundo el encanto de su adhesión intacta a los ideales evangélicos; y les rogamos que «sin cesar se esmeren para que, por medio de ellos, ante los fieles y los infieles, la Iglesia manifieste de veras cada vez mejor a Cristo» (Lumen Gentium, 46).  Saludamos a toda la Iglesia misionera, animando y aplaudiendo con amor a los hombres y mujeres que ocupan un puesto de vanguardia en la proclamación del Evangelio: sepan que entre todos aquellos a quienes amamos, ellos nos son especialmente queridos; nunca los olvidaremos en nuestras oraciones y en nuestra solicitud, porque tienen un puesto privilegiado en nuestro corazón.  A las Asociaciones de Acción Católica, así como a los Movimientos de denominación diversa que contribuyen con energías nuevas a la vivificación de la sociedad y a la consecratio mundi, como levadura en la masa (cf. Mt 13, 33), va todo nuestro aliento y nuestro apoyo, porque estamos convencidos de que su actividad, en colaboración con la sagrada jerarquía, es hoy indispensable para la Iglesia.

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 A la juventud y a las familias  Saludamos a los adolescentes y a los jóvenes, esperanza de un mañana más limpio, más sano, más constructivo, advirtiéndoles que sepan distinguir entre el bien y el mal, y realicen el bien con las energías frescas que poseen, procurando aportar su vitalidad a la Iglesia y para el mundo del mañana.  Saludamos a las familias, «santuario doméstico de la Iglesia» (Apostolicam actuositatem, 11), más aún, «verdadera y propia Iglesia doméstica» (Lumen gentium, 11), deseando que en ellas florezcan vocaciones religiosas y decisiones santas, y que preparen el mañana del mundo; les exhortamos a que se opongan a las perniciosas ideologías del llamado hedonismo que corroe la vida, y a que formen espíritus fuertes, dotados de generosidad, equilibrio y dedicación al bien común.  A los que sufren  Pero queremos enviar un saludo particular a cuantos sufren en el momento presente; a los enfermos, a los prisioneros, a los emigrantes, a los perseguidos, a cuantos no logran tener un trabajo o carecen de lo necesario en la dura lucha por la vida; a cuantos sufren por la coacción a que está reducida su fe católica, que no pueden profesar libremente sino a costa de sus derechos primordiales de hombres libres y de ciudadanos solícitos y leales. Pensamos de modo particular en la atormentada región del Líbano, en la situación de la Tierra de Jesús, en la faja del Sahel, en la India tan probada, y en todos aquellos hijos y hermanos que sufren dolorosas privaciones, sea por las condiciones sociales y políticas, sea a consecuencia de desastres naturales.  A las clases sociales humildes y a los responsables de la marcha del mundo  ¡Hombres hermanos de todo el mundo! Todos estamos empeñados en la tarea de lograr que el mundo alcance una justicia mayor, una paz más estable, una cooperación mas sincera; y por eso invitamos y suplicamos a todos, desde las clases sociales más humildes que forman la urdimbre de las naciones, hasta los Jefes responsables de cada uno de los pueblos, a hacerse instrumentos eficaces y «responsables» de un orden nuevo, más justo y más sincero.  Una aurora de esperanza flota sobre el mundo, si bien una capa espesa de tinieblas con siniestros relámpagos de odio, de sangre y de guerra, amenaza

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a veces con oscurecerla; el humilde Vicario de Cristo que comienza con temblor y confianza su misión, se pone a disposición total de la Iglesia y de la sociedad civil, sin distinción de razas o ideologías, con el deseo de que amanezca para el mundo un día más claro y sereno. Solamente Cristo puede hacer brotar la luz que no se apaga, porque Él es el «sol de justicia» (cf. Mal 4, 2); pero Él pide también el esfuerzo de todos; el nuestro no faltará.  Invocación al Señor, a la Virgen y a los Santos Pedro y Pablo  Pedimos a todos nuestros hijos la ayuda de su oración, porque sólo en ésta esperamos; y nos abandonamos confiados a la ayuda del Señor quien, al igual que nos ha llamado a la tarea de Representante suyo en la tierra, no permitirá que nos falte su gracia omnipotente.  María Santísima, Reina de los Apóstoles, será la fúlgida estrella de nuestro pontificado.  San Pedro, «fundamento de la Iglesia» (SAN AMBROSIO, Exp. Ev. Sec. Lucam, IV, 70; CSEL 32, 4, pág. 175) nos asista con su intercesión y con su ejemplo de fe invicta y de generosidad humana.  San Pablo nos guíe en el impulso apostólico dirigido a todos los pueblos de la tierra; nos asistan nuestros santos Patronos.  Y en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo impartimos al mundo nuestra primera y afectuosísima bendición apostólica.

Radiomensaje a los fieles de Ecuador

LA VIRGEN, ESTRELLA DE LA EVANGELIZACION EN AMERICA LATINA  Venerables hermanos y amadísimos hijos del Ecuador:  Con sumo gusto queremos unir nuestra voz a la vuestra, desde esta Roma centro de la catolicidad, para tributar un homenaje de filial devoción y amor a nuestra Madre del cielo, la Santísima Virgen María.  Sabemos que estáis celebrando el III Congreso Mariano Nacional, bajo el lema: El Ecuador, por María a Cristo. Haced de este lema todo un

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programa de vida y de acción apostólica. María, la Madre de Cristo, Madre de la Iglesia y Madre dulcísima de cada uno de nosotros, sea siempre vuestro modelo, vuestra guía, vuestro camino hacia el Hermano Mayor y Salvador de todos, Jesús.  Y sea también Ella, en este momento difícil y lleno de esperanza, la estrella de la evangelización en Ecuador y en toda América Latina.  Con gran afecto paterno y en unión de plegarias os bendecimos a todos, Pastores y fieles del Ecuador, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.  

HOMILIAS Y CARTAS DEL CARDENAL LUCIANI

Homilía del cardenal Albino Luciani para la Vigilia pascual, Venecia, (21 de abril de 1973) «Dice san Pablo: “Fue sepultado… resucitó al tercer día … se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven… Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí” (1Co 15, 4-9). Aquí Pablo usa cuatro veces el verbo aparecer, insistiendo en la percepción visiva; ahora bien, el ojo no ve lo que está dentro de nosotros, sino lo exterior, una realidad distinta de nosotros, que se nos impone desde fuera. Esto aleja la tesis de una alucinación, algo que los apóstoles fueron los primeros en temer. De hecho, al principio pensaron que veían a un espíritu, no al verdadero Jesús, por lo que éste les tuvo que tranquilizar: “¿Por qué os turbáis? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo” (Lc 24, 38). Como no acababan de creerlo, Jesús les dijo: “‘¿Tenéis aquí algo de comer?’.Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos” (Lc 24, 41-43). Así pues, la incredulidad inicial no fue sólo de Tomás, sino de todos los apóstoles, gente sana, robusta, realista, alérgica a todo fenómeno de alucinación, que se rindió solamente frente a la evidencia de los hechos.  Con un material humano semejante era también muy improbable pasar de la idea de un Cristo merecedor de revivir espiritualmente en los corazones a la idea de una resurrección corporal a fuerza de reflexión y entusiasmo. Además, después de la muerte de Cristo los apóstoles en vez de entusiasmo sentían desconsuelo y desilusión. Y también faltó el tiempo: en quince días

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un grupo fuerte de personas, no acostumbradas a especular, no cambia en bloque de mentalidad sin el apoyo de pruebas sólidas».

 Homilía del cardenal Albino Luciani durante la misa de sufragio por Pablo VI celebrada en la Basílica de San Marcos de Venecia el (9 de agosto de 1978) «¿Cómo quieres ser llamado?», le preguntaron hace quince años al final del cónclave. Y respondió: «Me llamaré Pablo». Quien lo conocía, nos habría jurado que el nombre elegido sería ese. Montini había sido siempre un apasionado de los escritos, de la vida, del dinamismo del gran Apóstol de los gentiles. Y vivió su “paulinidad” por entero y hasta el final.  El pasado 29 de junio habló de los quince años de su pontificado; hizo suyas las palabras que san Pablo, también cercano al final, había escrito a Timoteo: «He conservado y defendido la fe» (2Tm 4, 7).  La fe que conservar y defender fue el primer punto de su programa. En el discurso de coronación, el 30 de junio de 1963, había declarado: «Defenderemos la santa Iglesia de los errores de doctrina y de práctica, que dentro y fuera de sus confines amenazan su integridad y oscurecen su belleza».  Había escrito san Pablo a los Gálatas: «Aun cuando un ángel de cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!» (Ga 1, 8).  En nuestros días pueden considerarse ángeles la cultura, la modernidad, la actualización, cuestiones que le interesaban mucho al papa Pablo. Pero cuando estas cuestiones le parecieron contrarias al Evangelio y a su doctrina, su “no” fue rotundo. Basta recordar la Humanae vitae, su “Credo”, su postura ante el catecismo holandés, su afirmación clara sobre la existencia del diablo.  Han dicho que la Humanae vitae fue un suicidio para Pablo VI, el derrumbe de su popularidad y el comienzo de críticas feroces. En cierto sentido es verdad, pero lo había previsto y con san Pablo se decía: «…¿Busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios?… Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Ga 1, 10).  San Pablo había dicho también de sí mismo: «Con Cristo estoy crucificado» (Ga 2, 19). Pablo VI confesó: «Quizá el Señor me ha llamado

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para este servicio [pontifical] no porque yo posea alguna actitud o gobierne y salve la Iglesia de sus dificultades actuales, sino para que sufra algo por la Iglesia y quede claro que Él, y nadie más, la gobierna y la salva». Dijo también: «El Papa siente las penas que le vienen sobre todo de su insuficiencia humana, la cual se encuentra en cada instante de frente y casi en conflicto con el peso enorme y desmesurado de sus deberes y de su responsabilidad». Esto llega a veces hasta la agonía.  Los Corintios hacían el siguiente comentario sobre Pablo: «Las cartas [de Pablo] son severas y fuertes, mientras que la presencia del cuerpo es poca cosa y la palabra no vale nada» (2Co 10,10). Todos hemos visto a Pablo VI en la televisión o en fotografía abrazar al patriarca Atenágoras: parecía un niño que desaparece entre los brazos, y ante la barba imponente de un gigante.  También cuando hablaba su voz era más bien opaca; raras veces expresaba la convicción y el entusiasmo que le bullían dentro. ¡Pero el pensamiento! ¡Los escritos! Estos eran límpidos, penetrantes, profundos y a veces escultóricos.  «Los pueblos hambrientos», escribió por ejemplo, «gritan a los que abundan en riquezas. Y la Iglesia, conmovida ante gritos tales de angustia, llama a todos y a cada uno de los hombres para que, movidos por amor, respondan finalmente al clamor de los hermanos». Sí al desarrollo –dijo–, pero integral, « de todos los hombres y de todo el hombre». «Todos los hombres» y no solamente la clase de los afortunados; «todo el hombre»: este, pues, debe tener la posibilidad de desarrollarse y progresar en una dimensión no sólo económica, sino también moral, espiritual y religiosa. «Hacer, conocer y tener más para ser también más».  Pero san Pablo fue sobre todo el apóstol de los gentiles, de aquellos que no eran judíos. Y por ellos combatió, a pesar de la perplejidad de otros apóstoles, viajó mucho y sufrió. Escribía: «Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en el mar. Viajes frecuentes…» (2Co 24-26). A semejanza del apóstol, Pablo VI ha recorrido en avión 130.000 kilómetros: Palestina, India, sede de las Naciones Unidas, Fátima, Turquía, Colombia, África, Extremo Oriente fueron las etapas principales de su viajar. Todos estos viajes quizá no han conseguido conversiones, pero han hecho sentir la cercanía de la Iglesia a los pueblos y a sus problemas.  

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Otra cercanía, o mejor dicho, acercamiento, que Pablo VI ha buscado, es el de los contactos con gobiernos de profesión ateísta. Una cuestión delicada, que le ha costado críticas. No cabe duda de que había peligro. Pero era limitado y calculado. Limitado, porque no cedía sobre los principios según el evangélico «iota unun aut unus apex non praeteribit a lege». Calculado, porque, aun con esperanzas a veces exiguas, buscaba el beneficio de la religión.  Estaba el problema de los muchos católicos que viven bajo gobiernos perseguidores: es necesario que el Papa les envíe obispos o trate de conseguir para ellos algunas migajas de libertad religiosas. Los mismos ateos son un problema: son muchos, muchos; ¿puede la Iglesia cerrarse en sí misma ante ellos?  Había escrito san Pablo: «Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos» (1Co 9, 22). ¿Por qué, entonces, no admirar la valentía de un Papa que arriesga? Cuando Pío VII estaba tratando el concordato con Napoleón, se encontró incluso con la oposición abierta de algunos cardenales. «¡Tratar con ese delincuente!», decían. «Y alejar de las diócesis a todos los obispos ancianos, muchos de los cuales pueden ser considerados mártires de la fe! ¡Y poner en su lugar a obispos del gusto del primer cónsul! Pío VII, con el corazón partido, pidió o impuso a los viejos obispos que sufrieran no sólo por la Iglesia, sino también a causa de la Iglesia; le hizo al primer cónsul todas las concesiones moralmente lícitas para obtener, en cambio, grandes ventajas para la religión. Naturalmente el éxito de las negociaciones no se vio inmediatamente, sino con el tiempo. La historia tiene sus flujos  y reflujos. También la de la Iglesia. En el archivo patriarcal existe documentación de la correspondencia entre el patriarca Roncalli y el substituto Montini. El Papa –escribe en una carta Roncalli– desea que vaya a Roma el tal sacerdote; concederlo es un gran sacrificio para Venecia, pero yo cedo, porque en la Iglesia «hay que mirar largo y lejos». Gracias, le responde Montini; gracias por el sacerdote concedido y por el «largo y lejos».  Hermanos, ningún hombre es perfecto; también Pablo VI, que tanto lloramos, quizá habrá hecho imperfectamente algunas cosas. A mí me parece, sin embargo, que él, cultísimo como hombre, ejemplar como sacerdote, como Papa ha visto «largo y lejos».

 Una carta de Albino Luciani De la carta al prior de Pietralba sobre el significado de los santuarios marianos Venecia. (15 de agosto de 1977)  

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      […] Visitando los santuarios, llama la atención que la Virgen se aparece siempre a gente pobre y sencilla: niños como en Lourdes y Fátima; campesinos como en Motta de Livenza y Pietralba. Algunos aprovechan la ocasión para reírse y encogerse de hombros. Los cristianos más atentos, en cambio, ven en este fenómeno la continuación de la política de Dios ya señalada por María: «Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 52-53).       Se discute mucho acerca de las apariciones: una “derecha” muy devocional revela un apetito exagerado de cosas religiosas sensacionales, corre a cualquier parte donde se anuncie una aparición, lee con afán los reportajes, pregunta continuamente qué es el “tercer secreto” de Fátima. Y halla con que saciarse: desde 1930 a 1975 alguien ha contado 232 apariciones de la Virgen. Una “izquierda” católica, más bien hipercrítica, considera poco serio todo lo que no es Biblia, subestima a priori las apariciones, subraya que éstas son rarísimas entre gente seria como los ingleses, los norteamericanos y los alemanes; admite que también en las zonas anglófonas y germanófonas los santuarios marianos son numerosos, pero advierte que a menudo están dedicados a la Virgen aparecida en Lourdes, Fátima, Caravaggio, etc.       La postura justa está en el medio de estos dos extremos. La han propuesto –entre otros muchos– santo Tomás y el papa Juan. El primero escribe que, la «gran» revelación se cumplió con los apóstoles, una «pequeña» revelación es útil también después de los apóstoles, en el tiempo de la Iglesia, «no para sacar una nueva doctrina, sino para dirigir las acciones humanas». El papa Juan, en la misma línea, el 18 de febrero de 1959, clausurando el centenario de Lourdes, declaraba: «Los papas […] consideran un deber encomendar a la atención de los fieles, cuando, tras un maduro examen, lo juzgan oportuno por el bien general, las luces sobrenaturales que Dios quiere dispensar libremente a ciertas ánimas privilegiadas, no para proponer nuevas doctrinas, sino para guiar nuestra conducta».       El Papa habla de «maduro examen», que concierne tanto a las personas como al mensaje. Es criterio negativo que los presuntos «videntes» deseen las visiones, las propaguen fácilmente, llamen la atención, se contradigan. […]       Teniendo presente lo que dice el papa Juan, el dato sensacional es secundario: lo que importa es que en Lourdes, Fátima, La Salette y en otras partes, la Virgen, para guiarnos y ayudarnos, dice prácticamente sólo una cosa: oración y penitencia (es decir, conversión). Repite lo dicho por Jesús, que había amonestado: «Si no hacéis penitencia, pereceréis […] Hay que rezar siempre». Siempre. Los santuarios nos ayudan sobre todo a recordar esta enseñanza. Por eso son muy útiles y el bien que hacen es muy grande.

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OTROS TEXTOS

Albino Luciani         CURSO BÁSICO DE FORMACIÓN CATEQUÍSTICA

 

II. EL MAESTRO CATEQUISTA

 

1.- LA MISION DEL CATEQUISTA

1.- Hay un cuadro de Murillo llamado "Los niños de la concha". En un fondo tranquilo y sereno, mientras los ángeles desde lo alto miran y sonríen, el Niño Jesús con una conchita da al pequeño Juan Bautista el agua tomada de un limpidísimo riachuelo que se desliza a sus pies.

He aquí la misión del catequista: sustituir a Jesús y dar a los niños con el catecismo el agua de la vida eterna.

2.- Es una misión noble. El catequista continúa la obra de Jesús y de los apóstoles; se coloca en línea con los obispos, los sacerdotes y los misioneros; ayuda a la familia que no siempre puede o sabe educar sola a los hijos; ayuda a la patria para formar buenos ciudadanos. Ayuda, sobre todo, a la religión. Ciertamente que el centro de la religión está en la Santa Misa, los Sacramentos, las funciones sagradas. ¡Qué huellas tan hondas dejan en el alma una primera comunión, el rito del matrimonio, una confesión bien hecha!

¿Pero qué es lo que se recoge en una Primera Comunión, en el rito del matrimonio bien celebrado? Lo que el catequista ha sembrado antes. ¿Quién va a Misa, a los actos del culto y saca de ellos fruto práctico? El que ha sido preparado por un catequista serio y bien preparado.

¿Quién se confiesa con acusación sincera, dolor y propósito firme de la enmienda? El que ha tenido un excelente catequista que lo ha instruido acerca de la confesión con ideas, convicciones y buenos hábitos.

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Grandes hombres como Alejandro Volta, Silvio Pellico y César Cantú tenían a gran honor enseñar casi todos los domingos el catecismo a los niños en la Iglesia parroquial.

Aun Napoleón enseñó el catecismo en sus últimos años y Carlos Alberto instruía personalmente a sus hijos sobre el modo de confesarse, comulgar y asistir a la Santa Misa.

San Pío X dijo: "El apostolado del catequista, es el más grande de los apostolados hoy día".

3.- Es una misión difícil. Las dificultades vienen ya de parte de los alumnos, ya de parte del mismo catequista. Los niños son con frecuencia muy inconstantes, inquietos, distraídos por mil cosas. Los familiares ayudan poco a la obra del catequista, y a veces la obstaculizan ola destruyen.

Las dificultades de parte del catequista son: que se siente a veces impreparado, que tiene poco tiempo, que debe someterse a la fatiga de la preparación, que tiene que fatigarse para mantener la disciplina debida, etcétera. Y además el catequista se halla desilusionado por el desaliento, tanto más difícil cuanto ha sido mayor el entusiasmo al empezar. No se ve el fruto inmediato, se encuentran dificultades, se prueban desiluciones, amarguras y a veces se desea dejarlo todo.

4.- Y sin embargo es una misión que lleva fruto. Las dificultades se superan. Quien tiene entusiasmo insiste, repite y sobre todo procura prepararse debidamente para hacer atrayente la lección, llega a llamar la atención de los niños.

El fruto no puede faltar, y segura es la recompensa del Señor que ha dicho: "Todo cuanto hayáis hecho a uno de estos pequeños, lo habéis hecho a Mí", y estas otras: "Los que hayan enseñado la justicia a muchos, brillarán como astros en la eternidad".

Pero además hay también fruto y resultado en la tierra. El agricultor recoge la cosecha, pero sólo después de haber arrojado la semilla. El catequista es un sembrador y a veces el efecto de su enseñanza se verá solamente más tarde, en una desgracia, en peligro de muerte; otras veces el fruto es visible en los jóvenes que prepara, que llegan a ser mejores y que son agradecidos al que los instruyó.

 

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2.- LAS DOTES DEL CATEQUISTA

Depende sobre todo del catequista que su misión tenga éxito o no. San Felipe Neri y San Juan Bosco catequizaban a los muchachos en cualquier rincón de la sacristía, hasta en la calle, sin lujo de ambiente, sin medios y sin embargo los encantaban como si fueran magos y los transformaban. Tenían lo que es más importante: las bellas dotes, que se pueden dividir así:

Dotes religiosas, que hacen al cristiano.

Dotes morales, que hacen al hombre.

Dotes profesionales o del oficio, que hacen al maestro.

Dotes externas, que no hacen nada nuevo y no son indispensables pero que dan pleno resultado y relieve a las dotes precedentes y permiten al catequista brillar delante de sus chicos, con luz completa del cristiano, del hombre o del maestro.

a)Dotes religiosas

5.- Buena conducta. Es una dote capital. Los niños leen más en el catequista que en el catecismo, se impregnan más de la conducta que de las palabras, se les graba más con los ojos que con los oídos. Son como la esponja: absorben sobre todo lo que ven, y ven mucho. Tienen una antena finísima para captar todo lo que el catequista es interiormente. Si el catequista no es bueno, su voz externa podrá decir lo que quiera, pero otras cien voces claman para desmentir lo que pronuncian los labios.

No se logra insinuar a los niños la dulzura, el perdón cuando negros pensamientos de rencor o de venganza dan arrugas a nuestro rostro.

No se lleva a la pureza con las palabras hermosas, cuando feos hábitos o pensamientos pecaminosos obscurecen nuestra alma.

El catequista no puede dar lo que no tiene, y así no enseña sino lo que posee y no sabe sino lo que es.

6.- Piedad. Dios produce en el alma la vida sobrenatural o sea la gracia y la virtud. El catequista es por tanto únicamente un instrumento del cual Dios se sirve. Si permanece unido a Dios, viviendo en estado de gracia, hará bien a sus discípulos; separado de Dios por el pecado mortal, su trabajo será estéril para la vida eterna.

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Es como la lámpara eléctrica: unida a la corriente, da luz y claridad; separada de ella, todo lo deja a oscuras.

Así han existido muchos catequistas que careciendo de dotes externas, con poco ingenio y cultura, sin embargo han obtenido frutos maravillosos. Tenían una piedad profunda con la que conquistaban a los niños, más que con toda la elocuencia de este mundo.

Catequistas que no sólo enseñaban a conocer a Dios sino que lo mostraban y hacían sentir, como el Santo Cura de Ars del que se decía: ¡Vayamos a ver a una copia de Dios!

No se concibe un catequista sin verdadera piedad. ¿Cómo podrá hacer amar al Señor, si él, el primero, no lo ama?

¿Cómo enseñará a orar, a frecuentar los sacramentos, si no tiene gusto por la oración,.afición por las funciones religiosas, si no hace bien la genuflexión, la señal de la cruz,. etcétera? La piedad no es como una máscara que se pone y se quita; es un perfume que se desprende de un alma deseosa de agradar a Dios y que los niños ven y reconocen con una facilidad extraordinaria. Si los niños se sienten amados, abren la puerta del corazón, confían, escuchan, se dejan educar.

7.- Convicción profunda. El catequista debe ser un entusiasta, un convencido. Convencido de que su misión es una cosa grande, que las cosas que enseña son verdaderas, que los niños aunque con fatiga a veces y constancia serán elevados al orden sobrenatural y mejorados. Esta convicción dará ánimo y alas a su apostolado; con ella, llegará a ser un artista de su catecismo; sin ella, quedará como estancado e incapaz de edificar y de arrastrar tras de sí.

Dos alpinistas escalan una roca: el primero porque está de moda, el segundo por pasión y afición.

Observad el regreso: ¿Qué has visto?, se pregunta al primero. "Pues nada de especial: cuatro cuerdas, cuatro árboles, torrentes, prados, un rinconcito de cielo y nada más", y bosteza.

Se pregunta al segundo: ¿Qué he visto? ¡No lo podría haber soñado jamás! ¡Rocas y más rocas, prados y torrentes, azul del cielo, sol, cosas y espectáculos maravillosos!

Y mientras habla parece que tales maravillas le sonríen todavía en el espíritu y en el fondo del alma.

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Los dos han visto lo mismo, pero qué diferentes las impresiones. El primero, no entusiasmará a nadie a intentar una subida a la montaña; el segundo, al contrario, con su entusiasmo encenderá la pasión por la montaña y el alpinismo y guiará a otros a nuevas ascensiones.

Así el catequista: no basta que enseñe, sino que enseñando entusiasme a los otros, los apasione y los arrastre.

b) Dotes morales

8. Amar a los niños. Lacordaire escribió: "Dios quiso que ningún bien se hiciera a los hombres sino amándolos". Y es verdad.

Si los niños no se sienten amados desconfían, obran por fuerza y sin convicción.

El catequista mismo, si no ama deveras a los niños, no hallará jamás la fuerza para superar el insuceso, el tedio, la ingratitud inherente a su oficio, y tanto menos será capaz de tener confianza en sí mismo y en ellos, de compadecerlos y de tener paciencia.

9.- Paciencia. "Con los niños, dice San Francisco de Sales, hay que tener un vasito de sabiduría, un barril de prudencia, y un mar de paciencia".

Todos lo saben y tan verdadero es que cuando un maes tro no domina a los chicos, el pueblo dice sin equivocarse: "No acierta porque no tiene paciencia". Y cuando al contra rio, el maestro es capaz y lleva felizmente la escuela, el pueblo también dice enseguida: "¡Cuánta paciencia!".

10.- Sentido de la justicia. El niño no soporta la parcialidad y la injusticia y cuando la ve o cree verla, sufre, se aleja y se encierra en sí mismo.

En esta materia las cosas que para nosotros son como de juego y broma, para los niños adquieren una importancia extraordinaria. Es necesario tratar de evitarlas, buscando tratar a todos de la misma manera, guardándose de las simpatías hacia los más ricos, mAs listos, mejor vestidos, etcétera. Si puede haber alguna preferencia, debe ser para los más pobres, más rudos, más deficientes.

11.- Respeto de la verdad. Los niños son muy sensibles a la verdad, tienen una gran confianza en el catequista. Por lo tanto, jamás debe permitirse por chanza, el decir cosas no ciertas o hablar con reticencias o con doble sentido.

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Procurará tener en esto gran cuidado para no perder delante de los niños el prestigio de ser hombre de palabra. Por ejemplo: no cambiar en sus detalles las cosas que se cuentan. El niño que tiene memoria especial y muy fiel para los detalles, desconfía cuando una segunda vez halla la historia diferente de la primera. En su alma se levanta la duda, que después pasa con gran facilidad de los detalles insignificantes a la substancia misma y a la verdad de las cosas que enseña.

c) Dotes profesionales

12.- Saber. Para enseñar es necesario saber lo que se enseña: para enseñar una cosa hay que saber diez; para enseñar bien, hay que saber mucho y muy bien.

Es pues como una escala: el que sabe muy bien, enseña bien; el que sabe bien, enseña apenas pasablemente; quien sabe apenas pasablemente, enseña mal.

En la escuela elemental una maestra enseña no muchas materias y cosas más fáciles que las verdades del cate cismo. Y sin embargo, se le exige que estudie varios años y que supere difíciles exámenes.

Se dice: ¡Pues, en fin, se trata de enseñar a niños!

Con más razón es necesario saber y tener ideas claras y precisas. Hablar con lenguaje fácil y sencillo, es difícil.

He aquí lo que sucede cuando el catequista sabe poco: en las inteligencias de los niños entran errores, dudas y confusiones; el catequista habla y adelanta la materia sin seguri dad, sin brío y sin confianza en sí y los alumnos se dan cuenta de su poca ciencia, y ¡adiós al prestigio del maestro!

13.- Saber enseñar. No es lo mismo que saber simple mente. Una cosa es tener las ideas en su propia cabeza y otra hacerlas pasar a las de los alumnos.

Podemos ser pozos de ciencia, pero que no sabemos comunicarla a otros.

Hay oradores elocuentísimos y muy capacitados para hablar a los mayores, pero que no logran tener atentos a pequeños auditores.

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Y hay maestros capaces de enseñar bien a los niños historia y geografía, pero incapaces de enseñar el catecismo, que es una materia con dificultades propias.

Un catequista, por tanto, no sólo debe saber o tener paciencia, sino debe tener la habilidad de comunicarla a los pequeños con la didáctica propia, con la didáctica catequística.

14.- Para llegar a poseer esta habilidad, son utilísimos:

El sentido de la adaptación, es decir, saber proporcionar lo que se dice a quien lo recibe. Se habla de manera distinta a los niños de edad diversa, si tienen la misma edad de una manera a los menos inteligentes y de otra a los más listos. Se procura siempre el decir cosas fáciles y decir de manera fácil las cosas difíciles. Se deben siempre presentar las cosas bajo un aspecto simpático que agrade a los niños y les haga amar lo enseñado.

La claridad: ideas, pocas pero coloreadas e incisivas; mejor poco y bien que mucho y confuso; palabras fáciles que los niños ya conozcan y entiendan, concretas y si es posible acompañadas de imágenes. No se dirá: "La sabidu ría divina", sino "Dios que es tan sabio". No se dirá "Pedrito se avergonzó", sino: "Pedrito se puso rojo por la ver güenza". O mejor aún: "Pedrito, por la vergüenza, se puso encarnado como un gallito".

El saber contar: es uno de los mejores recursos para lograr la atención de los niños, que están deseosos de que se les cuente y escuchan con avidez la historia narrada con gracia.

d) Dotes externas

15.- El niño es un caricaturista terrible: un mínimo de ridículo que haya en el catequista lo descubre en seguida.

Mas, de la misma manera, lo que sale de lo común, que es ingenio verdadero, armonía o gracia, conquista y encanta al alumno.

Basta poco para que se burlen del catequista y también basta poco para suscitar en ellos el entusiasmo.

Por esto es preciso que el catequista vigile y controle sus actos y ademanes exteriores.

16.- Esté atento a la expresión del rostro. Los niños lo observan, leen en él los pensamientos que el catequista tiene para con ellos.

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No muestre por tanto miradas crueles, ni tristeza exagerada. El niño lo toma por maldad. Si tenemos cruces y desdichas no las hagamos ver a los niños; y si por fuera llueve o truena, el aspecto de nuestro rostro sea igualmente sereno, tranquilo, de modo que los niños digan: el cate quista está contento de estar con nosotros, es bueno, nos quiere.

17.- Vigile las miradas. A los niños les habla más el ojo que la boca del catequista; en los ojos se ve como el matiz de la palabra. Por otra parte, con los ojos es como el catequista los domina y hace sentir que los quiere dominar. Un ojo vigilante, penetrante, agudo, impresiona y domina a los niños.

18.- Vigilar el gesto. El gesto natural sobrio, hace más atrayente la palabra, sobre todo con los pequeños, que están habituados a suplir los vocablos que les faltan con la mímica viva, poniendo en movimiento los ojos, las manos, la persona, el tono de la voz, la cabeza, pero un gesto mecá nico y desmañado lo hace ridículo y distrae la atención.

19.- Merece un cuidado especial la voz. Lo menos que se puede pedir es que se articulen bien las palabras, sin precipi tación, sin comerse las silabas, sin trabarse. No gritar ensor deciendo, ni tampoco hablar demasiado bajo, entre los dientes, de modo que los niños no entiendan o les dé trabajo para entender.

Al comenzar se habla más bien un poco bajo, para atraer la atención, se sigue haciendo altos y bajos, suave y fuerte, retardando en algunos momentos y acelerando en otros.

Quien tenga un bello timbre de voz, aprovéchelo. Un bello timbre de voz que revele el entusiasmo, la piedad, podrá hacer muy interesante aun las cosas más comunes.

Que se vigile especialmente, si tiene la costumbre de intercalar frecuentemente algunos adverbios, porque si no, los niños se encargan de vigilar y al final de la clase habrán contado 50 ó 60 "pues" u otras palabras semejantes.

20.- El comportamiento o presentación externa tiene también su importancia. La elegancia exagerada, los perfumes, los polvos, el colorete de la catequista o el aire truculento del catequista hacen reír a los niños, y la negligencia, el desaliño les impresiona malamente.

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Ir a la clase de catecismo es ir a hacer una cosa grande: el vestido sea conveniente, el cabello arreglado, no falte la limpieza y el decoro. Lo merecen tanto el catecismo como los alumnos.

21.- Y finalmente si el catequista posee alguna habilidad que pueda impresionar favorablemente al niño, no la esconda sino úsela en favor de la enseñanza.

 

3.- LA FORMACION DEL CATEQUISTA

22.- Para llegar a ser un excelente catequista es indispensable un mínimo de dotes espontáneas, o sea cierta aptitud natural para ser educador.

Cayo es un excelente muchacho, pero no tiene buena memoria y al hablar balbucea y repite; no sirve para catequista.

Sempronio es muy nervioso y exaltadísimo y reparte, por poca cosa, pescozones y palabrotas; no sirve tampoco.

Ticio tiene timidez notable, cierra los ojos hablando a los niños, no se atreve a mirar en el rostro a las personas; servirá para catequista a condición de que se corrija.

Para formar el catequista, ayuda mucho la buena voluntad, la tenaz perseverancia, el estudio, el ejercicio, pero-aparte de esto, se requiere disposición natural.

23.- Para adquirir las dotes religiosas y morales sirven la oración, la frecuencia de los sacramentos, la meditación, el esfuerzo continuo para adquirir u obtener un carácter šuave, paciente, leal, optimista. Sin la meditación sobre todo, las convicciones no son profundas en el alma. Además, ayudan mucho la práctica del examen de conciencia y del retiro mensual.

24.- Para poseer la ciencia suficiente se requiere el estudio diligente y asiduo del catecismo.

No basta haber estudiado, hay que estudiar ahora textos más amplios, bien hechos, con atenta reflexión, sin decir jamás basta.

No se requiere ciertamente que todo catequista sepa como el párroco, pero es cierto que para enseñar a otros, por mucho que se estudie, no se sabe nunca lo suficiente.

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25.- La habilidad didáctica se adquiere sobre todo con la práctica. Es equivocado el decir: ahora frecuento un curso o preparo un tratado de pedagogía y en seguida me hallo apto para enseñar. La habilidad se consigue sólo enseñando, con la práctica.

Seguir el curso y leer el tratado es excelente, pero con tal de que se aplique en seguida cuanto se ha aprendido.

Después de haber practicado, volver a estudiar para ver dónde se ha acertado y dónde se ha equivocado.

Se ha dicho: los diez primeros años, el maestro enseña con daño de los alumnos. Esto es un poco exagerado tal vez, pero es un hecho que ningún oficial de la enseñanza no quede como aprendiz por mucho tiempo.

26.- Y aun cuando se haya adquirido un poco de experiencia, se siente más la necesidad de prepararse mejor. Los niños se renuevan y también las clases. El catequista, pues, debe renovarse también y no decir: ahora ya no más estudio.

27.- Además del curso catequístico, es necesario participar en reuniones, cursillos para catequistas. Buena cosa es entrevistar catequistas experimentados, pueden sugerir experiencias que en los libros no se hallan. Y mejor aún escuchar lecciones que ellos dan a sus discípulos. También es bueno suscribirse a una revista catequística (C.D.C.), equiparse con una biblioteca catequística, con buenos textos, cuadros murales, láminas, etcétera.

Además, es excelente procurarse una colección propia de ejemplos, historietas, pinturas. Es cierto que ya hay algunas impresas, pero lo que es cosa para todos no sirve ni se halla adaptada a nuestros discípulos en nuestro tempera mento. Es mejor tener a la mano material propio que ya se ha experimentado como eficaz y adaptado.

Ese material se prepara poco a poco. Hallo alguna buena comparación en un sermón. La pongo en mi libreta al-llegar a casa. Mañana me servirá para una clase. Leo una historia interesante. En seguida dos líneas en mi fichero. Mañana la repetiré a mis chicos. Y así se prepara un material bueno y en poco tiempo.

PREGUNTAS Y CASOS

¿Por qué es cosa grande enseñar el catecismo? (2).

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¿Es fácil enseñar el catecismo? (3).

"No enseño más pues no obtengo ningún fruto" (4).

¿Por qué es necesaria la conducta digna en el catequista? (5). ¿Cuáles son las dotes del que enseña? (12-13). ¿Por qué es necesario tener cuidado con la presentación externa? (15).

¿Basta que me haga muy devoto durante la lección explicada? (6).

"A algunos alumnos nunca les tomo la lección. ¿Es bueno esto?" (12).

"Sé lo suficiente para enseñar el catecismo a cuatro chicuelos" (12).

¿Qué medios adoptará un catequista para hacerse cada vez más ideas? (23-27).

¿Podemos todos ser catequistas? (22). ¿Las clases para los catequistas son útiles? (24-25).

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